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Estrada, Juan Antonio. - El Sentido y El Sinsentido de La Vida
Estrada, Juan Antonio. - El Sentido y El Sinsentido de La Vida
El sentido
y el sinsentido
de la vida
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E D I T O R I A L T R O T T A
El sentido y el sinsentido de la vida
El sentido y el sinsentido de la vida
Preguntas a la filosofía y a la religión
E D I T O R I A L T R O T T A
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Religión
INTRODUCCIÓN........................................................................................ 11
1. El ser humano a la búsqueda de sentido...................................... 11
2. El significado del hombre en el universo ..................................... 13
3. El ser para la muerte................................................................... 16
4. El sentido y sinsentido de la vida ................................................ 20
5. El mal y Dios.............................................................................. 23
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INTRODUCCIÓN
La pregunta esencial es cómo vivir la vida con sentido y ser felices. Las
búsquedas fundamentales para vivir con plenitud tienen que ver con la
evaluación que hacemos sobre lo que es importante o no, con los inte-
rrogantes acerca del bien y del mal, para obtener orientación e identidad
personal, y con las cuestiones límite sobre el significado de la vida y de la
muerte. Queremos vivir una vida que merezca la pena y frecuentemente
no sabemos cómo. Esto es especialmente problemático en épocas de
transición como la nuestra, en las que se hunden las viejas certezas cul-
turales, con las que han vivido las generaciones anteriores, sin que to-
davía hayamos alcanzado un código cultural sustitutivo. El nihilismo es
el horizonte cultural actual y afecta a las preguntas fundamentales del
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ser humano. Algunas corrientes rechazan que haya que preguntarse por
el sentido de la vida y por los medios para lograrlo. El precio que pagar
por la ausencia de un proyecto personal es dejarse llevar y subordinarse
a la presión de los medios de comunicación, que son hoy los grandes
divulgadores de sentido. Una de las paradojas de la sociedad es la alta
valoración que hace de la autenticidad y autonomía personal, mientras
que la red institucional genera una gran presión social que las bloquea.
Las instituciones sociales se imponen a los ciudadanos y sofocan, en
buena parte, la creatividad individual.
A muchos ciudadanos no les gusta la sociedad en la que viven y bus-
can un estilo de vida alternativo. Pero la alternancia presupone saber
qué es lo que se quiere, cómo buscarlo y cuáles son las metas que gene-
ran una vida lograda. Vivimos en sociedades materialmente prosperas
y, sin embargo, insatisfactorias. La pregunta por el sentido y sinsentido
de la vida surge de forma espontánea. Refleja los grandes logros de la
sociedad en que vivimos y la insatisfacción de muchas personas en ella.
Este libro reflexiona sobre la situación actual y busca referencias de sen-
tido personales y colectivas. El punto de partida es la pregunta filosófica
fundamental, «¿qué es el hombre?», a partir de sus características como
ser no fijado, carencial y dinámico. Desde ahí planteamos el problema
de la humanización del animal, tanto a nivel sociocultural como per-
sonal. Cómo ser más personas y crecer material y espiritualmente es la
gran pregunta, y cada cultura ofrece una respuesta diferente.
En este marco se analizan también las religiones, su potencial de iden-
tidad y sentido, sus funciones sociales y las aportaciones que hacen al
proyecto cultural. Las religiones han sido grandes laboratorios de sentido
social e instancias determinantes, no sólo para los miembros de cada una
de ellas, sino para todos los ciudadanos. No se puede hablar socialmen-
te del sentido de la vida sin plantearse preguntas religiosas, analizar los
distintos sistemas de creencias y de prácticas, y estudiar las críticas que
se les han hecho. ¿Son las religiones una ayuda o un obstáculo para una
vida lograda? ¿Contribuyen al sentido de la vida o son un impedimento
para ella? ¿Qué relación existe entre la búsqueda de sentido y la oferta
de salvación que hacen las religiones? Éstas son algunas de las preguntas
por responder, centrando la reflexión en las aportaciones del judaísmo y
del cristianismo, que son las religiones bíblicas que han tenido un mayor
impacto en nuestra cultura.
De ahí la importancia de la hermenéutica judeocristiana, junto a la
filosofía griega, que han sido las fuentes esenciales sobre el significado de
la vida en nuestra cultura occidental. La relación entre religión y moral,
el problema de la teodicea y las distintas respuestas que se han dado al
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5. El mal y Dios
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por el pesimismo histórico, por la dinámica del hombre como lobo para
el hombre, por la dialéctica del animal más inteligente y destructor. Cul-
mina en Auschwitz, símbolo por antonomasia, junto con Hiroshima, del
mal en el siglo XX. ¿Se puede creer en Dios después del holocausto? ¿Es
posible seguir rezando al Dios judío y cristiano? ¿No es la fe después
del exterminio una sinrazón? Éstas son preguntas esenciales y muestran
el significado trágico de una religión que generó un sinsentido masivo
en los que pertenecían a ella, incluso aunque no creyeran en Dios. La
muerte de este Dios implica la imposibilidad de seguir afirmándolo, a
la luz del sufrimiento inútil acumulado en la historia.
Desde este punto de partida, se analizan distintas teologías, teodi-
ceas y antropodiceas. El mal histórico se une al natural y culmina en el
suicidio y la desesperación, porque la vida no merece la pena ser vivida.
La desesperación es el obstáculo más formidable para la fe en Dios. Las
diversas respuestas filosóficas y teológicas al sinsentido de la vida son
fragmentarias, parciales e insuficientes, aunque puedan arrojar parcial-
mente luz sobre esta problemática. Se relacionan con el problema de la
libertad y la omnipotencia divina, la cuestión de auxiliis de finales del
siglo XVI. El dios milagrero está, paradójicamente, más cercano al mal
cuanto más omnipotente es para intervenir en la historia.
En este marco, se evalúan las distintas teodiceas. No hay un sistema
explicativo racional sobre por qué el mundo y la historia son como son,
ni podemos explicar el abandono de Dios (del judaísmo en el holocausto;
de Jesús en la cruz; de las víctimas en la opresión). Intuitivamente nos al-
zamos contra el creador y el ateísmo humanista plantea preguntas que no
se pueden ignorar. Heidegger comprendió que los ateos se toman, a veces,
más en serio a Dios que los creyentes. No hay un sistema racional que ex-
plique el porqué último del mal, a la luz de un dios bueno y omnipotente,
aunque podamos mostrar que no hay contradicción lógica entre el mal y
la divinidad. La fe va mucho más allá de la razón pero lo que, lógicamen-
te, no tiene por qué ser absurdo, puede ser poco plausible y creíble. Esto
es lo que plantea el ateísmo. La mejor disculpa para Dios sería que no
existe. El silencio divino sería un índice de su no existencia.
¿Puede el cristianismo asumir una fe sin teodiceas? ¿Es posible con-
fiar en un Dios que lucha contra el mal, sin que éste desaparezca? ¿Se
puede seguir hablando de una providencia divina? Son algunas de las
preguntas de este capítulo. Obliga a replantear la relación entre razón y
fe, el saber y la creencia, las experiencias de sinsentido y las luchas con-
tra él. El cristianismo es una religión de salvación y el problema del mal
es un problema central. Y también lo es para la búsqueda de un sentido
último, más allá de las múltiples experiencias de sinsentido.
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Capítulo 1
1. ¿Qué es el hombre?
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4. Mosterín rechaza que el hombre sea el culmen de la evolución porque ésta tiene
pluralidad direccional. Pero la persona es la forma suprema de vida conocida y muchos
autores defienden una dinámica intencional hacia la complejidad. Su singularidad se basa
en la flexibilidad de sus instintos, su potencial de aprendizaje y su falta de especiali-
zación, para sobrevivir en entornos diferentes. Cf. J. Mosterín, La naturaleza humana,
Madrid, 2006, pp. 33-38, 65-67.
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mite el salto del animal a la persona. Ésta es otra cara del proceso de
emergencia del animal humano en la evolución, mediada por la socie-
dad y el grupo en que vivimos, así como por el carácter unitario psi-
cosomático de nuestra personalidad. Somatizamos lo que sentimos,
haciendo que la subjetividad impregne nuestra corporeidad, y mate-
rializamos nuestras sensaciones, que influyen en nuestras vivencias,
estados de ánimo y comportamientos. La «inteligencia sentiente», que
subraya Zubiri, y también la emocional, son expresiones que apuntan
a esa realidad psicosomática que somos.
Esta doble dinámica posibilita la enorme diversidad humana, inclu-
so en el caso de gemelos que tienen una misma identidad genética. Sin
embargo, éstos viven de forma diversa y selectiva el mismo entorno so-
ciocultural y familiar, que les influye de manera diferente. Por eso no
hay personas iguales a otras, ya que varían las relaciones y las formas de
comportarse, y siempre es impredecible la conducta del otro, por mucho
que lo conozcamos. A diferencia del animal no tenemos una conducta
plenamente predecible y la dinámica natural se canaliza por la cultura y
la sociedad. Somos seres en el mundo y también conciencia intencional
dirigida a las cosas y a las personas. Y, sobre todo, somos seres rela-
cionales que construimos nuestra propia identidad en relación con los
otros. Para que haya un «yo», hacen falta «túes» con los que relacionar-
nos, y en la comunicación tomamos conciencia simultánea de nuestra
identidad y de la del otro. La socialización o inculturación condiciona
la individuación, y la madurez del yo se establece desde el conjunto de
relaciones sociales. En realidad, primero somos los hijos de una familia,
una cultura y una sociedad, es decir, tenemos una personalidad «presta-
da» y tenemos que llegar a la autonomía personal, que presupone una
selección y transformación del código cultural recibido.
La conocida afirmación de Simone de Beauvoir acerca de que la mu-
jer no nace, sino que se hace, es válida para cualquier persona. Somos
una construcción social, el resultado de un proceso de socialización e
interiorización, el fruto de un conjunto de relaciones que forman parte
constitutiva de nuestra identidad. El diálogo con los otros es determi-
nante del que tenemos con nosotros mismos e impregna nuestras nece-
sidades espirituales. La introspección es como un pensamiento hablado
interiormente, en el que cada sujeto deviene emisor y receptor al mismo
tiempo. Hablamos con nosotros mismos, es decir, trasladamos el diá-
logo a una relación de distancia y reflexión sobre nuestra identidad. El
propio cerebro humano evoluciona y se complejiza a causa de la incultu-
ración. En la medida en que aprendemos un lenguaje y desarrollamos fa-
cultades cognitivas, perceptivas, reflexivas y emocionales, favorecemos
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6. F. Ayala, «Ensayo sobre las bases biológicas del comportamiento moral»: Estu-
dios filosóficos 57 (2008), pp. 225-246; J. Pierre Changeux y P. Ricoeur, Lo que nos hace
pensar. La naturaleza y la regla, Barcelona, 1999, pp. 195-202.
