Está en la página 1de 11

TEMA 12

EL COSNTITUCIONALISMO HISTÓRICO ESPAÑOL

Sumario: I. LA IDEA DE CONSTITUCIÓN. 1. Tendencias sobre la idea de


Constitución. 2. Derecho constitucional e ideología de partidos. II. EL
CONSTITUCIONALISMO ORIGINARIO, REVOLUCIONARIO O RADICAL: LA
CONSTITUCIÓN DE 1812. III. EL MODERANTISMO EN ESPAÑA: LAS
CONSTITUCIONES DE SEGUNDA GENERACIÓN. IV. REVOLUCIÓN Y
RESTAURACIÓN: SUS MODELOS CONSTITUCIONALES. V. EL ESTADO
SOCIAL DE DERECHO: LA CONSTITUCIÓN REPUBLICANA DE 1931.

************

I. LA IDEA DE CONSTITUCIÓN

Ni el término “constitución”, ni en sí misma la idea de una ley fundamental que


regule el orden social estatuido, fueron nuevas en el panorama político de la Ilustración
ni de la revolución liberal española. Bien es cierto que, aun existiendo esos presupuestos
en el derecho histórico, la formulación y el significado político, y también jurídico, con
el que se presentan a comienzos del siglo XIX, es cuando menos diferente,
revolucionariamente diferente en lo que se refiere a los fundamentos políticos, en tanto
que norma que regula la organización del poder, y regulación jurídica de lo establecido
en dicha ley fundamental. Ya se concebía desde Aristóteles la formulación de un
concepto clásico de constitución política, entendida como norma fundamental,
jerárquicamente superior y legitimadora de un desarrollo legislativo posterior, siempre
bajo el amparo y respeto a dicha ley superior.
Entre los países continentales europeos, Francia es el primer Estado que adopta
una constitución que incorpora un nuevo orden social y político, a la vez que los
elementos que caracterizarán, orgánica y dogmáticamente, los nuevos cuerpos jurídicos
fundamentales de los Estados. Ahora bien, los iuspublicistas franceses del siglo XVIII,
testimonian la ambigüedad de la idea de constitución, al igual que ocurrirá en otros
Estados, como España. Efectivamente, y como ocurre en Francia, generalizadas en el
lenguaje jurídico hispánico la noción de leyes fundamentales de los Reinos, surgirá a
mediados del siglo XVIII, en torno a 1750, el término constitución que consigue
afianzarse entre algunos ilustrados españoles gracias a la influencia de Montesquieu, a
su Espíritu de las Leyes, y más en concreto al eco que se hace de la Constitución de
Inglaterra, que luego analizaremos; y unos años después, en 1766 con motivo del motín
de Esquilache, la noción de constitución política del Estado referida al viejo orden
corporativo de la sociedad estamental, se asienta como elemento de defensa.

