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Tema I
1º BACHILLERATO/GRADO EN TEOLOGÍA
PROF. DR. D. JOSÉ ANDRES FERNÁNDEZ FARTO
SUMARIO
Estas preguntas se formularon por primera vez cuando ya existía casi todo lo
necesario para la vida. De la contemplación y admiración que producen las cosas
inmediatas se pasó a cosas cada vez más alejadas: de las aguas de la Tierra a las
lluvias y tormentas, de la Tierra al cielo, a las estrellas y al Sol y, de aquí, a las
preguntas sobre la composición de las cosas o sobre el origen del Universo. Las
preguntas nacidas de la admiración son cada vez más complejas y alcanzan ámbitos
más alejados de lo inmediato y más amplios.
Las preguntas no están ya dirigidas a resolver las necesidades sino a explicar y
calmar la admiración, la perplejidad que nos produce lo que nos rodea. De modo que
es el reconocimiento de la propia ignorancia el motor de nuestro pensamiento, lo
que le lleva a tratar de conocer, a intentar encontrar la sabiduría.
“Pues he aquí lo que sucede: ninguno de los dioses filosofa ni desea hacerse
sabio, porque ya lo es, ni filosofa todo aquel que sea sabio. Pero a su vez los
ignorantes ni filosofan ni desean hacerse sabios, pues en esto estriba el mal de la
ignorancia: en no ser ni noble, ni bueno, ni sabio y tener la ilusión de serlo en
grado suficiente. Así, el que no cree estar falto de nada no siente deseo de lo que
no cree necesitar”2.
Ya Heráclito sostenía que «los hombres filósofos han de ser buenos conocedores de
muchas cosas».
No harán así las ciencias que se desgajaron paulatinamente de la filosofía (hasta de
modo completo en la modernidad) al renunciar, ciertamente de modo legítimo, a
ocuparse de c6mo se integran en la completa sinopsis de toda la realidad. Ellas son
conscientes -o lo fueron en su origen, porque cabe el peligro de que lo olviden- de su
parcialidad, de la abstracción (separación) que han llevado a cabo de un aspecto de la
realidad, y de la correspondiente limitación de su estudio a ese aspecto.
Algo similar a la «segunda salida» de nuestro don Quijote: pertrechado ya, a diferencia
de su primeriza aventura, con los medios necesarios para lograr algún éxito.
Como dice Miguel García-Baró: «El filósofo se incluye a sí mismo, en cierto modo de
una vez para siempre, en la peculiar tradición de los hombres sin tradición, o sea, de los
socráticos».
Según relata Cicerón (en las Tusculanas, V, 3), una antigua tradición -conocida gracias a un
discípulo de Platón llamado Heráclides el Póntico- cuenta que los primeros Pensadores griegos se
llamaron «sabios», y que Pitágoras, por modestia, solo quiso llamarse «amante de la sabiduría» o
«filósofo»; de ahí vendría el uso del término «filosofía», «amor a la sabiduría».
También es Cicerón quien nos trasmitió la famosa anécdota que se contaba de Pitágoras:
«Interrogado acerca de la esencia de la filosofía, Pitágoras habría contestado que a través del
nacimiento él hombre entra en el orden cósmico como en una fiesta de Dios. En esta fiesta, mientras
unos piensan solo en divertirse y otros aprovechan la ocasión para ofrecer en venta sus mercancías y
hacer negocios, el filósofo es el que, centrándose en la theoria, comprende el sentido de la fiesta»
(Tusculanas, V, 9)
Platón, por su parte, distingue claramente (en el libro quinto de su República) entre los
«filósofos» -que desean y buscan el saber como captación de la verdad- y los “fílodoxos” -que
desean y buscan solamente las meras opiniones o apariencias-. Y en ese mismo sentido usará Kant
este vocablo platónico, al referirse a quienes, Pretendiendo liberarse de las ataduras de la ciencia,
convierten el trabajo en juego, la certidumbre en opinión, y la filosofía en filodoxia.
Y Tomás de Aquino comenta: “desde entonces, el nombre de sabio se cambió por el de
filósofo, y el nombre de sabiduría por el de filosofía. Y el nombre es significativo en este contexto.
En efecto, ama la sabiduría quien la busca por sí misma y no por otro motivo; pues quien busca algo
por otro motivo, ama a ese motivo más que a lo que busca» (In Metaphys., I, 3).
