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INTRODUCCIÓN

Para los propósitos de este escrito, me parece imprescindible comenzar


recordando estas notas de campo que escribí en el municipio de La Uribe,
Colombia, en 2018:

Sobre las materialidades de la desaparición. Objetos extrañados, deslocalizados, des-


lugarizados, en busca o de regreso a un hogar. Están, efectivamente, «a medio
camino», tirados, abandonados, extrañados incluso de sí mismos, al menos en dos
sentidos: han sido hechos extraños, des-familiarizados de sí, reducidos a lo
ininteligible, localizados más allá del acceso fenomenológico de nuestro entorno. A
ese más allá le llamo, por un lado, «invisibilidad»: en otras palabras, objetos/sujetos
hechos «invisibles» por un «régimen escópico» —y esto no significa que no se vean o
no se nominen, sino que se ven y se nominan de una manera muy particular, como
parte de las inscripciones del poder sobre el cuerpo/territorio del otro—. Esa
distancia evoca también las condiciones de su «in-audibilidad», o de lo audible y de
lo decible. Sin embargo, las personas y sus objetos son también, en un sentido más
íntimo, extrañados: porque se les extraña, como a una vida o un amor ausente o
perdido: personas que se extrañan por alguien a través de sus objetos y ausencias.
Así, en estas materialidades y objetos cohabitan, se yuxtaponen, se sobreponen, las
dos cualidades: la de la intimidad y la de la alteridad radical. Son de hecho sujetos y
objetos liminalizados (el participio pasado es muy importante), donde conviven todos
y ningún lugar a la vez. En eso consiste la naturaleza de su singularidad, su cosalidad:
en el principio de su incertidumbre, pues son objetualidades inciertas. A esta
convivencia y connivencia le podría llamar «rastro», «huella», «ruina», «resto»,
siendo el investigador por definición un rastreador, un olfateador, un observador, un
escucha de lo que queda, de lo que las personas desaparecidas van dejando a través
de los ecos: sus objetos, sus silencios, sus ausencias, sus voces, sus intimidades más
públicas: las ruinas de lo social.

Este escrito es una reflexión retrospectiva, un álbum fotográfico, un relato de


viajes, un documento académico y, por supuesto, un tejido de sonidos. Está
compuesto por una serie de fragmentos tomados de mi trabajo como
etnógrafo, con el cual busco entender las formas en que las violencias
transforman los paisajes existenciales de los seres humanos. Me gustaría
explorar aquí la naturaleza de las relaciones e intermediaciones entre las
voces y los lugares de esas violencias: la colonia Maclovio Rojas en Tijuana;2 la
vida de los desplazados en el barrio El Pozón en Cartagena de Indias; 3 el
depósito de cuerpos-esclavos desconocidos o desaparecidos en la calle
Prestwich en Ciudad del Cabo;4 y la Casa de los Esclavos en la Isla de Gorea en
Dakar.5 Si estos fueran lugares de terror, habría muchos más.6
Usando una figura de la acústica, se podría decir que este texto se sitúa en la
intersección entre dos tipos de ondas y sus tiempos y velocidades, que son los
de la vida: por un lado, los tiempos del trabajo etnográfico de larga duración
construido en el espíritu de una epistemología colaborativa, de un trabajar
«con», de la misma manera que el sistema auditivo y nuestra audición del
mundo (y no «visión del mundo»): en su relación con los objetos-espacio
circundantes, los oídos trabajan juntos, en una colaboración estructural,
gestando una parte de lo que constituye el habitar.7 Por otro lado, el tiempo y
la velocidad del tránsito, la itinerancia contemporánea y la intuición
instantánea producida por el nomadismo. Es en la intersección de estas dos
ondas, en su momento de interferencia mutua, que espero sus
reverberaciones y ecos.

El texto también tiene una estructura temporal particular. Empieza desde lo


más reciente hasta lo más lejano. Por un lado, me centro en la relación entre
el lugar y la violencia, así como en la implosión de la voz y el testigo, en un
momento concreto de la actualidad: «La Pozolería» de Tijuana. Luego, en
tiempos de guerra, me muevo hacia un «después», hacia lo que queda de esa
violencia, pero en un contexto diferente. Primero, en un «después» reciente:
en Colombia, durante una conversación con una superviviente, tras una serie
de muertes en 1997. Luego continúo con otro «después», pero esta vez
vinculado con las violencias de largos períodos y sus resonancias: primero en
Green Point, Sudáfrica, donde en 2002 hice trabajo de campo para un libro
sobre el silencio. Termino con el momento primigenio de la esclavitud en
Dakar ese mismo año. En otras palabras, mi ensayo va hacia atrás, para
entender el «después» con la intención de mostrar su presencialidad, su
actualidad, todo vertebrado con los susurros de quienes ya no están. Al final,
todo se trata de la voz.

Por último, un apunte sobre lo que aludo como una «transición de las grafías
a la fonías». Este ensayo forma parte de una modulación, producto de una
inflexión o un desplazamiento sensorial, conceptual y afectivo en torno a la
escucha y sus condiciones de (in)audibilidad: un campo que podría
denominar etnofonías de la violencia y la memoria. Esto podría leerse en dos
sentidos: por una parte, el testimonio de la guerra y el relato de la violencia
no sólo se reducen a su dimensión semántica, a lo que significan cuando
realizamos una entrevista, por ejemplo, y a la imputación política,
antropológica o psicológica de lo dicho, denominándose esa domesticación o
encuadre «escucha política» o «escucha psicológica».8 La transcripción, la
transliteración de la palabra o la extracción se convierten en una abstracción
de significados.9 A menudo, lo que queda de nuestras grabaciones de campo
son transcripciones de lo dicho. En segundo lugar, podría decir más bien que
la voz, al menos en principio, es también una experiencia sonora que requiere
flujos de aire, la respiración y las cavidades intercomunicadas que conectan
el olfato, el oído o el tacto, y la fricción producida por el roce del aire en las
cuerdas vocales y que dan lugar a los tonos, el timbre, la sensación de
profundidad, guturalidad y nasalidad.10 La expresión «las voces de las
víctimas» (o «la voz del otro», que se ha convertido en un lugar común hoy en
día) nos remite también a los paisajes sonoros, a las dimensiones sociales y
culturales del sonido y especialmente del silencio, a los aspectos sonoros de
un lugar y, en general, a la experiencia de lo auditivo y sus tecnologías de
inscripción, notación, legibilidad y sus dimensiones morales, políticas y
estéticas.11

Es evidente que el conocimiento del pasado y la violencia puede ser leído en


esta clave tonal y sensorial, sólo que en nuestras formas de entender este
conocimiento hay un punto ciego acústico o, por así decirlo, una sordera de
segundo orden12 que se establece en el momento mismo de su enunciación en
el lenguaje escrito. ¿Cuáles son los ecos del pasado o de la guerra? ¿Cuáles son
sus rastros o sus sonidos? Desde el punto de vista de la experiencia, nuestra
vivencia de la violencia como sociedad, dondequiera que sea, está plagada de
gritos, murmullos, sollozos, sonrisas y carcajadas; de ríos que corren entre los
matorrales; del olor del calor y el viento frío que cubre el cuerpo. Este texto es
un primer paso hacia la decodificación de lo escrito, a través de
su transsonificación (en lugar de transliteración) en el campo heterogéneo
del sonido.

¿Cómo transformaría esto los modos académicos de escritura, cómo se


redefiniría nuestro lenguaje del mundo en esta transición de las grafías a las
fonías? ¿Cómo se transformarían nuestras representaciones de la violencia,
cuando nuestra sensibilidad ya está entrenada para mirar escópicamente
(ocularmente) y escuchar? Si nos situamos en la intersección de la densidad
semántica de la palabra hablada-textualizada y la densidad aural, ¿qué será
entonces de la memoria de la guerra, el testimonio y la disonancia que
emerge? ¿Cómo indexamos esa violencia? Esta es la pregunta que me gustaría
explorar aquí.
Imagen 1
Alto de la Virgen, carretera Bogotá-Choachí, Colombia.
Foto de A. Castillejo Cuéllar.13

¿EPISTEMOLOGÍAS DE LA AURALIDAD?

Si quienes nos hablan de violencia lo hacen desde el más allá, desde el reino
de la muerte, como nos dice el poeta T. S. Eliot en The Hollowed Men, ¿cómo
podemos escucharlos?14 Si nuestra tarea como profesores, intelectuales o
escritores (en la sociedad del precariado intelectual y del rendimiento) es
entender cómo la violencia implanta sensibilidades complejas en los
«mundos-de-la-vida» de quienes sobreviven (en el fondo, es entender los
sentidos de habitar el daño, la herida o la cicatriz), ¿qué hacemos entonces
con esa sutil modulación entre el mundo de lo sensible y el mundo de lo
(in)inteligible que no se sitúa en nuestras vidas ni en nuestros cuerpos, sino
que proviene de «otros» a los que ni siquiera reconocemos la existencia o la
«sensibilidad»?15 Cuando hablamos de violencia y experiencia, hay una
dimensión de conocimiento de la guerra que se transmite a través de los
remanentes de las voces de quienes no están. Desde esta perspectiva, la
posibilidad de «reconciliación» con el pasado violento se da en el «momento»
en que una sociedad aprende a convivir, literalmente, con sus fantasmas o,
mejor dicho, con sus antepasados, incluso con lo «in-convivible».

