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ISBN: 978-84-19251-66-4
Tenía un ojo puesto en el reloj porque en algún momento tenía que empezar
a hacer las maletas para el fin de semana del 4 de julio, que íbamos a pasar
con la familia de mi prometido. En ese momento, se actualizó mi correo
electrónico y entró una alerta de Google: «Sus vidas secretas: cómo el doble
matrimonio de una mujer condujo al asesinato de un hombre inocente».
Estaba tan acostumbrada a las mujeres muertas que, por un momento,
pensé que había leído mal el titular. Entonces llegó el pinchazo de la
curiosidad, instantáneo y agudo.
La historia era del Laredo Morning Times, un periódico local de una
ciudad situada a unas horas al sur de Austin, donde yo vivía. Hice clic en el
enlace. En mi pantalla apareció el llamativo titular y dos fotos de familia en
blanco y negro divididas por un dramático papel desgarrado. En la primera
foto, que ponía que era de 1978, un hombre llamado Fabián Rivera y su
esposa, Dolores, sostenían unas tijeras enormes frente a una cinta en una
especie de acto de inauguración. La mujer llevaba la melena negra y rizada
detrás de las orejas y los pendientes le llegaban a la mandíbula. Se reía, sus
pómulos estaban hinchados y la barbilla ligeramente inclinada, como si
estuviera a punto de mirar a Fabián. Llevaba un austero traje con hombreras
y falda. Fabián miraba fijamente a la cámara con una pequeña sonrisa
asomando por las comisuras de los labios y en los ojos. A su lado, dos
chicos de pelo oscuro, mellizos —conocidos, según ponía ahí, como
Gabriel y Mateo Rivera—, sonreían como si estuvieran sacando las orejas
de conejo por detrás de la cabeza de sus padres.
La otra foto fue tomada en 1984. Era un retrato profesional con un telón
navideño cursi de fondo: había copos de nieve grandes como el puño
suspendidos sobre las ramas de un pino muy ornamentado. Esta vez, la
misma mujer, Dolores, se inclinaba hacia otro hombre, cuyo nombre era
Andrés Russo. Él mostraba una gran sonrisa y tenía el brazo derecho
alrededor del hombro de ella. La mano de Dolores se apoyaba en el hombro
de una adolescente risueña que llevaba calcetines altos, unas Dr. Martens y
una falda de cuadros. A su lado, había un niño de once o doce años con los
ojos muy abiertos tras unas gafas con la montura oscura.
Nada en ninguna de las dos fotos sugería que hubiera problemas de
pareja, pero también es cierto que mis propios padres habían estado hasta el
último momento picando cebollas y pimientos, uno al lado del otro, para la
noche de las fajitas. Se tomaban de la mano en el coche y cantaban a los
Eagles. Cada año, por su aniversario, contaban la historia de cómo se
habían conocido: dos jóvenes de diecinueve años con un antojo de helado
Baskin-Robbins en una lluviosa noche de invierno. El destino.
Que algo «pareciera» significar algo no quería decir que fuera así de
verdad.
Tomé un sorbo de café frío y me puse a leer.
Era casi medianoche cuando nos metimos en la vieja cama de Duke hecha
de madera de pino. Mi espalda estaba contra su pecho y su mano en mi
cadera. Dormir en la granja solía ser como tropezarme en la oscuridad y
caer por un agujero; de un momento a otro, pasaba de estar anclada al suelo
a estar en caída libre. Y adiós.
Pero no esta noche. Esta noche, mis pensamientos seguían yendo de
Andrew a Dolores Rivera. Si hubiera sido algo malo, Andrew habría vuelto
a llamar, me decía a mí misma. Me habría enviado un mensaje. ¿Y cómo es
que algunas personas, como Duke, podían oír hablar de una mujer que había
llevado una doble vida que desembocó en un asesinato y, simplemente,
seguir adelante como si nada, mientras que otras, como yo, se preocupaban
por los detalles que se escapaban entre los dedos hasta tomárselo como algo
personal?
Duke me besó justo debajo de la barbilla y me hizo estremecer.
—Me alegro mucho de que vayamos a casarnos aquí —susurró.
—Yo también —dije, aunque mi mente seguía en Dolores, pensando en lo
mucho que te tienes que esforzar para que alguien crea que estás totalmente
solo en el mundo. ¿Qué habrán pensado la familia y los amigos de Andrés
Russo de su esposa, una mujer con un pie en cada uno de los dos países?
¿Quién habría ido a su boda? ¿Nadie se habría preguntado por qué no había
asistido ningún familiar, ningún amigo?
Se me revolvió el estómago al darme cuenta de que mi propio lado del
pasillo estaría casi igual de vacío: todo y todos los que me faltaban creaban
su propia gravedad, imposible de ignorar. La verdad es que no hacen falta
grandes mentiras, solo estar con alguien que no te presiona para que le
cuentes las cosas que no quieres revelar.
Cuando el brazo de Duke se aflojó a mi alrededor en señal de que dormía,
desenchufé mi teléfono del cargador y envié un mensaje a Andrew: Siento
no haber podido contestar. ¿Va todo bien?
Aparecieron los tres puntitos. Desaparecieron. Aparecieron de nuevo,
seguidos de un: Sí.
Me quedé mirando la palabra hasta que me dolieron los ojos. Sí. Simple,
cortante. Bien podría haber escrito Vete a la mierda.
Vale, respondí. Te llamaré pronto para ponernos al día. Dudé, recordando
el calor de su piel contra la mía hacía ya mucho tiempo. Te echo de menos.
Esta vez, nada apareció después de los tres puntitos. Mi corazón era un
cometa escupiendo fuego en mi pecho.
Aparté el teléfono y cerré los ojos, pero estaba más despierta que nunca.
Con cuidado, salí de la cama, metí la mano en mi mochila y rebusqué
debajo de los vaqueros y los tops y la ropa interior hasta que sentí el
familiar confort del acero frío. Entonces saqué el portátil que le había
prometido a Duke que iba a dejar en casa.
Me acomodé con las piernas cruzadas en el suelo, con la espalda apoyada
en la cama. El ordenador hizo un suave sonido al encenderse. Duke se
movió mientras la habitación se iluminaba de azul eléctrico. Contuve la
respiración, curvada sobre la pantalla, atenuando la luz con mi cuerpo. Al
cabo de un momento, las sábanas se aquietaron. Su respiración se hizo más
profunda.
Exhalé y volví a meterme en el artículo del Laredo Morning Times.
Dolores Rivera y Andrés Russo llevaban poco menos de un año casados y
casi tres juntos cuando, el 2 de agosto de 1986, se encontró el cadáver de
Russo en el Hotel Botanica, un motel de Laredo. La policía no tardó en
descubrir que Russo, que vivía en Ciudad de México, estaba en la ciudad
para visitar a su mujer, Dolores Rivera. (¿Por qué se alojaba en un motel en
lugar de con Dolores? ¿Dónde creía que vivía ella?). Se cree que «le
dispararon la noche anterior, en un día en el que las temperaturas alcanzaron
un récord de 47 °C antes de que una lluvia muy necesaria refrescara el
ambiente».
Los detectives que se encargaron del caso, Manuel Zamora y Ben Cortez,
habían interrogado tanto a Dolores como a Fabián y, aunque ella había sido
sospechosa al principio (obviamente), pronto Fabián la eclipsó como
persona de interés: un empleado lo había visto salir del motel alrededor de
las 10 de la noche del 1 de agosto, lo que resultó encajar perfectamente con
la hora de la muerte de Russo.
Fabián no era un genio del crimen: también había dejado una huella
parcial en la habitación de Russo, y la bala alojada en el cuerpo coincidió
posteriormente con la munición encontrada en la casa de Fabián y Dolores;
munición utilizada para la pistola Ruger Mark II del calibre 22 que Fabián
declaró haber perdido. La bala había entrado por el costado derecho del
pecho de Russo, atravesó la octava costilla y se alojó en el tejido blando del
lateral derecho de su espalda. Le fracturó la costilla y perforó la parte
inferior del pulmón derecho. Russo se había ahogado en cuatrocientos
mililitros de su propia sangre.
El reportero se deleitaba con estos detalles, aunque yo llevaba suficiente
tiempo escribiendo mis propias historias grotescas como para saber lo que
ocultaban: la falta de información real sobre lo que había pasado. No solo
sobre el asesinato, sino sobre el crimen que había provocado el asesinato: el
doble matrimonio de Dolores. En su lugar, había citas de la antigua hijastra
de Dolores, Penélope Russo, hablando de ella como de un monstruo que
había utilizado a su familia para después tirarla a la basura. Como regalo, el
reportero se permitió un poco de psicología de sillón, cuestionando si
Dolores era una psicópata o simplemente una narcisista, y tal vez eso no
debería haberme molestado, pero lo hizo. Estaba a un paso de llamarla
«loca», esa palabra con el poder de descartar todos los aspectos de la vida
emocional e intelectual de las mujeres, nuestras motivaciones y deseos. Los
cuales, especialmente en su ausencia, eran las partes más interesantes de
esta historia.
Los primeros resultados al buscar el nombre de Dolores Rivera junto a la
palabra Laredo fueron ese artículo y los diversos hilos de comentarios en
los que había derivado. Los archivos en línea del periódico solo llegaban
hasta 2005, con resultados similares para todas las demás ciudades
importantes de Texas. Todo lo que se había escrito sobre ella en el momento
del asesinato estaba relegado a una biblioteca de referencia en algún lugar.
Después del artículo del Laredo Morning Times, había un anuncio de
jubilación de hacía cinco años. Sorprendentemente, era del mismo banco en
el que Dolores había trabajado en los años ochenta. En él aparecía lo que
supuse que era un retrato semiactualizado: Dolores con una melena gruesa y
lisa que le llegaba hasta el cuello y que todavía era, en su mayor parte, de
color oscuro. Llevaba pintalabios rojo y una camisa de seda a juego. Sus
ojos marrones eran cálidos, competentes y divertidos. Seguía siendo una
mujer atractiva. ¿Había tenido otras relaciones serias desde el asesinato?
¿Quién iba a confiar en ella después de lo que había hecho?
Tras el anuncio de la jubilación y una página de LinkedIn obsoleta, los
resultados perdieron precisión. Enlazaban a páginas GoFundMe y reportajes
de partidos universitarios de vóleibol. La busqué por las redes sociales sin
éxito. Entonces volví a abrir el artículo del Laredo Morning Times. Allí
estaban Dolores y Fabián con esas tijeras tan grandes.
Y sus hijos.
Mateo y Gabriel Rivera debían tener ya más de cuarenta años. Empecé
con Mateo: fácil. Era dueño de una clínica veterinaria en San Antonio y me
recordaba a los hombres que iban a correr por el lago: serios, altos, con
cierto parecido a los galgos, de pelo oscuro y canoso. Mateo no tenía redes
sociales personales, pero la clínica disponía de una entusiasta cuenta de
Instagram. En las fotos con los animales, Mateo estaba casi siempre
sonriente: fotografiado por sorpresa mientras se reía entre tres pitbulls con
cabeza de león en un evento de adopción al aire libre, o sonriendo mientras
sostenía a un cachorro de carlino con una vía intravenosa pegada a su patita:
«¡Clyde ya no necesita oxígeno!». Pero con otras personas, Mateo parecía
serio, casi incómodo: demasiado espacio entre él y la persona que estaba a
su lado en una foto de grupo, una mano suspendida en lugar de apoyada en
el hombro en otra.
Gabriel, por su parte, era un hombre experimentado y prolífico a la hora
de publicar en Facebook. Era un entrenador de baloncesto de instituto con
cuello de toro, llevaba perilla negra, un anillo de oro en una mano y una
alianza en la otra. En los vídeos de sus partidos, extendía los brazos con la
mirada puesta en las vigas cuando los jugadores fallaban un tiro libre. Con
el volumen apagado, el gesto parecía casi exultante. Sin embargo, podía
imaginar su voz en el vestuario después, rebotando en las aburridas puertas
de metal: ¿Para esto entrenamos? ¿Para perder los puntos que nos dan en
bandeja? Algo en él —la forma en que se paseaba por el banquillo como si
fuera un depredador, la amplitud de sus gestos— daba la sensación de que
le gustaba mucho gritar.
Después, también había fotos de él con sus hijos. Me quedé mirando una
en particular durante mucho rato. Joseph y Michael tenían tres y cinco años.
Gabriel estaba arrodillado en la hierba, con los brazos alrededor de ellos;
los hijos llevaban cada uno una manopla de velcro verde neón. Sobre el
escuálido hombro del mayor estaba Gabriel con los ojos cerrados. Su
sonrisa era extremadamente tierna. Su mujer, Brenda, había publicado la
foto y etiquetado a Gabriel. En el pie de foto ponía «Mi corazón». Por
alguna razón, hice una captura de pantalla.
Gabriel y Brenda, una «asesora de liderazgo», sea lo que fuere lo que eso
signifique, seguían viviendo en Laredo. Les gustaba el sushi frito relleno de
queso crema y jalapeños, habían ganado una vez un concurso de radio para
ir a comer barbacoa al Rudy’s con la Eli Young Band y habían terminado
recientemente la construcción de una casa de estuco con aspecto de
fortaleza en una subdivisión llamada Alexander Estates. Según Google
Maps, el barrio estaba justo al lado del instituto donde trabajaba Gabriel. En
un vídeo que él había publicado, se le veía haciendo zoom en uno de los
bordes del camino de cemento que había en la entrada, donde había cuatro
huellas de manos una al lado de la otra, de la más grande a la más pequeña.
Navegué por cientos de fotos en Facebook e Instagram y observé cómo
las vidas de Gabriel y de Brenda iban hacia atrás hasta que divergían y su
futuro juntos era solo una posibilidad entre millones. Qué temeridad,
exponerse así a la vista de cualquiera; otra prueba de ese deseo tan humano
de ser conocidos. Pues bien, aquí estaba yo, llegando a conocerlos como un
rastreador llega a conocer a un animal a través de sus huellas en la tierra y
su olor en el viento.
Sobresaltada, me di cuenta de que Duke ya no roncaba. La habitación
estaba en silencio. Por un momento, podría haber jurado que sentía su
mirada recorriendo mi espalda mientras hacía exactamente lo que había
prometido no hacer en este viaje. Me di la vuelta lentamente, preparándome
para verle sacudir la cabeza con un gesto de decepción en su boca. Pero
estaba dormido. O al menos fingía estarlo.
Volví a navegar por las fotos de Gabriel, rápido, de forma deliberada. Y
allí estaba Dolores Rivera. Rara vez en primer plano y, sin embargo, al
parecer, siempre presente, formando parte del andamiaje de las vidas de
Gabriel y de Brenda. El día de su boda, orgullosa, con un vestido dorado y
en la primera fila de bancos de la iglesia. Con las manos cubiertas de papilla
naranja mientras daba de comer a Joseph en una trona hacía dos años. De
pie en un partido de baloncesto, con las palmas de las manos ahuecadas
haciendo un megáfono alrededor de su boca. Recogiendo papel de regalo
desparramado en la fiesta de cumpleaños de un niño. Esa foto, en particular,
me dejó sin aliento. Me recordó a un día en el que intentaba no pensar, uno
que había definido toda mi existencia.
La cuestión era que, a pesar de los destrozos que habían provocado sus
decisiones, Dolores no había perdido a sus hijos. Al parecer, habían sido
capaces de perdonarla, fuera como fuere. ¿Cómo lo habían hecho? ¿Cómo
se lo había ganado?
Yo nunca había sido capaz de perdonar a mi propia madre. ¿Qué pensaría
ella de una mujer como Dolores, alguien que había querido algo más que la
vida que tenía, o una vida diferente, y que había creado una?
De nuevo, me fijé en la breve frase en cursiva justo debajo del artículo:
Dolores Rivera se negó a ser entrevistada.
Bueno, ahora que la historia se había hecho pública, quizás estuviera
preparada para contar su versión.
LORE, 1983
Ahora, en el atrio del Gran Hotel del Centro Histórico, Lore contempla la
cúpula dorada del techo de vidrieras. Desde el centro, tres tragaluces
redondos de un color azul como el de los pavos reales le devuelven la
mirada como si fueran los ojos de Dios. Los suelos de mármol blanco son
reflectantes como el agua de un lago y el ascensor, envuelto en rejas,
transporta a la gente hacia arriba en un lento y onírico movimiento. La
alegría se abre paso como un cuchillo entre las costillas.
A lo largo de la frontera, todo aquello que se puede considerar concreto,
claramente definido, es fluido en el resto del mundo. La banca es un
negocio, sí, pero el negocio es personal. Siempre. Se abren cuentas con
relaciones, no con dólares, y eso es algo que los grandes bancos
estadounidenses no entienden. Esas cadenas nacionales no tienen interés en
operar en una pequeña ciudad fronteriza entre Texas y México, y las que lo
han intentado no han durado. Todo lo que ven en Laredo es un montón de
campesinos mexicanos. No entienden el poder de la frontera, el flujo del
comercio como un río entre países. No entienden la cultura. No es suficiente
con conocer los nombres de los clientes; también hay que saber qué tal va el
enfisema del padre y que la hija es la mejor estudiante de la Universidad
Saint Martin, y que, si les das una gorra de béisbol con estampado de
camuflaje y el logotipo del banco bordado, la llevarán tan a menudo que su
mujer les obligará a sacársela al entrar al dormitorio. Ahora, los grandes
bancos se tambalean debido a sus inversiones arriesgadas y sus préstamos
dispersos, mientras que el banco comunitario de Lore se mantiene firme.
Han tenido que ser responsables con su financiación, cuidadosos a la hora
de dar préstamos, pero cuando los clientes tienen dificultades para pagar, el
banco es capaz de trabajar con ellos. Y en tiempos mejores, el cliente se
acuerda. Así es como la cosa se expande: les invitan a un partido de béisbol,
a la junta directiva del Rotary Club, a una boda extravagante en Ciudad de
México.
La boda es esta noche. Se casa la hija de Fernando Santos, un empresario
mexicano, propietario de un montón de maquiladoras a lo largo de la
frontera, incluidas dos en Nuevo Laredo. El señor Santos es cliente del
banco desde hace diez años, tiempo suficiente como para invitar a Lore y a
su compañero Óscar. Pero el primer hijo de Óscar va a nacer en cualquier
momento y, aunque Fabián se burló de la invitación —¿cómo iba a tomarse
un tiempo libre justo ahora?—, Lore aceptó. A él le dijo que lo hacía porque
era bueno para el negocio.
Y confirmó que asistiría ella sola.
Todo el hotel ha sido reservado para la boda y, en el atrio, iluminado por
el sol, los empleados se apresuran en torno a un centenar de mesas
redondas, llamándose unos a otros mientras disponen los platos de
porcelana y la brillante cubertería de plata. Detrás de la mesa de los novios,
los floristas arreglan a mano una pared entera de rosas y lirios. Lore observa
desde el interior del ascensor rodeado de rejas mientras toca una de las
flores de latón. Desearía que Fabián pudiera ver esas intrincadas volutas de
hierro.
Ya en la habitación, Lore deja su bolsa con cuidado sobre la alfombra de
felpa. Suspira mientras pasa las manos por el cabecero de madera adornado
y las cortinas blancas, el delicado banco de damasco y la silla de terciopelo
azul oscuro. Qué extraño es estar en un lugar tan lujoso, tan opulento,
cuando México está en llamas y Laredo más de lo mismo. Se sentían tan
afortunados en 1980 y 1981, cuando estaban protegidos de la recesión
nacional por los 1.500 millones de dólares que llegaban de México. Pero,
entonces, la recesión redujo la demanda de petróleo, lo cual sobresaturó el
mercado. Los ingresos por exportaciones de México se desplomaron. Su
deuda externa aumentó, junto con la incapacidad de pagarla. En el 82 el
peso se devaluó, y luego otra vez, y otra vez, y, de repente, todos esos
ingresos minoristas que Laredo obtenía del otro lado se detuvieron como si
hubieran cerrado un grifo. Según la última estimación del banco, al menos
setecientos negocios de Laredo han tenido que cerrar, lo cual ha dejado a
decenas de miles de personas sin un medio para mantener a sus familias.
Lore va hasta la ventana y aparta las gruesas cortinas para ver el Zócalo,
el núcleo latente del Centro Histórico. En el siglo xv, esta zona era el centro
de la capital azteca de Tenochtitlán. Ahora está delimitada por la Catedral
Metropolitana, construida por secciones a lo largo de casi doscientos
cincuenta años, y los edificios del Palacio Nacional y del Distrito Federal,
con sus fachadas de piedra empapadas de sol y sangre. Cerca de la
imponente bandera mexicana, unos turistas en vaqueros y camisetas bailan
salsa ante un artista callejero. Ellos son los que salen ganando de esto, los
turistas. Casi puede sentir sus risas. Su pecho se encoge por el deseo de
unirse, unirse, unirse. Quiere ver los ojos de Fabián brillar como la melaza
al sol, sentir su mano agarrándola de la cadera.
Fabián. Debería llamarle. Al pensarlo, la imagen de Fabián bailando se
desvanece y es sustituida por la hosca realidad de su marido. No quiere
hablar con él. O no quiere hablar con esta versión de él. Si pudiera elegir,
llamaría al Fabián de dieciocho años que se sentó con ella en una ventana y
le dijo:
—Cierra los ojos.
Ella esperaba que la besara. En lugar de eso, se quedaron escuchando el
viento, los pájaros y, finalmente, las suaves pisadas de las pezuñas. Cuando
abrió los ojos, había una familia de ciervos comiendo el maíz que se había
derramado de la parte trasera de la camioneta de su padre. Dos cervatillos
moteados tiraban de las tetas de su madre mientras esta los apartaba con
impaciencia y masticaba los duros granos. Fabián miró a Lore y sonrió con
la escopeta al lado.
—No lo hagas —dijo ella. Y él se rio suavemente.
—Por supuesto que no —respondió.
Lore mira la hora en su reloj: las cuatro en punto. Será más barato
llamarle más tarde, esta noche. Por supuesto, no habrá un «más tarde» esta
noche. La boda continuará hasta el día siguiente, cuando todo el mundo esté
demasiado borracho para mantenerse en pie. En cualquier caso, ella estará
en casa mañana.
Cuelga su vestido rojo en el armario y se da un baño. La luz brilla en el
espejo dorado. Las cortinas están atadas a la bañera con una cuerda dorada,
como si la bañera fuera un escenario y los actores estuvieran a punto de
entrar.
Los camareros pasan como fantasmas entre las mesas mientras las bandejas
de plata con champán y Don Julio se balancean en la punta de sus dedos.
Un grupo de mariachis con pantalones plateados y chaquetas cortas tocan
canciones alegres antes de la cena. La gran energía de la sala hace que el
suelo esté a punto de temblar. Debe haber setecientas u ochocientas
personas. Lore siempre ha pensado que las bodas en Laredo son grandes por
todos los compromisos que acaban traduciéndose en cientos de invitados, a
algunos de los cuales los novios apenas conocen, pero, en comparación,
aquellas parecen celebraciones íntimas y chapuceras, como hacer una
barbacoa en el patio.
Lore está sentada con un grupo de socios de negocios del señor Santos:
Jaime, su arquitecto, y su esposa, Mariela; Ramón, su contable, y su esposa,
Ramona (tuvo que preguntar dos veces para asegurarse de que no se
equivocaba al oír sus nombres); su cardiólogo, el Dr. Olivares, y su esposa,
Cynthia; y Andrés, el profesor y asesor de su hija en la Universidad
Nacional Autónoma de México. Lore desearía que hubiera más empresarios
en su mesa, pero ya habrá tiempo para hacer networking con la excusa de la
celebración.
Las otras mujeres se acercan unas a otras mientras beben champán y
tocan los elaborados centros de mesa hechos con flores mientras hablan de
lo bonita que es la ceremonia y de la asombrosa longitud de la mantilla de
la novia. Lore sabe que de lo que realmente están hablando es de lo que
debe haber costado todo. Se une a la conversación, aunque sus oídos están
puestos en los hombres, quienes, básicamente, están teniendo la misma
discusión.
—Le debe estar yendo bien con sus negocios —comenta el Dr. Olivares.
Ramón, el único en la mesa que lo sabe a ciencia cierta, además de Lore,
responde amablemente:
—Fernando es muy dedicado.
—Me pregunto dónde habrá comprado el vestido —dice Ramona—, si
aquí o en Nueva York.
Cynthia se burla.
—DF tiene algunas de las mejores tiendas del mundo. ¿Por qué iba a
gastar seis veces más por ir a comprar a Nueva York? Sobre todo ahora.
—Porque es Nueva York —responde Ramona.
—¿Qué le parece a usted, Lore? —pregunta Andrés. Por un momento, no
está segura de qué conversación se supone que está siguiendo—. ¿Dijo que
trabaja en un banco?
—Sí —contesta Lore mientras termina su primera copa de champán y le
sirven otra al instante.
—¿Cómo ha afectado la devaluación al sector minorista en la frontera? —
pregunta Andrés.
A Lore le hace gracia que él también haya tenido un oído en ambas
conversaciones y que sea capaz de crear un puente entre ellas con tanta
elegancia.
—Pues la verdad es que es como si hubiera estallado una bomba —
contesta.
Piensa en las mujeres que se ponen en cuclillas para agarrar las conservas
de marca blanca y los packs ahorro de cereales de los estantes inferiores de
los supermercados. Piensa en cuántos hombres más hay esperando fuera de
las tiendas de materiales de construcción para subirse a unos remolques que
nunca llegan. Piensa en todos los carteles de cerrado y en las rejas de
seguridad bajadas que hay en el centro, como si todos los que estaban
dentro se hubieran desvanecido.
Andrés se inclina ligeramente hacia ella.
—Cuénteme más —le pide.
Lore lo mira con más detenimiento. Tendrá unos cuarenta años, supone, y
lleva el pelo negro peinado hacia atrás. Sus ojos son de un verde claro e
imponente, como el cristal de una botella rota que atrapa la luz del sol.
Nariz grande y cejas gruesas que le dan una mirada con aires de
concentración. Su español no es perfecto, le faltan algunas eses. No logra
identificar su acento, pero no parece mexicano.
—Bueno —empieza Lore—, la principal industria de Laredo es el
comercio minorista. Pero ahora… —Se interrumpe al pensar en Fabián, se
pregunta cómo habrá ido el despido de Juan. La ciudad huele a
desesperación—. Sin los ingresos que llegaban del otro lado, casi un tercio
de la ciudad está sin trabajo.
—Un tercio. —Andrés sacude la cabeza—. Increíble.
—Y pensar que hace solo dos años esa cifra era del diez por ciento —dice
Lore al recordar lo que ahora sabe que fue una época de bonanza. Una
época en la que Fabián le pedía a su madre que hiciera de niñera para
llevarla al bar Cadillac, o la sorprendía con un par de pendientes de oro y
topacio metidos dentro de la funda de su almohada. Planeaban remodelar su
casa. El peso se devaluó antes de que tuvieran la oportunidad de hacerlo. Al
menos no son como esas miles de personas que han tenido que abandonar
un proyecto de construcción a mitad de camino; la ciudad está llena de los
cadáveres de esos sueños.
—¿Y las maquiladoras? —pregunta Andrés—. Fernando es dueño de
varias docenas, ¿no?
—Sí —responde Lore—, aunque sobre todo en Juárez. Pero tiene razón:
pagas los sueldos de México, el dinero vuelve a Estados Unidos gracias a
las compras y a eso le sumas los puestos de trabajo de los fabricantes
estadounidenses que proporcionan los materiales para el ensamblaje. En
épocas normales es una situación en la que todos ganan. Pero cuando no
hay compradores para el producto final… —Abre las manos sobre la mesa
y se sobresalta al darse cuenta de que no lleva los anillos de boda. Puso
todas sus joyas en la caja fuerte antes de meterse en la bañera. Se toca el
pecho, donde suele reposar su medallón de oro, y solo encuentra piel.
—¿Cuántos años tiene, Lore? Si no le importa que pregunte —suelta el
Dr. Olivares mientras la mira a través de unas gafas doradas de montura
cuadrada.
Su mujer, Cynthia, le da un golpe en el hombro.
—Ay, Héctor. Eres tú el que ahora aparenta la edad que tiene.
