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Por último, un apunte sobre lo que aludo como una «transición de las grafías
a la fonías». Este ensayo forma parte de una modulación, producto de una
inflexión o un desplazamiento sensorial, conceptual y afectivo en torno a la
escucha y sus condiciones de (in)audibilidad: un campo que podría
denominar etnofonías de la violencia y la memoria. Esto podría leerse en dos
sentidos: por una parte, el testimonio de la guerra y el relato de la violencia
no sólo se reducen a su dimensión semántica, a lo que significan cuando
realizamos una entrevista, por ejemplo, y a la imputación política,
antropológica o psicológica de lo dicho, denominándose esa domesticación o
encuadre «escucha política» o «escucha psicológica».8 La transcripción, la
transliteración de la palabra o la extracción se convierten en una abstracción
de significados.9 A menudo, lo que queda de nuestras grabaciones de campo
son transcripciones de lo dicho. En segundo lugar, podría decir más bien que
la voz, al menos en principio, es también una experiencia sonora que requiere
flujos de aire, la respiración y las cavidades intercomunicadas que conectan
el olfato, el oído o el tacto, y la fricción producida por el roce del aire en las
cuerdas vocales y que dan lugar a los tonos, el timbre, la sensación de
profundidad, guturalidad y nasalidad.10 La expresión «las voces de las
víctimas» (o «la voz del otro», que se ha convertido en un lugar común hoy en
día) nos remite también a los paisajes sonoros, a las dimensiones sociales y
culturales del sonido y especialmente del silencio, a los aspectos sonoros de
un lugar y, en general, a la experiencia de lo auditivo y sus tecnologías de
inscripción, notación, legibilidad y sus dimensiones morales, políticas y
estéticas.11
¿EPISTEMOLOGÍAS DE LA AURALIDAD?
Si quienes nos hablan de violencia lo hacen desde el más allá, desde el reino
de la muerte, como nos dice el poeta T. S. Eliot en The Hollowed Men, ¿cómo
podemos escucharlos?14 Si nuestra tarea como profesores, intelectuales o
escritores (en la sociedad del precariado intelectual y del rendimiento) es
entender cómo la violencia implanta sensibilidades complejas en los
«mundos-de-la-vida» de quienes sobreviven (en el fondo, es entender los
sentidos de habitar el daño, la herida o la cicatriz), ¿qué hacemos entonces
con esa sutil modulación entre el mundo de lo sensible y el mundo de lo
(in)inteligible que no se sitúa en nuestras vidas ni en nuestros cuerpos, sino
que proviene de «otros» a los que ni siquiera reconocemos la existencia o la
«sensibilidad»?15 Cuando hablamos de violencia y experiencia, hay una
dimensión de conocimiento de la guerra que se transmite a través de los
remanentes de las voces de quienes no están. Desde esta perspectiva, la
posibilidad de «reconciliación» con el pasado violento se da en el «momento»
en que una sociedad aprende a convivir, literalmente, con sus fantasmas o,
mejor dicho, con sus antepasados, incluso con lo «in-convivible».
En «El narrador», Walter Benjamin dijo que la muerte «es el sello de todo
aquello que el narrador puede relatar. Su autoridad ha sido tomada en
préstamo de la muerte». Benjamin se refería no sólo a la autoridad y la
sabiduría que emergen frente al abismo definitivo, como diría Paul Celan
antes de su suicidio, sino también a las que se transmiten a quien escucha,
quien —quizá forzadamente— es habitado por la voz del otro y por su
rostro.17 Pero la pregunta es: ¿qué hacemos con su palabra, en ese momento
denso e inquietante que es el último aliento antes del fin de la vida? ¿Qué
hacemos con sus silencios, sobre todo cuando se nos confían en la intimidad
de un encuentro? Quizá uno de los dilemas humanos más profundos tiene que
ver con la posibilidad o el derecho que uno se arroga de hablar por los
muertos —o incluso a su lado, como ahora— y el derecho a hacerlo cuando no
se puede dar testimonio directo del universo que habitan indefectiblemente:
¿será posible, entonces, dar testimonio de lo que parece ininteligible? Escribo
con Benjamin, en un ejercicio de calibración permanente con su espectro, en
honor de aquellos que ya no están, o están «a medio camino», extrañados.18
Condujimos durante una hora desde Tijuana, por una autopista. Fue en la
parte noroeste de México, en el océano Pacífico. Fueron más de cuatro años
tratando de trabajar seriamente19 como etnógrafo en este país, viajando,
hablando, escuchando a muchas personas e instituciones involucradas en la
administración del dolor colectivo, y a otras personas hablar sobre sus vidas
y experiencias violentadas por la desaparición forzada. Una mezcla de
fascinación, amor y conmoción estaba en el aire esa tarde. Curiosamente,
estaba listo para hacer de éste mi último viaje académico.
