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ENTRAR EN TU CORAZÓN

SARAH JANE ROSE


1

Hago descender la ventanilla el conductor muy lentamente y me quedo


mirando el exterior mientras la intensa lluvia golpea la luna delantera de mi
coche. Vaya. “Esto es mucho peor de lo que imaginaba”, me digo a mí
misma mientras me pregunto dónde diablos me he metido y si seré capaz de
sobrevivir un curso entero en este lugar.
Dos golpes secos contra la chapa de mi coche me sobresaltan y me hacen
pegar un respingo en mi asiento. Me giro y veo cómo un gato asalvajado
huye de la lluvia por encima de mi capó. Es negro y tiene los ojos
amarillentos. Se queda dos segundos mirándome y puedo detectar una
cicatriz que cruza su hocico, seguramente a causa de alguna pelea con otro
de su especie. Al final, tras comprobar que el calor que desprende mi
vehículo es efímero y no lo protegerá de la lluvia, continúa su camino en
busca de un resguardo mejor.
Yo suspiro y, de nuevo, regreso la vista hacia el exterior. Me cuesta creer
que esa cabaña de cuarenta metros cuadrados semiderruida que tengo frente
a mí vaya a ser mi hogar el próximo año de mi vida. Es más, me cuesta
creer que este lugar pueda considerarse habitable.
—¿Amanda?
Desvío la mirada al escuchar mi nombre y me encuentro con Susan. O, al
menos, creo que es ella. Susan ha sido mi contacto durante el último mes y
ella ha sido la encargada de buscarme alojamiento. Cuando terminé la
carrera, no pensé que tardaría tan poco en encontrar un trabajo
medianamente estable. La mayoría de los profesores que salen de la
universidad se dedican a cubrir bajas y terminan dando tumbos de un lado a
otro hasta que consiguen una plaza fija, así que cuando Susan —la directora
del colegio municipal de Frontriver— me llamó para ofrecerme un puesto
fijo, bien remunerado y con las vacaciones correspondientes, no podía
creérmelo. Después miré el mapa y comprendí por qué el resto de mis
compañeros de profesión habían rechazado tan tentadora oferta hasta que,
finalmente, hubiera llegado a mí. Frontriver está, literalmente, en mitad de
la nada. Es un pueblucho mal comunicado con las carreteras que está en
mitad del desierto cuyo centro comercial más cercano queda a más de cien
kilómetros. Sopesé muy bien mis opciones y, al final, decidí aceptar y
trasladarme aquí. No ha sido fácil tomar esta decisión, pero tal y como mi
hermana me lo planteó, tengo que ver esto como una oportunidad para
ganar experiencia y continuar formándome. Para mejorar.
Aunque es un puesto fijo y la idea de Susan es renovarme cada año, yo he
decidido comenzar con este curso y, en verano, valorar si me gustaría
continuar aquí o no. Imagino que la respuesta será negativa, por supuesto.
Me encantaría volver a la ciudad, cerca de mi hermana —que es mi mitad y
mi todo—, de mis padres y de mis amigos. Este año sin ellos será una
auténtica tortura, aunque tengo pensado regresar y pasar allí las vacaciones
de navidad.
—Hola, Susan —murmuro, bajando del coche.
No tengo paraguas, así que me quedo bajo la lluvia mientras siento cómo
las frías gotas van traspasando mi ropa y hasta calarme la camiseta interior.
—¿Qué tal el viaje? ¿Ha ido bien?
—Sí, muy bien —respondo, procurando fingir la mejor de mis sonrisas para
no parecer una chica desagradable—. Pero pensaba que en el desierto nunca
llovía…
Susan se ríe y se acerca hasta donde yo estoy para cubrirme con el
paraguas.
—Tenemos época de tormentas —me explica—, y cuando llegan suelen ser
bastante intensas. El resto del año, sol. Y calor. Si pretendes broncearte, has
llegado al lugar correcto.
Un relámpago centellea en el cielo y yo levanto hacia el lugar en el que se
acaba de extinguir mientras me repito eso de que “estoy en el lugar correcto
para broncearme”. Sí, ya. Por supuesto.
—Pensaba que llegarías antes…
—Me he perdido al salir de la autopista. Frontriver no está tan accesible
como imaginaba.
Ella suelta una carcajada mientras rebusca en sus bolsillos hasta dar con las
llaves de la cabaña —que, dicho sea de paso, también está alejada de la
mano de Dios—.
El pueblo, para mi desgracia, queda a casi diez minutos caminando por un
sendero sin asfaltar que con el que la amortiguación de mi coche ha sufrido
muchísimo. Imagino que, fuera quien fuese quien vivía antiguamente en
este lugar, tenía un todoterreno. Mi pobre coche de ciudad terminará
colapsando si pretendo obligarle a recorrer ese sendero de forma continua.
—Sí, la verdad es que somos unos antisociales —se ríe, acercándose a la
puerta—. Por ahora hemos conseguido evitar que el ferrocarril pase por
aquí y que la autopista se desvíe. Pretendemos conservar la esencial del
lugar y si esto empieza a llenarse de turistas curiosos, será imposible.
Frontriver dejaría de ser un pueblo familiar.
Estamos en el porche, pero la lluvia es tan intensa y el tejado tiene tantos
agujeros que hay unas goteras horribles. Alzo la mirada hacia arriba
mientras me pregunto qué haré con esto.
—Le pediré a Tom que venga a repararlo —dice Susan—. Hacía mucho que
no pasaba por aquí y no sabía con exactitud en qué estado la íbamos a
encontrar. A fin de cuentas —añade, dándole dos golpecitos a las maderas
de la fachada—, esta vieja casa se construyó hace más de sesenta años y
sigue aquí, aguantando.
Genial. Cualquier noche los cimientos se cernirán sobre mí y terminaré
muriendo aplastada entre maderas y vigas.
—Sí, claro… —respondo, sin saber qué decir.
La puerta se abre y las bisagras chirrían, quejándose para dotar al lugar de
un aspecto fantasmagórico y tétrico. Susan pulsa el interruptor de la
entrada, pero la luz no se enciende. Dios Santo. No puede dejarme en un
lugar como a este a oscuras, ¿verdad? Me comerán las ratas. O los gatos,
quién sabe.
—Espera, déjame buscar los diferenciales… —dice para sí misma mientras
se aleja de mí a tientas.
Se nota que conoce muy bien el lugar, como si hubiera vivido aquí con
anterioridad. O puede que, quizás, solo sean sensaciones mías.
Me froto las manos con furor en un intento vano de entrar en calor. Estoy
congelada y he empezado a tiritar de forma descontrolada. Los dientes me
castañean y siento el frío calándome en los huesos.
Algo me dice que tardaré en recuperar mi calor corporal habitual.
Tanteo la mirada por la oscuridad en busca de Susan hasta que, unos
segundos más tarde, la luz se prende y todo queda al descubierto. La cabaña
es tan diminuta como se intuía desde fuera. Tiene una habitación, un baño y
un pequeño saloncito con cocina americana. No hay televisión y, por
supuesto, tampoco calefacción.
—Si tienes frío puedes encender la chimenea —me dice, señalando un bulto
de troncos que descansa junto a la misma—, y creo que en el armario de la
entrada hay mantas. Debería haberlas, al menos.
—Vale, gracias.
—¿Sabes dónde está la escuela?
Yo asiento.
—Sí, la he visto al entrar en el pueblo… Junto al ayuntamiento, ¿verdad?
Ella me lo confirma con un gesto silencioso mientras se frota las manos.
—Pues creo que, con esto, es todo. Te veo mañana a las siete y media en el
aula de profesora, ¿te parece?
Trago saliva al pensar que, en pocos segundos, estaré a solas en este
horrible y tétrico lugar.
—Sí, claro —respondo con una sonrisa, aunque en el fondo estoy
sopesando contarle que no quiero, de ninguna forma, quedarme aquí.
Quiero irme a mi casa. O a un hotel, o a cualquier otro lugar con un sistema
de calefacción moderno.
—Pues eso es todo, Amanda. Espero que este lugar te proporcione tan
buenos recuerdos como los que me generó a mí —me dice, confirmando en
ese instante que ella vivió en la cabaña—. Nos vemos mañana, ¿vale?
¡Descansa!
—Sí… Hasta mañana… —murmuro con un tono de voz afligido que no
consigo esconder.
Deja la puerta abierta al salir y, unos instantes más tarde, escucho el sonido
del motor de un vehículo alejándose de donde estoy. Asomo la cabeza por
la ventana y compruebo que se trata de un todoterreno. Por supuesto, ¿qué
sino? Algo me dice que el noventa y nueve por ciento de los habitantes
tendrán un coche de esas características, apto para las zonas rurales.
Me quedo mirando por la ventana un rato más mientras sopeso si debería
salir a por mis pertenencias o esperar a que deje de llover para sacar las
maletas y las cajas que ocupan mi maletero y la parte trasera de mi
vehículo. Tengo un mini pequeñito, de ciudad, que sorprendentemente ha
resistido el viaje repleto de trastos y cargado hasta las trancas.
Está diluviando. Levanto la mirada al cielo y compruebo con tristeza que
los nubarrones negros que acechan no parecen tener intenciones de
marcharse de donde están.
Tengo ganas de llorar, pero me contengo. Britney —mi hermana— se pasa
el día diciéndome que soy una llorica y que debería enfrentarme a la vida
con una actitud más positiva y resolutiva. Supongo que ese sería el consejo
que ella me daría: en vez de echarte a llorar, sé resolutiva, Amanda.
Organízate y pon tu vida en orden.
Y decido que eso es precisamente lo que voy a hacer.
2

Son las siete de la tarde y, a estas alturas, ya debería estar preparando la


cena. Aunque algo me dice que lo único que hoy voy a ingerir serán esas
galletas que he comprado en la gasolinera cuando he parado a repostar.
Todavía no he inspeccionado la cocina con plenitud, pero intuyo que no
seré capaz de encender ese antiguo fogón. No he visto nada parecido en mi
vida.
Me pongo el gorro de mi abrigo y salgo al exterior, adentrándome en la
tormenta. Empiezo a cargar cajas y a meterlas dentro de la cabaña,
dispuesta a terminar cuanto antes con todo esto. Sé que, si no me instalo
hoy, terminaré malviviendo entre estas cuatro paredes el próximo largo mes
de mi vida.
Treinta y siete minutos más tarde, he conseguido meter todas mis
pertenencias en casa y yo, literalmente, goteo. Tengo el cabello empapado y
adherido a mi frente. Además, siento tanto frío que no soy capaz de dejar de
temblar. Los dientes me castañean con fuerza y no consigo entrar en calor.
Me dirijo al baño, dispuesta a darme una de esas duchas ardientes que me
dejan la piel enrojecida pero que me ayudan a entrar en calor. Pero, cuando
enciendo los grifos, me doy cuenta de que no hay agua.
—Genial, Amanda, genial… —refunfuño en voz alta mientras pongo los
engranajes de mi cabeza a funcionar.
Lo normal es que, si este lugar ha estado mucho tiempo deshabitado, hayan
cortado la llave para evitar posibles fugas. ¿Dónde puede estar la llave de
paso del agua? En casa de mis padres —donde he vivido hasta ayer—,
estaba bajo el fregadero de la cocina, aunque imagino que no en todos los
hogares estará en el mismo lugar.
Me dirijo a la cocina y meto la cabeza bajo la encimera. La cantidad de
polvo y suciedad que hay en este lugar me provoca un repentino ataque de
tos que casi me deja sin respiración. Al final, consigo recuperar la
compostura y encontrar la llave de paso de agua. La giro y sonrío,
sintiéndome autosuficiente y resolutiva. Estoy segura de que, si Britney
estuviera viéndome en estos instantes, se sentiría muy orgullosa de mí.
Después me dirijo al baño y abro el paso del agua. Las tuberías empiezan a
protestar, rugiendo. Espero…, y espero…, hasta que, al final, un chorro de
agua marrón y maloliente comienza a caer con fuerza sobre el blanco fondo
de la bañera. El olor resulta tan nauseabundo que termino cerrando el paso
del agua, conteniendo las arcadas con dificultad.
Me resigno y decido que lo mejor será cambiarme de ropa para entrar en
calor, olvidándome del agua y de la cocina. Además, hay tanto trabajo por
hacer en casa que creo que podría pasarme la noche entera en vela y no
conseguiría organizar ni la mitad de todo lo que tengo que hacer.
Me pongo un pijama calentito —el único que he traído, porque seguía
pensando que en Texas haría un calor insoportable y que el invierno por
estos lares no existía— y decido que encenderé la chimenea. Diez minutos
más tarde, tras mucho insistir, desisto en el intento.
Para mí sorpresa, tampoco hay cobertura. Ni siquiera una mínima línea.
Intento llamar a mis padres para contarles que he llegado sana y salva hasta
aquí, pero es imposible. Me siento en el viejo y polvoriento sofá del salón
mientras me digo a mí misma que esto no está hecho para mí. Soy una chica
de ciudad, no rural. Y no sé vivir sin wifi y sin calefacción. En realidad, ni
siquiera sé cómo narices voy a sobrevivir yo sola cuando no sé ni cocinar
un huevo frito. Estos veintitrés años de mi vida he vivido bajo la protección
de mis padres y de mi hermana —que me saca diez años y que ha sido
siempre como una segunda figura materna para mí—.
Me pregunto a mí misma si seré capaz de sobrellevar esto o si debería
plantearme volver a casa y dejar pasar esta oportunidad de trabajo. Una
cosa tengo muy clara: no sirvo para vivir en una cabaña en mitad de la
nada, como una ermitaña alejada de la civilización.
Me doy cuenta de que por fin ha dejado de llover, así que decido coger mi
teléfono móvil y salir en busca de cobertura. No me apetece corretear por
estos lares, de noche, sin saber qué puede haber por la zona. Me siento
desprotegida.
Ahora mismo, si desaparezco, la única que notaría mi ausencia es Susan. E
imagino que se pensaría que he salido huyendo de vuelta a mi hogar,
abandonándolo todo por el camino. Lo más probable es que nadie fuera
consciente de mi desaparición hasta semanas más tarde, y para entonces mi
cadáver ya se habría comenzado a descomponer eliminando las pruebas
más importantes y mi asesino habría cambiado de país y estaría tomándose
un cóctel afrodisiaco en mitad del Caribe.
Cojo aire profundamente y comienzo a ascender el pequeño sendero que
hay tras mi cabaña mientras mantengo el móvil en alto, por encima de mi
cabeza, intentando encontrar algo de señal. Pero nada. Absolutamente nada.
Estoy a punto de rendirme y de volver a casa cuando, al fondo, en el alto de
la colina, veo luces. ¡Luces!
Lo que implica que, no muy lejos de mí… ¡Hay gente! ¡Hay humanos!
Empiezo a reírme sin control, como si fuera una auténtica tarada
desquiciada. Un par de minutos más tarde, consigo relajarme y siento cómo,
de pronto, la paz me inunda y me siento mucho mejor que diez minutos
atrás. Tener a gente cerca de mí implica que, pase lo que pase, no estoy
sola. Hay alguien a quien pedir ayuda si, en caso de emergencia, la preciso.
Como, por ejemplo… ¿Qué diablos hago si se me incendia la cabaña y no
tengo cobertura para llamar a emergencias? ¿Y si noto que me da un
infarto?
Me fijo en la casa que hay sobre la colina. No está lejos, pero sí lo
suficiente como para no poder ver lo que está sucediendo al otro lado de las
ventanas. Las luces están encendidas y me fijo que no tiene nada que ver
con la cabañita en la que yo voy a vivir. En absoluto. Tiene dos pisos y es
mucho más grande. Gigante, diría yo. Junto a la casa, hay otra pequeña
estructura que sí se aproxima más a mi cabaña. Juraría que es un establo y
que estoy ante un antiguo rancho, uno de los que se ven en las películas de
vaqueros.
Mi móvil libera un pequeño pitido y yo vuelvo la mirada a la pantalla.
Recibo señal. Poca, pero la suficiente como para enviarle un mensaje rápido
a Britney y explicarle que he llegado bien y que mañana intentaré llamarles.
Después, decido volver a la cabaña. Me quedo mirándola fijamente a un par
de pasos del porche y, me digo a mí misma que, si pienso quedarme a vivir
aquí tarde o temprano tendré que convertir este desastre de sitio en un
verdadero hogar.
Un sitio en el que poder sentirme en paz.
3

Mi día empieza fatal.