La mesa se ríe, Lore con ellos. Está acostumbrada: los hombres mayores
primero suponen que es una secretaria o tal vez una representante de
cuentas nuevas y, luego, cuando abre la boca, la vuelven a evaluar con
suspicacia. De haber venido Óscar, seguramente el Dr. Olivares no le habría
preguntado su edad, aunque en realidad es dos años más joven que ella.
Pero así son las cosas en el mundo de los negocios. O, bueno, quizás en
cualquier tipo de mundo, y especialmente en México. Si se ofendiera,
estaría cometiendo el mayor pecado de la feminidad: la hipersensibilidad.
Sabe perfectamente que no debe hacerlo.
—Tengo treinta y dos años —dice Lore.
—¿Y cuánto tiempo lleva en este banco?
—Pues a ver… —responde Lore, aunque no necesita pensarlo—. Ya van
ocho años.
Lore había empezado trabajando en la ventanilla de una sucursal cuando
tenía veinte años y creía que volvería a su puesto después de la baja por
maternidad de seis semanas. Qué ingenua había sido entonces, qué poco
preparada estaba para la brutalidad de la maternidad. Encerrada en su
pequeña vivienda durante la cuarentena, la familia entraba y salía sin orden
ni concierto: Marta con sopa de tortilla, Mami con sus manos bruscas y
capaces, la madre de Fabián dando consejos inútiles, su padre con los
cigarros; todos ellos sin darse cuenta o sin importarles lo mucho que
suponía para ella prescindir de Fabián durante cuarenta minutos para que
pudieran darle palmaditas en la espalda. Aquellos dos pequeños recién
nacidos eran demasiado para ella sola.
Seis semanas después de que nacieran los cuates, seguían pesando menos
de tres kilos cada uno. Sus pies, con las plantas de color rojizo, parecían
hojas secas caídas de un árbol y sus llantos eran salvajes y desgarradores,
como gatos en celo. Ella tenía los pezones llenos de costras y, cada vez que
bajaba la leche, provocaba que un cálido chorro de sangre se escurriera
entre sus piernas. Todavía se estaba curando de un desgarro de tercer grado,
con el cuerpo partido de un extremo a otro en su lugar más íntimo. La idea
de volver al trabajo era risible y cruel, como un soldado que se apresura a
volver a la batalla con la piel colgando, el metal incrustado en su cuerpo,
supurando. Y así, las semanas se convirtieron en meses y los meses en años.
Finalmente, se reincorporó cuando los niños estaban en preescolar. Empezó
de nuevo detrás de la ventanilla y fue ascendiendo por casi todos los
puestos hasta su más reciente incorporación a funcionaria hacía tres años.
Andrés le sonríe, cordial y conocedor.
—¿Siempre quiso ser banquera?
—Quería ser Robinson Crusoe —dice Lore con ironía mientras los
camareros colocan los platos de ensalada ante ellos—. La vida en una isla
desierta me parecía el paraíso cuando era niña.
—¿Incluso con los caníbales?
Lore se ríe.
—No podían ser peores que mis hermanos. Además, Crusoe era libre de
ser quien era allí. No tenía que ser perfecto. Ni siquiera tenía que ser
siempre bueno. Yo anhelaba ese tipo de libertad.
—Pero ¿qué hay de malo en ser bueno? —pregunta Mariela, la mujer del
arquitecto. Sus mejillas están ruborizadas a la altura de los pómulos—. La
gente respeta a una buena mujer.
—¿Usted cree? —Lore ha lanzado un tomate demasiado maduro. Las
tripas empiezan a derramarse—. ¿O solo se aprecia a las que son mansas?
Las mejillas de Mariela se enrojecen más, pero, tras aquello, la cena
continúa sin problemas: comen un filet mignon que lleva demasiada
mantequilla y discuten sobre la arquitectura en DF y sobre si el presidente
Reagan continuará en el puesto para un segundo mandato. Sus copas de
vino se rellenan como por arte de magia, hasta que Lore pierde la cuenta de
cuántas ha consumido. Luego vienen las sobremesas: oporto, más tequila,
chupitos de mango con los bordes empapados en azúcar y especias. La
banda de mariachis ha sido sustituida por un popular grupo mexicano que
todos conocen. Ha sido una sorpresa, a juzgar por el estridente grito de
alegría de la novia. La mesa se va vaciando hasta que solo quedan Lore y
Andrés.
Lore sabe que debería beber agua, pero con Andrés se ríe, habla con
exuberante facilidad y, por una vez, no está preocupada por nada. Hablan de
cómo, para él, este es el primer mes del nuevo año; vive según el calendario
académico, dice, y agosto tiene esa aura de nuevo comienzo que otros
sienten en enero.
—Así que, o se adelanta cinco meses, o se retrasa siete —bromea Lore, y
él responde que se retrasa. Los argentinos, como los mexicanos, siempre
llegan tarde.
—Es de Argentina, entonces. Estaba tratando de averiguarlo.
—Buenos Aires. —Un pensamiento oscuro cruza el rostro de Andrés.
El trabajo de Lore es estar informada de los asuntos internacionales, por
lo que sabe acerca de la junta militar y de la Guerra Sucia, los últimos siete
años de terrorismo de Estado en los que decenas de miles de disidentes
políticos, muchos de ellos estudiantes, activistas y periodistas, han sido
asesinados o han «desaparecido».
—Se acercan las elecciones, ¿no? —le pregunta.
Andrés asiente. En sus ojos se aprecia una esperanza cautelosa y cínica.
—En octubre. Esperemos que vuelva la democracia.
—¿Cómo fue crecer allí? —le pregunta Lore, y él le habla de su infancia,
de cómo echa de menos los grafitis y el arte callejero, presentes incluso en
los barrios más ricos de la ciudad. Lore le habla del City Drug, la botica de
los años treinta convertida en una fuente de refrescos donde solía tomar el
autobús después de la escuela. Iba a diez centavos la bolsa de pistachos con
sal. Todavía se le hace la boca agua solo de pensarlo.
—Dígame, señorita Crusoe —dice Andrés después de un rato y con una
media sonrisa—. ¿Su novio no ha podido venir esta noche?
—¿Novio? —Lore se ríe y mira automáticamente su dedo anular que, por
supuesto, está desnudo. ¿Acaso no ha mencionado a Fabián ni a los chicos
en toda la noche?—. No tengo novio —responde, y antes de que pueda
terminar, Andrés se levanta del asiento y extiende la mano.
—Esperaba que dijera eso. ¿Quiere bailar conmigo?
Lore recordará este momento una y otra vez a lo largo de los años, cada
detalle: cómo Andrés se ha aflojado la pajarita, provocándole a Lore el
sorprendente impulso de deshacerla por completo; los largos y elegantes
dedos de su mano que espera, que ella descubrirá más tarde que huelen a
naranjas de su café de olla matutino; el caos irresistible de la pista de baile,
que late ahora dentro de su pecho. Un simple malentendido, una frase
incompleta, que lleva a un momento en el que todo lo que va a pasar aún no
ha pasado, por lo que todas las posibilidades siguen existiendo: Lore podría
rechazar el baile. Podría decirle que no tiene novio, que tiene marido.
Podría darse cuenta de que no ha bebido tanto desde hace meses y recordar
la hermosa cama de matrimonio en su habitación de hotel, un refugio de
descanso ininterrumpido. En este momento, la vida de Lore se bifurca.
Sin embargo, ella aún no lo sabe. ¿Acaso lo sabe alguien cuando esto
pasa? Lore levanta la vista hacia esos ojos que le recuerdan al cristal de una
botella rota y que, de repente, son eléctricos, y aunque su mirada la
desconcierta, también la electriza, porque ¿cuánto tiempo hacía que no la
miraban así, con esa feroz curiosidad, como si pudiera ser quien quisiera? Y,
al fin y al cabo, solo es un baile.
CASSIE, 2017
El viaje de Austin a Laredo fue de unas cuatro horas por la I-35, la misma
carretera que seguí desde Enid cuando tenía diecisiete años.
Enid era un lugar a donde la gente iba a pasar unos días. Lo veías todos
los domingos, tres o cuatro generaciones reunidas para sus comidas
habituales, una iglesia en cada esquina para acomodar a los fieles que
pasaban ahí el fin de semana y que, como mis padres, al volver a casa
retomaban sus vidas secretas. Habría sido tan fácil quedarme, ir a la
universidad estatal de Oklahoma, volver a casa después para ahorrar dinero
y dejar claro a todo el mundo que es algo «temporal», como se suele decir.
Pero mis planes, mis sueños, habrían muerto allí. Podía sentirlo, igual que el
papel se aleja de las llamas antes de que sus bordes se ennegrezcan al
quemarse.
Así que, a pesar de que había una única persona que me retenía allí
(Andrew), me fui.
Miré mi teléfono mientras se movía en el posavasos. Todavía tenía que
llamarle después de nuestro breve intercambio de mensajes en la granja.
¿Cuándo fue la última vez que hablamos de verdad? El sentimiento de culpa
se asentó como una roca en mi pecho. Era difícil imaginar, ahora, la
intimidad que nos unió el verano después de la muerte de mi madre, la
forma en que, con el peso de su cuerpo anclado al mío, conseguía que, por
fin, no me sintiera sola. Le había susurrado tantas promesas en la oscuridad.
Las imaginaba aterrizando en su piel como burbujas, membranas diáfanas
que estallaban al tacto. Pero, a fin de cuentas, él tenía que quedarse y yo no
iba a renunciar a mi futuro, ni siquiera por él.
Más tarde, me dije. Le llamaría más tarde. Cuando pudiera prestarle toda
mi atención. No mientras entraba en San Antonio, con el tráfico
abarrotando la autopista, el aire acondicionado de mi viejo Corolla
debilitándose y expulsando aire tibio cada vez que reducía la velocidad.
Esa mañana, Duke me había abrazado como si fuera a ir a la guerra.
—Ten cuidado —me dijo—. Laredo solía salir siempre en las noticias.
Secuestros, asesinatos, hasta decapitaciones. No te acerques a la frontera.
Prométemelo.
Me guardé la rabia. Me pareció tan de ignorante y de blanquito decir,
suponer, que los «hombres malos» estaban al acecho en el río. La noche
anterior, me había quedado hasta las 3 de la mañana investigando. Al otro
lado del puente, en Nuevo Laredo, el cártel de los Zetas se había dividido en
facciones enfrentadas. Los vídeos grabados allí mostraban tanques
blindados que pasaban a toda velocidad junto a coches aparcados, detrás de
los cuales se escondían los civiles. Recientemente, los cuerpos de cinco
mujeres y cuatro hombres habían sido arrojados a la acera frente a una casa
de Nuevo Laredo, junto con una nota escrita a mano: «Esto no es una
broma, sobrino». En un vídeo de YouTube grabado en un centro comercial
del lado estadounidense, la mujer que grababa soltó una serie de
improperios en español mientras, de fondo y no muy a lo lejos, se
escuchaba el fuego de artillería, como si fuera una soldado en Oriente
Medio en lugar de una compradora en busca de una buena oferta. Sin
embargo, a pesar de la mala reputación de Laredo por su proximidad a
Nuevo Laredo, el FBI la había catalogado como una de las ciudades más
seguras de Texas.
—Estaré bien —le dije a Duke.
A medida que avanzaba hacia el sur, el campo llano de color sepia
sustituía al verde de Hill Country. Había carteles de venta de césped y de
cacerías de ciervos, neumáticos reventados que se enroscaban como
serpientes negras en la carretera, pastos con ganado y la silueta de los
equipos de perforación petrolífera, siempre misteriosos y con un perfil
espinado. En la mediana, los mezquites sin tronco salían de la tierra como
cuerpos semienterrados, y los cactus se alineaban en las vías por donde los
trenes de mercancías repletos de grafitis llevaban su pesada carga hacia el
norte. Una bolsa de plástico atrapada en un poste de la valla se agitaba
como un velo de novia con las ráfagas del tráfico que pasaba.
A una hora al sur de San Antonio, los carteles advertían: Zona
penitenciaria: no recoger autoestopistas. Reduje la velocidad a sesenta
cuando pasé por delante de aquella masa gris en expansión. El sol brillaba
al rojo vivo contra cientos de pequeñas ventanas cuadradas. Había algo
perturbador en lo uniformemente espaciadas que estaban, en lo
absolutamente idénticas que eran en forma y tamaño. Aquí era donde
Fabián Rivera estaba cumpliendo sus treinta y cinco años.
Si Dolores aceptaba hablar conmigo, tendría que solicitar una entrevista
con Fabián en algún momento. Pero bueno, de uno en uno.
Después de Cotulla, todavía a una hora al norte de Laredo, solo se
escuchaban con claridad las emisoras de radio en español. Una valla
publicitaria de AT&T que anunciaba las tarifas internacionales decía:
hahahajajaja. Los vehículos de dieciocho ruedas tenían ahora matrículas
mexicanas. Cada pocos kilómetros, frenaba como acto reflejo al ver los
vehículos blancos y verdes de la Patrulla Fronteriza aparcados bajo la
sombra de los mezquites.
El sol se reflejaba en los largos flancos blancos de los tráileres cuando
pasé por una estación de aduanas en el carril norte de la autopista. Dos
hileras de cámaras a ambos lados del carril sur parpadeaban mientras yo
pasaba. Unos kilómetros más tarde, una valla publicitaria sin sentido en la
que aparecía una rubia con un vestido colonial de terciopelo me daba la
bienvenida a Laredo.
Nada más indicaba que había llegado a una ciudad. No había un reguero
de rascacielos plateados, como en San Antonio o en Austin, ni una
pintoresca calle principal, como en Enid. Laredo apareció primero como un
torrente de vallas publicitarias de un centro comercial y de restaurantes de
comida rápida para después dar paso a polígonos industriales grises, un
puñado de concesionarios de coches de segunda mano, y tráileres con
anuncios bilingües de asistencia para la naturalización. Estaba en el
kilómetro nueve cuando empecé a ver un hospital, centros comerciales,
supermercados H-E-B, Starbucks y restaurantes Chick-fil-A. Aquí tomé la
salida para encontrarme con el detective Ben Cortez.
La primera alarma suena a las 5:50. Hoy, Fabián se gira hacia Lore en lugar
de alejarse y ella suspira y se acurruca contra él. El vello de su pecho hace
que le pique la espalda, una sensación familiar y juvenil que le recuerda a
cuando solían dormir piel con piel toda la noche. Cuando la segunda alarma
suena diez minutos después, ella suelta un lamento y se quita el edredón.
Anoche, después de la ducha, pusieron Late Night with David Letterman
y bebieron la segunda botella de vino mientras se reían de las entrevistas
con John Candy, Teri Garr y Dom DeLuise. Parecían unas vacaciones, un
respiro. Pero ahora lo está pagando con este dolor de cabeza palpitante y, al
ver que Fabián se queda en la cama mientras ella va a preparar el desayuno,
le sube por la garganta un resentimiento ya habitual. Cuando se quedaba
ella todo el día en casa con los cuates, vale, pero ahora sigue siendo la
encargada de saciar el apetito matutino de todos, de recompensarlos por el
duro trabajo de dormir, como si nadie más pudiera sacar una caja de gofres
del congelador y meterlos en una tostadora.
Lore se dirige a la cocina, enciende las luces y prepara una cafetera
haciendo el mismo ruido que hace siempre. Puede que nunca llegue a
despertarse con una ducha tranquila, como Fabián, o con el desayuno
caliente y listo, como los cuates, pero lo llevan claro si creen que va a andar
de puntillas como si fueran todos unos reyes que deben aprovechar los
últimos minutos de sueño.
La cocina tiene forma de «U», con armarios de roble oscuro, encimeras
de fórmica y un papel pintado a rayas verdes y crema que a Lore le recuerda
a la Navidad. Cuando se mudaron, ella planeaba cambiar ese papel por algo
más moderno, un diseño geométrico, tal vez, en colores cálidos que
complementaran las baldosas de terracota con las que reemplazaría el
linóleo. Ahora les toca quedarse con todo lo que pretendían arreglar.
Compraron la casa hace tres años, en pleno auge. Esta finca de ladrillos
grises en Hillside era un paso adelante después del piso de dos dormitorios
que habían estado alquilando mientras ahorraban para la entrada. Recuerda
cómo los cuates, que entonces tenían nueve años, habían escogido la
habitación donde dormirían ambos sin darse cuenta de que ahí era posible
tener una cada uno. La casa tenía diez años, era prácticamente nueva, pero
ella y Fabián seguían haciendo planes: actualizar el papel pintado, por
ejemplo. Y el cuarto de baño principal, en el que Lore soñaba con añadir un
jacuzzi para poder encender velas y sumergirse en burbujas perfumadas
después de que los cuates se acostaran. Y el patio trasero, lo
suficientemente grande como para poner una piscina. Ella y Fabián
invitarían a toda la familia a comer carne asada y fajitas que
chisporrotearían al carbón mientras los niños se lanzarían al agua tostada
por el sol. Pero lo único que habían conseguido era construir la cochera de
atrás para que ella y Fabián no estuvieran constantemente teniendo que
pedirle al otro que moviera su coche para poder salir. Solo había un camino
de entrada estrecho construido para poner dos vehículos uno detrás de otro.
¿A quién se le ocurrió esa fantástica idea? Ahora, al menos, cada uno tiene
su espacio, Lore en el camino de entrada y Fabián en la cochera, con una
puerta automática de hierro forjado fabricada por él mismo.
Lore suspira y mira la claraboya que antes le parecía romántica y que
ahora odia porque las heces de los pájaros parecen las manchas del test de
Rorschach. Cuando los gofres están apilados, se dirige a la habitación de los
cuates y abre la puerta. Gabriel está tumbado encima de las sábanas con su
escuálido pecho subiendo y bajando. Hace poco ha empezado a dormir sin
camiseta y alguna vez lo ha pillado mirándose al espejo y flexionando.
Mateo duerme boca abajo, con los brazos rígidos y rectos a los lados.
Ambos tienen el cabello despeinado y salvaje. El sol ilumina la alfombra,
los montones de ropa sucia y las pistolas de juguete. Este año están en
séptimo curso. Pronto serán adolescentes. ¿Cómo es posible? Ayer mismo
les estaba dando el pecho y ellos mamaban con la mandíbula floja y
decididos, unidos por delicados hilos de saliva incluso cuando se alejaban.
Ahora están tan… separados. Siente el paso del tiempo, esa boca
devoradora acechando a su espalda, y siente un impulso irrefrenable de
acercar sus cuerpos, como si eso pudiera mantenerlos jóvenes para siempre.
—¡Buenos días, calabazas! —Lore enciende la luz y ellos gimotean.
—¡Mamá! —Gabriel se tapa los ojos con un brazo—. ¿Por qué siempre
haces eso?
El sentimentalismo de Lore se desvanece.
—El desayuno. Daos prisa antes de que se enfríe.
Esto les motiva, como siempre. Estiran los brazos, bostezan
exageradamente y sueltan ráfagas de aliento matutino cuando la empujan a
través de la puerta. No hay saludo ni reconocimiento.
Mientras los cuates comen, ella calienta los rulos y pasa su copete por el
secador. Fabián se va justo después de las siete con un gofre frío en la mano
y dos líneas verticales ya grabadas en el entrecejo. Después, Lore mete a los
cuates en el coche entre gritos y recordatorios. Los chicos, incluso Mateo,
se olvidan siempre de pedirle que firme los permisos escolares y, dado que
acaba de empezar el nuevo curso, hay más de lo habitual.
—Mamá, ¿puedes al menos intentar no llegar tarde hoy? —Gabriel la
mira por el espejo retrovisor mientras avanza en la fila para bajarlos frente
al centro—. Hace mucho calor fuera y es aburrido.
—Solo la gente aburrida se aburre —dice Lore de memoria. Es una de las
viejas frases de Mami.
Ayer no pudo ir a la comida familiar de los domingos. Tal vez, si tiene
tiempo esta semana, pase a por hamburguesas y las lleve a casa de sus
padres, así aprovecha para visitarlos.
Sin embargo, Gabriel tiene razón: no son ni las 8 de la mañana y el sol ya
brilla con fuerza. En la ciudad se han implantado restricciones de agua —
nada de aspersores, nada de mangueras— y todo lo que debería ser verde es
marrón o amarillo, está muerto. Agosto es el peor mes. Todo el mundo está
irritable por culpa del calor y espera con impaciencia que llegue el otoño.
¿Cómo serán las Navidades de este año ahora que ya quedan pocos lugares
donde ir a comprar regalos y menos gente aún que pueda permitírselo?
Cuando el grueso de la economía de una ciudad es el comercio minorista,
ver cerrar tantas tiendas es como ver que la propia ciudad empieza a jadear
mientras sus pulmones se debilitan con una rapidez asombrosa.
Cuando necesitas que te dé el aire, solo hay un lugar al que acudir: los
pulmones de la ciudad.
El recuerdo de las palabras de Andrés y su voz ronca casi deja a Lore sin
aliento. Se pregunta dónde estará, qué estará haciendo, si se acordará de
ella, si desearía haber preguntado cómo contactar con ella. ¿Por qué no lo
hizo?
El Zócalo había cobrado vida a primera hora de la mañana, las calles ya
estaban atascadas y rebosantes cuando llegaron al Centro Histórico. Por un
momento, cuando Andrés pasó por delante del hotel, sintió pavor. ¿A dónde
irían? ¿Qué harían? Él aparcó contra la acera a media manzana de distancia.
Caminaron de la mano hasta la entrada y Lore vio que la boda todavía se
estaba desmontando.
—Bueno —dijo—. Esta noche ha sido una de las que no se olvidan,
Dolores Rivera.
Escuchar el nombre de casada de su boca se le clavó como una astilla: lo
debió ver en la tarjeta que indicaba dónde tenía que sentarse a la mesa. Pero
si la noche había sido tan memorable, ¿por qué no le había pedido el
número de teléfono? Tal vez él también estuviera menos disponible de lo
que parecía. Ese pensamiento le despierta unos celos irracionales, como si
tuviera derecho a esperar algo de él.
En el asiento trasero, Gabriel señala a alguien por la ventanilla mientras él
y Mateo hablan en el extraño y truncado lenguaje de gemelos que
desarrollaron hace años, cuando eran niños pequeños y se comunicaban con
gruñidos y chasquidos y extrañas combinaciones de vocales y consonantes.
A ella le entró el pánico, pensando que les pasaba algo, algún tipo de
impedimento o minusvalía en el habla. Luego se rieron y volvieron a hablar
de forma descifrable.
—Venga, ya hemos llegado —dice ella al acercarse, por fin, al sitio donde
bajan. Ya está agotada. Sin embargo, los chicos se inclinan hacia delante y
le besan la mejilla de forma inesperada y la dulzura del gesto la reanima
brevemente.
El banco está a solo cinco minutos. A pesar de todo lo que ha crecido
Laredo, sigue siendo una ciudad pequeña, insignificante para el resto del
mundo. Aquí están, teniendo que pedir ayuda al gobierno federal para crear
programas de formación de empleo, subvenciones para el desarrollo, ayuda
a la educación, cualquier cosa. ¿Y qué han obtenido? Nada.
Soy una de las personas afortunadas, piensa. No puede quejarse.
¿Pero no es eso incluso peor? ¿Taparse los ojos ante la realidad de una
situación porque a ti no te afecta tanto, al menos por ahora?
El centro de la ciudad es una trama de apretujadas calles de sentido único
delimitada por la I-35 al este, la calle Park al norte y el río Grande al sur y
al oeste. Aquí es donde nació Laredo, su superficie original, y aquí es donde
permanece su alma: en la catedral de San Agustín, el Teatro Plaza, el
palacio de la justicia, las fachadas descoloridas de innumerables tienditas
que venden marcas de imitación, abrillantador de zapatos, joyas y perfume.
En los ocho años que Lore lleva trabajando en el banco, nunca había visto
el centro de la ciudad así: las tiendas tapiadas y con las persianas bajadas,
los pocos propietarios que quedan de pie detrás de los mostradores, mirando
las calles vacías. Aquello provoca un golpe de culpabilidad antes de que
llegue, por fin, al trabajo.
Pero el sentimiento de culpa desaparece cuando accede al vestíbulo. Es el
olor del limpiacristales Windex y el desinfectante Pine-Sol mezclados con
el del humo de los cigarros y el café. Aunque hay algo más, algo hecho de
papel y misterio: el dinero. Es el olor de su propia ambición, del lugar que
ha elegido para construir un hogar.
En la sala de descanso, alguien ha traído tres docenas de tacos envueltos
en papel de aluminio y, a pesar de que no le vendría mal perder algunos
kilos, decide comerse uno. Nada más tenerlo en la mano, se da cuenta por el
peso de que es de barbacoa y su estómago gruñe mientras se sirve café en
un vaso de poliestireno.
—¡Hola! —dice alguien. Se gira y ve que es Óscar—. Bueno, ¿qué? ¿Qué
me he perdido? ¿Cómo fue la boda?
—Aburrida —responde mientras guiña un ojo—. Pero vamos a lo
importante: ¿este mundo tiene ya a otro Martínez al que aguantar o no?
Óscar es alto y larguirucho, sus rizos rubios hacen que la mayoría de la
gente lo confunda con un gringo. Se le dibuja una sonrisa en la boca
mientras saca la cartera.
—Mijo nació el sábado por la mañana. Tres kilos setecientos, cincuenta
centímetros de largo y muy bien dotado. —Óscar levanta las cejas de forma
sugerente.
—¡Ay, Óscar! —Lore se ríe y le da un golpe en el hombro. ¿Qué les pasa
a los hombres, que empiezan esto de presumir de pene desde que uno nace?
—. ¡Felicidades! ¿Cómo está Natalie?
—Bien, bien. —Sonríe y Lore puede ver el asombro en su rostro, el
mismo con el que la miró Fabián tras dar a luz a los cuates, maravillado por
su poder y sacrificio. Espera que Natalie lo disfrute, porque no dura.
Esa tarde, cuando suena el teléfono de su despacho, responde sin levantar
la vista de los papeles que está revisando.
—Hola, me gustaría hablar con la señora Crusoe —dice el interlocutor en
un inglés con mucho acento. Lore está a punto de decir que se ha
equivocado de número cuando reconoce la voz y la broma con el apodo:
Andrés.
Se levanta de la silla con un estruendo, sostiene el teléfono mientras rodea
el escritorio y cierra la puerta del despacho de una patada.
—¡Andrés! Hola. ¿Cómo ha conseguido este número?
—Llámeme Sherlock Holmes —dice riendo—. Espero que no le importe.
Después de despedirnos, me di cuenta de que no le había…
—¡Claro! —le corta Lore, y acto seguido se muerde el labio. No. ¡Claro
que le importa! Lleva todo el día intentando no pensar en él, las escenas del
fin de semana se repiten en algún recoveco de su mente, todo un mundo que
se expande en secreto—. Bueno, ¿y cómo está? —pregunta finalmente.
—La… la he echado de menos —dice Andrés, casi con timidez—. Debo
sonar ridículo.
—No. —Las mejillas de Lore empiezan a enrojecer—. Para nada.
—Menos mal. Nunca se me ha dado bien ocultar lo que siento.
Lore agarra un bolígrafo y empieza a balancearlo para dar golpes con los
extremos en el escritorio.
—¿Lo ha intentado alguna vez?
—Por supuesto —dice Andrés, y le cuenta sobre su compañera de
laboratorio en la clase de Química de la universidad. Llevaba todo el
semestre enamorado de ella y, finalmente, tras quedarse estudiando juntos
hasta tarde, se besaron—. Mis amigos me decían que me hiciera el remolón:
«Tranquilo, tranquilo, a las chicas no les gusta que les respiren en la nuca».
Así que pasó toda una semana y no hice nada.
Lore suelta un chasquido de desaprobación.
—Exacto. Empezó a ser más y más fría, ya no se reía de los chistes,
cancelaba las sesiones de estudio… Pero, no sé ni por qué, pensé que
aquello era algo bueno.
—¿Que estuviera molesta?
—Claro —dice Andrés, inexpresivo—. Porque, obviamente, significaba
que quería que le pidiera salir.
—¿Se lo pidió?
—Justo antes de que le pidiera al profesor que la dejara cambiar de
compañero de laboratorio. Nunca más volvió a hablarme.
