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Los analistas solemos decir que la religión del neurótico es el Otro.

En ese sentido, cabe


preguntarnos: ¿Por qué es más temida la falta en el Otro que la del propio ser? Pareciera que la
vulnerabilidad del Otro se siente más amenazante que la propia. ¿Qué relación tiene esta
condición con la defensa? Ya sabemos sobre el desvalimiento inicial, la dependencia, el
masoquismo originario del fantasma. Estas variables de estructura determinan la existencia, y el
sólo hecho de estar arrojados al mundo ya nos hace deudores y culpables al mismo tiempo.

En los términos que Freud adopta de Goethe:


“Nos ponéis en medio de la vida,
dejáis que la pobre criatura se llena de culpas:
luego a su cargo le dejáis la pena;
pues toda culpa se paga sobre la Tierra” [1]

…Donde “culpa” también podría traducirse como “deuda”.

El neurótico creerá entonces que contrajo de por vida esa deuda con el Otro, que engendra el
sentimiento inconsciente de culpa. Esta es la raíz de toda neurosis, y el campo de batalla de
todo análisis. Llámense Dios, padres, maestros, líderes o analistas, no deberíamos
sorprendernos más por esta atribución de saber o ilusión que el sujeto realiza en el Otro,
representado por quien lo encarne según la oportunidad.

De allí en más, el terror a quedar excluido del campo del Otro, de su amor y de su
reconocimiento, motoriza la búsqueda orientada a asegurarse un lugar en este mundo y
respecto de los semejantes. Lacan definió el trauma como el encuentro con la falta en el Otro,
que – como todo encuentro – es el tropiezo estructurante, aún antes de haberse constituido la
subjetividad.

Esa anterioridad lógica es la clave que Freud descubre desde sus primeras elucubraciones,
fundando la temporalidad retroactiva o nachträglich, que intenta explicar según el
funcionamiento propio del aparato psíquico, es decir, por una razón de estructura.

El trauma es actual

Cuando, en la carta 39, Freud descubre que “[…] El retardo de la conciencia secundaria nos
ofrece una simple explicación de los procesos neuróticos“, pone entre paréntesis “(¡Sic!)“. No es
para menos. Acaba de descubrir todo el problema de la temporalidad del sujeto. Explica que
“[…] Los procesos de percepción envolverían eo ipso* conciencia, y sólo después* de devenir
conscientes ejercerían sus ulteriores efectos psíquicos; los procesos ψ serían en sí y por sí
inconscientes, y sólo con posterioridad recibirían una conciencia artificial secundaria,
enlazándose con procesos de descarga y percepción (asociación lingüística)“.[2]

Así, reserva el término “traumático” para las percepciones particularmente intensas que no
puedan ser traspuestas en calidad de representaciones, pero podríamos decir que la
Percepción, en tanto tal, es traumática, porque no ha sido tramitada, es decir, “concientizada” y
por eso mismo “perdida”. Esa pérdida refiere tanto a su condición de origen como a su destino
final.

Lo traumático está en exceso; es una excitación que rebasa la protección anti estímulo y
constituye la ocasión inmediata de las represiones primordiales; retiene restos de percepción
sensoriales – lo visto, lo oído – que no han podido significarse siguiendo el derrotero que
hubiera posibilitado su olvido. Todo indica que el trauma no pertenece al pasado – como
clásicamente se lo concibió -, ya que conserva los caracteres sensoriales con fijeza. Son
“traumáticas” aquellas percepciones particularmente intensas que no pueden ser traspuestas
en representaciones. Lo que no ha podido significarse de ningún otro modo en lo sucesivo, se
comporta como lo igual en lo actual, imposible de reprimir o de olvidar – dos circuitos
diferentes pero ninguno transitado en este caso -. No se padece del pasado, sino de lo que no
ha podido devenir pasado, tanto en el sentido temporal como tópico. Según lo postulado
desde el “Proyecto”, cuanto más a menudo se lo recuerde, tanto más inhibido resulta el
desprendimiento de afecto.

