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Traducción de Nerea Gilabert Giménez

Argentina • Chile • Colombia • España


Estados Unidos • México • Perú • Uruguay
Título original: More Than You’ll Ever Know
Editor original: HarperCollinsPublishers
Traducción: Nerea Gilabert Giménez

1.ª edición: septiembre 2022

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Copyright © 2022 by Katie Gutiérrez


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© de la traducción 2022 by Nerea Gilabert Giménez
© 2022 by Ediciones Urano, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.umbrieleditores.com

ISBN: 978-84-19251-66-4

Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.


Para mi familia. Los amo mucho, mucho, mucho.
Parte I
CASSIE, 2017

Cuando leí lo que le había pasado a Lore Rivera, mi madre llevaba ya


doce años muerta. Muerta, pero presente. Era como mi sombra,
mostrándose oscura y alargada bajo la luz adecuada, ineludible, intocable.
Todo el mundo adoraba a mi madre. Fue una maestra de tercero de
secundaria que una vez nos dijo en clase que la historia la habían escrito
aquellos que tenían el poder y querían conservarlo. «Así que, cuando os
leáis el temario, preguntaos quiénes están contando la historia y qué ganan
si os la creéis». Ese día, mis compañeros de clase me miraron,
impresionados por la treta educativa de mi madre. Yo sonreí, orgullosa de
que fuera mía, de haber salido de ella.
Todos los viernes por la noche, nos acurrucábamos juntas en el sofá de
tweed para ver Dateline. A veces, nuestros dedos se rozaban mientras
toqueteábamos las borlas enmarañadas que tenía la manta azul, nuestra
preferida, y soltábamos una risita nerviosa, como si nos hubiéramos pillado
haciendo algo íntimo. Después, esperábamos a que Stone Phillips, con su
mandíbula marcada y su mirada intensa, desvelara la infinidad de formas en
las que un ser humano podía hacerle daño a otro.
Esto fue a mediados de los noventa en Enid, Oklahoma, cuando yo
todavía no había cumplido los nueve años. Mi vida seguía siendo corriente.
Todavía no había entendido el valor que podía tener lo corriente. Así que
mis escalofríos estaban patrocinados por los planos de Dateline en los que
se podían ver a mujeres rubias yendo en bicicleta y cortando sus pasteles de
boda, ajenas al trágico final que les esperaba. No podía evitar verme
reflejada en ellas, o verme reflejada en la forma como me vería la cámara:
una chica muerta aún en vida. Respiraba el aroma a cigarrillo y polvo de
tiza que desprendía mi madre cuando me acercaba a ella, y quizá fuera ese
placer el que dio comienzo a todo lo que vendría. Desde aquel sofá de
tweed, exploré todo un mundo lleno de peligro sin abandonar la seguridad
que me aportaba estar bajo el calor de mi madre, excitada por notar la
cercanía del aliento del lobo ante una casa hecha de ladrillos.
Si no fuera porque de nada sirven las paredes de ladrillo cuando el lobo
vive dentro.
Más adelante, cuando ya no veía Dateline con mi madre, cuando ya no
hacía absolutamente nada con ella, me iba a la Biblioteca Pública de Enid y
me llevaba tres o cuatro libros sobre crímenes reales cada vez. Los escondía
en la mochila como si fueran contrabando. Devoré A sangre fría y Helter
Skelter de la misma forma en la que me imaginaba que los chicos de mi
edad consumían porno: furtivamente y debajo de las sábanas. Algo buscaba
ahí. Una especie de oscuro conocimiento, quizás entendimiento. Pasaba las
manos por sus cubiertas de plástico repletas de huellas dactilares como las
mías. Leía los demás nombres en las fichas de préstamo (Jennifer, Nicole,
Emily) y me preguntaba si también aquellas personas leerían sobre asesinos
en serie bajo una cúpula dorada formada por sábanas y si también estarían
agradecidas por descubrir algo que daba más miedo que los gritos de sus
padres al otro lado de la pared.
En el instituto, mi clandestina obsesión por el crimen real derivó en unas
metas muy claras: lo primero y más importante, salir de Enid, Oklahoma. Ir
a la universidad. Convertirme en periodista. Escribir libros del mismo estilo
que yo había consumido y que me habían consumido a mí durante tantos
años. Libros que eran una ventana a las partes más horrendas de la
humanidad y que planteaban la pregunta: ¿cómo hemos llegado a esto?
El año en el que Lore Rivera entró en mi vida, ya había conseguido que
me publicaran algún artículo en Vice y en el Texas Monthly, pero mi mayor
hazaña como aspirante a escritora de crímenes reales era llevar un blog a
tiempo parcial para H2O, una cadena de televisión cuyo estudio de mercado
la había llevado a sustituir los romances de bajo presupuesto por el crimen
real. Al parecer, las mujeres se habían cansado de ver a parejitas guapas y
blancas enamorarse en pistas de patinaje sobre hielo y establos. En vez de
eso, querían saber cuántas veces hay que apuñalar a alguien con la cuchilla
de los patines sobre hielo para acabar con su vida y si los cadáveres que
había repartidos por aquellos pueblecitos agrícolas se quedaban ahí
enterrados o no. Su apetito era voraz. No solo querían el «crimen a tiempo
completo» que emitía la cadena; querían un blog que fuera recopilando «los
asesinatos más interesantes que se publican en internet». Nada de tiroteos
aburridos; querían novedades. Ahí era donde entraba yo.
Durante quince horas a la semana y por trece dólares la hora, buscaba en
la red asesinatos que hicieran que un público ya hastiado se detuviera a
hacer clic. Leía los periódicos nacionales y locales, navegaba por los foros
donde se hablaba del crimen real y por Reddit, me abría camino a través de
los hilos de 4chan como una espeleóloga de la mugre humana. Creé una
serie de alertas de Google con términos como «asesinato»,
«desmembramiento», «secuestro» y «asesino a sueldo», y cada mañana mi
bandeja de entrada se llenaba como un reloj de arena al que le acaban de dar
la vuelta.
Los asesinatos que daban mejores resultados eran macabros hasta la
extravagancia e incluían un factor de genialidad o de ineptitud (esto último
era lo más habitual, con diferencia). También solían tener una cosa en
común: las que morían eran mujeres. Aunque las mujeres representan solo
una cuarta parte de las víctimas de asesinatos, cuando son asesinadas, casi
siempre es a manos de un hombre, y cuando los hombres, en vez de matar a
otros hombres, matan a mujeres, bueno, ahí es cuando la cosa se pone
creativa. Motosierras, entierros en vida, desapariciones misteriosas en
avioneta… En un blog como el nuestro, aquello era lo que vendía.
Ese viernes por la mañana, mi entrada principal iba sobre un hombre de
Florida que había golpeado a su ex en la cabeza con un taladro después de
que ELLA le pillara A ÉL con otro hombre. Después, disolvió parcialmente
sus miembros en ácido antes de cortar el resto en trozos lo suficientemente
pequeños como para que cupieran en un cubo de casi veinte litros. Lo llevó
a un pantano con la idea de dar de comer a los caimanes, pero estos se
sintieron más atraídos por su cuerpo, aún en vida. Se vio obligado a llamar a
emergencias y estaba demasiado malherido como para deshacerse del
contenido del cubo antes de que llegara la ayuda. La mayoría de los
comentarios eran con tono alegre y del estilo: «¡El karma no perdona!».
A menudo me paraba a pensar en mi público, en su mayoría mujeres, o al
menos eso decían los estudios de mercado. ¿Cómo interpretaban el placer
que sentían al ojear las publicaciones que yo seleccionaba? ¿Esos incendios
a manos de otros humanos hacían que sus propias miserias se redujeran a
simples chispas? ¿Acaso la violencia les proporcionaba un lenguaje para su
sufrimiento íntimo?
Quería pensar que había algo de eso, porque cada vez más me sentía
como una recolectora de tragedias ajenas que, con una sonrisa, las
presentaba como trofeos ante una multitud invisible y sedienta de sangre.
Esa mujer del cubo había sido alguien en algún momento. Quizá sus dientes
de leche estuvieran todavía guardados en algún cajón, igual que había hecho
mi madre con los míos en aquel viejo estuche de fieltro que encontré
después de su muerte.
Era difícil estar orgullosa de este tipo de trabajo.

Tenía un ojo puesto en el reloj porque en algún momento tenía que empezar
a hacer las maletas para el fin de semana del 4 de julio, que íbamos a pasar
con la familia de mi prometido. En ese momento, se actualizó mi correo
electrónico y entró una alerta de Google: «Sus vidas secretas: cómo el doble
matrimonio de una mujer condujo al asesinato de un hombre inocente».
Estaba tan acostumbrada a las mujeres muertas que, por un momento,
pensé que había leído mal el titular. Entonces llegó el pinchazo de la
curiosidad, instantáneo y agudo.
La historia era del Laredo Morning Times, un periódico local de una
ciudad situada a unas horas al sur de Austin, donde yo vivía. Hice clic en el
enlace. En mi pantalla apareció el llamativo titular y dos fotos de familia en
blanco y negro divididas por un dramático papel desgarrado. En la primera
foto, que ponía que era de 1978, un hombre llamado Fabián Rivera y su
esposa, Dolores, sostenían unas tijeras enormes frente a una cinta en una
especie de acto de inauguración. La mujer llevaba la melena negra y rizada
detrás de las orejas y los pendientes le llegaban a la mandíbula. Se reía, sus
pómulos estaban hinchados y la barbilla ligeramente inclinada, como si
estuviera a punto de mirar a Fabián. Llevaba un austero traje con hombreras
y falda. Fabián miraba fijamente a la cámara con una pequeña sonrisa
asomando por las comisuras de los labios y en los ojos. A su lado, dos
chicos de pelo oscuro, mellizos —conocidos, según ponía ahí, como
Gabriel y Mateo Rivera—, sonreían como si estuvieran sacando las orejas
de conejo por detrás de la cabeza de sus padres.
La otra foto fue tomada en 1984. Era un retrato profesional con un telón
navideño cursi de fondo: había copos de nieve grandes como el puño
suspendidos sobre las ramas de un pino muy ornamentado. Esta vez, la
misma mujer, Dolores, se inclinaba hacia otro hombre, cuyo nombre era
Andrés Russo. Él mostraba una gran sonrisa y tenía el brazo derecho
alrededor del hombro de ella. La mano de Dolores se apoyaba en el hombro
de una adolescente risueña que llevaba calcetines altos, unas Dr. Martens y
una falda de cuadros. A su lado, había un niño de once o doce años con los
ojos muy abiertos tras unas gafas con la montura oscura.
Nada en ninguna de las dos fotos sugería que hubiera problemas de
pareja, pero también es cierto que mis propios padres habían estado hasta el
último momento picando cebollas y pimientos, uno al lado del otro, para la
noche de las fajitas. Se tomaban de la mano en el coche y cantaban a los
Eagles. Cada año, por su aniversario, contaban la historia de cómo se
habían conocido: dos jóvenes de diecinueve años con un antojo de helado
Baskin-Robbins en una lluviosa noche de invierno. El destino.
Que algo «pareciera» significar algo no quería decir que fuera así de
verdad.
Tomé un sorbo de café frío y me puse a leer.

Penélope Russo tenía quince años cuando conoció a Dolores Rivera, la


mujer que se convertiría en su madrastra y que cambiaría su vida para
siempre. Era diciembre de 1983, y pasaron ese primer encuentro
decorando el árbol de Navidad en el apartamento de Andrés, el padre de
Penélope, en Ciudad de México. El árbol era pequeño y artificial, ya
que el hermano de Penélope, Carlos, que entonces tenía doce años, era
alérgico a los de verdad. La tarea duró veinte minutos; luego, fueron a
la Churrería El Moro a tomar chocolate caliente y churros.
Desde el principio, fue capaz de entender por qué su padre se había
enamorado de esa nueva mujer. Dolores tenía 33 años, era una exitosa
banquera internacional de Laredo que seguía manteniendo su trabajo a
pesar de la devastadora devaluación del peso. Penélope recuerda que
era inteligente y magnética, con unos ojos marrones brillantes y una
risa contagiosa.
El recuerdo, claro está, viene con un precio a pagar: recordar a
Dolores es recordar el sentimiento de haber sido engañada, la
conmoción de haber confiado en alguien, de haber amado a alguien,
cuyas palabras resultaron ser una mentira.

Mi curiosidad ya estaba mutando: le crecían extremidades y le brotaban


dedos nuevos. Imaginé que era una parte de mi madre que quedaba en mí y
que temblaba como un imán que percibe el polo opuesto.
Necesitaba saber más.
El Laredo Morning Times no tenía mucha presencia en Twitter, pero en
Facebook los lectores locales se etiquetaban unos a otros con entusiasmo.
Competían por ver quién era más próximo a Dolores: la tía de uno había
trabajado con ella; el padre de otro le había pedido salir cuando iban a
secundaria; ¿no era ella la señora que aparecía en esa valla publicitaria del
banco, la que estaba cerca del puente, en San Ber hacía unos años?
Pobrecitos los esposos, ¡imagínense! y Qué agüite, ¿le quitaron los hijos? y
¡No mames, pero si esa es mi vecina! Se la pasaba afuera regando las
plantas. Más o menos la mitad de los comentarios estaban en inglés, la otra
mitad en spanglish o en español, de modo que tuve que usar Google
Translate para entenderlos.
De vez en cuando, algún intruso se unía a la conversación: un hombre con
la bandera estadounidense como foto de perfil que se preguntaba si Dolores
todavía era follable, o un tipo blanco de mejillas rubicundas con un gorro de
pescador que escribía «Fucking Mexicans». No uno, sino dos incels
asomaron la cabeza desde sus sótanos con aroma a semen para decir que
esta era la razón por la que las mujeres deberían ser tratadas como esclavas
sexuales: era la única manera de que los hombres inocentes pudieran
protegerse. A estos comentarios, las mujeres respondieron con variaciones
de «Que te den por el culo, pendejo, si es que encuentras a alguien que
quiera».
No lo llamaría, precisamente, un comentario sutil.
Cuando la puerta principal se abrió con un chirrido, yo seguía sentada en
el sillón gris que hacía las veces de despacho.
—Mierda —murmuré al mirar la hora. Eran más de las cuatro. La granja
de la familia de mi prometido estaba a tres horas y media de Austin si
pillabas poco tráfico (como si eso pasara alguna vez) y nos esperaban para
cenar a las ocho. Ni siquiera había empezado a hacer la maleta.
—Hola, bonita —saludó Duke. Su sonrisa inicial se desvaneció al ver mi
portátil abierto y que en mis pies solo llevaba los calcetines.
—Antes de que preguntes —dije mientras lo alcanzaba en la puerta—,
aún no estoy lista.
Duke era ancho y robusto, tenía la piel húmeda por el sudor y olía a
brasero y a miel cuando lo besé. Odiaba llegar tarde. Es lo que tiene crecer
en una granja lechera: si no ordeñas una vaca o una cabra cuando se supone
que debes hacerlo, el animal se lamenta y patalea por la agonía que le estás
causando. Así que Duke había crecido haciendo lo que debía hacer cuando
debía hacerlo. Me encantaba eso al principio de nuestra relación, cómo
llamaba y enviaba mensajes de texto y venía exactamente cuando decía que
vendría. Pero no dejaba mucho margen de error.
—Trabajo —añadí, notando el dejo de irritación en su rostro.
—Oh. —La expresión de Duke se relajó cuando abrió la nevera para
revisar que no quedara nada que pudiera estropearse mientras estuviéramos
fuera—. ¿La retrospectiva de Antone? Tengo muchas ganas de leer esa.
Duke me apoyaba mucho con mi trabajo no relacionado con el crimen.
Para él, mi obsesión era macabra por el modo en que podía darme un
atracón durante horas con programas sobre crímenes que iban desde
documentales de prestigio hasta Crímenes imperfectos, dependiendo de cuál
era mi estado de ánimo; o la pila de libros en mi mesilla de noche con
cubiertas oscuras y letras grandes y llamativas. Los pódcasts que escuchaba
durante mis paseos —una vez recorrí trece kilómetros alrededor del lago
porque tenía que escuchar un episodio más de Serial, solo uno más, y luego
otro, y otro— y los foros que visitaba cuando no podía dormir, mi paseo
nocturno a la madriguera de los conejos. La carpeta en mi escritorio titulada
«Crímenes interesantes», en la que metía artículos, capturas de pantalla y
las primeras investigaciones de algunos casos. Todo esto además de trabajar
en el blog quince horas a la semana.
Pero, claro, solo hay que ver de dónde venía Duke. Padres que todavía se
tomaban de la mano cuarenta años después de conocerse, que llamaban los
domingos y enviaban paquetes con crema fresca, yogur de leche de cabra,
miel y mermeladas conservados en hielo seco. Hermanos que
constantemente llenaban el chat del grupo con fotos y memes y noticias
personales. Recuerdos de la infancia en los que cepillaba los flancos de los
caballos hasta que brillaban como el agua, y en los que, literalmente, volvía
a casa cuando sonaba la campana del comedor. Incluso después de conocer
a su familia, busqué en sus historias resentimientos ocultos y traumas
secretos, pero no encontré nada. Era abierto como un niño, sin
contaminación. Esto era algo que me encantaba de él. Pero implicaba que
creía que la gente era intrínsecamente buena y no le gustaba enfrentarse a
las pruebas que demostraban lo contrario. Yo no quería que volvieran a
sorprenderme, así que buscaba y buscaba hasta que incluso mis sueños
estaban llenos de sangre.
—Presenté el artículo de Antone la semana pasada —dije—. No, he
encontrado una historia sobre una mujer, una madre que estuvo casada en
secreto con dos hombres al mismo tiempo allá por los años ochenta. Uno de
los maridos acabó asesinando al otro.
Duke soltó una media carcajada mientras desechaba un poco de jamón a
punto de ponerse malo.
—A veces me pregunto cómo sería que mi novia me contara anécdotas
normales sobre su trabajo.
—Imagínate el esfuerzo que tuvo que hacer para que aquello saliera
adelante —continué mientras apagaba el portátil—. Y me pregunto por qué.
Es decir, ¿qué lleva a una mujer, a una madre, a hacer algo así? No es que
las madres antepongan siempre a sus hijos, lo sé bien, ni siquiera creo que
deban hacerlo, pero esto ya es pasarse.
—Sí, no cabe duda de que es raro. Pero, Cass… —Duke hizo sonar sus
llaves, un tic nervioso que nunca se daba cuenta de que hacía.
Levanté la mirada, atenta.
—¿Sí?
Cruzó la habitación hasta donde yo estaba agachada, sacando mi cargador
de la pared.
—Apenas nos hemos visto últimamente. ¿Podemos tomarnos un descanso
del trabajo este fin de semana? ¿Y si dejas el portátil y lo convertimos en
algo como una zona libre de asesinatos?
Me reí, aunque con la mano apreté el cargador. Le resultaba fácil sugerir
que dejara el trabajo atrás. Claro, como él no podía ahumar la carne de su
food truck en la granja… Y si le llamaba Sal con un problema durante el fin
de semana, obviamente, respondería. El food truck era su negocio. El
crimen era el mío. Más o menos.
Pero tenía razón. Hacía semanas que solo nos veíamos en momentos
puntuales: un descanso de veinte minutos para cenar en el parque de
comidas; una peli sin sentido en Netflix; sexo medio dormidos que casi
parecía un sueño por la mañana.
—De acuerdo. —Exhalé mientras dejaba el cargador en el suelo,
sintiéndome ya extrañamente sin fuerzas—. Claro. Tiempo en familia. Nada
de asesinatos. Lo prometo.

Como era de esperar, la I-35 estaba a petar. Duke se ahorró las


recriminaciones y me pidió que enviara un mensaje al chat del grupo para
decir que podían empezar a comer sin nosotros. A cambio, resistí el impulso
casi constante de investigar sobre Dolores Rivera desde mi teléfono. Para
cuando el cielo esbozaba una puesta de sol, estábamos relajados e íbamos
de la mano, soñando con los destinos de la luna de miel —la comida en
Laos se suponía que era increíble, dijo Duke; yo le hablé de un artículo que
había leído sobre el senderismo por los glaciares de Islandia—,
embriagados de posibilidades mientras ignorábamos cualquier aspecto
práctico, empezando por el hecho de que no teníamos dinero y no habíamos
planeado nada para la boda.
Eran casi las nueve cuando llegamos a la granja, sesenta hectáreas
delimitadas por una valla de madera blanca de cuatro raíles, con un letrero
de piedra que decía «Granja de la Familia Murphy, 1985». El F-150 de
Duke traqueteaba y repiqueteaba en la áspera carretera de grava al pasar por
el corral de las cabras, una estructura de hojalata de tres paredes donde las
cabras dormían en estantes a distintas alturas como si fueran niños en un
campamento de verano. Pasamos al lado del gallinero con trescientas
gallinas ponedoras y del pasto, los establos y el corral de las vacas antes de
acercarnos, por fin, al reluciente establo rojo de ordeño y a la tienda de
metal blanco abastecida con leche y huevos frescos, verduras de temporada
y el jabón y las velas de lavanda que hacía a mano la madre de Duke,
Caroline. Un poco más allá estaba la casa. El porche que la rodeaba estaba
iluminado, tenía un columpio doble y mecedoras que esperaban para que te
sentaras a tomar una copa después de la cena. El vino bajaba con facilidad
aquí. Y con tranquilidad, además. Todavía no me había acostumbrado a eso.
En el interior, nos quitamos los zapatos en la puerta, alineándolos bajo el
banquito de la entrada, ya rayado y lleno de cicatrices. Los anchos tablones
de madera se sentían suaves bajo los pies, más aún en algunos puntos
gracias a unas alfombras descoloridas en tonos azafranes y ocres. Seguimos
el sonido de las risas y de la gente hablando hasta llegar al comedor, donde
todos estaban sentados en la larga mesa que el abuelo de Duke había hecho
a mano justo antes de marcharse a luchar en la Segunda Guerra Mundial. La
mesa estaba preparada con manteles individuales de arpillera y saleros y
pimenteros de cobre martillado. Había varias botellas de vino abiertas,
restos de pan y mantequilla frescos, pero no había cena. Nos habían
esperado. Por supuesto.
—¡Aquí estáis! —dijo Caroline.
Al levantarse, la escasa luz que emitía la lámpara de araña hecha de
madera captó los tres pendientes de plata que le colgaban de cada oreja.
Llevaba el pelo rubio, corto y peinado de punta. Cuando me abrazó, me
fundí en su cuerpo fuerte y macizo. Achuchó a Duke y luego se volvió
hacia su padre.
—Alf, ven a ayudar en la cocina, ¿quieres?
Alf era más delgado que Caroline, de voz más suave, con un bigote
plateado y una gorra de los Cowboys que colgaba de un gancho de latón en
la pared.
—Con mucho gusto —respondió.
—¡Os dijimos que no esperarais! —protestó Duke.
Su hermana menor, Allie, sonrió y puso los ojos en blanco.
—Como si eso fuera posible.
Allie tenía veinticinco años, era menuda, de rasgos finos y nítidos: tenía
unos brillantes ojos azules sobre unas mejillas pecosas. Stephie estaba en su
segundo año en la Northwestern y, al parecer, justo estaba intentando
convencer a Kyle, el más joven, para que se presentara el siguiente año y así
volver a estudiar juntos.
Cinco minutos más tarde, estábamos apretujados entre Allie y el hermano
mayor de Duke, Dylan, cortando un pollo a las finas hierbas que, no sé ni
cómo, todavía estaba tierno y caliente. Dylan presumía de los últimos
resultados de Allie en las carreras de barriles. Ella aceptó los elogios con
sencillez y añadió:
—Nunca nos veían venir.
La conversación se desarrolló con naturalidad.
—¿Cómo va el food truck, Duke?
—Oye, Cassie, ¿te ha contado ya lo de esa vez que…?
—¿Puede alguien pasar las patatas?
—Mamá, ¿tenemos leche para el café esta vez?
—¿Os habéis acordado de reponer los estantes?
—¿Cuándo va a parir Millie?
Estar aquí era como meterse en la cama tras un largo día: calidez,
seguridad, comodidad. Pero no podía evitar preguntarme cuántos
comentarios de Facebook nuevos se habrían publicado en la historia de
Dolores Rivera desde que habíamos salido de Austin. ¿Cuántas veces se
habría compartido el artículo? Era imposible que yo fuera la única reportera
que, tras leer la línea en cursiva debajo del artículo —Dolores Rivera se
negó a ser entrevistada—, hubiera visto algo más: una oportunidad.
Lo sentí de inmediato. ¿Una historia íntima desde el punto de vista de una
mujer bígama, algo poco común, cuyo crimen había desencadenado en un
asesinato? Aquello era especial. Aquello podía petarlo. Petarlo a lo
Harper's. Petarlo a lo The New Yorker. A sangre fría había comenzado
como una serie de The New Yorker. Un largo artículo sobre un crimen real
para lanzar mi carrera. Estaba tan harta del blog, de estar sin blanca, de
consultar mi hoja de cálculo de facturas pendientes cada viernes por la
tarde, de enviar correos electrónicos de «solo para ver cómo lo tenéis» con
la esperanza de conseguir el tono adecuado de asertividad y educación que
no provocara que quisieran dejar de colaborar conmigo. Si no me pagaban
al menos quinientos dólares antes de la fecha de vencimiento del alquiler el
jueves, tendría que volver a decírselo a Duke. Él volvería a decir que algo
se nos ocurriría. Y volvería a sugerir que abriéramos una cuenta conjunta.
¿No sería más fácil pagar todas nuestras facturas desde un mismo lugar?
¿No sería menos estresante? Probablemente lo fuera, para algunas personas.
Y yo deseaba ser una de ellas, de verdad, pero la idea de combinar nuestras
finanzas me daba ganas de enterrarme viva.
—¿Cass? —Duke buscó mi mano y acarició con el pulgar el zafiro
marquesa que llevaba. El anillo había pertenecido a su abuela y siempre
sentí en él el peso de la historia de una familia, sus recuerdos y uniones.
Hacía que sintiera que pertenecía a algún lugar.
—¿Qué te parece? —preguntó, sonriendo.
—Perdón —dije, avergonzada. Todos me miraban—. ¿Qué me parece el
qué?
La mandíbula de Duke se tensó.
—Mamá acaba de sugerir que…
—¡Ofrecer! —Caroline agitó las manos—. Por supuesto, puedes decir
que no.
—Ofrecer —siguió Duke, ahora en tono más suave— que hagamos la
boda aquí, en la granja.
Habían pasado siete meses desde que Duke se había declarado. El frío
asiento de la noria del Sendero de las Luces temblaba bajo nuestros pies,
flotando sobre árboles iluminados con luces de colores primarios, y la
propia ciudad brillaba en contraste con el oscuro cielo. Me dolió el pecho al
recordar ese momento tan tierno. Lloré mientras decía que sí.
Pero el coste medio de una boda en este país era de treinta y cinco mil
dólares. ¿A quién le sobraba esa cantidad de dinero o estaba dispuesto a
endeudarse tanto por un día? Incluso los vestidos en oferta de la tienda
David's Bridal, a los que había echado un vistazo rápido desde su web,
costaban setecientos dólares. Y en cuanto nos decidiéramos por un lugar,
querrían un depósito. Un depósito que no teníamos. Así que nos quedamos
atascados.
Ahora, Caroline nos ofrecía la solución perfecta. ¿Cómo no se nos había
ocurrido antes? Podía imaginármelo: las filas de sillas blancas todas en
orden y dispuestas ante un cenador enrejado que Alf habría construido a
mano. Caroline hornearía una tarta de varios pisos, con los lados bañados en
mantequilla y azúcar glas espolvoreado por encima. Duke y yo
caminaríamos juntos hacia el altar y yo me convertiría, oficialmente, en
parte de una familia en la que todos habían crecido durmiendo con las
puertas abiertas de par en par, sin gritos que contener, sin nada que temer.
—Sí —solté—. Por supuesto. O sea, sí, ¿no? —dije mirando a Duke—.
Es perfecto.
Él sonrió. Bajo la escasa luz de la lámpara de araña, sus ojos tenían el
mismo color que el jarabe de arce cuando lo esparces en una fina capa.
—Sí que lo es.
Caroline aplaudió y Dylan fue a la cocina a por la botella de champán que
Alf creía recordar haber visto al fondo de la nevera.
Noté que mi teléfono vibraba en el bolsillo. Me quedé helada al ver la
cara de Andrew en la pantalla. Era una foto vieja en la que su piel se veía
roja y dorada ante una puesta de sol en el lago Great Salt Plains. Aunque
sus piernas estaban fuera del encuadre, sabía que llevaba los vaqueros
remangados hasta las rodillas y que tenía las pantorrillas sumergidas en el
agua clara y poco profunda. Se me aceleró el corazón al ver cómo miraba
felizmente a la cámara. A mí.
De repente, mientras rechazaba la llamada, fui consciente de los latidos
de mi propio corazón, esas fuertes palpitaciones incriminatorias. Andrew.
Llegó a mi vida justo cuando mi madre la dejó. Ese verano me salvó. De mi
dolor, de mí misma. Pero nunca sabía qué esperar cuando me llamaba así, lo
cual significaba que nunca podía contestar delante de Duke. Había
demasiadas cosas que él no sabía.
Demasiado que arriesgar como para decírselo.

Era casi medianoche cuando nos metimos en la vieja cama de Duke hecha
de madera de pino. Mi espalda estaba contra su pecho y su mano en mi
cadera. Dormir en la granja solía ser como tropezarme en la oscuridad y
caer por un agujero; de un momento a otro, pasaba de estar anclada al suelo
a estar en caída libre. Y adiós.
Pero no esta noche. Esta noche, mis pensamientos seguían yendo de
Andrew a Dolores Rivera. Si hubiera sido algo malo, Andrew habría vuelto
a llamar, me decía a mí misma. Me habría enviado un mensaje. ¿Y cómo es
que algunas personas, como Duke, podían oír hablar de una mujer que había
llevado una doble vida que desembocó en un asesinato y, simplemente,
seguir adelante como si nada, mientras que otras, como yo, se preocupaban
por los detalles que se escapaban entre los dedos hasta tomárselo como algo
personal?
Duke me besó justo debajo de la barbilla y me hizo estremecer.
—Me alegro mucho de que vayamos a casarnos aquí —susurró.
—Yo también —dije, aunque mi mente seguía en Dolores, pensando en lo
mucho que te tienes que esforzar para que alguien crea que estás totalmente
solo en el mundo. ¿Qué habrán pensado la familia y los amigos de Andrés
Russo de su esposa, una mujer con un pie en cada uno de los dos países?
¿Quién habría ido a su boda? ¿Nadie se habría preguntado por qué no había
asistido ningún familiar, ningún amigo?
Se me revolvió el estómago al darme cuenta de que mi propio lado del
pasillo estaría casi igual de vacío: todo y todos los que me faltaban creaban
su propia gravedad, imposible de ignorar. La verdad es que no hacen falta
grandes mentiras, solo estar con alguien que no te presiona para que le
cuentes las cosas que no quieres revelar.
Cuando el brazo de Duke se aflojó a mi alrededor en señal de que dormía,
desenchufé mi teléfono del cargador y envié un mensaje a Andrew: Siento
no haber podido contestar. ¿Va todo bien?
Aparecieron los tres puntitos. Desaparecieron. Aparecieron de nuevo,
seguidos de un: Sí.
Me quedé mirando la palabra hasta que me dolieron los ojos. Sí. Simple,
cortante. Bien podría haber escrito Vete a la mierda.
Vale, respondí. Te llamaré pronto para ponernos al día. Dudé, recordando
el calor de su piel contra la mía hacía ya mucho tiempo. Te echo de menos.
Esta vez, nada apareció después de los tres puntitos. Mi corazón era un
cometa escupiendo fuego en mi pecho.
Aparté el teléfono y cerré los ojos, pero estaba más despierta que nunca.
Con cuidado, salí de la cama, metí la mano en mi mochila y rebusqué
debajo de los vaqueros y los tops y la ropa interior hasta que sentí el
familiar confort del acero frío. Entonces saqué el portátil que le había
prometido a Duke que iba a dejar en casa.
Me acomodé con las piernas cruzadas en el suelo, con la espalda apoyada
en la cama. El ordenador hizo un suave sonido al encenderse. Duke se
movió mientras la habitación se iluminaba de azul eléctrico. Contuve la
respiración, curvada sobre la pantalla, atenuando la luz con mi cuerpo. Al
cabo de un momento, las sábanas se aquietaron. Su respiración se hizo más
profunda.
Exhalé y volví a meterme en el artículo del Laredo Morning Times.
Dolores Rivera y Andrés Russo llevaban poco menos de un año casados y
casi tres juntos cuando, el 2 de agosto de 1986, se encontró el cadáver de
Russo en el Hotel Botanica, un motel de Laredo. La policía no tardó en
descubrir que Russo, que vivía en Ciudad de México, estaba en la ciudad
para visitar a su mujer, Dolores Rivera. (¿Por qué se alojaba en un motel en
lugar de con Dolores? ¿Dónde creía que vivía ella?). Se cree que «le
dispararon la noche anterior, en un día en el que las temperaturas alcanzaron
un récord de 47 °C antes de que una lluvia muy necesaria refrescara el
ambiente».
Los detectives que se encargaron del caso, Manuel Zamora y Ben Cortez,
habían interrogado tanto a Dolores como a Fabián y, aunque ella había sido
sospechosa al principio (obviamente), pronto Fabián la eclipsó como
persona de interés: un empleado lo había visto salir del motel alrededor de
las 10 de la noche del 1 de agosto, lo que resultó encajar perfectamente con
la hora de la muerte de Russo.
Fabián no era un genio del crimen: también había dejado una huella
parcial en la habitación de Russo, y la bala alojada en el cuerpo coincidió
posteriormente con la munición encontrada en la casa de Fabián y Dolores;
munición utilizada para la pistola Ruger Mark II del calibre 22 que Fabián
declaró haber perdido. La bala había entrado por el costado derecho del
pecho de Russo, atravesó la octava costilla y se alojó en el tejido blando del
lateral derecho de su espalda. Le fracturó la costilla y perforó la parte
inferior del pulmón derecho. Russo se había ahogado en cuatrocientos
mililitros de su propia sangre.
El reportero se deleitaba con estos detalles, aunque yo llevaba suficiente
tiempo escribiendo mis propias historias grotescas como para saber lo que
ocultaban: la falta de información real sobre lo que había pasado. No solo
sobre el asesinato, sino sobre el crimen que había provocado el asesinato: el
doble matrimonio de Dolores. En su lugar, había citas de la antigua hijastra
de Dolores, Penélope Russo, hablando de ella como de un monstruo que
había utilizado a su familia para después tirarla a la basura. Como regalo, el
reportero se permitió un poco de psicología de sillón, cuestionando si
Dolores era una psicópata o simplemente una narcisista, y tal vez eso no
debería haberme molestado, pero lo hizo. Estaba a un paso de llamarla
«loca», esa palabra con el poder de descartar todos los aspectos de la vida
emocional e intelectual de las mujeres, nuestras motivaciones y deseos. Los
cuales, especialmente en su ausencia, eran las partes más interesantes de
esta historia.
Los primeros resultados al buscar el nombre de Dolores Rivera junto a la
palabra Laredo fueron ese artículo y los diversos hilos de comentarios en
los que había derivado. Los archivos en línea del periódico solo llegaban
hasta 2005, con resultados similares para todas las demás ciudades
importantes de Texas. Todo lo que se había escrito sobre ella en el momento
del asesinato estaba relegado a una biblioteca de referencia en algún lugar.
Después del artículo del Laredo Morning Times, había un anuncio de
jubilación de hacía cinco años. Sorprendentemente, era del mismo banco en
el que Dolores había trabajado en los años ochenta. En él aparecía lo que
supuse que era un retrato semiactualizado: Dolores con una melena gruesa y
lisa que le llegaba hasta el cuello y que todavía era, en su mayor parte, de
color oscuro. Llevaba pintalabios rojo y una camisa de seda a juego. Sus
ojos marrones eran cálidos, competentes y divertidos. Seguía siendo una
mujer atractiva. ¿Había tenido otras relaciones serias desde el asesinato?
¿Quién iba a confiar en ella después de lo que había hecho?
Tras el anuncio de la jubilación y una página de LinkedIn obsoleta, los
resultados perdieron precisión. Enlazaban a páginas GoFundMe y reportajes
de partidos universitarios de vóleibol. La busqué por las redes sociales sin
éxito. Entonces volví a abrir el artículo del Laredo Morning Times. Allí
estaban Dolores y Fabián con esas tijeras tan grandes.
Y sus hijos.
Mateo y Gabriel Rivera debían tener ya más de cuarenta años. Empecé
con Mateo: fácil. Era dueño de una clínica veterinaria en San Antonio y me
recordaba a los hombres que iban a correr por el lago: serios, altos, con
cierto parecido a los galgos, de pelo oscuro y canoso. Mateo no tenía redes
sociales personales, pero la clínica disponía de una entusiasta cuenta de
Instagram. En las fotos con los animales, Mateo estaba casi siempre
sonriente: fotografiado por sorpresa mientras se reía entre tres pitbulls con
cabeza de león en un evento de adopción al aire libre, o sonriendo mientras
sostenía a un cachorro de carlino con una vía intravenosa pegada a su patita:
«¡Clyde ya no necesita oxígeno!». Pero con otras personas, Mateo parecía
serio, casi incómodo: demasiado espacio entre él y la persona que estaba a
su lado en una foto de grupo, una mano suspendida en lugar de apoyada en
el hombro en otra.
Gabriel, por su parte, era un hombre experimentado y prolífico a la hora
de publicar en Facebook. Era un entrenador de baloncesto de instituto con
cuello de toro, llevaba perilla negra, un anillo de oro en una mano y una
alianza en la otra. En los vídeos de sus partidos, extendía los brazos con la
mirada puesta en las vigas cuando los jugadores fallaban un tiro libre. Con
el volumen apagado, el gesto parecía casi exultante. Sin embargo, podía
imaginar su voz en el vestuario después, rebotando en las aburridas puertas
de metal: ¿Para esto entrenamos? ¿Para perder los puntos que nos dan en
bandeja? Algo en él —la forma en que se paseaba por el banquillo como si
fuera un depredador, la amplitud de sus gestos— daba la sensación de que
le gustaba mucho gritar.
Después, también había fotos de él con sus hijos. Me quedé mirando una
en particular durante mucho rato. Joseph y Michael tenían tres y cinco años.
Gabriel estaba arrodillado en la hierba, con los brazos alrededor de ellos;
los hijos llevaban cada uno una manopla de velcro verde neón. Sobre el
escuálido hombro del mayor estaba Gabriel con los ojos cerrados. Su
sonrisa era extremadamente tierna. Su mujer, Brenda, había publicado la
foto y etiquetado a Gabriel. En el pie de foto ponía «Mi corazón». Por
alguna razón, hice una captura de pantalla.
Gabriel y Brenda, una «asesora de liderazgo», sea lo que fuere lo que eso
signifique, seguían viviendo en Laredo. Les gustaba el sushi frito relleno de
queso crema y jalapeños, habían ganado una vez un concurso de radio para
ir a comer barbacoa al Rudy’s con la Eli Young Band y habían terminado
recientemente la construcción de una casa de estuco con aspecto de
fortaleza en una subdivisión llamada Alexander Estates. Según Google
Maps, el barrio estaba justo al lado del instituto donde trabajaba Gabriel. En
un vídeo que él había publicado, se le veía haciendo zoom en uno de los
bordes del camino de cemento que había en la entrada, donde había cuatro
huellas de manos una al lado de la otra, de la más grande a la más pequeña.
Navegué por cientos de fotos en Facebook e Instagram y observé cómo
las vidas de Gabriel y de Brenda iban hacia atrás hasta que divergían y su
futuro juntos era solo una posibilidad entre millones. Qué temeridad,
exponerse así a la vista de cualquiera; otra prueba de ese deseo tan humano
de ser conocidos. Pues bien, aquí estaba yo, llegando a conocerlos como un
rastreador llega a conocer a un animal a través de sus huellas en la tierra y
su olor en el viento.
Sobresaltada, me di cuenta de que Duke ya no roncaba. La habitación
estaba en silencio. Por un momento, podría haber jurado que sentía su
mirada recorriendo mi espalda mientras hacía exactamente lo que había
prometido no hacer en este viaje. Me di la vuelta lentamente, preparándome
para verle sacudir la cabeza con un gesto de decepción en su boca. Pero
estaba dormido. O al menos fingía estarlo.
Volví a navegar por las fotos de Gabriel, rápido, de forma deliberada. Y
allí estaba Dolores Rivera. Rara vez en primer plano y, sin embargo, al
parecer, siempre presente, formando parte del andamiaje de las vidas de
Gabriel y de Brenda. El día de su boda, orgullosa, con un vestido dorado y
en la primera fila de bancos de la iglesia. Con las manos cubiertas de papilla
naranja mientras daba de comer a Joseph en una trona hacía dos años. De
pie en un partido de baloncesto, con las palmas de las manos ahuecadas
haciendo un megáfono alrededor de su boca. Recogiendo papel de regalo
desparramado en la fiesta de cumpleaños de un niño. Esa foto, en particular,
me dejó sin aliento. Me recordó a un día en el que intentaba no pensar, uno
que había definido toda mi existencia.
La cuestión era que, a pesar de los destrozos que habían provocado sus
decisiones, Dolores no había perdido a sus hijos. Al parecer, habían sido
capaces de perdonarla, fuera como fuere. ¿Cómo lo habían hecho? ¿Cómo
se lo había ganado?
Yo nunca había sido capaz de perdonar a mi propia madre. ¿Qué pensaría
ella de una mujer como Dolores, alguien que había querido algo más que la
vida que tenía, o una vida diferente, y que había creado una?
De nuevo, me fijé en la breve frase en cursiva justo debajo del artículo:
Dolores Rivera se negó a ser entrevistada.
Bueno, ahora que la historia se había hecho pública, quizás estuviera
preparada para contar su versión.
LORE, 1983

Fuera del Aeropuerto Internacional, Lore Rivera se encoge de hombros y


saca el paquete de Marlboro —un dólar el paquete, casi el doble de lo que
costaba hace tres años, cuando las cosas iban bien— del compartimento con
cremallera de su bolso. En México, fuma. Fabián se escandalizaría si lo
supiera y se enfadaría por esa extravagancia innecesaria. Esto forma parte
del placer.
Ciudad de México es todo placer para ella. El desenfrenado trajín de los
taxis, los autobuses en sus misiones programadas por rutas laberínticas, el
dosel naranja de polución suspendido entre la ciudad y las nubes. Adora la
caminata de tres minutos respirando aire empapado de gasolina hasta la
terminal aérea, donde tomará el metro hasta la estación Pantitlán antes de
cambiar de línea, y luego caminará los últimos diez minutos por el centro
histórico hasta su hotel. Un viaje de cuarenta y cinco minutos, todo empuje
hacia adelante, hombro con hombro con más gente de la que vería en una
semana en Laredo, cuya población entera podría caber en uno solo de los
barrios de chabolas de las afueras del DF, miles de chabolas que salpican las
laderas de las colinas y se tambalean unas contra otras como borrachos al
final de la noche.
En sus primeros viajes aquí se alegró de viajar con Óscar, otro
funcionario de la banca internacional. Nunca había estado en un lugar más
grande que San Antonio, nunca había sido arrastrada por una ola humana
hacia una ciudad que la absorbía instantáneamente en sus cálidas entrañas.
Nunca había tenido que navegar por un sistema de metro o memorizar
mapas de antemano para no delatarse como turista. Se alegró, entonces, de
que Óscar estuviera ahí y de poder seguirlo, poder estudiar. Ahora, su
soledad en una ciudad de este tamaño es embriagadora. Nadie la conoce.
Podría ser cualquiera. Podría convertirse en cualquiera.
Cuando Lore sube al metro, espira su propia contribución a la polución y
también las cargas del hogar: en concreto, la amargura del pánico de Fabián
y el creciente resentimiento que le demuestra por no querer entrar en pánico
con él.
La noche anterior, se volvió hacia él en su oscuro dormitorio. Los cuates
se habían dormido, por fin, después de que Gabriel se enfadara porque
estaba harto de los fideos y de que no pudieran pedir una pizza, y después
de que la hora de acostarse se alargara más allá de las diez porque Mateo,
siempre ansioso al comienzo del curso, volvía a levantarse para comprobar
dos, no, tres veces, que había metido los deberes en la mochila.
Lore se había dado el capricho de servirse dos dedos de Bucanas antes de
acostarse, de modo que se sentía suelta y anhelante cuando se deslizó contra
la espalda de Fabián. Le besó el hombro y cerró los dedos en torno a él,
tratando de ignorar cómo su cuerpo se tensaba. Murmuró, como si pudiera
representar por él el deseo que no mostraba.
—Lore. —Le quitó la mano—. Para.
—¿Por qué? —Le besó la nuca, que necesitaba un afeitado. Tal vez se lo
haría antes de salir mañana por la mañana—. Los cuates están dormidos. Y
ha pasado tanto tiempo…
—Odio cuando dices eso. —Un calor, no del tipo que quisiera, emanaba
de su piel—. Ha sido un día largo.
Lore suspiró.
—Siempre es un día largo.
Fabián tiró de la cuerda de latón de la lámpara Tiffany. Su pelo negro ya
se había arremolinado en un mechón sobre la almohada, el mismo que
llevaba domando con gomina Brylcreem desde que tenían diecisiete años.
—¿Cómo puedes actuar como si todo fuera normal? —Sus ojos oscuros
estaban hundidos, su barba era incapaz de enmascarar la inclinación de sus
labios hacia abajo mientras se sentaba contra el cabecero de roble—.
Mañana voy a tener que despedir a Juan, ¡y lleva con nosotros casi desde el
principio!
—Lo sé. —Fabián llevaba meses hablando sobre el mismo tema: la
recesión. La crisis que había llevado a una importante devaluación del peso:
de 23 pesos el dólar en 1980 a 150 pesos el dólar en la actualidad.
¡Imagínate, vale menos un peso que un centavo! Había predicciones de que
empeoraría diez o hasta veinte veces, incluso, antes de mejorar—. Pero no
tienes elección —dijo Lore, como siempre decía llegados a este punto.
—Ya lo sé —espetó Fabián. Luego rebajó el tono—. ¿Te he dicho que su
madre está enferma?
Lore suspiró.
—Cáncer, ¿verdad?
Fabián asintió.
—Todo el mundo tiene cáncer hoy en día.
Fabián se apretó la nuca con su gran mano, una mano que solía ser áspera
como el caliche por trabajar con hierro. A ella solía encantarle verle
encorvado sobre un horno, con las gotas de sudor cayéndole mientras
curvaba lo que antes era inflexible en elegantes volutas. Transformándolo.
Antes de abrir la tienda cinco años atrás, su pequeño patio trasero era una
zona de recreo desordenada y metálica, en la que los cuates pasaban por
portales que no llevaban a ninguna parte y llamaban a puertas que se
apoyaban en los árboles, como si pudieran abrirse a otro mundo.
«Todo el mundo necesita puertas», dijo Fabián en el artículo del Laredo
Morning Times sobre la inauguración. «Las puertas son un símbolo de
civilización. Separan lo doméstico de lo salvaje. Protegen lo más preciado».
La pasión de Fabián, su poesía, la habían pillado por sorpresa. La llenó
tanto de orgullo que enmarcó el artículo y lo colgó, cómo no, en la entrada
de su casa.
Pero Fabián se había equivocado. Cuando las casas dejan de construirse,
las puertas dejan de ser necesarias. Lo salvaje está cada vez más cerca.
—Fabián. —Quería intentarlo, esta vez de forma más suave. Lo hizo girar
para poder clavar sus pulgares en la carne tensa por el estrés—. Todo va a ir
bien.
Él se apartó y se incorporó para estar más elevado que ella.
—Para ti es fácil decirlo. Te necesitan.
—Y eso es bueno, ¿no? —contestó Lore—. Para nosotros, para nuestra
familia.
Fabián la miró con sus hombros musculosos encorvados y ella vislumbró
una inoportuna imagen de él en la edad madura, una ilusión de fuerza que
desaparecería cuando se quitara la ropa.
Sabía cuál era el verdadero problema: él estaba fracasando por razones
ajenas a su voluntad; ella, no. Dentro de poco, puede que ya solo tuvieran
un sueldo que ingresar, y no uno malo, precisamente. Puedes llorarle a la
luna, pero la luna jamás se arrimará para paliar tu dolor. Tu mujer, en
cambio… Tu mujer, la banquera internacional, la que se ciñe un cinturón de
oro al talle y hace resonar los pasos con sus tacones de aguja por toda la
cocina; tu mujer, cuyo trabajo está, al menos por ahora, asegurado. Bueno, a
ella sí puedes llorarle. Ella sí se arrimará a ti y tú podrías apartarla. Y, en ese
momento, el poder volverá a ser tuyo.
—Chinga —dijo, sacando una camiseta de su cajón—. Ahora no me voy
a poder dormir.
Ella captó su acusación implícita: si no lo hubiera tocado…
—Voy a revisar las facturas —dijo él—. Otra vez.
Salió de la habitación como si, de no haber estado los chicos al otro lado
del pasillo, hubiera dado un portazo. Lore suspiró y miró el reloj:
medianoche. En solo nueve horas, estaría conduciendo hacia el aeropuerto
de San Antonio. Abriría las ventanas y dejaría que el viento caliente del
desierto le arrancara esa capa de piel que estaba deseando dejar atrás.

Ahora, en el atrio del Gran Hotel del Centro Histórico, Lore contempla la
cúpula dorada del techo de vidrieras. Desde el centro, tres tragaluces
redondos de un color azul como el de los pavos reales le devuelven la
mirada como si fueran los ojos de Dios. Los suelos de mármol blanco son
reflectantes como el agua de un lago y el ascensor, envuelto en rejas,
transporta a la gente hacia arriba en un lento y onírico movimiento. La
alegría se abre paso como un cuchillo entre las costillas.
A lo largo de la frontera, todo aquello que se puede considerar concreto,
claramente definido, es fluido en el resto del mundo. La banca es un
negocio, sí, pero el negocio es personal. Siempre. Se abren cuentas con
relaciones, no con dólares, y eso es algo que los grandes bancos
estadounidenses no entienden. Esas cadenas nacionales no tienen interés en
operar en una pequeña ciudad fronteriza entre Texas y México, y las que lo
han intentado no han durado. Todo lo que ven en Laredo es un montón de
campesinos mexicanos. No entienden el poder de la frontera, el flujo del
comercio como un río entre países. No entienden la cultura. No es suficiente
con conocer los nombres de los clientes; también hay que saber qué tal va el
enfisema del padre y que la hija es la mejor estudiante de la Universidad
Saint Martin, y que, si les das una gorra de béisbol con estampado de
camuflaje y el logotipo del banco bordado, la llevarán tan a menudo que su
mujer les obligará a sacársela al entrar al dormitorio. Ahora, los grandes
bancos se tambalean debido a sus inversiones arriesgadas y sus préstamos
dispersos, mientras que el banco comunitario de Lore se mantiene firme.
Han tenido que ser responsables con su financiación, cuidadosos a la hora
de dar préstamos, pero cuando los clientes tienen dificultades para pagar, el
banco es capaz de trabajar con ellos. Y en tiempos mejores, el cliente se
acuerda. Así es como la cosa se expande: les invitan a un partido de béisbol,
a la junta directiva del Rotary Club, a una boda extravagante en Ciudad de
México.
La boda es esta noche. Se casa la hija de Fernando Santos, un empresario
mexicano, propietario de un montón de maquiladoras a lo largo de la
frontera, incluidas dos en Nuevo Laredo. El señor Santos es cliente del
banco desde hace diez años, tiempo suficiente como para invitar a Lore y a
su compañero Óscar. Pero el primer hijo de Óscar va a nacer en cualquier
momento y, aunque Fabián se burló de la invitación —¿cómo iba a tomarse
un tiempo libre justo ahora?—, Lore aceptó. A él le dijo que lo hacía porque
era bueno para el negocio.
Y confirmó que asistiría ella sola.
Todo el hotel ha sido reservado para la boda y, en el atrio, iluminado por
el sol, los empleados se apresuran en torno a un centenar de mesas
redondas, llamándose unos a otros mientras disponen los platos de
porcelana y la brillante cubertería de plata. Detrás de la mesa de los novios,
los floristas arreglan a mano una pared entera de rosas y lirios. Lore observa
desde el interior del ascensor rodeado de rejas mientras toca una de las
flores de latón. Desearía que Fabián pudiera ver esas intrincadas volutas de
hierro.
Ya en la habitación, Lore deja su bolsa con cuidado sobre la alfombra de
felpa. Suspira mientras pasa las manos por el cabecero de madera adornado
y las cortinas blancas, el delicado banco de damasco y la silla de terciopelo
azul oscuro. Qué extraño es estar en un lugar tan lujoso, tan opulento,
cuando México está en llamas y Laredo más de lo mismo. Se sentían tan
afortunados en 1980 y 1981, cuando estaban protegidos de la recesión
nacional por los 1.500 millones de dólares que llegaban de México. Pero,
entonces, la recesión redujo la demanda de petróleo, lo cual sobresaturó el
mercado. Los ingresos por exportaciones de México se desplomaron. Su
deuda externa aumentó, junto con la incapacidad de pagarla. En el 82 el
peso se devaluó, y luego otra vez, y otra vez, y, de repente, todos esos
ingresos minoristas que Laredo obtenía del otro lado se detuvieron como si
hubieran cerrado un grifo. Según la última estimación del banco, al menos
setecientos negocios de Laredo han tenido que cerrar, lo cual ha dejado a
decenas de miles de personas sin un medio para mantener a sus familias.
Lore va hasta la ventana y aparta las gruesas cortinas para ver el Zócalo,
el núcleo latente del Centro Histórico. En el siglo xv, esta zona era el centro
de la capital azteca de Tenochtitlán. Ahora está delimitada por la Catedral
Metropolitana, construida por secciones a lo largo de casi doscientos
cincuenta años, y los edificios del Palacio Nacional y del Distrito Federal,
con sus fachadas de piedra empapadas de sol y sangre. Cerca de la
imponente bandera mexicana, unos turistas en vaqueros y camisetas bailan
salsa ante un artista callejero. Ellos son los que salen ganando de esto, los
turistas. Casi puede sentir sus risas. Su pecho se encoge por el deseo de
unirse, unirse, unirse. Quiere ver los ojos de Fabián brillar como la melaza
al sol, sentir su mano agarrándola de la cadera.
Fabián. Debería llamarle. Al pensarlo, la imagen de Fabián bailando se
desvanece y es sustituida por la hosca realidad de su marido. No quiere
hablar con él. O no quiere hablar con esta versión de él. Si pudiera elegir,
llamaría al Fabián de dieciocho años que se sentó con ella en una ventana y
le dijo:
—Cierra los ojos.
Ella esperaba que la besara. En lugar de eso, se quedaron escuchando el
viento, los pájaros y, finalmente, las suaves pisadas de las pezuñas. Cuando
abrió los ojos, había una familia de ciervos comiendo el maíz que se había
derramado de la parte trasera de la camioneta de su padre. Dos cervatillos
moteados tiraban de las tetas de su madre mientras esta los apartaba con
impaciencia y masticaba los duros granos. Fabián miró a Lore y sonrió con
la escopeta al lado.
—No lo hagas —dijo ella. Y él se rio suavemente.
—Por supuesto que no —respondió.
Lore mira la hora en su reloj: las cuatro en punto. Será más barato
llamarle más tarde, esta noche. Por supuesto, no habrá un «más tarde» esta
noche. La boda continuará hasta el día siguiente, cuando todo el mundo esté
demasiado borracho para mantenerse en pie. En cualquier caso, ella estará
en casa mañana.
Cuelga su vestido rojo en el armario y se da un baño. La luz brilla en el
espejo dorado. Las cortinas están atadas a la bañera con una cuerda dorada,
como si la bañera fuera un escenario y los actores estuvieran a punto de
entrar.

Los camareros pasan como fantasmas entre las mesas mientras las bandejas
de plata con champán y Don Julio se balancean en la punta de sus dedos.
Un grupo de mariachis con pantalones plateados y chaquetas cortas tocan
canciones alegres antes de la cena. La gran energía de la sala hace que el
suelo esté a punto de temblar. Debe haber setecientas u ochocientas
personas. Lore siempre ha pensado que las bodas en Laredo son grandes por
todos los compromisos que acaban traduciéndose en cientos de invitados, a
algunos de los cuales los novios apenas conocen, pero, en comparación,
aquellas parecen celebraciones íntimas y chapuceras, como hacer una
barbacoa en el patio.
Lore está sentada con un grupo de socios de negocios del señor Santos:
Jaime, su arquitecto, y su esposa, Mariela; Ramón, su contable, y su esposa,
Ramona (tuvo que preguntar dos veces para asegurarse de que no se
equivocaba al oír sus nombres); su cardiólogo, el Dr. Olivares, y su esposa,
Cynthia; y Andrés, el profesor y asesor de su hija en la Universidad
Nacional Autónoma de México. Lore desearía que hubiera más empresarios
en su mesa, pero ya habrá tiempo para hacer networking con la excusa de la
celebración.
Las otras mujeres se acercan unas a otras mientras beben champán y
tocan los elaborados centros de mesa hechos con flores mientras hablan de
lo bonita que es la ceremonia y de la asombrosa longitud de la mantilla de
la novia. Lore sabe que de lo que realmente están hablando es de lo que
debe haber costado todo. Se une a la conversación, aunque sus oídos están
puestos en los hombres, quienes, básicamente, están teniendo la misma
discusión.
—Le debe estar yendo bien con sus negocios —comenta el Dr. Olivares.
Ramón, el único en la mesa que lo sabe a ciencia cierta, además de Lore,
responde amablemente:
—Fernando es muy dedicado.
—Me pregunto dónde habrá comprado el vestido —dice Ramona—, si
aquí o en Nueva York.
Cynthia se burla.
—DF tiene algunas de las mejores tiendas del mundo. ¿Por qué iba a
gastar seis veces más por ir a comprar a Nueva York? Sobre todo ahora.
—Porque es Nueva York —responde Ramona.
—¿Qué le parece a usted, Lore? —pregunta Andrés. Por un momento, no
está segura de qué conversación se supone que está siguiendo—. ¿Dijo que
trabaja en un banco?
—Sí —contesta Lore mientras termina su primera copa de champán y le
sirven otra al instante.
—¿Cómo ha afectado la devaluación al sector minorista en la frontera? —
pregunta Andrés.
A Lore le hace gracia que él también haya tenido un oído en ambas
conversaciones y que sea capaz de crear un puente entre ellas con tanta
elegancia.
—Pues la verdad es que es como si hubiera estallado una bomba —
contesta.
Piensa en las mujeres que se ponen en cuclillas para agarrar las conservas
de marca blanca y los packs ahorro de cereales de los estantes inferiores de
los supermercados. Piensa en cuántos hombres más hay esperando fuera de
las tiendas de materiales de construcción para subirse a unos remolques que
nunca llegan. Piensa en todos los carteles de cerrado y en las rejas de
seguridad bajadas que hay en el centro, como si todos los que estaban
dentro se hubieran desvanecido.
Andrés se inclina ligeramente hacia ella.
—Cuénteme más —le pide.
Lore lo mira con más detenimiento. Tendrá unos cuarenta años, supone, y
lleva el pelo negro peinado hacia atrás. Sus ojos son de un verde claro e
imponente, como el cristal de una botella rota que atrapa la luz del sol.
Nariz grande y cejas gruesas que le dan una mirada con aires de
concentración. Su español no es perfecto, le faltan algunas eses. No logra
identificar su acento, pero no parece mexicano.
—Bueno —empieza Lore—, la principal industria de Laredo es el
comercio minorista. Pero ahora… —Se interrumpe al pensar en Fabián, se
pregunta cómo habrá ido el despido de Juan. La ciudad huele a
desesperación—. Sin los ingresos que llegaban del otro lado, casi un tercio
de la ciudad está sin trabajo.
—Un tercio. —Andrés sacude la cabeza—. Increíble.
—Y pensar que hace solo dos años esa cifra era del diez por ciento —dice
Lore al recordar lo que ahora sabe que fue una época de bonanza. Una
época en la que Fabián le pedía a su madre que hiciera de niñera para
llevarla al bar Cadillac, o la sorprendía con un par de pendientes de oro y
topacio metidos dentro de la funda de su almohada. Planeaban remodelar su
casa. El peso se devaluó antes de que tuvieran la oportunidad de hacerlo. Al
menos no son como esas miles de personas que han tenido que abandonar
un proyecto de construcción a mitad de camino; la ciudad está llena de los
cadáveres de esos sueños.
—¿Y las maquiladoras? —pregunta Andrés—. Fernando es dueño de
varias docenas, ¿no?
—Sí —responde Lore—, aunque sobre todo en Juárez. Pero tiene razón:
pagas los sueldos de México, el dinero vuelve a Estados Unidos gracias a
las compras y a eso le sumas los puestos de trabajo de los fabricantes
estadounidenses que proporcionan los materiales para el ensamblaje. En
épocas normales es una situación en la que todos ganan. Pero cuando no
hay compradores para el producto final… —Abre las manos sobre la mesa
y se sobresalta al darse cuenta de que no lleva los anillos de boda. Puso
todas sus joyas en la caja fuerte antes de meterse en la bañera. Se toca el
pecho, donde suele reposar su medallón de oro, y solo encuentra piel.
—¿Cuántos años tiene, Lore? Si no le importa que pregunte —suelta el
Dr. Olivares mientras la mira a través de unas gafas doradas de montura
cuadrada.
Su mujer, Cynthia, le da un golpe en el hombro.
—Ay, Héctor. Eres tú el que ahora aparenta la edad que tiene.
La mesa se ríe, Lore con ellos. Está acostumbrada: los hombres mayores
primero suponen que es una secretaria o tal vez una representante de
cuentas nuevas y, luego, cuando abre la boca, la vuelven a evaluar con
suspicacia. De haber venido Óscar, seguramente el Dr. Olivares no le habría
preguntado su edad, aunque en realidad es dos años más joven que ella.
Pero así son las cosas en el mundo de los negocios. O, bueno, quizás en
cualquier tipo de mundo, y especialmente en México. Si se ofendiera,
estaría cometiendo el mayor pecado de la feminidad: la hipersensibilidad.
Sabe perfectamente que no debe hacerlo.
—Tengo treinta y dos años —dice Lore.
—¿Y cuánto tiempo lleva en este banco?
—Pues a ver… —responde Lore, aunque no necesita pensarlo—. Ya van
ocho años.
Lore había empezado trabajando en la ventanilla de una sucursal cuando
tenía veinte años y creía que volvería a su puesto después de la baja por
maternidad de seis semanas. Qué ingenua había sido entonces, qué poco
preparada estaba para la brutalidad de la maternidad. Encerrada en su
pequeña vivienda durante la cuarentena, la familia entraba y salía sin orden
ni concierto: Marta con sopa de tortilla, Mami con sus manos bruscas y
capaces, la madre de Fabián dando consejos inútiles, su padre con los
cigarros; todos ellos sin darse cuenta o sin importarles lo mucho que
suponía para ella prescindir de Fabián durante cuarenta minutos para que
pudieran darle palmaditas en la espalda. Aquellos dos pequeños recién
nacidos eran demasiado para ella sola.
Seis semanas después de que nacieran los cuates, seguían pesando menos
de tres kilos cada uno. Sus pies, con las plantas de color rojizo, parecían
hojas secas caídas de un árbol y sus llantos eran salvajes y desgarradores,
como gatos en celo. Ella tenía los pezones llenos de costras y, cada vez que
bajaba la leche, provocaba que un cálido chorro de sangre se escurriera
entre sus piernas. Todavía se estaba curando de un desgarro de tercer grado,
con el cuerpo partido de un extremo a otro en su lugar más íntimo. La idea
de volver al trabajo era risible y cruel, como un soldado que se apresura a
volver a la batalla con la piel colgando, el metal incrustado en su cuerpo,
supurando. Y así, las semanas se convirtieron en meses y los meses en años.
Finalmente, se reincorporó cuando los niños estaban en preescolar. Empezó
de nuevo detrás de la ventanilla y fue ascendiendo por casi todos los
puestos hasta su más reciente incorporación a funcionaria hacía tres años.
Andrés le sonríe, cordial y conocedor.
—¿Siempre quiso ser banquera?
—Quería ser Robinson Crusoe —dice Lore con ironía mientras los
camareros colocan los platos de ensalada ante ellos—. La vida en una isla
desierta me parecía el paraíso cuando era niña.
—¿Incluso con los caníbales?
Lore se ríe.
—No podían ser peores que mis hermanos. Además, Crusoe era libre de
ser quien era allí. No tenía que ser perfecto. Ni siquiera tenía que ser
siempre bueno. Yo anhelaba ese tipo de libertad.
—Pero ¿qué hay de malo en ser bueno? —pregunta Mariela, la mujer del
arquitecto. Sus mejillas están ruborizadas a la altura de los pómulos—. La
gente respeta a una buena mujer.
—¿Usted cree? —Lore ha lanzado un tomate demasiado maduro. Las
tripas empiezan a derramarse—. ¿O solo se aprecia a las que son mansas?
Las mejillas de Mariela se enrojecen más, pero, tras aquello, la cena
continúa sin problemas: comen un filet mignon que lleva demasiada
mantequilla y discuten sobre la arquitectura en DF y sobre si el presidente
Reagan continuará en el puesto para un segundo mandato. Sus copas de
vino se rellenan como por arte de magia, hasta que Lore pierde la cuenta de
cuántas ha consumido. Luego vienen las sobremesas: oporto, más tequila,
chupitos de mango con los bordes empapados en azúcar y especias. La
banda de mariachis ha sido sustituida por un popular grupo mexicano que
todos conocen. Ha sido una sorpresa, a juzgar por el estridente grito de
alegría de la novia. La mesa se va vaciando hasta que solo quedan Lore y
Andrés.
Lore sabe que debería beber agua, pero con Andrés se ríe, habla con
exuberante facilidad y, por una vez, no está preocupada por nada. Hablan de
cómo, para él, este es el primer mes del nuevo año; vive según el calendario
académico, dice, y agosto tiene esa aura de nuevo comienzo que otros
sienten en enero.
—Así que, o se adelanta cinco meses, o se retrasa siete —bromea Lore, y
él responde que se retrasa. Los argentinos, como los mexicanos, siempre
llegan tarde.
—Es de Argentina, entonces. Estaba tratando de averiguarlo.
—Buenos Aires. —Un pensamiento oscuro cruza el rostro de Andrés.
El trabajo de Lore es estar informada de los asuntos internacionales, por
lo que sabe acerca de la junta militar y de la Guerra Sucia, los últimos siete
años de terrorismo de Estado en los que decenas de miles de disidentes
políticos, muchos de ellos estudiantes, activistas y periodistas, han sido
asesinados o han «desaparecido».
—Se acercan las elecciones, ¿no? —le pregunta.
Andrés asiente. En sus ojos se aprecia una esperanza cautelosa y cínica.
—En octubre. Esperemos que vuelva la democracia.
—¿Cómo fue crecer allí? —le pregunta Lore, y él le habla de su infancia,
de cómo echa de menos los grafitis y el arte callejero, presentes incluso en
los barrios más ricos de la ciudad. Lore le habla del City Drug, la botica de
los años treinta convertida en una fuente de refrescos donde solía tomar el
autobús después de la escuela. Iba a diez centavos la bolsa de pistachos con
sal. Todavía se le hace la boca agua solo de pensarlo.
—Dígame, señorita Crusoe —dice Andrés después de un rato y con una
media sonrisa—. ¿Su novio no ha podido venir esta noche?
—¿Novio? —Lore se ríe y mira automáticamente su dedo anular que, por
supuesto, está desnudo. ¿Acaso no ha mencionado a Fabián ni a los chicos
en toda la noche?—. No tengo novio —responde, y antes de que pueda
terminar, Andrés se levanta del asiento y extiende la mano.
—Esperaba que dijera eso. ¿Quiere bailar conmigo?
Lore recordará este momento una y otra vez a lo largo de los años, cada
detalle: cómo Andrés se ha aflojado la pajarita, provocándole a Lore el
sorprendente impulso de deshacerla por completo; los largos y elegantes
dedos de su mano que espera, que ella descubrirá más tarde que huelen a
naranjas de su café de olla matutino; el caos irresistible de la pista de baile,
que late ahora dentro de su pecho. Un simple malentendido, una frase
incompleta, que lleva a un momento en el que todo lo que va a pasar aún no
ha pasado, por lo que todas las posibilidades siguen existiendo: Lore podría
rechazar el baile. Podría decirle que no tiene novio, que tiene marido.
Podría darse cuenta de que no ha bebido tanto desde hace meses y recordar
la hermosa cama de matrimonio en su habitación de hotel, un refugio de
descanso ininterrumpido. En este momento, la vida de Lore se bifurca.
Sin embargo, ella aún no lo sabe. ¿Acaso lo sabe alguien cuando esto
pasa? Lore levanta la vista hacia esos ojos que le recuerdan al cristal de una
botella rota y que, de repente, son eléctricos, y aunque su mirada la
desconcierta, también la electriza, porque ¿cuánto tiempo hacía que no la
miraban así, con esa feroz curiosidad, como si pudiera ser quien quisiera? Y,
al fin y al cabo, solo es un baile.
CASSIE, 2017

El martes, un día después de volver de la granja, Duke y yo desayunamos


juntos lo de siempre, café y tostadas, antes de que él saliera para empezar a
preparar la carne. Para conseguir una corteza perfectamente caramelizada,
él condimentaba la carne solo con sal y pimienta que espolvoreaba con un
viejo salero a medio metro de esa reluciente carne de primera calidad.
Luego comenzaba el proceso de ahumado que duraba ocho horas, un día
entero de trabajo antes siquiera de que se abriera la ventanilla del food
truck. Duke era tan obsesivo como yo con el trabajo, solo que el suyo
alimentaba a la gente, mientras que el mío… bueno.
Pasé las siguientes tres horas revisando mis alertas sobre asesinatos y
escribiendo las entradas del día en el blog. Un hombre le había prendido
fuego a su mujer tras creer que ella había echado veneno en su asado. Un
chico recién salido del instituto planeaba el asesinato de su madrina
octogenaria con la esperanza de heredar su casa. Un hombre descuartizó a
su joven novia porque no quería formar parte de sus sesiones de sexo
grupal. Debajo de cada publicación, un enlace fucsia como una mancha de
pintalabios, tentando a los lectores con un Quizá también te guste… Qué
palabra más extraña para usar en este contexto. Me imaginaba a los lectores
revoloteando de un artículo a otro como si se atiborraran con una caja de
bombones, disfrutándolo hasta que se sintieran mal.
Quería salir. O no: simplemente quería algo diferente. Puede que yo solo
fuera un pequeño engranaje en el complejo industrial del crimen verdadero,
pero aun así me encantaba el género. Cuando se hace bien, el crimen real
nos dice quiénes somos, a quiénes debemos temer, en quiénes corremos
siempre el riesgo de convertirnos. Bajo un ojo investigador cuidadoso,
alguien opaco se vuelve brevemente transparente. Incluso si lo que se revela
es feo, es verdadero. Y no hay nada más hermoso que la verdad.
Después de comer una triste ensalada de las que vienen ya preparadas,
volví a leer la historia de Dolores Rivera. Aunque el artículo se supone que
se escribió para el trigésimo aniversario de la sentencia de Fabián (una vaga
pretensión de relevancia), había muchas cosas sobre el asesinato que el
periodista ni siquiera había abordado. ¿Cómo se enteró Fabián de la doble
vida de Dolores y cuánto tiempo antes de matar a Andrés? ¿Cómo sabía
dónde se alojaba Andrés? ¿Por qué descargar su rabia en el otro hombre, en
lugar de en la mujer que los había engañado a ambos? Me preguntaba por
qué el cuerpo de Andrés no fue encontrado hasta la mañana siguiente: en un
motel, alguien debería haber oído el disparo. ¿Y por qué Fabián había
aceptado un acuerdo tan duro en lugar de arriesgarse a ir a los tribunales?
Esta era la definición de un crimen pasional. Cualquier abogado
medianamente decente debería haber sido capaz de rebajar los cargos.
Y, finalmente, Dolores. ¿Había visto a Andrés ese día? ¿Sabía que Fabián
lo había matado antes de que lo arrestaran? ¿Estaba atormentada por el
papel que había jugado en el declive de ambos hombres, o —un
pensamiento cínico— había una parte de ella que se sentía aliviada por
haberse librado de ellos?
Creé una hoja de cálculo con todos los nombres a los que se hacía
referencia en el artículo junto con la información de contacto que pude
encontrar. El Departamento de Policía de Laredo no tenía un formulario en
línea para solicitar el acceso a expedientes, así que dejé un mensaje de voz
en la división de registros. Entonces empecé a elaborar una línea de tiempo
rudimentaria: el año en que Dolores y Fabián se casaron, el año aproximado
en que nacieron sus hijos, la fecha y el lugar en que Dolores conoció a
Andrés, la fecha en que se casaron y, por último, el asesinato y la detención
de Fabián. Solo había diez días entre los dos últimos sucesos.
Trabajé en un estado de concentración extrema, como las pocas veces que
había tomado Adderall en la universidad para escribir cuatro trabajos
seguidos. Si estaba en lo cierto sobre el potencial que tenía conocer la
historia desde el punto de vista de Dolores, tenía que ser rápida.
El delito de estafa en las relaciones suele ser cosa de hombres y el FBI
identifica como objetivos más comunes a las mujeres mayores de cuarenta
años que son viudas, divorciadas o discapacitadas. El dinero suele ser el
objetivo final. En 2016, se registraron más de quince mil estafas
relacionales en el Centro de Denuncias de Delitos en Internet del FBI, con
pérdidas de más de doscientos millones de dólares. Lo más probable es que
las cifras reales fueran mucho más altas.
Las historias eran fáciles de encontrar. Romances relámpago, mujeres que
no podían creer la suerte que habían tenido de encontrar a ese médico,
soldado, empresario. Era guapo, encantador. Las llevaba en su moto, en su
lancha, en su descapotable. Les propusieron matrimonio después de solo un
par de meses. Había fotos en las que se les veía abrazados en juzgados y
capillas, ellas con un brillo en los ojos. Y entonces pasaba. Había que hacer
un viaje. Luego necesitaban que les prestaran dinero hasta que se cerrara el
contrato inmobiliario. Llegaba un correo errante con un nombre diferente.
La desaparición. Desconsoladas y humilladas, las mujeres se veían
obligadas a mudarse con sus ancianos padres o a seguir trabajando en los
empleos de los que se habían jubilado. Jamás recuperarían aquello que les
había sido arrebatado.
Una vez leí que el hipnotismo solo funciona con las personas
influenciables, aquellas que están dispuestas y preparadas para dejar de lado
la incredulidad, para concentrarse total y absolutamente en una versión
alternativa de la realidad. Tal vez los hombres que se aprovecharon de estas
mujeres eran como cualquier otro delincuente: cazadores, expertos en
detectar a quienes tenían la capacidad de creer.
En el curso de mi investigación sobre esa doble vida, solo encontré otra
mujer estadounidense de la que se sabe que ha estado casada en secreto con
dos hombres a la vez, y no tenía nada que ver con el dinero.
La escritora Anaïs Nin tenía cuarenta y cuatro años, estaba casada con un
banquero de inversiones llamado Hugo cuando conoció a Rupert Pole en
1947. Él tenía veintiocho años y su belleza hacía que pareciera una estrella
de cine, aunque sus dotes interpretativos no estaban a la altura de su
aspecto. Se conocieron en un ascensor de Manhattan cuando iban a la
misma fiesta y, cuando él dio a entender que creía que Nin estaba
divorciada, ella no le corrigió.
Ocho años después de conocerse, Nin aceptó casarse con Pole. Pasaba
seis semanas en Nueva York y seis en California, donde Pole era ahora
guardabosques. Mantuvo su doble vida durante once años. La verdad solo
quedó registrada en sus diarios y en lo que ella llamaba «la caja de
mentiras».
En 1966, Nin estaba alcanzando cierta fama y ambos maridos reclamaban
derechos de autor en sus declaraciones de impuestos. Estaba cansada de las
mentiras, así que optó por revelar la verdad al hombre con el que creía que
se quedaría: Pole. Y lo hizo. Incluso aceptó anular su matrimonio por el
bien de los derechos de ella. Y años más tarde, cuando el cáncer hacía
estragos en el cuerpo de Nin, él la llevaba a las citas médicas, le
administraba las inyecciones y marcaba el número de Hugo para ayudarla a
mantener el engaño de su matrimonio. Cuando murió, Pole alquiló una
avioneta y soltó sus cenizas sobre una pequeña cala cerca de Santa Mónica.
Los diarios, de treinta y cinco mil páginas, quedaron en manos de él, quien
honró sus deseos y publicó versiones menos censuradas a lo largo de los
años. Cuando Hugo murió, Pole también esparció sus cenizas sobre la cala.
Luego, regresó al hogar que había construido para él y para la mujer que
había amado, a pesar de todo.
Nin era culpable de los mismos crímenes que los hombres sobre los que
había estado leyendo: manipulación de la confianza, explotación del amor,
robo de la dignidad… Pero contada con sus propias palabras, la historia
adquiría una especie de aire mitológico, incluso trágico. La propia Nin era
como la caja de mentiras que guardaba, la única guardiana de lo que debió
ser una vida interior extraordinariamente solitaria, aplastada como una flor
seca entre las dos vidas que había vivido. En última instancia, había querido
contar su historia, aunque fuera después de su muerte.
Esperaba que Dolores Rivera no quisiera esperar tanto tiempo. En las
Páginas Blancas en línea encontré nueve Dolores Rivera, todas ellas con
una lista de miembros de la familia que resultaba muy útil. Fue fácil
encontrar a la Dolores emparentada con Gabriel y Mateo Rivera, pero
necesitaba una suscripción premium para desbloquear su número de
teléfono y su dirección. En vez de eso, probé de buscarla en los registros de
la propiedad.
Un resultado.
Introduje la dirección en Google Maps y cambié a street view: la casa era
de una sola planta, de ladrillos blancos y limpios, con un tejado de tejas
oscuras y unos extravagantes setos floridos rodeando el exterior. Un Volvo
plateado estaba aparcado en la entrada semicircular; la matrícula estaba
borrosa, sin pegatinas perceptibles en el parachoques que indicaran la edad
o los intereses de su dueño. Aun así, a no ser que Dolores alquilara o tuviera
una casa con otro nombre, parecía prometedor. Además, ¿no había un
comentario en Facebook que decía que siempre estaba «regando las
plantas»? Quizá me estaba precipitando, pero esos setos encajaban con la
descripción.
Con el cursor, subí y bajé por esa calle salpicada por las sombras de los
viejos árboles, los buzones de ladrillo y algún que otro cubo de basura que
aún no se había metido dentro, o que quizá era el primero que se sacaba
para la recogida del día siguiente. Rodeé la casa desde todos los ángulos.
Casi parecía posible forzar la puerta principal para que se abriera con la
intensidad de mi mirada o la presión de mi dedo.
Sentí que me estaba acercando.

Era difícil respirar con la humedad de principios de julio mientras me


dirigía a la zona de restaurantes. El equipo de limpieza volvía a estar en el
dúplex de al lado, uno de color cobalto construido con un estilo moderno de
mediados de siglo. Era una propiedad de Airbnb que se alquilaba
normalmente por ciento cincuenta dólares la noche; quinientos cuando
había festivales de música o cine, como el Austin City Limits o el South
By: una cantidad absurda e impensable. El dúplex había subido rápidamente
el año pasado después de que la casa original, un bungalow como el
nuestro, de los años cincuenta y que se caía a pedazos, fuera arrasada.
Me enamoré de Austin durante el primer año en la Universidad de Texas,
inmediatamente después de haber arrastrado dos maletas hasta mi
dormitorio, que se encontraba en el quinto piso del edificio Castilian. A
través de las pequeñas ventanas, llegaba el olor a marihuana, a pachulí y a
la comida tailandesa de Madam Mam. Por aquel entonces, casi podía
decirse que Austin era una ciudad rara. Allí había estado Leslie, montando
en bicicleta por el centro de la ciudad vestido solo con un tanga de leopardo
y sandalias de tacón de aguja. Se hacían carreras de tortugas en el bar Little
Woodrow's y se jugaba al chickenshit bingo en el Little Longhorn Saloon.
La gente no se enteraba por leerlo en uno de esos listados de qué ver en
Austin, sino porque se lo había contado un viejo lugareño, algo que cada
vez abundaba menos.
El East Side, donde vivíamos Duke y yo, antes era un barrio
mayoritariamente negro y latino, con familias que llevaban aquí
generaciones. Pero trece años atrás empezaron a aparecer las grúas. Se
alzaron los esqueletos de rascacielos y hoteles, y las calles modestas
acabaron en la sombra por culpa de los nuevos bloques de apartamentos.
Nuestros vecinos eran ahora arquitectos y programadores, dueños de bares
y directores ejecutivos de empresas tecnológicas que se habían mudado
desde San Francisco, Portland, Seattle o Nueva York. Duke y yo
formábamos parte de ese proceso de aburguesamiento, era consciente: dos
treintañeros blancos que pagaban un alquiler ridículo por una casa que otra
persona blanca, mucho más rica que nosotros, había comprado a sus
antiguos residentes, quienes probablemente se habían visto obligados a irse
por el aumento de los impuestos sobre la propiedad. Pero llevábamos casi la
mitad de nuestra vida en Austin y me gustaba pensar que éramos de los que
se aferraban a algo original para intentar evitar que lo destruyeran.
En la zona de restaurantes, los comensales se ponían colorados y alegres
mientras bebían cerveza Shiners o vino rosado en vasos de plástico y con el
pelo húmedo a pesar del esfuerzo de cuatro ventiladores. Solo había tres
food trucks, incluido el Duke's BBQ, un modelo Airstream reacondicionado
y pintado con vacas y cerdos abstractos flotando en un cielo de neón. Yo me
había encargado de pintar y lacar las pequeñas mesas de madera con un
color rojo manzana porque creía que las fotos quedarían bien en el
Instagram de Duke. Después me di cuenta de que, sin querer, había recreado
el escenario de nuestra primera cita.
Duke estaba en la academia de cocina cuando un amigo común nos puso
en contacto hacía cinco años. Se ofreció a hacerme la cena en su
apartamento. Me hizo algunas preguntas. ¿Tenía alguna restricción
dietética? ¿Qué me parecía la panza de cerdo? Pero dos tercios de las
mujeres que son asesinadas mueren a manos de hombres que conocen, así
que no quería ponérselo en bandeja. En lugar de eso, le sugerí el South
Austin Trailer Park and Eatery.
Mientras comíamos los tacos del Torchy en una larga mesa de pícnic roja,
Duke me dijo que quería abrir un restaurante algún día.
—Mi nombre es Duke, estoy destinado a tener una barbacoa —bromeó.
Me dijo que la elaboración de la carne del pecho de la ternera era una
ciencia y un arte. Había un lenguaje específico para ello: el punto y el
plano, el grado y la envoltura. Toda una cultura en torno a cómo recortar la
carne, si envolverla con papel de aluminio o con papel de carnicero, cómo
cocinarla, qué madera utilizar para el fuego.
—Cocinar el pecho de la ternera es un acto de amor —dijo—. Cuando es
bueno, cuando es de verdad, es insuperable.
No podía creer que hubiera un hombre en el mundo que dijera la palabra
amor en una primera cita, aunque estuviera hablando de carne.
Caí rendida a los pies de Duke rápidamente. O no, no caí. Caer suena
demasiado descuidado y violento, me recuerda a rodillas raspadas y huesos
rotos. Me enamoré rápidamente. Era fácil de amar porque era fácil confiar
en él. Respondía a todas las preguntas que le hacía, desde con cuántas
mujeres se había acostado hasta dónde se veía dentro de cinco años. Si le
gustaba algo, lo decía. Si no le gustaba algo, también lo decía. Si tenía un
yo secreto oculto, estaba tan bien escondido que ni siquiera él sabía de su
existencia.
Delante de mí, en la cola, había un grupo de hombres, por lo que pude
observar a Duke durante un rato antes de que se diera cuenta de que estaba
ahí. Era atento, enérgico y de risa fácil, tenía una facilidad para forjar
conexiones con la gente que yo envidiaba pero que tampoco estaba segura
de querer para mí. Era más seguro mantener la distancia.
Cuando los hombres se retiraron con sus cervezas y di un paso al frente,
la sonrisa de Duke se suavizó, se volvió más personal. Se inclinó para
besarme.
—Sabes que puedes venir por detrás. Acceso VIP.
—Lo sé. —Saludé a Sal, un guitarrista de cincuenta y tantos años que
llevaba un bigote negro de forma no irónica y que estaba de pie detrás de él
—. Pero me gusta vivir la experiencia del Duke’s al completo.
Duke sacó dos Shiners de la nevera y nos sentamos en una de las mesas,
donde nuestras iniciales talladas se perdían ahora entre cientos.
—Adivina qué —dije.
Duke abrió las cervezas y me pasó una. Sonrió.
—¿Qué?
—¿Recuerdas la historia que te conté sobre la mujer del doble
matrimonio? —Una de mis piernas no paraba de moverse por debajo de la
mesa, el fino polvo se colaba en mi sandalia—. He estado investigando.
Hice una solicitud para acceder a los registros policiales, pero soy
demasiado impaciente, así que encontré a uno de los antiguos detectives
y…
—Espera. —Duke frunció el ceño—. ¿Esto es para el blog? Creía que no
tenías que hacer reportajes extra.
Hice una mueca y tomé un trago de cerveza.
—No es para el blog. Quiero escribir una historia sobre esto.
—Pero… —Duke mató un mosquito enorme que estaba en su antebrazo
—. El tipo está en prisión, ¿verdad?
—Le quedan cinco años.
—¿Entonces? Se acabó. ¿Por qué has buscado al detective?
Sentí cómo algo dentro de mí se encogía. Él no lo entendía.
—El crimen rara vez acaba para las personas involucradas —dije—. El
impacto perdura. De todos modos, en realidad, la historia no sería sobre el
asesinato. Todavía me falta información, pero me interesa mucho más ella.
Dolores.
—Pero ¿por qué? —Duke echó un vistazo a la Airstream para asegurarse
de que Sal lo tuviera todo cubierto. Sal le hizo un gesto con el pulgar para
indicar que todo iba bien.
Todas las historias sobre un crimen comienzan con la obsesión de quien
las escribe y, durante los últimos veinte años, podría decirse que mi
obsesión habían sido las dobles vidas.
A mis padres les encantaban las tradiciones. Cada Navidad, mi padre nos
preparaba chocolate caliente Swiss Miss, ese que venía en paquetes con
minimalvaviscos. Después íbamos a dar una vuelta para admirar todas las
casas llenas de luces blancas, como si fueran vestidos de novia. Todos los
veranos íbamos a excavar al Refugio Nacional de Vida Silvestre de Salt
Plains con nuestras palas y buscábamos cristales de selenita con inclusiones
en forma de reloj de arena que no se encuentran en ningún otro lugar del
mundo, solo en esta tierra incrustada de sal que una vez estuvo cubierta por
un mar interior. Mis padres, en aquellos años, parecían tan predecibles y
familiares, como si no pudieran hacer nada que me sorprendiera.
Una vez entré en la cocina y los encontré besándose. Mi madre tenía la
espalda arqueada contra la encimera, las piernas ligeramente abiertas y una
de las de mi padre en medio. Él le había pasado una mano por encima de la
camiseta para tocarle un pecho mientras ella lo agarraba de la camisa azul
con fuerza. Sus bocas se movían la una sobre la otra, sensuales y casi
salvajes. Me quedé mirándolos unos instantes con las mejillas ardiendo
antes de volver corriendo a mi habitación. Después de aquello, pensaba a
menudo en ese beso. En cómo era una muestra de amor, pero también de
dolor.
A mi padre le tocaba trabajar el día de mi noveno cumpleaños. Era
mecánico de aviones en la base aérea de Vance. Me quedaba mirando sus
manos, con cada surco marcado en negro por el aceite. La noche anterior a
mi cumpleaños, se puso a mirar una receta para hacer tarta de fresas.
—¿Mantequilla a temperatura ambiente significa mantequilla dejada
fuera hasta que alcance la temperatura ambiente? —preguntó—. ¿O
calentada hasta que alcanza la temperatura ambiente?
Mi madre se rio de su fijación con la precisión del lenguaje.
—Deberías escribirle una carta al director para quejarte —bromeó.
¿Había tensión entre ellos esa noche? ¿Su tono al hablar era brusco? Eso
es lo que pasa cuando descubrimos la otra cara de una persona a la que
creíamos conocer. Ningún recuerdo está a salvo de una revisión con un
toque de cinismo. Buscamos pistas con el beneficio de la retrospectiva,
desesperados por creer que nuestra intuición no nos falló tan
catastróficamente. Pero, en mi recuerdo, mi madre le dio un golpecito con
la cadera para apartarlo y poder ver la página de la revista. Las gafas de mi
padre se empañaron cuando abrió el horno. Y mi propia felicidad, tan
simple, no indicaba que hubiera nada fuera de lo normal.
Al día siguiente, después de que las madres de mis amigos los abrigaran
con parkas acolchadas y los sacaran a toda prisa a la gélida tarde de
diciembre, yo seguí a la mía con una bolsa de basura abierta: el salón era un
cementerio de serpentinas marchitas, platos de papel manchados de nata y
vasos medio vacíos. En la radio sonaba Jim Croce, el cantante favorito de
mi madre: Bad, bad, Leroy Brown, baddest man in the whole damn town.
Cantábamos más fuerte con cada estribillo y yo me desternillaba de risa. No
podía creer que mi madre me dejara decir palabrotas delante de ella.
Fue entonces cuando mi padre entró por la puerta principal, con un termo
de café que en sus manos parecía minúsculo.
—¡John! ¡Llegas temprano!
La blanca mano de mi madre brilló como una estrella fugaz al hacerle
señas para que se uniera a nosotros.
Luego se escuchó un golpe y algo rodó ante mis pies: la urna dorada que
contenía a mi abuelo. Vi las cenizas derramándose en pequeños montones,
rompiéndose en polvo fino como el talco. Lo que queda de un hombre.
Por un momento, se hizo el silencio. Luego, mi padre, con los ojos rojos y
la boca entreabierta, dio un golpe con la mano, grande como un guante de
béisbol. Fue tan rápido que es imposible que haya sido el primero. El golpe
alcanzó a mi madre en el pecho con un sonido sordo y ella jadeó; fue una
ausencia de sonido más que un sonido en sí, algo que parecía sacar el aire
de mis propios pulmones. Noté un pinchazo en la vejiga, el calor entre mis
piernas. Los tres nos miramos como extraños que han tenido un accidente
de coche, sorprendidos por la devastación. Entonces, de repente, mi padre
tuvo una arcada y se tambaleó por el pasillo en dirección al baño.
—Mami. —La palabra sonó como un chillido, era la primera vez que la
llamaba así en años.
Ella se cayó de rodillas. Suavemente, me quitó la bolsa de basura de las
manos y la dejó caer. Un vaso salió rodando y el líquido manchó la
alfombra gris. Me apretó contra ella. En mi oído notaba el ritmo frenético
de su corazón.
—Ha sido un accidente —susurró—. No ha pasado nada. ¿De acuerdo?
Asentí con la cabeza, desesperada por que su historia suplantara a la mía.
—Cassie, no puedes contarle esto a nadie. —Los afilados pómulos de mi
madre se sonrojaron mientras me agarraba por los hombros—. A nadie. ¿Lo
entiendes?
Por supuesto que no lo entendía. Pero volví a asentir con la cabeza.
—Vamos —dijo al ver la parte delantera de mis Levi's morados—, voy a
prepararte un baño.
Ese fue el comienzo.
Después de eso, seguí sacando buenas notas, me reía en los columpios,
hablaba de chicos y jugaba a la ouija en las fiestas de pijamas. Soplaba las
velas fingiendo que cada cumpleaños no me recordaba a aquel en el que
había perdido todo lo que me importaba. Pero también sucumbí a la
obsesión que comenzó con Dateline. Leía libros de crímenes y me veía no
solo como la víctima potencial, sino como la familia más cercana del
asesino, marcada para siempre por no haber reconocido las señales. Me veía
a mí misma en los detectives, impulsada a entender a aquellos que se
despojan de su piel humana para actuar según sus deseos más oscuros.
Quería abrir los cráneos de los perpetradores, tener sus cerebros en mis
manos y escudriñar entre los pliegues para encontrar dónde había empezado
la podredumbre, cómo se había extendido.
Aunque, por supuesto, también me vi a mí misma en ellas. En esas
personas que se dividen en dos.
Tal vez reconocía una parte de mí en Dolores Rivera.
Sin embargo, no podía decírselo a Duke. Solo le había dicho que mi padre
y yo no nos llevábamos bien. Que mi madre nos había unido y que después
de su muerte nos habíamos distanciado. Y así fue. Duke se mostró
comprensivo. No podía imaginarse una familia así y me había acogido en la
suya sin dudarlo. Ahora era demasiado tarde. No podía hablarle de los años
de golpes y silencio sin revelar también que yo no era mejor que mis
padres. Tal vez fuera peor.
—No lo sé —le respondí—. Supongo que me interesa cómo las mujeres,
en particular, pueden conciliar estas partes aparentemente incompatibles de
sí mismas y luego… seguir viviendo sus vidas. Ella es un ejemplo extremo.
Duke asintió, aunque parecía inquieto.
—¿Qué te hace pensar que accederá a hablar contigo?
Parpadeé.
—No —rectificó mientras me tomaba de la mano—. Me refiero a que si
no quería hablar con el tipo que fue primero…
—Claro, y como yo solo soy una don nadie que escribe para una mierda
de blog sobre crímenes… —Intenté bromear, pero mi tono era cortante—.
No sé, Duke. Supongo que espero que vea que realmente quiero escuchar su
versión.
—Bueno —dijo con una sonrisa—, si alguien puede convencerla, eres tú,
Cass. ¿Cuándo piensas ponerte en contacto con ella?
—Esa es la cuestión. —Le devolví la sonrisa—. Ese detective del que te
he hablado me ha hecho el favor de localizar el expediente del caso de
Fabián. Me voy a Laredo mañana.
LORE, 1983

El tiempo pasa en oleadas, una canción fluye hacia la siguiente antes de


detenerse para que los novios puedan cortar la tarta, los platos se sirven en
las mesas mientras la música comienza de nuevo. Andrés dirige sin
esfuerzo, Lore es su elegante sombra, sus cuerpos están enlazados, mano a
mano, cadera a cadera. Las horquillas del pelo de Lore se van soltando. Ella
se quita el resto y las deja caer sobre la mesa más cercana mientras Andrés
va a la barra a por bebidas frescas.
Mientras espera y se seca las mejillas húmedas con los nudillos de los
pulgares, imagina brevemente una realidad alternativa, una en la que Fabián
estuviera aquí. ¿Estarían bailando así, sudando y sin aliento? ¿O estarían
todavía sentados a la mesa, ella encorvada, resentida, mientras él habla de la
recesión, de la tienda, de la incertidumbre que lo está destrozando? Las
respuestas la llenan de una tristeza silenciosa e inexpugnable.
Cuando Andrés regresa, su camisa almidonada se está arrugando por el
calor de la piel. Le da la bebida y le dice, con una sonrisa pícara:
—Necesito que me dé el aire. ¿Le apetece dar un paseo?
En la mente de Lore, están todavía frescas las imágenes de Fabián, del
sombrío y pesado estado de su matrimonio, al que volverá mañana. Así que
le devuelve la sonrisa y responde:
—Me encantaría.
En el exterior, el Zócalo está casi en silencio. La bandera mexicana ondea
con la brisa y los edificios de la Catedral y del Distrito Federal brillan con
un color dorado contra el cielo negro. Las nubes están, incluso ahora,
manchadas de naranja por la polución.
—¿A dónde vamos? —pregunta Lore mientras Andrés la toma de la
mano para cruzar la calle. El gesto parece galante, como si quisiera
asegurarse de que no va a tropezarse con el vestido. Sin embargo, cuando
llegan al otro lado, sus dedos se mantienen entrelazados. A Lore se le
revuelve el estómago, pero no se aparta.
—Cuando necesitas que te dé el aire, solo hay un lugar al que acudir. —
Andrés abre los reposapiés traseros de una motocicleta y le entrega un casco
—. Los pulmones de la ciudad.
Lore se lo queda mirando con el casco en la mano.
—¿No ha visto nunca un casco? —se burla él.
—Pensé que íbamos a dar un paseo.
Andrés se ríe.
—Sería un paseo muy largo para ir hasta el Bosque de Chapultepec. En
cambio, en moto, son solo quince minutos. Pero solo si quiere.
Lore se queda mirando la moto: sus delgadas líneas negras, el estrecho
asiento que se eleva sobre el neumático trasero, demasiado pequeño, es
evidente, para que ella pueda sentarse, y ¿qué pasa con su vestido?
—¿Nunca antes ha montado en moto? —pregunta Andrés.
Lore dice lo primero que se le ocurre:
—Mi madre me mataría.
Luego se ríe, imaginando la cara de Mami. Su madre, una presencia
estoica e imponente en casa, a la que nadie, ni siquiera el padre de Lore, se
atreve a contrariar, es una mujer con fobias extremas al mundo exterior.
Hiperventila cuando está entre una multitud, nunca ha ido en avión y se
lanzaría por un puente antes de subirse a una moto.
—No tenga miedo —dice Andrés—, es…
—No tengo miedo —interrumpe Lore, y no lo tiene, está ávida por
conocer todo lo que no ha probado. Se pone el casco y pelea con la correa
de debajo de la barbilla antes de dejar que Andrés se la abroche.
—Adelante. —Andrés sostiene la moto por el manillar—. Súbase atrás.
Lore se sube el vestido de seda roja hasta los muslos y levanta una pierna.
Siente que está demasiado alta y poco segura, el equilibrio que necesita es
imposible de mantener. Andrés, antes de subir, le dice:
—Cuando gire, no se resista, inclínese conmigo. Si se asusta, deme un
golpecito y frenaré. ¿De acuerdo?
Lore asiente, muy consciente de que está viviendo una especie de
aventura. No te resistas. Por un momento muy breve, justo antes de que la
moto se ponga en marcha con un bramido, se da cuenta de que nadie sabe
dónde está y de que se está yendo con un hombre cuyo apellido ni siquiera
conoce. Aunque ¿de qué serviría saber el apellido si quisiera hacerle daño?
Entonces, Andrés se aparta del bordillo y ella suelta un chillido, un pequeño
grito que resuena dentro del casco. Él le toma las manos y las junta en su
esternón. Deja una mano apoyada sobre las suyas durante un momento,
luego vuelve a ponerla en el manillar.
Entonces arrancan.
Lore se enamora de la sensación de ir en moto a los pocos segundos. Es la
proximidad: nada separa a su piel de la ciudad. Ver las cosas pasar tan
rápido a su lado le recuerda que la vida es frágil, solo una fina línea la
separa de la muerte y, de alguna manera, esta cercanía con el más allá
agudiza todos los sentidos: el olor a gasolina y a humo del tabaco, salpicado
de unas misteriosas notas dulces; el rugido del motor y el viento en los
oídos; el sabor del vino en la lengua, la sensación de su cuerpo envuelto
alrededor del de Andrés, sus brazos haciendo mediciones en silencio: la
cintura es más estrecha que la de Fabián; las piernas, más largas. Sus ojos,
cuando consigue captar alguna mirada ocasional en el retrovisor, están más
delineados en las esquinas, su cabello va perdiendo aquella forma
impecable y vuela hacia atrás, azotándole el casco. Ha olvidado que se
dirigen a un destino. Podría pasar toda la noche con él, aprendiendo un
nuevo lenguaje de señales, apretones y palmaditas. La gente pierde mucho
tiempo hablando cuando las conversaciones suelen ocultar más de lo que
revelan.
De repente, la inunda un pensamiento: Ni siquiera deberías estar aquí,
con él. ¿Qué estás haciendo?
Antes de que pueda responderse a sí misma, llegan.
El Bosque de Chapultepec, más de quinientas hectáreas de historia y
naturaleza. Andrés pasa por alto la primera sección, la más antigua, donde
Lore, en su último viaje, pasó por el Museo Nacional de Antropología para
contemplar artefactos aztecas, mayas, toltecas y olmecas. ¿Cómo debían ser
las manos que los hicieron y los imperios que cayeron?, se preguntó. Esa
vez, tenía la intención de alquilar una barca a pedales en el lago y comer a
la sombra del castillo en la cima del cerro de Chapultepec, pero cuando se
quiso dar cuenta, ya era hora de ir hacia el aeropuerto.
Andrés pasa por la segunda sección, donde las sinuosas curvas de una
montaña rusa se elevan por encima de las copas de los árboles. Finalmente,
se detiene en la tercera zona, la menos desarrollada. Los oídos de Lore
resuenan ante el repentino silencio.
Andrés se baja primero y vuelve a sujetar el manillar mientras Lore
vuelve a poner la pierna derecha en el suelo. Está temblando. No se había
dado cuenta de lo fuerte que lo estaba aferrando.
—¿Y bien? —Andrés sonríe mientras Lore se quita el casco—. ¿Qué tal
su primer viaje?
Le duelen las mejillas de tanto sonreír.
—No ha estado mal —dice, y ambos se ríen.
Mañana, el parque se iluminará con manteles de pícnic y pelotas de
fútbol. Esta noche, el silencio es denso. Un dosel de hojas plumosas tapa el
cielo y el sendero absorbe sus pisadas. Es como si estuvieran en un túnel,
rodeados y ocultos. Ella mira hacia arriba y tropieza. Nunca había visto
árboles tan altos. Andrés la sostiene por el codo.
—A mí también me marean —confiesa él, y ella se ríe, cautivada—.
¿Sabe que algunos de estos ahuehuetes tienen más de mil años? El nombre
significa «viejo hombre del agua».
Lore roza con sus dedos un tronco color óxido tan ancho que harían falta
veinte personas para rodearlo con sus brazos.
—¿Cree que les entristece no tener agua cerca?
—El DF descansa sobre la arcilla del antiguo lago de Texcoco —
responde Andrés—. La arcilla se hunde constantemente a causa de la
sobreexplotación del agua subterránea. De principios del siglo xx a ahora,
ya se ha hundido nueve metros. Así que podríamos decir que nunca estamos
lejos del agua.
Lore se detiene y mira al suelo. ¿Cómo puede algo que parece tan firme
ser tan frágil, tan cambiante?
Siguen caminando. En medio del silencio, mientras su mente y su cuerpo
comienzan a despejarse del vino, del baile y del paseo, Lore se da cuenta de
lo poco que sabe de él.
—Así que —empieza— es usted profesor. ¿Qué enseña?
—Filosofía. —Andrés la mira—. Ahora mismo, sobre todo, imparto
asignaturas de segundo nivel: Ética, Lógica, Estética, La Naturaleza de la
Realidad, cosas así.
—¿La Naturaleza de la Realidad? —Lore le da un golpecito con el
hombro—. Venga ya, eso no es una asignatura real.
Andrés se ríe.
—Encajaría usted perfectamente.
Lore siente curiosidad. Solo ha conocido a gente graduada en materias
sólidas y prácticas, si es que se han llegado a graduar.
—¿Para qué… sirve la filosofía?
—¿Para qué?
—Ya sabes, la gente estudia empresariales para crear empresas, economía
para ser economistas…
—Ah. —Andrés aparta una rama del camino de una patada—. ¿Se refiere
a si la gente estudia filosofía para convertirse en filósofos?
—Exacto. ¿Y qué hacen exactamente los filósofos? —Lore odia que sus
preguntas sean de ignorante y suenen un poco prejuiciosas. Una vez, le dijo
a su padre que quería aprender francés y él la miró fijamente antes de soltar
una gran carcajada. «¿En Laredo?», se burló. «¿También quieres aprender a
andar con raquetas de nieve?». No se había dado cuenta de que tenía esa
parte de él en ella—. Lo siento, yo…
—No, tranquila. La filosofía puede parecer abstracta, pero en realidad
trata de cosas que influyen en nuestra vida cotidiana: la razón, el lenguaje,
la existencia, los valores. ¿Existe una forma mejor de vivir? ¿Es mejor ser
justo o injusto, si puedes salirte con la tuya? ¿Qué significa —añade, con
una sonrisa— ser «bueno»?
A Lore le viene a la mente la conversación en la mesa de la boda sobre
Robinson Crusoe.
—Lo crea o no, la filosofía nos ha dado la obra de Isaac Newton, que
ahora se clasifica como física. Nos ha dado disciplinas como la psicología,
la sociología, la lingüística e incluso la economía —añade—. Y, aunque
muchos estudiantes de filosofía se dedican al mundo académico, otros
ejercen derecho o periodismo o, incluso, que Dios nos ampare: la política.
Estudiar filosofía es aprender a ser curioso, a pensar críticamente, a hacer
preguntas, a razonar. Al menos, eso es lo que espero enseñar a mis alumnos.
Lore no puede evitar pensar en Fabián. Él vería la filosofía como algo
autocomplaciente e innecesario. Al fin y al cabo, vivimos en un mundo de
cosas. Un mundo de hierro y calor, sólido y comprensible. Y, sin embargo,
ahí está la recesión: ¿qué es el dinero sino una idea? Una idea con el poder
de liberar o esclavizar.
Fabián. Ahora mismo, está durmiendo solo en la cama de matrimonio que
compraron con tanto orgullo como recién casados, cuya cabecera de roble
Lore limpia religiosamente todos los domingos, como le enseñó Mami.
Fabián, que confía en ella sin dudarlo porque nunca le ha dado motivos para
no hacerlo. Fabián, su primer amor, el que siempre creyó que sería su único
amor.
Y, sin embargo, aquí está, caminando tan cerca de Andrés que puede
sentir el calor de su cuerpo. Cuando él posa un brazo alrededor de sus
hombros y le pregunta si tiene frío, ella asiente y desliza un brazo alrededor
de su cintura, como si esa extremidad estuviera desconectada de su mente.
Lore suelta de repente:
—Nunca había hecho esto.
—¿El qué? —Andrés sonríe—. ¿Irse con un desconocido a un parque
aislado en una ciudad extranjera en mitad de la noche?
Ella suelta una carcajada.
—Sí. Eso.
—¿A su madre le parecería mal? —se burla.
Lore se sobresalta y luego recuerda que Mami la mataría por haberse
subido a la moto. Ahora puede oír esa voz, la claridad de su decepción:
Lore, ¿qué estás haciendo? Por un momento, no puede respirar.
Andrés se detiene.
—Ey —dice suavemente—, lo siento, está… ¿Ha fallecido?
Lore traga saliva. Solo hay una explicación posible que justifique por qué
suelta lo que suelta a continuación y es que una parte de ella ya lo sabe. Una
parte de ella ya está construyendo el andamiaje.
—A veces me resulta difícil pensar en ella —responde—. ¿Y usted? ¿A
sus padres les parece bien que sea filósofo?
—Mi padre era cirujano. Esperaba que yo fuera otro tipo de doctor.
—Es doctor. —Lore intenta dejar atrás la insinuación de que su madre
está muerta con una broma—. Ahora me siento mal, llevo toda la noche
llamándole por su nombre de pila.
—No es para menos —suelta Andrés—. A partir de ahora llámeme
«doctor», haga el favor.
—De acuerdo, doctor. —Lore le sigue la broma, pero tiene otro momento
de recriminación que le paraliza el corazón. ¿Qué está haciendo aquí,
coqueteando, caminando del brazo de este hombre, este extraño, en medio
de la noche? Se aparta ligeramente para dejar que el aire fresco llene el
espacio entre ellos—. ¿Y su madre?
—A ella le habría parecido bien cualquier cosa, siempre y cuando lo
hubiera hecho en Buenos Aires.
—Supongo que todas las madres quieren tener a sus hijos cerca. —Lore
piensa en Gabriel y Mateo. Los siente muy lejanos ahora.
Lore le pregunta por Buenos Aires y Andrés le cuenta que creció en la
Recoleta, de donde los ricos habían huido para evitar la fiebre amarilla a
finales del siglo xix.
—Deberías ir a verla algún día —dice Andrés, y se asombra ante la
imagen que parece tener de ella: una mujer capaz de ir a lugares en los que
nunca ha estado. Cuando él le habla del cementerio, ella solo puede
imaginarse el cementerio de Saunders, que es un lugar bastante agradable
para estar muerto, pero que no se parece en nada a lo que Andrés describe:
cinco mil mausoleos en la superficie, monumentos de mármol importados
de París y Milán, un mármol tan brillante que los vivos pueden ver sus
reflejos en las estatuas de los muertos. Cuando era un niño y quería escapar
del amor sofocante de su madre, solía ir allí.
Lore le cuenta cómo, años atrás, en la época en la que quería ser
Robinson Crusoe, sentía que había una semilla de salvajismo en ella, algo
que no debía estar ahí. A veces se acercaba a las vías del tren y esperaba en
el centro a que el temblor comenzara bajo sus pies, a que el resplandor de
las luces delanteras del tren llenara su visión. Esperaba a que sonara la
bocina, el barrito de un elefante, el chirrido del metal contra el metal, e
imaginaba su esqueleto traqueteando bajo la piel, atrapado y aturdido
mientras los guijarros le golpeaban los tobillos. Al final, en el último
momento, saltaba a un lado y se reía mientras arrancaba pegatinas de sus
brazos y piernas desnudos. El subidón duraba semanas. Mientras todos los
demás seguían llevando a cabo los rituales de su día a día medio atontados,
ella estaba plenamente viva porque así lo había elegido.
Le cuenta a Andrés sobre el huracán Alice, la tormenta de 1954 que los
meteorólogos habían predicho que causaría una inundación «moderada»
cuando, en realidad, el río Grande se llenó hasta alcanzar la monstruosa
altura de diecinueve metros, la segunda cresta más alta jamás registrada.
Era demasiado joven para recordarlo, pero en una postal que le había
enseñado Mami, se veía que el agua fangosa era igual de espesa que el
cemento y se tragaba el nuevo puente de cuatro carriles, de modo que solo
la torreta de techo rojo de un edificio sobresalía como una mano pidiendo
ayuda. Mami le explicó que tuvieron que destruir los restos del puente con
dinamita para construir uno nuevo. Durante los dos años siguientes, la gente
arriesgó su vida cruzando en canoa.
Lore solía pedirle a Mami que le contara la historia de la inundación
como si fuera un oscuro cuento de hadas. Pero nunca le habló a su madre de
los sueños, todos iguales, incluso ahora: Lore atrapada en esa agua espesa
como el cemento, la presión aumenta hasta que, finalmente, la destroza y se
convierte en líquido, en parte de la inundación, y engulle carreteras, coches
y casas, hace que los árboles se estrellen contra los tejados y recoge los
escombros con una fuerza poderosa y destructiva. Es esta destructividad lo
que Lore recuerda cuando se despierta: el placer de hacerlo, el poder. Lo
más cerca que ha estado de sentirlo en la vida real fue cuando dio a luz a los
cuates, rugiendo mientras su cuerpo se desgarraba, nadando en un líquido
innombrable. Y luego, por algún motivo, se espera que las mujeres lo
olviden; que olviden que son lo más cercano a Dios que existe, que tienen la
capacidad de desgarrarse y abrirse para crear una nueva vida. Se supone que
la maternidad es tranquila y bonita, pero no es así. La maternidad tiene
dientes.
Mateo y Gabriel: su olor a tierra, el pelo oscuro y los ojos con largas
pestañas. Recuerda haber estrujado contra el pecho los cuerpos desnudos de
los recién nacidos, impresionada por lo fina que era la línea que separaba
este tipo de amor —salvaje, primitivo, arrollador— del terror, como si
estuviera al borde de un abismo, con un pie colgando. Sin embargo, parecía
que Mateo y Gabriel no eran suficiente para ella. Ser madre no era
suficiente para ella, por eso volvió a trabajar a pesar de las insistentes
peticiones de Fabián para que se quedara en casa. Y, tal vez, esta fue la
primera ruptura entre ellos, la forma en que él no entendía lo que el trabajo
significaba para ella. Y si no entendía eso, ¿cómo podía pretender que la
entendiera a ella?
A veces se pregunta si Fabián también tiene un lado secreto, un lado más
vivo, pero, últimamente, cualquier intento por desvelarlo termina con una
irrupción. Es como si su deseo de conocerlo mejor, de conocerlo de otra
manera, no fuera más que otra extravagancia suya que no pueden
permitirse.
Por supuesto, no le cuenta a Andrés sobre Fabián o los cuates, pero lo que
revela se siente tan verdadero, que eclipsa la falsedad fundamental de sus
omisiones.
Comparten también pequeñas cosas. Cada ínfimo pedazo de la memoria
se suma a un todo más grande. No sabe cuánto tiempo estuvo casado, ni
cuándo se divorció, ni por qué, pero sabe que tiene dos hijos y que su hija
de quince años bromeó hace poco sobre quién empezaría a salir con alguien
primero, si ella o él, y esta broma le dice que sus hijos están a gusto con él,
que es un buen padre. No sabe en qué parte de DF vive exactamente, pero
sabe que recoge arena de todas las playas que visita y después alinea los
pequeños botes en el alféizar de su cuarto de baño; esto le dice que es un
soñador.
—¿Quiere tener hijos? —le pregunta en un momento dado.
Su oportunidad, una de tantas, parpadea ante ella como la llama de una
vela; la apaga.
—No estoy segura —dice, y la respuesta parece honesta porque ha
cambiado la pregunta en su mente a: ¿Quieres tú más hijos? De este modo,
ella se permite pensar que está siendo tan sincera como él parece serlo.
—Son como bombas —dice Andrés, con una risa comprensiva—. Hacen
saltar por los aires todo lo que te es familiar en la vida, pero, luego, miras a
tu alrededor y te das cuenta de que, de alguna manera, es mejor así: solo
queda lo que importa.
Lore se quita las sandalias y deja que cuelguen de la punta de un dedo. El
dobladillo de su vestido, que compró en Sanborns por treinta dólares
cuando la gente todavía iba de compras, se estropeará. No le importa.
Cuando levanta la vista hacia Andrés, reconoce su mirada, una mirada que
solo ha visto una vez antes, en el Teatro Plaza en 1967, justo cuando
Benjamin llega a la iglesia gritando el nombre de Elaine, en El graduado.
Su primer beso con Fabián.
Su corazón se detiene cuando Andrés se inclina hacia abajo. Puede oler el
vino en su aliento mientras murmura:
—Ciudad de México, la tierra que se hunde constantemente. Incluso
ahora, nos estamos hundiendo. ¿Lo nota? —Su mano se dirige a la nuca de
ella.
—Lo noto —susurra.
Su boca es una caja de terciopelo que se abre bajo la de ella. La semilla
de la naturaleza, descuidada durante mucho tiempo, se abre y echa raíces.
Ella enrosca los dedos en su pelo y presiona sus caderas contra las de él. Lo
nota duro contra la fina tela de su vestido mientras él, lentamente, pasa una
mano desde su cadera hasta sus pechos. Ella tropieza un poco cuando él la
empuja hacia atrás, hasta que la áspera corteza de un árbol le roza los
hombros desnudos. Cuando él empieza a levantarle el vestido, necesita toda
la de fuerza de voluntad que tiene para apartarlo, sin aliento.
—Lo siento… —Lore señala el árbol, el camino, la tierra que se hunde y
que se los llevará consigo. Temblando, se alisa el vestido sobre los muslos
—. No puedo…
—No, no. —Andrés da un paso atrás y se pasa una mano por el pelo—.
Lo siento, no suelo…
—Creo que deberíamos volver al hotel.
—Por supuesto. —Sus ojos, por lo que Lore puede entrever en la
oscuridad, están nublados de deseo, y ella siente una punzada de lujuria por
ser mirada de esa manera. Andrés le tiende la mano y le dice:
—Seré un caballero, lo prometo.
Lore da un pequeño suspiro mientras entrelaza los dedos con los suyos.
En la moto, Lore se envuelve entera alrededor de Andrés. No volverá a
verlo después de esta noche. Gracias a Dios. Pero, por ahora, quiere que él
sienta el latido de su corazón contra la espalda y que sepa algo real sobre
ella.
CASSIE, 2017