Lore se ríe y Andrés se ríe con ella. Vuelve a asombrarse de la facilidad
que tienen para conversar, de la facilidad con la que Andrés comparte
historias de su pasado romántico, por muy inocente que sea. Se pregunta
cómo habría sido Fabián si lo hubiera conocido de adulto. ¿Le habría
hablado de sus exnovias y de sus antiguos desengaños? Por algún motivo,
cree que no habría sido el caso. Fabián podía estar horas hablando del
futuro, obsesionado con los objetivos, el progreso, el destino. A ella, esta
faceta de él le encantaba cuando tenía diecisiete años y la mayoría de los
chicos no veían más allá del viernes por la noche. ¿Pero de adulto? Se lo
puede imaginar perfectamente diciendo: «¿Qué importancia tiene eso?».
—¿Y a usted? —pregunta Andrés, con una sonrisa en la voz—. ¿Le gusta
ocultar sentimientos?
Lore no sabe qué responder. ¿Acaso ahora mismo no está ocultando
sentimientos? Finge ser alguien a quien Andrés puede llamar sin culpa ni
resentimiento. ¿Esta es ella ahora? ¿Una farsante?
Ella y Fabián se conocieron en una cita doble. Su amiga de la infancia,
Jenny, lo había organizado; era la segunda cita que Jenny tenía con Fabián y
le pidió que trajera a un amigo para Lore. Arturo era otro jugador de fútbol
de la Universidad San Martin. Tenía todavía las facciones de niño excepto
por la sombra de un bigote que asomaba por encima del labio. Usó las
cortezas de su pizza como si fueran baquetas para marcar el ritmo de una
canción en la mesa de la pizzería Wizard Wick. Jenny no dejaba de mirar a
Lore con los ojos brillantes y le daba patadas por debajo de la mesa con una
de las botas hechas de retazos que había comprado en su último viaje a
Payless. Pero la atención de Lore se centraba en Fabián. De hombros
anchos y silencioso, con unos ojos marrones y rápidos que hacían que Lore
se preguntara en qué estaría pensando y, muy a su pesar, en si realmente le
gustaba Jenny.
Los cuatro salieron dos o tres veces más. La forma en que Fabián y Lore
aprovechaban cualquier oportunidad para estar a solas era sutil.
—Tú ve a por las entradas, yo iré a por los bocadillos —le decía Lore a
Arturo, y Fabián le daba un billete de cinco dólares a Jenny para las
entradas y preguntaba:
—¿Palomitas va bien?
Años después, no se ponían de acuerdo al hablar de esto, pero Lore
recuerda que Fabián, en esta misma cola del Teatro Plaza, dijo:
—Creo que voy a romper con Jenny.
Él tenía la vista fija al frente y, por un momento, Lore pensó que lo había
escuchado mal. Luego la miró con un interrogante en los ojos y ella dijo:
—Bueno, yo voy a romper con Arturo.
Aunque «romper» era una palabra demasiado fuerte para aquello. En
realidad, todavía eran dos extraños que, simplemente, se habían acercado
como imanes rotos que eran fáciles de separar.
Y sí, esto hizo que su yo adolescente se destapase como una no muy
buena amiga. Pero no hubo ninguna farsa. Cuando Fabián le sonrió, ella le
devolvió la sonrisa. Y cuando Jenny la llamó llorando después de la ruptura,
Lore no lo negó cuando le reclamó:
—Le gustas tú, ¿no? Y a ti te gusta él.
Solo dijo que lo sentía y, cuando Jenny colgó después de llamarla puta,
aceptó en silencio que esa amistad que había comenzado en primaria, antes
de la Primera Comunión, probablemente había terminado. Así que quizá fue
egoísta, pero en ningún momento fingió que no lo era y eso indicaba que
tenía cierta integridad, ¿no? Así que esto, lo que pasa ahora, lo que está
haciendo, o lo que deja de hacer, no es lo que ella es.
—No —le responde a Andrés—. No me gusta ocultar sentimientos.
Hablan durante casi veinte minutos más. La llamada le debe estar
costando una fortuna a Andrés, aunque no muestra ningún deseo de colgar.
Se ríen de cómo hablaron en español en la boda y ahora en inglés porque
ella está en Estados Unidos; reconocen que son diferentes en cada idioma,
más limitados en la expresión en el segundo, así que Andrés vuelve a hablar
en español, esta vez tuteándose, y Lore siente un escalofrío de
reconocimiento, como si una canción hubiera tocado un recuerdo, y cuando
él le pregunta por qué está callada, ella dice que está pensando en el Bosque
de Chapultepec. Andrés suspira y ella juraría que puede sentir ese aliento en
su oído.
—Me encantó besarte —dice él con una voz grave e íntima.
Lore nota un lento y delicioso ardor en el pecho.
—A mí también —susurra.
Su oficina, de repente, se le hace extraña. El reloj de madera y metal de la
pared, la alfombra de plástico bajo la silla, la impresora matricial con sus
resmas de papel… Con la emoción ilícita ante ese recuerdo compartido,
todo le es ligeramente extraño ahora, distinto.
Aunque la pregunta sigue en el aire: ¿Y ahora qué? ¿Qué pasa cuando dos
personas, por una noche, se acercan tanto y quieren volver a hacerlo? ¿Qué
pasa cuando uno de ellos ya está comprometido con otro?
Lore mira el reloj y vuelve a la realidad. Es hora de recoger a los cuates.
—Andrés, me tengo que ir. Pero… me alegro de que hayas llamado.
—¿Puedo volver a llamarte? —pregunta él apresuradamente—. ¿El
viernes, tal vez, si puedo? Tengo horario de oficina…
¿Qué habría pasado si hubiera dicho que no? ¿Y si hubiera cerrado esa
puerta que a duras penas se estaba empezando a abrir? Los tres —Lore,
Andrés y Fabián— podrían ser felices, desconocedores de los oscuros
destinos que habían eludido. Los tres podrían seguir vivos.
Pero no hay un futuro alternativo. Solo existe el que Lore crea con una
palabra:
—Sí.
CASSIE, 2017
[Nombre del testigo], que vive en [dirección del testigo], saludó cuando
un coche aparcó en la entrada de Fabián y Dolores Rivera. Al principio,
creyó que se trataba de la Sra. Rivera, que siempre aparcaba en la
entrada, pero, en su lugar, apareció un hombre desconocido, que más
tarde fue identificado como la víctima, Andrés Russo. [Nombre del
testigo] estaba descargando la compra cuando el Sr. Russo llamó a la
puerta de los Rivera. [Nombre del testigo] afirma que le llamó la
atención cuando oyó al Sr. Russo decir: «¡Esa, ahí, esa es mi mujer!»,
mientras señalaba algo dentro de la casa. El Sr. Russo mostró entonces
algo al Sr. Rivera; [nombre del testigo] no pudo identificar el objeto.
[Nombre del testigo] declara que el Sr. Rivera gritó: «¡Salga de mi puta
propiedad!». [Nombre del testigo] declara que antes de que el Sr. Russo
volviera a entrar en su coche, le dijo al Sr. Rivera que se alojaba en el
Hotel Botanica, y que «tenían que hablar».
Lore escuchaba con todo su cuerpo. Un brillo de lágrimas hizo que sus ojos
color cobre ardieran. ¿Así era como lo lograba? ¿Con un juego de manos,
con la magia de hacerte creer en la intimidad de vuestra conexión porque
eras tú la vulnerable? Ahora que había contado la historia, una que había
guardado para mí durante tantos años, me sentía desnuda, avergonzada,
apenada. Miré la grabadora. No iba a transcribir esta parte. Me habría
gustado que fuera igual de fácil borrarla de la memoria de Lore para
recuperar el poder que le había dado. Al mismo tiempo, me sentía mareada
y con un peso menos encima, como si me hubiera desligado de algo que
llevaba mucho anclándome en un mismo sitio.
—¿Y cómo está su hermano ahora? —preguntó Lore. No había un ápice
de juicio en su tono, solo cordialidad—. ¿Qué edad tiene?
Me aclaré la garganta, intentaba que no me temblara la voz.
—Doce. Siempre me dice que todo va bien.
Sin embargo, ahí estaba su reciente llamada nocturna, en la granja. La que
aún no había devuelto. Y, además, ¿desde cuándo el silencio en nuestra
familia había significado algo que no fueran secretos?
—La culpa es una terrible compañera de cama —dijo Lore en voz baja—.
Yo tampoco podía mirar a la mía a la cara.
LORE, 1983
Por cada historia contada en voz alta, existe una historia que solo nos
contamos a nosotros mismos. Y detrás de ella, en algún lugar, a menudo
fuera de nuestro alcance, está la verdad. El truco es aprender a distinguirlas.
Y con Lore, eso iba a llevar tiempo.
Tenía planeado volver a casa el sábado, pero no podía dejar pasar la
oportunidad de verme con ella también, al menos, la mitad del domingo.
Después de salir de su casa el sábado por la noche, utilicé mi tarjeta de
crédito para emergencias y dormí en el Hotel Botanica.
Me quedé despierta hasta casi las 3 de la mañana transcribiendo todo lo
posible de nuestra entrevista. Después, como aún no podía dormir, saqué el
expediente del caso de Fabián. Le había prometido a Lore que no le
preguntaría sobre el asesinato, pero, después de haberla conocido, me
pareció aún más trágico e intrigante que Andrés hubiera sido asesinado
como resultado de sus diminutas decisiones, de todas sus justificaciones
aparentemente inofensivas. Porque a la gente no solo se la asesina en un
momento dado; se la asesina en todos los momentos que conducen a ese
acto final. Eso es lo que hace que el crimen real sea tan adictivo. Como a un
Dios, se te permite ver la intrincada cadena de eventos que conducen al
final de la vida de alguien. Te das cuenta de que todo lo que haces, cada
decisión que tomas, podría acercarte a ti también al abismo. Por un breve
instante, sientes que tu propia vida es valiosa.
Mientras hojeaba el expediente, había tres cosas que me seguían
preocupando: el motivo desconocido de la visita de Andrés, la nota que dejó
(sin información de contacto, supuestamente) que no se pudo recuperar y la
coartada de Lore para Fabián. Volví a preguntarme si ella podría haber
pensado inicialmente que él era inocente. Durante el tiempo que estuvieron
juntos, ¿alguna vez le había dado motivos para sospechar que podía ser
violento? Hasta el momento, no lo parecía.
También había algo más. Laredo era pequeño. Si Lore salió del banco,
que está en el centro, a las 17:15, tal y como había declarado y las imágenes
de seguridad habían confirmado, debería haber llegado a casa, como
mucho, quince minutos después. Su siguiente aparición pública fue a las
18:30, donde se la veía comprando helados a Mateo y Gabriel en el
Wendy's. Eso, en sí mismo, me pareció extraño: llevar a sus hijos por ahí,
de forma tan despreocupada, después de saber que Andrés estaba en la
ciudad y que, por tanto, su doble vida quizás estaba a punto de colapsar. O
tal vez por eso lo hizo, para sacarlos de casa por si Andrés se presentaba
ahí. Lo más probable era que no supiera que ya había ido y que se había
enfrentado a Fabián. Los gemelos estuvieron jugando al baloncesto en un
parque cercano con sus amigos Rudolfo Hinojosa y Eduardo Canales hasta
las seis; después, debieron tardar unos diez minutos en llegar a casa. Eso
significaba que, técnicamente, había un hueco en la coartada de Lore entre,
digamos, las 17:15 y las 18:15.
Si Andrés le hubiera dicho a Lore dónde se alojaba, ella podría haberse
presentado ahí en diez minutos. Luego, otros quince para llegar a casa, lo
que dejaba un máximo de treinta y cinco minutos para estar con Andrés.
Una cantidad de tiempo significativa pero no importante si hablábamos de
su asesinato, ya que ella estaba al teléfono con su hermana cuando murió y
Fabián había dejado pruebas condenatorias. Pero pongamos que no voy mal
encaminada: ¿por qué iba a mentir y a decir que no lo había visto?
¿Cómo había llegado todo a ese terrible final?
Eran casi las seis y me esperaban cuatro horas de viaje de vuelta a Austin.
Lore y yo estábamos en el camino de entrada a su casa, frente a frente, a
una distancia que normalmente precede a un abrazo, pero con los brazos a
los lados. Era como salir de un trance. Había tanto entre nosotras, quedaba
tanto por decir. El alcance de este proyecto parecía vasto, insondable de
principio a fin.
—Entonces —empezó Lore mientras se protegía los ojos del sol con una
mano—, ¿ahora qué? ¿Cuál es el siguiente paso?
En un mundo ideal (es decir, si tuviera dinero) alquilaría un lugar en
Laredo durante unas semanas, pasaría varias horas al día con Lore y dejaría
que las historias fueran saliendo en un sueño continuo. Pero no había forma
de conseguirlo.
—Bueno, puedo volver a bajar dentro de unas semanas —le dije, aunque
probablemente eso fuera una exageración, a menos que lo convirtiera en
una excursión de un día—. Mientras tanto, me encantaría continuar nuestras
conversaciones por teléfono.
Lore se encogió de hombros.
—Solo necesito que me digas cuándo vas a llamar y yo responderé.
—¿Qué tal a las seis de la tarde?
—Bien.
Entonces, para mi sorpresa, se acercó y trazó lo que parecía una «T» en
mi frente. Era la señal de la cruz. Pude oler el aroma a rosas de su loción
corporal y vi cada pelo gris colocado como un oropel sobre una capa
inferior de color negro. Murmuró algo en español. Noté su aliento suave en
mi cara seguido de un «Que Dios te bendiga y te proteja». Luego, me dio un
fuerte apretón en los hombros y se alejó.
Yo seguía allí plantada, inesperadamente conmovida, cuando Lore cerró
la puerta.
El horizonte de Austin parecía unas lentejuelas plateadas contra la noche
aterciopelada que me daba la bienvenida a casa.
Duke y yo cenamos tarde. Comimos queso a la parrilla y sándwiches de
ternera al estilo texano, y hablamos de Lore mientras nos bebíamos casi dos
botellas de vino. Yo apenas bebí alcohol durante la universidad. No podía
separar el temor de ver a mi padre servirse la primera copa, la rabia por lo
que había provocado en mi familia. Tenía miedo de cualquier parte de él
que pudiera estar latente en mí. Pero con Duke descubrí que el vino
suavizaba mis bordes afilados, hacía del mundo un lugar más habitable. A
veces, me preguntaba si era así como había empezado mi padre. Si todo lo
que acaba en un exceso empieza siendo solo un poco.
Como Dolores y Andrés. Vidas enteras destruidas por culpa de un baile.
Después de la cena, Duke me llevó al dormitorio y me empujó sobre la
cama deshecha con actitud juguetona. Me reí, lo acerqué a mí y dejé que me
sujetara las muñecas por encima de la cabeza. Me besó y mi cuerpo
respondió, aunque mi mente seguía pensando en Lore.
Antes de que pudiera pensarlo dos veces, murmuré contra la boca de
Duke:
—¿Te parece raro que no hayas conocido a mi familia?
Sus labios se quedaron quietos, y dejó caer todo su peso antes de
apoyarse sobre los codos. En el exterior, el pastor alemán del vecino emitió
una serie de ladridos guturales y entrecortados y la luz de los faros de un
coche barrió la habitación a través de nuestras minicortinas enredadas,
iluminando su ceño fruncido.
—No —respondió—. Bueno, tal vez al principio. Durante mucho tiempo,
pensé que era por mí. Porque no estabas segura de lo nuestro.
Se encogió de hombros, un movimiento que pude sentir más que ver, el
destello de un dolor desvanecido.
—¿En serio? No lo sabía.
Se apartó y me miró en la oscuridad.
—No quería presionarte.
—¿Y ahora? —pregunté mientras le pasaba los dedos por el pelo,
trazando el paisaje de su cráneo.
—¿Y ahora qué?
—¿Es raro?
—Bueno, ahora es normal. Es como tú eres.
La respuesta de Duke, aunque era la que pensaba que quería escuchar,
hizo que me invadiera una enorme tristeza. Lore había descrito aquellos
almuerzos dominicales con su familia con tanto detalle, con tanto amor. Me
hizo sentir dolor por algo que nunca había tenido. O que había tenido
brevemente antes de perderlo. Pero, al menos, tenía esos recuerdos de mi
madre, mi padre y yo, cuando creía que éramos felices. Andrew, no. Él
nunca había sido parte de esa familia. Solo tenía a mi padre y yo no sabía
nada de cómo era su vida en común.
Pasé el primer Día de Acción de Gracias y las primeras Navidades
después de haberme ido de Enid en casa de mi nueva compañera de piso,
ruborizándome de placer cuando, en la mañana de Navidad, también había
regalos para mí bajo el árbol. No volví a ver a Andrew hasta el verano.
Corrí hacia él, con los brazos extendidos. Él se agarró a la pierna de nuestro
padre y escondió la cara. Esos tres meses que pasamos juntos se habían
eliminado de su memoria como el unto sebáceo que yo había eliminado de
su piel. Lo sentí como otra muerte.
Sin embargo, ese mismo verano, una vez que Andrew volvió a sentir
afecto por mí, me hice cargo de su rutina de baño nocturno. Cada noche,
examinaba sus brazos regordetes y pálidos, esa barriguita tan suave, la parte
posterior de las rodillas y la nuca. Buscaba marcas que los tropezones que
yo había visto que daba no pudieran explicar. Nunca encontré ninguna. Así
que, cuando llegó agosto, me fui de nuevo. Todavía seguía pensando en su
cuerpecito sin marcas cuando necesitaba autoconvencerme de que estaba
bien, como si esa endeble «prueba» de hacía tanto tiempo significara algo,
como si eso no hubiera podido cambiar un día, una hora, un minuto después
de que me fuera.
—Eh. —Duke me tocó la mejilla y me di cuenta de que estaba llorando
cuando sus pulgares descubrieron mis lágrimas—. ¿Qué pasa?
Quería reírme. Ni siquiera sabía por dónde empezar, pero ya había
empezado. En realidad, había empezado con Lore, quizá por eso sentía el
pasado tan cercano. Era más fácil con un extraño. Era más fácil rendirse
ante la dulce y tierna atracción de la intimidad. No hay nada que perder al
exponerse. Con Duke, tenía todo que perder.
—Es que… echo de menos a Andrew —me excusé—. Soy una hermana
terrible. Me llamó cuando estábamos en la granja y aún no le he devuelto la
llamada.
Duke me acarició el pelo y me besó la comisura de la boca.
—Es difícil tener una relación cercana cuando hay una diferencia de edad
tan grande, es normal.
—Sí. —Sentí que mis ojos se volvían a llenar de lágrimas y luché contra
ellas.
Los labios de Duke encontraron los míos en la oscuridad y dejé que se
abrieran de forma automática, embotados por una decepción que no
acababa de comprender.
El restaurante no está lejos del bar La Opera. Aturdida por su éxito y por la
resplandeciente belleza del Zócalo, Lore piensa en la voz de Andrés cuando
han hablado antes desde el teléfono del hotel:
—No veo la hora.
Por algún motivo, ese «no veo la hora» sonaba a verdadero y urgente,
como si la espera pudiera matarlo.
No recuerda la última vez que sintió una anticipación tan exquisita, todo
lo que la rodea se vuelve nítido y luminoso: el torbellino de peatones, los
ventanales dorados del Palacio, el cartel de neón de Feliz Navidad que
palpita con la locura propia de cuando se acercan las fiestas. Apenas puede
tomar aliento. Su pecho es una caja de música a la que se le ha dado cuerda
una y otra vez y ya no se le puede dar más.
Anoche, le preguntó a Fabián por teléfono:
—¿Cuándo vas a venir a casa?
Fabián suspiró.
—No lo sé, Lore. Estoy haciendo todo que puedo.
Y es cierto: está cerrando ventas y, desde esta semana, dejó de cobrar su
sueldo para no tener que despedir a nadie más tan encima de las vacaciones.
—Ha pasado un mes —dijo ella.
—Y puede que sean otros seis —espetó Fabián—. ¿Cuál es la alternativa?
Lore pensó en sus padres, en el riesgo que corrieron con el préstamo, en
el cartel de Liquidación por cierre en la puerta de la tienda. Ahora, era ella
la que suspiraba.
—Tienes razón. Yo defenderé el fuerte.
Un momento de silencio, una flor que se abre.
—Gracias, equipo —dijo Fabián en voz baja—. Sé que no te lo digo lo
suficiente, pero aprecio todo lo que estás haciendo. Te aprecio.
Hacía mucho que Fabián no le decía que la apreciaba. Años, tal vez. Ella
era como un buen soldado que mantenía sus vidas regimentadas y fuera de
problemas, y a los buenos soldados no se les reconoce hasta que, tal vez, les
vuelan la pierna y les dan una medalla para colgarla en la solapa.
Demasiado poco; demasiado tarde.
Esa noche, en la ducha, se depiló las piernas. Se depiló la línea del bikini.
Se puso el sujetador y las bragas más bonitos que tenía, los de encaje negro
que compró en Bealls para el San Valentín de hacía unos años. No era más
que un cuerpo que llevaba a cabo movimientos que no significaban nada a
menos que su mente les diera un significado, y su mente se negaba a darles
un significado. Era una mujer que se depilaba en la ducha y se ponía ropa
interior bonita. Sin más.
Todavía puedes dar media vuelta, se dice cuando ve de lejos el bar. Las
ventanas son como ojos cerrados, el interior está oculto por unas cortinas
escarlata. No es demasiado tarde.
Pone la mano en el pomo de la puerta.
En el interior: cabinas de terciopelo rojo, papel pintado de damasco, arcos
y techos de madera ornamentados. Se queda en la puerta y, durante unos
segundos mortificantes, está segura de que la ha dejado plantada. Casi
espera que lo haya hecho. Entonces, vuelve a pensar en su voz grave y
ronca y es como si lo invocara: él levanta un brazo desde la barra y ella se
da cuenta, por su sonrisa, de que la ha estado observando desde que entró.
Allá vamos, piensa ella.
—Hola, doctor —saluda tratado de mantener un tono desenfadado
mientras se acerca a él.
Andrés lleva pantalones oscuros y una chaqueta de lino ligeramente
arrugada, aunque ya está bien entrado el otoño. En la penumbra, sus ojos
verdes son todo pupila. Lleva el pelo detrás de las orejas. La sombra de una
barba incipiente enmarca sus labios, que son tan perfectos que parecen
dibujados a mano. Aquellos rasgos se habían desvanecido en su memoria.
Ahora están increíblemente vívidos.
—Hola, Sra. Crusoe —dice, y ahí está esa voz, familiar pero extraña—.
Empezaba a preguntarme si ibas a presentarte.
—Perdón. —Lore se desliza contra la barra lacada en oscuro. La solapa
de su chaqueta le roza el pecho—. El cliente quería una última copa para
celebrarlo.
—¿Conseguiste el trato? —La voz de Andrés se agudiza, y Lore se ríe,
agradecida por su entusiasmo.
—Sí, a falta de ver el depósito en el banco.
Andrés sonríe.
—¿Acaso alguien puede resistirse a ti?
—Hasta ahora, no —bromea Lore, y pide un martini sucio, algo tan
glamuroso como ella se siente—. ¿Cómo fue una parte de tu día? —
pregunta con una leve sonrisa.
—Lo cierto es que —contesta él mientras sujeta el vaso de whisky—, mi
hija, Penélope, tuvo que ir al hospital esta mañana. Apendicitis. Ya sabes
que mi padre era cirujano, así que me he criado entre hospitales, pero
cuando es tu hija la que está en esa camilla… —Sacude la cabeza.
Lore abre la boca para contarle a Andrés el accidente de coche que
sufrieron ella y los cuates cuando los niños tenían cuatro años (por el espejo
retrovisor, vio la cabeza de Gabriel torcerse hacia la izquierda de tal forma,
que estaba segura de que al abrir la puerta se lo encontraría con el cuello
roto). Entonces, se da cuenta de lo que está a punto de hacer y para.
—No puedo ni imaginármelo —dice en su lugar, y espera que él pueda
notar el sentimiento en su voz, aquel sentimiento de pérdida que, aunque
solo duró un momento, a ella le parecieron un millón de años hasta que
descubrió que ambos cuates estaban bien—. Andrés, ¿qué haces aquí?
Deberías estar con ella.
Sonríe y le toca la mano.
—Gracias, pero Rosana está pasando la noche allí. Carlitos está en casa
con su padrastro.
—No sabía que Rosana se había vuelto a casar. —Lore da un sorbo a su
Martini y disfruta del amargor—. ¿Qué piensas de él?
Andrés mira fijamente la alcoba de espejos integrada en la barra de
madera, donde sus reflejos se esconden tras las oscuras botellas.
—Es bueno con ella y con mis hijos. Eso es lo único que importa.
Los hombres no quieren hablar de sus ex. Incluso ella, que solo ha estado
con un hombre, lo entiende, pero necesita saber cuán en serio va esto, cuán
en serio podría haber ido, si las cosas fueran diferentes. (Si las cosas fueran
diferentes. Curiosa la prudencia con la que su mente formula la frase).
—¿Qué pasó entre vosotros? —pregunta Lore—. Entre Rosana y tú.
Andrés no parece sorprendido por la pregunta. Apoya un codo en la barra
y rasga una servilleta húmeda sin darse cuenta.
—¿No te importa hablar de esto?
—Si me importara, no preguntaría.
Él asiente con la cabeza.
—Ya te conté que nos casamos jóvenes, a los veinticuatro años, y tuvimos
a Penélope al año siguiente. Yo todavía era nuevo en el DF, estaba
estudiando para obtener mi maestría, sentí que había mucho por vivir
todavía y que había… renunciado a ello. Así era como lo veía. Que el
matrimonio y los hijos eran un sacrificio, en lugar de un regalo.
Lore traga, la vergüenza resbala garganta abajo.
—No fui un buen marido —continúa a la vez que da golpecitos en el
borde de su vaso sobre la barra—. Me inventaba cualquier excusa para no
estar en casa: estudiar, trabajar. Entonces empecé a salir con amigos de la
UNAM. Íbamos a las cantinas más viejas, más mierdosas y más
maravillosas. Bebíamos tequila con los viejos desde la tarde hasta el cierre,
todos tratábamos de escapar de algo: las esposas, los hijos, el aburrimiento,
los recuerdos. Íbamos a bares clandestinos escondidos en sótanos y detrás
de los congeladores de los restaurantes. Íbamos a clubes y bailábamos hasta
que saliera el sol. Y, mientras tanto, Rosana estaba en casa con Penélope,
que lloraba cuando me iba y lloraba cuando regresaba. El tono de ese
maldito llanto me daba ganas de gritar.
Lore hace una mueca de dolor.
—Lo sé. —Andrés aprieta la mandíbula—. Encima, Rosana tenía
problemas con la lactancia y Penélope no quería tomar biberón. Así que
Penélope estaba hambrienta y débil, perdía peso… Y ahí estaba Rosana, sin
dormir y recuperándose de una cesárea. Entonces, un día, llegué a casa y no
estaban. Resulta que Rosana ya llevaba medio día en el hospital. Mastitis.
La infección se había agravado tanto que estuvo ingresada una semana, le
tuvieron que dar antibióticos fuertes. Y yo ni siquiera me había dado cuenta.
—Madre mía —dice Lore, sintiendo pena por Rosana.
Piensa en la de veces que Fabián se despertaba con ella para las primeras
tomas nocturnas, en cómo siempre ayudaba a colocar a los niños junto a sus
pechos y en cómo, una vez acomodada con almohadas bajo ambos brazos,
le preparaba tortillas calientes con mantequilla para que recobrara energías.
Cuando sus pezones se agrietaban y sangraban, él les aplicaba vaselina con
la punta del dedo meñique. Los dos estaban muy cansados, pero ella
recuerda esas primeras semanas con un cariño borroso, el recuerdo sensorial
de piel contra piel. Esto fue antes de que llegara la ansiedad de Lore, con
todas aquellas terribles fantasías sobre la muerte. Antes de que el poder de
verla dar a luz se desvaneciera de la memoria de Fabián. Antes de que la
cruel banalidad de la maternidad se impusiera.
—Lo sé —dice Andrés—. Su padre me dijo que era el momento de dar un
paso al frente y mejorar, pero yo no sabía cómo hacerlo. —Da los últimos
sorbos al aguado whisky—. Tuvieron que pasar dos años antes de que,
finalmente, entrara en razón. Para entonces, ya era demasiado tarde. Rosana
nunca volvió a verme de la misma manera.
—Pero ¿cuánto tiempo estuvisteis casados después de eso?
Andrés sonríe irónicamente.
—Diez años.