El problema, me parece, ha sido reconocerlos como «reales», como agentes


en el presente inmediato, deambulantes, incluso conversantes. Me pregunto:
¿hasta dónde debemos nadar en otras epistemologías para darles presencia,
para escucharlos? No me refiero aquí a la idea de la ausencia como una forma
radical de presencia, una idea que ha estado precisamente en el centro de las
diversas discusiones y aproximaciones a lo traumático en los debates sobre
los derechos humanos y las reparaciones de los daños codificados en la
llamada justicia de transición a través de su evangelio global de perdón y
reconciliación.16 Para quienes enseñamos las formas en que las guerras y las
violencias transforman los paisajes existenciales de los seres humanos y no-
humanos, la transmisión de lo que de otro modo parecería «inenarrable» (a
través de nuestras practicas narrativas formales) sigue siendo paradójica:
¿cómo hablar o cómo escuchar lo que se sitúa en el borde externo del sentido?
Esta es la pregunta que, en cualquier caso, rodea este relato.

En «El narrador», Walter Benjamin dijo que la muerte «es el sello de todo
aquello que el narrador puede relatar. Su autoridad ha sido tomada en
préstamo de la muerte». Benjamin se refería no sólo a la autoridad y la
sabiduría que emergen frente al abismo definitivo, como diría Paul Celan
antes de su suicidio, sino también a las que se transmiten a quien escucha,
quien —quizá forzadamente— es habitado por la voz del otro y por su
rostro.17 Pero la pregunta es: ¿qué hacemos con su palabra, en ese momento
denso e inquietante que es el último aliento antes del fin de la vida? ¿Qué
hacemos con sus silencios, sobre todo cuando se nos confían en la intimidad
de un encuentro? Quizá uno de los dilemas humanos más profundos tiene que
ver con la posibilidad o el derecho que uno se arroga de hablar por los
muertos —o incluso a su lado, como ahora— y el derecho a hacerlo cuando no
se puede dar testimonio directo del universo que habitan indefectiblemente:
¿será posible, entonces, dar testimonio de lo que parece ininteligible? Escribo
con Benjamin, en un ejercicio de calibración permanente con su espectro, en
honor de aquellos que ya no están, o están «a medio camino», extrañados.18

LA VIOLENCIA COMO IMPLOSIÓN DE LA VOZ (1ª PARTE)

Condujimos durante una hora desde Tijuana, por una autopista. Fue en la
parte noroeste de México, en el océano Pacífico. Fueron más de cuatro años
tratando de trabajar seriamente19 como etnógrafo en este país, viajando,
hablando, escuchando a muchas personas e instituciones involucradas en la
administración del dolor colectivo, y a otras personas hablar sobre sus vidas
y experiencias violentadas por la desaparición forzada. Una mezcla de
fascinación, amor y conmoción estaba en el aire esa tarde. Curiosamente,
estaba listo para hacer de éste mi último viaje académico.
Cuando se vive en el mundo de la academia neoliberal, para darle un nombre,
del precariado intelectual,20 del conocimiento-mercancía, del universitario-
mercachifle,21 de las inflamaciones del currículum vitae y de los índices de
citación de lo irrelevante, es muy difícil tener un pie en el suelo que se
considera, al menos en parte, como propio (en mi caso, Colombia)22 y otro en
un contexto nacional diferente. En última instancia, nuestras universidades
son, por razones que van desde la falta de fondos hasta el cordón sanitario de
los territorios académicos, profundamente parroquiales (escribimos sobre
nuestros ombligos como si fueran los únicos) y el significado de lo que se llama
«internacionalización» no es otra cosa que mirar al hemisferio norte con
deseo y sumisión.

Por la mañana, había caminado a lo largo del borde marítimo del muro que
separa México y Estados Unidos: una larga hilera de barrotes de hierro que se
extiende sin cesar a lo largo del territorio ondulado hasta que incluso
penetran en el mar, decenas de metros tierra adentro. En los barrotes,
rayones como los que había visto en otros lugares, como en el lager:
Auschwitz-Birkenau en Polonia, Les Milles en Francia o Sachsenhausen en
Uraniemburgo: personas arañando sus nombres o alguna huella en la
superficie de los barrotes que han sido derruidos por el tiempo, mensajes
ininteligibles, dibujos y mamarrachos, firmas y signaturas de todo tipo,
adagios, frases célebres, declaraciones políticas, testimonios de presencias.
Esa tarde me llevé una sensación vertiginosa con respecto al significado de
una frontera nacional, en el sentido cartográfico y geográfico de la palabra.

La frontera que vi en Tijuana fue diseñada como una zona de contención en


el lado estadounidense, vigilada en todo momento por coches de policía a lo
largo de la frontera. Una amplia franja de colinas ondulantes, una especie de
estado de excepción originario dentro de una gama de estados de excepción
concéntricos se hace más profunda a medida que se penetra en el desierto,
donde la ley y la violencia muestran su coexistencia. En esta franja,
sofisticadas cámaras de video, carreteras, cercas y púas vinculan el paisaje
con el sonido del mar. Así como el tren es la gran metáfora de la penetración
de la civilización a comienzos del siglo XX en África, el alambre de púas sigue
siendo el elemento central del dominio de «lo salvaje» hasta el día de hoy. En
el fondo, un helicóptero se desliza por el aire a unos pocos kilómetros de
distancia, mientras también están algunas personas que tratan de cruzar la
estructura por debajo del agua.23 Como los ferrocarriles y las carreteras en
Sudáfrica que han funcionado como zonas de contención racial-racista entre
localidades segregadas o townships, sonoramente, las tecnologías de
vigilancia, llenas de contrastes, se superponen a las olas en medio de una
sensación tórrida del amanecer espeso con el gris de la contaminación.24

Una gran cicatriz que se conecta con los sentidos y las pulsaciones de la vida.
Vista desde el aire, representaría un gran conjunto de marcas en el cuerpo-
territorio. Si hiciéramos una inflexión de la escucha, escucharíamos las
intimidades y veríamos las cicatrices en forma de palabras y ausencias. Me
pregunté: ¿qué quiere decir habitar esas fronteras y cicatrices? ¿Cómo es ese
balance entre lo que se siente y lo que se entiende?25¿Qué significa habitar el
daño? ¿Y cuál es su epistemología? En el lado mexicano, los barrotes están
debidamente decorados por la vida. Parques infantiles, pequeñas áreas de
descanso, bancas, murales de flores coloridas, corazones gigantes
intervenidos por los dibujos de los niños, jardines empedrados y diseñados
con llantas recicladas. Asimismo, vi toda la materialidad de los negocios de
migración pegada en postes de luz a lo largo del recorrido de unas pocas
cuadras: abogados o licenciados que ofrecían servicios jurídicos en materia de
migración y asuntos penales y que prometen la reunificación familiar,
promociones comerciales, incluso ventas de bienes raíces. Una pequeña
industria de la promesa, si se quiere.

Imagen 2
Vista desde la frontera hacia Estados Unidos. En el fondo, San Diego.
Pero también estaban las imágenes de mujeres desaparecidas: las fotos en
blanco y negro de los rostros de Luz Carmen, María Elisa, Augusta, Susana,
Milena, Lucía o Alicia se intercalaban con las mantas blancas con los nombres
de muchas otras y otros que había visto, meses antes, colocadas en las aceras
de la Ciudad de México, o con los carteles conmemorativos impresos
artesanalmente en colores pastel y pegados en las paredes de otras
necrópolis latinoamericanas como Santiago o Buenos Aires:26 «El recuerdo
florece, en memoria de detenidxs y otrxs desaparecidxs». En Colombia, el
circuito de la guerra paramilitar deglutía y canibalizaba mujeres en una
interminable recurrencia en medio del circuito de la prostitución, las
amenazas y la desaparición. Ya ni siquiera nos quedan sus nombres.

LA VIOLENCIA COMO IMPLOSIÓN DE LA VOZ (2ª PARTE)

En mi opinión, el poder se inscribe de tres maneras diferentes, al menos desde


una perspectiva que privilegia los paisajes existenciales de los seres humanos:
por un lado, hay una inscripción (tomo la metáfora de En la colonia
penitenciaria de Kafka) en el cuerpo de otro ser humano: produce
corporeidades, cuerpos heridos y dolidos.27 La violencia es un acto o una serie
de relaciones que niegan la «projimidad» del otro en su inmediatez. Se signa
a través del rastro-herida que queda, marca y obliga la rehabitación del
mundo. Es el cuerpo (su alteridad radicalizada), así como sus significados
culturales, históricos o sociales, los que se niegan y refuerzan en el acto de la
inscripción. En este sentido, la violencia puede ser una forma de
administración de la línea que separa la vida de la muerte administrada.

Kafka inmortalizó esta operación cuando, en La colonia penitenciaria, la


máquina de castigo, basada en la legitimidad de la ley, marca literalmente el
cuerpo del condenado con cuchillas y púas con una inscripción de la norma
que violó. Kafka, por supuesto, profundiza en la relación entre la ley (el Estado
o el orden público) y la violencia, entre la civilización y la barbarie: aquí la
civilización, más que ser un antídoto contra la violencia, está formada por
montañas de cadáveres.28 Sin embargo, esta inscripción no es sólo literal,
relacionada con la negación definitiva que lleva a la muerte y el abuso de
formas desatadas. ¿No puede ser también lentos procesos de ruina? ¿No son
la pobreza crónica y la miseria histórica formas de inscripción, de
subalternización, de colonización, de poderes sucesivos, estructurales,
capilares, entrelazados, múltiples, por obra del tiempo, que moldean los
cuerpos? ¿Podemos hablar de esos cuerpos como de ruinas de lo social?
La segunda inscripción tiene que ver con la espacialización de la violencia. Esa
negación del otro como otro, radicalizándolo hasta hundirlo en el estereotipo
generalizante, implica la producción de espacialidades, espacios sociales,
lugarizaciones y apropiaciones, definidas literalmente por las tecnologías de
demarcación, cercado, fronterización, regimentación, reclusión y sus
materialidades, como cercos, maderas, alambres, puertas, metales,
candados, cerraduras, puntillas y la conglomeración de sonidos y texturas
sonoras asociadas: estridencias, chirridos, crujidos, fricaciones,
crepitaciones. Uno se pregunta si es posible que los objetos sean testigos: los
29

ríos, las selvas, las paredes… ¿Cómo podríamos oírlos? ¿Cuántos puntos de
vista podríamos percibir?

