Está en la página 1de 135

Rod Britten está tratando de notificar a la policía, por teléfono, que acaba de

descubrir un cadáver. Cuando le preguntan cómo se llama él, en dónde se encuentra y


la identidad del cadáver, le es completamente imposible recordar nada. Debido a su
insistencia, aún después de haber sido informado del gran peligro que correrá, se le
permite continuar su implacable búsqueda tras el asesino, para descubrir su identidad
y el motivo que tuvo para cometer su artero y cruel delito.

Página 2
Fredric Brown

Todos matamos a la abuelita


ePub r1.3
Titivillus 07-09-2021

Página 3
Título original: We all killed grandma
Fredric Brown, 1952
Traducción: Joaquín Abud Palenzuela

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

Página 4
TODOS MATAMOS A LA ABUELITA
Fredric Brown

Página 5
Capítulo 1

Obtuve su dirección del directorio telefónico y cuando llegué vi que se trataba de un


edificio de departamentos como cualquier otro bastante nuevo y de rentas medianas,
situado entre el centro y los suburbios de la ciudad. Contando los buzones para la
correspondencia, advertí que eran seis departamentos en cada uno de los seis pisos.
Cada buzón tenía una ranura dentro de la cual había una tarjeta blanca, con el nombre
correspondiente a los distintos inquilinos. Revisé los nombres que mostraban…
Jensen, Raeburn, Steiner… Robin Trenholm, en el 3-C.
Apreté el botón y a poco zumbó la cerradura de la puerta interior y penetré. Por la
numeración de los buzones el departamento 3-C tendría que encontrarse en el tercer
piso. Había un elevador automático, vacío, esperando, que usé para subir. Encontré la
puerta del 3-C y oprimí el botón. Escuché un armonioso repique de campanitas y se
abrió la puerta.
Al momento supe que fue Robin la que se presentó ante mí, porque la noche
anterior me estuvo enseñando Arch algunas instantáneas en un álbum fotográfico y
me la señaló indicándome: «Ésa es Robin. Pero si eres listo no irás a visitarla, porque
lo único que conseguirías con eso sería enredar más el asunto».
Aparentemente, no estaba demostrando yo mucha viveza…
Era mucho más bonita de como se veía en las fotos. Alta, casi tan alta como yo
mismo y delgada. Pero no demasiado delgada… tenía bien desarrollados senos y
caderas. Su rostro se mostraba en calma, serio, con ojos negros, un cutis moreno,
perfecto, labios carnosos y rojos, como especialmente formados para reír y besar. Su
cabello era tan negro que parecía tener reflejos azulados. Por si pudiera interesar,
mencionaré que vestía un suéter amarillo y falda negra, zapatos negros y medias
color natural.
Y allí estaba ahora, con su puerta abierta hasta las dos terceras partes del ancho,
ni obstruyéndome el paso, ni invitándome a pasar… tal como si yo fuese para ella
una persona tan completamente desconocida como lo era ella para mí.
—¿Robin? —le dije.
—Sí, Rod —me contestó en forma fría, seca, impasible, pero sin el menor asomo
de antagonismo.
—Necesito hablar contigo… ¿Me permites pasar…?
Pude haber contado por lo menos diez segundos, hasta que por fin dijo:
—Bueno, pasa —y se echó a un lado.
Penetré y miré alrededor. Me encontraba en una estancia de regular tamaño,
amueblada con gusto, pero sin lujo. Los cuadros en las paredes todos eran copias,
pero buenas. Cézanne, Van Gogh, un aterrador Roualt. Me gustaban y probablemente
yo las había escogido y comprado. Aparte de la puerta por la que había penetrado,

Página 6
contaba aquella habitación con dos puertas más. Sin duda una daría acceso a la
recámara y la otra a la cocina. Pero ambas estaban cerradas y no sabía cuál
correspondería a cada una de aquellas piezas. Cosa que, después de todo, no me
interesaba, toda vez que eran puertas que jamás volvería a atravesar.
—Toma asiento, Rod —me dijo Robin—. Ya que estás dentro, te debes sentar.
Además, te ves algo tonto, ahí parado…
La verdad es que me sentía algo atontado… bastante confuso. Me senté y no sabía
por dónde comenzar a explicarle lo que me sucedía.
—Robin —le dije—, no sé lo bien que te podré explicar el motivo de mi visita,
por qué deseo hablar contigo. No estoy seguro de que yo mismo lo entienda… pero
sucede que estoy perdido, desorientado mentalmente, por completo. Y me ayudará
muchísimo conocer lo más que pueda acerca de mí mismo… quién y qué era yo antes
de que me diese este maldito ataque de amnesia. Probablemente eres la persona que
mejor me podrá informar… estuvimos casados dos años…
—¿Te acuerdas de eso…? —me preguntó, con acento de sospecha.
—No estoy jugando —le respondí—, se trata de algo muy serio, Robin. No
recuerdo absolutamente nada del pasado, a partir de unos cuantos minutos antes de la
medianoche del lunes pasado. Lo poco que sé acerca de mí mismo es lo que otros me
han dicho, principalmente Arch, quien me asegura que es medio hermano mío. Tuve
que buscar tu dirección en el directorio telefónico. Te reconocí cuando abriste la
puerta porque Arch me mostró un álbum en el que se encuentran varias instantáneas
que te tomaron hace algún tiempo. La amnesia es completa hasta la hora que te
mencioné; recuerdo todo lo que me ha pasado desde entonces, pero nada de lo
anterior. Si no puedes creer eso, sale sobrando que sigamos conversando. Te pediré
que me disculpes la molestia y me retiraré.
—Está bien, Rod. Creo lo que me estás diciendo.
—Entonces, ¿me ayudarás, contestando mis preguntas? Primero, porque es lo que
me está preocupando en este momento, ¿a qué se debe que titubearas, antes de decir
que me creías? Si pensabas, o acaso sospechabas, que estoy simulando esta amnesia,
sobre la que has de haber oído o leído que me atacó repentinamente, ¿acaso estás
creyendo que soy un asesino? Si lo soy, pudiera estar simulando la pérdida de mi
memoria. No veo ningún otro motivo para ello.
—No pensé… Rod, ésa no es una pregunta apropiada. Verdaderamente, no pensé
que estuvieras mintiendo. Fue tan solo que me cayó de sorpresa el que recordaras el
tiempo que estuvimos casados. Si hubiese recapacitado habría tenido que caer en la
cuenta que ya alguien tiene que haberte estado dando datos sobre tu vida, al menos en
cuanto a los hechos y fechas de mayor importancia para ti.
—Contéstame con toda sinceridad a la pregunta que voy a hacer, Robin, y que
probablemente es la más importante de todas. Conociéndome a fondo, como me has
de haber conocido, ¿crees tú que pueda haber cometido ese asesinato?
—Nunca, estando en tu juicio. Tú eras, quiero decir eres…

Página 7
—Mejor será que hables en tiempo pasado, Robin… así evitarás que me
confunda. Explícame, por favor, qué clase de hombre era durante el tiempo que
fuimos novios y cuando estuvimos casados. Sin rodeos.
—Bueno. Pues eras cortés, apacible, no eras ambicioso ni agresivo. Nunca fuiste
a cazar o pescar, porque te repugnaba matar a cualquier animal. ¿Es suficientemente
clara esa contestación?
—Sí, en cuanto a lo que se refiere cuando estaba en mi juicio… pero la noche del
crimen estaba yo bastante borracho. Dime, Robin, ¿acaso cambiaba mi carácter
cuando alguna vez bebía demasiado?
—No. Simplemente te ponías suavemente filosófico.
—Creo que noto un ligero acento de sarcasmo. Parece ser que me habrías
preferido un poco más belicoso. Pero, bueno, gracias por contestar mi pregunta.
También me pareció advertir cierto tono, así como de ligero reproche, en el modo en
que hace un momento mencionaste que carecía de ambición. ¿Fue por eso por lo que
me pediste el divorcio, Robin?
—Prefiero no tratar el asunto, Rod.
—Como gustes —accedí—. ¿Cuánto sabes acerca de lo que sucedió la noche del
lunes, Robin?
—Nada más lo que leí en el periódico al día siguiente. Lo tengo en mi bolso.
¿Quieres leerlo?
Iba a decirle que no, cuando caí en la cuenta de que sí deseaba leer la noticia. Sin
saber por qué, hasta entonces no había querido enterarme de lo que publicaron los
periódicos respecto al asesinato de mi abuela. Ni siquiera había pensado en tales
relatos. Por eso le dije que sí deseaba leerlo.
Fue a un armario y trajo su bolso, rebuscó entre tantos objetos que todas las
mujeres llevan, hasta que encontró un recorte de periódico, bien doblado. Traía un
encabezado a dos columnas:

PAULINE TUTTLE
ASESINADA POR UN LADRÓN

La fecha del martes y el reportaje:

La señora Pauline Tuttle, de 64 años de edad, que habitaba la casa


número 1044 de la Calzada Chisholm, fue asesinada mediante un disparo de
pistola, aproximadamente a las 11:30 de la noche, en la habitación de la
casa de su propiedad que usaba como oficina. Una caja fuerte en esa pieza
fue saqueada y la tela de alambre de la ventana había sido cortada desde
afuera. La policía cree que el crimen lo cometió un ladrón profesional, quien
tal vez disparó sobre la señora Tuttle cuando regresó a su oficina mientras él
se encontraba vaciando la caja fuerte. El ladrón hizo dos disparos, uno de

Página 8
los cuales no tocó a la asaltada, pero el otro fue a dar en la frente de la
señora Tuttle, precisamente arriba del ojo izquierdo y es casi seguro que su
muerte fue instantánea.
Según los informes obtenidos por la policía, era costumbre de la señora
Tuttle trabajar en la habitación del primer piso de su domicilio, que
utilizaba como su oficina, desde aproximadamente las ocho, todas las
noches, hasta después de la medianoche. También acostumbraba salir de su
oficina todas las noches a las 11:30 para dirigirse a la cocina, calentar un
vaso de leche y regresar a bebérselo en su escritorio en donde seguía
trabajando durante una media hora o más. Se cree que el ladrón estuvo
espiándola desde afuera, ocultándose y que al salir la señora Tuttle para ir a
la cocina, cortó aquella tela de alambre y se introdujo a la habitación,
siendo sorprendido por la anciana unos minutos después, cuando iniciaba el
saqueo de la caja fuerte. Esta reconstrucción del crimen quedó comprobada
por el hecho de que un vaso estrellado, en medio de la leche derramada, se
encontró al lado del cuerpo sin vida de la víctima, justamente al lado de la
puerta de la oficina.
La policía fue notificada del hecho por Roderick Tuttle Britten, de
veintiocho años, nieto de la víctima, con domicilio en la Calle
Cuyahoga 407, quien penetró a la casa poco después de la medianoche y
encontró a su abuela muerta. Debido al choque emocional que sufrió el
señor Britten, le vino un ataque de amnesia que le impidió dar cuenta de sus
movimientos inmediatamente anteriores a su llegada a la casa, ni recordar
sus motivos para haberse presentado allí a esa hora. La policía lo encontró
esperándolos, en estado completamente confuso y ofuscado, además de que,
según aseguran, había bebido con exceso. La investigación policíaca,
después de su interrogatorio al señor Britten resultó inútil, debido a su
ataque de amnesia. Se comprobó que a la hora en que fue cometido el
asesinato, el señor Britten se encontraba en otro lugar, bastante alejado de
la casa de su abuela. En vista de esa coartada fue dejado en libertad bajo el
cuidado del doctor George Eggleston, médico de la familia.
Aparte de la señora Tuttle y de su asesino, la única persona que se
encontraba en la casa del crimen cuando se cometió éste, era la señora May
Trent, de cuarenta y cinco años de edad, ama de llaves, quien a la hora de
los hechos estaba dormida en su habitación en el tercer piso, no siendo
despertada por los disparos.
Archer Whaley Britten, medio hermano de Roderick Britten y bajo la
tutela de su abuela, quien habitaba en el domicilio de ésta, se encontraba en
Chicago la noche del crimen y se enteró de lo ocurrido cuando regresó esta
mañana.

Página 9
La señora Pauline Tuttle, víctima del proditorio asesinato, estaba
relacionada y era bien conocida en los círculos de bienes raíces y
financieros de esta ciudad. Hace once años, cuando sólo contaba con capital
de mediana cuantía y siendo de carácter algo excéntrico, comenzó sus
operaciones con sagacidad y éxito en la compraventa de bienes raíces y
acciones comerciales e industriales. Su actual fortuna se calcula entre los
cien mil dólares y un medio millón. Era conocida por cientos de personas
como la «Abuela Tuttle…». Una Hetty Green en miniatura…

Las honras fúnebres tendrán lugar…

No leí el resto del último párrafo. Las honras fúnebres tuvieron lugar antes de
ayer. De los que asistieron no reconocí a ningunos de los presentes, con la excepción
de aquellos que se me presentaron a sí mismos como personas a las que yo conocía
desde muchos años atrás.
Sin embargo, en un momento dado casi me reí yo solo, al recordar el chiste del
forastero que se metió en una de las capillas de una agencia de inhumaciones y en
voz baja le preguntó a uno de los presentes: «¿De quién es este funeral, señor?» y el
otro, también muy quedo y señalando al muerto que estaba de cuerpo presente, le
contestó: «¡De aquél…!».
Además, resultaba extraño que recordase un chiste que seguramente habría
escuchado hacía años, mientras que no podía recordar a mis parientes y amigos, allí
presentes en el funeral, como tampoco podía sentir pesar por la muerte de mi propia
abuela, quien para mí resultaba ser como una persona extraña. Una mujer alta, flaca,
con escaso pelo canoso, de mirada viva y nariz curva, como el pico de alguna ave de
rapiña.
Y era igualmente extraño que el nombre de Hetty Green, mencionado en el
reportaje, significase más para mí que el de la «Abuela Tuttle». Yo sabía de Hetty
Green, o mejor dicho, quién fue en vida. Una mujer anciana, excéntrica y acaudalada,
de hecho la mujer que poseía la mayor fortuna en toda la nación norteamericana,
habiendo fallecido a principios del siglo, después de destacarse como la financiera
más atrevida y hábil de su época. Personalmente manejó todos sus asuntos y dejó una
fortuna calculada en cien millones de dólares.
El doctor Eggleston, cuando nos quedamos charlando después que me hubo
examinado, principalmente con el objeto de quedar del todo seguro de que mi
amnesia no obedecía a un golpe en la cabeza, usó una frase muy parecida a la del
reportaje, «una Hetty Green en pequeña escala», en contestación a mi pregunta sobre
quién y qué había sido mi abuela.
—Doctor —le dije—, ¿cómo voy a recordar quién fue Hetty Green, cuando no lo
recuerdo a usted? Lo único que sé es lo que me acaba de asegurar: que ha sido el
médico de nuestra familia desde hace ya quince años.