1. Tendencias sobre la idea de Constitución

Con estos fundamentos, el debate se centrará, de un lado, en la consideración de


la constitución, en un sentido material, como aquella que recoge los principios
tradicionales o leyes fundamentales sobre los que se ha sustentado históricamente el
Estado. Frente a este sentido material, se encuentra de otro lado, el sentido formal de la
constitución que implica acto jurídico fundacional completamente nuevo, es decir, un
nuevo cuerpo jurídico cuya función es la de modificar el estatus quo existente con
anterioridad, recogiendo, como luego recogerá en Francia, los principios de la
revolución.
Planteamiento éste que corresponde a la clásica caracterización realizada por el
ínclito García Pelayo en la primera edición de su Derecho constitucional comparado,
allá por 1950, en el que discernía sobre su particular visión racional-normativa, histórica
y sociológica del concepto de Constitución. Bajo la primera visión, la racional-
normativa, la Constitución debe ser concebida como un complejo normativo que
procede de un acto objetivo de voluntad legislativa (poder constituyente), dirigido a
definir el alcance y la protección de los derechos fundamentales y libertades públicas
(parte dogmática), así como a diseñar el entramado orgánico estatal (parte orgánica).
Esta decisión del poder constituyente, bajo esta perspectiva racional-normativa, se
exonera de cualquier tradición histórica o sociológica, de ahí su fuerte vinculación a
procesos revolucionarios que rompen con la tradición anterior, haciendo tabla rasa y
proponiendo una nueva construcción del Estado, ahora reglamentado en la Constitución.
Por su parte, esta perspectiva racional-normativa de constitución provocó una
cierta reacción contraria para aquellos que, desde distintas posturas ideológicas,
regalistas, tradicionalistas, e incluso por los aperturistas al liberalismo pero
condescendientes con dicha tradición histórica constitucional, pudieran manifestarse
con otra concepción más tradicionalista o historicista sobre la idea de la norma
fundamental, y que en términos generales, es reacia a admitir una nueva estructura
social, libre e igualitaria, que lejos de propender de una evolución lógica de la sociedad,
es concebida como el resultado de una regulación racional y sistemática de la sociedad
implantada desde un texto constitucional, ajena a la realidad histórica vivida desde
siglos. Es la concepción histórica de García Pelayo sobre la constitución, concebida así
como un producto histórico, el resultado de todo un proceso aferrado a la tradición de
siglos que ha ido moldeando un producto jurídico, tan intangible como incuestionado.
Fue sin duda Gran Bretaña el principal valedor de esta concepción histórica
constitucional, dado que su Constitución, en sí misma considerada, no es un producto
derivado de una voluntad única e inequívoca de un legislador que codifica en un único
texto la principal norma de los ingleses.
Frente a estos posicionamientos, existen otras concepciones de la constitución
procedentes, en esta ocasión del ámbito del regalismo y del historicismo, muy
consolidado en España, que a su vez, se alinea en una doble vertiente, una más cercana
al liberalismo y otra más alejada. Por una parte, se advierten posiciones doctrinales que
tienden a enlazar racionalismo positivista con historicismo, ya que sin pretender
rechazar de forma expresa la necesidad de crear una nueva constitución que reflejase el
nuevo orden social procedente de la revolución española –a imitación de la revolución
francesa-, intenta vincular dicha revolución con algunos elementos propios de la
tradición española. Una posición integradora entre el historicismo y el racionalismo, con
el mantenimiento de instituciones tendencialmente arraigadas, desde antaño, en la
sociedad española. Martínez Marina será el principal exponente de esta corriente
doctrinal integradora. Su Teoría de las Cortes manifiesta una innegable posición
ideológica de continuidad en ciertos aspectos con el Antiguo Régimen. A este respecto,
para Martínez Marina, la idea de constitución no sólo no es una novedad en la España
contemporánea, sino que mantiene un abultado número de instituciones y principios
arraigados en el tradicionalismo histórico. Nada mejor para ello que apoyarse en el
discurso preliminar de Arguelles, quien evidenciaba que “nada ofrece la comisión en su
proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los
diferentes cuerpos de la legislación española”.
Bajo un historicismo más radical, y en abierto enfrentamiento ideológico con la
posición mantenida por Martínez Marina, encontramos al pensamiento crítico de Gaspar
Melchor de Jovellanos, cuya posición aspira a no justificar el sentido de la constitución
ante los sectores más conservadores, reaccionarios y por qué no, regalistas de España,
sino a rechazar de forma pretendida la necesidad de realizar un texto constitucional, so
pretexto de afirmar que España, a imagen de Inglaterra, ya tenía una constitución
secular, entendida ésta como un conjunto de leyes fundamentales históricas. Para
Jovellanos, la idea de realizar una nueva constitución radicalmente nueva, extraña e
inspirada en el modelo ofrecido por la revolución francesa, no sólo no era necesario,
sino incluso ineficaz, siendo mucho más razonable el proceder a la reforma de la
constitución histórica de España.

2. Derecho constitucional e ideología de partidos

 Etapa de afianzamiento del sistema liberal

Surgen en este período que va desde el inicio del sistema constitucional en 1810-
1812, hasta su definitiva implantación en 1837, las constituciones denominadas de
primera generación, que son aquellas que centran toda su atención en la consolidación
de la transformación del modelo social y político del Antiguo Régimen en otro que
garantice la soberanía nacional y los derechos fundamentales y las libertades públicas,
por encima de cualquier otro orden político.
El ideario revolucionario que invade Europa desde finales del siglo XVIII
influye en España tras la crisis de 1808, germinando su propia revolución a la española,
expulsando al pérfido invasor francés pero apostado por el modelo constitucional,
antaño aprobado por la Asamblea francesa de 1791. Así, del viejo orden político
monolítico que era el Antiguo Régimen, surgen ahora las minorías políticas que copan
las altas esferas de poder, repartiéndose así el poder de forma ideológica en dos grandes
bloques antagónicos. Por un lado, los absolutistas, aferrados al esquema del viejo
régimen, defensores del poder absoluto del monarca y de la sociedad estamental; y por
otro lado, los liberales, acordes con el nuevo rumbo de los tiempos, favorables a los
principios de la soberanía nacional y partidarios de la división de poderes, y por ende
contrarios a la desigualdad social por naturaleza y al privilegio jurídico.
Este grupo de los liberales, en una segunda etapa, la del trienio liberal, entre
1810 y 1823, propenderán a una escisión ideológica, distinguiéndose entonces los
doceañistas o defensores moderados de la Constitución gaditana de 1812, partidarios del
mantenimiento de una soberanía compartida entre Rey y Cortes y muy recelosos de la
vuelta del Absolutismo, por lo que sus reformas constitucionales fueron siempre
atrayentes del poder del Rey, aunque de forma controlada y moderada. Por su parte, los
radicales o exaltados, propugnan un mayor avance del programa revolucionario
gaditano, buscando seguir profundizando en la soberanía nacional, reducir los poderes
del Rey y consolidar definitivamente el sistema constitucional.