Sin embargo, en la Carta 52 Freud advierte que a menudo nos empeñamos en vano contra
recuerdos de máximo displacer, que se nos imponen una y otra vez. Esta constatación
contradice el principio de evitación del displacer, salvo que admitamos que esa insistencia
expresa el reiterado fracaso del intento de tramitación psíquica. Ahora bien, hay un caso para el
cual la inhibición no se cumple porque cada redespertar desprende un displacer nuevo. El
recuerdo se comporta, en tal caso, como algo actual. A ese caso lo llama sexual, porque las
magnitudes de excitación que desprende crecen por sí solas con el tiempo, producen efectos
como si fueran actuales y no resultan inhibibles; por el contrario, con las reactivaciones, se
potencian en lugar de desgastarse.[3]

De paso, observemos que el propósito freudiano no comienza por definir lo sexual, sino que, al
revés, es el nombre con el que designa lo que resiste su desactivación.

Esta imposibilidad, lo aún no tramitado, lo aún no reconocido o no significado ¿no es acaso lo


actual? Cuando no se logra desactivar los restos perceptivos que lo mantienen en el plano
actual, sucede que la bomba sigue estallando, como en los sueños de guerra. Freud se refiere a
ese trabajo del análisis con los términos “despotenciar el recuerdo, empalidecerlo, debilitar las
impresiones, desvalorizarlas, quitarles su investidura energética”.[4]

La ilusión de lo verdadero

Hay dos direcciones: La progrediente, del devenir consciente, que se orienta desde la huella
mnémica hacia el yo – por la vía de la palabra -, y la otra dirección opuesta, regrediente, que es
un devenir inconsciente: parte de la conciencia y se archiva en el sistema mnémico. El yo parece
ser el punto de encuentro de esas dos corrientes: la que proviene de lo inconsciente con la
proveniente de lo exterior, que le otorga nueva cualidad. La condición del devenir consciente
es la conexión de lo inconsciente con la representación-palabra.

Lo que concierne a la conciencia, la cualidad, es inherente a la percepción. El recuerdo


reproductivo, para ser consciente, tiene que adquirir cualidad. Ampliar el campo de percepción
del yo, hacer consciente lo inconsciente, no puede querer decir otra cosa que trasponer en
percepciones lo que retorna como representación-palabra desde lo preconsciente.

En “El Yo y el Ello”, leemos: “Estas representaciones-palabra son restos mnémicos; una vez
fueron percepciones y, como todos los restos mnémicos, pueden devenir de nuevo conscientes.
[…] nos parece vislumbrar una nueva intelección: solo puede devenir consciente lo que ya una
vez fue percepción Cc; […] lo que desde adentro quiere devenir consciente tiene que intentar
trasponerse en percepciones exteriores. Eso se vuelve posible por medio de las huellas
mnémicas”.[5]

Pero esa trasposición, como lo indica este término, es lo opuesto a la agregación de saber. La
trasposición es precisamente una nueva percepción, algo que viene de afuera, una nueva
cualidad. No es el reforzamiento que proviene de lo reconocido desde adentro, del sistema
preconsciente, sino algo nuevo, desconocido. Un nexo que no estaba. Esto es efecto de la
interpretación.

Aquí, Freud se refiere a lo que ya fue alguna vez consciente, es decir, lo reprimido en el sentido
dinámico. Logrará retornar a la conciencia sólo a través de los restos mnémicos auditivos de la
palabra oída y los restos ópticos de las cosas del mundo, si cuenta con esos soportes
“materiales”. Vale decir que lo reprimido no son esos restos mnémicos mismos, sino que esas
huellas proveen el medio para procurar ese cambio de estatuto. Ya en el “Proyecto” anticipaba
que “También esta clase de recuerdos pueden ahora devenir conscientes. Todavía resta asociar
sonidos deliberados con las percepciones, y entonces los recuerdos, cuando se registren los
signos de descarga sonora, devendrán conscientes como las percepciones y podrán ser
investidos desde ψ.” [6] En este sentido, podríamos homologar la interpretación con esos
sonidos deliberados que -provenientes del exterior- reactivan las huellas, posibilitando la
emergencia del recuerdo.