Página 10
—Eso no tiene nada de extraño, Rod —me contestó—. Es típico en los casos de
amnesia general. Te has olvidado de todo cuanto te ha sucedido en tu vida pasada,
todo lo que te ocurrió a ti personalmente y a las personas que conocías bien, pero has
retenido los conocimientos adquiridos. Probablemente recordarás, por ejemplo,
cuanto aprendiste en la escuela, pero es muy probable que no recuerdes el nombre de
la escuela en la que cursaste tus estudios, ni los nombres de tus maestros ni maestras.
Es seguro que podrás recordar quién fue Hetty Green, porque nunca la conociste. Si
hubiese significado algo para ti personalmente, si hubiese sido una parte de tu vida en
alguna forma, estaría borrada de tu memoria junto con los demás conocidos, amigos y
parientes. Eso es muy común en los casos de amnesia general. También existe otra
clase, llamada amnesia completa, pero es rara. Si fuera ése tu caso, te habrías
olvidado también de tus conocimientos adquiridos y hasta de tu vocabulario, por lo
que tendrías que aprender a hablar de nuevo. Igualmente aprenderías, como un niño,
a tomar tus alimentos y a vestirte, sin ayuda. El término médico para eso es afasia.
—Bastante mal me encuentro tal como estoy, doctor. Dígame, ¿en qué clase de
trabajo me ocupaba yo? ¿Podré seguir haciendo lo que hacía?
—Trabajas con la Agencia de Publicidad Carver, escribiendo anuncios. No veo
motivo alguno para que no puedas seguir siendo tan apto como eras antes en esa
actividad. Naturalmente tendrás que orientarte de nuevo al volver a estar en contacto
con tu jefe y tus compañeros de trabajo, todos los cuales tendrán que ser
comprensivos mientras te adaptas al ambiente nuevamente, pero no creo que
encuentres mayor dificultad en ello. De todos modos, lo más probable es que tu
estado sea únicamente transitorio. Si tu mal no es físico, si la causa no es un golpe en
el cráneo ni un tumor cerebral y aún en tales casos hay excepciones, los enfermos de
amnesia casi siempre se recuperan, aun sin tratamiento. Hay casos en los que la
memoria se recupera totalmente y con la misma rapidez con que se perdió. En otros,
comienzan gradualmente a recordar una cosa tras otra, hasta que les vuelve toda su
memoria. No sufres de ningún mal físico, ni hay indicios que señalen un tumor
cerebral o cualquier otra causa orgánica. Obviamente tu estado lo provocó el choque
nervioso que sufriste… es cosa síquica. Duerme bien esta noche y como tu estado
queda fuera de mi práctica usual, mañana te enviaré con un buen siquiatra.
—No quiero que me examine ningún siquiatra —le dije.
—¿Por qué no?
—No sé por qué. Simplemente me desagrada esa idea.
Lo anterior tuvo lugar como a las cuatro de la mañana del martes, cuando la
policía terminó el interrogatorio que me hizo y aparentemente no sospechaban de mí.
El doctor Eggleston se presentó en la jefatura de policía y me había llevado a casa.
Sostuvimos esa conversación mientras íbamos en su coche.
Pero ahora era viernes y estaba yo visitando a Robin. Nada, ni la más ligera
sombra de algún episodio de mi juventud, me venía a la memoria todavía. No
significaba nada para mí el estar cómodamente sentado en un departamento en el que

Página 11
había vivido durante dos años, en un sillón en el que he de haberme sentado mil veces
y hablando con una bella mujer con la que me acosté más de setecientas noches.
Y Robin extendió su mano para tomar el recorte, al ver que ya no estaba leyendo.
Robin Trenholm, quien anteriormente fue —según todos me aseguraban—, Robin
Britten, la esposa de Roderick Britten.
Le entregué el recorte.
—¿Está correcto el reportaje, Rod? ¿No embrollaron los datos…?
—No. Se apega a los hechos bastante bien, según alcanzo a juzgar —le contesté
—. Probablemente en lo que sí han fallado es en el capital que calculan poseía la
abuelita Tuttle. Me dice Arch que ha estado investigando esa parte del asunto con un
banquero llamado Hennig, albacea de la testamentaría y que éste calcula que después
de los gastos, impuestos y demás, probablemente quedarán unos cuarenta mil dólares.
—¿Llevarán partes iguales en la herencia tú y Arch?
—Sí. No hay otros beneficiarios, según el testamento de la abuela. Ni un triste
dólar para su ama de llaves, que trabajó con ella durante más de diez años. Pero estoy
tratando de convencer a Arch para que entre los dos, le demos mil dólares a la
pobrecita.
—Y si Arch no afloja la bolsa, seguramente que tú se lo darás todo, de tu propia
parte.
—¿Por qué no? —contesté—. ¿Qué son mil dólares, rebajados de veinte mil? Y
bien que se lo merece la señora Trent, después de aguantar tantos años allí… Oye,
Robin, ¿acaso no estoy en carácter? ¿Era antes un tacaño infeliz?
Al escuchar aquella pregunta desvió su mirada de mis ojos y exclamo:
—¡Maldito seas, Rod! —Pero no lo dijo con acento de odio ni enojo—. Bueno,
has venido a visitarme y te dejé entrar. Supongo que deberé hacer el papel de
anfitriona. ¿Quieres beber algo?
Incliné la cabeza, aceptando su invitación y ya iba a decirle que sí tenía whisky,
prefería esa bebida, con agua. Pero me contuve a tiempo y no le hice tal indicación.
Lo sabría ella, puesto que sabía mejor que yo lo que me gustaba.
Se levantó y se dirigió a una de aquellas puertas, que al pasar y cerrarse mediante
resorte me permitió una ligera ojeada de muebles blancos, de cocina. Como estaría
ocupada por unos minutos, abrí silenciosamente la otra puerta y me asomé, sin entrar.
Era la recámara, que como la estancia, estaba bien amueblada, aunque no
costosamente. En el rincón más retirado estaba una cama matrimonial, de tamaño
extra grande, la que contemplé unos momentos, muy sorprendido al no poder
recordarla.
Cerré la puerta silenciosamente y estaba contemplando uno de los cuadros, el Van
Gogh, cuando regresó Robin trayendo dos vasos. El que me pasó contenía whisky con
agua. Le di las gracias y volví a sentarme, cuando ella ocupó su sillón. Con su vaso
en la mano parecía estar más sosegada, como si ya no esperase que terminara en
breve mi visita.

Página 12
Luego, con una mirada profunda, me preguntó:
—¿Qué deseas saber, Rod?
—Acerca de nosotros —le contesté—. Sobre lo que ocurrió con nuestro
matrimonio…
—¿Para qué? Eso ya pasó. Ya había pasado antes de tu ataque de amnesia. Y en
caso de que te hubieses olvidado de lo que sucedió… lo que quiero decir es que tú
querías olvidarlo todo. Bueno, ahora que lo has olvidado, ¿por qué no dejar la cosa en
paz?
—Algún día recordaré.
—Bien, algún día lo recordarás. Y cuanto más lejano sea ese día, menos
importancia tendrá nuestra separación.
Bebí un sorbo de whisky, mientras buscaba palabras para expresarme y después le
dije:
—Necesito saber quién y qué era yo. Me siento perdido por completo sin mi
memoria. Los dos años que estuve casado contigo han de haber sido, forzosamente,
una parte muy importante de mi vida. Y consecuentemente, tiene que serlo también el
motivo o motivos que tuviste para divorciarte de mí. Y especialmente, debido a que
fue tan reciente. ¿Hace un mes, no? Creo que eso fue lo que me dijo Arch.
—Nos separamos hace un mes. La sentencia del divorcio fue expedida el
martes… hace solamente tres días.
—¿Quieres decir que ha sido después…? —Comprendí que eso no tenía la menor
importancia, por lo que me quedé pensando un momento y luego le dije—: Oye,
Robin, ¿quieres ponerme al corriente desde el principio? ¿Dónde te conocí? ¿Cuánto
tiempo fuimos novios, antes de casarnos…? Todo eso me ayudaría mucho a
orientarme.
—Yo estaba trabajando en la Agencia de Publicidad Carver cuando comenzaste a
escribir anuncios publicitarios y propaganda comercial. Mi puesto era el de secretaria
particular del señor Carver. La primera semana que estuviste en la oficina me
invitaste a pasear, pero no fue sino hasta un mes después cuando salimos juntos.
Fuimos a ver…
—Dispénsame. ¿Por qué ese intervalo de un mes? ¿Era yo de carácter cohibido, o
estabas poniéndote difícil, o qué?
Se rió un poco Robin y repentinamente desapareció una gran parte de la tensión
que desde mi llegada advertí en ella. Y pude confirmar que una de las cosas para las
que estaban hechos sus labios era la risa. Era la suya una risa muy agradable, tanto
para verla como para escucharla…
—No fue precisamente ninguna de esas cosas. Resultó que, bueno, que tu primera
invitación para salir juntos fue demasiado casual, demasiado escasa de interés, para
que yo la tomase en cuenta. Las mujeres debemos tener amor propio… orgullo.
Además, resultó que iba a desempeñar un papel secundario. ¿Te ha mencionado Arch
a Vangy Wayne?

Página 13
Moví la cabeza negativamente.
—Pues Evangeline Wayne es una rubia menudita y pizpireta, empleada también
en la Agencia Carver. Ella… bueno, mejor no entraré en detalles sobre Vangy porque
pensarás que soy maliciosa y chismosa. La verdad es que no podría hablar con
franqueza sobre ella sin parecer maliciosa. Sea como sea, a ella la invitaste a pasear
con anterioridad a mí, creo que en el curso de tu primera semana y se estaban citando
con bastante frecuencia para cuando pensaste en invitarme por primera vez…
probablemente debido a que Vangy tenía otro compromiso para salir a divertirse
aquella noche.
—Pero, para un mes después —comenté—, la situación había cambiado para ti.
¿Por qué? ¿Se deshizo Vangy de mí, o al revés?
—Ni pregunté, ni me importó. Pero para entonces ya habías dejado de salir con
Vangy y casi ni se hablaban en la oficina. Así es que comprenderás que la situación
era algo distinta. Además, la segunda vez que me invitaste tu estilo fue halagador, no
así como de pasadita. Y, claro, eso te favoreció.
Traté de forzar mi memoria con aquel nombre… Vangy… pero fue inútil.
—Continúa, Robin, por favor.
—Bien, pues continuamos saliendo juntos, con más y más frecuencia. Seis meses
después anunciamos nuestro compromiso y un año después, es decir un año contado
desde que nos conocimos, o sea cinco meses después de nuestro compromiso formal,
nos casamos.
—Y, ¿dejaste de trabajar entonces?
—No. Seguí con mi empleo durante el primer año de nuestra vida de casados.
Ninguno de los dos teníamos ningún dinero ahorrado y decidimos, o más bien te
convencí, que sería preferible que los dos trabajásemos durante ese primer año, para
poder tener un departamento a nuestro gusto y bien amueblado, así como algún
dinero en cuenta de ahorros en el banco, antes de que dejase mi empleo y… —
Guardó silencio repentinamente y bebió un sorbo de su vaso, pero tuve la impresión
de que había comenzado a decir algo y se arrepintió, disimulando la pausa con el
pretexto de beber. Pudiera haberme equivocado, pero creo que no.
Volvió a mirarme y prosiguió:
—Así fue que, bueno, ese primer año nos llevamos muy bien. Creo que ambos
nos sentíamos bastante felices. Pero después, cuando renuncié a mi puesto,
comenzamos a tener dificultades…
—¿Por qué motivo? —le pregunté—. Espera, déjame hacerte una pregunta
concreta, aunque un poco falta de delicadeza por ello. ¿Sabes si en alguna ocasión te
fui infiel, Robin? ¿Anduve divirtiéndome con otras mujeres? Por ejemplo, con Vangy,
¿eh? Hace poco dijiste que ésta trabaja en la Agencia Carver, no que trabajaba allí,
por lo que deduzco que aún conserva su empleo y que he de haber estado viéndola
diariamente en la oficina, durante aquel segundo año de nuestro matrimonio, cuando

Página 14
dices que comenzamos a tener disgustos. ¿Tuvo ella algo que ver con lo que nos
ocurrió a nosotros?
—No, Rod. Que yo sepa, no. Ni ella ni ninguna otra mujer tuvo nada que ver. Por
lo que he sabido y he observado, no tuviste amoríos con nadie. Y como eres muy
caballerito y no serías capaz de hacerme semejante pregunta, te diré para tu
satisfacción que yo tampoco anduve en coqueteos ni amores clandestinos. Ninguno
de nosotros dos le dio al otro el menor motivo de queja en ese sentido. Nada más
sucedió que gradualmente fuimos advirtiendo que éramos menos compatibles de lo
que creímos al principio. Y finalmente decidimos ponerle punto final a tal situación.
—¿Por decisión mutua? ¿De común acuerdo…?
—Pues creo que fui quien primero lo propuso. Pero estuviste de acuerdo y
facilitaste todo lo que estuvo de tu parte. Hace un mes salí de aquí y me fui a la casa
de mis padres, a Halchester, para solicitar el divorcio. Bajo el entendimiento que no
te opondrías, ni siquiera te presentarías en el juzgado.
—¿Por qué el viaje a Halchester?
—Mis padres viven allí y como papá es abogado, podía tramitar el asunto con
facilidad y discretamente. Como estamos en el mismo Estado, no se presentaba
ninguna dificultad respecto a los requisitos sobre mi lugar de residencia. En caso
dado, podía aparecer como si viviese con mis padres. Y papá es buen amigo del juez,
por lo que consiguió que mi demanda pasara muy pronto a la lista de juicios. Aquí
habría tardado muchísimo más.
—¿De modo que todo se tramitó satisfactoriamente? ¿El divorcio fue acordado en
sentencia definitiva y todo eso?
—Sí, Rod. A las diez de la mañana del martes pasado.
Pensé que ese día, a esa hora, estaba yo durmiendo. No pude dormir hasta más de
una hora después de que el doctor Eggleston me dejó en mi departamento, poco
después de las cuatro de la madrugada y no desperté hasta el mediodía. Así es que me
divorciaron mientras estaba durmiendo, sin que me enterase de lo que estaba
sucediendo. Por lo poco que llegué a saber acerca de mí mismo la noche anterior,
pasada la medianoche, había creído que ya estaba divorciado. Y no era así. Me
dijeron que había tenido una esposa llamada Robin, pues ignoraban que,
técnicamente, todavía era mi esposa.
Pero ¿qué importan unas cuantas horas? Al menos, tuve la ventaja de no haber
pasado esas horas mortificado o arrepintiéndome, mientras que el juez estaba
dictando su sentencia. Después de todo, me pareció que era un modo original de
esperar el fallo: durmiendo.
—Supongo que conocerás las… pero no, no puedes estar enterado todavía. Desde
luego, no tendrás que darme ninguna pensión alimenticia, puesto que no la solicité.
En cuanto a los bienes conyugales, que son pocos, querías que me quedase con todo,
pero no estuve conforme. Retendré el mobiliario, con la excepción de tus objetos
personales y libros, naturalmente. Ya están empacados y almacenados, junto con los