Cuando se vive en el mundo de la academia neoliberal, para darle un nombre,
del precariado intelectual,20 del conocimiento-mercancía, del universitario-
mercachifle,21 de las inflamaciones del currículum vitae y de los índices de
citación de lo irrelevante, es muy difícil tener un pie en el suelo que se
considera, al menos en parte, como propio (en mi caso, Colombia)22 y otro en
un contexto nacional diferente. En última instancia, nuestras universidades
son, por razones que van desde la falta de fondos hasta el cordón sanitario de
los territorios académicos, profundamente parroquiales (escribimos sobre
nuestros ombligos como si fueran los únicos) y el significado de lo que se llama
«internacionalización» no es otra cosa que mirar al hemisferio norte con
deseo y sumisión.
Por la mañana, había caminado a lo largo del borde marítimo del muro que
separa México y Estados Unidos: una larga hilera de barrotes de hierro que se
extiende sin cesar a lo largo del territorio ondulado hasta que incluso
penetran en el mar, decenas de metros tierra adentro. En los barrotes,
rayones como los que había visto en otros lugares, como en el lager:
Auschwitz-Birkenau en Polonia, Les Milles en Francia o Sachsenhausen en
Uraniemburgo: personas arañando sus nombres o alguna huella en la
superficie de los barrotes que han sido derruidos por el tiempo, mensajes
ininteligibles, dibujos y mamarrachos, firmas y signaturas de todo tipo,
adagios, frases célebres, declaraciones políticas, testimonios de presencias.
Esa tarde me llevé una sensación vertiginosa con respecto al significado de
una frontera nacional, en el sentido cartográfico y geográfico de la palabra.
Una gran cicatriz que se conecta con los sentidos y las pulsaciones de la vida.
Vista desde el aire, representaría un gran conjunto de marcas en el cuerpo-
territorio. Si hiciéramos una inflexión de la escucha, escucharíamos las
intimidades y veríamos las cicatrices en forma de palabras y ausencias. Me
pregunté: ¿qué quiere decir habitar esas fronteras y cicatrices? ¿Cómo es ese
balance entre lo que se siente y lo que se entiende?25¿Qué significa habitar el
daño? ¿Y cuál es su epistemología? En el lado mexicano, los barrotes están
debidamente decorados por la vida. Parques infantiles, pequeñas áreas de
descanso, bancas, murales de flores coloridas, corazones gigantes
intervenidos por los dibujos de los niños, jardines empedrados y diseñados
con llantas recicladas. Asimismo, vi toda la materialidad de los negocios de
migración pegada en postes de luz a lo largo del recorrido de unas pocas
cuadras: abogados o licenciados que ofrecían servicios jurídicos en materia de
migración y asuntos penales y que prometen la reunificación familiar,
promociones comerciales, incluso ventas de bienes raíces. Una pequeña
industria de la promesa, si se quiere.
Imagen 2
Vista desde la frontera hacia Estados Unidos. En el fondo, San Diego.
Pero también estaban las imágenes de mujeres desaparecidas: las fotos en
blanco y negro de los rostros de Luz Carmen, María Elisa, Augusta, Susana,
Milena, Lucía o Alicia se intercalaban con las mantas blancas con los nombres
de muchas otras y otros que había visto, meses antes, colocadas en las aceras
de la Ciudad de México, o con los carteles conmemorativos impresos
artesanalmente en colores pastel y pegados en las paredes de otras
necrópolis latinoamericanas como Santiago o Buenos Aires:26 «El recuerdo
florece, en memoria de detenidxs y otrxs desaparecidxs». En Colombia, el
circuito de la guerra paramilitar deglutía y canibalizaba mujeres en una
interminable recurrencia en medio del circuito de la prostitución, las
amenazas y la desaparición. Ya ni siquiera nos quedan sus nombres.
ríos, las selvas, las paredes… ¿Cómo podríamos oírlos? ¿Cuántos puntos de
vista podríamos percibir?