Para MARX: “Los filósofos solo han interpretado de diversos modos el mundo;
pero de lo que se trata es de transformarlo”, indicando así que el marxismo no solo
es una teoría pura, tampoco una pura “praxis” ni menos un “método de
interpretación” y nada más; sino una ciencia, un sistema de verdades que busca
cambiar la realidad del ser humano.
Edmund Husserl. Ciencia estricta de esencias. Tiene por objeto las esencias que den
bases sólidas a las demás ciencias. Para hallar tales esencias, utiliza el método de la
suspensión del juicio acerca del mundo.
También hay razones para defender esta tesis. Efectivamente, toda experiencia
humana se da en tanto el hombre está en disposición de hacer algo. Esto es, puedo
acercarme al mundo con ánimo de conocerlo; en ese caso, las cosas se me dan como
objetos del conocimiento. Puedo acercarme al mundo en tanto quiero manipularlo
(quiero construir una casa, escribir una carta, matar a mis enemigos o comer una
paella); en ese caso, las cosas se me dan como instrumentos. Puedo, en fin, acercarme
al mundo con ánimo de deleitarme en su contemplación; en ese caso, las cosas se me
dan como objetos estéticos. Desde esta concepción la filosofía será el proyecto de los
proyectos: el proyecto puro y simple de ser hombre.
d) El problema de Dios
Cuestión que aborda la teología -metafísica- y que afecta, principalmente, al
periodo de la filosofía medieval, con sus argumentos sobre la existencia de un Ser
superior y sus diferencias ontológicas con el resto de los seres creados. También
vigente en el racionalismo moderno o de forma crítica en autores como Kant, Hume,
Nietzsche o Marx.
Aristóteles denominó la metafísica como «filosofía primera» en cuanto saber filosófico por
antonomasia o excelencia. Pero adviértase que el saber metafísico es primario por su universalidad,
su calidad y su valor; no siempre por ser lo primero con lo que el filósofo se encuentra y lo que le
mueve a ponerse a filosofar. Lo primero que nos encontramos y nos motiva a ello son preguntas de
todo género (casi siempre prácticas o existenciales) que, eso sí, nos importan últimamente e
inquietudes interiores acuciantes.
Así lo ha recordado en el siglo XX, con gran énfasis y lucidez Emmanuel Lévinas; pero es la
misma tradición que viene de Sócrates o de san Agustín.
***
De todas esas preguntas, las teóricas y las prácticas surgen de modo algo
diverso:
- Las teóricas nacen más bien del asombro, de la curiosidad, del afán
desinteresado de saber. Para lo cual es necesario -como se ha dicho tantas veces-
cierto ocio o tiempo disponible más allá de la preocupación inmediata por la
subsistencia.
- Las prácticas nacen de otra manera: con el despertar de la conciencia a
problemas que ya teníamos, o que de sopetón nos encontramos. Pero en ambas
(teóricas y prácticas) se busca el fundamento u origen que dé orden y estabilidad
ante el aparente caos del mundo y de la vida; y ambas tienen además dos rasgos en
común: importan -o llegan a importar- mucho al filósofo (pues incluso el afán
teórico de saber lo vive como pasión existencial), y nos superan de algún modo.
Que las preguntas filosóficas importan o preocupan mucho al filósofo se ve de
modo inmediato en los problemas prácticos, los que atañen directamente a la vida
humana. Ala existencia humana le afecta toda tesitura entre una inclinación y la
acción contraria percibida como un deber; que nazcamos y muramos; que suframos y
gocemos; que padezcamos o que cometamos injusticias; que seamos felices o
desdichados. Pero también interesan al vivir humano cuestiones teóricas, como que
habite en un mundo ordenado y estable o por el contrario caótico y azaroso; que haya
o no algún Ser supremo sobre mí y sobre el mundo; qué naturaleza tengamos los
seres humanos, etc. Estas cuestiones teóricas nos interpelan a todos porque iluminan
el origen y fin de nuestras vidas y, así, guían en buena medida nuestras decisiones
generales y concretas.
Además, en el filósofo encuentran eco a un particular deseo de verdad, de
claridad, que llega a ser el motor de su vida (de su vida como buscador de la verdad y
como comunicador, aunque sea en pequeñas dosis, de ese tesoro tan grande).
