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EL CASO DEL AHORCADO DEL

PIJAMA

Saulo Rodríguez Lajusticia


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ISBN de la edición impresa: 9798858222095


ÍNDICE

DEDICATORIA
1929
Lisa
Rachel
Muchas calles
Ross
De nuevo en el sótano
Joe
En el que se juntan los «colegas»
Hitchcock pregunta
UNAS PALABRAS FINALES
DEDICATORIA
Desde que tenía más o menos siete u ocho años, mi hijo Hugo, que en la
actualidad tiene trece, jugaba conmigo, entre otras cosas, a intentar resolver
los múltiples misterios y acertijos que hay en Internet y, sobre todo, en
YouTube. En algunos casos, tan solo teníamos siete segundos para hacerlo,
si bien, por supuesto, pausábamos el vídeo para disponer de todo el tiempo
que necesitábamos.
Algunos de ellos consistían en adivinar quién era el ladrón o el asesino a
través de una serie de pistas visuales que a veces eran muy evidentes, pero
otras no tanto.
Aunque sospecho que él ya sabía las soluciones por haber visto los
vídeos antes que yo, debo admitir que él resolvía más casos, por lo que esta
novela va dedicada a él, el verdadero detective de la familia.
1929
1929 fue un año en el que sucedieron muchas cosas. La más famosa, la
que pasó a todos los libros de Historia, fue la del crac de la Bolsa de Nueva
York. Absolutamente demoledora, la crisis hundió miles de negocios,
arruinó a multitud de familias y provocó unas secuelas que se prolongarían
durante buena parte de la década siguiente.
1929 fue también el año en el que el cine se volvió mayoritariamente
sonoro. Lo había hecho ya en realidad en 1927 con El cantor de jazz y aún
hay algunos que dicen que pueden encontrarse otros antecedentes; sin
embargo, no sería hasta 1929 cuando, nostálgicos como Charles Chaplin
aparte, el cine mudo encontró su propia muerte en beneficio de multitud de
sonidos y voces que lo invadieron todo.
Sin embargo, 1929 fue un año especial para mí no por ninguno de los
motivos que he señalado anteriormente, sino por el hecho de que fue la
primera vez que trabajé con mi hijo Hugo.
Tengo que reconocer que él siempre me aventajó en todo. Cuando era
pequeño, a menudo jugábamos a intentar resolver los acertijos que se
publicaban en los periódicos o en las revistas que podíamos permitirnos
comprar.
Desde un primer momento, me di cuenta de que él tenía una especial
capacidad para fijarse en detalles de los que yo no me daba ni cuenta. Sí, ya
era policía, pero tengo que reconocer que mi hijo, con tan solo ocho o diez
años, ya era capaz de resolver enigmas que a mí se me escapaban por
completo por mucho que me esforzara en descubrirles la lógica.
Por eso, me sentí especialmente orgulloso cuando se hizo mayor y me
confesó que quería seguir mis pasos y hacerse policía, al igual que yo. Sentí
que podría enseñarle todo sobre el oficio, que sería su maestro y que
llegaría a ser un buen policía.
No es el momento de relatar todo lo que vivimos en esa década loca que
fue la de los años veinte, la del derroche, la del bienestar, la del crecimiento,
pero también la de la desigualdad, la del gansterismo, la de la violencia
callejera...
Fue precisamente con el paso de los años cuando Hugo se convirtió en
uno de los inspectores más jóvenes de la comisaría de la calle 42 de la ni
muy grande ni muy pequeña ciudad de Borkham. ¿Que dónde está ese
lugar? ¡Qué importa eso! ¡Qué más da! Quizá ni siquiera sea ese su
verdadero nombre.
Lo cierto es que todo esto sucedió mientras yo no fui capaz de ascender
a nada. Había estrenado la década como sargento, también en dicha
comisaría, y, salvo que tuviera lugar una sorpresa que yo tenía muy claro
que ya no se iba a producir, sabía que sería así como estrenaría los años
treinta.
No podía prever, eso sí, que el comisario A. J. Hitchcock nos pondría a
trabajar juntos en el que sería su primer caso. Yo no estuve presente cuando
lo decidió, pero Hugo me lo contó cuando nos quedamos a solas.
Lo había llamado a gritos cuando no habían transcurrido ni cinco
minutos desde que se había instalado en su nuevo despacho. «Nuevo
despacho» es una forma de hablar, puesto que, en realidad, antes no había
tenido ninguno.
Yo ya le había advertido de que el comisario era alguien especial.
Obeso, siempre enfundado en un impoluto traje negro, a veces con un puro
en la boca, era alguien a quien no le gustaba nada salir de su oficina, como
es fácil imaginar, la más grande de toda la comisaría.
Temblando ante su imponente vozarrón y sabiendo que este encuentro
sería muy diferente de los que hasta entonces habíamos tenido con él, que
básicamente habían consistido en ser ignorados, Hugo había llamado con su
habitual timidez a la puerta del despacho del señor Hitchcock.
—¡¿Para qué llama a la puerta?! ¿No le he pedido ya que viniera? —
había bramado este desde el interior.
Estas palabras hicieron que el nuevo inspector no se lo pensara dos
veces y que entrara en su despacho con rapidez. Yo le había contado que el
comisario podía llegar a ser de trato muy desagradable, por lo que imagino
que era algo que no le apetecía nada experimentar.
Durante medio minuto se quedó de pie, como una estatua, esperando a
que el señor Hitchcock despegara la vista de unos papeles que estaba
ojeando. Cuando lo hubo hecho, lo recorrió con la mirada con expresión de
curiosidad, como quien contempla por primera vez a un animal exótico en
un zoo.
—No me lo imaginaba tan joven —fue lo único que se le ocurrió
comentar.
El inspector Rodak titubeó unos instantes, pero al final, sabiendo que
aquella no era una situación en la que pudiera quedarse mudo, se decidió a
contestarle, aun cuando no le había preguntado nada.
—Pensaba que me conocía, señor. Nos hemos cruzado en alguna
ocasión por los pasillos.
El comisario Hitchcock no le respondió, sino que se limitó a hacerle un
gesto para que se sentara, lo que Rodak hizo de inmediato.
—Le he dicho que se siente por cortesía y para que no se lleve una mala
impresión de mí, si bien no va a estar usted más de dos minutos en esa silla.
¿Ha oído hablar de Mathew Cox?
—¿Mathew Cox? —repitió Hugo, esforzándose por recordar si el
nombre debía sonarle por algún motivo.
—Eso he dicho —contestó el comisario con impaciencia.
—No, señor, no sé quién es —respondió el joven inspector sin atreverse
a perder más tiempo afanándose en sus recuerdos.
El comisario dio una calada al puro, teniendo que limpiarse a
continuación la ceniza que se le cayó por la corbata.
—Es el presidente de una importante industria conservera… bueno, más
bien debería decir que lo era, porque ya no lo es. Acaba de telefonearnos su
hermana para comunicarnos que se lo acaba de encontrar ahorcado en el
sótano de su casa.
Con esa frialdad e indiferencia fue con la que el comisario A. J.
Hitchcock le informó a mi hijo acerca del que se convertiría en su primer
trabajo como inspector.
—¿Suicidio? —preguntó para ver si le daba algún detalle más que le
resultara de utilidad.
El comisario frunció el ceño.
—Ese es su trabajo. ¿Para qué cree que lo he llamado? —contestó de
mal humor.
—Pensaba que usted sabría algo más, comisario. Como sabe, es mi
primera vez como inspector y no quiero que se me escape nada.
—Sé que es su primera vez —lo interrumpió el comisario— y no quiero
engañarlo: si hubieran estado disponibles otros de mis hombres con más
experiencia que la suya, no estaría aquí en estos momentos. Sin embargo,
no es así y usted es el único recurso con el que cuento en esta ajetreada
mañana. No me mire así, ya le he dicho que no iba a engañarlo.
Como después me confesó, Hugo no dijo nada ni hizo ningún gesto en
aquel momento, aguantando con estoicismo aquel alarde de sinceridad del
comisario.
—Lo que le cuento —siguió diciendo este— es lo que sé, Rodak. Desde
que la bolsa pegó el petardazo que dio hace un par de semanas, se han
producido en el país más suicidios que en toda mi carrera y me temo que lo
peor está por llegar.
»No hace ni diez minutos que llamó la que dijo ser la hermana del
muerto. Se identificó como Lisa… sí, Lisa Cox. No entró en detalles.
Estaba atacada de los nervios. Le dije que enseguida iríamos por allí.
»Si se está preguntando qué tiene de especial este suicidio, le diré que es
el de un empresario de cierta fama en la comunidad. Si hubiera sido otro, no
le digo que le hubiéramos dado la misma importancia porque no lo
habríamos hecho.
»Lo tengo muy claro, la enésima persona que se arruina en esta
quincena y que pone fin a su vida. La policía no puede estar investigando
todos los casos porque no tienen ningún misterio. A comienzos de octubre
eran todos millonarios y a finales más pobres que las ratas.
»No tardará en descubrir que esto es lo que le ha sucedido a Cox, ya lo
verá y ya me lo contará. No puede quejarse, Rodak, no puede usted
empezar con algo que sea más sencillo que esto que le ha caído entre
manos. ¿A qué está esperando? ¡Haga el favor de darse prisa!
El comisario Hitchcock no le dio ni una sola oportunidad de replicar, ni
siquiera de preguntar, sino que le extendió un pedazo de papel en el que
figuraba anotada una dirección y le hizo un gesto con la mano para que
saliera de su oficina.
El inspector se disponía a hacerlo cuando le sobresaltó oír a sus espaldas
un nuevo grito del comisario.
—¡¡¡Sargento Rodak!!! ¡Venga enseguida! Espere, inspector. ¡Menudo
fastidio! ¿Por qué tienen ustedes dos que llamarse igual?
El nuevo inspector se quedó de pie, con la puerta ya abierta, agarrando
el pomo y sin saber cómo actuar.
—No nos llamamos igual, señor. Rodak es el apellido, pero yo soy Hugo
y mi padre es...
Justo en ese momento llegué yo, a tiempo de ver cómo el comisario
exhalaba una bocanada de humo de su repelente cigarro.
—¿Tiene usted algo que hacer hoy además de la ronda? —me preguntó
nada más verme.
—No, señor Hitchcock. La rutina de siempre —le contesté.
—Está de suerte. Hoy el tráfico lo va a dirigir O’Selznick. Usted va a
acompañar a su hijo —me explicó de forma escueta, antes de volverse para
mirarlo a él—. Rodak, ponga al corriente de todo a su padre, pero, por
favor, háganlo ya fuera de mi despacho y no me molesten con tonterías.
Y nada más. Así fue como empezó todo. Sin más diálogos, sin más
ceremonias y, sobre todo, sin que ninguno de los dos nos lo hubiéramos
esperado al comenzar el día.

Ante la imperiosidad de su mandato, sin detenernos más que el instante


justo y necesario para que él cogiera su abrigo y su sombrero al haber
empezado él a vestir de traje mientras yo seguía usando el uniforme, ambos
nos dirigimos a la calle y nos montamos en un coche policial que me
dispuse a conducir tan pronto vi la dirección que Hugo me mostró.
—¡Menuda sorpresa! No me imaginaba que hoy te estaría
acompañando.
—Bueno, papá, siempre hemos estado juntos durante todos estos años
—me replicó, aun cuando era evidente que él también estaba sorprendido.
—¡Claro! Siendo yo sargento y estando tú a mis órdenes. Pero ahora que
eres inspector, sinceramente imaginaba que te pondrían con otro —le aclaré
—. En fin, no me quejo, en absoluto. No puede decirse que Hitchcock no
sea una auténtica caja de sorpresas.
—Sí, es cierto que es bastante especial... por decirlo de alguna manera
—admitió.
Me eché a reír, puesto que yo, que, como es natural, lo conocía desde
hace muchos más años, sabía de sobra cómo era. Me puso al corriente de
todo lo que le había contado en el despacho y que he relatado antes para no
trastocar el orden de los acontecimientos.
—Hitchcock es un buen comisario. Créeme, Hugo, es un genio, pero
tiene un carácter muy difícil y, sobre todo, muy cambiante, lo que puede
llegar a ser muy desesperante. Sin embargo, si esto sale bien, te convertirás
en uno de sus hombres de confianza, ya lo verás —le comenté cuando
terminó.
—¡Qué tranquilizador! —afirmó él, no sin cierto sarcasmo—. Debo
admitir, de todas formas, que un suicidio no parece que vaya a tener nada de
complicado.
—Sí, siempre y cuando lo sea… —dejé caer—. Sí, estoy de acuerdo con
lo que te dijo Hitchcock. Llevamos un par de semanas en las que la gente
no para de saltar por las ventanas en todo el país.
»No sé lo que durará esta crisis ni si será tan grave como se pronostica,
pero también te digo que esa es la explicación sencilla y que, si el comisario
realmente se la creyera, no nos habría enviado a echar un vistazo a todo este
asunto.
»De todas formas, ahora lo vamos a descubrir: el 1610 de Oliver Street.
Ahí está.
Lisa
Como cualquier ciudad en aquella época, Borkham presentaba los
habituales contrastes entre barrios residenciales que eran propiedad
exclusiva de las clases más adineradas y otros de esencia básicamente
obrera en los que el despilfarro y la ostentación eran algo completamente
desconocido.
Oliver Street, esto es, el lugar en el que había vivido el muerto
pertenecía sin ninguna duda al primer grupo, como tuvimos ocasión de
comprobar nada más bajamos del vehículo.
Cuando llamamos a la puerta de la vivienda no pude evitar pensar que
sería un mayordomo o una doncella uniformada quien la abriera. No fue
exactamente así. Sí que se trataba de una joven morena que llevaba el pelo
corto, pero no un uniforme. Su rostro era inexpresivo. Se nos quedó
mirando. Parecía estar en otro mundo.
—Somos el inspector Hugo Rodak y el sargento Frank Rodak —aclaró
quien, sin dejar de ser mi hijo, se había convertido además en mi nuevo
compañero.
Si he de ser sincero, había habido un instante, mientras todavía
estábamos en el coche yendo a aquel lugar, en el que había pensado en cuál
sería la presentación que de nosotros haría Hugo, puesto que el parentesco
entre nosotros había sido siempre muy evidente y porque, además, los
orígenes de mi familia en lo que siempre se había llamado Bohemia hasta
que se convirtió en Checoslovaquia tras la Gran Guerra nos proporcionó un
apellido que sonaba bastante estrambótico por aquellas latitudes.
Dudando sobre cómo nos presentaría y, sobre todo, estando yo decidido
a darle toda libertad a quien se había convertido en mi superior en el
trabajo, no ocultaré que me produjo una gran satisfacción ver cómo no
titubeó a la hora de pronunciar nuestro apellido por segunda vez cuando le
tocó hablar de mí.
Por otro lado, la mujer no nos respondió, sino que simplemente se
apartó para dejarnos pasar. Lo hicimos. Yo mismo me encargué de cerrar la
puerta de la calle y, cuando lo hube hecho, pude ver cómo ella se había
quedado mirándonos sin decir nada.
—¿Usted es…? —le preguntó Hugo, después de que yo me quedara
ligeramente atrás para que comprendiera que era él quien debía tomar la
iniciativa.
—Me llamo Lisa Cox. Yo los he llamado. Mi hermano…
No pudo continuar. Echándose a llorar, señaló hacia abajo y, al darse
cuenta de que no la entendíamos, lo hizo hacia unas escaleras.
—Está… en el sótano.
Su voz se entrecortaba, mezclándose con los sollozos y haciendo que
fuera difícil entenderla, si bien no había en realidad mucho más que
entender.
—Señora, no tiene por qué volver a pasar por esto. Quédese aquí si lo
prefiere. El sargento y yo bajaremos al sótano.
Tan pronto Hugo hubo dicho esto, automáticamente pensé que se había
equivocado por completo, puesto que no era buena idea hacer que la mujer
se quedara sola. Sin embargo, era evidente que aquel no era el momento
idóneo para decírselo, puesto que hubiera dado la sensación de que lo
desacreditaba en público, por lo que no dije nada y lo acompañé.
Asentí sin objetar y la mujer se sentó abatida en un sofá. Cuando lo
hubo hecho, comenzamos a bajar las escaleras que llevaban al sótano.
—No convendría que la mujer esté sola mucho tiempo. Es evidente que
está en estado de shock —le susurré al llegar abajo, cuando tuve claro que
no nos escuchaba.
—Lo sé, ya lo sé —me atajó—. Echaremos un vistazo rápido y
subiremos con ella… por lo menos hasta que vengan refuerzos. Si hay un
cadáver…digo yo que como mínimo tendrá que venir el forense, ¿no?
—A ver qué nos encontramos —le respondí, justo antes de que ambos
llegáramos al sótano.
La puerta estaba abierta, muy posiblemente porque así la habría dejado
Lisa Cox al descubrir el cadáver de su hermano. Era fácil imaginar que ni
siquiera hubiera llegado a entrar, sino que pudo haber retrocedido
horrorizada tan pronto lo llegó a ver, no pensando en ningún momento en
volver a cerrar la puerta, si es que acaso no la había encontrado ya abierta.
Entramos en el sótano. Era de considerables dimensiones, tan grande
como puede llegar a ser el salón de una casa humilde, como era aquella en
la que vivíamos Hugo y yo. El cadáver de Mathew Cox pendía de una
gruesa soga, aparentemente bastante ajustada a su cuello y pasada por
encima de una de las vigas que reforzaban el techo.
—Parece que no hay muchas dudas sobre la causa de la muerte —me
comentó.
—No, me temo que ninguna. De todas formas, no toquemos nada hasta
que no venga el forense —le advertí, empeñándome en ejercer el papel de
maestro de ceremonias, como si tuviera algo que enseñarle.
El cuerpo levantaba aproximadamente medio metro del suelo y, a sus
pies, un carcomido taburete de madera se encontraba volcado.
—Parece todo muy evidente —seguí comentando—. El sujeto decide
poner fin a su vida, baja al sótano, desliza la cuerda por una de las vigas, se
la coloca alrededor del cuello, se sube al taburete, le da una patada para
volcarlo y quedarse suspendido en el aire y adiós.
Hugo se quedó pensando en el orden de acontecimientos que acababa de
relatar.
—Sí, yo creo que sí… —dijo al cabo de un rato—. Pero no me termina
de encajar lo del pijama.
Me quedé callado. No entendía a dónde quería llegar. Efectivamente, el
muerto no llevaba puesta ropa de calle, sino un pijama de color azul claro.
—No termino de ver qué tiene de particular. Mucha gente se lo pone al
llegar a casa, aun cuando no se vaya a ir a dormir. Tú sabes que yo lo hago.
Es mucho más cómodo.
—Para dormir sí lo es, papá, para estar en casa, para estar en el sofá…,
¿pero también es más cómodo para suicidarse?
Me encogí de hombros, de nuevo sin saber qué decir, aunque sí hablé.
—¿Cómo que si es más cómodo para suicidarse? ¿Qué quieres decir?
No te entiendo.
—Da igual, ya lo pensaremos luego. Quizá no tiene ninguna
importancia. Vayamos ya con la hermana y así damos aviso de que venga el
forense para que se pueda levantar el cuerpo y podamos inspeccionarlo todo
mejor —me contestó, golpeándome en un brazo y saliendo del sótano no sin
antes mirar en todas las direcciones.
Subimos las escaleras, volviendo a la sala en la que se había quedado la
joven Lisa Cox. Como si nada hubiera sucedido o como si no nos
hubiéramos movido de su lado, la encontramos tal y como la habíamos
dejado, esto es, sentada en el sofá y mirando al vacío.
Me fui directamente a buscar un teléfono desde el que poder llamar al
forense, no sin antes protestar diciendo que no podía entender cómo, si ya
sabía que había un cadáver, el comisario Hitchcock no había dado órdenes
de que nos acompañara directamente.
No tardé en encontrarlo en el pasillo y me dispuse a hacer la llamada.
Apenas medio minuto después, me encontraba de nuevo junto a Hugo y la
chica. Me dio la sensación de que no sabía muy bien cómo abordarla y,
quizá por eso, se sentó con ella en un sofá a fin de darle una sensación de
cercanía.
—Nos hacemos cargo de la situación por la que está usted pasando,
señora Cox, y créame que lamento tener que hacer esto en un momento tan
doloroso como este, pero tenemos que preguntarle por su hermano.
La joven suspiró, antes de mirar con ojos tristes al inspector.
—Lo comprendo —empezó a decir—. Mathew estaba hundido. En
apenas quince días lo ha perdido todo. La empresa familiar ha estado
funcionando bastante bien en los últimos años, pero, en las últimas
semanas, todos los beneficios desaparecieron. De la noche a la mañana. Ha
sido horrible para todos nosotros, pero le aseguro que ni por un momento
pensé que fuera a ser capaz de hacer algo así.
No pudo seguir hablando. Empezó a llorar y el inspector decidió que era
mejor no presionarla y concederle un tiempo hasta que se recuperara, lo que
me pareció un nuevo acierto. Cuando lo hubo hecho, se disculpó por el
llanto.
—Perdónenme, por favor. Ha sido algo completamente inesperado.
—¿Cree usted entonces, señora Cox, que la fatídica decisión adoptada
por su hermano se ha debido a la bancarrota? Lo que quiero decir es que,
aunque parece muy claro que ha podido ser un factor desencadenante, quizá
no ha sido la única causa y a lo mejor a su hermano le había sucedido algo
más —insistió Hugo.
—Si fue así, inspector, le aseguro que no me lo había contado. No, la
verdad es que no creo que le sucediera nada. Bastante es ya perderlo todo
de golpe —aseguró ella sin dudarlo.
—¿Tenía mucha confianza con su hermano? ¿Hablaba a menudo con él?
—La verdad es que sí. Estábamos bastante unidos. Lo hemos estado
toda la vida. Nuestros padres nos enseñaron a crecer en armonía, sin peleas
ni discusiones y siempre apoyándonos el uno al otro.
El inspector dejó pasar cinco segundos antes de proseguir con sus
preguntas.
—¿Hablaban mucho entonces? Me ha quedado claro que tenían una
relación cordial e incluso fluida, si no lo he entendido mal. Sin embargo, no
sé si debo suponer de ello que se comunicaban con frecuencia.
—Si lo que me está preguntando, inspector, es si hablaba con mi
hermano todos los días, la verdad es que todos no, pero yo creo que nunca
han pasado más de dos o tres días sin que lo hayamos hecho.
No sé si Hugo también lo notaría, pero, desde luego, yo sí me di cuenta
del tono ligeramente más áspero de las respuestas de Lisa Cox y me atrevo
a decir que él también lo advirtió, puesto que cruzó una mirada conmigo.
—Señora…
—Señorita —lo interrumpió ella con cierta brusquedad.
—Señorita Cox, si lo prefiere, podemos continuar con la conversación
en otro momento. No quiero molestarla y quizá estamos siendo muy
inoportunos, pero debe entender que no hacemos otra cosa más que nuestro
trabajo.
La joven apartó la mirada unos instantes, haciendo un esfuerzo que me
pareció sobrehumano para evitar que nuevas lágrimas recorrieran su rostro.
—Hablaremos en otro momento, señorita Cox.
—No, inspector —dijo ella con determinación, agarrándole por el brazo
para evitar que terminara de levantarse del sofá—. Perdóneme de nuevo,
por favor. Sí, hablaba con mi hermano casi todos los días, pero ayer y
anteayer no lo hice y no puedo dejar de pensar en que quizá, si lo hubiera
hecho, él seguiría con vida.
—No debe culparse por ello. ¿Por qué lo cree? ¿Piensa que en estas
últimas cuarenta y ocho horas ha podido suceder algo que desencadenara la
tragedia?
—En absoluto, inspector. Ya le he dicho que no creo que haya nada más
que el varapalo del hundimiento de la empresa. Lo que quiero decir es que
mi hermano no hablaba de otra cosa y le confieso que llegué a enfadarme
con él. Por eso estuve dos días sin llamarlo y sin venir a verlo. Me aterra
pensar que pudiera creer que, además de la empresa, también había perdido
a su hermana.
—¿Llegaron a discutir?
—No, inspector. No fue una discusión. Simplemente le dije que todos
teníamos problemas y colgué el teléfono. No le dejé que me dijera nada. Si
yo no hubiera actuado de esa forma y él hubiera podido desahogarse
conmigo estos dos días, a lo mejor…
Esta vez fue Hugo quien posó su brazo sobre el de la joven.
—Le ruego que no piense eso, por favor. Estoy convencido de que, antes
de quitarse la vida por ese motivo, habría hecho lo imposible para volver a
hablar con usted. Ustedes se llevaban bien y una buena prueba de ello es
que usted está aquí en su casa.
Reprimí una sonrisa. Me sorprendió ver de qué forma tan sibilina le
había preguntado acerca del motivo por el que ella se encontraba allí
cuando, en realidad, no vivía allí.
—Me sentía mal por lo que había pasado —siguió explicando ella—.
Bueno, en realidad no había sido nada. Ya le he dicho que fui yo la que me
había enfadado con él. Esta mañana ya se me había pasado y decidí
llamarlo para ver si estaba bien y para… en fin, supongo que para pedirle
perdón.
»Como no me contestó, pensé que pudiera estar en su despacho de la
fábrica, por lo que lo llamé allí. Me cogió el teléfono su socio y me dijo que
no había llegado todavía y que le extrañaba, puesto que siempre
acostumbraba a estar ya a esas horas.
—Pensaba que se trataba de una empresa familiar.
Esas fueron mis primeras palabras ante ella, más allá del saludo
protocolario inicial. Sabía que, en público, no debía hablar si no se me
pedía porque, al fin y al cabo, un sargento no debía hacerlo cuando estaba
con un inspector y que mi hijo se podía enfadar conmigo por haberlo hecho;
sin embargo, me llamó la atención que nombrara a un socio y tuve claro que
aquello era algo que, aun cuando luego recibiera mi reprimenda, no podía
dejar pasar por alto.
—Así lo ha sido siempre, señor, pero creo que mi hermano tuvo que dar
entrada a otros socios por algunos problemas de capital que tuvo hace unos
años —aclaró la muchacha, en apariencia no muy complacida por la
interrupción.
—Pocos negocios exclusivamente familiares deben de quedar hoy en
día. El capitalismo y el asociacionismo de unos y de otros ha sido una
constante en toda esta década —la apoyó el inspector—. ¿Conoce en todo
caso el nombre de ese socio? Por si necesitáramos hablar con él, más que
nada.
Ella negó con un movimiento de cabeza, por lo que Hugo la invitó a que
siguiera contando qué es lo que había hecho después de hablar con él.
—Empecé a inquietarme bastante y a ponerme muy nerviosa. No me
parecía normal que no estuviera en ningún sitio. Seguí insistiendo por
teléfono y, al ver que no había manera de localizarlo, me decidí a venir a
ver qué pasaba.
—¿Cómo entró, señorita Cox? Dadas las circunstancias, no tema
ninguna represalia, pero necesito preguntárselo.
—No forcé nada, inspector. Siempre he tenido llave de la casa de mi
hermano, así como él tiene… tenía de la mía.
Torciendo de nuevo el gesto, se levantó, metió la mano en su bolso y
sacó de ella una llave que nos mostró a ambos.
—Muy bien. Insisto en que debo preguntárselo porque no podemos
descartar ninguna hipótesis. Es preferible que quede claro ahora que no que
hubiéramos descubierto sus huellas en alguna cerradura o en el alféizar de
alguna ventana y nos hubiéramos tenido que preguntar el motivo.
La réplica de Hugo fue en un tono más seco que el que había estado
empleando hasta ese momento, si bien no tardó en suavizar su rostro a fin
de que la conversación siguiera desarrollándose sin más tensión de la
estrictamente necesaria.
—Abrí con mi llave —reiteró ella con firmeza.
—Perfecto, está muy claro. Prosiga, por favor.
—No hay mucho más que contar, inspector. Lo llamé varias veces. No
obtuve respuesta. Solo silencio. El silencio más demoledor que se pueda
usted imaginar. Lo busqué por todas las habitaciones.
—¿No imaginó usted que su hermano pudiera haber salido? —me atreví
a interrumpir por segunda vez.
Si la anterior vez parecía no haberle gustado mucho mi intervención, lo
cierto es que, en esta ocasión, no pareció molestarla. La angustia y la
desazón habían vuelto a ella y la voz había comenzado a temblarle al
recordar y tener que relatar las circunstancias en las que había encontrado el
cadáver de su hermano.
—No caí en ello, la verdad —reconoció—. Ni siquiera se me pasó por la
cabeza. Solo pensaba en volver a saber de él, puesto que todo estaba
empezando a resultarme demasiado extraño. Miré habitación por
habitación. Todas vacías. Era como si se hubiera esfumado.
»Ya pensé en esos momentos en acudir a la policía. No sé, la verdad es
que tenía un mal presentimiento. Intuía que algo raro estaba pasando. Iba a
salir para acudir a una comisaría y fue entonces cuando caí en la cuenta de
que no había mirado en el sótano.
Sus palabras se apagaron y nuevas lágrimas se deslizaron por sus
mejillas. Ni Hugo ni yo supimos muy bien cómo actuar ni qué decir en
aquel momento, si bien no lo necesitamos, puesto que la llegada del forense
acompañado de un joven agente nos salvó de la comprometida situación de
tener que decir algo.

