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ACADEMIA

FILOSOFÍA I

2021

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Introducción

El nacimiento de la reflexión, por el deseo de “ver", halla su fermento en la innata curiosidad


del hombre por sí mismo, por la vida y el mundo. Lo característico del ver se manifiesta en el
temple de ánimo que capta la maravilla, pues es el principio de la filosofía:

“la maravilla ha sido siempre, antes como ahora, la causa por la cual los hombres comenzaron
a filosofar” (Platón, Teeteto, 155 d)

“Al principio se encontraron sorprendidos por las dificultades más comunes; después,
avanzando poco a poco, plantearon problemas cada vez más importantes, tales, por ejemplo,
como aquellos que giraban en torno a los fenómenos de la luna, del sol o de los astros, y
finalmente los concernientes a la génesis del Universo. Quien percibe una dificultad y se
admira, reconoce su propia ignorancia. Y por ello, desde cierto punto de vista, también el
amante del mito es filósofo, ya que el mito se compone de maravillas.” (Aristóteles, Metafísica,
I, 2, 982b)

Es significativo preguntarnos: ¿por qué ha sentido el hombre la necesidad de filosofar? Quizás


la raíz de esa necesidad surge en el hombre que se enfrenta con el “todo”, agónicamente
excedido por la inmensidad, se admiración y en consecuencia se pregunta cuál es el origen y el
fundamento de éste, y qué lugar ocupa él mismo en ese todo.

Por consiguiente la filosofía es inevitable e irrenunciable, precisamente porque es inevitable la


admiración ante el ser, al igual que es irrenunciable la necesidad de satisfacerla. Así lo expreso
Aristóteles, no sólo en los orígenes, sino ahora y siempre tiene sentido la vieja pregunta acerca
del todo y tendrá sentido mientras el hombre experimente admiración ante el ser de las cosas y
ante su propio ser.

La filosofía es interrogación sobre la totalidad de las cosas, es decir toda la realidad, de un modo
puramente racional indaga aquella totalidad que se plantea como objeto; cuya finalidad reside
en el puro deseo de conocer y de contemplar la verdad:

“…la búsqueda de la verdad y no la posesión de ella, es la esencia de la filosofía…Sus


preguntas son más esenciales que sus respuestas, y toda respuesta se convierte en un nueva
pregunta…” (Jaspers, Karl. La filosofía)

En este horizonte que gira en torno a la necesidad de saber acerca de “lo que es”, se
circunscribe la pregunta: ¿qué es filosofía?

La asignatura filosofía es una aproximación a la “filosofía” desde una perspectiva en la cual el


¿por qué? y ¿para qué? constituyen el preguntar interrogativo acerca de la realidad y sus
principios constitutivos. El “por qué” y “para qué” implican una actitud reflexiva ante la
realidad, una dimensión esencial del hombre, a partir de la cual se interroga y necesita saber que
“es” la realidad. El horizonte humano gira entonces en torno a la necesidad de saber acerca de
“lo que es”.

La cátedra de filosofía pretende ser una instancia educativa que acerca al educando a una nueva
dimensión del saber, un saber que es búsqueda del saber mismo, y que a la vez que se constituye

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en un elemento de orientación en aquello que se considera valioso para el perfeccionamiento del
educando.

Por otra parte la filosofía se constituye en un factor que la educación debe asumir como un
instrumento de valoración y juicio crítico del entorno cultural. Una educación que pretenda ser
integral debe suscitar en el educando “el conocimiento de sí mismo”, un camino que lo
confronta con la búsqueda de un saber fundamental.

La asignatura filosofía se desarrollará en torno a dos ejes: primero en los referente a la filosofía
misma: un ingreso en la filosofía; en segundo lugar en lo referente a las preguntas clásicas de la
filosofía como tal: ¿Qué es el ser? ¿Qué es el conocer y el conocimiento? ¿Qué es el hombre?
¿Cómo debemos obrar?

El punto de partida de la enseñanza de la filosofía reside en los problemas que está ha planteado
y plantea, por tanto se ha buscado con especial dedicación enfocar el desarrollo de la asignatura
desde el punto de vista de los problemas, especificando la problemática en torno al
conocimiento, la metafísica, la antropología, la ética, por último una visión acerca de la
existencia humana, de sus perspectivas y fronteras. Se enfocaran los temas específicos desde la
perspectiva de la filosofía realista, la cual pretende crear en los jóvenes una razón abierta, capaz
de confrontar las múltiples solicitaciones contemporáneas desde las distintas posturas
imperantes: relativismo, nihilismo, pragmatismo, cientificismo.

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Capítulo I. Introducción a la filosofía

I. ¿Qué es filosofía?

JASPERS, Karl. ¿Qué es la filosofía?

Qué sea la filosofía y cuál su valor, es cosa discutida. De ella se esperan revelaciones
extraordinarias o bien se la deja indiferentemente a un lado como un pensar que no tiene objeto.
Se la mira con respeto, como el importante quehacer de unos hombres insólitos o bien se la
desprecia como el superfluo cavilar de unos soñadores. Se la tiene por una cosa que interesa a
todos y que por tanto debe ser en el fondo simple y comprensible, o bien se la tiene por tan
difícil que es una desesperación el ocuparse con ella. Lo que se presenta bajo el nombre de
filosofía proporciona en realidad ejemplos justificativos de tan opuestas apreciaciones.
Para un hombre con fe en la ciencia es lo peor de todo que la filosofía carezca por completo de
resultados universalmente válidos y susceptibles de ser sabidos y poseídos. Mientras que las
ciencias han logrado en los respectivos dominios conocimientos imperiosamente ciertos y
universalmente aceptados, nada semejante ha alcanzado la filosofía a pesar de esfuerzos
sostenidos durante milenios. No hay que negarlo: en la filosofía no hay unanimidad alguna
acerca de lo conocido definitivamente. Lo aceptado por todos en vista de razones imperiosas se
ha convertido como consecuencia en un conocimiento científico; ya no es filosofía, sino algo
que pertenece a un dominio especial de lo cognoscible. Tampoco tiene el pensar filosófico,
como lo tienen las ciencias, el carácter de un proceso progresivo. Estamos ciertamente mucho
más adelantados que Hipócrates, el médico griego; pero apenas podemos decir que estemos más
adelantados que Platón. Sólo estamos más adelantados en cuanto al material de los
conocimientos científicos de que se sirve este último. En el filosofar mismo, quizá apenas
hayamos vuelto a llegar a él.
Este hecho, de que a toda criatura de la filosofía le falte, a diferencia de las ciencias, la
aceptación unánime, es un hecho que ha de tener su raíz en la naturaleza de las cosas. La clase
de certeza que cabe lograr en filosofía no es la científica, es decir, la misma para todo intelecto,
sino que es un cerciorarse en la consecución del cual entra en juego la esencia entera del
hombre. Mientras que los conocimientos científicos versan sobre sendos objetos especiales,
saber de los cuales no es en modo alguno necesario para todo el mundo, se trata en la filosofía
de la totalidad del ser, que interesa al hombre en cuanto hombre, se trata de una verdad que allí
donde destella hace presa más hondo que todo conocimiento científico. La filosofía bien
trabajada está vinculada sin duda a las ciencias. Tiene por supuesto éstas en el estado más
avanzado a que hayan llegado en la época correspondiente. Pero el espíritu de la filosofía tiene
otro origen. La filosofía brota antes de toda ciencia allí donde despiertan los hombres.
Representémonos esta filosofía sin ciencia en algunas notables manifestaciones.
Primero. En materia de cosas filosóficas se tiene casi todo el mundo por competente. Mientras
que se admite que en las ciencias son condición del entender el estudio, el adiestramiento y el
método, frente a la filosofía se pretende poder sin más intervenir en ella y hablar de ella. Pasan
por preparación suficiente la propia humanidad, el propio destino y la propia experiencia.
Hay que aceptar la exigencia de que la filosofía sea accesible a todo el mundo. Los prolijos
caminos de la filosofía que recorren los profesionales de ella sólo tienen realmente sentido si
desembocan en el hombre, el cual resulta caracterizado por la forma de su saber del ser y de sí
mismo en el seno de éste.
Segundo. El pensar filosófico tiene que ser original en todo momento. Tiene que llevarlo a cabo
cada uno por sí mismo. Una maravillosa señal de que el hombre filosofa en cuanto tal
originalmente son las preguntas de los niños. No es nada raro oír de la boca infantil algo que por
su sencillo penetra inmediatamente en las profundidades del filosofar. He aquí unos ejemplos.
Un niño manifiesta su admiración diciendo: "me empeño en pensar que soy otro y sigo siendo
siempre yo". Este niño toca en uno de los orígenes de toda certeza, la conciencia del ser en la
conciencia del yo. Se asombra ante el enigma del yo, este ser que no cabe concebir por medio
de ningún otro. Con su cuestión se detiene el niño ante este límite. Otro niño oye la historia de
la creación: Al principio creó Dios el cielo y la tierra..., y pregunta en el acto: "¿Y que había
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antes del principio?" Este niño ha hecho la experiencia de la infinitud de la serie de las
preguntas posibles, de la imposibilidad de que haga alto el intelecto, al que no es dado obtener
una respuesta concluyente.
Ahora, una niña, que va de paseo, a la vista de un bosque hace que le cuenten el cuento de los
elfos que de noche bailan en él en corro... "Pero ésos no los hay..." Le hablan luego de
realidades, le hacen observar el movimiento del sol, le explican la cuestión de si es que se
mueve el sol o que gira la tierra y le dicen las razones que hablan en favor de k forma esférica
de la tierra y del movimiento de ésta en torno de su eje... "Pero eso no es verdad", dice la niña
golpeando con el pie en el suelo, "la tierra está quieta. Yo sólo creo lo que veo." "Entonces tú no
crees en papá Dios, puesto que no puedes verle." A esto se queda la niña pasmada y luego dice
muy resuelta: "si no existiese él, tampoco existiríamos nosotros." Esta niña fue presa del gran
pasmo de la existencia: ésta no es obra de sí misma. Concibió incluso la diferencia que hay
entre preguntar por un objeto del mundo y el preguntar por el ser y por nuestra existencia en el
universo.
Otra niña, que va de visita, sube una escalera. Le hacen ver cómo va cambiando todo, cómo
pasa y desaparece, como si no lo hubiese habido. "Pero tiene que haber algo fijo... que ahora
estoy aquí subiendo la escalera de casa de la tía siempre será una cosa segura para mí." El
pasmo y el espanto ante el universal caducar y fenecer de las cosas se busca una desmañada
salida. Quien se dedicase a recogerla, podría dar cuenta de una rica filosofía de los niños. La
objeción de que los niños lo habrían oído antes a sus padres o a otras personas, no vale
patentemente nada frente a pensamientos tan serios. La objeción de que estos niños no han
seguido filosofando v que por tanto sus declaraciones sólo pueden haber sido casuales, pasa por
alto un hecho: que los niños poseen con frecuencia una genialidad que pierden cuando crecen.
Es como si con los años cayésemos en la prisión de las convenciones y las opiniones corrientes,
de las ocultaciones y de las cosas que no son cuestión, perdiendo la ingenuidad del niño. Éste se
halla aun francamente en ese estado de la vida en que ésta brota, sintiendo, viendo y
preguntando cosas que pronto se le escapan para siempre. El niño olvida lo que se le reveló por
un momento y se queda sorprendido cuando los adultos que apuntan lo que ha dicho y
preguntado se lo refieren más tarde.
Tercero. El filosofar original se presenta en los enfermos mentales lo mismo que en los niños.
Pasa a veces —raras— como si se rompiesen las cadenas y los velos generales y hablase una
verdad impresionante. Al comienzo de varias enfermedades mentales tienen lugar revelaciones
metafísicas de una índole estremecedora, aunque por su forma y lenguaje no pertenecen, en
absoluto, al rango de aquellas que dadas a conocer cobran una significación objetiva, fuera de
casos como los del poeta Hölderlin o del pintor Van Gogh. Pero quien las presencia no puede
sustraerse a la impresión de que se rompe un velo bajo el cual vivimos ordinariamente la vida.
A más de una persona sana le es también conocida la experiencia de revelaciones
misteriosamente profundas tenidas al despertar del sueño, pero que al despertarse del todo
desaparecen, haciéndonos sentir que no somos más capaces de ellas. Hay una verdad profunda
en la frase que afirma que los niños y los locos dicen la verdad. Pero la originalidad creadora a
la que somos deudores de las grandes ideas filosóficas no está aquí, sino en algunos individuos
cuya independencia e imparcialidad los hace aparecer como unos pocos grandes espíritus
diseminados a lo largo de los milenios.
Cuarto. Como la filosofía es indispensable al hombre, está en todo tiempo ahí, públicamente, en
los refranes tradicionales, en apotegmas filosóficos corrientes, en convicciones dominantes,
como por ejemplo en el lenguaje de los espíritus ilustrados, de las ideas y creencias políticas,
pero ante todo, desde el comienzo de la historia, en los mitos. No hay manera de escapar a la
filosofía. La cuestión es tan sólo si será consciente o no, si será buena o mala, confusa o clara.
Quien rechaza la filosofía, profesa también una filosofía, pero sin ser consciente de ella.
¿Qué es, pues, la filosofía, que se manifiesta tan universalmente bajo tan singulares formas?
La palabra griega filósofo (philósophos) se formó en oposición a sophós. Se trata del amante del
conocimiento (del saber) a diferencia de aquel que estando en posesión del conocimiento se
llamaba sapiente o sabio. Este sentido de la palabra ha persistido hasta hoy: la busca de la
verdad, no la posesión de ella, es la esencia de la filosofía, por frecuentemente que se la
traicione en el dogmatismo, esto es, en un saber enunciado en proposiciones, definitivo, perfecto
y enseñable. Filosofía quiere decir: ir de camino. Sus preguntas son más esenciales que sus
respuestas, y toda respuesta se convierte en una nueva pregunta. Pero este ir de camino —el
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destino del hombre en el tiempo— alberga en su seno la posibilidad de una honda satisfacción,
más aún, de la plenitud en algunos levantados momentos. Esta plenitud no estriba nunca en una
certeza enunciable, no en proposiciones ni confesiones, sino en la realización histórica del ser
del hombre, al que se le abre el ser mismo. Lograr esta realidad dentro de la situación en que se
halla en cada caso un hombre es el sentido del filosofar.
Ir de camino buscando, o bien hallar el reposo y la plenitud del momento —no son definiciones
de la filosofía. Esta no tiene nada ni encima ni al lado. No es derivable de ninguna otra cosa.
Toda filosofía se define ella misma con su realización. Qué sea la filosofía hay que intentarlo.
Según esto es la filosofía a una la actividad viva del pensamiento y la reflexión sobre este
pensamiento, o bien el hacer y el hablar de él. Sólo sobre la base de los propios intentos puede
percibirse qué es lo que en el mundo nos hace frente como filosofía.
Pero podemos dar otras fórmulas del sentido de la filosofía. Ninguna agota este sentido, ni
prueba ninguna ser la única. Oímos en la antigüedad: la filosofía es (según su objeto) el
conocimiento de las cosas divinas y humanas, el conocimiento de lo ente en cuanto ente, es (por
su fin) aprender a morir, es el esfuerzo reflexivo por alcanzar la felicidad; asimilación a lo
divino, es finalmente (por su sentido universal) el saber de todo saber, el arte de todas las artes,
la ciencia en general, que no se limita a ningún dominio determinado.
Hoy es dable, hablar de la filosofía quizá en las siguientes fórmulas; su sentido es: Ver la
realidad en su origen; apresar la realidad conversando mentalmente conmigo mismo, en la
actividad interior; abrirnos a la vastedad de lo que nos circunvala; osar la comunicación de
hombre a hombre sirviéndose de todo espíritu de verdad en una lucha amorosa; mantener
despierta con paciencia y sin cesar la razón, incluso ante lo más extraño y ante lo que se rehúsa.
La filosofía es aquella concentración mediante la cual el hombre llega a ser él mismo, al hacerse
partícipe de la realidad. Bien que la filosofía pueda mover a todo hombre, incluso al niño, bajo
la forma de ideas tan simples como eficaces, su elaboración consciente es una faena jamás
acabada, que se repite en todo tiempo y que se rehace constantemente como un todo presente
—-se manifiesta en las obras de loa grandes filósofos y como un eco en los menores. La
conciencia de esta tarea permanecerá despierta, bajo la forma que sea, mientras los hombres
sigan siendo hombres.
No es hoy la primera vez que se ataca a la filosofía en la raíz y se la niega en su totalidad por
superflua y nociva. ¿A qué está ahí? Si no resiste cuando más falta haría... El autoritarismo
eclesiástico ha rechazado la filosofía independiente porque aleja de Dios, tienta a seguir al
mundo y echa a perder el alma con lo que en el fondo es nada. El totalitarismo político hizo este
reproche: los filósofos se han limitado a interpretar variadamente el mundo, pero se trata de
transformarlo. Para ambas maneras de pensar ha pasado la filosofía por peligrosa, pues destruye
el orden, fomenta el espíritu de independencia y con él el de rebeldía y revolución, engaña y
desvía al hombre de su verdadera misión. La fuerza atractiva de un más allá que nos es
alumbrado por el Dios revelado, o el poder de un más acá sin Dios pero que lo pide todo para sí,
ambas cosas quisieran causar la extinción de la filosofía. A esto se añade por parte del sano y
cotidiano sentido común el simple patrón de medida de la utilidad, bajo el cual fracasa la
filosofía. Ya a Tales, que pasa por ser el primero de los filósofos griegos, lo ridiculizó la
sirviente que le vio caer en un pozo por andar observando el cielo estrellado. A qué anda
buscando lo que está más lejos, si es torpe en lo que está más cerca.
La filosofía debe, pues, justificarse. Pero esto es imposible. No puede justificarse con otra cosa
para la que sea necesaria como instrumento. Sólo puede volverse hacia las fuerzas que impulsan
realmente al filosofar en cada hombre. Puede saber qué promueve una causa del hombre en
cuanto tal tan desinteresada que prescinde de toda cuestión de utilidad y nocividad mundanal, y
que se realizará mientras vivan hombres. Ni siquiera las potencias que le son hostiles pueden
prescindir de pensar el sentido que les es propio, ni por ende producir cuerpos de ideas unidas
por un fin que son un sustitutivo de la filosofía, pero se hallan sometidos a las condiciones de un
efecto buscado —como el marxismo y el fascismo. Hasta estos cuerpos de ideas atestiguan la
imposibilidad en que está el hombre de esquivarse a la filosofía. Ésta se halla siempre ahí.
La filosofía no puede luchar, no puede probarse, pero puede comunicarse. No presenta
resistencia allí donde se la rechaza, ni se jacta allí donde se la escucha. Vive en la atmósfera de
la unanimidad que en el fondo de la humanidad puede unir a todos con todos. En gran estilo,
sistemáticamente desarrollada, hay filosofía desde hace dos mil quinientos años en Occidente,
en China y en la India. Una gran tradición nos dirige la palabra. La multiformidad del filosofar,
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las contradicciones y las sentencias con pretensiones de verdad pero mutuamente excluyentes
no pueden impedir que en el fondo opere una Unidad que nadie posee pero en torno a la cual
giran en todo tiempo todos los esfuerzos serios: la filosofía una y eterna, la philosophia
perennis. A este fondo histórico de nuestro pensar nos encontramos remitidos, si queremos
pensar esencialmente y con la conciencia más clara posible.

CASAUBON, Juan Alfredo. Nociones generales de lógica y filosofía. Bs. As. Estrada. 1981

Introducción a la filosofía

1. Los interrogantes del hombre común. Comenzaremos por decir que el hombre común, en
esos raros momentos de ocio que le deja su diario trajinar puede, quizás, llegar a plantearse
estos interrogantes: ¿para qué existo?, cual es el sentido de mi vida?, hemos nacido solo para
morir luego de una existencia fugaz?, ¿qué es el universo?, ¿por quién y cómo se hizo?, ¿qué
soy yo? Y, sobre todo: ¿porque hay algo y no más bien nada? Si este hombre común intenta
responder a esas preguntas, podemos afirmar que, si bien de un modo elemental, comienza a
filosofar.

2. Las grandes preguntas filosóficas y las disciplinas que intentan contestarlas. Abierto así
el camino, pueden esbozarse metódicamente los grandes temas que interesan a la Filosofía y
aludir a las disciplinas que intentan darles respuesta:

a) Dado que lo primero que conocemos es el mundo sensible que nos rodea, surge el problema
acerca de la naturaleza y constitución profundas del mismo; ante todo, el de los entes que lo
componen, el del movimiento o cambio a que se encuentran sometidos, etc. Dichos temas son
abordados por la filosofía de la naturaleza, y más específicamente por la cosmología, que es
parte de ella.

b) Luego, si reflexionamos sobre nuestro conocer y nuestro querer y actuar, nos captamos a
nosotros mismos desde dentro, y por cierto nos captamos también por fuera, por medio de los
sentidos externos, dándonos cuenta también de la existencia de otros hombres, de animales,
vegetales y por ultimo de minerales. Los problemas que todo esto suscita corresponden también
al ámbito de la Filosofía natural, por tratarse de entes todos ellos sensibles corpóreos. Una parte
de esta disciplina es la Antropología filosófica, que estudia específicamente al hombre, el cual,
si bien es como dijimos un ente sensible corpóreo, se halla dotado de una inteligencia y
voluntad supramateriales, que lo distinguen de los animales.

c) La Filosofía matemática, por su parte, estudia los números, la extensión, las figuras
geométricas, sus relaciones y aún más allá, los números negativos, irracionales, etc.

d) Si mediante un mayor esfuerzo y penetración intelectuales consideramos el ente en cuanto


ente, prescindiendo de toda materialidad en aquellos seres que la tengan, estamos situándonos
en el ámbito propio de la Metafísica. Dentro de esta ciencia suele ubicarse la crítica del
conocimiento o Gnoseología, que estudia el modo en que los sentidos, y ante todo a inteligencia
humana, pueden captar los entes que nos rodean.

e) Pero siendo el hombre un ente libre, esto es, teniendo su voluntad libre albedrío, surge el
problema de cuándo y por qué sus actos son buenos o malos. La respuesta a esta cuestión será
dada por la Ética o Moral.

f) Además de los entes ya mencionados, existen otros denominados “técnicos”. De éstos se


ocupan las artes mecánicas o técnicas (que estudian los productos artesanados o industriales, el
modo de su elaboración, etc.) y las bellas artes, las cuales se sitúan dentro del marco de la
disciplina denominada modernamente Estética o Filosofía del arte.

g) Finalmente, cabe destacar que, así como nuestra inteligencia conoce diversos seres
extramentales, puede por reflexión volver sobre sí misma y entender de qué modo el a entiende.
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De todo esto se ocupa la Loga, la cual nos dice cómo podemos pasar válidamente de algo
conocido a aquello aun no conocido. En una exposición metódica de la Filosofía debe enseñarse
en primer término pues indica el modo general de proceder en todas las demás ciencias.

3. Raíces humanas del filosofar

LA INTELIGENCIA. ¿Por qué razón, como dice Aristóteles en su Metafísica, “todos los
hombres tienden por naturaleza a saber”? A ello respondemos que el hombre, a diferencia de los
animales irracionales, se halla dotado de inteligencia, facultad esta que permite filosofar. Ahora
bien, la inteligencia, llamada asimismo entendimiento o intelecto, es una potencia cuyo objeto
formal es el ente, frente al cual tiende a preguntarse: ¿cuál es su esencia?, ¿por qué existe?,
¿cuáles son sus causas? Y si no se contenta con respuestas superficiales, debe filosofar.

EL OCIO. Lo cierto es que todos los hombres normales poseen inteligencia en ejercicio y, sin
embargo, no todos filosofan en sentido estricto, ya que para hacerlo, a más de necesitarse un
intelecto penetrante y sutil —que no todos poseen— se requiere cierto tipo de vida, que los
griegos llamaban “sjolé”, y los latinos “otium’, es decir, ocio. Si no aclarásemos el punto, lo
dicho sería motivo de escándalo, puesto que modernamente se confunde el ocio con la pereza.
En realidad el ocio es una cesación de las actividades prácticas cotidianas, no para vagar,
divagar o dormir, sino para ponerse en disposición de contemplar los entes y en especial de
captar en ellos el ser Podría agregarse que este ocio bien entendido que permite filosofar, a
menudo es despreciado por la mentalidad del hombre moderno, pletorica de activismo” En
efecto la vida del individuo medio actual consiste fundamentalmente en el desarrollo de una
actividad incesante y mecanizada. Con ello no pretendemos afirmar que la praxis y la actividad
constructiva (poiesis) no sean necesarias, y aun indispensables, sino que ambas deben estar
subordinadas a la contemplación (teoría)

LA ADMIRACIÓN O ASOMBRO. Ante la mirada límpida, hecha posible por el ocio, el


mundo se manifiesta como un misterio que suscita la admiración y el asombro, o si se quiere,
como algo maravilloso que se debe contemplar, y cuya esencia hay que descubrir filosofando.

LA IGNORANCIA Y LA DUDA. Otras raíces o motivos de la inquietud filosófica son la


ignorancia y la duda. Como decía Sócrates, el que sabe que ignora desea naturalmente salir de
ese estado, y en el reconocimiento de la propia ignorancia se encuentra el principio del camino
que conduce a la sabiduría. La duda es también una posible ocasión de filosofar, que consiste en
la oscilación del intelecto entre dos tesis contradictoria, sin saber por cuál decidirse.

Los PROBLEMAS RELIGIOSOS. Éstos dan ocasión también al filosofar, ya sea para
defender los fundamentos de la religión, ya sea para aclarar en lo posible los misterios revelados
por Dios.

Los INTERROGANTES DE LAS CIENCIAS POSITIVAS. Hay toda una serie de


cuestiones que las ciencias positivas no pueden contestar por sí mismas. Así, por ejemplo, la
Matemática (como técnica del cálculo) deja sin contestación preguntas como ¿qué es el
numero?, ¿qué son la extensión, el espacio?; interrogantes éstos que sólo pueden ser superados
por la Matemática filosófica, con ayuda de la Lógica y la Metafísica. Por su parte, todo el que
estudia ‘positivamente” al hombre, como ocurre con el médico y el biólogo, debe preguntarse al
culminar su ciencia qué es el hombre en lo profundo, qué es la vida, etcétera, debiendo
inexcusablemente recurrir a la Antropología filosófica para encontrar adecuada respuesta.

OTRA INCITACIÓN AL FILOSOFAR PUEDE PROVENIR DE LOS HECHOS DE LA


VIDA POLÍTICA, SOCIAL Y ECONÓMICA. En efecto, siendo el hombre un ser social y
político por naturaleza, como ya afirmaba Aristóteles, los acontecimientos políticos, en los
cuales está involucrado lo social y económico, lo afectan de tal modo que pueden llevarlo a
filosofar, buscando sus causas y razones más profundas. En fin: todo ente o acontecimiento

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grande, oscuro e ignorado en cuanto a su esencia y causas, puede y debe ser una incitación a
filosofar.

4. Definición de la Filosofía

La investigación y demostración ten- dientes a dar respuesta a los grandes interrogantes del
hombre sobre el universo, sobre la vida, sobre sí mismo, sobre la moral y la esencia de la
técnica, y, por último, sobre el ente en cuanto tal, que culminan en el problema de Dios, son
tarea de la Filosofía. Ahora bien, dicho esto, podemos enunciar la definición más divulgada de
la Filosofía: “el conocimiento cierto de todas las cosas a la luz de la razón, explicadas por sus
causas primeras o últimas”. Si analizamos la misma podemos decir que:

a) Es un conocimiento cierto, esto es, dotado de certeza, por oposición al meramente probable y,
con mayor razón, al dudoso o erróneo;

b) de todas las cosas, (no por cierto una por una, sino en sus caracteres generales), para
distinguir a la Filosofía de las ciencias positivas, que estudian algunas cosas cada una, sectores
de la realidad;

c) a la luz de la razón, para distinguirla de la Teología sobrenatural, la cual, aun cuando utiliza
la razón (hay otra Teología sobrenatural afectiva o mística), la aplica, no a los datos de
experiencia sino a datos revelados

d) explicados por sus causas últimas o primeras: últimas según el proceso ascendente de nuestro
conocer; primeras en el orden del y todo ello vuelve a distinguir a la Filosofía de las ciencias
positivas, que explicarían las cosas por sus causas próximas.

VENTURINI, Jorge. Curso de Filosofía. Bs., As. Troquel. 1969

El objeto de la filosofía.

El estudiante que comienza a leer estas líneas ha de tener, presente una cosa que está iniciando
un tipo de estudio de peculiarísimas características, que muy poco o nada tiene que ver con las
disciplinas que ha venido estudiando hasta ahora. Ha de tomar un primer contacto con un
concepto y un quehacer venerables como pocos en la historia del saber humano y ha de adoptar
las providencias necesarias para que ese contacto resulte lo más provechoso posible; queremos
decir que deberá llevar al más alto grado su capacidad de atención, de reflexión, de prudencia y
de honestidad intelectual. Estrictamente hablando, en sus estudios secundarios el estudiante no
se iniciará en el filosofar, no hará filosofía, sino que comenzará a tomar noticias de la filosofía
que otros ya han hecho y configura un inmenso y grave orden del saber, del cual hasta ahora
sólo ha recibido escasas, imprecisas y hasta deformadas referencias.
Es frecuente decir que nada se gana con dar de entrada tina definición de Filosofía; y así es en
efecto. Cualquier definición que diéramos ahora resultaría casi ininteligible para quienes se
inician en la materia; aunque entendiera su significado literal no aprehendería su sustancia.
Tampoco ganaremos demasiado con intentar tina caracterización del objeto del filosofar pues,
para alcanzarlo suficientemente, habría que utilizar algunos términos cuyas exactas
connotaciones sólo pulirán comprenderse justamente después de haber estado largo tiempo en
contacto con los mismos. Con plena conciencia (le estas cosas intentaremos, no obstante, una
primera caracterización del objeto de la Filosofía, en cumplimiento del primer punto del
programa. Cada una de las ciencias llamadas particulares (Física, Matemáticas, Biología,
Historia, etcétera) se halla abocada a un sector de la realidad, es decir, al estudio de un grupo de
objetos semejantes que configuran una zona o trozo claramente diferenciados de la totalidad de
los objetos. Estas ciencias están, pues, limitadas, particularizadas a un sector; no se asoman al
sector de al lado y carecen, naturalmente, de una visión o perspectiva de conjunto. Nada tiene
que ver el biólogo con los triángulos, el físico con Julio César, ni el matemático con los seres
vivientes. Pero, además de particularizadas, estas ciencias se caracterizan por explicar tan sólo

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las causas inmediatas de los fenómenos, por no adentrarse en la investigación de los primeros
principios.
¿Qué es el ser? ¿Qué es el número? ¿Qué es el espacio? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la vida?
¿Qué es la historia?, no son preguntas que se hagan (al menos hasta sus últimas consecuencias)
el matemático, el físico, el biólogo, el historiador, sino justamente el filósofo, que no se interesa
específicamente por la trigonometría, ni por la luz, ni por los vertebrados, ni por Carlomagno,
sino que lleva su preocupación por lo que está más allá de los hechos particulares y -por lo que
es soporte y marco de esas hechos en cada una de las esferas del conocimiento,
La filosofía, es, pues, la ciencia de los primeros principios o de las primeras causas a; así
precisamente la han definido Aristóteles, Santo Tomás y Descartes. Y por ser la ciencia de los
primeros principios es un saber sin supuestos. Las ciencias particulares son —según hemos
señalado— un saber sobre supuestos; al geógrafo no se le ocurre pensar si el universo que con
tanto detalle está describiendo, existe realmente, como —según lo dijimos— al físico no le
preocupa la naturaleza del espacio y del tiempo, ni al historiador la esencia de la historia. Los
científicos aceptan y manejan estos conceptos sin un previo análisis de los mismos, lo suponen,
es decir, son los su puestos de sus ciencias. El filósofo, en cambio, nunca parte de la mitad del
camino, sino desde sus orígenes, sin admitir concepto alguno que no haya sido previa y
exhaustivamente analizado.
Y a tal punto la Filosofía nunca parte de la mitad del camino, que ha llegado a hacer cuestión de
la más radical de las cuestiones; pregunta, en efecto, cómo se efectúa ese hecho tan importante
que es el conocimiento y aun, en última instancia, si el hombre puede conocer efectivamente.
Mas el objeto de la Filosofía no se agota con lo expuesto. Las ciencias particulares nos enseñan
muchas cosas en su largo y maravilloso recorrido por el mundo de la naturaleza y del espíritu,
más guardan un absoluto silencio acerca del uso que corresponde hacer con esas cosas, o sea
que no nos dan normas de conducta.
El cómo debo actuar es un problema del cual se ocupa la Ética, una de las ramas de la Filosofía.
Y no sólo la dilucidación de este problema es objeto de la Filosofía, sino que hasta ha sabido
autores que definieron a ésta como la ciencia del obrar, como el arte de saber vivir.
Y puesto que la Filosofía es la ciencia de los primeros principios, del conocimiento y de las
normas éticas, resulta —como consecuencia— la disciplina que se ocupa de los grandes y
radicales problemas del mundo y de la vida: el alma, la materia, el universo, el ser, la belleza,
Dios, motivos todos que, desde antiguo han comportado como objetos del filosofar.
De lo expuesto, surge clara la diferencia entre la Filosofía y las ciencias particulares; mientras
éstas permanecen limitadas en su sector, la Filosofía nos ofrece una visión universal de la
realidad, pues es de suyo inquirir por la totalidad de los objetos, universalidad o totalidad propia
del saber filosófico que nada tiene que ver con el enciclopedismo (sentido puramente
cuantitativo de acumulación de conocimientos) sino que hace referencia a una visión integral y
profunda, a esa penetración más honda de la realidad que se intenta lograr mediante el esfuerzo
natural de las potencias del espíritu, tendiente a proporcionar una interpretación total del mundo
y de la vida como resultante de una suprema proeza del conocimiento. Por ello no podemos
eludir en este momento el recuerdo de aquella; genial afirmación de Aristóteles: “Con mucha
razón se llama a la Filosofía ciencia teórica de la verdad” (Me. 11, 1), expresión que nos está
señalando con una sola palabra el verdadero objeto del filosofar: la Verdad, es decir, la verdad
única, total, indivisible y permanente. Aunque la sola fuerza de nuestro espíritu no pueda agotar
la verdad, ella constituye la aspiración ineludible de todo auténtico filósofo.

MARITAIN, Jacques. Introducción a la filosofía. Bs. As. Club de Lectores. 1999

Definición de la filosofía

Consideramos primero a la filosofía como sabiduría humana. Ahora que sabemos mejor, por la
historia de su primer desarrollo, en qué consiste esta sabiduría y de qué trata, podemos decir con
más precisión lo que es la filosofía.
I ¿Es la filosofía una sabiduría o ciencia de conducta o de vida, una ciencia de bien obrar,
ciencia de virtud? No; la filosofía es una ciencia que nos enseña a CONOCER.

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1. Conocer ¿cómo? Conocer en el sentido total y completo de la palabra, es decir con certeza,
de modo que se pueda decir por qué la cosa es lo que decimos que es, y no puede ser de otra
manera, o sea, CONOCER POR LAS CAUSAS.
Hallar las causas es, en realidad, la gran tarea de los filósofos, y el conocimiento de que se
preocupan no es un conocimiento simplemente probable, como el que proporcionan los oradores
en sus discursos; es un conocimiento capaz de obligar a la inteligencia, como el que los
geómetras nos proporcionan con SUS demostraciones. Pero ¿qué es un conocimiento cierto por
las causas? Es lo que se llama una ciencia. La filosofía es una ciencia.

2. Conocer ¿por qué medios, por qué facultad? Conocer por la razón, mediante lo que se llama
LA LUZ NATURAL de la inteligencia humana. Este es el carácter común a todas las ciencias
puramente humanas, por oposición a la teología. Lo que regula la filosofía, el criterio (le verdad
que emplea, es pues la evidencia del objeto. El medio o la luz por la cual una ciencia llega a las
cosas, es lo que se llama en lenguaje técnico el lumen sub quo de esta ciencia, la luz bajo la cual
alcanza el objeto que conoce. Las distintas ciencias poseen cada una su luz o medio peculiar que
responde a los principios formales mediante los cuales alcanzan su objeto. Pero estos diversos
principios tienen de común el que nos son todos conocidos mediante el ejercicio espontáneo de
nuestra inteligencia, tomada como el medio natural de conocer; es decir que los comprendemos
por la luz natural de la razón y no, corno los principios de la Teología, mediante una
comunicación sobrenatural hecha a los hombres —Revelación—, y por la luz de la Fe.
Nos queda ahora por conocer el objeto quod (qué) de la filosofía.

3. Conocer ¿qué? Para responder a esta cuestión, recordemos los objetos de que tratan los
filósofos, cuyas doctrinas han quedado esbozadas anteriormente. Tratan de todas las cosas: del
conocimiento y de sus procedimientos, del ser y del no ser, del bien y del mal, del movimiento,
del mundo, de los seres vivientes y de los no vivientes, del hombre, de Dios. La filosofía trata
pues de todas las cosas, es una ciencia universal. ¿Quiere esto decir que absorbe en sí a todas las
ciencias, y que ella es la ciencia única, de la que las demás no serían sino partes; o al contrario,
que ella queda absorbida en las demás ciencias, (le las cuales no sería la filosofía sino una
sistematización o colección ordenada? Nada de eso. La filosofía tiene su naturaleza y su objeto
propio, y es distinta de las otras ciencias; de otra suerte, no sería nada, y los filósofos cuyas
doctrinas hemos resumido anteriormente, hubieran tratado problemas inexistentes. Ahora bien,
que la filosofía sea una ciencia real y que los problemas de qué trata sean los más necesarios al
hombre, se echa de ver con toda evidencia en la imposibilidad natural en que se encuentra el
espíritu humano de prescindir de los problemas tratados por los filósofos, problemas que
resuelven los principios a los que está unida la certeza y la objetividad de todas las ciencias.
¿Decís que hay que filosofar?, preguntaba Aristóteles en un célebre dilema. “Entonces, es
cierto, hay que filosofar. ¿Decís que no hay que filosofar? En ese caso también hay que filosofar
(para demostrar que no hay que hacerlo). En ambos casos, pues, hay que filosofar. Pero ¿cómo
se explica que la filosofía sea una ciencia aparte, si trata de todas las cosas? Fijémonos desde
qué punto de vista, bajo qué aspecto trata de todas ellas; o de otro modo, qué es lo que
directamente y por sí misma busca en todas las cosas: si la filosofía trata del hombre por
ejemplo, ¿es para investigar el número de vértebras o las causas de una enfermedad? No, eso lo
estudiará la anatomía y la medicina; la filosofía trata del hombre para saber, por ejemplo, si
posee una inteligencia que lo distinga de los otros animales, si tiene un alma, si ha sido hecho
para gozar de Dios o para gozar de las criaturas, etc. Investigados estos problemas, ya no es
posible subir más alto ni ir más lejos. Concluyamos pues que la filosofía investiga en las cosas,
no por qué inmediato de los fenómenos que caen bajo nuestros sentidos, sino, al contrario, por
qué más remoto, aquel, más allá del cual no puede remontarse la razón. Esto se expresa en
lenguaje filosófico diciendo que la filosofía no versa sobre las causas segundas o las razones
próximas, sino sobre las causas primeras o las razones más elevadas. Hemos visto además que
la filosofía estudia los seres por medio de la luz, natural de la razón. Esto quiere decir que solo
se preocupa de las causas primeras o de los principios supremos que conciernen al orden
natural.
Cuando decíamos que la filosofía trata de todos los seres, de todo lo que es, de todo lo que se
puede conocer, no hablábamos de una manera bastante precisa; con esas palabras dábamos a
entender la materia o los seres hacia los cuales dirige su atención: su objeto material. Pero nos
11
fijábamos desde qué punto de vista particular contemplaba a esos seres, no precisábamos su
objeto formal o su punto de vista formal. El objeto formal de una ciencia es algo particular que
ésta investiga en un ser, o de otro modo, aquello que por sí mismo y ante todo es considerado
por ella, aquello en razón de lo cual considera a ese ser en general; y eso que la filosofía
considera así formalmente en las cosas, y por lo que considera en ellas todo lo demás, son LAS
CAUSAS PRIMERAS o los principios primeros de las cosas, en cuanto éstos se refieren al
orden natural.
El objeto material de una facultad, de una ciencia, de un arte, de una virtud, es simplemente la
cosa, el ser sobre el cual versa esta facultad, esta ciencia, esta virtud, este arte. Así la química
tiene por objeto material los cuerpos no vivientes; el sentido de la vista, las cosas que están ante
nuestros ojos. Pero esto no basta para distinguir la química de la física, por ejemplo, que trata
igualmente de los cuerpos no vivientes; ni para distinguir la vista del tacto. Para definir
exactamente la química, habrá que decir que tiene por objeto los cambios profundos (cambios
sustanciales) de los cuerpos no vivientes; asimismo, será necesario decir que la vista tiene por
objeto el color. Así quedará determinado su objeto formal (objectum formale quid), es decir
aquello que por su misma naturaleza e inmediatamente, o mejor, necesariamente y ante todo
(estas expresiones son equivalentes y corresponden a la fórmula latina per se primo) es
considerado en las cosas por esta ciencia, este arte, o esta facultad, y aquello en razón de lo cual
consideran todo lo demás.
De esto se sigue que, entre todas las ciencias humanas, la filosofía es la única que tiene por
objeto todo lo que existe; pero no busca en este todo sino las causas primeras. Las otras
ciencias, en cambio, tienen por objeto tal o cual parte de lo que existe, tales o cuales seres, y en
ellos no investigan sino las causas segundas o los principios próximos. Es decir, que la filosofía
es el más excelso de los conocimientos humanos.
Es decir asimismo que la filosofía es propiamente hablando una sabiduría, por ser propio de la
sabiduría el considerar las causas más elevadas: sapientis est altissimas causas considerare. De
modo que en unos pocos principios encierra la naturaleza entera, y enriquece la inteligencia sin
abrumarla.

4. Todo lo que acabamos de decir conviene pura y simplemente a la filosofía primera o


metafísica, pero puede hacerse extensivo a la filosofía entera, tomada como un conjunto cuya
parte capital es la metafísica. Se puede decir, pues, que la filosofía tomada en general es
conjunto de ciencias universal, que tiene como punto de vista formal las causas primeras (ya
sean las causas absolutamente primeras, los principios absolutamente primeros: objeto formal
de la metafísica; ya sean las causas primeras en un orden determinado, objeto formal de las otras
ciencias filosóficas). Igualmente diremos que la metafísica merece el nombre de sabiduría pura
y simplemente (simpliciter), y que las otras partes de la filosofía lo merecen relativamente
(secundum quid).

CONCLUSIÓN. La filosofía es el conocimiento científico que mediante la luz natural de la


razón considera las primeras causas o las razones más elevadas de todas las cosas; o de otro
modo: el conocimiento científico de las cosas por las primeras causas, en cuanto éstas
conciernen al orden natural.

a) La dificultad de tal conocimiento radica precisamente en su misma grandeza. Por eso el


filósofo, que se entrega a la ciencia mus elevada, debe ser personalmente el más humilde entre
los hombres de estudio; lo cual no le ha (le impedir defender, como es su deber, la dignidad (le
la sabiduría y su primacía sobre las demás ciencias.

b) Considerando que la filosofía se extiende a todas las Cosas, Descartes (siglo XVII) la
consideraba como la única ciencia; las otras no serían sino partes de ella. Augusto Comte, por el
contrario, y con él los positivistas (siglo XIX) querían absorberla en las otras ciencias, de las
que la filosofía no sería sino la “sistematización”. Unos y otros se han engañado por no haber
distinguido el objeto material y el objeto formal de la filosofía.

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La filosofía y el conjunto .le las otras ciencias tienen el mismo objeto material (todos los
seres cognoscibles). Pero la filosofía considera formalmente las causas primeras, mientras
que las otras consideran formalmente las causas segundas.

c) Hemos dicho más arriba que la filosofía es una ciencia, y que conoce con certeza. No
pretendemos con eso que la filosofía resuelva con certeza todas las cuestiones que dentro de sus
dominios puedan plantearse. Sobre muchos puntos particulares la filosofía debe contentarse con
soluciones probables, bien porque la cuestión sobrepasa el actual alcance de sus conocimientos,
corno en muchas cuestiones de la filosofía natural y de la psicología, bien por no poseer ella
misma una solución ulterior (por ejemplo en la aplicación de las reglas morales a ciertos casos
particulares). Pero este elemento simplemente probable es accidental a la ciencia como tal. Y la
filosofía alcanza a mayor número de certezas, y a certezas (las metafísicas) más perfectas que
cualquiera de las ciencias puramente humanas.

MELENDO, Tomás. Introducción a la filosofía. Pamplona. Eunsa.2007

Principales rasgos constitutivos de la filosofía en cuanto tal

Hasta el momento, nos hemos limitado a distinguir entre tipos distintos de saber: el saber-hacer,
el saber-obrar y el saber del ser, llamado también conocimiento teorético. Dentro de este último
se encuadra la filosofía, pero no en exclusiva: también las ciencias, en su más noble ejercicio,
tienden naturalmente a él. Desean, por encima de cualquier otra cosa, conocer cómo es la
realidad a la que están dedicando su atención y esfuerzos. La cuestión era muy clara en la
antigüedad griega y medieval, y lo sigue siendo en los siglos posteriores, y hoy día, para los
mejores entre los científicos. Aunque en ocasiones quienes financien sus investigaciones o las
co-ordinen tengan como objetivo último y casi exclusivo la aplicación de sus descubrimientos al
ámbito de la técnica o de la praxis, los que indagan suelen hacerlo movidos por la misma
admiración por la que el auténtico filósofo observa y reflexiona: no acaban de comprender... y
quieren lograrlo a toda costa. En consecuencia, para determinar los perfiles de la filosofía no
basta considerarla como conocimiento desinteresado, como teoría, pues esto lo comparte con
otras disciplinas, sino que habrá que delimitar, dentro del theorein, lo que contra-distingue al
saber filosófico.

a) Pretensión de universalidad

Tal vez lo que mejor haya caracterizado a semejante pensamiento, desde su mismo inicio con
los jonios, sea lo que la cabecera de este epígrafe denomina «pretensión de universalidad»,
Como ha escrito un pensador contemporáneo y sugeríamos en la Presentación, la pregunta
filosófica por excelencia podría expresarse así: «¿qué hay, en definitiva, de lodo esto?”. Y, en
verdad, los padres de la filosofía en Occidente se interrogaron de manera decidida sobre el
principio último explicativo de toda la realidad. Su respuesta podrá en muchos casos parecemos
ingenua, en parte porque el todo sobre el que inquirían se encontraba limitado al conjunto de la
experiencia inmediata, al mundo físico. Pero lo relevante es que se atrevieron a indagar sobre el
universo entero, tal como ellos lo advertían, y proponer una «respuesta terminal y definitiva»:
en última instancia, el fondo explicativo de toda esta realidad es... agua, aire, ápeiron, etc.
El asunto progresa radicalmente con Platón, que descubre con certeza e investiga el mundo
suprasensible, fundamento y explicación de las realidades corpóreas; y, de forma todavía más
clara, con Aristóteles. El pensador de Estagira «construye» el tema de su metafísica a medida
que se va preguntando si además de las substancias que se ofrecen a nuestra experiencia existen
otras, de rango superior, supracorpóreas, dignas también de ser estudiadas por la filosofía. Al
responder afirmativamente, el universo físico, que antes era la totalidad de lo dado, se
transforma en una simple porción de la realidad; y a ésta debe agregarse otra de mucha mayor
categoría, constituida por seres inmunes a la materia, en la cumbre de los cuales se sitúa el
Primer Motor inmóvil: el Pensamiento que se piensa a sí mismo, y que Aristóteles identifica con
Dios. Sólo en El reside la explicación última de cuanto es o acaece en el universo (material y
espiritual).
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Atendiendo a esta caracterización griega y, en cierto modo, ya definitiva, Pieper ha escrito que
«filosofar significa reflexionar sobre la totalidad de lo que nos aparece, con vistas a su última
razón y significado. [...] En el verdadero filosofar se trata de todo lo que hay, dentro o fuera» del
sujeto humano y de lo que llamamos restrictivamente mundo (creado). Sin duda, el modo
concreto de considerar ese «todo» establece profundas diferencias entre unas filosofías y otras.
Clásicamente, los grandes temas con los que se pretendía abarcar el conjunto de lo que existe
han sido tres: el mundo, el hombre, Dios. Y a eso es a lo que la mayoría de los mortales
denominamos «todo». No obstante, se han dado otras muchas maneras de entender la cuestión.
A veces por motivos metodológicos, a veces por ilusiones debidas a una excesiva atención a
determinados sectores de la realidad..., ciertos filósofos han afirmado que no existe nada más
allá de lo comprobable por la experiencia empírica o incluso científico-positiva; otros, que todo
lo que hay y podemos conocer no es más que el lenguaje; otros, que la materia es pura ilusión y
que lo único existente es el espíritu; otros, al contrario, que toda la realidad no son más que
relaciones económicas o que se reduce a «nada»... Como es más que obvio, la «filosofía» de
cada uno de estos grupos resulta bastante distinta de las restantes. Sin embargo, eso no elimina
por lo común la pretensión de universalidad que estamos considerando: sucede simplemente,
aunque no es poco, que el lodo se compone en cada caso de elementos predominantes —espíritu
o materia o economía o lenguaje...—, que conducen asimismo a respuestas incluso
incompatibles a la hora de comprenderlo: no todo puede ser espíritu, ni materia, ni relaciones de
compra venta y producción, ni simples palabras.
En resumen, sigue en pie la suerte de panorama incompleto que ofrece Mondin a la hora de
caracterizar la filosofía: ésta, «en el decir de los filósofos, lo estudia todo. Aristóteles, que fue el
primero en llevar a cabo una investigación rigurosa y sistemática sobre la naturaleza de esta
disciplina, dice que la filosofía estudia “las causas últimas de todas las cosas”; Cicerón define la
filosofía como el “estudio de las causas humanas y divinas de las cosas”; Descartes afirma que
la filosofía “enseña a razonar bien”; Hegel la concibe como “saber absoluto”; Whitehead
considera como tarea de la filosofía “proveer de una explicación orgánica del universo”»

b) Afán de radicalidad
.
1. Conocimiento científico o por causas... En la cita precedente han salido a colación otros
elementos que con frecuencia se consideran también constitutivos de la auténtica filosofía. Se
ha hablado, por ejemplo, de «las causas últimas de todas las cosas» o de «las causas humanas y
divinas de las cosas». Queda claro con ello que el filosofar, por cuanto aspira al rango de
conocimiento cabal, en otro tiempo calificado como «científico», debe descubrir las causas de
las realidades que pretende explicar, porque sólo entonces nuestro saber de ellas se toma
universal y necesario. Se trata de un rasgo común a la filosofía y a bastantes de las ciencias, que
de ningún modo cabe menospreciar. En efecto, tal como la describieron y entendieron nuestros
predecesores clásicos, toda ciencia es conocimiento cierto por causas: hasta que no se descubre
la razón por lo que algo sucede o es de una concreta manera, no cabe afirmar que el saber de ese
«algo» resulte adecuado o perfecto. Por volver a los ejemplos de siempre, aunque traducidos a
términos actuales, no es lo mismo haber comprobado que un medicamento reduce la ansiedad,
mientras otro eleva el estado de ánimo, que conocer el componente químico presente en cada
uno y causante de tales resultados; o, yendo más lejos, el modo particular en que tal sustancia
actúa sobre el sistema nervioso, sus efectos secundarios, etc.; como no es igual tener experiencia
de que las posesiones materiales, por más que se multipliquen, no producen un gozo duradero ni
suficiente que saber que el hombre no es feliz sino en la medida en que se perfecciona como
persona y que ese acrecentamiento tiene lugar, paradójicamente, cuando por amor se olvida de
sí mismo y de lo suyo...En los primeros supuestos, algo se sabe sin duda, pero muy poca gente
definiría tal conocimiento como «científico» o suficiente.

2. Con pretensión de ultimidad... Ahora bien, dentro del conocimiento por causas, interesa en
estos instantes reflexionar sobre el calificativo de últimas que se les aplica cuando se trata del
saber filosófico y, más todavía, sobre la relación de semejante epíteto con el hecho de que el
tema por excelencia del filosofar sea, como anunciábamos, el todo. Estamos ante una diferencia
esencial entre la filosofía y las restantes ciencias. El filósofo pretende obtener una explicación
intelectual científica de todo; por tanto, habrá de elevarse, en la medida de sus posibilidades,
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hasta las causas o principios más radicales y, en semejante sentido, últimos. Analicemos sus
motivos. Durante un buen número de siglos, la filosofía ha sido considerada como un saber en
el sentido más propio de la expresión; pero, a diferencia de las disciplinas sectoriales, pretendía
responder al «porqué» más íntimo de la realidad en su conjunto. No le bastaba, entonces, con
descubrir las causas de éste o aquel otro fenómeno singular, sino que debía trascender los
dominios particulares hasta encontrar los fundamentos que, en un nivel más profundo, daban
razón de todos los sucesos y realidades presentes a la experiencia o descubiertos a partir de ella,
Así se distinguía de las ciencias particulares. Para estudiar la hepatitis, por ejemplo, no es
necesario alzarse hasta las causas últimas del universo. Al médico le basta con tener un
conocimiento adecuado del hígado y de sus relaciones con el resto del organismo humano,
incluidos si se quiere los elementos de tipo psíquico que puedan interferir en el buen
funcionamiento de ese órgano. De cualquier modo, el ámbito de sus indagaciones está definido
por la salud del hombre y el conjunto de factores, sin duda muy diversos, que inciden en ella. Y
algo similar podría decirse con el informático respecto a los ordenadores, con el un lingüista en
relación con la literatura, etc.
La filosofía aspira a más. Y así, para explicar la capacidad de recuperar la salud de un enfermo
el científico debe remitirse a los principios de su vida biológica; y para entender la facultad de
programar computadoras o componer novelas de los expertos en cuestión resulta necesario
ahondar más todavía. Pero si se pretende comprender al sujeto humano no sólo como organismo
biológico y ser dotado de entendimiento, sino también como capaz de experimentar
sentimientos y de regir su conducta por sí mismo mediante el uso de la libertad, y de ponerse en
relación con las demás personas creadas y con Dios..., es decir, si se aspira a encontrar un
fundamento que dé razón del hombre en su globalidad, entonces ya no sirve ninguna ciencia
concreta, que por fuerza deja fuera de su consideración los aspectos para ella irrelevantes y que
tratan otros científicos. En tales circunstancias, hay que elevarse hasta una explicación más
honda y universal, descubriendo un principio capaz de esclarecer, en cuanto esto es posible,
todo lo humano.

3. Dirigido a lo que es en cuanto que es. El alma espiritual, con el ser personal que le
corresponde, no es objeto de ninguna ciencia experimental ni del conjunto de ellas, sino que se
encuentra en otro nivel más universal y radical, que es el propio de la filosofía, Y a una altura-
hondura similar habríamos de situamos si pretendemos analizar las causas o principios, no del
reino mineral o del vegetal, no de ésta o aquella otra especie de animales..., sino de la totalidad
de lo existente, de lo que tiene ser. A medida que crece la pretensión de universalidad aumenta
también la exigencia de radicalidad, la necesidad de remitirnos hasta principios explicativos más
profundos o más altos, según la perspectiva que se adopte. Pero, en definitiva, es este segundo
requisito de la radicalidad, que lleva a preguntarse en fin de cuentas por el ser, lo que transforma
una indagación en filosófica: como veremos enseguida, para «hacer filosofía» no es menester
interrogarse de continuo sobre el todo del universo; lo que se necesita, sea cual fuere la cuestión
que pretendemos esclarecer, es introducirnos hasta ese fundamento radical —el ser— que
permitiría también, con los matices y correcciones que sean del caso, escrutar filosóficamente
cualquier otro asunto y, desde este punto de vista, todo, y encuadrar en él lo que estamos
analizando.
En ese sentido, pero sólo en ése, la entera realidad se encuentra presente en las casi infinitas
interrogaciones a las que aspira a responder la filosofía. Si no «situamos» un problema en las
coordenadas marcadas por la totalidad de lo existente —de lo que es en cuanto que es—, no hay
manera de encontrar una respuesta definitiva para semejante cuestión. Resulta imposible captar
el sentido de la vida humana atendiendo sólo a planteamientos fisiológicos, biológicos o incluso
psicológicos. Mientras no pongamos al hombre en relación con el todo —el mundo, las demás
personas, Dios, determinando el modo de ser de cada uno y sus relaciones recíprocas— se nos
escapará sin remedio la posibilidad de descubrir el significado de su existencia, el «para qué» de
su paso por la tierra. Y algo similar, no por completo idéntico, ocurre con las restantes
realidades.
«Filosofar significa —enuncia de nuevo Pieper— dirigir la mirada a la totalidad del mundo».
Mas añade de inmediato: «Entonces, ¿es una pregunta filosófica (y sólo ella) la que tiene
expresa y formalmente como tema esta totalidad del ser, el conjunto de las cosas existentes?». Y
responde tajante: «No. Resulta, desde luego, cierto que lo propio y distintivo de una cuestión
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filosófica es que no puede ser planteada ni sopesada ni contestada (en la medida en que es
posible una respuesta) sin que al mismo tiempo entren en juego “Dios y el mundo”, o sea, la
totalidad de lo que es»... justo en cuanto que es y, por ende, se relaciona con todo lo demás, que
también es.
Ejemplifica enseguida nuestro autor, tomando pie de la situación en que en ese instante se halla,
que es la de dictar una conferencia a un grupo variado de personas: «La pregunta “qué hacemos
nosotros aquí y ahora?” puede, evidentemente, pensarse de diversas formas; puede también ser
pensada filosóficamente». Y esclarece: «¿Qué hacemos aquí, qué es lo que pasa aquí?. Algo que
tiene que ver con la organización, en el marco de una serie de conferencias; algo captable e
investigable mediante la fisiología y la psicología; algo entre Dios y el mundo.
Esto es, pues —concluye—, lo propio y distintivo de una cuestión filosófica:… la toma de
contacto con todo lo que es. No se puede preguntar ni pensar filosóficamente sin que entre en
juego la totalidad del ser, el conjunto de las cosas existentes, “Dios y el mundo”»
(Con otras palabras. Para entender a fondo lo que sucede cuando se asiste a una buena
conferencia hay que decir, entre otras cosas, que allí se lleva a término un proceso de
aprendizaje, un conocimiento. Pero explicar lo que es y hace posible el conocer humano supone
poner en juego el universo entero, el hombre y Dios. Es preciso advertir que existe un Principio,
Dios, que ha hecho el mundo de acuerdo con un designio comprensible (por eso las cosas
pueden entenderse) y ha dotado al hombre de la capacidad de conocerlo tal como es. Sin acudir
a ese todo —el universo y el hombre en su respectiva dependencia de Dios— un fenómeno tan
profundo como es el conocer no puede explicarse cabalmente. De ahí que la indagación
filosófica no pueda llevarse a cabo sin apelar de una manera u otra al todo).
Como antes se apuntaba, y todavía estudiaremos, la índole universal del conocimiento filosófico
lleva consigo la exigencia de ahondar hasta descubrir las causas últimas, que dan razón de
cualquier realidad justo en la proporción en que ésta es; toda indagación realmente filosófica se
topa con la dimensión metafísica. Desde semejante perspectiva procede afirmar que el tema
propio de la filosofía lo constituye, en fin de cuentas, el ente —la realidad— y sus causas o
principios más radicales.

PHILO-SOPHÍA

Con lo visto hasta el momento en este capítulo, cabría describir la filosofía como un modo de
saber riguroso y desinteresado, que aspira a conocer con hondura el conjunto íntegro de la
realidad mediante el descubrimiento de sus principios o causas últimas, fundamentos de lo
que es en tanto que es (el ente clásico).

MELENDO, Tomás. Introducción a la filosofía. Pamplona. Eunsa.2007

Saber por saber

Casi en los comienzos de su Metafísica Aristóteles asegura que «todo hombre desea por
naturaleza saber» y da abundantes indicios de ello. Y cuando hace esta indicación se refiere, de
manera muy predominante y casi exclusiva, al conocer que no se encuentra urgido por la
satisfacción de otras necesidades; es decir, al que no se requiere «para» (resolver un problema,
obtener un beneficio económico o profesional, poner en marcha un asunto...), sino que
encuentra su último fin y objetivo en sí mismo: se sabe para... saber.
Nuestros antecesores griegos denominaban a esta actividad theoria. Y concebían el theorein, el
teorizar, como la más elevada de nuestras operaciones. Por el contrario, no es infrecuente que el
hombre de hoy descalifique a una persona o una explicación o un proyecto social o de mejora
calificándolos como teóricos; y tampoco es inusual que, ante una determinada disciplina en la
enseñanza media o en la Universidad, se plantee la pregunta desautorizadora: pero esto... ¿para
qué sirve?
Resulta casi forzoso, entonces, para ayudar a entender la naturaleza de la filosofía como saber
en su acepción más intensa, recordar la famosa anécdota transmitida por Cicerón: «Interrogado
acerca de la esencia de la filosofía, Pitágoras habría contestado que a través del nacimiento el
hombre entra en el orden cósmico como en una fiesta de Dios. En esta fiesta, mientras unos
piensan sólo en divertirse y otros aprovechan la ocasión para ofrecer en venta sus mercancías y
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hacer negocios, el filósofo es el que, centrándose en la theoria, comprende el sentido de la
fiesta»
Significativa, en esta cita, la apelación a Dios y la consideración de la propia vida como una
suerte de fiesta. En sus orígenes, y como ya hemos visto, la filosofía conecta de manera muy
vitalmente inmediata con el orden divino. Y por eso Aristóteles afirma que la sabiduría, modo
supremo de conocimiento, es cosa referida a los dioses. Pero, además, y por lo mismo, el
verdadero filosofar forma parte. y parte muy importante, de una gran fiesta. Lejos de la imagen
que nos ha transmitido buena porción de los existencialistas y un conjunto no despreciable de
nihilistas y postmodemos, filosofar es algo gozoso, que ayuda a conocer y apreciar las
maravillas que nos ofrece el universo. No consiste en esa tarea a veces tediosa y otras dramática
que muchos se empeñan en presentamos; no hay que «sufrir existencialmente» ni hay que
aburrirse para hacer filosofía; aunque no quepa negarle el esfuerzo trabajoso que a veces lleva
consigo, conocer lo que es la realidad, elevarse hasta los elementos más nobles que la integran,
es fuente de una satisfacción tan honda por lo menos como la atribuida tradicionalmente a los
que acuden a una celebración.
Según afirma Pitágoras, a un festejo semejante, como pudieran ser los juegos olímpicos, unos
van a «di-vertirse», y no disfrutan con la fiesta; otros van a hacer negocios, y tampoco la
paladean; mientras que sólo reciben su auténtica recompensa los que, contemplando lo que allí
ocurre, acaban por descubrir los fundamentos de esa celebración: el sentido de nuestro paso por
el mundo.
Theorein, que tiene en griego la misma raíz que «ver», consiste justo en ese saber mirar por el
gozo de conocer, sin otras pretensiones inmediatas que el conocimiento mismo. En la filosofía
posterior, de origen latino e influjo cristiano, theorein equivale prácticamente a contemplar:
«ver» la realidad sin más aspiración que la de empaparse de ella. A esto apelaba Aristóteles, con
expresiones merecidamente célebres, cuando aseguraba que la filosofía es: a) libre, al no estar
de por sí subordinada a la consecución de otro objetivo que el propio conocer; o b) inútil, no
porque no produzca beneficio alguno, sino porque semejantes ventajas no son del tipo de las
que obtenemos mediante instrumentos o herramientas, válidos sólo en virtud del fin externo al
que se orientan (su uso). El conocimiento filosófico, como la amistad, la poesía, el regalo de
unas flores, el mismo Dios..., goza de un valor muy superior al de lo meramente instrumental,
por cuanto esa valía reposa en el propio saber, sin requerir una justificación ulterior. Conocer,
en esta acepción primigenia de saber del ser, de la realidad, es algo perseguible por sí mismo: no
«sirve para» otra cosa, en el sentido en que «sirven» unos lápices o un ordenador, aunque justo
por ese motivo perfecciona y deleita al hombre en una medida que el simple instrumento no
puede proporcionar (Y, por eso, más que como «in-útil» debería calificarse como «supra-útil»).
De acuerdo una vez más con Pieper, «la consideración filosófica de la realidad es un hacer
humano que tiene sentido en sí mismo, que no está por tanto meramente “ordenado” al “bien del
hombre” ni contribuye en algo a ello, sino que es un elemento que forma parte esencialmente de
este bien», aunque no pueda ni deba separarse del amor, del que sin embargo se distingue.
Cualquier persona debería ser capaz de comprenderlo. Pero quienes defienden que el fin último
de nuestra existencia consiste en contemplar amorosamente al propio Dios, conocer-amando a la
Verdad suprema e infinita, no habrían de encontrar dificultad alguna en advertir que el saber no
subordinado a otro fin que el saber mismo amoroso, contribuye poderosamente al
perfeccionamiento y a la felicidad de cualquier persona.

HEIDEGGER, Martín. La pregunta por la cosa. Bs. As. Orbis. 1975

El carácter distinto de la pregunta por la cosidad frente a los métodos científicos y técnicos

Tan pronto como planteamos la pregunta, nos disponemos a determinar estas cosas, nos
sentimos perplejos. Pues todas estas cosas están determinadas de hecho ya hace mucho, y si no
lo están, hay métodos seguros (ciencias) y modos de proceder, por los cuales se llega a eso, lo
que es una piedra nos lo dicen con la mayor facilidad y exactitud la mineralogía y la química, lo
que es una rosa y un arbusto nos lo informa con seguridad la botánica, lo que es una rama y un
halcón nos lo dice la zoología: sobre lo que es un zapato o una herradura o un reloj nos dan la
mejor información especializada el zapatero, el herrero y el relojero.
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Nos percatamos que con nuestra pregunta siempre llegamos tarde y que nos vemos remitidos en
seguida a informantes que tienen preparada una respuesta mucho mejor, o por lo menos tienen
experiencias y métodos para darnos rápidamente tales respuestas. Esto no es más que una
confirmación de lo que ya habíamos concedido, es decir que con la pregunta ¿qué es una cosa?,
no se puede hacer nada. Pero como nos proponemos explicar esta pregunta, sobre todo en
relación a las cosas más próximas, es necesario aclarar qué es lo que aún queremos saber a
diferencia de las ciencias.
Con nuestra pregunta ¿Qué es una cosas? no queremos saber aparentemente, qué es un granito,
una piedra calcárea, o una arenisca sino que es la piedra como cosa. No queremos saber cómo se
diferencian musgo, helechos, hierbas, arbustos y árboles y lo que cada uno es, sino lo que es una
planta como cosa, y lo mismo nos ocurre con los animales. Tampoco queremos saber lo que es
una tenaza a diferencia de un martillo, un reloj a diferencia de una llave, sino lo que son estos
utensilios e instrumentos como cosas.
Lo que queremos decir con esto, pero una vez que concedemos que se puede preguntar de, este
modo, entonces subsiste evidentemente una exigencia: que para saber lo que las cosas son
tenemos que atenernos a los hechos y a su exacta observación la que las cosas son no se puede
inventar en el escritorio, ni prefijar por afirmaciones generales. Sólo se decide en los
laboratorios de investigación de la ciencia y en los talleres. Si no nos atenemos a eso quedamos
expuestos a la burla de las criadas. Preguntamos por las cosas, pero pesamos por alto los datos y
las ocasiones que según la opinión general que proporcionen la información Adecuada sobre
todas estas cosas
En efecto parece así con nuestra pregunta ¿qué es una cosa? no pasamos por alto sólo las
piedras y los minerales individuales, las plantas individuales y sus especies, los animales
individuales y sus especies, los tensillos e instrumentos individuales Hasta pasamos por alto los
ámbitos de lo inanimado, lo animado y lo instrumental, y sólo queremos saber. ¿Qué es una
cosa? En tanto preguntamos de este modo, buscamos aquello que hace que la cosa como cosa,
no como piedra ni como madera, sin tal, lo que cosifica y condicione la cosa. Nos preguntamos
por una cosa de especie determinada, sino por la cosidad de la cosa. Aquello que cosifica y
condiciona la cosa como cosa, no puede ser a su vez una cosa, es decir, algo cosificado,
condicionado. La cosidad debe ser algo no cosificado, incondicionado.
Con la pregunta ¿Qué es una cosa? preguntamos por lo no cosificado, incondicionado.
Preguntamos por lo risible que nos rodea, y al hacerlo nos distanciamos todavía mucho más de
las cosas más próximas que Tales, quien sólo miraba las estrellas. Quisiéramos llegar, más allá
de estas cosas, de toda cosa, a lo no cosificado, incondicionado, allí donde no hay cosan que
sirvan de fundamento y sostén.
Sin embargo nos planteamos esa pregunta para saber lo que es una piedra, lo que es un lagarto
que se escurre sobre ella, lo que es una hierba que crece a su lado, lo que es un cuchillo que
tenemos en la mano sentados en la hierba. Queremos saber precisamente eso, algo que tal vez ni
los minerologos y botánicos, ni los zoólogos quieren saber, aunque crean que quieren saberlo,
mientras que en el fondo quieren otra cosa: favorecer el progreso de la ciencia, o satisfacer el
ansia de descubrimientos, o mostrar la utilidad técnica de las cosas, o ganar su sustento. Eso
queremos saber, lo que aquéllos no sólo no quieren saber, sino que tal vez nunca pueden saber,
a pesar de toda la ciencia y habilidad artesanal. Esto suena como algo arrogante. No sólo suena,
es así. Por cierto no se expresa aquí la arrogancia de una persona individual, como tampoco
nuestra duda acerca del poder y el querer saber de la ciencia no se dirige contra la actitud o
mentalidad de personas individuales, ni mucho menos contra la utilidad y la necesidad de la
ciencia. La pretensión de saber qué encierra nuestra pregunta es aquel modo de arrogancia que
está siempre en toda decisión esencial.
Ya conocemos esta decisión, lo que no quiere decir que ya la hayamos asumido plenamente. Se
trata de decidirse si queremos saber aquello con lo cual no se puede hacer nada. Si renunciamos
a este saber y no planteamos la pregunta, todo quedará como está. Sin esta pregunta
aprobaremos igual nuestros exámenes, y tal vez mejor. Por otra parte, si planteamos esta
pregunta, no nos convertiremos de la noche a la mañana en mejores botánicos, zoólogos,
historiadores, juristas o médicos. Aunque tal vez nos convertiremos en mejores o hablando con
cautela— en todo caso en diferentes maestros, médicos y jueces, aun cuando —en la misma
procesión— no se puede hacer nada con la pregunta.

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No queremos ni sustituir ni mejorar las ciencias con nuestra pregunta. Sin embargo, quisiéramos
colaborar en la preparación de una decisión. Esta decisión reza: ¿Será la ciencia una medida
para el saber, o habrá un saber en el que se determinará el fundamento y el límite de la ciencia y
con ello su verdadera eficiencia? ¿Este auténtico saber será necesario, para un pueblo histórico,
o se podrá prescindir de él y reemplazarlo con otro?
Pero las decisiones no se elaboran hablando sobre ellas sino creando situaciones y asumiendo
posiciones en las que la decisión se vuelve ineludible. Situaciones y decisiones en las que el no
tomar decisión sino eludirla, es una de las decisiones más esenciales. Lo característico de estas
decisiones es que ellas se preparan por un preguntar, con el que no se puede hacer nada según el
juicio corriente y la perspectiva de las criadas. Este preguntar parece siempre ser un querer
saber mejor, frente a las ciencias. Mejor significa siempre una diferencia de grado dentro del
mismo ámbito. Pero con nuestra pregunta estamos fuera de las ciencias y el saber al que tiende
nuestra pregunta no es ni mejor ni peor, sino completamente diferente. Distinto de la ciencia,
pero también de aquello que se llama “concepción del mundo”

II. Origen de la filosofía: admiración

Julián Marías. Historia de la Filosofía. Madrid. Revista de Occidente. 1969

Origen de la filosofía

¿Por qué el hombre se pone a filosofar? Contadas veces se ha planteado esta cuestión de un
modo suficiente. ARISTÓTELES la ha tocado de tal manera, que ha influido decisivamente en
todo el proceso ulterior de la Filosofía. El comienzo de su Metafísica es una respuesta a esa
pregunta: Todos los hombres tienden por naturaleza a saber. La razón del deseo de conocer del
hombre es, para Aristóteles, nada menos que su naturaleza. Y la naturaleza es la sustancia de
una cosa, aquello en que realmente consiste; por tanto, el hombre aparece definido por el saber;
es su esencia misma la que mueve al hombre a conocer. Y aquí volvemos a encontrar una más
clara implicación entre saber y vida, cuyo sentido se irá haciendo más diáfano y transparente a
lo largo de este libro. Pero Aristóteles dice algo más. Un poco más adelante escribe: “Por el
asombro comenzaron los hombres, ahora y en un principio, a filosofar, asombrándose primero
de las cosas extrañas que tenían más a la mano, y luego, al avanzar así poco a poco, haciéndose
cuestión de las cosas más graves, tales como los movimientos de la Luna, del Sol y de los
astros, y la generación del todo. Tenemos, pues, como raíz más concreta del filosofar, una
actitud humana, que es el asombro. El hombre..., la mayoría de los hombres se extrañan de las
cosas cercanas, y luego, de la totalidad de cuanto hay. En lugar de moverse entre las cosas, usar
dé ellas, gozarlas o tenerlas, se ponen fuera, extrañados de ellas, y se preguntan con asombro
por esas cosas próximas y de todos los días, que ahora, por primera vez, aparecen frente a ellos,
y por tanto, solas, aisladas en sí mismas por la pregunta: “.Qué es esto?” En este momento
comienza la Filosofía. Es una actitud humana completamente nueva, que se ha llamado
teorética, por oposición a la actitud mítica..., según afirma ZUBIRI El nuevo método humano
surge en Grecia un día, por primera vez en la historia, y desde entonces hay algo más
radicalmente nuevo en el mundo, que hace posible la Filosofía. Para el hombre mítico, las cosas
son poderes propicios o dañinos, con los que vive, y a los que utiliza o rehúye. Es la actitud
anterior a Grecia, y la que sigue compartiendo los pueblos donde no penetra el genial hallazgo
helénico. La conciencia teorética, en cambio, ve COSAS en lo que antes eran poderes. Es el
gran descubrimiento de las cosas, tan profundo, que hoy nos cuesta trabajo ver que
efectivamente es un descubrimiento pensar que pudiera ser de otro modo. Para ello tenemos que
echar mano de modos que guardan sólo una remota analogía con la actitud mítica, pero que
difieren de la nuestra europea: por ejemplo, la conciencia infantil, la actitud del niño que se
encuentra en un mundo lleno de poderes o personajes benignos u hostiles, pero no de cosas en
sentido riguroso.
En la actitud teorética, el hombre, en lugar de estar entre las cosas, está frente a ellas, aparece
corno extrañado de ellas, y entonces las cosas adquieren por sí solas una significación que antes
no tenían. Se muestran como algo que existe por sí mismo, aparte del hombre, y que tiene una
consistencia determinada: unas propiedades, algo suyo y que les es propio. Surgen entonces las
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cosas como realidades que SON, que tienen un contenido peculiar. Y únicamente en este
sentido se puede hablar de verdad o falsedad. El hombre mítico se mueve fuera de este ámbito.
Sólo como algo que es, pueden ser las cosas verdaderas o falsas. La forma más antigua de este
despertar a las cosas en su verdad es el asombro. Y por esto es la raíz la Filosofía... Todo
sistema filosófico tiene pretensión de verdad. Por otra parte, es evidente el antagonismo entre
ellos, que están muy lejos de la coincidencia; pero ese antagonismo no quiere decir, ni mucho
menos, incompatibilidad total. Ningún sistema puede pretender una validez absoluta y
exclusiva, porque ninguno agota la realidad: en la medida en que cada uno de ellos se afirma
como único, es falso.
Cada sistema filosófico aprehende una porción de la realidad, justamente la que es accesible
desde el punto de vista o perspectiva. La verdad de un sistema no implica la falsedad de los
demás, sino en los puntos en que formalmente se contradigan; y la contradicción sólo surge
cuando el filósofo afirma más de lo que realmente ve; es decir, las visiones son todas verdaderas
—se entiende que parcialmente verdaderas—, y en principio no se excluyen. Pero, además, el
punto de vista de cada filósofo está condicionado por su situación histórica, y por eso cada
sistema, si ha de ser fiel a su perspectiva, tiene que incluir todos los anteriores como
ingredientes de su propia situación. Por esto, las diversas filosofías verdaderas no son
intercambiables, sino que se encuentran determinadas rigurosamente por su inserción en la
historia humana.

JASPERS, Karl. ¿Qué es la filosofía?

Los orígenes de la filosofía

La historia de la filosofía como pensar metódico tiene sus comienzos hace dos mil quinientos
años, pero como pensar mítico mucho antes. Sin embargo, comienzo no es lo mismo que origen.
El comienzo es histórico y acarrea para los que vienen después un conjunto creciente de
supuestos sentados por el trabajo mental ya efectuado. Origen es, en cambio, la fuente de la que
mana en todo tiempo el impulso que mueve a filosofar. Únicamente gracias a él resulta esencial
la filosofía actual en cada momento y comprendida la filosofía anterior.

Este origen es múltiple. Del asombro sale la pregunta y el conocimiento, de la duda acerca de lo
conocido el examen crítico y la clara certeza, de la conmoción del hombre y de la conciencia de
estar perdido la cuestión de sí mismo. Representémonos ante todo estos tres motivos. Primero.
Platón decía que el asombro es el origen de la filosofía. Nuestros ojos nos "hacen ser partícipes
del espectáculo de las estrellas, del sol y de la bóveda celeste". Este espectáculo nos ha "dado el
impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor de los
bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales". Y Aristóteles: "Pues la admiración es
lo que impulsa a los hombres a filosofar: empezando por admirarse de lo que les sorprendía por
extraño, avanzaron poco a poco y se preguntaron por las vicisitudes de la luna y del sol, de los
astros y por el origen del universo."

El admirarse impele a conocer. En la admiración cobro conciencia de no saber. Busco el saber,


pero el saber mismo, no "para satisfacer ninguna necesidad común". El filosofar es como un
despertar de la vinculación a las necesidades de la vida. Este despertar tiene lugar mirando
desinteresadamente a las cosas, al cielo y al mundo, preguntando qué sea todo ello y de dónde
todo ello venga, preguntas cuya respuesta no serviría para nada útil, sino que resulta
satisfactoria por sí sola.

Segundo. Una vez que he satisfecho mi asombro y admiración con el conocimiento de lo que
existe, pronto se anuncia la duda. A buen seguro que se acumulan los conocimientos, pero ante
el examen crítico no hay nada cierto. Las percepciones sensibles están condicionadas por
nuestros órganos sensoriales y son engañosas o en todo caso no concordantes con lo que existe
fuera de mí independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas mentales son las
de nuestro humano intelecto. Se enredan en contradicciones insolubles. Por todas partes se alzan
unas afirmaciones frente a otras. Filosofando me apodero de la duda, intento hacerla radical,
mas, o bien gozándome en la negación mediante ella, que ya no respeta nada, pero que por su

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parte tampoco logra dar un paso más, o bien preguntándome dónde estará la certeza que escape
a toda duda y resista ante toda crítica honrada.

La famosa frase de Descartes "pienso, luego existo" era para él indubitablemente cierta cuando
dudaba de todo lo demás, pues ni siquiera el perfecto engaño en materia de conocimiento, aquel
que quizá ni percibo, puede engañarme acerca de mi existencia mientras me engaño al pensar.

La duda se vuelve como duda metódica la fuente del examen crítico de todo conocimiento. De
aquí que sin una duda radical, ningún verdadero filosofar. Pero lo decisivo es cómo y dónde se
conquista a través de la duda misma el terreno de la certeza.

Y tercero. Entregado al conocimiento de los objetos del mundo, practicando la duda como la vía
de la certeza, vivo entre y para las cosas, sin pensar en mí, en mis fines, mi dicha, mi salvación.
Más bien estoy olvidado de mí y satisfecho de alcanzar semejantes conocimientos.

La cosa su vuelve otra cuando me doy cuenta de mí mismo en mi situación. El estoico Epiciclo
decía: "El origen de la filosofía es el percatarse de la propia debilidad e impotencia." ¿Cómo
salir de la impotencia? La respuesta de Epicuro decía: considerando todo lo que no está en mi
poder como indiferente para mí en su necesidad, y, por el contrario, poniendo en claro y en
libertad por medio del pensamiento lo que reside en mí, a saber, la forma y el contenido de mis
representaciones.

Cerciorémonos de nuestra humana situación. Estamos siempre en situaciones. Las situaciones


cambian, las ocasiones se suceden. Si éstas no se aprovechan, no vuelven más. Puedo trabajar
por hacer que cambie la situación. Pero hay situaciones por su esencia permanentes, aun cuando
se altere su apariencia momentánea y se cubra de un velo su poder sobrecogedor: no puedo
menos de morir, ni de padecer, ni de luchar, estoy sometido al destino, me hundo
inevitablemente en la culpa. Estas situaciones fundamentales de nuestra existencia las llamamos
situaciones límites. Quiere decirse que son situaciones de las que no podemos salir y que no
podemos alterar. La conciencia de estas situaciones límites es después del asombro y de la duda
el origen, más profundo aún, de la filosofía. En la vida corriente huimos frecuentemente ante
ellas cerrando los ojos y haciendo como si no existieran. Olvidamos que tenemos que morir,
olvidamos nuestro ser culpables y nuestro estar entregados al destino. Entonces sólo tenemos
que habérnoslas con las situaciones concretas, que manejamos a nuestro gusto y a las que
reaccionamos actuando según planes en el mundo, impulsados por nuestros intereses vitales. A
las situaciones límites reaccionamos, en cambio, ya velándolas, ya, cuando nos damos cuenta
realmente de ellas, con la desesperación y con la reconstitución: Llegamos a ser nosotros
mismos en una transformación de la conciencia de nuestro ser.

Pongámonos en claro nuestra humana situación de otro modo, como la desconfianza que merece
todo ser mundanal. Nuestra ingenuidad toma el mundo por el ser pura y simplemente. Mientras
somos felices, estamos jubilosos de nuestra fuerza, tenemos una confianza irreflexiva, no
sabemos de otras cosas que las de nuestra inmediata circunstancia. En el dolor, en la flaqueza,
en la impotencia nos desesperamos. Y una vez que hemos salido del trance y seguimos
viviendo, nos dejamos deslizar de nuevo, olvidados de nosotros mismos, por la pendiente de la
vida feliz. Pero el hombre se vuelve prudente con semejantes experiencias. Las amenazas le
empujan a asegurarse. La dominación de la naturaleza y la sociedad humana deben garantizar la
existencia. El hombre se apodera de la naturaleza para ponerla a su servicio, la ciencia y la
técnica se encargan de hacerla digna de confianza.

ARISTÓTELES. Metafísica.

Acerca de la condición de la filosofía y del filosofo

“ El conocimiento de todas las cosas pertenece necesariamente a quién posee la ciencia de lo


universal, pues éste conoce, de alguna manera, los casos particulares que el universal abraza
éstos conocimientos, es decir, los más universales para el hombre, son quizás los más difíciles
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de adquirir, porque son los más alejados de las sensaciones...Las consideraciones que anteceden
muestran que corresponde el nombre de Sabiduría (o filosofía primera) a la ciencia que ha de
escrutar los primeros principios y las causas...
Y que no se trata de una ciencia productiva dan prueba las consideraciones de los primeros que
filosofaron. En efecto, mediante la admiración los nombres, tanto ahora como antes,
comenzaron a filosofar. Ahora bien, quien se encuentra perplejo ante una dificultad y quien se
admira, reconoce su propia ignorancia. Así pues, si los primeros filósofos se dieron a filosofar
para huir de la ignorancia persiguieron el saber en consideración del conocimiento y no por su
utilidad. Y lo que ocurrió da testimonio de lo que decimos pues se comenzó a buscar este tipo
de conocimiento tan pronto se hubieran satisfecho todas las necesidades de la vida y todo lo
relativo al bienestar y el solaz. Es obvio que no buscamos ese conocimiento en virtud de una
ulterior utilidad. Y así como llamamos libre al hombre que tiene su fin en si mismo, y no existe
para otro, así decimos que ésta la única ciencia libre, puesto que es la única que tiene su propio
fin. Todas las demás ciencias más bien contribuyen a las necesidades vitales, pero ninguna es
más excelente que aquélla (la Sabiduría).”

La admiración

Dice Aristóteles: “Pero el que se plantea un problema o se admira, reconoce su ignorancia”


(Met. 982b 18). Quedan así dichos los criterios que nos permiten conocer que alguien ignora
realmente: se plantea una pregunta o se admira. La consideración de esos criterios obliga a
detenernos sobre lo siguiente:

1. ¿Qué admira?
2. ¿De qué naturaleza es la pregunta que plantea?
3. ¿Cómo es la ignorancia generada en la actitud filosófica?

1. Admiran aquellas cosas que nos sorprenden por estar fuera de lo común o esperado.
Aristóteles, a modo de ejemplo, dirá que los hombres empezaron por admirarse ante los
fenómenos sorprendentes más comunes y más tarde se plantearon problemas, como los cambios
de la Luna o relativos al Sol.
De esas cosas que nos sorprenden decimos que son extrañas; esto es: desentonan del conjunto,
no encajan con las otras cosas, quedan como fuera. Destacan porque no se amoldan al fondo
sobre el cual las cosas resultan comprensibles e interpretables. Están ahí, como hechos
inconcusos del mundo, pero resistiéndose a formar parte de nuestra imagen del mundo. Por eso
captan nuestra atención y nos obligan a considerarlas.
También admiran las cosas consideradas comunes cuando son vistas con esa peculiar mirada
que los griegos llamaron theoría.
La palabra teoría se asocia hoy a conocimiento puro por oposición a lo práctico o aplicado. Pero
no fue así inicialmente, al menos en su uso en el mundo griego que la acuñó. Theoría es la
condición del theorós. Y éste era alguien enviado por la ciudad a participar en la fiesta (como
podían ser unos juegos olímpicos) de otra ciudad como observador. Él era el enviado porque
estaba cualificado para hacer la observación, esto es, era alguien perteneciente a ese mundo
griego con experiencia sobre las bases de ese mundo al que pertenecía. Por su carácter de
observador, su participación en la fiesta debía hacerse sin dejarse absorber por ella. El theorós
‘está’ en la fiesta, pero manteniéndose a cierta distancia, la necesaria para no perder de vista qué
es lo que se está haciendo. Aquellos que están participando metidos en el juego no perciben éste
como tal, olvidan aquello que están haciendo. Pierden de vista que aquello es un juego.
Theoría es, pues, ese modo de acercarse a las cosas, esa actitud, que permite la distancia
necesaria frente a las cosas para poderlas ver y preguntarse qué son ellas en el fondo.

2. Porque las cosas que aparecen descansan sobre un fondo que les da sentido y fundamento, la
ignorancia de ese fondo hace que nuestro saber sobre ellas sea en realidad un no saber. Por
ejemplo, hablamos de leyes justas, acciones justas y hombres justos. Pero todo eso supone que
poseemos una noción de justicia sin la cual no sería posible reconocer tales actos o leyes o
personas como justos. Esa noción que hace posible que algo pueda aparecer como justo y que
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daría fundamento a nuestro saber sobre la justicia es la que se oculta y debe ser investigada. Y
solamente un saber fundamentado puede aspirar a ser válido para todos, universal.
La pregunta, pues, que genera la admiración es una pregunta fundamental, una pregunta sobre
aquello que no se ve, pero sostiene nuestro decir, como los cimientos de un edificio, que no por
no verse dejar de ser aquello que sostiene toda la obra. O si se quiere otra imagen, como las
raíces del árbol, que aunque ocultas en la tierra, son las que lo sostienen y alimentan. La
pregunta es una pregunta radical.

3. Esta pregunta dirigida, pues, a la raíz de las cosas muestra una dirección al pensar y una
disposición de apertura del entendimiento respecto del conocimiento. Su meta es la verdad, la
cual tiene como nota distintiva la universalidad, y ésta solamente puede alcanzarse desde una
actitud desinteresada dispuesta a examinar sus supuestos, y así permitir que se manifieste la
razón inherente a las cosas, su logos. Hay la ignorancia de quien sabiendo algunas cosas
reconoce que aún le quedan muchas cosas por saber. Es la ignorancia correspondiente a una
visión acumulativa del saber. Hay, también, la ignorancia de quienes reconocen ciertos límites a
nuestro modo de conocer, como por ejemplo, el no poder establecer un criterio definitivo de
verificación, por lo que nuestro saber no iría más allá de plausibles conjeturas.
Pero la ignorancia nacida de la pregunta dirigida al fundamento de las cosas es la ignorancia
mostrada en el mito de la caverna de Platón (República, 514ª – 517ª). El descubrirnos como
prisioneros de un mundo de sombras nos remite espontáneamente a la búsqueda de la realidad
de aquello de lo cual esto son sombras. Este descubrimiento es el saber que sirve de punto de
apoyo a una ignorancia fecunda en cuanto asigna al pensar la tarea interminable de buscar
aquello que hace posible lo percibido como sombras.
Digo lo percibido como sombras, pues lo oscuro no son las cosas, sino las limitaciones de mi
entendimiento. De ahí que la búsqueda de las respuestas a mis preguntas sobre las cosas tenga
que ir acompañada de la correspondiente intensificación de la conciencia en que ellas se
muestran.
La caverna, el mundo de las sombras, al igual que el reino de la luz, habita dentro de nosotros.
Eso es lo que admira, el fondo al que apuntan nuestras preguntas y la ignorancia subyacente a
nuestra condición humana.

García López, J. En Gran Enciclopedia Rialp (GER) Tomo 1. pp. 229-230

Según Platón y Aristóteles, la admiración es el principio u origen de la filosofía. El primero


escribe: «el admirarse es un sentimiento propio del filósofo, y la filosofía no tiene otro origen
que la admiración» (Teeteto, 155d). Y Aristóteles afirma: «por la admiración comenzaron los
hombres a filosofar en un principio y siguen ahora filosofando» (Metafisica, Bk982b11 ss.). Por
su parte, Descartes, en su obra Les passions de l’âme, considera a la admiración como una de
las seis pasiones primitivas o fundamentales, y la describe como «la súbita sorpresa del alma
que la lleva a considerar con atención los objetos que le parecen raros y extraordinarios» (o. c.,
II, art. 70). La admiración comporta un primer momento de retracción o encogimiento del
ánimo por lo inesperado, insólito y extraordinario del hecho que la provoca. Pero este primer
momento, que es propiamente el pasmo o el estupor, viene inmediatamente seguido de otro en
el que el hombre, movido por el deseo de saber que le es connatural, tiende a descubrir la causa
de aquel hecho mediante una investigación conveniente; y es precisamente este movimiento de
búsqueda el que queda indicado en el prefijo ad de la admiratio. Se comprende así por qué la
admiración es el principio de la filosofía y de la ciencia en general, mientras que el solo estupor
en manera alguna podría hacerla nacer. La admiración surge en presencia de un hecho grande e
imprevisto, cuya existencia es indudable, pero cuya causa desconocemos. Hay, pues, en la
admiración un ingrediente de ignorancia, y para huir de esa ignorancia, o por el puro afán de
saber (no con la mira puesta en alguna utilidad pragmática), el hombre se esfuerza por descubrir
la causa que habrá de explicarle el hecho de que se asombra. Pero la filosofía es precisamente
esa búsqueda de las causas de las cosas con el solo afán de librarnos de la ignorancia o, dicho
positivamente, por el solo deseo de saber.     

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Dice Aristóteles en su Metafísica: “Pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a
filosofar movidos por la admiración “thaumadzein” (Met.982b,12). La admiración de la que
habla Aristóteles es la de aquel que “reconoce su ignorancia”. Este reconocimiento nace de un
previo preguntarse sobre aquello que se creía saber, pues no se ve claro el fundamento sobre el
que se asienta determinado conocimiento. Se trata de aquella admiración socrática que nace en
aquel que descubre que desconoce aquello que creía saber. Las preguntas que en ese estado de
admiración se formulan son del tipo “¿cómo sabemos tal cosa?”, “¿qué queremos decir con tal
concepto?”, “¿Qué hace posible tal fenómeno?”, etc. Las preguntas de este tipo no niegan
aquello sobre lo que se trata, no se pronuncian sobre su verdad o falsedad, simplemente abren el
camino que conduzca a la verdad de las cosas. Este camino es un mirar las cosas de forma
diferente a la habitual. Lo usual es vivir según un repertorio de creencias y respuestas adquiridas
en la comunidad en que vivimos. Ellas forman nuestro mundo, que no tiene por qué ser igual al
de los que se desenvuelven en otras comunidades, en las que se habrá desenvuelto otro
repertorio de creencias. En ese nuestro mundo las cosas son vistas persiguiendo fines prácticos y
las satisfacción de deseos y necesidades. Es una visión interesada. En la admiración esa visión
se transforma en una visión desinteresada. A esa visión desinteresada es lo que Aristóteles
llamó theoría. Theorein es examinar o inspeccionar las cosas para ver lo que ellas son,
permitiéndoles que manifiesten su realidad. Es sugestiva la etimología que algunos dan para
teoría, haciéndola derivar de theos = dios y horao = ver, examinar. Theoría vendría a ser algo
así como “visión desde la perspectiva de Dios”. Especulación, del verbo latino speculari
también tiene el significado de mirar desde arriba, desde una atalaya, observar, espiar. En
ambos casos se encierra esa idea de distanciarse para ver mejor lo que hay. Esa forma de mirar
que es el theorein nacido de la admiración es el que permite la episteme, la ciencia, ese saber
universal por mostrarnos lo que las cosas son necesariamente. Además, es la forma de conducta
más propiamente humana ya que es conducirse según aquella característica que nos distingue a
los humanos: el logos.

PIEPER. Josef. EL ocio y la Vida Intelectual. Madrid. Rialp. 1983.

Capítulo IX. Felicidad y Contemplación.

Las palabras latinas contemplatio, contemplari corresponden a las griegas theoria, theorein. A
estas palabras precedentemente acuñadas han sido hechas corresponder por Cicerón, Séneca y,
sin duda, por muchos otros desconocidos, en cumplimiento de aquel vasto proceso de
traducción que caracteriza la primitiva historia del oeste latino, del Occidente. Theoria designa
adhesión a la realidad puramente receptiva, enteramente independiente de todo propósito
«práctico» de la vida activa. Puede designarse esta adhesión como «desinteresada; si con ello no
se excluye otra cosa que aquella intención dirigida a utilidades y conveniencias. Por lo demás
hay aquí de la forma más decisiva intereses, participación, atención, finalidades. Theoria y
contemplatio apuntan—sin duda exclusivamente—con toda su energía a que la realidad
percibida se haga evidente y clara, que se muestre y revele; tienden a la verdad y a nada más.
Este es un primer elemento del concepto «contemplación»: silenciosa percepción de realidad.
Un segundo elemento es el siguiente: Contemplación es un conocer no pensante, sino mirante.
No corresponde a la ratio, a la felicidad del pensar silogístico y demostrativo, sino al intellectus,
a la potencia de la «simple mirada» Mirar es la forma perfecta del conocer sin más ni más. Pues
mirar es el conocimiento de aquello que está presente y actual exactamente igual que el ver
sensible. Por el contrario, pensar es la más ínfima, por así decir, «impura» forma del
conocimiento. Pensar es conocimiento de lo ausente o incluso sólo esfuerzo para tal
conocimiento: el objeto se infiere a base de otra cosa, que la que está inmediatamente presente
al espíritu; pero aquel objeto no se muestra como él mismo. Santo Tomás dice que la certeza del
pensar se apoya en lo que nosotros inmediatamente vemos; pero la ineludibilidad del pensar se
basa en el fallo de la facultad de intuir. La facultad de pensar es una forma imperfecta de la
facultad de intuir. Contemplación es, por tanto, intuir, esto es, una forma del conocimiento, que
no se mueve hacia su objeto, sino que descansa en él. El objeto está presente, de la misma forma
que para el ojo está presente un rostro o un paisaje, en cuanto que la mirada «reposa en él». No
hay en el contemplar la «tensión futura», el anhelo dirigido al futuro, que corresponde a la
naturaleza del pensar. El que contempla ha encontrado lo que busca el que piensa; está presente
24
y «ante los ojos».Pero la actualidad, la presencia, se pueden cambiar en un momento en la
significación de «presente», que es el «tiempo» verbal de la eternidad
Aún hay que mencionar un tercer elemento: En la tradición se designa la contemplación como
un conocer acompañado de admiración. En la contemplación aparece un mirandum, es decir,
una realidad que causa admiración, en la medida en que aunque inmediatamente contemplada,
sobrepasa nuestra comprensión. Admirarse sólo puede quien no ve aún la totalidad; Dios no se
admira. Es característico de la contemplación terrena que se le añada este desasosiego a causa
de lo inalcanzable. Prescindiendo completamente de la «perturbación», derivada de las
necesidades de la vida corporal, que son igualmente inevitables y al mismo tiempo salvadoras,
no puede ser de otra forma el que en medio del descanso del contemplar apremie una llamada
silenciosa hacia un descanso infinitamente aún más profundo, incomprensible, «eterno». Esta es
la «llamada de lo perfecto a lo imperfecto, que llamamos amor». El tiende al encuentro de aquel
otro amor, del cual hemos dicho que era lo diferenciativo de la contemplación, el ser encendida
por él.