—¿Y en todo ese tiempo…?
—Fuimos buenos el uno con el otro. —Detrás de ellos, se escucha un
repentino estallido de risas. Andrés espera a que el grupo se calme antes de
continuar—. Pero nunca más hubo esa intimidad, ni siquiera cuando quedó
embarazada de Carlitos. Pensé que un nuevo bebé era nuestra oportunidad.
Para entonces, no necesitaba mi ayuda. No existe en el mundo una madre
más capaz —dice con un inconfundible orgullo y, por primera vez, Lore
siente cómo se le clava un dardo de celos, directo al corazón.
—¿Y por qué terminó finalmente? —pregunta.
—Encontró a alguien a quien podía ver con ojos nuevos.
Lore se obliga a mirarle, en lugar de a las aceitunas de su vaso vacío.
—¿Tuvo una aventura?
—Echando la vista atrás, me sorprende que no hubiera ocurrido antes. —
Andrés le hace un gesto al camarero y piden otra ronda—. Ya no la culpo,
pero mentiría si dijera que no la odié durante un tiempo. Todos esos años
expiando, ¿y para qué?
Lore siente cómo algo se le rompe lentamente en el pecho. Él se merece
algo mejor que lo que ella está haciendo. Si continúan, ella va a hacerle
daño. Va a hacerles daño a todos. Siente esto de la misma manera que un
volcán inactivo debe sentir su propio potencial de destrucción. Aunque, en
este momento, el calor es un ardor, está contenido. Puede controlarlo. Lo
controlará.
Andrés se ríe, incómodo.
—Bueno, si ya pensabas de antes que no era un buen partido…
Lore desliza una mano hacia la parte posterior de su cabeza y, antes de
pararse a pensarlo, antes incluso de estar decidida, atrae su boca hacia la de
ella. Los labios de Andrés se abren a la vez que apoya una mano debajo de
sus caderas, donde ella desea que la toque, que la apriete, que la arrastre
más cerca. Al cabo de unos instantes, levanta esa mano para acariciar su
nuca, un toque tan íntimo que la hace estremecerse. Hay un rugido sordo en
sus oídos y algo se desprende, una parte de ella, justo en el momento en el
que se revela otra parte.
—Mmm. —Andrés suspira, sonriendo, mientras se alejan—. Llevo tres
meses pensando en esto.
—Yo también. —Lore agarra, temblando, su martini, sin darse cuenta de
que se lo han cambiado. Parpadea con fuerza contra las lágrimas para
obligarlas a desaparecer.
—¿Y qué hay de ti? —pregunta tan suavemente como lo permite el ruido
del bar—. ¿Cuándo fue tu última relación?
Lore se paraliza. Todavía no le ha contado ninguna mentira, aparte de que
la línea telefónica de su casa tiene problemas para recibir llamadas, y no
quiere empezar. Una vez que lo hace, ve cómo las mentiras se acumulan,
ladrillo tras ladrillo, en una fortaleza diseñada para proteger, pero la
protección significa separación, significa que nunca estarán tan cerca como
él cree o ella quiere, y un error, un detalle mal recordado, será suficiente
para derribar todo el conjunto, enterrándolos a ambos bajo sus escombros.
—El año pasado —dice ella. Al fin y al cabo, piensa, es cierto: ella y
Fabián estuvieron juntos el año pasado, igual que lo han estado cada año
desde que ella tenía diecisiete años.
—¿Cuánto tiempo?
—Fuimos novios en el instituto. —Lore se odia a sí misma por hablar de
Fabián en tiempo pasado, por hablar de él. Él no debe estar aquí, con esta
versión de ella. Toca su medallón, una disculpa silenciosa. Es peligroso
llevarlo, pero también es importante mantener este trozo de Fabián y los
cuates cerca. El anillo de boda está guardado en el compartimento interior
de su bolso.
Andrés levanta las cejas.
—Así que estuvisteis juntos tanto tiempo como Rosana y yo. —Lore
asiente—. ¿Qué pasó?
Cuando Lore, muchos años después, piense en esta pregunta,
comprenderá que no fue la recesión o la soledad lo que la trajo aquí. No fue
que ya no amara a Fabián o que quisiera que su matrimonio terminara. Era
otro tipo de anhelo. Una sospecha desconocida de que había más en ella de
lo que había llegado a comprobar, y solo enamorándose podría descubrirlo,
porque solo entonces volvemos a ser nuevos para nosotros mismos.
—No estoy muy segura. —Lore pasa la punta de un dedo por el borde del
vaso y trata de no imaginar a Fabián ahora mismo, dando vueltas en la
habitación de invitados de Joseph Guerra—. Tal vez, simplemente, nos
alejamos el uno del otro.
—¿Os separasteis, quieres decir? —pregunta Andrés y, después de un
momento, Lore asiente, aunque en realidad no era eso lo que quería decir.
Beben una ronda más en el bar La Ópera y, entonces, Andrés toma a Lore
de la mano y se chocan con la gente entre la multitud, riendo, para que él
pueda enseñarle un agujero en el techo de yeso; un recuerdo,
supuestamente, de una de las balas de Pancho Villa. En el momento en que
se pasean por el Zócalo de la mano, Lore está llena de felicidad con sabor a
martini. En algún momento, a pesar de las risas de Andrés, ella se quita los
tacones de charol y los mete en el bolso. Prefiere el polvo de la calle a las
ampollas hinchadas.
Finalmente, Lore levanta la vista para mirarlo y pregunta:
—¿Has traído la moto?
Con los pies descalzos, su cabeza le llega justo al hombro. La luz de la
luna suaviza sus rasgos, aunque su perfil mantiene una seriedad
aristocrática.
—Sí, pero no estoy seguro de que estés en condiciones de montar —dice
mientras le da un codazo juguetón.
Lore se ríe. En su ciudad, la gente se refiere a los tiempos de conducción
por el número de cervezas que se pueden beber durante el trayecto: de
Laredo a San Antonio son tres cervezas si te lo tomas con calma; de Laredo
a Houston es un paquete de seis.
—Todo lo que tengo que hacer es sujetarme, ¿no? —pregunta Lore.
—Bueno, sí. —Un brillo aparece en sus ojos—. Con fuerza.
—Estoy bastante segura de que puedo hacer eso.
—Entonces… ¿te dejo en tu hotel?
—Pensaba que querías mostrarme las vistas desde tu apartamento.
Y entonces se apresuran, como si ambos supieran que ella podría cambiar
de opinión en cualquier momento. Las manos de Lore tiemblan al volver a
ponerse los zapatos. Se pega a él, aprieta los muslos alrededor de los de él y
rodea su cintura con los brazos. Él le ha vuelto a dar su casco y, cada vez
que frena, el peso de este tira de la cabeza de ella hacia delante hasta chocar
ligeramente con la de él. Puede ver la sonrisa de Andrés en el espejo lateral.
Se queda mirando sus manos agarradas al manillar y se las imagina
deslizándose por su tórax, rodeando los pechos, rozando los pezones con los
pulgares. Para cuando llegan a Tlatelolco, un complejo residencial tan
grande que parece una ciudad dentro de otra, está desesperada por saber qué
debe sentirse al tenerlo dentro.
Aparcan y suben al ascensor hasta la décima planta del edificio de
Andrés. Se quedan de pie contra la pared, con la tensión crepitando entre
sus cuerpos hasta que se abren las puertas y Andrés la conduce a su
apartamento, tanteando la llave, riendo.
—Ya hemos llegado. —Andrés se hace a un lado para que ella pueda
echar un vistazo al pequeño sofá marrón, a la silla de cuero arrugado y a las
estanterías abarrotadas que ocupan toda una pared. Puede ver varias fotos
enmarcadas de 20x25, seguramente de sus hijos, aunque no logra distinguir
sus caras desde donde está. Hay una mochila azul de niño en un rincón, un
ejemplar de Pedro Páramo abierto en la mesita de centro de madera. La
alfombra está desgastada en algunas partes y a las paredes azul pálido les
vendría bien una nueva capa de pintura, pero ¡las vistas! Desde los tres
grandes ventanales de la sala de estar, una lluvia de luces brilla ante ellos.
—Es precioso —murmura Lore.
—Sí —dice Andrés, aunque la está mirando a ella.
Ella le quita la chaqueta, sus manos hacen un recorrido desde su espalda
hasta la curva de su culo y le agarra las nalgas. Él la levanta y ella le rodea
con las piernas mientras se dirigen a trompicones hacia un corto pasillo.
Abre de un empujón una puerta con la mano libre y ya están en su cama;
una cama simple, sin el toque femenino de tener media docena de
almohadas. Lore quiere que se dé prisa, que le haga cruzar la línea más allá
de lo irreversible. Él se toma su tiempo. Aparta la tela centímetro a
centímetro para presionar con sus cálidos labios cada nuevo trozo de piel.
Ella se retuerce, gime; él se ríe suavemente y se muerde el labio inferior
mientras levanta la vista tras bajarle la cremallera.
—¿Todo bien, Srta. Crusoe?
—¡No! —Ella se mete los pulgares por la cintura de los pantalones e
inclina las caderas para quitárselos. Él le agarra las muñecas y las sujeta
contra la cama.
—¿Por qué tanta prisa? —pregunta Andrés con ese tono perverso que a
veces tiene por teléfono y que suena más sexy porque le sorprende su
reacción y aún más por escucharla en persona, con ese brillo en los ojos que
tiene a juego.
Le besa las piernas mientras le baja los pantalones: el interior de las
rodillas, los tobillos. Le saca los pantalones sin quitarle los zapatos y se
toma un momento para mirarla. En el hotel, antes de la cena, ella había
hecho lo mismo: estudiarse en el espejo. El pelo negro, suavemente rizado
por los rulos eléctricos. Los ojos ahumados y deseosos de que la noche la
lleve donde la tenga que llevar. El cuerpo, recatado en una blusa de seda
blanca metida dentro de unos pantalones negros, con su cinturón dorado
favorito ondeando a la luz. ¿Pero debajo de todo eso? Se había quedado
observando los pezones grandes y oscuros como dianas y la turgencia de
sus pechos con ese sujetador de encaje negro, sabiendo que, sin su soporte,
colgarían más abajo que antes de que las hambrientas bocas de los chicos
los encontraran. La robusta anchura de sus caderas y la suavidad de su bajo
vientre, las estrías, finas y blanquecinas, que serpenteaban como una cinta
métrica desde los muslos hasta el culo; un culo demasiado grande para el
pequeño trozo de tela que pretendía cubrirlo. Si la viera así, ¿podría
adivinar que es madre?
Ahora, ella contiene la respiración a la espera de que él vea toda esta
historia en su cuerpo. Lo único que dice es:
—Por Dios, eres hermosa.
Y ella se siente hermosa, no solo bajo la mirada de Andrés, sino también
bajo la suya propia. Aprecia el brillo dorado de su piel a la luz de la luna, la
suavidad de su cuerpo, la fuerza de sus curvas. Entonces, él le desata los
zapatos y se los quita con cuidado. Ella se acuerda de sus ampollas
burbujeantes y de lo sucias y negras que debe tener las plantas. Él se ríe,
confirmando sus temores.
Ella también se ríe y levanta los tobillos.
—Voy a ensuciar la cama.
—¿De verdad crees que me importa?
Los labios de él se acercan al interior de sus muslos. Ella jadea cuando la
besa a través del encaje negro. El calor provocador de su aliento, el roce de
un dedo contra la tela que, al rozarle la piel, siente fría por su propia
humedad. Gime y levanta de nuevo las caderas para frotarse contra las
manos de él, que se deslizan por su cuerpo. Le mete la lengua en la boca y
aparta el encaje. Un dedo, luego dos, hundidos profundamente en ella,
moviéndose. Cuando está ya desesperadamente cerca de llegar, saca los
dedos y arrastra las bragas con ellos, dejándola sin aliento ante la realidad:
ya está hecho.
Mira los ojos de Andrés, la ferocidad del deseo, y agarra sus pantalones y
bóxers por la cadera. Saca un preservativo de un cajón de la mesita y se lo
pone con una pericia rápida y febril, lo cual hace que ella se pregunte quién
fue la última que estuvo en su cama y cuándo. Y, entonces, con una
pregunta en los ojos que Lore responde envolviendo las piernas a su
alrededor, se desliza dentro de ella y hace que tenga que ahogar un jadeo.
Sus cuerpos encuentran rápidamente el ritmo, otro, y luego otro. Ya no
queda espacio para la duda o la recriminación. El sudor de Andrés huele a
algodón húmedo y ella lo besa en su piel, lo lame con sus labios. Es
exactamente como ella imaginaba, excepto por una cosa: Fabián, que
observa desde la esquina.
¿Por qué?, pregunta Fabián. ¿Qué he hecho?
Nada, le dice Lore, queriendo que mire hacia otro lado, pero también
queriendo que siga mirando, que la vea de verdad. No es por ti.
Al acabar, Andrés apoya su frente contra la de ella. Respira con dificultad
y Lore no está segura de lo que se supone que viene después. En su casa,
Fabián la saca, le da un beso y se queda dormido al instante, mientras que
ella se escabulle de la cama para limpiarse, orinar y, así, evitar una
infección de orina. En casa, el sexo es casual y sin complicaciones, como
cualquier otra actividad física necesaria pero mundana. Después, la vida se
reanuda. Y eso no es malo. Cuesta conseguir ese tipo de comodidad y
confianza. La capacidad de reírse de los sonidos que hacen sus cuerpos —
los golpes de la carne blanda, los ruidos de un vientre lleno—, de tener sexo
a la luz del día (no es que lo hagan a menudo, con dos casi adolescentes y
tantas cosas en sus vidas, pero aun así), donde cada bulto y cicatriz y estría
tiene una historia que ambos entienden.
¿Pero es suficiente?
Más tarde, Lore verá que fue entonces cuando se le ocurrió la idea, poco
definida y a medias. Que quizá no todas las aventuras se deban a una
carencia en la relación primaria; quizás algunas sean un simple
complemento. Quizá cada relación pueda iluminar diferentes partes del ser,
como un prisma girado primero hacia un lado y luego hacia el otro, hacia la
luz. Quizá amar y recibir el amor de una sola persona a la vez sea atrapar al
yo en una versión única y congelada, y es esto lo que nos hace buscar en
otra parte.
—¿Qué tal una ducha? —Andrés besa la mandíbula de Lore y ella se
estremece, hipersensible.
—Vale —contesta, sonriendo.
Al apartarse, vuelve a ser consciente de sí misma. Andrés sigue mirándola
con desnudo aprecio y ella trata de volver a verse así.
En el baño, Andrés enciende solo una luz tenue. Abre los grifos, prueba el
agua y, antes de tirar de la palanca para cambiar la bañera por la ducha, saca
una pequeña toalla de debajo del lavabo.
—Siéntate —dice con una sonrisa mientras señala el borde más alejado
de la bañera.
Lore obedece sin entender, sorprendida por el erotismo de su
incertidumbre. Entonces, Andrés se arrodilla junto a la bañera, sumerge la
toalla en el agua caliente y comienza a lavarle los pies con suavidad.
CASSIE, 2017
Cuatro veces. Cuatro veces tuvo sexo Lore con un hombre que no es su
marido. Y esta mañana le preparó un café de olla y le dijo:
—Quédate en la cama, yo te lo llevo.
Parecía tan feliz y en paz que ella a duras penas podía mirarlo a los ojos.
Ahora, mientras conduce hacia la casa de Marta para recoger a los cuates,
su cuerpo está sensible y dolorido. Es un guardián de secretos.
Cuando Marta abre la puerta, la casa está en silencio. Huele a desayuno
con tocino y chorizo.
—Supongo que aún no has ido a casa —dice Marta mientras abraza a
Lore.
—No, he venido directamente aquí. —Lore da un paso atrás, tiene un
temor irracional a que Marta note algo diferente en ella—. ¿Por qué?
Marta sonríe con picardía.
—Bueno, ve.
Unos minutos después, Lore ya está en su barrio. Hace solo unos años,
todos los carteles de venta habrían provocado una oleada de entusiasmo. Es
un mercado de compradores, le habría dicho a Fabián. Ahora, cada cartel es
una muestra de la desesperación que hay detrás de esas ventanas con
cortinas. Antes pensaba que tener una casa significaba que lo habías
logrado. Ahora, entiende que nunca eres dueño de nada. Estas casas de
estilo rancho son poco más que escenografías; se pueden guardar en los
bastidores mientras tú estás ahí, cepillándote los dientes por la mañana.
La ve a media cuadra de distancia: la camioneta de Fabián. Está aparcada
en su estrecha entrada, donde Lore suele aparcar. Se lleva los dedos hacia
los labios hinchados. ¿Qué hace aquí? Se supone que no iba a volver hasta
Acción de Gracias, dentro de casi dos semanas. No está preparada. Su yo de
Ciudad de México, su yo de Andrés, está medio expuesto. Todavía puede
sentir las manos de Andrés sobre ella cuando se despertaron esta mañana,
ese recorrido desde el tobillo hasta la curva de su cadera, sus costillas, su
pecho y, luego, de nuevo hacia abajo, con sus piernas entrelazadas. La
forma fuerte y rítmica en que se movía. Tiene la barbilla y la nariz
enrojecidas por la barba.
¿Cómo va a ser capaz de mirar a Fabián? ¿Cómo va a ser capaz de
mirarse a sí misma? Sin embargo, no se arrepiente. No puede. ¿Y cómo es
eso posible? ¿Cómo puede existir la vergüenza sin remordimiento?
Lleva el coche a la cochera, pero la cadena de la puerta está suelta y el
hierro forjado está atascado a un tercio de su recorrido. Antes de dar la
vuelta hacia la parte de delante, Lore baja el espejo de la visera y toma el
bolso para maquillarse, pero la puerta trasera se abre de golpe. Ahí está
Fabián sonriendo, cansado, mientras los cuates lo empujan y se ponen los
guantes de béisbol. Lore aparca en la calle y apaga las luces.
—¡Mamá! —Gabriel la llama, sorprendido, cuando ella sale—. ¡Ya has
llegado!
Lore agradece poder ganar algo de tiempo al acercar los cuerpos
desganados y reacios de los cuates hacia ella. Cuando eran pequeños, solían
sentarse en sus pies y ella los arrastraba por el pequeño salón llamándoles:
—¿Mateo? ¿Gabriel? ¿Dónde estáis? ¿Y por qué me pesan tanto las
piernas?
Ellos amortiguaban los chillidos en sus rodillas, como si la risa los
delatara. Lore se siente así ahora: intentando ocultar lo evidente.
—Siento haberte robado el sitio. —Fabián señala la cadena suelta—.
Tengo que arreglar esta puerta, no es muy buena publicidad, ¿verdad?
Lore se ríe débilmente y, con unos pasos largos, cruza a su encuentro.
—¿Sorprendida? —pregunta Fabián en voz baja, acercándola.
Lore se sienta en una de las tumbonas de plástico duro para ver cómo
Fabián lanza la pelota de béisbol a Gabriel y Mateo. La hierba está seca y
llena de parches. Se le olvida encender los aspersores. Le da vergüenza que
Fabián lo vea así. Lo siente como un fracaso. Casi se ríe. ¿El césped es un
fracaso?
La luz del sol otoñal está menguando y ya refresca cuando Gabriel le
grita:
—¿Pizza Hut?
—¡Claro! —Lore ya está de pie, aliviada de poder entrar, de dejar que su
expresión se asiente sin temor a lo que pueda revelar. Hace el pedido
familiar y se pone a ordenar la ropa. Fabián entra en el pequeño espacio
quince minutos después y le pone los brazos alrededor de la cintura y la
barbilla sobre el hombro. Se tensa, pero se obliga a relajarse.
—Os he echado de menos —dice con los cálidos labios en su cuello.
Ella cierra los ojos.
—Nosotros también te hemos echado de menos.
Esa noche, después de la pizza, Fabián enciende un fuego en la chimenea
y los cuatro tuestan malvaviscos, los bordes se oscurecen, se caramelizan,
se derriten pegajosos y dulces en la boca. Más tarde, en la cama, Lore y
Fabián no hablan de la tienda, ni de Austin, ni de la recesión. Ella espera no
desearlo, no el mismo día que a Andrés. Pero está feliz de que Fabián esté
en casa, feliz de que los haya extrañado. Siente que es natural e instintivo
desear estar cerca de él. Se pone a horcajadas encima de él y su pelo le
barre la cara hasta que él la sujeta por detrás del cuello con una mano y
ambos se corren con poca diferencia de tiempo, lo más sincronizados que
han estado en muchos meses.
El sentimiento de culpa la invade después, como la réplica de un
terremoto, y su estómago se agita tan violentamente que se tiene que
levantar de la cama e ir corriendo al baño. Las náuseas desaparecen tan
repentinamente como llegaron. Agarrada al borde del lavabo, se mira en el
espejo.
—¿Quién eres? —susurra.
Ese primer fin de semana, hay tantos momentos en los que el secreto casi se
le escapa de la boca antes de que pueda volver a tragárselo. Luego, el
domingo por la noche, Fabián vuelve a marcharse a Austin y el secreto
parece enroscarse, dar vueltas y asentarse en su vientre, contento de
permanecer oculto. Se acabó, se repite a sí misma. Se acabó.
Su determinación dura hasta el lunes, cuando Andrés la llama al banco.
Pronto es como una adicta, prometiéndose que esta es la última llamada, no,
esta. Entonces el Sr. de la Garza abre su CD jumbo y vuelven a enviar a
Lore al DF.
Una vez más, Marta y Sergio cuidan de los cuates mientras Lore y Fabián
están fuera. Esta vez, Lore está en el DF tres días y dos noches, ninguna de
las cuales pasa en la cama del hotel.
Antes de su tercer viaje, Andrés le pregunta si quiere conocer a sus hijos.
—Ese fin de semana me toca con ellos —explica.
La casa de Lore está en silencio a medianoche. Piensa en los cuates, que
duermen al otro lado del pasillo mientras habla con Andrés. Imagina la fe,
la esperanza que se necesita para traer a alguien nuevo a tu casa, para
presentárselo a tus hijos sabiendo que esa persona podría romperles el
corazón. Lore no quiere ser esa persona.
—¿No crees que…? ¿No te parece demasiado pronto? —pregunta ella,
haciendo una mueca.
—A mí, no —responde—, pero si a ti sí, lo entiendo. Sé que quizá sea
mucho pedir, pero, ya sabes, somos una especie de pack.
Lore exhala lentamente.
—Claro —dice—. Claro.
En el DF, Lore va directamente donde han quedado para comer y tener la
reunión antes de tomar un taxi a Tlatelolco. Tiene la boca seca y abre un
chicle Big Red antes de llamar a la puerta. Andrés responde de inmediato,
como si la hubiera estado esperando, y la abraza. Ella puede sentir su
corazón palpitante bajo el jersey azul oscuro.
—Acaban de llegar del colegio —le dice al oído—. Voy a por ellos.
Lore no sabe qué hacer, así que se queda allí hasta que Andrés guía a los
niños hacia la puerta. Penélope tiene quince años y la altura de Lore. Es
delgada, como lo son los cuates cuando acaban de pegar un estirón, y lleva
una diadema roja que mantiene el espeso pelo negro alejado de unos ojos
oscuros que ahora la están evaluando. Carlitos es exactamente el tipo de
chico con el que se mete Gabriel en el colegio. No es nada grave, pero Lore
no es ciega: si Mateo no fuera su gemelo, si se pareciera a Carlitos, con esas
gafas y esos rizos rebeldes, probablemente Gabriel también se metería con
él.
—Penélope, Carlitos —dice Andrés con una sonrisa—, quiero que
conozcáis a Lore. Mi… novia. —Mira a Lore, inseguro y arrepentido, como
si justo se diera cuenta de que es la primera vez que le ponen un nombre a
aquello.
Todo está sucediendo muy rápido, pero ¿qué otra cosa puede hacer ella en
este momento que no sea sonreír y estrechar la mano de los chicos? El
alivio de Andrés es palpable mientras decoran el árbol y, en un momento
dado, desliza un brazo sobre los hombros de ella, inclina la cabeza para
besarla y le susurra:
—Novia.
Lore pilla a Penélope observándoles. La forma en que la mira parece
penetrarla y gira la cara en el último momento.
Al día siguiente, van a ver Historias de Navidad y Lore llora en la
oscuridad del cine porque ella y Fabián habían planeado llevar a los cuates
y, de alguna manera, esto sí que la hace sentir como una infiel. Es
demasiado. Una familia totalmente diferente. Pero no puede alejarse porque
poco tiempo después también está enamorada de ellos. Le encanta la forma
en que Penélope y Andrés hablan de libros, con la cara enrojecida y
gesticulando mucho con los brazos.
—No, no, ¡escúchame!
Andrés mira a Lore y le sonríe a hurtadillas mientras hace debatir a
Penélope para después reírse y admitir que tenía razón. Entonces vuelve a la
carga:
—¿Y sabías que…?
Él siempre sabe algo más, con esa mente curiosa y profesoral, y Penélope
escucha con entusiasmo y asiente mientras Lore y Carlitos se sonríen el uno
al otro, coconspiradores en su acuerdo tácito de ser el público, de disfrutar
del espectáculo de Andrés y Penélope.
En la primavera de 1984, los viajes se vuelven más regulares,
programados: Lore en el DF una semana al mes, los cuates con Marta y
Sergio durante ese tiempo. A veces, después de la cena, Penélope se tumba
en el sofá con la cabeza en el regazo de Lore y los pies en el de Andrés.
—¿Me tocas el pelo? —pregunta, sonriendo a Lore, y el corazón de Lore
se paraliza: al final, sí podría tener una hija.
Cuando Carlitos tiene problemas con los deberes de matemáticas, es a
ella a quien le pide ayuda, y ella quiere reírse. Aquí está, en un país
diferente, con un hombre diferente y dos hijos diferentes, e igualmente tiene
que resolver qué es la x, como si cualquier elección que pudiera hacer en
esta vida terminara con ella en una mesa de cocina al lado de un niño de
doce años que huele a sudor mezclado con el típico aroma infantil de las
virutas de lápiz. ¿Le molesta esto? No, porque no es la madre de Penélope y
Carlitos. Es libre de disfrutar de ellos sin ser la encargada de mantener en
marcha el engranaje de sus días.
Luego vuelve a casa, a hablar por teléfono a susurros, a escuchar cómo
Andrés le dice dónde le gustaría tocarla, dónde le gustaría que ella lo tocara;
a las fantasías diurnas, a los lugares a los que Lore puede refugiarse en su
intimidad cuando los cuates se pelean por el mando de la televisión o
cuando regatean una pelota de baloncesto dentro de la casa, dejando marcas
negras en el suelo que acaba de fregar.
Pero también, cada seis semanas, escucha el portazo de la camioneta de
Fabián un viernes por la noche. Días de rancho, los cuatro con Marta y
Sergio, turnándose para disparar a las latas de cerveza Schaefer Light
(Chafa Light, las llama Sergio, ya que solo sirven para practicar el tiro al
blanco y, sin embargo, todos los adultos se las beben igualmente), los cuates
desplomados, dóciles y dormidos como niños pequeños de camino a casa.
Lore y Fabián tomados de la mano, la camioneta que huele a mezquite, su
piel cubierta de polvo fino como el azúcar en polvo.
Inevitablemente, las mentiras se vuelven más feas y complicadas. Le dice
a Andrés que sus padres murieron en un accidente de coche y que ella y sus
hermanos no se llevan bien; le cuesta incluso forzar las palabras y toca
todas las piezas de madera del dormitorio de Andrés cuando este va a
ducharse. No puede pasar la Semana Santa con Andrés y los niños, dice,
porque tiene que trabajar ese sábado y el lunes. Comprar un billete de avión
para pasar solo un día es demasiado. En realidad, toda la familia se va al
rancho para pasar un día de globos de agua, paseos en quad y cascarones, y
volver a casa con la piel sudada y llena de confeti.
Cuando Andrés le propone venir a visitarla, ella le dice que se ahorre el
dinero. No tienen nada que hacer en Laredo. Ella preferiría quedarse más
tiempo en el DF la próxima vez, pasar una tarde de vértigo en el mercado de
La Merced, o tal vez jugar a ser turistas (cosa que ella sí es, claro) y llevar a
Penélope y a Carlitos a una trajinera en Xochimilco. Lore solo ha ido en
barco una vez, en el lago Casa Blanca, y le apetece ir por el sistema de
canales en una parte de México que, supuestamente, es la que más se parece
a su pasado precolonizado. A Lore le apetecen muchas cosas, un apetito que
parece bostezar y bostezar y nunca llenarse.