7. H. Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión, Madrid, 1996.
8. K. Lorenz, Sobre la agresión: el pretendido mal, Madrid, 1989, pp. 275-89;
La ciencia natural del hombre, Barcelona, 1993, pp. 49-73; J. P. Changeux y P. Ricoeur,
Lo que nos hace pensar, cit., pp. 165-234; J. P. Changeux y A. Connes, Materia de re-
flexión, Barcelona, 1993, pp. 165-186. También, J. Mosterín, La naturaleza humana, cit.,
pp. 363-366.
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Las religiones son hechos sociales y culturales. Hay que estudiar su ori-
gen, significado y funciones en la sociedad, como instituciones, y en la
cultura, a la que aportan sus bienes espirituales, creencias y rituales.
También, hay que analizar el hecho religioso desde una perspectiva no
religiosa, como producto humano, atendiendo a sus causas e implicacio-
nes políticas, socioculturales y económicas. Por último, hay que distin-
guir entre Dios (los dioses, lo divino o lo sobrenatural) y las religiones,
que siempre son creaciones humanas, inspiradas o no. Una teoría de la
religión presupone una hermenéutica de lo religioso, natural y cultural,
y de las religiones positivas, históricas y concretas. Toda hipótesis global
es una extrapolación, ya que hablar de «religión», en abstracto, es una
pretensión desmedida porque no podemos abarcar el hecho religioso en
su universalidad y complejidad. Es imposible consensuar una definición
de lo que es la religión, dada la enorme diversidad de religiones existen-
te y la heterogeneidad de sus rasgos constitutivos. Aquí hablaremos de
la religión desde la perspectiva occidental, teniendo como referentes el
judaísmo y el cristianismo, las religiones bíblicas que más han influido.
Durante mucho tiempo se impuso una visión positivista, «comtiana»,
de las religiones. Se pensaba que la humanidad se desarrollaba por eta-
pas. En un primer momento habría una fase mítico-religiosa, que per-
tenecía a las sociedades primitivas. Se trataría del núcleo característico
de las sociedades prehistóricas, que buscaban fuerzas sagradas, divinas o
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11. D. L. Pals, Ocho teorías sobre la religión, Barcelona, 2008; C. Tarot, Le symbo-
lique et le sacré. Théories de la religion, Paris, 2008.
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16. J. A. Estrada, Por una ética sin teología. Habermas como filósofo de la religión,
Madrid, 2004.
17. La empatía con el sufrimiento desplaza la fundamentación cognitiva de la ética.
Cf. T. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, 1992, pp. 25-26, 204, 365-366; J. A. Zamo-
ra, T. W. Adorno. Pensar contra la barbarie, Madrid, 2004, pp. 249-278.
18. J. A. Estrada, «La lucha contra el nihilismo según Adorno», en L. Sáez, J. de la
Higuera y J. F. Zúñiga (eds.), Pensar la nada. Ensayos sobre filosofía y nihilismo, Madrid,
2007, pp. 347-366.
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Por otra parte, la nueva biología social subraya que hay estructuras de
conducta que son exigencias sociales y culturales, y que facilitan una bue-
na selección y adaptación en la lucha por la supervivencia. Por tanto,
son pautas conductivas, favorecidas por la selección natural. Se puede
hablar de una interacción de genética y cultura, que favorece determi-
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22. J. Sádaba, De Dios a la nada. Las creencias religiosas, Madrid, 2006, pp. 167-172.
23. J. Habermas, Pensamiento postmetafísico, Madrid, 1990, p. 25.
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26. La inteligencia emocional cobra cada vez más importancia cognitiva. Cf. F. Mora,
«El cerebro sentiente»: Arbor 162 (1999), pp. 435-450; J. Ledoux, El cerebro emocional,
Barcelona, 1999; D. Goleman, Inteligencia emocional, Barcelona, 191979; J. A. Marina,
El laberinto sentimental, Barcelona, 1996.
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mundo, como una propuesta de sentido. La relación con Dios y con una
comunidad religiosa de referencia no sólo marca biográficamente, sino
también intelectualmente, e influye en la evaluación que hacemos de las
distintas religiones y sistemas de creencias.
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28. M. Horkheimer (ed.), The Autoritarian Personality, New York, 1950; Studien über
Autorität und Familie, Paris, 1936; «La familia y el autoritarismo», en E. Fromm et al., La
familia, Barcelona, 1972, pp. 177-195.
29. E. Fromm, Sobre la desobediencia y otros ensayos, Barcelona, 1994, pp. 19-39;
Ética y psicoanálisis, México, 1971, pp. 51-130; Psicoanálisis y religión, Buenos Aires,
1971, pp. 37-87.
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30. J. A. Estrada, El cristianismo en una sociedad laica, Madrid, 2006, pp. 137-169.
31. R. Otto, Lo santo, Madrid, 1980; J. Martín Velasco, Introducción a la fenome-
nología de la religión, Madrid, 72006; R. Callois, El hombre y lo sagrado, México, 1996;
F. García Bazán, Aspectos inusuales de lo sagrado, Madrid, 2000, pp. 43-78; K. H. Ohlig,
La evolución de la conciencia religiosa, Barcelona, 2004; J. Ries, Lo sagrado en la his-
toria de la humanidad, Madrid, 1989; Tratado de antropología de lo sagrado I-III, Ma-
drid, 1995-1997.
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32. M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Madrid, 1973; El mito del eterno retorno,
Buenos Aires, 1952.
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Capítulo 2
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2. «Hay una ciencia de lo que es, en tanto que es y en tanto que es separado [...] Si,
entre las cosas que son, existe una naturaleza tal, allí estará seguramente lo divino, y ella
será principio primero y supremo» (Metafísica XI, 1064a 30-38). La teología estudia lo
que es y en cuanto que es separado, es la ciencia universal y primera, ontología general y
logos de lo divino. Cf. T. Calvo, «Introducción», en Aristóteles, Metafísica, Madrid, 1994,
pp. 34-52.
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zyklopädie 30, Berlin, 1999, pp. 258-292; G. Von Rad, Teología del Antiguo Testamento
I, Salamanca, 1972, pp. 184-217; C. Westermann, Genesis, Neukirchen, 1974, pp. 24-65;
E. A. Speiser, Genesis, New York, 1964, pp. 3-28.
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6. G. May, Schöpfung aus dem Nichts. Die Entstehung der Lehre von der creatio ex
nihilo, Berlin, 1978; C. Coller, Face of the Deep, London, 2003, pp. 43-64; J. Fantino,
«L’origine de la doctrine de la création ex nihilo»: Revue des Sciences philosophiques et
théologiques 80 (1996), pp. 589-602.
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7. «Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por
nadie, y éste es el que todos entienden por Dios» (ST I, q.2, a.3); «es necesario que exista una
causa eficiente primera, a la que todos llaman Dios» (ST I, q.2, a.3); «es forzoso que exista
algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino
que sea causa de la necesidad de los demás, a la cual todos llaman Dios» (ST I, q.2, a.3);
«existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin y a éste lo llamamos
Dios» (ST I, q.2, a.3).
8. «Esta última razón de las cosas se llama Dios» (G. W. Leibniz, Opera Omnia II:
Logica et metaphysica, Hirschberg, 1989, p. 35).
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La creación y el tiempo
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11. J. Guitton, «Le temps et l’éternité chez Plotin et Saint Augustin», en Œuvres
complètes. Philosophie, Paris, 1978, pp. 268-316.
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ser sin Dios ni ser pensado»12. Hay una única sustancia divina y de su
infinitud surge el universo. La libertad y la necesidad son una misma
cosa, «por lo cual no hay que temer que quien actúa según la necesidad
de la naturaleza, no actúe libremente». La libertad y la necesidad absolu-
tas coinciden, los extremos se tocan y el teísmo y el panteísmo tienden a
converger hacia el «panenteísmo» posterior, de un Dios que es más que
la naturaleza, pero del que ésta forma parte.
El postulado creacionista puso límites, sin embargo, a la misma teo-
logía y filosofía negativas, que critican hablar de Dios13. Si fuera ab-
solutamente heterogéneo al hombre, no podríamos hablar de él. La
absoluta inconmensurabilidad, que sería la versión radical de la filosofía
y teología negativas, llevaría a sacrificar el intelecto. La divinidad po-
dría pedirlo todo, también lo irracional e imposible; y el ser humano
tendría que asumirlo, sin más, invalidando cualquier discernimiento y
crítica racional. El planteamiento de Dostoievski, «si Dios no existe,
todo es posible», se cambiaría en «si existe, todo es posible», desde la
perspectiva del Absoluto, escondido a la razón. Cualquier fanatismo re-
ligioso podría justificarse porque Dios lo pide, como en el sacrificio de
Isaac, que llevó a Kierkegaard a dar prioridad a la religión sobre la éti-
ca14, o en los terrorismos que apelan a un mandato divino. El absolutis-
mo irracional fideísta, «todo está permitido si lo exige el Omnipotente»,
sería un terrorismo intelectual, propicio, a su vez, al fundamentalismo
del inspirado divino que impone sus criterios. La creencia en un crea-
dor del mundo ha llevado a interpretar todo lo que acontece como su
voluntad, a costa de la libertad y autonomía de la creación.
La contingencia del universo exige compaginar el misterio divino,
del que no podemos hablar adecuadamente, con la dialéctica de la fe
que pregunta al intelecto, aunque lo cuestiona. El dualismo ontológico
y epistemológico de lo natural y lo sobrenatural subordinó la razón a la
fe, y la filosofía a la teología, pero dejó espacio a lo racional para evaluar
las verdades de la fe. Anselmo de Canterbury, el padre de la escolástica,
pretendía demostrar racionalmente los misterios cristianos, comenzan-
do por los más difíciles, como el porqué de la encarnación. La Escolásti-
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16. Cf. J. Milbank, Teología y teoría social. Más allá de la razón secular, Barcelona,
2004.
17. J. A. Estrada, Dios en las tradiciones filosóficas I, Madrid, 1994, pp. 141-168; La
pregunta por Dios, Bilbao, 2005, pp. 355-373.
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18. En M. Heidegger, Gesamtausgabe, vol. 9, Frankfurt a. M., 1976, pp. 45-67. Hay
una contradicción existencial entre la fe y la autonomía de la filosofía (Gesamtausgabe,
vol. 40: Einführung in die Metaphysik, Frankfurt a. M., 1983, pp. 8-9).
19. «No me comporto religiosamente filosofando, aunque, como filósofo, puedo ser
un hombre religioso. El arte está en filosofar y, sin embargo, ser genuinamente religioso».
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La filosofía puede ser atea, pero no implica que lo sea el filósofo (cf. M. Heidegger, «Lec-
ciones en el semestre de invierno de 1921-1922 en Friburgo», recogidas en Gesamtausga-
be, vol. 61, Frankfurt a. M., 1985, cita p. 197).