Me despierto muerta de frío, tiritando y con la sensación de que terminaré
petrificada a o sufriendo una grave hipotermia.
En realidad, empezar el día sin café me afecta tanto que no consigo hacer
nada diestramente. Me he puesto la camiseta al revés, me he tropezado al
bajar las escaleras del porche y he hundido una de mis zapatillas deportivas
en un charco de barro y, para rematar la faena, he tardado más de quince
minutos en conseguir arrancar mi coche. La helada de la noche había
congelado el motor y se resistía a ponerse en marcha.
Con las manos congeladas y el calcetín del pie izquierdo empapado, me
dirijo sendero hacia delante para enfrentarme a mi primer día de trabajo.
En realidad, esta será mi primera jornada laboral remunerada, porque las
prácticas que hice en la universidad nunca me las llegaron a pagar. Por fin
puedo decir que soy —o estoy a punto de ser— económicamente
independiente, y eso me causa tal satisfacción personal que me obligo a mí
misma a sonreír y empezar el día con buen humor.
Aparco cerca del colegio y me dirijo a la primera cafetería que veo abierta a
estas tempranas horas de la mañana. Necesito cafeína.
—¿Tú eres la nueva? —me pregunta la camarera con una sonrisa
encantadora.
Es una chica joven. Yo calculo que tendrá mi edad —o quizás un par de
años menos que yo—. Le dedico la mejor de mis sonrisas y le digo que sí,
que este es mi primer día. Todos los presentes —que no son pocos—,
clavan la mirada en mí con curiosidad y no puedo evitar sentirme observada
y analizada.
Debe de ser la única cafetería que hay abierta en el pueblo, porque hay más
de diez personas en este sitio. Y todos —o, mejor dicho, casi todos—, me
miran a mí. No puedo evitar sonrojarme mientras, de forma inconsciente,
mi atención se fija en la única persona que parece ajena a lo que le rodea.
—Él último que vino no duró demasiado… —me cuenta la camarera—.
Aquí la gente es muy hogareña y parece ser que les cuesta adaptarse a
nuestras costumbres.
—¿Vuestras costumbres? —repito.
El señor que hay sentado frente a mí decide intervenir en la conversación.
—Aquí somos de pueblo. Somos gente rural, de la que ya no queda apenas.
Y les encanta serlo, por supuesto.
Sonrío, sin responder. Estoy tentada de explicarles que vivir en una cabaña
en mitad de la nada y sin cobertura ni red wifi es capaz de espantar a
cualquier persona en su sano juicio, pero al final no digo nada. El hombre
del fondo —el único que no me mira— cautiva mi atención por completo y
finjo continuar con la conversación, aunque no les presto ninguna atención.
Está sentado en la última mesa, alejado de todo el mundo y acompañado
por un niño pequeño que debe de ser seis años aproximadamente. Lleva un
sombrero de cowboy y una de esas camisas de cuadros tan típicas de la
gente de pueblo.
—Te invito al café —me dice la camarera, cuyo nombre no recuerdo a pesar
de que acabe de decírmelo— y al pastel. Mañana ya pagas tú.
Le devuelvo una sonrisa de agradecimiento cuando, de pronto, el barullo
del bar desaparece cuando el vaquero que está sentado al fondo se levanta
de la mesa para salir del bar. Solo ocurre durante una milésima de segundo,
pero puedo notar cómo la gente se queda mirándole cuando se marcha.
Después todo vuelve a la normalidad.
—Tom, tu vecino —me dice la camarera, señalándole—. Es un buen tío,
aunque se ha quedado un poquito mal de la cabeza. Ya me entiendes…
Me encojo de hombros, sin comprender de qué me está hablando.
—¿Un poquito mal de la cabeza?
—Lo ha pasado mal —interviene el señor que se ha integrado en nuestra
conversación—. Solo baja al pueblo para las ferias y para llevar a su hijo al
colegio.
—Su mujer murió, ¿sabes? —me cuenta ella, Sophie. Por fin me he
quedado con su nombre—. Y la verdad es que ninguno nos lo
esperábamos… Fue muy repentino, en pocas semanas.
—Fue terrible —añade el señor—. No me extraña que Tom se haya
quedado tan afectado… La verdad es que ninguno nos lo esperábamos.
—Sí, y Bree era tan encantadora que todo el pueblo se conmocionó
muchísimo —continúa la chica.
—¿Bree era su mujer?
—Llevaban juntos toda la vida, desde que eran unos críos —cuenta el
hombre—. Y fue una pena, porque cuando se marchó el niño no tenía más
que unos pocos meses.
“Se marchó”, repito en mi cabeza. No entiendo por qué la gente tiene esa
extraña manía de suavizar la muerte y de fingir que ha sido algo voluntario.
En la mayoría de los casos no suele ser así.
—Una lástima… Pobre Tom —dice Sophie.
—¿De qué murió ella? —pregunto con curiosidad mientras sigo el
sombrero del hombre a través del ventanal de la cafetería.
Los veo acercarse a la zona del colegio y me imagino que irá a llevar a su
hijo a clase. Aquí, en este pueblucho, es el único sitio que tienen para
estudiar.
—Murió de un tumor cerebral… Fue horrible —me cuenta Sophie—.
Perdió el conocimiento mientras montaba a caballo en el rancho y se quedó
en coma. Nunca llegó a despertar…
—Dios santo…
—Sí, fue horrible —corrobora el hombre que está a mi lado.
Reviso mi reloj y mi doy cuenta de que llego muy tarde, así que me bebo
los restos del café de un trago y salgo corriendo en dirección al colegio.
No tardo mucho en encontrar a Susan. Está en el aula del profesorado,
hablando con el resto de la plantilla. Todos se quedan en silencio cuando me
ven entrar y, una vez más en una misma mañana, Susan me presenta como
“Amanda, la chica nueva”. Yo me dedico a sonreír mientras estrecho manos
e intento memorizar los nombres de mis compañeros sin mucho éxito.
Siempre he tenido un problema a la hora de asociar un nombre a una cara, y
al parecer el paso de los años no ayuda a que mejore.
Susan me explica cuál va a ser mi aula y me hace un pequeño tour por el
colegio para que conozca sus instalaciones. La verdad es que no tiene
mucha perdida. El edificio es pequeño y los alumnos son escasos.
Solamente acuden los niños del pueblo, y dada que la población no supera
los tres mil habitantes, no se necesita demasiadas aulas disponibles para dar
abasto a la demanda que hay.
Susan me acompaña hasta mi aula y se coloca frente a los niños para
pedirles silencio y atención. Ellos, obedientes, se quedan callados y
expectantes, observándome de hito a hito con curiosidad. Es evidente que
también se están preguntando si soy la nueva o no. Algo me dice que para
todos los habitantes de Frontriver soy (y seguiré siendo hasta que llegue
otra persona que me sustituya) la nueva. No sé si esa etiqueta me hace
mucha gracia, pero tengo que ir acostumbrándome a ella.
—Bueno, chicos, os presento a vuestra nueva profe: Amanda —les dice con
voz tranquila y pausada—. Acaba de llegar al pueblo, así que sed muy
buenos con ella y esperad al menos una semana para asustarla —se ríe,
bromeando.
Aunque, al ver la cara de diablillo que tiene más de uno, no puedo evitar
preguntarme si realmente estará bromeando o no. Algo me dice que este
grupo de niños es capaz de volver loco a cualquier profesor, incluida a mí.
Les dedico la mejor de mis sonrisas y, de forma inconsciente, me fijo en el
niño rubio de ojos de color miel que hay sentado al fondo, a la izquierda. Es
el único que no me observa con curiosidad y que garabatea con
concentración en un folio. Me fijo en el por una simple razón: es el niño de
Tom, mi vecino cowboy antisocial por el que todo el mundo siente lástima.
Me pregunto si esa actitud pasiva e indiferente la habrá absorbido del
comportamiento de su padre o si, en realidad, será algo innato de su
personalidad.
—Amanda, aquí te los dejo… Espero que se porten bien —me dice Susan,
despidiéndose de mí con una palmadita en el hombro—. Mucha suerte.
—Gracias —le digo, volviendo a la realidad y tanteando mi mirada entre
todos los presentes.
Creo una nota mental para recordarme a mí misma que debería hablar con
Susan y comentarle lo del agua antes de marcharme a casa antes de
centrarme en todos estos pequeños que tengo ante mí.
—¿Qué os parece si hacéis una redacción presentándoos y explicándome
qué es lo que más os gusta de Frontriver? —pregunto con una sonrisa.
Y me sorprendo al comprobar que todos asienten y sacan su cuaderno y un
bolígrafo con sorprendente motivación. Cada uno de ellos se concentra en
lo que está haciendo y yo me siento en mi escritorio y me permito relajarme
mientras saco el cuaderno del profesor y repaso las fotografías y los
nombres que hay en ellas. Andrew. El hijo del vaquero se llama Andrew.
Me quedo mirándole fijamente, pensativa. Debió de ser horrible para Tom
perder a su mujer cuando su hijo era tan pequeñito. Desde luego, debió de
ser un bache muy duro de superar y tuvo que afectarles mucho. Para él
debió de ser muy duro verse solo con un bebé tan pequeño, pero para
Andrew… Estoy convencida de que la depresión —que evidentemente, aún
no ha superado— su padre y el hecho de criarse sin una figura femenina
debió de ser terrible.
Al final del día, me siento bien. Me sorprendo a mí misma de lo gratificante
que ha sido volver a ejercer y de lo mucho que he disfrutado con los
pequeños. Hace más de diez minutos que ha terminado la última clase y
desde la ventana puedo observar cómo niños y profesores abandonan el
colegio para regresar a sus casas. Hoy no llueve y el sol ha reinado en el
cielo calentando los tejados de Frontriver, así que las calles están secas y el
ambiente es mucho menos tétrico que el que conocí ayer.
Creo que, aparte del guardia de seguridad, soy la única que queda aquí. No
me importa porque, si he de ser sincera, algo me dice que voy a sentirme
mucho más cómoda en este colegio que en mi cabaña. Solamente el hecho
de estar calentita, junto a un radiador, hace que no quiera poner un pie en
ese espantoso lugar. Sí, en la oferta de trabajo me dijeron que tenía
disponible alojamiento, pero algo me dice que tarde o temprano tendré que
plantearme buscar un nuevo sitio en el que vivir si no quiero terminar
despertándome con una hipotermia cualquier día de madrugada.
Llego al trabajo de Andrew y leo la descripción que ha hecho de sí mismo.
Me resulta curioso porque la mayoría de los niños se han presentado de la
misma forma: soy divertido, me gustan los coches y tengo un perro que se
llama Douglas. Todos han hablado de ellos, de su familia y de lo bonito que
es Frontriver, menos Andrew. Andrew se ha presentado físicamente. Me
cuenta que es rubio, que tiene los ojos claros y que vive en un rancho. El
pueblo le gusta porque es tranquilo. No habla de su padre, ni de sus amigos,
ni de lo que le gusta hacer para pasar el tiempo. En realidad, es una
redacción bastante escueta, aunque muy bien desarrollada y perfectamente
escrita, sin ninguna falta ortográfica.
Me digo a mí misma que, quizás, debería de hablar con el padre del chico.
No quiero juzgar antes de tiempo, pero lo que he visto el primer día de clase
no me ha gustado demasiado. El niño no ha participado en ninguna
actividad grupal y se ha mantenido al margen en todo momento, así que yo
diría que algo no va bien. Tampoco le he visto interactuar con los demás y,
por supuesto, no ha mostrado iniciativa. Se ha pasado las horas dibujando
en su cuaderno. Dibujos que, además, no he podido ver porque no me ha
dejado. Cada vez que me acercaba a su mesa tapaba las páginas para que yo
no pudiera verlas, aunque siento curiosidad por saber qué es lo que
garabatea cuando siente que nadie le mira.
Guardo todos los trabajos en una carpeta y decido dejarlos aquí, en mi mesa
de trabajo. Los he repasado lo suficiente para hacerme una idea de cómo es
cada uno de ellos, y por ahora el único niño que me preocupa es Andrew.
Decido dejar de darle vueltas, termino de recoger y abandono el colegio no
sin antes despedirme del agente de seguridad.
Frontriver es un pueblo pequeño, y aquí la policía brilla por su ausencia. El
único agente de la ley que hay es un alguacil regordete y bastante siniestro
que se dedica a comer donuts y beber café mientras pasea por las calles del
pueblo. Me lo cruzo mientras me subo en mi mini y me dedica una sonrisa
siniestra que deja al descubierto unos dientes ennegrecidos por el tabaco de
mascar.
Antiguamente, hubiera pensado en esta gente como “paletos de pueblos”.
Sí, lo sé. Es un término bastante despectivo, pero desde mi perspectiva de
chica de ciudad así me los imaginaba.
Conduzco hasta mi cabaña y, cuando estoy a punto de culminar el sendero
sin asfaltar que me lleva hasta ella, detecto luz. Veo que hay alguien en el
porche de mi casa e instintivamente empiezo a ponerme nerviosa y me
cuesta respirar.
¿Quién es y qué hace en mi propiedad?
Aparco el coche frente a la cabaña y rebusco con la mirada a mi alrededor
algo que pueda servir como arma arrojadiza. No encuentro nada, así que
opto por dejar las llaves puestas en el contacto por si tengo que salir
corriendo sin mirar atrás.
—¡Eh! ¿Qué haces en mi casa?
El hombre, que está en el porche, se da la vuelta y me dedica una profunda
mirada de indiferencia. Le reconozco al instante. Es Tom. Siento un
escalofrío que me repasa de pies a cabeza.
—Susan me ha pedido que te tape las goteras del tejado —me dice en un
tono gruñón que evidencia las pocas ganas que tiene de mantener una
conversación conmigo.
Respiro aliviada al comprobar que no se trata de ningún ladrón ni de ningún
psicópata y retiro las llaves del contacto antes de coger mi bolso y el resto
de mis pertenencias del coche.
—¿Te podría pedir un favor más?
Él, que está a lo suyo tapando grietas del saliente, ni siquiera se molesta en
mirarme. Considero la falta de respuesta como afirmativa y continúo.
—¿Podrías echar un vistazo al agua y enseñarme a poner la chimenea? Esta
noche casi muero de congelada… Ha sido horrible —le cuento, procurando
crear un vínculo o, al menos, mantener una conversación agradable. Pienso
que, quizás, esta puede ser una buena oportunidad para hablar con él de su
hijo de forma informal, sin agobiarle y sin hacerle sentir culpable por los
comportamientos que Andrew manifiesta—. Ayer intenté ducharme y no
hubo forma. Lo único que salió de los grifos fue un chorro de agua marrón
de olor nauseabundo.
Tom me dedica una mirada discreta que casi paso desapercibida, pero no
dice nada. Al final, teniendo en cuenta lo ignorada que me estoy sintiendo,
decido entrar en casa y organizar todo lo que ayer me quedó pendiente.
Mientras quito el polvo y analizo cada movimiento de Tom —no sé por qué,
pero no consigo apartar la mirada de él—, me doy cuenta de que todavía no
he llamado a mi familia para contarles que estoy sana y salva y que todo por
aquí está bien, pero ahora vuelvo a tener el problema de la maldita
cobertura. ¿Por qué diablos no hay señal en este maldito lugar?
Si le contase a mi hermana que voy a vivir en una cabaña en mitad de la
nada, alucinaría. Supongo que apostaría a que no voy a durar ni una semana
viviendo aquí, y si he de ser sincera creo que estaría en lo cierto. No me veo
capaz de sobrevivir más de cinco días en un lugar como este. Si esto fueran
unas vacaciones de campo, pues… Quizás. Pero vivir aquí un año entero
puede convertirse en una verdadera tortura, de esas capaces de volverte loca
y hacerte perder la cabeza por completo.
—¿Sabes dónde puedo encontrar cobertura por esta zona? —pregunto,
sacando la cabeza fuera.
Me doy de bruces con él, que estaba a punto de entrar dentro de la cabaña.
Tom se queda mirándome con esos penetrantes ojos oscuros y la mandíbula
muy tensa y yo… Yo vuelvo a sentir ese extraño escalofrío que me provoca
de forma involuntaria.
—Aquí no hay cobertura —me dice con voz seca y cortante, dejando claro
que no le apetece que seamos amigos.
Sí, me ha quedado muy claro.
Y la verdad es que no entiendo esta actitud chulesca y desconsiderada.
Todos hemos pasado por vivencias duras que nos han marcado y nos han
hecho ser quienes somos. Puede que unos hayan sufrido más que otros, pero
eso no te da derecho a comportarte como te dé la gana y a tratar a los demás
con esa superioridad tan chulesca que desprende.
—Dices que tienes un problema con el agua, ¿no?
Yo asiento y él se abre paso hacia la cocina para abrir el paso del agua
nuevamente.
Abre los grifos y, al de un rato, el agua amarronada empieza a fluir por las
cañerías y todo se tiñe de un olor nauseabundo que me revuelve el
estómago y me provoca una serie de arcadas que no consigo controlar.
—¿Ves? ¡Te lo he dicho! —exclamo.
Tom me mira con el ceño fruncido, pero en lugar de cortar el agua, se queda
mirándola esperando. Esperando, ¿a qué? ¿Qué diablos está haciendo? Algo
me dice que voy a tardar días en conseguir sacar este aroma a cloaca de mi
casa.
—¿Tom? ¿Qué… haces?
Él suspira con exasperación, como si le diera rabia tener que explicarme lo
que está haciendo. Es evidente que su chulería no tiene límite, y es una
verdadera lástima, porque es guapísimo. Con un poco de carisma podría
tener a la chica que le diera la gana a sus pies.
—Hace más de un año que nadie habita esta cabaña… —me dice con un
tono serio y distante—, es normal que las tuberías estén un poco
colapsadas. Volverán a la normalidad cuando el agua lleve corriendo un
rato.
Y tiene razón. Solamente lleva unos minutos fluyendo, pero me doy cuenta
de que el color amarronado que desprendía poco a poco se va volviendo
más trasparente. Me siento estúpida al comprobar que la solución era tan
práctica y sencilla.
—¿Quieres que te deje encendida la chimenea? —pregunta.
Y yo, por supuesto, asiento.
—Claro, sí… Sería estupendo…
Me cruzo de brazos y me quedo tras él mientras hecha la leña en el interior
y prende el fuego. Me fijo en su espalda musculada y me pregunto si tendrá
un solo gramo de grasa en su cuerpo. Debo admitir que Tom es uno de esos
chicos cuyo aire misterioso les aporta un extra de sensualidad. Por mucho
que me esfuerce en centrar la vista en otra parte, no consigo apartar los ojos
de sus musculados brazos, de sus fornidas piernas… Todo él me resulta
demasiado tentador y embriagador.
Las llamadas empiezan a crepitar y, de forma instantánea, el ambiente
comienza a caldearse. Tom se levanta y sin decir nada se dirige a la cocina.
Le veo encender el fogón y comprobar que funciona correctamente antes de
echar un vistazo a la nevera. Después se acerca hasta mí y se planta a mi
lado, a escasos centímetros de mi rostro.
—¿Qué pasa…? —pregunto en un suspiro, casi sin voz.
Y en ese momento, soy consciente de lo mucho que la presencia de Tom me
afecta.
—La bombilla —dice, señalando la lámpara que hay sobre mi cabeza—.
Quiero comprobar si el casquillo está fundido.
Me aparto lentamente, haciéndome a un lado.
Es tan alto, y la cabaña es tan pequeña, que no necesita subirse a una
escalera para soltar el plafón. Toquetea la bombilla y, unos instantes
después, se enciende la luz.
—Ahora mucho mejor —me dice, y soy capaz de percibir un tono amistoso
en la frase.
Bueno, en realidad, puede que me lo haya imaginado. No lo sé. Pero esa
electricidad que siento al tenerle cerca… Dios. Ni siquiera le encuentro
sentido. ¿Cómo me puedo sentir atraída por alguien tan insoportable?
Evidentemente, no me siento con la confianza suficiente como para hablar
de Andrew con él. Intuyo que es la clase de parte que tergiversaría todo y
con el que terminaría discutiendo. Además, ganarme su respeto no va a ser
sencillo, por lo que veo.
—Sí, ahora mucho mejor —corroboro.
—¿Puedo hacer algo más por ti, Amanda?
Amanda. Me ha llamado por mi nombre.
Supongo que es cosa de Susan, pero aún así me sorprende. Que alguien tan
indiferente al mundo sepa quién soy me resulta extraño. De pronto, la
atracción involuntaria que sentía por él se multiplica por veinte y las piernas
comienzan a temblarme.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta, acortando la distancia entre
nosotros.
Yo intento decir algo, pero de pronto siento su presencia tan cercana que no
consigo evitar ponerme nerviosa.
—¿Amanda?
Mi nombre en sus labios me vuelve loca. Lo dice con un tono sensual que
aumenta el efecto eléctrico que sacude mi cuerpo en estos momentos. Me
está… ¿provocando? ¿Lo está haciendo de forma consciente?
—Sí, estoy bi… —comienzo, pero no consigo terminar la frase porque, de
pronto, me besa.
Sus manos se posan en mi nuca y, con cierta violencia, atrae mi cuerpo
hacia el suyo, presionándome en la cadera. Yo siento que el temblor de mis
piernas se intensifica mientras sus labios recorren los míos antes de que su
lengua se abra paso a mi interior. Me besa con pasión, con rudeza y con
fuerza. Sin ternura y con cierto aire de desesperación que hace que la
excitación que siento se multiplique todavía más.
De pronto, noto cómo sus manos comienzan a filtrarse por debajo de mi
camiseta. Sin rodeos, sin esperas, sin preliminares. Sin preguntar. Se posan
sobre mis pechos y tiran de mi sujetador para liberarlos. Presiona mis
pezones, pellizcándolos antes de apretar mis senos. Su boca sigue sobre la
mía. Continúa besándome con pasión, con desesperación y con fuerza.
Tom me pega un empujón y yo me tambaleo hacia atrás, hasta chocar contra
la viga de madera de la pared. Me arranca de un tirón la camiseta y, en ese
segundo que se separada de mi boca, le veo y detecto algo oscuro en su
interior. Algo muy siniestro que desprende su mirada y que me crea cierto
desasosiego. La sensación no dura demasiado porque, antes de que quiera
darme cuenta, su boca vuelve a presionar mis labios. Sus manos recorren mi
torso desnudo cuando se deshace del sujetador y, después, comienza a
desabrocharme el pantalón. Yo estoy tan paralizada por el placer que no
consigo reaccionar y moverme. Estoy quieta, sintiéndole. Un dolor en el
bajo vientre se instala en mí y de pronto, despierto. Reacciono. Tiro de su
camisa de cuadros, deshaciéndome de ella antes de enredar mis dedos en su
cabello oscuro. Él desciende hacia el suelo, agachándose frente a mí para
quitarme el pantalón y la ropa interior.
En pocos segundos, estoy completamente desnuda frente a él. Me quedo
observando sus bíceps marcados, sus pectorales fornidos. Dios Santo. Creo
que Tom es lo más excitante que he visto jamás, lo más provocativo…
Mi cuerpo tiembla de placer cuando separa mis piernas y se introduce entre
ellas. Me coge de los muslos, aupándome sobre sus hombros, y lleva su
boca hasta mi sexo. Me sujeto a la viga que hay tras de mí para no caerme
mientras su lengua comienza a deslizarse por mi sexualidad. Atrapa mi
clítoris y lo succiona, volviéndome loca de placer mientras yo continúo
sujetando a la viga y a su cabello. No puedo reprimir un gemido de placer,
desesperada por todo el placer que me está invadiendo en mi interior.
Joder… Esto es… increíble. Demasiado intenso. Demasiado surrealista.
Demasiado todo.
Me lame, me chupa, me toca. Sus dedos entran y salen de mi interior
mientras su boca me succiona y yo tiemblo, haciendo malabares sobre sus
hombros para no caerme al suelo de forma inesperada.
Unos instantes más tarde, justo cuando una oleada de calor intensa me
arrasa y siento que estoy a punto de alcanzar el orgasmo, me baja de sus
hombros unos instantes. Veo cómo se desabrocha el pantalón con lentitud,
observándome mientras lo hace. Puedo sentir odio en su mirada, rabia.
¿Rabia hacia mí? ¿Odio? ¿Por qué? No me conoce. No me conoce de nada.
Entonces, sin previo aviso, vuelve a auparme entre sus brazos. Yo me dejo
manejar. Me siento como una muñeca con la que hace lo que le da la gana,
pero no quiero que pare. No quiero que se detenga y que este placer, esta
excitación, desaparezca. Hay algo en Tom que me asusta y me excita a
partes iguales. Puede que solo sea una sensación, no lo sé, pero…
Me penetra y yo rodeo con mis piernas su torso. Me sujeto en sus hombros
y comienzo a moverme de forma instintiva, buscando mi propio placer,
subiendo y bajando, rozándome contra él, restregándome contra su cuerpo.
Quiero más, mucho más. Clavo la uñas en su piel. Tom gruñe y me aprieta
con más fuerza, justo antes de salir de mi interior. Me sujeta de la muñeca y
me empuja contra la pared. Siento la madera fría contra mis pechos y cómo
mis pezones se erizan al instante. Él, que aún me retiene de la muñeca con
rudeza, coloca la mano en mi espalda obligándome a arquearme. Me
penetra desde detrás, una y otra vez. Yo gimo de placer mientras escucho
sus jadeos y noto que está a punto de explotar. De estallar. Sudo. Sudamos.
Hace calor, mucho calor… Me penetra con tanta fuerza, que es una
sensación de placer y dolor extraña e indescriptible. Duele, pero quiero
más, mucho más. Quiero que me siga haciendo perder la cabeza de esta
forma, que me lleve hasta el límite. Que me enloquezca.
Entonces, lo siento. Noto cómo el orgasmo me invade y cómo mi cuerpo
comienza a temblar de arriba abajo, sin control, hasta que me tambaleo
ligeramente. Él me presiona con más fuerza contra la pared, evitando así
que me desplome al suelo, y unos segundos más tarde, explota en mi
interior, inundándome.
Me noto mareada y tengo la sensación de que todo esto es tan surrealista
que no es verdad. Debo de estar soñando. Tiene que ser un sueño porque, si
no, no comprendo cómo hemos llegado a esta situación.
Tom se aparta de mí, liberándome, y yo me tambaleo mientras me doy la
vuelta. Me tiemblan tanto las piernas que apoyo la espalda contra la pared y
me deslizo lentamente hasta terminar sentada en el suelo.
Tom no dice nada. Yo tampoco. Aunque quisiera, tampoco sabría qué decir.
Me quedo mirando cómo se viste y, nerviosa, me apresuro a rescatar mi
camiseta del suelo y a deslizarla por mi cabeza con las pocas fuerzas que
albergo en los brazos. Sigo mareada y mi pecho sube y baja de forma
desbocada y arrítmica.
—Me marcho —me dice, calzándose las botas.
Yo no sé ni qué decir.
No termino de entender qué es lo que acaba de suceder entre nosotros y
cómo hemos permitido que ocurra. Dios Santo, ¡es el padre de un alumno!
Esto es totalmente irresponsable por mi parte. Y lo que ha sucedido, en
realidad, no tiene ninguna lógica ni sentido.
—Sí, claro… —respondo, porque no sé qué decir.
¿Debería levantarme del suelo? ¿Acompañarle a la salida?
Ni siquiera me he vestido, solamente llevo puesta la camiseta. Intento
levantarme de donde estoy, pero me siguen temblando tanto las piernas que
no lo consigo.
—¿Estás bien, Amanda?
Una vez más, escuchar mi nombre en sus labios consigue erizarme el vello
de la piel.
Asiento con la cabeza de forma dubitativa, sin demasiada convicción.
¿Estoy bien? No lo sé. Es una sensación extraña y debo admitir que nunca
antes me había sentido así.
Sin decir nada más, se da la vuelta y sale al exterior. Me quedo mirando
cómo se cierra la puerta de un portazo y, dos segundos después, el silencio
de las botas de Tom retumbando contra las escaleras del porche termina por
extinguirse dejándome a solas.
4