Ni cinco minutos tardó el forense en hacer su trabajo. Quizá una


posterior autopsia ofreciera novedades y permitiera descubrir algo
sorprendente que diera un giro a la investigación, pero, por el momento, no
parecía haber nada fuera de lo habitual.
—¿Quién sabe? Si esto estuviera sucediendo en alguna novela o en
alguna película, seguro que sería así. Pero tratándose de la vida real, ya les
digo yo que lo único que tienen ustedes delante es a otro que se ha ahorcado
al haberse arruinado —nos comentó, encogiéndose de hombros y
rompiendo con cualquier glamur y misterio que pudiera tener el primer caso
del inspector.
Dejando a Lisa Cox, la hermana, en la compañía del agente que había
acompañado al forense, Hugo y yo habíamos vuelto a bajar al sótano con él
para que realizara su reconocimiento.
—Me temo que así sea, pero no sé, sigue desconcertándome lo del
pijama.
Al igual que me había sucedido a mí, el forense, que no era otro más que
el veterano Larry Gould, a quien hacía bastantes años que conocía, puso
cara de extrañeza ante algo que parecía claro que a Hugo le había llamado
la atención, pero que a ninguno de los dos nos decía nada.
—¿Lo del pijama? ¿Qué pasa con el pijama?
—No lo sé, señor Gould. Se llama así, ¿no? Al sargento Rodak tampoco
le sorprendió cuando se lo comenté, pero es que…
—Mire, inspector. No se enfade, pero usted es joven y entiendo que
quiera ir más allá de lo evidente. El misterio se está poniendo muy de moda.
He leído algunas de las novelas que está publicando ahora S. S. Van Dine y
sí, muy entretenidas, pero todo está inventado.
»Cuando uno lleva encima las arrugas que yo ya tengo o la coronilla que
luce su padre, todas esas historias suenan cada vez más ridículas, créame.
¿No está de acuerdo, sargento?
Asentí mecánicamente, más por haberme sentido aludido que porque
hubiera escuchado en realidad lo que estaba diciendo el viejo Gould.
—No me ponga esa cara, inspector —prosiguió—. No se lo estoy
diciendo a malas. Mi trabajo únicamente consiste en certificar que las
personas están muertas y averiguar por qué perdieron la vida
exclusivamente desde un punto de vista médico. No me pagan por ir más
allá. Para eso ya están ustedes. Sin embargo, ya les digo yo que aquí no hay
ningún misterio. Este pollo se ha ahorcado y no hay más.
Hugo se quedó mirando al forense. A juzgar por su rostro y porque lo
conocía de sobra, sabía que no le habría hecho ninguna gracia todo aquel
discurso y, sobre todo, el hecho de que pareciera estar dando a entender que
juventud era sinónimo de inexperiencia, pero, si es cierto que, si estaba
pensando así, lo disimuló más que bien y consiguió que aquellos
sentimientos no se apoderaran de él.
—Lo noto muy escéptico. Es cierto que yo tampoco creo que, en la vida
real, ningún detective pase por las mismas situaciones a las que se enfrenta
Philo Vance en sus novelas, ahora que ha nombrado a Van Dine.
Si bien de pequeño no le había gustado nada la lectura, cuando se
convirtió en adolescente empezó a devorar la gran mayoría de las novelas
que caían en mis manos y que, sobre todo, eran de misterio y de asesinatos,
como si no hubiera tenido siempre suficientes emociones en mi trabajo.
En cuanto a S. S. Van Dine, se trataba de un escritor que no necesitaba
presentación al ser, en mi opinión, el más prestigioso de la década, por lo
menos en su segunda mitad, después de que Arthur Conan Doyle estuviera
ya muy mayor y en decadencia y de que Agatha Christie no hubiera
alcanzado todavía la fama que adquirió posteriormente.
—No pretendía ser brusco, inspector —se disculpó el forense—. Me ha
recordado usted a mí cuando empecé. ¿Tú te acuerdas de eso, Frank? Yo
también estaba muy ilusionado con todo al principio, pero luego vas
descubriendo que es un muerto detrás de otro y luego viene otro y luego
otro más… No hay nada emocionante en todo esto o quizá soy yo el que se
hace viejo.
»Claro que le comunicaré cualquier cosa fuera de lo normal que
descubra en la autopsia, pero ya le digo que no espere nada. Se trata de un
ahorcamiento que deja las correspondientes marcas de la soga en el cuello.
Ahí las tiene. Cuando le quitemos el pijama quizá aparezca un misterioso
tatuaje que le conduce a una logia secreta, pero, hágame caso, eso no va a
suceder.
Lo miré con dureza reprochándole el sarcasmo, si bien aquel hijo al que
intentaba cubrir las espaldas en el que era su primer caso me lo puso difícil
con su siguiente comentario.
—¿Y no podríamos hacerlo ahora?
El forense se echó a reír ante su impaciencia y me devolvió la mirada,
haciéndome una mueca.
—¿Se da cuenta cómo tengo razón al hablar de la impaciencia de la
juventud? No, no podemos hacerlo de cualquier manera. Únicamente estoy
aquí para certificar la muerte y para autorizar el levantamiento del cuerpo.
Todo lo que sea su examen, incluida la retirada de la ropa y otros posibles
objetos, solo podré hacerlo cuando el juez lo autorice. Lo hará. Era alguien
con pasta y por eso el gordo los ha enviado aquí. Tendrá su autopsia, este
tío no era pobre.
Conteniendo la risa que estuvo a punto de escapárseme cuando Gould se
refirió de aquella manera al comisario Hitchcock, Hugo siguió insistiendo
en lo que había llegado incluso a obsesionarlo.
—Sé que me va a decir que hasta que no examine el cadáver en
condiciones no puede establecer la hora de la muerte; sin embargo…
¿cuándo opina usted que pudo producirse?
El forense emitió un suspiro con resignación.
—Inspector, no se lo puedo decir con seguridad. Así, a bote pronto, en
algún momento de la medianoche, pero no puedo decirle una hora exacta.
Quizá en el próximo siglo los forenses puedan establecer la hora, el minuto
y el segundo exacto, lo que les encantará a los policías, pero de
momento… ¡estamos todavía en 1929!
—¡Me ha dicho más de lo que cree, señor Gould! —exclamó mi hijo
excitado—. En todo caso, no lleva muerto tan solo un par de horas, ¿no?
—No, inspector, eso ya le digo yo que no. Por la lividez y la rigidez de
los miembros, estamos hablando de bastantes más horas. No le exagero si le
digo que podrían ser diez o doce, aunque, como le digo, así a ojo no puedo
concretar —afirmó sin titubear el forense.
Hugo sonrió satisfecho, antes de volver a ponerse serio, quizá al haberse
dado cuenta de lo inconveniente que resultaba la risa en dicha situación.
—Pues querido amigo, no le gustarán las novelas de misterio, pero esto
está empezando a parecerse a una y trata de alguien que se ahorcó rondando
la medianoche, si no fue antes. Llámenme loco, pero no le veo sentido a
hacerlo a esas horas.
—¿Pero qué dices? —se me escapó.
—¿Está usted bromeando? —replicó el forense, igualmente sorprendido
por el comentario.
—Reconozco que no me he expresado bien —se justificó—. Lo que
quería decir es que, si alguien se pone el pijama para irse a dormir, ¿qué es
lo que le lleva a levantarse en mitad de la noche y a colgarse de una viga?
Nos interrumpió la voz del joven agente que se había quedado abajo
haciendo compañía a la hermana del muerto cuando llegó con el forense y
nosotros bajamos con él al sótano.
Subimos para ver qué era lo que sucedía y lo encontramos junto una
chica rubia, de ojos azules y bastante atractiva que se encontraba en la
entrada y a la que la otra mujer, la hermana, escudriñaba de arriba abajo.
—Perdone, señorita. ¿Qué es lo que viene a buscar? —le preguntó
Hugo, tomando las riendas de la situación.
La recién llegada, con la sorpresa reflejada en su rostro, se nos quedó
mirando a todos sin entender qué es lo que estaba pasando y no nos costó
apreciar cómo algo parecido al terror se dibujó en su rostro cuando se fijó
en mi uniforme.
—Vengo a ver a Mathew. ¿Qué es lo que sucede? ¿Quiénes son ustedes?
—¿Viene a ver a Mathew Cox, dice? ¿Quién es usted? —insistió el
inspector.
—¡No tengo por qué decírselo! ¿Qué hace este policía aquí?
En un primer momento no entendí por qué lo había dicho en singular,
pero luego sí caí en la cuenta de que yo era el único que llevaba uniforme,
frente a Hugo y al forense, que vestían con trajes y sombreros, tal y como
estaba de moda entonces.
El mismo inspector se encargó de identificarse, mostrándole su
acreditación y presentándonos al resto. Cuando la vio, la chica empezó a
temblar.
—Me llamo Rachel, Rachel Chandler. Soy la novia de Mathew. ¿Dónde
está? ¿Qué es lo que ha pasado?
—¿La novia? ¿Qué novia? ¡¿Se puede saber qué está usted diciendo?!
¡Mi hermano no tenía ninguna novia!
La voz de Lisa Cox, que nadie esperaba que fuera a decir nada justo en
aquel momento, se había impuesto por encima de todas. La recién llegada
no se arredró.
—¿Qué está usted diciendo? ¿Cómo que hermana? ¡Si yo a usted no la
he visto en mi vida! ¡Exijo que me expliquen qué está pasando aquí!
¿Dónde está Mathew?
Hugo decidió atajar la situación antes de que derivara en una pelea entre
ambas.
—Señorita Chandler, no se lo voy a ocultar. Hemos encontrado muerto a
su novio y esta mujer que ve aquí, efectivamente, es su hermana Lisa. Debe
venir con nosotros a la comisaría, donde continuaremos con nuestra
conversación.
»Entretanto, sargento, es fundamental que el cadáver sea retirado y que
la casa quede completamente precintada. Insisto, es imprescindible que
nadie entre en ella bajo ningún concepto. Encárguese de ello, por favor.
Rachel
Aunque, en un primer momento, Hugo había pensado en que las dos
mujeres nos acompañaran a la comisaría a fin de poder observar con mayor
detenimiento las miradas e incluso reproches que se estaban lanzando entre
ellas, más tarde me comentó que, en el último instante, había tenido la
corazonada de que era mejor no hacerlo así.
Ambas habían dado la impresión de no conocerse de nada, por lo que
era factible pensar que ninguna de las dos podría en realidad decir nada de
la otra; sin embargo, si esto no era cierto, es decir, si estaban disimulando,
quizá por separado cualquiera de las dos podría dar algún paso en falso que
delatara esa hipotética relación.
Quizá he tendido siempre a justificar todas las decisiones que toma mi
hijo y lo hago precisamente por eso, es decir, porque soy su padre, pero,
aunque reconozco que en muchas ocasiones los careos sí son eficaces, en
mi opinión se saca mucho más de los implicados en una muerte cuando se
les aborda por separado y cuando se les impide que interactúen entre ellos.
—Señorita Cox, por el momento no la vamos a necesitar. Le
informaremos de todo lo que averigüemos sobre la muerte de su hermano.
Le ruego que no salga de la ciudad hasta que todo esto se aclare y, sobre
todo, como me ha oído decirle al sargento, tengo que pedirle que no venga a
esta casa por ningún motivo a fin de que no destruya posibles pruebas.
—¿Pruebas de qué, inspector? ¿Qué es lo que me está queriendo decir?
—replicó en el mismo tono altivo que se había apoderado de ella tan pronto
había visto a la que decía ser novia de su hermano.
—No quiero decir nada más que lo que está oyendo. Me gustaría
investigar con calma todo este asunto y no quiero ver por aquí rondando a
nadie que no sea de la policía. ¿Lo tiene claro o me va a obligar a
confiscarle la llave que tiene de esta casa?
Creí haberme quedado petrificado cuando lo oí hablar así, ya que pocas
veces en la vida lo había visto hacerlo. Mirándolo con desprecio y dándole
la espalda con una actitud muy diferente a la que había mostrado la Lisa
Cox que nos había abierto la puerta, la mujer se dirigió a la que había
acabado de llegar.
—Espero que podamos hablar cuando acabe todo este embrollo. Como
entenderá, me gustaría saber con quién se relacionaba mi hermano y si es
verdad lo que usted cuenta.
Marchándose de allí, cambiamos de chica, por decirlo de alguna manera,
y nos quedamos con la nueva, la novia, hasta que se produjo el
levantamiento del cadáver, del que se encargaron el forense y el agente que
lo había acompañado.
En un lapso no superior a media hora, cuando terminaron las
operaciones de las que, no obstante, Hugo y yo no fuimos más que meros
espectadores, nos quedamos a solas con la muchacha.
—Señorita Chandler, no hay necesidad de ir a la comisaría si usted no
quiere. Aunque fue lo que dije antes, en realidad no está detenida ni nada
por el estilo, por lo que podemos charlar en cualquier otro sitio si lo
prefiere.
Me pareció una mala idea ese cambio de opinión, pero no hice ningún
comentario. En aquella situación yo era el subordinado y lo tenía muy claro.
La muchacha, que en un primer momento se había mantenido bastante
íntegra como si no se creyera lo que le estábamos contando y que después
se había derrumbado al ver cómo bajaban el cadáver de su novio por las
escaleras, respondió con la mirada perdida.
—Si no les importa, prefiero que vayamos a mi casa. No sé si podría
soportar estar en cualquier otro lugar. Necesito entender qué es lo que ha
pasado y, sobre todo, por qué.
Tras dirigirme una fugaz mirada, Hugo asintió.
—No hay ningún problema. El sargento y yo la llevaremos —sentenció,
haciéndome un gesto para que acercara el coche.