III. Método de la filosofía

CASAUBON, J. Nociones generales de lógica y filosofía. Bs. As. Estrada.1981

La argumentación o demostración

Al definir la filosofía hemos dicho que adquirimos el conocimiento de las cosas «mediante la
razón»; en otras palabras, lo que queremos decir es que el «método» de la filosofía es un
método racional, es decir, que partiendo de verdades sensibles a través de nuestro conocimiento
llegamos a otras verdades que desconocíamos. Por eso, podemos afirmas que no existe ninguna
«facultad» especial para filosofar. Por ello, el quehacer filosófico no es un trabajo restringido a
un número de personas con facultades especiales, sino a cualquier persona que razone
normalmente.
La argumentación, como oración (lo más conocido para nosotros) se define como: “oración que
significa el seguirse otra partir de algo otro”, por ejemplo: “Pedro es animal: por tanto es
corpóreo” (premisa implícita: “Todo animal es corpóreo”). La argumentación consta de:
Antecedente: son las premisas de donde se parte. Consecuente: la conclusión a que se llega.
Nota de ilación indica la dependencia del consecuente respecto del antecedente, el seguirse de
este’ ergo, luego, por tanto, entonces.

Todo cuerpo es gaseoso.


Todo metal es cuerpo.
Luego, Todo metal es gaseoso.

Según Aristóteles, para que haya auténtica ciencia exige que ésta sea obtenida mediante
silogismos demostrativos, y no mediante silogismos meramente correctos. Como bien recuerda
Gredt, en sentido lato demostración es todo raciocinio que llega a una conclusión verdadera y
cierta; pero, en un sentido más estricto la demostración es definida por Aristóteles: “Por
demostración entiendo el silogismo científico y yo llamo científico a un silogismo cuya
posesión misma constituye para nosotros la ciencia” (Segundos Analíticos, L. 1, c. 2, Bkk. 71b,
15-20). De allí los escolásticos sacaron la siguiente definición del silogismo demostrativo:
“silogismo que hace saber”. Saber allí no significa un conocimiento cualquiera, sino el
conocimiento científico según Aristóteles, el cual expresa que “estimamos poseer la ciencia de
una cosa de una manera absoluta, y no a la manera de los sofistas, de una manera puramente
accidental, cuando creemos conocer la causa por la cual esa cosa es, y que sabemos que esa
causa es causa de la cosa, y que además no es posible que la cosa sea otra que lo que ella es”
(Segundos analíticos, L. 1, c. 2, Bkk. 71b 9-16).

25
Expliquemos esto: para que haya ciencia, en sentido aristotélico, debe haber un “conocimiento
cierto por las causas’, esto es: a) debe conocerse causa de algo: b) que esa causa sea
precisamente causa de esa cosa; c) que entre esa cosa y la causa que la produjo haya un
vínculo necesario.

Por ejemplo: tenemos ciencia de un eclipse cuando conocemos su causa (la interposición de otro
astro); que esa causa es precisamente causa de ese hecho (podría conocerse el astro que produce
el eclipse, pero no conocerlo precisamente en cuanto es causa de ese eclipse; podrían también
—en otro ejemplo— conocerse los bacilos de Koch, pero ignorar que ellos son causa de la
tuberculosis): finalmente, es necesario que esa cosa o hecho dependa necesariamente de esa
causa; si no, no se tendría ciencia propiamente dicha de esa cosa, porque podría haber sido
producida por otra causa o ser de otra manera.

Características generales del raciocinio

1. Naturaleza del raciocinio: Las funciones de la inteligencia que hemos estudiado hasta ahora
son la simple aprehensión y el juicio. Ahora debemos dar el último paso por el cual transitamos
de algo conocido a lo desconocido. A este proceso le llamamos raciocinio, argumentación o
discurso. Concretamente podemos definir el raciocinio como «el movimiento de la mente por el
que procedemos de varias verdades conocidas, al compararlas entre sí a una nueva verdad
inteligible que desconocíamos». Pero esta verdad obtenida no sólo tiene que venir después de
las conocidas, sino que «resulte de» ellas. Este paso se conoce como inferencia (p. ej.: Juan es
hombre; el hombre es bípedo: luego, Juan es bípedo).

2. Estructura: reglas generales del raciocinio: El raciocinio parte de unas proposiciones que
nos son conocidas y a las que llamamos antecedentes o premisas. La proposición que inferimos
se llama consecuente o conclusión. Las premisas y la conclusión forman la materia del
razonamiento. El razonamiento, no obstante, no consiste en establecer las premisas y las
conclusiones, sino en «vincular» las proposiciones. Esta vinculación es lo que llamamos forma:
y la forma crea una dependencia causal y necesaria de la conclusión respecto del antecedente.
De lo dicho anteriormente, se desprende la distinción entre lógica formal y lógica material. La
lógica formal se centra en la inferencia, prescindiendo de la verdad o falsedad del antecedente o
del consecuente. Por tanto en lógica formal puede darse una conclusión verdadera nacida de
unas premisas falsas y una consecuencia correcta de un antecedente erróneo. En el estudio de
esta materia nos interesan las verdades formales (que la inferencia sea correcta) prescindiendo
de la verdad de las premisas o de la conclusión, que lo estudiaría la lógica material.

Como hemos dicho, es un método racional. La filosofía se sirve tanto de la razón (p. ej.:
pasando de una verdad a otra) como de la experiencia (p. ej.: el conocimiento empieza por los
sentidos). Ahora bien, la filosofía no puede quedarse con la pura experiencia, porque el hombre
desea conocer las causas últimas de toda realidad. La experiencia es el inicio del saber. Decía
Aristóteles que «el asombro es lo que indujo a los hombres a filosofar». Por eso, porque el
«asombro» plantea interrogantes, el hombre no queda saciado hasta conocer el último porqué de
las cosas.
La experiencia sólo verifica los hechos —simplemente muestra cómo una cosa es—, pero no
explica el porqué de cómo es; ésta es una tarea reservada a la razón. Tampoco podría darse el
caso de un puro filosofar racional, ya que nuestros conceptos surgen de lo sensible y los
sentidos son los que nos ponen en contacto con la realidad. Por lo tanto, podemos concluir que
el conocimiento filosófico partirá de la experiencia sensible y a través de ella podremos formar
nuestras ideas, juicios y raciocinios. Por ello, podemos decir con Verneaux que las
características principales del método filosófico son:

La filosofía arranca de la experiencia, que le proporciona hechos concretos reales.


De ahí pasa a la conceptualización del dato primer momento de su comprehensión.

26
Procede después a un análisis racional que la orienta hacia causas y principios que no
pertenecen al ámbito de la experiencia.
Finalmente procede por síntesis de los principios a las consecuencias, cuando tal operación es
posible, necesaria y vital a la satisfacción del espíritu.

MILLÁN PUELLES, Antonio. Fundamentos de filosofía. Madrid. Rialp. 2001

La demostración y sus especies

Se llama “demostración” precisamente al raciocinio científico. Su estudio es indispensable en


una teoría de la ciencia, en la medida en que esta teoría debe esclarecer la causa de su objeto. De
ahí la necesidad de hacer en el presente capítulo unas consideraciones relativas a la
demostración y sus especies y requisitos, a las que seguirán las concernientes a la ciencia misma
y su distinta especificación.
De dos maneras puede ser considerada, en principio, la demostración: según su finalidad y
según su estructura. De ahí la doble definición aristotélica del raciocinio demostrativo: a)
“silogismo científico”; b) “silogismo que consta de premisas verdaderas, primeras, inmediatas,
y que, respecto a la conclusión, son anteriores, más conocidas y causas de ella” Examinemos
separadamente cada una de estas definiciones.
La fórmula “silogismo científico” requiere la precisión de sus dos términos. En primer lugar, la
demostración estricta y propiamente dicha tiene la forma de un silogismo categórico, por ser
este la prueba universal de una verdad. Las demás especies de argumentación únicamente
prueban en la medida en que se reducen al silogismo categórico (así, por una parte, el silogismo
“hipotético”, una de cuyas premisas contiene una proposición hipotética, y por otra, la
inducción, realmente válida en la medida en que, de una manera implícita, contiene un
silogismo). En segundo lugar, se denomina “científico” al silogismo demostrativo, por ser
ciencia su efecto. En la concepción aristotélica, el saber se distingue del mero conocer, siendo
ciencia tan sólo el primero. La demostración es, según esto, el silogismo que hace saber, es
decir, el que produce, no un conocimiento cualquiera, sino precisamente aquel que es etiológico
y necesario. El saber es un conocer en el que existe “conocimiento de causa” (etiología) y en el
que se percibe una relación necesaria entre ésta y su efecto.
Conocer etiológicamente una cosa no es sólo percibir la causa de ella. Puede, en efecto, ocurrir
que se conozca una causa sin aprehender su relación con el efecto. Lo que es realmente causa de
una cosa puede ser conocido en sí mismo, independientemente de su causalidad respecto de
esta. Para que una cosa sea etiológicamente conocida se necesita, por tanto, que lo que es su
causa sea formalmente conocido en su relación y condición de causa de ella. Dicho brevemente:
el conocimiento etiológico no es tanto un conocimiento de las causas cuanto un conocimiento
por ellas. Se trata así de conocer la cosa “E” por su causa “C”, no de estudiar o conocer
solamente “C”; de tal manera, que, una vez conocida esta, se requiere mostrar cómo aquella es
su efecto. En el conocimiento etiológico las cosas son conocidas a la luz de sus causas.
Si de las mismas causas cabe, a su vez, que haya ciencia, es sólo en la medida en que dependen
de otras causas superiores, a cuya luz se las puede explicar. Conviene, sin embargo, señalar que
aunque una cosa no sea realmente efecto de otra, basta con que lo sea en el orden de nuestro
conocimiento para hacerla un objeto de ciencia. Ocurre muchas veces que los efectos son más
conocidos que sus causas, de tal manera, que el conocimiento de ellos nos conduce al de estas.
Lo que es efecto en el plano real puede ser causa en el plano intelectual; naturalmente, causa
explicativa, no entitativa o real. En un sentido muy estricto, la ciencia se limita a aquellas cosas
a las que pueden asignarse causas entitativas. En un sentido más amplio, la ciencia se dilata a las
entidades de las que sólo pueden ser determinadas las causas lógicas o puramente explicativas.
A la vez que produce un conocimiento etiológico, la demostración ha de proporcionar un
conocimiento necesario. Para ello es preciso que lo que se demuestra quede manifiesto como no
pudiendo ser de otra manera, sino precisamente tal y como es. Si el efecto en cuestión no
aparece como “habiendo de ser” lo que es, el respectivo conocimiento no es científico. Pero ello
se logra precisamente merced al conocimiento etiológico. La necesidad y certeza de la
conclusión es algo que, en el sistema científico, dimana del conocimiento etiológico de aquello
mismo que se trataba de demostrar. Para lo cual es imprescindible que el nexo entre la causa y
27
el efecto sea, como tal, necesario y no contingente, o lo que es igual, que la causa como tal sea
necesaria, indefectible. Cuando ello ocurre el conocimiento es, a la vez, etiológico y necesario,
esto es, ciencia, a la cual, en una fórmula compendiosa, se define como “el conocimiento cierto
por las causas”, fórmula en la que el doble carácter (necesario y etiológico) de la demostración
aparece unitariamente manifiesto.
La certeza engendrada por la demostración depende de la que tienen las causas en su manera de
producir el efecto, por lo cual se distinguen dos maneras o especies de demostración, pues hay
causas de las que el efecto dimana con necesidad absoluta, y otras, en cambio, de las que se
sigue únicamente con una necesidad condicionada o hipotética. La necesidad absoluta se
fundamenta directa y exclusivamente en la naturaleza misma de las cosas, con independencia de
las condiciones a que estas se encuentran sometidas; en tanto que la necesidad hipotética supone
esas condiciones y se deriva de ellas. Así, la necesidad por la que el todo es mayor que las
partes es absoluta, pues en cualquier caso, y bajo cualquier condición y supuesto, la mencionada
proposición es necesariamente verdadera. Por el contrario, la necesidad de la caída de los graves
abandonados en el espacio es condicionada, porque supone un determinado orden físico, es
decir, unas condiciones, sin duda reales, pero que podían haber sido distintas. (Sin embargo,
conviene advertir que, dados esos supuestos y condiciones, la certeza hipotética es realmente
infalible, o sea, una verdadera certeza que hace posible el conocimiento científico —a diferencia
de la simple conjetura—).
Por lo que toca a la segunda definición aristotélica de la demostración (silogismo que consta de
premisas verdaderas, primeras, etc.), es fácil advertir que, en rigor, constituye un análisis, más
que una estricta definición. Este análisis pone de manifiesto la estructura y condiciones de la
argumentación demostrativa, cuyas premisas, consideradas en sí mismas, han de ser verdaderas,
primeras e inmediatas; y con relación a la conclusión, anterior, más conocida y, en fin, causas
de ella.
Oportunamente se examinó la posibilidad de obtener una conclusión verdadera a partir de
premisas falsas. Pero se vio también que ello sólo acontece de un modo accidental, pues de suyo
lo falso no puede producir lo verdadero, ni siquiera lo verosímil. La ciencia no se puede apoyar
sobre cimientos vanos, y las conclusiones de que consta no sólo han de derivarse de la
“acertada” combinación de sus premisas, sino también de la “certeza” objetiva de estas. Ni basta
que las premisas sean verdaderas. Se requiere también esa certeza o necesidad objetiva que nos
garantiza su verdad. Tal certeza objetiva la poseen, sin duda, los “primeros principios” o
proposiciones estrictamente inmediatas. Cuando una demostración no se establece de una
manera directa sobre proposiciones de este tipo, su certeza únicamente puede dimanar de que
las premisas de que consta sean, a su vez, demo rabies, y en último término, de que descansen, a
través de todas las demostraciones necesarias, sobre la base inconmovible de los primeros
principios. En definitiva, toda demostración se nutre de ellos, aunque explícitamente no sean
imprescindibles. Y esto es, en suma, lo que se quiere significar cuando se dice que han de ser
primeras e inmediatas las premisas de toda demostración (vale decir, de una manera formal o de
un modo virtual). El sistema científico consiste justamente en la conexión y serie de verdades
por la que cada una de las conclusiones se basa en otra, siendo todas ellas dependientes de unas
pocas verdades iniciales.
Los principios primeros en que se apoya toda demostración tienen, por tanto, un doble carácter;
son, a la vez, originales y originarios. Por inmediatos, o exentos de medio demostrativo, son
originales; no se derivan de otros. Y por basarse en ellos todas las conclusiones de las ciencias,
son originarios. Tal es su radical prioridad en el conocimiento, y por cuya virtud no hay
demostración que no les sea deudora, mediata o inmediatamente, de la certeza que su
conclusión tiene.
Respecto de la misma conclusión, las premisas del raciocinio demostrativo deben ser
“anteriores” y “más conocidas”, precisamente por ser sus “causas”. La conclusión, realmente, es
un efecto de las premisas, pues de ellas depende, no como de una simple condición, sino como
de aquello que es su razón de ser. Y en cuanto que la causa precede naturalmente al efecto, las
premisas son “anteriores” a la conclusión, y “más conocidas” que ella en la medida en que
constituyen el fundamento sobre el cual se sustenta la manifestación de su verdad.
Las propiedades enumeradas han de ser poseídas por toda demostración, ya que dimanan de la
propia esencia de esta. Caben, no obstante, grados diversos, de mayor o menor perfección, en el
modo efectivo de tenerlas. Cada uno de estos grados lugar así a una cierta especie de’ raciocinio
28
demostrativo. Y como este es necesariamente (por su efecto) una argumentación científica, su
especie más perfecta será aquella de la que, sin reserva de ninguna clase, pueda decirse que da
lugar a un conocimiento de las cosas por sus causas.
Una primera reserva quedó ya de algún modo aludida cuando se señaló la diferencia existente
entre causas entitativas y causas puramente explicativas. El verdadero sentido de la causa está
indudablemente aminorado en las últimas. La verdadera y rigurosa causa es la que lo es en el
plano real de las cosas, no (a que solamente tiene ese carácter en el plano, meramente relativo,
de nuestro modo de conocerlas. Una demostración perfecta debe tener, por tanto, como
condición primera, la de valerse de causas reales o entitativas, y no de las puramente
explicativas.
Pero, a su vez, la demostración por causas entitativas es susceptible de diversos grados, dada la
jerarquía existente entre estas causas. No es lo mismo, en efecto, la causa “propia” que la
inadecuada o “impropia”. Si, por ejemplo, decimos que “el árbol carece de excitaciones
nerviosas porque no es un animal”, habremos hecho, indudablemente, una demostración en la
que algo queda, en verdad, probado, pues sólo el animal es capaz de semejantes excitaciones;
mas como quiera que no todos los animales tienen la posibilidad de experimentarlas, no es
posible decir que el “no ser animal” sea la causa propia de que los árboles no las padezcan, ni
que esta sea tampoco, en los que puedan sufrirlas, el mero hecho de ser animales. Lo que hace
que ciertos animales sean capaces de tales excitaciones es algo que sólo ellos poseen —un
sistema especial, denominado nervioso—, y cuya falta en el árbol es la razón propia de que este
sea incapaz de tenerlas.
La demostración contenida en este ejemplo es de carácter puramente negativo; pero hay también
demostraciones positivas que se sirven de causas impropias o inadecuadas. Si se dice que “Dios
es eterno porque es omniperfecto”, la eternidad divina queda demostrada por una causa o razón
impropia, ya que no es la omniperfección, sino la inmutabilidad, lo que directamente la
fundamenta. Y siendo el conocimiento por la causa propia más perfecto que el que sólo procede
por la remota o impropia, la demostración que realiza el ideal científico deberá hacerse por
aquella y no por ésta. Así verificada, la demostración no se limita a probar la verdad de su
conclusión, sino que da también el “porqué” de ella, su estricta razón; de ahí que la Escuela la
haya denominado demostración propter quid oponiéndola a la demostración quid, esto es, a la
que únicamente prueba que algo es o que es verdadero, sin asignar la razón propia de que lo sea
En la medida en que la demostración “quid” proporciona certeza a su conclusión, constituye
realmente una demostración verdadera, y, por ende, la ciencia puede establecerse sobre ella. No
es, sin embargo, el modo más riguroso de demostrar. El conocimiento por la causa logra su
completa perfección únicamente cuando nos da lo que es (no sólo en la intelección, sino
también en la realidad misma) la causa de un determinado efecto, y precisamente, la causa
adecuada y propia.
La demostración “propter quid” se basa en el “quid” o esencia del sujeto del que en la
conclusión se establece una propiedad. Es esta esencia la verdadera causa inmediata y real de la
propiedad atribuida al sujeto en la conclusión. En rigor, sólo hay demostración perfecta cuando
es estrictamente necesaria la relación entre el sujeto y el predicado de la conclusión. Pero esto
ocurre sólo cuando el predicado es una propiedad (un “propio”) que, como dimanada de la
esencia misma de su sujeto, tiene en este su causa real y propia. Por el contrario, la
demostración “quid”, menos rigurosa, tiene tantas especies como modos existen de no cumplir,
de una manera estricta, las condiciones de la prueba perfecta. Y de esta suerte, una primera
especie la constituyen las demostraciones que se valen de causas entitativas impropias. Como en
ellas se apela a una causa real y esta es, naturalmente, anterior a su efecto, las argumentaciones
respectivas poseen el carácter de la prueba a priori.
Toda demostración “propter quid” es también “a priori”, La esencia de una cosa es, en efecto,
la causa real de sus pasiones o propiedades. Pero no toda demostración apriorística es una
demostración “propter quid”. Para ser lo primero basta con que la prueba se beneficie de una
causa entitativa, esto es, de algo realmente anterior al efecto: prioridad que igualmente conviene
a la causa propia y a la impropia. Sólo las causas meramente explicativas son posteriores a su
efecto. Una segunda especie de demostración “quid” será, en consecuencia, la que apele a ellas:
demostración a posteriori, en la que el efecto prueba la causa; por ejemplo, la demostración de
la existencia de Dios a partir de las criaturas. Esta clase de pruebas sólo demuestra que una cosa

29
es, sin decir nada sobre qué sea esa cosa, independientemente de su condición de causa para el
efecto mediante el cual se la ha demostrado.
Por último, se conviene en llamar demostración a simultaneo la que prueba una cosa por otra
que no es realmente causa ni efecto de ella, sino algo correlativo a su verdad y que tiene con
esta una implicación mutua. Tratase de una demostración “quid”, pues no prueba el efecto por la
causa, limitándose, así como la demostración “a posteriori”, a evidenciar la existencia de algo.
La mutua duplicación del antecedente y el consiguiente de esta prueba se dan entre cosas
correlativas o entre las que difieren de una manera puramente lógica y sin fundamento alguno
en la realidad. Y es verdaderamente una demostración directa, en la que algo queda
positivamente probado. (En general, son directas o positivas todas las especies de demostración
hasta aquí examinadas. Indirecta o negativa es la que patentiza una verdad manifestando la
falsedad de la que se le opone, por lo que también se la llama demostración “por reducción al
absurdo”.)

30
IV. La filosofía y las ciencias

MELENDO, Tomás. Introducción a la filosofía. Pamplona. Eunsa.2007

31
32
33
34
35
2. Diferencia entre filosofía y ciencia

Filosofía

1. La filosofía es concepción racional sobre el universo y la vida.

2. La filosofía aspira a la verdad total, a la síntesis universal y total del conocimiento.

3. La filosofía problematiza todo. Sus preguntas son más esenciales que sus respuestas y toda
respuesta se convierte en nueva pregunta.

4. La filosofía no tiene resultados universalmente válidos, no hay unanimidad en cuanto a la


explicación de los problemas filosóficos. Son muchas las concepciones filosóficas.

5. La filosofía estudia los fundamentos de la ciencia.

6. La filosofía es amor a la sabiduría y no tiene utilidad práctica.

7. Las teorías filosóficas no son controladas mediante observaciones y son neutrales respecto a
hechos particulares.

8. El objeto de investigación de la Filosofía es infinito. Ninguna investigación humana es tan


universal y perenne como la reflexión filosófica.

9. La filosofía quiere decir “Ir de camino”. Es la búsqueda de la verdad; esta verdad es la meta
que la trasciende y guía”.

10. La filosofía aspira a realizar la unidad última del conocimiento humano; es, por lo tanto, un
saber incondicional y universal.

Ciencia

1. La ciencia es el estudio de un sector de la realidad.

2. Las ciencias son conocimientos especiales, se diferencian por el tipo de objetos que estudian.

3. La ciencia describe y explica sus objetos de estudio. Lo importante en la ciencia son las leyes
o conclusiones obtenidas.

4. La ciencia tiene resultados universalmente aceptados. En la ciencia tiene que haber


unanimidad en torno a las leyes generales que permiten explicar los hechos que estudia. La
ciencia es única.

5. La ciencia consiste en la descripción y explicación de los fenómenos o agrupaciones de


hechos.

6. La ciencia tiene dos aspectos: la parte teórica o descubrimiento de la verdad; y la parte


práctica o la utilidad de dichos conocimientos. Así el descubrimiento de la penicilina, permitió
su aplicación inmediata al campo de la medicina en el tratamiento de las infecciones. El
conocimiento científico es instrumento de predicción.

7. La ciencia prueba sus conclusiones recurriendo a la experimentación.

8. El objeto de la investigación de la ciencia es concreto. Así la Física se concentra en la


investigación de los fenómenos de la naturaleza.

9. Por la ciencia alcanzamos no solamente la verdad que explica los fenómenos, sino también
36
tenemos seguridad en lo que conocemos.

10. La ciencia es especializada. Está limitada por el campo de objetos que estudia.

37
V. Carácter histórico de la filosofía

REALE-ANTISERI. Historia del pensamiento filosófico y científico. Barcelona. Herder.


1995

1. Los conocimientos científicos egipcios y caldeos, y el modo en que fueron transformados


por los griegos

En cambio los griegos obtuvieron de los orientales algunos conocimientos científicos. Tomaron
de los egipcios ciertos conocimientos matemático-geométricos y de los babilonios aprovecharon
sus conocimientos astronómicos. Sin embargo también en este caso es preciso efectuar algunas
advertencias importantes que son indispensables para comprender la mentalidad griega y la
mentalidad occidental que se basa en aquélla. Por lo que sabemos, la matemática egipcia
consistía primordialmente en el conocimiento de operaciones de cálculo aritmético con
finalidades prácticas, por ejemplo, medir determinadas cantidades de víveres o dividir cierto
número de cosas entre una cantidad dada de personas. De forma análoga, la geometría tenía un
carácter esencialmente práctico y respondía a la necesidad, por ejemplo, de volver a medir los
campos después de periódicas inundaciones del Nilo o de proyectar y construir las pirámides.
Ahora bien, es evidente que los egipcios al obtener estos conocimientos matemático-
geométricos, llevaron a cabo una actividad racional y bastante notable por cierto. Sin embargo
en la reelaboración efectuada por los griegos tales conocimientos se convirtieron en algo mucho
más consistente, realizando un salto cualitativo propiamente dicho. En especial, a través de
Pitágoras y los pitagóricos, transformaron aquellas nociones en una teoría general y sistemática
de los números y de las figuras geométricas. Crearon en definitiva una construcción racional
orgánica, yendo mucho más allá de los objetivos básicamente prácticos a los que parecen
haberse limitado los egipcios. Lo mismo cabe decir de las nociones astronómicas. Los
babilonios las elaboraron con un propósito esencialmente práctico: efectuar horóscopos y
predicciones. Los griegos en cambio las purificaron y las cultivaron con fines primordialmente
cognoscitivos en virtud de aquel afán teórico que aspira al amor de puro conocimiento y que es
el mismo afán que como veremos, creó y nutrió la filosofía. No obstante, antes de definir en qué
consiste exactamente la filosofía y la disposición filosófica de los griegos, debemos exponer
algunas observaciones preliminares, que poseen un carácter esencial.

2. Las formas vitales griegas que prepararon el nacimiento de la filosofía

Los poemas homéricos y los poetas gnómicos

Los expertos están de acuerdo en considerar que, para entender la filosofía de un pueblo y de
una civilización, es imprescindible referirse: 1) el arte, 2) a la religión y 3) a las condiciones
sociopolíticas de dicho pueblo. 1) De hecho el arte más elevado tiende a alcanzar de manera
mítica y fantástica, es decir, mediante la intuición y la imaginación, objetivos que también son
propios de la filosofía. 2) De forma análoga la religión aspira a alcanzar, a través de
representaciones no conceptuales y de la fe, determinados objetivos que la filosofía busca
alcanzar mediante los conceptos y la razón. 3) No menos importantes (y hoy se insiste mucho en
este punto) son las condiciones socioeconómicas y políticas que a menudo condicionan el
surgimiento de determinadas ideas, y que en el mundo griego en particular, al crear las primeras
formas de libertad institucionalizada y de la democracia, han permitido el nacimiento de la
filosofía, que se alimenta de modo esencial de la libertad. Comencemos por el primer aspecto.
Antes de que naciese La filosofía los poetas tuvieron una enorme importancia para la educación
y la formación espiritual del hombre entre los griegos, mucho mayor que en el caso de otros
pueblos. Los primeros griegos buscaron alimento espiritual sobre todo en los poemas
homéricos, es decir, en la Ilíada y en la Odisea (que, como se sabe, ejercieron un influjo análogo
al que la Biblia ejerció entre los judíos, al no haber en Grecia textos sagrados), en Hesíodo y en
los poetas gnómicos de los siglos VII y VI a.C. Ahora bien, los poemas homéricos contienen
algunas particularidades que los diferencian de otros poemas que se hallan en el origen de otros
pueblos y de su civilización, y ya poseen algunos de aquellos rasgos del carácter griego que
resultarán esenciales para la creación de la filosofía.
38
a) Los especialistas han hecho notar que los poemas homéricos, aunque están repletos de
imaginación, de situaciones y de acontecimientos fantásticos, casi nunca entran en la
descripción de lo monstruoso y de lo deforme (cosa que en cambio sucede a menudo en las
manifestaciones artísticas de los pueblos primitivos). Esto significa que la imaginación
homérica ya está estructurada según un sentido de la armonía, de la proporción, del límite y de
la medida; como tendremos ocasión de ver, la filosofía elevará todos estos factores al rango de
principios ontológicos.
b) Además, se ha advertido que el arte de la motivación constituye en Homero una auténtica
constante. El poeta no se limita a narrar una serie de hechos, sino que Investiga también sus
causas y sus razones (aunque sea a nivel mítico-fantástico) En Homero la acción «no se
extiende como una desmadejada sucesión temporal: a ella se aplica, en todo momento, el
principio de razón suficiente, cada acontecimiento recibe una rigurosa motivación psicológica»»
(W. Jaeger). Y este modo poético de contemplar las razones de las cosas prepara aquella
mentalidad que en filosofía llevará a la búsqueda de la causa y del principio, del «porqué»
último de las cosas.
c) Otro rasgo de la epopeya homérica consiste en tratar de presentar la realidad en su integridad,
aunque sea de forma mítica: dioses y hombres cielo y tierra, guerra y paz, bien y mal, alegría y
dolor, la totalidad de los valores que rigen la vida de los hombres (piénsese por ejemplo en el
escudo de Aquiles, que emblemáticamente representaba todas las cosas). Escribe W. Jaeger:
«La realidad presentada en su totalidad: el pensamiento filosófico la presenta de forma racional,
mientras que la épica la presenta de forma mítica. Cuál habría de ser el puesto del hombre en el
universo, que es el tema clásico de la filosofía griega, también está presente en Homero en todo
momento.»
Para los griegos fue muy importante la Teogonía de Hesíodo, que esboza una síntesis de toda
una serie de materiales preexistentes, relativos a dicho tema. La Teogonía de Hesíodo cuenta el
nacimiento de todos los dioses. Y puesto que muchos dioses coinciden con partes del universo
y con fenómenos cósmicos, la teogonía se convierte asimismo en cosmogonía, es decir, en una
explicación mítico-poética y fantástica de la génesis del universo y de los fenómenos cósmicos,
a partir del Caos originario, que fue el primero en aparecer. Este poema allanó el camino a la
cosmología filosófica posterior, que —abandonando la fantasía— buscará mediante la razón el
primer principio de origen a todo.
El propio Hesíodo, con su otro poema Los trabajos y los días, pero sobre todo los poetas
posteriores, imprimieron en la mentalidad griega algunos principios que serán de gran
importancia para la constitución de la ética filosófica y. más en general, del pensamiento
filosófico antiguo. Se exalta la justicia como valor supremo. «Presta oídos a justicia y olvida del
todo la superchería» afirma Hesíodo. «En la justicia ya están incluidas todas las virtudes», dice
Focílides. «Iré, sin desviarme por aquí o por allá, por el camino recto: porque sólo debo pensar
cosas justas» escribe Teógnides y agrega: « sé justo nada hay mejor». Para Solón el
pensamiento de la justicia es un factor central. Y la justicia se convertirá en concepto ontológico
además de ético y político, en muchos filósofos y especialmente en Platón. Los poetas líricos
también fijaron de modo estable otra noción: el concepto de límite, es decir, del «ni demasiado
ni demasiado poco», el concepto de la justa medida, que constituye el rasgo más peculiar de la
mentalidad griega. «Y goza de las alegrías, y duélete de los males, pero no demasiado», dice
Arquiloco. «No demasiado celo: lo mejor está en el medio: y permaneciendo en el medio,
alcanzarás la virtud»», dice Teógnides. «Nada en exceso» dice Solón. «La mesura es lo mejor»»
afirma una de las sentencias de los Siete Sabios, que recapitularon toda la sabiduría griega,
cantada sobre todo por los poetas gnómicos. El concepto de «mesura’» constituirá el centro del
pensamiento filosófico clásico. Recordemos una última máxima, atribuida a uno de los sabios
antiguos y grabada en el templo de Delfos dedicado a Apolo: Conócete a ti mismo.’> Esta
máxima, que fue célebre entre los egipcios, no sólo se transformará en el lema del pensamiento
socrático, sino también en el principio básico del saber filosófico griego hasta los últimos
neoplatónicos.

La religión pública y los misterios órficos

El segundo elemento al que hay que referirse para entender la génesis de la filosofía griega,
como hemos dicho antes, es la religión. Sin embargo, cuando se habla de religión griega es
39
preciso distinguir entre la religión pública, cuyo modelo es la representación de los dioses y del
culto que nos brinda Homero. y la religión de los misterios. Entre ambas formas de religiosidad
existen numerosos elementos comunes (como, por ejemplo, una concepción politeísta de base),
pero también hay diferencias importantes que en algunos puntos relevantes (por ejemplo, la
concepción del hombre, el sentido de su vida y de su destino último) constituyen antítesis en
sentido estricto. Ambas formas de religión son muy importantes para explicar el nacimiento de
la filosofía, pero, al menos desde ciertos puntos de vista, la segunda forma posee una especial
importancia. Empecemos por mencionar algunos rasgos esenciales de la primera forma de
religión. Para Homero y para Hesíodo, que constituyen el punto de referencia para las creencias
propias de la religión pública, puede decirse que todo es divino, porque todo lo que sucede se
explica en función de las intervenciones de los dioses. Los fenómenos naturales son provocados
por númenes: Zeus lanza rayos y truenos desde las alturas del Olimpo el tridente de Poseidón
provoca las tempestades marinas, el sol es transportado por el’ dorado carro de Apolo y así
sucesivamente. Además, la vida colectiva de los hombres, la suerte de las ciudades, las guerras
y las paces son imaginadas como vinculadas a los dioses de un modo no accidental y, en
ocasiones, realmente esencial. ¿Quiénes son, empero estos dioses? Como han puesto de
manifiesto desde hace tiempo los expertos, estas deidades son fuerzas naturales personificadas a
través de formas humanas idealizadas, o bien son fuerzas y aspectos de hombre que han sido
sublimados, hipostasiados y han descendido con espléndidas semblanzas antropomórficas.
(Además de los ejemplos antes mencionados, recordemos que Zeus es la personificación de la
justicia. Palas Atenea de la inteligencia, Afrodita del amor y así sucesivamente.) Estos dioses,
por tanto, son hombres amplificados e idealizados y. en consecuencia, sólo difieren de nosotros
en cantidad y no en cualidad. Debido a ello los especialistas consideran que la religión pública
de los griegos constituye una forma de naturalismo. Consiguientemente, lo que ésta le exige al
hombre no es —y no puede ser— un radical cambio interior un elevarse por encima de sí
mismo, sino, por lo contrario, seguir a su propia naturaleza. Todo lo que se pide al hombre es
que haga en honor de los dioses aquello que es conforme a la propia naturaleza. La primera
filosofía griega fue tan naturalista como la religión pública griega, y la referencia a la naturaleza
se convirtió en una constante del pensamiento griego a lo largo de todo su desarrollo histórico.
Sin embargo, la religión pública no fue sentida por todos los griegos como plenamente
satisfactoria y esto hizo que se desarrollaran en círculos restringidos los misterios, que poseían
creencias específicas (aunque encuadradas en el politeísmo general) y prácticas que les eran
propias. Los misterios que instituyeron sobre la filosofía griega fueron los misterios órficos
sobre los cuales hablaremos brevemente. El orfismo y los órficos hacen derivar su
denominación del poeta Orfeo, su presunto fundador, cuyos rasgos históricos se hallan
completamente ocultos por la niebla del mito. El orfismo posee una importancia particular
porque como han reconocido los estudiosos modernos, introduce en la civilización griega un
nuevo esquema de creencias y una nueva interpretación de la existencia humana. Mientras que
la concepción griega tradicional, a partir de Homero, afirmaba que el hombre era un ser mortal
y consideraba que la muerte significaba el final definitivo de su existencia, el orfismo proclamo
la inmortalidad del alma y concibe al hombre según el esquema dualista que contrapone cuerpo
y alma. El núcleo de las creencias órficas puede resumirse del modo siguiente:
a) En el hombre se alberga un principio divino, un demonio (alma), que cae en un cuerpo debido
a una culpa originaria.
b) Este demonio no sólo preexiste al cuerpo, sino que no muere junto con el cuerpo y está
destinado a reencarnarse en cuerpos sucesivos, a través de una serie de renacimientos, para
expiar aquella culpa originaria.
c) La vida órfica, con sus ritos y sus prácticas, es la única que está en condiciones de poner fin
al ciclo de las reencarnaciones, liberando así el alma de su cuerpo.
d) Para quien se haya purificado (para los iniciados en los misterios órficos) hay un premio en el
más allá (para los no iniciados, existen castigos).
En algunas inscripciones órficas halladas en los sepulcros de seguidores de esta secta pueden
leerse, entre otras cosas, estas palabras que resumen el núcleo central de su doctrina: “Alégrate,
tú que has soportado la pasión: esto, antes, no lo habías padecido aún. De hombre has nacido
Dios»; «feliz y dichosísimo, serás Dios y no mortal»; «de hombre nacerás Dios, porque
procedes de lo divino». Esto significa que el destino último del hombre consiste en «volver a
estar cerca de los dioses”.
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La idea de los premios y de los castigos de ultratumba surgió, como es evidente, para eliminar
lo absurdo que a menudo se constata sobre la tierra y que hace que los virtuosos sufran y los
viciosos gocen. Como señala E. Dodds quizás surge la idea de la reencarnación (metempsicosis)
—el traslado del alma de cuerpo en cuerpo— como una explicación de por qué sufren aquellos
que parecen inocentes. En realidad, si cada alma tiene una vida previa y si existe una culpa
original, nadie es inocente y todos expían culpas de diversa gravedad, cometidas durante las
vidas anteriores, además de la culpa originaria: «Y toda esta suma de padecimientos en este
mundo y en el otro, sólo es una parte de la larga educación del alma, que hallará su final
definitivo en la liberación del ciclo de nacimientos y en el retorno del alma a sus orígenes. Sólo
de este modo, y en relación con el tiempo cósmico, puede realizarse del todo —para cada alma
— la justicia entendida en sentido arcaico, es decir, de acuerdo con la ley «quien haya pecado,
lo pagará» (E. Dodds). Gracias a este nuevo esquema de creencias, el hombre veía por primera
vez que en sí mismo se contraponían dos principios, que se hallaban en contraste y en lucha
entre sí: el alma (demonio) y el cuerpo (como tumba o lugar de expiación del alma). Se
resquebraja por lo tanto, la visión naturalista; el hombre comprende que hay que reprimir
algunas tendencias ligadas al cuerpo y se convierte en objetivo vital purificar de lo corpóreo el
elemento divino. No obstante, hay que tener en cuenta lo siguiente. Sin el orfismo es imposible
explicar a Pitágoras a Heráclito o a Empédocles. Y. sobre todo no se explicaría una parte
esencial del pensamiento de Platón y. luego, de toda la tradición que se deriva de Platón, lo cual
significa que no se explicaría una parte notable de la filosofía antigua, como tendremos ocasión
de ver más adelante con mayor detenimiento. Es necesario formular una última advertencia. Los
griegos no tuvieron libros sagrados, considerados como resultado de una revelación divina. Por
consiguiente, no poseyeron una dogmática fija e inmodificable. Los poetas, como hemos visto,
actuaron en calidad de vehículo difusor de sus creencias religiosas. Además —y esto constituye
una consecuencia adicional de la ausencia de libros sagrados y de una dogmática fija— en
Grecia no pudo ni siquiera subsistir una casta sacerdotal que custodiase el dogma (los
sacerdotes griegos tuvieron una escasa relevancia y un poder reducidísimo, porque, además de
no poseer la prerrogativa de conservar dogmas, tampoco se les atribuyó la exclusividad en las
ofrendas religiosas y en la realización de sacrificios).La carencia de dogmas y de personas
encargadas de custodiarlos otorgó una amplia libertad al pensamiento filosófico, que no halló
obstáculos como los que habría encontrado en comunidades orientales, donde la existencia de
dogmas y de custodios de los dogmas habría provocado restricciones difícilmente superables.
Por tal motivo, los estudiosos subrayan con toda justicia esta circunstancia favorable al
nacimiento de la filosofía que se dio entre los griegos y que no tiene ningún paralelo en la
antigüedad.

Las condiciones socio-político-económicas que favorecieren el surgimiento de la filosofía

Ya desde el pasado siglo, y sobre todo en el siglo actual, los historiadores también han puesto de
relieve con justicia el hecho de la libertad política de la que se beneficiaron los griegos, en
comparación con los pueblos orientales. El hombre oriental se veía obligado a una obediencia
ciega al poder religioso y político. Ya hemos mencionado la gran libertad que poseían los
griegos en lo que respecta a la religión. Por lo que se refiere a la situación política, la cuestión es
más compleja: sin embargo, cabe afirmar que también en este ámbito los griegos gozaban de
una situación privilegiada, ya que por primera vez en la historia lograron crear instituciones
políticas libres. Durante los siglos VII y VI a.C. Grecia sufrió una transformación considerable,
desde el punto de vista socioeconómico. Antes era un país primordialmente agrícola, pero a
partir de entonces comenzó a desarrollarse cada vez más la industria artesana y el comercio. Se
hizo necesario por lo tanto fundar centros de representación comercial, que surgieron primero
en las colonias Jónicas, sobre todo en Mileto y más tarde en otras partes. Las ciudades se
convirtieron en centros comerciales florecientes, lo cual provocó un notable aumento de la
población. La nueva clase de comerciantes y de artesanos logró paulatinamente una
considerable fuerza económica y se opuso a la concentración del poder político que se hallaba
en manos de la nobleza terrateniente. En las luchas que emprendieron los griegos para
transformar las viejas formas aristocráticas de gobierno en las nuevas formas republicanas,
señala E. Zeller. «Había que reavivar y aplicar todas las fuerzas; la vida pública abría el camino
a la ciencia y el sentimiento de la joven libertad debía otorgar al carácter del pueblo griego un
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impulso del que la actividad científica no podía verse exenta. Sí junto con la transformación de
las condiciones políticas y en una activa emulación, se establecieron las bases de florecimiento
artístico y científico de Grecia. no puede negarse la vinculación existente entre ambos
fenómenos; cabalmente, en los griegos por completo y de la manera más característica— la
cultura es aquello que siempre será en la vida saludable de un pueblo, es decir, será al mismo
tiempo fruto y condición de la libertad». Empero hay que señalar un hecho muy importante, que
confirma a la perfección lo que acabamos de decir: la filosofía nació en las colonias antes que
en la metrópoli y, más exactamente, primero en las colonias de Oriente, en el Asia Menor (en
Mileto), e inmediatamente después en las colonias de Occidente, en Italia meridional. A
continuación, se trasladó a la metrópoli. Esto sucedió así porque las colonias, gracias a su
laboriosidad y a su actividad comercial, alcanzaron primero un bienestar, debido a la lejanía de
la metrópoli, pudieron establecer instituciones libres antes que ésta. Las más favorables
condiciones socio-político-económicas de las colonias, junto con los factores señalados en los
parágrafos precedentes, fueron los que permitieron que la filosofía surgiese y floreciese en ellas.
Luego, una vez que hubo pasado a la metrópoli, alcanzó sus cimas más altas en Atenas, esto es,
en la ciudad en que floreció la mayor libertad de que hayan disfrutado los griegos. Por lo tanto
la capital de la filosofía griega fue la capital de la libertad griega. Queda por mencionar un
último elemento. Al constituirse y consolidarse la polis, es decir, la ciudad-estado, el griego no
consideró que este fenómeno comportase una antítesis o una traba a su propia libertad; por lo
contrario se vio llevado a tomarse esencialmente a sí mismo como ciudadano. Para los griegos
el hombre llegó a coincidir con el ciudadano mismo. Así, el Estado se convirtió en el horizonte
ético del hombre griego y siguió siéndolo hasta la época helenística. Los ciudadanos sintieron
los fines del Estado como sus propios fines, el bien del Estado como su propio bien, la grandeza
del Estado como la propia grandeza y la libertad del Estado como la propia libertad. Si no se
tiene presente esto, no se puede entender gran parte de la filosofía griega, en particular la ética y
toda la política en la época clásica. y más tarde la compleja evolución de la época helenística.
Después de estas indicaciones preliminares, estamos en condiciones de hacer frente a la
definición de concepto griego de filosofía.

3. Los rasgos esenciales de la filosofía antigua

La tradición afirma que fue Pitágoras el creador del término «filosofía», lo cual resulta
verosímil, si bien no es algo comprobado desde el punto de vista histórico. Sin duda el término
fue acuñado por un espíritu religioso, que presuponía que sólo a los dioses les era posible una
sofía una sabiduría), es decir, una posesión cierta y total de la verdad. mientras que consideraba
que al hombre sólo le era posible una tendencia a laso[Ya, una continuada aproximación a la
verdad, un amor al saber jamás del todo satisfecho, de donde surge precisamente el nombre de
«filo-sofía», «amor a la sabiduría». ¿Qué entendieron los griegos, en esencia, al hablar de esta
amada sabiduría? Desde el momento en que nació, la filosofía asumió de un modo terminante
las tres características siguientes, que hacen referencia a: a) su contenido, b) su método, y e) su
objetivo.
a) En lo que concierne al contenido, la filosofía se propone explicar la totalidad de las cosas, es
decir toda la realidad, sin exclusión de partes o de momentos. Por lo tanto, la filosofía se
distingue de las ciencias particulares, que precisamente se llaman así porque se limitan a
explicar partes o sectores de la realidad, grupos de cosas o de fenómenos. La pregunta de aquel
que fue y que es considerado como el primero de los filósofos, «¿cuál es el principio de todas
las cosas?» ya nos muestra la plena adquisición de este aspecto. En consecuencia la filosofía se
propone como objeto la realidad y el ser en su conjunto. Y veremos que a la realidad y al ser en
su conjunto se llega mediante el descubrimiento del primer principio, esto es, el primer porqué
de las cosas.
b) En lo que concierne al método, la filosofía aspira a ser una explicación puramente racional de
aquella totalidad que se plantea como objeto. En filosofía resulta válido el argumento de razón,
la motivación lógica: el logos. A la filosofía no le basta con constatar o comprobar datos de
hecho, reunir experiencias: la filosofía debe ir más allá del hecho, más allá de las experiencias,
para hallar la causa o las causas, precisamente a través de la razón. Este es el carácter que
confiere cientificidad a la filosofía. Se dirá que este rango también es común a las demás
ciencias, que en cuanto tales nunca son una mera comprobación empírica, sino en todos los
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casos una búsqueda de causas y de razones. La diferencia reside en el hecho de que, mientras
que las ciencias particulares son investigaciones racionales de realidades particulares o de
sectores particulares, la filosofía, como ya se ha dicho, es investigación racional de toda la
realidad (del principio o de los principios de toda la realidad). Con esto queda aclarada la
diferencia entre filosofía, arte y religión. También el arte y las grandes religiones aspiran a
captar el sentido de la totalidad de lo real, pero aquél lo hace mediante el mito y la fantasía, y
éstas, a través de la creencia y de la fe (como hemos dicho anteriormente). En cambio la
filosofía busca la explicación de la totalidad de lo real precisamente con el logos.
e) El objetivo o la finalidad de la filosofía, por último, reside en el puro deseo de conocer y de
contemplar la verdad. En definitiva la filosofía griega constituye un amor desinteresado a la
verdad. Según Aristóteles, los hombres al filosofar «buscaban el conocer con la finalidad de
saber y no para conseguir una utilidad práctica». De hecho la filosofía nace únicamente después
que los hombres han solucionado los problemas fundamentales de la subsistencia y se han
liberado de las necesidades materiales más urgentes. «Es evidente, pues —concluye Aristóteles
—, que no buscamos la filosofía por algún provecho que le sea ajeno a ésta y más bien es
evidente que al igual que llamamos hombre libre a aquel que es un fin en sí mismo y que no está
sojuzgado por otros, asimismo sólo ésta, entre todas las demás ciencias, recibe el nombre de
libre: sólo ella es fin en sí misma.» Es fin en sí misma porque tiene como punto de mira la
verdad buscada, contemplada y disfrutada como tal. Se entiende, por lo tanto, la afirmación de
Aristóteles: «Todas las demás ciencias serán más necesarias que ésta, pero ninguna será
superior.» Tal afirmación fue compartida por toda la filosofía griega. Se impone, empero, una
reflexión. La contemplación que es peculiar de la filosofía griega no equivale a un otium vacío.
Es verdad que no se halla sometida a fines utilitarios, pero posee una relevancia moral —e
incluso política— de primer orden. Resulta evidente que al contemplar el todo cambian
necesariamente todas las perspectivas acostumbradas, se transforma la visión del significado de
la vida humana y aparece una nueva jerarquía de valores. La verdad contemplada revela una
enorme energía moral y. como veremos, precisamente sobre la base de esta energía moral,
Platón construirá su Estado ideal. Más adelante estaremos en condiciones de desarrollar y
aclarar estos conceptos. Mientras tanto se hace manifiesta la absoluta originalidad de esta
creación griega. También los pueblos orientales poseyeron una sabiduría que trataba de
interpretar el sentido de todas las cosas (el sentido del todo) y que carecía de finalidades
pragmáticas. No obstante, dicha sabiduría estaba caracterizada por representaciones fantásticas
y míticas, lo cual la asimilaba a la esfera del arte, de la poesía o de la religión. En conclusión, el
gran descubrimiento de la filosofía griega reside en haber intentado esta aproximación al todo
apelando únicamente a la razón (al logos) y al método racional. Tal descubrimiento ha
condicionado estructuralmente, y de modo irreversible, a todo el Occidente.

4. La filosofía como necesidad primaria de la mente humana

Sin embargo, cabe preguntar: ¿por qué ha sentido el hombre la necesidad de filosofar? Los
antiguos respondían que dicha necesidad pertenece, de manera estructural, a la naturaleza
misma del hombre: «Todos los hombres—escribe Aristóteles—por naturaleza aspiran al saber.
Más aún: «El ejercitar la sabiduría y el conocer son deseables en sí mismos para los hombres:
no es posible vivir como hombres sin tales cosas.» Y los hombres tienden al saber porque se
sienten llenos de asombro o de admiración, afirman Platón y Aristóteles: «Los hombres han
comenzado a filosofar, tanto ahora como en los orígenes, debido a la admiración: al principio
quedaban admirados ante las dificultades más sencillas, pero después, avanzando poco a poco
llegaron a plantear problemas cada vez mayores como los problemas referentes a los fenómenos
de la luna, del sol y de los astros, y luego, los problemas referentes al origen de todo el
universo.» En consecuencia la raíz de la filosofía consiste en esta admiración, que surge en el
hombre que se enfrenta con el Todo y se pregunta cuál es el origen y el fundamento de éste, y
qué lugar ocupa él mismo en este universo. Así, la filosofía es algo inevitable e irrenunciable,
precisamente porque es inevitable la admiración ante el ser, al igual que es irrenunciable la
necesidad de satisfacerla. ¿Por qué existe este todo? ¿De dónde ha surgido? ¿Cuál es su razón
de ser? Se trata de problemas que equivalen al siguiente interrogante: ¿por qué existe el ser y no
la nada? Un caso particular de este problema general es la pregunta: ¿por qué existe el hombre?
¿Por qué existo yo? Como es evidente, se trata de problemas que el hombre no puede dejar de
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plantearse, problemas que en la medida en que sean rechazados, desacreditan a quien los
rechaza. Y son problemas que conservan su propio sentido específico aun después del triunfo de
las ciencias particulares modernas, porque ninguna de éstas ha sido creada para resolverlos. Las
ciencias sólo responden a preguntas sobre una parte pero no a preguntas sobre el sentido del
todo. Por estas razones podremos repetir junto con Aristóteles que, no sólo en los orígenes, sino
ahora y siempre tiene sentido la vieja pregunta acerca del todo y tendrá sentido mientras el
hombre experimente admiración ante el ser de las cosas y ante su propio ser.

5. Los problemas fundamentales de la filosofía antigua

En un principio la totalidad de lo real fue vista como phisis (naturaleza) y como cosmos, lo cual
hizo que el problema filosófico por excelencia fuese el cosmológico. Los primeros filósofos,
que recibieron precisamente el nombre de físicos, naturalistas o cosmólogos, se plantearon los
siguientes problemas: ¿cómo surge el cosmos? ¿Cuáles son las fases y los momentos de su
génesis? ¿Cuáles son las fuerzas originarias que intervienen? Sin embargo, con los sofistas se
modifica la situación. Entra en crisis la problemática del cosmos y la atención se centra en el
hombre y en su virtud específica. Nacerá así la problemática moral. Gracias a las grandes
construcciones sistemáticas del siglo IV a.C. la temática filosófica se enriquecerá aún más,
diferenciándose determinados ámbitos de problemas (vinculados con la problemática del todo)
que más tarde, a lo largo de toda la historia de la filosofía, continuarán siendo puntos de
referencia paradigmáticos. Platón descubrirá y tratará de demostrar que la realidad o el ser no
son de un único género y que además del cosmos sensible existe también una realidad
inteligible y que trasciende a lo sensible. Por lo tanto, descubrirá lo que más tarde se
denominará «metafísica» (el estudio de aquellas realidades que trascienden a las realidades
físicas). Este descubrimiento llevará a Aristóteles a distinguir entre una física propiamente
dicha, como doctrina de la realidad física, y una metafísica, como doctrina de la realidad
suprafísica. y así a tísica llegara a significar, de un modo estable, ciencia de la realidad natural y
sensible. También los problemas morales adquirirán un carácter específico distinguiéndose entre
los dos momentos de la vida: la del individuo y la del hombre en colectividad. Nace así la
distinción entre los problemas héticos en sentido estricto y los problemas más estrictamente
políticos (problemas que para los griegos seguirán estando vinculados entre si de un modo
mucho más estrecho que para nosotros, los hombres modernos). Con Platón y con Aristóteles se
plantearan de un modo estable los problemas (que va habían sido discutidos por los filósofos
precedentes) de la génesis de la naturaleza del conocimiento, y los problemas lógicos y
metodológicos. En realidad dichos problemas constituyen una aplicación de aquel segundo
rasgo que habíamos considerado como propio de la filosofía, el método de la investigación
racional. ¿Cuál es el camino que debe seguir el hombre para llegar a la verdad’? ¿Cuál es la
aportación veritativa de los sentidos y cuál la de la razón’? ¿Cuál es la característica de lo
verdadero y de lo falso? ¿Cuáles son las formas lógicas mediante las cuales el hombre piensa,
juzga y razona? ¿Cuáles son las reglas del pensar correctamente’? ¿Cuáles son las condiciones
para que un tipo de razonamiento pueda calificarse de científico’? En conexión con el problema
lógico-gnoseológico nace también el problema de la determinación de la naturaleza del arte y de
lo bello, en la expresión y en el lenguaje artístico y, por lo tanto, aparecen lo que hoy llamamos
problemas estéticos. Relacionados con éstos surgen los problemas de la determinación de la
naturaleza de la retórica y del discurso retórico, es decir del discurso que se propone convencer,
utilizando la capacidad de persuadir. que tanta importancia manifestó en la antigüedad. La
filosofía protoaristotéliea tratará estos problemas como algo definitivamente adquirido
dividiéndolos en tres grupos: 1) problemas físicos (ontológico-teológico-físico-cosmológicos),
2) lógicos (y gnoseológicos) y 3) morales. La última filosofía griega, que se desarrolla ya
durante la era cristiana, acabará por responder a instancias místico-religiosas, en consonancia
con la mentalidad de la nueva época.

6. Las etapas y los períodos de la historia de la filosofía antigua

La filosofía antigua griega y grecorromana posee una historia más que milenaria. Se inicia en el
siglo VI a.C. llega hasta el 529 d.C., año en que el emperador Justiniano clausuró las escuelas

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paganas y ordenó la dispersión de sus seguidores. A lo largo de este lapso pueden distinguirse
los siguientes períodos:
1) El período naturalista, caracterizado —como ya se ha dicho— por el problema de la physis y
del cosmos, y que entre los siglos VI y V vio sucederse a los jónicos, los pitagóricos, los
eleáticos los pluralistas y los físicos eclécticos.
2) El período llamado humanista, que en parte coincide con la última etapa de la filosofía
naturalista y con su disolución. y que tiene como protagonistas a los sofistas y sobre todo a
Sócrates, quien por primera vez intenta definir la esencia del hombre.
3) El momento de las grandes síntesis de Platón y de Aristóteles, que coincide con el siglo IV
a.C caracterizado en especial por el descubrimiento de lo suprasensible y por la explicitación y
formulación orgánica de diversos problemas filosóficos.
4) A continuación viene el período de las escuelas helenísticas, que abarca desde la gran
conquista de Alejandro Magno hasta el final de la era pagana y que, además del florecimiento
del cinismo contempla la aparición de los grandes movimientos de epicureísmo, el estoicismo,
el escepticismo y la posterior difusión del eclecticismo.
5) El periodo religioso del pensamiento antiguo pagano, como ya se ha señalado, se desarrolla
casi por completo durante la época cristiana y se caracteriza sobre todo por un grandioso
renacimiento del platonismo, que culminará con el movimiento neoplatónico. El nuevo
florecimiento de las demás escuelas estará condicionado (le diversas formas por el mismo
platonismo.
6) Durante este período nace y se desarrolla el pensamiento cristiano, que se propone formular
racionalmente el dogma de la nueva religión y definirlo a la luz de la razón con categorías
procedentes de los filósofos griegos.
Filón de Alejandría llevará a cabo un primer intento de síntesis entre el Antiguo Testamento y el
pensamiento griego, pero no tendrá continuadores. La victoria de los cristianos implicará
básicamente una reflexión sobre el mensaje evangélico, a la luz de las categorías de la razón.
Sin embargo esta coyuntura del pensamiento griego no constituye una coronación del
pensamiento griego, sino que indica más bien la entrada en crisis y la superación de la forma de
pensar de los griegos, preparando así la civilización medieval y las bases de lo que será el
pensamiento cristiano europeo. En consecuencia, este momento del pensamiento, aunque se
tengan muy en cuenta los vínculos que posee con la última fase del pensamiento pagano que se
desarrolla de modo simultáneo, debe estudiarse en sí mismo, en cuanto pensamiento antiguo
cristiano, y hay que considerarlo atentamente, en los nuevos ámbitos que ocupa, como premisa
y fundamento del pensamiento y la filosofía medievales.

GUTHRIE. Historia de la filosofía Griega. Madrid. Gredos. 1999

Los comienzo de la filosofía en Grecia

Consideraciones puramente prácticas aconsejan no ir demasiado lejos en la búsqueda del estado


embrionario del tema que nos ocupa o, al menos, no remontarnos a un tiempo anterior a su
concepción. ¿Qué entendemos por concepción de la filosofía griega? Ésta se produjo cuando
empezó a cobrar forma en las mentes de los hombres la convicción de que el caos aparente de
los acontecimientos tiene que ocultar un orden subyacente, y que este orden es el producto de
fuerzas impersonales. Para la mente de un hombre prefilosófico, no hay especial dificultad en
dar una explicación de la naturaleza aparentemente fortuita de casi todo lo que acontece en el
mundo. Él es consciente de que es un ser impulsivo y emotivo, que actúa no sólo movido por la
razón sino también por los deseos, el amor, el odio, el optimismo, los celos y la venganza. ¿No
es natural que trate de explicar el mundo que lo rodea del mismo modo? Se considera, pues, a sí
mismo a merced de fuerzas superiores e incomprensibles, que, en ocasiones, parecen tener poca
consideración con la lógica o la justicia. Sin duda, ellas son la expresión de seres con una forma
de actuar semejante a la suya, aunque posean una vida y un poder superiores. Nuestra intención
presente no nos exige entrar en las agitadas regiones de la controversia antropológica, ni aun
suponiendo que estas observaciones se relacionaran necesariamente con los orígenes, u origen
último, de la creencia religiosa. Nosotros nos limitamos a observar que se trata de concepciones
típicas del politeísmo o polidemonismo, que dominaron la mentalidad primitiva de Grecia y que
pueden estudiarse, en sus detalles más pintorescos, en los poemas homéricos. En ellos todo tiene
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una explicación personal, no sólo los fenómenos externos y físicos, como la lluvia y la
tempestad, el trueno y la luz del sol, la enfermedad y la muerte, sino también esos impulsos
psicológicos imperiosos por medio de los cuales el hombre siente, igualmente, que está en poder
de algo que escapa a su propio control. Una pasión reprobable es obra de Afrodita, un acto de
locura significa que «Zeus le quitó su juicio», las proezas sobresalientes en el campo de batalla
se deben al dios que «insufló fuerza dentro» del héroe. De este modo, la debilidad humana
previene una de sus necesidades más constantes, la necesidad de una excusa. La responsabilidad
por una acción impulsiva, que el que la ha cometido tiene que lamentar cuando —utilizando
nuestra significativa expresión— «recupera el juicio», puede ser transferida del agente a una
coacción externa.

En la época en que vivimos, los factores impersonales (represión, complejo, trauma y similares),
que han ocupado el lugar de Afrodita o Dioniso, se usan en ocasiones de un modo semejante. La
creencia de que los hombres son juguetes de divinidades poderosas, pero moralmente
imperfectas, puede parecer que los sitúa en una posición muy humillante y digna de compasión,
y en Homero son muy frecuentes expresiones pesimistas sobre el destino humano. Pero dicha
creencia, al mismo tiempo, contiene una suposición casi arrogante (que la aparición de una
actitud más filosófica tiene que disipar), porque al menos da por sentado que los poderes que
gobiernan el universo se ocupan íntimamente de los asuntos humanos. Los dioses (con quienes,
si los hombres son jefes, pueden, incluso, estar emparentados por vínculos de sangre) se
preocupan no sólo del destino de la humanidad como un todo, o del destino de las ciudades, sino
también de las vicisitudes de los individuos. Si A prospera, mientras su vecino B se arruina, esto
sucederá porque uno se ha granjeado el favor de un dios, y el otro, en cambio, su enemistad. Los
dioses disputan sobre si los griegos o los troyanos deberán ganar la guerra; Zeus siente
compasión de Héctor, pero Atenea insiste en glorificar a Aquiles. Los hombres pueden
encontrarse con los dioses y expresarles sus sentimientos. Cuando Apolo, después de haber
engañado a Aquiles por haber tomado la forma humana de Agenor, se lo acaba confesando, el
héroe enfurecido prorrumpe en su presencia: «Tú me has agraviado, Apolo, y si yo tuviera el
poder, te haría pagar tu acción.» A pesar de la superioridad última de los dioses, la relación
familiar entre la tierra y el cielo ha tenido necesariamente su aspecto satisfactorio y estimulante.
Por influjo de la creencia filosófica más primitiva, el «Padre de los dioses y de los hombres» y
su familia divina se transformaron en una «necesidad» impersonal, en una cuestión de leyes
naturales y de interacción de «aires, éteres, aguas y otras cosas extrañas», como Sócrates las
llama en el Fedón. Esto tuvo que provocar en muchos una sensación de soledad y abandono, y
no es de extrañar que el politeísmo antiguo y colorista mantuviese su arraigo en núcleos
considerables, aun después de que surgieran, en el siglo vi, doctrinas cosmológicas más
racionalistas. Por otra parte, para apreciar el logro extraordinario de los pensadores primitivos,
tenemos que darnos cuenta de que, dada la situación en que se encontraba la reflexión, era
lógico que la explicación religiosa fuese con mucho la más natural y probable.

El mundo, tal y como nuestras percepciones nos lo muestran, es caótico e inconsecuente. La


libertad e irresponsabilidad de una voluntad personal, más aún, las consecuencias impredecibles
de un conflicto de voluntades contrapuestas, por su arbitrariedad, sirven de explicación, mucho
mejor, a nivel superficial, que la hipótesis de un orden singular subyacente. En su intento de
explicar el mundo, apoyándose en una hipótesis semejante, los primeros filósofos, como dice
con razón Henri Frankfort, «avanzaron con temeraria audacia apoyándose en un supuesto no
sometido a ningún tipo de prueba». Las explicaciones religiosas habían bastado para dar una
explicación no sólo de los acontecimientos cotidianos del mundo en que vivían, sino también de
sus orígenes remotos. En este sentido, podemos observar un avance considerable, incluso antes
de que surgiera la filosofía en sentido estricto, encaminado a postular una evolución sometida a
un orden. La tendencia a la sistematización alcanza quizá su punto culminante en la Teogonia
de Hesíodo. Con todo, en este poema, los orígenes del cielo, de la tierra, del océano y de todo
aquello que contienen en su seno son representados todavía como el resultado de una serie de
matrimonios y procreaciones debidas a seres personales. Los nombres de estos seres —Urano
(Cielo), Gea (Tierra) y así sucesivamente— podrían dar la sensación de que no son sino un
disfraz transparente de los fenómenos físicos; hay que recordar, sin embargo, que Gea era una
diosa genuina, que había sido objeto, desde la más remota antigüedad, de la creencia popular y
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de un culto extendido. En la cosmogonía de Hesíodo, la fuerza cósmica todopoderosa continúa
siendo Eros, «el más hermoso entre los dioses inmortales». Es el Amor, el poder de la
generación sexual, y su presencia es necesaria, desde el principio, para iniciar las cópulas y
nacimientos, considerados los únicos medios de generación de todas las partes del universo, así
como de todos los seres que lo habitan. Qué influjo llegó a ejercer esta primitiva concepción del
mundo, incluso sobre las mentes de los que buscaron por primera vez una explicación más
natural e impersonal, es algo que intentaremos determinar, cuando analicemos en detalle sus
respectivas aportaciones. Digamos, de momento, que, en su intento de ver el mundo como una
totalidad sujeta a un orden y en la búsqueda de su arché o principio, tuvieron precedentes en las
genealogías del teólogo y en su idea del dasmós, o distribución de competencia y funciones
entre los dioses principales. Ahora bien, despojar de su vestimenta a las representaciones
antropomórficas, con todas sus enormes consecuencias para el libre desarrollo de la
especulación, fue aportación personal suya El nacimiento de la filosofía en Europa consistió,
por tanto, en el abandono, a nivel de pensamiento consciente, de soluciones mitológicas para los
problemas que atañen al origen y a la naturaleza del universo y a los procesos que continuaron
desarrollándose en él. La fe religiosa fue sustituida por la fe que era y sigue siendo la base del
pensamiento científico con todos sus triunfos y todas sus limitaciones, es decir, la fe en que el
mundo visible esconde un orden racional e inteligible, en que las causas del mundo natural
tienen que buscarse dentro de sus propios límites y en que la razón humana autónoma es nuestro
único y suficiente instrumento para la investigación. La cuestión que vamos a plantearnos a
continuación se refiere a quiénes fueron los autores de esta revolución intelectual, a las
condiciones en que vivieron, y a los influjos a que estuvieron abiertos. Sus primeros exponentes,
Tales, Anaximandro y Anaximenes, fueron ciudadanos de Mileto, una ciudad griega jonia, en la
costa occidental de Asia Menor; ejercieron su actividad desde principios del siglo vi. En su
época, Mileto, cuya existencia se remontaba ya a unos quinientos años> era un centro que
irradiaba una asombrosa energía. La tradición antigua la proclamaba metrópoli de por lo menos
noventa colonias y la investigación moderna confirma la existencia de cuarenta y cinco de ellas
—un número asombroso en sí mismo. Una de las más antiguas era el emplazamiento comercial
de Náucratis en Egipto, fundado a mediados del siglo vil. Mileto poseía una gran riqueza, que
había obtenido actuando como un centro comercial de materias primas y bienes
manufacturados, que llegaban a la costa procedentes del interior de Anatolia, y mediante la
exportación de una variada gama de productos manufacturados propios. Los tejidos de lana
milesios fueron famosos en toda Grecia. De este modo, el transporte de mercancías por mar, el
comercio y la industria contribuyeron a dar a esta activa ciudad portuaria una posición
destacada y amplias conexiones, que se extendían hasta el Mar Negro por el Norte,
Mesopotamia por el Este, Egipto por el Sur y las ciudades griegas del sur de Italia por el Oeste.
Su sistema de gobierno era aristocrático y sus ciudadanos principales vivían rodeados de lujo e
inmersos en una cultura que puede ser considerada de tendencia humanística y materialista. Su
alto nivel de vida era tan evidentemente el producto de la energía, la inventiva y la iniciativa
humanas como para no reconocer a los dioses deuda importante alguna. La poesía del jonio
Mimnermo es una expresión apropiada de este espíritu ya a finales del siglo vil. Según el, si
había dioses, debían de tener cosas más importantes en qué pensar, que turbar sus cabezas con
los asuntos humanos. «De los dioses no sabemos nada bueno ni nada malo.» El poeta miraba a
su interior, a la vida humana misma. Ensalzaba el disfrute de los placeres del momento y
celebraba la recogida de rosas en floración, lamentando el paso efímero de la juventud, y las
miserias y debilidades de la vejez. El filósofo de aquella misma época y sociedad miraba hacia
afuera, al mundo de la naturaleza, y hacía que su inteligencia humana luchase contra sus
secretos. Ambos son productos comprensibles de la misma cultura material, del mismo espíritu
secular. Ambos, de acuerdo con su carácter peculiar, relegan a los dioses a un segundo plano, y
las explicaciones del origen y la naturaleza del mundo como obra de divinidades
antropomórficas no les parecen más apropiadas que la noción de una providencia divina
rigiendo los asuntos humanos. Por otra parte, una vez llegado el momento de abandonar las
formas de pensamiento mitológicas y teológicas, su desarrollo se vio facilitado por el hecho de
que, ni aquí, ni en ninguna otra ciudad-estado griega, las exigencias de una forma de sociedad
teocrática impedían la libertad de pensamiento, como sucedía en los países orientales vecinos.
El ámbito en que vivieron los filósofos milesios les procuró, simultáneamente, el ocio y
estímulo para la investigación intelectual desinteresada, y la expresión de Aristóteles y Platón,
47
de que la fuente y el origen de la filosofía es el asombro o curiosidad3, halla aquí su
justificación. La tradición nos los presenta como hombres prácticos, al mismo tiempo activos en
la vida política e interesados en el progreso técnico; pero fue la curiosidad, y no el pensamiento
de domar las fuerzas de la naturaleza con la finalidad de conseguir el bienestar o la destrucción
humanos, lo que les impulsó a intentar por primera vez una simplificación grandiosa de los
fenómenos naturales, lo cual constituye su principal título de gloria. En la aplicación de técnicas
diversas para mejorar la vida humana, los egipcios de hacía mil años probablemente les dieran a
estos griegos algunas lecciones útiles. La antorcha de la filosofía, a pesar de ello, no podía lucir
en Egipto, porque carecían de la chispa necesaria, de ese amor por la verdad y el conocimiento
en sí que los griegos poseían con tanta fuerza y que encarnaron en su propia palabra
philosophia4. Sólo motivos utilitarios pueden estorbar a la filosofía (incluyendo a la ciencia
pura), puesto que exige un mayor grado de abstracción del mundo de la experiencia inmediata,
una más amplia generalización y un movimiento más libre de la razón en la esfera de los
conceptos puros, de lo que la sumisión a finalidades prácticas puede permitir. Que los objetivos
prácticos pueden mantenerse a la larga, aun dando rienda suelta a los vuelos de la especulación
científica pura, es verdad, pero carece de relevancia. La filosofía no nació de una exigencia de
necesidades o conveniencias de la vida humana. La satisfacción de esas exigencias fue más bien
un requisito previo de su existencia. Podemos estar de acuerdo con Aristóteles, quien, después
de apuntar que la filosofía tiene su origen en el asombro, añade: «La historia apoya esta
conclusión, porque fue después de la provisión de las necesidades fundamentales, no sólo para
la vida, sino para una vida cómoda, cuando surgió la búsqueda de esta satisfacción intelectual.»
Y también podemos estar de acuerdo en esta cuestión con Hobbes, que dijo poco más o menos
lo mismo: «El ocio es la madre de la Filosofía, y el Bienestar común la madre de la Paz y del
Ocio: allí donde se dieron por vez primera Ciudades grandes y florecientes surgió también por
vez primera el estudio de la Filosofía.» Un vistazo a la situación geográfica de Mileto y a sus
relaciones con las potencias vecinas será importante, también, para nuestro tema. Situada en la
franja este de los pueblos de habla griega, tenía a sus espaldas el muy diferente mundo del Este.
En efecto, como ha destacado un moderno historiador de la antigua Persia, su ubicación y
actividades la situaron «en medio de la corriente del pensamiento oriental». Esto es algo que,
por lo general, siempre se ha venido reconociendo, pero las conclusiones expresadas con
respecto a la dimensión real del influjo oriental sobre los filósofos griegos más primitivos,
muestran considerables discrepancias y, en ocasiones, se han limitado a ser meras conjeturas
basadas sobre el prejuicio antes que sobre el conocimiento. Era difícil para algunos filohelenos
del siglo xix admitir la menor merma de la originalidad pura del pensamiento griego. Cuando la
inevitable reacción surgió, fue igualmente difícil para algunos —que sentían que la adulación de
todo lo griego había llegado a límites insospechados— conceder a los griegos el menor atisbo
de originalidad. De cualquier forma, no hace mucho tiempo que el desciframiento, aún no
concluido, de muchos miles de tablillas de barro proporcionó materiales valiosísimos para una
cabal apreciación de la ciencia y de la filosofía del antiguo Oriente Próximo y,
consecuentemente, para una valoración equilibrada de lo que podrían haber enseñado a los
griegos. Al abordar antes que nada la cuestión de los contactos y de la posibilidad de un
intercambio de ideas, tenemos que recordar que casi toda Jonia estaba bajo el dominio de Lidia
en tiempos de su rey Aliates, el cual había conquistado Esmirna, y entabló combate con los
milesios e hizo un tratado con ellos. Aliates gobernó desde alrededor del 610 hasta el 560, un
período que cubre casi toda la vida de Tales. Su hijo Creso completó la conquista de la franja
costera jonia y, tras su derrota a manos de Ciro, en el año 546, ésta se convirtió en parte del
Imperio persa. Estos monarcas, sin embargo, parece que se sintieron inclinados a respetar el
poder y la reputación de Mileto, que conservó, dentro de sus dominios, una posición de
privilegio e independencia y continuó viviendo su propia vida sin mayores interferencias.
Evidentemente, por este lado, que puede ser considerado pasivo, los milesios, al igual que todos
los jonios, tuvieron que tener multitud de oportunidades de entrar en contacto directo con el
pensamiento oriental. Considerando el lado activo, es evidente que estos griegos emprendedores
viajaron por tierra a Mesopotamia y por mar a Egipto, y todos los testimonios prueban que los
primeros filósofos no fueron unos reclusos, que se aislaron de este fermento de su tiempo, sino
hombres dinámicos y prácticos, de los cuales Tales, al menos, viajó a Egipto. Nosotros somos
proclives a pensar que los estados de Egipto y Mesopotamia fueron, durante el período de
esplendor de sus civilizaciones, lugares donde la libertad de pensamiento estaba obstaculizada
48
por las exigencias de una religión que ejercía el peso de una losa sobre cada rama de la vida y se
utilizaba en interés de un gobierno central despótico en el que el rey era la encarnación de la
divinidad, de Ra o Marduk, y la clase sacerdotal que lo circundaba se preocupaba de que su
autoridad no disminuyera por incursión alguna de pensamiento libre. Esto es la pura verdad, y
uno de los méritos más impresionantes de los griegos consiste en su intolerancia ante tales
sistemas. Sin embargo, estos abrumadores imperios teocráticos no estaban carentes, en modo
alguno, de logros intelectuales. En este sentido se expresa un historiador de la ciencia: Negar el
título de hombres de ciencia a esos ingeniosos artífices que crearon la técnica de la
multiplicación y la división, que sólo erraron en una pulgada en las líneas de la base de 755 3/4
pies de la Gran Pirámide, que descubrieron cómo señalar el paso de las estaciones, tomando
como unidad el lapso de tiempo entre dos salidas heliacales de la estrella Sirio, sería limitar el
significado del término más allá de lo que, en esta época industrial, consentiríamos en hacer.

Para predecir un eclipse, como se le atribuyó que había hecho, Tales tuvo, sin duda, que servirse
de la ciencia babilónica8. Se trataba, en última instancia, de las civilizaciones humanas más
primitivas y tenían en su haber las técnicas fundamentales de la domesticación de animales, la
agricultura, la cerámica, la fabricación de ladrillos, el arte del hilado, del tejido y de la
metalurgia. Los egipcios y los sumerios fabricaron el bronce, más útil, mediante una aleación de
cobre y estaño y, en la fabricación de sus famosos productos textiles, las ciudades jonias como
Mileto copiaron la técnica asiática, que era superior a la griega. La deuda de los matemáticos
griegos con Egipto y Babilonia era algo que los mismos griegos reconocían. Heródoto escribe
que, en su opinión, la geometría se inventó en Egipto y fue llevada desde allí a Grecia, y que los
griegos aprendieron de los babilonios la división del día en doce partes y el uso del polos y el
gnômôn, que eran instrumentos (o probablemente, el mismo instrumento con nombres distintos)
para marcar la hora y las dos fechas astronómicas fundamentales del año, como el solsticio y el
equinoccio. Aristóteles formula la afirmación general de que las artes matemáticas se inventaron
en Egipto9. Los documentos cuneiformes leídos hasta ahora indican que, si los egipcios fueron
los primeros en geometría, los babilonios llegaron a ser incluso más avanzados en aritmética. En
el campo de la astronomía, las técnicas aritméticas se usaron por los babilonios para predecir los
fenómenos celestes con un notable grado de precisión, y estas técnicas se desarrollaron
alrededor del año 1500 a. C. Efectivamente, investigaciones recientes nos indican que,
contrariamente a lo que se venía creyendo, la astronomía babilónica se basaba en el cálculo
matemático antes que en la observación, lo cual la pone incluso en relación más estrecha con la
mentalidad de Grecia, tal y como, al menos, la representa Platón. En relación con otras ramas
del conocimiento, los documentos papiráceos de Egipto, que se remontan al año 200 a. C.,
evidencian que las artes de la medicina y la cirugía habían experimentado ya considerables
progresos. Todo este arsenal de ciencia y técnica estaba aguardando, por así decirlo, en el
umbral de los griegos, de modo que considerarles los primeros científicos equivaldría —en eso
estamos de acuerdo— a aplicar un significado restrictivo imposible al término. Ahora bien, si
ellos no crearon la ciencia, se suele estar de acuerdo, y con razón, en que la elevaron a un plano
completamente diferente. Lo que sin ellos se habría estancado, ingenuamente, en un cierto nivel
elemental logró, en sus manos, desarrollos imprevistos y espectaculares, que no se encaminaron
en dirección a la mejor realización de fines prácticos. No fomentaron, salvo de un modo
accidental, el ideal de Bacon; «dotar la vida del hombre de infinitas comodidades». Es probable,
sin duda, aunque en el pasado se ha negado sin mucha base, que los filósofos jonios se sintieran
vivamente interesados por los problemas técnicos, pero no fue precisamente en esta esfera
donde se sintieron más inclinados a ser discípulos entusiastas de los pueblos vecinos. La
peculiaridad de su logro específico va mucho más allá. Nosotros llegaremos a vislumbrarlo, si
consideramos que, a pesar de que la filosofía y la ciencia son inseparables, mientras hablamos
de ciencia egipcia y babilónica, es más natural, sin embargo, hacer referencia a la filosofía de
los griegos. ¿A qué se debe esto? Los pueblos egipcios y mesopotámicos, dentro de lo que
estamos informados, no tuvieron interés por la ciencia en sí misma, sino sólo en la medida en
que sirviera a una finalidad práctica. Según Heródoto, el sistema de impuestos se basaba en
Egipto en el tamaño de las parcelas rectangulares de tierra en que estaba dividido el país, bajo
un sistema de propiedad privada. Si una parcela veía reducida su área por la invasión del río
Nilo, el propietario podía presentar una reclamación y se enviaba a los inspectores reales a
medir la reducción, a fin de que el impuesto se pudiese modificar convenientemente. Al
49
conceder a los egipcios el mérito de ser los primeros geómetras, Heródoto afirma que, en su
opinión, fueron estos problemas los que estimularon el desarrollo de la geometría. Aristóteles,
es cierto, atribuye los logros que consiguieron los egipcios en el campo de las matemáticas al
hecho de que los sacerdotes gozaban de ocio para fines intelectuales, argumentando que el
conocimiento teórico («las ciencias que no tienen por finalidad ni la provisión de placer ni de lo
necesario») nace, exclusivamente, después de que las necesidades prácticas de la vida están
satisfechas. «De este modo, este conocimiento surgió por vez primera en aquellas regiones en
las que los hombres tenían ocio. Ésta es la razón por la cual las artes matemáticas surgieron por
primera vez en Egipto, pues allí la casta sacerdotal podía disfrutar de ocio.» Heródoto escribe
también, en alguna otra parte, sobre las prebendas y privilegios inherentes a la condición
sacerdotal, originados por las grandes extensiones de tierra que poseían los templos. Si un
sacerdote era escriba, estaba exento de cualquier otra clase de trabajo. Es evidente, sin embargo,
que Aristóteles nos presenta una de sus peculiares teorías favoritas, que él recalca en otras
muchas ocasiones, mientras que la explicación de Heródoto de las limitaciones prácticas de la
geometría egipcia continúa siendo la más probable10. Al sostener que la actividad intelectual
desinteresada es un producto del ocio, es evidente que Aristóteles tiene razón. Su error reside en
transferir a la geometría en Egipto el carácter y la finalidad que poseyó en la Atenas del siglo iv,
donde formaba parte de una educación liberal y era tema, por tanto, de la investigación pura. En
Egipto era el instrumento para medir la tierra o construir las pirámides a. En Babilonia el
comportamiento en la vida práctica se regía, en gran medida, por consideraciones religiosas y la
religión era exclusivamente astral. En este sentido, la astronomía era un estudio práctico, su
valor radicaba en la explicación que ofrecía a los hombres cultos del comportamiento de los
dioses astrales. Las observaciones y cálculos que extraía eran amplios y cuidados, pero
vinculados al servicio de la religión establecida. La filosofía griega fue, por el contrario, en sus
comienzos, al menos en lo que se refería a los dioses tradicionales, agnóstica o positivamente
hostil. Estos pueblos, pues, vecinos y, en algunas cosas, maestros de los griegos, se contentaron
con desarrollar, mediante ensayos y errores, una técnica que surtía efecto. Ellos siguieron
usándola y no sintieron interés por plantearse la cuestión de por qué surtía efecto, sin duda
porque el ámbito de las causas continuaba gobernado por el dogma religioso, en lugar de abrirse
al libre debate de la razón. En esto reside la diferencia fundamental entre ellos y los griegos. El
griego preguntó «¿Por qué?», y este interés por las causas le indujo inmediatamente a otra
pregunta: la pregunta sobre la generalización. El egipcio sabe que el fuego es un instrumento
útil. Con él fabricará sus ladrillos duros y resistentes, calentará su casa, convertirá la arena en
vidrio, templará el acero y extraerá los metales de su mena. Con él lleva a cabo estas cosas, y le
basta con gozar del resultado en cada caso. Pero si, como los griegos, uno se pregunta por qué la
misma cosa, el fuego, hace todas estas cosas diferentes, ya no puede seguir pensando por
separado en el fuego que brillaba en el horno de cocer ladrillos, en el fuego que hay en el hogar
y en el del taller del herrero, sino que comienza a preguntarse cuál es la naturaleza del fuego en
general: ¿cuáles son sus propiedades como fuego? Este avance hacia generalizaciones
superiores constituye la esencia del nuevo paso dado por los griegos. Los métodos de los
babilonios tienen un carácter algebraico y muestran que eran conscientes de ciertas reglas
generales algebraicas, pero «formularon sus problemas matemáticos, exclusivamente, con
valores numerales específicos para los coeficientes de las ecuaciones». «No llevaron a cabo
ningún intento para generalizar los resultados» í2. Los egipcios habían considerado la geometría
como una cuestión de campos concretos rectangulares o triangulares. Los griegos la abstraen del
plano de lo concreto y material y empiezan a pensar en rectángulos y triángulos puros, que
tienen las mismas propiedades, ya estén encarnados en campos de varios acres o en piezas de
madera o tela de pocas pulgadas de longitud, o representados, simplemente, mediante líneas tra-
dazas en la arena. De hecho, su encarnación material deja de tener importancia alguna; estamos
ante el descubrimiento que pervivirá, por encima de todos, como gloria especial de los griegos:
el descubrimiento de la forma. El sentido griego de la forma deja su huella en cada
manifestación de su actividad, en la literatura, en las artes gráficas y plásticas, así como en su
filosofía. Señala el avance desde lo meramente percibido a los conceptos, desde los casos
individuales, percibidos con la vista o el tacto, a la noción universal que concebimos en nuestras
mentes —en escultura, no ya un hombre concreto, sino el ideal de lo humano; en geometría, no
ya triángulos, sino la naturaleza de la triangularidad y las consecuencias que lógica y
necesariamente se derivan de ser un triángulo n. Generalizaciones elementales fueron
50
evidentemente necesarias, incluso, para una ciencia y unas matemáticas prácticas y empíricas,
como las de los egipcios. Pero no reflexionaron sobre ellas como conceptos singulares
susceptibles de análisis o de definición, ni se sirvieron de ellas como si se tratase de la materia
«para» o de las unidades constitutivas «de» generalizaciones aún mayores. Para conseguirlo era
necesario haber podido ocuparse del concepto de un modo abstracto) se tratase de una unidad
con su propia naturaleza. Luego se verá que surgen nuevas consecuencias de su naturaleza, tal y
como ha sido definida ahora, y que puede construirse un sistema total científico o filosófico, lo
cual fue inalcanzable mientras el pensamiento permaneció a un nivel meramente utilitario. En el
campo de la astronomía los babilonios fueron capaces de acumular datos que ejercieron' su
influjo durante varios siglos, basándose en una observación cuidadosa y con una considerable
maña para el cálculo. Pero a ellos no se les ocurrió usar este cúmulo de datos como base para
construir una cosmología racional, como la de Anaximandro o Platón. Este don de la
abstracción, con sus posibilidades ilimitadas; y (debemos añadir) su peligro inherente, fue la
propiedad peculiar de los griegos. El peligro reside, por supuesto, en la tentación de correr antes
de poder caminar. Para la razón humana descubrir por primera vez el alcance de sus poderes es
una experiencia embriagadora. Tiende a despreciar la acumulación pedestre de hechos e intenta
elevar sus alas por encima de la evidencia disponible hasta alcanzar una magnífica síntesis que
es, en su mayor parte, creación suya. No se les ocurrió a los más primitivos filósofos de la
naturaleza gastar sus vidas en el examen, clasificación y correlación pacientes de las distintas
especies de animales y plantas, o en el desarrollo de técnicas experimentales, mediante las
cuales poder analizar la composición de las distintas formas de la materia. No comenzaron así la
ciencia ni la filosofía. Se empezó por preguntar a la gente —y pretendiendo hallar una respuesta
— sobre cuestiones que lo abarcaban-todo, como «¿Cuál es la génesis de las cosas que
existen?», es decir, ¿por qué causa surgen en primer lugar y de qué están formadas? ¿El mundo
entero está constituido en su esencia última de una o más sustancias? Ya he hablado del peligro
de esta forma de actuar, que, indudablemente, un; científico moderno consideraría ridícula en su
sentido literal. Sin embargo, si nadie hubiera comenzado por primera vez a plantearse estas
cuestiones últimas y universales, la ciencia y la filosofía, tal y como nosotros las conocemos, no
hubieran podido nacer nunca. Dada la forma de ser de la inteligencia humana, no habrían
podido nacer de otro modo. Incluso hoy, todo científico debería admitir que sus experimentos
serían infructuosos, si no se llevasen a cabo a la luz de una idea directriz, es decir, apoyándose
en una hipótesis formada en la mente, pero que aún no ha tenido comprobación y cuya fijación
o refutación dependen de la investigación de un objeto dado. Apegarse demasiado a los
fenómenos, como postulaba la naturaleza práctica de la ciencia oriental, nunca conduciría a la
comprensión científica. La investigación científica, como un investigador; francés ha expresado,
presupone «no sólo el amor a la verdad por sí misma, sino también una cierta capacidad para la
abstracción, para el razonamiento basado en conceptos puros ·—en otras palabras, un cierto
espíritu filosófico, ya que la ciencia, en sentido estricto, nace de la especulación intrépida de los
filósofos más primitivos»

Mito y religión

Los poemas homéricos y los poetas gnómicos

Los expertos están de acuerdo en considerar que, para entender la filosofía de un pueblo y de
una civilización, es imprescindible referirse: 1) el arte, 2) a la religión y 3) a las condiciones
sociopolíticas de dicho pueblo. 1) De hecho el arte más elevado tiende a alcanzar de manera
mítica y fantástica, es decir, mediante la intuición y la imaginación, objetivos que también son
propios de la filosofía. 2) De forma análoga la religión aspira a alcanzar, a través de
representaciones no conceptuales y de la fe, determinados objetivos que la filosofía busca
alcanzar mediante los conceptos y la razón. 3) No menos importantes (y hoy se insiste mucho en
este punto) son las condiciones socioeconómicas y políticas que a menudo condicionan el
surgimiento de determinadas ideas, y que en el mundo griego en particular, al crear las primeras
formas de libertad institucionalizada y de la democracia, han permitido el nacimiento de la
filosofía, que se alimenta de modo esencial de la libertad. Comencemos por el primer aspecto.
Antes de que naciese La filosofía los poetas tuvieron una enorme importancia para la educación
51
y la formación espiritual del hombre entre los griegos, mucho mayor que en el caso de otros
pueblos. Los primeros griegos buscaron alimento espiritual sobre todo en los poemas
homéricos, es decir, en la Ilíada y en la Odisea (que, como se sabe, ejercieron un influjo análogo
al que la Biblia ejerció entre los judíos, al no haber en Grecia textos sagrados), en Hesíodo y en
los poetas gnómicos de los siglos VII y VI a.C. Ahora bien, los poemas homéricos contienen
algunas particularidades que los diferencian de otros poemas que se hallan en el origen de otros
pueblos y de su civilización, y ya poseen algunos de aquellos rasgos del carácter griego que
resultarán esenciales para la creación de la filosofía.
a) Los especialistas han hecho notar que los poemas homéricos, aunque están repletos de
imaginación, de situaciones y de acontecimientos fantásticos, casi nunca entran en la
descripción de lo monstruoso y de lo deforme (cosa que en cambio sucede a menudo en las
manifestaciones artísticas de los pueblos primitivos). Esto significa que la imaginación
homérica ya está estructurada según un sentido de la armonía, de la proporción, del límite y de
la medida; como tendremos ocasión de ver, la filosofía elevará todos estos factores al rango de
principios ontológicos.
b) Además, se ha advertido que el arte de la motivación constituye en Homero una auténtica
constante. El poeta no se limita a narrar una serie de hechos, sino que Investiga también sus
causas y sus razones (aunque sea a nivel mítico-fantástico) En Homero la acción «no se
extiende como una desmadejada sucesión temporal: a ella se aplica, en todo momento, el
principio de razón suficiente, cada acontecimiento recibe una rigurosa motivación psicológica»»
(W. Jaeger). Y este modo poético de contemplar las razones de las cosas prepara aquella
mentalidad que en filosofía llevará a la búsqueda de la causa y del principio, del «porqué»
último de las cosas.
c) Otro rasgo de la epopeya homérica consiste en tratar de presentar la realidad en su integridad,
aunque sea de forma mítica: dioses y hombres cielo y tierra, guerra y paz, bien y mal, alegría y
dolor, la totalidad de los valores que rigen la vida de los hombres (piénsese por ejemplo en el
escudo de Aquiles, que emblemáticamente representaba todas las cosas). Escribe W. Jaeger:
«La realidad presentada en su totalidad: el pensamiento filosófico la presenta de forma racional,
mientras que la épica la presenta de forma mítica. Cuál habría de ser el puesto del hombre en el
universo, que es el tema clásico de la filosofía griega, también está presente en Homero en todo
momento.»
Para los griegos fue muy importante la Teogonía de Hesíodo, que esboza una síntesis de toda
una serie de materiales preexistentes, relativos a dicho tema. La Teogonía de Hesíodo cuenta el
nacimiento de todos los dioses. Y puesto que muchos dioses coinciden con partes del universo
y con fenómenos cósmicos, la teogonía se convierte asimismo en cosmogonía, es decir, en una
explicación mítico-poética y fantástica de la génesis del universo y de los fenómenos cósmicos,
a partir del Caos originario, que fue el primero en aparecer. Este poema allanó el camino a la
cosmología filosófica posterior, que —abandonando la fantasía— buscará mediante la razón el
primer principio de origen a todo.
El propio Hesíodo, con su otro poema Los trabajos y los días, pero sobre todo los poetas
posteriores, imprimieron en la mentalidad griega algunos principios que serán de gran
importancia para la constitución de la ética filosófica y. más en general, del pensamiento
filosófico antiguo. Se exalta la justicia como valor supremo. «Presta oídos a justicia y olvida del
todo la superchería» afirma Hesíodo. «En la justicia ya están incluidas todas las virtudes», dice
Focílides. «Iré, sin desviarme por aquí o por allá, por el camino recto: porque sólo debo pensar
cosas justas» escribe Teógnides y agrega: « sé justo nada hay mejor». Para Solón el
pensamiento de la justicia es un factor central. Y la justicia se convertirá en concepto ontológico
además de ético y político, en muchos filósofos y especialmente en Platón. Los poetas líricos
también fijaron de modo estable otra noción: el concepto de límite, es decir, del «ni demasiado
ni demasiado poco», el concepto de la justa medida, que constituye el rasgo más peculiar de la
mentalidad griega. «Y goza de las alegrías, y duélete de los males, pero no demasiado», dice
Arquiloco. «No demasiado celo: lo mejor está en el medio: y permaneciendo en el medio,
alcanzarás la virtud»», dice Teógnides. «Nada en exceso» dice Solón. «La mesura es lo mejor»»
afirma una de las sentencias de los Siete Sabios, que recapitularon toda la sabiduría griega,
cantada sobre todo por los poetas gnómicos. El concepto de «mesura’» constituirá el centro del
pensamiento filosófico clásico. Recordemos una última máxima, atribuida a uno de los sabios
antiguos y grabada en el templo de Delfos dedicado a Apolo: Conócete a ti mismo.’> Esta
52
máxima, que fue célebre entre los egipcios, no sólo se transformará en el lema del pensamiento
socrático, sino también en el principio básico del saber filosófico griego hasta los últimos
neoplatónicos.