“Si comunicamos a un paciente una representación que él reprimió en su tiempo, […] ello al
principio en nada modifica su estado psíquico. […] Pero la más somera reflexión muestra que la
identidad entre la comunicación y el recuerdo reprimido del paciente no es sino aparente. El
tener-oído y el tener-vivenciado son, por su naturaleza psicológica, dos cosas por entero
diversas, por más que posean idéntico contenido”. [7]

La comunicación del analista opera como una nueva percepción, que reactiva alucinatoriamente
las huellas en ψ, pero no podrá nunca – por su carácter representacional – alcanzar a la
percepción que se considera perdida.

“En realidad, la cancelación de la represión no sobreviene hasta que la representación


consciente, tras vencer las resistencias, entra en conexión con la huella mnémica inconsciente”.
[8]

En “Lo inconsciente”, dice: “En la medida en que queramos avanzar hasta una consideración
metapsicológica de la vida anímica, tendremos que aprender a emanciparnos de la
significatividad del síntoma “condición de consciente.”[9] Y, en el mismo texto, también
enuncia que la cura psicoanalítica se ha construido basándose en la influencia del sistema
consciente sobre el inconsciente. Afirmaciones aparentemente contradictorias, si se supone que
en ambas se refiere a la conciencia en su sentido sintomático, ilusorio, de ensueño diurno. Pero
no debemos olvidar la otra posición de la Cc, inherente al sistema P/Cc – que ubica en el polo
opuesto del esquema del peine – y que en el “Proyecto” denominó ω, para diferenciarla
radicalmente del sistema ψ, mnemónico. La contradicción quedaría salvada si mantenemos esa
posición bipolar: la P/Cc en el polo sensible y la conciencia pensar secundaria en el otro extremo
del modelo, del lado del yo.

Ya en la carta 52, “Desde esta Prc (preconciencia) las investiduras devienen conscientes de
acuerdo con ciertas reglas, y por cierto que esta conciencia- pensar* secundaria es de efecto
posterior {nachträglich} en el orden del tiempo, probablemente anudada a la reactivación
alucinatoria de representaciones-palabra” [10]. No es casual que Freud utilice el
término alucinatoria, dado que, si la Cc se define en el sistema ω, donde no hay
representaciones sino imágenes sensoriales, entonces en todos los procesos
representacionales, para hacerse conscientes, debe mediar la reactivación alucinatoria.

Podemos sospechar, entonces, que toda confirmación (“solución”) de este género puede ser
resistencial; ya había descubierto que todo recuerdo era encubridor. Lo que significaría que, en
realidad, el trabajo de rellenado de las lagunas mnémicas sería más bien encubridor. O, como
decíamos antes, tendría, estrictamente hablando, una connotación alucinatoria, en el sentido
de ilusoria o imaginaria.

“El papel de las representaciones-palabra se vuelve ahora enteramente claro. Por su mediación,
los procesos internos de pensamiento son convertidos en percepciones. Es como si hubiera
quedado evidenciada la proposición: “Todo saber proviene de la percepción externa”. A raíz de
una sobreinvestidura del pensar, los pensamientos devienen percibidos real y efectivamente -
como de afuera- y por eso se los tiene por verdaderos.” [11]

La certeza proviene de la sobrecarga de los propios pensamientos, que entonces son tenidos
por percepciones y, por ende, verdaderos. Vale decir que, en el recuerdo reproductivo, no
encontraremos sino el reconocimiento de lo conocido; incluso aunque tengamos algo por
cierto y verdadero, no habremos salido del terreno de la autosugestión o de la conciencia de
sí (o, dicho en otros términos, del fantasma).
Al dejar tan al descubierto lo “verdadero”, quizá esa intelección freudiana arroje alguna luz
sobre el problema de la inscripción, que es, en suma, lo que está en juego.