Imagen 3
Las aves van ya rumbo al sur.
Mis ojos las persiguen en sus círculos interminables,
como pajarracos alrededor de este inmenso cementerio.
Castillejo Cuéllar, «La gran bóveda (Auschwitz-Birkenau)», en id., Cuarenta y
seis poemas

Aquí tenemos un tema central para lo que se ha llamado el «giro espacial» en


las ciencias sociales.30 En su obviedad, estudiar las violencias es estudiar el
vínculo indisoluble entre los cuerpos y los espacios: el espacio se corporaliza
y el cuerpo se espacializa. Incluso la naturaleza del evento en sí, su
eventualidad, se sitúa en estos dos registros. En lo que respecta a esta
espacialización, la encontramos desde las practicas más macrosociales de
biopolítica y necropolítica —como los regímenes coloniales de África— hasta
su evisceración legalista durante el régimen del apartheid, pasando por las
micropolíticas del inconsciente.31 Desde la racialización de la nación y la
regimentación de la vida cotidiana hasta la multiplicidad de espacios
concentracionarios o de control, en todas las escalas de la vida humana. La
lista es interminable: cárceles, reclusorios, localidades, casas, escuelas,
reformatorios, gulags; campos de todo tipo (de concentración, de tránsito, de
migración, de refugiados); sus economías y ecologías políticas, morales y
afectivas; y los poderes que se entrecruzan.32

Finalmente, hay una dimensión nominativa del poder que tiene que ver con
la asignación de nombres al mundo en general. Nombrar es instaurar un
orden de clasificación, es administrar lo sensorial. Es un acto que produce el
mundo y está entrelazado con las prácticas que definen la vida cotidiana. Los
contextos de violencia en los que la inscripción sobre el lenguaje es evidente
están bien documentados. En Ruanda, la política antitutsi que desencadenó
en parte el genocidio de 1993 fue precedida por una cadena mediática que
definió a los tutsis como cucarachas que debían ser pisoteadas, siendo éste el
resultado de una larga historia colonial centrada en un sistema
administrativo-étnico. Sin que estas metáforas determinen exclusivamente la
naturaleza violenta de un acontecimiento, son sin duda un elemento central.
Las numerosas metáforas o asignaciones del enemigo percibido, los términos
derogatorios, las imágenes moralizantes, las animalizaciones y las
deshumanizaciones a través de escenarios de muerte son comunes. A finales
de la década de 1990 en Colombia, los paramilitares solían llevar a sus
víctimas a corrales de gallinas y cerdos en el campo para degollarlos,
precisamente como animales. Una transgresión radical de lo que llamo
«projimidad».

La corporalidad, la espacialidad y la nominalidad funcionan como una tríada


mutuamente estructurada en diferentes escalas y capas de experiencia
temporal. Desde una perspectiva que estudia las violencias desde el
derrumbe de las estructuras del mundo-de-la-vida dislocado por el terror y su
normalización, los efectos de esta negación se manifiestan en los parajes
existenciales al menos en tres dimensiones: implican la fractura del mundo,
instauran el silencio como medio de testimonio y supervivencia y reproducen
la ausencia.
LA VIOLENCIA COMO IMPLOSIÓN DE LA VOZ (3ª PARTE)

Llegamos al fin.33

Se llamaba Maclovio Rojas, una colonia fundada en 1988 por familias


inmigrantes de campesinos de Oaxaca. Fue nombrada en honor a un líder
indígena mixteco del Valle de San Quintín en Baja California. La distancia
entre el centro de Tijuana y el oriente, vía Tecate, ya era significativa: casi una
hora y media entre colinas, maquiladoras, fábricas, bodegas industriales,
tiendas de abarrotes y mucho terreno que parecía baldío o deshabitado.

La ciudad, en medio de mi ignorancia como viajero de paso, no dejaba de


parecerme extraña. Una ciudad con múltiples fronteras, desplazamientos y
precariedades, cohabitando con ciertas formas de opulencia
transnacionalizada que se imponían. Una ciudad que es en parte producto de
los flujos donde coexisten formas del exceso y formas de precariedad, ambas
mutuamente constitutivas. Por supuesto, el lugar, la aridez, y las imágenes
que circulan en los medios de comunicación (normalmente mares de edificios
informales en lomas interminables que aparecen en las películas
hollywoodenses sobre el narcotráfico y temas inscritos en el Antropoceno) se
asocian con violencias aparentemente sin razón, despóticas, irracionales y
degradantes, más que con las formas de «capitalismo gore» que surgen en
forma de tráfico de materialidades, cuerpos de mujeres, mercancías e incluso
imaginarios.34 Parece que en la frontera, todo es una mercancía, pero
trajinada de una violencia sin forma ni dueño. Sin embargo, la violencia y el
sufrimiento social que causa, en cualquier forma, son un producto histórico,
condiciones sociales para la producción de dolor social o colectivo.

De la frontera norte, de la gran frontera norte (extensa, interminable,


ininteligible) en Colombia (desde donde escribo), no tenemos ni idea. Aquí
tenemos otras fronterizaciones donde el terror opera según una
gubernamentalidad: el puerto de Buenaventura —entre el continente y el
océano—; el Tapón del Darién en la frontera con Panamá —selva indómita de
traficantes, inmigrantes africanos y cubanos desinformados, todos en
dirección al hemisferio norte—; la frontera con Venezuela —históricamente
compuesta por múltiples conflictos y grupos armados—; la frontera-región
trinacional amazónica que Colombia comparte con Perú y Brasil a través del
río Amazonas y sus tributarios. Allí vemos imágenes de gigantes árboles que
flotan en el río desde y hacia los aserraderos ilegales, el tráfico de especies,
los corredores de las guerras del narcotráfico y los conflictos armados, las
violencias contra lo que, por falta de una epistemología relacional, llamamos
«naturaleza», donde las sociedades indígenas también se enfrentan a la
desaparición de sí mismas y sus conocimientos ancestrales. Fuegos
energúmenos, agroindustrias de palma africana y soya, ganadería intensiva y
sus campos de concentración bovinos se encuentran detrás de las selvas, bajo
el amparo de mercachifles y sus ejércitos legales e ilegales. Lugar de raponeo
de tierras y apropiación de información genética. Fronteras porosas, donde el
Estado, sus formas de exterioridad e interioridad, están constituidas
por modos de devenir-Estado. Fronteras translúcidas, teatros de sombras en
medio del eterno sonido del motor.35

Tijuana, como un agujero negro, emerge en la conciencia como un


archipiélago de objetos violentos y violentados, una masa informe de
territorios: el tren «La Bestia», el desierto, los migrantes, los desplazados, los
Zetas, los adictos, las drogas, los cárteles, los puentes, los caños, los albergues,
todos abarrotados de seres humanos a medio camino entre un «aquí» y un
«allá», a veces en un estado de interinidad permanente, esperando lo que no
llega, lo que no viene. En medio de todo esto, mi vista y mi oído apenas logran
percibir su complejidad. Recuerdo una de esas avenidas largas y anchas,
llenas de edificios altos y hoteles de varias estrellas. Dentro, había cuerpos
obesos de hombres y mujeres blancas de la ciudad-Estado del norte, de la
«tierra de los sueños»:

Ciudad de criaturas enanas y deformes,


de cristos bicéfalos y sexo misionero.

En sus imaginarias encrucijadas,


todos los símbolos están ya poblados.

Cuánto tiempo escondido de los aires terroríficos del invierno,


evadiendo los seres que duermen con ingenua
placidez sobre sus propios efluvios y emanaciones,
buscando griales en los inexistentes rincones
sagrados de esta enorme habitación de burdel.

Durante el alba,
cuando ya los enfermos han esculpido
su miseria sobre las aceras,
navego entre el ensueño y la muerte voluntaria.

Cada sociedad engendra sus propias monstruosidades.


Una jovencita se disfraza con su propia deformación e
invade el espacio expirando un orgullo perverso y autócrata.
En ella conviven el exceso y el desperdicio,
la asfixia de los avisos electrónicos
y la vulgaridad mestiza y paupérrima
de una imagen especular.

Ciudad de transexuales y falsos nómadas,


de caricaturas multifacéticas
y figuras desventuradas.

Sólo eso.36

Todos los días, mañana y tarde, vi el circuito médico-barométrico establecido


en Tijuana como otro de los negocios del cuerpo. Hordas de personas de Texas,
California o Arizona eran transportadas en grandes camionetas a hospitales
o clínicas dedicadas a la gordura mórbida y la obesidad sin fin. Lentos,
sudorosos, flácidos, malolientes, el grupo familiar y sus ejércitos de
colaboradores arrastraban estas humanidades nacidas del exceso y la comida
industrializada, vitaminizada, higienizada con antibióticos y reciclada por el
sedentarismo posindustrial. Como en los reality shows más aterradores de la
televisión por cable, estas personas colonizadas por el abultamiento, por el
crecimiento sin fin en el que se basa la propia economía capitalista
contemporánea, iban a Tijuana a buscar una extensión de una vida invivible.