20. En su fase tardía rechazó que la teología fuera ciencia positiva para aproximarla
a la poesía. Cf. M. Heidegger, «Einige Hinweise auf Hauptgesichtspunkte für das theolo-
gische Gespräch über ‘Das Problem eines nicht objektivierenden Denkens und Sprechens
in der heutigen Theologie’» [1964]: Archives de Philosophie 32 (1969), pp. 396-415.
21. En 1921 afirmaba: «Debo decir que no soy un filósofo ni pretendo serlo, aunque
actualmente trabaje fuera de mi origen intelectual y personal». Y añadía: «A mi facticidad
pertenece lo que yo llamo el hecho de ser un teólogo cristiano» («Drei Briefe Martin
Heideggers an Karl Löwith», en Zur philosophischen Aktualität Heideggers, II, Frankfurt
a. M., 1990, p. 28). Cf. K. Löwith, «The political implications of Heidegger’s existentia-
lism»: New German Critique 45 (1988), pp. 121-122. En 1953 Heidegger confesaría que
sin su origen teológico no habría alcanzado nunca el camino del pensar. «Pero el origen
permanece constantemente como futuro» (M. Heidegger, Gesamtausgabe, vol. 12: Un-
terwegs zur Sprache (1953-1954), Frankfurt a. M., 1985, p. 91).
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26. «En la medida en que el ser es fundar, no tiene fundamento» (M. Heidegger, La
proposición del fundamento, Barcelona, 1991, pp. 175-176).
27. «Ésta es la causa, en tanto que causa sui. Así reza el nombre que conviene a Dios
en la filosofía» (M. Heidegger, Identidad y diferencia, cit., pp. 152-153); «Dios, lo ente de lo
ente, ha sido rebajado a la calidad de valor supremo. Los creyentes hablan del ente supremo,
que es ‘la blasfemia por excelencia’», en M. Heidegger, Caminos de bosque, Madrid, 1998,
p. 193.
28. La esencia de lo sagrado sólo se puede pensar desde la verdad del ser y la de la
divinidad remite a lo sagrado (Carta sobre el humanismo [1947], en M. Heidegger, Hitos,
Madrid, 2000, p. 287). Remite a Hölderlin y afirma: «El pensador dice el ser y el poeta
nombra lo sagrado» («Epílogo a ‘¿Qué es metafísica?’» [1943], en Hitos, cit., pp. 257-258).
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32. Hay preguntas que la razón tiene que plantear, «pero a las que tampoco puede
responder por sobrepasar todas sus facultades» (I. Kant, Crítica de la razón pura, A VII).
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33. Hawkings busca una teoría del universo sin recurrir a la singularidad inicial. Pien-
sa que, de lograrlo, ya no haría falta recurrir a un Dios creador (S. W. Hawkings, Historia
del tiempo, Barcelona, 1988, pp. 78, 223). El problema filosófico de por qué hay algo y
no nada, no se resuelve aunque no hubiera el big bang. La física no puede explicar las le-
yes y orígenes del universo, que permiten la evolución cósmica (P. Davies, Dios y la nueva
física, Barcelona, 1988, p. 258).
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34. A. Einstein, Mis ideas y opiniones, Barcelona, 1981, pp. 35-36; Mi visión del mun-
do, Barcelona, 31981, pp. 19-24; Sobre la teoría de la relatividad, Madrid, 1983, pp. 69-72.
Una buena selección de textos poco conocidos ofrece M. Jammer, Einstein and Religion,
Princeton (NJ), 1999, pp. 47-52, 93, 97, 148-150.
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37. I. Prigogine, ¿Tan sólo una ilusión?: una exploración del caos al orden, Barcelo-
na, 31993; A. Ganoczy, Chaos-Zufall-Schöpfungsglaube, Mainz, 1995.
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41. B. Welte, Religionsphilosophie, Freiburg i. B., 1978, pp. 45-115. Cf. E. Brito, «La
différance phénoménologique du Mystère absolu et de Dieu divin selon B. Welte»: Revue
théologique de Louvain 32 (2001), pp. 353-373.
42. Crítica a Derrida de J. P. Mackey: «Transcendent inmanence and evolutionary
creation», en J. Caputo y M. Scanlon (eds.), Transcendence and beyond. A postmodern
enquiry, Bloomington, 2007, pp. 82-108.
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44. M. Cabada, Recuperar la infinitud, Madrid, 2009; El Dios que da que pensar,
Madrid, 1999, pp. 395-422.
45. A. R. Peacocke, Gottes Wirken in der Welt, Mainz, 1990; Creation and the world
of science, Oxford, 1979.
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Pero hay una ruptura entre la convicción de que el creador está pre-
sente en los acontecimientos y la referencia a su realidad última, sin
poder representarla ni expresarla conceptualmente. La indigencia onto-
lógica del universo llevaría a postular la necesidad permanente de Dios,
que da subsistencia al proceso en el que consiste el universo. De la nada se-
guiría una contingencia nunca superada, que haría necesaria una actividad
creadora permanente. Pero una cosa es tener la convicción de que Dios se
manifiesta en la creación y otra, indagar en él mismo, como las filosofías
que especulan sobre la esencia divina. Hay que mantener la distinción
entre la pregunta por Dios, que surge desde la «nadidad» de los entes, y el
horizonte del ser, del que tenemos un concepto intuitivo, fragmentario y
experiencial, inaplicable a Dios. Él sigue siendo término inalcanzable de
una búsqueda y no objeto adecuado del pensamiento; un referente postu-
lado, pero no poseído ni definible; un absoluto que es más que el ser, por
eso es innombrable. Se cree en Dios, mostrando la coherencia de esta fe
con la visión científica y filosófica del mundo, pero sin traspasar los lími-
tes de la inmanencia ni dar sustancialidad a un referente inalcanzable46.
La plenitud de vida del hombre premoderno, que no se planteaba el
sentido de la vida porque la vivía de forma espontánea, se ha perdido en
nuestra época. Por eso han surgido las filosofías del absurdo y las existen-
ciales. El ansia de plenitud y significado ha estado vinculada a la pregunta
46. Adorno descalifica el intento de dar a un concepto universal, como el ser, un con-
tenido absoluto, eliminando la propia conceptualidad (T. W. Adorno, La ideología como
lenguaje, Madrid, 1987). Lo mismo se podría decir de Dios, confundido con la trascenden-
cia sin más. Kant fue el primero en criticar el «fuera de nosotros» (que unas veces significa
lo que existe en sí mismo y es inaccesible, y otras, los fenómenos y objetos externos; véase
Crítica de la razón pura, A 373). Nietzsche impugna la sustancialización del lenguaje y
su ilusión de llegar a la trascendencia. Cf. D. Wood, «Topologies of transcendence», en
J. Caputo y M. Scanlon (eds.), Transcendence and beyond..., cit., pp. 169-187.
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47. Ch. Taylor, A secular Age, Cambridge (Mass.)/London, 2007, pp. 54-61, 337-347,
606-607.
48. B. Pascal, Pensamientos, § 200; «El silencio eterno de los espacios infinitos me
espanta», ibid., § 201.
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49. J. L. Blanquart, Le mal injuste, Paris, 2002, pp. 176-186; F. J. Wetz, Lebens-
welt und Weltall. Hermeneutik der unabweislichen Fragen, Stuttgart, 1994, pp. 17-20;
H. J. Höhn, Zerstreuungen, Düsseldorf, 1998, pp. 173-177.
50. M. Horkheimer, Crítica de la razón instrumental, Madrid, 22010, pp. 45-88.
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4. C. Walde, «Tod», en Der neue Pauly. Enzyklopädie der Antike, Stuttgart, pp. 640-646;
A. Hügli, «Tod», en Historisches Wörterbuch der Philosophie 10, cit., pp. 1227-1242; «Zur
Geschichte des Todesdeutung»: Studia philosophica 32 (1972), pp. 1-28.
5. Heráclito, Diels-Kranz, VS 22, B 21.26.36.62.76; Empédocles, VS 31,8s.
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6. Epicuro, Ep. ad Men., 124-126; Lucrecio, De rerum natura III, 37; Seneca, «Mors
est non ese»: Ep. 54,4; Ep. ad Lucil. 4,5; 26,8; 36,8; 69,6; 70,5; 82,8. Agustín asume el
planteamiento de Epicuro: «quoniam si adhuc vivit, ante mortem est; si vivere destitit,
jam post mortem est. Numquam ergo moriens, id est in mortem esse comprehenditur»
(De civitate Dei XIII, 9.11a.).
7. Tomás de Aquino, ST I/1, q. 75-76.
8. Adam-Tannery, Œuvres de Descartes, XI, Paris, 1996, I, 5-6, pp. 330-331.
9. B. Pascal, Pensamientos, n.º 199 (72), en Obras, Madrid, 1981, pp. 407-408. Sigue
la tradición que vincula pecado y muerte (Œuvres complètes II, Paris, 1970, pp. 851-863).
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12. «¿Qué es metafísica?» [1929], en M. Heidegger, Hitos, Madrid, 2000, pp. 100,
96-106. La angustia, diferente del miedo, revela la nada. No es producida por algo con-
creto, sino por una vida sin asideros, sin un sentido dado, que es puro «ser ahí». Cf.
L. Sáez Rueda, Ser errático, Madrid, 2009, pp. 96-102.
13. M. Heidegger, Ser y tiempo, Madrid, 22009, §§ 46, 49, 50, 65, 70, 72.
14. I. Kant, Crítica de la razón pura, B 833; Lógica, «Introducción» (en Kants
Werke, IX, p. 25).
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17. «La angustia detecta la proximidad de la muerte respecto de la vida. [...] La muer-
te del otro penetra en mí como una lesión de nuestro ser común. [...] El respeto, por el
que los seres amados son insustituibles, interioriza la angustia. [...] Pero tiene ya un aliado
dentro de las murallas, a saber, una cierta experiencia vaga de la contingencia que rodea el
hecho bruto de existir y que yo, por mi parte, relacionaría más con una meditación sobre
el nacimiento que sobre la muerte» (P. Ricoeur, «Verdadera y falsa angustia», en Historia
y verdad, Madrid, 1990, p. 281).
18. P. Ricoeur, Vivo hasta la muerte. Fragmentos, Buenos Aires, 2008, pp. 38-40.
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20. J. P. Sartre, Obras completas III: El ser y la nada, Madrid, 1977. Ricoeur relativi-
za la nada de la finitud, rechazando la hipóstasis sartriana del acto nihilizante en una nada
actual, enmarcada en una fenomenología de la cosa y en una metafísica de la esencia. Sólo
abriéndose al ser como acto, más que como forma, es posible superar las experiencias de
lo negativo y una filosofía de la nada, que reduce el ser a mera infundamentación. Cf.