Página 15
dos libreros. La cuenta de ahorros la dividimos en partes iguales: quinientos treinta y
seis dólares y algunos centavos para cada uno…
—Sí, gracias, Robin. En mi departamento encontré una libreta de depósito, a
nombre mío, en el Second National Bank, con un saldo de poco más de doscientos
dólares. Según tengo entendido, he seguido trabajando en la Agencia Carver. ¿Tienes
alguna idea de cómo pude haber gastado trescientos dólares tan pronto como nos
repartimos la cuenta de ahorros?
—¡Oh, sí! Eso fue por el coche. Me olvidé mencionarlo. Compraste mi mitad de
su valor por trescientos cincuenta dólares.
—¿Coche? —le pregunté estúpidamente—. ¿Quieres decir que tengo un
coche…?
—Sí. ¿Tampoco te acuerdas…?
—De nada, en absoluto, sobre ningún coche. Ni nadie me dijo nada. ¿Qué clase
es?
—Un Lincoln cupé, modelo '51. Lo compramos hace un año, por quinientos
dólares. Dijiste que estaba muy bien cuidado y que no había sido usado mucho, para
los diez años que tenía. Luego te gastaste algún dinero para dejarlo en mejores
condiciones todavía y cuando estábamos haciendo nuestros arreglos sobre el divorcio
me aseguraste que valía por lo menos setecientos dólares ahora, ofreciéndome
trescientos cincuenta por mi parte de esa copropiedad y acepté.
—Bueno, pero ¿qué hice con el coche? ¿No lo tengo ya?
—Supongo que sí lo has de tener. Pregúntale a Arch.
Decididamente, eso tendría que hacer, cuanto antes. Pero por lo pronto dejé a un
lado el misterio del auto que tenía y no poseía.
—Robin, espero que no pensarás que es cosa que no me importa —le dije—, pero
supongo que he de haber sabido, más o menos, cuáles eran tus planes para el futuro,
antes de perder mi memoria. ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a seguir viviendo aquí? ¿Vas a
volver a trabajar? Y, en tal caso, ¿regresarás a la Agencia Carver?
Todavía esa empresa era, para mí, un simple nombre. No había pasado por allí
desde que me vino la amnesia, pero un señor que dijo llamarse Gary Cabot Carver me
había hablado por teléfono para decirme que me tomase todo el tiempo que
necesitara, para descansar y orientarme, antes de regresar a la oficina y al mismo
tiempo me indicó que si no pensaba en reanudar mi trabajo, a causa de mi herencia, o
por cualquier otro motivo, le convendría saberlo cuanto antes. Le expliqué que el
monto de mi herencia no era como para que dejase de trabajar y que le agradecía
mucho que me reservase mi puesto, al que tendría el gusto de regresar dentro de una
semana o diez días, para comprobar si todavía podría redactar propaganda
publicitaria y en caso contrario comprendería que estaría justificado despedirme.
Me estaba diciendo Robin:
—No, no pienso seguir viviendo aquí por tiempo indefinido, sino solamente hasta
que se venza nuestro contrato, dentro de uno o dos meses y entonces me mudaré a un

Página 16
lugar más pequeño. Sí, volveré a trabajar, puesto que tengo que comer, pero no
volveré a Publicidad Carver, porque sería embarazoso para nosotros dos, Rod.
No creí que lo fuese para mí, pero comprendí cómo se tendría que sentir ella.
Miré el vaso en mi mano. Todavía estaba medio lleno.
—¿Bebía demasiado, Robin? —le pregunté, intrigado.
—No, demasiado no. Bebías con frecuencia, pero no te excedías en cada una de
esas ocasiones. Te he visto algo pasadito unas cuantas veces, pero nunca
completamente borracho y majadero.
Aquello me hizo sentirme mejor, al saber que no fui un borracho empedernido.
Pero indudablemente que el lunes por la noche sí he de haber estado algo más que
pasado de copas, puesto que la policía, al estarme interrogando, me habían hecho un
análisis de la orina, cuyo resultado demostró que contenía la muestra 3 por ciento de
alcohol, lo que significaba que mi estado era de embriaguez completa. Ahora me
satisfizo mucho saber por Robin que encontrarme en esas condiciones no era una
cosa acostumbrada, ni siquiera frecuente, conmigo.
Lo más probable sería que estuve bebiendo demasiado aquella noche con motivo
de que el juicio del divorcio tendría lugar al día siguiente. Aunque eso no estaba muy
de acuerdo con lo que Robin me acababa de decir sobre la forma tranquila en que
acepté su idea de recurrir al divorcio y su comentario de que estuvimos de mutuo
acuerdo para tramitarlo.
Preferí no insistir en aclarar ese punto en aquel momento. Y aunque todavía me
quedaban mil preguntas por hacer a Robin, no podía pensar en una sola.
—Gracias, Robin, mil gracias, por haber consentido en hablar conmigo. Por ahora
no te haré más preguntas, aunque desearía seguir con ellas. ¿Me permitirás que te
vuelva a visitar?
Ella también se levantó y se quedó pensando, con la cabeza un poco ladeada.
Repentinamente, sin haberlo deseado antes, pensé que sería sumamente agradable
acercarme a ella y abrazarla y besarla, como habría hecho en mil ocasiones. No es
que estuviese enamorado de Robin. Ni siquiera la conocía. No obstante, se veía muy
bonita y apetitosa, como para comérsela a besos, en aquella actitud. Pero no hubiera
sido una buena idea en aquel momento y quizá nunca más.
—No vayas a creer que estoy tratando de comenzar una aventura entre nosotros,
de nuevo. Supongo que será casi imposible que te des cuenta que para mí resultas una
desconocida ahora, pero así es. Y si no nos comprendimos… bueno, pues no pudimos
comprendernos y sería absurdo comenzar nuevamente. Supongo que mi carácter y mi
personalidad no han de haber cambiado y todavía tropezarías con lo que hizo que
dejaras de quererme. Pero escucha, muchacha, todavía hay tantas cosas que me
puedes decir… que será importante para mí el saberlas… a menos que recupere la
memoria. Así es que… bueno, a menos que me odies y quizá así te sientas…
—Rod, no es eso. No hemos sido… no somos… enemigos.

Página 17
—Entonces, dime que sí, que nos volveremos a ver. Te prometo que no vendré
con ningún motivo ulterior… nada de coqueteos ni malas ideas. Sencillamente
charlas amistosas, impersonales. ¿Quieres que vayamos a cenar mañana?
—No, Rod, tan pronto no. Acabo de regresar esta mañana y tengo muchas cosas
que hacer. Ni siquiera he aseado este departamento y tengo que comenzar a buscar
una colocación… todo eso.
—Bueno, ¿qué te parece el domingo en la noche? Pasado mañana… No creo que
vayas a estar buscando trabajo ese día, a esa hora. Ni tampoco aseando el
departamento.
—Bueno, está bien, pero…
—Pasaré por aquí a las siete. Y otra vez, mil gracias, Robin.
Salí y el ambiente no estaba tan frío como a mi llegada. Casi, pero no tanto.

Página 18
Capítulo 2

También en la calle había, subido la temperatura. Era media tarde de un día del mes
de mayo y el sol finalmente había conseguido despejar la bruma que nubló la mayor
parte del día.
Pero la niebla continuaba oscureciendo mi mente. El haber visitado a Robin y
haber observado mi departamento, no me ayudó casi nada.
Tomaré las cosas una por una, me dije a mí mismo. Lo primero será indagar lo
sucedido con mi coche y desplazarme sobre ruedas, si es que acaso quedaban ruedas
todavía. ¿Por qué no me había dicho Arch nada, si es que todavía era yo dueño de un
coche? Me estuvo llevando a distintas partes en su viejo Chevrolet convertible y
estaba enterado de que el resto del tiempo estaba yo utilizando taxis.
Caminé hasta la esquina, que era un crucero de bastante tránsito y después de
esperar unos minutos conseguí un coche de alquiler y le pedí al chofer que me llevase
a la Calzada Chisholm, número 1044, o sea al domicilio de mi difunta abuelita, Arch
seguía viviendo allí, como siempre lo había hecho, debido a que Arch no trabajaba, o
al menos, su escaso trabajo no le dejaba ingresos para poder mantenerse. Era
dramaturgo y había conseguido vender unas cuantas obras cortas, de un solo acto,
pero nada de importancia ni verdadero éxito, por lo que la abuelita lo mantenía, como
si fuese un menor de edad, o impedido.
Era una casa fea, antigua, alta, angosta, de tabique colorado, con tres pisos. ¿Qué
objeto tendría haber construido una casa así de alta y angosta en un terreno tan
ancho? En uno de sus costados el terreno libre mediría más de treinta metros y en el
otro unos veinte. Tenía algunos árboles, arbustos y macizos de flores, pero en forma
más o menos desordenada, sin gusto ni cuidado.
Me aproximé por la calzada y al encontrar la puerta abierta no tuve necesidad de
usar mi llave. Una mujer de edad estaba aseando el vestíbulo y al verme me saludó:
—¡Hola, señor Britten!
—¿Qué tal, señora Trent? ¿Está Arch en casa?
—No, señor. Salió hará una hora, o quizá dos y me dijo que no regresaría hasta la
hora de cenar. ¿Lo acompañará usted a cenar aquí esta noche?
—No, gracias. ¿Por casualidad sabe usted algo acerca de mi coche?
—¿Su coche, señor Britten?
—Sí. Acabo de enterarme que tengo, o tenía, un cupé Lincoln, modelo '51. ¿Sabe
usted algo sobre él?
—Sí, naturalmente. Quiero decir, no sé nada. Lo que estoy tratando de decirle es
que me consta que tenía usted un coche. Pero no lo guardaba en esta casa. Cuando
venía usted de visita, lo dejaba en la calzada.
—Y, ¿no sabe usted en dónde lo guardaba?

Página 19
—Pues supongo que sería en donde usted vive… Pero no lo sé.
—Bueno, gracias, señora Trent. Le telefonearé a Arch a la hora en que cena. A
menos que sepa usted donde lo podría encontrar ahora…
—No, no lo sé, señor.
—Por favor, no me llame señor, señora Trent. Ni tampoco señor Britten. Para
usted siempre he sido y seguiré siendo, Rod, ¿comprende?
—Comprendo, Rod. Siempre te llamé así… porque me dijiste que lo hiciera. Pero
no sabía si lo recordarías desde que…
—Soy el mismo de siempre, señora Trent. Por lo menos, eso deseo. ¿Sabe usted si
el señor Henderson estará en su casa ahora?
El señor Henderson era el vecino de al lado. Según me habían informado el día
anterior, era amigo de la familia y el único amigo de confianza de la abuelita Tuttle.
Como abogado que era, se había ocupado de algunos de los asuntos legales de la
abuela, pero principalmente jugaban a la baraja los dos, con toda regularidad. Aparte
de ganar dinero, ésa era la única distracción de la abuelita. Era viudo, de cincuenta y
cuatro años, contra los sesenta y cuatro que ella contaba y amigos íntimos.
No había hablado yo con el señor Henderson, excepto unas breves palabras
durante el funeral, pero Arch me indicó que nos conocíamos bien y simpatizábamos
mutuamente, no obstante la diferencia de treinta años en nuestras respectivas edades.
Además, los informes que él le dio a la policía fueron uno de los varios motivos por
los que no me detuvieron, ni tampoco sospechar seriamente de que yo fuese el
asesino. Desde que supe eso, sentí grandes deseos de entrevistarme con él.
La señora Trent me dijo:
—No sé si estará en su casa, Rod, pero me parece que sí; pues por lo general no
va a su oficina los viernes por la tarde y hoy es viernes, ¿verdad, Rod?
Fui a la casa de al lado y toqué el timbre. Una mujer que pudiera haber sido la
hermana de la señora Trent —pero que no lo era—, me abrió la puerta y le pregunté
si estaba en casa el señor Henderson. Antes de que me contestase ella, vi que venía a
recibirme el vecino.
—¡Rod! Pasa. Estaba confiando en que te darías una vuelta por aquí, para
platicar…
Era un hombre de mediana estatura, calvo, excepto por un fleco de pelo cano y no
representaba los cincuenta y ocho años que Arch me dijo que tenía. Detrás de sus
lentes bastante gruesos, brillaban sus ojos con vivacidad. Me cayó bien el señor
Henderson, a primera vista. Guiándome, me llevó a una habitación, entre biblioteca y
oficina, en la que tenía un gran escritorio de esos de cortina, que hará cincuenta años
que ya no los fabrican y aquél parecía ser más viejo todavía. Todos sus casilleros
estaban repletos de papeles. Tomó asiento en un sillón giratorio, propio para el
escritorio, e igualmente anticuado y me invitó a sentarme en un cómodo sillón, bien
acojinado.
—¿Qué has estado haciendo, Rod?

Página 20
—Todavía haciendo esfuerzos por orientarme, eso es todo. Y a propósito, señor
Henderson, ¿sabe usted algo sobre un coche que tenía, o que aún debiera tener?
—¿Tu anticuado cupé Lincoln? Hace una o dos semanas todavía lo tenías y hasta
me llevaste al centro un día. Un magnífico coche, para el modelo atrasado que es.
¿Por qué preguntas? ¿Lo has extraviado?
—No sé, señor. Ni me acordaba de él, pero esta tarde alguien me dijo que yo tenía
un coche. Arch no me ha dicho nada al respecto. ¿Pudiera haberlo vendido?
—No lo creo, porque estabas encantado con él. No lo hubieras vendido, a menos
que repentinamente hubieras necesitado dinero con mucha urgencia. Y, que yo sepa,
no te has visto en ningún apuro por cuestión de dinero.
Tampoco sabía yo de ninguna causa para haberme visto tan apurado.
—Bueno, le preguntaré a Arch más tarde. Algo le ha de haber pasado a mi coche,
puesto que no me ha dicho una palabra sobre ello, siendo así que me ha llevado a
distintos lugares en su propio coche. Bueno, olvidemos eso. ¿Tiene usted
inconveniente en que le haga algunas preguntas, señor Henderson?
—De ningún modo, Rod. Con toda confianza, puedes preguntarme cuantas se te
ocurran. Por experiencia propia sé cómo te has de sentir. En una ocasión también yo
fui víctima de la amnesia, aunque de corta duración, como resultado de un accidente
automovilístico. Sufrí una lesión física, una conmoción cerebral, al golpearme la
cabeza contra el parabrisas. Cuando recobré el conocimiento, en el hospital, ni sabía
cómo ni por qué me encontraba allí; no recordaba haber ido como pasajero en un
automóvil… lo único que recordaba era haberme levantado y vestido aquella mañana,
siendo así que el accidente ocurrió hasta el oscurecer. Es algo horrible, eso de perder
la memoria.
—¿Cómo la recuperó, señor Henderson?
—Poco a poco. Lo que nunca he llegado a recordar es el momento del accidente y
a qué se debió… cómo ocurrió aquello, aunque sí lo advertí al suceder… o unos
instantes antes, porque me dijeron que le grité: «¡Cuidado!», momentos antes del
choque, al amigo mío que iba al volante… lo que quiere decir que a tiempo advertí el
peligro. Y me dijeron también que yo estaba aparentemente consciente y hablando en
forma cuerda, mientras me trasladaban al hospital en la ambulancia, pero tampoco
llegué a recordar nada de eso. Y como sucedió hace veinte años, supongo que ya
nunca lo recordaré.
De repente su mirada se tornó preocupada.
—No me veas con expresión tan asustada, Rod. Mi caso no fue como el tuyo… el
mío fue un accidente físico, una conmoción cerebral. No dudes de que tu memoria
habrá de volver, como me sucedió con las cosas que ocurrieron el día anterior al del
accidente. Ten muy en cuenta que el caso mío tuvo por origen una lesión física.
—Comprendo, señor Henderson y no dudo que tenga usted razón.
—Y ahora, tus preguntas, Rod. ¿Qué deseabas saber? Me desvié…