Imagen 3
Las aves van ya rumbo al sur.
Mis ojos las persiguen en sus círculos interminables,
como pajarracos alrededor de este inmenso cementerio.
Castillejo Cuéllar, «La gran bóveda (Auschwitz-Birkenau)», en id., Cuarenta y
seis poemas
Finalmente, hay una dimensión nominativa del poder que tiene que ver con
la asignación de nombres al mundo en general. Nombrar es instaurar un
orden de clasificación, es administrar lo sensorial. Es un acto que produce el
mundo y está entrelazado con las prácticas que definen la vida cotidiana. Los
contextos de violencia en los que la inscripción sobre el lenguaje es evidente
están bien documentados. En Ruanda, la política antitutsi que desencadenó
en parte el genocidio de 1993 fue precedida por una cadena mediática que
definió a los tutsis como cucarachas que debían ser pisoteadas, siendo éste el
resultado de una larga historia colonial centrada en un sistema
administrativo-étnico. Sin que estas metáforas determinen exclusivamente la
naturaleza violenta de un acontecimiento, son sin duda un elemento central.
Las numerosas metáforas o asignaciones del enemigo percibido, los términos
derogatorios, las imágenes moralizantes, las animalizaciones y las
deshumanizaciones a través de escenarios de muerte son comunes. A finales
de la década de 1990 en Colombia, los paramilitares solían llevar a sus
víctimas a corrales de gallinas y cerdos en el campo para degollarlos,
precisamente como animales. Una transgresión radical de lo que llamo
«projimidad».
Llegamos al fin.33
Durante el alba,
cuando ya los enfermos han esculpido
su miseria sobre las aceras,
navego entre el ensueño y la muerte voluntaria.
Sólo eso.36
Era obvio lo que estaba sucediendo: lo que no podían pagar en los desastrosos
servicios médicos privados de Estados Unidos, lo hacían en Tijuana. Taxis
barométricos, turismo médico, mercado hospitalario, bulevares de la salud y
servicios asociados hablan de una industria de lo corporal, de los rastros que
deja el hiperconsumo en el organismo: en cierta medida, esos cuerpos son
ruinas tecnológicas producidas por mezclas farmacológicas, intervenidas
químicamente. Son como Chernóbil, Fukushima o Bhopal a escala sanguínea.
Para los visitantes y pacientes de Estados Unidos, la obesidad es una figura
del exceso, una metáfora que persigue a esta sociedad como un fantasma
maléfico. Todo allá es hinchado, inflamado, engordado artificialmente: la
fama, la riqueza ficticia compuesta por deudas imposibles de pagar, el tamaño
de las comidas rápidas, la extensión geográfica del país, un arsenal nuclear
suficiente para acabar la tierra decenas de veces, su imperialismo de bases
militares en todo el planeta, la escala de la ambición, la hipocresía del
discurso de la paz mundial, la sumisión sin fin de sus «aliados» estratégicos
en el continente, la superioridad militar, el arrasamiento de regiones enteras
con bombas cada vez más grandes, que desafían el concepto de armas de
destrucción masiva. Estas personas son sólo un síntoma.
Los excesos del Norte en el Sur (en relación con la frontera) se han extendido
a otras industrias. La de los tráficos de cuerpos y el turismo sexual hecho a la
medida de los visitantes. Las historias de la calle Coahuila, amarillenta,
abarrotada e iluminada de neón, y por supuesto las risas soterradas de los
hombres, algunos de los cuales son académicos en medio de una cena,
insinuando sus historietas en el Hong Kong, el mayor burdel de la ciudad y una
de sus aparentes atracciones. Nunca he sentido tanta vergüenza ni he oído
tanta precariedad. ¡Qué abigarrado y letal es el machismo! Según decían los
encumbrados profesores, no menos de cuatrocientas mujeres que vendían
sus cuerpos operaban simultáneamente en el lugar que, como truculentas
discotecas, albergaba varias «atmosferas» o «ambientes» en sus recovecos y
pisos.