 Etapa moderada

Inaugurada en 1844 y que tiene su parangón en la Constitución de 1845, la


ideología moderada y conservadora que impregna las constituciones de segunda
generación, se centra fundamentalmente en la continuidad de aquellos liberales
doceañistas, más moderados, más doctrinarios, que propenden por el mantenimiento y
afianzamiento de la institución regia, mediante la soberanía compartida. Esta ideología
moderada representó una importante amalgama de elementos diversos, con un fondo
común, la supeditación del ejercicio de los derechos al mantenimiento de las
instituciones del Estado, y del orden público. En suma, conjugar antes el orden que la
libertad.
Una escisión aún más conservadora de esta ideología tiene lugar tras la
Restauración monárquica en 1874, y cuya constitución paradigmática es la de 1876. Se
trata de la ideología vertebrada en los partidos conservador y liberal que se turnaron en
el poder casi 40 años. Era una ideología marcadamente oligárquica, con miembros
reclutados de la burguesía aristocrática, vieja nobleza y altos funcionarios. El
autoritarismo de su ideología, representada en su creador, Cánovas del Castillo,
(asesinado por un anarquista en 1897), proyectó un programa ideológico algo más
pragmático, más regeneracionista que estuvo representado por el partido liberal de
Silvela, partidario aún de la soberanía compartida, pero ahondando en los viejos
proyectos de la ideología liberal y progresista como era el sufragio universal o los
derechos individuales.

 Etapa progresista

Encuadrada esta ideología progresista, dentro de los liberales radicales del


trienio liberal, y que fueron creciendo al amparo de casi 20 años de moderantismo en
España, tuvieron su refugio ideológico, tras la revolución de septiembre de 1868, en la
Constitución de 1869. Garantista de un modelo de liberalismo radical si cabe, eran
partidas de unas Cortes que asumieran en exclusiva la soberanía nacional, negando para
ello el poder soberano, incluso el poder moderador de la Monarquía. Esta ideología
progresista, enmarcada en ese avance de las constituciones de primera generación
basamentadas en la conquista de derechos de los ciudadanos, defendía la igualdad
jurídica de todos, la extensión del derecho electoral a la mayor parte de la población,
aunque inicialmente sólo masculina, al fortalecimiento de los poderes locales y
provinciales buscando más descentralización, libertad de imprenta, etc. Su afán era
minorar los derechos del Monarca y de la Iglesia, instituciones que representaban los
más rancio del Antiguo Régimen.

 Etapa demócrata y social

Debido a la falta de homogeneidad en cuanto al programa político de ideología


progresista, a mediados del siglo XIX, esta ideología se escinde en grupos de personas
de tendencia más izquierdista, más demócratas si cabe, más social en cuanto a su
compromiso político. Surgen así los primeros partidos demócratas, como el partido
demócrata republicano o los partidos sociales y obreros.
Respecto del primero, el partido demócrata republicano que tuvo su mayor éxito
en la primera república y el intento de constitución federal, tuvo tres ejes doctrinales: la
declaración de derechos de los ciudadanos, donde se integraran y reconocieran la mayor
parte de los derechos que históricamente había ido conquistando el liberalismo, así
como los nuevos de reunión, asociación y libertad de conciencia; la transformación del
sistema en base a la soberanía popular, erradicando definitivamente la institución regia;
la consolidación del sufragio universal sin distinción de sexo; y el establecimiento de un
Estado intervencionista en cuestiones sociales buscando la igualdad.
Respecto de los segundos, los partidos políticos de índole social y obrero, el más
reconocido por todos es la aparición en 1879 del Partido Socialista Obrero Español,
compuesto inicialmente por tipógrafos, marmolistas, zapateros, médicos, diamantistas,
estudiantes universitarios, profesores de universidad, y que fueron dirigidos en sus
primeros años por el gallego Pablo Iglesias. Su ideología política, de tinte marxista,
daba cabida a tres pretensiones fundamentales: abolición de las clases sociales,
transformación de la propiedad individual en propiedad colectiva o social, y posesión
del poder político por la clase trabajadora (dictadura del proletariado).