La religión pública y los misterios órficos

El segundo elemento al que hay que referirse para entender la génesis de la filosofía griega,
como hemos dicho antes, es la religión. Sin embargo, cuando se habla de religión griega es
preciso distinguir entre la religión pública, cuyo modelo es la representación de los dioses y del
culto que nos brinda Homero. y la religión de los misterios. Entre ambas formas de religiosidad
existen numerosos elementos comunes (como, por ejemplo, una concepción politeísta de base),
pero también hay diferencias importantes que en algunos puntos relevantes (por ejemplo, la
concepción del hombre, el sentido de su vida y de su destino último) constituyen antítesis en
sentido estricto. Ambas formas de religión son muy importantes para explicar el nacimiento de
la filosofía, pero, al menos desde ciertos puntos de vista, la segunda forma posee una especial
importancia. Empecemos por mencionar algunos rasgos esenciales de la primera forma de
religión. Para Homero y para Hesíodo, que constituyen el punto de referencia para las creencias
propias de la religión pública, puede decirse que todo es divino, porque todo lo que sucede se
explica en función de las intervenciones de los dioses. Los fenómenos naturales son provocados
por númenes: Zeus lanza rayos y truenos desde las alturas del Olimpo el tridente de Poseidón
provoca las tempestades marinas, el sol es transportado por el’ dorado carro de Apolo y así
sucesivamente. Además, la vida colectiva de los hombres, la suerte de las ciudades, las guerras
y las paces son imaginadas como vinculadas a los dioses de un modo no accidental y, en
ocasiones, realmente esencial. ¿Quiénes son, empero estos dioses? Como han puesto de
manifiesto desde hace tiempo los expertos, estas deidades son fuerzas naturales personificadas a
través de formas humanas idealizadas, o bien son fuerzas y aspectos de hombre que han sido
sublimados, hipostasiados y han descendido con espléndidas semblanzas antropomórficas.
(Además de los ejemplos antes mencionados, recordemos que Zeus es la personificación de la
justicia. Palas Atenea de la inteligencia, Afrodita del amor y así sucesivamente.) Estos dioses,
por tanto, son hombres amplificados e idealizados y. en consecuencia, sólo difieren de nosotros
en cantidad y no en cualidad. Debido a ello los especialistas consideran que la religión pública
de los griegos constituye una forma de naturalismo. Consiguientemente, lo que ésta le exige al
hombre no es —y no puede ser— un radical cambio interior un elevarse por encima de sí
mismo, sino, por lo contrario, seguir a su propia naturaleza. Todo lo que se pide al hombre es
que haga en honor de los dioses aquello que es conforme a la propia naturaleza. La primera
filosofía griega fue tan naturalista como la religión pública griega, y la referencia a la naturaleza
se convirtió en una constante del pensamiento griego a lo largo de todo su desarrollo histórico.
Sin embargo, la religión pública no fue sentida por todos los griegos como plenamente
satisfactoria y esto hizo que se desarrollaran en círculos restringidos los misterios, que poseían
creencias específicas (aunque encuadradas en el politeísmo general) y prácticas que les eran
propias. Los misterios que instituyeron sobre la filosofía griega fueron los misterios órficos
sobre los cuales hablaremos brevemente. El orfismo y los órficos hacen derivar su
denominación del poeta Orfeo, su presunto fundador, cuyos rasgos históricos se hallan
completamente ocultos por la niebla del mito. El orfismo posee una importancia particular
porque como han reconocido los estudiosos modernos, introduce en la civilización griega un
nuevo esquema de creencias y una nueva interpretación de la existencia humana. Mientras que
la concepción griega tradicional, a partir de Homero, afirmaba que el hombre era un ser mortal
y consideraba que la muerte significaba el final definitivo de su existencia, el orfismo proclamo
la inmortalidad del alma y concibe al hombre según el esquema dualista que contrapone cuerpo
y alma. El núcleo de las creencias órficas puede resumirse del modo siguiente:
a) En el hombre se alberga un principio divino, un demonio (alma), que cae en un cuerpo debido
a una culpa originaria.
b) Este demonio no sólo preexiste al cuerpo, sino que no muere junto con el cuerpo y está
destinado a reencarnarse en cuerpos sucesivos, a través de una serie de renacimientos, para
expiar aquella culpa originaria.
c) La vida órfica, con sus ritos y sus prácticas, es la única que está en condiciones de poner fin
al ciclo de las reencarnaciones, liberando así el alma de su cuerpo.
53
d) Para quien se haya purificado (para los iniciados en los misterios órficos) hay un premio en el
más allá (para los no iniciados, existen castigos).
En algunas inscripciones órficas halladas en los sepulcros de seguidores de esta secta pueden
leerse, entre otras cosas, estas palabras que resumen el núcleo central de su doctrina: “Alégrate,
tú que has soportado la pasión: esto, antes, no lo habías padecido aún. De hombre has nacido
Dios»; «feliz y dichosísimo, serás Dios y no mortal»; «de hombre nacerás Dios, porque
procedes de lo divino». Esto significa que el destino último del hombre consiste en «volver a
estar cerca de los dioses”.
La idea de los premios y de los castigos de ultratumba surgió, como es evidente, para eliminar
lo absurdo que a menudo se constata sobre la tierra y que hace que los virtuosos sufran y los
viciosos gocen. Como señala E. Dodds quizás surge la idea de la reencarnación (metempsicosis)
—el traslado del alma de cuerpo en cuerpo— como una explicación de por qué sufren aquellos
que parecen inocentes. En realidad, si cada alma tiene una vida previa y si existe una culpa
original, nadie es inocente y todos expían culpas de diversa gravedad, cometidas durante las
vidas anteriores, además de la culpa originaria: «Y toda esta suma de padecimientos en este
mundo y en el otro, sólo es una parte de la larga educación del alma, que hallará su final
definitivo en la liberación del ciclo de nacimientos y en el retorno del alma a sus orígenes. Sólo
de este modo, y en relación con el tiempo cósmico, puede realizarse del todo —para cada alma
— la justicia entendida en sentido arcaico, es decir, de acuerdo con la ley «quien haya pecado,
lo pagará» (E. Dodds). Gracias a este nuevo esquema de creencias, el hombre veía por primera
vez que en sí mismo se contraponían dos principios, que se hallaban en contraste y en lucha
entre sí: el alma (demonio) y el cuerpo (como tumba o lugar de expiación del alma). Se
resquebraja por lo tanto, la visión naturalista; el hombre comprende que hay que reprimir
algunas tendencias ligadas al cuerpo y se convierte en objetivo vital purificar de lo corpóreo el
elemento divino. No obstante, hay que tener en cuenta lo siguiente. Sin el orfismo es imposible
explicar a Pitágoras a Heraclito o a Empédocles. Y. sobre todo no se explicaría una parte
esencial del pensamiento de Platón y. luego, de toda la tradición que se deriva de Platón, lo cual
significa que no se explicaría una parte notable de la filosofía antigua, como tendremos ocasión
de ver más adelante con mayor detenimiento. Es necesario formular una última advertencia. Los
griegos no tuvieron libros sagrados, considerados como resultado de una revelación divina. Por
consiguiente, no poseyeron una dogmática fija e inmodificable. Los poetas, como hemos visto,
actuaron en calidad de vehículo difusor de sus creencias religiosas. Además —y esto constituye
una consecuencia adicional de la ausencia de libros sagrados y de una dogmática fija— en
Grecia no pudo ni siquiera subsistir una casta sacerdotal que custodiase el dogma (los
sacerdotes griegos tuvieron una escasa relevancia y un poder reducidísimo, porque, además de
no poseer la prerrogativa de conservar dogmas, tampoco se les atribuyó la exclusividad en las
ofrendas religiosas y en la realización de sacrificios).La carencia de dogmas y de personas
encargadas de custodiarlos otorgó una amplia libertad al pensamiento filosófico, que no halló
obstáculos como los que habría encontrado en comunidades orientales, donde la existencia de
dogmas y de custodios de los dogmas habría provocado restricciones difícilmente superables.
Por tal motivo, los estudiosos subrayan con toda justicia esta circunstancia favorable al
nacimiento de la filosofía que se dio entre los griegos y que no tiene ningún paralelo en la
antigüedad.

El papel del mito en el desarrollo de la filosofía


El mito surge en las sociedades arcaicas con el fin de dar sentido a lo que carecía de él, es una
historia de gran valor que revela los secretos del mundo y sus inicios; además de ser sagrado, el
mito es un modelo a seguir en la comunidad. Para los griegos mythos significaba “lo que se ha
dicho”, era una representación de su historia, lo que hacía comprensible y significativa su
existencia.  El mito, al considerarse una narración sagrada, es considerado también una historia
verdadera; relata el origen del Mundo y de los seres, su historia y su pasado. El mito, por lo
tanto, no da una simple explicación del surgimiento de las cosas, también es el suelo de los
hombres, la tierra donde pueden estar plantados, el sostén de su realidad. El hombre de antaño
trata de dar respuestas a los fenómenos que están fuera de él y de su comprensión, ante su
ignorancia sólo le queda creer en los relatos míticos, revelados a los hombres por los mismos

54
dioses. La mitología resuelve todos los problemas que causan la falta de sentido, el miedo a la
muerte y todo lo que el ser humano no es capaz de comprender.

A pesar de que no se encuentren propiamente en el terreno filosófico, los mitos dan pauta a su
surgimiento y si bien éstos son una creencia, que como tal, muestra signos de fe y no de razón,
es el primer esbozo de un pensamiento más científico. Durante todo el desarrollo de la cultura
griega hay una continuidad, desde los inicios del mito en la oralidad hasta la redacción de textos
filosóficos, en la evolución de las formas de pensar. El mito, poco a poco, se va racionalizando
y lentamente pierde su carácter poético metafórico para convertirse en prosa argumentativa. “La
poesía, el canto y los ritos religiosos eran los medios a través de los cuales se accedía a
la verdad (mítica). La verdad filosófica no poseía ninguno de estos medios y en cambio sí
podemos destacar el uso de la prosa, en lugar del uso de la poesía, debido al paso que supuso el
entender el mundo bajo una mirada filosófica respecto de la mítica.” 

 La transformación del discurso mítico en lógico tiene que ver con la situación histórica que
atraviesa la antigua Grecia. El rey deja de ser el responsable del acaecer del pueblo dejando un
espacio vacío, las invasiones de los dorios y la destrucción del equilibrio en que vivían las
culturas micénica y minoica abren una brecha de enormes alcances. A la par de estos
acontecimientos comienza a darse el uso de la moneda, que permite la universalización del
valor; hacia el siglo VIII a.C. comienza a usarse la escritura alfabética (se introduce el término
“lo”, que hace posible hablar de universales, de lo común de las cosas) y el saber comienza a ser
público. La vida cambió y el pensamiento también. El mito, que es el primero en pretender
solucionar los problemas de la creación, no desapareció ni se olvidó, más bien fue modificado y
se usó de otra manera. La revelación contenida en los primeros relatos épicos, cambia y se
sustituye por la inspiración de las musas. La verdad deja de ser absoluta debido al olvido y la
ambigüedad en la palabra, lo que hace frágil al logos o pensamiento racional. Ese movimiento
argumentativo se convirtió finalmente en la tragedia griega.

La tragedia aportó al mundo clásico, de la cultura griega, una nueva perspectiva. Marca la
importancia de las instituciones sociales, escenifica a la ciudad y revoluciona las formas de la
escritura, pues se escribe para ser representada; se involucra en el terreno de la experiencia
humana creando la “conciencia trágica” y apoyando el desarrollo de la ética socrática. “…el
género trágico hace su aparición a finales del siglo IV, cuando el lenguaje del mito deja de estar
en conexión con la realidad política de la ciudad. El universo trágico se sitúa entre dos mundos,
haciendo… referencia al mito por una parte –concebido en adelante como perteneciente al
tiempo remoto, pero aún presente en las conciencias– y por otra a los nuevos valores…En el
conflicto trágico, el héroe, el rey o el tirano aparecen insertos aún en la tradición heroica y
mítica, pero la solución del drama se les escapa…” 

La tragedia consiste en la conciencia de que ningún hombre, por más excelente que sea, se salva
del incontenible devenir del mundo, su existencia está siempre limitada por la muerte. Este
género literario no inventa los personajes ni la intriga de sus obras, los retoma de la tradición
poética anterior. “Pero en el espacio de la escena y en el contexto de la representación trágica, el
héroe deja de ser el modelo que era…se ha convertido en el problema. Lo que había sido
contado como el ideal de valor, como piedra de toque de la excelencia, se ve puesto en tela de
juicio ante el público, en el transcurso de la acción y a través del juego de diálogos, el debate, el
examen del que el héroe será objeto…”

El mito muestra la virtuosidad de un hombre excelente que, sin embargo, no deja de ser hombre
y se muestra vulnerable e indefenso. La historia mítica dentro de la tragedia señala un tiempo
remoto y a la vez presente, pues a pesar de que los héroes no pertenecen a esa época, los
problemas que en ellos se presentan pueden ser los de cualquiera. “De esta manera, la tragedia
plantea al espectador una pregunta de alcance general sobre la condición humana, sobre sus
límites y su necesaria destrucción.”. La tragedia, como el mito, tiene funciones educativas,
funciones que cambiaron con la transformación del pensamiento. El texto trágico refleja las
nuevas inquietudes que el mito en sí mismo ya no era capaz de resolver. El hombre comenzó a
preguntarse ya no sólo por el origen del mundo, sino también por el ser o estar en el mismo. A
55
partir de la tragedia los actos de los individuos más virtuosos son cuestionados, la acción en
general es cuestionada como un efecto de la voluntad pero, ¿de quién? ¿Son los dioses los que
deciden en definitiva el rumbo de la humanidad, o son acaso los procesos cósmicos, o quizá los
mismos hombres los que libremente deciden?

El Universo es considerado como un orden que surge de los procesos cósmicos o de la voluntad
divina, mas no del hombre, que nada puede hacer para alterar el curso de los acontecimientos.
“…dado que el tiempo es eterno y el mundo también lo es, los dados ya están echados, es decir,
todo lo que sucedió, sucede y sucederá ya estaba pre-determinado, sin que las cosas puedan ser
de otro modo: “…la noción de un destino o fatum que todo lo domina, alcanza a todo lo que
existe, incluido el hombre y su libertad, por lo que a éste sólo le queda vivir su propio tiempo,
que no es más que un momento en el funcionamiento de la gran máquina del Eterno Retorno.”

Es muy difícil encontrar dentro de la cultura griega clásica un pensamiento totalmente desligado
del mito. La tradición que ha venido desde épocas muy remotas, incluso antes de la escritura, es
sin duda parte de la creencia popular y pauta para el desarrollo de su intelecto. La razón siempre
razona sobre algo; es el fundamento y la explicación de lo que se ha dado, pero necesita bases,
no surge de la nada. “En el pensamiento mitológico tendríamos una noción de Verdad que es
impuesta a los hombres por los dioses, héroes o reyes a través de los poetas y los ritos. La
Verdad es sacar a la luz las hazañas de los humanos por lo que tienen de divino. Nadie puede
cuestionar o criticar la verdad, sólo se cree y se acepta sin más”. En la tragedia las cuestiones o
verdades se revelan más por los actos humanos; un solo acto, de cualquier hombre, puede hacer
que su vida cambie, que se vea favorecido o despreciado por los dioses.

La inquietud que se tiene en ambos pensamientos –el mítico y el filosófico– es la búsqueda de la


verdad, la comprensión de la existencia y de lo existente. “El pensamiento mítico conseguía
acceder a ella (la verdad) a través de la memoria que proporcionaba la poesía, los cantos de las
hazañas de los dioses y sus creaciones, permitiendo así que se revelase la verdad del mundo,
objetivo perseguido también por la filosofía pero a través del método de la investigación, del
razonamiento y del comportamiento de los hombres.”. A pesar de que los cambios que sufre el
pensamiento y los nuevos planteamientos sobre el mundo, la cultura griega no se deslinda del
todo del valor mítico, los dioses continúan siendo parte de su cosmos, e incluso filósofos
posteriores como Platón y Aristóteles continúan teniendo por base esa gran tradición mitológica.
El mito no es sólo fundador en el principio de la civilización, sino que llega con la tradición
hasta los textos ya propiamente filosóficos, evoluciona junto con las formas de escribir, con el
lenguaje y los nuevos cuestionamientos. El mito es la primera respuesta que logra dar el ser
humano a todas sus interrogantes existenciales, es el punto de partida que dio sentido y base a la
conformación de la civilización. La filosofía no es sólo una nueva forma de pensar y conocer, es
también una nueva forma de escritura, surgida de dos formas literarias importantes: la poesía
lírica y la tragedia.”.

Julián Marías. Historia de la Filosofía. Madrid. Revista de Occidente. 1969

Del mito al logos

El mito originalmente consistió en una forma narrativa mediante la cual el ser humano intentaba
hacer inteligible tanto el propio mundo interno como el exterior. Desde las antiguas mitologías
apareció el logos (la razón), pues era el logos quien captaba el misterio y buscaba solución a lo
que no comprendía (W. Jaeger, Die Theologie der frühen griechischen Denker, p. 21). Además,
la mente mítica, en cuanto que no significa sólo fantasía y visión, sino también reflexión
discursiva, incluye un elemento causal "lógico" (Cf. W. Nestle, Von Mythos zum Logos, p. 17 et
sq; Jaeger, O. c., p. 19) Un oculto sentido filosófico se manifiesta en la teología órfica de
Ferécides (Jaeger, O. c., p. 85). El relato griego (Homero) comporta en germen la filosofía
griega (Jaeger, Paideia, I, p. 84).
Paulatinamente el logos busca entender la apariencia engañosa del mito y alcanzar la verdad y la
realidad. El logos y el mito en la filosofía griega asumen una doble y mutua relación: una vez la
razón (logos) sirve a la fantasía mitificadora y otra vez la fantasía (mito) sirve a la razón. La
56
racionalización de la realidad se inicia entonces en el mundo mítico de Homero y Hesíodo: el
logos se descubre claramente en la formación de las elaboradas figuras de los dioses, en la
relación que se establece de los dioses entre sí y con el hombre, en el ordenamiento del mundo
sobrehumano, en la personificación de los conceptos abstractos, especialmente de los de la
sociabilidad humana: Dike (la justicia), Eirene (la paz) Eunomía (el buen ordenamiento
jurídico), etc., en la invención de relatos (sobre Hércules, Prometeo, Tántalo, Teseo, etc.), de
todo lo cual es manifiesto el problema del sentido de la vida humana, de la culpa, del heroísmo
en el actuar y en el sufrir, de la justicia, del derecho, de la resistencia frente a la pasión brutal y
al engaño.
Esa presencia de la razón actuante se revela tanto en el relato heroico, como en la posterior
tragedia, en el poema didáctico-religioso y en la comedia. Hesíodo propone ideas
cosmológicas, éticas y religiosas en época posterior a esa fundamentación racional, de modo
que casi podría considerárselo filósofo propiamente dicho, si no lo impidiese el velo mitológico
que todo lo envuelve (Jaeger, Paideia, p. 99).Su doctrina sobre el dios Eros, como origen
primero de los dioses y de los hombres, contiene en germen el posterior problema filosófico
relativo al primer principio de la naturaleza, como lo muestra la transformación del dios Eros en
Parménides. Así, pues, como la razón ha servido al mito, viceversa, el mito ha servido a la
razón: Parménides, por ejemplo, reviste su rigurosa especulación lógica con la forma del mito y
dice recibir su doctrina de la boca de la diosa.
Los sofistas Protágoras y Pródicos plenamente conscientes expresan sus opiniones sobre el
origen y la evolución del género humano o sobre la decisión moral entre el bien y el mal en
forma mítica. Hasta Platón recurre a la parábola y al mito, por cuyo medio indica lo
inexpresable: la preexistencia del alma y la suerte del alma después del morir, etc.
No obstante esta recíproca influencia, no puede desconocerse la lenta separación del mito y del
logos a partir del momento aquel en el que se despertó la reflexión crítica entre los griegos, lo
que ocurrió en el siglo VI antes de Cristo. Ha de establecerse, sin embargo, que la historia de la
filosofía griega no puede separarse en dos etapas: la mítica y la filosófica claramente separadas,
puesto que ambas formas avanzan paralelamente (W. Nestle, O. c., p. 19; Jaeger, Die
Theologie... p. 153).
De tal manera es su paralelismo, que en forma continua se separan y contraponen una forma a la
otra y que un centro de gravitación cada vez más pasa del campo del mito al campo del logos.
Ello sigue así hasta que, finalmente, en el tiempo de la decadencia general (desde fines del s. II
después de Cristo), bajo la influencia del Oriente comienza a dominar una mística renovada (W.
Nestle, O. c., p. 19).

CRESPO. Ilíada. Introducción. Madrid, Gredos, 1982

Hombres, Héroes y Dioses

Algunos contrastes entre la conducta de los aqueos y la de los troyanos muestran la inferioridad
de éstos, que son más ruidosos, fanfarrones y menos disciplinados; algunos visten de modo
ostentoso. Pero los enemigos tienen excelencia heroica y nunca son despreciables. El resultado
es que hay un contenido moni en el comportamiento atribuido a los personajes, expuesto de
manera implícita, generalmente en los discursos Con esta valoración implícita de la conducta
humana contrasta el capricho y la ausencia de trabas morales que mueven la conducta de los
dioses. La Ilíada da importancia a la elevación espiritual y a la humanidad de los héroes. Héctor,
Fénix y Patroclo, que juegan un papel limitado en los demás poemas de la leyenda troyana y
que encaman estos valores humanos, pueden haber sido invenciones o desarrollos del poeta de
la Iliada. La conducta distinta en circunstancias semejantes permite caracterizar a los héroes.
Por ejemplo, en los monólogos que pronuncian al quedarse solos y rodeados de enemigos,
Ulises, Agenor, Héctor y Menelao calibran las posibilidades y motivos y adoptan una decisión
personal.
Un fenómeno muy característico de la Ilíada es que la mayoría de las acciones humanas tiene
una doble motivación. Los héroes toman una decisión y, al mismo tiempo, un dios infunde esa
misma decisión al héroe. Como consecuencia, los héroes tienen libre albedrío y son
responsables moralmente, pero, al propio tiempo, sus actos están determinados por la voluntad
divina. Nunca hay conflicto entre ambas decisiones. Esta combinación de responsabilidad moral
57
y de determinismo puede reflejar un pensamiento primitivo y popular o ser el resultado de una
concepción consciente, aunque implícita.
Aquiles y Héctor tienen particular importancia en el relato. Héctor es consciente de su destino al
despedirse de Andrómaca, pero su sentido del honor le impulsa a regresar al combate. Sus
victorias posteriores parecen hacerle perder la conciencia de que su éxito es pasajero, pues
desoye tres veces la advertencia de Polidaniante. Sólo cuando ya ha resuelto enfrentarse a
Aquiles, reconoce su error y recuerda que no ha hecho caso de aquellos consejos. Pero desde el
canto VI hasta el XXII se aferra a todas las esperanzas: cree que será capaz de expulsar a los
aqueos, de matar a Aquiles y hasta de obtener piedad de su implacable enemigo.
Aquiles sabe que el destino de los seres humanos es el sufrimiento y la muerte. Este
conocimiento de la condición humana, caracterizada por la vaciedad de la muerte y la distancia
de los dioses, da grandeza a su encuentro con Príanio en Ilíada, cuando se apiada del padre que
ha llegado a escondidas al campamento aqueo para solicitar el rescate del cadáver de su hijo.
La narración subraya el sufrimiento y la muerte de los héroes frente a la existencia feliz y
despreocupada de los dioses. Ya el prólogo de la Ilíada anuncia el tema. Patroclo, Sarpedón y
Héctor, muy amados por Zeus; hallan la muerte; y también es inminente la muerte de Aquiles,
que eligió el destino de tener una vida breve y gloriosa en lugar de larga y oscura.
Los dioses tienen rasgos humanos, pero están separados de los hombres por una distancia
incalculable. En ellos se mezclan lo sublime, lo frívolo, el capricho, la amoralidad y ciertos
aspectos siniestros e irracionales. En este terreno es difícil deslindar lo tradicional y lo
específico de la Ilíada.
Pero Heródoto afirma que Hesíodo y Homero elaboraron la teogonía de los griegos y
atribuyeron a cada dios sus atributos, sus apelativos y su ámbito de actuación. En la Odisea los
dioses velan por los principios éticos de conducta y se afirma que «las maldades no triunfan»
Los dioses son presentados a veces como dueños de su futuro y a veces como sometidos al
destino, que es una fuerza impersonal superior a la que está sujeto el propio Zeus, que no puede
librar a Sarpedón de la muerte. En otros pasajes, como en particular en el duelo de Aquiles y
Héctor, Zeus invita a los dioses a decidir a quién otorgar la victoria. Finalmente, Zeus saca la
balanza, y pone en ella los destinos de ambos héroes. La de Héctor se inclina, y entonces Apolo
lo abandona. Esta aparente incoherencia en el pensamiento acerca de la jerarquía otorgada a los
dioses y al destino produce sensación de realismo y refleja una concepción popular muy
extendida también hoy.
El mundo heroico tiene características distintas del mundo reflejado por los símiles. Así, la dieta
de los héroes y el material del que están fabricados los objetos de los héroes son distintos de la
dieta y los materiales mencionados en los símiles. Los objetos de los dioses son fabricados con
metales preciosos. El nombre dado a algunos animales y seres mitológicos por los dioses es
distinto del usado entre los hombres.
En la ilíada hay un interés por lo humano y lo ético que emergen sobre el fondo de una sociedad
bélica primitiva. Esa preocupación por lo humano se manifiesta en el desapego por lo grotesco,
lo hiperbólico y lo brutal, por lo mágico y lo maravilloso, en las valoraciones morales implícitas
y, sobre todo, en la compasión por el sufrimiento y la muerte, que unen a todos los hombres.
Esa compasión facilita el encuentro entre Príamo, el padre que solicita al matador de su hijo el
rescate de su cadáver, y Aquiles, el matador que sabe que con su hazaña no ha hecho más que
precipitar su propia muerte. Este interés por lo humano preludia la tragedia clásica y el afán
característico de la cultura griega antigua por la explicación racional.
La historia posterior interpreta que el contenido y la forma de la Ilíada son coherentes. Esta
coherencia define la poesía clásica.

58
Capítulo II. Metafísica
I. Introducción a la metafísica

Definición

Esta palabra viene del griego, meta - physica, y significa simplemente: Más allá de la física.
Así tituló el filósofo peripatético Andrónico de Rodas, 70 años antes de Cristo, al conjunto de
14 libros del filósofo griego Aristóteles que, cuando él recopiló y editó, se encontraban
“después de la física”. Es una de las ramas más importantes de la filosofía, ya que estudia la
naturaleza última de la realidad. Si buscamos una definición rigurosa de esta área de estudio de
la filosofía, nada mejor que acudir a la dada por Aristóteles: se trata del estudio del ser en tanto
ser. La metafísica es la ciencia que estudia el ente en cuanto ente, es decir, el ente en cuanto tal. Dicho de
otro modo se interesa por lo que es, considerado únicamente en tanto que está siendo. La mirada
metafísica trata entonces de discernir aquello que incumbe al ente como tal y de advertir, en su seno todos
los elementos que lo integran y lo constituyen como ente. La metafísica puede entenderse como el estudio
de la causa última y de los principios primeros y más universales de la realidad:

Causa última: causas próximas son las que producen de modo inmediato determinados efectos
(por ejemplo, el aumento de presión atmosférica es causa del buen tiempo) y de ellas se ocupan
las ciencias particulares. Causas últimas o supremas, en cambio, son las que extiende su influjo
a todos los efectos de un determinado orden, como por ejemplo un gobernante con respecto a su
nación. La metafísica considera la causa absolutamente última de todo el universo, investigando
cuál es, cómo influye en el mundo, y qué naturaleza tiene.

Principios primeros y más universales: además de las causas que influyen desde fuera en sus
efectos, las cosas tienen también elementos internos que las constituyen y que afectan a su
modo de ser y actuar, a los que llámanos principios(los átomos son ciertos principios de la
moléculas, que determinan su naturaleza y propiedades; las células intervienen en el organismo
vivo a modo de principios) La metafísica busca los principios primeros y más universales, es
decir, los que constituyen más radicalmente a todas las cosas.
Al buscar la última causa y los principios fundamentales, la metafísica abarca en su estudio
toda la realidad, y también en esto se distingue de las ciencias particulares, que sólo atienden a
un sector determinado del mundo.

La metafísica, ciencia del ente en cuanto ente

La metafísica estudia el ente en cuanto ente, sus propiedades y sus causas.

El ente: lo que ordinariamente se llaman cosas, realidad o seres, en la metafísica reciben en


nombre de ente. Ente significa “lo que es”, algo dotado de propiedad de ser
En cuanto ente: el objeto material de la metafísica es toda la realidad, pues todas las cosas son
entes, aunque de modo diverso. Pero su objeto formal es el ente en cuanto tal, considerado en su
carácter de ente.
Sus propiedades y sus causas. La metafísica ha de tratar de las propiedades que resultan de las
cosas en cuanto ente; le corresponde descubrir si hay aspectos que se desprenden del ser de las
cosas o no, por ejemplo, la “verdad” procede del ser de las cosas.

La noción de ente no es simple sino compuesta por un sujeto y un acto: algo que es, el algo
ejerce la función de sujeto, él es señala el acto, la perfección propia de ese sujeto

La pregunta fundamental

El ente nos sale al encuentro por todas partes nos rodea, nos soporta y subyuga, nos encanta y
colma, nos realza y defrauda Pero entre todo eso, ¿dónde está y en que consiste el ser de ente? A
veces podríamos considerar que esta diferencia entre el ente y su ser pudiera tener importancia
lingüística y significativa tal distinción se puede cumplir en el mero pensar, es decir, en el re-
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presentar y opinar sin que a esta diferenciación le corresponda en el ente algo que sea. Sin
embargo inclusive esta diferencia solo pensada, es problemática pues sigue siendo oscuro lo que
se deba pensar con el nombre “ser” Por cierto, basta con conocer el ente y asegurarse su
domino. Además, separar el ser del ente es algo artificioso y que no conduce a nada.
Ya se ha observado lo que con tal diferencia se desprende con respecto de la pregunta
privilegiada. Ahora solo consideramos nuestro plan. Preguntamos: ¿por qué es en general el
ente y o más bien la nada? En apariencia, también con esta pregunta nos atenemos al ente y
evitamos la vacía y sutil meditación acerca del ser. Sin embargo ¿qué preguntamos, en sentido
propio? Preguntamos porque es el ente como tal. Interrogamos por el fundamento mediante el
cual lo ente es y es lo que es, y no más bien la nada. En realidad preguntamos por el ser Pero
¿cómo? Preguntamos por el ser del ente. Interrogamos a ente con referencia a su ser. De este
modo la pregunta “¿por qué es en general el ente o más bien la nada?” nos fuerza a la que es
previa ¿qué pasa con el ser?

II. Metafísica Griega

1. La filosofía de la Physis

“Cuando los griegos inauguraron la especulación filosófica preguntándose en primer lugar de


qué estaban compuestas las cosas. Esta cuestión encerraba ya de por si sola una de las
necesidades fundamentales del espíritu humano. Entender u explicar racionalmente una cosa es
asimilar lo desconocido a lo conocido; en otros términos, es concebirlo como idéntico en
naturaleza a algo que conocíamos ya. Conocer la naturaleza de lo real en general es, pues saber
que cada uno de los seres de que se compone el universo es en el fondo, y cualesquiera que sean
las diferencias aparentes que de los otros le distingue, idéntico en naturaleza a cualquier otro
ser real o posible. Movidos por esta convicción, tanto más irresistible cuanto menos reflexivas,
los primeros pensadores griegos trataron sucesivamente de reducir lo real al agua, luego al aire,
después al fuego hasta que uno de ellos, saltando a la solución más general del problema declaró
que el primer elemento de que constaban todas las cosas era el ser…” 1

Fueron los griegos quienes por vez primera se preguntaron por el ser desde una perspectiva
filosófica, es decir, los primeros que hicieron filosofía propiamente dicha, por más que en sus
primeros intentos su lenguaje simbólico y poético nos dificulta el acceso a la comprensión
racional de su propuesta. La labor de desbrozar lo que nosotros sin demasiado fundamento
suponemos que es lo accesorio, para llegar al meollo racional de la cuestión, es en todo caso una
tarea azarosa, expuesta a les errores prácticamente inevitables que toda simplificación implica,
por la que desde ya pido disculpas. Sin embargo, una visión tan sintética corno la que voy a
intentar no me permite otro camino. La filosofía nace cuando se advierte que existen graves
misteriosas incógnitas en torno al ser, y que lo que hasta entonces resultaba patente a su
respecto se ha convertido en un profundo problema. Entonces, el verdadero ser ya no es algo
evidente que no requiere ser tematizado, sino una tremenda incógnita que debe ser develada.
Por eso, la filosofía no es una opción, corno la mayor parte de las decisiones de nuestra vida
sino una necesidad a la que no podemos sustraernos.
La gran pregunta de la filosofía griega es, por supuesto, la que apunta a dilucidar ¿cuál es el
verdadero ser? En la actitud prefilosófica, todos los entes sensibles que constituyen el mundo
físico poseen la plenitud del ser, sin embargo, un análisis más detenido de la cuestión pone de
manifiesto que muchos de estos entes no tienen una existencia autoportante, sino que, para
poder existir, necesitan del soporte ontológico de otro ente (ser en otro). La pregunta por el
verdadero ser se convierte, entonces, en la pregunta por el ente antológicamente autoportante,
esto es, por el “ser en sí”. Este ente es en el pensamiento de Aristóteles, máxima expresión de la
filosofía griega en su etapa de madurez, la substancia (ousía), o más precisamente la substancia
primera (ousía primera). Los pensadores jónicos fueron los primeros en plantearse esta cuestión
pero desde una perspectiva primordialmente física.
Los jónicos se preguntaban cuál es la cosa de la que derivan todas las demás cosas. Esta cosa es
la única que detentaría la plenitud del ser, el carácter de verdadero ser, mientras que las demás

1
Étienne, Gilson. El ser y la esencia. Bs., As. Desclee de Brouwer.1951. Capítulo.I Pág.23
60
cosas tendrían un ser derivado, un ser secundario, por cuanto no serían más que manifestaciones
de la primera. A esa primera cosa, fundamento de todas las demás, la llamaron “el principio”.
Principio (arkhe) no es un término utilizado por Tales (quizás lo introdujo su discípulo
Anaximandro, pero algunos piensan que tiene su origen aún más tardío), si bien es el que sin
duda expresa mejor que ningún otro el concepto de aquel quid del cual proceden todas las cosas.
El principio, indica Aristóteles en su exposición acerca del pensamiento de Tales y de los
primeros físicos, es «aquello de lo cual proceden originariamente y en lo cual acaban por
resolverse todos los seres», es «una realidad que permanece idéntica durante la
transmutación de sus afecciones», es decir una realidad «que continúa existiendo inmutada, a
través del proceso generador de todas las cosas». Por tanto el principio es:

1. La fuente y el origen de todas las cosas,


2. Es el respaldo permanente que rige todas las cosas.
3. la desembocadura o el término último de todas las cosas

En pocas palabras el principio puede definirse como aquello de lo cual provienen, aquello en lo
que acaban y aquello por lo cual son y subsisten todas las cosas. Estos primeros filósofos —si
no el propio Tales— denominaron este principio con el término physis, que significa
«naturaleza», no en el sentido moderno de término, sino en el sentido originario de realidad
primera y fundamental, es decir «aquello que resulta primario, fundamental y persistente en
oposición a lo que es secundario, derivado y transitorio» Por tanto, han sido llamados
«físicos» o «naturalistas» aquellos filósofos que a partir de Tales y hasta el siglo V a.C.,
indagaron acerca de la physis. En consecuencia sólo es posible comprender el horizonte mental
de estos primeros filósofos si recobrarnos la acepción arcaica del término y captamos
adecuadamente la peculiaridad que la distingue de la acepción moderna.

2. El ser como Physis

Dentro de la filosofía antigua, el período presocrático goza de una significación especialísima


por el hecho de haber sido el primer contacto especulativo que tomó el pensamiento con lo real.
La meditación asumía un carácter prístino, nunca igualado hasta ahora, que permitió a los
primeros pensadores adquirir una experiencia purísima y originaria del ser. El pensar, en su
estado prístino, garantizaba y respaldaba la legitimidad de ese primer encuentro con el ser de las
cosas. El ser se descubrió, por primera vez al hombre en el nacimiento mismo del pensar
occidental, como physis. Por ello, la physis ocupa el sitial de honor en la historia de la filosofía,
al constituir la revelación primigenia del ser. Ella significa lo que surge desde sí mismo (por
ejemplo, el surgir de una rosa) el desplegarse que se manifiesta, lo que permanece en tal
despliegue al entrar en aparición y el quedarse en ella ; brevemente dicho, el imperar que surge
y permanece” Se puede experimentar la physis en la salida del sol, en las olas del mar, en el
crecimiento de las plantas, aunque no se la debe confundir, como se lo hace hoy día, con la
naturaleza misma; es decir, no hay que considerar la physis como el proceso natural que
cumplen las cosas. Por el contrario, la idea de naturaleza se ha derivado de la concepción
original de la physis. “Los griegos no han experimentado lo que sea la physis en los procesos
naturales, sino a la inversa: basados en una experiencia fundamental del ser, poética e
intelectual, se desprendió lo que para ellos tenía que llamarse physis. Sólo en razón de esta
revelación pudieron observar la naturaleza en riguroso sentido” Por este motivo, la physis
denominaba el cielo y la tierra, la piedra y el vegetal, si bien la naturaleza física obtuvo el
nombre de physis, porque previamente el ser mismo se había manifestado como tal, esto es,
como un surgir, aparecer y sostenerse, caracteres éstos también verificables en la naturaleza. La
physis designa, de este modo, la fuerza originaria que surge desde lo oculto y persevera en
semejante manifestación; y cuando ese impulso incomparable del ser irrumpe, el ente queda
descubierto. El ser, como physis, permite entonces la apertura del ente, que éste se muestre y
nos enfrente, es decir, que sea: “La physis es el ser mismo, en virtud del cual el ente llega a ser
y sigue siendo observable” El ente es, por así decir, el producto estabilizado de semejante
ímpetu ontológico: “El ón (ente) es physis, algo así como un surgir-desde-sí-mismo”. El ser,
como vemos, posee las cualidades de desocultarse y aparecer, pero está afectado al mismo
tiempo, por extraño y paradójico que parezca, por los caracteres opuestos de ocultamiento y
61
sustracción. Heráclito fue el primero en proporcionarnos tal indicación en su célebre fragmento
123 “El ser (el aparecer que surge) tiende en sí a ocultarse”. Heráclito no quiere, que el ser sea
únicamente ocultamiento, sino que le pertenece esencialmente un cierto ocultarse: “Con ello, él
no dice de ningún modo que el ser no sea otra cosa que ocultarse, sino: el ser se esencia, por
cierto, como lo patente desde sí mismo, pero a ello pertenece un ocultarse”. Por otro lado, este
ocultamiento y la sustracción correspondiente es tan fundamental, que sin él no podría haber
aparición ni manifestación alguna: “En el surgir-desde-sí-mismo, en la impera por cierto un
sustraerse, y éste tan decisivo, que sin él, aquél no podría imperar”

3. Heráclito de Éfeso

Heráclito vivió entre los siglos VI y V a.C., en Éfeso. Tenía un carácter huraño y un
temperamento esquivo y desdeñoso. No quiso participar de ninguna forma en la vida pública:
«Habiéndole rogado sus conciudadanos que promulgase leyes para la ciudad», escribe una
fuente antigua, «se rehusó, porque aquélla ya había caído bajo el poder de la mala constitución.»
Escribió un libro titulado Sobre la naturaleza, del cual nos han llegado numerosos fragmentos,
constituido quizás por una serie de aforismos, y voluntariamente redactado de manera obscura,
con un estilo que recuerda las sentencias de los oráculos, «para que se acercasen allí sólo
aquellos que podían» y el vulgo permaneciese alejado. Hizo esto con el propósito de evitar el
menosprecio y las burlas de aquellos que, al leer cosas aparentemente fáciles, creen entender lo
que en realidad no entienden. Debido a esto fue llamado “Heráclito el oscuro”.
Los milesios habían advertido el dinamismo universal de las cosas—que nacen, crecen y
mueren— y del mundo, o más bien de los mundos que se hallan sometidos al mismo proceso.
Además, habían considerado que el dinamismo era un rasgo esencial del principio que genera,
rige y reabsorbe todas las cosas. Sin embargo, no habían elevado a nivel temático, de un modo
adecuado, este aspecto de la realidad. Y esto fue lo que hizo Heráclito. «Todo se mueve», «todo
fluye» (panta rhei), nada permanece inmóvil y fijo, todo cambia y se modifica sin excepción.
Podemos leer en dos de sus fragmentos más famosos: «No podemos bañarnos dos veces en el
mismo río y no se puede tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo estado, sino que a
causa de la impetuosidad y la velocidad de la mutación, se dispersa y se recoge, viene y va»;
«Bajamos y no bajamos al mismo río, nosotros mismos somos y no somos».
El sentido de estos fragmentos es claro: el río es aparentemente siempre el mismo, mientras que
en realidad está constituido por aguas siempre nuevas y distintas que llegan y se escabullen. Por
eso, no se puede bajar dos veces a la misma agua del río, porque cuando se baja por segunda vez
es otra agua la que está llegando; y también, porque nosotros mismos cambiamos y en el
momento en que hemos acabado de sumergirnos en el río nos hemos convertido en alguien
distinto al que éramos en el momento de comenzar a sumergirnos. De modo que Heráclito
puede afirmar con razón que entramos y no entramos en el mismo río. Y también puede decir
que somos y no somos, porque, para ser lo que somos en un momento determinado, debemos
no-ser-ya aquello que éramos en el instante precedente. Igualmente, para continuar siendo,
debemos de modo constante no-ser-ya aquello que somos en cada momento. Según Heráclito,
esto se aplica a toda la realidad, sin excepción alguna.
Indudablemente, éste es el aspecto más conocido de la doctrina de Heráclito, que algunos de sus
discípulos llevaron a límites extremos, como en el caso de Cratilo, que reprochó a Heráclito el
no haber sido lo bastante riguroso. De hecho, no sólo río podemos bañarnos dos veces en el
mismo río, sino que no podemos bañarnos ni siquiera una vez, debido a la velocidad de la
corriente (en el momento en que comenzamos a sumergirnos en el río aparece ya otra agua y
nosotros mismos —antes de que se haya acabado la inmersión, por rápida que ésta haya sido—
ya somos otros, en el sentido antes explicado).
Para Heráclito, sin embargo, esto no es más que una constatación básica, que sirve como punto
de partida para posteriores inferencias aún más profundas y audaces. El devenir, al que todo se
ve obligado, se caracteriza por un continuo pasar desde un contrario al otro: las cosas frías se
calientan, las calientes se enfrían, las húmedas se secan, las secas se humedecen, el joven
envejece, lo vivo muere, pero de lo que ha muerto renace otra vida joven. y así sucesivamente.
Existe pues una guerra perpetua entre los contrarios que se van alternando. No obstante, puesto
que las cosas sólo adquieren su propia realidad en el devenir, la guerra (entre los opuestos) es
algo esencial: «La guerra es madre de todas las cosas y de todas las cosas es reina.» Se trata,
62
empero, de una guerra —adviértase con cuidad-, que al mismo tiempo, es paz, y de un contraste
que es, simultáneamente, armonía. El perenne fluir de las cosas y el devenir universal se revelan
como una armonía de contrarios., es decir, como una constante pacificación entre beligerantes.,
un conciliarse entre contendientes (y viceversa): «Aquello que es oposición se conciba y de las
cosas diferentes nace la más bella armonía, y todo se engendra por medio de contrastes»; «Ellos
(los ignorantes) no entienden que lo que es diferente concuerda consigo mismo; armonía de
contrarios, como la armonía del arco y de la lira». Sólo si se enfrentan alternativamente los
contrarios se otorgan de forma mutua un sentido específico: «La enfermedad convierte en dulce
la salud, el hambre convierte en dulce la saciedad, y la fatiga convierte en dulce el descanso»;
«ni siquiera se conocería el nombre de la justicia, si no existiese la ofensa».
Y en la armonía, coinciden los opuestos: «El camino que sube y el camino que baja son un
único y mismo camino»; «en el círculo son comunes el fin y el principio»; «la misma cosa son
el viviente y el muerto, el despierto y el durmiente, el joven y el viejo, porque estas cosas, al
cambiarse son aquéllas, y a su vez aquéllas, al cambiarse, son éstas». Así. «Todo es uno» y «del
uno procede todo».
Esta armonía y unidad de los opuestos es el principio y, por lo tanto, Dios y lo divino: «El Dios
es día-noche, es invierno-verano, es guerra y paz, es saciedad y hambre.»
Sin embargo, como es evidente, la armonía de los opuestos de Heráclito se halla aún muy lejos
de la dialéctica hegeliana y radica en la filosofía de la physis. En consecuencia, la identidad y la
diversidad —como han señalado con acierto los especialistas— «es la de la sustancia
primordial, en todas sus manifestaciones» (J. Burnet). En efecto, tanto los fragmentos que se
conservan en su obra como la tradición indirecta indican con claridad que Heráclito ha elegido
el fuego como principio fundamental y ha considerado que todas las cosas son transformaciones
del fuego: «Del fuego proceden todas las cosas, y el fuego, de todas, al igual que del oro las
mercancías, y de las mercancías el oro»; «este orden, que es idéntico para todas las cosas, no lo
creó ninguno de los dioses ni de los hombres, sino que siempre ha sido y es y será fuego
eternamente vivo, que se enciende según medida y según medida se apaga». El motivo por el
cual Heráclito adjudicó al fuego la naturaleza de todas las cosas es algo obvio: el fuego expresa
de modo ejemplar las características de la mutación continua, del contraste y de la armonía. El
fuego se halla en constante movimiento, es vida que vive de la muerte del combustible, es una
continuada transformación de éste en cenizas, en humo y en vapores, es —como afirma
Heráclito de su Dios— perenne «necesidad y saciedad».
Este fuego es como un «rayo que gobierna todas las cosas»; y lo que gobierna todas las cosas es
inteligencia, es razón, es logos, ley racional. Así, al principio de Heráclito se vincula
expresamente la idea de inteligencia, que en los milesios sólo quedaba implícita. Un fragmento
particularmente significativo confirma la nueva posición de Heráclito: «El Uno, el único sabio,
no quiere y quiere ser llamado Zeus.» No quiere ser llamado Zeus. si por Zeus se entiende al
dios con forma humana característico de los griegos; quiere ser llamado Zeus, si por este
nombre se entiende el Dios y el ser supremo.
En Heráclito emerge ya una serie de elementos concernientes a la verdad y al conocimiento. Es
preciso estar en guardia con respecto a los sentidos, porque éstos se detienen en la simple
apariencia de las cosas. Y también es necesario guardarse de las opiniones de los hombres, que
están basadas sobre las apariencias. La Verdad consiste en captar más allá de los sentidos
aquella inteligencia que gobierna todas las cosas. Heráclito se sintió una especie de profeta de
dicha inteligencia, lo cual explica que sus sentencias se asemejen a oráculos y que sus palabras
tengan un carácter hierático.
Hay que señalar una última idea. A pesar del planteamiento general de su pensamiento —que lo
llevaba a interpretar el alma como un fuego y, por lo tanto, a interpretar el alma sabia como la
más seca y a identificar la necedad con humedad— Heráclito escribió una sentencia acerca del
alma que se cuenta entre las más bellas que han llegado hasta nosotros: «Jamás podrás hallar las
fronteras del alma, por más que recorras sus sendas; tan profundo es su logos.» Aunque se sitúe
en el ámbito de un horizonte físico. Heráclito —mediante la idea de la dimensión infinita del
alma— abre aquí un resquicio en dirección a algo que se encuentra más allá, algo no físico. Se
trata sólo de un resquicio, sin embargo, aunque realmente genial.
Heráclito parece haber adoptado algunas ideas de los órficos, afirmando de los hombres lo que
sigue: «inmortales mortales, mortales inmortales, viviendo la muerte de aquéllos, muriendo la
vida de aquéllos.» Esto parece expresar con lenguaje heraclitiano la idea órfica de que la vida
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del cuerpo es una mortificación del alma y la muerte del cuerpo es vida para el alma. Al igual
que los órficos. Heráclito creía en castigos y premios después de la muerte: «Después de la
muerte aguardan a los hombres cosas que no esperan y que ni siquiera se imaginan.» Sin
embargo, no podemos determinar en qué forma Heráclito ponía en relación estas creencias
órficas con su filosofía de la physis.

4. Parménides de Elea

Parménides nació en Elea, hacia el 540 antes de Cristo aproximadamente, donde residió hasta su
muerte el año 470. Se dice que fue pitagórico y que abandonó dicha escuela para fundar la suya
propia, con claros elementos anti-pitagóricos. Algunos atribuyen la fundación de la escuela de
Elea a Jenófanes de Colofón, sin que haya verdadera constancia de ello, por lo que la fundación
de dicha escuela ha de atribuirse a Parménides, dejando al margen la cuestión de hasta qué
punto el pensamiento de Parménides puede estar influido por el de Jenófanes. Parménides
escribió un poema filosófico en hexámetros del que conservamos la mayoría de los versos a
través de Simplicio.
En dicho poema, luego de un proemio de carácter religioso, en el que el autor realiza una serie
de invocaciones para conseguir el favor de una diosa no identificada con el objeto de poder
acceder al verdadero conocimiento, Parménides nos expone su doctrina: la afirmación del ser y
el rechazo del devenir, del cambio. El ser es uno, y la afirmación de la multiplicidad que implica
el devenir, y el devenir mismo, no pasan de ser meras ilusiones. El poema expone su doctrina a
partir del reconocimiento de dos caminos para acceder al conocimiento: la vía de la verdad y la
vía de la opinión. Sólo el primero de ellos es un camino transitable, siendo el segundo objeto de
continuas contradicciones y apariencia de conocimiento.
La vía de la opinión parte, dice Parménides, de la aceptación del no ser, lo cual resulta
inaceptable, pues él no ser no es. Y no se puede concebir cómo la nada podría ser el punto de
partida de ningún conocimiento. «("Es necesario que sea lo que cabe que se diga y se conciba.
Pues hay ser, pero nada, no la hay.") »Por lo demás, lo que no es, no puede ser pensado, ni
siquiera "nombrado". Ni el conocimiento, ni el lenguaje permiten referirse al no ser, ya que no
se puede pensar ni nombrar lo que no es. «("Y es que nunca se violará tal cosa, de forma que
algo, sin ser, sea.")». Para alcanzar el conocimiento sólo nos queda pues, la vía de la verdad.
Esta vía está basada en la afirmación del ser: el ser es, y en la consecuente negación del no ser:
el no ser no es.
Afirma Parménides en estas líneas la unidad e identidad del ser. El ser es, lo uno es. La
afirmación del ser se opone al cambio, al devenir, y a la multiplicidad. Frente al devenir, al
cambio de la realidad que habían afirmado los filósofos jonios y los pitagóricos, Parménides
alzara su voz que habla en nombre de la razón: la afirmación de que algo cambia supone el
reconocimiento de que ahora "es" algo que "no era" antes, lo que resultaría contradictorio y, por
lo tanto, inaceptable. La afirmación del cambio supone la aceptación de este paso del "ser" "al
"no ser" o viceversa, pero este paso es imposible, dice Parménides, puesto que el "no ser" no es.
El ser es ingénito, pues, dice Parménides ¿qué origen le buscarías? Si dices que procede del ser
entonces no hay procedencia, puesto que ya es; y si dices que procede del "no ser" caerías en la
contradicción de concebir el "no ser " como "ser", lo cual resulta inadmisible. Por la misma
razón es imperecedero, ya que si dejara de ser ¿en qué se convertiría? En "no ser " es imposible,
porque él no ser no es... («"así queda extinguido nacimiento y, como cosa nunca oída,
destrucción"»)
El ser es entero, es decir no puede ser divisible, lo que excluye la multiplicidad. Para admitir la
división del ser tendríamos que reconocer la existencia del vacío, es decir, del no ser, lo cual es
imposible. ¿Qué separaría esas "divisiones" del ser? La nada es imposible pensarlo, pues no
existe; y si fuera algún tipo de ser, entonces no habría división. La continuidad de del ser se
impone necesariamente, y con ello su unidad. Igualmente, ha de ser limitado, es decir,
mantenerse dentro de unos límites que lo encierran por todos lados.
El ser es inmóvil, pues, de lo visto anteriormente queda claro que no puede llegar a ser, ni
perecer, ni cambiar de lugar, para lo que sería necesario afirmar la existencia del no ser, del
vacío, lo cual resulta contradictorio. Tampoco puede ser mayor por una parte que por otra, ni
haber más ser en una parte que en otra, por lo que Parménides termina representándolo como
una esfera en la que el ser se encuentra igualmente distribuido por doquier, permaneciendo
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idéntico a sí mismo. El ser al que se refiere Parménides es material, por lo que difícilmente
puede ser considerado éste el padre del idealismo. El hecho de que Platón, posteriormente,
aceptando los postulados parmenídeos, identificara a ese ser con la Idea, no debe ser
extrapolado históricamente hasta el punto de llegar a afirmar que Parménides interpretaba el ser
como algo no material. La afirmación de que el ser es Uno, finito, parece indicar claramente una
concepción material del ser.
Por lo demás, la asociación de la vía de la verdad con el pensamiento racional y de la vía de la
opinión con la sensación parece poder aceptarse, aunque sin llegar a la claridad de la distinción
que encontramos en Platón. Efectivamente, Parménides afirma en el poema la superioridad del
conocimiento que se atiene a la reflexión de la razón, frente a la vía de la opinión que parece
surgir a partir del conocimiento sensible. Pero el conocimiento sensible es un conocimiento
ilusorio, apariencia. Podemos aceptar pues que Parménides introduce la distinción entre razón y
sensación, entre verdad y apariencia.
Tradicionalmente se ha asociado este poema con la crítica del movimiento, del cambio, cuya
realidad había sido defendida por el pensamiento de Heráclito. Es probable que Parménides
hubiera conocido el libro de Heráclito, pero también que hubiera conocido la doctrina del
movimiento de los pitagóricos, contra la que más bien parece dirigirse este poema.
Especialmente si consideramos la insistencia que hace Heráclito en la unidad subyacente al
cambio, y en el papel que juega el Logos en su interpretación del movimiento. Obviamente, en
la medida en que Heráclito afirma el devenir, las reflexiones de Parménides le afectan muy
particularmente, aunque Heráclito nunca haya afirmado el devenir hasta el punto de proponer la
total exclusión del ser.

5. Zenón de Elea

Zenón de Elea (Siglo VI-V a. C) se ha preocupado durante toda su vida muy especialmente, de
mostrar al detalle que el movimiento que existe en efecto en el mundo de los sentidos, en ese
mundo sensible, en ese mundo apariencia, ilusorio, es ininteligible; y puesto que es Ininteligible,
no es. En virtud del principio eleático de la identidad del ser y del pensar, aquello que no se
puede pensar no puede ser. No puede ser más que aquello que se puede pensar coherentemente,
sin contradicciones. Si pues, el análisis del movimiento nos conduce a la conclusión de que el
movimiento es impensable, de que al pensar nosotros el movimiento llegamos a contradicciones
insolubles, la conclusión será evidente: si el movimiento es impensable, el movimiento no es. El
movimiento es una mera ilusión de nuestros sentidos.

Aquiles y la tortuga: Si vosotros ponéis a disputar en una carrera a Aquiles y a una tortuga,
Aquiles no alcanzará jamás a la tortuga si le da ventaja en la salida. Aquiles, es el héroe a quien
Homero llama siempre “ocus podas”, o sea veloz por los pies, el mejor corredor que había en
Grecia; y la tortuga es el animal que se mueve con la mayor lentitud. Aquiles da una ventaja a la
tortuga y se queda unos cuantos metros atrás. Decidme: ¿quién ganará la carrera? Todos
contestan: Aquiles en dos saltos pasa por encima de la tortuga y la vence. Y Zenón dice: Estáis
completamente equivocados. Lo vais a ver. Aquiles le ha dado una ventaja a la tortuga; luego,
entre Aquiles y la tortuga, en el momento de partir, hay una distancia. Empieza la carrera.
Cuando Aquiles llega al punto en donde estaba la tortuga, ésta habrá andado algo, estará más
adelante y Aquiles no la habrá alcanzado todavía. Cuando Aquiles llegare a este nuevo sitio en
donde está ahora la tortuga, ésta habrá andado algo, y Aquiles no la habrá alcanzado, porque
para que la alcance, será menester que la tortuga no avance nada en el tiempo que necesita
Aquiles para llegar a donde ella estaba Y como el espacio se puede dividir siempre en un
número infinito de puntos, Aquiles no podrá jamás alcanzar a la tortuga, aunque él es, como
dice Homero, “ocus podas”, ligero por los pies, y en cambio la tortuga es lenta y tranquila.
Los griegos se reían oyendo estas cosas, porque les gustaban enormemente estas bromas. Se
reían muchísimo y quizá decían: está loco. Pero no entendían el sentido del argumento. En las
filosofías griegas posteriores, según nos cuenta Sexto Empírico, Diógenes demostró el
movimiento andando; se echó a andar, y con ello creyó haber refutado a Zenón. ¡Ilusiones! Es
que no entendió el sentido del argumento de Zenón. Zenón no dice que en el mundo sensible de
nuestros sentidos, Aquiles no alcance a la tortuga; lo que quiere decir es que si aplicamos las
leyes del pensamiento racional al problema del movimiento, simbolizado aquí por esta carrera
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pedestre, encontramos que las leyes del movimiento racional son Incapaces de hacer inteligible
el movimiento. Porque, ¿qué es el movimiento? El movimiento es la traslación de un punto en
el espacio, punto que pasa de un lugar a otro. Ahora bien, el espacio es infinitamente divisible.
Un trozo de espacio, por pequeño que sea, o es espacio, o no lo es. Si no lo es, no hablemos de
ello; estamos hablando del espacio. Si es espacio, entonces es extenso, por poca que sea su
extensión; algo extenso es, porque si no fuera extenso, no sería espacio. Y si es extenso es
divisible en dos. El espacio, es pues, divisible en un número Infinito de puntos. Es así que el
movimiento consiste en e1 tránsito de un punto del espacio a otro punto del espacio; y es así que
entre dos puntos del espacio, por próximos que estén, hay una Infinidad de puntos; luego ese
tránsito no puede verificarse sino en un infinito de tiempo, y se hace ininteligible.
Lo que quería demostrar Zenón es que el movimiento, pensado según el principio de identidad
—el ser, es, y el no ser, no es— resulta Ininteligible. Y como es Ininteligible, hay que declarar
que al verdadero ser, como dicen los griegos, al “ontos on”, a lo que es verdadero, no pertenece
el movimiento.

Argumentos contra el movimiento y la multiplicidad: Las teorías de Parménides, sin lugar a


dudas, asombraron mucho y suscitaron vivas polémicas. Zenón afrontó decididamente las
refutaciones elaboradas por los adversarios y los intentos de ridiculizar a Parménides. El
procedimiento que utilizó consistía en demostrar que las consecuencias derivadas de los
argumentos aducidos para refutar a Parménides eran aún más contradicho nos y ridículos que
las tesis que pretendían rechazar. Zenón, pues, descubrió la refutación de la refutación, es decir,
la demostración mediante lo absurdo. Mostrando lo absurdo de las tesis que se le oponían,
defendía el eleatismo. Zenón fundó así el método dialéctico y lo utilizó con tal habilidad que los
antiguos quedaban maravillados. Sus argumentos más conocidos son aquellos que se oponen al
movimiento y a la multiplicidad.

Contra el movimiento: Se pretende en contra de Parménides que un cuerpo, moviéndose a


partir de un punto, puede llegar a una meta determinada. Sin embargo, esto no es posible. En
efecto, dicho cuerpo, antes de alcanzar la meta, debería recorrer la mitad del camino que tiene
que recorrer, y antes, la mitad de la mitad, y por tanto la mitad de la mitad de la mitad, y así
sucesivamente, hasta lo infinito (la mitad de la mitad de la mitad... jamás llega).En esto consiste
el primer argumento, llamado de la «dicotomía». No menos célebre es el de «Aquiles», que
demuestra cómo Aquiles —«el de los pies ligeros»— jamás podrá alcanzar la tortuga, cuya
lentitud es proverbial. En efecto, se volverían a presentar idénticas dificultades que en el
argumento precedente, pero de una manera dinámica, más bien que estática. Un tercer
argumento, llamado «de la flecha», demostraba que una flecha disparada por un arco —que de
acuerdo con la opinión se halla en movimiento— en realidad está quieta. En cada uno de los
instantes en los que es divisible el tiempo del vuelo, la flecha ocupa un espacio idéntico; pero
aquello que ocupa un espacio idéntico se halla en reposo; entonces, si la flecha está en reposo en
cada uno de los instantes, también debe estarlo en la totalidad (en la suma) de todos los
instantes.

Contra la multiplicidad: No menos famosos fueron sus argumentos en contra de la


multiplicidad, que colocaron en un primer plano la pareja de conceptos uno-muchos, que en
Parménides era más implícita que explícita. En la mayor parte de los casos estos argumentos
pretendían demostrar que, para que exista la multiplicidad, es preciso que existan muchas
unidades (dado que la multiplicidad es, por definición, multiplicidad de unidades). Sin embargo,
el razonamiento demuestra (contra la experiencia y los datos fenoménicos) que tales unidades
son impensables, puesto que comportan contradicciones insuperables y, por tanto, son absurdas
y no pueden existir. Véase, por ejemplo, uno de los argumentos que demuestra en qué sentido
son absurdas estas unidades, que habrían de constituir lo múltiple: «Si los seres son múltiples, es
necesario que éstos sean tantos como son, y no más, y tampoco menos; ahora bien, si son tantos
como son, deben ser finitos; pero si son múltiples, los seres son asimismo infinitos; en efecto,
entre uno y otro de estos seres habrá siempre otros seres, y entre uno y otro de éstos habrá
todavía otros (porque siempre es divisible hasta lo infinito cualquier cosa que se halle entre dos
cosas determinadas); así, pues, los seres son infinitos.» Otro argumento interesante negaba la
multiplicidad basándose sobre la contradictoria conducta que manifiestan muchas cosas en
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conjunto, con respecto a cada una de ellas (o de sus partes). Por ejemplo, al caer muchos granos
hacen ruido, pero uno solo —o un trozo de grano— no lo hace. Sin embargo, si el testimonio de
la experiencia fuese verídico, no podrían darse tales contradicciones: un grano debería hacer
ruido —en la debida proporción— al igual que lo hacen muchos granos.

6. Platón

La segunda navegación o el descubrimiento de la metafísica: En la filosofía platónica existe un


punto fundamental, del que depende por completo el nuevo planteamiento de todos los
problemas de la filosofía y el nuevo clima espiritual que sirve de trasfondo a dichos problemas a
sus soluciones, como hemos señalado antes. Este punto consiste en el descubrimiento de la
existencia de una realidad suprasensible, es decir una, dimensión suprafísica del ser (de un
género de ser no físico), que ni siquiera había sido barruntada por la precedente filosofía de la
physis. Todos los filósofos naturalistas habían tratado de explicar los fenómenos apelando a
causas (le tipo físico y mecánico (agua, aire, tierra, fuego. calor, trío, condensación,
enrarecimiento, etc.).El propio Anaxágoras afirma Platón, que había aceptado la necesidad de
introducir una Inteligencia universal para llegar a explicar las cosas no supo aprovechar esta
intuición y siguió concediendo un peso preponderante a las causas físicas tradicionales. Sin
embargo. y éste es el fondo del problema las causas de carácter físico-mecánico, son las
verdaderas causas o no serán sino simples «con-causas», es decir, causas al servicio de otras
más elevadas, de nivel superior? La causa de lo que es físico y mecánico ¿no residirá quizás en
algo que no es físico y no es mecánico? Para responder a estos problemas, Platón emprendió lo
que él mismo denomina con una imagen simbólica una «segunda navegación». En la antigua
terminología marinera, se llamaba «segunda navegación» a la que se emprendía cuando al
desaparecer el viento y no sirviendo ya las velas, se apelaba a los remos. En la imagen platónica
la primera navegación simboliza el recorrido que realiza por la filosofía impulsada por el viento
de la filosofía naturalista. La «segunda navegación», en cambio, representa la aportación
personal de Platón, la navegación realizada gracias a sus propias fuerzas, es decir —metáforas
aparte— su contribución personal. La primera navegación había resultado básicamente
extraviada en su rumbo, porque los filósofos presocráticos no habían logrado explicar lo
sensible a través de lo sensible mismo. Por lo contrario, la «segunda navegación» halla una
nueva ruta que conduce al descubrimiento de lo suprasensible, esto es del ser inteligible. En la
primera navegación se permanece en una vinculación demasiado estrecha con los sentidos y lo
sensible, mientras que en la segunda navegación Platón intenta una radical liberación con
respecto a los sentidos y a lo sensible, y un desplazamiento decidido hacia el plano del puro
razonamiento y de lo que se puede captar con el intelecto y con la mente exclusivamente. Se lee
en el Fedón: «Tuve miedo de que mi alma quedase completamente ciega al mirar las cosas con
los ojos y al tratar de captarlas con cualquiera de los otros sentidos. Y por eso decidí que debía
refugiarme en los razonamientos (logo) y considerar mediante éstos la verdad de las cosas (...).
Me he internado en esta dirección y. en cada caso, tomando como base aquel razonamiento que
me parezca más sólido, juzgo verdadero lo que concuerda con él, tanto con respecto a las causas
como con respecto a las demás cosas, y lo que no concuerda lo juzgo no verdadero.» El sentido
de esta segunda navegación resulta particularmente claro, si tenernos en cuenta los ejemplos que
menciona el propio Platón. ¿Queremos explicar por qué es bella una cosa? Pues bien, para
explicar ese «porqué» el filósofo naturalista recurriría a elementos puramente físicos, como el
color, la figura, otros elementos de esta clase. Sin embargo —afirma Platón— éstos no son
verdaderas causas sino medios o con-causas. Por lo tanto, es preciso postular la existencia de
una causa superior, que por ser una verdadera causa será algo no sensible, sino inteligible. Se
trata de la idea o forma pura de lo bello en sí que —mediante su participación su presencia, su
comunidad o en todo caso, una cierta relación determinante— hace que las cosas empíricas sean
bellas, es decir, se realicen a través de la forma, del color de la proporción que por fuerza se
requieren para ser bellas. He aquí un segundo ejemplo, no menos elocuente: Sócrates se halla en
la cárcel, a la espera de ser condenado. ¿Por qué está en la cárcel? La explicación natural-
mecanicista sólo está en condiciones de afirmar lo siguiente: porque Sócrates tiene un cuerpo
que está formado por huesos y por nervios, músculos y articulaciones, que mediante la tensión y
el relajarse de los nervios puede moverse y poner en funcionamiento los miembros; debido a
ello, Sócrates habría movido las piernas, habría ido a la cárcel y se habría quedado allí. Ahora
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bien, es evidente lo inadecuado de tal explicación: no nos da, en realidad, el verdadero «por
qué», la razón por la que Sócrates se halla en la cárcel, sino que se limita a explicar el medio o
el instrumento que Sócrates se valió para caminar y para permanecer con su cuerpo en la cárcel.
La verdadera causa por la que Sócrates ha sido encarcelado no es de orden mecánico y material,
sino de orden superior, es un valor espiritual y moral: decidió aceptar el veredicto de los jueces
y someterse a las leyes de Atenas, juzgando que esto era el bien y lo conveniente. En
consecuencia, como resultado de dicha elección de carácter moral y espiritual. Sócrates ha
movido los músculos y las piernas, ha ido a la cárcel y se ha quedado allí. Podrían multiplicarse
indefinidamente los ejemplos de este tipo. Platón afirma expresamente que lo que dice se aplica
a todas las cosas. Esto significa que para que exista cualquier objeto físico, hay una causa
suprema y última que no es de carácter físico, sino de carácter metafísico, como se dirá
utilizando un término acuñado con posterioridad. La segunda navegación conduce, pues, a
reconocer la existencia de dos planos del ser: uno de ellos, fenoménico y visible, mientras que el
otro es invisible, metafenoménico, aprehensible sólo con la mente y, en consecuencia,
puramente inteligible. He aquí el texto mediante el cual Platón afirma con toda claridad este
hecho:
—Y acaso no es verdad que, mientras estas cosas mutables las puedes ver, tocar o percibir con
los otros sentidos corporales, en cambio aquellas otras que permanecen siempre idénticas no
hay otro medio para captarlas si no es mediante el puro razonamiento y la mente, porque estas
cosas son invisibles y no se pueden captar con la vista?
—Es muy cierto lo que dices, respondió.
-—Supongamos, por tanto, si quieres —agregó él— dos especies de seres: una especie sensibles
otra invisible.
—Supongámoslas, respondió.
—Y que la invisible permanezca siempre en la misma condición y que la visible nunca
permanezca en la misma condición.
—Supongamos esto también, dijo.
Sin ninguna duda, podemos afirmar que la segunda navegación platónica constituye una
conquista que señala al mismo tiempo la fundación y la etapa más importante (le la historia de
la metafísica. En realidad, todo el pensamiento quedará decisivamente condicionado por esta
distinción: ya sea en la medida en que se la acepte como es obvio, o en la medida en que no se
la acepte. En este último caso, tendrá que justificar de un modo polémico su no aceptación y
siempre quedará dialécticamente condicionado por dicha polémica. Con posterioridad a la
segunda navegación platónica —y sólo después de ella— se podrá hablar de material e
inmaterial, sensible y «suprasensible, empírico» y metaempíricos, físico y suprafísico. Y es a la
luz de tales categorías como los filósofos físicos precedentes resultan materialistas, y la
naturaleza y el cosmos dejan de ser la totalidad de las cosas que son, para limitarse a ser la
totalidad de las cosas que aparecen. El verdadero ser está constituido por la realidad inteligible.

Lo supraceleste o el mundo de las ideas: Estas causas de naturaleza no física, estas realidades
inteligibles, fueron denominadas por Platón con el nombre de «idea» y eidos, que quieren decir
«forma». Por lo tanto, las ideas de las que hablaba Platón no son simples conceptos, es decir,
representaciones puramente mentales (el término adquirirá este significado mucho más tarde),
sino que son entidades, substancias. Las ideas, pues, no son simples pensamientos, sino aquello
que piensa el pensamiento tina vez que se ha liberado de lo sensible, son el verdadero ser, el ser
por excelencia. En resumen: las ideas platónicas son las esencias de las cosas, esto es, aquello
que hace que cada cosa sea lo que es. Platón utilizó también el término «paradigma», para
indicar que las ideas constituyen un modelo permanente de cada cosa (lo que debe ser cada
cosa). Sin embargo las expresiones más famosas mediante las cuales Platón ha aludido a las
ideas son, sin duda alguna, las fórmulas «en sí» «por sí» e incluso «en sí y para sí» (lo bello en
sí, el bien en sí. etc.), que a menudo se han entendido erróneamente, al transformarse en objeto
de encarnizadas polémicas que comenzaron apenas Platón acuñó dichas nociones. En realidad,
tales expresiones indican el rasgo de no relatividad y de estabilidad: en una palabra, expresan el
carácter de absoluto. Afirmar que las ideas son «en sí y por sí» significa sostener que, por
ejemplo, lo bello o lo verdadero no son tales de un modo exclusivo con respecto al sujeto
individual (como pretendía Protágoras, por ejemplo), y que no son manipulables de un modo
arbitrario por el sujeto, sino que por lo contrario se imponen al sujeto de un modo absoluto.
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Afirmar que las ideas son «en sí y por sí» significa que no se dejan arrastrar por la vorágine del
devenir que arrastra las cosas sensibles: las cosas bellas sensibles se vuelven feas, pero esto no
implica que se vuelva fea la causa de lo bello, es decir, la idea de lo bello. En definitiva: las
verdaderas causas de todas las cosas sensibles son mutables por su propia naturaleza, no pueden
cambiar también ellas, o en tal caso no serían las verdaderas causas, no serían las razones
últimas y supremas. El conjunto de las ideas, con los rasgos que acabamos de describir, ha
pasado a la historia con el nombre de «hiperuranio» que se utiliza en el Fedro y que se ha vuelto
celebérrimo, si bien no siempre ha sido entendido de modo correcto. Platón escribe:
Este lugar supraceleste (hiperuranio) jamás ha sido cantado ni será cantado dignamente por los
poetas de aquí abajo. Es así empero, porque hay que tener el coraje de decir la verdad, sobre
todo cuando se habla de la verdad En realidad, la substancia (la realidad, el ser, es decir, las
ideas) es la que realmente es carente de color, sin figura e intangible, y que solo puede ser
contemplada por el timonel del alma, por el intelecto, y es el objeto propio del género de la
verdadera ciencia, que ocupa este lugar. Porque el pensamiento de un dios se nutre de intelecto
de ciencia pura, también el de toda alma que se proponga acoger todo aquello que le
corresponda una vez que ha atisbado el ser, se regocija por ello y al contemplar la verdad se
alimenta de estay se fortalece, hasta el momento en que la rotación circular la vuelve a conducir
al mismo punto. Durante esta evolución contempla la justicia en sí, contempla la sabiduría,
contempla la ciencia, no aquella que está vinculada el devenir, ni aquella que es mudable porque
se halla en los distintos objetos que llamamos entes, sino aquella que es realmente ciencia del
objeto que es realmente ser. Y después de haber contemplado del mismo modo las demás
entidades reales y de haberse saciado de ellas, se sumerge otra vez en el interior del cielo y
vuelve a casa.
Hay que advertir que lugar hiperuranio significa «lugar sobre el cielo» o «sobre el cosmos
físico» y. por tanto se trata de una representación mítica de una imagen que —si se entienden
adecuadamente— indican un lugar que no es en absoluto un lugar. En realidad, a continuación
las ideas se describen como poseedoras de rasgos que no tienen nada que ver con un lugar físico
(carecen de figura y de color, son intangibles, etc.). En consecuencia, lo supraceleste constituye
la imagen del mundo no espacial de lo inteligible (perteneciente al género del ser suprafísico).
Platón subraya con precisión que este lugar supraceleste y las ideas que en él se encuentran
«sólo son captados por la parte más elevada del alma», es decir, por la inteligencia y sólo por
ésta. En definitiva, lo supraceleste es la meta a la que conduce la segunda navegación. A modo
de conclusión, mediante su teoría (le las ideas Platón ha pretendido afirmar lo siguiente: lo
sensible sólo se explica apelando a la dimensión de lo suprasensible. y lo relativo exige recurrir
a lo absoluto, lo móvil a lo inmóvil, y lo corruptible a lo eterno.

La estructura del mundo ideal: Como ya hemos mencionado en diversas ocasiones, por lo
menos de forma implícita, el mundo de las ideas está constituido por una multiplicidad, en la
medida en que allí hay ideas de todas las cosas: ideas de valores estéticos, ideas de valores
morales, ideas de las diversas realidades corpóreas, ideas de los distintos entes geométricos y
matemáticos, etc. Al igual que el ser parmenidiano, esas ideas no han sido generadas son
incorruptibles, inmutable,. Ahora bien, la distinción entre los dos planos de ser —sensible e
inteligible— supera de forma definitiva la antítesis entre Heraclito y Parménides. El perpetuo
fluir con todos los rasgos que le son propios es lo característico del ser sensible; en cambio, la
inmutabilidad y todo lo que ella implica es lo propio del ser inteligible. No obstante quedan por
resolver los dos grandes problemas que había planteado el eleatismo y que los pluralistas no
habían sabido solucionar: cómo pueden existir los múltiples y cómo puede existir un «no ser».
Se trata de dos problemas conectados de un modo muy estrecho, porque poseen el mismo
fundamento, como se ha comprobado. Para poder formular su propia concepción de las ideas,
que implica una multiplicidad estructural. Platón se veía obligado a afrontar abiertamente y
resolver de manera clara ambos problemas. En el diálogo que lleva simbólicamente el título de
Parménides y que quizás sea el más difícil de todos los diálogos, Platón había puesto en crisis la
concepción de la unidad, tal como la entendían los eleáticos. Lo uno (o la unidad) no puede
pensarse de una manera absoluta, es decir, de una manera que excluya toda multiplicidad: lo
uno no existe sin los muchos, al igual que los muchos no pueden existir sin lo uno. Sin embargo,
es en el diálogo Sofista donde Platón brinda la solución a la posibilidad de la existencia de la
multiplicidad, gracias a la intervención de un personaje al que no se otorga un rostro y que
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recibe el nombre simbólico de «el Extranjero de Elea». Parménides tiene razón cuando afirma
que no existe el no-ser, entendido como la negación absoluta del ser; se equivoca, empero,
cuando cree que ésta es la única forma de no-ser. Existe el no-ser como diversidad o alteridad,
cosa ésta que los eleáticos no habían comprendido. Toda la idea, para ser aquella idea que es,
debe ser diferente a todas las demás, es decir, debe «no ser» todas las otras. Por ello, cada idea
tiene una determinada dosis de ser, pero un infinito no-ser, en el sentido de que precisamente
para ser la que es debe no ser todas las demás, como hemos visto. Por último, también se supera
a Parménides al admitir una quietud y un movimiento ideales en el mundo inteligible: cada idea
es de modo inmóvil ella misma; desde un punto de vista dinámico, sin embargo, constituye un
movimiento ideal hacia las demás ideas en la medida en que participa de otras o, por lo
contrario, excluye la participación de otras. De lo que hasta ahora llevamos dicho, se hace
evidente que Platón concebía su mundo de ideas como un sistema organizado y ordenado
jerárquicamente en el que las ideas inferiores implican las superiores, que va elevándose hasta
llegar hasta la Idea que se halla en el vértice de la jerarquía. Esta última Idea es condición de
todas las otras, pero no resulta condicionada por ninguna (lo incondicionado o lo absoluto). En
la República Platón se pronunció de manera expresa aunque parcial acerca de este principio
incondicionado que se halla en el vértice, afirmando que se trata de la Idea del Bien. Afirmó que
el Bien no es sólo el fundamento que convierte a las ideas en cognoscibles y a la mente en
cognoscente sino que produce el ser y la substancia. Más aún: «el Bien no es substancia o
esencia, sino que está por encima de la substancia, siendo superior a ésta en dignidad jerárquica
y en poder». En sus diálogos Platón no escribió nada más acerca de este principio
incondicionado y absoluto que está por encima del ser y del cual proceden todas las ideas.
Prefirió en cambio reservar lo que tenía que decir para expresarlo en el ámbito de la oralidad,
esto es, de sus lecciones, que precisamente llevaban el título Acerca del Bien. En el pasado se
consideraba que estas lecciones constituían la fase final del pensamiento platónico. Por lo
contrario, los estudios más recientes y profundos han demostrado que fueron profesadas de
forma paralela a la composición de los diálogos, como mínimo a partir de la época en que fue
redactada la Republica. Lo que exponemos a continuación es cuanto se ha logrado reconstruir
gracias a los relatos de sus discípulos. El principio supremo —que era denominado «Bien» en la
República— en las doctrinas no escritas recibía el nombre de Uno. Sin embargo, la diferencia
resulta perfectamente explicable porque, como veremos enseguida, el Uno reasume en sí mismo
al Bien, en la medida en que todo lo que produce el Uno es bien (el bien constituye el aspecto
funcional del Uno, como ha advertido con agudeza algún estudioso). Al Uno se contraponía un
segundo principio, igualmente originario pero de inferior rango, entendido como principio
indeterminado e ilimitado y como principio de multiplicidad. A este segundo principio se le
denominaba «Díada» o «Dualidad de grande-y-pequeño, ya que era un principio que tendía
simultáneamente a la infinita grandeza y a la pequeñez infinita y, por lo tanto, se le llamaba
también “Dualidad indefinida” (o indeterminada, o ilimitada). La totalidad de las ideas surge de
la cooperación entre estos dos principios originarios. El Uno actúa sobre la ilimitada
multiplicidad como principio limitante y de-terminante, es decir, como principio formal
(principio que da forma, en la medida en que determina y de-limita). Mientras tanto el principio
de la multiplicidad ilimitada sirve como substrato (como materia inteligible, para decirlo con
una terminología posterior). Todas y cada una de las ideas, en consecuencia, son una mezcla de
ambos principios (la delimitación de algo ilimitado). Además el Uno —en la medida en que de-
limita---- se manifiesta como Bien, porque la delimitación de lo ilimitado, que se configura
como una forma de unidad en la multiplicidad, es esencia, orden, es perfección, es valor. Así el
Uno a) es principio de ser (porque, como hemos visto, el ser —es decir, la esencia, la
substancia, la idea— nace precisamente gracias a la delimitación de lo ilimitado); b) es principio
de verdad y de cognoscibilidad, porque sólo aquello que está de-terminado resulta inteligible y
cognoscible; c) es principio de valor, porque la delimitación implica, como hemos constatado,
orden y perfección, es decir, positividad. Finalmente, «por lo que podemos concluir a través de
una serie de indicios, Platón definió la unidad como medida y, de modo aún más preciso, como
medida exactísima (H. Kramér). Dicha teoría, que resulta aseverada en especial por Aristóteles
y por sus comentaristas antiguos, recibe una amplia confirmación a través del diálogo Filebo y
revela una clara inspiración pitagórica. Es una traducción, en términos metafísicos, de lo que
puede considerarse como el rasgo más peculiar del espíritu griego, que en todas sus diversas
expresiones se ha manifestado como un poner límite a aquello que es ilimitado, como encontrar
70
el orden y la justa medida. Para comprender la estructura del mundo de las ideas de Platón
debemos agregar otros dos factores esenciales. La generación de las ideas a partir de los
principios (Uno y Díada) «no debe entenderse como si fuese un proceso de carácter temporal,
sino como una metáfora que ilustra un análisis de estructura ontológica; dicha metáfora se
propone permitir que el conocimiento, que se desarrolla de modo discursivo comprenda el
ordenamiento que caracteriza al ser procesal y atemporal» (H. Krámer). Por consiguiente,
cuando se afirma que antes se generan determinadas ideas y después otras, ello no significa
suponer una sucesión cronológica, sino una graduación jerárquica, es decir una anterioridad y
una posterioridad ontológicas. En este sentido, inmediatamente después de los principios vienen
las ideas más generales, como por ejemplo las cinco ideas supremas de las que se habla en el
diálogo Sofista (Ser, Quietud, Movimiento. Identidad, Diversidad) y otras similares (por
ejemplo: Igualdad, Desigualdad, Semejanza. Desemejanza. etc.). Platón colocaba quizás en el
mismo plano los llamados números ideales o ideas-números, arquetipos ideales que no hay que
confundir con los números matemáticos. Tales ideas son jerárquicamente superiores a las
demás, porque éstas participan de aquéllas (y por lo tanto, las suponen) y no al revés (por
ejemplo, la idea de hombre implica identidad e igualdad con respecto a sí misma, y diferencia y
desigualdad con respecto a las demás ideas: en cambio, ninguna de las ideas supremas
mencionadas antes implica la idea de hombre). La relación de las ideas-número con las otras
ideas era análoga: probablemente Platón consideraba que algunas ideas eran monódicas otras
diádicas, otras triádicas, y así sucesivamente, porque estaban ligadas con el uno, con el dos, con
el tres, etc., por su configuración interna o por el tipo de relación que mantienen con las demás
ideas. Sobre este punto, empero, nos hallamos muy mal informados.
En el escalón más bajo de la jerarquía del mundo inteligible se hallan los entes matemáticos, es
decir, los números y las figuras geométricas. Tales entes (a diferencia de los números ideales)
son múltiples (hay muchos unos, muchos doces, etc.; muchos triángulos, etc.), aunque sean
inteligibles. Más adelante, a partir de Filón de Alejandría y de Plotino, esta compleja esfera de
la realidad inteligible platónica recibió el nombre de «cosmos noético». En efecto, éste
constituye la totalidad del ser inteligible, es decir, de lo pensable en todas sus vinculaciones y
todas sus relaciones. En esto consistía exactamente lo que Platón, en el Fedro, llamaba «lugar
supraceleste» y también «llanura de la verdad», donde las almas acuden a contemplar.

Génesis y estructura del cosmos sensible: Desde el mundo sensible, a través de la segunda
navegación, nos hemos remontado hasta su verdadera causa, el mundo inteligible. Ahora, una
vez que se ha comprendido la estructura del mundo inteligible, se hace posible comprender
bastante mejor la génesis y la estructura del mundo sensible. Al igual que el mundo inteligible
procede del Uno, que actúa como principio formal, y de la Díada indeterminada que actúa como
principio material (inteligible), así el mundo físico procede de las ideas que actúan como
principio formal y de un principio material, sensible esta vez, es decir, de un principio ilimitado
e indeterminado de carácter físico. Sin embargo, mientras que en la esfera de lo inteligible el
Uno actúa sobre la Díada indeterminada sin necesidad de mediadores, porque ambos principios
son de naturaleza inteligible, no sucede lo mismo en la esfera de lo sensible. La materia o
receptáculo sensible —que Platón llama chora (especialidad)— sólo participa de lo inteligible
en cierto modo oscuro y se halla a la merced de un movimiento informe y caótico. ¿Cómo es
posible, entonces, que las ideas inteligibles actúen sobre el receptáculo sensible, y de este caos
nazca el cosmos sensible? La respuesta que ofrece Platón es la siguiente. Existe un Demiurgo,
esto es, un Dios hacedor, un Dios que piensa y que quiere (personal, por lo tanto), quien
tomando como modelo el mundo de las ideas ha plasmado la chora es decir, el receptáculo
sensible, de acuerdo con dicho modelo, y de esta manera ha generado el cosmos físico. Por
consiguiente, resulta muy claro el esquema al que apela Platón para explicar el mundo sensible:
hay un modelo (mundo ideal), hay una copia (el mundo sensible) y existe un Artífice que ha
hecho la copia, sirviéndose del modelo. El mundo de lo inteligible (el modelo) es eterno y el
Artífice (el intelecto) también es eterno. En cambio, el mundo sensible elaborado por el Artífice
es algo que ha nacido, es decir, algo que ha sido engendrado en el sentido estricto del término:
«Ha nacido —se lee en el Timeo— porque puede verse y tocarse y tiene un cuerpo, y tales cosas
son todas ellas sensibles, y las cosas sensibles (...) están sujetas a procesos de generación y son
engendradas.» Sin embargo, el Demiurgo, ¿por qué ha querido engendrar el mundo? La
respuesta platónica consiste en lo siguiente: el Artífice divino ha generado el mundo por bondad
71
y amor al bien. He aquí el texto que contiene la respuesta que durante siglos será considerada
como una de las cimas del pensamiento filosófico: Digamos, pues, por qué razón el Artífice
hizo la generación y este universo, Él era bueno yen alguien bueno jamás nace la envidia por
algo. Al estar exento de esta última, quiso que todas las cosas se pareciesen a él lo más posible.
Quien acepta como los hombres prudentes que ésta es la principal causa de la generación del
universo, la acepta con toda razón. Porque Dios, queriendo que todas las cosas fuese buenas y,
en lo posible, ninguna fuese mala, tomó todo aquello que siendo visible no se hallaba en estado
de quietud y se agitaba de manera desarreglada y desordenada, y lo redujo del desorden al
orden, juzgando que éste era mucho mejor que aquel. Ahora bien, al óptimo jamás le ha sido
lícito, ni le es lícito, hacer algo que no sea lo más bello. Discurriendo, pues, se encontró con que
entre las cosas naturalmente visibles, si se consideran en su integridad, ninguna que esté privada
de intelecto sería jamás más bella que una que posea intelecto, y que era imposible que algo
tuviese intelecto si carecía de alma. Con base en este razonamiento, colocando el intelecto en l
alma y el alma en el cuerpo, fabricó el universo, para que la obra realizada por él fuese la más
bella según la naturaleza y la mejor que fuese posible. Así, pues, un animal animado e
inteligente, engendrado por la providencia de Dios. En consecuencia, el Demiurgo hizo la obra
más bella posible, animado por el deseo del bien: el mal y lo negativo que sigue habiendo en
este mundo se deben al margen de irreductibilidad de la espacialidad caótica (es decir, de la
materia sensible) a lo inteligible, de lo irracional a Lo racional. El texto que acabamos de
transcribir pone de manifiesto que Platón concibe al mundo como algo vivo e inteligente. Ello
es una consecuencia del hecho que lo concibe como perfecto y del hecho de que juzga a lo
viviente y a lo inteligente como más perfecto que lo no viviente y lo no inteligente. Por lo tanto
el Demiurgo otorgó al mundo un alma y un intelecto perfectos, además de un cuerpo perfecto.
Creó así el alma del mundo (valiéndose de tres principios: la esencia, lo idéntico y lo diverso), y
en ese alma, el cuerpo del mundo. El mundo resulta ser, pues, una especie de dios visible, y
dioses visibles son asimismo las estrellas y los astros. Y dado que esta obra del Demiurgo se
halla perfectamente construida, no se halla sujeta a la corrupción. Por lo tanto el mundo ha
nacido, pero no perecerá. Hay que comentar todavía algo más. El mundo inteligible existe en la
dimensión de lo eterno, un «es» inmóvil, sin el «era» ni el «será». El mundo sensible, en
cambio, existe en la dimensión del tiempo. ¿Qué es, entonces, el tiempo? La respuesta de Platón
es que el tiempo consiste en la imagen móvil de lo eterno, una especie del desarrollo del «es» a
través del «era» y del «será». Este desarrollo implica, de forma estructural, generación y
movimiento. El tiempo, pues, ha nacido junto con el cielo, es decir, con la generación del
cosmos. Esto significa que antes de la generación del mundo no existía el tiempo y que éste se
inició junto con el mundo. De este modo, el mundo sensible se convierte en cosmos, orden
perfecto, porque simboliza el triunfo de lo inteligible sobre la necesidad ciega de la materia,
gracias a la inteligencia del Demiurgo: «Dios, después de haber llevado a cabo con exactitud
estas cosas en todas partes, hasta donde lo permitía la naturaleza de la necesidad (es decir, de la
materia) espontánea o inducida, colocó por doquiera proporción y armonía.» Platón lleva hasta
sus últimas consecuencias la antigua concepción pitagórica del cosmos.

7. Aristóteles

REALE. ANTISERI. Historia del pensamiento filosófico y científico. Barcelona. Herder.


1995

El ser y sus significados

Como hemos visto antes, Aristóteles nos ofrece en clave ontológica la segunda definición de
metafísica: «Hay una ciencia que considera el ser en cuanto ser y las propiedades que le
corresponden en cuanto ser. No se identifica con ninguna de las ciencias particulares. Ninguna
de las demás ciencias considera el ser en cuanto ser universal, sino que después de haber
delimitado una de sus partes cada ciencia estudia las características de dicha parte.» La
metafísica, pues, considera el ser entero, mientras que las ciencias particulares Únicamente
consideran partes de él. La metafísica quiere llegar hasta las causas primeras del ser en cuanto
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ser, al «porqué» que da razón de la realidad en su totalidad. Las ciencias particulares se detienen
en las causas particulares, en sectores particulares de la realidad. ¿Qué es el ser? Parménides y
los eleáticos lo habían entendido como algo unívoco. Y la univocidad implica también la
unicidad. Platón llevó a cabo un gran avance al introducir el concepto de «no-ser» como
distinto, que permitía justificar la multiplicidad de los seres inteligibles. Platón, sin embargo, no
se había atrevido a dar entrada en la esfera del ser al mundo sensible, que prefirió calificar de
«intermedio» (metaxy) entre el ser y el no ser (porque deviene). Ahora Aristóteles introduce su
gran reforma, que comporta una total superación de la ontología eleática: el ser posee múltiples
significados y no uno solo. Todo lo que no sea pura nada pertenece con justo motivo a la esfera
del ser, tanto si se trata de una realidad sensible como si se trata de una realidad inteligible. La
multiplicidad y diversidad de significados del ser no implica una pura homonimia, porque todos
y cada uno de los significados del ser comportan una referencia común a una unidad, es decir,
una estructural referencia a la substancia. Por tanto el ser es substancia, o un accidente de la
substancia, o una actividad de la substancia: siempre y en todos los casos, es algo que se
relaciona con la substancia. Aristóteles quiso efectuar una enumeración que abarcase todos los
posibles significados del ser y distinguió así cuatro grupos fundamentales de significados: 1) el
ser como categorías (o ser por sí); 2) el ser como acto y potencia; 3) el ser como accidente; 4) el
ser como verdadero (y el no ser como falso).

1) Las categorías representan el grupo principal de significados del ser. Constituyen las
divisiones del ser originarias o, como dice también Aristóteles, los supremos géneros del ser.
Esta es la lista de las categorías:
1. Substancia o esencia
2. Cualidad
3. Cantidad
4. Relación
5. Acción o actuar
6. Pasión o padecer
7. Dónde o lugar
8. Cuándo o tiempo
9. Tener, llevar
10. Estar
Hemos colocado entre paréntesis las dos últimas, porque Aristóteles las menciona en
contadísimas ocasiones (quizás quiso llegar al número diez en honor de la década pitagórica; en
la mayoría de los casos, sólo se refiere a ocho categorías). Hay que advertir que, a pesar de que
se trata de significados originarios, únicamente la primera categoría posee una substancia
autónoma, mientras que todas las demás presuponen a aquélla y se fundamentan en su ser (la
cualidad y la cantidad se dicen siempre de una substancia, las relaciones se dan entre
substancias, y así sucesivamente).

2) El segundo grupo de significados, relativos a la potencia y el acto, es también muy


importante. Se trata de significados originarios, que no se pueden definir haciendo referencia a
otros elementos, sino exclusivamente en una recíproca relación entre ambos, ilustrada mediante
ejemplos. Existe una gran diferencia entre un ciego y alguien que tenga los ojos sanos, pero
cerrados: el primero no es vidente, mientras que el segundo sí lo es. Es vidente en potencia pero
no en acto: sólo cuando abre los ojos llega a serlo en acto. Decimos de un trigal recién plantado
que es trigo en potencia, mientras que de la espiga madura decimos que es trigo en acto. Esta
distinción desempeña un papel esencial en el sistema aristotélico, solucionando diferentes
aporías en diversos ámbitos. La potencia y el acto—cosa que hay que tener muy en cuenta— se

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dan en todas las categorías (pueden hallarse en potencia o en acto una substancia, una cualidad,
etc.).

3) El ser accidental es el ser casual y fortuito (aquello que ocurre). Se trata de un modo de ser
que depende de otro ser y que además no está vinculado con éste de una manera esencial (por
ejemplo, ocurre simplemente, que, en este momento, yo esté sentado, o pálido, etc.). Es un tipo
de ser, por tanto, que no siempre es ni lo es en la mayoría de los casos, sino que es a veces,
casualmente.

4) El ser como verdadero es aquel tipo de ser característico de la mente humana, que piensa las
cosas y sabe unirlas tal como están unidas en la realidad o separarlas tal como están separadas
en la realidad. El ser falso, o mejor dicho, el no-ser falso aparece cuando la mente une lo que no
está unido, o separa lo que está unido en la realidad.
La lógica se encarga de estudiar este último tipo de ser. Con respecto al ser accidental, no existe
ciencia alguna, porque la ciencia no versa sobre lo fortuito, sino sobre lo necesario. La
metafísica estudia sobre todo los dos primeros grupos de significados. Como se ha podido
apreciar, todos los significados del ser giran en torno al significado central de substancia y, en
consecuencia, la metafísica se ocupará de ella en especial: Verdaderamente, lo que desde los
tiempos antiguos, tanto antes como ahora, y siempre, constituye el eterno objeto de búsqueda o
el eterno problema: ¿qué es el ser?”, equivale a esto otro: ¿qué es la substancia?; por eso
también nosotros, principal, fundamental y únicamente, por así decirlo, debemos examinar qué
es el ser entendido en este significado.»