El viaje de Austin a Laredo fue de unas cuatro horas por la I-35, la misma
carretera que seguí desde Enid cuando tenía diecisiete años.
Enid era un lugar a donde la gente iba a pasar unos días. Lo veías todos
los domingos, tres o cuatro generaciones reunidas para sus comidas
habituales, una iglesia en cada esquina para acomodar a los fieles que
pasaban ahí el fin de semana y que, como mis padres, al volver a casa
retomaban sus vidas secretas. Habría sido tan fácil quedarme, ir a la
universidad estatal de Oklahoma, volver a casa después para ahorrar dinero
y dejar claro a todo el mundo que es algo «temporal», como se suele decir.
Pero mis planes, mis sueños, habrían muerto allí. Podía sentirlo, igual que el
papel se aleja de las llamas antes de que sus bordes se ennegrezcan al
quemarse.
Así que, a pesar de que había una única persona que me retenía allí
(Andrew), me fui.
Miré mi teléfono mientras se movía en el posavasos. Todavía tenía que
llamarle después de nuestro breve intercambio de mensajes en la granja.
¿Cuándo fue la última vez que hablamos de verdad? El sentimiento de culpa
se asentó como una roca en mi pecho. Era difícil imaginar, ahora, la
intimidad que nos unió el verano después de la muerte de mi madre, la
forma en que, con el peso de su cuerpo anclado al mío, conseguía que, por
fin, no me sintiera sola. Le había susurrado tantas promesas en la oscuridad.
Las imaginaba aterrizando en su piel como burbujas, membranas diáfanas
que estallaban al tacto. Pero, a fin de cuentas, él tenía que quedarse y yo no
iba a renunciar a mi futuro, ni siquiera por él.
Más tarde, me dije. Le llamaría más tarde. Cuando pudiera prestarle toda
mi atención. No mientras entraba en San Antonio, con el tráfico
abarrotando la autopista, el aire acondicionado de mi viejo Corolla
debilitándose y expulsando aire tibio cada vez que reducía la velocidad.
Esa mañana, Duke me había abrazado como si fuera a ir a la guerra.
—Ten cuidado —me dijo—. Laredo solía salir siempre en las noticias.
Secuestros, asesinatos, hasta decapitaciones. No te acerques a la frontera.
Prométemelo.
Me guardé la rabia. Me pareció tan de ignorante y de blanquito decir,
suponer, que los «hombres malos» estaban al acecho en el río. La noche
anterior, me había quedado hasta las 3 de la mañana investigando. Al otro
lado del puente, en Nuevo Laredo, el cártel de los Zetas se había dividido en
facciones enfrentadas. Los vídeos grabados allí mostraban tanques
blindados que pasaban a toda velocidad junto a coches aparcados, detrás de
los cuales se escondían los civiles. Recientemente, los cuerpos de cinco
mujeres y cuatro hombres habían sido arrojados a la acera frente a una casa
de Nuevo Laredo, junto con una nota escrita a mano: «Esto no es una
broma, sobrino». En un vídeo de YouTube grabado en un centro comercial
del lado estadounidense, la mujer que grababa soltó una serie de
improperios en español mientras, de fondo y no muy a lo lejos, se
escuchaba el fuego de artillería, como si fuera una soldado en Oriente
Medio en lugar de una compradora en busca de una buena oferta. Sin
embargo, a pesar de la mala reputación de Laredo por su proximidad a
Nuevo Laredo, el FBI la había catalogado como una de las ciudades más
seguras de Texas.
—Estaré bien —le dije a Duke.
A medida que avanzaba hacia el sur, el campo llano de color sepia
sustituía al verde de Hill Country. Había carteles de venta de césped y de
cacerías de ciervos, neumáticos reventados que se enroscaban como
serpientes negras en la carretera, pastos con ganado y la silueta de los
equipos de perforación petrolífera, siempre misteriosos y con un perfil
espinado. En la mediana, los mezquites sin tronco salían de la tierra como
cuerpos semienterrados, y los cactus se alineaban en las vías por donde los
trenes de mercancías repletos de grafitis llevaban su pesada carga hacia el
norte. Una bolsa de plástico atrapada en un poste de la valla se agitaba
como un velo de novia con las ráfagas del tráfico que pasaba.
A una hora al sur de San Antonio, los carteles advertían: Zona
penitenciaria: no recoger autoestopistas. Reduje la velocidad a sesenta
cuando pasé por delante de aquella masa gris en expansión. El sol brillaba
al rojo vivo contra cientos de pequeñas ventanas cuadradas. Había algo
perturbador en lo uniformemente espaciadas que estaban, en lo
absolutamente idénticas que eran en forma y tamaño. Aquí era donde
Fabián Rivera estaba cumpliendo sus treinta y cinco años.
Si Dolores aceptaba hablar conmigo, tendría que solicitar una entrevista
con Fabián en algún momento. Pero bueno, de uno en uno.
Después de Cotulla, todavía a una hora al norte de Laredo, solo se
escuchaban con claridad las emisoras de radio en español. Una valla
publicitaria de AT&T que anunciaba las tarifas internacionales decía:
hahahajajaja. Los vehículos de dieciocho ruedas tenían ahora matrículas
mexicanas. Cada pocos kilómetros, frenaba como acto reflejo al ver los
vehículos blancos y verdes de la Patrulla Fronteriza aparcados bajo la
sombra de los mezquites.
El sol se reflejaba en los largos flancos blancos de los tráileres cuando
pasé por una estación de aduanas en el carril norte de la autopista. Dos
hileras de cámaras a ambos lados del carril sur parpadeaban mientras yo
pasaba. Unos kilómetros más tarde, una valla publicitaria sin sentido en la
que aparecía una rubia con un vestido colonial de terciopelo me daba la
bienvenida a Laredo.
Nada más indicaba que había llegado a una ciudad. No había un reguero
de rascacielos plateados, como en San Antonio o en Austin, ni una
pintoresca calle principal, como en Enid. Laredo apareció primero como un
torrente de vallas publicitarias de un centro comercial y de restaurantes de
comida rápida para después dar paso a polígonos industriales grises, un
puñado de concesionarios de coches de segunda mano, y tráileres con
anuncios bilingües de asistencia para la naturalización. Estaba en el
kilómetro nueve cuando empecé a ver un hospital, centros comerciales,
supermercados H-E-B, Starbucks y restaurantes Chick-fil-A. Aquí tomé la
salida para encontrarme con el detective Ben Cortez.

En el exterior, el aire estaba hirviendo. El calor descendía desde arriba e


irradiaba desde el suelo del aparcamiento, oprimiéndome desde todos los
lados.
—Jesús —murmuré. Notaba que ya empezaba a sudar cuando entré en el
gélido Starbucks.
Vi a Cortez de inmediato. Estaba sentado en un banco, con la espalda
apoyada en la pared de falsos ladrillos. Tenía un aire a policía retirado: entre
sesenta y cinco y setenta años, pelo gris ceniza, barriga que forzaba los
botones de una camisa vaquera desgastada, y hombros relajados, aunque
observaba la sala con mucha atención. Me reconoció tan fácilmente como
yo a él. Fue por mi pelo rubio. Me di cuenta con incomodidad de que,
posiblemente por primera vez en mi vida, parecía ser la única persona
blanca de la sala.
—¿Detective Cortez? —pregunté al acercarme.
—El mismo. —Cortez se puso de pie y la hebilla de oro de su cinturón,
grande como mi mano, reflejó la luz. Su apretón de manos hizo que mis
nudillos se rozaran.
—Le agradezco que haya encontrado un hueco para verme. —Una
carpeta se asomó por debajo de su periódico, había una caja de cartón en el
asiento, a su lado. Tuve que hacer uso de toda mi capacidad de contención
para no agarrarla—. Gracias de nuevo por ayudarme.
—Un placer. —Se sentó de nuevo en su asiento—. Como le comenté por
teléfono, estoy retirado. Ahora tengo todo el tiempo del mundo.
Esas palabras tenían un matiz amargo. Había encontrado a Cortez en
Facebook y había respondido a mi mensaje directo en cuestión de minutos.
Me lo imaginé sentado en una habitación oscura de su casa, navegando por
las redes, preguntándose dónde había ido a parar el día, dónde había ido a
parar su vida. Cuando le pregunté por teléfono si el expediente del caso
seguiría existiendo después de treinta años, se rio. Eso me dijo todo lo que
necesitaba saber: me ayudaría, siempre y cuando aquello le ayudara a sentir
de nuevo un poco de ese poder que tenía antes. Para mí, aquello no suponía
un problema.
—Por lo que veo —dije después de comprarme un café—, cerraron
bastante rápido este caso. Tres semanas, ¿verdad?
—Bueno —dijo con falsa modestia mientras sacaba la carpeta—, en
cuanto descubrimos que no tenía nada que ver con las drogas, todas las
piezas encajaron.
—¿Drogas? —repetí sorprendida. Quizá la conexión con la frontera fuera
más importante de lo que pensaba—. ¿Por qué pensaron que era por eso?
Cortez se lamió el dedo y pasó la página.
—Motel, puerta no forzada, un solo disparo en el pecho. Falta la cartera.
A primera vista, parecía algo al azar. Frío.
—¿Desapareció su cartera? —Saqué un bloc de notas, comprobé que la
aplicación de grabación de mi teléfono estaba en marcha—. Entonces, ¿fue
un montaje para que pareciera un robo?
Cortez se burló.
—Más bien el autor entró en pánico y trató de despistarnos.
—Ya… —Me quedé sin palabras—. Pero el pánico significa que no había
intencionalidad, ¿no?
¿Qué había pasado? ¿Había ido Fabián a la habitación para matar a
Andrés, o solo quería hablar y las cosas se le fueron de las manos?
—Bueno, ahora te estás metiendo en cosas de abogados. —Cortez sonrió,
aún amigable, aunque la forma en la que apretaba la mandíbula había
cambiado ligeramente. Estaba aquí para revivir el triunfo de un caso cerrado
rápidamente, no para ser interrogado por un matiz que claramente no había
creído que era importante en su momento, mucho menos treinta años
después. No quería que se fuera y se llevara el expediente del caso, así que
lo necesitaba de mi lado.
—Debió ser difícil identificar a Russo —dije inclinándome hacia adelante
—. Sin su cartera. ¿Cómo lo hicieron?
Cortez se relajó. Los hombres que necesitan controlar son tan fáciles de
manipular. Lo único que tienes que hacer es darles lo que quieren, hasta el
momento en que se lo quitas.
—Llevaba el pasaporte en la bolsa —dijo—. También por los registros
del motel. No contestaba al teléfono de su casa, así que localizamos a la
exmujer. Ella fue la que nos dijo que estaba en la ciudad porque había ido a
ver a su nueva esposa.
Por un momento me permití imaginar esa llamada telefónica.
Independientemente de lo que la ex de Andrés sintiera por él en ese
momento, seguía siendo el padre de sus hijos. Tal vez, cuando se lo dijeron,
podía oír a Penélope y a Carlos en la habitación de al lado. Tal vez había
esperado unos minutos antes de decírselo, aunque solo fuera para alargar el
porcentaje de sus vidas en el que creían que su padre estaba ahí.
En voz baja, dije:
—Imagino que investigaron a Dolores Rivera como sospechosa.
Cortez se rio.
—Fuimos directamente a por ella, sí. Entonces resultó que ya estaba
casada.
Tres chicas adolescentes se sentaron en la mesa de al lado y se reían.
—Pero ¿lo viste? —preguntó una de ellas, y después soltó esa inmortal
risa adolescente.
Cortez las miró mal y las chicas que se habían sentado en el banquito se
escabulleron como mercurio hacia la pared.
—¿Cómo descartaron a Dolores? —pregunté.
Cuando Cortez se giró hacia mí, las chicas volvieron a reírse, esta vez
más bajo, de forma conspiranoica. Resistí el impulso de mirarlas a los ojos,
de alinearme con ellas de alguna manera.
—Tenía una coartada —dijo Cortez—. Y tampoco es que el tipo fuera un
genio. Usó un arma registrada a su nombre, dejó una huella parcial en la
habitación, le pararon en un control y lo identificaron cuando se iba.
Además, él y la víctima fueron vistos discutiendo fuera de la casa de Rivera
el día del asesinato. Quiero decir, dos más dos…
—¿Andrés Russo fue a casa de los Rivera?
Odié lo mucho que me emocionó imaginar el dedo de Andrés en el
timbre, los dos hombres mirándose fijamente. La incredulidad que debió de
calar en sus huesos. Esta historia era demasiado buena.
Cortez asintió.
—Un vecino fue testigo del altercado.
—¿Y Dolores? —pregunté con la pluma en ristre—. ¿Dónde estaba ella
en ese momento?
Cortez hojeó la carpeta.
—Alrededor de las cuatro y media de la tarde de ese viernes: cita con el
médico. Tuvo coartadas durante toda la noche, incluida la hora de la muerte.
Lo raro es que… —Cortez tomó un trago de café—. En realidad, ella tenía
coartada para Fabián Rivera. Dijo que la familia estuvo reunida a partir de
las nueve de la noche. Y se mantuvo firme hasta que todo lo demás se fue a
la mierda. Con perdón.
—Espere, pero ¿por qué haría eso?
Si Dolores le había dado una coartada falsa a Fabián, tenía que ser
porque, o bien creía que era inocente, o bien sabía que era culpable. Sentía
que era crucial determinar cuál de las dos cosas era correcta. Porque si
Dolores amaba a Andrés, ¿no habría querido que se hiciera justicia? Y si no
lo amaba o amaba más a Fabián —lo suficiente como para protegerlo con
una coartada falsa—, ¿por qué había comprometido toda su vida para
casarse con Andrés?
Cortez se quedó mirando el patio, donde dos cuervos se peleaban por algo
clavado en una de las ranuras de hierro de una mesa.
—¿Quién sabe? Tiene pinta de que simplemente mintió.
—Ya…
Debió ser muy fácil para ellos dejarlo así, una vez que tuvieron pruebas
contra Fabián. Es más fácil para los hombres despreciar a una mujer que
intentar comprenderla, especialmente a una mujer como Dolores, que no
solo se alejó de las expectativas sociales, sino que las quemó hasta los
cimientos.
—Entre nosotros —dijo Cortez volviéndose hacia mí—, hubiera preferido
encerrar a esa mujer que al pobre cabrón con el que estaba casada. No fue
su culpa, ¿sabes? Quiero decir, a los ojos de la ley, sí, pero…
Me subió un calor por el cuello, lento pero implacable, hasta que sentí
que llegaba a las mejillas. Fuera lo que fuere lo que Dolores representaba
para Cortez —como policía, como hombre—, aparentemente, era peor que
un asesinato y no tenía ningún problema en decirlo en voz alta.
—Bueno —dije mientras me ponía de pie—. Gracias de nuevo por su
tiempo. —Hice un gesto para que me diera el expediente del caso—.
¿Puedo?
Cortez parecía sorprendido.
—¿No quieres que te cuente más sobre el asesinato?
Esbocé una sonrisa forzada.
—Lo cierto es que no es ese tipo de historia.

Ya fuera, utilicé el dobladillo de la camisa para abrir la puerta del coche, me


escaldé la mano con la hebilla metálica del cinturón de seguridad mientras
dejaba caer el bolso y el expediente del caso en el asiento del copiloto. El
aire acondicionado no daba abasto, era patético, lo único que hacía era
soplar aire caliente hacia el volante, ya de por sí intocable. Miré al cielo,
anhelando una buena tormenta de las de Oklahoma. El olor metálico y
terroso del agua en la atmósfera, las nubes de carbón rodando como un
ejército en estampida. Mi madre siempre predecía las tormentas.
—Las nubes parecen una cola que corre con el viento —decía mientras
las señalaba—. La tormenta viene del este.
O:
—Mira cómo se aplana la cima como un yunque; el yunque apunta en la
dirección en que se mueve la tormenta.
De niña, me asombraba la capacidad que tenía para descifrar el cielo. Más
tarde, le dije que me parecía una ciencia básica. No necesitaba tocar a mi
madre para herirla.
Introduje la dirección de Dolores, o la que esperaba que fuera la suya, en
Google Maps. Quería pasar, ver si realmente vivía allí o no. Si era así,
aparcaría en algún sitio, leería el expediente del caso y luego intentaría
contactar. Si no, el «plan B» era localizar la casa de Gabriel Rivera. Gracias
a sus publicaciones en Facebook, sabía el nombre de su subdivisión, el
aspecto que tenía su casa, lo de las cuatro huellas de manos en la entrada de
cemento. Podría encontrarlo fácilmente. Pero siempre es mejor contactar
con una fuente directa.
Según mis investigaciones, más de un tercio de los habitantes de Laredo
vivían por debajo del umbral de la pobreza, pero la parte norte de la ciudad
era todo construcción nueva, cascarones de barrios enteros que surgían del
suelo como si estuvieran impresos en 3D. Puertas cerradas, campos de golf,
extensas casas de estilo hacienda con fuentes de piedra y enormes macetas
de barro que derramaban buganvilla. Pasé por delante de un club de campo,
con todas las pistas de tenis llenas a pesar del espantoso calor.
Dolores vivía, en principio, en una calle sin salida a unas pocas manzanas
del club de campo. El Volvo plateado que había visto en la imagen del
satélite no estaba, así que aparqué cerca del buzón. Si los vecinos se daban
cuenta de mi presencia, probablemente supondrían que estaba enviando
mensajes de texto a alguien o comprobando las direcciones. Las mujeres —
bueno, las mujeres blancas— rara vez son vistas como una amenaza.
Saqué fotos, una tras otra, haciendo zoom al ladrillo encalado, a las
plantas de terracota junto a la puerta de madera de cerezo, a los arbustos
que llegaban hasta la mitad de la fachada de la casa. Rosas, pensé, aunque
parecían… más salvajes. Había también orquídeas bailarinas del aire de
color rosa, malva y fucsia, todas ellas casi descuidadas, enhebradas entre la
espesa vegetación. Desprendían un aire de insistencia y desafío.
—¿Puedo ayudarla?
La voz provenía de la ventanilla del copiloto, la que daba a la carretera.
Una gorra de béisbol sombreaba las mejillas sonrosadas de la mujer. Parecía
tener más de sesenta años, llevaba un top de lino blanco sin mangas y unos
pantalones cortos deportivos, como si se hubiera cambiado de pantalones y
se hubiera dejado la misma camiseta puesta. Sus hombros regordetes
estaban oscuros y llenos de pecas. Llevaba una correa y junto a sus rodillas
jadeaba un labrador negro, brillante como el petróleo.
La reconocí inmediatamente. Mierda.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó Dolores Rivera de nuevo, esta vez con
un tono más agudo. Miró mi teléfono, donde todavía estaba abierta la
cámara.
Bloqueé la pantalla.
—Lo siento, solo estaba admirando sus rosas. ¿De qué tipo son?
Se relajó y empezó a acariciar la cabeza del perro.
—Son L. D. Braithwaite, en su mayoría. Pero también hay Mary Roses y
Tess d’Urberville. Aunque las Marys son las que más tiempo aguantan
cuando llega el otoño. ¿Le gusta la jardinería?
—No, no —dije mientras forzaba una risa casual—. Se me dan fatal las
plantas, soy horrible.
Dolores sonrió.
—Yo no sabía ni lo que era un rastrillo antes de jubilarme. ¿Vive por
aquí? —Miró a su alrededor frunciendo el ceño, como dando a entender que
de ser así ella lo sabría.
—No. —Mi mente se aceleró: no debería haber venido. No debería haber
sido tan impaciente. Debería haber leído el expediente del caso, haber
decidido el mejor enfoque. Qué error más estúpido, típico de una bloguera
de crímenes de pacotilla, no de una periodista de verdad. Pero no podía
echarme atrás ahora. Tenía que hacer que esto funcionara—. Es usted
Dolores, ¿verdad?
Su muñeca se movió para sujetar la correa con más fuerza.
—Sí… ¿Y usted es?
—Cassie Bowman. —Respiré profundamente—. En realidad quería
hablar con usted.
Dolores echó un vistazo a mi coche: la bolsa del portátil y la caja de
cartón en el suelo, la carpeta en el asiento del copiloto donde ponía
claramente que era un expediente de homicidio del departamento de policía.
Toda ella se puso rígida, como si sus huesos hubieran sido reforzados con
acero.
—Es periodista. —Casi escupió la palabra, como si fuera un insulto—.
¿Viene de parte de él? ¿El que escribió ese horrible artículo? No tienen
vergüenza…
—No —interrumpí—. Estoy aquí porque creo que ese artículo fue injusto
con usted. Quiero contar su versión de la historia.
Los dedos de Dolores se cerraron alrededor de la correa, tirando
ligeramente. Se burló, con una mirada ardiente y directa.
—Por favor. No me conoce de nada. ¿Por qué iba a importarle lo que es
«justo»? Vamos, Crusoe —le dijo al perro. Empezó a andar hacia la casa—.
Pinches periodistas —murmuró.
Salí corriendo del coche. No podía dar la vuelta y volver a casa, al blog, a
alimentar a un público que consumía los asesinatos de mujeres como si
fueran caramelos, un chute rápido de conmoción y asco que ejercía la
función de un subidón de azúcar en el cerebro. Quería más y esto podía ser
el comienzo de algo. Tenía que hacérselo ver, hacer que lo deseara tanto
como yo.
—Yo no escribo para ningún periódico —dije tras ella—. Y creo que su
historia vale mucho más que un simple texto de dos mil palabras.
Dolores se detuvo. Lentamente, se dio la vuelta.
—¿Qué quiere decir?
Me acerqué a ella, casi sin aliento, hasta que estuvimos frente a frente.
Era más bajita de lo que esperaba, al menos diez centímetros por debajo de
mi metro setenta, con un cuerpo blando y matronal; un cuerpo hecho para
abrazar nietos. Sus ojos eran de un bronce bruñido, y su rostro estaba lleno
de arrugas, como un papel que ha sido doblado y arrugado para que los
propios pliegues sean suaves como la gamuza. Tenía dos manchas en una
sien y constelaciones en las manos. Podría camuflarse entre una multitud
igual que cualquier mujer mayor, con las aventuras y pasiones de su
juventud escondidas lejos de la vista de una sociedad que ha perdido el
interés en ellas.
—Un libro —solté—. Creo que su historia podría convertirse en un libro.
Los ojos de Dolores se entrecerraron.
—Un libro. ¿Y por qué iba a querer hacerlo después de haber pasado por
la humillación de que se escribieran tantas cosas sobre mí?
—Porque no lo escribiría sobre usted; lo escribiría con usted.
Dolores se rio y, por un momento, vi el fantasma de una Dolores
diferente, más joven, cuya diversión, cálida y gutural, podía acaparar
miradas.
—Discúlpeme, pero no veo la diferencia. Gracias, pero no.
—¡Espere! —Apreté los dientes con tanta fuerza que me empezó a doler
la cabeza—. Solo… escúcheme. Por favor.
El perro, Crusoe, gimió y Dolores dijo:
—Tiene sed.
Donde estábamos nos tocaba el sol de lleno, podía notar la ropa
pegándose a mi piel húmeda y los brazos enrojeciéndose. Había un zumbido
en mis oídos, como un viento áspero. Sabía lo que tenía que hacer, aunque
me sentía mal por querer hacerlo.
—Mi padre —empecé antes de poder pensarlo bien— solía llevarme a
pescar todos los fines de semana. Pescábamos siluros y salmonetes y los
llevábamos a casa para que mi madre los preparara para cenar. Después de
que nuestro vecino sufriera un ataque al corazón, mi padre estuvo seis
meses cortándole el césped. Recogía los periódicos de todos los vecinos
cuando se iban de crucero para que no se notara su ausencia.
Dolores se cruzó de brazos.
—Parece que era una buena persona. ¿Por qué me cuenta esto?
—Porque sí que era una buena persona. —Me tragué las náuseas—.
También le daba palizas brutales a mi madre.
Dolores se quedó mirándome fijamente y me obligué a dejarle ver el
dolor y la vergüenza que había en mi interior.
—Lo siento, mija —dijo en voz baja—. Ningún niño debería ver eso.
—Nunca se lo había dicho a nadie —dije—. Ni siquiera a mi prometido.
Me tocó el hombro tan brevemente que podría haberme convencido de
que lo había imaginado, si no fuera por el cálido tacto que dejaron sus
dedos.
—¿Y me lo cuenta a mí porque…?
—Porque quiero que sepa que entiendo lo que significa llevar una doble
vida —dije, sorprendida por las lágrimas que ahogaban mi garganta, por lo
tentada que estaba de contarle el resto. Pero me detuve a tiempo. Recordé a
qué había venido—. Entiendo por qué va con cautela, pero esta es una
oportunidad para aclarar las cosas. Para contar su historia. —Hice una
pausa—. De una mujer que guarda secretos a otra.
Por un momento, me pareció ver un destello de entusiasmo en los ojos de
Dolores, como si también ella pudiera advertir lo que aquello significaba.
Luego miró por encima de mi hombro y su rostro cambió de forma sutil
pero impenetrable.
—Vete a casa —dijo, aunque su voz era amable—. Y cuídate, mija.
LORE, 1983

Laredo siempre parece encogerse en ausencia de Lore. Se reduce a los


límites de velocidad de sesenta kilómetros y a los carteles con texto escrito
a mano que anuncian tinte para ventanas y elote desgranado. Como
siempre, se acaba adaptando. Ya puede sentirlo, el regreso de su yo de
Laredo, organizado y reglamentado. Los lugares pueden hacernos eso,
¿verdad? Activan en el cerebro una especie de memoria muscular, de modo
que, cuando Lore entra en Hillside, se pregunta si los cuates habrán cenado
y si Gabriel habrá hecho los deberes. Mateo no, él siempre los hace cuando
llega del colegio, incluso los viernes; Gabriel, en cambio, espera hasta el
último minuto. Trata de recordar cuándo fue la última vez que fue al
supermercado y cuándo vence la factura de la luz. Todo ello en un ataque de
responsabilidad doméstica que le da al paseo de la noche anterior en el
Parque Chapultepec un aura surrealista, de la misma forma en que los
sueños parecen extraños solo después de despertarnos.
Fuera de la puerta de su casa, Lore toca las rejas ornamentadas que
Fabián hizo a mano. Él nunca se enterará, piensa, y lo siente como una
promesa, a ella misma, a Fabián, a Dios. Él nunca se enterará porque ella le
evitará el dolor de que se entere, pero también es triste saber que existe esta
parte de ella, este trozo de sus vidas, del que él nunca sabrá nada.
—¡Ya estoy aquí! —avisa cuando entra.
Deja caer las llaves de su pequeño Ford Escort rojo en el cuenco de
madera de la mesa del recibidor. Capta su reflejo en el espejo redondo con
marco dorado que hay en la pared: lleva el pelo recogido en una coleta baja
y despeinada, tiene ojeras por la falta de sueño, una vivacidad nerviosa en
su rostro y una sonrisa que tiene que reprimir constantemente.
Fabián anuncia:
—¡Estoy en la cocina!
Lore se toma otro momento, hojea una pila de facturas que se tambalea
cuyos sobres ya han sido abiertos. Se imagina los ásperos dedos de Fabián
cortando el papel, sacando las facturas y volviéndolas a meter sintiendo
rabia e impotencia. La luz, el agua, el seguro médico, el seguro de la casa,
el seguro del coche, el dinero canalizado a ciertas empresas para que les
protejan si ocurre lo peor cuando lo peor ya está ocurriendo. Se pregunta
cuándo Rivera Iron Works se unirá a las sombrías listas de negocios fallidos
y luego se regaña a sí misma. Tiene que creer en Fabián. Ella cree en
Fabián.
Los cuates gritan y se ríen desde su sala de juegos, donde sin duda estarán
desplomados en sus sillones de plástico jugando a Star Wars en el Atari.
Salen discutiendo sobre algo del juego justo cuando Lore está a punto de
entrar en la cocina.
Para el ojo inexperto, Gabriel y Mateo son idénticos hasta en la longitud
de sus oscuras pestañas, el afilado arco de Cupido de sus labios, la forma en
que andan con los pies bien separados, sin miedo a ocupar espacio en el
mundo. Recuerda haber tenido sobre su pecho a esos bebés cuyos
movimientos dentro de ella había llegado a memorizar y haberle dicho a
Fabián:
—¡No puedo distinguirlos! ¿Qué clase de madre no puede distinguir a sus
propios hijos?
Fabián se rio mientras ayudaba a sostener la cabeza de uno de ellos y
dijo:
—Chinga, yo tampoco.
Buscaron una marca de nacimiento o un bulto que ayudara a
diferenciarlos y, al final, se conformaron con pintar la uña del dedo gordo
del pie de Gabriel antes de quitarles las pulseras del hospital. Sin embargo,
a medida que pasaban los días, Lore empezó a notar diferencias. Empezó
por la forma en que mamaban. Gabriel con un enganche impaciente y
superficial que a ella le destrozaba los pezones y a él le hacía escupir; y
Mateo con la delicadeza de un gatito, nunca plenamente saciado. Al cabo de
unas semanas, Lore y Fabián ya no necesitaban el pintauñas y se
preguntaban cómo era posible que lo hubieran necesitado en algún
momento. Ahora Lore siente un gran alivio al pensar en lo poco que sus
hijos la conocen. Para ellos, solo es una madre. No una mujer, capaz de
desear y engañar.
Mateo levanta las cejas.
—Papá te está preparando algo especial para cenar.
—¡Oh…! —añade Gabriel con tono burlón, como si Lore debiera sentirse
avergonzada.
Fabián está de pie junto a los fogones. Dos ojos de bife recién sazonados
brillan en la tabla de cortar a su lado. El bistec es la especialidad de Fabián,
siempre crujiente y salado por fuera y rosado por dentro. La mesa redonda
de cristal que tienen en la cocina está puesta con la vajilla de su boda:
porcelana esmaltada con una guirnalda de flores azules y bordes dorados.
Las copas de vino son de cristal, las que suelen sacar solo en Acción de
Gracias y Navidad, y hay una botella de tinto en el centro de la mesa.
—¡Fabián! —Lore suelta una risa sorprendida—. ¿Qué es todo esto?
—Lo sé, es un derroche, pero… —Fabián le hace un gesto para que se
acerque mientras prepara el filete en la sartén y ella duda. Se acerca y le da
un beso mientras los chicos sueltan algún «puaj» y algún «qué asco» y el
humo sube hacia la campana extractora.
—Lo siento —dice Fabián en voz baja. Sus cálidos ojos marrones se
cruzan con los de ella y le mantienen la mirada.
—¿El qué?
—La otra noche. Antes de que te fueras. Ya sabes.
—Ah. —Lore apoya la cabeza en su hombro—. No te preocupes por eso.
—No, fui un I-M-B-É-C-I-L —responde él mientras mira a los chicos,
que están de pie junto a la nevera como perritos esperando las sobras. Lore
elige no recordarle que ya tienen doce años, no tres.
—Papá ha dicho… —empieza a decir Gabriel con satisfacción.
Lore le interrumpe con una mirada amenazante. Aprieta la mano de
Fabián.
—En serio, no te preocupes.
Fabián sonríe.
—Bien, la cena estará lista en diez minutos. Los cuates ya han comido.
—Ya sabéis lo que significa eso —les dice Lore a los chicos—. A la
ducha. Gabriel, tú irás primero esta noche.
—Pero, mamá —se queja Gabriel—, ¡estamos en medio de una partida!
—Nos hemos pasado todo el día en el rancho —dice Fabián—. Apestáis.
Los cuates se ríen. Es una de esas cosas incomprensibles de los chicos:
les encanta apestar.
—Así que en el rancho, suena divertido —comenta Lore apoyada en la
encimera mientras Fabián da la vuelta a los filetes—. ¿Con el tío Sergio?
Pero los chicos ya están saliendo de la habitación. Una de sus
conversaciones sin palabras, un intento de escabullirse antes de ir a la
ducha.
—A la ducha —dice Lore de nuevo—. ¡Y lavaos el pelo! Luego podéis
seguir con vuestra partida, pero solo media hora más. ¿Habéis hecho todos
los deberes?
—Sí, mamá.
Gabriel pone los ojos en blanco y el pánico se apodera de la cara de
Mateo. Al ver la expresión de su hermano, Gabriel añade:
—Los dos los hicimos el viernes. ¿Te acuerdas? Antes de pedir pizza.
—Ah, sí —responde Mateo con una sonrisa de alivio.
Fabián mira a Lore con expresión divertida.
—¿Nos has echado de menos?
Ella se ríe, una grieta de culpabilidad se le abre en el pecho.
La pequeña cocina se calienta rápidamente; incluso los armarios de
madera donde guardan vasos están calientes al tacto. Nota el cosquilleo del
sudor bajo los brazos y le llega el olor a densidad del avión: ese aire
reciclado, el olor rancio a humo del tabaco. De vez en cuando, cree percibir
el olor de la colonia de Andrés.
—La ensalada está en la nevera —dice Fabián mientras apaga el fuego y
pone los filetes en una tabla de cortar. Ella lleva la ensalada y la salsa
ranchera a la mesa mientras él envuelve la carne en papel de aluminio para
sellar sus jugos antes de cortarla.
En la mesa, Fabián sirve el vino de forma ostentosa y se detiene un
momento sobre la copa de Lore. Sonríe.
—¿Qué tal la resaca?
Lore se ríe.
—Ay, por favor, fui una de las primeras en irme de la fiesta.
Eso era cierto.
—¿Y eso? —Fabián levanta su copa de vino y ella hace chinchín—. No
es propio de ti.
Lore le quita importancia, aunque una parte de ella se alegra por lo
mucho que la conoce. Sabe que odia cuando llega el momento de irse a casa
después de haber pasado una buena noche. Cuando invitan a la familia,
siempre es ella la que agita la botella y pregunta: «¿Abro una más?».
—Es que tenía muchas cosas en la cabeza —responde.
Aunque no quiere aguarle el ánimo, cambia de tema a uno que sabe que
será infalible:
—¿Cómo te fue con Juan?
Fabián corta su bistec con tristeza.
—Me suplicó que no le despidiera. Suplicó, Lore. Prácticamente se puso
de rodillas.
—Ay, no. —La imagen es horrorosa: el orgulloso de Juan, que hace de
sacristán en la iglesia de San Patricio, donde ellos van a la misa del
mediodía todos los domingos. Fabián y los cuates probablemente lo vieron
hoy ahí, pasando la canasta para el ofertorio—. ¿Y qué le dijiste, Fabián?
—¿Qué iba a decir? —La mira y, por un momento, Lore cree que
realmente espera una respuesta, una solución que le permita llamar a Juan
por la mañana y arreglar las cosas. Eso es lo que él hace siempre: intentar
arreglar las cosas—. Le dije lo mucho que lo sentía y que, en cuanto pueda,
si sigue queriendo el trabajo, lo volveré a contratar.
—Bueno, algo es algo. —Lore da un sorbo de vino—. Muchos
empresarios no lo harían.
Fabián gruñe mientras mastica el filete con fuerza.
—En fin —murmura—. ¿Y qué tal fue la boda?
—Dios mío, Fabián, no te lo vas a creer —responde ella, y empieza a
describir cada detalle opulento que recuerda, cada fragmento de
conversación que cree que le puede hacer gracia. Siente como si estuviera
creando la noche más que recordándola. Enfatiza y borra como un artista en
su lienzo hasta que esta versión alternativa le suena a verdad y la verdad se
desvanece. Por ende, lo mismo le ocurre al hombre que tiene enfrente.
¿Cómo pudo ser capaz? ¿Cómo pudo ser capaz de simplemente…
olvidarlo? Es esta pinche recesión. Hace que todo el mundo se vuelva loco.
Una vez que Lore ha limpiado la cocina y los cuates están en la cama,
Fabián abre una segunda botella de vino y se llevan las copas al dormitorio.
Antes de que pueda dar un sorbo, los labios de Fabián están sobre los de
ella.
—Espera —se ríe mientras trata de poner la copa en la mesita de noche
—. Deja que me duche. Después de todo el viaje…
—No me importa. —Las manos de Fabián empiezan a desabrochar la
camisa de Lore, ágiles y seguras—. Tenías razón. Ha pasado demasiado
tiempo.
Interrumpir el momento lo arruinaría, pero dejar que Fabián siga
besándola es como desafiarlo a que descubra los jeroglíficos invisibles de
las manos de otro hombre en su piel y sus labios, así que hace lo único que
puede hacer: se lo lleva con ella a la ducha, donde se agarra a la repisa en la
que está el champú mientras él se la mete. El agua gotea de la cabeza de
Fabián a sus hombros mientras le besa el cuello. Cierra los ojos y recuerda
el Bosque de Chapultepec, su espalda apoyada en un árbol, Andrés
subiéndole el vestido. Se imagina el aire fresco, el vestido subido, sus
manos y brazos raspados por la corteza del ahuehuete y una mano que se
mete entre sus piernas. Un dedo, un pequeño movimiento, y ella empieza a
gemir a gritos. Fabián empuja dos veces más antes de gemir en su pelo.
Cuando se da la vuelta, casi se sorprende de encontrarse aquí, con Fabián,
pero también se alegra.

La primera alarma suena a las 5:50. Hoy, Fabián se gira hacia Lore en lugar
de alejarse y ella suspira y se acurruca contra él. El vello de su pecho hace
que le pique la espalda, una sensación familiar y juvenil que le recuerda a
cuando solían dormir piel con piel toda la noche. Cuando la segunda alarma
suena diez minutos después, ella suelta un lamento y se quita el edredón.
Anoche, después de la ducha, pusieron Late Night with David Letterman
y bebieron la segunda botella de vino mientras se reían de las entrevistas
con John Candy, Teri Garr y Dom DeLuise. Parecían unas vacaciones, un
respiro. Pero ahora lo está pagando con este dolor de cabeza palpitante y, al
ver que Fabián se queda en la cama mientras ella va a preparar el desayuno,
le sube por la garganta un resentimiento ya habitual. Cuando se quedaba
ella todo el día en casa con los cuates, vale, pero ahora sigue siendo la
encargada de saciar el apetito matutino de todos, de recompensarlos por el
duro trabajo de dormir, como si nadie más pudiera sacar una caja de gofres
del congelador y meterlos en una tostadora.
Lore se dirige a la cocina, enciende las luces y prepara una cafetera
haciendo el mismo ruido que hace siempre. Puede que nunca llegue a
despertarse con una ducha tranquila, como Fabián, o con el desayuno
caliente y listo, como los cuates, pero lo llevan claro si creen que va a andar
de puntillas como si fueran todos unos reyes que deben aprovechar los
últimos minutos de sueño.
La cocina tiene forma de «U», con armarios de roble oscuro, encimeras
de fórmica y un papel pintado a rayas verdes y crema que a Lore le recuerda
a la Navidad. Cuando se mudaron, ella planeaba cambiar ese papel por algo
más moderno, un diseño geométrico, tal vez, en colores cálidos que
complementaran las baldosas de terracota con las que reemplazaría el
linóleo. Ahora les toca quedarse con todo lo que pretendían arreglar.
Compraron la casa hace tres años, en pleno auge. Esta finca de ladrillos
grises en Hillside era un paso adelante después del piso de dos dormitorios
que habían estado alquilando mientras ahorraban para la entrada. Recuerda
cómo los cuates, que entonces tenían nueve años, habían escogido la
habitación donde dormirían ambos sin darse cuenta de que ahí era posible
tener una cada uno. La casa tenía diez años, era prácticamente nueva, pero
ella y Fabián seguían haciendo planes: actualizar el papel pintado, por
ejemplo. Y el cuarto de baño principal, en el que Lore soñaba con añadir un
jacuzzi para poder encender velas y sumergirse en burbujas perfumadas
después de que los cuates se acostaran. Y el patio trasero, lo
suficientemente grande como para poner una piscina. Ella y Fabián
invitarían a toda la familia a comer carne asada y fajitas que
chisporrotearían al carbón mientras los niños se lanzarían al agua tostada
por el sol. Pero lo único que habían conseguido era construir la cochera de
atrás para que ella y Fabián no estuvieran constantemente teniendo que
pedirle al otro que moviera su coche para poder salir. Solo había un camino
de entrada estrecho construido para poner dos vehículos uno detrás de otro.
¿A quién se le ocurrió esa fantástica idea? Ahora, al menos, cada uno tiene
su espacio, Lore en el camino de entrada y Fabián en la cochera, con una
puerta automática de hierro forjado fabricada por él mismo.
Lore suspira y mira la claraboya que antes le parecía romántica y que
ahora odia porque las heces de los pájaros parecen las manchas del test de
Rorschach. Cuando los gofres están apilados, se dirige a la habitación de los
cuates y abre la puerta. Gabriel está tumbado encima de las sábanas con su
escuálido pecho subiendo y bajando. Hace poco ha empezado a dormir sin
camiseta y alguna vez lo ha pillado mirándose al espejo y flexionando.
Mateo duerme boca abajo, con los brazos rígidos y rectos a los lados.
Ambos tienen el cabello despeinado y salvaje. El sol ilumina la alfombra,
los montones de ropa sucia y las pistolas de juguete. Este año están en
séptimo curso. Pronto serán adolescentes. ¿Cómo es posible? Ayer mismo
les estaba dando el pecho y ellos mamaban con la mandíbula floja y
decididos, unidos por delicados hilos de saliva incluso cuando se alejaban.
Ahora están tan… separados. Siente el paso del tiempo, esa boca
devoradora acechando a su espalda, y siente un impulso irrefrenable de
acercar sus cuerpos, como si eso pudiera mantenerlos jóvenes para siempre.
—¡Buenos días, calabazas! —Lore enciende la luz y ellos gimotean.
—¡Mamá! —Gabriel se tapa los ojos con un brazo—. ¿Por qué siempre
haces eso?
El sentimentalismo de Lore se desvanece.
—El desayuno. Daos prisa antes de que se enfríe.
Esto les motiva, como siempre. Estiran los brazos, bostezan
exageradamente y sueltan ráfagas de aliento matutino cuando la empujan a
través de la puerta. No hay saludo ni reconocimiento.
Mientras los cuates comen, ella calienta los rulos y pasa su copete por el
secador. Fabián se va justo después de las siete con un gofre frío en la mano
y dos líneas verticales ya grabadas en el entrecejo. Después, Lore mete a los
cuates en el coche entre gritos y recordatorios. Los chicos, incluso Mateo,
se olvidan siempre de pedirle que firme los permisos escolares y, dado que
acaba de empezar el nuevo curso, hay más de lo habitual.
—Mamá, ¿puedes al menos intentar no llegar tarde hoy? —Gabriel la
mira por el espejo retrovisor mientras avanza en la fila para bajarlos frente
al centro—. Hace mucho calor fuera y es aburrido.
—Solo la gente aburrida se aburre —dice Lore de memoria. Es una de las
viejas frases de Mami.
Ayer no pudo ir a la comida familiar de los domingos. Tal vez, si tiene
tiempo esta semana, pase a por hamburguesas y las lleve a casa de sus
padres, así aprovecha para visitarlos.
Sin embargo, Gabriel tiene razón: no son ni las 8 de la mañana y el sol ya
brilla con fuerza. En la ciudad se han implantado restricciones de agua —
nada de aspersores, nada de mangueras— y todo lo que debería ser verde es
marrón o amarillo, está muerto. Agosto es el peor mes. Todo el mundo está
irritable por culpa del calor y espera con impaciencia que llegue el otoño.
¿Cómo serán las Navidades de este año ahora que ya quedan pocos lugares
donde ir a comprar regalos y menos gente aún que pueda permitírselo?
Cuando el grueso de la economía de una ciudad es el comercio minorista,
ver cerrar tantas tiendas es como ver que la propia ciudad empieza a jadear
mientras sus pulmones se debilitan con una rapidez asombrosa.
Cuando necesitas que te dé el aire, solo hay un lugar al que acudir: los
pulmones de la ciudad.
El recuerdo de las palabras de Andrés y su voz ronca casi deja a Lore sin
aliento. Se pregunta dónde estará, qué estará haciendo, si se acordará de
ella, si desearía haber preguntado cómo contactar con ella. ¿Por qué no lo
hizo?
El Zócalo había cobrado vida a primera hora de la mañana, las calles ya
estaban atascadas y rebosantes cuando llegaron al Centro Histórico. Por un
momento, cuando Andrés pasó por delante del hotel, sintió pavor. ¿A dónde
irían? ¿Qué harían? Él aparcó contra la acera a media manzana de distancia.
Caminaron de la mano hasta la entrada y Lore vio que la boda todavía se
estaba desmontando.
—Bueno —dijo—. Esta noche ha sido una de las que no se olvidan,
Dolores Rivera.
Escuchar el nombre de casada de su boca se le clavó como una astilla: lo
debió ver en la tarjeta que indicaba dónde tenía que sentarse a la mesa. Pero
si la noche había sido tan memorable, ¿por qué no le había pedido el
número de teléfono? Tal vez él también estuviera menos disponible de lo
que parecía. Ese pensamiento le despierta unos celos irracionales, como si
tuviera derecho a esperar algo de él.
En el asiento trasero, Gabriel señala a alguien por la ventanilla mientras él
y Mateo hablan en el extraño y truncado lenguaje de gemelos que
desarrollaron hace años, cuando eran niños pequeños y se comunicaban con
gruñidos y chasquidos y extrañas combinaciones de vocales y consonantes.
A ella le entró el pánico, pensando que les pasaba algo, algún tipo de
impedimento o minusvalía en el habla. Luego se rieron y volvieron a hablar
de forma descifrable.
—Venga, ya hemos llegado —dice ella al acercarse, por fin, al sitio donde
bajan. Ya está agotada. Sin embargo, los chicos se inclinan hacia delante y
le besan la mejilla de forma inesperada y la dulzura del gesto la reanima
brevemente.
El banco está a solo cinco minutos. A pesar de todo lo que ha crecido
Laredo, sigue siendo una ciudad pequeña, insignificante para el resto del
mundo. Aquí están, teniendo que pedir ayuda al gobierno federal para crear
programas de formación de empleo, subvenciones para el desarrollo, ayuda
a la educación, cualquier cosa. ¿Y qué han obtenido? Nada.
Soy una de las personas afortunadas, piensa. No puede quejarse.
¿Pero no es eso incluso peor? ¿Taparse los ojos ante la realidad de una
situación porque a ti no te afecta tanto, al menos por ahora?
El centro de la ciudad es una trama de apretujadas calles de sentido único
delimitada por la I-35 al este, la calle Park al norte y el río Grande al sur y
al oeste. Aquí es donde nació Laredo, su superficie original, y aquí es donde
permanece su alma: en la catedral de San Agustín, el Teatro Plaza, el
palacio de la justicia, las fachadas descoloridas de innumerables tienditas
que venden marcas de imitación, abrillantador de zapatos, joyas y perfume.
En los ocho años que Lore lleva trabajando en el banco, nunca había visto
el centro de la ciudad así: las tiendas tapiadas y con las persianas bajadas,
los pocos propietarios que quedan de pie detrás de los mostradores, mirando
las calles vacías. Aquello provoca un golpe de culpabilidad antes de que
llegue, por fin, al trabajo.
Pero el sentimiento de culpa desaparece cuando accede al vestíbulo. Es el
olor del limpiacristales Windex y el desinfectante Pine-Sol mezclados con
el del humo de los cigarros y el café. Aunque hay algo más, algo hecho de
papel y misterio: el dinero. Es el olor de su propia ambición, del lugar que
ha elegido para construir un hogar.
En la sala de descanso, alguien ha traído tres docenas de tacos envueltos
en papel de aluminio y, a pesar de que no le vendría mal perder algunos
kilos, decide comerse uno. Nada más tenerlo en la mano, se da cuenta por el
peso de que es de barbacoa y su estómago gruñe mientras se sirve café en
un vaso de poliestireno.
—¡Hola! —dice alguien. Se gira y ve que es Óscar—. Bueno, ¿qué? ¿Qué
me he perdido? ¿Cómo fue la boda?
—Aburrida —responde mientras guiña un ojo—. Pero vamos a lo
importante: ¿este mundo tiene ya a otro Martínez al que aguantar o no?
Óscar es alto y larguirucho, sus rizos rubios hacen que la mayoría de la
gente lo confunda con un gringo. Se le dibuja una sonrisa en la boca
mientras saca la cartera.
—Mijo nació el sábado por la mañana. Tres kilos setecientos, cincuenta
centímetros de largo y muy bien dotado. —Óscar levanta las cejas de forma
sugerente.
—¡Ay, Óscar! —Lore se ríe y le da un golpe en el hombro. ¿Qué les pasa
a los hombres, que empiezan esto de presumir de pene desde que uno nace?
—. ¡Felicidades! ¿Cómo está Natalie?
—Bien, bien. —Sonríe y Lore puede ver el asombro en su rostro, el
mismo con el que la miró Fabián tras dar a luz a los cuates, maravillado por
su poder y sacrificio. Espera que Natalie lo disfrute, porque no dura.
Esa tarde, cuando suena el teléfono de su despacho, responde sin levantar
la vista de los papeles que está revisando.
—Hola, me gustaría hablar con la señora Crusoe —dice el interlocutor en
un inglés con mucho acento. Lore está a punto de decir que se ha
equivocado de número cuando reconoce la voz y la broma con el apodo:
Andrés.
Se levanta de la silla con un estruendo, sostiene el teléfono mientras rodea
el escritorio y cierra la puerta del despacho de una patada.
—¡Andrés! Hola. ¿Cómo ha conseguido este número?
—Llámeme Sherlock Holmes —dice riendo—. Espero que no le importe.
Después de despedirnos, me di cuenta de que no le había…
—¡Claro! —le corta Lore, y acto seguido se muerde el labio. No. ¡Claro
que le importa! Lleva todo el día intentando no pensar en él, las escenas del
fin de semana se repiten en algún recoveco de su mente, todo un mundo que
se expande en secreto—. Bueno, ¿y cómo está? —pregunta finalmente.
—La… la he echado de menos —dice Andrés, casi con timidez—. Debo
sonar ridículo.
—No. —Las mejillas de Lore empiezan a enrojecer—. Para nada.
—Menos mal. Nunca se me ha dado bien ocultar lo que siento.
Lore agarra un bolígrafo y empieza a balancearlo para dar golpes con los
extremos en el escritorio.
—¿Lo ha intentado alguna vez?
—Por supuesto —dice Andrés, y le cuenta sobre su compañera de
laboratorio en la clase de Química de la universidad. Llevaba todo el
semestre enamorado de ella y, finalmente, tras quedarse estudiando juntos
hasta tarde, se besaron—. Mis amigos me decían que me hiciera el remolón:
«Tranquilo, tranquilo, a las chicas no les gusta que les respiren en la nuca».
Así que pasó toda una semana y no hice nada.
Lore suelta un chasquido de desaprobación.
—Exacto. Empezó a ser más y más fría, ya no se reía de los chistes,
cancelaba las sesiones de estudio… Pero, no sé ni por qué, pensé que
aquello era algo bueno.
—¿Que estuviera molesta?
—Claro —dice Andrés, inexpresivo—. Porque, obviamente, significaba
que quería que le pidiera salir.
—¿Se lo pidió?
—Justo antes de que le pidiera al profesor que la dejara cambiar de
compañero de laboratorio. Nunca más volvió a hablarme.
Lore se ríe y Andrés se ríe con ella. Vuelve a asombrarse de la facilidad
que tienen para conversar, de la facilidad con la que Andrés comparte
historias de su pasado romántico, por muy inocente que sea. Se pregunta
cómo habría sido Fabián si lo hubiera conocido de adulto. ¿Le habría
hablado de sus exnovias y de sus antiguos desengaños? Por algún motivo,
cree que no habría sido el caso. Fabián podía estar horas hablando del
futuro, obsesionado con los objetivos, el progreso, el destino. A ella, esta
faceta de él le encantaba cuando tenía diecisiete años y la mayoría de los
chicos no veían más allá del viernes por la noche. ¿Pero de adulto? Se lo
puede imaginar perfectamente diciendo: «¿Qué importancia tiene eso?».
—¿Y a usted? —pregunta Andrés, con una sonrisa en la voz—. ¿Le gusta
ocultar sentimientos?
Lore no sabe qué responder. ¿Acaso ahora mismo no está ocultando
sentimientos? Finge ser alguien a quien Andrés puede llamar sin culpa ni
resentimiento. ¿Esta es ella ahora? ¿Una farsante?
Ella y Fabián se conocieron en una cita doble. Su amiga de la infancia,
Jenny, lo había organizado; era la segunda cita que Jenny tenía con Fabián y
le pidió que trajera a un amigo para Lore. Arturo era otro jugador de fútbol
de la Universidad San Martin. Tenía todavía las facciones de niño excepto
por la sombra de un bigote que asomaba por encima del labio. Usó las
cortezas de su pizza como si fueran baquetas para marcar el ritmo de una
canción en la mesa de la pizzería Wizard Wick. Jenny no dejaba de mirar a
Lore con los ojos brillantes y le daba patadas por debajo de la mesa con una
de las botas hechas de retazos que había comprado en su último viaje a
Payless. Pero la atención de Lore se centraba en Fabián. De hombros
anchos y silencioso, con unos ojos marrones y rápidos que hacían que Lore
se preguntara en qué estaría pensando y, muy a su pesar, en si realmente le
gustaba Jenny.
Los cuatro salieron dos o tres veces más. La forma en que Fabián y Lore
aprovechaban cualquier oportunidad para estar a solas era sutil.
—Tú ve a por las entradas, yo iré a por los bocadillos —le decía Lore a
Arturo, y Fabián le daba un billete de cinco dólares a Jenny para las
entradas y preguntaba:
—¿Palomitas va bien?
Años después, no se ponían de acuerdo al hablar de esto, pero Lore
recuerda que Fabián, en esta misma cola del Teatro Plaza, dijo:
—Creo que voy a romper con Jenny.
Él tenía la vista fija al frente y, por un momento, Lore pensó que lo había
escuchado mal. Luego la miró con un interrogante en los ojos y ella dijo:
—Bueno, yo voy a romper con Arturo.
Aunque «romper» era una palabra demasiado fuerte para aquello. En
realidad, todavía eran dos extraños que, simplemente, se habían acercado
como imanes rotos que eran fáciles de separar.
Y sí, esto hizo que su yo adolescente se destapase como una no muy
buena amiga. Pero no hubo ninguna farsa. Cuando Fabián le sonrió, ella le
devolvió la sonrisa. Y cuando Jenny la llamó llorando después de la ruptura,
Lore no lo negó cuando le reclamó:
—Le gustas tú, ¿no? Y a ti te gusta él.
Solo dijo que lo sentía y, cuando Jenny colgó después de llamarla puta,
aceptó en silencio que esa amistad que había comenzado en primaria, antes
de la Primera Comunión, probablemente había terminado. Así que quizá fue
egoísta, pero en ningún momento fingió que no lo era y eso indicaba que
tenía cierta integridad, ¿no? Así que esto, lo que pasa ahora, lo que está
haciendo, o lo que deja de hacer, no es lo que ella es.
—No —le responde a Andrés—. No me gusta ocultar sentimientos.
Hablan durante casi veinte minutos más. La llamada le debe estar
costando una fortuna a Andrés, aunque no muestra ningún deseo de colgar.
Se ríen de cómo hablaron en español en la boda y ahora en inglés porque
ella está en Estados Unidos; reconocen que son diferentes en cada idioma,
más limitados en la expresión en el segundo, así que Andrés vuelve a hablar
en español, esta vez tuteándose, y Lore siente un escalofrío de
reconocimiento, como si una canción hubiera tocado un recuerdo, y cuando
él le pregunta por qué está callada, ella dice que está pensando en el Bosque
de Chapultepec. Andrés suspira y ella juraría que puede sentir ese aliento en
su oído.
—Me encantó besarte —dice él con una voz grave e íntima.
Lore nota un lento y delicioso ardor en el pecho.
—A mí también —susurra.
Su oficina, de repente, se le hace extraña. El reloj de madera y metal de la
pared, la alfombra de plástico bajo la silla, la impresora matricial con sus
resmas de papel… Con la emoción ilícita ante ese recuerdo compartido,
todo le es ligeramente extraño ahora, distinto.
Aunque la pregunta sigue en el aire: ¿Y ahora qué? ¿Qué pasa cuando dos
personas, por una noche, se acercan tanto y quieren volver a hacerlo? ¿Qué
pasa cuando uno de ellos ya está comprometido con otro?
Lore mira el reloj y vuelve a la realidad. Es hora de recoger a los cuates.
—Andrés, me tengo que ir. Pero… me alegro de que hayas llamado.
—¿Puedo volver a llamarte? —pregunta él apresuradamente—. ¿El
viernes, tal vez, si puedo? Tengo horario de oficina…
¿Qué habría pasado si hubiera dicho que no? ¿Y si hubiera cerrado esa
puerta que a duras penas se estaba empezando a abrir? Los tres —Lore,
Andrés y Fabián— podrían ser felices, desconocedores de los oscuros
destinos que habían eludido. Los tres podrían seguir vivos.
Pero no hay un futuro alternativo. Solo existe el que Lore crea con una
palabra:
—Sí.
CASSIE, 2017

No tenía planeado quedarme en el motel donde asesinaron a Andrés


Russo, solo quería verlo, pero incluso después de mi absoluto fracaso con
Dolores, no quería volver a casa. Había traído un saco de dormir por si
acaso, pero a sesenta y cinco dólares la noche, el Hotel Botanica era más
barato que la mayoría de las otras opciones de la ciudad. Si iba a quedarme
en cualquier sitio, también podía quedarme aquí. Al fin y al cabo, aún tenía
la esperanza de que cambiara de opinión y le había dejado mi información
de contacto debajo de una piedra del porche.
Lo que, al parecer, distinguía al Hotel Botanica de los moteles Six y Las
Quintas que había a lo largo de la I-35 era su atractivo para las familias.
Unas celosías amarillentas que llegaban hasta la cintura separaban las
puertas de aluminio de las habitaciones. Todas ellas daban a un patio
central. En la pequeña y frondosa zona de la piscina, tres niños chapoteaban
alrededor de una salida de agua que pretendía ser una cascada pero que
estaba rota, con las rocas de plástico rojo secas y agrietadas. Una niña se
tiró de forma torpe pero elaborada a la piscina, con las extremidades en
estrella, seguido de un golpe de agua en el vientre.
—¡Mira, mami, mira! —gritaba con el agua saliendo de su bikini de
lunares rosas mientras miraba hacia la cabaña, donde dos parejas bebían
cerveza en vasos de plástico y saludaban de vez en cuando en dirección a la
piscina. Sonaba música tejana. Un cartel en la barra anunciaba tacos a dos
dólares.
Mis brazos quemados por el sol picaban mientras seguía el camino de
cemento que llevaba a mi puerta. Este puto calor. Si a mediodía era
insoportable, a las cinco de la tarde lo era más todavía. Ahora entendía por
qué un artículo del Laredo Morning Times había mencionado
específicamente el día que haría 47 grados. Había gente que cometía locuras
por menos.
Dejé mis maletas y la caja de cartón sobre el cobertor de la cama de
matrimonio, que hacía juego con la alfombra en zigzag de color naranja
oxidado. El colchón estaba colocado sobre una base de madera descolorida
y rayada. Había dos taburetes debajo de una estantería vacía que hacía las
veces de mesa de desayuno y escritorio. Solo había un mueble más: una
larga mesa de buffet de caoba bajo la pantalla de televisión montada en la
pared, flanqueada por dos grandes helechos falsos.
Cuando leí por primera vez el artículo del Laredo Morning Times, me
imaginé el disparo sonando en un motel tranquilo, con sus paredes
contiguas y sus pasillos enmoquetados, y me pregunté cómo era posible que
nadie lo hubiera oído, pero aquí, en una noche como esta, no anochecía
hasta pasadas las nueve. Tal vez la música estaba a todo volumen, con
acordeones y bajos, y la piscina estaba llena de gente bebiendo y
chapoteando. Tal vez un camión había hecho sonar su bocina al mismo
tiempo. Tal vez todo el mundo había asumido que alguien llamaría a la
policía.
Mientras tanto, Andrés Russo se estaba desangrando en su habitación.
Por mucho que haya leído y escrito sobre asesinatos a lo largo de los
años, esta era la vez que más cerca había estado del lugar exacto en el que
se había acabado con la vida de alguien. Me invadió una atracción familiar
y morbosa, el tipo de celo revolucionario que había sentido al leer por
primera vez sobre los asesinatos de Ted Bundy. Esas chicas de la
hermandad dormidas en sus camas. La forma en que una puede cerrar los
ojos en un día normal y terminar muerta a golpes, con fragmentos de cráneo
y dientes arrojados como confeti en la misma habitación en la que una vez
estudiaste, te reíste, te probaste diferentes pintalabios y distintas
personalidades, tuviste sexo y soñaste con el rumbo de tu vida. Un
claroscuro de lo macabro y lo mundano. La cercanía de ambos me
transformó en una fanática voyeur de esa experiencia final.
Me preguntaba en qué habitación había ocurrido, cuántas personas habían
rozado el fantasma de Andrés sin sentirlo. Cerré los ojos y me lo imaginé
tendido en el suelo, borroso y sin rasgos, aunque, de alguna manera, en mi
mente aún se distinguía su silueta y ese jersey que llevaba en la foto de
«Sus vidas secretas» estaba empapado de sangre. Me estremecí. Saqué el
teléfono: ninguna llamada ni mensaje de Dolores. ¿Por qué carajo dije que
estaba escribiendo un libro? Si Dolores se tomase la molestia de buscarme
en internet, se reiría. Como si conseguir que me publicaran un artículo en
Harper's o en The New Yorker, que era lo que tenía pensado, no fuera lo
suficientemente difícil. Sin embargo, ahora que lo había dicho en voz alta,
me parecía obvio. Por supuesto que quería escribir un libro sobre su doble
matrimonio. Me encantaría escribir esta historia y, prácticamente, se
vendería sola. Y después de eso, tendría algo de legitimidad. Una verdadera
carrera, no un trabajo de blogger a tiempo parcial que podía perder en
cualquier momento si a una gigantesca corporación mediática le diera por
«reestructurarse». Tendría algo de dinero en el banco, quizá no mucho, pero
sí más de lo que tenía ahora. Seguramente, bastante como para tener un
colchón en caso de emergencia y que no me pasara lo de hoy, que he tenido
que cargar la gasolina y el motel a mi tarjeta de crédito, que ya estaba
peligrosamente cerca del máximo. Todo lo que necesitaba era una
oportunidad.
Me comí el sándwich de jamón insípido que había comprado en una
gasolinera antes de servirme un buen chorro de cabernet de seis dólares en
una taza de café. Luego abrí el expediente del caso. Los informes de los
incidentes, el registro de pruebas, las declaraciones de los testigos, la orden
de registro, la orden de arresto, las fotos de la escena del crimen: un tesoro
irresistible.
Según la declaración de Dolores, ella no sabía de antemano que Andrés
iba a estar en la ciudad. Fue al banco donde ella trabajaba alrededor de las
nueve de la mañana del viernes 1 de agosto, pero Dolores estaba en una
reunión del consejo de administración que, según la recepcionista, no podía
interrumpirse. Esa misma recepcionista le dijo a Andrés que volviera
después de las dos de la tarde. Cuando volvió, sobre las cuatro, Dolores
estaba en una cita médica, la primera parada de una cadena de coartadas
corroboradas. Andrés le dejó una nota para ella a su colega Óscar Martínez,
quien se la entregó cuando regresó al banco cerca de las cinco. La nota en sí
nunca fue recuperada. Dolores la había tirado a la basura esa tarde, según
dijo. El personal de mantenimiento vació los cubos el sábado y el lunes se
recogió la basura. En su declaración, Dolores dijo que en la nota ponía: «Lo
siento, te echaba de menos».
Fruncí el ceño. ¿Lo siento, te echaba de menos? No se trataba de un
amigo que había pasado por aquí por capricho. Era su marido. Su marido,
quien, al parecer, solo podía localizarla si iba a visitarla al trabajo. Su
marido, quien, al parecer, acababa de enterarse por Óscar Martínez de que
Dolores estaba casada con otra persona. ¿De verdad ponía eso en la nota?
¿Sin más detalles, sin información de contacto? Pero si decía algo más, o
algo diferente, ¿por qué había mentido?
Pasé a la siguiente declaración de un testigo. Hacia las 4:30 de la tarde,
Andrés y Fabián fueron vistos discutiendo fuera de la casa de Rivera.

[Nombre del testigo], que vive en [dirección del testigo], saludó cuando
un coche aparcó en la entrada de Fabián y Dolores Rivera. Al principio,
creyó que se trataba de la Sra. Rivera, que siempre aparcaba en la
entrada, pero, en su lugar, apareció un hombre desconocido, que más
tarde fue identificado como la víctima, Andrés Russo. [Nombre del
testigo] estaba descargando la compra cuando el Sr. Russo llamó a la
puerta de los Rivera. [Nombre del testigo] afirma que le llamó la
atención cuando oyó al Sr. Russo decir: «¡Esa, ahí, esa es mi mujer!»,
mientras señalaba algo dentro de la casa. El Sr. Russo mostró entonces
algo al Sr. Rivera; [nombre del testigo] no pudo identificar el objeto.
[Nombre del testigo] declara que el Sr. Rivera gritó: «¡Salga de mi puta
propiedad!». [Nombre del testigo] declara que antes de que el Sr. Russo
volviera a entrar en su coche, le dijo al Sr. Rivera que se alojaba en el
Hotel Botanica, y que «tenían que hablar».

Bueno, eso explicaba cómo se había enterado Fabián de dónde se alojaba


Andrés. Aunque, ¿cómo supo cuál era el número exacto de la habitación? El
empleado del motel vio a Fabián volver a su coche, pero dijo que no habían
llegado a hablar. Y si Andrés sabía cuál era la dirección de Dolores, ¿por
qué dejar una nota o quedarse en un motel cuando podía esperarla en su
casa? Abrí la cronología básica de los acontecimientos en mi ordenador
portátil y fui añadiendo datos a medida que avanzaba. También creé un
documento separado para las preguntas.
Entre las 17:00 y las 17:30 de esa tarde, Sergio, el cuñado de Dolores,
recogió a Fabián para ir al rancho familiar, donde estuvo hasta que lo
dejaron en casa alrededor de las ocho. Durante esas horas tenía coartada.
Dolores, por su parte, afirmó haber ido directamente a casa después del
trabajo porque tenía planes con sus hijos. Una cajera de Wendy's recordó
que ella y los gemelos habían pedido Frosties sobre las 18:30. Lore los
había llevado al cine del centro comercial. Todavía tenía el recibo y los
tiques de las entradas. La cajera del cine comentó lo bonito que era que los
adolescentes no se avergonzaran de ir a ver una película con su madre,
especialmente un éxito de taquilla como Aliens.
Después, se fueron a casa. En su declaración inicial, Dolores afirmó que
Fabián estaba allí cuando llegaron alrededor de las 21:15 y que permaneció
allí toda la noche. Había llamado a su hermana cerca de las 22:30, lo cual la
situaba en su casa hasta después de las 23:00. Pero Fabián fue visto en el
motel entre las 22:00 y las 22:30. La hora de la muerte de Andrés,
establecida por la temperatura de su cuerpo, se estimó entre las 21:00 y la
medianoche, lo cual hace que esa identificación sea condenatoria.
Tomé unos sorbos de vino. Fabián debió encararse con Dolores por lo de
Andrés. Si se pelearon y Fabián se marchó… ¿Sabía Dolores a dónde iba
Fabián? ¿O qué iba a hacer?
Dejé la taza en la mesita de noche. Me dolía el coxis por haber estado
sentada en la cama durante casi dos horas. Hacía frío en la habitación
cuando llegué, pero ahora se me había formado una fina capa de sudor en
las axilas y entre los pechos. No era de extrañar: el termostato estaba
ajustado a 26°. Lo bajé a 23°, que es como lo teníamos Duke y yo en casa.
Después de un rato, volví a darle a la flechita de bajar varias veces más.
Aquí no pagaba yo la factura de la luz.
Después de una ducha rápida, esparcí las fotos de la escena del crimen
(unas tres docenas, todas tomadas verticalmente) por la cama. Formaban un
macabro collage, una mezcla entre artefactos valiosos que debían manejarse
con cuidado y algo lascivo y prohibido que ni debía ver ni debía querer ver.
Pero sí quería. Siempre quería.
Andrés Russo yacía con las piernas abiertas sobre la alfombra azul aciano
con una franja de piel visible entre los calcetines y los vaqueros. Había un
agujero irregular en forma de estrella en su camiseta gris (obviamente, no
llevaba el jersey de la foto de Navidad) que habían fotografiado de cerca,
con una regla al lado. La camiseta se oscurecía hasta convertirse de color
berenjena alrededor de la herida y había quedado seca y rígida como un
avión de papel. El brazo izquierdo lo tenía pegado al cuerpo, y la mano, las
uñas y la alianza de oro estaban manchadas de sangre, como si hubiera
intentado contener la herida. El otro brazo lo tenía extendido, con la palma
hacia arriba y los dedos medio cerrados. Tenía la piel de color gris ostra y el
rostro caricaturizado por la muerte: la nariz prominente, las cejas gruesas y
los labios torcidos. Deseaba poder colocar las yemas de los dedos sobre sus
párpados cerrados y levantarlos. Quería ver lo que Dolores había visto la
noche en que se conocieron. Quería ver lo que Andrés había visto la noche
en que murió.
Hasta ese momento, las fotos eran lo más parecido que había podido
conseguir. En ellas se veía que las persianas venecianas de la habitación
estaban cerradas, en el aire acondicionado de ventana había manchas de
condensación. Las almohadas blancas de la cama de matrimonio estaban
ligeramente arrugadas en el lado izquierdo, como si alguien se hubiera
apoyado brevemente en ellas. El teléfono negro de la mesita de noche de
madera estaba ligeramente torcido junto a la llave metálica del motel. La
bolsa de lona gris estaba sin cerrar. Frente a la cama, había un mueble de
televisión largo y bajo, similar, pero no idéntico, al de la habitación donde
yo estaba. El mando a distancia se encontraba junto al televisor. También
había un vaso vacío y dos minibotellas de whisky vacías. En la encimera
blanca, junto al lavabo, había una toalla de mano arrugada. La pastilla de
jabón estaba pegada al desagüe y la tapa del inodoro, bajada.
Alrededor de Andrés, había pequeños marcadores amarillos numerados
colocados junto a elementos de interés. Algunos me resultaban
incomprensibles. La sangre, en particular, estaba rodeada de ellos formando
un misterioso jeroglífico. Otros, como las huellas dactilares, eran evidentes.
Todas las superficies estaban cubiertas de manchas negras de hollín. Las
huellas de Fabián no se habían encontrado en los lugares donde cabría
esperarlas: los pomos de las puertas interiores o exteriores, el lavabo o la
bañera, las pertenencias de Andrés… Pero como los pomos de las puertas
estaban totalmente limpios de huellas, los detectives habían especulado
desde el principio con que el autor no había usado guantes, sino que había
limpiado lo que había tocado, lo cual dejaba más margen de error. Fue el
cartel marcado con el número diecinueve el que dio a la policía la pista que
necesitaba: una huella dactilar parcial en la base de la estructura de madera
de la cama.
Acerqué la foto a mi cara. ¿Por qué estaba allí su huella dactilar? Me
agaché junto a la cama. Tuvo que haber estado de rodillas. Tal vez estaba
comprobando si Andrés respiraba, aunque habría estado más cerca de los
tobillos de Andrés que de su pecho. Tal vez estaba esperando a que Andrés
muriera. Tal vez estaba asumiendo lo que había hecho: agachado,
respirando fuerte, con un zumbido en los oídos. ¿Era aquí, en este lugar,
donde había decidido llevarse la cartera de Andrés?
Eché un vistazo a la habitación. La mayoría de los hombres guardan la
cartera en el bolsillo trasero, pero si ese era el caso, Fabián habría tenido
que mover a Andrés, y habría alguna prueba de ello. Tal vez Andrés había
dejado la cartera junto a la llave en la mesita de noche. Tal vez Fabián la
había visto cuando estaba agachado y miraba a su alrededor con
desesperación. Pero si esperaba ocultar su identidad, no pensó en el
pasaporte, que, según el registro de pruebas, estaba metido en un bolsillo
interior de la bolsa de viaje de Andrés. Por no hablar de que, en 1986, el
Hotel Botanica era casi nuevo, un motel familiar decente con un registro
adecuado. Pero la mayoría de la gente no piensa con claridad después de
haber cometido un asesinato. El asesinato les trastorna.
Volví a mirar las fotos. Esa franja de piel entre el calcetín de Andrés y el
dobladillo de sus vaqueros, el pelo negro que brotaba de esa pierna huesuda.
Una parte de sí mismo que no había querido mostrar de forma deliberada.
Una imagen extraña me vino a la mente: Dolores, desnuda, con los
hombros relucientes bajo un sol anaranjado. Los rizos oscuros de su
juventud cayéndole hasta la cintura. Los dientes apelotonados, con una fila
detrás de otra. Sus uñas largas, afiladas como puntas de flecha y
extrañamente nacaradas. Las plantas de sus pies, lisas y duras como
diamantes.
Entonces, pensé en la mujer a la que había conocido hoy, con su camisa
de lino y sus pantalones cortos de ir a correr, con sus muslos llenos de
surcos a la luz de aquel implacable sol. Existen tantas formas de ocultarnos
a la vista de los demás.
Me desperté a las ocho de la mañana con un dolor latente detrás de las cejas
y un temblor en los dedos. Me había quedado despierta hasta las cuatro
revisando el expediente del caso. La botella de vino vacía en la mesita
captaba la acusadora luz de la mañana. Mi resaca sabía a cada uno de esos
seis dólares que había costado.
Miré mi teléfono, esperaba ver un mensaje de Dolores a primera hora de
la mañana. Nada.
Tras dejar las llaves en recepción, a falta de algo mejor que hacer, me
dirigí al Centro Comercial del Norte. Allí era donde Lore y los gemelos
habían visto Aliens la noche del asesinato. Como era de esperar, ese cine
hacía tiempo que había desaparecido. Había uno nuevo, con asientos en
pendiente y sillas de cuero reclinables. Los dos chicos que trabajaban en la
taquilla ni siquiera estaban vivos en esa época.
Salí y, sin darme cuenta, acabé de nuevo en la I-35 Sur. Me desvié justo
antes de incorporarme por accidente a la línea de Nuevo Laredo en el
puente. Giré por una estrecha calle de sentido único mientras trataba de
recuperar la orientación. Esta parte de la ciudad era antigua. No en el
sentido histórico, como era el caso de la calle principal, sino en el sentido
de que estaba desgastada, como cuando las cosas se abandonan a su suerte.
Había escaparates con letreros españoles y toldos rojos que se caían a
trozos, y mujeres ojeando estantes con bolsos de cuero de Betty Boop
mientras los niños señalaban los escaparates llenos de juguetes de plástico
baratos. También vi a hombres con los hombros caídos fumando en los
umbrales de las maltrechas tiendas. Había una casa de cambio de divisas en
cada esquina.
Más allá de la dilapidación, había un triste eco de una especie de
esplendor. Una pancarta de plástico de una tienda de electrónica colgaba
incongruentemente sobre un edificio con una elegante fachada de mármol,
como si hubiera sido un banco o unos grandes almacenes de alta gama. Al
lado de un pequeño comercio de productos de belleza había un edificio alto
de ladrillo con un mosaico de banderas estadounidenses que ondeaban,
regias, sobre los arcos de las ventanas. El juzgado de cuatro plantas con
elegantes columnas blancas daba a una plaza con farolas, donde hombres de
piel tostada estaban sentados en los bancos que captaban la sombra que
ofrecían los robles. Parecía un país diferente, que por supuesto antes lo era.
Acabé en un centro comercial de productos outlet, una monstruosidad
alegre y chillona que estaba fuera de lugar, a una manzana de las pequeñas
tiendas mexicanas que acababa de pasar. En lugar de girar a la derecha para
entrar en el aparcamiento, giré a la izquierda y accedí a una explanada de
tierra. A escasos metros de mí estaba el río Grande, una amplia franja de
agua marrón que separaba a un país de otro. Las dos orillas del río parecían
idénticas: hierbas altas y secas y una inhóspita maraña de vegetación. El
mirador me resultaba familiar y me di cuenta, para mi sorpresa, de que el
vídeo de YouTube sobre el fuego que habían abierto durante la Guerra de
Secesión desde una de las orillas debía de haberse grabado cerca. No podía
imaginármelo ahora, no con este cielo intacto y esta corriente de agua casi
inmóvil y los murales de Coach y Banana Republic detrás de mí.
Abrí el informe de la autopsia de Andrés, imaginé una sala fría y el cromo
brillando. Sobre la mesa, Andrés reducido a la suma de sus partes: medía un
metro ochenta y dos, pesaba ochenta y ocho kilos. Sin vello facial, dientes
en buen estado. Sin marcas de agujas ni tatuajes. Se encontró líquido
sanguinolento en las fosas nasales. Su corazón pesaba cuatrocientos gramos
y tenía la superficie lisa, brillante y transparente.
La bala se vio en los rayos X, se extrajo y se presentó como prueba.
Como escribió el reportero del Laredo Morning Times, «posteriormente, se
comparó con la munición encontrada en la casa de Fabián y Dolores,
munición utilizada para la pistola Ruger Mark II del calibre 22 que Fabián
declaró haber perdido». Apareció a la orilla del río Grande días después.
No podía dejar de mirar la bala. Era tan pequeña. Inocua y casi bonita,
como una lágrima dorada. Una fracción de segundo, el movimiento de un
dedo y la vida de Andrés había terminado. ¿Pero qué le había llevado a ese
momento?
Sonó el teléfono: un código de área de Laredo. Mi corazón dio un
respingo.
—Cassie Bowman, dígame —respondí con demasiada impaciencia.
—Estaba leyendo de nuevo ese artículo. —Dolores Rivera soltó una risa
taciturna—. No sé por qué, me lo he aprendido de memoria. ¿Sabe lo que
me molesta realmente?
—No. —Traté de mantener mi voz estable, casual, como si estuviéramos
retomando justo donde lo habíamos dejado.
—Penélope —dijo Dolores—. Lo que dijo: «Nos utilizó y nos abandonó,
como si fuéramos basura». ¿Para qué cree ella que les utilicé?
—No estoy segura —respondí—. ¿Ha vuelto a contactar con ellos
después de…?
—¡Sí! Les escribí cartas durante meses. Ese pendejo se equivocó en todo.
Cree que soy una psicópata. Que no amaba a nadie. —La voz de Dolores
tembló—. No puede ni llegar a imaginarse cuál es la verdad.
—¿Y cuál es, Dolores? —Contuve la respiración—. ¿Cuál es la verdad?
Por un segundo, se quedó callada. Entonces dijo:
—Los amaba a todos. ¿Me oyes? Los amaba a todos.
Los pelos de mis brazos se erizaron con la luz del sol que entraba por la
ventana. Ella quería ser comprendida. Y yo quería comprenderla. Dejé el
informe de la autopsia en el asiento del copiloto.
—Dolores —dije—, déjeme ayudarla a contar su historia.
Ella exhaló, larga y lentamente.
—Con una condición.
En ese momento, le habría dado cualquier cosa.
—¿Cuál?
—No quiero hablar del día… —Vaciló, la fuerza de su voz dio paso a
algo más suave, magullado—. El día en que Andrés murió. Todo lo demás,
bien. Pero ese día, no. No quiero revivirlo. Y no es… no es así como quiero
que se recuerde a ninguno de ellos.
Me mordí el labio con los caninos afilados. La historia que quería contar
era sobre su doble matrimonio, pero no podíamos fingir que el asesinato no
había ocurrido. Al fin y al cabo, así fue como terminó todo. Miré el informe
de la autopsia abierto. Obviamente, sus recuerdos de ese último día eran
más valiosos, pero si no había otra, podía obtener la mayor parte de lo que
necesitaba del expediente del caso.
—De acuerdo —dije—. Trato hecho.
El silencio entre nosotras retumbaba, hasta que, al fin, dijo:
—Ya sabes dónde vivo.
Parte II
LORE, 2017

Tenía mucha energía nerviosa mientras esperaba la llegada de la reportera


gringa. Me apresuré a limpiar las encimeras de granito, a esconder el correo
en el abultado cajón de los trastos y a darle al suelo una pasadita rápida con
la mopa para recoger cualquier resto de pelo negro y tieso de Crusoe, que se
sacudía cada vez que entraba.
Crusoe había sido una decisión impulsiva. Lo compré en el lado de la
calle McPherson, cerca del súper, hacía tres años. Era el cachorro más
salvaje de la camada, daba brincos como si sus patas fueran un palo
saltador. Nunca había querido un perro, ni siquiera sabía por qué me había
parado, pero después de abrazarlo contra mi pecho, no podía imaginarme
volver a casa sin él.
—Tiene mucha energía —me advirtió la mujer que lo vendía.
Yo sonreí con fuerza y contesté:
—Pues qué bueno, yo también.
Sus pequeñas garras me arañaban el pecho mientras conducía en
dirección a la tienda de animales Petco para comprar cuencos y juguetes
para masticar. Tuve que disculparme porque se orinó en tres pasillos
diferentes. En la caja registradora, me detuve ante una máquina que
estampaba etiquetas con el nombre de tu mascota. Me quedé mirando sus
ojos de color cacao. Me recordaban al café de olla que solía preparar
Andrés y entonces se me ocurrió el nombre: Crusoe.
Lo que ocurre con las acciones espontáneas es que las consecuencias son
duraderas. El cachorro muerde los muebles, destruye la buganvilia y se
convierte en un perro. El baile se convierte en una aventura, que se
convierte en un matrimonio, que se convierte en un asesinato.
Que se convierte en un pacto.
Pensé en la reportera gringa, en el modo en que había intentado ganarse
mi confianza hablándome de su familia. No fue la primera que se acercó a
mí después del artículo de LMT. El primero fue otro gringo, uno que
hablaba rápido y con acento neoyorquino. Tenía más de cincuenta años,
según Wikipedia, y había escrito tres libros de crímenes reales, uno de los
cuales fue un bestseller. Pero cuando le dije que no estaba interesada, me
contestó:
—Preferiría tu colaboración, pero no la necesito.
¡Qué descarado! Imagínate escribir un libro sobre una persona que no
quiere que escriban sobre ella. Al parecer, estos escritores que hablaban de
crímenes lo hacían a menudo y usaban otras fuentes, como el tipo del LMT.
Aquello que me dijo fue tan inesperado… Fue como recibir un golpe en
la nuca, despertarte y ver que te han quitado el bolso, que te han robado el
coche. Cosas que te han arrebatado simplemente porque otra persona las
quería.
Ayer, a través de un hueco en las cortinas, vi a Cassie Bowman dejar una
nota en el porche. Volvió a su coche y esperó, como un cazador agachado
entre la maleza, salvo que yo no soy un animal ingenuo y no le iba a dar la
satisfacción de morder el anzuelo.
Diez minutos después de que se marchara, salí corriendo y fui a por la
nota. Me faltaba el aire y me sentía tonta. Solo ponía su nombre y un
número. «Por favor, llámame». Tiré el trozo de papel encima del montón de
cartas que tenía en la mesa. Luego, por si acaso, lo pegué a la nevera con un
imán de un cerdo.
Recalenté las flautas ya resecas para el almuerzo. Hacía demasiado calor
como para trabajar en el jardín, así que me dediqué a limpiar el cuarto de
baño del pasillo, el que tenía siempre preparado para mis nietos, con la
alfombrilla de baño peluda y el orinal de Mickey Mouse que tenía un tenue
olor a pis y a champú de Johnson & Johnson, el mismo que había usado
para Gabriel y Mateo. Hay que ver cómo la historia siempre se repite, si la
dejas.
A las seis, consideré si abrir la botella medio vacía de Chardonnay que
había en la nevera era buena idea. Pero lo que realmente quería, por primera
vez en años, era Bucanas. Saqué una botella polvorienta del armario de los
licores y la olí. Se suponía que cuanto más viejo, mejor, ¿no? Me serví dos
dedos en un vaso alto y salí al porche trasero.
Al anochecer, el calor se estaba suavizando por fin. El aire olía a jazmín y
a abono y, de vez en cuando, a caca de perro. Me senté en una de las sillas
de mimbre y metí los pies debajo de la barriga de Crusoe, que estaba
calentita después de haberle dado una ducha.
Tomé un sorbo de Bucanas, imaginé que se forjaba un camino a través de
mí como hacían las hormigas de aquel hormiguero que Mateo me había
suplicado que le comprara cuando tenía ocho años; riachuelos a través de la
arena. Aquella fea palabra del artículo del LMT, «psicópata», daba vueltas
en mi cerebro. Penélope pensaba que yo era un monstruo. No debería
haberme sorprendido. Ella escribió una carta la primera vez que Fabián fue
puesto en libertad condicional. Hablaba del impacto de la muerte de Andrés
en ella y en Carlitos. Les había llevado a las drogas y el alcohol y, en el
caso de su hermano, también a ser arrestado por delitos menores. Ella
argumentaba que Fabián debía permanecer en prisión, pero era a mí a quien
quería castigar. Y yo me lo merecía.
El cielo se oscureció y me terminé el whisky mientras mataba mosquitos.
No sé cómo, sin darme cuenta, había tomado una decisión.
Ya en la cama, con el pelo empapando la bata a la altura de los hombros,
llamé a Gabriel.
—Mamá. —Su voz sonaba irritada, como si hubiera interrumpido algo
importante. Bueno, vale, quizá sí había interrumpido algo: era un viernes
por la noche—. ¿Qué pasa? ¿Todo bien?
—Sí, sí —dije—. Todo bien. ¿Y tú?
—Bien. —Y tras una breve pausa, gritó—: ¡Ya voy! —Sin duda, se
dirigía a su esposa, Brenda—. Lo siento. Íbamos a comer ahora.
Miré el reloj de mi mesita de noche: las nueve y media.
—¿Tan tarde?
—A Joseph le está costando dormirse otra vez. Acabamos de conseguirlo.
De todos modos, ¿qué sucede? ¿Te sigue molestando ese pinche escritor de
Nueva York?
—No. —Sonreí, satisfecha—. Voy a hablar con otra persona.
—Espera —saltó Gabriel—. ¿Qué? Mamá, deberías haberlo hablado con
nosotros primero. ¿En qué piensas?
—Oye —dije bruscamente—. Soy tu madre, no tu hija. Ni tú me tienes
que regañar ni yo te tengo que pedir permiso. Es así como funciona la cosa.
—Claro. —El tono de Gabriel era amargo—. De acuerdo, explícate,
entonces.
—Quiere contar mi versión de la historia.
De una mujer que guarda secretos a otra. No tenía ni idea.
—¡Ay, mamá, no seas ingenua! Es una periodista. Seguro que…
—¡Escúchame! —me quejé—. Es joven, no tiene mucha experiencia.
No le hablé de ese blog, todo blanco y rosa chillón, como si se tratara de
un lugar cualquiera donde se hablaba de chismes sobre famosos en lugar de
un sitio sobre gente que se mata con machetes y quién sabe qué. Tampoco le
hablé de su artículo en el Texas Monthly sobre el quincuagésimo aniversario
del francotirador de la UT. Era bueno. Me hizo llorar.
—Si hablo con ella, ese otro escritor se quedará sin nada. ¿Quién
publicaría un libro sin mi perspectiva si hay otro que sí la tiene? No tendría
ninguna razón para seguir husmeando.
Gabriel se quedó callado. Lo estaba considerando.
—Vale. Así nos lo quitamos de encima y puede que ni siquiera llegue a
ninguna parte si ella no sabe lo que hace.
Por alguna razón, esto me molestó: lo fácil que era para él desestimar a
Cassie Bowman, aunque yo también había llegado a esa conclusión.
—Bueno, eso no lo sé —respondí—, pero, al menos, puedo intentar
controlar lo que escribe.
—Nada de controlarlo, ¿qué tal si lo evitas?
Gabriel alzó un poco la voz y me lo imaginé pasando frente a ese
televisor grande hasta la obscenidad que ocupaba prácticamente toda una
pared del salón.
—¡Mira, ya voy! —gritó de nuevo a Brenda. Si seguía así, despertaría a
Joseph. Bajó la voz, seguramente para que Brenda no lo oyera—. Es que no
quiero que todo lo de papá y…
—Ya sé, ya sé —le tranquilicé, como cuando los cuates eran pequeños y
se raspaban constantemente las rodillas, lo cual hacía que la sangre aflorara
a la superficie. Ya sé, ya sé, sé que duele, les decía antes de limpiarles los
cortes con alcohol. Y sabía que les iba a doler aún más antes de que se
sintieran mejor—. No te preocupes, mijo, sé lo que hago.
Entonces volvió a mí esta parte que había permanecido tanto tiempo
dormida. La parte de mí que había descubierto con Andrés y que había
enterrado desde su muerte. La parte que solo cobró vida —de una forma
desesperada, poderosa, increíble— cuando arriesgué todo lo que amaba.
Así que llamé a Cassie Bowman. Y ahora tocaba esperar.
CASSIE, 2017

Llamé al timbre de Dolores con la bolsa del portátil clavándose en mi


hombro. Los rosales flanqueaban la puerta principal. De cerca, las flores
parecían salvajes y como fuera de lugar en aquel vecindario tan ordenado de
los suburbios. Había un universo en espiral dentro de cada flor y los bordes
ondulados de cada pétalo rozaban lo bárbaro. Su fragancia flotaba, espesa, y
casi me dio una arcada. Ese olor era el mismo que el del funeral de mi
madre.
Estaba a punto de volver a llamar al timbre cuando se abrió la puerta.
Dolores salió con otra blusa de lino blanco sin mangas, esta vez con
pequeñas flores rosas y verdes bordadas en el cuello. Sus vaqueros estaban
desteñidos, casi blancos en las rodillas. Su pelo negro, antes largo y rizado,
era en su mayor parte plateado, cortado hasta el cuello y alisado con
secador. Llevaba aretes de oro en los lóbulos ligeramente alargados de las
orejas. Era tan vulgar, tan poco convincente. Envejecer puede servir como
una especie de disfraz.
—Hola —saludé mientras me arrepentía de no haber traído café o
rosquillas en lugar de presentarme con las manos vacías.
Dolores asintió. Aunque me había invitado a venir, se quitó los guantes de
jardinería lentamente de forma deliberada, como si la hubiera interrumpido
sin previo aviso.
—Pase —dijo mientras mantenía la puerta abierta.
En el interior, la casa estaba climatizada. Dolores me condujo a una sala
de estar que había justo al lado del vestíbulo. Paredes blancas, alfombra
persa roja, muebles antiguos y robustos. Una habitación estéril que se
notaba que no usaba y que no concordaba con su aspecto de jardinera ni con
el vigor de sus ojos cobrizos.
—Bueno, ¿y cómo se hace esto? —Se posó con los brazos cruzados en el
borde de un sofá victoriano de terciopelo—. ¿Tengo que firmar algo?
Me senté frente a ella en una silla de flores con brazos de madera
curvados.
—Todavía no —dije, como si ya hubiera hecho esto antes. Saqué el
teléfono y la grabadora de la bolsa del portátil—. Pero me gustaría grabar
un compromiso verbal de que no hablará con ningún otro periodista.
Dolores soltó un resoplido.
—Como si no fuera suficiente tener que hablar con uno.
—Bien. Para que conste. —Señalé la grabadora—. Este acuerdo de
derechos exclusivos se hizo el 15 de julio de 2017, entre yo, Cassie
Bowman, y Dolores Rivera.
—Lore —dijo ella—. Ese pinche artículo me llamaba todo el rato
Dolores. Nadie me llama Dolores. Ni siquiera pudo hacer eso bien.
—Lore —dije. Pronuncié las dos sílabas torpemente. Tanta investigación
y se me había pasado algo así de básico y crucial—. Lo siento.
—Ah, y… —Lore se inclinó hacia adelante con aires de formalidad—
para que conste: nada sobre ese día. —Noté un minúsculo cambio de
expresión, como si se removiera algo por dentro—. El resto nomás.
—Es todo lo demás lo que me interesa —aseguré, pensando de nuevo en
el expediente del caso que tenía en el coche, en cómo había estudiado las
fotos de la escena del crimen durante tanto tiempo la noche anterior que
había soñado con Andrés: estaba él con los ojos cosidos y yo hurgando en
los hilos, hurgando y hurgando hasta que mis dedos acababan manchados
de sangre.
Aquello pareció satisfacer a Lore. Se recostó contra el terciopelo verde y
miró mi anillo de zafiro.
—¿Cuándo es el gran día?
—Mayo del año que viene. —Solté una carcajada de menosprecio—. En
teoría.
—¿Qué quiere decir?
—En realidad, no hemos planeado mucha cosa. Las bodas son caras.
Un único rayo de sol atravesaba las cortinas de color gris que había detrás
de Lore e iluminaba la mitad de su muslo. Movía la mano a través de la luz,
jugando con ella.
—No tienen por qué serlo —dijo, casi burlándose.
—¿Se refiere a las suyas?
Ella levantó esas cejas espesas.
—Por eso estamos aquí, ¿no?
—Ya llegaremos a eso —dije—. Empecemos por el principio. ¿Nació
aquí? En Laredo, me refiero —añadí al segundo, nerviosa por si pensaba
que le estaba preguntando si había nacido en México, aunque ¿por qué iba a
ser eso ofensivo? Por Dios. Empezamos bien.
La sonrisa de Lore era divertida, como si pudiera leer mi mente.
—Sí. Mami empezó a criar joven, a los veintiún años. Cinco de nosotros
en siete años… ¿Se imagina? Cuando llegó mi turno, ni siquiera había
tiempo para ir al hospital. Se puso en cuclillas en la bañera y me sacó ella
misma dentro del agua. Papi, aparentemente, se desmayó justo al final.
Hombres… Lo único que tenía que hacer era mirar, y ni siquiera pudo hacer
eso. —Se rio, aunque su risa sonó rota, dolorida. Escribí en mis notas que
debíamos retomar el tema de su padre—. Después de eso, supuestamente,
ella lo miró fijamente a los ojos y le dijo: «A menos que el siguiente sea
usted el que tenga que empujarlo para sacarlo de sus entrañas, es la última».
Sonreí.
—¿Qué dijo su padre?
—Pues, ¿qué iba a decir? —Volvió a reírse—. Mami era la jefa.
—Cuénteme más sobre sus padres. ¿Cómo eran?
Lore se pasó una uña por debajo de otra y se limpió una mancha de
suciedad de los vaqueros.
—Papi era uno de esos que, una vez que han sido marines, siempre son
marines. Se levantaba al amanecer. Hacía sus flexiones y dominadas y
luego le llevaba a Mami una taza de café a la cama. Su habitación estaba
justo al lado de la de mi hermana y la mía. Solíamos oír cómo pasaban las
páginas del periódico por la mañana mientras hablaban y reían en voz baja.
—¿Así que estaban felizmente casados?
—Si algo he aprendido —respondió Lore con sequedad—, es que nunca
se puede saber con certeza lo que pasa en el matrimonio de otra persona.
Pero sí. Creo que sí. —Hizo una pausa—. Mami me dijo una vez que es
imposible encontrarlo todo en una sola persona. Que, en el mejor de los
casos, conseguimos el ochenta por ciento. El otro veinte, ni modo, tenemos
que buscarlo en otra parte.
—¿Cómo dónde?
Lore se encogió de hombros.
—A Papi le gustaba hablar de política, no de sentimientos, así que Mami
tenía sus comadres. Ponía una silla en el pasillo, cerca del teléfono, y se reía
como una adolescente.
—¿De qué hablaban?
—¿De qué habla usted con sus amigas? —espetó.
Tenía la sensación de que mis preguntas la estaban decepcionando.
—Hablaban de sus maridos, de sus hijos, de las novelas que estaban
viendo, del sermón del domingo en misa. De lo que sea.
—¿Y eso era suficiente?
Frotó una mancha en la mesa de cristal con el dobladillo de su camisa. No
podía dejar de moverse.
—La forma en que se miraban el uno al otro… La forma en que Mami lo
miraba… Sí. Yo diría que era suficiente. ¿Y usted?
—¿Y yo qué? —pregunté, sobresaltada.
—¿Qué opina de la regla del ochenta-veinte? Con su prometido.
—Supongo que nunca me lo había planteado así.
No era que creyera en las almas gemelas, pero tampoco me gustaba la
idea de que siempre faltaba algo en las relaciones. ¿Andrés había cubierto el
veinte por ciento de Lore? Incluso si así era, ¿hacía falta llegar tan lejos y
casarse?
—Empecemos por lo fácil —insistió Lore—. ¿Cuál es su ochenta?
—De acuerdo. —Esperaba que no notara el calor que subía a las mejillas
mientras pensaba—. Familia.
La primera vez que conocí a la familia de Duke, en la granja, me
preguntaron de todo excepto sobre mis padres. Duke debió de advertirles
con antelación: la madre había muerto y el padre estaba fuera de juego.
Agradecí la previsión y la consideración. Me alegré de haberme presentado
ante ellos como si hubiera llegado al mundo de forma espontánea.
—Su padre —dije antes de que Lore pudiera presionarme para que
pensara en el veinte por ciento restante—. ¿Sigue vivo?
Lore negó con la cabeza.
—Ataque al corazón. En el ochenta y seis. Uno de esos a los que llaman
«fulminantes».
—Ochenta y seis —repetí—. El año…
—Sí. —La mirada de Lore era directa y firme, casi desafiante—. Unos
meses después de que sucediera… todo.
El horror se apoderó de mí lentamente, como una llovizna que va
oscureciendo el pavimento. Lore había perdido a Andrés, a Fabián y luego a
su padre. Todo prácticamente al mismo tiempo.
—Después de la muerte de Papi, Mami no volvió a hablarme.
Nuestras miradas se cruzaron y me pregunté cuál de las dos estaba más
afligida.
—¿Y su padre? —preguntó Lore.
Se me cortó la respiración.
—¿A qué se refiere?
—¿Alguna vez le pegó?
—No. —La habitación parecía más pequeña, más calurosa. Nadie me
había preguntado eso antes. ¿Cómo iba a hacerlo?—. Pero sabía que debía
mantenerme alejada cuando estaba borracho.
—¿Así que era culpa de su madre?
—¡Claro que no! —¿Qué clase de feminista sería si culpara a la víctima?
Pero mi actitud defensiva me delató. Porque sí, después de un tiempo, la
culpé a ella. Por apartarle el vaso («John, se hace tarde»), como si no
supiera lo que podía pasar. Si no pensaba irse y llevarme con ella, ¿cuánto
de nuestro dolor podría haberse evitado si le hubiera dejado hacer lo que, al
final, iba a hacer de todos modos?
—¿Alguna vez llegó a irse? —preguntó Lore.
—En cierto sentido —respondí—. Murió cuando yo tenía diecisiete años.
Lore parpadeó. Después de un momento, dijo:
—Mami murió el año pasado. Piensas que será más fácil cuando, tanto
ellos como tú, lleguéis a cierta edad. Pero lo que sucede es que te vuelves a
sentir como una niña pequeña, no dejas de buscarla en cada esquina.
Nos quedamos calladas. Qué inesperado haber encontrado este punto en
común. A fin de cuentas, las dos éramos hijas. Las dos sin madre.
—¿Cómo murió? —preguntó Lore.
Sus preguntas eran de una franqueza que me desarmaba, cortaban de raíz
las tonterías que suelen rellenar una conversación. Era inquietante, aunque,
si soy sincera, también emocionante.
Tragué saliva.
—Durante el parto.
Lore parecía sorprendida, y no era de extrañar si una hacía las cuentas.
Había sido un embarazo no planificado a los cuarenta años. Una sorpresa
aun mayor que la edad de mi madre y la mía, casi diecisiete años, fue el
hecho de que mi padre, que llevaba sobrio casi dos años para entonces,
había recaído recientemente. No me imaginaba cómo era posible que se
hubiera dejado tocar de esa manera. ¿Fue antes o después de aquella vez
que le dio un codazo y la empujó contra la esquina de una mesa con tanta
fuerza que le salió un bulto del tamaño de una naranja en el muslo?
Volvió a ir a las reuniones y dejó de beber. Ella se volvió anémica, tenía
los labios blancos y se pasaba un bálsamo labial con color, el de Burt's
Bees, que tenía un suave olor a menta. Apoyaba todo su cuerpo contra el de
él cuando la ayudaba a levantarse del sofá y cerraba los ojos por los mareos.
Él le daba besos en la cabeza y la abrazaba durante tanto tiempo como
necesitara.
Cuando estaba de ocho meses, mi padre llevaba cinco meses sobrio. Le
cocinaba todas las comidas, le recordaba que debía tomar sus suplementos
de hierro y la acompañaba al baño. Una vez, entré en su habitación para
preguntar si podía pasar la noche en casa de una amiga. Oí el murmullo de
sus voces en la ducha. Mi padre decía: «Tranquila, Lisey, te tengo».
Imaginé el vientre venoso de mi madre distendido y resbaladizo entre
ambos, y a mi padre pasándole una toalla mojada por la espalda. No lo
entendía. ¿Cómo podía confiar en esas manos?
Mi padre me llamó varias veces esa noche. Luego vinieron los mensajes
de texto: Ven a casa ya. No falta mucho. Cassie, por favor. Ven al hospital.
Está pasando. ¡CASSIE, VEN YA! Fingí que no los había visto.
Probablemente fuera una falsa alarma. Y si no lo era, no necesitaba oír a mi
madre jadeando y gimiendo, ni quería ver a su obediente marido pasando
cubitos de hielo por sus labios agrietados y recordándole que respirara
hondo para que el bebé saliera tal y como habían estado practicando. Me
parecía todo muy violento e íntimo.
Cuando por fin llegué al hospital, la habitación estaba sombría. Mi padre
estaba desplomado en una silla junto a la cama, con la cabeza entre las
manos, que había apoyado sobre el fino colchón del hospital. Le temblaban
los hombros, pero no emitía ningún sonido. El nuevo bebé, que había
nacido tres semanas antes de lo previsto, aullaba como un gatito herido
desde su cuna de plástico transparente. Aparte de eso solo había silencio;
algo estaba mal, daba la sensación de que se había apagado algo esencial,
como una casa sin electricidad. Las máquinas que había junto a mi madre
estaban con la pantalla negra, y los cables, desconectados.
Me acerqué un poco más.
—¿Mamá? —Le toqué el antebrazo. Su piel estaba fría. Sus párpados,
finos como el papel de pergamino, estaban inmóviles—. ¿Mamá?
Mi padre levantó la vista. Tenía la mirada desenfocada.
—Se ha ido.
—¿Qué…?
—Tuvo una hemorragia. —Se pasó las manos por la cara para secarse las
lágrimas—. Desprendimiento de la placenta, lo llamaron.
—No. —La sacudí y la bata de hospital se deslizó por uno de sus pálidos
hombros. Se la puse bien y volví a sacudirla, esta vez más fuerte. Ante mi
horror, su cabeza se inclinó hacia un lado—. ¿Mamá? ¿Mamá?
—¡Cassie, basta! —En un rápido movimiento, mi padre se levantó,
extendió el brazo por encima del cadáver (porque eso era ahora, un cadáver)
y me agarró la muñeca. La aparté de un tirón y me tambaleé hacia atrás. Un
sollozo me subió por la garganta mientras mi padre se desplomaba en la
silla.
—Pensó que era un parto de riñones —continuó, débil, como si no me
acabara de aplastar los tendones justo a la altura del pulso.
Me contó que se habían ido corriendo al hospital. Todavía hoy siento un
regusto amargo cada vez que pienso en todos esos mensajes de texto
angustiosos y yo ignorándolos por estar en una fiesta que odiaba, fingiendo
beber Natty Light en vasos de plástico. El dolor acabó pasando también a su
abdomen. Luego, sin previo aviso, antes siquiera de que los cables de
monitorización fetal estuvieran conectados, un chorro de sangre.
—Sucedió tan rápido —dijo mi padre.
En ese momento, él no entendía de dónde venía ese sonido y miró a su
alrededor, preguntándose que podía ser. ¿Una bolsa de fluido intravenoso
que se había reventado, quizá? Debía haber sangre por todas partes. Me
quedé mirando sus botas, cuyas puntas se habían oscurecido hasta volverse
negras.
Solté un grito desgarrador y me derrumbé encima de mi madre. Mis
lágrimas recorrían sus mejillas, se acumulaban en sus oídos mientras le
rogaba que, por favor, volviera. Pasé tantos años odiándola por quedarse y
ahora se había ido. Se había ido de forma permanente e irrevocable.
El bebé también lloraba, a gritos e histérico, luchando contra la manta
hospitalaria de franela. Sus ojos, brillantes por la pomada antibiótica,
seguían cerrados, como si no pudiera soportar mirar el mundo al que había
llegado.
El bebé. Mi nuevo hermano. Andrew.
Lo trajimos a casa después de unos días en el hospital. Mi madre ya había
llenado los cajones de la cómoda con bodis y peleles bien doblados,
prelavados con detergente para bebés. Los agujeros de las piernas de esos
bodis se abrían alrededor de sus pequeños muslos. Tenía los brazos y la
espalda cubiertos de pelo oscuro y suave, y el cráneo era tan delicado como
una fruta magullada. Era de otro mundo, no del todo humano. Una criatura
que no pertenecía al mundo exterior.
Eran mis vacaciones de verano y me empeñé en dejar el moisés de
Andrew en mi habitación. Mi padre estaba demasiado destrozado por la
pena como para protestar con convicción. Me dormía con los gruñidos de
Andrew y me despertaba cada dos horas para calentar la leche en polvo en
el fregadero de la cocina. Utilizaba la almohada en forma de herradura que
alguien le había regalado a mi madre en la fiesta de bienvenida al bebé y me
apoyaba en el cabecero de la cama mientras metía la tetina de plástico en la
boca de Andrew. Era yo la que le pasaba una toalla mojada por el cuerpo
antes de que el muñón umbilical se ennegreciera y cayera, también la que
lloró mientras retiraba los últimos restos de unto sebáceo de su piel porque
sentía que estaba borrando a mi madre de su cuerpo. Miré vídeos de
YouTube hasta que aprendí cómo atarlo a mi pecho con aquel largo pañuelo
amarillo que mi madre había comprado. Lo llevaba a la biblioteca a la hora
del cuento, donde casi siempre se dormía, y a dar largos paseos por el barrio
para enseñarle el mundo. Fui yo quien vio su primera sonrisa, quien estuvo
ahí la primera vez que se incorporó sobre los codos, la primera vez que dio
la vuelta sobre sí mismo. Todos esos pequeños grandes logros que no
hacían más que recordarme lo indefenso que estaba, lo vulnerable que era.
Consideré la posibilidad de llevarme a Andrew conmigo cuando me fui a
estudiar a la Universidad de Texas en agosto, pero solo tenía diecisiete años
y era su hermana, no su tutora. Aunque me hubieran concedido la custodia,
iba a necesitar mudarme a un apartamento en vez de quedarme en la
residencia, y tendría que haber encontrado un trabajo de verdad, no de
estudiante, para poder pagar el alquiler y la guardería. Parecía imposible.
Pensé en quedarme. De verdad.
O quizá solo fuera algo que necesitaba decirme a mí misma. Sollocé
abrazada a Andrew cuando nos despedimos.
—Volveré pronto —le susurré al oído. Le di besos por toda la carita—. Te
lo prometo.
El pelo rubio de Andrew brillaba bajo el sol. Sus ojos, antes grises,
empezaban a adquirir un color verdoso, como el de nuestra madre. Los tenía
bien abiertos y con la mirada atenta cuando se lo pasé a nuestro padre,
como si supiera lo que estaba sucediendo.
Mi padre lo miró fijamente, casi aturdido. Seguía llevando el anillo de
boda. Sus hombros estaban siempre inclinados hacia delante tras años de
trabajar con aviones. No parecía un hombre violento.
Pero si empezaba a beber otra vez, lo cual era casi seguro que iba a
ocurrir debido a la pena y al estrés, ¿cómo lidiaría con los gritos de Andrew
a altas horas de la noche? ¿Se levantaría siquiera cuando necesitara comer?
¿Dónde proyectaría su ira, si mi madre o yo no estábamos allí para
recibirla? Solo hacía falta una sacudida fuerte, una caída al suelo. Mi
instinto protector no podía parar de gritar.
Me fui igualmente. Elegí mi futuro por encima de la seguridad de
Andrew. Y lo había seguido haciendo cada día desde entonces.