Página 21
—Quiero preguntarle especialmente sobre lo que ocurrió el lunes en la noche. La
policía, precisamente un teniente Smith, me relató lo que usted declaró allí, pero
desearía oírlo de sus propios labios, señor Henderson. También quisiera hacerle
algunas preguntas relacionadas con hechos y cosas anteriores al lunes en la noche,
pero podemos comenzar con eso, con lo que fue más reciente.
—Está bien, Rod. Pues te diré que me acosté como a las once…
—Dispense la interrupción, pero ¿es ésa su hora acostumbrada para retirarse a
dormir?
—Puedes interrumpirme cuanto quieras. No, era un poco más temprano que de
costumbre. Padezco de insomnio, como te habré dicho muchas veces, pero ahora no
lo recordarás y rara es la noche que me acuesto antes de medianoche. Pero sucedió
que para el martes tenía que atender dos audiencias en distintos juzgados, iba a ser un
día bastante pesado para mí y quise tratar de dormir antes de costumbre, por lo que la
noche del lunes me retiré a eso de las once. Pero una media hora después todavía
estaba despierto, ni siquiera adormilado, cuando creí escuchar un disparo.
—¿Un solo disparo, o dos disparos?
—Creo que fue solamente uno… y no estaba seguro de ello. Mi recámara está del
otro lado de la casa y lo que escuché fue un sonido indistinto… pudieron haber sido
dos disparos. No me levanté porque pensé que quizá hubiese sido una explosión en el
tubo de escape de algún coche. Pero no me convencía a mí mismo por completo,
porque el ruido fue algo distinto. Y cuanto más pensaba en eso, más me despabilaba,
hasta que finalmente me levanté.
—¿Miró usted su reloj cuando escuchó el disparo, o disparos?
—No. No lo miré hasta que decidí levantarme para ver de qué se trataba. Eran
entonces las 11:40 y creo que habrían pasado unos diez minutos desde que oí aquel
ruido. Entonces fui a una habitación al otro lado de mi casa y miré por la ventana
hacia la de la pieza en la que tu abuela acostumbraba, noche tras noche, hacer sus
cuentas y todo su trabajo de oficina. Supongo que sabrás, o te habrán dicho, que ésa
era su costumbre, trabajar hasta la medianoche, o pasada esa hora.
—Sí, me informó Arch de eso.
—Bueno, pues vi que la luz estaba encendida en la oficina de tu abuela, pero no
observé nada sospechoso. No estaba ante su escritorio, por lo que supuse que habría
ido a la cocina por su vaso de leche y no me preocupé. Pero en vista de que no
regresaba a su trabajo, tuve la intención de llamarla por teléfono y luego, titubeando
por no querer molestarla, me acordé que tengo gemelos, los saqué del cajón de la
cómoda, fui a la ventana y tan pronto como los enfoqué advertí que la tela de alambre
de la ventana de tu abuela había sido cortada y estaba doblada hacia afuera…
Naturalmente, entonces me convencí de que algo malo había ocurrido y ya me dirigía
a mi teléfono para avisar a la policía cuando escuché pasos en la banqueta, miré y vi
que eras tú, que estabas llegando a la calzada para dirigirte a la puerta principal. Por
tu modo de caminar juzgué que venías… bueno, algo embriagado. No dabas traspiés,

Página 22
pero tampoco caminabas en línea recta. Cuando llegaste a la puerta dirigí nuevamente
mis gemelos hacia la ventana de tu abuela y en un minuto o dos te llegué a ver,
andando hacia el escritorio.
—¿Cómo me veía? ¿Alcanzaba usted a observar mi expresión…?
—Yo diría que parecías aturdido, pasmado… Alzaste la bocina del teléfono y ya
no vi más, porque decidí vestirme para ir a ver qué sucedía. Naturalmente, hasta
entonces estaba yo en pijama. Regresé a mi recámara y comencé a vestirme. Estaba
poniéndome los pantalones cuando escuché la llegada de la primera patrulla
motorizada, con la sirena ululando y para cuando terminé de vestirme, salí de mi casa
y caminaba por la calzada de la casa de tu abuela, cuando, se presentaron dos
patrullas más. Del grupo de Homicidios, según resultó.
»En la puerta estaba de guardia un policía de la patrulla de vigilancia, el que me
impidió el paso, haciendo que me esperase allí. Y al estar explicándole quién era yo y
por qué me presentaba, llegaron varios detectives, a quienes se lo repetí, diciéndoles
también lo que escuché y vi. Entonces me pasaron a una de las habitaciones del frente
de la casa, no a la oficina de tu abuela, para interrogarme y no volví a verte aquella
noche. Después de algún tiempo, cuando ya les había relatado en cinco o seis
diferentes ocasiones lo que tenía que relatar, quise verte, pero ya te habían llevado a
la jefatura. Intenté ir allá para ver si te podría ayudar, pero me persuadieron de que no
tenía caso. También me dijeron que el doctor Eggleston llegaría en breve a la jefatura
para atenderte, puesto que aún te encontrabas en estado de trastorno nervioso, por lo
que probablemente sería mejor que tuvieses el menor número posible de visitas.
—Ya había hecho usted bastante en mi favor, señor Henderson. Supe que el relato
de usted fue uno de los motivos que me libraron de sospechas, pero ignoraba los
detalles precisos. Le estoy muy agradecido.
—No tienes por qué. Solamente declaré lo que casualmente escuché y observé.
Me quedé con las ganas de haber hecho más por ti. Pero dime, ¿qué otros motivos
tuvo la policía para dejarte en libertad?
—Pues, en primer lugar, el médico forense hizo constar en su informe que mi
abuela murió a las once y media. Es decir, que él llevó a cabo el examen del cadáver
a las doce y media de la noche y que la muerte ocurrió como una hora antes. Eso
estaba de acuerdo con la hora en que usted declaró haber escuchado el disparo o los
disparos y ayudó a exculparme. Desde luego, existía la posibilidad de que yo la
hubiese asesinado a las once y media y me escapara rápidamente de la casa para
regresar después y hacer como que descubría el asesinato, pero afortunadamente
hubo un testigo que me conoce bien, quien me encontró en el centro, a tres millas de
distancia de esta calle, unos pocos minutos antes de las once y media. Y se trataba
nada menos que de un jefe policíaco.
—Ése fue un detalle de mucha suerte para ti, Rod. Aunque de todos modos nadie
pudo haber tenido sospechas de ti. ¿Quién fue? Conozco a muchos miembros de la
policía.

Página 23
—Por una rara coincidencia, se trataba de uno de los jefes del grupo de
homicidios que llegaron aquí, atendiendo mi llamada por teléfono. Es el teniente
Walter Smith, quien está de turno desde la medianoche. Y recibieron mi llamada
cuando acababa de llegar. Dijo que había estado en una función de cine en el centro,
del que salió a las once y veinticinco, para tener tiempo de tomarse un sándwich y
una taza de café, antes de entrar de guardia. Nos encontramos precisamente frente al
cine, por lo que estuvo en condiciones de precisar la hora exacta en que nos
encontramos. Y asegura que me vio bastante embriagado, por lo que en forma
amistosa me aconsejó que me fuese a mi alojamiento a dormir.
—No pudiste haber tenido mejor coartada, Rod.
—De veras que no. Pero lo que no comprendo es por qué no seguí su consejo. He
de haber tenido alguna razón bastante importante para haber venido a casa de mi
abuela… y quisiera saber cuál era. Me sentiría mucho más tranquilo si lo supiese.
—¿Sabías que Arch había salido de la ciudad, o tendrías algún motivo para venir
a visitarlo, creyendo que se encontraba aquí?
—Dice Arch que quizá estaría yo enterado de su ausencia. Que no nos vimos
durante los días anteriores, pero que cree recordar, aunque no está seguro, haberme
mencionado que el domingo saldría para Chicago. De modo que lo mismo pude haber
venido con la intención de ver a mi abuelita que a Arch. Supongo que he de haber
sabido que ella trabajaba tarde.
—Seguramente que lo sabrías. Bueno… ya lo recordarás y probablemente
resultará que el objeto de tu visita sería algo sin importancia. Mientras tanto, Rod, si
te puedo ayudar en algo, en lo que sea, cuenta conmigo. Entre otras cosas, es de
suponer que el juicio testamentario tardará y si mientras tanto necesitas algo de
dinero tendré mucho gusto en prestarte lo que sea.
—Muy agradecido, señor Henderson, pero no creo que necesitaré darle esa
molestia. Tengo unos doscientos dólares en el banco y espero estar en condiciones de
reanudar mis labores en una o dos semanas más.
—¿Piensas regresar a la agencia de publicidad?
—Naturalmente. Ya me habló el señor Carver, para decirme que cuando me sienta
en condiciones de trabajar, mi puesto está esperándome.
—Probablemente sea lo que más te convenga hacer. Quiero decir, para
acomodarte en la forma más aproximada que te sea posible, a la vida normal que
llevabas antes. Yo diría que sería mucho más fácil que recuperases tu memoria bajo
circunstancias y ambiente familiares, que siendo el caso contrario. Y te aconsejo que
hagas preguntas a todo el mundo, para ayudar a orientarte.
—En ese plan ando, señor Henderson. ¿Me permite que le haga algunas sobre
usted mismo?
—Desde luego que sí, Rod. Mira, procedamos en esta forma. Di qué es lo que
sabes de mí, por conducto de Arch, o de otras personas y yo seguiré adelante,
partiendo de ahí.

Página 24
—Muy bien. Usted es Vincent R. Henderson, creo que me dijo Arch que tiene
usted cincuenta y ocho años de edad. Es usted abogado, le prestó servicios
profesionales a mi abuela, de la que probablemente era su mejor amigo. Es más, creo
que me dijo que fue usted su único amigo íntimo. ¿Voy bien hasta ahora?
—Muy bien. ¿Qué más deseas saber?
—Creo que dijo usted que es viudo, ¿no?
—Sí. Mi esposa murió hace seis años. Bueno, ahora te contaré más detalles. He
sido amigo de toda tu familia desde hace veinte años, a raíz de conocer a tu padre,
August Britten, cuando en aquella época se vino a vivir a la casa de al lado. En aquel
tiempo él era viudo, pues tu madre, que era su segunda esposa, murió cuando eras
muy pequeño, comenzando a andar, unos cuantos años antes de venirse a vivir aquí.
A ver… tú tendrías unos ocho años, hace veinte años y Arch tendría más o menos
trece años de edad. La abuela Tuttle, madre de tu mamá, estaba viviendo con ustedes,
cuidando de los dos chicos. Tendría tu abuela entonces cuarenta y cuatro años. Eso
era cinco o seis años antes de la muerte de tu padre.
—No le he preguntado a Arch, ¿a qué se dedicaba mi padre?
—Era corredor de bienes raíces y al morir se le ocurrió a tu abuelita Tuttle, que ya
andaba por edad cincuentona, seguir adelante con el negocio de tu padre. Fue una
buena idea, puesto que no tenía suficiente dinero para poder cuidar y educar a dos
muchachos. Creo que lo que dejó tu padre fue un capital de unos diez mil dólares,
más algo así como la mitad de la diferencia entre el valor real de la casa y la cantidad
por la que estaba hipotecada. Es seguro que con eso no le hubiera sido posible
costearles estudios de secundaria y mucho menos haber contado con ahorros para su
vejez. Así es que se echó de cabeza en operaciones de compra y venta de bienes
raíces y todo mundo se mostraba dispuesto a ayudarla al principio, sintiendo pena por
ella… aun cuando les parecía algo divertido aquello. Pero dejaron de sonreírse al
cabo de poco más de un año, porque resultó que tenía una gran habilidad para ese
negocio y le encantaba el trabajo.
—¿Cuánto calcula usted que llegó a ganar?
—Pues no sería una gran fortuna, pero le fue bien. Yo creo que ha de haber
ganado como promedio durante los catorce años que se dedicó a ello, de veinte a
veinticinco mil dólares por año. Esa utilidad fue mayor que lo que tu padre llegó a
ganar; dudo que haya alcanzado nunca ni la mitad de eso. Y la abuelita les costeó los
estudios a ustedes dos y al morir ha dejado un capital mucho mayor que el que tu
padre le dejó a ella.
Por Arch estaba yo enterado de casi todo aquello, así que le indiqué:
—Se está usted desviando de detalles sobre usted mismo, señor Henderson. ¿Le
hizo usted muchos servicios profesionales a la abuela?
—Al principio me encargó todos sus asuntos legales y le ayudé a orientarse.
Mayormente lo hice por simple amistad, porque esos asuntos de bienes raíces no son
mi especialidad, ya que estoy dedicado al ramo de seguros y soy el representante

Página 25
legal de la mayoría de las compañías de seguros más importantes que hay en esta
ciudad.
»Cuando hace unos diez años recibió mi hijo su título de abogado y abrió su
bufete, convencí a la abuelita para que le pasara a él todos sus asuntos legales, Así lo
hizo y durante unos cinco años mi hijo fue su abogado, hasta que tuvieron un
pequeño disgusto por alguna cosa sin importancia y como me temo que nunca habían
simpatizado mucho, volvió conmigo para pedirme que nuevamente atendiera sus
asuntos. Como para esto ya éramos bastante buenos amigos, no me pude negar y
desde entonces me he estado ocupando de ellos.
»No es que tuviese muchos negocios para mí, ni que fuesen de mucha
importancia, ni tampoco que me dejasen mucho dinero por honorarios. Y hubiese
preferido no tenerlos a mi cargo, porque como te he dicho, yo estaba dedicado a
asuntos muy distintos, pero se los tramitaba por nuestra amistad y a causa de que no
quería a ningún otro abogado, ni siquiera a Andy.
—¿Andy es su hijo?
—Sí. Andrew J. Lo conoces muy bien… lo conocías. Tiene un par de años menos
que tú y de muchachos siempre jugaban juntos, por ser vecinos. Pero luego se
distanciaron al ir a distintos internados para hacer sus estudios superiores y supongo
que desde entonces solamente se habrán visto por casualidad.
—¿Vive aquí con usted, o vive usted solo, señor Henderson?
—Ni una cosa ni otra, exactamente, Rod. Andy se casó hace seis años y vive en
su casa propia. Por cierto que ya me ha hecho abuelo. Pero tengo dos hijos más, que
viven conmigo por temporadas. Además, tengo esa ama de llaves que te abrió la
puerta. Actualmente los dos, hija e hijo, están ausentes, en vacaciones. El más joven,
Manfred, de veinte años, que todavía está en la universidad, estudiando leyes, se
encuentra ahora de visita con un amigo y compañero de estudios, en Cabo Cod. Y
Alice, de veintidós años, está de visita por dos semanas con una familia amiga
nuestra, en la Florida. Debe regresar en unos días más. Sí, a los dos los conocías muy
bien.
—Y espero tener el gusto de volver a conocerlos, señor Henderson —me levanté
—. Bueno, probablemente eso es todo cuanto podré asimilar en una tarde.
Muchísimas gracias y hasta otro día.
—Por nada, Rod. Vuelve por aquí cuando gustes y con frecuencia.
Regresé a la casa de mi abuelita y me informó la señora Trent que Arch no había
regresado todavía, ni hablado por teléfono. Pero justamente cuando descendía yo por
la escalinata de la terraza al frente de la casa, llegó su Chevrolet y se detuvo a la
entrada. Arch me vio venir y me esperó detrás del volante.