En el mapa mundial de los horrores, hay lugares que parecen absorber, como
producto de una gran implosión, lo humano, como si la violencia se iconizara
en ellos, en una especie de jerarquización que fagocita la existencia: proyectos
de olvido total, como diré más adelante, donde la desaparición hace
desaparecer la voz, el rastro, donde las ruinas no parecen ruinas. Una vez más,
en su capacidad de indexación: Auschwitz en Polonia, Mapiripán en Colombia,
S-21 en Camboya, Villa Grimaldi en Santiago, Nyamata al sur de Kigali,
Vlakplaas al oeste de Pretoria, Srebrenica en Bosnia. La lista que tengo es muy
larga: han sido, en todo caso, más de veinte años de escucha. Para mí, los
«lugares» más importantes siempre han sido los aparentemente «invisibles»,
las escalas pequeñas que no se leen como violencias, las relaciones ruinadas,
los lazos fracturados, los amores desviados en odios, las projimidades
despedazadas.
Esa mañana, finalmente había logrado sentarme con ella. El Pozón era un
lugar hecho de hileras de cambuches a medio hacer. Las chabolas estaban
construidas de fragmentos, pedazos de cartón, plástico, retazos de madera
pegados y entechados con una lámina de zinc que hacía de estos hogares un
invernadero en el apabullante calor caribeño. El trabajo de campo no era fácil:
el silencio imperaba como medio de supervivencia y la pobreza extrema como
precedente.41 Pequeños espacios, pequeños hogares, de diez o doce metros
cuadrados, donde la cama cohabitaba con la cocineta de gasolina y una mesa
hechiza que servía como comedor impromptu. Yo escribía sobre lo que
significaba habitar esta herida que llamamos «desplazamiento forzado».
Sucedió que el viejo había pisado una planta y al hacerlo escuchó una voz que salía
de debajo de la tierra donde él estaba […]. La voz pronunció su nombre:
—Señor Eucario [dice doña Elvira encarnando la escena], no me pise […].
Entonces, él me dijo que había corrido a la casa todo pálido, santiguándose varias
veces antes de contarle a Mercedes, su esposa, lo que había sucedido […]. Mientras
se santiguaba una vez más me dijo que [él] conocía esa voz.
Continúa su historia:
Una mañana se fue [el amigo] para el pueblo, y cuando regresó por la tarde, me dijo:
—Doña, ¿sabe qué? Yo creía que el señor Martínez era la voz que me había hablado,
pero esta mañana lo vi en el mercado.
—Eso me sucedió porque yo no sabía que ellos [los cadáveres] estaban allá debajo,
enterrados, hombres y mujeres.
A la finca la llaman ahora El Purgatorio, y nadie quiere trabajar allá.
Sabemos que el terror perturba, que rompe los órdenes del mundo-de-la-vida:
el tiempo se curva, el espacio se rediseña en otros códigos, los sujetos se
derriten, se estiran, se moldean para la supervivencia. Los vivos parecen
habitar purgatorios, mientras que los que no están, y que emergen sólo como
voces, parecen seguir vivos en su deslugarización, en su intermedialidad. Esta
historia me recordó los relatos de los cuerpos-sin-cabeza flotantes —
abandonados, según los lugareños, luego de haber sido abducidos por
extraterrestres— en los ríos amazónicos en la década de 1980 durante el
ascenso de la cocaína, o las narraciones de niños robados —por hombres
blancos que cultivaban órganos— en camionetas negras con vidrios
polarizados cuando Rodesia se convirtió en Zambia y Zimbabue en
1980.43 Historias de dráculas chupasangre que, a la manera de teodiceas
seculares, trataban de explicar el sufrimiento, la miseria y la vulnerabilidad
de los seres humanos. Son formas de articular la experiencia.
Doña Elvira, luego de refregar sus palabras contra el tiempo personal, volvió
su decidido rostro hacia un pequeño espejo a la altura de la cabeza. Lo miró
con atención, casi sin fin. Guardó un silencio sepulcral, y antes de cerrar la
conversación, retumbó lapidariamente —con las letras de su soledad y las
ruinas analógicas de mi grabadora —una última frase: «El problema es que no
sé quién soy, ni dónde estoy, ni para dónde voy». En el exterior, el sonido del
calor, los niños que gritan, las madres que hacen alarde de sus acentos
costeños. La comida estaba lista. Me llevó una década entender esa frase,
reinventar mi forma de hacer ciencias sociales y preguntarme cómo habitar
una herida en un cuerpo-mundo.