Lore escuchaba con todo su cuerpo. Un brillo de lágrimas hizo que sus ojos
color cobre ardieran. ¿Así era como lo lograba? ¿Con un juego de manos,
con la magia de hacerte creer en la intimidad de vuestra conexión porque
eras tú la vulnerable? Ahora que había contado la historia, una que había
guardado para mí durante tantos años, me sentía desnuda, avergonzada,
apenada. Miré la grabadora. No iba a transcribir esta parte. Me habría
gustado que fuera igual de fácil borrarla de la memoria de Lore para
recuperar el poder que le había dado. Al mismo tiempo, me sentía mareada
y con un peso menos encima, como si me hubiera desligado de algo que
llevaba mucho anclándome en un mismo sitio.
—¿Y cómo está su hermano ahora? —preguntó Lore. No había un ápice
de juicio en su tono, solo cordialidad—. ¿Qué edad tiene?
Me aclaré la garganta, intentaba que no me temblara la voz.
—Doce. Siempre me dice que todo va bien.
Sin embargo, ahí estaba su reciente llamada nocturna, en la granja. La que
aún no había devuelto. Y, además, ¿desde cuándo el silencio en nuestra
familia había significado algo que no fueran secretos?
—La culpa es una terrible compañera de cama —dijo Lore en voz baja—.
Yo tampoco podía mirar a la mía a la cara.
LORE, 1983

Andrés llama a Lore el viernes, el miércoles siguiente y el viernes otra


vez. Ella le pide que le describa su despacho para poder imaginárselo
mientras hablan. Se convierte en una especie de juego: se lo describen todo
el uno al otro.
Describen las habitaciones de su infancia, la de Lore con las dos camas
pegadas a las paredes y una cómoda de madera entre ellas; los dos cajones
superiores eran propiedad de su hermana mayor, Marta, y los inferiores de
ella. El armario donde se probaba toda la ropa de Marta mientras esta estaba
en clase, en el Laredo Junior College. Y el dormitorio de Andrés, que no era
compartido porque a sus padres les costó concebirlo y, después de que
naciera, su madre tuvo cuatro abortos naturales antes de que hicieran lo que
sea que hacen los padres para dejar de tener bebés. Su madre siempre le
decía que él era la luz de su vida, su milagro, y ¿qué adolescente quiere
escuchar que le importa tanto a su madre?
—Ahora que se ha ido, me gustaría haberla tratado mejor —dice Andrés
con un tono agudo por el arrepentimiento.
Describen sus hogares actuales. El de él es un apartamento en un décimo
piso, en Tlatelolco, un enorme complejo de viviendas a unos quince
minutos del Centro Histórico. El nombre la lleva al recuerdo de un día
olvidado de su adolescencia. Mami y Papi sentados frente a aquel televisor
de mala muerte les dicen a ella y a sus hermanos: «Ya cállense, que no
escuchamos».
—La masacre —dice Andrés—, antes de las olimpiadas del sesenta y
ocho.
—Sí.
Ahora se acuerda, fue cuando el ejército y la policía mexicanos abrieron
fuego contra miles de protestantes desarmados, muchos eran estudiantes, y
alegaron que habían sido provocados. Ese fue el momento en el que Papi,
que había servido en la Segunda Guerra Mundial, gritó «¡Pinches
mentirosos!» y abandonó la sala. Se calcula que murieron unos trescientos.
—¿Estabas allí?
—No —responde él—. Solo llevo aquí cuatro años, desde el divorcio.
Según le cuenta, en ese apartamento, la hija de quince años y el hijo de
doce (la misma edad que Gabriel y Mateo, lo cual hace que le sea imposible
no preguntarse si serían amigos) tienen sus propias habitaciones. Se quedan
con Andrés un fin de semana sí y otro no, dos semanas en verano y se
turnan en vacaciones. Lore se sorprende de lo americano que parece ser su
acuerdo de custodia y, por primera vez, nota un tono de resentimiento en la
voz de él cuando responde que a su exmujer le gusta establecer reglas. Se
llama Rosana y también es profesora de la UNAM. Se casaron jóvenes, a
los veinticuatro años, solo un año después de conocerse y un año antes de
que naciera su hija, Penélope. Lore casi suelta: ¿Crees que con veinticuatro
años se es joven? Prueba con veinte. Se detiene a tiempo.
Cuando ella describe su casa, no le habla de las mochilas tiradas por el
suelo del salón durante la carrera diaria de los cuates hacia la televisión. No
le habla de su dormitorio, de los pantalones cortos arrugados y con manchas
de césped, de los vasos de Coca-Cola olvidados que fermentan al sol hasta
convertirse en un pegamento dulce, de la cenefa de papel pintado con
dibujos de fútbol en la junta del techo. Y, por supuesto, en su relato,
desaparecen las camisetas, las camisas de cuadros y los vaqueros
desgastados del lado de Fabián en el armario. Su cama solo huele a sábanas
limpias y a champú. No hay una Gillette en el lavabo ni pelo oscuro en el
desagüe. Las botas vaqueras de cuero arrugado junto a la puerta principal
desaparecen también. No hay carne de venado en el congelador, ni una
camioneta Chevrolet azul y blanca en la entrada. El hogar que describe es
estéril y solitario, sin el agradable desorden de la vida familiar.
Esta eliminación sistemática de su familia le provoca una sensación
desagradable. Es como tentar al destino, como susurrarle al universo que
quiere que se vayan. Y eso no es así, ni mucho menos.
Después de dar a luz, Lore tuvo insomnio durante meses. Se pasaba esas
horas de desvelo llorando en silencio mientras miraba a sus hijos recién
nacidos dormidos en sus moisés e imaginaba todas y cada una de las formas
en las que podían morir. Los mató muchas veces en su mente, convencida
de que tenía que evocar cada detalle por atroz que fuera y soportar todos los
horrores de su imaginación para poder protegerlos en la vida real.
Una noche se durmió mientras amamantaba a Mateo, que estaba a su lado
en la cama. El chillido de Gabriel la despertó y vio que Fabián, que seguía
roncando, había extendido su pesado brazo sobre la cara de Mateo, que
estaba pataleando con sus piernecitas rosadas. Lore dio un grito ahogado,
apartó el brazo de Fabián y atrajo a Mateo hacia su pecho, demasiado
conmocionada para llorar. Más tarde, acarició el punto blando de la cabeza
de Gabriel y dejó que este le golpeara el pecho con su pequeño puño
espasmódico mientras le susurraba:
—Lo has salvado.
No entendía cómo había sabido que tenía que soltar ese chillido justo en
ese momento, pero así fue. No era una coincidencia.
Después de eso, se obligó a dejar de imaginar sus muertes, segura de
haber invocado al peligro. Ahora, siente lo mismo al borrar a su familia ante
Andrés: el miedo a la invocación.
Pero las llamadas son breves, y el resto del tiempo no puede escapar de la
realidad en la que sí existe su familia. De hecho, a lo largo del día, solo
tiene tiempo de pensar en Andrés en los huecos libres: mientras espera en la
cola detrás de otras madres (siempre son madres) para dejar y recoger a los
niños del colegio; durante la ducha nocturna que se da a toda prisa porque
los cuates han usado toda el agua caliente; y su momento favorito, antes de
dormir, cuando el tiempo le pertenece solo a ella.
Y qué rápido se convierte la memoria en fantasía. A veces, los imagina
montados en el ascensor del Gran Hotel. Enrolla las manos alrededor de los
barrotes de hierro, mira fijamente a los invitados de la boda mientras bailan
y Andrés levanta la seda roja de su vestido para deslizar los dedos dentro de
ella. Se imagina que la multitud de abajo se detiene de repente y alza la
cabeza para mirar.
Todo el mundo tiene fantasías, se dice a sí misma. Los hombres se alivian
con las Playboys y las Hustlers, obsesionados con mujeres cuyo encanto
jamás podría sobrevivir a la implacable banalidad del matrimonio ni a la
maternidad. Mientras friega e intenta quitar los restos de una milanesa que
se ha quedado pegada a la sartén, frunce el ceño al imaginarse con los
labios entreabiertos, esas piernas tan largas y que no se ha depilado en
semanas; los pechos abultados y apretados en un sujetador deportivo
durante la triste sesión de media hora que hace de aeróbic en casa, cada
movimiento un segundo por detrás de las mujeres con leotardos de neón que
salen en pantalla. No funciona. La fantasía nunca resiste el asalto de la
realidad. Por eso es tan importante. Una salida segura. Una escotilla de
escape a ninguna parte.
Pero las mujeres no disponen de esas revistas, ni de espacios dedicados a
la realización de sus deseos, si se da el caso de que quieran cumplirlos. La
«zona de tolerancia», un recinto amurallado de burdeles, clubes de
striptease y cantinas a solo cinco kilómetros al sur de la frontera, recibe el
apodo de Boy's Town por una razón. Lo único que tienen las mujeres es la
potencia de su imaginación. Y eso es todo lo que Andrés es para Lore. A
pesar de las llamadas telefónicas, él es, esencialmente, una invención. El
recuerdo de haberle besado resulta tan irreal como la idea de hacer el amor
con él.
Fabián tuvo tres novias antes de conocer a Lore y se acostó con una de
ellas. Lore solo había besado a un chico antes que a él, en un camión que
olía a calcetines sucios y a patatas fritas rancias de Whataburger.
Esa misma noche, en su habitación, le contó a su hermana Marta que el
chico tenía los labios secos y la lengua atrevida. Consternada, le preguntó:
—¿Así son siempre los besos?
Marta se rio.
—Los malos besadores son malos en todos los sentidos.
Lore se preguntó si los malos besadores podían entrenar. Se preguntó si,
tal vez, fuera ella la que besaba mal. La idea la mortificaba. Así que, a los
dieciséis años, tomó una decisión: besaría a todos los chicos posibles para
identificar la anatomía de un beso. Sabía, por supuesto, cómo se llamaban
las chicas que besaban a muchos chicos, pero no podía preocuparse por esas
cosas. Aquello era en nombre de la ciencia.
Pero antes de que pudiera comenzar su investigación, conoció a Fabián en
aquella fatídica cita doble con su amiga Jenny. Fabián se convirtió en su
segundo beso, un encuentro de dientes con dientes durante El graduado. Al
principio, la invadió un sentimiento de decepción. Luego, la duda: ella era
el denominador común. Se rieron, Fabián se inclinó de nuevo y aquello ya
era otra cosa. La besó lentamente al principio, luego le tocó la lengua
suavemente con la suya, como si pidiera permiso. Cuando ella abrió los
labios, él la besó suave y relajado. Fabián siempre inclinaba la cabeza hacia
la izquierda, así que ella aprendió a besar con la suya también inclinada
hacia la izquierda. Era el único beso que conocía y no había cambiado con
los años, salvo que se había vuelto menos frecuente, más intencionado.
Ahora, si los labios de Fabián se abrían ante los suyos, era porque quería
sexo, y si ella le correspondía e invitaba a su lengua a entrar, él entendía que
había luz verde. Por lo demás, la besaba castamente, con saludos y
despedidas y miradas de afecto no más íntimas que un roce de codos
accidental con un desconocido en la calle.
Somos demasiado jóvenes para esto, piensa Lore. Pero, en realidad,
después de dieciséis años juntos, casi la mitad de su vida, ¿qué puede
esperar? A menudo, se pregunta cómo son los matrimonios de otras
personas a puerta cerrada. Pero el matrimonio es un templo que protege sus
propios secretos.
Sin embargo, a pesar de la curiosidad que tenía de adolescente, nunca se
ha desviado. Siempre se ha considerado afortunada, ya que conoció al amor
de su vida antes de que el mundo tuviera la oportunidad de endurecerlos y
complicar las cosas entre ellos. Y no es que nunca haya tenido la
oportunidad. Lore no es Cindy Crawford, pero sabe que podría haber
conseguido a cualquier hombre en los bares de los hoteles del DF. Pero ni
siquiera se lo ha llegado a plantear. Ella ama a su marido. Ella ama a sus
hijos. Ella nunca comprometería su vida con ellos.
Y, sin embargo, aquí está. Con los pensamientos de Andrés agolpándose
en su mente mientras hace tortitas, revisa los deberes de preálgebra, dobla
una carga tras otra de ropa recién lavada —válgame Dios, la pinche ropa
sucia que se materializa como por arte de magia en el suelo, junto a la
lavadora, lo más cerca que se puede estar de llevar a cabo la propia tarea—,
lleva a los niños a baloncesto y a atletismo, entabla conversaciones banales
con madres que son amas de casa y que, a pesar de que ninguno de sus hijos
está en casa durante el día, la juzgan por trabajar, incluso en esta situación
económica. Y, por supuesto, también tiene que trabajar, claro. Luego viene
la cena, algo fácil porque odia cocinar, y después limpiar la cocina, porque
siempre ha sido un motivo de orgullo para la madre de Fabián que su
marido nunca tuviera que mover un dedo en casa; ahora, esta es otra carga
más para ella. Y tiene que escuchar, escuchar de verdad, cuando Fabián le
habla de lo pésimas que han sido las ventas en la tienda, y ella tiene que
idear formas de conseguir clientes que él rechazará automáticamente porque
la gente no compra y, luego, por fin, los cuates se duchan y se duermen y
ella está en la cama, desde donde agradece que Fabián esté demasiado
disgustado y molesto para tener sexo porque eso significa que puede cerrar
los ojos e invocar a Andrés, que es, por supuesto, demasiado real.

Rivera Iron Works es una sala de exposición de mil metros anexa a un


almacén con laterales de aluminio junto a la calle McPherson. Esta calle
apenas existía cuando Lore y Fabián eran pequeños; si vas mucho más al
norte, la ciudad sigue siendo todo monte. Fabián estaba orgulloso de abrir el
negocio en esta parte más nueva de Laredo. Era algo simbólico, una forma
de decirle a la ciudad que Rivera Iron Works crecería con ella. Forjó a mano
los herrajes de las puertas dobles de la entrada: cada barra se enrosca hasta
convertirse en una hoja de oro («un brote», dijo Fabián, «una nueva vida»)
que protege el cristal esmerilado que hay detrás.
El día de la inauguración, Lore se colocó a su lado derecho, el sol del
mediodía brillaba con fuerza mientras Fabián se dirigía a la asamblea y a
sus primeros clientes.
—Gracias por invitarnos a vuestras casas —dijo.
Ella lo miró, conmovida por su seriedad, justo cuando el fotógrafo del
LMT tomaba la foto. Le gustó que este momento quedara capturado: el
orgullo de él por la tienda, el orgullo de ella por él.
En esta mañana de octubre, solo hay cuatro coches en el aparcamiento.
Fabián ha tenido que deshacerse de otros dos empleados desde que despidió
a Juan en agosto. Ahora son Fabián, un fabricante, una vendedora y el
contable. Él dice que son un equipo esquelético para los clientes fantasmas.
Dentro, la sala de exposiciones huele a metal y a popurrí de canela. En el
mostrador, Olga, la vendedora, se apresura a cerrar el periódico.
—Buenos días —le dice a Lore, y luego sonríe a los cuates—. Déjenme
adivinar. ¿Quieren paletas? —dice mientras saca del cajón dos piruletas de
mango cubiertas de chile.
A Lore se le hace la boca agua mientras los cuates le dan las gracias a
Olga. Gabriel arranca el envoltorio de plástico de la paleta y le pregunta a
su madre:
—¿Podemos ir ya al almacén?
Luego, pisa el borde del monopatín y lo levanta para agarrarlo con la
mano. A los cuates les encanta bajar con los monopatines por las rampas.
Cuando eran más pequeños, a Lore le preocupaba que se acercaran
demasiado a los fabricantes, atraídos por las chispas anaranjadas que salían
del metal, pero han aprendido a mantener una distancia prudencial.
—Pueden ir —responde Lore—, pero nada de patinar con palos en la
boca. Les avisaré cuando sea hora de irse.
Este solía ser el ritual de los sábados: Lore y los cuates recogían a Fabián
para almorzar en Shakey's Pizza, donde se hartaban a pizza de pepperoni,
pollo frito y espaguetis del buffet. Los cuates se abalanzaban sobre los
juegos de arcade. Lore y Fabián se relajaban con una cerveza Coors fría
mientras veían viejas películas de Charlie Chaplin en el televisor de atrás.
Hacía meses que no lo hacían, pero la nevera estaba vacía y Lore pensó que
sería una bonita sorpresa para Fabián.
Normalmente, hay música; los 40 principales en repetición. Hoy, en
cambio, no hay nada que disimule la falta de clientes mientras Lore se abre
paso a través de todo el inventario de puertas, barandillas, cristales de
chimenea y accesorios para el hogar hasta el despacho de Fabián, que está
delante del monitor IBM con los ojos entrecerrados. Prefiere trabajar con
papel, pero Lore insistió en que los ordenadores son el futuro.
—Hola, jefe —dice suavemente mientras se deja caer en una de las sillas
plegables frente al escritorio. Ella solía decirle que su despacho necesitaba
un toque femenino: todo eran paneles de madera baratos y una moqueta
azul que no pegaba. Pero incluso en los buenos tiempos, él no quería gastar
dinero en sí mismo.
Fabián se frota los ojos inyectados en sangre.
—¿Crees que esto durará mucho más?
Lore siente una punzada de alerta.
—No vas a tener que despedir a nadie más, ¿verdad? —pregunta en voz
baja. Olga tiene cuatro hijos y un marido discapacitado.
—No si puedo evitarlo. Especialmente en esta época del año.
Lore asiente y exhala.
—Oye, estaba pensando que tal vez sea el momento de contratar a una
empresa de publicidad. Sé que es un gasto, pero necesitamos visibilidad
ahora mismo.
Fabián se queda boquiabierto, como si le hubiera sugerido un viaje a
Europa: ¡he oído que París es precioso en esta época del año!
—Lore, ¿de qué sirve la «visibilidad» cuando la gente que te ve no puede
permitirse comprar nada?
Lore se muerde la lengua.
—La cuestión es que tal vez podrías llegar a la gente que sí puede
permitirse comprar.
—¿Y quiénes son esas personas? En serio, ¿quiénes son? Quiero saberlo.
Lore aprieta los dientes. La idea que tenía en mente de ellos dos riendo
con una cerveza en una de las largas mesas comunes de Shakey's se
desvanece.
Fabián suspira.
—Lo siento. Mira. En realidad, tengo una idea, pero no te va a gustar.
Toma una hoja impresa y empieza a arrancar el borde perforado, una tarea
claramente innecesaria y que solo sirve para evitar tener contacto visual.
—¿El qué? —pregunta Lore.
—Austin. —Se atreve a mirarla y ella entiende por qué le ha costado
hacerlo: por primera vez en meses, los ojos de Fabián brillan con esperanza
—. Sigue habiendo movimiento ahí arriba. Se construyen casas. Podría ir,
reunirme con los constructores, establecer relaciones. Incluso, quizá, abrir
un nuevo local.
El calor arde en el pecho de Lore.
—A ver si lo entiendo: contratar a un publicista es ridículo, pero la idea
de abrir un segundo local te parece lógica. A cuatro horas de distancia.
Fabián vuelve a bajar la mirada hacia el papel que tiene en las manos,
como si, de repente, estuviera demasiado ocupado para ella.
—Todavía no lo tengo claro, pero si el trabajo está allí arriba, entonces es
ahí donde debo estar.
—¿Y yo? —Lore señala la puerta abierta del despacho—. ¿Y los cuates?
—Ya te he dicho que no te iba a gustar.
—¡Pues claro que no me gusta! —Lore sisea. Cierra la puerta, con mucha
más suavidad de la que quisiera. No hace falta que Olga escuche todo lo
que hablan—. Trabajo a tiempo completo. Y se supone que debo cuidar de
los cuates sola durante… ¿cuánto tiempo, exactamente?
Fabián no se inmuta.
—Meses, por lo menos. Bajaría siempre que pudiera. Tienes a nuestros
padres, por no hablar de tu hermana. Sabes que a ella y a Sergio les encanta
pasar tiempo con los cuates.
—Eso no es justo.
—¿El qué?
Lore sacude la cabeza, atónita por el hecho de que, incluso después de
tanto tiempo, siga sin darse cuenta.
—¿Crees que, con la de tiempo que hace que intenta quedarse
embarazada, a Marta le apetece ayudar a criar a los hijos de otra persona?
—¡Ay! —Fabián mete un lápiz en el sacapuntas, el silbido llena la
habitación—. «Ayudar a criar», te estas poniendo un poco dramática, ¿no
crees?
—¿Si vas a estar fuera durante meses? Pues no. Es más, ¿dónde te vas a
quedar?
Odia el hecho de que ya le salga usar los verbos en futuro en vez de en
condicional, lo cual hace que esa propuesta pase de una posibilidad a una
realidad inevitable.
—¿Te acuerdas de Joseph Guerra? —pregunta—. El de Martin. Tiene una
habitación de invitados donde podría quedarme.
—Ya has hablado con él —afirma Lore.
Fabián asiente con la cabeza.
—Fabián —empieza, pero no sabe cómo terminar—. ¿Qué pasa con la
tienda?
—Bueno… —Fabián la mira a los ojos y ella lo capta. Al principio, venía
a la tienda todos los días después de trabajar como cajera. Mientras los
chicos jugaban al escondite detrás de puertas y portones, Fabián le enseñaba
a hacer inventario, a pasar lista, a procesar los pagos y a cuadrar el libro
mayor. «Si algún día me pasa algo», decía con tono serio, «no quiero que
nadie se aproveche de ti». Siempre estaba un paso por delante.
—No te pido mucho —dice Fabián—. Venir los viernes para emitir las
nóminas. Los sábados por la mañana para revisar el libro mayor. Pasar de
vez en cuando, para que Olga y los chicos sepan que todavía hay alguien a
cargo. Eso es todo.
El calor se extiende por el pecho de Lore como la sangre de una herida.
—¡Ah, eso es todo! ¡Claro, solo pides que me haga cargo de todo lo
relacionado con el cuidado de esta familia!
Ve una chispa en los ojos de Fabián, pero su voz es tranquila.
—Se supone que somos un equipo, ¿recuerdas?
Lore lo mira fijamente. Solía estar orgullosa de esa palabra, de la imagen
de ellos dos unidos brazo con brazo, más fuertes juntos que separados. Pero
la ausencia de Fabián durante meses no le parece propio del juego en
equipo. Más bien es un abandono.
—Fabián, ¿y qué me dices de la diversificación? —Se está desmoronando
y lo sabe—. ¿Qué más podríamos vender aquí que la gente necesitase?
—Lo único que necesita la gente de aquí es trabajo —responde Fabián—.
Somos un puñado de perros hambrientos dando vueltas alrededor de
nosotros, preguntándose quién dará el primer bocado.
Lore quiere decir que ahora es él quien se está poniendo dramático.
Luego piensa en los almacenes que el banco ha alquilado, todo ellos llenos
de vehículos y casas prefabricadas, ciudades enteras sobre ruedas, ahí
encerradas. Sabe que tiene razón y que toda esta «discusión» ha sido una
farsa. Su decisión estaba tomada antes de que ella entrara al despacho.
Recoge el bolso que había dejado en la silla.
—¿Cuándo te vas?
Él no duda ni un segundo.
—Mañana.
CASSIE, 2017

Por cada historia contada en voz alta, existe una historia que solo nos
contamos a nosotros mismos. Y detrás de ella, en algún lugar, a menudo
fuera de nuestro alcance, está la verdad. El truco es aprender a distinguirlas.
Y con Lore, eso iba a llevar tiempo.
Tenía planeado volver a casa el sábado, pero no podía dejar pasar la
oportunidad de verme con ella también, al menos, la mitad del domingo.
Después de salir de su casa el sábado por la noche, utilicé mi tarjeta de
crédito para emergencias y dormí en el Hotel Botanica.
Me quedé despierta hasta casi las 3 de la mañana transcribiendo todo lo
posible de nuestra entrevista. Después, como aún no podía dormir, saqué el
expediente del caso de Fabián. Le había prometido a Lore que no le
preguntaría sobre el asesinato, pero, después de haberla conocido, me
pareció aún más trágico e intrigante que Andrés hubiera sido asesinado
como resultado de sus diminutas decisiones, de todas sus justificaciones
aparentemente inofensivas. Porque a la gente no solo se la asesina en un
momento dado; se la asesina en todos los momentos que conducen a ese
acto final. Eso es lo que hace que el crimen real sea tan adictivo. Como a un
Dios, se te permite ver la intrincada cadena de eventos que conducen al
final de la vida de alguien. Te das cuenta de que todo lo que haces, cada
decisión que tomas, podría acercarte a ti también al abismo. Por un breve
instante, sientes que tu propia vida es valiosa.
Mientras hojeaba el expediente, había tres cosas que me seguían
preocupando: el motivo desconocido de la visita de Andrés, la nota que dejó
(sin información de contacto, supuestamente) que no se pudo recuperar y la
coartada de Lore para Fabián. Volví a preguntarme si ella podría haber
pensado inicialmente que él era inocente. Durante el tiempo que estuvieron
juntos, ¿alguna vez le había dado motivos para sospechar que podía ser
violento? Hasta el momento, no lo parecía.
También había algo más. Laredo era pequeño. Si Lore salió del banco,
que está en el centro, a las 17:15, tal y como había declarado y las imágenes
de seguridad habían confirmado, debería haber llegado a casa, como
mucho, quince minutos después. Su siguiente aparición pública fue a las
18:30, donde se la veía comprando helados a Mateo y Gabriel en el
Wendy's. Eso, en sí mismo, me pareció extraño: llevar a sus hijos por ahí,
de forma tan despreocupada, después de saber que Andrés estaba en la
ciudad y que, por tanto, su doble vida quizás estaba a punto de colapsar. O
tal vez por eso lo hizo, para sacarlos de casa por si Andrés se presentaba
ahí. Lo más probable era que no supiera que ya había ido y que se había
enfrentado a Fabián. Los gemelos estuvieron jugando al baloncesto en un
parque cercano con sus amigos Rudolfo Hinojosa y Eduardo Canales hasta
las seis; después, debieron tardar unos diez minutos en llegar a casa. Eso
significaba que, técnicamente, había un hueco en la coartada de Lore entre,
digamos, las 17:15 y las 18:15.
Si Andrés le hubiera dicho a Lore dónde se alojaba, ella podría haberse
presentado ahí en diez minutos. Luego, otros quince para llegar a casa, lo
que dejaba un máximo de treinta y cinco minutos para estar con Andrés.
Una cantidad de tiempo significativa pero no importante si hablábamos de
su asesinato, ya que ella estaba al teléfono con su hermana cuando murió y
Fabián había dejado pruebas condenatorias. Pero pongamos que no voy mal
encaminada: ¿por qué iba a mentir y a decir que no lo había visto?
¿Cómo había llegado todo a ese terrible final?

La luz de la mañana se colaba entre las persianas venecianas cuando Duke


llamó el domingo.
—¿Hmm? —respondí, con la cara medio enterrada en la almohada.
Duke se rio.
—Buenos días a ti también. Lo siento, sé que es temprano. Solo quería
desearte suerte para hoy.
Sonreí y me puse bocarriba. Había una mancha de humedad en el techo,
el contorno desigual de un agujero que ya había sido parcheado.
—No pasa nada. Mi alarma iba a sonar pronto. Quiero revisar mis notas
de ayer. —Hubo una pausa. Me di cuenta de que Duke esperaba otra cosa
—. Y me alegro de oír tu voz —añadí.
Cuando lo llamé anoche, él estaba en el food truck y nuestra conversación
duró menos de un minuto.
Se rio.
—Yo también. Bueno, y ¿cómo es ella?
Pensé en la mirada directa de Lore y en sus preguntas intrusivas y me
sentí infiel a Duke al recordar todo lo que le había revelado sobre mi
familia, cosas que a él no le había contado tras cinco años juntos. Lore
quería algo a cambio de sus historias y sabía que no me negaría.
—Encantadora —dije finalmente—. Pero no de una manera superficial.
Más bien porque no parece importarle si te cae bien o no.
—Vaya —respondió Duke—. Me recuerda a alguien que conozco.
—¿Yo? —me reí, aunque mi placer inicial se convirtió rápidamente en
tristeza—. Para nada soy así.
—Si tú lo dices… —dijo con una sonrisa en la voz—. Oye, tengo que
empezar a preparar la carne. Cuídate, ¿vale? Y llámame luego.
Preparé la mochila y comprobé el saldo bancario. Maldita sea. El
autopago de mi tarjeta de crédito se había hecho efectivo y estaba a punto
de entrar en descubierto. No importaba cuántas veces sucediera, siempre
que pasaba sentía una fuerte presión en el pecho. Sin esperármelo, encontré
un billete de veinte suelto en el bolso, suficiente para comprar café y tacos
en Stripes para desayunar. Lore me había dicho que eran sus favoritos. Yo
sonreí amablemente, pero ¿tacos de gasolinera? Que Dios nos ampare. Al
menos eran baratos.
Pero la carne a la barbacoa y el chorizo con huevo eran sencillos y
sabrosos, y las tortillas eran finas con una delicada capa de harina.
Comimos en el patio trasero, donde los guantes de jardinería de Lore
descansaban sobre la mesa, oscuros y con olor a tierra, mientras su labrador
negro fingía no estar intensamente interesado en lo que estábamos
comiendo.
Crusoe. Le había puesto a su perro Crusoe por el apodo que le puso
Andrés. Tantos años después, Lore todavía quería tener el recuerdo de
Andrés. Esto me demostraba que lo había amado.
—Lore, ¿ha tenido otras relaciones desde que… —elegí cuidadosamente
mis palabras— Andrés murió?
Lore ofreció a Crusoe los últimos bocados del taco de barbacoa y él
comió de su mano con cuidado.
—No.
—¿Ni una?
—Ni una.
—¿Y sexo?
Lore contempló la buganvilla que se derramaba sobre la valla trasera. Su
perfil era lúgubre, y su rostro estaba sombrío, como con un velo de viuda.
—Tampoco.
Treinta años sola.
—¿Por qué?
—Fui codiciosa. Tuve el amor de dos buenos hombres a la vez. Y eso los
destruyó a ambos.
Algo no me cuadraba. En el interior, la casa de Lore era todo orden y
minimalismo, con sus paredes blancas y sus plácidos cuadros de acuarelas
enmarcadas en oro. Pero en el jardín delantero había esas rosas inglesas que
crecían casi por donde querían y, aquí atrás había unas enredaderas de hojas
brillantes que cubrían la valla y unas palmeras que se movían como faldas
cuando hay brisa. Buganvillas de color rosa palo, caléndulas de menta
mexicana, petunias y lo que Lore me dijo que eran lirios de sangre de buey
rodeaban un pequeño huerto vallado. La casa y el jardín parecían pertenecer
a dos personas diferentes.
—Así que ahora está, ¿qué? ¿Castigándose? —pregunté.
Lore dobló el papel de aluminio grasiento hasta crear un triángulo
perfecto.
—No es un castigo. Estoy igualando la balanza, quizá. ¿A cuántos
hombres ha amado?
Y así transcurrió la mañana, las dos éramos como unas carniceras, pero
tranquilas y precisas; aplicábamos la presión justa a nuestras cuchillas para
separar la carne del hueso. Después de un rato, ya podía predecir cuándo
Lore me iba a hacer una pregunta: siempre justo después de que hubiera
revelado algo particularmente privado o doloroso sobre ella misma.
Después de contarme que sentía que estaba borrando, casi matando, a su
familia durante las llamadas con Andrés, me preguntó cómo me gustaría
morir. Me sorprendió haber tenido una respuesta preparada: de cualquier
manera que no fuera la de mi madre. Estaba aquí y, un segundo más tarde,
ya no. Solo quedaba su cuerpo vacío.
—¿Y usted? —pregunté.
—Accidente de moto —dijo Lore, sin dudarlo.
Después de un almuerzo a base de sándwiches de pavo, Lore dijo:
—Vamos a dar una vuelta en coche. Debería ver los lugares sobre los que
va a escribir.
Por su tono, parecía que casi me estaba regañando, como si diera a
entender que yo misma lo debería haber sugerido, cosa que habría hecho si
me hubiera dado la oportunidad.
—Y DF. —Giró a la izquierda en la calle McPherson y, luego, maldijo
cuando un coche con matrícula de Tamaulipas se cruzó delante de nosotras
—. ¿Piensa ir? ¿Y aprender español?
La forma que tenía Lore de referirse a Ciudad de México como «DF»
todavía me pillaba desprevenida: el día anterior tuve que buscarlo en
Google. En ese momento, casi me reí. ¿Un viaje internacional? ¿Un curso
de idiomas? Con suerte, mi tarjeta no iba a ser rechazada cuando parara en
una gasolinera de camino a casa. ¿Y por qué iba a necesitar aprender
español si iba a escribir el libro en inglés? Pero Lore me lanzaba miradas de
reojo llenas de duda, como si de repente se estuviera cuestionando la
decisión de trabajar conmigo.
—Sí —dije—. Claro. En algún momento.
—¿Va a escribir desde su punto de vista o desde el mío? —continuó.
Fruncí el ceño.
—¿Qué quiere decir?
Señaló el parabrisas. Estábamos dejando atrás los carteles de «Financiado
por» y de «Próxima apertura», las vallas publicitarias digitales de cirugía
plástica —¡Si puedes soñarlo, puedes conseguirlo!—, los centros
comerciales que parecían decorados de películas, una versión diminuta del
Barrio Francés de Nueva Orleans y otra de Times Square, lugares que
intentaban ser otros lugares. Unos kilómetros al sur, las casas eran más
antiguas, estaban bien mantenidas, con rejas antirrobo, la hierba seca
recortada y los vehículos metidos en cocheras con techos de hojalata. Un
poco más lejos, toda la señalización estaba en español. Los edificios de
ladrillo estaban agrietados, las fisuras serpenteaban a través de casas y
negocios como si un terremoto hubiera sacudido los cimientos. Solo unos
pocos kilómetros separaban la casa de Lore, adyacente a un club de campo,
de aquellas vallas de alambre torcidas, de la casa de empeños El Búfalo y
de los porches que se caen a trozos con asientos de coche apoyados en la
fachada. La disparidad de ingresos era asombrosa.
—Esta es mi ciudad —dijo, y comenzaron a tutearse—. Mi hogar.
Cuando escribas sobre ella, ¿dará la sensación de que es mi hogar o solo un
lugar que has venido a visitar durante un fin de semana?
Lo que quería decir Lore era que yo era una extraña. Sin embargo, a
veces, solo alguien de fuera ve las cosas con claridad. Ve la verdad.
—Si te soy sincera, probablemente ambas cosas —dije.
Lore gruñó.
—¿Por qué te quedaste aquí, después? —pregunté—. ¿Por qué no
empezaste de cero en otro lugar?
—Estábamos en medio de la peor recesión que había sufrido Laredo en
Dios sabe cuánto tiempo. Nuestra casa se habría vendido por cuatro cuartos,
si acaso hubiéramos conseguido venderla. Además, los chicos estaban
empezando su primer año en la escuela. Todos sus amigos estaban aquí.
¿Cómo iba a quitarles lo único estable que les quedaba en sus vidas?
Fue una de esas extrañas contradicciones la que me atrajo a esta historia,
a Lore: el amor y el deber la habían mantenido en Laredo, pero no le habían
impedido llevar su doble vida. ¿Cómo decidía entre el bien y el mal?
¿Cuándo sacrificarse y cuándo perseguir lo que deseaba, sin importar el
coste?
Lore aminoró la marcha mientras conducíamos por El Azteca, el barrio de
su infancia. Miré por la ventanilla las casas coloniales españolas con
paredes de estuco amarillentas y tejados en los que faltaban algunas tejas de
arcilla; las pequeñas casas de estilo pueblerino del mismo color que la tierra
de sus patios; las neoclásicas de dos pisos con columnas blancas y rejas
antirrobo oxidadas, probablemente instaladas cuando la decadencia llegó a
la zona.
—Los españoles fueron los primeros en establecerse aquí —dijo Lore,
haciendo un gesto—. Solo eran unas pocas familias, allá por el 1700. En ese
momento formaba parte de la «Nueva España». Luego México se
independizó de España y Texas de México, antes de anexionarse a Estados
Unidos. Fue entonces cuando el río se convirtió en una frontera. Antes era
solo un río.
Asentí con la cabeza, aunque el rápido recorrido histórico de Lore hizo
que fuera todavía más consciente de lo mucho que me faltaba por aprender.
En un momento dado, Lore aparcó frente a una pequeña casa de tablones
blancos desgastados, en una calle estrecha y abarrotada de coches que
tenían, mínimo, veinte años.
—A la casa nos la dejaron cuando murió Mami —dijo—. Mi hermana
Marta y yo nos alternamos para limpiarla una vez a la semana, y mis
hermanos se turnan para cuidar el jardín. Más adelante, si ninguno de los
nietos quiere vivir aquí, que es lo más probable, haremos una reforma y la
venderemos, pero por ahora… —Se encogió de hombros—. No soportamos
la idea de dejarla marchar.
Salimos del coche y seguí a Lore más allá de la casa, hasta un arroyo
lleno de maleza que no era más que una zanja de drenaje. Cuando Lore era
una niña, dijo, había algunos lugares donde se formaban pequeñas cascadas.
Ella y sus hermanos solían jugar aquí durante horas, y volvían a casa con la
piel cubierta de sal y cieno, y la ropa y los zapatos cubiertos de abrojos.
Dio una patada a un palo con la puntera de sus desgastadas Nike verdes,
pero luego recapacitó y lo recogió.
—Usábamos palos como este y fingíamos ser el coronel Santos
Benavides, el que mantenía a raya al ejército de la Unión durante la batalla
de Laredo. —Se rio. Luego, captó mi mirada perdida y puso los ojos en
blanco—. Los Estados Confederados exportaban algodón a México por
aquí. Durante la Guerra de Secesión, la Unión envió a doscientos hombres
desde Brownsville para destruir cinco mil fardos de algodón en la plaza de
San Agustín. Pero el coronel Santos los contuvo con solo cuarenta y dos de
sus hombres.
—No lo sabía.
—Sorpresa, sorpresa.
El pelo se le pegaba a las sienes y al cuello. Un riachuelo de sudor se le
encharcaba en el hueco carnoso de la clavícula.
Recordé lo que mi madre había dicho una vez en clase: La historia la
escriben los que tienen el poder y quieren conservarlo. Así que, cuando os
leáis el temario, preguntaos quiénes están contando la historia y qué ganan
si os la creéis.
—Lore —dije impulsivamente—, ¿por qué vino Andrés a Laredo ese día?
La cara de Lore se apagó. Lanzó el palo al arroyo, donde se sumergió
brevemente antes de volver a subir, oscuro y resbaladizo como una anguila.
—¿Ya? ¿Ya estás rompiendo tu promesa? Quizá Gabriel tenía razón.
Quizá no debería estar hablando contigo.
Me molestó la amenaza, implícita y efectiva. Al parecer, Lore pensaba
que solo escribiría lo que ella quería que escribiera. Pero eso no era lo que
yo había prometido. En realidad, no le había prometido absolutamente nada.
LORE, 1983

Fabián tenía razón en una cosa: Marta es un regalo del cielo.


A diferencia de Lore, a Marta le encanta cocinar y viene cada dos tardes a
hacer enormes tandas de flautas, chiles rellenos y encilantrada. Lore
merodea hasta que Marta la echa haciéndole un gesto con una espátula de
plástico.
—¡Vete! —le dice—. Ayuda a los cuates con los deberes, haz lo que sea.
Después de la cena, limpia con el mismo fervor y deja la cocina oliendo
al limpiador multiusos de la marca Fabuloso y con las sobras bien
empaquetadas en la nevera.
Esta noche, después de que los cuates se hayan acostado, Lore sirve una
copa de vino para Marta y otra para ella. Luego, se van al sofá de terciopelo
del salón.
—Siento que le estoy robando la mujer a Sergio —dice Lore mientras se
sienta sobre sus piernas.
Marta pone sus cálidos ojos marrones en blanco.
—Ay, él se calienta las sobras y ve el fútbol. Está en el paraíso.
Lore se ríe.
A los treinta y cuatro años, Marta es una asistente médica a tiempo
parcial que lleva desde los veinte anhelando tener hijos. Ella y Sergio
empezaron justo antes de que Lore descubriera que estaba embarazada.
Ambas hermanas estaban encantadas, se imaginaban a sí mismas vestidas
con feos muumuus, quejándose juntas de los tobillos hinchados. Hablaban
de lo unidos que estarían sus hijos, más como hermanos que como primos.
Irían a los mismos colegios, pasarían juntos las vacaciones en San Antonio
y Port Aransas. En los asados, Sergio y Fabián se ponían de pie al lado de la
parrilla y bromeaban:
—¿Tú crees que nos necesitan?
Dios, eran tan jóvenes. Lore tenía veinte años y Marta veintidós, ambas
estaban recién casadas y ni una sola vez se plantearon que la vida podía no
ir como habían planeado.
El día que Lore recibió los resultados de su análisis de sangre, los cuatro
lo celebraron en la pequeña cocina de los Rivera. Ella y Marta bebían Sprite
mientras los chicos se tomaban unas micheladas frías. Estaban seguros, muy
seguros, de que el resultado positivo de Marta estaba a la vuelta de la
esquina.
Pero mientras el vientre de Lore se hinchaba, el de Marta permanecía
obstinadamente plano. Entonces, durante la primera ecografía de Lore, a las
trece semanas, el Dr. Sosa dijo:
—Vaya, mira por dónde: ¡un dos por uno!
Dos bebés, que era lo que querían, pero el problema era que Lore estaba
acaparando a ambos. Aunque todavía no sabían que los meses se
convertirían en años, Lore sollozaba en la camioneta de Fabián.
—No es justo, es como si le hubiera quitado a su bebé.
Fabián se rio amablemente mientras frotaba su espalda sudorosa con la
mano y ella goteaba mocos sobre su hombro.
—A ellos también les llegará pronto —dijo—. Solo tienes que esperar.
Marta apoyó estoicamente a Lore durante todo el embarazo. Lo pasó muy
mal con las náuseas del primer trimestre y su hermana preparaba litros y
litros de su sopa de tortilla especial, que era lo único que a Lore no le
sentaba mal. En el sexto mes, Marta organizó la fiesta de bienvenida para
los bebés y cincuenta de sus tías y primas acudieron al Pelican’s Wharf para
comer cócteles de gambas y jugar a la lotería con temática de bebés. Cada
vez que Lore ponía uno de los bodis que le habían regalado encima de su
espléndida barrigota, todas soltaban un suspiro de placer.
Después de que nacieran los niños, Lore dejó de preguntarle cada mes a
Marta qué tal iba la cosa. Solo hablaban de ello cuando Marta sacaba el
tema, como para quitarle importancia. En Noche Vieja, le decía a Lore que
ya había pasado otro año más con un suspiro.
—Treinta y cuatro ya —dijo en su último cumpleaños.
Se encontró con los ojos de Sergio detrás del glaseado de chocolate de su
tarta Holloway.
—Pide un deseo —le respondió él.
Ella cerró los ojos y todos apartaron la mirada, avergonzados por la
claridad de su anhelo. Después, Lore le apretó la mano.
—Todavía tienes mucho tiempo —susurró, y pudo ver reflejado el dolor
en los ojos de Marta antes de que respondiera con una sonrisa y devolviera
el apretón de la mano.
Lore tiene cuidado, incluso en sus días más difíciles con los cuates, de no
quejarse nunca delante de Marta. Y cuando, cuatro años atrás, Fabián
empezó a hablar de tener más hijos, Lore solo negó con la cabeza.
—Los cuates son más que suficientes —dijo mientras señalaba el gran
desorden del salón.
La verdad es que le habría encantado tener una hija, pero no era capaz de
presentarle a su hermana otra ecografía borrosa y ver cómo se tenía que
esforzar por sonreír en lugar de llorar.
Ahora la idea de tener más hijos era impensable. Lore se perdió en esos
primeros años con Gabriel y Mateo. Si le hubieran preguntado entonces
cuál era su comida favorita, su película favorita o su afición favorita, no
habría sabido responder. Era como si Lore —la persona, la mujer— hubiera
desaparecido, consumida por Lore la madre. La idea de volver a estar de
baja por maternidad, de moldear su vida ante las insaciables necesidades de
un bebé y, al mismo tiempo, asegurarse de que los cuates estuvieran
alimentados y limpios, de que hicieran los deberes y no llegaran tarde al
colegio ni a los deportes, de mantener la casa habitable, hacer la compra,
pagar las facturas, mantener su matrimonio a flote… Era como meterse en
arenas movedizas. Para cuando lograra salir, no se reconocería a sí misma.
La maternidad es el ladrón que invitas a entrar a tu casa.
—¿Cómo va todo por Austin? —pregunta Marta.
Lore se encoge de hombros mientras juega con su medallón de oro. Un
regalo de Fabián por su décimo aniversario: una foto en miniatura de los
chicos en un lado, una foto de la boda en el otro.
—Ahora mismo está pendiente de una subasta para una gran casa en el
lago Travis, ya sabes, una de esas casotas con trece balcones y una rampa
para barcos. —Se ríen porque, de hecho, no, no saben. Nunca han visto una
casa de estas—. Así que está pujando por todo: puertas, portones,
barandillas de escaleras, vallas… Con que nos asignaran una parte, ya sería
la mayor venta en meses.
—Ay, ojalá que sí. —dice Marta mientras se santigua—. ¿Y la tienda?
—Supertriste. —Disimuladamente, Lore mira qué hora es mientras
mueve la copa para que el vino dé vueltas—. Parece una funeraria. O no,
una UCI, donde todo el mundo está esperando a ver quién será el próximo
en morir.
—Eres muy macabra —dice Marta, y se ríen—. Debes echarlo de menos
—añade, y durante un momento de confusión, Lore cree que está hablando
de otra persona.
—Claro —contesta. Luego, después de un momento—: Si fueras tú
extrañarías a Sergio, ¿verdad?
Marta sonríe, mueve la copa para que el vino dé vueltas sin ponerle
muchas ganas.
—Durante la primera semana no creo. Quizá ni siquiera la segunda.
Lore quiere hacer muchas más preguntas: ¿Hablan entre ellos Marta y
Sergio? ¿Hablan de verdad? ¿Siguen sintiendo curiosidad el uno por el
otro? ¿Es posible evitar esa llanura sin horizonte en la que se hacen y se
dicen las mismas cosas una y otra vez por aburrimiento o por comodidad o
por miedo? ¿Cree Marta que se puede amar a un hombre e, igualmente,
sentir algo por otro?
Porque Lore sí ama a Fabián. Sin embargo, desde que se fue hace un mes,
sus sentimientos han cambiado. Incluso ahora puede sentirlo: su corazón
contiene muchas ventanas y puertas, y cada una se abre a una habitación
diferente, a un mundo diferente. Su corazón cambia de forma y algunas de
esas puertas y ventanas se cierran y encogen, lo cual impide la entrada a
mundos que se han vuelto espeluznantes por los juncos, las tapas de cubos
de basura que brillan, las cortinas rasgadas, las cosas rotas; mientras que
otras se abren poco a poco y permiten el acceso a habitaciones que hace
tiempo que se habían vuelto rancias, pero que, rápidamente, recobran la luz.
Solo un vistazo, dice su corazón, abre esa puerta lo suficiente como para
poner tu ojo en la grieta, para ver lo que hay, o lo que podría haber.
Vuelve a mirar el reloj. Casi las diez. Andrés estará esperando su llamada.
Lore se termina el vino y da un bostezo exagerado. Marta recoge ambas
copas y las enjuaga, como si esta fuera su casa.
—¿Nos vemos el domingo? —pregunta ya en la puerta mientras se pone
el bolso en el hombro—. No te olvides del pan dulce para el cumpleaños de
Mami.
Lore se acerca a su hermana.
—¿Qué haría yo sin ti?
Los cuates van a pasar la noche en casa de un amigo y Lore se prepara para
su llamada con Andrés como si fuera una cita, pero al revés: usa crema
limpiadora Pond’s para desmaquillarse, se deshace la coleta y rebusca en el
cajón esos camisones que solía ponerse para Fabián en ocasiones
especiales. No hay muchos y le van un poco pequeños. La tela de satén está
un poco deshilachada porque se ha debido de enganchar en el interior
rugoso del tocador de madera.
Mira la tarjeta telefónica a la luz ámbar de la lámpara y le tiemblan los
dedos al teclear los interminables dígitos en el teléfono. Le ha dicho a
Andrés que tiene problemas con la línea telefónica, que las llamadas
entrantes no llegan. No tiene ni idea de si esta excusa es plausible, pero él
no lo ha cuestionado. Le ha dado el número de teléfono de la cabina que
hay al lado del banco donde trabaja por si intenta localizarla alguna noche
igualmente. No es la solución perfecta, pero servirá hasta que se le ocurra
algo mejor.
—¿Hola? —Andrés contesta, como siempre, en inglés y con una voz
ronca y divertida.
Lore sonríe.
—Hola.
—Empezaba a pensar que te habías olvidado. —Hace que suene como
una confesión, pero también con un tono burlón, sexy.
—Jamás.
Como siempre que habla con él, los sentidos de Lore se agudizan. Detecta
cuando su voz se vuelve seductora, saborea la oscuridad del regaliz.
—¿Cómo fue una parte de tu día? —pregunta Andrés.
Esta es otra de las cosas que hacen ahora, compartir un trozo preciso del
día, algo sorprendente o conmovedor o divertido. A ella le encanta porque
le hace buscar esos momentos y preservarlos para que adquieran una
especie de magia.
—Hablé con un posible cliente —contesta—. El propietario de una gran
empresa de transporte de mercancías. Quiere abrir un certificado de
depósito jumbo de más de cien mil dólares.
—Suena prometedor —dice Andrés, aunque le surgen preguntas. No es el
tipo de pieza del día que suelen compartir.
—También es una buena noticia por otro motivo.
—¿Cuál?
—Bueno, ¿he mencionado ya que es de DF?
Su respiración se entrecorta.
—¿Eso significa que…?
—Tengo una reunión con él el viernes que viene.
Andrés se queda callado unos segundos.
—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
—Es el banco el que ha reservado los billetes —dice Lore—, así que me
voy de ahí el sábado.
El pesar en su voz es real, pero también está aliviada. Hasta esta noche, ni
siquiera estaba segura de si quería decírselo. Al fin y al cabo, hablar no es
tocar. Si se vieran en persona…
—Eso nos deja el viernes por la noche —dice Andrés con un tono de
perversión—. Eso, si no vas a cenar con el cliente, ¿verdad?
—Sí que voy, por desgracia.
—Entonces… ¿una copa? O… ¿te gustaría ver las vistas desde mi
apartamento? —Se ríe—. Eso ha sonado fatal.
Lore también se ríe.
—No nos adelantemos —bromea, aunque por supuesto ya se han
adelantado, o tal vez vayan con doce años de retraso. Cierra los ojos con
fuerza ante la idea de que se entere de lo de Fabián, de lo mucho que le ha
engañado.
No; engañado, no: defraudado.
—Me parece bien —accede, aunque la perversión no ha desaparecido y
ella siente una rápida y agridulce punzada de anhelo entre sus piernas.
Como si pudiera leerle la mente, Andrés añade—: Dime, ¿qué llevas
puesto?
Así que le describe el camisón de satén, el encaje que queda a la altura de
sus muslos, el gran escote en «V» del pecho, por donde hunde un dedo, y el
contorno de sus pechos. No le habla de la tela deshilachada, ni de la forma
en la que el satén le aprieta la zona del vientre, ni de cómo el encaje se ha
descosido en los bordes. No le dice que sus bragas son de algodón y de un
color verde descolorido. Cuando él le pregunta si está mojada, ella traga
saliva y desliza un dedo entre sus piernas. Nunca ha utilizado sus propias
manos como representantes del deseo de otra persona. Se sorprende de lo
deseable que se siente.
—Sí —susurra.
—Quiero saborearte —dice, y Lore cierra los ojos, entregándose a la
fantasía una vez más.

A pesar de los llamamientos ocasionales para pedir que se mantenga El


Azteca, que se preserve (como si un barrio entero pudiera ser encurtido,
conservado para siempre en un frasco), Lore puede sentir cómo se
desmorona. Ese barrio es como el bisabuelo de Laredo, uno con mucho
orgullo que insiste en vivir solo, aunque sus huesos ya se están convirtiendo
en cenizas.
Sus padres se niegan a marcharse. Aquí es donde nacieron, tres calles en
cada dirección, y aquí es donde dicen que morirán. Aunque la I-35 ahora los
separa del centro de la ciudad, y aunque el propio centro está muriendo,
Lore lo entiende. El hogar es el hogar.
—¿Ya casi hemos llegado? —pregunta Gabriel desde el asiento trasero—.
Tengo hambre… ¿Puedo pedirme un bocadillo?
—Ya ves que casi hemos llegado. —Lore mira por el retrovisor para
asegurarse de que el niño no ha tocado la caja blanca de Holloway—. Y no.
No hasta después de comer.
—¿Qué vamos a comer? —pregunta Gabriel.
—¿Qué es lo que siempre comemos en Belo y Bela? —pregunta Lore
anticipándose a los platos de fajitas, de pollo dorado a la parrilla y de
chicharrones crujientes, fuente de placer y culpa.
—Bueno, entonces, tenemos un problema. —Gabriel se ríe—. Mateo es
vegetariano ahora.
Lore se ríe, girando hacia la calle de sus padres.
—¿Desde cuándo?
Mateo se agarra al asiento del copiloto para tirarse hacia delante,
luchando contra el cinturón de seguridad.
—Mamá, ¿sabes cómo matan a las vacas?
—De forma muy humana —responde Lore, aunque no está del todo
segura. Prefiere no pensar en ello.
—¡No! —salta Mateo—. Se supone que deben estar muertas antes de que
empiecen a cortar, pero a veces no lo están y les cortan la cola y las pezuñas
y les abren la barriga, ¡y siguen vivas! ¿Lo sabías, mamá?
—Bueno… —Lore se queda desconcertada ante aquella sangrienta
imagen. Aparca en la calle, detrás de la camioneta de Marta y Sergio, y se
gira para mirar a Mateo—. Estoy segura de que eso no es cierto. ¿De dónde
lo has sacado?
—¡Es cierto! —replica Mateo, que se siente insultado—. Están asustadas
y sufren, ¿y sabías que todo eso luego va en la carne? Cuando comemos
carne, literalmente, nos estamos comiendo su sufrimiento. —Se estremece
al decirlo.
Gabriel ha estado inusualmente callado. Ahora le dice a Lore:
—La otra noche no podíamos dormir, así que vimos un rato la televisión
en la sala de juegos. Tú estabas hablando con papá por teléfono. —Con una
sonrisa de satisfacción, añade—: Mateo tuvo pesadillas.
—¡No es cierto! —grita Mateo mientras clava el pulgar en la hebilla del
cinturón de seguridad para liberarse—. De todos modos —le dice a Lore—,
es por eso. Tú tampoco deberías comer carne. Nadie debería. No hasta que
traten mejor a los animales.
Tarda un momento en darse cuenta: Fabián nunca llama después de la
hora en que se acuestan los niños. Debía de estar hablando con Andrés.
¡Los cuates podrían haberla escuchado! ¿Y si, inocentemente, mencionasen
lo de la llamada a Fabián?
—De acuerdo. —Lore saca la llave del contacto, temblorosa—. No tienes
que comer carne si no quieres, Mateo.
—¿Belo se va a burlar de mí? —murmura.
—Probablemente.
El padre de Lore pensará que esto es una prueba más de que son una
generación de hombres más débiles.
—Yo tampoco comeré —le dice Gabriel, y se sonríen el uno al otro, la
sonrisa gemela.
En su vientre, las extremidades de ambos se entrelazaron, indistinguibles,
mientras empujaban su barriga hacia arriba en diferentes puntos. Su piel
parecía tener dunas de arena que se remodelaban con el viento. Ahora están
aquí, y siguen siendo los más fieros protectores el uno del otro.
—Bueno, entonces, ya somos tres —dice Lore mientras se dirigen a la
casa.
La casa de la infancia de Lore es un santuario involuntario del pasado: la
moqueta de color verde irlandés que hay en la sala de estar cubre una tabla
suelta que hay en una esquina, perfecta para guardar un diario debajo. El
teléfono de disco negro que hay sobre la mesa del vestíbulo, que está
cubierta por un mantel de encaje, es donde solía hablar a susurros con
Fabián durante alguna que otra llamada nocturna. A la pequeña cocina,
Marta y ella la llaman la del tamaño de mujer, ya que ningún arquitecto o
constructor consideró que fuera necesario hacer el techo lo suficientemente
alto como para que se acomodara a la altura de un hombre.
Todos los muebles son de la misma madera maciza y pulida. Las paredes
blancas son casi espartanas, salvo por el algún crucifijo o pintura bíblica,
como la de una Virgen con túnica azul que acuna a su bebé (un bebé rubio,
por improbable que fuera eso) y cuyos ojos contienen el conocimiento de un
dolor fútil. La madre de Lore adora las paredes blancas. Con cinco hijos,
solía decir que eran lo único tranquilo de la casa. Una vez, Pablo, el
hermano de Lore, trajo cerillas usadas que había recogido de la parrilla
oxidada de fuera y pintó con ellas por toda su habitación, creando bucles y
remolinos de carbón. Lore recuerda cómo lloraba cuando Papi, después de
haber usado el cinturón, le dio un pincel y un bote de pintura blanca y le
dijo:
—Arréglalo.
Pablo sollozó:
—¡Es lo que he hecho!
Dios sabe cómo hicieron sus padres para criar a esos cinco hijos. Papi
había heredado la tienda de su propio padre en el centro de la ciudad, donde
vendía productos de segunda mano, como joyas y aparatos electrónicos para
el hogar. Mami se quedó en casa hasta que Lore, la última, estuvo por fin en
el colegio, y luego fue a trabajar a la tienda. Su casa era pequeña, de solo
tres habitaciones, y si sus padres tenían problemas de dinero, que debían de
tenerlos, ninguno de los cinco se llegó a enterar. Siempre había suficiente
comida y Mami hacía milagros con la máquina de coser, convirtiendo los
vaqueros que les quedaban pequeños en pantalones cortos, los viejos jerséis
en chalecos y los vestidos en faldas. Los fines de semana, los niños se
turnaban para «ayudar en la tienda», lo que solía significar manchar las
vitrinas con sus huellas dactilares y salir temprano con una moneda de diez
centavos para comprar pistachos en City Drug. Vagaban por la ciudad como
una manada de perros salvajes, asilvestrados y sin miedo. Qué tiempos tan
inocentes. Ahora el mundo es diferente. Aunque quizá todas las
generaciones se sientan así; los niños crecen más aislados de un tipo de
peligro mientras otros superan la penumbra.
—¡Hola, hola! —grita Lore cuando empuja la puerta principal con la
cadera mientras hace equilibrio para aguantar la caja de Holloway's y el
regalo de cumpleaños de su madre: un par de zapatillas de felpa de Dillard’s
para ir por casa. Su madre se merece un pequeño lujo.
El saludo de Lore se pierde entre el ruido. Allí están Marta y Sergio,
Marta con vaqueros en lugar del uniforme, por una vez; y los demás
hermanos, Pablo, Beto y Jorge, con sus esposas: Lisa, la del pelo rubio de
cuento de hadas; Melissa, caracterizada por su sarcasmo y sus tortillas
legendarias; y Christie, quien, a pesar de llevar años formando parte de la
familia, aún no ha encontrado la manera de hacer sonar su voz entre todos.
Mami va por toda la mesa enderezando los bordes de los manteles
individuales y Papi va y viene del patio con bandejas de salchichas y fajitas.
Todos los niños, los once, con edades comprendidas entre los tres y los
quince años, entran y salen de las habitaciones gritando:
—¿Lo has encontrado? ¿Dónde estaba?
Gabriel y Mateo desaparecen entre esa pequeña multitud al instante y
Lore grita tras ellos:
—¿Han saludado a Belo y Bela? —Luego, dirige su atención a los
hermanos, que están sentados con cervezas en mano—. Ay, qué padre.
¿Ninguno de ustedes puede ir a ayudar a Papi?
Pablo, el menor de los tres y el hermano con el que tiene más cercanía,
aparte de Marta, esboza una sonrisa:
—¿Qué, como Fabián no está tienes que venir a fastidiarnos a nosotros o
qué?
Beto, el mayor, se ríe y le da una palmada en el hombro a Pablo. Solo
Jorge suelta un lamento y se levanta.
—Solo llevamos una hora con él, pero madre mía.
—Ah. —Lore sonríe escarmentada y se mete en la cocina para dejar la
caja de Holloway. De la nevera, saca la jarra de vino tinto dulce Carlo Rossi
y llena una copa. Le ha dicho a Mami mil veces que el blanco se enfría,
pero el tinto se sirve a temperatura ambiente. Mami se limita a dar un golpe
con la mano y a decir que, si a Lore no le gusta, no tiene por qué bebérselo.
—¿Puedo ayudar en algo? —pregunta Lore a Mami mientras le da un
beso en la mejilla.
—Parece que ya te has servido —dice Mami a la vez que arquea una ceja
al ver el vino de Lore.
—¿Qué quieres ser? —le pregunta Pablo a Lore—. ¿La olla o la tetera?
Lore se ríe.
—Oh —dice cuando Papi entra con lo que deben ser las últimas bandejas
de carne—, antes de que se me olvide. —Mira hacia el pasillo para
asegurarse de que los oídos de los cuates están fuera del alcance y, con
seriedad, añade—: Mateo es vegetariano ahora.
—¿Vege-qué? —Papi se limpia la frente con una manopla, ignorando la
mirada de Mami.
—Vegetariano —repite Lore en voz baja mientras escucha a los niños
acercarse. Tienen un don para saber cuándo va a servirse la comida—. Ha
visto un programa en la televisión sobre cómo se trata a los animales, no
pregunte, y está dejando la carne como forma de protesta. Gabriel también,
en solidaridad. Y yo también —dice mientras guiña el ojo y agarra un
trocito de salchicha en la boca.
—¡Lore! —regaña Mami, y Lore deja caer la salchicha al plato.
Papi sacude la cabeza.
—Cuando ustedes eran niños, comían lo que les dábamos o no comían.
Los estás chiflando, Dolores.
Lore lucha contra el impulso de arremeter contra él. Son demasiado
parecidos, ella y su padre. Chocan desde siempre.
—Se les permite tener convicciones, Papi. Es algo bueno.
—¡Convicciones! —se burla—. Se olvidarán del tema en una semana.
—Ya veremos.
A la mierda, ahora sí que no va a comer carne, al menos hoy. Si Gabriel
puede mostrar su apoyo, ella también.
—Me parece muy tierno —dice Christie inesperadamente.
Jorge, que ha traído consigo el olor del humo del cigarrillo, dice:
—Claro, a ver si dices lo mismo cuando estemos comiendo pinche tofu.
Christie se sonroja.
—Hay cosas peores.
—El tofu está bastante malo —dice Pablo—. ¿Alguien lo ha probado?
Todos miran a Lore, como si de repente fuera la autoridad en materia de
vegetarianismo.
—Ni siquiera sé qué aspecto tiene —dice ella, y todos se ríen—. ¿Es
blanco? Es blanco, ¿verdad? ¿Y blandito?
—¡Niños! —brama Papi.
Los niños entran corriendo, una estampida de sudor infantil y pelo
alborotado, un par de ellos todavía tienen en la mano un puñado de nueces
de los árboles de atrás. Las madres se levantan para cortar la carne a trocitos
y servir arroz y alubias en cuencos de plástico, mientras los niños mayores
entierran sus torsos en la nevera para buscar la Coca Cola más fría. Mateo y
Gabriel aparecen al lado de Lore, los ojos de Mateo denotan ansiedad al
mirar a su abuelo. Lore lanza una mirada de advertencia a su padre. Papi
dice:
—Los chicos necesitan hierro. ¿Crees que esto lo he conseguido
comiendo brócoli? —Flexiona los brazos para mostrar sus bíceps, todavía
fornidos gracias a las flexiones y dominadas que hace diariamente. Por un
segundo, Gabriel parece indeciso. Pero Mateo aprieta la mandíbula y le dice
a Lore:
—Sin carne.
—Sin carne, pues —dice Lore, y sirve a los dos chicos más arroz y
frijoles.
La comida, como siempre, pasa rápida. Hablan de quién ha llevado a los
niños a ver Historias de Navidad y empiezan a hacer planes para Acción de
Gracias, que será en menos de tres semanas. Un tenso silencio se apodera
de la mesa mientras todos piensan en la Navidad. Entonces, Papi, siempre
un marine, vuelve a sacar el tema de los atentados en los cuarteles de Beirut
el mes pasado, en los que murieron casi doscientos cincuenta marines y
cincuenta y ocho paracaidistas franceses por la explosión de dos camiones
bomba simultáneos.
—Cobardes —dice Papi mientras clava los dientes en una costilla de
cerdo—. Estos «yihadistas islámicos» no son rivales para nosotros en el
campo de batalla, así que atacan mientras descansamos.
—No te preocupes por eso. —Mami mira con atención a Papi—. Hay
algo que necesitamos decirles.
El silencio se acaba.
—¿Qué pasa? —pregunta Jorge con brusquedad—. ¿Es algo de salud?
—No, no. —Mami desestima la idea con la mano. Vuelve a mirar a Papi,
que corta la salchicha con rabia—. Es la tienda.
El temor se instala como un puño detrás de las costillas de Lore.
—Mami, no —exclama Marta.
—¿Qué? —Pablo mira a uno y a otros, como si se le escapara algo—.
¿Hay problemas con la tienda? ¿Tantos problemas, quiero decir?
El cuchillo de Papi golpea el plato y hace que Lore dé un respingo.
—Mijo, ¿qué esperabas? Todo el mundo quiere vender sus mierdas, no
comprar. Es lo que hay.
—No van a cerrarla, ¿no? —pregunta Beto—. ¡Esa tienda lleva ahí
setenta años!
—Setenta y dos, pero ¿crees que eso le importa a alguien? —dice Papi
con amargura.
—¿Y un préstamo? —pregunta Lore, aunque ahora presionan a los
bancos más que nunca para que garanticen la devolución de los préstamos
antes de darlos, y es evidente que sus padres no cumplen esas condiciones.
—Ay, Lore. —El rostro desnudo de Mami se enrojece por la irritación—.
¿Te crees que no lo hemos intentado ya?
—¿Y? —pregunta Lore.
Papi levanta la barbilla.
—El banco dijo que no, así que encontramos otra solución. Un…
prestamista privado.
Ay, Dios mío. Aunque los bancos están fuertemente regulados, hay
docenas de lugares que ofrecen dinero rápido repartidos por la ciudad,
prestamistas de poca monta que otorgan préstamos rápidos a cambio de un
aval, con tipos de interés que rivalizan con los de las tarjetas de crédito.
Despluman a los clientes que tienen dificultades con un interés de hasta el
30 %.
—No estarán atrasados con los pagos, ¿no? —pregunta Lore.
Sus padres no responden.
—¿Cuántos meses?
Mami mira a Papi y se muerde el labio.
—Tres.
—Ay, Mami —Marta pone una mano sobre la de su madre—. ¿Por qué no
nos lo dijeron? Podríamos haberlos ayudado. —Se vuelve hacia Lore—.
¿Qué significa esto?
—¿Pusieron un aval? —pregunta Lore—. ¿El coche? ¿La casa?
Sabe que sus padres casi han terminado de pagarla.
Papi se sienta más erguido. Él y Mami se miran y Lore puede imaginar
las noches de insomnio que han pasado, el pánico en aumento, la tienda con
cada vez más pérdidas. ¿Por qué? ¿Por qué no acudieron a ella?
—La casa —dice Papi, y Lore nota por su voz lo difícil que le resulta
admitir sus penurias y errores ante sus hijos.
—¿Y ahora qué? —le pregunta Marta a Lore alzando la voz—. No van
a… quiero decir, no pueden… embargarles, ¿verdad?
Pueden hacerlo y lo harán. Esos prestamistas privados son poco más que
usureros y, en tiempos como estos, huelen la sangre.
—Depende de las condiciones —dice Lore—. ¿Tienen el documento del
préstamo?
Para cuando Marta saca la tarta red velvet que ha preparado para Mami,
ya han trazado un plan: todos los hermanos colaborarán para ayudar a pagar
el préstamo, lo cual no es un sacrificio menor. A Pablo le preocupa que el
restaurante que regenta quiebre pronto, lo que les dejaría solo con los
ingresos de Lisa, que es profesora. Beto y Melissa son agentes
inmobiliarios. Jorge es director de una escuela, pero a Christie no le han
dado el bono anual en la firma de abogados en la que trabaja como
secretaria. Marta solo trabaja a tiempo parcial y hay rumores en el sector
sobre que, a pesar de la reciente desregulación, se avecina una crisis de
ahorros y préstamos, lo cual no augura nada bueno para el trabajo de Sergio.
Solo sus padres y Fabián trabajan directamente en el comercio minorista y,
sin embargo, la pesada mano de la devaluación del peso ha golpeado a cada
uno de ellos. Todos se tambalean.
Luego está el tema de la jubilación de sus padres. ¿Cuánto han ahorrado?
El año que viene, Papi tendrá derecho al 75 % de sus prestaciones de la
seguridad social, aunque ¿a cuánto asciende eso? Mami no podrá optar a
ello hasta dentro de cuatro años. Papi tiene un 60 % de discapacidad, pero
no sabe lo que recibe por su cheque mensual de la Asociación de Veteranos.
Sus padres son personas privadas y orgullosas. Siempre le ha parecido
indecoroso husmear en sus finanzas. Ahora no tiene otra opción.
Cuando se preparan para irse, Lore recuerda de repente el viaje a DF del
viernes. Siente un hormigueo en la punta de los dedos.
—Ay, hola —le dice a Marta mientras recogen bolsos y bolsas herméticas
llenas de carne—. ¿Podrías recoger a los cuates del colegio el viernes y
quedártelos esa noche? Tengo un viaje de trabajo. Volveré el sábado por la
tarde.
La cara de Marta se ilumina.
—¡Claro que sí! Si hace buen tiempo, podemos llevarlos al rancho.
—Les encantaría. —Lore sonríe agradecida. No hay nada mejor que
alguien a quien quieres ame a tus hijos, y Marta los ama generosa e
incondicionalmente. Si alguna vez les pasara algo a Lore y a Fabián, querría
que los gemelos se quedaran con Marta. El pensamiento le viene solo y se
lo quita de encima con un escalofrío.
CASSIE, 2017

Eran casi las seis y me esperaban cuatro horas de viaje de vuelta a Austin.
Lore y yo estábamos en el camino de entrada a su casa, frente a frente, a
una distancia que normalmente precede a un abrazo, pero con los brazos a
los lados. Era como salir de un trance. Había tanto entre nosotras, quedaba
tanto por decir. El alcance de este proyecto parecía vasto, insondable de
principio a fin.
—Entonces —empezó Lore mientras se protegía los ojos del sol con una
mano—, ¿ahora qué? ¿Cuál es el siguiente paso?
En un mundo ideal (es decir, si tuviera dinero) alquilaría un lugar en
Laredo durante unas semanas, pasaría varias horas al día con Lore y dejaría
que las historias fueran saliendo en un sueño continuo. Pero no había forma
de conseguirlo.
—Bueno, puedo volver a bajar dentro de unas semanas —le dije, aunque
probablemente eso fuera una exageración, a menos que lo convirtiera en
una excursión de un día—. Mientras tanto, me encantaría continuar nuestras
conversaciones por teléfono.
Lore se encogió de hombros.
—Solo necesito que me digas cuándo vas a llamar y yo responderé.
—¿Qué tal a las seis de la tarde?
—Bien.
Entonces, para mi sorpresa, se acercó y trazó lo que parecía una «T» en
mi frente. Era la señal de la cruz. Pude oler el aroma a rosas de su loción
corporal y vi cada pelo gris colocado como un oropel sobre una capa
inferior de color negro. Murmuró algo en español. Noté su aliento suave en
mi cara seguido de un «Que Dios te bendiga y te proteja». Luego, me dio un
fuerte apretón en los hombros y se alejó.
Yo seguía allí plantada, inesperadamente conmovida, cuando Lore cerró
la puerta.
El horizonte de Austin parecía unas lentejuelas plateadas contra la noche
aterciopelada que me daba la bienvenida a casa.
Duke y yo cenamos tarde. Comimos queso a la parrilla y sándwiches de
ternera al estilo texano, y hablamos de Lore mientras nos bebíamos casi dos
botellas de vino. Yo apenas bebí alcohol durante la universidad. No podía
separar el temor de ver a mi padre servirse la primera copa, la rabia por lo
que había provocado en mi familia. Tenía miedo de cualquier parte de él
que pudiera estar latente en mí. Pero con Duke descubrí que el vino
suavizaba mis bordes afilados, hacía del mundo un lugar más habitable. A
veces, me preguntaba si era así como había empezado mi padre. Si todo lo
que acaba en un exceso empieza siendo solo un poco.
Como Dolores y Andrés. Vidas enteras destruidas por culpa de un baile.
Después de la cena, Duke me llevó al dormitorio y me empujó sobre la
cama deshecha con actitud juguetona. Me reí, lo acerqué a mí y dejé que me
sujetara las muñecas por encima de la cabeza. Me besó y mi cuerpo
respondió, aunque mi mente seguía pensando en Lore.
Antes de que pudiera pensarlo dos veces, murmuré contra la boca de
Duke:
—¿Te parece raro que no hayas conocido a mi familia?
Sus labios se quedaron quietos, y dejó caer todo su peso antes de
apoyarse sobre los codos. En el exterior, el pastor alemán del vecino emitió
una serie de ladridos guturales y entrecortados y la luz de los faros de un
coche barrió la habitación a través de nuestras minicortinas enredadas,
iluminando su ceño fruncido.
—No —respondió—. Bueno, tal vez al principio. Durante mucho tiempo,
pensé que era por mí. Porque no estabas segura de lo nuestro.
Se encogió de hombros, un movimiento que pude sentir más que ver, el
destello de un dolor desvanecido.
—¿En serio? No lo sabía.
Se apartó y me miró en la oscuridad.
—No quería presionarte.
—¿Y ahora? —pregunté mientras le pasaba los dedos por el pelo,
trazando el paisaje de su cráneo.
—¿Y ahora qué?
—¿Es raro?
—Bueno, ahora es normal. Es como tú eres.
La respuesta de Duke, aunque era la que pensaba que quería escuchar,
hizo que me invadiera una enorme tristeza. Lore había descrito aquellos
almuerzos dominicales con su familia con tanto detalle, con tanto amor. Me
hizo sentir dolor por algo que nunca había tenido. O que había tenido
brevemente antes de perderlo. Pero, al menos, tenía esos recuerdos de mi
madre, mi padre y yo, cuando creía que éramos felices. Andrew, no. Él
nunca había sido parte de esa familia. Solo tenía a mi padre y yo no sabía
nada de cómo era su vida en común.
Pasé el primer Día de Acción de Gracias y las primeras Navidades
después de haberme ido de Enid en casa de mi nueva compañera de piso,
ruborizándome de placer cuando, en la mañana de Navidad, también había
regalos para mí bajo el árbol. No volví a ver a Andrew hasta el verano.
Corrí hacia él, con los brazos extendidos. Él se agarró a la pierna de nuestro
padre y escondió la cara. Esos tres meses que pasamos juntos se habían
eliminado de su memoria como el unto sebáceo que yo había eliminado de
su piel. Lo sentí como otra muerte.
Sin embargo, ese mismo verano, una vez que Andrew volvió a sentir
afecto por mí, me hice cargo de su rutina de baño nocturno. Cada noche,
examinaba sus brazos regordetes y pálidos, esa barriguita tan suave, la parte
posterior de las rodillas y la nuca. Buscaba marcas que los tropezones que
yo había visto que daba no pudieran explicar. Nunca encontré ninguna. Así
que, cuando llegó agosto, me fui de nuevo. Todavía seguía pensando en su
cuerpecito sin marcas cuando necesitaba autoconvencerme de que estaba
bien, como si esa endeble «prueba» de hacía tanto tiempo significara algo,
como si eso no hubiera podido cambiar un día, una hora, un minuto después
de que me fuera.
—Eh. —Duke me tocó la mejilla y me di cuenta de que estaba llorando
cuando sus pulgares descubrieron mis lágrimas—. ¿Qué pasa?
Quería reírme. Ni siquiera sabía por dónde empezar, pero ya había
empezado. En realidad, había empezado con Lore, quizá por eso sentía el
pasado tan cercano. Era más fácil con un extraño. Era más fácil rendirse
ante la dulce y tierna atracción de la intimidad. No hay nada que perder al
exponerse. Con Duke, tenía todo que perder.
—Es que… echo de menos a Andrew —me excusé—. Soy una hermana
terrible. Me llamó cuando estábamos en la granja y aún no le he devuelto la
llamada.
Duke me acarició el pelo y me besó la comisura de la boca.
—Es difícil tener una relación cercana cuando hay una diferencia de edad
tan grande, es normal.
—Sí. —Sentí que mis ojos se volvían a llenar de lágrimas y luché contra
ellas.
Los labios de Duke encontraron los míos en la oscuridad y dejé que se
abrieran de forma automática, embotados por una decepción que no
acababa de comprender.

A lo largo de las seis semanas siguientes, mis conversaciones con Lore


adquirieron un ritmo cómodo y familiar. A veces, hablábamos durante
horas. De vez en cuando, la interrumpía para aclarar una línea temporal o
para preguntarle cómo se sentía en un momento determinado, tanto en el
presente como en retrospectiva, o para pedirle detalles físicos. Su memoria
era asombrosa; evocaba escenarios y conversaciones con tal detalle que me
preguntaba si rellenaba las lagunas con recreaciones imaginarias. Tal vez un
poco mejores que la realidad o tal vez un poco peores, para darle efecto.
Lore continuó haciendo preguntas directas e intrusivas: ¿Con qué
frecuencia teníamos Duke y yo relaciones sexuales? (Unas tres veces por
semana, normalmente medio dormidos, cuando volvía de trabajar y se
pegaba a mí en la cama; aquello le daba una cualidad onírica que
contrastaba con la agradable sensibilidad que sentía en esa zona por la
mañana, tan real y concreta, un secreto que mi cuerpo llevaba consigo
durante todo el día). ¿Le había sido alguna vez infiel? (No). ¿Cuándo había
visto a mi padre por última vez? (Hacía dos años, un día que me pasé una
hora comprobando todos sus antiguos escondites en busca de alcohol,
sintiéndome de nuevo como si tuviera doce años). Nuestro interrogatorio
mutuo se estaba convirtiendo en una especie de adicción, un experimento
sobre hasta dónde podíamos llegar, cuánta honestidad (o, al menos, cuánta
percepción de honestidad) podíamos exigir. Cuánto podíamos dar.
Un miércoles a principios de septiembre, estaba escribiendo un artículo
para el blog sobre un hombre que había matado a una pareja por haber
eliminado a su hija de la lista de amigos en Facebook. Cuando iba por la
mitad, me llamó Mateo Rivera.
Le había dejado un mensaje en su clínica veterinaria semanas antes, más
o menos a la vez que le había enviado a Gabriel un mensaje en Facebook.
Lore estaba pintando una imagen vívida de su matrimonio con Fabián, una
de amor y también de soledad. Pero muchas mujeres se sentían solas en sus
matrimonios y no por ello tenían una aventura o se casaban con otra
persona al mismo tiempo. Me preguntaba, sobre todo teniendo en cuenta el
contexto de que Fabián hubiera matado más tarde a Andrés, si se estaba
dejando algo en el tintero. Además de Lore, ¿quién lo iba a saber mejor que
Gabriel y Mateo? Me preguntaba cómo habían descubierto la verdad sobre
su madre, cómo llegaron a entender lo que sus padres habían hecho, cómo
sus acciones habían alterado el paisaje de sus vidas, a quién culpaban y
hasta qué punto. ¿Qué les contaba Gabriel a sus hijos para explicar por qué
su abuelo estaba en la cárcel? ¿Cómo se incorporaba este tipo de legado a la
identidad de una familia?
Pero Mateo no me había devuelto la llamada y Gabriel había escrito en
mayúsculas «NO ME INTERESA», como si le estuviera tratando de
convencer de que me comprara algo. Cuando volví a intentarlo, me
respondió: «¡Capte las indirectas y váyase a la mierda!». La agresividad me
sorprendió al principio, y luego me reí. Ya me había imaginado que le
gustaba mucho gritar.
Ahora Mateo quería hablar.
—¿Qué te parece en Chuy's, cerca de Schertz? —preguntó—. ¿A las
siete?
—Vale, me parece bien.
Escribí el resto de publicaciones del blog rápido y corriendo, todas sobre
los típicos asesinatos en los que el culpable siempre es el marido, así pude
concentrarme en pensar las preguntas que le iba a hacer a Mateo. Estaba
agarrando mi bolsa con el ordenador portátil para salir por la puerta cuando
llamó de nuevo: acababan de atropellar al perro de una pareja. Tendrían que
despedirse. Me preguntó si podía ir yo a verlo.
El trayecto de cien kilómetros hacia el sur duró más de dos horas en
medio del tráfico de la hora punta. Eran más de las siete cuando llegué a la
clínica de Mateo, situada en el noreste de San Antonio entre viejos centros
comerciales, restaurantes mexicanos y locales de autoservicio. En la iglesia
católica de al lado, dos imponentes coníferas flanqueaban una fuente de
bronce de la que salían dos chorros de agua clara.
En el interior, la clínica olía a pelo de animal, champú y a ese aroma
rancio que tiene la comida para mascotas. Las paredes eran paneles de
madera de los años ochenta, cubiertos de brillantes lienzos de bulldogs
franceses y gatos siameses. En un acuario situado a lo largo de la pared del
fondo, los peces payaso entraban y salían de cofres del tesoro medio
abiertos. Unos perros invisibles ladraban, creando una cacofonía distante y
desorientadora.
—Aquí también alojamos a las mascotas —explicó la chica que estaba
detrás del mostrador semicircular. Su pelo rubio, trenzado en un lateral,
brillaba bajo las luces fluorescentes. Se presentó como Maggie.
—¿Cómo es trabajar para el Dr. Rivera? —pregunté mientras tomaba
asiento—. ¿Cómo es él?
—¡Ay, es genial! —dijo mientras se sonrojaba.
La miré más de cerca. Estaba claro que le gustaba Mateo. O quizás
hubiera algo entre ellos, dependía de si Mateo era el tipo de hombre que
podía resistirse a una mujer veinte años menor que él. En las fotos, no
llevaba alianza.
—Es muy bueno con los animales —continuó Maggie—. Incluso los
gatitos asustadizos que no hacen más que temblar y esconderse acaban
adorándolo. Sinceramente, eso se ha convertido en uno de mis lemas de
vida: si no le gustas a mi perro, estás tardando en irte.
Antes de que pudiera responder, se abrió una puerta y salió Mateo Rivera.
Llevaba una bata azul y aguantó la puerta para que saliera una pareja de
unos cincuenta años. El hombre llevaba unos vaqueros polvorientos y
zapatos de seguridad con punta de acero, y la mujer apretaba un bolso de
cuero marrón contra el pecho. El hombre acunaba en sus brazos a una figura
envuelta en una toalla. Una pata negra colgaba y la mujer intentaba taparla
mientras lloraba.
Mateo tocó la figura cubierta.
—Tuvo suerte de haberlos tenido a ustedes dos.
El marido asintió bruscamente y estrechó la mano de Mateo antes de salir
por la puerta delantera. La mujer se limpió la nariz y hurgó en el bolso
mientras se acercaba a Maggie en el mostrador.
—No, no—. Mateo le tocó el hombro—. Váyase a casa.
Una nueva película de lágrimas acristaló los ojos de la mujer.
—¿Está seguro?
Mateo asintió con una expresión suave.
—Claro que sí.
—Gracias. —La mujer dejó caer el bolso a su lado—. Que Dios lo
bendiga.
Cuando se fue, la habitación quedó en silencio, con un ambiente pesado.
Pensé en mi perro de la infancia, Wags. Un día, se metió debajo de un
arbusto de gardenias y murió. Le hicimos un funeral en el patio trasero. Yo
había escrito un elogio en mi diario de Piolín. Hubo tardes en las que me
quedé dormida sobre su montículo de tierra.
—Usted debe ser Cassie —dijo Mateo. No vino hacia mí. Me puse de pie.
—Lo lamento —dije—. Debe haber sido difícil.
—Siempre lo es.
Me condujo a un pequeño despacho con un escritorio, tres sillas y una
estantería de caoba demasiado grande y barroca para el espacio. Entre la
cerámica mexicana esmaltada, los diplomas enmarcados de la Universidad
de Texas A&M y los libros de referencia de veterinaria había una foto
enmarcada en blanco y negro de una pareja y cinco niños. Reconocí el
revestimiento de madera detrás de ellos: la casa de los padres de Lore.
—¿Sus abuelos? —le pregunté a Mateo, señalando la foto. Quería
agarrarla, tal vez hacer una foto con mi teléfono.
Mateo se metió detrás del escritorio y asintió.
—La estantería también era suya.
—Es bonita. ¿Cómo eran ellos?
Como no respondió, le dije:
—A esa pareja no le has cobrado nada por la eutanasia.
—No.
Mateo ajustó un calendario de pared que estaba inclinado. Septiembre era
un cachorro de bullmastiff que estaba acostado y somnoliento sobre una
alfombra de piel de oveja.
—La gente entra aquí con un ser querido vivo en sus brazos y se va con
un cuerpo para enterrar o incinerar. Lo último que necesitan es pagar por el
favor.
—Eso le honra. Estoy segura de que lo deben agradecer.
—Compensamos el coste por otro lado. —Mateo sonrió—. El precio por
alojar aquí a tu mascota es exorbitante.
Me reí, sorprendida, y por un momento pareció complacido por mi
reacción, lo cual me resultó inesperado y algo infantil. Su sonrisa se
desvaneció cuando saqué mi grabadora.
—¿Le importa? —le pregunté.
Mateo levantó una mano con actitud seria de nuevo.
—En realidad, voy a ser directo. Creo que es un error que mi madre hable
con usted. No creo que ni usted ni ningún otro periodista quieran hacer lo
correcto para nuestra familia.
—Bueno —me hice eco de su tono seco—, eso ha sido directo. Podría
habérmelo dicho por teléfono y ahorrarme el viaje.
—Esto es una familia. —Se inclinó hacia adelante y la curvatura de su
cuerpo denotaba que aquello era importante para él—. Mi familia. ¿Cómo
se sentiría usted si unos desconocidos llamaran a su puerta, exigiendo que
les hablase del peor momento de su vida, y luego lo publicaran para que lo
viera todo el mundo?
Pensé en el funeral de mi madre, en los amigos y vecinos con los ojos
llorosos y rabiosos, un festín emocional sobre la mala fortuna de mi familia.
—No tengo la sensación de que haya sido el peor momento de la vida de
su madre —dije suavemente—. Al menos, no antes de la muerte de Andrés.
Mateo se estremeció al mencionar el nombre de Andrés.
—Bueno, para nosotros sí lo fue. ¿O acaso no le importa el hecho de que
mi hermano y yo no queramos que se escriba este libro?
—Dr. Rivera, tengo la intención de tratar la historia de su familia con
respeto. Y…
—Precisamente. —Mateo sacudió la cabeza, como si estuviera realmente
desconcertado—. Es nuestra historia. ¿Qué le da derecho a removerla, a
hurgar en ella para su propio beneficio?
Esa palabra: hurgar. Me vi a mí misma como Mateo debía verme: con los
hombros encorvados, el pico largo y el cuello escarlata en forma de signo
de interrogación. Rehuí esa imagen. Un momento después, lo reconsideré.
Tal vez sí fuera un buitre. Al fin y al cabo, aunque la mayoría de la gente ve
la muerte como un final, quienes escriben sobre crímenes ven un principio.
Pensé que eso era hermoso.
—Entiendo que esto es incómodo para usted —dije—. Pero si su madre
quiere hablar conmigo, está en su derecho.
Mateo abrió el cajón poco profundo que había en el centro del escritorio y
sacó una chequera.
—¿Cuánto quiere para reconsiderarlo?
Me salió una risa aguda e incrédula.
—¿Está… está tratando de sobornarme?
Los ojos ámbar de Mateo contenían algo de la franqueza imperturbable de
Lore.
—Nunca ha escrito un libro. Solo tiene unos pocos epígrafes aparte de
ese… —su voz se agudizó— blog. Esto es un gran golpe para usted.
El calor me subió por el cuello, donde sabía que me mancharía la piel
como marcas de unos dedos invisibles.
—Menos mal que no me da miedo sostener un bate.
Su boca se movió, fue casi sonrisa de sorpresa. Hizo rodar un bolígrafo
entre las palmas de las manos: clic, clic, clic. No pude evitarlo: quería saber
cuánto estaba dispuesto a pagar.
—No es mi intención insultarla —dijo—. Recuerdo lo que es empezar,
todo cuesta mucho, está la deuda por los préstamos estudiantiles… Solo
digo que me gustaría ayudarla.
Sin dejar de mirarnos a los ojos, lo cual me hizo sentir irritable y
acalorada, encendí la grabadora.
—No necesito su ayuda financiera, Dr. Rivera. Dígame, ¿sabe su madre
que está haciendo esta «oferta»? —Las esquinas de sus ojos se contrajeron
—. Ya, me lo imaginaba. Es una mujer adulta. ¿Cómo se sentiría al saber
que su hijo no la cree capaz de tomar decisiones razonables por sí misma?
Tamborileó con los dedos sobre el escritorio. Se apreciaba ligeramente un
cuadrado en su muñeca donde, normalmente, debía llevar un reloj de
pulsera.
—Esperaba que pudiéramos mantenerlo entre nosotros.
—Si dijera que sí, querrá decir. —Me reí—. Créame, su madre sabría que
algo pasa si, de repente, decidiera abandonar este proyecto. Lo cual no voy
a hacer por nada del mundo.
Mateo cerró los ojos y apretó los nudillos entre las cejas.
—Así que su respuesta es un «no», entonces.
—Mi respuesta es un «no».
—Casi nos destruye, ¿sabe? —La mandíbula de Mateo estaba afilada,
tensa—. Bueno, sí que nos destruyó, pero nos las arreglamos para seguir
adelante con nuestras vidas. Para volver a estar juntos. Y ahora estamos
aquí de nuevo porque usted cree que es una buena historia.
Sonaba condenatorio, pero sus objeciones ignoraban el hecho de que Lore
quería que escribiera este libro. Él y Gabriel eran los que intentaban
silenciarla. ¿Quién estaba más equivocado aquí?
—Mi madre murió antes de que pudiera preguntarle sobre las elecciones
que había tomado en la vida —dije en voz baja—. No sabe cuánto me
gustaría que hubiera dejado diarios o cartas, cualquier cosa que me ayudara
a entenderla mejor.
Mateo me miró atentamente.
—Lamento escuchar eso.
Asentí con la cabeza. Luego pregunté:
—¿Cree que ha logrado perdonarla?
Esperaba que me ignorara. En lugar de eso, volvió a colocar su chequera
en el cajón y lo cerró.
—Normalmente, sí.
—Pero debe haber sido duro.
Su mirada era distante y rota, como si tratara de mirar demasiadas cosas a
la vez.
—Nos mudamos con mis tíos después de todo aquello. Luego, los dos nos
marchamos de Laredo para ir a la universidad. —Clavó su mirada en mí con
esa inquietante franqueza—. A veces, simplemente, hay que marcharse.
Se me secó la boca y, por un momento, me pregunté si, por alguna razón,
Lore le había hablado de Andrew; si mis secretos estaban realmente a salvo
con ella. Pero no. Lo que pasaba era que Mateo lo entendía. Él también
había salido perjudicado por los secretos de sus padres.
—¿Pero…? —Contuve la respiración, preparada para que recordara quién
era yo y por qué estaba aquí. Aunque, tal vez, también vio algo de sí mismo
en mí.
Se encogió de hombros.
—Es mi madre.
La intrincada historia que había en esas palabras, la generosidad de su
corazón, hizo que las venas me palpitasen en las muñecas.
—¿Qué hay de Gabriel? —le pregunté—. ¿Fue capaz de mantener una
relación con su madre?
—No hasta que llegaron los niños. —Mateo le dio la vuelta a un marco
que había sobre el escritorio: Joseph y Michael, lo sabía por el Facebook de
Gabriel. Se los veía entrecerrando los ojos ante la cámara, con las narices
blancas por la crema solar y los bañadores caídos por el agua y la arena.
Sonreí.
—Son adorables. ¿Y usted? ¿No tiene hijos?
Mateo volvió a darle la vuelta al marco y lo sostuvo para mirar el cabello
al viento y los brillantes dientes de leche de sus sobrinos.
—No.
—¿Y qué hay de su padre? ¿Cómo es su relación con él?
No levantó la vista de la foto.
—Él está ahí dentro, yo estoy aquí fuera. Es difícil encontrar… puntos de
conexión.
—¿Qué opina sobre lo que hizo?
Mateo dejó el marco sobre el escritorio con demasiada fuerza; se cayó, y
lo enderezó.
—¿Se imagina lo que es abrirle la puerta a alguien y que te diga que todo
lo que crees saber sobre alguien a quien amas es mentira? —La voz de
Mateo temblaba; los diez dedos presionaban con fuerza el escritorio—.
Hizo lo que sintió que debía hacer. Por supuesto, desearía que no lo hubiera
hecho. Desearía que nada de esto hubiera sucedido, por eso mismo —dijo
mientras se ponía de pie— también desearía que se olvidara todo este
maldito asunto. Por favor —añadió como última súplica—. Piense en mis
sobrinos.
—Algún día se van a enterar igual —dije—. Al menos, así, lo escucharán
con las palabras de su abuela.
Así, cara a cara, Mateo me volvió a recordar a un galgo: los músculos y
los tendones rugosos, los ojos dulces y brillantes. Extendió una mano hacia
la puerta.
—Con sus palabras, querrá decir.
LORE, 2017

En septiembre, conduje hasta San Antonio para celebrar mi cumpleaños


con los cuates. No les gustaba que condujera. Mateo dijo que vendría a
Laredo. Podríamos ir al Asador Palenque o adonde yo quisiera. Pero por el
amor de Dios, cumplía sesenta y siete años, no noventa. Mi nivel de azúcar
en sangre era «ligeramente elevado, algo que hay que vigilar» y mi cuerpo
tardaba más en calentarse por las mañanas, las rodillas se me bloqueaban,
tenía los tobillos rígidos… Pero incluso los Rolex necesitan de un
movimiento constante para seguir dando la hora. Llevaba a Crusoe, con
toda su energía, a dar un paseo de tres kilómetros casi todas las tardes.
Reconocía la sensación de la tierra húmeda bajo mis uñas, el sol a mi
espalda, y era entonces cuando me sentía joven. Me recordaba a cuando
Marta y yo de pequeñas cavábamos agujeros en la hierba seca del patio
trasero, sacando gusanos plateados y fríos de su escondite.
Además, el objetivo era salir de Laredo, escapar de la rutina durante un
rato. Hablar con Cassie me agitaba. Hacía que deseara cosas.
Sin embargo, admito que las autopistas me ponían nerviosa. Cómo de
repente los dos carriles de la I-35 se convertían en tres, luego en cuatro, con
salidas a un lado y a otro, una tras otra. Cuando pasé por delante de ese
mural de un niño con alas de ángel que había en el hospital, me santigüé y
luego di un giro repentino a la izquierda para salir por la 281. Estaba
sudando, pero con una sonrisa. Me alegré de haberle dicho a Gabriel que
quería venir antes, en lugar de ir hacia allá mañana. Daría cualquier cosa
por mis nietos, ¿pero viajar por carretera con ellos? No, gracias.
Pasé el Pearl a mi izquierda y los edificios de apartamentos a mi derecha.
Ahora que había dejado atrás todo el mugrero del centro de la ciudad, había
suaves colinas y robles verdes y espesos a mi alrededor. Mientras me dirigía
a la casa de Mateo, cerca de La Cantera, sentí que mi visión se ampliaba,
exactamente como solía sentirme cuando el avión aterrizaba en el DF.
Como si antes tuviera visión de túnel y ahora no. También podía respirar
más profundo. Me dieron ganas de llorar: no necesitaba más que esto, un
pequeño viaje a San Antonio.
En los cinco años transcurridos desde mi jubilación, mi vida se había
vuelto muy pequeña. Una de las partes más crueles de envejecer es lo
innecesario que te vuelves, como un globo de helio que se escapa de la
mano de un niño y queda flotando y olvidado, a la deriva hacia el inevitable
estallido. De repente, volvía a ser necesaria: para Cassie y su ambición y
para mi familia. Dependía de mí definir nuestro legado.
Mateo hizo risotto de parmesano para cenar. Estábamos los dos solos en
la casa que había comprado tras su divorcio hacía dos años. Todavía no
estaba segura de lo que había pasado exactamente entre él y Liane. Supuse
que era por el estrés y las dificultades económicas de la FIV. Mateo nunca
hablaba de ello. Era como Fabián en ese sentido, guardaba sus decepciones.
Ahora tenía cuarenta y seis años. Tendría que casarse con alguien mucho
más joven si quería tener hijos. Y si no lo hacía, bueno, se salvaría de
ciertos desengaños, sí, pero ¿qué pasaría cuando fuera viejo y yo ya no
estuviera? Hacía mucho que no necesitaba que cuidara de él, pero odiaba
imaginármelo tan solito, aquí. Cada vez que le preguntaba si había conocido
a alguien o si estaba en alguna de esas aplicaciones de citas, sonreía y decía:
—Cuando haya alguien que merezca la pena conocer, la conocerás.
Después de la cena, nos acomodamos en el gran sofá gris y hojeamos lo
que daban en la tele. Cuando vi Dateline, dije:
—Ah, eso.
Mateo me miró con las cejas levantadas.
—¿Desde cuándo?
Nunca me había gustado mucho el «crimen real». Incluso el nombre me
parecía ridículo. Un crimen es un crimen. Solo en el relato se convertía en
verdadero o falso, y apuesto a que, en su mayoría, era falso, porque todo el
mundo tenía sus propios intereses. Pero ahora sentía curiosidad. Cassie me
había dicho que solía ver este programa con su madre. Quería ver si podía
sentir lo que ella sentía entonces.
El episodio comenzó con una vista aérea de una mansión en medio de
hectáreas de terreno verde. Una voz de fondo habló de «peleas explosivas,
aventuras tórridas, secretos mortales… y una trama perversa». Entonces, la
reportera rubia empezó a interrogar a un médico sobre la mujer con la que
se había casado. Había fotos en blanco y negro del anuario universitario. El
médico decía que «era cariñosa y me apoyaba. Estuvo ahí cuando tenía que
estudiar muchas horas».
Resoplé.
—¿Qué? —Mateo estaba medio sonriendo, como si estuviera dispuesto a
participar en la broma.
—Nada —dije—. Es que odio que los hombres describan a sus esposas en
relación con ellos mismos.
La reportera seguía hablando de que la esposa acabaría obteniendo su
propio doctorado.
—¿Ves? ¿Le has oído decir que era inteligente o ambiciosa? —Mateo se
rio.
—Es un clip de dos segundos, mamá.
La reportera, ataviada con un vestido de encaje fucsia, preguntó: «Cuando
se dieron el “sí, quiero”, ¿ambos estaban convencidos?».
El médico miró hacia abajo y hacia la derecha. ¿Significaba eso que
estaba a punto de decir una mentira o que estaba pensando? Nunca me
acordaba.
—Yo, sí —respondió.
La pareja se hizo rica, al parecer, y la esposa «desarrolló un gran apetito»
por las cosas finas. Llegaban las facturas mensuales de la tarjeta de crédito
con cargos de cuarenta mil dólares. Era una madre de tres hijos que no
trabajaba y tenía una niñera a tiempo completo, que había creado clubes de
lectura y de cocina y que salía cuatro noches a la semana, mientras que el
médico, aparentemente, trabajaba día y noche para mantenerlos, aunque, al
menos yo, nunca había oído hablar de un podólogo que trabajara de noche.
Con el tiempo, él empezó a tener una aventura.
—Ah, pues, qué bueno, después de todo encontró algo de tiempo —dije
con disfrute.
Mateo se puso rígido. Había metido la pata. Me lanzó el mando a
distancia.
—Mañana me levantaré temprano para ir a correr. Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, mijito.
Me puse de pie y le di un beso en la mejilla. Su cuerpo se mantuvo rígido
y supe que ya no quería estar aquí conmigo, pensando en Andrés y en mí y
en Fabián, en Cassie y en el libro. Puse en pausa el programa y esperé a que
subiera las escaleras para reanudarlo.
Vi el resto del episodio. Qué bárbaro. Habían empezado como si el
médico fuera la víctima y, ahora, él y su nueva novia se ofrecían a pagar a
un vendedor de coches cien mil dólares para que atropellara a la esposa y
que pareciera un accidente. Al parecer, el dinero estaba complicando el
proceso de divorcio. Pero el vendedor de coches no estaba hecho para ser
un asesino a sueldo. Acudió a la policía y llevó un micrófono para sus
siguientes conversaciones. El médico y la novia fueron detenidos.
—Ándale pues —dije, satisfecha. Me pareció que todo el asunto consistía
en castigar a una mujer que quería demasiado y me alegré de que no se
hubieran salido con la suya.
Más tarde, en la cama, busqué en Google a la esposa. Vi una conferencia
de prensa en la que ella había impulsado un proyecto de ley que impondría
penas más estrictas por conspiración para cometer un asesinato. Estaba
elegante y serena, llevaba un vestido negro con cinturón y botones dorados
y el pelo oscuro y liso por encima de los hombros. El único momento en el
que le tembló la voz fue cuando dijo que al vendedor de coches le habían
dicho que si la hija mayor de la pareja, que tenía necesidades especiales,
estaba en el coche con la esposa, que así fuera. Pero si los otros dos niños
estaban allí, no debía llevar a cabo el atentado. Dijo que le costaba mucho
levantarse cada día, pero que lo hacía por el bien de sus hijos.
El programa era entretenido, tengo que reconocerlo, pero lo único que me
pareció real fue el temblor en la voz de esta mujer cuando hablaba de sus
hijos, que a mí me sonó menos a pena y más a rabia.