Era obvio lo que estaba sucediendo: lo que no podían pagar en los desastrosos
servicios médicos privados de Estados Unidos, lo hacían en Tijuana. Taxis
barométricos, turismo médico, mercado hospitalario, bulevares de la salud y
servicios asociados hablan de una industria de lo corporal, de los rastros que
deja el hiperconsumo en el organismo: en cierta medida, esos cuerpos son
ruinas tecnológicas producidas por mezclas farmacológicas, intervenidas
químicamente. Son como Chernóbil, Fukushima o Bhopal a escala sanguínea.
Para los visitantes y pacientes de Estados Unidos, la obesidad es una figura
del exceso, una metáfora que persigue a esta sociedad como un fantasma
maléfico. Todo allá es hinchado, inflamado, engordado artificialmente: la
fama, la riqueza ficticia compuesta por deudas imposibles de pagar, el tamaño
de las comidas rápidas, la extensión geográfica del país, un arsenal nuclear
suficiente para acabar la tierra decenas de veces, su imperialismo de bases
militares en todo el planeta, la escala de la ambición, la hipocresía del
discurso de la paz mundial, la sumisión sin fin de sus «aliados» estratégicos
en el continente, la superioridad militar, el arrasamiento de regiones enteras
con bombas cada vez más grandes, que desafían el concepto de armas de
destrucción masiva. Estas personas son sólo un síntoma.

Los excesos del Norte en el Sur (en relación con la frontera) se han extendido
a otras industrias. La de los tráficos de cuerpos y el turismo sexual hecho a la
medida de los visitantes. Las historias de la calle Coahuila, amarillenta,
abarrotada e iluminada de neón, y por supuesto las risas soterradas de los
hombres, algunos de los cuales son académicos en medio de una cena,
insinuando sus historietas en el Hong Kong, el mayor burdel de la ciudad y una
de sus aparentes atracciones. Nunca he sentido tanta vergüenza ni he oído
tanta precariedad. ¡Qué abigarrado y letal es el machismo! Según decían los
encumbrados profesores, no menos de cuatrocientas mujeres que vendían
sus cuerpos operaban simultáneamente en el lugar que, como truculentas
discotecas, albergaba varias «atmosferas» o «ambientes» en sus recovecos y
pisos.

LA VIOLENCIA COMO IMPLOSIÓN DE LA VOZ (4ª PARTE)

La subida a La Pozolería fue como entrar en un laberinto: vueltas, curvas, más


vueltas entre calles destapadas y sin pavimentar. Lentos procesos de
formalización de las viviendas mostraban casas hechas de materiales
pesados, con una estética fracturada, incluso hechiza, que recuerda el trabajo
del tiempo en medio del desplazamiento o la inmigración urbana. No lo voy a
negar. Había una cierta excitación perversa. A veces me pregunto si nuestra
sensibilidad como investigadores no está condicionada por la adrenalina que
proviene de trabajar en estos lugares. Confieso que era un necro-turista.

En el mapa mundial de los horrores, hay lugares que parecen absorber, como
producto de una gran implosión, lo humano, como si la violencia se iconizara
en ellos, en una especie de jerarquización que fagocita la existencia: proyectos
de olvido total, como diré más adelante, donde la desaparición hace
desaparecer la voz, el rastro, donde las ruinas no parecen ruinas. Una vez más,
en su capacidad de indexación: Auschwitz en Polonia, Mapiripán en Colombia,
S-21 en Camboya, Villa Grimaldi en Santiago, Nyamata al sur de Kigali,
Vlakplaas al oeste de Pretoria, Srebrenica en Bosnia. La lista que tengo es muy
larga: han sido, en todo caso, más de veinte años de escucha. Para mí, los
«lugares» más importantes siempre han sido los aparentemente «invisibles»,
las escalas pequeñas que no se leen como violencias, las relaciones ruinadas,
los lazos fracturados, los amores desviados en odios, las projimidades
despedazadas.

Después de algún tiempo, llegamos a la casa de doña Rosa,37 una líder


comunitaria que se había echado a sus espaldas, acompañada de un grupo de
amigas y amigos «activistas» (a falta de una palabra mejor) organizados en
torno a un grupo de acompañamiento, la construcción de un memorial
comunitario en el lugar que terminó llamándose La Pozolería. La señora nos
contó la historia del barrio y nos llevó al lugar, a unas pocas cuadras de
distancia. No hay mucho que decir, y al mismo tiempo mucho. Era un lugar
donde un albañil conocido como Santiago Meza López se dedicaba a disolver
en soda cáustica a los secuestrados-retenidos del cártel de los Arellano Félix.
El hombre fue arrestado en 2009.

En el lugar había un gran tanque de cemento sellado donde se depositaba lo


que los investigadores llamaron «emulsiones humanas», formas no
identificables de restos, hasta el punto de que la palabra «restos» era
técnicamente inutilizable. El grado cero de la desaparición, las
imposibilidades de identificación propias de las fosas comunes llevadas al
extremo.38 El lugar explotó el lenguaje forense: más o menos once mil litros de
emulsiones, unas novecientas personas, fueron derretidas ahí. Las cifras, por
supuesto, son señales de incertidumbre, incalculabilidad e inenarrabilidad, a
pesar de los quince mil fragmentos óseos encontrados. Los productos
químicos se preparaban en la «cocina» y los cuerpos se disolvían en canecas,
barriles o tambos y luego se vertían en la poceta-fosa-tanque. En mi opinión,
el término «fosa común» carece de sentido. Como he dicho antes, parte de las
operaciones del terror es resemantizar y rehabitar el mundo, donde lo íntimo
y lo familiar se superponen a la alteridad radical que es el producto del miedo.
La trivialización de la muerte en el lenguaje de la familiaridad: el mensaje era
claro.

Además de La Pozolería, el lugar albergaba una casa de seguridad donde los


narcos encadenaban a los secuestrados. Muchos y muchas de quienes
estuvieron ahí, incluyendo doctores y odontólogos, formaban parte del
circuito médico de la ciudad. Ahí, esas formas de la corporalidad se
intersectan, aunque en sus opuestos, producto de la masividad del exceso.
Esa tarde vi un comedor comunitario en la misma casa, un depósito y todo un
esfuerzo para reapropiarse del lugar. Sin embargo, en un lado, las marcas y
las cadenas que aún colgaban en las paredes evidenciaban la historia del sitio.
Las paredes y las puertas aún estaban taponadas con tablones de madera
clavados en los marcos de las ventanas. En el interior, la oscuridad era casi
total. Afuera, cerca de la cocina, los rastros de guantes de caucho para
manipular la soda cáustica y los pedazos de empaques del material químico
estaban todavía escondidos bajo la tierra y la arena del suelo.

La reapropiación de este lugar había formado parte del trabajo de una


iniciativa artística comunitaria. Una vez que «El Pozolero» fue capturado, los
narcos que habían tomado el predio, junto con su «Gallera», se retiraron.
Figuras, dibujos, carteles de personas desaparecidas, mandalas por la
reconciliación, imágenes de Gandhi, grafitis y paredes pintadas con colores
vistosos codificaban visualmente los mensajes de justicia y las exigencias de
memoria. Muralismo comunitario, hecho en su momento por jóvenes del
sector. Por supuesto, las metáforas de la reconstrucción, de la paz (por muy
difusa que esta palabra sea) fueron objeto de una exposición y un breve
documental que surgieron en este proceso.

En retrospectiva, quizá lo que más me impresionó fue la comparación entre


las fotos del lugar incluidas en el pequeño texto que eventualmente
publicaron y la realidad que encontré. «La Gallera» ya había vuelto. En el
borde del lote, rodeado de altos muros infranqueables, las cámaras
completaron los círculos de vigilancia en todo el barrio, proporcionando un
contorno del conjunto, en medio de esta guerra de drogas, territorios y
precariedades. Según doña Rosa, los narcos y sicarios repoblaron el lugar:
generaciones de jóvenes dedicados a la ilegalidad y que glorifican la violencia.
El lote, con todo y sus mandalas, se sentía fagocitado por «La Gallera» y sus
habitantes: blanqueo de dinero ilegal, lugar de negociaciones fraudulentas,
espacios de reproducción de los valores de la virilidad violenta, lugar de
distribución, extensiones fálicas de la hombría, escenificaciones del estatus
de los propietarios de gallos.

El día de la visita, las paredes coloreadas se habían vuelto pálidas, el viento


seco soplaba por el lugar, que parecía abandonado a su ley. Una mirada a los
alrededores nos mostró ese paisaje sobrepoblado, densamente poblado pero
solitario al anochecer, y atravesó mi cuerpo como un arpón. Al fondo, en una
colina, una estructura monumental que parecía un gigantesco tanque de
agua. En realidad, no quedaba mucho de las fotografías vistas en la
publicación. Algunas de las imágenes reproducidas seguían presentes, pero la
sensación de desolación era imperante. Habían sido tomadas en el momento
más álgido de la agitación social. Ahora un lugar de memoria social que
desaparece lentamente. Parecía que la desaparición de la desaparición
creaba raíces, recolonizando el lugar.
Me conmovió profundamente, como dije, el trabajo solitario de estas mujeres
y hombres: las que viven allá, las que asumieron retomar el lugar, las que
acompañan. Casi siempre son mujeres las que ofician los duelos, las que
mantienen en lo posible el tejido de lazos, enlazando, juntando. Son nodos de
projimidad, es decir, conexiones donde la figura del otro se enlaza con lo
íntimo, con la cercanía fenomenológica; donde la urdimbre, el pegante, es
literalmente el amor, la confianza, la solidaridad, la intimidad, el
reconocimiento, el rostro. En este lugar se han creado ciertas condiciones de
inaudibilidad, donde las operaciones de terror enmarcan las ausencias y la
violencia como una implosión de la voz. Sin embargo, como me gustaría seguir
relatando, esa implosión se ve problematizada por el encuadre de otras voces,
de otras concepciones del testimonio, no centradas en el sujeto que habla,
sino en el vínculo social con el pasado a través de otras figuras —como
espíritus, fantasmas o ancestros—extraídas de los recursos culturales a la
mano.

