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PIJAMA
DEDICATORIA
1929
Lisa
Rachel
Muchas calles
Ross
De nuevo en el sótano
Joe
En el que se juntan los «colegas»
Hitchcock pregunta
UNAS PALABRAS FINALES
DEDICATORIA
Desde que tenía más o menos siete u ocho años, mi hijo Hugo, que en la
actualidad tiene trece, jugaba conmigo, entre otras cosas, a intentar resolver
los múltiples misterios y acertijos que hay en Internet y, sobre todo, en
YouTube. En algunos casos, tan solo teníamos siete segundos para hacerlo,
si bien, por supuesto, pausábamos el vídeo para disponer de todo el tiempo
que necesitábamos.
Algunos de ellos consistían en adivinar quién era el ladrón o el asesino a
través de una serie de pistas visuales que a veces eran muy evidentes, pero
otras no tanto.
Aunque sospecho que él ya sabía las soluciones por haber visto los
vídeos antes que yo, debo admitir que él resolvía más casos, por lo que esta
novela va dedicada a él, el verdadero detective de la familia.
1929
1929 fue un año en el que sucedieron muchas cosas. La más famosa, la
que pasó a todos los libros de Historia, fue la del crac de la Bolsa de Nueva
York. Absolutamente demoledora, la crisis hundió miles de negocios,
arruinó a multitud de familias y provocó unas secuelas que se prolongarían
durante buena parte de la década siguiente.
1929 fue también el año en el que el cine se volvió mayoritariamente
sonoro. Lo había hecho ya en realidad en 1927 con El cantor de jazz y aún
hay algunos que dicen que pueden encontrarse otros antecedentes; sin
embargo, no sería hasta 1929 cuando, nostálgicos como Charles Chaplin
aparte, el cine mudo encontró su propia muerte en beneficio de multitud de
sonidos y voces que lo invadieron todo.
Sin embargo, 1929 fue un año especial para mí no por ninguno de los
motivos que he señalado anteriormente, sino por el hecho de que fue la
primera vez que trabajé con mi hijo Hugo.
Tengo que reconocer que él siempre me aventajó en todo. Cuando era
pequeño, a menudo jugábamos a intentar resolver los acertijos que se
publicaban en los periódicos o en las revistas que podíamos permitirnos
comprar.
Desde un primer momento, me di cuenta de que él tenía una especial
capacidad para fijarse en detalles de los que yo no me daba ni cuenta. Sí, ya
era policía, pero tengo que reconocer que mi hijo, con tan solo ocho o diez
años, ya era capaz de resolver enigmas que a mí se me escapaban por
completo por mucho que me esforzara en descubrirles la lógica.
Por eso, me sentí especialmente orgulloso cuando se hizo mayor y me
confesó que quería seguir mis pasos y hacerse policía, al igual que yo. Sentí
que podría enseñarle todo sobre el oficio, que sería su maestro y que
llegaría a ser un buen policía.
No es el momento de relatar todo lo que vivimos en esa década loca que
fue la de los años veinte, la del derroche, la del bienestar, la del crecimiento,
pero también la de la desigualdad, la del gansterismo, la de la violencia
callejera...
Fue precisamente con el paso de los años cuando Hugo se convirtió en
uno de los inspectores más jóvenes de la comisaría de la calle 42 de la ni
muy grande ni muy pequeña ciudad de Borkham. ¿Que dónde está ese
lugar? ¡Qué importa eso! ¡Qué más da! Quizá ni siquiera sea ese su
verdadero nombre.
Lo cierto es que todo esto sucedió mientras yo no fui capaz de ascender
a nada. Había estrenado la década como sargento, también en dicha
comisaría, y, salvo que tuviera lugar una sorpresa que yo tenía muy claro
que ya no se iba a producir, sabía que sería así como estrenaría los años
treinta.
No podía prever, eso sí, que el comisario A. J. Hitchcock nos pondría a
trabajar juntos en el que sería su primer caso. Yo no estuve presente cuando
lo decidió, pero Hugo me lo contó cuando nos quedamos a solas.
Lo había llamado a gritos cuando no habían transcurrido ni cinco
minutos desde que se había instalado en su nuevo despacho. «Nuevo
despacho» es una forma de hablar, puesto que, en realidad, antes no había
tenido ninguno.
Yo ya le había advertido de que el comisario era alguien especial.
Obeso, siempre enfundado en un impoluto traje negro, a veces con un puro
en la boca, era alguien a quien no le gustaba nada salir de su oficina, como
es fácil imaginar, la más grande de toda la comisaría.
Temblando ante su imponente vozarrón y sabiendo que este encuentro
sería muy diferente de los que hasta entonces habíamos tenido con él, que
básicamente habían consistido en ser ignorados, Hugo había llamado con su
habitual timidez a la puerta del despacho del señor Hitchcock.
—¡¿Para qué llama a la puerta?! ¿No le he pedido ya que viniera? —
había bramado este desde el interior.
Estas palabras hicieron que el nuevo inspector no se lo pensara dos
veces y que entrara en su despacho con rapidez. Yo le había contado que el
comisario podía llegar a ser de trato muy desagradable, por lo que imagino
que era algo que no le apetecía nada experimentar.
Durante medio minuto se quedó de pie, como una estatua, esperando a
que el señor Hitchcock despegara la vista de unos papeles que estaba
ojeando. Cuando lo hubo hecho, lo recorrió con la mirada con expresión de
curiosidad, como quien contempla por primera vez a un animal exótico en
un zoo.
—No me lo imaginaba tan joven —fue lo único que se le ocurrió
comentar.
El inspector Rodak titubeó unos instantes, pero al final, sabiendo que
aquella no era una situación en la que pudiera quedarse mudo, se decidió a
contestarle, aun cuando no le había preguntado nada.
—Pensaba que me conocía, señor. Nos hemos cruzado en alguna
ocasión por los pasillos.
El comisario Hitchcock no le respondió, sino que se limitó a hacerle un
gesto para que se sentara, lo que Rodak hizo de inmediato.
—Le he dicho que se siente por cortesía y para que no se lleve una mala
impresión de mí, si bien no va a estar usted más de dos minutos en esa silla.
¿Ha oído hablar de Mathew Cox?
—¿Mathew Cox? —repitió Hugo, esforzándose por recordar si el
nombre debía sonarle por algún motivo.
—Eso he dicho —contestó el comisario con impaciencia.
—No, señor, no sé quién es —respondió el joven inspector sin atreverse
a perder más tiempo afanándose en sus recuerdos.
El comisario dio una calada al puro, teniendo que limpiarse a
continuación la ceniza que se le cayó por la corbata.
—Es el presidente de una importante industria conservera… bueno, más
bien debería decir que lo era, porque ya no lo es. Acaba de telefonearnos su
hermana para comunicarnos que se lo acaba de encontrar ahorcado en el
sótano de su casa.
Con esa frialdad e indiferencia fue con la que el comisario A. J.
Hitchcock le informó a mi hijo acerca del que se convertiría en su primer
trabajo como inspector.
—¿Suicidio? —preguntó para ver si le daba algún detalle más que le
resultara de utilidad.
El comisario frunció el ceño.
—Ese es su trabajo. ¿Para qué cree que lo he llamado? —contestó de
mal humor.
—Pensaba que usted sabría algo más, comisario. Como sabe, es mi
primera vez como inspector y no quiero que se me escape nada.
—Sé que es su primera vez —lo interrumpió el comisario— y no quiero
engañarlo: si hubieran estado disponibles otros de mis hombres con más
experiencia que la suya, no estaría aquí en estos momentos. Sin embargo,
no es así y usted es el único recurso con el que cuento en esta ajetreada
mañana. No me mire así, ya le he dicho que no iba a engañarlo.
Como después me confesó, Hugo no dijo nada ni hizo ningún gesto en
aquel momento, aguantando con estoicismo aquel alarde de sinceridad del
comisario.
—Lo que le cuento —siguió diciendo este— es lo que sé, Rodak. Desde
que la bolsa pegó el petardazo que dio hace un par de semanas, se han
producido en el país más suicidios que en toda mi carrera y me temo que lo
peor está por llegar.
»No hace ni diez minutos que llamó la que dijo ser la hermana del
muerto. Se identificó como Lisa… sí, Lisa Cox. No entró en detalles.
Estaba atacada de los nervios. Le dije que enseguida iríamos por allí.
»Si se está preguntando qué tiene de especial este suicidio, le diré que es
el de un empresario de cierta fama en la comunidad. Si hubiera sido otro, no
le digo que le hubiéramos dado la misma importancia porque no lo
habríamos hecho.
»Lo tengo muy claro, la enésima persona que se arruina en esta
quincena y que pone fin a su vida. La policía no puede estar investigando
todos los casos porque no tienen ningún misterio. A comienzos de octubre
eran todos millonarios y a finales más pobres que las ratas.
»No tardará en descubrir que esto es lo que le ha sucedido a Cox, ya lo
verá y ya me lo contará. No puede quejarse, Rodak, no puede usted
empezar con algo que sea más sencillo que esto que le ha caído entre
manos. ¿A qué está esperando? ¡Haga el favor de darse prisa!
El comisario Hitchcock no le dio ni una sola oportunidad de replicar, ni
siquiera de preguntar, sino que le extendió un pedazo de papel en el que
figuraba anotada una dirección y le hizo un gesto con la mano para que
saliera de su oficina.
El inspector se disponía a hacerlo cuando le sobresaltó oír a sus espaldas
un nuevo grito del comisario.
—¡¡¡Sargento Rodak!!! ¡Venga enseguida! Espere, inspector. ¡Menudo
fastidio! ¿Por qué tienen ustedes dos que llamarse igual?
El nuevo inspector se quedó de pie, con la puerta ya abierta, agarrando
el pomo y sin saber cómo actuar.
—No nos llamamos igual, señor. Rodak es el apellido, pero yo soy Hugo
y mi padre es...
Justo en ese momento llegué yo, a tiempo de ver cómo el comisario
exhalaba una bocanada de humo de su repelente cigarro.
—¿Tiene usted algo que hacer hoy además de la ronda? —me preguntó
nada más verme.
—No, señor Hitchcock. La rutina de siempre —le contesté.
—Está de suerte. Hoy el tráfico lo va a dirigir O’Selznick. Usted va a
acompañar a su hijo —me explicó de forma escueta, antes de volverse para
mirarlo a él—. Rodak, ponga al corriente de todo a su padre, pero, por
favor, háganlo ya fuera de mi despacho y no me molesten con tonterías.
Y nada más. Así fue como empezó todo. Sin más diálogos, sin más
ceremonias y, sobre todo, sin que ninguno de los dos nos lo hubiéramos
esperado al comenzar el día.