Veinte minutos después, si acaso no fueron menos, llegamos al barrio en


el que vivía Rachel Chandler. Distaba mucho del lujo y esplendor del lugar
del que veníamos, pero, haciendo honor a la verdad, los dueños de aquellas
casas se acercaban más al estatus de personas como Mathew Cox que al de
los cada vez más numerosos proletarios sobre cuyo futuro se cernían
terribles sombras en la parte final de aquel año de 1929.
Pensé en la chica que acabábamos de conocer y, aunque parezca que no
tiene nada que ver, no pude evitar acordarme del grupo de cinco o seis
ancianas que todas las tardes se sentaban en los bancos de la plazoleta del
barrio en el que vivíamos.
Eran aquellas unas mujeres mayores a las que tan solo un valiente
curtido en mil batallas se atrevería a quitarles el que consideraban su sitio,
aunque no tuvieran en realidad más derecho que cualquier otro a ocupar
esos bancos.
Aquellas mujeres, pensé, no hubieran tardado ni medio minuto en opinar
que Rachel Chandler, sacando tajada a su atractiva figura, no era más que
una aprovechada que se había pegado a Cox únicamente por su dinero.
Aunque aquello quizá podía ser cierto y ya habría ocasión de juzgarlo,
no me dio la sensación de que fuera así cuando vi dónde vivía.
De acuerdo que aquella casa, por lo menos por fuera, no tenía pinta de
ser tan grande como la del muerto, pero tampoco se podía decir, ni mucho
menos, que Rachel Chandler viviera mal o que fuera alguien sin recursos.
No, lo de la chica que se pega al rico se ha convertido en un tópico
demasiado extendido y, aunque basaba mi juicio únicamente en una primera
impresión, no daba la sensación de que aquella lo fuera.
Mientras pensaba en todo esto, la joven sacó unas llaves de su bolso y
nos invitó a pasar, conduciéndonos a una sala en la que nos acomodamos y
en la que ella pidió que la aguardáramos hasta que regresara.
Perplejos por esa familiaridad y por el hecho de que nos tratara como si
fuéramos dos amigos suyos en vez de dos policías, ninguno de los dos nos
atrevimos a hacer ningún comentario durante el tiempo en el que estuvimos
solos en aquella sala.
De nuevo me invadió la sensación de que habíamos cometido una nueva
torpeza porque, por segunda vez, habíamos dejado sola a la chica, al igual
que habíamos hecho con la hermana en la mansión de Mathew Cox. No me
atreví a abrir la boca en aquellos momentos, pero pensé que, tan pronto
estuviera a solas con Hugo, tendría que hablar de este tema con él.
Podrá pensarse, quizá con razón, que éramos los policías con peor
coordinación entre nosotros de todos los que había en la ciudad, pero lo
cierto es que, desde que el comisario Hitchcock nos había dado aquel
«regalo», a excepción del trayecto hacia la casa del muerto en el que Hugo
me había contado todo lo que le había dicho el gordo, como lo llamaba el
forense, no habíamos tenido tiempo de hablar nada más entre nosotros.
Con una imaginación desbordada y rozando la paranoia, imaginé que
aquello podía ser un engaño, que quizá la chica aprovecharía la ocasión
para huir y dejarnos allí, que quizá incluso esa no era su casa y que nuestra
colaboración juntos se iba a iniciar con un estrepitoso desliz por culpa de
nuestro exceso de confianza.
Imaginaba las mofas de las que seríamos objeto cuando todos se
enteraran de cómo una guapa chica se había burlado de dos policías,
aunque, bueno, siempre podríamos defendernos argumentando que no era la
primera vez que eso le había sucedido a un representante de la ley. Patético,
pero no menos cierto.
Claro que, pensándolo bien, aquello no era más que una tontería. ¿Por
qué iba a huir la chica? No tenía ningún sentido, pero es difícil describir el
alivio que sentí cuando la vi aparecer con una bandeja en la que llevaba
tazas, pequeñas jarras y un plato con pastas.
—Sé que no es la hora típica de tomar esto, pero no se me ocurría qué
otra cosa podía ofrecerles —se disculpó.
—No tenía que haber preparado nada. El sargento Rodak y yo estamos
de servicio —se apresuró a aclarar Hugo, quien luego me confesó que había
pensado lo mismo que yo con respecto a la tardanza de la muchacha.
—Lo sé, inspector. Por eso no he traído nada que contenga alcohol. No
podría haberlo hecho, aunque hubiera querido. Está prohibido.
Aquello resultaba irónico. Sí, efectivamente, la ingesta de alcohol o,
para ser más precisos, su manufactura, venta y transporte se habían
prohibido hacía ya diez años, si bien probablemente ese era el periodo en el
que se había consumido más que nunca, a escondidas y, a menudo, en
tugurios de mala reputación.
—Creo que lo más práctico es empezar por el principio y que usted nos
cuente, señorita, cómo conoció a Mathew Cox y cuánto tiempo llevaba
saliendo con él.
Las palabras de Hugo cortaron en seco mis pensamientos sobre la Ley
Seca. Por su parte, Rachel Chandler, abandonando aquella actitud a medio
camino entre la inocencia y la coquetería, se dejó caer en una silla con la
misma expresión de tristeza que un rato antes se había apoderado de la
hermana del difunto.
—Llevábamos juntos año y medio. ¡No me puedo creer que esté
muerto!
Los dos nos quedamos callados, yo porque no quería intervenir y
deduzco que Hugo porque no quería que ella eludiera el tema o desviara la
conversación si él hacía algún comentario al respecto.
—Nuestra relación fue siempre muy discreta. Al principio me chocaba
bastante y no lo entendía. Pensaba que Mathew se avergonzaba de mí o que
me consideraba un simple entretenimiento y que, por ese motivo, nunca
quería que nos vieran juntos en público. Más adelante me explicó que no
quería que me viera mezclada en sus asuntos laborales y que lo hacía por mi
seguridad.
—¿Por su seguridad? ¿Cómo por su seguridad? ¿Qué quiere decir?
—No lo sé, inspector. Fue lo único que me dijo. Así durante todo el
tiempo que estuvimos juntos. Imagino que no quería mezclar el trabajo con
el placer... porque, siendo sincera, placer lo hubo y mucho —añadió la chica
sin el menor rastro de rubor.
»Sí, es cierto, cuando estábamos juntos todo era maravilloso. Mathew
era encantador, pero todo se torcía cuando le sacabas temas como su trabajo
o su familia. Les doy mi palabra de que, hasta esta mañana, no tenía ni idea
de que tuviera una hermana. ¡Y eso llevando con él año y medio!
El inspector se quedó un rato pensativo.
—No le voy a mentir, señorita Chandler. El espectáculo, por llamarlo de
alguna manera, que han protagonizado ustedes dos hace un rato ha sido
bastante surrealista.
—¿Cómo dice? ¿Qué es eso?
—¿El qué? ¿Lo de surrealista? Es una forma de hablar. Es un estilo
artístico que se ha puesto ahora bastante de moda y que es... no sé, bastante
extraño y difícil de entender. Lo que he querido decir es que, viéndolas a
ustedes dos, de repente me ha parecido estar en medio de un teatro de
Broadway.
—Bueno, inspector, ¿qué quiere que le diga? Año y medio de relación
con una persona con la que todo va muy bien, pero que no me cuenta nada
de su vida; voy a su casa y me encuentro no solo con la policía, sino con
una mujer joven a la que no he visto en mi vida y que de repente me suelta
que es su hermana. ¿Cómo quería que reaccionara? ¡No me lo podía creer!
No es que ella fuera tampoco mucho más educada conmigo de lo que yo fui
con ella—se defendió la joven.
No le faltaba razón. Si en verdad esa era la primera vez que habían
coincidido las dos mujeres y, tal y como decían, no se conocían de antes, lo
cierto es que habían saltado chispas entre ellas y no precisamente en el
sentido amatorio que se le da a veces a esta expresión.
—Hay que reconocer que fueron unos momentos de sorpresas
constantes para usted, no lo niego —siguió diciendo mi hijo—. Me figuro
que, como dice, cualquiera de nosotros hubiéramos reaccionado de la
misma manera. Ahora que nos lo ha explicado la creo, pero antes... no sé,
parecía extraño que dos cuñadas, porque eso es lo que son... eran, más bien,
no se conocieran de nada.
—Pues así es, inspector. Le juro que hace tan solo una hora que he
conocido a, como usted dice, mi cuñada.
Si antes el tono de Lisa Cox se había ido agriando en según qué
momentos, el de Rachel Chandler ahora se había cargado también de un
matiz que evidenciaba que no le agradaba especialmente estar hablando de
aquella mujer o, quizá, yendo más allá, descubrir facetas de la vida de su
pareja que, hasta aquella fatídica mañana, parecía haber desconocido por
completo.
—Nos ha dejado claro que el señor Cox no le contaba nada sobre su
vida familiar ni sobre la laboral. ¿Qué hacía entonces cuando estaba con él?
La chica lo miró con escepticismo y con cierta sonrisa burlona que se le
dibujó en el rostro tan pronto formuló la pregunta.
—¿De verdad que quiere que le responda a eso, inspector? ¿Usted qué
cree?
Enrojeciendo por el cariz que, sin pretenderlo, había tomado la pregunta
pero, al mismo tiempo, manteniéndose firme, insistió.
—Sí, señorita Chandler. Todo iba muy bien en su relación, todo era
romántico y apasionado y usted estaba encantada con alguien que se pegó
año y medio sin contarle nada sobre su vida.
»No estoy aquí para juzgar su relación ni lo que usted hacía o dejaba de
hacer con quien parece haber sido un Valentino, que en paz descanse, por
cierto.
Me dio la sensación de que estaba perdiendo los papeles, quizá por la
falta de experiencia en situaciones de este tipo, pero vi que enseguida
intentó serenarse suavizando su tono, imagino que también para evitar que
la chica se cerrara en banda.
—No quiero ser brusco en un momento como este, Rachel. Créame, por
favor, pero usted es, junto a la señorita Cox, la persona que mejor conocía a
Mathew. Todo lo que nos cuenten ustedes dos sobre su personalidad no lo
vamos a averiguar por ningún otro.
—No tenía por qué ponerse así, inspector, y su comparación con
Rodolfo Valentino ha estado fuera de lugar —respondió ella enojada.
—Lo ha estado y le pido de nuevo disculpas por ello, de verdad. Lo
único que quise dar a entender al nombrar a Valentino es que usted
describía a Mathew Cox como un amante apasionado, como si eso fuera lo
único que le importara.
Ciertamente, el comentario podía entenderse de muy diversas formas,
habida cuenta de que Rodolfo Valentino, de quien todos decían que había
tenido una legión de amantes, también había encontrado la muerte a una
edad muy temprana, en 1926, si no estoy equivocado.
Entendía el malestar que dicho paralelismo podía haberle causado a la
joven Rachel Chandler, pero no me pareció mala idea la de jugar la baza y
ver qué respondía después de aquella disculpa tan poco convincente por
parte del policía que la estaba interrogando.
—Inspector, los momentos con Mathew fueron mágicos y no voy a
decirle lo contrario. Quizá yo era su válvula de escape y ese era el motivo
por el que, cuando estábamos juntos, nunca hablaba nada del resto de su
vida —siguió explicando.
»No se crea que yo no pensé en si sería la única o no. ¡Claro que lo
pensé! Joven, guapo, rico, apasionado... ¿Por qué no iba a ser un Casanova
o, como usted dice, un Valentino? Lo reconozco, inspector, también lo
pensé más de una vez.
»Le voy a contar más. Durante un tiempo lo seguí. No, no contraté a
ningún detective, como pasa en las novelas. Podía haberlo hecho, pero no
quería que, si había algo que descubrir, lo hiciera otra persona por mí.
Nunca lo vi con ninguna otra mujer.
Aunque insisto en que la comparación con Rodolfo Valentino no me
había parecido nada acertada, me sorprendió ver al punto al que había
llegado la conversación, con ella admitiendo haber seguido a escondidas a
su novio.
—Esto explica mejor su reacción cuando tuvo delante a su hermana. Si
usted ya desconfiaba de él... —aventuró Hugo.
—No desconfiaba, inspector. Ya no. Bueno, no lo sé. Es cierto que me
parecía todo demasiado bonito como para ser verdad, pero, en realidad,
nunca vi que hiciera nada que confirmara mis temores.
»Y sí, le reconozco lo que usted dice. Imagine cuando esta mañana voy
allí y les encuentro a todos ustedes. Si ya me impactó ver al sargento con el
uniforme de policía, admito que se me hizo un nudo en el estómago cuando
vi a aquella mujer. ¡No me negará que es atractiva, inspector! ¿Cómo iba a
saber yo que se trataba de la hermana?
Hugo volvió a quedarse callado y se sirvió una taza de té, pese a que yo
sabía que no le gustaba demasiado. Supuse que lo hacía a fin de conceder a
la chica una tregua ante alguna nueva idea que quizá había surgido en su
cabeza y que le expondría a continuación.
—Usted estuvo una temporada siguiendo a su novio a fin de averiguar si
mantenía alguna relación con otras mujeres, ¿es correcto?
Rachel Chandler asintió sin decir nada, un tanto a la expectativa.
—Según nos ha contado, nunca lo sorprendió en una aventura con nadie,
pero seguro que, acostumbrada como estaba a que no le contara nada sobre
su vida, fue en ese momento cuando descubrió que iba a tal o a cual sitio.
»Aunque haya sido de una forma tan poco ortodoxa como la de seguirlo
a escondidas, se ha convertido usted en nuestra mejor confidente sobre la
vida de su novio. Necesitaremos que nos dé una relación lo más detallada
posible de a qué sitios lo vio ir y si alguno se repitió con especial
frecuencia... y me temo, señorita Chandler, que esto no vamos a poder
hacerlo de manera informal, como hemos estado haciendo hasta ahora. Voy
a tener que pedirle que nos acompañe a comisaría para que le tomemos
declaración.
La muchacha vaciló.
—No sé si voy a poder recordar todos los sitios. Tampoco lo seguí
tantas veces... solo fueron dos o tres como mucho y fue en verano, hace ya
varios meses —protestó al verse superada por unos acontecimientos que
jamás habría podido adivinar cuando se levantó de la cama aquella mañana.
—Lo que usted pueda recordar. Por insignificante que a usted le
parezca, estoy convencido de que hasta el más mínimo detalle nos resultará
de utilidad —se mantuvo firme Hugo.
»Entretanto y mientras termino el té que me acabo de servir, olvídese
por favor de que somos policías y hable con franqueza. ¿Notó usted un
sentimiento de apatía, tristeza, decaimiento o algo parecido en las últimas
semanas en Mathew Cox?
»No le estoy pidiendo que me hable del crac de la bolsa. Esa parece
haberse convertido en la razón oficial que explica todo lo que sucede en
este país en los últimos quince días. No me refiero a eso, Rachel. Me refiero
a si usted, como su novia que era, intuyó o supo que había algo fuera de lo
normal.
La aludida suspiró y apartó la mirada, momento que aprovechó el
inspector para tensar la cuerda.
—Sé que me va a decir que Mathew no le contaba nada, pero eso ya me
lo ha dicho. Me refiero a aquello que, aunque nadie más lo vea, una pareja
sabe con seguridad que le pasa a la otra persona.
La chica se quedó callada. Se notaba que estaba buscando las palabras
para decir algo que no sabía muy bien cómo expresar y así estuvo por
espacio de aproximadamente medio minuto.
—Es que se está equivocando, inspector. De verdad que no había nada
—dijo finalmente.
—¡Rachel, por favor! Sé que me está usted mintiendo —estalló Hugo,
llegando a asustarme—. ¿Por qué motivo, si no, se ha quedado tanto tiempo
callada? Usted quería contarnos algo.
—Si prefiere que yo salga de la habitación...
No había tenido en ningún momento la intención de hacerlo, pero, ante
la salida de tono de mi hijo y compañero, pensé que, quizá si lo dejaba caer,
se sentiría menos presionada y quizá podría abrirse más en sus
declaraciones. Ella misma fue la que me dijo que no hacía falta.
—Les doy mi palabra de que no les estoy ocultando nada. Es que eso es
lo que no me entra en la cabeza. Sí, de acuerdo, claro que Mathew me dijo
que estaba asustado y preocupado por la crisis financiera, que todo estaba
siendo un caos y que tenía mucho miedo de lo que pudiera pasar.
»Quitando eso, de verdad que yo no noté que le pasara nada más que le
preocupara. Cuando conseguía que se quitara de encima esos desvelos,
volvía a ser el Mathew alegre de siempre. Por eso me he quedado callada,
como usted dice, inspector. No es que quiera ocultar nada. ¿Por qué iba a
hacerlo? ¡Es que no consigo entender por qué se ha quitado la vida!
Su voz se quebró y se echó a llorar. Hugo y yo nos miramos. Hice una
negativa con la cabeza para indicarle que, si había calificado aquello como
una conversación informal y no como una verdadera declaración, no forzara
la situación. Él se quedó callado, esperando a que la chica se repusiera.
—¿Es absolutamente necesario que vaya a la comisaría ahora? Sé lo que
me ha dicho de que debo prestar declaración, pero créame que ahora mismo
no puedo hacerlo. ¡Estoy destrozada! Insisto en que no lo entiendo, de
verdad.
Hugo me volvió a mirar. Esta vez no hice ninguna seña.
—No es necesario que nos acompañe ahora si no quiere —decidió—.
Nos hacemos cargo de la situación y entendemos que está siendo un
momento muy duro para usted. Será suficiente con que se persone lo antes
que pueda y nosotros mismos daremos fe de que usted no estaba en
condiciones de haberlo hecho antes.
»Con todo, y así como voy a confiar en que esta misma tarde ya se haya
pasado a prestar declaración, le voy a pedir que nos anticipe lo que recuerde
de los lugares que frecuentaba Mathew cuando usted lo seguía. Un favor
por otro, señorita. El sargento y yo tenemos que ponernos manos a la obra.
No estoy seguro de si fue o no una decisión acertada. Cada uno tendrá
una opinión diferente. En todo caso, ella, enjugándose las lágrimas y
agradeciendo la concesión que le había hecho, se levantó del sofá y se
dirigió a un pequeño aparador, de cuyo uno de sus cajones sacó un lapicero
y un pedazo de papel que se veía que había sido arrancado de algún otro
sitio.
Haciendo un esfuerzo de concentración que ninguno nos atrevimos a
interrumpir, Rachel Chandler garabateó varios trazos de forma discontinua
y con intervalos en los que se quedó mirando al vacío y que me parecieron
el gesto habitual de quien está intentando recordar.
—Sé que no son muchas, inspector, pero aquí hay tres o cuatro
direcciones a las que sí vi que iba con cierta frecuencia... bueno, frecuencia,
si se puede llamar así. Ya le dije que solo lo seguí un par de veces... tres a lo
sumo.
Hugo miró el papel que le había extendido la chica y luego me lo pasó.
Efectivamente, tan solo había tres direcciones. No era mucho, pero por lo
menos permitía tener algo por lo que empezar.
—Se lo agradezco enormemente, señorita Chandler. Le recuerdo que
quiero que vaya a declarar hoy mismo y que, permitiéndole que no venga
ahora con nosotros, me estoy exponiendo a una seria reprimenda por parte
de mis superiores —le insistió, por no decir reprochó.
La muchacha volvió a suspirar ruidosamente y realizó un aspaviento de
protesta.
—¿Acaso piensa que no lo voy a hacer, inspector? Solo le estoy
pidiendo que me deje recuperarme del disgusto. ¡Estoy completamente rota!
¡¿Acaso no lo entiende?!
Más tarde hablaría con él. Conociendo sus siempre buenos sentimientos,
imaginaba que sentiría lástima de ella pero que, al mismo tiempo, estaría
aterrorizado pensando en el comisario Hitchcock dándole gritos por su
conmiseración. La primera vez de cualquier cosa siempre es muy
complicada.
Se levantó sin responderle. Pensé que no querría herirla ni ahondar en su
dolor, pero tampoco mostrarse blando. Desde luego, no decir nada era la
mejor opción. Guardándose en un bolsillo el pedazo de papel que ella le
había dado con las direcciones, me hizo un gesto para que nos
marcháramos.
Nos disponíamos a salir por la puerta, cuando Hugo se volvió hacia una
Rachel Chandler que había vuelto a empezar a llorar.
—¿Por qué fue esta mañana a casa de su novio? —le preguntó a
bocajarro.
Tragando saliva, ella le respondió con cierta dosis de rabia en sus
palabras.
—Porque me gustaba estar con Mathew, inspector. Sé que soy la rubia,
la sospechosa perfecta, pero está completamente equivocado en lo que
piensa. No soy yo de quien debe sospechar, créame.
—¿De quién debo sospechar? ¿Me sugiere a alguien?
—¡Averígüenlo ustedes! ¡Ese es su trabajo! —nos gritó.
Sin hacer ningún comentario a este último reproche, Hugo le dio la
espalda y ambos salimos a la calle, cerrando la puerta tras nosotros.
Muchas calles
Empleamos todo el día en investigar a qué correspondían las direcciones
que la muchacha nos había anotado en el papel y que, como me imaginaba,
resultaron ser indicaciones bastante inexactas.
—El cruce de la calle tal con la calle cual, la frutería de la esquina...
¡Esto no nos ayuda mucho, la verdad! Podría haber sido mucho más
concreta.
Me rasqué la coronilla antes de responder a sus protestas.
—Bueno, en parte es normal —opiné—. Si se piensa, la chica siguió a
su novio hace unos cuantos meses y, de acuerdo, puede que lo viera
entrando aquí o allá, pero que se mantuviera a tanta distancia como para
que no se fijara en el número. ¿O acaso tú te acuerdas de dónde fuiste el
verano pasado?
—No, papá, desde luego que no, pero es que yo no estaba siguiendo a
nadie. Cuando sigues a alguien sí que te fijas en esos detalles, ¿no?
—Yo creo que no, Hugo —objeté—. Yo me fijaría si viera que mi pareja
entra en una casa particular, en algún piso... Ahí sí que sospecharía que
tiene un amante y ahí sí que me cercioraría de dónde vive esa persona.
Ahora bien, si donde entró Mathew Cox fue en sitios muy comunes, es
normal que no se fijara en el número exacto.
—Sí, te comprendo —admitió—. Sé lo que quieres decir. Si sigo a
alguien y veo que va a una droguería, pues me quedo con que ha ido a ese
establecimiento en concreto, pero no con que se corresponda con el número
tal de la calle cual.
—A eso me refiero.
—Sí, de acuerdo, lo entiendo. Lo que quieres decir es que no le llamó la
atención ningún sitio en concreto de los que fue y, por eso, sus anotaciones
son tan vagas en vez de habernos especificado el número tal de la casa cual.
¿Es eso?
Asentí.
—También puede ser que no haya querido ser más concreta —siguió
objetando—. En todo caso, a ver si cuando vaya a declarar, si lo hace, es un
poco más precisa porque ya verás cómo nos ha mandado a dar mil vueltas
por la ciudad.
Dejé pasar unos segundos antes de hablar.
—Está claro que no te ha caído bien o que hay algo que no te gusta de
ella... o quizá sea justo lo contrario —aventuré.
No me respondió y, para más inri, nuestras primeras pesquisas le dieron
la razón. El cruce entre la calle tal y la avenida cual resultó ser un lugar
lleno de establecimientos.
—¡Genial! Ahora nos toca adivinar a dónde fue el muerto el verano
pasado. ¿Vino aquí a comprar flores? ¿Se citó con alguien? ¿Tomó algo en
un bar? ¿Compró un periódico en ese quiosco? ¡Como si alguien fuera a
acordarse de él medio año después! —bufó de nuevo Hugo.
—¡No pierdas la fe! —le animé, esta vez sin poder evitar echarme a reír
ante sus constantes quejas—. Yo creo que no debió de citarse con nadie
porque, si no, su novia lo habría visto y nos lo habría dicho... ¿no? Quiero
decir, que ella insistió en que nunca lo vio encontrarse con nadie.
—Lo que dijo fue «con ninguna mujer», si no estoy equivocado —
puntualizó Hugo.
Me encogí de hombros.
—Pudo quedar con algún varón, si tenía algún negocio con él o algo...
pero no sé, yo creo que la chica lo habría visto y nos lo habría dicho. Yo
creo que no debió de acudir aquí por una cita, sino porque vendría a alguno
de estos establecimientos. Ahora bien, coincido contigo. ¿A cuál?
Por muchas vueltas que le diéramos a aquel asunto y por muy pesimistas
que nos pusiéramos, estaba muy claro que solamente había una cosa que
podíamos hacer y esta no era otra más que entrar en la mayor cantidad
posible de sitios y preguntar.
Ciertamente, todo hubiera sido mucho más sencillo si Rachel Chandler
nos hubiera acompañado, pero, si no se encontraba bien como para acudir a
la comisaría a prestar declaración, quizá tampoco nos habría resultado de
utilidad si hubiera estado con nosotros.
Entre panaderías, floristerías, tiendas de ultramarinos, casas de empeños
y mil negocios más de todo tipo, ni se sabe en cuántos establecimientos
entramos, en cuántos enseñamos una fotografía de Mathew Cox que nos
habíamos agenciado y en cuántos nos respondieron que no lo habían visto
nunca.
Me vinieron a la cabeza las novelas de Fu Manchú que escribía por
aquellos años Sax Rohmer y en las que la parte visible de una tienda a
menudo no era más que el punto de entrada a una trastienda de enormes
dimensiones y a todo un mundo oculto en el que se desarrollaban todo tipo
de actividades clandestinas.
Los años veinte habían supuesto la proliferación de multitud de
establecimientos de ese tipo, con doble cara, con una vertiente de negocio
respetable que hacía las veces de tapadera y con otra en la que se
desarrollaba todo lo ilegal y lo que mantenía realmente a flote el negocio.
Me pregunté si muchos de los sitios que visitábamos no serían así, es
decir, escondrijos de todo un mundo que se ocultaba detrás de los
mostradores en los que éramos atendidos por personas, como norma
general, poco amigas de que la policía entrara en sus locales.
Quizá Mathew Cox había desarrollado alguna actividad fuera de la ley y
de ahí sus visitas a aquella parte de la ciudad, si bien, cuando pude pensarlo
con cierto detenimiento, esto es, cuando la emoción inicial se fue diluyendo
conforme el cansancio hacía mella, empecé a considerar que aquello no
tenía ningún sentido.
No, no lo tenía porque no estábamos haciendo otra cosa más que
regirnos por las indicaciones que nos había puesto en un papel una chica
que, según ella, solo lo había seguido dos o tres veces.
—¡Ya me estoy cansando de dar vueltas! Tenemos que volver a casa de
la Chandler y que nos sea más concreta o que venga con nosotros —había
protestado Hugo.
De nuevo pensé en la ambigua reacción que había experimentado ante
su presencia, apretándole las tuercas y despotricando contra ella cuando le
venía en gana, pero, al mismo tiempo, no siendo capaz de esconder la
fascinación que parecía haber despertado en él, si acaso no era más que un
irracional deseo de controlarla.
Por otro lado, nuestro primer día juntos estaba siendo especialmente
desastroso y de ello nos dimos cuenta cuando, tras haber estado pateando
durante un par de horas el otro extremo de la ciudad sin resultados
satisfactorios, descubrimos que la segunda de las direcciones que estaban
anotadas en el papel correspondía en realidad a una calle que estaba a
escasas tres manzanas de la residencia de Mathew Cox.
—¡Buff, qué despiste! Deberíamos habernos dado cuenta de lo cerca
que teníamos esta dirección. Es a la que deberíamos haber ido primero.
Como se entere el comisario de la cantidad de palos de ciego que estamos
dando...
Había utilizado las palabras correctas porque, sí, en realidad, desde que
habíamos salido de la casa de Rachel Chandler, no habíamos hecho otra
cosa. Con todo, esta segunda dirección parecía, de entrada, más
prometedora al tratarse de una calle secundaria que apenas tenía tres locales
abiertos.
En dos de ellos no tuvimos ningún éxito, pero, contra todo pronóstico, el
panorama cambió por completo cuando entramos en el tercero, una
lavandería con una llamativa fachada de color verde.
—¡Hola, chicos! ¿Puedo ayudaros en algo? ¿Sabéis cómo funciona?
Nos había hablado un personaje alto y espigado, con barba, que tenía
pinta de ser el encargado y que me dio la sensación de que era el típico
pesado que uno nunca se quitaba de encima hasta que no salía de allí con su
ropa limpia. Lucía una sonrisa bobalicona que se le cortó de raíz cuando vio
que éramos policías.
Por enésima vez, repetimos el protocolo que llevábamos todo el día
poniendo en escena, esto es, le enseñamos la foto de Mathew Cox
esperando a que nos dijera que no lo conocía de nada. Esta vez, sin
embargo, por fin la respuesta fue diferente.
—¡Claro que lo conozco! Es uno de mis mejores clientes. ¿Por qué lo
preguntan? ¿Ha sucedido algo?
Hugo no solo no le desveló nada, sino que anduvo ingenioso y rápido a
la hora de responderle que no era de su incumbencia, pero que quería que
nos contara todo lo que supiera de él.
—No sé nada. Ya les he dicho que no es más que un cliente. No le voy
preguntando la vida a mis clientes —se puso a la defensiva.
—No sé qué pensar. Parece usted bastante... ¿cómo decirlo?...
dicharachero y charlatán.
Me enorgulleció que Hugo respondiera así y que no se dejara engañar
por sus palabras puesto que, efectivamente, aquel tipo tenía pinta de saber
cosas o quizá era lo que ambos deseábamos con todas nuestras fuerzas
después de una mañana en la que nadie había sabido nada.
—¿Charlatán? No, inspector, tampoco es eso. Simplemente me gusta
que los clientes reciban el buen trato que se merecen. En cuanto al señor
Cox, sus visitas son bastante frecuentes. Viene todas las semanas con una o
dos bolsas de ropa sucia y siempre deja buenas propinas.
—¿Siempre venía él en persona o lo hacía a veces alguien por él?
Había intervenido porque, si bien delante de las dos chicas no había
querido hacerlo para que no pareciera que asumía el rol que le correspondía
al inspector, sentía que, a pie de calle, la jerarquía ya no estaba tan definida,
sobre todo después de que mis piernas estuvieran tan destrozadas por la
caminata como seguramente lo estarían las suyas.
—Siempre él. Siempre él en persona —se reafirmó el encargado de la
lavandería—. Ya les digo que además lo hace todas las semanas, sin fallo.
¿Por qué me lo pregunta en pasado?
Hugo no solo no le respondió, sino que le lanzó otra pregunta con un
especial brillo en los ojos.
—¿Vino ayer?
—Ayer no, anteayer —respondió de forma escueta.
—¿Está completamente seguro? Tiene mucha más importancia de lo que
usted pueda creer.
—¡Absolutamente, inspector! Yo mismo lo atendí —se mantuvo firme
el interrogado—, lo que, por otra parte, no es difícil teniendo en cuenta que
soy el único que trabaja aquí.
No conseguía entender qué importancia podía tener el hecho de que el
muerto hubiera estado o no en la lavandería el día anterior y quizá por eso
esperaba que Hugo siguiera haciéndole preguntas. Lo que sucedió fue justo
lo contrario.
—Ha sido usted de gran ayuda. Se lo agradecemos un montón. Ya
podemos irnos, sargento.
Así fue como nos vimos de nuevo en la calle, con Hugo tirando de mi
brazo para alejarme de la puerta de la lavandería. Deduje que lo hacía para
que el encargado no pudiera escuchar ningún comentario que hiciéramos
entre nosotros y no se equivocó, puesto que se asomó para seguirnos con la
mirada.
—¿Qué pasa? No entiendo nada. ¿Qué tiene que ver la lavandería con
todo esto? Y esta forma de salir a toda prisa.
Cuando ya nos habíamos alejado lo suficiente, bajamos el ritmo de
nuestros pasos.
—No, no, lo de salir así, como dices, no ha sido por nada, sino porque
realmente no teníamos nada ya que hacer allí —me contestó—. En cuanto a
lo de si Cox estuvo o no aquí ayer, guarda relación con lo que te dije del
pijama, pero ya te lo explicaré más tarde.
—¿Otra vez con el pijama? No lo entiendo, yo no le veo nada de
particular.
—No lo sé, papá, quizá no tenga importancia, pero hay algo que me
ronda por la cabeza. Entretanto, podemos acudir a la tercera dirección que
nos ha anotado Rachel Chandler o dejarlo para otro momento y volver a la
mansión de Mathew Cox, puesto que hay varias cosas que me urge
comprobar.
Se me quedó mirando.
—¿Quieres que sea yo quien decida? No lo sé, tú eres el inspector.
Llevas todo el día haciéndome dar vueltas de aquí para allá —protesté,
aunque, como ya he dicho varias veces, por dentro me sentía enormemente
contento de que tomara la iniciativa.
—Lo primero que quiero hacer es comprobar si Rachel Chandler ya ha
acudido a prestar declaración, tal y como le indiqué. Tiempo ha tenido y
solo espero que no nos haya engañado abusando de nuestra confianza.
De nuevo volví a pensar en la cuasi obsesión que Hugo estaba
demostrando tener con ella. Me parecía hasta cierto punto comprensible
habida cuenta de que se trataba de una Clara Bow en rubio, pero, aun así,
empezaba a inquietarme un tanto el asunto, máxime cuando a la hermana,
que también había demostrado tener su carácter, ni la había vuelto a
nombrar desde que nos habíamos despedido de ella.
Tras localizar un teléfono público desde el que Hugo llamó a la
comisaría, nos enteramos de que la chica, efectivamente, había cumplido su
palabra, lo que pareció tranquilizar e incluso aliviar a mi hijo.
Visiblemente contento por ello, abordó de nuevo la disyuntiva que me
había propuesto.
—Creo que vamos a ir a la tercera dirección del papel. La casa de Cox
siempre va a estar disponible, pero quizá nuestro tercer destino no si se
trata, como la lavandería, de algún negocio que cierre. Estamos ya a mitad
de la tarde y es posible que nos estemos quedando sin tiempo. Por otra
parte, antes de centrarnos en otras cosas, quiero acabar con la nota de
Rachel y saber qué hay en St. Martin Pine Street.
Suspiré. Aquello suponía tener que volver a utilizar el coche para ir al
extrarradio de la ciudad, puesto que no era posible desplazarse andando
hasta allí en una franja temporal que estuviera por debajo de una hora.
Me reconfortó, eso sí, poder descansar durante el trayecto. Imaginaba
que, una vez llegáramos allí, nos veríamos obligados a iniciar de nuevo el
mismo proceso de intentar adivinar a qué lugar en concreto podría haber ido
el muerto para encontrarnos, por tercera vez aquel día, no pocas personas
que nos dijeran que no lo conocían de nada.
Lo que estaba a una hora andando desde la lavandería no fueron más
que veinte minutos en coche. Para mi alivio, tampoco se trataba de una calle
enorme, por lo que nuestra labor no sería tan pesada ni tan infructuosa
como lo había sido con nuestro primer destino.
Sentíamos que debíamos tomar una decisión rápida si no queríamos
tener que volver al día siguiente. Al ser el mes de noviembre, esto es, la
parte final del otoño, cada día anochecía más temprano y, aunque por lo
general la policía no tiene problemas en que le abran las puertas, tampoco
era cuestión de estar llamando al azar a las casas solo para preguntar por
una persona.
En aquella calle había un parque, que se encontraba completamente
vacío por las horas en las que ya estábamos y por el descenso de la
temperatura. Era fácil imaginar que poco antes habría estado lleno de niños,
puesto que junto a él había un colegio.
La calle, sin salida para los vehículos, acababa en un pequeño apeadero
ferroviario. Tan pronto lo vi, se me heló la sangre en las venas porque
imaginé que nuestro viaje hasta allí podría haber sido completamente inútil.
¿Y si Mathew Cox se desplazaba hasta allí únicamente para pillar un
tren? De ser así, no habría manera de saber a ciencia cierta a dónde fue o,
por lo menos, estaba claro que no iba a ser algo que fuéramos a averiguar
aquella misma tarde.
Sí, podríamos intentar indagar si compró un billete en algún momento
del verano pasado, pero aquello sería como buscar una aguja en un pajar.
¿Qué día concreto? No creo que hubiéramos podido saberlo ni que Rachel
Chandler se acordara de ello. Por otra parte, uno no da su nombre cuando
compra un billete de transporte, por lo que, en realidad, nada íbamos a
poder descubrir al respecto.
Por otro lado, la chica siguió a su novio tan solo en un par de ocasiones,
tres a lo sumo. Eso significaba que llevábamos todo el día detrás de los
pasos de un hombre que pudieron ser circunstanciales y no necesariamente
un hábito. ¿Y si coincidió que fue a todos aquellos sitios solo los días que
ella lo siguió o quizá tan solo uno de ellos como podía haber ido a otros
cualesquiera?
A juzgar por su rostro, la misma sensación pesimista se había apoderado
de Hugo. Los dos nos habíamos quedado plantados en medio de la calle, sin
saber muy bien a dónde ir hasta que actuó movido por un impulso
repentino, como el del cazador cuando, tras un largo tiempo de espera, ve
cómo salta la pieza delante de él.
—¡Allí! ¿Qué te apuestas a que es allí?
Me quedé mirando a donde apuntaba su dedo. Era una casa solitaria,
más baja que las que la rodeaban y con un pequeño jardín vallado en la
entrada.
—¿Allí? ¿Por qué precisamente allí? —pregunté.
—Mira el cartel de la puerta.
Lo veía, pero desde aquella distancia no podía ver qué es lo que ponía.
—No lo leo desde aquí —le hice saber a Hugo.
—¿En serio? ¡Qué viejo estás! Acerquémonos porque tengo la
corazonada de que ese es el sitio.
Lo hicimos y, cuando lo tuve delante, pude ver lo que indicaba: «Ross,
psiquiatra». No necesitamos comentarlo. Desde luego que podíamos
equivocarnos, pero aquello era algo más que plausible. De entre todas las
posibilidades que, a simple vista, ofrecía aquella calle, la del psiquiatra era
la más lógica en una persona que se había quitado la vida durante la noche
anterior.
Ross
Hugo llamó a la puerta. Nadie respondió. Aquello tenía pinta de ser un
domicilio particular que, a su vez, hacía las funciones de clínica. Ningún
problema, siempre que tuviera licencia para ello. No era eso tampoco lo que
debía preocuparnos en aquel momento.
La luz de una lámpara reflejada en el cristal de una ventana parecía
evidenciar que, a no ser que se la hubiera dejado encendida, había alguien
en el interior, por lo que Hugo insistió, aporreando la puerta con más fuerza.
Nos abrió un hombre moreno, con cara de susto, envuelto en sudor y, lo
que resultaba más llamativo, con la mano ensangrentada. Paralizado mi hijo
por la apariencia tan inesperada de quien nos abrió la puerta, saqué en un
acto reflejo mi pistola y lo apunté con ella.
—¡No es nada, no es nada! ¡Simplemente es un corte! —gritó el
hombre, asustado al ver el revólver—. Justo me lo he hecho unos instantes
antes de que llamaran a la puerta y, como han insistido, he venido a abrir
cuando he visto el uniforme de este señor.
Me guardé el arma al ver que, efectivamente, parecía no haber ningún
peligro. El hombre se hizo a un lado, invitándonos a pasar, no recuperado
todavía de la impresión que le había causado el hecho de que lo apuntara
con la pistola.
—Me llamo David Ross. ¿En qué puedo ayudarles?
Recuperando la compostura, Hugo le enseñó la fotografía de Mathew
Cox. El psiquiatra lo reconoció al instante.
—Sí, ya lo creo que lo conozco. Es paciente mío desde hace... no sé,
quizá un par de años.
—Pues me temo que ya no lo será más, puesto que está muerto —le
respondió Hugo sin contemplaciones—. ¿Podemos ir a su oficina, a una
sala o a un lugar más cómodo?
Se hizo el silencio. Al igual que había sucedido con la hermana y la
novia de Mathew Cox por la mañana, el psiquiatra se quedó sumido en una
especie de trance, como digiriendo la noticia, hasta que, sin decir nada, nos
pidió que entráramos en una habitación.
—Pasen a mi despacho, pero, por favor, permítanme primero...
Nos mostró la mano.
—¡Sí, por supuesto! —le concedió Hugo— ¿Cómo se lo ha hecho?
—De la manera más tonta que se pueda imaginar. Simplemente iba a
comerme una manzana y ya ve usted el estropicio que me he hecho. No me
encuentro muy bien, la verdad, y me tiembla algo el pulso.
—No se preocupe, en serio. Vaya a curarse esa mano. El sargento y yo
le esperaremos aquí.
Nos acomodamos en su despacho en un par de sillas que había enfrente
de su mesa, aunque no pude evitar que mis ojos se fueran al típico diván
que nunca podía faltar en un sitio como aquel... o por lo menos eso era lo
que siempre se veía en las películas, puesto que, en realidad, nunca me
había tocado ir a ninguna consulta de esas características, ni en lo personal
ni en lo profesional.
Efectivamente, en su mesa había una manzana sin tocar y una navaja de
pequeñas dimensiones a su lado que, a juzgar por lo que habíamos visto,
debía de contar con un poderoso filo.
Dos pensamientos cruzaron en aquellos momentos por mi cabeza: el
primero, lo torpe que era yo también cuando debía manejarlas y la enorme
cantidad de cortes que me había llevado en muchas ocasiones cuando
preparaba alimentos; el segundo, que por tercera vez habíamos dejado sola
a una persona de las que tenía relación con el muerto, pese a que con
Rachel Chandler había jurado y perjurado para mis adentros que se trataba
de un error que no podíamos volver a cometer.
Si la primera vez Lisa Cox no se movió del sofá en el que se había
quedado y la segunda Rachel Chandler apareció con una bandeja de té y
pastas, en esta ocasión tampoco hubo ningún problema y el psiquiatra,
David Ross, acudió a los pocos minutos con la mano herida vendada.
Se volvió a disculpar, se sentó en su silla y, cuando se dio cuenta del
desorden que había ocasionado su accidente con el cuchillo y la manzana,
incluidas un par de gotas de sangre que se veían encima de la mesa, se
apresuró a limpiar las manchas y a recoger los objetos.
—Ustedes dirán. ¿En qué puedo ayudarles?
—Necesitamos que nos cuente todo lo que sepa sobre Mathew Cox, aun
cuando pudiera tratarse de asuntos confidenciales.
—¡Un momento! No pueden pedirme nada de eso, aunque fuera mi
paciente. Me temo que si no traen una orden judicial... —empezó a
protestar el psiquiatra, claramente violentado.
—Y yo me temo, señor Ross, que es usted la única persona que nos
puede ayudar y, como comprenderá, no vamos a dejar pasar esta posibilidad
—le atajó Hugo—. Tiene usted derecho a exigir la orden, pero tenga muy
claro que mañana a primera hora estaremos aquí con ella y no nos
detendremos en nuestro empeño, aunque usted esté con gente.
»Quizá sea mucho más inteligente que hablemos ahora, que parece que
ya ha terminado su jornada laboral y que ya no espera pacientes. Como
usted prefiera, pero mañana podemos ser mucho más hostiles o incluso
obligarle a venir a comisaría si le contamos al juez que esta tarde no ha
querido colaborar con nosotros. No creo que eso sea nada bueno para el
negocio, señor Ross.
El psiquiatra pareció reflexionar y darse cuenta de la situación, puesto
que cambió su actitud de forma muy radical desde ese momento.
—Les ruego que me disculpen. No he dicho en ningún momento que no
quiera colaborar con ustedes. Es que no me encuentro muy bien y, de hecho,
he tenido que suspender las visitas a mitad de tarde, pero bueno, responderé
con gusto a lo que quieran saber.
—No le entretendremos mucho, créame —se mostró más
condescendiente Hugo al ver su cambio de actitud—. Será suficiente con
que nos cuente su relación con Mathew Cox, aunque sea en sus aspectos
más relevantes. Ya habrá ocasión de entrar en detalles si ahora no se
encuentra muy bien.
—Bueno, inspector, era una relación puramente profesional.
—Me lo imagino, doctor, pero he aquí que necesitamos saber qué era lo
que le contaba el señor Cox, puesto que, hasta donde conocemos, parecía
ser alguien bastante reservado, por no decir cerrado.
David Ross hizo una mueca de extrañeza, como si no estuviera del todo
de acuerdo con lo que había dicho el inspector.
—No sé qué decir. A mí no me dio la impresión de que lo fuera, si le
soy sincero. Hay gente a la que no le gusta contarle cosas de su vida a los
demás y eso no quiere decir que sean tímidos o reservados, como usted
dice. Aquí, desde luego, solía hablar sin tapujos.
Se hizo de nuevo el silencio, como si no quisiera hablar más de la
cuenta, si bien, cuando Hugo le insistió en si en las últimas semanas le
había sucedido algo fuera de lo normal o si había tenido alguna crisis, se
convirtió en la típica persona que pasa de no querer contar nada a soltarlo
todo de golpe.
—Le pasó lo que a todo el país, inspector. Se hundió como el Titanic. Se
arruinó y estaba totalmente deshecho. Por fuera aparentaba controlar la
situación, pero por dentro era una persona aterrorizada que sabía que su
vida había dado un vuelco y que había entrado en un pozo del que no tenía
claro si podría salir.
—Entiendo que se refiere usted a lo estrictamente económico y a las
pérdidas sufridas por el crac financiero —puntualizó Hugo.
—Sí, claro.
—Quiero decir —le volvió a interrumpir— que usted ha dicho antes que
Mathew Cox era paciente suyo desde hacía aproximadamente dos años,
pero el crac estalló hace tan solo un par de semanas. Antes de que eso
sucediera, me figuro que serían otros los problemas que preocuparan a su
paciente, ¿no es así?