VOCES DESDE EL SEPULCRO

Hay proyectos de olvido total. Donde el objetivo es hacer desaparecer la


desaparición, cremar el crematorio una vez hecho el daño, deseventualizar el
evento. Donde los cuerpos incluso habitan el lugar sin rostro y sin voz, como
Hurbinek, «el niño de Auschwitz» en la obra de Primo Levi.39 Violencias como
las que encontré en Maclovio Rojas, que «implosionan» o colapsan sobre sí
mismas obliterando el mundo, hasta el punto de normalizar una
innombrabilidad que se teje, paradójicamente, en el marco de una ecología
de espacialidades y corporalidades. Ahí no es posible ningún testimonio
porque, como Zygmunt Bauman escribió sobre la muerte, nadie regresa para
dar testimonio del otro lado. Sin embargo, en lo que queda de este ensayo y
para dar peso al sociólogo polaco, me gustaría proponer una cierta ética de la
escucha y el encuentro, un punto de inflexión, un punto de no retorno,
una crisis en el sentido clásico del término. Ética: el vínculo que, como seres
humanos situados, establecemos con los demás, y que constituye la frontera
entre lo audible y lo inaudible, definiendo lo político.40 Aunque las violencias
busquen obliterar, los ecos del mundo de los muertos y los sin rostro emergen
socialmente. Me gustaría dirigirme a las condiciones de su audibilidad.
LA VIOLENCIA COMO IMPLOSIÓN DE LA VOZ (5ª PARTE)

El hogar no es un simple objeto o un edificio, sino un estado difuso y complejo que


integra recuerdos e imágenes, deseos y miedos, pasado y presente. El hogar es también
un escenario de rituales, de ritmos personales y de rutinas del día a día […]. Tiene una
dimensión temporal y una continuidad, y es un producto gradual de la adaptación al
mundo de la familia y del individuo. […] Es el escenario de la memoria personal, un
mediador complejo entre la intimidad y la vida pública.
Juhani Pallasmaa, Habitar

Ha pasado un tiempo. Veinte años exactamente. Aún recuerdo la mañana en


que hablé con doña Elvira, una mujer desplazada de Urabá, una región
colombiana que experimentó una gran efervescencia política en la década de
1980 gracias a movimientos políticos progresistas como la Unión Patriótica. Al
final, fue literalmente exterminada a través de una siniestra colusión entre
agentes del Estado y paraestatales y criminales. Fue el caldo de cultivo, el
laboratorio, para el paramilitarismo. Doña Elvira vivía en El Pozón, en la
«periferia» de Cartagena de Indias, quizá la ciudad colombiana más racista,
donde la relación entre el centro (histórico) y la periferia (negra y «sin
historia») adquirió una magnitud caricaturesca pero dramática. El barrio
acogió a personas que habían huido de las amenazas derivadas de la
degradada confrontación armada.

Esa mañana, finalmente había logrado sentarme con ella. El Pozón era un
lugar hecho de hileras de cambuches a medio hacer. Las chabolas estaban
construidas de fragmentos, pedazos de cartón, plástico, retazos de madera
pegados y entechados con una lámina de zinc que hacía de estos hogares un
invernadero en el apabullante calor caribeño. El trabajo de campo no era fácil:
el silencio imperaba como medio de supervivencia y la pobreza extrema como
precedente.41 Pequeños espacios, pequeños hogares, de diez o doce metros
cuadrados, donde la cama cohabitaba con la cocineta de gasolina y una mesa
hechiza que servía como comedor impromptu. Yo escribía sobre lo que
significaba habitar esta herida que llamamos «desplazamiento forzado».

Las paredes de la casa de doña Elvira estaban desoladas, lo que no es lo mismo


que estar vacías. No había gran cosa, salvo una foto de la hija asesinada.
Pasamos buena parte de la mañana conversando mientras la grababa.
Recopilamos historias de desplazamientos, que incluían en este caso, por
supuesto, la letanía de muertes de la mayoría de sus hijos e hijas. La señora
ponía en escena, e incluso performaba, su propia historia, haciendo
ademanes, reproduciendo conversaciones, yendo y viniendo en el pequeño
lugar. Se había quedado sola en el mundo. La gran pregunta que me hice en
ese momento giraba en torno a lo que llamé «cartografías del terror»: la
forma en que se mapean socialmente las fracturas del orden mundial,
colonizando las formas del habitar y creando territorios. La resemantización
de los lugares, las metáforas del horror, la forma en que el miedo paraliza.
Durante tres horas, la señora Elvira relató con gran detalle los momentos de
la muerte de sus hijos, los momentos previos, las conversaciones, las sílabas
pronunciadas, las actividades que realizaban en esa época y una multiplicidad
de otras minucias. Llamo a estas historias letanías porque, de alguna manera,
eran súplicas e invocaciones dialogadas de lo sagrado, ya no de Dios, sino de
la vida, de sus hijos e hijas.

En medio de estas invocaciones, ya cansados a causa de la escucha, después


de una cascada de muerte ante un mundo que ya no es el mismo, doña Elvira
me interpeló con un último relato, que surgió como por arte de magia, de su
propio «suplicio»: «Un amigo tuvo una vez un extraño problema en El
Purgatorio la antigua finca La Correría]. Él era un bultero.42 Una vez lo vi entrar
a la finca, quitarse el sombrero, apagar su tabaco y persignarse». La señora
con su bata larga gesticulaba mientras movía su mano en forma de cruz,
simulando el instante antes del Credo. Y como una ráfaga interminable de
recuerdos, continuó ansiosamente:

Un día [el amigo] dejó de acudir al trabajo y me preguntó:


—Qué siente usted cuando está en esa finca? ¿No siente nada?
—Nada —dije. [Contestándose a sí misma y asumiendo el doble papel de
conversadora imaginaria con dos voces diferentes].
—Se lo pregunto porque una vez me sentí tan mareado que no fui capaz de trabajar
en ese lugar —dijo el amigo.

En ese momento, el sudor corría por mi cara y mi cuerpo, empapando mi ropa.


No estaba seguro de a dónde iba con este relato. Tras un momento de silencio,
y ante mi extrañeza y curiosidad, doña Elvira siguió relatando.

Sucedió que el viejo había pisado una planta y al hacerlo escuchó una voz que salía
de debajo de la tierra donde él estaba […]. La voz pronunció su nombre:
—Señor Eucario [dice doña Elvira encarnando la escena], no me pise […].
Entonces, él me dijo que había corrido a la casa todo pálido, santiguándose varias
veces antes de contarle a Mercedes, su esposa, lo que había sucedido […]. Mientras
se santiguaba una vez más me dijo que [él] conocía esa voz.

En medio de esta historia, de repente, un viento indecente trajo consigo un


aroma perturbador, una especie de almizcle nauseabundo que penetraba la
nariz con potencia. En ese momento, las llamadas «ollas comunitarias» eran
mecanismos que, cuando no eran utilizados por la «comunidad», eran
utilizados por las alcaldías locales, en un acto de humanitarismo mediocre,
para mitigar los efectos de la guerra y el desplazamiento, del hambre y la
miseria histórica. A veces obtenían restos de animales en los mataderos
informales de los alrededores, carcazas de caballo y tendones de pollos a
medio podrir que servían de alimento para estos «condenados de la tierra»,
como les llamaría Frantz Fanon. Una evocación recorre la memoria. Montañas
de esqueletos, deshuesaderos de seres vivos, caravanas de camiones sin
enfriamiento, repartidores de carne en batas de médico ensangrentadas,
subían y bajaban los cuerpos distorsionados: a mitad del camino, como si
estuvieran disfrazados para Halloween, entre los sepultureros y médicos
hechizos, eran testigos inminentes de la microscópica extinción. Dentro de los
pequeños camiones, como un niño que se esconde en la noche frente a una
película de cuerpos desnudos, asomé la cabeza por la puerta trasera. A través
de sus olores, pude ver las marcas en las paredes interiores de camioncito
repartidor. Huellas, signaturas, hecatombes, rastros de la muerte.

Continúa su historia:

Una mañana se fue [el amigo] para el pueblo, y cuando regresó por la tarde, me dijo:
—Doña, ¿sabe qué? Yo creía que el señor Martínez era la voz que me había hablado,
pero esta mañana lo vi en el mercado.
—Eso me sucedió porque yo no sabía que ellos [los cadáveres] estaban allá debajo,
enterrados, hombres y mujeres.
A la finca la llaman ahora El Purgatorio, y nadie quiere trabajar allá.