Y sí, lo hizo, ya lo creo que lo hizo, pero más basándose en los años que
hacía que nos conocíamos y en mi buena hoja de servicios que por su pleno
convencimiento.
Cuando llegamos a su despacho aún no había llegado y es que, sí,
entendía las prisas de Hugo, pero, en realidad, todavía era bastante
temprano. Un reloj que debía de haber por ahí y que no conseguí localizar
dio las ocho y fue entonces cuando, con puntualidad británica, apareció el
juez Mason por el pasillo, mostrándose sorprendido cuando se dio cuenta de
había un par de personas esperándolo.
Me abrazó cuando me reconoció y ambos comenzamos a charlar sobre
anécdotas de nuestro pasado que, tal y como podía ver por el rabillo del ojo,
no hicieron otra cosa más que impacientar a un Hugo que expresaba su
contrariedad poniendo caras de disgusto bastante mal disimuladas.
—Siempre supe que acabaríais trabajando juntos y, no te enfades, Frank,
pero también tuve muy claro que tu hijo te superaría. La rapidez con la que
resolvía los acertijos no era nada habitual en niños tan pequeños y la verdad
es que a él no le costaba nada. ¡Pasad, por favor, y contadme en qué os
puedo ayudar!
Lo hicimos y, así como el rostro de Hugo se suavizó al escuchar las
alabanzas que sobre él había vertido el juez y al ver cómo, tras la
conversación inicial, por fin íbamos a abordar el verdadero motivo de
nuestra visita, el semblante de Mason se fue endureciendo progresivamente
conforme le fuimos contando los detalles del caso.
—Me estáis hablando de un caso de aparente suicidio que, en vuestra
opinión, no ha sido tal, pero al mismo tiempo me estáis pidiendo una orden
de registro de la empresa que regía el muerto junto a su socio, cuando no
habéis tenido una conversación previa con dicho socio, que puede ser hostil,
pero también puede no serlo.
—No exactamente, Raymond —maticé, al no verlo convencido—. Te
estamos pidiendo una orden de registro de la empresa del muerto ante la
posibilidad de que su socio o alguna otra persona con poder e influencia en
la misma como, por ejemplo, la hermana se pueda negar a que la hagamos y
nos haga perder un tiempo valioso.
»Tienes que reconocerme que, descartado el suicidio, esto tiene toda la
apariencia de ser un ajuste de cuentas en medio de una quincena horrorosa
en la que medio país se ha arruinado y el otro medio va a querer recuperar
sus inversiones a toda costa.
—¿Estás comparándome a Mathew Cox o a su socio con Al Capone,
Frank?
—¡Es lo que queremos averiguar, Raymond! Detrás de todo esto puede
haber no pocos trapos sucios y, mientras estamos aquí discutiendo, el socio
de Cox puede estar destruyendo pruebas incriminatorias o poniendo los pies
en polvorosa.
Mason se revolvió en su asiento.
—¡No me chantajees, Frank! Comprende que me estás pidiendo que
emita una orden judicial contra alguien basándoos únicamente en que el
psiquiatra de la víctima empezó a contaros cuentos chinos sobre la mafia.
»No digo que no pueda estar acertado, pero me huele a chisme de viejas
y no me parece un argumento suficiente como para que acceda a lo que me
pedís. No sin una investigación previa por vuestra parte que aporte indicios
más sólidos.
El magistrado negaba constantemente con la cabeza, mientras que por la
mía solo pasaba un único pensamiento, que no era otro más que soltarle un
puñetazo. Quizá me había confiado en que los años que hacía que nos
conocíamos y el hecho de que ambos estuviéramos en realidad del mismo
lado de la ley, aun cuando cada uno lo hiciéramos a nuestra manera, serían
suficientes para que nos firmara la orden, pero a la vista estaba que me
había equivocado.
Fue Hugo quien intervino, quizá intentando jugar su baza al ver que yo
no conseguía lo que poco menos que le había prometido que iba a tener en
sus manos en un par de minutos.
—Señor Mason, le pido perdón por cómo le hemos abordado, lo cual en
mi caso es más grave si cabe porque ni siquiera nos conocíamos. Créame
que necesitamos esa orden. Ese socio puede ser el asesino o no. No lo
sabemos, no se lo puedo decir.
»Por supuesto que podemos presentarnos en la empresa y probar suerte
y es algo que podemos hacer sin necesidad de una orden. Sin embargo,
usted sabe que puede negarse a recibirnos y, si eso sucede, obstaculizaría
seriamente la investigación.
»Como inspector, asumo toda la responsabilidad de lo que suceda y me
comprometo a rendirle cuentas de nuestras acciones, pero creo que una
redada va a ser lo mejor para inmovilizar cualquier respuesta hostil por su
parte.
—Además, Raymond —volví a intervenir—, te estamos pidiendo una
orden para registrar la empresa, no nada contra el socio en persona, que a lo
mejor no es más que un alma de la caridad.
Mi viejo amigo se recostó en su silla y se quedó pensativo. Fue en ese
justo momento cuando supe que habíamos ganado la batalla.
—Puede que te equivoques, Hugo, pero eso es algo que debes aprender
por ti mismo. Tu padre y yo también metimos la pata infinidad de veces
cuando empezamos y no quiero ser yo el causante de que vuestra
investigación no llegue a buen puerto.
»Voy a firmar esa orden, pero es mi secretaria la que guarda los
formularios correspondientes y no llega hasta las nueve. Hasta entonces no
va a ser posible, si bien queda poco más de media hora.
—No hay problema, Raymond.
Al ver cómo al final había cedido a nuestras pretensiones, no quise que
nuestra conversación acabara de malas maneras después de que hubiera
habido algún que otro momento de tensión, por lo que quise agradecérselo
cuando Hugo se levantó de su asiento como un resorte.
—Si no le importa, señor juez, cuando esté la orden, que sea el sargento
Rodak quien la recoja. Yo voy a adelantarme porque quiero pasar por la
comisaría para reclutar a los que se encargarán de la redada y quiero
además ver si puedo hablar con el forense. ¡Espero que haya hecho ya la
autopsia!
—Depende de si la han autorizado —apunté, recordando la
conversación que habíamos tenido el día anterior con el forense.
Hugo miró al juez, intuyo que queriendo matar dos pájaros de un tiro,
pero de nada le sirvió.
—¡Ni hablar! Ya os concedo la de la redada en atención a nuestra
amistad —me miró al decir esto— y porque estoy viendo con mis propios
ojos la ilusión que mueve al joven Rodak, pero no termino de estar
convencido y ya os lo he dejado claro. Ni soñéis con que os vaya a regalar
una autorización de autopsia porque sí y sin que me aportéis más pruebas
que una simple conversación.
—Tenía que intentarlo para agilizar el tema, señor juez, aunque es
posible que ya fuera autorizada ayer por otro magistrado y ya esté hecha.
Sargento, cuando tenga la orden, acuda directamente a la empresa de Cox.
No haremos nada hasta que usted no llegue con el papel, pero cuando lo
tengamos...
Sin acabar de hablar, salió del despacho del juez a toda velocidad,
mostrando de nuevo la impaciencia y las prisas para todo que tenía desde
que nos habíamos levantado.
Raymond Mason se echó a reír tan pronto salió de su oficina.
—Si siempre hace gala de esa energía y de esas ganas, creo que el hijo
superará ampliamente al padre y llegará lejos —me comentó.
—Ya lo ha hecho, Raymond, ya lo ha hecho.
Entre unas cosas y otras, lo que iba a durar más o menos media hora se
convirtió en una completa. Imaginé que Hugo estaría ya en la fábrica,
preparado con toda la caballería, impaciente y dando vueltas hasta que yo
llegara.
Cuando la secretaria del juez Mason me dio la orden firmada por él, salí
de los juzgados como una exhalación y me dirigí al encuentro de Hugo y el
resto de policías.
En el ínterin, me había dado tiempo a averiguar que Joe Blanc, el socio
de marras, ya había sido acusado en 1925 de evasión de impuestos,
librándose de todos los cargos por motivos que no habían quedado muy
claros. En el momento en que Mason se dio cuenta de este antecedente,
nuestra historia le pareció mucho más creíble y a él mismo le faltó tiempo
para firmar la orden.
Cuando llegué, Hugo ni me la pidió. Me hizo un gesto interrogativo con
la mirada, yo asentí dándole a entender que teníamos luz verde y entramos
en la fábrica con la misma discreción que un elefante en una cacharrería o,
lo que es lo mismo, tal y como hacíamos las cosas en los años veinte.
Los empleados, ajenos a todo lo relacionado con la vida de sus jefes, se
nos quedaron mirando asustados. Con la noticia publicada en los periódicos
como si se hubiera tratado de un suicidio, nuestra entrada atropellada
resultaba todavía más fuera de lugar y equivalía a poner de manifiesto
públicamente que había algo mucho más oscuro detrás de su muerte.
Hugo se fue directamente a por una joven secretaria que, por su cara de
sorpresa e inocencia, parecía una hermana gemela de Mary Pickford.
—¿Dónde está Joe Blanc? —le preguntó a bocajarro.
—No lo sé, señor —respondió ella con voz temblorosa—. Se fue ayer al
mediodía y no he vuelto a saber de él.
En un primer momento imaginé que mentía. Luego, no sé por qué, quizá
dejándome engañar por su expresión cándida, me dio la sensación de que
estaba diciendo la verdad y que temblaba de verdad.
—¿Es usted su secretaria personal? —insistió Hugo.
—De los dos, señor. Los dos me dan órdenes y me dicen qué es lo que
debo hacer o a quién debo llamar. Bueno, eso antes de que el señor Cox...
Temí que Hugo soltara alguna bravata del estilo de la que le había dicho
al psiquiatra cuando le informó que Mathew Cox ya no sería más su
paciente, pero lo cierto es que se contuvo y se limitó a entrar en el despacho
de Joe Blanc después de que la chica le indicara cuál era.
Estaba perfectamente ordenado. Confesaré que, quizá dejándome llevar
por la fantasía y por los clichés de los relatos policíacos, había esperado que
estuviera todo revuelto y desperdigado, si bien no era así.
A una señal suya, los hombres que nos acompañaban y entre los que
reconocí a un secretario judicial cuya cara me sonaba de casos pasados se
lanzaron a los archivadores que había en aquel despacho, mientras Hugo se
precipitó al teléfono que había encima de la mesa.
La conversación fue breve, sin ceremonias, lo justo y necesario para
ordenar la búsqueda y captura de Joe Blanc, el socio de Mathew Cox.
—Parece que por fin hemos dado con nuestro hombre —le susurré en
las que eran mis primeras palabras con él en aquel escenario.
Suspiró y negó con la cabeza.