—Correcto, inspector. Antes de la crisis de la bolsa, era más bien
alguien que me dio la sensación de que buscaba una persona con la que
hablar o con la que desahogarse sin más. Existe la creencia muy
generalizada, lo que espero que cambie algún día, de que al psiquiatra solo
acuden los que están locos. Nada más lejos de la realidad, eso no es más
que un prejuicio estúpido.
»El señor Cox empezó a acudir a mi consulta porque no conseguía
superar la muerte de sus padres, aun cuando ambos habían ya fallecido a
comienzos de la década. Más tarde, pasó a hablar de asuntos más rutinarios
como su trabajo o sus problemas sentimentales. Lo habitual en muchos de
los que vienen por aquí.
—¿Ha dicho usted problemas sentimentales?
Hugo había llegado a incorporarse en la silla en la que estaba sentado y,
para hacer honor a la verdad, imaginé que eso sucedería tan pronto vi cómo
Rachel Chandler aparecía en aquella conversación.
—Sí, bueno... Cox tenía una relación con una chica rubia, de enorme
belleza, y eso le generaba bastantes inseguridades, miedo a perderla e
incluso celos. A eso me refería. Vaya, nada que sea especialmente
tormentoso o fuera de lo habitual teniendo en cuenta los escándalos que se
oyen constantemente.
—Entiendo. Prosiga, por favor —le invitó Hugo—. ¿Qué me puede
contar acerca de lo laboral?
David Ross suspiró y la preocupación se reflejó en su rostro.
—¿Acerca de lo laboral? Ya le digo que un desastre.
—No me refiero a las últimas dos semanas —puntualizó Hugo—.
Quiero decir en general. ¿Hablaba a menudo Mathew Cox sobre su trabajo?
Quizá las cosas no le iban tan bien como podemos creer y con usted sí que
se sinceraba. Vamos, por favor, no me haga creer que acudía a usted solo
para hablar de la relación con su novia o de las cosas que le ponían tristes.
¡No me lo trago!
David Ross se irguió en su asiento.
—En ningún momento he dicho que él solo hablara de eso, inspector —
se defendió—. Es cierto que las primeras conversaciones sí que fueron
sobre temas más familiares, privados..., pero luego llegó un día en el que sí
empezó a hablar cosas de su empresa. Llevaba un tiempo especialmente
preocupado por la labor de su socio y sí que es verdad que me habló a
menudo de ello.
Me acordé del socio, a quien también había nombrado la hermana y
quien me figuré que se convertiría en nuestro siguiente objetivo, si bien
esperaba que eso no sucediera hasta la mañana siguiente. Entendía la
energía de Hugo porque yo también la había sentido de joven. Era más que
comprensible siendo además su primer caso como inspector, pero en serio
que yo necesitaba urgentemente descansar y solo esperaba que no
saliéramos de allí con la intención por su parte de abordar al socio.
—¿A qué se refiere usted cuando dice «un tiempo»? —le preguntó.
—No sabría decirle, inspector. Quizá desde primavera o desde finales de
verano.
El psiquiatra se quedó callado. Me pareció que quería volver a su actitud
inicial de mostrarse cauto y que se disponía a echar mano de la
confidencialidad que todo médico debe a sus pacientes cuando, quizá
acordándose de la amenaza de Hugo de presentarnos de nuevo con una
orden judicial y de llevarlo con nosotros a comisaría, empezó a explayarse
sin necesidad de que le dijéramos que lo hiciera.
—No sé si mi interpretación les valdrá o no de algo. Ni siquiera sé si me
lo están preguntando, pero les diré que yo creo que se refería a que su socio
tenía contactos con la mafia.
»Todos estos años han sido muchos los que se han enriquecido de forma
ilegal. No quiero decir que lo hiciera mi paciente, puesto que, si él hubiera
estado metido en algo, no creo que hubiera confesado alegremente un
delito, pero sí que insistía a menudo en que no se fiaba de su socio y que
frecuentemente lo veía rodeado de gente poco recomendable.
»¿Quién sabe si al final no acabó él implicado de alguna manera y era
eso lo que le corroía por dentro? A menudo nos resistimos a hacer algo,
pero nos puede la presión, el miedo al rechazo y acabamos cediendo. Quizá
por sentirse más poderoso o por querer impresionar a la rubita...
Esta vez fue Hugo el que se irguió en su asiento. Otra vez ella, otra vez
Rachel Chandler.
—Pero vamos a ver —le cortó con brusquedad—. ¿Todo esto son
certezas o divagaciones suyas? Exactamente, ¿qué es lo que le contó
Mathew Cox sobre su socio? Haga el favor y no mezcle lo que le dijo en
verdad con lo que usted simplemente imagina.
El otro se revolvió indignado en su asiento.
—¡No pretendo otra cosa más que ayudar, inspector! ¡No es necesario
que muestre esa actitud conmigo! —protestó, dando un puñetazo encima de
la mesa y sufriendo acto seguido una contracción por el intenso dolor que
debió de provocarle el haberlo hecho con una mano que no recordaba que
tenía herida.
Me vi obligado a intervenir.
—¡Haga el favor de tranquilizarse y ni se le ocurra ponerse violento! A
estas alturas de la tarde, ya de noche en realidad, no me apetece tener que
ponerle las esposas. Hemos venido aquí amistosamente para tener una
charla con usted, nada más. Por favor, vamos a hacer que continúe siéndolo.
Las últimas palabras las pronuncié lanzándole a Hugo una mirada de
enfado, puesto que, en realidad, iban más dirigidas a él que al psiquiatra. En
otras condiciones, jamás se me habría ocurrido hacerlo, pero, por encima de
las jerarquías laborales, había una autoridad que un padre siempre tenía
sobre un hijo y decidí que aquel había sido un momento en el que recurrir a
ella se había convertido en una necesidad para evitar que la situación se
descontrolara.
Él pareció entender el mensaje, porque se quedó callado hasta que el
psiquiatra acabó con los aspavientos de dolor, antes de seguir hablando.
—Perdónenme, por favor. No quería perder los papeles. Ya les había
dicho que esa era mi interpretación. Entiendan, insisto, en que nadie va a
reconocer abiertamente que tiene contactos con la mafia.
»Lo que he querido decir es que él debía de saber que su socio los tenía.
Últimamente me hablaba mucho de él y me temo que sus tejemanejes
acabaron arrastrando a mi paciente a una espiral de la que no supo o no
pudo salir.
»¿Saben, señores? No sé si será el caso de Cox, pero estoy más que
seguro de que la mitad de los suicidios que han tenido lugar en todo el país
en estas dos semanas no han sido tanto por el hecho de arruinarse, que
también, sino por el pánico que le ha producido a cada uno el hecho de
haber perdido los beneficios que necesitaban para saldar las deudas
contraídas con la mafia.
Podía equivocarse, como todos, pero no le faltaba razón. Eran muchos
los que, siendo totalmente desconocidos, de la noche a la mañana se habían
convertido en los más adinerados de su entorno, comprándose llamativos
coches o luciendo sus mejores trajes.
¿Cómo lo habían hecho? ¿Con esfuerzo, tesón y sacrificio? Algunos sí,
no lo discuto, pero otros habían recibido ayudas extraordinarias para
conseguirlo. Algunos hablaban de los felices años veinte. La felicidad se
había truncado para muchos a finales de octubre y quizá no tanto por perder
su propio dinero, sino el de otros, con lo peligroso y hasta letal que aquello
era siempre.
—¿El nombre del socio? ¿Usted lo sabe? ¿Se lo dijo su paciente? Lo
podemos averiguar sin ninguna dificultad y no cabe ninguna duda de que
debemos tener una charla con él, pero si usted ya sabe algo de cómo es...
Ante aquellas palabras de Hugo, David Ross se levantó de su asiento y
se dirigió a un archivador que tenía detrás. Sacó de él una carpetilla con
diversas hojas de papel, que estuvo mirando. Tenían diversas indicaciones
garabateadas, a modo de notas, pero precisamente por estar hechas a mano
no pude ni leer ni entender nada desde mi posición.
—No sé si será el único —comenzó a decir el psiquiatra—, pero el
señor Cox siempre hablaba de «mi socio», en singular, nunca en plural. Si
es así, tengo aquí anotado que se llama Joe Blanc.
Hugo se quedó pensativo durante unos instantes.
—Por el momento no nos vamos a llevar nada, señor Ross, si bien ya le
adelanto que toda esa documentación, incluidas sus notas, casi con toda
seguridad le será requerida por vía judicial para que sea examinada con
detenimiento.
El psiquiatra cerró la carpeta y la posó en la mesa delante de nosotros.
—Es toda suya, si así lo desean, señores —nos dijo—. Ya les he
comentado que, por mi parte, no es necesaria ninguna formalidad. Cuentan
ustedes con mi colaboración plena en este asunto.
—No será necesario por el momento que nos llevemos estos papeles,
pero ya le digo que no los guarde mucho porque es más que posible que
enseguida los tenga que volver a sacar.
—Aquí los tendrán a su entera disposición —recalcó el psiquiatra,
incluyendo una leve reverencia.
Hugo se puso en pie. Deduje que nuestra conversación había terminado
y debo confesar, si no lo he hecho ya varias veces, que, con las ganas que
tenía de llegar a casa, me alegré de que así fuera, en especial porque, quiero
pensar que, gracias a mi intervención, la charla había acabado sin que la
sangre llegara al río.
—Muchas gracias, señor Ross. Nos ha resultado usted de gran utilidad
y, precisamente por eso, casi con toda seguridad contactaremos más veces
con usted. Es muy probable que lo necesitemos para que profundicemos en
algunos aspectos de la relación de Mathew Cox con quienes lo rodeaban, en
especial con la señorita Chandler, que era con quien parecía pasar más
tiempo.
Ross hizo una nueva reverencia, en esta ocasión arqueándose más que la
primera vez.
—Lo que ustedes necesiten, inspector. Pueden contar conmigo.
Estaba firmemente decidido a echarle la bronca a Hugo cuando nos
quedáramos a solas por las situaciones de tensión que le había visto crear a
lo largo de todo el día con las personas con las que habíamos ido hablando,
pero lo cierto es que nuestra conversación con el psiquiatra había acabado
bastante bien y por ello decidí no hacerlo.
Cuando estuvimos en la calle de nuevo caía una fina capa de lluvia de
esas con las que uno imagina que apenas se va a mojar hasta que acaba
calado hasta los huesos. Aceleramos el paso hasta que llegamos al coche.
—Supongo, padre mío, que te vas a negar en rotundo a que volvamos a
la casa de Cox, ¿no?
Me hizo gracia que me llamara así. Desde que él era pequeño me había
acostumbrado a llamarlo «hijo mío» cuando quería aparentar que le estaba
hablando en serio, pero, en realidad, no era así y él lo sabía, de forma que
él, siguiendo el mismo tono de broma, de vez en cuando me llamaba «padre
mío».
Hacía bastante tiempo que su primera juventud había quedado atrás,
pero quizá por la buena relación que siempre tuvimos los dos o porque, en
realidad, ambos podíamos llegar a ser tremendamente infantiles y muy poco
serios, de vez en cuando nos llamábamos así, con esa ceremonia tan pasada
ya de moda, porque la verdad es que nos resultaba divertido.
Con todo, su propuesta no me hizo ninguna gracia y un escalofrío
recorrió todo mi cuerpo cuando la escuché.
—¿Estás loco? ¿Ahora? Me da igual lo que digas y lo que ordenes. Ya te
digo yo que ahora no vamos a ir. ¡No se va a mover de donde está!
Llevamos todo el día sin parar. ¿Qué quieres, llevarme al cementerio antes
de tiempo? ¿Qué vas a buscar ahora? Si está ya todo oscuro. Lo que sea lo
veremos mucho mejor con luz natural.
Era perfectamente consciente de lo mal que había expuesto mis
argumentos en contra, todos desordenados, mezclados y sin que pasaran por
mi mente, pero no era mi cerebro, sino mis miembros doloridos los que
habían hablado.
Se echó a reír.
—¿Cómo que va a estar todo a oscuras? ¿Has oído alguna vez hablar de
la energía eléctrica y de una cosa que se llaman bombillas?
—Vacílale a tu...
No pude terminar de decirlo. En realidad, tampoco sabía cómo hacerlo.
Aunque de pequeño había completado muchas veces aquella oración
haciendo referencia a su madre, la gripe de 1918, aquella que todos
consideraron española aun cuando se había originado en Kansas, nos la
había arrancado de nuestras vidas.
Once años después, se me escapaba a menudo aquella expresión, aunque
siempre me quedaba a medias, sin terminarla.
—Bueno, como tú quieras —me dijo Hugo—. Si lo prefieres, nos vamos
a casa a descansar y mañana seguimos, aunque, con todo lo que me temo
que nos queda por hacer, te confieso que tenía ya bastantes ganas de
comprobar un par de detalles que, en mi opinión, demostrarán que Mathew
Cox no se suicidó, sino que fue asesinado.
De nuevo en el sótano
Si alguien alguna vez lee esto, no creo que haya tenido la menor duda de
que, pese a todas mis protestas y pese a un cansancio, el mío, que era más
que real, nuestro destino tras salir de la consulta de David Ross no fue otro
más que la mansión de Mathew Cox.
Pocas cosas hay que un padre no haga por un hijo y, sobre todo, cuando
ves cómo el tuyo está lleno de la ilusión y la emoción propia del primer
caso. Quizá el forense tenía razón y esas emociones se irían diluyendo con
el tiempo, pero la verdad es que, pese a que anhelaba tumbarme y quedarme
dormido a los cinco minutos de poner la radio, sabía que no podía cortar
aquella iniciativa.
Cuando llegamos ya sí que era noche cerrada, si bien todavía no habían
dado las nueve. Como no podía ser de otra manera, sus instrucciones habían
sido cumplidas y, no solo se habían precintado los accesos, sino que un
joven oficial vigilaba la puerta principal.
—¿Qué hay, Gunther? —le dije al reconocerlo al instante.
Nos saludó, mirando de reojo a Hugo, al que parecía no conocer. Se lo
presenté y vi cómo enarcaba las cejas del asombro que le produjo ver que
su apellido era el mismo que el mío.
—Imagino que se habrá cumplido a rajatabla lo que ordené esta mañana
y que no habrán dejado pasar a nadie, ¿no? Créame que es de vital
importancia.
—Mi turno empezó hace una hora, inspector y, claro, solo puedo
responder por mis acciones, pero ya le digo que nadie se ha acercado por
aquí en todo el rato que llevo y el compañero al que relevé me aseguró que
tampoco lo había hecho nadie.
Hugo sonrió y le dio una palmada en el brazo en señal de aprobación.
—¡Perfecto! El sargento y yo vamos a pasar porque queremos examinar
con calma todo aquello que no hemos podido mirar con detenimiento esta
mañana. No es necesario que nos acompañe. Quédese aquí y esté alerta por
si viniera alguien. En ese caso, avísenos y, sobre todo, no le pierda de vista.
El joven Gunther asintió y Hugo y yo entramos por segunda vez aquel
día en el que había sido el hogar de Mathew Cox.
—En realidad, papá, no tardaremos mucho, ya lo verás. Te prometo que
pronto estaremos en casa, pero me parece importante que, ahora que
estamos solos, nos fijemos en los detalles que evidencian que no se trató de
ningún suicidio.
»Algunas cosas ya me llamaron la atención esta mañana, pero no las
quise comentar porque la casa estaba llena de gente. Teníamos delante a dos
sospechosas porque, en realidad, tanto la hermana como la novia no son
otra cosa. No, no era inteligente hacer comentarios delante de ellas.
Estaba desconcertado porque, sí, por un lado, tenía razón, habíamos
estado siempre rodeados de personas, pero, por el otro, en los momentos en
los que habíamos estado en el coche o pateando las calles tampoco me
había dicho nada de lo que pensaba aun cuando ahí sí que habíamos estado
solos, sin oídos indiscretos.
—Pero... ¿por qué iban la hermana o la novia a asesinarlo? ¿Y por qué
ahora estamos hablando de asesinato cuando llevamos todo el día con la
teoría del suicidio?
—No digo que la hermana o la novia lo hayan asesinado. Solo digo que
pudieron hacerlo, tanto juntas si estaban compinchadas aunque ambas
dijeran que no se conocían, como cualquiera de las dos actuando en
solitario.
»Si ya dejarlas solas fue una torpeza y este fue un error que volvimos a
cometer con Ross, si llegamos a comentar los detalles del caso delante de
ellas, de él o incluso, por qué no, ante el cotilla de la lavandería, fijo que el
comisario Hitchcock nos pondría de patitas en la calle.
»Por eso también he insistido en venir aquí ahora, ya que necesitamos
tener algo sólido que contarle mañana si nos pregunta. Es prioritario
encontrar la ropa que llevó Cox ayer.
Con respecto a lo primero, me reí para mis adentros. Estaba claro que
Hugo no conocía al comisario Hitchcock tan bien como yo y por eso
pensaba de aquella manera. No quise desilusionarle, pero tenía muy claro
que no mostraría ningún interés hasta que nos presentáramos con el caso
totalmente resuelto. A Hitchcock no le gustaba nada salir de su despacho y
todavía menos preocuparse en exceso por nada.
En cuanto a lo segundo, no supe por qué lo decía. Imaginaba que
guardaba relación con el pijama que tanto parecía haberle llamado la
atención, pero, ya que estábamos solos y la ocasión sí era propicia, decidí
preguntárselo sin rodeos.
—Las dos veces que estuvimos examinando el cadáver, la primera tú y
yo solos y la segunda con el forense, ya comenté que me llamaba la
atención que el muerto estuviera en pijama.
»De acuerdo que, como me comentaste, llevar puesto un pijama no
significa necesariamente que uno se vaya a dormir, sino que puede
ponérselo en cualquier momento del día, simplemente para estar más
cómodo en casa, ¿no?
Asentí. Esas habían sido mis palabras.
—Bien, pero sea como fuere, lo que está claro es que uno se pone un
pijama después de haberse quitado la ropa que ha llevado durante el día,
¿no es cierto?
Volví a hacer una señal de afirmación con mi cabeza, esperando ver a
dónde quería llegar.
—Perfecto —siguió hablando—. Cuando alguien se quita la ropa, puede
hacer muchas cosas. Puede apoyarla en una silla, puede dejarla tirada en el
suelo, puede que ni llegue al dormitorio porque quizá se ha desnudado en
otra habitación...
—Eso último es más probable en pleno verano, cuando hace calor y
llega uno a casa empapado de sudor, pero ahora en noviembre... —objeté.
—¡Bien visto! Eso es, ahora quizá no sea lo más natural, salvo que uno
esté poco menos que inmunizado contra el frío —reconoció—. En todo
caso, en algún sitio debe de estar la ropa que se quitó y es lo que
necesitamos averiguar.
—Estará seguramente en el dormitorio —sugerí.
—Puede ser, lo que no pudimos comprobar con, como hemos dicho
antes, la casa llena de gente. Por eso ordené que no se le permitiera la
entrada a nadie después de la retirada del cadáver, porque no quería que
hubiera la más mínima alteración en nada. No por lo menos hasta que tú y
yo no pudiéramos volver por aquí a comprobarlo por nuestros propios
medios o sea que... ¡manos a la obra!
Durante más o menos un cuarto de hora fue a eso a lo que nos
dedicamos. Nada más entrar en el dormitorio, ya nos dimos cuenta de cómo
la ropa usada no estaba en ninguno de los lugares más habituales en los que
se deja cuando nos ponemos un pijama, por lo que nos tocó abrir todos los
armarios, cajones e incluso agacharnos para comprobar si estaba debajo de
la cama.
Que estuviera dentro de un cajón o armario no tenía ningún sentido,
pero quizá Mathew Cox era alguien que la guardaba sin lavar aun cuando
ya la hubiera llevado puesta. ¿Quién sabe? ¡La de cosas que uno hace
puertas adentro, protegido por la intimidad de su hogar!
Claro que, si había hecho eso, cabía la posibilidad de que no llegáramos
a saber con seguridad qué era lo que se había puesto, pero confiábamos en
que arrugas o pequeñas dobleces delataran su uso frente a la limpia y no
utilizada que, sobre todo si estaba planchada, tendría una apariencia más
impecable.
—Nada de nada. Esto no tiene sentido —protesté.
—Cierto, pero hemos hecho bien en no descartar la posibilidad. Quizá
era un excéntrico... o un guarro, nunca se sabe. Miremos también en los
baños, busquemos si hay cestas de ropa sucia o incluso si Cox tenía
lavadora.
Como Hugo decía, podía ser. ¿Por qué no? Las lavadoras, así como
otros electrodomésticos, se habían ido convirtiendo en habituales en los
hogares a lo largo de la década, aunque, en realidad, solo en los de la gente
adinerada que podía permitirse comprarlos. Mathew Cox respondía a ese
perfil, por lo que era probable que tuviera una.
No fue así. No la tenía ni tampoco encontramos ropa sucia acumulada
en ningún sitio, lo cual tenía lógica si, como nos había comentado el
encargado de la lavandería, había acudido a ella dos días atrás.
Mentiría si dijera que empezaba a cansarme. Ya lo estaba y mucho,
motivo por el cual mis palabras sonaron enfurecidas.
—¡¿Hasta cuándo vamos a estar haciendo el tonto con el tema de la
ropa?!
Para mi sorpresa, Hugo, lejos de ponerse a la defensiva, estaba con una
sonrisa de oreja a oreja.
—¡Calla, gruñón! ¡No protestes tanto! Creo que esto no hace más que
confirmar la hipótesis del asesinato. Realmente era lo que quería comprobar
desde que vi al muerto en pijama, es decir, si la ropa sucia estaba en algún
sitio. Vamos otra vez al sótano y entenderás por qué.
Lo seguí. Dominado por la emoción, bajaba las escaleras de dos en dos
con una energía infatigable, la misma que había mostrado cuando tenía dos
años, lo llevé al parque y se pegó toda la tarde corriendo mientras yo echaba
el hígado por la boca yendo detrás de él.
—¡Vamos! —me apremió desde la puerta del sótano.
Cuando llegué abajo, entré en él con cierto sobrecogimiento. Sabía que
el cadáver ya no estaba, puesto que lo habían retirado delante de nosotros.
Tampoco era el primero que había visto en mi vida, ni muchísimo menos.
Sin embargo, no sé por qué, volver a las escenas en las que se habían
cometido crímenes siempre me había causado cierta aprensión.
—Bien. A ver. Ahora que no debemos centrar nuestra atención en el
muerto, como hemos tenido que hacer esta mañana, fíjate en dos detalles
que chirrían a más no poder en este escenario y que, si los juntamos con el
hecho de que la ropa sucia no aparece por ningún sitio...
Miré en todas las direcciones. Efectivamente, aunque pueda sonar
cínico, el hecho de que no hubiera ya allí un ahorcado tapándonos la visión
permitía que nos pudiéramos concentrar mucho mejor. Bueno, en realidad
eso solo me pasaba a mí, puesto que parecía que, cualesquiera que fueran
esos dos detalles, Hugo ya los había visto por la mañana, aunque hubiera un
muerto en medio.
Me esforcé al máximo por intentar descubrir qué estaba fuera de lugar,
qué era lo que no encajaba. Me froté los ojos, miré arriba, miré abajo. No lo
conseguí.
—Me rindo. La verdad es que a estas horas ya no soy capaz de pensar
con claridad.
—El suelo, padre mío. ¡El suelo!
Lo miré y no quiero pensar en qué cara puse, pero imagino que reflejó
con claridad que no sabía de qué estaba hablando, porque continuó con su
explicación.
—El suelo está limpio. No impoluto, pero sí limpio. Observa la cantidad
de polvo e incluso de suciedad que se acumula en los demás objetos. No me
digas que no te llama la atención lo limpio que está el suelo en comparación
con el resto de los trastos que hay en este sótano.
Me fijé en lo que me decía. Así era, si bien era lo mismo que podríamos
encontrar en cualquier almacén, depósito o cuarto trastero en el que
pudiéramos entrar.
—¿Qué es lo que tiene de extraño? Sí, lo veo, el suelo ha sido barrido y
está más limpio que el resto. ¿Qué quieres decir con eso? Eso solo
demuestra que Cox o quien limpiara aquí, si es que tenía servicio, lo que
por cierto debemos comprobar, era un perezoso. Hay que reconocer que
nosotros también hemos «limpiado» así en muchas ocasiones, es decir,
pasando una escoba o una fregona como mucho y a otra cosa.
Era verdad. Hugo y yo no éramos de los que tenían servicio. En casa,
todas las labores domésticas las hacíamos los dos, no había nadie más y
mentiría si dijera que nunca habíamos recurrido a esa práctica. Pocas cosas
debe de haber en la vida tan tediosas como ir apartando y limpiando uno a
uno los montones de cachivaches inútiles que pueden llegar a acumularse
encima de los muebles.
—Lo entenderás mejor cuando a la ausencia de la ropa sucia y al hecho
de que el suelo del sótano haya sido barrido le unamos el tercer elemento
discordante. Me alegra ver cómo los compañeros han retirado el cadáver sin
tocar nada más y sin alterar la escena, puesto que todo está tal y como lo
recuerdo de esta mañana. ¿Quieres intentarlo con ese tercer detalle?
No tardé ni un segundo en responder.
—No, Hugo. Ya te digo que no puedo más. ¿Qué es lo que no te encaja?
—Mira cómo está el taburete volcado en el que se supone que se subió
Mathew Cox para ahorcarse.
Estaba cansado, como he dicho ya infinidad de veces, pero ahí sí que fui
capaz de comprender lo que me quería decir, puesto que sí que me había
fijado en eso por la mañana.
—¡Carcomido! —exclamé.
—¡Efectivamente! —expresó con regocijo—. No debemos tocarlo,
puesto que es una importante pista que valdrá para el juicio, pero te apuesto
lo que quieras a que ese taburete no resiste el peso de un ser humano. Sé
que no podemos hacerlo, pero estoy tentado a ponerle encima cualquiera de
esos sacos pesados que hay allí y ver cómo se hace añicos en unos pocos
segundos.
Pensaba lo mismo.
— Totalmente de acuerdo, Hugo. Lo que quieres decir es que Cox no se
subió en él, sino que el asesino lo acercó a su cuerpo y lo volcó para dar la
sensación de que lo había usado para quitarse la vida, ¿no?
»Entiendo a dónde quieres llegar: no hubo ningún ahorcamiento o, si lo
hubo, el escenario fue adulterado con posterioridad. Pero, si fue así, ¿quién
lo hizo y por qué?
Vacilé. Las dudas se me acumulaban. Hugo llevaba ya un rato hablando
directamente de asesinato, pero yo, pese a los elementos que no encajaban,
no descartaba la teoría del suicidio y la posterior manipulación de la escena
del crimen con un propósito que, por el momento, se nos escapaba.
—Echémosle imaginación, eso que tanto critican los sesudos y falsos
detectives de novelas y escenarios de teatros que tan estrepitosamente se
estrellarían si tuvieran que hacer su labor en la vida real —empezó a
divagar.
Me vino a la cabeza el forense y su improvisada crítica literaria a la obra
de S. S. Van Dine.
—Concreta, por favor. No quiero pegarme aquí toda la noche —
protesté.
—De acuerdo. Te digo lo que pienso que sucedió. Me puedo equivocar,
pero creo que no, que Mathew Cox no era de los que se ponen el pijama al
llegar a casa solo para estar más cómodo. De haber sido él el que se puso el
pijama, en algún sitio habríamos encontrado la ropa que se quitó.
»Espero que mañana pueda ser un poco más preciso, pero el forense dijo
cuando examinó el cuerpo aquí con nosotros que Mathew Cox llevaba
muerto unas diez o doce horas. Esto situaría la muerte entre las diez y las
doce de la noche, más o menos.
»Partamos de algo muy evidente. Cox no pudo ahorcarse subiéndose a
ese taburete cuando además hay objetos aquí que parecen mucho más
consistentes y seguros que algo tan afectado por la carcoma. No tiene lógica
que lo eligiera. ¿Hasta aquí todo bien?
Asentí. Estaba de acuerdo con lo que decía. Seguía pensando que, en
realidad, sí pudo ahorcarse y que luego alguien alterara todo, pero preferí
quedarme callado hasta averiguar cuál era la hipótesis que él tenía.
—A ver qué te parece. Antes de irse a dormir, es decir, mientras todavía
estaba vestido con la ropa que había llevado a lo largo del día, Mathew Cox
recibe la visita de alguien. Es alguien de confianza porque, si no lo hubiera
sido, no le habría abierto la puerta habiendo anochecido. Debemos pensar
que lo que te estoy diciendo debió de pasar hace más o menos veinticuatro
horas. Ya es de noche, no es hora de visitas.
»Otra posibilidad es que la persona que asesinó a Mathew Cox no
viniera a las nueve o las diez de la noche, sino antes, pero, aun así, está
claro que debía de tener confianza con el muerto como para quedarse en la
casa hasta tan tarde. Sea como fuere, ambas posibilidades implican una
relación de confianza.
Seguí callado, pero no pude evitar que me viniera a la cabeza Rachel
Chandler. Aunque yo no había desarrollado hacia ella la animadversión que
parecía haber provocado en Hugo, lo cierto es que ella era la candidata
perfecta para una visita nocturna, máxime cuando todo el tiempo que
habíamos estado con ella había calificado su relación con Cox como
apasionada y como perfecta en el terreno amatorio.
Más ilógico me pareció que hubiera podido ser Lisa Cox la visitante, si
bien tampoco podíamos descartar que nos hubiera mentido cuando nos dijo
que llevaba varios días sin comunicarse con su hermano.
En el torbellino de ideas que acudió a mi mente en aquellos instantes
también me acordé del misterioso socio del que nos había hablado David
Ross, el psiquiatra. Quizá en un intento de mi mente de querer exculpar a
Rachel Chandler, me pareció plausible la posibilidad de un trapo sucio o de
un ajuste de cuentas que hubiera tenido lugar, como se suele decir, con
nocturnidad y alevosía.
Intenté alejar todos aquellos pensamientos a fin de seguir prestando la
debida atención a lo que me contaba Hugo.
—Se ha presentado el asesino o asesina y, sin que sepamos ahora muy
bien cómo, lleva a cabo su propósito. Imagino que igualmente recurrió al
estrangulamiento, puesto que, si no fue así, no tiene ningún sentido fingir
luego un ahorcamiento, ¿no crees?
—Sí, claro, no vas a hacer una pantomima de ahorcamiento en alguien a
quien has pegado dos tiros y a quien le van a descubrir los agujeros de bala
tan pronto le quiten la ropa. Coincido en que el estrangulamiento parece lo
más lógico.
Hugo se mostró conforme, por lo que siguió hablando.
—La víctima ha sido estrangulada, casi con toda seguridad en cualquier
otra parte de la casa, puesto que no es lógico pensar que ambos, Mathew
Cox y su asesino, bajaran al sótano porque sí.
—¿Por qué no? —le interrumpí—. Quizá Cox guardaba en el sótano
algo que su asesino quería y ambos bajaron para que se lo diera. Cuando lo
hizo, lo mató aquí mismo.
—Podría ser, pero yo creo que no. Si hubiera sido como dices, podría
haber sido de dos formas: que Cox hubiera bajado a la fuerza o que lo
hubiera hecho engañado y confiando en su posterior verdugo.
»Si sucedió lo primero, es decir, si el visitante amedrentó a la víctima y
lo trajo aquí a la fuerza, pongamos que a punta de pistola, lo habría matado
de un disparo, de una cuchillada... El estrangulamiento implica un
acercamiento y un factor sorpresa que no existe cuando quien va a ser
atacado ya está en estado de alerta.
»Si sucedió lo segundo, esto es, que Cox bajó al sótano confiando en su
agresor para, como dices, darle o enseñarle algo y, tras haberlo hecho, fue
estrangulado por sorpresa, el muerto llevaría la ropa de calle o habría
aparecido por algún sitio.
Me quedé mudo. En ocasiones movía la cabeza diciendo que sí, que
había entendido algo cuando, en realidad, no hacía más que ganar tiempo
hasta que mi cerebro lo procesara. En esta ocasión, no podía hacerlo porque
sentía que la dichosa vestimenta del muerto iba a volverme completamente
loco.
—De verdad que no entiendo nada sobre el pijama, la ropa sucia...
Quiero decir, que... No, la verdad es que no lo entiendo — confesé
desesperado.
—Voy a intentar ser más claro. Descartamos que Mathew Cox fuera
estrangulado aquí, sino que lo fue en cualquier otra parte de la casa... en el
vestíbulo, en la sala... Eso no tiene importancia, es indiferente.
»Por las razones que sean, que no las conozco, el asesino o asesina
quiere hacer pasar su crimen por un suicidio y se le ocurre lo del
ahorcamiento. ¿Dónde lo va a hacer? En el sótano, ya que hay vigas de
madera en su techo y de allí podrá colgar la soga con el lazo.
»Es el lugar perfecto, por lo que arrastra el cadáver hasta el sótano.
Pesa. Le cuesta, aunque desde luego no tanto como si hubiera tenido que
subir escaleras cargándolo. Si en vez de un sótano hubiera sido un ático,
quizá no habría podido y habría necesitado otro escenario. ¿Me vas
siguiendo?
—Sí. Hasta ahí sin problema —reconocí.
—Perfecto. Aquí es cuando comienza lo que seguramente considerarás
una invención, pero ya verás cómo no me puedes negar que tenga lógica.
—Sorpréndeme —lo invité.
—El asesino o asesina arrastra el cadáver al sótano y lo cuelga. No usa
el taburete carcomido porque sabe que no va a sostener su peso. No hay
más que ver la cantidad de agujeros que tiene la madera por todos los sitios.
O bien trajo alguna silla de fuera o utilizó algún objeto de los que hay aquí.
Sea como fuere, no lo abandonó en el sótano, seguramente a fin de no dejar
nada que pudiera delatarlo de una u otra forma.
»Si te fijas en los objetos que hay aquí, ninguno presenta marcas de
haberse apoyado en él y además eso hubiera supuesto tener que arrastrarlo
para acercarlo al lugar de donde quería colgar a Cox y luego tener que
volver a hacerlo para alejarlo y que diera la sensación de que el muerto
había utilizado el taburete.
»Se duplica, por no decir triplica, en este caso la posibilidad de dejar
huellas, por lo que, o no utiliza nada de lo que hay aquí o, si lo hace, se lo
lleva.
—Me dan ganas de hacer añicos el taburete para demostrar tu teoría de
que no resiste el peso de una persona. En todo caso, si el asesino lo hubiera
utilizado, habrían quedado en su calzado restos del serrín que deja la
carcoma —conjeturé.
—Era un riesgo innecesario. Te voy a confesar que hoy le he estado
mirando los zapatos a todo el mundo, algo para lo que me ha venido
fenomenal que todos hayan estado sentados durante nuestras entrevistas, ya
que eso me ha permitido echarles un vistazo a las suelas.
»Desde donde yo estaba, no he apreciado ningún resto de serrín ni de
suciedad atípica ni nada por el estilo, si bien al mismo tiempo tenía claro
que era una pérdida de tiempo. Quienquiera que estuviera aquí anoche con
Mathew Cox o, mejor dicho, con su cuerpo ha tenido tiempo más que de
sobra para cambiarse el calzado y, además, insisto en que, en realidad, no
pudo utilizar el taburete carcomido por una cuestión de falta de
consistencia.
»Busqué con la mirada restos de serrín en los zapatos de las chicas, lo
hice en los del psiquiatra e incluso pude fijarme en los del encargado de la
lavandería, si bien no aprecié ni una sola mota. Sabía que aquella no era la
dirección correcta, pero reconozco que sí me fijé en ello a fin de no
descartar nada.
Sonreí. Me había venido a la cabeza Gould, el forense, y me lo
imaginaba haciendo comentarios de que en una historia de misterio el
asesino no se habría cambiado nunca de zapatos y habría conservado las
evidencias del crimen hasta el final, momento en el que el detective de
turno, quién sabe si incluso con una lupa en la mano, las habría descubierto.
Acto seguido, estoy convencido de que se habría burlado de ello y que
habría destacado cuán diferente era la ficción de lo que sucedía en la vida
real.
—Te sigo diciendo lo que pienso, que te noto muy ausente —me dijo
Hugo, haciéndome volver a aquel sótano del que me había alejado
momentáneamente con mis pensamientos.
»El cadáver es arrastrado escalera abajo y también desde la puerta del
sótano hasta el lugar en el que fue colgado. ¿Qué sucede si hacemos eso en
un sótano en el que se acumula el polvo y la suciedad, como demuestran
todos estos objetos?
—¡Que dejaría marcas de arrastre! —disparé repentinamente al empezar
a entender a dónde quería llegar.
—¡Efectivamente! Alguien que se va a colgar voluntariamente habría
dejado huellas de pisadas... o quizá no, dependiendo de lo sucio que
estuviera el suelo. Ahora bien, si seguimos con la teoría de que Mathew
Cox fue arrastrado, no habría huellas de pisadas, sino los surcos que habría
dejado en el suelo.
»Demasiado evidente, a la vez que inconveniente para el asesino. El
suelo del sótano se había convertido en un lienzo que delataba el arrastre
del cuerpo y que desbarajustaba la puesta en escena del presunto
ahorcamiento, por lo que se hacía necesario...
—Barrerlo. Limpiarlo —terminé de decir yo.
—Correcto, papá, pero no solo eso, sino que falta la segunda
consecuencia del arrastre del cuerpo por un suelo sucio y es que la ropa que
llevaba Mathew Cox en ese momento tuvo forzosamente que mancharse de
polvo.
—¡De ahí el pijama!
Me adelantaba de esta forma a lo que iba a contar, pero todas las piezas
me encajaron de repente y entendí por qué se había pegado todo el día
hablando de prendas de vestir.
—¡Eso es! —exclamó Hugo, en una mezcla de satisfacción y alivio por
el hecho de que ya lo hubiera comprendido—. Era fundamental quitarle la
ropa a Cox porque tendría manchada toda la parte de su cuerpo que se
hubiera deslizado por el suelo como producto de su arrastre.
»Nada de eso hubiera sido necesario si el asesino se hubiera dado cuenta
de la suciedad del suelo y lo hubiera limpiado antes de entrar el cadáver en
el sótano. De haber sido así, ni habría dejado marcas de arrastre ni se habría
manchado la ropa. Sin embargo, parece evidente que no reparó en ello hasta
que no fue demasiado tarde.
»¿Qué se vio obligado a hacer? Quitarle la ropa que llevaba puesta y que
estaría bastante manchada. ¿Podía dejarlo solo con la ropa interior? No,
porque no hubiera sido creíble que Mathew Cox fuera así por casa en pleno
noviembre.
»No olvidemos que además el objetivo era que diera la sensación de que
Mathew Cox se había suicidado. ¿Un ahorcado semidesnudo? Demasiado
extraño y poco convincente, motivo por el cual el asesino le puso el pijama.
—No hay ninguna otra prenda además que sea más lógica en mitad de la
noche —comenté—. Por otra parte, es evidente que la ropa manchada no
podía dejarla en la casa porque nos habríamos dado cuenta de las manchas
que él no quería que viéramos.
—No podía dejarla a la vista y por eso me jugaría el cuello a que se la
llevó consigo, al igual que el soporte que tuvo que utilizar para auparse,
deslizar la soga por la viga y colgar a Mathew Cox. Quizá esto no se lo
llevó, no lo sé. A lo mejor simplemente lo limpió, a lo mejor se subió en
esas cajas... —aventuró Hugo, señalándolas—. Si luego iba a barrer el
suelo, la verdad es que daba ya igual que arrastrara alguna de ellas.
»En todo caso, la ropa no podía quedarse aquí y seguramente ya no
exista. O ha sido hecha jirones o ya está convertida en cenizas. No tiene
ningún sentido conservarla. Pero bueno, eso explica por qué no ha
aparecido por ningún sitio, cosa que sí habría sucedido si hubiera sido
Mathew Cox quien se la hubiera quitado para ponerse él el pijama y quien
la hubiera apoyado en algún sitio.
Guardé un momento de silencio. Estaba de acuerdo con todo lo que
había dicho y quizá por eso mi comentario fue tan banal.
—La verdad es que el asesino, asesina o combinación se complicó la
vida queriendo fingir el ahorcamiento en un sitio como este. Esto está lleno
de trastos viejos, tablas tiradas de mala manera, maderas astilladas con
clavos oxidados...
Bostecé. No era que me estuviera aburriendo; ni mucho menos tras
haber escuchado una teoría que me parecía más que sólida y convincente.
Lo que sucedía era que el cansancio estaba empezando a ganar la batalla.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
—Ahora nos vamos a cenar y a dormir, papá. Tenemos que descansar
bien porque mañana hay mucho trabajo que hacer. Debemos abordar cuanto
antes al socio de Mathew Cox y averiguar qué es verdad y qué no de cuanto
nos han contado hoy sobre él.
Joe
Dormí como un tronco. Cuando llegamos a casa, me dejé caer en el sofá
y fue Hugo el que preparó la cena. Habitualmente solía hacerlo yo, pero
aquella noche la hizo él, intuyo que como compensación por el día de
ajetreo que me había dado.
Nada hablamos mientras comíamos los emparedados que había
preparado. Los devoré, porque estaba hambriento y, cuando hube dado
buena cuenta de ellos, un par de cabezazos me hicieron entender que debía
irme a la cama sin mayor dilación.
Si Hugo se mostró misericorde conmigo no sacándome el tema de
nuestra investigación durante la cena y permitiéndome que me retirara
pronto a descansar aun cuando me figuro que tendría muchas ganas de
compartir sus pensamientos, a la mañana siguiente sus contemplaciones
habían desaparecido por completo y entraba en mi cuarto cuando apenas
pasaban unos pocos minutos de las siete.
Protesté, pero no me dio opción a decir gran cosa.
—¡Ya hemos descansado bastante! Llevo una hora a pie y he podido
comprobar que los periódicos ya recogen la noticia de la muerte de Mathew
Cox.
»Llámame loco, pero me ha dado por pensar que, si tal y como Cox le
relató al psiquiatra es cierto que su socio estaba metido en asuntos turbios,
tendrá muy claro que vamos a ir a interrogarlo y a investigar la empresa que
ambos tenían, por lo que te apuesto lo que quieras a que se encuentra en una
auténtica carrera a contrarreloj para destruir pruebas antes de nuestra
llegada.
Salté de la cama y me empecé a vestir a toda velocidad. Si la cena de la
noche anterior había sido tranquila y reposada, mi desayuno únicamente
consistió en una pera que me lanzó Hugo al vuelo y que conseguí atrapar
mientras terminaba de abrocharme los botones de la camisa del uniforme.
—¡Vamos! Conduce tú y ya me la comeré en el coche —le concedí, al
mismo tiempo que complementaba su nada generosa oferta con un pedazo
de pan que había encima de la mesa.
Una pera y un trozo de pan. ¡Vaya desayuno! No me quedó otro remedio
más que aceptar sus condiciones. Estaba claro que su ascenso a inspector
supondría que, en adelante, el jefe sería él. En eso pensaba, cuando me di
cuenta de que Hugo se había quedado mirando al vacío.
—¿Qué te pasa? ¿No tenías tanta prisa? —le pregunté extrañado.
Reaccionó al momento.
—No es nada. Es una idea que me ha venido de repente y es que...
¡Rápido, papá, por favor! ¡Ni te imaginas todo lo que tenemos que hacer
hoy!
Salimos a la calle moviéndonos con ligereza y, tal y como le había
pedido, él se sentó en el volante. Arrancó dándome el tiempo justo de cerrar
la puerta de mi lado. No sabía si pedirle que se tranquilizara o si dejarle
actuar en la confianza de que debía de haber algún motivo para que se
comportara de esa manera. Opté por lo segundo.
—¿Crees que a estas horas podremos localizar a un juez?
—¿A un juez? —repetí con estupor y, por qué no decirlo, todavía muy
adormilado.
—¡Sí, a un juez! —me recalcó con evidente impaciencia—. Creo que
debemos adelantarnos a cualquier posible maniobra que haga el socio de
Mathew Cox y opino que debemos abordarle directamente con una redada.
Para ello vamos a necesitar una orden judicial.
Me reí por dentro. Me acordé de todas las veces que, a lo largo de la
década, habíamos realizado redadas en tugurios en los que sospechábamos
que había bares clandestinos, venta de alcohol, contrabando o consumo de
otras sustancias y, por supuesto, las habíamos hecho sin ninguna orden.
En aquellos tiempos, los de la mafia, había que golpear primero y
preguntar después, luego, en realidad, aquellas prisas tenían todo el sentido
del mundo si lo que se pretendía era pillar al socio del muerto, como se
suele decir, con las manos en la masa y antes de que empezara a echar
papeles al fuego.
Una orden judicial no servía más que para perder tanto el tiempo como
el factor sorpresa, pero luego los fiscales se quejaban porque muchos
criminales se iban de rositas por muchos factores, entre los cuales estaba el
hecho de que hubiéramos actuado por nuestra cuenta y sin autorización.
Le hablé a Hugo del juez Raymond Mason, con quien había colaborado
en el pasado y que había sido investigador privado antes de obtener la
magistratura. Si no había cambiado, Mason era alguien que conocía bien lo
que se cocía en las calles y, precisamente por eso, era más resolutivo que
muchos de sus compañeros de profesión que, por miedo a recibir presiones
de unos y otros, se mostraban bastante más reservados a la hora de actuar.
—Eso sí, déjame que yo hable con él porque, aunque tú seas el
inspector, a ti no te conoce y quizá se muestre mucho más reacio que si se
lo pido yo —le advertí.
—Como quieras. Quizá también podríamos solicitar la orden a través
del comisario Hitchcock —sugirió.
Si antes me había reído para mis adentros, en esta ocasión la carcajada
brotó sin que yo pudiera evitarla.
—Ya lo conocerás, Hugo, pero, si esperas a que el comisario haga algo
antes de las doce, vas arreglado. No, no, no te preocupes, yo hablo con
Mason y seguro que nos da la orden.