La problemática relacionada con la substancia

Si se tiene en cuenta lo que acaba de manifestarse, es lógico que Aristóteles defina la metafísica
como una teoría de la substancia. También esto explica por qué la problemática de la substancia
es la más compleja y la más ardua, dado que dicha noción es el eje en torno al cual giran los
demás significados del ser. Aristóteles considera que son dos los principales problemas relativos
a la substancia: 1) ¿Qué substancias existen? ¿Existen sólo substancias sensibles (como
sostienen algunos filósofos) o también hay substancias suprasensibles (como afirman otros
filósofos)? 2) ¿Qué es la substancia en general, es decir, qué debe entenderse cuando se habla de
substancia en general? El problema decisivo al que hay que responder es el enunciado en primer
término. Sin embargo, es preciso comenzar por responder antes al segundo, porque «todos
admiten que algunas cosas sensibles son substancias» y porque resulta metodológicamente
oportuno «comenzar por aquello que para nosotros es más evidente» (y que todos admiten),
avanzando luego hacia aquello que a los hombres nos resulta menos evidente (aunque en sí y
por sí, por su propia naturaleza, sea más cognoscible). ¿Qué es entonces la substancia en
general? 1) Los naturalistas afirman que el principio substancial reside en los elementos
materiales; 2) los platónicos lo atribuyen a la Forma; 3) en cambio, a los hombres corrientes les
parece que son substancias el individuo y la cosa concreta, hechos al mismo tiempo de forma y
de material. ¿Quién está en lo cierto? Según Aristóteles, tienen razón todos y ninguno, al mismo
tiempo, dado que estas respuestas —por separado— resultan parciales, unilaterales. En
conjunto, por lo contrario, configuran la verdad.

1) La materia (hyle) es, sin duda, un principio constitutivo de las realidades sensibles, porque
sirve como substrato de la forma (la madera es el substrato de la forma del mueble, la cerámica
es el substrato del jarrón, etc.). Si eliminásemos la materia, eliminaríamos todas las cosas
sensibles. No obstante, la materia por sí misma es potencialidad indeterminada y únicamente

74
puede actualizarse y transformarse en algo determinado si recibe tal determinación mediante
una forma. La materia, pues, sólo impropiamente es substancia.

2) La forma, en cambio, en la medida en que es el principio que determina, actualiza, realiza la


materia, constituye aquello que es cada cosa —su esencia—y por lo tanto es substancia de pleno
derecho (Aristóteles utiliza la expresión «lo que es» o «lo que era el ser». No se trata, sin
embargo, de la forma tal como la entendía Platón (la forma supraceleste transcendente), sino de
una forma que es el elemento constitutivo intrínseco de la cosa misma (es una forma-en-la-
materia).

3) También el compuesto de materia y forma, que Aristóteles denomina synolon (que significa
precisamente el conjunto o el todo constituido por la materia y la forma) es substancia de pleno
derecho, ya que reúne la substancialidad del principio material y del principio formal.

Por todo ello, alguno ha querido afirmar que substancia primera, en sentido estricto, son el
compuesto y el individuo, y que la forma es una substancia segunda. Estas afirmaciones, que
aparecen en las Categorías, son negadas por la Metafísica, donde se dice expresamente: «Llamo
forma a la esencia de cada cosa y a la substancia primera.»
Por lo demás, el hecho de que Aristóteles en ciertos textos parezca indicar que el individuo y el
compuesto concreto son la substancia por excelencia, mientras que en otros textos se considere
que la forma es la substancia por excelencia, sólo constituye una aparente contradicción. En
Acto y potencia efecto, según el punto de vista en que uno se sitúe, cabe responder de un modo
o de otro. Desde un punto de vista empírico, que se limite a constatar los hechos, es evidente
que el compuesto o el individuo concreto parece ser la substancia por excelencia. En cambio, no
sucede lo mismo desde el punto de vista estrictamente teórico y metafísico: la forma es
principio, causa y razón de ser —esto es, fundamento— y en relación con ella, el compuesto es
principiado, causado y fundado. En este sentido estricto, la forma es la substancia por
excelencia y con la más elevada justificación. En conclusión, quoad nos, lo concreto es la
substancia por excelencia; en sí misma y por naturaleza, la substancia por excelencia es la
forma. Por otro lado, si el compuesto agotase el concepto de substancia en cuanto tal, no sería
pensable como substancia nada que no fuese compuesto. Así, Dios —y, en general, lo
inmaterial y lo suprasensible— no podrían ser substancia. Por consiguiente, el problema de su
existencia quedaría prejuzgado desde un principio. Para finalizar, debemos decir que de este
modo el sentido del ser se halla plenamente determinado. El ser, en su significado más fuerte, es
la substancia. Esta, en un sentido (impropio) es materia, en un segundo sentido (más apropiado)
es compuesto y en un tercer sentido (y por excelencia) es forma. Por lo tanto, la materia es ser;
el compuesto es ser, en un grado mayor, y la forma es ser, en el sentido más elevado del
término. Se comprende así por qué Aristóteles calificó la forma de «causa primera del ser»
(precisamente en la medida en que informa la materia y da fundamento al compuesto).

La substancia, el acto, la potencia

Las doctrinas expuestas deben ser complementadas con algunas puntualizaciones en relación
con la potencia y el acto referidos a la substancia. La materia es potencia, potencialidad, en el
sentido de que es una capacidad de asumir o de recibir la forma. El bronce es potencia de la
estatua, porque es una capacidad efectiva de recibir y de asumir la forma de la estatua. La
madera es potencia de los diversos objetos que se pueden fabricar con madera, porque es una
capacidad concreta de asumir las formas de esos diferentes objetos. La forma, en cambio, se
configura como acto o actualización de esa capacidad. El compuesto de materia y forma, si se

75
considera en cuanto tal, será predominantemente acto; si se considera en su forma, será sin duda
acto o entelequia; si se considera en su materialidad, en cambio, será mezcla de potencia y acto.
Por consiguiente, todas las cosas que poseen materia siempre tienen en cuanto tales mayor o
menor potencialidad. Por lo contrario, los seres inmateriales—las formas puras— son puro acto
y están exentos de potencialidad. Aristóteles, como ya hemos mencionado, también concede al
acto el nombre de «entelequia», que significa realización, perfección actualizante o actualizada.
El alma, en tanto que esencia y forma del cuerpo, es acto y entelequia del cuerpo (como
veremos con más detenimiento dentro de poco); en general, todas las formas de las substancias
sensibles son acto y entelequia. Por su parte, Dios es pura entelequia (al igual que las demás
inteligencias motoras de las esferas celestes). El acto, sigue diciendo Aristóteles, posee absoluta
prioridad y superioridad sobre la potencia. Esta no se puede conocer, en cuanto tal, si no se lo
relaciona con el acto del cual es potencia. Además, el acto —que es forma— es condición,
regla, fin y objetivo de la potencialidad (la realización de la potencialidad siempre tiene lugar
mediante la forma). Por último, el acto es ontológicamente superior a la potencia. porque
constituye el modo de ser de las substancias eternas.

Esquema sobre la doctrina de materia y forma

Analizando los entes físicos, sujeto al devenir, al cambio, se advierte que tienen que tener por lo
menos dos principios constitutivos, que den razón del cambio y de su estructura uno de lo
principios debe dar razón del devenir (hay algo que cambia). El otro debo explicar la
permanecía (o permanece)
En los cambios accidentales permanece la sustancia pero en los cambios sustanciales, cuando
una sustancia se transforma en otra, es decir que se da el paso del ser al ser, evidente hay algo
que posibilita ese cambio, hay algo que sirve de puente justamente porque permanece a pesar de
la transformación de la sustancia
Si no permaneciese nada, habrá aniquilación y creación pero no cambio. Si se quema un trozo
de madera esta se transforma en ceniza. Algo permaneció, algo que nos muestra el cambio, sino
habría aniquilación de la madera y creación de la ceniza.
Para explicar el devenir, el cambio, se necesitan, en el seno del ente, dos principios constitutivos
el que permanece y el que es sustituido. Las sustancias surgen de algo subyacente de algo se
hace de algo. Ese “de lo que”, es materia. Es lo que permanece a través de lo cambios
sustanciales. Es aquello de lo cual las sustancias están hechas.
Pero lo que determina a la sustancia a ser esto o aquello, no es la materia. Lo que la designa
como tal es la FORMA
Todas las sustancias empíricamente dadas están compuestas do materia y forma. No pueden ser
sin estos dos principios constitutivos. Las substancias sensibles no se dan sin materia. En cierto
sentido pues, la materia substancia. Es substancia pero no es LA SUBSTAMCIA
La materia es en y por la sustancia de la que forma parte, jamás se encuentra materia sola, está
siempre determinada y esa determinación lo viene de la forma. La forma sola tampoco es la
sustancia. Sustancia es el compuesto de materia y forma. ¿Y de cuál de estos principios le viene
a la sustancia su determinación?
DE LA FORMA. Cuando se presunta por la esencia se contesta con materia y forma, pero lo
que determina es la forma. Ej. Esencia de hombre: animal (materia) racional (forma). Lo que,
determina al hombre a ser hombre, es la racionalidad. La forma hace que la materia presente.
FUNCIÓN DE LA FORMA: hacer que el ente sea lo que él es. Así le otorga toda su realidad.
Hablamos de ENTE, es decir, sustancia
La forma de da a la sustancia toda su realidad porque SER para los griegos es SER LO QUE SE
ES.
Por lo dicho, es Aristóteles la sustancia (ousía) tiene un triple valor. Es decir que la realidad es
abordada en sucesivos grados de profundización en sus principios constitutivos:

76
1. Primera Substancia: pregunta por el ser ¿Qué son las cosas?: ESTO QUE ES ALGO
(composición materia-forma)

2. Segunda Substancia: ¿qué es la sustancia? ¿QUÉ ES ESTO? la "esencia", dice lo que es la


sustancia. La esencia: es la inteligibilidad de la sustancia.

3. Tercera Substancia: LO QUE HACE QUE ESTO SEA LO QUE ES. Forma: principio
constitutivo de la sustancia

Aristóteles distingue dos tipos de materia:

Materia segunda: la que ya tiene alguna determinación. Ej.1a madera en el banco. La madera
con que está hecho el banco es la materia de1 mismo pero ya tiene la forma o determinación de
madera Es materia conformada.

Materia primera: que subyace a todos los cambios sustanciales. La que es pura
indeterminación, la que es toda posibilidad y no tiene ninguna forma sino que es capacidad de
ser todas las formas. Es de la que se dice: “no es algo”, es pura potencia. Esta materia primera
representa ese sustrato siempre presente, eterno, ya que no es posible desde la perspectiva
griega la creación.
Igualmente habla do dos tipos de forma: Forma sustancial: la que determina a la sustancia a ser
lo que ella es. Forma accidental: la que determina al accidente a ser lo que él es.

Naturaleza de la sustancia: dos aspectos fundamentales

I. Es el sujeto o substrato: en el que se asignan los accidentes, sustancia, es lo que está debajo

II. Subsistente: ser en sí mismo, la sustancia es aquella realidad a cuya esencia o naturaleza le
compete ser en sí, no en otro sujeto.

En esta definición hay que explicar por qué se dice “a cuya esencia o naturaleza le compete”, y
no de modo más directo, sustancia es un ente que es en sí. Corno vimos al hablar del ente, éste
se contrae a modos especiales de ser en virtud de la esencia, que justamente marca el modo en
que una cosa es. Así, alguien es hombre gracias a la esencia humana, que le confiere un modo
de ser específico, distinto del de otras cosas, y por el que es un sujeto capaz de subsistir (una
sustancia). En cambio, los accidentes siempre se encuentran en otro; por ejemplo, es de la
misma esencia del color inherir en algo, modificándolo, y por eso no existe la blancura
separada, sino una pared, un coche, un vestido.., blancos. No es, pues, propiamente en virtud del
acto de ser, sino de la esencia, por lo que algo es sustancia y no accidente; y por eso en la
definición de sustancia ha de intervenir la esencia, que es el principio diversificador del ser.
Se entiende entonces, por qué el término esencia se utiliza a veces como equivalente de
sustancia. La esencia determina un modo de ser al que compete subsistir; y sustancia no es más
que ese modo de ser subsistiendo. Sin embarga esencia y sustancia no son perfectamente
sinónimos: ambos se refieren a la misma realidad, pero esencia la designa más bien en cuanto
se constituye un modo de ser o y concreto, por el que el ente se incluye en una especie
(hombre, perro; caballo) mientras que con el término sustancia, se quiere recalcar que recibe el
ser como propio (subsiste) y que es sustrato para los accidentes.
Aristóteles estableció la distinción entre el significado real (sustancia primera) y el significado
lógico (sustancia segunda). Sustancias primeras son cada una de las que existen en la realidad,
en los existentes singulares; la sustancia de este caballo, de este niño, de aquel cedro, o, más
general, de «este algo». Sustancia segunda es la consideración universal o abstracta de la
esencia de una sustancia primera; por ejemplo, podemos hablar en general de la sustancia
«águila», «hombre» «sodio» o «carbono»; este significado se basa en el hecho de que, por su
esencia, la sustancia primera no solo es capaz de subsistir, sino que también se coloca dentro de
una especie.

77
Características de la física aristotélica

Para Aristóteles, la segunda ciencia teórica es la física o filosofía segunda, cuyo objeto de
investigación consiste en la substancia sensible (que es segunda con respecto a la suprasensible,
primera), intrínsecamente caracterizada por el movimiento, a diferencia de la metafísica, que
tenía por objeto la substancia inmóvil. La palabra «física» quizás pueda provocar que el lector
moderno se llame a engaño. Para nosotros, la física se identifica con la ciencia de la naturaleza
en el sentido de Galileo, es decir, interpretada cuantitativamente. En cambio para Aristóteles la
física es la ciencia de las formas y de las esencias. Comparada con la física moderna, la
aristotélica resulta una ontología o una metafísica de lo sensible, más que una ciencia positiva.
Por lo tanto, no habrá de sorprendernos el hecho de que en los libros de la Física se hallen
numerosas consideraciones de carácter metafísico, dado que los ámbitos de las dos ciencias se
comunican estructuralmente entre sí. Lo suprasensible es causa y razón de lo sensible, y tanto la
indagación metafísica como la indagación física (aunque con un sentido distinto) acaban en lo
suprasensible. Más aún: el método de estudio que se aplica a ambas ciencias es idéntico o, por
lo menos, afín.

Teoría del movimiento

Si la física es la teoría de la substancia en movimiento, se hace evidente que la explicación de


ese movimiento constituirá su parte principal. Sabemos ya cómo es que el movimiento se
convirtió en problema filosófico, después de haber sido negado como apariencia ilusoria por los
eleáticos. También sabemos que, desde la época de los pluralistas, el movimiento se transformó
en una noción recuperada y, en parte, justificada. Nadie, sin embargo, y ni siquiera Platón, había
sabido establecer en qué consistía su esencia y su estatuto ontológico. Los eleáticos habían
negado el devenir y el movimiento porque —de acuerdo con las tesis de fondo que aquéllos
mantenían— suponían un no-ser, en el sentido antes mencionado. Aristóteles llega a la solución
de la aporía con toda brillantez. Gracias a la metafísica sabemos que el ser posee muchos
significados y que un grupo de estos significados se halla determinado por la pareja «ser en
potencia» y «ser en acto». Comparado con el ser en acto, puede llamar- se no-ser al ser en
potencia o, más exactamente, no ser en acto. Como es evidente, se trata de un no-ser relativo,
dado que la potencia es real, porque es capacidad real y posibilidad efectiva de llegar al acto.
Ahora bien, el movimiento o el cambio en general consisten, precisamente, en pasar desde el ser
en potencia hasta el ser en acto (el movimiento es «el acto o la actualización de lo que es en
potencia en cuanto tal», afirma Aristóteles). Así, el movimiento no supone en absoluto el no-ser
como una nada, sino el no-ser como potencia, lo cual es una forma de ser, se desarrolla en el
cauce del ser y constituye un paso desde el ser (potencial) hasta el ser (actualizado). No
obstante, Aristóteles agrega otros razonamientos en torno al movimiento y llega a establecer
cuáles son todas las formas posibles de movimiento y cuál es su estructura ontológica.
Volvamos, otra vez, a la distinción originaria entre los diversos significados del ser. Hemos
visto que la potencia y el acto se refieren a las diversas categorías y no sólo a la primera. Por
consiguiente, también el movimiento, que es un paso desde la potencia al acto, se referirá a las
diversas categorías. Por ello, de la lista de las categorías cabe deducir las diversas formas de
cambio. Considérense en particular las categorías de 1) substancia, 2) cualidad. 3) cantidad y 4)
lugar.
1) El cambio según la substancia es la generación y la corrupción.
2) El cambio según la cualidad es la alteración.
3) El cambio según la cantidad es el aumento y la disminución.
4) El cambio según el lugar es la traslación.

«Cambio» es un término genérico que se adecua a estas cuatro situaciones; «movimiento», por
lo contrario, es una palabra que designa genéricamente las últimas tres y, de modo específico, la
última.
En todas sus formas, el devenir supone un substrato (el ser potencial), que pasa desde un
término hasta su opuesto: en el primer caso, desde un término hasta su contradictorio, y en los
otros tres, desde un término hasta su contrario. La generación consiste en que la materia asuma
78
una forma, mientras que la corrupción es una pérdida de la forma. La alteración es una mutación
de la cualidad, y el aumento y la disminución consisten en pasar desde lo pequeño hasta lo
grande, y viceversa; el movimiento local es el paso desde un punto hasta otro punto. Sólo los
compuestos (los sinolos) de materia y forma pueden cambiar, porque sólo la materia implica
potencialidad: la estructura hilemórfica (integrada por materia y forma) de la realidad sensible,
que necesariamente implica materia —y por tanto potencialidad— es la raíz de todo
movimiento.

El espacio, el tiempo, lo infinito

Las nociones de espacio y tiempo se hallan vinculadas con esta concepción del movimiento.

1) Los objetos son y se mueven no en el no-ser (que no es), sino en un «donde», en un lugar,
que tiene que ser algo. Además, según Aristóteles, existe un lugar natural hacia el que cada
elemento parece tender por su propia naturaleza: el fuego y el aire tienden hacia la altura, y la
tierra y el agua hacia abajo. Alto y bajo no son algo relativo, sino determinaciones naturales.
Entonces, ¿qué es el lugar? Aristóteles efectúa una primera caracterización del fenómeno,
distinguiendo entre el lugar que es común a muchas cosas, y el lugar que es propio de cada
objeto: «El lugar, por una parte, es aquel sitio común en el que están todos los cuerpos; por otra,
es el sitio particular en el que, de manera inmediata, está un cuerpo (...), y si el lugar es aquello
que contiene de manera inmediata a cada cuerpo, será entonces un cierto límite.»
Posteriormente Aristóteles precisa lo siguiente: «El lugar es lo que contiene aquel objeto del
cual es lugar y que no es nada de la cosa misma que ese objeto contiene.» Uniendo las dos
descripciones, el lugar será «el límite del cuerpo continente, en cuanto se halla contiguo al
contenido». Por último Aristóteles manifiesta que no hay que confundir el lugar con el
recipiente. El primero es inmóvil, mientras que el segundo es móvil. En cierto sentido, cabe
decir que el lugar es el recipiente inmóvil, mientras que el recipiente es un lugar móvil: «Y al
igual que el vaso es un lugar transportable, así también el lugar es un vaso que no se puede
transportar. Por eso, cuando una cosa que está dentro de otra, se mueve y se cambia en una cosa
movida —como un barquichuelo en un río— ésta se sirve de lo que contiene como de un vaso,
más bien que de un lugar. El lugar, por lo contrario, ha de ser inmóvil: por ello el río entero es
lugar, porque lo entero es inmóvil. El lugar, pues, es el primer límite inmóvil del continente.»
Esta definición se hizo muy famosa y los filósofos medievales la fijaron en la fórmula siguiente:
terminus continentis immobilis primus. De acuerdo con esta concepción del espacio, el
movimiento general del cielo sólo será posible en sentido circular, es decir, sobre sí mismo. El
vacío resulta impensable. De hecho, si se entiende como proponían los filósofos anteriores, en
cuanto lugar en el que no hay nada, representa una contradicción flagrante con respecto a la
definición que acabamos de ofrecer.

2) ¿Qué es el tiempo, esa misteriosa realidad que parece huir continuamente, dado que en él
«algunas partes han sido, otras van a ser, pero ninguna es»? Aristóteles, para resolver la
cuestión, apela al movimiento y al alma. El tiempo se halla estrechamente conectado con el
movimiento, como consecuencia de que, cuando no percibimos movimiento o cambio, tampoco
percibimos el tiempo. Ahora bien, la continuidad es una característica del tiempo, en sentido
general. En lo que es continuo se distinguen el «antes» y el «después», y el tiempo se halla
íntimamente vinculado a esta distinción entre antes y después. Escribe Aristóteles: «Cuando
hemos determinado el movimiento mediante la distinción del antes y el después, también
conocemos el tiempo y entonces decimos que el tiempo realiza su recorrido, cuando percibimos
el antes y el después en el movimiento.» De aquí procede la célebre definición: «el tiempo es el
número del movimiento según el antes y el después.» Ahora bien, la percepción del antes y el
después —y a través de ella, el número del movimiento— supone necesariamente el alma:
«Cuando pensamos los extremos como algo distinto del medio, y el alma nos sugiere que los
instantes son dos —el antes y el después— entonces nosotros decimos que entre estos instantes
existe un tiempo, puesto que el tiempo parece ser aquello que está determinado por el instante y
éste permanece como fundamento.» Si el alma es el principio espiritual numerador y condición,
por tanto, de la distinción entre el número y lo numerado, entonces el alma se convierte en
conditio sine qua non del tiempo mismo, y se comprende perfectamente la aporía que plantea
79
Aristóteles en este texto de enorme importancia histórica: «Cabria dudar si el tiempo existe o
no, sin la existencia del alma. Si no se admite la existencia del numerador, tampoco habrá
número. El número es lo que ha sido numerado o lo numerable. Pero si es cierto que en la
naturaleza de las cosas sólo el alma o el intelecto que hay en el alma poseen la capacidad de
numerar, resulta imposible la existencia del tiempo sin la del alma.» Este pensamiento
constituye una notable anticipación de la perspectiva agustiniana y de las concepciones
espiritualistas de esa época, que sólo en época reciente ha suscitado la atención que merecía.

3) Aristóteles niega que exista un infinito en acto. Y cuando habla de infinito, entiende sobre
todo un cuerpo infinito, de modo que los argumentos que aduce en contra de la existencia de un
infinito en acto se dirigen en realidad contra la existencia de un cuerpo infinito. Lo infinito sólo
existe como potencia o en potencia. Por ejemplo, el número es un infinito en potencia, porque a
cualquier número es posible añadirle siempre otro número, sin llegar jamás a un límite extremo
más allá del cual no se pueda avanzar. También el espacio es un infinito en potencia, porque es
divisible hasta lo infinito, en la medida en que el resultado de la división es siempre una
magnitud que, como tal, cabe seguir dividiendo. Por último, el tiempo es también un infinito
potencial: no puede existir todo a la vez en acto, pero se desarrolla y crece sin fin. Aristóteles no
vislumbró, ni siquiera de lejos, la idea de que lo infinito fuese una noción inmaterial,
precisamente porque él enlazaba lo infinito con la categoría de la cantidad, que sólo es válida en
el orden sensible. Es explicable, asimismo, que acabase por sancionar de modo definitivo la idea
pitagórica —y, en general, propia de casi toda la cultura griega— según la cual lo finito es
perfecto y lo infinito, imperfecto.

Esquema sobre la doctrina de la Causas

Se conoce cuando se sabe la causa (Analíticos posteriores).Ya que lo que se mueve es movido
por otro y todo lo que es tiene una causa (física) será necesario señalar que y cuáles son las
causas de lo real. Para Aristóteles, en el plano ontológico, las causas dan verdaderamente el ser.
Recordemos que ser es ser lo que se es. Tomamos un texto del Libro A de la Metafísica 3,983 a
26-33, donde reafirma lo dicho en la Física sobre las causas: “Las caucas se dicen en cuatro
sentidos, en un primer sentido llamamos causa a la forma. En otro sentido entendemos la
materia, el sustrato. En un tercer sentido entendemos por causa el origen del movimiento, en un
cuarto, que se opone al anterior, causa significa causa final o el bien (pues el bien es lo que está
al final del movimiento y de toda generación.”
La primera causa mencionada es la FORMA: es aquello por lo que cada cosa tiene el ser lo que
ella es La MATERIA es relativa a la forma. Designa los materiales de una cosa. Es lo
determinable por la forma. Esta la determina a ser materia de esto o de aquello.
La causa eficiente es la causa del movimiento, del paso de la potencia al acto. Explica el
movimiento y ayuda a llegar al Motor Inmóvil, ya que lo que se mueve es movido por otro y no
podemos remontarnos al infinito en el orden de las causas sino que debemos arribar a una
primera que de razón del movimiento de 1as siguiente.
No es causa eficiente infinita porque mundo es eterno. Es causa del movimiento y de la
mutación. Sólo tienen causa eficiente lo seres sujetos a cambio: generación y corrupción.
La causa final se menciona como opuesta la eficiente debido a que esta como palo
de1comienzo del movimiento y ayuda a llegar al motor Inmóvil. La causa eficiente sería punto
de partida y la causa final punto de llegada. Influjo sobre el agente determinando el sentido de
su acción. Todo movimiento se hace con vista a un fin. Es el término al que tiende toda acción

Causa eficiente: la que con acción produce algo.


Causa material: de lo que se hace algo.
Causa formal: por lo que ese algo queda determinado a ser tal o cual cosa.
Causa final: con vistas a lo cual se produce el cambio.

Lo que deviene posee una causa EFICIENTE que es el punto de partida del devenir.
Lo que deviene, deviene algo (punto de llegada) FORNA.
Deviene de algo que es su potencia MATERIA
80
Deviene con vistas hacia algo: causa FINAL
De la cuatro causa, dos son intrínsecas a la sustancia: materia y forma. Y las otras dos son
extrínseca causa eficiente y final.
Materia es el sujeto indeterminado y virtual de todas las determinaciones
Forma es la sola razón y causa que realiza esas determinaciones.
La causa eficiente se reduce a la causa formal es acto y el acto es forma.

El principio dinámico del movimiento es la forma que es acto. Aristóteles no las identifica pero
a veces reduce la eficiente a la formal. También la causa final se identifica con la formal. Es el
fin la forma aún no realizada.
Todo movimiento se hace con vista a un fin que es el término a que tiende la acción. Todo
movimiento es un cambio de forma.

Luego: la forma que se quiere adquirir ejerce sobre la causa eficiente una influencia, es la que
determina y especifica su acción. Según lo dicho, en Aristóteles las cuatro causas quedan
reducidas a dos: materia y forma, ya que las otras dos e reducen a esta última. Matera y forma o
potencia y acto, son las únicas causas del devenir del ser.

III. Metafísica cristiana

En primer lugar, Santo Tomás nunca habla de esencia y existencia, sino de esencia y ser. Esta
cuestión terminológica podría parecer inocua, pero no lo es en absoluto, por cuanto la noción de
ser de ninguna manera resulta sinónima de la noción de existencia, aunque tanto el ser como la
existencia podrían traducirse en nuestra lengua con el término “existencia”. Sin embargo, la
existencia de la última escolástica suplanta al ser tomista, pero no traslada semánticamente su
contenido. Después de la muerte de Tomás de Aquino se suscitaron, como es bien sabido, una
serie de controversias en tomo a la distinción de esencia y esse con el consabido resultado del
“oscurecimiento”, como lo llama C. Fabro, de la noción de ser, noción capital y clave de la
metafísica tomista. Estas discusiones provocaron la disolución del ser, lo cual trajo aparejado
una serie de consecuencias filosóficas, que desde hace unos años se están sacando a luz y cuyo
epígono más elocuente es, quizás, en nuestro tiempo, Martín Heidegger. Por este motivo,
muchos tomistas actuales comparten plenamente el juicio vertido por Gilson sobre este
momento decisivo de la historia del ser, que consistió en la pérdida del ser tomista: “lo que fue,
quizás, lo más profundo del mensaje filosófico de Tomás de Aquino, parece hacer quedado
prácticamente olvidado después de su muerte”.
En segundo lugar, lo que el ente es, o sea la esencia del ente, no es para Santo Tomás una res,
una “cosa” distinta del ser. Esencia y ser no son cosas, sino principios constitutivos de la cosa.
Si la esencia y el ser son principios constitutivos de cada cosa y de toda cosa, mal podrían ser,
ellos mismos, cosas. Por otra parte, entre la esencia y el ser media para Santo Tomás una
distinción, porque lo que la cosa es, o esencia, se distingue real y metafísicamente del acto en
virtud del cual la cosa es o existe, a saber, de su ser. Y esta distinción es “real”, en el sentido de
que es efectiva, pero no es real en el sentido de que fuera una distinción entre cosa y cosa. Por
ello, como se ha dicho muchas veces, la distinción no es entre cosas, inter res, sino que se
brinda en el seno de la cosa, intra res. Esencia y ser no son cosas y, por ello, no son
“realidades”. Como muy bien lo nota Gilson, para Santo Tomás ‘la realidad no está hecha de
realidades”, sino que está forjada por dos coprincipios indisolublemente unidos.
En este sentido, el ente está realmente compuesto de esencia y ser, y su composición define el
status ontológico de lo real, porque la composición de ambos coprincipios es lo que establece al
ente como ente. Por tal motivo, la composición funda la distinción. Dicho de otro modo, el ente
no es ente, porque, en su seno, se distingan realmente su esencia y su ser, sino que el ente es
ente, porque la esencia se compone con un acto de ser merced al cual ella se establece y
constituye como ente. Se trata, por ende, de una composición real y metafísica entre la esencia y
el ser y de una distinción también real y metafísica entre ambos. La composición, como
asimismo la distinción, es real, porque es efectiva, porque se da efectivamente en todos los entes
finitos y resulta metafísica, porque no la pueden percibir los sentidos, ni figurar la imaginación.
81
Expresando ahora esta tesis central de la metafísica tomista de otra manera, ella quiere decir que
el ser de un ente se compone real y metafísicamente con lo que ese ente es (esencia) y en
consecuencia, que el ser de un ente resulta real y metafísicamente distinto de lo que ese ente es
(esencia).En un ente cualquiera, su ser o, si se quiere, su existir, se distingue efectivamente de lo
que ese ente es, o sea de su esencia. Dicho aun de otro modo, para un ente cualquiera, no es lo
mismo ser y ser lo que es. Todo ente, para Santo Tomás es, y, al mismo tiempo es tal o cual
ente. Por ello, todo ente es lo que él es, o sea posee una esencia determinada; pero, a la vez, todo
ente es, o sea tiene el ser. Por tal motivo, Santo Tomás define el ente, como “lo que tiene el ser”.
Todo ente es, porque tiene el ser y, simultáneamente, es algo, o sea tal o cual ente. El ente es en
virtud de su ser, y es tal o cual en virtud de su esencia. Y como no se puede ser, sin ser tal o cual
cosa, el ser y la esencia se brindan juntos para forjar el ens.

Tomás de Aquino. Suma Teológica. Tomo II. Madrid. B.A.C. 1958

Cuestión 44., artículo 1: Si es necesario que todo ser haya sido creado por Dios

Dificultades. Parece que no es necesario que todo ser haya sido creado por Dios.

1. No se ve inconveniente en que una cosa exista sin aquello que no es de su esencia, como el
hombre sin la blancura. Ahora bien: la relación de dependencia entre causado y causa no parece
ser de la esencia de los seres, puesto que sin esta relación pueden concebirse algunos de ellos;
luego pueden existir sin tal relación de dependencia. Por consiguiente, nada impide que existan
algunos seres sin ser creados por Dios.

2. Si algo necesita de causa eficiente, es para existir. Pero ningún ser necesario puede no existir,
porque lo que necesariamente es no es posible que no sea. Luego, habiendo muchas cosas
necesarias, parece que no todos los seres provienen de Dios.

3. Todo lo que tiene causa, puede demostrarse mediante ella. Mas en las matemáticas no se da
demostración, por la causa eficiente, como atestigua Aristóteles. Luego no todos los seres
proceden de Dios como de causa eficiente.

Por otra parte, dice el Apóstol: de Él, y por El, y en El son todas las cosas.

Respuesta. Es necesario afirmar que todo lo que de algún modo existe, existe por Dios. Porque,
si algo se encuentra por participación en un ser, por necesidad ha de ser causado en él por aquel
a quien conviene esencialmente, como se encandece el hierro por el fuego. Ahora bien, se ha
demostrado anteriormente, al tratar de la simplicidad divina, que Dios es esencialmente el ser
subsistente, y asimismo se ha probado que el ser subsistente no puede ser más que uno, así
como si la blancura fuese subsistente, no podría ser más que una sola, pues se hace múltiple en
tazón de los sujetos en que se recibe. Es, pues, preciso que todas las cosas, fuera de Dios, no
sean su ser, sino que participen del ser, y, por consiguiente es necesario que todos los seres, que
son más o menos perfectos en razón de esta diversa participación, tengan por causa un primer
ser que es soberanamente perfecto. Por esto afirmó Platón que es necesario suponer la unidad
antes de toda multitud, y Aristóteles dice que lo que es por excelencia ente y por excelencia
verdadero, es la causa de todo ente y de todo lo verdadero, como lo que es sumamente cálido es
causa de todo lo cálido.

Soluciones.

1. Aunque la relación a la causa no entre en la definición del ente que es causado, esta relación
es, sin embargo, una consecuencia necesaria de la esencia de lo causado; porque, de ser ente por
participación, se sigue que ha de ser causado por otro. Por consiguiente, tal ser no puede existir
sin ser causado, al modo como tampoco puede existir el hombre sin ser risible. Sin embargo,
como el ser causado no pertenece en modo alguno a la esencia del ente en cuanto tal, por eso
existe un ente no causado.

82
2. Por esta tazón afirmaron algunos, según refiere Aristóteles, que lo que es necesario no tiene
causa. Más la falsedad de semejante razonamiento aparece clan en las ciencias demostrativas, en
las cuales, principios necesarios son causa de conclusiones también necesarias. Es obvio, por
tanto, como dice el mismo Aristóteles, que hay cosas necesarias que tienen causa de su
necesidad. La exigencia, por tanto, de una causa eficiente no radica únicamente en que el efecto
pueda no existir, sino en que el efecto no existiría si la causa no existiese, pues esta condicional
es verdadera, bien sean posibles o imposibles el antecedente y el consiguiente.

3. El objeto de las matemáticas es abstracto según nuestro modo de concebirlo; sin embargo, no
es tal según su existencia real, Ahora bien, el tener causa eficiente conviene a un ser en cuanto
que existe. Aunque, pues, el objeto de las matemáticas tenga causa eficiente, el matemático no
considera estos objetos según su relación causal, y por eso en las matemáticas nada se
demuestra por la causa agente.

Noción de la creación

La palabra creación tiene en el uso corriente tres sentidos distintos, A veces se usa para
significar cualquier clase de producción de un nueve ser, ya se haga éste de la nada o ya se haga
de otro ser preexistente en este sentido la usan frecuentemente la Sagrada Escritura y los Santos
Padres. Otras veces significa la producción original de una obra artística, o la elevación de una
persona a alguna alta dignidad, como al decir que el Romano Pontífice crea obispos o
cardenales. En el lenguaje filosófico y en los buenos hablistas del castellano se usa solamente
para significar: a) la acción divina por la que Dios saca las cosas de la nada, y b) el conjunto de
todos los ser creados por Dios.
El uso de la palabra creación para significar la institución de un nuevo empleo, o la promoción a
una alta dignidad, o la producción de originales obras artísticas y literarias.
La creación, hablando con propiedad, es una acción característica en la que se produce todo el
ser sin que exista con anterioridad a la producción nada de él, ni la forma ni la materia. “Crear,
hablando con propiedad, no es hacer de una cosa otra, porque esto se flama generación, sino es
hacer de nada algo”
Cuando cualquier agente creado produce alguna cosa, siempre la produce de algo ya existente
que toma como materia para hacerla; la hace de algo, no de la nada. El carpintero hace la mesa
de la madera; el árbol, de que procede la madera, es formado de la semilla de otro árbol y de los
elementos de la tierra, del agua y del aire; estos elementos están formados, a su vez, por la
naturaleza o por el arte, de lo que llamamos elementos o cuerpos simples; de igual modo, el
cuadro artístico y la obra literaria se confeccionan de elementos aportados de algún modo por
los sentidos exteriores y la combinación de los mismos en la elaboración de facultades
superiores, sean estos elementos ideas, o colores, o sonidos proyectados sobre el papel, el lienzo
o en cualquier ejecución expresiva. En todos estos casos y los similares, la facultad y la acción
productivas se limitan a producir siempre algo de algo, una cosa de otra, una nueva forma,
substancial o accidental, en una materia o sujeto ya existentes bajo otra forma; nunca se produce
fado, ni lo que se produce se produce de la nada. Es verdad que lo que se produce no existía
antes como tal; pero ya existía de algún modo y bajo alguna forma
Dios, por el contrario, puede hacer las cosas sin que necesite para hacerlas más que su potencia
productiva. No sólo puede producir un ser que no existía como tal o bajo tal forma, pero que
existía de otro modo o bajo otra forma, sino que puede hacer el ser totalmente, originando todo
lo que le constituye, materia y forma, y, por tanto, hacerle de la nada. Esta producción es la
verdadera y auténtica creación. Lo que es producido—dice Santo Tomás—no puede suponerse
anterior a la producción. Sal, cuando se produce un hombre, no era antes hombre, sino que de
no hombre se hace hombre, como lo blanco de lo no blanco. De aquí es que, si se considera la
emanación de la universalidad de los seres de su primer principio, es imposible presuponer ente
alguno a esta emanación, puesto que ser nada es lo mismo que no ser ente.
Luego, así como la generación del hombre hace del no ente que es el no hombre, de igual modo
la creación, que es la emanación de todo el ser universal, se hace del no ente que es la nada. La
creación se puede considerar bajo cuatro aspectos distintos, que responden a sus cuatro causas o
elementos constitutivos intrínsecos y extrínsecos, según los cuales suelen darse de ella estas
cuatro definiciones:
83
1. Atendiendo a su causa material, término a quo o punto de partida material, se define:
productio ex nihilo, es decir, producción que se hace de la nada o sin que exista materia alguna
de la que se produzca el nuevo ser.

2. Por orden al fin de ejecución término ad quem o de arribo, se define: Productio reí secundum
totam stbstantiam, es decir, producción de todo el ser, materia y forma.

3. Considerándola por parte de su causa eficiente propia, se define: Emantio totius entis a causa
universali, quae est Deus: producción de todo el ser por la causa universal, que es Dios.
4. considerando el orden entre el término a quo y el término ad quem se define: Transitus de
non ente simpliciter ad ens simpliciter: tránsito del no ser en absoluto al ser subsistente.

Santo Tomás añade todavía otra definición descriptiva mediante una propiedad esencial de la
creación Prima actio quae circa rem exercetur. La creación es la primera acción que puede
ejercerse sobre cualquier ser, puesto que por ella comienza a existir integralmente el ser. y toda
otra acción supone ya el ser existente de algún modo. Rcfundicnd0 en una todas estas
definiciones, la creación se define: ‘Primera producción de todo el ser, hecha de la nada por la
causa universal, que es Dios”

Pruebas de la creación del mundo según Tomás de Aquino

Consciente Santo Tomás de que los principales escollos contra la creación han sido,
particularmente en Platón y Aristóteles, la materia prima y las substancias espirituales, aduce un
doble género de pruebas en favor de ella: unas para probar la creación en general y otras para
probar particularmente la creación de la materia y de las substancias espirituales. Unas y otras
las expone más detalladamente en el II Contra Gent., cc. 6, 15, 38, 85, 97, y en De Potentia, q.
3, a. 1-19; q. 4, a.
1 y 2. La base de todas ellas son las cinco vías.

Compendiosamente esbozadas, son las siguientes:

1. Por ser Dios la única causa sin causa, todo lo demás tiene que ser en absoluto causado por El.

2. Por ser Dios la única causa universal, la causa de todas las demás causas, todas las demás,
como particulares, han de ser causadas por El y dependientes de Él, sin que El dependa en
absoluto de ninguna de ellas

3. Por ser Dios el ser máximo y la plenitud del ser, todas las demás cosas que participan en
menor o mayor grado del ser, han de tenerlo de Él.

4. Por ser Dios el ser por esencia y no poder ser tal más que El, necesariamente todas las cosas
han de tener todo su ser por participación de Él.

5. Por ser Dios el único ser absolutamente necesario, todos los otros seres han de ser
contingentes o potenciales, incluso aquellos que tienen una necesidad relativa o causada.

6. Por ser Dios la perfección absoluta que contiene en si todas las perfecciones posibles, todos
los demás seres han de recibir de Él todas sus perfecciones, y en primer lugar la del ser en
cuanto tal.

El substratum, de todas estas pruebas es el contraste entre la universalidad del ser y de la


causalidad por parte de Dios y la participación o limitación de ser y de causalidad por parte de
todos los demás seres. El ser por esencia no puede ser más que- uno, acto puro sin mezcla
alguna de potencia pasiva, absolutamente inmutable, infinitamente espiritual, Luego todo lo
demás que exista ha de ser por participación de ese único ser, y esta participación sólo cabe en
razón de causa eficiente y ejemplar; de ningún modo en razón de causa material o formal,
84
puesto que el ser por esencia es único y absolutamente inmaterial e inmutable; luego todo lo
demás ha de ser, en cuanto a todo su ser, hecho o causado por El y, total o parcialmente, hecho
o causado por El de la nada.
Fácilmente se comprenderá que esta explicación de la necesidad de la creación está hecha a base
de la doctrina aristotélica del acto y la potencia y, consiguientemente, a base de la distinta
proporción entre la esencia y la existencia en Dios y en las criaturas. Si las criaturas son
múltiples y limitadas en su ser, no son su ser o existencia, sino participaciones limitadas,
diversificadas y multiplicadas realmente por algo distinto realmente del ser; sin este doble
elemento real no puede concebirse la participación del ser, y sin la participación del ser no cabe
explicación alguna racional de la creación. Los que piensan de otro modo podrán salvar sin
conexión lógica la creación, la participación, la limitación, la contingencia y la multiplicación
de las criaturas; pero no podrán salvarlas filosóficamente o sin echar la lógica por la borda.
Santo Tomás en las Sentencias y en la Suma Teológica no aduce más argumento de la creación
que el fundado en la noción del ser por esencia y ser por participación, y al servirse en la Suma
de este argumento para probar la necesidad de que también los ángeles hayan sido creados,
expresamente le reduce a 1a composición de esencia y existencia en todos los seres que no son
Dios: Dios es su ser; en todas las demás cosas se distinguen la esencia de la cosa y su ser; de
esto se deduce que sólo Dios es el ser por esencia y que todos los demás seres lo son por
participación, Ahora bien, todo lo que por participación es causado por aquel que es por esencia.
Luego es necesario que los ángeles hayan sido creados por Dios “.
Decir que el Santo atribuya un efecto tan real a un ser o distinción de razón, no deja de ser un
expediente de tan poco valor objetivo como la afirmación misma de que el Santo habla sólo de
una distinción de razón. La necesidad de que la materia prima haya sido también creada por
Dios, la deduce Santo Tomás, por una parte, de que la causa universal, al producir su efecto
propio, que es el ser en cuanto ser, debe producir “todo el ser”, materia y forma, lo cual equivale
a producirle de la nada y, por otra parte, de que la materia prima, como ser real potencial, en
cuanto real, procede de la causa universal, y en cuanto potencial, necesariamente ha de ser
posterior, al menos en orden de naturaleza, a lo absolutamente actual Certeramente señala el
Santo el origen del error de considerar a la materia prima como increada. Los antiguos filósofos,
dice, no alcanzaron a distinguir entre la acción propia de la causa universal, que es producir el
ser en cuanto ser, todo el ser, y la acción de las causas particulares, que sólo producen el ser
parcialmente, es decir, un nuevo modo de ser de una materia ya existente bajo otra forma
distinta de la nueva que adquiere. En el orden de causas particulares, todo se produce de algo;
nunca hay producción total o de la nada. Sin embargo, como el ser no producido de ningún
modo no puede ser más que uno, y éste inmaterial e inmutable, todo lo demás ha de ser
producido, y es imposible que todo sea producido de algo: este alga primordial, no pudiendo ser
improducido y no debiendo suponer nada de que se produzca, por necesidad ha de ser producido
de la nada.

Metafísica del Éxodo: “Soy el que es”

“Moisés dijo a Dios: si me presento ante los israelitas y les digo que el Dios de sus padres
me envió a ellos, me preguntarán cuál es su nombre. Y entonces, ¿qué les responderé?
Dios dijo a Moisés: Yo soy el que es. Luego añadió: tu hablarás así a los israelitas: Yo
soy, me envió a ustedes...”2

La noción revelada más importante que es preciso interpretar de modo racional es la que se
revela en el libro del Éxodo, donde Dios se presenta como “El que es”. Al interpretar
racionalmente esta noción, una filosofía vinculada a la teología no podía menos que ser una
filosofía del ser en acto. E. Gilson sostiene: “su primer principio filosófico debía formar una
unidad con el principio religioso, y puesto que el nombre del Dios cristiano es “Yo soy”, todo
filósofo cristiano hubo de poner el “Yo soy” como primer principio y como causa suprema de

2
EXODO, 3,13-15. Biblia del pueblo de Dios, Bs. As, Paulinas, 1986. Pág.95
85
todas las cosas, también en filosofía...” 3
San Agustín había interpretado el texto bíblico en el que Dios revela su nombre a Moisés “ Yo
soy el que es”, lo explica diciendo que el Señor es la suma esencia, que se distingue de las
demás esencias en que es inmutable, mientras que las demás son mutables. El Dios de San
Agustín es acto puro de ser de quien lo mejor que se puede decirse es que es, la ontología
agustiniana es más bien ‘esencia’ que ‘existencial’. Según E. Gilson: “Deja ver una tendencia
señaladísima al reducir la existencia de una cosa a su esencia” 4 La noción que revela el Éxodo
de Dios, es clara , ¿Dios se identifica con el ser?. ¿Qué lugar ocupa la sabiduría revelada a partir
de este momento?
Hay que recordar que la metafísica de Aristóteles del “primer motor” es la primera teología
indiscutiblemente racional, en donde no tiene lugar ningún tipo de creencia mítica o religiosa.
En cuanto a Santo Tomás cabe preguntarse sí : ¿Santo Tomás –teólogo- quien, al leer en el
Éxodo la identidad en Dios de esencia y existencia, enseñó a Santo Tomás – filósofo- la
distinción de esencia y existencia en las criaturas?
¿O es Santo Tomás –filósofo- quien al llevar el análisis de la estructura metafísica de lo
concreto hasta la distinción de esencia y existencia, enseñó a Santo Tomás –teólogo- que EL
QUE ES del Éxodo significa Acto de ser? Concretamente y respecto a la noción de Dios como
ipsum Esse subsitens: “Santo Tomás adeuda gran parte de su intuición fundamental al pasaje del
Éxodo en el cual Moisés le pregunta a Dios, en la cima del Sinaí, cómo se llama, Dios responde
simplemente: Yo soy” 5
Dios ha dicho que “es”, un es puro sin algo que lo ejerza. Santo Tomás teologizando a fondo la
noción de ser, la identifica con la noción filosófica de Dios. ¿Santo Tomás debe la noción del
ser divino, a la palabra de Dios? Dada la fe en la palabra de Dios Santo Tomás ha dirigido su
atención al texto bíblico, y concretamente en el caso del libro del Éxodo, ha encontrado allí la
revelación fundamental el nombre de Dios: “Yo soy” Dios no ha entrado en la metafísica
tomista exigido por la filosofía misma, sino desde fuera. Lo sagrado se ha introducido en el
orden filosófico como una exigencia del hombre de fe. Gilson dice a este respecto: “El único
modo posible de encontrar lo religioso en lo ontológico, es el de ponerlo allí...” 6 De este modo
la idea filosófica más genuina del tomismo: la noción del esse, debe su existencia en última
instancia a la Revelación que el Dios viviente le hizo a Moisés. Santo Tomás en última instancia
dice que en relación con el intellectus fidei, se debe considerar ante todo que la verdad divina:
“Como se nos propone en la Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia...” 7 La
metafísica tomista parte de una distinción fundamental entre ser (esse) y o que es (ens), Dios es
puro acto de ser, cuya esencia es puro ser. El que es, es también el más obvio, pues las cosas,
al revelar al metafísico que no pueden dar razón de su propia existencia, apuntan hacia una
causa suprema en la que coinciden la esencia y la existencia.

3
GILSON, E. El espíritu de la filosofía medieval, Op., cit., Pág. 41
4
GILSON, E. Dios y la filosofía, Bs. As., Emecé, 1945. Pág. 161
5
ECHAURI, R. Heidegger y la metafísica tomista, Op., cit., Pág.162
6
GILSON, E. “El ser y Dios”, Revue Thomiste, París, Jul-set.1962. Pág.405
7
AQUINO, Tomás. S. Th. II-II, q.5, 3,ad.2, Op., cit., Pág. 188
86
IV. Metafísica en la modernidad

SANZ SANTACRUZ, V. De Descartes a Kant. Historia de la filosofía moderna. Pamplona.


Eunsa. 2005

Rasgos configuradores de la filosofía moderna

Con frecuencia se ha señalado la unidad interna de la filosofía moderna. Esta afirmación,


sustancialmente verdadera, no debe llevarnos sin embargo a intentar una exposición demasiado
unitaria y monolítica de este periodo, pues en tal intento habría que dejar fuera aportaciones
muy valiosas, o interpretar otras de manera forzada y poco respetuosa con su realidad misma.
Por esta razón, no se ha de esperar del presente apartado un desarrollo del pensamiento moderno
a partir de una sola idea o, al menos, demasiado lineal. Ciertamente, se aspira a ofrecer una
visión de conjunto –que no es lo mismo que una visión unitaria– a partir de los principales
temas que están en la base del filosofar de esta época y constituyen explícitamente objeto de su
consideración. Este modo de proceder no ha de entenderse tampoco como una mera
yuxtaposición de problemas inconexos entre sí. En suma, se pretende que la síntesis a la que
todo conocimiento aspira, aunque de alguna manera sea inducida por las alusiones –y
omisiones– que se hagan en estas páginas, no se ofrezca dada de antemano, como un a priori,
sino que esté mediada por la propia reflexión del lector. Como hilo conductor de las
consideraciones que siguen, vamos a escoger los tres grandes temas –explícitamente señalados
por Descartes y Kant, entre otros– que conforman el ámbito de intereses del pensamiento
moderno y, más en general, del quehacer filosófico de todos los tiempos: el sujeto, el mundo y
Dios; o formulados de otra manera: el hombre, la naturaleza y el Absoluto. Se trata, como es
lógico, de tres temas que están entrelazados y es precisamente el estudio de esta relación lo que
permite descubrir interesantes condicionamientos y acentos en los que, en definitiva, consistirá
lo específico del modo de pensar moderno en comparación con las líneas fundamentales de la
especulación antiguo-medieval. En el entramado constituido por estos temas, llama la atención
el lugar preponderante otorgado al sujeto humano, que no sólo, merced a la reflexión, constituye
el punto de partida, sino que incluso se destaca como fundamento, pues Dios –no lo olvidemos–
es garante, pero no propiamente fundamento, además de que, por otro lado, está condicionado a
la idea que de Él posee el hombre como algo propio. Así las cosas, –y debido al carácter
fuertemente teísta del filosofar moderno que tiene su manifestación más extrema en
Malebranche–, se comprende que tienda a configurarse como una teodicea, es decir, una
justificación de Dios desde el hombre; justificación que responde en el fondo a una exigencia de
la razón humana, que necesita ser confirmada, y no tanto, como parecería a simple vista, de una
especie de marcha atrás en el proceso, al advertir que se había llegado quizá demasiado lejos.
De ahí que, en último término, la teodicea no es sino una autojustificación por parte del hombre.
La primacía del sujeto se apoya en la confianza optimista en la razón, que, debido a la
dimensión predominantemente reflexiva que adopta en la modernidad, concluye en una
autoafirmación del hombre. De esta manera el hombre pasa a erigirse como medida de todas las
cosas y, en primer lugar, de sí mismo: es la autonomía como rasgo distintivo de la subjetividad.
La autonomía refuerza la independencia del sujeto –que se ve en cierta manera como algo
absoluto– y le capacita para someter a sí todas las cosas. En primer término, la naturaleza, según
el célebre texto cartesiano – mil veces citado– que aboga por una filosofía práctica que haga a
los hombres «dueños y señores de la naturaleza» y les permita utilizarla en su propio provecho.
La acción del hombre sobre la naturaleza es uno de los aspectos de la cultura, concretamente la
técnica, que se ve facilitada por los progresos de la ciencia moderna y los innegables éxitos que
ésta va conquistando. Ahora bien, los éxitos de la ciencia hacen que cada vez se deposite en ella
una confianza mayor, hasta llegar a sacralizarla y considerarla como la solución de todos los
87
problemas humanos. El prestigio adquirido por la ciencia tiene una doble consecuencia; por un
lado, lleva a proponerla como modelo de conocimiento riguroso, científico, con lo cual queda
descalificado indirectamente todo conocimiento que no se ajuste a este modelo y que es
entonces relegado al nivel de la opinión o de la fe. Como además es cada vez mayor el rigor y la
meticulosidad que se exige para que un conocimiento sea considerado estrictamente
«científico», el resultado es que se va reduciendo el ámbito reservado a la razón científica y se
amplía, por el contrario, aquel que se deja en manos de la opinión, la fe o la creencia –la
voluntad, en suma–, lo cual explica que el voluntarismo sea, paradójicamente, una de las señas
de identidad de la filosofía moderna. Ésta, desde Descartes y Bacon, se afana por aproximar su
método al matemático en busca de la exactitud y certeza que proporciona. La impronta de
Galileo, con su convencimiento de que la naturaleza posee una estructura inteligible escrita en
caracteres matemáticos, se deja sentir en el racionalismo de raigambre cartesiana. El impulso
que más tarde dará Newton a la física influirá sobre todo en Kant, que piensa que verdadera
metafísica sólo será aquella cuyo método coincida con el introducido por Newton en la ciencia
física. La segunda consecuencia es que cada una de las ciencias, pese a la pretensión cartesiana
de una ciencia única que las comprenda todas merced a un método universal, va acotando un
campo determinado de estudio sobre el que ejerce una total autonomía, que impone sus leyes
también al sujeto que investiga. Se produce así una parcelación de la realidad como suma o
agregado de totalidades inconexas, que acaban por escindir al hombre y encuentra su
manifestación más acabada en el típico dualismo que recorre la filosofía moderna, desde el
problema de la relación alma cuerpo en Descartes, hasta el supremo intento kantiano de
conciliar naturaleza y libertad, o, lo que es lo mismo, el mundo de la necesidad, sobre el que
versa la ciencia, y el mundo moral. Se ha apuntado ya otro elemento constitutivo del filosofar
moderno, que también es deudor del nuevo valor concedido a la ciencia: la preocupación por el
método. Este interés se debe a que en el método se encuentra en germen el desarrollo de la
filosofía; el método no es sólo la imprescindible puerta de entrada al edificio de la ciencia, sino
que él mismo, más allá de un sentido introductorio o propedéutico, contiene la clave que revela
la estructura misma de la realidad y nos permite entenderla. En la medida en que la filosofía,
sobre todo en la corriente racionalista, se entiende como despliegue de la razón, el método
forma parte del saber mismo, es un elemento constitutivo, y no sólo dispositivo, de la verdad en
la que el sistema consiste. La primacía del método lleva a una hipertrofia, es decir, prescinde de
la finalidad a la que se ordena. Esto significa el desarrollo del mecanicismo, con su rechazo de
las causas finales, a lo largo de la época moderna. La única causalidad real, eficaz, será ahora la
causalidad eficiente, la que tiene que ver con el movimiento, la generación y la producción,
siendo relegada la causa final al ámbito de la creencia –como ocurre en Spinoza– que, en suma,
no es más que el ámbito de la ignorancia. La finalidad es, pues, debida a una intervención
humana, supone una ilegítima intromisión de la categoría meramente pensada –o imaginada– en
la dinámica de lo real. Ahora bien, una causalidad eficiente sin causalidad final perpetúa
indefinidamente el producir en que tal causa consiste, como si de un mecanismo sin fin se
tratara, y hace de la realidad física algo autónomo y autosuficiente, regido por leyes
homogéneas y necesarias. Cuando se intentan describir los caracteres o rasgos generales de la
Edad Moderna, es frecuente aludir a la secularización como uno de los signos distintivos de la
época, especialmente si ésta es comparada con la que inmediatamente la precede. Sin embargo,
la noción de secularización no tiene un único sentido, de manera que admitirla para caracterizar
esta época de la cultura sin haber antes intentado delimitar qué se entiende por ella, no sirve de
mucho. Así, por ejemplo, podría considerarse como signo de «secularización» el hecho de que
el cultivo de la filosofía a partir del Renacimiento deja de ser tarea casi exclusiva de los
clérigos, lo cual explica a su vez que los principales filósofos de la modernidad hasta Wolff no
pertenezcan al ámbito académico universitario, debido a la vinculación que las universidades,

88
desde su mismo nacimiento, tienen con las instituciones eclesiásticas; en esta misma línea,
puede señalarse también la progresiva sustitución del latín como vehículo de la cultura en
general, y también de la filosofía, por las lenguas vernáculas. Estas manifestaciones son
paralelas a la intervención cada vez menor de las autoridades eclesiásticas en los asuntos civiles
que no son de su estricta competencia. Se pone así de relieve una de las diferencias entre la
época medieval y la moderna, que afecta sobre todo al modo de entender las relaciones entre la
Iglesia y el poder civil. En la Edad Media se establece la relación entre religión y política de un
modo que se presta a confusión, en cuanto que tiende a reducir lo cristiano a lo «eclesiástico»,
encarnado en la dimensión visible y temporal de la Iglesia, con la consiguiente pugna entre
sacerdocio e imperio, que se materializa en el célebre conflicto de las investiduras. Todo aquel
que considere estas relaciones como un modelo o paradigma, al margen de las circunstancias
históricas determinadas en que tuvieron lugar, tenderá inevitablemente a juzgar la modernidad
como una época en la que se da un fuerte proceso secularizador, entendido como
descristianización de las instituciones que constituyen la trama político-social del actuar
humano. Sin embargo, visto con una mayor perspectiva histórica, más bien habría que
considerar que ese proceso, en sí mismo, pone término a una «clericalización» en la que se
había incurrido, lo cual permite comprenderlo positivamente como la toma de conciencia de la
autonomía –no absoluta o desligada totalmente de Dios– de lo terreno y temporal y de la
consiguiente libertad responsable que el hombre tiene en la historia. El otro de los sentidos
principales del término secularización, relacionado con lo que se acaba de decir, interpreta la
autonomía o separación de lo político y religioso como algo absoluto, que acaba rechazando
toda hipótesis trascendente y hace del hombre el centro del universo y el origen último de toda
explicación de la realidad. Este modo de entender la cuestión da lugar a dos actitudes opuestas,
mutuamente excluyentes, pero que coinciden en su radicalismo y en la actitud maniquea que
adoptan. Entre quienes se oponen a esta visión del mundo y de la historia, algunos consideran
que el ideal que se ha quebrado es el que se había llevado a la práctica en la Edad Media, que
emerge así como un modelo intemporal al que es necesario volver. El concepto idealizado y
elogioso de la Edad Media tiene como contrapartida un severo juicio de la Edad Moderna –y
especialmente de su filosofía–, calificada de intrínsecamente atea y apartada totalmente del
cristianismo3. De otra parte, están los que aceptan este modo de interpretar la secularización y
consideran que se trata de un fenómeno positivo, en la medida en que libera al hombre de las
ataduras y constricciones que le mantenían en una edad infantil, permitiéndole así llegar a la
madurez. La época medieval es para ellos una etapa oscura y de ignorancia, que se corresponde
con la infancia del hombre; la modernidad, en cambio, supone el reencuentro del hombre
consigo mismo, la toma de conciencia de su grandeza y el convencimiento de que no hay nada
por encima de él a lo que deba estar sujeto. Ambas posiciones responden a un mismo modelo,
aunque de signo contrario, que está presidido por una sobrevaloración de la dimensión histórica.
En sus manifestaciones más radicales, podrían designarse como tradicionalismo y progresismo,
respectivamente. Tanto uno como otro extremo no advierten el carácter relativo de lo histórico,
que se resiste a ser absolutizado, so pena de quedar desvirtuado en su esencia misma; en su base
se halla, pues, una precisa filosofía de la historia que –a pesar del pesimismo de la postura
tradicionalista– se apoya en una optimista confianza en la capacidad de la razón humana para
elevarse a una comprensión total de la entera historia, entendida como un proceso unitario y
global que, así considerado, no puede consistir más que en el despliegue de la razón, es decir, se
trata de un proceso meramente racional o ideal. No cabe duda de que el filosofar moderno se ha
deslizado por la pendiente de un progresivo alejamiento de Dios, hasta llegar a negarle. Se
puede decir, incluso, que le negación de Dios –más o menos explícita– constituye una
característica aplicable a no pocos filósofos, especialmente en los dos últimos siglos. Sin
embargo, esta dirección seguida por el pensamiento moderno en sus representantes más

89
significativos no ha de verse como una consecuencia necesaria que se halla implícita en el
abandono del modelo medieval. El concepto positivo de secularización a que da lugar – como se
ha visto– el abandono de la tesis medieval sobre la relación entre religión y política, no sólo no
niega a Dios, sino que hace posible profundizar en nuevas vías que hasta entonces habían
permanecido inexploradas. La descripción de la Edad Moderna –y en especial de su filosofía–
como atea es un tanto precipitada, pues atiende sobre todo a las consecuencias que,
especialmente en el siglo XIX, se siguen de algunos de sus planteamientos. Lo que sí se produce
es un lento proceso de sustitución del Dios trascendente por otra realidad o idea, que acaba
siendo el hombre mismo; es decir, tiene lugar una subrepticia «divinización del hombre», que
aspira a ocupar el lugar de Dios, ya directamente o a través del todo del que forma parte –la
naturaleza–, lo cual constituye, en definitiva, una real «desdivinización», aunque se mantenga la
necesidad de algo absoluto. La idea de absoluto ocupa así un lugar de primer orden en la
filosofía

Una prueba que contribuye a confirmar esta tesis y que, a mi juicio, está en la base de la
«divinización» a la que me he referido, es el cambio de significado que se produce en la noción
de «infinito» referido a Dios. El pensamiento medieval sostenía que la noción de finitud, tal
como la inteligencia humana puede concebirla, tiene un carácter negativo, pues surge a partir de
la noción de finitud y en relación a ella. De esta manera, se refuerza la vieja tesis según la cual
de Dios conocemos más lo que no es que lo que es, sin que esta proposición constituya una
declaración de agnosticismo. En cambio, la filosofía moderna, desde Descartes, dota a la idea de
«infinito», tal como lo conocemos, de un alcance y contenido netamente positivo, lo cual
aproxima nuestro modo de conocer al que es propio de Dios.
El predominio de la tesis progresista a lo largo de esta época que estamos considerando hace de
la idea de progreso una de las categorías claves de la modernidad, especialmente a partir del
siglo XVIII, y anuncia el papel que desempeñará la filosofía de la historia, como sustituto de la
escatología revelada. De este modo se interrumpe la relación a lo trascendente, que se
manifiesta en el carácter autónomo –intrahistórico o intraterreno– de las diferentes ramas del
saber, que aspiran ahora a la autofundamentación: no remiten más que a sí mismas o al hombre
como la última instancia fundante. Por consiguiente, la política se separa de la moral –ya desde
Maquiavelo– y ésta pierde su anclaje en una instancia trascendente. En lo que respecta a la
religión, se prescinde también de toda dimensión sobrenatural y se sustituye la religión revelada
por la religión natural o religión de la razón, de la que aquélla sólo es, en todo caso, un aspecto
particular y secundario. La filosofía del progreso, al situar en el futuro el fundamento, pierde pie
y aboca a una aceleración que tiene en la firme convicción –expresada como fe y esperanza– su
principal apoyo, pero que carece de sustrato ontológico, ya que, en rigor, no es más que un
vaticinio, una intención de futuro. El confiado optimismo en el progreso, fruto de una confianza
no menos optimista en la razón –en los progresos de la razón–, modifica la actitud de la filosofía
moderna, con respecto a la antiguo-medieval, frente al asombro. Si en los albores del filosofar el
asombro es considerado como el destello que despierta el conocimiento, la modernidad lo
concibe en cambio como algo negativo, que deja al descubierto la ignorancia: si algo todavía
asombra es que aún no se conoce; de ahí que, en su proceder, tienda a eliminarlo. Pero tal
anulación produce un desencanto, consecuencia del desocultamiento en el que el saber consiste.
El optimismo de raíz racionalista aspira a que el desocultar sea total y acabe por desentrañar los
últimos misterios de la realidad. La razón pasa entonces a hacer innecesaria la religión y ocupa
su lugar, sacralizándose: el positivismo decimonónico es uno de los testimonios más claros de
este proceso. Pero, como la historia ha mostrado, tampoco éste constituye la última palabra y
queda reducido a una moda ya superada, cuya precariedad el correr del tiempo se ha encargado
de sancionar. Para finalizar, volvamos de nuevo sobre la tríada temática del pensamiento

90
moderno: el sujeto, el mundo, Dios. Se ha hecho referencia en estas páginas al lugar
preponderante concedido a la primera de estas nociones. Tal preponderancia no es simplemente
lógica, sino fundamental, lo cual quiere decir que el sujeto es fundamento que, además,
mediante la reflexión vuelve sobre sí y se autofundamenta. Podemos entonces preguntarnos en
qué relación se halla con las otras dos nociones. En cuanto a Dios, o bien lo descubre en sí como
una idea innata cuyo simple contenido objetivo incluye la demostración de su existencia –es la
línea racionalista que considera probativo el argumento ontológico–, o bien admite su existencia
como una necesidad moral, una exigencia del sujeto, aunque resulte imposible acceder
racionalmente a la demostración de esa existencia. En el caso de los empiristas, el deísmo que
más o menos veladamente reconocen, les lleva a conceder un valor secundario a su
demostración, aceptando por lo general algunas de las pruebas habituales, sin examinarlas
detenidamente; o admiten su existencia como garante último de un mundo que es el único
objeto de su consideración. Por lo que respecta a este punto, la diferencia fundamental entre las
dos grandes corrientes del pensamiento que se desarrollan en la época moderna estriba en la
mediatez o inmediatez de nuestro conocimiento del mundo. El racionalismo cartesiano, que
hace de las ideas innatas el objeto inmediato del conocimiento, sostiene que la existencia del
mundo exterior ha de ser demostrada racionalmente; y Malebranche niega incluso la posibilidad
de la demostración para afirmar que sólo por revelación conocemos la existencia de la realidad
material. El empirismo, por su parte, sostiene que las impresiones que recibimos no nos
permiten inducir la existencia de un objeto exterior a nosotros, sino que llevan al sujeto a volver
sobre sí mismo y a reconocer que sólo está en condiciones de afirmar que aquello que percibe es
su propia percepción. En suma, tanto las ideas racionalistas como las impresiones empiristas –
sobre todo en Hume– plantean el problema crítico, es decir, la cuestión del «puente» entre el
objeto inmediato del conocimiento y la realidad a la que remite dicho objeto. En ambos casos
está en la base una teoría representacionista del conocer que entiende los conceptos o ideas –en
el sentido más amplio del término– como sustitutos de la realidad, entidades dotadas de una
cierta consistencia que hacen las veces o están por los entes reales. La primera consecuencia de
este planteamiento es que la realidad, el ser real, ocupa un lugar secundario y retrasado frente a
la inmediatez del concepto. Pero como sigue estando ahí, como es algo de lo que no se puede
prescindir sin más, surge entonces el problema de cuál es el alcance y cuáles son los límites de
nuestro conocimiento; dicho de otra manera, hasta qué punto la facultad de conocer nos permite
aprehender las cosas tal como son, o si las conocemos modificadas y condicionadas
precisamente por nuestro modo de conocer. Así, antes de plantear el problema del ser, de la
realidad, es preciso abordar, como condición imprescindible, la cuestión del conocimiento. El
pensamiento moderno concede una primacía al conocer, lo cual le hace anteponer el problema
gnoseológico al ontológico. Esta primacía no es sólo metódica, sino fundamental, en cuanto que
el conocer –nuestro modo de conocer– condiciona todo acceso a la realidad. Se trata, pues, de
una verdadera transformación de la metafísica clásica, que será continuada en los desarrollos
posteriores por sucesivas transformaciones, en las que el pensamiento será sustituido por otras
instancias como el lenguaje, la estructura social, la realidad material o incluso el inconsciente,
aunque en todas ellas se refleja el giro hacia el sujeto como rasgo fundamental que está en su
base. Tal es el sentido de la revolución copernicana, formulada explícitamente por Kant y
anticipada por Descartes, verdadero iniciador de la filosofía moderna. Si Kant, en el célebre
texto del prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, propone trabajar con la
hipótesis de que son los objetos los que deben regirse por nuestro conocimiento, pues de las
cosas sólo conocemos a priori lo que nosotros mismos hemos puesto en ellas, ya en Descartes se
puede encontrar la idea de que «el conocimiento de toda ciencia –ha escrito Grimaldi– debe
regularse por la ciencia de nuestro conocimiento»

Modernidad: El sujeto como fundamento


91
Martin Heidegger. “La época de la imagen del mundo”

El Renacimiento no sólo representó la antesala de la Modernidad sino además proyecto sin duda
al hombre frente a su realidad, realidad que descanso en la libertad, en las virtudes, en la forma
de obrar ante los demás con la intención de cambiar el rumbo de la historia, de la humanidad y
de las ciencias en general. Sin embargo, esta realidad se configuro en la Modernidad como una
ontología de la presencia sin pensar en los sentimientos, los afectos, la voluntad, ni mucho
menos en el ser, sino llego a ordenar el mundo previamente bajo un plano matemático y
geométrico, idea de René Descartes en su afán de convertir a la realidad en un simple objeto,
objeto sin aliento ni vida propia de ocupar un lugar en la razón. Desde esta perspectiva nace el
proyecto de la Modernidad aferrada por pensar en un mismo instante el todo, la res extensa, me
parece imposible reduce lo Uno al Todo mientras lo Uno sólo es una pequeña porción del Todo.
No obstante, pensar el Todo está dado por el principio de claridad y distinción de Descartes,
como aquello que no se me presente ante mi mente como claro y distinto será cuestión de dudar
y por tanto de ser falso.

Al parecer el punto de Descartes es precisamente fundamentar el árbol de la ciencia, la cual se


imponía una metafísica del sujeto. A diferencia de Descartes, Heidegger ha dado cuenta de una
preocupación filosófica que ha dañado el caminar de la filosofía Occidental, o por lo menos ha
si se ha tratado, este daño ha sido creer que la metafísica es presencia del ser, concretamente de
las cosas en sí, sino “en la metafísica se lleva a cabo la meditación sobre la esencia de lo ente así
como una decisión sobre la esencia de la verdad.” Sin duda, este es el rumbo que traza
Heidegger frente a la crisis ontológica de la Modernidad, esto es, ver al mundo esencialmente
como una representación, donde la ciencia se transforma en la medida de lo posible en una
investigación gracias al rigor metodológico.

Tal rigor metodológico consiste hacer hincapié en las ciencias naturales como una hipótesis de
partida hacia el caminar de la ciencia, dejando atrás el proceder de las ciencias históricas como
un rezago teórico menos práctico, aquí la diferencia entre ciencias de la naturaleza y ciencias
históricas, Heidegger resaltar la inexactitud de las ciencias históricas sencillamente porque “…
las ciencias históricas del espíritu no es ningún defecto, sino únicamente un modo de satisfacer
una exigencia esencial para el tipo de investigación”. De esto, Heidegger insiste en repensar en
esta confusión de la ciencia moderna, la matemática, que inicio con los intereses de Descartes
por querer dominar al mundo por una racionalidad imperante, de hacer al mundo suyo, esto es
un rasgo fundamental de la época Modernidad como una especie de condición, del mundo, de la
realidad, de la naturaleza. Ante esto, no podemos vivir en un mundo sistematizado,
racionalizado donde lo ente en su totalidad, el mundo, ha perdido el mayor interés por el ser,
por el carácter ontológico, donde su configuración ha echado de menos el preguntarse por la
metafísica, ya que “la metafísica es preguntarse más allá de lo ente a fin de volver a recuperarlo
en cuanto tal y en su totalidad para el concepto”

Por eso, Heidegger hace una crítica a la técnica como racionalidad la cual se “nos impone”,
como absoluta, que ha convertido al hombre, al subjectum, en la totalidad de lo ente como tal,
además él es el dueño legislador de sus disposiciones frente a su vida, por esto, “imagen del
mundo, comprendido esencialmente, no significa por lo tanto una imagen del mundo, sino
concebir el mundo como imagen” Esto significa, que la totalidad de lo ente, el mundo, sólo es
comprendido desde el hombre porque representa y a su vez produce. Es decir, el ser es una

92
cuestión que simplemente se representa como aquella presencia, de las cosas, más no es una
determinación de su esencia o del tiempo. En este caso, la crítica de Heidegger a la Modernidad
es precisamente cómo se ha pensado al ser, de lo que se trata es ir en “la búsqueda de un camino
que haga posible nuevas formas de pensar, de la relación con el ser y de comprensión del
mundo”, este olvido por el ser corresponde sin duda a una esencia no pensada del tiempo como
tal.

DESCARTES (1596-1650)

Descartes parte de la crítica a la filosofía de su tiempo, en donde todo era dudoso y objeto de
disputas. Admiró la matemática porque nos presenta verdades que poseen certeza: unas (los
axiomas) porque se captan directamente gracias a la intuición, y otras (los teoremas) porque se
deducen de los axiomas. El Racionalismo cree que la matemática es un saber modélico, e
intentará renovar la filosofía imitando las características de su método: simplicidad de los
principios, deducción y certezas. La crisis de la filosofía no le afecta únicamente a ella pues
como las restantes ciencias toman sus principios de la filosofía (todo el saber humano forma un
sistema unitario y es como un árbol del que las raíces son la metafísica), resultan también
dudosas. Por ello, el objetivo del método y la duda de Descartes será sanear las raíces del árbol
del saber y no admitir ninguna opinión como verdadera sin antes ajustarla a lo que exige la
razón. Los modos de conocimiento con los que podremos alcanzar el saber estricto son
consecuencia de la experiencia intelectual: la intuición, acto intelectual, simple y evidente, es la
base del conocimiento; y la deducción, movimiento de la mente que consiste en la captación de
una verdad por seguirse de otra cosa conocida con certeza. El método es un conjunto de reglas
ciertas y fáciles con las que llegar al conocimiento; la más importante es la regla de la
evidencia: admitir como verdadero sólo aquello que se conozca con evidencia, con claridad y
distinción; esta regla da lugar al llamado criterio de verdad. Por la regla del análisis dividimos
cada dificultad hasta llegar a los elementos simples; por la regla de la síntesis conducimos
nuestro pensamiento de lo más fácil (de los elementos simples) a lo más difícil (al problema
complejo); y por la regla de la enumeración revisamos todo el proceso hasta estar seguros de no
omitir ningún paso ni de cometer errores.

La duda metódica es consecuencia de la regla de la evidencia, es una duda radical pues consiste
no sólo en rechazar aquello que veamos falso sino de dudar de todo aquello que sea dudable, su
propósito es descubrir algo imposible de dudar, la fundamentación absoluta del conocimiento, y
tiene una vigencia limitada en el tiempo pues se mantiene hasta que Descartes demuestra la
existencia de Dios y la verdad de lo que se percibe con claridad y distinción. Dado que no
podemos examinar una por una todas nuestras opiniones, propone revisar los "principios" en los
que éstas descansan, que son los sentidos, con los que conocemos el mundo físico y están a la
base de las ciencias empíricas, y la razón, que está a la base de las matemáticas. En cuanto a la
supuesta verdad de lo sensible, objeta que a veces los sentidos engañan, y que el sueño es
indistinguible de la vigilia, por lo que todo lo percibido podría ser un sueño y falso. Respecto de
las verdades intelectuales como las matemáticas, presenta también dos objeciones: con
frecuencia hay equivocaciones al razonar; y la hipótesis del genio maligno: tal vez hemos sido
creados mal, con facultades racionales que nos llevan sistemáticamente al error. Esta hipótesis
es la más radical y afecta a la totalidad de la experiencia intelectual. La duda metódica cuestiona
el mundo físico (incluido nuestro cuerpo), la existencia de otras personas, y en definitiva la
existencia de algo externo al sujeto que duda, pero también la verdad de las ciencias (incluida la
matemática). Tras estas dudas, Descartes descubre el cogito: nada, ni siquiera el "genio
maligno", puede hacerme dudar de que existo siempre que estoy pensando (dudando, p. ej.); mi
existencia como ser pensante es una realidad absolutamente indudable que, por ello mismo,
93
permite una verdad absoluta, jamás dudable, la primea verdad: "pienso luego existo". En esta
singular experiencia de conocimiento encuentra también el criterio de verdad: son verdaderas
las cosas percibidas clara y distintamente. Lo claro es lo evidente, lo presente y manifiesto al
espíritu y que se ofrece a la intuición; lo distinto se da cuando el conocimiento es simple y la
cosa está bien delimitada, lo claro presente sólo él y no mezclado.

Descartes sabe de su existencia, que es un ser pensante y que tiene pensamientos (que imagina,
juzga, quiere, duda, siente,…), pero nada más; ignora si tiene cuerpo, si existe la totalidad del
mundo que antes de la duda creía existente y si existen otros seres humanos; en este momento
de la duda está solo y “ha perdido el mundo”. Para "recuperar" el mundo y a las demás
subjetividades, sólo le cabe mostrar que en él hay algo que remite necesariamente a otra cosa
distinta de él mismo. Para esta tarea realiza un análisis de lo que encuentra en su interior, de las
ideas. Las ideas son como imágenes de las cosas, son todo lo que está en la conciencia:
sensaciones, actos de memoria, de imaginación, de pensamiento, de sentimiento... Se clasifican
en adventicias (las que parecen provenir de nuestra experiencia externa), facticias (construidas
por la mente) e innatas (las posee el pensamiento en sí mismo, y no pueden entenderse como
proviniendo del mundo exterior ni como siendo construidas por la imaginación); la más
importante idea innata es la idea de Infinito o Dios.

Descartes piensa que es más fácil probar que hay algo distinto a él mismo demostrando que
existe Dios que demostrando que existe el mundo físico, y para ello ofrece varios argumentos.
La idea de un ser perfecto: la idea de Dios es la más perfecta pues es la idea de la sustancia más
perfecta y reúne las ideas de todas las perfecciones en las que podamos pensar, pero la idea de
perfección absoluta no se puede explicar a partir de nuestras facultades, luego debe estar en
nuestra mente porque un ser más perfecto que nosotros nos la ha puesto; debe ser innata, y ese
ser es Dios. La imperfección y dependencia de mi ser: me doy cuenta de mi limitación pues veo
que soy ignorante; tampoco puede ocurrir que dependa de algo menos perfecto que Dios pues en
la causa debe haber tanta realidad como en el efecto y si soy un ser pensante sólo un ser
pensante puede haberme creado; si ese ser pensante no es la causa de sí mismo, entonces otro
debe haberlo creado, y lo mismo con este segundo... pero la serie no puede ser infinita, luego
Dios existe. La idea de un ser perfecto implica su existencia (argumento ontológico): la
existencia de Dios está comprendida en la idea de un ser infinitamente perfecto del mismo modo
que en la idea de triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos. La
existencia de Dios es tan inseparable de su esencia como lo es de la esencia del triángulo el que
sus ángulos valgan dos rectos, y del mismo modo que es evidente ese teorema matemático, es
evidente que Dios existe.

Dios incluye en su esencia su existencia, pero también su bondad y veracidad, y Dios sería
mentiroso y poco bondadoso si nos hiciese errar cuando creemos estar ante la verdad. Esto
quiere decir que ahora podemos estar seguros de la verdad de las matemáticas y de todo aquello
que concebimos con "claridad y distinción". Además, y si Dios no es falaz, no puede ocurrir que
los sentidos nos engañen al punto de que todo sea sueño; por lo tanto, los cuerpos existen.
Descartes "recupera" de ese modo el mundo que había perdido tras la aplicación de la duda
metódica, y del que ahora tiene auténtico saber. El "mundo recuperado" no es del todo igual al
perdido: existe Dios, existen los hombres con sus almas, existen los cuerpos, pero éstos no
poseen todas las características que les atribuye el sentido común, pues Descartes rechazará las
“cualidades secundarias” como el color, el sabor, los olores, el calor o el frío, por ser subjetivas
y no reales. Las propiedades objetivas son las llamadas "cualidades primarias": extensión, figura
y movimiento, propiedades que permiten un tratamiento matemático, como el de la física de
Galileo. El mundo físico no es tal y como se muestra a la percepción sino al pensamiento.

94
Substancia es aquello que no necesita de otra cosa para existir. Habrá la sustancia infinita o
Dios, y las sustancias finitas, y en éstas los cuerpos (“res extensa”) y las mentes (“res
cogitans”). No podemos percibir las sustancias en cuanto tales, sino que las conocemos por sus
atributos (o rasgos esenciales): el atributo de los cuerpos es la extensión; el atributo del cogito
es el pensamiento. Los modos son las modificaciones variables (accidentales) de las sustancias:
la figura, el movimiento son modos de la sustancia extensa; la imaginación, el pensamiento son
modos de la sustancia pensante. Las cosas que concibo con claridad y distinción separadamente
son diferentes; puedo concebirme a mí mismo clara y distintamente al margen de cualquier otra
cosa que no sea el pensamiento, luego soy una substancia pensante. El hombre es antes que
nada mente, aunque tenga un cuerpo con el que se vincula de un modo particular; Descartes
mantendrá un claro dualismo antropológico al separar radicalmente el cuerpo de la mente.
Descartes niega que otros organismos distintos al hombre tengan mente (alma): los animales son
puro cuerpo. En el ámbito de lo corporal (y por tanto también en los animales) vale el
mecanicismo y el determinismo, pero puesto que el hombre tiene mente, el mecanicismo no
vale para explicar al hombre; sólo así podemos salvar la libertad humana. Considera que toda
realidad finita (menos el hombre) tiene una estructura comparable a la de una máquina, de modo
que puede explicarse a base de modelos de máquinas. Los movimientos, procesos y sucesos de
niveles de lo real aparentemente más complejos que los meramente mecánicos pueden ser
reducidos en último término a movimientos, procesos y sucesos mecánicos

LOCKE (1632-1704)

RAMOS SALGUERO, José. Sobre la idea de substancia en Locke

La doctrina de Locke acerca de la noción de substancia es una de las que más identifican
histórico-filosóficamente a su autor. Pero, por ello mismo, es una en cuya interpretación se
muestra más claramente la deficiente comprensión, a nuestro juicio, del significado general de
su obra epistemológica capital, el Ensayo sobre el entendimiento humano. Esta de la
"substancia" podría considerarse la noción crucial en torno a la cual se decide sobre el alcance y
la coherencia de dicha obra.

Lo que queremos mostrar, ante todo, es que la noción susodicha ha de tener para Locke un
origen y significación propiamente racional. De modo, igualmente, que, si se la crítica de alguna
manera, no sea porque el elemento racional no tiene relevancia epistemológica para Locke, sino
porque su reinterpretación criticista de lo racional supone una reducción limitativa de su uso y
alcance "positivo" al ámbito de la experiencia sensible. Así, en concreto, defenderemos la tesis
de que Locke reconoce efectivamente el carácter propiamente intelectual de dicha noción,
aunque no es eso lo que, como de costumbre, desea enfatizar. Que la misma es imprescindible
para la comprensión de la experiencia. Pero que es la experiencia la que la suscita en la mente, y
su contenido no alcanza a darnos más conocimiento que el que nos ofrecen los datos "positivos"
de la experiencia misma. Defenderemos asimismo que es entendida y abordada por Locke,
sobre todo, desde la perspectiva de la "sustancia segunda" o "esencia" y que aquello que Locke
niega respecto a nuestro conocimiento de las "esencias reales" es exactamente lo mismo que lo
que niega respecto a nuestro conocimiento de la "sustancia". Sin que ello, por lo demás,
suponga escepticismo declarado o latente sobre la racionalidad de lo real o de nuestro
conocimiento, sino un límite crítico que nos remite al control de la experiencia en todas nuestras
afirmaciones (científicas) particulares.

Tal noción radical común, que orilla por completo la sombra del representacionismo, es la de
"conexión o coexistencia necesaria" de las cualidades que observamos como componentes de lo
95
que llamamos y distinguimos como relativas "clases" ("sorts"; no "species") de "sustancias". La
no percepción ni conceptibilidad de la "conexión necesaria" entre las ideas componentes de
nuestras "ideas complejas de sustancias" es lo que determina para Locke que no pueda hablarse
de conocimiento, ni por tanto de ciencia, desde el punto de vista del ideal deductivista
cartesiano que constituye una de las aspiraciones metódicas más decisivas y características de la
modernidad . Aunque no por eso niega Locke la objetividad, en general, de la tarea de la
ciencia, cuyo presupuesto ontológico ineludible es la racionalidad (legalidad) de lo real. Al
contrario, su redefinición crítica del estatuto de la ciencia concreta, teniendo ya él mismo en
cuenta más bien el patrón newtoniano, constituye una inflexión decisiva desde el ideal metódico
racionalista del siglo XVII al de la dieciochesca "nueva alianza entre el espíritu 'positivo' y el
'racional'". Un giro analizado agudamente por Cassirer, quien, sin embargo, sólo tímida -e
injustamente- reconoce la contribución lockeana. Lo controvertido de la cuestión, pues, exige
que dediquemos al análisis exegético de la noción una detención mayor que la que se suele. Así,
antes de acudir a los textos clásicamente principales (los de II, XXIII) para analizar y revelar lo
que nos parece su significado (en conexión con los temas restantes de la obra allí latente o
insinuada), haremos un repaso somero de sus ocurrencias previas en la obra.

a) La idea de "sustancia" hace su primera aparición técnica y formal en el Ensayo en el Libro I.


Locke viene a decir allí que tal idea no es innata. (La expresión "innata" no aparece
expresamente en esa sección, pero si se omite es por evitar la reiteración, pues se está pasando
revista a las distintas nociones fundamentales -la de "Dios", entre otras- que no son innatas.)
Pero reconoce no ya que no nos la ofrecen la sensación ni la reflexión, sino que no pueden
ofrecérnosla. Ni es, por tanto, un dato empírico, ni podría serlo, dada la naturaleza de la noción,
que aquí no se analiza. Por eso, dice, no es una idea "clara en absoluto". Para nosotros,
entonces, el significado de esa palabra es "sólo una incierta suposición de no sabemos qué", que
"se considera el substratum o soporte de las ideas que conocemos". Por tanto, encontramos aquí
una primera caracterización crítica -no escéptica ni irónicamente ambigua-, pero no un análisis.
Se declara que tal noción no puede ser candidata a ser innata, pero con la clara manifestación de
que ello constituye una deficiencia de nuestro conocimiento.

b) En II, I, 10, al criticar la tesis cartesiana de que el alma piensa "siempre", rechaza la tesis de
que podamos considerar el pensamiento como "esencia" del "alma". Hay "algo en nosotros que
tiene la potencia de pensar". Pero si esa "sustancia" piensa "perpetuamente" o no, "no podemos
asegurarnos más allá de lo que la experiencia nos informa", ya que tampoco es "una proposición
de suyo evidente [self-evident]". La "sustancia", propiamente, sería ese "algo" que posee la
esencia que sea (Locke no entra en esta cuestión: señala que, a su criterio, el pensar es para el
alma "no su esencia, sino una de sus operaciones"). Pero aparece también el dato no sólo de que
la "esencia" es algo que opera o se muestra permanentemente, sino de que, si no podemos saber
si la esencia del alma es pensar, es porque esa proposición no es "de suyo evidente".

"Sustancia", pues, aparece usada claramente aquí en el sentido de sujeto de sus propiedades o
portador concreto de una esencia o naturaleza. Pero, igualmente, como se ve, hay un uso
intercambiable de "esencia" y "sustancia". Entre ellas no habría una distinción ontológica y
referencial, sino lógica: la que va de lo abstracto y determinable a lo particular y determinado.
No conocer la sustancia "que tiene la potencia de pensar" en nosotros se hace aquí expresión
equivalente y alternativa -indistinta- a que no conocemos, ni por experiencia ni por intuición
evidente, la esencia del ser pensante.

c) Cuando en el capítulo II, VIII se expone la teoría corpuscularista o atomista de la materia, no


aparece en absoluto, sin embargo, la noción de "sustancia" como relevante. El único término
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relacionable es el de "sujeto" ("subject"), al que se aplica la noción de inherencia (sección 7), y
se emplea en el sentido de sujeto deíctico (referencial físico) y de predicación, o unidad
propiamente objetiva. Se habla, en cambio, de "corpúsculos", de "partes sólidas" (observables o
"insensibles"), con-stituidos por sus "cualidades primarias o reales", así como de su
configuración, considerada como la hipotética "causa" del resto de cualidades sensibles
observables (las cualidades "secundarias" -los "sensibles propios" escolásticos-). Igualmente, se
llama la atención sobre el hecho de que éstas, las cualidades sensibles "secundarias", no son
sino "potencias" de las cualidades "primarias" para producirlas como "efectos". Pero también se
observa que la "conexión" entre estas "causas" y "efectos" no es descubrible, observable. Ni la
sensación, ni la imaginación ni la razón, dice allí Locke, nos muestran la "conexión" o
"congruencia" entre unos y otros fenómenos. Su conexión y "producción" es algo que
"concluimos", pero que se realiza por "vías... desconocidas" .

d) En II, XII, 1, antes de que en la sección 3 aparezca de nuevo la idea de sustancia como el
componente "primero y principal" de uno de los tres tipos básicos de ideas "complejas", Locke
advierte que la experiencia misma nos muestra ideas complejas, esto es: que observamos que
algunas ideas -tipos de ideas, naturalmente- suelen coexistir, o que algunas combinaciones
dadas de ideas simples son recurrentes. Son las ideas de "objetos externos". En la sección 6
matiza que las "ideas de substancias son tales combinaciones de ideas simples que se considera
que representan distintas cosas particulares que subsisten por sí mismas; en las cuales la
supuesta o confusa idea de substancia, tal como es, es siempre la primera y principal". Y
continúa el texto: Así, si a la sustancia se une la idea simple de un cierto color blanquecino
mate, con ciertos grados de peso, dureza, ductilidad y fusibilidad, tenemos la idea de plomo; y
una combinación de las ideas de una cierta clase de figura, con las potencias de movimiento,
pensamiento y razonamiento, unidas a la sustancia, hacen la idea ordinaria de un hombre...

Esto es: como en I, IV, 18, Locke reconoce que dicha idea, aunque en sí misma no tiene un
contenido sensible ni imaginable, no es denotable (no es una representación como cualquier
otra), sin embargo es una suposición necesaria. Y ahora ya sabemos de qué: del incierto y
confuso, pero necesariamente supuesto, fundamento real de la unidad por la que las
combinaciones recurrentes de ideas simples (esto es, la unidad de las ideas complejas) son
consideradas "objetos" (II, XII ,1), "cosas" (II, XII, 6) o "sustancias" (ib.). "Sustancia" es la
noción que expresa el postulado de la unidad real de las representaciones distinguidas en
clases de objetos o sustancias. Y por "subsistencia" Locke entiende esta función de unidad real,
no reductible a una idea o representación propia y distinta, pero por la que las demás se
consideran objetivamente unidas.

Aquí, pues, Locke utiliza las "sustancias" -en plural- como una irrenunciable categoría de ideas
"complejas", que son las ideas de plexos sensibles recurrentemente co-existentes que
registramos y consideramos que son objetos o cosas. La idea de sustancia en sí misma, no
obstante sea "confusa", es la idea de lo que hace de tales objetos precisamente: expresa el dato
de su unidad, que es propiamente un postulado ("suposición"). Hay que reconocer que Locke,
aun considerándola necesaria, la declara confusa porque no es una apariencia sensible más.
Ahora bien: nos parece decisiva la observación de que, si Locke no se contenta con advertir
-como lo hace claramente- el origen y carácter no sensible de la idea (origen mental; o a priori,
si se quiere), es precisamente porque la considera un constitutivo de la realidad misma, que sólo
en ella puede estar fundado. De ahí que se refiera a tal unidad utilizando la categoría ontológica
tradicional de "subsistencia". A nivel lógico es consciente de que se trata de la idea de unidad,
que no es una idea sensible. Pero, en cuanto remite al fundamento desconocido de la realidad de
los objetos "externos" como tales ("objetos": cuya unidad compleja existe independientemente
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de nosotros), la considera un fundamento desconocido de dicha unidad. Lo cual nos recuerda lo
que anotamos sobre la inimaginable e inconcebible conexión entre las partes de la materia o
entre sus cualidades.

e) En II, XIII, 17 y ss. Vuelven a aparecer las nociones de "sustancia", "subsistencia", y las
correlativas de "accidente" e "inherencia", al tratarse el tema del espacio. Y Locke nos dice que
de ella, como de sus correlativas, no tiene una idea "clara y distinta": por lo cual no puede
decidir, dice con cierto sarcasmo, si el espacio es una sustancia o un accidente. Por eso hace el
reproche de que, al declarar "sustancia" o "accidente" tanto al espacio como a Dios o la materia
o los espíritus finitos, en realidad no se dice nada informativo o inteligible. Locke no tiene clara
su "significación", pero resulta obvio que es porque la considera objetiva, ontológica, y, sin
embargo, no accesible para el entendimiento del modo sensible ordinario.

Más la sección 19, que brilla por su ausencia en los comentarios habituales, afina mucho más
decisivamente el sentido de la doctrina de Locke. Por una parte, Locke revela su entendimiento
de que la concepción de la sustancia -al modo "del pobre filósofo indio (que imaginaba que
también la tierra necesitaba algo que la sostuviera)"- como un soporte físico es absurda e
inservible: no es ésta la fundamentación que se requiere; es antieconómica y conlleva,
glosaríamos también, un regreso ad infinitum , Lo que censura expresamente a los "filósofos
europeos", a quienes análoga en esto con el "pobre filósofo indio", es que consideren una
"suficiente respuesta y buena doctrina" la de que el mero "nombre" de "substancia, sin saber lo
que es, sea eso que soporta los accidentes". Y entonces concluye con una crucial afirmación que
debería descartar todas las lecturas tanto de ambigüedad como de confusión e ineptitud lógico-
analítica: Así que de la sustancia no tenemos ninguna idea de lo que es, sino sólo una confusa,
obscura [idea] de lo que hace

Que "lo que hace" es unir las ideas complejas por cuya observada conexión regular, y postulada
unión objetiva o/y real, las consideramos "objetos" o "sustancias" es algo de lo que Locke sí
tiene una clara idea. De lo que, lúcida y críticamente, manifiesta no tenerla es de "qué es" en la
realidad lo que fundamenta esa unión. Por eso dirá, en su teoría sobre las "esencias reales", que
no duda que las haya -si bien no del modo ingenuo y dogmático que hace de ellas "moldes fijos"
y completos de la naturaleza de las cosas-, sino que la única "hipótesis racional e inteligible
hasta hoy" sobre ellas es la "hipótesis corpuscularista". Pese a lo cual, nunca podremos conocer
lo que sería gnoseológica y por tanto científicamente decisivo: la "necesidad" de las conexiones
particulares observadas, porque éstas -como ya hemos visto que afirmaba en II, VIII- ni siquiera
"concebimos" en qué pudieran consistir

Pero la sección siguiente, la 20, es decisiva para probar aquello por lo que Locke inquiere
respecto a "la sustancia", y por lo que critica el mero uso de un nombre que, o bien piensa él que
se interpreta, o bien piensa que puede interpretarse sarcásticamente como una implícita e
ingenua hipóstasis cosificadora. Aquí, en efecto, afirma que lo que se inquiere es "la naturaleza
de las cosas". Esto es: Locke no ve genuina ni ingenuamente problemática la noción de
"sustancia" en su dimensión ontológica ni, mucho menos, puramente lógica (lógico-lingüística)
de unidad de lo concreto o complejo. Esa función por la que tanto la tradición escolástica como
el propio uso ordinario, quizá desde ella incorporado, que él asume (en II, VIII, passim) habla
de "sujeto" ("subject"). La dimensión que le interesa, porque es la que importa a la ciencia
moderna en cuyo curso él mismo está diversamente implicado, es la de la "esencia" la
naturaleza o, científicamente expresado, "constitución" o estructura de los cuerpos; sólo que ésta
interesará en su aspecto de "ley", y no de mera "forma" clasificatoria y discriminadora de
individuos. La idea hipostática de un soporte inconsistentemente independiente de las
98
cualidades de que dependerían las cosas en modo alguno expresa el propio entendimiento
lockeano de la cuestión de la "sustancia". Muy al contrario, esta es la concepción que él
atribuye, al menos hipotética y polémicamente, a los filósofos tanto "indios" como 'europeos'.
En cualquier caso, lo que le parece es que la fraseología de las "formas sustanciales", como dirá
en posteriores lugares, oculta una ignorancia tan inconfensada como -quizá- inadvertida de "la
naturaleza de las cosas".