La inscripción de lo nuevo

Aquello que no entró en la cadena significante porque nunca fue percibido o inscripto, ¿Qué
perspectivas tiene de poder significarse?

Tal como está planteada, la rememoración es insuficiente para dar lugar a lo nuevo, a lo
diferente, ya que no puede reeditarse más que aquello que alguna vez ya se registró. La
repetición significante, en cambio, trae lo nuevo por comparación con lo ya conocido, y así se
establecen las diferencias entre un adentro y un afuera. Si se encuentran discrepancias – y
siempre que la insatisfacción no las rechace – podrá anotarse lo no conocido. Así, cada vez que
se constata que “no es eso”, se relanza la búsqueda.

Definimos lo Urverdrangt como lo incognoscible o indecible. Es aquello que hace de límite para
la rememoración: frontera, borde. Es el ombligo del sueño que no ha accedido al estatuto
representacional, lo que espera en sufrimiento, exige tramitación e insiste hasta obtenerla; lo
que no quiere decir que se reduzca, ya que el movimiento deseante se encarga de recrearlo
permanentemente. Cuando decimos que lo no conocido funciona como causa y a la vez límite
de la rememoración, nos resta aún la tarea de dar la razón de esas perspectivas. Incluso
aunque, de hecho, la práctica del análisis muestre que algo se inscribe por vez primera.

Cuando alguien habla, no por eso sabe lo que dice; incluso, ese no saber causa su decir. Pero
hay más de una manera de no saber: están los materiales de los que puede disponer, que
vienen en su auxilio al hacer un ejercicio de rememoración, y aquellos inaccesibles. El objetivo
es invariable: la supresión de las lagunas del recuerdo; pero cada vez que surge un sujeto
soportando la función de agente de esa empresa, se revela como obstáculo en sí mismo.

Ese obstáculo es la realidad más duramente teórica de nuestra práctica, antes que un problema
técnico. ¿Buscamos un recordar sin sujeto que recuerde? ¿No lo habíamos hallado ya en el
síntoma neurótico? La noción de inconsciente que se pone de manifiesto en el síntoma, es
solidaria de la noción del inconsciente como memoria sin recuerdo: “[…] Freud construye la
caída de la noción de “creer” ignorar, para reconocer que el sujeto, en efecto, ignora.” [12]

El sujeto se extraña de esas representaciones-cosa que no reconoce porque carecen de texto, al


menos hasta que logra enlazarlas con representaciones- palabra que primero oyó a los otros, y
de las que luego puede apropiarse.

Mientras que el goce es más de lo mismo en el sentido del reconocimiento de lo conocido, el


deseo busca incansablemente la diferencia y encuentra la inquietante posibilidad de conocer
algo nuevo. Esa apuesta es incierta y siempre amenazante para el yo, que tiende a preservar el
confort de las identificaciones logradas. Si goce y deseo están en banda de Moebius (no
olvidemos la raíz pulsional del deseo), se requiere la función del corte para separarlos.

La pérdida de goce es solidaria de la discontinuidad temporal

El neurótico está condenado a vivir en la temporalidad definida por la anticipación y


retroacción, que es siempre resignificación, reencuentro. Términos tan sugestivos como
“recuerdos actuales” o “recuerdos de lo que nunca fue olvidado”, hablan de una subversión
temporal que altera la cronología, el tiempo lineal que, simbólica e imaginariamente, el sujeto
ordena en pasado, presente y futuro.

El sujeto freudiano está hecho de tiempo; todo el campo del inconsciente, la sincronía
significante, se despliega errático y pulsátil por la diacronía.