El sábado por la mañana, antes de que Gabriel y su familia llegaran a la


ciudad, Mateo me invitó a ir de compras a La Cantera. Compró un café con
hielo y esperó en una de esas mesas de hierro que hay fuera de Nordstrom
mientras yo me probaba blusas de seda estampadas y vaqueros ajustados
(esos diseñadores de moda deben partirse de risa, ya no se molestan en
ocultar para quién está pensada su ropa) antes de meterme, finalmente, en
un vestido rojo. La tela era rígida a la altura del corpiño, que sujetaba y
recogía bien, y se ensanchaba suavemente de la cintura para abajo.
Qué vergüenza, esa joven vendedora instándome a ponerme en un
pedestal circular, a considerar el ajuste desde todos los ángulos. Intenté
quitármela de encima diciendo que no se preocupara, que así estaba bien,
pero insistió. Hacía tanto tiempo que no me miraba de verdad y, ahora,
estábamos las dos aquí, dando testimonio de mi cuerpo con un vestido rojo.
Me sentí como si estuviera diciendo: Todavía estoy viva. Sigo siendo una
mujer.
Aquella noche, Mateo consiguió que un amigo cuidara de Michael y de
Joseph para que él, Gabriel, Brenda y yo pudiéramos hacer la cena de mi
cumpleaños en el River Walk. Bajé las escaleras (había tantas escaleras en
esa pinche casa de pueblo de tres pisos), me sentía tímida y estaba
sonrojada; la tela roja se agitaba en torno a mis rodillas mientras recogía
rápidamente el bolso y el teléfono. Fue Michael, de cinco años y ojos de
color leche quemada, quien dijo:
—¡Güela, pareces una princesa!
Me invadió un enorme sentimiento de amor.
—No, precioso —contesté mientras me inclinaba para besarlo—. Parezco
una reina.
Lo cierto es que todavía hacía demasiado calor para sentarse fuera, pero
insistí, con ganas de presenciar las luces, las risas, el lánguido ir y venir de
aquellos barcos turísticos rojos por el río. Así que nos sentamos en una
mesa con un mantel blanco y pedimos vino. Suspiré con una sonrisa en la
boca al ver a los cuates escudriñar los menús con la misma atención que
cuando eran niños.
Ya no eran idénticos, Gabriel y Mateo. Mateo estaba entrenando para el
Maratón Rock 'n' Roll de diciembre. Ya corría dieciséis kilómetros los
sábados por la mañana, como un loco. Tenía un aspecto… vital, nada se
había desperdiciado. Era tan guapo… Como Fabián, aunque era Gabriel el
que tenía una constitución similar a la de su padre, con esos hombros que
parecían una bola de bolos, el pecho ancho y la panza aún firme, aunque
estaba lejos de ser plana. Ser entrenador de baloncesto no era lo mismo que
jugar, y apuesto a que echaba de menos aquellos días: las zapatillas
chirriando sobre el suelo pulido, el balón aterrizando en sus manos. Quería
jugar en la universidad, pero después de todo lo ocurrido, el primer año no
había sido fácil para él.
—¿Cómo va todo con la periodista?
Gabriel me miró mientras arrancaba la mitad del pan de masa fermentada
de su corteza y lo hundía en el humus de ajo. Brenda, pequeña,
controladora, testaruda, el tipo de persona que solo necesita dormir cuatro
horas por las noches, lo observó con una ceja arqueada. A lo mejor lo tenía
a dieta, pero no se notaba.
Sonreí al recordar aquel primer día con Cassie. Pedimos sushi en Posh
para cenar y ella insistió en pagar, aunque la vi dudar cuando abrió la
cartera, como si estuviera decidiendo qué tarjeta elegir. Le metí un billete de
veinte en el bolso cuando no miraba, como hacía siempre con los cuates
cuando volvían a la universidad después de una visita de fin de semana. Me
pareció más joven de lo que ella parecía sentirse y yo me sentí bien por
poder cuidar de alguien.
Desde entonces esperaba con ansias nuestras llamadas nocturnas. A
veces, nos comunicábamos por FaceTime mientras cenábamos tristes sobras
de comida o sándwiches. Marta tenía un restaurante y ahora hacía catering.
A veces, traía bandejas de fajitas o enchiladas de mole que podían durar
semanas. Cassie dijo que ella también vivía de las sobras que traía su
prometido.
—Va bien. —Me sentí protectora. El pasado había estado esperando allí,
con un resquicio de luz tras una puerta cerrada, y era mío.
—No te ha pedido que firmases nada, ¿verdad? —preguntó Mateo,
cortante.
Tomé un sorbo de chianti. Había luces blancas en los árboles y ventanas
iluminadas al otro lado del río. Me pregunté quiénes estarían dentro, qué
mentiras les debían contar a las personas que amaban. Pensé en Cassie y en
su madre. En Mami y en mí. El mundo estaba repleto de secretos de madres
y preguntas sin respuesta de hijas. Me acordé de las estanterías de libros del
apartamento de Andrés en Tlatelolco, con lomos de colores como peces en
un acuario. Imagina un libro sobre mí en una estantería así.
—No, Mateo —contesté—. Te lo diría si lo hiciera. No soy estúpida.
No pude evitar fijarme en que, a pesar de haber estado toda la noche
anterior a solas conmigo, no me lo había preguntado hasta hoy, con Gabriel
como apoyo. Siempre eran así.
—La verdad es que ha sido agradable poder contar mi historia.
Gabriel se burló:
—Bueno, estoy seguro de que no quiero leerlo.
Sentí un pinchazo en el pecho por la decepción, aunque no me sorprendía.
No me gusta ser sexista, pero esa es la diferencia entre hombres y mujeres.
Las mujeres son detectives del corazón, buscan constantemente, mientras
que los hombres prefieren no ver lo que tienen delante.
Mateo se dirigió a Gabriel como si yo no estuviera allí.
—Si somos realistas, es probable que ese libro no llegue muy lejos.
¿Qué quería decir eso? ¿Que mi historia no era lo suficientemente
interesante para los editores?
—Bueno, por el bien de todos nosotros, deberíamos desear que sí llegue
lejos —dije—. De lo contrario, ese otro escritor podría entrar en escena de
nuevo.
Llamé al gringo de Nueva York después de ese primer fin de semana con
Cassie. Sonaba tan engreído, como si supiera que iba a cambiar de opinión.
Su voz se debilitó cuando le dije que había decidido hablar con otra
persona.
—Lamento escuchar eso —dijo, y luego quiso saber quién era. Después
me lo imaginé como un perro, lamiéndose las heridas, incapaz de resistir un
último chasquido—. Te deseo suerte, ya que has elegido a una don nadie.
—Te lo dije —soltó Brenda inesperadamente mientras miraba a Gabriel.
Él se sonrojó.
—Brenda —dijo seguido de un siseo.
Brenda desvió la mirada de él a Mateo, que de repente no podía apartar
los ojos de los patos que se paseaban entre las mesas con la esperanza de
conseguir restos. Algo apareció en su expresión.
—Mierda —dijo ella. Y aunque, normalmente, por mera costumbre, los
regañaba por decir palabrotas, esta vez lo dejé pasar.
—¿Qué? —Me centré en Mateo—. Dime.
Apartó su plato de pan y tomó un sorbo de agua.
—Nosotros… —Su nosotros siempre incluía a Gabriel. Y a veces solo se
refería a Gabriel—. Yo le ofrecí dinero a la periodista para que dejara todo
el asunto. Supuse que te lo habría dicho.
—Ya le dije a Gabriel que no tenía ningún sentido. —Brenda se pasó una
mano por la coleta, que de por sí ya estaba lisa. No se había movido ni un
solo pelo, incluso con esta humedad—. Y entonces, ¿qué? ¿Que el otro tipo
vuelva a acechar? Ese a ti no te cayó bien, ¿verdad, Lore?
—Así es.
Me sorprendió lo firme que sonaba mi voz, porque por dentro estaba
temblando de rabia. Podía sentir que Gabriel también la desprendía, así que
supuse que debió ser idea suya. Poco elegante y burda, pero debieron pensar
que, tal vez, si la presentaba Mateo, había alguna posibilidad. Pero Cassie
había dicho que no. Sentí afecto por ella y, a la vez, irritación porque no me
lo hubiera dicho.
—Eso fue una estupidez —le dije directamente a Gabriel—. ¿Y cómo te
atreves a ir a mis espaldas de esa manera?
Gabriel resopló.
—Tiene gracia viniendo de ti, mamá. En serio.
—He hablado con papá —dijo Mateo, un cambio de tema abrupto cuando
la camarera vino a colocar los platos ante nosotros. Sonrió para disculparse
por la interrupción.
—¿Bendecimos la mesa? —preguntó Gabriel una vez que se fue la
camarera.
Él y Brenda iban a una megaiglesia de Dallas, pero seguían haciendo las
bendiciones católicas. Por lo visto, uno podía elegir qué sí y qué no. Nos
agarramos las manos con fuerza e inclinamos la cabeza.
—He hablado con papá —empezó de nuevo Mateo tras la oración. Hizo
girar un tenedor en su pasta primavera. Todavía era vegetariano, después de
todos estos años—. Dice que ella le ha hecho un par de peticiones para
hacer una entrevista. Es muy persistente, ¿no?
Corté una gamba por la mitad, la ensarté con el tenedor y la envolví en
una capa de espagueti. Si tuviera una hija, me hubiera gustado que la
llamaran «persistente».
—Ya me lo contó ella —dije secamente. Eso, al menos, sí me lo había
dicho. No me gustó, aunque sabía que Fabián diría que no—. Y una mujer
necesita ser persistente en este mundo.
—Oh, ¿así que ahora también eres feminista? —Gabriel puso los ojos en
blanco.
Brenda le dio un golpe en el hombro.
—Todos deberíamos ser feministas.
—Ustedes dos —les dije a los cuates—, miradme.
Lo hicieron. Eran hombres, sí, pero yo era su madre. Me iban a escuchar.
No tenían otra opción.
—Recuerden —dije mientras rememoraba algo que Cassie me había
contado sobre su madre— que quien cuenta la historia tiene el poder.
—También hay poder en la negación —dijo Brenda, la abogada del
pinche diablo.
¿Y tú qué sabes?, quise preguntarle. Pero dejé que mi mirada pasara sobre
ella, de vuelta a los cuates.
Gabriel dio un trago osado de vino.
—Entonces, ¿qué? ¿Estás diciendo que debo hablar con ella? No. De
ninguna manera.
—Solo estoy diciendo —continué— que yo tampoco he hablado de nada
de esto. Pero tal vez sea el momento.
Gabriel se detuvo antes de golpear la mesa con la palma de la mano.
—Hablas como si todo esto fuera algo que te pasó a ti, solo a ti, algo que
necesitas «procesar». Debe ser agradable que te traten como una víctima en
lugar de…
—Nunca me he hecho la víctima —dije. Cada palabra era afilada, de
vidrio soplado y cristalino—. ¿Me oyen? Y no voy a empezar ahora.
CASSIE, 2017

Unos días después de mi conversación con Mateo Rivera, abrí Facebook


para buscar a Gabriel. Se había convertido en un hábito, tan reconfortante
como leer mi foro favorito. Gabriel y Brenda se negaban a hablar conmigo
y, sin embargo, mostraban su casa, sus hijos y su vida privada a completos
desconocidos en internet. A veces, publicaban desde el mismo parque o
restaurante, y yo veía el mundo desde los ojos de ambos simultáneamente.
Brenda prefería los filtros que aumentaban el contraste, haciendo que el
mundo pareciera hiperrealista, casi hostil. Gabriel utilizaba a menudo el
blanco y negro o el sepia en sus hijos, y lo subtitulaba con cosas como
«Todo lo que aprendí sobre ser padre, lo aprendí de mi padre» y «No hay
amor como el de un padre. Gracias por todo, papá». Qué bonito, aunque
dudaba de que Fabián tuviera acceso a Facebook en la cárcel.
El expediente de Fabián incluía media docena de entrevistas grabadas en
vídeo. Alquilé un videograbador en internet por dos dólares al día, mucho
más barato que cualquier opción que hubiera encontrado para convertirlas a
otro formato. En la noche libre de Duke, sostuve la primera cinta en alto.
—¿Cinta policial and chill? —pregunté.
Duke levantó la vista de su chat de grupo de Fantasy Football. Por un
segundo, pareció desconcertado y luego comprendió. Hizo una mueca.
—Sabes que eso no es lo mío, Cass.
—Venga ya. —Introduje la cinta en el videograbador y el clic y el
zumbido me hicieron retroceder a un millón de momentos de mi infancia—.
Será divertido.
La palabra diversión era estridente y estaba fuera de lugar, pero quería
hacerle entender por qué me importaba, que viera esta parte de mí. Así que
abrí una botella de vino e incluso, con un poco de vergüenza, preparé
palomitas. Finalmente, se encogió de hombros y dejó el teléfono a un lado.
Nos acomodamos juntos, con los dedos llenos de mantequilla rozándose los
unos contra los otros al meter las manos en el bol de acero inoxidable.
Las imágenes me resultaron familiares al instante: la habitación gris, el
espejo de dos caras, las sillas metálicas que traqueteaban. ¿Cuántas
habitaciones como esta había visto en la televisión a lo largo de los años,
empezando por aquellas noches de viernes con mi madre? Es tan
reconfortante sentir que pronto lo sabrás todo; que durante una hora existe
la certeza. Aunque esto era diferente —en bruto, sin editar, sin resumir—,
sentí un placer pavloviano cuando empezó la entrevista.
En la cinta, el detective Ben Cortez estaba delgado, con un bigote a lo
Tom Selleck. El otro detective, Manuel Zamora, tenía una voz suave,
llevaba una coleta gris y mangas blancas remangadas justo por debajo del
codo. Zamora era claramente el líder. Tenía presencia.
Entonces apareció Fabián, que cobró vida ante mis ojos.
—Es tan joven —murmuré mientras miraba a Duke, con su mata de rizos
rubios. Duke y el Fabián del vídeo se llevaban pocos años. ¿Cómo
reaccionaría Duke si un desconocido llamara a la puerta y dijera ser mi
marido? ¿Si realmente fuera mi marido?
La entrevista comenzó con Zamora estableciendo nombres, fechas y la
relación de Fabián con Lore. Cuando llegó a Andrés, el tono cambió.
—Se nota que eres un tipo inteligente —dijo Zamora—. Seguro que te
enteraste de lo de la aventura. Dime, ¿cuándo lo supiste?
Fabián se frotó la barba negra, ligeramente desaliñada.
—El viernes.
—Cuando Russo llamó a la puerta —añadió Zamora.
Fabián asintió.
—¿A qué hora fue eso?
—No lo sé. Las cuatro. Las cinco. No llevaba la cuenta.
—Es fácil perder la cuenta cuando uno no tiene trabajo, ¿verdad? —dijo
Zamora con simpatía—. Esta puta recesión, te digo.
Fabián cruzó y descruzó los brazos.
—Muy bien. —Zamora se inclinó—. Así que Russo llamó a la puerta
sobre las cuatro o cinco del viernes. Pero no fue entonces cuando te
enteraste, ¿verdad?
—Sí, fue entonces. —Fabián se giró para mirar a Cortez, que se paseaba
tranquilamente detrás de él—. Mira, todavía estoy tratando de entenderlo.
Cortez negó con la cabeza.
—Puro pedo, güey.
—¿Tú crees? —dijo Zamora.
—¿Qué están diciendo? —preguntó Duke.
—¿Crees que hablo mexicano de repente? —dije riendo—. Pero,
obviamente, piensan que les está mintiendo.
—Bueno, es poco probable que no tuviera siquiera una ligera sospechosa
—dijo Duke—. ¿No crees?
Me miró con algo parecido a la esperanza.
—Probablemente —dije, aunque me dolía un poco. Pulsé el botón de
pausa—. ¿Qué harías tú? —solté.
El brazo de Duke rozó el mío al ir a por su copa de vino.
—¿Si estuvieras casada en secreto con otra persona?
—Sí.
—Eso explicaría por qué no hemos planeado nada para la boda.
Estaba de broma, pero sentí igualmente la puñalada, la pregunta que se
escondía detrás de sus palabras. Le di un golpe en el hombro.
—En serio.
—¿En serio? —Tomó un sorbo de vino—. Bueno, no creo que vaya a
matar a nadie, si es eso lo que quieres preguntar.
—Pero ¿cómo te sentirías? —presioné, buscaba algo, aunque no sabía
decir qué.
Duke dejó su copa en la mesita y se movió en el asiento para apoyar una
rodilla sobre la mía.
—¿Cómo crees que me sentiría, Cass? Si llegaras a ocultarme algo así, a
hacer algo así… Me sentiría como si me hubieras arrancado el puto
corazón.
Asentí con la cabeza. Supongo que necesitaba saber que le iba a doler.
Entonces se me ocurrió algo.
—Pero pongamos que lo he hecho. Y tú te enteras de la misma forma que
Fabián. ¿Con quién estarías más enfadado, conmigo o con el otro tipo, que
claramente tampoco sabía nada de ti?
—Si doy por hecho que no estás tratando de decirme algo… —Duke se
quedó sin palabras—. Contigo. Pero tal vez sería más fácil desfogarme con
él. Con alguien a quien no amara, ¿sabes?
—Tiene sentido.
Andrés como sustituto de Lore. Entrelacé mis dedos con los de Duke y
apreté, luego presioné play.
—Vamos —le dijo Cortez a Zamora, como si estuvieran discutiendo una
jugada de fútbol—. ¿Cuántos años has estado casado?
—Veintitrés —contestó Zamora.
—Yo, desde el año pasado —dijo Cortez. Volvió a mirar a Fabián—. Así
que aquí estamos, este tipo con veintitrés años de matrimonio a sus espaldas
y yo con uno, los dos extremos del espectro, y —mirando a Zamora— ¿te
imaginas no saber si tu vieja está liada con otro? Y solo estoy hablando de
cuernos, ni siquiera de todo lo demás.
Zamora se encogió de hombros.
—Las mujeres —le dijo a Fabián— son mucho más astutas que los
hombres, ¿verdad? Nos dan mil vueltas.
Fabián no dijo nada.
—Tu esposa es bien inteligente, ¿verdad? No estaba nada mal contar con
su sueldo en estos tiempos.
—¡Uf! —dijo Duke.
—Pero tanto viaje —siguió Zamora—, ¿no te molestaba?
—Claro que sí —espetó Fabián—. Igual que me molestó perder mi
negocio. Igual que me molestó no poder encontrar trabajo. Eso no significa
que haya matado a alguien.
—No, no —dijo Zamora con una carcajada mientras se echaba hacia atrás
en su silla—. Nadie ha dicho eso. Solo estamos tratando de averiguar qué
ha pasado.
Le interrogaron durante la siguiente hora. Primero le arengaron sobre la
cronología de los hechos. Fabián seguía diciendo que había estado en casa
toda la noche, después de volver del rancho de su cuñado a las ocho.
Después retomaron el tema de si sabía o no lo de la aventura. Le dijeron que
un vecino le había visto gritarle a Andrés.
—¡Joder, claro que le grité! —Fabián pasó de mirar a Zamora a mirar a
Cortez, tenía los puños cerrados—. ¿Tú no lo harías?
Cortez dijo sombríamente:
—Al chile que sí. Yo haría mucho más que eso.
Zamora añadió:
—A este güey le quitarían la placa, seguro. ¿Y sabes qué? —Cambió de
posición y bajó la voz—. No lo culparía.
—Le dije que se fuera de mi propiedad —dijo Fabián con los dientes
apretados—. Lo hizo. Esa fue la última vez que lo vi. ¿Puedo irme?
Zamora suspiró y cerró el bloc de notas.
—Fabián, hemos buscado huellas por toda la habitación. En todos los
sitios que se te puedan ocurrir y, probablemente, en algunos que ni te
esperarías. Así que, si estuviste allí, se va a ver muy mal si no nos lo
cuentas ahora. Si fuiste para hablar, las cosas se te fueron de las manos, tal
vez se te echó encima… Ahora es cuando podemos ayudarte. Fabián —dijo
de nuevo, más bajito—, queremos ayudarte. No te merecías esto… lo que
ella te hizo.
Observé a Fabián con atención. Su espalda estaba rígida, su pecho
palpitaba con respiraciones superficiales. No haría falta mucho más para
que explotara.
—No tuve nada que ver con la muerte de ese hombre. —Fabián hablaba
con tranquilidad, pero ver el esfuerzo que le suponía, con todos los
músculos de su cara tensos, era extenuante—. Tampoco Lore. Ella estuvo
con los cuates toda la tarde y, después, estuvimos todos juntos en casa el
resto de la noche.
Tomé el mando, rebobiné la cinta.
—¿Qué? —Duke se volvió hacia mí, sorprendido. Me di cuenta de que
había estado observando con tanta atención como yo.
—No lo sé. Probablemente nada. —Pulsé play.
Fabián:
—No tuve nada que ver con la muerte de ese hombre. Tampoco Lore.
Ella estuvo con los cuates toda la tarde y, después, estuvimos todos juntos
en casa el resto de la noche.
Pulsé pausa. Duke me miró inquisitivamente.
—¿Qué pasa?
—Es por la forma en que Fabián lo ha presentado, «Ella estuvo con los
cuates toda la tarde», antes de decir que estuvieron juntos en casa el resto de
la noche. —Me quedé mirando a Fabián en la pantalla. Sus dedos se
agarraban a los bordes de la mesa de metal y tenía los hombros curvados
hacia delante, como si estuviera a punto de tirarse hacia abajo—. Todo el
mundo dice que ella le dio una coartada, pero ¿no te suena como si… fuera
él el que le está dando una coartada a ella?
Duke frunció el ceño.
—Podría ser cualquiera de las dos cosas. ¿Por qué?
Dejé el bol de palomitas a un lado, me limpié las manos y agarré el
portátil de la mesita.
—Bueno, hice una línea temporal de ese último día —dije mientras abría
el documento—. ¿Ves? Si estoy en lo cierto, hay una extraña laguna en la
coartada de Lore que no aparece en el informe policial. En los momentos
importantes, su coartada es sólida: en Wendy’s con los gemelos para
comprar Frosties, luego una película, luego una llamada a su hermana.
—Sí…
—Andrés dejó una nota para ella en el banco esa tarde que nunca se
encontró —continué—. Ella dijo que decía «Lo siento, te echaba de
menos». Acababa de enterarse de que estaba casada con otro, así que tal vez
quiso dejarla en vilo con ese mensaje tan críptico. Pero hay algo que no me
cuadra. Si fueras él, ¿no estarías desesperado por hablar con ella para
aclararlo, esperando que todo fuera un error? Y si no supieras dónde
encontrarla, ¿no te asegurarías de que ella pudiera dar contigo?
Duke se frotó la quemadura en la articulación que se había hecho en una
fiesta hacía años, contra el reposabrazos del sofá.
—Supongo que sí. Quiero decir, a menos que hubiera decidido echarse
atrás después de eso, volver a casa.
—Pero no lo hizo. Todavía tenía una habitación en el Hotel Botanica.
Supongo que quizá volvió allí y buscó la dirección de los Rivera en la guía
telefónica, ya sabes que los hoteles solían tener siempre guías telefónicas, y
luego fue a su casa para enfrentarse a ella.
—Sí, tal vez ese fuera su plan. —Duke se encogió de hombros, como si
esto lo resolviera todo—. Ir ahí para verla. Así que por eso no dejó su
información de contacto.
—Pero la cosa es ¿cómo sabía Fabián en qué habitación estaba? —
Cuanto más hablaba de ello, más extraño parecía. Piezas que casi
encajaban, pero no del todo. Me levanté y empecé a caminar—. El vecino
escuchó a Andrés decirle a Fabián en qué motel estaba, no en qué
habitación. El empleado del motel dijo que Fabián nunca pasó por
recepción a preguntar. Nadie más en el motel afirmó que Fabián hubiera
llamado a sus puertas buscando a alguien. Entonces, ¿cómo lo supo?
Duke parecía perplejo.
—Bueno, ¿qué dice Lore al respecto?
—¡Nada! Me cierra el paso cada vez que le pregunto. Así que
pongámonos en este supuesto: ¿y si Andrés le dijo a Lore en esa nota dónde
se alojaba y ella fue directamente a verlo después de salir del banco? ¿Y si,
después, intencionadamente o no, le dijo a Fabián dónde encontrarlo?
Era la primera vez que decía esas palabras en voz alta. Me sentí como si
abriera un cofre del tesoro, el crujido ante un posible destello de oro. Mi
corazón palpitaba. Duke miraba al Fabian que salía en la tele, como si
pudiera dirigirse a nosotros y explicarlo todo.
—Aunque eso fuera así —dijo Duke, lentamente—, ese tal Fabián
confesó, ¿no?
—Sí, pero la confesión fue una condición de su acuerdo de culpabilidad.
Y sin su huella, las pruebas son sobre todo circunstanciales.
—¿Qué quieres decir, Cass? —Duke arrancó un trozo de papel del rollo
que había traído a la mesa de café para limpiarse las manos de una forma
casi agresiva—. ¿Que no lo hizo?
Pensé en todos los libros, programas y pódcasts sobre crímenes que
habían sacado a la luz condenas erróneas a lo largo de los años y algo
animal se agitó en mí, una nariz que olfateaba y una mandíbula muy abierta,
un hambre. Pero, entonces, vi las fotos de la escena del crimen en mi mente:
las sábanas y la colcha desordenadas en un solo lado de la cama. Dos
minibotellas de whisky, solo un vaso. La huella de Fabián. Fabián fue visto
en el motel después de las diez, precisamente dentro del espacio de tiempo
en el que coincidiría la hora de la muerte de Andrés. Ni rastro de ningún
otro sospechoso, Lore incluida, en la habitación.
Me mordí el interior de la mejilla y me dejé caer al lado de Duke.
—No lo sé. Siento que pasaron cosas que no constan en los informes
policiales ni en los documentos judiciales.
Duke se apartó, casi imperceptiblemente, pero lo noté.
—Vale, pero si no cambia el resultado y Lore no quiere hablar de ello,
¿por qué es asunto tuyo?
Porque es una especie de honor, quise decir, descubrir, paso a paso, cómo
terminó la vida de alguien. Duke quizá lo viera como una exhumación
innecesaria, una explotación de lo que debería ser privado, enterrado. Yo
veía la revelación de la verdad sobre la muerte de alguien como una forma
de decir que su vida importaba.
—Esto no es el blog, lo sabes, ¿no? —Duque señaló con un gesto la
televisión, como si quisiera recordarme que Fabián, que todos ellos, eran
seres humanos, a diferencia, supongo, de todos esos otros seres humanos
cuyos trágicos finales me servían de entretenimiento—. Estás escribiendo
un libro sobre la doble vida de esta mujer con su permiso, y eso no está mal.
Bien por ti. ¿Pero empezar a remover las cosas sobre el asesinato cuando
todo apunta a que fue él y ha confesado? Tiene pinta de que traería mucho
dolor a mucha gente, ¿y para qué? —Hizo una pausa y me atrapó
mirándome fijamente—. ¿Para qué, Cass?
Agarré el mando del videograbador. No había duda de lo que quería decir.
Pensaba que estaba dispuesta a hacer daño a dos familias por mi carrera,
una carrera que nunca había entendido y que, probablemente, había
esperado en secreto que nunca fuera más allá de escribir en algún blog.
«Bien por ti».
—Tengo el deber de averiguar la verdad —dije.
Y si el deber también me emocionaba un poco, no había nada que pudiera
hacer al respecto.
LORE, 1983

Lore se encuentra con su posible cliente, David de la Garza, en la Hostería


de Santo Domingo, un edificio en el Centro Histórico de un color rosa
empalidecido por el sol. La alegre y modesta planta baja es un bullicio y
tiene banderitas de papel ondeando en el techo, mientras que el salón del
segundo piso es todo suelos de madera pulida y techos con vidrieras. Este es
uno de los restaurantes más antiguos de Ciudad de México, le dice el Sr. de
la Garza, de forma algo innecesaria, ya que el año de apertura (1860) figura
de forma destacada en los menús de papel.
—Tiene que probar los chiles en nogada —dice el Sr. de la Garza con una
entrañable avidez infantil. Como la mayoría de los clientes mexicanos del
banco, es evidente que considera importante ser un buen anfitrión.
Ambos piden los chiles en nogada y el mezcal Gusano Rojo y, cuando el
señor de la Garza le ofrece un cigarrillo, ella acepta. Tiene las puntas de los
dedos manchadas de amarillo, aunque los dientes bajo su oscuro bigote se
ven fuertes y blancos.
—Solo fumo en el DF —admite Lore con una risa al dar su primera
calada. Dios mío, qué bien sienta. Un camino de regreso a sí misma.
—Qué casualidad —dice el Sr. de la Garza—, yo también.
Ríen y brindan cuando llega el mezcal y pasa una hora antes de que
empiecen a hablar de negocios. El Sr. de la Garza habla de su empresa con
el orgullo típico de un propietario, el mismo orgullo que hay en la voz de
Fabián, el mismo orgullo que ella creció escuchando en la voz de su padre.
También escucha algo más: preocupación.
—Hace bien en considerar la posibilidad de depositar en un banco de
Estados Unidos ahora mismo —dice Lore mientras moja los últimos
bocados de su pimiento relleno en salsa cremosa—. Predecimos que habrá
una devaluación anual del treinta por ciento el próximo año. Me temo que
las cosas van a empeorar antes de mejorar.
—Pero los bancos estadounidenses tienen problemas. —El Sr. de la Garza
aparta el plato y toma el paquete de cigarrillos. Se lo ofrece a Lore, y ella
acepta—. ¿Me equivoco?
Se refiere, por supuesto, a la deuda de México. El año pasado, México
había necesitado más de ocho mil millones de dólares al año para pagar los
intereses a los bancos estadounidenses. Trece de los mayores bancos
podrían perder sesenta mil millones de dólares, casi la mitad de todo su
capital, si México se hunde; y si México se hunde, el resto de América
Latina le seguirá, lo cual hará que caiga todo el sistema financiero
internacional.
—Debe saber que no somos un banco grande —dice Lore—. Somos un
banco comunitario, un banco fronterizo: el 40 % de nuestros depósitos
proceden de ciudadanos mexicanos. Si el peso sigue cayendo mientras el
dólar se mantiene estable, el valor de sus cien mil se multiplicará
significativamente. Es una inversión estable y de bajo riesgo para su
negocio, y no tiene que preocuparse de que nos hundamos con los grandes.
—Mmm. —El Sr. de la Garza la estudia pensativo.
Lore da un sorbo a su segundo cóctel.
—Pero si eso no le convence, también me tiene a mí como su banquera.
Y eso significa que tiene a alguien que se preocupa por su negocio y que se
dedica a servirle. Considero a mis clientes como parte de la familia. Y la
familia lo es todo. ¿No le parece?
El Sr. de la Garza se echa hacia atrás en su asiento y echa humo hacia el
techo. Lore sonríe al camarero, que recoge los platos con discreción.
—Está bien, pues. —El Sr. de la Garza habla con el cigarrillo en la boca y
se inclina hacia adelante para extender la mano derecha—. Todavía creo en
sellar un trato con un apretón de manos.
Lore le aferra la mano.
—Bienvenido a la familia.

El restaurante no está lejos del bar La Opera. Aturdida por su éxito y por la
resplandeciente belleza del Zócalo, Lore piensa en la voz de Andrés cuando
han hablado antes desde el teléfono del hotel:
—No veo la hora.
Por algún motivo, ese «no veo la hora» sonaba a verdadero y urgente,
como si la espera pudiera matarlo.
No recuerda la última vez que sintió una anticipación tan exquisita, todo
lo que la rodea se vuelve nítido y luminoso: el torbellino de peatones, los
ventanales dorados del Palacio, el cartel de neón de Feliz Navidad que
palpita con la locura propia de cuando se acercan las fiestas. Apenas puede
tomar aliento. Su pecho es una caja de música a la que se le ha dado cuerda
una y otra vez y ya no se le puede dar más.
Anoche, le preguntó a Fabián por teléfono:
—¿Cuándo vas a venir a casa?
Fabián suspiró.
—No lo sé, Lore. Estoy haciendo todo que puedo.
Y es cierto: está cerrando ventas y, desde esta semana, dejó de cobrar su
sueldo para no tener que despedir a nadie más tan encima de las vacaciones.
—Ha pasado un mes —dijo ella.
—Y puede que sean otros seis —espetó Fabián—. ¿Cuál es la alternativa?
Lore pensó en sus padres, en el riesgo que corrieron con el préstamo, en
el cartel de Liquidación por cierre en la puerta de la tienda. Ahora, era ella
la que suspiraba.
—Tienes razón. Yo defenderé el fuerte.
Un momento de silencio, una flor que se abre.
—Gracias, equipo —dijo Fabián en voz baja—. Sé que no te lo digo lo
suficiente, pero aprecio todo lo que estás haciendo. Te aprecio.
Hacía mucho que Fabián no le decía que la apreciaba. Años, tal vez. Ella
era como un buen soldado que mantenía sus vidas regimentadas y fuera de
problemas, y a los buenos soldados no se les reconoce hasta que, tal vez, les
vuelan la pierna y les dan una medalla para colgarla en la solapa.
Demasiado poco; demasiado tarde.
Esa noche, en la ducha, se depiló las piernas. Se depiló la línea del bikini.
Se puso el sujetador y las bragas más bonitos que tenía, los de encaje negro
que compró en Bealls para el San Valentín de hacía unos años. No era más
que un cuerpo que llevaba a cabo movimientos que no significaban nada a
menos que su mente les diera un significado, y su mente se negaba a darles
un significado. Era una mujer que se depilaba en la ducha y se ponía ropa
interior bonita. Sin más.
Todavía puedes dar media vuelta, se dice cuando ve de lejos el bar. Las
ventanas son como ojos cerrados, el interior está oculto por unas cortinas
escarlata. No es demasiado tarde.
Pone la mano en el pomo de la puerta.
En el interior: cabinas de terciopelo rojo, papel pintado de damasco, arcos
y techos de madera ornamentados. Se queda en la puerta y, durante unos
segundos mortificantes, está segura de que la ha dejado plantada. Casi
espera que lo haya hecho. Entonces, vuelve a pensar en su voz grave y
ronca y es como si lo invocara: él levanta un brazo desde la barra y ella se
da cuenta, por su sonrisa, de que la ha estado observando desde que entró.
Allá vamos, piensa ella.
—Hola, doctor —saluda tratado de mantener un tono desenfadado
mientras se acerca a él.
Andrés lleva pantalones oscuros y una chaqueta de lino ligeramente
arrugada, aunque ya está bien entrado el otoño. En la penumbra, sus ojos
verdes son todo pupila. Lleva el pelo detrás de las orejas. La sombra de una
barba incipiente enmarca sus labios, que son tan perfectos que parecen
dibujados a mano. Aquellos rasgos se habían desvanecido en su memoria.
Ahora están increíblemente vívidos.
—Hola, Sra. Crusoe —dice, y ahí está esa voz, familiar pero extraña—.
Empezaba a preguntarme si ibas a presentarte.
—Perdón. —Lore se desliza contra la barra lacada en oscuro. La solapa
de su chaqueta le roza el pecho—. El cliente quería una última copa para
celebrarlo.
—¿Conseguiste el trato? —La voz de Andrés se agudiza, y Lore se ríe,
agradecida por su entusiasmo.
—Sí, a falta de ver el depósito en el banco.
Andrés sonríe.
—¿Acaso alguien puede resistirse a ti?
—Hasta ahora, no —bromea Lore, y pide un martini sucio, algo tan
glamuroso como ella se siente—. ¿Cómo fue una parte de tu día? —
pregunta con una leve sonrisa.
—Lo cierto es que —contesta él mientras sujeta el vaso de whisky—, mi
hija, Penélope, tuvo que ir al hospital esta mañana. Apendicitis. Ya sabes
que mi padre era cirujano, así que me he criado entre hospitales, pero
cuando es tu hija la que está en esa camilla… —Sacude la cabeza.
Lore abre la boca para contarle a Andrés el accidente de coche que
sufrieron ella y los cuates cuando los niños tenían cuatro años (por el espejo
retrovisor, vio la cabeza de Gabriel torcerse hacia la izquierda de tal forma,
que estaba segura de que al abrir la puerta se lo encontraría con el cuello
roto). Entonces, se da cuenta de lo que está a punto de hacer y para.
—No puedo ni imaginármelo —dice en su lugar, y espera que él pueda
notar el sentimiento en su voz, aquel sentimiento de pérdida que, aunque
solo duró un momento, a ella le parecieron un millón de años hasta que
descubrió que ambos cuates estaban bien—. Andrés, ¿qué haces aquí?
Deberías estar con ella.
Sonríe y le toca la mano.
—Gracias, pero Rosana está pasando la noche allí. Carlitos está en casa
con su padrastro.
—No sabía que Rosana se había vuelto a casar. —Lore da un sorbo a su
Martini y disfruta del amargor—. ¿Qué piensas de él?
Andrés mira fijamente la alcoba de espejos integrada en la barra de
madera, donde sus reflejos se esconden tras las oscuras botellas.
—Es bueno con ella y con mis hijos. Eso es lo único que importa.
Los hombres no quieren hablar de sus ex. Incluso ella, que solo ha estado
con un hombre, lo entiende, pero necesita saber cuán en serio va esto, cuán
en serio podría haber ido, si las cosas fueran diferentes. (Si las cosas fueran
diferentes. Curiosa la prudencia con la que su mente formula la frase).
—¿Qué pasó entre vosotros? —pregunta Lore—. Entre Rosana y tú.
Andrés no parece sorprendido por la pregunta. Apoya un codo en la barra
y rasga una servilleta húmeda sin darse cuenta.
—¿No te importa hablar de esto?
—Si me importara, no preguntaría.
Él asiente con la cabeza.
—Ya te conté que nos casamos jóvenes, a los veinticuatro años, y tuvimos
a Penélope al año siguiente. Yo todavía era nuevo en el DF, estaba
estudiando para obtener mi maestría, sentí que había mucho por vivir
todavía y que había… renunciado a ello. Así era como lo veía. Que el
matrimonio y los hijos eran un sacrificio, en lugar de un regalo.
Lore traga, la vergüenza resbala garganta abajo.
—No fui un buen marido —continúa a la vez que da golpecitos en el
borde de su vaso sobre la barra—. Me inventaba cualquier excusa para no
estar en casa: estudiar, trabajar. Entonces empecé a salir con amigos de la
UNAM. Íbamos a las cantinas más viejas, más mierdosas y más
maravillosas. Bebíamos tequila con los viejos desde la tarde hasta el cierre,
todos tratábamos de escapar de algo: las esposas, los hijos, el aburrimiento,
los recuerdos. Íbamos a bares clandestinos escondidos en sótanos y detrás
de los congeladores de los restaurantes. Íbamos a clubes y bailábamos hasta
que saliera el sol. Y, mientras tanto, Rosana estaba en casa con Penélope,
que lloraba cuando me iba y lloraba cuando regresaba. El tono de ese
maldito llanto me daba ganas de gritar.
Lore hace una mueca de dolor.
—Lo sé. —Andrés aprieta la mandíbula—. Encima, Rosana tenía
problemas con la lactancia y Penélope no quería tomar biberón. Así que
Penélope estaba hambrienta y débil, perdía peso… Y ahí estaba Rosana, sin
dormir y recuperándose de una cesárea. Entonces, un día, llegué a casa y no
estaban. Resulta que Rosana ya llevaba medio día en el hospital. Mastitis.
La infección se había agravado tanto que estuvo ingresada una semana, le
tuvieron que dar antibióticos fuertes. Y yo ni siquiera me había dado cuenta.
—Madre mía —dice Lore, sintiendo pena por Rosana.
Piensa en la de veces que Fabián se despertaba con ella para las primeras
tomas nocturnas, en cómo siempre ayudaba a colocar a los niños junto a sus
pechos y en cómo, una vez acomodada con almohadas bajo ambos brazos,
le preparaba tortillas calientes con mantequilla para que recobrara energías.
Cuando sus pezones se agrietaban y sangraban, él les aplicaba vaselina con
la punta del dedo meñique. Los dos estaban muy cansados, pero ella
recuerda esas primeras semanas con un cariño borroso, el recuerdo sensorial
de piel contra piel. Esto fue antes de que llegara la ansiedad de Lore, con
todas aquellas terribles fantasías sobre la muerte. Antes de que el poder de
verla dar a luz se desvaneciera de la memoria de Fabián. Antes de que la
cruel banalidad de la maternidad se impusiera.
—Lo sé —dice Andrés—. Su padre me dijo que era el momento de dar un
paso al frente y mejorar, pero yo no sabía cómo hacerlo. —Da los últimos
sorbos al aguado whisky—. Tuvieron que pasar dos años antes de que,
finalmente, entrara en razón. Para entonces, ya era demasiado tarde. Rosana
nunca volvió a verme de la misma manera.
—Pero ¿cuánto tiempo estuvisteis casados después de eso?
Andrés sonríe irónicamente.
—Diez años.
—¿Y en todo ese tiempo…?
—Fuimos buenos el uno con el otro. —Detrás de ellos, se escucha un
repentino estallido de risas. Andrés espera a que el grupo se calme antes de
continuar—. Pero nunca más hubo esa intimidad, ni siquiera cuando quedó
embarazada de Carlitos. Pensé que un nuevo bebé era nuestra oportunidad.
Para entonces, no necesitaba mi ayuda. No existe en el mundo una madre
más capaz —dice con un inconfundible orgullo y, por primera vez, Lore
siente cómo se le clava un dardo de celos, directo al corazón.
—¿Y por qué terminó finalmente? —pregunta.
—Encontró a alguien a quien podía ver con ojos nuevos.
Lore se obliga a mirarle, en lugar de a las aceitunas de su vaso vacío.
—¿Tuvo una aventura?
—Echando la vista atrás, me sorprende que no hubiera ocurrido antes. —
Andrés le hace un gesto al camarero y piden otra ronda—. Ya no la culpo,
pero mentiría si dijera que no la odié durante un tiempo. Todos esos años
expiando, ¿y para qué?
Lore siente cómo algo se le rompe lentamente en el pecho. Él se merece
algo mejor que lo que ella está haciendo. Si continúan, ella va a hacerle
daño. Va a hacerles daño a todos. Siente esto de la misma manera que un
volcán inactivo debe sentir su propio potencial de destrucción. Aunque, en
este momento, el calor es un ardor, está contenido. Puede controlarlo. Lo
controlará.
Andrés se ríe, incómodo.
—Bueno, si ya pensabas de antes que no era un buen partido…
Lore desliza una mano hacia la parte posterior de su cabeza y, antes de
pararse a pensarlo, antes incluso de estar decidida, atrae su boca hacia la de
ella. Los labios de Andrés se abren a la vez que apoya una mano debajo de
sus caderas, donde ella desea que la toque, que la apriete, que la arrastre
más cerca. Al cabo de unos instantes, levanta esa mano para acariciar su
nuca, un toque tan íntimo que la hace estremecerse. Hay un rugido sordo en
sus oídos y algo se desprende, una parte de ella, justo en el momento en el
que se revela otra parte.
—Mmm. —Andrés suspira, sonriendo, mientras se alejan—. Llevo tres
meses pensando en esto.
—Yo también. —Lore agarra, temblando, su martini, sin darse cuenta de
que se lo han cambiado. Parpadea con fuerza contra las lágrimas para
obligarlas a desaparecer.
—¿Y qué hay de ti? —pregunta tan suavemente como lo permite el ruido
del bar—. ¿Cuándo fue tu última relación?
Lore se paraliza. Todavía no le ha contado ninguna mentira, aparte de que
la línea telefónica de su casa tiene problemas para recibir llamadas, y no
quiere empezar. Una vez que lo hace, ve cómo las mentiras se acumulan,
ladrillo tras ladrillo, en una fortaleza diseñada para proteger, pero la
protección significa separación, significa que nunca estarán tan cerca como
él cree o ella quiere, y un error, un detalle mal recordado, será suficiente
para derribar todo el conjunto, enterrándolos a ambos bajo sus escombros.
—El año pasado —dice ella. Al fin y al cabo, piensa, es cierto: ella y
Fabián estuvieron juntos el año pasado, igual que lo han estado cada año
desde que ella tenía diecisiete años.
—¿Cuánto tiempo?
—Fuimos novios en el instituto. —Lore se odia a sí misma por hablar de
Fabián en tiempo pasado, por hablar de él. Él no debe estar aquí, con esta
versión de ella. Toca su medallón, una disculpa silenciosa. Es peligroso
llevarlo, pero también es importante mantener este trozo de Fabián y los
cuates cerca. El anillo de boda está guardado en el compartimento interior
de su bolso.
Andrés levanta las cejas.
—Así que estuvisteis juntos tanto tiempo como Rosana y yo. —Lore
asiente—. ¿Qué pasó?
Cuando Lore, muchos años después, piense en esta pregunta,
comprenderá que no fue la recesión o la soledad lo que la trajo aquí. No fue
que ya no amara a Fabián o que quisiera que su matrimonio terminara. Era
otro tipo de anhelo. Una sospecha desconocida de que había más en ella de
lo que había llegado a comprobar, y solo enamorándose podría descubrirlo,
porque solo entonces volvemos a ser nuevos para nosotros mismos.
—No estoy muy segura. —Lore pasa la punta de un dedo por el borde del
vaso y trata de no imaginar a Fabián ahora mismo, dando vueltas en la
habitación de invitados de Joseph Guerra—. Tal vez, simplemente, nos
alejamos el uno del otro.
—¿Os separasteis, quieres decir? —pregunta Andrés y, después de un
momento, Lore asiente, aunque en realidad no era eso lo que quería decir.
Beben una ronda más en el bar La Ópera y, entonces, Andrés toma a Lore
de la mano y se chocan con la gente entre la multitud, riendo, para que él
pueda enseñarle un agujero en el techo de yeso; un recuerdo,
supuestamente, de una de las balas de Pancho Villa. En el momento en que
se pasean por el Zócalo de la mano, Lore está llena de felicidad con sabor a
martini. En algún momento, a pesar de las risas de Andrés, ella se quita los
tacones de charol y los mete en el bolso. Prefiere el polvo de la calle a las
ampollas hinchadas.
Finalmente, Lore levanta la vista para mirarlo y pregunta:
—¿Has traído la moto?
Con los pies descalzos, su cabeza le llega justo al hombro. La luz de la
luna suaviza sus rasgos, aunque su perfil mantiene una seriedad
aristocrática.
—Sí, pero no estoy seguro de que estés en condiciones de montar —dice
mientras le da un codazo juguetón.
Lore se ríe. En su ciudad, la gente se refiere a los tiempos de conducción
por el número de cervezas que se pueden beber durante el trayecto: de
Laredo a San Antonio son tres cervezas si te lo tomas con calma; de Laredo
a Houston es un paquete de seis.
—Todo lo que tengo que hacer es sujetarme, ¿no? —pregunta Lore.
—Bueno, sí. —Un brillo aparece en sus ojos—. Con fuerza.
—Estoy bastante segura de que puedo hacer eso.
—Entonces… ¿te dejo en tu hotel?
—Pensaba que querías mostrarme las vistas desde tu apartamento.
Y entonces se apresuran, como si ambos supieran que ella podría cambiar
de opinión en cualquier momento. Las manos de Lore tiemblan al volver a
ponerse los zapatos. Se pega a él, aprieta los muslos alrededor de los de él y
rodea su cintura con los brazos. Él le ha vuelto a dar su casco y, cada vez
que frena, el peso de este tira de la cabeza de ella hacia delante hasta chocar
ligeramente con la de él. Puede ver la sonrisa de Andrés en el espejo lateral.
Se queda mirando sus manos agarradas al manillar y se las imagina
deslizándose por su tórax, rodeando los pechos, rozando los pezones con los
pulgares. Para cuando llegan a Tlatelolco, un complejo residencial tan
grande que parece una ciudad dentro de otra, está desesperada por saber qué
debe sentirse al tenerlo dentro.
Aparcan y suben al ascensor hasta la décima planta del edificio de
Andrés. Se quedan de pie contra la pared, con la tensión crepitando entre
sus cuerpos hasta que se abren las puertas y Andrés la conduce a su
apartamento, tanteando la llave, riendo.
—Ya hemos llegado. —Andrés se hace a un lado para que ella pueda
echar un vistazo al pequeño sofá marrón, a la silla de cuero arrugado y a las
estanterías abarrotadas que ocupan toda una pared. Puede ver varias fotos
enmarcadas de 20x25, seguramente de sus hijos, aunque no logra distinguir
sus caras desde donde está. Hay una mochila azul de niño en un rincón, un
ejemplar de Pedro Páramo abierto en la mesita de centro de madera. La
alfombra está desgastada en algunas partes y a las paredes azul pálido les
vendría bien una nueva capa de pintura, pero ¡las vistas! Desde los tres
grandes ventanales de la sala de estar, una lluvia de luces brilla ante ellos.
—Es precioso —murmura Lore.
—Sí —dice Andrés, aunque la está mirando a ella.
Ella le quita la chaqueta, sus manos hacen un recorrido desde su espalda
hasta la curva de su culo y le agarra las nalgas. Él la levanta y ella le rodea
con las piernas mientras se dirigen a trompicones hacia un corto pasillo.
Abre de un empujón una puerta con la mano libre y ya están en su cama;
una cama simple, sin el toque femenino de tener media docena de
almohadas. Lore quiere que se dé prisa, que le haga cruzar la línea más allá
de lo irreversible. Él se toma su tiempo. Aparta la tela centímetro a
centímetro para presionar con sus cálidos labios cada nuevo trozo de piel.
Ella se retuerce, gime; él se ríe suavemente y se muerde el labio inferior
mientras levanta la vista tras bajarle la cremallera.
—¿Todo bien, Srta. Crusoe?
—¡No! —Ella se mete los pulgares por la cintura de los pantalones e
inclina las caderas para quitárselos. Él le agarra las muñecas y las sujeta
contra la cama.
—¿Por qué tanta prisa? —pregunta Andrés con ese tono perverso que a
veces tiene por teléfono y que suena más sexy porque le sorprende su
reacción y aún más por escucharla en persona, con ese brillo en los ojos que
tiene a juego.
Le besa las piernas mientras le baja los pantalones: el interior de las
rodillas, los tobillos. Le saca los pantalones sin quitarle los zapatos y se
toma un momento para mirarla. En el hotel, antes de la cena, ella había
hecho lo mismo: estudiarse en el espejo. El pelo negro, suavemente rizado
por los rulos eléctricos. Los ojos ahumados y deseosos de que la noche la
lleve donde la tenga que llevar. El cuerpo, recatado en una blusa de seda
blanca metida dentro de unos pantalones negros, con su cinturón dorado
favorito ondeando a la luz. ¿Pero debajo de todo eso? Se había quedado
observando los pezones grandes y oscuros como dianas y la turgencia de
sus pechos con ese sujetador de encaje negro, sabiendo que, sin su soporte,
colgarían más abajo que antes de que las hambrientas bocas de los chicos
los encontraran. La robusta anchura de sus caderas y la suavidad de su bajo
vientre, las estrías, finas y blanquecinas, que serpenteaban como una cinta
métrica desde los muslos hasta el culo; un culo demasiado grande para el
pequeño trozo de tela que pretendía cubrirlo. Si la viera así, ¿podría
adivinar que es madre?
Ahora, ella contiene la respiración a la espera de que él vea toda esta
historia en su cuerpo. Lo único que dice es:
—Por Dios, eres hermosa.
Y ella se siente hermosa, no solo bajo la mirada de Andrés, sino también
bajo la suya propia. Aprecia el brillo dorado de su piel a la luz de la luna, la
suavidad de su cuerpo, la fuerza de sus curvas. Entonces, él le desata los
zapatos y se los quita con cuidado. Ella se acuerda de sus ampollas
burbujeantes y de lo sucias y negras que debe tener las plantas. Él se ríe,
confirmando sus temores.
Ella también se ríe y levanta los tobillos.
—Voy a ensuciar la cama.
—¿De verdad crees que me importa?
Los labios de él se acercan al interior de sus muslos. Ella jadea cuando la
besa a través del encaje negro. El calor provocador de su aliento, el roce de
un dedo contra la tela que, al rozarle la piel, siente fría por su propia
humedad. Gime y levanta de nuevo las caderas para frotarse contra las
manos de él, que se deslizan por su cuerpo. Le mete la lengua en la boca y
aparta el encaje. Un dedo, luego dos, hundidos profundamente en ella,
moviéndose. Cuando está ya desesperadamente cerca de llegar, saca los
dedos y arrastra las bragas con ellos, dejándola sin aliento ante la realidad:
ya está hecho.
Mira los ojos de Andrés, la ferocidad del deseo, y agarra sus pantalones y
bóxers por la cadera. Saca un preservativo de un cajón de la mesita y se lo
pone con una pericia rápida y febril, lo cual hace que ella se pregunte quién
fue la última que estuvo en su cama y cuándo. Y, entonces, con una
pregunta en los ojos que Lore responde envolviendo las piernas a su
alrededor, se desliza dentro de ella y hace que tenga que ahogar un jadeo.
Sus cuerpos encuentran rápidamente el ritmo, otro, y luego otro. Ya no
queda espacio para la duda o la recriminación. El sudor de Andrés huele a
algodón húmedo y ella lo besa en su piel, lo lame con sus labios. Es
exactamente como ella imaginaba, excepto por una cosa: Fabián, que
observa desde la esquina.
¿Por qué?, pregunta Fabián. ¿Qué he hecho?
Nada, le dice Lore, queriendo que mire hacia otro lado, pero también
queriendo que siga mirando, que la vea de verdad. No es por ti.
Al acabar, Andrés apoya su frente contra la de ella. Respira con dificultad
y Lore no está segura de lo que se supone que viene después. En su casa,
Fabián la saca, le da un beso y se queda dormido al instante, mientras que
ella se escabulle de la cama para limpiarse, orinar y, así, evitar una
infección de orina. En casa, el sexo es casual y sin complicaciones, como
cualquier otra actividad física necesaria pero mundana. Después, la vida se
reanuda. Y eso no es malo. Cuesta conseguir ese tipo de comodidad y
confianza. La capacidad de reírse de los sonidos que hacen sus cuerpos —
los golpes de la carne blanda, los ruidos de un vientre lleno—, de tener sexo
a la luz del día (no es que lo hagan a menudo, con dos casi adolescentes y
tantas cosas en sus vidas, pero aun así), donde cada bulto y cicatriz y estría
tiene una historia que ambos entienden.
¿Pero es suficiente?
Más tarde, Lore verá que fue entonces cuando se le ocurrió la idea, poco
definida y a medias. Que quizá no todas las aventuras se deban a una
carencia en la relación primaria; quizás algunas sean un simple
complemento. Quizá cada relación pueda iluminar diferentes partes del ser,
como un prisma girado primero hacia un lado y luego hacia el otro, hacia la
luz. Quizá amar y recibir el amor de una sola persona a la vez sea atrapar al
yo en una versión única y congelada, y es esto lo que nos hace buscar en
otra parte.
—¿Qué tal una ducha? —Andrés besa la mandíbula de Lore y ella se
estremece, hipersensible.
—Vale —contesta, sonriendo.
Al apartarse, vuelve a ser consciente de sí misma. Andrés sigue mirándola
con desnudo aprecio y ella trata de volver a verse así.
En el baño, Andrés enciende solo una luz tenue. Abre los grifos, prueba el
agua y, antes de tirar de la palanca para cambiar la bañera por la ducha, saca
una pequeña toalla de debajo del lavabo.
—Siéntate —dice con una sonrisa mientras señala el borde más alejado
de la bañera.
Lore obedece sin entender, sorprendida por el erotismo de su
incertidumbre. Entonces, Andrés se arrodilla junto a la bañera, sumerge la
toalla en el agua caliente y comienza a lavarle los pies con suavidad.
CASSIE, 2017

Los dos hijos de Andrés, Penélope y Carlos, tenían cuarenta y nueve y


cuarenta y seis años. Penélope era profesora de Psicología en la UNAM, la
misma universidad donde Andrés había dado clases. Carlos, según ponía en
Facebook, era batería en una banda, aunque su página de eventos rara vez
se actualizaba. Su foto de perfil (cabeza agachada, baquetas en la mano,
pelo sudado en los ojos) tenía dos años. Penélope no me había devuelto las
llamadas ni los correos electrónicos y no estaba segura de si Carlos había
visto mis mensajes de Facebook. La hermana de Lore, Marta, que había
estado al teléfono con Lore mientras Fabián era visto en el Hotel Botanica,
no quería hablar. Pero con una breve búsqueda en Google, localicé a su
marido, Sergio. Estaba trabajando y me dijo que me llamaría cuando
pudiera. Si llegaba a oídos de Lore que estaba investigando por mi cuenta el
último día de Andrés, le diría que estaba cumpliendo con mi parte del
acuerdo: no preguntarle al respecto, ya que, de todas formas, se negaba a
responder.
La semana después de ver las cintas policiales de Fabián, tuve suerte con
el antiguo compañero de Lore, Óscar Martínez. Óscar, que era el único,
además de Lore, que pudo haber visto la nota de Andrés, era ahora
vicepresidente ejecutivo en el mismo banco donde solían trabajar juntos.
Respondió a su extensión con un áspero ladrido de fumador.
—Óscar Martínez.
—Óscar, hola. —Me reacomodé en el sofá, el sol de principios de otoño
proyectaba sombras de hojas en movimiento sobre el teclado—. Me llamo
Cassie Bowman. Estoy trabajando con Lore Rivera para escribir un libro
sobre su vida en los años ochenta. Sé que ustedes trabajaron juntos. ¿Podría
hacerle algunas preguntas?
—Su vida en los ochenta —repitió Óscar—. Se refiere a ese artículo del
LMT que salió hace un par de meses.
—No tengo nada que ver con ese artículo —dije—. De hecho, por eso
Lore aceptó trabajar conmigo: para que pudiéramos contar su versión de la
historia.
—Ajá. —Óscar sonó escéptico, pero no colgó.
—Entonces, ¿eran amigos por aquel entonces?
—Claro —respondió—. Era un departamento pequeño.
—¿De cuántas personas?
—Bueno, veamos: una sucursal, unos sesenta empleados. A nivel
internacional éramos quizá… ¿cinco?
—¿Viajaban juntos a menudo, Lore y usted?
—Cada pocos meses, pero cada uno tenía sus propios clientes con sus
propias necesidades, así que era más frecuente que viajáramos por nuestra
cuenta.
—¿En alguna ocasión se plantearon preguntas sobre sus viajes? Con qué
frecuencia iba, cuánto tiempo se quedaba, ese tipo de cosas.
Óscar dejó escapar una exhalación pensativa.
—Pues… no me acuerdo. Creo que, en algún momento, tuvo una abuela
enferma… O dijo que la tenía. Nunca averigüé si era cierto. Pero creo que
iba más por eso.
—Estas cosas son difíciles de recordar después de un suceso así —dije—.
Tratar de separar la verdad de las mentiras. ¿Eran ustedes amigos fuera del
trabajo?
—No había mucho «fuera del trabajo» en esa época. Hay años en los que
no recuerdo que nadie socializara. Ibas a trabajar, si todavía tenías trabajo, y
te ibas a casa con tu familia. Eso era todo.
Ya estaba acostumbrada a las palabras y frases en español sin traducir.
Las buscaba en Google después.
—¿Pero sabía que estaba casada con Fabián, que tenía los gemelos, todo
eso?
—Claro.
Mi ritmo cardíaco se aceleró.
—Debió de sorprenderse al conocer a Andrés Russo, entonces.
Óscar no respondió.
—¿Qué impresión le dio cuando llegó al banco? —le presioné.
—Mira, lo cierto es que no sé si Lore querría que hablara de eso.
—Óscar, Lore me está contando todos los aspectos de su relación. No
tiene de qué preocuparse.
Esa fue la primera vez que me sentí culpable.
—De acuerdo… —Óscar sonaba como alguien que quería creer en lo que
le decían.
—¿Qué le pareció Andrés? —volví a preguntar tranquila, calmada,
tratando de no asustarlo—. ¿Cuál era su estado emocional?
—Bueno —dijo Óscar lentamente—, iba bien vestido, era educado.
Sonreía, al principio, cuando se presentó.
Me estremecí. Me daba pena por Andrés, por todo lo que estaba por venir.
—¿Se presentó por su nombre, o como el marido de Lore?
—Ambos. —Su voz se elevó con incredulidad, incluso ahora, años
después, aunque con un extraño matiz de desprecio—. Obviamente, al
principio pensé que era un error. Luego, cuando me enseñó la foto, me
quedé como… chinga, no sabía qué pensar.
Levanté la vista de la pantalla del ordenador, donde estaba escribiendo
notas. No recordaba haber visto nada sobre una foto encontrada en el
cuerpo de Andrés.
—¿Foto? ¿De los dos?
—Sí. Supuestamente del día de su boda. Pero mira, después de que Lore
me contara lo de que la estaba molestando… Quiero decir, todos
cometemos errores. Lo único que ojalá…
Se quedó callado.
Mis preguntas se fueron en tres direcciones a la vez.
—¿Ojalá qué, Óscar?
—No sé, que ojalá hubiera hecho algo para ayudar. Pero Lore era así de
independiente.
—Volvamos atrás. ¿Le dijo que Andrés la estaba molestando?
¿Molestándola en qué sentido? ¿Cuándo se lo dijo?
—Cuando volvió al banco esa tarde, después de que le diera la nota que
dejó. —Óscar sonaba abrumado—. No entró en detalles. Pero, de nuevo, así
es Lore. Sin embargo, se notaba que estaba nerviosa.
—¿Y eso? —pregunté. La mujer que conocía siempre tenía todo bajo
control.
—Estaba buscando las llaves para cerrar su oficina. Se le acabó cayendo
el bolso. Todo lo que llevaba dentro se derramó. —La voz de Oscar cambió,
titubeó. Le preocupaba estar hablando demasiado—. Oiga, tal vez debería
llamarla primero. Solo para asegurarme de que quiere que hable con usted.
—Por supuesto —dije—. Pero una última pregunta rápida: ¿leyó, por
casualidad, la nota de Andrés?
—No, lo tiró todo a la basura justo después de leerla.
Se me cortó la respiración, como cuando una uña se engancha en un hilo.
—¿Todo? ¿A qué se refiere con todo?
Silencio.
—Voy a llamar a Lore primero —dijo Óscar.
LORE, 1983-1984

Cuatro veces. Cuatro veces tuvo sexo Lore con un hombre que no es su
marido. Y esta mañana le preparó un café de olla y le dijo:
—Quédate en la cama, yo te lo llevo.
Parecía tan feliz y en paz que ella a duras penas podía mirarlo a los ojos.
Ahora, mientras conduce hacia la casa de Marta para recoger a los cuates,
su cuerpo está sensible y dolorido. Es un guardián de secretos.
Cuando Marta abre la puerta, la casa está en silencio. Huele a desayuno
con tocino y chorizo.
—Supongo que aún no has ido a casa —dice Marta mientras abraza a
Lore.
—No, he venido directamente aquí. —Lore da un paso atrás, tiene un
temor irracional a que Marta note algo diferente en ella—. ¿Por qué?
Marta sonríe con picardía.
—Bueno, ve.
Unos minutos después, Lore ya está en su barrio. Hace solo unos años,
todos los carteles de venta habrían provocado una oleada de entusiasmo. Es
un mercado de compradores, le habría dicho a Fabián. Ahora, cada cartel es
una muestra de la desesperación que hay detrás de esas ventanas con
cortinas. Antes pensaba que tener una casa significaba que lo habías
logrado. Ahora, entiende que nunca eres dueño de nada. Estas casas de
estilo rancho son poco más que escenografías; se pueden guardar en los
bastidores mientras tú estás ahí, cepillándote los dientes por la mañana.
La ve a media cuadra de distancia: la camioneta de Fabián. Está aparcada
en su estrecha entrada, donde Lore suele aparcar. Se lleva los dedos hacia
los labios hinchados. ¿Qué hace aquí? Se supone que no iba a volver hasta
Acción de Gracias, dentro de casi dos semanas. No está preparada. Su yo de
Ciudad de México, su yo de Andrés, está medio expuesto. Todavía puede
sentir las manos de Andrés sobre ella cuando se despertaron esta mañana,
ese recorrido desde el tobillo hasta la curva de su cadera, sus costillas, su
pecho y, luego, de nuevo hacia abajo, con sus piernas entrelazadas. La
forma fuerte y rítmica en que se movía. Tiene la barbilla y la nariz
enrojecidas por la barba.
¿Cómo va a ser capaz de mirar a Fabián? ¿Cómo va a ser capaz de
mirarse a sí misma? Sin embargo, no se arrepiente. No puede. ¿Y cómo es
eso posible? ¿Cómo puede existir la vergüenza sin remordimiento?
Lleva el coche a la cochera, pero la cadena de la puerta está suelta y el
hierro forjado está atascado a un tercio de su recorrido. Antes de dar la
vuelta hacia la parte de delante, Lore baja el espejo de la visera y toma el
bolso para maquillarse, pero la puerta trasera se abre de golpe. Ahí está
Fabián sonriendo, cansado, mientras los cuates lo empujan y se ponen los
guantes de béisbol. Lore aparca en la calle y apaga las luces.
—¡Mamá! —Gabriel la llama, sorprendido, cuando ella sale—. ¡Ya has
llegado!
Lore agradece poder ganar algo de tiempo al acercar los cuerpos
desganados y reacios de los cuates hacia ella. Cuando eran pequeños, solían
sentarse en sus pies y ella los arrastraba por el pequeño salón llamándoles:
—¿Mateo? ¿Gabriel? ¿Dónde estáis? ¿Y por qué me pesan tanto las
piernas?
Ellos amortiguaban los chillidos en sus rodillas, como si la risa los
delatara. Lore se siente así ahora: intentando ocultar lo evidente.
—Siento haberte robado el sitio. —Fabián señala la cadena suelta—.
Tengo que arreglar esta puerta, no es muy buena publicidad, ¿verdad?
Lore se ríe débilmente y, con unos pasos largos, cruza a su encuentro.
—¿Sorprendida? —pregunta Fabián en voz baja, acercándola.

Lore se sienta en una de las tumbonas de plástico duro para ver cómo
Fabián lanza la pelota de béisbol a Gabriel y Mateo. La hierba está seca y
llena de parches. Se le olvida encender los aspersores. Le da vergüenza que
Fabián lo vea así. Lo siente como un fracaso. Casi se ríe. ¿El césped es un
fracaso?
La luz del sol otoñal está menguando y ya refresca cuando Gabriel le
grita:
—¿Pizza Hut?
—¡Claro! —Lore ya está de pie, aliviada de poder entrar, de dejar que su
expresión se asiente sin temor a lo que pueda revelar. Hace el pedido
familiar y se pone a ordenar la ropa. Fabián entra en el pequeño espacio
quince minutos después y le pone los brazos alrededor de la cintura y la
barbilla sobre el hombro. Se tensa, pero se obliga a relajarse.
—Os he echado de menos —dice con los cálidos labios en su cuello.
Ella cierra los ojos.
—Nosotros también te hemos echado de menos.
Esa noche, después de la pizza, Fabián enciende un fuego en la chimenea
y los cuatro tuestan malvaviscos, los bordes se oscurecen, se caramelizan,
se derriten pegajosos y dulces en la boca. Más tarde, en la cama, Lore y
Fabián no hablan de la tienda, ni de Austin, ni de la recesión. Ella espera no
desearlo, no el mismo día que a Andrés. Pero está feliz de que Fabián esté
en casa, feliz de que los haya extrañado. Siente que es natural e instintivo
desear estar cerca de él. Se pone a horcajadas encima de él y su pelo le
barre la cara hasta que él la sujeta por detrás del cuello con una mano y
ambos se corren con poca diferencia de tiempo, lo más sincronizados que
han estado en muchos meses.
El sentimiento de culpa la invade después, como la réplica de un
terremoto, y su estómago se agita tan violentamente que se tiene que
levantar de la cama e ir corriendo al baño. Las náuseas desaparecen tan
repentinamente como llegaron. Agarrada al borde del lavabo, se mira en el
espejo.
—¿Quién eres? —susurra.

Ese primer fin de semana, hay tantos momentos en los que el secreto casi se
le escapa de la boca antes de que pueda volver a tragárselo. Luego, el
domingo por la noche, Fabián vuelve a marcharse a Austin y el secreto
parece enroscarse, dar vueltas y asentarse en su vientre, contento de
permanecer oculto. Se acabó, se repite a sí misma. Se acabó.
Su determinación dura hasta el lunes, cuando Andrés la llama al banco.
Pronto es como una adicta, prometiéndose que esta es la última llamada, no,
esta. Entonces el Sr. de la Garza abre su CD jumbo y vuelven a enviar a
Lore al DF.
Una vez más, Marta y Sergio cuidan de los cuates mientras Lore y Fabián
están fuera. Esta vez, Lore está en el DF tres días y dos noches, ninguna de
las cuales pasa en la cama del hotel.
Antes de su tercer viaje, Andrés le pregunta si quiere conocer a sus hijos.
—Ese fin de semana me toca con ellos —explica.
La casa de Lore está en silencio a medianoche. Piensa en los cuates, que
duermen al otro lado del pasillo mientras habla con Andrés. Imagina la fe,
la esperanza que se necesita para traer a alguien nuevo a tu casa, para
presentárselo a tus hijos sabiendo que esa persona podría romperles el
corazón. Lore no quiere ser esa persona.
—¿No crees que…? ¿No te parece demasiado pronto? —pregunta ella,
haciendo una mueca.
—A mí, no —responde—, pero si a ti sí, lo entiendo. Sé que quizá sea
mucho pedir, pero, ya sabes, somos una especie de pack.
Lore exhala lentamente.
—Claro —dice—. Claro.
En el DF, Lore va directamente donde han quedado para comer y tener la
reunión antes de tomar un taxi a Tlatelolco. Tiene la boca seca y abre un
chicle Big Red antes de llamar a la puerta. Andrés responde de inmediato,
como si la hubiera estado esperando, y la abraza. Ella puede sentir su
corazón palpitante bajo el jersey azul oscuro.
—Acaban de llegar del colegio —le dice al oído—. Voy a por ellos.
Lore no sabe qué hacer, así que se queda allí hasta que Andrés guía a los
niños hacia la puerta. Penélope tiene quince años y la altura de Lore. Es
delgada, como lo son los cuates cuando acaban de pegar un estirón, y lleva
una diadema roja que mantiene el espeso pelo negro alejado de unos ojos
oscuros que ahora la están evaluando. Carlitos es exactamente el tipo de
chico con el que se mete Gabriel en el colegio. No es nada grave, pero Lore
no es ciega: si Mateo no fuera su gemelo, si se pareciera a Carlitos, con esas
gafas y esos rizos rebeldes, probablemente Gabriel también se metería con
él.
—Penélope, Carlitos —dice Andrés con una sonrisa—, quiero que
conozcáis a Lore. Mi… novia. —Mira a Lore, inseguro y arrepentido, como
si justo se diera cuenta de que es la primera vez que le ponen un nombre a
aquello.
Todo está sucediendo muy rápido, pero ¿qué otra cosa puede hacer ella en
este momento que no sea sonreír y estrechar la mano de los chicos? El
alivio de Andrés es palpable mientras decoran el árbol y, en un momento
dado, desliza un brazo sobre los hombros de ella, inclina la cabeza para
besarla y le susurra:
—Novia.
Lore pilla a Penélope observándoles. La forma en que la mira parece
penetrarla y gira la cara en el último momento.
Al día siguiente, van a ver Historias de Navidad y Lore llora en la
oscuridad del cine porque ella y Fabián habían planeado llevar a los cuates
y, de alguna manera, esto sí que la hace sentir como una infiel. Es
demasiado. Una familia totalmente diferente. Pero no puede alejarse porque
poco tiempo después también está enamorada de ellos. Le encanta la forma
en que Penélope y Andrés hablan de libros, con la cara enrojecida y
gesticulando mucho con los brazos.
—No, no, ¡escúchame!
Andrés mira a Lore y le sonríe a hurtadillas mientras hace debatir a
Penélope para después reírse y admitir que tenía razón. Entonces vuelve a la
carga:
—¿Y sabías que…?
Él siempre sabe algo más, con esa mente curiosa y profesoral, y Penélope
escucha con entusiasmo y asiente mientras Lore y Carlitos se sonríen el uno
al otro, coconspiradores en su acuerdo tácito de ser el público, de disfrutar
del espectáculo de Andrés y Penélope.
En la primavera de 1984, los viajes se vuelven más regulares,
programados: Lore en el DF una semana al mes, los cuates con Marta y
Sergio durante ese tiempo. A veces, después de la cena, Penélope se tumba
en el sofá con la cabeza en el regazo de Lore y los pies en el de Andrés.
—¿Me tocas el pelo? —pregunta, sonriendo a Lore, y el corazón de Lore
se paraliza: al final, sí podría tener una hija.
Cuando Carlitos tiene problemas con los deberes de matemáticas, es a
ella a quien le pide ayuda, y ella quiere reírse. Aquí está, en un país
diferente, con un hombre diferente y dos hijos diferentes, e igualmente tiene
que resolver qué es la x, como si cualquier elección que pudiera hacer en
esta vida terminara con ella en una mesa de cocina al lado de un niño de
doce años que huele a sudor mezclado con el típico aroma infantil de las
virutas de lápiz. ¿Le molesta esto? No, porque no es la madre de Penélope y
Carlitos. Es libre de disfrutar de ellos sin ser la encargada de mantener en
marcha el engranaje de sus días.
Luego vuelve a casa, a hablar por teléfono a susurros, a escuchar cómo
Andrés le dice dónde le gustaría tocarla, dónde le gustaría que ella lo tocara;
a las fantasías diurnas, a los lugares a los que Lore puede refugiarse en su
intimidad cuando los cuates se pelean por el mando de la televisión o
cuando regatean una pelota de baloncesto dentro de la casa, dejando marcas
negras en el suelo que acaba de fregar.
Pero también, cada seis semanas, escucha el portazo de la camioneta de
Fabián un viernes por la noche. Días de rancho, los cuatro con Marta y
Sergio, turnándose para disparar a las latas de cerveza Schaefer Light
(Chafa Light, las llama Sergio, ya que solo sirven para practicar el tiro al
blanco y, sin embargo, todos los adultos se las beben igualmente), los cuates
desplomados, dóciles y dormidos como niños pequeños de camino a casa.
Lore y Fabián tomados de la mano, la camioneta que huele a mezquite, su
piel cubierta de polvo fino como el azúcar en polvo.
Inevitablemente, las mentiras se vuelven más feas y complicadas. Le dice
a Andrés que sus padres murieron en un accidente de coche y que ella y sus
hermanos no se llevan bien; le cuesta incluso forzar las palabras y toca
todas las piezas de madera del dormitorio de Andrés cuando este va a
ducharse. No puede pasar la Semana Santa con Andrés y los niños, dice,
porque tiene que trabajar ese sábado y el lunes. Comprar un billete de avión
para pasar solo un día es demasiado. En realidad, toda la familia se va al
rancho para pasar un día de globos de agua, paseos en quad y cascarones, y
volver a casa con la piel sudada y llena de confeti.
Cuando Andrés le propone venir a visitarla, ella le dice que se ahorre el
dinero. No tienen nada que hacer en Laredo. Ella preferiría quedarse más
tiempo en el DF la próxima vez, pasar una tarde de vértigo en el mercado de
La Merced, o tal vez jugar a ser turistas (cosa que ella sí es, claro) y llevar a
Penélope y a Carlitos a una trajinera en Xochimilco. Lore solo ha ido en
barco una vez, en el lago Casa Blanca, y le apetece ir por el sistema de
canales en una parte de México que, supuestamente, es la que más se parece
a su pasado precolonizado. A Lore le apetecen muchas cosas, un apetito que
parece bostezar y bostezar y nunca llenarse.
Andrés dice:
—No se trata de lo que podamos hacer o ver. Solo quiero ver de dónde
eres. Conocer a tus amigos. ¿O es que te avergüenzas de mí? —bromea.
¿Qué amigos?, quiere decirle. Tiene muchos amigos, pero los últimos
doce años han estado tan ocupados con la familia y el trabajo que eso es
todo lo que hay: familia y trabajo. Marta es su mejor amiga y Sergio el de
Fabián. Su vida social gira en torno a los cumpleaños de los niños y las
comidas de los domingos en casa de Mami y Papi. Pero se supone que es
una soltera de treinta y tres años, y ¿qué soltera de treinta y tres años no
tiene amigos?
—Más bien me avergüenzo de ellos —bromea Lore.
Luego, más seriamente, añade:
—Los conocerás. Pero créeme, todo el mundo está muy estresado ahora
mismo, yo incluida. Prefiero estar allí con vosotros. ¿Vale?
Incluso a través de la línea telefónica, puede sentir la sonrisa de Andrés.
—Vale.
Si esto sigue adelante, en algún momento, tendrá que encontrar la manera
de que venga. Recientemente, el banco embargó un apartamento que ahora
se usa como vivienda corporativa ocasional. Esa parece ser la mejor opción.
Puede decir que un cliente del DF está de visita para evaluar un sitio
potencial. Le pedirá a Marta y a Sergio que cuiden de los cuates para otro
viaje. Luego, llevará un carro lleno de sus almohadas y sábanas, que huelen
como ella, y toda la ropa que pueda meter en el pequeño maletero del
Escort. Llenará bolsas de súper con conservas de maíz, espinacas y
espárragos, cosas de la despensa que los cuates no echarán de menos, y se
llevará algunas baratijas y álbumes de fotos de su infancia. Luego, cuando
Andrés esté aquí, se inventará que se ha intoxicado con la comida, lo cual
les obligará a quedarse en el apartamento todo el fin de semana, sin
posibilidad de toparse con nadie que Lore conozca.
Quiere reírse al pensar en lo incomprensible que le habría resultado un
plan así hace solo seis meses, pero ahora apenas recuerda cómo eran las
cosas antes, cuando solo había una familia.
Sin embargo, hasta el Día de los Muertos, casi llega a convencerse de que
nadie saldría herido.
Ese día, Rosana tiene a los niños y Andrés sugiere que pueden ir a
Mixquic para honrar a sus padres: los de él, enterrados en Buenos Aires, y
los de ella, por lo que sabe, en Laredo. Así que se suben a la moto, una hora
que se precipita hacia la oscuridad mientras en el retrovisor se ve la puesta
de sol en miniatura.
Desde su primer viaje juntos, la moto ha sido mágica, la única manera
que Lore conoce de estar extremada e increíblemente presente y, a su vez,
fuera de sí misma. Estando ahí comprende, desde la serenidad, que está más
cerca de la muerte que nunca. A Andrés le sorprendió lo mucho que le
gustaba. Deduce que, en el mejor de los casos, Rosana lo toleraba, pero
nunca había eludido del todo su resentimiento por el hecho de que, incluso
con dos hijos, Andrés corriera un riesgo tan innecesario, por muy seguro
que estuviera mientras montaba. Y está seguro. Necesita estarlo. Cuando va
en moto, Andrés debe estar atento no solo a lo que él hace, sino también a
lo que hacen los demás mexicanos, que podrían meterse en su carril sin
comprobar antes el punto ciego o que podrían pisar el freno estando él
detrás solo para cabrearle y porque «estos motoristas se creen que pueden
adelantar siempre que quieran». Cuando quedó claro que Lore iba a montar
con él a menudo, le compró un casco, una chaqueta de cuero perforado y
unos pantalones de montar y botines reforzados con Kevlar. Si lo miras
colgado entre su ropa, que no es que tenga mucha variedad, todo aquello
parece una armadura que mantiene su forma rígida.
Su primer viaje fuera de la ciudad fue a la Sierra Gorda. Antes de irse, le
repitió:
—Recuerda, inclínate conmigo, no te resistas a las curvas.
Y ella quiso decir que siempre se inclinaba con él, que aún no se había
resistido a ninguna curva, ¿o no? En lugar de eso, envolvió su cuerpo
alrededor del de él, armadura con armadura, mientras la carretera de Jalpan
de Serra se despejaba y en el fondo aparecían aquellas enormes montañas
prehistóricas talladas con ásperas pinceladas de jade y óxido, y ahí estaban
esas curvas. Por dentro del casco, flojito, Lore soltó un suspiro de asombro
mientras Andrés inclinaba la moto hacia la impetuosa carretera y la volvía a
levantar. En el casco, el viento se comprimía en un rugido distante que le
recordaba a cuando los cuates eran pequeños y ella acercaba una caracola a
sus oídos y les preguntaba si podían oír el océano.
El viento inundó el espacio entre ella y Andrés, empujó y estiró y casi
pudo sentir cómo los neumáticos perdían tracción, cómo se deslizaban,
aquel balanceo y la caída. Le recordó a cuando, de niña, se había pasado
horas y horas de pie en las vías, esperando y esperando hasta que casi pudo
sentir el aliento caliente del tren, como si fuera el rugido de un dragón, y
pensó que tal vez este era el secreto para vivir la vida en su plenitud. Y si se
lograba eso, si uno podía ser la versión más completa de sí mismo, entonces
tenía más para dar. Cuando pensaba así, la culpa, una presencia constante,
una extremidad más, se desplegaba detrás de ella como una capa.
Huele el incienso incluso antes de que lleguen a San Andrés Apóstol.
Compran cubos de caléndulas a un vendedor ambulante y se adentran en el
cementerio con las manos entrelazadas. Las velas flotantes y las sonrisas
doradas suavizan la oscuridad invernal. Niños con sarapes sobre los
hombros, tumbas cubiertas de caléndulas y rosas, manzanas verdes y
calaveras de azúcar. El chocolate y el anís endulzan el aire mientras colocan
las caléndulas en las tumbas sin decoración.
—¿Te trae recuerdos? —pregunta Lore con una pequeña sonrisa.
Eso le recuerda a Andrés sus primeros días, lo que le contó sobre que de
niño iba al cementerio de la Recoleta y se escondía del amor de su madre en
las sombras de los mausoleos.
Él le devuelve la sonrisa y le aprieta la mano.
—Entonces estaba solo.
Las campanas de la iglesia suenan, solemnes y triunfantes. Son las ocho y
comienza la Alumbrada. Lore puede sentir las almas de los muertos, su
alegre ascenso. Puede sentir el barrido efímero mientras buscan a sus seres
queridos.
—A mis padres les habrías caído bien —dice Andrés.
—¿Aunque sea mexicana? —se burla Lore.
Él le devuelve la sonrisa.
—Podríamos haber trabajado en tu acento.
Alguien cercano está tocando una guitarra. Lore y Andrés se detienen un
momento, escuchan, se balancean. Los ojos de Andrés brillan en la
oscuridad dorada. Deja el cubo en el suelo y le hace un gesto a ella para que
haga lo mismo. Luego le toma las manos.
Va a decir algo. Los espíritus se detienen, esperan. Sea lo que fuere, ella
quiere pararlo.
—Lore —dice—, pensé que nunca volvería a sentirme así. En realidad,
nunca me he sentido así. Tú eres todo lo que jamás me atreví a imaginar que
podía tener, después de…
Sacude la cabeza, como si estuviera desconcertado por este torpe
recordatorio de sus fracasos como marido y padre.
El pánico que ella siente en el pecho es como el galopar de unos caballos
salvajes, una estampida de animales que levantan polvo a su paso. Quiere
volver a la moto, donde ese rato en silencio lo ocupa todo. No puede darle
más. Pero Andrés continúa, con los ojos llenos de ternura.
—Lore —dice—, quiero pasar el resto de mi vida contigo. Si me dejas.
Al abrir una pequeña caja carmesí, Lore vuelve a tener veinte años, ve el
rostro de Fabián expectante y serio bajo el cielo crepuscular, sus manos
temblorosas. «Iba a esperar. Lo siento, la caja está ahora llena de polvo.
Debería haber esperado, pero Lore, ¿quieres casarte conmigo?». Ella gritó y
el monte se agitó, los pájaros se asustaron y huyeron. Ella lo rodeó con sus
brazos y lloró en su cuello, y ambos rieron y hablaron a la vez cuando
Fabián deslizó el anillo de oro con un pequeño diamante por su dedo. «Sí»,
dijo ella unos minutos después. «¡Me he olvidado de decir que sí!».
—¿Lore? —Andrés le sonríe, aunque en sus ojos se ve la duda.
Ella se siente congelada. Como si, si dentro de mil años vinieran a
buscarla, pudiese seguir estando justo ahí, en este cementerio, intacta,
conservada por el frío.
Finalmente, vuelve en sí.
—Ay, Andrés. —Ella extiende un dedo tentativo hacia la caja, toca la
esmeralda—. Es preciosa. Pero no puedo.
Una familia pasa junto a ellos con los brazos cargados de velas y pan de
muerto y los mira de reojo. Andrés se queda con la mirada fija, como si no
lo hubiera escuchado.
—Te amo. —Lore le aprieta los codos con ímpetu—. Y quiero estar
contigo. Es solo que… ¿cómo lo haríamos? Mi trabajo, la recesión… Y
nunca te pediría que te mudaras a Laredo y dejaras a los niños. Es que…
—No estás preparada. —La voz de Andrés es plana, suena a decepción.
—No lo sé. Pero te amo. Sabes que te amo. ¿No es suficiente con eso por
ahora?
Andrés mira hacia San Andrés Apóstol. Una niebla baja y espesa de
incienso oscurece la antigua piedra del monasterio. Un bebé llora
descarnado y Lore se sorprende al sentir como si le pincharan con una aguja
en los pezones, la misma respuesta que solía tener su cuerpo cuando uno de
los cuates lloraba. Cuán lejos ha llegado desde aquellos días en que sus
sueños, sus ambiciones, sus deseos fueron subsumidos, apagados como una
hoguera en la mañana.
Andrés sigue sosteniendo la caja. La esmeralda brilla a la luz de las velas.
Sin mirarla, cierra la caja con un chasquido y la vuelve a meter en su
chaqueta.
—Eso es lo que pasa con el amor —dice con una sonrisa irónica y triste
—. Es irreductible. Nunca podré saber cómo sientes el amor que sientes por
mi y tú nunca podrás saber cómo siento el amor que siento por ti. Supongo
que esto —dice mientras se da un toque en la chaqueta— ha sido un intento
de demostrártelo, lo cual es irracional, y además no es justo por mi parte
suponer…
—No —interrumpe Lore. Le agarra la mano—. Sí era justo suponerlo.
Ella puede imaginarse cómo sería su vida juntos, una vida llena de libros
y conversación y aventura. Café de olla en la cama, los oídos zumbando con
el viento. Penélope y Carlitos.
Entonces, como ocurre a menudo, una ola de náuseas casi la arrastra.
Fabián sigue trabajando doce horas al día en Austin, desesperado por
mantener la tienda en pie. Piensa en la sorpresa que le hizo hace dos
semanas, cuando llegó a casa e inmediatamente después la llevó al Tack
Room para cenar un bistec que ella no se atrevió a decir que no podían
pagar. Piensa en Gabriel y Mateo, en cómo sus rostros han aprendido hace
poco a hacer un truco de magia: ahora me ves —redondeados, infantiles,
ecos de los bebés que una vez fueron—; ahora no me ves —al ver desde la
visión periférica cómo se transforman en los rostros de unos hombres que
aún no reconoce. Ella tiene una vida.
Pero esa vida es mejor ahora que está con Andrés. Es mejor porque ella es
mejor. Cuando Fabián le dijo, en el Tack Room, más de un año después de
haberse ido a Austin, que no se mudaría de vuelta a casa pronto, ella pudo
aceptar su decisión sin resentimiento porque sabía que era por su familia, sí,
pero también por el propio Fabián, por la idea que tiene de sí mismo como
hombre; aunque solo esté ganando tiempo hasta que suceda lo inevitable,
trabajar es necesario para su supervivencia, y ella, ahora, puede darle eso.
Su amor por él se ha vuelto más amplio y generoso y él lo siente. En ese
pequeño y oscuro restaurante al norte del río, ella le dijo que lo entendía y
él le acarició las líneas de la palma de la mano y la hizo estremecer.
Y también es mejor madre. Cuando los cuates eran bebés, se vio obligada
a convertirse en una experta en eficiencia. Aprendió a dar de comer a uno
mientras cambiaba el pañal del otro con una sola mano; se las arregló para
ducharse, vestirse y orinar en menos de cinco minutos; cuadraba el tiempo
de ir a hacer la compra con el de la siesta; programaba las cenas en Crock-
Pot para que empezaran a mediodía y no volver a tocarlo hasta las seis.
Cuando crecieron, se convirtió en una especie de sargento: ¡Hora de
levantarse! ¡Hora de cenar! ¡Hora del baño! Y cuando fueron mayores:
¿Habéis terminado los deberes? Gabriel, Mateo, al coche, ¡ya! Que vamos
a llegar tarde. Fabián es una presencia benigna de fondo, un copiloto fiable
que hace tiempo que ha cedido el control del avión. Sin ella al timón, se
estrellaría. Pero no lo hará. Es capaz de verlo ahora que está fuera una
semana al mes, y es capaz de ver también que, mientras su régimen fue
necesario en ese momento, tal vez ya no lo es, al menos no en la misma
medida. Es más, le impide disfrutar de sus hijos de la forma en que disfruta
de Penélope y de Carlitos. Así que, trece años después de haberlos dado a
luz, está empezando a soltarse de las ataduras que en ese momento le
parecieron tan esenciales; es más, que en ese momento fueron
verdaderamente esenciales, pero que ahora solo la atrapan en un papel que
desprecia.
A veces, le gustaría que Gabriel y Mateo pudieran verla, en cuero y
Kevlar, a lomos de una moto, apuntando con el dedo a las sierras
tachonadas de nubes, a las cascadas ocultas, al fantasmagórico desenfoque
de un guacamayo en pleno vuelo. Le gustaría que pudieran verla y saber
que es algo más que lo que creen que es. Quizás algún día, cuando sean
mayores, pero por ahora lo que puede hacer es dejar de regañarles,
permitirles que cometan sus propios errores, tomar el mando de la Atari y
dejar que le enseñen a jugar.
¿Sería capaz de renunciar a Andrés y a esta vida aquí y seguir siendo la
esposa y madre que quería ser allí? ¿Sería capaz de seguir explorando las
partes de sí misma —aventurera, curiosa, relajada, abierta— que había
descubierto o volverían a encogerse en un rincón, borradas por las
inflexibles exigencias de la vida? No lo sabe. No quiere saberlo.
—Quiero casarme contigo —dice con suavidad—. Pero ahora no es el
momento adecuado.
A su alrededor, el cementerio palpita y parpadea por el dolor y la
esperanza colectivos. Ella se ve a sí misma sentada ante una rueca,
convirtiendo la paja en oro; convirtiendo algo tan feo y ordinario como una
aventura en algo precioso. Pero ¿es ella el diablillo que exige más y más a
cambio de la magia, o es la niña encerrada en una habitación que hace
promesas que no puede cumplir para sobrevivir?
Como siempre, es ambas cosas.
CASSIE, 2017

-La propuesta de Andrés significaba que las cosas no podían continuar


indefinidamente —le dije a Lore por teléfono.
Era mediados de septiembre, hacía una tarde húmeda y pesada y yo
estaba sentaba en la pequeña mesa de hierro del patio trasero. El hierro me
recordaba a Fabián ahora.
—¿Cuánto tiempo creías que podrías mantener la aventura?
En FaceTime, Lore hizo una mueca. Se notaba que no le gustaba esa
palabra.
—La tierra que se hunde constantemente —murmuró.
—¿Perdón?
—Así llamó Andrés al DF aquella noche en Chapultepec. Fue construido
sobre el lecho de un antiguo lago y, de la misma forma que no notamos la
rotación de la Tierra, no notamos que la ciudad se hunde. Así fue para mí.
No reconocí los cambios a medida que sucedían. Pasaron, probablemente,
seis meses antes de que pudiera admitir ante mí misma que estaba teniendo
una aventura, como tú dices. —Hizo el símbolo de comillas al aire con una
mano al decir la palabra.
—¿Cómo te sentiste al admitirlo?
—¿Cómo crees que me sentí? —Lore se quebró—. ¿Crees que estaba
orgullosa?
—No lo sé, por eso lo pregunto.
Había aprendido a disfrutar de esos momentos de tensión, de la sensación
de empujar una puerta que Lore no quería abrir. Detrás de esas puertas era
donde se escondía la verdadera historia.
—Sabes —dijo Lore—, en otras culturas, en otros tiempos, una persona,
una mujer, no sería demonizada por amar a dos hombres a la vez. Solo un
pequeño porcentaje de mamíferos practican la monogamia y somos los
únicos que intentan regularla a través del matrimonio.
—Pero no es de eso de lo que estamos hablando, ¿no? —pregunté—. No
estamos hablando de tres adultos que consienten una relación poliamorosa.
Estamos hablando de una persona que decide por los tres. Una persona que
piensa que puede tenerlo todo.
—No pensaba eso —dijo Lore—. Solo sabía que los quería a los dos.
—Pero algo tenía que ceder.
Pensé en lo que Óscar me había dicho sobre que Andrés molestaba a
Lore. ¿Qué significaba eso?
—Y así fue —dijo Lore—. Con un gran terremoto.

Al día siguiente, Lore me llamó justo cuando le estaba dejando otro


mensaje de voz a la hija de Andrés, Penélope. También le había enviado a
Carlos otro mensaje en Facebook. Tal vez ellos sabrían si, hacia el final, la
relación entre Andrés y Lore no era tan ideal como ella la pintaba, quizá tan
ideal como se convertiría en su memoria.
—Lore, hola. —Miré la hora en mi portátil: la una y media—. No
esperaba tu llamada. ¿Va todo…?
—¡Pon las noticias! —interrumpió Lore—. ¡Apúrate!
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —Busqué el mando a distancia entre los
cojines del sofá—. ¿Qué canal?
—¡Cualquier canal!
Puse la CNN. Un terremoto de 7,1 grados había sacudido Puebla, cerca de
Ciudad de México. Los locutores hablaban mientras se mostraba un
montaje caótico de vídeos hechos con teléfonos móviles: gente gritando en
las calles, edificios derrumbados, polvo en el aire, policías, camiones de
bomberos, ambulancias, largas filas de hombres trepando como hormigas
por los restos de los edificios derruidos, mujeres con los brazos alrededor de
niños polvorientos y con la boca abierta. Enrique Peña Nieto, con un
sombrío traje gris, recordaba a los mexicanos que ya habían pasado por esto
antes, que se habían unido con un espíritu de solidaridad y que lo harían de
nuevo en estos tiempos difíciles.
—Dios mío —murmuré. Puse el altavoz y empecé a grabar en mi portátil.
—Se cumplen treinta y dos años desde el de 1985. —Nunca la había oído
tan desencajada—. Toda esta charla sobre el pasado. Es como… es como
que… ¡lo hemos devuelto a la vida! Todo ese polvo… —Su voz sonaba
ahogada—. Se siente como que te está ahogando.
Se me puso la piel de gallina en los brazos. Ella había empezado a
hablarme del terremoto el día anterior. El 19 de septiembre de 1985, casi un
año después de la primera propuesta de Andrés, un terremoto de 8 grados de
magnitud destrozó la Ciudad de México. El número de muertos se estimó
entre cinco y treinta mil, dependiendo de la fuente; un tercio de la superficie
habitable de la ciudad quedó destruida, gran parte de ella en Tlatelolco,
donde Andrés vivía y donde ambos estaban cuando la tierra se abrió. Por un
momento, parecía posible que tuviéramos esa clase de poder, que
hubiéramos exhumado y reanimado el pasado.
Vimos las noticias juntas durante las dos horas siguientes mientras Lore
superponía las devastadoras imágenes con sus propios recuerdos. Era como
si tuviera un pie en cada mundo, con treinta y dos años de diferencia, y
pudiera desintegrarse en cualquier momento, con su cuerpo convertido en
polvo, más polvo. Mientras hablábamos, busqué fotos y noticias viejas del
terremoto de 1985. Leí sobre los «bebés milagro» del Hospital Juárez, que
habían sobrevivido durante siete días sin leche, sin fórmula, sin contacto
humano. Me imaginé a Andrew el día que nació, con los ojos hinchados y
alerta, y sus extremidades de color carmesí arrugadas moviéndose en el
moisés de plástico. Imaginé el horror del hospital derrumbándose a su
alrededor, un mausoleo de bebés chillando por madres que nunca vendrían.
A las 2 de la mañana, la curva de la espalda de Duke a mi lado era como
una roca en la oscuridad. Observé cómo su hombro subía y bajaba mientras
roncaba. Quería sacudirlo. En lugar de eso, me puse los auriculares y
escuché un pódcast de un periodista de investigación que había pasado más
de una década tratando de encontrar respuestas sobre una serie de chicas
desaparecidas que creía que estaban conectadas. Vivían en una zona rural de
Estados Unidos, donde «estas cosas no pasan», y, sin embargo, una vez que
el reportero profundizó, descubrió un azote de violencia doméstica que las
niñas habían tenido que soportar dentro de sus propios hogares. No estaba
preparada para escuchar la llamada al 911 de una niña de seis años que
gritaba pidiendo ayuda mientras su padrastro golpeaba a su madre y a sus
hermanos de fondo. Me arranqué los auriculares, respiraba con dificultad.
Así, sin más, volvía a tener nueve años y la entrepierna de mis vaqueros
morados empapada de orina, solo que yo no había hecho ningún ruido.
Nunca hice ningún ruido. Nunca pedí ayuda. Solo corría a mi habitación
para no tener que verlo.
Abrí mis mensajes. Le envié uno a Andrew: ¿Qué tal todo? ¿Hacemos
FaceTime?
Me respondió con un pulgar hacia arriba. Como una perdedora, le envié
un corazón, que no acusó recibo. Durante los últimos meses, sus mensajes
habían sido especialmente cortos. Pero, claro, Andrew tenía doce años.
Duke tenía razón: con tantos años entre nosotros, ¿qué teníamos en común?
¿De qué íbamos a hablar? Mi cuerpo reverberaba de tristeza, de pérdida.
A las tres, tomé unas pastillas para el insomnio y abrí el Facebook de
Gabriel. Me desplacé sin rumbo, me detuve en una foto de Mateo con su
sobrino Joseph en su tercer cumpleaños. Mateo estaba ayudando a Joseph a
golpear una piñata con forma de coche con un palo, ambos adoptaban una
postura de bateador con miradas casi idénticas de concentración. «Piensa en
mis sobrinos», dijo Mateo. Habían pasado un par de semanas desde que nos
reunimos. Pensé en su intento de soborno. Su amabilidad con la eutanasia.
En cómo había logrado perdonar a Lore y mantener una relación, a pesar de
todo lo que había hecho. Y mi deseo, aunque fuera fugaz, de igualar su
dolor con el mío. La convicción de que no éramos tan diferentes.
Tal vez estuviera dispuesto a hablar conmigo de nuevo.
Abrí un borrador de correo electrónico en mi teléfono. En el momento del
terremoto, Lore llevaba dos años con Andrés. No faltaba mucho para la
boda. Menos de un año después, él estaría muerto. ¿Qué habían notado los
gemelos en ella durante este periodo intermedio?

Hola, Mateo:

Sé que me dijo que no está interesado en que le entreviste para


el libro de su madre, pero esperaba que lo reconsiderara. Hoy
he hablado con ella sobre el terremoto de 1985. Suena
completamente aterrador. ¿Qué recuerda de esa época?

