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Serres Michel Somos Animales en El Amor
Serres Michel Somos Animales en El Amor
de La Academia francesa
Copia realizada para el seminario: de los libros de Fundaciones a los del Gran relato, cuarta lectura de
la obra de MicbelS erres. Universidad de Antioquia. Instituto de Filosofía. Medellín, octubre
17 de 2007.
Para Géraldine. Charles v Marie-Pauk
Algunos submarineros pasan años bajo el agua. Sus misiones, recomenzadas cien veces,
juran más de setenta días. ¿Conocéis monjes más encerrados en sus clausuras que estos
solitarios en grupo que reposan en el fondo del mar, en la oscuridad y el silencio,
dispuestos a desencadenar el terror nuclear? Una noche —¿sólo hay noches en esas tumbas
abisales?— a uno de ellos, que comandaba el sumergible, lo despertó el ruido extraño que
haría una bola de vidrio rebotando en un embaldosado. Levantándose aprisa se reunió con
su segundo que, de cuarto, buscaba también su origen con ansiedad, pero sin éxito. A
bordo de los submarinos atómicos, las rampas de lanzamiento se sitúan sobre la parte
posterior y, en situación de tiro, una serie de válvulas se abren, a ras del casco, para dejar
pasar el misil; dos cámaras, en la parte baja del kiosco vertical transmiten las imágenes para
poderse asegurar de su apertura. Los dos tuvieron la idea de poner en marcha este testigo
y, estupefactos, descubrieron en la pantalla un enorme cachalote, acostado, agazapado,
adujado en el espacio formado por el kiosco y la playa trasera.
"Deshagámonos de la bestezuela" ordenó el bajá.
Una serie de maniobras astuciosas y retorcidas, de arriba abajo y de babor a
estribor, trató de zafársela, sin éxito. El cachalote se agarraba sin deslizarse, resistiendo a
los ángulos del balanceo y del cabeceo.
"En el fondo, dijeron los oficiales despechados, no nos molesta; dejémoslo allí, nos
camufla".
Difundieron las imágenes del visitante en la televisión de la tripulación para
divertirla; luego todo el mundo a bordo volvió a sus actividades olvidando el
acontecimiento.
Cuando volvió a tierra al final de la misión, el comandante, invitado con su mujer a
una cena, encontró allí a un naturalista especialista en cetáceos. Cuando el marino
describió el extraño ruido, el investigador estalló de risa.
"Hemos descifrado bastante bien los llamados de estos animales entre ellos, dijo el
científico enjugándose las lágrimas con su servilleta; la señal de la que Ud. habla es bien
conocida: la emiten los machos en celo cuando montan su hembra; se trata del grito de
goce".
El comandante regresa a su casa pensando en la idea de que la lengua inglesa
feminizaba los barcos.
¿Bestias?
Un primer elogio de nuestros primos animales
Incluso embriagados de loco amor, ¿cuántos de nuestros semejantes nadarían desde el Polo
hasta las aguas calientes, miles de kilómetros, como las ballenas de los dos sexos que
abandonan los parajes de Behring para alcanzar el golfo de California, atraídas por un
entorno propicio a su progenitura? ¿Cuántos volarían a través de las longitudes del globo y
a alturas irrespirables y glaciales corno lo hacen decenas de especies de aves migratorias?
¿Cuántos, por las mismas razones, remontarían el curso de ríos torrentosos, franquearían
las barreras y enfrentarían los predadores, hasta el agotamiento mortal, como los
salmonados? ¿Cuántos, sin cansarse ni nutrirse, cantarían noche y día como ladran lobos y
perros en los períodos sensibles de las perras y las lobas? ¿Cuántos machos humanos
expondrían su vida luchando, hasta sangrar, por la posesión de un colegio de hembras,
como los wapitis o los leones marinos? Y en las civilizaciones que cultivan las delicadeza?
de la corte de amor, ¿cuántos alcanzan la exquisita poesía de las danzas y paradas musicales,
coloreadas, destinadas a cautivar a una compañera seducida, como lo trazan no solamente
los fragatas sino también diez variedades de volátiles tropicales? Finalmente, ¿cuántos
hombres aceptarían, a cambio de un coito rápido, que las mujeres los estrangularan con el
fin de tener el éxtasis como lo hacen las mantis religiosas? Sí, ¿cuántos se lanzarían hacia el
vuelo nupcial de una reina himenóptera corriendo el riesgo de morir joven y sin obtener
nada? ¿Cuántos machos correrían, como la araña néfila, hacia una hembra diez veces más
voluminosa que lo devora si él accede a su tela sin haberla hecho vibrar según la buena
señal?