Andrés dice:
—No se trata de lo que podamos hacer o ver. Solo quiero ver de dónde
eres. Conocer a tus amigos. ¿O es que te avergüenzas de mí? —bromea.
¿Qué amigos?, quiere decirle. Tiene muchos amigos, pero los últimos
doce años han estado tan ocupados con la familia y el trabajo que eso es
todo lo que hay: familia y trabajo. Marta es su mejor amiga y Sergio el de
Fabián. Su vida social gira en torno a los cumpleaños de los niños y las
comidas de los domingos en casa de Mami y Papi. Pero se supone que es
una soltera de treinta y tres años, y ¿qué soltera de treinta y tres años no
tiene amigos?
—Más bien me avergüenzo de ellos —bromea Lore.
Luego, más seriamente, añade:
—Los conocerás. Pero créeme, todo el mundo está muy estresado ahora
mismo, yo incluida. Prefiero estar allí con vosotros. ¿Vale?
Incluso a través de la línea telefónica, puede sentir la sonrisa de Andrés.
—Vale.
Si esto sigue adelante, en algún momento, tendrá que encontrar la manera
de que venga. Recientemente, el banco embargó un apartamento que ahora
se usa como vivienda corporativa ocasional. Esa parece ser la mejor opción.
Puede decir que un cliente del DF está de visita para evaluar un sitio
potencial. Le pedirá a Marta y a Sergio que cuiden de los cuates para otro
viaje. Luego, llevará un carro lleno de sus almohadas y sábanas, que huelen
como ella, y toda la ropa que pueda meter en el pequeño maletero del
Escort. Llenará bolsas de súper con conservas de maíz, espinacas y
espárragos, cosas de la despensa que los cuates no echarán de menos, y se
llevará algunas baratijas y álbumes de fotos de su infancia. Luego, cuando
Andrés esté aquí, se inventará que se ha intoxicado con la comida, lo cual
les obligará a quedarse en el apartamento todo el fin de semana, sin
posibilidad de toparse con nadie que Lore conozca.
Quiere reírse al pensar en lo incomprensible que le habría resultado un
plan así hace solo seis meses, pero ahora apenas recuerda cómo eran las
cosas antes, cuando solo había una familia.
Sin embargo, hasta el Día de los Muertos, casi llega a convencerse de que
nadie saldría herido.
Ese día, Rosana tiene a los niños y Andrés sugiere que pueden ir a
Mixquic para honrar a sus padres: los de él, enterrados en Buenos Aires, y
los de ella, por lo que sabe, en Laredo. Así que se suben a la moto, una hora
que se precipita hacia la oscuridad mientras en el retrovisor se ve la puesta
de sol en miniatura.
Desde su primer viaje juntos, la moto ha sido mágica, la única manera
que Lore conoce de estar extremada e increíblemente presente y, a su vez,
fuera de sí misma. Estando ahí comprende, desde la serenidad, que está más
cerca de la muerte que nunca. A Andrés le sorprendió lo mucho que le
gustaba. Deduce que, en el mejor de los casos, Rosana lo toleraba, pero
nunca había eludido del todo su resentimiento por el hecho de que, incluso
con dos hijos, Andrés corriera un riesgo tan innecesario, por muy seguro
que estuviera mientras montaba. Y está seguro. Necesita estarlo. Cuando va
en moto, Andrés debe estar atento no solo a lo que él hace, sino también a
lo que hacen los demás mexicanos, que podrían meterse en su carril sin
comprobar antes el punto ciego o que podrían pisar el freno estando él
detrás solo para cabrearle y porque «estos motoristas se creen que pueden
adelantar siempre que quieran». Cuando quedó claro que Lore iba a montar
con él a menudo, le compró un casco, una chaqueta de cuero perforado y
unos pantalones de montar y botines reforzados con Kevlar. Si lo miras
colgado entre su ropa, que no es que tenga mucha variedad, todo aquello
parece una armadura que mantiene su forma rígida.
Su primer viaje fuera de la ciudad fue a la Sierra Gorda. Antes de irse, le
repitió:
—Recuerda, inclínate conmigo, no te resistas a las curvas.
Y ella quiso decir que siempre se inclinaba con él, que aún no se había
resistido a ninguna curva, ¿o no? En lugar de eso, envolvió su cuerpo
alrededor del de él, armadura con armadura, mientras la carretera de Jalpan
de Serra se despejaba y en el fondo aparecían aquellas enormes montañas
prehistóricas talladas con ásperas pinceladas de jade y óxido, y ahí estaban
esas curvas. Por dentro del casco, flojito, Lore soltó un suspiro de asombro
mientras Andrés inclinaba la moto hacia la impetuosa carretera y la volvía a
levantar. En el casco, el viento se comprimía en un rugido distante que le
recordaba a cuando los cuates eran pequeños y ella acercaba una caracola a
sus oídos y les preguntaba si podían oír el océano.
El viento inundó el espacio entre ella y Andrés, empujó y estiró y casi
pudo sentir cómo los neumáticos perdían tracción, cómo se deslizaban,
aquel balanceo y la caída. Le recordó a cuando, de niña, se había pasado
horas y horas de pie en las vías, esperando y esperando hasta que casi pudo
sentir el aliento caliente del tren, como si fuera el rugido de un dragón, y
pensó que tal vez este era el secreto para vivir la vida en su plenitud. Y si se
lograba eso, si uno podía ser la versión más completa de sí mismo, entonces
tenía más para dar. Cuando pensaba así, la culpa, una presencia constante,
una extremidad más, se desplegaba detrás de ella como una capa.
Huele el incienso incluso antes de que lleguen a San Andrés Apóstol.
Compran cubos de caléndulas a un vendedor ambulante y se adentran en el
cementerio con las manos entrelazadas. Las velas flotantes y las sonrisas
doradas suavizan la oscuridad invernal. Niños con sarapes sobre los
hombros, tumbas cubiertas de caléndulas y rosas, manzanas verdes y
calaveras de azúcar. El chocolate y el anís endulzan el aire mientras colocan
las caléndulas en las tumbas sin decoración.
—¿Te trae recuerdos? —pregunta Lore con una pequeña sonrisa.
Eso le recuerda a Andrés sus primeros días, lo que le contó sobre que de
niño iba al cementerio de la Recoleta y se escondía del amor de su madre en
las sombras de los mausoleos.
Él le devuelve la sonrisa y le aprieta la mano.
—Entonces estaba solo.
Las campanas de la iglesia suenan, solemnes y triunfantes. Son las ocho y
comienza la Alumbrada. Lore puede sentir las almas de los muertos, su
alegre ascenso. Puede sentir el barrido efímero mientras buscan a sus seres
queridos.
—A mis padres les habrías caído bien —dice Andrés.
—¿Aunque sea mexicana? —se burla Lore.
Él le devuelve la sonrisa.
—Podríamos haber trabajado en tu acento.
Alguien cercano está tocando una guitarra. Lore y Andrés se detienen un
momento, escuchan, se balancean. Los ojos de Andrés brillan en la
oscuridad dorada. Deja el cubo en el suelo y le hace un gesto a ella para que
haga lo mismo. Luego le toma las manos.
Va a decir algo. Los espíritus se detienen, esperan. Sea lo que fuere, ella
quiere pararlo.
—Lore —dice—, pensé que nunca volvería a sentirme así. En realidad,
nunca me he sentido así. Tú eres todo lo que jamás me atreví a imaginar que
podía tener, después de…
Sacude la cabeza, como si estuviera desconcertado por este torpe
recordatorio de sus fracasos como marido y padre.
El pánico que ella siente en el pecho es como el galopar de unos caballos
salvajes, una estampida de animales que levantan polvo a su paso. Quiere
volver a la moto, donde ese rato en silencio lo ocupa todo. No puede darle
más. Pero Andrés continúa, con los ojos llenos de ternura.
—Lore —dice—, quiero pasar el resto de mi vida contigo. Si me dejas.
Al abrir una pequeña caja carmesí, Lore vuelve a tener veinte años, ve el
rostro de Fabián expectante y serio bajo el cielo crepuscular, sus manos
temblorosas. «Iba a esperar. Lo siento, la caja está ahora llena de polvo.
Debería haber esperado, pero Lore, ¿quieres casarte conmigo?». Ella gritó y
el monte se agitó, los pájaros se asustaron y huyeron. Ella lo rodeó con sus
brazos y lloró en su cuello, y ambos rieron y hablaron a la vez cuando
Fabián deslizó el anillo de oro con un pequeño diamante por su dedo. «Sí»,
dijo ella unos minutos después. «¡Me he olvidado de decir que sí!».
—¿Lore? —Andrés le sonríe, aunque en sus ojos se ve la duda.
Ella se siente congelada. Como si, si dentro de mil años vinieran a
buscarla, pudiese seguir estando justo ahí, en este cementerio, intacta,
conservada por el frío.
Finalmente, vuelve en sí.
—Ay, Andrés. —Ella extiende un dedo tentativo hacia la caja, toca la
esmeralda—. Es preciosa. Pero no puedo.
Una familia pasa junto a ellos con los brazos cargados de velas y pan de
muerto y los mira de reojo. Andrés se queda con la mirada fija, como si no
lo hubiera escuchado.
—Te amo. —Lore le aprieta los codos con ímpetu—. Y quiero estar
contigo. Es solo que… ¿cómo lo haríamos? Mi trabajo, la recesión… Y
nunca te pediría que te mudaras a Laredo y dejaras a los niños. Es que…
—No estás preparada. —La voz de Andrés es plana, suena a decepción.
—No lo sé. Pero te amo. Sabes que te amo. ¿No es suficiente con eso por
ahora?
Andrés mira hacia San Andrés Apóstol. Una niebla baja y espesa de
incienso oscurece la antigua piedra del monasterio. Un bebé llora
descarnado y Lore se sorprende al sentir como si le pincharan con una aguja
en los pezones, la misma respuesta que solía tener su cuerpo cuando uno de
los cuates lloraba. Cuán lejos ha llegado desde aquellos días en que sus
sueños, sus ambiciones, sus deseos fueron subsumidos, apagados como una
hoguera en la mañana.
Andrés sigue sosteniendo la caja. La esmeralda brilla a la luz de las velas.
Sin mirarla, cierra la caja con un chasquido y la vuelve a meter en su
chaqueta.
—Eso es lo que pasa con el amor —dice con una sonrisa irónica y triste
—. Es irreductible. Nunca podré saber cómo sientes el amor que sientes por
mi y tú nunca podrás saber cómo siento el amor que siento por ti. Supongo
que esto —dice mientras se da un toque en la chaqueta— ha sido un intento
de demostrártelo, lo cual es irracional, y además no es justo por mi parte
suponer…
—No —interrumpe Lore. Le agarra la mano—. Sí era justo suponerlo.
Ella puede imaginarse cómo sería su vida juntos, una vida llena de libros
y conversación y aventura. Café de olla en la cama, los oídos zumbando con
el viento. Penélope y Carlitos.
Entonces, como ocurre a menudo, una ola de náuseas casi la arrastra.
Fabián sigue trabajando doce horas al día en Austin, desesperado por
mantener la tienda en pie. Piensa en la sorpresa que le hizo hace dos
semanas, cuando llegó a casa e inmediatamente después la llevó al Tack
Room para cenar un bistec que ella no se atrevió a decir que no podían
pagar. Piensa en Gabriel y Mateo, en cómo sus rostros han aprendido hace
poco a hacer un truco de magia: ahora me ves —redondeados, infantiles,
ecos de los bebés que una vez fueron—; ahora no me ves —al ver desde la
visión periférica cómo se transforman en los rostros de unos hombres que
aún no reconoce. Ella tiene una vida.
Pero esa vida es mejor ahora que está con Andrés. Es mejor porque ella es
mejor. Cuando Fabián le dijo, en el Tack Room, más de un año después de
haberse ido a Austin, que no se mudaría de vuelta a casa pronto, ella pudo
aceptar su decisión sin resentimiento porque sabía que era por su familia, sí,
pero también por el propio Fabián, por la idea que tiene de sí mismo como
hombre; aunque solo esté ganando tiempo hasta que suceda lo inevitable,
trabajar es necesario para su supervivencia, y ella, ahora, puede darle eso.
Su amor por él se ha vuelto más amplio y generoso y él lo siente. En ese
pequeño y oscuro restaurante al norte del río, ella le dijo que lo entendía y
él le acarició las líneas de la palma de la mano y la hizo estremecer.
Y también es mejor madre. Cuando los cuates eran bebés, se vio obligada
a convertirse en una experta en eficiencia. Aprendió a dar de comer a uno
mientras cambiaba el pañal del otro con una sola mano; se las arregló para
ducharse, vestirse y orinar en menos de cinco minutos; cuadraba el tiempo
de ir a hacer la compra con el de la siesta; programaba las cenas en Crock-
Pot para que empezaran a mediodía y no volver a tocarlo hasta las seis.
Cuando crecieron, se convirtió en una especie de sargento: ¡Hora de
levantarse! ¡Hora de cenar! ¡Hora del baño! Y cuando fueron mayores:
¿Habéis terminado los deberes? Gabriel, Mateo, al coche, ¡ya! Que vamos
a llegar tarde. Fabián es una presencia benigna de fondo, un copiloto fiable
que hace tiempo que ha cedido el control del avión. Sin ella al timón, se
estrellaría. Pero no lo hará. Es capaz de verlo ahora que está fuera una
semana al mes, y es capaz de ver también que, mientras su régimen fue
necesario en ese momento, tal vez ya no lo es, al menos no en la misma
medida. Es más, le impide disfrutar de sus hijos de la forma en que disfruta
de Penélope y de Carlitos. Así que, trece años después de haberlos dado a
luz, está empezando a soltarse de las ataduras que en ese momento le
parecieron tan esenciales; es más, que en ese momento fueron
verdaderamente esenciales, pero que ahora solo la atrapan en un papel que
desprecia.
A veces, le gustaría que Gabriel y Mateo pudieran verla, en cuero y
Kevlar, a lomos de una moto, apuntando con el dedo a las sierras
tachonadas de nubes, a las cascadas ocultas, al fantasmagórico desenfoque
de un guacamayo en pleno vuelo. Le gustaría que pudieran verla y saber
que es algo más que lo que creen que es. Quizás algún día, cuando sean
mayores, pero por ahora lo que puede hacer es dejar de regañarles,
permitirles que cometan sus propios errores, tomar el mando de la Atari y
dejar que le enseñen a jugar.
¿Sería capaz de renunciar a Andrés y a esta vida aquí y seguir siendo la
esposa y madre que quería ser allí? ¿Sería capaz de seguir explorando las
partes de sí misma —aventurera, curiosa, relajada, abierta— que había
descubierto o volverían a encogerse en un rincón, borradas por las
inflexibles exigencias de la vida? No lo sabe. No quiere saberlo.
—Quiero casarme contigo —dice con suavidad—. Pero ahora no es el
momento adecuado.
A su alrededor, el cementerio palpita y parpadea por el dolor y la
esperanza colectivos. Ella se ve a sí misma sentada ante una rueca,
convirtiendo la paja en oro; convirtiendo algo tan feo y ordinario como una
aventura en algo precioso. Pero ¿es ella el diablillo que exige más y más a
cambio de la magia, o es la niña encerrada en una habitación que hace
promesas que no puede cumplir para sobrevivir?
Como siempre, es ambas cosas.
CASSIE, 2017
Hola, Mateo:
Antes de rendirme con mi madre, solía fantasear con la idea de que las
dos nos escapáramos juntas. Siempre era después de una de las noches
malas (objetos pesados tirados de las estanterías, el inconfundible golpe
sordo de mi madre contra la pared…), cuando apenas podía respirar bien en
mi oscuro dormitorio, pues me concentraba en escuchar, un reflejo
primordial para permanecer alerta. Me imaginaba a mi madre y a mí
reuniéndonos en el pasillo, llevando solo las cosas más importantes:
nuestros cristales favoritos que habíamos desenterrado de Salt Plains, mi
diario de Piolín con la pequeña llave de plata, sus anillos de boda para
empeñar. Nos deteníamos frente a la puerta de su habitación y
escuchábamos la dureza de los ronquidos de mi padre. En la penumbra, sus
moretones parecían pintura de guerra. Me agarraba la mano con tanta fuerza
que me dolía y decía:
—No se despertará hasta dentro de varias horas.
Entonces intercambiaríamos sonrisas lúgubres y cómplices, porque ella
habría echado algo en su bebida. Nos gustaría saber que, si quisiéramos,
podríamos hacerle cualquier cosa.
Sin embargo, después de eso, la fantasía perdía nitidez. Los bordes se
desdibujaban, se desvanecían. Nunca supe lo que vendría después. Ahora,
me sentía así con Andrew. Habíamos llegado a una especie de punto de
inflexión, pero ¿a dónde nos llevaría?
Una vez que Duke se hubo ido al food truck después del brunch en La
Condesa, ensayé lo que le diría a mi padre. Sería firme, pero sin
confrontación. No podía arriesgarme a que descargara su ira contra mí en
Andrew. Le llamaría a las cinco, antes de mi llamada nocturna con Lore y
antes, esperaba, de que estuviera demasiado borracho. Sin embargo, a las
16:45, me entró una llamada de un largo número internacional.
—Cassie Bowman, dígame —contesté mientras dejaba caer la ropa que
estaba doblando en un esfuerzo por distraerme.
—Sra. Bowman, soy Penélope Russo. —La voz era ronca y relajada—.
Me ha dejado varios mensajes. No estaba segura de querer involucrarme,
pero, bueno, estoy intrigada. ¿Está trabajando en un libro sobre Lore?
—Dra. Russo. —Aparté la ropa que había sobre la cama para poner mi
portátil—. Hola. Sí. Como puede imaginar, la historia del Laredo Morning
Times me llamó la atención.
Penélope soltó una fuerte carcajada.
—Ah, seguro que sí. ¿Leyó Lore el artículo?
—Sí.
Penélope se quedó en silencio, esperaba que siguiera.
—Creo que no se esperaba que todo volviera a salir a la luz pública —
dije con cuidado, sin querer alejarla por sonar demasiado simpática hacia
Lore.
—Bueno, si haces algo así, deberías estar preparada para asumir las
consecuencias, siempre que se den —respondió Penélope—. ¿No cree?
—Así es —contesté, tanto porque era lo que necesitaba oír como porque
era la verdad.
—Me alegro de que estemos de acuerdo —dijo ella—. Entonces, ¿qué
quiere saber?
—Bueno, para empezar, me encantaría que me hablara de su padre. Cómo
lo describiría, si tiene algún recuerdo especial…
Penélope suspiró.
—Gracias. Ese otro reportero apenas preguntó sobre él. Todo el mundo
quiere saber sobre Lore. Es como si se olvidaran de él.
—Debe ser muy duro —dije con una pizca de culpa.
—Soy mayor que él cuando murió, sabe. Ningún padre debería sobrevivir
a un hijo, pero sobrevivir a tus padres, quiero decir, literalmente cumplir
más años en la tierra que ellos, se siente mal a su manera.
—Entiendo lo que quiere decir. Una parte de mí temía cumplir cuarenta
años.
—¿Ha perdido a alguno de sus padres? —preguntó Penélope.
—Mi madre —dije—. Tenía diecisiete años.
—Yo tenía dieciocho.
Nos quedamos en silencio y recordé cómo Lore y yo habíamos conectado
de esta misma manera durante nuestra primera entrevista. A Penélope no le
gustaría saber que tenían esto en común.
—¿Cómo era su padre? —volví a preguntar—. ¿Le viene a la mente
alguna historia sobre él?
—Los recuerdos cambian con los años —murmuró Penélope—. Se
vuelven menos específicos. Veamos. Después de que él y mi madre se
divorciaran, me dijo que lo más importante en una relación es el respeto
mutuo. Dijo que una vez que se pierde el respeto, se acaba para siempre, y
entonces… —Penélope se rio— le entró el pánico y me dijo: «¡No estoy
usando la palabra respeto como para referirme a la virginidad, eh!».
Me reí junto con Penélope.
—A los dos nos dio vergüenza, pero luego volvió a ponerse serio. Dijo
que siempre reconocería la falta o la pérdida de respeto por la sensación en
la boca del estómago. Dijo que, si alguna vez tenía esa sensación, podía
llamarle, de día o de noche.
—¿Llegó a hacerlo? —pregunté.
—Luis era el típico chico mexicano de dieciséis años y de sangre caliente
—explicó Penélope. Me hizo reír de nuevo—. Tuve la sensación
exactamente dos semanas después, cuando una amiga me dijo que lo había
visto besándose con otra persona en una fiesta.
Sostuve el teléfono entre la oreja y el hombro mientras tomaba notas.
—¿Y llamó a su padre?
—Así es. En medio de la noche, sollozando. Cuando se dio cuenta de que
estaba a salvo, me dejó hablar. No interrumpió, no dio consejos. Me
escuchó. Me hizo sentir que aquello era importante. Que yo era importante.
Un dolor se extendió por mi ser como una mancha, brutal e implacable.
—Parece que era un gran padre —dije.
—Al principio, no, aparentemente —dijo Penélope—. Así perdió el
respeto de mi madre. Pero durante todos los años que recuerdo… sí, lo fue.
Sentí el pequeño regalo de la oportunidad.
—¿Sus padres discutían?
Penélope se quedó pensando.
—Estoy segura de que sí, pero lo que presenciamos fue peor, en cierta
manera. Eran tan civilizados entre ellos. Como si fueran extraños. Hasta el
final, cuando… Bueno, en fin. No quiero airear los trapos sucios de mi
madre, y ella y Pedro llevan casados más de treinta años, así que…
Lore me había hablado de la aventura de Rosana. Una historia de traición
que sabía que, si Andrés se llegaba a enterar de lo de Fabián, haría que le
doliera aún más.
—¿Podemos hablar de Lore? —le pregunté a Penélope—. El artículo del
Laredo Morning Times decía que le cayó bien de inmediato. ¿Es eso cierto?
Penélope suspiró.
—Sí. A Carlos y a mí. Queríamos que nos gustara. Nos preocupaba que
nuestro padre se sintiera solo cuando nos quedábamos con mamá y Pedro.
Recuerdo que él se inclinó para besarla aquel primer día y ella giró la
cabeza para que cayera sobre su mejilla, y me sonrió como si… tratara de
incluirme en el momento. Sentí que se preocupaba por mis sentimientos.
Penélope sonaba tensa, rígida, ante el desafío de analizar lo bueno en
alguien a quien despreciaba desde hacía años.
—En el artículo, decía que os utilizó y os abandonó como si fuerais
basura. —Esa cita había sido una de las razones por las que Lore había
aceptado hablar conmigo. Para hacerse entender—. El artículo dedicó
mucho tiempo a tratar de diagnosticarla de alguna manera. En su opinión
como psicóloga, ¿cree que era una narcisista o una psicópata? Comparten
características, ¿no?
—Sí —dijo Penélope. Su tono se volvió académico—. Un gran sentido
del yo, una sensación de legitimidad que justifica, entre otros
comportamientos, la mentira patológica. Incapacidad de sentir
remordimiento, vergüenza o culpa —interrumpió la lista—. ¿Sabe? Aparte
de la muerte de mi padre, eso es lo que más duele. No volvimos a saber
nada de ella. —Años después, Penélope seguía sonando desconcertada,
herida—. No vino al funeral, por supuesto. Pero nunca nos llamó, nunca
escribió. Nunca se disculpó.
Por eso Penélope había querido hablar conmigo. Treinta años después,
seguía siendo una niña herida que quería una explicación.
—Lo cierto —dije— es que sí lo hizo.
—¿Disculpe?
—Ella les escribió, supuestamente. Varias veces. ¿Nunca recibieron esas
cartas?
—Ella… —Penélope se quedó sin palabras—. No. Nunca.
—¿Es posible que fueran interceptadas? Tal vez su madre las vio primero
si revisó el correo.
El silencio era tenso.
—Sí, bueno… Quizá. Oiga, supongo que habrá intentado contactar con
mi hermano.
—Sí —respondí, sorprendida por el giro de la conversación—. Le he
dejado unos cuantos mensajes en Facebook, pero no he obtenido respuesta.
—¿Tiene su número de teléfono?
Penélope me lo dio.
—Tuvo unos años difíciles, igual que yo después de… ya sabe. Drogas y
alcohol. Solo que nunca salió de ahí. —Dudó—. Si habla con él, dígale que
mi oferta sigue en pie.
—Por supuesto —dije, preguntándome cuál debía ser la oferta.
¿Rehabilitación?
La conversación estaba decayendo. Podía sentir que sus reservas
emocionales flaqueaban. Necesitaba ir hasta la muerte de Andrés.
—Penélope, ¿hubo alguna razón específica por la que su padre fue a
Laredo ese fin de semana?
Se quedó callada.
—La policía lo preguntó en su momento. Ojalá lo supiera. Nos habíamos
quedado con él esa semana. Se suponía que íbamos a seguir allí durante el
fin de semana, pero, de repente, dijo que iba a ver a Lore, y volvimos a casa
de mi madre.
Un timbre profundo y discordante resonó en mí: algo, un algo concreto,
había provocado el viaje.
—¿Así que él y Lore todavía estaban juntos en ese momento? —pregunté
con cuidado—. ¿No tuvo la sensación de que hubieran roto recientemente?
—No —dijo Penélope—. ¿Por qué?
—Solo es un ángulo que estoy explorando.
Había leído mis notas de la llamada con Óscar tantas veces que había
memorizado sus palabras, incluida la supuesta afirmación de Lore sobre que
Andrés la estaba «molestando». Si eso era cierto, la única forma de verle el
sentido era si ella había intentado terminar la relación y él no se lo había
tomado bien.
—¿No había el más mínimo indicio de conflicto entre ellos? —pregunté.
—No. —Su voz adquirió un matiz duro y protector—. ¿Por qué? ¿Qué
dice ella?
—Como dije, no es más que un ángulo que estoy explorando.
—¿Explorando para qué? —La furia de Penélope estaba mezclada con
lágrimas—. ¿No ha hecho suficiente? ¿Ahora intenta manchar el nombre de
mi padre?
—Solo necesitaba estar segura —dije.
¿Pero lo estaba? Si me hubieran preguntado, probablemente, yo también
habría defendido así a mi padre. Hablamos de la necesidad de creer a las
mujeres cuando denuncian un abuso, pero ¿qué se supone que debemos
hacer cuando lo niegan?
—No lo olvide —dijo Penélope—: Lore es una muy buena mentirosa.
¿Cómo olvidarlo? Durante meses, Lore y yo nos habíamos exigido
mutuamente honestidad, y aquí estaba yo, investigando el día sobre el que
le había prometido que no se iba a centrar el libro. Sería ingenuo suponer
que Lore nunca me había mentido, por muy íntimas que fueran nuestras
conversaciones. La pregunta era: ¿en qué había mentido?
LORE, 1985
Fui una cobarde. Igual que mi madre, que no hizo nada para sacarme de
esa casa. Le dije a Andrew que había hablado con mi padre cuando, en
realidad, había colgado después del segundo timbre. Sin embargo, al día
siguiente, Andrew me dijo que internet había vuelto a funcionar. A la noche
siguiente, me dijo que creía que papá estaba yendo a las reuniones.
—Lo que sea que le hayas dicho debe haber funcionado —dijo Andrew, y
yo me odié por atribuirme el mérito de lo que era, en el mejor de los casos,
una mejora temporal.
Papá es un alcohólico. ¿No lo sabías? La voz de Andrew repiqueteaba en
mi mente a horas extrañas, despertándome en mitad de la noche. La forma
en que no se sorprendió cuando le pregunté si se sentía seguro.
Me puse a trabajar en el libro. Tenía cientos de páginas de transcripciones
de entrevistas y mi propuesta estaba casi terminada. Recientemente, había
empezado a escribir algunos capítulos de muestra: la llegada de Lore a
Ciudad de México, su encuentro con Andrés, su paseo nocturno por
Chapultepec. Al comenzar este proyecto tenía la intención de entender a
Lore, de diseccionarla, de poner al descubierto sus decisiones. Ahora, al
escribir, la estaba habitando. Me desquició lo fácil que era.