Se entiende bien que prácticamente todos los filósofos, a lo largo de los siglos,
se hayan ocupado tanto de las cuestiones teóricas como de las directamente
existenciales o prácticas (a veces, según circunstancias y caracteres, privilegiando las
unas sobre las otras). Al final de su Crítica de la Razón Práctica, Kant confesaba sus
dos grandes motivos de asombro: «Dos cosas llenan mi ánimo de creciente
admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado
sobre mí y la ley moral dentro de mí».
1. En primer lugar, porque la vida que vivimos -y por la que nos preguntamos
cuando filosofamos- no es la pura receptividad subjetiva, sino todo lo objetivo que
vivimos en ella (los otros, la cultura, los problemas sociales, el mundo natural, etc.).
2. En segundo lugar, porque cuando eso que vivimos lo convertimos en
pregunta, cuando nos interrogamos por el sentido de ello, buscamos más realidad
dentro de la realidad objetiva, por así decir; buscamos entender, “inteligir” (intus-
legere, leer en el interior). Descubrir esta maravillosa capacidad es descubrir que el
ser humano es, además de corporal, espiritual.
¿Cómo no va a ser posible un enfoque siempre diverso de lo que es más amplio y profundo
que nosotros? Sucede incluso con lo material: una misma montaña cabe verla, y subirla, por muchas
caras y caminos posibles; de un mismo paisaje se pueden tomar infinitas fotografías según el
ángulo, luz, distancia, etc. Con más razón ocurre en lo espiritual (aunque de otra manera): un
acontecimiento histórico puede vivirse de mil maneras posibles, según las circunstancias de cada
uno. El pensar filosófico es también, como toda actividad humana, limitado, parcial, condicionado
por diversísimos factores subjetivos (y esto es lo relativo); pero lo que se piensa es siempre
básicamente lo mismo.
2. La actitud filosófica
Primeramente, toda filosofía es una actitud. Es una de las muchas formas de
reaccionar frente a la realidad. Pese a que espontáneamente podemos mostrar cierta
actitud por filosofar, lo cierto es que una auténtica reflexión filosófica necesita de un
tiempo y preparación académica adecuados. Ante los problemas propiamente
filosóficos hay que adoptar entonces cierta actitud, solo así se los puede tratar. Más
aún, solo así se descubren.
1. Totalizadora o Universal
3. Trascendental
PLATÓN afirmó que las cosas
Los filósofos tratan asuntos que que captamos con los sentidos son
van más allá de su experiencia copias de modelos ideales que no se
inmediata. pueden observar sino solo captados
con la razón.
DESCARTES se propuso
Los filósofos buscan definir los construir una rigurosa ciencia
presupuestos básicos de las ciencias. filosófica que sirva de base a las
demás ciencias.
4. Racional
5. Crítica
7. Otras características
Desde nuestro punto de vista las características principales que debería tener una
auténtica actitud filosófica son:
Con todo, quizá no falte quien diga que lo único que le interesa es simplemente vivir, y no la
verdad de cosa alguna. Pero en el fondo esa actitud no es auténtica. Nos importa la verdad, sobre
todo, de lo que nos afecta Personalmente: no nos da igual que nos mientan, que nos quieran de
verdad o falsamente, que seamos capaces de saber y entender qué nos pasa, que eso que nos pasa
tenga un sentido o no, que acertemos o fracasemos en el modo de ser felices, etc. Y está claro que
sobre todo esto siempre estamos aprendiendo, aunque solo sea porque la vida nos depara
continuamente sorpresas y novedades.
Al mismo tiempo, es verdad que -primum vivere, deinde philosophari- para el ejercicio
filosófico son necesarias ciertas condiciones de bienestar, ocio o incluso abundancia (que hoy
ciframos en disponibilidad de tiempo, de manutención personal y de medios institucionales y
materiales: como edificios, bibliotecas, foros, etc.).