Me gustaría volver a decir claramente, siguiendo a muchos otros, que en amor nos
conducimos como animales pero que somos tímidos y chatos, prudentes, rígidos, prosaicos
y grises, privados del heroísmo que el instinto comanda y devasta. En nuestra especie sólo
sublimes excepciones, Filemón y Baucis, Eloísa y Abelardo, Clara y Francisco de Asís,
Manon y el caballero de los Grieux, como también el abate Pierre y madre Teresa...
mártires y por tanto testigos del amor, merecen que se les compare con los sábalos, los
locos de Bassan, los zánganos, la araña néfila y la ballena azul.
Tristes vertebrados
Viendo a los crótalos o a los pulpos acoplados en hélices, ¿cuántas veces he cedido a los
celos de no poder enlazar a mi bien amada con su esbelta flexibilidad, impedido como
estoy por mi esqueleto? Durante más de veinte años y para siempre he recorrido
senderos a través de las colinas que dominan, a mano derecha, la bahía de San Francisco, y
el océano Pacífico del otro lado. El azar de las caminadas hace que se presenten coyotes y
pumas, vuelos de aves negras con puntas de alas rojas, arrendajos azules, cernícalos y
buitres oscuros de envergadura gigante, una tarántula enorme como la mano que se
desplaza con una lenta majestad sobre patas tan gruesas y peludas como las falanges de los
dedos, y tres especies de serpientes: dos largas y apacibles, pero además la cascabel de
escamas en forma de rombo, brillantes como diamantes cuya cola agita sonajero y cuya
mordedura mata. En la estación imprudente de los amores, cuando esas bestias salen y se
agitan, el ojo atento debe pues dirigir bien los pasos pues se ocultan resplandores en la
hierba amarilla. Ahora bien, una tarde clara de mayo me crucé con un reptil negro y
escandido de anillos blancos que se arrastraba a lo ancho del camino. Con tan poca prisa
como él, permanecí mucho tiempo observándolo, fascinado, calentarse al sol como yo,
cuando salió de un agujero bajo el camino otra serpiente de su especie que, sin esperar en
torno a él se enlazó como en empalme soldado o en caduceo de Hermes.
Antes de haber contemplado esta maravilla, empleaba ese verbo de abrazo
amoroso para las mujeres y los hombres; juro que no volveré a decir tal tontería pues si las
serpientes se enlazan, a nuestras vértebras les falta la flexibilidad necesaria para
estos entrelazamientos. Como los de los pulpos que gozan de ocho brazos y de cuyas
caricias ondulantes nos ponemos celosos, sus abrazos, en tirsos en cadeneta, corren, tan
flexibles, elásticos y fluidos, que estos animales que difunden en torno a ellos el horror
que todos conocen, se vuelven a mis ojos no solamente amables y bellos sino
portadores de un secreto inaccesible para nuestras rígidas torpezas. ¿Será preciso
considerarnos no aptos para los misterios del amor?
Todo es Amor
No sé sí se pueda hablar de los vivientes distintos de nosotros, puesto que al menos el
lenguaje articulado nos separa, pero las prácticas agrícolas muestran a los niños, y las
ciencias de la vida a los adultos de las ciudades, sin nada ocultarles, mil y un casos de
sexualidad, infinitamente generosos en sus formas individuales y específicas, el viviente
varía otro tanto en sus relaciones. Como el pulgón de la vid que pone huevos como un
ovíparo, y da a luz como un vivíparo, pero también puede multiplicarse en pareja tantc
como en partenogénesis, es decir solo. Los órganos genitales y la bolsa de los
marsupiales difieren del equipamiento equivalente de los mamíferos a los que
pertenecemos. Abejas y hormigas, insectos sociales, no tienen las mismas costumbres que
los reptiles y los osos, solitarios o en parejas. Frente a este inmenso abanico de casos cuya
exploración no se terminará mañana -puesto que las especies desconocidas superan en
número a las conocidas— toda comparación con la mujer y el hombre parece a la vez
posible e insensata.