II. EL CONSTITUCIONALISMO ORIGINARIO, REVOLUCIONARIO O


RADICAL: LA CONSTITUCIÓN DE 1812

La consecución del trono de España en la figura de José I, transferida por Napoleón


en 6 de junio de 1808, previa renuncia de Carlos IV y Fernando VII, había generado una
situación de tensión política en el país. La Junta Suprema de Gobierno dejada por
Fernando VII, antes de marchar a Bayona y abdicar de sus derechos dinásticos, había
manifestado, junto con algunas otras instituciones típicamente castellanas, como el
Consejo de Castilla, una absoluta inacción y en cierta medida de aceptación de la situación.
José I para legitimar su acceso al trono quiso rodearse de una cierta legalidad
gestando una Asamblea Constituyente en Bayona, que avalase no sólo el cambio dinástico
sino que sirviera para otorgar a España una Carta constitucional que, además de refrendar
la nueva dinastía, mantuviera así la tradición monárquica española, a la vez que introducía
algunos principios de la Revolución francesa, con el mantenimiento de otros de viejo cuño
hispánico, como era la protección y defensa de la religión católica.
A pesar de que los españoles constituyentes en Bayona, junto con José I, juraron la
pretendida Carta constitucional, tanto el Monarca como el texto constitucional sólo fueron
reconocidos en aquellas zonas controladas por el ejército francés, tras su entrada en España
a partir de la firma del Tratado de Fontainebleau el 27 de octubre de 1807, que recordemos
preveía la ocupación francesa en territorio español para conquistar Portugal y repartírselo
entre Francia y España. Esta alianza franco-española para doblegar a Portugal, aliada de
Inglaterra y enemiga de Francia, provocó, de un lado que José I se erigiera en Monarca de
un país, España, dividido en dos, entre los leales a la causa de Fernando VII y sus aliados
los afrancesados y aquellos que asumirán la soberanía supuestamente secuestrada por el
Emperador de los franceses; y por otro lado, provocó que el Príncipe Regente de Portugal,
el futuro Juan VI, se exiliara en Rio de Janeiro con toda la familia real, dejando al frente
del Gobierno portugués a un Consejo de Regencia.
El levantamiento popular que se produjo en España el 2 de mayo de 1808, y la dura
represión del mismo, fueron los ingredientes necesarios para que surgieran de forma
espontánea, a partir del 24 de mayo, una serie de Juntas provinciales con una misión
concreta: reasumir la soberanía de la nación que se encontraba vacante. Para los postulados
más reaccionarios, esta medida se arbitraba en función de la defensa por parte de las Juntas
provinciales, de los derechos soberanos de Fernando VII, mientras que para postulados
más liberales, simplemente se reasumía la soberanía que se encontraba vacante por el
cautiverio del Monarca.
En septiembre de 1808, y en pleno fervor independentista, las juntas provinciales
deciden traspasar dicha soberanía a una Junta Central Suprema y Gubernativa de España e
Indias, establecida en Aranjuez, trasladada a Sevilla y ubicada finalmente en la isla de
León, la actual San Fernando, en Cádiz. Integrada por 35 miembros representantes de cada
uno de los Reinos que integran las Coronas, en representación de sus Juntas provinciales,
era presidida por el octogenario Conde de Floridablanca.
La disolución de esta Junta Central en 1810 supuso la creación de un Consejo de
Regencia, el cual permitió la reunión de unas Cortes en Cádiz, trasladadas allí desde la Isla
de León, en 18 de febrero de 1811, encargadas de llevar a cabo las medidas que estimaran
oportunas para la salvaguarda de la nación, así como la de realizar la Constitución política
de España, entramado jurídico que permitirá la edificación del nuevo Estado
contemporáneo y liberal.
Antes incluso de que la Comisión constitucional constituida al efecto presentar
el texto constitucional, y antes incluso de que éste se aprobada en marzo de 1812,
muchos de sus preceptos, principios programáticos, órganos constitucionales o derechos
ciudadanos, en suma leyes de rango constitucional, habían sido ya elaborados por las
propias Cortes Generales y Extraordinarias, desde que éstas se pusieron a trabajar el 24
de septiembre de 1810. Destacan entre otros principios programáticos, la consideración
de la nación española como la reunión de ambos hemisferios (Decreto de 15 de octubre
de 1810), la soberanía nacional o la división de poderes (Decreto de 24 de septiembre de
1810). Entre los derechos fundamentales, antes incluso que la constitución fueron
decretados los siguientes: igualdad (con referencia fundamentalmente al acceso a la
propiedad de la tierra a través de Decretos como el de 6 de agosto de 1811 que abole los