Página 26
Capítulo 3

—¡Hola! ¿Qué te trae por aquí? —me preguntó.


—Pues que parece ser que he extraviado un cupé Lincoln y quiero saber si me
puedes dar alguna noticia sobre el caso.
—¡Caramba! ¿Me olvidé hablarte sobre eso?
—Sí te olvidaste. ¿Qué sucedió con mi coche? ¿Lo tengo todavía?
—Todavía lo tienes, pero está en el taller, haciéndole algunas reparaciones. Oye,
pudiera ser que ya esté listo. Vamos a verlo.
Me agradó mucho saber que todavía contaba con un coche, aunque de momento
no estuviera disponible.
Subí al coche de Arch y lo puso en marcha. Viéndonos juntos, nadie nos tomaría
por hermanos. Pudiera encontrarse un ligero parecido entre nuestras facciones, pero
sería muy ligero. Aparte de eso, no nos parecemos en nada. Él es de cuerpo
rechoncho, fornido, como de luchador, mientras que yo soy delgado. Su pelo es muy
rubio, cortado casi a rape, el mío es castaño oscuro. Todavía, a los treinta y tres años,
viste al estilo juvenil de los universitarios y su cara de bebé, con grandes ojos, hace
que parezca tener cinco años menos que yo, en vez de llevarme esos cinco.
—Seguro que tienes tu cupé, Rod y siento no habértelo mencionado, pero tuve
que decirte tantas cosas… Está en el taller de Berkley Motors.
—¿Qué le sucedió a mi coche? ¿Lo choqué?
—No, ni siquiera lo has tripulado. Hará como una semana lo dejaste estacionado
a la orilla de la banqueta y alguien lo chocó en sentido oblicuo. Te abollaron una
portezuela y una salpicadera, aparte de algunos raspones. El coche no sufrió mayores
desperfectos aparte de la carrocería, como te acabo de decir y decidiste que en vez de
resanar la pintura en las partes maltratadas, únicamente, te pintaran todo el coche de
una vez. Creo que me dijiste que estaría listo en una semana y ya se está cumpliendo
el plazo.
—¿Conocía yo al tipo que me causó esos desperfectos? ¿Se detuvo para informar
sobre el accidente?
—No. Fue uno de tantos casos de golpear y correr… Pero como lo tienes
asegurado solamente tendrás que pagar la diferencia entre lo que te hubieran costado
los resanes y lo que te cobrarán por la pintada general que quisiste le hicieran. Siento
haberme olvidado de recordártelo. Todavía pienso que estás al tanto de las cosas,
hasta que se presentan algunas y me doy cuenta de que no las recuerdas. ¿Quién te
dijo?
—Robin.
Nos detuvimos por un semáforo y Arch se volvió hacia mí, con el ceño fruncido.

Página 27
—Rod, no debieras haberla visto. Te dije que no lo hicieras, porque solamente
conseguirás mortificaciones para ambos. Cuando te dejó quedaste completamente
deshecho… y el haberte olvidado de ella fue la única suerte que te trajo tu amnesia…
mientras que ahora lo más probable es que trates de comenzar, o reanudar, todo
nuevamente. Además, no habiendo dado buen resultado la primera vez…
—Sí, ya lo sé, Arch, tampoco daría buen resultado la segunda. Pero no te
preocupes, porque me resulta como si fuese una desconocida, totalmente. Y me trató
en forma correcta, pero fría.
—Es una muchacha estupenda, Rod, pero estoy pensando en tu propio bienestar.
Cambió la luz roja del semáforo, metió la primera velocidad demasiado pronto y
casi se ahogó el motor. Pensé que ojalá tuviese más habilidad para escribir obras
teatrales que la que tenía para manejar.
Unas cuantas cuadras adelante se metió por la calzada de un taller mecánico
grande y se detuvo al lado de una bomba de gasolina. Un hombre de baja estatura,
pelirrojo, muy pecoso, se dirigió hacia nosotros tan pronto como nos vio, con una
gran sonrisa.
—Ese es Joe —me apuntó Arch— y lo conoces muy bien.
Por eso, cuando llegó le dije:
—¡Hola, Joe! —y estreché la mano que me extendió muy amistosamente. Su
sonrisa se hizo aún más amplia.
—¿Cómo estás, Rod? ¿Me has reconocido? Según me dijeron…
—Dispénsame, Joe —le aclaré—, pero Arch me dijo quién eras. Yo ni siquiera
recordaba que tenía un coche aquí. ¿Qué tal ha quedado?
—Perfectamente. Como nuevo, Rod. Todo terminado y podrías llevártelo ahora
mismo, pero creo que sería mejor que lo dejaras hasta mañana, para darle otra mano
de pulimento. ¿Quizá te gustaría verlo…?
Desde luego que me gustaría verlo y comenzó a llevarme hacia una rampa hasta
el segundo piso cuando se volvió para preguntarle a Arch:
—Ah, ¿quiere usted gasolina, señor Britten? —Y cuando Arch movió la cabeza
afirmativamente, llamó a un mecánico para que lo atendiese. Por algún motivo que no
acerté a señalar, me dio gusto que el pequeño pelirrojo me hubiese llamado «Rod» y
«señor Britten» a Arch.
Pasamos frente a otros dos coches y allí estaba, negro y lustroso, como si acabase
de salir de la fábrica… nada más que en estos tiempos no hay fábricas de las que
salgan coches como éste, el que tenía ante mí.
No, no lo recordaba. Pero ahora me enamoré de él… fue amor a primera vista. Di
la vuelta alrededor del coche, admirándolo. A través del vidrio de la portezuela miré
el velocímetro, que marcaba solamente cincuenta y seis mil millas. Por dentro y por
fuera se veía flamante aquel automóvil.
—Está estupendo —comentó Joe, con entusiasmo—. En estos tiempos no hay
coches como éste. Yo no lo cambiaría por tres o cuatro como el de tu hermano y eso

Página 28
que el suyo es un modelo '59. Éste es un verdadero coche, en todos sentidos y no uno
de esos modernos. Tiene también el motor ajustado como si fuese un reloj suizo.
—Dime, Joe, ¿el choque no lo habrá desplazado un poco, o algo así?
—Nada. Solamente te abollaron la portezuela y una salpicadera y apuesto a que
no podrías señalarme cuál salpicadera fue… —Me fijé bien en las cuatro y no supe
decírselo. Me advirtió Joe—. Mira, vamos a cargar la mano con la cuenta de la
reparación de la carrocería, puesto que es la compañía de seguros la que pagará eso y
cobraremos lo menos posible por la pintura general.
—Te lo agradezco, Joe. Siempre hay que abusar con los aseguradores.
—Y siempre hay que favorecer a un buen cliente y más al tratarse de una persona
que sepa apreciar un buen coche. Ahí tienes un auto excepcional, Rod.
Yo era de la misma opinión. Sentí cosquilleo en los dedos por levantar el cofre y
contar los caballos, pero si no lo iba a sacar tampoco lo iba a tocar… y no iba a
sacarlo cuando Joe aconsejaba que lo dejara hasta el día siguiente.
—Has hecho un trabajo muy bueno, Joe. Pasaré por aquí mañana por la mañana.
Te encargo que revises la gasolina, aceite, agua, batería, llantas y todo. ¿Hay algo
más que le puedas hacer…?
—Por eso mismo tienes tu coche en tan buenas condiciones, Rod. Nunca
preguntas si hay algo que se le tenga que hacer; sino que preguntas si acaso hay algo
que se le pueda hacer. Está bien, tan pronto como llegue aquí a las nueve, revisaré
todo y podrás pasar a recogerlo a cualquier hora después de las nueve y media.
Cuando regresamos a la planta baja parecía estar impaciente Arch. Me subí a su
coche y tan pronto estuvimos en la calle me preguntó que a dónde quería que me
llevase. Le contesté que no me importaba nada. Y ésa era la verdad. Nada más me
sentía ansioso por que llegase la mañana siguiente para ir a sacar mi coche y hacer un
largo recorrido, a cualquier parte, para escuchar el ronroneo del motor. Estaba seguro
de que así sonaría… zumbando suavemente.
Pensé que era la mía una situación curiosa. Antes había amado a Robin y por lo
visto me dolió mucho perderla. Pero no me había vuelto a enamorar de ella
nuevamente, a primera vista, como me pasó con mi coche. Me cosquillearon los
dedos con las ganas de levantarle el cofre, pero no me dieron ganas de alzarle la falda
a Robin… Bueno, al menos, no fue tan grande el deseo.
Detuvo Arch su coche enfrente de un elegante edificio de departamentos, en el
Bulevar Renslow, se apeó y me dijo:
—Ven conmigo.
—¿Cómo que vaya contigo? ¿Adónde…?
—Quiero presentarte con un fulano. Por su modo de contestar me hizo sospechar
de sus intenciones y le pregunté:
—¿Cómo se llama?
—Krieger.

Página 29
—¿El doctor Krieger? ¿No se trata del siquiatra que me has mencionado? No voy
a ir con ningún siquiatra, Arch. Ya te lo dije y me mantengo en lo dicho. Ni siquiera
estoy dispuesto a conocerlo socialmente.
—Escucha… —comenzó a decirme y luego—, no voy a estar aquí de plantón
mientras hablamos, ¡maldito sea! —Volvió a sentarse al volante—. ¿Qué tal te caería
una copa, Rod?
—No —le contesté secamente. Pero al momento cambié de opinión y decidí—:
Bueno, quizá una cerveza, si insistes en discutir conmigo.
Puso en marcha el coche y se detuvo unas cuantas cuadras adelante, pero ahora
enfrente de una cantina. Penetramos y fuimos a ocupar uno de los reservados.
—Oye, Arch, quiero hacerte una pregunta. ¿Qué tal nos llevábamos?
¿Congeniábamos bien, o qué?
—No, no muy bien. Pero tampoco teníamos dificultades. Simplemente no nos
reuníamos con frecuencia debido a que vemos las cosas de distinto modo.
Probablemente tú opinarás que soy un vago y un dramaturgo sin mérito alguno…
aunque eres demasiado correcto para echármelo en cara. Por mi parte, opino que eres
un presuntuoso y un tonto, que trabajas sin necesidad de hacerlo. O al menos, que
pudieras haber escogido algo de mayor categoría para ocuparte, que en redactar
anuncios. Por lo pronto, siempre me has dicho que es un negocio ratonero.
—¿Eso te he dicho? —Lo cavilé un poco y proseguí—: Bueno, pudiera ser que lo
haya dicho. Y también que así sea ese negocio. Pero no podrás negar que es un modo
legal y razonablemente honrado de ganarse uno la vida y si yo no los redactase, otro
lo haría y quizá peor que yo.
—Quizá te habrás olvidado de los hechos de tu vida pasada, pero sigues con tus
mismas opiniones absurdas. En otras ocasiones me has dicho eso, casi con idénticas
palabras. Oye, ¿te gustaría salir de cacería conmigo, mañana? Podríamos matar
algunos conejos, si nos fuese bien.
Fue un cambio de tema tan rápido e inesperado que tuve que reajustar mis
procesos mentales para pensar sobre aquello. Luego le dije:
—No, Arch, no me gustaría. ¿Qué tengo en contra de los conejos para querer ir a
dispararles escopetazos…?
—Ya esperaba que dijeses eso y casi con las mismas palabras. Nada más te estaba
probando, Rod. Tus opiniones son las mismas que antes, en todos sentidos. Nunca te
gustó la cacería ni la pesca.
—¿Por qué demonios iban a cambiar mis opiniones? Soy el mismo individuo que
era antes, sin que importe lo que recuerde o no recuerde.
—Estoy viendo que lo eres. Apostaría a que estás dispuesto a regresar a tu
empleo, a pesar de la herencia.
—Seguramente que volveré a mi trabajo. No podría vivir el resto de mi vida con
diecinueve mil dólares, o lo que resulte ser mi parte. De todos modos, tengo que
ganarme la vida. Aunque con ese pequeño capital quizá decida, más adelante,

Página 30
establecerme por mi cuenta en algún negocio. Pero lo que sí es muy seguro es que no
decidiría invertirlo en nada mientras me sienta todo confuso y desorientado. Y por lo
pronto, prefiero tener mi trabajo que andar de vago.
—Sí, el mismo tipo. Eres el mismo de siempre, Rod. Ahí tienes la razón bien
clara por la que no fuimos muy íntimos. Nuestro modo de pensar es completamente
contrario. Por mí, te diré que voy a estirar mi parte de la herencia para poder vivir
durante cinco años y seguir escribiendo obras teatrales. Además, podré hacerlo mejor
al buscarme un lugar en donde viviré solo, lejos de esa casa tan triste y sin estar
dominado por la abuelita.
—Y, ¿después de esos cinco años, que…?
—¡Me conmueve tu fe en mi arte! Para ese periodo de cinco años ya podría haber
tenido éxito. Y si no… —se encogió de hombros—, bueno, si tengo que ponerme a
trabajar, pues tendré que hacerlo, pero maldito si lo haré hasta que me vea obligado a
ello. —Se rió—. Ya has escuchado anteriormente mis opiniones y aun cuando no las
recuerdes, es indudable que estarás en tan completo desacuerdo con ellas como lo
estuviste antes. Así es que no discutiremos eso. Vamos a lo más importante. ¿Por qué
no obras juiciosamente y visitas a un siquiatra?
—No estoy seguro de mi motivo, pero sí sé que no me convencerás para que vaya
a tal consulta. Así es que deja el asunto por la paz.
—Está bien. Me consta que cuando te pones testarudo es inútil discutir contigo.
Pero siquiera dime honradamente por qué no quieres recuperar tu memoria.
—Sí quiero eso. Lo que no quiero, simplemente, es visitar a ningún sicoanalista.
Eso es todo.
—No sé qué hacer contigo, Rod.
—¿Por qué tienes que hacer nada? Suponiendo que hubiese algo que
verdaderamente deseara olvidar, ¿no tengo derecho a olvidarlo? Y quizá lo único que
tengo, en ese sentido, es sicoanalofobia… y eso sí que sería algo muy serio, si el
único modo de curarlo fuese mediante el sicoanálisis.
Aquella salida le hizo sonreír.
—Debiera escribir un drama sobre ese tema, Rod. Oye, en serio, ¿qué te parece si
vas a charlar con Pete Radik?
—¿Quién es Pete Radik?
—Un amigo tuyo. Y no es sicoanalista, pero conoce bastante sobre la materia.
Varias veces lo he sondeado, sacándole material para mis obras y me he convencido
de que domina el asunto. Es instructor en la universidad, en la que estudia para
terminar su carrera como profesor de sicología… haciendo experimentos con monos
macacos de la India… Pero también tiene bastantes conocimientos sobre el
sicoanálisis. ¿No crees que te convendría tener una charla con él?
—Si se trata de un amigo mío, me gustaría verlo. Pero no me va a tender en
ningún sofá. Cualesquiera que sean sus conocimientos sobre la materia, me negaré a
que me atienda.