Para mi sorpresa, recibí una respuesta en pocos minutos: No son horas de


estar trabajando.
Una sonrisilla se me dibujó en los labios. Otra vez ese humor inesperado.
Alguien tiene que hacerlo, respondí. Quizá Lore lo había convencido. O
quizá había sentido una conexión similar conmigo. Entonces, ¿dónde
estaba cuando escuchó lo que había pasado?
En la escuela, dijo. Mi padre se enteró por las noticias en Austin. No
lograba ponerse en contacto con ella, así que vino directamente y nos
recogió a Gabriel y a mí temprano.
¿Supo enseguida que algo iba mal?, pregunté.
No. Al principio estábamos emocionados. Pero luego vimos su cara en la
oficina. Tenía tan mal aspecto que supimos que se trataba de ella.
Pensamos que estaba muerta, incluso antes de enterarnos de lo del
terremoto.
Me imaginé a los chicos, solo dos años mayores que Andrew ahora. Solo
unos años más jóvenes que yo cuando murió mi madre. Todavía podía
sentir esa conmoción, el extraño entumecimiento de las manos y los pies, el
pensamiento mágico, dispuesto a hacer cualquier tipo de trato para
retroceder en el tiempo.
¿Qué pasó después?, pregunté.
Escuchaba a Duke roncar. Le di la espalda y me acurruqué alrededor del
teléfono.
Papá nos contó lo del terremoto y dijo que nadie sabía nada de ella. Lo
cual tenía sentido: las líneas telefónicas no funcionaban. Pero, aun así,
todos nos pusimos en lo peor. Mi padre estaba destrozado. Nos llevó a casa
y estuvimos básicamente pegados a las noticias.
Ahora que había empezado a hablar, preguntar lo que iba a preguntar era
jugármela, pero me pareció importante, incluso necesario, escuchar su voz
mientras contaba la historia.
Mateo, ¿puedo llamarte?, escribí, ya tuteando. Puede ser extraoficial, si
quieres…
Nada. Me mordí el labio.
¿Ahora?, contestó.
A menos que tengas algo mejor que hacer. Envié el mensaje sin pensarlo
y luego me sonrojé. Dios, eso sonaba inapropiado. Pasó un minuto. Dos.
Luego:
Bien. E indicó su número de móvil.
Me escabullí de la cama y cerré la puerta en silencio tras de mí. Salir de la
habitación era solo una formalidad. No existía la privacidad en un piso de
sesenta y cinco metros cuadrados. Aunque, por supuesto, no estaba
haciendo nada que tuviera que ocultar.
—Hola —contestó Mateo en voz baja, como si él también tratara de no
despertar a alguien. Estaba divorciado, lo sabía por Lore, pero quizás había
alguien en su cama.
—Hola. —De repente, me sentía rara, casi tímida.
—Bueno —dijimos al mismo tiempo, y luego nos reímos un poco—.
Decías —empecé mientras me apoyaba en la encimera de la cocina— que
tu padre estaba destrozado. ¿Puedes contarme más sobre su reacción?
Quería saber cómo actuaba Fabián bajo presión. ¿Su instinto era ser
metódico, planificar? ¿O lo desbordaba?
—Es una de esas personas que tiene que hacer algo —dijo Mateo—. Lo
único que podía hacer era llamar a la gente. Al banco, a mi tía Marta, a
cualquiera que pudiera saber lo que había pasado con el hotel de mi madre,
porque pensamos que, por la hora a la que sucedió, poco después de las
siete de la mañana, probablemente estuviera allí. Las noticias no paraban de
mostrar el St. Regis destruido y recuerdo que pensé que si podía ocurrir en
un lugar tan lujoso, podía ocurrir en cualquier lugar donde ella se alojara.
Me la imaginaba enterrada y ardiendo al mismo tiempo. Pero en lugar de
eso… —Se calló.
—Estaba con Andrés —terminé.
No respondió.
—En la época en que tu padre estaba en Austin y tu madre viajaba con
frecuencia a México, ¿notaste algo diferente en ella?
Lore guardaba muchos secretos. Seguro que algo se le escapó.
—Quieres saber si es una maestra manipuladora. Como ese artículo
implicaba.
—En realidad, creo que muy pocas personas lo son —dije—. Cuando nos
sorprende que alguien no sea quien creíamos que era, no suele ser porque lo
haya ocultado muy bien; más bien, cuanto más cerca estamos de una
persona, menos clara la vemos.
—¿Hablas desde la experiencia? —preguntó Mateo.
Me pareció como una invitación, una prueba. No era diferente de Lore en
ese sentido. Tragué saliva.
—Mis padres tampoco eran quienes yo creía que eran.
Hubo un silencio tranquilo, de compañía.
—¿Hablas de ello con alguien? —preguntó—. ¿Tal vez con tu marido?
Qué pregunta tan inesperada e íntima. Y marido. La palabra me produjo
un escalofrío. ¿Mencioné a Duke aquel día en la clínica de Mateo? Debió de
ver mi anillo.
—Todavía no estamos casados —dije—, pero no.
Pensé que lo iba a usar en mi contra, que me iba a preguntar de nuevo
cómo podía exigir a las demás personas que contaran sus historias cuando
yo ni siquiera podía compartir la mía con la persona más cercana a mí. En
lugar de eso, dijo:
—¿Quieres un consejo?
—Claro.
—No es fácil vivir con alguien que guarda secretos.
Puede que estuviera hablando de Lore, pero algo me decía que no era así.
Me imaginé a la exmujer haciéndole preguntas sobre su padre, encarcelado
por asesinato. Puedes hablar conmigo, decía ella mientras le acariciaba el
brazo. Y a Mateo besando su frente y diciendo: No hay nada que hablar. Lo
decía deseando que fuera verdad, mientras el peso del pasado le doblaba las
rodillas, un peso al que se había acostumbrado tanto que, si le faltaba, podía
perder el equilibrio.
LORE, 1985

Años después, Lore no recordará exactamente de qué hablaban en la


cocina la mañana del 19 de septiembre de 1985. Se acordará del antes, en la
cama. Le había dado por elegir una de las clases de Andrés y leer juntos el
temario. Kant y Nietzsche, Otto y Kierkegaard. Últimamente habían estado
hablando del concepto de Otto sobre lo numinoso, una palabra que a Lore le
encantaba porque sonaba exactamente como lo que significaba.
—Es totalmente otro —dice Andrés en la cama. Incluso tan temprano, el
apartamento está iluminado con una luz veraniega. Se acuestan desnudos en
una cama casi desnuda, con toda la tela innecesaria tirada en una esquina de
la habitación. A través de las ventanas abiertas, la música, los gritos y el
sonido de las bocinas llegan desde el Paseo de la Reforma.
—Totalmente otro —repite Lore mientras las yemas de sus dedos le rozan
el pecho, las caderas, el interior de sus muslos, acariciándolo.
—A diferencia de… —A Andrés le cuesta hablar, ella nota lo duro que
está— cualquier cosa que experimentemos en nuestro día a día.
—¿Cualquier cosa? —murmura ella contra su cuello.
—Mmm. —Él cierra los ojos.
Retira la mano.
—Siga, doctor.
Él gime.
—Lore…
—Dígame.
—Ya lo sabes. Ya lo has leído —dice, pero continúa hablando, enérgico,
apremiante—. Es la experiencia que pretende ser la base de toda religión.
Mysterium tremendum et fascinans. Mysterium es el misterio, lo
desconocido, lo imposible de conocer. Cuando lo sientes, la única reacción
posible es el silencio.
—Silencio —dice Lore, y suena como una orden. Así que se quedan en
silencio, mirándose fijamente y, en ese momento, cuando se están mirando,
Lore quiere abrirse, no dejar nada oculto, nada falso. Quiere que él la vea.
—Lo numinoso provoca asombro —dice Andrés sin dejar de mirarla—,
pero también terror por el poder tan abrumador que tiene.
Lore ha intentado leer Temor y temblor, de Kierkegaard, que es la lectura
que están haciendo en la clase de Filosofía de la Religión de Andrés. El
libro explora la historia de Abraham, a quien Dios mandó sacrificar a su
hijo como demostración de fe. Lore siempre ha odiado esa historia, un Dios
tan mezquino y cruel, tan desesperado por la afirmación del ser humano que
inflige a un padre el peor sufrimiento que se pueda soportar. ¿Y Abraham?
¿Qué clase de padre levanta un cuchillo ante su hijo antes que sacrificarse?
Kierkegaard llama a Abraham «caballero de la fe» por ser capaz de sostener
semejante contradicción en su corazón: que el Dios que le pedía un
sacrificio tan terrible era también un Dios que lo amaba, que esta es la
esencia de la fe, pero cuando Andrés le preguntó qué haría ella en esa
situación, se indignó:
—Nunca sacrificaría a mi hijo. Por nada del mundo. Y cualquier Dios que
me lo pida puede irse a la mierda.
Andrés pareció sorprendido y ella entendió por qué: sonaba como una
madre.
—Pero lo numinoso también es misericordioso —le incita Lore.
—Sí —dice Andrés—. Fascinans. Misericordioso y lleno de gracia.
Ella acorta la pequeña distancia que los separa y acerca su cálida boca a la
de él. Poco después están tan resbaladizos por el sudor que necesitan darse
una segunda ducha.
Así que, más tarde, en la cocina, tal vez siguen discutiendo lo numinoso.
El fundamento de la terrible fe de Abraham. O tal vez no hablan de nada.
No todas las conversaciones entre ellos son importantes.
Esto es lo que recordará: estaba sentada en la encimera, junto a los
fogones, bebiendo su café de olla mientras Andrés revolvía los huevos. Hoy
mismo en el pequeño televisor del salón. Cebollinos pochos en la tabla de
cortar. Recordará que, si no comían rápido, iban a llegar tarde. O, al menos,
Andrés iba a llegar tarde a su clase de las ocho. Lore se reunía a las nueve
con el Sr. de la Garza, el cliente al que había conquistado la noche en que
ella y Andrés fueron al bar La Ópera. Todavía llevaba puesta solo una de las
camisetas de Andrés. Eso será imposible de olvidar.
Los primeros temblores son fuertes y rápidos: Lore está sobre la encimera
y, de repente, pasa a estar sobre el linóleo, con un dolor agudo y punzante
en el coxis. Andrés se tambalea hacia atrás, derribando una silla del
comedor. La olla sale volando de la cocina, derramando huevos medio
revueltos a sus pies, el metal caliente no alcanza el tobillo de Lore por
centímetros. En Hoy mismo, las lámparas tiemblan, y luego las cámaras. La
presentadora intenta reírse. Entonces el suelo se agita, se hincha, como un
barco en un océano violento. Lore grita, se acerca a Andrés, se agarra a sus
dedos antes de salir despedida de nuevo. Las paredes se quejan al romperse
la madera. Un monstruoso crujido se abre paso a través de una de las
ventanas de la sala de estar, y luego la ventana explota. Lore vuelve a gritar
y Andrés la agarra del brazo y la empuja con él hacia la puerta. Los dos
están descalzos.
—Espera, ¿no deberíamos…? —¿Y qué va a decir, que deberían
esconderse debajo de la mesa, agarrarse al marco de la puerta del
dormitorio? Esto es un puto terremoto. Lore no sabe qué hacer.
—¡No! —Andrés la agarra del brazo y la saca del apartamento. El suelo
sigue temblando de forma salvaje, sacudiéndolos hacia arriba y hacia abajo
mientras corren hacia el hueco de la escalera—. ¡Estamos en el lecho del
lago!
Ciudad de México, la tierra que se hunde constantemente… ¿Lo notas?
Lore lo nota, lo oye, rugiendo y haciéndose añicos, y cree que han hecho
mal, porque en el hueco de la escalera es como si estuvieran en la garganta
de alguna bestia gigante, ya a medio tragar. Andrés le está aplastando los
dedos, su otra mano la tiene entre los hombros del hombre que tiene
delante, a quien empuja y grita:
—¡Corre, corre!
Las paredes tiemblan, las grietas se abren bajo sus pies, el hueco de la
escalera huele a humo de cigarrillo y a orina y al azufre de su miedo.
—Han visto…
—Madre de Dios…
—Muévanse, muévanse, ¡apúrense!
Salen por las pesadas puertas de metal y se adentran en una mañana de
gritos y sirenas. Corren entre el ruido del fin del mundo. Finalmente, Lore
exclama:
—Para, no puedo…
Se apoya en las rodillas, jadeando, y se da la vuelta: los pisos de la parte
inferior del edificio están intactos; los pisos superiores están medio
derrumbados, girados hacia un lado. Hay cristales por todas partes, una
furiosa maraña de acero, y ¿cuál era su ventana? Lore no lo sabe porque ha
desaparecido. Desaparecido, y ellos estaban ahí dentro. ¿Y si Andrés no
hubiera sabido que tenían que correr? Los dos estarían muertos, ¿y cómo se
habría enterado Fabián? ¿Se habría enterado? O tal vez su cuerpo nunca se
habría recuperado y, simplemente, se perdería, y cuando culpara al banco
por haberle enviado tanto en estos dos últimos años, Raúl, el presidente,
aceptaría la responsabilidad, pero secretamente pensaría: ¿No era la abuela
enferma de Lore la que había hecho más frecuentes sus viajes de negocios?
Y ¿no le estaba haciendo un favor al permitirle prolongar esos viajes para
cuidarla? Habría un entierro y los cuates levantarían el peso de un ataúd
vacío y lo bajarían a la tierra traicionera y visitarían un lugar en el que ella
nunca había estado, ni estaría, y nunca sabrían que había muerto en una
cocina junto a un hombre al que amaba que estaba revolviendo huevos para
desayunar. Y ahora está de rodillas, con arcadas, postrada ante los restos
insondables.
—¿Cómo…? ¿Cómo? —Lore se limpia la boca.
Andrés tira de ella hacia él. Hay gente que parece no saber que está
sangrando. Bebés con los ojos llenos de lágrimas. El polvo encanece sus
cabellos, recubre sus dientes y Lore siente todo el terror del Dios de
Abraham y nada de la misericordia de lo numinoso.
Andrés repite su nombre. Le pregunta si puede oírle y, finalmente,
asiente. Él tiene los ojos desorbitados, el sudor se le acumula en la frente.
—Penélope y Carlitos —jadea—. Tenemos que llegar hasta ellos.
Andrés la pone de pie y comienzan a correr. Normalmente, tardarían poco
más de una hora en ir de Tlatelolco a la casa de Rosana, en La Roma, pero,
allá donde van, los caminos están bloqueados, soterrados. La ciudad es
cenicienta, cubierta por el polvo del cemento, el aire espeso por el humo y
el hollín. Algunos edificios de varios pisos se han derrumbado como si los
hubiera golpeado una mano gigante. Otros parecen haberse derrumbado de
dentro hacia fuera. Hay toldos y cristales y marquesinas destrozadas en las
aceras, letras solitarias que parecen juguetes infantiles de gran tamaño.
Coches aplastados, capós arrugados que asoman bajo trozos de hormigón.
Y, por todas partes, gente gritando.
En algún momento, Lore y Andrés se arrancan los cristales de los pies y
Lore se sorprende de lo mucho que sangran y de lo poco que siente el dolor.
Andrés corta tiras de su camisa para hacer vendas improvisadas. No pueden
ni hablar. Tosen con cada respiración. La ciudad es todo gritos, lamentos y
sirenas. Miren donde miren, a cada edificio que se ha caído, Lore piensa
que había gente ahí dentro. Mareada, piensa en Teotihuacán, donde ella y
Andrés llevaron a Penélope y a Carlitos al principio. Los niños corrieron
delante de ellos por la Avenida de los Muertos, en dirección a la Pirámide
de la Luna como si fuera un gigantesco parque infantil. Ella y Andrés
caminaban en silencio, tomados de la mano. Los aztecas habían bautizado a
Teotihuacán como la Ciudad de los Dioses, pero primero fue habitada por
agricultores y artesanos que extraían obsidiana, afilaban la oscura roca hasta
convertirla en hojas y la comercializaban por toda América. Se creía que era
un pueblo pacífico, cien mil o más personas que huyeron misteriosamente
alrededor del año 300 a.C. Pero, recientemente, se han encontrado los restos
de ciento treinta y siete cuerpos en fosas comunes cerca del templo. Sus
collares de caracolas habían sido tallados en forma de dientes humanos y
tenían las manos atadas a la espalda. Sacrificios involuntarios. ¿Cuánto se
puede saber de un pueblo desaparecido?
Incluso en la oleada de pánico y devastación, las noticias viajan rápido: el
Hospital Juárez se ha derrumbado. Las ambulancias quedaron aplastadas
dentro del estacionamiento. Cientos, si no miles, quedaron atrapados dentro,
incluyendo las docenas de bebés que tuvieron la mala suerte de nacer en un
mundo justo antes de su destrucción.
Lore mira a Andrés, su corazón tiembla.
—¿No iba Penélope a…?
—No hasta esta tarde —dice Andrés, y aunque su voz es segura, tensa,
sus ojos verdes se vuelven casi negros del miedo. A la amiga de Penélope,
Leslie, le acababan de extirpar las amígdalas. Se suponía que Penélope iba a
ir a visitarla y llevaría paletas de mango—. Deberían estar todavía en casa.
—Y añade, una oración furiosa a susurros—: Dios, por favor, que todavía
estén en casa. Que estén bien.
Corren cuando pueden, sacudiéndose de la gente que les tira de los codos
y les agarra de las camisas. Lore quiere cerrar los ojos contra la necesidad,
contra las extrañas colecciones de pertenencias en los brazos de la gente:
sábanas floreadas, televisores de doce pulgadas, perros harapientos sin
collar. ¿Qué puede hacer? Ella es impotente, todos lo son.
Solo se detienen una vez, cuando una mujer de grandes pechos con una
gruesa trenza deshecha arroja a su recién nacido a los brazos de Lore. La
mujer llora y le ruega a Lore que sostenga a su hija mientras busca a su hijo,
que se ha separado de ella en el hueco de la escalera del edificio. La mujer
se une, hombro con hombro, a la docena de hombres que cavan a mano, una
tarea que parece insoportablemente inútil. Un hombre grita:
—¡Silencio!
Y todos se callan, aguzando el oído. Efectivamente, se oye un grito agudo
procedente de algún lugar, de todas partes. Andrés dice:
—¡Joder!
Y corre para unirse a ellos, dejando a Lore sola con el bebé, que no debe
tener más de tres semanas. La madre está a mitad de la cuarentena, la
burbuja de cuarenta días durante la que Lore se sintió atrapada, como si se
la estuvieran comiendo viva, literalmente. Pero ahora, con el pequeño bulto
envuelto en sus brazos, los ojos cerrados y los labios soñando con leche,
daría cualquier cosa por estar de nuevo allí, a salvo, en la cama con los
cuates en brazos y Fabián dándole de comer tortillas recién hechas.
—Shh —dice Lore, y ese movimiento oscilante vuelve a ella como si no
hubiera pasado el tiempo.
Al bebé le toca el sol en la cara y Lore se gira ligeramente para hacerle
sombra.
—¡Silencio! —vuelve a gritar el hombre que está en el punto más alto de
los escombros. El grito llega, más débil ahora, y alguien grita:
—¡Aquí, aquí, miren! ¡Ayúdenme!
Andrés está de rodillas entre el resto y la madre grita que se den prisa, por
favor, que se den prisa, y Andrés le dice algo y ella se tapa la boca con una
mano y asiente, a la espera.
En los brazos de Lore, el bebé se sacude y se desprende de la fina manta
rosa. Se le abren los ojos bruscamente, se le enrojece la cara y grita. La
madre se da la vuelta y Lore quiere llorar por las dos manchas de humedad
que se forman en los pechos de la mujer y por la forma en que pasa del bebé
a los escombros y viceversa.
Lore la hace un gesto con la mano y grita:
—¡Estamos bien! —Se pone al bebé en el hombro y le acaricia la espalda,
y la madre se toca el corazón, con lágrimas en los ojos. Se vuelve hacia los
restos y grita algo que Lore no puede oír: que todo va a salir bien, tal vez,
que Mami está aquí, que solo tiene que ser valiente y paciente, y que todo
saldrá bien.
Por fin, por fin, hay una gran conmoción, el polvo se acumula alrededor
de las espaldas curvadas de la madre y de los hombres, y luego se levanta
una inmensa e incrédula ovación. Cuando la madre se pone de pie, está
acunando a su hijo como si fuera un bebé, con sus flacas piernas de niño
colgando. Luego lo mueve para que enrolle los brazos alrededor de su
cuello y, durante unos gloriosos segundos, todos forman parte del milagro.
Andrés y la madre vuelven juntos hacia Lore. La madre le da las gracias,
se vuelve hacia los demás y les da las gracias, pero ya están cavando de
nuevo, y Lore piensa que esto es la fe: las manos de los hombres contra
miles de kilos de escombros, buscando, creyendo. La madre ajusta al niño
para que se siente en su cadera. Está sucio y con rasguños, pero su cara
llena de lágrimas brilla mientras mira a su alrededor con una curiosidad no
dañada.
El bebé se ha dormido de nuevo y Lore y la madre se ríen mientras lo
colocan en el brazo de la madre. El niño mira a su hermana con indiferencia
y empieza a hablar:
—¿Cómo supiste dónde encontrarme? Mami, ¡estaba enterrado! No podía
moverme.
La madre mira a Lore, tiene los ojos oscuros rebosantes.
—Ya sé, mijo —dice—. Lo sé. Debió de ser muy aterrador.
A Lore le dice:
—De madre a madre: gracias.
Y Lore se inclina hacia delante para abrazarlos a los tres, a ese cuerpo
unificado en el que se han convertido, de la forma en que las madres
siempre se unifican con los hijos.
—Que Dios te bendiga —susurra Lore.
CASSIE, 2017

El sábado después del terremoto, Duke me convenció de que dejara mi


trabajo en el libro para ir a tomar un brunch en La Condesa, para sondear el
mercado. Nos sentamos en una cabina hecha con cuero de silla de montar
bajo un brillante mural que parecía un decoupage de carteles callejeros
mexicanos. En mi mente, vi destellos caleidoscópicos de edificios
derribados, Lore y Andrés corriendo descalzos. Su historia estaba viva
dentro de mi mente, prácticamente se escribía sola ahora.
—Estaba pensando —dijo Duke—, para la boda, en lugar de una cena
sentados, ¿por qué no hacemos entremeses? Y, para acompañarlos,
podríamos hacer cócteles personalizados o incluso infusiones, como vodka
con cítricos frescos.
—Claro. —Solo estaba escuchando a medias mientras me servía café de
la pequeña prensa francesa que había sobre la mesa—. Todo eso suena muy
bien. Aunque será caro, probablemente. La comida y las bebidas, quiero
decir.
Su rostro se ensombreció, más aún cuando sonó mi teléfono.
Probablemente, pensó que estaba relacionado con Lore. El libro había sido
una fuente de tensión entre nosotros sobre la que no se hablaba desde que
vimos juntos las cintas policiales de Fabián. Pero era Andrew. Normalmente
no respondería cerca de Duke, por si acaso. Pero hacía tanto tiempo que no
hablábamos.
—¡Hola! —respondí—. ¡Te iba a decir de hacer un FaceTime más tarde!
—No habría funcionado. —La voz de Andrew estaba cambiando…
Todavía no era la de un adolescente, pero ya no era la de un niño. Una fase
intermedia que apenas reconocía—. Nos han cortado internet.
El primer parpadeo de alarma.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Supongo que papá no ha pagado la factura.
Se me secó la boca. Le susurré a Duke:
—Ahora vuelvo.
Y salí por las puertas del patio hacia la calle Segunda.
—Andrew, ¿qué está pasando? —le pregunté.
Lo único que oí fue su respiración, superficial y áspera. Una sensación de
arenas movedizas en mi pecho, un lento hundimiento. Por alguna razón,
supe que ahí acababa la simulación.
—¿Andrew?
—Está bebiendo de nuevo. —Andrew lo dijo con tanta naturalidad que la
bilis me subió por la garganta.
Me aparté de los comensales del patio.
—¿Qué quieres decir? —dije ahogando un grito. El sol parecía un foco—.
Otra vez.
¿Qué quieres decir?
—Papá es alcohólico —respondió—. ¿No lo sabías?
Me hundí en la acera con los codos sobre las rodillas.
—¿Cuándo empezó? —conseguí preguntar para evitar responder a su
duda—. Esta vez, quiero decir.
—No lo sé. Junio, julio. Anoche se olvidó de venir a por mí después de
karate. Mi sensei me llevó a casa. Papá estaba desmayado en el porche. Se
había dejado las llaves dentro. Mi sensei tuvo que llamar a un cerrajero. —
Las frases llegaron rápidamente, apiladas como monedas—. Me dio mucha
vergüenza. Y, Cassie, se ha vuelto…
Andrew se detuvo.
—¿Qué, Andrew?
—Malo.
La acera pareció inclinarse debajo de mí y me hizo perder el equilibrio,
aunque ya estaba en el suelo. Era el momento, el ajuste de cuentas que una
parte de mí había estado esperando durante los últimos doce años. Me vi
entregando a Andrew a mi padre en la entrada de casa, después de meses de
llevarlo como un apéndice más, de noches de ponerlo en el colchón a mi
lado después de alimentarlo, de empujar almohadas y mantas lejos para que
no hubiera nada que pudiera asfixiarlo, con mi cara tan cerca de la suya que
respiraba el aire que él exhalaba. No desprendía ningún olor. Seguí
pensando en la flor, en el aliento de bebé. Por fin entendí por qué se llamaba
así.
Un bebé pasó de un par de brazos a otro en la entrada de una casa de los
suburbios como cualquier otra de los suburbios. El riesgo que tomé con su
vida a cambio de la mía.
—¿Qué necesitas? —pregunté—. ¿Qué puedo hacer?
—No lo sé. —Sonaba agotado, como un niño que espera que yo pueda
resolver un problema con el que ha estado lidiando en secreto durante Dios
sabe cuánto tiempo. Era más valiente que yo, al pedir ayuda. Pero había
acudido a la persona equivocada.
—De acuerdo —dije—. ¿Papá todavía tiene trabajo?
Mi padre había perdido la cabeza cuando yo tenía nueve años, justo antes
de que se metiera en una pelea de bar y llegara a casa para golpear a mi
madre delante de mí por primera vez. Puede que lo hubieran despedido de
nuevo, lo cual habría provocado la recaída, o tal vez la recaída fuera la
culpable de que lo hubieran despedido y ahora no tenía dinero para pagar la
factura de internet. Sentí que me estaba metiendo en una espiral.
—Supongo —dijo Andrew—. Todavía se va por la mañana y vuelve a las
seis.
—Vale. ¿Está atrasado en alguna otra factura que tú sepas? ¿Necesitas
dinero? Puedo enviarte algo por Venmo…
Me quedé con la boca abierta, pensando en mi cuenta. No, no podía. Al
menos, no una suma que fuera a marcar la diferencia.
—No lo sé. —Andrew sonaba frustrado—. ¿Cómo quieres que lo sepa?
Lo paga todo por internet.
—Claro. Vale. Bueno, si solo os han cortado el internet, es buena señal.
No dijo nada. Debía de estar preguntándose para qué me lo había dicho y
me di cuenta de lo patética e inútil que era para él.
—Hablaré con él, ¿vale? Le llamaré esta noche. —La idea hizo que se me
retorcieran las tripas. Respiré lenta y tranquilamente—. Andrew. ¿Estás…?
¿Sientes que estás a salvo con papá?
Tardó unos segundos en responder.
—Supongo.
Cerré los ojos. Por supuesto, a lo largo de los años, había pensado en lo
que haría si descubría que mi padre era violento con Andrew. Me había
imaginado volando hacia Enid con unas alas de furia y llevándome a mi
hermano pequeño. Pero y luego, ¿qué? Apenas ganaba lo suficiente para
mantenerme, mucho menos para un niño. Y preparar las comidas, llevarlo al
colegio y recogerlo, ayudarle con los deberes, acompañarle durante la
pubertad, los noviazgos, los exámenes de acceso a la universidad, las
solicitudes universitarias… Anteponer sus necesidades a las mías, siempre.
Si Andrew viniera a vivir con nosotros, ¿qué pasaría con el libro? ¿Con mi
carrera? ¿Qué pasaría cuando Duke descubriera la verdad?
Nada de eso importaba. Me dije a mí misma que presionara más, quería
escucharlo de la boca de Andrew. Pero las palabras que salieron de mi boca
fueron:
—Si alguna vez no te sientes seguro, ve directamente a casa de un vecino
y llámame. ¿De acuerdo?
Dejó escapar un sonido que era casi una risa.
—Sí. Claro.
—Llamaré a papá esta noche. Lo solucionaremos.
Suspiró. Luego, con un tono más suave, más joven, añadió:
—Gracias, Cassie.
Dentro, nuestro camarero apareció antes de que Duke pudiera hacer
preguntas. Tras echar un vistazo apresurado a la lista de cócteles, pedí La
Bruja: tequila y ginebra, limón, angostura y pimienta fresca de Fresno. Haz
que me duela, quise decir.
—¿Todo bien? —preguntó Duke. Sus rizos rubios eran elásticos, estaban
recién lavados. Su camisa verde abotonada resaltaba el color avellana de sus
ojos. Tenía un aspecto sano, inmaculado.
Díselo, pensé.
—Mi padre se olvidó de pagar la factura de internet. —Me encogí
ligeramente de hombros—. Andrew estaba molesto.
Duke se quedó mirando la instalación de luz que parecía una liana
colgante.
—Sabes, he estado pensando en lo que hablamos hace un par de meses
sobre lo de conocer a tu familia. —Volvió a mirarme a los ojos—. Tal vez
deberíamos ir pronto, como para Acción de Gracias. ¿Tu padre no quiere, al
menos, conocer al hombre con el que te vas a casar?
Su tono era burlón, un error, y sentí que me ahogaba una rabia que Duke
no se merecía. No podía saber lo que yo nunca le había contado. Por
primera vez, comprendí por qué Lore se había autoimpuesto llevar esa cinta
en los ojos mientras el tiempo marchaba hacia su inevitable final.
—Tal vez. —Llegó mi bebida y tomé un trago largo y ardiente—. Lo
pensaré.
—Hagámoslo, sin más. —Duke tenía el teléfono en las manos y estaba
abriendo la aplicación del calendario—. De todas formas, teníamos pensado
cerrar el food truck y…
—¡Duke! —salté—. ¡He dicho que me lo pensaría! Por Dios.
Duke se quedó mirándome, inquieto, mientras dejaba el móvil en la mesa.
Fue ahí cuando supe, como debió de saber Lore, que no podría guardar mis
secretos mucho más tiempo.
LORE, 1985

Rosana vive en el segundo piso de un edificio centenario de estilo


modernista en La Roma. La colonia se inspiró en los barrios parisinos, con
amplios bulevares arbolados, plazas y parques. La primera vez que fueron,
Andrés le dijo a Lore que debería haberla visto antes de que pasaran por ahí
los promotores comerciales en los años sesenta, quienes derribaron o
destruyeron mansiones centenarias; antes de que General Gas y Woolworth
se instalaran y se construyeran edificios de oficinas, y antes de que el nuevo
sistema de carreteras conectara más fácilmente La Roma con el resto de la
ciudad, lo cual provocó que dejara de ser una zona tan aislada y exclusiva.
Andrés se quejó de la falta total de planificación urbana y de normas de
zonificación. Era una epidemia en DF. Pero a Lore no le importaba. Le
encantaban las elegantes fachadas de yeso de las viejas mansiones, las
clásicas casas de piedra rojiza, los apartamentos en tonos joya como el de
Rosana. Fantaseaba con vivir aquí.
Ahora se agarra al brazo de Andrés. Su pie derecho palpita como si fuera
un corazón.
—Andrés —consigue decir. La Roma está devastada. Hay viejas
mansiones derrumbadas, apartamentos nuevos arrancados de sus cimientos,
árboles centenarios con sus gruesas raíces en medio de la calle.
—Santo Dios —dice Andrés, y luego—: Lore, súbete a mi espalda,
rápido. —Se gira, ofreciéndose a ella—. Yo puedo correr.
Así que corren, abriéndose paso entre la multitud reunida en torno a la
fuente circular de la Plaza Río de Janeiro, mujeres en bata, hombres en ropa
interior, la intimidad de las rutinas matutinas hecha pública. Llegan ahora
los equipos de rescate, hombres con cascos, la Cruz Roja. Finalmente,
llegan al edificio de Rosana y un grito desgarrado se escapa de la garganta
de Andrés: el techo parece torcido, como un sombrero puesto de lado.
Ventanas rotas, yeso agrietado. Pero el edificio sigue en pie. Y fuera, a
pocos metros, están los niños, de pie, con Rosana y su marido, Pedro.
Penélope los ve primero y grita:
—¡Papi! Lore! —Y corre hacia ellos.
Carlitos la sigue y ríen y lloran y se tocan la cara y dan las gracias a Dios.
—¿Estás bien, estás herido, quién sangra?
Lore solloza en los indomables rizos de Carlitos y, de repente, siente un
ansia feroz: quiere tener a sus propios hijos en brazos, y eso hace que llore
más fuerte. ¿Se habrá enterado ya Fabián? ¿Habrá intentado llamarla al
hotel donde le dijo que se alojaba? ¿Seguirá en pie el hotel? La idea de que
Fabián esté en Laredo, sin saber si ella está viva o muerta, le desgarra el
corazón.
Tras el reencuentro inicial, la realidad se hace patente: la calle se parece a
las fotos de los atentados de Beirut dos años atrás. El aire está lleno de
polvo, los edificios destruidos, sus entrañas expuestas. La gente está sentada
en trozos de hormigón o en coches medio aplastados, aturdida y desolada,
sin saber qué viene ahora.
—¿Qué vamos a hacer?
Penélope se aprieta la coleta. Su uniforme escolar está torcido, la costura
de su falda está alineada con la rodilla en lugar de con la cadera. Tiene un
rasguño en la espinilla izquierda.
Rosana, alta, elegante y de revista, tira de Penélope para que se ponga a
su lado.
—No creo que haya electricidad, pero deberíamos tener la radio a mano.
Andrés asiente y Lore siente una fuerte punzada de celos: Rosana y
Andrés son los padres, Penélope y Carlitos, sus hijos. Ellos son la familia.
Lore y Pedro los intrusos.
—Yo iré —dice Andrés—. ¿Dónde está?
Pero Pedro ya está subiendo a paso ligero los tres escalones de piedra que
conducen a la puerta de entrada de color verde menta. Lore parpadea para
contener más lágrimas. Antes había mucho color en esta calle. Ahora todo
es marrón y gris, se descompone.
—¿Crees que es seguro volver a entrar? —le pregunta Rosana a Andrés
—. Para esta noche, quiero decir. ¿Dónde vamos a dormir, si no?
Miran el techo. Una mitad parece intacta, la otra muy maltrecha. Andrés,
Lore lo sabe, no es un manitas. Una vez, se atascó el inodoro y, tras diez
minutos de intentar desatascarlo sin éxito, llamó a un fontanero. Cuando
necesita cambiar los frenos de la moto, la lleva al taller. Fabián podría
decirles si el edificio era estructuralmente sólido. Sabría lo que había que
hacer si no lo era. Lo echa de menos como echó de menos a Mami cuando
una vez, de niña, se perdió en unos grandes almacenes del centro. No podía
ver por encima de los estantes de ropa, no paraba de chocar con caderas
desconocidas, el mundo desde ese ángulo era extraño e inhabitable; no
sobreviviría sola.
—No lo sé —dice Andrés.
El brazo de Lore rodea los hombros de Carlitos y siente una oleada de
amor por Andrés, que es capaz de admitir lo que no sabe.
—Podríamos… Tus padres… —empieza.
Rosana niega con la cabeza.
—¿Cómo haríamos para llegar hasta allí?
Una vez más, Lore se queda fuera porque no sabe dónde viven los padres
de Rosana. Lo suficientemente lejos como para suponer que están a salvo y
fuera de su alcance.
—Habrá refugios…
—Refugios —salta Rosana—. Quieres decir tiendas de campaña. Con
miles…
—Lo sé. —Andrés mira a Penélope y a Carlitos.
—¿Y tu apartamento? —pregunta Rosana, como si se le acabara de
ocurrir. Lore habla por lo que parece ser la primera vez desde que llegaron.
—Ya no existe.
La mano de Rosana vuela hacia su boca. Su diamante capta el sol y Lore
jadea al darse cuenta de que su propio dedo está desnudo. Los anillos de
boda estaban en el compartimento interior del bolso, ahora enterrado bajo
toneladas de escombros. Igual que la esmeralda que Andrés había querido
regalarle. Sabía que la había puesto en la pequeña caja fuerte de metal que
hay en el armario. También se ha perdido. Cierra los dedos alrededor del
medallón de oro y se lo lleva a los labios para darle un beso. Es peligroso
seguir llevándolo aquí, pero es su forma de honrar a Fabián y a los cuates, y
nunca se lo quita. Ahora se alegra tanto, como si el medallón fuera un
objeto mágico, capaz de transferir el roce de sus labios a través de la
distancia.
—¿Ya no existe? —repite Rosana—. ¿No queda nada?
Andrés asiente.
—Apenas logramos salir. —Cuando Penélope palidece, las medialunas
azules se oscurecen bajo sus ojos, y Andrés se apresura a calmarla:
—No, mija, tranquila, solo estoy siendo dramático. Ya estábamos a mitad
de camino cuando ocurrió.
—Entonces, ¿por qué solo llevas una camiseta? —pregunta Carlitos, y
todos miran la camiseta de Andrés, que cuelga hasta los muslos de Lore,
con las piernas desnudas y llenas de polvo—. ¿Y vas sin zapatos? —Sus
pies están calcáreos y sucios, las vendas improvisadas se han empapado de
sangre.
—Madre de Dios. —Rosana mira a Lore con un nuevo respeto—. Pedro
debería echarle un vistazo. ¿Dónde está?
Como si le hubieran dado la señal, Pedro aparece por la puerta, triunfante,
con el radiocasete de Penélope en la mano. Pueden escuchar los tonos bajos
de la transmisión de emergencia, y aquello atrae a media docena de
personas que están cerca.
—Pedro —dice Rosana mientras le toca el codo—. Andrés y Lore están
heridos.
Pedro es médico, diez años mayor que Rosana y Andrés, con una espesa
cabellera blanca y una barba oscura.
—¿Dónde? —pregunta, como si se sintiera agraviado.
Cuando ella señala hacia sus pies, él dice:
—Ah, sí, claro. Mira, creo que deberíamos entrar todos. Aquello parece
bastante estable y mejor que estar…
Mira a su alrededor. Hay una pequeña multitud que rodea el radiocasete:
un viejito barrigón con una guayabera, una pareja de Oriente Medio con tres
niños pequeños y una veinteañera con vaqueros ajustados y un top de
pedrería roja.
—Por favor —dice el viejito—. Déjenlo aquí si van a entrar. Necesitamos
saber qué está pasando.
Pedro sigue agarrando el mango. El radiocasete es rojo, los altavoces
amarillos. Es de otra época.
—Nosotros lo necesitamos tanto como ustedes.
—Yo también tengo uno —dice Carlitos. Lore le aprieta el hombro.
—Pedro, de verdad —dice Rosana, impaciente.
—Vale, vale. —Pedro se lo da al viejito, que le da un sombrío
agradecimiento.
—Sí, pero ¿estás seguro de que debemos volver a entrar? —Andrés
apunta al techo con los ojos—. No estoy seguro de que…
—Disculpa, ¿acaso eres ingeniero? —salta Pedro.
—¿Y tú? —responde Andrés.
—¿Por qué no vamos a echar un vistazo? —sugiere Lore—. En todo
caso, quizá podamos meter un par de cosas en unas maletas, trazar un plan.
Rosana asiente.
—Y ocuparnos de esos pies.
Ella lidera el camino con Penélope bajo su brazo, Lore la sigue con
Carlitos bajo el suyo. Ahora Andrés y Pedro son los intrusos.
En el interior, Pedro limpia los pies de Lore con peróxido de hidrógeno y
los sutura con puntos de mariposa antes de vendarlos. Andrés rechaza los
esfuerzos de Pedro, se limpia él mismo los pies y se pone varias tiritas.
Luego, Lore y Penélope empiezan a barrer los suelos de parqué, libres de
los cristales, el yeso y el polvo de hormigón que parece haber por todas
partes. Pedro y Andrés levantan las pesadas estanterías de Rosana, y Lore y
Penélope recogen las docenas de libros caídos. Lore le pregunta a Rosana si
le gusta que estén organizados de alguna manera. Después de un momento,
Rosana se ríe.
—Puede que el DF esté destruido, pero ¡qué carajos! ¡Mis libros estarán
ordenados alfabéticamente!
Se ríen hasta que deja de tener gracia. Por la radio (el radiocasete de
Carlitos, plateado, con un casete de Luis Miguel en la pletina), se enteran de
que la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, en Eje Central y
Avenida Xola, en el extremo sur de la zona del lecho del lago, ha caído, por
lo que se ha cortado la comunicación entre el DF y el resto del mundo. Si
Fabián intenta llamar al hotel, no va a ser capaz de conseguirlo. Lore está
desesperada por escuchar su voz, por hacerle saber que está viva, pero
¿cómo?
En la cocina, Rosana está preparando el almuerzo, ¿o ya es la cena? Lore
mira por la ventana: solo ve las copas de los árboles, balanceándose. Por un
momento, se asusta, pero resulta que es por la brisa. Sí, la cena. El cielo,
por lo que Lore puede ver, es de color rosa oscuro.
Pedro y Andrés buscan velas, linternas y pilas, y discuten sobre qué harán
cuando se les acabe el agua potable. Lore se traga el pánico. Tiene
reservado un vuelo de vuelta a San Antonio dentro de dos días. ¿Seguirán
llegando y saliendo aviones? ¿Cómo podrá irse? ¿Cómo podrá quedarse?
A medida que el apartamento se oscurece, Rosana y Lore colocan los
platos en la mesa de madera del comedor. Van a comerse toda la comida
fría: trozos de queso cortados toscamente, lonchas de jamón y pequeños
cuencos con restos de picadillo. Rosana sirve generosas copas de vino tinto
para los adultos y Penélope, que ya no le queda mucho, y Andrés enciende
las velas. Dice que es mejor reservar las pilas y, a pesar de lo surrealista que
es tener el zumbido de la radio de fondo y del dolor lacerante en los pies, la
cena es incluso festiva, casi vertiginosa, y Lore se da cuenta de que todos
están al borde de la histeria, porque ¿cómo se procesa la rapidez con la que
te lo pueden arrebatar todo, incluida tu propia vida?
Esa noche, sobre las mantas y almohadas extendidas en el suelo del salón,
las lágrimas de Lore brotan rápidamente. Piensa en Fabián y en los cuates,
un dolor profundo y físico, pero también piensa en cómo las cosas podrían
haber sido diferentes si ella hubiera estado todavía en Laredo, si Andrés
hubiera estado de camino a la UNAM sin que ella lo hiciera llegar tarde. Se
lo imagina en su moto, el temblor de la tierra haciéndolo volar, el crujido de
su cráneo.
—Me moriría si te perdiera —susurra Lore, y las lágrimas salen con más
fuerza.
Andrés la besa y nota el vino agriado en su lengua y el olor de su sudor:
fuerte, esencial, vivo. Lore hace que se ponga encima de ella y lo agarra por
la cintura del pijama prestado, con un ansia que roza el pánico. Se tapan la
boca el uno al otro; los dormitorios están justo al lado de esta habitación,
cualquiera podría salir en cualquier momento. Las lágrimas se mezclan en
sus rostros mientras se mueven el uno contra el otro, cada vez con más
fuerza. Lore quiere sentirlo en todas partes, quiere sentirlo todo.
—¿Qué vamos a hacer? —susurra Lore después. Andrés sigue dentro de
ella—. ¿Qué viene ahora?
—Que te cases conmigo —dice Andrés.
Lore se ríe.
—¿Qué?
—Cásate conmigo, Lore. —Le toca la cara, y un rayo plateado de luz de
luna le ilumina los ojos—. Estos son los momentos en los que te das cuenta
de lo que es importante, y eso eres tú y mis hijos. Eso es todo. No me
importa lo que pase después mientras ellos estén a salvo y tú estés conmigo.
¿Y cómo responde ella a eso? ¿Cómo puede desviar la pregunta de nuevo,
aquí, ahora, después de lo que acaban de pasar? Ya no puede imaginar la
vida sin él. Ya no puede imaginarse a sí misma sin él. ¿Y qué es el
matrimonio, en realidad, sino hacer oficial, sobre el papel, lo que ya está en
tu corazón? Así que dice lo que quería decir hace casi un año, a pesar de
que sabe que esto está destinado a terminar en dolor. Aunque no se imagina
hasta qué punto.
—Sí.
CASSIE, 2017

Antes de rendirme con mi madre, solía fantasear con la idea de que las
dos nos escapáramos juntas. Siempre era después de una de las noches
malas (objetos pesados tirados de las estanterías, el inconfundible golpe
sordo de mi madre contra la pared…), cuando apenas podía respirar bien en
mi oscuro dormitorio, pues me concentraba en escuchar, un reflejo
primordial para permanecer alerta. Me imaginaba a mi madre y a mí
reuniéndonos en el pasillo, llevando solo las cosas más importantes:
nuestros cristales favoritos que habíamos desenterrado de Salt Plains, mi
diario de Piolín con la pequeña llave de plata, sus anillos de boda para
empeñar. Nos deteníamos frente a la puerta de su habitación y
escuchábamos la dureza de los ronquidos de mi padre. En la penumbra, sus
moretones parecían pintura de guerra. Me agarraba la mano con tanta fuerza
que me dolía y decía:
—No se despertará hasta dentro de varias horas.
Entonces intercambiaríamos sonrisas lúgubres y cómplices, porque ella
habría echado algo en su bebida. Nos gustaría saber que, si quisiéramos,
podríamos hacerle cualquier cosa.
Sin embargo, después de eso, la fantasía perdía nitidez. Los bordes se
desdibujaban, se desvanecían. Nunca supe lo que vendría después. Ahora,
me sentía así con Andrew. Habíamos llegado a una especie de punto de
inflexión, pero ¿a dónde nos llevaría?
Una vez que Duke se hubo ido al food truck después del brunch en La
Condesa, ensayé lo que le diría a mi padre. Sería firme, pero sin
confrontación. No podía arriesgarme a que descargara su ira contra mí en
Andrew. Le llamaría a las cinco, antes de mi llamada nocturna con Lore y
antes, esperaba, de que estuviera demasiado borracho. Sin embargo, a las
16:45, me entró una llamada de un largo número internacional.
—Cassie Bowman, dígame —contesté mientras dejaba caer la ropa que
estaba doblando en un esfuerzo por distraerme.
—Sra. Bowman, soy Penélope Russo. —La voz era ronca y relajada—.
Me ha dejado varios mensajes. No estaba segura de querer involucrarme,
pero, bueno, estoy intrigada. ¿Está trabajando en un libro sobre Lore?
—Dra. Russo. —Aparté la ropa que había sobre la cama para poner mi
portátil—. Hola. Sí. Como puede imaginar, la historia del Laredo Morning
Times me llamó la atención.
Penélope soltó una fuerte carcajada.
—Ah, seguro que sí. ¿Leyó Lore el artículo?
—Sí.
Penélope se quedó en silencio, esperaba que siguiera.
—Creo que no se esperaba que todo volviera a salir a la luz pública —
dije con cuidado, sin querer alejarla por sonar demasiado simpática hacia
Lore.
—Bueno, si haces algo así, deberías estar preparada para asumir las
consecuencias, siempre que se den —respondió Penélope—. ¿No cree?
—Así es —contesté, tanto porque era lo que necesitaba oír como porque
era la verdad.
—Me alegro de que estemos de acuerdo —dijo ella—. Entonces, ¿qué
quiere saber?
—Bueno, para empezar, me encantaría que me hablara de su padre. Cómo
lo describiría, si tiene algún recuerdo especial…
Penélope suspiró.
—Gracias. Ese otro reportero apenas preguntó sobre él. Todo el mundo
quiere saber sobre Lore. Es como si se olvidaran de él.
—Debe ser muy duro —dije con una pizca de culpa.
—Soy mayor que él cuando murió, sabe. Ningún padre debería sobrevivir
a un hijo, pero sobrevivir a tus padres, quiero decir, literalmente cumplir
más años en la tierra que ellos, se siente mal a su manera.
—Entiendo lo que quiere decir. Una parte de mí temía cumplir cuarenta
años.
—¿Ha perdido a alguno de sus padres? —preguntó Penélope.
—Mi madre —dije—. Tenía diecisiete años.
—Yo tenía dieciocho.
Nos quedamos en silencio y recordé cómo Lore y yo habíamos conectado
de esta misma manera durante nuestra primera entrevista. A Penélope no le
gustaría saber que tenían esto en común.
—¿Cómo era su padre? —volví a preguntar—. ¿Le viene a la mente
alguna historia sobre él?
—Los recuerdos cambian con los años —murmuró Penélope—. Se
vuelven menos específicos. Veamos. Después de que él y mi madre se
divorciaran, me dijo que lo más importante en una relación es el respeto
mutuo. Dijo que una vez que se pierde el respeto, se acaba para siempre, y
entonces… —Penélope se rio— le entró el pánico y me dijo: «¡No estoy
usando la palabra respeto como para referirme a la virginidad, eh!».
Me reí junto con Penélope.
—A los dos nos dio vergüenza, pero luego volvió a ponerse serio. Dijo
que siempre reconocería la falta o la pérdida de respeto por la sensación en
la boca del estómago. Dijo que, si alguna vez tenía esa sensación, podía
llamarle, de día o de noche.
—¿Llegó a hacerlo? —pregunté.
—Luis era el típico chico mexicano de dieciséis años y de sangre caliente
—explicó Penélope. Me hizo reír de nuevo—. Tuve la sensación
exactamente dos semanas después, cuando una amiga me dijo que lo había
visto besándose con otra persona en una fiesta.
Sostuve el teléfono entre la oreja y el hombro mientras tomaba notas.
—¿Y llamó a su padre?
—Así es. En medio de la noche, sollozando. Cuando se dio cuenta de que
estaba a salvo, me dejó hablar. No interrumpió, no dio consejos. Me
escuchó. Me hizo sentir que aquello era importante. Que yo era importante.
Un dolor se extendió por mi ser como una mancha, brutal e implacable.
—Parece que era un gran padre —dije.
—Al principio, no, aparentemente —dijo Penélope—. Así perdió el
respeto de mi madre. Pero durante todos los años que recuerdo… sí, lo fue.
Sentí el pequeño regalo de la oportunidad.
—¿Sus padres discutían?
Penélope se quedó pensando.
—Estoy segura de que sí, pero lo que presenciamos fue peor, en cierta
manera. Eran tan civilizados entre ellos. Como si fueran extraños. Hasta el
final, cuando… Bueno, en fin. No quiero airear los trapos sucios de mi
madre, y ella y Pedro llevan casados más de treinta años, así que…
Lore me había hablado de la aventura de Rosana. Una historia de traición
que sabía que, si Andrés se llegaba a enterar de lo de Fabián, haría que le
doliera aún más.
—¿Podemos hablar de Lore? —le pregunté a Penélope—. El artículo del
Laredo Morning Times decía que le cayó bien de inmediato. ¿Es eso cierto?
Penélope suspiró.
—Sí. A Carlos y a mí. Queríamos que nos gustara. Nos preocupaba que
nuestro padre se sintiera solo cuando nos quedábamos con mamá y Pedro.
Recuerdo que él se inclinó para besarla aquel primer día y ella giró la
cabeza para que cayera sobre su mejilla, y me sonrió como si… tratara de
incluirme en el momento. Sentí que se preocupaba por mis sentimientos.
Penélope sonaba tensa, rígida, ante el desafío de analizar lo bueno en
alguien a quien despreciaba desde hacía años.
—En el artículo, decía que os utilizó y os abandonó como si fuerais
basura. —Esa cita había sido una de las razones por las que Lore había
aceptado hablar conmigo. Para hacerse entender—. El artículo dedicó
mucho tiempo a tratar de diagnosticarla de alguna manera. En su opinión
como psicóloga, ¿cree que era una narcisista o una psicópata? Comparten
características, ¿no?
—Sí —dijo Penélope. Su tono se volvió académico—. Un gran sentido
del yo, una sensación de legitimidad que justifica, entre otros
comportamientos, la mentira patológica. Incapacidad de sentir
remordimiento, vergüenza o culpa —interrumpió la lista—. ¿Sabe? Aparte
de la muerte de mi padre, eso es lo que más duele. No volvimos a saber
nada de ella. —Años después, Penélope seguía sonando desconcertada,
herida—. No vino al funeral, por supuesto. Pero nunca nos llamó, nunca
escribió. Nunca se disculpó.
Por eso Penélope había querido hablar conmigo. Treinta años después,
seguía siendo una niña herida que quería una explicación.
—Lo cierto —dije— es que sí lo hizo.
—¿Disculpe?
—Ella les escribió, supuestamente. Varias veces. ¿Nunca recibieron esas
cartas?
—Ella… —Penélope se quedó sin palabras—. No. Nunca.
—¿Es posible que fueran interceptadas? Tal vez su madre las vio primero
si revisó el correo.
El silencio era tenso.
—Sí, bueno… Quizá. Oiga, supongo que habrá intentado contactar con
mi hermano.
—Sí —respondí, sorprendida por el giro de la conversación—. Le he
dejado unos cuantos mensajes en Facebook, pero no he obtenido respuesta.
—¿Tiene su número de teléfono?
Penélope me lo dio.
—Tuvo unos años difíciles, igual que yo después de… ya sabe. Drogas y
alcohol. Solo que nunca salió de ahí. —Dudó—. Si habla con él, dígale que
mi oferta sigue en pie.
—Por supuesto —dije, preguntándome cuál debía ser la oferta.
¿Rehabilitación?
La conversación estaba decayendo. Podía sentir que sus reservas
emocionales flaqueaban. Necesitaba ir hasta la muerte de Andrés.
—Penélope, ¿hubo alguna razón específica por la que su padre fue a
Laredo ese fin de semana?
Se quedó callada.
—La policía lo preguntó en su momento. Ojalá lo supiera. Nos habíamos
quedado con él esa semana. Se suponía que íbamos a seguir allí durante el
fin de semana, pero, de repente, dijo que iba a ver a Lore, y volvimos a casa
de mi madre.
Un timbre profundo y discordante resonó en mí: algo, un algo concreto,
había provocado el viaje.
—¿Así que él y Lore todavía estaban juntos en ese momento? —pregunté
con cuidado—. ¿No tuvo la sensación de que hubieran roto recientemente?
—No —dijo Penélope—. ¿Por qué?
—Solo es un ángulo que estoy explorando.
Había leído mis notas de la llamada con Óscar tantas veces que había
memorizado sus palabras, incluida la supuesta afirmación de Lore sobre que
Andrés la estaba «molestando». Si eso era cierto, la única forma de verle el
sentido era si ella había intentado terminar la relación y él no se lo había
tomado bien.
—¿No había el más mínimo indicio de conflicto entre ellos? —pregunté.
—No. —Su voz adquirió un matiz duro y protector—. ¿Por qué? ¿Qué
dice ella?
—Como dije, no es más que un ángulo que estoy explorando.
—¿Explorando para qué? —La furia de Penélope estaba mezclada con
lágrimas—. ¿No ha hecho suficiente? ¿Ahora intenta manchar el nombre de
mi padre?
—Solo necesitaba estar segura —dije.
¿Pero lo estaba? Si me hubieran preguntado, probablemente, yo también
habría defendido así a mi padre. Hablamos de la necesidad de creer a las
mujeres cuando denuncian un abuso, pero ¿qué se supone que debemos
hacer cuando lo niegan?
—No lo olvide —dijo Penélope—: Lore es una muy buena mentirosa.
¿Cómo olvidarlo? Durante meses, Lore y yo nos habíamos exigido
mutuamente honestidad, y aquí estaba yo, investigando el día sobre el que
le había prometido que no se iba a centrar el libro. Sería ingenuo suponer
que Lore nunca me había mentido, por muy íntimas que fueran nuestras
conversaciones. La pregunta era: ¿en qué había mentido?
LORE, 1985

Al día siguiente del temblor vuelve a haber electricidad, y esa noche se


corta de nuevo, cuando una réplica les hace volver a salir a la calle y creer
que el edificio de Rosana se va a derrumbar. Sin embargo, se mantiene. Una
vez dentro, se sientan en el oscuro, polvoriento y caluroso salón, demasiado
nerviosos para hablar, despojados de todas sus nociones de seguridad. Tal
vez estén todos en su ataúd, ahora mismo, tan acomodados, esperando a que
las paredes caigan sobre ellos.
Un tercio de la ciudad está sin electricidad. Millones de personas sin agua
corriente, cagando en cubos. Los vuelos hacia y desde Estados Unidos han
sido cancelados. Los primeros informes estiman que un tercio de los
edificios de la ciudad resultaron dañados, con hasta la mitad de la
arquitectura más antigua destruida. Los hospitales, los que quedan en pie,
están llenos. El ejército se ha desplegado. Se ha impuesto un toque de
queda. Hay fugas de gas e incendios, y solo una emisora de radio en el
radiocasete de Carlitos. Por todas partes hay hombres cavando con pala y
pico, con pequeñas herramientas manuales, tratando de desenterrar a
personas cuyos gritos se debilitan cada vez más. Trabajan sin descanso,
guiados por los faros de los coches por la noche. Las mujeres reparten sopa
y tortillas y se turnan para cavar con sus manos, todo eso mientras el pinche
gobierno rechaza la ayuda extranjera, concretamente la de Estados Unidos,
al menos hasta el día siguiente a la réplica, cuando el rugido colectivo de la
gente se hace demasiado fuerte para ignorarlo y, finalmente, la maquinaria
pesada empieza a llegar, junto con los rumores de que Nancy Reagan
vendrá a recorrer el desastre, un gesto inútil incluso con el «anticipo» de un
millón de dólares que se rumorea que traerá consigo para ayudar.
Unos días después, por fin pueden volver a hacer llamadas de larga
distancia. En medio de la noche, Lore se desliza desde el nido de mantas en
el suelo hasta la cocina. Estira el cable verde aguacate hasta el final y lo
lleva hasta el pequeño lavadero. Se le revuelve el estómago por el miedo a
que la pillen. Pero tiene que hacerlo.
El teléfono suena una vez y media antes de que Fabián conteste. Por un
momento, Lore no puede ni hablar. Estaba durmiendo. Durmiendo, cuando
no sabía si estaba viva o muerta. En un arrebato de mezquindad, ella quiere
castigarlo colgando. En lugar de eso, susurra:
—Soy yo.
Y entonces se despierta y su voz se desgarra por el alivio.
—¡¿Lore?! Oh, ¡gracias a Dios! ¿Estás bien? ¿Dónde estás?
Su garganta se cierra.
—Estoy bien.
—Dios santo, Lore. Han dicho en las noticias que tres americanos… Ya
no sabía qué pensar.
—Lo siento —susurra, y luego llora, intentando no hacer ruido, aunque
un sollozo se le queda atrapado en el pecho—. Lo siento mucho, Fabián.
—Ay, Lore, no es tu culpa —dice, áspero pero tierno—. ¿Dónde estás?
¿Por qué susurras?
—Estoy… —vacila— en casa de unos amigos. Todos están durmiendo.
Ha sido muy difícil enterarse de lo que está pasando. Solo hay una emisora
de radio. El aeropuerto sigue cerrado, creo.
—No —dice Fabián—. No, está abierto. Las pistas de aterrizaje no fueron
dañadas. La ONU está enviando ayuda y todo el mundo aquí está juntando
paquetes, así que… Vale. No te preocupes. Me encargaré de todo. Solo
dame un número de teléfono para que pueda localizarte.
—Oh, eh… —El número de teléfono está escrito en azul sobre un trozo
de papel pegado al mango—. No me lo sé. Tendré que llamarte otra vez
cuando pueda.
—Mañana. Hoy —dice Fabián—. Llámame hoy más tarde. Lo tendré
todo resuelto.
Fabián nunca ha sonado tan capaz, tan decidido. Lore cierra los dedos
alrededor de su relicario, presiona la punta afilada del corazón contra su
pulgar.
—De acuerdo. Gracias. Espera, Fabián.
—¿Qué sucede?
—Mi bolso. Lo perdí. No tengo mi cartera, mi pasaporte, nada.
—Dios, Lore. —La voz de Fabián tiembla, como si imaginara que, si
perdió el bolso, podría haberla perdido también a ella—. Aguanta. Te traeré
a casa. Te amo.
—Yo también te amo —susurra Lore.
Vuelve a entrar en la cocina y deja el teléfono en su soporte. Entonces se
queda sin aliento. Carlitos está de pie cerca de la despensa, con una pajita
pinchada en un zumo de mango Boing.
—¡Carlitos! —dice Lore, con una mano en el pecho—. Me has asustado.
Levanta su bebida.
—Tengo sed. —Sus ojos parecen muy abiertos sin las gafas—. ¿Con
quién estabas hablando?
La mente de Lore se acelera. ¿Cuánto ha oído?
—Mi hermana. Venga, vamos. Hay que volver a la cama.
Carlitos deja que ella lo guíe fuera de la cocina con una palma en la
espalda. Él se mete en su habitación con un buenas noches en voz baja y
ella vuelve al suelo del salón, con el corazón palpitando. Andrés murmura,
se acurruca al lado de ella. Mañana estarán casados.

Lore y Fabián se casaron en la iglesia católica de San Martín de Porres el 12


de diciembre. Eligieron esa fecha porque la iglesia, que era a la que iban a
misa de pequeños, ya estaba decorada para el Adviento y el altar estaba
cubierto con telas de color berenjena (por lo que las damas de honor de
Lore iban vestidas de morado). Las flores escarlatas de la flor de pascua
temblaban cuando se encendía la calefacción. Se sonrieron mientras Marta
leía el libro de los Corintios.
Lore había elegido la lectura no por las líneas que todo el mundo leía,
sino por estas: «Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces
veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como
fui conocido». Lore quería conocer a Fabián, y quería ser conocida por él.
Quería conocer todo lo que aún no conocía. Su deseo por el mundo era
vasto y oscuro y vertiginoso, y ¿qué era el matrimonio sino una parte
crucial de ese mundo desconocido? ¿Qué era el amor, el amor corintio, un
amor que lo trascendía todo, incluso el conocimiento de sí mismo? Ella
quería eso.
Pero Corintios no le habló del trabajo del amor, un trabajo tan
interminable como el de extraer la obsidiana de la tierra, transmutándola de
roca a hoja. Si no te arrodillabas, si no tomabas tu herramienta en la mano,
si no buscabas, no tendrías nada. La obsidiana del amor se quedaría
enterrada y solo conocerías a medias, y solo te conocerían a medias.
Mientras cojea junto a Andrés, con las ruinas de la ciudad
momentáneamente oscurecidas, Lore piensa que debería haber una palabra
para el amor que permanece cuando el otro amor se vuelve inalcanzable.
Ella y Fabián, sus cuerpos son monumentos al tiempo que han pasado
juntos, a las experiencias que han compartido, a las vidas que han creado.
Sus cuerpos son como árboles, las ramas se separan incluso cuando sus
raíces se entrelazan cada vez más. Lore nunca quiere que esas raíces se
desenreden. No dejará que se desenreden.
Pero con Andrés, ella tiene una oportunidad de nuevo en ese otro amor. El
de la obsidiana.
Y, sin embargo, lo que está a punto de hacer es una locura. ¿Cómo es
posible que un simple baile la haya llevado aquí? Pero no está dispuesta a
renunciar a él, y si hubiera dicho que no a su propuesta de nuevo, él se
habría preguntado por qué estaban juntos, por qué estaba perdiendo el
tiempo con una mujer que no veía un futuro con él y sus hijos. De un
momento a otro, Lore pasa de una especie de pánico extremo a la calma
hiperracional; una voz interna le recuerda que, mientras ninguno de los dos
hombres se entere, no saldrán perjudicados.
De camino al Jardín Botánico de la UNAM, Lore, Andrés y los niños
pasan por listas escritas a mano y pegadas en postes telefónicos: nombres,
edades y descripciones de personas desaparecidas. Pasan por las zonas de
vacunación masiva y los refugios temporales hechos de láminas y madera
contrachapada; hay gente que recién se ha quedado sin techo reunida en un
sofá roto o en un asiento arrancado de la parte trasera de un coche
destrozado. Pasan por protestas, gente con pancartas que dicen No quemen
los cuerpos y Queremos los cuerpos.
—¿Crees que está mal hacer esto ahora? —le pregunta Lore a Andrés.
Penélope y Carlitos caminan delante de ellos con cautela. Ahora saben
que la tierra puede devorarlos. Andrés le aprieta la mano.
—Fue idea tuya —le recuerda.
—Lo sé.
No había forma de que pudiera planear una boda de verdad. ¿A quién iba
a invitar? No podía pedir a Marta y Sergio que fueran los padrinos, como lo
fueron en su boda con Fabián. Sin embargo, ahora, Lore siente una presión
en el pecho, su respiración vuelve a ser superficial.
—Es que, con todo lo que ha pasado… —dice Lore, y se queda callada.
Un poco más adelante, Penélope desafía a Carlitos a tocar una de las
espinas en forma de cuerno de un cactus llamado Myrtillocactus
geometrizans.
—¡Penélope! —Andrés niega con la cabeza una sola vez, bruscamente, y
Penélope esboza una media sonrisa irónica. Él se vuelve hacia Lore y le
dice:
—¿Piensas que no debería permitirse la felicidad en medio de toda esta
infelicidad?
—Sí, supongo que sí.
—¿Quién merece la felicidad? —pregunta Andrés—. ¿Cuándo se debe
permitir y cuándo no?
Lore sonríe.
—No sabía que estábamos en clase, doctor.
—Venga. —Andrés sonríe—. Quiero saber lo que piensas.
A Lore le encanta lo mucho que le interesa conocer su opinión, sus
creencias, sus preguntas que abren partes de sí misma que nunca había
conocido. Siente que se relaja mientras caminan, en medio de esa selva
espinosa.
—Todo el mundo merece la felicidad —dice Lore, pero eso no es del todo
correcto—. A menos que hayas hecho daño, daño de verdad, a alguien.
Tortura, violación, asesinato. Si haces eso, no creo que merezcas la
felicidad.
—Entonces, ¿solo quienes tienen moralidad merecen la felicidad? —
pregunta Andrés.
Lore lo considera. Tiene pinta de ser una trampa, por alguna razón.
—Supongo que sí.
Andrés se ríe.
—Bueno, señora Crusoe, está usted en buena compañía. Los antiguos
griegos creían, en primer lugar, que la felicidad es una búsqueda digna, en
algunos casos, la única búsqueda digna; y que solo puede ser encontrada
por aquellos que entienden y viven según ciertas virtudes y valores.
Entonces —dice con intención de tomarle el pelo—, ¿te consideras tú una
persona moral?
El primer pensamiento de Lore es: No, no soy una persona con moral, y
te lo dije la primera noche que nos conocimos; mira cómo me llamas, por
el amor de Dios: Sra. Crusoe. Te dije todo lo que necesitabas saber sobre
mí, y no me escuchaste.
Pero ¿y si cree que todo el mundo tiene derecho a amar, a darlo y a
recibirlo, tanto y tan a menudo como pueda? ¿Cómo puede ser inmoral el
amor? Basta con mirar a los Corintios: fe, esperanza, amor. Y el mayor de
ellos es el amor.
Si el amor es su centro moral y vive en él, ¿cómo puede estar mal?
—Sí —dice, finalmente—. Creo que sí.
La guayabera de Andrés, comprada en el mercado abierto más cercano
que pudieron encontrar (junto con el vestido de Lore, sus sencillos anillos
de plata, las arras y el lazo), ondea un poco con la brisa.
—Lo sé. Mira, cometeremos errores, pero si somos personas morales y
creemos que las personas morales están al servicio de la felicidad, entonces,
lo que está ocurriendo más allá de nosotros en este momento —hace un
gesto a su alrededor— es solo eso: algo más allá de nosotros.
Así que, en otras palabras —dice Lore en inglés, con una sonrisa lenta y
juguetona—: Fuck'em.
Andrés se ríe y repite: Sí. Fuck'em.
Caminan unos cuantos pasos más antes de que la tome de la mano y la
gire hacia él. Lore lo mira a la cara, con el sol en los ojos.
—En serio —dice Andrés—, no tenemos por qué hacer esto ahora. Pero
¿segura que quieres casarte conmigo? Porque…
—Sí —dice Lore con un pequeño empujón en el pecho.
Él le toma las muñecas, la acerca, baja las manos hasta su cintura. Ella
puede sentir su calor a través de su vestido de satén blanco. Su corazón se
detiene ante la intensidad de sus ojos, y hace lo que siempre hace cuando él
mira así: trata de desvelar todos los escondites, de dejar ver todos sus
rincones oscuros.
—Bien —dice Andrés, con su aliento contra los labios de ella.
Y así, cinco días después de que la tierra se agitara bajo sus pies, se
encuentran en la base de un cactus saguaro que parece una enorme mano
extendida hacia el cielo. Penélope a la derecha de Lore, Carlitos a la
izquierda de Andrés: la dama de honor y el padrino. El amigo de Andrés,
Jorge, un hombre pequeño, casi se podría decir que delicado, con una
inesperada voz de barítono, pronuncia unas palabras que Lore recordará
tantos años después:
—En esta época de crisis, colapso y separación, ustedes dos están
forjando una unión, y en medio de toda la reconstrucción que está por venir,
los cimientos de su unión serán su punto de partida.
Más tarde, por supuesto, tendrán que casarse en el Registro Civil, una vez
que rellenen el papeleo, Lore tenga una copia de su partida de nacimiento
traducida al español, se hagan los análisis de sangre prenupciales y Lore
obtenga el permiso para casarse con Andrés. Legalmente, esa es la única
boda que cuenta en México, y Lore espera aplazarla todo lo posible, aunque
¿qué más da, en realidad, cuando es esta boda la que contará para Andrés?
Pero para hoy, han elegido sus partes favoritas de la ceremonia católica
tradicional y lo celebrarán en los jardines botánicos, la naturaleza como su
iglesia, sin un techo que pueda derrumbarse sobre ellos.
Jorge ha traído dos pequeños cojines blancos bordados con encaje, para
arrodillarse; es su regalo no solo como pastor, sino también como padrino.
Y ahora ha llegado el momento.
—Lore y Andrés, ¿comparecen el día de hoy en plena libertad, por
voluntad propia, y sin reservas, para contraer matrimonio el uno con el
otro? —pregunta Jorge.
Las manos de Andrés están calientes en las de Lore. Bajo el sol, sus ojos
tienen el color del agua de un río poco profundo.
—Sí, lo hacemos —dice él.
Lore respira profundamente.
—Sí, lo hacemos.
—¿Se comprometen a amarse y respetarse, como esposos fieles durante
toda su vida? —pregunta Jorge.
—Sí, nos comprometemos —dice Andrés.
Una imagen le viene a la mente: ellos dos, viejitos, Andrés con las
extremidades llenas de manchas por la edad, sus manos en las asas de goma
de un andador; ella en una mecedora, con una manta de ganchillo en su
regazo. Siente las lágrimas en sus mejillas, solo ella es consciente de la
imposibilidad de su promesa.
Le tiembla la voz cuando dice:
—Sí, nos comprometemos.
—Repita después de mí —le dice Jorge a Lore—. Yo, Dolores Rivera…
—Yo, Dolores Rivera…
(¿Reclamar el apellido de Fabián sería una especie de robo? ¿O un
homenaje, una inclusión de él en este día?).
—Te tomo a ti, Andrés Russo, como mi legítimo esposo…
—Te tomo a ti, Andrés Russo, como mi legítimo esposo…
—Para tenerte y protegerte de hoy en adelante…
—Para tenerte y protegerte de hoy en adelante… —(Mientras pueda).
—Para bien y para mal…
—Para bien y para mal… —(Lo siento).
—En la riqueza y en la pobreza…
—En la riqueza y en la pobreza… —(Fabián, en Austin).
—En la salud y en la enfermedad…
—En la salud y en la enfermedad… —(La forma en que Andrés le lavó
los pies la primera vez que hicieron el amor).
—Hasta que la muerte nos separe.
Lore nota un cosquilleo en las axilas. ¿Andrés seguiría vivo si ella se
hubiera marchado en ese momento? Por supuesto, es imposible saber dónde
le habrían llevado los azares de la vida sin ella, pero al menos nunca habría
abierto esa puerta del Hotel Botanica. No se habría tumbado en la alfombra
mojada de sangre, esperando a ser encontrado por un extraño. Pero ahora
viven en la inocencia, como le pasa a todo el mundo con el futuro.
—Hasta que la muerte nos separe —dice Lore.
Andrés le da a Lore las arras, trece monedas de oro metidas dentro de una
caja de oro ornamentada. A Lore, su simbolismo (la promesa de un hombre
de mantener a su esposa) le recuerda a Fabián y a su interminable trabajo.
Desearía que hubieran omitido esta parte.
Entonces, Penélope y Carlitos se echan el lazo sobre los hombros,
sonriendo. Las cuentas de perlas del rosario de gran tamaño están frías
sobre la piel de Lore. Por algún motivo, ella esperaba que ardieran.
Jorge sonríe al comenzar la bendición nupcial.
—Oh, Dios, que con tu poder creaste de la nada y, desde el comienzo de
la creación, hiciste al hombre a tu imagen y le diste la ayuda inseparable de
la mujer, de modo que ya no fuesen dos, sino una sola carne, enseñándonos
que nunca será lícito separar lo que quisiste que fuera una sola cosa.
Nunca será lícito separar, piensa Lore. Unir. El amor, unir.
Y poco después, ya están casados.
CASSIE, 2017

Fui una cobarde. Igual que mi madre, que no hizo nada para sacarme de
esa casa. Le dije a Andrew que había hablado con mi padre cuando, en
realidad, había colgado después del segundo timbre. Sin embargo, al día
siguiente, Andrew me dijo que internet había vuelto a funcionar. A la noche
siguiente, me dijo que creía que papá estaba yendo a las reuniones.
—Lo que sea que le hayas dicho debe haber funcionado —dijo Andrew, y
yo me odié por atribuirme el mérito de lo que era, en el mejor de los casos,
una mejora temporal.
Papá es un alcohólico. ¿No lo sabías? La voz de Andrew repiqueteaba en
mi mente a horas extrañas, despertándome en mitad de la noche. La forma
en que no se sorprendió cuando le pregunté si se sentía seguro.
Me puse a trabajar en el libro. Tenía cientos de páginas de transcripciones
de entrevistas y mi propuesta estaba casi terminada. Recientemente, había
empezado a escribir algunos capítulos de muestra: la llegada de Lore a
Ciudad de México, su encuentro con Andrés, su paseo nocturno por
Chapultepec. Al comenzar este proyecto tenía la intención de entender a
Lore, de diseccionarla, de poner al descubierto sus decisiones. Ahora, al
escribir, la estaba habitando. Me desquició lo fácil que era.
A través de FaceTime, una semana después de la llamada de Andrew,
como había llegado a pensar, Lore soltó una pequeña carcajada.
—Todos pensaron que estábamos locos por casarnos cinco días después
del terremoto, pero, en cierto modo, tenía sentido: la ciudad se estaba
reconstruyendo; nosotros también. Los «cimientos de nuestra unión», me
encantó esa parte cuando la dijo el pastor; los «cimientos de nuestra unión»
iban a ser nuestro punto de partida.
—¿Y cuáles fueron los cimientos de vuestra unión? —Ese día estaba algo
gruñona. No estaba de humor para sus romanticismos—. ¿Cuáles podían
ser, teniendo en cuenta que ya estabas casada?
Lore se enderezó en el sofá de su sala de estar y ajustó el brillo del
teléfono.
—Eran independientes entre sí. Eran como casas vecinas.
—Sí, pero… —Busqué entre los artículos y encontré lo que quería—. Por
ejemplo, el terremoto. O, por ejemplo, La Roma.
—La Roma.
—La Roma. Algunas de las antiguas mansiones fueron destruidas debido
a las grietas en sus cimientos causadas por la construcción de esos
complejos de oficinas más nuevos. —Lore emitió un murmullo que se podía
interpretar como de conformidad, y yo aproveché su silencio—. No creo
que fueran tan independientes como pensabas. Dices que aportaste
integridad a cada relación, pero había cosas que no podías darles a ambos.
Andrés nunca te conoció como madre, por ejemplo. Debiste sentir eso.
Debió ser duro.
—Me vio con Penélope y Carlitos.
—No es lo mismo.
Lore se quedó callada y luego dijo:
—Sabes, cuando nos detuvimos para ayudar a ese niño pequeño en el
terremoto, la madre me dio las gracias «de madre a madre», dijo. Se notaba.
—¿Estás sugiriendo que crees que Andrés lo suponía, hasta cierto punto?
¿Y eso era suficiente?
—Creo que hay cosas que llevamos en el cuerpo y en el alma que no
necesitan ser explicadas para ser conocidas por los demás.
—Creo —le dije a ella, a las dos— que puede que eso solo sea una
excusa que te contaste a ti misma.
—Bien, ¿qué crees que no le di a Fabián? —preguntó Lore, como un
desafío.
—Fidelidad. Honestidad. Tiempo —contesté—. Para empezar.
—Sí, pero estuve más allí, más presente cuando estábamos juntos que
antes. Eso importa, ¿no?
—No lo sé —dije—. ¿Crees que Fabián estaría de acuerdo? ¿Crees que,
si hubiera tenido la posibilidad de elegir, esta es la elección que habría
hecho?
—Fabián tomó sus propias decisiones.
—¿Te refieres a matar a Andrés?
—No quiero hablar de eso.
Me arriesgué.
—Óscar Martínez me dijo que tú le dijiste que Andrés te estaba
molestando. ¿Qué quisiste decir? ¿Viste a Andrés ese día?
—Ah, sí —dijo Lore—. Me preguntaba cuándo me dirías que habías
hablado con Óscar. Eso fue jugar sucio, Cassie.
—No es jugar sucio —repuse—. Es mi trabajo. No podemos fingir que no
sucedió, Lore. Si te niegas a hablar de ello, tengo que conseguir la
información en otra parte.
Lore apartó la vista hacia sus puertas traseras, pero no antes de que
pudiera captar el destello de dolor en sus ojos.
—¿Eso es todo lo que es para ti? —preguntó en voz baja—. ¿Un trabajo?
Escuché una pregunta diferente: ¿Esto es todo lo que soy para ti?
No supe responder.
Lore se volvió hacia la pantalla. Después de un momento, sus labios se
curvaron en una sonrisa de satisfacción que sugería que estaba a punto de
golpear donde creía que me dolería.
—Dime, ¿qué es lo que realmente te impide casarte con tu prometido?
La fulminé con la mirada. Noté cómo se me enrojecían las mejillas. Duke
no estaba en casa, pero ella no lo sabía.
—El dinero —musité—. Nada más.
Lore se rio.
—Si eso es lo que te dices a ti misma para poder dormir, mija…

En cuanto al último día de Andrés, no conseguí nada. Óscar ahora se


negaba a atender mis llamadas. Fabián seguía rechazando mis peticiones
para hacerle una entrevista en prisión. Carlos Russo no había respondido a
mis mensajes de Facebook ni a mis llamadas y el cuñado de Lore, Sergio
Muñoz, que había sido la coartada de Fabián hasta las ocho de la tarde,
nunca me había devuelto la llamada prometida. Finalmente, un jueves de
mediados de octubre, volví a intentarlo y me contestó.
Sergio era un parlanchín, el tipo de hombre que podía alargar una simple
anécdota durante veinte minutos. Retirado de la banca, ahora hacía
competiciones de tiro al plato. Estaba dispuesto a hablar de todo, excepto de
Lore y Fabián. Sobre todo le gustaba hablar del rancho de setenta hectáreas
al sur de Encinal que él y la hermana de Lore, Marta, habían comprado en
la década de 1970, cuando solo eran «unos chavalitos». Pensaron que
podrían vender una parte o la totalidad de la finca para pagar la educación
universitaria de sus hijos, pero «nunca tuvimos esa suerte». Tardamos
cuarenta minutos en llegar al día del asesinato. Entonces, la voz de Sergio
se volvió pesada, como la madera hinchada por el agua, deformada.
—Normalmente, íbamos los fines de semana —dijo cuando le pregunté si
el viaje al rancho estaba previsto—. A menos que fuera temporada de caza.
Creo que, probablemente, quería ir solo, pero no tenía la llave del candado
de la puerta.
—¿Para que iba a querer ir? —pregunté—. ¿No le pareció extraña la
llamada? ¿Muy al azar?
Sergio se rio.
—Fabián y yo íbamos juntos a la escuela desde que éramos chiquitos.
Nos colábamos en los ranchos de los demás cuando éramos adolescentes.
Nos podrían haber volado los sesos, no éramos más que dos pequeños
idiotas escondidos en el monte, pero nos gustaba mucho estar por ahí. —
Volvió a reírse, melancólico ahora—. No. No fue extraño.
—¿Cómo le pareció que estaba al hablar con él por teléfono?
—No muy bien.
Interesante. En su declaración como testigo, tomada varios días antes de
la detención, Sergio le había dicho a la policía que Fabián parecía normal.
Tampoco me había dado cuenta de que la relación entre él y Fabián se
remontaba tan atrás. Sergio debía querer proteger a su amigo.
—¿No muy bien en qué sentido?
—Estresado, sin más. Como si necesitara salir de casa.
—¿Qué pasó después?
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Sergio—, pero yo acababa de llegar a
casa del trabajo. Básicamente, me cambié, pillé las armas y fui a recogerlo.
Estaba de pie en medio del camino de entrada, casi parecía que no sabía ni
dónde estaba. Eso se me quedó grabado en la memoria.
Me imaginé a Fabián tal y como salía en las cintas de la policía:
desaliñado, frustrado, un hombre que no sabía cómo actuar en un lugar en el
que jamás había esperado estar. La imagen de él aturdido en medio de la
calzada era impactante y triste.
—¿Le contó lo del encuentro con Andrés?
—No. —Sergio suspiró—. Ojalá lo hubiera hecho. Ojalá le hubiera
preguntado qué estaba pasando.
—¿De qué hablaron?
—Bueno, ya sabe, de todas las pendejadas habituales de la época. Reagan
y el TLCAN y todo el paquete multimillonario de préstamos y créditos que
Estados Unidos había reunido, supuestamente para rescatar a México, pero
que en realidad era para salvar a los bancos estadounidenses de ellos
mismos. Las cooperativas de crédito cerraban a diestra y siniestra. Yo perdí
mi trabajo un año después. Gracias a Dios, Lore pudo convencer a su jefe
para que me contratara.
—¿Qué sentía por ella en ese momento?
—Fabián estaba en la cárcel por su culpa —espetó Sergio—, pero no
podía rechazar el trabajo. Y ella seguía siendo de la familia.
Instintivamente, quise corregirlo: Fabián estaba en la cárcel por una
acción que él había llevado a cabo, o eso se suponía. Puede que el detective
Cortez quisiera encerrar a Lore por lo que había hecho, por lo que
representaba, pero la ley no funcionaba así.
—El día del rancho —dije— la tienda de Fabián ya había cerrado,
¿verdad?
—Sí, pero Fabián… era muy espabilado. No dejó que su orgullo se
interpusiera. Así que allá se fue, a la casa del Dr. Ike, para buscar trabajo en
la construcción con todos los mojados.
Mojados. Sabía lo que significaba: espaldas mojadas. El insulto me
sorprendió, teniendo en cuenta la propia etnia de Sergio. Sin embargo, no
me paré a pensar en ello.
—Así que ¿el estado de ánimo de Fabián ese día no era nada fuera de lo
normal para la época?
—No he dicho eso. Solo he dicho que no hablamos sobre ello. Sí que era
algo fuera de lo común, pero me imaginé que estaba relacionado con la
crisis, como que Lore estaba perdiendo su trabajo o algo así. Incluso pensé
que tal vez…
—¿Tal vez qué?
—Que tal vez él y Lore se estaban separando. —Se apresuró a añadir—:
No me dijo nada que me lo hiciera sospechar. Es decir, la mayor parte del
tiempo parecían estar muy bien, mejor que la mayoría de las parejas que
conocíamos. Por eso todo el asunto con, ya sabe, el otro tipo, fue un pinche
shock. De todos modos, sugerí que podíamos hacer tiro al blanco para que
Fabián pudiera desahogarse.
—¿Él utilizó la del calibre 22? —pregunté mientras hojeaba el expediente
del caso. No necesité especificar a qué me refería con lo de la calibre 22,
ambos lo sabíamos.
—Ah, no sé nada de eso —dijo Sergio—. Ellos tenían algunas pistolas.
—¿Ellos? —repetí—. ¿Lore también tenía un arma?
—Eso no es raro aquí —dijo Sergio—, pero sí, Fabián le había comprado
una. Pensó que debía llevarla para protegerse.
Noté un zumbido en los oídos, un leve silbido.
—¿Y sabe seguro si la llevaba? Siempre encima, quiero decir.
—Bueno, no podría asegurarlo. Solo sé que Fabián quería que así fuera.
Hice una pausa, me recompuse. Lore tenía un hueco en su coartada, era
posible que, en la nota, Andrés le hubiera dicho dónde se alojaba y, además,
la había estado «molestando». Y resultaba que llevaba una pistola,
probablemente el arma del crimen…
La culpa es una terrible compañera de cama, me había dicho Lore una
vez. Yo tampoco podía mirar a la mía a la cara.
Pero todo eran especulaciones. Y, más aún, seguía sin tener sentido. O,
mejor dicho, no cambiaba nada. Podía haber llevado el arma, haber visto a
Andrés y haberse ido a su casa, donde Fabián la habría confrontado sobre su
doble vida y luego se habría ido para, intencionadamente o no, matar a
Andrés.
—¿Supo algo más de Fabián esa noche? —le pregunté a Sergio.
—No —respondió—. Más tarde, Marta estuvo hablando por teléfono con
Lore. Esas dos siempre estaban con el teléfono. Cualquiera diría que no se
veían nunca. Supuse que Fabián estaba allí.
—¿Pudo escuchar lo que estaban hablando?
La doble vida de Lore había sido descubierta para aquel entonces. ¿Cómo
podía actuar con normalidad? Ya no había nada que preservar. Pero, tal vez,
la mentira era algo natural para ella en ese momento.
—Yo estaba viendo la televisión —dijo como pidiendo disculpas—.
Marta atendió la llamada en la cocina. Le dije que se fuera al dormitorio.
No escuché nada.
—¿Le sorprendió, después, descubrir lo que Fabián había hecho? ¿Solía
tener mal genio?
Por primera vez, Sergio sonó enfadado.
—¡Claro que me sorprendió! Ni que Fabián fuera un gánster. Pero, mire,
si Marta hubiera hecho lo que hizo Lore… no sé cómo habría reaccionado
yo.
Sergio decía algo que yo había aprendido por consumir delitos durante
toda mi vida: en las circunstancias adecuadas, todo el mundo tiene potencial
para ser violento.
—Sin embargo, no ha respondido del todo a la pregunta —dije—.
¿Alguna vez vio a Fabián ser agresivo o violento?
—No. Antes de esto, nunca había hecho daño a una mosca. Bueno, tal vez
a una mosca sí, si era la temporada de caza. Pero la cosa es… —la voz de
Sergio perdió fuerza, se desvió hacia el arrepentimiento—. Él quería
quedarse.
Fruncí el ceño.
—¿Quedarse dónde?
—En el rancho. Quería pasar la noche. Por eso pensé que quizá se estaban
separando.
—¿Y por qué no lo hicisteis?
Sergio exhaló.
—Había llovido antes, cuando íbamos en coche, y los pinches mosquitos
picaban con fuerza. Estábamos sudando a mares, no había nada para cenar,
nos habíamos terminado la cerveza. Fabián estaba cabreado, no era buena
compañía. Yo solo quería ducharme y ver la tele bajo el aire acondicionado.
Siempre pienso: ¿y si el cabrón estaba tratando de mantenerse alejado para
convencerse a sí mismo de que no debía hacerlo? Y yo lo llevé de vuelta.
Las palabras de Sergio tenían la sensación de estar desprendiéndose,
como si hubieran estado atrapadas en su garganta todos estos años y fuera
un alivio expulsarlas.
—¿Recuerda lo último que le dijo esa noche? —pregunté en voz baja.
La risa de Sergio fue un soplo de aliento acompañado de un sonido.
—Señaló su camioneta y dijo que, cómo no, justo el día que la había
lavado, se había puesto a llover. Para que se haga una idea de la mierda de
día que estaba teniendo.
LORE, 1985

Fabián fue fiel a su palabra. La embajada de Estados Unidos era un caos,


pero no había sufrido ningún daño, y él coordinó con ellos para conseguirle
un nuevo pasaporte, luego le envió dinero por Western Union y le hizo una
reserva de avión.
Junto a la puerta, se aferra a Andrés.
—No quiero ir —dice con la voz amortiguada en su camisa. Está
desesperada por ver a Fabián y a los cuates. Por tomar una ducha caliente.
Por tirar de la cadena. Por dormir en una cama. ¿Pero cómo puede dejarlo
aquí, así?
Andrés le frota la espalda y le da un beso en la cabeza.
—El DF no es un buen lugar en el que estar ahora. Para cuando vuelvas,
tendré un nuevo apartamento para nosotros.
La sonrisa de Lore se tambalea. Andrés está siendo optimista. Decenas de
miles de personas, si no más, habían perdido sus casas. Entiende cómo
funciona la ley de la oferta y la demanda.
—La amo, Sra. Crusoe —le dice Andrés al oído. Es entonces que ella se
da cuenta de lo parecido que suena a «Sra. Russo» y se ríe tanto que está al
borde de las lágrimas.
En el avión, Lore besa su anillo de plata antes de meterlo en el bolsillo
interior del bolso barato que compró en el mercado. El aire enlatado está
impregnado de humo de cigarrillo y de conversaciones silenciosas y
fervientes. A medida que avanzan por la pista de aterrizaje, los transeúntes
se miran a los ojos con culpabilidad: ¿qué derecho tienen a ir a un lugar
donde los cuerpos no se meten en bolsas de plástico, se colocan en ataúdes
de madera en el estadio de béisbol o se arrojan a fosas comunes los que no
han sido identificados?
Y poco después está en el aire. No puede creer la rapidez con la que DF
aparece bajo las nubes. Es como si dejara de existir. Y con ella, lo que ha
hecho. El hombre con el que se ha casado.
Una vez que el avión aterriza, sigue la lenta estela de pasajeros a través de
la pasarela, que parece un horno del calor que hace, y entra en el aeropuerto
de San Antonio. Una ráfaga de aire acondicionado la golpea, y antes de que
empiece a buscar a su familia, los brazos de Fabián la rodean, seguidos por
los de Mateo y Gabriel, con la piel caliente y oscura como el verano, y con
el olor del jabón Irish Spring que usan hasta que las pastillas son
translúcidas y afiladas. A Lore se le doblan las rodillas.
—Mamá, ¿estás bien? —Mateo la sostiene por el codo, ofreciéndole
apoyo.
—¿Es cierto? —pregunta Gabriel—. ¿Cuánta gente ha muerto?
La miran con ojos grandes, oscuros y almendrados, los ojos del abuelo en
la foto en blanco y negro que había en su casa de la infancia. Ambos
necesitan un recorte, su espeso pelo negro cae por debajo de los cuellos de
las camisas, el de Gabriel crece hasta convertirse en una cola de rata. Son
una cabeza más altos que ella y necesitan unos vaqueros que no les vayan
cortos. Cuando intentó llevarlos de compras para la vuelta al cole el mes
pasado, Gabriel dijo:
—Mamá, puedes dejarnos solos.
Trató de disimular el escozor y les dijo que estuvieran a las tres en las
puertas del patio de comidas o que iría a buscarlos. Incluso Mateo había
hecho una mueca.
Fabián no suelta a Lore. Incluso después de que los chicos empiecen a
acribillarla con preguntas cada vez más morbosas (Gabriel: «¿Es cierto que
hay montones de cadáveres en las calles?»), él la mantiene cerca. Ella puede
oír el latido de su corazón, lento y tranquilizador. Apoya su barbilla en la
cabeza de ella, encajan a la perfección. Cuando, por fin, se separa, sus ojos
brillan por las lágrimas, algo tan raro que hasta los cuates dejan de hablar.
—Tenía mucho miedo —dice Fabián. No recuerda haber escuchado
nunca estas palabras de su boca.
—Lo siento mucho. —Se le cierra la garganta. Se siente bien al
disculparse, aunque no sepa por qué.
—No es tu culpa —dice con una risa ahogada—. Me alegro mucho de
que estés en casa. ¿Llevas algo? ¿Algún bolso, o…?
Lore recoge su bolso.
—Solo esto. —Se dejó la poca ropa que había comprado con Andrés—.
¿Te acordaste de traer la llave de repuesto de mi coche?
Fabián se toca el bolsillo.
—Entonces… —vacila mientras caminan hacia las escaleras mecánicas
—. ¿Lo has perdido todo? —Su voz vuelve a ser un graznido, como si se
diera cuenta de que el sitio donde se estaba quedando ha sido destruido.
Lore asiente. Se mira el dedo anular desnudo.
—Fabián, lo siento mucho, me quité el anillo antes de acostarme. Llegaba
tarde a una reunión. Lo dejé allí.
Lore no sabía lo difícil que sería decir esta mentira en particular. Su vida
era un borrado tras otro, porque toda ella —toda ella— ya no podía existir a
la vez.
Fabián la acerca hacia él.
—Tú eres lo único que importa.
Por un momento, la culpa es una boa constrictor que se comprime a su
alrededor y que, con su cuerpo musculoso y frío, va vaciándole los
pulmones. Casi se queda sin aliento y tiene que apartarse de Fabián.
—¿Estás bien? —El brazo de Fabián sigue rodeando su cintura, listo para
atraparla si se cae.
Por encima, en inglés y en español, la voz de una mujer les da la
bienvenida a Ciudad Militar.
—Yo… Sí. —Lore parpadea con fuerza, luchando contra una ola de
mareo. ¿Qué le está pasando?— Lo siento. Solo quiero llegar a casa.
—Claro. —Fabián se muestra de repente enérgico y eficiente, encantado
de llevarlos adonde ella recuerda haber aparcado—. ¿Estás bien para
conducir? Siempre podemos…
—¡Yo conduzco! —dice Gabriel, y Lore se ríe.
—Buen intento —le contesta. Aunque ella y Fabián han estado
practicando con ellos, no harán el curso de conducción hasta la primavera.
—Pero podría…
—Quiero llegar a casa —vuelve a decir Lore, aunque ahora mismo le
cuesta imaginarse cuál es su hogar.

Fabián regresa a Austin varios días después. Es posible que no vuelva hasta
Acción de Gracias. Ha estado licitando trabajos grandes y pequeños:
puertas de hierro forjado para una restauración en Travis Heights; una
barandilla de altar con emblemas trinitarios en pan de oro para una iglesia
luterana; barandillas de escaleras exteriores para dos parques empresariales
de tamaño medio. Los trabajos pequeños los forja él mismo en el almacén
que ha alquilado. Los más grandes los fabrica aquí. En total, suelen cubrir
las nóminas. Pero Fabián tuvo que despedir al contable la semana pasada, lo
que significa que ahora el trabajo es de Lore, y durante los últimos seis
meses han estado pagando los préstamos con su propia cuenta de ahorros,
cada vez más reducida.
Durante las siguientes semanas, Lore sigue despertándose a horas
extrañas, con el corazón acelerado, segura de que la casa tiembla. En la
primera comida dominical en casa de Mami y Papi, es de lo único que se
habla. Diez pares de ojos adultos la miran y Lore cuenta toda la verdad
posible: que estuvo en Tlatelolco, que vio caer los edificios de
apartamentos, que se quedó en La Roma durante dos semanas después de
aquello. Es como si hablara de una pesadilla, algo que solo ella vivió y cuyo
horror es imposible de transmitir, y de repente, justo en medio de su relato,
recuerda su boda con Andrés, las palabras que dijeron, el lazo alrededor de
los hombros y el saguaro apuntando hacia el sol, y siente un terror diferente,
como una araña atrapada en su propia tela.
Consume las noticias con impotencia, con voracidad. El recuento de los
muertos sube a cinco mil, luego a siete mil. El presidente De la Madrid se
niega a recortar los pagos de la deuda externa para ayudar a la
reconstrucción, que debe incluir la demolición, la limpieza y la
reconstrucción de unas treinta mil viviendas. Los organizadores
comunitarios de Tlatelolco y La Roma están planificando marchas para un
proceso de reconstrucción más democrático y exigen reuniones con el
presidente.
Pero la historia que destruye a Lore viene de Andrés. Lo llama durante el
día, desde la oficina, y él le cuenta que un niño de nueve años estaba
durmiendo en un octavo piso con su abuelo cuando se derrumbó. Durante
diez días, los socorristas hicieron un túnel con palas y sus propias manos,
mientras la familia del niño velaba en la calle. Los gritos eran cada vez más
débiles. Finalmente, se introdujo un equipo especial para detectar sonidos y
ver si se escuchaba la respiración o los latidos del corazón. Dieciséis días
después del terremoto, los trabajadores seguían convencidos de que podían
oírle llamar en respuesta a ellos. Al decimoséptimo día, trajeron maquinaria
pesada de construcción, pero, para entonces, el equipo de sonido solo
captaba el silencio.
Tres días después, se encontró el cuerpo del abuelo.
—Pero ¿y qué hay de Luis Ramón? —pregunta Lore desde su mesa.
Todo el mundo conoce ya el nombre del chico.
—Nada —dice Andrés, y Lore baja la cabeza y llora, pensando en la
madre a la que habían ayudado, en Carlitos, en los cuates cuando tenían
nueve años, con esa piel de raso y los corazones de conejo, y en la forma en
que aún la abrazaban con toda su fuerza. Un niño de nueve años enterrado
vivo durante más de dos semanas, un juego del escondite grotesco, antes de
sucumbir finalmente a la sepultura. Es más de lo que su corazón puede
soportar.
—Dale recuerdos a los niños de mi parte —dice Lore cuando logra
controlarse. No quiere que Andrés se sienta responsable de su tristeza.
—Lo haré —dice Andrés—. Te amo, Lore.
—Yo también te amo.