Sabemos que el terror perturba, que rompe los órdenes del mundo-de-la-vida:
el tiempo se curva, el espacio se rediseña en otros códigos, los sujetos se
derriten, se estiran, se moldean para la supervivencia. Los vivos parecen
habitar purgatorios, mientras que los que no están, y que emergen sólo como
voces, parecen seguir vivos en su deslugarización, en su intermedialidad. Esta
historia me recordó los relatos de los cuerpos-sin-cabeza flotantes —
abandonados, según los lugareños, luego de haber sido abducidos por
extraterrestres— en los ríos amazónicos en la década de 1980 durante el
ascenso de la cocaína, o las narraciones de niños robados —por hombres
blancos que cultivaban órganos— en camionetas negras con vidrios
polarizados cuando Rodesia se convirtió en Zambia y Zimbabue en
1980.43 Historias de dráculas chupasangre que, a la manera de teodiceas
seculares, trataban de explicar el sufrimiento, la miseria y la vulnerabilidad
de los seres humanos. Son formas de articular la experiencia.
Doña Elvira, luego de refregar sus palabras contra el tiempo personal, volvió
su decidido rostro hacia un pequeño espejo a la altura de la cabeza. Lo miró
con atención, casi sin fin. Guardó un silencio sepulcral, y antes de cerrar la
conversación, retumbó lapidariamente —con las letras de su soledad y las
ruinas analógicas de mi grabadora —una última frase: «El problema es que no
sé quién soy, ni dónde estoy, ni para dónde voy». En el exterior, el sonido del
calor, los niños que gritan, las madres que hacen alarde de sus acentos
costeños. La comida estaba lista. Me llevó una década entender esa frase,
reinventar mi forma de hacer ciencias sociales y preguntarme cómo habitar
una herida en un cuerpo-mundo.

EL TREMOR DE LOS ESPÍRITUS

Un enfoque sobre la violencia que privilegie los paisajes existenciales de los


seres humanos y la relación entre la subjetividad y la cultura encuentra tres
efectos distinguibles. Primero, las fracturas. Como dije al principio, la
violencia rompe, fisura todo tipo de lazos. De igual manera, instaura silencios,
no sólo como modalidades de inscripción del sujeto, sino también como
modos de testificación. Y finalmente, reproduce la ausencia, la soledad y el
exilio interior. Fracturas, silencios y ausencias. Sin embargo, en su intento de
restablecer el orden de los sentidos (en su triple acepción cartográfica,
sensorial y semántica), las comunidades de dolor habitan el espacio gris que
intersecta la ausencia como experiencia y vivencia y el silencio como forma
del testimonio. En ese tejido conectivo, surge otra forma de tiempo y voz,
modulada por la cultura, por los recursos de los que dispone una sociedad
para hacer inteligible lo que de otra forma parecería ininteligible. En ese
momento, la tierra tiembla.

Los fragmentos que transcribo a continuación de mi diario de campo en


Sudáfrica continúan esta reflexión sobre la voz de los ausentes, en este caso
los desaparecidos históricos; una forma diacrónica, insipiente, modulada y
justificada por el llamado proyecto civilizatorio. Aquí, en cierta forma, los
restos de los esclavos traídos al sur del continente africano constituyen una
masa informe de seres humanos que los colonialismos y los imperialismos
europeos se encargaron de producir en siglos anteriores. La globalización
contemporánea nace con este desplazamiento masivo. Repito: cuerpos
extraídos, deslugarizados, sin nombres y sin rostros. La fosa común de los
esclavos es otro proyecto casi completamente olvidado, donde el testimonio
se hace inaudible.44
Para los sudafricanos, la década de 2000 fue un periodo post-comisional. La
Comisión para la verdad y la reconciliación funcionó oficialmente entre 1996
y 1997. Luego de sesenta años de apartheid, la voz de las víctimas silenciadas
se convirtió en el leitmotiv de la narrativa restaurativa. Se basaba en un
presupuesto subyacente: cuando una sociedad se enfrenta a su pasado
violento, es posible avanzar hacia el futuro. Así es como el evangelio mundial
del perdón y la reconciliación comenzó a tomar forma.45 En cierta forma, el
testimonio y la enunciación pública de los daños se convirtieron en un
certificado de la reconciliación. Audiencias públicas de todo tipo, víctimas
sollozando en los medios de comunicación o autores de delitos graves
figuraron en las fotografías de los periódicos locales. Una sociedad se volvió
hacia las voces de las mujeres, las madres y las hijas. Sin embargo, para la
Comisión sólo eran reconocibles (cuantificables y «reparables») ciertas
formas de violencia, especialmente las que se centraban en la integridad
corporal de quienes habían participado en décadas de confrontación política:
la tortura, el asesinato o la desaparición. Se dejaron de lado las millones de
personas desplazadas recientemente y las violencias de largas
temporalidades que vinculaban el régimen racista con el colonialismo, el
capitalismo y la esclavitud (y, por qué no, con el patriarcado), con la larga
historia del cuerpo-mercancía. Un proyecto imposible para una Comisión para
la verdad, sin duda, pero una realidad concreta. No obstante, la fe en la
palabra hablada —en un claro subtexto religioso que libera al ser humano del
trauma, el mal o el pecado— se encuentra a medio camino entre el
confesionario y el diván. Aquí se gestan las condiciones de audibilidad del
esclavo, del testimonio imposible. Al final, es la restitución de la palabra lo
que permite el ritual prospectivo del porvenir. Aquí también, los que no están,
los sin-nombre, los extrañados, adquieren una voz.

LA VIOLENCIA COMO IMPLOSIÓN DE LA VOZ (6ª PARTE)

En una esquina de la calle Prestwich, Green Point en Ciudad del Cabo. La


ciudad más suroccidental del continente africano. Lugar de trata de esclavos,
despensa de los colonizadores: desde su magistral Montaña de la Mesa y sus
rocas primitivas, el Polo Sur imaginado a la vista. Archipiélagos raciales
rodeados de desierto. El racismo floreció en parte debido a la insularidad del
lugar.

Un antiguo cementerio de esclavos sin nombre, enterrados antes de 1818, fue


hallado durante la construcción de un edificio en junio del 2003. Hombres y
mujeres traídos de Asia, probablemente de Ceilán y la India. El sector es un
bullicioso barrio del centro de la ciudad y está en el camino hacia las famosas
playas de Camps Bay. Nuevas construcciones corrían a lo largo de Main Road.
En lo alto de la avenida, hermosas casas victorianas y edificios de
apartamentos se encuentran a ambos lados de la calle, que se extiende a lo
largo de la costa. A pesar de su carácter residencial (donde en un tiempo vivía
buena parte de la comunidad judía de Ciudad del Cabo), ahora era un abrigo
de la prostitución y la droga y un enclave para las mafias de nigerianos. A lo
largo de Main Road, el vecindario del cementerio, algunos hoteles elegantes
convivían con los habitantes de la calle: los herederos de esos esclavos. Hijos
de poblaciones khoikhoi y san (del desierto del Kalahari), fueron
«emparentados» en condiciones de dominación y violencia con esclavos
traídos por el sistema de trabajo forzado. Sus hijos fueron educados en la
religión y el idioma del colonizador, que es el suyo hoy en día: se les
llama coloured, ni negros ni blancos, hablando en términos raciales.

¿Cómo puede una sociedad ser tan ciega como para no reconocerse en un
pasado poco glorioso? Rara vez he visto tanta miseria en una sola mirada.
Harapos humanos, andrajos vivientes, «fantasmas» deambulando por las
calles. Nadie los nota, son parte de la rutina, de las ruinas del mundo social.
Condensan las relaciones estructurales de las violencias de larga data, de sus
daños históricos. Hordas de niños y diminutas personas embriagadas y ebrias
de pegante y ácidos. Los blancos parecen más altos, más gruesos. Los
herederos de los esclavos, por otro lado, parecen pequeños, delgados, casi
insignificantes a los ojos de los demás. Ciudad del Cabo: una ciudad de
esclavos, un puerto de explotación y tráfico de personas, desde el siglo XVII.

Cuando se encontraron los restos humanos, el «Hands Off Prestwich Street


Committee» exigió que los constructores «no desenterraran los huesos de los
muertos» y que los arqueólogos «no los removieran». Por supuesto, no se
trataba sólo de «restos humanos»: eran fosas comunes que atestiguaban la
naturaleza histórica del trauma, la naturaleza endémica de la violencia que
las transiciones políticas no reconocen. A veces la idea de trauma nos engaña
con la ficción de un pasado que queda atrás y no un presente que sigue
continuamente dañado. Como si, en algunos casos, no existiera una
genealogía más profunda en el momento del suceso traumático, como si no
fuera más bien una mutación: la vida después de la vida.

En algún momento, los huesos también fueron arrancados del silencio


histórico. Una «vidente» o «médium», especialista en lo sagrado, habló a los
ancestros enterrados allí:
Algunas de sus voces están pidiendo ser escuchadas […]. Muchos fueron sepultados
sin dignidad […]. Estas personas están contentas de haber sido desenterradas;
especialmente porque lo ven como una oportunidad para ser reconocidas. Tiene que
haber honor y dignidad […], dicen. Los espíritus piden que se les permita descansar,
y al contar su historia, eso sucederá.

La restitución de la voz. Muchos vieron en esta conversación entre la médium


y los muertos una pura superchería primitiva. Pero, ¿qué hace una sociedad
con sus fantasmas, especialmente cuando los ha producido a nivel casi
industrial? Cómo convivir con lo espectral: este es el tema central que subyace
a la posibilidad de «sanar», «restituir», «reparar», «tejer» o «suturar». Sean
cuales sean las metáforas que se utilicen en una sociedad para hablar de la
fractura o de la violencia, sanar significa aprender a cohabitar con quien no
está, y para eso debemos escucharlos.

El cementerio fue desenterrado, a pesar de la presión de los grupos y las


iniciativas sociales de memoria. Terminó en los cajones universitarios de los
arqueólogos.