Y sin embargo, la atracción invencible entre los sexos, los patéticos llamados que el
uno le lanza al otro, signos coloreados, ruegos musicales, oiorcillos, fulguraciones
térmicas o caricias táctiles, sin contar los signos que no sabemos interceptar; la
aproximación lenta, paciente, repentina, exhibición, secreto, pudor, coquetería; la esquiva
brusca y la larga frustración; la escogencia, elección o exclusión, el sí tácito y los amores
desairados; los celos, las luchas al menos, las maravillosas estrategias cinceladas en el
tiempo para alcanzar un objetivo que se rehusa o se oculta para elevar su precio...
aproximan a los vivientes umversalmente. Nuestra emoción descifra en esas conductas
calaveradas familiares.
Sí, el deseo nos aguijonea como a cualquier otro vivo, nos atrae, nos empuja y nos
hace descubrir, tras nuestros nichos cotidianos y los países que habitamos, un paisaje
original, jardín, paraíso, infierno con raros goces furtivos, con tristezas durables, un mapa
de lo Tierno rodeado de parajes de lo Muy-Duro, en el espacio-tiempo del cual todos los
vivientes se encarnizan porque de él dependen su carne, su vida, su muerte, su dicha. La
flecha del querer-vivir de la especie atraviesa la existencia individual, se clava para siempre
en el corazón y lo parte. Mejor aún, cuando envejecemos nos parece que nuestro tiempo
de existencia siempre sólo ha dependido de los acontecimientos de este paisaje de lo Tierno
y de lo Rudo que recubre todos los fenómenos ordinarios y se superpone al mapa del
mundo. Es este pues un comportamiento permanente cuya regla sujeta a todos los
vivientes, sin embargo variables, originales, singulares; esta es la ley universal: todo es
Amor.
Pero me temo que sintamos así la conducta de los peces y de los monos debido a
un antropocentrismo blando. Siempre creemos que todo ocurre a nuestro modo, que
nuestras maneras de vivir se diseminan por el universo. Nos dejamos llevar de las
apariencias y sobre todo de las ideas preconcebidas provenientes de nuestros propios usos.
¿Goza el amor de una tal extensión? Pues, más allá de estas analogías armónicas, cinco
bifurcaciones al menos comienzan a alejarnos de nuestros hermanos en el deseo. La
primera concierne la anatomía y la fisiología; la segunda el espacio y el tiempo; la tercera
considera los programas genéticos; la cuarta define a los que el amor aprueba, y la última, a
esta relación misma.
Cinco bifurcaciones
I.- El cuerpo
Anatomía
El amor, ¿nos aproxima a las bestias? Será que los que lo pretenden ignoran a tal punto a
aquél y a éstas. Veamos: una disposición de anatomía nos caracteriza y nos aleja de las
especies vecinas de mamíferos. Guardando las vacas o conduciendo la carreta de caballos,
cualquier niño levantado en el campo observa rápido una diferencia notoria entre los sexos
de estos cuadrúpedos. La hembra muestra sus órganos mientras que el macho los oculta.
Es preciso agacharse bien para observar, al menos en el tiempo anodino, el pene del asno o
el del toro, por no decir sus dignidades. Por el contrario, es suficiente con que la yegua, la
marrana, la novilla... levanten un poco la cola para que todo el mundo alrededor admire el
ofertorio de su vagina bellamente dispuesto. Suponed que una de estas bestias se yerga r
que, muchos millones de años después del acontecimiento, viaje por los bosques y las
riberas en dos patas, antes de correr las calles. Entonces, desnudo, el macho muestra lo
que la hembra oculta: todo cambia. Cuando los cuerpos se invierten ¿no se invertirá la
coquetería? Nos alejamos así de los mamíferos próximos.