señoríos jurisdiccionales), libertad política de imprenta (Decreto de 10 de noviembre de
1810), liberad del comercio (vinculado al azogue –amalgama de plata y mercurio- según
Decreto de 26 de enero de 1811), abolición de la tortura y otras prácticas aflictivas
(Decreto de 22 de abril de 1811). Desde un punto de vista programático, las Cortes de
Cádiz constitucionalizaron, previamente a la Constitución, algunos principios tales
como la inviolabilidad de los diputados (Decreto de 28 de noviembre de 1810), la
prohibición de que éstos soliciten admisión en empleos o solicitud de pensiones durante
su mandato y el año inmediato posterior (Decreto de 27 de septiembre de 1810), el
establecimiento de un reglamento provisional del Poder ejecutivo (Decreto de 16 de
enero de 1811), el Consejo de Estado (Decreto de 21 de enero de 1812), o un
reglamento para la Regencia del Reino (Decreto de 26 de enero de 1812).
No hay lugar a dudas que el trabajo de la comisión constitucional que se formó en
las Cortes con la misión de proponer una Constitución política, se realizó sobre la
existencia de un proyecto previo, o unos trabajos previos realizados con anterioridad a la
constitución de las Cortes. Una especie de fase preconstituyente o preparlamentaria cuyo
comienzo tiene lugar a partir de los acuerdos de la Junta de Legislación, órgano al
servicio del Estado y en este caso auxiliar de las Cortes y de su comisión constitucional,
tomados en sus reuniones, todas ellas en Sevilla, desde el 4 octubre de 1809 hasta el 19 de
enero de 1810. El personaje que sirve de enlace entre esta Junta de Legislación y la futura
comisión constitucional es Antonio Ranz Romanillos, un hombre ajeno al cuerpo de
diputados y de miembros de la Comisión, pero artífice en gran medida del borrador de
proyecto constitucional presentado a la comisión, lo que le hará participar con
posterioridad en dicha Comisión constitucional.
La Junta de Legislación nació un 27 de septiembre de 1809, y estuvo integrada,
entre otros, por personajes claves de la configuración del nuevo orden jurídico
contemporáneo, tales como Manuel de Lardizabal, José Pablo Valiente, Agustín de
Arguelles o el propio Antonio Ranz Romanillos, los más asiduos a las reuniones de la
Junta. Una vez concluido el trabajo de la Junta en el mes de enero, ésta no llegó a concluir
un proyecto de Constitución, sino la de referenciar los principios que debería contener la
futura Constitución: separación de poderes, representación nacional en base a la
población, sobre la que debía recaer la soberanía nacional, dado que esta representación
elegiría al poder legislativo, a las Cortes, sobre la que se consagrará la potestad de dar a la
Nación su Constitución.
Constituidas las Cortes Generales y Extraordinarias en la Isla de León el 24 de
septiembre de 1810, pronto comenzaron a realizar una desorbitada reforma legal del nuevo
Estado, cuyos principios básicos debían constitucionalizarse. Para ello, pronto los propios
representantes en las Cortes comenzaron a plantearse la necesidad de establecer una
comisión que se encargara de presentar una Constitución política de la Monarquía
española. Después de la presentación de distintas proposiciones de creación de una
comisión constitucional, ésta fue finalmente creada el 23 de diciembre de 1810 con la
misión de redactar la Constitución. Estaba compuesta por trece personas, entre los que se
encontraban destacados liberales del Congreso, tales como Agustín de Argüelles, Diego
Muñoz Torrero, entre otros. Ranz Romanillos, miembro de la Junta de Legislación, actuó
como invitado en las reuniones de la Comisión constitucional, siendo así, junto a Argüelles
y Valiente, los elementos personales puente entre la Junta y la nueva Comisión
constitucional.
La comisión constitucional pronto se puso manos a la obra, si bien con ciertas
vicisitudes que hicieron que las sesiones de trabajo oficiales no tuvieran lugar hasta el 2
de marzo de 1811, probablemente supeditadas al traslado de las Cortes de la Isla de
León a Cádiz.
El proyecto de Constitución no se aprobó en bloque, sino por partes, pasándose
igualmente por partes para su lectura en las Cortes. Los debates parlamentarios tuvieron
lugar apenas unos días después de que se fueran leyendo en Cortes las sucesivas
entregas de partes de la Constitución aprobadas por la Comisión constitucional. El
último bloque referente a los cuatro últimos títulos comenzó el día 10 de enero, siendo
concluidos el día 23 de enero de 1812.
Distintos decretos de la Regencia dieron por aprobado el texto constitucional,
para que se pasara a la firma de todos los diputados y se imprimiera y publicara, así