Si Freud, en la “Carta 52 a Fliess”, afirma que la primera huella del aparato psíquico es en
simultaneidad, ¿Lo es respecto de qué? Respecto de sí misma, ya que el signo perceptivo, como
su nombre lo indica, no tiene otro referente porque es único, no es significante. No hay antes ni
después: sería el punto cero del tiempo subjetivo, como primer corte en relación al tiempo real.
A partir de allí, y por las sucesivas transcripciones, podrá empezar a contarse el tiempo y a
desplegarse el espacio que quedará definido por las coordenadas que establecen el campo del
sujeto. [13]

Freud habla de una discordancia temporal que engendra al aparato mismo, dada por la
diferencia de tiempo entre el momento de la percepción, su reconocimiento, y el de la
significación de esa percepción.[14] Ese reconocimiento de lo exterior, que sólo puede darse
por comparación con lo conocido, es siempre a posteriori, après-coup, después del golpe. Esa
discordancia temporal abre el campo mismo de la significación, que llega en un tiempo
segundo, con retraso respecto de la percepción. Esta es la partición del sujeto dominada por esa
discordancia temporal irreductible entre lo que fue y lo que habrá de ser; entre eso que el yo
fue, primero – alteración del ello, percepción que devino inconsciente – y, por otro lado, lo que
fuerza por ser, que retorna en el recuerdo reproductivo, en la palabra.

Freud afirma que: “Los procesos del sistema Icc son atemporales, es decir, no están ordenados
con arreglo al tiempo, no se modifican por el transcurso de este ni, en general, tienen relación
alguna con él.” [15]

¿Qué se entiende por atemporalidad de los procesos del Icc? Se alude al inconsciente
estructural como aquél donde nada es pasado ni está olvidado, como atemporal, ya que esa
escritura no participa de la organización temporal que un discurso despliega en la diacronía
significante.

Pero puede interpretarse –como de hecho se lo ha leído– que lo atemporal es lo inmodificado;


un inconsciente invariante se asemeja al alma de carácter inmortal y eterno.

¿Es ésta una idea religiosa? ¿Es homologable el Icc freudiano a la eternidad divina?

En el sistema Icc no hay registro del tiempo en el sentido simbólico, cronológico. Cuando nos
referimos al Icc estructural, se trata de lo sistemático, y no de lo reprimido que puede retornar.
Por eso Freud reserva la notación “Icc” para el sistema, y el adjetivo “inconsciente” para
denotar la propiedad. Se alude al Icc estructural como aquél donde nada es pasado ni está
olvidado, y entonces se comporta como actual.

Ahora bien: si lo “actual” es la hendidura en la que se descubre lo aún por significar, allí no hay
sujeto. Allí se discierne la tarea específica del análisis: posibilitar el efecto sujeto, historiar la
marca, mudar lo actual en pasado, por la vía de la significación y el olvido. Esta operación
concierne una transformación cualitativa del tiempo. La resignificación es permanente: si cada
vez es diferente, una nueva, se desgasta la actualidad del acontecimiento.

La posibilidad de resignificar una huella – o, más bien, de significarla- espera en souffrance. El


sujeto está arrojado al devenir significante según las nuevas asociaciones establecidas en el
análisis. Por eso mismo, no puede prescindir de otro, el analista, dado que hay nexos a
construir, de los que el sujeto no puede saber. El analista tampoco, desde ya, pero cuenta con la
convicción de lo que allí está en falta. Y si tiene el oído entrenado, intentará escuchar las
resonancias que dan cuenta de lo no sabido.

El análisis horada permanentemente la ilusión del “estaba escrito” como Destino, en sentido
contrario al del sujeto supuesto al saber. Por eso abre al futuro, porque levanta la hipoteca con
el pasado, en la convicción de que algo nuevo siempre puede advenir, escribirse por primera
vez. Esto, en consecuencia, importa una modalidad diferente de percepción del tiempo: si algo
está por escribirse, el tiempo se relanza hacia el futuro, que es, cada vez, el instante en que ese
efecto tiene lugar.

