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SAN AGUSTÍN
EL GRAN
LEÓN DE DIOS
1.-
EI Padre más grande de la lglesia latina, San
Agustín: hombre de pasión y de fe, de altísima
inteligencia y de incansable solicitud pastoral.
Este gran santo y Doctor de la lglesia a menudo
es conocido, al menos de fama, incluso por
quienes ignoran el cristianismo o no tienen
familiaridad con él, porque dejó una huella
profundísima en la vida cultural de Occidente y
de todo el mundo.
Por su singular relevancia, San Agustín
ejerció una influencia enorme y podría
afirmarse, por una parte, que todos los
caminos de la literatura latina
cristiana llevan a Hipona (hoy Anaba,
en la costa de Argelia), lugar donde era
obispo.
Y, por otra, que de esta ciudad del África
romana, de la que San Agustín fue
obispo desde el año 395 hasta su
muerte, en el año 430, parten muchas
otras sendas del cristianismo
sucesivo y de la misma cultura
occidental.
Pocas veces una civilización ha
encontrado un espíritu tan grande,
capaz de acoger sus valores y de
exaltar su riqueza intrínseca, inventando
ideas y formas de las que se
alimentarían las generaciones
posteriores».
Benedicto XVI, Audiencia General, 9--2008
2.-
VIDA DE SAN AGUSTÍN
Aurelio Agustín nació en Tagaste, la actual
Souk-Ahras en Argelia, el 13 de noviembre
del 354.
Su padre, Patricio, era un pagano,
modesto, propietario y consejero
municipal que más tarde recibiría el
bautismo antes de morir.
Su madre, Santa Mónica, era una cristiana
fervorosa que educó a su hijo con pasión en la
fe cristiana y destacaba por su nobleza de
carácter y virtudes.
Tuvo también dos hermanos:
Navigio y una hermana
cuyo nombre desconocemos.
Respecto a su formación, hizo los estudios
elementales en Tagaste, estudió la gramática
en Madura, desde los once años hasta los
dieciséis, y la retórica en Cartago, los dos
años siguientes.
Era un muchacho
de agudísima inteligencia.
Terminados sus estudios, abrió una escuela de
gramática en Tagaste (374), y después de
poco más de un año fundo otra escuela de
retórica en Cartago (375- 383), capital del
África romana, luego otra en Roma (384) y
finalmente enseñó la retórica en Milán, en la
corte imperial (desde otoño del 384 hasta el
verano del 386).
Doce años de enseñanza y de constante
estudio facilitaron a San Agustín la
oportunidad de profundizar en las artes
liberales y de llegar a ser un hombre muy
docto y elocuentísimo, que constituía la gran
ambición de la época, con un extraordinario
dominio del latín, aunque no dominó de igual
manera el griego ni el púnico, la lengua local
de sus paisanos.
El ambiente en el que discurrió su niñez era, sin duda,
cristiano, aun no del todo.
No fue bautizado de niño.
También en Tagaste el paganismo hacía sentir su
presencia, al igual que en Madura, y con más fuerza
Cartago.
Allí es un ambiente fuertemente paganizado, empezó a
perder los fundamentos de la formación cristiana
recibida en su infancia: no frecuentada la iglesia, sino
los monumentos paganos, los libros y los teatros.
En efecto, los libros de texto, repletos de fábulas
mitológicas transferían las cualidades humanas a
los dioses.
A pesar de estas influencias negativas, su
formación no dejó de estar acompañada por una
auténtica educación cristiana sincera y profunda,
impartida por una mujer excepcional, su madre,
Santa Mónica, que le transmitió un profundo
amor y admiración por Cristo.
Agustín llegó a Cartago para proseguir sus
estudios de retórica a los 17 años.
Así relata su llegada a la populosa ciudad:
«Llegué a Cartago y por todas partes hervía a
mi alma aquella sartén de amores
pecaminosos» (Conf, 3, 1, 1). «Me atraían
fuertemente las representaciones teatrales,
lenas de imágenes de mis miserias y de los
incentivos de mi fogosidad» (Conf, 3, 2, 2).