Y sí, lo hizo, ya lo creo que lo hizo, pero más basándose en los años que
hacía que nos conocíamos y en mi buena hoja de servicios que por su pleno
convencimiento.
Cuando llegamos a su despacho aún no había llegado y es que, sí,
entendía las prisas de Hugo, pero, en realidad, todavía era bastante
temprano. Un reloj que debía de haber por ahí y que no conseguí localizar
dio las ocho y fue entonces cuando, con puntualidad británica, apareció el
juez Mason por el pasillo, mostrándose sorprendido cuando se dio cuenta de
había un par de personas esperándolo.
Me abrazó cuando me reconoció y ambos comenzamos a charlar sobre
anécdotas de nuestro pasado que, tal y como podía ver por el rabillo del ojo,
no hicieron otra cosa más que impacientar a un Hugo que expresaba su
contrariedad poniendo caras de disgusto bastante mal disimuladas.
—Siempre supe que acabaríais trabajando juntos y, no te enfades, Frank,
pero también tuve muy claro que tu hijo te superaría. La rapidez con la que
resolvía los acertijos no era nada habitual en niños tan pequeños y la verdad
es que a él no le costaba nada. ¡Pasad, por favor, y contadme en qué os
puedo ayudar!
Lo hicimos y, así como el rostro de Hugo se suavizó al escuchar las
alabanzas que sobre él había vertido el juez y al ver cómo, tras la
conversación inicial, por fin íbamos a abordar el verdadero motivo de
nuestra visita, el semblante de Mason se fue endureciendo progresivamente
conforme le fuimos contando los detalles del caso.
—Me estáis hablando de un caso de aparente suicidio que, en vuestra
opinión, no ha sido tal, pero al mismo tiempo me estáis pidiendo una orden
de registro de la empresa que regía el muerto junto a su socio, cuando no
habéis tenido una conversación previa con dicho socio, que puede ser hostil,
pero también puede no serlo.
—No exactamente, Raymond —maticé, al no verlo convencido—. Te
estamos pidiendo una orden de registro de la empresa del muerto ante la
posibilidad de que su socio o alguna otra persona con poder e influencia en
la misma como, por ejemplo, la hermana se pueda negar a que la hagamos y
nos haga perder un tiempo valioso.
»Tienes que reconocerme que, descartado el suicidio, esto tiene toda la
apariencia de ser un ajuste de cuentas en medio de una quincena horrorosa
en la que medio país se ha arruinado y el otro medio va a querer recuperar
sus inversiones a toda costa.
—¿Estás comparándome a Mathew Cox o a su socio con Al Capone,
Frank?
—¡Es lo que queremos averiguar, Raymond! Detrás de todo esto puede
haber no pocos trapos sucios y, mientras estamos aquí discutiendo, el socio
de Cox puede estar destruyendo pruebas incriminatorias o poniendo los pies
en polvorosa.
Mason se revolvió en su asiento.
—¡No me chantajees, Frank! Comprende que me estás pidiendo que
emita una orden judicial contra alguien basándoos únicamente en que el
psiquiatra de la víctima empezó a contaros cuentos chinos sobre la mafia.
»No digo que no pueda estar acertado, pero me huele a chisme de viejas
y no me parece un argumento suficiente como para que acceda a lo que me
pedís. No sin una investigación previa por vuestra parte que aporte indicios
más sólidos.
El magistrado negaba constantemente con la cabeza, mientras que por la
mía solo pasaba un único pensamiento, que no era otro más que soltarle un
puñetazo. Quizá me había confiado en que los años que hacía que nos
conocíamos y el hecho de que ambos estuviéramos en realidad del mismo
lado de la ley, aun cuando cada uno lo hiciéramos a nuestra manera, serían
suficientes para que nos firmara la orden, pero a la vista estaba que me
había equivocado.
Fue Hugo quien intervino, quizá intentando jugar su baza al ver que yo
no conseguía lo que poco menos que le había prometido que iba a tener en
sus manos en un par de minutos.
—Señor Mason, le pido perdón por cómo le hemos abordado, lo cual en
mi caso es más grave si cabe porque ni siquiera nos conocíamos. Créame
que necesitamos esa orden. Ese socio puede ser el asesino o no. No lo
sabemos, no se lo puedo decir.
»Por supuesto que podemos presentarnos en la empresa y probar suerte
y es algo que podemos hacer sin necesidad de una orden. Sin embargo,
usted sabe que puede negarse a recibirnos y, si eso sucede, obstaculizaría
seriamente la investigación.
»Como inspector, asumo toda la responsabilidad de lo que suceda y me
comprometo a rendirle cuentas de nuestras acciones, pero creo que una
redada va a ser lo mejor para inmovilizar cualquier respuesta hostil por su
parte.
—Además, Raymond —volví a intervenir—, te estamos pidiendo una
orden para registrar la empresa, no nada contra el socio en persona, que a lo
mejor no es más que un alma de la caridad.
Mi viejo amigo se recostó en su silla y se quedó pensativo. Fue en ese
justo momento cuando supe que habíamos ganado la batalla.
—Puede que te equivoques, Hugo, pero eso es algo que debes aprender
por ti mismo. Tu padre y yo también metimos la pata infinidad de veces
cuando empezamos y no quiero ser yo el causante de que vuestra
investigación no llegue a buen puerto.
»Voy a firmar esa orden, pero es mi secretaria la que guarda los
formularios correspondientes y no llega hasta las nueve. Hasta entonces no
va a ser posible, si bien queda poco más de media hora.
—No hay problema, Raymond.
Al ver cómo al final había cedido a nuestras pretensiones, no quise que
nuestra conversación acabara de malas maneras después de que hubiera
habido algún que otro momento de tensión, por lo que quise agradecérselo
cuando Hugo se levantó de su asiento como un resorte.
—Si no le importa, señor juez, cuando esté la orden, que sea el sargento
Rodak quien la recoja. Yo voy a adelantarme porque quiero pasar por la
comisaría para reclutar a los que se encargarán de la redada y quiero
además ver si puedo hablar con el forense. ¡Espero que haya hecho ya la
autopsia!
—Depende de si la han autorizado —apunté, recordando la
conversación que habíamos tenido el día anterior con el forense.
Hugo miró al juez, intuyo que queriendo matar dos pájaros de un tiro,
pero de nada le sirvió.
—¡Ni hablar! Ya os concedo la de la redada en atención a nuestra
amistad —me miró al decir esto— y porque estoy viendo con mis propios
ojos la ilusión que mueve al joven Rodak, pero no termino de estar
convencido y ya os lo he dejado claro. Ni soñéis con que os vaya a regalar
una autorización de autopsia porque sí y sin que me aportéis más pruebas
que una simple conversación.
—Tenía que intentarlo para agilizar el tema, señor juez, aunque es
posible que ya fuera autorizada ayer por otro magistrado y ya esté hecha.
Sargento, cuando tenga la orden, acuda directamente a la empresa de Cox.
No haremos nada hasta que usted no llegue con el papel, pero cuando lo
tengamos...
Sin acabar de hablar, salió del despacho del juez a toda velocidad,
mostrando de nuevo la impaciencia y las prisas para todo que tenía desde
que nos habíamos levantado.
Raymond Mason se echó a reír tan pronto salió de su oficina.
—Si siempre hace gala de esa energía y de esas ganas, creo que el hijo
superará ampliamente al padre y llegará lejos —me comentó.
—Ya lo ha hecho, Raymond, ya lo ha hecho.