—No lo sé. Creo que estamos ante alguien que, sabiendo que lo íbamos
a investigar a raíz de la muerte de su socio y habiendo cometido con toda
seguridad varios fraudes y chanchullos, ha puesto tierra de por medio para
intentar que no lo pesquemos. Estamos ante un fugitivo, sí, pero lo otro...
En el que se juntan los «colegas»
Nuestra impulsiva actuación en la empresa de Mathew Cox no solo
sirvió para certificar la fuga de Joe Blanc, sino para demostrar que,
efectivamente, las sospechas del psiquiatra acerca del socio habían sido más
que fundadas.
Yo no entendía gran cosa de papeles ni de cuentas, sino que lo mío era
ser policía, sin más, de los que sirven y protegen con los puños o incluso
con nuestras vidas si la situación así lo requería.
Es por ello por lo que tenía muy claro que nunca ascendería más allá de
mi puesto de sargento, pero la verdad es que, ahora que Hugo había llegado
a ser inspector, suponía un alivio para mí el hecho de que yo ya no tuviera
que encargarme de las cuestiones, por decirlo de alguna manera, más
intelectuales de los casos.
Sí, me habló de números, de cantidades de dinero, de ingresos, de
gastos, de millones y lo cierto es que no entendí gran cosa, aunque me bastó
con la idea básica, que no fue otra más que la sucesión de desfalcos y
fraudes que Joe Blanc había cometido en los últimos años.
—Habrá que investigar en profundidad hasta qué punto estaba
implicado Mathew Cox o incluso su hermana. ¿Por qué no? No olvidemos
que fue ella la que utilizó la expresión «empresa familiar», si mal no
recuerdo —me había comentado Hugo cuando, tras tres horas de intenso
registro, ambos abandonamos la fábrica y volvimos a estar solos en el
coche.
—Imagino pues que vamos ahora a ver a Lisa Cox para interrogarla
acerca de su posible implicación, ¿no?
Para mi sorpresa, Hugo me dijo que no.
—No va a hacer falta, padre mío. Ni la hermana ni la novia de Mathew
Cox me han inspirado ninguna confianza. No lo digo porque sean las
sospechosas habituales en este tipo de casos, sino porque ambas se han
mostrado con un carácter muy cambiante entre el llanto y la aflicción por un
lado y la furia a los pocos segundos cuando se les decía algo que no les
gustaba.
Lo primero en lo que pensé al escuchar sus palabras es que, por mucho
que intentemos racionalizar el comportamiento humano, este es
imprevisible y los mostrados por ambas chicas me parecían totalmente
normales en personas que acaban de recibir una noticia traumática,
momentos en los que la incomprensión, el miedo, la rebeldía ante lo que
está sucediendo y mil sentimientos más se desatan sin que los podamos
controlar.
Lo segundo, que yo le había preguntado por Lisa, la hermana, pero de
nuevo el fantasma de Rachel había hecho acto de presencia.
—Sin embargo —continuó diciendo—, lo que más me interesa es
establecer si había una relación entre Joe Blanc y Lisa Cox...
—¡Claro! No me digas que no podría haber ahí un móvil que explicaría
el asesinato de Cox en el caso en que ambos estuvieran asociados de alguna
manera.
Lo había interrumpido porque yo tenía muy claro que, en tanto en
cuanto diéramos con el paradero del socio, investigar a Lisa Cox era el
siguiente paso que debíamos dar.
—Sé por dónde vas. El socio y la hermana están juntos de alguna
manera y Mathew Cox los descubre. Pongamos que Blanc le robaba a él
gracias a información privilegiada que le pasaba la hermana o que esta se
lucraba de fondos desviados. Puede que incluso fueran amantes. El muerto
descubre todo y amenaza con denunciarlos, por lo que se lo cargan y fingen
el suicidio. ¿Es más o menos lo que piensas?
Asentí. Era una teoría que había que demostrar, desde luego, pero para
mí tenía toda la lógica del mundo.
—Y entonces baja el telón, el público se levanta de las butacas y
comienza a aplaudir con furia.
Tardé hasta cinco segundos en entender que se estaba burlando de mí, lo
que me enfureció. Estaba orgulloso de él y de que hubiera llegado a donde
lo había hecho, pero no me gustaba nada que se burlara y así se lo hice
saber.
—¡No te enfades, hombre! —me pidió entre carcajadas—. Claro que
hay que investigar eso a fondo, pero ya te dije yo que tengo la impresión de
que Joe Blanc no es más que un estafador al que se le ha acabado el
negocio. Yo no pondría la mano en el fuego con que haya sido el que ha
orquestado el asesinato de su socio.
»¿Que podía estar compinchado con alguien? No se puede descartar,
desde luego. Podía estar con la hermana o también con la novia, de la que
siempre parece que te olvidas.
«A diferencia de ti, que no paras de pensar en ella» fue lo que pasó por
mi cabeza, si bien me quedé callado, aunque ardía de ganas de devolvérsela
tras su broma del telón y del público aplaudiendo.
—Mira, papá, Mathew Cox era el primero que parecía estar lleno de
secretos. Con su hermana se llevaba muy bien y hablaba casi todos los días,
pero ella no tenía ni idea de que su hermano tenía una relación con una
chica desde hacía año y medio.
»Con Rachel Chandler, tres cuartos de lo mismo. Todo es maravilloso,
todo es romántico, todo es pasional, pero él no suelta prenda de lo que atañe
al resto de su vida, como si la chica fuera únicamente un divertimento o
incluso solo un capricho sexual. ¿A dónde conducía una relación de año y
medio en la que nadie parecía saber nada de la existencia de la chica, a
excepción del psiquiatra, el único con el que Cox parecía abrirse?
Ahí debo reconocer que fui yo el que me empecé a reír cuando pensé en
lo que iba a decir a continuación, lo que, no obstante, hice sin titubear.
—Supongo que, si sugiero que la asesina fue Rachel Chandler por
haberse cansado de ser un juguete en una relación con alguien a quien no
parecía gustarle el compromiso, volverás a decirme que esta teoría acaba
con el público sangrando por sus manos de tanto aplaudir, ¿no?
Se quedó serio. Lo había soltado como una broma o, para ser muy
sincero, medio en serio, medio en broma en realidad, pero me di cuenta por
la expresión de su rostro, que solo podía ver parcialmente por ser esta vez
yo el que conducía, que lo estaba considerando más en serio de lo que
esperaba.
—La verdad es que esa teoría me ha recordado a las estatuillas estas que
dieron esta primavera pasada a las mejores películas del 27 y del 28. Si
llegas a concursar, seguro que te habrías llevado todas.
Ambos nos echamos a reír. Reconozco que también era una idea llena de
puntos flacos y que había lanzado muy sin pensar o, más bien y puesto que
ya lo he confesado, para ver qué le parecía dada la ojeriza que parecía
tenerle a Rachel Chandler. Debo admitir que me reconfortó el hecho de que
no empezara a despotricar de la chica, tal y como había imaginado que
haría.
—No, a ver, queda todavía mucho trabajo por hacer y hay todavía
mucho que averiguar, no te lo discuto. Sin embargo, antes te he dicho que
no vamos a ir a ver a Lisa Cox por un motivo y es que, si han cumplido las
órdenes que di cuando tú te quedaste con el juez esperando la orden, habrán
ido a buscarla y ahora nos estará esperando en comisaría junto a Rachel
Chandler y a David Ross.
»A tu amigo el de la lavandería, este que te cayó tan simpático, no lo he
hecho llamar porque no nos va a aportar nada, pero te confieso que me
gustaría que le echaran el guante a tiempo a Joe Blanc y que así podamos
reunir a todos los actores y actrices de este drama.
Salí del depósito y empecé a caminar por el pasillo sin saber muy bien
qué dirección tomar. Vi que Hugo se había quedado rezagado cambiando
unas últimas impresiones con el forense que no pude escuchar, puesto que
me había alejado lo suficiente como para no poder llegar a entender sus
palabras.
Cuando se unió a mí, tuvimos que preguntar dónde se encontraban Lisa
Cox y Rachel Chandler, puesto que el agente Selleck, apremiado por Hugo
para que fuera a algún lugar que no me aclaró, no había llegado a
decírnoslo.
—¡Por fin se digna a aparecer, inspector! ¡Hemos estado aquí retenidas
durante más de una hora!
La enérgica protesta de Lisa Cox tan pronto entramos en la habitación,
así como el rápido vistazo que le eché a Rachel Chandler me recordaron el
momento en el que ambas se habían conocido la mañana anterior: la
primera, hosca y con una actitud muy hostil cuando vio aparecer a la
segunda; esta otra, de nuevo con aquella cara de susto propia de quien no
entiende lo que está sucediendo.
—Gracias por haberse encargado de la custodia, Janice. Puede
marcharse si lo desea. Nos quedamos el sargento Rodak y yo.
Dejando escapar un suspiro de alivio, la agente salió de la habitación no
sin antes ofrecerse a que la llamáramos si la necesitábamos.
—¿Qué custodia, inspector? ¿Estamos detenidas? No creo que sea legal
que nos tenga aquí sin la presencia de nuestros abogados —volvió a la
carga la hermana.
Sin perder la calma, Hugo se sentó en una silla y posó encima de la
mesa una carpeta que no me había fijado que llevaba consigo y que,
reconstruyendo todos los pasos que habíamos dado, tan solo pudo haber
cogido cuando estuvimos en su despacho con Gould, el forense.
—Señorita Cox, ninguna de las dos está detenida ni han venido aquí
acusadas de nada, por lo que no veo necesario que haya abogados. Ahora
bien, si le apetece que llamemos al suyo porque tiene algo que contar, estaré
encantado de escucharla y seguro que la novia de su hermano estará
también muy complacida de escucharla.
Como si se tratara de un león enjaulado, Lisa Cox se puso a dar vueltas
por la habitación soltando bufidos, pero sin llegar a decir nada inteligible.
Por su parte, Rachel Chandler permanecía sentada y a la expectativa de lo
que pudiéramos decir.
No creía que nada fuera a suceder, pero, por si acaso, me quedé de pie al
lado de la puerta, bloqueándola por si cualquiera de las dos decidía cruzarla
antes de tiempo para largarse de allí, lo que, por otra parte, si no estaban
detenidas, podían hacer con todo derecho.
—Señoras, cuanto más tiempo estemos reprochándonos cosas menos
vamos a avanzar. Lo primero que debo contarles es que estamos plenamente
convencidos de que el señor Mathew Cox no se suicidó, sino que fue
asesinado.
Tan pronto lo dijo, caí en la cuenta de que, a no ser que alguna fuera la
ejecutora, ninguna de las dos lo sabía, puesto que, cuando habíamos estado
con ellas el día anterior, lo que parecía evidente era el suicidio.