Me doy un baño hirviendo, de esos que sanan el alma y arrugan la piel.


Es como si, de alguna forma, procurase limpiar mi cuerpo y mi mente de lo
que ha sucedido hace unas horas con el cowboy que vive sobre la colina.
Pienso en cómo me ha tratado y en la forma tan brusca que ha tenido de
hacerme el amor, y algo me dice que no está bien. Ese hombre no puede
estar bien. Nunca antes, nadie, jamás, me había tratado de esa forma. No me
ha hecho daño y, por supuesto, tampoco ha hecho nada que no me haya
gustado. Pero la rabia que desprendía y el odio que emanaba hacia mí ha
sido demasiado perturbador. Sigo teniendo la sensación de que algo oscuro
y muy siniestro habita en su corazón, y que si todavía conservo algo de
juicio debería de alejarme de él y poner distancia. Que nuestra relación se
cierna, única y exclusivamente, a mi labor profesional.
Pero no consigo dejar de pensar en él. No lo saco de mis pensamientos. Esa
mirada oscura cargada de odio, de rabia. Deslizo la mano derecha por mi
brazo, repasando con la yema de mis dedos las marcas rojizas que me ha
dejado en la muñeca. Su rudeza me ha descolado por completo y, ahora, me
siento extraña. Como si mi cuerpo no me perteneciera a mí del todo.
Pienso en cómo debe de tratar a su hijo y se me encoge el alma. No puedo
evitar sentir lástima por Andrew y por la vida tan solitaria que parecen
llevar. Sin amigos, sin visitas, sin familia y sin relaciones. Siempre pasando
desapercibidos, siempre creando el silencio a su alrededor.
Tom está roto. No he necesitado verle más de dos veces para darme cuenta
de que hace tiempo que algo se resquebrajó en su interior y que nunca
volvió a ser el mismo. Y nunca lo será, por supuesto. Todas esas heridas
que laten en su interior algún día pasarán a ser cicatrices profundas y
delicadas que le transformarán en un nuevo hombre. Uno diferente al que
fue y uno muy distinto al que es ahora. Un Tom que ni él mismo
reconocerá.
Solo espero que ese hombre vuelva a recuperar la capacidad de sonreír,
porque si no es así lo peor de todo lo sufrirá Andrew. ¿Cómo no va a tener
problemas para relacionarse con el resto de los niños? Es evidente que lo
único que está haciendo es imitar el comportamiento de su progenitor. Algo
muy común en los niños de su edad, por supuesto.
Salgo del agua y estiro el brazo para coger mi albornoz. La chimenea sigue
puesta y el ambiente ya se ha caldeado por completo, así que la temperatura
de la cabaña resulta muy agradable.
Me pongo el pijama, caliento un vaso de leche en el fogón y me acerco a la
ventana. Apoyo la frente contra el cristal mientras observo las luces
titilantes que hay en la casa de la colina, en la de Tom. Suspiro y cierro los
ojos en un intento vano por recrear lo que ha sucedido entre nosotros esta
tarde. En realidad, no soy capaz de recordarlo con exactitud. Me sentía tan
confusa y embriaga que los recuerdos son confusos y borrosos.
Siento cómo los párpados se me van cerrando muy lentamente cuando, de
pronto, dos golpes secos contra la puerta de mi casa me hacen saltar por los
aires y derramar parte del contenido de la taza sobre mi albornoz. Maldigo
para mis adentros, apartándola a un lado mientras me pregunto quién
diablos puede querer algo de mí a estas horas.
Desvío la vista hacia la casita de la colina, preguntándome si será él. Tom.
Camino descalza, sintiendo el tacto de la madera fría y desgastada sobre
mis pies justo y abro la puerta con el corazón en un puño.
Me sorprendo al encontrarme a una Susan muy sonriente al otro lado.
—Pues parece que he conseguido sacar a Tom de su rancho y que te repare
las goteras, ¿no?
Yo le devuelvo la sonrisa mientras me hago a un lado para que pase al
interior.
—Sí, ha venido esta tarde y lo ha solucionado —le cuento—. Gracias.
Ella me entrega la bolsa de cartón que lleva en las manos y yo echo un
vistazo al interior.
—Son túperes de comida que le ha sobrado a Sophie —explica, echando un
vistazo a su alrededor.
—Es muy amable por su parte —respondo, sacándolos de la bolsa y
apilándolos sobre la encimera de la cocina.
—Me ha contado que has ido a desayunar a la cafetería esta mañana —
añade—. Tienen el mejor café y la mejor tarta de zanahoria, así que has
elegido bien. Bueno, en realidad… Creo que tampoco hay mucho más
donde elegir. ¿Qué tal en la cabaña? ¿Ya te has habituado a la casa?
Mi sonrisa falsa se ensancha. Me encantaría tener el valor suficiente para
decirle que no y que espero conseguir otro sitio para vivir pronto, pero no
soy capaz. La asertividad es algo que aún tengo que seguir trabajando.
—Está muy bien —miento de forma descarada.
—La verdad es que te está quedando muy bonita… Me gusta el toque
femenino que le estás dando. Un par de muebles más y te quedará de
ensueño.
Yo asiento de nuevo sin estar demasiado de acuerdo con su perspectiva de
“cabaña de ensueño”.
Susan se acerca hasta el cazo del fogón y, con confianza, se sirve una taza
de leche caliente. Se apoya contra la encimera y me mira de reojo,
esperando escuchar algo de mí. El problema es que yo no sé qué quiere
escuchar, así que simplemente me limito a sonreír.
—¿Me lo vas a contar?
¿A qué se refiere?
Por un instante pienso que, quizás de alguna forma incomprensible, intuya
algo de lo que ha sucedido entre Tom y yo. Pero eso no puede ser, ¿verdad?
No tiene sentido. No es posible.
—¿Qué te tengo que contar?
—Qué tal tu primer día, qué sensación te han dado tus alumnos… —me
dice, guiñándome un ojo.
—¡Oh!
Soy incapaz de contener una mueca de asombro. Ella arruga el ceño sin
comprender mi reacción, pero tampoco le da más vueltas al asunto.
—Todo ha ido genial, son maravillosos y la clase parece muy sencilla de
llevar —explico. Supongo que, dada mi joven edad, le preocupará si me las
consigo apañar yo sola o no—. No creo que vaya a tener problemas con
ellos.
—Yo tampoco lo creo —admite.
Me pienso mucho si decir o no lo que estoy a punto de preguntar, pero al
final decido soltarlo.
—El único chico que me preocupa un poco es Andrew.
Lo digo porque, a fin de cuentas, parece que Tom y Susan tiene algún tipo
de amistad. Aunque sea una relación cordial y amable, superficial. Susan
suspira y le da un trago al tazón de leche.
—Ten paciencia con el pobre chico, no es culpa suya…
—Lo sé —me apresuro a aclarar.
Soy de esas personas que piensan que los niños son seres inocentes, en
blanco, cuya personalidad dependerá única y exclusivamente de los
recuerdos positivos que almacenen a lo largo de su infancia. Me preocupa
que ese fondo de recuerdos de Andrew vaya a escasear en exceso y que
vaya a definir de forma irremediable su futuro.
—Esos dos no lo han tenido demasiado fácil —resopla Susan con la mente
muy lejos del lugar en el que estamos—. ¿Sabes que Tom es el padre del
niño?
Yo asiento con la cabeza.
—Son buenos chicos, los dos son buenos chicos —continúa ella, ajena a mi
presencia—. Pero ya sabes, a veces la vida nos da golpes duros de los que
uno no consigue levantarse…
Pobre Andrew, pienso de forma involuntaria. No puedo evitar sentir lástima
por él.
—¿Crees que ese niño es feliz?
—A su manera, sí —me explica—. Vive con su padre, ajeno al mundo y
rodeado de animales. Es un niño introvertido y bastante retraído, pero yo
creo que sí que es feliz… Aunque a la gente le cueste creerlo, Tom es un
buen hombre.
—¿Y por qué le iba a costar a la gente creerlo? —inquiero, pensativa.
Susan sacude la cabeza y, de pronto, regresa a la realidad.
—No importa —me dice—, prefiero no hablar de estos temas tan delicados.
Además, el cotilleo nunca ha sido lo mío.
Sonrío y asiento, dispuesta a cambiar el tema y a dejar de indagar en
asuntos que, realmente, no me corresponden. Susan suspira y se bebe el
resto del contenido de la taza de un trago. Me fijo en ella; es la típica mujer
de pueblo que parece mucho más mayor de lo que es en realidad. Lo más
probable es que tenga cerca de la treintena, pero físicamente aparenta pocos
menos de cuarenta.
El estilo de vida sedentario que lleva la gente en este pueblo hace que
envejezcan mucho antes de lo habitual.
—Debería irme… ¿Necesitas algo? —me pregunta.
Yo niego con la cabeza.
—Pues entonces te dejo descansar, Amanda —se despide—. Nos vemos
mañana.
Le devuelvo el gesto y me quedo observando cómo desaparece por la
puerta.
5

Me cruzo con Tom en la cafetería de Sophie.


Solamente es un encuentro fugaz y fortuito, aunque intuyo que, si acudiera
cada día a la misma hora a este lugar, me lo podría encontrar. Entonces
dejaría de ser fortuito, claro.
Ni siquiera me ha saludado. Ni él, ni Andrew. Tom no saluda a nadie y el
pequeño, directamente, camina con la cabeza gacha y sin mirar al mundo
que lo rodea.
Me siento frente a la barra y saludo a Sophie. Ella no tarda demasiado en
plantarse frente a mí y en ofrecerme un café con leche. Lo acepto, eso y un
trozo de bizcocho de zanahoria. Por supuesto, Susan tiene razón y le queda
estupendo.
Durante un rato, remuevo mi café con aire ausente mientras mi cabeza vaga
muy lejos del lugar en el que estoy. Pienso en la tarde de ayer y en las
manos de Tom, en la forma que tenía de sujetarme de los muslos antes de
penetrarme con rudeza. No puedo sacarme de los pensamientos esa mirada
oscura cargada de odio, de rabia y rencor que desprendía hacia mí y no
puedo evitar preguntarme si es algo que yo provoqué o si él es así con todo
el mundo.
—¿Te estás adaptando bien a Frontriver? —me pregunta Sophie, sentándose
frente a mí y devolviéndome al mundo real.
Sonrío con la mirada perdida tras el ventanal de la cafetería. Ha dejado de
llover y no queda rastro de las tormentas que hubo los días anteriores.
Ahora el sol brilla en lo alto del cielo y en el poblado se respira paz. Ni
rastro del frío, de la humedad, de las goteras y de las bajas temperaturas.
Aunque si he de ser sincera, por las noches la sensación térmica es
increíblemente baja.
—Me estoy adaptando —me río, intentando ser sincera con mi respuesta.
Sophie es una buena chica, eso se ve a la legua.
Es trabajadora y siempre está con una sonrisa en los labios, lo que dice
muchísimo de ella. Descubro en una breve charla que tiene mi edad y que
esa cafetería, en realidad, perteneció a sus padres. Su madre sufrió un leve
infarto hace un año y todavía se está recuperando de ello. Su padre, por
desgracia, falleció hace dos. Desde entonces ella se ha encargado de sacar el
negocio familiar adelante y de sustentar económicamente a la familia, lo
que también dice mucho de su persona. Es luchadora y valiente, mucho más
de lo que yo soy y he sido jamás.
—¿Te apetece hacer algo esta noche? —inquiere Sophie—. Cierro la
cafetería a las siete y a las ocho hay un autocine en el descampado de las
afueras. Creo que a las ocho ponen la película de Grease… Ninguna
novedad, pero es un plan diferente que puede estar muy bien.
—Sí, claro… ¿Por qué no?
Me vendrá bien un plan de “chicas y amigas”.
Antes de venir aquí veía casi a diario a mis amigas y, aún no siendo así,
siempre he tenido una relación tan estrecha con Britney que nunca he
necesitado a nadie más. Mi hermana ha sido mi confidente y mi todo. Mi
persona más cercana y mi incondicional. Así nos llamamos nosotras:
incondicionales. Si me pidiera que saltase al vacío sin plantearme por qué,
lo haría. Me lanzaría de un rascacielos sin dudar porque sé muy bien que
Britney solo me quiere y me desea el bien. Britney, sin duda, es el mejor
regalo que me podían haber hecho mis padres. Quizás, por esa relación tan
especial que tenemos, siempre he tenido claro que cuando formase una
familia no querría tener un solo hijo. Mínimo, serían dos. Todas las
personas de este mundo deberían de tener un hermano con el que compartir
su existencia, alguien que hiciera que jamás se fuera a sentir solo.
—¿Pues te veo aquí sobre las siete? —me pregunta—. Si te parece bien,
puedo invitar a unos pocos amigos.
Me encojo de hombros.
—Claro, ¿por qué no?
Empezaba a pensar que todos los jóvenes de Frontriver habían huido a la
ciudad y que no quedaba ninguno. Me vendrá bien relacionarme con gente
de mi edad.
Me despido de ella diez minutos más tarde y me dirijo al colegio.
Cuando llego, todos los alumnos de mi clase están esperando mi llegada en
fila, en el pasillo que hay frente al aula. Les dedico una sonrisa y un breve
“buenos días” y ellos responden al unísono otro “buenos días, señorita”.
Bueno, todos menos Andrew, que continúa con la mirada clavada en el
suelo. De pronto, se enciende una alarma en mi cabeza. Si no conociera su
historia familiar, podría llegar a pensar que se trata de un chico autista o
algo similar. Pero sabiendo lo que sé y habiendo conocido a su padre… No
lo creo.
Eso sí, tengo muy claro que, si no consigo reconducir la actitud de Andrew
tarde o temprano terminará teniendo muchísimos problemas de
sociabilización y, lo más probable, es que deje los estudios antes de tiempo.
Sí, lo sé: todavía es un niño pequeño y me estoy precipitando. Pero he visto
muchos casos como los de este pequeño y creo que este tipo de problemas
es mejor solucionarlos a una pronta edad y no cuando ya es demasiado tarde
para actuar.
Nada más abrir la puerta, una avalancha de niños entra correteando al aula
para ocupar sus correspondientes pupitres. Andrew no corre, se queda
arrezagado en el último lugar y camina con calma hasta su silla. Hoy, no sé
por qué, me parece que está aún más taciturno que ayer.
Me acerco hasta su mesa y me agacho junto a él para quedar a su altura y
que el resto de los niños no puedan escucharme.
—¿Te encuentras bien, Andrew?
Él me mira sin comprender mi pregunta. Es evidente que no entiende por
qué estoy enfocando mi atención en él. Supongo que, dadas las
circunstancias y siendo este pueblo como es, lo más probable es que todos
hayan pasado del chico y no le hayan dado importancia a su actitud y su
carácter.
—Sí —me dice escuetamente con el ceño fruncido.
—¿Me dejas ver uno de tus dibujos?
Él se queda en silencio, pensativo, mientras cruza los brazos por encima de
su pecho. No quiere enseñármelos, supongo que por vergüenza. Este tipo de
cosas sí que son más normales en los niños de su edad.
—Vale, no pasa nada… No tienes por qué enseñármelos.
Le revuelvo el pelo de forma cariñosa y, al hacerlo, noto cómo se tensa
instintivamente. Algo me dice que no está acostumbrado al contacto y que
su padre es mucho más frío de lo que me imagino. De lo que todos
imaginan.
El día transcurre con normalidad.
A la hora del comedor me uno a Susan y a otro grupito de profesores que
parecen muy simpáticos. Uno es Pett, el profesor de gimnasia. Es un tipo
simpático que ronda los cuarenta años y que tiene un sentido del humor un
poco peculiar. Está divorciado, tiene dos hijas de cuatro y siete años y los
domingos le gusta ver fútbol en la televisión y beber cervezas. Su plan de
vida se reduce a ver pasar los días, uno detrás del otro, mientras va
tachando números en el calendario que hay colgado en su cocina. Es el
prototipo habitual de un hombre divorciado que no acepta su situación y
que no ha recompuesto su vida tras la separación. Si me aventurase, diría
que fue ella la que decidió romper la relación y que él no sabe cómo
gestionar ese cúmulo de sentimientos perdidos que tiene.
—¿Te gusta esto? —me pregunta Pett.
Junto a él está Jolie, la profesora de historia de último curso. Está a punto
de jubilarse, pero desprende un aire juvenil que te invita a ser cercana con
ella.
—No me disgusta —respondo, obviando la verdad.
En realidad, creo que el pueblo en sí no está nada mal. Es pequeño,
acogedor y la gente parece tenerse cariño, respetarse y ser bastante
comprensiva. No he tenido la sensación, en ningún momento, de que se me
tratase de forma discriminatoria por haber llegado de fuera. Sí, aquí todos
me conocen como “la nueva”, pero es cierto que todos han sido muy
inclusivos conmigo y que me lo están poniendo muy fácil.
—¿Sabes? Necesitábamos a alguien como tú por aquí —me dice Jolie,
pillándome desprevenida con el comentario—. A alguien que tuviera
vitalidad y que pudiera aportar un nuevo enfoque en el colegio. Aquí somos
siempre los mismos, haciendo lo mismo.
Me río de forma tonta, agradeciendo el comentario y los buenos ojos que
tiene para mí.
—No sé si podré aportar mucho, pero prometo intentarlo.
Poco antes de que termine el descanso, regreso a mi aula y me permito unos
minutos de paz para llamar a Britney y ponerle al día de mis primeras
sensaciones en Frontriver. Está emocionadísima y es evidente que se siente
muy orgullosa de que su hermana pequeña se haya aventurado a conocer
mundo ella sola. Le hablo del colegio, de los profesores y de Susan.
También sobre la cabaña y lo mucho que me está costando vivir allí, sin
calefacción de gas y todas esas comodidades que antes no valoraba y que
ahora me parecen imprescindibles. Britney promete que el próximo fin de
semana vendrá a verme y me ayudará a organizar eso que tengo que llamar,
forzosamente, “casa”. Yo agradezco el detalle y, por supuesto, acepto la
idea encantada. No hay nada que me apetezca más que tenerla a ella aquí,
conmigo.
Cuelgo la llamada e, instintivamente, miro hacia el pupitre de Andrew.
¿Puede que me esté obsesionando con ese chico? ¿Y si este interés en él se
debe a lo que ha sucedido entre su padre y yo? En realidad, entre Tom y yo
no ha sucedido nada, solamente una repentina explosión sexual. No le
conozco. Y lo poco que le conozco diría que no me agrada en absoluto.
Creo que, en realidad, no es la clase de persona con la que podría llevarme
bien.
Introduzco el brazo bajo el pupitre de Andrew y rebusco entre los papeles
hasta dar con el cuadernillo azul en el que le suelo ver dibujando. Lo abro
por las primeras páginas y me quedo ensimismada contemplando lo que
dibuja.
—Dios…
No son dibujos demasiado extraños, pero sí muy oscuros. La mayoría de los
niños colorean lo que pintan o dejan los huecos, vacíos, en blanco. Andrew
los ha repasado con el lapicero hasta dejarlos negros. Deslizo la yema de mi
dedo índice por el tejado de una casita que ha pintado. Junto a ella está él y
un caballo o, quizás, un perro muy grande. Es el típico dibujo familiar que
cualquier niño dibujaría, a diferencia de que él se ha proyectado en soledad;
sin su padre, sin su madre, sin nadie. Paso un par de páginas y me doy
cuenta de que la mayoría son bastante semejantes al primero. En algunos ha
dibujado animales en la montaña, pero todos son bastante parecidos al que
acabo de ver.
Me preocupa mucho este niño. Y aunque el resto del profesorado ignore el
problema, sé que en el fondo también son conscientes de su existencia. Me
prometo a mí misma que la siguiente vez que me cruce con ese vaquero
arrogante hablaré seriamente con él, aunque me cueste o intente esquivar el
tema de conversación. Creo que Andrew necesita sociabilizarse más con el
resto de los compañeros y que eso es primordial para que se desarrolle de
forma óptima.
Empiezan a llegar los primeros alumnos al aula cuando, de pronto, tengo
una idea.
—Esperad todos junto a la pizarra —ordeno, frotándome las manos
mientras intento organizar los pensamientos que rondan mi cabeza.
Sin demorarme más, empiezo a mover pupitres y a colocarlos todos en fila.
Algunos de los niños, sorprendidos, me preguntan qué es lo que ocurre.
Otros murmuran en voz baja que la profe se ha vuelto loca. Yo me río hasta
que, por fin, consigo terminar de recolocar todas las mesas hasta forma una
“U” perfecta que invade el fondo y las paredes laterales del aula. He puesto
el pupitre de Andrew colocado en el centro de forma estratégica, y junto a
él he sentado a los dos niños más extrovertidos de la clase. Puede que mi
equivoque, pero creo que esto ayudará a que el niño empiece a relacionarse
con los demás y deje de marginarse de forma voluntaria.
6