P. Ricoeur, Historia y verdad, cit., 1990, pp. 307-316.
21. A. Camus, Obras completas I: El mito de Sísifo, Madrid, 1996, p. 214. Hay que
asumir la muerte y, al mismo tiempo, revolverse contra ella. Porque «los hombres mueren
y no son felices», advierte Calígula.
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22. J. P. Sartre, La náusea, Buenos Aires, 2003; A puerta cerrada, Buenos Aires, 2004.
23. M. de Unamuno, El sentimiento trágico de la vida, Madrid, 1938, p. 35. «Tiem-
blo ante la idea de tener que desgarrarme de mi carne; tiemblo más aún, ante la idea de
tener que desgarrarme de todo lo sensible y material, de toda sustancia» (ibid., p. 41).
24. K. Nishitani, La religión y la nada, Madrid, 1999, pp. 37-84, 111-119.
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cender lo dado e ir más allá de los límites. Esa necesidad, hasta ahora,
ha sido permanente y constitutiva del hombre. Por eso hay un creciente
interés en el hecho religioso desde una perspectiva pluridisciplinar, filo-
sófica y científica30. Hoy se da un progresivo y persistente declive de las
religiones en la cultura europea. Queda abierto el interrogante sobre si
es coyuntural, para dejar paso a una nueva fase de reestructuración de
las viejas religiones, o a la irrupción de nuevas. Otra posibilidad sería
que se generara un vacío religioso, ocupado por humanismos seculares
y espiritualidades laicas. La búsqueda de una ética civil y de una moral
laica iría en esa línea, que plantea a las religiones el problema de su
especificidad e identidad propias.
30. J. A. Estrada, Imágenes de Dios, Madrid, 2003, pp. 21-54; Razones y sinrazones
de la creencia religiosa, Madrid, 2001, pp. 17-46.
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creado por Dios como varón y mujer (Gn 1,26-27; 2,7), a diferencia de
la creación del mundo animal, que no diferencia entre macho y hembra.
El mito yahvista (Gn 2; Sal 104) acentúa la creaturidad del hombre con
la imagen del Dios alfarero, que modela la arcilla y le inspira la vida. El
hombre forma parte del mundo y es el resultado de la actividad divina.
El relato yahvista tiene afinidades con la concepción platónica de un de-
miurgo que da forma a una materia informe. La afinidad entre el plato-
nismo y el Génesis fue utilizada por el cristianismo para mostrarse como
la verdadera filosofía. A diferencia de la concepción científica sobre la
evolución de la materia, en el mito oriental es la divinidad la que vivifi-
ca, surgiendo el hombre de su acción (Gn 2,7.21-22). Es un relato que
busca ofrecer salvación y sentido, el punto de partida para las teologías
posteriores sobre la alianza entre Dios, Israel y la humanidad.
La armonía de la creación, enfatizada en el relato sacerdotal (Gn 1,31:
«Vio Dios cuanto había hecho y todo estaba muy bien»), contrasta con
la imperfección original del mundo en la corriente yahvista (Gn 2-3)
y las dificultades para someterlo tras el pecado (Gn 9,1-7). El mito de
la tentación, que ha impregnado el imaginario cultural occidental, está
vinculado al conocimiento del bien y del mal (Gn 3,5) para ser divino.
Es una tentación ambivalente porque el hombre se vuelve autónomo y
aprende a discernir el bien y el mal (2 Sam 14,17; 19,36), pero rompe la
relación con la divinidad para autoafirmarse. En lugar de asumir los lí-
mites puestos por Dios y la naturaleza, de la que forma parte, se erige en
creador independiente, que determina el bien y el mal desde sí mismo.
La arbitrariedad del bien y del mal es el punto de partida para la ambi-
valencia de la especie humana. El acento se pone en la actividad propia,
al margen de las referencias trascedentes, desde la autosuficiencia y las
pretensiones de autodivinización. En lugar de reconocer los propios lí-
mites y, con ellos, la necesidad de complementación, que vincula la de-
pendencia a la autonomía, pretende aislarse de su relación constitutiva
con Dios, la naturaleza y los demás.
En la época sapiencial, influida por el helenismo, se insiste en la im-
portancia de la sabiduría como don divino para discernir rectamente
(Prov 1,7; 8,13.22-36). El problema no es la sabiduría conquistada, como
ocurre en el mito de Prometeo, sino la carencia de criterios últimos para
aplicar el conocimiento y determinar la acción. Si el hombre es la fuente
de los valores, tiene que establecer pautas para evaluar, como hacemos
hoy con los derechos humanos. La tradición bíblica remite a los manda-
mientos divinos, resumidos en el decálogo, que delimitan lo que es bueno
o no para la persona. El individuo confunde lo bueno y malo «para mí»
con el bien y el mal y, al independizarse para ser como Dios, pone en mar-
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Dios e hizo de los pecadores, los pobres y los enfermos los destinata-
rios primeros de su mensaje. Luego, el cristianismo se convirtió progre-
sivamente en una forma de vida romana, con pretensiones de ejempla-
ridad. Asimiló la moral establecida y sus catálogos de virtudes y vicios
(1 Cor 6,9-11; 15,50; Gál 5,21; Ef 5,5). Había que ser simultáneamente
buen ciudadano y cristiano, de ahí la transformación ética y espiritual
del cristianismo. La helenización y la aceptación del modelo patriarcal
favorecieron la doble dinámica apologética y misional en el Imperio. Los
cristianos eran buenos ciudadanos y el comportamiento moral adquirió
valor religioso en sí mismo (Rom 2, 14-15; 13,3; 1 Cor 5,1). Se favoreció
el conservadurismo político, de trasfondo estoico, y la desobediencia fue
anatematizada como un vicio (Rom 1,30). Este enfoque influyó en la lite-
ratura cristiana posterior: «Danos ser obedientes a tu nombre santísimo
y omnipotente, y a nuestros príncipes y gobernantes sobre la tierra» (1
Clem 60, 4-61,2; Dióg., 6; Arístides, Apol., 16,6; Justino, Apol., 1,17).
La historia del cristianismo es también la de una hermenéutica grecorro-
mana cristianizada que erosionó dimensiones fundamentales del proceso
inicial, comenzando por la expectativa radical profética y mesiánica.
Hubo corrientes minoritarias que persistían en la ruptura con la so-
ciedad y en la tensión mesiánica, rechazando la integración social (1 Pe 1,
1.13-16; 2, 11-12; 4,7-10; Sant 1,21; 2,13; 5,7-12; 1 Jn 2,15-17.28-29;
4,17). Según Tácito (Ann.15,44), el cristianismo era «una religión ex-
tranjera corrupta y corruptora de las costumbres». Ser cristiano impli-
caba desventajas sociales y la posibilidad de persecución por el Estado,
como muestra la carta de Plinio el Joven a Trajano (Ep. 10,96,3). Pero se
transformó la dinámica mesiánica y escatológica, ante las exigencias de
una vida virtuosa, para que no viniera el castigo de Dios (1 Tes 4, 1-7).
El ideal cristiano se hizo ascético y ético, «a fin de que gocemos de vida
tranquila y quieta con toda piedad y dignidad» (1 Tim 2,1-2). Cuanta
menos tensión escatológica había, tanto mayor era la recepción de la cul-
tura helenista. El cristianismo se presentó como una religión, una filoso-
fía y un estilo de vida ejemplarizante para los romanos. El igualitarismo
de la gracia se acomodó al orden sociocultural existente y se legitimó
desde el orden natural estoico. Se buscó cambiar a las personas, más que
las estructuras. Hubo un intento de humanizar las relaciones sociales, en
la línea de la carta de san Pablo a Filemón sobre su esclavo, pero no una
transformación social institucional. El orden político y familiar se veía
como parte del designio divino y sólo los grupos minoritarios radicales
pp. 176-179; pp. 123-188. También J. A. Estrada, Para comprender cómo surgió la Iglesia,
cit., pp. 257-266.
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42. P. Laín Entralgo, Cuerpo y alma, Madrid, 1991, pp. 241-291; Alma, cuerpo, per-
sona, Barcelona, 21998, pp. 227-245.
133
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44. H. Jonas, Macht oder Ohnmacht der Subjektivität?, Frankfurt a. M., 1987.
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45. M. Fernández del Riesgo, Antropología de la muerte, Madrid, 2007, pp. 39-44.
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46. H. J. Höhn, Zerstreuungen, Düsseldorf, 1998, pp. 164-173, pp. 185-191; M. Mü-
ller, Der Kompromiß oder von Unsinn und Sinn menschlichen Lebens, Freiburg i. B., 1980;
B. Kanitscheider, Auf der Suche nach dem Sinn, Frankfurt a. M., 1995; O. Marquard,
Felicidad en la infelicidad, Buenos Aires, 2006.
137
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47. E. Hurth, «Ende ohne Sinngebung. Wie der Tod im Fernsehen vorkommt»: Her-
der Korrespondenz 55 (2001), pp. 512-516.
48. M. Foucault, El nacimiento de la clínica, Madrid, 1966.
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50. A. Tornos, Escatología II, Madrid, 1991, pp. 143-202; K. Rahner, Sentido teoló-
gico de la muerte, Barcelona, 1965.
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Capítulo 4
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Las ofertas publicitarias, que ofrecen una vida con sentido en fun-
ción de la posesión de bienes de consumo, afirman su validez y recurren
a la libertad de elección para rechazar a los que las critican. Divulgan una
concepción superficial de la felicidad, basada en el prestigio, el placer
y la posesión. Cada uno escoge lo que quiere, se afirma, y se rechazan
las críticas que hablan de necesidades humanas irresueltas, de valores
fundamentales y de la necesidad de una vida con significado, más allá
del bienestar material. Los valores tradicionales se ven como conceptos
abstractos, vacíos de contenido real e indeterminados porque no hay
ningún criterio válido para determinar lo importante o secundario. Se
equipara la satisfacción de los deseos consumistas, generados por la pu-
blicidad, con la realización personal, el placer con la felicidad, y la vida
lograda con la aceptación de los modelos sociales que proponen los me-
dios de masas. Las prácticas cotidianas determinan lo que es importante
y los gestores de la publicidad las administran.
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violencia social, ya que nadie se resigna con lo que tiene, por mucho
que acumule, y la publicidad multiplica lo apetecible y la envidia de los
otros13. Se logra así poner en cuestión la base natural de la sociedad de
clases; pero ésta no desaparece, sino que persiste bajo la falaz legitima-
ción de la meritocracia, de que los pobres son culpables de su indigencia
y de que todo es alcanzable por el individuo. Consecuentemente, el fin
justifica los medios y se mira con benignidad la corrupción, con tal de
que sea eficaz para el triunfo social. No es un problema que afecte sólo a
la elite política, económica, social o religiosa, sino que los dirigentes son
los triunfadores que han sabido aprovecharse de las posibilidades que
ofrece la sociedad del mercado. De ahí, la admiración que suscitan y su
condición de modelos sociales. Y los que no lo consiguen, fácilmente
se convierten en individuos violentos y resentidos, porque se les incita
a poseer lo que es inalcanzable, porque la estructura social sigue siendo
injusta y clasista.