Lisa Cox dejó de dar vueltas y, visiblemente impactada, por lo menos en
apariencia, se sentó. Rachel Chandler siguió impertérrita, como si fuera una
estatua, como si estuviera en otro mundo.
Tras darles un breve espacio de tiempo para que ambas procesaran una
noticia que nunca era fácil recibir, Hugo pasó a relatarles con calma y, en
mi opinión, con demasiados detalles todo lo referente a la malversación de
fondos y a la huida de Joe Blanc, el socio de Mathew Cox.
—A fin de que podamos llegar a buen puerto, el sargento y yo
necesitamos que nos cuenten todo lo que sepan sobre el susodicho, si lo
conocían de algo, si alguna vez tuvieron algún contacto con él, si Mathew
les habló de él... Les ruego que seamos prácticos y que no empecemos a
pelearnos entre nosotros. Creo que a todos nos interesa aclarar cuanto antes
qué es lo que ha sucedido aquí.
Ninguna de las dos reaccionó a estas palabras de Hugo. Ambas cruzaron
una mirada, pero permanecieron mudas. En otras circunstancias habría
defendido a capa y espada que se trataba de un gesto de complicidad o
incluso de encubrimiento, si bien, en aquella ocasión, solo me parecieron
dos mujeres que se estudiaban la una a la otra en una situación en la que
ninguna quería tomar la iniciativa.
—¿Empezamos por usted, Lisa? Es evidente que lo conocía, porque así
nos lo dijo.
La chica reaccionó con una mueca de incredulidad.
—¿En qué momento dije yo eso?
Seguía mostrando una actitud ligeramente desafiante, si bien no tanto
como al principio, puesto que la revelación de que su hermano había sido
asesinado parecía haberle arrebatado todas sus energías.
—Haga memoria. Usted dijo que, tras haber estado unos cuantos días
sin hablar con su hermano, lo llamó por teléfono a su casa y, al no poder
localizarlo, intentó contactar con él llamando a la fábrica. Según su
testimonio, fue Joe Blanc quien la atendió y quien le dijo que su hermano
no había acudido por allí, ¿no es cierto?
Lo recordé. Efectivamente, esas habían sido sus palabras.
—Correcto, inspector. Es verdad, pero solamente hablé con él por
teléfono. Hablar con alguien no implica necesariamente conocerlo —le
respondió.
Observé cómo Hugo torcía el gesto. No podía decirse que Lisa Cox no
tuviera razón y, como la tenía, por eso, cuando el pobre Kudrow, el del
laboratorio, tuvo la osadía de interrumpirnos, fue recibido con si se tratara
de la viruela o el sarampión.
—¡¿Qué cojo...?! ¿No se da cuenta de que estamos ocupados? ¿Qué
pasa ahora?
Quedándose clavado en la puerta por haber recibido unos gritos que no
esperaba, apenas balbuceó su respuesta.
—Los resultados.
Por lo que quiera que fuera, aquellas dos palabras ejercieron algún
efecto mágico en Hugo, puesto que, cambiando radicalmente de actitud, se
levantó de su silla como impulsado por un muelle y vino hasta la puerta, la
misma con la que el técnico de laboratorio me había dado un golpe en toda
la espalda por abrirla sin llamar y por no saber que yo me había colocado al
otro lado.
—¿Y bien? —le preguntó con ansiedad.
—Tenía usted razón, inspector. He encontrado restos de...
No lo dejó terminar, sino que lo empujó al pasillo, saliéndose con él, lo
que no me impidió esta vez escuchar qué era lo que hablaban.
—Aquí no, Kudrow. No en este momento. Hágame un favor y dígale al
forense que venga cuando quiera y que lo haga preparado como le dije.
—¿Qué forense, señor? Hay varios.
—Gould. Larry Gould.
—De acuerdo, ahora mismo voy.
—Gracias, Kudrow. Muchas gracias, ha hecho un trabajo extraordinario.
Hugo volvió a entrar en la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Su
rostro era el vivo reflejo de la satisfacción y la indignación que le había
producido la respuesta de Lisa Cox y que había pagado el pobre Kudrow
había desaparecido por completo.
—¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Tiene usted razón, señorita Cox. Que
hablara usted con Joe Blanc por teléfono de forma casual no significa que lo
conociera personalmente. Me he expresado mal. Lo que de alguna forma le
estaba preguntando era si llegó a hablar con él por teléfono o en persona en
algún otro momento del pasado, más allá de esa llamada.
La amplia sonrisa con la que Hugo le formuló la cuestión provocó que la
chica me mirara por un instante, seguramente asustada —y no era para
menos— ante la presencia de un inspector que demostraba tener más
cambios de humor que el Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson.
—No, inspector, le aseguro que nunca en mi vida he visto al socio de mi
hermano —le respondió finalmente—. No sé qué apariencia tiene, se lo
aseguro y me corroe por dentro el pensar que no sé nada de quien ha podido
ser el asesino de mi hermano.
Hugo se quedó callado un instante, meditando la respuesta.
—De acuerdo. ¿Y usted, señorita Chandler?
La chica, que hasta aquel momento no había abierto la boca, se
incorporó en su asiento y se puso tensa antes de responder.
—No, inspector, yo tampoco lo conocía. Yo, de hecho, no sabía ni que
tuviera un socio. Le recuerdo que, como les conté al sargento y a usted,
Mathew nunca me hablaba nada del trabajo ni de otros aspectos de su vida.
Me estremecí al pensar la que le iba a caer a continuación a la muchacha
ante una respuesta que tenía mucho de evasiva. Pues bien, por enésima vez
desde que el comisario Hitchcock me había llamado a su oficina el día
anterior para que acompañara a mi hijo en su primer caso como inspector,
comprendí por qué yo nunca llegaría a ser un buen detective, puesto que
sucedió justo lo contrario.
—Es verdad, Rachel. No recordaba que nos lo había comentado, es
cierto. Perdóneme.
No sabía qué juego se traía entre manos, pero estaba claro que, a juzgar
por su forma de actuar, estaba tramando algo. Ya lo averiguaría cuando
quisiera contármelo o cuando se desencadenaran los acontecimientos,
puesto que era evidente que me faltaba información que él sí tenía y que
debía de haber obtenido en el momento en que ambos nos separamos
cuando yo me quedé esperando a que Mason me diera la orden judicial de
registro.
Si aquello era una comedia o, cuando menos, una puesta en escena, el
siguiente acto consistió en que Hugo abrió la carpeta que todo el rato había
llevado consigo.
—Tenemos sospechas más que fundadas de que Joe Blanc tenía
contactos con la mafia y me gustaría que examinaran estas fotografías para
ver si algún rostro les resulta familiar. Se trata de personas del hampa,
sospechosos de contrabando, algún que otro narcotraficante...
»Sé lo que me van a decir. Una me dirá que solo hablaba con su
hermano por teléfono y que apenas pisaba la fábrica, pese a que una vez se
refirió al negocio como una «empresa familiar». La otra me insistirá en que
su novio nunca le hablaba del trabajo y que, por ese motivo, no conoce a
nadie ni sabe nada.
»Todo eso ya lo sé y no hace falta que me lo repitan. Lo único que les
pido es que examinen con toda la calma estas fotografías y me digan si
conocen, reconocen o creen conocer o reconocer a alguna de las personas
que aparecen en ellas.
Sin hacer ningún comentario, ambas chicas empezaron a mirar las
fotografías, pasándoselas entre ellas. Desde mi posición no podía ver
ninguna, puesto que seguía de pie al lado de la puerta aun cuando la
situación parecía haberse relajado.
Mientras lo hacían, entró Larry Gould con un pequeño maletín. No
dejaba de preguntarme para qué lo habría llamado Hugo. Era evidente que
allí no podía preguntárselo, pero la intriga me devoraba por dentro.
Cuando Lisa Cox y Rachel Chandler dejaron de mirar las fotografías,
ambas coincidieron del todo. Ninguna de ellas conocía a nadie.
—¿Están absolutamente seguras? ¿Prestarían declaración jurada de que
no conocen a nadie de las personas que han visto en las fotografías que les
he mostrado? —insistió Hugo—. Me refiero a realizar un juramento con
plena validez en un juicio, so pena de cometer perjurio si no dicen la
verdad.
Si toda la mañana había sido Lisa Cox la que había tomado la iniciativa
y la que siempre había hablado en primer lugar, en esta ocasión fue Rachel
Chandler quien lo hizo, encogiéndose de hombros.
—Le firmo esa declaración ahora mismo si usted quiere, inspector. Las
personas de las fotografías son totalmente desconocidas para mí, como
todas las que rodeaban a Mathew, incluida su propia hermana, de la que,
perdóneme, pero nunca me habló.
—Por mi parte, lo mismo —añadió la hermana—. No tengo ni idea de
quiénes son los de las fotografías.
Justo acabó de decir estas palabras, cuando algo parecido a un tumulto
empezó a oírse por el pasillo. Como si los tiempos hubieran sido medidos y
todo estuviera en realidad orquestado, la puerta se abrió de repente y asomó
el agente del bigote al que Hugo había llamado Selleck.
—Perdone la tardanza, inspector, pero ha sido toda una odisea traer a
este hombre y, si me lo permite, creo que debería ir urgentemente a un
hospital.
En su voz se mezclaban el nerviosismo, la impaciencia e incluso un
incontenible enfado ante una situación que resultaba evidente que le había
venido grande.
—Lo imagino, agente, pero para eso está aquí el señor Larry Gould,
quien, como todos los forenses, es además médico y, por lo tanto, una
persona perfectamente capacitada para atender tanto a los vivos como a los
muertos. Hágalo pasar, por favor.
Fue David Ross, el psiquiatra, quien entró en la habitación y lo hizo con
una palidez que llegó a estremecerme y con una apariencia general mucho
peor que cuando habíamos ido a visitarlo a su consulta la tarde anterior.
Seguía con la mano vendada, como era comprensible al no haber
transcurrido el tiempo suficiente como para que cicatrizara la herida del
corte que se había hecho poco antes de abrirnos la puerta.
Sin embargo, como digo, aquello no era lo que más llamaba la atención,
sino su palidez y el hecho de que se llevara la mano al vientre, como si le
doliera.
El forense reaccionó con rapidez al ver aquella escena.
—¡No hay ninguna duda, inspector! Es un caso clarísimo, pero debo
actuar con rapidez. ¡Este hombre está sufriendo espasmos!
—¡Solo medio minuto, Larry! Le prometo que no será más —le
interrumpió Hugo, asiendo por el brazo al recién llegado y ayudando al
agente Selleck a ponerlo en una silla que yo mismo les acerqué.
»Señor Ross, ¿reconoce a alguna de las personas que están presentes en
esta sala? Me refiero sobre todo a las señoritas del fondo.