Fisiología
Pues por esto estos cuadrúpedos hacen el amor por detrás, lo que se decía en latín "more
ferarunf\ a la manera de las bestias salvajes. Esta posición única deja pocas posibilidades a
los interesados de verse, de preguntarse recíprocamente noticias de lo que ocurre —
¿contento, frustrado?—, de sonreírse de placer si se presenta el caso.
Pues nosotros lo hacemos de frente, los chimpancés también. La llamada bestia de
dos espaldas ¿abre entonces sus cuatro ojos y, por qué no, una boca pronto dotada de
palabra? Un silencio incómodo, un desdén huraño no le sientan bien a ese instante de
éxtasis. Los filósofos de las Luces que se conocían aquí en amor tanto como en palabra
hubieran podido ver acá un origen probable del lenguaje tanto como de los signos
culturales intercambiados por nuestros primos. Consiento en esta hipótesis e insistiré: me
parece que nark a nariz nos reconocemos. En la génesis del conocimiento ¿el sentido
bíblico precedería al sentido común? El empirismo pretende que el lenguaje emerge de los
sentidos; para un empirismo amoroso, ¿emanaría él de este cara a cara de los que
consienten?
II.- El espacio y el
tiempo
Además de su sujetamiento a las atroces leyes de la selección, otra desgracia de las bestias
las encadena frecuentemente a la presencia en el espacio y en el tiempo presente. Cuando
los trovadores inventaron el amor, cantaban la princesa lejana. "La ausencia es al amor lo
que al fuego es el viento: apaga el pequeño, enciende el grande", rima Bussy-Rabutin
algunos siglos más tarde. Deseamos lo separado, la mujer del marinero llora con sus cartas,
el adolescente se enamora de una estrella de cine, imaginamos el amor al menos tanto
como lo hacemos, ¿quién no ha esperado al príncipe azul? Seguro que las ballenas se
llaman a distancias inmensas; sin embargo la ausencia no le concierne tanto a los animales.
¿Quizás a las plantas? Amamos lo lejano como si viviese aquí; nos representamos al
ausente como próximo; inventamos espacios virtuales y vivimos en ellos. Y a veces
transformamos nuestras privaciones en alimento.
De la misma manera hacer el amor en todo momento caracteriza a los humanoides.
Las hembras se limitan a las épocas de calor; sólo la mujer pasa por reglas que invierten
estas funciones periódicas. De esta manera ganamos amplias playas, inaccesibles a veces a
nuestros hermanos mudos. La mayor parte se ocupa de sexo en las estaciones prescritas;
como bellos mecanismos de relojería, los machos reaccionan cuando llega el momento
como en una caja cuya música comienza y se detiene según el programa codificado.
Nosotros siempre podemos hacer el amor; Diderot no desdeñaba ver en esto lo propio del
hombre, pero no dejaba de añadir —dado que estaba sujeto a un machismo tan estúpido
como dominante— que el hombre le debía a la mujer esto que suponía "propio" de él.
Cuando "le viene" a ella, esos "momentos" suprimen toda posibilidad de reproducción, al
contrario de lo que ocurre entre nuestras primas. Ella invierte la función, usual entre los
mamíferos, del reloj genital. Esta inversión condiciona la transformación de la genitalidad
en sexualidad, el comienzo carnal del erotismo. Honor a las mujeres en cuanto al amor.
Poderlo hacer en cualquier momento es uno de nuestros comienzos. Familiares de las
noches y de la siesta, la mujer y el hombre permanecen ajenos a la primavera.
Pero, ¿por qué pensamos nosotros que los animales son más máquinas que
nosotros? Porque la previsión define lo que llamamos estupidez. Siempre sabemos lo que
un tonto va a contestar; opina obstinadamente. En efecto, se diría que es como una
máquina a 3a que basta con apretarle un botón. Entre más majadero sea más podemos
prever lo que hará. De esta forma domesticamos vivientes previsibles. Por el contrario la
inteligencia es imprevisible. La astucia despierta, tan caprichosa como una cabra. La
invención viene como el viento, de no importa dónde, no importa cuándo. Así, llegado
como la brisa, el amor responde a signos impalpables que cree más reales que lo real y se
desarrolla en espacios diferentes de los lugares ordinarios, y que se pueden llamar virtuales.