A través de FaceTime, una semana después de la llamada de Andrew,
como había llegado a pensar, Lore soltó una pequeña carcajada.
—Todos pensaron que estábamos locos por casarnos cinco días después
del terremoto, pero, en cierto modo, tenía sentido: la ciudad se estaba
reconstruyendo; nosotros también. Los «cimientos de nuestra unión», me
encantó esa parte cuando la dijo el pastor; los «cimientos de nuestra unión»
iban a ser nuestro punto de partida.
—¿Y cuáles fueron los cimientos de vuestra unión? —Ese día estaba algo
gruñona. No estaba de humor para sus romanticismos—. ¿Cuáles podían
ser, teniendo en cuenta que ya estabas casada?
Lore se enderezó en el sofá de su sala de estar y ajustó el brillo del
teléfono.
—Eran independientes entre sí. Eran como casas vecinas.
—Sí, pero… —Busqué entre los artículos y encontré lo que quería—. Por
ejemplo, el terremoto. O, por ejemplo, La Roma.
—La Roma.
—La Roma. Algunas de las antiguas mansiones fueron destruidas debido
a las grietas en sus cimientos causadas por la construcción de esos
complejos de oficinas más nuevos. —Lore emitió un murmullo que se podía
interpretar como de conformidad, y yo aproveché su silencio—. No creo
que fueran tan independientes como pensabas. Dices que aportaste
integridad a cada relación, pero había cosas que no podías darles a ambos.
Andrés nunca te conoció como madre, por ejemplo. Debiste sentir eso.
Debió ser duro.
—Me vio con Penélope y Carlitos.
—No es lo mismo.
Lore se quedó callada y luego dijo:
—Sabes, cuando nos detuvimos para ayudar a ese niño pequeño en el
terremoto, la madre me dio las gracias «de madre a madre», dijo. Se notaba.
—¿Estás sugiriendo que crees que Andrés lo suponía, hasta cierto punto?
¿Y eso era suficiente?
—Creo que hay cosas que llevamos en el cuerpo y en el alma que no
necesitan ser explicadas para ser conocidas por los demás.
—Creo —le dije a ella, a las dos— que puede que eso solo sea una
excusa que te contaste a ti misma.
—Bien, ¿qué crees que no le di a Fabián? —preguntó Lore, como un
desafío.
—Fidelidad. Honestidad. Tiempo —contesté—. Para empezar.
—Sí, pero estuve más allí, más presente cuando estábamos juntos que
antes. Eso importa, ¿no?
—No lo sé —dije—. ¿Crees que Fabián estaría de acuerdo? ¿Crees que,
si hubiera tenido la posibilidad de elegir, esta es la elección que habría
hecho?
—Fabián tomó sus propias decisiones.
—¿Te refieres a matar a Andrés?
—No quiero hablar de eso.
Me arriesgué.
—Óscar Martínez me dijo que tú le dijiste que Andrés te estaba
molestando. ¿Qué quisiste decir? ¿Viste a Andrés ese día?
—Ah, sí —dijo Lore—. Me preguntaba cuándo me dirías que habías
hablado con Óscar. Eso fue jugar sucio, Cassie.
—No es jugar sucio —repuse—. Es mi trabajo. No podemos fingir que no
sucedió, Lore. Si te niegas a hablar de ello, tengo que conseguir la
información en otra parte.
Lore apartó la vista hacia sus puertas traseras, pero no antes de que
pudiera captar el destello de dolor en sus ojos.
—¿Eso es todo lo que es para ti? —preguntó en voz baja—. ¿Un trabajo?
Escuché una pregunta diferente: ¿Esto es todo lo que soy para ti?
No supe responder.
Lore se volvió hacia la pantalla. Después de un momento, sus labios se
curvaron en una sonrisa de satisfacción que sugería que estaba a punto de
golpear donde creía que me dolería.
—Dime, ¿qué es lo que realmente te impide casarte con tu prometido?
La fulminé con la mirada. Noté cómo se me enrojecían las mejillas. Duke
no estaba en casa, pero ella no lo sabía.
—El dinero —musité—. Nada más.
Lore se rio.
—Si eso es lo que te dices a ti misma para poder dormir, mija…
Fabián regresa a Austin varios días después. Es posible que no vuelva hasta
Acción de Gracias. Ha estado licitando trabajos grandes y pequeños:
puertas de hierro forjado para una restauración en Travis Heights; una
barandilla de altar con emblemas trinitarios en pan de oro para una iglesia
luterana; barandillas de escaleras exteriores para dos parques empresariales
de tamaño medio. Los trabajos pequeños los forja él mismo en el almacén
que ha alquilado. Los más grandes los fabrica aquí. En total, suelen cubrir
las nóminas. Pero Fabián tuvo que despedir al contable la semana pasada, lo
que significa que ahora el trabajo es de Lore, y durante los últimos seis
meses han estado pagando los préstamos con su propia cuenta de ahorros,
cada vez más reducida.
Durante las siguientes semanas, Lore sigue despertándose a horas
extrañas, con el corazón acelerado, segura de que la casa tiembla. En la
primera comida dominical en casa de Mami y Papi, es de lo único que se
habla. Diez pares de ojos adultos la miran y Lore cuenta toda la verdad
posible: que estuvo en Tlatelolco, que vio caer los edificios de
apartamentos, que se quedó en La Roma durante dos semanas después de
aquello. Es como si hablara de una pesadilla, algo que solo ella vivió y cuyo
horror es imposible de transmitir, y de repente, justo en medio de su relato,
recuerda su boda con Andrés, las palabras que dijeron, el lazo alrededor de
los hombros y el saguaro apuntando hacia el sol, y siente un terror diferente,
como una araña atrapada en su propia tela.
Consume las noticias con impotencia, con voracidad. El recuento de los
muertos sube a cinco mil, luego a siete mil. El presidente De la Madrid se
niega a recortar los pagos de la deuda externa para ayudar a la
reconstrucción, que debe incluir la demolición, la limpieza y la
reconstrucción de unas treinta mil viviendas. Los organizadores
comunitarios de Tlatelolco y La Roma están planificando marchas para un
proceso de reconstrucción más democrático y exigen reuniones con el
presidente.
Pero la historia que destruye a Lore viene de Andrés. Lo llama durante el
día, desde la oficina, y él le cuenta que un niño de nueve años estaba
durmiendo en un octavo piso con su abuelo cuando se derrumbó. Durante
diez días, los socorristas hicieron un túnel con palas y sus propias manos,
mientras la familia del niño velaba en la calle. Los gritos eran cada vez más
débiles. Finalmente, se introdujo un equipo especial para detectar sonidos y
ver si se escuchaba la respiración o los latidos del corazón. Dieciséis días
después del terremoto, los trabajadores seguían convencidos de que podían
oírle llamar en respuesta a ellos. Al decimoséptimo día, trajeron maquinaria
pesada de construcción, pero, para entonces, el equipo de sonido solo
captaba el silencio.
Tres días después, se encontró el cuerpo del abuelo.
—Pero ¿y qué hay de Luis Ramón? —pregunta Lore desde su mesa.
Todo el mundo conoce ya el nombre del chico.
—Nada —dice Andrés, y Lore baja la cabeza y llora, pensando en la
madre a la que habían ayudado, en Carlitos, en los cuates cuando tenían
nueve años, con esa piel de raso y los corazones de conejo, y en la forma en
que aún la abrazaban con toda su fuerza. Un niño de nueve años enterrado
vivo durante más de dos semanas, un juego del escondite grotesco, antes de
sucumbir finalmente a la sepultura. Es más de lo que su corazón puede
soportar.
—Dale recuerdos a los niños de mi parte —dice Lore cuando logra
controlarse. No quiere que Andrés se sienta responsable de su tristeza.
—Lo haré —dice Andrés—. Te amo, Lore.
—Yo también te amo.
Cuando Lore lleva un mes casada con dos hombres, Mateo cae con el
primer resfriado de la temporada. Bueno, al menos Lore espera que sea un
resfriado y no una infección de garganta, por lo que se toma la mañana libre
para llevarlo al médico.
Se supone que, como madre, no debes tener favoritos y, sin embargo,
siempre había sabido que el favorito de su madre era Pablo. Pablo el
artístico, el emotivo, el hipocondríaco, el que había pintado las paredes
blancas hacía tanto tiempo para «arreglarlas». Con el resto, el amor de su
madre era tosco y práctico. Cuando se portaban mal, el castigo era azotarles
con una cuchara de madera en el trasero; daba los azotes con criterio y para
disciplinar. Pero con Pablo había ternura. Aquella vez que se cayó de la
rama alta del nogal, Mami salió corriendo, lo recogió y empezó a besar las
heridas mientras cantaba «Sana, sana, colita de rana» y le aplicaba
Neosporin. Y cuando tenía que darle un azote, le brillaban las lágrimas en
los ojos. Tal vez fuera porque había nacido prematuro, expulsado del cuerpo
de Mami antes de que pudiera sobrevivir sin luces y tubos haciendo el
trabajo. En cualquier caso, era su Pablito. El favorito. Y todos lo sabían.
Lore siempre se prometió a sí misma que no tendría un favorito. ¿Y qué
mejor oportunidad tiene una madre de amar por igual que con gemelos
idénticos? Concebidos juntos, crecidos juntos, nacidos con minutos de
diferencia. Indistinguibles… hasta que dejan de serlo.
Y tal vez ese fuera el problema. Cuando dos niños empiezan la vida al
mismo tiempo, idénticos hasta las pestañas, su individuación es muy dura y
uno está destinado a quedarse corto. Y ese, que Dios la ampare, es Gabriel.
Un torbellino en la cancha de baloncesto, el de la sonrisa rápida que atrae a
las chicas, pero malhumorado, propenso a quejarse y dar portazos. Ayer
mismo intentaba hablar con él sobre sus notas, que se sorprendió al ver que
todo eran solo aprobados en su primer boletín después de toda una vida de
excelentes y notables. Ni siquiera se molestó en apartar la vista del
videojuego al que estaba jugando, mientras murmuraba, lleno de desprecio:
—Vete a la mierda, mamá.
La rabia en su interior fue como una enredadera que le trepó desde el
estómago hasta la garganta, con espinas que le pincharon los oídos.
Temblorosa, dijo:
—Dímelo otra vez.
Se miraron fijamente, respirando con dificultad, y Lore quiso pegarle. En
lugar de eso, le arrancó el mando de la mano, sacó la consola de debajo del
televisor y dijo:
—Voy a donar esto: ¡no tienes ni idea de la suerte que tienes! ¡Ni idea! ¡A
tu cuarto!
Se marchó dando un portazo y ella oyó el ruido de cosas que se rompían.
No se atrevió a ir a comprobarlo.
Mateo, sin embargo, nunca le ha hablado de esa manera. Y tal vez esa sea
la terrible verdad: que las madres aman mejor a los hijos que mejor las
aman.
O quizá, simplemente, no sea tan buena madre como le gustaría creer. Tal
vez eso sea lo que pasa realmente con Gabriel. ¿Puede culparle por
comportarse así, con dos padres a los que apenas ve?
En el coche, Mateo la mira a hurtadillas, con su perfil afilado y
preocupado, mientras bajan por la calle Saunders. Finalmente, aprieta el
botón de la radio. Dire Straits, «Money for Nothing». Se queda en silencio.
Qué apropiado.
—Mamá —dice Mateo—. Tenemos que hablar.
—Vale… —dice de tal forma que parece una interrogación—. ¿Qué pasa?
Mateo traga, su manzana de Adán, aún demasiado grande, se mueve por
su largo y grácil cuello. No la mira. Ay, Dios. ¿Habrá encontrado las cartas
de Andrés, las dos o tres que aún no ha llevado a casa de sus padres y que
ha metido debajo de esa solapa suelta de la moqueta del salón? ¿Será otra
cosa? ¿Habrá escuchado alguna llamada telefónica? ¿Se le habrá escapado
algo?
Lore se centra en sus manos sobre el volante y su esmalte de uñas rojo
desconchado.
—¿Mateo? ¿Qué pasa?
Silencio. Y entonces:
—Es por Gabriel.
El rango de visión de Lore se ensancha y luego se estrecha de nuevo. Un
tipo diferente de temor surge dentro de ella.
—¿Gabriel? Dime.
Mateo se chupa el interior de la mejilla, como solía hacer de pequeño.
—Él no querría que dijera nada, pero te vas a enterar de todos modos. No
te asustes. ¿De acuerdo?
—Mateo —dice Lore bruscamente.
—Le pillaron copiando en Química —se apresura a aclarar, evadiendo su
mirada.
—Copiando. —Las primeras volutas de alivio se asientan. Está bien. Es
capaz lidiar con eso—. ¡Por Dios, Mateo, me has asustado!
Las mejillas de Mateo se sonrojan.
—Vaya, siento que no sea lo suficientemente malo como para llamar tu
atención.
Lore casi choca con el coche de delante por lo sorprendida que está ante
ese tono. Aparca enfrente de la consulta del pediatra. En la puerta de al
lado, un niño y una niña juegan al baloncesto en un patio de tierra, con la
red arrancada hace tiempo de la canasta.
—No quería decir eso —aclara Lore—. De acuerdo. Copiando. ¿De
quién, exactamente?
Mateo no responde.
—De ti —concluye Lore.
Mateo, que es el mejor en todas sus clases de ciencias.
—¡Es que si suspende lo echarán del equipo de baloncesto!
Lore se clava un pulgar en el entrecejo, donde, cada vez más, se quedan
grabadas las líneas de expresión desde primera hora de la mañana.
—Así que no te preocupa el fracaso en sí. O el hecho de copiar, o el
hecho de que ambos se hayan metido en problemas. ¿Te preocupa su
situación en el equipo de baloncesto?
—No lo entiendes. Él… —se corta por una tos áspera y hace una mueca
de dolor—. No lo pueden echar. Lo necesita.
—¿Lo necesita? ¿Para qué?
—Bueno, ¿con quién quieres que se junte? —Mateo aprieta el botón de su
cinturón de seguridad—. ¿Con los del equipo o con esos otros chucos?
—¿Chucos? —pregunta Lore—. ¿Qué chucos? Ustedes dos tienen los
mismos amigos desde siempre.
Mateo resopla y su burla la conmociona. ¿Qué se ha perdido?
—¿Qué chucos, Mateo?
—Rudy y Wayo. ¿Sabes qué? Olvídalo. —Mateo tira de la manija de la
puerta—. Es obvio que te importa una mierda.
—¡Mateo!
Está claro que no es solo esto lo que él siente que a ella no le importa.
Ella pensaba que estar con Andrés la había convertido en mejor esposa y
mejor madre para su familia de aquí. ¿Acaso se ha estado engañando a sí
misma y lo único que ha pasado, en realidad, es que ha estado ausente?
—Claro que no. Mateo, mírame.
Lo hace y el pelo le cae en los ojos. Tiene una pierna dentro del coche y
otra fuera.
—Me preocupo por ustedes dos más de lo que imaginas. —Lore piensa
en el niño, Luis Ramón, enterrado vivo mientras su madre no podía hacer
otra cosa que quedarse en la calle y esperar que su voz le diera consuelo. Se
pregunta si la mujer trató de levantar los escombros ella misma, convencida
de que su amor le daría una fuerza sobrehumana. Se pregunta si la mujer
sintió el momento en que su hijo dejó de respirar—. ¿Me escuchas?
Él se encoge de hombros.
—Tenemos que sentarnos los tres y averiguar qué está pasando —dice
Lore—. Pero has hecho lo correcto.
Mateo hace una mueca.
—No le digas que te lo he dicho.
—No lo haré. —Lore lo agarra del brazo—. Mateo.
—¿Sí?
El sol le da en los ojos y hace que el color ámbar brille con fuerza. Vuelve
a decir:
—Más de lo que imaginas.
CASSIE, 2017
Los muebles estaban cubiertos de plástico, y la pared del fondo tenía una
docena de colores saturados: «Gentleman's Gray», «Salamander», «Ebony
King», «Shadow». Ya sabía que el comedor sería «Borgoña Oscuro», y que
el estudio informal, iluminado por la luz del sol, sería «Estrella de Mar».
Había pensado que las paredes blancas de Mami eran tan aburridas, tan
austeras, ¿y luego qué hice? Seguí el consejo de un decorador de interiores
y lo pinté todo de blanco. Pero en ese momento no me importaba. Andrés se
había ido. Fabián se había ido. Los cuates se habían ido. No había ningún
hogar que crear aquí. Era un lugar donde estar cuando no estaba en ningún
otro sitio.
Aquel lunes, el día en que la policía acudió por primera vez al banco, un
grito se me había agolpado en la garganta, como si antes de ese momento
aún existiera la posibilidad de que no fuera real. Una vez que se fueron, me
apresuré a ir a casa de Marta, ya que ella solo trabajaba por las mañanas.
Sergio era la coartada de Fabián para la primera parte de la noche, y Marta,
aunque aún no lo sabía, era la mía para la segunda. La policía no tardaría en
interrogarlos. Era mejor que se enterara por mí.
Al principio, Marta pensó que era una broma. Se rio con la taza de café en
la boca y me dijo que dejara de ser una estúpida. Ella llevaba una camiseta
Guess. Lo recuerdo porque me quedé mirando el triángulo tachonado de
pedrería: esos tres puntos brillantes, separados por distancias iguales. En
cuanto se dio cuenta de que hablaba en serio, dejó la taza en el suelo con
tanta fuerza que se rompió. Fui a buscar el secador y ella empezó a gritar.
—¡Fuera, Lore! ¡Sal de mi casa! No sé ni quién eres. Lárgate ahora
mismo.
Yo lloré, supliqué, pero Marta no lograba entenderlo. Se negó a intentarlo.
Lo último que me dijo antes de dar un portazo fue:
—¿Cómo pudiste hacerlo? Lo tenías todo. Lo tenías todo.
Pero nadie podía tenerlo todo, o al menos no por mucho tiempo.
Después de la detención, cuando Gabriel y Mateo todavía estaban
demasiado asqueados como para mirarme, Mateo deslizó una nota por
debajo de la puerta de mi habitación: Nos vamos a quedar con tía Marta y
tío Sergio. No intentes hacernos volver. Me sentí envuelta en rabia, una bola
de fuego andante. Marta llevaba quince años celándome, desde que una
noche de descuido dio lugar a los cuates. Yo había sido capaz de hacer, sin
esfuerzo, lo que ninguna cantidad de planes o rezos o pociones había hecho
por ella. Y ahora Marta tenía a mis hijos. En esos momentos febriles
después de leer la nota, llamé a mi hermana.
—¿Estás contenta ahora? —grité—. Tú ganas, ¿eres feliz?
Marta, con razón, me colgó.
Pero necesitaba ver a mis hijos y Marta nunca me lo impediría. Así que,
como un padre moroso, dejé dinero en efectivo para la comida de los niños,
los uniformes de baloncesto y las excursiones. Me senté frente a ellos en el
salón de Marta para ver Miami Vice y El equipo A, cualquier cosa que nos
mantuviera en el mismo espacio.
Gabriel se había enfadado mucho. Me había preocupado por los dos, por
supuesto, aunque por Gabriel más que por Mateo debido a las malas notas y
las inasistencias a clase. Y, como Mateo se temía, lo habían echado del
equipo de baloncesto. Una vez que les obligué a volver a vivir conmigo, lo
único que veía de Gabriel era el resquicio de luz que había bajo su puerta
cerrada. Una música terrible y furiosa, del tipo que Mami habría llamado
«satánico». Se negaba a hablar conmigo. No cenaba con nosotros. Me
preocupaba que no comiera nunca, pero el plato que le ponía en la nevera
cada noche estaba en el fregadero por la mañana. Fregaba los restos
endurecidos con ganas, con amor, porque eran lo más cerca que podía estar
de mi hijo, lo más cerca que me dejaba estar.
El duelo de Mateo —porque eso era, al fin y al cabo, un duelo por la
pérdida de Fabián y de mí, por la idea que tenía de nosotros— era más
tranquilo, más contenido. De vez en cuando, me dejaba abrazarlo. Luego se
escabullía. Otra puerta cerrada, otro resquicio de luz.
Y, entonces, solo unos meses después, la llamada histérica de Marta:
—¡Papi se ha ido! ¡Se ha ido!
Por un momento, recordé la vez que los cuates se escabulleron en el
súper. Grité a todo el que quisiera escuchar:
—¡Mis niños! ¡Por favor, ayúdenme a encontrarlos!
Habían estado jugando al escondite como hacían en el almacén de Fabián.
En ese momento, por teléfono, estuve a punto de decirle a Marta: ¡No te
preocupes, lo encontraremos! Pero ella sollozaba, incapaz de hablar, y yo
sabía que a Papi no lo íbamos a encontrar.
Mami me culpó a mí. Todo ese estrés en su pobre corazón, y yo no podía
decir que estaba equivocada. Después de eso, me dejó de lado, y el resto —
excepto Marta, eventualmente, y Pablo, ocasionalmente— siguieron su
ejemplo. Había pasado de dos familias a ninguna. A veces, en los meses y
años posteriores a todo lo sucedido, me sentía como un fantasma rondando
el terreno baldío de mi antigua vida. Me sentaba en el salón a oscuras,
bebiendo Bucanas, hojeando los álbumes de fotos de cuando los cuates eran
bebés: allí estaba yo, con una sonrisa aturdida, de réplica, y Fabián,
ahuecando a un niño en la palma de cada mano, como una especie de Dios,
aunque era mi cuerpo el que habían desgarrado de camino al mundo. Les
acariciaba las mejillas y el pelo a través de las láminas de plástico
amarillento. Susurraba disculpas, arrepentimientos. Me iba a la cama medio
borracha y me despertaba magullada. Iba a la cocina y dejaba caer un rizo
de cáscara de naranja, una rama de canela y piloncillo en una cacerola y
bebía café de olla, con las yemas de los dedos que olían como las de
Andrés. Escribía mis inútiles cartas a Penélope y a Carlitos y, a veces, me
sorprendía conduciendo hacia el cementerio. No sabía por qué. Fingía que
era para sentarme junto a la tumba de Papi, aunque todavía podía sentir su
decepción emanando de la tierra.
Fueron tiempos oscuros. Ahora, al menos, tenía a los cuates de nuevo, y a
mis nietos. Si no los perdía.
Los vapores de la pintura me daban dolor de cabeza, así que salí a la
calle. Era uno de esos días raros y perfectos de otoño, en los que el cielo es
de un azul de infarto, pero el calor se ha disipado por fin, como una fiebre,
dejando solo una suave calidez en su lugar. Desde que me jubilé, la
jardinería había ocupado la mayor parte de mi tiempo. Las mañanas de los
fines de semana las pasaba en Home Depot y Lowe's, además de las
innumerables horas escuchando el programa de radio Gardening South
Texas Radio Show, y los viajes en primavera a Floresville para el South
Texas Home, Garden, and Environmental Show. Estaba orgullosa de mis
árboles de cítricos, de los gordos limones que olían como naranjas, de las
naranjas casi tan grandes como los pomelos. También de las L. D.
Braithwaite y las Mary Roses y las Tess d'Urberville, y todo el
conocimiento secreto que conlleva intentar controlar el mundo natural.
Fabián estaba en un programa de jardinería en la cárcel. Mientras
fertilizaba el brócoli, las coles de Bruselas y la coliflor con nitrato de
amonio, fingía que estaba arrodillado a mi lado. Casi podía sentir el roce de
su guante sobre el mío. Nos quejábamos de las rodillas, nos reíamos de lo
viejitos que nos habíamos vuelto. Hacíamos sándwiches con pollo asado del
H-E-B y, en un día como este, comíamos en el patio, tomábamos café y
lanzábamos una pelota de tenis para Crusoe.
Fabián debía salir en cinco años. Debería haber salido hacía trece años,
pero su asistente social había dicho que no necesitábamos un abogado de la
condicional, que era su trabajo ayudar a Fabián a preparar el paquete. Era
todo tan enrevesado. Nadie nos dijo que debíamos empezar a escribir cartas
y a elaborar un plan de liberación seis meses antes de la vista. Pero no
tuvieron ningún problema en avisar a Penélope y a Carlitos a tiempo para
que ella escribiera una abrasadora carta de impacto de la víctima, y ahí fue
cuando nuestra oportunidad se fue al garete.
Dos años después, contratamos a un abogado. Seis mil dólares, todas
nuestras cartas, las fotos de la familia, Marta garantizándole un trabajo en
su restaurante, los pinches expedientes de bachillerato de Fabián. Y era un
recluso modelo, que formaba parte de todos los programas, enseñaba a otros
hombres inglés o a leer y escribir. Pero entonces, de la nada, hubo una
pelea. Después de ese segundo rechazo, renunció a las audiencias. No
quería que los cuates y yo volviéramos a pasar por la decepción, dijo. Pasar
la mitad de nuestras vidas esperando, como si la esperanza fuera algo tan
terrible. Bueno, ahora tendríamos setenta y dos años antes de que saliera.
Si es que salía.
Si el libro de Cassie no lo arruinaba todo.
Después de meses de centrarse en el doble matrimonio, como había
prometido, ahora seguía chingue y chingue sobre la noche en que Andrés
había muerto. Pinche Óscar. Siempre fue un poco metiche. Cuando me
llamó después de su conversación con Cassie, dijo que no le había dicho
nada. Pero, obviamente, se le había escapado algo, porque Cassie
preguntaba qué más había en el sobre, qué más decía la nota. Ella no lo iba
a dejar pasar. Sentí que el pasado se aflojaba dentro de mí, que los pernos y
los tornillos se desprendían de las bisagras.
Fiel a nuestro trato, por cada llamada había respondido a una pregunta, a
veces más, sobre la noche del asesinato de Andrés, aunque, obviamente, no
siempre con total sinceridad. Le había dicho que la cita con el médico de
aquel día era para mi revisión anual y que después había vuelto al banco.
Me preguntó por qué; era casi el final del día, ¿no? Me inventé algo: una
mujer en un mundo de hombres durante la recesión necesitaba que la vieran
echando horas. La verdad es que no tenía otro sitio al que ir.
Gabriel seguía insistiendo en que dejara de hablar con ella. Y podía
hacerlo. Pero eso no significaba que fuera a dejar de trabajar en el libro,
sobre todo ahora que conocía la laguna en mi coartada, de la que la policía
no se había percatado o a la que no le había dado importancia tras la
identificación de Fabián. Seguí insistiendo en que había ido directamente a
casa desde el banco a recoger a los cuates. No era mi culpa que nadie
pudiera corroborarlo.
No. Si dejara de hablar con ella, estaría siempre mirando a mis espaldas.
Además, me gustaban nuestras conversaciones. Nuestras llamadas habían
llenado mis tardes de silencio. Llevaba tanto tiempo sola que, en algún
momento, la soledad se había instalado en mi interior, como los diez o
veinte kilos de más con el paso de los años, algo que solo se notaba al mirar
fotos antiguas.
Me gustaba saber que el teléfono iba a sonar a las seis de la tarde,
sentarme a cenar o, a veces, a tomar una copa de vino. Me gustaba no saber
exactamente a dónde llevarían nuestras conversaciones. Y me gustaba
hacerla hablar de las cosas que la incomodaban. No tiene sentido
esconderse de uno mismo, mija. Sigues estando ahí igualmente. Eso era lo
que quería decirle.
De todos modos, gracias a ella, ahora sabía cosas que me había estado
preguntando durante mucho tiempo: por supuesto que Rosana interceptó
mis cartas a Penélope y Carlitos. Podía imaginar sus elegantes manos
rompiendo los sobres que yo había enviado con cariño y enterrándolos en el
cubo de la basura de la cocina, bajo limas arrugadas y toallas de papel
húmedas.
¿O las había leído ella primero? Qué vergüenza, pensar en ella leyendo
mis palabras. Cómo había tratado de explicar que enamorarse de su padre,
de ellos, no fue intencional. No fue planeado, pero fue real. Tal vez un día
podrían perdonarme. Más tarde, les hice preguntas, como si los estuviera
recogiendo del colegio. Les hablaba de recuerdos. Les dije que los echaba
de menos. Qué desesperada le debo haber sonado a Rosana. Pero es que
estaba desesperada, me habían separado repentina y catastróficamente de
Andrés, y los niños eran todo lo que me quedaba de él, aparte de las cosas
que había metido bajo el tablón de la casa de Mami y Papi.