Sophie echa el cierre exterior de la cafetería y se saca una cajetilla de


tabaco. Se enciende un cigarrillo y le da una larga calada antes de apoyar la
espalda contra la pared de la fachada. Entre caladas, suspira.
—Me han dicho que te estás adaptando bastante bien en el colegio… —
murmura con voz cansada.
Parece agotada y eso, inconscientemente, me hace sentir cierta culpabilidad.
Sophie se despierta de madrugada, pone en marcha el local y no descansa
un solo segundo hasta que echa el cierre por la noche. Puede que tengamos
la misma edad —o, al menos, una edad bastante cercana—, pero tengo muy
claro que ha experimentado y sufrido mucho más que yo. Nunca jamás
había conocido a nadie tan trabajador como ella. Es increíble como, cuando
no te queda más remedio, sacas adelante todo cueste lo que cueste.
—Voy poco a poco —admito—. Tienes que estar agotada, ¿no? Tantas
horas en la cafetería…
Me fijo en ella y la repaso de arriba abajo.
Hasta este momento siempre la había visto con el delantal de flores y el
cabello recogido en un moño alto, sin dejar un solo mechón campando a sus
anchas. Ahora está diferente, se ve diferente. Parece más joven, más libre,
más ella. Es como si, al quitarse el disfraz que se pone todas las mañanas,
se permitiera volver a sentir, a ser, a querer. Sin obligaciones, sin
responsabilidades. Simplemente Sophie. Es increíble lo mucho que puede
cambiar una mujer con el simple acto de soltarse el cabello.
Va vestida con un top negro, unos vaqueros ceñidos y una chaqueta de
cuero. No hace frío, pero tampoco calor. Me da la sensación de que va muy
ligera de ropa y que, si yo fuera ella, estaría temblando de pies a cabeza.
Pero Sophie no parece inmutarse ni sentir una preocupación real por la
temperatura ambiente.
—Estoy acostumbrada —me dice.
Y aunque pronuncia esas palabras, su mirada dice una cosa muy diferente.
Denota el cansancio real, el que se empeña en esconder detrás de esa
enorme y ruda coraza que ha puesto alrededor de su corazón.
—Deberías cogerte unas semanas de vacaciones… Al menos, unos días.
Ella se ríe tontamente, como si yo acabara de decir una enorme estupidez de
la que no soy ni siquiera consciente.
—No puedo cogerme unas semanas de vacaciones, Amanda —me dice,
justo antes de darle una última calada al cigarrillo—. Ni siquiera puedo
cogerme un fin de semana. Y, si por un casual lo hiciese, tengo claro que
sería para cuidar de mi madre. Por aquí las cosas no son tan sencillas como
parecen ser…
—Ya me lo imagino —le digo, encogiéndome de hombros.
Soy consciente de que cada persona en este mundo tiene una mochila a su
espalda cargada de pedruscos, pero algo me dice que la de Sophie pesa
demasiado para que sea ella sola la que la cargue encima. Compartir cargas
vuelve la vida más ligera y reduce la intensidad de las preocupaciones.
Pero ella no tiene a nadie. Ahora que la veo frente a mí, me doy cuenta de
que no solamente se ha quitado el delantal y se ha soltado el cabello.
También ha dejado dentro de la cafetería esa sonrisa falsa y amable que
tiene para todos, como si fuera eternamente feliz y los problemas jamás le
afectasen. Ahora su rostro transmite cansancio y dolor. Realidad.
—¿Vamos a ir al autocine?
—Podemos saltárnoslo e ir directamente al bar de copas que hay junto al
estadio —dice, rebuscando en los bolsillos de su chaqueta hasta dar con la
llave del coche—. La verdad es que he visto Grease muchas veces.
Yo me encojo de hombros.
—¿Y el plan cual va a ser?
Y entonces, sí. Una sonrisa fluye en su rostro.
—¿Emborracharnos y olvidarnos del mundo?
—Me parece un buen plan —respondo, devolviéndole la sonrisa.
Nos subimos cada una a nuestro coche. Yo la sigo de cerca para no
perderme, aunque, en realidad, perderse en Frontriver es imposible. El
pueblo es pequeño y todos los caminos rodean los mismos senderos.
Aparcamos en una explanada que hay frente al estadio y recorremos el
camino de arena y piedra que lleva hasta el pub de la esquina. En Frontriver
se olvidaron de asfaltar las carreteras, así que en dos días mi pobre coche ya
tiene la suspensión destrozada.
Me sorprendo al comprobar que en el bar hay muy buen ambiente. Para ser
Frontriver y un día cualquiera de entre semana, hay gente. Sophie conoce a
todo el mundo, así que nada más llegar se pierde entre la multitud. Un par
de personas se acercan a mí para presentarse. Yo no sé quiénes son, pero
por aquí todos han debido de cuchichear a mis espaldas y ya saben que soy
“la nueva”. Un chico, Walker, se queda mirándome de forma descarada y
me invita a una cerveza. Yo acepto porque no tengo otro plan mejor y
porque Sophie ya ha desaparecido de mi campo de visión para jugar una
partida de billar al fondo del bar.
Hablamos del pueblo y de la vida, en general. No entramos en demasiados
detalles, porque, aunque se ha lanzado a hablarme, no parece un chico
demasiado extrovertido. Es más, me da la impresión de que es bastante
tímido o de que yo le intimido bastante. Cualquiera de las dos opciones
puede ser válida.
Dos cervezas después, se me suelta la lengua y me siento mucho más “yo”.
Más liberada.
—Frontriver no está mal, pero…
Él entorna los ojos, mirándome con un gesto divertido.
—¿Acabas de llegar y ya vas a ponerte a criticar? Ten cuidado con lo que
dices o te echamos del pueblo —me amenaza, bromeando.
Yo le propino un codazo juguetón.
—Es que sois demasiado aburridos. ¿Aquí no organizáis fiestas? ¿No os
vais de compras? ¿Cómo narices pasáis vuestro tiempo libre?
Walker suelta una carcajada que asciende hasta sus ojos. Centellea su
mirada mientras medita sobre qué responder. En el exterior ha empezado a
llover de nuevo, de golpe y sin previo aviso. Nosotros estamos sentados
junto al ventanal de la esquina, el único que concede cierta intimidad. Nos
hemos quedado en este rincón porque sentía que desde aquí conseguía
esquivar gran parte de las miradas curiosas que se habían desviado en mi
dirección.
—Pasamos el tiempo en el campo, como buenos tejanos que somos —se
ríe, medio en broma y medio en serio—. El resto nos parece aburrido e
innecesario.
Todas las bromas se sueltan con una base importante de realidad. El
porcentaje de la misma que se oculte en ella solo lo conoce quien pronuncia
la frase.
—Ya veo… ¿Y siempre llueve tanto por aquí? —inquiero sin ocultar mi
desagrado—. Pensé que volvería más morena y que me cansaría de sentir
los rayos de sol sobre mi piel.
—Te vas a cansar, los veranos por aquí son secos y duros… —me cuenta
Walker, desviando la vista en dirección a las gotas de lluvia que se
proyectan de forma continua sobre el cristal—. Pero has llegado en época
de tormentas. Suelen durar un mes, como mucho. Y después todo vuelve a
la calma y a la normalidad.
Resoplo, resignándome. ¿Qué otro remedio tengo?
Me saca otro botellín de cerveza y decido que es el último antes de irme a
casa. Empiezo a sentirme mareada y, si he de ser sincera, también estoy
bastante cansada. Observo a Sophie de fondo, que continúa jugando al billar
con sus amigos mientras ingiere una cerveza detrás de otra, sin límites.
Desmelenada, riéndose, bailando y divirtiéndose como si el mundo hubiera
desaparecido. Parece otra persona a la que estos días he visto detrás de la
barra. Una completamente diferente y… libre. Parece libre.
Me bebo la cerveza casi de un trago y me despido de Walker con rapidez. El
parece reacio a dejarme escapar, pero al ver mi convicción no tiene más
remedio que resistirse y despedirse de mí. Me pregunta cuándo volveremos
a vernos y le respondo que no lo sé. Me resulta curioso que no me pida mi
número de teléfono, aunque intuyo que se debe a la escasa cobertura que
tienen en este maldito y recóndito lugar. Estar en Frontriver es como
retroceder en el tiempo, a esa época en la que los vaqueros se amenazaban
con escopetas sobre los hombros cuando un forajido se aventuraba a pisar
sus terrenos.
Aquí el más rico no es el que más ceros tiene en su cuenta bancaria, sino
aquel que posee el rancho más grande y el mayor número de vacas y
caballos. Por lo que me han dicho, Tom se lleva el título por goleada. Hace
años que no participa en las ferias y en los rodeos, pero antaño debía de ser
el mejor del condado. Cuanto más me hablan de la persona que fue, más
lástima siento hacia él. La gente buena nunca debería sufrir este tipo de
tragedias, y menos aún los seres inocentes como Andrew, que aún no han
tenido la oportunidad de conocer la bondad del mundo cuando reciben su
primer golpe fuerte.
La vida, en ocasiones, puede ser demasiado injusta. Pero quiero pensar que,
tarde o temprano, la balanza siempre termina equilibrándose para que la
rueda siga girando sin parar.
Me despido de Sophie, que está casi tan borracha como yo y me da un
fuerte abrazo de despedida como si no fuera a volver a verme. O, mejor
dicho, como si sintiera lástima hacia mí.
Y puede que lo sienta. A fin de cuentas, si yo hubiera nacido en un
pueblucho alejado de la mano de Dios como Frontriver mi único
pensamiento sería: ¿cómo diablos me las ingenio para escapar de aquí e
integrarme en la civilización? Pero lo mío es al revés. Totalmente
incoherente. Yo soy la nueva, la que vivía en una gran ciudad y ha
terminado en una cabaña en la que la cobertura es un privilegio inexistente
y donde aún se cocina con gas y cerillas. Lo más probable es que Sophie se
esté preguntando… ¿Qué hace aquí? ¿Por qué ha venido a este maldito
pueblo? ¿Por qué no retrocede en lugar de seguir ascendiendo y escalando
peldaños?
Y, si he de ser sincera, a ratos yo también me lo pregunto y me cuesta
entenderlo.
Espero que, cuando Britney venga a verme, todas estas dudas se disipen y
retome ese pensamiento pensativo tan necesario para enfocar bien las cosas
y recordar qué es lo que estoy haciendo aquí. Mi propósito es formarme,
trabajar y continuar creciendo como profesional de la educación. No
muchos universitarios que recién terminan su carrera tienen una
oportunidad laboral como la que me ha surgido a mí, así que debería
aprovecharla sin titubear.
Me lanzo al sendero de arena, que a estas alturas se ha transformado en una
piscina de barro. Lo recorro intentando esquivar los charcos más profundos
sin demasiado éxito, porque para cuando llego al coche estoy hundida de
pies a cabeza y el barro ha traspasado mis deportivas y ha conseguido llegar
hasta mis gruesos calcetines.
Arranco el motor, temblorosa. Me he destemplado y las manos me tiemblan
sin control. Enciendo las luces anti nieblas antes de comenzar a circular en
dirección a la cabaña mientras cuando un trueno ruge con fuerza sobre mí,
provocándome un mal presentimiento. Tormenta y, para rematar, eléctrica.
Las tormentas nunca me han disgustado siempre y cuando pudiera verlas
desde el interior de mi hogar, resguardada y calentita junto a una chimenea.
Además, tengo pánico a los tornados y cuando entra un temporal fuerte,
instintivamente pienso en ellos.
No recuerdo muchos sueños de mi infancia, pero recuerdo una pesadilla que
me trastornó durante mucho tiempo noche sí y noche también. Era horrible
y durante años me desperté llorando, asustada. Recuerdo que mi madre
consideró la idea de buscarme un psicólogo muy seriamente, aunque al final
la desestimó y optó por meterme en su cama. Dormir junto a ella y sentir su
relajada respiración me proporcionaba una sensación de paz indescriptible
que remitía de forma inmediata el pánico que mi pesadilla me causaba.
Soñaba —no recuerdo muy bien la razón— con un terrible tornado que
azotaba la ciudad y se llevaba por delante a todas las casas de mi barrio.
Britney y yo nos metíamos debajo de mi cama y nos agarrábamos de las
manos con mucha fuerza, con los ojos cerrados y el corazón palpitando tan
desbocadamente que podía sentir como, en cualquier instante, explotaría mi
pecho. Podía notar el miedo de Britney en sus manos sudorosas o en la
forma en la que tarareaba una canción para amortiguar, sin ningún éxito, el
sonido de los cimientos que se iban cayendo sobre el colchón de la cama.
Aferro el volante con rudeza entre mis manos hasta que el rosado de mi piel
desaparece y se torna blanco. Si me concentro, puedo experimentar la
realidad con la que sentía esa pesadilla. El silbido del viento, aullando,
acechando. La fuerza con la que arrancaba de cuajo aquello que, desafiante,
se creía con la arrogancia de plantarle cara. Puedo oler mi miedo, su miedo.
El calor de la orina que se deslizaba por mis piernas impregnando la madera
del suelo y mis pantalones. Puedo sentir cómo las piernas me temblaban sin
control mientras contaba los segundos que faltaban para que mi vida llegase
a su final. Una de las patas del somier cedía ante la fuerza de los restos del
tejado que soportaba sobre el colchón. También soy capaz de rememorar el
dolor agónico que sentía cuando mi pierna quedaba aplastada bajo las
maderas que, en un tiempo mejor, habían servido para mantener la
estructura de nuestro hogar. Y el olor metálico de la sangre. Nunca pensé
que la sangre pudiera tener un olor tan característico, tan intenso. Sentía
cómo las palpitaciones de mi corazón se aceleraban todavía más. Lo último
que escuchaba antes de que todo se volviera negro, era el sonido tétrico que
arrasaba las entrañas de mi hermana justo antes de que la viga principal del
dormitorio se cerniera sobre nosotras con la intención de tentar las leyes de
la física y hacer puré hasta el último de los huesos que componían nuestros
esqueletos.
Y entonces, me despertaba. Llorando, empapada en sudor y en orina.
Recuerdo que mi madre me abrazaba con fuerza, estrechándome entre sus
brazos mientras ronroneada en mi oído que todo había sido un sueño y que
no tenía de qué preocuparme, que todo iba a salir bien.
De pronto, un crujido ensordecedor resuena a mi alrededor y regreso a la
realidad en el preciso instante en el que un rayo parte un tronco frente a mí,
provocando un temblor que sacude la carrera sin asfaltar por la que estoy
circulando. Pego un frenazo instintivo que provoca que mi coche derrape
sin control. Cierro los ojos, asustada, hasta que termino estrellándome
contra el tronco que ha caído derribado. El cinturón de seguridad retiene mi
cuerpo, provocándome un ligero dolor en la zona de mis costillas. Cuando
abro los ojos me doy cuenta de que el capó de mi coche ha quedado hecho
un acordeón contra el tronco derribado. Maldigo para mis adentros mientras
salgo al exterior, sintiéndome absurda. Aún me queda, como poco, un
kilómetro para llegar a la cabaña. No tengo paraguas, son las once de la
noche y hace un frío terrible. Como no era de esperar, tampoco tengo
cobertura.
—¡Genial, Amanda, genial! —suspiro, tapándome el rostro con ambas
manos con la absurda idea de desaparecer del mundo.
¿Pero en qué maldito momento decidí que venir a Texas era una idea
brillante? ¿Cómo he terminado aquí, anclada en mitad de la nada?
Siento cómo las lágrimas calientes comienzan a derramarse con lentitud por
mi rostro y cómo la frustración se apodera de mí.
Tengo un coche destrozado, una tormenta sobre mi cabeza, más de un
kilómetro de recorrido encharcado hasta llegar a mi casa y ni siquiera un
triste paraguas con el que resguardarme. Estoy a punto de empezar a gritar
como una loca cuando, de pronto, veo unos focos de luz que se acercan
lentamente hacia mí por el sendero.
7