Cuando Lore lleva un mes casada con dos hombres, Mateo cae con el
primer resfriado de la temporada. Bueno, al menos Lore espera que sea un
resfriado y no una infección de garganta, por lo que se toma la mañana libre
para llevarlo al médico.
Se supone que, como madre, no debes tener favoritos y, sin embargo,
siempre había sabido que el favorito de su madre era Pablo. Pablo el
artístico, el emotivo, el hipocondríaco, el que había pintado las paredes
blancas hacía tanto tiempo para «arreglarlas». Con el resto, el amor de su
madre era tosco y práctico. Cuando se portaban mal, el castigo era azotarles
con una cuchara de madera en el trasero; daba los azotes con criterio y para
disciplinar. Pero con Pablo había ternura. Aquella vez que se cayó de la
rama alta del nogal, Mami salió corriendo, lo recogió y empezó a besar las
heridas mientras cantaba «Sana, sana, colita de rana» y le aplicaba
Neosporin. Y cuando tenía que darle un azote, le brillaban las lágrimas en
los ojos. Tal vez fuera porque había nacido prematuro, expulsado del cuerpo
de Mami antes de que pudiera sobrevivir sin luces y tubos haciendo el
trabajo. En cualquier caso, era su Pablito. El favorito. Y todos lo sabían.
Lore siempre se prometió a sí misma que no tendría un favorito. ¿Y qué
mejor oportunidad tiene una madre de amar por igual que con gemelos
idénticos? Concebidos juntos, crecidos juntos, nacidos con minutos de
diferencia. Indistinguibles… hasta que dejan de serlo.
Y tal vez ese fuera el problema. Cuando dos niños empiezan la vida al
mismo tiempo, idénticos hasta las pestañas, su individuación es muy dura y
uno está destinado a quedarse corto. Y ese, que Dios la ampare, es Gabriel.
Un torbellino en la cancha de baloncesto, el de la sonrisa rápida que atrae a
las chicas, pero malhumorado, propenso a quejarse y dar portazos. Ayer
mismo intentaba hablar con él sobre sus notas, que se sorprendió al ver que
todo eran solo aprobados en su primer boletín después de toda una vida de
excelentes y notables. Ni siquiera se molestó en apartar la vista del
videojuego al que estaba jugando, mientras murmuraba, lleno de desprecio:
—Vete a la mierda, mamá.
La rabia en su interior fue como una enredadera que le trepó desde el
estómago hasta la garganta, con espinas que le pincharon los oídos.
Temblorosa, dijo:
—Dímelo otra vez.
Se miraron fijamente, respirando con dificultad, y Lore quiso pegarle. En
lugar de eso, le arrancó el mando de la mano, sacó la consola de debajo del
televisor y dijo:
—Voy a donar esto: ¡no tienes ni idea de la suerte que tienes! ¡Ni idea! ¡A
tu cuarto!
Se marchó dando un portazo y ella oyó el ruido de cosas que se rompían.
No se atrevió a ir a comprobarlo.
Mateo, sin embargo, nunca le ha hablado de esa manera. Y tal vez esa sea
la terrible verdad: que las madres aman mejor a los hijos que mejor las
aman.
O quizá, simplemente, no sea tan buena madre como le gustaría creer. Tal
vez eso sea lo que pasa realmente con Gabriel. ¿Puede culparle por
comportarse así, con dos padres a los que apenas ve?
En el coche, Mateo la mira a hurtadillas, con su perfil afilado y
preocupado, mientras bajan por la calle Saunders. Finalmente, aprieta el
botón de la radio. Dire Straits, «Money for Nothing». Se queda en silencio.
Qué apropiado.
—Mamá —dice Mateo—. Tenemos que hablar.
—Vale… —dice de tal forma que parece una interrogación—. ¿Qué pasa?
Mateo traga, su manzana de Adán, aún demasiado grande, se mueve por
su largo y grácil cuello. No la mira. Ay, Dios. ¿Habrá encontrado las cartas
de Andrés, las dos o tres que aún no ha llevado a casa de sus padres y que
ha metido debajo de esa solapa suelta de la moqueta del salón? ¿Será otra
cosa? ¿Habrá escuchado alguna llamada telefónica? ¿Se le habrá escapado
algo?
Lore se centra en sus manos sobre el volante y su esmalte de uñas rojo
desconchado.
—¿Mateo? ¿Qué pasa?
Silencio. Y entonces:
—Es por Gabriel.
El rango de visión de Lore se ensancha y luego se estrecha de nuevo. Un
tipo diferente de temor surge dentro de ella.
—¿Gabriel? Dime.
Mateo se chupa el interior de la mejilla, como solía hacer de pequeño.
—Él no querría que dijera nada, pero te vas a enterar de todos modos. No
te asustes. ¿De acuerdo?
—Mateo —dice Lore bruscamente.
—Le pillaron copiando en Química —se apresura a aclarar, evadiendo su
mirada.
—Copiando. —Las primeras volutas de alivio se asientan. Está bien. Es
capaz lidiar con eso—. ¡Por Dios, Mateo, me has asustado!
Las mejillas de Mateo se sonrojan.
—Vaya, siento que no sea lo suficientemente malo como para llamar tu
atención.
Lore casi choca con el coche de delante por lo sorprendida que está ante
ese tono. Aparca enfrente de la consulta del pediatra. En la puerta de al
lado, un niño y una niña juegan al baloncesto en un patio de tierra, con la
red arrancada hace tiempo de la canasta.
—No quería decir eso —aclara Lore—. De acuerdo. Copiando. ¿De
quién, exactamente?
Mateo no responde.
—De ti —concluye Lore.
Mateo, que es el mejor en todas sus clases de ciencias.
—¡Es que si suspende lo echarán del equipo de baloncesto!
Lore se clava un pulgar en el entrecejo, donde, cada vez más, se quedan
grabadas las líneas de expresión desde primera hora de la mañana.
—Así que no te preocupa el fracaso en sí. O el hecho de copiar, o el
hecho de que ambos se hayan metido en problemas. ¿Te preocupa su
situación en el equipo de baloncesto?
—No lo entiendes. Él… —se corta por una tos áspera y hace una mueca
de dolor—. No lo pueden echar. Lo necesita.
—¿Lo necesita? ¿Para qué?
—Bueno, ¿con quién quieres que se junte? —Mateo aprieta el botón de su
cinturón de seguridad—. ¿Con los del equipo o con esos otros chucos?
—¿Chucos? —pregunta Lore—. ¿Qué chucos? Ustedes dos tienen los
mismos amigos desde siempre.
Mateo resopla y su burla la conmociona. ¿Qué se ha perdido?
—¿Qué chucos, Mateo?
—Rudy y Wayo. ¿Sabes qué? Olvídalo. —Mateo tira de la manija de la
puerta—. Es obvio que te importa una mierda.
—¡Mateo!
Está claro que no es solo esto lo que él siente que a ella no le importa.
Ella pensaba que estar con Andrés la había convertido en mejor esposa y
mejor madre para su familia de aquí. ¿Acaso se ha estado engañando a sí
misma y lo único que ha pasado, en realidad, es que ha estado ausente?
—Claro que no. Mateo, mírame.
Lo hace y el pelo le cae en los ojos. Tiene una pierna dentro del coche y
otra fuera.
—Me preocupo por ustedes dos más de lo que imaginas. —Lore piensa
en el niño, Luis Ramón, enterrado vivo mientras su madre no podía hacer
otra cosa que quedarse en la calle y esperar que su voz le diera consuelo. Se
pregunta si la mujer trató de levantar los escombros ella misma, convencida
de que su amor le daría una fuerza sobrehumana. Se pregunta si la mujer
sintió el momento en que su hijo dejó de respirar—. ¿Me escuchas?
Él se encoge de hombros.
—Tenemos que sentarnos los tres y averiguar qué está pasando —dice
Lore—. Pero has hecho lo correcto.
Mateo hace una mueca.
—No le digas que te lo he dicho.
—No lo haré. —Lore lo agarra del brazo—. Mateo.
—¿Sí?
El sol le da en los ojos y hace que el color ámbar brille con fuerza. Vuelve
a decir:
—Más de lo que imaginas.
CASSIE, 2017

Todos los que se obsesionan con un determinado crimen quieren descubrir


algo nuevo sobre él. Algún detalle clarificador que cambie todo el asunto,
de la misma manera que una imagen puede parecer un jarrón hasta el
momento exacto en que se convierte en el perfil de la cara de una mujer.
Había querido investigar el crimen —si es que se le puede llamar así, lo
cual era, para mi desconcierto, menos obvio ahora que cuando había
empezado este proyecto— del corazón de Lore. Pero después de hablar con
Óscar Martínez y Sergio Muñoz, sentí que mi atención se centraba en otra
dirección más familiar. Una dirección a la que me dije que había intentado
resistirme, pero cuyo magnetismo había sentido desde la primera vez que
tuve el expediente del caso en mis manos. Quería saberlo todo sobre el
asesinato de Andrés y el papel que Lore había tenido en él.
—¿Qué te parece esto? —le dije a Lore en octubre. Eran las seis y media
y estaba oscureciendo.
El dúplex de al lado brillaba con luces naranjas, los árboles decorados con
elegantes calaveras de azúcar. Me puse mi rebeca en el banco del porche y
me la ajusté para que mi cara no quedara oculta en la sombra de la cámara
del teléfono.
—En cada llamada, te haré una pregunta sobre ese día. Una pregunta y ya
está.
Lore se sentó en su lugar habitual, en el sofá del salón. Como siempre,
sostenía el teléfono demasiado bajo, de modo que le daba en la parte
inferior de la barbilla.
—Si esta es mi historia, mi libro, ¿no debería poder decidir lo que entra y
lo que no?
—No podemos dejar de lado lo que pasó con Andrés —dije, tratando de
no perder la paciencia—. Es parte de su historia. No toda, pero sí parte.
Necesito conocer los detalles desde tu perspectiva. Lore, ¿confías en mí?
Al preguntar, me di cuenta de que realmente quería saberlo. Después de
meses de estar intercambiando algunas de las historias más íntimas de
nuestras vidas, ¿confiaba en mí? ¿Debería confiar en mí? ¿Qué nos
debíamos a esas alturas?
—De acuerdo. —Lore se movió por el sofá en busca algo, una manta, tal
vez—. Pero, a cambio, yo puedo hacerte una pregunta a ti.
Puse los ojos en blanco.
—¿Acaso no lo estás haciendo ya?
Se rio.
—Empecemos por el principio —dije—. Hablé con Penélope, y…
Lore tomó una bocanada de aire.
—¿Hablaste con ella? ¿Y me lo cuentas ahora?
—Fue hace poco.
—Bueno, ¿qué ha dicho? —Se acercó al teléfono y se le notaba el ansia
en la cara.
—Considera esa tu pregunta de hoy —dije tratando de no sonar petulante
—. Dijo que nunca recibieron tus cartas.
—¡Por eso! —Lore asintió una vez, indignada y también extrañamente
satisfecha—. No me extraña que dijera esas cosas en el artículo.
—Bueno, eso es, probablemente, solo una pequeña parte. —A veces,
todavía me choca el modo en que Lore no parece considerar lo que hizo
como algo imperdonable a los ojos de aquellos a los que hizo daño. ¿Cómo
aprendió a juzgarse a sí misma con tanta permisividad en un mundo que
enseñaba a las mujeres a clavarse en la cruz por cualquier pequeña
infracción?—. Dijo que ella y Carlos se quedaban con Andrés esa semana.
Se suponía que iban a estar allí ese fin de semana, pero Andrés, de repente,
los llevó a casa de Rosana y fue a verte. Mi pregunta es: ¿por qué?
Si estaba sorprendida por la nueva información que había descubierto, lo
supo ocultar bien. Su expresión apenas cambió, un marco sereno y quieto.
Eso lo decía todo. Iba por buen camino.
—Si te soy honesta —suspiró—, ojalá lo supiera.
Mentira. Había demasiado lamento en su voz, parecía actuado. No lo
olvide, había dicho Penélope. Lore es una muy buena mentirosa. Pero yo
tenía una ventaja sobre la gente en la vida de Lore de por aquel entonces.
Yo ya sabía esto de ella.
—¿Me estás diciendo que no tienes ni idea de por qué hizo ese viaje
repentino para venir a verte?
Lore encendió una lámpara, ya que la habitación se estaba oscureciendo
con el atardecer. Las sombras se acumulaban en los huecos de su rostro.
—Así es. Haz la misma pregunta de un millón de maneras, obtendrás la
misma respuesta. Me toca a mí: ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con
tu padre?
Sabía exactamente cómo desequilibrarme.
—No lo sé. Mi cumpleaños del año pasado, supongo. ¿Qué decía la nota
de Andrés? —Lo había dicho en serio cuando afirmé que sería solo una
pregunta. Ahora, Lore lo había convertido en una especie de juego, uno
contra uno, y yo no iba a ser la primera en parar.
—Ay, Cassie, no lo sé —resopló—. Mira en los registros de la policía.
Mi pulso se aceleró.
—Ya lo he hecho. Les dijiste que la nota ponía: «Lo siento, te echaba de
menos».
—¿Entonces? Ya lo sabes, ¿por qué me lo preguntas?
—Porque no creo que pusiera eso, o, al menos, no todo. Y no me creo ni
por un segundo que no te acuerdes.
Lore no dijo nada mientras nos mirábamos fijamente. Estábamos en punto
muerto.
LORE, 2017

Los muebles estaban cubiertos de plástico, y la pared del fondo tenía una
docena de colores saturados: «Gentleman's Gray», «Salamander», «Ebony
King», «Shadow». Ya sabía que el comedor sería «Borgoña Oscuro», y que
el estudio informal, iluminado por la luz del sol, sería «Estrella de Mar».
Había pensado que las paredes blancas de Mami eran tan aburridas, tan
austeras, ¿y luego qué hice? Seguí el consejo de un decorador de interiores
y lo pinté todo de blanco. Pero en ese momento no me importaba. Andrés se
había ido. Fabián se había ido. Los cuates se habían ido. No había ningún
hogar que crear aquí. Era un lugar donde estar cuando no estaba en ningún
otro sitio.
Aquel lunes, el día en que la policía acudió por primera vez al banco, un
grito se me había agolpado en la garganta, como si antes de ese momento
aún existiera la posibilidad de que no fuera real. Una vez que se fueron, me
apresuré a ir a casa de Marta, ya que ella solo trabajaba por las mañanas.
Sergio era la coartada de Fabián para la primera parte de la noche, y Marta,
aunque aún no lo sabía, era la mía para la segunda. La policía no tardaría en
interrogarlos. Era mejor que se enterara por mí.
Al principio, Marta pensó que era una broma. Se rio con la taza de café en
la boca y me dijo que dejara de ser una estúpida. Ella llevaba una camiseta
Guess. Lo recuerdo porque me quedé mirando el triángulo tachonado de
pedrería: esos tres puntos brillantes, separados por distancias iguales. En
cuanto se dio cuenta de que hablaba en serio, dejó la taza en el suelo con
tanta fuerza que se rompió. Fui a buscar el secador y ella empezó a gritar.
—¡Fuera, Lore! ¡Sal de mi casa! No sé ni quién eres. Lárgate ahora
mismo.
Yo lloré, supliqué, pero Marta no lograba entenderlo. Se negó a intentarlo.
Lo último que me dijo antes de dar un portazo fue:
—¿Cómo pudiste hacerlo? Lo tenías todo. Lo tenías todo.
Pero nadie podía tenerlo todo, o al menos no por mucho tiempo.
Después de la detención, cuando Gabriel y Mateo todavía estaban
demasiado asqueados como para mirarme, Mateo deslizó una nota por
debajo de la puerta de mi habitación: Nos vamos a quedar con tía Marta y
tío Sergio. No intentes hacernos volver. Me sentí envuelta en rabia, una bola
de fuego andante. Marta llevaba quince años celándome, desde que una
noche de descuido dio lugar a los cuates. Yo había sido capaz de hacer, sin
esfuerzo, lo que ninguna cantidad de planes o rezos o pociones había hecho
por ella. Y ahora Marta tenía a mis hijos. En esos momentos febriles
después de leer la nota, llamé a mi hermana.
—¿Estás contenta ahora? —grité—. Tú ganas, ¿eres feliz?
Marta, con razón, me colgó.
Pero necesitaba ver a mis hijos y Marta nunca me lo impediría. Así que,
como un padre moroso, dejé dinero en efectivo para la comida de los niños,
los uniformes de baloncesto y las excursiones. Me senté frente a ellos en el
salón de Marta para ver Miami Vice y El equipo A, cualquier cosa que nos
mantuviera en el mismo espacio.
Gabriel se había enfadado mucho. Me había preocupado por los dos, por
supuesto, aunque por Gabriel más que por Mateo debido a las malas notas y
las inasistencias a clase. Y, como Mateo se temía, lo habían echado del
equipo de baloncesto. Una vez que les obligué a volver a vivir conmigo, lo
único que veía de Gabriel era el resquicio de luz que había bajo su puerta
cerrada. Una música terrible y furiosa, del tipo que Mami habría llamado
«satánico». Se negaba a hablar conmigo. No cenaba con nosotros. Me
preocupaba que no comiera nunca, pero el plato que le ponía en la nevera
cada noche estaba en el fregadero por la mañana. Fregaba los restos
endurecidos con ganas, con amor, porque eran lo más cerca que podía estar
de mi hijo, lo más cerca que me dejaba estar.
El duelo de Mateo —porque eso era, al fin y al cabo, un duelo por la
pérdida de Fabián y de mí, por la idea que tenía de nosotros— era más
tranquilo, más contenido. De vez en cuando, me dejaba abrazarlo. Luego se
escabullía. Otra puerta cerrada, otro resquicio de luz.
Y, entonces, solo unos meses después, la llamada histérica de Marta:
—¡Papi se ha ido! ¡Se ha ido!
Por un momento, recordé la vez que los cuates se escabulleron en el
súper. Grité a todo el que quisiera escuchar:
—¡Mis niños! ¡Por favor, ayúdenme a encontrarlos!
Habían estado jugando al escondite como hacían en el almacén de Fabián.
En ese momento, por teléfono, estuve a punto de decirle a Marta: ¡No te
preocupes, lo encontraremos! Pero ella sollozaba, incapaz de hablar, y yo
sabía que a Papi no lo íbamos a encontrar.
Mami me culpó a mí. Todo ese estrés en su pobre corazón, y yo no podía
decir que estaba equivocada. Después de eso, me dejó de lado, y el resto —
excepto Marta, eventualmente, y Pablo, ocasionalmente— siguieron su
ejemplo. Había pasado de dos familias a ninguna. A veces, en los meses y
años posteriores a todo lo sucedido, me sentía como un fantasma rondando
el terreno baldío de mi antigua vida. Me sentaba en el salón a oscuras,
bebiendo Bucanas, hojeando los álbumes de fotos de cuando los cuates eran
bebés: allí estaba yo, con una sonrisa aturdida, de réplica, y Fabián,
ahuecando a un niño en la palma de cada mano, como una especie de Dios,
aunque era mi cuerpo el que habían desgarrado de camino al mundo. Les
acariciaba las mejillas y el pelo a través de las láminas de plástico
amarillento. Susurraba disculpas, arrepentimientos. Me iba a la cama medio
borracha y me despertaba magullada. Iba a la cocina y dejaba caer un rizo
de cáscara de naranja, una rama de canela y piloncillo en una cacerola y
bebía café de olla, con las yemas de los dedos que olían como las de
Andrés. Escribía mis inútiles cartas a Penélope y a Carlitos y, a veces, me
sorprendía conduciendo hacia el cementerio. No sabía por qué. Fingía que
era para sentarme junto a la tumba de Papi, aunque todavía podía sentir su
decepción emanando de la tierra.
Fueron tiempos oscuros. Ahora, al menos, tenía a los cuates de nuevo, y a
mis nietos. Si no los perdía.
Los vapores de la pintura me daban dolor de cabeza, así que salí a la
calle. Era uno de esos días raros y perfectos de otoño, en los que el cielo es
de un azul de infarto, pero el calor se ha disipado por fin, como una fiebre,
dejando solo una suave calidez en su lugar. Desde que me jubilé, la
jardinería había ocupado la mayor parte de mi tiempo. Las mañanas de los
fines de semana las pasaba en Home Depot y Lowe's, además de las
innumerables horas escuchando el programa de radio Gardening South
Texas Radio Show, y los viajes en primavera a Floresville para el South
Texas Home, Garden, and Environmental Show. Estaba orgullosa de mis
árboles de cítricos, de los gordos limones que olían como naranjas, de las
naranjas casi tan grandes como los pomelos. También de las L. D.
Braithwaite y las Mary Roses y las Tess d'Urberville, y todo el
conocimiento secreto que conlleva intentar controlar el mundo natural.
Fabián estaba en un programa de jardinería en la cárcel. Mientras
fertilizaba el brócoli, las coles de Bruselas y la coliflor con nitrato de
amonio, fingía que estaba arrodillado a mi lado. Casi podía sentir el roce de
su guante sobre el mío. Nos quejábamos de las rodillas, nos reíamos de lo
viejitos que nos habíamos vuelto. Hacíamos sándwiches con pollo asado del
H-E-B y, en un día como este, comíamos en el patio, tomábamos café y
lanzábamos una pelota de tenis para Crusoe.
Fabián debía salir en cinco años. Debería haber salido hacía trece años,
pero su asistente social había dicho que no necesitábamos un abogado de la
condicional, que era su trabajo ayudar a Fabián a preparar el paquete. Era
todo tan enrevesado. Nadie nos dijo que debíamos empezar a escribir cartas
y a elaborar un plan de liberación seis meses antes de la vista. Pero no
tuvieron ningún problema en avisar a Penélope y a Carlitos a tiempo para
que ella escribiera una abrasadora carta de impacto de la víctima, y ahí fue
cuando nuestra oportunidad se fue al garete.
Dos años después, contratamos a un abogado. Seis mil dólares, todas
nuestras cartas, las fotos de la familia, Marta garantizándole un trabajo en
su restaurante, los pinches expedientes de bachillerato de Fabián. Y era un
recluso modelo, que formaba parte de todos los programas, enseñaba a otros
hombres inglés o a leer y escribir. Pero entonces, de la nada, hubo una
pelea. Después de ese segundo rechazo, renunció a las audiencias. No
quería que los cuates y yo volviéramos a pasar por la decepción, dijo. Pasar
la mitad de nuestras vidas esperando, como si la esperanza fuera algo tan
terrible. Bueno, ahora tendríamos setenta y dos años antes de que saliera.
Si es que salía.
Si el libro de Cassie no lo arruinaba todo.
Después de meses de centrarse en el doble matrimonio, como había
prometido, ahora seguía chingue y chingue sobre la noche en que Andrés
había muerto. Pinche Óscar. Siempre fue un poco metiche. Cuando me
llamó después de su conversación con Cassie, dijo que no le había dicho
nada. Pero, obviamente, se le había escapado algo, porque Cassie
preguntaba qué más había en el sobre, qué más decía la nota. Ella no lo iba
a dejar pasar. Sentí que el pasado se aflojaba dentro de mí, que los pernos y
los tornillos se desprendían de las bisagras.
Fiel a nuestro trato, por cada llamada había respondido a una pregunta, a
veces más, sobre la noche del asesinato de Andrés, aunque, obviamente, no
siempre con total sinceridad. Le había dicho que la cita con el médico de
aquel día era para mi revisión anual y que después había vuelto al banco.
Me preguntó por qué; era casi el final del día, ¿no? Me inventé algo: una
mujer en un mundo de hombres durante la recesión necesitaba que la vieran
echando horas. La verdad es que no tenía otro sitio al que ir.
Gabriel seguía insistiendo en que dejara de hablar con ella. Y podía
hacerlo. Pero eso no significaba que fuera a dejar de trabajar en el libro,
sobre todo ahora que conocía la laguna en mi coartada, de la que la policía
no se había percatado o a la que no le había dado importancia tras la
identificación de Fabián. Seguí insistiendo en que había ido directamente a
casa desde el banco a recoger a los cuates. No era mi culpa que nadie
pudiera corroborarlo.
No. Si dejara de hablar con ella, estaría siempre mirando a mis espaldas.
Además, me gustaban nuestras conversaciones. Nuestras llamadas habían
llenado mis tardes de silencio. Llevaba tanto tiempo sola que, en algún
momento, la soledad se había instalado en mi interior, como los diez o
veinte kilos de más con el paso de los años, algo que solo se notaba al mirar
fotos antiguas.
Me gustaba saber que el teléfono iba a sonar a las seis de la tarde,
sentarme a cenar o, a veces, a tomar una copa de vino. Me gustaba no saber
exactamente a dónde llevarían nuestras conversaciones. Y me gustaba
hacerla hablar de las cosas que la incomodaban. No tiene sentido
esconderse de uno mismo, mija. Sigues estando ahí igualmente. Eso era lo
que quería decirle.
De todos modos, gracias a ella, ahora sabía cosas que me había estado
preguntando durante mucho tiempo: por supuesto que Rosana interceptó
mis cartas a Penélope y Carlitos. Podía imaginar sus elegantes manos
rompiendo los sobres que yo había enviado con cariño y enterrándolos en el
cubo de la basura de la cocina, bajo limas arrugadas y toallas de papel
húmedas.
¿O las había leído ella primero? Qué vergüenza, pensar en ella leyendo
mis palabras. Cómo había tratado de explicar que enamorarse de su padre,
de ellos, no fue intencional. No fue planeado, pero fue real. Tal vez un día
podrían perdonarme. Más tarde, les hice preguntas, como si los estuviera
recogiendo del colegio. Les hablaba de recuerdos. Les dije que los echaba
de menos. Qué desesperada le debo haber sonado a Rosana. Pero es que
estaba desesperada, me habían separado repentina y catastróficamente de
Andrés, y los niños eran todo lo que me quedaba de él, aparte de las cosas
que había metido bajo el tablón de la casa de Mami y Papi.
Sin embargo, ahora tenía esto. La historia que estaba contando. El placer
de revivir esa época con su padre. La mejor época de mi vida,
honestamente. Y la verdad es que siempre había sido una hedonista. Una
esclava de los placeres del momento. ¿No fue así como todo comenzó?
¿Porque, en un momento de privación, Andrés me había dado la mano?
¿Cómo iba a decir que no? Al baile, al vino, a ese ascensor enjaulado que
subía y subía.
Pero Andrés no era el único placer. La novedad es solo un aspecto de una
relación. También está el terciopelo que envuelve la historia, el vínculo del
tiempo.
Hay lealtad. Hay familia.
CASSIE, 2017

A principios de noviembre, le envié un correo electrónico a Penélope


disculpándome por haberla molestado y preguntándole (en un intento muy
arriesgado) si tenía algún recuerdo escrito de Andrés desde 1983 hasta
1986, especialmente hacia el final de su vida. Un calendario, un diario,
cartas para o de Lore que pudieran ayudar a explicar su repentino viaje a
Laredo y su estado de ánimo cuando se marchó. No esperaba que
respondiera, pero valía la pena intentarlo.
La madre de Duke me llamó justo cuando pulsé el botón de enviar correo
electrónico. Quería saber qué me parecían las flores silvestres: en mayo
estaban por toda la finca y serían una bonita decoración para la boda, a no
ser que tuviera otra cosa en mente. Escuché la pregunta detrás de la
pregunta: faltaban seis meses.
¿Habíamos planeado algo?
—Me encantan las flores silvestres —dije. En realidad, no me gustaban,
pero eran gratis.
—Genial. —Pude oír la sonrisa en la voz de Caroline—. Escucha, cariño,
no quiero ser ese tipo de futura suegra, pero si necesitas ayuda con la
planificación, aquí estoy.
Le di las gracias y me dirigí a la nevera para rebuscar entre los tuppers.
Saqué un recipiente de ensalada de patatas, lo dejé en la encimera y le clavé
un tenedor. Lo que necesitábamos era dinero, y nunca se lo pediríamos.
—Una cosa más —Caroline dudó. Se escuchó el relinchar de un caballo,
de fondo—. Sé que no tienes una relación cercana con tu padre, y no estoy
segura de si planeas invitarlo…
La ensalada de patatas se volvió agria y se atascó en mi boca. La obligué
a bajar.
—No.
—Me imaginaba. —Caroline no juzgó, no se entrometió—. Y, por
supuesto, tu madre… Bueno, estaba pensando, si quieres, que sería un
honor acompañarte al altar.
Un nudo de lágrimas me subió por la garganta con tanta rapidez y
violencia que fue como si siempre hubiera estado ahí, esperando.
—Eso es… —Me enjugué los ojos—. Gracias. Me encantaría, Caroline.
La voz de Caroline tembló un poco.
—Eres parte de nuestra familia. Un miembro más. No tienes que hacer las
cosas sola.

Eran más de las ocho del miércoles, la noche libre de Duke, que llegaría
pronto a casa. Habíamos vuelto a vernos en tramos cortos y poco
inspiradores: desayunos de madrugada antes de que él se fuera a preparar la
carne, reposiciones de The Office mientras yo me sentaba a su lado con el
portátil quemándome los leggins. Como se había pasado el día cocinando,
pensé en sorprenderle con la cena. Había pollo y brócoli en el horno, y la
casa olía a calor y a nuez, con un toque de tierra húmeda. Había dejado la
puerta trasera abierta antes porque estaba nublado y quería recoger el olor
de la lluvia, dejar que llenara todos los rincones de esta casa.
Puse el cronómetro en mi teléfono y luego llamé a Andrew para hacer
nuestro chequeo habitual. Antes era cada noche, ahora ya, desde que parecía
que nuestro padre se había recuperado, era solo semanal.
—Hola. —Su voz sonaba apagada y plana.
—Hola, colega —dije, y me puse instantáneamente en alerta—. ¿Cómo
va todo?
—Nos han cortado la luz.
Mi corazón dio un respingo, hizo una torpe transición entre latidos.
—¿Cuándo? ¿Por qué no me lo dijiste?
Algo crepitó, candente, entre nosotros.
—Hace tres días, e intenté llamarte. No contestaste. —Hizo una pausa y
luego murmuró—: Nunca respondes.
Mierda. Me acordaba. Estaba hablando con Lore y planeaba llamar a
Andrew justo después. Después, me distraje transcribiendo y me olvidé por
completo. Pensé en las llamadas perdidas de Andrew este verano, en la
forma en que sus textos se habían vuelto cada vez más cortos en el último
año. En algún momento, había dejado de pensar que podía contar conmigo.
Y yo no me había dado cuenta.
—Lo siento mucho —dije—. ¿Tres días? ¿Eso significa que…?
—Sip. —La despreocupación de Andrew hizo poco por ocultar su dolor
—. Ha vuelto a descarrilar. No ha durado mucho esta vez.
La determinación se me metió en las venas, limpia y suave.
—Déjame hablar con él. ¿Está en casa?
—Sí, pero…
—Ahora, Andrew.
Me temblaba la mano cuando me serví un vaso de merlot y me lo bebí de
cuatro largos tragos. La puta ironía. Salí al porche trasero. Al otro lado de la
calle, otro bungalow que se caía a pedazos, como el nuestro, estaba siendo
derribado hasta los cimientos y pronto sería sustituido, sin duda, por un
nuevo dúplex moderno de mediados de siglo. Su esqueleto se asomaba en la
oscuridad.
—¡Cassie! —Las letras sonaban arrastradas, una muestra falsa de
jovialidad, como una trampilla. Había tantas malas noches que habían
empezado así… ¡Lisey! cuando mi madre entraba en la habitación, como si
su boca no fuera una línea sombría que mostraba la decepción, cuya
presencia pronto abriría esa trampilla, enviándolos a través de la oscuridad.
Pero ya no podía hacerle daño. No podía hacerme daño. Solo podía hacerle
daño a Andrew. Y ya era hora de asegurarme de que no lo hiciera.
Tenía la boca seca.
—Papá, ¿qué es eso de que os han cortado la luz? —Sin preámbulos. No
quería perder el valor.
—¿Que cómo estoy? Ah, muy bien, gracias. —Mi padre se rio y yo me
estremecí—. ¿Cómo estás tú? Hacía tiempo que no hablábamos.
—¿Qué ha pasado —repetí— con lo de la luz?
—Madre mía, me he retrasado unos días en el pago de la factura, nada
más.
Nada más, claro.
—¿Me estás diciendo que tú nunca te has retrasado con una factura?
—Nunca he tenido a un niño en casa que dependa de la luz y la
calefacción —dije.
—Así es —dijo, y supe que había caído de lleno, dando una excusa para
meter el dedo en la llaga—. Nunca lo has tenido.
Los dos nos quedamos en silencio.
Respirando.
—Mira, mañana volverá a funcionar —dijo. Sonaba cansado ahora.
—Vale, pero ¿qué ha pasado?
Intentaba ser amable, sin juzgar. Como mi madre.
—Andrew me ha dicho que llevabais tres días. ¿Te han despedido?
¿Necesitas dinero?
—¿Dinero? —Un gruñido grave—. ¿Qué, crees que no puedo cuidar de
mi propia casa, de mi propio hijo?
—No me refiero a eso. —Me pasé la lengua por los dientes, traté de
respirar, de frenar mi corazón acelerado—. Pero tienes que ir a una reunión.
Por favor. No puedes hacerle esto a Andrew.
—¿Hacerle qué, exactamente?
—¡Se supone que debes cuidar de él! Lo prometiste. —No podía creer lo
herida e infantil que sonaba.
Detrás de mí, la puerta principal se abrió y se cerró. Duke gritó:
—Huele bien, Cass… Oh, estás fuera.
Y en un momento estaba a mi lado. Su sonrisa se desvaneció al ver mi
mandíbula apretada y la forma en que temblaba a pesar de que no hacía frío.
—¿Estás bien? —preguntó.
Asentí con la cabeza, deseando que volviera a entrar. No lo hizo.
—¿Quién te crees que eres? —La voz de mi padre se hizo más grave y
sentí que todas las versiones más jóvenes dentro de mí temblaban, como
muñecas rusas—. Te vas a la primera de cambio y luego llamas de
improviso con un «lo prometiste».
Parpadeé contra las lágrimas.
—O te pones sobrio o voy a por Andrew.
La mano de Duke cayó de mi hombro. Había ido demasiado lejos. Y no
lo suficiente.
—Y juro por Dios —dije, temblando tan fuerte que apenas podía sostener
el teléfono— que si le haces daño, lo vas a pagar.

El temporizador de mi teléfono sonó mientras le colgaba a mi padre.


Ninguno de los dos se movió.
—Cassie —dijo Duke en voz baja—. ¿Qué coño acaba de pasar?
Me hundí en una de las sillas Adirondack que habíamos comprado en
Craigslist. Era una posición vulnerable para sentarse, con la barriga medio
inclinada hacia arriba, patente. Volví a ponerme de pie con las piernas
temblorosas.
—Te lo contaré todo, pero deja que… —Señalé la casa, la comida que
pronto se quemaría.
Duke se dirigió a la puerta.
—Yo me encargo.
Todavía estaba allí de pie, agarrándome los codos, cuando Duke volvió.
Por encima de nosotros, las polillas de alas polvorientas se agitaban contra
la débil luz del porche.
Respiré profundamente.
—Ese era mi padre.
—Sí. Me he dado cuenta. Pero… le dijiste que se pusiera sobrio. ¿Es…?
—dudó.
—Un alcohólico. Sí.
Duke estaba lo suficientemente cerca de mí como para que pudiera oler el
humo en su ropa. No extendió la mano para tocarme.
—¿Desde cuándo?
—Tenía nueve años cuando me enteré —dije—. No tengo ni idea de
cuánto tiempo hacía antes de eso.
Las emociones se reflejaron claramente en el rostro de Duke: ojos
compasivos y mandíbula apretada, el deseo de consolarme enfrentado al
dolor por habérselo ocultado. Esperé a que me preguntara por qué. Durante
todo este tiempo que habíamos estado juntos, ¿por qué no se lo había dicho?
—¿Está recibiendo ayuda? —preguntó, en cambio.
Suspiré.
—A lo largo de los años ha ido pasando varias veces por Alcohólicos
Anónimos. Estuvo sobrio durante mis dos últimos años de instituto. Ese fue
el tramo más largo que recuerdo antes de que naciera Andrew.
Eran los días en que llamaba a mi puerta y me imploraba:
—¿Qué te parece si desempolvamos esas viejas cañas de pescar?
Y le traía comida a mi madre del Better Homes and Gardens, como si la
quiche perfecta pudiera borrar nuestros recuerdos. Por la noche, en la sala
de estar, eran ellos dos los que se sentaban codo con codo bajo la manta
azul con borlas enmarañadas, con las cabezas cerca del inquietante
parpadeo del televisor.
¿Qué susurraban en la intimidad de esas noches, cuando me escabullía
porque no me fiaba, no podía fiarme, de esa paz? ¿Hablaban de mí? ¿O
estaban demasiado consumidos por ellos mismos, por la lucha de fingir, de
esperar, de creer que las cosas podían ser diferentes?
—Recayó justo antes de que mi madre descubriera que estaba
embarazada —dije.
Fue a principios de otoño. Durante un fin de semana, porque ella aún
llevaba puesta la bata verde menta con la mancha de café descolorida en
una de las mullidas solapas. Estaba a punto de decir algo cuando mi padre
entró arrastrando los pies desde el pasillo. La caída de sus hombros
derrotados, la forma en que besó la parte superior de la cabeza de mi madre
y evitó por completo mi mirada, hicieron que el aire se volviera denso. Me
odié a mí misma por el dolor de mi decepción, como una niña que llora por
no recibir un regalo de Navidad que nunca le prometieron.
Duke estaba lo suficientemente cerca como para tocarme, pero no se
acercaba a mí.
—Volvió a las reuniones, pero fue difícil durante un par de meses. —Casi
añadí: Sin embargo, no la golpeó. Ella estaba, aparentemente, protegida por
un grupo invisible de células—. Pensé que había conseguido estar sobrio
desde que nació Andrew, pero… —tragué saliva—, aparentemente, no es
así.
—Madre mía. —Duke sacudió la cabeza y se desplomó en uno de los
Adirondacks—. Pobre chico. ¿Acabas de enterarte de esto?
—Sí. —Mi boca tenía un sabor metálico, como si me hubiera mordido.
Busqué la sangre con la punta de la lengua.
—Pero… —Duke levantó la vista y pude ver cómo se endurecía, como
cuando se secaba el cemento—. ¿De qué iba eso de hacerle daño a Andrew?
Era el momento. Mi oportunidad de decírselo todo, finalmente. No tienes
que hacer las cosas sola. Pero la autopreservación está en nuestro ADN, un
instinto que sobrevive a la extinción de otras especies. Lore lo entendería.
—Quise decir emocionalmente —contesté, con el estómago revuelto—.
Es que no quiero que salga herido de todo esto.
—¿Y vas a ir a buscar a Andrew? ¿Qué, en plan, para que venga a vivir
con nosotros?
—Bueno, ¿qué se supone que debo hacer, Duke? —Mi voz se elevó y se
quebró—. ¿Dejar a mi hermano pequeño con un borracho que se olvida de
cuál es su papel y no puede pagar las facturas?
La ira justificada que implicaba desempeñar este rol, el de la hermana que
actuaría en el mejor interés de su hermano, sin importar el sacrificio
personal, fue de gran alivio. Deseaba tanto ser esa persona.
Duke se tapó la nariz y la boca con las manos y exhaló con fuerza antes
de retirarlas.
—¿Ibas a hablarlo conmigo antes siquiera? ¿Se supone que esto es una
conversación?
—¡Es que es una conversación! La estamos teniendo ahora. —Lo fulminé
con la mirada—. Estás actuando como si Andrew estuviera haciendo las
maletas mientras hablamos. Lo único que dije fue…
—He oído lo que has dicho. —Duke apartó una polilla con más fuerza de
la necesaria—. ¿Y me lo habrías contado, por cierto, si no lo hubiera oído?
No dije nada.
Los ojos de Duke centellearon.
—Ya veo. ¿Y cuáles son las probabilidades de que, esta vez, esté sobrio
para siempre?
—No lo sé.
—¿Entonces? ¿Andrew se va a mudar aquí? —Señaló hacia la casa: la
cocina, cuyo espacio en la encimera se podía tocar de punta a punta estando
de pie, nuestro único dormitorio, el cuarto de baño con el lavabo en un
pedestal, nuestros cepillos de dientes apoyados uno contra otro en un vaso
con restos de jabón—. ¿Cómo se supone que nos las apañaríamos?
—Podría dormir en el sofá hasta que encontremos un sitio más grande —
dije—. Y…
—¿Un sitio más grande? —Duke se rio—. Apenas podemos permitirnos
este.
—¡Pero este libro! Duke, creo que la historia es aún más grande de lo que
pensé en un principio. Creo que Lore estuvo involucrada de alguna manera
en el asesinato.
Ahí estaba, sin advertencias ni renuncias. ¿Por qué, si no, me iba a decir
por qué Andrés estaba en la ciudad? ¿Por qué iba a mentir sobre la nota y
sobre lo de no haberle visto cuando, en mi interior, sabía que sí lo había
hecho? ¿Por qué le iba a dar una coartada a Fabián si amaba a Andrés? ¿Y
qué hay de la brecha en su propia coartada, la pistola que pudo haber
llevado?
Duke me miró fijamente.
—¿Otra vez ese tema? Esa acusación no es ninguna puta broma, Cassie.
Te das cuenta, ¿no?
—Obviamente —respondí—. Y si tengo razón, todo será diferente. Para
nosotros, quiero decir.
Duke soltó una carcajada.
—Pero ¿tú te escuchas cuando hablas? Pareces…
Sentí como si algo me apretara el pecho. Respiraba con dificultad.
—¿Qué, Duke? ¿Parezco qué?
Tuve el feo presentimiento de que iba a decir «loca». Esa palabra que se
le pone a una mujer para desestimar su inteligencia, sus instintos, sus
ambiciones. Si lo decía, no estaba segura de que pudiera llegar a retractarse.
—Despiadada —dijo, y se fue adentro.
LORE, 1985

El Día de Acción de Gracias no se celebra en México, claro, así que no


hay problema en quedarse en Laredo, aunque Andrés le había preguntado,
amablemente, con quién iba a pasar el día. A Lore le sigue sorprendiendo el
mundo que ha construido para él, en el que ella existe sin las ataduras de los
padres, supuestamente muertos, o de los hermanos, con los que no se habla.
Le dijo que, probablemente, iría a casa de Óscar; su mujer, Natalie, está
embarazada de nuevo y le vendría bien algo de ayuda en la cocina o para
sacar adelante al hijo de dos años. Lore nunca ha estado en casa de Óscar y
apenas conoce a Natalie, pero en este mundo son buenos amigos y Andrés
está deseando conocerlos a ambos.
La comida de este año es modesta. Lore y Fabián hicieron el pavo y el
puré de patatas. Todos los demás trajeron una guarnición: crema de maíz,
frijoles, batatas al horno. Mami hizo dos pasteles de nuez para el postre.
Algunos de los niños se quejan: ¿dónde están las hojarascas y las galletas de
chocolate y el famoso crumble de manzana de Lisa? Los padres saltan todos
a la vez: ¡Es el Día de Acción de Gracias para agradecer lo que tenemos,
no para lloriquear por lo que queremos! Lore quiere decirles a los niños
que piensen en los niños de DF que lo perdieron todo en el terremoto y que
ahora están durmiendo uno al lado del otro en las calles, como un plato de
enchiladas. Pero los niños no pueden situar a los menos afortunados en el
contexto de sus propias vidas; existen en planos diferentes, sin que les
afecte la existencia de los demás.
Los adultos intentan mantener la alegría. Los hombres hacen planes para
una cacería a primera hora de la mañana, y Jorge y Lisa comparten
anécdotas divertidas sobre los niños de sus colegios, aunque,
inevitablemente, la conversación vuelve a girar en torno a la economía. El
hermano de Lore, Pablo, perdió su empleo en un restaurante y trabaja en el
almacén de una empresa de transportes por 3,35 dólares la hora. Su mujer,
Lisa, sigue dando clases, pero ahora está embarazada del tercero, una
sorpresa; cuando rompió a llorar durante la comida del domingo en su
primer trimestre («¡No sé cómo lo vamos a hacer!»), Marta apartó la silla y
se levantó de la mesa. Lore la encontró en el salón, fingiendo que buscaba
algo en su bolso mientras le caían lágrimas de rabia.
—No ha caído —dijo Lore en voz baja, con una mano en la espalda de su
hermana.
Marta se estremeció.
—No pasa nada. Estoy bien.
Marta sigue trabajando como ayudante de médico y parece inevitable que
la caja de ahorros de Sergio quiebre, como tantas otras. El trabajo de Jorge
como director de escuela está a salvo, pero su mujer, Christie, fue despedida
del bufete de abogados. Ahora es recepcionista en un concesionario de
coches usados con fama de aprovecharse de la desesperación de la gente.
Beto y su esposa, Melissa, han respondido a los tiempos que corren con
afán empresarial, utilizando su casa como garantía para comprar una
ejecución hipotecaria, que apalancan para la siguiente. Están comprando
casas por centavos, condominios que costaban noventa mil en 1981 y que
ahora se venden por cuarenta. Hace poco compraron su primer complejo de
apartamentos, seis unidades en El Azteca. Una noche, ebrio en casa de
Lore, Pablo señaló amargamente que se estaban convirtiendo en pinches
propietarios explotadores y que, de todas formas, ¿de dónde sacaban el
dinero? Su insinuación era exagerada. Lore le dio una Schaefer Light para
el camino y le dijo que durmiera la mona. Más tarde, se enteraría por
Melissa de que Pablo les había pedido un préstamo. No había creído a Beto
cuando había dicho que sus activos no eran líquidos.
Y los padres de Lore. Lore no cree que se hayan recuperado de tener que
cerrar la tienda o, lo que es peor, de depender de sus hijos para pagar el aval
de un mal préstamo. Papi pasa la mayor parte de los días en el rancho de
Sergio, haciendo quién sabe qué, reparando vallas, contando ciervos,
rehabilitando o desmontando coches viejos que los amigos de Sergio llevan
a veces allí. Tiene que hacer algo, dice Mami. Mami, que se pasa los días
limpiando una casa inmaculada, planchando sábanas que se secaron en el
tendedero. No saben estar quietos, no saben no trabajar. Viven de la
seguridad social y de los cheques de invalidez de su padre y, aunque tienen
más de sesenta años (se merecen un poco de descanso, se lo han ganado), se
avergüenzan. Durante el almuerzo, Papi se esfuerza por mirarlos a los ojos.
—Cambiará —dice Beto con confianza, y Melissa asiente—. Ya lo
estamos viendo, con la entrada de México en el GATT. ¿Verdad, Lore?
Ella asiente, aunque se cuida de no ofrecer demasiadas esperanzas.
—Nada va a cambiar de la noche a la mañana —dice mientras mira el
pavo relleno. Opta por no repetir, por si alguno de los niños quiere un poco
—. México tardará meses en negociar las condiciones de entrada, y nos
esperan probablemente diez años, como mínimo, antes de que sus aranceles
y regulaciones sean comparables a los de otros miembros.
—Pero, aun así —insiste Lisa—, es bueno, ¿no?
—Por supuesto —concede Lore.
Comen en silencio, los tenedores rozando los platos, las bebidas
rellenadas. Lore toma un sorbo de su Carlo Rossi frío y mira furtivamente a
Fabián. Ha estado callado, retraído, aunque esta mañana se lo han pasado
bien en la cocina, incitando a Gabriel a sacar el cuello y los menudillos del
ave mientras todos, incluso Mateo el vegetariano, se reían de su asquerosa
chulería. Por unos minutos se había sentido como en los viejos tiempos,
cuando los cuates eran pequeños y a Gabriel nunca se le ocurriría mandarla
a la mierda y Fabián acababa de abrir la tienda y todo, absolutamente todo,
era una promesa y una posibilidad.
Papi también debió notar el estado de ánimo de Fabián.
—¿Y ustedes? —Mira a Fabián—. ¿Cómo les va en Austin?
Fabián sacude los hombros y lo compensa manteniéndolos hacia atrás,
con orgullo.
—En realidad —dice—, he decidido volver a casa.
Lore jadea.
—¿Qué?
Han pasado dos años desde el primer viaje de Fabián a Austin. Dos años
de llamadas telefónicas semanales y visitas mensuales, a veces viéndose
solo una noche antes de que Lore regrese a DF o Fabián haga las maletas
para el viaje de cuatro horas, con Marta y Sergio cuidando a los niños
cuando Lore y Fabián no están. Ella echa de menos a Fabián o a Andrés, o a
ambos, todo el tiempo. Fabián no se queja de sus ausencias, no se atrevería.
No les ve nada raro, no se pregunta por las llamadas nocturnas. Lo echa de
menos, lo quiere en casa, pero sería una tonta si pensara que esto no va a
cambiar las cosas.
Fabián se vuelve hacia Lore.
—Lo he pensado mucho, y ya… llegó la hora.
—¿La hora? —Lore niega con la cabeza—. ¿La hora de qué?
Hay un silencio respetuoso, un reconocimiento por parte de su familia de
que se trata de una nueva discusión y, sin embargo, como todos son
metiches, nadie va a apartarse para darles privacidad.
—Tenemos que cerrar la tienda —dice.
Los ojos de Lore arden por las lágrimas.
—Fabián, no. Hemos trabajado demasiado.
—¿Y para qué, Lore?
Él se encoge de hombros y cruza el tenedor y el cuchillo sobre el plato
vacío, triste pero resuelto. Se da cuenta de que él ya lo ha asumido.
—Me dije que me quedaría allí arriba mientras pudiera mantener el
negocio a flote. Pero qué, ¿nos hundimos nosotros solo para mantener el
cartel de la puerta?
—Pero, Fabián…
—Lo sé. Todavía tenemos el préstamo, el terreno, el edificio. Hay más
que discutir, pero… —suspira—. Esto es lo que hay que hacer. Es lo único
que podemos hacer.
—Pero —interviene Melissa—, ¿a qué te vas a dedicar?
—¿Por qué? —Fabián intenta hacer una broma—. ¿Estás buscando a
alguien?
—Ni preguntes —dice Pablo—. No creen en las limosnas.
La mesa entra en erupción y Pablo lanza a Lore una mirada rápida y
conspiradora que le indica que ha provocado el desconcierto de todos a
propósito para desviar la atención de Lore y Fabián. Ella le sonríe
agradecida mientras Beto y Melissa levantan voces indignadas, Lisa emite
disculpas avergonzada y Papi dirige una mirada solemne y de sufrimiento a
su plato. Marta le da un rápido masaje en la espalda a Lore.
Si hubiera sabido que este sería su último Día de Acción de Gracias
juntos, tal vez Lore no se habría excusado de la mesa. No habría ido a la
sala de estar vacía ni habría sacado las tres últimas cartas de Andrés de su
bolso para levantar el tablón de la esquina bajo la moqueta y colocarlas
encima del resto. Tal vez, después del almuerzo, habría ido al rancho con
Papi, dejando que él le enseñara algo en el manejo de las herramientas y el
aceite bajo el sol apagado del invierno. Tal vez habría hablado con Mami
hasta que cayera la noche, para memorizar la cadencia de su voz. Tal vez
nunca habría soltado la mano de Fabián.
Porque el año que viene por estas fechas, todo será diferente. Estarán
astillados y separados. Papi, muerto. Mami y los hermanos de Lore ya no le
hablaban. Los cuates, viviendo con Marta. Fabián, en la cárcel por
asesinato.
Pero ella no lo sabe. Solo piensa en cómo va a funcionar todo con Fabián
en casa. Desea poder leer la carta más reciente de Andrés una vez más antes
de sellarla: Querida Lore, había escrito, nuestro nuevo hogar te está
esperando.
CASSIE, 2017

Despiadada. La palabra seguía resonando en mí, más fuerte y más


estridente cada vez que se me pasaba por la cabeza. Puede que Duke
hablara del libro, pero lo que había visto era la parte de mí capaz de dejar
atrás a Andrew. La parte de mí que solo podía concentrarse con un solo
objetivo a la vez e ignorar el impacto en todos menos en mí.
Sin embargo, tenía razón en una cosa: mi padre podría no llegar a estar
nunca sobrio. Puede que tengamos que cumplir mi apresurada amenaza de
traer a Andrew aquí, en cuyo caso, mi carrera importaba. Importaba
igualmente. Si preocuparme por eso me hacía ser despiadada, que así fuera.
Volví a leer los agradecimientos de todos mis libros policíacos favoritos
recientes, saqué una edición de hace dos años de Writer's Market de la
Biblioteca Pública de Austin, busqué en Manuscript Wishlist y en Twitter, y
creé una hoja de cálculo con veinte agentes. A principios de noviembre,
envié mi propuesta a los diez primeros.
Sabía que podría esperar meses, incluso, para acabar recibiendo un
rechazo. Aun así, estudié detenidamente mi rastreador de correo,
refrescando, refrescando, refrescando. Y solo unos días más tarde, Deborah
Maddox, que había vendido cuatro de los seis títulos más importantes sobre
crímenes reales en los últimos cinco años, me contestó.
Incrédula, me quedé mirando el asunto: Oferta de representación.
—¡Dios mío!
Me reí, sola en nuestro salón, y abrí el correo electrónico con las manos
temblorosas.
En un instante de desorientacion, quise llamar a mi madre. Su ausencia
me golpeó como un puño, el dolor renovado otra vez. Pensé en llamar a
Duke o ir al food truck para decírselo en persona, pero no quería ver esa
chispa de juicio en sus ojos. No quería que nada me quitara la alegría que
sentía en ese momento. La sensación, por primera vez en mi vida, de que
me estaba acercando a todo lo que quería.
Le envié un correo electrónico a Deborah y concertamos una llamada
para esa tarde.
—¡Que encima sea una mujer! —dijo Deborah. Su voz era cálida y
amplia, como si se hubiera mudado a Nueva York desde el Medio Oeste—.
Bien, ahora, hay una historia que no hemos escuchado antes.
—¡Lo sé! Exactamente. —Su validación era como una droga—. ¡No
podía no perseguirlo!
Durante la siguiente media hora, hablamos de la propuesta, de mis
opiniones sobre Lore y de cómo Deborah veía que el libro encajaba en el
mercado.
—¿Alguna pregunta para mí? —preguntó.
Dudé, pensando en la reacción de Duke cuando le dije que creía que Lore
estaba implicada en el asesinato. No quería que Deborah pensara que estaba
chiflada, que era una teórica de la conspiración, o que, de repente, me
estaba desviando del tipo de historia que había afirmado que quería contar,
sobre las vidas secretas dentro de los corazones de las mujeres, sobre cómo
esas vidas pueden convertirse en violencia. Pero no podía ignorar los
interrogantes que tenía: el repentino e inexplicable viaje de Andrés a
Laredo, el vacío en la coartada de Lore, mi sospecha de que la nota de
Andrés venía con información de contacto, la posibilidad de que Andrés
estuviera «molestando» a Lore. Terminé con la revelación de Sergio:
—Lore llevaba regularmente una pistola por motivos de defensa personal.
Puede o no haber sido un calibre 22. Eso no se menciona en ninguna parte
de los informes.
La línea quedó en silencio. Me mordí el labio inferior con fuerza.
—Bueno —dijo finalmente Deborah—. Eso podría dar un giro
interesante. Pero nosotras tenemos que estar seguras antes de incluir algo de
esto en la propuesta.
Exhalé, mareada por el uso que había hecho de la palabra nosotras.
Ahora formaba parte de un equipo.
—Totalmente. Sí.
—Sigue investigando —dijo Deborah—. Y asegúrate de llevar un registro
de tu proceso. Toma fotos de las inconsistencias en los informes, tal vez
podrías empezar a llevar un diario, ese tipo de cosas. Podríamos usar esos
artefactos más adelante.
—Claro —dije, todavía tan colocada por ese nosotras que casi no me di
cuenta del cambio en su tono: estaba emocionada.
Un tintineo de recelo me recorrió. Quizá debería haber esperado antes de
compartir mis sospechas con ella. Controlar todo el panorama antes de
mostrar parte de él a otra persona, y menos aún a un agente de alto poder
con la experiencia necesaria para poner en marcha algo grande. Si seguía
así podría perder el control.
—Avísame enseguida si tienes alguna novedad —dijo Deborah.
Solemnemente, prometí que lo haría.

La noche siguiente, Andrew llamó. Mi padre estaba en el hospital. Había


tenido un accidente de coche.
Parte III
LORE, 1985-1986

Con Fabián de vuelta en casa, Lore tiene que quedarse hasta tarde en el
banco o inventar alguna excusa desesperada para hablar con Andrés por las
tardes. Una vez, susurró un «discúlpame» mientras vertía dos litros de leche
por el fregadero para poder decir que necesitaban más. Luego, se acurruca
en el teléfono público de la puerta del Maverick, contando a la gente que
pone gasolina en sus coches, esperando no ver a nadie conocido. Cuando
Andrés está a punto de llamarla a «casa», ella corre al teléfono público
fuera del banco. Sus cartas van a un apartado de correos que ella abrió a
principios de ese primer año, alegando que el robo de identidad se estaba
convirtiendo en una gran preocupación en este país. La dirección que le dio
es la del piso del banco donde pasaron aquel fin de semana del año pasado,
encerrados durante la repentina «intoxicación alimentaria» de Lore.
La primera vez que vuelve a DF después del terremoto es en diciembre.
Fabián y los cuates la llevan a San Antonio a primera hora de la mañana. Su
vuelo es esa tarde, y Fabián ha pensado que podrían pasear juntos por el
River Walk o La Villita. Es gratis y diferente, y tal vez ayude a Gabriel a
salir de su hoyo.
—¿Qué le pasa? —preguntó Fabián hace poco, mientras limpiaba
después de la cena—. ¿Cuánto tiempo lleva así?
Las notas de Gabriel, su mal genio, el hecho de que él y Mateo no
parecían estar tan unidos últimamente… Lore se sintió a la defensiva, como
si hubiera dejado escapar algo en ausencia de Fabián. Apiló los platos en el
estante con más fuerza de la necesaria.
—Solo son cosas de adolescentes. Estoy segura de que todo irá mejor
ahora que estás en casa.
Fabián asintió y Lore se sintió culpable por la facilidad con la que le
había dado la vuelta al asunto.
En la puerta, besa a Fabián y recuerda la alegría con la que cayó en sus
brazos la última vez que volvió de DF. Últimamente, se siente
claustrofóbica, dispuesta a desprenderse de esta parte de su vida por unos
días. Antes de irse, le da a Fabián el número de un hotel cualquiera,
sabiendo que él no se gastará dinero en llamarla, pero teniendo una mentira
preparada por si acaso: habían reservado dos veces su habitación, así que se
registró en otro lugar. Mentiras, mentiras, mentiras. Agotador, pero
necesario. ¿Cuánto tiempo podrá seguir así?
En el avión, desliza el anillo de rubí (un regalo de Fabián cuando los
tiempos eran buenos) en su mano derecha y, después, desliza la alianza de
plata que Andrés le compró en su dedo anular izquierdo.
En la puerta, Lore ve a Andrés antes de que él la vea a ella, por lo que
tiene tiempo de disimular su asombro: ha perdido al menos cinco kilos, su
rostro está demacrado, con ojeras bajo los ojos cansados. Pero cuando la ve,
esboza su conocida sonrisa, la toma en brazos y la hace girar lo suficiente
como para que sus piernas choquen con las de los demás.
—Perdón, perdón —dice ella, riendo, mientras Andrés la besa. Dios,
cómo lo ha echado de menos.
—Mírate —dice Lore mientras salen de la mano de la terminal—. ¡Has
estado comiendo poco!
—Aquí no hay nadie que cocine para mí —dice, y ambos se ríen, ya que
es él quien cocina para ella—. Han pasado muchas cosas.
El eufemismo del siglo. Lore contempla la ciudad en ruinas, devastada de
nuevo, mientras toma un taxi a una hora de Ciudad Satélite, donde Andrés
ha encontrado un pequeño apartamento de dos habitaciones.
Las paredes son de textura rugosa, de color rojo arcilla, y el único
mobiliario hasta ahora consiste en tres camas y una pequeña mesa de
cocina. Las puertas correderas de cristal se abren hacia un patio trasero
ajardinado que comparten los vecinos.
—¿Qué te parece? —pregunta Andrés, observando su expresión.
Ella sonríe.
—Me encanta. No puedo creer que hayas sido capaz de encontrar algo tan
rápido.
—¿Rápido? —bromea Andrés—. ¿Has olvidado lo cómodo que era el
piso de Rosana? Según mi espalda, debo haber pasado allí cinco años, al
menos.
—Pobrecito —dice Lore. Se pone detrás de él y desliza las manos por su
camisa. Su piel es cálida, sus magros músculos se tensan bajo sus palmas.
Al día siguiente, van al Registro Civil para iniciar los trámites legales de
su matrimonio. Una fuente forrada con azulejos de Talavera; una fila de
personas apoyadas en las paredes de color amarillo brillante, esperando. El
mundo podría acabarse y la gente seguiría queriendo casarse. Había
pensado en olvidarse de su partida de nacimiento, en retrasar esta parte del
trámite, pero a estas alturas apenas hay diferencia.
Cuando Lore vuelve a casa, cuatro días después, está legalmente casada
con Andrés.

Después de esa primera Navidad, en la que le dice a Andrés que ha pillado


la gripe y no quiere que él y los niños enfermen, y de la Nochevieja en la
que los cuates van a una fiesta, Lore y Fabián se sientan en el sofá a ver
caer la bola. Fabián no encuentra ni siquiera trabajo temporal. Lore se
despierta con el rechinar de sus dientes. Le crece la barba, enhebrada de
plata. Inspecciona el recibo del H-E-B cada vez que ella va a hacer la
compra y pregunta si realmente necesitan beicon, se queja de los precios de
la leche y los huevos como si hubieran sido fijados para engatusarle a él,
específicamente. A veces, mientras duerme, ella imagina que le clava una
pequeña cuchilla afilada en el esternón, un corte preciso, que libera parte de
esa rabia tan tóxica.
Además, se está cansando de los viajes de Lore.
—Lore, se supone que estoy buscando trabajo —le dice el domingo de
Pascua, malhumorado, mientras se preparan para la misa—. ¿Cómo crees
que voy a encontrar algo cuando tengo que llevar a los cuates al colegio y a
todos sus deportes y demás? Por no hablar de hacer la cena todas las
noches.
—¿Hacer la cena te aleja de la búsqueda de trabajo? —responde Lore con
ardor mientras abre un tubo de lápiz de labios.
Se sienta en el borde de la cama para ponerse las botas.
—Ya sabes a qué me refiero.
Lore sale del baño para mirarlo.
—Fabián, ¿qué crees que he estado haciendo durante un millón de años?
¿Tanto cuando estabas en Austin como antes?
—¿Qué? ¿Acaso yo no te ayudaba?
Ella levanta las cejas.
—¿Cuánto ayudo yo si llego a casa después de la cena?
Fabián exhala, frotándose la barba.
—Sí, pero yo estaba proporcionando ingresos.
—Yo también hacía y sigo haciendo eso mismo.
Fabián hace una mueca de dolor. No es culpa de ella si él se siente menos
hombre porque ella es la que mantiene el techo sobre sus cabezas.
—¿Pero tienes que estar tanto tiempo fuera? —Se acerca a ella. Enrolla
uno de sus rizos, aún calientes, alrededor de su dedo—. Te echamos de
menos.
Ella se relaja ante ese cuerpo que le es tan familiar.
—Yo también os echo de menos —dice, y le da un beso.
Casada con dos hombres a la vez. Dos familias. Cuando piensa en ello, lo
hace con un apretón asfixiante, como cuando te despiertas para recordar que
alguien a quien quieres ha muerto. O que, tal vez, te estén persiguiendo.
Que nunca puedes bajar el ritmo, nunca puedes relajarte. Que no hay salida,
al menos no sin herir a una de las personas a las que más quieres.
CASSIE, 2017

Mi padre había tenido un accidente lateral al saltarse un semáforo en rojo.


Tenía tres costillas rotas, una conmoción cerebral y un latigazo cervical.
También recibió una multa por conducir bajo los efectos del alcohol, un
asesoramiento obligatorio por abuso de sustancias y le retiraron la licencia.
El otro conductor llevaba una camioneta Ram mejorada que destrozó la
Chevy de mi padre y quedó más o menos intacta. Si hubiera sido un coche
más pequeño, o si un peatón hubiera cruzado la calle, o si mi padre no
hubiera llevado puesto el cinturón de seguridad (¡la seguridad es lo
primero!), todo podría haber sido diferente.
—Es mi culpa —dijo Andrew por teléfono, con tristeza—. Se suponía
que íbamos a recoger hamburguesas en Braum's. Estaba tardando
demasiado y se fue sin mí. Si hubiera estado con él, podría haber…
—No —interrumpí enseguida—. Andrew, esto no es tu culpa. Papá tomó
sus propias decisiones él solito.
Ahí estaba yo, haciendo de hermana mayor tranquilizadora, paseando por
el salón, silenciándome para poder gritar en una almohada del sofá después
de oír que el Ram había chocado con el lado del pasajero, que
aparentemente se dobló como un acordeón. Si Andrew hubiera estado allí,
podría haber muerto.
Siempre había pensado que el peligro de la bebida de mi padre era su ira.
Ahora, las otras posibilidades parecían tan obvias: mi padre conduciendo
borracho, Andrew atado a su lado, un niño atrapado en una atracción de
feria rota. Probablemente había sucedido un millón de veces antes, al igual
que probablemente había sucedido cuando yo era una niña, y yo era
demasiado confiada y estaba demasiado ensimismada como para darme
cuenta.
Cuando le conté a Duke lo del accidente y le dije que teníamos que llevar
a Andrew a Austin, pareció aturdido durante un momento.
—¿No hay nadie más? —preguntó. En su familia, siempre había alguien
más.
—No —dije—. Soy todo lo que tiene.
Después, tomamos decisiones rápidas, como se hace cuando no hay otra
opción. Andrew se quedaría con un amigo hasta que pudiéramos ir a por él.
Compré un colchón de aire y un juego de sábanas con mi tarjeta de crédito
de emergencia. Duke hizo los arreglos para el food truck, les hizo saber a
sus compañeros que no estaríamos en la granja para el Día de Acción de
Gracias. Recogeríamos a Andrew, pasaríamos la noche en un hotel barato y
volveríamos al día siguiente. Llevaríamos a Andrew a Kerbey Lane o a
Magnolia para una cena de fin de año. El lunes, empezaría las clases. Por
teléfono, Andrew parecía aturdido por el repentino giro de los
acontecimientos, pero también un poco convencido, como si estuviera
dispuesto a dejar que otra persona tomara el control.
Andrew no podía dormir en un colchón de aire para siempre, obviamente.
Tendríamos que romper nuestro contrato de alquiler, que no terminaba hasta
junio. Mudarnos al sur de Slaughter o, Dios no lo quiera, hacia Pflugerville
o Round Rock. Pero me había hecho a la idea de que viviera con nosotros.
Sentía que era lo correcto, como si piezas de mi interior que habían estado
apagadas durante mucho tiempo recobraran la energía. Sentí que estaba
recuperando a mi familia, o haciendo una nueva: Duke, Andrew y yo. Podía
mantener a Andrew a salvo, compensar todo el tiempo que habíamos
perdido. Podía hacer por él lo que mi madre nunca había podido hacer por
mí.

Fuera del parabrisas se extendían largos caminos de entrada y grandes


patios delanteros, sencillas casas de un piso empequeñecidas por robles
maduros, con sus hojas aún verdes y brillantes. Toda esta apertura debería
haber facilitado la respiración, pero el aire mismo se sentía pesado, y mis
pulmones eran como bolsas de arena.
A mi padre le habían dado el alta esta mañana. Él y Andrew nos
aguardaban en casa, y yo no sabía qué esperar.
—Esa era mi escuela —le dije a Duke, señalando la escuela primaria
Glenwood. La Little Red Schoolhouse había comenzado como una escuela
de un solo maestro en una caseta en la antigua granja de los Glenn. En
1915, había sido desmontada y transportada en una carreta medio kilómetro
hacia el este, donde se establecería. De niña, me costaba entender que los
edificios no fueran permanentes, que pudieran desmontarse y volver a
construirse en otro lugar. A veces, tenía pesadillas en las que me veía
tumbada en una cama que flotaba en un vasto espacio vacío, sin nada que lo
uniera a un hogar, al mundo—. Mi madre daba clases de tercer grado allí.
Solíamos decorar su aula juntas al comienzo de cada año escolar. —Estaba
balbuceando. No me importaba.
Me encantaba sentarme frente a mi madre en su escritorio, rebuscando en
gigantescas cajas de hojalata con material de arte. Un año habíamos
dibujado y recortado los personajes de La telaraña de Carlota, horas de
minucioso trabajo porque queríamos ser precisas con las partes de las
piernas de Carlota, de la forma en que ella las nombró para Wilbur: «el
coxis, el trocánter, el fémur, la rótula, la tibia, el metatarso y el tarso».
Pasamos tres tardes dibujando insectos para la telaraña, pegando lentejuelas
y purpurina en esas pobres alas. Me gustaba dejar que el pegamento se
secara en los dedos y despegarlo arrancando la película.
—Eso suena bien —dijo Duke. No del todo frío, pero sí reservado. Se
ablandó—. Ojalá hubiera tenido la oportunidad de conocerla.
—Yo también lo pienso. —Dudé, y luego estiré la mano hacia el otro lado
del cambio de marchas. Después de un momento, sus dedos se cerraron
alrededor de los míos—. Mira, si sigue bebiendo…
—Todo va a salir bien —dijo.
Tan firme y confiado, tanta certeza de que los resultados serían
favorables.
Al girar hacia mi antiguo barrio, un ala de nostalgia me dio con un fuerte
aleteo. Aquí fue donde sentí por primera vez la libertad del bamboleo de
una bicicleta sin ruedines, los vítores de mi madre flotando como una
cometa detrás de mí. Aquí estaba la casa de los Lowenstein, mi viejo amigo
Levi, a quien una vez oí decir a otro tipo que follar conmigo sería como
follar un poste de teléfono. Y aquí, ante nosotros, estaba la casa de mi
infancia. El ladrillo rojo que, en los días blancos de invierno, sobresalía
entre el cielo y la nieve como un corazón palpitante.
En el camino de grava semicircular, apreté la llave en el contacto. Allí
estaba el nogal al que había subido cuando tenía once o doce años. Había
encontrado una petaca en el maletero de mi padre y la había escondido en lo
alto de las ramas, pensando que si no podía encontrarla, no podría beber, y
si no podía beber, no podría golpear. Más tarde le oí gritar a mi madre.
Puertas de armarios que se cerraban de un golpe y la voz baja y tranquila de
mi madre:
—No sé de qué estás hablando, John.
Yo temblaba en mi habitación.
¿Cómo pude ser tan tonta? Por supuesto que la iba a culpar a ella. Pero
estaba demasiado asustada como para decir la verdad.
Respiré hondo, estaba mareada. Duke se volvió hacia mí. Quería seguir
castigándome con el distanciamiento, me di cuenta, pero iba en contra de su
naturaleza.
—¿Estás bien? —murmuró.
Solté una media risa temblorosa.
—De maravilla.
Entonces Andrew salió de la casa.
—¡Andrew! —llamé, y abrí la puerta de golpe—. ¡Mírate! ¡Eres tan alto!
—Tampoco tanto —dijo mientras tiraba de él para abrazarlo. Su cuerpo
de preadolescente era un conjunto de huesos que crecían demasiado rápido
para que la ropa pudiera seguirle el ritmo. Sus vaqueros eran medio
centímetro más cortos y dejaban ver los calcetines blancos de Nike. Sus
omóplatos se sentían afilados bajo mis palmas, tensándose como alas
prehistóricas. Su rostro felino, todo ojos verdes y pómulos, se parecía tanto
al de nuestra madre que me dejó sin aliento. Llevaba el pelo rubio y liso
más o menos largo, de modo que le caía en picado hasta los ojos. Cuando se
apartó, echó la cabeza hacia atrás como un miembro de una boy band.
Detrás de Andrew, mi padre se estremecía con cada paso que daba hacia
nosotros. Un grueso collarín blanco le acunaba la barbilla. Una costra roja y
negra le cubría el puente de la nariz. Unos brillantes moratones negros se
extendían desde el ángulo interno de cada ojo hasta debajo de la montura de
sus gafas. Nunca lo había visto tan frágil. Quería presionar con los dedos
todos esos moretones. Para hacerle daño. Para preguntarle si le gustaba.
Pero mis piernas también se tambalearon ante la realidad de sus heridas, su
mortalidad. Incluso sin ellas, había envejecido. Sus rodillas parecían
puntiagudas a través de sus vaqueros, y era más bajo de lo que recordaba.
Pero esas manos de guante de béisbol seguían ahí. Una vez leí que el pelo y
las uñas humanas siguen creciendo incluso después de la muerte. ¿Dejarían
de crecer las manos de mi padre?
—Cassie —dijo. Era su voz de recién sobrio, ruda por la vergüenza—.
Me alegro de verte. Y tú debes de ser Duke.
Duke le estrechó la mano a mi padre.
—Un placer conocerle, señor.
A pesar de las circunstancias, Duke parecía estar animado por el deseo de
impresionar a mi padre.
Antes de irnos, entré en el cuarto de baño y le vi intentando domar sus
rizos con un poco de gomina. Se le había secado una pequeña costra en la
barbilla, ahí donde se había afeitado.
—Hola —dije con rigidez antes de volver a dirigirme a Andrew—. ¿Estás
listo? ¿Necesitas ayuda con las maletas?
Andrew miró a mi padre, que me dijo:
—Habéis hecho un largo viaje. Quedaos esta noche, por lo menos.
Mañana es Acción de Gracias.
—Ya lo hablamos —le dije a Andrew—. Tendremos Acción de Gracias
en Austin.
—He comprado comida —dijo mi padre—. Hemos…
Casi se me caen las llaves del coche.
—¿Condujiste tú hasta el súper? ¿Estaba Andrew en el coche?
—Pedí cosas por internet —dijo Andrew, pisando la grava con sus
Converse negras—. Las trajeron aquí. El pavo ya se está descongelando.
El pulso me latía en las sienes. Demasiado café, demasiada poca agua.
Me dolían los ojos.
—Por favor. —Mi padre se acercó a mí, como si fuera a tocarme el
hombro, y luego dejó caer la mano—. Solo esta noche. Tengo pasta de pollo
italiana en la olla de cocción lenta —añadió, esperanzado.
Quería recordarle nuestra última llamada telefónica, la forma en que
había siseado: Te vas a la primera de cambio y luego llamas de improviso
con un «lo prometiste». Había sonado como si me despreciara. Ahora aquí
estaba, cocinando mi comida favorita. Nunca supe qué versión de él era
real.
—No, gracias —dije.
Justo entonces, Duke se inclinó hacia mí y me murmuró:
—En algún sitio tenemos que pasar la noche igualmente.
Lo fulminé con la mirada, furiosa de que no pudiéramos estar unidos en
esto, pero Andrew ya estaba caminando hacia la casa. No lo entendía.
¿Quería que nos quedáramos? ¿Quería quedarse, a pesar de todo?
Mi padre aplaudió y luego hizo un gesto de dolor, tocándose las costillas.
—¡Ya está decidido! Deja que te ayude con las maletas.
—Estás herido —solté mientras abría el maletero y sacaba mi pequeño
petate—. Oye, Andrew —lo llamé—, ¡espera!
Me detuve nada más entrar.
—¿Te gusta? —preguntó mi padre detrás de mí.
Al principio, no podía entender cómo la configuración de mi casa de la
infancia había cambiado tan drásticamente. Entonces me di cuenta de que
habían derribado dos paredes, abriendo el comedor a la cocina y la cocina al
salón. Las paredes de color crema se habían repintado de color marrón
capuchino y la moqueta se había sustituido por baldosas de cerámica
blanca, brillantes como chapas. La casa parecía masculina y campestre con
el mueble de televisión de madera de cerezo y la mesa de desayuno de pino
con una estrella tallada en el respaldo de cada silla.
La repisa de ladrillo de la chimenea, de la que se había caído la urna de
mi abuelo, estaba pintada de blanco, y la propia urna había desaparecido.
En su lugar, había media docena de fotos enmarcadas: mis padres cortando
una tarta de boda; mis padres y yo en una mañana de Navidad cualquiera;
Andrew y nuestro padre, enseñando un pez a la cámara, con sus escamas
verdes iridiscentes que captaban la luz. Ante esta, sentí una pena propia de
los huérfanos.
—El sofá —dije de repente, volviéndome hacia el salón. Evité mirar su
viejo sillón de cuero, su asiento preferido para el whisky—. ¿Qué pasó con
el sofá?
—¿Qué sofá? —Mi padre se quedó mirando el conjunto de microfibra de
color topo que había en su lugar—. ¿No estarás hablando de esa cosa vieja
y raída de cuando eras pequeña?
—¿Te has deshecho de él?
Frunció el ceño.
—Bueno. Sí.
—¿Ni siquiera pensaste en preguntarme si lo quería?
Mi voz era estridente. Estaba siendo poco razonable. Pero ese sofá era
donde mi madre y yo habíamos visto juntas Dateline. Esos eran algunos de
mis recuerdos más felices con ella, viendo cómo les pasaban cosas malas a
otras mujeres. Tal vez ella estuviera tratando de decirme algo. Tratando de
advertirme: Sus cuerpos son nuestros cuerpos. Su mundo es nuestro mundo.
Todas las cosas que no podía decir en voz alta.
El rostro magullado de mi padre ocultaba sus emociones.
—Ese sofá se estaba cayendo a pedazos. Pero, escucha. He metido otras
cosas en el sótano, por si quieres mirar más tarde. La cena debería estar lista
pronto.
—Huele muy bien —dijo Duke—. Si necesitas ayuda, soy bastante hábil
en la cocina.
Me tomé el momento de hacer la introducción con calma mientras mi
padre nos guiaba por el corto pasillo hacia las habitaciones.
—Duke tiene su propio restaurante.
—Bueno, ahora es un food truck —dijo él—, pero el plan es que sea de
ladrillo y mortero en unos años.
—Así que un food truck, ¿eh? —respondió mi padre—. Dicen que se
están haciendo populares. ¿Qué tipo de comida haces?
Vi a mi padre observando a Duke, asintiendo con la cabeza para mostrar
su acuerdo en que la ternera al estilo texano perfecta se reducía a la corteza,
aunque estaba segura de que nunca había oído la palabra «corteza» aplicada
a la carne. Era el clásico John Bowman sobrio, interesándose seriamente
por todos. Tuve el impulso de interrumpirlo y decirle: Oye, papá,
¿recuerdas aquella vez que empujaste a mamá por la garganta y estuvo
ronca durante una semana? Buenos tiempos aquellos.
En la puerta de mi habitación, mi padre dijo:
—Os he hecho un hueco en el armario. Por si acaso.
Las desvencijadas puertas del armario estaban abiertas, mostrando una
barra vacía con una ordenada fila de perchas de tintorería.
—No será necesario —dije.
Duke le dio las gracias a mi padre.
—Así que —añadió, con un entusiasmo forzado— ¡esta era tu habitación,
Cass!
—Bueno —respondí, quisquillosa y poco cooperativa—, no cuando era
una niña, obviamente.
Pero, en cierto modo, lo era: las suaves paredes de color aguamarina, la
pintura salpicada de blanco en los lugares donde antes había pósters de
Death Cab for Cutie y citas como «A los escritores no les pasa nada malo;
todo es material» enmarcadas. Había una colcha sobre la cama doble de
hierro que mi madre me había comprado cuando tenía ocho años, una
mejora emocionante si lo comparabas con la anterior litera; también un baúl
de madera a los pies. Estaba el espacio junto a mi escritorio blanco donde
había metido el moisés de Andrew, aunque siempre acababa llevándolo a la
cama conmigo. It’s you and me, buddy, había susurrado. I’ll always take
care of you.
—Bueno —dijo mi padre, todavía en la puerta—. Hay otra manta en el
baúl por si hace frío, y toallas limpias en el baño. Yo estaré en la cocina.
Sonrió, más a Duke que a mí, y se retiró por el pasillo.
—¿No podrías haberme apoyado en lo de no quedarnos? —le espeté a
Duke, dándole una patada a mi mochila—. Esto no es una feliz reunión
familiar.
—¿Cómo he podido olvidarlo? —Duke replicó. Luego bajó la voz—.
Andrew fue el que dijo que habían comprado un pavo. Debe ser difícil para
él despedirse.
Suspiré y me froté la frente.
—Odio estar aquí.
Me pareció lo más honesto que había dicho en todo el día. Pregunta,
pensé, sorprendida por este deseo. ¿Por qué lo odias tanto, Cassie? ¿Qué
ha pasado aquí? ¡Pregunta!
Duke trató de cerrar una de las puertas plegables del armario y se atascó
en el marco. Le dio un pequeño traqueteo.
—¿Debería ayudar a tu padre con la cena mientras tú vas a hablar con
Andrew o algo así?
Suspiré y miré el reloj. Las seis en punto.
—Tengo que llamar a Lore.
—¿Ahora?
—Es mi trabajo, Duke.
Me permití sentir el placer de esa declaración, el sueño celosamente
guardado cobró vida. No lo dejaría pasar. Por nada del mundo.
LORE, 2017

La casa estaba llena: Mateo había llegado a la ciudad, y él, Gabriel y


Brenda estaban desparramados como adolescentes en los sofás de cuero,
con las copas de vino en la mano, cuando yo llevé a Joseph y a Michael al
baño. Vivían nada más que a un minuto de distancia, pero les gustaba tomar
baños en el jacuzzi aquí. El chiquito, Joseph, me inclinó la muñeca para que
entrara casi la mitad de la botella de jabón de burbujas y aroma a vainilla.
Pronto, las burbujas llegaron hasta sus hombros, flacos y resbaladizos, y
ellos las agarraron a puñados y las soplaron, chillando de risa. El suelo del
baño brillaba con el agua y mi blusa estaba empapada; los tres nos reímos
tanto que Gabriel apareció en la puerta.
Le hice un gesto para que se fuera.
—Ay, mijo, solo nos estamos divirtiendo un poco.
Cuando se fue, volví a mirar a Michael y a Joseph, con sus gruesos cortes
de tazón y sus mejillas sonrosadas, y tomé el mayor puñado de burbujas que
pude y se las soplé directamente a la cara. Esperaba que, algún día,
recordaran que podían hacer un desastre con su güela. Que a su güela le
gustaba los desastres.
Después, me excusé para ir a pasear a Crusoe mientras hablaba con
Cassie, que estaba en Enid después de que su padre hubiera estrellado el
coche como un pendejo. Pobrecita, teniendo que convertirse en madre de su
hermano casi de la noche a la mañana.
—Entonces —dijo Cassie—, Sergio dejó a Fabián sobre las ocho. Fuiste
al cine con los chicos a las siete y llegaste a casa a las nueve, nueve y
cuarto. Cuando te interrogaron inicialmente el lunes 4 de agosto, dijiste que
Fabián estaba allí cuando llegaste a casa, y que los cuatro estuvisteis en casa
toda la noche, lo que, obviamente, es falso. ¿Por qué mentiste?
Dejé escapar un fuerte suspiro.
—Cuando la policía me preguntó dónde estaba esa noche, se lo dije. —
Tenía los recibos y los tiques de los billetes preparados, allí mismo, en mi
cartera, pero no pidieron verlos hasta más tarde, cuando ya estábamos en
comisaría—. Me di cuenta de que íbamos a ser sospechosos. Quería que se
fueran para poder pensar, así que les dije que habíamos estado juntos.
—¿Creías que Fabián era inocente en ese momento?
—Ya has gastado tu única pregunta —respondí—. Mi turno: ¿Vas a
enfrentarte a tu padre?
Cassie susurró:
—¿Qué quieres decir con enfrentarme a él? Estoy aquí para alejar a
Andrew de él. No hay nada más conflictivo que eso.
Me detuve para dejar que Crusoe olfateara un buzón.
—Sí, pero ¿nunca has deseado con obligarle a asumir sus
responsabilidades? Por lo que le hizo a tu madre. Y a ti.
El silencio era gélido. Pero después de un momento, preguntó:
—¿Asumir sus responsabilidades, cómo?
Me llegó un mensaje de Mateo: Ya es de noche, ¿tardarás mucho? Sí,
gracias, me había dado cuenta de que era de noche. Tenía ojos. Escribí: Si
no estoy en casa en 15 minutos, envía a un grupo de búsqueda y rescate. A
lo grande.
—Solo el hecho de escuchar cómo lo reconoce —dije—, creo que sería
terapéutico para ti.
—No necesito que lo reconozca. —Sus palabras eran afiladas como un
cincel—. No necesito nada de él.
—Bueno. —Estaba a cuatro manzanas de casa. El aire de la tarde olía a
mezquite quemado. Las estrellas se veían preciosas, eran un eco
interminable. Pensé en Cassie y en su pregunta sobre cuánto tiempo creía
que podría mantener la doble vida una vez que Fabián volviera a casa. Ella
dijo que se imaginaba que yo debía tener un plan de huida. Pero no lo tenía.
No hasta que no tuve otra opción—. Cuídate, mija.
CASSIE, 2017

Mi madre solía hacer pasta italiana con pollo en las noches de invierno
profundo, cuando el viento agitaba las finas ramas del viejo ciprés sin hojas
que teníamos detrás. Ese olor me hacía sentir como una niña de nuevo, con
dolor de barriga por los nervios. En cuanto a lo que Lore había dicho sobre
enfrentarse a mi padre: como si fuera así de fácil.
De camino a la habitación de Andrew, pasé por delante de la de mis
padres (la de mi padre, ahora) y estaba la puerta abierta. Duke y él seguían
en la cocina. Sin pensarlo, me metí dentro.
La moqueta de color crema era diferente a la que había cuando vivía aquí
y se hundía bajo mis pies. Mi corazón latía con fuerza. Ni siquiera sabía qué
estaba haciendo en esta casa. Las paredes estaban pintadas de un verde
salvia que le habría gustado a mi madre. Todavía tenía su cama de caoba
con dosel, pero ahora había un edredón gris en lugar de su colcha de
cachemira. La cama estaba hecha con torpeza, el edredón subido para cubrir
las almohadas. La habitación olía demasiado a limpio, como el resto de la
casa, como si alguien (algo me decía que Andrew) hubiera tirado
eliminador de olores de forma indiscriminada antes de que llegáramos. Por
debajo se adivinaba el aroma a algo agrio y sin lavar.
Mis dedos se movieron por memoria muscular mientras abría el primer
cajón del aparador. Removí entre los calzoncillos doblados y los calcetines
hechos bola, la piel se me enganchaba en el revestimiento de madera sin
pulir. Fui cajón por cajón, rápidamente. A veces guardaba minibotellas aquí,
metidas en los cuellos de las camisas y en los estuches de las gafas. No
había vuelto a deshacerme de su bebida después de la vez que escondí su
petaca en el árbol, pero no había nada peor que preguntarse si estaba
bebiendo en secreto. Siempre necesitaba saber cuándo cabía esperar que
nuestro mundo se desmoronara.
En el quinto cajón, mis manos se detuvieron en algo duro y frío: un
pequeño álbum de fotos de cuero. Miré hacia la puerta y entré al baño para
que nadie me viera si pasaba por allí. El miedo a que me descubrieran me
daba casi náuseas. También me sentía imprudente y salvaje, con ganas de
poner toda la casa del revés para exponer todo lo que se escondía en sus
pliegues.
Las fotos eran de mi madre. Una adolescente con una camiseta granate de
los Sooners de pie en unas gradas metálicas, con la boca abierta en señal de
ánimo. En la cama, tomada con mala luz y con una cámara barata, con el
pelo rubio semirrecogido en su coletero y el brazo haciendo señas al
fotógrafo para que se acercase. En una bolera, con los brazos en «V» sobre
la cabeza, todos los bolos dispersos. Leyendo algo ante un micrófono
durante el concurso de talentos del colegio, con una corona de papel. De
nuevo, en la cama, esta vez de lado, con los ojos cerrados, un pecho
hinchado fuera del camisón blanco, eclipsando la pequeña cabeza que se
acercaba a él: yo. La foto me dejó sin aliento. La intimidad. La transferencia
de leche y calor de su cuerpo al mío, mi padre se movió lo suficiente como
para capturarla.
—¿Qué haces?
—¡Ah! —Dejé caer el álbum de fotos sobre las baldosas—. Dios mío,
Andrew. Me has asustado.
Estaba de pie en la puerta del cuarto de baño con una extraña expresión
de severidad. Señaló el álbum.
—¿Qué es eso?
—Es… Nada. —Sentí un instinto protector sobre aquel álbum—.
Estaba… Quería hablar con papá —mentí.
—Está en la cocina.
—Sí. Me lo he imaginado.
—¿Puedo verlo? —Andrew extendió una mano y le di el álbum de fotos.
Observé cómo iba página a página—. Nunca las había visto.
—Yo tampoco.
Las fotos eran tan ordinarias y anacrónicas y, sin embargo, por algún
motivo, no parecían aleatorias. Era como si mi padre hubiera coleccionado
piezas de ella que, juntas, insinuaban su plenitud.
Andrew me miró. Había algo en sus ojos. No dolor, exactamente. Más
bien anhelo.
—¿Cómo era ella?
—¿Papá no habla de ella?
—Sí, pero quiero escucharlo de ti.
¿Nunca había hablado de ella con Andrew? Tal vez nunca había querido
recordarle lo que había perdido, lo que quizá pensaba que él se había
llevado: su vida por la de nuestra madre. Pero él debía sentir la ausencia
maternal todo el rato, igual que yo. ¿Ayudaba retener los recuerdos? Tal vez
no sabía cómo hablar de ella sin hablar también de lo demás: la bebida, la
violencia, el silencio. Tal vez había olvidado quién era mi madre, aparte de
ser una víctima, una cómplice, una decepción.
—Era divertida —dije—. Y muy buena leyendo libros en voz alta.
Probablemente, podría haber sido actriz de doblaje, así de buena era. Me
llevaba de voluntaria al Ejército de Salvación cada pocos meses porque
creía que todo el mundo necesitaba ayuda alguna vez, y si podíamos ayudar,
debíamos hacerlo. —Pensé en nosotras viendo Dateline, montando nuestros
insectos recortados en medio de la telaraña de Charlotte—. Era una gran
maestra.
Los labios de Andrew se apretaron con fuerza.
—¿Sale con alguien? —pregunté de repente—. Todavía lleva el anillo.
Tiene fotos de mamá. Este álbum…
Andrew asintió.
—Ha tenido un par de novias que he conocido. Nada serio, supongo.
No podía imaginarme a mi padre con nadie más que con mi madre, pero
habían pasado doce años, no era un monje.
—¿Cómo eran? —pregunté—. ¿Alguna vez fue…? —¿Cómo podía
preguntar si había sido violento?
Andrew frunció el ceño.
—¿Qué?
—No importa. ¿Sabes qué? —Le sonreí—. Creo que deberíamos
quedarnos con el álbum. Llevarlo con nosotros a Austin. ¿Qué dices?
Las hermosas cejas de Andrew se alzaron con sorpresa. Me devolvió una
pequeña sonrisa conspiradora. Nuestro primer momento de verdadera
conexión.
—Vale.
Le pasé un brazo por encima del hombro y me metí el álbum bajo la
camisa. Lo sujeté con el codo mientras salíamos juntos del baño. Miró la
cómoda; el quinto cajón seguía abierto.
—Oye —dijo— es un poco jodido esto de que nada más llegar ya
empieces a husmear.
Las palabrotas me sorprendieron y no supe qué hacer al respecto. Si iba a
ser su tutora, ¿debía decirle que vigilara su lenguaje?
—Quería ver si tenía algo de alcohol escondido —dije finalmente.
—Oh. —Andrew cerró el cajón por mí y volvimos al pasillo—. ¿Lo
tenía?
—En el vestidor, no.
—Vale. Creo que conseguí deshacerme de todo mientras estaba en el
hospital. Aunque, realmente, no lo ocultaba. —Entornó los ojos para
mirarme y algo le encajó—. ¿Lo escondía cuando vivías aquí?
El corazón se me paró.
—¡Chicos! —llamó mi padre, con su voz acercándose—. ¡La cena! Oh…
Se detuvo en seco al vernos, con nuestras cabezas agachadas y las voces
bajas. Miró la puerta de su habitación.
—Le estaba enseñando a Cassie mi habitación —dijo Andrew mientras se
quitaba el pelo de los ojos.
Notaba el álbum de cuero caliente contra mi piel. El bulto parecía
evidente.
—Voy a usar un segundo el baño. Ahora mismo voy.
Mi padre me miró fijamente durante demasiado tiempo. Se subió las
gafas, haciendo una mueca de dolor cuando se le enganchó la costra de la
nariz.
—Claro. Hasta ahora.
Apreté el hombro de Andrew, desconcertada por la facilidad que había
tenido para mentir. Usé el baño, ya que mi vejiga estaba tan llena que hasta
dolía y no me había dado ni cuenta, y luego metí el álbum en mi bolsa de
viaje.
En la cocina, Duke había hecho pan de ajo. Al quitar el papel de
aluminio, la mantequilla dorada cayó derretida por encima. Andrew le dijo
a Alexa que pusiera música, pero estaba todo mal, Ariana Grande en lugar
de Stevie Nicks. Mi padre se esforzaba para beber de su vaso de Dr. Pepper
con el collarín. Notó que yo notaba que su mano temblaba. Miré hacia otro
lado.
—Bueno y, Andrew —dijo Duke—, ¿haces algún deporte?
Andrew se detuvo con una montaña de pasta a medio camino de la boca.
—Soy cinturón naranja de karate. Me examino para el primer grado verde
en dos meses.
Duke parecía impresionado.
—Vaya. ¿Puedes enseñarme algunos movimientos más tarde?
Andrew sonrió. Por primera vez parecía un niño.
—Sí, si crees que puedes seguir el ritmo.
Duke se rio y yo también. Mi padre sonrió, y se encontró con una
pregunta silenciosa y tentativa en mis ojos: ¿A que es agradable? Lo
estamos pasando bien, ¿verdad? Como si se tratara de una reunión familiar
normal, presentando a mi prometido a mi padre en Acción de Gracias.
Dios, este sentimiento. La tensión de las apariencias, el olvido forzado.
La forma en que a veces me hacía dudar de lo que había visto la noche
anterior, las imágenes reorganizándose en algo más suave, más agradable,
los hechos cambiando ante mis ojos. A veces deseaba que me golpeara
también, solo para tener una marca física que me demostrara que era real.

Mi viejo colchón chirriaba con cada movimiento. Solía quedarme muy


quieta mientras leía. Si el estruendo de la voz de mi padre se acercaba
demasiado, o escuchaba un estruendo lejano, sacaba los auriculares del
primer cajón de mi mesita de noche como si estuviera realizando una
operación quirúrgica, silenciosa y precisa. Pero, en realidad, nunca los
usaba. No quería que me pillaran desprevenida.
La casa tenía corrientes de aire y yo saqué una gruesa manta de lana del
baúl y la coloqué sobre la colcha blanca. El pecho de Duke estaba caliente
contra mi espalda.
—Bueno —murmuró—, tu padre parece sobrio, ¿no?
—Nada como una estancia de cuatro días en el hospital para forzar una
desintoxicación.
Podía notar lo irritado que estaba Duke.
—Solo digo que parece que lo está intentando.
No respondí y el silencio se hizo difícil de soportar.
—¿Qué? —dije mientras me daba la vuelta.
Duke se acercó y pasó un mechón de mi pelo entre sus dedos. No pude
ver más que el brillo de sus ojos.
—Es… es un gran paso llevar a Andrew con nosotros. ¿Estamos seguros
de esto?
Me puse rígida.
—Sí. Estamos seguros.
—Pero si tu padre está mejorando… —El pulgar de Duke rozó mis cejas,
ejerciendo la presión que normalmente me gustaba—. ¿Tal vez deberíamos
hablarlo todos juntos mañana?
Aparté mi cara de su mano.
—No. No voy a correr ese riesgo.
No otra vez.
—Creo que, al menos, deberíamos hablar con Andrew —insistió Duke—.
Asegurarnos de que esto sea lo que quiere.
Me senté, y apoyé la espalda en el frío cabecero de hierro.
—¿Lo que él quiere? ¿O lo que tú quieres?
Duke encendió la lámpara de la mesita. El resplandor de los LED era
como las luces de un bar a las dos de la madrugada, cuando las encienden e
iluminan toda la cerveza derramada y el maquillaje embadurnado.
—No es que haya tenido mucho tiempo para acostumbrarme a la idea. —
Sus mejillas enrojecieron—. Ni siquiera sabía que tu padre era alcohólico
hasta hace unos días.
—¡Bueno, nunca te esforzaste mucho para que te hablara de él! Quiero
decir, en cierto punto, no preguntar se convierte en una elección, Duke.
Duke se incorporó con un furioso crujido de sábanas.
—¡Nunca querías hablar de tu familia, así que no te quise obligar! ¿Eso
me convierte en el malo?
Duke tenía razón. Durante toda nuestra relación, mi aversión natural a
hablar se encontró con su aversión natural a preguntar. Una combinación
perfecta. Pero algo había cambiado. Pensé en Lore. La intimidad de sus
relaciones, no solo con ambos hombres, sino conmigo. Ella podría estar
ocultando algo sobre la noche en la que Andrés fue asesinado, ella incluso
podría haber tenido algo que ver con el asesinato, pero fue honesta sobre
sus sentimientos, sus deseos, y me obligó a ser honesta también, o, al
menos, a desear serlo.
—Duke, tengo que decirte algo. —Me concentré en respirar a través de la
negrura que bordeaba mi visión—. Sobre mi padre. Y sobre mí. Cuando era
más pequeña… —Mi teléfono vibró. Era el número que había programado
para Carlos Russo—. Mierda.
Duke fue a agarrar el teléfono para silenciarlo, pero yo fui más rápida, ya
con el dedo preparado para contestar.
—Es el hijo de Andrés —dije, ya saliendo de la cama—. Lo siento. Es
importante.
—¿Y esto no lo es? —Los ojos de Duke estaban muy abiertos, las líneas
de su cuerpo tensas.
—Solo tengo que… Cassie Bowman al habla —respondí, antes de que la
llamada pudiera ir a parar al buzón.
Duke se rio.
—Claro, y luego resulta que soy yo el que no hace suficientes putas
preguntas. —Apagó la lámpara y parpadeé en la repentina oscuridad. Mi
teléfono, como una estrella, me guio fuera de la habitación.
—Carlos Russo —dijo—. Me has estado llamando. Dejando mensajes.
—Sí, quería hacerte algunas preguntas sobre…
—Esa perra, lo sé.
La lengua de Carlos sonaba pesada y poco ágil. Pensé en lo que había
dicho Penélope sobre sus tiempos difíciles: estaba borracho o drogado o
ambas cosas. Bueno. Eso podría jugar a mi favor.
En la cocina, rebusqué en los cajones hasta encontrar una factura vieja y
un bolígrafo, y me incliné sobre la encimera para tomar notas.
—Nos usó —continuó—. Nos usó y nos abandonó, como si fuéramos
basura. La frase era casi idéntica a la de Penélope en el Laredo Morning
Times. Los imaginé como adolescentes, tratando de encontrarle sentido a las
cosas. Una frase que se repite a lo largo de los años.
—¿Para qué crees que os usó? —Intentaba hablar en voz baja para no
despertar a mi padre o a Andrew, pero lo suficientemente alto como para
igualar su propio volumen.
—¿Quién sabe? Familia instantánea, supongo. Tal vez ella odiaba a su
verdadera familia, tal vez…
—No, no era eso —dije sin pensar.
Carlos se quedó callado, respirando.
—¿Entonces por qué?
—Si me preguntan —dije lentamente—, creo que ella quería demasiadas
cosas buenas al mismo tiempo. No sabía cómo renunciar a ninguna de ellas.
No creo que quisiera haceros daño.
Carlos resopló, un sonido húmedo y fangoso.
—Ella lo mató.
Me quedé helada.
—¿Qué?
—Ella mató a mi padre.
Hubo un golpe, como si hubiera tirado una olla o una sartén al suelo.
—¿Carlos? —dije alterada—. ¿Carlos? ¿Estás ahí?
—Mierda. Espera. —Más ruido—. Vale. Estoy aquí.
—Carlos, ¿estás diciendo que sus decisiones lo mataron? O… —Dudé,
sin poder creer que estuviera a punto de preguntar esto. Obviamente, Carlos
no estaba en buen estado. Se había automedicado a través de sus traumas
infantiles, y todo ese dolor probablemente se había retorcido en una historia
que representaba a Lore como el monstruo que era en su mente. Pero
también estaba el vacío en su coartada. Y el arma que podría haber llevado
encima—. ¿O crees que la propia Lore realmente asesinó a tu padre?
—Eso he dicho, ¿no? —Su voz se tambaleó. Oí cómo se vertía un
líquido. Un trago—. ¿Sabes lo que pienso? Creo que es una especie de
bruja. Hace que la gente la crea. Apuesto a que no te lo ha contado.
Estaba escribiendo sus palabras al pie de la letra, tan rápido como podía.
—¿Contado qué, Carlos?
Los segundos antes de que volviera a hablar se estiraron como un
caramelo, estrechándose y estrechándose. Y entonces:
—Estaba embarazada.
LORE, 1986

En uno de sus fines de semana con Penélope y Carlitos, él le pregunta:


—¿Cómo es que tu hermana nunca ha venido de visita?
Es mayo y están cenando en el nuevo apartamento, todavía a medio
amueblar, con las paredes desnudas. Podrían estar en cualquier sitio, pero,
al menos, están en algún sitio, a diferencia de tantos miles de personas que
ocupan los restos de edificios medio derruidos, o los parques de la ciudad, o
los campamentos del gobierno. Padres que antes salían a trabajar por la
mañana, madres que enviaban a sus hijos a la escuela con ropa limpia. Y
ahora esos niños que antes trazaban con esmero la letra cursiva y
practicaban las tablas de multiplicar, ahuecan las palmas de las manos en la
Avenida Juárez, como si cualquier cosa que se pudiera dejar caer en ellas
fuera a marcar la diferencia.
—¿Mi hermana? —Lore suelta una carcajada de desconcierto.
Da un mordisco a la calabaza con puerco que ha preparado Andrés.
—Con la que hablabas después del terremoto —dice Carlitos—. ¿Te
acuerdas?
Lore traga, la carne se le atasca en la garganta. Toma un trago de agua y
tose.
—No tenemos mucha relación —dice finalmente.
—Pero dijiste que la amabas.
Andrés y Penélope la observan con idénticas miradas de confusión.
—Creía que no te hablabas con tus hermanos —dice Andrés mientras
deja el tenedor en la mesa.
—Así es. Pero me imaginé que les seguiría importando si estaba viva o
muerta. —Su tono ha tomado un cariz de indignación, esa primera respuesta
instintiva cuando alguien sospecha de ti: hacer sentir mal al otro—. La
llamé desde la casa de Rosana.
Andrés asiente, pensativo.
—¿Por qué no subo contigo algún fin de semana? Seguro que si les
importa que estés viva, les importa que estés casada con alguien que no
conocen.
Hace que suene como a broma, pero Lore puede oír la perturbación en su
voz. Sonríe.
—Desgraciadamente, creo que la importancia se limita a estar viva o
muerta.
—¿Por qué? —Penélope frunce el ceño—. No me imagino no hablar con
Carlitos cuando seamos mayores.
Lore tampoco se imagina no hablar con sus hermanos.
—Te lo contaré en otro momento, ¿vale?
Para su alivio, no la presionan. Sin embargo, intuye que el tema volverá a
surgir. Andrés le pregunta dos veces en los próximos meses cuándo piensa
mudarse a DF, y ella dice lo mismo las dos veces: cuando la economía
mejore. ¿Cómo va a dejar su trabajo ahora? ¿Sobre todo con el DF todavía
en ruinas? Andrés nunca se lo discute. Nadie puede discutir un sueldo fijo.
Pero puede que, un día, dentro de poco, él insista en venir a visitarla de
nuevo. No lo culpa. Llevan juntos casi tres años. Si no fuera por el
terremoto, imagina que habría ocurrido mucho antes, porque ¿qué hay más
antinatural, más peligroso, que una mujer que dice no tener ataduras en el
mundo?
CASSIE, 2017

-¿Estás seguro de que estaba embarazada? —le pregunté a Carlos Russo


—. ¿Cómo lo sabes?
—Yo soy el que… yo… encontré la prueba. —Las palabras llegaban
ahora, algodonosas—. En el baño. Ni siquiera sabía lo que era, por eso le
pregunté a mi padre.
—¿Cuándo fue eso, Carlos?
—El día antes de que se fuera.
Se me cortó la respiración. Eso encajaba con lo que había dicho Penélope:
algo había ocurrido para que Andrés llevara a los niños a casa de su madre
y comprara un billete de avión a Laredo. Debió de llegar a Laredo el jueves
31 de julio a última hora y reservó el motel enseguida o después de haber
intentado encontrar a Lore sin éxito. Luego, se presentó en el banco el
viernes por la mañana y no pudo ver a Lore, primero por la reunión de la
junta directiva y luego por su cita con el médico.
La cita con el médico. La «revisión anual» de Lore, su discreto código
para decir que fue a hacerse una prueba de Papanicolaou. Las palabras de
Carlos me llegaron al alma: Creo que es una especie de bruja. Hace que la
gente la crea. Pensé en las pequeñas y sencillas cenas que habíamos
compartido por FaceTime, riendo mientras nos comíamos nuestros
sándwiches de jamón y queso. Sentí un dolor enfermizo de traición, un
pálido eco de lo que debieron sentir todos en su vida en aquel momento.
—¿Le has contado a alguien lo del embarazo? —pregunté— ¿A
Penélope? ¿A la policía?
Pero sabía, incluso mientras formulaba la pregunta, que Carlos debía
culparse a sí mismo: si nunca le hubiera mostrado a Andrés la prueba de
embarazo, su padre podría seguir vivo. Así que había hecho lo único que
podía hacer durante todo este tiempo: tratar de olvidar. Hasta ahora. Hasta
que llegué yo.
—No —dijo. Tranquilo y sencillo—. Mira, ahora ya lo sabes. Tengo…
tengo que irme. Cuídate.
—¡Espera! ¡Carlos! —Recordé mi conversación con Penélope, meses
atrás—. Penélope me pidió que te dijera que su oferta sigue en pie.
Exhaló, una hoja raída en una línea.
—Sí. Dile que no todos queremos hacernos viejos.
Esas palabras resonaron en mí, desesperadamente tristes, mientras me
sentaba en la mesa de la cocina para escribir notas. Tantas vidas
irremediablemente dañadas por culpa de Lore, el implacable ojo de la
tormenta.
Si estaba embarazada y no se lo había dicho a Andrés, eso significaba que
ya sabía (o ya había decidido) que el padre era Fabián, o bien que aún
estaba determinando qué hacer con el embarazo. La interrupción del
embarazo sería la única manera de continuar con su doble vida. Pero los
plazos eran demasiado ajustados para que la cita con el médico de ese día
fuera para abortar.
A no ser que hubiera decidido quedarse con el bebé. Tal vez había
sopesado sus opciones y había decidido quedarse en Laredo, criar al bebé
con su familia original, en lugar de perder a Fabián, los mellizos y su
trabajo para mudarse a Ciudad de México. Tal vez ya había terminado la
relación con Andrés, o lo estaba planeando, y entonces Carlos encontró la
prueba de embarazo. Aunque Andrés nunca hubiera sido agresivo, no podía
imaginar circunstancias más perfectas para la violencia que el
descubrimiento no solo de la doble vida de su esposa, sino de su embarazo
secreto.
Por otra parte, lo mismo podría decirse de Fabián.