Página 31
—Ya te he dicho que no es sicoanalista. Y otra cosa, ha llamado un par de veces
por teléfono, preguntando por ti. Estaría bien que lo llamaras ahora, para ver si está
libre esta noche, ¿qué te parece?
—No quiero ver a nadie esta noche. Si quieres hacerme una cita para mañana en
la noche, no tengo inconveniente.
Se levantó Arch y fue a una caseta telefónica, al fondo de la cantina. Al regresar
me dijo:
—Espera que pases por él mañana para ir a almorzar juntos. Llega allí al
mediodía y te llevará a comer a algún restaurante.
—¿Está casado?
—No. Así es que de todos modos tiene que salir a almorzar fuera de casa y
puedes acompañarlo. Te aseguro que es una buena persona y más inteligente que la
mayoría de tus amigos.
—Gracias, Arch. Bueno, lo iré a buscar, pero ¿en dónde?
Me dio la dirección y la anoté en mi agenda. Luego consultó su reloj y me indicó:
—Ya es hora de irme a casa a cenar. ¿Quieres venir?
Me disculpé diciéndole que prefería irme a descansar un rato en mi departamento.
La verdad era que ya me fastidiaba su compañía. Y tan pronto como desapareció su
coche me fui caminando hacia él centro, sin rumbo fijo. Inesperadamente me
encontré enfrente del taller en el que estaba mi coche.
Penetré y Joe, el pelirrojo pecoso salió a mi encuentro, al principio con cara
sonriente y después un poco decaído.
—¿Qué pasó, Rod? ¿Vas a llevarte el coche esta noche?
—No. Puedo esperarme hasta mañana. ¿Sales del trabajo a las seis, Joe? Dijiste
que entrabas a las nueve de la mañana.
—Sí, a las seis salgo.
—Ya falta poco para la hora. Me gustaría invitarte a cenar.
—Bueno, aceptaría gustoso, pero tendré que avisarle a mi mujer. No tardaré un
minuto.
Esperé mientras habló por teléfono y regresó sin colgar la bocina.
—Dice mi vieja que tiene una carne asada en marmita, casi lista para servirla y
que si me voy a comer fuera me tirará los platos a la cabeza, pero que insiste en que
nos acompañes a cenar en casa. ¿De acuerdo?
No se me había ocurrido pensar que Joe pudiera estar casado, pero ya hubiera
resultado una descortesía no aceptar su invitación y le dije que iría con gusto. Tomó
la bocina y le pasó el recado a su esposa. Me esperé mientras se lavaba y cambiaba de
ropa. Salimos por la parte trasera del taller y nos subimos a un viejo Buick que Joe
tenía estacionado allí. No me entusiasmó mucho la idea de cenar en familia, puesto
que mi intención había sido la de tener una larga sesión charlando con Joe sobre
coches, cenando solos.

Página 32
Sin embargo, resultó muy agradable tanto la cena como la visita. Tenía Joe dos
hijos pequeños, muy educaditos, que me cayeron bien. Su esposa entendía bastante de
coches y hasta los muchachos sabían más de eso que, por ejemplo, podría saber Arch.
Hablamos sobre coches y comimos una carne asada muy sabrosa y luego Jane, la
esposa de Joe, se llevó a los niños a acostarlos y Joe destapó la botella de coñac que
yo insistí en comprar, yendo a su casa, bebimos unas copas y seguimos hablando
sobre coches.
Aquello era precisamente lo que yo buscaba, pasar una noche con alguien que no
me hubiese conocido tan íntimamente como para sentirse molesto porque no lo
recordase y al mismo tiempo que hablase sobre un tópico tan interesante para mí
como era el automovilismo, sin referirse una sola vez a mi problema personal.
Regresó pronto Jane y seguimos con la charla sobre coches y tomando nuestras
copitas. Me convencí que la esposa entendía bastante más del asunto de lo que yo
creí, pero también que sabía más de aquello que de beber. Con dos copas sintió sueño
y se retiró a dormir a las nueve. Joe y yo continuamos con nuestro tema inagotable y
cuando creí que habían pasado unos cuantos minutos resultó que ya eran las once.
Quise telefonear pidiendo un taxi, pero Joe se empeñó en llevarme a mi
departamento.
Aquella noche, por primera vez desde la noche del lunes, dormí en forma
tranquila y descansada, sin soñar sueños vagos que me inquietaban y que no podía
recordar ni al momento en que despertaba… solamente sabía que había estado
soñando y que mis sueños eran desagradables.
En la mañana me levanté tan temprano que tuve que entretenerme antes de salir,
con objeto de no llegar al taller antes de las nueve y media. Encontré mi coche
brillando como nuevo, cargando gasolina, después de haber sido minuciosamente
revisado por Joe.
La mañana la pasé muy a mi gusto. Hice un recorrido de sesenta millas, nada más
gozando con tripular mi coche y otras tantas de regreso. Faltaban unos minutos para
las doce cuando llegué a la dirección que me dio Arch como la del domicilio de Pete
Radik. Era un viejo edificio particular, pero que con el tiempo había decaído tanto,
que actualmente era una casa de huéspedes en bastante mal estado. En sus buenos
tiempos probablemente la conservaron rodeada por un amplio jardín, pero ahora daba
la impresión de estar agazapada, tratando de ocultar su vergüenza, entre dos altos y
nuevos edificios de apartamentos.
Subí la escalinata y ya iba a oprimir el botón del timbre cuando se abrió la puerta
y un individuo me saludó afablemente y me invitó a pasar. Era bajito, regordete y de
aspecto alegre. Su habitación en la planta baja no era muy amplia, pero contaba con
dos cómodos sillones, en los que nos arrellanamos.
—Por lo que me ha dicho Arch —comenzó diciendo—, creo que será conveniente
que te ponga en antecedentes. Tengo veintisiete años, soy soltero y sin compromisos.
Somos amigos desde hace cuatro años y nos hablamos con toda confianza. No

Página 33
recuerdo dónde ni cómo nos conocimos, pero simpatizamos mucho y durante los
últimos tres años nos hemos visitado con frecuencia. Por lo menos una vez cada mes
cenaba en tu apartamiento con Robin y contigo. Generalmente iba yo solo, pero en
ocasiones llevaba a alguna amiga mía. Solía corresponder sus atenciones invitándolos
a alguna función de cine o teatro. Nuestro principal interés mutuo era conversar… de
todo cuanto se ofrecía. Te daré detalles después, a medida que se presente la ocasión,
a no ser que desees hacerme algunas preguntas específicas enseguida.
—De momento no, Pete; aunque te diré que creo que volveremos a ser buenos
amigos otra vez, aunque nunca llegase a recordar nuestras relaciones previas. Dime,
¿qué te dijo Arch por teléfono? ¿Que deberás convencerme para que consienta en
consultar a un siquiatra?
—Algo así insinuó. ¿Por qué no quieres someterte a esa cura?
—Pues… hay únicamente un sistema que podrían utilizar conmigo, ¿no es así? La
hipnosis.
—Probablemente sería el más rápido, si te diese buen resultado, lo que no ocurre
en todos los casos en que se aplica. Y tendrías que ponerte en manos de un verdadero
especialista.
—¿Qué otro tratamiento me podría aplicar? No puedo pensar en ningún otro
sistema que pudiera servirme… Quiero decir que no me podría acostar en un sofá y
pedirme que le relatase toda mi vida anterior, porque no me acuerdo de ella,
absolutamente. Estoy como una criatura de cuatro días de nacida. Y esos cuatro días
no le darían mucha materia que poder analizar… y cualquier cosa anterior a mi
estado actual que le pudiera decir sería simplemente lo poco que he sabido «de
oídas».
—Pero pudiera curarte, Rod. Dices que no hay otro sistema, pero existen varios
para atacar tu enfermedad. Uno de ellos sería descubrir el origen de tu presente
aversión al sicoanálisis en general y a la hipnosis en particular. Podrían hacerte
comprender el origen de ese estado mental tuyo.
—¿Cuál crees tú que pudiera ser, Pete?
—Que tengas la obsesión, el temor, de haber sido tú quien asesinó a la abuelita
Tuttle.
—No… no creo eso. Y la policía está convencida de que no fui yo quien la mató.
—Estarán más seguros que tú mismo, Rod. Yo diría que te conocerás a ti mismo
lo suficientemente bien, aún con tu amnesia, para estar bien seguro de que no pudiste
haberla asesinado deliberadamente, estando en tu juicio. Pero probablemente tienes el
temor, consciente o subconsciente, que pudieras haberlo hecho en un arranque de
demencia. Por eso tienes también el temor de que bajo la hipnosis te pudieras
descubrir… es decir, descubrirte tú mismo a ti mismo. El hecho que te descubrieses a
alguna otra persona, como al siquiatra, no lo tomarías en cuenta, porque si supieras
que habías asesinado a tu abuelita, ya te habrías entregado a las autoridades.
—¿Cómo puedes juzgar eso?

Página 34
—Porque te conozco. Estoy segurísimo de que estando en tu juicio no eres capaz
de cometer un asesinato, ni estando ebrio. También tengo la seguridad de que en caso
de descubrir que en un acceso de locura hubieses matado a alguien no te permitirías
andar suelto, por miedo a que ocurriese otra vez.
—Sí… supongo que tienes razón. Pero ¡maldito sea!, de cualquier manera, no
quiero que me sicoanalicen ni me hipnoticen. ¿Acaso la amnesia no termina siempre
por sí misma, bien sea poco a poco o repentinamente?
—Así sucede casi siempre, especialmente en caso que se eliminen las causas que
la motivaron. Escucha, Rod, quiero asegurarte una cosa de la que estoy seguro y ésa
es que tú no la mataste.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Por los mismos motivos que tiene la policía, además de conocerte bien y
también por mis conocimientos sobre sicología. No puedo imaginarte como un
asesino consciente, en pleno uso de sus facultades mentales. Ni tampoco como un
asesino sicopático.
—¿Por qué no?
—Estabas ebrio y lo estabas debido a que Robin quedaría divorciada de ti al día
siguiente. Lo cual era una muy buena razón y no te habrías embriagado por otra de
menor importancia. Nadie me podría convencer que por tu estado de embriaguez, que
estaba relacionado con Robin y no con tu abuelita, repentinamente ibas a salir con el
impulso de quitarle la vida a ésta… así estuvieras en estado de cordura o de sicopatía.
No había motivo alguno para ello y aun el sicópata procede de acuerdo con lo que a
él le parece razonable.
—Pero ¿suponiendo que yo creí tener un motivo… una justificación?
Supongamos que de repente hubiera pensado yo, con razón o sin ella, que mi abuelita
hubiese influido en la decisión de Robin de divorciarme. Quizá hasta que ella hubiese
sido la que la convenció y arregló todo para que lo llevase a cabo. La paranoia le da a
la gente ideas más disparatadas que ésa.
—Oye, pero es que tú no eras paranoico. Yo hubiera advertido tales indicios,
porque ese desequilibrio no le viene a uno así, repentinamente… Tú siempre fuiste de
carácter nervioso ligeramente neurótico en algunas formas… pero no eras ni siquiera
un paranoico incipiente. Y además, suponiendo, sin conceder, que en tu estado de
ebriedad te vino esa repentina y loca idea de quitarle la vida a tu abuelita. Como una
muy remota posibilidad, la tomaré en consideración, para asegurarte que habría una
posibilidad entre un millón de que hubieras ido allá a matarla. Pero ni siquiera a tanto
llegaría la posibilidad de que hubieses podido planear todos los detalles del caso, para
hacerlo aparecer como un robo. La tela de alambre cortada… desde el exterior; abrir
la caja fuerte y llevarte el dinero… ocultar éste y la pistola con la que disparaste, con
tanta astucia que la policía no ha podido encontrarlos. Y luego, regresar y hacer como
que descubrías el cadáver y telefonear a la policía… ¡No! Es demasiado ridículo todo
eso para tomarlo en serio. Especialmente, estando ebrio. Ni estando cuerdo ni loco

Página 35
podrías haber planeado todos esos detalles, tan bien como para engañar a la policía,
encontrándote en dicho estado de ebriedad.
Pensé que efectivamente parecía ridículo, tal como lo planteaba.
Luego prosiguió:
—Los reportajes en la prensa siempre resultan con algunos datos tergiversados. Y
lo único que conozco del caso es lo que leí en los periódicos. ¿Tienes inconveniente
en que te haga algunas preguntas, en que comentemos las circunstancias?
—Adelante.
—Bien. En orden cronológico, ¿qué es lo primero que recuerdas?
—Que estaba con la bocina del teléfono en la mano, en una habitación bien
alumbrada y aparentemente me había comunicado con alguien, mediante el teléfono.
Alguien me acababa de preguntar mi nombre, eso lo recordaba y estaba tratando de
contestarle, pero no podía pensar en mi propio nombre. Recuerdo que me sentí muy
estúpido, tratando de recordar mi nombre, sin lograrlo. Y me daba cuenta de que
estaba bastante ebrio. Pero la extrañeza de no recordar mi propio nombre… eso es lo
que recuerdo primero.
—¿Ni siquiera puedes recordar unos cuantos segundos más atrás, el que alguien
te preguntaba?
—Pues, no. Quiero decir que no recuerdo la pregunta, ni la forma en que me fue
hecha. Pero tenía la bocina en la mano y sé que alguien me acababa de, preguntar
quién era yo.
—¿Cuál fue tu primera reacción?
—De enojo. La clase de ligero enojo que siente uno cuando está tratando de
pensar en una palabra o un nombre y no puede atinarle.
—Afasia. A todos nos sucede eso de vez en cuando. Pero continúa.
—Miré a mi alrededor. Tirada en el piso se encontraba una mujer muerta… y
todavía no podía recordar con quién había hablado por teléfono, ni quién era yo, ni
nada de nada. Jamás experimenté una sensación tan rara. Para mí, en mi vida había
visto a la mujer muerta, hasta aquellos momentos. Tampoco conocía aquella
habitación.
—¿Cómo pudiste apreciar que estaba muerta?
—Tenía en la frente, encima de un ojo, un agujero que parecía como un balazo. Y
en la alfombra sobre la que estaba caída, mucha sangre. Además, su postura… sí, yo
sabía que estaba muerta. Y luego el auricular comenzó a gritarme en el oído. Era una
voz de hombre, que me apremiaba: «¡Bueno, bueno! ¿Está ahí todavía?, —y le
contesté que sí—. ¿Quién es? ¿Quién ha llamado?», me preguntó. Y le dije: «Yo… no
sé». Entonces aquella voz, con tono muy enojado, me gritó: «Oiga, señor, nos acaba
de denunciar un asesinato. ¿Está usted loco?» y le contesté lo único que pude pensar
que fuese cuerdo, diciéndole: «Convendría que localicen ustedes esta llamada y
venga alguien para acá…». Dejé el auricular sobre el escritorio, sin colgarlo, para que
pudieran localizar de dónde procedía mi llamada.