Las dos se le habían quedado mirando con expresión de no entender
nada de lo que estaba sucediendo. Hugo se había colocado en un lugar en el
que dominaba visualmente a los tres. El recién llegado no contestó, sino que
cerró los ojos antes de que varias lágrimas empezaran a resbalar por sus
mejillas.
Al ver que no respondía, Hugo aflojó la presión que ejercía sobre su
brazo.
—Señor David Ross, queda detenido por el asesinato de Mathew Cox.
No se preocupe por lo que le sucede. El doctor Gould se encargará de usted
y será conducido al hospital si es preciso.
»Como le digo, puede estar tranquilo, ya que hemos llegado a tiempo.
Lo que usted presenta son los síntomas del tétanos, como producto del
clavo oxidado con el que usted se hirió en la mano cuando estuvo en el
sótano de Mathew Cox, tras haber arrastrado hasta allí su cadáver y haberlo
colgado de una de las vigas del techo.
»Estoy seguro de que enseguida comprobaremos que los restos de
sangre que nuestros investigadores y técnicos de laboratorio han encontrado
en uno de los clavos del sótano y cuyo hallazgo nos han comunicado al
mismo tiempo a todos los que estamos aquí corresponden a su sangre, pero
bueno, todo eso ya se lo oirá decir al fiscal.
»Cuando quiera, Larry. Aplíquele a este hombre el tratamiento que
necesite y perdóneme porque al final sí que he alargado esto más del medio
minuto que había prometido no sobrepasar.
Hitchcock pregunta
Hasta la mañana siguiente no nos recibió el comisario y, por supuesto,
tampoco fue a primera hora de la mañana. ¿Para qué? El culpable estaba
detenido y eso de estar en su despacho por la tarde... ¿Acaso corría prisa
para algo? ¿Acaso lo que fuera no podía esperar al día siguiente?
¿Acaso no le devoraba la impaciencia por saber cómo el más joven de
sus inspectores había llegado a sacar las conclusiones que le llevaron a la
detención de David Ross? No, en absoluto. A. J. Hitchcock estaba muy a
gusto en su casa por las tardes y la anterior todavía lo estuvo mucho más
después de que le comunicaran por teléfono que habían capturado a Joe
Blanc cuando intentaba cruzar la frontera.
Yo mismo le había dicho a Hugo que no esperara nunca que el
comisario fuera a hacer algo antes de las doce, si bien aquella mañana sí
tuvo el detalle de no hacernos esperar tanto y a las once y media ya
estábamos sentados enfrente de su mesa.
—Les felicito por resolver esto de manera tan rápida. Lo han hecho en
apenas un par de días y esto es bueno para todos, si bien me gustaría
conocer todos los detalles y que me expliquen alguna cosa que no termino
de entender, por lo que, de momento, vayan explicándome los pasos que
han seguido.
Esas fueran sus primeras palabras antes de que se quedara parapetado en
su sillón, con su insustituible traje negro, mirándonos como si se tratara de
un cuervo posado en una rama.
Hugo empezó a contarle los mismos detalles que le hicieron sospechar
que no estábamos ante un suicidio, sino ante un asesinato. No los repetiré,
puesto que siguió casi de forma milimétrica el mismo orden con el que me
expuso sus argumentos la segunda noche que estuvimos en la mansión de
Mathew Cox.
—Me queda claro lo del asesinato y veo toda la lógica a lo que me están
contando, si bien lo que me interesa es saber por qué el psiquiatra y no
cualquier otra persona. Entiendo que descartara a las chicas porque no
habrían tenido la fuerza suficiente como para arrastrar y colgar un cadáver,
pero... ¿por qué Ross y no el socio?
Hugo carraspeó. Eso lo habíamos hablado cenando la noche anterior.
—Con todos mis respetos, comisario, que una mujer no tenga fuerza
para arrastrar el cuerpo de un varón me parece un argumento al que se ha
recurrido muchas veces, pero que creo que no tiene ningún fundamento.
»Es posible que una mujer de apenas metro y medio de estatura no
pueda arrastrar o levantar a un jugador de rugby o a un boxeador que le
duplique el peso, pero, salvo en casos así en los que haya un contraste tan
marcado, me temo que el argumento de mujeres que no pueden mover a
hombres habrá dejado en libertad a unos cuantos cientos de asesinas a lo
largo de los tiempos.
Debo reconocer que yo también había caído en ese prejuicio hasta que,
como digo, lo hablamos cenando. Pese a ser yo policía y contar con cierta
experiencia, la verdad es que lo había leído en tantas novelas y visto en
tantas películas desde que el género de misterio se había puesto tan de
moda, que yo era el primero que había llegado a creérmelo.
Temí que a las palabras de Hugo les sucediera una dura reprimenda del
comisario por cuestionarlo; sin embargo, se quedó callado y no hizo un solo
gesto.
—No, comisario. De hecho, el sargento Rodak podrá asegurarle que
nunca estuve del todo seguro de la total inocencia de las dos mujeres ni de
que no se conocieran previamente, como tantas veces han insistido ambas.
»Por otro lado, todavía debemos asegurarnos de que no haya ninguna
complicidad de cualquiera de ellas con David Ross, pero apostaría mi
cabeza a que no solo no la hay, sino que además no lo conocían de nada.
No, ahora que lo tengo claro todo, me atrevería a decir que, pese a mis
primeras sospechas y recelos, ni Lisa Cox ni Rachel Chandler nos han
mentido en ningún momento.
—Si usted lo dice... —soltó el comisario con, en mi opinión, muy escaso
convencimiento—. En todo caso, ¿por qué el psiquiatra y no el socio?
Estamos hablando de alguien que no ha hecho otra cosa más que robarle al
muerto todo lo que ha querido y que ha intentado escapar de nosotros.
¿Acaso no es eso una confesión?
—Lo es de lo que usted mismo ha dicho, comisario, es decir, de haber
robado a su socio durante los últimos años, de haber tenido contactos con la
mafia y de haber intentado fugarse al enterarse de que íbamos a descubrir
todo su entramado.
»Ahora bien, si lo piensa, Joe Blanc no tenía ningún motivo para
asesinar a Mathew Cox. Este no le impedía cometer los desfalcos y, aunque
es evidente que lo sospechaba porque así se lo contó a su psiquiatra, no lo
acusó de nada y no fue más allá de esas sospechas.
»No digo que Cox fuera la gallina de los huevos de oro de Joe Blanc,
pero, desde luego, a este no le convenía nada la muerte de su socio y que
con ella se desarrollara una investigación que podría airear, como está
haciendo, todos sus trapos sucios.
—A no ser que en estos últimos días el muerto hubiera decidido dar un
paso más y le hubiera amenazado con denunciarlo. Ahí sí que tendría toda
la lógica que hubiera querido silenciarlo —reparó el comisario Hitchcock.
—Tiene todo el sentido lo que usted dice, comisario, pero lo que no lo
tiene es que la mañana que se descubrió el cuerpo Joe Blanc estuviera tan
tranquilo en la fábrica atendiendo el teléfono. Recuerde que la propia Lisa
Cox nos dijo que se lo había cogido él cuando ella llamó para hablar con su
hermano y pedirle perdón por la discusión que habían tenido.
»Si yo hubiera asesinado a mi socio después de haber estado varios años
cometiendo fraudes a sus espaldas, esa misma noche hubiera puesto pies en
polvorosa sabiendo que al primero al que investigarían sería a mí.
»Si el crimen se cometió entre las diez y las doce de la noche, como
certificó el forense, no tiene ningún sentido en el caso de Joe Blanc
desperdiciar doce horas y, no solo eso, sino acudir directamente a la fábrica
y atender el teléfono alegremente.
—Entiendo... —asintió el comisario, suavizando la expresión de su
rostro y dando las primeras muestras de estar empezando a entenderlo—.
Lo que me quiere usted decir es que lo único de lo que podremos acusarlo
será de delitos fiscales.
—Correcto, comisario. De delitos fiscales, de intento de fuga y habrá
que ver en qué han consistido sus contactos con la mafia, pero no se le
podrá achacar el asesinato de Mathew Cox.
»Ahora que está detenido, a ver qué es lo que declara, pero ya verá usted
cómo dice que emprendió la huida tan pronto tuvo noticia de la muerte de
su socio. La llamada de Lisa Cox a la fábrica debió de alertarle de que algo
no iba bien y puede que él mismo se acercara por la casa de su socio,
encontrándosela bajo vigilancia policial, lo que habría sido para él el
pistoletazo de salida para iniciar la fuga.
El comisario Hitchcock soltó uno de sus característicos bufidos de
malestar.
—De acuerdo, de acuerdo. No hace falta que siga hablando de Blanc. La
verdad es que solo quiero saber por qué ustedes dos han ordenado la
detención del psiquiatra.
Ahí me vi en la necesidad de intervenir para dejar las cosas claras.
—Comisario, las decisiones las ha tomado el inspector. Yo únicamente
me he limitado a seguir sus órdenes, tal y como corresponde a mi cargo.
Tan pronto hube dicho estas palabras, me di cuenta de que podían
interpretarse de varias maneras. Quizá la más evidente era que no me
responsabilizaba de nada de lo que Hugo hubiera decidido, si bien,
convencido como ya lo estaba de lo acertadas que habían sido sus
decisiones gracias a nuestra conversación en la cena de la noche anterior, lo
que pretendía era que el comisario no pensara que se había dejado llevar por
mis orientaciones como padre, porque ni mucho menos había sido así.
Me miró y me ignoró por completo, haciéndole un gesto a Hugo para
que continuara.
—La verdad, comisario, es que, a mínimo que se aplique la lógica, ha
sido muy evidente que se trataba de David Ross, el psiquiatra, aunque a
algunas cosas no les di importancia hasta más tarde.
»En primer lugar, su presentación no pudo ser más llamativa, con un
profundo corte en la mano que no dejaba de sangrar. Tampoco hay que
empezar a sacar conclusiones precipitadas. Alguien que se ha cortado no es
más que eso, alguien que se ha cortado. No significa nada, es un simple
accidente y a todos nos han pasado cosas en los momentos más
inoportunos.
»Quitando esa presentación un tanto trágica o, si usted me lo permite, yo
diría que incluso tragicómica, encontramos a un excelente profesional que
se nos muestra reacio a contarnos nada a fin de proteger la intimidad de su
paciente y que después, cuando le hacemos entender lo importante que es
colaborar con nosotros, se nos ofrece en todo lo que necesitemos.
—Bueno, inspector, quizá eso es lo más sospechoso de todo, porque la
gente dispuesta a colaborar con nosotros en todos estos asuntos se podría
contar con los dedos de la mano de un manco.
Al margen de que el comentario final del comisario me había parecido
bastante desacertado y muy en su línea, debo reconocer que coincidía con él
en su práctica totalidad y, en aquel caso en concreto, Hugo y yo habíamos
dado más de una pateada en la que casi todos nos habían dicho no saber
nada de nada o no haber visto nunca a Mathew Cox.