Entre unas cosas y otras, lo que iba a durar más o menos media hora se
convirtió en una completa. Imaginé que Hugo estaría ya en la fábrica,
preparado con toda la caballería, impaciente y dando vueltas hasta que yo
llegara.
Cuando la secretaria del juez Mason me dio la orden firmada por él, salí
de los juzgados como una exhalación y me dirigí al encuentro de Hugo y el
resto de policías.
En el ínterin, me había dado tiempo a averiguar que Joe Blanc, el socio
de marras, ya había sido acusado en 1925 de evasión de impuestos,
librándose de todos los cargos por motivos que no habían quedado muy
claros. En el momento en que Mason se dio cuenta de este antecedente,
nuestra historia le pareció mucho más creíble y a él mismo le faltó tiempo
para firmar la orden.
Cuando llegué, Hugo ni me la pidió. Me hizo un gesto interrogativo con
la mirada, yo asentí dándole a entender que teníamos luz verde y entramos
en la fábrica con la misma discreción que un elefante en una cacharrería o,
lo que es lo mismo, tal y como hacíamos las cosas en los años veinte.
Los empleados, ajenos a todo lo relacionado con la vida de sus jefes, se
nos quedaron mirando asustados. Con la noticia publicada en los periódicos
como si se hubiera tratado de un suicidio, nuestra entrada atropellada
resultaba todavía más fuera de lugar y equivalía a poner de manifiesto
públicamente que había algo mucho más oscuro detrás de su muerte.
Hugo se fue directamente a por una joven secretaria que, por su cara de
sorpresa e inocencia, parecía una hermana gemela de Mary Pickford.
—¿Dónde está Joe Blanc? —le preguntó a bocajarro.
—No lo sé, señor —respondió ella con voz temblorosa—. Se fue ayer al
mediodía y no he vuelto a saber de él.
En un primer momento imaginé que mentía. Luego, no sé por qué, quizá
dejándome engañar por su expresión cándida, me dio la sensación de que
estaba diciendo la verdad y que temblaba de verdad.
—¿Es usted su secretaria personal? —insistió Hugo.
—De los dos, señor. Los dos me dan órdenes y me dicen qué es lo que
debo hacer o a quién debo llamar. Bueno, eso antes de que el señor Cox...
Temí que Hugo soltara alguna bravata del estilo de la que le había dicho
al psiquiatra cuando le informó que Mathew Cox ya no sería más su
paciente, pero lo cierto es que se contuvo y se limitó a entrar en el despacho
de Joe Blanc después de que la chica le indicara cuál era.
Estaba perfectamente ordenado. Confesaré que, quizá dejándome llevar
por la fantasía y por los clichés de los relatos policíacos, había esperado que
estuviera todo revuelto y desperdigado, si bien no era así.
A una señal suya, los hombres que nos acompañaban y entre los que
reconocí a un secretario judicial cuya cara me sonaba de casos pasados se
lanzaron a los archivadores que había en aquel despacho, mientras Hugo se
precipitó al teléfono que había encima de la mesa.
La conversación fue breve, sin ceremonias, lo justo y necesario para
ordenar la búsqueda y captura de Joe Blanc, el socio de Mathew Cox.
—Parece que por fin hemos dado con nuestro hombre —le susurré en
las que eran mis primeras palabras con él en aquel escenario.
Suspiró y negó con la cabeza.
—No lo sé. Creo que estamos ante alguien que, sabiendo que lo íbamos
a investigar a raíz de la muerte de su socio y habiendo cometido con toda
seguridad varios fraudes y chanchullos, ha puesto tierra de por medio para
intentar que no lo pesquemos. Estamos ante un fugitivo, sí, pero lo otro...
En el que se juntan los «colegas»
Nuestra impulsiva actuación en la empresa de Mathew Cox no solo
sirvió para certificar la fuga de Joe Blanc, sino para demostrar que,
efectivamente, las sospechas del psiquiatra acerca del socio habían sido más
que fundadas.
Yo no entendía gran cosa de papeles ni de cuentas, sino que lo mío era
ser policía, sin más, de los que sirven y protegen con los puños o incluso
con nuestras vidas si la situación así lo requería.
Es por ello por lo que tenía muy claro que nunca ascendería más allá de
mi puesto de sargento, pero la verdad es que, ahora que Hugo había llegado
a ser inspector, suponía un alivio para mí el hecho de que yo ya no tuviera
que encargarme de las cuestiones, por decirlo de alguna manera, más
intelectuales de los casos.
Sí, me habló de números, de cantidades de dinero, de ingresos, de
gastos, de millones y lo cierto es que no entendí gran cosa, aunque me bastó
con la idea básica, que no fue otra más que la sucesión de desfalcos y
fraudes que Joe Blanc había cometido en los últimos años.
—Habrá que investigar en profundidad hasta qué punto estaba
implicado Mathew Cox o incluso su hermana. ¿Por qué no? No olvidemos
que fue ella la que utilizó la expresión «empresa familiar», si mal no
recuerdo —me había comentado Hugo cuando, tras tres horas de intenso
registro, ambos abandonamos la fábrica y volvimos a estar solos en el
coche.
—Imagino pues que vamos ahora a ver a Lisa Cox para interrogarla
acerca de su posible implicación, ¿no?
Para mi sorpresa, Hugo me dijo que no.
—No va a hacer falta, padre mío. Ni la hermana ni la novia de Mathew
Cox me han inspirado ninguna confianza. No lo digo porque sean las
sospechosas habituales en este tipo de casos, sino porque ambas se han
mostrado con un carácter muy cambiante entre el llanto y la aflicción por un
lado y la furia a los pocos segundos cuando se les decía algo que no les
gustaba.
Lo primero en lo que pensé al escuchar sus palabras es que, por mucho
que intentemos racionalizar el comportamiento humano, este es
imprevisible y los mostrados por ambas chicas me parecían totalmente
normales en personas que acaban de recibir una noticia traumática,
momentos en los que la incomprensión, el miedo, la rebeldía ante lo que
está sucediendo y mil sentimientos más se desatan sin que los podamos
controlar.
Lo segundo, que yo le había preguntado por Lisa, la hermana, pero de
nuevo el fantasma de Rachel había hecho acto de presencia.
—Sin embargo —continuó diciendo—, lo que más me interesa es
establecer si había una relación entre Joe Blanc y Lisa Cox...
—¡Claro! No me digas que no podría haber ahí un móvil que explicaría
el asesinato de Cox en el caso en que ambos estuvieran asociados de alguna
manera.
Lo había interrumpido porque yo tenía muy claro que, en tanto en
cuanto diéramos con el paradero del socio, investigar a Lisa Cox era el
siguiente paso que debíamos dar.
—Sé por dónde vas. El socio y la hermana están juntos de alguna
manera y Mathew Cox los descubre. Pongamos que Blanc le robaba a él
gracias a información privilegiada que le pasaba la hermana o que esta se
lucraba de fondos desviados. Puede que incluso fueran amantes. El muerto
descubre todo y amenaza con denunciarlos, por lo que se lo cargan y fingen
el suicidio. ¿Es más o menos lo que piensas?
Asentí. Era una teoría que había que demostrar, desde luego, pero para
mí tenía toda la lógica del mundo.
—Y entonces baja el telón, el público se levanta de las butacas y
comienza a aplaudir con furia.
Tardé hasta cinco segundos en entender que se estaba burlando de mí, lo
que me enfureció. Estaba orgulloso de él y de que hubiera llegado a donde
lo había hecho, pero no me gustaba nada que se burlara y así se lo hice
saber.
—¡No te enfades, hombre! —me pidió entre carcajadas—. Claro que
hay que investigar eso a fondo, pero ya te dije yo que tengo la impresión de
que Joe Blanc no es más que un estafador al que se le ha acabado el
negocio. Yo no pondría la mano en el fuego con que haya sido el que ha
orquestado el asesinato de su socio.
»¿Que podía estar compinchado con alguien? No se puede descartar,
desde luego. Podía estar con la hermana o también con la novia, de la que
siempre parece que te olvidas.
«A diferencia de ti, que no paras de pensar en ella» fue lo que pasó por
mi cabeza, si bien me quedé callado, aunque ardía de ganas de devolvérsela
tras su broma del telón y del público aplaudiendo.
—Mira, papá, Mathew Cox era el primero que parecía estar lleno de
secretos. Con su hermana se llevaba muy bien y hablaba casi todos los días,
pero ella no tenía ni idea de que su hermano tenía una relación con una
chica desde hacía año y medio.
»Con Rachel Chandler, tres cuartos de lo mismo. Todo es maravilloso,
todo es romántico, todo es pasional, pero él no suelta prenda de lo que atañe
al resto de su vida, como si la chica fuera únicamente un divertimento o
incluso solo un capricho sexual. ¿A dónde conducía una relación de año y
medio en la que nadie parecía saber nada de la existencia de la chica, a
excepción del psiquiatra, el único con el que Cox parecía abrirse?
Ahí debo reconocer que fui yo el que me empecé a reír cuando pensé en
lo que iba a decir a continuación, lo que, no obstante, hice sin titubear.
—Supongo que, si sugiero que la asesina fue Rachel Chandler por
haberse cansado de ser un juguete en una relación con alguien a quien no
parecía gustarle el compromiso, volverás a decirme que esta teoría acaba
con el público sangrando por sus manos de tanto aplaudir, ¿no?
Se quedó serio. Lo había soltado como una broma o, para ser muy
sincero, medio en serio, medio en broma en realidad, pero me di cuenta por
la expresión de su rostro, que solo podía ver parcialmente por ser esta vez
yo el que conducía, que lo estaba considerando más en serio de lo que
esperaba.
—La verdad es que esa teoría me ha recordado a las estatuillas estas que
dieron esta primavera pasada a las mejores películas del 27 y del 28. Si
llegas a concursar, seguro que te habrías llevado todas.
Ambos nos echamos a reír. Reconozco que también era una idea llena de
puntos flacos y que había lanzado muy sin pensar o, más bien y puesto que
ya lo he confesado, para ver qué le parecía dada la ojeriza que parecía
tenerle a Rachel Chandler. Debo admitir que me reconfortó el hecho de que
no empezara a despotricar de la chica, tal y como había imaginado que
haría.
—No, a ver, queda todavía mucho trabajo por hacer y hay todavía
mucho que averiguar, no te lo discuto. Sin embargo, antes te he dicho que
no vamos a ir a ver a Lisa Cox por un motivo y es que, si han cumplido las
órdenes que di cuando tú te quedaste con el juez esperando la orden, habrán
ido a buscarla y ahora nos estará esperando en comisaría junto a Rachel
Chandler y a David Ross.
»A tu amigo el de la lavandería, este que te cayó tan simpático, no lo he
hecho llamar porque no nos va a aportar nada, pero te confieso que me
gustaría que le echaran el guante a tiempo a Joe Blanc y que así podamos
reunir a todos los actores y actrices de este drama.

Cuando llegamos a la comisaría, el ajetreo era enorme y fueron varias


personas las que nos salieron al encuentro, como si fuéramos estrellas de
Hollywood. Si exceptuamos al comisario Hitchcock, que se cruzó con
nosotros en el pasillo y que no hizo otra cosa más que reprocharnos, según
sus propias palabras, «el jaleo que habíamos montado», el primero de
cuantos nos abordaron fue el forense.
—Amigos, van a tener ustedes razón. Sí que he observado algún detalle
que se sale de lo habitual.
Imaginé que estaba hablando de la autopsia y supongo que Hugo debió
de pensar lo mismo, puesto que, antes de que empezara un relato a voces en
mitad del pasillo, lo cogió por el codo y lo metió en su recién estrenado
despacho, haciéndome una seña para que entrara con ellos.
—¡Menudo ímpetu, inspector! Como me zarandee así muchas veces
más, serán ustedes los que me tengan que hacer la autopsia a mí. Le
recuerdo que su padre y yo ya peinamos canas... y él ni siquiera eso.
—¡Hombre, Larry! ¿Qué pretendes? ¿Contarlo a gritos y que se entere
toda la comisaría? —le eché una mano a Hugo por si no se atrevía a
replicarle a alguien al que solo conocía desde el día anterior.
—¡No soy tan tonto, Frank! No hubiera dicho nada —se defendió.
No me pareció práctico ponerme allí a discutir con él, por lo que no le
dije nada y le dejé que nos contara los detalles de la autopsia de Mathew
Cox. No resumiré su crónica, que debo reconocer que fue detallada y llena
de los tecnicismos médicos de quien conoce bien su profesión, como le
pasaba a Larry Gould.
—¿Qué es lo que se sale de lo normal? —le preguntó Hugo.
—Bueno, en el sótano no lo aprecié, puesto que, cuando el agente que
vino conmigo y yo descolgamos el cadáver mientras ustedes no se
despegaban de aquella rubia tan atractiva, el cuerpo quedó decúbito supino
y no se podía apreciar con claridad en aquel lugar.
»En el cuello se observaban las típicas marcas de fricción que dejó la
soga como producto del ahorcamiento, si bien, lo que no vi en aquel lugar,
había otras de distinta naturaleza en la nuca y un hematoma interno
producido por un objeto duro de forma rectangular que debió de presionarle
la zona durante un tiempo. Eso sí que está fuera de lugar en alguien que se
ahorca.
Hugo se quedó un rato procesando la información hasta que, de nuevo,
actuó movido por la impulsividad de la que llevaba haciendo gala toda la
mañana.
—Quiero ver esa marca de la nuca, señor Gould. Tengo muy claro lo
que es, pero necesito verlo. ¿El cadáver de Mathew Cox sigue en el
depósito?
El forense asintió.
—Entonces lo acompañamos para verlo in situ. ¡Vamos, sargento!
Tengo que ser sincero. No puedo mentir. En aquellos momentos pensé
que, si todos los días iban a ser como el anterior y como tenía toda la pinta
de que iba a ser ese, es decir, sin parar de ir a mil sitios a toda velocidad,
quizá me resultaría más rentable lo de volver a dirigir el tráfico.
No era yo en todo caso la única víctima de la energía de Hugo, puesto
que, acompañando al forense al depósito de cadáveres, nos cruzamos con
un oficial al que el joven inspector le echó una seria reprimenda.
—Selleck, ¿qué está haciendo todavía aquí? ¿Todavía no han salido?
¡Le dije que lo quería aquí a las dos y ya pasan de la una y media!
—No nos ha dado tiempo de todo, inspector —se defendió el bigotudo
policía al que se había dirigido—. Justo vamos a salir ahora. Hemos ido a
por las chicas, que ya le adelanto que están con un humor de perros.
—¡Vamos, no pierdan más el tiempo! Luego me cuentan los detalles.
Sin decir una sola palabra más, cada uno seguimos por nuestro camino.
Imaginé que, al referirse a «las chicas», el oficial estaba haciendo alusión a
Lisa Cox y a Rachel Chandler, que debían de estar esperándonos ya en
algún despacho y no precisamente muy felices, si nos ateníamos al
comentario del joven policía.
Cuando entramos en el depósito, no hubo que realizar ninguna búsqueda
exhaustiva. Aun cuando estaba cubierto por una sábana, Mathew Cox se
encontraba en una camilla que estaba en el centro de la estancia, lo que
evidenciaba que hacía poco que el forense había estado trabajando con él.
Apartó la sábana y pudimos ver cómo la descripción que había hecho
Larry acerca de las marcas que presentaba el cadáver había sido exhaustiva
y precisa en todos sus términos. Efectivamente, las señales del cuello eran
muy diferentes de las de la nuca, en la que sí se podía observar la impronta
dejada por un objeto rectangular.
—Mantengo lo que le dije ayer de que no se deben buscar misterios
donde no los hay, pero reconozco que no sé a qué puede equivaler esta
marca y qué fue lo que la pudo generar.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted. No se deben buscar misterios
innecesarios y aquí no hay ninguno.
Tras pronunciar estas palabras, Hugo le relató sucintamente los motivos
por los cuales creíamos que se trataba de un asesinato y no de un suicidio,
los mismos que él y yo habíamos estado discutiendo la noche anterior en la
casa de Cox.
—De manera —concluyó—, que le apuesto lo que usted quiera a que
esa marca rectangular no es otra cosa más que la dejada por la hebilla de un
cinturón o algo similar, el mismo que debió de usar el asesino haciendo un
lazo con él, apretando y provocando que dicha hebilla presionara la piel.
»Creo, sargento, que tendremos que volver a molestar al juez para que
nos expida nuevas órdenes de registro en las casas de nuestros amigos y
amigas porque, así como quien fuera seguro que desintegró la ropa de Cox
para que no se apreciaran las señales de arrastre, cabe la posibilidad de que
no hiciera lo mismo con el cinturón o correa que utilizó.
»En fin, ya haremos eso en otro momento. Ahora, tenemos que ir a ver a
dos lindas señoritas que, por lo que nos contaba el agente Selleck, seguro
que nos esperan con la mejor de sus sonrisas.