El culto al dinero y el placer no puede suplir las demandas de una
vida que merezca la pena. Surge el sinsentido de la nada, desvinculada
del ser, la carencia de valores y metas que dan significado al proyecto
vital. El sujeto de deseos de nuestras sociedades consumistas está inte-
riormente vacío, porque pone el acento en la nadidad de las cosas, que
son fugaces y superficiales. El hombre tiene necesidades constitutivas
irresueltas, pero ve en el horizonte de las cosas y en el código cultural
dominante una promesa de felicidad. Entonces, la absolutiza, creyendo
que va a responder a las expectativas de armonía y plenitud buscadas.
Hay una mezcla de pragmatismo y de aceptación de la finitud, que se
traduce en el desencanto de una vida irrealizada al circunscribirse a la
dinámica narcisista que alimenta la sociedad. Se trata de una forma prác-
tica de nihilismo que lleva al dominio de la naturaleza y al control im-
positivo sobre la sociedad, así como al autodominio del hombre sobre
sí mismo.
Este modelo se vende hoy a nivel mundial. El concepto de «desarro-
llo» tiende a comprenderse desde el código occidental. Se trata de que
los otros imiten nuestro progreso científico-técnico, que lo hagan suyo,
para poder llegar al nivel de bienestar del Primer Mundo. Se silencia
con esto que el modelo occidental no es universalizable, porque requie-
re el 80 % de los recursos del planeta que hacen posible el nivel de con-
13. Girard ha resaltado la importancia del deseo mimético como base de la publici-
dad y una de las causas de la violencia social. La insatisfacción es permanente, con inde-
pendencia de lo que se tenga. Cf. R. Girard, Los orígenes de la cultura, Madrid, 2006,
pp. 51-82, 111-140.
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que mantienen la tensión por las cosas, tiene un fondo de verdad15. Si-
guen existiendo carencias humanas que no pueden ser cubiertas por el
bienestar material y la pregunta por lo que es importante preocupa a
mucha gente16. Ambos pensadores se equivocaron al minusvalorar el
atractivo del consumo y maximalizar las resistencias humanas a las ofer-
tas publicitarias; pero tenían razón al pensar que una sociedad basada
en el disfrute no podía satisfacer, a largo plazo, a todas las personas. La
aceptación masiva de la sociedad de mercado no ha eliminado la insatis-
facción y el desencanto, y hay muchas asociaciones, grupos y personas
que luchan por otros valores y tienen conciencia del fracaso del modelo
actual de bienestar. Por eso, no se puede hacer un enjuiciamiento glo-
bal negativo de la sociedad, olvidando la vitalidad de los humanismos
seculares. La indiferencia cínica respecto a las cuestiones éticas y meta-
físicas, que genera conformismo social, no es un denominador general
de toda la sociedad. Lo que falta es un código de sentido alternativo y
mediaciones que lo hagan realizable, modelos alternativos de conducta
y proyectos humanizadores.
El mundo se ha vuelto más pequeño e interaccionado, y hay una
creciente preocupación por las víctimas. Lo que ha cambiado es la iden-
tificación con las grandes instituciones sociales, del mercado, la política
y la religión, que no gozan hoy de credibilidad. Los individuos se sien-
ten afectados por la crisis de valores humanos, pero desconfían de las
grandes instituciones y prefieren movimientos participativos en los que
cooperen todos. El peso institucional se ha incrementado con la com-
plejización y diferenciación de las sociedades modernas, genera buro-
cracia y oprime a los ciudadanos. Por eso hay una tendencia a canalizar la
solidaridad y los compromisos ético-políticos al margen de las institucio-
nes tradicionales. No es posible, sin embargo, un cambio de mentalidad
y sensibilidad sin una transformación estructural e institucional.
Las posibilidades de cambio pasan por una revalorización de la co-
municación personal. Hay una pérdida de relaciones interpersonales
porque la sociedad fomenta el aislamiento y la superficialidad en el
trato con los otros. Se tienen muchos colegas y conocidos pero pocos
amigos. El concepto de amistad se devalúa y deviene similar a un co-
nocimiento superficial y coyuntural. Vivimos rodeados por multitud
de personas con las que tenemos pocas mediaciones, sin que resulte
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19. J. A. Estrada, «La religión en una época nihilista: el caso Nietzsche», en R. Avila
(ed.), Itinerarios del nihilismo. La nada como horizonte, Madrid, 2009, pp. 417-438.
20. F. Nietzsche, Werke. Kritische Gesamtausgabe, ed. de G. Colli y M. Montinari,
VIII/1-3, Berlin, 1970-1974, VIII/2,14: 9 [35] (27).
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22. «El problema no era el sufrimiento mismo, sino que faltase la respuesta al grito
de la pregunta: ¿para qué sufrir?» (La genealogía de la moral, Madrid, 51980, III § 28);
KGW VIII/2, 18: 9 [41]; 14-20: 9[35](27) hasta 9[43](33).
23. El gay saber, § 341; La genealogía de la moral, I, § 15; «Todo va, todo vuel-
ve, eternamente rueda la rueda del ser. [...] En cada instante comienza el ser [...] Curvo
es el sendero de la eternidad» (Así habló Zaratustra, Madrid, 1980, «El convaleciente»,
pp. 300-304, 314-318; «De la visión y el enigma», p. 26; «Al mediodía», pp. 369-371;
«La canción del noctámbulo», pp. 427-428; Ecce homo, Madrid, 51979, pp. 1, 93).
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24. Aurora, Madrid, 1984, p. 88; La genealogía de la moral, II, §§ 19, 22; III §§ 50, 62;
Así habló Zaratustra, cit., pp. 56-59.
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capta que no hay causa alguna del mal en el mundo, que no hay que
buscar culpables ni condenar la vida. Primero, se impugnan los tabúes y
las normas sociales; luego, la evaluación moral y la justificación ética de
las acciones; finalmente, se rechaza la dinámica que presume la propia
inocencia, a costa de hacer a los otros culpables.
El código religioso se une al moral porque son reactivos ante la nega-
tividad de la vida. Nietzsche capta bien la dinámica decimonónica de la
religión que rechaza el Modernismo y la Ilustración, a la defensiva ante
las corrientes seculares. El punto clave es la necesidad de salvación y re-
dención, a la que responden los ideales del progreso y los postulados del
judeocristianismo. El voluntarismo moral y el idealismo fanático llevan
a la militancia antimodernista, que esconde la inseguridad personal y la
incapacidad para aceptar la fragmentariedad de la vida. Detrás de la moral
ve siempre reactividad negativa, más que un proyecto propio, y la refe-
rencia a Dios sirve para apaciguar las dudas e inseguridades propias. Las
pretensiones morales aumentan cuanto mayor es la incapacidad para
asumir la vida como es. La insistencia en el futuro es la contrapartida a
la denigración del presente y las utopías redentoras, religiosas o seculares,
las proyecciones que dimanan de la continua insatisfacción con el presente.
La invención del dios moral se completa con la teologización y espi-
ritualización de Dios. Surge la idea de un ser trascendente, supramunda-
no, asegurador del más allá y providente. La culpa del hombre y el ansia
de salvación le lleva al Dios redentor y salvador, del que no puede inde-
pendizarse y que no tiene consistencia: «En todas las religiones pesimistas
se llama Dios a la nada»25. El hombre crea a un dios que responda a sus
necesidades, para acabar siendo dominado por él. La teologización y mo-
ralización de Dios van parejas, porque posibilitan jerarquizar y ordenar
el mundo. El problema está en que detrás de esa invención no hay más
que la nada. La solución es evidente, hay que acabar con Dios, asesinarlo,
eliminar esa referencia última de la vida. La conocida sentencia sobre la
muerte de Dios cobra cada vez más importancia en la obra de Nietzsche,
al tiempo que ve el ateísmo como «una nueva inocencia», el punto de
partida para un nuevo comienzo, en el que el hombre sustituye a Dios26.
La exacerbación del ideal divino se vuelve contra sus seguidores y favore-
25. La genealogía de la moral, III, § 17; «Dios es la fórmula para toda calumnia del
más acá, para toda mentira del más allá. ¡En Dios se diviniza la nada, se santifica la volun-
tad de nada!» (El anticristo, Madrid, 1984, p. 54).
26. El gay saber, Madrid, 1973, § 343, 108, 125; Así habló Zaratustra, cit., pp. 34,
256, 351: «¡Mejor ningún dios, mejor construirse cada uno su destino a su manera, mejor
ser un necio, mejor ser dios mismo!».
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27. Más allá del bien y del mal, § 34; KGW VII/3, 36[30].
28. Ecce homo, pp. 24-25 («Por qué soy tan sabio»); El gay saber, «Prólogo», §§ 2-4.
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29. S. Freud, «Más allá del principio del placer», en Obras completas VII, Madrid,
1974, pp. 2525, 2507-2541. Cf. J. Marsden, «Interminable intensity: Nietzsche’s demo-
nic nihilism», en G. Banham, Evil Spirits. Nihilism and the fate of modernity, Manchester,
2000, pp. 72-88.
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30. P. Bruckner, La euforia perpetua. Sobre el deber de ser feliz, Barcelona, 32008.
31. T. W. Adorno, Minima moralia, Madrid, 1987, p. 250.
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34. Remito a la síntesis de J. L. Segundo, El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, II/2,
Madrid, 1982, pp. 625-670.
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35. San Agustín, Confesiones XI, 13, 16. «¿Qué es, pues, el tiempo? Sé bien lo que
es, si no se me pregunta. Pero cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé»
(Confesiones XI, 14, 17).
36. V. Frankl, La voluntad de sentido, Barcelona, 1988, pp. 50-58.
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37. J. A. Estrada, El cristianismo en una sociedad laica, Bilbao, 22006, pp. 175-228;
P. Bruckner, La euforia perpetua, cit., pp. 107-155; H. J. Höhn, Zerstreuungen, cit.,
pp. 68-157.
38. Ch. Taylor, «Spirituality of life and its shadow»: Compass 14 (1966), pp. 10-13.
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te, del que participan todos los ciudadanos, con independencia de sus
pertenencias religiosas. Se pueden asumir muchos contenidos cristianos,
sin serlo.