No he podido evitar ponerme a saltar en mitad del camino, como una


auténtica pirada. Veo cómo el todoterreno se acerca con lentitud hacia mí y
yo grito, moviendo los brazos de forma exagerada para captar su atención.
En realidad, sería imposible que no me viera, porque para continuar
circulando tendría que pasarme por encima. El todoterreno se detiene con
brusquedad, frente a mí. Un alivio instantáneo me recorre de pies a cabeza.
—¡He tenido un accidente y…! —comienzo, alzando la voz para que el
conductor del vehículo pueda escucharme.
Entonces se baja.
Veo sus botas de montaña hundiéndose en el barro y levanto la mirada hasta
chocar contra sus profundos e imponentes ojos oscuros. Tom…
—¿Qué ha pasado? —pregunta con ese tono de voz distante, frío y
calculador.
Yo siento cómo se me forma un nudo en la garganta y trago saliva en un
intento vano por deshacerlo. No sé qué diablos desprende este hombre, pero
siempre se las apaña para dejarme sin palabras y acelerarme el pulso.
—Un rayo ha partido el tronco del árbol…
—¿Y en qué narices pensabas para haber terminado chocando de bruces
contra él, Amanda? —me recrimina con un mal tono de voz, casi con rabia
—. ¿Es que no miras por dónde vas o qué?
La verdad es que, en el momento del accidente, iba absorta y bastante
distraída. Me merezco la recriminación, aunque me choca que venga por su
parte. ¿Por qué le importa tanto lo que me pase o lo que yo haga?
Me froto las manos contra el pantalón mientras siento cómo mi cabello
gotea, empapado. Estoy hundida de pies a cabeza y muerta de frío. Tiemblo
sin control y lo único que quiero en estos instantes es darme un baño
caliente que me ayude a entrar en calor.
Tom me rodea, pasándome de largo para dirigirse a mi coche.
—¡Métete en el todoterreno! —me ordena con voz autoritaria, de mal
humor.
Yo me quedo paralizada unos segundos, pero obedezco su orden y me
apresuro a entrar en el vehículo por el asiento conductor. La calefacción
está encendida, así que pego las manos al radiador del salpicadero mientras
veo cómo Tom intenta arrancar, sin éxito, mi pequeño y preciado coche.
Algo me dice que después de este accidente no volverá a ser el mismo.
Al final, desiste y regresa al vehículo. Me quedo mirándole de forma
descarada, observando cómo las gotas de agua resbalan por su frente. La
camisa de cuadros se ha adherido a sus brazos, marcando sus musculados
bíceps. Sus manos aferran el volante y, al hacerlo, yo no puedo evitar
recordar cómo me agarraban a mí. Cómo sus dedos se hundían en mi piel
cuando me levantaba para penetrarme, tocarme, sentirme. Un calor ardiente
asciende por mi vientre y yo me esfuerzo por sacudir esos pensamientos de
mi cabeza y volver a la realidad.
—¿Cómo piensas ir a trabajar mañana si no tienes coche? —pregunta—. ¿Y
se puede saber de dónde vienes a estas horas?
Yo no sé qué responder. En realidad, ¿tengo necesidad de hacerlo? ¿Le debo
algún tipo de explicación?
—Venía de tomar algo y me ha pillado la tormenta —respondo
escuetamente.
Tom pone el coche en marcha y rodea el charco para esquivar el tronco
caído —y mi coche, por supuesto—.
—¿Has cogido el coche después de haber bebido? —pregunta con el tono
de voz irritado, cargado de odio.
Él siempre está cargado de odio y de rabia, como si no fuera capaz de
sonreír y de dejarse llevar por la vida. Como si, constantemente, tuviera que
estar sacando el lado negativo de todo aquello que le rodea porque estar de
buen humor implicaría, de forma inconsciente, ser feliz. Y eso no se lo
puede permitir.
—Solamente he tomado un bar de cervezas… —murmuro y, al hacerlo, me
doy cuenta de que la lengua me patina ligeramente.
Puede que sí que esté un poquito ebria, pero estoy segura de que mi falta de
reflejos no ha tenido nada que ver el accidente. Qué va. Han sido los
fantasmas del pasado los que lo han causado.
—Tom… ¿Dónde está Andrew? —pregunto de repente al acordarme del
niño.
Son casi las doce de la noche.
—En casa, durmiendo.
Suspiro profundamente y me relajo al comprobar que, en el fondo, no es tan
mal padre como cabía imaginar.
—¿Tienes a alguien que te ayude con él?
Es estupendo que no estén ellos dos solos. A fin de cuentas, que Andrew
tenga otra figura en la que apoyarse es importantísimo. El niño se merece
un poco de normalidad.
—No. Somos solo él y yo.
Lo dice secamente y de malas formas, como si estuviera entrometiéndome
donde nadie me llama.
—Entonces, ¿quién se ha quedado cuidándole?
El silencio inunda el habitáculo del coche. Tom no responde y empiezo a
ponerme nerviosa con la ausencia de respuesta. En otra situación, hubiera
optado por no intervenir… Pero en esta ocasión me envalentono a causa de
las cervezas de más que me he tomado.
—¿Has dejado al niño solo? —pregunto, casi gritando.
De fondo, veo mi cabaña. Estamos a punto de llegar.
Él continúa sin responder y, entonces, exploto.
—¡Eres un auténtico irresponsable! —grito, como si no me importara las
consecuencias que pudiera tener tras hablarle de esta forma al padre de uno
de mis alumnos—. ¡Un padre nefasto! ¿Te das cuenta de que lo que acabas
de hacer es un delito? ¿De qué no puedes dejar a un menor de seis años solo
en casa?
—Relájate, Amanda… —me dice, y en ese momento me doy cuenta de que
estoy levantando la voz y de que él, en cambio, ha suavizado su tono y por
primera vez me habla bien.
—¡Dios mío, Tom! ¡Solamente tiene seis años!
Pega un acelerón y derrapa justo frente a la cabaña, parando el todoterreno
con el freno de mano.
—Sé perfectamente que solamente tiene seis años, Amanda —me dice en
voz baja, conteniéndose. Algo ha cambiado en él. No entiendo qué, ni por
qué, pero puedo notar ese cambio de actitud incluso en su mirada—. Te
agradezco que te preocupes por Andrew, pero es mi responsabilidad, no la
tuya.
Estoy a punto de replicar y de pegarle otros cuatro gritos para dejarle muy
claro lo que implica tener una responsabilidad como Andrew cuando, sin
previo aviso, me besa. Sus labios presionan los míos con rudeza y su lengua
se abre paso en mi interior, provocándome un escalofrío familiar. Ese que
siento siempre cuando Tom está cerca de mí. Ese que no puedo controlar.
Me aprisiona contra la ventana y continúa besándome de esa forma tan
ruda, tan salvaje. Es curioso, porque a una parte de mí le encanta y a otra le
sigue dando mucho miedo. Esa faceta de Tom es un tanto siniestra…
Bueno, en realidad, Tom en sí es un tanto siniestro.
Su mano se introduce por debajo de mi camiseta para tocarme los pechos.
Lo hace con fuerza y desesperación, como si ansiase más e intentase
obtenerlo sin miramientos. Yo noto el calor, la excitación y el morbo. No
puedo evitarlo. Me encantaría no hacerlo, poder apartarme y conseguir
poner distancia entre nosotros. Pero no soy capaz. No puedo hacerlo. Tom
consigue cortocircuitar el sistema neurológico de mi cerebro solo con el
simple hecho de rozarme con un dedo.
—¿Papá? ¿Papá, estás ahí?
La voz de Andrew me devuelve a la realidad. Tom se aparta de mí de un
salto y coge el teléfono móvil del salpicadero. No, no es un móvil. Es un
walkie-talkie.
—¿Papá? ¿Estás ahí?
—Estoy aquí, hijo —responde, dándose prisa—. ¿Te has despertado? Corto.
—Sí, papá, me he despertado —responde Andrew con voz adormilada—.
¿Has conseguido salvar a Traicy y a su bebé?
—Sí, no te preocupes por ellos. Están los dos bien… Y recuerda que tienes
que decir “corto” siempre que termines de hablar.
Escucho a Andrew suspirar al otro lado de la línea.
—Vale, sí… Claro… ¿Mañana podremos ir a ver al ternero? Corto.
Una sonrisa de oreja a oreja ilumina el rostro de Tom y me doy cuenta de
que es la primera vez que le veo así, feliz. Sonriente. Por lo general, el
cowboy nunca borra ese ceño fruncido y ese gesto de pocos amigos que
espanta a todo el que le rodea.
—Mañana iremos a la granja de los McKenzie a verle, te lo prometo —
asegura—. Pero ahora duérmete, yo llego a casa en cinco minutos. Corto.
—Vale, papá —dice, y una vez más se le olvida añadir eso de “corto”.
Nos quedamos mirándonos unos instantes, en silencio. Él ya no sonríe, pero
yo sí.
¿Así que el insensible y terrible cowboy tiene corazón y ha ido a ayudar en
un parto? ¿A salvar animales? Esto sí que no me lo esperaba.
—Andrew se ha despertado y me tengo que ir, Amanda —me dice con voz
ronca—. Suele dormirse solo, pero… Por si acaso.
—Sí, claro —me apresuro a responder mientras el recuerdo de sus labios
presionando los míos se comienza a difuminar en mi memoria.
Él continúa con la mirada clavada en mí. Se muerde el labio inferior y
suspira.
—Amanda… Tienes que salir del coche o no podré marcharme.
—¡Oh, sí, claro! —exclamo, sintiéndome absurda.
Me quito el cinturón y me apresuro a salir al exterior, a la intemperie. Estoy
a punto de murmurar un leve “buenas noches” cuando, sin previo aviso,
arranca y se introduce en el sendero que asciende colina arriba.
Yo me quedo bajo la lluvia. Estoy calada de pies a cabeza, así que tampoco
siento la llovizna con fuerza.
No sé por qué, pero me quedo aquí plantada, esperando y observando cómo
las luces del todoterreno ascienden hasta la cima y se apagan cuando ya
están próximas al rancho. Un minuto más tarde, la luz del interior de la casa
se prende.
Puede que me esté equivocando con Tom. Puede que, en el fondo, sí que
tenga un buen corazón y que lo único que necesite es alguien que le ayude a
recomponerse del golpe que recibió. No lo sé. Sea como sea, sé que yo no
seré esa persona.
Me adentro en mi casa de nuevo y, sin perder el tiempo, me pongo el pijama
más calentito que tengo y me marcho a dormir. Necesito recuperar fuerzas.
8

Son las seis y media de la mañana cuando me despierto sin saber muy bien
cómo acudiré hoy a trabajar. El día que me mudé a la cabaña me pareció
que, en parte trasera de la misma, había una bicicleta vieja y roída que
quizás pudiera servirme durante los próximos días, al menos hasta que
consiga volver a poner en marcha mi coche. La verdad es que aún no he
salido a comprobar que no tenga las ruedas pinchadas y que los pedales
funcionen correctamente.
“Mi coche”. Pensar en él me provoca un instintivo sentimiento de angustia.
Tengo que llamar a una grúa, mandarlos a un taller —y, la verdad, ni
siquiera sé si en Frontriver hay talleres— y solucionar el desastre antes de
que vaya a peor. Además, en un sitio como este el vehículo es total y
completamente necesario. La mayoría de los pueblerinos se mueven en
motocicleta o con tractores, pero yo no pienso cambiar mi pequeño práctico
coche por un trasto arcaico que hace ruido y no pasa de los veinte
kilómetros por hora.
Dos golpes secos contra la puerta de mi casa me hacen pegar un respingo
por los aires, sorprendida. Miro mi reloj con el corazón acelerado mientras
me pregunto quién diablos será a estas horas. Son las siete menos cuarto de
la mañana, demasiado temprano para cualquiera. Incluso para mí.
Abro la puerta y, tras ella, me encuentro al cowboy y a su hijo. Tom está…
guapísimo, ¿para qué voy a negarlo? Desprende algo que es capaz de
volverme loca. Algo que me encanta. Puede que sea su rudeza, no lo sé.
Nunca jamás me había tropezado con alguien tan misterioso y poco
carismático como él.
—¿Te puedes quedar con Andrew un rato? ¿Diez minutos? —pregunta con
voz pasiva, como si en realidad le diera igual mi respuesta.
No parece que me esté pidiendo un favor.
—Voy a intentar mover el tronco de la carretera y traer tu coche hasta aquí
—me dice, dejándome claro que, en realidad, el favor me lo va a hacer él a
mí—. Después, si quieres, te llevo al colegio.
Su arrogancia me desespera.
Tengo ganas de decirle que no, que no es necesario y que me las podré
apañar yo sola. Pero en el fondo sé que me vendría genial que me llevase a
trabajar y no tener que caminar más de la cuenta o arriesgarme a ir en
bicicleta y que, a la vuelta, me pille otro potente chaparrón como los de
estos días.
—Sí, claro, me quedo con Andrew —le digo, haciéndome un lado para el
chiquillo pase al interior de la cabaña—. ¿Has desayunado, cielo?
El pequeño sacude la cabeza de lado a lado y yo le dedico una sonrisa
amable.
—Pues vamos a ver si solucionamos eso…
Cuando me quiero dar cuenta, Tom ya se ha marchado.
Cierro la puerta y me quedo en casa con el pequeño, preguntándome si
realmente será capaz de mover el tronco caído y mi coche en diez minutos y
en estar de vuelta. Reviso el reloj de mi muñeca; puede permitirse
demorarse un poco más, pero tampoco demasiado si no pretende llegar
tarde al colegio.
Le pongo a Andrew un vaso de leche y unas galletas. Puede no sea el
desayuno más saludable, pero no tengo mucho más que ofrecerle. Me digo
a mí misma que esta tarde debería dedicarme a hacer una compra en
condiciones y llenar los armarios de provisiones, pero después vuelvo a
recodarme que estoy sin coche y que volver cargada de bolsas hasta el fin
del mundo no es una opción práctica ni factible.
Mientras el pequeño desayuna, yo aprovecho para ponerme unos vaqueros y
una camiseta básica. Tengo el pelo encrespado por la humedad de ayer, así
que me lo recojo en una cola de caballo alta y me lavo la cara con la
intención de desperezarme. Me quedo mirando la imagen que me devuelve
el espejo y me doy cuenta de que las ojeras me han empeorado
notablemente y de que no tengo demasiado buen aspecto. Desde que llegué
a Frontriver no he conseguido conciliar el sueño con normalidad. Es más,
creo que no he dormido más de dos horas seguidas.
Me digo a mí misma que este fin de semana —si Britney no viene, claro—,
lo aprovecharé para dormir y recargar pilas. Lo necesito, por supuesto.
—Señorita… —me dice Andrew, que ha aparecido en el umbral del baño
—. ¿Hoy no tenemos que ir al cole?
—Sí, Andrew. Sí que tenemos que ir al colegio —le respondo, justo antes
de revolverle el cabello rubio—. ¿Te gusta ir a clase?
Él se queda mirándome, pensativo.
—Papá dice que es necesario para aprender.
—Es muy necesario —respondo con seguridad—. Papá tiene mucha razón.
Me sorprende la respuesta de Andrew. La mayoría de los niños suelen
responder con un “no” o un “sí” rotundo. No hay términos medios ni
resignaciones. Son demasiado pequeños para comprender que es algo
necesario, así que su respuesta suele ser más básica y primaria. O es un “me
gusta porque me lo paso bien y me divierto” o es un “lo odio y no quiero ir
al cole nunca más”. Me sorprende lo práctico que es Andrew. Desde luego,
debo admitir que es un chico muy inteligente. Eso es indiscutible.
—¿Qué quieres ser de mayor, Andrew?
Él se encoge de hombros y yo me agacho hasta quedar a su altura. Me
siento en el suelo y apoyo la espalda contra la pared. Soy de esas personas
que piensan que a los niños hay que tratarles desde su propia perspectiva,
para que siempre se sientan iguales y nunca inferiores a los adultos.
—¿No sabes lo que quieres ser de mayor?
—Quiero cuidar de los animales —responde con convicción, y al
escucharle decir eso sonrío.
—¿Veterinario, por ejemplo?
Él asiente con la cabeza y yo sonrío.
—Pues para ser veterinario hay que ir al colegio, divertirse y estudiar
mucho. ¿Vale?
Andrew repite el gesto, conforme con lo que le estoy diciendo. Es un chico
muy sencillo y está bien educado, me gusta.
Me siento con él en la mesa, dispuesta a tirarle de la lengua un poco más.
Me he dado cuenta de que en el colegio es un niño muy introvertido, pero
que si está a solas no tiene demasiadas dificultades para expresarse y
relacionarse. Supongo que le será más fácil hacerlo con adultos que con
niños, porque es a lo que está acostumbrado.
—¿Vives solo con tu papá?
Ya conozco la respuesta, pero me parecía un buen hilo del que tirar para
poder obtener más información.
—Sí, vivimos solo con Dante y el resto de nuestros animales. ¿Quieres
venir un día a conocer a Dante? —me dice, ilusionado.
Me sorprende ver a Andrew de esta forma, tan abierto y dispuesto a
compartir. En el colegio, cuando el resto de los niños están delante, suele
ser mucho más tímido. Muchísimo más.
—Claro que sí. ¿Quién es Dante?
—Mi caballo. Papá me lo compró para mí y ahora es mi compañero y mi
amigo.
—Me parece estupendo —respondo, pensando que esta parte que estoy
conociendo de Andrew es muy positiva y me deja un poco más tranquila—.
Me encantará conocer a Dante.
Escucho el sonido de un motor aproximándose a la cabaña y me apresuro a
asomarme a la ventana para ver qué es lo que está sucediendo ahí afuera.
Tom ha remolcado mi coche y lo ha arrastrado hasta aquí gracias a su
todoterreno.
Le digo a Andrew que nos tenemos que marchar y le insto a ponerse el
abrigo. El niño, una vez más, obedece sin rechistar.
Son un dúo curioso, aunque algo me dice que incluso con sus rarezas ambos
parecen bastante fáciles de querer. De coger cariño. Cuando me subo al
todoterreno del cowboy soy consciente de que mi mente, desde que llegó a
Frontriver, solamente vaga pensando en él. En ellos. Me estoy
obsesionando y eso no es bueno, para nada bueno. Tengo que empezar a
desconectar y a centrar mis pensamientos en cosas más productivas o en
otro tipo de proyectos.
—Señorita, ¿puedo decirle al resto de los niños que he estado en tu casa
hoy?
—Claro que sí… —respondo con una sonrisa de oreja a oreja—. Puedes
contarles, si quieres, que hemos desayunado juntos.
Por lo general no me haría ninguna gracia porque no me gusta que se crean
que hay favoritismo entre unos y otros alumnos, pero en este caso me
parece bien. Si esto sirve para que Andrew se abra y comparta algo con el
resto de los niños, ya es un buen avance.
Tom detiene el todoterreno en la puerta del colegio en el preciso instante en
el que la sirena comienza a sonar. El pequeño y yo nos bajamos de forma
apresurada y nos dirigimos hacia dentro con rapidez, sin demorarnos.
Unos segundos más tarde, un nuevo día vuelve a comenzar.
9