como el conjunto de solemnidades con las que debía proclamarse y jurarse la
Constitución en todos los pueblos de la Monarquía.
Un decreto de la Regencia del Reino de 8 de marzo de 1812 es el encargado de
aprobar el texto constitucional, tras su debate parlamentario. El Decreto firmado el 14
de marzo de 1812, establecía las solemnidades, una vez aprobado el texto con que se
manda firmar, jurar y publicar en Cádiz la Constitución, lo que se hará finalmente entre
los días 18 y 19 de marzo, para que tuviera plenos efectos de vigencia a partir del 19 de
marzo “aniversario del en que por la espontánea renuncia de Carlos IV subió al trono de
las Españas su hijo el Rey amado de todos los españoles D. Fernando VII de Borbón”.
Ya el día 19, una vez jurada la Constitución por todos los diputados, la propia Regencia
se presentará en la sala de sesiones para jurarla, bajo la fórmula recogida en el Decreto.
El mismo 19 de marzo por la tarde, se hará la publicación solemne de la Constitución,
con su lectura en voz alta.
Promulgada la Constitución el 19 de marzo de 1812, su vigencia se proyectó en
tres períodos históricos, entre los que hubo solución de continuidad. En un primer
momento, tuvo una vigencia paulatina, de progresiva institucionalización de sus
órganos de gobierno y de sus principios programáticos, hasta que dos años después, el
decreto de 4 de mayo de 1814, firmado por Fernando VII, tras su regreso del exilio,
derogaba la Constitución. Esta derogación significaba la pretensión de restaurar la vieja
estructura orgánica e institucional, junto con las prácticas de gobierno propias del
Antiguo Régimen. Un segundo momento de vigencia, fue precedido por la significación
que tuvo para el liberalismo político, el levantamiento del Comandante Riego, del
Regimiento de Asturias, en Cabezas de San Juan, llevado a cabo en enero de 1820. El
gobierno tarda en reaccionar y en la famosa reunión de la tarde del 6 de marzo, en el
Palacio de Oriente, el Monarca Fernando VII, ante los miembros del Consejo Real y del
Consejo de Estado, y todo su gabinete, busca soluciones. La noche del 7 de marzo, por un
breve y escueto Decreto, Fernando VII manifestaba que se decidía a jurar la Constitución
de 1812 para la inmediata convocatoria de Cortes, tal y como así se lo pedía la voluntad
popular. La publicación en la Gaceta del día 8 de marzo, de este Decreto, suponía la
entrada en vigor del texto constitucional gaditano. Esta segunda etapa de vigencia de la
Constitución, terminará también a golpe de Decreto firmado el 1 de octubre de 1823, que
supuso el fin de los tres años de retorno a las instituciones constitucionales y liberales y la
vuelta al trono de Fernando VII, auspiciando de nuevo un gobierno absolutista. Una nueva
etapa, la tercera y última, tiene como telón de fondo la fecha del 12 de agosto de 1836, en
la que tiene lugar el motín de la Granja, acaecido aquella noche, lo que obligó a la Reina
Regente, muerto Fernando VII desde 29 de septiembre de 1833, a proclamar el texto de
Cádiz, mediante un Decreto del día 13. Comienza así a recuperarse la esperanza del
resurgimiento del espíritu liberal y progresista, el cual se verá consolidado apenas un año
después cuando con ocasión de la reforma de la Constitución de 1812, ésta verá fenecer
sus días de vigencia, a favor de una Constitución nueva, la aprobada el 8 de junio de 1837.
Esta nueva Constitución de 1837, mucho más breve que la anterior, de tan sólo 77
preceptos, es la constitución que consolida definitivamente el régimen constitucional en
España. Sin perjuicio que los constituyentes de 1836, tenían como misión la realización de
una reforma constitucional del texto gaditano, finalmente propusieron una nueva
constitución. Se consolida la soberanía nacional, y profundiza mucho mejor en el
reconocimiento de los derechos fundamentales y las libertades públicas, lo que se observa
en la eliminación de la confesionalidad del Estado por una observancia de la religión
católica por parte de la mayoría de los españoles (principio de tolerancia religiosa).
Consolida los tres poderes del Estado, si bien, en cuanto al Legislativo incorpora una
segunda cámara, el Senado, triunfando así en España un sistema bicameral, que ya no
cesará hasta el breve y efímero texto constitucional de 1931. Esta Constitución fue
técnicamente estimable y políticamente conciliadora, por lo que podría haber auspiciado
un largo tiempo de estabilidad constitucional. No obstante, no fue así, y el texto
constitucional no respondió a las esperanzas de conciliación que se habían dispensado
sobre él. Su constante incumplimiento y su constante vulneración no fueron los mejores
elementos para su consolidación.