Los valores humanistas del cristianismo tienen valor sin la referen-
cia a Dios en la que se originaron. Se han secularizado y ha cobrado re-
levancia el ámbito de lo profano y de lo cotidiano, como espacio de rea-
lización de sentido. El progreso desplaza a la salvación, que sólo cobra
relevancia cuando se muestra eficaz para contribuir a la realización his-
tórica. Tiene que superar, para ello, centrarse en la salvación individual
(a costa de lo social y comunitario) y en la mera liberación social, ins-
trumentalizando la salvación y reduciendo a Dios a mera cristalización y
proyección de las demandas sociales de sentido. Las necesidades humanas
son parte integrante del código de sentido que las religiones presentan
como salvación. Los cambios históricos determinan los contenidos de las
mismas expectativas religiosas. La promesa bíblica de salvación implicó
una interpretación de los acontecimientos históricos desde la clave del
pacto de Dios con Israel. Luego, en la época grecorromana del cristia-
nismo, se puso en primer plano el juicio moral de Dios, de acuerdo con
el comportamiento personal, desplazando la comunidad en favor del
individuo. Esta moralización individualista de la historia llevó a la reac-
ción antirreligiosa del siglo XIX por parte de los maestros de la sospecha
(Marx, Nietzsche, Freud) y al desplazamiento del código religioso por
el de la ciencia, que prometía una realización histórica de la pretendida
salvación que ofrecían las religiones39.
Hoy el contexto postmoderno desautoriza las expectativas de sentido
futuristas y la moralización del sentido. Plantea a las religiones el reto de
qué pueden aportar al proyecto personal y colectivo en favor de una vida
realizada, e interrogan acerca de la creatividad de la fe y su capacidad para
dialogar con otras corrientes e instancias de sentido. Los viejos imagina-
rios de salvación han perdido significatividad y plausibilidad. El concepto
tradicional de salvación sobrenatural se vincula poco a las expectativas
cotidianas, y los conceptos religiosos objetivos de salvación dejan paso a
la exigencia de un sentido que transforme y libere a la persona, que quiere
realizarse históricamente. El contexto cultural actual exige a las religiones
un replanteamiento, renunciando a sus pretensiones fundamentalistas. El
cristianismo es una forma de vida que invita a asumir unos valores. Su
plausibilidad y credibilidad dependen de su capacidad de humanización
y de crecimiento personal, en un contexto cultural marcado por la ma-
39. Remito a la síntesis que ofrece A. Tornos, Escatología II, Madrid, 1991, pp. 51-142.
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Capítulo 5
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universal para todos. De ahí la imposibilidad real del mito del pecado
original (no ha habido una primera pareja, ni un paraíso, ni un primer
pecado). Hay que verlo como una inventiva imaginativa, que pretende
mostrar cómo la acción humana perturba el orden de la creación y tiene
consecuencias destructivas.
San Agustín, al culpabilizar totalmente al hombre, tropieza con su
propia tradición religiosa, que habla del mal en el mundo como resul-
tado de una fuerza demoníaca. La imprecisión y vaguedad de las re-
ferencias a Satanás en la Biblia y en la teología posterior oscilan entre
verlo como un ser personal o como una fuerza destructiva, una realidad
impersonal que contamina y tienta al hombre. Estas alusiones genéricas
implican que el mal existe fuera del hombre y con anterioridad a su
acción. En la tradición judeocristiana persiste un dualismo mitigado del
bien y del mal, que cristaliza en la imagen apocalíptica de Cristo y el
Anticristo, encarnaciones del bien y del mal. La alusión a un combate
entre instancias opuestas es típica de las teodiceas que ponen el mal en
la divinidad, como la mitología mesopotámica y el panteón griego. El
mal en el mundo se explica por dos principios divinos en pugna, lo cual
es inaceptable para el monoteísmo.
La solución es subordinar el mal al bien y Satanás a Dios, aunque la
Biblia mantiene la idea de que el mal, como el bien, provienen de Dios
(Am 3,6; Is 45,7; Ex 11,4; Lv 26,26; Dt 28,22; Lam 3,98; Ecl 7,14).
Es una conclusión razonable de la creación de la nada, hasta que se
capta lo inadecuado de esa teología, que choca con la bondad divina
(2 Sam 24, 1.15-16; cf. 1 Cro 21, 1.14-15). La solución intermedia por
la que se opta es admitir que hay fuerzas sobrenaturales del mal, pero
subordinadas a Dios, que son las que tientan al hombre. Esta solución, sin
embargo, deja sin resolver el problema del origen y la finalidad del mal.
¿Cómo es posible que haya fuerzas sobrenaturales malas si la creación y
Dios son buenos? Para esa pregunta por los orígenes no hay respuestas. Es
una hermenéutica mítica con la que responder al sinsentido y desorden.
La doble autoría divina del bien y del mal es coherente con el pos-
tulado de la creación de la nada, entendida como cosmogonía que ex-
plica el origen del mundo. Dios es el origen de todo y lo que sucede
remite a él, ya que si no, habría otros dioses y no un creador universal
(Am 3,6; Is 45,6-7; 2 Sam 24,1.10-17; Ecl 2,14; 7,13-14). En el Anti-
guo Testamento, se habla de un Dios genocida, que ordena el asesinato
de mujeres y niños (Dt 20, 10-18; 1 Sam 15,1-23; Jos 10,28-40); que
acepta sacrificios humanos (Gn 22,1-18; Jue 11,29-40); que dirige la
conquista de la tierra, a costa de sus habitantes (Dt 7,1-5; 2 Re 15,16;
Sal 149); que se contradice mandando y culpabilizando a los que le
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obedecen (2 Sam 24,1.15-16; Job 9,15-18). Es el autor del mal, sin más
(Is 45,7). No hace falta la crítica filosófica de Nietzsche para identificar
a Dios con el mal, a la luz de estos textos. Sólo son comprensibles en el
contexto del Antiguo Oriente de hace casi tres mil años. El imaginario
religioso aplicaba a Dios los esquemas de pueblos enfrentados entre
sí, con dioses nacionales que los defendían. Israel gradualmente llegó al
monoteísmo universalista y tuvo que rectificar muchas imágenes an-
teriores de Dios. La Biblia muestra un proceso de espiritualización de
Dios y el rechazo progresivo, gracias a la crítica profética, de los rasgos
salvajes de la divinidad.
Estos primeros intentos de teodicea muestran que todas las interpre-
taciones están condicionadas histórica y culturalmente. La presunta re-
velación divina siempre está mediada por la reflexión personal, que es
cambiante y discontinua. Cuando los profetas anuncian sus designios, lo
hacen desde sus condicionamientos culturales y sociales. Se sienten mo-
vidos para hablar de Dios, exhortar al pueblo y dirigirle un mensaje,
apoyándose en las tradiciones de su época, aunque las transformen. La
historia de la Biblia es la de las diferentes lecturas e interpretaciones que
se han hecho de los textos. Progresivamente cambia la concepción de la
divinidad, a la que se despoja de rasgos malignos y crueles, que judíos y
cristianos compartieron con otras religiones y culturas. Hubo mensajes
y misiones divinas que se vieron retrospectivamente como indignas y se
rechazaron. La inspiración divina de la Biblia remite al conjunto del libro,
no a textos aislados. Hay una evolución en la concepción de Dios y mu-
chas representaciones de la divinidad están impregnadas por el mal que se
quiere explicar. Cuando se quiere racionalizar a Dios para explicar el mal,
lo más fácil es que la síntesis fracase y se hable de un dios malo.
El pecado original es inaceptable como relato histórico y también,
su interpretación agustiniana. Antes de que comience a pecar, el indivi-
duo ya está juzgado y es reo del merecido castigo: «Desde que nuestra
naturaleza ha pecado en el Paraíso [...] constituimos todos una masa
de lodo, una masa de pecado. Luego si el pecado nos ha excluido del
mérito y, fuera de la misericordia de Dios, no tenemos que esperar por
nuestros pecados más que la condenación eterna, ¿cómo quiere el hom-
bre de esta masa que Dios le responda a la pregunta de por qué me has
hecho de esta forma?»3. Su teología moralista reafirma la concepción
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EL SENTIDO Y EL SINSENTIDO DE LA VIDA
del Dios bíblico vengativo y castigador, que castiga a los padres en los
hijos hasta la cuarta generación (Ex 20,5). Es una teoría retributiva cruel,
que ignora el sufrimiento del inocente y viola la ley del Talión, ya que los
inocentes pagan por los culpables y el castigo es desproporcionado. Esta
concepción recuerda la teoría de la reencarnación oriental, en la que el
hombre paga en esta vida por los pecados cometidos en las pasadas, sien-
do agente y victima. El paralelismo cristiano estriba en la universalización
de la culpa y la justificación moral de los sufrimientos. La consecuencia es
obvia: todo mal que acontece es querido o permitido por Dios; es volun-
tad divina, como justa retribución por el pecado cometido. El moralismo
vengativo no sólo condena a los intocables de la India, sino que repugna
a los que creen en un dios bueno. También, a los que rechazan la clave del
castigo como justificación del sufrimiento4.
La clave teológica de pecado y castigo se vuelve contra una divinidad
que amonesta al perdón sin ser capaz de perdonar ella misma, como ex-
plican las teorías de la satisfacción. La muerte expiatoria de Cristo sería
necesaria porque Dios no estaría dispuesto a perdonar sin sufrimiento
la deuda contraída. El afán de la teodicea por exculpar a la deidad se
pagaría presentándola como sanguinaria. El influjo de la Biblia y sus imá-
genes malignas de Dios ha infestado hasta hoy el esquema sacrificial de
pecado y castigo (Rom 1,18; 3,23-25; Heb 10, 10-12). Es normal que
los judeocristianos aplicaran a Jesús su propia teodicea, que vinculaba
pecado y castigo con la exigencia divina de repararlo, aunque hay tra-
diciones bíblicas que tienden a superar ese esquema. La idea del Siervo
sufriente de Yahvé (Is 43), el inocente que muere sin odio ni venganza,
poniéndose en las manos de Dios, escapa al mecanismo de la retribución.
Sin embargo, el esquema de culpa y castigo se impuso en la teología, a
costa de una concepción expiatoria de la muerte de Jesús. Al explicar la
muerte de Jesús como una exigencia divina, se acusa directamente a
la divinidad. Como afirma Schillebeeckx: «La negatividad no puede tener
causa ni motivo en Dios. Y tampoco podemos buscar un porqué divino de
la muerte de Jesús. Por tanto, debemos decir que hemos sido redimidos
no gracias a la muerte de Jesús, sino a pesar de su muerte»5.
En este marco la pretendida «inerrancia» de la Biblia, su carencia de
error, tendría que ser muy matizada. Siempre que hablamos de Dios lo
hacemos inadecuadamente, incluida la Biblia. Su novedad estriba en co-
le exige y al otro se le condona. Si, pues, esto te conmueve, ¡oh, hombre!, ¿quién eres tú
para disputar con Dios?» (Rom 9,20).