Salí del depósito y empecé a caminar por el pasillo sin saber muy bien
qué dirección tomar. Vi que Hugo se había quedado rezagado cambiando
unas últimas impresiones con el forense que no pude escuchar, puesto que
me había alejado lo suficiente como para no poder llegar a entender sus
palabras.
Cuando se unió a mí, tuvimos que preguntar dónde se encontraban Lisa
Cox y Rachel Chandler, puesto que el agente Selleck, apremiado por Hugo
para que fuera a algún lugar que no me aclaró, no había llegado a
decírnoslo.
—¡Por fin se digna a aparecer, inspector! ¡Hemos estado aquí retenidas
durante más de una hora!
La enérgica protesta de Lisa Cox tan pronto entramos en la habitación,
así como el rápido vistazo que le eché a Rachel Chandler me recordaron el
momento en el que ambas se habían conocido la mañana anterior: la
primera, hosca y con una actitud muy hostil cuando vio aparecer a la
segunda; esta otra, de nuevo con aquella cara de susto propia de quien no
entiende lo que está sucediendo.
—Gracias por haberse encargado de la custodia, Janice. Puede
marcharse si lo desea. Nos quedamos el sargento Rodak y yo.
Dejando escapar un suspiro de alivio, la agente salió de la habitación no
sin antes ofrecerse a que la llamáramos si la necesitábamos.
—¿Qué custodia, inspector? ¿Estamos detenidas? No creo que sea legal
que nos tenga aquí sin la presencia de nuestros abogados —volvió a la
carga la hermana.
Sin perder la calma, Hugo se sentó en una silla y posó encima de la
mesa una carpeta que no me había fijado que llevaba consigo y que,
reconstruyendo todos los pasos que habíamos dado, tan solo pudo haber
cogido cuando estuvimos en su despacho con Gould, el forense.
—Señorita Cox, ninguna de las dos está detenida ni han venido aquí
acusadas de nada, por lo que no veo necesario que haya abogados. Ahora
bien, si le apetece que llamemos al suyo porque tiene algo que contar, estaré
encantado de escucharla y seguro que la novia de su hermano estará
también muy complacida de escucharla.
Como si se tratara de un león enjaulado, Lisa Cox se puso a dar vueltas
por la habitación soltando bufidos, pero sin llegar a decir nada inteligible.
Por su parte, Rachel Chandler permanecía sentada y a la expectativa de lo
que pudiéramos decir.
No creía que nada fuera a suceder, pero, por si acaso, me quedé de pie al
lado de la puerta, bloqueándola por si cualquiera de las dos decidía cruzarla
antes de tiempo para largarse de allí, lo que, por otra parte, si no estaban
detenidas, podían hacer con todo derecho.
—Señoras, cuanto más tiempo estemos reprochándonos cosas menos
vamos a avanzar. Lo primero que debo contarles es que estamos plenamente
convencidos de que el señor Mathew Cox no se suicidó, sino que fue
asesinado.
Tan pronto lo dijo, caí en la cuenta de que, a no ser que alguna fuera la
ejecutora, ninguna de las dos lo sabía, puesto que, cuando habíamos estado
con ellas el día anterior, lo que parecía evidente era el suicidio.
Lisa Cox dejó de dar vueltas y, visiblemente impactada, por lo menos en
apariencia, se sentó. Rachel Chandler siguió impertérrita, como si fuera una
estatua, como si estuviera en otro mundo.
Tras darles un breve espacio de tiempo para que ambas procesaran una
noticia que nunca era fácil recibir, Hugo pasó a relatarles con calma y, en
mi opinión, con demasiados detalles todo lo referente a la malversación de
fondos y a la huida de Joe Blanc, el socio de Mathew Cox.
—A fin de que podamos llegar a buen puerto, el sargento y yo
necesitamos que nos cuenten todo lo que sepan sobre el susodicho, si lo
conocían de algo, si alguna vez tuvieron algún contacto con él, si Mathew
les habló de él... Les ruego que seamos prácticos y que no empecemos a
pelearnos entre nosotros. Creo que a todos nos interesa aclarar cuanto antes
qué es lo que ha sucedido aquí.
Ninguna de las dos reaccionó a estas palabras de Hugo. Ambas cruzaron
una mirada, pero permanecieron mudas. En otras circunstancias habría
defendido a capa y espada que se trataba de un gesto de complicidad o
incluso de encubrimiento, si bien, en aquella ocasión, solo me parecieron
dos mujeres que se estudiaban la una a la otra en una situación en la que
ninguna quería tomar la iniciativa.
—¿Empezamos por usted, Lisa? Es evidente que lo conocía, porque así
nos lo dijo.
La chica reaccionó con una mueca de incredulidad.
—¿En qué momento dije yo eso?
Seguía mostrando una actitud ligeramente desafiante, si bien no tanto
como al principio, puesto que la revelación de que su hermano había sido
asesinado parecía haberle arrebatado todas sus energías.
—Haga memoria. Usted dijo que, tras haber estado unos cuantos días
sin hablar con su hermano, lo llamó por teléfono a su casa y, al no poder
localizarlo, intentó contactar con él llamando a la fábrica. Según su
testimonio, fue Joe Blanc quien la atendió y quien le dijo que su hermano
no había acudido por allí, ¿no es cierto?
Lo recordé. Efectivamente, esas habían sido sus palabras.
—Correcto, inspector. Es verdad, pero solamente hablé con él por
teléfono. Hablar con alguien no implica necesariamente conocerlo —le
respondió.
Observé cómo Hugo torcía el gesto. No podía decirse que Lisa Cox no
tuviera razón y, como la tenía, por eso, cuando el pobre Kudrow, el del
laboratorio, tuvo la osadía de interrumpirnos, fue recibido con si se tratara
de la viruela o el sarampión.
—¡¿Qué cojo...?! ¿No se da cuenta de que estamos ocupados? ¿Qué
pasa ahora?
Quedándose clavado en la puerta por haber recibido unos gritos que no
esperaba, apenas balbuceó su respuesta.
—Los resultados.
Por lo que quiera que fuera, aquellas dos palabras ejercieron algún
efecto mágico en Hugo, puesto que, cambiando radicalmente de actitud, se
levantó de su silla como impulsado por un muelle y vino hasta la puerta, la
misma con la que el técnico de laboratorio me había dado un golpe en toda
la espalda por abrirla sin llamar y por no saber que yo me había colocado al
otro lado.
—¿Y bien? —le preguntó con ansiedad.
—Tenía usted razón, inspector. He encontrado restos de...
No lo dejó terminar, sino que lo empujó al pasillo, saliéndose con él, lo
que no me impidió esta vez escuchar qué era lo que hablaban.
—Aquí no, Kudrow. No en este momento. Hágame un favor y dígale al
forense que venga cuando quiera y que lo haga preparado como le dije.
—¿Qué forense, señor? Hay varios.
—Gould. Larry Gould.
—De acuerdo, ahora mismo voy.
—Gracias, Kudrow. Muchas gracias, ha hecho un trabajo extraordinario.
Hugo volvió a entrar en la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Su
rostro era el vivo reflejo de la satisfacción y la indignación que le había
producido la respuesta de Lisa Cox y que había pagado el pobre Kudrow
había desaparecido por completo.
—¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Tiene usted razón, señorita Cox. Que
hablara usted con Joe Blanc por teléfono de forma casual no significa que lo
conociera personalmente. Me he expresado mal. Lo que de alguna forma le
estaba preguntando era si llegó a hablar con él por teléfono o en persona en
algún otro momento del pasado, más allá de esa llamada.
La amplia sonrisa con la que Hugo le formuló la cuestión provocó que la
chica me mirara por un instante, seguramente asustada —y no era para
menos— ante la presencia de un inspector que demostraba tener más
cambios de humor que el Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson.
—No, inspector, le aseguro que nunca en mi vida he visto al socio de mi
hermano —le respondió finalmente—. No sé qué apariencia tiene, se lo
aseguro y me corroe por dentro el pensar que no sé nada de quien ha podido
ser el asesino de mi hermano.
Hugo se quedó callado un instante, meditando la respuesta.
—De acuerdo. ¿Y usted, señorita Chandler?
La chica, que hasta aquel momento no había abierto la boca, se
incorporó en su asiento y se puso tensa antes de responder.
—No, inspector, yo tampoco lo conocía. Yo, de hecho, no sabía ni que
tuviera un socio. Le recuerdo que, como les conté al sargento y a usted,
Mathew nunca me hablaba nada del trabajo ni de otros aspectos de su vida.
Me estremecí al pensar la que le iba a caer a continuación a la muchacha
ante una respuesta que tenía mucho de evasiva. Pues bien, por enésima vez
desde que el comisario Hitchcock me había llamado a su oficina el día
anterior para que acompañara a mi hijo en su primer caso como inspector,
comprendí por qué yo nunca llegaría a ser un buen detective, puesto que
sucedió justo lo contrario.
—Es verdad, Rachel. No recordaba que nos lo había comentado, es
cierto. Perdóneme.
No sabía qué juego se traía entre manos, pero estaba claro que, a juzgar
por su forma de actuar, estaba tramando algo. Ya lo averiguaría cuando
quisiera contármelo o cuando se desencadenaran los acontecimientos,
puesto que era evidente que me faltaba información que él sí tenía y que
debía de haber obtenido en el momento en que ambos nos separamos
cuando yo me quedé esperando a que Mason me diera la orden judicial de
registro.
Si aquello era una comedia o, cuando menos, una puesta en escena, el
siguiente acto consistió en que Hugo abrió la carpeta que todo el rato había
llevado consigo.
—Tenemos sospechas más que fundadas de que Joe Blanc tenía
contactos con la mafia y me gustaría que examinaran estas fotografías para
ver si algún rostro les resulta familiar. Se trata de personas del hampa,
sospechosos de contrabando, algún que otro narcotraficante...
»Sé lo que me van a decir. Una me dirá que solo hablaba con su
hermano por teléfono y que apenas pisaba la fábrica, pese a que una vez se
refirió al negocio como una «empresa familiar». La otra me insistirá en que
su novio nunca le hablaba del trabajo y que, por ese motivo, no conoce a
nadie ni sabe nada.
»Todo eso ya lo sé y no hace falta que me lo repitan. Lo único que les
pido es que examinen con toda la calma estas fotografías y me digan si
conocen, reconocen o creen conocer o reconocer a alguna de las personas
que aparecen en ellas.
Sin hacer ningún comentario, ambas chicas empezaron a mirar las
fotografías, pasándoselas entre ellas. Desde mi posición no podía ver
ninguna, puesto que seguía de pie al lado de la puerta aun cuando la
situación parecía haberse relajado.
Mientras lo hacían, entró Larry Gould con un pequeño maletín. No
dejaba de preguntarme para qué lo habría llamado Hugo. Era evidente que
allí no podía preguntárselo, pero la intriga me devoraba por dentro.
Cuando Lisa Cox y Rachel Chandler dejaron de mirar las fotografías,
ambas coincidieron del todo. Ninguna de ellas conocía a nadie.
—¿Están absolutamente seguras? ¿Prestarían declaración jurada de que
no conocen a nadie de las personas que han visto en las fotografías que les
he mostrado? —insistió Hugo—. Me refiero a realizar un juramento con
plena validez en un juicio, so pena de cometer perjurio si no dicen la
verdad.
Si toda la mañana había sido Lisa Cox la que había tomado la iniciativa
y la que siempre había hablado en primer lugar, en esta ocasión fue Rachel
Chandler quien lo hizo, encogiéndose de hombros.
—Le firmo esa declaración ahora mismo si usted quiere, inspector. Las
personas de las fotografías son totalmente desconocidas para mí, como
todas las que rodeaban a Mathew, incluida su propia hermana, de la que,
perdóneme, pero nunca me habló.
—Por mi parte, lo mismo —añadió la hermana—. No tengo ni idea de
quiénes son los de las fotografías.
Justo acabó de decir estas palabras, cuando algo parecido a un tumulto
empezó a oírse por el pasillo. Como si los tiempos hubieran sido medidos y
todo estuviera en realidad orquestado, la puerta se abrió de repente y asomó
el agente del bigote al que Hugo había llamado Selleck.
—Perdone la tardanza, inspector, pero ha sido toda una odisea traer a
este hombre y, si me lo permite, creo que debería ir urgentemente a un
hospital.
En su voz se mezclaban el nerviosismo, la impaciencia e incluso un
incontenible enfado ante una situación que resultaba evidente que le había
venido grande.
—Lo imagino, agente, pero para eso está aquí el señor Larry Gould,
quien, como todos los forenses, es además médico y, por lo tanto, una
persona perfectamente capacitada para atender tanto a los vivos como a los
muertos. Hágalo pasar, por favor.
Fue David Ross, el psiquiatra, quien entró en la habitación y lo hizo con
una palidez que llegó a estremecerme y con una apariencia general mucho
peor que cuando habíamos ido a visitarlo a su consulta la tarde anterior.
Seguía con la mano vendada, como era comprensible al no haber
transcurrido el tiempo suficiente como para que cicatrizara la herida del
corte que se había hecho poco antes de abrirnos la puerta.
Sin embargo, como digo, aquello no era lo que más llamaba la atención,
sino su palidez y el hecho de que se llevara la mano al vientre, como si le
doliera.
El forense reaccionó con rapidez al ver aquella escena.
—¡No hay ninguna duda, inspector! Es un caso clarísimo, pero debo
actuar con rapidez. ¡Este hombre está sufriendo espasmos!
—¡Solo medio minuto, Larry! Le prometo que no será más —le
interrumpió Hugo, asiendo por el brazo al recién llegado y ayudando al
agente Selleck a ponerlo en una silla que yo mismo les acerqué.
»Señor Ross, ¿reconoce a alguna de las personas que están presentes en
esta sala? Me refiero sobre todo a las señoritas del fondo.
Las dos se le habían quedado mirando con expresión de no entender
nada de lo que estaba sucediendo. Hugo se había colocado en un lugar en el
que dominaba visualmente a los tres. El recién llegado no contestó, sino que
cerró los ojos antes de que varias lágrimas empezaran a resbalar por sus
mejillas.
Al ver que no respondía, Hugo aflojó la presión que ejercía sobre su
brazo.
—Señor David Ross, queda detenido por el asesinato de Mathew Cox.
No se preocupe por lo que le sucede. El doctor Gould se encargará de usted
y será conducido al hospital si es preciso.
»Como le digo, puede estar tranquilo, ya que hemos llegado a tiempo.
Lo que usted presenta son los síntomas del tétanos, como producto del
clavo oxidado con el que usted se hirió en la mano cuando estuvo en el
sótano de Mathew Cox, tras haber arrastrado hasta allí su cadáver y haberlo
colgado de una de las vigas del techo.
»Estoy seguro de que enseguida comprobaremos que los restos de
sangre que nuestros investigadores y técnicos de laboratorio han encontrado
en uno de los clavos del sótano y cuyo hallazgo nos han comunicado al
mismo tiempo a todos los que estamos aquí corresponden a su sangre, pero
bueno, todo eso ya se lo oirá decir al fiscal.
»Cuando quiera, Larry. Aplíquele a este hombre el tratamiento que
necesite y perdóneme porque al final sí que he alargado esto más del medio
minuto que había prometido no sobrepasar.
Hitchcock pregunta
Hasta la mañana siguiente no nos recibió el comisario y, por supuesto,
tampoco fue a primera hora de la mañana. ¿Para qué? El culpable estaba
detenido y eso de estar en su despacho por la tarde... ¿Acaso corría prisa
para algo? ¿Acaso lo que fuera no podía esperar al día siguiente?
¿Acaso no le devoraba la impaciencia por saber cómo el más joven de
sus inspectores había llegado a sacar las conclusiones que le llevaron a la
detención de David Ross? No, en absoluto. A. J. Hitchcock estaba muy a
gusto en su casa por las tardes y la anterior todavía lo estuvo mucho más
después de que le comunicaran por teléfono que habían capturado a Joe
Blanc cuando intentaba cruzar la frontera.
Yo mismo le había dicho a Hugo que no esperara nunca que el
comisario fuera a hacer algo antes de las doce, si bien aquella mañana sí
tuvo el detalle de no hacernos esperar tanto y a las once y media ya
estábamos sentados enfrente de su mesa.
—Les felicito por resolver esto de manera tan rápida. Lo han hecho en
apenas un par de días y esto es bueno para todos, si bien me gustaría
conocer todos los detalles y que me expliquen alguna cosa que no termino
de entender, por lo que, de momento, vayan explicándome los pasos que
han seguido.
Esas fueran sus primeras palabras antes de que se quedara parapetado en
su sillón, con su insustituible traje negro, mirándonos como si se tratara de
un cuervo posado en una rama.
Hugo empezó a contarle los mismos detalles que le hicieron sospechar
que no estábamos ante un suicidio, sino ante un asesinato. No los repetiré,
puesto que siguió casi de forma milimétrica el mismo orden con el que me
expuso sus argumentos la segunda noche que estuvimos en la mansión de
Mathew Cox.
—Me queda claro lo del asesinato y veo toda la lógica a lo que me están
contando, si bien lo que me interesa es saber por qué el psiquiatra y no
cualquier otra persona. Entiendo que descartara a las chicas porque no
habrían tenido la fuerza suficiente como para arrastrar y colgar un cadáver,
pero... ¿por qué Ross y no el socio?
Hugo carraspeó. Eso lo habíamos hablado cenando la noche anterior.
—Con todos mis respetos, comisario, que una mujer no tenga fuerza
para arrastrar el cuerpo de un varón me parece un argumento al que se ha
recurrido muchas veces, pero que creo que no tiene ningún fundamento.
»Es posible que una mujer de apenas metro y medio de estatura no
pueda arrastrar o levantar a un jugador de rugby o a un boxeador que le
duplique el peso, pero, salvo en casos así en los que haya un contraste tan
marcado, me temo que el argumento de mujeres que no pueden mover a
hombres habrá dejado en libertad a unos cuantos cientos de asesinas a lo
largo de los tiempos.
Debo reconocer que yo también había caído en ese prejuicio hasta que,
como digo, lo hablamos cenando. Pese a ser yo policía y contar con cierta
experiencia, la verdad es que lo había leído en tantas novelas y visto en
tantas películas desde que el género de misterio se había puesto tan de
moda, que yo era el primero que había llegado a creérmelo.
Temí que a las palabras de Hugo les sucediera una dura reprimenda del
comisario por cuestionarlo; sin embargo, se quedó callado y no hizo un solo
gesto.
—No, comisario. De hecho, el sargento Rodak podrá asegurarle que
nunca estuve del todo seguro de la total inocencia de las dos mujeres ni de
que no se conocieran previamente, como tantas veces han insistido ambas.
»Por otro lado, todavía debemos asegurarnos de que no haya ninguna
complicidad de cualquiera de ellas con David Ross, pero apostaría mi
cabeza a que no solo no la hay, sino que además no lo conocían de nada.
No, ahora que lo tengo claro todo, me atrevería a decir que, pese a mis
primeras sospechas y recelos, ni Lisa Cox ni Rachel Chandler nos han
mentido en ningún momento.
—Si usted lo dice... —soltó el comisario con, en mi opinión, muy escaso
convencimiento—. En todo caso, ¿por qué el psiquiatra y no el socio?
Estamos hablando de alguien que no ha hecho otra cosa más que robarle al
muerto todo lo que ha querido y que ha intentado escapar de nosotros.
¿Acaso no es eso una confesión?
—Lo es de lo que usted mismo ha dicho, comisario, es decir, de haber
robado a su socio durante los últimos años, de haber tenido contactos con la
mafia y de haber intentado fugarse al enterarse de que íbamos a descubrir
todo su entramado.
»Ahora bien, si lo piensa, Joe Blanc no tenía ningún motivo para
asesinar a Mathew Cox. Este no le impedía cometer los desfalcos y, aunque
es evidente que lo sospechaba porque así se lo contó a su psiquiatra, no lo
acusó de nada y no fue más allá de esas sospechas.
»No digo que Cox fuera la gallina de los huevos de oro de Joe Blanc,
pero, desde luego, a este no le convenía nada la muerte de su socio y que
con ella se desarrollara una investigación que podría airear, como está
haciendo, todos sus trapos sucios.
—A no ser que en estos últimos días el muerto hubiera decidido dar un
paso más y le hubiera amenazado con denunciarlo. Ahí sí que tendría toda
la lógica que hubiera querido silenciarlo —reparó el comisario Hitchcock.
—Tiene todo el sentido lo que usted dice, comisario, pero lo que no lo
tiene es que la mañana que se descubrió el cuerpo Joe Blanc estuviera tan
tranquilo en la fábrica atendiendo el teléfono. Recuerde que la propia Lisa
Cox nos dijo que se lo había cogido él cuando ella llamó para hablar con su
hermano y pedirle perdón por la discusión que habían tenido.
»Si yo hubiera asesinado a mi socio después de haber estado varios años
cometiendo fraudes a sus espaldas, esa misma noche hubiera puesto pies en
polvorosa sabiendo que al primero al que investigarían sería a mí.
»Si el crimen se cometió entre las diez y las doce de la noche, como
certificó el forense, no tiene ningún sentido en el caso de Joe Blanc
desperdiciar doce horas y, no solo eso, sino acudir directamente a la fábrica
y atender el teléfono alegremente.
—Entiendo... —asintió el comisario, suavizando la expresión de su
rostro y dando las primeras muestras de estar empezando a entenderlo—.
Lo que me quiere usted decir es que lo único de lo que podremos acusarlo
será de delitos fiscales.
—Correcto, comisario. De delitos fiscales, de intento de fuga y habrá
que ver en qué han consistido sus contactos con la mafia, pero no se le
podrá achacar el asesinato de Mathew Cox.
»Ahora que está detenido, a ver qué es lo que declara, pero ya verá usted
cómo dice que emprendió la huida tan pronto tuvo noticia de la muerte de
su socio. La llamada de Lisa Cox a la fábrica debió de alertarle de que algo
no iba bien y puede que él mismo se acercara por la casa de su socio,
encontrándosela bajo vigilancia policial, lo que habría sido para él el
pistoletazo de salida para iniciar la fuga.
El comisario Hitchcock soltó uno de sus característicos bufidos de
malestar.
—De acuerdo, de acuerdo. No hace falta que siga hablando de Blanc. La
verdad es que solo quiero saber por qué ustedes dos han ordenado la
detención del psiquiatra.
Ahí me vi en la necesidad de intervenir para dejar las cosas claras.
—Comisario, las decisiones las ha tomado el inspector. Yo únicamente
me he limitado a seguir sus órdenes, tal y como corresponde a mi cargo.
Tan pronto hube dicho estas palabras, me di cuenta de que podían
interpretarse de varias maneras. Quizá la más evidente era que no me
responsabilizaba de nada de lo que Hugo hubiera decidido, si bien,
convencido como ya lo estaba de lo acertadas que habían sido sus
decisiones gracias a nuestra conversación en la cena de la noche anterior, lo
que pretendía era que el comisario no pensara que se había dejado llevar por
mis orientaciones como padre, porque ni mucho menos había sido así.
Me miró y me ignoró por completo, haciéndole un gesto a Hugo para
que continuara.
—La verdad, comisario, es que, a mínimo que se aplique la lógica, ha
sido muy evidente que se trataba de David Ross, el psiquiatra, aunque a
algunas cosas no les di importancia hasta más tarde.
»En primer lugar, su presentación no pudo ser más llamativa, con un
profundo corte en la mano que no dejaba de sangrar. Tampoco hay que
empezar a sacar conclusiones precipitadas. Alguien que se ha cortado no es
más que eso, alguien que se ha cortado. No significa nada, es un simple
accidente y a todos nos han pasado cosas en los momentos más
inoportunos.
»Quitando esa presentación un tanto trágica o, si usted me lo permite, yo
diría que incluso tragicómica, encontramos a un excelente profesional que
se nos muestra reacio a contarnos nada a fin de proteger la intimidad de su
paciente y que después, cuando le hacemos entender lo importante que es
colaborar con nosotros, se nos ofrece en todo lo que necesitemos.
—Bueno, inspector, quizá eso es lo más sospechoso de todo, porque la
gente dispuesta a colaborar con nosotros en todos estos asuntos se podría
contar con los dedos de la mano de un manco.
Al margen de que el comentario final del comisario me había parecido
bastante desacertado y muy en su línea, debo reconocer que coincidía con él
en su práctica totalidad y, en aquel caso en concreto, Hugo y yo habíamos
dado más de una pateada en la que casi todos nos habían dicho no saber
nada de nada o no haber visto nunca a Mathew Cox.
—Sí, comisario, pero lo que quiero decir es que, a excepción de un
primer momento en el que apeló a su profesionalidad y a la consabida
confidencialidad entre médico y paciente, su posterior actitud no tuvo nada
de hostil. El sargento estará de acuerdo conmigo en que las dos mujeres se
mostraron mucho más ariscas con nosotros que él.
No hice ningún comentario, porque no estaba del todo de acuerdo con lo
que acababa de decir. A veces lo habían estado, sí, pero también Hugo les
había apretado mucho las tuercas y también les había hecho algún que otro
comentario falto de delicadeza para alguien que acaba de perder a un ser
querido.
Además, ¿acaso no había perdido el psiquiatra los papeles hasta el punto
de dar un puñetazo encima de la mesa? No, para nada, no estaba de acuerdo
con lo que había dicho Hugo, pero me quedé callado para no llevarle la
contraria delante del comisario.
—Sin embargo —siguió hablando—, lo que ya no tiene ninguna lógica
es que se pusiera a hacer comentarios sobre la enorme cantidad de personas
que se han suicidado en la última quincena como consecuencia del colapso
bursátil cuando yo únicamente le había dicho que se había muerto, pero no
que se hubiera suicidado.
»Si los periódicos todavía no habían publicado nada porque no lo
hicieron hasta la mañana siguiente, es decir, que en realidad no había
ningún motivo para que supiera nada del fallecimiento de su paciente, ¿por
qué pensó en un suicidio sin que ninguno de los dos le hubiéramos dado
ningún detalle de cómo encontramos el cuerpo?
En aquellos momentos en los que Hugo estaba contándole todo aquello
al comisario Hitchcock no me sorprendí. Ya lo había hecho la noche
anterior cuando llegué a atragantarme al reconstruir nuestra conversación
con el psiquiatra y, efectivamente, darme cuenta de que él había empezado a
hablar de suicidios, que era lo que parecía al fin y al cabo, sin que nosotros
lo hubiéramos concretado.
—Siendo estrictos, eso no demuestra nada —continuó exponiendo Hugo
lo que yo ya sabía—. Estas dos semanas han saltado tantas personas por las
ventanas que Ross pudo haber imaginado que Mathew Cox, en tanto en
cuanto era un empresario y era más que posible deducir que se habría
arruinado como los demás, se habría quitado la vida.
»Él era conocedor de los tratos que tenía su socio con la mafia y de que,
por eso, el negocio estaba lleno de trapos sucios, por lo que el psiquiatra
pudo asumir que Cox se había suicidado aunque no se lo hubiéramos dicho
porque, por desgracia, no para de suceder esto casi todos los días.
—Concediéndole el beneficio de la duda, sí, de acuerdo, no demuestra
que fuera él, pero vamos, hasta un ciego se daría cuenta de que, en realidad,
Ross se había delatado —apuntó el comisario.
Pensé en que, al salir del despacho de Hitchcock, tendría que ir a
comprarme un bastón guía, porque yo había sido uno de esos ciegos de los
que hablaba el comisario. También pensé en que qué bien se resuelven los
casos cuando te pegas todo el día sin salir de tu despacho y son los demás
los que te lo resuelven todo, si bien, como es fácil imaginar, me quedé
callado.
Hugo me miró y se debió de dar cuenta de que me estaba mordiendo el
labio inferior, lo que hacía cuando estaba nervioso o cuando algo me sacaba
de quicio, por lo que siguió con sus teorías.
—No sé si alterar un poco el orden de los acontecimientos a fin de que
me entienda mejor.
—No lo haga —le abroncó el comisario—. Claro que puedo seguirlo.
¡No soy ningún tonto!
—Muy bien, comisario, perdone. No quería ofenderlo. Si quiere
entonces que siga en el mismo orden en el que fui pensando las cosas, debo
decirle que Rachel Chandler, la novia, fue la que se apoderó por completo
de mi mente cuando, alertado por el hecho de que David Ross hubiera
hablado de suicidios sin que le hubiéramos dicho nada de ellos, me di
cuenta de que había serias discrepancias entre el relato de ambos.
»Por un lado, la chica en ningún momento nos dio a entender que
conociera al psiquiatra. Todo lo contrario, ella se limitó a escribirnos unas
direcciones muy vagas en un papel y el sargento y yo estuvimos todo el día
buscando una aguja en un pajar... o como mucho dos, si contamos la
lavandería, en la que también obtuvimos alguna que otra pista.
—¿Qué lavandería?
Hugo ya le había hablado de ella cuando le había contado los detalles
relativos al pijama y a la inexistencia de la ropa sucia, pero el comisario
parecía haberla olvidado, por lo que aprovechó para recordársela.
—Volviendo a la chica, la tercera dirección que nos anotó era igual de
imprecisa que las anteriores. No constaba en su nota ninguna mención a
ninguna clínica ni sanatorio ni nada, puesto que, cuando lo siguió, debió de
temer acercarse mucho y que su novio la descubriera, por lo que, al igual
que en los casos anteriores, solo se quedó con las calles.
»Todo parece indicar que ella ni siquiera sabía que su novio acudía a un
psiquiatra, pero por el otro lado tenemos a alguien, David Ross, que sí sabe
de su existencia y no solo eso, sino que la califica, literalmente y si mal no
recuerdo, «de enorme belleza» y que incluso la llama «rubita». Así fue,
¿verdad, sargento?
Lo corroboré.
—Así fue, efectivamente. Esas son las palabras que utilizó.
El comisario Hitchcock gruñó.
—Esa teoría no tiene ninguna consistencia. Claro que el psiquiatra sabía
de la existencia de Rachel Chandler si, al fin y al cabo, su paciente le
hablaba de ella.
—Claro, comisario —se defendió Hugo con la táctica de darle la razón
para, acto seguido, contraargumentar—, pero piense que Rachel Chandler
no pisó nunca esa consulta que, como ha declarado, no sabía ni que existía.
»Todo lo que David Ross conocía de Rachel Chandler era por lo que le
contaba Mathew Cox. No sabemos qué es lo que le diría de ella, pero no me
negará que resulta bastante peculiar que él estuviera tan bien informado de
que se trataba de, juntando sus palabras, «una rubita de enorme belleza».
—Pudo haberle enseñado una fotografía de ella y que por eso conozca
su apariencia —siguió objetando el comisario.
—¡Por supuesto! Todo eso tendrá que aclararlo cuando se recupere de
los efectos del tétanos, preste declaración y sea puesto a disposición
judicial. En todo caso, comisario, ya le adelanto que, en opinión del
sargento Rodak y de la mía propia, creo que ha dado en el clavo por
completo.
—¿Cómo en el clavo? —preguntó.
«¿Cómo ha podido llegar a comisario?» fue lo que me pregunté yo.
—Me sorprendió bastante que el psiquiatra hablara así de la novia de su
paciente. Por un lado, aparentaba ser un profesional intachable; por el otro,
hacía comentarios sobre ella que provocaban que esa formalidad volara por
los aires.
»No he tenido nunca que ir a ningún psicólogo o psiquiatra, pero no
creo que nadie que se ponga a hablar de la persona con quien tiene una
relación sentimental la describa hasta el punto de que el médico hable de
una «rubita de enorme belleza».
»¿Que pudo enseñarle una fotografía a partir de la cual David Ross pudo
comprobar la apariencia física de Rachel Chandler y, digámoslo claro, sentir
atracción por ella? Claro que pudo suceder, pero no me parece un
comportamiento demasiado lógico en un paciente... No creo que ningún
psiquiatra le pida a sus pacientes que le enseñe fotografías de las personas
de las que les hablan.
»Pudo suceder, no se lo niego. Mathew Cox tenía lo suyo, tampoco es
que fuera trigo limpio en todo. Hablaba a menudo con su hermana, pero
nunca le contó que salía con una chica a la que, a su vez, ocultaba todo lo
relativo a su vida.
»Quizá era de aquellos a los que les gusta fanfarronear y sí que le
enseñó a su psiquiatra una fotografía de ella, no lo sé. Serán detalles que
deberemos aclarar con él cuando lo interroguemos.
—En todo caso —intervine, sabiendo que tampoco era ese el detalle
más importante de los que a Hugo le quedaban por relatar—, lo que parece
evidente es que David Ross se sintió atraído por Rachel Chandler.
—Correcto —confirmó Hugo, sin permitir que el comisario Hitchcock
añadiera nada entre medias—. Las conversaciones mantenidas con ambos
me hicieron convencerme de que, por un lado, teníamos a una chica que no
tenía ni la menor idea de que su novio visitaba a un psiquiatra y, por el otro,
todo lo contrario, es decir, a un médico cuyo interés por la pareja de su
paciente desbordaba claramente el ámbito de lo profesional.
—Uno de los dos mentía y permítanme añadir que también pudo ser
ella. Quizá ella también lo conocía a él, pero prefirió ocultarlo —siguió
objetando el comisario.
—¿Y con qué propósito, señor? Sí, entiendo lo que quiere decir y
también lo pensé. Aunque nos anotara la dirección de la clínica de forma
tan imprecisa, quizá Rachel Chandler sí era consciente de a dónde iba su
novio.
»Es más, le confesaré que se me ocurrió que sí lo era, pero que no lo
quiso decir abiertamente para evitar la posibilidad de que pensáramos que
Mathew Cox padecía de algún trastorno más grave del que realmente tenía.
—Sí, como por ejemplo que fuera un esquizofrénico o algo. Hay que
reconocer que nadie va contando a los cuatro vientos que acude a recibir
terapia psiquiátrica —añadí, apoyando a mi hijo.
—Es un tema que se guarda bastante en secreto, la verdad. Ahora bien,
poniéndonos en la piel de Rachel Chandler y después de descubrir que su
novio se había suicidado, que era lo que todos creíamos en un primer
momento, no tiene ningún sentido que nos ocultara que Cox visitaba a un
psiquiatra.
»Puedo equivocarme, comisario, pero pondría la mano en el fuego a la
hora de asegurar que ella no sabía nada y que tampoco se dio cuenta cuando
lo siguió en verano, lo que, en realidad y según su testimonio, no hizo más
que dos o tres veces. Quizá si lo hubiera hecho más...
El comisario Hitchcock movió la cabeza en señal de afirmación y
masculló algo que no entendí. No sé si lo haría Hugo, pero lo cierto es que
siguió hablando.
—Como no me deja alterar el orden de lo que le estoy contando, le diré
que salí de la consulta de David Ross muy predispuesto en su contra
después de los dos detalles de los que le he hablado, es decir, del hecho de
que hablara de suicidio cuando ni el sargento Rodak ni yo lo habíamos
hecho y después de escuchar sus comentarios sobre Rachel Chandler.
Averiguar lo que no cuadraba se había convertido en una prioridad para mí,
hasta que otro detalle ocupó del todo mis pensamientos.
—¿De qué detalle habla? Y sí, prefiero que no altere el orden en el que
pasaron las cosas. No quiero informes chapuceros como producto de
pensamientos desordenados.
Volví a pensar en el bastón guía de los invidentes y lo imaginé
partiéndoselo al comisario Hitchcock en una cabeza, la suya, en la que
había todavía menos pelo que en la mía.
—Bueno, pues no sé cómo se va a tomar lo que le voy a contar a
continuación, pero lo cierto es que la siguiente idea no me vino a la cabeza
hasta que ayer por la mañana le lancé una pera a mi padre... al sargento para
que desayunara.
—¿Una pera? ¿De qué me está hablando? ¿Me está tomando el pelo?
Siendo honesto, en aquella ocasión entendía a la perfección la sorpresa
que había experimentado el comisario al escuchar a Hugo decir eso, la
misma que había sentido yo cuando me lo contó la noche anterior.
—Sí, señor, porque entonces tuve clarísimo que el asesino no era otro
más que David Ross. No sé si recordará que le hemos contado que nos abrió
la puerta de su clínica, que también es su casa, con la mano ensangrentada
después de haberse hecho un corte. ¿Lo recuerda?
—¿Me toma por un estúpido?
Me alegré de no tener que contestar yo, aunque tampoco hubiera dicho
lo que pensaba.
—En absoluto, comisario. Lo único que quiero es que el relato quede
claro y no confuso. Bueno, pues el propio Ross nos dijo que se había hecho
la herida al intentar pelar o quizá cortar una manzana. Eso no tiene nada de
particular y a todos nos ha pasado alguna vez.
»Ahora bien, al lanzarle la pera al sargento, fue cuando reparé en que la
manzana que tenía David Ross encima de su mesa estaba sin tocar, es decir,
que no presentaba ninguna evidencia de que hubiera entrado en contacto
con el cuchillo.
»De acuerdo que aquel hombre ya mostraba algunos síntomas de no
encontrarse muy bien y quizá le pudo temblar el pulso; sin embargo, lo
habitual es cortarse cuando uno ya ha empezado a cortar, valga la
redundancia, la fruta, patata o zanahoria en cuestión. Insisto, a todos se nos
ha escapado el cuchillo alguna vez en plena operación.
»Ahí está la clave, comisario, en plena operación. ¿Pero antes? ¿Quién
se corta antes? Ni siquiera la persona más torpe que uno pueda imaginar
podría hacerse un corte tan aparatoso como el que David Ross tenía en su
mano.
—De acuerdo. No fue cortando la manzana, pero entonces... ¿cómo se
lo hizo? —insistió Hitchcock.
—Pues solo pudo ser un corte deliberado.
—¿Con qué propósito? —volvió a interrumpirlo el comisario.
—Tardé en entenderlo, lo admito, pero tengo muy claro que solo lo hizo
para disimular una herida anterior que no quería que viéramos. Como el
sargento Rodak y yo estuvimos un rato parados en medio de la calle
intentando adivinar dónde pudo haber ido Mathew Cox, ya que la nota que
escribió Rachel Chandler no nos daba más detalles, el psiquiatra tuvo
tiempo más que suficiente para vernos a través de la ventana.
»No hace falta ser un genio para darse cuenta de que el sargento es un
policía, ya que el uniforme lo delata. Cuando nos vio, David Ross debió de
entrar en pánico. Supo que acabaríamos llamando a su puerta y tomó la
decisión de disimular la herida que ya llevaba en su mano provocándose
una segunda encima.
»Normal que su mano sangrara tanto cuando nos abrió la puerta, puesto
que se acababa de hacer la herida y él mismo se ensañó para que no nos
diéramos cuenta de un primer corte que nos habría llamado la atención.
Hizo una pausa, pero ni el comisario Hitchcock ni yo hicimos ningún
comentario.
—Todos estos pensamientos los tuve mientras íbamos a toda velocidad a
ver al juez Raymond Mason, a quien yo no conocía, para que nos expidiera
la orden de registro de la empresa de Cox y Blanc.
»Mi preocupación no era otra más que evitar que el socio se escapara,
por lo que todo lo relativo a Ross fue saliendo a trompicones. El sargento y
el juez se enzarzaron en una discusión, puesto que el señor Mason se
mostraba reticente a darnos la orden.
»Mientras ellos hablaban, recordé de repente que mi... el sargento me
había hecho un comentario cuando volvimos de noche al sótano de Mathew
Cox, diciéndome que tuviera cuidado con las maderas que había por allí
tiradas y de las que sobresalían varios clavos oxidados. Ahí es donde David
Ross tuvo que hacerse la primera herida, aquella que estaba intentando
disimular.
»Como comprenderá, no podía quedarme a esperar a que llegara la
secretaria del juez, sino que era urgente ganar tiempo no solo para reclutar a
los policías que se encargarían de la redada, sino también para echarle el
guante a David Ross y, sobre todo, para atenderlo médicamente, ya que,
habiéndose mostrado ya debilitado cuando nos atendió en su consulta, me
pareció evidente que había contraído el tétanos.
—¿Y por qué no acudió a vacunarse? Todo el mundo sabe que el tétanos
fue uno de los grandes azotes de los soldados durante la última guerra —
reparó el comisario.
—Quizá precisamente por eso, señor. La vacuna se inventó hace diez o
quince años, no más y muchos creyeron que aquello no era más que uno de
los males de la guerra.
»Desde luego que era consciente de haberse herido en el sótano y por
eso se autoinfligió el segundo corte, pero quizá no asimiló sus síntomas a
los peligros de pincharse o clavarse algo que lleve óxido.
—Quizá también sabía que llamaría nuestra atención si acudía al médico
justo en ese momento y tomó la decisión de esperar a que se calmaran un
poco las aguas, cancelando sus visitas y encerrándose en casa —sugerí—.
Claro, que hacer eso y enfrentarse a la posibilidad de morir a causa de la
infección es algo a lo que no le veo ningún sentido.
—En todo caso —siguió Hugo—, nos enfrentábamos a dos temas
urgentes: por un lado, organizar una redada para la cual ya habíamos
implicado a un juez y que tampoco convenía suspender habida cuenta de
que había sospechas de, como mínimo, un delito de fraude; por el otro,
capturar a quien ya tenía más que claro que era el culpable y, además, por
qué no decirlo, salvarle la vida.
»De ambas cosas me ocupé mientras el sargento esperaba la orden, así
como de ordenar que se buscaran restos de sangre en los clavos del sótano
de Mathew Cox. Los resultados ya los conoce, señor. Se encontraron en uno
que sobresalía de la viga en la que había sido colgado el muerto y se ha
confirmado sin lugar a dudas que se trata de la sangre de David Ross.
El comisario tomó aire y se hundió en su sillón, que crujió sonoramente
ante su gran volumen.
—Lo entiendo todo, salvo el hecho de que ordenara a los agentes que
fueran a buscar a las dos mujeres. ¿A santo de qué venía esa comedia?
Considero que fue algo innecesario si, como dice, ya tenía claro quién era el
auténtico culpable.
Lo mismo le había preguntado yo a Hugo la noche anterior. Creo que no
lo hizo por otro motivo más que el de volver a ver a Rachel Chandler, si
bien, como por otra parte entiendo, nunca lo admitiría.
—Porque era necesario demostrar si había o no conexión entre Rachel
Chandler y David Ross ante las versiones tan discordantes que nos habían
dado ambos y eso no podíamos hacerlo sin que Lisa Cox estuviera presente
ante la posibilidad de que la novia protestara arguyendo que por qué ella sí
y no la hermana.
—No entiendo nada —se quejó el comisario, que empezaba a dar
muestras de impaciencia.
—A ver si me explico mejor. Lo que pretendía era juntarlos a todos.
Quería ver cómo reaccionaba David Ross cuando estuviera delante de
ambas mujeres y también qué cara ponían estas cuando lo vieran a él. La
única forma de hacerlo era que nuestros hombres fueran a buscarlas a ellas
y también a él, puesto que una citación por teléfono podría haber provocado
que se comunicaran entre ellos si habían mentido y resultaba que sí se
conocían.
»Debía producirse un encuentro de todos en la comisaría, pero de
manera que nadie supiera que los demás también estarían allí. Reconozco
que el plan perfecto hubiera sido si también hubiera estado presente Joe
Blanc. Necesitaba verlos a todos a la vez y estudiar reacciones.
»Más adelante pensé en que Blanc no estaría disponible y que, en
realidad, ver qué caras ponían cuando todos estuvieran juntos en la misma
habitación no me iba a proporcionar jurídicamente lo que yo necesitaba.
—Me cuesta seguir sus razonamientos, inspector Rodak. ¿Por qué no
habla más claro?
Hugo suspiró. Temí que fuera a soltar algún improperio, pero lo cierto
es que, si pensó en hacerlo, se contuvo y siguió hablando como si el
comisario Hitchcock no lo hubiera interrumpido.
—Recuerde lo que le decía. Por un lado, tenemos a una Rachel Chandler
que parecía no conocer la existencia de ningún psiquiatra. Por el otro, un
David Ross que ya lo creo que la conocía a ella hasta el punto de describirla
físicamente.
—Vamos, que lo que me está usted diciendo es que todo el rato que
llevamos hablando aquí no hemos hecho otra cosa más que asistir a la
historia de Rachel y Ross, los verdaderos protagonistas de todo esto.
—¡Claro que sí, comisario! ¡Por fin lo comprende! —exclamó Hugo,
dejándose llevar por el entusiasmo.
»Cuando les pasé las fotografías a las dos mujeres les dije que eran
varias personas que teníamos fichadas por su vinculación con la mafia, con
los gánsteres, con el pistolerismo... Era verdad, pero solo a medias, ya que
ahí deslicé una foto de Joe Blanc, otra de David Ross y tres o cuatro de
miembros del departamento.
»Le juro que no despegué la mirada ni un solo momento del rostro de
Rachel Chandler, aunque fugazmente miraba también a Lisa Cox. Ninguna
de las dos hizo ni un solo gesto cuando vio las fotografías. Esas dos mujeres
no habían reconocido a nadie.
El comisario hizo un aspaviento e iba a hablar, cuando Hugo se le
adelantó.
—Sé lo que me va a decir, comisario. ¿Qué demuestra eso? Las mujeres
podían estar disimulando y sencillamente controlar sus emociones para no
mostrar ninguna reacción delante de nosotros. De ser así, ¿a qué les habría
conducido ello? ¿A que sospecháramos de ellas por encubrimiento?
»Si me equivoco, envíeme un año entero a los peores barrios de
Chicago, sin armas y en turno nocturno, pero le juro que esas dos mujeres
no habían visto en su vida a ninguno de los dos hombres.
—Esto es Borkham, no Chicago. No puedo enviarle allí. No tengo
jurisdicción —fue el escueto comentario que realizó el comisario y que
reconozco que estuvo a punto de hacerme reír.
—Con todo, ningún jurado admitiría pruebas basadas únicamente en las
impresiones de un inspector de policía. A mí aquello me bastó para saber lo
que imaginaba, es decir y centrándonos en los protagonistas, que Rachel no
conocía a Ross, pero sabía que no era suficiente ante un tribunal.
»Con el pleno convencimiento de que todo lo que ha sucedido no ha
sido producto más que de las maquinaciones de un psiquiatra, presioné a
ambas mujeres con que declararan oficialmente que no conocían a nadie de
los que habían visto en las fotografías y les remarqué que, si no era así y
mentían, incurrirían en la pena de perjurio.
»Ambas se mostraron totalmente dispuestas a ello y no solo eso, sino
que ayer firmaron sus respectivas declaraciones, siendo plenamente
conscientes de que, si alguna de las dos tuvo algún contacto previo con
Ross o con Blanc, lo que no digo yo que no debamos investigar a fondo,
acaban de complicarse la vida con el papel que firmaron ayer. El sargento
estuvo presente.
Corroboré lo que decía Hugo.
—Así es, comisario, y, si me permite que añada algo, le diré que a
ninguna de las dos le tembló el pulso a la hora de hacerlo.
—Después de haberme asegurado de que David Ross entrara en escena
más tarde al habérselo así indicado yo a los agentes, sabía que la persona
que entraría por allí sería alguien enfermo y que se derrumbaría al vernos a
todos. En realidad, supongo que ya imaginó su destino cuando se
presentaron los agentes en su casa para pedirle que los acompañara.
»Cuando entró en la habitación en la que estábamos, su cara era la de un
hombre abatido. Cuando le pregunté si conocía a alguno de los que
estábamos allí, hablando en general pero refiriéndome en realidad a Rachel
Chandler, ni me contestó. Tan solo se echó a llorar.
El comisario se quedó pensando. Ninguno de los dos nos atrevimos a
romper el silencio hasta que lo hizo él sacando un tema que, a decir verdad,
temíamos que hiciera.
—No es que sienta ninguna lástima hacia ese sujeto, pero me temo,
inspector, que su forma de actuar ha puesto en peligro la vida de una
persona. En el momento en que usted cayó en la cuenta de que había
contraído el tétanos, lo que sucedió a primera hora de la mañana, su
prioridad debería haber sido la de atenderlo, posponiendo todo lo demás.
Como he comentado, los dos sabíamos que sacaría ese tema, puesto que
también lo habíamos hablado durante la cena. Es por eso por lo que estaba
preparado para defenderse.
—Eso es muy discutible, comisario. Aceptaré cualquier sanción que se
me imponga por ello, si bien diré en mi defensa que lo de que el tétanos
provoca la muerte en veinticuatro horas no es más que un bulo que se le
cuenta a los niños para que no se callen las heridas que puedan hacerse y
que puedan infectarse.
»No le discuto que contraer el tétanos puede conducir a la muerte si no
se administra a tiempo la vacuna, pero no es menos cierto que el periodo de
incubación oscila entre tres y diez días antes de que se manifiesten los
primeros síntomas.
»David Ross fue detenido dos mañanas después de que asesinara a
Mathew Cox, es decir, en un lapso de treinta y seis horas aproximadamente.
Lo que es sorprendente es que haya mostrado los primeros síntomas, es
decir, los espasmos y las contracciones tan tempranamente, puesto que,
como le digo, no es lo habitual.
»Le reitero que aceptaré una sanción si lo estima oportuno, pero ya le
aseguro que el detenido no ha estado en realidad en peligro de muerte en
ningún momento. El doctor Larry Gould, el forense que le atendió tan
pronto compareció en la comisaría, está dispuesto a apoyar lo que digo.
Aunque lo último había sonado como el típico farol propio de una
partida de cartas, era verdad, puesto que, habiendo previsto lo que
Hitchcock iba a decir, yo mismo me había encargado de hablar con Larry
para que nos cubriera las espaldas si era necesario.
El comisario Hitchcock no siguió con el tema. En el fondo, él era el
primero al que no le gustaba nada que las cosas se complicaran.
—No entiendo el por qué de todo esto. Quiero decir que su explicación
me parece satisfactoria, pero no alcanzo a comprender por qué David Ross
actuó así. ¿Qué le había hecho Mathew Cox como para que lo matara y
encima quisiera disfrazar el asesinato como si se hubiera tratado de un
suicidio?
Era una pregunta lógica. Ningún crimen tiene ningún sentido, pero,
desde luego, aquel no podía ser más absurdo.
—Hablando ayer por la tarde con el forense para interesarme por la
salud de David Ross, retomamos una conversación que iniciamos en el
sótano sobre la literatura de misterio.
»En ella, por lo menos en la que está ahora de moda, todo debe quedar
perfectamente explicado so pena de que el lector o, lo que es peor, el crítico
sediento de sangre destroce la obra.
»En la literatura, quien resuelve el caso debe conocer y explicar a la
perfección las motivaciones del asesino, pero, si se piensa, aunque no niego
que ayude a comprenderlo todo mejor, en realidad está fuera de sus
competencias.
»Habrá gente que no esté de acuerdo, pero, en el caso que nos ocupa,
nuestra labor como policías se limita a demostrar con pruebas quién
cometió el crimen. David Ross fue el asesino de Mathew Cox porque su
sangre ha aparecido en el sótano donde colgó el cadáver para simular su
suicidio. Esa debería ser la única explicación que tendría que dar un policía,
el qué y el quién. Si eso está ya resuelto, el por qué le corresponde a otros.
—Inspector, ya sé que no estamos en una novela y su labor, tanto la suya
como la de su padre, ha sido la correcta. Con todo, me gustaría saber cuáles
creen ustedes que fueron los motivos que impulsaron al criminal —insistió
el comisario.
—No le negaré, señor Hitchcock, que el sargento y yo hablamos
también de este tema. No sé si acertaremos o estaremos suponiendo de más.
Habrá que ver qué es lo que confiesa David Ross cuando se le interrogue.
»Ya que pregunta por nuestra opinión, le daré la mía. Creo que nos
encontramos ante un crimen puramente pasional que se desencadenó a
partir del momento en el que David Ross tuvo conocimiento de la
existencia de Rachel Chandler.
»Si quizá no sucedió la primera vez que Mathew Cox le habló de ella,
una atracción insana o un deseo de posesión debió de apoderarse de él
cuando la vio, bien en fotografía o bien porque algún día siguiera a su
paciente y lo viera reunirse con ella. Ya nos lo aclarará.
»A menudo se hace la broma de querer asesinar a la pareja de la persona
que nos provoca un interés sentimental. Creo que David Ross, posiblemente
porque tenga algún trastorno narcisista, imaginó que, si quitaba de en medio
a Mathew Cox, tendría posibilidades con su novia, a la que estoy
convencido de que se proponía cortejar a continuación bajo el pretexto del
consuelo y de que él conocía muy bien al difunto.
»¿Un asesinato a sangre fría? No era lo más conveniente, puesto que
podría no haber provocado en Rachel Chandler el efecto que él buscaba.
Mejor hacerlo pasar como un suicidio, especialmente después de que todo
su hubiera puesto a su favor por la oleada de ellos que se está produciendo
desde el hundimiento de la bolsa.
»El suicidio sí que provocaría un sentimiento de incomprensión en su
objetivo, la pobre Rachel Chandler. Eso fue lo que sucedió, puesto que ella
no podía entender por qué su novio había tomado esa fatídica decisión.
»Podríamos haberle dejado actuar y aparentar que dábamos el caso por
cerrado con la detención de Joe Blanc, pero ahí sí que podría haber muerto
a causa del tétanos y de unos síntomas que parece que le resultaban
desconocidos.
»Si no se hubiera pinchado con el clavo oxidado del sótano y no
hubiéramos contado con sus restos de sangre, no nos hubiera quedado otro
remedio más que dejarlo actuar. Pondría la mano en el fuego a que se habría
convertido en el buen samaritano que se dedica desinteresadamente a
consolar a la chica.
»Desde luego no podíamos esperar a que esto sucediera, puesto que era
un hombre enfermo que necesitaba asistencia y porque además ya teníamos
la prueba incriminatoria necesaria.
»No sé si le convence esta teoría, comisario. Igual es descabellada, pero
no anula el hecho de que el sargento Rodak y yo hemos hecho nuestro
trabajo. Al fin y al cabo, ¿quién puede penetrar en los recovecos más
oscuros de la mente humana para conocer con exactitud lo que lleva a
actuar a los seres humanos?
El comisario Hitchcock volvió a quedarse callado después de la larga
exposición o, más bien, opinión de Hugo, con la que yo estaba de acuerdo.
Por fin, salieron algunas palabras más o menos amables de su boca.
—Creo que han hecho una muy buena labor y, visto lo visto, estoy
convencido de que no será esta la última vez en la que trabajen juntos.
FIN
UNAS PALABRAS FINALES
No quisiera alargarme en este punto, pero sí que hay algunas
aclaraciones que me gustaría hacer, aunque posiblemente las obras de
ficción habría que disfrutarlas como lo que son, esto es, ficción sin mayores
explicaciones.
Con todo, en más de una ocasión he escrito sobre lo influyentes que
fueron para mí las novelas juveniles de Alfred Hitchcock y los tres
investigadores, que siempre acababan con los protagonistas en el despacho
del director aclarando los entresijos de la historia.
No se piense en ningún momento que el comisario que aparece en esta
novela tiene nada que ver con el mago del suspense y con ese genio cuyo
verdadero nombre completo era Alfred Joseph Hitchcock. Ni mucho menos,
nada más lejos de la realidad.
Por otra parte, el comentario que hace el comisario de que una mujer no
podría haber arrastrado el cuerpo de un hombre hasta el sótano era algo en
lo que yo también creía durante mucho tiempo, intoxicado por muchos de
los clichés de algunas novelas de misterio.
Obtuve la cura a dicha idea equivocada cuando, hace aproximadamente
quince años, la madre de Hugo, que por supuesto no murió de gripe
española en 1918 sino que sigue enterrada en nuestro jardín después del
arsénico que le dimos una tarde por compasión, me presentó a Stephen
King y me regaló Misery, la primera novela que leí de él.
Quien prefiera acercarse a esta historia a través del cine, no tiene más
que ver a Kathy Bates torturando a James Caan y se convencerá, si es que
tenía dudas.