III. EL MODERANTISMO EN ESPAÑA: LAS CONSTITUCIONES DE


SEGUNDA GENERACIÓN.

A partir de la Santa Alianza, surgida del Congreso de Verona de 1815, se


modificarán los presupuestos constitucionales revolucionarios de la etapa anterior y
consolidará nuevos modelos constitucionales con un amplio protagonismo de la
monarquía, como eje nodal dentro de la Constitución. Atrás queda el sistema
presidencialista y asambleario, basado en el imperio de la Constitución sobre la ley,
propio de Estados Unidos, Francia o España, por un sistema monárquico abierto al
régimen parlamentario en el que predomina la ley sobre la Constitución. Se difumina la
estricta separación de poderes por una perseguida confusión de los mismos, que
permite, por un lado un cierto control del ejecutivo sobre el legislativo y sobre el
judicial. En suma, un constitucionalismo más moderado, menos revolucionario, en el
que los derechos fundamentales y libertades públicas aparecen fugazmente por los
textos constitucionales y siempre a expensas de un desarrollo normativo que no hace
sino reducir su ámbito de ejecución y aplicación.
Ejemplos de este modelo constitucional de segunda generación, de primacía del
autoritarismo sobre el parlamentarismo, son el Estatuto Real de 1834 y la Constitución
de 1845 y la de 1876.
El moderantismo de estas constituciones supone un rechazo a la soberanía
nacional, en beneficio de una soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, así como
la adecuación del sistema político a las clases dirigentes políticas. Varios ejemplos
permitirían comprobar esta aseveración. El Estatuto Real de 1834, que incorpora una
segunda Cámara, el Estamento de Próceres, es inequívoco en cuanto a la consolidación
de unas élites no democráticas, sino tan sólo sociales, y procedentes de los viejos
privilegios del Antiguo Régimen. El art.3 establecía la composición de dicho Estamento
de Próceres, equivalente al Senado, y que lo compondrían reverendos arzobispos y
reverendos obispos, Grandes de España, Títulos de Castilla, un número indeterminado
de españoles, elevados en dignidad e ilustres por sus servicios en las varias carreras,
propietarios territoriales y dueños de fábricas, entre otros. Se consideraba a todos los
Grandes de España como miembros natos, siendo hereditaria esta condición de Prócer o
Senador.
Otro ejemplo lo encontramos en el pensamiento ideológico moderado y
conservador que presidió la Constitución de 1845, y que podemos observar en la
conferencia pronunciada por Joaquín Francisco Pacheco en el Ateneo de Madrid en
1844: “El derecho electoral no será un derecho de todos, y las ínfimas clases de
cualquier país deberán estar privadas de él por la razón sencilla de que no podrán
ejercerlo convenientemente (…). Se ha tomado, por regla general, como base para la
concesión de este derecho el goce de cierta renta o el pago de determinada contribución.
Este principio, señores, es racional y aceptable. La riqueza, o por mejor decir el
bienestar, la vida holgada y fácil, en que el trabajo material no es una carga dura (…) y
deja espacio para las concepciones del espíritu (…) es lo que debe tomarse como
condición de capacidad política, porque es lo que da la inteligencia y la valía en el orden
social. Quien gana afanosamente su sustento en un trabajo ímprobo y con el sudor de su
rostro, quien no puede disfrutar alguna vez del divino descanso que nos realza tanto a
nuestros ojos y a los de la multitud, quien está reducido a un escaso jornal, o a una
existencia poco más feliz, semejante a una máquina, semejante a un ser esclavo y
maldecido; ese no puede pretender la consideración ni la estima política, que
naturalmente recaen en el que lleva una ventaja de mérito”.

IV. REVOLUCIÓN Y RESTAURACIÓN: SUS MODELOS


CONSTITUCIONALES.