Sin embargo, ahora tenía esto. La historia que estaba contando. El placer
de revivir esa época con su padre. La mejor época de mi vida,
honestamente. Y la verdad es que siempre había sido una hedonista. Una
esclava de los placeres del momento. ¿No fue así como todo comenzó?
¿Porque, en un momento de privación, Andrés me había dado la mano?
¿Cómo iba a decir que no? Al baile, al vino, a ese ascensor enjaulado que
subía y subía.
Pero Andrés no era el único placer. La novedad es solo un aspecto de una
relación. También está el terciopelo que envuelve la historia, el vínculo del
tiempo.
Hay lealtad. Hay familia.
CASSIE, 2017
Eran más de las ocho del miércoles, la noche libre de Duke, que llegaría
pronto a casa. Habíamos vuelto a vernos en tramos cortos y poco
inspiradores: desayunos de madrugada antes de que él se fuera a preparar la
carne, reposiciones de The Office mientras yo me sentaba a su lado con el
portátil quemándome los leggins. Como se había pasado el día cocinando,
pensé en sorprenderle con la cena. Había pollo y brócoli en el horno, y la
casa olía a calor y a nuez, con un toque de tierra húmeda. Había dejado la
puerta trasera abierta antes porque estaba nublado y quería recoger el olor
de la lluvia, dejar que llenara todos los rincones de esta casa.
Puse el cronómetro en mi teléfono y luego llamé a Andrew para hacer
nuestro chequeo habitual. Antes era cada noche, ahora ya, desde que parecía
que nuestro padre se había recuperado, era solo semanal.
—Hola. —Su voz sonaba apagada y plana.
—Hola, colega —dije, y me puse instantáneamente en alerta—. ¿Cómo
va todo?
—Nos han cortado la luz.
Mi corazón dio un respingo, hizo una torpe transición entre latidos.
—¿Cuándo? ¿Por qué no me lo dijiste?
Algo crepitó, candente, entre nosotros.
—Hace tres días, e intenté llamarte. No contestaste. —Hizo una pausa y
luego murmuró—: Nunca respondes.
Mierda. Me acordaba. Estaba hablando con Lore y planeaba llamar a
Andrew justo después. Después, me distraje transcribiendo y me olvidé por
completo. Pensé en las llamadas perdidas de Andrew este verano, en la
forma en que sus textos se habían vuelto cada vez más cortos en el último
año. En algún momento, había dejado de pensar que podía contar conmigo.
Y yo no me había dado cuenta.
—Lo siento mucho —dije—. ¿Tres días? ¿Eso significa que…?
—Sip. —La despreocupación de Andrew hizo poco por ocultar su dolor
—. Ha vuelto a descarrilar. No ha durado mucho esta vez.
La determinación se me metió en las venas, limpia y suave.
—Déjame hablar con él. ¿Está en casa?
—Sí, pero…
—Ahora, Andrew.
Me temblaba la mano cuando me serví un vaso de merlot y me lo bebí de
cuatro largos tragos. La puta ironía. Salí al porche trasero. Al otro lado de la
calle, otro bungalow que se caía a pedazos, como el nuestro, estaba siendo
derribado hasta los cimientos y pronto sería sustituido, sin duda, por un
nuevo dúplex moderno de mediados de siglo. Su esqueleto se asomaba en la
oscuridad.
—¡Cassie! —Las letras sonaban arrastradas, una muestra falsa de
jovialidad, como una trampilla. Había tantas malas noches que habían
empezado así… ¡Lisey! cuando mi madre entraba en la habitación, como si
su boca no fuera una línea sombría que mostraba la decepción, cuya
presencia pronto abriría esa trampilla, enviándolos a través de la oscuridad.
Pero ya no podía hacerle daño. No podía hacerme daño. Solo podía hacerle
daño a Andrew. Y ya era hora de asegurarme de que no lo hiciera.
Tenía la boca seca.
—Papá, ¿qué es eso de que os han cortado la luz? —Sin preámbulos. No
quería perder el valor.
—¿Que cómo estoy? Ah, muy bien, gracias. —Mi padre se rio y yo me
estremecí—. ¿Cómo estás tú? Hacía tiempo que no hablábamos.
—¿Qué ha pasado —repetí— con lo de la luz?
—Madre mía, me he retrasado unos días en el pago de la factura, nada
más.
Nada más, claro.
—¿Me estás diciendo que tú nunca te has retrasado con una factura?
—Nunca he tenido a un niño en casa que dependa de la luz y la
calefacción —dije.
—Así es —dijo, y supe que había caído de lleno, dando una excusa para
meter el dedo en la llaga—. Nunca lo has tenido.
Los dos nos quedamos en silencio.
Respirando.
—Mira, mañana volverá a funcionar —dijo. Sonaba cansado ahora.
—Vale, pero ¿qué ha pasado?
Intentaba ser amable, sin juzgar. Como mi madre.
—Andrew me ha dicho que llevabais tres días. ¿Te han despedido?
¿Necesitas dinero?
—¿Dinero? —Un gruñido grave—. ¿Qué, crees que no puedo cuidar de
mi propia casa, de mi propio hijo?
—No me refiero a eso. —Me pasé la lengua por los dientes, traté de
respirar, de frenar mi corazón acelerado—. Pero tienes que ir a una reunión.
Por favor. No puedes hacerle esto a Andrew.
—¿Hacerle qué, exactamente?
—¡Se supone que debes cuidar de él! Lo prometiste. —No podía creer lo
herida e infantil que sonaba.
Detrás de mí, la puerta principal se abrió y se cerró. Duke gritó:
—Huele bien, Cass… Oh, estás fuera.
Y en un momento estaba a mi lado. Su sonrisa se desvaneció al ver mi
mandíbula apretada y la forma en que temblaba a pesar de que no hacía frío.
—¿Estás bien? —preguntó.
Asentí con la cabeza, deseando que volviera a entrar. No lo hizo.
—¿Quién te crees que eres? —La voz de mi padre se hizo más grave y
sentí que todas las versiones más jóvenes dentro de mí temblaban, como
muñecas rusas—. Te vas a la primera de cambio y luego llamas de
improviso con un «lo prometiste».
Parpadeé contra las lágrimas.
—O te pones sobrio o voy a por Andrew.
La mano de Duke cayó de mi hombro. Había ido demasiado lejos. Y no
lo suficiente.
—Y juro por Dios —dije, temblando tan fuerte que apenas podía sostener
el teléfono— que si le haces daño, lo vas a pagar.
Con Fabián de vuelta en casa, Lore tiene que quedarse hasta tarde en el
banco o inventar alguna excusa desesperada para hablar con Andrés por las
tardes. Una vez, susurró un «discúlpame» mientras vertía dos litros de leche
por el fregadero para poder decir que necesitaban más. Luego, se acurruca
en el teléfono público de la puerta del Maverick, contando a la gente que
pone gasolina en sus coches, esperando no ver a nadie conocido. Cuando
Andrés está a punto de llamarla a «casa», ella corre al teléfono público
fuera del banco. Sus cartas van a un apartado de correos que ella abrió a
principios de ese primer año, alegando que el robo de identidad se estaba
convirtiendo en una gran preocupación en este país. La dirección que le dio
es la del piso del banco donde pasaron aquel fin de semana del año pasado,
encerrados durante la repentina «intoxicación alimentaria» de Lore.
La primera vez que vuelve a DF después del terremoto es en diciembre.
Fabián y los cuates la llevan a San Antonio a primera hora de la mañana. Su
vuelo es esa tarde, y Fabián ha pensado que podrían pasear juntos por el
River Walk o La Villita. Es gratis y diferente, y tal vez ayude a Gabriel a
salir de su hoyo.
—¿Qué le pasa? —preguntó Fabián hace poco, mientras limpiaba
después de la cena—. ¿Cuánto tiempo lleva así?
Las notas de Gabriel, su mal genio, el hecho de que él y Mateo no
parecían estar tan unidos últimamente… Lore se sintió a la defensiva, como
si hubiera dejado escapar algo en ausencia de Fabián. Apiló los platos en el
estante con más fuerza de la necesaria.
—Solo son cosas de adolescentes. Estoy segura de que todo irá mejor
ahora que estás en casa.
Fabián asintió y Lore se sintió culpable por la facilidad con la que le
había dado la vuelta al asunto.
En la puerta, besa a Fabián y recuerda la alegría con la que cayó en sus
brazos la última vez que volvió de DF. Últimamente, se siente
claustrofóbica, dispuesta a desprenderse de esta parte de su vida por unos
días. Antes de irse, le da a Fabián el número de un hotel cualquiera,
sabiendo que él no se gastará dinero en llamarla, pero teniendo una mentira
preparada por si acaso: habían reservado dos veces su habitación, así que se
registró en otro lugar. Mentiras, mentiras, mentiras. Agotador, pero
necesario. ¿Cuánto tiempo podrá seguir así?
En el avión, desliza el anillo de rubí (un regalo de Fabián cuando los
tiempos eran buenos) en su mano derecha y, después, desliza la alianza de
plata que Andrés le compró en su dedo anular izquierdo.
En la puerta, Lore ve a Andrés antes de que él la vea a ella, por lo que
tiene tiempo de disimular su asombro: ha perdido al menos cinco kilos, su
rostro está demacrado, con ojeras bajo los ojos cansados. Pero cuando la ve,
esboza su conocida sonrisa, la toma en brazos y la hace girar lo suficiente
como para que sus piernas choquen con las de los demás.
—Perdón, perdón —dice ella, riendo, mientras Andrés la besa. Dios,
cómo lo ha echado de menos.
—Mírate —dice Lore mientras salen de la mano de la terminal—. ¡Has
estado comiendo poco!
—Aquí no hay nadie que cocine para mí —dice, y ambos se ríen, ya que
es él quien cocina para ella—. Han pasado muchas cosas.
El eufemismo del siglo. Lore contempla la ciudad en ruinas, devastada de
nuevo, mientras toma un taxi a una hora de Ciudad Satélite, donde Andrés
ha encontrado un pequeño apartamento de dos habitaciones.
Las paredes son de textura rugosa, de color rojo arcilla, y el único
mobiliario hasta ahora consiste en tres camas y una pequeña mesa de
cocina. Las puertas correderas de cristal se abren hacia un patio trasero
ajardinado que comparten los vecinos.
—¿Qué te parece? —pregunta Andrés, observando su expresión.
Ella sonríe.
—Me encanta. No puedo creer que hayas sido capaz de encontrar algo tan
rápido.
—¿Rápido? —bromea Andrés—. ¿Has olvidado lo cómodo que era el
piso de Rosana? Según mi espalda, debo haber pasado allí cinco años, al
menos.
—Pobrecito —dice Lore. Se pone detrás de él y desliza las manos por su
camisa. Su piel es cálida, sus magros músculos se tensan bajo sus palmas.
Al día siguiente, van al Registro Civil para iniciar los trámites legales de
su matrimonio. Una fuente forrada con azulejos de Talavera; una fila de
personas apoyadas en las paredes de color amarillo brillante, esperando. El
mundo podría acabarse y la gente seguiría queriendo casarse. Había
pensado en olvidarse de su partida de nacimiento, en retrasar esta parte del
trámite, pero a estas alturas apenas hay diferencia.
Cuando Lore vuelve a casa, cuatro días después, está legalmente casada
con Andrés.
Mi madre solía hacer pasta italiana con pollo en las noches de invierno
profundo, cuando el viento agitaba las finas ramas del viejo ciprés sin hojas
que teníamos detrás. Ese olor me hacía sentir como una niña de nuevo, con
dolor de barriga por los nervios. En cuanto a lo que Lore había dicho sobre
enfrentarse a mi padre: como si fuera así de fácil.
De camino a la habitación de Andrew, pasé por delante de la de mis
padres (la de mi padre, ahora) y estaba la puerta abierta. Duke y él seguían
en la cocina. Sin pensarlo, me metí dentro.
La moqueta de color crema era diferente a la que había cuando vivía aquí
y se hundía bajo mis pies. Mi corazón latía con fuerza. Ni siquiera sabía qué
estaba haciendo en esta casa. Las paredes estaban pintadas de un verde
salvia que le habría gustado a mi madre. Todavía tenía su cama de caoba
con dosel, pero ahora había un edredón gris en lugar de su colcha de
cachemira. La cama estaba hecha con torpeza, el edredón subido para cubrir
las almohadas. La habitación olía demasiado a limpio, como el resto de la
casa, como si alguien (algo me decía que Andrew) hubiera tirado
eliminador de olores de forma indiscriminada antes de que llegáramos. Por
debajo se adivinaba el aroma a algo agrio y sin lavar.
Mis dedos se movieron por memoria muscular mientras abría el primer
cajón del aparador. Removí entre los calzoncillos doblados y los calcetines
hechos bola, la piel se me enganchaba en el revestimiento de madera sin
pulir. Fui cajón por cajón, rápidamente. A veces guardaba minibotellas aquí,
metidas en los cuellos de las camisas y en los estuches de las gafas. No
había vuelto a deshacerme de su bebida después de la vez que escondí su
petaca en el árbol, pero no había nada peor que preguntarse si estaba
bebiendo en secreto. Siempre necesitaba saber cuándo cabía esperar que
nuestro mundo se desmoronara.
En el quinto cajón, mis manos se detuvieron en algo duro y frío: un
pequeño álbum de fotos de cuero. Miré hacia la puerta y entré al baño para
que nadie me viera si pasaba por allí. El miedo a que me descubrieran me
daba casi náuseas. También me sentía imprudente y salvaje, con ganas de
poner toda la casa del revés para exponer todo lo que se escondía en sus
pliegues.
Las fotos eran de mi madre. Una adolescente con una camiseta granate de
los Sooners de pie en unas gradas metálicas, con la boca abierta en señal de
ánimo. En la cama, tomada con mala luz y con una cámara barata, con el
pelo rubio semirrecogido en su coletero y el brazo haciendo señas al
fotógrafo para que se acercase. En una bolera, con los brazos en «V» sobre
la cabeza, todos los bolos dispersos. Leyendo algo ante un micrófono
durante el concurso de talentos del colegio, con una corona de papel. De
nuevo, en la cama, esta vez de lado, con los ojos cerrados, un pecho
hinchado fuera del camisón blanco, eclipsando la pequeña cabeza que se
acercaba a él: yo. La foto me dejó sin aliento. La intimidad. La transferencia
de leche y calor de su cuerpo al mío, mi padre se movió lo suficiente como
para capturarla.
—¿Qué haces?
—¡Ah! —Dejé caer el álbum de fotos sobre las baldosas—. Dios mío,
Andrew. Me has asustado.
Estaba de pie en la puerta del cuarto de baño con una extraña expresión
de severidad. Señaló el álbum.
—¿Qué es eso?
—Es… Nada. —Sentí un instinto protector sobre aquel álbum—.
Estaba… Quería hablar con papá —mentí.
—Está en la cocina.
—Sí. Me lo he imaginado.
—¿Puedo verlo? —Andrew extendió una mano y le di el álbum de fotos.
Observé cómo iba página a página—. Nunca las había visto.
—Yo tampoco.
Las fotos eran tan ordinarias y anacrónicas y, sin embargo, por algún
motivo, no parecían aleatorias. Era como si mi padre hubiera coleccionado
piezas de ella que, juntas, insinuaban su plenitud.
Andrew me miró. Había algo en sus ojos. No dolor, exactamente. Más
bien anhelo.
—¿Cómo era ella?
—¿Papá no habla de ella?
—Sí, pero quiero escucharlo de ti.
¿Nunca había hablado de ella con Andrew? Tal vez nunca había querido
recordarle lo que había perdido, lo que quizá pensaba que él se había
llevado: su vida por la de nuestra madre. Pero él debía sentir la ausencia
maternal todo el rato, igual que yo. ¿Ayudaba retener los recuerdos? Tal vez
no sabía cómo hablar de ella sin hablar también de lo demás: la bebida, la
violencia, el silencio. Tal vez había olvidado quién era mi madre, aparte de
ser una víctima, una cómplice, una decepción.
—Era divertida —dije—. Y muy buena leyendo libros en voz alta.
Probablemente, podría haber sido actriz de doblaje, así de buena era. Me
llevaba de voluntaria al Ejército de Salvación cada pocos meses porque
creía que todo el mundo necesitaba ayuda alguna vez, y si podíamos ayudar,
debíamos hacerlo. —Pensé en nosotras viendo Dateline, montando nuestros
insectos recortados en medio de la telaraña de Charlotte—. Era una gran
maestra.
Los labios de Andrew se apretaron con fuerza.
—¿Sale con alguien? —pregunté de repente—. Todavía lleva el anillo.
Tiene fotos de mamá. Este álbum…
Andrew asintió.
—Ha tenido un par de novias que he conocido. Nada serio, supongo.
No podía imaginarme a mi padre con nadie más que con mi madre, pero
habían pasado doce años, no era un monje.
—¿Cómo eran? —pregunté—. ¿Alguna vez fue…? —¿Cómo podía
preguntar si había sido violento?
Andrew frunció el ceño.
—¿Qué?
—No importa. ¿Sabes qué? —Le sonreí—. Creo que deberíamos
quedarnos con el álbum. Llevarlo con nosotros a Austin. ¿Qué dices?
Las hermosas cejas de Andrew se alzaron con sorpresa. Me devolvió una
pequeña sonrisa conspiradora. Nuestro primer momento de verdadera
conexión.
—Vale.
Le pasé un brazo por encima del hombro y me metí el álbum bajo la
camisa. Lo sujeté con el codo mientras salíamos juntos del baño. Miró la
cómoda; el quinto cajón seguía abierto.
—Oye —dijo— es un poco jodido esto de que nada más llegar ya
empieces a husmear.
Las palabrotas me sorprendieron y no supe qué hacer al respecto. Si iba a
ser su tutora, ¿debía decirle que vigilara su lenguaje?
—Quería ver si tenía algo de alcohol escondido —dije finalmente.
—Oh. —Andrew cerró el cajón por mí y volvimos al pasillo—. ¿Lo
tenía?
—En el vestidor, no.
—Vale. Creo que conseguí deshacerme de todo mientras estaba en el
hospital. Aunque, realmente, no lo ocultaba. —Entornó los ojos para
mirarme y algo le encajó—. ¿Lo escondía cuando vivías aquí?
El corazón se me paró.
—¡Chicos! —llamó mi padre, con su voz acercándose—. ¡La cena! Oh…
Se detuvo en seco al vernos, con nuestras cabezas agachadas y las voces
bajas. Miró la puerta de su habitación.
—Le estaba enseñando a Cassie mi habitación —dijo Andrew mientras se
quitaba el pelo de los ojos.
Notaba el álbum de cuero caliente contra mi piel. El bulto parecía
evidente.
—Voy a usar un segundo el baño. Ahora mismo voy.
Mi padre me miró fijamente durante demasiado tiempo. Se subió las
gafas, haciendo una mueca de dolor cuando se le enganchó la costra de la
nariz.
—Claro. Hasta ahora.
Apreté el hombro de Andrew, desconcertada por la facilidad que había
tenido para mentir. Usé el baño, ya que mi vejiga estaba tan llena que hasta
dolía y no me había dado ni cuenta, y luego metí el álbum en mi bolsa de
viaje.
En la cocina, Duke había hecho pan de ajo. Al quitar el papel de
aluminio, la mantequilla dorada cayó derretida por encima. Andrew le dijo
a Alexa que pusiera música, pero estaba todo mal, Ariana Grande en lugar
de Stevie Nicks. Mi padre se esforzaba para beber de su vaso de Dr. Pepper
con el collarín. Notó que yo notaba que su mano temblaba. Miré hacia otro
lado.
—Bueno y, Andrew —dijo Duke—, ¿haces algún deporte?
Andrew se detuvo con una montaña de pasta a medio camino de la boca.
—Soy cinturón naranja de karate. Me examino para el primer grado verde
en dos meses.
Duke parecía impresionado.
—Vaya. ¿Puedes enseñarme algunos movimientos más tarde?
Andrew sonrió. Por primera vez parecía un niño.
—Sí, si crees que puedes seguir el ritmo.
Duke se rio y yo también. Mi padre sonrió, y se encontró con una
pregunta silenciosa y tentativa en mis ojos: ¿A que es agradable? Lo
estamos pasando bien, ¿verdad? Como si se tratara de una reunión familiar
normal, presentando a mi prometido a mi padre en Acción de Gracias.
Dios, este sentimiento. La tensión de las apariencias, el olvido forzado.
La forma en que a veces me hacía dudar de lo que había visto la noche
anterior, las imágenes reorganizándose en algo más suave, más agradable,
los hechos cambiando ante mis ojos. A veces deseaba que me golpeara
también, solo para tener una marca física que me demostrara que era real.
Cuando Lore entra en el vestíbulo del banco, hay ese ambiente de fin de
jornada: clientes que hacen sus últimas transacciones, representantes de
cuentas nuevas que ordenan sus escritorios, cubiertas antipolvo que cubren
las máquinas de escribir. Lore se dirige a su despacho, cierra la puerta y
deja caer el pesado bolso sobre el escritorio. Justo cuando ve el sobre, Óscar
llama a la puerta.
—Hola. —Se asoma al interior—. ¿Tienes un minuto?
Los calambres se apoderan de su bajo vientre, retorciéndose hasta la
espalda.
—En realidad, no me siento bien, así que…
Óscar entra, oliendo a que se acaba de fumar un cigarrillo. Señala el
sobre.
—Has tenido una visita.
Lore mira hacia abajo. El pánico le sube a la garganta. Reconocería la
letra de Andrés en cualquier lugar: su profunda inclinación, como una
motocicleta inclinada hacia la carretera.
—Ha venido dos veces hoy —dice Óscar con frialdad—. Dijo que era tu
marido.
Lore fuerza una carcajada.
—¿Mi marido? Bueno, obviamente estaba buscando a otra persona.
—Eso fue lo que le dije. —Óscar no se mueve.
—De acuerdo. —Los pulgares de Lore se apoyan en las esquinas del
sobre, casi temblando de contención—. Óscar, no me siento bien, así que…
—Pero entonces me enseñó una foto.
—Una foto. —El cerebro de Lore funciona muy lentamente. Todo lo que
puede hacer es repetir las cosas, ganar tiempo mientras lucha por comprar.
Pero está cayendo.
—De los dos —dice Óscar—. Estabas con un vestido blanco. Dijo que
era el día de tu boda. ¿Qué carajos, Lore?
La visión de Lore se derrumba hacia un punto medio, una avalancha de
oscuridad que barre desde su periferia.
—Óscar, no es… ¿qué le dijiste? ¿Qué le dijiste exactamente?
—Santo Dios. —Óscar saca un paquete de cigarrillos, enciende uno y le
da una profunda calada. Sopla el humo hacia la ventana. El sol ha
desaparecido detrás de gruesas nubes de hollín, arrojando un inquietante
manto invernal sobre el aparcamiento, aunque el calor emana del pavimento
—. ¿Así que es verdad?
—¡Claro que no es verdad! —Lore se levanta a medias de su silla; el
dolor la empuja hacia abajo. Se queja. Necesita que Óscar se vaya. Su hija
está en peligro.
Óscar exhala otro chorro de humo, y el olor casi la hace vomitar.
—¿Lo sabe Fabián?
Lore está sudando.
—Óscar, mira. Sabes que Fabián estuvo casi siempre en Austin durante
dos años. Dos años, Óscar, en los que solo estábamos los cuates y yo, en
estos tiempos. Cometí un error. Tuve un desliz. Lo conocí en el DF. Pero,
por Dios, ¡claro que no estoy casada con él! En realidad… —Lore baja la
guardia, sabe que no hay vuelta atrás—. En realidad, rompí con él hace
meses. Ha intentado ponerse en contacto conmigo. No quiero tener nada
que ver con él.
De todas las mentiras que ha dicho, esta es la que más hace que se odie a
sí misma. Pero ella piensa en perder a Fabián, en perder a los cuates. En que
casi pierde al bebé. Sus ojos se llenan de lágrimas y dirige esa mirada a
Óscar. Es consciente de su poder.
—Por favor —dice ella—. Nadie más tiene por qué saberlo. ¿Verdad?
Óscar se fuma el resto del cigarrillo en silencio, mirándola fijamente.
—Joder, Lore —dice, y lo apaga en el cenicero—. ¿Qué está haciendo
aquí?
—No lo sé.
—¿Es peligroso?
Sus pensamientos son una maraña frenética y arácnida. Anidando,
incubando, feos.
—No lo sé —susurra.
Óscar se hunde en una silla frente a Lore. Su expresión se ha convertido
en protectora a regañadientes.
—¿Deberíamos llamar a la policía?
—No, no. —Lore sacude la cabeza—. Pero necesito saberlo: ¿qué le
dijiste?
—Bueno, él se presentó —dice Óscar con aspereza— como tu marido.
Dijo que había oído hablar mucho de mí. Al principio me reí. Pensé que era
una broma, dije que Fabián debía haber contratado a un buen cirujano
plástico.
Lore cierra los ojos y respira profundamente para evitar las náuseas.
—Lo siguiente que sé es que saca esta foto, y eres tú. Obviamente, vio
que te reconocía y dijo: «¿Me estás diciendo que está casada? ¿Con alguien
más?». Entonces me pidió tu dirección. Obviamente, no se la di. Estaba a
punto de llamar a seguridad cuando me pidió un papel y un sobre. —Óscar
extiende la mano por el escritorio de Lore y toca la carta—. ¿Qué dice?
Lo necesita de su lado. Lore toma un abrecartas y abre el sobre. Saca la
nota y una llave.
—Hotel Botanica. Habitación ciento catorce.
Óscar frunce el ceño.
—Me parece que hay algo más.
Ella lo tira todo al cubo de basura que hay debajo de su escritorio.
—Bueno, lo hay.
Óscar la mira fijamente durante un largo rato. Luego se levanta y recoge
el paquete de cigarrillos.
—La has cagado, Lore. Fabián es un buen tipo.
—Lo sé. —Su voz se quiebra—. Por favor, Óscar. Que esto quede entre
nosotros.
Óscar se encoge de hombros.
—No es asunto mío.
Lore agarra su bolso y rodea el escritorio.
—Gracias.
Empieza a rebuscar en el bolso para encontrar las llaves y cerrar, pero le
tiemblan las manos y se le acaba cayendo al suelo; salen disparados tubos
de pintalabios de color azul apagado, su polvera, envoltorios de chicles
arrugados, tarjetas de visita y su cartera, cargada con demasiados recibos y
poco dinero. Lore suelta un gruñido de frustración y Óscar, que sigue
fumando, la observa mientras lo recoge todo. Finalmente, encuentra las
llaves.
—Lo digo en serio, Óscar —dice ella cuando se separan al final del
pasillo. Él en el ascensor, ella en la puerta del baño de mujeres—. Gracias.
Óscar gruñe.
—Pero ten cuidado, ¿vale? Se veía muy enojado.
Espera en un cubículo a que su corazón se calme. Ay, Andrés, piensa.
¿Por qué has venido? ¿Por qué ahora? La espalda le palpita con un dolor
profundo que irradia desde sus lugares más íntimos, y le dice al renacuajo:
Solo aguanta un poco más, mientras vuelve a su despacho y saca la nota y
la llave de la papelera. Aguanta un poco más.
Andrés sabe el nombre de Fabián ahora. Puede buscar su dirección en la
guía telefónica del motel. Tiene que llegar a él primero. Antes de perderlo
todo.
CASSIE, 2017
Hice la compra y llegué a casa antes de las seis del miércoles. Me serví dos
dedos de Bucanas y esperé a que Cassie me llamara por FaceTime, pero fue
una llamada normal.
—¡Hola! —respondí.
—Hola. ¿Cómo estás? —Sonaba rígida y formal.
—¿Qué pasa? —pregunté, apretando el vaso—. ¿Es tu hermano?
—No, no. —Se ablandó un poco—. Solo estoy cansada. Quería que
supieras que… tengo previsto entrevistar a Fabián el viernes.
Escondí una sonrisa, aunque ella no podía verme. Qué linda, pensando
que podría sorprenderme.
—Sí, me dijo. Me preguntaba cuándo lo mencionarías.
—He tenido muchas cosas que hacer. —La distancia volvió a aparecer en
su voz. Me puso los dientes de punta—. Me gustaría bajar a verte primero.
Mañana. ¿Qué te parece?