El Icc estructural de Freud, por serlo, deja abierta siempre la posibilidad de ser conocido de
nuevo, en la medida en que aún no ha sido tramitado, es decir, significado y olvidado. El
dispositivo del análisis habilita un sujeto advertido de que lo “necesario” del pasado es solo
una ilusión, efecto de la retroacción que convierte lo posible en necesario. Constituimos el
pasado mientras vamos olvidando, borrando (como en la pizarra mágica). El olvido es condición
de la memoria, siempre que lo actual se pueda tramitar y no rechazar, ya sea en el sentido
primario como secundario de la represión.

“El sujeto traduce una sincronía significante en una pulsación temporal primordial” decía Lacan,
y diferenciaba “la retroacción del significante en su eficacia, que hay que distinguir totalmente
de la causa final” [16] La retroacción restablece la linealidad temporal de manera invertida. Por
el contrario, el efecto retardado implica, no la vuelta hacia atrás en un espacio imaginario, sino
el destiempo como “moción suspendida”. Ese instante es inaprensible. Esa imposibilidad divide
al sujeto entre la temporalidad lineal continua – sea ésta progrediente o retroactiva –, y lo
atemporal.

El destiempo, como “moción suspendida”, realiza la imposible coincidencia entre la diacronía y


la sincronía del lenguaje. El sujeto resulta escindido por ese desencuentro entre el devenir y lo
atemporal. En esa partición emerge, en un instante, la dimensión del acontecimiento, que
resignifica todo lo anterior. Es la del tiempo inconsciente, tan particular e inefable, que en la
gramática llamamos futuro anterior: “habré sido”, opuesto al tiempo superyoico que se enuncia
“hubiera o hubiese (sido).”

No siempre – o más bien pocas veces – coincide el tiempo subjetivo con el cronológico. Y es esa
brecha la que más de una vez nos juega malas pasadas; pero se trata de la discordancia
estructural. ¿Cómo encajar, cómo hacer coincidir el tiempo propio con el del Otro, el del
calendario, el del reloj? Esa sensación de faltar a nuestra verdad, de no ser coherentes con
nosotros mismos, de desencontrarnos o alejarnos de nuestros genuinos deseos, es el campo de
batalla donde se juega nuestra existencia. El esfuerzo que nos demanda día tras día el ejercicio
de la desalienación, es lo que se hace escuchar a gritos en el malestar en la cultura.

“[…] Se diría que el propósito de que el hombre sea “dichoso” no está contenido en el plan de la
“Creación”. “[…] Lo que en sentido estricto se llama “felicidad” […] sólo es posible como un
fenómeno episódico; […] estamos organizados de tal modo que solo podemos gozar con
intensidad el contraste, y muy poco del estado.” Y, citando nuevamente a Goethe, Freud nos
advierte que “nada es más difícil de soportar que una sucesión de días hermosos” […] Ya nuestra
constitución, pues, limita nuestras posibilidades de dicha.” [17] La felicidad es efímera y
evanescente, como el instante en que asoma la belleza.

El sujeto mismo se construye en cada una de sus pérdidas, entre “[…] lo que pierde el olvido y lo
que la memoria transforma […]” [18], entre lo expulsado y lo afirmado, lo escrito y lo que no
cesa de no escribirse.

“No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí”, en los
versos de Joan Manuel Serrat, que tanto resuenan en los de Borges: “Sé que he perdido tantas
cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío.” [19]

El cada día de nuestra práctica analítica nos desafía a inscribir diferencias infinitesimalmente
pequeñas, en mínimos trazos que van dibujando la línea asintótica del deseo. Esa es nuestra
ética y nuestra dirección de la cura.-

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