Al año de su estancia en Cartago, contrató como
sirvienta a una mujer, que precisamente en un año
le dio un hijo, al que llamó Adeodato; el nombre de
la mujer nos es desconocido.
La unión con esta mujer no concordaba bien con
las normas cristianas, y por eso él mismo la
lamentará más tarde, pero cuadraba bien con la
sociedad de entonces, que la tenía como licita y
honrosa.
Por ello el sentido del honor que siempre tuvo, le
llevó a ser fiel a dicha mujer durante catorce años.
A los 19 años Agustín tiene la oportunidad de leer
el Hortensio, obra de Cicerón que después se
perdió y que se sitúa en el inicio de su camino hacia
la conversión.
Ese texto ciceroniano despertó en Agustín el amor
por la sabiduría, como escribirá, siendo ya obispo, en
las Confesiones: «Aquel libro cambió mis afectos y
orientó hacia ti, Señor…,»
En efecto, la lectura del Hortensio le ayudó a
liberarse del racionalismo en el que había
caído y se convenció de que debía hacerse
discípulo no de quien impone la fe, sino de
quien enseña la verdad; es decir, no de la
autoridad que exige la fe, sino de la razón que
guía a la ciencia.
Nacen de esta manera los dos elementos, fe y
ciencia, que le ocuparán toda la vida.
Por el mismo tiempo, mientras Agustín se
debatía entre el deseo y la desilusión, se
encontró con los maniqueos, que de golpe
colmaron suficientemente sus expectativas:
les escuchó, se dejó convencer y abandono la
fe de su infancia, convirtiéndose en uno de
ellos.
Si durante un tiempo llegó a aceptar el
Maniqueísmo, era porque hablaban de Jesús y
porque resolvían (mediante el dualismo) el
problema del mal.
De todas formas, esta adhesión nunca fue plena.
El abandono definitivo del maniqueísmo se
produjo en el 383, a sus 29 años, cuando llego a
Cartago Fausto, hombre muy importante entre los
maniqueos, a quien le habían remitido para que le
solucionara todas sus dudas.
Al principio gustaron a San Agustín las
explicaciones de Fausto, por su gran
capacidad retórica, pero poco después se dio
cuenta de que su saber era aparente.
De este modo el maniqueísmo, destruido por
su propia incoherencia, acabó por
derrumbarse en el espíritu de San Agustín.
Durante los años de maniqueísmo, no dejó de
buscar con pasión la verdad.
Entró en contacto con los más importantes
sistemas griegos, sobre todo a través de fuentes
secundarias: Cicerón, Varrón, Celso.
En concreto, estudió el estoicismo, el
epicureísmo y el pitagorismo.
De Aristóteles leyó las Categorías, los tópicos y el
Peri Hermenias; lo consideró un varón de gran
ingenio, pero inferior a Platón. De éste apenas
pudo leer algo, pues no había traducciones al latín.
En el 384 se trasladó a Roma «Y he aquí que
apenas llegado a Roma soy recibido con el
azote de una enfermedad corporal» (Conf., 5,
9, 16), y creyéndose «a punto de irme», la
ayuda material y espiritual de su madre
Santa Mónica obran la salud corporal del
enfermo, aunque las zozobras intelectuales
persisten, especialmente respecto a la validez
del escepticismo y el estilo de los académicos.
Más de una vez afirmaría que llegó a dudar de
todo y que se desesperó de alcanzar la
verdad.
De todas formas, nunca llegó a dudar
completamente, sino que más bien se encontró
en un estado de depresión de ánimo, de
desengaño y desconfianza, aunque
conservando muchas certezas de orden
matemático, social, histórico y de sentido
común.
Sin embargo, esa crisis pasajera dejó huella profunda
en su alma.