Les he pedido a los niños que escriban sobre sus mascotas y que, si no las
tienen, escriban sobre la mascota que les gustaría tener.
Es increíble porque todos, absolutamente todos los pequeños de mi clase,
tienen algún animalito a su cargo. Es genial. Supongo que es una de las
ventajas que tiene vivir en una zona rural y no bajo el eterno estrés de la
ciudad.
Me sorprendo al leer algunas de las redacciones, incluida la de Andrew.
Una vez más, no conseguido sacarme a esos dos de la cabeza hasta que
llega la hora del comedor y Pett comienza a relatarme lo que los Lakers
hicieron ayer en el partido. Le cuento que no tengo televisión en la cabaña.
Había una, pero cuando la encendí me di cuenta de que la pantalla estaba
rota y de que ponerla en marcha era una misión imposible.
De todas formas, no importa. Soy una de esas chicas raritas que prefieren
leer un buen libro a ver un reality show. Pett me dice que, cuando salgamos
de trabajar, se pasa por la cabaña para instalarme un viejo televisor que
tiene en el trastero desde hace años pero que —según cree—, todavía
funciona. Acepto la propuesta de muy buena gana y regreso a clase.
El sol brilla en lo alto del cielo y el día transcurre con normalidad. A última
hora los niños tienen educación física, así que yo aprovecho ese rato para
llamar a mi familia y contarles que todo marcha genial, sin novedades, y
que ya estoy instalada por completo. Decido no explicarles lo del accidente
de coche, porque sé que eso los dejaría preocupados. Además, Britney me
confirma que el fin de semana lo pasará aquí, y eso hace que de pronto mi
estado de humor se vuelva increíblemente bueno. Tengo ganas de verla y de
darle un achuchón.
Este fin de semana, además, empieza la feria local. Dura unos diez días
aproximados y viene gente de todo el condado para participar en los puestos
y en los rodeos. Por lo que he leído en los panfletos turísticos, debe de ser
un evento bastante divertido.
Suena el timbre de salida y todos los alumnos se colocan en fila, dispuestos
a abandonar el aula lo antes posible. Yo necesito unos segundos para decidir
qué voy a hacer. Podría aprovechar y preguntarle a Tom si me lleva de
vuelta a la cabaña, pero algo me dice que eso sería abusar más de lo
permitido. Aunque, si no me aprovecho del cowboy… ¿cómo narices
pretendo volver hasta casa?
Hace buen día y podría caminar, sí. Pero son más kilómetros de los que
estoy acostumbrada a realizar andando.
Al final, me resigno y cojo mi chaqueta con rapidez para salir a la calle en
busca del todoterreno de mi vecino, pero para cuando llego ellos ya se han
marchado. Me armo de paciencia y decido que un paseo por la naturaleza
no me vendrá nada mal para despejar la mente.
Es increíble.
Solamente llevo unos días aquí, pero es como si llevase una eternidad. De
alguna forma, Frontriver me ha absorbido por completo y tengo la
sensación de que ya formo parte de todo esto. De su gente, sus calles, su
pueblo… No podría decir que la adaptación ha sido mala, en absoluto.
Congeniar con los habitantes de este lugar es fácil, porque todos son
amables y todos ponen por su parte.
Casi una hora más tarde, consigo llegar a mi hogar. Estoy agotada y me
duelen los pies, pero no puedo descansar porque Pett no tarda en aparecer
para instalarme el televisor. Tampoco puedo protestar, por supuesto. Faltaría
más.
Me cuenta que faltan muy pocos minutos para que empiece un partido de
los Dallas y se apresura a instalar el aparato con rapidez para poder ver el
comienzo del mismo. Antes de que quiera darme cuenta, el comentarista
empieza a gritar y la pantalla se llena de futbolistas vestidos de blanco y
azul. Pett también da cuatro gritos cuando el quarterback falla, y yo me
muero de risa mientras me dejo caer en el sofá, a su lado.
No soy de fútbol. Nunca lo he sido. En realidad, es algo que no me llama la
atención y que no me motiva demasiado, pero es cierto que ahora mismo
cualquier compañía me parece aceptable y que cualquier plan que no
implique estar sola en mitad de la nada me parece un buen plan.
—¿Tienes una cerveza? —me pregunta Pett.
—No, no tengo ni un refresco —me río—. Esperaba ir a hacer la compra
hoy, pero me he quedado sin coche y no tengo cómo desplazarme.
Ya he aprendido la lección: ir al pueblo caminando y regresar del mismo
modo y cargada de bolsas no es una opción.
Dos golpes secos contra la puerta de mi casa me pillan desprevenida. No
espero visita. Bueno, en realidad, nunca espero visita. Aquí pocos me
conocen y diría que nadie tiene un excesivo interés en la profesora nueva
que vive perdida en una cabaña. Imagino que será Susa e, internamente,
rezo porque me traiga más tápers con sobras de la cafetería de Sophie. No
me vendría nada mal tener algo que cenar esta noche, y lo de pedir comida
a domicilio es un privilegio que no está disponible en este tipo de zonas.
Abro y, ¡sorpresa! No es Susan. Qué va.
—¿Tom? —murmuro en voz baja, sorprendida.
—¡Oye, Amanda! —grita Pett desde el sofá mientras el comentarista
protesta por un placaje demasiado agresivo—, si quieres, cuando termine el
partido podría llevarte a hacer la compra…
Tom se queda mirándome muy fijamente, sin decir nada. Desde luego, no
esperaba encontrarme con visita.
—Es el profesor de educación fi… —comienzo, sin siquiera comprender
por qué le estoy dando ninguna explicación. No debería.
—He venido a traerte esto —me interrumpe, entregándome un walkie-talkie
—. Está conectado con el mío y con la radio de mi coche. Si tienes alguna
emergencia, ya sabes…
Vaya.
Esto sí que no me lo esperaba. ¿Por qué se preocupa por mí? ¿A qué viene
este gesto? Se da la vuelta, sin responderme, y se aleja de vuelta hacia el
sendero que asciende a su rancho. Yo me he quedado muda y ni siquiera le
he dado las gracias, así que bajo las escaleras del porche corriendo y me
acerco hasta él.
—Tom… gracias —murmuro en voz baja para que Pett no pueda
escucharnos—. Por esto —añado, levantando en alto el aparato—, y por lo
de esta mañana. No hubiera llegado a tiempo si no hubiese sido por tu
ayuda.
Él se encoge de hombros. Es evidente que no está acostumbrado a que le
den las gracias. Suspira profundamente y asiente con la cabeza, en silencio.
Mientras tanto, yo no puedo evitar repasarle de arriba abajo. Está
guapísimo. Lleva una de esas camisas de cuadros, su sombrero de cowboy y
unos pantalones que aprietan sus muslos y que se ensanchan al llegar a sus
botas. Cierro los ojos un instante, solamente unas milésimas de segundo, y
me doy cuenta de lo mucho que me gusta.
—En un rato iré a comprar el pienso para caballos con Andrew, a las
afueras de Frontriver. Junto a los pabellones hay un supermercado… Lo
digo porque…
—Sería genial si me pudieras acercar —admito, mordiéndome el labio
inferior.
Sí, ya sé que Pett se ha ofrecido en primer lugar. Pero, en el fondo, me
apetece estar con Tom —y ni siquiera entiendo por qué—. Tiene algo que
me atrae de forma inconsciente y, por mucho que procuro mantener a raya
esa sensación de atracción, no lo consigo. No hay forma. Desprende algo
que despierta en mí un instinto de protección que ni siquiera yo conocía
hasta ahora.
—¿Te paso a buscar?
Yo muevo la cabeza en señal afirmativa, en silencio.
—Gracias —respondo de nuevo, justo antes de volver corriendo a la
cabaña.
Pett sigue inmerso en el partido y ni siquiera se ha molestado en
preguntarme quién era. Me río al comprobar su nivel de concentración y,
con una sonrisa tonta, vuelvo a sentarme a su lado.
Dios. Me encantaría sacarme de la cabeza a ese arrogante cowboy, pero…
No puedo. No lo consigo. Es demasiado sexy.
El partido termina media hora después y, tras explicarle amablemente que
no será necesario que me acerque al supermercado, me despido de él.
—Si al final no consigues hacer tú misma la compra escríbeme un mensaje
y me acerco a tu casa con algo de cena —me dice con amabilidad—. Ya
sabes que a mí no me espera nadie en casa, así que no molestas.
Esta semana su exmujer tiene a las niñas, así que él está solo en casa.
—Sí, claro, gracias… —musito.
La verdad es que Pett es un tipo genial.
Me da un abrazo de despedida que me pilla por sorpresa y nos despedimos.
10

Tom es cuadriculado de mente. He necesitado pasar muy poco tiempo con


él para darme cuenta de que tiene una línea gruesa que separa lo que “está
bien” de lo que “está mal” y que, aunque no lo diga, todo lo clasifica en un
lado a otro.
Es puntual, es humanitario, cercano… Pero tiene el corazón tan roto que no
sabe cómo acercarse a las personas sin dañarlas. Está hecho añicos por
dentro y para ver eso no necesito más que un vistazo superficial. Algo me
dice que, las pocas personas que consiguen acceder a Tom, pueden
comprobar que su trasfondo es bueno. Que es genial. O eso me digo a mí
misma cada vez que hablo con Andrew y le veo sonreír de reojo, feliz por
ver que su hijo se abre a otra persona.
—Le gustas al niño —me dice mientras aparca el coche.
—A mí también me gusta él —respondo sin titubear, guiñándole un ojo.
Tampoco necesito estar con él demasiado tiempo para corroborar que las
muestras afectivas no le agradan, seguramente porque no sabe cómo
recibirlas. Me da pena que toda eso lo esté absorbiendo Andrew, pero
tampoco puedo hacer nada por cambiar esta situación. Me vuelvo a repetir a
mí misma que yo no soy nadie y que, me guste o no, tengo que resignarme
y dejar que el tiempo ponga cada cosa en su lugar. Tarde o temprano ambos
superarán el dolor que la madre del pequeño dejó tras de sí al marcharse y
conseguirán recomponer su vida, pedazo a pedazo. O eso espero, al menos.
—Papá, ¿puedo acompañar a la señorita a hacer la compra?
—Puedes llamarme Amanda —le digo, guiñándole un ojo—, aunque
cuando estemos en clase tienes que seguir llamándome seño, ¿lo entiendes?
Él asiente con la cabeza.
Si le explicase esto a cualquier otro niño tendría serias dudas de que lo
hubiera interiorizado bien, pero sé que Andrew es diferente y que tiene una
capacidad extraordinaria para procesar la información, asimilarla y ser
consciente de ella. No tengo dudas de que lo ha entendido perfectamente y
de que no tendré problemas con él en clase.
—¿Quieres ir a hacer la compra con Amanda? —repite el cowboy,
sorprendido ante esa declaración.
Andrew se acerca hasta mí y me sujeta de la mano, dejándole a su padre
totalmente anonadado.
—Puede acompañarme, tranquilo —respondo, guiñándole un ojo—. A mí
no me importa en absoluto.
Ante la insistencia de Andrew, no le queda más remedio que ceder y
aceptar. El pequeño y yo nos dirigimos a por un carro. Lo meto dentro de él
y empezamos a recorrer los pasillos de uno en uno mientras vamos
adquiriendo todo lo necesario para que la próxima semana pueda sobrevivir
sin hacer la compra. Me doy cuenta en este instante de que hoy no me he
preocupado por llevar al coche al taller, lo que significa que continúo
atrasando la vuelta a ser un ser independiente que no necesita andar
pidiendo favores para cosas tan básicas como ir a trabajar o, simplemente,
hacer la compra.
Andrew se lo pasa en grande derrapando de un lado a otro y yo me muero
de risa con él. Es increíble lo diferente que es fuera del colegio y cómo se
comporta cuando está conmigo. Me pide que le compre un paquete de
chocolatinas, y aunque titubeo al pensar que quizás el cowboy me
crucifique por ello, termino accediendo y se las doy. Un poco de chocolate
no hace daño a ningún niño, siempre y cuando no se abuse de él, claro.
Cuando Tom entra en la tienda, nos encuentra paseándonos con el carro de
un lado a otro, riéndonos y divirtiéndonos. Intenta parecer indiferente a
nuestro buen humor, pero puedo ver que una ligera y tímida sonrisa se filtra
en sus labios cuando escucha las carcajadas de Andrew.
Cargamos las compras en su coche y después decidimos dar un paseo para
que el niño termine de comerse el chocolate sin ensuciar los asientos
traseros.
Aquí, a las afuera de Frontriver, no hay mucho que ver. Es una zona
desértica y tranquila con un paseo largo, aunque sin vistas. La mayoría de lo
que rodea el lugar es un paisaje desértico sin demasiada vegetación.
—Nunca jamás había visto así a Andrew con nadie… —me dice Tom en
voz baja para que el pequeño no pueda escucharnos.
Camina un par de metros por delante de nosotros comiéndose su
chocolatina, sin dar guerra. Bueno, en realidad, Andrew no es la clase de
niño que suela dar guerra. Más bien lo contrario; siempre pasa
desapercibido y si no te fijas en él, ni siquiera eres consciente de que está
dentro del aula.
—Necesita sociabilizarse más —le digo, tentando su humor.
Lo poco que he podido conocer a Tom me ha dejado claro que tiene las
ideas muy arraigadas y que no le gusta en absoluto que le digan lo que debe
hacer.
—Puede ser, pero ya te habrás dado cuenta de que su padre no es demasiado
sociable.
Ese comentario me saca una risita. Desde luego, hoy está de muy buen
humor.
—Sí, creo que me he dado cuenta —me río—. Pero es importante que se
sociabilice, Tom… Que esté con otros niños, que juegue, que se junte con
más personas, que salga de paseo por zonas concurridas. Tiene que
experimentar su entorno e interactuar, y aunque es genial que lo haga con
animales… También tiene que hacerlo con otros de su misma especie.
Añado esa frase medio en broma, medio en serio… Y él suelta una
carcajada.
—Tienes razón, Amanda… El problema es que los de nuestra especie no
me suelen caer demasiado bien.
Entorno los ojos y le fulmino con la mirada.
—Tom, por favor… Son esponjas y absorben todo. Deberías tener cuidado
con esos comentarios —le digo con tono pausado y calmado—. Ahora
mismo es primordial la actitud que él perciba de ti. Es lo que va a proyectar
en los demás.
—Lo sé.
Deja de caminar y se queda mirándome muy fijamente. Puedo sentir cómo
sus ojos me traspasan el alma, intentando colarse en el interior de mi mente
para leer lo que estoy pensando. Y si soy sincera… No pienso en nada.
Cuando esa mirada oscura, rota y penetrante se clava en mí se me nubla la
mente y todo se tiñe por una espesa neblina que colapsa mis pensamientos y
que no me permite pensar en nada más que en Tom.
Se acerca un paso hacia mí, acortando la distancia que nos separa. Puedo
percibir su olor varonil y el sonido de su respiración ronca. Cojo aire
profundamente mientras él se aproxima todavía más, a punto de besarme.
—¿Papá? —pregunta Andrew, devolviéndonos a la realidad y rompiendo el
instante de conexión que habíamos formado entre nosotros.
—¿Sí?
—Quiero más chocolate —dice con tono muy serio.
Y tanto Tom como yo nos echamos a reír a carcajada limpia.
11