Duke estaba dormido, o fingía estarlo, cuando volví a la cama alrededor de


las tres de la mañana. Su respiración seguía siendo profunda y regular —
demasiado regular, tal vez— mientras yo daba vueltas en la cama.
—¿Duke? —susurré en un momento dado. Nada. Pensé que nunca me
dormiría, pero cuando abrí los ojos, era de día y él se había ido. He ido a
hacer la compra, me había enviado un mensaje de texto. Avísame si
necesitas algo. Duke siempre aprovechaba su ira para ejecutar recetas
complicadas. Aunque de Walmart a Whole Foods había mucha diferencia.
Vale, gracias, respondí. Apareció que lo había leído y nada más. Tragué
saliva, sintiendo que había cambiado una forma de culpa por otra: ahora que
estaba haciendo bien las cosas con Andrew, estaba dejando que las grietas
empezaran a astillar mi relación con Duke. Hablaríamos más tarde, me
prometí. Le contaría todo. Empezaríamos de nuevo. Ya era hora.
Primero, tuve que llamar a Lore.
El teléfono sonó hasta que saltó el buzón de voz. Después de dos intentos
más, reconsideré mi enfoque. Tal vez era mejor atar de cerca la revelación
de Carlos, por ahora. Hasta que supiera qué significaba y qué hacer con ella.
En la cocina, mi padre llevaba un delantal con una pequeña huella de
mano marrón que, decorada, parecía un pavo. Debajo de la huella estaba
escrito el nombre de Andrew con una letra cuidadosa, la típica que se
emplea en las guarderías. El pavo de verdad, pelado y resbaladizo como un
recién nacido, descansaba sobre la encimera, y mi padre entornaba los ojos
para ver bien la pantalla del iPhone, como si estuviera leyendo
instrucciones. Sus moratones estaban grotescamente brillantes, como si
estuvieran recubiertos de una capa de vaselina. Debe ser agradable no tener
que ocultarlos.
—¿Dormiste bien? —me preguntó cuando entré—. Me pareció oírte
susurrar por aquí.
—Tuve una llamada de trabajo. —Entonces, sin saber por qué, solté—:
Estoy escribiendo un libro.
—¡Un libro! —Mi padre dejó el teléfono, sonriendo—. Siempre te ha
gustado leer. ¿De qué trata?
Lo que se había abierto brevemente en mí se cerró. Por el amor de Dios.
No estaba tratando de hacer que mi padre estuviera orgulloso.
—No importa. ¿Hay café?
Buscaba la vieja cafetera, desde la que él siempre rellenaba el termo, con
o sin whisky. No la vi por ningún lado. Señaló una Keurig negra junto a la
tostadora.
—Las cápsulas de café están en el cajón. Háblame del libro. —volvió a
decir.
Cerré de un manotazo la tapa cromada de la Keurig.
—Mi agente no quiere que hable de ello —mentí.
—Ah, claro. —Soltó una risita autodespectiva—. Ni siquiera sé lo que es
un agente.
Deborah. Me había dicho que la pusiera al corriente de cualquier
novedad, y la llamada telefónica con Carlos se ajustaba a ello. Sin
embargo… la vibración de su voz cuando compartí mis sospechas iniciales
con ella, la forma en que me dijo que guardara registros de mi
investigación, que podríamos «usar esos artefactos más adelante». Sabía a
qué se refería. Fotos en el libro, contenido extra en la página web. Pistas
que invitaban al lector a jugar a los detectives conmigo. Ese no era el libro
que había imaginado, el libro que había prometido.
¿Era el libro que se vendería?
Deseé que el café se hiciera más rápido. Dios, mi padre estaba ridículo
con ese delantal. Las mejillas recién afeitadas, las largas líneas de sus
hoyuelos grabadas en la piel. Una vez, me puse a su lado mientras se
afeitaba y le pregunté si yo también podía hacerlo. Me puso en las manos
una cucharada de crema espesa con aroma a pino y me enseñó a extenderla
uniformemente por las mejillas «como si se tratara de un pastel». Luego, me
dio una maquinilla de afeitar desechable con el capuchón puesto, y me
despojé de la crema de afeitar pasada a pasada.
—Tienes un talento natural —me dijo, guiñando un ojo—. Pero tienen
que pasar unos cuantos años antes de que te salga la barba.
Los dos nos reímos.
—Cassie. La última vez que hablamos por teléfono, yo… —Parecía
dolido. Me sorprendió que recordara la conversación: ¿Quién te crees que
eres?—. Lo siento…
—No pasa nada. —Agarré mi taza y salí corriendo de la cocina, aturdida
por mi propia cobardía, sin aliento por la rabia, hacia él, hacia mí misma.
Casi choqué con Andrew en el pasillo. Llevaba el pijama arrugado bajo un
brazo y el vapor salía de la puerta abierta del baño.
—Uy, lo siento —dije, forzando una sonrisa.
Andrew me dirigió una mirada seria y escrutadora, y, en un momento de
desorientación, vi a mi madre mirándome de la misma manera, examinando
mi cuerpo en busca de lesiones después de haber perdido el control con los
patines o de haberme caído de la bicicleta. Él tenía mucho de ella y ni
siquiera se daba cuenta.
—¿Estás bien? —preguntó. En una mano, su teléfono tenía abierta una
cadena de mensajes de texto. De repente me pregunté por sus amigos, qué
sabrían, a quién iba a echar de menos.
Exhalé y le alboroté el pelo mojado.
—Sí. Oye, estaba pensando que podrías enseñarme algunos de esos
movimientos de karate.
—¿De verdad? —Las bolsas lilas bajo sus ojos estaban ligeramente
hinchadas, pero sonrió y bloqueó la pantalla del teléfono—. ¿Ahora?
—Ay. —Volví a pensar en Deborah, en el poder que tenía sobre mi
carrera. No quería que se olvidara de mí mientras yo decidía qué hacer con
la nueva información.
Andrew se encogió de hombros.
—Da igual. Podemos hacerlo más tarde.
—No, no. —Andrew estaba aquí, delante de mí. Tenía que empezar a
acostumbrarme a darle prioridad—. Ahora me va bien.
Las paredes de Andrew eran de un verde brillante, el mismo color que
tienen los químicos tóxicos en los dibujos animados. Había pósters antiguos
de Los Vengadores pegados con chinchetas en las paredes. Cada figura
estaba colocada sobre un fondo monocromático, los ángulos de sus rostros
eran afilados y geométricos. Las figuras masculinas tenían ojos estrechos y
rasgados en sus máscaras, mientras que la Viuda Negra carecía por
completo de rostro, con el pelo rojo arremolinándose alrededor de una cara
blanca y vacía.
Dejé el café en aquel escritorio de esquina tan desordenado.
—¿Por dónde empezamos?
Andrew se paró frente a mí con los pies descalzos firmemente plantados
en la alfombra.
—Primero te enseñaré algunos movimientos básicos.
Durante los siguientes veinte minutos, Andrew me enseñó a alejarme de
los agarres imaginarios de hombres mucho más grandes que yo, hombres
que podrían agarrarme la muñeca en un bar o ponerme un antebrazo en la
garganta por detrás en un aparcamiento. Andrew ya tenía una fuerza
enérgica que me sorprendió. Mientras practicábamos, me preguntaba si mi
madre habría levantado alguna vez el antebrazo así para bloquear un golpe.
Nunca la había visto defenderse, pero había muchas cosas que no había
visto. Tal vez pensó que el camino más fácil era dejarlo pasar, sabiendo lo
rápido que se avergonzaba mi padre. Si Lore se hubiera visto amenazada, se
habría defendido. Sabía que sí.
Cuando Andrew determinó que estaba preparada para pasar a las patadas
de medialuna y a los golpes circulares, fuimos al patio trasero. La casa
estaba situada en un cuarto de hectárea, con una espesa arboleda alrededor
que hacía de valla natural. El majestuoso ciprés desnudo se alzaba sobre los
robles y las pacanas. Solía esperar todo el año a que se tiñera de rojo por la
magia otoñal antes de dejar caer sus agujas de encaje. Una prueba de que
las cosas cambiaban.
En el césped ligeramente ondulado, la lección culminó con patadas
voladoras salvajes que nos dejaron a ambos riendo en la hierba. Nos
extendimos como si hiciéramos ángeles de nieve, con el frío rocío
humedeciendo nuestros vaqueros.
—¿Ves eso? —Señalé la nube baja que colgaba como una venda en
medio de ese cielo blanco como el yeso—. Esa es una nube nimbostrato. Va
a llover más tarde, pero sin truenos ni relámpagos.
Andrew miró al cielo. Un rayo de sol atravesó sus hermosas pestañas.
—¿Cómo lo sabes?
—Mamá me enseñó.
Miré el viejo columpio. Las cadenas de metal agarradas en mis pequeñas
manos, la palma de mi padre entre mis hombros, los brazos de mi madre
abiertos frente a mí, siempre preparados para atraparme. Habían intentado
ser buenos padres. Durante un tiempo, lo habían sido.
—Andrew —dije en voz baja—, ¿desde cuándo sabes que papá es
alcohólico?
Arrancó un matojo de hierba del césped y se quedó mirando la franja de
tierra expuesta. Pensaba en las fotos de la escena del crimen: esa línea de
piel entre el calcetín de Andrés y el dobladillo de sus vaqueros.
—No lo sé. Un par de años. —Arrancó una brizna de hierba por la mitad
lenta y deliberadamente—. Pasaba de no beber en absoluto a estar siempre
bebiendo, ser un poco un desastre, y volver a nada. No hace falta ser un
genio.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Andrew se encogió de hombros.
—¿Por qué iba a hacerlo?
El escozor de la irrelevancia se me extendió por el pecho.
—Pero esta vez…
—No paraba. —Dejó caer la brizna de hierba, recogió una piedra—. Y
hacía otras cosas. No cocinar la cena, olvidarse de pagar las facturas. Creo
que es probable que también bebiera en el trabajo, porque ya llegaba a casa
borracho. Aquella vez que se olvidó de mí en karate y lo encontramos
desmayado; después de eso, mi sensei dijo que podía llamar a alguien para
que vinieran a ayudarme. Pero ¿a quién? ¿A los servicios sociales? Pensé
que me iban a llevar. Así que le dije que te llamaría a ti.
Yo había sido el último recurso. E, incluso entonces, no había sabido
ayudar. Me preparé.
—Andrew, por teléfono dijiste que se estaba volviendo malo. ¿Malo en
qué sentido?
Andrew apretó la piedra y la lanzó hacia los árboles.
—Me llamó «desagradecido» cuando le pregunté por internet. —Le
temblaba la voz—. Yo solo se lo había preguntado.
Una ola de alivio me recorrió.
—¿Eso es todo?
Andrew me miró bruscamente.
—¿Qué, no es lo suficientemente malo?
—Ay, Andrew. —Le pasé un brazo por los hombros—. No es eso lo que
quería decir. —Se escabulló de mí—. Pero está mejor, ¿no?
Sus ojos se encontraron con los míos y el enfado se había transformado
en esperanza, sin tapujos y abierta. Recordé cómo me miraba cuando me
inclinaba sobre él en el moisés, la sonrisa cuando reconocía mi cara, el
retorcimiento de querer ser levantado sin saber cómo estirar los brazos
hacia mí.
—¿Está sobrio ahora?
Dudé.
—Ya has visto cómo va. Hoy está mejor. Eso no significa que vaya a estar
mejor mañana. Es algo en lo que tendrá que trabajar durante el resto de su
vida.
Andrew se llevó las rodillas al pecho y las rodeó con los brazos. De
perfil, su rostro era todo ángulos marcados, como si hubiera sido cincelado
por alguien que no supiera cuándo parar. Su suavidad infantil casi había
desaparecido.
LORE, 2017

Después de la comida de Acción de Gracias, todos nos pusimos a ver Solo


en casa. Gabriel y Mateo ya eran demasiado mayores cuando se estrenó la
película, pero ahora, con los niños, todos nos reíamos mientras Kevin tendía
sus trampas a Marv y a Harry. Prometimos que llevaríamos a Joseph y a
Michael a la tienda de árboles de Navidad de McPherson por la mañana.
Cuando sonó el teléfono, casi esperaba que fuera Cassie de nuevo. ¿Qué
querría esta mañana, con esas tres llamadas perdidas? Normalmente, solo
hablábamos a las seis. Inquieta, las había ignorado. En ese momento, mi
corazón dio un vuelco; el identificador de llamadas decía «Número
desconocido». Por fin.
El mensaje automatizado apareció, y hubo un breve retraso después de
que aceptara la llamada.
—¿Lore?
Sonreí.
—Hola, mi amor. Te pongo con el altavoz. Gabriel, ponlo en pausa.
Fabián, estamos todos aquí. Los chicos también.
—¡Feliz Acción de Gracias a todos! —Fabián trató de que su voz sonara
alegre, igual que cuando estaba en Austin y llamaba para hablar con los
cuates.
Gabriel hizo un gesto para que le pasara el teléfono y lo acercó a Michael
y a Joseph, que estaban tumbados en el suelo bajo sus mantas de Blaze and
the Monster Machines.
—Saluda al abuelo —dijo Gabriel. Joseph saludó sin entusiasmo, con los
ojos puestos en la imagen pausada de Marv en una puerta, con el pelo y los
ojos desorbitados—. No puede verte, Joseph —dijo Gabriel, riendo—. Los
chicos te saludan, papá. ¿Cómo estás?
—Bien, mijo, bien. Lo mismo de siempre. Michael, Joseph, ¿qué
comieron?
Esta pregunta los sacó de su estupor y contaron todos los platos mientras
yo luchaba contra una ola de tristeza, imaginando a Fabián comiendo
rebanadas de pavo seco de una bandeja de plástico. No era justo. En el sofá,
al lado de Gabriel, Brenda sacó su propio teléfono para navegar. Quería
quitárselo de las manos de un manotazo. ¡Muestra algo de respeto!, quería
decirle. Al sentir la mirada de Mateo, lo miré y él puso los ojos en blanco
hacia Brenda. Sonreí. Realmente deseaba que conociera a alguien
agradable.
Michael le estaba contando a Fabián nuestros planes para el árbol de
Navidad.
—¡Vamos a comprar uno grande, uno que sea más alto que papá, y yo
podré poner la estrella en la cima!
—¡No! —gritó Joseph, agarrando el teléfono. Buscó en la pantalla,
todavía confundido entre FaceTime y el altavoz—. ¡Quiero poner la estrella
encima, abuelo!
Siempre me ha sorprendido cómo, aún con sus perpetuos porqués, los
chicos aceptaban sin más que Fabián estuviera en la cárcel. Como si la
cárcel fuera una ciudad como Laredo, un lugar donde la gente nace y a
veces se queda.
Después de unos minutos, extendí la mano. Quería hablar con Fabian a
solas antes de que se nos acabara el tiempo.
En mi dormitorio (ahora pintado de Cranberry Cocktail, que quedaba
muy bien con mi edredón de damasco dorado), me fui directa al tema:
—Mi amor, ¿ha intentado esa reportera, Cassie, programar alguna otra
entrevista contigo?
—Sí —dijo Fabián—, y yo sigo diciendo que no. ¿Por qué?
No deja de preguntar por esa noche.
Fabián estaba callado. Me lo imaginé de pie en un banco de teléfonos.
Todas nuestras llamadas se grababan.
—¿Por qué? —dijo finalmente—. ¡Ya! Lo que pasó, pasó.
—Lo sé, amor. Lo sé. Lo siento.
—Hicimos un acuerdo —dijo.
La línea emitió un pitido. Quedaba un minuto.
—Lo sé —suspiré—. Pero no dejará de indagar, y tengo miedo de que si
no hablas con ella…
—Todo esto no habría servido de nada.
—Exacto.
Me quedé mirando las ramas nudosas de los robles. A veces, las ramas se
separaban solo para volver a juntarse, las hojas de una no se distinguían de
las de otra.
—Vale —dijo—. Pero, Lore.
—¿Sí?
Otro pitido. Treinta segundos.
—Ten cuidado.
La irritación se clavó como una astilla en mi piel. Yo sabía lo que hacía.
Y lo que quizá tendría que hacer.
CASSIE, 2017

A las seis, el pavo estaba dorándose en el horno. Como era de esperar,


Duke lo había dado todo con los platos de acompañamiento: boniatos
horneados dos veces con puré de pimientos chipotle y sirope de arce, un
gratinado de patatas en trece capas, coles de Bruselas asadas con panceta
crujiente… Mi padre había sacado tres delantales más de un cajón de la
cocina y, en un momento dado, todos hicimos una pausa en nuestros torpes
preparativos para observar a Duke: era una maravilla, un elegante destello
de cuchillas brillantes. Había dejado de apreciar su talento en casa, pero
aquí lo veía con ojos nuevos. Estaba orgullosa de él.
Sin embargo, había una distancia entre nosotros, las secuelas de la
conversación inacabada de la noche anterior. Apenas habíamos estado a
solas hoy, pero incluso cuando lo habíamos estado, él no había sacado el
tema de lo que había empezado a contarle sobre mi padre, y yo no me había
disculpado por haber atendido la llamada de Carlos Russo. Ahora, se dirigía
sobre todo a mi padre y a Andrew: historias de su infancia en la granja,
cumplidos sobre la técnica de pelado de Andrew, preguntas para mi padre
sobre la aviación. Finalmente, mi padre sacó el pavo del horno.
Duke soltó un silbido.
—Sí, señor, eso sí que es un pajarraco de Acción de Gracias.
Mi padre se rio.
—Con que no esté congelado en el centro, ya lo considero una victoria.
Con la mesa puesta, serví vasos de agua para Duke y para mí, mientras mi
padre llenaba su propio vaso y el de Andrew con Dr. Pepper.
—Antes de comer —dijo mi padre, sonriendo y con las gafas empañadas
—, un brindis. Que este sea el comienzo de nuevas tradiciones. Nuevos
recuerdos. Juntos.
¿Estaba de broma? ¿Había olvidado por qué Duke y yo habíamos dejado
todo para conducir siete horas hasta aquí? Furiosa, choqué mi vaso contra
los otros con demasiada fuerza. Siempre que estaba sobrio era lo mismo,
como si la propia sobriedad lo absolviera de todo lo que había pasado.
Arrepentimiento sin reconocimiento ni disculpa; gratuidad tomada sin ser
ganada.
Durante la comida, Andrew iba y venía del salón cada diez minutos para
informarnos cómo iban los marcadores del fútbol. Mi teléfono móvil y el de
Duke no paraban de emitir mensajes de su grupo familiar: fotos de la
famosa tarta de moras y del café con leche de Carline, vídeos del nuevo
ternero dando su primer paso tambaleante. Mensajes ligeros y alegres,
diseñados para levantar el ánimo.
Por separado, Caroline me había enviado un mensaje de texto justo antes
de la cena: ¿Cómo estás, cariño?
Le respondí: Podría estar mejor. Tengo muchas ganas de veros a todos en
Navidad.
Y ella contestó: Y nosotros tenemos muchas ganas de conocer a tu
hermano. ¡Allie ya está emocionada por montarlo en un caballo!
Las lágrimas habían brotado de mis ojos. Andrew tenía un lugar en su
familia, al igual que yo. Su amabilidad, por extensión, me hizo estar
dispuesta a pasar por alto la reticencia de Duke a traer a Andrew a casa con
nosotros. Cuando uní mis dedos con los suyos entre los nuestros, me apretó
la mano.
Mi padre se dio cuenta y sonrió.
—Entonces —dijo—, ¿cuándo es la boda?
Duke me lanzó una mirada insegura.
—Estamos pensando en mayo, en la granja. ¿Verdad, Cass?
Asentí y me concentré en cortar el pavo. El silencio se expandió y me
pregunté si mi padre se imaginaba llevándome al altar, entregándome, como
si fuera dueño de alguna parte de mí.
—Me gustaría contribuir —dijo en su lugar—. Sé lo caras que son las
bodas y…
—No —dije bruscamente, mirándole. Con el chaleco Eddie Bauer y esos
ojos cansados y magullados, si no supiera del potencial de violencia
escondido en algún cajón cerrado dentro de él, no me lo creería. Pero así
éramos todos, ¿no? Fachadas sobre fachadas, solo que algunas eran más
dañinas de creer que otras—. No quiero…
Duke me puso una mano en el muslo, cortándome.
—Eso es muy generoso, señor. Pero estoy seguro de que podemos
arreglárnoslas.
Me sentí muy agradecida, aunque deseé no haberme sorprendido tanto de
que estuviera de mi lado.
—Bueno, la oferta está sobre la mesa. —Mi padre sonrió, pero pude ver
el esfuerzo que había detrás, un compromiso consciente para que los
músculos se movieran—. Entonces, Cassie —dijo—, este libro tuyo, ¿no
hay nada que tu agente te permita contar?
Duke me miró extrañado. Y como para no estarlo, si no había hablado de
otra cosa en meses. Incluso aquí, con todos los nervios a flor de piel, mi
mente seguía pensando en ese tema, barajando escenarios, cambiando
piezas, tratando de entender. A la mierda. Rápidamente, les resumí la
historia a mi padre y a Andrew: la doble vida de Lore. La repentina y
misteriosa visita de Andrés a Laredo. El sobre que podía contener algo más
que una nota, la nota con su mensaje críptico, el vacío en la coartada de
Lore, la pistola que podía llevar. Todo ello culmina con el asesinato de
Andrés y la condena de Fabián.
—La llamada de anoche fue del hijo de Andrés, Carlos —le dije a Duke
—. Resulta que… Lore estaba embarazada. Por eso Andrés fue a Laredo. Se
acababa de enterar. Carlos cree que… —Dudé al recordar la reacción de
Duke la última vez que compartí mis sospechas, pero seguí adelante— cree
que Lore mató a Andrés.
Duke dejó caer su tenedor, se le notaba la sorpresa en la cara; estaba
impactado por la existencia de otra persona que creía en la participación de
Lore.
—Eso es… guau. ¿Tiene alguna prueba? ¿Y tú?
Suspiré, arrugando la servilleta de papel en mi regazo en una bola
apretada.
—No. Todo es circunstancial. Lore tiene todos los motivos y
oportunidades del mundo, pero Fabián fue quien dejó su huella en la
habitación y fue visto alrededor de la hora de la muerte de Andrés. Así que,
o bien volvió por su cuenta, por celos o por ira, o bien Lore le convenció
para que lo hiciera.
—Pero todo el mundo se había enterado ya de todo, ¿no? —dijo Duke—.
Entonces, ¿qué sentido tendría?
—¿De quién era el bebé? —dijo Andrew, de repente.
Negué con la cabeza.
No tengo ni idea. Pero siento que el embarazo es la clave—. Mi pierna no
paraba de moverse, intenté calmarla—. ¿Y si ella hubiera decidido quedarse
con Fabián, pero Andrés, sabiendo o creyendo que el niño era suyo, la
amenazó con quitarle la custodia tras su nacimiento? Tal vez Lore le dijera a
Fabián que él era el padre, fuera o no verdad, para mantener su familia
intacta. Eso le daría a Fabián un motivo. Y explicaría por qué ella le dio una
coartada. Por qué se dieron una coartada el uno al otro.
Explicar las teorías, sentir que las piezas encajan de forma razonable y
plausible, me revolvió el estómago. Porque si Lore había manipulado,
intencionadamente o no, a Fabián para que matara a Andrés, ¿cómo
repercutiría en su vida el hecho de sacarlo a la luz? ¿Podía ser acusada
como cómplice? ¿Podía ir a la cárcel? Me imaginé su jardín reubicado junto
a una celda, hablando con sus nietos a través de un cristal. ¿Me veía capaz
de alejar a una mujer de sesenta y siete años de su familia durante los pocos
años que le quedaban de vida, cuando ya ha estado cumpliendo su propia
penitencia desde el crimen?
Pero Andrés merecía justicia. Sus hijos, y los de Lore, merecían saber lo
que sucedió realmente.
—¿Has hablado con el exmarido? —preguntó mi padre.
Exmarido. Exmarido.
—Ay, Dios mío —dije.
—¿Qué? —Duke se inclinó hacia mí, más interesado en la historia de lo
que nunca le había visto.
—Acabo de… Es una estupidez, pero acabo de darme cuenta. —Me reí,
aunque no era divertido—. Creo que no he llegado a confirmar en los
registros judiciales si Lore y Fabián están divorciados. Deben estarlo. Lore
no ha dicho lo contrario…
—Me quedé callada.
Por otra parte, también había dicho que nunca había tenido otra relación.
¿Podría ser porque todavía estaba casada con Fabián? Rápidamente, busqué
en mi teléfono el sitio web de la Secretaría del Condado de Webb y busqué
los registros de divorcio.
No apareció nada con el nombre de Lore ni con el de Fabián.
La cabeza me daba vueltas.
—No lo entiendo. ¿Cómo sigues casado con una mujer que tenía otra vida
y otra familia? Y digamos que me equivoco en todo esto y Fabián sí mató a
Andrés sin que Lore lo supiera. ¿Cómo te quedas con un hombre que mató
a alguien a quien amabas?
—A no ser que —dijo Duke—, como dijiste, estuvieran juntos en esto, y
seguir casados los protege a ambos.
—¿Pero cómo? —Tenía que moverme, así que me llevé una pila de platos
al fregadero—. Ya está en la cárcel.
Dejé caer agua tibia sobre los platos, luego coloqué una taza debajo de la
Keurig y cerré la tapa. Lore ni siquiera me había contado algo tan
fundamental sobre ella y Fabián. ¿Por qué? ¿Porque planteaba preguntas
sobre su complicidad? Por Dios. ¿Qué clase de escritora de novelas
policíacas era yo que no había confirmado esto desde el principio? ¿Qué
más me había perdido por disfrutar de la conversación con ella, por sentirla
como un espacio seguro para compartir mis propios errores? Lágrimas de
frustración y vergüenza se alojaron en lo más profundo de mi garganta. Me
había engañado, igual que había engañado a todos los que la querían. Y yo
me había dejado engañar. Otra vez.
—Quizá —dijo mi padre con calma— se perdonaron.
Me giré. Había algo en su rostro, una impresión más que una expresión,
la delicada ondulación final tras tirar una piedra al agua. No hizo falta más.
La ira que había crecido en mi pecho desde que llegamos, no, desde antes,
desde mucho antes, se convirtió en una oscura llama.
—¿Qué se perdonaron? —repetí, demasiado alto, mientras la Keurig
escupía café. ¿En qué sentido? ¿Cómo te perdonaba mamá a ti?
Mi padre retrocedió, con una mano en las costillas, como si las palabras
hubieran atravesado la tierna carne entre aquellos huesos agrietados y, que
Dios me perdone, me dio placer.
—Cassie. —Se quitó las gafas y se las volvió a poner. Fuera había
empezado a llover, un chaparrón silencioso—. Yo…
—¿Tú qué?
Recordé que Lore me había preguntado si iba a enfrentarme a él.
Significó algo para mí que ella pensara que yo era lo suficientemente
valiente como para hacer eso. Pero es que lo era, joder.
Mi padre se aclaró la garganta. De entre todos, miró a Duke con una
disculpa en los ojos, como si lamentara haber estropeado su primera
impresión. Luego se dirigió a Andrew.
—Soy un alcohólico.
—Obviamente. ¿Y? —Ahora era férrea. Indestructible. Vibraba de poder
—. ¿Qué más?
Los relámpagos iluminaron todas las manchas de las gafas de mi padre
cuando las puso sobre la mesa. Quizá le venía bien no vernos con claridad.
Quizá ninguno de nosotros vea a los demás con claridad.
—Cassie, no creo que esto sea lo más apropiado… —empezó.
—¿Lo más apropiado? —Todos aquellos años de silencio, de fingir y de
reprimir me recorrían por dentro. Todas las veces que mi madre decía que
había sido un accidente, todas las veces que había cubierto los moratones
con su base Clinique, todas las veces que había leído sobre asesinatos
porque los asesinatos me hacían sentir mejor sobre lo que estaba ocurriendo
dentro de mi propia casa—. ¿Me vas a decir tú lo que es apropiado?
—Cass —empezó Duke, mirándonos a los dos con incertidumbre.
En su familia, cuando las conversaciones se volvían demasiado
acaloradas, siempre había alguien que gritaba: «¡Mesa!» y eso era todo. El
tema se posponía hasta que las emociones se enfriaban. Pero yo no iba a
hacer eso. Ya no.
—¿Era apropiado lo que le hacías a mamá? —le pregunté a mi padre con
un tono grave y frío.
Las mejillas de Andrew parecieron hundirse hacia dentro porque se las
estaba pellizcando con los dientes.
—¿A qué se refiere? —preguntó a mi padre.
Mi corazón se paralizó.
—¡Díselo!
Las mejillas de mi padre se volvieron de un rojo moteado bajo los
moratones. Tal vez iba a mostrar su verdadero yo, desprendiéndose de lo
falso como si fuera una piel translúcida y, finalmente, otras personas verían
lo que tuve que aguantar durante todos esos años. Lo sabrían. Lo sabríamos
todos.
Pero solo apretó las palmas de las manos con tanta fuerza que el centro de
sus uñas se volvió de un color fucsia intenso, coronadas por medialunas
blancas.
—Empecemos por mi noveno cumpleaños. —Me aferré al mostrador para
mantenerme erguida—. ¿Te acuerdas siquiera?
Inesperadamente, Andrew golpeó con un puño la mesa. Los platos
hicieron ruido.
—¡Que alguien me lo diga! —gritó.
Mi padre se tapó la cara con las manos y, con la voz amortiguada, dijo:
—El día que tu hermana cumplió nueve años, me despidieron. Fue
durante las vacaciones. Tu abuelo murió cerca de la Navidad. Fue un padre
duro. —Levantó la cabeza y me miró con algo parecido al desprecio, como
si me estuviera diciendo que yo lo había tenido fácil comparado con él—.
Pero el aniversario de su muerte es un golpe duro año tras año. Con el
despido, encima… bueno. Fui a un bar. Bebí demasiado. Luego llegué a
casa y…
—Yo estaba ayudando a mamá a limpiar después de mi fiesta —
interrumpí. Esta era mi historia. Me llenaba las venas tanto como la sangre,
y la iba a contar—. Llegaste a casa —le dije a mi padre— y mamá hizo caer
la urna de la repisa sin querer.
Al oír esto, se quedó quieto. Negó con la cabeza una vez, ligeramente.
—¿Cómo que no? —Tenía el pecho apretado y dolorido, como si me
hubieran dado una patada.
—No fue ella —dijo suavemente—. Fuiste tú.
—No. Ella la hizo caer, y tú la golpeaste. —Las palabras salieron
pequeñas. Lo intenté de nuevo—. La golpeaste. La golpeaste justo en el
pecho. —Ahora estaba llorando, un torrente de recuerdos y dolor, una mano
sobre mi corazón. La pena en la cara de mi madre cuando me miró, como si
viera que algo irreparable se estaba rompiendo. Mi inocencia. Mi confianza.
La columna vertebral de Duke se puso rígida. Andrew palideció,
mirándonos a mi padre y a mí.
—La golpeaste —dije de nuevo—. La golpeaste. La golpeaste. —Las dos
palabras seguían brotando, una y otra vez, saliendo de mí.
Cuando por fin me detuve, mi padre dijo:
—Se puso delante de ti.
—No.
Cerró los ojos hinchados.
—Creo que querías saludarme con la mano o algo. Y la urna se cayó, y yo
solo… reaccioné. No era mi intención. Por Dios, Cassie, nunca quise
hacerle daño a nadie. Nunca. Ni a ti ni a ella. Juré que iba a estar sobrio,
que no volvería a pasar. Me dijo que, si alguna vez te ponía la mano encima,
no se limitaría a dejarme. —Abrió los ojos y esbozó una sonrisa casi
dolorosa—. Que me mataría. Dejé de beber, en seco. Y solo Dios sabe por
qué, ella se quedó.
No. Estaba cambiando las cosas. Pero casi podía sentir el fresco
movimiento de la manga de mi madre mientras se lanzaba ante mí. Su
pecho, justo donde estaría mi cara. Mis pies descalzos empolvados con las
cenizas de mi abuelo. Pero no. No fue así como sucedió. Ella nunca me
había protegido. Yo me había protegido a mí misma.
Negué con la cabeza.
—¡Seguiste golpeándola! Cada vez que empezabas a beber de nuevo.
Hasta que… —Miré a Andrew—. Justo hasta que se quedó embarazada.
—Santo cielo —dijo Duke en voz baja.
Siento que no seamos igual que tu perfecta familia, pensé decirle con
amargura.
En algún momento, me había acercado a la mesa. Estaba agarrada al
borde, mis dedos buscaban asperezas, buscaban astillas. Pero la madera
estaba barnizada, demasiado lisa. Los restos de comida ya estaban apagados
y cuajados, pavo que parecía tiras de piel humana secándose.
—Lo he intentado. —Mi padre miró a Andrew, cuyo pecho se movía
rápidamente con respiraciones superficiales. Con los dientes apretados,
siguió—: No sabes lo mucho que tengo que esforzarme, cada maldito día,
para ser mejor de lo que soy.
Exhalé con fuerza por la nariz.
—Todos tenemos que intentar ser mejores de lo que somos. Cada uno de
nosotros. Eso no es excusa.
Mi padre me miró a los ojos. La única rabia que había en la habitación era
la mía, y con un silbido enfermizo, incluso eso desapareció, dejándome
temblorosa, apenas capaz de mantenerme en pie.
—Lo sé —dijo.
La sala se sumió en el tipo de silencio que enfatiza todos los ruidos de
fondo: un anuncio de Home Depot en el salón, el ventilador zumbando
sobre la estufa, la lluvia azotando la ventana. La habitación se volvió blanca
y un trueno sacudió los delgados hombros de Andrew. Me miró
acusadoramente.
—Dijiste que no habría truenos.
LORE, 2017

Después de hablar con Fabián, me sentía inquieta. Llamé a Cassie.


—Hola, Lore —dijo ella, tensa—. Íbamos a… ¿No dijimos que
retomaríamos después de Acción de Gracias?
—Te devuelvo las llamadas de esta mañana —dije. Ahora me preguntaba
si habían sido lo que los cuates solían llamar «llamadas con el culo».
Michael lo había traducido como «llamadas por el culo».
—Sí. Cierto, perdón… Dame un segundo. —La línea quedó totalmente en
silencio, como si se hubiera perdido la señal—. Solo tenía una pregunta
rápida: ¿cuándo os divorciasteis tú y Fabián?
Las comisuras de mis labios se crisparon esperando la reacción de Cassie.
—No lo hicimos.
—No lo hicisteis. —Cassie sonaba incrédula, aunque no tan sorprendida
como esperaba.
—Todavía estáis casados.
—Sí. —Me acerqué a la ventana y cerré las cortinas. Desde la sala de
estar llegaba la música de Solo en casa, las travesuras terminadas, ahora el
suave y triste tintineo de un piano. Música para un niño olvidado, un niño
asustado tratando de ser un hombre.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —Su voz se quebró, como si fuera a
romper a llorar.
—Nunca preguntaste. Mijita, ¿estás bien? Suenas…
—Estoy bien. —Cassie hizo una pausa y la imaginé cerrando los ojos,
respirando profundamente—. Lore, sé sincera. Por una vez.
¿Fabián realmente mató a Andrés?
Me quedé helada.
—Sí. Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?
—De acuerdo. ¿Por qué lo hizo? ¿Cuál fue el motivo real?
—¿Por qué crees? —Discúlpame, Fabián. —Necesitaba sentirse como un
hombre de nuevo.
La respuesta, intuía, no era la que Cassie esperaba. Pero, a su vez, sus
preguntas no habían sido las que yo esperaba. Sé sincera. Por una vez. Eso
no era bueno.
—¿Lo sabías? —preguntó ella—. Cuando salió de casa esa noche, ¿sabías
lo que iba a hacer?
Tiré de las almohadas decorativas a un lado de la cama, apilándolas una
sobre otra. No quería pensar en su cara. El enfado. Dios mío, siempre estaba
tan enfadado.
—No —dije—. Por supuesto que no.
—¿Y después? ¿Te dijo lo que había hecho?
Suspiré, doblando el edredón. Me senté en el borde de la cama. Algo
relacionado con la música de la televisión, el frío de la ventana y la voz de
Fabián en mi oído: el recuerdo estaba más cerca de lo que había estado en
años. Había estado tan sola.
—Me lo dijo más tarde esa noche. Fue… —intenté pensar en una palabra
—. Horrible.
La voz de Cassie, cuando habló, era más suave, con todos los bordes
suavizados.
—¿Puedes hablarme de ello?
Cerré los ojos. Lo veía claramente, con sus ojos oscuros revoloteando por
la cocina. Era como un insecto de patas largas que se hubiera posado en la
pared, que pudiera lanzarse en cualquier dirección en el momento en que
uno se acercara. Su boca se abría: Hice algo.
Y, más tarde, los ojos ensangrentados de Fabián, su conmoción, el único
superviviente de una gran masacre. Era un herido ambulante, solo que fui
yo quien lo acribilló. Eso fue lo que le dije a Cassie, que aunque sabía que
Andrés estaba muerto, Fabián aún podía salvarse. Así que había mentido a
la policía.
—¿No estabas enfadada? —preguntó Cassie.
—¡Claro que estaba enfadada! ¿Qué crees? Un hombre al que amaba
estaba muerto, solo, tirado en una moqueta barata, y yo no podía traerlo de
vuelta. No pude arreglar las cosas, no pude… —Me sentí como si hubiera
clavado un anzuelo gigante y me estuviera raspando por dentro—. No pude
decirle adiós.
Cassie se quedó callada, dando cabida a mi dolor.
—Pero tú no… —dudó—, ¿no odiaste a Fabián?
—No. —Me vi a mí misma tropezando hacia él, ambos llorando—.
¿Cómo iba a hacer tal cosa?
—¿Qué pasó después?
Los latidos de mi corazón se ralentizaban. El pasado volvía a escabullirse,
el presente era un resplandor de advertencia.
—Fabián tiró el arma al río.
—¿Y la cartera?
Mis ojos se abrieron. La cartera. La foto de Andrés y yo bajo el cactus
saguaro, entrecerrando los ojos al sol.
—Sí —dije—, eso también.
—¿Lo planeasteis? ¿Juntos?
—Lo discutimos.
Recordé cómo habíamos esperado a que cayera la noche, cómo había
parecido tardar tanto, aquel terrible día de agosto. El punto álgido del
verano, cuando ni siquiera una tormenta puede dominar el cruel sol durante
mucho tiempo. Esperamos y esperamos, hasta que las luces del porche se
encendieron y los carteles de «se vende» pasaron a ser unas siluetas en
forma de lápidas.
—¿Es por eso? —preguntó Cassie—. ¿Por eso seguisteis juntos? Él mató
a Andrés, tú le ayudaste a ocultarlo: estabas ¿atada?
—Estamos atados. —Levanté la foto enmarcada donde salíamos nosotros
en mi mesita de noche, con la piel tersa y amplias sonrisas, latas de
Schaefer Light en la mesa de pícnic de madera del rancho—. Pero no como
tú dices. Estamos atados por el amor, por el tiempo, por nuestros hijos.
Somos una familia. Pero la verdad es que —suspiré—, al principio, no
había tiempo para hablar del dolor o la traición. Solo podíamos hablar de
abogados y de interrogatorios de la policía y luego de la fianza y la
acusación, etc. Se fue antes de que me diera ni cuenta. Y entonces todo se
centró en los cuates, en asegurarme de que estuvieran bien, de que
sobrevivieran. Los llevaba de visita. Y entonces, tal vez a los seis meses de
su condena, me escribió una carta. Yo le respondí con otra. Y supongo que
así nos curamos. Con el tiempo.
—¿Te hizo preguntas sobre Andrés y vuestra relación? ¿Quiso saber la
verdad?
—Quería conocerme a mí —dije, dejando la foto en su sitio—. Y yo
quería que me conocieran. Quería conocerme a mí misma. De eso se
trataba.
—¿La aventura? ¿El segundo matrimonio?
—Todo. Quiero decir que hubo amor, por supuesto.
Pensé en cuando leía con Andrés, en las vueltas que dábamos con la
moto, en nuestros dedos, constantemente apuntando a una cordillera, una
cascada, una lagartija con la cabeza al sol, mostrando su tremenda garganta.
Recordé la forma en que me besaba y me tocaba, tan lentamente como
podía durante todo el tiempo que podía, hasta que perdíamos el control.
Recordé su mano sacándome de un edificio a punto de derrumbarse, y cómo
nos habíamos quedado en las ruinas después, conmocionados por la
plenitud de la pérdida.
—Pero no fue por eso. En realidad, no. Solo quería conocerme a mí
misma —volví a decir, frustrada por no ser capaz de expresar lo que sentía,
que era que quería volver a ser nueva para mí, escarbar en mí misma, mi
mente, mi corazón, y ser testigo de los finales más ocultos. Quería conocer
todos mis posibles yos, vivir todas las vidas posibles—. Y terminé sola —
dije, con una risa dura—. Le había dicho a Andrés que no tenía familia, y
luego la perdí toda. Recordé el zumbido del refrigerador en aquellas noches
interminables. El único sonido en todo el mundo. Me estremecí.
Entonces Cassie dijo, como una ofrenda:
—Me enfrenté a mi padre.
Me vino una sensación cálida y furtiva, como si quizá, entre todos los
escombros, hubiera algo que había hecho bien.
—¿Y?
—No lo sé. Al menos sé que no estoy loca. Pero Andrew me odia. Y
Duke…
Llamaron a mi puerta.
—¿Mamá? —Me puse rígida al ver la figura de Gabriel en mi puerta.
Bloqueaba la luz—. ¿Sigues hablando con papá? Porque yo…
—Tengo que colgar —le dije a Cassie.
—Bien. —Cassie se puso brusca con la autoconservación—. ¿Mañana a
las seis?
—Hablamos entonces. Oye, mija —añadí. Ella esperó—. Estoy orgullosa
de ti.
CASSIE, 2017

Desde el sótano no se escuchaban los truenos. Tenía tres o cuatro años


cuando me refugié por primera vez aquí con mis padres. Había estantes
atornillados a las paredes y suministros de emergencia. Mientras el cielo se
volvía de un verde oscuro y suculento, mi padre sacó nuestros mohosos
sacos de dormir de un armario del pasillo y arrastró los cojines del sofá del
salón por las escaleras. Colocó los cojines formando un fuerte en la esquina
de la habitación y luego colgó los sacos de dormir para formar un techo
inclinado. Mi madre bajó tupperwares con manzanas y fresas en rodajas e
incluso una pequeña nevera con helado de chocolate. Una voz grave
retumbaba desde la radio meteorológica de la NOAA, que funcionaba a
pilas, y esto solo añadía misterio, magia. Por aquel entonces, mis padres
eran extensiones de mi propio cuerpo, que me sostenían incluso antes de
que yo terminara de alcanzarlos. Y así fue como nos sentimos, los tres
conectados en nuestro fuerte del sótano mientras el tren invisible destrozaba
el mundo.
Aparté varias cajas y quité una vieja sábana de una silla. La mecedora de
mi madre, en la que me leía hasta que nuestras dos figuras formaban un solo
contorno, hasta que me hice demasiado mayor para esas cosas. Pasé mi
mano por el respaldo tallado y la profunda grieta que se extiende desde uno
de los tornillos del brazo. Con cautela, me senté y el asiento de caña crujió.
Cerré los ojos y me balanceé, recordando sus brazos alrededor de mí, sus
dedos pasando páginas. Sus uñas cortas y toscamente recortadas, tal vez
mordidas. Su piel lisa, sus nudillos huesudos y sus venas azul verdosas. La
animación de su voz, su aliento a canela y cigarrillo en mi mejilla. Antes de
darme cuenta, estaba llorando. Lágrimas duras, fuertes y feas. Lore,
diciendo que estaba orgullosa de mí. Hacía tantos años que no escuchaba
esas palabras. Desde el día en que recibí el gran paquete de la UT. Mi madre
me abrazó con fuerza y rapidez, sabiendo lo rápido que la apartaría. Sus
labios en mi oído. Estoy muy orgullosa de ti.
¿Realmente se había llevado un golpe que estaba destinado a mí ese día?
¿Le había dicho a mi padre que si me hacía daño, lo mataría? Esa no era la
versión que yo recordaba de ella, la historia que me había contado todos
estos años. Si estaba dispuesta a enfrentarse a él por mí, ¿por qué no por
ella misma?
—¿Cassie? —La voz de Duke en las escaleras. Una línea de luz desde la
puerta.
Escuché sus pesados pasos acercándose, me miré las manos. Mi piel lisa
y mis nudillos huesudos y mis venas azul verdosas. Intenté aferrarme a la
imagen de mi madre, a la claridad de su voz, como si hubiera tropezado con
la frecuencia de radio correcta. Pero estaba desapareciendo.
Duke se detuvo unos metros delante de mí. Levanté la vista, deseando
que se acercara. Que dijera que lo entendía. Quería que fuéramos a por
Andrew y después a casa. Estaba preparada para todo eso. Por fin.
No se movió.
—Bueno.
Solté una carcajada.
—Bueno…
Suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—Joder, Cass. No puedo creer que hayas pasado por todo eso. ¿Por qué
no se lo dijiste a alguien?
—Mi madre me dijo que no lo hiciera.
Duke frunció el ceño.
—Sí, pero una amiga, una consejera, una profesora.
—Ella era una profesora.
—Bien, entonces otra persona. Cualquiera. Se metió las manos en los
bolsillos, como si no supiera qué más hacer con ellas.
—Simplemente no pude. —Incliné la silla hacia atrás con un ritmo rápido
y ansioso—. No podía traicionarla de esa manera.
—¿Traicionar? —Sacudió la cabeza, atónito—. ¡Cass, la habrías
ayudado!
—Sí, bueno, tú has preguntado y yo te contesto —espeté—. Además, lo
has conocido, ¿te parece un maltratador de mujeres? Tenía miedo de que
nadie me creyera. O que lo hicieran y entonces me apartaran de mis padres,
o que arrestaran a mi padre, o que tal vez no cambiara nada más que el
hecho de que ambos me odiaran.
La cara de Duke se llenó de lástima. Aparté la mirada, deseando no
haberla visto.
—Pero Andrew —dijo finalmente. Esperé—. Podrías habérselo dicho a
alguien en cualquier momento, a kilómetros de distancia.
Clavé las uñas en los reposabrazos de madera.
—Sí, Duke, soy consciente. ¿Crees que no he vivido con esta culpa cada
día durante doce años?
—¡Pero no tenías por qué! —Se acercó un paso más, casi suplicando—.
¿Por qué no hiciste algo?
Me puse en pie. Me parecía mal, de alguna manera, tener esta
conversación en la mecedora de mi madre. No quería manchar mis
recuerdos de ella, no cuando tantos otros recuerdos de ella ya estaban
manchados.
—¿Por qué, Cass? —Duke preguntó de nuevo, en voz baja.
Mi respiración era rápida, casi hiperventilada.
—¡Porque solo podía salvar a uno de los dos, y me elegí a mí misma!
El sólido armazón de Duke pareció ceder ligeramente hacia dentro, como
si le hubiera sacado el aire.
—Podrías habérmelo dicho —dijo en voz baja—. Se supone que debemos
confiar el uno en el otro. Pensé que había confianza.
Sentí un puño alojado en mi garganta.
—Podrías haber preguntado. Has tenido cinco años en los que apenas he
hablado con mi padre, apenas he venido a casa, incluso por Andrew. No
hace falta ser un experto en traumas para pensar: ¡oye, que igual ha pasado
algo malo ahí! ¡Quizá se mantiene alejada por una razón!
—¡Sí, pero eso era cosa tuya! —Duke golpeó con el puño el banco de
trabajo que había contra la pared. Un rollo de papel se cayó y lo enderezó
—. Lo siento, pero no voy a dejar que me conviertas en el malo de la
película porque no haya decidido entrometerme en cada parte de tu pasado
como haces tú.
Di un paso atrás, dolida.
—Y eso está bien —añadió, viendo el dolor en mi cara—. Me ha gustado
ser un libro abierto y he sido feliz.
—Bueno, es fácil serlo cuando el libro es todo bueno —dije.
—¿Entonces eso también es culpa mía? Tuve una infancia feliz, así que
no podría entenderlo.
—Bueno, ahora no estás siendo muy comprensivo, ¿verdad? —Crucé los
brazos con fuerza contra mi pecho—. Acabas de descubrir que mi padre
pegó a mi madre durante una década, delante de mí, y en lugar de culparle o
de intentar entender cómo era eso, aquí estás preguntándome por qué, por
qué, por qué, como si yo fuera el monstruo. —Me reí bruscamente—.
Créeme, yo ya me sentía como un monstruo, lo único que esperaba era que
no me vieras así.
Hubo un momento en el que pudo negarlo. Pasó. Y entonces fue
demasiado tarde.

A las dos de la madrugada, llamé suavemente a la puerta de Andrew antes


de entrar. Estaba en la cama de cara a la pared, rígido y silencioso, con la
columna vertebral curvada como un caracol. Nadie duerme tan
profundamente.
—Hola. —Puse una mano en su hombro. Se apartó de un tirón—. Lo
siento, Andrew. No era así como quería que te enteraras.
No se movió. Suspiré.
—Vale. Bien. Nos iremos a primera hora de la mañana. ¿Has hecho la
maleta?
Andrew se dio la vuelta y me miró fijamente.
—¿Me estás tomando el pelo? No voy a ninguna parte contigo.
—¿Qué? Claro que sí.
—No. —Se sentó contra la pared, bajo el póster de Hulk. Su pequeña cara
estaba tensa de rabia, con sombras bajo los ojos—. No pienso hacerlo.
—Andrew, eras, eres un niño. Estaba tratando de protegerte.
—¿Protegerme? —Su voz se quebró—. ¿Así me protegías?
—Pensé que las cosas iban bien por aquí. —Escuché la súplica en mi
propia voz, y no estaba segura de a quién estaba tratando de convencer—.
No quería que pensaras en ellos de esa manera, en mamá y papá.
Especialmente si papá estaba haciendo lo correcto por ti.
Andrew negó con la cabeza, decidido. Su sedoso pelo rubio estaba
despeinado. Quería apretar mi nariz contra la coronilla de su cabeza, como
solía hacer cuando era un bebé y tenía un olor único en el mundo.
—La he cagado —dije—. Mucho. Pero te prometo que te compensaré.
—No puedes obligarme a ir.
Me clavé las uñas en las palmas de las manos. Tenía razón. No podía. No
a menos que pensara que estaba en peligro inminente. No a menos que
involucrara a los abogados y a los servicios de protección de menores, algo
que no podía permitirme, y lo último que quería era que Andrew entrara en
el sistema de acogida. Me odiaría si lo hiciera pasar por eso.
—Andrew, por favor. —Me acerqué a él. Su mirada me detuvo—. Crees
que sabes todo lo malo que puede ser. Pero puede ser mucho peor. Confía
en mí.
—¿Confiar en ti? —Las lágrimas brillaron en sus ojos—. ¿Cómo puedo
confiar en ti cuando me has estado mintiendo toda mi vida?
LORE, 1986

Es el verano del Mundial. Qué revuelo se ha armado, cuánta cháchara


política. Desde los que pensaban que México nunca debería haber recibido
el torneo (al fin y al cabo, ya fue anfitrión una vez) hasta los artistas e
intelectuales mexicanos indignados con la idea de que el sorteo de
diciembre se celebre en el Palacio de Bellas Artes, pasando por Rafael del
Castillo, presidente de la Federación Mexicana de Fútbol, que dice que no
hay mejor manera de demostrar al mundo que México está «de pie». Lo
cual no es cierto, obviamente, y ¿no sería mejor que lo viera el mundo?
Pero México, para bien o para mal, está formado por mexicanos, y los
mexicanos, para bien o para mal, son orgullosos.
Así que Andrés sorprende a Lore con entradas para el partido de cuartos
de final, Argentina contra Inglaterra, en el Estadio Azteca. Al principio,
Lore no cree que pueda estar en un estadio sin pensar en cómo se colocaron
los cuerpos sin identificar en los estadios de la ciudad, tres días de hielo
seco antes de que comenzaran los entierros masivos. Pero se deja llevar por
la emoción: casi ciento quince mil personas llenarán las gradas. Nunca
olvidará lo que más tarde se llamará el gol de la «mano de Dios», de
Maradona, una raya azul, un gol concedido solo porque el árbitro no había
visto la infracción, y luego, justo después, Maradona pasando a los
jugadores ingleses uno tras otro, ninguno de sus compañeros disponible
para un pase, un sprint de sesenta metros él solo, una finta y ahí estaba, su
segundo gol en diez minutos. Ella y Andrés se ponen en pie, gritando hasta
quedarse afónicos, con los brazos en alto y el sudor a raudales. Se besan
como si hubiera ocurrido algo milagroso, algo redentor.
Después, se dirigen a un pequeño bar sin nombre, lleno de humo y
ventiladores.
—¿Crees que Maradona debería haber aceptado ese primer gol? —
pregunta Andrés.
Están apretujados en un rincón de una pegajosa taberna, bebiendo cerveza
de botellas tibias. Lore se lo toma con calma y se ríe.
—¿Qué quieres decir con aceptarlo?
Andrés se echa el pelo sudoroso hacia atrás con el pulgar y el dedo
corazón, un gesto inútil y habitual que se le ha hecho tan familiar.
—¿Te acuerdas del imperativo categórico de Kant?
—Tenemos el deber de actuar moralmente, y podemos saber si una acción
es moral si podemos universalizar el principio moral. —Lore sonríe y hace
una floritura con su cerveza—. La alumna se convierte en maestra.
Andrés no sonríe.
—¿Y? ¿Qué te parece?
—Vale, bueno, en primer lugar, no soy una experta en fútbol, pero no creo
que el propio Maradona tenga la potestad de aceptar o no una decisión del
árbitro.
—Pero ¿y si la tuviera? —presiona Andrés.
—Creo que estás sugiriendo que, dado que el árbitro no vio la infracción
y Maradona sí, no debería haber sacado el gol —dice Lore—. Porque no es
moral, ya que no se puede decir que siempre es para el bien universal… —
Ella frunce el ceño—. ¿Qué? Tampoco es que haya sido infiel.
—¿No consideras que beneficiarse del descuido de alguien sea hacer
trampas?
—Creo que juega al fútbol —dice Lore, más tajante—. Creo que el
trabajo del árbitro era marcar el partido, y si la cagó, es su culpa.
—¿Incluso teniendo en cuenta que Maradona sabía lo que estaba
haciendo? —El tono de Andrés, por lo que puede llegar a captar en ese
ruidoso bar, también está cambiando. Su cuerpo está rígido, los hombros
tensos.
—¡No lo sé! ¿Realmente vamos a tener una pelea sobre la aplicación
práctica del imperativo categórico de Kant en el Mundial?
Después de un momento Andrés deja su cerveza en el suelo, soltándola
con una mano que se ha cerrado con fuerza.
—Lo siento. Tienes razón.
Lore le besa. Sus labios son inflexibles y ella se aparta.
—Vale, ¿qué te pasa? Y no me digas que es por el gol.
Andrés mira fijamente el pez espada montado en la descolorida pared de
ladrillo detrás de la barra. Su piel parece brillante y dura, y Lore no sabría
decir si es de plástico o si sus branquias se movieron alguna vez en un
submundo azul.
—¿Qué te retiene realmente en Laredo? —pregunta Andrés—. Sé lo que
vas a decir: tu trabajo. Pero ¿tienes pensado mudarte aquí de forma
definitiva en algún momento? ¿Conmigo y los niños?
Hay una repetición del gol de la mano de Dios en el pequeño televisor del
bar. Se levanta una ovación ensordecedora. Lore quiere decir que también
se puede determinar una acción moral por lo que da más felicidad al mayor
número de personas.
—Bueno —dice ella, cuando el ruido se desvanece—, cuando tenga
sentido, sí. Pero nos esperan años de recuperación por delante. Ya lo sabes.
El perfil de Andrés es escultural, noble, como un soldado que se enfrenta
a una batalla perdida.
—¿Qué te retiene ahí? —vuelve a preguntar.
—Andrés…
—Sé que no estás cerca de tu familia. Entonces, ¿es por los amigos?
Todavía no he conocido a ninguno.
—No. Andrés, he trabajado mucho, sabes. Me cuesta imaginarme dando
la espalda…
La boca de Andrés se abre, incrédula.
—¿Es eso lo que crees que estoy pidiendo? ¿Que vengas aquí y seas un
ama de casa? ¿Que me hagas la cena todas las noches?
Lore lucha contra el impulso de abandonar la mesa.
—Por supuesto que no.
—Bueno, ¿entonces?
—Bueno, entonces, ¿qué?
Se miran, estancados por el enfado, que no les es familiar. Ella sabe lo
que mejoraría la situación: si le hablara de la prueba que se hizo ayer. La
bandeja de plástico, los tubos y el cuentagotas, las instrucciones ilustradas,
paso a paso, que casi se le caen cuando Andrés llamó a la puerta. Ella gritó:
—¡Un momento! ¡Me duele la barriga! —para poder terminar la espera,
todo el tiempo rezando, por favor, por favor, por favor, como si Dios
supiera el resto.
Después, aturdida por la conmoción, volvió a meter todo en la caja de
cartón y la escondió bajo el mostrador, detrás de los rollos de papel
higiénico y el jabón y la crema de afeitar extra. Tendrá que enviar a Andrés
a hacer un recado más tarde para poder tirar todo como es debido antes de
volver a Laredo. Pero la pelea terminaría si ella se lo dijera, si pusiera su
mano en su vientre, aunque está lejos de ser evidente. Ni siquiera tiene
náuseas, como le ocurrió con los cuates. Eso la hace dudar, con un terrible
dolor, de si será una niña.
Se pregunta cómo reaccionaría Fabián si lo supiera. El primer embarazo
tampoco fue el momento ideal, pero él la hizo girar alegremente en sus
brazos hasta que ella le dijo que estaba a punto de vomitarle encima.
Entonces la acostó en la cama con una ternura casi cómica. Le cubrió la
barriga con sus grandes y cálidas manos y le dijo:
—Ya llegó papá, mijo.
—O mija —corrigió Lore.
—O mija —aceptó, sonriendo. Papá te quiere y está deseando conocerte.
Había roto a llorar de felicidad. Se moría de ganas de decírselo a su
familia, de decírselo a Marta. Todavía pensaba, entonces, que Marta sería la
siguiente. Que esta versión del futuro era inevitable, simplemente porque
ellas la querían.
¿Qué diría Fabián esta vez? Y si les diera a los cuates unos cuantos
dólares y los enviara con sus amigos (que, de todos modos, es donde
siempre quieren estar) y le preguntara a Fabián: ¿Qué te parece ser una
familia de cinco? El corazón de Lore se calienta ante la imagen de una niña
en sus brazos, con los ojos revoloteando por el sueño. ¿Vería Fabián
también esta imagen? ¿La alegría se agolparía en su pecho, expulsando la
mala energía?
Lo más probable es que lo lleve al límite. Ella se lo imagina exigiendo
cómo sucedió esto y preguntando si no recuerda lo caros que son los bebés.
¿Y qué pasa con su trabajo? Necesitan su trabajo. ¿Y no estaba ella
tomando la píldora?
Sí, lo estaba. Pero desde ayer lleva cinco días de retraso, lo cual significa
que hace unas cinco semanas que está embarazada, lo que sitúa el momento
de la concepción a finales de mayo o principios de junio. Marta y ella
tuvieron una noche de chicas justo antes de que empezaran las vacaciones
de verano de los cuates; el año que viene serán júniors. Recuerda que se
quejaba con Marta de que ya estaban en la escuela de conducción y que
pronto serían mayores y la dejarían, y luego recordaban sus propios años de
instituto.
Bebieron demasiado. Lore vomitó, Marta le sujetó el pelo y se rio de que,
después de todo, no habían cambiado tanto desde el instituto.
A la mañana siguiente, Fabián la sorprendió divirtiéndose con todo
aquello. Preparó café y chorizo con huevo y le apretó una toallita fría en la
cabeza. Y la besó. Suavemente, luego no tan suavemente. La toallita cayó a
un lado, el plato con sus migas rojas, y, de repente, él estaba levantando la
vieja camiseta de Lore y llevándose un pezón a la boca. Ella se retorció
debajo de él, y él le quitó las bragas y deslizó primero un dedo dentro de
ella, luego otro, sus labios en el hueco sobre su clavícula. La casa estaba en
silencio el domingo por la mañana, los cuates dormían. Justo antes de que
Fabián la metiera, él sonrió y ella quiso decir: Ahí estás.
Voló a DF la noche siguiente.
Decírselo a Andrés le daría más tiempo. ¿Pero tiempo para qué? ¿Decorar
dos habitaciones para el bebé? ¿Tener dos series de citas médicas, de latidos
y ultrasonidos, cuando solo podía haber un parto, una única vida después de
eso?
Lore no sabe de quién es el hijo, lo único que sabe es que es el final.
Pero no es consciente de hasta qué punto.
CASSIE, 2017

Duke y yo cerramos la cremallera de nuestros neceseres y desmontamos


la cama sin hablar. A las 9 de la mañana, todavía no había visto a Andrew.
Duke estaba cargando el coche mientras yo alisaba la colcha sobre el
colchón desnudo. Un golpe en la puerta abierta me hizo saltar.
Mi padre tenía tan mal aspecto como yo. Sus moretones habían cambiado
a un verde escabroso que se extendía alrededor del negro, la hinchazón de la
nariz retrocedía para revelar su nueva forma de arcilla grumosa. Llevaba
una larga bolsa de ropa en sus brazos, como si fuera una mujer desmayada y
aplastada. Se aclaró la garganta.
—Quería darte esto. Puede que no lo quieras, pero puede que sí.
Recordé el arrebato que había tenido por el sofá. Eso había sido hacía
solo dos días. Me pareció una eternidad.
—¿Qué es? —Me acerqué. La curiosidad, como siempre, superaba
cualquier otra emoción.
—El vestido de novia de tu madre.
Lo colocó sobre mis brazos con cuidado. El intercambio me resultó
extrañamente familiar, y entonces me di cuenta de por qué: Andrew, pasó de
mis brazos a los suyos hacía doce años.
—Ella habría querido que lo tuvieras.
Pasé una mano por la bolsa, desesperada por abrir la cremallera, por
acariciar y oler la gasa blanca que solo había visto en fotos, pero no quería
compartir mi reacción con él.
Suspiró.
—No estoy pidiendo tu perdón. Ni tu comprensión. Pero deberías saber
que nos queríamos. La amaba más que a nada.
Entonces pensé en Lore. Cómo había amado a Fabián y a Andrés, y a sus
cuatro hijos. Deberíamos ser capaces de impedirnos hacer daño a las
personas que amamos. El amor en sí mismo no debería ser una fuerza
destructiva. Pero yo había leído toda mi vida sobre crímenes reales: el amor
era la fuerza más destructiva.
—De todos modos —mi padre se rascó bajo el collarín—, he hablado con
Andrew. Siento que hayáis venido para nada.
Un modo tan rebuscado y formal de reconocer que mi hermano le había
elegido a él antes que a mí. Los restos de la rabia de la noche anterior se
encendieron en mi pecho.
—Podrías haberlo matado —dije con la garganta carrasposa. Mi padre
hizo una mueca.
—Lo sé.
—No te lo mereces.
—Lo sé.
La boca de mi padre se torció. Di un paso atrás mientras él apretaba y
aflojaba los puños.
—Tú, tu madre, Andrew… todos sois más de lo que he merecido. Pero
Cassie, te juro que os quiero a ti y a Andrew en mi vida más que a nada, y
sé lo cerca que estuve de perderos a los dos. Lo siento. Siento mucho todo
lo que os hice pasar a ti y a tu madre. — Sus ojos estaban tensos, la boca le
tembló hasta que apretó los labios. Respiró con fuerza, tratando de controlar
sus emociones—. Jamás podré perdonármelo.
Apreté la bolsa de ropa contra mi pecho, como un escudo.
¿Cuántas veces le había dicho esas palabras a mi madre y las había dicho
en serio? ¿Cuántas veces había decidido ella volver a creerle?
—Voy a llamar todos los días —dije—. En cuanto me entere de que has
vuelto a beber, vendré a buscarlo. Contrataré a un abogado si es necesario.
Detrás de las gafas, los ojos de mi padre brillaron, y por un segundo
mostraron a su otro yo, el iracundo. Luego desapareció.
—No tendrás que hacerlo —dijo, y no estaba segura de si se refería a que
se mantendría sobrio o a que renunciaría al propio Andrew si empezaba a
beber. No importaba. Sabíamos a qué atenernos.

Ya de vuelta en Austin, Duke y yo nos movíamos el uno alrededor del otro


como fantasmas respetuosos, con cuidado de que nuestras efímeras pieles
no se rozaran. Cuando nuestras miradas se cruzaban, él volvía a cocinar, o
se ponía su forro polar North Face y salía fuera a sentarse y a navegar por
Reddit. Dejaba que se fuera primero a la cama, y me sentía aliviada si, para
cuando yo me metía bajo las sábanas, él ya estaba roncando.
En nuestros cinco años juntos, Duke y yo rara vez habíamos discutido.
Hasta que no empecé a trabajar en el libro, nuestra relación había sido todo
paz y de fácil acuerdo. Él estaba seguro. Nunca me había decepcionado.
Pero tampoco le había dado la oportunidad de hacerlo. No había confiado
en él lo suficiente como para dejar que viera las partes rotas de mí. Tal vez
había sido una profecía autocumplida. Tal vez todo habría sido diferente si
le hubiera contado lo de los abusos y lo de dejar a Andrew desde el
principio.
O tal vez supiera desde el principio cómo iba a terminar.
No pude evitar pensar en Lore, Andrés y Fabián. Hubo amor, por
supuesto, había dicho ella. Pero no fue por eso. En realidad, no. Solo quería
conocerme a mí misma. Incluso ahora, tenía que admirar esto de ella: la
subversión de creer que era digna de ser conocida, por ella misma y por los
demás, lo que sea que hubiera para encontrar.
En los días posteriores a Enid, Andrew siguió ignorando mis llamadas y
mensajes. Me vi obligada a hablar con mi padre cada noche. Su
patrocinador lo recogía para las reuniones diarias. Andrew apenas le
hablaba. Mi padre lo entendía. Llevaría tiempo hacer las paces, con ambos.
Tendría paciencia. Podía oír el trabajo detrás de su optimismo, todos los
engranajes expuestos.
El vestido de novia de mi madre colgaba en nuestro armario. Un corpiño
de encaje, mangas casquillo. Una cintura imperio y una falda de gasa. Yo
era más alta que ella, pero ambas éramos delgadas, angulosas. El vestido
me quedaba bien, rozaba el suelo con mis pies descalzos. El dobladillo
estaba ligeramente sucio, con un toque de hierba. Me hacía sentir cerca de
ella, esta evidencia de desgaste. A veces, mientras Duke estaba en el food
truck, me pasaba horas con él puesto, sentada en el sofá con mi portátil,
frotando las manchas de hierba con los dedos.
El embarazo de Lore, del que todavía no me había hablado, y que Andrés
había descubierto el día antes de volar a Texas, hizo que tuviera que mirar
todas las pruebas de forma diferente. Volví a leer el expediente del caso de
principio a fin. Revisé el registro de pruebas y los artículos de prensa y las
cintas de la policía. Volví a examinar las fotos de la escena del crimen, las
declaraciones de los testigos y el informe de la autopsia.
Con fichas, hice una nueva línea temporal que mostraba los movimientos
de los Rivera la noche en que Andrés fue asesinado. Dividí las tarjetas en
cuatro columnas sobre la mesa de café, una para cada miembro de la
familia. Lore en su cita con el médico (escribí ¿Embarazo? ¿Aborto?): de
las 15:00 a las 16:30, regreso al banco a las 16:45, poco después de que
Fabián le abriera la puerta a Andrés. Óscar dijo que Lore estaba agotada por
la inesperada visita de Andrés, dijo que la estaba «molestando». Después de
leer la nota de Andrés, ella, según Óscar, lo había tirado todo a la basura.
«Todo» podría referirse simplemente a la nota y al sobre. Pero Óscar había
colgado justo después de que le preguntara a qué se refería. Si Andrés había
dejado algo más para Lore, algo lo suficientemente pequeño como para
caber en un sobre, ¿qué sería?
Una llave.
¿Y si le hubiera dejado la llave de la habitación del motel? Ella fue a
verlo y tuvieron un enfrentamiento. Quizá más tarde, si hubiera decidido
quedarse con el bebé, le habría dicho a Fabián que era suyo. Tal vez incluso
le habría dicho, como le había insinuado a Óscar, que Andrés la amenazaba
de alguna manera. Tal vez Duke tenía razón y Andrés era un sustituto para
Lore, el asesinato era una especie de rabia proyectada, una forma de
protegerla al mismo tiempo que la castigaba. ¿Qué había dicho Lore sobre
la razón por la que Fabián mató a Andrés? Busqué entre las transcripciones
de mis entrevistas fechadas… Acción de Gracias, difícil de olvidar.
«Necesitaba sentirse como un hombre de nuevo».
Tenía sentido. Era convincente. Si Lore tenía la llave de la habitación de
Andrés, eso explicaba cómo Fabián sabía exactamente dónde encontrarlo.
La pregunta ahora era: ¿el asesinato fue premeditado? ¿Y cuánto sabía
Lore?
También estaba la cuestión de qué había pasado con el embarazo, cuya
respuesta podría explicar todo o nada.
Sigue adelante, pensé. Asegúrate de que las teorías se ajustan a los
hechos, y no al revés.
Cruzando las declaraciones de los testigos, fui añadiendo fichas. Gabriel
y Mateo tenían coartada por jugar al baloncesto en el parque hasta las seis
de la tarde, después de lo cual volvieron a casa andando. Lore salió del
banco justo después de las 17:15 (quizá tenía la intención de quedarse hasta
más tarde, pero las noticias sobre Andrés la habían desbaratado) y llevó a
los gemelos a Wendy's a por Frosties, donde su recibo tenía la hora de casi
las 18:30. Luego al cine de 19:00 a 21:15. Su salida nocturna seguía sin
cuadrarle. Pero, de nuevo, tal vez estaba preocupada por si Andrés tocaba el
timbre en cualquier momento. Tal vez estaba tratando de evitar que sus
hijos se enteraran, alargarlo un poco más.
Ese tipo de desesperación es lo que lleva a alguien a asesinar.
Sigue adelante.
Fabián fue recogido del rancho entre las 17 y las 17:30 y lo dejaron en
casa a las 20. La llamada de Lore a Marta alrededor de las 22:30, cerca de
cuando Fabián fue visto en el motel. Desde las 17:15 hasta casi las 18:15,
nadie pudo dar coartada a Lore. Y de las 20 a las 21:15, nadie pudo dar una
coartada a Fabián, aunque no fue visto en el motel hasta las 22:30.
Ese era el único hecho incontrovertible, que parecía demostrar que, a
pesar de lo que creía Carlos, Lore no podía haber matado directamente a
Andrés: era Fabián, y no Lore, quien estaba en el motel a la hora de la
muerte. Era la pared de ladrillos contra la que seguía chocando, aunque
nunca se había movido.
Aunque me costaba encajar las piezas, Lore y yo hablábamos todas las
noches a las seis.
—¿Desearías no haberlo hecho? —me preguntó una semana después de
Enid—. Las cosas serían más fáciles ahora, ¿verdad?
Me lo planteé. Si no hubiera estallado contra mi padre, no estaría dando
tumbos durante las llamadas nocturnas con él. Andrew estaría aquí. No
habría visto esa mirada de Duke en el sótano, como si me hubiera quitado la
máscara y la cara que había debajo fuera irreconocible. Sin embargo, me
sentí más libre. Al pedirme que mantuviera el abuso en secreto, mi madre
me había dado una semilla para que la tragara, y había crecido hasta
convertirse en una enredadera venenosa. Ahora era como si le hubiera
clavado un cuchillo, y hubiera cortado y rasgado, creando una maraña, pero,
al menos, podía respirar.
—No —dije—. No me arrepiento.
—Eso —dijo Lore, y pude escuchar su sonrisa.
—Pero… ¿qué debo hacer ahora? —Me sonrojé. Me parecía ridículo
pedir consejo a una mujer en la que no podía confiar, una mujer a la que
estaba investigando activamente por su papel en un asesinato. Pero Lore
había conseguido que sus hijos la perdonaran. Algo debía haber hecho bien
—. Con Andrew, me refiero.
Suspiró.
—Mija, sigue poniéndote a sus pies, sin importar cuántas veces te pise de
camino a la puerta. Sigue ofreciéndote y ofreciéndote. Un día se dará la
vuelta y estarás ahí para ayudarle. En eso consiste ser madre.
—Hermana —corregí.
Lore se rio.
—Eso.
LORE, 1986

Los calambres comienzan a primera hora de la mañana del 1 de agosto.


Durante toda la reunión de la junta directiva, Lore se lleva las manos al
vientre, imaginando que el renacuajo que lleva dentro se aprieta contra su
cuerpo y sabe que tiene una madre. El bebé es una niña, está segura, una
niña a la que piensa llamar Marta. Lore solo está de once o doce semanas,
pero hace unos días podría haber jurado que su hija se movía, un sedoso
aleteo en lo más profundo de su cuerpo. No quiere querer a este bebé, pero
lo quiere. Aunque sea imposible, siente que es como si este bebé contuviera
una parte de cada uno de los tres: Lore, Fabián, Andrés.
La hemorragia comienza después del almuerzo. Combinada con los
calambres, Lore sabe inmediatamente lo que significa.
El Dr. Sosa, que atendió los partos de Gabriel y Mateo, tiene más de
setenta años, una ligera curvatura en la columna vertebral, es impaciente
pero amable. Le pregunta dónde está Fabián y Lore le dice que ha salido a
buscar trabajo. El Dr. Sosa gruñe y echa un chorro de gelatina fría en el
estómago de Lore. Mueve la varilla de ultrasonido de un lado a otro,
presionando con firmeza. La pequeña pantalla está en negro. Hay un eco
hueco donde debería haber un latido, un oscuro océano de dolor y, sin
embargo, como una flor que empuja hacia arriba a través del hormigón,
algo parecido al alivio porque ahora no tendrá que elegir entre Andrés y
Fabián. No tendrá que decidir con qué vida quedarse, al menos no todavía,
y ¿qué clase de madre es si se siente así por el bebé que acaba de perder?
Luego, un latido débil y metálico. Un punto de luz en la pantalla, como
una estrella.
Lore aguanta la respiración.
—Es eso…
—Ahí está, muy bien. —El Dr. Sosa sonríe, retira la varilla y le entrega a
Lore un fajo de pañuelos—. Pero sus síntomas son preocupantes. Váyase a
casa. Ponga los pies en alto. Dígale a Fabián que no puede hacer ninguna
tarea doméstica hoy. Órdenes del médico.
Lore sonríe débilmente, mareada por el leve galope de los latidos de su
hija. Vuelve el pánico, Lore está de espaldas a la pared y lo único que oye a
su alrededor es el crujir de dientes.
Le da las gracias al Dr. Sosa y se va con un folleto sobre el aborto
espontáneo, que tira a un cubo de basura de camino al coche. Aborto
espontáneo. Como si el bebé pudiera enredarse en el cable trampa de los
errores de su madre y, pum, hasta luego.
El banco va a cerrar pronto. Puede sentarse detrás de la sólida puerta de
roble de su despacho y dejar que su presión sanguínea baje, que su ritmo
cardíaco disminuya. Entre las muchas cosas que sabe que es, es la madre de
este renacuajo. Necesita respirar paz en su cuerpo para que el renacuajo
sepa que es seguro seguir creciendo.
Y entonces… bueno, Lore no tiene ni idea. Todo este tiempo, todo el
esfuerzo de dividirse en dos, de estar totalmente presente en una u otra vida
para prolongar un futuro imposible, y ahora el futuro está dentro de ella,
imposible de ignorar.
CASSIE, 2017

A mediados de diciembre, mi última solicitud para entrevistar a Fabián


fue concedida. Mi primer pensamiento, ahora que sabía que él y Lore
seguían casados, fue que ella le había dicho que hablara conmigo, que debía
hacerlo para mantener la historia que habían contado durante tanto tiempo.
Bueno, que así sea. La gente revela muchas cosas sin querer.
La entrevista estaba prevista para el viernes 22, a poco más de una
semana, el mismo día en que Duke y yo debíamos estar en la granja.
Pasaron los días y no sabía cómo sacar el tema. No sabía cómo mejorar las
cosas entre nosotros, pero sabía que esto las empeoraría.
El martes, Duke llegó a casa del food truck justo después de las once.
—Creo que deberíamos hablar sobre lo de Enid —dijo. Sin rodeos, sin
preámbulos, como si hubiera practicado las palabras en su mente cien veces
antes de decirlas en voz alta.
Yo estaba en el sofá, releyendo las declaraciones de los testigos. La
vecina saludaba alegremente a Andrés, pensando que era Lore la que
aparcaba en su lugar habitual de la entrada. Lore había descrito aquella casa
con tanto detalle. Todos los proyectos que ella y Fabián habían planeado
cuando todavía eran buenos tiempos: cambiar el papel pintado de la cocina,
renovar el baño y añadir una piscina. Lo único que habían conseguido hacer
antes de que se devaluara el peso era añadir una cochera porque el camino
de entrada era demasiado estrecho para aparcar uno al lado del otro. Algo
de eso tampoco me cuadraba, pero…
—¿Cassie? —Duke se puso en mi línea de visión directa—. En serio.
Tenemos que hablar.
Levanté la vista hacia él y me dolió el pecho, el reavivamiento de una
vieja quemadura. Todavía podía oírle en el sótano, preguntándome por qué,
por qué, por qué. Y la forma en que le había dicho la verdad absoluta: solo
podía salvar a uno de los dos, y me elegí a mí misma.
—Lo sé. —Señalé mi portátil—. Pero creo que he dado con algo
importante. ¿Podemos hacerlo mañana? ¿Por favor?
La magnitud de la frustración que sentía Duke era como una ola que
rompía contra las rocas.
—Claro, ¿por qué no? Ni que esto corriera prisa o algo.
Se fue al dormitorio y dio un portazo. No solemos dar portazos, y
parpadeé para evitar las lágrimas. Luego volví a prestar atención a la
declaración del testigo.
La línea de pensamiento que había perseguido, o el pulso antes de que
llegase el pensamiento, había desaparecido.

A la mañana siguiente, Duke apartó su plato de desayuno.


—Cass —dijo—. No podemos seguir así.
Me quedé mirando los restos de su tostada de aguacate. Los granos de sal
marina parecían pequeños fragmentos de vidrio.
—Lo sé.
Agachó la cabeza, tratando de encontrar mis ojos.
—¿Puedes mirarme? Siento que no me has mirado desde Acción de
Gracias.
Me obligué a encontrar su decidida mirada.
—Siento que nos hayamos peleado. —Negó con la cabeza, con la
emoción fresca—. Es solo que ahí estaba yo, dándole la mano a tu padre,
ayudándole a cocinar la cena, sin saber nada de esto, y me hizo sentir
imbécil. Y cabreado.
Llevé los platos a la cocina y tiré las sobras en la basura.
—Pero no se trataba de ti. O no debería haber sido así, al menos no en ese
momento.
Duke me siguió.
—No puedo evitar tener una reacción, Cass. Soy humano. Estoy en una
relación contigo. Y lo de Andrew, nunca hubiera esperado que hicieras algo
así. Me pilló por sorpresa.
Se me cerró la garganta y traté de pasar junto a él, ya que la estrecha
cocina se me antojaba demasiado pequeña con los dos apiñados en el
fregadero.
—Bueno, pensaba que nada de lo que pudieras decir me haría sentir peor
de lo que ya me siento. Supongo que estaba equivocada.
Duke exhaló y su mano se deslizó hacia la mía.
—Esto no está yendo bien. Mira, siento que nos hayamos peleado, ¿vale?
Te quiero.
Las palabras se acercaban mucho a lo que yo quería oír, aunque seguían
estando totalmente fuera de lugar. Me dejaron marca, como una pelota de
pinball que golpea todos los bordes, dejando pequeñas abolladuras. Puede
que lamentara que nos hubiéramos peleado, pero no me veía a mí, ni a mis
acciones, de forma diferente a como lo había hecho en Enid. Y tal vez no
debería. Tal vez cualquier persona decente no lo haría. Pero su «te quiero»
sonaba como si se hubiera dado cuenta de que un artículo que había
comprado era defectuoso y hubiera decidido, tras una larga consideración,
quedárselo igualmente.
—Vale… —Me quedé sin palabras, vacía—. Bueno, siento no habértelo
dicho antes.
Duke sonrió, con el alivio grabado en su rostro.
—No pasa nada.
Tomé una decisión. Me acerqué a él, para que estuviéramos frente a
frente.
—Pero ya estoy preparada. Cualquier cosa que quieras saber, pregúntame.
Duke me rodeó la cintura con los brazos.
—Cass, ya te lo dije. No necesito una lista con todo lo que te ha pasado
para conocerte. Para amarte.
Un pequeño hueco se abrió en lo más profundo de mi esternón. Lore
había dicho algo parecido, ¿no? Que Andrés no había necesitado saber que
era madre, por ejemplo, para conocer su esencia maternal. Pensé que se
equivocaba en eso.
Me sentí expuesta, suave y desnuda, desprotegida y fácil de estropear.
—¿Por qué me quieres? —pregunté en voz baja.
Duke frunció el ceño.
—¿En serio?
—Sí. ¿Por qué me quieres?
La pregunta me pareció petulante, casi infantil, y aunque mi cuerpo
palpitaba de vergüenza, necesitaba escuchar la respuesta.
—¿Por qué crees tú? —Se inclinó, dispuesto a acercarme para besarme.
Resistí el tirón—. Eres inteligente y hermosa. Has apoyado todos mis
sueños. Te llevas tan bien con mi familia que creo que ahora les gustas más
que yo —dijo con una pequeña risa.
El vacío en mi interior se expandió, frío. Tal vez fuera una pregunta
imposible, las razones del amor son tan incuantificables como el amor
mismo. Pero aun así. ¿Era eso realmente lo que nos había mantenido unidos
estos cinco años? ¿Lo que esperaba que nos mantuviera unidos toda la vida?
El primer fin de semana que Duke me llevó a la granja, le dimos un baño
a Ole Molasses, la yegua que había tirado a Duke cuando tenía doce años,
abriéndole la barbilla de par en par contra una roca. Duke nunca se había
dado por vencido con ella. Ya era vieja, y él le había ido murmurando cosas
mientras la enjabonábamos con enormes esponjas amarillas en forma de
medialuna. Me asombraba el músculo de su pecho y el calor de su
respiración, el brillo de sus ojos de ónice, la firmeza de Duke ante un
animal que le había hecho daño.
—Espero no asustarte —dijo mientras el agua jabonosa tibia goteaba por
nuestros brazos—, pero estoy enamorado de ti, Cassie.
Ole Molasses se acercó a mí resoplando, con el aire caliente que salía de
sus amplias y aterciopeladas fosas nasales. Me incliné hacia su hocico para
ocultar el brillo de las lágrimas en mis ojos.
—No me asusta —dije, aunque por supuesto que sí. Me aterrorizaba.
Entonces miré a Duke, con su pelo despeinado y su camisa de franela, y
lo que sentí fueron las cálidas y fuertes manos de su madre sobre las mías
cuando me enseñó a ordeñar una vaca aquella mañana, las ubres calientes e
hinchadas y el sudor resbalando bajo mis palmas. Veía al padre de Duke en
el arco de sus ojos. Oía el grito de su hermana Allie mientras me enseñaba a
trotar con su propio caballo ese mismo día y veía la facilidad con la que
Stephie se recostaba contra su padre en el sofá del salón. Oía la
sorprendente voz de barítono de Kyle cantando a Luke Bryan mientras
ayudaba a su madre a arreglar una valla, y veía a Dylan besando a su mujer,
ayudando a sus hijos a recoger huevos del gallinero.
Duke dijo que se había enamorado de mí, y yo pensé que me había
enamorado de su familia, y me aterrorizaba perderlos.
El aire entre nosotros crepitaba con un dolor que sabía que Duke no
comprendía del todo. Apreté el pulgar contra mi anillo, deseando que la piel
se rompiera.
—¿Cassie? —Duke cubrió mis manos con las suyas—. ¿Estamos bien?
—Claro… —empecé a decir, pero me detuve. Estaba lista para ser
honesta. Con él, conmigo misma—. No lo sé. —Las lágrimas subieron por
mi garganta—. No. Creo que no.
Duke me miró fijamente.
—Duke, no puedo ir a la granja contigo —dije.
—¿Qué? ¿Por qué no?
—Tengo una entrevista con Fabián.
Duke soltó una risa corta y aliviada.
—Dios. Vale. Por un segundo pensé… no importa. ¿Cuándo es? Ven
después y ya está.
Yo quería hacerlo. Ansiaba el cálido abrazo con aroma a lavanda de
Caroline, que Allie me apartara y me dijera:
—Vale, ¿por qué estáis tan raros?
En Nochebuena, todos beberíamos ponche de huevo e intercambiaríamos
regalos tontos pero extrañamente útiles por el amigo invisible. Dejaríamos
que los niños nos despertaran el día de Navidad, aunque Caroline llevaría
horas despierta, con la casa oliendo a café y a pastel de moras. La familia de
Duke me había hecho un hueco en su redil. Ansiaba volver a unirme a ella.
Pero era consciente de que se estaba abriendo un abismo en mi interior,
un vacío de deseo que no creía que Duke pudiera llenar, que no creía que él
quisiera llenar, y a la mierda la regla de los ochenta y veinte de Lore, no
quería verme en la situación de tener que buscar dónde satisfacerlo en otro
lugar más adelante.
—Lo siento. —Retorcí la alianza alrededor de mi dedo—. No sé por qué
dije lo de la entrevista. No puedo ir contigo en general. Duke… —Me sentí
mareada, con náuseas, casi peor que en la cocina de mi padre—. No creo
que debamos casarnos.
Duke se puso rígido. Dejó caer mis manos.
—Cass, estás de broma, ¿no? ¿Por lo que pasó en Enid? ¿Porque no
reaccioné bien?
—No.
Duke se frotó la cara con una mano y luego me miró como si fuera un
espejismo, que aparecía y desaparecía. Se acercó a mí, como si pudiera
mantenerme sólida.
—Cass, esto es una locura. Tuvimos una pelea. Son cosas que pasan.
—No es la pelea —dije—. Es solo… somos nosotros.
La boca de Duke se inclinó hacia abajo, con una expresión de dolor más
apropiada para un hombre mayor que está ante la tumba de alguien a quien
ama. Apenas podía soportar saber que era la culpable de que estuviera allí.
—No me creo que lo digas en serio —dijo.
La habitación se agitó a través de mis lágrimas mientras sacaba el anillo
de mi dedo.
—Sí, es en serio —susurré.
LORE, 1986

Cuando Lore entra en el vestíbulo del banco, hay ese ambiente de fin de
jornada: clientes que hacen sus últimas transacciones, representantes de
cuentas nuevas que ordenan sus escritorios, cubiertas antipolvo que cubren
las máquinas de escribir. Lore se dirige a su despacho, cierra la puerta y
deja caer el pesado bolso sobre el escritorio. Justo cuando ve el sobre, Óscar
llama a la puerta.
—Hola. —Se asoma al interior—. ¿Tienes un minuto?
Los calambres se apoderan de su bajo vientre, retorciéndose hasta la
espalda.
—En realidad, no me siento bien, así que…
Óscar entra, oliendo a que se acaba de fumar un cigarrillo. Señala el
sobre.
—Has tenido una visita.
Lore mira hacia abajo. El pánico le sube a la garganta. Reconocería la
letra de Andrés en cualquier lugar: su profunda inclinación, como una
motocicleta inclinada hacia la carretera.
—Ha venido dos veces hoy —dice Óscar con frialdad—. Dijo que era tu
marido.
Lore fuerza una carcajada.
—¿Mi marido? Bueno, obviamente estaba buscando a otra persona.
—Eso fue lo que le dije. —Óscar no se mueve.
—De acuerdo. —Los pulgares de Lore se apoyan en las esquinas del
sobre, casi temblando de contención—. Óscar, no me siento bien, así que…
—Pero entonces me enseñó una foto.
—Una foto. —El cerebro de Lore funciona muy lentamente. Todo lo que
puede hacer es repetir las cosas, ganar tiempo mientras lucha por comprar.
Pero está cayendo.
—De los dos —dice Óscar—. Estabas con un vestido blanco. Dijo que
era el día de tu boda. ¿Qué carajos, Lore?
La visión de Lore se derrumba hacia un punto medio, una avalancha de
oscuridad que barre desde su periferia.
—Óscar, no es… ¿qué le dijiste? ¿Qué le dijiste exactamente?
—Santo Dios. —Óscar saca un paquete de cigarrillos, enciende uno y le
da una profunda calada. Sopla el humo hacia la ventana. El sol ha
desaparecido detrás de gruesas nubes de hollín, arrojando un inquietante
manto invernal sobre el aparcamiento, aunque el calor emana del pavimento
—. ¿Así que es verdad?
—¡Claro que no es verdad! —Lore se levanta a medias de su silla; el
dolor la empuja hacia abajo. Se queja. Necesita que Óscar se vaya. Su hija
está en peligro.
Óscar exhala otro chorro de humo, y el olor casi la hace vomitar.
—¿Lo sabe Fabián?
Lore está sudando.
—Óscar, mira. Sabes que Fabián estuvo casi siempre en Austin durante
dos años. Dos años, Óscar, en los que solo estábamos los cuates y yo, en
estos tiempos. Cometí un error. Tuve un desliz. Lo conocí en el DF. Pero,
por Dios, ¡claro que no estoy casada con él! En realidad… —Lore baja la
guardia, sabe que no hay vuelta atrás—. En realidad, rompí con él hace
meses. Ha intentado ponerse en contacto conmigo. No quiero tener nada
que ver con él.
De todas las mentiras que ha dicho, esta es la que más hace que se odie a
sí misma. Pero ella piensa en perder a Fabián, en perder a los cuates. En que
casi pierde al bebé. Sus ojos se llenan de lágrimas y dirige esa mirada a
Óscar. Es consciente de su poder.
—Por favor —dice ella—. Nadie más tiene por qué saberlo. ¿Verdad?
Óscar se fuma el resto del cigarrillo en silencio, mirándola fijamente.
—Joder, Lore —dice, y lo apaga en el cenicero—. ¿Qué está haciendo
aquí?
—No lo sé.
—¿Es peligroso?
Sus pensamientos son una maraña frenética y arácnida. Anidando,
incubando, feos.
—No lo sé —susurra.
Óscar se hunde en una silla frente a Lore. Su expresión se ha convertido
en protectora a regañadientes.
—¿Deberíamos llamar a la policía?
—No, no. —Lore sacude la cabeza—. Pero necesito saberlo: ¿qué le
dijiste?
—Bueno, él se presentó —dice Óscar con aspereza— como tu marido.
Dijo que había oído hablar mucho de mí. Al principio me reí. Pensé que era
una broma, dije que Fabián debía haber contratado a un buen cirujano
plástico.
Lore cierra los ojos y respira profundamente para evitar las náuseas.
—Lo siguiente que sé es que saca esta foto, y eres tú. Obviamente, vio
que te reconocía y dijo: «¿Me estás diciendo que está casada? ¿Con alguien
más?». Entonces me pidió tu dirección. Obviamente, no se la di. Estaba a
punto de llamar a seguridad cuando me pidió un papel y un sobre. —Óscar
extiende la mano por el escritorio de Lore y toca la carta—. ¿Qué dice?
Lo necesita de su lado. Lore toma un abrecartas y abre el sobre. Saca la
nota y una llave.
—Hotel Botanica. Habitación ciento catorce.
Óscar frunce el ceño.
—Me parece que hay algo más.
Ella lo tira todo al cubo de basura que hay debajo de su escritorio.
—Bueno, lo hay.
Óscar la mira fijamente durante un largo rato. Luego se levanta y recoge
el paquete de cigarrillos.
—La has cagado, Lore. Fabián es un buen tipo.
—Lo sé. —Su voz se quiebra—. Por favor, Óscar. Que esto quede entre
nosotros.
Óscar se encoge de hombros.
—No es asunto mío.
Lore agarra su bolso y rodea el escritorio.
—Gracias.
Empieza a rebuscar en el bolso para encontrar las llaves y cerrar, pero le
tiemblan las manos y se le acaba cayendo al suelo; salen disparados tubos
de pintalabios de color azul apagado, su polvera, envoltorios de chicles
arrugados, tarjetas de visita y su cartera, cargada con demasiados recibos y
poco dinero. Lore suelta un gruñido de frustración y Óscar, que sigue
fumando, la observa mientras lo recoge todo. Finalmente, encuentra las
llaves.
—Lo digo en serio, Óscar —dice ella cuando se separan al final del
pasillo. Él en el ascensor, ella en la puerta del baño de mujeres—. Gracias.
Óscar gruñe.
—Pero ten cuidado, ¿vale? Se veía muy enojado.
Espera en un cubículo a que su corazón se calme. Ay, Andrés, piensa.
¿Por qué has venido? ¿Por qué ahora? La espalda le palpita con un dolor
profundo que irradia desde sus lugares más íntimos, y le dice al renacuajo:
Solo aguanta un poco más, mientras vuelve a su despacho y saca la nota y
la llave de la papelera. Aguanta un poco más.
Andrés sabe el nombre de Fabián ahora. Puede buscar su dirección en la
guía telefónica del motel. Tiene que llegar a él primero. Antes de perderlo
todo.
CASSIE, 2017

Duke preparó la maleta para ir a la granja justo después de nuestra


conversación. Dudó en la puerta.
—¿Qué vas a hacer? En Navidad, quiero decir.
Entonces sentí mi soledad de forma aguda. Nunca había tenido un gran
grupo de amigos. Mi compañera de universidad, Em, era la única persona
con la que había mantenido el contacto. Me pareció recordar que este año
iba a ver a la familia de su marido en Chicago. Mi padre me había dicho
hacía poco que siempre era bienvenida en casa, pero esta era mi casa, este
pequeño bungalow en el East Side, con Duke, este hogar que ya no
podíamos compartir, ¿y entonces qué? En un momento frenético estuve a
punto de retractarme de todo. Luego recordé haberle dicho a Duke que me
preguntara lo que fuera y que él había respondido que no quería saber nada
más.
—Estaré bien —le dije a Duke, forzando una sonrisa.
La bolsa de Duke cayó hasta el pliegue de su codo y volvió a levantarla.
Sus ojos brillaban de dolor.
—Si cambias de opinión, ya sabes dónde estaré.
—Saluda a tu familia de mi parte.
Tu familia. Ya no es la mía. Aunque, de todos modos, nunca fue mía.
Me apresuré a entrar en el dormitorio antes de que me viera
derrumbarme.

Seguía siendo un miércoles, un día de trabajo. Me serví un pesado vaso de


Cab y concentré las mantas sobre mi regazo en la cama. Uno de esos frentes
fríos que se producen una o dos veces en invierno se había desplazado
durante la noche y el cielo que había tras mi ventana era blanco como la
leche. Eran nubes de estrato, capas horizontales y una base uniforme, como
si las nubes estuvieran cosidas, solía decir mi madre, solo que no se veían
las costuras.
Durante las dos horas siguientes, me desplacé robóticamente por mis
alertas de Google y recapitulé los asesinatos más interesantes que pude
encontrar. No podía permitirme el lujo de ser despedida ahora.
La botella de vino estaba medio vacía, y tenía la nariz en carne viva por
haberme sonado con papel higiénico barato. La bolsa de ropa del vestido de
novia de mi madre asomaba por nuestro estrecho armario. La garra de la
nostalgia me dejó sin aliento. La familia que había imaginado brevemente
—Duke, Andrew y yo— había desaparecido. No me quedaba nada.
Nada más que el libro. Llegar hasta el final con la historia de Lore, llegar
a la verdad.
Eran casi las cinco. Óscar Martínez debería estar todavía en el trabajo.
Contestó a su extensión con el mismo ladrido áspero de su nombre.
—Óscar, hola, Cassie Bowman. —Antes de que pudiera decir que no
quería hablar conmigo, me apresuré a pasar—. Solo tengo una pregunta
rápida. ¿Cómo dirías que se encontraba Lore esa tarde?
No tuvo que preguntar qué tarde, y la pregunta pareció pillarle lo
suficientemente desprevenido como para responder.
—Pues, venía del médico, así que supuse que era un virus estomacal o
algo así.
—¿Por qué un virus estomacal?
—No sé, parecía que le dolía. ¿Por qué no le preguntas a ella? Ella te lo
sabría decir mejor que yo.
Sí. ¡Sí! Iba bien encaminada.
—Una pregunta más. —El vino me hacía ser imprudente—. Lore no logra
acordarse. ¿La llave que dejó Andrés era de metal o de plástico?
—Metal —respondió.
Cerré los ojos. Lo sabía. Lo sabía, joder.
—Gracias, Óscar —dije—. Has sido de gran ayuda.

Me comí un tazón de sobras de macarrones y me preparé un café fuerte con


la prensa francesa. Necesitaba tener la cabeza despejada. Estaba demasiado
cerca de esto. Demasiado cerca de ella. Necesitaba desenredar las
intimidades entre nosotras para poder ver la situación con claridad.
Ahora sabía con certeza que Andrés le había dicho a Lore dónde se
alojaba; incluso le había dejado una llave. Parecía estar dolorida después de
su cita con el obstetra, lo que implicaba… ¿qué? ¿Que había abortado, al
final? Además, podía llevar una pistola, y si lo que le había dicho a Óscar
era cierto y Andrés había estado «molestándola».
Cuando Lore vio a Andrés, este ya sabía no solo lo del embarazo, sino
también lo de su doble vida. Tal vez Lore le dijo que había abortado y él
perdió los estribos. La amenazó, la atacó. Tal vez eso fue lo que ella le dijo
a Fabián después y él volvió para ocuparse del problema. Para «sentirse
como un hombre de nuevo». Luego había confesado y habían planeado
juntos cómo deshacerse del arma. Su voz sonaba tan verdadera cuando dijo
que no podía odiar a Fabián. Que eran una familia.
Algo seguía sin encajar.
«¿Has hablado con el exmarido?». Recordé que mi padre lo preguntó en
Acción de Gracias.
Bueno, hablaría con el actual marido en dos días, pero eso no me parecía
lo suficientemente pronto.
Pensar en mi padre me trajo recuerdos dolorosos: el olor a café que salía
de la cafetera Keurig, las manchas en sus gafas bajo la luz blanquecina de la
cocina. Y las últimas palabras que Andrew me había dicho antes de huir a
su habitación: «Dijiste que no habría truenos».
Truenos. Lluvia.
Saqué la historia original del Laredo Morning Times, la que lo había
empezado todo. Sí. Esa pequeña floritura de escritor que había notado en mi
primera lectura:
«Andrés Russo fue asesinado la noche anterior, en un día en el que las
temperaturas alcanzaron un récord de 47 °C antes de que una lluvia muy
necesaria refrescara el ambiente».
Alguien más había mencionado la lluvia, también. Abrí mi carpeta de
entrevistas. ¿Lore? ¿Óscar? ¡No, Sergio! Dijo que Fabián había hecho una
broma al respecto cuando llegaron a casa. Saqué la transcripción: «Señaló
su camioneta y dijo que, cómo no, justo el día que la había lavado, se había
puesto a llover. Para que te hagas una idea de la mierda de día que estaba
teniendo».
Mi corazón latía con fuerza. Sergio dijo que había llovido de camino al
rancho. Eso habría sido justo después de las cinco. Justo en la ventana sin
coartada de Lore. Los truenos cubrirían el sonido de un disparo incluso
mejor que la música de fuera, o el chapoteo de la gente en la piscina.
Vale. Así que Andrés se enfrentó a Lore por la doble vida. El embarazo.
Ella le dijo que había abortado. O que el bebé era de Fabián; que ella lo
estaba eligiendo a él. Andrés la atacó. Ella le disparó. El sonido del trueno
cubrió el ruido.
Era muy sencillo. Excepto por una cosa: la hora de la muerte de Andrés,
durante la cual Fabián fue visto en el hotel. Su huella digital en la
habitación. Su confesión, aunque fuera parte del acuerdo de culpabilidad.
En alerta, por la cafeína, volví a las fotos de la escena del crimen. La
huella de Fabián en ese extraño lugar, en la base de la cama, y en ningún
otro sitio. Incluso el vaso de whisky estaba limpio, aunque solo había
huellas de Andrés en las botellas. Fabián podría haber tocado el vaso en
algún momento. Podría haber tomado un trago por lo que sabía. O quizá no
estuviera pensando, mientras limpiaba frenéticamente todo lo que tenía
delante. Como los pomos de las puertas interiores y exteriores. Si hubiera
llamado a la puerta y Andrés la hubiera abierto, no habría necesitado
limpiar su huella en el pomo exterior. Sin embargo, si hubiera abierto la
puerta con una llave, sí.
Hojeé las fotos, buscando algo, pero ¿qué? Y entonces lo encontré. La
unidad de la ventana, repleta de condensación. El Hotel Botanica tenía aire
acondicionado y calefacción central ahora (recordaba haber bajado el
termostato cuando pasó la noche allí), pero, por lo visto, en esa época, no
tenían. En un día de 47 °C, no había forma de que un aire acondicionado de
ventana enfriara el espacio lo suficiente. La hora de la muerte de Andrés se
había establecido entre las 9 de la noche y la medianoche, basándose en la
temperatura corporal, pero si la habitación estaba caliente se habría
retrasado el descenso de la temperatura corporal. ¿No podría haber dado la
impresión de que había muerto más tarde de lo que lo hizo?
Quizá Fabián había utilizado la llave de Lore, no para tomar a Andrés por
sorpresa, sino porque sabía que Andrés no podía abrirle la puerta.
Porque ya estaba muerto. Porque Lore lo había matado.
LORE, 2017

La semana antes de Navidad, apenas quedaba una plaza de aparcamiento


en el centro comercial, incluso en Dillard's. Los bolsos estaban todos
tirados, los zapatos dejados en cajas sobre la moqueta y con trozos de papel
desparramados. Manos blancas aferraban las tazas de Starbucks, con la
mandíbula puesta con determinación. Apenas podía imaginar el centro
comercial de hace treinta años, cuando Sears y Bealls eran los grandes
almacenes de gama alta, cuando llevé a los cuates al cine de suelo pegajoso
junto al patio de comidas en aquella terrible noche. Nunca pude volver
después de aquello, ni siquiera cuando se convirtió en una sala de cine de
un dólar y habría sido una forma fácil de pasar el tiempo que no tenía. Me
alegré cuando cerraron puertas y lo remodelaron todo por dentro para que se
convirtiera en algo totalmente diferente. A veces eso es lo que se necesita.

Hice la compra y llegué a casa antes de las seis del miércoles. Me serví dos
dedos de Bucanas y esperé a que Cassie me llamara por FaceTime, pero fue
una llamada normal.
—¡Hola! —respondí.
—Hola. ¿Cómo estás? —Sonaba rígida y formal.
—¿Qué pasa? —pregunté, apretando el vaso—. ¿Es tu hermano?
—No, no. —Se ablandó un poco—. Solo estoy cansada. Quería que
supieras que… tengo previsto entrevistar a Fabián el viernes.
Escondí una sonrisa, aunque ella no podía verme. Qué linda, pensando
que podría sorprenderme.
—Sí, me dijo. Me preguntaba cuándo lo mencionarías.
—He tenido muchas cosas que hacer. —La distancia volvió a aparecer en
su voz. Me puso los dientes de punta—. Me gustaría bajar a verte primero.
Mañana. ¿Qué te parece?
Abrí la puerta trasera, la ráfaga de aire frío fue como una salpicadura de
agua en mi cara. Se suponía que, en Navidad, las temperaturas volverían a
rondar los 26 °C, como tantos otros años. Todavía podía ver a Papi en la
barbacoa oxidada, con su camisa blanca y sus fornidos brazos marrones, y
el brillo silencioso de una lata de cerveza. Dentro, Mami calentando los
tamales. En estos días era como si el pasado y el presente se desplegaran al
mismo tiempo, como si todavía fuera posible cambiar el final.
—Sabes qué —dije—, me parece genial. Mateo ya estará aquí, y tú aún
no has conocido a Gabriel. ¿Qué te parece si vienes a cenar? ¿A las seis?
Comemos temprano por los chicos.
—Perfecto.
Nos quedamos en silencio, como si ambas estuviéramos paradas con una
oreja en lados opuestos de la misma puerta.
—¿Y si lo dejamos aquí? —sugirió Cassie—. No he dormido bien. Mejor
si hablamos mañana.
—Ah —dije—. Bueno. Cuídate, mija.
Algo había cambiado. Por eso la había invitado a cenar. Podría ser bueno
para ella vernos a todos juntos. Para recordar quiénes éramos, aparte de las
cosas que pasaron entonces.
Y si resultaba que sabía más de lo que debía, pues yo había abierto esta
puerta. Quizá siempre había sabido que tendría que atravesarla.
CASSIE, 2017

Antes de conducir hasta Laredo, envié, por fin, un correo electrónico a mi


agente, Deborah, para concertar una llamada. Mi teléfono sonó cuando
estaba cruzando el puesto de control de la Patrulla Fronteriza, al otro lado
de la autopista.
—¡Cassie! —dijo—. Estaba pendiente de si me decías algo más. ¿Qué
pasa?
—Bueno, te dije que había cosas que no acababan de cuadrar sobre el día
del asesinato de Andrés. Hablé con Carlos Russo, el hijo de Andrés. Resulta
que Lore estaba embarazada, y Andrés se enteró el día antes de volar a
verla. Esa fue la razón de su viaje sorpresa. Carlos piensa… —Dudé—.
Cree que Lore mató a Andrés.
Deborah aspiró un poco de aire.
—Bien. ¿Alguna prueba?
Se me encogió el estómago.
—Hablé con un médico forense esta mañana. La hora de la muerte de
Andrés fue establecida únicamente por la temperatura corporal, que al
parecer es una medida anticuada e incompleta. Debido a la falta de
refrigeración en la habitación, la hora de la muerte podría haber sido
anterior. Alrededor de la hora en que Lore no tiene coartada. Le dije que
podría haber estado cargando un arma. Y aparentemente estaba lloviendo
entonces, lo que podría haber cubierto el sonido del disparo.
Deborah se quedó en silencio, reflexionando.
—¿Cómo explicas la huella y la identificación del marido?
—Creo que volvió a limpiar después de ella, y luego asumió la culpa. —
Los primeros polígonos industriales estaban a la vista. Los carteles de
comida rápida y los camiones que anunciaban servicios de nacionalización.
En diez minutos, estaría en casa de Lore. No había vuelta atrás—. Resulta
que siguen casados.
—¡Estás de broma!
De repente, deseé estarlo. Sentí que había puesto en marcha algo
inexorable, algo feo, aunque ¿qué podía deberle a Lore si me había estado
mintiendo todo este tiempo, si había asesinado a Andrés y dejado que
Fabián cayera por ello, durante treinta y cinco años?
—¿Cuánta seguridad tienes de que ella lo mató? —preguntó Deborah,
cortante, con la emoción atenuada por, probablemente, una larga lista de
legalidades—. ¿O de que, al menos, conspiró para matarlo?
Dudé.
—Setenta por ciento.
—Es un comienzo. Pero no es suficiente.
—Lo sé. Estoy llegando a Laredo ahora para ir a ver a Lore, y mañana
interrogaré a Fabián. Espero conseguir una confesión de uno de ellos o de
ambos.
La línea se sentía tensa.
—La mujer que vivió una doble vida y se libró del asesinato. —dijo
Deborah, como si estuviera probando las palabras en voz alta—. Esto es
muy comercializable, Cassie.
A pesar de todo, un escalofrío de emoción me recorrió.
—¿Comercializar... cómo? —casi susurré.
Deborah se rio.
—No me malinterpretes, tu concepto inicial lo tenía todo: secretos,
mentiras, amor, muerte. Tenía mucho gancho. Pero esto podría tener un
impacto en tiempo real, en el mundo real. Es casi imposible conseguir que
se anule una condena, pero si tu investigación saca a la luz el mal trabajo de
la policía, puede conseguir que se reabra el caso… La gente quiere esto
ahora. Podría ser grandioso.
«Grandioso». «Grandioso» significaba dinero. Si Duke y yo habíamos
terminado de verdad —el mero pensamiento era como un golpe de martillo
en el pecho— podría permitirme pagar un piso para mí sola, en algún lado,
que tuviera una habitación para Andrew, por si acaso. Podría contratar a un
abogado, si se diera el caso. Con dinero, estaría en posición de no fallarle de
nuevo. Porque eso es lo que tiene el dinero: una vez que lo has reunido,
puedes permitirte tener un centro moral.
El tono de Deborah se volvió más serio.
—Sin embargo, ahora mismo, tu único trabajo es averiguar la verdad. Sea
cual fuere, eso es lo que vas a escribir.
Sus palabras me hicieron reflexionar.
—Totalmente —dije, mientras tomaba la salida 4 y me detenía en un
semáforo en rojo frente a un Taco Palenque. El semáforo se puso en verde y
me desvié a la izquierda por debajo de la autopista, entre dos camiones de
dieciocho ruedas. Cinco minutos hasta la casa de Lore.
—Llámame en cuanto lo sepas. Y, ¿Cassie?
—¿Sí?
Deborah hizo una pausa.
—Ten cuidado.