Hasta aquí, pues, hemos podido comprobar que Locke se muestra claramente consciente del
significado propio y lógicamente distinto de la idea de "sustancia", en general, respecto a las
ideas de sustancias -particulares, y en plural-, "objetos externos" o "cosas". No sólo sabe sino
que elucida que expresa la "unidad" de las "ideas" en tanto que discernibles unidades complejas
que se observan regularmente coexistentes, e incluso a las que atribuimos las "potencias" de
operaciones o efectos visibles, como una "conclusión" "supuesta", aunque invisible o
inconcebible . Y ha asociado esta acepción "primera y principal", esto es, fundamental, a las de
"sujeto", "objeto", "algo que" y "cosa". Pero la interpretación de la misma como "substratum" o
"soporte" ("support") no es una en la que él mismo incurra ingenuamente. Al contrario, la
atribuye polémicamente a ciertos "filósofos". Para él tal "soporte", en su dimensión física de
localización o identificación referencial, ha sido y volverá a mostrarse que es no otra cosa que
las mismas "partes sólidas" o cualidades "primarias", en lo que afecta a las sustancias físicas. Lo
que en absoluto se le ocurre es reducir esta noción a su dimensión puramente lógica o/y
abstracta. No se le ocurre que la "unidad" y la "conexión" por la que los objetos son tales sea
algo que quepa atribuir efectivamente al entendimiento (cuál será la posición kantiana), como
no se le ocurre tampoco dudar que la legalidad su-puesta en la regularidad por la que
clasificamos los objetos en sustancias sea cuestionable.

Por otra parte, hemos comprobado que a Locke le interesa la sustancia desde la perspectiva de la
"esencia" o "naturaleza", y que es la inquisición de un conocimiento más positivo de la misma
aquello por lo que critica el mero uso de los nombres de sustancia, accidentes y esencias. Y, por
último, hemos podido advertir ya que la perspectiva o el núcleo realmente problemático de esta
noción -que se enlaza con, aunque supera, el modelo "sustancia segunda"-, cara a un
conocimiento rigurosamente científico (deductivo) es la de la "conexión necesaria". Hay, pues,
para Locke, objetos o sustancias cuya naturaleza se trata de inquirir, y cuyo "soporte" buscado
no es tanto un sub-stratum como el fundamento de la "conexión" de las cualidades o
"accidentes".

Sin embargo, antes todavía de llegar a nuestro primer texto capital en II, XIII, podemos
encontrar alusiones y referencias significativas que corroboran algunos de los puntos que hemos
podido consignar hasta ahora. Por ejemplo, en II, XXI, 4, refiriéndose a las "cosas sensibles",
expide Locke esta expresión: "sus cualidades sensibles, esto es, sus sustancias mismas". Punto
que, a nuestro juicio, no puede entenderse, de acuerdo con lo visto, en el sentido de una
fluctuación inconsistente. Sino, más bien, en el de que Locke no considera problema propio el
de la mera identificación de los sujetos de denotación deíctica y predicación esencial. Como
tampoco considera problematizable, ciertamente, la atribución netamente ontológica de que en
cualesquiera sujetos referidos, reside la "potencia" de operación o causación de cualesquiera
"efectos" o "cualidades sensibles" observables. Así lo manifiesta rotundamente, por ejemplo, en
II, XXI ,16: " Porque, quién es quién no ve que las potencias pertenecen sólo a los agentes, y
son atributos sólo de sustancias, y no de las potencias mismas?" Una "sustancia" es un "agente".
Y en la sección 74 habla de "la sustancia que tiene movimiento o pensamiento".

99
II, XXII ,11, por su parte, une las nociones de "potencia", "sustancia" (o "sujeto") y "causa" en
esta inicial declaración: "Siendo la potencia la fuente de donde toda acción procede, las
sustancias en las que estas potencias están, cuando ejercen esta potencia en acto, se llaman
causas..." Pero tales declaraciones no le impiden dejar constancia del punto o perspectiva en
que se sitúa para él el problema del conocimiento efectivo de las "sustancia" y la "eficiencia".
Porque líneas adelante puntualiza que por tanto muchas palabras que parecen expresan alguna
acción, no significan nada de la acción o modus operandi en absoluto, sino meramente el efecto,
con algunas circunstancias del sujeto en el que se labran, o la causa que opera: por ejemplo,
creación, aniquilación, no contienen en ellas ninguna idea de la acción o manera por la que se
producen, sino meramente de la causa y la cosa hecha.

Precisamente este modus operandi -o "manera" ("manner")- del que se reconoce que "no
tenemos ninguna idea" es lo que, pese a que nunca pueda percibirse en su "conexión necesaria"
-como es doctrina reiterada de Locke en los Libros III y IV, sobre todo-, debe investigar la
ciencia, como alternativa de conocimiento positivo al mero uso de palabras para resolver
nuestras ignorancias. Ningún planteamiento meramente lógico (ya sea analítico-semántico o
trascendental) puede eludir, ni reducir a sus específicas indicaciones, la cuestión del postulado
de legalidad ontológica que aquí está, más que presupuesto, omnipresente. Pero tampoco deja
de ser indiscutiblemente crítica la indicación del planteamiento lockeano, frente a los de
carácter meramente metafísico, al detectar la falta de conocimiento efectivo que tanto nuestras
palabras y postulados generales como, en última instancia, nuestra incluso metódica
observación, pueden revelar al análisis.

HUME (1711-1776 )

REALE.ANTISERI. Historia del pensamiento filosófico y científico. Barcelona. Herder.


1995

Crítica de Hume a la idea de relación causa-efecto

Causa y efecto son dos ideas muy distintas entre sí, en el sentido de que ningún análisis de la
idea de causa —por cuidadoso que sea— nos permite descubrir a priori el efecto que de él se
deriva. Hume escribe: «No es posible que la mente halle nunca el efecto en la supuesta causa, ni
siquiera a través de la indagación o el examen más prolijos, puesto que el efecto es
completamente distinto a la causa y, por consiguiente, jamás puede ser descubierto en ella.» Si
con una bola de billar golpeo a otra, digo que la primera ha causado el movimiento de la
segunda; pero el movimiento de la segunda bola de billar es un hecho distinto al movimiento de
la primera, y no está a priori incluido en ésta.
Supongamos, en efecto, que acabamos de llegar a este mundo de manera repentina: en tal
eventualidad, en absoluto podríamos saber a priori —al ver una bola de billar— que ésta, al
golpear a otra, producirá como efecto el movimiento de esta otra. Lo mismo cabe afirmar de
todos los demás casos de este género. El propio Adán, señala Hume, al ver el agua por primera
vez, no habría podido inferir a priori que podía ahogar a una persona. En tales circunstancias,
hay que decir que la experiencia es el fundamento de todas nuestras conclusiones referentes a la
causa y el efecto. Empero, tal respuesta plantea de inmediato otra cuestión, mucho más ardua:
cuál será el fundamento de las conclusiones que extraigo de la experiencia He experimentado
que el pan que como siempre me ha alimentado; ¿en qué me baso, sin embargo, para extraer la
conclusión de que también me seguirá alimentando en el futuro? El haber experimentado que
una cosa determinada siempre ha estado acompañada por otra en calidad de efecto, me permite
inferir que otras cosas como aquélla habrán de estar acompañadas por efectos análogos. ¿Por
qué extraigo estas conclusiones y, además las considero necesarias? Para responder a este
100
interrogante, planteemos mejor sus términos. En el nexo causa-efecto están presentes dos
elementos esenciales: a) la contigüidad y la sucesión y b) la conexión necesaria. La contigüidad
y la sucesión son experimentables; en cambio, la conexión necesaria no se experimenta (en el
sentido de que no es una impresión), sino que únicamente se infiere.
Ahora bien, Hume afirma que la inferimos por haber experimentado una conexión continuada,
contrayendo así la costumbre de constatar la regularidad de la contigüidad y de la sucesión,
hasta el punto de que dada la causa nos resulta natural esperar el efecto. La costumbre o el
hábito, por lo tanto, es el principio en base al cual —por la simple sucesión, inferirnos el nexo
necesario. «Cada vez que la reiteración de un acto o de una operación particular produce una
tendencia a renovar el mismo acto o la misma operación, sin que un razonamiento o un proceso
del intelecto nos obligue a ello, decimos que tal tendencia es efecto de la costumbre. Al emplear
este término, no abrigamos la pretensión de indicar la razón última de dicha tendencia. Nos
limitamos a indicar un principio de la naturaleza humana, conocido por todos y muy famoso
debido a sus efectos. Quizá no podamos avanzar más allá en nuestras investigaciones ni indicar
cuál es la causa de esta causa, y debamos contentarnos con ella como principio último que
estamos en condiciones de establecer, con respecto a todas las conclusiones que obtenemos
gracias a la experiencia» En conclusión, la costumbre es para Hume lo que nos permite ir más
allá de lo inmediatamente presente ante la experiencia.
Sin embargo, todas nuestras proposiciones referentes al futuro no tienen otro fundamento.
Queda todavía por exponer otro punto importantísimo. La costumbre de la que hemos hablado,
por fundamental que resulte, no es por si misma suficiente para explicar de manera íntegra el
fenómeno que estamos analizando. Una vez que se ha constituido dicha costumbre, engendra en
nosotros una creencia. Ahora bien, esta creencia es la que nos da la impresión de hallarnos ante
una conexión necesaria y nos infunde la convicción según la cual, una vez que se ha dado lo que
llamamos «causa», debe aparecer lo que llamamos «efecto» y (viceversa). Para Hume, por lo
tanto, la clave para solucionar el problema reside en la «creencia», que es un sentimiento. La
base de la causalidad deja de ser ontológico-racional para convenirse en emotivo-arracional:
sale de la esfera de lo objetivo para pasar a la de lo subjetivo. En las Investigaciones sobre el
intelecto humano puede leerse: Entonces ¿cuál será La conclusión de todo este asunto? Se trata
de una conclusión sencilla, si bien —hay que admitirlo— muy alejada de las teorías filosóficas
corrientes. Toda creencia en un dato de hecho o en una existencia real se deriva simplemente de
un objeto—presente ante la memoria o los sentidos— y de una acostumbrada conexión entre
este y otro objeto.
En otras palabras, al haber comprobado en numerosos casos que dos especies determinadas de
objetos —llama y calor, nieve y frío—, siempre están unidas entre sí, cuando vuelve a
presentarse ante los sentidos una llama ola nieve, la costumbre impulsa a la mente a esperar el
calor o el frío, y a creer que existe una cualidad así, que se desvelará ante nuestro ulterior
acercamiento. Esta creencia es una consecuencia necesaria del hecho de que lamente se
encuentra en circunstancias similares: es una operación del alma que, cuando nos hallamos en
tal situación, resulta tan inevitable como el experimentar la pasión del amor cuando recibimos
beneficios, o del odio cuando se nos injuria. Todas estas operaciones son otras tantas especies
de instintos naturales, que ningún razonamiento o procedimiento del pensamiento y del intelecto
es capaz de producir o de vedar. Este instinto natural justamente será el límite último del
empirismo de Hume.

KANT (1724-1804)

CATURELLI, Alberto. La Filosofía Gredos. Madrid. 1977

101
Naturalmente que, salvo los momentos de crítica interna al inmanentismo, de los cuales he
señalado los dos principales – Pascal y Vico –, hasta aquí se ha producido, desde Ockam,
Nicolás de Cusa y luego Descartes, una primacía del pensar sobre el ser que no es ya des-
cubierto por el pensamiento, sino que comienza a ser «puesto» por el pensar. Todos los intentos
de superación de los problemas internos al cartesianismo han dejado intacto este momento en el
cual la razón se hace criterio de la verdad. Si la razón, en cierto modo, pone al ser, se sigue que,
al menos, de la razón no se duda en absoluto, y si de la razón no se ha dudado en absoluto,
existe por lo menos un elemento que no es crítico y no ha sido puesto en cuestión: la misma
razón. Luego es necesario preguntarse por la posibilidad de conocer de la misma razón,
poniendo la razón en cuestión y – más tarde – cuando descubramos que la razón imprime sus
«formas» a lo real «creando» el objeto de conocimiento en cuanto tal, habremos descubierto que
casi todo el ser es creado o puesto por la razón. Y éste es el segundo momento de la
absolutización de la razón. De ahí que en el mismo cogito ergo sum, al autoponerse la razón
como criterio de la verdad, la misma razón se pone en cuestión y es necesario preguntarse por
ella. Y éste es el momento de la filosofía de Kant.

En el seno de una familia pietista nació Kant, el año 1724, y tuvo una buena formación en
literaturas clásicas, primero, y luego, en sus estudios universitarios, realizados en su ciudad
natal: Königsberg. Realizó estudios de física, matemáticas, ciencias naturales, lógica,
metafísica, geografía. Se desempeñó como preceptor privado, y en 1755 comenzó a enseñar en
la Universidad de Königsberg como «privatdozent». En 1770 fue profesor titular, y en ese cargo
se mantuvo hasta su muerte, acaecida a los ochenta años. Era de dulce carácter, alegre, vivo,
bromista, metódico hasta lo inverosímil y curioso de todo cuanto tuviera interés científico o
fuera apto para la búsqueda de la verdad.Como mi libro no es, estrictamente, una obra de pura
historia, no mencionaré todas sus obras. Bástenos con aceptar el hecho común de la división de
su pensamiento en tres períodos: 1 (hasta 1770), en el cual todos sus escritos demuestran su
interés predominante por la naturaleza y los estudios físicos, cosmológicos y geográficos; 2
(1770-1780), en el que se hace evidente su interés por la filosofía y la influencia creciente del
empirismo inglés, y en el cual aparecen elementos importantes del período propiamente
kantiano, hasta que, luego de tres lustros de silencio; 3 (1781 en adelante), con la aparición, de
1781, de su obra fundamental, Crítica de la razón pura, comienza el período llamado «crítico» o
propio de su filosofía. Ésta se despliega luego en una exposición más sencilla de la primera
Crítica, es decir, en los Prolegómenos a cualquier metafísica futura que quiera presentarse como
ciencia. En 1787 publicó la Crítica del juicio, y casi simultáneamente, todas sus numerosas
obras teóricas, sin contar sus escritos póstumos y el epistolario de quien ha sido, sin duda, uno
de los más grandes filósofos alemanes, solamente superado – quizá – por Hegel, en el siglo
siguiente. En el segundo período de su desarrollo intelectual, Kant hace abandono definitivo de
su primera formación dogmática leibniziana y wolfiana, e insinúanse los temas generales de su
período «crítico», particularmente respecto del espacio y del tiempo que aparecen como leyes o
formas de la sensibilidad en la Disertación de 1770. Pero lo que aparece claro es que ahora,
como dije antes, no se trata solamente de que la razón busque la evidencia primera, sino que la
razón plantea el problema de su propia validez. Y tal es el problema propiamente crítico.

En efecto, si el pensar, hasta cierto punto al menos, «pone» al ser en cuanto se hace su regla
objetiva, es dogmático que la razón lo haga sin poner antes en cuestión su propia capacidad de
conocer. Por tanto, es necesario investigar si la razón puede alcanzar un conocimiento universal
y necesario que implique algo nuevo, es decir, que sea verdaderamente científico, tal como
ocurre de hecho en la matemática y en la física y no en la Metafísica. Pero el hecho es que
existe una ciencia que es válida como tal; y toda ciencia se compone de juicios, ya sean juicios

102
científicos, morales o estéticos. Entonces, necesito saber, primero, de qué tipo de juicios se
compone la ciencia universal y necesaria. Ante todo, parece evidente que los juicios son a priori
(o analíticos), es decir, cuando nada tienen que ver con la experiencia, o a posteriori (o
sintéticos), cuando de ella dependen. En efecto, el juicio es a priori cuando el predicado
desarrolla lo contenido en el sujeto sin añadir nada nuevo (juicios explicativos); son universales
y necesarios, pero no contienen una nueva verdad. Por ejemplo, «todos los cuerpos son
extensos» es juicio analítico a priori, pues la extensión pertenece al concepto de cuerpo. El
juicio es a posteriori o sintético cuando depende totalmente de la experiencia, y por eso, si bien
añade algo nuevo al sujeto, no es universal ni necesario, sino particular y contingente. Como,
por ejemplo, «todos los cuerpos son pesados», pues el predicado añade al sujeto una nueva
verdad, pero particular y contingente (Crítica de la r. p., Introd., IV). Luego la ciencia – que
debe ser universal y necesaria y contener una nueva verdad – no está compuesta de juicios ni
analíticos ni sintéticos; y, por tanto, la verdadera ciencia estará compuesta de juicios que a la
vez sean «sintéticos», pues dependen de la experiencia (aporte empírico) y «a priori» en cuanto
universales y necesarios, pero cuya universalidad y necesidad provienen de la razón y no de la
experiencia; por tanto, toda verdadera ciencia se compone de juicios sintéticos «a priori». Así,
por ejemplo, en la matemática decimos que «es una proposición sintética que la línea recta entre
dos puntos es la más corta», pues «el concepto de más corta es completamente añadido y no
puede provenir en modo alguno de la descomposición del concepto de línea recta» (ídem, V).
Así también en la ciencia natural pura o física, cuando decimos: «En todos los cambios del
mundo corpóreo la cantidad de materia permanece siempre la misma». En ambos casos, los
juicios son a priori en cuanto a su origen, universalidad y necesidad, y también son sintéticos,
pues añaden una nueva verdad no separable de la experiencia. Pero en la metafísica, cuando
digo, por ejemplo, que «el mundo debe tener un primer principio», es claro que nos alejamos de
la experiencia y debemos preguntarnos cómo es posible que esta proposición sea científica. No
así con las dos anteriores, pues su cientificidad es evidente. Por tanto, el problema se reduce a
plantearnos la pregunta: ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos «a priori»?. La cual se
resuelve en estas otras tres: ¿Cómo son posibles las matemáticas puras?. ¿Cómo es posible la
física pura?. En cambio, es muy diverso preguntarse: ¿De qué modo es posible la metafísica
como ciencia?.En efecto, si el pensar, hasta cierto punto al menos, «pone» al ser en cuanto se
hace su regla objetiva, es dogmático que la razón lo haga sin poner antes en cuestión su propia
capacidad de conocer. Por tanto, es necesario investigar si la razón puede alcanzar un
conocimiento universal y necesario que implique algo nuevo, es decir, que sea verdaderamente
científico, tal como ocurre de hecho en la matemática y en la física y no en la Metafísica. Pero
el hecho es que existe una ciencia que es válida como tal; y toda ciencia se compone de juicios,
ya sean juicios científicos, morales o estéticos. Entonces, necesito saber, primero, de qué tipo de
juicios se compone la ciencia universal y necesaria. Ante todo, parece evidente que los juicios
son a priori (o analíticos), es decir, cuando nada tienen que ver con la experiencia, o a posteriori
(o sintéticos), cuando de ella dependen. En efecto, el juicio es a priori cuando el predicado
desarrolla lo contenido en el sujeto sin añadir nada nuevo (juicios explicativos); son universales
y necesarios, pero no contienen una nueva verdad. Por ejemplo, «todos los cuerpos son
extensos» es juicio analítico a priori, pues la extensión pertenece al concepto de cuerpo. El
juicio es a posteriori o sintético cuando depende totalmente de la experiencia, y por eso, si bien
añade algo nuevo al sujeto, no es universal ni necesario, sino particular y contingente. Como,
por ejemplo, «todos los cuerpos son pesados», pues el predicado añade al sujeto una nueva
verdad, pero particular y contingente (Crítica de la r. p., Introd., IV). Luego la ciencia – que
debe ser universal y necesaria y contener una nueva verdad – no está compuesta de juicios ni
analíticos ni sintéticos; y, por tanto, la verdadera ciencia estará compuesta de juicios que a la
vez sean «sintéticos», pues dependen de la experiencia (aporte empírico) y «a priori» en cuanto

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universales y necesarios, pero cuya universalidad y necesidad provienen de la razón y no de la
experiencia; por tanto, toda verdadera ciencia se compone de juicios sintéticos «a priori». Así,
por ejemplo, en la matemática decimos que «es una proposición sintética que la línea recta entre
dos puntos es la más corta», pues «el concepto de más corta es completamente añadido y no
puede provenir en modo alguno de la descomposición del concepto de línea recta» (ídem, V).
Así también en la ciencia natural pura o física, cuando decimos: «En todos los cambios del
mundo corpóreo la cantidad de materia permanece siempre la misma». En ambos casos, los
juicios son a priori en cuanto a su origen, universalidad y necesidad, y también son sintéticos,
pues añaden una nueva verdad no separable de la experiencia. Pero en la metafísica, cuando
digo, por ejemplo, que «el mundo debe tener un primer principio», es claro que nos alejamos de
la experiencia y debemos preguntarnos cómo es posible que esta proposición sea científica. No
así con las dos anteriores, pues su cientificidad es evidente. Por tanto, el problema se reduce a
plantearnos la pregunta: ¿Cómo son posibles los juicios sintéticos «a priori»?. La cual se
resuelve en estas otras tres: ¿Cómo son posibles las matemáticas puras?. ¿Cómo es posible la
física pura?. En cambio, es muy diverso preguntarse: ¿De qué modo es posible la metafísica
como ciencia?.

Se trata, pues, de encontrar no precisamente una filosofía o un sistema, sino un camino, un


método, que permita proceder rectamente a la razón. Naturalmente, es necesario que veamos
qué entiende, primero, por la «razón» a la cual Kant llama «la facultad que proporciona los
principios del conocimiento a priori», o bien la facultad que «contiene los principios para
conocer algo absolutamente a priori»; y ahora se trata de encontrar un método del conocimiento
«a priori». Y tal conocimiento es «trascendental». Precisamente se llama trascendental «todo
conocimiento que, en general, se ocupe, no de los objetos, sino de la manera que tenemos de
conocerlos, en tanto sea posible a priori» (ídem, VII). Por eso, en cuanto trascendental, la crítica
kantiana tiene por objeto inmediato no las cosas u objetos, sino el conocimiento mismo. Este
método que se ocupa no de los objetos, sino de nuestro modo de conocerlos, se llama
«trascendental», «formal» o propia-mente «crítico», en cuanto «crítica de la Razón pura». Y lo
trascendental es siempre a priori, y lo «a priori» es tal en cuanto independiente de la
experiencia, pero proveniente de nuestra conciencia. Luego, como ya dije, el objeto del método
crítico es siempre el conocimiento, sea trascendente o trascendental. Es decir, llama
trascendente a todo conocimiento que sobrepasa o trasciende el límite de la experiencia y
trascendental al conocimiento que, si bien precede a la experiencia, hace posible el
conocimiento de la experiencia misma. En este segundo sentido, debe emplearse siempre el
término «trascendental». Y precisamente este método trascendental o crítico aspira a
constituirse en la unidad de todos los métodos anteriores. Entonces el camino a recorrer es
claro: es necesario preguntarse por la fundamentación «trascendental» de la ciencia, de la moral
y del orden teleológico-estético. Veamos, pues, lo primero como fundamento de todo lo demás.

Ahora debemos, por lo tanto, responder a la doble pregunta acerca de cómo es posible la
matemática pura y la física pura. La primera pregunta plantea el problema de la relación
trascendental de razón y percepción sensible, o, dicho más exactamente, de los elementos a
priori de la percepción sensible, y recibe el nombre de 1) Estética trascendental. Luego la
estética trascendental investiga cuáles son las formas a priori que, al determinar a la materia, la
hacen objeto de ciencia universal y necesaria, ya se trate de las determinaciones del espacio
(Geometría) o de las del tiempo (Aritmética).

A) El espacio: En efecto, el espacio, inicialmente, no puede ser un concepto de la experiencia –


como cree el empirismo –, sino un supuesto de toda experiencia externa; pero, además, no es

104
abstraído de la experiencia exterior (como, p. ej., para Aristóteles), y, por eso, no puede ser
tampoco un concepto, sino una intuición. Luego el espacio aparece como condición a priori de
toda experiencia exterior y como forma a priori de la intuición. De modo que la experiencia está
en el espacio y no a la inversa. Por eso es posible imaginar espacio con cosas, pero imposible
imaginar cosas sin espacio, porque éste es la misma condición o forma a priori para que se dé la
experiencia exterior. Luego la Geometría consta de juicios sintéticos a priori, lo cual indica que
su objeto propio, que es el espacio, es independiente de la experiencia y la hace posible. O sea
que es forma a priori, condición de la subjetividad; es, pues, trascendental, como condición de
posibilidad de toda experiencia.

B) El tiempo: De igual modo, el tiempo tiene idealidad trascendental como forma a priori de la
intuición. Entonces ni se extrae de la experiencia ni es concepto abstraído de ella, pues se puede
pensar el tiempo sin los fenómenos que en él transcurren, pero no se pueden pensar los
fenómenos sin el tiempo. Luego el tiempo es intuición a priori, y, por eso, condición de la
experiencia interna, es decir, de la Aritmética y la mecánica. Por tanto, es nuestra mente (y no
las cosas) la que confiere a los objetos «formas» de espacio y tiempo. Más aún, ambas
intuiciones constituyen la forma de la misma experiencia, mientras que la materia es aquello
indeterminado que procede de las cosas, o los elementos indeterminados de la sensación. Luego
la mente determina la materia (de la experiencia) por la impresión de las formas de espacio y
tiempo. De donde se sigue que – en cuanto condiciones de la posibilidad de la experiencia como
tal – el objeto de conocimiento de la Matemática (y de toda ciencia), en cuanto objeto de
conocimiento, en lo que tiene de cognoscible, es creado o «puesto» por la mente, por medio de
las formas a priori de la intuición sensible externa e interna. 2) Analítica trascendental: Estas
condiciones o formas a priori de la sensibilidad ponen de manifiesto la necesidad de su
elaboración racional. De ahí que al estudio de las formas a priori de la percepción sensible deba
seguir el de las formas a priori del pensamiento (lógica trascendental). Así, la analítica
trascendental muestra cómo es posible la naturaleza formalmente como el conjunto de reglas
según las cuales se constituye la ciencia natural pura o Física. A) Analítica de los conceptos:
Pues bien, hasta ahora la percepción sensible nos ha proporcionado una multiplicidad de
elementos que es necesario reducir a unidad o síntesis; y precisamente la unidad a la cual se
reduce la multiplicidad es el concepto que Kant denomina categoría. Y estas categorías pueden
ser deducidas por una «deducción metafísica», o, también, por la «deducción trascendental».
Veamos ambas: En cuanto a la primera, la razón, así como produce la experiencia científica en
su operación sintética, analíticamente formula los juicios de cuyas diversas clases se deducen
las diversas clases de categorías o conceptos. Y los juicios son: 1.º, por la cantidad (singulares,
particulares, universales); 2.º, por la cualidad (afirmativos, negativos, indefinidos); 3.º, por la
relación (categóricos, hipotéticos, disyuntivos); 4.º, por la modalidad (problemáticos,
asertóricos, apodícticos). De donde se deduce la tabla de categorías: 1.º, según la cantidad
(unidad, pluralidad, totalidad); 2.º, según la cualidad (realidad, negación, limitación); 3.º, según
la relación (inherencia y subsistencia, causalidad y dependencia, comunidad o reciprocidad
entre agente y paciente); 4.º, según la modalidad (posibilidad-imposibilidad, existencia-No-
existencia, necesidad-contingencia). Por tanto, las categorías o conceptos que reducen a unidad
la multiplicidad de la sensibilidad son subjetivas, a priori, o formas de nuestra mente. En cuanto
a la «deducción trascendental», muestra el valor objetivo de tales categorías y cómo son las
condiciones trascendentales de la experiencia misma; ahora se trata de mostrar cómo los
elementos que estudia la estética trascendental son objetivamente pensados, puestos por la
razón; y, por eso, son re-unidos en la conciencia o, como dice Kant, en «la unidad
primitivamente sintética de la apercepción»; tal es el Yo trascendental o la unidad de la
autoconciencia; como expresa Kant: «Solamente pudiendo yo reunir en una conciencia única

105
una diversidad de representaciones dadas es posible que logre representarme la identidad de la
conciencia en estas representaciones; es decir, la unidad analítica de la apercepción no es
posible si no se supone alguna unidad sintética». O sea que los objetos de la experiencia
científica son conscientes para mí en cuanto sujeto único y, así, en la ciencia natural pura, el
objeto depende del sujeto (la revolución copernicana). B) Analítica de los principios: Llegados a
este punto, tenemos, por un lado, la percepción sensible; por otro, las «categorías» como puras
formas aún vacías; luego estas categorías deben ser aplicadas a la intuición sensible (espacio-
tiempo); esto debe realizarse en virtud de aquellos juicios que se derivan de las categorías o
conceptos puros, y tales se llaman principios. ¿Cómo se hace esta aplicación?. Por el «esquema
trascendental» que responde, por un lado, a las categorías, y, por otro, al fenómeno sensible;
luego el conocimiento aparece cuando se unen las formas de la sensibilidad – espacio y tiempo
– con las formas de la razón-categorías. Y precisamente esta unidad sintética a priori es
realizada por el esquema; es decir, simplemente, esta «aplicación» o, si se quiere, este acto de
imprimir las formas a priori en lo sensible constituye el juicio sintético a priori científico-
natural. Pero de todo esto se sigue que, hasta cierto punto, la razón «pone» las leyes del mundo
natural; no existen estas leyes con independencia de la razón, sino que dependen de la razón.
Pero ahora nos falta responder a la pregunta ya en cierto modo respondida: ¿De qué modo es
posible la metafísica como ciencia?.

Por lo pronto, la ciencia – ya lo hemos visto – tiene sus límites determinados por la experiencia;
y la razón, científicamente, no debe superarla; pero, de hecho, así ocurre, pues la razón intenta
este ir más allá de la experiencia. Claro que, en cuanto a las posibilidades de conocer
científicamente, es imposible superar la experiencia; pero en cuanto a la posibilidad de pensar la
razón lo que supera a la experiencia, es también un hecho; pero todo este mundo de la
experiencia es, precisamente, «lo que aparece», o sea lo fenoménico o, simplemente, el
fenómeno. Mas, precisamente por eso, la misma idea de «fenómeno» entraña la de otra realidad
allende el fenómeno, «detrás» del «fenómeno»; y tal sería el noúmeno o, simplemente, la cosa
en sí; pero el «noúmeno», por lo pronto, en cuanto está allende la experiencia, es
científicamente incognoscible, pues a él no se pueden aplicar las categorías por escapar a las
intuiciones a priori espacio-tiempo; entonces, el «noúmeno» o es lo que «queda luego de la
unión de las formas de la intuición sensible con las formas a priori de la razón, en cuyo caso es
apariencia, efecto del puro pensar; o bien indica por lo que está allende la experiencia y busca la
absoluta unidad de toda experiencia posible, es decir, aquello incondicionado y absoluto que
Kant denomina concepto de la razón pura o, mejor, idea trascendental. Pero siempre la idea
trascendental es solamente pensada, no comprometida con la experiencia de la ciencia físico-
matemática; y, precisamente en cuanto pensada y «más allá» de la experiencia, es únicamente
reguladora de toda experiencia; entonces se ve claro por qué Kant no les llama propiamente
«conceptos», sino ideas; en efecto, ideas, en cuanto unidad de la experiencia, y, por eso, se
puede edificar un «sistema» de las ideas trascendentales. Y tales ideas trascendentales que
unifican y dan sentido a la experiencia son las ideas de alma, de mundo y de Dios. Luego las
tres no son sino que son pensadas; lo cual no significa que no existan, sino que escapan a la
labor científica de la razón. Y tales son los momentos esenciales de la Metafísica.

Si es así, entonces el «yo» que aparece todos los días a nuestra inmediata experiencia es el «yo»
fenoménico; pero el «yo» nouménico (o yo substancial) es condición necesaria de nuestro
conocimiento y de la unidad de todos nuestros actos; pero nada sabemos de él; análogamente,
nada podemos decir de la substancia, aunque ni la podemos negar ni la podemos afirmar
(científicamente); de donde se sigue que es inútil hacer argumentos (por ejemplo, sobre la
inmortalidad del alma), pues se cae en paralogismos pasando alternativamente del «yo»

106
fenoménico al «yo» nouménico. Por tanto, el alma es una idea trascendental. Igualmente, la idea
trascendental de «mundo» es la que unifica todos los fenómenos cósmicos y es idea regulativa
que permite pensar coherentemente todos los fenómenos y leyes de la naturaleza física; pero,
precisamente, en cuanto se pasa del «mundo» como apariencia fenoménica al «mundo» como
totalidad unificadora, ineludiblemente se cae en antinomias imposibles de superar; por ejemplo,
se puede sostener simultáneamente que el mundo requiere como causa un ser necesario (tesis) y
que el mundo no requiere un ser absolutamente necesario ni en sí ni fuera de sí (antítesis). No
hace falta que nos detengamos a enumerar todas las antinomias de la crítica kantiana de la
cosmología racional; basta dejar firme que el «mundo» es también idea trascendental reguladora
de las experiencias cosmológicas; es explicativa solamente en cuanto una tesis, por ejemplo, la
de la necesidad de un ser necesario, es útil como reguladora y explicativa del mundo como tal.
No porque exista realmente, pues de ella no puedo decir nada ni positiva ni negativamente.
De donde se ve claro que también la idea de Dios no es constituyente del mundo, sino idea
reguladora, razón suprema de todo, unificadora de todo, hipótesis ineludible; por eso mismo, en
cuanto Dios se evade de la experiencia, todos los argumentos para demostrar su existencia real
no prueban nada; pero si científicamente no puedo probar su existencia, científicamente no
puedo probar su no-existencia; por eso Kant no es ateo ni mucho menos; desde este punto de
vista, la respuesta a la pregunta: ¿De qué modo es posible la metafísica como ciencia?, es
negativa. La Metafísica no es ciencia, sino teoría de los límites de la razón. Pero estaría
equivocado quien pensara que Kant ha cerrado todos los caminos de acceso al mundo de allende
la experiencia. Para ello es necesario preguntarse por el orden moral.

Así como en la crítica de la razón pura Kant parte del hecho de la existencia de la ciencia válida
(matemática y física) compuesta de juicios sintéticos a priori, así también en el orden práctico
nos encontramos con la obligación moral; nos encontramos con algo que nos obliga, nos ata, ya
que obligare significa atar, ligar o reunir; así, por ejemplo, yo me siento «atado», «ligado» a la
sociedad en el cumplimiento de ciertos deberes fundamentales. Y eso es la concreta obligación.
Pero esta obligación implica un imperio, es decir, una orden o, mejor, un «imperativo» de lo que
debo hacer; entonces este imperativo no es hipotético, pues no se trata de hacer esto o aquello si
deseo tal cosa; el imperativo debe ser simplemente categórico, como cuando decimos sin más,
«haz esto». Mientras que el imperativo hipotético (que destruye la obligación) es analítico en
cuanto el querer tal cosa implica el querer tal medio; el imperativo categórico, en cambio, es
sintético a priori; es sintético en cuanto, en él, no se quiere hacer necesariamente tal acto
determinado, sino que se desea la conformidad de la acción con la ley; y es a priori porque, por
eso mismo, es universal y necesario; por tanto, así como vimos antes la síntesis a priori, ahora
nos encontramos con la síntesis a priori práctica. Luego la ley pertenece a la conciencia y no
viene de fuera; la moral es autónoma y no heterónoma. Por tanto, importa comprobar el valor
objetivo de la ley moral, qué es, cómo se realiza.
Si tenemos en cuenta que todo ser obra según leyes, es necesario admitir que yo obro según
máximas subjetivas de mi acción; pero aquello que regula mi acción es la ley objetiva que, para
que sea realmente reguladora, no tiene materia, es puramente formal porque no manda hacer ni
ésta ni aquella acción concreta; de ahí se sigue su carácter necesario y universal (a priori) y la
primera formulación del imperativo categórico: «Obra de tal modo que la máxima de tu
voluntad sea tal que a la vez puedas querer que esta máxima sea ley universal»; así, por
ejemplo, si para ganar cierta posición, miento, este momento de mi voluntad es subjetivo y
particular y no puede ser ley universal; de donde se sigue que hay una materia o contenido
(particular), tal acción particular, y la forma universal, a priori, de la ley; si tenemos en cuenta
que yo, como todo hombre, obro por un fin, siempre se tratará no de este fin particular de mi
acción, sino del fin en sí mismo, absoluto; y, a la vez, la acción moral es ineludiblemente

107
racional, propia de la persona; de ahí se sigue la segunda forma del imperativo categórico:
«Obra de tal modo que la persona humana, ni en ti ni en los otros, sea tomada nunca como
medio, sino como fin»; así, el suicidio, p. ej., es moralmente malo; por último, la misma
voluntad aparece como fuente de la obligación moral, la cual, a su vez debe ser universal; de
donde se sigue lo que Kant llama la ley fundamental de la razón práctica: Obra de tal modo que
la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una
legislación universal (1. I, cap. I, 7).

Naturalmente que, para obrar de acuerdo a la ley, es necesario que el hombre sea libre; pero la
libertad (como la inmortalidad y Dios) se concibe allende la experiencia; sin embargo, aquí se
trata – no de conocerla, pues ya dijimos que no es posible científicamente – de una realidad que
se impone, y debo realizar en mi acción; por eso, la razón práctica subordina a la razón
especulativa que se ha declarado impotente para alcanzar aquellas realidades trascendentes; pero
el hombre necesita de esas realidades para obrar; por eso, la voluntad las afirma como reales y
existentes y se comprende el valor y la primacía de la razón práctica. Por tanto, es legítimo y es
necesario afirmar la existencia de la libertad, de la inmortalidad y de Dios; pero la afirmación no
significa que realmente existan, sino que deben necesariamente ser afirmados, pues, de lo
contrario, mi acción práctica no tendría sentido. Y como el alcanzar el Bien absoluto sería la
desaparición de la obligación, nuestra vida moral es siempre un realizarse, un moverse sin fin.
Así, la libertad, la inmortalidad y Dios son los postulados de la razón que deben ser afirmados
como una exigencia puramente práctica. Y entonces, si se lograra la concordancia perfecta de la
voluntad a la ley – de la materia a la forma a priori –, se habría alcanzado la santidad. Por tanto,
la metafísica ha sido «transferida» a la moral y de sus supremos objetos solamente hay fe moral
racional, aunque no especulación o teoría.

HEGEL (1770-1831)

108
1. El sujeto y el objeto: el todo

Según Hegel la oposición entre sujeto y objeto es falsa, no existe tal dualismo que escinde el
sujeto con el objeto. Dicha oposición es falsa porque Hegel, fiel a su estilo “unificante-
reconciliador”, niega de plano la existencia empírica y separada del sujeto y del objeto. Afirmar
tal cosa sería simplemente una abstracción sin sentido, propia del “sabio vulgar” anterior al
mismo Hegel en la historia (las concepciones idealistas o subjetivistas). El Sujeto y el Objeto,
tomados aisladamente, son abstracciones que no tienen «realidad objetiva» (Wirklichkeit) ni
«existencia empírica» (dasein). Lo que existe en realidad, desde el momento que se trata de la
Realidad-de-la-cual-se-habla; y puesto que en verdad hablamos de la realidad, no puede tratarse
para nosotros más que de una Realidad-de-la-cual-se-habla… lo que en realidad allí existe es el
Sujeto-que-conoce-el-objeto o, lo que es igual, el Objeto-conocido-por-el-Sujeto”. Esta frase es
ya un preámbulo de la resolución del problema: en Hegel se opera una unificación del sujeto y
el objeto que se explica con la relación: “sujeto-que-conoce-el-objeto” y “objeto-conocido-por-
el-sujeto”. En Hegel, pues, el sujeto y el objeto, la cosa y el saber que se tiene de ella
constituyen una unidad radical. Pero dicha unidad no sólo consiste en un mero nexo copulativo;
no se trata de una simple identidad formal entre la cosa y el saber que se tiene de ella; o, lo que
es lo mismo, no es una identidad formal entre naturaleza y espíritu. Para Hegel, hay algo que es
fundamento de esa pertenencia de ambos términos: ese fundamento es el Todo, es el absoluto, el
en sí y para sí. El mundo natural viene a ser la exigencia inmediata del espíritu; es decir, de
alguna manera, lo dado es una condición necesaria para la consecución de la Verdad en la
Ciencia. Entonces, “el Espíritu, el principio de unidad y universalidad, sólo puede comprender
plenamente el mundo cuando lo mira meramente como el material para su propia actividad,
como opaco a esa actividad sólo en la medida en que esa opacidad es una condición necesaria
para el proceso de hacer transparente el mundo. Y no puede encontrar satisfacción completa en
ningún otro modo de considerar el mundo… el Espíritu encuentra finalmente que la parcial
satisfacción que logra al ver el mundo desde perspectivas alternativas, se derrumba ante el
examen y envuelve su pensamiento en conflicto y en frustración intelectual. Mientras que en la
comprensión de sí mismo en Espíritu, como la «verdad» de todo, reúne y armoniza todos esos
otros modos parciales de comprender el mundo”. Hegel concluye pues que la verdad es cosa y
saber, “lo verdadero no es el resultado… sino el todo; aquello que vincula el resultado a su
principio”; es la unificación vital de la naturaleza con el espíritu. Por tanto, la respuesta a la
pregunta inicial será que la verdad no es simplemente una verdad “de” lo absoluto, “sino que es
lo absolutamente verdadero, la verdad en su índole absoluta”.

2. El concepto

Para Hegel, concepto no es la idea de representación o segunda presentación intelectual de algo


que ya se presentó una vez. Tampoco es la doble idea de concepto de los medievales: no es el
“concepto objetivo”, es decir, el que todos los hombres tienen de algo; ni es el “concepto
formal” o el acto en el que la mente concibe conceptos objetivos. Hegel habla “de los dos [tipos
de concepto] a una”, (das begreiffendes Denken) que se traduce como pensar concipiente: aquel
que toma el concepto objetivo en tanto que emergiendo del acto mismo de concebir (concepto
formal); o, en otros términos, lo objetivo saliendo de lo formal. Por tanto, el concepto no es algo
muerto, sino que está dotado de vida, es una “unidad vital”. El concepto es lo absoluto y la
realidad, el concepto es una “unidad vital”, entonces debe producir algo. Hegel afirma que lo
concreto resulta de la vida interna de los conceptos. Para llegar a ello, opera una inversión en la
primariedad de los términos de un juicio cualquiera (S es P), según la lógica tradicional. De
acuerdo a esta inversión, el sujeto es lo que es gracias a que el predicado lo determina en sus
caracteres internos. Es lo que Hegel llama “proposición especulativa”, en contraposición a la
“proposición lógica” tradicional. Es el predicado pues este constituye al sujeto, y no al revés.
Pero además, no es simplemente que el sujeto esté bajo (sub) el predicado, sino que encuentra
su conformación misma desde el predicado. De ahí que Hegel sostenga con seguridad que lo
concreto esté constituido por la vida interna de los conceptos y el sujeto sea el resultado del
predicado. Entonces, la verdad será siempre lo general, el todo y la razón es lo absolutamente

109
verdadero, la vida interna del concepto. En definitiva, siendo la razón la vida del concepto, éste
envuelve y unifica, por esa vitalidad que le es propia, la realidad y la certeza de las cosas.

3. El todo y las partes

Una planta: que empieza siendo una semilla, pero crece y crece en perfección de una manera
homogénea, hasta llegar a la flor; de tal manera que la flor es circular cuando da el fruto y
vuelve a empezar. Todo tiene que ver con todo, o que todo está en todo; el todo es todo y es
todo totalmente.
“el todo es anterior a las partes”, anterior con prioridad absoluta, no con prioridad temporal
como es natural; y que a su vez las partes se entienden en el todo; y también que para entender
el todo hay que entender las partes. Parte y todo. Las partes sólo pueden existir en el todo; y por
otro lado, claro está, si el todo se separa de las partes o se aísla de ellas como un todo sin partes,
pues resulta manifiestamente un todo a su vez separado, y por lo tanto un todo particular. Pero
aquí tenemos otra vez replanteado ese problema, tan profundo por otra parte, de lo uno y lo
múltiple. Lo múltiple no puede ser meramente múltiple, tiene que ser uno; y al revés, lo uno no
puede ser simplemente uno, tiene que ser necesariamente también múltiple. El pensamiento de
Hegel es organicista: la mano es la mano del cuerpo, un cuerpo sin manos no es el cuerpo, etc.
Seguramente este ideal de totalidad completa al final se tiene que resolver sintéticamente a la
fuerza; no hay otra solución: si las partes no pueden prescindir del todo y el todo no puede
prescindir de las partes, lo que sale es un embutido a la fuerza. El problema estriba en la
relación interna que las partes tienen dentro del todo. Si las partes no están inertemente dentro
del todo, si las partes no forman parte del todo como los granos de un montón de arena, si no se
trata de un puro amontonamiento de partes, si no se trata de una totalidad accidental, entonces el
todo tiene que proporcionar a las partes su propia vinculación. En cuanto que las partes están
vinculadas, las partes tienen que estar en una relación que es evidentemente racional; puesto que
una relación vivida, estrictamente establecida, tiene que ser una relación sabida: lo real es
racional. En la fórmula del concepto como universal concreto, lo concreto es lo real, lo
universal es lo racional; pero lo concreto está traspasado de racionalidad, puesto que el todo
proporciona a las partes el conectivo. El concreto; y ¿qué significa concreto? Mediación. La
clave de la noción de concreto es el “con”. Las partes son copartes: crecen juntas, viven juntas,
se remiten intrínsecamente unas a otras; y es así como las partes no se particularizan en el
universal que es el todo.

4. Lo abstracto y lo concreto

Lo abstracto (del latín «abstractio»; aislamiento) es una faceta, una parte de un todo, lo
unilateral, lo no desarrollado; lo concreto (del latín «concrescere» crecer por aglomeración) es
lo compuesto, lo complejo, lo multifacético. En la historia de la filosofía, hasta Hegel, lo
concreto se entendía sobre todo como multiplicidad sensorialmente dada de cosas y fenómenos
singulares; lo abstracto, como característica de los productos exclusivos del pensar. En nuestro
lenguaje habitual, “concreto” y “abstracto” parecen tener sentidos inversos a los que evoca.
Cuando decimos que algo es concreto, generalmente, nos referimos a lo inmediato que se nos
presenta a los sentidos. Pero esto es lo más abstracto para Hegel, Porque es un dato sin
mediación aún del entendimiento y la razón. Concreto, por otra parte, deriva del latín concretum
que, a su vez, proviene del verbo concrescere, que quiere decir “lo que se acrecienta”. Por eso
Hegel dirá que es concreta la totalidad construida a partir de sus momentos, previamente
abstraídos, separados de los datos inmediatos de la certeza sensible.Lo abstracto no es un
contrario de lo concreto, sino una etapa en el movimiento de lo concreto mismo, es lo concreto
sin revelarse, sin desplegarse, sin desarrollarse (Hegel compara la relación entre lo abstracto y
lo concreto, por ejemplo, con la relación entre la yema y el fruto).Lo abstracto es «inmediato»,
«indeterminado» y «unilateral».Lo abstracto es puramente negativo sólo cuando queda aislado
del movimiento dialéctico (meramente «en sí») Lo concreto es sinónimo de interconexión
dialéctica, de integridad que se descompone en partes. Lo concreto es mediatez, determinación
y totalidad están implícitas en él. Lo concreto —lo universal concreto— llega a ser «la verdad
de lo abstracto»; lo concreto es «para sí»

110
Conclusión

Para Hegel hay tres momentos del pensamiento lógico: a) el momento abstracto, cuando el
entendimiento aísla las determinaciones del objeto presentado como una certeza sensible, b) el
momento dialéctico, cuando la razón negativa hace surgir la contradicción entre estas
determinaciones y c) el momento especulativo, cuando la razón positiva alcanza la síntesis. La
filosofía hegeliana es especulativa porque su resultado, el concepto, se reconoce en los objetos
como “en un espejo” (speculum). Aquí el carácter idealista del pensamiento de Hegel demuestra
su debilidad, suponiendo un estadio de identidad sujeto-objeto que invierte las relaciones
concretas entre el pensamiento y la realidad, que los hombres construyen a través de la praxis.
Para Hegel, el concepto es lo universal que comprende sus determinaciones en su
desenvolvimiento dialéctico. Y aquí también el latín nos viene en ayuda: concepto viene del
sustantivo conceptum que deriva del verbo concipere, que a su vez deriva de otro verbo, capere
(capturar, agarrar). Entonces, concebir es agarrar o unir dos entidades para formar una tercera
distinta que las contiene. “Concepto” podría traducirse como “lo que comprende/ lo que toma
conjuntamente”. El concepto para Hegel tiene el sentido de un proceso de construcción
abarcativo, totalizador y en desarrollo. Esta idea va en contra de pensar la filosofía como un
conjunto de definiciones generales, previas al desarrollo mismo y a la fundamentación de esas
definiciones.

V. Metafísica contemporánea

Contexto histórico

Quizá pensar un siglo, como pensar una cultura o una época, sea tarea imposible a menos que
no se postule una serie de categorías organológicas, que trasciendan por definición el período
que intenta ser pensado y que lo engloben sistemática y taxonómicamente, y de categorías
teleológicas que dispongan el periodo en crítica de acuerdo a unas coordenadas presupuestas y
que, por esa misma razón, están más allá de dicho periodo sometido a examen. En definitiva,
pensar el siglo XX sólo es posible después del siglo XX (lo que obliga a pensar, primero, si,
salvando la cronología, seguimos en él) y siempre de manera literaria, lo cual supone pensar,
por un lado, metafórica, fabulística, aventurada y novelescamente (igual que Kant pretendía
pensar la historia universal: como si de una novela se tratara), y, por otro lado, repleta de
personajes, de hitos, de memorias. Con este estilo predefinido, con esta trama, trataremos de
pensar filosóficamente el siglo XX.

Un concepto resume el trazo del discurso general del siglo XX: “mundialización”. El siglo XX
ha supuesto la mundialización de la guerra (dos grandes guerras mundiales mediaron en el siglo
XX, y una tercera, la llamada “guerra fría” articuló el mundo en dos mitades enfrentadas y no
sólo a nivel militar, sino también económico, social e ideológico) y de la economía de mercado,
la globalización de la sociedad (“la sociedad red”), la totalización de la información (“la era de
la información”) y la universalización de la moral (“los derechos humanos”). Todo ello
auspiciado por el torrente de progreso científico-tecnológico característico del siglo XX: la
física cambia de paradigma dando cabida a la teoría de la relatividad de Einstein y la aparición
de la física cuántica (Planck, Bohr) y el principio de incertidumbre (Heisenberg). La biología,
ya revolucionada por Darwin a finales del siglo XIX experimentaría un nuevo avance: la
bioteconología. Ante este panorama totalizador, holístico por naturaleza, nada queda al margen:
la economía, la cultura, la ciencia, la política y la filosofía nos ofrecen un mismo y homogéneo
discurso: el discurso de la Humanidad. Pensar el siglo XX es “pensar la Humanidad”. Pero,
¿con qué categorías construir ese pensar? Lamentablemente con categorías antiguas o, en el
mejor de los casos, heredadas: el siglo XX heredó los conceptos de Razón, de Estado y de
111
Sujeto, ofrecidos por la Modernidad, y de Hombre y Ciudadanía, ofrecidos por el Clasicismo. Y
con estos mimbres ajenos, impropios, pretendió inventar (re-inventar, otra vez) el mundo. Los
totalitarismos de un lado y otro (fascismo, nazismo, comunismo) son ejemplos de postulación
de un “nuevo mundo”, también la noción de “derechos humanos” alumbra un discurso
ideológico totalizante en cuya cúspide reina la Idea platónica del Bien=Verdad=Belleza: la
Humanidad o la Naturaleza humana; por otra parte, la actual “sociedad red” es el experimento –
no sólo conceptual, sino principalmente tecnológico, económico y social- de una “nueva
sociedad mundial”. La ciencia (“tecnociencia” debido a la alianza entre ciencia y técnica que
caracteriza el desarrollo epistémico y material de ambas esferas desde el siglo XX) y el arte han
vivido muy especialmente episodios de mundialización: los avances científico-tecnológicos han
cambiado el mundo transformando no sólo la estructura productiva de la sociedad sino también
los hábitos y formas de vida, empezando por los transportes y la comunicación; en el campo de
las artes, las llamadas “Vanguardias” (protagonizaron el ejemplo de cómo la actividad cultural
puede convertirse en un fenómeno de masas: la aparición del cine, la fotografía y la expansión
de los medios de comunicación de masas han servido de soporte y canal de comunicación de esa
experiencia. Pero si algo ha cambiado el mundo llevando a cabo una nueva “revolución
cultural” ha sido la “revolución informática”: es difícil presentar un campo o estructura donde la
informática no esté presente a modo de eje vertebrador y de ariete. La informática ha
revolucionado el uso, adquisición y comunicación de la información: ha introducido la imprenta
en casa, ha expandido universalmente las posibilidades de comunicación (Internet y otras redes)
y actualmente reglamenta las redes mundiales de transportes, de transacciones económicas y de
ordenamiento social y cultural: bibliotecas, prensa, administración pública y privada, red
sanitaria, etc. son casos elocuentes de cómo el mundo está hoy administrado y reglamentado
informáticamente. El siglo XX ha sido el siglo de la mundialización, el siglo de la conquista de
la Tierra. Sin embargo, se vio que con esta conquista no era suficiente y, entonces, se pidió la
Luna. El hombre alunizó en pleno siglo XX (1969) e hizo de la llamada “carrera espacial” una
manifestación política, tecnológica, militar y económica de la extensionalización universal o
globalización como dinamismo efectivo del discurso de la Humanidad. El Hombre no tiene
bastante consigo mismo: ha de quererlo Todo. Precisamente la filosofía que podemos decir que
había de inaugurar el siglo XX, aun siendo trazada en el siglo XIX, es la de Hegel y como
escribe este autor en el Prefacio de su Fenomenología del Espíritu: “Lo verdadero es el todo;
pero el todo es la esencia que se realiza a través de su desarrollo. Es lo que es en verdad. En esto
precisamente consiste su naturaleza: ser real, sujeto al desarrollo de sí mismo”.

La primera guerra mundial (1914-1918), por un lado, y la revolución soviética de 1917, por
otro, marcaron el punto y final del siglo XIX, el cual, en sus últimas décadas, vivió un avance
científico y tecnológico sin precedentes y que caló socialmente en el progreso económico e
industrial de la sociedad europea de aquel momento. Pero la Gran Guerra, que cerraba el siglo
XIX y abría el siglo XX, trajo consigo inflación, endeudamiento y millones de muertos. Europa
se desintegraba como potencia mundial y el relevo lo tomaba EE.UU. Por otra parte, la
Revolución Soviética presentaba un nuevo ideario social: el socialismo, pero el siglo XX ha
sido finalmente testigo de que la esperanza en ese ideal fue truncada casi nada más nacer. Por
fin el muro de Berlín, que separaba a Europa -y también al mundo- en dos bloques armados y
seriamente enfrentados, cayó en 1989 y el llamado “socialismo real” caería con él. Pero entre
aquella Primera Guerra y la desintegración de la Unión Soviética hubo de suceder la mayor
tragedia del siglo XX y quizá de la historia de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial y el
Holocausto Nazi. Quizá pueda evaluarse la historia política del siglo XX como una serie de
secuencias de ascenso y caída: ascenso del capitalismo industrial (la revolución industrial
heredada del siglo XIX y espoleada en el siglo XX) y caída del mismo (el hundimiento de la
Bolsa de New York en 1929), ascenso del fascismo (sobre todo con la llegada al poder de
112
Mussolini en Italia y Hitler en Alemania) y su caída (la Segunda Guerra mundial), ascenso del
comunismo (la Revolución de Octubre de 1917) y su caída (la caída del Muro de Berlín y la
subsiguiente desaparición del “Bloque del Este”), ascenso del “Estado de Bienestar” y el
modelo de democracia occidental impulsado desde la década de los años sesenta en Europa y su
actual y profunda crisis, que obliga a revisar no sólo su actual fórmula sino sus fundamentos.

En medio de este contexto, ¿qué ha pasado con la filosofía del siglo XX? A continuación se
relatan de manera esquemática los mimbres de las principales corrientes filosóficas del siglo
XX, exceptuando la filosofía analítica, que es objeto de estudio en otro tema. Entre esas
corrientes cabe mencionar: la fenomenología, el existencialismo, la hermenéutica, la Escuela de
Francfort, el estructuralismo y el pensamiento posmoderno. Lo primero que hemos de advertir
a modo de indicación de las señas conceptuales de la filosofía del siglo XX es que, amén de la
diversidad de corrientes y de la fecundidad de autores y obras, resulta homogénea en los
siguientes aspectos:  La filosofía del siglo XX es un esfuerzo por re-pensar categorías
antiguas, como las de Razón (Fenomenología, Filosofía Analítica, Hermenéutica,
Existencialismo, Escuela de Francfort, Estructuralismo y Posmodernismo), Estado (Escuela de
Francfort, Liberalismo y Republicanismo) Sujeto (todas ellas), Ciudadanía (Escuela de
Francfort, Liberalismo y Republicanismo) y Poder (Escuela de Francfort, Existencialismo,
Estructuralismo, Posmodernismo). Y se trata de re-pensarlas para evaluar hasta qué punto
podrían seguir valiendo y cuál ha sido su alcance.  La supuesta “filosofía del siglo XX”
también parece homogénea a la hora de dar soluciones: entrados en crisis la Razón moderna, el
Sujeto moderno, el Estado moderno, etc. lo más conveniente resulta su liquidación. Y por
liquidación cabe entender aquí también su renovación.

Características de la filosofía contemporánea

1. La filosofía contemporánea empezó a partir de la disolución del sistema hegeliano.

2. Crisis de la razón, es también común la duda respecto de que la filosofía pueda alcanzar una
descripción racional de la realidad, al menos en el sentido fuerte de racionalidad que ha
dominado durante la mayor parte de la historia de la filosofía: la razón como el instrumento
para el conocimiento absoluto (objetivo, universal, informativo y explicativo); en algunos casos
porque expresamente se reivindica el irracionalismo (Nietzsche), en otros porque se defiende,
también expresamente, el ámbito de la finitud (marxismo, existencialismo), y, finalmente, en
otros porque se declara que sólo las ciencias

3. Complejidad y problematismo; por poner en cuestión la verdad misma, su consistencia y


existencia, la dimensión filosófica de la realidad y la misma filosofía; por el desarrollo de una
diversidad de corrientes y doctrinas, muchas de ellas en radical oposición.

4 El desacuerdo y la discusión se sitúan en las cuestiones radicales de la filosofía.

5. La filosofía durante la Edad Contemporánea demostró rasgos de escepticismo, agnosticismo,


relativismo y crisis acentuada. Fue una época en que se anunció inclusive la muerte de la
filosofía pero también su revitalización y relanzamiento en los ámbitos académicos

6. Escasa valoración de la realidad trascendente (Dios y el mundo espiritual): tal vez éste es uno
de los rasgos más comunes a los sistemas filosóficos posthegelianos, pues de una u otra manera
la filosofía contemporánea se despreocupa de lo trascendente (con la excepción de la
fenomenología y de corrientes menores como el personalismo y la neo-escolástica), y en
algunos casos parece definirse incluso por su oposición a lo trascendente (marxismo,
vitalismo, filosofía analítica)

113
NIETZSCHE (1844-1900)

La filosofía de Nietzsche supondrá un enfrentamiento radical con buena parte de la tradición


filosófica occidental, oponiéndose a su dogmatismo, cuya raíz sitúa en Sócrates, Platón y la
filosofía cristiana. La distinción y oposición, realizada en sus primeras obras, entre lo apolíneo y
lo dionisíaco, le llevará a desarrollar una original interpretación de la historia de la filosofía,
según la cual el pensamiento se verá sometido a un alejamiento de la vida, a partir de la
reflexión socrática, que le llevará a oponerse a ella, negándola mediante la invención de una
realidad trascendente dotada de características de estabilidad e inmutabilidad, justo las
contrarias de las que posee la única realidad que conocemos, contradictoria y cambiante.
Nietzsche se opone al dualismo ontológico, fiel reflejo del dualismo platónico: este mundo,
sensible e imperfecto; el otro mundo, suprasensible y perfecto, fundamento de aquel.
Según tal concepción, la realidad queda escindida en dos ámbitos: una realidad suprasensible,
estática e imperecedera, frente a una realidad cambiante, sensible, perecedera... que es el
producto residual, "despreciable" de la anterior. Frente a este esquema ontológico reaccionará
Nietzsche esgrimiendo tres objeciones: 1. La infravaloración de la realidad sensible se debe a su
mutabilidad, mientras que la razón humana opera con categorías inmutables (conceptos); pero el
hecho de que la razón funcione con tales categorías no demuestra la "imperfección" ni la
"dependencia" del mundo sensible, sino sólo la inadecuación de la razón para conocerlo... ¿Y si
la razón no fuera la facultad adecuada para conocer el mundo?¿Es posible acceder de forma no
racional al conocimiento del mundo? ¿Es la razón nuestra única posibilidad cognoscitiva? 2. El
mundo suprasensible no es más que una ilusión, una ficción, una fantasía construida como
negación del mundo sensible, única realidad para nosotros. 3. Recurrir a un mundo
suprasensible lo interpreta, pues, como una reacción anti-vital, como una negación de la vida,
(vida que está marcada por el sufrimiento tanto como por la alegría), como una venganza contra
la naturaleza, propia de espíritus ruines que odian la vida, un producto del resentimiento contra
la vida. Incapaces de aceptar un destino trágico, los hombres se rebelan contra esa vida que les
aboca al sufrimiento y la niegan, convirtiéndola en un mero residuo de otra realidad, perfecta
ésta, donde ahogan su resentimiento.
Nietzsche acusa a la moral platónico- cristiana de antinatural por ir en contra de los instintos
vitales. Su centro de gravedad no está en este mundo, sino en el más allá, en la realidad en sí, o
en el mundo sobrenatural del cristianismo. Se trata de una moral trascendente que no gira en
torno al hombre, sino en torno a Dios y que impone al hombre un rechazo de su naturaleza, una
lucha constante contra sus impulsos vitales, por lo que significa un rechazo general de la vida,
de la verdadera realidad del hombre, en favor de una ilusión generada por el resentimiento
contra la vida. Tal moral es síntoma y expresión de la decadencia de la cultura occidental.
Por lo que respecta a la explicación del conocimiento, la metafísica de tradición platónico-
cristiana hace corresponder a una realidad inmutable un conocimiento y una verdad igualmente
inmutables: el conocimiento conceptual. Pero el concepto, dice Nietzsche, no sirve para conocer
la realidad tal y como es. El concepto tiene un valor representativo, pero siendo lo real un
devenir, un cambio, no puede dejarse representar por algo como el concepto, cuya naturaleza
consiste en representar la esencia, es decir, aquello que es inmutable, que no deviene, que no
cambia, lo que permanece idéntico a sí mismo, ajeno al tiempo. El concepto no es más que un
modo impropio de referirse a la realidad, un modo general y abstracto de captar la realidad y por
ello, de alejarnos de lo singular y concreto, de alejarnos de la realidad. Lejos de ofrecernos el
conocimiento de la realidad, el concepto nos la oculta. El concepto no es más que una metáfora
de la realidad, una representación general de una realidad que es individual. Prescinde, por
tanto, de toda diferencia individual. Y la filosofía tradicional ha olvidado este carácter
metafórico del concepto y ha pretendido encontrar en él no una simple generalización de las
cosas, sino la "esencia", una supuesta realidad suprasensible de las cosas. Nietzsche dirigirá
también su atención al papel que ha jugado el lenguaje en la reflexión filosófica. Dada la íntima
relación existente entre el pensamiento y el lenguaje que lo expresa, a medida que el valor de
los conceptos es falsificado por la metafísica tradicional, queda también falsificado el valor de
las palabras y el sentido en que se usan. De este modo el lenguaje contribuye decisiva y
sutilmente a afianzar ese engaño metafísico acerca de la realidad. Recuperar el sentido de lo real
114
exige, por lo tanto, recuperar simultáneamente el sentido, el valor de la palabra. De ahí el estilo
aforístico de su obra.
El análisis de la trayectoria del pensamiento y la cultura occidentales le llevará a Nietzsche a
constatar la muerte de Dios. Dios había sido la brújula del hombre occidental. Pero el hombre
ha ido matando a Dios sin darse cuenta, expulsándolo poco a poco de su pensamiento y de su
cultura. Al descubrir la muerte de Dios el hombre queda desorientado, su vida pierde el sentido.
La muerte de Dios es, en realidad, la muerte del monoteísmo cristiano y de la metafísica
dogmática, para quienes sólo hay un Dios y una verdad. Y el responsable de ello es el hombre.
Al cobrar conciencia de ello el hombre sustituye a ese Dios y a esa verdad única por múltiples
dioses y múltiples verdades, en un intento desesperado por salvar los valores asociados a esa
imagen de Dios. Pese a ello, con la caída del Dios y de las metafísicas tradicionales los valores
asociados a ellos no pueden subsistir, no encuentran justificación trascendental alguna y,
carentes de fundamentación, serán el blanco de las críticas más exacerbadas y negados como
valores. El ateísmo conduce, pues, al nihilismo.
El nihilismo es el proceso que sigue la conciencia del hombre occidental y que quedaría
expresado en estos tres momentos: El nihilismo como resultado de la negación de todos los
valores vigentes: es el resultado de la duda y la desorientación; el nihilismo como
autoafirmación de esa negación inicial: es el momento de la reflexión de la razón; el nihilismo
como punto de partida de una nueva valoración: es el momento de la intuición, que queda
expresada en la voluntad de poder, en quien se expresa a su vez el valor de la voluntad. Esta es
la base sobre la que ha de construirse, según Nietzsche, la nueva filosofía. El hombre provoca,
en primer lugar, la muerte de Dios, sin apenas darse cuenta de ello. En segundo lugar, el hombre
toma conciencia plena de la muerte de Dios y se reafirma en ella. En tercer lugar, y como
consecuencia de todo lo anterior, el hombre se descubre a sí mismo como responsable de la
muerte de Dios descubriendo, al mismo tiempo, el poder de la voluntad, e intuyendo la voluntad
como máximo valor.

HEIDEGGER (1889-1976)

Heidegger parte en su análisis de la Metafísica de lo que denomina la diferencia ontológica


entre el Ser y el Ente. La Metafísica occidental en tanto que ontología ha ligado siempre el ser al
ente, haciendo depender el primero del segundo. Heidegger pretende oponerse a este olvido del
Ser proponiendo más que una superación de la Metafísica, que sería su destrucción, una
asunción que permita el establecimiento del lugar de la Metafísica, su localización. Heidegger
considera que el fundamento de la Metafísica lo constituye la verdad del Ser en sí mismo más
allá de la referencia del Ser al ente. Un pensamiento que se proponga experimentar el
fundamento de la Metafísica ha abandonado la Metafísica. Supone ir más allá del pensamiento
representativo, inaugurar otro tipo de pensamiento que quizás tenga algo que ver con la poesía y
el arte.

Antes de intentar salir de la Metafísica busquemos con Heidegger su fundamento. Esta


búsqueda tiene que ser forzosamente histórica, genealógica, ya que desde el principio Heidegger
ha vinculado de manera esencial el Ser al Tiempo. Su obra Ser y Tiempo fue concebida como la
explicitación y estructuración de la pregunta que interroga por el sentido del ser, se presentan
los dos problemas fundamentales que plantea el desarrollo de dicha pregunta: la fijación del
ente que funciona como primario en estas preguntas (el Dasein) y la apropiación del modo de
acceso a dicho ente. El primer problema nos lleva a la formulación de una analítica ontológica
del ser-ahí como un poner en libertad el horizonte para una exégesis del sentido del ser en
general, horizonte que se nos revela como temporalidad, como tiempo. El segundo problema
nos lleva a la cuestión de la destrucción-superación de la historia de la ontología.

El preguntar por el Ser es radicalmente un pensar histórico, el análisis de la historiografía


filosófica es la premisa fundamental para poder plantear dicha pregunta por el Ser de los entes.

115
La ontología fundamental se plantea como analítica existencial del Dasein, a partir de la cual
será posible plantear la elaboración de las otras ontologías regionales. El Dasein no se identifica
con el hombre concreto, sino que es más bien el ámbito en que se produce la apertura del
hombre hacia el Ser. El existencialismo francés, especialmente Sartre y Merleau-Ponty,
explotará posteriormente la noción de Dasein entendida como el sujeto humano, en su sentido
ético y existencial. Además del análisis existencial del Dasein, la explicitación de la pregunta
por el Ser exige una deconstrucción de la historia de la Metafísica. Para Heidegger la pregunta
por qué es la Metafísica nos lleva al análisis de la historia, ya que el ser es un ser epocal, cuyo
destino es esencialmente epocal, es la historia universal.

Las épocas fundamentales en la historia del Ser, aquellas detenciones básicas para considerar el
Ser de los entes, han sido la presentación del Ser: por Platón como idea, por Aristóteles como
subtancia, por Kant como positio, por Hegel como concepto absoluto, por Nietzsche como
voluntad de poder.

Todos estos conceptos son palabras del Ser que responden a la pregunta por el Ser. Lo común a
todas estas respuestas es que el Ser se entiende como presencia. La relación esencial entre el Ser
y la presencia es la forma en que se ha captado en la historia de la Metafísica occidental la
temporalidad del Ser. Heidegger resume así la relación entre Ser y tiempo: La Presencia (Ser)
pertenece al claro abierto al retirarse (tiempo). El claro abierto al retirarse lleva consigo la
presencia. Esta sumisión del sentido del Ser a la presencia del ente presente es lo que ha
producido ya desde el origen de la Metafísica el olvido del Ser como diferencia entre el Ser y el
ente. La diferencia entre el Ser y el ente, en cuanto diferencia de lo que sobreviene y la llegada
es el diferir que vela y desvela de ambos. Aparece claramente el Ser como diferencia.

Heidegger coloca la diferencia entre Ser y ente en el diferir que precede la esencia de la
diferencia e ilumina de esta manera el destino del Ser desde su origen hasta su cumplimiento. La
Metafísica al pensar el ente como tal en su totalidad ha olvidado la diferencia como diferencia,
al centrarse en los entes como diferentes y la búsqueda del fundamento de los entes. Este
fundamento aparece como el Ser en el que se funda el ente, pero el ente supremo aparece como
el fundante, como la causa primera que justifica todos los entes. De aquí la dualidad de la
Metafísica: por un lado analiza el Ser del ente como lo más general y en este sentido es
ontología, y por otro analiza el Ser como el ente supremo y en este sentido es Teología. La
constitución onto-teológica de la Metafísica deriva del prevalecer de la diferencia, que conduce
al ser como fundamento y al ente como fundado-fundante justificante a diferir el uno del otro y
a volverse el uno hacia el otro.

La época moderna aparece caracterizada por Heidegger por la técnica basada en máquinas, la
ciencia, la consideración del arte como expresión estética de la vida humana, la concepción del
obrar humano como cultura y la desdivinización o secularización del mundo que cristianiza la
imagen del mundo y a la vez transforma el cristianismo en una visión del mundo. La época
moderna surge cuando el mundo se convierte en imagen, el conocimiento en representación y el
hypokeymenon se convierte en sujeto por obra de Descartes, lo que supone la conversión de la
Metafísica en teoría del conocimiento.

Heidegger interpreta la técnica no como un simple instrumento de transformación del mundo,


sino como un modo de des-ocultar, como un poner que se impone. La imposición como
constelación del Ser y del hombre es el preludio de una noción que introduce Heidegger para
aludir a algo que se encuentra más allá del Ser, el ámbito a través del cual el hombre y el ser se
encuentran en su esencia. El ámbito en el que el propio Ser encuentra su sitio, la posibilidad de
pensar el Ser sin el ente, está ligado a la posibilidad misma del ámbito en el que el propio Ser
encuentra su sitio. Pensar el Ser más allá de la Metafísica exige que se abandone el Ser como
fondo del ente a favor del hay, entendido como donación. La apropiación y culminación de la
Metafísica como olvido del Ser cosubstancial al propio Ser, se asocia a Heidegger como en
Nietzsche y Jünger, con la superación y culminación del nihilismo, lo cual supone abandonar el
lenguaje de la Metafísica para poder pensar la cuestión de la morada del Ser, de su localización.
116
Una filosofía que queda como estética no puede ser una solución aceptable al problema de la
superación de la Metafísica. La solución de este problema está en la posibilidad de construir una
nueva hermenéutica a partir de la existencia, un nuevo arte de la interpretación capaz de captar
los problemas de la época del nihilismo consumado. El pensamiento que va más allá de la
Metafísica se acepta como finito, caduco y mortal; la superación de la Metafísica no podrá
nunca ser más que una distorsión del pensamiento metafísico que sitúa la diferencia como lo
inicial, como lo previo, anterior incluso a la diferencia ontológica que separa al Ser del ente.
Heidegger alumbra la posibilidad de un pensamiento transmetafísico, pero no lo logra,
convirtiéndose en el último gran metafísico, que abre posibilidades aprovechadas por Vattimo,
Derrida, Deleuze, entre otros, pensadores de una diferencia radical previa al Ser mismo y capaz
de descentrarlo continuamente en un juego sin fin de diferencias entendidas como trazas
materiales en un continuo diferir.

GILSON (1884-1978)

Gilson comprende que la unidad entre historia de la filosofía y metafísica es muy profunda.
Como la primera se hace más fecunda y puede ser juzgada a la luz de la segunda, así también la
metafísica puede enriquecerse significativamente con los estudios históricos. Una de las
constataciones históricas que le preocupó sobremanera fue descubrir cuánto había decaído la
metafísica entre el pensamiento escolástico y el tiempo moderno. Procurando explicárselo
históricamente, buscó también ofrecer elementos de orientación en su propia reflexión
metafísica, basada en la filosofía del ser de Santo Tomás. En la metafísica de Gilson tiene
mucha importancia la captación del ser como primer principio del conocimiento: "Si es verdad
que el pensamiento humano está siempre en torno al ser; que todo y cada aspecto de la realidad
e incluso de la irrealidad es por fuerza concebido como ser y definido en referencia al ser, se
sigue que el ser es lo primero que se entiende, lo último en que, a la postre, se resuelve todo
conocimiento y lo único que se incluye en todas nuestras aprehensiones. Lo que está al
principio, al final y siempre en todo conocimiento humano es su primer principio y su constante
punto de referencia"

Dado que es condición de posibilidad de todo conocimiento, hay que renunciar a buscar una
justificación inteligible del ser a partir de algún término que le sea anterior, puesto que el ser
mismo es anterior. Es necesario renunciar también a encontrarle una justificación dialéctica
interna, porque esto no hace justicia a la captación del ser en general. No se trata, como se ha
dicho, de una mera abstracción, sino de un encuentro vital que no puede darse a través de la sola
intelección. Gilson dirá que como todo principio primero, se capta en una visión simple y
primordial, en la intuición del ser, que no es una percepción sensible ni una abstracción
conceptual. Se trata de una experiencia del ser que es universal en tanto que todos la viven,
aunque no todos reflexionen sobre ella.

Todo análisis de la realidad debe culminar por ello en una metafísica, que es la ciencia del ser.
En efecto, un sistema de pensamiento sólo puede ser juzgado a la luz de su comprensión del ser,
que es la piedra de toque de todo sistema. Ya que el ser se presenta inmediatamente a la persona
en su experiencia como fundamento de todo aquello que es, podemos decir que el ser humano es
metafísico "por su misma naturaleza", pues la captación de los primeros principios es una
operación natural ligada a la naturaleza misma del intelecto. Decir que es lo primero en la
117
realidad no significa que es lo que se comprende con mayor facilidad, ni lo que en línea
temporal preocupa primero a la persona. Significa más bien que es aquello cuya presencia o
ausencia implica la presencia o ausencia de todo lo demás en la realidad.

El ser, este principio fundamental accesible a toda mente humana, está sin embargo puesto entre
paréntesis en la reflexión filosófica actual. Si bien todo filósofo debiera siempre poner como lo
primero en su mente lo que es primero en la realidad, y lo que es primero en la realidad es el ser,
no siempre esta verdad de sentido común es asumida por la reflexión filosófica. Gilson
identifica como raíz de esto el olvido del fundamento, diciendo que "las condiciones caóticas de
la filosofía contemporánea, con su correspondiente desbarajuste moral, social, político y
pedagógico, no se deben a falta de perspicacia filosófica por parte de los pensadores modernos,
sino que se origina, sencillamente, en el hecho de que hemos errado el camino, por habernos
olvidado de ciertos principios fundamentales que, por ser verdaderos, son los únicos en que
puede basarse, lo mismo ahora que en tiempos de Platón, todo saber filosófico digno de tal
nombre".

Es interesante encontrar en los diagnósticos que hizo Étienne Gilson en su momento ¾incluso
no teniendo a la vista sus últimos alcances¾ algunos problemas que aquejan hoy a la filosofía,
que no son tan nuevos como podría pensarse. Por ejemplo, cuando habla del antiguo problema
del escepticismo, considerado como una "célebre forma de desesperación metafísica", lo
caricaturiza con agudeza: "La única posición dogmática todavía mantenida en tales círculos
filosóficos es que, si un filósofo se siente razonablemente seguro de estar en lo cierto, entonces
es seguro que se equivoca".

En efecto, la experiencia de encuentro con el ser, la experiencia de que la totalidad de lo real es,
si bien causó el asombro de los primeros filósofos, no fue puesta en duda por ellos. Como
primer principio, es una realidad tan fundamental que no cabe definirla ni justificarla, y aun así
no parece ser comúnmente aceptada como tal en nuestro tiempo. Como afirma el Papa Juan
Pablo II, la filosofía moderna ha dejado de orientar su investigación sobre el ser, lo cual ha
llevado a minusvalorar los recursos cognoscitivos del ser humano, su posibilidad de alcanzar un
conocimiento seguro acerca del ser, en síntesis, a una crisis de la verdad. Una cultura de la
"tolerancia", de lo "políticamente correcto", donde todo es aceptado mientras no se afirme con
certeza, es una de las manifestaciones actuales de este escepticismo, hoy popular en muchos
ámbitos filosóficos a pesar de que constituye la antítesis de la filosofía misma.

Para responder al escepticismo, la ruta de Gilson es clara: "El escepticismo es una enfermedad
filosófica... para la cual no hay más remedio que volver a la ciencia del ente en cuanto ente: la
metafísica... Todos los fracasos de la metafísica debieran ser atribuidos, no a la metafísica, sino
más bien a los errores cometidos repetidamente por los metafísicos en lo que se refiere al primer
principio del conocimiento humano, esto es, al ente". Gilson tiene, pues, la idea de que la crisis
de la metafísica es más bien una crisis de los metafísicos. La confusión sobre la noción de ser
no es un problema meramente teórico, sino que involucra todo lo real, toda la aproximación de
la persona al mundo, a sí mismo, a los demás, a Dios, y se presenta hoy gravemente difundido.
Se trata de personas que desarraigan su vida de la experiencia de lo real. Se trata de una
conciencia del fundamento último de la existencia que hoy se viene perdiendo a un nivel de
profundidad sin precedentes. Esto es algo que contradice de tal modo la disposición natural de
apertura al ser que la mente tiene, que Gilson califica el extravío de la metafísica como "algo
casi fantásticamente paradójico", llegando a preguntarse cómo es posible que tantos filósofos
hayan sido incapaces de concebir el ente apropiadamente.

118
Si la causa del extravío de la metafísica es la renuncia de los metafísicos a la conciencia del ser
¾y podría quizás ampliarse hasta abarcar la pérdida del sentido del ser que se difunde en la
cultura¾, se comprende lo oportuno del diagnóstico y del llamado que el Papa Juan Pablo II
hace en la Fides et ratio: "A veces, quien por vocación estaba llamado a expresar en formas
culturales el resultado de la propia especulación, ha desviado la mirada de la verdad, prefiriendo
el éxito inmediato en lugar del esfuerzo de la investigación paciente sobre lo que merece ser
vivido. La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por
medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su
vocación originaria".

Hay una responsabilidad filosófica que no está siendo asumida. ¿Por qué? Podríamos extraer
alguna luz sobre esto de un texto en que Gilson afirma "que el fallo no reside necesariamente en
la naturaleza de la mente humana, y que el ente mismo podría ser parcialmente responsable de
la dificultad. Puede muy bien haber algo en su misma naturaleza que invita a los filósofos a
comportarse como si el miedo al ente fuese el inicio de la sabiduría". Salvando la ironía, y sin
culpar al ente de la ceguera de los filósofos, en el fondo contiene una verdad: el ser es
misterioso, lo cual significa que su profundidad, aun manifestándose al entendimiento y siendo
cognoscible, desafía los más finos esfuerzos de la razón humana, que no lo agota aunque
permanece abierta sin embargo a la búsqueda de su mayor comprensión.

El ser, este principio fundamental accesible a toda mente humana, está sin embargo puesto entre
paréntesis en la reflexión filosófica actual. Si bien todo filósofo debiera siempre poner como lo
primero en su mente lo que es primero en la realidad, y lo que es primero en la realidad es el ser,
no siempre esta verdad de sentido común es asumida por la reflexión filosófica. Gilson
identifica como raíz de esto el olvido del fundamento, diciendo que "las condiciones caóticas de
la filosofía contemporánea, con su correspondiente desbarajuste moral, social, político y
pedagógico, no se deben a falta de perspicacia filosófica por parte de los pensadores modernos,
sino que se origina, sencillamente, en el hecho de que hemos errado el camino, por habernos
olvidado de ciertos principios fundamentales que, por ser verdaderos, son los únicos en que
puede basarse, lo mismo ahora que en tiempos de Platón, todo saber filosófico digno de tal
nombre". Es interesante encontrar en los diagnósticos que hizo Étienne Gilson en su momento
incluso no teniendo a la vista sus últimos alcances¾ algunos problemas que aquejan hoy a la
filosofía, que no son tan nuevos como podría pensarse. Por ejemplo, cuando habla del antiguo
problema del escepticismo, considerado como una "célebre forma de desesperación metafísica",
lo caricaturiza con agudeza: "La única posición dogmática todavía mantenida en tales círculos
filosóficos es que, si un filósofo se siente razonablemente seguro de estar en lo cierto, entonces
es seguro que se equivoca".

En efecto, la experiencia de encuentro con el ser, la experiencia de que la totalidad de lo real es,
si bien causó el asombro de los primeros filósofos, no fue puesta en duda por ellos. Como
primer principio, es una realidad tan fundamental que no cabe definirla ni justificarla, y aun así
no parece ser comúnmente aceptada como tal en nuestro tiempo. Como afirma el Papa Juan
Pablo II, la filosofía moderna ha dejado de orientar su investigación sobre el ser, lo cual ha
llevado a minusvalorar los recursos cognoscitivos del ser humano, su posibilidad de alcanzar un
conocimiento seguro acerca del ser, en síntesis, a una crisis de la verdad . Una cultura de la
"tolerancia", de lo "políticamente correcto", donde todo es aceptado mientras no se afirme con
certeza, es una de las manifestaciones actuales de este escepticismo, hoy popular en muchos
ámbitos filosóficos a pesar de que constituye la antítesis de la filosofía misma.

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Para responder al escepticismo, la ruta de Gilson es clara: "El escepticismo es una enfermedad
filosófica... para la cual no hay más remedio que volver a la ciencia del ente en cuanto ente: la
metafísica... Todos los fracasos de la metafísica debieran ser atribuidos, no a la metafísica, sino
más bien a los errores cometidos repetidamente por los metafísicos en lo que se refiere al primer
principio del conocimiento humano, esto es, al ente". Gilson tiene, pues, la idea de que la crisis
de la metafísica es más bien una crisis de los metafísicos. La confusión sobre la noción de ser
no es un problema meramente teórico, sino que involucra todo lo real, toda la aproximación de
la persona al mundo, a sí mismo, a los demás, a Dios, y se presenta hoy gravemente difundido.
Se trata de personas que desarraigan su vida de la experiencia de lo real. Se trata de una
conciencia del fundamento último de la existencia que hoy se viene perdiendo a un nivel de
profundidad sin precedentes. Esto es algo que contradice de tal modo la disposición natural de
apertura al ser que la mente tiene, que Gilson califica el extravío de la metafísica como "algo
casi fantásticamente paradójico", llegando a preguntarse cómo es posible que tantos filósofos
hayan sido incapaces de concebir el ente apropiadamente.

Si la causa del extravío de la metafísica es la renuncia de los metafísicos a la conciencia del ser
¾y podría quizás ampliarse hasta abarcar la pérdida del sentido del ser que se difunde en la
cultura¾, se comprende lo oportuno del diagnóstico y del llamado que el Papa Juan Pablo II
hace en la Fides et ratio: "A veces, quien por vocación estaba llamado a expresar en formas
culturales el resultado de la propia especulación, ha desviado la mirada de la verdad, prefiriendo
el éxito inmediato en lugar del esfuerzo de la investigación paciente sobre lo que merece ser
vivido. La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por
medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su
vocación originaria".

Hay una responsabilidad filosófica que no está siendo asumida. ¿Por qué? Podríamos extraer
alguna luz sobre esto de un texto en que Gilson afirma "que el fallo no reside necesariamente en
la naturaleza de la mente humana, y que el ente mismo podría ser parcialmente responsable de
la dificultad. Puede muy bien haber algo en su misma naturaleza que invita a los filósofos a
comportarse como si el miedo al ente fuese el inicio de la sabiduría". Salvando la ironía, y sin
culpar al ente de la ceguera de los filósofos, en el fondo contiene una verdad: el ser es
misterioso, lo cual significa que su profundidad, aun manifestándose al entendimiento y siendo
cognoscible, desafía los más finos esfuerzos de la razón humana, que no lo agota aunque
permanece abierta sin embargo a la búsqueda de su mayor comprensión.

En la modernidad, según Gilson, la metafísica termina siendo descalificada a través de un largo


y complejo proceso de confusión acerca de la noción de ser, donde se erige como fundamento o
primer principio de lo real alguno de los elementos o características del ente, en lugar del ente
mismo, hasta que por fin su comprensión se declara imposible. El proceso histórico que llevó a
este desenlace es analizado en su estudio sobre el tema, El ser y la esencia, que luego será
reelaborado y sintetizado en El ser y los filósofos, y que deseamos seguir aquí en sus líneas
principales. Las dos grandes direcciones en las que el problema se ha planteado, desde
Parménides hasta Jean-Paul Sartre, son para Gilson el esencialismo -que olvida la existencia- y
el existencialismo -que olvida la esencia-.

Para comprender esta reducción hay que empezar distinguiendo los dos aspectos diversos pero
inseparablemente unidos del ser. Gilson lo explica así: "La palabra ser, como nombre, designa
una sustancia, mientras que la palabra ser, equivalente de esse, es verbo y designa un acto". La
sustancia, en tanto que inteligible, constituye la esencia. El acto de ser se identifica con la
existencia. El esencialismo consiste en desconocer este último aspecto, la existencia o el ser
120
como acto, y ha sido muy frecuente en la historia del pensamiento. El punto no es irrelevante.
Una transformación en la noción de ser que es el primer paso del pensamiento, extiende sus
consecuencias en la totalidad de la visión del mundo, en todos los resultados de la reflexión, que
termina desarraigándose de lo real. Una de las explicaciones que da Gilson a la frecuencia con
que los pensadores ceden a esta reducción es la imposibilidad de atrapar en conceptos la huidiza
realidad de la existencia.

Larga es la lista de aquellos que de una manera u otra se quedan con la dimensión esencial y
pierden de vista el acto por el cual las cosas existen, y muy distintos entre sí muchas veces son
sus sistemas filosóficos, pero la reducción mencionada los afecta a todos desde el núcleo mismo
de su metafísica. Parménides, por ejemplo, excluye del ser lo cambiante. Platón, heredero de
Parménides, afirma la igualdad entre ser e identidad, por tanto también considera al ser como
inmune al cambio, y procura identificar el ser de la cosa con lo inteligible en ella. Los dos
mundos separados de Platón serían consecuencia de su indiferencia con relación al orden de la
existencia actual. Para Aristóteles, considerando el giro que hace en la valoración de la
dimensión sensible de la realidad, el ser no será la idea platónica, sino la sustancia. Sin
embargo, la existencia es igualmente dejada fuera. Gilson mostrará con agudeza las
consecuencias del esencialismo que allí subyace: "Este hecho fundamental entraña varias
consecuencias embarazosas, la primera de las cuales es que, después de todo lo dicho,
regresamos a Platón. Ha sido observado a menudo, y con exactitud, que las formas de
Aristóteles no son sino las ideas de Platón bajadas del cielo a la tierra. Conocemos una forma
por medio del ser al que da origen, y conocemos este ser por su definición. En cuanto
cognoscible y conocida, la forma se llama "esencia"".

Averroes, heredando el mundo de las sustancias aristotélicas, extrema las consecuencias de todo
ello, llevando su esencialismo hasta la eliminación de toda referencia a la existencia. Esta
aproximación, bajo ropajes muy distintos, ha surcado la historia del pensamiento. Las
consecuencias de esto se dejan sentir en la concepción del mundo que de ello resulta:
"Herméticamente sellado frente a cualquier clase de novedad, el mundo inexistencial de
Aristóteles ha atravesado siglo tras siglo plenamente desentendido del hecho de que el mundo
de la filosofía y de la ciencia estaba cambiando constantemente a su alrededor. Ya se lo
considere en el siglo trece, en el catorce, en el quince o en el dieciséis, el mundo de Averroes
sigue siendo sustancialmente el mismo, y los averroístas podrán hacer poca cosa más que
repetirse eternamente a sí mismos, porque el mundo de Aristóteles era un mundo que se
autorrepetía eternamente... Sin novedad, sin desarrollo, sin historia, ¡qué masa inerte de ser es el
mundo de la sustancia!". Para Gilson, Avicena continuará a su modo la tradición esencialista, y
Escoto, quien lo combate, comparte sin embargo, en otros términos, la noción de ser que está en
el fondo de su pensamiento, que se identifica meramente con la esencia.

Si el Cardenal Cayetano, comentador más autorizado de Santo Tomás, lo interpretó como


hemos visto, desconociendo la dimensión de la existencia en el esse, el papel que tuvo Suárez
fue -según Gilson- extender dicho problema al pensamiento moderno. La gravedad de esto está
en que se considera un ser como real por el hecho de tener una esencia, prescindiendo de si
existe o no. Se dice que el ser es real¸ no sólo cuando es actual o existente, sino también cuando
es meramente posible. La protesta de Gilson ante esta equiparación de lo existente con lo que es
sólo especulable, se hace enérgica: "La razón sólo tiene un recurso para dar cuenta de lo que no
proviene de ella misma, dice E. Meyerson, y es reducirlo a la nada. Esto es lo que el
esencialismo, al menos, ha hecho a una excepcionalmente gran escala, reduciendo a la nada el
acto mismo en virtud del cual el ser es actualmente".

121
En el fondo, el pensamiento moderno ha asumido el esencialismo metafísico. Tanto Descartes
como Spinoza, tanto Kant como Hegel, cada cual desde la peculiaridad de su sistema, son
-según nuestro autor- deudores y difusores de esta perspectiva, que provocará por reacción una
reducción opuesta: "En el secular proceso de "la esencia contra la existencia", la esencia ha
ganado por fin el pleito; lo que significa, por supuesto, que el proceso de la "existencia contra la
esencia" está a punto de volver a empezar...".

Es así como en el existencialismo, en opinión de Gilson, se ensaya una reivindicación de la


existencia, pero unilateral como el problema ante el cual reacciona, abandonando esta vez el
aspecto de la esencia: "En el caso de Wolff y de Hegel, teníamos ontología sin existencia, pero
en la especulación de Kierkegaard parece que hayamos sido abandonados a una existencia sin
ontología, es decir, sin una metafísica especulativa del ser". Rescatar a la existencia no sólo
constituye un esfuerzo filosófico valioso, sino una necesidad realmente imperiosa para que el
pensamiento pueda auténticamente dar cuenta de la realidad, y en primer lugar de la experiencia
del ser humano, pero ello no implica perder de vista la integridad del fundamento ontológico en
el que se sostiene.

La existencia, al entenderse en conflicto con la esencia, se desvirtúa haciendo de la vida humana


un absurdo: "Esta identificación de la existencia como una ruptura permanente del ser se ha
convertido, después de Kierkegaard, en el punto de partida del existencialismo contemporáneo.
Es un hecho sabido que el moderno existencialismo no es un asunto precisamente alegre, pero
no hay razón alguna para que hubiera de serlo. Si ser un existente es tener existencia, y si la
existencia no es sino un constante fracaso de ser, unido a un perpetuo e inútil esfuerzo por
superar ese fracaso, la vida humana difícilmente puede ser algo agradable... En las doctrinas en
que la existencia no es más que una carencia de ser, si no es, en palabras del propio Jean-Paul
Sartre, una enfermedad del ser, no es de admirar que el descubrir la propia existencia actual
acabe en la "angustia" o en la "náusea", si no coincide con el descubrir el propio "absurdo", para
acabar finalmente en la desesperación"

Una de las graves consecuencias de esta eliminación de la esencia de la comprensión del ser, es
que éste se hace ininteligible. Siendo la esencia el aspecto inteligible del ser, desconocerla es
negar al mismo tiempo la racionalidad de lo real y la apertura del hombre a esta dimensión.
Gilson notará que "Kierkegaard no está volviendo en modo alguno al cogito de Descartes.
Justamente al contrario, porque no es cierto decir que, si pienso, soy. Según Kierkegaard, si
pienso, no soy". De este modo, la misma filosofía queda cuestionada en su esfuerzo de
captación intelectual del ser: "La reacción de la existencia contra la esencia está llamada a
convertirse en una reacción de la existencia contra la filosofía..."

Llegados a este punto del desarrollo del problema, podemos comprender mejor el papel que
jugó la confusión sobre la noción de ser en el proceso que ha llevado al actual cuestionamiento
de la metafísica, que ha derivado en una deformación de la filosofía misma, al negarle el acceso
a la realidad. Esto no llegó de improviso. Hay que buscar sus raíces en las reducciones que
antecedieron este desenlace y que no encontraron una decisiva aclaración: "Así, pues, tras
innumerables metafísicas del ser en las que nada se había previsto para la existencia actual, la
existencia no encuentra nada mejor que separarse del ser... Si la filosofía no necesita la
existencia, ¿por qué habría de tener la existencia ninguna necesidad de la filosofía? El divorcio
entre existencia y filosofía es, pues, abierto y absoluto. Pero la principal responsabilidad de él se
encuentra, no en Kierkegaard, sino en aquella especulación abstracta sobre las esencias posibles
que tan obstinadamente se ha negado a unir la esencia y la existencia en la unidad del ser".