Más tarde se trasladó a Milán, donde se encontraba la
corte imperial, y donde había obtenido la cátedra
municipal de retórica.
En Milán, San Agustín adquirió la costumbre de
escuchar, al inicio con el fin de enriquecer su bagaje
retórico, las bellísimas predicaciones del obispo San
Ambrosio, que había sido representante del
emperador para el norte de Italia.
El retórico africano quedó fascinado por la palabra del
gran prelado milanés; y no sólo por su retórica.
Sobre todo, el contenido fue tocando cada vez más
su corazón.
El gran problema del Antiguo Testamento, de la falta de
belleza retórica y de altura filosófica, se resolvió con
las predicaciones de San Ambrosio, gracias a la
interpretación tipológica del Antiguo Testamento: San
Agustín comprendió que todo el Antiguo Testamento
es un camino hacia Jesucristo.
De este modo, encontró la clave para
comprender la belleza, la profundidad, incluso
filosófica, del Antiguo Testamento; y
comprendió toda la unidad del misterio de
Cristo en la historia, así como la síntesis
entre filosofía, racionalidad y fe en el Logos,
en Cristo, Verbo eterno, que se hizo carne.
Pronto San Agustín se dio cuenta de que la
interpretación alegórica de la Escritura y la
filosofía neoplatónica del obispo de Milán le
permitían resolver las dificultades
intelectuales que, cuando era más joven, en su
primer contacto con los textos bíblicos, le
habían parecido insuperables»
(Benedicto XVI, Audiencia General, 9-1-2008).
3.-
El camino de regreso de Agustín no fue tan
breve como el del alejamiento de la fe:
abandonó el cristianismo en pocos días y
reconquistó la fe durante años de intensa y
tormentosa búsqueda.
El camino del alejamiento de la fe está
señalado, en el plano filosófico sobre estas
bases:
❖ Racionalismo,
❖ Materialismo y
❖ Escepticismo.
El camino de regreso encontrará las mismas
dificultades y tendrá que superarlos uno tras
otro.
La historia de esta superación es la
historia de su conversión, que es,
antes de nada, la conversión de un gran
pensador.
Sin duda también la predicación del
obispo San Ambrosio constituyó una
gran ayuda en este nuevo camino que iba
a emprender San Agustín.
Una etapa importantísima de su pensamiento
está marcada por el conocimiento del
neoplatonismo.
Para San Agustín fue un choque
extraordinario: renació en él el antiguo deseo
de sabiduría; entendió lo que es el espíritu, la
vía de la interioridad, la iluminación; y
también, comprendiendo la participación,
superó el dualismo.
Igualmente, junto a los neoplatónicos
encontró la verdadera noción del mal:
no es una sustancia, sino una privación.
El neoplatonismo supuso un fuerte
avance en su conversión, pero San
Agustín aún se movía todavía dentro de
un marco puramente natural.
El mismo reconocerá entonces que la filosofía
le enseñaba la meta, pero no el camino.
De todas formas, la lectura del neoplatónico
Plotino le llevó a San Pablo, pues pensó que, si
había encontrado la verdad en el
neoplatonismo, la verdad no podría
contradecir al cristianismo, al que seguía
considerando como la Verdad.
Por eso, volvió a las Sagradas Escrituras, y
en San Pablo descubrió a Cristo Redentor y
Mediador.
Aprendió no sólo la necesidad de
desprenderse de las riquezas, sino también
de vencer las propias pasiones con la ayuda
de la gracia.
Aprendió así la doctrina del pecado, de la
gracia y de la redención.
La conversión puede establecerse el 15 de
agosto del 386.
Cuenta San Agustín que, estando solo, oyó la
voz de un niño que decía tolle, lege: tomó las
Escrituras, las abrió al azar, leyó el pasaje de
Romanos 13,13-14, y arrepentido de su vida
pasada, decidió hacerse cristiano y recibir el
bautismo.
Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de
lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias.
Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus
concupiscencias. Rom 13, 13-14