Imprevisible, contingente, él vive así mismo de recuerdos y de proyectos, de sueños
imposibles y de imaginaria poesía, en resumen, en tiempos solamente posibles. Sexualidad
necesaria y padecida por autómatas genéticos; amor inventado, por tanto inesperado.
El parasitismo abusivo
¿Cómo? Más raro de lo que se cree, lo que llamamos amor une, en efecto, las personas
humanas entre sí, ya reunidas por otros lazos comunes con los vivientes. Retomémoslos: el
recién nacido siente el olor del regazo materno y sigue sus efluvios como una avecita;
frecuente entre los vivientes, este troquelado, tan fuerte como una cuerda, inunda al nuevo
cuerpo de una pasión exclusiva, se parece pues al amor, pero se distingue de él en tanto que
parasitismo.
Nada supera la importancia de esta relación primera, tan fundamental a mis ojos
cuanto que ella contiene uno de los secretos de la vida, universal por otra parte desde el
simple monocelular hasta el bebé humano, y cuya impregnación se convierte en un caso
particular. Muy frecuentemente confundimos el amor con este parasitismo elemental,
selectivo, voraz, interesado, mortal, evolutivo. Observad ya que el adulto macho, haciendo
que la hembra lleve el peso de la reproducción de sus genes, la trata como una huésped.
Durante el período prenatal, el bebé de mamífero o de marsupial se habitúa a encontrar
alimento, alojamiento y reposo en una hembra que asume también el papel de huésped.
Desde el nacimiento la separación comienza y nunca va a cesar. El pequeño aprende una
libertad, para él amarga, puesto que debe buscar bebida, alimento y alojamiento,
independientemente, cada vez con más esfuerzo. Esta separación lo construye y amenaza
con destruirlo al invertir sus conductas parasitaria;..
El que así sufre y trabaja lanza su anclote sobre el primer huésped que aparezca,
si se presenta. Lo que en nosotros queda del parásito busca al tanteo un nuevo huésped
o una huésped nueva, madre o padre, según, vecino para comer de gorra. Cada cual quiere
volver a ser el sobrino de un Rameau. Cuántos de los llamados apegamientos apasionados
se parecen de esta manera a conductas de ciertos animales cuya domesticación -4o pienso
aquí de repente— comenzó quizá por la potente necesidad de esta relación protectora.
¿Cuántos suicidios testimonian que la víctima no podía vivir sin el objeto de su pasión dado
que el parásito sobrevive mal por fuera de un huésped?
La simbiosis y el contrato
Consideremos como amor humano el conjunto de las conductas que bifurcan de esta
relación parasitaria, universal en los vivientes. En lugar de que uno reciba todo sin dar
nada mientras que el otro da todo sin recibir nada, la simbiosis les abre beneficios
recíprocos, un contrato tácitamente establecido permite intercambios equilibrados. Si el
parasitismo se perpetúa comienza la perversión. Seguro que esta simbiosis o este contrato
equitativo no es suficiente pero da al amor su condición necesaria.
Delfín y delfína
Paseando por el planeta se encuentra por todas partes esas parejas que viven en la
naturaleza, bosque o desierto, atolón o banco de hielo, la mayor parte sin embargo a bordo
de barcos errantes. De Christchurch a Valparaíso, de las Aleutianas a las Marquesas,
laboran el Pacífico a vela, pescan, se sumergen, se reposan, trafican un poco y finalmente
tienen hijos. He tenido como estudiantes hijos e hijas de estos falsos buenos salvajes. Una
de ellas, bajita y sólida mujer, carita redonda cachetes colorados, vestida precipitadamente
mas que adornada, estando hecha un mendigo, original e intuitiva en sus trabajos, me
contaba con gusto los ciclones y naufragios padecidos con sus padres, informáticos
nómadas, alumbrados con bolina y bits.