En Laredo, no había evidencia de la ola de frío que había matado nuestras


tres pequeñas suculentas en maceta hacía unas noches. La tarde de finales
de diciembre parecía primaveral, con una brisa suave que hacía que los
Papá Noel y los Rodolfo hinchables se balancearan borrachos. Las luces de
carámbano que goteaban del techo de Lore parecían absurdas, como el
único colega que se presenta disfrazado en Halloween. Me alisé la camisa,
me aseguré de que mi teléfono estuviera grabando y llamé a la puerta.
Lore abrió con un vaso de vino tinto en la mano. A pesar del calor que
hacía, llevaba un jersey rojo de punto. No pude evitar fijarme en lo parecido
que era al del retrato navideño con la familia de Andrés.
—¡Pásale, pásale! —dijo, dándome un abrazo y un beso en la mejilla
mientras me hacía pasar al interior. Tan diferente de nuestro primer
encuentro, cuando se había quitado los guantes de jardinería con esa
exagerada sensación de incomodidad—. ¿Qué tal el viaje? ¿Qué te apetece
beber? Todo el mundo está en la cocina. —Me miró. Luego se detuvo—.
Mija, ¿qué te pasa? ¿Estás bien?
Forcé una sonrisa.
—Claro. ¿Por qué?
—Te ves… —Me examinó como lo haría una madre: la mano en el codo,
los ojos preocupados observando mis ojeras, los labios agrietados—. Triste.
Ay, por Dios. Agaché la cabeza y fingí buscar algo en mi bolso mientras
luchaba contra una oleada de emociones. ¿Acaso Lore se preocupaba
realmente por mí, o era una actuación? Cuando me tomó la mano, levanté la
vista. Estaba mirando mi dedo anular desnudo. Allie me había enviado un
mensaje desde la granja: ¿!¿!¿Habéis roto?!?!? ¡Llámame! Pero no podía
soportar escuchar su voz, ni pensar en todo lo que estaba dejando pasar al
renunciar a Duke. Pronto, le respondí.
Lore dejó la copa de vino sobre una mesa auxiliar y me estrechó en un
abrazo con aroma a rosas.
—Cenaremos y luego me contarás lo que ha pasado —me dijo en voz
baja al oído—. ¿Sí?
Dejé que mis ojos se cerraran por un segundo.
—Bien. Tomaré ese trago ahora.
Se apartó, apretando mi mano. Fue entonces cuando me di cuenta. Las
paredes blancas y las acuarelas con marco dorado habían desaparecido,
sustituidas por ricos colores y atrevidos cuadros abstractos. Lore sonrió,
siguiendo mi mirada por las habitaciones que nunca habían estado a la
altura de su vivacidad; el hogar que no había creído merecer.
—¿Te gusta? —preguntó Lore—. Los muebles serán un proyecto
continuo, pero ni modo.
—Me encanta —dije—. ¿Qué te hizo dar el paso?
—Tú.
Me sonrió. Antes de que pudiera preguntarle a qué se refería, estábamos
en la cocina. Mateo y Gabriel estaban sentados en taburetes de cuero,
mientras Brenda, una mujer menuda de pelo oscuro, colocaba platos de
plástico de dinosaurios ante dos niños pequeños en una mesa de madera en
miniatura. La televisión del salón, visible desde los asientos de los niños,
emitía dibujos animados.
—Escuchadme todos —dijo Lore—, esta es Cassie.
Saludé con la mano, avergonzada por el calor que me subía por el cuello.
Me fijé en Mateo, la única cara conocida. Parecía más relajado de lo que
recordaba, con una camisa azul a cuadros y unos vaqueros, y un ligero
sombrero. El pelo le había crecido un poco y se ondulaba sobre las puntas
de las orejas. Su mirada se detuvo, curiosa y directa, como si él también
viera algo diferente en mí. Le había enviado correos electrónicos varias
veces desde nuestra extraña conversación a altas horas de la noche. En
todos obtuve contestación, pero sus respuestas eran concisas, con lo
mínimo, como si se hubiera replegado sobre sí mismo. Tal vez había estado
bebiendo esa noche. Eso explicaría la hora tardía y la repentina disposición
a hablar. Pero una parte de mí esperaba que no fuera eso.
—Me alegro de que te hayas unido a nosotros —dijo, finalmente, Mateo.
Y aunque quizá no sonó del todo genuino, al menos no hubo hostilidad, a
diferencia de lo que ocurrió con Gabriel, que murmuró:
—Habla por ti.
Gabriel era más grande que Mateo, con los antebrazos carnosos apoyados
en la isla, aunque el parecido seguía siendo asombroso: las mismas cejas
llenas y elegantes, incluso la misma forma de sentarse, con los codos
inclinados hacia los lados. Pero donde Mateo estaba tranquilo, Gabriel
parecía a punto de saltar de su asiento, aunque ninguna parte visible de él se
moviera.
—Gabriel, en serio. —Brenda pulsó un botón del mando a distancia para
bajar el volumen del televisor. Se acercó y me estrechó la mano con
firmeza. Tenía los ojos oscuros, agudos y evaluadores, pero no antipáticos
—. Es un placer conocerte.
Pronto estuvimos sentados en el comedor, ahora pintado de un intenso
color burdeos, con la luz baja reflejándose en un espejo dorado. Mi copa de
vino estaba llena por segunda vez, mi plato rebosaba tamales, arroz y
frijoles. Un plato en el centro de la mesa recogía las hojas de maíz cubiertas
de masa. De vez en cuando, se oía un estruendo de los niños, que comían en
la pequeña mesa de pícnic de madera de la cocina. Se caían las tazas,
discutían por el mando a distancia… Y el más pequeño, el pecoso Joseph,
acabó subiéndose al regazo de Brenda y me señaló, preguntando en un
susurro teatral:
—¿Quién es, mamá?
Me pregunté cómo iba a explicárselo Brenda. Ella respondió con
suavidad:
—Es Cassie. Saluda.
Joseph inclinó la cabeza hacia el cuello de Brenda y mantuvo sus ojos
fijos en mí, sonriendo torcidamente mientras levantaba la mano. Yo sonreí y
levanté la mía.
Durante la cena hablamos de todo menos del libro, aunque, por supuesto,
todo era el libro. La forma en que Mateo y Gabriel parecían irritados por la
cercanía mutua, una sutil fricción que hacía que pusieran los ojos en blanco
cuando decían lo mismo al mismo tiempo, y cómo Lore los observaba con
un placer descarado, contentándose con dejar que dominaran la
conversación durante largos tramos de tiempo, aunque ella era la clara
matriarca, a la que se le concedía y se la respetaba. Cuando nuestros platos
estaban limpios y Michael y Joseph empezaron a corear «¡Nieve! ¡Nieve!»,
Lore hizo oídos sordos a las objeciones de Brenda y me guiñó un ojo
mientras iba al congelador y les servía pequeños cuencos de Blue Bell de
chocolate.
—¿Quién más? —preguntó mientras iba a por más cuencos—. ¿Cassie?
No tenía hambre, pero no quería levantarme de la mesa. Había venido a
conocer la verdad, y si la verdad era lo que sospechaba, pondría sus vidas
patas arriba. Lore y yo no volveríamos a hablar sobre las sobras que
habíamos cocinado. Un mecanismo diferente cobraría vida, el arco del
universo moral se inclinaría por fin hacia la justicia. Yo escribiría el libro,
Deborah lo vendería, esta familia se dividiría y yo pasaría a la siguiente
historia, fuera cual fuere.
—Sí, ponme un poco de helado —le dije a Lore, forzando una sonrisa—.
Gracias.
Mateo echó su silla hacia atrás.
—Trae, te ayudo.
A lo largo de la cena, sorprendí a Mateo mirándome varias veces. Había
una calidez en sus ojos que me recordaba a Lore, pero su boca era firme,
reservada. No podía leer su expresión, pero incluso ahora (quizás
especialmente ahora) sentía una atracción hacia él.
—¿Papá Noel entrega regalos en la cárcel? —preguntó Joseph, de tres
años, desde el regazo de Brenda, mientras lamía su cuchara.
Los Rivera adultos se miraron y hubo un frenético intercambio silencioso
antes de que Lore respondiera:
—Sí, mijito. Pero tiene que ser rápido, rápido, porque sabes que tiene que
llegar a todos los niños del mundo, sobre todo.
Joseph asintió con la cabeza, volvió a concentrarse en el helado y todos
suspiraron con el alivio universal de haber esquivado una difícil pregunta
infantil. Michael estaba sentado en el suelo mirando algo en el teléfono de
Lore, con su rostro cansado y adormecido iluminado por la pantalla.
En voz baja, le pregunté a Gabriel:
—¿Con qué frecuencia ves a tu padre? —Durante toda la cena, Gabriel
había tratado de cerrar rápidamente cualquier conversación personal, como
si solo él fuera consciente de lo mucho que yo observaba y escuchaba.
Captó una gota de chocolate a punto de caer de la barbilla de Joseph, se la
lamió del dedo y luego le dio un golpecito en la nariz al niño, lo cual le hizo
reír. Me ablandé con él.
—Siempre que podemos. —Gabriel perdió todo rastro de calidez cuando
me miró—. Es lo mínimo que podemos hacer.
Asentí con la cabeza, inundada de compasión por Fabián, a quien le
habían robado la posibilidad de ver crecer a sus hijos, de ver nacer a sus
nietos. Se había perdido muchas cosas.
—Estoy segura de que eso significa mucho para él.
Gabriel se burló, un ruido áspero como si tosiera algo.
—Me alegro de que lo apruebes.
—Gabriel —advirtió Lore—. No empieces.
En apariencia, el rostro de Lore era impasible, pero sus ojos cobrizos
ardían. Lo que no veía al mencionar a Fabián era culpa.
—No, si nadie va a hablar del elefante en la habitación, lo haré yo. —
Gabriel se inclinó hacia delante con la clara intención de intimidarme. Bajó
la voz por el bien de los niños—. Mamá te ha invitado aquí como si fueras
parte de la familia, pero no eres más que una sanguijuela que intenta
aprovecharse de nosotros.
Se me erizó la piel ante el repentino ataque. Miré a Lore como si fuera a
defenderme. Ella le dijo a Michael:
—Ve a llevar el teléfono al sofá, mijito. Joseph, llévate el helado a la
mesita. Puedes volver a poner la tele.
Le respondí:
—No he ganado ni un centavo con tu familia.
—Pero si este «libro» —entrecomilló la palabra con las manos— se
vende, entonces sí, ¿no? ¿Y alguna parte de eso va para mi madre?
—Eh… —La verdad es que no lo sabía. La idea nunca se me había
ocurrido.
—Lo que quiero saber es —dijo Gabriel— ¿por qué nosotros? De todas
las familias jodidas del mundo, ¿por qué has elegido la nuestra?
Había dolor bajo la ira, una mirada que no pude descifrar entre Gabriel y
Lore. Mateo estaba rígido, una figura clavada en un cristal. Me sentí
atrapada, desnuda, la naturaleza transaccional de mi relación con Lore
expuesta, aunque tal vez fuera solo yo quien, a veces, corría el peligro de
olvidar. Le había permitido entrar en mi vida casi tanto como ella me había
permitido entrar en la suya, los límites de nuestra relación se difuminaban
con cada confesión compartida.
—Pensé que tu madre merecía opinar sobre cómo se contaba su historia
—dije finalmente—. Si no hubiera estado de acuerdo, habría pasado página.
Al menos, podía aferrarme a esto: el permiso de Lore. Pero recordé mi
primera noche en el Hotel Botanica, la forma febril y voyeurista en que me
había sumergido en el expediente del caso, las fotos de la escena del crimen
y el informe de la autopsia del día siguiente. ¿Cuánto tiempo habría podido
resistir la atracción de un cadáver? ¿La historia que tenía que contar?
No mucho tiempo, como resultó.
—Pasar página. —Gabriel resopló—. ¿Pero tú te escuchas?
Ahora estaba sudando en serio, la casa era demasiado cálida para los
suéteres y las acusaciones. Gabriel empezó a decir algo más. Brenda le puso
una mano en el antebrazo, afilando los nudillos al apretar.
—¡Chicos, hora del baño! —anunció—. Gabriel, ayúdame, ¿quieres?
No era una pregunta y no esperó una respuesta. Sacó a los chicos de la
habitación, dando por sentado que Gabriel la seguiría. Su mirada oscura no
se apartó de la mía. Puede que sea el único aquí que me vea claramente
como la amenaza que soy para esta familia.
Finalmente, echó su silla hacia atrás.
—A mí no me engañas.
La intensidad de su voz me hizo temblar.
Una vez que se fue, Lore y Mateo intercambiaron una mirada ponderada,
una conversación silenciosa que no pude entender.
—Mateo, ayúdanos a llevar los platos al fregadero —dijo Lore—. Cassie,
ven. Puedes ayudarme a lavar.
En el fregadero de la cocina, Lore deslizó cuidadosamente sus anillos
sobre un pequeño portaanillos de cristal con forma de cisne. Sus manos
estaban brillantes por el jabón. El rizo natural de su pelo luchaba contra su
peinado, y una brisa procedente de la ventana entreabierta le llevaba las
puntas ligeramente encrespadas a la boca. Iba descalza, con las uñas de los
pies pintadas de verde y rojo, torpemente, como si lo hubieran hecho
Michael y Joseph. De repente, me invadió la dulzura de que los chicos se
bañaran aquí, cuando su propia casa estaba a dos minutos de distancia.
¿Lore tenía pijamas para ellos? ¿Champú sin lágrimas y pequeñas toallas
con capucha?
Por un momento me imaginé abandonando todo el asunto. Imaginé que le
contaba a Lore lo de la ruptura con Duke y que hablaba con Andrew y mi
padre sobre el camino a seguir. Imaginé que me invitaban las próximas
Navidades, que me incluían en esta familia, que me convertía en parte de
ella, como había sido parte de la de Duke durante los últimos cinco años.
Pero si me marchaba, volvería al punto de partida, sin dinero y con un
blog. Peor aún, me quedaría sin Duke, me tocaría irme a un apartamento de
mierda con una compañera de piso de mierda, y lo peor de todo, perdería la
idea de mí misma a la que me había aferrado durante años: que era alguien
que se negaba a dejar en la oscuridad algo que debía ser visto, que debía ser
rectificado.
¿Quién sería yo entonces?
Brenda estaba acostando a los niños. Gabriel y Mateo hablaban en el
salón con vasos de whisky.
—¿Lo saben? —pregunté en voz baja. Fuera lo que fuere lo que viniera
después, necesitaba saber la verdad. Necesitaba verla expuesta ante mí,
cada marca de viruela y cada cicatriz. Necesitaba entender qué había pasado
y por qué. Me lo merecía, ¿no?
Lore me entregó un plato que todavía goteaba espuma. Su sonrisa era
inquisitiva.
—¿Si saben qué?
Incliné la cabeza hacia el salón.
—Que estabas embarazada.
Lentamente, Lore alcanzó el grifo. Secó el plato con un paño de cocina
empapado y bordado con flores.
—Vayamos fuera —contestó.
LORE, 2017

Les dije a los cuates que íbamos a salir para tener una «charla de chicas»
con nuestro vinito, como si hablar de chicas significara alguna vez algo más
que esto: cosas que destrozarían las ilusiones de los hombres. Gabriel me
había lanzado una mirada dura y llena de significado. Mantén la boquita
cerrada. Nunca se me ha dado bien que me digan lo que tengo que hacer.
Le ofrecí a Cassie una manta y ella negó con la cabeza antes de sentarse
en una de las mecedoras de mimbre. Extendí una manta de punto de color
naranja oxidado sobre mi regazo, cuyos bordes con borlas hacían cosquillas
en el frío hocico de Crusoe. Dio vueltas, se acomodó y suspiró. El móvil de
Cassie estaba sobre la mesa delante de nosotras, grabando. Siempre estaba
grabando. Vámonos.
—¿Cómo lo descubriste? —pregunté, mirando las luces blancas que
subían hasta la mitad de los troncos de los robles. Las cuerdas con grandes
bombillas vintage colgaban como lianas brillantes de las ramas. Mateo y
Gabriel habían sostenido a los niños antes para lanzar el cable alrededor de
las ramas mientras gritaban con deleite: «¡Más, más!». Yo también quería
siempre más.
—He hablado con Carlos —dijo Cassie.
Me giré hacia ella bruscamente.
—¿Cuándo? ¿Cómo está?
Cassie se encogió de hombros.
—Estaba borracho. Tengo la impresión de que se emborracha mucho.
Pasé mi pie por el costado de Crusoe. Su cola se agitó. Un dolor se abrió
en mi pecho.
—¿Crees que es mi culpa?
Cassie miró fijamente su copa de vino.
—No lo sé, Lore. No creo que haya ayudado, pero luego tienes a
Penélope. La gente toma decisiones.
—Sí —murmuré—. Es verdad. Bueno, ¿cómo lo supo Carlitos? ¿Se lo
dijo Andrés?
Vi cómo Cassie se daba cuenta.
—Carlos fue quien encontró tu prueba de embarazo —dijo lentamente—.
Se la enseñó a Andrés el día antes de que viniera aquí. ¿Cómo supiste que él
lo sabía… si no lo viste ese día?
Crusoe gimió y se puso de pie, colando su cabeza entre mis rodillas. Le
rasqué el cráneo nudoso y le froté las orejas de terciopelo. Sus ojos negros
brillaron.
—¿Qué pasó, Lore? —preguntó Cassie.
Nos mecíamos una al lado de la otra como comadres, como viejitas, las
sillas chirriando. Había música procedente de algún lugar, tenues notas de
«Feliz Navidad». Apreté una mano contra el costado del hocico de Crusoe,
como si él me anclara aquí, impidiendo que flotara.
—Nunca he hablado de esto —le dije. Nunca.
Cassie asintió. Cálida, escabrosa y temerosa.
—Tómate tu tiempo.

El cielo estaba bajo y ominoso, el aire olía a soldador llevado a la plancha.


En el Hotel Botanica, las madres volvían a meter las toallas en las bolsas,
gritando a sus hijos: «¡Cinco minutos más, eso es todo!». El viento azotaba
el techo de paja de la palapa y los vasos de plástico rodaban hacia la
piscina. Los truenos gruñían en la distancia.
Aferré la llave de la habitación, pero no pude obligarme a usarla. Me
parecía demasiado íntimo cuando el hombre que había dentro ya no podía
ser mi marido. La metí en el bolso y llamé a la puerta con tres golpes cortos.
Andrés abrió con la mirada vidriosa y salvaje de un hombre que se da
cuenta de que estaba perdido por el monte. Olía a Bucanas. Tropezó hacia
atrás y levantó las manos para impedir que lo tocara. El gesto me atravesó
como una lanza.
Dentro, Andrés fue a por un vaso que había en el mueble de la televisión.
Junto a él, había dos minibotellas vacías.
—Te preguntaría si quieres uno, dijo, pero no sería bueno para el bebé. —
Su mirada furiosa y profanadora se posó en mi vientre—. ¿De quién es?
¿Mío… o de él?
Me puse una mano en el estómago. La forma en que me había sentido
antes, como si el bebé fuera una parte de todos nosotros, cambió.
—Es mío —dije.
Andrés volvió a dejar el vaso sobre el mueble del televisor, pero lo hizo
con tal fuerza que me asusté.
—¿Todo este tiempo? ¿Has estado casada todo este tiempo?
¿Qué podía hacer sino asentir? Su repulsión me estremeció. ¿Dónde
estaba el hombre amable que me había entendido cuando rechacé su
primera propuesta? ¿El que me hizo caldo cuando estuve enferma, el que
sonreía cuando mi cabeza con casco chocaba con la suya en la moto? Nunca
pude despedirme de ese hombre. Ahora este me miraba como si fuera un
monstruo, un bicho raro. Llevaba puesto uno de mis trajes de falda, y había
una presión sorda y persistente entre mis piernas. Podía sentir que mi suelo
pélvico se doblaba, como una cesta que no pudiera aguantar su peso durante
mucho más tiempo.
—¿Cómo pudiste? —preguntó, sombrío ahora, indefenso—. Confiaba en
ti.
—Andrés, yo…
—No. —Negó con la cabeza—. Todavía no. Dios, me sentí pendejo. No
te imaginas hasta qué punto. Primero, descubro que mi mujer está
embarazada y, por alguna razón, no me lo ha dicho. Luego, me presento en
su casa y me doy cuenta de que no tengo llave. No está en casa, así que
espero. ¿Adivinas qué pasó después?
Hice una mueca. El condominio del banco se había vendido hacía seis
meses a alguna pareja emprendedora que podría ganar el doble de dinero
con él en unos años.
—Sí. Es curioso que hayas olvidado decirme que te habías mudado. Se te
debió olvidar. —Su pelo estaba despeinado, cayendo desde detrás de sus
orejas hacia esos ojos color botella rota—. Y luego, por supuesto, me
pregunto por qué, si te has mudado, nunca me has dado un nuevo número
de teléfono. Porque el viejo todavía funciona. Así que encuentro un teléfono
público y llamo, y llamo y llamo, pero no respondes. Así que ahí estoy, en
tu ciudad, sin saber cómo localizarte, ni a ti ni a nadie que te conozca. —Se
rio—. ¿Te lo puedes imaginar? ¿Qué número de teléfono era ese, Lore?
—El teléfono público del banco —susurré, mirándome los pies. Qué
vergüenza.
La risa de Andrés era estrangulada, como la de un animal herido.
—¿Cómo pude estar tan ciego?
—¡No lo estabas!
Mi mirada se alzó. Me acerqué, con una mano extendida. Quería
consolarlo de alguna manera. Negó con la cabeza, con los labios blancos de
rabia.
—¿Ah, no? ¿Así de bien mientes? ¿Has hecho esto antes, Lore? Dime la
verdad.
—¡No! Claro que no.
—Claro que no —repitió—. Fui el primero en tener esa suerte. Bien por
mí. ¿Sabes qué es lo peor?
Esperé. Evidentemente no quería que contestara.
—Esta mañana, cuando fui al banco, seguía pensando que debía haber
algún error. Algún malentendido que lo explicaría todo. —Su risa se quebró
por la mitad—. Me alegro de haber conocido por fin a Óscar. Fue muy útil.
Tu casa —añadió, con una afán de venganza que nunca había visto en él—,
tu verdadera casa, quiero decir, es muy bonita. Me gustó la foto de los dos
en la pared. La del día de la inauguración. Parecíais estar muy orgullosos.
Puse una mano en la cama para no caerme.
—¿Fuiste a mi casa?
—Debo decírtelo —dijo Andrés—. No sé quién es más pendejo: el
hombre que nunca sabía dónde vivías, o el hombre que nunca sabía a dónde
ibas.
—Yo…
—¡No! —La voz de Andrés era el gruñido de la tierra partiéndose—.
Construiste una vida conmigo, Lore, o al menos la mitad de una. ¡Con mis
hijos! ¿Cómo pudiste hacerles esto?
—¡Te amo, Andrés! Y amo a Penélope y a Car…
—¡No digas sus nombres! —rugió Andrés—. No vuelvas a decir sus
nombres.
Me cubrí la cara con las manos. Andrés me agarró de las muñecas y las
apartó, obligándome a mirarle. Incluso entonces, no pude evitar
preguntarme si esta era la última vez que nos tocaríamos. Incluso entonces,
con su mano apretándome los huesos, quise que durara.
—Y no creas que no me he dado cuenta de las otras fotos. ¡Tienes tus
propios hijos! Siempre me preguntaba cómo eras tan buena con los míos, y
es porque eres madre. Una pinche madre. —Me apartó las muñecas y me
golpeé las manos contra las piernas—. ¿Qué clase de madre les hace esto a
sus hijos?
—La clase de madre que también es mujer —dije, desafiante, porque sí,
era una madre (en esos dolorosos segundos pensaba en los cuates, y me
preguntaba si también estarían en casa, me preguntaba si lo sabrían, y
pensaba en el renacuajo, con una mano en el vientre, rogándole que
esperara un poco más), pero también era más que una madre, y siempre lo
sería, aunque enterrara ese yo para siempre después de esto. Y es que ¿cuál
era la alternativa para alguien como yo, que se sentía más viva que nunca
cuando estaba esperando a que un tren se la llevara por delante?
Andrés se burló mientras iba a por su Bucanas.
—¿Se lo has contado? —susurré, odiándome a mí misma—. ¿Lo nuestro?
Andrés me miró fijamente.
—Lo único que te importa eres tú. No sé cómo pude estar tan ciego. —La
habitación estaba demasiado caliente, mi blusa de seda falsa se me pegaba a
la piel—. Sí, se lo dije. No sé qué clase de hombre es, y no me importa,
tampoco se merece esto. Nadie se lo merece.
Los calambres estaban empeorando. Me resultaban familiares, demasiado
familiares, y pasaban de ser una advertencia, un dolor profundo, a algo más
agudo, como si hicieran girar la hoja de un cuchillo dentro de mí. No sabía
cómo funcionaban los abortos espontáneos: ¿acabaría en el suelo, con las
piernas abiertas, entregando un pequeño cadáver a los pies de Andrés? Una
ola de náuseas me invadió; empujé a Andrés para llegar al lavabo y me
quedé babeando en el desagüe.
Cuando las náuseas pasaron, ahuequé agua en las palmas de las manos y
bebí. Entonces me acerqué a él, con las palmas de las manos extendidas.
—Andrés, fue real —intenté decir. Era mi última oportunidad para tratar
de hacerle entender—. Te amo.
Acorté la distancia que quedaba entre nosotros, tan cerca que podía sentir
el calor de su cuerpo. Me empujó hacia atrás. Me caí a los pies de la cama,
aturdida. Me acuné el vientre, imaginando la pértiga dentro, el agarre de sus
dedos translúcidos aflojando. Mi bolso cayó hasta mi codo.
Nos miramos fijamente, absolutos desconocidos, capaces de cualquier
cosa.
CASSIE, 2017

-Cuando me empujó —dijo Lore en voz baja—, solo podía pensar en mi


bebé. Tienes que entender que no hay nada que una madre no esté dispuesta
a hacer para proteger a sus hijos.
Al oír las palabras de Lore, casi pude sentir el frío metal de la urna de mi
abuelo contra mis nudillos cuando la derribé de la repisa. Podía oír el grito
de mi padre, ver su salvaje balanceo y sentir el roce de la manga de mi
madre contra mi mejilla. El recuerdo era vertiginoso, superaba al que había
reproducido en mi mente durante todos estos años. Mi madre se había
puesto delante de mí. Había bloqueado el golpe.
Había amenazado con matar a mi padre si me hacía daño.
—Tú tenías la pistola —dije.
Lore asintió. Se balanceaba lenta y metódicamente. Pude ver cómo
agarraba con fuerza el tallo de su copa de vino.
—¿La del calibre 22? —pregunté, para la grabación.
—Sí —dijo ella—. Fabián me la había dado como protección. Siempre la
llevaba en mi bolso. No lo planeé. Simplemente ocurrió.
Me sentí inestable y desorientada, como si un carrete de película se
hubiera ralentizado y luego acelerado. Dejé la copa en la mesa, junto al
teléfono, tratando de controlar mi respiración. Hace cuatro meses, habría
estado zumbando de emoción, de triunfo. Ahora me sentía hundida, casi
saturada por la adrenalina, por la verdad. Al mismo tiempo, una pequeña y
calculadora parte de mí pensaba en llamar a Deborah: «Esto podría ser
grandioso». Y, luego, otra parte de mí se replegaba sobre sí misma,
retrocediendo, susurrando con la suavidad demoledora de una madre: «Me
has decepcionado».
—Pero, Lore… —Intenté distinguir sus rasgos. Con tan poca luz, su
rostro era todo sombra—. ¿Cómo has podido dejar que Fabián cargase con
la culpa de esto? —Mi voz era carrasposa, acusadora. Intenté reformular la
pregunta—. ¿Cómo se involucró él?
Lore se terminó el vino. Su tranquilidad era asombrosa, como la de una
mujer que disfruta de su última comida en el corredor de la muerte,
habiendo aceptado hacía tiempo su destino.
—Se lo dije más tarde, esa noche. Me di cuenta… —Sus dedos viajaron a
su clavícula—. Me di cuenta de que se me había caído el relicario,
probablemente cuando Andrés me empujó. Fabián insistió en volver a
buscarlo.
Su huella dactilar en la base de la cama. Un toque fugaz cuando había
sacado una delicada cadena de la moqueta.
—Ya te conté el resto —dijo Lore—. Aquello de que Fabián tiró la pistola
al río y demás.
La cabeza me daba vueltas, revoloteaba entre las preguntas que me
quedaban.
—Eso que le dijiste a Óscar, sobre que Andrés te molestaba.
Por primera vez, Lore se estremeció.
—No debería haber dicho eso.
—Pero después lo hizo —dije—. Empujarte, quiero decir. Te hizo sentir
amenazada.
Oí una especie de desesperación en mi voz, a medio camino entre estar
coaccionando una confesión y ser una niña que solo quiere la aprobación de
su madre.
Lore miró fijamente la copa, con los hombros echados hacia delante.
—Sí —dijo en voz baja.
Asentí con la cabeza, sumida en la tristeza.
—Bueno. —Lore se puso de pie, dobló la manta cuidadosamente y la
colocó sobre su brazo—. Ahora ya lo sabes.
No me preguntó qué iba a hacer con la información.
Independientemente de lo que ella supusiera (que yo iría a la policía, que
rompería la historia, que me tragaría su secreto para siempre), parecía, no
solo resignada, sino en paz. Tal vez se sintiera aliviada de que alguien más
lo supiera por fin, aunque eso hiciera estallar su vida, que es como me sentí
yo después de Acción de Gracias. Tal vez se alegrara de que por fin no
estuviera en sus manos. No me moví de mi silla.
—Cassie —dijo Lore con exagerada paciencia—. Ya estoy cansada.
Podemos recoger esto mañana.
Casi me reí mientras me levantaba. «Recoger esto mañana». Como si
fuera cualquier otra entrevista.
—Vale —dije. — De acuerdo. Bueno, estaré en el Hotel Botanica, si… —
Incluso en la penumbra, vi que los ojos de Lore brillaban, sorprendidos.
¿No le había mencionado que me había alojado allí?
¿Le parecería morboso, macabro?
Tal vez lo fuera. Tal vez había perdido de vista la línea.
Seguí a Lore hasta el salón, donde Mateo estaba viendo la televisión.
Comenzó a levantarse para despedirse. Le dije que no se levantara. Gabriel
y Brenda no aparecieron por ninguna parte.
De vuelta al hotel, la ciudad parecía tranquila y festiva. Un árbol de
Navidad de alambre brillaba en el tejado de un banco. El aire olía a cerilla
recién encendida.
Y ahí estaba Fabián, dentro de una prisión, sin poder experimentar nada
de eso.
LORE, 2017

Tras irse Cassie, encendí varias velas y me preparé un baño. Miré mi


cuerpo en el espejo mientras me desvestía: mis hombros caídos y mis
pechos pesados, mi vientre con líneas rojas allá por donde se doblaba
cuando me sentaba. Una vez, me imaginé que Fabián me tocaba de nuevo.
Su cuerpo como un signo de interrogación alrededor del mío en una mañana
de domingo. Nuestras manos dando semillas a la tierra que nos las
devolvería al año siguiente.
Cuando era más joven y aún me entregaba a inútiles cavilaciones, solía
preguntarme si volvería a hacerlo todo, ahora que sabía cómo acabaría.
Como si, si un día pudiera decir que no y pensarlo de verdad, los años
fluirían hacia atrás y me encontraría de nuevo con treinta y dos años, con
una invitación de boda en la mano. Pero nunca sería capaz de decir que no.
¿Cómo se puede desear no haber conocido el amor? No soy lo
suficientemente altruista.
Ese es un beneficio de la edad, la pérdida. Ya no me mentía a mí misma
sobre quién era, ni sobre lo que estaba dispuesta a hacer por mis seres
queridos.
CASSIE, 2017

Sentada en el borde de la cama del Hotel Botanica, imaginé a Lore, solo


unos años mayor que yo, de pie en una habitación como esta. Una pistola
pesada en su bolso mientras el hombre al que amaba se cernía sobre ella,
transformado en un extraño por el dolor de su traición. En sus venas, algo
primario e instintivo surgía: una mujer que haría cualquier cosa para
proteger a su hijo.
Lore nunca había sido inocente para mí. Esa era la cuestión. Estaba tan
hambrienta de conocer su propio corazón que estaba dispuesta a destruir a
los que más quería, incluyendo, paradójicamente, a sus hijos. Se suponía
que ella era la que tenía el control. No debía terminar acorralada por un
hombre, llevada a la violencia en defensa propia. Una cosa tan triste y
común.
Sin embargo, Lore había sobrevivido. Las mujeres merecían escuchar
más historias de supervivencia y menos de las que yo publicaba en el blog:
ayer mismo, había sido una madre asfixiada con cinta adhesiva, descubierta
por su hijo; un asesino en serie que perseguía a madres e hijas a través de
las fronteras estatales; una mujer acribillada por su exmarido en una disputa
por la custodia. Los hombres necesitan saber que hay límites. Y si hubiera
sido en defensa propia, la ley podría ser indulgente con Lore, considerando
su edad.
Recordé a Lore guiñándome un ojo mientras ignoraba la objeción de
Brenda sobre el helado para los niños. Vi sus rosas silvestres, su casa recién
bañada de color. Vi la forma en que miraba a Mateo y a Gabriel, a Michael
y a Joseph, con una ferocidad silenciosa que me hacía extrañar a mi madre
tanto que no podía respirar. Vi a Lore, en todas sus magníficas
contradicciones.
Y ella me vio.
Janet Malcolm escribió sobre la relación entre el periodista y el sujeto que
era como un «engaño deliberadamente inducido, seguido de una revelación
demoledora». Las entrevistas, que parecen más bien conversaciones, charlas
íntimas, acaban traduciéndose en una representación en blanco y negro en la
que el sujeto puede que ni siquiera se reconozca a sí mismo. Es un golpe en
las tripas, el sujeto se queda como todas esas mujeres sobre las que había
leído al principio de esto, que se habían enamorado de hombres que
barajaban esposas como si fueran cartas. El periodista como estafador, allí
por una única razón: la historia.
Como periodista, ¿había engañado a Lore con una ilusión de intimidad
tan grande que creyó que no la revelaría como asesina?
¿O era que ella, con su cariño maternal, me había engañado con un
sentimiento de lealtad hacia ella, en lugar de hacia la verdad o la historia o
incluso hacia la justicia?
Metí la mano en el bolso del portátil y saqué las fotos de la escena del
crimen que había visto tantas veces: la forma de Andrés en aquella alfombra
me resultaba tan familiar como el rostro de un amante a la luz de la mañana.
¿Habría hecho realmente daño a Lore y, por extensión, a su bebé no nacido?
(¿Qué ha pasado con el bebé? Lore debió de abortar, al final).
Pero cuestionar lo que Andrés podría haber hecho si Lore no lo hubiera
matado era meterse en un terreno resbaladizo. No solo no podría saberlo
nunca, sino que significaba que estaba intentando justificar las acciones de
Lore y, por tanto, probablemente mantener su secreto. Pero había más
gente, además de Lore, a la que considerar.
Penélope y Carlos merecían saber quién había matado realmente a su
padre. Quizá les traería más dolor, aunque quizá también les traería paz; a lo
mejor, al final, Carlos aceptaría la oferta de Penélope, fuera lo que fuere.
Mateo y Gabriel y los hijos de Gabriel merecían saber que Fabián era
inocente; que había hecho el último sacrificio para mantener a su familia
intacta. Merecía pasar tiempo con sus hijos y nietos, sentir su peso en los
brazos. El sistema de justicia tenía que rendir cuentas por el modo en que
había fallado a Fabián y había fallado a Andrés. Esto podría formar parte de
una conversación mucho más amplia, un impulso para el cambio sistémico.
No podía responsabilizarme de lo que fuera a ocurrirle a Lore como
resultado.
Me puse un pantalón de chándal y una camiseta de tirantes, intentando
ignorar lo familiar que resultaba esta evasión de responsabilidades. Le pasé
a Andrew a mi padre y me limité a esperar que todo fuera bien. Ahora le
pensaba pasar a Lore al sistema judicial y esperar lo mismo.
Pero Andrew era un bebé. Lore era una asesina.
No, ella era alguien que había matado bajo una serie de circunstancias
específicas. ¿Y no podría ser eso cierto para la mayoría de nosotros? Si el
crimen real me ha enseñado algo, es que, si nunca llegamos a ver esa
versión de nosotros mismos, es solo porque tenemos suerte.
Pero aun así… un hombre estaba en prisión por un crimen que no había
cometido. ¿La confesión de Lore sería suficiente para reabrir el caso de
Fabián, reexaminar las pruebas? El ADN quizá pudiera parecer ciencia
ficción en esa época, pero ya no lo era. Tal vez había dejado alguna parte de
sí misma.
Busqué mi teléfono en el bolso porque quería escuchar la grabación. Una
parte de mi cerebro, mercenaria e indómita, imaginó cómo sonarían las
palabras de Lore en un pódcast o en una serie documental de prestigio en
Netflix o HBO, lo que podría significar para el próximo libro que escribiera,
lo que podría significar para toda mi vida.
Esto podría ser grandioso.
—Joder —dije en voz alta, asqueada.
Necesitaba pensar antes de llamar a Deborah. Me asaltó una pregunta:
una vez que Fabián fue identificado en el hotel, una vez que se halló su
huella dactilar, ¿por qué no había delatado a Lore? Sí, todavía estaban
casados, pero la propia Lore había dicho que el nuevo y más rico amor entre
ellos había llegado más tarde. ¿De veras Fabián, justo después de enterarse
de la traición de Lore, estuvo dispuesto a cumplir treinta y cinco años por
asesinar a su marido secreto?
¿Y dónde demonios estaba mi teléfono?
LORE, 2017

Me hundí más en la bañera, dejando que el agua se cerrara sobre mi cara,


mi pelo ondeaba por encima de mí como algas. El horror de aquella noche
se sentía fresco, clavado en mi garganta. La mano de Andrés en mi pecho,
empujándome. La conmoción, el insulto. La conmoción en la cara de
Andrés también, como si no hubiera sabido antes de ese momento que
podía tocarme así.
—Lo siento. —Andrés retrocedió a trompicones, con las palmas de las
manos extendidas—. No debería haberte empujado.
—No pasa nada —dije, ansiosa por darle mi perdón—. Yo…
—Vete, Lore. —Andrés se apartó hacia las ventanas.
Estaban cayendo las primeras gotas gordas de lluvia y manchaban la
pasarela de hormigón.
—Vete. No quiero volver a verte nunca.
—Andrés, por favor —susurré—. No digas eso.
Lo miré fijamente, deseando que cayéramos en una de esas largas miradas
ininterrumpidas, pero se metió en el baño y cerró la puerta. Miré por toda la
habitación en busca de papel y bolígrafo, y vi un bloc de notas junto al
teléfono. Había empezado a escribirme algo: Lore. Eso era todo. No
querida. Yo no sabía qué escribir.
Finalmente, con Andrés aún encerrado en el baño, me fui. Llorando, con
la cabeza gacha contra el remolino de viento, agarrándome el vientre. El
cielo estaba tan oscuro como el asfalto del aparcamiento, y cuando llegué a
mi coche, tiré el cuaderno y el bolígrafo sobre el asiento del copiloto y grité.
No podía ir a casa. No podía enfrentarme a Fabián. Así que conduje, con
los limpiaparabrisas frenéticos e inútiles contra la furiosa lluvia. El agua se
deslizaba desde las cunetas hasta las calles. Estaba conduciendo demasiado
rápido. Pasé por el mercado de carne donde Papi compraba fajitas y
salchichas para los almuerzos de los domingos, y por el cementerio donde
sería enterrado unos meses más tarde. Pasé por el puesto de maíz en taza
donde solía llevar a los cuates todos los viernes después de la escuela. De
vuelta al centro, pasé por el banco y por las calles vacías. El coche
resbalaba al frenar y daba coletazos. Por un segundo, esperé que todo
terminara antes de tener que ver la cara de Fabián.
CASSIE, 2017

Acababa de volcar mi bolso sobre la cama para encontrar el teléfono


cuando recordé algo que Óscar había dicho: algo sobre que Lore no se
encontraba bien esa tarde. Algo sobre su bolso.
Saqué mi portátil de la funda y abrí las notas de aquella llamada.

Óscar: Pero mira, después de que Lore me contara lo de que la


estaba molestando… Quiero decir, todos cometemos errores. Lo
único que ojalá…

Cassie: ¿Ojalá qué, Óscar?

Óscar: No sé, que ojalá hubiera hecho algo para ayudar. Pero
Lore era así de independiente.

Cassie: Volvamos atrás. ¿Le dijo que Andrés la estaba


molestando? ¿Molestándola en qué sentido? ¿Cuándo se lo
dijo?

Óscar: Cuando volvió al banco esa tarde, después de que le


diera la nota que dejó. No entró en detalles. Pero, de nuevo, así
es Lore. Sin embargo, se notaba que estaba nerviosa.

Cassie: ¿Y eso?

Óscar: Estaba buscando las llaves para cerrar su oficina. Se le


acabó cayendo el bolso. Todo lo que llevaba dentro se derramó.
Todo se derramó. Pero esta noche, Lore dijo específicamente que siempre
llevaba la .22 en su bolso. Si todo se hubiera derramado, Oscar habría visto
la pistola. Fuera cual fuere la lealtad que sentía hacia Lore, seguramente, si
la hubiera visto con el arma homicida, se lo habría dicho a la policía.
Respira, me dije. Tranquilízate. Tal vez Óscar solo pensó que el bolso se
había vaciado por completo. Porque la alternativa —que ella no llevara el
arma— significaba que me había dado una confesión falsa. ¿Por qué iba a
hacer eso cuando Fabián ya estaba en la cárcel?
No hay nada que una madre no esté dispuesta a hacer para proteger a
sus hijos.
La calma, la convicción inquebrantable en la voz de Lore. Una verdad
que podía sentir, a pesar de todo lo que había mentido. Lore tenía una
manera de hacer esto, de hacer que incluso las mentiras fueran verdaderas.
Lo había hecho con Andrés y con Fabián, dándoles algo real incluso a
través de su engaño. También lo había hecho conmigo. Pensé en cómo Lore
había afirmado que Fabián había matado a Andrés para «volver a sentirse
un hombre». Tal vez había intentado compensar sus fracasos no matando a
Andrés, sino asumiendo la culpa por ello.
Excepto que… tal vez no lo había hecho por Lore.
Gabriel y Mateo tenían quince años. Sus amigos Rudolfo Hinojosa y
Eduardo Canales habían confirmado que estaban jugando al baloncesto en
el parque entre las cuatro y las seis, lo que significaba que no estaban en
casa cuando Andrés fue a casa de los Rivera a las cuatro y media. Incluso
si, de alguna manera, hubieran sabido sobre el doble matrimonio (y lo
hubieran mantenido en secreto, lo cual es muy improbable), no tendrían
forma de saber que Andrés estaba en la ciudad o dónde se alojaba.
Volví a la declaración del testigo del vecino. Había saludado a Andrés,
pensando que era Lore la que aparcaba en su sitio habitual.
Su lugar habitual. El camino de entrada era demasiado estrecho para
aparcar dos coches uno al lado del otro, por lo que habían construido la
cochera. Lore aparcaba en el camino de entrada y Fabián en la cochera de
atrás…
Con el corazón en vilo, introduje la antigua dirección de los Rivera en
Google Maps. La imagen del satélite se esforzó por cargarse con la débil
conexión wifi del hotel. Finalmente, la imagen se aclaró. Acerqué la
imagen. Tal y como Lore había descrito, era una casa de ladrillo gris tipo
rancho. Una parcela de esquina. Alrededor de un lado, una puerta de hierro
que debía conducir a la cochera. Pero el camino de entrada, como ella había
dicho, estaba construido para dos coches aparcados uno al lado del otro.
Bien. A las cuatro y media, Andrés había entrado en la calzada, donde el
vecino había saludado porque pensaba que era Lore. Abrí la transcripción
de mi llamada con Sergio, casi sin poder respirar. Cuando Sergio recogió a
Fabián para ir al rancho, «estaba de pie en medio del camino de entrada,
casi parecía que no sabía ni dónde estaba».
El camino de entrada vacío significaba que la camioneta de Fabián debió
haber estado estacionada en la cochera toda la tarde. Solo que cuando
Sergio dejó a Fabián en su casa a las ocho, Fabián, sí, «señaló su camioneta
y dijo que, cómo no, justo el día que la había lavado, se había puesto a
llover».
—Mierda —dije—. Mierda, mierda, mierda.
La camioneta de Fabián no estaba en la entrada cuando se fueron al
rancho. Pero estaba allí cuando regresaron, momento en el que Lore estaba
en el cine con los chicos. Alguien la había movido antes de las seis y media,
que fue cuando se los llevó para ir a por Frosties. Podría haber sido Lore,
pero ¿por qué? No había ninguna razón para trasladar la camioneta de la
cochera a la entrada de la casa si ella no iba a utilizar la cochera.
Sin embargo, los quince años eran suficientes para saber conducir. Me
había dicho que Gabriel quería llevarlos a casa desde San Antonio cuando
volvieron a Estados Unidos después del terremoto. Sí, Gabriel y Mateo
tenían coartada en el parque de cuatro a seis, pero si algo dejaba claro esta
historia era que la gente mentía.
Y esto es lo otro: estuvo lloviendo a partir de las cinco y hasta las seis, y
no era el tiempo ideal para jugar al baloncesto. ¿Y si Gabriel o Mateo —o
ambos— se fueron a casa temprano y estaban allí cuando Andrés se
enfrentó a Fabián? Uno de los dos, o ambos, podrían haber ido con la
camioneta de Fabián y haber matado a Andrés, tal vez accidentalmente, o
tal vez a propósito. Y quizá volvieron a casa demasiado nerviosos como
para acordarse de aparcar en la cochera.
Quizá Lore lo descubrió al llegar a casa. Entonces llevó a los gemelos a
Wendy's y al cine, no para asegurarse de que ella tuviera coartada, sino para
asegurarse de que la tuvieran ellos. Al fin y al cabo, eran tiempos difíciles.
Las entradas y los aperitivos son un lujo cuando el dinero es escaso. ¿Y dos
chicos de quince años que salen con su madre un viernes por la noche?
Hasta la cajera del cine lo había comentado. Además, Lore acababa de
llegar de la confrontación con Andrés (si acaso había sucedido como ella lo
había descrito). Temía que hubiera sufrido un aborto. ¿Realmente elegiría
esa noche para una salida? Nada de esto tenía sentido, a menos que lo
hubiera hecho por una razón muy específica: asegurarse de que los gemelos
fueran vistos lo más cerca posible de la hora real de la muerte de Andrés.
Debió ser un shock cuando se estableció que la ventana era más tarde, esa
noche, cuando se identificó a Fabián en la escena.
Madre mía. Quizá, solo quizá, Fabián estaría dispuesto a sacrificarse por
Lore. Pero, por todo lo que Lore me había contado sobre él, es seguro que
estaría dispuesto a sacrificarse por uno de sus hijos.
Por fin tenía sentido que Lore hubiera accedido a hablar conmigo. Yo
pensaba que era porque quería contar su historia, pero ahora veía que quería
controlarme, y creía que podía hacerlo. Una joven escritora, una don nadie
que estaría muy dispuesta a escribir exactamente la historia que ella
contaba. Y si no lo hacía, siempre tenía esta opción, su propia confesión
falsa, guardada en un bolsillo trasero.
Cuando le dije que sabía que estaba embarazada, debió pensar que me
estaba acercando demasiado, que una confesión me haría dejar de indagar.
Igual que Fabián, ella estaba dispuesta a sacrificarse por su hijo. Y, si estaba
en lo cierto, casi le había funcionado.
Pero ¿cuál era? ¿A quién protegían Lore y Fabián? La respuesta llegó,
sedosa y obvia. La volatilidad adolescente de Gabriel. Su hostilidad
ininterrumpida hacia mí. La forma en que me había mirado durante la
noche, con la violencia vibrando bajo su piel. Y la forma en que se enojó
cuando le pregunté con qué frecuencia visitaban a Fabián: «Es lo mínimo
que podemos hacer». Las innumerables fotos que publicaba de sus hijos con
pies de foto muy sinceros para un hombre que no podía leerlos: No hay
amor como el de un padre. Gracias por todo, papá.
Me volví hacia la cama, pero el teléfono no estaba entre las cosas que
había sacado del bolso.
—Mierda —volví a decir.
Un momento después sonó el estridente timbre del teléfono fijo. Mi
corazón dio un brinco por el repentino ruido.
—¿Señorita Bowman? Tiene una visita.
LORE, 2017

La noche se repetía sola a esas alturas, los recuerdos llegaban tan claros y
enteros que era como si los hubieran conservado tras un cristal todos estos
años.
Eran poco más de las seis cuando llegué a la casa. La camioneta de
Fabián estaba en la entrada en lugar de en la cochera. Abrí la puerta trasera
y me senté en el coche durante unos minutos. Pensé en decirle a Fabián lo
que le había dicho a Óscar, que había sido una aventura, un error. Aunque
Andrés le hubiera enseñado a Fabián la foto de la boda, no era obvio que se
tratara de una boda, con mi vestido blanco corto y Andrés en su guayabera.
Una aventura. Fabián podría perdonar eso, ¿no?
Cuando corrí hacia la puerta trasera, el aire estaba tan empapado y
caliente como el aliento jadeante de un perro, pero en lugar de Fabián, eran
los cuates los que estaban de pie en la cocina. Con la cara roja y goteando
lluvia sobre el linóleo. Llevaban pantalones cortos de baloncesto y
zapatillas de tenis. Los había interrumpido gritando, pero lo que habían
estado diciendo se había perdido. Me miraron y luego se miraron entre
ellos. Por un momento, volvieron a tener dos años, comunicándose con
miradas misteriosas. Entonces Gabriel tragó saliva.
—Mamá —dijo—, he hecho algo.
—Dame un minuto —dije mientras salía corriendo hacia el baño. No
podía encargarme de su última pelea o de su último suspenso en ese
momento.
—Lo he matado —dijo Gabriel.
Me giré.
La primera torsión se produjo en mi vientre. Una sensación de que algo se
alejaba, se deshacía. Me apoyé en el mostrador de fórmica.
—¿Que hiciste qué? —conseguí decir—. ¿Qué estás…?
—¡He matado a tu otro marido! —gritó Gabriel—. Está muerto. Le
disparé.
Y al fin, al fin, vi el arma. La .22 que me había regalado Fabián, que rara
vez llevaba encima. Normalmente, estaba en la caja fuerte donde
guardábamos las armas. Los cuates conocían la combinación desde hacía
años, desde que empezaron a cazar con Fabián. Ahora, el arma estaba al
lado de la estufa, entre el jarro y el especiero.
—No lo… —Me agarré al mostrador, gimiendo—. No lo entiendo.
Gabriel, ¿de qué estás hablando?
—Estaba aquí, jugando a básquet, cuando se acercó. —Gabriel miró a
Mateo—. Escuché todo lo que le dijo a papá.
—Dios mío —dije, y se produjo el segundo giro, un cataclismo de
órganos en caída, y corrí al baño, cerré la puerta de golpe, me quité los
pantalones y la ropa interior, y me derrumbé en el inodoro. Un sollozo, un
empujón, y algo sólido y resbaladizo se deslizó fuera de mí. Había sangre
en el retrete, era color rojo púrpura. Me aferré a la encimera rosa mientras
me levantaba, temblando. No quería mirar, pero tenía que ser testigo, tenía
que darle eso a mi bebé, pero se había ido; se había deslizado fuera de la
vista como un pequeño animal que vuelve a la tierra, y me sentí tan
aliviada, tan desesperadamente aliviada de que nunca necesitaría saber
cómo se veía cuando mis fracasos la destrozaron.
Fui dando tumbos por el pasillo hasta mi habitación, donde metí una
compresa para recoger lo que quedara. Cuando volví a salir, los cuates
estaban sentados en la mesa de la cocina, con la cabeza entre las manos.
—Mamá —dijo Mateo, levantando la vista—. ¿Estás bien?
—¡No! —grité—. ¡No, no estoy bien! Gabriel, empieza desde el principio
—le ordené—. Dime qué pasó.
Mientras hablaba, sentí que me marchitaba, que me quemaba, que me
convertía en cenizas. ¿Cómo era posible? Andrés, el pobre Andrés, que no
había hecho nada malo, salvo confiar en mí, muerto, con un agujero de bala
en el pecho que había besado y tocado, el pecho que contenía su hermoso
corazón. Quería correr de vuelta al hotel, para demostrar que Gabriel se
equivocaba, para hacer retroceder el tiempo. Pero las etapas del duelo son
un lujo de los inocentes. Tenía que proteger a mi hijo.
Gabriel, con el pelo demasiado largo por detrás. Un mínimo indicio de
bigote. Un niño nomás. Pero, al mismo tiempo, ya no era el niño que yo
reconocía. Era alguien nuevo, renacido en sangre, y me daba miedo pensar
qué sería de él si iba a la cárcel, rodeado de hombres que ya eran duros
cuando él aún era blando. Un chico como Mateo tal vez sería capaz de
mantenerse entero. Pero Gabriel se destrozaría y luego se reconstruiría en
algo terrible. No podía dejar que eso sucediera.
—Dame lo que llevas puesto —dije—. Los dos. Y traedme la ropa sucia
de vuestro baño también.
Obedientes, se despojaron de sus camisetas y pantalones cortos, se
quitaron los zapatos y me entregaron sus calcetines, húmedos por la lluvia y
el sudor. Se cambiaron y recogieron el resto de su ropa sucia. Trajeron todo
envuelto en una toalla, tan pulcra y modesta.
Todos vamos a necesitar coartadas, pensé mientras empezaba a lavar.
Gabriel dijo que sus amigos, Rudy y Wayo —tuve una breve sensación de
reconocimiento ante esos nombres, sin tiempo para pensar en ello—, dirían
que habían estado con ellos en el parque. Me pregunté en cuántas otras
ocasiones le habían cubierto, y qué había hecho para necesitar su
protección. Me preguntaba también qué había hecho él por ellos a cambio.
Llevé a los cuates a Wendy's a por Frosties, tuve una pequeña charla con
la cajera. Y luego directos al centro comercial, donde me senté entre ellos
en el cine, mi estómago se retorcía cada vez que el hombro de Gabriel
rozaba el mío.
Por primera vez en su vida, odié a mi hijo. Pero no más de lo que le
quería.
Me llevé una mano al corazón, como si aún pudiera sentir el calor de la
palma de Andrés. Aquella era la última vez que me había tocado. Y fue
entonces cuando me di cuenta: mi collar, el medallón que siempre llevaba.
Ya no estaba.
CASSIE, 2017

Con las espalderas blancas a su lado y las luces en los árboles, la visión de
Mateo en mi puerta era extrañamente romántica. Podría estar dándome un
ramo de flores, en lugar del teléfono que me había dejado en casa de Lore.
—Muchas gracias —dije, metiéndolo en el bolsillo. Estaba nerviosa, mi
corazón aún latía con fuerza después de haberme dado cuenta de lo de
Gabriel. Y en ese momento, mientras los ojos de Mateo se arrugaban
ligeramente, más generosos con las sonrisas que su boca, fui totalmente
consciente de que no llevaba sujetador y mis pezones estaban duros por el
aire acondicionado.
—No hay problema. —Mateo deslizó su pie contra la puerta para
mantenerla entreabierta mientras yo me cruzaba de brazos—. En realidad,
quería hablar contigo.
—Genial. ¿Por qué no vamos al bar? Deja que me ponga algo.
Mateo miró detrás de él a la zona de la piscina mientras me subía la
cremallera de la capucha.
—Creo que está cerrado.
—Ah. —Miré el taburete que estaba junto al escritorio—. Bueno, pasa
entonces. Lo siento, el espacio es reducido.
Nuestros hombros se rozaron mientras cerraba apresuradamente el
portátil. Si había visto la imagen de Street View de la casa de su infancia
antes de sentarse, no la reconoció.
Tenía el ceño fruncido, observaba el papel pintado de flores y las
persianas venecianas, el helecho falso y los muebles de madera pesados y
llenos de rasguños.
—¿Por qué te quedas aquí? —Su voz era neutra, desprovista de inflexión,
lo cual solo hacía más evidente el hecho de que me estaba juzgando.
—Investigación —dije, avergonzada. Me senté en el borde de la cama.
Nuestras rodillas casi se tocaban—. Entonces, ¿de qué querías hablarme?
—Quería disculparme —dijo Mateo—, por Gabriel. Se ha pasado de la
raya esta noche.
Mi rodilla rozó accidentalmente la suya. Le vi notar el contacto. No se
apartó. Tenía ese olor a cerilla recién encendida, como si hubiera venido en
coche con las ventanillas bajadas. Me gustaba esa imagen de él, disfrutando
de la noche en solitario.
—No eres el guardián de tu hermano —dije.
Entonces me pregunté: ¿cuánto sabía él? Aquel soborno de la primera vez
que nos conocimos, tal vez se trataba de algo más que de proteger la
intimidad de su familia. Tal vez había sido para proteger el secreto de su
familia. Y el intercambio de correos electrónicos a altas horas de la noche,
la forma en que de repente estaba dispuesto a hablar por teléfono. Tal vez
solo quería hacerse una idea de lo que estaba descubriendo. Podría estar
aquí por la misma razón. La idea me entristeció, aunque ¿qué esperaba?
¿Que quisiera hablar conmigo no como la escritora de la historia de su
madre, sino como yo misma?
—De acuerdo, me disculpo yo, entonces. Obviamente no eres alguien a
quien se pueda comprar —añadió, como si me leyera la mente—. Además,
las mierdas que dije sobre tus habilidades cuando nos conocimos… —Hizo
una mueca, avergonzado—. Lo di todo, ¿eh?
Me reí.
—No pasa nada. Probablemente yo habría hecho lo mismo en tu lugar.
Mateo inclinó la cabeza, un gesto curioso y atento. Me lo imaginaba
haciendo esto en las salas de exploración, con el estetoscopio en la oreja,
escuchando los gorjeos y silbidos del interior de los animales que no pueden
hablar por sí mismos.
—¿Significa eso que estás reconsiderando el libro? —preguntó.
La pregunta me sorprendió, me hizo querer apretar el portátil contra mi
pecho, protegiendo los meses de transcripciones y notas de las entrevistas,
los capítulos de muestra y la propuesta de libro, la sensación de propósito
que todo ello me había dado, la sensación de promesa. No. No estaba
reconsiderando el libro. El libro lo era todo para mí.
—No —dije, suave pero inamovible.
Mateo suspiró, dejándose caer hacia delante con los codos sobre los
muslos.
—No era que esperara que dijeras que sí, pero me decepciona oírlo. —Me
miró, con algo complicado en sus ojos marrones, y me di cuenta, ya tarde,
de lo vulnerable que era. Sola en esta pequeña habitación con un hombre
que apenas conocía, un hombre que quizá estaba aquí para proteger el
secreto de su familia. Saqué mi teléfono del bolsillo.
—En realidad, eso me recuerda —dije— que tengo que enviarle un
mensaje a mi agente. Está esperando una actualización de mí esta noche.
Pulsé el botón de inicio. No pasó nada.
—Lo siento —dijo Mateo—. Se te debe haber acabado la batería.
Su tono no había cambiado, pero mi respiración se entrecortaba. Un
instinto, un miedo aprendido —mi padre retirándose a su silla, con la bebida
en la mano— o uno que se nos ha inculcado: un aparcamiento oscuro, las
llaves entre los dedos; el crepúsculo cayendo a la carrera, el repentino
sonido de pasos cercanos. Saqué mi cargador de la mochila y retrocedí
hacia la mesita de noche, donde conecté mi teléfono sin dejar de mirar a
Mateo.
«Mamá te ha invitado aquí como si fueras parte de la familia», había
dicho Gabriel.
«Pero solo eres una sanguijuela».
Tal vez fuera una sanguijuela. Pero era una sanguijuela que iba a
descubrir la verdad, finalmente.
—Mateo —dije con cuidado—, tu madre me dijo algo esta noche. Me
dijo que no fue tu padre quien mató a Andrés.
Mateo se puso de pie, dando dos pasos lentos hacia la puerta, y luego
hacia atrás.
—Lo sé. Por eso estoy aquí.
Mis manos temblaban.
—Continúa.
Mateo apoyó una palma de la mano en el mueble del televisor.
—La ventana de la cocina estaba abierta. La oí confesar. Cassie, no
puedes escribir eso.
Me sobresalté al oír mi nombre en su boca. Familiar, casi íntimo.
—¿Por qué no? —Miré el teléfono, esperando que se iluminara con la
carga.
—¡Porque no fue lo que pasó! —Comenzó a pasearse de nuevo, cuatro
grandes zancadas desde la puerta hasta el baño, tenso y rápido. La
habitación se estrechó en torno al espacio que reclamaba, de un lado a otro,
de un lado a otro.
—Tampoco fue tu madre, ¿verdad?
Apreté el botón de inicio de mi teléfono. Nada. Mateo no respondió.
—¿Cuándo te enteraste? —pregunté, casi mareada.
De repente, demasiado de repente, Mateo dejó de moverse. Me recordaba
a un animal que te encuentras en la naturaleza, algo elegante y fuerte, los
ojos fijos en los tuyos, los músculos crispados. Una cornamenta que podría
destrozarte si se viera acorralado.
—¿Sobre qué? —preguntó en voz baja.
Sobre Gabriel, quise decir. Pero había algo en la forma en que me miraba.
Y entonces mi cerebro hizo clic, una comprensión final. «¿Te imaginas lo
que es», había dicho en nuestra primera conversación, «abrirle la puerta a
alguien y que te diga que todo lo que crees saber sobre alguien a quien amas
es mentira?». Su voz estaba tensa por la indignación. Como si hubiera
estado allí. Como si lo hubiera escuchado.
—Madre mía —dije—. Estabas allí cuando Andrés llegó a la casa.
Todo el cuerpo de Mateo pareció desinflarse, como un hombre que llega
al final de un viaje muy largo.
Suspiró mirando hacia abajo.
—Han cambiado la moqueta —dijo—. Pero, por lo demás, esta
habitación está exactamente igual.
LORE, 2017

Alguien golpeó la puerta del baño.


—¡Mamá, sal, vístete, rápido!
—¿Qué pasó? ¿Los niños?
Le di una patada a la tapa del desagüe con el talón y este empezó a
succionar el agua.
—No, están bien —dijo Gabriel—. Es Mateo.
Cinco minutos más tarde, íbamos a ochenta, luego a cien, por la calle Del
Mar, pasando por Starbucks y H-E-B y el Maverick (que ahora se llama de
otra manera) desde donde solía llamar a Andrés, y el Wendy's donde había
llevado a los cuates la noche en que murió, aunque en aquel entonces los
azulejos eran rectángulos marrones y feos, y el humo de los cigarrillos
cortaba el aroma del aceite caliente. Pasamos por la iglesia de San Patricio
—ambos nos santiguamos instintivamente— y por el campo de Rangel,
donde los cuates habían jugado brevemente a las ligas menores antes de
descubrir el baloncesto, y doy gracias a Dios por ello, porque dolía verlos
fallar, con los hombros caídos mientras los mirábamos desde las gradas,
como si alguna vez fuéramos a hacer algo más que animarles.
Nos desviamos a la izquierda en la I-35 cuando el semáforo ya hacía un
segundo o más que estaba en rojo, y yo agarré la manija sobre la puerta del
copiloto.
—Gabriel, ¿qué está pasando?
Su panza se tensó contra el cinturón de seguridad, y recordé un carnaval
en el que los cuates habían montado en los coches de choque y Fabián y yo
nos habíamos reído de cómo se inclinaban sobre las ruedas como viejitos
esforzándose por ver la carretera.
—Tenemos que llegar. ¿En qué habitación está? ¿Lo sabes?
—¿Cassie? No tengo ni idea. Gabriel, dime ahorita qué está pasando.
Gabriel me miró. Cuando los cuates eran más jóvenes, sabían que si les
hablaba en español era porque iba en serio.
—Dijo que os había oído hablar. —Ahora estábamos en la autopista,
íbamos a ciento diez, ciento veinte, a pesar de que nuestra salida estaba a
menos de medio kilómetro—. Dijo que tenía que pararlo. Brenda me llamó
para que la ayudara con Joseph y, cuando volví, ya se había ido. ¿Qué le
dijiste? ¿Le hablaste de mí?
—Ay, Gabriel. —Me llevé la mano al pecho, por una antigua costumbre,
pero el medallón hacía tiempo que ya no estaba. En su lugar, agarré el
cuello de mi rebeca y lo froté entre mis dedos—. ¿Crees que sería capaz de
hacerte eso?
Gabriel se desvió por la salida. Como de costumbre, los coches de la
carretera de acceso no cedieron el paso, y Gabriel tocó el claxon, para,
finalmente, girar hacia el carril derecho y entrar en el aparcamiento del
motel. Exhaló, señalando.
—Su camioneta. Lo sabía, joder.
Corrimos desde el coche hasta el vestíbulo, donde un chico delgado que
apenas parecía haber salido del instituto estaba mirando el teléfono detrás
del mostrador de recepción.
—Cassie… ¿Cuál es su apellido? —me preguntó Gabriel.
—Bowman —le dije al chico—. Cassie Bowman. ¿En qué habitación
está?
No entendía la angustia de Gabriel, pero me llenaba como un extraño
vapor y me hacía sentir mareada e insegura.
El chico miró su ordenador.
—Espera. Tengo que llamar primero.
El teléfono sonó y sonó. Gabriel se asomó por encima del mostrador, todo
él agitado.
El chico nos miró. Tenía una un acné agresivo en la barbilla.
—Qué raro, si acaba de…
—¿En qué puta habitación está? —gruñó Gabriel.
—Por favor, soy su… —dudé— madre.
El chico se encogió de hombros.
—Vale, como queráis.
Nos dio el número de la habitación y corrimos por el camino de cemento.
Gabriel se adelantó a mí, así que me sentí como si le persiguiera, con las
chanclas golpeando el suelo y la respiración agitada. La zona de la piscina
estaba vacía, el agua iluminada desde dentro. Los bichos se agolpaban en
las luces. Jadeaba, ahogada por mis propios latidos.
Y entonces llegamos a la puerta, Gabriel intentó abrirla. Golpeó el
aluminio con el puño: golpes, golpes, golpes.
¿Era esta la antigua habitación de Andrés? Pensé que lo recordaría, pero
todas parecían iguales. Lo único que sabía era que nadie respondía y que
algo iba terriblemente mal.
—¡Mateo! —grité—. ¡Cassie! ¡Abre la puerta!
Finalmente, después de lo que parecieron horas, la puerta se abrió.
Mateo parecía diez años más viejo que en la cena de esta noche.
—Bueno —dijo con cansancio, dando un paso atrás—, esto siempre ha
sido un asunto de familia.
CASSIE, 2017

Lore y Gabriel entraron a trompicones en la habitación y, mientras Gabriel


empujaba a Mateo hacia un rincón, Lore me apretó tanto contra ella que no
podía respirar. Me sentí como una niña a la que su madre ha recogido con
horas de retraso de la escuela —la furia atravesando el alivio— y casi la
empujé. Estábamos aquí por ella, por todas las mentiras que había contado,
por todo lo que había necesitado abarcar, pero luego parecía que estábamos
aquí por mí, por todo lo que había necesitado abarcar, y su agarre sobre mí
era fuerte y sólido, así que dejé caer la cabeza sobre su hombro,
sucumbiendo, como siempre, al cuidado que aún sentía tan real. Pero no
aparté la vista de los hermanos, que discutían airadamente, en voz
demasiado baja para que yo pudiera oírlos.
—¿Estás bien? —Lore se apartó, revisando mi cara y mi cuerpo.
Ella miró a Mateo.
—¿Qué hiciste?
—Estoy bien.
Aquellos momentos de terror parecían ahora surrealistas, una marea que
retrocedía hacia el horizonte, dejando solo la arena húmeda como evidencia
de su presencia.
—Fuiste tú —le había susurrado a Mateo. Para entonces había perdido la
sensibilidad en manos y pies, como si el centro de mi cuerpo estuviera
desconectado de la tierra, como si nada pudiera impedirme flotar y
desaparecer, como otra mujer desaparecida. Una risa había quedado
atrapada en mi pecho. Toda una vida de crímenes reales me había traído a
este momento, aunque no me había enseñado cómo salir viva.
Tal vez podría empujarle hasta el baño o la puerta, pensé, aunque,
probablemente, me alcanzaría antes de que consiguiera girar la cerradura.
Tal vez podría mantenerlo hablando hasta que mi teléfono se cargara, y
luego intentar que apareciera el control deslizante de la llamada SOS. La
lección de defensa personal de Andrew se precipitó en mi mente: si Mateo
me agarraba por detrás, lanzaría mi cabeza hacia atrás contra su barbilla o
su nariz, y si tenía un brazo libre, le clavaría el codo en el plexo solar,
engancharía mi pie alrededor del suyo para que no pudiera tirar de mí hacia
atrás. Lucharía, al menos; lucharía como un demonio, y gritaría, y me
aseguraría de que incluso si me mataba, mi cuerpo lo contaría. Pero Mateo
no se había acercado ni un paso. Se había quedado cerca de la puerta,
inmóvil. Sus manos sueltas a los lados. Su mirada era seria y triste, como
esperando algo. A que yo le diera permiso para abrir su piel y sus huesos,
dejando al descubierto todo lo que relucía en su interior. Me observó
mientras me acercaba, con el corazón palpitando. Cuando estuvimos lo
suficientemente cerca como para tocarnos, dijo:
—Estoy cansado de los putos secretos.
Temblando, le tomé de la mano. Se asustó al ver nuestras palmas juntas.
Yo también me asusté. Entonces entrelazó sus dedos con los míos. Le
susurré:
—Cuéntamelo.
Ahora la voz de Lore se había endurecido.
—Bien. ¡Ahora alguien dígame que está pasando!
Los hombros de Mateo se hundieron. Mientras nadie me miraba,
desbloqueé mi teléfono, por fin se había cargado lo suficiente. Abrí la
grabadora de voz y pulsé grabar. Cuando Mateo se encontró con mi mirada,
dije:
—Tiene que saberlo.
Asintió con la mandíbula apretada. A Lore, simplemente, le dijo:
—Fui yo.
Lore los miró a ambos con recelo, como si tratara de anticiparse a una
broma.
—¿De qué estás hablando?
—Fui yo —repitió Mateo, con más firmeza—. Yo…
—No, güey. —Gabriel rodeó con una mano el hombro de su hermano.
Dijo algo que no entendí. Ni en inglés ni en español ni en cualquier otra
lengua reconocible, sino una serie tosca y sin sentido de consonantes y
vocales, sonidos sin sentido.
Lore dio una fuerte palmada.
—¡Basta! ¡Ya está bien de la lengua secreta!
Mateo dio un paso adelante y Lore se encogió, no por miedo a él, sino por
lo que estaba a punto de revelar.
—Yo lo maté —dijo Mateo—. No fue Gabriel. Nunca fue Gabriel.
—¡Mateo! —Gabriel clavó los dedos en el brazo de su hermano—. ¡Ya
cállate, cabrón! ¿Qué estás haciendo?
Mateo se encogió de hombros.
—Bueno, ¿cuál es la alternativa? ¿Dejar que sea mamá quien pague
ahora? ¿Dejar que todos los miembros de esta familia caigan por ello menos
yo? Ella ha confesado esta noche, Gabriel. Por eso he venido. Para hacer las
cosas bien, al fin.
—No. —Lore me miró con una llama de acusación en los ojos.
Yo había entrado en sus vidas y había sacudido todos los árboles que les
había costado treinta años cultivar, los había sacudido con tanta fuerza que
ahora las raíces estaban arrancadas de la tierra, enredadas, expuestas.
—Fui yo —me dijo—. Yo lo hice.
—No —dije, con más suavidad de la que sentía. Al fin y al cabo, Lore me
había mentido. Lore siempre mentía—. No lo hiciste tú.
—Estaba en casa —dijo Mateo—, cuando llegó a la puerta.
Lore negó con la cabeza.
—Estabas en el parque.
—Me fui del parque. —Mateo miró a Gabriel. Algo pasó entre ellos—.
Papá estaba atrás, trabajando en la estúpida puerta, así que no me oyó
entrar. Fui directamente a mi habitación. Oí el timbre y salí a contestar.
Papá llegó primero. Estaba en el pasillo. Lo escuché todo.
Por primera vez, la ira apareció en su rostro, oxidado y fragmentado. Yo
conocía ese tipo de ira. La había visto en mi padre. La había sentido en mí
misma.
—Preguntó por ti —dijo Mateo—. Parecía confundido. También papá.
Entonces el tipo debió de ver la foto en la pared, la de papá y tú en la tienda.
Empezó a decir: «¡Esa es Lore! ¡Esa es mi esposa!». Los dos estaban
gritando, y yo solo quería que se fuera. Y entonces lo hizo, pero le dijo a
papá dónde se estaba alojando, dijo que tenían que hablar. —Soltó una
carcajada—. No sé de qué pensaba que iban a hablar.
Lore se quedó inmóvil, inflamable.
—Mateo, para —dijo ella, pero la orden surgió como una súplica.
—Volví a mi habitación. No sabía qué hacer. Todo se sentía ya tan… —
Mateo buscó una palabra—. Precario.
La voz de Lore se quebró:
—¿Sí?
—Claro que sí —espetó—. Nunca estabas en casa. Papá estaba en su
propio mundo. No teníamos ni un duro. Teníamos amigos, ¿verdad? —dijo,
un aparte para Gabriel— Amigos que habían perdido sus casas, que vendían
drogas. Parecía que éramos los siguientes.
—Eso no es… —Lore parpadeó rápidamente—. No es así como lo
recuerdo.
—No me sorprende —dijo Mateo, aunque no lo dijo con amargura, solo
exponiendo un hecho—. En fin. Tío Sergio vino a recoger a papá y luego
me quedé solo. Tenía miedo de que te perdiéramos por culpa de ese
completo desconocido. Sentí que tenía que ser el hombre. Así que tomé el
arma y la camioneta de papá. Solo quería que se fuera. Todavía esperaba
que estuviera loco. Que solo estuviera diciendo tonterías. Pero entonces te
vi, saliendo de su habitación.
Todo el cuerpo de Lore temblaba violentamente. Quería guiarla para que
se sentara, pero sabía que entraría en erupción si la tocaba.
—Parecías molesta. —Los ojos de Mateo suplicaban—. Estabas llorando,
tu camisa estaba torcida. Entonces supe que era verdad. Pero también pensé
que te había hecho daño. ¿Lo hizo?
Lore se llevó la palma de la mano al pecho. Pensé en el empujón, me
pregunté si realmente había ocurrido.
—No —dijo ella—, nunca.
Mateo suspiró, mirándome.
—Quizás era lo que yo quería pensar.
—¡Mateo, deja de hablar! —Gabriel retumbó. Mateo no se inmutó. La
historia brotaba, imparable. Sus ojos estaban medio vidriosos por los
recuerdos.
—Llamé a la puerta y me contestó enseguida. Obviamente pensó que
serías tú de nuevo —le dijo a Lore—. Le dije quién era, le pregunté si podía
entrar. Y entonces empezó a llover. No se oía nada más que los truenos y el
agua. Me dijo lo mucho que lo lamentaba. Que no lo sabía. Lo mucho
que… —Mateo apretó los dientes— que te amaba. Que tenía dos hijos
propios. Un hijo de mi edad. Dio un paso hacia mí como si fuera a, no sé,
abrazarme, y pensé en tu aspecto, saliendo de su habitación, y… no lo sé.
Saqué la pistola. Y le disparé.
En la habitación reinó un silencio doloroso. Sentí una sacudida de
náuseas, una arrolladora tristeza.
—No era mi intención. —Mateo dio un paso más hacia Lore, se detuvo
—. Pienso en ese día y ni siquiera me reconozco. Estaba tan… furioso.
Lore lloraba en silencio sobre sus palmas ahuecadas. Miraba fijamente la
moqueta, como si pudiera ver a Andrés. Como si pudiera caer de rodillas y
sentir cómo escapaba el calor de su vida.
—¿Dijo algo? —susurró—. ¿Sufrió?
Mateo negó con la cabeza.
—Fue instantáneo —dijo, pero su mirada se desvió en mi dirección.
Andrés se había ahogado en su propia sangre. No hubo nada de
instantáneo en ello. Por una vez, no quise sustituir una mentira por la
verdad.
—No lo entiendo. —Lore miró a Gabriel—. ¿Por qué dijiste que habías
sido tú?
Otra comunicación silenciosa pasó entre los hermanos. Una pregunta, una
decisión. Gabriel suspiró, frotándose la perilla.
—Supongo que ahora no importa, pero había empezado a traficar.
Llevaba unos meses haciéndolo. Era un dinero muy fácil. Mateo no quería
saber nada de eso.
Una cansada comprensión apareció en el rostro de Lore.
—Rudy y Wayo. —Casi se rio, un sonido apenado—. Los chucos.
Intentasteis decírmelo —le dijo a Mateo, que se mantuvo estoico, una
confirmación silenciosa. Volvió a Gabriel—: Por eso se peleaban. Y
pasaban menos tiempo juntos.
Gabriel asintió.
—Por eso Mateo se fue del parque ese día.
—Y por eso ellos dijeron que ambos estaban allí —dijo Lore.
—Todos estábamos metidos en el hoyo —dijo Gabriel—. Dios, fue una
estupidez. Pero me sentí como si fuera mi culpa que Mateo estuviera en
casa. Él nunca habría hecho esto si yo no hubiera tomado esa mierda de
decisiones.
—Qué dos. —Lore sacudió la cabeza, el movimiento parecía tomar más
energía de la que tenía—. Siempre protegiéndose el uno al otro.
—Además. —La voz de Gabriel se quebró y se encogió ligeramente de
hombros—. Sabía que sería más fácil para ti si creías que había sido yo.
El aire de la sala se espesó, amenazando con ahogarnos a todos.
—Lo siento tanto. —Lore se acercó a sus hijos. Les rodeó la cintura con
los brazos y apoyó su mejilla en el pecho de Gabriel—. Lo siento tanto,
pero tanto.
La rodearon, la protegieron de mi mirada, la atraparon dentro de su dolor.
LORE, 2017

En la silenciosa oscuridad de mi habitación aquella noche, recordé cuando


estaba embarazada de los cuates: me sumergía en las olas del mar, percibía
las ondas y los empujones bajo mi piel y me tambaleaba con su creciente
peso sobre mis huesos. Hacia el final estaba tan desesperada por sacarlos,
por volver a estar sola en mi cuerpo. No entendía que nunca más tendría un
cuerpo. Que, a partir de entonces, los cuates serían mis órganos, mis tripas y
mi corazón, palpitantes y expuestos, constantemente amenazados.
Andrés me contó una vez que a veces se despertaba y su madre lo estaba
mirando dormir. Su madre, que había tenido tantos abortos, cuya necesidad
y cuyo amor eran demasiado pesados para él. Dijo que nunca lo entendió
hasta que tuvo sus propios hijos: el dulce alivio de verlos dormir, sabiendo
que en esos instantes, al menos, estaban a salvo.
Casi le cuento la verdad en ese momento.
El terror de ser madre nunca desaparece. Solo aprendes a absorberlo en tu
cuerpo, a susurrarlo para que se duerma con la calma de la rutina diaria.
Pero, de vez en cuando, vuelve a rugir, el saber que te podrían arrebatar a
tus hijos en cualquier momento, y que, sin ellos, tu propio cuerpo, intacto,
bien podría arder hasta convertirse en cenizas.
Me pasé la noche pensando en la forma en que Gabriel había agarrado el
volante. La forma en que habíamos corrido por el pasillo del motel como si
esperáramos… ¿Qué? ¿Gabriel estaba tratando de evitar que Mateo revelara
la verdad? ¿O pensaba que Mateo podía hacerle daño a Cassie? El
pensamiento me obligó a ir al baño, con arcadas. No me salieron más que
lágrimas.
Llamé a Cassie por la mañana, una vez que oí el portazo de la puerta
principal: Mateo había salido a correr. Bien. No quería verlo todavía.
Gabriel… lo que dijo sobre que sería más fácil para mí si creía que era él.
Incluso a los quince años, sabía que su hermano era mi favorito. Mi corazón
se sentía como carne ablandada, golpeada, suave y pulposa.
Cassie accedió a reunirse conmigo en casa de Mami y Papi, y estaba
esperando en su coche cuando llegué. Recé en silencio al Dios de los
terremotos y de Abraham para que mi sacrificio fuera suficiente.
—¿Cómo estás? —pregunté, dándole un beso en la mejilla.
—No muy bien. —Su piel era casi translúcida, con ojeras de color
lavanda que no se había molestado en cubrir con maquillaje. El sol brillaba
en su cabello claro, recogido en una sombría coleta baja—. ¿Y tú?
—Lo mismo.
Cassie asintió con la cabeza y esperó a que yo abriera el candado de la
verja y la guiara por el corto y agrietado camino de cemento hasta la puerta
de mis padres. La casa parecía tan pequeña ahora. Una maltrecha casa de
muñecas de estilo antiguo, demasiado querida y olvidada.
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Cassie mientras entraba detrás de
mí.
—Quiero enseñarte algo.
La casa estaba caliente y mohosa, a pesar de nuestras limpiezas
semanales. La mayoría de los muebles seguían en pie. Todavía podía ver el
salón delantero tal y como había sido tantos domingos: la larga y reluciente
mesa de comedor de madera recubierta de plástico, todas las sillas
ocupadas, las voces altas, los brazos extendiéndose por encima de los
demás para echar la comida en los platos de los niños. Papi había muerto
hacía mucho tiempo, pero juraría que aún podía oler el humo del carbón y
el Old Spice. Y allí estaba Mami en la cocina, cubriendo las últimas tortillas
con un secador, regañándome porque me había quejado de su Carlo Rossi.
Me quedé sin aliento por la añoranza de todo lo que había perdido.
—Aquí. —Conduje a Cassie al salón. Antes de que fuéramos más lejos, le
hice la pregunta que me había mantenido despierta toda la noche—: Cassie,
¿creíste que Mateo iba a hacerte daño?
Miró hacia la moqueta de felpa y la tocó con la bota.
—Por un segundo, sí.
—¿Te…? —Puse una mano contra la pared—. ¿Te amenazó?
—No. —El enrojecimiento le subió por el cuello en tenues manchas. La
estudié más de cerca—. No creo que quisiera asustarme. Creo que fue cosa
mía, que, como siempre, me puse en lo peor de la gente.
Quería tranquilizarme. Pero seguía recordando la voz de Mateo cuando
hablaba de disparar a Andrés. Una especie de asombro soñador tras el
arrepentimiento, como si, incluso ahora, estuviera impresionado por la
forma que había tomado su ira, la forma que le había dejado tomar: la curva
de medialuna del gatillo.
Cassie me miró a los ojos.
—Creo que Mateo cometió un error. Pero aun así…
—Espera. —Me apresuré a ir a la esquina de la habitación—. Antes de
que digas nada, otra cosa, espera.
Me arrodillé, agarré la moqueta y tiré. Como siempre, la tabla del suelo
que había debajo también se levantó. Metí la mano y saqué una gruesa
colección de cartas, sujetas con gomas deterioradas.
Cassie se agachó a mi lado, con aquellos ojos azules muy abiertos.
—¿Estas son…?
—Todas las cartas que Andrés me escribió. Y algunas otras cosas.
Levanté una bolsa hermética con una foto dentro: Andrés y yo bajo el
árbol de saguaro. Yo con mi vestido blanco barato, Andrés con su
guayabera blanca. Anillos en nuestros dedos.
—Ah, vaya. —Cassie agarró la bolsa—. Es la foto de la cartera.
Se la entregué.
—Gabriel me dijo que se había llevado la cartera para que pareciera un
robo. Me la dio para que me deshiciera de ella.
—¿Junto con la pistola? —preguntó Cassie.
Asentí con la cabeza. Me dolía el pecho al recordar cómo la cartera había
estado junto a la pistola en la encimera de la cocina. Gabriel no había
sacado ninguna de las dos cosas de sus bolsillos. Mateo debió ponerlas allí
antes de que yo llegara.
—¿Y Fabián? —preguntó Cassie—. ¿Cómo se enteró de todo?
—Estaba en casa cuando volvimos del cine —dije.

Se había desplomado en la mesa de la cocina.


—Gabriel, Mateo, a vuestras habitaciones —dijo.
Los tres nos miramos, dándonos cuenta de que Fabián habitaba una
realidad totalmente distinta de la nuestra.
—No, Fabián —dije—, tenemos que hablar, todos.
Los ojos oscuros de Fabián brillaron con lágrimas.
—¡Cuates, he dicho que a vuestras habitaciones!
Pero me siguieron hasta la mesa de la cocina. Se lo expliqué, repitiendo
cada una de las palabras que Gabriel me había repetido como un loro,
mientras Mateo… ¿Qué había estado haciendo? Era tan difícil de recordar
ahora. Debía ser porque actuaba con normalidad, o lo que pudiera pasar por
normal en esas circunstancias. Era Gabriel quien alternaba entre gritarme y
secarse las lágrimas furiosas, todos sudando porque hacía mucho calor fuera
y era demasiado caro mantener el aire acondicionado a menos de
veinticinco. Los ojos de Fabián se habían agudizado, sus pupilas se
dilataban. Hizo que Gabriel repitiera la historia cuatro o cinco veces.
Preguntó qué había tocado Gabriel, y este dijo que los pomos de las puertas
y la mesita de noche, donde estaba la cartera, y el pinche vaso de whisky,
que dijo que había vaciado después de haberle disparado a Andrés.
Entonces di el golpe final.
—Mi collar —Busqué el espacio vacío en mi pecho—. Creo que se cayó
en la habitación.
La boca de Fabián se abrió y se cerró.
—¿Fuiste allí?
La compresa me pesaba. Me dolía el cuerpo con los restos de lo que hasta
hacía tan poco había albergado.
—Para acabarlo.
Fabián cerró los ojos.
—¿Qué tocaste?
Le conté que me lavé la boca en el fregadero, el pomo de la puerta al
salir, la mesita de noche donde estaba el bloc de notas. Miró el reloj del
microondas. Aunque eran más de las nueve, la tormenta había pasado y el
cielo se había despejado hasta ser de un azul somnoliento y crepuscular.
Se levantó, más erguido de lo que le había visto en meses.
—Me voy a encargar de ello —dijo—. Me voy a encargar de todo.
CASSIE, 2017

Lore volvió a enterrar su brazo bajo las tablas del suelo. Sacó una pequeña
bolsa hermética y me la entregó. Sostuve la bolsa entre dos dedos. En su
interior, el medallón de oro seguía brillando, pero su delicada cadena estaba
enredada, oscurecida por el tiempo y, miré más de cerca, algo más.
—Fabián me lo trajo —dijo Lore, sentándose sobre sus talones—. No
pude lavarlo. Sé que debe sonar raro, pero no podía enjuagar lo poco que
quedaba de él y dejar que se fuera por el desagüe. Así que…
En mi bolsillo, casi podía sentir que mi teléfono se calentaba, como si la
grabación pudiera percibir la importancia de este momento.
—¿Esta sangre es de Andrés? —pregunté en voz baja, reverente.
Lore asintió. Señaló las cartas, la foto y el collar.
—Ahora lo tienes todo. Incluso… —Se inclinó hacia delante y sacó otra
bolsa con un cuaderno y un bolígrafo del Hotel Botanica. La carta
abandonada de Andrés: Lore—. Solo sus huellas dactilares y las mías
estarán en esto. Podrán cotejar su letra con la de las otras cartas. Y, por
supuesto, tienen mi confesión. —Hizo una pausa mientras se asentaba el
significado de lo que acababa de decir—. Puedes conseguir tu gran libro
con esto, ¿verdad?
Me levanté de golpe.
—Por Dios, Lore, ¿después de todo? ¡Tú no mataste a Andrés!
Las rodillas de Lore crujieron al ponerse en pie.
—Pero estoy dispuesta a decir que lo hice.
Fijé los ojos por encima del hombro de Lore, en el cuadro de la Virgen
María acunando a su hijo. ¿Habría ocupado su lugar si hubiera podido? Me
crucé de brazos, todavía agarrando la bolsita con el collar de Lore. Abrí el
puño, no quería arriesgarme a dañar las pruebas.
—¿Qué clase de periodista crees que soy? —pregunté en voz baja—.
¿Qué clase de persona?
Lore sonrió.
—De las que leen las tragedias de la gente y se preguntan cómo pueden
utilizarlas para sí mismas. Pero, mija, lo entiendo. De verdad. Y quiero que
consigas tu libro. Te lo mereces.
Apreté los dientes.
—Por favor, no intentes manipularme, Lore.
—No lo hago —objetó ella, pero una sonrisa jugó en las esquinas de sus
ojos, recordándome a Mateo.
Al pensar en él, se me revolvió el estómago. Anoche, mientras todos
salían de mi habitación, Mateo se había inclinado para susurrar:
—Haz lo que tengas que hacer.
Sus labios habían rozado la curva de mi oreja, haciéndome temblar.
—Lore, me dijiste que Andrés te empujó, que temías por la vida de tu
bebé. Utilizaste todo lo que sabías sobre mi historia familiar para crear una
situación con la que sabías que yo simpatizaría, ¿no es así?
Por una vez, tuvo la decencia de parecer culpable.
—Es tu instinto ver a las mujeres como víctimas —dijo—. No te culpo,
con tu madre, con el trabajo que haces. Además, podría haber ocurrido así si
él hubiera sido otro tipo de hombre. Y puedo decir… —añadió, con fervor
—. Puedo decir, echando la vista atrás, que no creo que me hubiera hecho
daño. Puedo decir que me asusté después de que me empujara. Esa parte sí
ocurrió. Por favor, Cassie. Déjame hacer esto. ¿No crees que merezco pagar
por todo?
Hace unos meses, podría haber dicho que sí. Pero había perdido a dos
hombres que amaba. Sus hijos se habían alejado de ella. Su padre había
muerto. Su madre la había repudiado y murió antes de que pudieran
reconciliarse. Lore había pasado los últimos treinta años entre las cenizas de
lo que había destruido. Y lo que es más importante, ella no había matado a
Andrés. No había nada que considerar aquí.
—Tengo una obligación con la verdad, Lore —dije—. No puedo ignorar
la confesión de Mateo. No puedo dejar que Fabián siga en prisión. ¿Cómo
es posible que tú puedas? ¿Cómo podéis permitir, todos vosotros, que un
hombre al que decís amar se pudra entre rejas por un crimen que no ha
cometido?
—¿Pudra? —Lore se rio—. ¿Sabes a cuántos hombres ha ayudado a
obtener su certificación GED? ¿A cuántos ha enseñado inglés? Pronto habrá
terminado. ¿Estarías dispuesta a desenmascararlo todo y hacer que su
sacrificio no valiera para nada? ¿Para qué? ¿Quién gana, además de tú
misma?
Me estremecí.
—Ve a hablar con Fabián —dijo Lore—. Luego llámame.

Conduje hacia el norte en medio de un frente frío, y la temperatura bajó de


26 °C a 10 °C en dos horas. El cielo era gris lunar, cubierto de nubes de
altoestrato. Mi madre había descrito este tipo de cielo como un pastel al
que, si se le clavaba un cuchillo imaginario, derramaba lluvia o nieve,
dependiendo de la temperatura.
Había tenido tan poco tiempo para idolatrar a mi madre, para verla como
una guardiana del conocimiento y la maravilla, antes de convertirla en una
cosa patética, que ya no merecía mi amor o mi curiosidad. Era una madre,
sí, y como madre me había fallado profundamente, pero ahora empezaba a
permitirme tener otros recuerdos, otras partes de ella. Tal vez nunca
entendiera por qué se había quedado con un hombre que la golpeaba, pero
anoche, a las tres de la madrugada, llamé a mi padre y él contestó y me
escuchó, del mismo modo que Penélope dijo que Andrés la escuchaba a
ella, y podía imaginar que tal vez, si seguía yendo a las reuniones, si se
mantenía sobrio, tal vez un día yo también podría verlo como algo más que
sus fracasos, del modo en que mi madre debía verlo, del modo en que Lore
y Fabián y Gabriel y Mateo eran capaces de verse.
Quien escribe la historia tiene el poder, decía mi madre.
Lo que escribiese sobre estos crímenes, sobre estas personas, definiría a
dos familias. Reclamaría la soberanía sobre sus recuerdos. Fue la única vez
en mi vida que me sentí poderosa.
Tras un tedioso proceso de registro, me condujeron a la zona de visitas de
la prisión, una sala larga y estrecha con sillas de plástico frente a una
mampara de cristal. La sala olía a olor corporal y a quemado, como si la
calefacción se hubiera encendido demasiado fuerte. Cuando me senté, tuve
que intentar no escuchar las actualizaciones unilaterales sobre los abogados
y los planes de Navidad.
Fabián ya estaba esperando. A primera vista, con su uniforme blanco de
presidiario y sus gafas de montura de alambre, parecía un anciano en
pijama. El pelo oscuro que había visto en las fotos del periódico se había
desvanecido hasta convertirse en gris acero, afeitado a ras de la cabeza. Su
rostro tenía líneas profundas, como la tierra recién labrada, pero sus
antebrazos se movían con la musculatura de un hombre más joven. Y su
mirada oscura, la potencia de su antipatía, me recordaba a Gabriel.
—Gracias por haber accedido a verme —dije al teléfono. Levantó las
cejas, en silencio—. De acuerdo entonces. —Tomé aire—. Fabián, sé lo que
pasó esa noche. A Andrés.
—Felicidades. —Su voz era extrañamente similar a la de los gemelos—.
Tú y todo el mundo.
—¿Has hablado con Lore hoy? —le pregunté.
Dudó.
—No.
Antes de que pudiera cambiar de opinión, bajé la cremallera de mi jersey.
Los ojos de Fabián se abrieron de par en par.
—¿Es eso…? —preguntó.
—Sí.
A mi lado se oyó un estruendo mientras una mujer mayor se esforzaba
por volver a colocar el teléfono en su base. Sacó un pañuelo de papel
arrugado de su bolsillo, se limpió los ojos. Lanzó un beso a la ventana.
—¿Lo entiendes? —pregunté.
Los ojos de Fabián buscaron los míos.
—No.
—Probablemente deberías llamarla.
Por un momento, no dijo nada. Luego sacudió la cabeza.
—Pinche Lore.
—Es una fuerza de la naturaleza —dije con ironía, y él se rio; sus
hombros, al fin, se relajaron un poco.
—Esa noche —dijo, bajito, como un regalo—, estaba de pie junto al río.
Estaba oscuro. Podía ver todas las estrellas. ¿Y sabes cómo me sentí?
Me incliné hacia delante. No esperaba sacar nada nuevo de él. Quizá me
equivocaba.
—¿Cómo?
—Orgulloso. —Fabián se golpeó el pecho con un puño—. No había
hecho más que fallarle a mi familia durante años, pero esa noche… esa
noche los salvé. ¿Comprendes?
Oí la voz de Lore en mi mente: «¿Estarías dispuesta a desenmascararlo
todo y hacer que su sacrificio no valiera para nada?».
Lore me había dado el número del antiguo abogado de la condicional de
Fabián. Después de veinte años de comportamiento modélico, Fabián se
había metido en una pelea el día antes de su segunda audiencia. Al parecer,
se había mostrado hosco y poco cooperativo durante la propia vista y, tras la
denegación de la libertad condicional, no había vuelto a solicitarla.
—Te sorprendería la frecuencia con la que esto ocurre —dijo el abogado
—. Piensan que simplemente se les negará, no quieren pasar por la angustia.
Algunos incluso piensan que estarán mejor dentro de la cárcel que fuera.
¿Quién sabe? Tal vez el Sr. Rivera encontró algún tipo de propósito allí.
Me pregunté cómo se sentiría Fabián cuando descubriera que era Mateo,
y no Gabriel, el que le había metido aquí por error; si le importaría siquiera.
Pero no sería yo quien se lo dijera.
Fabián apoyó la mano en el cristal y yo toqué el remolino de sus huellas
dactilares, dejando las mías.
—La huella que dejaste en la habitación —dije—. ¿Fue realmente un
accidente?
Me había molestado lo meticuloso que había sido Fabián en la limpieza
de todo lo demás, todo menos esto. Casi como si hubiera querido ser
atrapado, o al menos dar a la policía una razón sólida para alejarse de
cualquier otro miembro de su familia.
Los ojos oscuros de Fabián se arrugaron en las esquinas.
—Por supuesto que sí.
Negué con la cabeza.
—Eres un buen hombre, Fabián. Un buen padre. Pero deberías volver a
solicitar la libertad condicional. Pensé en qué decir a continuación, en lo
que significaría para todos nosotros—. Ya no les haces ningún bien aquí.
La garganta de Fabián se movió al tragar, y asintió, solo una vez.
—Gracias.
—Cuídate —dije—. Quizá te vuelva a ver alguna día.

Mi teléfono sonó mientras me incorporaba a la I-35: Deborah. Su tercera


llamada de hoy. Me había enviado un correo electrónico con el asunto:
Confesión???
Tu único trabajo, me había dicho, es descubrir la verdad. Sea cual fuere,
sobre eso escribirás el libro.
Pero su línea de asunto lo decía todo. Sabía la verdad que esperaba, la
versión «muy comercializable». Lo entendí. Una parte de mí, desaparecida
pero aún viva, se aferraba a la misma idea. Podía ver esa versión de mi
futuro, la que siempre había querido, con tanta claridad.
Apreté el pulgar en la punta del medallón de Lore.
Tal vez había una alternativa.
El horizonte de Austin apareció cuando el crepúsculo se estaba asentando.
Mi padre me había enviado un mensaje: Si no tienes otros planes, siempre
puedes venir a casa por Navidad. Creo que Andrew está preparado.
Miré el reloj. Si conducía directamente, llegaría a medianoche.
Epílogo
LORE, HOY

Los palos y las piedras pueden romper tus huesos, solía decirles a los
cuates, pero las palabras nunca te harán daño. Pero eso no es cierto,
¿verdad? Las palabras dejan cicatrices. Cambian la historia.
Ese día en la casa de Mami y Papi, le dije a Cassie que hablara con
Fabián para que pudiera pensar en si la exposición de Mateo haría que se
sintiera como que estaba haciendo lo justo. Y si no, le dije que aún podía
escribir el libro con mi bendición, incluyendo las partes que la mayoría de
la gente no sabía. Podía escribir sobre lo que la nota de Andrés había dicho
realmente, y la última vez que lo había visto, en la habitación del motel.
Incluso podía escribir sobre el embarazo. No sería la revelación explosiva
de la confesión de Mateo, pero seguía siendo una confesión de algún tipo.
Incluso podía contar la historia de cómo había descubierto «la verdad».
Había estado leyendo más crímenes reales, y a los escritores parecía
gustarles hacer eso: meterse en el libro. Vi el brillo en sus ojos. El tipo de
emoción que surge al conocer secretos, al contar secretos. Estar en el centro
de todo. Nos parecíamos más de lo que ella creía.
Sin embargo, me sorprendió. Se tomó su tiempo. Hizo su investigación.
Después de su ruptura, la invité a quedarse conmigo durante unas semanas.
Podríamos trabajar en el libro. Ella podría ahorrar dinero. Acabó
quedándose conmigo durante tres meses. Encontramos una buena oferta de
billetes de avión y nos fuimos juntas al DF. Al final, escribió el libro desde
una perspectiva lo más cercana posible a la mía. Decidió que el libro
acabaría con la escena de cuando llegué a casa después de haber dejado a
Andrés en el motel. Mi mano en el pomo de la puerta trasera, aún sin saber,
ni en el libro, ni en la vida, cómo terminaría todo; cómo había terminado ya
para Andrés. Como todo esto era cierto, podía evitar mentir abiertamente
sobre el hecho de que Fabián hubiera apretado el gatillo. El lector, dijo,
podía deducir el resto basándose en los «hechos» conocidos del caso. Luego
incluyó la primera carta que Fabián me escribió desde la cárcel; la primera
carta que yo le envié como respuesta. Un nuevo comienzo.
Los críticos lo calificaron de «extraordinaria hazaña periodística», por lo
cerca que Cassie consiguió llegar a mi psique, a mi voz. Cómo «desnudó» a
una mujer «maravillosamente defectuosa» (como si me hubiera desnudado
para que todo el mundo me viera) mientras «resistía la tentación de
glorificar el asesinato». Este era, decían, el tipo de libro policíaco más
verdadero.
Eso me hizo reír un poco. Porque, por supuesto, había ligeros giros en la
verdad que ni siquiera Cassie conocía. Le había dicho que Andrés y yo
fuimos al Parque de Chapultepec la noche que nos conocimos, cuando en
realidad eso fue más tarde, nuestro paseo de medianoche por «el pulmón de
la ciudad», la forma en que habíamos murmurado bajo las temblorosas
copas de los árboles de ahuehuete.
En realidad, la noche en que nos conocimos, en la boda, bailamos hasta
las tres de la madrugada, invisibles entre la multitud de cuerpos en el suelo.
Era como si estuviéramos al borde de un acantilado mientras el mundo
colapsaba a nuestro alrededor y todo lo que teníamos era ese momento, un
presente eterno, todo permisible, todo perdonable. Me reí contra su pecho,
oliendo su sudor con aroma a algodón húmedo y el inexplicable sabor de las
naranjas en las yemas de sus dedos, con mi vestido rojo pegado a la piel, y
cuando los bordes de la noche se convirtieron en la mañana, tomé su mano
y entramos juntos a ese ascensor enjaulado.
Después, Andrés se quedó desnudo en la ventana, mirando el Zócalo. Las
sombras se acumulaban en sus omóplatos, en la parte baja de la espalda. Yo
lo miré fascinada. Un hombre que no era mi marido. Mientras mi piel se
enfriaba, la vergüenza cubrió mi garganta. Entré en el cuarto de baño y lloré
mientras dejaba correr el agua, pensando que parecía que habían pasado
cien años desde que me hundí en aquella bañera, con mis dedos trazando la
cuerda dorada que sujetaba la cortina. Entonces era otra mujer.
No, es que todavía no había admitido la mujer que era.
No me gustaba pensar en esa primera vez, ni entonces ni ahora, tantos
años después. La despreocupación, el cliché: Vale, bueno, tengo un vuelo
temprano mañana, ha sido un placer, jajaja, ha sido un placer conocerte.
Me fui a casa y traté de bloquearlo de mi mente. Pero me había llamado al
banco —con su voz de lija—: Sí, estoy buscando a la señorita Crusoe. Y
me di cuenta de que lo que creía que había terminado no había hecho más
que empezar.
Fue la segunda vez que lo vi que fuimos a Chapultepec. Y se sintió…
puro. Real de una manera que en la noche de bodas no había sentido, y los
detalles se perdieron por el vino y el tequila, mucho tequila. Cuando volví a
casa después del segundo viaje, lo recordaba todo: su mano apretando la
mía contra su pecho en la bicicleta; la forma en que me preguntó si quería
tener hijos; y cómo nos besamos, con abandono y desesperación.
Ciudad de México, la tierra que se hunde constantemente. Incluso ahora,
nos estamos hundiendo. ¿Lo notas?
Lo noto.
Y así, Chapultepec, con el tiempo, había borrado el recuerdo original. Se
había convertido en el original, fundido con la boda. Esto me pareció la
verdad. La verdad es algo maleable.
Cassie nunca habría entendido este plegado y replegado de la memoria en
una nueva forma, una forma verdadera. Al menos no entonces. No al
principio.
Pero ahora, con el libro publicado, los elogios, la historia que hemos
sostenido y la que hemos mantenido entre los cinco; ahora, Cassie quizá lo
entendería.
AGRADECIMIENTOS

Llevo escribiendo historias desde que mi profesora de tercero de


secundaria nos dio unos libros de tapa dura con páginas en blanco y nos
pidió que escribiéramos e ilustráramos lo que queríamos ser de mayores. Yo
dije que quería ser cantante (aunque se me daba —y se me sigue dando—
fatal cantar) y, sin querer, me enamoré de la escritura. En mi vida, todo lo
que ha venido después de ese momento ha sido un intento de llegar a este
libro que ahora mismo sostienes en tus manos. Qué alegría que hayas
elegido pasar tiempo con esta historia. Gracias.
Estoy profundamente agradecida a mis padres, quienes me han mostrado
su apoyo para perseguir este sueño desde que era una niña. De mi madre he
sacado el amor por la lectura, que me transfirió cuando todavía iba en
pañales; y de mi padre he sacado la tenacidad, su voluntad para dar grandes
pasos y el no dejar que el miedo al fracaso (o el fracaso en sí) marcasen mis
metas. Mamá y papá, vuestro amor y fe en mí son la razón de que exista
este libro. Gracias.
Bock y Lob, aunque en su día prefirieran ser fieles a sus almas de skaters
antes que venir a mis fiestas de lectura, siempre leen todo lo que escribo,
incluidos unos veinte borradores de este libro, en el caso de Amanda.
¡Gracias por ser mi fan número uno, manita! Estoy muy agradecida por
tener hermanos que también son amigos y personas con las que puedo hacer
lluvia de ideas, intercambiar textos y discutir cuál es la mejor receta de
mimosa.
Gracias a mi otra familia: Caro, Matthew, Charlie, Tessa, y todo el equipo
de Collins en Australia: Jude, Jode, Justin, Katie, Sammy y Elle. Espero
que, para cuando lean esto, ya hayamos podido coincidir todos en el mismo
sitio de nuevo, champán en mano.
No estoy segura de si hubiese podido encontrar mi voz como escritora sin
el programa MFA de la Universidad Estatal de Texas. Ahí fue donde, por
primera vez, empecé a ambientar mis historias en el sur de Texas, un lugar
que solía pensar que no pertenecía al mundo literario porque ahí nunca
había visto literatura. También empecé a poner nombres que me sonaban
más familiares a los personajes y les dejé hablar en espanglish cuando les
convenía. Desde entonces, he crecido convencida de que no solamente los
estadounidenses de origen mexicano tenemos un lugar en la literatura, sino
que nuestra presencia la hace mejor. Le doy las gracias a aquellos que
vinieron antes que yo y me mostraron el placer que se siente al ver aquí
reflejadas algunas partes de mi mundo.
Gracias a Amanda Eyre Ward por el apoyo y los ánimos, y por hacerme
saber que, en mi anterior novela, la historia empieza en la página 200.
Gracias a Best Art Friends, May Cobb, Julia Fine y Sarah Morrison. En la
escritura y la crianza, son mis almas gemelas y no me gustaría haber
emprendido este camino sin ustedes. Gracias también a los increíbles
autores que han reseñado este libro. Que hayan puesto sus nombres en mi
trabajo es algo que les agradeceré toda la vida.
Mi sueño de publicar un libro era solo eso, un sueño, hasta que mi hada
madrina y agente, Hillary Jacobson, lo hizo realidad. A los escritores no les
gusta hablar sobre las novelas que tienen guardadas en el cajón, pero
cuando el primero que publiqué no tuvo mucho éxito, Hillary me dijo que
estaría a mi lado cien años, si hacía falta, hasta que lograra otro resultado.
Por suerte, solo hizo falta uno más, pero Hillary editó innumerables
borradores conmigo a lo largo de dieciocho meses, hasta que supimos dar
con el toque necesario como para que algún editor se enamorara de la
historia. Hillary, nunca podré agradecértelo lo suficiente. Puedo dedicarme
a lo que me gusta todos los días gracias a ti.
Doy las gracias también a mi agende del Reino Unido, Sue Armstrong,
por haber encontrado la mejor casa para este libro en Michael Joseph, y a
Sophie Baker y Jodi Fabbri en Curtis Brown por el sueño de ver este libro
traducido a varias lenguas. Gracias a mi agente de cine y televisión, Josi
Freedman, del ICM, por un hito profesional (¿y vital?) sobre el que espero
poder hablar algún día.
Y a mis editores: no me imagino trabajar con personas más brillantes y
generosas que Jessica Williams y Joel Richardson. Ustedes dos fueron
capaces de ver, no solo lo que era el libro, sino lo que podía llegar a ser.
Jamás olvidaré cuando leí su primera carta de veinte páginas sobre lo que
había que editar; cómo, al principio, puse trabas (y sigo poniéndolas) al
trabajo que teníamos por delante y cómo, al leerla por segunda vez, me di
cuenta de la suerte que tenía de que estuvieran en mi equipo. Gracias por
amar esta historia y prestar el considerable talento que tienen a ayudarme a
contarla lo mejor posible. A Michael Joseph, gracias. Gracias también a
Clio Cornish y Grace Long por unirse e intervenir en todo este proceso de
una forma tan reconfortante durante la baja por paternidad de Joel. Mi libro
siempre ha estado en buenas manos.
Gracias a Julia Elliott por su forma de coordinar la producción en Estados
Unidos, siempre tan alegre y eficaz, y a las fantásticas correctoras Cecilia
Molinari y Laura Cherkas, quienes se aseguraron, entre otras cosas, de que
esta no se convirtiera en una novela sobre viajes en el tiempo. Gracias a
Ploy Siripant por el maravilloso diseño de la cubierta de la edición
estadounidense. Ni en sueños pensaba que se le podía dar tanta vida de esta
forma a mi libro. Al director artístico Lee Motley y a la iconógrafa de
Michael Joseph, Alice Chandler, por los meses de investigación, atención y
conversación que se emplearon en el diseño de mi magnífica portada en el
Reino Unido. Estoy muy agradecida. Gracias también a Eliza Rosenberry y
a los equipos de publicidad, ventas y marketing que aún no he conocido,
pero que estoy segura de que promocionarán este libro de formas que a mí
ni se me ocurrirían. Ha sido un placer trabajar con todos ustedes.
Y, por último, todo mi amor y gratitud a mi marido, Adrian. No todos los
hombres le pedirían una muestra de su trabajo a la chica de veinte años que
se llama a sí misma escritora y que se ha sentado al su lado en un vuelo.
Menos aún se mudarían a la otra punta del mundo diez años más tarde y le
pedirían a esa chica que se casara con ellos. Gracias por los años en los que
has pensado conmigo en asesinatos y dobles matrimonios, y por cada vez
que te has llevado a los niños para que yo pudiera escribir. Gracias por creer
en mí. Este libro no existiría sin ti. No querría existir sin ti.
Y a Jo y a Jack: los amo más de lo que imaginan.

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