—Sí, comisario, pero lo que quiero decir es que, a excepción de un
primer momento en el que apeló a su profesionalidad y a la consabida
confidencialidad entre médico y paciente, su posterior actitud no tuvo nada
de hostil. El sargento estará de acuerdo conmigo en que las dos mujeres se
mostraron mucho más ariscas con nosotros que él.
No hice ningún comentario, porque no estaba del todo de acuerdo con lo
que acababa de decir. A veces lo habían estado, sí, pero también Hugo les
había apretado mucho las tuercas y también les había hecho algún que otro
comentario falto de delicadeza para alguien que acaba de perder a un ser
querido.
Además, ¿acaso no había perdido el psiquiatra los papeles hasta el punto
de dar un puñetazo encima de la mesa? No, para nada, no estaba de acuerdo
con lo que había dicho Hugo, pero me quedé callado para no llevarle la
contraria delante del comisario.
—Sin embargo —siguió hablando—, lo que ya no tiene ninguna lógica
es que se pusiera a hacer comentarios sobre la enorme cantidad de personas
que se han suicidado en la última quincena como consecuencia del colapso
bursátil cuando yo únicamente le había dicho que se había muerto, pero no
que se hubiera suicidado.
»Si los periódicos todavía no habían publicado nada porque no lo
hicieron hasta la mañana siguiente, es decir, que en realidad no había
ningún motivo para que supiera nada del fallecimiento de su paciente, ¿por
qué pensó en un suicidio sin que ninguno de los dos le hubiéramos dado
ningún detalle de cómo encontramos el cuerpo?
En aquellos momentos en los que Hugo estaba contándole todo aquello
al comisario Hitchcock no me sorprendí. Ya lo había hecho la noche
anterior cuando llegué a atragantarme al reconstruir nuestra conversación
con el psiquiatra y, efectivamente, darme cuenta de que él había empezado a
hablar de suicidios, que era lo que parecía al fin y al cabo, sin que nosotros
lo hubiéramos concretado.
—Siendo estrictos, eso no demuestra nada —continuó exponiendo Hugo
lo que yo ya sabía—. Estas dos semanas han saltado tantas personas por las
ventanas que Ross pudo haber imaginado que Mathew Cox, en tanto en
cuanto era un empresario y era más que posible deducir que se habría
arruinado como los demás, se habría quitado la vida.
»Él era conocedor de los tratos que tenía su socio con la mafia y de que,
por eso, el negocio estaba lleno de trapos sucios, por lo que el psiquiatra
pudo asumir que Cox se había suicidado aunque no se lo hubiéramos dicho
porque, por desgracia, no para de suceder esto casi todos los días.
—Concediéndole el beneficio de la duda, sí, de acuerdo, no demuestra
que fuera él, pero vamos, hasta un ciego se daría cuenta de que, en realidad,
Ross se había delatado —apuntó el comisario.
Pensé en que, al salir del despacho de Hitchcock, tendría que ir a
comprarme un bastón guía, porque yo había sido uno de esos ciegos de los
que hablaba el comisario. También pensé en que qué bien se resuelven los
casos cuando te pegas todo el día sin salir de tu despacho y son los demás
los que te lo resuelven todo, si bien, como es fácil imaginar, me quedé
callado.
Hugo me miró y se debió de dar cuenta de que me estaba mordiendo el
labio inferior, lo que hacía cuando estaba nervioso o cuando algo me sacaba
de quicio, por lo que siguió con sus teorías.
—No sé si alterar un poco el orden de los acontecimientos a fin de que
me entienda mejor.
—No lo haga —le abroncó el comisario—. Claro que puedo seguirlo.
¡No soy ningún tonto!
—Muy bien, comisario, perdone. No quería ofenderlo. Si quiere
entonces que siga en el mismo orden en el que fui pensando las cosas, debo
decirle que Rachel Chandler, la novia, fue la que se apoderó por completo
de mi mente cuando, alertado por el hecho de que David Ross hubiera
hablado de suicidios sin que le hubiéramos dicho nada de ellos, me di
cuenta de que había serias discrepancias entre el relato de ambos.
»Por un lado, la chica en ningún momento nos dio a entender que
conociera al psiquiatra. Todo lo contrario, ella se limitó a escribirnos unas
direcciones muy vagas en un papel y el sargento y yo estuvimos todo el día
buscando una aguja en un pajar... o como mucho dos, si contamos la
lavandería, en la que también obtuvimos alguna que otra pista.
—¿Qué lavandería?
Hugo ya le había hablado de ella cuando le había contado los detalles
relativos al pijama y a la inexistencia de la ropa sucia, pero el comisario
parecía haberla olvidado, por lo que aprovechó para recordársela.
—Volviendo a la chica, la tercera dirección que nos anotó era igual de
imprecisa que las anteriores. No constaba en su nota ninguna mención a
ninguna clínica ni sanatorio ni nada, puesto que, cuando lo siguió, debió de
temer acercarse mucho y que su novio la descubriera, por lo que, al igual
que en los casos anteriores, solo se quedó con las calles.
»Todo parece indicar que ella ni siquiera sabía que su novio acudía a un
psiquiatra, pero por el otro lado tenemos a alguien, David Ross, que sí sabe
de su existencia y no solo eso, sino que la califica, literalmente y si mal no
recuerdo, «de enorme belleza» y que incluso la llama «rubita». Así fue,
¿verdad, sargento?
Lo corroboré.
—Así fue, efectivamente. Esas son las palabras que utilizó.
El comisario Hitchcock gruñó.
—Esa teoría no tiene ninguna consistencia. Claro que el psiquiatra sabía
de la existencia de Rachel Chandler si, al fin y al cabo, su paciente le
hablaba de ella.
—Claro, comisario —se defendió Hugo con la táctica de darle la razón
para, acto seguido, contraargumentar—, pero piense que Rachel Chandler
no pisó nunca esa consulta que, como ha declarado, no sabía ni que existía.
»Todo lo que David Ross conocía de Rachel Chandler era por lo que le
contaba Mathew Cox. No sabemos qué es lo que le diría de ella, pero no me
negará que resulta bastante peculiar que él estuviera tan bien informado de
que se trataba de, juntando sus palabras, «una rubita de enorme belleza».
—Pudo haberle enseñado una fotografía de ella y que por eso conozca
su apariencia —siguió objetando el comisario.
—¡Por supuesto! Todo eso tendrá que aclararlo cuando se recupere de
los efectos del tétanos, preste declaración y sea puesto a disposición
judicial. En todo caso, comisario, ya le adelanto que, en opinión del
sargento Rodak y de la mía propia, creo que ha dado en el clavo por
completo.
—¿Cómo en el clavo? —preguntó.
«¿Cómo ha podido llegar a comisario?» fue lo que me pregunté yo.
—Me sorprendió bastante que el psiquiatra hablara así de la novia de su
paciente. Por un lado, aparentaba ser un profesional intachable; por el otro,
hacía comentarios sobre ella que provocaban que esa formalidad volara por
los aires.
»No he tenido nunca que ir a ningún psicólogo o psiquiatra, pero no
creo que nadie que se ponga a hablar de la persona con quien tiene una
relación sentimental la describa hasta el punto de que el médico hable de
una «rubita de enorme belleza».
»¿Que pudo enseñarle una fotografía a partir de la cual David Ross pudo
comprobar la apariencia física de Rachel Chandler y, digámoslo claro, sentir
atracción por ella? Claro que pudo suceder, pero no me parece un
comportamiento demasiado lógico en un paciente... No creo que ningún
psiquiatra le pida a sus pacientes que le enseñe fotografías de las personas
de las que les hablan.
»Pudo suceder, no se lo niego. Mathew Cox tenía lo suyo, tampoco es
que fuera trigo limpio en todo. Hablaba a menudo con su hermana, pero
nunca le contó que salía con una chica a la que, a su vez, ocultaba todo lo
relativo a su vida.
»Quizá era de aquellos a los que les gusta fanfarronear y sí que le
enseñó a su psiquiatra una fotografía de ella, no lo sé. Serán detalles que
deberemos aclarar con él cuando lo interroguemos.
—En todo caso —intervine, sabiendo que tampoco era ese el detalle
más importante de los que a Hugo le quedaban por relatar—, lo que parece
evidente es que David Ross se sintió atraído por Rachel Chandler.
—Correcto —confirmó Hugo, sin permitir que el comisario Hitchcock
añadiera nada entre medias—. Las conversaciones mantenidas con ambos
me hicieron convencerme de que, por un lado, teníamos a una chica que no
tenía ni la menor idea de que su novio visitaba a un psiquiatra y, por el otro,
todo lo contrario, es decir, a un médico cuyo interés por la pareja de su
paciente desbordaba claramente el ámbito de lo profesional.
—Uno de los dos mentía y permítanme añadir que también pudo ser
ella. Quizá ella también lo conocía a él, pero prefirió ocultarlo —siguió
objetando el comisario.
—¿Y con qué propósito, señor? Sí, entiendo lo que quiere decir y
también lo pensé. Aunque nos anotara la dirección de la clínica de forma
tan imprecisa, quizá Rachel Chandler sí era consciente de a dónde iba su
novio.
»Es más, le confesaré que se me ocurrió que sí lo era, pero que no lo
quiso decir abiertamente para evitar la posibilidad de que pensáramos que
Mathew Cox padecía de algún trastorno más grave del que realmente tenía.
—Sí, como por ejemplo que fuera un esquizofrénico o algo. Hay que
reconocer que nadie va contando a los cuatro vientos que acude a recibir
terapia psiquiátrica —añadí, apoyando a mi hijo.
—Es un tema que se guarda bastante en secreto, la verdad. Ahora bien,
poniéndonos en la piel de Rachel Chandler y después de descubrir que su
novio se había suicidado, que era lo que todos creíamos en un primer
momento, no tiene ningún sentido que nos ocultara que Cox visitaba a un
psiquiatra.
»Puedo equivocarme, comisario, pero pondría la mano en el fuego a la
hora de asegurar que ella no sabía nada y que tampoco se dio cuenta cuando
lo siguió en verano, lo que, en realidad y según su testimonio, no hizo más
que dos o tres veces. Quizá si lo hubiera hecho más...
El comisario Hitchcock movió la cabeza en señal de afirmación y
masculló algo que no entendí. No sé si lo haría Hugo, pero lo cierto es que
siguió hablando.
—Como no me deja alterar el orden de lo que le estoy contando, le diré
que salí de la consulta de David Ross muy predispuesto en su contra
después de los dos detalles de los que le he hablado, es decir, del hecho de
que hablara de suicidio cuando ni el sargento Rodak ni yo lo habíamos
hecho y después de escuchar sus comentarios sobre Rachel Chandler.