Página 36
—Rod, para una persona que estaba en un estado de confusión tan profundo como
el tuyo, mostraste un modo muy lúcido de pensar. Especialmente estando borracho.
¿Cuántas copas te habías bebido…?
—¿Cómo demonios lo voy a saber?
—Ésa parecía ser una pregunta capciosa, pero no te la hice con esa intención. Lo
que deseaba saber era si desde entonces se ha llegado a averiguar el lugar en que
estuviste bebiendo y cuánto alcohol consumiste, ¿comprendes?
—No lo sabemos, hasta ahora, ¿pero crees tú que me hubiese ido a emborrachar
solo, o que hubiese buscado quien me acompañase a hacerlo?
—No sé qué decirte, pero en tal caso, creo que habría sido la primera vez, desde
que te conozco, que deliberadamente te hubieras propuesto ahogar tus penas… si
acaso fue eso lo que hiciste. Nunca has sido un bebedor solitario, pero pudo haber
sido una excepción, dadas las circunstancias. Pero no tiene caso preocuparse. Si
alguien te acompañó, lo sabrás tarde o temprano. Y si no llegas a saberlo, será casi
seguro que andabas solo.

Página 37
Capítulo 4

Domingo, a las cinco de la tarde. Estacioné mi coche —con varios cientos de millas
más en el velocímetro, desde que lo recibí la mañana anterior—, enfrente de mi
alojamiento en la Calle Cuyahoga 407. Desde que nos separamos Robin y yo, hacía
un mes, había tomado mi departamentito. En contra de las repetidas protestas de
Arch, según me informó él, pues deseaba que me fuese a vivir con la abuelita, como
él estaba. Pero yo quería estar solo y vivir a mi modo. Al menos, ésos fueron los
motivos que le indiqué a Arch y probablemente eran la verdad, aunque quizá no toda
la verdad. Era un edificio de apartamentos, con servicios de hotel, principalmente
para solteros y de ambiente bastante serio. Al penetrar me habló Rosabelle, la
pelirroja a cargo de la oficina y el conmutador de día.
—Oh, señor Britten, vino una llamada para usted —y me extendió una notita, en
la que vi un número de teléfono desconocido para mí.
—Gracias, Rosabelle —le dije y me la eché al bolsillo.
—La voz era la de una joven agradable, pero no quiso darme su nombre —añadió
—. Solamente ese número de teléfono.
—Bueno, la llamaré desde mi cuarto, tan pronto como llegue. —Yendo en el
elevador pensé que ojalá no fuese la llamada de Robin, para cancelar nuestra cita para
cenar juntos dos horas después.
Mi departamento consistía de recámara, baño y cocinita con estufa y refrigerador.
Solamente me encontré que tenía café, crema y algunas latas de cerveza, lo que me
indicaba que solía tomar mis alimentos en restaurantes… Tan pronto como entré a la
recámara alcé la bocina y dije:
—Bueno, Rosabelle, por favor, ¿quieres conseguirme ese número? Spring 48-37.
Me contestó una fuerte voz de hombre, con marcado acento teutónico. Le di mi
nombre y le expliqué que me habían llamado de aquel número, una voz de mujer,
pidiendo que me comunicase a mi llegada.
—Ha de tener usted el número equivocado. Aquí no hay ninguna mujer.
—¿Habló al Spring 48-37? —pregunté después de mirar mi nota.
—Sí, el mismo. Pero aquí no hay ninguna mujer. Ninguna mujer usa este
teléfono. Únicamente yo y mi hermano.
—Perdone, señor. Ha de estar equivocado. —Colgué y al rato alcé la bocina y me
contestó la encargada—. ¿Escuchaste eso, Rosabelle?
—Que si escuché, ¿qué, señor Britten? —contestó la pelirroja con acento
demasiado inocente para poderla creer—. No acostumbro escuchar las
conversaciones telefónicas de nuestros inquilinos, señor Britten, si es eso lo que
insinúa usted…

Página 38
—Naturalmente que no, Rosabelle —le contesté—. Pero ese número que me
anotaste resultó ser el de una lavandería china y aparte de que el propietario
solamente habla en lituano, he podido entender que allí no hay ninguna joven de voz
agradable y nombre desconocido. Has de haberte equivocado con el número. ¿De
casualidad lo apuntaste en tu cuadernillo de apuntes, antes de pasarlo a la nota de
aviso de llamadas?
—No, señor Britten. Siempre escribo los números de llamadas directamente en
las notas de aviso. Lamento mucho si me he equivocado.
—Bueno, no tiene remedio. ¿A qué hora me llamaron?
—Hace como una hora.
—Está bien, no te preocupes. —Colgué la bocina y busqué mi propio nombre en
el directorio, para ver si no habría sido Robin quien me llamó. Pero mi número no era
ni remotamente parecido; y ni siquiera correspondía a la central Spring, Así que de
haber sido Robin, no me llamó desde la casa. Y lo mejor que podría hacer sería acudir
a la cita.
Con toda calma me bañé y me rasuré, cambiándome de ropa para ir a cenar. Y
luego, como tenía algún tiempo disponible todavía, llamé a Arch y le pregunté si por
casualidad conocía algún número parecido al que me dieron. Me aseguró que no.
—¿Dices que te llamaba una joven, Rod?
—Eso me dijo la telefonista aquí —le contesté—. Oye, durante este último mes,
¿he salido a pasear con alguna muchacha?
—Que yo sepa, no. Pero no tendría necesariamente por qué saberlo. Y no veo
tampoco motivo alguno para que lleves una vida monástica, pero no has llegado a
mencionar que estuvieses paseando con ninguna chica. ¿Estás seguro de que no tienes
tu libretita con números de teléfonos de algunas amiguitas, que te daría la
contestación?
—No, no he descubierto ninguna hasta ahora. Bueno, gracias de todos modos,
Arch…
—Oye, no cuelgues todavía. Quiero informarte que tengo una cita en la mañana
con Hennig, el albacea de la testamentaría. En relación con los trámites legales, la
venta de la casa y todo eso. Debieras acompañarme, por si necesitan nuestras dos
firmas en algún documento.
—Está bien. ¿En dónde nos vemos y a qué hora?
—Te espero a las nueve y media en el café de la botica «Rexall», en la esquina de
la Calle Cuatro y la Mayor. Es el mismo edificio en donde tiene su oficina el señor
Hennig. La cita con él es a las diez, lo que nos dará tiempo para tomar una taza de
café y charlar un rato, primero.
Le contesté que estaba bien y allí nos veríamos.
Me presenté con Robin exactamente a las siete y, milagrosamente, la encontré
vestida y lista, arreglada. Hasta tenía preparados unos Tom Collins. Me pareció
encantador, el estar sentado allí, contemplándola por encima del borde de un vaso de

Página 39
licor bien preparado. Decididamente valía la pena contemplarla, luciendo un traje de
noche muy lindo, azul. Se veía preciosa.
—¿Quieres ir a algún lugar especial, Robin?
—A donde tú prefieras.
—¿Vamos al Ricci?
—No, Rod. A cualquiera, menos a ése.
¿Memorias del pasado? Por el modo en que lo dijo pensé que pudiera ser eso.
Rehusé un segundo vaso, a menos que ella lo quisiera beber también y como dijo
que no, quedamos conformes con uno. Recordé entonces un anuncio en el periódico
del día anterior, de la apertura de un nuevo club nocturno y como no lo conocíamos le
sugerí que fuésemos allí y aceptó.
No resultó malo el lugar. La orquesta era una imitación del estilo de la de
Lombardo, pero se podía bailar con su música y también se conseguía charlar, a pesar
de la misma. Por los diez dólares que cobraban por el cubierto nos sirvieron una
buena cena de tres dólares. La variedad era llevadera, pero afortunadamente nuestra
mesa quedaba lo bastante retirada como para no tener que aguantarla.
Encontré a Robin todavía indispuesta a discutir nuestra vida matrimonial, al
menos más detalladamente de lo que hizo el viernes por la tarde y en vista de eso
preferí cambiar el tema por el menos espinoso de que me hablase sobre las amistades
que tuvimos, las que nos visitaban y a las que visitábamos y lo que nos gustaba, o no
nos gustaba, sobre las mismas. No era precisamente sobre lo que me interesaba hablar
con ella, pero sus comentarios me serian útiles cuando volviese a tratar a aquellas
amistades, por lo que traté de retener en la memoria cuanto me fuese posible.
No obstante mis esfuerzos por concentrar mi atención en su charla, lo que más
hacía era contemplar a Robin y cavilar sobre cuál sería la causa principal del desastre
en que terminó nuestro matrimonio.
Tenía que existir una causa muy importante y sospechaba que se trataba de algo
que hasta ahora, no había querido ella ni siquiera insinuar.
Llegó el café y la invité a que tomásemos un coñac con él. Aceptó, pero con la
advertencia:
—Cuando nos los bebamos, Rod, te voy a pedir que me lleves a casa.
—¿Tan temprano? —Miré mi reloj—. Pero si son las diez. Apenas ha comenzado
la velada.
—Sé que es temprano. Pero quiero estar en cama y dormida para las once.
Necesito descansar para levantarme temprano y comenzar a buscar un empleo.
—¿Para qué tanta apuración? No necesitas encontrar trabajo seguidamente.
—Sí, porque aunque tengo unos cientos de dólares en el banco, prefiero
conservarlos como fondo de emergencia. Aparte de eso, si voy a comenzar una vida
nueva, por mi cuenta y estoy decidida a ello, cuanto más pronto comience, mejor.
—Tu capital es mayor que ése, Robin. Unos cuantos cientos en el banco, pero
más de nueve mil por recibirlos.

Página 40
—¿Cómo…? ¿A qué te refieres, Rod?
—A tu parte de la herencia de la abuelita Tuttle. La mitad de lo que me
corresponda a mí.
—¿Estás loco…? Ten en cuenta que estamos divorciados y no me pertenece
ninguna parte de tu herencia.
—¿Cómo que no? Nuestro arreglo, según me dijiste, fue dividir en partes iguales
lo que teníamos. La abuelita Tuttle perdió la vida y yo me convertí en su heredero,
antes de estar divorciados, así es que la herencia, es decir la parte que me
corresponde, debe lógicamente estar sujeta a nuestro arreglo. ¿No es así?
—No, en forma absoluta. Yo escribí en máquina el convenio, que me fue dictado
por papá y conozco perfectamente sus disposiciones. Nuestra propiedad común quedó
específicamente dividida, a partir de la fecha en que fue extendido y no es aplicable a
cualesquier bienes adquiridos por cualesquiera de los dos posteriormente a dicha
fecha, sea antes o después de la expedición de la sentencia del divorcio. Además,
todavía no has recibido ese dinero de la herencia. Hasta que el testamento sea
aprobado en el juicio testamentario, no dispondrás de él. No, definitivamente, no
tengo ninguna participación en ese dinero. Ni tampoco la quiero.
Tenía la cabeza echada atrás, la mirada relampagueante. Luego, de pronto, sus
ojos se ablandaron y posó su mano sobre la mía, diciéndome:
—Supongo que debiera haber adivinado que tendrías que hacerme una oferta
quijotesca como ésa, Rod. Siempre fuiste muy desprendido en cuestiones de dinero.
—Pero ¿estás segura…?
—Positivamente. Y ni siquiera me gusta hablar más del asunto.
Retiró su mano y al momento sentí la mía fría y desnuda.
—¿Acaso fue por eso por lo que tuvimos dificultades, Robin? ¿Por mi falta de
aprecio por el dinero?
—Fue una de las causas contribuyentes. Por favor, Rod, deja de tratar de forzarme
a que señale los motivos que tuve. No fue uno solo y grande, sino muchas cosas
pequeñas que se acumularon. Nos… nos convencimos finalmente de que éramos
incompatibles. Eso fue todo y no quiero meterme a analizarlo más profundamente.
Por favor.
—Bueno, está bien. Dejaré de molestarte sobre ello. —De pasadita agarré a
nuestro mesero y le pedí los coñacs. La orquesta comenzaba a tocar una pieza vieja
pero bonita.
—No hemos bailado, Robin. ¿Quieres que bailemos ésta?
Asintió con un movimiento de cabeza y nos dirigimos a la pista. Rodeé su cintura
con mi brazo y bailamos. Nos acoplamos perfectamente, su cuerpo contra el mío,
moviéndonos al unísono. Aquí, bailando, no se encontraba la menor falta de
compatibilidad entre nosotros dos.
Pero luego, inesperadamente, cambió, retirando su cuerpo del mío. Solamente
unas pocas pulgadas, pero como si hubiesen sido unas millas. Traté de hacer que

Página 41
volviese a juntarse a mí, pero su cuerpo, rígido, se resistía. Nuestros pies se movían
juntos, manteniendo un ritmo perfecto; éramos una pareja bailando al compás de la
música, pero eso era todo.
Terminó la pieza, que era la primera de una tanda.
—No quiero bailar más, Rod. Y ya están los coñacs en nuestra mesa. Vámonos
allá.
Regresamos y me quedé con el deseo de atreverme a hacerle la pregunta que le
quería hacer. Pero se me adelantó Robin, diciéndome:
—Rod, no debemos volver a hacer esto. Me refiero a estar viéndonos. No nos
hará ningún bien y… podría dañar a uno de los dos.
Me quedé cavilando si se refería a sí misma, pero no era el momento oportuno
para hacer preguntas ni para discutir. Como tampoco para aceptar su decisión
mansamente.
—Mira, mejor no decidamos eso ahora. Y, está bien, no te molestaré, pero se han
de presentar algunas cosillas sobre las que tendré que preguntarte. Por lo menos me
permitirás que te hable por teléfono, ¿verdad, Robin?
—¿Cuáles cosillas?
—Por ejemplo, me dijiste que envié mis libros para que quedasen en almacenaje.
¿Sabes en qué compañía quedaron depositados? —Yo sabía dónde se encontraban,
pues había aparecido el recibo correspondiente entre otros papeles, en mi
departamento, pero me pareció una buena pregunta, justificada, como contestación a
la suya.
Recordó dónde deposité mis libros y me informó el nombre de la empresa. Me
pareció que con eso quedaba establecido que le podría hacer preguntas tan sencillas
como ésa y que me las contestaría. Pero no le insistí acerca de volvernos a ver, ni de
llamarla por teléfono. La dejaría unos cuantos días para que pensara que ya no la
llamaría y después discurriría algunas otras pequeñas preguntas y la primera vez que
me presentase ante ella para hacerle la primera, si me recibía bien y la encontraba de
humor, entonces sería la oportunidad para sugerir otra cena. La situación era muy
delicada y tendría que proceder con calma.
Ni siquiera traté de animarla para que tomase otro coñac. Pedí mi cuenta, la pagué
y salimos a la calle. La noche era tibia, con estrellas y una hermosa luna.
Un mozo me trajo el Lincoln y al bajarse me preguntó, asombrado:
—Señor, ¿está seguro de que su coche tiene motor? No lo pude oír.
Le di un dólar de propina, por su buen juicio. Nos subimos y Robin se acomodó
retirada de mí, al otro extremo del amplio asiento. Me dirigí directamente a dejar a
Robin en casa y al llegar, bajé y di la vuelta para abrir su portezuela y ayudarla a
bajar, pero ya estaba fuera del coche y caminando rápidamente hacia la puerta del
edificio.
La seguí y al llegar ella, con la mano en el picaporte, se volvió. Yo estaba a unos
pasos de distancia y todavía caminando hacia ella, pero repentinamente me detuve,

Página 42
como si hubiese tropezado contra una pared… La luz de un farol cercano brillaba
sobre su cara y vi en ella temor, pero un temor profundo, inconfundible, que casi era
horror… y me estaba mirando directamente, a mí, no a algo a un lado o a mi espalda.
Asombrado balbuceé:
—Robin, ¿qué diantres…?
Enseguida volvió su rostro a su expresión normal. ¿Pude haberme imaginado lo
que había descubierto en ella un momento antes? ¿Pudiera haber sido una alucinación
momentánea, un engaño de mi vista…?
—Buenas noches, Rod. —Su voz era fría y segura, su rostro se mostraba
impasible—. Gracias por la cena.
Abrió la puerta y penetró. Me quedé inmóvil durante un rato y luego me fui a mi
alojamiento, tratando de pensar por el camino, tratando de convencerme a mí mismo
de que lo que había visto fue solamente efecto de mi imaginación… nada más mi
imaginación… ¿O se le habría resbalado el antifaz? ¿Sentiría Robin terror…? ¿De
mí…? Por Dios santo, ¿qué clase de marido habría sido durante nuestra vida de
casados…?
Finalmente me acosté, después de poner el despertador para las ocho, con objeto
de cumplir mi cita con Arch para visitar a Hennig.
No supe cuánto tiempo estuve sin poder dormir, pero debió ser muy largo, puesto
que la última vez que vi las ventanas, en mis inquietas vueltas y cambios de posición
en la cama, ya se destacaban como rectángulos grises, las luces del amanecer.