122
Étienne Gilson sostiene que una perspectiva de síntesis ante este problema ya ha sido dada en la
unidad entre esencia y existencia que enseñó Santo Tomás de Aquino, doctrina que sus
sucesores no han sabido entender ni comunicar de manera completa. Independientemente de
cuál sea en realidad la distribución de las responsabilidades en esta cuestión, el hecho es que
Gilson ha hecho un gran servicio al recoger, desde las mismas fuentes, uno de los principales
aspectos de la filosofía del ser enseñada por el Doctor Angélico, y desarrollarlo, subrayando con
fuerza su oportunidad para nuestro tiempo.

Gilson pone de manifiesto que en la metafísica de Santo Tomás la existencia está incluida en el
concepto de ser. Según él, Santo Tomás incluso destaca la primacía de la existencia sobre la
esencia, como lo que hace actual a la forma y la esencia, haciendo que el ente exista
efectivamente. Tomar en serio la existencia, e incluso conferirle una primacía, no lo hace sin
embargo caer en el error de suprimir la esencia. El tomismo sería en realidad una síntesis
metafísica que incluye esencia y existencia.

En polémica contra la "ontología", que para él sería una metafísica comprendida en sentido
esencialista, opone a este enfoque su metafísica del esse ut actus essendi, o metafísica
existencial, que, basada en las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, se fija en el acto de ser,
destacando su relevancia como principio primero del conocimiento. Roberto Diodato resume los
rasgos de la metafísica existencial de Gilson en tres elementos característicos.

En primer lugar, la imposibilidad de conceptualizar el actus essendi por encontrarse más allá de
la esencia; de hecho el encuentro con la existencia de los entes es una experiencia humana
primordial que no se reduce a la dimensión intelectual, a la abstracción de un concepto. Puede
darse a partir de la percepción de cualquier ente, pero se trata de una experiencia que también va
más allá de lo sensible. No es causada por los entes en cuanto entes, sino por los entes en cuanto
que revelan o atestiguan el ser que los habita.

En segundo lugar, la particular relación que se establece entre la essentia y el esse en el ente,
donde la esencia determina, delimita al acto de ser. De hecho, la unidad indivisible entre esencia
y existencia en el ente hacen que se constituya un ente existencial. Esta unidad es tan natural
que hace desaparecer la confrontación antinómica entre esencia y existencia.

En tercer lugar, la estructural incomprensibilidad del ente en sí mismo, no en el sentido de que


no se le pueda conocer, sino poniendo de relieve su realidad misteriosa por la cual el intelecto
no lo abarca, sino que se apoya en él, como principio primero.

De hecho, es importante notar que la consideración de la existencia aporta un intrínseco


dinamismo a la metafísica. La consideración de los seres en su situación concreta y en el
proceso de su desarrollo histórico se oculta a quien sólo toma en cuenta la esencia. Es
interesante en este sentido su consideración del dinamismo teleológico presente en el ser: apunta
a realizarse, a ir desarrollando en el tiempo su propia esencia. "Y lo primero que el ser hace es
hacerle a su propia esencia ser, esto es, "ser un ente". Ello se hace de golpe, completa y
definitivamente, porque, entre ser o no ser, no hay posición intermedia. Pero lo siguiente que el
"ser" hace es comenzar a llevar su propia esencia individual hacia su acabamiento. Comienza a
hacerlo de inmediato, pero el trabajo llevará tiempo y, en el caso de entes corpóreos tales como
los hombres, por ejemplo, tendrá que ser un lento proceso. A cada uno de nosotros le cuesta
toda una vida el acabar su propia individualidad temporal"

123
Poner la mirada en la existencia lleva también a Gilson a resaltar, como lo hizo el Doctor
Angélico, el papel activo que juega cada ente, participando a su modo de la causalidad divina:
"La existencia puede llevar a cabo esas operaciones. Puesto que ser es ser acto, es también
capaz de actuar... Si, pues, Dios los ha hecho parecerse a sí mismo dándoles la existencia,
consecuentemente, los ha hecho parecerse a sí mismo dándoles el poder de ejercer, de suyo,
acciones causales. Ésta es la razón por la que aunque ningún ente finito puede crear la
existencia, todos ellos pueden al menos comunicarla".

La consideración de este dinamismo existencial de las realidades significa un importante


enriquecimiento con respecto a la metafísica aristotélica, que no se ve cancelada sino
completada en la metafísica de la existencia del Doctor Angélico . Efectivamente, las
consecuencias de esta perspectiva en lo medular, que es la metafísica, implican una serie de
consecuencias en todas las diversas ramas de la filosofía y por tanto en toda la visión del
mundo. Las realidades materiales recuperan su entera valoración, al participar de la causalidad y
al llevar en sí mismas un dinamismo teleológico. Al considerar no solamente a la esencia sino a
cada existente, los individuos de cada especie adquieren un inmenso valor, por tener un ser
propio. Al mismo tiempo, participan del bien común de su especie, y por ello ningún otro puede
serles indiferente, puesto que apuntan a un mismo fin: "Santos, filósofos, científicos, artistas,
artesanos, no hay dos hombres que sean idénticos, porque aun el más humilde de entre ellos es
en última instancia su propio "ser"; aunque ninguno de ellos está realmente solo. Ser no es ser
una soledad. Todo hombre puede participar del bien común de su especie, y nada de lo humano
le es extraño. No, nada de lo que es es extraño para él. Miembro de la hermandad universal del
ser, puede experimentar en sí mismo que ser es "tender hacia", y puede ver que todas las demás
cosas están actuando con respecto a un cierto fin, un fin que es ciertamente el mismo en todos
los casos, a saber: ser".

La epistemología también se transforma a la luz de esta concepción del ser, puesto que "si
conocer es conocer las cosas tal como son pues de otro modo no se las conoce en absoluto¾,
conocerlas es alcanzar no sólo sus formas, sino su mismo "ser". A menos que penetre la realidad
hasta su entraña más profunda, el conocimiento perderá lo que constituye la entraña misma de
su objeto". El realismo epistemológico brota con naturalidad cuando se tiene claro el
fundamento en la filosofía del ser, y se sitúa en una perspectiva existencial: "Conocer un ente
existencial no es sólo conocer su esencia; no es ni siquiera conocer las existencias; es,
precisamente, conocer existentes... Es verdadero cuando los datos del conocimiento intelectual
abstracto y los de la intuición sensible coinciden plenamente... El conocimiento no sólo puede,
sino que debe, ser a la vez objetivo y existencial". El desafío de constituir una epistemología
realista que sea al mismo tiempo objetiva y existencial, es una fundamental e irresuelta tarea
que se presenta como una exigencia para la filosofía de nuestro tiempo.

124
Capítulo III. El conocimiento

I. El conocimiento

1. Fenomenología y esencia.

En la fenomenología del conocimiento humano, diremos que en éste se nos presentan un sujeto
que conoce y un objeto que es conocido. El papel del sujeto es “captar” el objeto; el papel del
objeto es “ser captado” por el sujeto y dar un contenido al conocimiento. El sujeto “capta” el
objeto sin salir espacialmente de sí. El objeto imprime en el sujeto su imagen, pero no es la
imagen lo que directamente conocemos, sino las cosas. La imagen es sólo un medio a través del
cual o en el cual conocemos el objeto mismo. Ya decía el cardenal Tomás de Vio, llamado
Cayetano (teólogo y filósofo tomista de los ss. XV-XVI): “el movimiento hacia la imagen, en
cuanto es imagen, y el movimiento hacia la cosa representada en la imagen son un solo y el
mismo movimiento”. Así, mediante la imagen (interna) del Monumento de los Españoles yo
capto el monumento mismo; mediante la imagen (interna) de mi madre, capto a mi madre
misma. Todo ello ocurre en el conocimiento directo, o sea, en el conocimiento de las cosas
distintas del cognoscente como cognoscente. En cuanto al yo y sus actos de conocimiento, se los
conoce —como repetidamente hemos dicho— reflexionando la inteligencia sobre ellos; esto es,
“volviendo” desde el objeto hacia ellos. Porque, según dijimos, primero tenemos que conocer
alguna cosa para poder conocer re-flexivamente el conocimiento y al yo como sujeto
cognoscente. Baste esto para una muy sumaria fenomenología del conocimiento. Tratemos
ahora de precisar su esencia. Es difícil dar una definición esencial y general del conocimiento,
aun limitándonos al conocimiento humano. Hay que suponer la oposición, ya vista, entre
conocimiento del mundo y conocimiento de sí.
Tomás de Aquino describe a menudo el conocimiento como un “hacerse (el cognoscente) lo
otro en cuanto otro”. Esto vale para el conocimiento del mundo: en tal caso, nuestro
conocimiento se hace”, “vive”, ‘se identifica con” la cosa conocida, sin quitar a ésta su
alteridad, su otredad respecto del cognoscente. A partir de Descartes y de Kant se pone el acento
en la conciencia. Pero ya vimos que, contrariamente a lo sostenido por el racionalismo y por el
idealismo, la conciencia del yo presupone el conocimiento del mundo. Pero esto “hacerse lo
otro en cuanto otro” no valdría para el auto- conocimiento, para el conocimiento de sí mismo.
Puede, por eso, darse este intento de definición del conocimiento humano (Verneaux): “Es un
acto, espontáneo en cuanto a su origen, inmanente en cuanto a su término, por el que el hombre
se hace intencionalmente presente alguna región del ser”. Expliquémosla:

1. El conocimiento es un tipo de ser (una manera, para el hombre, de existir).

2. El conocimiento es un acto. No es —en su esencia— ni un movimiento, ni una producción, ni


una construcción: es pura contemplación. Es verdad que a veces el conocimiento humano
125
incluye una producción (de imágenes o conceptos) o una construcción (de enunciaciones, de
argumentaciones, de objetos matemáticos): pero ni tal producción ni tal construcción es
esencialmente el conocimiento: tales obras son medios para conocer.

3. El conocimiento no implica necesariamente temporalidad ni cambio. El movimiento es paso


de la potencia al acto, y en el humano conocimiento hay movimiento cada vez que el hombre
pasa de la ignorancia al saber, o del conocimiento en potencia o en hábito al conocimiento en
acto, o del conocimiento de una cosa al conocimiento de otra: estos movimientos se ordenan,
empero, al conocimiento como medios a fin. El conocimiento mismo es contemplación.

4. Es espontáneo. Indudablemente, el conocimiento sensible pasa de la potencia al acto bajo la


influencia del objeto exterior y el conocimiento intelectual presupone el sensible, pues abstrae
sus conceptos de las imágenes. Pero si no fuera al mismo tiempo espontáneo—como todo lo
viviente— todas las excitaciones del mundo no bastarían para engendrar una sensación ni
menos un pensamiento: el sujeto debe reaccionar ante el influjo externo de una manera
estrictamente original. Se dice que las potencias cognoscitivas humanas son “potencias
pasivas”, no porque sean inertes, sino porque no crean su objeto.

5. Inmanente: es evidente que así es; el conocimiento por sí sólo no modifica en nada al objeto
en su ser real. Pero eso no significa que esa inmanencia no pueda acoger partes o aspectos del
ente trascendente al conocimiento. Inmanencia no es igual a conciencia (ésta es conocimiento
de sí mismo). Por otra parte, sin negar la inmanencia psicológica del conocimiento humano,
puede decirse también que, por ser intencional, tiene también una cierta trascendencia (pero no
una de tipo espacial), pues conoce cosas que existen fuera de tal inmanencia: el universo, las
demás personas, Dios.
6. Intencional: la palabra “intencional” no significa aquí el acto de la voluntad que tiende hacia
un fin por determinados medios (como cuando decimos: tengo intención de recibirme de
bachiller). Aquí, en gnoseología, intencionalidad
—que viene de “in tendere”, tender hacia— quiere decir que todo conocimiento lo es respecto
de un objeto: sentir es sentir algo: imaginar es imaginar algo: recordar es recordar algo: concebir
es concebir algo: juzgar es juzgar sobre algo: razonar es razonar sobre algo. Ese algo, presente
al conocimiento, es el objeto (incluso cuando ese objeto, mediante la reflexión, es el mismo
sujeto cognoscente). El acto de conocimiento hace presente, a una facultad del sujeto, un ente
como objeto. Por tanto, el conocer humano es un modo de ser intencional.

6. Una región del ser: Sólo el ser, o lo que posee ser, se puede conocer, pues la nada, el no-ser
sólo puede ser pensado por negación del ser y sólo es ente de razón. Más no siempre pensamos
en el ser en general, sino en determinadas “regiones”(categorías) del ser; en distintos tipos de
ente, o en individuos.

2. El conocimiento como actividad real del sujeto cognoscente

1. El conocimiento es una propiedad real del sujeto humano El conocimiento es algo real. Si
conozco algo, si percibo algo, no es como si no conociera, como si no percibiera. Con el
conocimiento hay algo que ha cambiado en mí y que me determina. Lo que yo conozco me hace
diferente de los demás. Lo que conozco no es sólo un ente de razón, algo pensado por mi, sino
un ente real en mi pensamiento. Pero esta realidad del conocimiento, lo que conozco, no existe
independientemente, en sí mismo, sino que es siempre una propiedad del sujeto cognoscente: lo
conocido, es conocido por alguien, de alguien. El pensamiento no existe sin un sujeto
cognoscente al que pertenece. Conocimiento es una propiedad del hombre entero. No son los
sentidos del hombre los que conocen, sino el hombre entero el que ve, piensa, oye. Y lo que
veo, pienso, oigo, me condiciona, hace que yo sea diferente de los demás, influye en mis
relaciones con el mundo y los demás, es mi experiencia personal.

2 .El conocimiento es la realización del sujeto cognoscente a medida que el sujeto conoce, se
produce un cambio en él, es el mismo, pero al mismo tiempo, no es el mismo; la experiencia,
los conocimientos lo van cambiando, sobre todo del punto de vista de la persona (espiritual,
126
intelectual, psicológica), lo van perfeccionando. Los conocimientos le hacen madurar, tener
nuevas capacidades, nuevas dimensiones y posibilidades de acción. El progreso cognoscitivo es
un perfeccionamiento del hombre cuanto hombre.

3. El conocimiento como estructura relacional consciente.

Conociendo, conozco algo, soy consciente de algo. Si no fuera consciente de lo que conozco, no
lo conocería. Lo que conozco, de lo que soy consciente, es mío pero no es una posesión física,
no lo tengo físicamente en mí 8. Cuando veo a una persona, cuando la conozco, no quiere decir
que la tenga dentro de mi cabeza, pero si es mía en el sentido en que es vista por mí, conocida
por mí. Lo que conozco no es, pues, mío físicamente. Lo es de otra forma, es una posesión o
unión intencional: lo que conozco es mío solamente y precisamente porque es conocido por mí,
me refiero a él y lo hago el objeto de mi actividad cognoscitiva, siendo y permaneciendo algo
diferente de mí. En esta unión intencional, no se destruye, no se asimila al otro, sino que lo
afirmo en su alteridad, corno algo diferente de mí: es mío en cuanto no es mío, en cuanto es, en
sí mismo, el objeto de ni actividad cognoscitiva. Conociendo, no sólo soy consciente de algo,
del objeto de mi actividad cognoscitiva, sino que además, y de forma inseparable, soy
consciente de que yo soy consciente, soy consciente de mí mismo , de mi actividad
cognoscitiva: tomando conciencia del objeto, tomo conciencia de mi como sujeto del
conocimiento, aunque esto, propiamente hablando, no se podría decir porque esta relación
sujeto—objeto es irreversible, no hay posibilidad de que el objeto se convierta en sujeto y el
sujeto en objeto: la actividad del conocimiento está ordenada a lo que se conoce, al objeto, y es
de él de quien soy consciente, lo que conozco. El sujeto no es lo que se conoce, es el que
conoce, el que es consciente, así como la actividad cognoscitiva no es lo que se conoce, sino
que es por ella, a través de ella, que el sujeto es consciente, conoce. Cuando soy totalmente
consciente, toda mi actividad cognoscitiva se dirige hacia el objeto y, entonces, soy consciente
del objeto como de algo bien determinado y distinto de todo lo demás. Cuando el grado de
conciencie es menor, el conocimiento es menor y el objeto está más indeterminado.

¿Cómo podemos distinguir el conocimiento dejas demás actividades mentales humanas? Según
la escolástica, existen en el hombre dos facultades mentales fundamentales

El intelecto, cuya operación es el conocimiento


La voluntad, con su operación, el apetito

Sería a través de estas dos operaciones que el hombre se refiere a la realidad, está en la realidad,
aunque de manera diversa. En general, rodemos decir que la diferencia entre estas dos
operaciones depende de su objeto formal y de su estructura: el conocimiento se refiere a la
realidad interiorizándola, haciéndola mía intencionalmente. La voluntad se refiere a la realidad
exteriorizándose; con la voluntad, yo me doy a la realidad, hago algo para cambiarla, mientras
que el conocimiento no cambia nada en la realidad, sino que por él, el sujeto analiza, se
conforma a la realidad y la afirma como otra. Podemos decir que el hombre, no son los sentidos,
no es el intelecto, ni los sentimientos, ni la voluntad. El hombre es todos ellos, y es a través de
todos ellos que él se sitúa, se refiere y está en la realidad. Es el hombre, todo el hombre, quien
conoce.

4. Noción de intenciona1idad

El término “intencionalidad” deriva del verbo latino “intendere” tender hacia, y es la propiedad
de todo aquello que tiende hacia algo diferente de sí, la relación que existe entre el sujeto que
tiende hacia y el objeto al que se tiende es la conciencia que el sujeto tiene del objeto.
Intencionalidad es un concepto dinámico, el carácter del movimiento, del actuar, del tender
8
La forma de unión sujeto—objeto en la que el uno forma parte físicamente del otro, en la que desaparece la
alteridad para formar un sólo elemento (como por ejemplo en el caso de un alimento que es asimilado por el sujeto
que lo come) y en la que se necesita la presencia física del uno al otro, es lo que se llama unión física.

127
hacia algo. Es el concepto opuesto al ser-en-sí, que es el subsistir en sí misma de una forma o
esencia, mientras que la intencionalidad es tender hacia un término distinto de sí mismo. Su uso
filosófico deriva de la tradición aristotélico—medieval y a través de Brentano ha sido adoptado
por la fenomenología y el existencialismo. En la escolástica, el término “intencionalidad” es
usado sobre todo en tres casos:

1. En referencia al acto del conocimiento, con la distinción de: intentio prima: cuando es
directa, y son los conceptos directamente representativos de una realidad. intentio seconda:
cuando es refleja, y son los conceptos abstractos, la entidad lógica.

2. En referencia a la forma del acto del conocimiento, forma de naturaleza representativa y cuya
realización es el concepto, que Santo Tomás llama intentio intellecta.

3. En referencia a la voluntad: es el acto por el que la voluntad tiende hacia su objeto para
poseerlo.

Bremtano concibe la intencionalidad como el carácter, no del actuar como tal, sino de lo que él
llama el “fenómeno psíquico” es decir un fenómeno representativo que contiene en si mismo
una relación a un contenido, una dirección hacia un objeto, real o no, pero que no es “una cosa
representada” sino “la cosa”: “Lo que caracteriza toda fenómeno psíquico, es lo que los
escolásticos de la Edad Media han llamado la presencia intencional (o mental) y es lo que
podríamos llamar —usando expresiones que no excluyen un cierto equivoco verbal— relación a
un contenido, dirección hacia un objeto, u objetividad inmanente. Todo fenómeno psíquico
contiene en sí algo a título de objeto, pero cada uno lo contiene a su manera. En la
representación, es algo que está representado; en el juicio, algo que está admitido o negado; en
el amor, algo que es amado; en el odio, algo que es odiado; en el deseo, algo que es deseado,
etc. Esta presencia intencional pertenece exclusivamente a los fenómenos psíquicos (...)
Podernos, pues, definir los fenómenos psíquicos diciendo que son los fenómenos que contienen
intencionalmente un objeto.”9

Husserl resume su posición diciendo: “La palabra intencionalidad significa la particularidad


que tiene la conciencia de ser conciencia de algo, de tener, en su cualidad de cogito, su
cogitatum en ella misma”10 La filosofía anterior, intelectualista o empirista, idealista o realista,
suponía una separación original entre el sujeto y el mundo, entre la conciencia que percibe y el
objeto que es percibido. El mundo era concebido como “representación”, como el conjunto de
mis representaciones, de mis pensamientos sobre el mundo (posición del idealismo), o bien, a
través de un lento trabajo discursivo, se llegaba a probar que existe un mundo real exterior a
más representaciones (Descartes). Para Husserl, la primera evidencia es el lazo que une mi
conciencia al mundo, o más exactamente, que mi conciencia es esta relación primordial sin la
cual no podría existir. Toda conciencia es, en esencia, intencional, es decir que se define no
como un cierto “estado interior” cerrado sobre s mismo, sino como un movimiento, como la
actividad de apuntar, de dirigirse hacia un objeto, su objeto. Percibir, no consiste en recibir en sí
mismo, en un psiquismo receptáculo o continente, unos hipotéticos contenidos llamados
sensaciones. Imaginar, no consiste en producir en la conciencia unas miniaturas, reproducciones
de los objetos. Percibir, imaginar, es entrar directamente en contacto con el objeto. Oír un
sonido va siempre acompasado de la conciencia implícita de oír. Se tiene conciencia del acto de
oír y conciencia del objeto oído. La conciencia es siempre intencional, y nada más que
intencional, sea porque se dirige hacia el objeto o porque reflexiona sobre el acto. La vida
consciente, la subjetividad del sujeto, es el conjunto de actos psíquicos, de vivencias
intencionales.

5. La intencionalidad en el conocimiento.
9
BRENTANO. Psychologie, Pág. 102

10
HUSSERL. Meditaciones cartesianas, 1, Pág. 14

128
Conocimiento, lo es siempre de algo, su objeto. La relación que une el sujeto cognoscente al
objeto es lo que se llama intencionalidad del conocimiento, y es su característica esencial, pues
ella quien hace que el conocimiento sea conocimiento y se diferencie de las demás cosas,
operaciones, relaciones, etc. Si la relación del sujeto al objeto no es consciente, intencional, no
hay conocimiento. La intencionalidad es de hecho la esencia del conocimiento. Si el sujeto no
fuese consciente del objeto, el objeto no podría ser conocido por el sujeto. En el acto del
conocimiento, el sujeto es consciente de la actividad por la que conoce al objeto, y así,
conciencia e intencionalidad son dos aspectos de la misma cosa: corno consciente, el
conocimiento es la actividad del sujeto; como intencional, el cono cimiento es la actividad que
tiende hacia el objeto. Esta noción de la intencionalidad del conocimiento en la fenomenología
esté muy cercana de la noción de significación, pues: la conciencia es relación al objeto, no
existe nada más que en relación a los objetos, los objetos no tienen sentido, no significan nada
más aun al interior del proyecto que la conciencia tiene de ellos, y así esta noción termina con la
antigua disputa sujeto— objeto del realismo y del idealismo en filosofía.

6. La intencionalidad en la voluntad.

La intencionalidad en la voluntad es también fundamental, pues el acto de voluntad, la volición,


es la tensión del sujeto hacia la posesión del objeto considerado como el bien. La
intencionalidad es la tensión del sujeto hacia un objeto que se presenta como futuro, y atrayente
o repelente en razón de su bondad o maldad. Pero en la voluntad, el sujeto tiende, no a la
posesión intencional del objeto, afirmándolo como distinto de él, sino a la posesión del objeto
mismo en su realidad concreta que es su fin. Según Gilson: “La voluntad pone en movimiento
todas sus facultades hacia su fin y es a ella a quien pertenece en primer lugar éste acto de
“tender hacia” que se llama intención. Se quiere el medio a causa del fin. El objeto propio de la
intención es el fin, querido en él mismo y por él mismo.”11

¿En qué sentido se dice que la intencionalidad del conocimiento humano implica elementos
simbólicos?

En el pensamiento aristotélico tomista, la intelección, el acto cognoscitivo aparece como


productor de un término, interior al acto pero distinto de el: el “verbum mentis” o “conceptio
intellecta” 12: cuando contemplo un objeto, y para poder contemplarlo, formo en mi mente una
imagen del objeto que me lo hace presente. En “Contra Gentiles” 1, c.53, Santo Tomás da dos
razones de la existencia del verbo en el conocimiento intelectual:

El hecho de que la inteligencia es capaz de captar las cosas estén estas presentes o no, implica
que el objeto conocido se encuentre en la potencia cognoscible.

El hecho de que el objeto captado por la inteligencia no pueda poseer, en la inteligencia, las
condiciones y propiedades de la materia, implica el que la inteligencia le confiera un modo de
existencia particular y correspondiente.

El intelecto produce, pues, una intención que es semejante a la cosa, al objeto. El sujeto
cognoscente tiende natural y necesariamente a expresar, a manifestar, lo que ha captado. Y eso
lo hace a través de la “species expressan”, de la expresión. Con otra terminología, podemos
decir que esta concepción del espíritu, ese “verbum mentis”, esa “species expressam”, es un
símbolo, un signo representante de la cosa conocida. Hay dos especies de signos:

11
E. Gilson. El Tomismo., Pág. 437
12
La expresión “verbum, mentis” (para diferenciarlo del “verbum oris”, la palabra) es utí1izada por Santo Tomás
cuando trata del dogma de la Trinidad. En un contexto psicológico, habla de “conceptio” o de “intentio intellecta”,
que en el lenguaje de la escolástica moderna se ha transformado en “species expressa”, en oposición a la “species
impresas” que designa la forma principio del conocimiento. Cf. De Potentia, q.8, al.

129
El signo instrumental, que representa y hace conocer una cosa, otra que la que es percibida;
por ejemplo, al percibir el humo podemos captar el fuego.

El signo formal, que también hace conocer una cosa otra que el signo mismo, pero la captamos
en él, en el signo mismo, y de forma inmediata; por ejemplo, en el grito de angustia de alguien
captamos su angustia, su necesidad de ayuda.

El verbo mental es un signo formal, es decir que no es una que nos conduce al conocimiento de
otra, sino una cosa en la que directamente captamos otra, y es en ese signo, formado y
expresado que la inteligencia capta, la naturaleza de la cosa significada. Y es signo
precisamente porque es intencional, porque tiene un contenido intencional.

II. Proceso cognitivo

1. La distinción del conocimiento en sensible e intelectual

Si sólo conociéramos sensiblemente, sólo conoceríamos los singulares, sensibles, material y


numéricamente diversos. No tendríamos entonces un principio de identificación; no veríamos
los “árboles”, por ejemplo, sino muchos “este”, “ese”, etc. Una multitud sin principio de
identificación es pura dispersión. Ese es el estado del conocimiento animal, salvo cuando éste
capta las cosas en dependencia de sus necesidades orgánicas: identifica entonces desde un
principio “ciego”, a saber, la necesidad orgánica y el instinto. Esa dispersión de la percepción
meramente sensible afecta al objeto (no se ve en nada “lo mismo”), pero también al sujeto
perceptor (él no se puede ver a sí mismo como “el mismo”). En un párrafo de sus
Consideraciones Intempestivas, Friedrich Nietzsche lo expresó con una alegoría. Dice allí que
un amo miraba a su perro y éste al amo. El amo se quejaba: «Siempre se hablo y te trato con
cariño, pero tú nunca me contestas, tus respuestas me dejan insatisfecho, no sé nada de ti...» El
perro captó la queja de su amo, iba a contestarle como esperaba, pero al ir a hacerlo había
olvidado lo anterior, y siguió mirando al amo, mudo. Pongamos otro ejemplo para lo mismo.
Imaginemos una máquina de tren abandonada en medio de la pradera; el conejo la percibe
sensorialmente como un obstáculo en su camino y, consecuentemente, la esquiva, eso es todo.
Si fuera una zanahoria, la hubiera percibido como apetecible y se la hubiera comido, y eso sería
todo. La percepción del animal depende de la conservación del individuo y de la especie
(adaptación, supervivencia, etc.), no va más allá. Pero ¿no podría ser que el hombre tuviera una
percepción de este tipo? No, porque percibiría singulares, diferentes, múltiples, pero no lo que
tienen en común, aquello por lo que son en el fondo “lo mismo”. Nunca podríamos identificar
algo si su identidad esencial no se nos diera de algún modo, y con prioridad a la diversidad. Ver
lo que las cosas tienen en común, que es la esencia, es poder distinguir una máquina de una
roca, un gato de un conejo: saber “qué son”. Eso es la operación propia de la inteligencia.
Concluyamos. El conocimiento sensible tiene por objeto lo singular (material), el conocimiento
intelectual tiene un objeto universal (inmaterial).

2. La sensibilidad. Los sentidos externos y los sentidos internos.

Sensación y empirismo: En la tradición filosófica empirista, las sensaciones son los átomos de
una percepción. Una percepción sensible se descompone en elementos, como un mosaico en
teselas, o la imagen en puntitos luminosos; las sensaciones serían los elementos de la
percepción. El empirismo (del gr. empeiría, experiencia) afirma que todo conocimiento
proviene de la experiencia y que es mera experiencia sensible, sensación.
Esta es la filosofía de John Locke (1632-1704), padre del liberalismo político y de la filosofía
empirista del conocimiento, corriente de pensamiento típicamente británica. Locke se proponía
distinguir en el conocimiento humano las opiniones de las certezas, como dos formas distintas y
complementarias. En materia científica se debe escuchar sólo la voz de la ciencia; en política, se
debe escuchar la opinión del pueblo en el Parlamento. Por tanto, Locke valora la experiencia
sensible: sólo a partir de ella se explica la formación del conocimiento. Refutaba, por eso, la

130
existencia de ideas innatas, que habían afirmado Descartes y Leibniz. John Locke elaboró una
psicología del conocimiento a partir de la filosofía cartesiana, y en polémica con Leibniz.
Todo proviene de ideas simples. La idea simple es la experiencia. La experiencia puede ser
extrospectiva o introspectiva (sensación o reflexión). Las ideas simples de sensación son
intuiciones: evidentes e inmediatas. Formamos las ideas complejas por asociación de ideas
simples, vinculadas con un nombre (Psicología asociacionista). En resumen, todo conocimiento
es una sensación o una suma de sensaciones. Las ideas universales son palabras, creaciones
humanas. Esta teoría tiene el inconveniente de reducir la facultad superior del hombre, el
pensamiento, a la condición de una producción más o menos arbitraria. La realidad íntima de las
cosas permanecería oculta, no siendo ni una sensación ni un invento lingüístico. El pensamiento
va a parar al agnosticismo metafísico.
La psicología experimental debe sus orígenes a la idea de Locke (proseguida por los empiristas
briánicos G. Berkeley y D. Hume); para saber qué valor tienen las ideas complejas (¿opiniones,
certezas?) hay que seguir su proceso de formación a partir de las sensaciones elementales, por
asociación y combinación. El empirismo explica la mente humana de forma análoga a la
grabación de una videocámara. Toma de Descartes –y la desarrolla– una imagen mecánica del
organismo mental.
Aunque se hable así de las sensaciones en la filosofía empirista y la psicología experimental, no
se puede afirmar que el hombre experimenta sensaciones; no sentimos colores, ni oímos
sonidos, etc., más bien percibimos “cosas” de tal color, tamaño, sabor, etc. Nunca
experimentamos una sensación pura, sino que sentimos cosas dotadas de cualidades, como
color, olor, sabor, sonido, proximidad, lejanía, etc. El carácter elemental o “atómico” de la
sensación es teórico, racional, no sensible.

La sensación, acto de conocimiento: No obstante, la sensibilidad siente, conoce sintiendo. Antes


de Locke, la filosofía clásica denominaba sensación al acto de conocimiento sensible. Este
cumple las propiedades del acto de conocer: es posesión inmaterial e intencional del ser (o
forma) de otra cosa, en tanto que otra.
El acto de sentir comporta pasividad y actividad. Pasividad porque hemos de ser afectados por
un estímulo proveniente del exterior; en este sentido, sentir es “recibir” estímulos. Los estímulos
operan sobre los órganos de los sentidos.

Umbrales sensoriales: Del carácter orgánico de la sensación deriva el hecho de que tenga una
magnitud máxima y una mínima; se habla así de “umbral”, máximo o mínimo, de modo que por
debajo del mínimo no se siente (no sentimos la luz infrarroja, o los infrasonidos); por encima
del umbral tampoco se siente (no sentimos la luz ultravioleta, los ultrasonidos, etc.). La
diferencia entre una sensación y otra más, o menos, intensa se llama «umbral diferencial». El
umbral diferencial humano es diferente del de otras especies, eso explica la diversa sensibilidad
de los animales. En atención a su adaptación al medio, muchos animales pueden sentir sonidos
que el hombre no oye. El perro se yergue y estira las orejas, alerta a su amo; el umbral auditivo
del perro es más dilatado que el nuestro. Las ballenas se comunican con mensajes sonoros desde
miles de millas marinas de distancia, sienten ultrasonidos. Si nosotros tuviéramos la sensibilidad
auditiva del murciélago, aunque sólo fuera por un breve tiempo, nos causaría un grave trastorno
o nos volveríamos locos. Lo mismo pasa con la agudeza visual, olfativa, etc. Aun con todo, sólo
podemos decir que las bestias suelen presentar más agudizado algún sentido. La sensibilidad, en
su conjunto, es más delicada en el hombre que en ningún otro ser vivo.El estudio de la vertiente
orgánica de la sensibilidad corresponde a la psicología experimental. Descubre que la sensación
incluye, junto con la recepción pasiva del estímulo, un momento de espontaneidad activa. Sentir
no es un simple recibir. Es también una manera original de actuar. Este es el significado de la
llamada «ley de la energía específica» de los sentidos: cada sentido reacciona de una manera
específica ante la estimulación. Si se estimula un sentido (el ojo, el oído, etc.) artificialmente, de
manera mecánica, eléctrica, etc., siempre “siente” de la forma que le es propia: el ojo
experimenta colores, el oído sonidos, etc. “ver las estrellas”, como resultado de un golpe en el
ojo, tiene esta explicación. Los sentidos tienen espontaneidad: vemos negra la oscuridad, oímos
el silencio, es decir, el sentido “siente” incluso en ausencia de estímulo. Pero un ciego de

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nacimiento, o un sordo de nacimiento, ni ve todo negro ni oye silencio. No tienen idea de color
ni de silencio. Todo nuestro conocimiento, en efecto, comienza por los sentidos, por la
sensación; y quien está privado de ella desde siempre, está privado de un sector de la realidad,
no lo conoce en absoluto.

Sensible «per se», sensible «per accidens»: Sentimos las cualidades, no sentimos el ser. Cuando
veo la hoja de papel blanco, ni la vista ni los otros sentidos captan el ser del papel, sino su color,
su tacto, etc. La distinción entre lo que es sensible propiamente (per se) y lo que no es
propiamente sensible, pero lo adquirimos mediante los sentidos (per accidens), equivale a la
diferencia entre cualidades sensibles y esencia inteligible. Los sentidos captan el color del papel,
su tacto suave, cálido, etc., la mente, en cambio, a través de estos sensibles per se, se hace cargo
de la existencia del objeto y de su esencia o naturaleza (es papel). El ser no es una cualidad, no
se siente, sino que se entiende; pero la captación intelectual del ser es adquirida a través de los
sentidos. En resumen, los accidentes o propiedades (colores, sonidos, tamaño, etc.) son
sensibles per se; el ser de las cosas y su naturaleza (es papel, es pájaro, etc.) es sensible per
accidens.

Sensibles propios y sensibles comunes: Una cualidad sensible se llama «propia» cuando es
objeto solo de un sentido; así, el color es propio de la vista, el sonido del oído, el sabor del
gusto, etc. La vista no siente los sonidos, como el oído no siente colores; son sensibles propios.
Una cualidad sensible se llama «común» cuando es objeto de dos o más sentidos a la vez; el
tamaño, la figura, el número, la posición y el reposo o el movimiento son sensibles comunes.
Podemos cómo es de grande una caja o qué figura tiene, por la vista o por el tacto; podemos
saber el número de objetos que hay en la caja o sobre la mesa, por inspección visual o palpando
en la oscuridad. Un objeto que se aproxima o se aleja se siente con la vista, el oído o tal vez el
tacto, como por ejemplo un potente motor.Según Descartes y John Locke sólo serían reales los
sensibles comunes, los propios o cualidades serían irreales, subjetivos. Obedecía esta idea al
prejuicio cartesiano según el cual sólo la extensión geométrica es físicamente real, cuerpo. Las
cualidades, en cambio, a diferencia de las magnitudes o cantidades, serían sólo “psicológicas” o
subjetivas. Cuando vemos el cielo azul, ¿podemos asegurar que todos sienten la misma
sensación que nosotros, cuando dicen “azul”? ¿Cómo se podría comprobar? ¿No es
completamente íntimo y subjetivo el hecho de sentir? Ante todo, se debe contestar que las
cualidades sensibles son conocimientos, no cosas; por lo tanto, no existen sin el acto de conocer
ni sin el cognoscente en acto; pero ¿quiere eso decir que no existen? Solo quiere decir que
tienen una forma de ser distinta de los sólidos y los objetos de la mecánica; pero no son
ilusiones. Las cualidades no son creadas por la mente. Cuando decimos que el cielo es azul y el
agua fresca no expresamos sólo un hecho subjetivo, expresamos también algo que es real en el
mundo.
Recordemos que no es igual ser que ser conocido. El ser real debe ser conocido; si no, no se nos
da. Que conozcamos el ser no quiere decir que el ser real, en su realidad, tenga la forma de
«conocido». La realidad no depende del hecho de ser conocida. La sensación solo existe para
quien la siente; pero el ser sensible es como es, aunque no se lo sienta.

Intuición y representaciones: El conocimiento posee la cosa conocida. En esto no hay diferencia


entre Locke y Aristóteles. Pero ¿cómo la poseemos? No físicamente, tenemos en lugar de la
cosa una representación de la misma. Algunos filósofos han desconfiado de las representaciones
sensibles, porque constataban su variabilidad e inestabilidad, las sensaciones cambian y pasan,
como las aguas de río de Heráclito. Así, desconfiando de los sentidos, Platón y Descartes
postulaban la intuición intelectual de la esencia (idea) como única forma segura de
conocimiento.
La intuición (del lat. intueor, mirar, contemplar) es el conocimiento que capta la realidad en su
singularidad, existencia e inmediatez. Sólo intuimos lo que tenemos delante. Cuando intuimos
«vemos» que aquello existe. Según Descartes, la intuición verdadera es propia de la razón
(«pura y atenta»), no de los sentidos. Según Locke, la intuición fiable es la propia de los
sentidos, la sensación.
Las intuiciones se diferencian de las representaciones, porque mediante la representación y en
ella conocemos la realidad representada. Las representaciones no son las cosas mismas, sino el
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medio para conocerlas. En cambio, la intuición es la cosa. En la intuición el acto de conocer y la
cosa conocida no están separados. Todos los filósofos ponen, en el inicio del conocimiento,
alguna intuición. Las representaciones son mediatas, la intuición inmediata.
Según Locke todas las representaciones son sensaciones o agregados de sensaciones. Según
Aristóteles las representaciones se originan en el acto de sentir, pero no se limitan a contener
cualidades sensibles. Intuimos sensaciones y el ser (sustancia), a la vez. En todo caso, está fuera
de dudas que la sensación es una primera intuición, el primer contacto cognoscitivo con la
realidad. Eso significa que tenemos facultades sensibles que sólo conocen cuando son
(intuitivamente) actualizadas por las cosas. Se denominan sentidos externos.

Los sentidos externos: Aristóteles distinguía cinco, los ordenaba de mayor a menor perfección
así: vista, oído, olfato, gusto y tacto. Los tres últimos necesitan ser estimulados por contacto con
el objeto; el oído y la vista, en cambio, son más poderosos en cuanto reciben el estímulo a través
de un medio (aire, agua) y sienten lo distante, como tal, como distante. Del tacto dice
Aristóteles que no es “un “sentido, sino un género. En efecto, el tipo de sensibles propios que es
capaz de sentir el tacto es múltiple y variado. Si en un centímetro cuadrado de piel vamos
punteando con una aguja, sentiremos alternativamente que está fría, que pincha, que presiona,
etc. De ahí la división del tacto en tres sentidos: 1) táctil, tiene por objeto la rugosidad o
suavidad de las superficies; 2) térmico, conoce calor y frío; 3) algésico, siente el dolor. La
psicología experimental moderna amplía los clásicos cinco sentidos, añadiendo tres más: a)
sentido cenestésico, que conoce la posición de nuestro propio cuerpo; b) sentido cinestésico, por
el que sentimos el reposo o movimiento de nuestro cuerpo; y c) sentido palestésico, que siente
las vibraciones.

Los sentidos internos: Los sentidos externos conocen a partir de un estímulo externo. Sin
embargo, la sensibilidad requiere la capacidad de conocer realidades ausentes, a partir de
estímulos interiores. Sin esta capacidad, el animal superior no podría emprender movimientos
de búsqueda. Luego son precisas facultades que conserven y puedan reactualizar experiencias
anteriores. La oveja que huye del lobo, por ejemplo, no actúa así porque la imagen del lobo sea
fea, sino porque es el enemigo, su depredador, pero ¿cómo lo sabe?Según eso, las cualidades o
formas sensibles (propias o comunes) actúan al sentido propio (sensación, sentidos externos) y
al sentido común (percepción del todo), después son conservadas por la fantasía o imaginación.
Las “intenciones” o percepciones no recibidas por los sentidos son objeto de la estimativa
natural. En el hombre, la estimativa recibe el nombre de cogitativa, porque participa de la
reflexión inteligente y no del automatismo instintivo. En fin, la memoria, que conoce el tiempo,
es sólo propia del hombre.

Percepción y «sentido común»: La existencia de esta facultad es necesaria para explicar la


unificación de diferentes sensaciones. El objeto del sentido común es el de los sentidos
externos, los sensibles o cualidades sensibles que estimulan a los sentidos; a diferencia de ellos,
el sentido común no conoce un solo sensible, sino que percibe un «objeto sensible»,
estructurado y unificado. Pongamos un ejemplo: un azucarillo, o terrón de azúcar, es una
percepción, por tanto es acto del sentido común. La vista siente el color blanco y la figura
cúbica del terrón, el tacto su ligereza y aspereza, el oído cómo lo desenvolvemos y repica la
cucharilla en la taza de café, el olfato distingue el azúcar de la sal, y el gusto mucho más. Cada
sentido externo tiene una sensación (distinta) que no es el terrón o azucarillo, sino blancura,
dulzura, rugosidad, etc. El sentido común (“común” a los sentidos externos), siente y
experimenta, en simultaneidad con el acto de cada uno de los sentidos externos, un acto más
pleno e integrado, la «unidad»: este azucarillo.

Funciones del sentido común: Vemos colores y oímos sonidos; pero también sentimos que
sentimos. Tenemos una especie de conciencia sensible, es la forma mínima de la conciencia: la
actividad del sentido común. Esto quiere decir que el objeto del sentido común son actos: los
actos de los sentidos externos; él siente que vemos y siente “la cosa” vista. Además, como son
su objeto los actos de los sentidos externos, es capaz de compararlos, porque los diferencia.
También por eso los unifica. Distinguimos lo blanco de lo dulce, así como de la rugosidad,
ahora bien, la vista no conoce la rugosidad ni la dulzura, así como el gusto no conoce el color.
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El acto del sentido común, en el que se unifican y coordinan las sensaciones, se llama
percepción. La psicología experimental habla de la percepción como de una síntesis sensorial y
una organización primaria de la percepción. Por imperfecta que sea, en la percepción tenemos la
primera captación del ser sustancial y de la esencia; la percepción del azucarillo conoce que
existe (sustancia) y que es azúcar y no sal (esencia). Por eso, además de unificar sensibles
propios y comunes, el sentido común conoce lo sensible per accidens, que es el ser inteligible.
Resumiendo, las cuatro funciones atribuidas al sentido común son: Sentir los objetos de los
sentidos externos. Diferenciarlos entre sí. Unificarlos en una percepción, y sentir que los
sentidos sienten, ejerciendo una auténtica conciencia sensible.

La imaginación: La percepción actual pasa, pero lo percibido no pasa. Eso significa que
conservamos las percepciones y las podemos reactualizar. Si ahora no estamos viendo ni
oliendo una rosa, se nos puede pedir que la imaginemos; actualizaremos la percepción visual,
olfativa, etc., de la rosa, aunque no tengamos ninguna delante. Se trata ahora de un acto
diferente: conservar y reactualizar percepciones. Las percepciones pasadas, al ser
reactualizadas, no son exactamente percepciones, porque no son la captación de un ser presente,
se las llama «imágenes». Tenemos, pues, un objeto (la imagen) y un acto (conservar y
actualizar), luego tenemos otra facultad sensible, específicamente diversa, la imaginación o
fantasía.
La imaginación no necesita ser actuada por un estímulo externo. Actúa por ella misma, desde sí
misma. Como puede actualizar lo que no es actual, la imaginación es capaz de hábitos
elementales. Conserva y reproduce el esquema de secuencias o procesos temporales (así, por
ejemplo, con la imaginación oímos la música; el oído y el sentido común sólo perciben el
sonido actual, más si retenemos las notas y acordes pasados y conocemos la unidad de la
melodía es que obra otro sentido que unifica conservando; igualmente, con la imaginación
tenemos y aplicamos esquemas de actuación como bajar escaleras corriendo, escribir, etc., son
actividades complicadas que realizamos espontáneamente, sin reflexión).
Debido a la capacidad de reactualizar, la imaginación puede también combinar y recombinar. Es
la imaginación creativa, la fantasía creadora propia del artista. Es también la combinatoria de
los sueños. La imaginación tiene mucha más espontaneidad que los otros sentidos, ya que puede
actuarse sola. En el animal depende del control del instinto, en el hombre del uso de la razón;
aun con todo, puede escapar al control de la razón, como en el caso de los sueños y las fantasías
o ensueños (soñar despierto). Se ha dicho de ella que es «la loca de la casa» (Sta. Teresa de
Ávila), en referencia a esa capacidad de actuar al margen de la razón. En todo caso, en personas
sanas y normales, la actividad fantaseadora al margen de la razón y del sentido común es la
excepción, no la norma.

Funciones de la imaginación: Retiene síntesis sensoriales, en presencia o en ausencia del objeto;


agrupando diversas síntesis sensoriales se configura una imagen. Por eso, a partir de un solo
dato sensible el animal (y el hombre) completa una percepción; el perro conoce a la liebre por
un sonido, un olor, etc.
En el hombre, la imaginación sirve a la inteligencia y, por eso, está también gobernada por la
voluntad (salvo en el sueño). Aristóteles la describía, en su función «esquematizadora» al
servicio de la abstracción, como un proceso de actualización: motus factus a sensu secundum
actum un proceso (motus) que, partiendo de la percepción (a sensu), tiende a lo más formal
(secundum actum). Prepara, así, las imágenes para convertirse en ideas o conceptos, tal
preparación consiste en una progresiva desmaterialización, que va reteniendo el esquema, esto
es, lo más «formal» o específico de las percepciones. Por eso, hay imágenes eidéticas, muy
vivas, como en los niños, e imágenes formalizadas, muy esquemáticas (casi “abstractas”), como
en un jugador de ajedrez o un matemático. El proceso imaginativo «depura» la percepción de
detalles innecesarios para convertirse en la materia de un concepto abstracto.
La imaginación, al ser procesual, avanza; hay un madurar imaginativo, eso explica hechos como
las «mentiras» de los niños muy pequeños o, lo que es igual, que haya en el ser humano una
paulatina transición al pleno uso de razón. Los niños más pequeños pueden confundir en
ocasiones la imaginación y la realidad y, por eso, no mienten cuando cuentan cosas irreales.
Alrededor de la edad de seis años se accede al uso de razón, porque la maduración cerebral y de
la imaginación permite procesos más elevados, es decir, más alejados de la posible confusión de
134
percepción e imagen. Del mismo modo se explica que algunos deficientes no puedan entender,
o entiendan menos, por una carencia orgánica que frena el proceso elaborador de las imágenes.
En fin, este papel de la imagen «formalizada» para formar el concepto se comprueba cuando
entendemos merced a un ejemplo; los ejemplos son imágenes útiles para ayudar a la
comprensión.
Todos los sentidos tienen órgano y localización; en el caso de la imaginación (y la memoria),
hay órgano, pero no localización. El órgano es la corteza cerebral o, mejor dicho, una red de
conexiones que está por toda la corteza cerebral.
Resumiendo, las funciones de la imaginación son:
1. Conservar las síntesis sensoriales.
2. Configurar completando la percepción, sumando a una sensación o percepción la
percepción conservada. Completa o corrige lo que estamos sintiendo; por ejemplo, los
platos sobre la mesa son imágenes elípticas, pero los percibimos circulares.
3. Combinar percepciones para obtener imágenes más simples o generales; es decir, formalizar.
4. Suministrar al intelecto, las imágenes son la materia de la que obtenemos los conceptos.

La conciencia animal. La estimativa: El sentido común y la imaginación se llaman formales,


porque conocen formas sensibles que están o han estado presentes; la estimativa y la memoria
son sentidos intencionales, ya que tienen por objeto valores de las cosas en atención a los cuales
el viviente obra.La conveniencia o inconveniencia de algo es captada por el animal, y adapta a
ella su conducta, sea un alimento o un peligro. La intención valorativa, el bien de la comida y el
mal del peligro no son elementos integrantes de la síntesis perceptiva, vemos así que hay una
acción cognoscitiva propia de una facultad, la estimativa o conciencia animal. También se
conoce a esta conciencia con el nombre de instinto.La estimativa o instinto realiza una
estimación de valor, comparando un estado de cosas externo (percepción) con el estado actual
del propio organismo. Por ejemplo, la vaca sólo se percata del ternero como «lactable» cuando
siente en ella misma la plenitud de leche; si no se sintiera así, tampoco vería al ternero lactable.
Por tanto, la estimativa conoce la conveniencia de algo para el individuo y la especie; por eso
desencadena (o gobierna) las conductas instintivas.El instinto es mucho más que una cadena de
reflejos condicionados. Responde a los intereses vitales del espécimen en base a algo como un
plan de acción previo que consta de: 1º) las conveniencias del individuo y de la especie (no son
las mismas las de la oveja y las del lobo, las de la vaca o las del ternero, etc.), y 2º) los modos
de hacer más adecuados (destrezas como construir el nido, tejer la telaraña, etc.)El instinto
(estimativa) es la conciencia animal, lo que responde por la pregunta sobre la inteligencia, el
lenguaje o comunicación de los seres infrarracionales.

La conducta instintiva. Características y funciones de la estimativa: La conducta instintiva o


animal presenta algunas características que ya hemos mencionado: a) Es específica. Cada
instinto es propio y exclusivo de una especie. b) Es adaptada a la vida y supervivencia (del
individuo y de la especie), por eso el instinto es certero. c) Es un patrón de conducta fijo,
invariable, hereditario genéticamente o innato, no se aprende. d) Es una conducta previsible, no
libre.
Esta conducta se puede representar como un «circuito cerrado». Como un proceso mecánico o
electrónico, con unas “entradas” (percepciones sensoriales), unos dispositivos propios
(estimaciones, patrones de acción), unas reacciones emocionales, a veces intensas, al servicio de
la respuesta y, por fin, una “salida”, que es la acción o conducta observable de la bestia. La
estimativa cierra el circuito sensitivo: enlaza funciones cognoscitivas, con las apetitivas y
motrices, en un todo con sentido que se corresponde con una conducta específica.
La estimación desencadena emociones o sentimientos, positivos o negativos; además, como
versa sobre una cosa y una acción singular, es una experiencia que va aumentando el instinto y
lo refuerza. En este sentido, los animales aprenden, es decir, retienen experiencias pasadas,
aunque solo en función del instinto que les es natural, según la especie.
En resumen, la estimativa animal cumple tres funciones: Estimar o valorar un objeto singular.
Dirigir la acción con respecto a lo valorado. Adquirir experiencia sobre las cosas y acciones a
ellas referidas.

La cogitativa, o «ratio particularis»: En la bestia la estimativa ejerce las funciones de la razón, la


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gobierna. La diferencia más notable entre la bestia y el ser humano está en que la presencia de la
razón anula el automatismo del circuito estímulo-respuesta. También el hombre tiene un sentido
interno referido a cosas singulares y prácticas, pero al estar conectado con el intelecto, no es el
instinto ni recibe el nombre de estimativa natural, sino el de cogitativa, los clásicos la
denominaban «ratio particularis», pues es una función de la razón –como delegada en los
sentidos– que versa sobre lo particular, no sobre lo universal. Esta facultad intuye aspectos
inteligibles en realidades singulares, contingentes. La belleza absoluta puede revelársenos
contemplando una determinada puesta de sol; el valor de la verdad o el de la justicia, en la
reivindicación de un derecho de un solo individuo, en una situación más o menos frecuente. La
prudencia y el razonamiento prudencial se basan en la cogitativa, que ve la situación singular
bajo la luz de un principio universal. Lo mismo pasa con la sensibilidad estética, en la
resolución de práctica de problemas concretos, etc.

La memoria: La memoria se parece a la imaginación, porque conserva y reactualiza. Pero tiene


un acto específico, capta el tiempo pasado, como pasado; y la imaginación no. La imaginación
conserva percepciones de cosas externas; la memoria valoraciones internas. Lo que la memoria
conserva y reactualiza es la vida vivida, la propia vida. En efecto, el pasado es el de uno mismo,
no del el del mundo externo. Con el reconocimiento del pasado como mío, la memoria da
continuidad a la interioridad, retiene la sucesión del propio vivir. Su acto propio es el recuerdo.
Como la imaginación, es orgánica y puede sufrir lesiones: hay pérdidas de memoria (amnesias)
parciales y totales. Un error de la memoria conocido por todos es el presente “repetido”, el
fenómeno de “lo ya visto” (le dejà vu).

El presente de la conciencia y el tiempo: Al ser facultad del tiempo y de la identidad personal, la


memoria es imposible sin inteligencia. Por eso es un sentido peculiar, exclusivamente humano.
En efecto, la condición para cualquier recuerdo es que el sujeto se acuerde de sí mismo. La
memoria es, ante todo, actualidad de la mente para sí misma, luego, por comparación con los
cambios físicos, la percepción del pasado como pasado “mío”. Sólo si soy el mismo, y lo
conozco claramente, tiene sentido decir que aquel o el otro hecho pasados son mi pasado, me
pasaron a mí; como pretéritos, los hechos me hacen conocer el tiempo pasado; pero como
recuerdos, es decir, reconociéndolos como propios, los hechos del pasado y el tiempo vivido
pertenecen a un yo que es conciencia actual, no es que sea el presente temporal, porque el
presente –a manera de intersección de futuro y pasado– es un «instante», sin duración; el
presente no dura, pues si durase el transcurso quedaría detenido, o bien transcurriría tiempo
entre períodos atemporales (presentes). El presente temporal (el nunc temporis, o ahora
temporal), no tiene duración: es un «cambio de signo» de futuro a pasado, de modo que cambia
constantemente, sin permanencia, de futuro a pasado. El presente de la conciencia es lo
contrario: la conciencia está siempre en presente; lo específico de la conciencia (o del yo,
conciencia psicológica del ser personal), es el hecho de ser actual, y ser presente para sí misma.
La psicología distingue entre memoria sensible y memoria intelectual. Pero es más interesante
la distinción entre el tiempo físico y el tiempo psíquico; el primero es la medida de los cambios
en el mundo externo, por referencia a algún movimiento que se toma como constante (por el sol
o la luna, medimos años, meses, semanas, días, horas, etc.), este es el tiempo del reloj y de los
calendarios. Aristóteles define este tiempo como medida del cambio según lo anterior y lo
posterior. El tiempo psíquico o interior, en cambio, no es una medida, sino la sensación de
duración de nuestros estados, que depende mucho del interés con que vivimos las situaciones; el
tiempo se nos hace corto o largo según la cualidad de los estados de ánimo, las expectativas, la
actividad y la aplicación del intelecto o atención. El presente de la conciencia es permanente: lo
pasado son “los estados” de la conciencia, pero ella es presente sin preterición. No cambia. Por
eso percibe el cambio (el tiempo) que afecta a los procesos del mundo físico. En la percepción
del tiempo tenemos la misteriosa y armónica complejidad humana: por un lado, no sabríamos
nada del tiempo si no formáramos parte del mundo cambiante; mas, por otro lado, si sólo
fuéramos cambiantes, no podríamos retener los momentos o hechos pasados como pasados
(«me pasó a mí», decimos, significando que yo soy «el mismo»). Si no pudiéramos referir el
transcurso de lo externo y de nuestra corporeidad a una realidad que no transcurre, que no está
afectada en absoluto por el cambio físico, no nos distanciaríamos de él ni lo percibiríamos.
Quien ve pasar el río (quien percibe el paso del tiempo) debe ser, en parte, homogéneo con el
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transcurso, porque lo mide; pero sólo en parte, más importante aún es la extrañeza que ante él
siente. El paso del tiempo es fuente de una perpetua extrañeza, desconcierto y perplejidad. El
hombre se admira ante él. Reconoce la realidad del cambio, pero no del todo: «¡Parece que fue
ayer!», decimos, notando que los hechos más alejados en el decurso físico se encuentran todos
presentes en la actualidad de la conciencia. Quien ve el paso del río, él mismo pasa, claro está;
pero también es claro que mira el curso del agua desde la orilla, desde una inmovilidad extraña
al discurrir del agua. Si la conciencia fuera parte de las aguas que se interpenetran y fluyen sin
cesar, si fuera como la hoja caída en la superficie del río, arrastrada por la corriente, no
tendríamos conciencia de su paso: la conciencia no sería diferente del mismo pasar. Quien ve
pasar las aguas del río, camino del mar, se queda en la orilla, él no pasa. Lo mismo sucede con
la mente humana. La percepción del tiempo es fuente de extrañeza y de admiración para todas
las generaciones de los hombres, porque evidencia el hecho de que la mente (el nous, de los
griegos) es intemporal y no física, sino espiritual. La percepción de la espiritualidad y
trascendencia de la mente humana –de que no todo el hombre sucumbe al desgaste y al cambio-
es una experiencia común, está en la base de todas las preguntas y es el origen del filosofar.

Funciones de la memoria: El acto principal de la memoria es el recuerdo; en segundo lugar, la


reminiscencia y, en tercer lugar, el olvido. El recuerdo es espontáneo, la reminiscencia es la
búsqueda de un recuerdo, razonando, hasta hallarlo “situado” entre otros acontecimientos, en un
lugar, etc. El olvido, en fin, es otro aspecto imprescindible: la memoria selecciona, no puede ser
de otro modo, necesariamente debe seleccionar porque hace falta eliminar innumerables hechos
pasados: la mayoría de los hechos pasados son insignificantes o demasiado poco significativos,
para el futuro.
Conviene saber que recordamos lo que interesa, lo “significativo” o valioso para nosotros en
algún sentido; también recordamos mejor los hechos que se repiten. Por fin, si el interés y la
repetición se han dado, el ejercicio de la reminiscencia (es decir, el esfuerzo para recordar,
razonando) mantiene la memoria joven. Como facultad orgánica, la memoria aumenta con la
maduración, se estabiliza y decrece con el paso de los años; no obstante, es tan grande la
capacidad humana de recordar que no la aprovechamos nunca sino en un pequeño porcentaje; a
veces se oye decir, por eso, que tenemos unas capacidades cerebrales inmensas y no utilizadas,
es cierto. Eso significa también que la memoria se puede educar, en especial con la aplicación
frecuente y ordenada de la atención, en el estudio. Hay habilidades «mnemotécnicas», que
facilitan la reminiscencia: el orden y la estructuración de los datos que hay que recordar, así
como el hecho de relacionarlos con otros que habitualmente ya recordamos, etc.
Por fin, la memoria idealiza, decimos, precisamente porque selecciona. ¿Qué conservo mejor?
Lo que es agradable o interesante; por eso los hombres han sufrido siempre la ilusión de creer
que el pasado fue más bello que el presente. Retenemos lo mejor de nuestro pasado, lo que vale
la pena repetir. De cara a la vida intelectual, esta función selectiva es altamente formalizadora,
tanto o más que la imaginativa, la memoria elabora imágenes y símbolos que están ya próximos
a la idea abstracta. Resumiendo, las funciones de la memoria son: Conocer el tiempo pasado
como pasado. Recordar. El recuerdo actualiza el pasado en el presente de la conciencia, es su
acto específico. Rememorar. La reminiscencia o rememoración es la búsqueda de un recuerdo
con la ayuda de la razón; el esfuerzo de recordar se puede educar, se vale para ello de reglas
mnemotécnicas. Olvidar. La memoria selecciona en función del interés para la vida futura.
Formalizar. “Depura” potentemente las imágenes, “idealiza”.

3. Del inteligible en potencia a la intelección en acto

Ahora, si la identidad (esencial) se nos da “con” la percepción sensorial, eso significa, decíamos
antes, que tenemos un conocimiento sensible e intelectual a la vez. En nuestras percepciones
sensibles, está ya incluido el elemento inteligible, la “idea” o concepto. Pero no lo está de forma
manifiesta o explícita, sino de forma implícita. Con otras palabras: las percepciones y las
imágenes son sensibles, porque son siempre “esta” (singular) percepción o imagen; son
inteligibles en potencia. La explicación del conocimiento humano debe mostrar cómo de lo
sensible (inteligible en potencia) obtenemos lo inteligible en acto; porque lo inteligible en acto y
la intelección (el acto de entender) son uno solo, en acto; es decir, se debe explicar cómo
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pasamos de no entender a entender, y cómo pasamos de las percepciones y las imágenes a los
conceptos. La máquina abandonada en la pradera sólo era un obstáculo físico para el conejo,
para un indígena que viera algo así por vez primera sería un “obstáculo” mental, un problema.
Podemos imaginar que se detiene ante ella y se pregunta: «¿Qué es esto?» La pregunta (el hecho
mismo de preguntárselo) ya supone que la cosa («esto») es inteligible, comprensible en sí,
aunque de momento no lo sea para él. De momento, es sensible en acto e inteligible en potencia;
lo inteligible de «esto» es lo que responderá a la pregunta «¿qué es?», su esencia. Tal indígena
comenzaría, tal vez, advirtiendo una parte incompleta de esa esencia: se trata de un artefacto, no
de un ser natural. Pero ignora para qué sirve y no sabe «qué es». Las percepciones sensibles (las
imágenes, los recuerdos), por el hecho de ser sensibles, son “esta” o “aquella” percepción, es
decir, son singulares, particulares. En cambio, la concepción mental es universal, abstracta. La
abstracción es el proceso que va desde lo sensible (singular) a lo inteligible (universal). ¿En qué
consiste? ¿Cómo se realiza?

La intelección: Cuando las cosas del mundo han sido entendidas por el hombre, en tanto que
son ya posesión suya, o conceptos (palabras interiores), entonces están elevadas a existencia
espiritual. Lo entendido es el concepto y se corresponde con el acto de entenderlo El intelecto
sigue, más que cualquier otra facultad, la ley: el “contenido” adopta la forma de ser del
continente. El intelecto, capaz por naturaleza de “contener” todas las cosas es, en cierta manera,
la totalidad del ser, dice Tomás de Aquino, recordando a Aristóteles: por la inteligencia –había
escrito el filósofo de Estagira «el alma se hace en cierto modo todas las cosas» . Ese poder de
captar el ser de las cosas en absoluto es la causa por la que los conceptos humanos van
acompañados de propiedades lógicas, tales como la universalidad. Los conceptos, como
«objetos» mentales o representaciones, no son «lo que» entendemos, sino el medio «por el cual»
entendemos. No pensamos las ideas, sino las cosas; no conocemos (directamente) estros
conceptos, sino los seres a los que se refieren. Los conceptos -actos de entender- son
intencionales; y la intelección es, por ello, apertura.

El intelecto paciente: Es preciso explicar el proceso de adquisición de nuestros conocimientos


intelectuales porque no tenemos ideas innatas; luego las debemos elaborar a partir de la
percepción, la imaginación y la memoria. El intelecto, en tanto que puede entenderlo todo, pero
actualmente no entiende, se llama intelecto paciente, es decir, que es en potencia todos los
inteligibles. Recibe también el nombre de intelecto posible; por él son posibles todas las
intelecciones. Este es el punto de partida. Ahora es preciso considerar cómo el intelecto paciente
llega a ser inteligente en acto. Conviene advertir aquí algunas propiedades de la inteligencia: 1ª)
para ella, entender es actuar; 2ª) es la facultad de la novedad, de la inventiva; y 3ª) está en
potencia espiritual, no físicamente; porque se ordena a lo infinito.

El intelecto agente: La inteligencia no sólo es capaz de adquisición (intelecto posible), es


también luz activa, espontaneidad, búsqueda y producción de los conceptos a partir de las
imágenes sensibles. Los conceptos no son unas nuevas imágenes, pálidas; son actos de entender,
actualidad inteligente. Ahora, no hay actualización sin un objeto, y este segundo se llama
también concepto. La distinción de concepto formal y concepto objetivo apunta a esta doble
vertiente que efectivamente hay en el concepto: es la acción de entender (concepto formal) y lo
entendido en ella (concepto objetivo). Si, por una parte, el intelecto no tiene ideas innatas y está
en potencia con respecto al saber; y si las imágenes son inteligibles en potencia, pero en acto
son sólo sensibles, entonces ¿cómo explicar el tránsito del poder de entender al entender actual?
Nada pasa de ser en potencia a ser en acto, a menos que sea actualizado por un ser que está
primeramente en acto y lo comunica. Esta es la principal función del intelecto agente: él lleva la
iniciativa en el proceso de la abstracción.

El proceso de la abstracción: Exponemos a continuación este proceso de acuerdo con una larga
tradición escolar, la «escolástica», y en forma esquemática. Esta exposición está aceptada como
la doctrina aristotélico-tomista de la intelección. Su «nervio» explicativo es la transición del
entendimiento en potencia (que puede saber y todavía no sabe, que carece de ideas innatas y
debe aprender) al entendimiento en acto, que es la acción misma de entender. Esta transición
suele presentarse, sin embargo, de una forma muy próxima al proceso del cambio físico, según
138
el principio «todo lo que se mueve es movido por otro». Una interpretación rígida de esta
descripción causará el efecto de que ambos intelectos (paciente y agente) sean dos potencias
operativas o facultades distintas. Creo que sería una apreciación errónea, pues el entendimiento
no es movido por las cosas, ni por las imágenes: se «mueve» por sí mismo.

Primer momento: El intelecto carece de ideas innatas, las debe adquirir. No hay nada en el
intelecto que no provenga de los sentidos. Es comparable con una tablilla encerada, en la que no
se hubiera escrito nunca. La percepción capta un todo sensible (lo inteligible en potencia). La
imagen (percepción formalizada) es aún inteligible en potencia: no puede actualizar al
entendimiento posible. Es, pues, necesario un principio activo que haga al inteligible en acto.

Segundo momento: El intelecto no es sólo pasivo. También es activo. Entender es actividad


vital y la más perfecta de todas. Existe una dimensión activa denominada intelecto agente. Es
como una luz que ilumina las imágenes: deja en la sombra lo particular y destaca lo común,
desmaterializa. El intelecto agente ilumina la imagen sensorial, produce activamente el
inteligible en acto. Pero lo inteligible en acto es el mismo acto de entender, el acto de la
intelección.

Tercer momento: El inteligible (en acto) y el intelecto paciente actualizado «son» el acto de
entender.
Cabe decir, así, que «la inteligencia en acto y lo inteligible en acto son un solo acto», el acto de
entender.
El ser de la cosa (desmaterializado) es vivido por el entendimiento que lo posee, lo es. Entender
es actualidad: unidad de la mente y su objeto.

Cuarto momento: Toda acción produce un efecto. Entender es actividad vital, tiene un efecto
vital. Se denomina palabra mental o palabra interior (verbum mentis, verbum interius).La acción
de entender es verbal: un decir interiormente la cosa; un entenderla al formarla, y formarla
entendiendo. Esta palabra o «verbo interior» se llama concepto. Los conceptos son signos
naturales, perfectos, de las cosas, y las palabras son signos artificiales de los conceptos.

Propiedades de los conceptos abstractos

1) Los conceptos son universales: «Algo uno que se dice de muchos». La universalidad es una
propiedad lógica, no física.
2) Los conceptos son universales porque son inmateriales. La inmaterialidad hace inteligible al
concepto, a diferencia de la imagen, que es singular y concreta.
3) La inmaterialidad se manifiesta en otras propiedades, como la intemporalidad y la
inespacialidad, que nos resultan un tanto desconcertantes.

La desmaterialización de las imágenes a partir de percepciones sensoriales es el proceso


psicológico que explica la formación de inteligibles en acto; su recepción en un entendimiento
sin ideas innatas significa, a su vez, la actualización de ese entendimiento. En aquel acto, el
entendimiento (en acto de entender) y lo inteligible (en acto) son un solo acto. El ser material se
ha visto elevado al nivel del ser del espíritu, es decir, separado de la extensión espacial y del
tiempo, de la divisibilidad y de la mutabilidad propia de las cosas compuestas de materia.
En conclusión, la abstracción produce conceptos inmateriales y, por el hecho de ser
inmateriales, también inteligibles, universales, inmóviles, etc.

4. Certeza y evidencia

La certeza es el estado de la mente que se adhiere firmemente y sin ningún temor a una verdad.
Primariamente, la certeza es algo subjetivo, un estado de la inteligencia en la que se juzga
firmemente, por remoción del temor de que sea verdadero lo contrario de aquello a lo que se
asiente. De una manera secundaria –por analogía de atribución- puede llamarse también
139
«certeza» a la evidencia objetiva que fundamenta la certeza como estado de la mente. De esta
manera, hablamos de un «hecho cierto», porque es evidente que se da, o de una «declaración
incierta», porque es notorio que realmente no acaece lo que en ella se sostiene. La evidencia es
la presencia de una realidad como inequívoca y claramente dada: el hecho de que lo conocido se
halle ante el cognoscente en su misma realidad, de que esté presente la realidad misma. De esta
suerte, la certeza es, por decirlo en términos de Husserl, la «vivencia de la evidencia»
(Evidenzerlebnis. La evidencia constituye el único fundamento suficiente de la certeza (salvo,
como veremos, en el caso de la fe). Así como la verdad se basa en el ser de la cosa, la
conciencia de la posesión de la verdad se basa en la, patencia objetiva de la realidad. El
establecimiento de un supuesto fundamento de carácter subjetivo para la certeza incurriría en un
círculo vicioso, como es el caso del criterio cartesiano de la claridad y distinción de las ideas.

De lo dicho se sigue que la certeza no es lo mismo que la verdad, aunque se trate de nociones
estrechamente conectadas. Mientras que la verdad es la conformidad del entendimiento con la
cosa, la certeza es un estado del espíritu que, en condiciones normales, procede de hallarse en la
verdad, de saber. La certeza es una situación del sujeto -una seguridad- y, por eso, pueden
intervenir en ella diversos factores; por ejemplo la voluntad libre puede imperar el asentimiento
o disentimiento a verdades que no son de suyos evidentes. Esto último abre la posibilidad de
que, a veces, estemos subjetivamente convencidos de cosas que son falsas. Pero a esta
persuasión no procede denominarla «certeza», porque el estar cierto, en sentido propio, tiene un
fundamento objetivo, del que carece -por firme que sea- la adhesión a lo falso, es decir, el error;
se trataría, en todo caso, de una certeza meramente subjetiva.

Por lo tanto, decimos que se da propiamente certeza cuando el entendimiento se adhiere a una
proposición verdadera. En algunos casos, el entendimiento es movido a asentir inmediatamente
por el objeto inteligible. Es notorio que sucede así en el caso de la intelección de los primeros
principios que recaban para sí del intelecto una adhesión firme e incondicionada. El asentir o
disentir es, en tales ocasiones, algo natural, que -en principio- se sustrae a nuestro imperio. Tal
certidumbre proviene de la evidencia objetiva: brota inmediatamente y sin necesidad de
discurrir de la neta patencia de esas cosas a las que -por atribución- llamamos también
«ciertas». El principio de contradicción -«el ente no es el no-ente»- es la primera verdad que
surge en nuestro conocimiento de la realidad: es el conocimiento humano más cierto y la causa
de la certeza de los demás conocimientos, que por él se iluminan.

Pero esta certeza recabada inmediatamente por el objeto no sólo se da en el caso de los primeros
principios, sino también -de otra forma- cuando tenemos la certeza experimental de captar con
los sentidos un hecho que, por lo tanto, también es conocido inmediatamente por la inteligencia.
Es más, incluso los primeros principios no son innatos sino que surgen por inducción (epagogé)
de estas certezas sensibles. Como dice Aristoteles, no proceden deductivamente de otros
conocimientos intelectuales más universales y notorios que ellos: vienen únicamente de la
sensación.

Estas certezas, que inmediatamente proceden del objeto conocido, se tienen de toda proposición
en la que el predicado está incluido en el sujeto y en muchos juicios de experiencia. Estas
proposiciones son por sí mismas evidentes (per se notae). En efecto: se llama «evidente» a todo
enunciado en el que, una vez conocido el significado de los términos, se conoce el valor de la
proposición. Por ejemplo, sabido lo que significa «todo» y «parte», inmediatamente se sabe que
el todo es mayor que cualquiera de sus partes.

Pero conviene realizar al respecto una importante distinción entre lo que es de suyo evidente
(per se notum quoad se) y lo que es además evidente para nosotros (per se notum quoad nos).
Especial relevancia metafisica tiene la aplicación de esta distinción a la proposición «Dios
existe». En sí misma (quoad se) es evidente, porque en ella el predicado se identifica con el
sujeto, ya que Dios es su mismo ser. Pero con respecto a nosotros (quoad nos), que no sabemos
qué es Dios, que no tenemos un conocimiento cabal de su esencia, no es evidente. La existencia
de Dios, por lo tanto, necesita ser demostrada por medio de cosas más evidentes para nosotros,
aunque por su naturaleza lo sean menos, es decir por sus efectos. Se trata, entonces, de una
evidencia mediata, obtenida por demostración.
140
Esta suerte de evidencia que estamos examinando -la inmediata- se impone en principio por sí
misma, fuerza de algún modo a la inteligencia a asentir. Pero acontece también que el hombre,
por su libertad, puede incluso intentar resistirse a esta inmediata patencia; puede decidir
suspender el juicio, dudar, hasta de los primeros principios del intelecto y de las evidencias
sensibles; le cabe, en suma, proponerse dudar de todo. Tal es el intento cartesiano, cuya duda
metódica aspira a ser universal y, desde luego, tiene que ser voluntariamente decidida: se quiere
dudar de todo. Otra cosa es que pueda realmente lograrse esa supuesta duda universal.

Señalemos también que las cosas son tanto más evidentes y cognoscibles en sí mismas cuanto
menos potenciales y más actuales sean; y, en último término, cuanto más intensamente posean
el acto de ser, que es como una cierta luz de las mismas cosas. (Aunque la luz intensa ciega
nuestra mirada y nos resultan más ciertas cosas que de suyo son menos evidentes). El discurso
filosófico consiste precisamente en ese progreso del conocimiento que va desde lo más evidente
quoad nos a lo más evidente quoad se.

Hay casos en los que el asentimiento de la mente es requerido por un objeto que no es conocido
por sí mismo, inmediatamente, sino por medio de otro (per aliud notum). Es lo que sucede con
las conclusiones de la ciencia. Acaece, entonces, que la certeza de la inteligencia se produce en
virtud de que la conclusión se resuelve, por medio del razonamiento, en unas premisas que ya
son conocidas (porque son evidentes por sí mismas o porque, a su vez, se han demostrado). Tal
es el caso de las conclusiones más lejanas de la metafísica, de los teoremas matemáticos y de
muchos conocimientos de las ciencias de la naturaleza y del hombre. La evidencia de tales
proposiciones es objetiva, propia de la verdad misma que se contempla15. Pero no se trata de
una evidencia per se e inmediata, sino de una evidencia que se remite a otros conocimientos, por
lo cual debe considerarse como una evidencia mediata.

Claro aparece que, en este campo de las conclusiones, la certeza puede ser mayor o menor. Ya
Aristóteles advertía que «no debemos buscar el mismo grado de certeza en todas las cosas». Tan
absurdo sería, por ejemplo, pedirle al político que en sus discursos procediera a golpe de
demostraciones matemáticas, como contentarse con que el geómetra usara de la persuasión. La
índole de certeza que se puede esperar depende de la materia que se estudia. Y, así, «en materias
contingentes -como son los hechos fisicos y las acciones humanas- basta la certeza de que algo
es verdadero en la mayoría de los casos, aunque falle en unos pocos»".

Es propio de la interpretación racionalista de la ciencia el exigir el mismo grado de certeza


-completo- para todos los saberes. Es el ideal de un saber omnicomprensivo basado en un único
método, en el que se fundaría toda certeza. Para los racionalistas, el área de los conocimientos
ciertos se destaca limpiamente del campo de lo dubitable: está nítidamente delimitada por la
frontera de la aplicación del método científico. La filosofia clásica, en cambio, admite una
variedad de métodos científicos, adecuados a los diversos tipos de objetos que se estudian. No
pretende alcanzar el mismo tipo de certeza en todos los saberes. Advierte que, en muchos
campos, no reina la «claridad y distinción» de una evidencia puramente formal, sino que es
preciso moverse en un «claroscuro intelectual», que se pretende aclarar progresivamente; pero,
en todo caso, sin desconocer los límites de la inteligencia humana y sin hacer coincidir
arbitrariamente esos límites con los de la ciencia, unilateral y unívocamente concebida.

En los fenómenos físicos, la contingencia -a la que antes aludíamos- proviene de la materia, que
es principio de individuación numérica y hace que los diversos casos no sean exactamente
iguales. Además, intervienen muchas causas variables o no bien conocidas en cualquier evento
natural. De ahí que muchas veces los conocimientos físicos tengan, junto a puntos seguros, otros
en estado de hipótesis, probabilidad u opinión. La incertidumbre proviene aquí de la
transmutabilidad de la materia sensible.

En las ciencias humanas se suele hablar de «certeza moral», pues entra en juego la libertad, que
no es la simple contingencia. Los asuntos humanos, en efecto, no están sometidos a la necesidad
física, pero tampoco constituyen un campo en el que reine la irracionalidad o la arbitrariedad.
La propia libertad humana no es la mera veleidad, sino que posee una lógica interna que la ética
estudia. Asistimos actualmente a un prometedor movimiento de rehabilitación de la filosofía
141
práctica, en el que se está utilizando métodos adecuados para alcanzar certidumbres en el plural
ámbito de la praxis humana.

La duda

La duda es el estado en el que el intelecto fluctúa entre la afirmación y la negación de una


determinada proposición, sin inclinarse más a un extremo de la alternativa que al otro. Se suele
distinguir entre duda positiva y negativa. En esta última, la mente no admite ninguna de las dos
partes de la contradicción por falta o defecto de motivos para hacerlo: no hay razones
concluyentes ni a favor ni en contra. En la duda positiva, en cambio, las razones en favor de un
extremo y el otro parecen tener igual peso.

La duda supone una actualización mínima de nuestra mente por la verdad. «Cuando dudamos
no tomamos como verdadero lo que es falso, ni estamos enteramente privados de toda noticia
sobre la verdad. Esta se halla presente a nuestro entendimiento; mas no como verdad, pues en
tal caso no dudaríamos, sino como una de las partes de una oposición contradictoria, con
respecto a la cual todavía no sabemos a qué atenernos».

En la duda hay una suspensión del juicio, que es conveniente mantener cuando no existe la
evidencia que el asunto en cuestión requiere. Es distinta la actitud del que pregunta, pues la
interrogación manifiesta más bien que no se sabe. Ligeramente distinta de la duda es la
conjetura, que no es todavía un juicio, sino sólo la tendencia a dar un juicio, motivada por algún
signo, todavía demasiado leve para determinar el acto del entendimiento.

Los escépticos y criticistas de todos los tiempos -pero especialmente los modernos- han
presentado la duda como un estado de espíritu propio del sabio: la duda sería el camino para
asegurar las pocas certezas que al hombre le cabe alcanzar. Ahora bien, de suyo la duda es un
estado potencial y, por lo tanto, imperfecto. Es una situación de inquietud, de la que la mente
tiende naturalmente a salir, para aquietarse con la verdad. El criticista, en cambio, se detiene
morosamente en la duda, porque considera que no puede aceptar ninguna certeza que no haya
sido totalmente establecida por él mismo, a partir de un estado de no-certeza.

El criticismo cartesiano, en concreto, pretende conquistar un elenco seguro y sistemático de


certezas a partir de la duda universal, establecida metódica y voluntariamente por el sujeto
pensante. Pero la duda universal es sencillamente imposible, porque hay conocimientos
indudables de los que no se puede prescindir, ni siquiera cuando uno se empeña en dudar de
todo. En efecto, «quien afirma que hay que dudar de todo hace ya un juicio, el que representa su
misma tesis, que es una excepción a lo que con ella se piensa, pues si de todo hubiera que dudar,
nada podría afirmarse: ni siquiera la tesis según la cual todo ha de ser objeto de duda. Tampoco
cabe el recurso de sustentar esta tesis como algo simplemente probable, porque la misma
probabilidad debe tener un fundamento cierto. Ni tiene sentido afirmar que es dudoso que todo
sea dudoso, ya que esta afirmación y todas las que de un modo indefinido se añadieran a ella
para aumentar la duda, serían otras tantas excepciones a la universalidad de ésta. El que dice
tener una duda ya sabe algo: sabe que duda, pues si no lo supiera, ¿cómo podría afirmarla? La
conciencia misma de la duda ya es un conocimiento cierto».

La conciencia de dudar -como, por ejemplo, la de actuar libremente- es conciencia pura: es un


inmediato hecho de conciencia en el que, como advirtiera San Agustín, no cabe error. En su
propia intimidad, la cogitatio es infalible, ya que la vivencia de la subjetividad es formalmente
inmanente, no supone un paso a algo distinto de la conciencia en el que -dadas las prevenciones
del criticista- podría haber un riesgo de error. Negada esta infalibilidad, se negaría la posibilidad
de todo conocimiento. Respecto a los facta internos, de pura conciencia, no hay posibilidad de
error (en cuanto son sólo hechos de conciencia).A la luz de estos básicos contra-ejemplos, se
advierte que la duda universal es un planteamiento internamente insostenible, porque implica su
propia negación. Desde una perspectiva más amplia, se podría también aducir la inobjetable
evidencia de los primeros principios y de la experiencia sensible. Decididamente, no es viable
dudar de todo.

142
La opinión

A veces, el entendimiento se inclina más a una parte de la contradicción que a la otra. Sin
embargo, las razones que le impulsan no determinan suficientemente al entendimiento para que
se pronuncie totalmente en tal sentido. De aquí que, en semejante tesitura, la mente asiente a
una de las partes, pero recelando de si la verdadera será la opuesta. Tal es el estado del que
opina: el asentimiento a la verdad de una parte de la contradicción, con temor de la verdad de la
opuesta. En la opinión, el entendimiento no asiente porque así lo recabe ineluctablemente el
objeto conocido, como en el caso de la certeza. ¿Qué es, entonces, lo que mueve al intelecto
para pronunciarse en un sentido, en lugar de en el opuesto? Lo que le mueve es una elección de
la voluntad que le inclina hacia una parte más que hacia la otra.

Por lo tanto, pertenece a la esencia de la opinión el que el asentimiento no sea firme. En


cambio, la adhesión que se tiene por ciencia es firme. De aquí que un mismo sujeto no pueda
tener de una misma cosa -y según el mismo aspecto- ciencia y opinión simultáneamente.
Pertenece a la razón de ciencia el estimar que es imposible que lo que se sabe sea en realidad de
otra manera mientras que pertenece a la razón de opinión el considerar que lo que se estima
puede ser en realidad distinto.

En la práctica, es importante discernir entre la opinión y la certeza. Tan injustificado es tener lo


cierto por opinable como lo opinable por cierto. Se puede tomar lo cierto como opinable si -por
defecto de averiguación- no se conocen adecuadamente las razones en las que de hecho se basa
esa certeza. Pero también una opinión puede ser muy vehemente y llegar a transformarse
injustificadamente en certeza -que será entonces meramente subjetiva-sólo por la firme decisión
de una voluntad poco razonable. Tener criterio es, en buena parte, saber discernir las distintas
situaciones en las que -con fundamento en la realidad- se encuentra la mente en cada momento.
No se debe olvidar que la voluntad interviene en favor de una opinión porque la estima como
verosímil y como un bien; si esto acontece sin fundamento, confundimos nuestros deseos con la
realidad de las cosas, a la que -en último término-procede siempre atenerse.

La opinión es de suyo una estimación ante lo contingente, es decir, aquello que puede ser y no
ser. Como no todo es contingente, no todo es opinable. No se debe intentar hacer ciencia de lo
contingente en cuanto tal, porque su inestabilidad impide lograr la firme certeza que el saber
científico requiere. Pero tampoco procede opinar acerca de lo que es necesario, de lo que tiene
que ser así y no de otro modo, por defecto del conocimiento del opinante.

La opinión es un estado intelectual característico del hombre, según pusieron ya de relieve los
primeros pensadores griegos, que contraponían la dóxa, saber imperfecto y oscilante a la
episteme, conocimiento cierto y firme, que culmina en la sophía, saber plenario, del que el
hombre participa y al que amorosamente tiende, sin llegar nunca a poseerlo cumplidamente. El
hombre se ve obligado a opinar, ya que, por la limitación de su conocimiento, muchas veces no
puede alcanzar la certeza. Lo cual no significa que todas las opiniones sean igualmente
plausibles. Eso es lo que pretenden los relativistas que, al convertirlo todo en opinable,
conceden a todas las opiniones el mismo valor, justamente porque ninguno le conceden. Lo que
realmente sucede es que no es fácil descubrir la verdad en algunos ámbitos, especialmente en
aquéllos donde intervienen las libres acciones humanas o está presente una multitud de factores
dificilmente abarcables en su mutua conexión. En estos asuntos es natural y positivo que se
produzca una pluralidad de opiniones por parte de los hombres que los juzgan; pero el
pluralismo no es igualmente lícito en otros campos; y en ninguno debe basarse en el relativismo
o desembocar en él.

Por la contemplación atenta de la realidad, el estudio, la reflexión y el diálogo, el hombre se va


acercando al conocimiento de la verdad. A medida que se indagan los problemas con mayor
rigor y profundidad, se obtienen opiniones más fundadas; y, en muchos casos, se llega también
a conocer la verdad con certeza. A lo largo de este proceso de investigación de la verdad, se
confirman las opiniones anteriores o, por el contrario, se rectifican, en cuyo caso hay un
reconocimiento de la propia defectibilid gnoseológica. En el espacioso territorio de lo opinable,
la recta ratio es, en buena medida, correcta ratio. El estar dispuesto a reconocer que no se estaba
143
en lo cierto es una garantía de progreso en el conocimiento. Bien lo expresa el dicho popular:
rectificar es de sabios. Un lema clásico -ars longa, vita brevis- dice, por su parte, que este
camino de acercamiento a la verdad no puede culminar en la vida presente: siempre se puede
conocer más y mejor.

El error

En primer lugar, es preciso distinguir entre nesciencia, ignorancia y error. Llamamos nesciencia
a la simple ausencia de saber. La ignorancia, por su parte, añade un nuevo matiz a la mera
carencia de conocimiento: es la privación de un conocimiento para el que se posee naturalmente
aptitud. Finalmente, el error consiste en afirmar lo falso como verdadero. Por lo tanto, el error
añade -respecto a la ignorancia- un nuevo acto; se puede, en efecto, ser ignorante sin formar
ninguna sentencia acerca de lo ignoto y, en tal caso, no se yerra; mientras que el error consiste
en hacer un juicio falso acerca de lo que se ignora.

Claro aparece que lo falso se opone a lo verdadero. Ya sabemos, en efecto, que «decir que no es
lo que es o que es lo que no es, es falso; y decir que es lo que es y que no es lo que no es, es
verdadero». Si la verdad consiste en la adecuación del entendimiento con la realidad, la falsedad
es justamente la inadecuación.

El bien del entendimiento es el conocimiento de la verdad. Por consiguiente, los hábitos que
perfeccionan el intelecto para conocer se llaman también «virtudes» (dianoéticas), ya que
facilitan que la mente realice actos buenos. La falsedad, en cambio, no sólo es la carencia de
verdad, sino su corrupción. En efecto, no se dispone de la misma manera el que carece por
completo del conocimiento de la verdad, que el que tiene una opinión falsa, cuya estimación
está corrompida por el error. Así como la verdad es el bien del entendimiento, así la falsedad es
un mal. Santo Tomás llega a decir que la falsedad en los seres cognoscentes es semejante a los
monstruos en la naturaleza corporal: algo que cae fuera de la ordenación normal de la mente, la
cual está de suya ordenada a la verdad.

Lo mismo que la verdad, lo falso se da principalmente en la mente. Pero así como reconocemos
en las cosas una verdad ontológica, no cabe hablar de «falsedad ontológica». En rigor, las cosas
no pueden ser propiamente falsas, porque omnes ens est verum. Frente a lo que propugnan las
«filosofías de la sospecha», lo cierto es que las cosas son siempre idénticas a sí mismas, no
están nunca afectadas de una íntima quiebra que engañosamente las refractara. Con todo, la
realidad no aparece ante el hombre en toda su plenitud: en el fenómeno se nos da el ser, pero el
ser no se «agota» en su mostrarse, sino que tiene un plus de realidad, más allá de lo dado en el
fenómeno. Esto abre la posibilidad de que haya cosas que -para un sujeto determinado- parezcan
lo que no son y den, por tanto, ocasión a error: se las llama, entonces, «falsas». Se habla, por
ejemplo, de una «moneda falsa», aunque aquel objeto sea realmente una verdadera pieza de
metal acuñado, sólo que sin valor de curso legal.

Sólo puede ser formalmente falso el juicio de la mente. Según Tomás de Aquino, la falsedad es
una operación defectuosa del entendimiento, así como un parto monstruoso -insistiendo en el
símil- es una operación imperfecta de la naturaleza. El mal cognoscitivo es el error, que reside
en el acto del intelecto, no en la realidad de las cosas. De donde se sigue que toda estimación
falsa procede del defecto de algún principio del conocer.

En el hombre, el error ocurre muchas veces por un razonamiento incorrecto, en el que la


conclusión falsa no es una adecuada actualización a partir de la potencialidad de las premisas
verdaderas. En cambio, no puede fallar lo que siempre está en acto. No hay error en la
abstracción de las esencias, realizada por la luz intencional -siempre en acto- del intelecto
agente: «los que abstraen no mienten»; de modo natural, el entendimiento agente penetra
certeramente en la naturaleza de las cosas, aunque no llegue comprehensivamente hasta su más
íntima realidad. Pero puede fallar lo que supone un paso de potencia a acto; porque lo que está
en potencia está abierto a la perfección o a la privación.
Como todo mal, lo falso no se da per se, pues la inteligencia tiende naturalmente a alcanzar su
fin, que es el conocimiento de la verdad. Sólo per accidens se equivoca, de modo semejante a lo
144
que ocurre con las operaciones de los entes no intelectuales, que habitualmente logran su
objetivo y sólo fallan en algunos casos.

De todo lo dicho se deduce que no existe positivamente el error: nadie conoce propiamente lo
falso; más bien, no conoce lo verdadero. El error -insistirnos- es una privación. El conocimiento
falso es un conocimiento malo -un mal natural- que falla a su regla de adecuación con la
realidad, así como el acto humano que falla a la regla ética es moralmente malo.

El error consiste en un defecto de conocimiento; no ocurre en virtud de los datos bien


conocidos, sino más bien porque éstos faltan y no se advierte que es así. En el juicio erróneo se
toma la parte -lo que se conoce- por el todo: el conocimiento completo, o, al menos, el
suficiente para juzgar con verdad. Se produce, entonces, una apariencia, en la que lo erróneo
parece verdadero. No se debe, por cierto confundir la noción de apariencia con la de fenómeno:
mientras que éste apunta a una parcial manifestación del ser, aquélla se refiere más bien a su
parcial ocultación. El error consiste, entonces, en dejarse llevar por la apariencia. No se produce
por la evidencia de una cosa, sino porque se deja de ver algo que era necesario para formar un
juicio. Como antes apuntábamos, puede darse también el error en aquellas conclusiones que se
han alcanzado mediante un razonamiento incorrecto. Otras veces procede de la aceptación de un
testimonio falso.

Además del error teórico, existe el error práctico. En efecto, la razón opera dos principales tipos
de actos: uno -que es el esencial- acerca de su objeto propio; y el otro, en cuanto, que es
directivo de las restantes potencias. El error práctico se produce en esta segunda índole de actos,
cuando la dirección racional de la voluntad y de las facultades inferiores no se adecúa la regla
moral y, en último término, a la realidad de las cosas.

La inteligencia, por sí misma, no se equivoca. Así como una cosa tiene el ser por su forma, así
también la facultad cognoscitiva tiene el acto de conocer por la similitud de la cosa conocida.
Ahora bien, una cosa natural no puede fallar con respecto al ser que le corresponde por su
forma, sí. Bien pueden fallarle algunas cosas accidentales o complementarias: un hombre puede
no tener los dos pies que normalmente le corresponden, pero no puede fallarle ser hombre. De
modo semejante, tampoco puede fallar la potencia cognoscitiva, en el acto de conocer, respecto
a la cosa cuya similitud le informa, aunque pueda fallar respecto a lo que es accidental o
derivado de ella. Y, así, la vista no se engaña respecto a su sensible propio, aunque a veces se
engañe respecto a los sensibles comunes y a los per accidens. Pues bien, en el caso de la
inteligencia acontece lo siguiente: de la misma manera que el sensible propio informa
directamente al sentido, así también el entendimiento es informado por la similitud de la esencia
de la cosa. Por tanto, el entendimiento no yerra acerca de lo que es. Pero se puede engañar el
intelecto en el acto de componer y dividir -o sea, de juzgar-, porque puede atribuir a la cosa,
cuya esencia conoce, algo impropio u opuesto a ella.

Pero es que, además, la inteligencia puede conocer la falsedadad. Del mismo modo que, por una
cierta reflexión, nos damos cuenta de que un juicio es verdadero, también por una reflexión
correspondiente podemos advertir su falsedad y, así, al reconocerla, salimos del error. «Lo que
en el hecho de la rectificación se manifiesta de una manera explícita y propiamente objetiva es
lo evidente en su evidencia misma y lo aparente según su propia apariencia».

En el error hay una inadvertencia, es decir, una falta de reflexión que debería haber. Estas faltas
de atención provienen de las solicitaciones -muy vivas, a veces- de los sentidos, de
precipitaciones, olvidos, cansancios, etc. Pero, en definitiva, la presencia del error revela los
límites de la humana condición. Es un hecho específicamente humano, al que los brutos no
alcanzan y en el que los ángeles no caen. Además, nuestra índole psicosomática hace que no
tengamos una conciencia exacta de los límites de nuestro conocimiento y, por tanto, es posible
que a veces juzguemos una cuestión sin damos cuenta de que no la conocemos suficientemente.

La falsedad, que es una privación, no tiene causa eficiente, sino defectiva. En cambio, el error,
en cuanto que es un juicio, requiere causa eficiente. Como el juicio erróneo no está causado por
la evidencia, su causa se encuentra con mucha frecuencia en la otra facultad espiritual que
145
mueve al entendimiento: la voluntad. Esta no quiere el error por sí misma, ya que esto
implicaría haberlo reconocido ya como error, sino sólo en cuanto que el juicio correspondiente
aparece como un bien, ya que pone fin a la búsqueda de la verdad.

Ese querer juzgar sin evidencia es, cuando menos, una presunción, por pequeña que sea. so. Tal
decisión puede ser más o menos deliberada y también es diversa, según los casos, la firmeza de
adhesión al error, en la que caben –subjetivamente- los distintos estados de la mente que antes
examinamos (certeza, opinión, etc.). La voluntad, a fin de mover el asentimiento del intelecto,
le hace fijarse en algunos aspectos de la cosa, que son reales pero incompletos, o en ciertas
apariencias. Cuando la voluntad se dirige al mal, lo hace queriéndolo como bien y, por tanto,
supone un error en la inteligencia, pero este error está –a su vez- causado por la voluntad, que
hace juzgar bueno lo que ella quiere en aquel momento, en virtud de una pasión o hábito malo.