4. B. D. Ehrman, ¿Dónde está Dios?, Barcelona, 2008.
5. E. Schillebeeckx, Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Madrid, 1983, p. 711.
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rregir imágenes deformes divinas que formaban parte del código cultural
de la época. Los cristianos hicieron lo mismo, asumiendo la interpreta-
ción de las Escrituras que propuso Jesús. La inculpación del Dios bíblico
y de sus acciones malignas llevó al rechazo del Antiguo Testamento por
Marción y muchos gnósticos. La crisis, sin embargo, se incubó en la
época tardía del judaísmo precristiano, sobre todo con el Libro de Job,
que impugnó el principio de que Dios premia a los buenos y castiga a
los malos (Jer 12,1; Job 7,1-21; 9,21-24; 19; 21; 30-31). Cuando la
sabiduría judía entró en contacto con la ilustración helenista, se asumió
sin titubeos la injusticia de la vida: «De todo he visto en mi vida sin
sentido: gente honrada, que fracasa por su honradez, gente malvada
que prospera por su maldad» (Ecl 7,15; 8,12-14). La insatisfacción con
la vida repercute en la concepción del creador y en su bondad. De ahí la
necesidad de apologéticas exculpatorias.
Esta dinámica apologética generó también la otra estrategia agustinia-
na, la de minimizar el mal, definiéndolo en términos de carencia de bien6.
El trasfondo es platónico y no cristiano, el de la jerarquía de grados de ser
y perfección, que relega la materia al escalón inferior último, con lo que
se justifica el mal que lleva aparejado. En el fondo, y como veremos poste-
riormente, es un planteamiento concorde con el de Leibniz en su teodicea.
San Agustín minimiza la realidad ontológica del mal y la maximiza en
cuanto acción humana. El mal como carencia es un argumento ontológico
al revés7. Si Dios es el máximo valor y bien posible, no le puede faltar la
existencia (Anselmo). Ser y valor van unidos (ontología platónica), luego
el mal, que es carencia de bien, no tiene ser o lo tiene en grado mínimo. El
mal es algo relativo, aunque el hombre que lo padece lo absolutice. Su de-
fensa de la creación es meramente formal, ya que no supera la experiencia
concreta del mal, sino que cambia su denominación, ausencia de bien. Es
una fuga especulativa con repercusiones morales. Hablar de Auschwitz,
Hiroshima o de Pol Pot como mera ausencia de bien, sería una forma cíni-
ca de referirse a las víctimas. El mismo Jesús pide «líbranos del mal» en el
padrenuestro, porque es consciente de su realidad trágica.
6. «Por tanto, el mal, cuyo origen indago, no tiene sustancia porque si tuviera sus-
tancia sería bueno» (Confesiones VII,12,18: CCL 27,104-105); III,7,12: CCL 27,33: «yo
no sabía que el mal no es más que la privación de bien que, finalmente, lleva a la nada»;
De civitate Dei XI, 9: CCL 48,330: «Pues el mal no tiene ninguna naturaleza, sino que
la ausencia de bien recibe el nombre de mal»; Enchiridion III,11: CCL 46,53: «Qué otra
cosa es, pues, lo que llamamos mal sino ausencia de bien».
7. J. L. Blaquart, Le mal injuste, Paris, 2002, pp. 37-52. «Si el mal fuera simple
negación, una privación, sería cómodo, para el Dios omnipotente, remediarlo, creando lo
que falta» (R. Arnaldez, Révolte contre Jéhova, Paris, 1998, p. 101).
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Pero hay otra tradición que resuelve mejor la problemática del sig-
nificado del mal, aunque no la de su origen. Es la de un ordenador del
universo. Hay que dar forma a un mundo caótico, teniendo como refe-
rencia la idea divina del bien y como ejecutor al demiurgo. La bondad
divina, simbolizada por la idea suprema del bien, más allá del ser, sería
el principio explicativo último del orden y armonía del universo, y la
acción divina sería buena, en cuanto que da forma a un mundo informe.
A esta tradición platónica corresponde la idea del creador, que jerarquiza
y pone orden en el mundo. La idea de un caos inicial («la tierra estaba
confusa y vacía, y las tinieblas cubrían la haz del abismo», Gn 1,1-2) sirve
de punto de partida para la acción divina, que se describe simbólicamente
(Gn 1,1-2,3; Sal 19, 2-7; 74,12-17; 104). Se puede afirmar sin recelo que
«vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho», en el marco de un proceso
creador y evolutivo que concluye «acabados los cielos y la tierra y todo su
cortejo» (Gn 2,1). Esta hermenéutica mítica alude a la lucha divina contra
una creación en la que reina el caos. Es una teoría tan fragmentaria como
la de «la nada», pero tiene otro enfoque. No busca resaltar la absoluta
trascendencia divina y la infundamentación del mundo, sino clarificar que
Dios es el antimal, que lucha contra lo que se resiste a un mundo bueno.
Esta idea dinámica, evolutiva y demiúrgica de la creación se encuen-
tra ampliamente atestiguada en la Biblia y es la otra apologética crea-
cionista. El origen de los mitos sobre la lucha divina para imponer un
orden remite al Próximo Oriente. El mito babilónico del Enuma Elish
narra las luchas entre los dioses y la dificultad de establecer una creación
ordenada. El monoteísmo judío eliminó cualquier connotación de lucha
intradivina, pero subrayó el esfuerzo ante una creación desordenada,
agravada por una cultura dominada por el pecado. No hay un combate
entre dioses, sino un esfuerzo divino por imponer orden contra el caos
(Sal 74, 13-17; 104, 2-9.26; Job 38,8-11), simbolizado por las tinieblas
y las aguas amenazantes. El mal caótico se contrapone a la imagen an-
tropomórfica de un Dios que lucha contra él10. Este imaginario cultural
mítico no pretende explicar científicamente el mundo, sino responder a
preguntas de sentido sobre Dios y el mal. El que haya dos relatos de la
creación, cada uno con una intencionalidad distinta, indica que no hay
una síntesis global que lo abarque todo. Toda aproximación al mal es
parcial, además de ser una extrapolación subjetiva.
Esta versión de la creación, a diferencia de la otra, presenta a Dios
como el antimal, en el contexto de una creación en devenir, cambiante
10. J. D. Levenson, Creation and the Persistence of Evil, New Jersey, 1998.
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Leibniz fijó las tres dimensiones del mal, con su distinción clásica
sobre el mal físico, el que ocasiona la naturaleza; el mal moral, causado
por el hombre; y el metafísico, el resultante global del ser creado. Los
tres se relacionan y están vinculados, pero el metafísico es la explica-
ción última de la que derivan los otros. Leibniz lo define como el re-
sultado de la imperfección de lo creado. El acto creador se basa en la
capacidad de Dios para pensar todos los mundos posibles y su voluntad
realiza la opción mejor. La concepción platónica de las ideas divinas se
concreta en los pensamientos del creador, sintetizando lo griego y lo
cristiano. El resultado es producir lo que no es divino, que, por defini-
ción, no puede ser perfecto, porque, entonces, Dios se identificaría con
lo creado. El resultado es un universo finito, contingente e imperfecto.
Esta imperfección es inevitable, de no existir se divinizaría la criatura.
«Porque Dios no podía darle todo, sin hacer de ella un Dios. Por tanto,
era necesario que hubiese diferentes grados en la perfección de las cosas
y que hubiera también limitaciones de todas clases»13. El mal natural y
moral derivan del metafísico, que es resultado de la acción divina. Es
imposible una creación perfecta, aunque derive de la suma perfección
divina. Si Dios crea, inevitablemente surge el mal, insuperable porque se
basa en la creación. La suma racionalidad divina explica el porqué y para
qué del mal. No hay espacio para el misterio, ni preguntas sin respues-
tas, ni permisividad, ya que nada se escapa a su providencia.
Es un enfoque que parte de premisas teológicas: la perfección divi-
na, su bondad y la necesidad metafísica del mal. La intuición humana
es que la creación sería mejorable. Alfonso X el Sabio afirmaba que si el
creador le hubiera pedido su opinión, le hubiera dado algunos buenos
consejos. Si captamos de forma intuitiva la contingencia del mundo y
buscamos una razón suficiente que lo fundamente, también intuimos
que el mundo no es como debiera, que no corresponde a un designio
generador de felicidad, sentido y plenitud. El mismo Leibniz afirma que
la naturaleza es indiferente a nuestra ansia de sentido y que las defor-
maciones naturales responden al designio del creador. El hombre es par-
te de la creación y extrapola cuando pretende una visión de conjunto,
pero percibe que en el mundo hay males sin función ni sentido, que se
podrían evitar. La bondad divina permite que «Dios apriete pero no
ahogue», también que «Dios escriba con renglones torcidos», usando el
13. G. W. Leibniz, Teodicea, §§ 31, 155, 273 (Opera omnia I, Hildesheim, 1989);
«La imperfección original de las criaturas pone límites a la acción del creador que tiende
al bien [...] Como la materia misma es un efecto de Dios, [...] no puede ser ella misma la
fuente misma del mal y de la imperfección» (§ 380).
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14. «Si el mal fuera inherente a la condición de criatura, como algunos quieren, no
podría ser destruido más que por la destrucción de las criaturas, y la salvación sería impo-
sible porque no tiene objeto» (R. Arnaldez, Révolte contre Jéhovah, cit., p. 101).
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15. P. Knauer, «Eine Alternative zur Begriffsbildung ‘Gott als die alles bestimmend
Wirklirchkeit’»: Zeitschrift für Katholische Theologie 124 (2002), pp. 312-315.
16. K. Lorenz, Das sogenannte Böse, Wien, 1963.
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17. P. Teilhard de Chardin, El fenómeno humano, Madrid, 1986; El lugar del hom-
bre en la naturaleza, Madrid, 1965. Cf. L. Galeni, «Un immane male naturale»: Credere
oggi 29 (2009), pp. 79-92.
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18. P. Knauer, «Eine andere Antwort auf das Theodizeeproblem»: Theologie und
Philosophie 78 (2003), pp. 193-221; J. Splett, «Zum Theodizeeproblem heute»: Revista
portuguesa de filosofia 57 (2001), pp. 711-732.
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19. P. Laín Entralgo, Alma, cuerpo y persona, Barcelona, 1998, pp. 288-318.
20. I. Ellacuría, «Hacia una fundamentación filosófica del método teológico latino-
americano»: Estudios Centroamericanos (ECA) 422-423 (1975), p. 419.
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21. I. Dalferth, Leiden und Böses, Leipzig, 22007; Das Böse, Tübingen, 2006.
22. A. Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación I, Madrid, 22009,
pp. 367-368 (libro IV, § 56).
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23. E. Levinas, De Dios que viene a la idea, Madrid, 1995, pp. 201-222; Entre noso-
tros, Valencia, 2003, pp. 115-126; P. Ricoeur, Le mal, Genève, 1986, pp. 38-44.
24. T. W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, 1992, p. 365.
25. W. Oelmüller, «Statt Theodizee: Philosophisches Orientierungswissen angesichts
des Leidens», en M. Olivetti (ed.), Theodicea oggi?, Archivio di Filosofia 56, Padova, 1988,
pp. 641-643; R. Kaufmann, «Leid, Übel und das Böse. Versuch einer philosophischen
Annäherung»: Una sancta 62 (2007), pp. 321-327.