De manera que lo que Platón pone en boca de Sócrates, «solo sé que no sé nada» -“Este
hombre, por una parte, cree que sabe algo, mientras que no sabe [nada]. Por otra parte, yo, que
igualmente no sé [nada], tampoco creo [saber algo]” (Apología de Sócrates); “Soy amante de
aprender” (Fedro)-, no es simplemente una declaración de humildad, sino un rasgo esencial de la
actitud del que aspire a ser filósofo. Por otra parte, es muy ilustrativa la descripción platónica del
deseo profundo en general, o amor, a través del mito del nacimiento de este. El amor (eros), dice en
el Banquete, es el hijo del dios de la abundancia y de una mujer pobre que simboliza la escasez o la
penuria. Como fruto de ambos, participa de las cualidades de los dos. No vive por completo en la
opulencia, ni en la indigencia tampoco, sino que consiste esencialmente en la articulación de esas
dos cosas, es decir, en su enlace o síntesis. Y una de las manifestaciones del amor es la filosofía: el
amor que busca el saber (lo cual supone que no ignora por completo lo que es este, y que tampoco
lo sabe por completo).
Ciertamente, la tentación de la impaciencia es muy fuerte: bien por la vía de eliminar esos
problemas (reduciéndolos -intencionada o ingenuamente- a problemas más manejables), bien por la
vía de darles una solución precipitada (quizá más simple, pero no por eso más verdadera). No
olvidemos que la paciencia es una virtud hija de la fortaleza, y tan fuerte hay que ser para no reducir
la filosofía a lo que no lo es, como para resistir la tentación de aplicar un prematuro esquema
«filosófico» (mejor sería decir «mental») como universal solución. Sí; hay también «totalitarismos
filosóficos», que de todo tenemos en la historia del pensamiento. Y el mejor antídoto para esa
impaciencia orgullosa, que pretende imponer y dominar en el terreno de las ideas -y a la postre de
las vidas- es la humildad ante la realidad.
En su escrito bajo el sugerente título La esencia de la filosofía y la condición moral del
conocer filosófico, Max Scheler señala expresamente la humildad como un presupuesto necesario
para el ejercicio de la filosofía: «La humildad nos conduce desde la existencia contingente de
cualquier algo (y de todas las formas de ser y conexiones de ser categoriales pertenecientes a esta
esfera) en dirección a la esencia, al puro contenido objetivo del mundo».
Antonio Millán-Puelles, en su libro El interés por la verdad, se explaya en el importante
papel de esa virtud para el conocimiento; de ella dice: «[Entre las virtudes que «más favorecen la
contemplación de la verdad»], la humildad es la que ocupa el lugar primero, por extirpar la raíz, que
sin duda se encuentra en la soberbia, de la totalidad de los vicios morales y especialmente de los
que de un modo más directo se oponen al interés puramente cognoscitivo».
Humildad y paciencia hacen falta también a quien se acerca a la historia de la
filosofía. Humildad para reconocer los genuinos logros de auténticos genios, sin
juzgarlos anacrónicamente. Paciencia porque uno no se encontrará con una historia
de progreso continuo, uniforme y progresivo; sino una colección de concepciones
solo a veces apoyadas e inspiradas unas en otras. Y es que, si se trata de pensar por
cuenta propia, cada filósofo parte -hasta cierto punto- de cero, recomienza, repiensa
todo de nuevo, aunque a veces ciertamente de la mano de otros. Ya vimos que tal
panorama no aboca al escepticismo, pero tampoco debe inducir al desaliento.
Muestra, más bien, que todos podemos pensar filosóficamente, que es posible
replantearse personalmente las grandes preguntas filosóficas: es decir, que uno puede
adoptar la actitud de esos pensadores que fueron los filósofos. Pues, aunque la
historia de la filosofía es sobre todo eso, historia de la filosofía, no es menos historia
de los filósofos: tradición de quienes han cuestionado y repensado la tradición. Nos
enseñan ideas y verdades, pero más radicalmente muestran una vida, una actitud.
Pero quizá la forma más frecuente de impaciencia -en el fondo también de
pereza y de oculto orgullo autosuficiente- es la de quienes no emprenden o no
sostienen el esfuerzo por pensar los grandes interrogantes del mundo y de la vida y,
ante una tarea cuyo resultado nunca es inmediato ni total, abandonan indolentemente
la búsqueda. Se abandona entonces uno a la inmediatez, a la inercia, a la masa
anónima o impersonal, justificándose acaso con que ya sabe bastante. Sin embargo,
esa actitud no tiene mucho recorrido, justo el que dura esa inercia. Tarde o temprano
algún suceso dramático de la vida nos para, nos detiene, nos urge a pensar. Y es
entonces cuando necesitamos la filosofía, cuando comenzamos a ejercerla o -mejor
sería- cuando acudimos a verdades filosóficas que otras veces habíamos meditado y
descubierto ya. En pocas palabras, solo entonces nos comportamos propiamente
como humanos, y ya no como meros individuos de una especie que pulula con
diversa suerte sobre este planeta.