¿Cómo puede una sociedad ser tan ciega como para no reconocerse en un
pasado poco glorioso? Rara vez he visto tanta miseria en una sola mirada.
Harapos humanos, andrajos vivientes, «fantasmas» deambulando por las
calles. Nadie los nota, son parte de la rutina, de las ruinas del mundo social.
Condensan las relaciones estructurales de las violencias de larga data, de sus
daños históricos. Hordas de niños y diminutas personas embriagadas y ebrias
de pegante y ácidos. Los blancos parecen más altos, más gruesos. Los
herederos de los esclavos, por otro lado, parecen pequeños, delgados, casi
insignificantes a los ojos de los demás. Ciudad del Cabo: una ciudad de
esclavos, un puerto de explotación y tráfico de personas, desde el siglo XVII.
COMENTARIOS FINALES
Pero, puesto que podemos «ver» u «oír» la «herida» en todos estos registros,
¿dónde y cómo «suturamos»? ¿Quién dice qué es una «herida» o un
«trauma»? ¿Quién «certifica» el dolor? La pregunta se hace aún más
apremiante: ¿cómo indexar ciertas formas de violencia y descartar otras (si
son descartables), reconfigurando el «archivo» e incluso sus «documentos» y
el «museo»? ¿Cómo se le asigna un nombre o contenido a una imagen o un
sonido, a una experiencia, a ese «daño», a los rastros que produce? Y ¿cómo
los hacemos legibles, audibles? ¿Cómo aprenden las sociedades a reconocer y
escuchar las heridas como heridas, es decir, aquellas experiencias humanas
que, en su multiplicidad de posibilidades vitales, fracturan la vida y el orden
mundial en el que navegamos diariamente?48
BIBLIOGRAFÍA
Jean Bollack, Poesía contra poesía. Celan y la literatura, Madrid, Trotta, 2005.
_____, «Utopía y desarraigo», en Papeles del CEIC, vol. 1, núm. 121, 2015.
Centro de Memoria Histórica, Justicia y paz. ¿Verdad judicial o verdad
histórica?, Bogotá, Taurus, 2012.
S. Eliot, «Los hombres huecos», en id., Poesías reunidas 1909/1962, trad. José
María Valverde, Madrid, Alianza, 1984, pp. 101-106.
Caroline Elkins, Britain’s Gulag. The Brutal End of Empire in Kenya, Londres,
Random House, 2005.
John Felstiner, Paul Celan. Poeta, superviviente, judío, Madrid, Trotta, 2002.
Derek Gregory y Allan Pred (eds.), Violent Geographies. Fear, Terror, and
Political Violence, Nueva York, Routledge, 2007.
Adam Hochschild, King Leopold’s Ghost. A Story of Greed, Terror, and Heroism
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Franz Kafka, «La colonia penitenciaria», en id., Ante la ley. Escritos publicados
en vida, Bogotá, De Bolsillo, 2012, pp. 131-163.
Jason De León, The Land of Open Graves. Living and Dying on the Migrant Trail,
Oakland, University of California Press, 2015.
Liliana Paola Ovalle y Alfonso Díaz Tovar, reco. Arte comunitario en un lugar
de memoria, Mexicali, Universidad Autónoma de Baja California, 2016.
Luise White, Speaking with Vampires. Rumor and History in Colonial Africa,
Berkeley, University of California Press, 2000.
NOTAS
1
Según el Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana de Joan
Corominas, gráphō (grafía desde el siglo XX) hace referencia a la «escritura»
como inscripción y es utilizado como sufijo en español: geografía, epígrafe,
ágrafos, lexicografía, etc. Phōnḗ, por otro lado, significa «voz» así
como phōnētikós hace referencia a «lo relativo al sonido». En el sufijo -
fonía (desde el siglo XX) se entreteje genealógicamente «lo sonoro» y «la voz».
