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Cabello malo

Por: Heidy Johana Díaz

Recuerdo el momento exacto en el que me di cuenta, inconscientemente, de que mi cabello


era diferente. Estaba en cuarto de primaria sentada en las escaleras frente a mi salón de
clases charlando con un grupo de compañeras mientras llegaban por nosotras para llevarnos
nuestras casas. Mis compañeras, un grupo amigable de niñas bromeaban inocentes sobre
cómo mi cabello, tan diferente al suyo, les resultaba tan curioso con su forma y textura,
aseguraban que les recordaba a las esponjillas para lavar platos o a esos rellenos suaves para
almohadas en los que descansábamos todas las noches.

En medio de la charla me quité el moño alto con el que mi mamá me peinaba cada mañana
para ir a la escuela. Desobedecí a mi mamá, quien siempre me recordaba que no me soltara
sin que ella estuviera cerca porque después yo no iba a saber cómo arreglarme el cabello de
nuevo. Cuando solté mi cabello se mantuvo hacia arriba y no cayó sobre mis hombros al
soltarlo como esperaban mis espectadoras curiosas, lo cual les causó más intriga y
fascinación. Lo que para ellas, seguramente significó un momento de la infancia ya olvidado,
para mí fue ese momento donde descubrí que lo que para mí resultaba tan natural como mi
cabello, para los demás resultaba tan diferente, tan curioso.

Crecí en un hogar de mujeres negras a las cuales crecí viendo alisar su cabello cada mes
religiosamente cuando sus raíces afro rebeldes empezaban a crecer. Era una actividad casi
ritual que no se cuestionaba, simplemente llegaba el momento de hacerlo.Por lo que yo,
entrada en la la pubertad y alterada mi percepción del cabello afro por la cultura de su
ocultamiento, luego de rogar por semanas a mi mamá para que me comprar el producto, alicé
mi cabello por primera y última vez a los once once con alicer para niñas, el cual es igual de
peligroso que su versión adulta tan agresiva que tiene la capacidad de quemar por completo
el cuero cabello a costa de destruir el patrón de rizo del cabello hasta dejarlo lacio.

El encanto me duró poco, a los días noté que mi cabello estaba extrañamente delgado y
quebradizo, sin forma. Me sentía extraña porque a pesar de haber esperado sentirme mejor
con el cabello lacio, un poco más parecido al de mis amigas en la escuela, me sentía más yo
misma con mi cabello anterior, con mi cabello natural que ya empezaba a crecer de nuevo.
Decidí no alisarlo más y me olvidé del tema.

Años después, ya en la plenitud de la adolescencia y enojada con el mundo, decidí empezar a


peinarme yo sola; tenía catorce años y hasta entonces era mi mamá la que me peinaba todos
los días porque ni ella, ni yo confiábamos en mi capacidad de poder manejar y peinar mi
cabello, pero, rebelde, decidí lanzarme a la aventura, sin saber en lo más mínimo como
hacerlo porque ni siquiera en mi hogar, un hogar de cabellos afro, se sabía cómo cuidarlo.
Aprendí sola como hacerlo, en el proceso quebré mi cabello hasta no poder lograr siquiera
amarrar un moño como antes, lo corté en un ataque de ira y lloré de desesperación más de
una vez mientras lo desenredaba.

Después de tanto llanto, reflexiones sobre la belleza y sus cánones, sobre el autoestima, sobre
el racismo y el reconocimiento de la negritud y de luchas exhaustivas conmigo mismas para
lograr sentirme merecedora de ser vista y respetada siendo lo que soy, he logrado aceptar mi
cabello afro aunque veces, vulnerable, vuelvan a mí pensamientos y sensaciones contra “mi
cabello malo” que de malo no tiene nada. Cuando aquello sucede me miro a mí misma a
través del espejo y me digo: “mi cabello, mi existencia, mi negritud, no está para agradarle a
nadie más que a mí misma”.

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