Con respecto al tétanos, a mí sí me dijeron cuando era pequeño que, si te


pinchabas o cortabas, tenías veinticuatro horas para ponerte la vacuna
antitetánica o morías. No sé si esa era la creencia popular o simplemente es
que yo era el niño más inocente de España, pero me ha parecido necesario
que el inspector Hugo Rodak lo aclarara.
Debo ponerme un poco más serio en todo lo referente a acudir al
psicólogo o al psiquiatra en 1929. Hoy en día la salud mental se establece
como una prioridad y nadie piensa que quien acude regularmente a terapia
esté loco o sea un neurótico ni nada por el estilo, pero esto sí sucedía en un
pasado tampoco tan lejano.
Sin embargo, debido a la tendencia que existe hoy de juzgarlo todo
según las creencias y valores actuales como si nosotros fuéramos los que
estamos acertados en todo y los que vivieron en el pasado los equivocados,
veo necesario recalcar que, aunque hoy en día no tiene ninguna connotación
negativa acudir a un especialista, sí es comprensible que, en 1929, Mathew
Cox ocultara sus visitas al psiquiatra, puesto que era una práctica no
extendida en aquella época, hasta cierto punto estigmatizada y tampoco por
cierto al alcance de todos. No debe confundirse 1929 con 2023.

Otro detalle que no quiero dejar de aclarar es que la Real Academia


Española recomienda hablar en español de crac y no de crack; de gánsteres
y no de gangsteres, de estriptis y no de striptease o de güisqui y no de
whiskey. Guste o no, yo creo que es lo que toca... por lo menos hasta que
me apetezca saltarme las normas en futuras novelas, que no lo descarto.

Por último, si David Crane, Marta Kauffman, la NBC o la Warner leen


alguna vez esta novela, pueden estar muy tranquilos, porque los personajes
que aquí aparecen no tienen nada que ver con los de aquella mágica serie de
finales de los noventa y de comienzos de siglo, la misma que estoy
volviendo a ver ahora todas las noches con Hugo.
En este sentido, solo me queda hacer un comentario final dirigido a
cualquier persona que haya leído esta historia. ¿Acaso alguien tenía la más
mínima duda de que Ross hubiera matado por estar con Rachel? Insisto,
sigo hablando de mi novela.
OTROS TÍTULOS DEL AUTOR
1- Rheslock Holmes y el crimen de la tienda de antigüedades.
2- La muerte de sir Francis Mortimer.
3- 1923. Una aventura en Egipto.
4- El Gato.
5- Rheslock Holmes y el aventurero amenazado.
6- Balas y sirenas.
7- Misterio en el castillo encantado.

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