Kierkegaard, un filósofo que defendió lo propia y personalmente humano como pocos, era
consciente de la necesidad de la paciencia, la tenacidad, que siempre supone la humildad. Así
escribía en su Diario ([1835] I A 75): «Mas para eso [la búsqueda de la verdad] necesitó tenacidad;
además, no es posible recoger en seguida lo sembrado. Recordemos el método de aquel filósofo
[Pitágoras] que imponía a sus alumnos un periodo de silencio de tres años, con la promesa de que
luego todo saldría bien. Así como no se comienza una fiesta al amanecer sino en el ocaso, así
también en el mundo del espíritu es necesario trabajar durante algún tiempo antes de que el sol
luzca de veras para nosotros y de que se nos muestre en todo su esplendor».
«Una vida sin examen no merece la pena ser vivida», decía Sócrates para justificar e ilustrar
su actividad y su enseñanza.
Esa vida es una vida racional, filosófica. Tal es el ideal de vida humana. Pero no
hay que pensar semejante ideal como una vida solo de pensamiento y teoría. Se trata
de una vida pensada, gobernada por el pensar. Pero una vida, así iluminada, toda
entera: es decir, la vida real que incluye la contemplación del arte y de la naturaleza,
el disfrute de la compañía de los amigos y el deleite de bienes materiales, la
satisfacción de logros profesionales, etc., etc.
Es tarea, responsabilidad, de cada uno adoptar esa actitud filosófica, reflexiva,
racional y razonable de la vida. Una actitud responsable porque da respuesta, o lo
intenta, al sentido inteligible del mundo y de la vida. Pero, además, esa actitud es la
actitud responsable también desde el punto de vista práctico. Tal como pensemos,
actuaremos. De las verdades que vivamos (porque, queramos o no, vivimos de
verdades) dependerán las acciones que realicemos. O a la inversa, las acciones son
las que mejor expresan lo que en realidad pensamos. Pensar en serio lleva a actuar; y
actuar es la manifestación de lo que en realidad y en serio pensamos. Lo cual
adquiere una importancia radical cuando se trata de nuestra relación con otras
personas (o con nosotros mismos en cuanto personas), o sea, cuando se trata de
nuestra vida moral en toda su nobleza y seriedad.
Más breve y concretamente, de cómo pensemos el mundo y la vida humana dependerá que los
tomemos como algo serio o como un juego. Sobre todo, de cómo concibamos el valor de la persona
dependerá cómo nos comportemos con ella, cómo la tratemos. No es casualidad que unas filosofías
hayan conducido a totalitarismos (de uno u otro género) y que otras, en cambio, hayan podido
aducirse en defensa de cada persona singular.
Por un lado y por otro -como vida propia y como vida en relación con los
demás-, tomar una actitud filosófica es también una responsabilidad moral, esto es,
incondicional e inexcusable. No, evidentemente, como actividad profesional o
académica, pero sí como ejercicio personal reflexivo. Y en las circunstancias actuales
esta responsabilidad es quizá aún mayor. Es preciso iluminar la extraña y paradójica
relación de la sociedad actual con la filosofía. De una parte, el consumismo y las
respuestas ya dadas (desde diversas instancias) pretenden inhibir el planteamiento de
las preguntas filosóficas. De otra parte, no se pueden seguir escondiendo problemas
que urgen una reflexión profunda (como muestran tantos debates morales, con
frecuencia sin embargo muy superficiales e interpretados como ideológicos). Hoy día
la actitud y actividad filosófica tiene mucho de testimonio, de ejemplaridad. Es vital
mantener viva esa llama. Una llama quizá pequeña, pero capaz de iluminar cómo se
puede y debe vivir, cómo se puede y debe buscar sentido a los inextinguibles
interrogantes de toda persona. Es verdad que es una vida tensa, pero es también y
sobre todo una vida intensa, plena, con misión.
b) Actitud esforzada
Pero entonces, esa vida tensa e intensa tiene no poco de esforzada, aun cuando
es la que debe ser. «Todos somos un poco filósofos», se oye decir a menudo. Lo
primero que viene a la cabeza cuando se oye esa afirmación -a menudo expresada con
bastante superficialidad y con dudosa intención- es contestar: «¡ojalá!», aunque cabe
responder educadamente: «sí, pero unos más que otros». Ambas cosas son verdad.