Abrí la puerta trasera, la ráfaga de aire frío fue como una salpicadura de
agua en mi cara. Se suponía que, en Navidad, las temperaturas volverían a
rondar los 26 °C, como tantos otros años. Todavía podía ver a Papi en la
barbacoa oxidada, con su camisa blanca y sus fornidos brazos marrones, y
el brillo silencioso de una lata de cerveza. Dentro, Mami calentando los
tamales. En estos días era como si el pasado y el presente se desplegaran al
mismo tiempo, como si todavía fuera posible cambiar el final.
—Sabes qué —dije—, me parece genial. Mateo ya estará aquí, y tú aún
no has conocido a Gabriel. ¿Qué te parece si vienes a cenar? ¿A las seis?
Comemos temprano por los chicos.
—Perfecto.
Nos quedamos en silencio, como si ambas estuviéramos paradas con una
oreja en lados opuestos de la misma puerta.
—¿Y si lo dejamos aquí? —sugirió Cassie—. No he dormido bien. Mejor
si hablamos mañana.
—Ah —dije—. Bueno. Cuídate, mija.
Algo había cambiado. Por eso la había invitado a cenar. Podría ser bueno
para ella vernos a todos juntos. Para recordar quiénes éramos, aparte de las
cosas que pasaron entonces.
Y si resultaba que sabía más de lo que debía, pues yo había abierto esta
puerta. Quizá siempre había sabido que tendría que atravesarla.
CASSIE, 2017
Les dije a los cuates que íbamos a salir para tener una «charla de chicas»
con nuestro vinito, como si hablar de chicas significara alguna vez algo más
que esto: cosas que destrozarían las ilusiones de los hombres. Gabriel me
había lanzado una mirada dura y llena de significado. Mantén la boquita
cerrada. Nunca se me ha dado bien que me digan lo que tengo que hacer.
Le ofrecí a Cassie una manta y ella negó con la cabeza antes de sentarse
en una de las mecedoras de mimbre. Extendí una manta de punto de color
naranja oxidado sobre mi regazo, cuyos bordes con borlas hacían cosquillas
en el frío hocico de Crusoe. Dio vueltas, se acomodó y suspiró. El móvil de
Cassie estaba sobre la mesa delante de nosotras, grabando. Siempre estaba
grabando. Vámonos.
—¿Cómo lo descubriste? —pregunté, mirando las luces blancas que
subían hasta la mitad de los troncos de los robles. Las cuerdas con grandes
bombillas vintage colgaban como lianas brillantes de las ramas. Mateo y
Gabriel habían sostenido a los niños antes para lanzar el cable alrededor de
las ramas mientras gritaban con deleite: «¡Más, más!». Yo también quería
siempre más.
—He hablado con Carlos —dijo Cassie.
Me giré hacia ella bruscamente.
—¿Cuándo? ¿Cómo está?
Cassie se encogió de hombros.
—Estaba borracho. Tengo la impresión de que se emborracha mucho.
Pasé mi pie por el costado de Crusoe. Su cola se agitó. Un dolor se abrió
en mi pecho.
—¿Crees que es mi culpa?
Cassie miró fijamente su copa de vino.
—No lo sé, Lore. No creo que haya ayudado, pero luego tienes a
Penélope. La gente toma decisiones.
—Sí —murmuré—. Es verdad. Bueno, ¿cómo lo supo Carlitos? ¿Se lo
dijo Andrés?
Vi cómo Cassie se daba cuenta.
—Carlos fue quien encontró tu prueba de embarazo —dijo lentamente—.
Se la enseñó a Andrés el día antes de que viniera aquí. ¿Cómo supiste que él
lo sabía… si no lo viste ese día?
Crusoe gimió y se puso de pie, colando su cabeza entre mis rodillas. Le
rasqué el cráneo nudoso y le froté las orejas de terciopelo. Sus ojos negros
brillaron.
—¿Qué pasó, Lore? —preguntó Cassie.
Nos mecíamos una al lado de la otra como comadres, como viejitas, las
sillas chirriando. Había música procedente de algún lugar, tenues notas de
«Feliz Navidad». Apreté una mano contra el costado del hocico de Crusoe,
como si él me anclara aquí, impidiendo que flotara.
—Nunca he hablado de esto —le dije. Nunca.
Cassie asintió. Cálida, escabrosa y temerosa.
—Tómate tu tiempo.
Óscar: No sé, que ojalá hubiera hecho algo para ayudar. Pero
Lore era así de independiente.
Cassie: ¿Y eso?
La noche se repetía sola a esas alturas, los recuerdos llegaban tan claros y
enteros que era como si los hubieran conservado tras un cristal todos estos
años.
Eran poco más de las seis cuando llegué a la casa. La camioneta de
Fabián estaba en la entrada en lugar de en la cochera. Abrí la puerta trasera
y me senté en el coche durante unos minutos. Pensé en decirle a Fabián lo
que le había dicho a Óscar, que había sido una aventura, un error. Aunque
Andrés le hubiera enseñado a Fabián la foto de la boda, no era obvio que se
tratara de una boda, con mi vestido blanco corto y Andrés en su guayabera.
Una aventura. Fabián podría perdonar eso, ¿no?
Cuando corrí hacia la puerta trasera, el aire estaba tan empapado y
caliente como el aliento jadeante de un perro, pero en lugar de Fabián, eran
los cuates los que estaban de pie en la cocina. Con la cara roja y goteando
lluvia sobre el linóleo. Llevaban pantalones cortos de baloncesto y
zapatillas de tenis. Los había interrumpido gritando, pero lo que habían
estado diciendo se había perdido. Me miraron y luego se miraron entre
ellos. Por un momento, volvieron a tener dos años, comunicándose con
miradas misteriosas. Entonces Gabriel tragó saliva.
—Mamá —dijo—, he hecho algo.
—Dame un minuto —dije mientras salía corriendo hacia el baño. No
podía encargarme de su última pelea o de su último suspenso en ese
momento.
—Lo he matado —dijo Gabriel.
Me giré.
La primera torsión se produjo en mi vientre. Una sensación de que algo se
alejaba, se deshacía. Me apoyé en el mostrador de fórmica.
—¿Que hiciste qué? —conseguí decir—. ¿Qué estás…?
—¡He matado a tu otro marido! —gritó Gabriel—. Está muerto. Le
disparé.
Y al fin, al fin, vi el arma. La .22 que me había regalado Fabián, que rara
vez llevaba encima. Normalmente, estaba en la caja fuerte donde
guardábamos las armas. Los cuates conocían la combinación desde hacía
años, desde que empezaron a cazar con Fabián. Ahora, el arma estaba al
lado de la estufa, entre el jarro y el especiero.
—No lo… —Me agarré al mostrador, gimiendo—. No lo entiendo.
Gabriel, ¿de qué estás hablando?
—Estaba aquí, jugando a básquet, cuando se acercó. —Gabriel miró a
Mateo—. Escuché todo lo que le dijo a papá.
—Dios mío —dije, y se produjo el segundo giro, un cataclismo de
órganos en caída, y corrí al baño, cerré la puerta de golpe, me quité los
pantalones y la ropa interior, y me derrumbé en el inodoro. Un sollozo, un
empujón, y algo sólido y resbaladizo se deslizó fuera de mí. Había sangre
en el retrete, era color rojo púrpura. Me aferré a la encimera rosa mientras
me levantaba, temblando. No quería mirar, pero tenía que ser testigo, tenía
que darle eso a mi bebé, pero se había ido; se había deslizado fuera de la
vista como un pequeño animal que vuelve a la tierra, y me sentí tan
aliviada, tan desesperadamente aliviada de que nunca necesitaría saber
cómo se veía cuando mis fracasos la destrozaron.
Fui dando tumbos por el pasillo hasta mi habitación, donde metí una
compresa para recoger lo que quedara. Cuando volví a salir, los cuates
estaban sentados en la mesa de la cocina, con la cabeza entre las manos.
—Mamá —dijo Mateo, levantando la vista—. ¿Estás bien?
—¡No! —grité—. ¡No, no estoy bien! Gabriel, empieza desde el principio
—le ordené—. Dime qué pasó.
Mientras hablaba, sentí que me marchitaba, que me quemaba, que me
convertía en cenizas. ¿Cómo era posible? Andrés, el pobre Andrés, que no
había hecho nada malo, salvo confiar en mí, muerto, con un agujero de bala
en el pecho que había besado y tocado, el pecho que contenía su hermoso
corazón. Quería correr de vuelta al hotel, para demostrar que Gabriel se
equivocaba, para hacer retroceder el tiempo. Pero las etapas del duelo son
un lujo de los inocentes. Tenía que proteger a mi hijo.
Gabriel, con el pelo demasiado largo por detrás. Un mínimo indicio de
bigote. Un niño nomás. Pero, al mismo tiempo, ya no era el niño que yo
reconocía. Era alguien nuevo, renacido en sangre, y me daba miedo pensar
qué sería de él si iba a la cárcel, rodeado de hombres que ya eran duros
cuando él aún era blando. Un chico como Mateo tal vez sería capaz de
mantenerse entero. Pero Gabriel se destrozaría y luego se reconstruiría en
algo terrible. No podía dejar que eso sucediera.
—Dame lo que llevas puesto —dije—. Los dos. Y traedme la ropa sucia
de vuestro baño también.
Obedientes, se despojaron de sus camisetas y pantalones cortos, se
quitaron los zapatos y me entregaron sus calcetines, húmedos por la lluvia y
el sudor. Se cambiaron y recogieron el resto de su ropa sucia. Trajeron todo
envuelto en una toalla, tan pulcra y modesta.
Todos vamos a necesitar coartadas, pensé mientras empezaba a lavar.
Gabriel dijo que sus amigos, Rudy y Wayo —tuve una breve sensación de
reconocimiento ante esos nombres, sin tiempo para pensar en ello—, dirían
que habían estado con ellos en el parque. Me pregunté en cuántas otras
ocasiones le habían cubierto, y qué había hecho para necesitar su
protección. Me preguntaba también qué había hecho él por ellos a cambio.
Llevé a los cuates a Wendy's a por Frosties, tuve una pequeña charla con
la cajera. Y luego directos al centro comercial, donde me senté entre ellos
en el cine, mi estómago se retorcía cada vez que el hombro de Gabriel
rozaba el mío.
Por primera vez en su vida, odié a mi hijo. Pero no más de lo que le
quería.
Me llevé una mano al corazón, como si aún pudiera sentir el calor de la
palma de Andrés. Aquella era la última vez que me había tocado. Y fue
entonces cuando me di cuenta: mi collar, el medallón que siempre llevaba.
Ya no estaba.
CASSIE, 2017
Con las espalderas blancas a su lado y las luces en los árboles, la visión de
Mateo en mi puerta era extrañamente romántica. Podría estar dándome un
ramo de flores, en lugar del teléfono que me había dejado en casa de Lore.
—Muchas gracias —dije, metiéndolo en el bolsillo. Estaba nerviosa, mi
corazón aún latía con fuerza después de haberme dado cuenta de lo de
Gabriel. Y en ese momento, mientras los ojos de Mateo se arrugaban
ligeramente, más generosos con las sonrisas que su boca, fui totalmente
consciente de que no llevaba sujetador y mis pezones estaban duros por el
aire acondicionado.
—No hay problema. —Mateo deslizó su pie contra la puerta para
mantenerla entreabierta mientras yo me cruzaba de brazos—. En realidad,
quería hablar contigo.
—Genial. ¿Por qué no vamos al bar? Deja que me ponga algo.
Mateo miró detrás de él a la zona de la piscina mientras me subía la
cremallera de la capucha.
—Creo que está cerrado.
—Ah. —Miré el taburete que estaba junto al escritorio—. Bueno, pasa
entonces. Lo siento, el espacio es reducido.
Nuestros hombros se rozaron mientras cerraba apresuradamente el
portátil. Si había visto la imagen de Street View de la casa de su infancia
antes de sentarse, no la reconoció.
Tenía el ceño fruncido, observaba el papel pintado de flores y las
persianas venecianas, el helecho falso y los muebles de madera pesados y
llenos de rasguños.
—¿Por qué te quedas aquí? —Su voz era neutra, desprovista de inflexión,
lo cual solo hacía más evidente el hecho de que me estaba juzgando.
—Investigación —dije, avergonzada. Me senté en el borde de la cama.
Nuestras rodillas casi se tocaban—. Entonces, ¿de qué querías hablarme?
—Quería disculparme —dijo Mateo—, por Gabriel. Se ha pasado de la
raya esta noche.
Mi rodilla rozó accidentalmente la suya. Le vi notar el contacto. No se
apartó. Tenía ese olor a cerilla recién encendida, como si hubiera venido en
coche con las ventanillas bajadas. Me gustaba esa imagen de él, disfrutando
de la noche en solitario.
—No eres el guardián de tu hermano —dije.
Entonces me pregunté: ¿cuánto sabía él? Aquel soborno de la primera vez
que nos conocimos, tal vez se trataba de algo más que de proteger la
intimidad de su familia. Tal vez había sido para proteger el secreto de su
familia. Y el intercambio de correos electrónicos a altas horas de la noche,
la forma en que de repente estaba dispuesto a hablar por teléfono. Tal vez
solo quería hacerse una idea de lo que estaba descubriendo. Podría estar
aquí por la misma razón. La idea me entristeció, aunque ¿qué esperaba?
¿Que quisiera hablar conmigo no como la escritora de la historia de su
madre, sino como yo misma?
—De acuerdo, me disculpo yo, entonces. Obviamente no eres alguien a
quien se pueda comprar —añadió, como si me leyera la mente—. Además,
las mierdas que dije sobre tus habilidades cuando nos conocimos… —Hizo
una mueca, avergonzado—. Lo di todo, ¿eh?
Me reí.
—No pasa nada. Probablemente yo habría hecho lo mismo en tu lugar.
Mateo inclinó la cabeza, un gesto curioso y atento. Me lo imaginaba
haciendo esto en las salas de exploración, con el estetoscopio en la oreja,
escuchando los gorjeos y silbidos del interior de los animales que no pueden
hablar por sí mismos.
—¿Significa eso que estás reconsiderando el libro? —preguntó.
La pregunta me sorprendió, me hizo querer apretar el portátil contra mi
pecho, protegiendo los meses de transcripciones y notas de las entrevistas,
los capítulos de muestra y la propuesta de libro, la sensación de propósito
que todo ello me había dado, la sensación de promesa. No. No estaba
reconsiderando el libro. El libro lo era todo para mí.
—No —dije, suave pero inamovible.
Mateo suspiró, dejándose caer hacia delante con los codos sobre los
muslos.
—No era que esperara que dijeras que sí, pero me decepciona oírlo. —Me
miró, con algo complicado en sus ojos marrones, y me di cuenta, ya tarde,
de lo vulnerable que era. Sola en esta pequeña habitación con un hombre
que apenas conocía, un hombre que quizá estaba aquí para proteger el
secreto de su familia. Saqué mi teléfono del bolsillo.
—En realidad, eso me recuerda —dije— que tengo que enviarle un
mensaje a mi agente. Está esperando una actualización de mí esta noche.
Pulsé el botón de inicio. No pasó nada.
—Lo siento —dijo Mateo—. Se te debe haber acabado la batería.
Su tono no había cambiado, pero mi respiración se entrecortaba. Un
instinto, un miedo aprendido —mi padre retirándose a su silla, con la bebida
en la mano— o uno que se nos ha inculcado: un aparcamiento oscuro, las
llaves entre los dedos; el crepúsculo cayendo a la carrera, el repentino
sonido de pasos cercanos. Saqué mi cargador de la mochila y retrocedí
hacia la mesita de noche, donde conecté mi teléfono sin dejar de mirar a
Mateo.
«Mamá te ha invitado aquí como si fueras parte de la familia», había
dicho Gabriel.
«Pero solo eres una sanguijuela».
Tal vez fuera una sanguijuela. Pero era una sanguijuela que iba a
descubrir la verdad, finalmente.
—Mateo —dije con cuidado—, tu madre me dijo algo esta noche. Me
dijo que no fue tu padre quien mató a Andrés.
Mateo se puso de pie, dando dos pasos lentos hacia la puerta, y luego
hacia atrás.
—Lo sé. Por eso estoy aquí.
Mis manos temblaban.
—Continúa.
Mateo apoyó una palma de la mano en el mueble del televisor.
—La ventana de la cocina estaba abierta. La oí confesar. Cassie, no
puedes escribir eso.
Me sobresalté al oír mi nombre en su boca. Familiar, casi íntimo.
—¿Por qué no? —Miré el teléfono, esperando que se iluminara con la
carga.
—¡Porque no fue lo que pasó! —Comenzó a pasearse de nuevo, cuatro
grandes zancadas desde la puerta hasta el baño, tenso y rápido. La
habitación se estrechó en torno al espacio que reclamaba, de un lado a otro,
de un lado a otro.
—Tampoco fue tu madre, ¿verdad?
Apreté el botón de inicio de mi teléfono. Nada. Mateo no respondió.
—¿Cuándo te enteraste? —pregunté, casi mareada.
De repente, demasiado de repente, Mateo dejó de moverse. Me recordaba
a un animal que te encuentras en la naturaleza, algo elegante y fuerte, los
ojos fijos en los tuyos, los músculos crispados. Una cornamenta que podría
destrozarte si se viera acorralado.
—¿Sobre qué? —preguntó en voz baja.
Sobre Gabriel, quise decir. Pero había algo en la forma en que me miraba.
Y entonces mi cerebro hizo clic, una comprensión final. «¿Te imaginas lo
que es», había dicho en nuestra primera conversación, «abrirle la puerta a
alguien y que te diga que todo lo que crees saber sobre alguien a quien amas
es mentira?». Su voz estaba tensa por la indignación. Como si hubiera
estado allí. Como si lo hubiera escuchado.
—Madre mía —dije—. Estabas allí cuando Andrés llegó a la casa.
Todo el cuerpo de Mateo pareció desinflarse, como un hombre que llega
al final de un viaje muy largo.
Suspiró mirando hacia abajo.
—Han cambiado la moqueta —dijo—. Pero, por lo demás, esta
habitación está exactamente igual.
LORE, 2017
Lore volvió a enterrar su brazo bajo las tablas del suelo. Sacó una pequeña
bolsa hermética y me la entregó. Sostuve la bolsa entre dos dedos. En su
interior, el medallón de oro seguía brillando, pero su delicada cadena estaba
enredada, oscurecida por el tiempo y, miré más de cerca, algo más.
—Fabián me lo trajo —dijo Lore, sentándose sobre sus talones—. No
pude lavarlo. Sé que debe sonar raro, pero no podía enjuagar lo poco que
quedaba de él y dejar que se fuera por el desagüe. Así que…
En mi bolsillo, casi podía sentir que mi teléfono se calentaba, como si la
grabación pudiera percibir la importancia de este momento.
—¿Esta sangre es de Andrés? —pregunté en voz baja, reverente.
Lore asintió. Señaló las cartas, la foto y el collar.
—Ahora lo tienes todo. Incluso… —Se inclinó hacia delante y sacó otra
bolsa con un cuaderno y un bolígrafo del Hotel Botanica. La carta
abandonada de Andrés: Lore—. Solo sus huellas dactilares y las mías
estarán en esto. Podrán cotejar su letra con la de las otras cartas. Y, por
supuesto, tienen mi confesión. —Hizo una pausa mientras se asentaba el
significado de lo que acababa de decir—. Puedes conseguir tu gran libro
con esto, ¿verdad?
Me levanté de golpe.
—Por Dios, Lore, ¿después de todo? ¡Tú no mataste a Andrés!
Las rodillas de Lore crujieron al ponerse en pie.
—Pero estoy dispuesta a decir que lo hice.
Fijé los ojos por encima del hombro de Lore, en el cuadro de la Virgen
María acunando a su hijo. ¿Habría ocupado su lugar si hubiera podido? Me
crucé de brazos, todavía agarrando la bolsita con el collar de Lore. Abrí el
puño, no quería arriesgarme a dañar las pruebas.
—¿Qué clase de periodista crees que soy? —pregunté en voz baja—.
¿Qué clase de persona?
Lore sonrió.
—De las que leen las tragedias de la gente y se preguntan cómo pueden
utilizarlas para sí mismas. Pero, mija, lo entiendo. De verdad. Y quiero que
consigas tu libro. Te lo mereces.
Apreté los dientes.
—Por favor, no intentes manipularme, Lore.
—No lo hago —objetó ella, pero una sonrisa jugó en las esquinas de sus
ojos, recordándome a Mateo.
Al pensar en él, se me revolvió el estómago. Anoche, mientras todos
salían de mi habitación, Mateo se había inclinado para susurrar:
—Haz lo que tengas que hacer.
Sus labios habían rozado la curva de mi oreja, haciéndome temblar.
—Lore, me dijiste que Andrés te empujó, que temías por la vida de tu
bebé. Utilizaste todo lo que sabías sobre mi historia familiar para crear una
situación con la que sabías que yo simpatizaría, ¿no es así?
Por una vez, tuvo la decencia de parecer culpable.
—Es tu instinto ver a las mujeres como víctimas —dijo—. No te culpo,
con tu madre, con el trabajo que haces. Además, podría haber ocurrido así si
él hubiera sido otro tipo de hombre. Y puedo decir… —añadió, con fervor
—. Puedo decir, echando la vista atrás, que no creo que me hubiera hecho
daño. Puedo decir que me asusté después de que me empujara. Esa parte sí
ocurrió. Por favor, Cassie. Déjame hacer esto. ¿No crees que merezco pagar
por todo?
Hace unos meses, podría haber dicho que sí. Pero había perdido a dos
hombres que amaba. Sus hijos se habían alejado de ella. Su padre había
muerto. Su madre la había repudiado y murió antes de que pudieran
reconciliarse. Lore había pasado los últimos treinta años entre las cenizas de
lo que había destruido. Y lo que es más importante, ella no había matado a
Andrés. No había nada que considerar aquí.
—Tengo una obligación con la verdad, Lore —dije—. No puedo ignorar
la confesión de Mateo. No puedo dejar que Fabián siga en prisión. ¿Cómo
es posible que tú puedas? ¿Cómo podéis permitir, todos vosotros, que un
hombre al que decís amar se pudra entre rejas por un crimen que no ha
cometido?
—¿Pudra? —Lore se rio—. ¿Sabes a cuántos hombres ha ayudado a
obtener su certificación GED? ¿A cuántos ha enseñado inglés? Pronto habrá
terminado. ¿Estarías dispuesta a desenmascararlo todo y hacer que su
sacrificio no valiera para nada? ¿Para qué? ¿Quién gana, además de tú
misma?
Me estremecí.
—Ve a hablar con Fabián —dijo Lore—. Luego llámame.
Los palos y las piedras pueden romper tus huesos, solía decirles a los
cuates, pero las palabras nunca te harán daño. Pero eso no es cierto,
¿verdad? Las palabras dejan cicatrices. Cambian la historia.
Ese día en la casa de Mami y Papi, le dije a Cassie que hablara con
Fabián para que pudiera pensar en si la exposición de Mateo haría que se
sintiera como que estaba haciendo lo justo. Y si no, le dije que aún podía
escribir el libro con mi bendición, incluyendo las partes que la mayoría de
la gente no sabía. Podía escribir sobre lo que la nota de Andrés había dicho
realmente, y la última vez que lo había visto, en la habitación del motel.
Incluso podía escribir sobre el embarazo. No sería la revelación explosiva
de la confesión de Mateo, pero seguía siendo una confesión de algún tipo.
Incluso podía contar la historia de cómo había descubierto «la verdad».
Había estado leyendo más crímenes reales, y a los escritores parecía
gustarles hacer eso: meterse en el libro. Vi el brillo en sus ojos. El tipo de
emoción que surge al conocer secretos, al contar secretos. Estar en el centro
de todo. Nos parecíamos más de lo que ella creía.
Sin embargo, me sorprendió. Se tomó su tiempo. Hizo su investigación.
Después de su ruptura, la invité a quedarse conmigo durante unas semanas.
Podríamos trabajar en el libro. Ella podría ahorrar dinero. Acabó
quedándose conmigo durante tres meses. Encontramos una buena oferta de
billetes de avión y nos fuimos juntas al DF. Al final, escribió el libro desde
una perspectiva lo más cercana posible a la mía. Decidió que el libro
acabaría con la escena de cuando llegué a casa después de haber dejado a
Andrés en el motel. Mi mano en el pomo de la puerta trasera, aún sin saber,
ni en el libro, ni en la vida, cómo terminaría todo; cómo había terminado ya
para Andrés. Como todo esto era cierto, podía evitar mentir abiertamente
sobre el hecho de que Fabián hubiera apretado el gatillo. El lector, dijo,
podía deducir el resto basándose en los «hechos» conocidos del caso. Luego
incluyó la primera carta que Fabián me escribió desde la cárcel; la primera
carta que yo le envié como respuesta. Un nuevo comienzo.
Los críticos lo calificaron de «extraordinaria hazaña periodística», por lo
cerca que Cassie consiguió llegar a mi psique, a mi voz. Cómo «desnudó» a
una mujer «maravillosamente defectuosa» (como si me hubiera desnudado
para que todo el mundo me viera) mientras «resistía la tentación de
glorificar el asesinato». Este era, decían, el tipo de libro policíaco más
verdadero.
Eso me hizo reír un poco. Porque, por supuesto, había ligeros giros en la
verdad que ni siquiera Cassie conocía. Le había dicho que Andrés y yo
fuimos al Parque de Chapultepec la noche que nos conocimos, cuando en
realidad eso fue más tarde, nuestro paseo de medianoche por «el pulmón de
la ciudad», la forma en que habíamos murmurado bajo las temblorosas
copas de los árboles de ahuehuete.
En realidad, la noche en que nos conocimos, en la boda, bailamos hasta
las tres de la madrugada, invisibles entre la multitud de cuerpos en el suelo.
Era como si estuviéramos al borde de un acantilado mientras el mundo
colapsaba a nuestro alrededor y todo lo que teníamos era ese momento, un
presente eterno, todo permisible, todo perdonable. Me reí contra su pecho,
oliendo su sudor con aroma a algodón húmedo y el inexplicable sabor de las
naranjas en las yemas de sus dedos, con mi vestido rojo pegado a la piel, y
cuando los bordes de la noche se convirtieron en la mañana, tomé su mano
y entramos juntos a ese ascensor enjaulado.
Después, Andrés se quedó desnudo en la ventana, mirando el Zócalo. Las
sombras se acumulaban en sus omóplatos, en la parte baja de la espalda. Yo
lo miré fascinada. Un hombre que no era mi marido. Mientras mi piel se
enfriaba, la vergüenza cubrió mi garganta. Entré en el cuarto de baño y lloré
mientras dejaba correr el agua, pensando que parecía que habían pasado
cien años desde que me hundí en aquella bañera, con mis dedos trazando la
cuerda dorada que sujetaba la cortina. Entonces era otra mujer.
No, es que todavía no había admitido la mujer que era.
No me gustaba pensar en esa primera vez, ni entonces ni ahora, tantos
años después. La despreocupación, el cliché: Vale, bueno, tengo un vuelo
temprano mañana, ha sido un placer, jajaja, ha sido un placer conocerte.
Me fui a casa y traté de bloquearlo de mi mente. Pero me había llamado al
banco —con su voz de lija—: Sí, estoy buscando a la señorita Crusoe. Y
me di cuenta de que lo que creía que había terminado no había hecho más
que empezar.
Fue la segunda vez que lo vi que fuimos a Chapultepec. Y se sintió…
puro. Real de una manera que en la noche de bodas no había sentido, y los
detalles se perdieron por el vino y el tequila, mucho tequila. Cuando volví a
casa después del segundo viaje, lo recordaba todo: su mano apretando la
mía contra su pecho en la bicicleta; la forma en que me preguntó si quería
tener hijos; y cómo nos besamos, con abandono y desesperación.
Ciudad de México, la tierra que se hunde constantemente. Incluso ahora,
nos estamos hundiendo. ¿Lo notas?
Lo noto.
Y así, Chapultepec, con el tiempo, había borrado el recuerdo original. Se
había convertido en el original, fundido con la boda. Esto me pareció la
verdad. La verdad es algo maleable.
Cassie nunca habría entendido este plegado y replegado de la memoria en
una nueva forma, una forma verdadera. Al menos no entonces. No al
principio.
Pero ahora, con el libro publicado, los elogios, la historia que hemos
sostenido y la que hemos mantenido entre los cinco; ahora, Cassie quizá lo
entendería.
AGRADECIMIENTOS