Es el tercer día que el cowboy de la colina me trae a trabajar, y hoy hemos


salido de casa con el tiempo suficiente como para permitirnos pasar por la
cafetería de Sophie a desayunar.
Nada más entrar, se ha hecho el silencio de forma sepulcral y todos los
presentes han desviado su atención hacia nosotros. Ver a Tom entrar con
otra persona —y más aún con “la chica que acaba de llegar”— choca dentro
de la mente racional de todos los presentes.
Intento comportarme con naturalidad, pero la verdad es que me siento
incómoda notando cómo todas las miradas presentes se clavan en mi
espalda y cómo todas las personas que hay en el local se quedan en silencio
con la intención de percibir algún atisbo de nuestra conversación.
Sophie se acerca hasta nosotros. Intenta disimular y aparentar naturalidad,
pero en el fondo sé que está tan sorprendida como los demás. En todos estos
años, Tom nunca jamás se ha relacionado con nadie. Y creo conocer la
razón. Algo me dice que el miedo a que las personas le preguntasen por su
difunta mujer o el hecho de sentir que debía mostrar en público su dolor lo
ha ido alejando muy lentamente de la sociedad.
Yo hago lo mismo que Sophie y procuro fingir que el resto de los presentes
no me están incomodando. Sonrío y le digo que me ponga un café con leche
y un trozo de ese maravilloso pastel de zanahoria que tan bien le queda.
Tom pide otro café y un vaso de leche para el pequeño, que se sienta junto a
mí en la mesa.
Unos minutos más tarde, mientras desayunamos, consigo evadirme de las
miradas indiscretas y disfruto de este rato con ellos hasta que llega la hora
de levantarnos y volver al colegio. Me despido del cowboy en la puerta y
Andrew y yo nos dirigimos al aula conjuntamente.
Todo el pueblo se gira hacia mí, como si fuera un extraño espécimen digno
de estudio. Yo, simplemente, sonrío. Debo admitir que me está empezando
a gustar muy peligrosamente pasar tiempo con Tom. Es más, mi pobre
coche sigue aparcado frente a la cabaña y por mucho que me excuse
diciéndome a mí misma que no he sacado tiempo para buscar un taller,
llamar a una grúa y llevarlo hasta ahí…, sé que en el fondo me he
acostumbrado a depender de Tom para venir y volver del colegio y que esta
rutina consensuada que llevamos a cabo me gusta. Me encanta compartir
tiempo con él y con Andrew. No sé por qué, pero me siento atraída de
forma irremediable hacia el cowboy y me encanta ver los progresos que va
haciendo el pequeño desde que yo formo parte de su vida. Sí, sé que pensar
así es un poco arrogante por mi parte… Pero no lo puedo evitar.
Hoy me siento extremadamente feliz. Mi hermana, Britney, llegará a
Frontriver dentro de un par de horas y no puedo evitar sentir esa sonrisa
inquieta en mi rostro. La echo tanto de menos… Britney y yo siempre
hemos sido una y carne y ninguna de las dos está acostumbrada a tener lejos
a la otra. Somos las dos caras de una misma moneda, y esta distancia que
hay entre nosotras resulta hasta dolorosa. Creo que este fue el motivo
principal por el que me planteé profundamente si aceptar este trabajo o no.
Una parte de mí no quería dejar pasar la oportunidad, y otra parte no se
sentía capaz de separarse de Britney, de poner tanta distancia entre mi
familia y yo.
No, no soy una niña de papá y mamá. Nunca lo he sido. Es más, si me
preguntarían al respecto, yo diría que mi hermana y yo hemos sido justo lo
contrario. Hemos aprendido a sacarnos las castañas del fuego, a correr sin
parar, a luchar por nuestros sueños y a pelear algo si lo anhelábamos. Nunca
hemos abusado de nuestros padres para nada, y eso nos ha convertido en
dos mujeres independientes y fuertes que, a su vez, se apoyan la una en la
otra.
Cuando toca la sirena, todos los niños salen estrepitosamente hacia la calle.
Es viernes y están desean disfrutar del fin de semana sin horarios. Además,
hoy se marchan felices: no tienen deberes para hacer en casa. De vez en
cuando veo importante que los pequeños puedan hacer lo tienen que hacer:
disfrutar sin responsabilidades ni quehaceres. Soy de esas profes molonas
que los niños suelen querer con facilidad porque, aunque sea un fin de
semana al mes, les incito a correr, saltar, jugar y disfrutar muchísimo con la
naturaleza.
Yo casi recojo mis cosas con la misma emoción que ellos. Andrew se queda
esperándome, y con mucho pesar le cuento que hoy no vuelvo a casa con
ellos mientras le revuelvo el pelo de forma cariñosa.
Cuando bajamos abajo, ahí está. Britney ha llegado tan puntual como
siempre.
Salgo corriendo hacia ella y la abrazo con fuerza y exageración, como si
llevásemos años sin vernos en lugar de días. Es curioso, porque siento que
Brit me aprieta con la misma fuerza que yo a ella. También me echa de
menos, lo sé.
—¿Me enseñas esa cabaña tan bonita en la que vives?
Yo me echo a reír ante su descarada ironía y le digo que sí. Gracias a Dios,
mi hermana tiene uno de esos modernos sub, uno de esos coches que sirven
para casi todo. Lo puedes meter perfectamente por la ciudad que en la
montaña, así que no tenemos ningún problema a la hora de recorrer los
senderos sin asfaltar que nos llevan hasta la cabaña.
Britney se baja del coche, se cruza de hombros frente a la cabaña y se queda
mirándola con perspectiva, como si estuviera estudiando qué hacer con ella.
—Pues este es mi hogar —resoplo, imitando su gesto y cruzándome de
brazos.
—¿Sabes qué? —dice, dibujando una sonrisa en su rostro—. ¡Me encanta!
¡Es preciosa!
Yo frunzo el ceño y le lanzo una mirada suspicaz, sopesando si Britney se
ha vuelto rematadamente loca.
—¿Te encanta?
—¡Dios, sí! ¡Me encanta! —asegura de ella—. Me parece preciosa,
Amanda… Va a ser genial para ti vivir aquí, ya lo verás. Solamente necesita
un pequeño lavado de cara y un poco de decoración.
Yo me echo a reír al recordar que fue eso, exactamente, lo que pensé la
primera vez que vi este lugar.
Diez minutos después, Britney se ha puesto los guantes de jardinera y ha
empezado a quitar las malas hierbas de alrededor. Mientras tanto, yo sigo
sus órdenes y voy recolocando muebles, ordenando estanterías y moviendo
sillas. Se ha tomado en serio lo de poner en marcha el “lavado de cara” de
mi cabaña y no voy a ser yo la que proteste al respecto.
Oscurece deprisa y decidimos dejar de lado las tareas para, simplemente,
sentarnos en el sofá y disfrutar. Britney, aún así, me sigue diciendo que este
lugar quedará maravilloso si conseguimos ponerle un jardín bonito, una
fuente que inspire paz y una decoración que vaya en concordancia con su
estilo rural. Brit no ha estudiado diseño, pero sé que le encanta decorar
casas y crear “ambientes”. La habitación que compartíamos en la casa de
nuestros padres se vio afectada por sus ansias de cambios en muchas,
muchísimas ocasiones.
—¿Cenamos burritos? —pregunta mi hermana, la adicta a la comida
mexicana.
Como no, acepto.
¿Quién puede decir que no a unos burritos con guacamole y chili picante?
—¿Qué tal es la gente por aquí? —me pregunta, poniéndose el delantal.
Britney y yo siempre nos hemos complementado de maravilla, así que
cocinar juntas también se nos da muy bien. Yo me pongo con las salsas y
ella se encarga de las verduras y de la carne. Estamos casi terminando
cuando, de pronto, alguien golpea la puerta de la cabaña. Pienso que puede
tratarse de Susan, aunque en el fondo de mi corazón rezo porque sea Tom.
Me apetece verle y, por supuesto, que Britney los conozca a los dos. Ese par
se está infiltrando poco a poco en mi corazón, ganando terreno muy
lentamente.
Me seco las manos en un trapo y me dirijo a la puerta.
Nada más abrir, mis ojos se dirigen a su intensa y penetrante mirada y mi
corazón comienza a latir de forma desbocada. Esperaba que fuera él, pero
ahora que lo tengo delante no puedo evitar controlar mis impulsos.
—¿Quién es? —pregunta Britney desde la cocina.
—No sabía que tuvieras visita… —me dice Tom, un poco más sonriente de
lo normal.
Miente, sé que miente.
Hoy le he explicado a Andrew que no volvía con ellos a casa porque mi
hermana venía a visitarme, así que sé que es mentira y que sabía
perfectamente que ella estaría aquí. Pero no me importa, la verdad. Solo con
verle este ratito yo ya soy feliz.
—No pasa nada —aseguro, guiñándole un ojo y percatándome de que ha
venido hasta aquí con Andrew—. Es mi hermana, que ha venido a
visitarme. Se marcha mañana.
Tom asiente y yo desvío mi atención hacia el pequeño, que está jugando con
un par de palos que ha rescatado de mi porche. Parece entretenido y, por
supuesto, tan formal como siempre. Andrew es un niño genial, lo que
significa que Tom no lo está haciendo tan mal como muchos pueden pensar.
—Es fantástico —dice con tono serio, tan poco comunicativo como
siempre.
Me quedo callada esperando a que añada algo más, pero no dice nada. Yo
me río.
—Tom… ¿Qué querías? —pregunto.
Él se encoge de hombros.
—Me pasa solamente para preguntarte si… Bueno, ya sabes, necesitabas
que te llevase a alguna parte —me dice, encogiéndose de hombros—. Por si
necesitabas algo. Como tu coche sigue roto, pues… Ya sabes…
Yo suelto una risita nerviosa que Britney capta al instante. Me conoce
perfectamente, así que deja lo que está haciendo en la cocina y viene
corriendo hasta mí para preguntarme quién es. Asoma su cabeza por encima
de mi hombro y suelta un silbido al ver a mi vecino.
—Vaya… Así que tú eres Tom —dice con un tono de voz socarrón—.
Amanda me ha hablado mucho de ti… Soy su hermana, Britney —dice,
presentándose y estirando la mano para que pueda estrechársela.
El guapo cowboy acepta el gesto y ella entorna los ojos antes de repasarlo
de arriba abajo, escrutando cada detalle de él.
—Espero que todo lo que te haya contado haya sido bueno… —bromea él.
Britney asiente.
—Muy bueno, además —asegura.
Yo solamente pienso: “tierra, trágame”.
Mi hermana es una de esas personas que no tiene filtros y que dice lo
primero que se le viene a la mente, sin pensar. Y, la verdad, no sé si eso es
algo bueno.
—¿Te apetece quedarte a cenar con nosotras? —pregunta Britney, sin caer
en cuenta de que Andrew también está presente.
—Bueno, no sé, yo… —murmura el cowboy, sopesando cómo rechazar de
forma educada la propuesta de mi hermana.
Aunque le conozco desde hace días, tengo la sensación de que le conozco
bastante bien. Prever sus respuestas y adivinar lo que piensa es bastante
sencillo.
—¡Papá, sí, por favor! ¡Quiero quedarme a cenar con Amanda!
Yo suelto una carcajada ante el repentino entusiasmo de Andrew y Britney,
que está junto a mí, se adelanta un paso para ver al pequeño.
—Pues me da que el chico ya ha decidido… —dice, guiñándole un ojo a
Tom.
Él, al final, termina encogiéndose de hombros y aceptando la oferta.
Pasamos al interior y ambas volvemos a ponernos al mando de los fogones.
Andrew se une a nosotras y, entre los tres, terminamos de preparar los
nachos y los burritos. Tom no es de comida mexicana, pero no protesta
porque sabe que tiene que adaptarse a lo que hay. Mientras nosotras
ponemos la mesa y terminamos de hacer la cena, él aprovecha para arreglar
un par de agujeros que tenía en una pared y para reparar una lámpara rota
de mi habitación. Mi sexy cowboy es una de esas personas que no pueden
estarse quietas, sentadas en un sofá sin hacer nada. Y, ¿qué os voy a decir?
Me encanta. Cuanto más conozco a Tom, más atraída me siento hacia él y
más me gusta.
Diez minutos después, estamos cenando. Me sorprendo al comprobar que
Andrew se muestra un verdadero adicto a los nachos y que mi vecino y mi
hermana se llevan genial. Bueno, en realidad… ¿Por qué iban a llevarse
mal? Britney es maravillosa y siempre sabe qué decir y cómo hacer sentirse
cómoda a la gente.
—¿Y qué tal se vive en un rancho, Tom? —le pregunta.
Él se encoge de hombros, sin saber muy bien qué decir.
—Es un estilo de vida como otro cualquiera —dice—. Ya sabes… cuidar
del ganado, del rancho, madrugar mucho y tener poco tiempo libre. Si te
gusta vivir esclavizado, es perfecto para ti.
Está bromeando, por supuesto. Los dos rompen a reír en carcajadas
mientras yo hago un patito de papel con una servilleta para Andrew. El niño
va coleccionando todas las piezas de papiroflexia que le voy entregando: un
avión, un patito y una rosa. No sé hacer mucho más, así que espero que
pronto cambiemos de juego antes de que se aburra.
Veo a Tom relajado. Estar aquí, con nosotras, de alguna forma consigue
quitarle una importante carga de encima.
—¿Y lo de la soledad? Estáis perdidos del mundo… ¿qué tal llevas esa
parte?
Sé que Britney solamente quiere hacerle partícipe, pero empieza a ser un
poco cansina con la preguntas y rezo internamente porque se le acaben
pronto las ideas.
—Pues ahora que tengo a tu hermana cerca, muy bien. Ahora comparto la
colina con ella.
Ese comentario me pilla tan desprevenida que, de forma imprevista, no
puedo contener un repentino ataque de tos. Britney se echa a reír antes de
darme un par de palmaditas en la espalda, para que no me “ahogue”.
—Relájate, Amanda, que nadie te ha pedido matrimonio…
—Aún —bromea Tom, y yo vuelvo a sufrir otro repentino ataque de tos
mientras mi hermana se muere de risa ante mi reacción.
¿Cómo ha conseguido Britney despertar ese buen humor en él? ¿Qué ha
hecho para conseguirlo?
Una hora después, mientras los mayores comemos el postre —que no es, ni
más ni menos, que la exquisita tarta de zanahoria de Sophie— Andrew se
queda dormido en el sofá. Tom anuncia que va llegando la hora de
marcharse a casa para acostar al pequeño y, con lástima, le doy la razón.
Son casi las diez de la noche y el pobre niño está agotado. Además, mañana
comienza la feria del condado en Frontriver, lo que significa que también le
esperará un día largo y agotador. Tom ya nos ha explicado que compite en
todas las pruebas y que participará en los rodeos, y yo no he podido evitar
ofrecerme voluntaria para cuidar del niño mientras tanto. Sí, lo sé. No
debería implicarme tanto, pero por mucho que lo intente no consigo
mantenerme al margen de sus vidas. Es como si tuvieran un imán y yo me
sintiera atraída de forma incesante hacia ellos.
—¿Te gusta, eh? —inquiere Britney cuando él se levanta para irse al baño.
Yo me encojo de hombros sin saber qué decir.
Claro que me gusta, sí. Pero a su vez, en mi cabeza, se despiertan todas mis
alarmas y una vocecita me dice que Tom es demasiado complicado para mí
y que estar con él supondrá, de un modo u otro, sufrir. Traerá problemas,
porque en su interior late un corazón hecho pedazos que necesitará mucho
amor y paciencia para recomponerse y volver a palpitar con normalidad. Y
no sé si yo soy la persona adecuada para sanarle.
—La verdad es que un poco, no te voy a engañar —le digo, y justo en ese
preciso instante, mi hermana pega un respingo repentino en su asiento y
sale corriendo a la ventana.
—¿Qué pasa? —pregunto, aproximándome a ella con curiosidad—. ¿Has
visto a alguien?
—Me ha parecido ver un… —se queda callada, pensativa, y yo asomo la
mirada por encima de su hombro.
A pesar de la oscuridad, no necesito mucho para ver el ganado que ronda
por la pradera que asciende a la colina. Intuyo que Tom ha debido de
dejarse abierta la verja del corral.
—¡Joder…! —exclama tras nosotras.
Su comentario verifica lo que yo ya pensaba: ahora tiene que volver a
recolectar a todos los escapistas que se han dado a la fuga y que campan a
sus anchas por la montaña.
—¿Os podéis quedar con Andrew mientras soluciono este desastre?
Las dos asentimos sin dudar y él se apresura a salir de la cabaña, de prisa y
corriendo.
—¡Vete con él, Amanda! —me gruñe mi hermana.
Y sin saber muy bien en qué puedo servir de ayuda, obedezco y salgo
corriendo tras el cowboy.
12

Me subo al todoterreno de Tom, pillándole por sorpresa. A nuestro


alrededor reina la calma y, a pesar del caos que se ha armado, solamente
rompe el silencio el sonido del motor del vehículo.
—¿Vienes conmigo? —inquiere, asombrado por mi iniciativa.
Yo asiento sin saber muy bien si seré de ayuda o si, en su lugar, solamente
conseguiré entorpecerle.
El cowboy no pierde el tiempo y arranca el coche. Acelera y pisa al fondo
para subir a la colina. Yo, asustada, me agarro al asiento mientras me
pregunto qué diablos piensa hacer ahora. ¿Cómo va a conseguir que todo el
ganado vuelva a entrar dentro del corral? ¿Va a perseguirles con el coche?
—Y ahora… ¿qué, Tom?
—Ahora toca lo más divertido —me dice, mientras aparca el todoterreno en
el terreno que hay frente a su casa.
Es la primera vez que estoy aquí y no puedo evitar quedarme asombrada
con la magnificencia del lugar. El rancho es increíble y los terrenos todavía
más. Es enorme y, de forma inconsciente, no puedo evitar pensar que este
lugar es demasiado para una sola persona y su hijo. Deben de sentirse muy
solos haciendo su día a día en este lugar, aunque también admito que para
Andrew debe de ser genial criarse en un entorno tan rural, tan libre, tan
único. Cuando Britney y yo éramos pequeñas, nuestros padres solían
veranear en una casita de la playa. Era bastante similar a la cabaña en la que
vivo ahora, aunque tenía más espacio y estaba más modernizada. Además,
no estábamos lejos de la civilización. Aún así, el recuerdo más bonito que
tengo de esas vacaciones es a Britney y a mí corriendo descalzas por la
playa, gritando y saltando olas mientras nuestros padres tomaban el sol en
las hamacas el porche. En definitiva, lo más bonito de esas vacaciones era
la libertad que nos proporcionaba el entorno. Que mi madre pudiera
relajarse y no pensar en que un coche podía pillarnos al cruzar la calle o que
mi padre no tuviera que estar pendiente de llevarnos a un parque para que
nos divirtiéramos. Nada de eso. Cada mañana nos poníamos un bañador y
salíamos a jugar a la arena, descalzas y desnudas. Libres. Muy libres.
Tom me sujeta de la mano y cuando su piel roza la mía, vuelvo a sentir ese
escalofrío que me recorre de pies a cabeza y que me hace temblar. Es
increíble las sensaciones que es capaz de despertar en mí.
—¿Alguna vez has montado a caballo? —me pregunta con una sonrisa
traviesa en los labios.
Yo niego un poco asustada, pero en lugar de amedrentarme camino hacia
adelante con paso firme, hacia los establos.
Si parece nervioso, lo disimula muy bien. Con parsimonia, saca a uno de los
potros de su establo y comienza a ensillarlo sin prestarme atención. Se
monta sobre la silla en primer lugar, y después me tiende la mano para
ayudarme a subir.
—¿Juntos? —pregunto, confusa.
Él se ríe. Parece divertido con mi reacción y no demasiado preocupado
porque su ganado esté campando a sus anchas por la colina.
—¿Prefieres que ensille un caballo para ti? —me pregunta con tono jocoso.
Yo niego y le tiendo mi mano. Un segundo después, me levanta en volandas
y termino sentada sobre la silla, frente a él Con una de sus manos rodea mi
cintura y con la otra lleva las riendas. El caballo comienza a trotar al frente
y yo, nerviosa, me agarro con fuerza a la pierna de Tom mientras intento
calcular lo catastrófico que podría ser caerme desde esta altura.
Seguramente sufriría algún traumatismo importante y un par de fracturas,
como mínimo.
—¿Vas bien? —pregunta, y en ese instante me doy cuenta de que un perro
pastor pega un ladrido junto a nosotros y comienza a correr tras el caballo.
—No te preocupes por Manchitas, viene para ayudarnos, no porque quiera
mordernos.
—Gracias por la aclaración —respondo, risueña aunque con el corazón
latiéndome a mil por hora.
Aspiro y suspiro, intentando relajarme sin mucho éxito. Galopamos con
fuerza contra el viento y poco a poco voy consiguiendo acomodarme a esto.
Es increíble, pero de forma inconsciente vuelvo a experimentar esa
sensación de paz y libertad que sentía cuando, de pequeña, corría en la
playa junto a Britney. ¡Y me encanta! Sentir el brazo de Tom rodeando mi
cintura, el viento golpeando mi rostro, el relinchar del caballo que galopa
con rapidez y los ladridos del perro pastor tras nosotros, persiguiéndonos
entre la penumbra sin siquiera plantearse el por qué.
Llegamos hasta el ganado y perro y caballo comienzan a rodear a los
animales, provocando que de forma involuntaria empiecen a moverse y a
ascender colina arriba. La mayoría del trabajo lo hace Manchitas,
pegándoles ladridos y pisándoles los talones para que caminen.
Tardamos casi una hora en meter a cada uno de los escapistas tras la verja,
pero al final lo conseguimos. Cuando me bajo del caballo, la luna brilla en
lo alto del cielo despejado y a mí me duelen las piernas tanto como me
tiemblan. Tom me sujeta entre sus brazos para que no me vaya al suelo y,
pillándome desprevenida, me besa. Me besa con pasión, con ansia y rudeza,
de esa forma tan característica que tiene de hacerlo.
—¿Tu hermana tendrá prisa porque volvamos a la cabaña? —ronronea en
mi oreja.
Y casi con la misma desesperación que con la que él me ha besado, yo
sacudo la cabeza en señal de negación. ¿Qué prisa puede tener Britney?
Ninguna.
Tom encarcela mi rostro entre sus manos y me vuelve a besar. Sus dedos se
deslizan hasta mi nuca y se filtran entre mi cabello, atrapándolo. Tira de mi
cabeza e introduce su lengua más al fondo, buscándome, sintiéndome,
haciéndome suya mientras el calor inunda nuestros cuerpos y nos abrasa las
entrañas. Le beso con la misma pasión mientras la ropa comienza a
sobrarnos. Me la quita a tirones y yo desabrocho uno a uno los botones de
su camisa de cuadros. Deslizo mis manos por sus pectorales firmes y
sudorosos, sintiendo ese calor tan intenso y desesperante en mi bajo vientre.
Él se deshace de mi pantalón y yo desabrocho su cinturón. Para entonces,
nuestros besos y caricias ya se han vuelto desesperados, rápidos, intensos,
ansiosos. Queremos más. Necesitamos más.
La química y la conexión que tenemos Tom y yo es indescriptible. Todo a
mi alrededor comienza a dar vueltas y se me nubla el juicio cuando me aúpa
entre sus brazos. Ambos estamos completamente desnudos, rozándonos. A
pesar de la rudeza que desprende por cada poro de su piel, Tom emana a su
vez cierta sensibilidad muy difícil de atisbar. Pero, si sabes verla, te das
cuenta de que está ahí, de que no es todo corazón de piedra.
Se sienta sobre un manojo de paja y me coloca a horcajadas sobre él. Yo
rodeo su cuerpo con mis piernas mientras permito que su miembro se hunda
muy lentamente en mi interior. Comienzo a mecer mis caderas,
recibiéndole, pidiéndole más con mis gemidos. Él me besa, me toca, me
aprieta contra él. Su boca atrapa mis pezones y los succiona, muerde y
lame. Sus dedos se pasean por mi espalda, recorriendo mi columna
vertebral con parsimonia, como si intentara interiorizarla. Pronto sus jadeos
comienzan a invadir el entorno, a pesar de que mis gemidos continúan
eclipsándole. Siento cómo la desesperación se apodera de él y acelero el
ritmo, buscando más y más placer, restregando mi sexo contra él, besándole
con agresividad hasta morderle, clavando mis uñas en su piel… El éxtasis
me invade y, cuando Tom pronuncia mi nombre de forma tan impacientada,
exploto. Mis músculos se contraen, apretándole en mi interior hasta que él
también alcanza el orgasmo. Un segundo después, apoyo la cabeza contra
su pecho y me quedo embobada escuchando el sonido descompensado de
los latidos de su corazón.
Dios… Me encanta. Tom me encanta.
Es increíble que sienta algo tan intenso hacia alguien que acabo de conocer,
pero la realidad es que este maldito cowboy me vuelve loca de remate. Y lo
peor es que no solo me estoy encaprichando con él, también empiezo a
sentir un cariño especial por Andrew. Mientras me besa el cuello con
ternura y me aprieta contra su cuerpo sudoroso, vuelvo a sentir que todas
las alarmas de mi interior se encienden. Sé que esto que estoy haciendo es
jugar con fuego, pero pienso quemarme y arder en el infierno si así puedo
disfrutar de él un rato más y alargar nuestro encuentro.
Nos tumbamos sobre la paja. Tom no dice nada y yo no quiero romper el
silencio, porque no hay ninguna necesidad. Estoy a gusto con él sin decir
nada, simplemente acariciándonos. Sintiéndonos. Sus manos se pasean por
mi trasero, por mis muslos, por mi espalda… Es como si estuviera
intentando memorizar las curvas de mi cuerpo para después ser capaz de
reproducirlas en su cabeza. Cojo aire profundamente antes de besarle en los
labios y de acariciar mi nariz con la punta de su nariz en un gesto íntimo y
nuestro.
—¿Sabes qué? —susurro en voz muy baja para no estropear la calma que se
ha instaurado en los establos.
Él suelta un gruñido distante y yo respondo.
—Empieza a gustarme Frontriver.
Tom se ríe con sarcasmo.
—Frontriver… ¿o los vecinos de Frontriver?
Levanto la mirada hacia sus ojos y, sin poder evitarlo, me encojo de
hombros.
—Puede que me empiecen a gustar las dos cosas… Frontriver y, por
supuesto, sus vecinos —añado, guiñándole un ojo.
Él me devuelve la sonrisa justo antes de besarme con cariño en la frente.
13

El sábado amanece soleado y caluroso.