EL SUEÑO DEL ESCLAVO RETORNADO46

De camino a Dakar, desde la pequeña ciudad de Saly, crucé un gran jardín de


árboles baobab en medio del desierto. Nunca los había visto antes. Ngaparou,
Somone y otros pequeños poblados proporcionaron el telón fondo de este
borde occidental del Sahara que colinda con el océano Atlántico. Los famosos
árboles invertidos del Principito.47] Se puede sentir la presencia de las arenas
de Malí y Mauritania. En medio de la emoción, un hombre negro camina con
un bellísimo turbante de color morado oscuro por las calles de la ciudad, como
una especie de fantasma venido al mundo, una presencia andante. El desierto
siempre me ha aterrorizado. Crecí en medio de montañas, entre el Amazonas
y el Caribe. Las calles arenosas tenían su magia, las mezquitas, el llamado
musulmán a la recitación, el extraño acento francés de los senegaleses, el
mercado pirata y, a lo largo de las avenidas, hileras de gente durmiendo en
las aceras sobre colchones improvisados. Venía de Johannesburgo, donde se
siente un miedo constante en las calles. Dakar fue distinto.

Llegué al día siguiente a la Casa de los Esclavos en la Isla de Gorea. Como su


homóloga en Ciudad del Cabo, este lugar se convirtió en el centro del comercio
de esclavos durante siglos. Museo, lugar de memoria, sitio histórico. Al entrar
a la casa, se encuentra el patio central y una doble escalera que lleva a la
segunda planta del edificio donde operaban los administradores. En la
primera planta está la oficina del «conservador en jefe» Boubacar Joseph
Ndiaye, el guía de la casa. Archivista y narrador polémico, entrado en años y
rodeado de fotos colgantes tomadas con celebridades internacionales como
Bill Clinton o Nelson Mandela, papeles sobre la mesa, libros polvorientos. La
primera planta contiene varios recovecos semioscuros y los socavones donde
se guardaban los esclavos para ser enviados al Nuevo Mundo. A un lado, en
una habitación de paso, hay una salida sin puerta al mar. Sobre ella se
deslizaba una corta plancha de madera que se unía al barco que se los llevaba.
Aquí caminaban con los ojos fijos en el infinito del sufrimiento, como reza la
placa sobre la puerta: «De cette porte —dice Ndiaye— pour un voyage sans
retour, ils allaient les yeux fixés sur l’infini de la souffrance». La pared rojiza
junto a este túnel del tiempo está rayada y firmada con cientos de nombres.

A la salida, antes de irme, un grupo de unos veinte estadounidenses negros


había llegado en una peregrinación. Regresaban al lugar del que habían
«salido», reconstruyendo lazos y pasos perdidos con sus «hermanos»
esclavizados. Ndiaye contó la historia con pasión teatral mientras un
traductor hábil traducía todo al inglés. El grupo era musulmán, como los
senegaleses, e interpelaban con una Allahu akbar colectivo y una larga
oratoria como respuesta al discurso del traductor. Son los hermanos
retornados que tratan de restituir los lazos con quienes no están, no sólo en
el sentido histórico sino en el sentido literal. Que tratan de hablar con los
espíritus. Para ello, por supuesto, si de los invisibles se trata, tendrían que
explorar las religiones africanas que hablan con sus muertos, los sangomas
en Sudáfrica, por ejemplo; tendrían que hablar con una médium como lo
hicieron en Ciudad del Cabo; tendrían que ir a Cuba para un toque de
tambores; o a Brasil o Colombia donde los santeros, los babalaos, los paleros,
los vudúes y el candomblé son su línea directa.

COMENTARIOS FINALES

Me gustaría volver a algunas preguntas, quizá un poco tautológicas, sobre la


localización y la definición de la «herida» (del «trauma», para usar la acepción
latina), sobre sus múltiples registros (sonoros, táctiles, oculares, olfativos,
etc.) tanto existenciales como comunales y sobre la instancia en que se da (es
decir, a través del trabajo del tiempo), incluso literalmente, un nombre a la
violencia. Entonces pregunto: ¿dónde se localiza el «daño» y cómo se define
la «violencia»? ¿En la subjetividad? ¿En el cuerpo? ¿En la «comunidad»? ¿En la
«sociedad» o en su «estructura»? ¿En la «nación» o en las «naciones
minoritarias»? ¿En la historia de la exclusión crónica y sus largas
temporalidades?

Pero, puesto que podemos «ver» u «oír» la «herida» en todos estos registros,
¿dónde y cómo «suturamos»? ¿Quién dice qué es una «herida» o un
«trauma»? ¿Quién «certifica» el dolor? La pregunta se hace aún más
apremiante: ¿cómo indexar ciertas formas de violencia y descartar otras (si
son descartables), reconfigurando el «archivo» e incluso sus «documentos» y
el «museo»? ¿Cómo se le asigna un nombre o contenido a una imagen o un
sonido, a una experiencia, a ese «daño», a los rastros que produce? Y ¿cómo
los hacemos legibles, audibles? ¿Cómo aprenden las sociedades a reconocer y
escuchar las heridas como heridas, es decir, aquellas experiencias humanas
que, en su multiplicidad de posibilidades vitales, fracturan la vida y el orden
mundial en el que navegamos diariamente?48

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NOTAS
1
Según el Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana de Joan
Corominas, gráphō (grafía desde el siglo XX) hace referencia a la «escritura»
como inscripción y es utilizado como sufijo en español: geografía, epígrafe,
ágrafos, lexicografía, etc. Phōnḗ, por otro lado, significa «voz» así
como phōnētikós hace referencia a «lo relativo al sonido». En el sufijo -
fonía (desde el siglo XX) se entreteje genealógicamente «lo sonoro» y «la voz».
La transición a la que hago referencia tiene que ver con la recodificación de lo
sensible: de la permanencia de la inscripción ocular a la transitoriedad y lo
efímero de lo aural. Este tránsito nos implica pensar el lenguaje de las ciencias
sociales, de la memoria, de la violencia en función de lo «sónico» más que de
«inscripciones».

2
Esta es una ampliación de mi texto «La metástasis del terror: meditaciones
intempestivas sobre la violencia en México». También es una ampliación de
mi etnografía en preparación Tras los rastros del cuerpo: Etnofonías,
(in)materialidades y la vida sensible de la desaparición en Colombia (iii).
Fragmentos de este texto fueron publicados inicialmente por el Centro de
Memoria Histórica en Colombia en su informe Justicia y paz. Se trata del tercer
volumen de una trilogía etnográfica sobre la fractura, el silencio y la ausencia.

3
En el marco de mi trabajo sobre desplazamiento forzado en Colombia, cf. A.
Castillejo Cuéllar, Poética de lo otro.

4
Como parte de mi trabajo de campo en África del Sur (2001-2003 y 2004), cf.
A. Castillejo Cuéllar, Los archivos del dolor.

5
Cf. parte del ensayo «El genocidio explicado para niños: de Auschwitz a S-21»,
en A. Castillejo Cuéllar, La palabra nómada. Fragmentos y relatos sobre la
violencia y las pedagogías de lo irreparable (en preparación). Este texto forma
parte del proyecto fotográfico-sonoro Los lugares obliterados, una serie de
relatos de viaje sobre lugares de necropolítica. Algunos aportes fueron
publicados en A. Castillejo Cuéllar, «Utopía y desarraigo».

6
Mi reflexión sobre el lugar y el terror, cf. A. Castillejo Cuéllar, «The Courage
of Despair: Fragments of An Intellectual Project» y «Del ahogado el sombrero,
a manera de manifiesto: esbozos para una crítica al discurso transicional».

7
Cf.Martin Heidegger, «Construir, habitar, pensar»; Juhani
Pallasmaa, Habitar.

8
Ciertamente, la exploración de las formas en que las palabras o los
testimonios habitan estos marcos requiere un examen de cómo los procesos
de reconfiguración histórica producen y refuerzan una serie de ausencias que
se producen, paradójicamente, en el momento mismo de la enunciación del
lenguaje, en el sentido más amplio. En el testimonio, la densidad semántica
de lo que se narra está sujeta a presiones discursivas y limitaciones teóricas
que definen, en cierta medida, la naturaleza de la palabra y lo que intenta
transmitir. Es importante subrayar las presiones y los múltiples usos por los
que, como diría Emanuel Levinas, la verdad de lo otro —y la violencia
impuesta en su cuerpo— está atrapada por otra forma, tal vez paradójica, de
violencia epistémica. Llamo a este proceso domesticación, en su sentido
etimológico. El verbo «domesticar» tiene una doble etimología en latín. No
sólo evoca la idea de «tener bajo control» (o «convertir a los animales para
fines domésticos») al tener más poder sobre algo, sino que también significa
«acostumbrarse a la vida de hogar», «adaptarse a un ambiente». El término
evoca la posibilidad de familiarizar o introducir en la esfera privada lo que se
percibe como radicalmente otro. Poder, control y calidez hogareña habitan en
este término. Domesticar es transformar algo extraño e inasible en algo
familiar. Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La domesticación del testimonio:
audibilidad, performance y la descolonización de la palabra».

9
Mi definición de voz depende en parte de esto: «una articulación de la
experiencia vivida». Sin embargo, tal articulación puede darse en términos
orales, a través de la palabra hablada o de cualquier otra forma de
representación, como las llamadas artes. Cf. ibid., p. 115; A. Castillejo
Cuéllar, Los archivos del dolor, p. 67.