En la línea de la concepción de constituciones de primera generación y que


estuvieron vigentes, en las que priman la consecución de Derechos y libertades, debe
situarse la constitución resultante de la revolución progresista denominada “La Gloriosa” y
que tuvo lugar en septiembre de 1868, mediante la cual, el General Serrano formó un
Gobierno provisional encargado de redactar un manifiesto con los principios esenciales de
dicha revolución progresista: la estrecha ligazón entre soberanía nacional y sufragio
universal; la transformación de la Monarquía en una institución democrática basada en la
propia soberanía nacional, configurándose como un poder constituido, el más alto, pero
establecido por la nación también soberana; la concepción de derechos individuales
naturales, absolutos e ilegislables; por último, una concepción anticlerical y de absoluta
libertad religiosa. Todos estos postulados fueron incorporados en la Constitución aprobada
por las Cortes constituyentes en junio de 1869. El texto constitucional se articuló de forma
no excesivamente extensa, con 112 artículos, completa y sistemática, y desde el punto de
vista de su reforma, concebida como rígida. Con esta Constitución se dio el salto
cualitativo de pasar de un Estado liberal de Derecho a un Estado democrático de Derecho
en los que la soberanía nacional y el sufragio universal, además del reconocimiento de
derechos fundamentales y libertades públicas estaban en el eje de su fundamento. De ahí
que hubo una importante reforma política para adaptar todo el sistema legislativo a estos
nuevos principios constitucionales, tales como la ley electoral de 1870, la ley del sufragio
universal, ley provisional del poder judicial de 1870, Código Penal de 1870 o la ley de
enjuiciamiento criminal de 1872.
Sin perjuicio de su viabilidad, tampoco consiguió consolidarse debido a la propia
lógica de nuestra historia constitucional de constituciones profundamente programáticas de
los partidos en el poder. Los vaivenes de las principales instituciones, la ausencia de
Monarca, la breve dinastía de Saboya, la creación de la I República, y un enfrentamiento
entre carlistas, alfonsinos y republicanos, dieron al traste con la Constitución, y con el
restablecimiento del sistema monárquico, comenzando así el período histórico denominado
Restauración.
Un modelo político el de la Restauración que profundiza en los modelos
constitucionales moderados y conservadores, con el que podría ser este tercer ejemplo,
siguiendo a los anteriores del Estatuto Real y de la Constitución de 1845, y que lo
podemos observar en la tercera constitución que representa a este modelo de segunda
generación, cual es la de 1876. Sus principios son inequívocos del modelo moderantista,
ahora todavía más conservador si cabe: el llamado principio de colaboración de poderes,
en virtud del cual se estableció un turno de partidos basado en el régimen de las
confianzas, de tal manera que perdida la confianza por parte del Parlamento o del
Monarca en el partido político que dirige la Nación, no es necesario realizar nuevos
procesos electorales, sino que se otorga la confianza al partido que se encuentra en la
oposición para así asumir el Ejecutivo. Estos principios proponen, a su vez una
hegemonía constitucional del Monarca. En suma, las propias líneas programáticas del
partido moderado se reflejarán en los preceptos constitucionales.
A todo ello responderán los textos, con importantes reducciones en el ejercicio
de los derechos fundamentales, como el sensible derecho político al voto, que será
tremendamente reducido, tanto en su concepción activa como pasiva, pasando a ser
censitario; o la ausencia de la libertad de culto, dado que se vuelve a la confesionalidad
del Estado.

V. EL ESTADO SOCIAL DE DERECHO: LA CONSTITUCIÓN


REPUBLICANA DE 1931.

Desde finales del siglo XIX, el problema social que arrastraba España,
basamentado en una mala distribución de la riqueza, la falta de trabajo para la inmensa
masa de trabajadores, una nefasta política de reforma agraria así como una tardía pero
necesaria revolución industrial, provocaron que la conflictividad social, elevara las cotas
de poder de los grupos políticos socialistas y comunistas, así como de las
organizaciones sindicales, y una reducción de las fuerzas conservadoras y monárquicas.
Con ocasión de este panorama político se establece la II República en España
que dotará a los españoles del primer constitucionalismo social, gracias al texto
aprobado en diciembre de 1931.
“España es una República democrática de trabajadores de toda clase, que se
organiza en régimen de libertad y Justicia”. Así se expresaba el artículo 1 de una
constitucional, que influenciada por la alemana de Weimar, ya desde este artículo
establecía una nueva fórmula de Estado, la republicana, desapareciendo la figura del
Monarca como Jefe del Estado.
Esta constitución garantizó por fin la soberanía popular, expresada en el derecho
al sufragio libre, universal, directo y secreto de todos los españoles, sin distinción de
sexo. Igualmente garantizó un voluminoso conjunto de derechos fundamentales y
libertades públicas, entre ellas la laicidad del Estado, y redistribuyendo estos derechos,
entre los considerados como derechos políticos (derecho al sufragio) y derecho sociales
y económicos, con una especial protección al trabajo, a la familia, a la economía y a la
cultura.
Se regulaba como era evidente una nueva Jefatura del Estado, la presidencia de
la República, elegida conjuntamente por las Cortes y un número de compromisarios
igual al de diputados nacionales, con mandato de seis años, diferenciado de la
presidencia del Gobierno, como líder del Ejecutivo y habilitado tras la correspondiente
convocatoria electoral.
Institucionalmente surge un nuevo Tribunal, el de Garantías Constitucionales,
precedente del actual Tribunal Constitucional.
Otra novedad de la constitución de 1931 se encuentra en su modelo de
vertebración del Estado, ya que el nuevo Estado, ahora denominado “integral”, se
estructura en la base a través de una administración local compuesta por municipios y
provincias –y sus correspondientes órganos de gobierno, Ayuntamientos y Diputaciones
provinciales-, a nivel intermedio a través de las llamadas Regiones Autónomas –
precedente del actual modelo autonómico- y a nivel central, la Administración del
Estado central. De este Estado integral podrán surgir, por agrupación de provincias, las
llamadas regiones autónomas, de las que fueron habilitadas las de Cataluña y País
Vasco, ambas dos con aprobación de sus correspondientes Estatutos de Autonomía, así
como las de Galicia y Andalucía, que no vieron nacer sus correspondientes estatutos
regionales.

También podría gustarte