Ojalá todos pensáramos más filosóficamente con cierta frecuencia, para comprender
mejor el mundo y para dirigir nuestra vida, y sobre todo para acertar en nuestras
acciones. En realidad, no podemos dejar de hacerlo en alguna medida. Pero esa
medida es muchas veces insuficiente. No basta reflexionar solo un poco de vez en
cuando para pensar filosóficamente. Todos somos un poco filósofos, sí; pero no
siempre suficientemente, ni desde luego todos por igual.
Como solía decir el filósofo Leonardo Polo, para pensar hay que ponerse a
pensar (incluso metódicamente, como se verá en el siguiente capítulo).
Por eso, Husserl distinguía entre «actitud natural» y «actitud fenomenológica» Por la
«natural» no entendía la que debía naturalmente ser, ni tampoco exactamente la habitual, sino más
bien la «naturalista». Según su certero diagnóstico, las ciencias naturales modernas -por lo demás
del todo legítimas en sí mismas, e incluso ejemplares en su rigor- influyen poderosísimamente en
nuestra imagen del mundo: del mundo externo y también, esto es lo grave, del mundo interno o
personal. Desde hace muchas décadas tendemos fuertemente a interpretar todo desde lo material,
desde lo empírico-positivo, desde lo sensible. Realidades que sin duda vivimos (como el amor, el
conocer, el sentido y modo de afrontar el sufrimiento o la muerte, la injusticia más allá del mal
físico infligido, la culpa, la experiencia religiosa, etc.) corren el riesgo de ser absorbidas por el
presunto poder explicativo de las ciencias naturales.
Hace falta entonces -defendía el fundador de la fenomenología hace ahora poco más de un
siglo- un cambio de actitud a la hora de mirar especialmente el mundo interior humano, que
incluye el sentido según el cual vivimos el mundo exterior y a los demás. Un cambio que suponga
contener («poner entre paréntesis») la presión de la interpretación materialista y permita ver, tal
cual es, la realidad-de la conciencia, de las verdades y el sentido que vivimos de muchas maneras
(pensando, amando, queriendo, anhelando, lamentando, soñando, etc.). A esta actitud la llamaba
«fenomenológica» (porque atiende a los fenómenos que vivimos), «trascendental» (porque
trasciende la inmediatez de lo sensible) o sencillamente «filosófica» (porque se pregunta no por las
cosas, sino por el sentido según el cual las vivimos). Y a la vez advertía que esto no supone alejarse
de la actitud natural. Todo lo contrario: significa situarse como por detrás de ella, penetrar en el
interior de ella. Se trata de enfocar e iluminar el lado de la actitud natural que habitualmente queda
en la sombra, a saber, que no solo hay las cosas que llenan nuestra vida, sino nuestro vividas y el
modo en que llenan (o parecen llenar) nuestra vida.
Llámese como quiera dicha actitud, es claro que se precisa un esfuerzo para
hacer filosofía (no solo para dedicarse profesional y académicamente a la filosofía,
sino también para el ejercicio reflexivo filosófico). Pero es un esfuerzo que vale
mucho la pena, que nos capacita para descubrir dimensiones preciosas y riquísimas
de la realidad, y que ayuda a los demás a descubrirlas también. Es más, exige tal
apertura a la verdad, tal humildad y desinterés, tal generosidad para tratar de
comunicar esas verdades, que Husserl comparaba ese cambio de actitud a una
conversión religiosa:
«Tal vez se va a mostrar que la actitud total fenomenológica y la epojé pertinente está
esencialmente llamada a obrar, en primer lugar, una plena transformación personal que tendría que
ser comparada con una conversión religiosa, la que más allá de eso entraña en sí el significado de la
más grande transformación existencial que se ha propuesto al ser humano como ser humano» (La
crisis de las ciencias europeas).