La transición a la que hago referencia tiene que ver con la recodificación de lo
sensible: de la permanencia de la inscripción ocular a la transitoriedad y lo
efímero de lo aural. Este tránsito nos implica pensar el lenguaje de las ciencias
sociales, de la memoria, de la violencia en función de lo «sónico» más que de
«inscripciones».
2
Esta es una ampliación de mi texto «La metástasis del terror: meditaciones
intempestivas sobre la violencia en México». También es una ampliación de
mi etnografía en preparación Tras los rastros del cuerpo: Etnofonías,
(in)materialidades y la vida sensible de la desaparición en Colombia (iii).
Fragmentos de este texto fueron publicados inicialmente por el Centro de
Memoria Histórica en Colombia en su informe Justicia y paz. Se trata del tercer
volumen de una trilogía etnográfica sobre la fractura, el silencio y la ausencia.
3
En el marco de mi trabajo sobre desplazamiento forzado en Colombia, cf. A.
Castillejo Cuéllar, Poética de lo otro.
4
Como parte de mi trabajo de campo en África del Sur (2001-2003 y 2004), cf.
A. Castillejo Cuéllar, Los archivos del dolor.
5
Cf. parte del ensayo «El genocidio explicado para niños: de Auschwitz a S-21»,
en A. Castillejo Cuéllar, La palabra nómada. Fragmentos y relatos sobre la
violencia y las pedagogías de lo irreparable (en preparación). Este texto forma
parte del proyecto fotográfico-sonoro Los lugares obliterados, una serie de
relatos de viaje sobre lugares de necropolítica. Algunos aportes fueron
publicados en A. Castillejo Cuéllar, «Utopía y desarraigo».
6
Mi reflexión sobre el lugar y el terror, cf. A. Castillejo Cuéllar, «The Courage
of Despair: Fragments of An Intellectual Project» y «Del ahogado el sombrero,
a manera de manifiesto: esbozos para una crítica al discurso transicional».
7
Cf.Martin Heidegger, «Construir, habitar, pensar»; Juhani
Pallasmaa, Habitar.
8
Ciertamente, la exploración de las formas en que las palabras o los
testimonios habitan estos marcos requiere un examen de cómo los procesos
de reconfiguración histórica producen y refuerzan una serie de ausencias que
se producen, paradójicamente, en el momento mismo de la enunciación del
lenguaje, en el sentido más amplio. En el testimonio, la densidad semántica
de lo que se narra está sujeta a presiones discursivas y limitaciones teóricas
que definen, en cierta medida, la naturaleza de la palabra y lo que intenta
transmitir. Es importante subrayar las presiones y los múltiples usos por los
que, como diría Emanuel Levinas, la verdad de lo otro —y la violencia
impuesta en su cuerpo— está atrapada por otra forma, tal vez paradójica, de
violencia epistémica. Llamo a este proceso domesticación, en su sentido
etimológico. El verbo «domesticar» tiene una doble etimología en latín. No
sólo evoca la idea de «tener bajo control» (o «convertir a los animales para
fines domésticos») al tener más poder sobre algo, sino que también significa
«acostumbrarse a la vida de hogar», «adaptarse a un ambiente». El término
evoca la posibilidad de familiarizar o introducir en la esfera privada lo que se
percibe como radicalmente otro. Poder, control y calidez hogareña habitan en
este término. Domesticar es transformar algo extraño e inasible en algo
familiar. Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La domesticación del testimonio:
audibilidad, performance y la descolonización de la palabra».
9
Mi definición de voz depende en parte de esto: «una articulación de la
experiencia vivida». Sin embargo, tal articulación puede darse en términos
orales, a través de la palabra hablada o de cualquier otra forma de
representación, como las llamadas artes. Cf. ibid., p. 115; A. Castillejo
Cuéllar, Los archivos del dolor, p. 67.
10
Cf. «Reverberación 1. Cuando los pájaros no cantaban» (grabaciones
realizadas como parte del acompañamiento de la Agenda Caribe durante el
proceso de retorno de familias desplazadas a la finca La Alemania en Costa
Caribe, Colombia). En este ensayo, utilizo la palabra «Reverberación» seguida
de un numero a manera de «cita sonora» de una fuente o espacio grabado,
sin editar. Estas grabaciones forman parte de una lista de reproducción
pública cuyo título es De las grafías a las fonías y que puede consultarse en
https://soundcloud.com/alejandrocastillejo/sets/de-las-grafias-a-las-fonias.