La duda misma puede ser ya, en, cierto sentido, un error. Desde luego, la duda no es un estado
deseable y, en ocasiones, ni siquiera es una legítima situación inicial, científica o precientífica,
porque la recta disposición del sujeto le debe llevar a aceptar las certidumbres que inicialmente
le son dadas, aunque intente siempre pasar de lo oscuro a lo claro. Cuando se desconoce todo de
un determinado asunto, lo que está en el comienzo es la ignorancia, que es diversa de la duda:
mientras que en aquélla se reconoce no saber, en ésta la mente parece inclinarse ya a la
negación.

De lo que acabamos de decir se sigue que – al menos, en cuestiones con relevancia existencial-
las disposiciones morales del sujeto tienen gran importancia para alcanzar la verdad y evitar el
error. Si buscamos sólo los propios intereses, como parecen aceptar algunas gnoseologías
contemporáneas, fácilmente nos dejaremos llevar de aquellas apariencias que consideramos
convenientes para nuestros propósitos. Si, en cambio, se procura buscar el bien en sí mismo,
quedará abierto –aunque siempre angosto- el camino hacia la verdad que, como el bien, se
fundamenta en el ser de las cosas.

146
Capítulo IV. Antropología

I. El origen del hombre

El problema del origen del hombre es una cuestión difícil por la sencilla razón de que ninguno
de nosotros estuvo presente en él: es un hecho no experimentable, y por tanto resulta difícil que
la ciencia pueda esclarecerlo del todo. Lo que nosotros podemos hacer es un conjunto de
reflexiones que pertenecen más a la antropología y la filosofía que a un cuerpo de proposiciones
científicas experimentables o definitivas. Pero no por eso tienen menos valor. El origen del
hombre no puede tratarse más que en el contexto del origen y evolución de la vida dentro del
cosmos. Los hechos pasados que la ciencia puede testimoniar al respecto son aún muy inciertos,
y para interpretarlos se precisa asumir algún tipo de supuestos que no son suministrados por la
ciencia misma, sino por la visión del mundo que se tenga. Hay dos supuestos últimos de este
tipo:

1) La ley de la vida es producto del azar, y se ha formado por combinación espontánea de


mutaciones genéticas, a partir de seres vivos muy elementales: "el equilibrio y el orden de la
naturaleza no surgen de un control más elevado y exterior (divino), o de la existencia de leyes
que operen directamente sobre la totalidad, sino de la lucha entre los individuos por su propio
beneficio (en términos modernos, por la transmisión de sus genes a las generaciones futuras a
través del éxito diferencial en la reproducción)". En otras palabras: la evolución no sigue un
camino ascendente y predecible. Toda especie es, en cierto sentido, un accidente. Este modo de
ver las cosas se puede denominar evolucionismo emergentista, y es una elaboración actual de las
teorías de Darwin.

2) La ley de la vida es parte de una ley cósmica y de un orden inteligente, organizado por una
Inteligencia creadora, que ha dotado al cosmos de un dinamismo intrínseco, el cual se mueve
hacia sus fines propios, según unas tendencias preferentes . Esto se puede llamar en sentido
amplio creacionismo.

Por lo que se refiere al hombre, ambas posturas aceptan en principio que la evolución de la vida
"preparó" la aparición del hombre mediante la presencia en la Tierra de animales evolucionados
llamados homínidos. Esta parte pre-humana de la evolución humana podemos llamarla proceso
de hominización. Se refiere a los antecesores inmediatos del hombre. En lo que difieren las dos
explicaciones aludidas es en lo que pasó después, que no es otra cosa que la aparición de la
persona humana y su progresiva toma de conciencia respecto de sí misma y del medio que le
rodeaba. A esta segunda parte de la historia del origen del hombre podemos llamarla proceso de
humanización.

Por lo que se refiere al proceso de hominización, sobre él versan las investigaciones


paleontológicas que buscan el origen exacto del hombre. El problema con el que se enfrenta ese
trabajo es explicar por qué, cuándo y cómo el cuerpo de los homínidos evolucionó hasta adquirir
un cierto parecido con el cuerpo actual del hombre. Se trata de explicar características corporales
147
a las que ya hemos aludido: amplitud de la corteza cerebral, bipedismo y posición libre de las
manos, disminución de la dentición anterior, etc.
La tesis más sugerente es la que afirma que esos cambios se vieron facilitados en gran medida
por un cambio en la estrategia sexual y reproductiva de esos homínidos pre-humanos. Los
componentes de esa nueva estrategia serían "la monogamia, la estrecha vinculación entre los dos
miembros de la pareja, la división del territorio para la recolección y la caza, la reducción de la
movilidad de la madre y de su reciente descendencia, y el más intenso aprendizaje de los
individuos jóvenes". Al servicio de la eficacia biológica de esta nueva estrategia se habrían
seleccionado toda una serie de singularidades: "la receptividad permanente de la hembra, el
encuentro frontal y reproductor, el permanente desarrollo mamario, las peculiaridades del
dimorfismo sexual humano, la desaceleración del desarrollo embrionario, etc". Todos ellos son
rasgos que refuerzan la cohesión de un grupo configurado como más tarde lo estará la familia
humana. De este modo la evolución corporal de los homínidos habría tenido como condición
previa el establecimiento de los presupuestos biológicos de lo que después sería la familia
humana. Por contraste, en lo referente al posterior proceso de humanización, las dos posturas
arriba aludidas difieren por completo:

a) para el evolucionismo emergentista, la aparición de las mutaciones antes señaladas y de la


misma persona humana, y su posterior evolución cultural e histórica, sería un proceso continuo y
casual, mero fruto de mutaciones espontáneas, nacidas de la estrategia adaptativa de los
individuos sobrevivientes frente a determinados cambios del entorno. La aparición de la
conciencia humana se explica por el mismo mecanismo genético de cambios espontáneos o
reactivos que dan origen a las especies animales. No hay distinción entre los procesos de
hominización y humanización: se trata de un proceso único y continuo.

El problema de esta postura no es sólo el modo poco convicente en que explican la aparición
"casual" del hombre y del entero mundo humano, sino el modo asimismo "casual" en que
explican la aparición, en el proceso de la evolución, de lo que podemos llamar innovaciones
complejas, como por ejemplo el ojo, un organismo tan complicado que no resulta creíble que
pueda constituirse y "funcionar" a base de mutaciones casuales. Además, tampoco puede
explicarse así la aparición repentina de otras innovaciones complejas, como las propias especies
nuevas. La vida tiene una ley interna dentro de sí misma, y es esta ley la que regula los cambios,
las mutaciones genéticas, la aparición de nuevas especies, etc. No es un proceso sin dirección,
compuesto de combinaciones casuales, sino un sistema dirigido hacia una finalidad inmanente a
los propios seres que lo forman, como más adelante se dirá. En el desarrollo de ese sistema
emergen novedades que exigen un reajuste del sistema, de modo que se instaure un nuevo orden,
y así sucesivamente.

Sin embargo, los argumentos más serios contra esta teoría no son sólo los internos a la propia
ciencia biológica, sino también los derivados de considerar la diferencia que hay entre los
animales y el hombre, entre el mundo natural y el humano, entre un hormiguero o una colonia de
gorilas y el Museo del Louvre o un libro de antropología. Es una diferencia suficientemente
profunda como para que sea necesario dar de ella un tipo de explicaciones capaces de justificarla
de verdad. La más fundamental consiste en decir que el hombre, además de cuerpo, tiene un tipo
peculiar de alma, dotada de inteligencia y carácter personal , y por ende no derivada de la
materia, es decir inmaterial, puesto que es capaz de hacer cosas completamente ajenas a la
materia: superar el tiempo , pensar , sentir, querer , amar , hablar, escribir , etc. En el fondo, este
libro es un análisis de esos elementos específicamente humanos, muchos de los cuales son
irreductibles a la materia, aunque inseparables de ella. Por eso, se puede decir que el resultado
del proceso de humanización está todavía en curso: es la historia misma del desenvolvimiento de
los hombres sobre la Tierra, su cultura y el mundo que han creado.

b) La segunda explicación considera con detenimiento este proceso de humanización, lo


distingue netamente del de hominización, y asume el conjunto de las diferencias entre el hombre
y el animal. Por eso se plantea el origen de la persona humana a partir de una instancia que no es,
como en el caso anterior, la vida emergiendo de la materia, la materia emergiendo de la energía,

148
y la energía emergiendo de sí misma. Esa instancia original del hombre y del mundo está más
allá de ellos, y es un Absoluto creador en el origen de uno y de otro .

En resumen, lo que podemos decir sobre el origen del hombre es que las hipótesis más o menos
plausibles sobre el proceso de hominzación no son extrapolables a lo ocurrido después, en el
proceso de humanización, sencillamente porque desde que terminó el uno y empezó el otro se ha
introducido en el sistema una variable nueva, indeductible de los elementos y situación
anteriores: la libertad, algo que ha sido creado en cada caso .

II. Dualismo y dualidad

La vida humana es siempre dual (vida-muerte, noche-día, sueño-vigilia, altura-profundidad,


juego-trabajo, amor-odio, sujeto-objeto, bien-mal, gozo-dolor, hombre-mujer, izquierda-derecha,
vida-razón, cuerpo-espíritu, tierra-cielo, etc). Hay siempre una dualidad y duplicidad de
dimensiones, de ritmos, de tiempos, de situaciones, un balance bipolar que parece afectar
también al cosmos. Más adelante haremos una caracterización algo más precisa de esta estructura
dual de la vida humana. Ya se ha dicho que ésta es cíclica y rítmica: siempre tiene altos y bajos.
Pues bien, hay una cierta visión del hombre, ya muy antigua, pero todavía muy extendida, en
versiones muy diferentes, de la que aquí se discrepa: se trata de una exageración de este rasgo
básico de la vida humana que es la dualidad. Esta visión convierte la dualidad en dualismo al
acentuar excesivamente uno de los dos polos, de modo que terminan separándose y oponiéndose.
Principalmente el dualismo opone cuerpo-alma, materia-espíritu, tierra-cielo, mal-bien, tiempo-
eternidad, de modo que la separación de ambos es metafísica, irrevocable, llegando incluso a
convertirse en franca oposición. El dualismo, pues, se puede caracterizar como oposición de las
dos dimensiones básicas de la vida humana, presentando éstas como dos elementos diferentes y
contrapuestos que se yuxtaponen sin unirse, al menos en el hombre: por un lado la materia, el
cuerpo, y por otro, el alma, el espíritu. Res cogitans y res extensa, sustancia pensante y sustancia
extensa, pensamiento y extensión, dos realidades separadas cuya relación es siempre
problemática. Se pueden aducir al efecto dos ejemplos extremos, que parecen posturas
máximamente alejadas, pero que en realidad comparten algo básico: la visión escindida del
hombre como un compuesto temporal de esos dos elementos. La primera es la de Pitágoras (siglo
VI a. de C.), difusor en Grecia del dualismo espiritualista que pasará al humanismo clásico, en
especial a Platón, y a través de él a una cierta parte de la tradición cristiana: el cuerpo (soma)
sería la tumba (sêma) del alma (psique; psíquico y psicológico es lo perteneciente al alma), la
cual estaría como prisionera en él, ansiando romper la unión de ambos para correr hacia las
alturas celestes y dejar la tierra corruptible, que es una nada. Pitágoras difundió en Europa la
creencia en la reencarnación o transmigración de las almas, que "caen" de ese mundo superior
hacia los cuerpos que las aprisionan durante una vida, y después otra, y así sucesivamente. La
segunda concepción es el materialismo, presente en bastantes ciencias a partir de mediados del
siglo XIX, por ejemplo en ciertas escuelas de filosofía de la mente y neuroanatomía anteriores a
1950, y que identifica estados cerebrales con eventos psicológicos y cognitivos: cualquier
emoción o pensamiento no sería más que una determinada reacción bioquímica en las neuronas.
La primera postura hace irrelevante, no verdaderamente humano, lo corporal y lo material. La
segunda, subsume lo mental y lo espiritual en lo fisiológico: no hay "res cogitans"; sólo "res
extensa". Ambas visiones aceptan un dualismo de partida: o bien el hombre sería res cogitans
más res extensa (una mezcla, pero no una unidad dual, con una doble dimensión), o bien se
niega uno de los dos elementos, y se afirma que el otro es el verdaderamente real. Esta visión
dualista nos presenta un hombre escindido en dos mitades irreconciliables, o un hombre
unidimensional, cercenado, unilateral: él no es sólo materia, ni sólo espíritu, sino ambas cosas de
una sola vez. La idea dualista está con frecuencia presente en el uso coloquial de la pareja de
términos cuerpo-alma y en la concepción ordinaria de ésta última. Sin embargo, no se ajusta a la
verdad: el hombre es un espíritu en el tiempo, corporal, un cuerpo animado. Para entender de

149
verdad lo humano conviene esforzarse por abandonar cualquier visión dualista, que siempre es
fuente de malentendidos y errores.

III. El concepto de alma: principio vital y forma

La noción dualista del alma, y concretamente Descartes, la ve como conciencia, es decir, lo


"elevado" por encima del cuerpo y separado de él, lo "espiritual", la "sustancia pensante". Aquí
daremos otra visión del alma, inspirada en Aristóteles, las modernas investigaciones de la
biología y la filosofía analítica anglosajona de los últimos años. La noción de alma en esta otra
tradición no dualista es un concepto fundamentalmente biológico, pues designa lo que constituye
a un organismo vivo como tal, diferenciándolo de los seres inertes, inanimados o muertos. Se
trata por tanto de un concepto de alma que no es sólo humano: aunque parezca chocante, también
los animales tienen alma. Es un concepto que sirve para comprender los seres vivos: "un
organismo vivo, o un cuerpo animado, no es un cuerpo más un alma, sino un determinado tipo de
cuerpo".Por tanto, según esta concepción, alma no se opone a cuerpo. Sucede más bien que el
ser vivo tiene dos dimensiones: una materia orgánica y un principio vital que organiza y vivifica
esa materia. Ese principio vital, aquello por lo cual un ser vivo está vivo, su principio de
determinación, es el alma: "el primer principio de vida de los seres vivos". Lo que diferencia un
perro vivo de uno muerto es que el primero "tiene" alma, está vivo, y el segundo no, y se
corrompe. Podemos dar, pues, hasta tres definiciones de alma: 1) el principio vital de los seres
vivos; 2) la forma del cuerpo; 3) la esencia del cuerpo vivo. Para entender estas definiciones
podemos acudir a un ejemplo de Aristóteles y a la noción de forma. El ejemplo dice que la vista
es al ojo lo que el alma es al cuerpo. La función vital, no de un órgano concreto, sino de todo el
cuerpo vivo, es, no ésta o aquella función, sino el conjunto de todas ellas, el alma. Forma y
materia son dos nociones del lenguaje común que tienen un fuerte contenido filosófico. En las
cosas, la materia tiene una forma o ley (nótese desde ahora la cercanía de estos dos términos:
que diferencia unas cosas de otras. Así, la onda de una ola o de una cascada es la forma más o
menos estable, a través de la cual discurre una materia cambiante, el agua. Las cosas tienen una
forma, propia y peculiar, que puede ser estudiada independientemente de la materia, de muchos
modos: sobre todo a través de la ciencia y de las artes plásticas. En los seres inertes, la forma es
más bien estable: cambia poco (el mar siempre "hace" las mismas olas "a través" de millones de
años).Lo importante es advertir que los seres vivos tienen una forma más intensa que los inertes:
por decirlo así, la forma de los seres vivos "mueve" a la materia, la cambia, le da "dinamismo",
es una forma dinámica, "viva". Esa forma es lo vivo en ellos, la unidad actual y viva del
organismo. A esa forma que "mueve" el cuerpo, que lo agita, que lo lleva de aquí para allá, lo
hace crecer, hablar, llorar y reír, etc, la llamamos alma. En suma, el alma no es un elemento
inmaterial preexistente que haya de unirse a un cuerpo preexistente, aunque inerte, sino que el
cuerpo sin el alma no es tal cuerpo, porque no llega a constituirse y estar formalmente
organizado como tal. Se ha de combatir la tendencia imaginativa al dualismo, que induce a
combinar un cuerpo preexistente con un espíritu que se introduce "dentro" de él y lo vivifica,
como si fuera un "duende". No: sin alma no hay cuerpo alguno. Los clásicos lo resumían en este
adagio: anima forma corporis, el alma es la forma del cuerpo. Esto tiene mucha importancia
porque implica que todo lo que le pasa al alma le pasa también al cuerpo: la felicidad, los
disgustos, entusiasmos, ilusiones, etc, se "contagian" también al cuerpo. No somos seres "puros",
que puedan vivir al margen de la sensibilidad, de los sentimientos, de los placeres y los dolores
sensibles. El cuerpo y el alma caminan siempre juntos porque son una sola "cosa": la persona.
Por eso ambos participan de todo lo que le pasa al "yo". Quien desprecia los sentimientos y la
sensibilidad, se vuelve inhumano, y al final se quiebra.

IV. Lo constitutivo del hombre

Naturaleza racional: Según Aristóteles el pensar acontece como operación, y permanece y crece
como hábito. El pensar que nace como operación es el pensar operativo, y el que permanece son
los hábitos intelectuales. Esta es la división fundamental del conocimiento intelectual. El pensar
operativo es episódico: las operaciones pueden realizarse o no, y cuando se realizan, tienen lugar
y ya está, se detienen; no se conoce con ellas más que lo ya conocido. Para conocer más, hay que
150
ejercer nuevas operaciones. Las operaciones del pensar son tres y están jerárquicamente
ordenadas de la inferior a la superior: abstracción, juicio, razonamiento. Aristóteles establece
que el pensamiento no funciona al margen de la sensibilidad y del conocimiento sensible sino
desde ellos y referido a ellos. Esto es una tesis clásica: el pensamiento se origina en la imagen
mediante la simple aprehensión o abstracción. Una vez obtenidos los conceptos, el pensamiento
elabora juicios y razonamientos.

Naturaleza perfectible: El hombre como sustancia natural; más elevada que otras sustancias
naturales. Toda la naturaleza se desarrolla según un orden causal unificado es justamente la
unidad de orden, el telos en sentido estricto. Pero en el caso del hombre no es así; en el caso del
hombre la perfección es inherente. La causa final siempre es una causa extrínseca; es una
perfección, pero es una perfección que como unidad de orden no pertenece a lo ordenado. Lo
ordenado está ordenado por esa unidad de orden, pero la unidad de orden se distingue de lo
ordenado, es una causa distinta, y por eso se dice extrínseca.
En el caso del hombre, aun considerado como sustancia natural, la perfección es intrínseca, es
decir, el hombre es una sustancia natural capaz de autoperfección. Si la sustancia natural humana
es capaz de autoperfección, entonces esa capacidad de autoperfeccionarse, y ese efectivo
alcanzar la propia perfección, es justamente lo que yo entiendo como esencia del hombre. La
esencia del hombre se distingue de la esencia universo en cuanto que esencia, en que ella misma
se dota de perfección, en que la perfección le es intrínseca.

La pregunta ¿qué es el hombre? Busca, aquello que todos tenemos en común. A esto se le suele
llamar esencia o naturaleza, términos que resultan siempre problemáticos, por su complicado
contenido filosófico. De hecho, el debate acerca de qué sea la "naturaleza humana" ha dado lugar
a interpretaciones tan variadas y polémicas. Una de las características de los seres vivos es la
tendencia a crecer y desarrollarse hasta alcanzar su telos, que significa al mismo tiempo fin y
perfección. Por otra parte, el bien es aquello que es conveniente para cada cosa, porque la
completa, la desarrolla, la lleva a su plenitud: "el bien final de cada cosa es su perfección última".
Así pues, el bien tiene carácter de fin, y ambos significan perfección. Este es un planteamiento
clásico que se aplica principalmente al hombre: la naturaleza del hombre es precisamente el
despliegue de su ser hasta alcanzar ese bien final que constituye su perfección. Todos los seres
alcanzan su verdadero ser cuando culminan el proceso de su desarrollo, pero esto se da
especialmente en el hombre. Aristóteles decía que la naturaleza de algo es lo que una cosa es una
vez cumplida su génesis. Así pues, la naturaleza de todos los seres, y especialmente del hombre,
tiene carácter final o teleológico (de "telos", lo "teleológico" es lo perteneciente al "telos"). La
interpretación correcta de la teleología es simplemente ésta: despliegue, desarrollo de las propias
tendencias hasta perfeccionarlas.

La teleología de un ser es su dirección hacia la plenitud de la que es capaz. Primero vamos a


definir lo natural como lo propio del ser humano. ¿Qué es lo natural en él? Lo que le es propio. Y
ya hemos visto que lo propio del ser humano es ejercer sus facultades o capacidades. Lo natural
en el hombre es, por tanto, el desarrollo de sus capacidades. Ese desarrollo se dirige a un fin:
conseguir lo que es objeto de esas facultades. Lo natural y propio del hombre es alcanzar su fin.
Y el fin del hombre es perfeccionar al máximo sus capacidades, en especial las superiores: la
inteligencia y la voluntad. Lo que corresponde a ambas es la verdad (para la razón), y el bien
(para la voluntad). Lo natural en el hombre, como en todos los demás seres tiene carácter de fin,
es algo hacia lo cual nos dirigimos. Esto es muy importante captarlo bien. Se insiste, si lo natural
en el hombre es alcanzar el desarrollo de sus capacidades, esto se consigue al final: al principio
es sólo una aspiración, un programa, una tendencia, deseo o inclinación. Según Aristóteles, la
naturaleza de algo es "lo que cada cosa es, una vez cumplida su génesis", es decir, una vez que
está "terminada", crecida, desarrollada, completa. Pero dándole vueltas al asunto Aristóteles
termina diciendo que en definitiva la sustancia es causa. Ahora en cuanto pasamos al carácter
causal de la sustancia, o tomamos en cuenta que la sustancia o es causa o no es sustancia, nos
encontramos con la noción de naturaleza: el principio de operaciones. Ser causa es ser principio
de operaciones; la sustancia como causa es la naturaleza en cuanto que principio de operaciones.
Aristóteles; operar en orden a sí mismas quiere decir establecer una relación teleológica. La
151
naturaleza es aquello que pone a la sustancia en relación con el fin; por eso las sustancias
naturadas, las sustancias que no tienen naturaleza, no tienen relación estricta con el fin, no están
finalizadas.

V. Persona humana

Boecio en su obra De duabus naturis et una persona in Christo, nos dice este eminente conocedor
del mundo clásico que la voz latina «persona» procedería de «personare», que significa «resonar»,
«hacer eco», «retumbar», «sonar con fuerza». Y, en verdad, con el fin de hacerse oír por el público
presente, los actores griegos y latinos utilizaban, a modo de megáfono o altavoz, una máscara hueca,
cuya extremada concavidad reforzaba el volumen de la voz; esta carátula recibía en griego la
denominación de «prósopon», y en latín, justamente, la de «persona». Por otro lado, hay que aclarar
que la concepción del hombre como persona está ligada a la esta concepción de Dios como
persona, que nace a partir de las disputas y controversias cristológicas posteriores al Concilio de
Nicea, en torno a la naturaleza humana y divina de Jesús, y luego en torno a la Trinidad. Hasta el
Concilio Efeso de no se llega a un uso y a un significado generalizado de los términos persona y
naturaleza. Como es sabido, originariamente, el término o persona (del griego “prósopon”, del
latín personare) designaba el rostro y también la máscara del actor en el teatro, y más tarde el
personaje representado. Pero el término persona en un primer momento llevaba consigo un
indicio de ambigüedad: la posibilidad de que se pensase que, al hablar de las tres Personas de la
Trinidad, se las entendía como tres representaciones. Estas controversias fueron resueltas en el
Concilio de Calcedonia y el término persona paso a formar parte de la teología cristiana.

“La condición personal pertenece necesariamente a la perfección y dignidad de algo, en cuanto a la


perfección y dignidad de ese algo le corresponde el existir por sí, que es lo que se entiende con el
nombre de persona.”Santo Tomás utilizará básicamente la noción boeciana de persona:“rationalis
naturae individua subtantia”, luego definirá a la persona como: “sustancia completa que subsiste
por sí separadamente de las demás”, “persona es el nombre distintivo de la sustancia individual
de una naturaleza racional entre todas las demás sustancias”. Hablar de subsistencia, es entender
este vocablo en su sentido más propio y radical, como modo superior y eminentísimo de ser. La
persona es una substancia primera o hipóstasis, es decir, un ser concreto e individual que subsiste
en sí y por sí, como un todo completo con sus determinaciones esenciales y sus características
accidentales, integradas en el acto de ser que ejerce con su propia cuenta. Santo Tomás de
Aquino distingue persona de naturaleza, la persona humana no es la naturaleza humana en
Sócrates o Platón, sino que es Sócrates o Platón. Lo que constituye a la persona como tal es su
propio acto de ser. Persona es el nombre que damos a los subsistentes de naturaleza racional. En
el De Trinitate, Santo Tomás subraya que el término persona no significa un concepto universal
de naturaleza. Persona no es un predicado que diga naturaleza racional: “Hay que decir que
persona significa lo que es perfectísimo en toda la naturaleza, a saber, lo subsistente en la
naturaleza racional” “Es de la máxima dignidad subsistir en la naturaleza racional, por esto, todo
individuo de naturaleza racional se dice persona” Santo Tomás en la misma cuestión citada, ha dicho
antes en el artículo 1: “De un modo más especial y más perfecto se halla lo particular y lo
individual en las substancias racionales, las cuales (aquí las substancias racionales son las
substancias primeras, las substancias subsistentes que tienen naturaleza racional) tienen dominio
de sus actos y no sólo son impulsadas sino que obran por sí mismas”. Por el dominio de sus actos
se entiende el dominio asumido conscientemente, que tiene por principio la conciencia y la
razón, y que, por tanto, es lo que llamamos la libertad: “La raíz de toda libertad está constituida
en la razón”

El hombre es un ser distinto, que debemos describir como ser personal: “Conocer al hombre en
cuanto hombre equivale, pues a conocer la verdad de su ser-persona, de su ser alguien y no algo.
A ese conocimiento lo llamamos, conocimiento antropológico.”. El hombre como un todo único
psicofísico, una unidad peculiar de los estratos esenciales de bios y espíritu, como un ser que se
realiza y quiere, que es interior y transcendente, que es libre y ligado, es decir responsable:
“...persona es aquel ente que en su individualidad de substancia primera subsiste de tal manera
que es racional, dueña de sus actos y tiene la dignidad a la que es irreductible” El ser personal es
152
el “quién” o “cada quién”. En cambio, la naturaleza del hombre es, por así decirlo, común. Todos
los hombres “tenemos” la misma naturaleza. Por tanto, si la noción de persona se aplica de modo
común, no es verdaderamente designativa del ser humano. Si se toma “persona” como un
término común, entonces todos somos “eso” que se llama persona: yo soy persona, tú eres
persona, él es persona; pero si la persona se predica, se pierde de vista el “quién”, es decir, la
irreductibilidad a lo común (a lo general o a lo universal). La persona como “cada quién” se
distingue de las demás por irreductible. Hablar de persona de modo común, o en sentido general,
es una reducción. Nadie es la persona de “otro”, porque de ser así las personas no co-existirían:
las personas co-existen en íntima coherencia con su distinción. El ser personal humano se
convierte con una pluralidad de trascendentales, pero ante todo significa irreductibilidad, es
decir, quién. Quién equivale a co-existir irreductible. Se puede hablar de “quién” en universal;
pero esa consideración es sumamente incorrecta. Hay que notar la insuficiencia del
planteamiento griego para tratar de la persona. Persona es lo más digno, dice Tomás de Aquino.
Por tanto, la unidad no es superior a ella. Por eso es inútil intentar formular un concepto de
persona. Insisto, es preciso darse cuenta de que la persona no es un universal porque, en virtud de
su co-existir, el uno no es superior a ella. Una sola persona es absolutamente imposible. Ser
persona significa quién. Quién humano significa co-existir. En metafísica se formulan a veces
conceptos universales; se habla, por ejemplo, del concepto universal de ente; aunque sea una
logificación, no carece de significado. Pero entender la persona en universal es incorrecto sin
más. En este punto no se debe ceder a exigencias lingüísticas. En rigor, “cada” persona es
irreductible. Por tanto, habría que decir: la persona “Sócrates” y la persona “Platón”; “Sócrates”
y “Platón” son nombres que indican la radicalidad de la persona, precisamente por considerar el
“quién”; no en atención a la singularidad o porque los universales no sean reales, etc. (esos
planteamientos obedecen a motivos de tipo lógico). No se puede decir que un gato individual sea
persona, porque no es “quién”. Tampoco es correcto entender la persona como individuo.El
hombre como persona, hace referencia a una unidad concreta cuyo centro está en su interioridad
espiritual. La persona humana es pues una unidad-totalidad; físico-psíquico-espiritual, un ser
singular y único, libre capaz de autodelimitarse y forjar su mundo, dado su innegable carácter
existencial dinámico, fundado en su capacidad de apertura hacia los demás, es decir en el
diálogo y en el compromiso con el otro.

La más célebre definición de la persona es la formulada por Boecio: "Sustancia individual de


naturaleza racional". Todos los conceptos integrados en esta fórmula son de origen aristotélico.
Por sustancia individual se entiende aquí lo que Aristóteles llama la sustancia primera: una
realidad indivisa en sí misma y separada, en cambio, de las demás realidades.
Sustancia: ser que subsiste, que existe en sí mismo y no en otro ni con otro.
Individual: constituye un unidad distinta de las demás especie y en sí misma indivisa.
De naturaleza. Poseedora de una estructura esencial, raíz de sus propiedades y de su actividad,
cuyos caracteres son comunes a su especie.
Racional: capaz de razonar, de entender discursivamente.

Para Boecio todo ser dotado de inteligencia, y ya por ello eminentemente rico, se encuentra
también provisto de esa inclinación al bien en cuanto bien que denominamos voluntad, y cuyos
frutos naturales son la autonomía en el obrar y el amor, que hacen más densa y sabrosa la
cualidad interior de la persona. En Boecio, por el contrario, la realidad «racional» incluye, junto
a la pujanza del entendimiento, toda la plenitud afectiva y vívida.

VI. La raíz última de la unidad ontológica del ser en la persona: la in-sistencia óntica

1. La in-sistencia es el núcleo originario de la persona, in-sistencia hace referencia a un centro de


interioridad (del latín sistere: estar firmemente de pie o en pie; la preposición in, que proviene
del antiguo latín intu, acentúa el aspecto de interioridad) La in-sistencia es:

153
a. la primera experiencia o el primer conocimiento del hombre, base de todas las demás
experiencias y conocimientos;
b. la primera realidad del hombre, o la primera realidad óntica en que se apoya todo el hombre;
c. finalmente, la in-sistencia es también el origen y el fundamento de la experiencia metafísica
del hombre, es decir, ella constituye el encuentro de la persona con el ser o la apertura de la
persona.

2. La in-sistencia como experiencia del ser a través de la persona: la persona es lo más individuo
concreto. La persona se nos nuestra como un ente insertado en un orden óntico. La experiencia
in-sistencial desborda al ente y lo sustenta y lo funda, en la experiencia in-sistencial se halla
presente el ser: “La experiencia in-sistencial es, no sólo fundamento originario de la persona,
sino que en ella y por ella llegamos al encuentro con el ser”.La in-sistencia es persona, y persona
es experiencia y autonomía ontológica o del ser.

VII. Notas que definen la persona

La inmanencia era una de las características de los seres vivos, y que significaba permanecer
dentro, pues inmanente es lo que se guarda y queda en el interior. Se pusieron también ejemplos
de operaciones inmanentes, tales como dormir, comer, llorar y leer, en las cuales lo que el sujeto
hace queda en él. Las piedras no tienen un dentro. Hay diversos grados de vida, cuya jerarquía
viene establecida por el distinto grado de inmanencia de las operaciones que se realizan en cada
uno de ellos: comer es menos inmanente que refunfuñar (esto no es sólo una función orgánica), y
refunfuñar es menos inmanente que pensar "Fulanito no me ha saludado". Los animales realizan
operaciones más inmanentes que las plantas, y el hombre realiza operaciones más inmanentes
que los animales. El conocimiento intelectual y las voliciones, por ser inmateriales, no se
manifiestan orgánicamente: son "interiores". Sólo las conoce quien las tiene, y sólo se comunican
mediante el lenguaje, o mediante la conducta: nadie puede leer los pensamientos de otro. Porque
están dentro de ella, queda a la decisión de la persona comunicarlos. La primera nota queda clara
con lo que acabamos de decir: es la intimidad, que indica un dentro que sólo conoce uno mismo.
Mis pensamientos no los conoce nadie, hasta que los digo. Tener interioridad, un mundo interior
abierto para mí y oculto para los demás, es intimidad: una apertura hacia dentro. La intimidad es
el grado máximo de inmanencia, porque no es sólo un lugar donde las cosas quedan guardadas
para uno mismo sin que nadie las vea, sino que además es, por así decir, un dentro que crece, del
cual brotan realidades inéditas, que no estaban antes: son las cosas que se nos ocurren, planes que
ponemos en práctica, invenciones, etc. La intimidad tiene capacidad creativa. Por eso, la persona
es una intimidad de la que brotan novedades, una intimidad creativa, capaz de crecer. La
intimidad y la manifestación indican que el hombre es dueño de ambas, y al serlo, es dueño de sí
mismo y de sus actos, y por tanto principio de éstos. Esto nos indica que la libertad es la tercera
nota definitoria de la persona y una de sus características más radicales: la persona es libre, vive
y se realiza libremente, poseyéndose a sí misma, siendo dueña de sus actos. Mostrarse a uno
mismo y mostrar lo que a uno se le ocurre es de algún modo darlo: otra nota característica de la
persona es la capacidad de dar. La persona humana es, ante todo, efusiva, es decir, capaz de sacar
de sí lo que tiene, para dar o regalar. Sólo las personas son capaces de dar. Pero, para que haya
posibilidad de dar o de regalar, es necesario que alguien acepte, que alguien se quede con lo que
damos. A la capacidad de dar de la persona le corresponde la capacidad de aceptar, y aceptar es
acoger en nuestra propia intimidad lo que nos dan. Por eso no hay dar sin aceptar, y no hay
aceptar sin dar. Es decir, lo más alto de lo que es capaz la persona, el dar, exige otra persona que
acepte el don. En caso contrario, el don se frustra.

1. La intimidad: el yo y el mundo interior

Intimidad significa un ámbito interior a cubierto de extraños. Lo íntimo es lo que sólo conoce
uno mismo: lo más propio. Lo íntimo es "lo personal" (como cuando se dice: esto es algo "muy
personal"). Intimidad significa mundo interior, el "santuario" de lo humano, un "lugar" donde
sólo puede entrar uno mismo, del que uno es dueño.Lo íntimo es tan central al hombre que hay
un sentimiento natural que lo protege: la vergüenza o pudor, que es, por así decir, la protección
154
natural de la intimidad, el cubrir u ocultar espontáneamente lo íntimo frente a las miradas
extrañas. Existe el derecho a la intimidad, que asiste a la gente que es espiada sin que lo sepan, o
que es preguntada públicamente por desgracias o asuntos muy personales. La característica más
importante de la intimidad es que no es estática, sino algo vivo, fuente de cosas nuevas,
creadora: siempre está como en ebullición, es un núcleo del que brota el mundo interior. Por ahí
se puede ver que ninguna intimidad es igual a otra, porque cada una es algo irrepetible,
incomunicable: nadie puede ser el yo que yo soy. La persona es única e irrepetible, porque es un
alguien; no es sólo un qué, sino un quién. La persona es la contestación a la pregunta ¿quién
eres?. Persona significa inmediatamente quién, y quién significa un ser que tiene nombre, que es
alguien ante los demás: los hombres siempre han puesto un nombre propio a sus hijos, a sus
semejantes, porque el nombre designa la persona, y es propio, personal e instransferible. "La
noción de persona va ligada indisociablemente al nombre, que se adquiere o se recibe después
del nacimiento de parte de una estirpe que junto con otras constituye una sociedad, y en virtud
del cual el que lo recibe queda reconocido, y facultado con unas capacidades, es decir, queda
constituido como "actor" en un "escenario" -la sociedad-, de forma que puede representar o
ejercer las funciones y capacidades que le son propias en el ámbito de la sociedad". Ser persona
significa ser reconocido por los demás como tal, y como tal persona concreta. Así es
precisamente como surgió el concepto de persona: como respuesta a la pregunta ¿quién eres?,
respuesta que consiste en capacitarle para "ser alguien" en la sociedad: él mismo. Las personas
no son intercambiables: no son como los pollos. Y esto lo sabemos porque cada uno tiene
conciencia de sí mismo: yo no puedo cambiar mi personalidad con nadie. Quién significa:
intimidad única, un yo interior irrepetible, consciente de sí. La persona es un absoluto, en el
sentido de algo único, irreductible a cualquier otra cosa. Mi yo no es intercambiable con nadie.
Este carácter único de cada persona alude a esa profundidad creadora que es el núcleo de cada
intimidad: es un "pequeño" absoluto. La palabra yo apunta a ese núcleo de carácter irrepetible:
yo soy yo, y nadie más es la persona que yo soy. Nadie puede usurpar mi personalidad.

2. La manifestación: el cuerpo

Hemos dicho que la manifestación de la persona es el mostrarse o expresarse a sí misma y a las


"novedades" que ella saca de sí. Manifestar la intimidad es la segunda nota de la persona. Se
realiza a través del cuerpo, y gracias a éste también a través del lenguaje y de la acción. La
manifestación de la persona a través del lenguaje y de la acción es la cultura, y a ella se dedicará
un capítulo específico. Ahora conviene aclarar por qué la manifestación se realiza a través del
cuerpo, y de qué manera, lo cual nos obligará a hablar del vestido:
a) La persona humana experimenta muchas veces que, precisamente por tener una interioridad,
no se identifica con su cuerpo, sino que se encuentra a sí misma en él, "como cuerpo en el
cuerpo". "Un hombre siempre es a la vez organismo (cabeza, tronco y extremidades, con todo lo
que esto contiene)... y tiene este organismo, como este cuerpo", que es el suyo. Somos nuestro
cuerpo, y al mismo tiempo lo tenemos, podemos usarlo como instrumento, porque tenemos un
dentro, una conciencia desde la que gobernarlo. El cuerpo no se identifica con la intimidad de la
persona, pero al mismo tiempo no es un añadido que se pone al alma, como si fuera un apéndice:
forma parte de nosotros mismos, yo soy también mi cuerpo.
Se trata de una dualidad que nos conforma de raíz: hay "una posición interna" de nosotros
mismos en nuestro cuerpo, y de él dependemos. Precisamente por eso, "la existencia del hombre
en el mundo está determinada por la relación con su cuerpo", puesto que él es mediador entre el
dentro y el fuera, entre la persona y el mundo. Y así, el cuerpo es la condición de posibilidad de
la manifestación humana. La persona expresa y manifiesta su intimidad precisamente a través del
cuerpo. Por eso tenemos un cuerpo configurado de tal modo que puede expresarla, como ya se
explicó.
b) Esto se ve sobre todo en el rostro, que es "una singular abreviatura de la realidad personal en
su integridad". El rostro representa externamente a la persona. Se suele decir que "la cara es el
espejo del alma" porque en la cara se asoma la persona, el quién, no sólo en lo que es y parece,
sino en lo que ve, oye y dice, puesto que esas tres cosas se hacen "por" el rostro. "La persona está
presente en su cara, está viviendo en ella... La cara es la persona misma, vista". "En la cara,
abreviada y resumida en los ojos, es donde sorprendemos a la persona, donde la descubrimos y
hallamos por primera vez", porque en ella se expresa el propio ser personal.
155
c) La expresión de la intimidad se realiza también mediante un conjunto de acciones que se
llaman expresivas, comunicativas o relacionales. A través de ellas el hombre habla el lenguaje de
los gestos, del cual ya se habló también: expresiones del rostro, de las manos, etc. A través de los
gestos el hombre expresa sus sensaciones, imaginaciones, sentimientos, pensamientos, deseos, e
incluso la conciencia que tiene de sí mismo (el enfermo que no puede hablar asiente con los
ojos). Reírse, llorar, fruncir el ceño, echar una mirada de indignación, o desviarla, incluso "tener
mala cara", son expresiones de lo que uno lleva dentro.
d) Otra forma de manifestación de la intimidad es hablar. Es un acto mediante el cual exteriorizo
la intimidad, y lo que pienso se hace público, de modo que puede ser comprendido por otros. La
palabra nació para ser compartida. Lo que expreso no queda sólo en un gesto, sino que es
comprendido en su significado por los demás. La persona es, ante todo, un ente que habla, un
hablante, como ya se dijo. Por último, el hombre encauza la creatividad de su intimidad a través
de la acción, mediante la cual trabaja , modifica el medio, y da origen a la cultura, que en su
conjunto, puede definirse como la manifestación del hombre.
e) Junto a todo lo anterior, hay que añadir ahora que el cuerpo forma parte de la intimidad,
porque la persona es también su cuerpo, como se ha dicho. La tendencia espontánea a proteger la
intimidad de miradas extrañas envuelve también al cuerpo, que es parte de mí: éste no se muestra
de cualquier manera, como no se muestran de cualquier manera los sentimientos más íntimos;
por eso el hombre se viste y deja al descubierto su rostro
El hombre se viste para proteger su indigencia corporal del medio exterior . Pero también lo
hace porque su cuerpo forma parte de su intimidad, y no está disponible para cualquiera, así
como así. En primer lugar, el vestido protege la intimidad del anonimato: yo, al vestirme, me
distingo de los otros, dejo claro quién soy, pues no somos todos iguales: el vestido contribuye a
identificar el quién, incluso en su función social o "rol" (las azafatas, los uniformes, etc). El
vestido también me identifica como persona. La personalidad se refleja también en el modo de
vestir: es el "estilo". En segundo lugar, el vestido mantiene el cuerpo dentro de la intimidad. El
nudismo no es natural, porque no es natural renunciar a la intimidad. Al que no la guarda se le
llama impúdico. La variación de las modas y los modos del vestido, según las épocas y los
pueblos, son variaciones en la intensidad y el modo en que se vive el sentido del pudor o la
vergüenza: unos pueblos lo viven en grado muy intenso, como ciertos países islámicos donde las
mujeres deben cubrirse el rostro. Y otros, como los europeos actuales, no le ven tanta
importancia al pudor, también en la mujer. Esta diferencia de intensidad en el sentido del pudor
tiene que ver con diferencias de intensidad en la relación entre sexualidad y familia: cuando el
ejercicio de la sexualidad queda reservado a la intimidad familiar, entonces es "pudorosa", no se
muestra fácilmente. Cuando el individuo dispone de su propia sexualidad a su arbitrio individual,
y llega a considerarla como un intercambio ocasional con la pareja, el pudor pierde importancia y
el sexo sale de la intimidad con mayor facilidad; es menos pudoroso que en el primer caso. Así
pues, la sexualidad tiene una relación intensa con la intimidad y la vergüenza. La sexualidad
permisiva tienen que ver con el debilitamiento de la familia; la pérdida del sentido del pudor
corporal, con la aparición del erotismo y la pornografía.

3. El diálogo: la intersubjetividad

Hemos dicho que una forma de manifestar la intimidad es hablar. Esta manifestación íntima,
decir lo que uno lleva dentro, se dirige siempre a un interlocutor: el hombre necesita dialogar. La
necesidad de diálogo es una de las cosas de las que más se habla hoy en día. Tenemos necesidad
de explicarnos, de que alguien nos comprenda. Las personas hablan para que alguien las escuche;
no se dirigen al vacío. La necesidad de desahogar la intimidad y compartir el mundo interior con
alguien que nos comprenda es muy fuerte en los hombres y las mujeres. Se puede uno pasar sin
ello, pero la inclinación a abrirse es natural y radical, siempre que ese alguien nos escuche (si nos
comprende o no, sólo lo sabremos al terminar de hablar). El hombre no puede vivir sin dialogar
porque es un ser constitutivamente dialogante. Y así, el que no dialoga con otras personas, lo
hace consigo mismo, o adopta ciertas formas de diálogo con la naturaleza, con los animales, etc.
En esos casos se personaliza un ser natural, como hace Walt Disney con los animales, los poetas
con la naturaleza y los hombres primitivos con las fuerzas cósmicas que eran divinizada. Por ser
persona, el hombre necesita el encuentro con el tú, alguien que nos escuche, nos comprenda y
nos anime. El lenguaje no tiene sentido si no es para esta apertura a los demás. Esto se
156
comprueba porque la falta de diálogo es lo que motiva casi todas las discordias y la falta de
comunicación lo que arruina las comunidades humanas (matrimonios, familias, empresas,
instituciones políticas, etc), pues la comunicación es uno de los elementos sin los que no hay
verdadera vida social. Esto es una experiencia tan corriente que muchos estudiosos (sobre todo
de ética, filosofía política y derecho) conciben hoy la sociedad ideal como aquella en la cual
todos dialogan libremente para ponerse de acuerdo sobre las reglas de la convivencia. La
preocupación teórica y práctica por el diálogo es hoy más viva que nunca, tanto en la ciencia
como en la vida social, en la política, en las relaciones interpersonales, etc: cuando una sociedad
tiene muchos y grandes problemas, hay que celebrar muchas y largas conversaciones, para que la
gente se ponga de acuerdo y encuentre soluciones. Que el diálogo y la comunicación existan no
es algo que esté asegurado. Todo esto se puede decir de un modo más profundo y técnico: no hay
un yo si no hay un tú. Una persona sóla no existe como persona, porque ni siquiera llegaría a
reconocerse a sí misma como tal. El conocimiento de la propia identidad, la conciencia de uno
mismo, sólo se alcanza mediante la intersubjetividad, es decir, gracias al concurso de los otros
(padres, etc). Este proceso es la formación de la personalidad humana, mediante el cual se
modula el propio carácter, se asimilan el idioma, las costumbres y las instituciones de la
colectividad en que se nace, se incorporan sus valores comunes, sus pautas, y se llega así a ser
alguien en la sociedad, a tener una identidad propia y una personalidad madura e integrada con
el entorno, de modo que se pueden establecer unas relaciones interpersonales adecuadas. Se abre
aquí una amplia línea de consideraciones: sin los demás, no seríamos nada, pues todo ese proceso
es un diálogo educativo constante. En capítulos siguientes se desarrollarán estas ideas.

4. El dar

Que el hombre es un ser capaz de dar, quiere decir que se realiza como persona cuando extrae
algo de su intimidad y lo entrega a otra persona como valioso, y ésta lo recibe como suyo. En
esto consiste el uso de la voluntad que llamaremos amor. Tal es el caso, por ejemplo, de los
sentimientos de gratitud hacia los padres: uno es consciente que le han dado la vida, la nutrición,
la educación, y muchas cosas más. Y uno queda, por así decir, en deuda: ha de dar algo a cambio.
La intimidad se constituye y se nutre con aquello que los demás nos dan, con lo que recibimos
como regalo, como sucede en la formación de la personalidad humana. Por eso nos sentimos
obligados a corresponder a lo recibido. Cuantos más intercambios de dar y recibir tengo con
otros, más rica es mi intimidad. No hay nada más "enriquecedor" que una persona con cosas que
enseñar y que decir, con una intimidad "llena", rica. El fenómeno del maestro y el discípulo
radica en transmitir un saber teórico y práctico, y también una experiencia de la vida. La misión
de la universidad se podría explicar a partir de aquí: es, debería ser, una comunidad de diálogo
entre maestros y discípulos, y de intercambio de conocimientos entre personas, y no sólo un
lugar donde aprender unas técnicas. El maestro congrega porque tiene algo que dar a los
discípulos, no sólo científico, sino también vivido, experimentado, sapiencial. La efusión, el salir
de uno mismo, es lo más propio de la persona. El dar tiene tantas variantes que se hará necesario
dedicarle un capítulo específico, donde trataremos de lo común, las relaciones interpersonales, el
amor y la amistad.

5. La libertad

La libertad es una nota de la persona tan radical como las anteriores, e incluso más. La persona es
libre, porque, como ya dijimos, es dueña de sus actos, porque es también dueña del principio de
sus actos, de su interioridad y de la manifestación de ésta. Al ser dueña de sus actos, también lo
es del desarrollo de su vida y de su destino: elige ambos. Definimos más atrás lo voluntario
como aquello cuyo principio está en uno mismo. Lo voluntario es lo libre: se hace si uno quiere;
si no, no. La libertad es una nota tan radical de la persona que exigirá un capítulo propio. De
todos modos, puede aquí plantearse una delicada pregunta: ¿para ser persona es preciso ejercer
actualmente o haber ejercido las capacidades o dimensiones hasta aquí mencionadas? ¿Es
persona el hombre dormido, o el que está en coma profundo, el niño no nacido, o discapacitado,
incapaz de hablar? En pocas palabras, ¿quién no tiene conciencia de sí es ya o todavía persona?
No se trata de discutir si es persona a efectos jurídicos, sino si en sí mismo es o no es persona
quien no ejerce las capacidades propias de ella. ¿Un feto de tres semanas es una mera vida
157
humana, pero no una persona? La respuesta más sencilla dice que el hecho de no ejercer, o no
haber ejercido aún, las capacidades propias de la persona no conlleva que ésta deje de serlo,
puesto que quien no es persona nunca podrá actuar como tal, y quién sí puede llegar en el futuro
a actuar como tal tiene esa capacidad porque es ya persona. Quienes dicen que sólo se es persona
una vez que se ha actuado como tal, reducen al hombre a sus acciones, y no explican de dónde
procede esa capacidad: es la explicación materialista.

6. La persona como fin en sí misma

Las notas de la persona que se acaban de mostrar (intimidad-ser un alguien, manifestar, dar,
dialogar, ser libre) nos hacen verla como lo que es: una realidad en cierto modo absoluta, no
condicionada por ninguna realidad inferior o del mismo rango. Siempre debe ser por eso
respetada. El derecho y la autoridad, en cualquiera de sus formas, nunca pueden perder de vista
este carácter de la persona. Respetarla es la actitud más digna del hombre, porque al hacerlo, se
respeta a sí mismo; y al revés: cuando la persona atenta contra la persona, se prostituye a sí
misma, se degrada.
Dicho de otro modo: la persona es un fin en sí misma. Esto lo supo decir Kant con acierto: "Obra
del tal modo que trates a la humanidad, sea en tu propia persona o en la persona de otro, siempre
como un fin, nunca sólo como un medio"; "el hombre existe como un fin en sí mismo y no
simplemente como un medio para ser usado por esta o aquella voluntad". Según nos dice aquí
Kant, usar a las personas es instrumentalizarlas, es decir:
a) tratarlas como seres no libres, mediante el empleo de la fuerza o de la violencia, que no son
legítimas en cuanto las rebajan a la calidad de esclavas. Nunca es lícito negarse a reconocer y
aceptar la condición personal, libre y plenamente humana de los demás. Esto no suele negarse
nunca teóricamente, pero sí en la práctica, mediante cualquier forma de imposición mediante la
fuerza física, la presión psicológica, quitando a otros la libertad de decisión, etc
b) servirse de ellas para conseguir nuestros propios fines. Esto es manipulación, y consiste en
dirigir a las personas como si fueran autómatas o instrumentos, procurando que no sean
conscientes de que están sirviendo a nuestros intereses, y no a los suyos propios, libremente
elegidos.
La actitud de respeto a las personas es el reconocimiento de su dignidad. Este reconocimiento se
basa en el hecho de que todas las personas son igualmente dignas y merecen ser tratadas como
tales. El reconocimiento no es una declaración jurídica abstracta, sino un tipo de comportamiento
práctico hacia los demás que cumpla lo señalado por Kant. Todas las personas tienen derecho a
ser reconocidas, no sólo como seres humanos en general, sino como personas concretas, con una
identidad propia y diferente a las demás, nacida de su biografía, de su situación y modo de ser, y
del ejercicio de su libertad. "La negación del reconocimiento puede constituir una forma de
opresión", puesto que significa despojar a la persona de aquello que le hace ser él mismo y que le
da su identidad específica e intransferible. Por ejemplo: a nadie se le debe cambiar su nombre por
un número, negarle derecho a manifestar sus convicciones, a hablar su propia lengua, etc. La
forma hoy más universal de expresar el reconocimiento debido a todo hombre son los derechos
humanos. Hemos dicho que la persona tiene un cierto carácter absoluto respecto de sus iguales e
inferiores. Pues bien, para que este carácter absoluto no se convierta en una mera opinión
subjetiva, es preciso afirmar que el hecho de que dos personas se reconozcan mutuamente como
absolutas y respetables en sí mismas sólo puede suceder si hay una instancia superior que las
reconozca a ambas como tales: un Absoluto del cual dependemos ambos de algún modo. No hay
ningún motivo suficientemente serio para respetar a los demás si no se reconoce que, respetando
a los demás, respeto a Aquel que me hace a mí respetable frente a ellos. Si sólo estamos dos
iguales, frente a frente, y nada más, quizá puedo decidir no respetar al otro, si me siento más
fuerte que él. Es ésta una tentación demasiado frecuente para el hombre como para no tenerla en
cuenta. Si, en cambio, reconozco en el otro la obra de Aquel que me hace a mí respetable,
entonces ya no tengo derecho a maltratarle y a negarle mi reconocimiento, porque maltrataría al
que me ha hecho también a mí: me estaría portando injustamente con alguien con quien estoy en
profunda deuda. En resumen: la persona es un absoluto relativo, pero el absoluto relativo sólo lo
es en tanto depende de un Absoluto radical, que está por encima y respecto del cual todos

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dependemos. Por aquí podemos plantear una justifiación ética y antropológica de una de las
tendencias humanas más importantes: el reconocimiento de Dios, la religión.

7. La persona en el espacio y en el tiempo

La persona no es sólo un "alguien", sino un "alguien corporal": somos también nuestro cuerpo;
somos materia viva, y por tanto nos encontramos instalados en el espacio y en el tiempo, en los
cuales vivimos nuestra vida. Lo peculiar y propio del hombre es justamente esto: ser personas
que viven su vida en un mundo material, configurado espacio-temporalmente. Este vivir en se
expresa muy bien con el verbo castellano estar: Yo estoy en el mundo; vivo y me muevo en él, y
transcurro con él. Estoy instalado dentro de esas coordenadas, me encuentro y me voy a seguir
encontrando en ellas. La situación o instalación en el tiempo y en el espacio es una realidad que
afecta muy profundamente a la persona en su ser y su estar. Ahora debemos indicar los rasgos de
la dimensión temporal de la persona. Se trata de una instalación que va cambiando con su propio
transcurrir y en la cual el hombre se va enfrentando al futuro mientras proyecta y realiza su
propia vida. Y así, mi estar en el mundo tiene una estructura biográfica. Lo primero que
conviene advertir es que el hombre, gracias a su inteligencia, tiene la singular capacidad y la
constante tendencia a situarse por encima del tiempo, y desde luego por encima del espacio. El
hombre lucha contra el tiempo, trata de dejarlo atrás, de estar por encima de él. Esa lucha no
sería posible si no existiera en el hombre algo efectivamente intemporal, y en consecuencia
inmaterial e inmortal, puesto que la materia es lo espacio-temporal: se trata del núcleo espiritual
de la persona, dotado de pensamiento y libertad. Lo temporal y lo intemporal conviven juntos en
el hombre: no se oponen, sino que se complementan y le dan su perfil característico. El primer
modo de superar el tiempo es guardar memoria del pasado, ser capaz de volverse hacia él y
advertir hasta qué punto dependemos de lo que hemos sido. La segunda manera es desear
convertir el presente, y todas las realidades que en él se contienen, en algo que permanezca, que
no pase, que quede, por decirlo así, a salvo del transcurso inexorable del tiempo, que todo se lo
lleva. Y así, el hombre desea que las cosas buenas y valiosas duren, que el amor no se marchite,
que los momentos felices "se detengan", que la muerte no llegue, que la verdad sentida, conocida
e imaginada se salve por medio del arte. A este afán de superar el tiempo lo llamaremos
pretensión de inmortalidad, pues constituye una de las demostraciones de la condición inmortal
de la persona humana. La tercera manera de situarse por encima del tiempo es anticipar el futuro,
proyectarse con la inteligencia y la imaginación hacia él, para decidir lo que vamos a ser y hacer.
Esta capacidad de futuro del hombre es tan intensa que incluso se puede decir que vive hacia
delante: " La vida es una operación que se hace hacia delante. Yo soy futurizo: orientado hacia el
futuro, proyectado hacia él". Y así, además de instalación en una forma concreta de estar en el
mundo, el hombre tiene proyección, pues está abierto al futuro y vive el presente en función de lo
que va a venir: "ahora estoy viviendo en vista de lo que voy a hacer por la tarde, pero la tarde no
está ahí, no está dada, no puedo percibirla en modo alguno, y sin ella, sin esa tarde irreal, mi vida
actual de este momento no sería inteligible, no podría ser". Esto quiere decir que la persona,
porque es libre, es proyecto, pretensión o programa vital, y que éste, una vez realizado, da lugar a
una biografía que es distinta en cada caso. La biografía es la manera en que se ha vivido, la vida
que se ha tenido. Por ser cada persona singular e irrepetible, cada biografía es diferente, porque
es la de cada uno. No hay dos vidas humanas iguales, porque no hay dos personas iguales. Para
captar lo que una persona es no basta describirla de una manera abstracta: hay que conocer su
vida, contar su biografía. La persona se realiza biográficamente, porque su vida transcurre en el
tiempo y se proyecta y lleva a cabo de una determinada manera, que cada uno tiene que decidir.
Así es como cada uno llega a ser quién es: la identidad o quién de cada uno nos la da su
biografía, en la cual se vive la propia vida a partir de lo que uno ya es (es la síntesis pasiva: y
proyectando lo que uno va a ser. Esta capacidad proyectiva es quizá el más importante uso de la
libertad, pues con él cada uno llega a ser, o no, aquel que quiere ser.

8. La persona como ser capaz de tener


Hasta aquí hemos hablado de las notas o rasgos de la person . Todas ellas, por así decir, están en
el orden del ser, son completamente radicales y profundas. La pregunta ¿quién es el hombre? se
dirige a su mismo ser, que es un ser personal, un quién, un alguien. En los siguientes epígrafes
159
trataremos en cambio de responder a esta otra pregunta: ¿qué es el hombre?, y por eso
hablaremos más bien de las dimensiones esenciales de la persona, es decir, aquellas que
expresan su operar, su actividad, en suma, su naturaleza o esencia. ¿Quién es el hombre? es una
pregunta que se dirige a su ser personal, singular e irrepetible; ¿qué es el hombre? se plantea su
naturaleza o esencia, aquello que todos tenemos en común. Para responder ahora a la segunda
pregunta, hemos de comenzar aludiendo alespíritu , el cual se define por tres notas: apertura,
actividad y posesión. Las dos primeras han sido descritas al hablar de la intimidad, la
manifestación, el diálogo y el dar, que son el modo en que el hombre se abre y actúa. La persona
posee mediante el conocimiento, del cual también se habló. Pero una consideración más detenida
de la posesión (que también conlleva actividad), nos permite acceder a una nueva definición del
hombre. Suele definirse a éste como el animal racional. Esta definición es válida, pero quizá algo
insuficiente, porque resume demasiado. El hombre tiene razón, es racional, y la razón es
hegemónica en él. Pero también tiene otras dimensiones, que hemos llamado facultades:
voluntad, sentimientos, tendencias y apetitos, conocimiento sensible... Por tanto, el hombre es un
ser capaz de tener, un poseedor. Las dimensiones operativas o esenciales de la persona, su
capacidad de acción y operación, hay que entenderlas a partir de esta capacidad de poseer sus
acciones y operaciones dentro de sí, de modo inmanente. Por eso, podemos definir a la persona
humana como un ser capaz de tener, , "el ser capaz de decir mío" (L. Polo). La capacidad
humana de tener se puede desplegar a través del cuerpo y de la inteligencia. Ambas maneras
culminan en una tercera, que es una posesión más permanente y estable: los hábitos. Así pues,
son tres escalones, ordenados de inferior a superior, pues cada uno de ellos es más perfecto que
el anterior: 1) tener con el cuerpo; 2) tener según la inteligencia; 3) tener en forma de hábitos.
Estos últimos, por su importancia, requieren una explicación especial.

160
Capítulo V. Ética
I. Introducción

1. El concepto de ethos

La palabra “ethos” es un término técnico. Corresponde ahora explicitar, al menos someramente,


el contenido del correspondiente concepto. Si se recurre para ello a la etimología del vocablo,
surge ya una dificultad, puesto que en griego existen dos palabras. èthos y éthos, cuyos sentidos,
aunque mutuamente vinculados, no son equivalentes. Ambas podrían, en un sentido muy lato,
traducirse como “costumbre”; pero en èthos es mayor la connotación moral, y se lo suele
entender como carácter. Se alude así a aquello que es lo más propio de una persona, de su modo
de actuar. El otro vocablo, éthos, tiene en cambio el sentido de “hábito” (semejante a héxis, del
cual, sin embargo, tampoco es sinónimo). En su grafica moderna, ethos suele considerarse como
derivado de èthos; pero con frecuencia se tiene en cuenta su relación con éthos, relación que, por
cierto, habla sido ya claramente advertida por los filósofos clásicos. En tal sentido, se sugiere,
por ejemplo, que el “carácter” se forma a través del “hábito”, de modo que, por así decir, el
marco etimológico encuadra una determinada concepción ético-psicológica.
En el lenguaje filosófico general, se usa hoy “ethos” para aludir al conjunto de actitudes,
convicciones, creencias morales y formas de conducta, ya sea de una persona individual o de un
grupo social, o étnico, etc. En este último sentido, el término es usado también por la
antropología cultural y la sociología. El ethos es un fenómeno cultural (el fenómeno de la
moralidad), que suele presentarse con aspectos muy diversos, pero que no puede estar ausente de
ninguna cultura. Es, como se verá luego, la facticidad normativa que acompaña ineludiblemente
a la vida humana. Cuando se quiere destacar el carácter concreto de esa facticidad, en oposición a
la “moralidad” (entendida entonces como abstracta o subjetiva), se suele hablar, siguiendo en
esto a Hegel, de “eticidad” (Sittltchkeit).
Es interesante señalar el hecho de que èthos tenía en el griego clásico una acepción más antigua,
equivalente a “vivienda”, morada”, “sede”, “lugar donde se habita”. Así era entendido el término,
por ejemplo, en las epopeyas homéricas. Esta significación no es totalmente extraña a la otra:
ambas tienen en común la alusión a lo propio, lo íntimo, lo endógeno: aquello de donde se sale y
adonde se vuelve, o bien aquello de donde salen los propios actos, la fuente de tales actos.

2. Distintas concepciones éticas

Hay tantas escuelas éticas como maneras de entender cuál es el criterio de


elección. Por eso, se pueden resumir en cuatro tipos o modelos, según cómo
formulen el criterio de elección.1. El estoicismo lo pone en la virtud 2. El
deontologismo lo pone en el deber 3. El hedonismo y el utilitarismo lo ponen en
los bienes 4. El eudaimonismo lo pone en la naturaleza humana y su fin. Los tres
primeros absolutizan un aspecto del objeto de la moral (el acto voluntario), el
cuarto considera juntamente los tres aspectos (virtudes, deberes y bienes), cuya
raíz común está en la naturaleza humana. Ésta no es estática, ni sometida a leyes
fijas, como el cosmos inanimado o los brutos, sino dinámica y abierta a la
felicidad.

Estoicismo. La Stoa, o Pórtico, fue la escuela fundada en Atenas por Zenón de


Kition (336-264, aproximadamente), aunque son más conocidos los estoicos
romanos, Lucio Anneo Séneca, Epicteto y el emperador Marco Aurelio (siglos I, II
y III d. C.).
Para los estoicos la clave del juicio moral es la virtud, el virtuoso es “sabio” y

161
logra la autosuficiencia (autarquía) que lo pone por encima de las pasiones que
agitan al vulgo, llevándolo de la alegría a la tristeza, de la esperanza a la
desesperación. El sabio, por el contrario, sabe que todo acaece según una ley fatal
−o según la Providencia divina−, por eso no se emociona con los éxitos ni se
deprime ante los fracasos. El sabio domina los sentimientos y sujeta las pasiones a
la razón, y en eso consiste la virtud. La virtud deriva de la renuncia a toda
expectativa, esta idea se condensa en la máxima de Epicteto: Abstine et
sustine! Abstente y soporta… cualquier cosa, sólo así se logra la serenidad y el
gozo del presente, la autarquía.El error del estoicismo es su oposición de bien y
virtud; si una persona «virtuosa» fuera alguien que prescinde de toda satisfacción
de necesidades, sería un sujeto superior, un «dios» que mira despectivamente al
común de las gentes que se emplean en lograr buenos resultados, que trabajan, se
afanan y calculan la racionalidad de medios y fines.

Deontologismo. La deontología sólo atiende al deber. Para una ética deontologista


sólo es buena la voluntad, si actúa en atención al deber. La primera formulación de
este tipo fue la de Guillermo deOckham. Según éste, la naturaleza no es criterio de
bondad, pues la voluntad divina, todopoderosa, podría haber establecido otros
mandatos, que matar y robar fuera lo debido y no lo prohibido, por ejemplo. De
ahí la máxima ockhamista: “mala quia prohibita”, son actos malos porque están
prohibidos, pero no al revés. No hay bienes (ni males), sólo deberes y
prohibiciones. En la modernidad la ética deontologista, cobra su mayor fuerza en
la filosofía de Enmanuel Kant. Para Kant, la naturaleza es objeto de la Física, no
de la filosofía; ésta sólo se ocupa del espíritu. Kant asume el dualismo de
Descartes: materia-extensa y alma-incorpórea; la naturaleza le parece externa y
ajena al espíritu, en ella rige la necesidad física y sus leyes inexorables mientras
que el espíritu se rige por la libertad o «autonomía». La naturaleza obedece a leyes
externas y el espíritu sólo se obedece a sí mismo, a la “Razón pura”. Se trataba,
entonces, de justificar y deducir los deberes del hombre a partir, no ya de
lanaturaleza, sino del espíritu (la razón y la libertad).
La visión deontologista vuelca su atención en la formulación de un código moral,
normas objetivas que exigen cumplimiento. De parte del sujeto quedan la libertad
y los intereses, y de la virtud no dice nada. De tal planteamiento sólo podían salir
dos cosas: la rigidez del normativismo, o el laxismo del cálculo de intereses. Pero
eso no es la moral, es un planteamiento “abstracto” que prescinde de la concreción
y riqueza de la vida misma. Toda normativa hace referencia a bienes, bienes para
personas de carne y hueso; a su vez, no cualquier código de normas nos afecta, al
peatón no le afectan las normas de vuelo ni al piloto las de la circulación, mientras
vuela. Las normas de la buena práctica de la medicina no coinciden con las del arte
de cocinar, ni éstas con las del arte de estudiar. Cada práctica tiene su racionalidad
interna: hacer de padre, de estudiante, de conductor de automóvil, de enfermera,
etc. Pero en todo caso, la buena práctica (la obra bien hecha) hace bueno a quien la
realiza: eso es lo moral. La buena práctica se hace con libertad, logra bienes y es lo
debido. El deber, los bienes y las virtudes se dan juntos, en el ejercicio de cada
práctica.

El Nihilismo, cuyo principal representante es Federico Nietzsche, es una versión


radicalizada de la «autonomía» kantiana. Si ser libre es actuar sin dependencia,
nada es bueno (o valioso) antes de que la voluntad lo quiera. Los bienes no existen
(el nihilismo es la “nada” de bien), luego la voluntad los crea.
Elsuperhombre nietzscheano es un «creador de los valores». Son también
nihilistas las éticas relativistas, como la ética de situación (Jean-Paul Sartre), y las

162
interpretaciones posmodernas de Nietzsche (Heidegger, Lyotard, Rorty, Vattimo),
que se pueden agrupar con el nombre de ética de la autorrealización individual.
Para el relativismo y el nihilismo, la moral es algo negativo. En efecto, si por
«moral» se entiende cumplimiento del deber, sólo por «sentido del deber», se la
verá en oposición a la libertad: a más deber menos libertad; y el deber parece una
imposición desde fuera, una losa que cae sobre las espaldas; el «cumplidor» del
deber es como un camello −dice Nietzsche−, que sobrelleva su fardo bajo el sol,
caminando sobre arena, internándose en la soledad… Parece conveniente que el
camello se transforme en león rugidor, que sacuda de sus lomos la carga impuesta
y se adueñe del territorio. Nietzsche tendría razón, cuando denuncia la moral
como enemiga de la vida, si la moral consistiera en el mero cumplimiento de
normas, impuestas por una razón ajena. Pero esto es otro equívoco; esa oposición
entre deber y libertad está mal planteada. No hay deberes sin libertad; y no existe
libertad humana sin responsabilidad ni objetivo.

Hedonismo y utilitarismo. El hedonismo de Epicuro opta por los bienes, al margen


de la virtud y del deber. Para Epicuro la sensación es el criterio del bien, de modo
que el bien ético es lo mismo que el bienestar o el placer (hedoné). Ahora, si toda
elección persigue un bien sensible, cuando queremos algo desagradable es como
medio para un placer mayor. La ética de Epicuro se acaba convirtiendo en un
cálculo: qué elegir para obtener el mayor placer. No obstante, Epicuro mismo era
pesimista y consideró que el placer mayor era no sufrir nada, la paz completa y la
ausencia de toda inquietud, de ahí que recomendara elegir la austeridad, lo mínimo
suficiente.  El Utilitarismo moderno es un “hedonismo social”. Se plantea así:
dado que el placer es subjetivo, ¿cómo fundar una ética para la convivencia? La
respuesta de Jeremy Bentham se ha hecho clásica: «El mayor bien posible, para el
mayor número posible» (The greatest good of the greatest number); se trata de
trasladar el cálculo del placer individual al colectivo, la ética persigue entonces el
«interés general», el bienestar de la mayoría. A través de John Stuart Mill, padre
del positivismo británico, el utilitarismo se convirtió en la ética de la
industrialización y el progreso tecnológico, el bienestar económico y material de la
mayoría sería el criterio de valoración ética. 

Si uno se atiene sólo a bienes, y desvía su atención de la licitud de los medios


empleados para obtenerlos, pensará que la acción es racional y ética si tiene un
resultado exitoso. Este es el punto de vista utilitarista (o consecuencialista), el
empleo de un mal medio se legitimaría por un buen resultado; cuestión de cálculo,
poner en un plato de la balanza los males que se debe tolerar, para conseguir
bienes en el otro plato, y ver qué pesa más. Aquí la ética se sustituye por los
intereses. Estamos ante otro equívoco, la confusión de técnica y ética. La técnica
tiene por objeto el resultado externo de los actos humanos, de ahí que la eficacia y
el éxito sean sus indicadores; pero la ética no necesariamente coincide con el éxito,
ella se atiene al resultado interior de las elecciones deliberadas, que hacen al
hombre bueno. (Esta distinción viene indicada en griego por dos
palabras, praxis y póyesis, y en latín por otras dos, agere y facere. El orden de la
praxis (agere) coincide con la dimensión inmanente de las acciones, el de la
póyesis (facere) con su dimensión transitiva. En una misma acción, por ejemplo
tocar el piano, se distinguen esas dos dimensiones, así se distingue la buena técnica
musical del buen músico. Otras veces la bondad técnica no coincide con la bondad
moral, el médico podría valerse de una misma técnica para curar o para matar). Si
el bien técnico y el bien moral no fueran distintos, la técnica no plantearía
problemas éticos, y sin embargo los plantea y más graves, a medida que la técnica
es más eficaz. La medicina, los residuos industriales, la ingeniería genética, la

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economía, la guerra, etc., no tienen sólo problemas técnicos, sino también éticos.

Eudaimonismo. Es el nombre de las teorías que fundan el razonamiento moral en


la prosecución de la felicidad. El ser humano aspira por naturaleza a la felicidad;
la naturaleza humana tiene capacidad de descubrir en cada caso el criterio para
obrar bien y de ese criterio se desprende un deber. Cuando se actúa así
repetidamente, se adquiere un hábito bueno, que capacita para obrar cada vez
mejor. Esos hábitos buenos, o virtudes, son poderes adquiridos que capacitan para
fines cada vez más altos; se abre así una línea de crecimiento. La ética no se limita
a evitar infracciones, sino que anima a mejorar, a hacerse cada vez más capaz de
felicidad. En esta concepción, la idea de virtud y la de deber son inseparables del
atractivo del bien, del deseo natural de felicidad; ello se expresa en la fórmula
corriente: «Si quieres ser feliz... obra de tal o tal otro modo». La filosofía clásica
supone el eudaimonismo y apela a la naturaleza como criterio. Sus representantes
principales son Aristóteles y Tomás de Aquino. Estos pensadores no fundamentan
la ética en la mera naturaleza, sino en la naturaleza humana, de modo que evitan la
contraposición de bienes, virtudes y deberes. Nuestra exposición seguirá el criterio
aristotélico; ello tiene una doble ventaja, su carácter sistemático y su carácter
básico, pues todas las otras teorías son posteriores en el tiempo y se entienden
mucho mejor por la posición que adoptan ante la ética de Aristóteles.

3. La ética, ciencia normativa

El primero que sistematizó la ética fue Aristóteles de Estagira (384-322, a. C.),


cuya Ética a Nicómaco, –Rafael se la pone bajo el brazo en el fresco «La Escuela
de Atenas»–, es el mejor exponente de la sabiduría «humanística» antigua.  Al
inicio de la Ética a Nicómaco, el filósofo observa que todo saber, teórico o
práctico, se funda en principios y extrae conclusiones mediante la razón. Hay una
diferencia importante entre las ciencias teóricas y las de la conducta; aquéllas se
basan en la evidencia del ser extramental, mientras que la moral se funda en la
evidencia interior del bien.

La evidencia moral es “interior”, el deseo natural de bien (de felicidad). Su


fórmula es el primer principio de la razón práctica: «Haz el bien, evita el mal».
Este principio determina la “regla”: discernir lo bueno de lo malo; entendiendo por
“bueno” el bien humano, lo conducente a la felicidad. Añadamos que el hábito de
los principios prácticos se llama sindéresis, y que se “activa” con el uso de la
razón. El principio primero, o axioma de todo razonamiento práctico es por sí
mismo prescriptivo,es decir, no describe lo que las cosas son o cómo están, sino
que manda y prohíbe tipos de actos humanos. De ahí se sigue que todo mandato y
toda prohibición tienen su asiento y su raíz en la misma razón humana, en el
principio que la habilita y capacita para juzgar.

4. Ética e ideología

Las sociedades modernas y democráticas son pluralistas, ¿es también pluralista la


ética? No, la ética, como la filosofía es verdadera o falsa. La idea de  pluralismo
ético supone confundir ideología y filosofía, o ideología y ética. La ética no se
encamina a la obtención del interés particular de un grupo, ni a la persuasión de la
opinión pública. El tema de la ética es el bien humano, y su fundamento la razón
humana. Lo humano no es particular, ni ideológico, es universal y objetivo. Ante
todo, se deben reconocer los principios de la razón, de “toda” razón. Jürgen

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Habermas ha pretendido fundar la ética en un diálogo social, libre de cualquier
intento de dominio, por parte de quienes intervienen. Su actitud revela un origen
marxista y pragmatista, la moral sólo podría fundarse en un pacto, no en la razón.
La razón, piensa él, tiende a procurar el sometimiento de los demás. Así, no acepta
la idea kantiana de un imperativo que venga dado por la conciencia, frente a éste
siempre cabría preguntar: «¿Por qué debemos ser morales?». Robert
Spaemann contesta que esa misma pregunta –«¿Por qué ser moral?»– es inmoral.
Me parece acertado. La pregunta supone lo inmoral como alternativa posible. Pero
la razón práctica está siempre vigente, en un ser racional, y dice: «Haz el bien,
evita el mal». Optar por el mal no es una posibilidad moral, esa opción cae fuera
de la razón. El escepticismo moral pretende razonar sobre cuestiones prácticas, sin
el uso de la razón misma. Eso no pasa de ser una ficción verbal. Hay manuales y
obras de consulta que plantean la ciencia ética enumerando diversas concepciones,
una de las cuales sería la que confía en la razón, otra la que acepta la validez de
juicios imperativos (prescripciones), y al lado de éstas ponen otras –en pie de
igualdad–, como el emotivismo, o las éticas llamadas no-cognitivas, etc. Son
planteamientos escépticos y, por eso mismo, se autoexcluyen del carácter
científico de la ética; sólo merecen una consideración crítica, basada en la defensa
de los principios de la razón. Basta pensar que es más fácil para un automóvil
correr sin gasolina, que para la razón discurrir sin la vigencia de los principios.

Puesto que la ética es ciencia, alcanza verdades a partir de verdades anteriores. Del
lenguaje que utiliza, se dice también que es prescriptivo, o normativo. Se señala
así una característica que la diferencia de las ciencias naturales.La ciencia moral
no versa sobre lo que existe, sino sobre algo que debe existir, la bondad de la
acción humana. Ahora, siendo tal su objeto, lo que se suele llamar la realidad, esto
es, lo que hay tanto en la esfera individual como colectiva, no limita ni condiciona
el bien moral. El bien moral, como tal, es lo debido. No necesita ser lo que ha
habido, es lo que debe haber; la moral no versa sobre lo real de facto, sino sobre la
realidad de iure, no describe ni estudia cosas que ya están y son, sino que prescribe
lo que debe ser.  Sócrates y Platón pusieron de relieve la pureza del ideal moral
con este ejemplo: Si en una sociedad todos fueran injustos, también allí la justicia
sería una realidad, y la realidad que es debido cumplir. ¿Cómo es eso? En primer
lugar, es así porque la condición para identificarlos a todos como injustos es una
noción –previa– de justicia; si no es por su desviación de lo justo, una acción no es
injusta; de modo que para darse cuenta de que todos actúan injustamente, antes
hace falta tener la clara noción de lo justo y conocer que es lo debido. Si prevalece
la injusticia, entonces lo debido es la justicia; quien lo percibe tiene un motivo
mayor para practicarla.

5. Ética privada y moral pública

Aunque “moral” derive del latín mos-oris (costumbre), la moral no depende de las


costumbres sociales, y nunca lo entendieron así los clásicos. No se puede pretender
que hay dos versiones de la moral, distintas y en ocasiones contrapuestas, una
personal y otra social, como pretenden las teorías utilitaristas. No es cierto. La
norma de la moralidad es sólo una, la conciencia formada; seguir una costumbre
social, contra la conciencia, no es ético. Lo que la conciencia manda, en ese caso,
es ir contra la costumbre, con buenas razones y con el ejemplo. Así lo
entendía Cicerón, cuando comentaba el mito de anillo que hacía invisible a su
portador, que se lee en la República, de Platón. Veamos primero el mito del rey de

165
Lidia, en la versión platónica, dice así: «Giges era un pastor del rey de Lidia.
Después de una tormenta seguida de violento terremoto, la tierra se rasgó en el
paraje mismo donde pacían sus ganados; lleno de asombro a la vista de este
suceso, bajó por aquella hendidura y, entre otras cosas sorprendentes que se
cuentan, vio un caballo de bronce, en cuyo vientre había abiertas unas pequeñas
puertas, por las que asomó la cabeza para ver lo que había en las entrañas de este
animal, y se encontró con un cadáver de talla aparentemente superior a la humana.
Este cadáver estaba desnudo, y sólo tenía en un dedo un anillo de oro. Giges lo
cogió y se retiró. Posteriormente, habiéndose reunido los pastores en la forma
acostumbrada al cabo de un mes, para dar razón al rey del estado de sus ganados,
Giges concurrió a esta asamblea, llevando en el dedo su anillo, y se sentó entre los
pastores. Sucedió que habiendo vuelto por casualidad la piedra preciosa de la
sortija hacia el lado interior de la mano, en el momento Giges se hizo invisible, de
suerte que se habló de él como si estuviera ausente. Sorprendido de este prodigio,
volvió la piedra hacia afuera, y en el acto se hizo visible. Habiendo observado esta
virtud del anillo, quiso asegurarse repitiendo la experiencia y otra vez ocurrió lo
mismo: al volver hacia dentro el engaste, se hacía invisible; cuando ponía la piedra
por el lado de afuera se volvía visible de nuevo. Seguro de su descubrimiento, se
hizo incluir entre los pastores que habían de ir a dar cuenta al rey. Llega a palacio,
corrompe a la reina, y con su auxilio se deshace del rey y se apodera del trono.»
(Platón, República, II, 359c-360b).

Giges aprovechó su condición de invisible para saltarse las leyes humanas y eludir
el juicio de los demás, cometió adulterio y asesinó al rey. La pregunta que plantea
Cicerón es si, anterior y más fuerte que la opinión pública y el poder de la ley, no
hay un motivo interior para obrar bien. ¿Acaso se reduce la moral a una obligación
impuesta por los demás? «A este propósito aplica Platón la conocida historia de
Giges (…). Decía, pues, que si el sabio tuviera este anillo no se podría creer más
autorizado a pecar que no teniéndolo; ya que los hombres de bien buscan la
rectitud, no la impunidad. (…) El sentido de esta fábula y de este anillo es el
siguiente: si tú pudieras hacer algo movido por el afán de riquezas, potencia,
dominio o placer, y nadie lo hubiera de saber, ni siquiera sospechar, si eso hubiera
de quedar siempre desconocido para los dioses y los hombres, ¿lo harías? Dicen
que el caso no se puede dar. Puede, en realidad; pero pregunto, eso que dicen que
es imposible, si fuera posible, ¿qué harían? Se obstinan muy groseramente; dicen
que no puede ser e insisten en ello; no ven el valor de estas palabras: “si fuera
posible”» (De Officiis, III, 38-9). A Cicerón le parece «obstinación grosera» no
atender a otra cosa que al hecho de que siempre me podrán ver; el asunto no es ese
sino este otro: supuesto que nadie me viera, que nadie me lo reprochara ni me
juzgara por ello, me juzga mi conciencia, me lo reprocha ella y me sé culpable; si
no quiero rectificar, entonces quiero ser malo.

6. La verdad moral

En el seno de una ciencia se decide qué enunciados son verdaderos y cuáles falsos.
¿En qué consiste la verdad moral? “Verdad” no puede significar exactamente lo
mismo en el orden teórico y en el práctico. La verdad teórica −adecuación del
juicio y la cosa− es objetiva y externa; la verdad práctica es en gran medida
“subjetiva”, porque consiste en la adecuación del juicio práctico y la conducta, lo
que el lenguaje moderno llama “autenticidad”. Esta verdad no se refiere a lo
externo, sino a la vida lograda, su criterio o “regla” última es el bien, la felicidad.
El hombre está llamado a ser feliz, si no actúa de acuerdo con los dictados de la

166
razón malogra su existencia, se desvía de su destino a la felicidad. El mal moral
empobrece la humanidad de un hombre dando un acto erróneo y, en el límite, un
hombre errado.

Sin embargo es bien cierto que la verdad moral tiene su asiento en la razón, como
la teórica, más el objetivo de la ética no es saber por saber, sino saber para obrar
bien, y para hacerse mejor. La verdad moral es el dictado de la razón, que manda,
prohíbe, aconseja, etc., hacer una cosa u otra, en una situación. Lo que la razón
propone como bueno, eso es la verdad moral, pero si no se pone por obra, o se
pone a medias, entonces la verdad queda en la mente y no se plasma en las obras;
quien actúe así no sólo hará acciones injustas, o dirá mentiras, etc., sino que
también se hará injusto, mentiroso, etc., además se habituará a lo injusto o a lo
falso, y cuanto más tarde en rectificar las acciones anteriores, más difícil se le irá
haciendo distinguir lo justo de lo injusto, y en general lo bueno de lo malo. La
razón práctica (también la voluntad), se habitúa al error y eso la entorpece para
apreciar la verdad. Nadie puede vivir mucho tiempo dividido contra sí mismo, si
frecuentemente actúa de modo contradictorio con su juicio, una de dos, rectificará
el obrar o acomodará su juicio a su obrar. Desde los griegos Platón y Aristóteles,
se ha llamado prudencia al hábito que perfecciona a la razón en su uso práctico,
moral. El asiento de la verdad moral es la razón prudente. Pero sin la práctica
habitual del bien, la razón se vuelve imprudente, se oscurece su capacidad para
discernir lo bueno de lo malo. De ahí que la verdad moral, sin la práctica, sea algo
“formal”, sólo teórico y tal vez apreciado como ilusorio, impracticable.
En referencia a este concepto de verdad –no sólo formal sino también “material”, o
materializada– se entiende el concepto de moral como una ciencia «teórico-
práctica». Aristóteles insiste en esta peculiaridad de la ética, que no se estudia la
virtud sólo para conocerla, sino para realizarla. La ciencia moral no culmina en
saberla, sino en vivirla. Al contrario, la característica de la ética deontologista de
Kant, es precisamente que limita la verdad ética al acuerdo de la razón consigo
misma, pero no consigue explicar cómo se traduce ese acuerdo en acciones
buenas, malas y rectificaciones. Sin embargo la rectificación es lo peculiar de la
conducta humana cuando nos esforzamos por actuar de acuerdo con la razón, es
decir, con la conciencia.

Aristóteles advierte también que no se debe pretender el mismo tipo de certeza en


todo saber. La ética logra frecuentemente una certeza basada en la aproximación,
como cuando se trata de ser moderado o veraz; la dieta moderada no es una misma
cantidad para quien pesa 120 quilos y el que pesa 60, ni sería verídico quien
declarara todo lo que sabe ante cualquiera. La certeza ética tiene márgenes
borrosos, y no se puede pretender la misma certeza en ética que en matemáticas.
Se parece, dice Aristóteles, a la exactitud de la línea que logra el artesano, la
rectitud del tablón del ebanista no puede ser la del geómetra. Además el patrón de
rectitud se perfecciona con el ejercicio, de modo que la práctica de la justicia, de la
moderación o de la veracidad da luces, no sólo para aplicar ese ideal a los actos
sino también para conocerlo mejor. 

La ética es exacta cuando prohíbe, pero imprecisa cuando manda o recomienda.


Por su forma lógica, la prohibición de un mal es un enunciado universal, no admite
excepción. Eso significa que la excepción no es lícita ni siquiera en “un” caso. Por
ejemplo, la ilicitud de matar no puede atenuarse, y la norma que lo prohíbe no
tolera ser leída como si dijera: “Casi nunca mates”. Que “no es lícito matar al
(hombre) inocente” es un enunciado universal. Parece excluirse el caso de defensa

167
ante el agresor injusto. Sin embargo, el derecho a darle muerte se limita a la
preservación de la vida (no matar), y no legitima la desproporción, como matar si
basta con herir o impedir. Pero la excepción es aparente, en realidad el mandato
sigue vigente, pues dejarse matar atenta contra la prohibición de matar.

En los casos en que la conciencia manda algo bueno –la mayoría–, es preciso
alcanzar un término medio entre el exceso y el defecto. Así se alcanzan virtudes
como la moderación, la sobriedad, el buen humor, la generosidad, etc. La práctica,
como hemos dicho, capacita a la razón para juzgar mejor acerca de ellas. Pero se
supone que la excelencia se da entre dos extremos, así el buen humor se aparta
tanto del pesimismo como de la risa alocada, la generosidad evita la avaricia y la
cicatería pero también la prodigalidad imprevisora. El «término medio» no es regla
universal, ya que hay acciones cuyo mismo nombre significa sólo un mal, de
manera que no cabe término medio, «como en el adulterio, el robo y el
homicidio», escribe Aristóteles, las circunstancias y la cantidad no varían la
calidad de la acción. En estos casos no hay aproximación posible a la excelencia,
el mismo obrar es errar.

7. El bien, principio moral

El punto de apoyo y la “regla” de la ciencia ética es el bien. Aristóteles lo define


como “aquello que todos apetecen”. El bien actúa atrayendo, pues el apetito es la
inclinación a obrar en vista a conseguirlo. Ahora, el apetito es de dos tipos: natural
y elícito (ver cap. 10, II). El apetito natural es espontáneo, expresa lanaturaleza del
sujeto; el apetito elícito deriva de un conocimiento previo y depende del apetito
natural. Esta distinción discierne el bien querido por sí y los bienes queridos por
otra cosa, medios para un bien mayor. Concluyamos que el primer principio de la
razón práctica y de la ciencia ética es el bien, pues el amor del bien es natural y
funda todas las acciones. Por eso la acción se subordina siempre a este criterio:
“Haz el bien, evita el mal”. Se trata de un principio primero, indemostrable y
evidente por sí sólo:

«Si existe, pues, algún fin de nuestros actos que queramos por él mismo y los
demás por él, y no elegimos todo por otra cosa —pues así se seguiría hasta el
infinito, de suerte que el deseo sería vacío y vano—, es evidente que ese fin será lo
bueno y lo mejor. Y así, ¿no tendrá su conocimiento gran influencia sobre nuestra
vida, y, como arqueros que tienen un blanco, no alcanzaremos mejor el nuestro?»
(Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1094a, 20-25). Aquí se ve cómo se articulan
bienes y deberes. El deber aparece con la acción, no es extraño a ella ni viene
impuesto por una causa ajena, deriva de nuestra naturaleza activa. Tenemos que
obrar, pero de acuerdo con la razón; la razón manda (he aquí el deber) actuar
rectamente, ordenando los medios al fin. Tenemos así dos cosas importantes:
a) Primera, que deber no significa imposición, sino realización de la naturaleza
racional. El ser humano se realiza actuando, pero actuando racionalmente.
b) Segunda, que la lógica del razonamiento moral se funda en un primer principio
(“Haz el bien, evita el mal”) y sigue el criterio de la subordinación de medios
afines.

En suma, el bien es fundamento en las ciencias prácticas, como el ser lo es en las


teóricas. Este criterio asegura el carácter racional y científico de la ética y de las
ciencias humanas (sociales y políticas); es el axioma de todo discurso práctico y, al
revés, en cuanto las ciencias humanas prescinden de él pierden su carácter

168
científico y se convierten en ideologías o retórica. El bien común fundamenta el
orden social, la existencia de la autoridad y su valor vinculante; lo mismo sucede
con el derecho, la economía y la tecnología. En general, el bien del hombre no
abstrae del bien común, porque el hombre es naturalmente sociable.

8. La felicidad

Todos aspiran a la felicidad, sobre eso no hay discusión. Pero ¿en qué consiste la
felicidad? ¿No habrá tantas formas de ser feliz como preferencias? ¿Acaso no es
subjetiva la experiencia feliz? Hay algo de razón en esas objeciones, pues hay
diferentes estilos de vida. Aristóteles se hace eco de la discusión sobre las formas
de vida. Según Platón, hay tres grandes tipos, la vida según el placer (y la riqueza),
la vida según el poder (y la fama) y la vida según la virtud (y la sabiduría). Platón
las estratificó, Aristóteles las armoniza. Cada uno de esos grupos de fines son
auténticos fines de la vida humana, de modo que la razón no debe tanto separarlos
cuanto jerarquizarlos. La jerarquización está implícita en la noción de bien; sólo es
bueno en absoluto aquél bien que es amado por sí mismo, y no por otra cosa. Pero
la mayoría de los bienes son todavía medios, incapaces de presentar a la vida un
objetivo, una diana o fin último. Mas es patente que todos quieren los bienes en
razón de la felicidad, luego el asunto vuelve a ser la pregunta por aquel bien en el
que consiste la felicidad humanamente asequible: «De modo que si hay algún fin
de todos los actos, éste será el bien realizable» (EN, 1096a, 25).

Se trata de la felicidad asequible, porque un bien inasequible no mueve a la


voluntad. El deseo se interpreta aquí como el principio radical de todas las
acciones y, en suma, como la naturaleza humana. Recuérdese que la naturaleza
(physis) es para el estagirita «la esencia como principio de operaciones», esto es, el
mismo “ser” visto como fuente del actuar. Al revés, un ser sin actuaciones propias
no pertenece a la naturaleza y está de sobra, es absurdo («la naturaleza no hace
nada en vano»). Cuando nos preguntamos por el fin último asequible al hombre,
nos preguntamos por la naturaleza humana, no por las preferencias de algunos,
sino por lo común a todos. Se trata de la felicidad humanamente asequible.

La felicidad consiste en la posesión del bien, y el bien se entiende en referencia al


apetito («es lo que todos apetecen»), luego el deseo humano de felicidad apunta al
bien supremo. El bien supremo satisfará por tanto las siguientes condiciones: a)
Que sea perfecto y suficiente. Por ser perfecto, no le falta nada. Por suficiente,
nada se le añade. Si necesitara bienes añadidos, no sería el supremo. b) Que
sea estable. Esto incluye la durabilidad a lo largo de toda una vida, y excluye el
temor de perderlo. c) Que sea en acto, no en potencia. Una realización y no una
mera capacidad. En este sentido, será vida. d) Que sea conocido, pues nadie es
feliz sin conocer que lo es y el conocimiento es ingrediente de todo placer. e) Que
sea racional, pues lo vegetativo y lo sensible no llenan del todo la vitalidad
humana.

Pues bien, dadas estas condiciones, ¿qué bienes hay capaces de satisfacerlas? No
los placeres del cuerpo, pues éstos tienen un límite y no son estables, alternándose
con el dolor, la incomodidad o la mera ausencia de placer; además, los placeres
sensibles no son específicos del hombre, pues los tienen las bestias. Tampoco el
dinero y la riqueza, pues es medio y no fin, nunca es suficiente y carece de
estabilidad −se gasta o se pierde−, además hay bienes que no puede pagar.
Tampoco la fama ni la gloria, ya que éstas dependen de quienes las otorgan, no de

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quienes las merecen y a veces se otorgan a quienes las merecen menos. Tampoco
el poder, pues el poder humano no es suficiente, y además tiene razón de medio
para otras cosas, no es un fin en sí. ¿Qué queda? Quedan aquellos bienes que no
son externos (como el dinero o la fama), sino que permanecen en el que obra,
como el placer, pero no pasan sino quedan a disposición después de actuar, tales
son los hábitos buenos o virtudes. La virtud se parece al poder, de hecho es un
poder adquirido, pero su objeto no es lo que hagan otros sino lo que puede hacer
uno mismo; y la virtud crece. En la línea de los hábitos adquiridos se abre la
posibilidad de crecer sin límite, con un crecimiento de la propia naturaleza
humana. El incremento de conocimiento capacita para conocer más y mejor, y ese
incremento es estable, no depende de la suerte externa ni de la opinión de los
demás, etc. Lo mismo pasa con la prudencia, la justicia, la moderación, etc. Ahora
bien, de todas las virtudes las más propias del hombre son la ciencia y la sabiduría,
luego en ellas consiste la vida más feliz:

«Queda, por último, cierta vida activa propia del ser que tiene razón;... Y como
esta actividad se dice de dos maneras, hay que tomarla en acto, pues parece que se
dice primariamente ésta. Y si la función propia del hombre es una actividad del
alma según la razón o no desprovista de razón, y por otra parte decimos que esta
función es específicamente propia del hombre y del hombre bueno, como tocar la
cítara es propio de un citarista y de un buen citarista, (…), siendo esto así, decimos
que la función del hombre es una cierta vida, y ésta una actividad del alma y
acciones razonables, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y
hermosamente, y cada una se realiza bien según la virtud adecuada; y, si esto es
así, el bien humano es una actividad del alma conforme a la virtud, y si las virtudes
son varias, conforme a la mejor y más perfecta, y además en una vida entera.
Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco hace
venturoso y feliz un solo día o un poco tiempo» (1098a, 3-15). Si la felicidad es
vivir contemplando la verdad más alta, ésta es la del ser más perfecto, luego la
felicidad consiste en la contemplación de Dios. Ahora bien, esa felicidad sólo el
mismo Dios la posee; al hombre sólo le corresponde aproximarse a ella.