10
Cf. «Reverberación 1. Cuando los pájaros no cantaban» (grabaciones
realizadas como parte del acompañamiento de la Agenda Caribe durante el
proceso de retorno de familias desplazadas a la finca La Alemania en Costa
Caribe, Colombia). En este ensayo, utilizo la palabra «Reverberación» seguida
de un numero a manera de «cita sonora» de una fuente o espacio grabado,
sin editar. Estas grabaciones forman parte de una lista de reproducción
pública cuyo título es De las grafías a las fonías y que puede consultarse en
https://soundcloud.com/alejandrocastillejo/sets/de-las-grafias-a-las-fonias.
Eventualmente, una serie de fragmentos sonoros serán editados o montados
en una sola pieza que se publicará en formato de radio-arte digital en una
emisora. En este sentido, con estas reverberaciones, el «texto» se «escribe»
en tres lenguajes simultáneos, configurando una especie de trenzado sensible
entre escrituras (palabras), imágenes visuales (fotos) y sonidos, cada uno
capaz de ser entendido independientemente, formando su propia narrativa.
Asumo esto como un método exploratorio de investigación etnofónica.
Debido a la sutileza de los silencios, los audios deben escucharse
preferentemente con audífonos supraurales.

11
Cf. «Reverberación 2. La vida social del sonido». Material recogido en el
proyecto «Relatos del futuro: sentidos, creatividad y las artes de la
supervivencia en Colombia», expedición sonora en río Atrato (Medio), Quibdó-
Bojayá-Vigía del Fuerte.

12
La idea de «no ver que no vemos» la extraigo de Heinz von Foerster, «Visión
y conocimiento: disfunciones de segundo orden». Von Foerster llamaba a este
punto ciego, a esta aplicación recursiva de conceptos a sí mismos, «ceguera
de segundo orden». Yo traslado el concepto al mundo auditivo: «no escuchar
que no escuchamos».

13
Esta imagen es de un antiguo vertedero de cadáveres, un bosque tropical
nublado que permitía a los agentes del Estado colombiano arrojar a personas
y disidentes políticos sobre el risco aledaño sin ser vistos. La foto sugiere una
estética de lugares de desaparición y terror, en particular una estética del
vacío en forma de túnel, de hueco sin fin. Representar el vacío es una
preocupación de artistas, escritores o periodistas. Gracias a esta forma de
representación de la ausencia, uno podría imaginar sonidos asociados a la
figura del túnel-calle-sin-fin. La «Reverberación 3. Túnel» evocaría tal figura,
en la medida en que nuestra mirada o escucha de la violencia y el terror está
domesticada. Sin embargo, cuando pasamos a una representación sonora,
descubrimos una especie de diferencial, incluso de obliteración, del túnel a
través de la normalización auditiva del lugar. Los sonidos de «Reverberación
4. Altos de la Virgen» son los originales. A la misma hora, en el mismo lugar.
Hay una diferencia entre el «vacío» codificado fotográficamente y su inusual
codificación sonora: aquí no pasó nada. ¿Qué significaría entonces una
construcción de narrativas sonoras del terror? ¿El terror deja huellas
aurales? Cf. Barbie Zelizer, Remembering to Forget; Ulrich Baer, Spectral
Evidence.

14
T. S. Eliot, «Los hombres huecos». Ésta ha sido una pregunta recurrente en
mi trabajo reciente. En cierta forma, la tomo de otro contexto, de un ensayo
sin publicar titulado «Remendar lo social: espíritus testimoniantes, arboles
dolidos y otras epistemologías del dolor en Colombia», que se centra en el
diálogo que comunidades indígenas en Colombia mantienen con seres
incorpóreos (los espíritus de los árboles) y a través de los cuales leen sobre la
curación de las heridas del territorio. Tomo las mismas preguntas,
literalmente y hacia el final, y aquí pongo un énfasis y unas condiciones de
audibilidad diferentes. Algunas frases tomadas de este ensayo se repiten en
este documento, como una voz interior que regresa constantemente a lo
mismo.

15
Un comentario sobre la investigación itinerante de lo que
llamaría itinerarios de sentido: evoco la palabra «sentido» en tres registros
diferentes pero íntimamente articulados: 1) cuando se refiere al tránsito
corporal por un territorio y sus modos implícitos de pensamiento geográfico
o cartográfico, a través de un sistema de coordenadas espaciales o sociales:
una forma particular de situar el cuerpo en el espacio, por ejemplo, cuando se
dice «la calle va en sentido sur-norte» y nuestra disposición corporal lo
muestra; o su metaforización, cuando se abandona el zapato «de camino a»
la frontera. El abandono, la ruina-en-tránsito, son operaciones cartográficas,
tanto dinámicas como corporales. 2) Cuando se hace referencia al significado,
a lo inteligible, por ejemplo: «ahora sí, tu testimonio y tu vida
tienen sentido para mí». 3) Finalmente, cuando se refiere a lo sensible, a lo
que se siente del mundo a través de los sentidos, a través de sus modos y
órganos particulares de captar información.

16
Cf. Patrick Bracken, Trauma.

Cf. Jean Bollack, Poesía contra poesía; John Felstiner, Paul Celan; Walter
17

Benjamin, Sobre el programa de la filosofía futura y otros ensayos, pp. 189-


199.

18
Gracias a Gabriel Gatti, con quien hemos hablado de las relaciones entre
representación y desaparición a lo largo de los años en diferentes proyectos y
momentos. Este documento es parte de ese diálogo.

Estoy hablando de lo que llamo «epistemologías colaborativas», esfuerzos


19

político-intelectuales de larga data, no de la lógica «extractivista» y la


economía política del testimoniar a través de la sustracción quirúrgica de
narrativas de guerras. Cf. A. Castillejo Cuéllar, Los archivos del dolor, pp. 15-
48.

20
Cf. Javier López Alós, Crítica de la razón precaria.

21
Cf. A. Castillejo Cuéllar, «De asepsias, amnesias y anestesias».

Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La biblioteca familiar»; Mary Evans, Killing


22

Thinking.
23
Cf. Jason De León, The Land of Open Graves.

24
Cf. Reviel Netz, Alambre de púas; Adam Hochschild, King Leopold’s Ghost.

25
Llamo «sentidos del habitar» a este pendular y esta calibración.

26
Cf. Julia Estela Monárrez Fragoso y María Socorro Tabuenca Córdoba
(coords.), Bordeando la violencia contra las mujeres en la frontera norte de
México; Rita Laura Segato, La guerra contra las mujeres.

27
Cf. Franz Kafka, «La colonia penitenciaria».

28
Cf. Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto; W. Benjamin, Tesis de
filosofía de la historia; Ricardo Forster, Los hermeneutas de la noche.

29
Cf. «Reverberación 5. Fricciones A/B».

30
Cf. Barney Warf y Santa Arias, The Spatial Turn.

31
Cf. Caroline Elkins, Britain’s Gulag; Suely Rolnik, Esferas de insurrección.

32
Derek Gregory y Allan Pred (eds.), Violent Geographies.

Quiero agradecer a Liliana Paola y Alfonso Díaz del colectivo RECO, que me
33

permitieron conocer su trabajo en Maclovio Rojas. Me conmovió


profundamente. Cf. Liliana Paola Ovalle y Alfonso Díaz Tovar, reco. Arte
comunitario en un lugar de memoria.

34
Cf. Sayak Valencia, Capitalismo gore.

35
Cf. «Reverberación 6. Ruinas A/B». Grabado en la antigua Bella Vista, Bojayá,
en el Rio Atrato (Medio), 2019. En el año 2002, en medio de un combate, las
farc lanzaron un «cilindro bomba» contra los paramilitares que cayó sobre la
iglesia, matando a un centenar de personas. El lugar, aunque es un sitio de
memoria, está deshabitado y en ruinas.

Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La ciudad de los sueños», en id., Cuarenta y seis
36

poemas.

El nombre ha sido cambiado. Algunos de los datos son tomados del texto de
37

Carolina Robledo Silvestre, Drama social y política del duelo.


Cf. Adam Rosenblatt, Digging for the Disappeared; Élisabeth Anstett y Jean-
38

Marc Dreyfus, Human Remains and Identification.

39
Primo Levi, «La tregua», p. 34.

40
Cf. Z. Bauman, Mortality, Immortality, and Other Life Strategies.

41
En ese momento, el desplazamiento forzado no había capturado la
imaginación de las ciencias sociales, en particular la antropología. Más allá de
los politólogos, sociólogos o historiadores del conflicto colombiano y sus
causas —que ya constituían una hegemonía entonces— estaban los dedos de
una mano trabajando en los efectos humanos de la violencia, la guerra y el
conflicto armado. Fue un momento decisivo que costó la vida a colegas como
Hernán Henao Delgado en Medellín y Alfredo Correa de Andréis en
Barranquilla.

«El Purgatorio» es el nombre que tomó ese lugar luego de descubrirse lo que
42

contenía. «Bultero» es un cargador de bultos en los mercados mayoristas. En


esta viñeta, me interesa la sensorialidad del dolor, una tensión entre lo
epistemológico y lo sensible.

43
Cf. Luise White, Speaking with Vampires.

44
Cf. Dwight A. McBride, Impossible Witnesses; Paul Gilroy, The Black Atlantic.

45
Cf. A. Castillejo Cuéllar, La ilusión de la justicia transicional.

46
Los elementos discutidos aquí también formaron la base de mi seminario de
verano «The Archives of collective Pain: Ethnographic perspectives on
Violence and Remembering» en la Universidad de Bayreuth, Centro de
Estudios sobre África, 2018.

47
Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La muerte del Principito».

48
Cf. «Reverberación 7. Susurros». Material grabado durante el Encuentro de
Víctimas de las farc, de Crímenes de Estado (Cali, Colombia, 2016) como parte
del proceso de negociación de los Acuerdos de La Habana. Arengas contra
infiltrados que buscan desestabilizar el escenario.

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