En una caleta de Kahoolawe, frente al volcán de Maui, la más pequeña de las islas
de Hawai, una bella mañana de sol otoñal cuando ella tenía ocho años, la familia cazaba
bajo el agua para comer algunos mahi-mahis. Sus padres se alejaron siguiendo a una presa.
Ella no permaneció mucho tiempo sola. De repente, y aunque ella nadaba allí tranquila y
feliz bajo su máscara, la fuerza del hábito borrando la angustia, dos delfines la
sorprendieron, el uno bajo la axila izquierda, el otro bajo el brazo derecho, y, suavemente,
lentos y gentiles, la izaron a la superficie. De un coletazo desaparecieron tan pronto su
rostro emergió.
¿La habían creído ahogada? ¿Habían buscado salvarla? ¿Quién lo dirá? ¿Quién
podrá creerlo? Pero ella recuerda este acontecimiento como se guarda consigo en el
secreto de su tórax el recuerdo extático de horas largas de amor donde la dilección provoca,
levanta, eleva hasta cambiar de eiemems,.
La perversión y la violación
Por tanto, y contrariamente a una idea recibida que injuria a la vez a los animales y a la
sexualidad, los actos sádicos, las pasiones masoquistas, la pedofilia, el hostigamiento
encarnizado a personas reputadas más débiles, la coprofagia, la tanatofilia... en resumen, las
perversiones, nos alejan más de los animales de lo que nos aproximan. Ningún código
induce tales conductas. Afectos y pulsiones sin programa las inventan, en nosotros, con
delectación. Pero, ¿con respecto a cuáles normas llamarlas perversiones, puesto que no
conocemos ninguna definición, ninguna guía, incluso genética, por tanto ninguna
anormalidad? Reparamos en esta última sin pensarla; de repente la llamamos bestial pues
pensamos la vida y la animalidad por medio de la lógica de dos valores.
Lo anormal se despliega más bien en actos de violencia; la perversión es la
violación. Sometidos a las llamadas leyes de la jungla, los animales se someten al más
fuerte; dominantes o dominados, conocen jerarquías, agresividad, lucha, guerra... pero
ignoran la violencia, este exceso, este defecto, este desequilibrio, esta margen por fuera de
la norma, esta expropiación virtual, este lugar de no-derecho, este terreno vago donde
vivimos. Los machos wapitis luchan por la posesión de las hembras sin preguntarles su
opinión; por una cuenta triste uno de ellos las cubre a todas hasta el agotamiento, los otros
permanecen castos hasta la próxima trifulca. La fuerza decide. Ninguna invención por
fuera de esta ley, de una atroz melancolía. Por fuera de este programa no hay perversión.
¡Qué tontería separar el ángel de la bestia, dudar entre una suavidad ingenua como imagen
de Epinal y perversiones animales! En realidad, violencia y amor nos conciemen; pero tan
pronto aparece la violencia desaparece el amor. Inclinados sobre la continuidad que nos
une a los animales, los dos orientan la bifurcación humana pero el uno a su vez bifurca de
la otra. Después del contrato equilibrado, la benevolencia se vuelve entonces la segunda
condición necesaria del amor.
Santidad
Por decreto de un destino innombrable, su santidad permite al mundo entero sobrevivir.
Incluso vivir pues nacemos dos veces: primero de nuestra madre, luego del amor; por tanto
no siempre. Nadie existe verdaderamente antes de que otro le diga: te amo; y nadie existe
antes de decirlo. Por razones de racismo, ya no podemos decir que existe aquí o allá una
cultura elegida puesto que, en el espacio y el tiempo, todas, más o menos, han pretendido
esto para ellas mismas. Pero, por haberlo captado en el tiempo fulminante de un guiño, de
un breve encuentro, de un gesto furtivo, de una tonalidad puramente graciosa, yo sé que los
que consagran su vida por entero al amor eligen el mundo y la humanidad, asumiendo esta
función santa. Henos pues a todos elegidos gracias a ellos. Y nunca conoceremos a esos
justos que nos elevan por fin al rango de hombres y de mujeres. Y si los conociéramos,
ellos no nos elegirían. Como el hielo en la primavera, se funden y desaparecen bajo la
gloria, avasallados, asfixiados, oscurecidos como todos nosotros bajo la ley marcial de
mentira y de muerte impuesta por los violentos, amos del mundo. Ya no se trata de decir
entonces que el amor nos hace bifurcar de las especies, sino que filtra a algunos de entre
nosotros, rarísimos y sepultados en el mutismo, de aquellos que nos sumergen hasta el
cuello en su violencia. Define no tanto la élite como la santidad, no elegida sino
activamente electiva, con dilección y salvadora.