Averiguar lo que no cuadraba se había convertido en una prioridad para mí,
hasta que otro detalle ocupó del todo mis pensamientos.
—¿De qué detalle habla? Y sí, prefiero que no altere el orden en el que
pasaron las cosas. No quiero informes chapuceros como producto de
pensamientos desordenados.
Volví a pensar en el bastón guía de los invidentes y lo imaginé
partiéndoselo al comisario Hitchcock en una cabeza, la suya, en la que
había todavía menos pelo que en la mía.
—Bueno, pues no sé cómo se va a tomar lo que le voy a contar a
continuación, pero lo cierto es que la siguiente idea no me vino a la cabeza
hasta que ayer por la mañana le lancé una pera a mi padre... al sargento para
que desayunara.
—¿Una pera? ¿De qué me está hablando? ¿Me está tomando el pelo?
Siendo honesto, en aquella ocasión entendía a la perfección la sorpresa
que había experimentado el comisario al escuchar a Hugo decir eso, la
misma que había sentido yo cuando me lo contó la noche anterior.
—Sí, señor, porque entonces tuve clarísimo que el asesino no era otro
más que David Ross. No sé si recordará que le hemos contado que nos abrió
la puerta de su clínica, que también es su casa, con la mano ensangrentada
después de haberse hecho un corte. ¿Lo recuerda?
—¿Me toma por un estúpido?
Me alegré de no tener que contestar yo, aunque tampoco hubiera dicho
lo que pensaba.
—En absoluto, comisario. Lo único que quiero es que el relato quede
claro y no confuso. Bueno, pues el propio Ross nos dijo que se había hecho
la herida al intentar pelar o quizá cortar una manzana. Eso no tiene nada de
particular y a todos nos ha pasado alguna vez.
»Ahora bien, al lanzarle la pera al sargento, fue cuando reparé en que la
manzana que tenía David Ross encima de su mesa estaba sin tocar, es decir,
que no presentaba ninguna evidencia de que hubiera entrado en contacto
con el cuchillo.
»De acuerdo que aquel hombre ya mostraba algunos síntomas de no
encontrarse muy bien y quizá le pudo temblar el pulso; sin embargo, lo
habitual es cortarse cuando uno ya ha empezado a cortar, valga la
redundancia, la fruta, patata o zanahoria en cuestión. Insisto, a todos se nos
ha escapado el cuchillo alguna vez en plena operación.
»Ahí está la clave, comisario, en plena operación. ¿Pero antes? ¿Quién
se corta antes? Ni siquiera la persona más torpe que uno pueda imaginar
podría hacerse un corte tan aparatoso como el que David Ross tenía en su
mano.
—De acuerdo. No fue cortando la manzana, pero entonces... ¿cómo se
lo hizo? —insistió Hitchcock.
—Pues solo pudo ser un corte deliberado.
—¿Con qué propósito? —volvió a interrumpirlo el comisario.
—Tardé en entenderlo, lo admito, pero tengo muy claro que solo lo hizo
para disimular una herida anterior que no quería que viéramos. Como el
sargento Rodak y yo estuvimos un rato parados en medio de la calle
intentando adivinar dónde pudo haber ido Mathew Cox, ya que la nota que
escribió Rachel Chandler no nos daba más detalles, el psiquiatra tuvo
tiempo más que suficiente para vernos a través de la ventana.
»No hace falta ser un genio para darse cuenta de que el sargento es un
policía, ya que el uniforme lo delata. Cuando nos vio, David Ross debió de
entrar en pánico. Supo que acabaríamos llamando a su puerta y tomó la
decisión de disimular la herida que ya llevaba en su mano provocándose
una segunda encima.
»Normal que su mano sangrara tanto cuando nos abrió la puerta, puesto
que se acababa de hacer la herida y él mismo se ensañó para que no nos
diéramos cuenta de un primer corte que nos habría llamado la atención.
Hizo una pausa, pero ni el comisario Hitchcock ni yo hicimos ningún
comentario.
—Todos estos pensamientos los tuve mientras íbamos a toda velocidad a
ver al juez Raymond Mason, a quien yo no conocía, para que nos expidiera
la orden de registro de la empresa de Cox y Blanc.
»Mi preocupación no era otra más que evitar que el socio se escapara,
por lo que todo lo relativo a Ross fue saliendo a trompicones. El sargento y
el juez se enzarzaron en una discusión, puesto que el señor Mason se
mostraba reticente a darnos la orden.
»Mientras ellos hablaban, recordé de repente que mi... el sargento me
había hecho un comentario cuando volvimos de noche al sótano de Mathew
Cox, diciéndome que tuviera cuidado con las maderas que había por allí
tiradas y de las que sobresalían varios clavos oxidados. Ahí es donde David
Ross tuvo que hacerse la primera herida, aquella que estaba intentando
disimular.
»Como comprenderá, no podía quedarme a esperar a que llegara la
secretaria del juez, sino que era urgente ganar tiempo no solo para reclutar a
los policías que se encargarían de la redada, sino también para echarle el
guante a David Ross y, sobre todo, para atenderlo médicamente, ya que,
habiéndose mostrado ya debilitado cuando nos atendió en su consulta, me
pareció evidente que había contraído el tétanos.
—¿Y por qué no acudió a vacunarse? Todo el mundo sabe que el tétanos
fue uno de los grandes azotes de los soldados durante la última guerra —
reparó el comisario.
—Quizá precisamente por eso, señor. La vacuna se inventó hace diez o
quince años, no más y muchos creyeron que aquello no era más que uno de
los males de la guerra.
»Desde luego que era consciente de haberse herido en el sótano y por
eso se autoinfligió el segundo corte, pero quizá no asimiló sus síntomas a
los peligros de pincharse o clavarse algo que lleve óxido.
—Quizá también sabía que llamaría nuestra atención si acudía al médico
justo en ese momento y tomó la decisión de esperar a que se calmaran un
poco las aguas, cancelando sus visitas y encerrándose en casa —sugerí—.
Claro, que hacer eso y enfrentarse a la posibilidad de morir a causa de la
infección es algo a lo que no le veo ningún sentido.
—En todo caso —siguió Hugo—, nos enfrentábamos a dos temas
urgentes: por un lado, organizar una redada para la cual ya habíamos
implicado a un juez y que tampoco convenía suspender habida cuenta de
que había sospechas de, como mínimo, un delito de fraude; por el otro,
capturar a quien ya tenía más que claro que era el culpable y, además, por
qué no decirlo, salvarle la vida.
»De ambas cosas me ocupé mientras el sargento esperaba la orden, así
como de ordenar que se buscaran restos de sangre en los clavos del sótano
de Mathew Cox. Los resultados ya los conoce, señor. Se encontraron en uno
que sobresalía de la viga en la que había sido colgado el muerto y se ha
confirmado sin lugar a dudas que se trata de la sangre de David Ross.
El comisario tomó aire y se hundió en su sillón, que crujió sonoramente
ante su gran volumen.
—Lo entiendo todo, salvo el hecho de que ordenara a los agentes que
fueran a buscar a las dos mujeres. ¿A santo de qué venía esa comedia?
Considero que fue algo innecesario si, como dice, ya tenía claro quién era el
auténtico culpable.
Lo mismo le había preguntado yo a Hugo la noche anterior. Creo que no
lo hizo por otro motivo más que el de volver a ver a Rachel Chandler, si
bien, como por otra parte entiendo, nunca lo admitiría.
—Porque era necesario demostrar si había o no conexión entre Rachel
Chandler y David Ross ante las versiones tan discordantes que nos habían
dado ambos y eso no podíamos hacerlo sin que Lisa Cox estuviera presente
ante la posibilidad de que la novia protestara arguyendo que por qué ella sí
y no la hermana.
—No entiendo nada —se quejó el comisario, que empezaba a dar
muestras de impaciencia.
—A ver si me explico mejor. Lo que pretendía era juntarlos a todos.
Quería ver cómo reaccionaba David Ross cuando estuviera delante de
ambas mujeres y también qué cara ponían estas cuando lo vieran a él. La
única forma de hacerlo era que nuestros hombres fueran a buscarlas a ellas
y también a él, puesto que una citación por teléfono podría haber provocado
que se comunicaran entre ellos si habían mentido y resultaba que sí se
conocían.
»Debía producirse un encuentro de todos en la comisaría, pero de
manera que nadie supiera que los demás también estarían allí. Reconozco
que el plan perfecto hubiera sido si también hubiera estado presente Joe
Blanc. Necesitaba verlos a todos a la vez y estudiar reacciones.
»Más adelante pensé en que Blanc no estaría disponible y que, en
realidad, ver qué caras ponían cuando todos estuvieran juntos en la misma
habitación no me iba a proporcionar jurídicamente lo que yo necesitaba.
—Me cuesta seguir sus razonamientos, inspector Rodak. ¿Por qué no
habla más claro?
Hugo suspiró. Temí que fuera a soltar algún improperio, pero lo cierto
es que, si pensó en hacerlo, se contuvo y siguió hablando como si el
comisario Hitchcock no lo hubiera interrumpido.
—Recuerde lo que le decía. Por un lado, tenemos a una Rachel Chandler
que parecía no conocer la existencia de ningún psiquiatra. Por el otro, un
David Ross que ya lo creo que la conocía a ella hasta el punto de describirla
físicamente.
—Vamos, que lo que me está usted diciendo es que todo el rato que
llevamos hablando aquí no hemos hecho otra cosa más que asistir a la
historia de Rachel y Ross, los verdaderos protagonistas de todo esto.
—¡Claro que sí, comisario! ¡Por fin lo comprende! —exclamó Hugo,
dejándose llevar por el entusiasmo.
»Cuando les pasé las fotografías a las dos mujeres les dije que eran
varias personas que teníamos fichadas por su vinculación con la mafia, con
los gánsteres, con el pistolerismo... Era verdad, pero solo a medias, ya que
ahí deslicé una foto de Joe Blanc, otra de David Ross y tres o cuatro de
miembros del departamento.
»Le juro que no despegué la mirada ni un solo momento del rostro de
Rachel Chandler, aunque fugazmente miraba también a Lisa Cox. Ninguna
de las dos hizo ni un solo gesto cuando vio las fotografías. Esas dos mujeres
no habían reconocido a nadie.
El comisario hizo un aspaviento e iba a hablar, cuando Hugo se le
adelantó.
—Sé lo que me va a decir, comisario. ¿Qué demuestra eso? Las mujeres
podían estar disimulando y sencillamente controlar sus emociones para no
mostrar ninguna reacción delante de nosotros. De ser así, ¿a qué les habría
conducido ello? ¿A que sospecháramos de ellas por encubrimiento?