«Tal vida, sin embargo, sería demasiado excelente para el hombre. En cuanto
hombre, en efecto, no vivirá de esta manera, sino en cuanto hay en él algo divino,
y en la medida en que ese algo es superior al compuesto humano, en esa medida lo
es también su actividad a la de las otras virtudes. Si, por tanto, la mente es divina
respecto del hombre también la vida según ella es divina respecto de la humana.
Pero no hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos
puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino en la
medida de lo posible inmortalizarnos y hacer todo lo que está a nuestro alcance por
vivir de acuerdo a lo más excelente que hay en nosotros; en efecto, aun cuando es
pequeño en volumen, excede en con mucho a todo lo demás en poder y dignidad»
(1177b-1178a).

II. El objeto de la ética

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1. El hecho moral

Ortega solía decir que el hombre no recibe la vida hecha, sino por hacer, como un quehacer y un
encargo; a lo largo del tiempo obramos, cumplimos fines y nos forjamos un carácter. Tan cierto
es así que todos creen tener el conocimiento adecuado de lo que está bien y lo que está mal, de lo
debido y lo indebido, etc. Salta a la vista que la moralidad es un hecho humano, antes que una
teoría. Todos son capaces de enjuiciar acciones, propias y ajenas; todos saben por experiencia
qué es la voz de la conciencia y su autoridad, el sentido del deber, del mérito o de la culpa; todos
usamos el lenguaje para elogiar, censurar, recomendar, etc.; a todos nos admira el heroísmo y nos
indigna y entristece el crimen.
Los tratados de filosofía moral proponen la distinción entre bien físico y bien moral; todo el
mundo sabe, desde la niñez, que no es lo mismo lo que se puede hacer (físicamente) que lo que
es lícito hacer (moralmente). La experiencia del conflicto y de la norma aparece en los juegos
infantiles: los niños no pasan por alto las trampas ni las mentiras, si les perjudican, y poseen
capacidad de indignación ante ellas incluso cuando no les perjudican. En la niñez se capta la
verdad de la máxima: no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti. Sin esa
experiencia, no se entendería la literatura ni la historia y, al revés, porque la experiencia moral
existe, podemos comprender, salvando distancias, al autor de pinturas rupestres y a los héroes de
Homero, de Eurípides, de Heródoto, tan lejanos en el tiempo y formas de vida. Tenemos en
común las nociones elementales de la moral, mediante las que interpretamos y enjuiciamos,
proyectamos y evaluamos; gracias a esa experiencia la vida nos resulta inteligible, la razonamos
y la explicamos: ante nuestra propia conciencia y ante los demás. Por una parte, pues, todos
tienen conciencia moral y la usan para entender la vida, para juzgar lo que se hizo o planear lo
que se hará. Se trata de un hecho universal y humano; así pues, la primera función de la moral es
dar razón de los actos: explicarlos, proyectarlos y enjuiciarlos.

2. Moral y conflicto de ideas

El hecho moral incluye el conflicto entre hombres, conductas e ideas. No todos ven las cosas
igual. El conflicto no es sólo de acciones, sino también de concepciones. A Herodoto le
extrañaba que los persas no enterraran a los muertos, sino que los expusieran a las aves de rapiña;
lo que para el griego era la mayor impiedad, para otros era lo justo. El choque cultural se produjo
ya en la antigüedad. También la diversidad de escuelas filosóficas; Sócrates y la Academia
ponían la felicidad humana en la virtud, mientras que los seguidores de Epicuro la ponían en el
placer y los estoicos en la apatía, o imperturbabilidad de ´animo. ¿Qué se debe hacer? ¿A quién
escuchar y seguir?
Cuando Descartes planeó su duda universal como método, cayó en la cuenta de que es imposible
abstenerse de actuar a la vez; ahora bien, puede que la vida tolere abstenerse de opiniones, pero
no de actuar. Formuló una (moral provisional) y se comprometió a seguirla como código de
conducta, hasta que una filosofía sólida le permitiera formular su (moral definitiva). El
planteamiento de Descartes es sorprendente y discutible, porque ¿cómo obliga un código si no
podemos asegurar que sus preceptos señalan lo que en verdad es bueno? Pero la perplejidad de
Descartes es significativa. Al menos reconoce dos cosas: 1) que se debe actuar, y se debe actuar
bien; 2) que actuar bien es seguir a la razón. Una actitud semejante aparece en Kant que,
considerando incierto que el mundo tenga existencia real en sí, y creyendo que la razón no es
capaz de conocer si el alma existe y es inmortal, o si Dios existe y es eterno, construye no
obstante toda una filosofía moral muy influyente sobre un solo fundamento: el factum de la
moralidad. Que el ser humano actúa, que debe actuar y que debe actuar bien, he aquí qué
significa ese factum, o hecho incuestionable. El filósofo prusiano dedujo de ahí que, dado que el
hombre tiene el deber de actuar bien, posee la capacidad de moverse con alguna certeza en el
(reino de los espíritus), esto es, en el ´ámbito de la libertad y la razón práctica. En efecto, si tengo
el deber de obrar bien, entonces debo creer que existen la libertad y la justicia divina.
Concluyamos: a) La moral, antes que una doctrina o una filosofía, es un hecho; b) Y es un hecho
de razón, es la racionalidad de la acción y c) La diversidad de escuelas no elimina ese hecho, más
bien lo acentúa.

3. Bienes, virtudes y normas


171
La diversidad de doctrinas ´éticas proviene de las diferentes respuestas dadas a esta cuestión:
¿cuál es el objeto de la moral? Nadie discute que la moral versa sobre la vida, es decir, sobre la
acción, y que consiste en guiar la acción mediante la razón. La razón tiene dos usos, especulativo
y práctico. En su uso práctico, la razón guía los actos porque los juzga, antes y después de
ponerlos por obra; por eso mismo, la vida se entiende, se explica y se justifica de forma racional.
Eso significa que la vida consta de un entramado de actos dotados de sentido, con un por qué y
un para qué. Y en eso se apoya el carácter científico de la ética, pues la ciencia es el
conocimiento de las causas. Ahora bien, la causalidad de los actos humanos es libre. Si el
hombre no fuera libre tampoco sería un sujeto moral. De ahí que la libertad no sea un objeto de la
moral, sino fundamento de la misma. Ahora, supuesta la libertad, la voluntad quiere bienes, los
quiere de forma habitual (virtudes) y los quiere de acuerdo con la razón o contra ella (normas).
¿Cuál de estos tres objetos bienes, virtudes y normas es el principal? Lo discutido es en qué
principio se apoya la razón para juzgar las situaciones de la vida. En efecto, según se considere
que lo principal son los bienes, las virtudes o las normas, resultan diferentes filosofías de la
acción. Lo que se propondrá aquí es que esos temas (normas, bienes y virtudes) no son
autónomos ni cabe contraponerlos. Preguntarse cuál elegir sería erróneo, un planteamiento
reductivo que posterga o niega los demás. En realidad, ninguno de los tres se sostiene solo,
prescindiendo de los otros. Es menester tomarlos en correlación, no contraponerlos.

4. Los actos humanos

El objeto de la moral es la acción humana de acuerdo con la razón. El ser humano es la única
criatura que actúa con juicio, y sin ´el no actúa. La duda, en efecto, paraliza. La acción humana
no es un acto cualquiera, sino el acto voluntario. Se distingue entre actos humanos y actos del
hombre, según sean voluntarios o involuntarios. Los primeros son objeto de la moral, los
segundos no. El acto voluntario es responsable, esto es, reúne las siguientes condiciones: a) es
consciente, b) es deliberado, y c) es elegido, con voluntariedad plena.

Si falta alguna de estas condiciones, la voluntariedad es imperfecta o no existe, por lo que no se


considera responsable al agente. Responsable es el acto humano o voluntario, sólo. De los actos
involuntarios no se tiene responsabilidad, mérito ni culpa. La voluntariedad se destruye en la
acción: a) inconsciente, como la del menor o del somnámbulo; b) indeliberada, como los actos
reflejos, emociones, etc. y c) coaccionada, si se actúa bajo el imperio de una fuerza externa. De
aquí se sigue que la ignorancia, la pasión irresistible (que anula el juicio) o la violencia impiden
la libertad y voluntariedad de la acción.

Bajo tales condiciones el acto del hombre no es el acto humano, o voluntario, que estudia la
´ética como objeto propio. Esto delimita la psicología de la moral, en gran parte.

III. El bien

1. ¿Qué es lo bueno? Por Antonio Orozco

Difícilmente puede hallarse una pregunta de mayor interés: ¿Qué es lo bueno? ¿Qué es el bien?
Porque todo hombre guarda en lo más hondo de su ser el deseo invencible de ser bueno y de
hacer lo bueno. Y si hace el mal es porque le deslumbra la partecilla de bien con la que el mal se
reviste. Es una consecuencia natural de ser criaturas de Dios, Bien infinito, que todo lo hace
bien y para el bien; que no sólo ha puesto el bien en todas sus obras, sino la aptitud para hacer el
bien y así incrementarlo. Todos gozamos de una especie de instinto para descubrir el bien.
Sabemos que "lo bueno es el bien" y que "lo malo es el mal". Sin embargo, en la práctica no
pocas veces se nos plantea un problema: ¿es esto bueno? ¿Es bueno que yo haga tal cosa? La
respuesta no es siempre inmediata y cierta; a veces requiere un estudio largo y arduo. Pero
siendo tan importante acertar en lo que se juega nuestra propia bondad, nuestro bien,
comprendemos que el estudio haya de ser riguroso, científico, de modo que la conclusión se
apoye en argumentos sólidos e irrefutables. Así nace la ciencia que llamamos Ética (de ethos,
172
costumbre o modo habitual de obrar), que investiga precisamente lo que es bueno hacer, de
modo que, haciéndolo, alcancemos la perfección humana posible y por tanto la satisfacción de
nuestros más hondos deseos, es decir, la felicidad.
Cuando se dice que algo "es ético" o que "no es ético", se está diciendo que es o no es bueno.
Ahora bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha de ser "ética", no siempre
estamos de acuerdo en "lo que es ético". Lo que parece "ético" a unos, puede resultar una
monstruosidad a otros. Así por ejemplo, algunos llaman "ético" al aborto provocado en caso de
embarazo por violación; lo cual a muchos nos parece uno de los peores crímenes -incluso quizá
peor que el terrorismo-, y negación del más elemental derecho de la persona, el derecho a la
vida.
Este caso nos permite entender la enorme importancia de aclararnos sobre qué es y qué no es
"ético"; sobre qué es en realidad "lo bueno". Se trata de una cuestión de vida o muerte, y es
preciso encararla con toda seriedad y rigor. ¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre "lo
que es bueno", al menos en lo fundamental, o estamos condenados a una eterna duda o a
opiniones sin fundamento racional? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos permita, sin
temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? La respuesta del sentido común ha sido siempre
afirmativa. Pero conviene que comprendamos por qué; y por qué algunos no lo ven así.
Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna perfección que hace a la cosa
deseable, apetecible. Aristóteles decía que "el bien es lo que todos desean". Pero, ¿por qué todos
deseamos el bien? Porque vemos en él algo que nos beneficia, que "nos hace bien", que nos
perfecciona, nos mejora, satisface nuestras necesidades, nos hace más felices. Cabe decir que el
bien es una perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva.

Es de notar ahora que no todo lo que perfecciona a un sujeto, perfecciona a otros. El abono
animal alimenta las flores, pero no al hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, para las
vacas, no para nosotros. Es claro pues que el bien es relativo: dice relación a un sujeto o a un
conjunto más o menos numeroso de sujetos determinados. Esa "relatividad" del bien ha
inducido a muchos a pensar que el bien no es algo "objetivo", es decir, que no está ahí,
independiente de mi pensamiento, sino que cada uno puede tomar por bueno "lo que le
parezca"; cada uno sería libre de considerar bueno una cosa o su contraria y decidir por su
cuenta sobre el bien y el mal. Cada uno -se ha dicho- sería "creador de valores", porque el valor
o bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en mi subjetividad, en mi pensamiento, en mi
deseo o en mi opinión. Es un grave error en el que hoy incurren no pocos, pero no es nuevo; es
tan viejo como el hombre. Adán y Eva ya quisieron no reconocer el bien donde se hallaba
-donde Dios lo había puesto-, sino donde a ellos les apetecía que estuviera, con su ya mala
voluntad.

En rigor, aunque el bien sea "relativo" (algo es bueno siempre "para alguien"), no hay nada
menos subjetivo u opinable. La bondad del aire que respiramos, el agua que bebemos, el calor y
la luz del sol que nos vivifica, etcétera, etcétera, no es algo que inventamos o creamos: no es
una bondad "opinable": está ahí, con independencia de nuestra estimación. De modo similar
descubrimos el valor de la justicia, de la libertad, de la paz, de la fraternidad: valores objetivos
que no tendría sentido negar. De modo que si yo los negase porque en algún momento no me
apetecieran, seguirían siendo valiosos para todos. Mi inapetencia sería un síntoma seguro de
alguna enfermedad del cuerpo o del alma. Es también importante advertir -frente a lo pensado y
muy difundido por ciertos filósofos- que si yo apetezco la manzana, no es porque yo le confiera
el buen sabor. La manzana no es sabrosa simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque
a otro no le guste -quizá porque esté enfermo-, la bondad de la manzana no es un producto de
mi subjetividad: es la manzana misma que tiene de por sí la aptitud para causar un buen sabor y
una buena nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor podría encontrar yo en el acíbar o en la
basura.
Es indudable que hay bienes, valores objetivos. Pero cabe preguntarse si todos los bienes lo son.
Y, en efecto, la respuesta es afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las acciones humanas,
quiérase o no, siempre perfeccionan o dañan, incluso las que, teóricamente, pueden considerarse
con razón indiferentes (como, por ejemplo, pasear).
La "relatividad" del bien no quiere decir, pues, que el bien sea bueno porque mi voluntad lo
desea, sino que mi voluntad lo desea porque es bueno. La bondad, primeramente está en la cosa
173
y después puede estar en mi capricho, opinión o estimación. Lo que es bueno para mí puede ser
malo para otro; por ejemplo, un fármaco o un trabajo determinado. Esto no depende de mi
parecer. ¿De qué depende entonces? Depende, justamente, de lo que yo soy, depende de mi ser,
lo cual, ahora, no depende de mi voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo ahora tenga
cualidades y defectos que sean consecuencia de mi libre voluntad, lo que he llegado a ser, lo que
ahora soy, lo soy ya con independencia de mi voluntad, y con la misma independencia habrá
cosas buenas o malas para mí.
El bien depende pues del ser (real, objetivo, que está ahí) y del modo de ser. Y hay algo que el
hombre nunca podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las características
individuantes o personales de cada uno, no difuminan ni anulan la naturaleza humana, al
contrario, son perfecciones (o defectos) de esa naturaleza peculiar, que compartimos todos los
hombres, y que hace posible que hablemos con sentido del "género humano" o de la ""especie
humana", y también de un bien objetivo común a toda la humanidad.
De manera que hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también, indudablemente,
bienes relativos a la naturaleza humana común, y, por tanto, a todos y a cada uno de los
individuos de nuestra especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas, universales y
permanentes que afectan a todos los hombres, de cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la
naturaleza, forzosamente ha de dañar a la persona, porque la persona no es ajena a la naturaleza
sino una perfección --el sujeto-- de esa naturaleza determinada.
A naturalezas diversas corresponden diversos bienes. Lo que es bueno para el bruto o para el
ángel, puede no ser bueno para el hombre. Por eso, para saber lo que es bueno para el hombre
-para todos y cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta a la gran pregunta: ¿Qué es
el hombre? "Qué soy yo, Dios mío? -exclamaba San Agustín-. Mi esencia, ¿cuál es?".
La Ética (ciencia sobre los bienes del hombre) supone la Antropología filosófica (que estudia
qué es el hombre). En la historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque hay
diversos conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay diversos conceptos sobre los
bienes.

2. El bien y su fundamento

1. El bien y el ser realmente son lo mismo. Sólo se diferencian con distinción de razón. Esto se
demuestra de la siguiente manera. La razón de bien consiste en que algo sea apetecible. El
Filósofo dice en el I Ethic. que el bien es lo que todos apetecen. Es evidente que lo apetecible lo
es en cuanto que es perfecto, pues todos apetecen su perfección. Como quiera que algo es
perfecto en tanto en cuanto está en acto, es evidente que algo es bueno en cuanto es ser; pues ser
es la actualidad de toda cosa, como se desprende de lo dicho anteriormente. Así resulta evidente
que el bien y el ser son realmente lo mismo; pero del bien se puede decir que es apetecible, cosa
que no se dice del ser.

2. Conceptualmente el ser es anterior al bien. Pues lo significado por el nombre es lo que el


entendimiento capta de una cosa y lo expresa por la palabra; luego conceptualmente aquello es
anterior porque primero entra en la concepción del entendimiento. Lo primero que entra en la
concepción del entendimiento es el ser, porque algo es cognoscible en cuanto que está en acto,
como se dice en el IX Metaphys. Por eso el ser es el objeto propio del entendimiento y así es lo
primero inteligible, como el sonido es lo primero audible. Así, pues, conceptualmente el ser es
anterior al bien.

3. Todo ser, en cuanto ser, es bueno. Pues todo ser, en cuanto ser, está en acto, y de algún modo
es perfecto porque todo acto es alguna perfección. Lo perfecto tiene razón de apetecible y de
bien, como quedó demostrado. Consecuentemente, todo ser, en cuanto tal, es bueno.

4. Como quiera que el bien es lo que todos apetecen, y esto tiene razón de fin, resulta evidente
que el bien tiene razón de fin. Sin embargo, la razón de fin presupone la razón de causa eficiente

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y de causa formal. Pues observamos que lo primero que se da en el causante es lo último que se
da en lo causado. Ejemplo: El fuego calienta los cuerpos antes de infundirles la forma de fuego;
sin embargo, el calor se deriva de la forma sustancial del fuego. Así, pues, en la causalidad
encontramos primero el fin y el bien que impulsan la causa eficiente; segundo, la acción que
impulsa la consecución de la forma; tercero, la llegada de la forma. Por su parte, en lo causado
hay que invertir el orden. Primero, la forma por la que es ser; segundo, la fuerza efectiva por la
que se convierte en ser perfecto (como dice el Filósofo en IV Meteor., nada hay perfecto si no
puede hacer algo semejante a sí mismo); tercero, la razón de bien por la que en el ser se
fundamenta la perfección.

5. Algo es bien en cuanto es perfecto, por esto es apetecible como se dijo. Y se dice perfecto a
aquello que en lo correspondiente a su perfección no le falta nada. Como quiera que todo es lo
que es por su forma, hay cosas que presuponen la forma, y otras que se siguen de ella. Así, para
que algo sea perfecto y bueno requiere tener, además de la forma, lo que ésta presupone y lo que
de ella se sigue. La forma presupone la adaptación de los principios tanto materiales como
eficientes. A esto le llamamos modo; por eso se dice que la medida establece el modo. Y la
misma forma es llamada especie, porque por la forma algo queda constituido en especie. Por
esto se dice que el número proporciona la especie. Porque las definiciones determinantes de la
especie son como los números, según dice el Filósofo en VII Metaphys. porque, así como la
suma o la resta de una unidad hace variar la especie del número, así también, si se añade o se
quita una diferencia, varía la definición. De la forma se deriva la tendencia al fin, a la acción y a
otras cosas, porque lo que está en acto obra y tiende a lo que le resulta beneficioso respecto a la
forma. Esto es lo que corresponde al peso y al orden. De ahí que el concepto de bien,
atendiendo a la perfección, consista también en el modo, la especie y el orden.

6. Parece que esta división propiamente es la del bien humano. Sin embargo, si se considera la
razón de bien de forma más elevada y universal, encontramos que esta división propiamente
corresponde al bien en cuanto bien. Pues el bien es algo en cuanto es apetecible y es fin de la
tendencia del apetito. El fin de la tendencia del apetito puede ser considerado en su comparación
al movimiento del cuerpo físico. El movimiento del cuerpo físico termina definitivamente en lo
último; y en su marcha a lo último, también termina de alguna manera en los puntos
intermedios, y éstos son llamados términos en cuanto que en ellos termina una parte del
movimiento. El último término tiene que ser entendido bajo dos aspectos: 1) Uno, como aquello
a lo que uno se dirige, como puede ser un lugar a una forma; 2) otro, como reposo en aquello.
Así, lo que es apetecido como medio para conseguir el fin último de la tendencia del apetito, se
llama útil; y lo que es apetecido como fin último de la tendencia del apetito, se llama honesto,
porque se llama honesto a aquello que es apetecido por lo que es. Aquello en lo que termina la
tendencia del apetito, es decir, la consecución de lo buscado, es el deleite.

IV. La conciencia moral

1. La conciencia

Conciencia, tiene dos acepciones: una psicológica y otra moral. Conciencia psicológica es el
conocimiento reflejo, el conocimiento de uno mismo, la autoconciencia. Conciencia moral es la
capacidad de juzgar la conducta humana desde el criterio ético o moral. Es, por tanto, una
capacidad de la inteligencia humana. De una inteligencia que tiene diversas capacidades, que es
polifacética. Hay -entre otras- una inteligencia estética, una inteligencia matemática, una
inteligencia moral.

175
Por eso Kant pudo hablar de razón pura (científica) y razón práctica (moral). Así pues, la razón
actúa como conciencia cuando juzga sobre el bien o el mal. No el bien o el mal técnico o
deportivo -el que nos dice si somos un buen dibujante o un mal tenista-, sino el bien o mal moral:
el que afecta a la persona en profundidad. Hay acciones que afectan a la persona superficialmente
y acciones que la afectan en profundidad. Lavarse la cara afecta a la exterioridad de la cara; en
cambio, mentir afecta a la interioridad de la persona. Un periodista preguntaba a la modelo
Valeria Mazza:
- ¿Hay trabajos que ha rechazado alguna vez?
- Sí. Nunca hice un desnudo o pasé ropa transparente.
Eso hubiera afectado seriamente mi personalidad.
Esas acciones que afectan al núcleo de la persona son las que sopesa la conciencia moral. La
conciencia es una curiosa exigencia de nosotros a nosotros mismos. No es una imposición
externa que provenga de la fuerza de la ley, ni del peso de la opinión pública, ni del consejo de
los más cercanos. Sócrates dice a Critón que las razones que le impiden huir «resuenan dentro de
mi alma haciéndome insensible a otras». Y muchos de los que, a lo largo de la historia, han
actuado en conciencia contra la autoridad establecida, no lo han hecho por afán de rebeldía; sino
por el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer o permitir. Gandhi,
acusado de sedición, se defiende en el más grave de sus procesos con estas palabras: «He
desobedecido a la ley, no por querer faltar a la autoridad británica; sino por 'obedecer a la ley
más importante de nuestra 'vida: la voz de la-conciencia».
La conciencia juzga con criterios absolutos; porque puede juzgar desde el más allá de la muerte.
Un «más allá» que es precisamente lo que está en juego. Por la presencia de ese criterio absoluto
intuye el hombre su responsabilidad absoluta y su dignidad absoluta. Por eso entendemos a
Tomás
Moro cuando escribe a su hija Margaret, antes de ser decapitado: «Esta es de ese tipo de
situaciones en las que un hombre puede perder su cabeza y aun así no ser dañado». Y
entendemos, al leer la novela Matar un ruiseñor, que el abogado Átticus Finch, en mi país
racista, se enfrente a la opinión pública de toda su ciudad por defender a un muchacho negro:
«Antes que vivir con los demás tengo que Vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige
por la regla de la mayoría es la propia conciencia». Y entendemos también a Platón, cuando nos
dice que la verdadera salvaguarda de la justicia está en el más allá: en un juicio de los muertos
seguido de premios
y castigos. Por eso, la República, ese inmortal ensayo de filosofía política, concluye con el mito
de Er, una narración escatológica para poner de manifiesto que la última garantía de la justicia
está después de la muerte.. ,!
La conciencia es una brújula para, el bien y un freno para. El -mal: el hombre no lucha como los
animales, solo con uñas y dientes, sino también con garrotes, arcos, espadas, aviones,
submarinos, gases, bombas. Para bien y para mal; la inteligencia desborda los cauces del instinto
animal-y complica extraordinariamente los caminos de la criatura humana. Pero la misma
inteligencia, consciente de su doble posibilidad, ejerce un eficaz autocontrol sobre sus propios
actos, un control de calidad, Confucio define la conciencia con palabras sencillas y exactas: luz
de la inteligencia para distinguir el bien y el mal. Y las grandes tradiciones culturales de la
humanidad, desde
Confucio y Sócrates han llamado conciencia moral a ese muro de contención del mal, y 1e han
otorgado el máximo rango entre las cualidad humanas.
Un repaso a la historia, que ese sexto sentido del bien: y del mal, de lo Justo y de lo injusto, se
encuentra en todos los individuos y en todas las sociedades, entre otras razones porque todo
individuo, desde niño, es capaz de protestar y decir “no hay derecho”.
La conciencia un juicio de la razón, no una decisión de la voluntad. Por eso, la conciencia' puede
funcionar bien y sin embargo, el hombre puede obrar mal.
Con otras palabras: la conciencia es condición necesaria, pero no suficiente, del recto obrar. Los
personajes de Shakespeare saben esto perfectamente. Dice Mabeth, antes de asesinar a su rey:
¡Baja, horrenda noche ,y cúbrete bajo el palio de la más espesa humareda del infierno ¡Que mi
afilado puñal oculte la herida que va a abrir, y que el cielo, espiándome a través de la abertura de
las tinieblas, no pueda gritarme: basta, basta!

Ese es precisamente el problema de Hamlet: una fina conciencia aliada con una mala voluntad.
176
Yo soy medianamente bueno; y, con todo, de tales cosas podría acusarme, que más valiera que
mi madre no me hubiese echado al mundo. Soy muy soberbio, ambicioso y vengativo, con más
pecados sobre mi cabeza que pensamientos para concebirlos, fantasía para darles forma o tiempo
para llevarlos a ejecución. ¿Por qué han de existir individuos como yo para arrastrarse entre los
cielos y la tierra?
El juicio moral es en Hamlet correcto, pero su voluntad no consigue rectificar su deseo de
venganza. De ahí el sentimiento de mala conciencia, tan común y tan abrumador a veces, que ha
llevado a algunos filósofos a pensar como remedio el cortar por lo sano y eliminar "la conciencia.
Nietzsche piensa que sin conciencia no habría sentimiento de culpa, y sin sentimiento de culpa
viviríamos felices.
Sin embargo, la conciencia es una pieza insustituible de la personalidad humana. No es correcto
concebirla como un código de conducta impuesto por padres y educadores, algo así como un
lavado de cerebro que pretende asegurar la obediencia y salvaguardar la convivencia pacífica. En
cierta medida, la conciencia es fruto de la educación familiar y escolar, pero sus raíces son más
profundas: está grabada en el corazón humano. La conciencia es una pieza necesaria de la
estructura psicológica del hombre. También hemos sido educados para tener amigos y trabajar,
pero la amistad y el trabajo no son inventos educativos sino necesidades naturales: debemos
obrar en conciencia, trabajar y tener amigos porque, de lo contrario, no obramos como hombres.
Si tenemos pulmones, ¿podríamos vivir sin respirar? Si tenemos inteligencia, ¿podríamos
impedir sus juicios éticos?
Desde este planteamiento se entiende que la conciencia moral, lejos de ser un bello invento, es el
desarrollo lógico de la inteligencia, pertenece a la esencia humana, no es un pegote, forma parte
de la estructura psicológica de la persona. No debemos olvidar que el juicio moral no es un juicio
sobre un mundo de fantasía, sino sobre el mundo real. Puedes impedir el juicio de conciencia, y
también puedes negarte a comer, o conducir una moto con los ojos cerrados. Lo que no puedes es
pretender que los ojos, el alimento y los juicios morales sean cosas de poca monta, sin grave
repercusión sobre tu propia vida. Precisamente por ser la conciencia una pieza insustituible se
puede hablar así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos.
Dotados corno están de dignidad y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con
los otros». «Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de
religión» (Declaración Universal de Derechos Humanos, artículos 1 y 18).
«Es mucho menos pesado tener a un niño en brazos que cargarlo sobre la conciencia» (Jéróme
Lejeune).
Ante la necesidad de decidir moralmente, resulta necesario educar la conciencia. Tal educación
debe ser temprana y no interrumpirse, pues ha de aplicar los principios morales a la multiplicidad
de situaciones de la vida. Una educación protagonizada por la familia, la escuela y las leyes
justas. Una educación que lleva consigo el equilibrio personal y que supone respetar tres reglas
de oro: hacer el bien y evitar el mal, no hacer el mal para obtener un bien, y no hacer a nadie lo
que no queremos que nos hagan a nosotros.

2. La conciencia moral

Es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto
concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está
obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. La conciencia hace posible asumir
la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la
conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la
malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía
de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha
de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la
gracia de Dios.

¿Qué es la conciencia? La conciencia es un juicio de la razón por el que el hombre reconoce la


bondad o maldad de un acto. Por ejemplo dice: "soy consciente de que este detalle con mis
padres es bueno".

¿Qué se necesita para tener conciencia? Para emitir un juicio de conciencia sobre el bien-mal
177
de un acto, se necesita una inteligencia que juzgue, y un conocimiento previo que sea la base en
que se apoya este juicio moral. Algo similar sucede cuando el entendimiento dictamina sobre la
verdad de algo. Por ejemplo, al escuchar: "las vacas vuelan", la razón emite un juicio inmediato
que dice: "falso". Este juicio está basado en el conocimiento previo de vacas y vuelo.

¿Cuál es la base de apoyo para la conciencia? El juicio de conciencia se basa en el


conocimiento de la naturaleza humana y de lo que le conviene. Esta sabiduría se adquiere de dos
fuentes:
a. Por un lado, la propia naturaleza humana reclama un modo de actuar que suele llamarse ley
natural. El Creador nos ha hecho de una determinada manera y está grabado en el hombre un
conocimiento básico de lo que está bien o mal.
b. Además, el Señor ha querido manifestar claramente lo que nos conviene, y disponemos de los
diez mandamientos y las enseñanzas de Jesucristo, que ayudan a formar la conciencia.

¿Cómo formarse bien la conciencia? El juicio moral de la inteligencia se hace más certero si el
hombre obtiene más conocimientos de las dos fuentes anteriores.
a. Para conocer mejor la naturaleza humana irá bien fomentar el deseo de buscar la verdad y de
obrar bien. También esto último, pues a base de obrar mal la inteligencia se malacostumbra y
pierde claridad de juicio.
b. Para aprender o recordar las enseñanzas de Jesucristo, habrá que acudir a medios de formación
cristiana: charlas, homilías, cursillos, libros, etc.
c. Para la aplicación práctica de esos conocimientos, irá bien escuchar el consejo de personas
buenas y entendidas.

¿Conviene tener una conciencia bien formada? Es importante distinguir el bien del mal, para
acertar en lo que conviene hacer. Los grandes criminales tienen la conciencia deformada y se
dice de ellos que son hombres sin conciencia.

¿Cualidades de la conciencia?

La conciencia no crea la ley, sino que aplica la ley de Dios al caso concreto.- El hombre no
inventa el bien-mal, sino que juzga basado en la ley natural grabada en su naturaleza. Un
carterista puede autoconvencerse de que robar es bueno, pero no lo es. Simplemente se equivoca.
La conciencia es inseparable de los actos humanos.- Se llaman actos humanos a los voluntarios y
libres, y por tanto conscientes. Conscientes de su bondad sensible -me gusta- y de su bondad
moral -me conviene-.
La conciencia instruye sobre el bien y mueve a obrar.- El juicio de conciencia es práctico: esto lo
puedo o debo hacer; esto lo debo evitar. Y se adquiere experiencia.
La conciencia aprueba o reprende.- El juicio de conciencia es principalmente anterior a la acción,
para obrar o no. Pero una persona continúa reflexionando después de actuar, con un dictamen de
aprobación y paz si se obró bien, o de inquieto rechazo si se obró mal. Por esto el hombre tiene
responsabilidad ante sí mismo.

¿Libertad de las conciencias? Se debe respetar la libertad de las conciencias, pero esto no
significa que la conciencia sea independiente de la ley divina. En este campo la libertad consiste
en ausencia de coacción al buscar la verdad, pero no independencia respecto a la verdad. Una
persona puede convencerse de que robar es bueno, o de que no existe Pekín. En ambos casos
obra libremente pero no acierta con la verdad moral o geográfica.

178
V. La libertad

1. La libertad interior o constitutiva

La libertad es una de las notas definitorias de la persona. Permite al hombre alcanzar su máxima
grandeza, pero también su mayor degradación. Es quizá su don más valioso, porque empapa y
define todo su actuar. El hombre es libre desde lo más profundo de su ser. Por eso los hombres
modernos han identificado el ejercicio de la libertad con la realización de la persona : se trata de
un derecho y de un ideal al que no podemos ni queremos renunciar. No se concibe que se pueda
ser verdaderamente humano sin ser libre de verdad. La libertad tiene cuatro grandes planos, que
se superponen e implican mutuamente. Considerarlos atenta y correctamente permite admirar
este don peculiar del hombre y evitar reduccionismos y confusiones en su consideración. A esto
se dedicarán los epígrafes de este capítulo: primero hablaremos de la libertad constitutiva,
después de la libertad de elección, en tercer lugar de la realización de la libertad, o de su
desarrollo , y en cuarto lugar de la libertad social , en su exceso y defecto y en su punto medio.
El primero nivel de consideración es la libertad constitutiva, también llamada fundamental o
transcendental. Es el nivel más radical y profundo: la persona humana es un ser libre. Esta
libertad llega hasta el nivel más profundo del hombre; no es una mera propiedad de sus actos,
sino de su mismo ser. Para captarla bien, y a fondo, se pueden hacer estas tres consideraciones:

1) La libertad constitutiva consiste en ser una intimidad libre, un espacio interior que nadie
puede poseer si uno no quiere, y en el cual yo estoy, de algún modo, a disposición de mí mismo.
Soy independiente, autónomo, puedo entrar dentro de mí, y ahí nadie puede apresarme, ni
quitarme la libertad. Se trata de un espacio interior inviolable, que puede definirse entonces como
un poseerse en el origen, ser dueño de uno mismo y, en consecuencia, de las propias
manifestaciones y acciones. Es característico del espíritu este poseerse a sí mismo.

Ningún cautiverio, prisión o castigo es capaz de suprimir este nivel tan profundo de libertad: se
puede mantener una creencia, un deseo o un amor en el interior del alma, aunque externamente
se decrete su abolición absoluta. Todas las formas de perseguir la religión o la libertad de

179
pensamiento se saldan con un fracaso, porque jamás llegan al interior de la conciencia, que es
siempre libre e inviolable. Ningún poder humano tiene capacidad ni legitimidad para quebrantar
esta libertad. La tortura es la violencia dirigida a lograr ese quebranto. Los cañonazos pueden
reducir una ciudad a polvo, pero nunca matar el derecho y la aspiración a la libertad. Los
mártires prefieren la muerte antes que dejar de ser libres. Los cautivos por sus ideales se
reafirman en ellos. Esta libertad interior o constitutiva, de la que mana la dignidad de la persona,
es la base de los derechos humanos y del ordenamiento jurídico. Su importancia en éste aspecto
es enorme, porque de ella brotan:

a) Los derechos a la libertad de opinión y expresión: cada hombre tiene derecho a buscar la
verdad, a aceptarla y a proclamarla, según su leal saber y entender. Parte de esta libertad es el
derecho a la libre discusión en esa búsqueda, tanto teórica como práctica: cada uno es libre de
pensar como crea mejor.

b) El derecho a la libertad religiosa, que es una libertad enraizada en lo más íntimo y profundo
del hombre, porque es el derecho a relacionarse con el Ser Absoluto. Nadie puede interponerse
en esa relación. Esta libertad interior incluye no sólo creer, sino también practicar una fe.

c) El derecho a vivir según dicten las propias creencias y convicciones, es decir, a respetar y
seguir las normas morales y éticas que señale la propia conciencia, la tradición común a la que
uno libremente pertenece y el proyecto vital que uno elija.

Además de todo esto, hay que tener también en cuenta que la libertad interior no es una trinchera,
detrás de la cual uno se aísla dando la espalda a los demás, o rechazándolos. Es bueno descubrir
y experimentar esta dimensión de la libertad (tan propia de la adolescencia, en la cual el mundo
interior es vivido por primera vez como algo libre e inédito), pero enseguida hay que pasar al
segundo nivel, la apertura, la manifestación, el ejercicio de la libertad y su desarrollo. El que se
queda aquí es el introvertido, el que sólo vive la libertad hacia sí mismo, el que ama ante todo su
independencia, su inviolabilidad, el que no comparte su "privacy" y, en consecuencia, está sólo y
sin amigos, pues la soledad es, ante todo, aislamiento de la persona.

2) La libertad constitutiva es apertura a todo lo real, no estar atado a unos pocos objetos, sino
tener una amplitud irrestricta de posibilidades, infinitud respecto de los objetos que se pueden
conocer y de las acciones que se pueden realizar para alcanzarlos. Esto ya se dijo al hablar de la
plasticidad de las tendencias humanas y las características del pensamiento: uno puede
"pasearse" por el mundo entero, porque está abierto a todo.

Cuando al hombre se le quiere quitar la libertad, se le mete en la cárcel. Encarcelar consiste en


encerrar entre cuatro paredes, es decir, en suprimir la capacidad de moverse, de salir fuera. Esto
es eliminar la apertura natural y libre: no poder moverse: "El espacio es libertad, ya que sólo
puede darse libertad mediante un salir o estar fuera de sí, pero este fuera sólo existe en un
espacio". Liberar de la prisión es "dejar en libertad", es decir, tener "espacio libre" . El hombre no
soporta el encerramiento porque, además de cuerpo y vida, tiene espíritu, que significa apertura y
libertad. Sólo puede encarcelarse a un ser libre. Después de la muerte, el castigo más
universalmente aplicado al hombre, es quitarle la libertad metiéndolo en prisión, que es una
forma de tortura. Esto no se puede hacer sin causa y procedimiento justos.
Pero el espíritu, además de apertura, es actividad. La libertad debe realizarse: debo diseñar
libremente mi conducta. Por tanto la libertad constitutiva es también inquietud de libertad,
inclinación a autorrealizarse, a alcanzar el fin de la naturaleza humana del modo en que uno
decida hacerlo. Aquí se puede definir la libertad como ser causa de sí mismo en el orden de las
operaciones: se mueve uno a sí mismo hacia donde uno quiere, para alcanzar la propia plenitud.
Se trata de afirmar "¡sé tú mismo!" respecto de uno. La libertad fundamental hace posible la
tercera dimensión de la libertad, que es precisamente esta realización y despliegue, el forjar un
proyecto de vida que encarne aquellos valores que uno busca o ha encontrado. Se puede expresar
así: "¡Realízate¡ ¡Sé el que puedes llegar a ser! ". Esta es una tarea que tiene carácter moral-
práctico.

180
3) Es muy importante advertir que el hombre no es sólo libertad, pues en tal caso no sería nada.
La libertad constitutiva convive con todo lo que uno ya es, es decir, con todo lo pre-consciente o
inconsciente. Lo preconsciente e inconsciente es, en primer lugar, mi propio cuerpo. Además
está el conjunto de elementos biológicos, genéticos, cognitivos, afectivos, educacionales y
culturales que el hombre lleva consigo cuando comienza su vida consciente y mientras desarrolla
ésta. A este conjunto lo llamamos síntesis pasiva.
"La síntesis pasiva es cronológicamente anterior a la libertad, pero cuando ésta se constituye, la
asume. Yo no soy libre de tener una determinada constitución biopsicológica, pero sí soy libre de
asumirla o no en mi proyecto biográfico". Mi dotación afectivo-valorativa, la urdimbre afectiva
en la que me he criado, la configuración biológica, física y material de mi situación, etc, son las
condiciones prácticas iniciales de mi libertad. Imaginarse una libertad pura, carente de esas
condiciones y de síntesis pasiva, sin limitación, es una utopía: una libertad así sencillamente no
existe, pues todos estamos determinados inicialmente en nuestras decisiones por la situación en
la que vivimos y por el tiempo en el que hemos nacido. Dicho de otro modo: nuestra libertad es
una libertad situada, parte de una situación determinada.

Imaginarse que la libertad consiste en la ausencia total de barreras, de límites que me constriñan,
en la carencia de toda determinación, es una fantasía, porque una libertad indeterminada,
genérica, que no es nada y puede serlo todo, es una abstracción inexistente: el hombre tiene
cuerpo, historia, nacimiento y síntesis pasiva. Confundir esa abstracción con la libertad es un
error que Hegel supo criticar con agudeza. Si al principio se pone una libertad que carezca de
cualquier límite o determinación, lo que resulta es la arbitrariedad y el capricho; si creo no estar
atado a nada, cualquier cosa es lícita y posible: "nada es verdad; todo está permitido"
(Dostoievski). Pero lo primero que es verdad es todo lo que ya soy desde que nací. Debo aceptar
mis limitaciones, porque son el requisito de mis grandezas. Libertad no significa independencia
total, no depender de nadie ni de nada: sencillamente, eso no se da.
La persona humana nunca parte de cero, porque el cero es una abstracción: vivimos en una
situación determinada y concreta; somos libres desde ella, no podemos dejar de tenerla en cuenta.
La síntesis pasiva hay que asumirla, no como una rémora, sino como una riqueza que me pone en
condiciones de formular libremente un determinado proyecto vital. Lo que ya soy no es un
inconveniente, sino, precisamente, aquello que posibilita en la práctica el ejercicio de mi libertad.
Esto tiene que ver con el uso de la voluntad que llamábamos aprobar o refutar: yo apruebo lo que
ya soy, parto de todo eso para empezar a ser yo mismo. La Revolución Francesa postuló más
bien una idea de libertad que consistía en abolir el sistema en que vivían, con todos sus valores,
y sustituirlo por otro, ideado mediante la razón abstracta: era partir de cero, y deshacerse de todo
el peso muerto de la "síntesis pasiva" que les tocó vivir. La consiguiente arbitrariedad práctica de
los revolucionarios fue lo que Hegel criticó.

2. La libertad de elección o de arbitrio

Nosotros tenemos conciencia de que podemos elegir o no (podemos ejercer la libertad o no) y de
que podemos elegir esto o aquello (podemos especificar la libertad de una u otra manera). Estas
dos capacidades, de ejercicio y de especificación, integran la capacidad de autodeterminación de
la voluntad que se conoce como libertad de arbitrio o libertad psicológica, según la cual
efectuamos la elección. "Choice" es la palabra inglesa hoy más caracterísitica para designar esta
preferencia por una entre muchas posibilidades. La libertad de elección se experimenta
espontáneamente dentro de nuestra conciencia: todos tenemos experiencia de que algunas de
nuestras acciones proceden de una libre elección.

Hay tres maneras de entender la libertad de elección o arbitrio, según se incurra en un defecto,
en un exceso, o en un cierto punto medio, que parece más verdadero. Vamos a exponerlas a
continuación:

1) El defecto consiste en decir que la libertad de arbitrio no es real, sino sólo aparente. En
realidad, añade esta opinión ya mencionada, nuestras elecciones y decisiones están siempre
previamente determinadas por motivaciones que nosotros ignoramos la mayor parte de las veces,
pero que son causas eficientes de nuestro comportamiento.
181
Estas motivaciones determinantes procederían, precisamente, de la síntesis pasiva: el código
genético, los sistemas de condicionamiento debidos al aprendizaje infantil, las frustraciones
psicológicas, el subconsciente, el ambiente familiar, el medio geográfico, la clase social, el
sistema económico... Todos estos factores reducirían casi a cero, según esa explicación, el
margen de la libertad de elección: uno actúa siempre determinado por un motivo que hace que la
libertad sea sólo una apariencia de libertad. Cuando uno cree actuar libremente, en realidad está
siguiendo un interés fáctico predeterminado, incluso sin saberlo. Los intereses sustituyen a la
libertad. Un determinismo de este tipo se puede reducir a esto: en la conducta humana todo es
síntesis pasiva. Toda elección está predeterminada por ella. Este planteamiento es muy frecuente
en las ciencias sociales (psicología, sociología, etc), que buscan en los fenómenos humanos sus
causas anteriores en el tiempo: la conducta humana sería una función del sistema nervioso o
social, y cumpliría unas leyes generales, de las cuales sería un simple caso. Por ejemplo: los
criminales serían enfermos y, por tanto, no culpables, pues delinquen porque su enfermedad les
inclina genéticamente a ello, o porque la sociedad les ha hecho así; no son libres para no
delinquir. Los defectos de este planteamiento ya fueron señalados al hablar de la ciencia: las
leyes generales, cuando la persona anda por medio, se cumplen de modo distinto al previsto.
Además, este planteamiento responde bastantes veces a una explicación materialista del hombre,
según la cual son los condicionantes biológicos, fisiológicos, genéticos, económicos,
subconscientes, etc, los que causan la conducta humana de un modo mecánico.
A todo esto hay que decir que la experiencia espontánea nos dice de modo rotundo e innegable
que uno puede de hecho decir ante algo "¡no me da la gana!" o "lo hago porque me da la
gana" .Esta evidencia sólo se puede negar formulando una teoría que dice que el ¡no me da la
gana! es una apariencia falsa. Pero en realidad una teoría que afirma que la experiencia que todos
tenemos es engañosa resulta ser ella misma mucho más engañosa y menos de fiar, porque quien
pone la evidencia espontánea bajo sospecha nunca suele aportar como prueba más que simples
teorías que nadie ha comprobado jamás.
La "filosofía de la sospecha" , que ve detrás de todo motivaciones ocultas, es un camino ya
desacreditado para entender al hombre. El positivismo del siglo XIX lo ejercitó de modo
generalizado. Para esta "filosofía de la sospecha" el hombre es un simple instrumento, un
muñeco, movido por causas "estructurales" o materiales, por ejemplo la libido y la represión
(Freud), el inconsciente colectivo (Jung), los intereses de clase (Marx), etc. Es evidente que la
síntesis pasiva condiciona nuestra libertad de decisión. Pero una cosa es condicionar y otra
suprimir. Los intereses inclinan a la voluntad en un determinado sentido, pero no anulan la
libertad.

2) El exceso en la valoración de la elección consiste en decir que la libertad significa, ante todo y
sobre todo, elección, y que basta elegir para ser libre, independientemente de que uno elija bien o
mal. El mejor y más cualificado representante de este modo de pensar es, para quien "si una
persona posee una razonable cantidad de sentido común y experiencia, su propio modo de
disponer de su existencia es el mejor, no porque sea el mejor en sí mismo, sino porque es su
modo propio". Se trata de una exageración del derecho a vivir según las propias convicciones al
que más atrás se aludió: "La única libertad que merece ese nombre es la de perseguir nuestro
propio bien a nuestra propia manera mientras no intentemos privar a los demás del suyo... Cada
uno es el mejor guardián de su propia salud física, mental o espiritual. La humanidad se
beneficia más consintiendo a cada uno vivir a su manera, que obligándole a vivir a la manera de
los demás".
Esta mentalidad, muy extendida en los países anglosajones, y en consecuencia en sus productos
televisivos y cinematográficos, viene a sostener que: 1) cada uno es libre de elegir lo que quiera;
2) siempre que los demás no se vean perjudicados. Por tanto, aunque alguien se equivoque, es
preferible dejarle en el error antes que imponerle una opinión o una elección que no sea la suya
propia (sin excluir, claro está, la posibilidad de convencerle): "La espontaneidad individual tiene
derecho al libre ejercicio. Los demás pueden ofrecerle, hasta entrometerse, consideraciones que
ayuden a su juicio, o exhortaciones que refuercen su voluntad; pero es él quien al final decide.
Todos los errores que probablemente cometa a pesar de estos consejos o advertencias, están lejos
de compensar el mal que supone permitir que otros le impongan aquello que ellos consideran un
bien para él".

182
Según esta opinión, lo peor es que alguien no ejerza su "choice". Si esto se da, basta para que el
hombre se realice. Es decir, poder elegir es el valor primero y principal. Todo es elegible, en
especial los valores y el estilo de vida de cada uno.
Este modo de entender la libertad va necesariamente acompañado de la idea de que todos los
valores son igualmente buenos para aquel que libremente los elige, pues lo que los hace buenos
no es que en sí mismos lo sean o lo dejen de ser, sino que son libremente elegidos. Todo lo que
se elige libremente es valioso, por ser ocasión de que se ejercite la libertad. No importa tanto si a
la larga eso perjudica a la sociedad, e incluso al que lo ha elegido: lo único verdaderamente
importante es que cada uno haga lo que quiera, siempre que no perjudique a los demás. Para
realizarse, basta elegir libremente. A su vez, todo aquello que alguien elija libremente, es no sólo
tolerable, sino admirable, puesto que es expresión de autenticidad.
Esta opinión refleja bien el modo más común en que hoy se entiende la libertad, y contiene tres
verdades indudables: 1) Sin libertad de elección, no se puede ser libre; 2) No se puede imponer a
nadie el bien y la verdad a costa de sacrificar su libertad; 3) La autenticidad es un ideal
irrenunciable, y consiste en esto: "existe cierta forma de ser humano que constituye mi propia
forma. Estoy destinado a vivir mi vida de esta forma, y no a imitación de la de ningún otro"; esto
es ser fiel a uno mismo.

Según lo visto hasta ahora, en el hecho de poner la libertad de elección como valor primero se
advierten algunas deficiencias:

a) Se tiende a dejar en la penumbra los condicionamientos de la elección. Para Mill, la libertad


equivale prácticamente al uso de la voluntad que llamábamos poder o dominio, que es la elección
respecto del futuro. La elección respecto al pasado, que llamábamos aprobar o refutar, y que se
ejerce respecto de lo que ya soy, es poco tenida en cuenta. Por eso se concibe la libertad como
espontaneidad, porque se piensa que el deseo espontáneo nace sólo de sí mismo, y con él se
realiza uno a sí mismo. Pero ser de verdad espontáneo es muy difícil: uno se realiza a sí mismo
desde una situación y hacia unos fines, y según unas preferencias previas: creer que uno se
realiza a sí mismo sólo por elegir lo que "espontáneamente" prefiera es, primero, engañarse, y
después guiarse por los deseos e impulsos sensibles, no por la voluntad, como se dirá enseguida.
Vivir con autenticidad significa no renunciar a lo que uno ya es.

b) Los fines de la acción, primer y decisivo desencadenante de ella, pasan a ser entonces bastante
indiferentes, una vez que está asegurado que la elección es libre. Se prima la espontaneidad y el
desarrollo de la persona, pero no se recomienda ningún valor en especial, ni un fin más que otro,
salvo que todos hagan lo que espontáneamente quieran. Cada uno debe buscarlos por su cuenta,
lo cual fomenta la falta de proyectos comunes, el individualismo y la desorientación a la hora de
elegir. Vivir con autenticidad no significa probarlo todo, porque al final lo que resulta es el
vacío.

c) Se plantea un problema difícil cuando mi libertad se relaciona con la de los demás: ¿hasta
dónde debo ser tolerante con la elección ajena, en la que no debo interferir, ya que cada uno es
muy libre de actuar según unos valores que pueden ser diferentes, o incluso contrarios a los
míos? ¿Con qué criterio puedo juzgar si algo es perjudicial para los demás y por tanto no debo
hacerlo?

Enseguida salta a la vista que es imposible saberlo, y establecer así los límites de lo tolerable y lo
intolerable, si no existe un acuerdo previo acerca de qué cosas son perjudiciales o beneficiosas,
de modo que la elección de todos se rija según esas valoraciones, añadidas a la simple
espontaneidad del "choice". "El ideal de la libre elección supone que hay otros criterios además
del simple hecho de elegir".

d) Independientemente de que uno elija algo, ese algo tiene en sí mismo un determinado valor ,
que se debe juzgar utilizando como criterio si favorece o no el perfeccionamiento de la persona
interesada y de los que le rodean, tanto a la corta como a la larga: las cosas y las acciones tienen
un valor y una naturaleza objetivos. El ideal de la libre elección tiende a no llamar a las cosas por
su nombre, porque reserva esa tarea a cada uno: si la marihuana es perjudicial o no es, sin
183
embargo, algo que no depende sólo de mi convicción subjetiva; hay datos sobre el tema. Para
juzgar si una cosa perjudica o no al hombre y a la sociedad, es preciso tener en cuenta los
resultados de las libres elecciones, en uno mismo y en los demás.

Cuando se afirma que mi elección es buena por el mero hecho de ser mía, en realidad se está
diciendo que yo no me equivoco al elegir, y que por tanto cualquier cosa que yo haga, incluso
emborracharme, es signo de autenticidad. Pero con esto lo que se hace imposible es el diálogo y
la amistad: no me importa lo que pienses sobre lo que yo hago, "es asunto mío".

e) Por último, la idea de que lo espontáneo es lo natural, y por tanto lo bueno, supone ponerse en
manos de la biología, lo cual, según se dijo, es insuficiente. Valgan como ejemplo unas palabras
de J.A. Marina, a propósito de un consultorio radiofónico de educación sexual para jóvenes que
aconsejaba tener relaciones sexuales "cuando se desee": "Ese consejo es de una simplicidad
mortal. La libertad es la adecuada gestión de las ganas, y unas veces habrá que seguirlas y otras,
no. El deseo no es indicio de nada, más que de sí mismo. Es siempre un 'motivo' para actuar, pero
sólo el deseo inteligente es 'una razón' para actuar. La inteligencia integra el deseo dentro de
proyectos más amplios, brillantes y creadores... Con frecuencia se confunde espontaneidad con
libertad, lo cual es muestra de analfabetismo. Todos los burros que conozco son, desde luego,
muy espontáneos, pero tengo mis dudas acerca de su libertad". Si libertad no equivale a
espontaneidad, vivir cada uno a su manera no excluye que unas veces haya que decir sí y otras
no: la libertad es la adecuada gestión del sí y del no.

Aunque el liberalismo inglés tiene el mérito grande de defender apasionadamente la libertad,


termina reduciéndola únicamente a elección, lo cual genera más problemas de los que resuelve.
Por eso hoy existe un consenso cada vez más generalizado acerca de la insuficiencia de este
modo de concebir la libertad.

3) Entre el determinismo y la libertad como puro choice, existe un justo medio para colocar la
libre elección en el lugar que le corresponde. Esta tercera postura afirma que:

a) algunas decisiones humanas (ni todas ni ninguna) son fruto de la libertad de elección, pero
quizá el número de ellas es menor de lo que nos gustaría (en muchas ocasiones no podemos
hacer lo que querríamos, sino lo que las circunstancias nos imponen).

b) La elección puede ser acertada o desacertada, porque podemos elegir bien, y mejorar nuestra
condición, o mal, y equivocarnos respecto de lo que nos conviene. La espontaneidad no asegura
que acertemos al elegir. Para lograrlo necesitamos unos criterios para elegir, como ya se ha
dicho, de modo que las preferencias se llevan a cabo, no según las "ganas" o la espontaneidad de
los deseos o impulsos, sino según una tabla de valores previos aceptados y aprendidos.

Estos criterios nacen en último término de la inclinación natural del hombre al bien y la verdad,
con cuya consecución alcanza su desarrollo como persona. Por eso en primer lugar se aprenden
mediante una educación que enseñe una "tabla" de valores que perfeccione la naturaleza humana
y las cosas que son buenas y bellas por sí mismas, dentro de la enorme amplitud que esos valores
posibilitan. Esto implica que uno se encuentra ya dentro de una institución y de una tradición que
enseñan esos valores. Pero además, en segundo lugar, se aplican mediante la prudencia, que
ayuda a descubrir lo que en cada caso concreto es bueno para nosotros, según se dijo.

c) Por otra parte, hemos de prestar atención a las consecuencias de nuestros actos, tanto en
nosotros como en los demás: las elecciones repetidas provocan hábitos, y los hábitos hacen a los
hombres mejores o peores. Se requiere un criterio ético para juzgar las decisiones, pues producen
un enriquecimiento o un empobrecimiento personal. Se puede elegir libremente una conducta
que arruine la propia vida, aunque no se sea consciente de ello, o no le importe demasiado a uno
en el momento de elegir, por ejemplo, tomar heroína.

184
VI. Las virtudes morales

La virtud es un hábito bueno, el vicio es un hábito malo. Las virtudes y sus contrarios, vicios,
configuran el carácter moral de la persona. En sentido amplio, virtud es un poder operativo, en
este sentido se dice que la virtud del ojo es ver y que una virtud de la inteligencia es la ciencia.
En sentido estricto, la virtud moral es un hábito que dispone la voluntad a obrar el bien.
Aristóteles la describe por su doble efecto: hace bueno a quien la posee y hace buenas sus obras.
El criterio para diferenciar la virtud del vicio es la perfección de la naturaleza humana. También
aquí el bien es el fundamento. Existen dos clases de virtud escribe Aristóteles, la dianoética y la
ética, la dianoética ,intelectual, debe su origen y su incremento principalmente a la enseñanza, y
por eso requiere experiencia y tiempo; la ética, en cambio, procede de la costumbre, por lo que
hasta su nombre se forma mediante una pequeña modificación de “costumbre”.

Lo peculiar de las virtudes es perfeccionar, por eso se añaden como cualidades adquiridas,
constituyen una segunda naturaleza, enriquecen la humanidad del ser humano. Las facultades
inteligencia y voluntad las usamos porque las tenemos, las virtudes las tenemos por haber usado
las facultades. Por eso, añade Aristóteles, las virtudes no se producen ((ni por naturaleza, ni
contra naturaleza, sino por tener aptitud natural para recibirlas y perfeccionarlas mediante la
costumbre)). ¿Qué quiere decir? Ante todo, que las virtudes se adquieren, no son innatas, a
diferencia de los instintos. Además, que son cualidades espirituales. Las potencias espirituales
están por naturaleza indeterminadas. Su indeterminación nativa no significa carencia ni
imperfección, sino un rasgo del espíritu. La apertura infinita de que hablábamos más arriba se
corresponde con esta indeterminación nativa: porque el ser humano puede llegar a saberlo todo,
nace sin saber nada; porque puede adquirir una personalidad moral, nace sin un tipo o molde
que lo determine completamente. En los animales sucede lo contrario, porque nacen sabiendo lo
conveniente a su especie, no pueden aprender ni inventar, no hablan ni se construyen un mundo,
carecen de cultura; y es así porque no pueden hacerse distintos de como son.

1. Virtud y vida

La diferencia entre lo que uno es de forma nativa y lo que puede y pretende llegar a ser, es lo
que hace posible y necesaria la moral. Esta diferencia o distancia separa el ser del deber ser, la
condición heredada y el ideal, lo que somos y aquello a lo que aspiramos, nuestras dotes y
nuestros proyectos. Se trata, pues, del tiempo futuro o, mejor, de todo el tiempo futuro. Se trata
de la vida como futuro e ideal, lo que pone en tensión y en ejercicio la libertad. Aristóteles
plantea la virtud enfocando al ser humano como ser temporal. La virtud, como
perfeccionamiento posible, como realización libre del propio ser, señala al tiempo futuro, pero
no a un tiempo en particular. A diferencia de la utopía, no hay final prefijado, no hay
culminación ni estado de reposo y cumplimiento definitivo. Caben un tiempo propicio, pero no
un momento último e insuperable. Es así porque la aptitud natural, la indeterminación espiritual,
está siempre abierta. De este modo, la ética aristotélica se plantea en los términos de un
mejoramiento siempre posible, en el tiempo. Así, la virtud es lo que el animal no puede recibir,
por ser incapaz, y lo que el ángel y Dios no necesitan, por estar ya fijos en la plenitud infinita y
beatificante. Mejorar contando con el tiempo, o mejor, contar con el tiempo para mejorar, es lo
propio del ser humano y lo que a la ética le interesa. El bien opera, así, como fundamento por
atracción: la apertura es al infinito.

Quienes han criticado la ética aristotélica por su naturalismo, es decir, porque se fundamenta en
la naturaleza, han pasado por alto que es fundación en el tiempo y el espíritu. Por eso desgajan
el deber de los bienes y la virtud; el deber se ve como negación en Hegel, porque pone de
manifestó el mal y las limitaciones. Eso supone una mala antropología, en la que el tiempo es
185
ajeno a la naturaleza humana empírica, concreta. Por el contrario, si el tiempo, es decir, el
espíritu y la libertad, es constitutivo de esta naturaleza, de mi ser singular, entonces la ética es la
forma más seria de administrarlo y lo propio de la vida ética no son tanto los deberes y su
cumplimiento como la rectificacion. La realidad de cada uno esta naturaleza, singular no es
definitivamente buena, ni definitivamente mala, sino mejorable. Como no es buena, tampoco
actúa bien sin más; actuar bien es costoso, muy difícil, no sale a la primera. Esto nos aleja de la
idea romántica del genio, o el héroe que lo es por nacimiento, como Aquiles; una idea griega
muy afín a Holderlin y Hegel. La genialidad es sospechosa; aunque no se la debe despachar sin
más, pues el genio o la buena fortuna son, dice Aristóteles, intervención divina en la vida
humana. La idea debe dejarse abierta, como la aspiración natural a un fin que sobrepasa la
naturaleza. El filósofo llega hasta ahí y calla, si es pagano como Sócrates, Platón y Aristóteles, o
dice: ((lo, como Tomás de Aquino. En fin, obrar bien el bien es muy difícil y no nos es
connatural ni contranatural, sino posible y difícil. Hay innumerables maneras de errar el blanco,
dice Aristóteles, pero una sola de acertar. El arquero tiene que aprender, y se aprende errando y
rectificando. De ahí la importancia, añade el estagirita, de no sucumbir a la tristeza, es decir, al
desánimo de verse inepto y malo una y otra vez.

Como el vivir, la virtud es noción dinámica, de modo que su ser esta en el obrar. Los hábitos
buenos se adquieren y se conservan operativamente, los vicios se desarraigan mediante su virtud
contraria. No hay estado de equilibrio posible, para la vida ni para la virtud. Al hablar de virtud
hay que suponer el vicio, pues el hábito bueno crece y se arraiga a costa del malo, y viceversa.
Hay una doble atracción y una pugna, de modo que la virtud ética existe por el ejercicio y el
ejercicio sufre contrariedad. Entran en juego las pasiones y las inclinaciones a lo contrario, una
sensibilidad rebelde. La rebeldía de la sensibilidad justifica la mayor diferencia entre las
virtudes intelectuales y las morales, unas se aprenden las otras se adquieren voluntariamente.

2. Intelectualismo moral y término medio

Aristóteles se aparta del intelectualismo moral por el hecho de distinguir virtudes intelectuales y
morales, son hábitos distintos por el modo de adquisición y por la facultad que perfeccionan. La
tesis contraria se atribuye a Sócrates: la virtud moral se enseña como las artes, luego carece de
ella el ignorante. La sabiduría es el arte de obrar bien, propio del hombre bueno y la ignorancia
es propia del malo. En esta Concepción se echa de menos la libertad y la responsabilidad, la
idea de mérito y culpa. En efecto, Sócrates consideró la virtud como el objetivo de la educación
y se expresó como si se aprendiera como las ciencias y las artes. Las virtudes intelectuales
coinciden con la certeza, porque se refieren a la posesión plena y consciente de la verdad; las
morales, en cambio, tienen que ver con una certeza débil, aproximada. De ahí que Aristóteles
señale el término medio como su criterio: la virtud es un hábito de elegir, consistente en un
término medio en relación con nosotros, determinado por la razón tal como lo fijaría el hombre
prudente.

Ahora, la idea del término medio no se debe confundir con la tibieza ni la mediocridad, es la
coronación de una cumbre, un máximo entre dos extremos igualmente viciosos, el uno por
exceso y el otro por defecto. Así la fortaleza o valentía es la virtud que se halla equidistante de
la temeridad (exceso) y la cobardía (defecto); el temerario no ve el peligro, el cobarde solo ve
peligro; el valiente es quien, viendo el peligro, sacrifica el miedo que le inspira a una buena
razón. Igualmente, la liberalidad equidista de la prodigalidad y la avaricia, y el buen carácter de
la insensibilidad y la ira. En fin, el criterio del término medio es práctico, no define lo que la
virtud es, sino el método para adquirirla.

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3. División de las virtudes morales

Es significativo que Confucio y Platón coincidan en las cuatro virtudes cardinales. Pero no
significa esto que solo haya cuatro virtudes, sino que todas pueden contemplarse como a)
especies de cuatro géneros, b) sus partes integrantes, o c) partes potenciales, esto es,
subordinadas a una de estas cuatro principales.Se las llama virtudes cardinales (lat. cardo-inis,
quicio), en alusión a su carácter básico: como la puerta se apoya en el quicio y sobre el gira, así
las virtudes y valores humanos tienen su eje en ellas. Se trata pues de las virtudes capitales o
principales, y se las suele tomar como guion expositivo. Son la prudencia, la justicia, la
fortaleza y la templanza. Entre ellas hay una conexión e interdependencia, observo Aristóteles.
En efecto, la prudencia es la directora u orientadora; pero ella misma es imposible sin el
dominio de las pasiones que procuran la fortaleza y la templanza. De ahí la tesis clásica que
afirma el crecimiento orgánico de las virtudes, esto es, que el esfuerzo para adquirir una sola de
ellas reporta, necesariamente, el crecimiento de las demás. Las virtudes se poseen todas, o no se
poseen. No obstante, esa posesión es siempre susceptible de crecimiento, debe recordarse que
los hábitos son cualidades y ´estas crecen por intensificación, no por adición.

La prudencia

Las grandes palabras sufren desgaste. Comencemos, pues, apartando equívocos. El prudente no
es el hombre acomodaticio y enemigo del riesgo, que se amolda a la mentira o la injusticia.
Tampoco es prudente el astuto, que oculta sus intenciones y acierta con los medios para un plan
malo. Los clásicos definen la prudencia como recta ratio agibilium, esto es, como rectitud de
razón para elegir o para juzgar el valor de los fines y de los medios a ellos conducentes. Lo más
propio de la prudencia es descubrir el camino, por eso se la llama virtud rectora. Se distingue de
la técnica y de la ideología por su objeto.

El objetivo técnico no es la perfección de quien actúa, sino la del artefacto. El objetivo


ideológico no es el bien moral, sino el interés de un grupo. Se ha dicho que el mayor enemigo
de la prudencia en el mundo moderno está en la postura anti-intelectualista común a algunos
movimientos sociales y escuelas filosóficas. El anti-intelectualismo representa la ruina de los
principios universales, necesarios para la prudencia. Subordina la razón y la reduce a la
categoría de medio y dócil instrumento de fuerzas inferiores: de los deseos, del instinto, del
impulso vital, de la sociedad, de la pasión de poder o de la ambición de gloria. En esta actitud
son las fuerzas irracionales de la voluntad o la pasión las que tienen la misión de prefijar fines y
metas: a la razón se le reserva el papel instrumental de encontrar la organización conveniente y
los medios más útiles para llevar a cabo la empresa, dejando a un lado los reparos morales.

La prudencia es la virtud rectora, de ella depende todo. Aristóteles define la virtud en general
con relación a ella, recordemos sus palabras: hábito de elegir, según un término medio,
determinado por la razón tal como lo fijarıa el hombre prudente. Dicho del revés, esto significa
que el imprudente no es valiente, sino temerario o cobarde, ni justo, etc. Esta preeminencia de la
prudencia o recta razón equivale a la prioridad del intelecto sobre las demás facultades
humanas, más aún, es la prioridad de la realidad sobre la fantasía o los deseos. Lo bueno no es
lo que nos apetece, nos resulta fácil o complaciente, sino que lo bueno es lo que es, aunque en
ocasiones resulte difícil o desagradable. La prudencia es la virtud que capacita para conocer en
cada caso lo que es bueno, atendiendo a la realidad humana y las circunstancias reales con que
cada cual se encuentra. Por este motivo, se dice que la prudencia informa todas las demás
virtudes, es decir, que sin su asistencia serian estas amorfas, lo contrario de virtudes auténticas.
¿Cómo realiza la prudencia ese discernimiento del bien en las situaciones concretas y singulares
de la vida? ¿Cómo percibe lo esencial en medio de los mil detalles accidentales de lo ordinario?
187
El prudente precisa conocer tanto los primeros principios universales de la razón cuanto las
realidades concretas sobre las que versa la acción moral, escribe Tomás de Aquino. Ante todo,
prudencia es la calidad de una conciencia recta y cierta pues, en efecto, así como la razón es
facultad, la prudencia es el hábito que la perfecciona en su uso práctico; de la razón prudente
dimanan mediante el acto de imperar a la voluntad la acción, acciones rectas, moralmente
buenas. Luego lo especifico de la prudencia como hábito que perfecciona la razón práctica, su
juicio o conciencia y los actos morales es ser cognoscitiva del bien, pero no del bien universal
sino del bien en concreto. Y lo propio del realismo de la prudencia es descubrir el bien y los
medios buenos, no inventarlos ni fingirlos. Como sabemos, el hábito que percibe el bien como
norma absoluta es la sinderesis, que habilita a la razón para entender el orden moral. Haz el
bien, evita el mal, en este juicio se contiene en germen todo deber y toda prohibición, todo el
valor directivo y preceptivo de la eticidad. Pero el bien absoluto no coincide con los bienes
relativos de nuestra experiencia ordinaria; la prudencia se manifestó al realizar el enlace entre la
conciencia de los principios y la conciencia de la situación.

Para aceptar el primado de la prudencia, en la vida moral, es preciso darse cuenta del primado
de la realidad para el intelecto. La verdad es el ser, es decir, lo que las cosas son; y la verdad
´ética conduce de lo que el ser humano realmente es hasta lo que realmente puede llegar a ser.
La aceptación de la prioridad de la prudencia es incompatible con el tipo de filolofía que
invierte esa relación, esto es, aquellas que hacen depender lo que es del hecho de que alguien lo
conozca. El racionalismo también el racionalismo empirista y el idealismo son contrarios al
primado del ser, por eso son contrarios a la objetividad del bien. Para estas escuelas lo
absolutamente primero es un sujeto capaz de conocer y querer (o desear) que no se enfrenta con
una realidad anterior, o dada, sino que la construye. La realidad, propiamente dicha, se esfuma
así, de ella solo queda un reducto incomprensible: lo no hecho, es decir, lo extra lógico y ajeno
al espíritu. Se argumenta entonces que es imposible que eso, lo extramental, la (naturaleza), sea
la norma para la vida humana: ¡solo el espíritu guía al espíritu! ¿Cómo lo podría regir la
(naturaleza externa), algo pasivo y ajeno a la razón? De este modo, las filosofías ajenas al
realismo ponen en el lugar de la prudencia una razón abstracta, autónoma con referencia al ser
real, ya sea el ser humano o el ser cósmico. Más de nuevo hay que recordar que el intelecto no
está olímpicamente separado de la materia, que su unidad con ella constituye la realidad, el ser
del hombre. El hombre no es un espíritu puro, ajeno a la naturaleza como algo externo, ´el
mismo es parte de la naturaleza, aunque no sea solo naturaleza. Tenemos una vitalidad
vegetativa, orgánica y emocional, pero también tenemos un fin espiritual; nos valemos de
medios materiales para alcanzar fines espirituales. Gastamos tiempo y aspiramos a lo eterno.

Prudencia equivale a lo que hoy llamaríamos objetividad, realismo. La objetividad ética consiste
en poner como lo primero en la intención de todo obrar aquello que es primero en la realidad
humana, su unidad de materia y espíritu. Algunas de las partes integrantes de la prudencia son:

La memoria, entendida como experiencia del pasado. Porque el prudente necesita prever las
consecuencias de sus decisiones. La experiencia se adquiere personalmente o atendiendo a la
historia, de ahí que la inexperiencia sea propia de los más jóvenes y de los menos cultos.

La docilidad, o capacidad para aceptar enseñanza y consejo de quienes saben más de algo. Esta
virtud falta a quienes no saben escuchar, ni respetar los puntos de vista ajenos; ahora, la realidad
suele tener muchas facetas, la mirada de uno solo no la suele agotar.

El ingenio o sagacidad (solercia), para ir al fondo de un asunto por uno mismo. Mientras la
docilidad aprende de los demás y requiere tiempo, la sagacidad es intuitiva e instantánea.

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La previsión (providencia). Para proveer medios, hace falta prever; se dan cambios y
contingencias que pueden ocurrir en el futuro, sea en lo económico, lo social, etc.

La circunspección, que consiste en darse cuenta de lo que nos rodea, las circunstancias que nos
envuelven y afectan al problema que debemos afrontar. Quien está falto de esta virtud dirá lo
que no debe, a quien no debiera y en el momento menos apropiado, o hará lo menos oportuno.
Se trata de saber ver y apreciar atinadamente el presente.

Son especies de la prudencia: La prudencia personal y la prudencia política. La primera mira a


la orientación de la propia vida, la segunda es la propia de quien tiene un encargo de gobierno.

La prudencia política es necesaria a toda persona constituida en autoridad, ya sea gobernante,


empresario, etc. Aplicaciones suyas son la prudencia familiar, la militar y, en general, la del
directivo. Son enemigos de la prudencia del directivo la megalomanía, que plantea objetivos
desproporcionados e irrealizables, o lleva a la ostentación y el lujo, y el partidismo, que orienta
el gobierno en beneficio de algunos no de todos. El partidismo manifestó una visión subjetiva de
la sociedad y del bien común, propia de las concepciones totalitarias. Son partes potenciales de
la prudencia el buen consejo, que la prepara, el buen juicio, que mira a la rectitud y bondad del
fin, y la perspicacia, para problemas prácticos, no necesariamente morales. Los vicios contrarios
a la prudencia son: Precipitación y temeridad, por las que se pasa a la ejecución sin deliberación
madura, propias del orgulloso y autosuficiente. Inconsideración, o falta de juicio para ponderar
la realidad, sea por falta de madurez, de cultura o afectividad desmedida, que priva de serenidad
de juicio. Inconstancia, que consiste en la cesación del esfuerzo que requiere la obtención de un
fin, contentándose con algo menor.

La justicia

En sentido amplio, el justo es el hombre bueno; así usa la palabra la literatura antigua, por
ejemplo Platón. En sentido estricto, la justicia es una de las cuatro virtudes cardinales. Se la
define como hábito moral, que inclina a la voluntad a dar a cada cual lo que es suyo. Luego la
justicia regula la satisfacción de deberes y derechos. A su vez la regla para medir ´estos no
siempre es la ley de un Estado, lo es también la ley moral natural y, en gran medida, las normas
sociales y costumbres. Lo suyo es el objeto de la justicia, en sentido objetivo. No se trata de los
deseos, opciones o pretensiones de otros, sino de lo que realmente les pertenece. Por eso la
justicia supone el derecho en sentido objetivo, esto es, la existencia de otra persona y sus
propiedades. De ahí que solo metafóricamente quepa la justicia para consigo mismo; en
propiedad, la justicia es virtud social. La justicia y su contrario solo se dan en las relaciones
sociales. A diferencia de las otras virtudes cardinales, solo con otros se puede ser justo o injusto.
De ahí derivan tres características de la acción justa: alteridad, igualdad y deuda. Solo se obra
justamente con relación a otro (alteridad), con quien hay sociedad (igualdad) y a quien es
debido algo (deuda).

El concepto de alteridad significa una relación entre dos términos realmente distintos. Pueden
ser individuos o personas morales. Se llama persona moral o jurídica a una entidad capaz de
derechos, como las asociaciones, corporaciones, fundaciones, etc.. La igualdad es la esencia de
la justicia. ´Esta consiste en lo igual, entre seres iguales. Por eso no cabe relación de justicia, ni
de injusticia, con individuos de especies inferiores.

La justicia, referida al medio ambiente o a las especies animales y vegetales, debe entenderse
como justicia en relación a otros seres humanos, que tienen y tendrán derecho al medio
ambiente y al patrimonio biológico. La pretensión de los llamados Derechos de los animales,
que el bioéticista australiano Peter Singer propugna, contradice este concepto. Singer pretende
189
modificar la definición de persona, según él es persona cualquiera capaz de experimentar placer
y dolor, sano, adulto y consciente. Ahora bien, este ((nuevo)) concepto de persona excluye a
muchos humanos (fetos, neonatos, deficientes, malformados, enfermos en coma, etc.), al tiempo
que incluye a la mayor parte de mamíferos y aves adultos. Se trata de una noción que está muy
lejos de ser tomada en serio por la humanidad en conjunto y que, a mi parecer, solo se explica
por el extremo relativismo de la cultura occidental, dominada por valores económicos y
mercantiles, que ponen grandes expectativas en la experimentación farmacológica. La deuda,
supuesta por la justicia, es una deuda pagable, de modo que una vez satisfecha deja de existir y
la relación cesa. Pero existen deudas impagables, cuya relación no es de justicia, sino de
reconocimiento y gratitud. El modelo de deuda impagable es la filiación. Se es hijo para
siempre, aunque los padres hayan fallecido. El amor, respeto y veneraci´on a los padres es un
auténtico deber, que no se salda jamás, como quien paga una deuda. La virtud correspondiente
recibe el nombre de piedad. La piedad es la virtud que tributa el reconocimiento y amor debido
a quien nos ha dado el ser; por eso, a la piedad filial se suele añadir el amor a la patria y la
virtud natural de la religión.

La virtud cardinal de la justicia se divide en dos especies: la justicia orgánica, que considera a
los hombres como miembros de la sociedad, y la justicia inorgánica, que solo considera sus
relaciones individuales (justicia conmutativa). La justicia orgánica incluye, a su vez, dos
relaciones distintas: a) la de la parte al todo, por la que cada persona está obligada a contribuir al
bien común, (justicia general o legal) y b) la relación del todo a las partes, por la que la sociedad
(y las autoridades legítimas) debe respetar a cada uno de los miembros y procurar su bienestar
(justicia distributiva).

La justicia legal, o general, es la virtud que inclina a los gobernantes y a los súbditos a obrar en
vistas al bien común. Los actos de los gobernantes se refieren a la organización social y la
promulgación de leyes, los de los gobernados al cumplimiento de las leyes y a la cooperación
con el bien común. Se llama general porque incluye todos los actos referentes al bien común, y
se llama legal porque la ley es el medio ordinario para la organización y funcionamiento de la
sociedad, así como para determinar los medios más aptos para el bien común. La justicia legal
comporta la obligación de procurar el bien de la sociedad el todo. El todo social es el sujeto de
derechos, y los deberes para con ´el recaen sobre gobernante y gobernados, sobre el primero
como arquitecto y sobre los segundos como ejecutores. Son actos de la justicia legal: la
organización de la sociedad sobre la ley. Es necesaria una ley constitucional, para evitar
arbitrariedades y azares en lo referente a la designación de las autoridades, su sucesión y la
protección y garantías de los derechos de los gobernados. La ausencia de ley constitucional es
contraria a la justicia legal, ya que posibilita formas de gobierno personalistas o partidistas.

Legislar para el bien común. Lo que excluye el partidismo, o privatización del Estado en
beneficio de una parte de la sociedad (aristocracia, partido único, etc.).Orientar la política al
bienestar, no al poder. Ya sea el poder para un partido o para el mismo Estado, en detrimento de
otros estados. La justicia distributiva consiste en el reparto de las cargas, empleos y beneficios,
en razón de las capacidades objetivas y méritos de los gobernados. La igualdad, en este tipo de
justicia, consiste en hacer desiguales a los desiguales, es pues una igualdad proporcional. La
finalidad de la justicia distributiva es la defensa de los derechos de los ciudadanos. Consiste en
((distribuir)), sean bienes o cargas, de modo proporcionado a las capacidades. Así, las cargas
fiscales deben recaer más sobre quienes objetivamente tienen mayor capacidad de aportar, no
por igual.

La justicia conmutativa, o inorgánica, es la virtud que inclina a una persona particular a dar a
otro particular lo suyo, lo que le es debido. Se llama conmutativa (lat. commutatio, intercambio)
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porque tiene lugar sobre todo en contratos y compra-ventas. Lo justo aquí es dar y recibir lo
igual por lo igual, sin atención a las capacidades o condiciones subjetivas de las personas. La
deuda de justicia conmutativa es exacta, como el precio de un bien en el mercado, ni más ni
menos. Aristóteles la llama justicia aritmética, a diferencia de la distributiva, que es geométrica
o proporcional. Todas las formas de apropiación indebida son contrarias a la justicia y la
rectificación de sus actos exige la restitución.

La fortaleza y la templanza.

En un sentido amplio, fortaleza es virtud, pues virtud significa firmeza y fuerza de voluntad para
vencer obstáculos. Dice San Agustín que nuestra necesidad de fortaleza, para obrar bien,
testimonia la existencia del mal en este mundo. Y no solo en el mundo, sino en nosotros
mismos. Fortaleza y templanza son virtudes necesarias, para vivir de acuerdo con el bien.
Ahora, lo que las hace necesarias es algo misterioso, la existencia del mal (el que podemos
sufrir pero también el que podemos hacer) y el desorden de nuestra afectividad, la rebelión de
las pasiones. Aquí tenemos dos realidades que el racionalismo no puede aceptar. Pero se trata de
dos realidades. El racionalismo no es solo una tesis gnoseológica y una escuela, es también una
actitud humana o una mentalidad, consiste en negar aquello que excede a nuestra razón. El
racionalismo es enemigo del misterio. No obstante, el mal es un misterio; y el desorden interior,
nuestra falta de autodominio, es otro misterio. La religión revelada refiere ambas taras al pecado
de origen. Es una idea común, se halla también en mitos y tradiciones ajenos a Israel y al
Cristianismo. No obstante, la idea de un pecado, como origen de todos los pecados o, lo que es
igual, la idea de un mal voluntario y libre, en el origen de todos los males, no disuelve el
carácter misterioso de la libertad para el mal. La libertad, en sentido radical, es misteriosa y más
aun queriendo el mal. El caso es que el mal ha entrado en la naturaleza humana y se ha asentado
en ella, se ha quedado en ella, en la forma de una parcial, pero considerable, insubordinación de
las potencias afectivas y de la misma voluntad a la razón y al intelecto. Todo esto es negado por
el racionalismo. Para esta corriente y mentalidad el mal no es misterio, sino un problema, algo
racional y técnicamente resoluble; por ende, no hay mal en la razón ni en el interior del hombre.
La causa de todos los males es externa, estructural, histórica y cultural, se dice. Lo lógico sería
estando en posesión de un conocimiento tan valioso proceder a la eliminación de las causas del
mal. Mas he aquí que cuando las ideologías inspiradas en la autosuficiencia de la razón se han
puesto a eliminar el mal del mundo solo han sido eficientes para eliminar las libertades (¡y aun
la vida!) de quienes no estaban de acuerdo con ellas. El advenimiento de la era de la Rrazón,
liberada ya del mal, el dolor y la ignorancia, se retrasa una y otra vez, no obstante. ¿No es esto
una contradicción que evidencia la falsedad de la doctrina? Lo es, pero las ideologías de la
razón autosuficiente presentan este pretexto: su doctrina es verdadera, pero se ha llevado a cabo
mal. Debemos esperar a un intento futuro. Y queda así aplazada la Era de la Luz de la razón en
el mundo, a la vez que se prorroga su esperanza utópica.

A la negación racionalista del misterio se suma el mito de la sinceridad. Es el mito


rousseauniano de la afectividad ingenua, naturalmente buena, y la consiguiente determinación
de la norma de la moralidad como adecuación entre lo que uno siente y lo que uno hace. Para el
racionalismo y para el mito de la conciencia sincera (¡colosal ingenuidad, confundir la razón y
el estado de ´animo!) ni la fortaleza o valentía tiene que afrontar nunca nada terrible, no sin que
le apetezca, ni la templanza o dominio de sí presentaría jamás mayor problema que un cálculo,
algo parecido a guardar la línea.

Sin embargo, el mal existe y nos pone entre la espada y la pared. Le hacemos frente o se nos
apodera. En efecto, si alguien se propone vivir de acuerdo con la razón, haciendo siempre lo
bueno e incluso lo mejor, entonces con certeza encuentra al enemigo en su interior y no solo en
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su interior, pues el ejemplo moral no ha dejado nunca de ser puesto a prueba por las costumbres,
y hay una normalidad que se siente ofendida por él y lo obliga al testimonio de las lágrimas, la
sangre y la muerte. La fortaleza es, en el fondo, esa disposición interior de llegar si fuera
necesario hasta el martirio. Hoy se le llama objeción de conciencia, pero es lo mismo, es un
martirio de gama amplia, que va desde la simple pérdida de la tranquilidad y el buen nombre, a
la de la posición social, la igualdad de oportunidades, y a veces la salud o la vida.

La fortaleza, virtud cardinal

Lo más temible del mal señaló Sócrates, no es que nos afecte, sino que lo queramos. Pero eso es
posible, luego es un peligro que nos amenaza y el mayor. Nuestra participación interior en el
mal es un misterio sobrecogedor, lo más grave con lo que tenemos que enfrentarnos en la
existencia. Más grave incluso que la muerte. La fortaleza es necesaria y es virtud porque el ser
humano es vulnerable, es decir, puede ser alcanzado y herido por el mal, ya sea el padecido que
es pena y dura limitadamente) o el mal radical instalado junto a nuestra voluntad que pugna por
llegar a mal moral, es decir, querer mal y elegir mal que es la culpa, y que por sí sola la
voluntad no puede eliminar jamás. El mal de culpa, el querer malo, que también existe, es
probablemente la mayor piedra de escándalo para el moderno mito de la autorrealización; lo es,
en mi opinión, porque si existe un querer malo, entonces la libertad de elección no legitima
moralmente lo elegido. Uno puede elegir con total independencia y autonomía, puede ser el
mismo y autorrealizarse plenamente cuando elige y, sin embargo, elegir mal y lo malo, más aún:
hacerse malo. Si no fuera así, si por el mero hecho de ser libremente elegido el acto fuera
siempre legítimo, como se nos dice a todas horas, entonces estaríamos ya más allá del bien y del
mal, y en coherencia deberíamos suprimir el mal escogiéndolo, realizándolo nos realizaríamos y
nuestra libertad coincidiría con la oposición al bien.

El hombre puede hacerse fuerte o débil, frente al mal como posibilidad. El fuerte es el valiente,
pero bien entendido que solo es valiente quien conoce que hay motivo para temer. Un ángel no
puede hacerse valiente, pues la fortaleza no es para él un hábito algo que se añade a la esencia,
pero es del orden del obrar sino que es su esencia, el ángel es fuerte por naturaleza, es
invulnerable al mal (de pena y de culpa. En parte, por eso los ´ángeles son invocados, por el
hombre, como acompañantes y consejeros. Se ve, en fin, como decíamos al principio que
fortaleza es una virtud general cardinal, porque significa una firmeza de adhesión a lo recto,
señalado por la prudencia y la justicia, e incluso la virtud genérica fuerza o fortaleza de ánimo.
Esto hace de la fortaleza una virtud tercera, no primera ni segunda.

Actos de la fortaleza

Tomás de Aquino, que era de familia de guerreros y conocía de cerca el tipo humano, llega a
decir que la fortaleza como virtud es rara entre los buenos soldados. Hay que pensar
automáticamente en la soldadesca motivada por la sola paga y el saqueo y en capitanes que
servían a una causa por interés o lealtad mal entendida. Parece que Tomás de Aquino aludía a la
fuerza ejercida al margen de la justicia, a la brutalidad, más necesaria antes de las armas de
fuego, cuando se combatía cuerpo a cuerpo. Sin la objetividad de juicio, propia de la prudencia,
y sin la justicia de su objeto, la fortaleza no sería virtud, no sería fuerza moral sino física. Sin
que su objeto sea lo justo, no hay fortaleza ni valentía. Para Tomás el acto principal es resistir,
no ya porque se necesite más firmeza para resistir que para acometer, sino antes porque parece
que lo propio de la fortaleza es enfrentarse al mal porque no queda más remedio, no porque se
lo busque. Entendido así, el acto de resistencia no es pasividad, sino fuerza y solidez, un
fortissime inhaerere bono, o valerosísima adhesión al bien, aun cuando ello comporte lesión y
dolor. La paciencia y la ira son virtudes (especies de la fortaleza), si son actos de resistencia y
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oposición al mal, en su sentido ético. La paciencia, de nuevo, no es pasividad, un pobre ir
tirando, sino la fuerza de no dejarse arrastrar por el mal presente, es decir, la fortaleza de quien
no cede a la tristeza, de ahí Tomás de Aquino afirma: “por la paciencia se mantiene el hombre
en la posesión de su alma”

La templanza, virtud cardinal

Efecto de la templanza es la tranquilidad de ánimo, dice Tomás de Aquino, pues armoniza y


limita las fuerzas mayores que emergen del ser humano. Esas fuerzas señala el mismo Tomás
son las más perturbadoras, justo por ser parte de nuestra esencia (II-II, 141, 2, ad 2). Son las
manifestaciones del deseo, o apetito concupiscible, a saber: deseo de placer, deseo de conocer y
deseo de la propia excelencia, de dominio y gloria. Nuestra naturaleza se manifiesta deseosa,
porque está en sí misma inacabada y destinada a una plenitud de la que carece. Pues bien, la
virtud de la templanza recae sobre estas energías interiores, es el hábito de armonizar los deseos
y reducirlos a medida, según la razón. Tiene, pues, dos aspectos, uno negativo, que consiste en
refrenar, limitar o suprimir, y otro positivo, que justifica el anterior, pues consiste en asignar al
deseo su medida.

Lo virtuoso de la templanza no es el mero no desear placeres o privarse de gozar sensaciones,


novedades, etc., sino adecuar los deseos y su satisfacción al objeto que les corresponde por
naturaleza y la razón aprueba, es decir, a la realidad. La castidad no es virtud porque niegue el
placer (no lo niega), sino porque ordena los deseos sensibles y afectivos (cuerpo y corazón) a su
objeto propio que es la intimidad conyugal, para el amor y la fidelidad, y porque el matrimonio
es ingrediente esencial de la felicidad personal, familiar y social. Lo mismo hay que decir de la
humildad: no se limita a negar las pretensiones de éxito y autoafirmacion, sino que mira al
conocimiento y aceptación de la propia realidad, se trata de amarse uno a sí mismo rectamente,
aceptando lo que es, en sus límites.

Lo positivo, lo fundamental, es la asignación de medida. El deseo, en sí carece de medida.


Como tal, fue detectado por los filósofos antiguos como un cierto apeiron, una especie de
infinito. Tal como el infinito del número (por ejemplo, en el espacio o el tiempo) escapa a toda
medida, y se le llama irracional, y en efecto sume a la razón humana en la perplejidad y el
desconcierto, hasta el absurdo, del mismo modo el deseo abre una especie de proceso al infinito,
que nunca se puede completar y encierra en sí mismo el absurdo permanente. Mientras ese
proceso del deseo en búsqueda de satisfacciones permanece abierto, esto es, mientras al deseo
se lo deja como principio de sí mismo (sin asignarle su medida desde la razón y obligándolo al
límite), se experimenta como insatisfacción y búsqueda o esfuerzo, pero cuando logra lo que
apetecía el deseo no se calma, sino que renace con mayor ímpetu y descontento de lo que ya
tiene. De este modo, el deseo es siempre descontento, sea porque no tiene o porque tiene, ya que
cuando logra vuelve a desear y algo mayor, así que el descontento no sólo no se acaba en virtud
del deseo mismo sino que se hace siempre mayor, y crece con las mismas satisfacciones. Ahí
está la paradoja y el poder destructor de la concupiscencia, que genera insatisfacción e ira
crecientes, y no sólo si no se satisface, sino también y porque se satisface.

Todo esto es tan evidente que, para Platón, lo esencial de las virtudes consistía en reducir a
medida al deseo, es decir, en que gobernara la razón prudente (la prudencia debía compararse a
un conductor y a un gobernante, auriga de las virtudes). Platón coincidía en esto con una
tradición que le precedió, pero también le siguió, como el neoplatonismo y el aristotelismo, y lo
mismo cabría decir de las llamadas religiones o filosofías orientales. En fin, lo esencial en
cuanto a la concupiscencia y la templanza es que somos capaces de reducir los deseos carnales,
psíquicos y espirituales a la medida y orden de su auténtica realización, y somos capaces de lo
193
contrario, de desear desmedidamente nuestra propia vida, hasta arruinarla. Aquí está la mayor
paradoja del hombre. La felicidad no se alcanza en el afán de hacer lo que uno quiere, sino al
contrario, olvidándose de ello, para darse a los demás. Tomás de Aquino reconduce las virtudes
cardinales al amor del fin ultimo y ´este al amor de Dios, y lo hace de modo sorprendente y
también paradójico. El hombre, dice el santo de Aquino, por su misma naturaleza, está ordenado
a amar a Dios más que a sí mismo. De manera que cuando se ama a sí mismo sobre todas las
cosas, sucede que fracasa en la realización de su ser, no se ama adecuadamente a sí mismo

194
Índice

Introducción…………………………………………………………………………...……..…2

Capítulo I. Introducción a la filosofía

I. ¿Qué es filosofía?......................................................................................................................4
II. Origen de la filosofía: admiración………………………………….………………..………19
III. Método de la filosofía………………………………………………………………….……25
IV. La filosofía y las ciencias………………………………………………………………...…31
V. Carácter histórico de la filosofía…………………………………………………………..…38

Capítulo II. La Metafísica

I. Introducción a la metafísica…………………………………………………………………. 59
II. Metafísica Griega……………………………………………………………………………60
III. Metafísica cristiana…………………………………………………………………………81
IV. Metafísica en la modernidad……………………………………………………………….87
V. Metafísica contemporánea………………………………………………………………… 111

Capítulo III. El Conocimiento

I. Conocimiento……………………………………………………………………………….125

1. Fenomenología y esencia………………………………………………………………...…125
2. El conocimiento como actividad real del sujeto cognoscente………………………….….126
3. El conocimiento como estructura relacional consciente……………………………………126
4. Noción de intenciona1idad………………………………………………………………….127
5. La intencionalidad en el conocimiento…………………………………………………...…128

II. Proceso cognitivo…………………………………………………………………………...130

1. La distinción del conocimiento en sensible e intelectual…………………………………...130


2. La sensibilidad: los sentidos externos y los sentidos internos………………………………130
3. Del inteligible en potencia a la intelección en acto…………………………………………137
4. Certeza y evidencia………………………………………………………………………….139

Capitulo IV. Antropología

I. El origen del hombre…………………………………………………………………………147


II. Dualismo y dualidad…………………………………………………………………………149
III. El concepto de alma: principio vital y forma……………………………………………….149
IV. Lo constitutivo del hombre…………………………………………………………………150
V. Persona humana……………………………………………………………………………..152
VI. La raíz última de la unidad ontológica del ser en la persona……………………………….153
VII. Notas que definen la persona………………………………………………………………154

195
Capítulo V. Ética

I. Introducción…………………………………………………………………………………162

1. El concepto de ethos……………………………..……..……………………………….161
2. Distintas concepciones éticas……………………..……….……………………………161
3. La ética, ciencia normativa…………………………………….……………………….164
4. Ética e ideología…………………………………………………….…………………..164
5. Ética privada y moral pública…………………………………………….……………..165
6. La verdad moral……………………………………………………………….………...166
7. El bien, principio moral…………………………………………………………………167
8. La felicidad……………………………………………………………………………...168

II. El objeto de la ética……………………………………………………………………..170

1. El hecho moral…………………………………………………………………………..170
2. Moral y conflicto de ideas……………………………………………………………….170
3. Bienes, virtudes y normas……………………………………………………………….171
4. Los actos humanos………………………………………………………………………171

III. El bien…………………………………………………………………………….…….171

1. ¿Qué es lo bueno?..............................................................................................................171
2. El bien y su fundamento…………………………………………………………………173

IV. La conciencia moral…………………………………………………………….………174

1. La conciencia……………………………………………………………………………..174
2. La conciencia moral…………………… …………………………………………………176

V. La libertad………………………………………………………………………..……….178

1. La libertad interior o constitutiva…………………………………………………………178


2. La libertad de elección o de arbitrio………………………………………………………180

VI. Las virtudes morales………………………………………………….………………….184

1. Virtud y vida……………………………………………………………………………….184
2. Intelectualismo moral y término medio……………………………………………………185
3. División de las virtudes morales………………………………………………………….. 186
a. La prudencia………………………………………………………………………………. 186
b. La justicia………………………………………………………………………………..…188
c. La fortaleza y la templanza…………………………………………………………………190

Bibliografía……………………………………………………….………………………..…192

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