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26. T. Verny y J. Kelly, La vida secreta del niño antes de nacer, Barcelona, 1988.
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La estrategia del bien como resultado del mal moral (como ocurre
con la idea teológica de «la culpa feliz», cuando se habla de la cruz)
no convence racionalmente, porque el posible bien final no justifica los
medios. Si se añade, además, la idea de condenación eterna, como re-
sultado de una libertad contingente y muy limitada, el contrasentido
del riesgo de la libertad aumenta. Surge el viejo problema de la tragedia
griega, que contrapone la decisión última de los dioses a la libertad limi-
tada del hombre; y la omnipotencia retributiva del dios justo sería una
consagración del mal cuando afecta al que es más víctima que culpable.
Sólo compaginando justicia y bondad, y vinculando pecado y castigo,
como consecuencia inmanente de la acción, se podría escapar al sin-
sentido. No es que la divinidad castigue, sino que la acción pecaminosa
destruye al que la ejecuta. Hay que cuestionar la posible «condenación»
eterna, porque el imaginario religioso la define como el mal absoluto,
sin posible bien alguno, con el que la providencia castigaría una libertad
limitada. ¿No es una trampa, que mete el mal en el mismo Dios? Y, sin
embargo, ¿podemos renunciar a la justicia divina, ante el sinsentido que
genera la humana? ¿Se puede aceptar que Dios sea permisivo con el
verdugo y deje sin respuesta el sufrimiento de la víctima? Compaginar
el ansia personal de justicia y la misericordia infinita de Dios es una
síntesis imposible para la razón humana. Cualquier respuesta deja insa-
tisfecho y persisten los males que generan absurdo.
Según la concepción cristiana, el Todopoderoso no es libre para ele-
gir entre el bien y el mal, porque es el único absolutamente libre y siem-
pre se enfoca hacia el bien. La libertad no es una instancia arbitraria y
aislada, sino capacidad para el bien, a pesar de las tentaciones de mal.
Por eso resulta incomprensible su inoperancia, el dejar hacer, cuando,
por otro lado, se afirma que la providencia divina interviene, motiva, e
inspira. Si el ser humano es imagen y semejanza divina, no habría contra-
dicción lógica en compaginar su libertad potencial y evitar el mal fácti-
co, siguiendo el modelo divino. Si la libertad es condicionada, Dios po-
dría crear las circunstancias que hicieran probable el bien e improbable
el mal, sin cambiar las leyes de la historia ni la libertad. El cristianismo
maximaliza las tensiones de la teodicea, porque radicaliza la necesidad
de la gracia para hacer el bien y subraya la condición pecadora del hom-
bre, su vulnerabilidad ante el mal. En contra del pelagianismo humanis-
ta, que afirma la capacidad del hombre para hacer el bien y el mal, se
maximaliza la dependencia divina. Pero cuanto mayor es la exigencia de
gracia, más irresoluble se vuelve el problema de Dios y el mal.
También se limita la libertad en nombre de las circunstancias, los
condicionamientos sociales y las relaciones personales. No hacemos el
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29. En la vida humana hay un exceso de mal sobre el disfrute de la vida. La pregunta
es si queremos repetirla («Sobre el fracaso de todos los intentos filosóficos en la teodicea»,
cf. Kants Werke, Akademie Textausgabe, VIII, p. 259).
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30. T. W. Adorno, Minima moralia. Reflexiones sobre una vida dañada, Madrid,
1987, § 128.
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31. H. Küng, ¿Existe Dios?, Madrid, 22010, pp. 625-633. Cf. B. Gesang, Angeklagt:
Gott, Tübingen, 1997, pp. 139-146.
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al servicio del mal. El silencio divino acompaña las crueles imágenes bí-
blicas e interroga sobre una elección divina que ha favorecido la trage-
dia judía. El holocausto obligó a la teología a tomar postura respecto
de la fe tradicional. Si la idea de pueblo elegido y de la tierra prometida
han sido causas convergentes de mal para otros pueblos, ahora se vuel-
ven contra el mismo judaísmo. ¿Qué decir de un Dios que ha sido el
referente vital para la supervivencia de un pueblo disperso entre los
otros y que, sin embargo, ha guardado silencio ante el holocausto? Si
la religión ha salvado a Israel de la desaparición como pueblo, también
ha sido la causa del holocausto. Ha sido un acontecimiento mucho más
masivo que el de la pasión de Jesús, que constituye para los cristianos
la gran crisis de sentido. En la tradición judía se habla de «hijo de Dios»
para designar al pueblo de Israel (Ex 4,22-23; Dt 14,1-2; 32,18-20;
Num 11,12; Os 11,1; Is 1,4; 30,1-9; 63,16; 64,7; Jer 3,14.22; 31,9),
a su rey (2 Sam 7,14; Sal 2,7; 89,4-5.19-30), y al mesías rey esperado
(Sal 110; 132, 10-17; Is 9,2-7; 11; Jer 23,5-6; Miq 5,1-7; Zac 9,9), que
los cristianos identificaron con Jesús. Esta idea de filiación entre Dios
y su pueblo fue puesta en cuestión en el holocausto, la mayor tragedia
del pueblo judío. Por eso, el silencio y el no intervencionismo divino
problematizan toda la tradición judía.
El holocausto cuestiona las raíces identitarias del judaísmo, sobre
todo su núcleo religioso amenazado por un sinsentido global. Su teo-
logía tiene distintas versiones y las soluciones propuestas reflejan la di-
ficultad de dar una respuesta al mal, cuando no se convierten en males
añadidos. Muchos hebreos asumieron Auschwitz desde una teología or-
todoxa. Dios castigó con esa experiencia histórica los pecados del pue-
blo judío. El problema surge ante ese Dios castigador, que no vacilaría
ante el genocidio, y con el mantenimiento de la teoría de la retribución,
que interpreta los hechos históricos como castigos. Seguir rezando a ese
Dios incomprensible es lo que les permite mantener esperanza y senti-
do en una experiencia que lo deroga. Algunos abogan por mantener la
fidelidad al Dios de la tradición judía, para que la barbarie nazi no con-
sume la liquidación del pueblo, arrebatándole su fe: «Renunciar a ese
Dios ausente de Auschwitz y no garantizar la continuidad de Israel, sería
como coronar la empresa criminal del nacionalsocialismo que pretendía
la aniquilación de Israel y el olvido del mensaje ético de la Biblia, del
que el judaísmo es el portador y cuya historia multimilenaria prolon-
ga concretamente su existencia como pueblo. [...] El judío, después de
Auschwitz, está abocado a su fidelidad al judaísmo y a las condiciones
materiales e incluso políticas de su existencia [...] ¿No debería, con una
fe más difícil que nunca, una fe sin teodicea, continuar la Historia sa-
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32. E. Levinas, «El sufrimiento inútil», en Entre nosotros, Valencia, 1993, pp. 123-
124; E. L. Fackenheim, God’s Presence in History, Northvale (NJ), 1999.
33. E. Levinas, «Amar la Torah más que a Dios», en La autoridad del sufrimiento,
Barcelona, 2004, pp. 107-112.
34. Ph. Nemo, Job y el exceso de mal, Madrid, 1995, pp. 147-186; R. A. Cohen,
«What Good Is the Holocaust? On Suffering and Evil»: Philosophy today 43 (1999), pp.
176-183; G. Larochelle, «Levinas and the Holocaust. The responsability of the victim»:
Philosophy today 43 (1999), pp. 184-194; J. B. Metz, Memoria Passionis, Santander,
2007.
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35. «Para que la bienaventuranza de los santos les complazca más, y por ella den
gracias más rendidas a Dios, se les concede que vean perfectamente la pena de los impíos»
(Tomás de Aquino, Summa theologica: Supplementum q.94 a.1).
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36. H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, 1974, p. 556; Eichmann in
Jerusalem. A Report on the Banality of Evil, New York, 1964, pp. 286-289. Cf. S. Cour-
tine-Denamy, Hannah Arendt. Dossier, Paris, 1995, pp. 102-122, 200-209. También,
A. Finkielkraut, La memoria vana, Barcelona, 1990.
37. Th. Freyes, «Die Theodizeefrage»: Catholica 52 (1998), pp. 200-228.
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historia, sin que haya ningún hecho objetivo que exima de la evaluación.
Por eso, la inspiración y motivación divinas no eliminan la libertad sino
que la presuponen. El hecho histórico se abre a la pluralidad de herme-
néuticas y la providencia divina no es la del pantocrátor griego, que lo
domina todo. El poder estriba en sacar bien del mal, evitando la amar-
gura y el resentimiento que genera, así como el ansia de venganza. La
cruz se abre a contradictorias hermenéuticas en las que se juega el valor
de un proyecto de vida que acabó en el Gólgota. Para la religión oficial
fue la confirmación de su código religioso, para los discípulos de Jesús
el comienzo de una nueva etapa, en la que el Espíritu divino llamaba a
luchar contra el mal, asumiendo, además, el probable fracaso histórico.
Desde hace dos mil años, esta postura cristiana fascina al ser huma-
no y le lleva a cuestionarse sus imágenes sobre Dios. La «fragilidad del
bien» forma parte de la ética trágica de los griegos. Cada acción tiene
consecuencias imprevistas y no deseadas, y está condicionada por la li-
bertad de los otros. Se podría hablar de un existencial del mal, del que
depende el significado último de la vida. El proyecto cristiano parte del
Crucificado y exige comprometerse con el mal existente, que se concre-
ta en personas y pueblos crucificados42. Esta doble afirmación es la clave
del sentido para filosofías de la historia secularizadas, que ignoran su
trasfondo teológico. No hay un sistema racional del mal, que nominal-
mente le dé sentido. Por eso, el cristianismo no ofrece una teodicea. ¿Es
posible creer en Dios a pesar del mal? ¿No es irracional identificarse con
el Crucificado y afirmar que Dios se hizo presente en él?
La gran amenaza para las religiones no es el sinsentido de la histo-
ria, sino la de imponer su verdad y su sentido, cayendo así en la patolo-
gía del mal. El problema no es si Dios existe o no, sino si la creencia en
Dios puede justificarse teórica y prácticamente porque contribuye a la
justicia. La fe cristiana implica que la fuerza última que mueve el mundo
es el amor, la energía espiritual suprema. Dios personifica esa fuerza,
lo que los cristianos llaman el Espíritu Santo, y el mal sólo puede ser
combatido desde personas motivadas por esa dinámica espiritual. Dios
es siempre un referente buscado e impugnado, sin un sistema racional
que lo demuestre ni una hermenéutica global de sentido que responda a
la pregunta intuitiva del porqué del mal.
42. J. Sobrino, «Los pueblos crucificados, actual siervo sufriente de Yahvé», en Amé-
rica Latina, 500 años. Problemas pendientes, Barcelona, 1991, p. 28.
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