Eventualmente, una serie de fragmentos sonoros serán editados o montados
en una sola pieza que se publicará en formato de radio-arte digital en una
emisora. En este sentido, con estas reverberaciones, el «texto» se «escribe»
en tres lenguajes simultáneos, configurando una especie de trenzado sensible
entre escrituras (palabras), imágenes visuales (fotos) y sonidos, cada uno
capaz de ser entendido independientemente, formando su propia narrativa.
Asumo esto como un método exploratorio de investigación etnofónica.
Debido a la sutileza de los silencios, los audios deben escucharse
preferentemente con audífonos supraurales.
11
Cf. «Reverberación 2. La vida social del sonido». Material recogido en el
proyecto «Relatos del futuro: sentidos, creatividad y las artes de la
supervivencia en Colombia», expedición sonora en río Atrato (Medio), Quibdó-
Bojayá-Vigía del Fuerte.
12
La idea de «no ver que no vemos» la extraigo de Heinz von Foerster, «Visión
y conocimiento: disfunciones de segundo orden». Von Foerster llamaba a este
punto ciego, a esta aplicación recursiva de conceptos a sí mismos, «ceguera
de segundo orden». Yo traslado el concepto al mundo auditivo: «no escuchar
que no escuchamos».
13
Esta imagen es de un antiguo vertedero de cadáveres, un bosque tropical
nublado que permitía a los agentes del Estado colombiano arrojar a personas
y disidentes políticos sobre el risco aledaño sin ser vistos. La foto sugiere una
estética de lugares de desaparición y terror, en particular una estética del
vacío en forma de túnel, de hueco sin fin. Representar el vacío es una
preocupación de artistas, escritores o periodistas. Gracias a esta forma de
representación de la ausencia, uno podría imaginar sonidos asociados a la
figura del túnel-calle-sin-fin. La «Reverberación 3. Túnel» evocaría tal figura,
en la medida en que nuestra mirada o escucha de la violencia y el terror está
domesticada. Sin embargo, cuando pasamos a una representación sonora,
descubrimos una especie de diferencial, incluso de obliteración, del túnel a
través de la normalización auditiva del lugar. Los sonidos de «Reverberación
4. Altos de la Virgen» son los originales. A la misma hora, en el mismo lugar.
Hay una diferencia entre el «vacío» codificado fotográficamente y su inusual
codificación sonora: aquí no pasó nada. ¿Qué significaría entonces una
construcción de narrativas sonoras del terror? ¿El terror deja huellas
aurales? Cf. Barbie Zelizer, Remembering to Forget; Ulrich Baer, Spectral
Evidence.
14
T. S. Eliot, «Los hombres huecos». Ésta ha sido una pregunta recurrente en
mi trabajo reciente. En cierta forma, la tomo de otro contexto, de un ensayo
sin publicar titulado «Remendar lo social: espíritus testimoniantes, arboles
dolidos y otras epistemologías del dolor en Colombia», que se centra en el
diálogo que comunidades indígenas en Colombia mantienen con seres
incorpóreos (los espíritus de los árboles) y a través de los cuales leen sobre la
curación de las heridas del territorio. Tomo las mismas preguntas,
literalmente y hacia el final, y aquí pongo un énfasis y unas condiciones de
audibilidad diferentes. Algunas frases tomadas de este ensayo se repiten en
este documento, como una voz interior que regresa constantemente a lo
mismo.
15
Un comentario sobre la investigación itinerante de lo que
llamaría itinerarios de sentido: evoco la palabra «sentido» en tres registros
diferentes pero íntimamente articulados: 1) cuando se refiere al tránsito
corporal por un territorio y sus modos implícitos de pensamiento geográfico
o cartográfico, a través de un sistema de coordenadas espaciales o sociales:
una forma particular de situar el cuerpo en el espacio, por ejemplo, cuando se
dice «la calle va en sentido sur-norte» y nuestra disposición corporal lo
muestra; o su metaforización, cuando se abandona el zapato «de camino a»
la frontera. El abandono, la ruina-en-tránsito, son operaciones cartográficas,
tanto dinámicas como corporales. 2) Cuando se hace referencia al significado,
a lo inteligible, por ejemplo: «ahora sí, tu testimonio y tu vida
tienen sentido para mí». 3) Finalmente, cuando se refiere a lo sensible, a lo
que se siente del mundo a través de los sentidos, a través de sus modos y
órganos particulares de captar información.