»Si me equivoco, envíeme un año entero a los peores barrios de
Chicago, sin armas y en turno nocturno, pero le juro que esas dos mujeres
no habían visto en su vida a ninguno de los dos hombres.
—Esto es Borkham, no Chicago. No puedo enviarle allí. No tengo
jurisdicción —fue el escueto comentario que realizó el comisario y que
reconozco que estuvo a punto de hacerme reír.
—Con todo, ningún jurado admitiría pruebas basadas únicamente en las
impresiones de un inspector de policía. A mí aquello me bastó para saber lo
que imaginaba, es decir y centrándonos en los protagonistas, que Rachel no
conocía a Ross, pero sabía que no era suficiente ante un tribunal.
»Con el pleno convencimiento de que todo lo que ha sucedido no ha
sido producto más que de las maquinaciones de un psiquiatra, presioné a
ambas mujeres con que declararan oficialmente que no conocían a nadie de
los que habían visto en las fotografías y les remarqué que, si no era así y
mentían, incurrirían en la pena de perjurio.
»Ambas se mostraron totalmente dispuestas a ello y no solo eso, sino
que ayer firmaron sus respectivas declaraciones, siendo plenamente
conscientes de que, si alguna de las dos tuvo algún contacto previo con
Ross o con Blanc, lo que no digo yo que no debamos investigar a fondo,
acaban de complicarse la vida con el papel que firmaron ayer. El sargento
estuvo presente.
Corroboré lo que decía Hugo.
—Así es, comisario, y, si me permite que añada algo, le diré que a
ninguna de las dos le tembló el pulso a la hora de hacerlo.
—Después de haberme asegurado de que David Ross entrara en escena
más tarde al habérselo así indicado yo a los agentes, sabía que la persona
que entraría por allí sería alguien enfermo y que se derrumbaría al vernos a
todos. En realidad, supongo que ya imaginó su destino cuando se
presentaron los agentes en su casa para pedirle que los acompañara.
»Cuando entró en la habitación en la que estábamos, su cara era la de un
hombre abatido. Cuando le pregunté si conocía a alguno de los que
estábamos allí, hablando en general pero refiriéndome en realidad a Rachel
Chandler, ni me contestó. Tan solo se echó a llorar.
El comisario se quedó pensando. Ninguno de los dos nos atrevimos a
romper el silencio hasta que lo hizo él sacando un tema que, a decir verdad,
temíamos que hiciera.
—No es que sienta ninguna lástima hacia ese sujeto, pero me temo,
inspector, que su forma de actuar ha puesto en peligro la vida de una
persona. En el momento en que usted cayó en la cuenta de que había
contraído el tétanos, lo que sucedió a primera hora de la mañana, su
prioridad debería haber sido la de atenderlo, posponiendo todo lo demás.
Como he comentado, los dos sabíamos que sacaría ese tema, puesto que
también lo habíamos hablado durante la cena. Es por eso por lo que estaba
preparado para defenderse.
—Eso es muy discutible, comisario. Aceptaré cualquier sanción que se
me imponga por ello, si bien diré en mi defensa que lo de que el tétanos
provoca la muerte en veinticuatro horas no es más que un bulo que se le
cuenta a los niños para que no se callen las heridas que puedan hacerse y
que puedan infectarse.
»No le discuto que contraer el tétanos puede conducir a la muerte si no
se administra a tiempo la vacuna, pero no es menos cierto que el periodo de
incubación oscila entre tres y diez días antes de que se manifiesten los
primeros síntomas.
»David Ross fue detenido dos mañanas después de que asesinara a
Mathew Cox, es decir, en un lapso de treinta y seis horas aproximadamente.
Lo que es sorprendente es que haya mostrado los primeros síntomas, es
decir, los espasmos y las contracciones tan tempranamente, puesto que,
como le digo, no es lo habitual.
»Le reitero que aceptaré una sanción si lo estima oportuno, pero ya le
aseguro que el detenido no ha estado en realidad en peligro de muerte en
ningún momento. El doctor Larry Gould, el forense que le atendió tan
pronto compareció en la comisaría, está dispuesto a apoyar lo que digo.
Aunque lo último había sonado como el típico farol propio de una
partida de cartas, era verdad, puesto que, habiendo previsto lo que
Hitchcock iba a decir, yo mismo me había encargado de hablar con Larry
para que nos cubriera las espaldas si era necesario.
El comisario Hitchcock no siguió con el tema. En el fondo, él era el
primero al que no le gustaba nada que las cosas se complicaran.
—No entiendo el por qué de todo esto. Quiero decir que su explicación
me parece satisfactoria, pero no alcanzo a comprender por qué David Ross
actuó así. ¿Qué le había hecho Mathew Cox como para que lo matara y
encima quisiera disfrazar el asesinato como si se hubiera tratado de un
suicidio?
Era una pregunta lógica. Ningún crimen tiene ningún sentido, pero,
desde luego, aquel no podía ser más absurdo.
—Hablando ayer por la tarde con el forense para interesarme por la
salud de David Ross, retomamos una conversación que iniciamos en el
sótano sobre la literatura de misterio.
»En ella, por lo menos en la que está ahora de moda, todo debe quedar
perfectamente explicado so pena de que el lector o, lo que es peor, el crítico
sediento de sangre destroce la obra.
»En la literatura, quien resuelve el caso debe conocer y explicar a la
perfección las motivaciones del asesino, pero, si se piensa, aunque no niego
que ayude a comprenderlo todo mejor, en realidad está fuera de sus
competencias.
»Habrá gente que no esté de acuerdo, pero, en el caso que nos ocupa,
nuestra labor como policías se limita a demostrar con pruebas quién
cometió el crimen. David Ross fue el asesino de Mathew Cox porque su
sangre ha aparecido en el sótano donde colgó el cadáver para simular su
suicidio. Esa debería ser la única explicación que tendría que dar un policía,
el qué y el quién. Si eso está ya resuelto, el por qué le corresponde a otros.
—Inspector, ya sé que no estamos en una novela y su labor, tanto la suya
como la de su padre, ha sido la correcta. Con todo, me gustaría saber cuáles
creen ustedes que fueron los motivos que impulsaron al criminal —insistió
el comisario.
—No le negaré, señor Hitchcock, que el sargento y yo hablamos
también de este tema. No sé si acertaremos o estaremos suponiendo de más.
Habrá que ver qué es lo que confiesa David Ross cuando se le interrogue.
»Ya que pregunta por nuestra opinión, le daré la mía. Creo que nos
encontramos ante un crimen puramente pasional que se desencadenó a
partir del momento en el que David Ross tuvo conocimiento de la
existencia de Rachel Chandler.
»Si quizá no sucedió la primera vez que Mathew Cox le habló de ella,
una atracción insana o un deseo de posesión debió de apoderarse de él
cuando la vio, bien en fotografía o bien porque algún día siguiera a su
paciente y lo viera reunirse con ella. Ya nos lo aclarará.
»A menudo se hace la broma de querer asesinar a la pareja de la persona
que nos provoca un interés sentimental. Creo que David Ross, posiblemente
porque tenga algún trastorno narcisista, imaginó que, si quitaba de en medio
a Mathew Cox, tendría posibilidades con su novia, a la que estoy
convencido de que se proponía cortejar a continuación bajo el pretexto del
consuelo y de que él conocía muy bien al difunto.
»¿Un asesinato a sangre fría? No era lo más conveniente, puesto que
podría no haber provocado en Rachel Chandler el efecto que él buscaba.
Mejor hacerlo pasar como un suicidio, especialmente después de que todo
su hubiera puesto a su favor por la oleada de ellos que se está produciendo
desde el hundimiento de la bolsa.
»El suicidio sí que provocaría un sentimiento de incomprensión en su
objetivo, la pobre Rachel Chandler. Eso fue lo que sucedió, puesto que ella
no podía entender por qué su novio había tomado esa fatídica decisión.
»Podríamos haberle dejado actuar y aparentar que dábamos el caso por
cerrado con la detención de Joe Blanc, pero ahí sí que podría haber muerto
a causa del tétanos y de unos síntomas que parece que le resultaban
desconocidos.
»Si no se hubiera pinchado con el clavo oxidado del sótano y no
hubiéramos contado con sus restos de sangre, no nos hubiera quedado otro
remedio más que dejarlo actuar. Pondría la mano en el fuego a que se habría
convertido en el buen samaritano que se dedica desinteresadamente a
consolar a la chica.
»Desde luego no podíamos esperar a que esto sucediera, puesto que era
un hombre enfermo que necesitaba asistencia y porque además ya teníamos
la prueba incriminatoria necesaria.
»No sé si le convence esta teoría, comisario. Igual es descabellada, pero
no anula el hecho de que el sargento Rodak y yo hemos hecho nuestro
trabajo. Al fin y al cabo, ¿quién puede penetrar en los recovecos más
oscuros de la mente humana para conocer con exactitud lo que lleva a
actuar a los seres humanos?
El comisario Hitchcock volvió a quedarse callado después de la larga
exposición o, más bien, opinión de Hugo, con la que yo estaba de acuerdo.
Por fin, salieron algunas palabras más o menos amables de su boca.
—Creo que han hecho una muy buena labor y, visto lo visto, estoy
convencido de que no será esta la última vez en la que trabajen juntos.
FIN
UNAS PALABRAS FINALES
No quisiera alargarme en este punto, pero sí que hay algunas
aclaraciones que me gustaría hacer, aunque posiblemente las obras de
ficción habría que disfrutarlas como lo que son, esto es, ficción sin mayores
explicaciones.
Con todo, en más de una ocasión he escrito sobre lo influyentes que
fueron para mí las novelas juveniles de Alfred Hitchcock y los tres
investigadores, que siempre acababan con los protagonistas en el despacho
del director aclarando los entresijos de la historia.
No se piense en ningún momento que el comisario que aparece en esta
novela tiene nada que ver con el mago del suspense y con ese genio cuyo
verdadero nombre completo era Alfred Joseph Hitchcock. Ni mucho menos,
nada más lejos de la realidad.
Por otra parte, el comentario que hace el comisario de que una mujer no
podría haber arrastrado el cuerpo de un hombre hasta el sótano era algo en
lo que yo también creía durante mucho tiempo, intoxicado por muchos de
los clichés de algunas novelas de misterio.
Obtuve la cura a dicha idea equivocada cuando, hace aproximadamente
quince años, la madre de Hugo, que por supuesto no murió de gripe
española en 1918 sino que sigue enterrada en nuestro jardín después del
arsénico que le dimos una tarde por compasión, me presentó a Stephen
King y me regaló Misery, la primera novela que leí de él.
Quien prefiera acercarse a esta historia a través del cine, no tiene más
que ver a Kathy Bates torturando a James Caan y se convencerá, si es que
tenía dudas.