El próximo y el lejano
Ama a Dios y a tu prójimo. Contemplo ahora este doble mandamiento y la doble
persona a la que exige amar: lo universal y lo próximo. El deber de proximidad
apacigua la ferocidad del que, volando de prisa hacia diez víctimas del otro lado del
planeta, menosprecia y pisotea a sus vecinos. Existe un exceso de unicidad que vacía
violentamente el espacio en provecho de una ley. Este universalismo corre el riesgo del
integrismo y expone a las devastaciones graves del enceguecimiento ante el enfermo que
pasa. Por esto la necesaria temperancia aportada por estas vecindades que vuelven a poblar
el espacio de singularidades abigarradas. Inversamente, el amor por los próximos cae
frecuentemente en la ley de los gángsteres: amaos los unos a los otros, sólo amad a los que
se os parecen. Este particularismo corre el riesgo del integrismo y expone a los
asolamientos graves de las guerras perpetuas entre culturas invasoras o religiones que
sin embargo predican lo contrario.
Asimétrico e inclinado, el doble mandamiento lanza ante todo una ley de razón,
formal y abstracta, pero la adereza con prudencia de circunstancias que la circundan. Los
filósofos a veces dicen que la denominación divina oculta la suma de nuestros actos de
amor. Avaros y exclusivos, restringen a nuestra especie una relación que, por este mismo
motivo, no se puede considerar universal. El amor universal concierne ciertamente a la
humanidad en su conjunto, sumadas todas las culturas, reunidas todas las personas, pero
también el mundo y sus huéspedes, las rocas y las aguas, las nubes y los vientos, los fuegos
del firmamento, los cinco reinos del viviente. E incluso la muerte. Para salvar el mundo
entero que corre el riesgo de graves daños a causa de nuestros actos, debemos amarlo.
Para proteger a los animales, que corren todos más o menos el riesgo de erradicación
debido a nuestras conductas, tenemos también que amarlos. En el amor no somos
animales, pero las bestias mismas se vuelven los compañeros dignos de nuestra dilección
universal. Entonces sí, Dios, infinitamente débil y desprotegido, integra todos nuestros
actos de amor.
Pero el del prójimo que, en el espacio y en el tiempo, se sitúa en mi mas próxima
vecindad, compensa este inaccesible y traza el acceso a esta integral de debilidad y de amor.
De este a su vecino y así sucesivamente, trazo un camino analítico largo sobre el cual
caminamos, deseosos y heridos, en el mapa duro de lo Tierno. Dios yace en el horizonte
de esta prolongación, de vecino en vecino, del prójimo; El yace en el detalle y el conjunto,
en el vecino y en el mundo. De esta forma la paz desciende dos veces. El amor universal
de hombres, mujeres, vivientes y mundo quita todo deseo de destruir la inmensa casa en la
que entro en compañía de mi constante prójima, cuyo crecimiento me aumenta o que goza
con el goce que encuentra en mí y que me da.
Post coitum omm animal triste. Altanero, este dicho define al animal como un viviente
triste después del amor y nos quiere arrinconar a esta melancolía. De esta ignorancia de
nuestras hermanas las bestias, saquemos sin embargo un retrato alegre del hombre y de la
mujer, vivientes que después del coito ríen.
Primavera 2002.
Bibliografía
André Langaney. Le Sexe et l'Innovation. Seuil, "Points Sciences", 1987. Historia natural y
sexualidad de los vivientes.
Yves Coppens& Pascal Picq(dir.). Aux Origines de l'bumanité. 2vol. Fayard, 2001. Délos
vivientes al hombre moderno.