16
Cf. Patrick Bracken, Trauma.
Cf. Jean Bollack, Poesía contra poesía; John Felstiner, Paul Celan; Walter
17
18
Gracias a Gabriel Gatti, con quien hemos hablado de las relaciones entre
representación y desaparición a lo largo de los años en diferentes proyectos y
momentos. Este documento es parte de ese diálogo.
20
Cf. Javier López Alós, Crítica de la razón precaria.
21
Cf. A. Castillejo Cuéllar, «De asepsias, amnesias y anestesias».
Thinking.
23
Cf. Jason De León, The Land of Open Graves.
24
Cf. Reviel Netz, Alambre de púas; Adam Hochschild, King Leopold’s Ghost.
25
Llamo «sentidos del habitar» a este pendular y esta calibración.
26
Cf. Julia Estela Monárrez Fragoso y María Socorro Tabuenca Córdoba
(coords.), Bordeando la violencia contra las mujeres en la frontera norte de
México; Rita Laura Segato, La guerra contra las mujeres.
27
Cf. Franz Kafka, «La colonia penitenciaria».
28
Cf. Zygmunt Bauman, Modernidad y Holocausto; W. Benjamin, Tesis de
filosofía de la historia; Ricardo Forster, Los hermeneutas de la noche.
29
Cf. «Reverberación 5. Fricciones A/B».
30
Cf. Barney Warf y Santa Arias, The Spatial Turn.
31
Cf. Caroline Elkins, Britain’s Gulag; Suely Rolnik, Esferas de insurrección.
32
Derek Gregory y Allan Pred (eds.), Violent Geographies.
Quiero agradecer a Liliana Paola y Alfonso Díaz del colectivo RECO, que me
33
34
Cf. Sayak Valencia, Capitalismo gore.
35
Cf. «Reverberación 6. Ruinas A/B». Grabado en la antigua Bella Vista, Bojayá,
en el Rio Atrato (Medio), 2019. En el año 2002, en medio de un combate, las
farc lanzaron un «cilindro bomba» contra los paramilitares que cayó sobre la
iglesia, matando a un centenar de personas. El lugar, aunque es un sitio de
memoria, está deshabitado y en ruinas.
Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La ciudad de los sueños», en id., Cuarenta y seis
36
poemas.
El nombre ha sido cambiado. Algunos de los datos son tomados del texto de
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Primo Levi, «La tregua», p. 34.
40
Cf. Z. Bauman, Mortality, Immortality, and Other Life Strategies.
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En ese momento, el desplazamiento forzado no había capturado la
imaginación de las ciencias sociales, en particular la antropología. Más allá de
los politólogos, sociólogos o historiadores del conflicto colombiano y sus
causas —que ya constituían una hegemonía entonces— estaban los dedos de
una mano trabajando en los efectos humanos de la violencia, la guerra y el
conflicto armado. Fue un momento decisivo que costó la vida a colegas como
Hernán Henao Delgado en Medellín y Alfredo Correa de Andréis en
Barranquilla.
«El Purgatorio» es el nombre que tomó ese lugar luego de descubrirse lo que
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Cf. Luise White, Speaking with Vampires.
44
Cf. Dwight A. McBride, Impossible Witnesses; Paul Gilroy, The Black Atlantic.
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Cf. A. Castillejo Cuéllar, La ilusión de la justicia transicional.
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Los elementos discutidos aquí también formaron la base de mi seminario de
verano «The Archives of collective Pain: Ethnographic perspectives on
Violence and Remembering» en la Universidad de Bayreuth, Centro de
Estudios sobre África, 2018.
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Cf. A. Castillejo Cuéllar, «La muerte del Principito».
48
Cf. «Reverberación 7. Susurros». Material grabado durante el Encuentro de
Víctimas de las farc, de Crímenes de Estado (Cali, Colombia, 2016) como parte
del proceso de negociación de los Acuerdos de La Habana. Arengas contra
infiltrados que buscan desestabilizar el escenario.