Ayer nos dio pena despertar a Andrew, así que se ha quedado a pasar la
noche en la cabaña. Ha dormido en mi cama, conmigo, y Britney se ha
quedado a pasar la noche en el sofá. Ayer volví tarde, aunque mi pobre e
inocente hermana no sospechó nada y no hizo preguntas incómodas que
pudieran delatar lo que había sucedido entre Tom y yo.
El pequeño se despierta muy feliz: primero porque Britney ha hecho tortitas
con chocolate para desayunar y, segundo, porque hoy empieza la feria y está
emocionadísimo. Nos explica que su padre es el mejor cowboy de todo
Texas y que, sin lugar a dudas, él va a ganar todas las pruebas como lo hizo
en los años anteriores. Y la verdad, no tengo ninguna duda de que está en lo
cierto.
Una hora más tarde, los tres estamos en el pueblo. La plaza del centro y los
descampados que la rodean se han transformado en una feria agrícola llena
de puestos y de mercadillos. Hay música y casi todos los presentes van
vestidos de vaqueros, con sombrero y botas de piel. Yo llevo un ligero
vestido de flores que es un poco más primaveral de lo que debería dada la
temperatura exterior, aunque me siento cómoda. Andrew está graciosísimo
con su sombrero de ranchero, ese que su padre le ha puesto sobre la cabeza
cuando se ha acercado a nosotras para saludarnos. Nos dice que, si el niño
da guerra, le avisemos. Pero ambos sabemos que Andrew nunca da
problemas y que eso no ocurrirá.
Comemos algodón de azúcar, bailamos y disfrutamos de los rodeos. Tom va
pasando de fases hasta la final y yo, si he de ser sincera, cada vez estoy más
metida en el ambiente y termino disfrutando mucho más de lo esperado.
Britney, para mi sorpresa, también. En un rato tiene que regresar a casa,
pero se lo está pasando tan bien que no le apetece nada decirme adiós.
—¿Sabes? Creo que Tom y tú hacéis muy buena pareja —me dice, justo
antes de propinarme un codazo juguetón.
Estamos sentadas en las gradas y, bajo nosotras, Andrew juega con un
grupo de niños al fútbol. Es la primera vez que veo al pequeño divertirse y
jugar de esta forma con otros críos de su edad, así que no puedo evitar
sentirme orgullosa de todos los avances que voy viendo en él en tan poco
tiempo.
—No vayas por ahí, Brit… Solamente somos vecinos.
—¿Y por eso te estás ocupando hoy de su hijo?
—Eso es lo que hacen los buenos vecinos, ¿no? —replico, intentando
quitarle esas ideas absurdas de la cabeza—. Ayudarse los unos a los otros.
Mi hermana suelta una carcajada tan intensa que las personas que nos
rodean se giran hacia nosotras con curiosidad.
—¿Puedes llamar un poquito menos la atención? —le recrimino.
—¿Puedes intentar ser más sincera contigo misma? —me dice.
Las dos nos reímos antes de seguir devorando nuestro algodón de azúcar.
Cuando llega la hora de despedirnos, a mí se me encoge el corazón. Tener a
Britney en Frontriver durante unas horas ha sido como un rayo inesperado
de luz y de paz, de calma. Ella es capaz de aportarme un sosiego que nada
ni nadie lo consigue fácilmente.
Me queda un sentimiento de inevitable de tristeza rondándome los
pensamientos, pero procuro centrarme en Andrew y pasármelo bien. Los
niños del pueblo están jugando al juego de la soga y el pequeño se lo está
pasando en grande, disfrutando muchísimo a pesar de que la noche ya ha
empezado a caer sobre los tejados de Frontriver.
Veo a Tom aproximándose lentamente hacia mí. Su cara de pocos amigos y
su gesto fruncido hacen evidente que la última de las pruebas de hoy no ha
salido como esperaba y que no está de muy buen humor. Miro a Andrew de
reojo, que continúa jugando con el resto de los niños y pasándoselo bien,
ajeno a todo. Me levanto de un salto y me acerco hacia el cowboy gruñón
para intentar aplacar esas malas energías que desprende.
—¿Dónde está mi hijo? —inquiere de malas formas, apartándome a un
lado.
Yo me cruzo de brazos y le fulmino con la mirada.
—Está jugando a la soga con el resto de los niños de su edad… ¿Se puede
saber qué te pasa?
Él sacude la cabeza en señal de negación.
—Nada que te importe —gruñe y, sin añadir nada más, echa a caminar en
dirección a Andrew.
Los niños están divididos en dos grupos, tirando con todas sus fuerzas de la
cuerda. El equipo de Andrew va ganando y todos los padres se ríen a
carcajadas cuando uno de ellos patina y cae rondando al suelo. Tom aparece
en escena y, sin previo aviso, decide dar el juego por terminado y saca a
Andrew del equipo.
El niño protesta y él le suelta cuatro gritos para que obedezca sin rechistar.
Algo se me remueve en mi interior mientras sopeso si debería intervenir en
la escena o no. No soy nadie para dar lecciones de vida a los demás, pero
me parece que Tom se está pasando de la raya y que está pagando la
frustración de la prueba con su hijo.
Los veo alejarse en dirección al todoterreno y, sin poder evitarlo, me dirijo
hacia allí. Sé que estoy haciendo mal y que no debería intervenir, pero… No
puedo evitarlo. No quiero que Andrew se vea afectado por esto y, de alguna
forma, empiezo a sentirme responsable de él —un enorme error por mi
parte—.
—Oye… ¡Tom! —grito, captando su atención.
Él sienta a Andrew en la parte trasera del todoterreno y se gira de malas
formas hacia mí.
—Si quieres que te lleve a casa, estate callada y súbete al coche —me
suelta, descolocándome por completo—. No me apetece mantener una
conversación.
Ese último comentario hace que la sangre comience a hervirme dentro de
las venas. No me puedo creer que me esté tratando así, como si yo fuera la
responsable de su mala suerte… Me parece increíble. No doy crédito.
—No, tranquilo que no quiero que me lleves a casa —aseguro de malas
formas—. Lo que quiero es decirte eres un engreído y un arrogante, y que
debería de darte vergüenza cómo acabas de tratar a tu hijo.
Él sonríe de forma irónica.
—No te metas donde nadie te llama, Amanda… —me advierte.
—Pues sí, si me meto porque ese niño me importa, ¿sabes? Y creo que te
estás comportando como un auténtico gilipollas —le suelto de mal humor
—. Deberías de comportarte como un adulto y no como un niño caprichoso
al que nadie le ha enseñado lo que significa perder.
Tom se queda en silencio, mirándome de arriba abajo mientras aprieta los
puños con rabia. Puedo sentir de nuevo ese odio que desprende y que, poco
a poco, sentía que se había ido disipando de su interior. Pero no. Ahí está.
Ahora mismo puedo sentirlo con más fuerza que nunca.
—No tienes ni idea, Amanda —escupe con los ojos vidriosos—. Yo mejor
que nadie sé lo que significa perder.
Me doy cuenta, en ese preciso instante, de que ha tergiversado mis palabras
y que ha hecho con ellas lo que ha querido. Puedo sentir el dolor que
desprende y se me encoge el corazón al ver como una lágrima se desliza por
su mejilla con lentitud, desgarrándome al alma.
—Lo siento, Tom… No pretendía que…
Él levanta la mano en alto para silenciarme.
—Déjalo, Amanda… —dice con un tono ronco—. Déjanos en paz.
Esas últimas palabras se clavan muy hondo dentro de mí.
“Déjanos en paz”.
Siento cómo la angustia aprieta mi pecho y tengo ganas de echarme a llorar,
pero me contengo y aguanto la compostura hasta que el coche se pierde por
el terraplén y desaparece de mi campo de visión.
14

Aunque estoy lejos de la gente, puedo sentir cómo todas las miradas
presentes se clavan en mí de forma descarada. Tom siempre ha sido la
comidilla del pueblo y ahora que, de alguna forma, yo había entrado en su
vida ese cotilleo sobre él había vuelto a estar en boca de todos y su nombre
sonaba constantemente entre los ciudadanos de Frontriver.
Echo a caminar sin rumbo mientras me esfuerzo por no girar mi rostro hacia
la gente para que nadie me pueda ver llorar. Intento despejar la mente y me
pregunto a mí misma si estoy bien encaminada en dirección a la cabaña o si,
al contrario, voy caminando en dirección contraria.
Una y otra vez, recreo en mi cabeza la conversación que acabo de mantener
con Tom y me pregunto a mí misma si he hecho bien enfrentándome a él o
si, por el contrario, me he metido donde nadie me llamaba. No pretendía
hacerle daño a pesar de que él haya malinterpretado mi comentario.
Al final, después de varios minutos, consigo serenarme.
¿Por qué narices se ha tenido que marchar Britney tan rápido? ¿Por qué no
se ha quedado un rato más conmigo? La necesito. La necesito muchísimo.
Algo me dice que, por mucho que intente convencerme a mí misma, esto de
vivir a solas en una cabaña alejada de todo no está hecho para mí. Yo no soy
Tom. No soy una ermitaña que quiere vivir rodeada de ganado y que no le
gusta —ni sabe— sociabilizarse con la gente. Yo soy, más bien, lo
contrario. Cualquiera que me conozca dirá que me encanta estar rodeada de
gente, que disfruto del ambiente, de ir al cine, de salir a tomar algo…
No, no sirvo para estar en la montaña. No sirvo para vivir en un pueblo
tejano donde el autocine y tomar unas cervezas es lo mejor que te puede
pasar llegado el fin de semana.
Y Tom… Sé que, si me quedo cerca de él, terminaré sufriendo. Me lo he
repetido en un sinfín de ocasiones desde que le vi por primera vez y estoy
convencida de que cualquiera de este pueblo me diría lo mismo si le
preguntase: Tom está roto. Está hecho pedazos y no va a curarse ni por mí,
ni por nadie. Eso solamente sucederá cuando él decida que ha llegado el
momento, e intuyo que aún falta mucho para que ocurra.
Cuando llego a la cabaña es tardísimo, casi las once de la noche.
Estoy tan acostumbrada a vivir sin teléfono móvil que ni siquiera me lo he
llevado conmigo cuando he salido esta mañana. Aún no he encontrado un
rincón de Frontriver con cobertura, así que no tiene sentido cargar con él
todo el tiempo cuando recibir llamadas forma parte de una vida pasada. Eso
sí, los negocios y comercios del pueblo tienen red wifi, que eso ya es un
avance, aunque me haya acostumbrado a vivir ajena a todo.
Entro dentro para resguardarme de la helada nocturna y me dejo caer en el
sofá hecha un ovillo mientras me deshago en un mar de lágrimas. “No
llores”, me digo a mí misma, repitiéndomelo una y otra vez mientras me
siento débil por venirme abajo. Sé que, en lugar de derrumbarme, debería
de estar buscando una solución a mi vida. A mi futuro. A lo que quiero
hacer y a lo que quiero ser.
“Me marcho”, pienso de forma definitiva con el corazón en un puño.
Esta experiencia no ha sido la que me hubiera gustado, pero tengo claro que
no puedo seguir así. No se me ha perdido nada en este lugar y necesito
encontrar mi sitio. Mi sitio real, uno en el que me sienta en casa y pueda ser
feliz. Me imagino que el lunes acudiré al colegio después de caminar varios
kilómetros y que veré a Andrew sentado en su pupitre, y ese pensamiento
hace que me venga abajo y que no consiga casi ni respirar.
¿Por qué? ¿Por qué he tenido que fijarme en ellos? ¿Por qué no soy capaz
de centrar mi atención en un chico como Walker que no va a darme
problemas jamás?
Está claro que algo tampoco funciona bien en mí y que ese instinto de
protección que tengo hacia algunos alumnos, como Andrew, no es sano.
Debería saber mantenerme al margen, poner distancia y recordar que yo
tengo mi lugar, pero que ese sitio no es cercano.
Cuando por fin consigo dejar de llorar lo tengo todo mucho más claro: se
acabó. Me marchó.
Frontriver me ha enseñado una cosa, y es que a veces recular y volver a
atrás puede ser la mejor de las opciones cuando uno quiere ser feliz.
Al día siguiente me despierto en el sofá. La cama está hecha y los restos del
desayuno del día anterior aún descansan sobre la mesa del comedor. Si
cierro los ojos, puedo escuchar a Andrew riendo mientras Brit saca el
chocolate caliente y la leche. Ese recuerdo tan cercano parece tan lejano a
su vez, que duele. Me desgarra.
He conseguido cambiar mi forma de pensar y, por fin, sé que Tom es cosa
del pasado. No quiero volver a verle, ni a tocarle, ni a sentirle…
Y es curioso, porque mientras me digo todo eso con el corazón en un puño,
sé que puedo percibir su olor. ¿Cómo narices se puede desear tanto a
alguien que acaba de entrar en tu vida? ¿Cómo se puede sentir con tanta
intensidad esas ganas de necesidad que otra persona proporciona?
Hacer las maletas no es difícil. No tengo ningún interés en alargar mi
estancia en este lugar y en seguir dañándome a mí misma.
Empaqueto todo en cajas aún sabiendo que hoy me marcharé con una
pequeña maleta y nada más. Necesito salir de este lugar, y después ya
engañaré a Britney para que me acompañe de vuelta a recoger el resto de
mis cosas.
Me digo a mí misma que tengo que avisar a Susan de mi repentina huida.
Sé que dejarles tirados en el último y sin avisar no es lo más
recomendable… Pero ayer pude ver con claridad lo que sucedería si
alargaba mi estancia en Frontriver una semana más.
Es imposible no sentir, no implicarme. Y aunque intente mantenerme a
raya, ya me he involucrado demasiado como para que mi comportamiento
haya dejado de ser profesional. Tengo que poner kilómetros.
Arrastro la maleta por el sendero mientras mi cabeza continúa dando
vueltas y más vueltas a todo. A Tom, a la escuela, al trabajo… ¿Qué dirá
Susan cuando se entere de que me he marchado? ¿Qué pensará Britney
cuando me vea aparecer en casa? ¿Qué dirán mis padres cuando se enteren
de que me he rendido tan fácil? ¿Preguntará Andrew por mí cuando se dé
cuenta de que ya no seré más su señorita? Andrew. Es curioso, porque no
pienso en qué dirán el resto de los alumnos… El único que me preocupa es
él.
Tiro de la maleta con fuerza. Estoy agotada y las malditas ruedas no se
deslizan a través del rocoso sendero. Noto cómo las fuerzas van menguando
muy lentamente hasta que, finalmente, una piedrita se queda trabada en el
eje impidiendo que continúen girando.
Maldigo para mis adentros mientras me acuclillo para intentar solucionar el
problema cuando, de fondo, escucho el motor de un vehículo de fondo.
Es Tom, por supuesto. Siento cómo el corazón se me acelera mientras me
aparto a un lado del sendero para dejarle marchar. Él, que como ya
imaginaba derrocha orgullo por todos los poros, me pasa de largo sin
siquiera mirar en mi dirección. Yo siento cómo el nudo que tengo en la boca
de mi estómago aprieta con más fuerza y tengo tantas ganas de llorar que
las lágrimas estallan en mis ojos sin que pueda hacer nada por evitarlo.
Continúo caminando con rabia e ira, impotencia y odio. Es increíble la de
sentimientos horribles que el maldito cowboy de la colina es capaz de
generar en mí. Intento controlarme mientras doy zancadas malhumoradas
hacia delante, preguntándome dónde podré conseguir un taxi que me lleve
de vuelta a casa. O, al menos, hasta la estación de autobuses más cercana a
este maldito lugar alejado de todo y perdido de la mano de Dios.
Escucho de nuevo el motor de un coche y veo de fondo cómo el todoterreno
de Tom regresa hacia mí. Me vuelvo a hacer a un lado, convencida de que
pasará de largo, pero en lugar de hacerlo se detiene junto a mí.
—¿Se puede saber a dónde vas? —pregunta, bajando la ventanilla para que
pueda escucharle.
—¿A dónde crees que voy? ¡Me marcho a casa! —escupe de malhumor—.
¡Lejos de ti! ¡Lejos de Frontriver! ¡Lejos de este maldito pueblo y de todo
lo que me rodea!
Me doy cuenta de que Andrew está observando todo de forma consternada
desde el asiento trasero del coche y no puedo evitar sentirme mal al pensar
que esto debe de estar haciéndole mucho daño de forma indirecta.
—¿Puedes dejar de comportarte como una cría insolente y ser un poco
adulta? —me recrimina, quitándose el cinturón mientras echa el freno de
mano.
Escucho cómo le pide a Andrew que se quede dentro del coche y que no
baje, que los mayores tienen que hablar. El problema es que, a estas alturas,
yo no quiero hablar nada con él.
—Déjame en paz, Tom… —le pido, recordando lo que él me dijo ayer.
El cowboy, que hoy está más guapo que nunca, me sujeta del brazo y se
queda mirándome fijamente, retándome.
—¿Te das cuenta de lo inmadura que eres, Amanda? Eres una niña
malcriada.
—Y lo dice el que paga su frustración con todos cuando las cosas no le
salen como pretende… —respondo, apretando la mandíbula para no soltar
nada de lo que después me vaya a arrepentir.
—Amanda… Yo no…
Deja la frase en el aire. Los dos miramos muy fijamente, en silencio.
Ambos sabemos que cualquier cosa que digamos terminará siendo dolorosa
para los dos.
—Ha sido un placer coincidir contigo, Tom —le suelto, decidida a ser la
más razonable de los dos y a culminar con este absurdo tira y afloja que se
ha formado entre nosotros—. Espero que te vaya todo bien en esta vida…
Por supuesto, tengo ganas de llorar mientras se lo digo. Pero aún así
mantengo la compostura lo mejor que puedo y decido que ha llegado la
hora de ser fuerte y de no venirme abajo. Él no me suelta el brazo y yo sigo
sin poder moverme.
—Tom… —le digo, señalando hacia debajo para que me libere—.
Suéltame.
—No te vayas… —murmura y, al hacerlo, puedo intuir cierto tono de
súplica en el timbre de su voz—. No te vayas, por favor.
Su mandíbula está tan tensa como la mía y su gesto, descompuesto, me hace
saber que esto tampoco está siendo nada sencillo para él. Yo hace rato que
he soltado a mis pies la maleta y, en estos instantes, rezo porque el maldito
cowboy de la colina sea capaz de convencerme para que me quede. Que
consiga hacerme entrar en razón y ver las cosas de una forma diferente…
Porque, en el fondo, quiero hacerlo. Quiero quedarme con él. Quiero
quedarme en Frontriver y que este sea el lugar en el que consiga echar
raíces y ser feliz.
—Porque me gustas, Amanda —me dice, pillándome desprevenida con esa
confesión tan sincera—. Porque me gustas mucho y porque no consigo
sacarte de mi cabeza de ninguna manera. No dejo de pensar en ti.
—Pues ayer…
—Ayer fui un imbécil —resopla finalmente—, y siento mucho cada palabra
que te dije… Pero no quiero que te marches.
Me quedo mirándole, intentando descifrar de alguna forma imposible si está
siendo sincero o no. Me encantaría creerle, pero…
—¿Sabes que, Tom? No sé por qué, pero creo que quedarme cerca de ti será
sufrir… Sufrir mucho, y en estos momentos de mi vida lo último que quiero
es que alguien me rompa el corazón.
Me zafo de su mano y continúo caminando al frente. No puedo evitar que
los ojos se me empañen mientras doy un paso, detrás de otro, al frente.
Entonces vuelvo a sentir su presencia. Tom vuelve a retenerme de un tirón
y, sin previo aviso, me besa. Me besa con pasión, con sinceridad. Es un
beso salado, bañado en lágrimas que recorren el rostro de los dos. Es el
beso más intenso que nadie me ha dado jamás.
—Si te quedas, prometo que no te romperé el corazón —asegura—. Desde
que llegaste a Frontriver he vuelto a vivir. Así que, por favor, no te
marches…
Me lo pienso unos instantes.
Estoy a punto de responderle cuando, de pronto, un trueno ensordecedor
resuena en el firmamento anunciando la lluvia que llega dos segundos
después. Empieza a diluviar como si, desde el cielo, nos estuvieran tirando
jarros de agua helada para que ambos reaccionemos.
—¿Papá? ¿Amanda? —pregunta Andrew, que se ha bajado del coche y está
asustado por la tormenta.
Los dos nos quedamos mirándonos hasta que, al final, sonreímos.
—Puedes entrar en mi vida y destrozarme el corazón si quieres —me dice
Tom—. Yo prometo cuidar del tuyo.
Y esta vez sí, le creo.
Sin entender por qué ni comprender cómo, de forma tan repentina, uno se
puede llegar a enamorar de la noche a la mañana.
Algo me dice que el amor, el de verdad, es así. Llega cuando tiene que
llegar y, en ocasiones, solo en algunas pocas… se queda.
—Me quedo —respondo, estrechándole entre mis brazos mientras Andrew
viene para unirse al abrazo.
FIN

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