Página 43
Capítulo 5

Arch me estaba esperando cuando llegué a la botica. Tenía una taza de café delante
de él y vestía ropa sport que le hacía parecer, más que nunca, un estudiante
universitario. Me saludó con la mano al verme, sonriendo cuando llegué y tomé
asiento frente a él. Al momento se borró su sonrisa.
—No te ves bien, Rod —me dijo.
—No me siento bien. Dormí mal y estoy muy desvelado.
—En tal caso, siento haberte llamado. Tu presencia no es verdaderamente
necesaria, creo yo, pero pensé que sería mejor que vinieses, por si acaso.
—¿De qué se trata, Arch?
—Nada más quiero un anticipo a cuenta de la herencia, para ir pasándola mientras
recibimos el monto total. Y no estoy seguro, pero pudiera ser que Hennig insistirá en
contar con tu conformidad por escrito.
—Por mí, no hay ningún inconveniente —le aseguré—. ¿Cuánto vas a pedirle?
—Dos mil. Con esa cantidad podré vivir seis meses y si los trámites de la
testamentaría no han sido terminados para esa fecha, por lo menos estarán tan
próximos a quedar ultimados que podré solicitar un nuevo anticipo. Oye, ¿por qué no
pides tú otro, también? Lo que tenemos que recibir es suficientemente grande para
que el viejo Hennig no salga con evasivas para no anticiparnos dos mil dólares a cada
uno.
—Pero ¿para qué demonios quiero yo esos dos mil dólares?
—Pues siquiera para tomarte unas vacaciones, salir de viaje, embarcarte…
cambiar de ambiente. Podrías ir a conocer América del Sur, o Europa. ¿Qué tendría
de malo París?
—No lo sé. Nunca he sentido la curiosidad de saberlo. Como escritor que eres, tú
estarás mejor enterado. ¿Qué tiene de malo París…?
—Déjate de bromas, Rod. Es precisamente lo que debieras hacer para distraerte y
despejar tu memoria. El asesinato, el robo, tu divorcio y la amnesia, te tienen en un
estado de confusión tremendo y sólo Dios sabrá por qué no quieres consultar a un
siquiatra para que te ponga el motor «a tiempo». Pero de no hacer eso, lo mejor sería
que tomaras unas agradables y largas vacaciones. Está bien que quieras volver a
trabajar en la agencia de publicidad, pero ¿qué urgencia tienes para hacerlo? Sal a
viajar durante una temporadita. Te habría de servir muchísimo.
—Sí, ya comprendo. Para olvidarme de todo, ¿no? ¡Ja, ja! Hay sólo un
inconveniente para que siga tu consejo, Arch. Que no quiero hacerlo.
Me echó una mirada de asco. Quizá mi actitud fuese repugnante. La verdad es
que no me hubiera sido posible explicar mis motivos para negarme tan rotundamente
a seguir su consejo. No es que yo sea alérgico a los viajes, aunque el recorrer

Página 44
América del Norte en mi Lincoln me habría resultado mucho más atractivo que salir
al extranjero. Pero no ahora, bajo las circunstancias actuales. Sería como si tratase de
evadir la situación… de huir de mí mismo. Y eso no daría buen resultado. El mejor
lugar para buscar algo es precisamente donde uno lo perdió.
Arch estaba moviendo la cabeza de lado a lado, estupefacto.
—No me es posible comprender cómo llegas siquiera a ser medio hermano mío…
Ni te podría presentar como uno de los personajes en alguno de mis dramas, porque
resultarías inverosímil. De repente te encuentras con un capitalito contante y sonante
y estás desesperado por volver a tu trabajo de doscientos dólares a la semana.
No recordaba, ni se me había ocurrido preguntarle a nadie, cuánto me pagaban en
la Agencia Carver, pero doscientos dolaritos cada semana me pareció un sueldo
bastante razonable.
Recordé la mirada de espanto que creí haber visto en los ojos de Robin, la noche
anterior y le dije:
—Arch, en otra ocasión te pregunté lo que sabías sobre las dificultades entre
Robin y yo…
—Y te contesté que es muy poco lo que sé. Ninguno de los dos me confió sus
penas, ni vinieron a derramar lágrimas sobre mi pecho. Lo que sí me consta, Rod, es
que no te convenía como esposa. Trataste de ocultarlo, pero durante bastante tiempo
fuiste muy infeliz con ella. Cualquiera que fuese la causa de que tu matrimonio
fracasara, estás mucho mejor divorciado.
—Eso me aseguraste antes. Pero lo que deseo que me digas ahora es esto: ¿crees
que en alguna ocasión pudiera haberle dado motivo a Robin para que sintiese miedo,
físicamente, de mí? ¿Pude haberla amenazado, o golpeado, o haber sido cruel con
ella, en alguna forma?
Me miró desconcertado durante varios segundos y luego echó la cabeza hacia
atrás y soltó sonoras carcajadas, tan fuertes que hizo que varias personas volviesen la
cabeza para mirarlo.
Y era la suya una risa verdadera, de sentirse muy divertido.
—¿Tú, Rod? —preguntó cuando pudo contener su desbordante risa—. El
muchacho que nunca quiso ir de pesca porque odiabas hacerle daño al pescado con el
anzuelo… ¿El que siendo ya hombre es más cuidadoso de no herir en su amor propio
a un «papelerito» que la mayoría de la gente lo sería tratándose de sus propios jefes?
¡Y ahora sales preguntándome si acaso golpearías a tu esposa…! Oye, en todo caso,
habría sido todo lo contrario… ¡Ja, ja, ja!
No me sentía con ganas de celebrar sus chistes, pero tuve que preguntarle:
—¿Quieres decir que Robin me tiraba los platos a la cabeza?
—No, muchacho, no es eso lo que quise decir. Mira, ya son las diez. Vámonos
para arriba. No quiero hacer que me espere el viejo Hennig, especialmente cuando
voy a pedirle dinero.

Página 45
El señor Hennig nos estaba esperando. Lucian H. Hennig, decía el letrero en la
puerta de su oficina. Era bajito y rechoncho, tan calvo como una bola de billar y
tendría entre cuarenta y cincuenta años. Recordé haberlo visto en el funeral de la
abuelita.
Estrechó la mano de Arch y después la mía, levantándose de su sillón y
extendiendo el brazo por encima de su escritorio. Enseguida me preguntó:
—¿Cómo has seguido de tu amnesia, Rod? ¿Me recuerdas?
—Todavía no he salido de ella, señor Hennig y lamento no recordarlo. ¿Conocía a
usted bien? ¿Y usted a mí?
—No tanto como me hubiera gustado conocerte, Rod. Nos hemos tratado poco.
Siéntense, por favor.
Se volvió hacia Arch.
—Me diste a entender por teléfono, Arch, que deseabas obtener un anticipo sobre
tu parte de la herencia. ¿Es así?
—Sí, señor. Dos mil dólares, de ser posible.
—Sería un poco irregular, puesto que el testamento no ha corrido los trámites
legales todavía. Pero creo que se podría hacer eso, si Rod está dispuesto a firmar una
declaración en la que se estipule que renuncia a impugnar el testamento. ¿Estás
conforme en hacerlo, Rod?
—No tengo inconveniente en ello, señor. Con una condición de poca importancia.
Pero de cualquier manera, no podría impugnarlo, ¿verdad?
—Te diré francamente que podrías, pero con escasas probabilidades de tener éxito
en ello. Pero pudieras pensar que estabas justificado en tratar de hacerlo… y tú eres la
única persona que podría siquiera pensar en intentarlo.
—¿Con qué fundamento? No tengo la menor intención de hacer nada en tal
sentido, pero le pregunto por mera curiosidad, señor Hennig.
—Pues te diré. Pauline Tuttle era la madre de tu madre, o sea tu abuela materna.
Archer es hijo de la primera esposa de tu padre y era únicamente, durante su minoría
de edad, un joven bajo la tutela de la difunta señora Tuttle… aunque, desde luego,
después de muerto tu padre, ella se encargó del cuidado y educación de ustedes. Pero
no fue adoptado formal y legalmente y su parentesco con la señora Tuttle es
solamente político, por el matrimonio de su hija. Archer no es, como tú lo eres, nieto
de ella. Si Pauline Tuttle hubiese muerto intestada —o sea sin haber hecho su
testamento—, el juzgado pudiera haber decidido que tú eras su heredero universal, o
por lo menos, que tenías derecho a una participación mayor en la herencia que
Archer, debido a tu parentesco directo con la difunta. Aunque, por otro lado, también
pudiera haberse sentenciado que puesto que a los dos crió, trató y educó en forma
exactamente igual, hubiera deseado que su herencia fuese dividida en dos partes
iguales.
—Pero como sí dejó testamento —le dije—, eso no viene al caso, señor Hennig.
¿No es así?

Página 46
—Así es, Rod. Yo mismo extendí su testamento, por lo que no dudo de su validez
y de que será aprobado y legalizado. No esperaba, ni espero, que lo impugnes, como
tampoco que obtuvieses un fallo favorable, en caso de pedir su invalidez. Pero como
albacea de la testamentaría, tengo que protegerme mediante esa declaración tuya por
escrito, antes de poder hacerle ese anticipo a Archer.
—¿El testamento simplemente divide la herencia en partes iguales entre Arch y
yo, señor Hennig?
—Exactamente. No hay ninguna otra donación. Ah, pero dijiste que firmarías la
estipulación de que estamos hablando, bajo una pequeña condición. ¿De qué se trata,
Rod?
—Opino que debiera hacerse otra donación, aunque mi abuela no la mencionase
en su testamento. Tuvo un ama de llaves, May Trent, que trabajó con ella durante más
de diez años. Y creo que es muy justo que reciba algo de la herencia… digamos mil
dólares. Los años que trabajó allí forman una buena parte de su vida y ahora que se
venda la casa se quedará sin trabajo. Creo que sería un acto de decencia darle esa
gratificación a la pobre vieja. Así es que firmaré ese documento si Arch a su vez se
compromete a que se le entreguen esos mil dólares, siendo la mitad de esa cantidad
por cuenta de cada uno de nosotros dos.
Me lanzó Arch una mirada feroz.
—Ya te dije que no y me mantengo en lo dicho. Si la abuelita hubiese querido
darle esa gratificación, lo hubiera mencionado en su testamento… una cláusula en
favor de la señora Trent. Y quizá no signifique gran cosa para ti tu mitad de la
herencia, pero la mía significa mucho para mí. Mi carrera depende de ella y no voy a
regalar quinientos dólares sencillamente porque tú sientes un impulso generoso. Yo
veré… yo me las arreglaré. Pediré un préstamo en un banco o a una compañía
financiera, mientras se terminan los trámites de la herencia, antes que dar mi
conformidad a esa indemnización o regalo. Los intereses que pague me costarán
mucho menos.
Con expresión furiosa se levantó, dispuesto a retirarse.
—Siéntate, Arch —le dije—. Firmaré ese documento. Y yo me encargaré de que
la señora Trent reciba esos mil dólares exclusivamente de la parte que me toca, ya
que esos quinientos son de tanta necesidad para ti. No creí que fueses tan mezquino…
—Miré al señor Hennig—. Espero que podrá usted arreglarlo en forma que crea la
señora Trent que esa cantidad le viene de la testamentaría, por disposición de mi
abuela y no como cosa personal mía, ¿verdad?
—Naturalmente, Rod. Aquí está el documento que debes firmar. Hice dos de
ellos, para que Arch firme el otro y te pueda adelantar dinero a ti, en caso de que lo
necesites antes de la terminación de los trámites.
—No creo que necesitaré nada, señor Hennig.
—Quizá no, pero conviene que estés preparado para esa eventualidad, ya que
estás firmando el tuyo. Quid pro quo. Siempre existe el peligro de que una

Página 47
enfermedad o un accidente te pongan en una necesidad urgente. Además, existe otra
razón. La liquidación final de la testamentaría no puede hacerse antes del término de
un año y en caso de presentarse alguna complicación podría tardar más aún. Así es
que si deseas que la señora Trent reciba ese donativo sin tener que esperar tanto
tiempo, se podrá hacer únicamente por medio de un anticipo a cuenta de tu parte. Ahí
tienes, por lo pronto, la necesidad de recibir un anticipo.
—Sí, comprendo. Arch, ¿firmarás otro, si yo firmo éste?
—Desde luego —contestó.
El señor Hennig le entregó un documento igual al que yo tenía en la mano y
aclaró:
—Eh… señores, favor de tomar nota de la Cláusula Tercera. Para mi propia
protección en mi carácter de albacea es necesario incluirla, en caso de que… eh…
Ambos se comprometen por sí a no considerarme a mí personalmente, ni a la
testamentaría, responsables por las cantidades entregadas como anticipo al otro, en
caso de que el testamento fuese declarado inválido por el juzgado.
—¿Existe alguna posibilidad de que ocurra eso? Quiero decir, ¿alguna posibilidad
razonable? —preguntó Arch.
—Solamente se me ocurre una… y ésa es una eventualidad muy remota.
Sumamente remota, más bien, en este caso. —Lo vi algo embarazado—. Las leyes
disponen que nadie deberá beneficiarse en cuanto a fondos por la comisión de un
delito. Por lo tanto, un testamento se declara nulo y sin valor en cuanto a lo que
corresponda a un beneficiario que haya sido juzgado culpable de la muerte de su
benefactor.
—Quiere decir usted que si yo fuese declarado asesino de la abuelita Tuttle,
perdería mis derechos a heredarla, ¿no? Y que Arch recibiría la totalidad de la
herencia, ¿verdad?
—Efectivamente, no heredarías. En cuanto a que Archer recibiese el total de los
fondos y bienes legales, es muy probable que así lo dispondría el juzgado, puesto que
resultaría ser el heredero universal. Y viceversa, naturalmente.
En mi interior le di las gracias por haber añadido aquel viceversa. Arch se
encontraba en Chicago la noche en que fue asesinada la abuelita Tuttle.
Arch me miró y yo lo miré a él. Luego se inclinó sobre el escritorio y firmó su
documento. Yo firmé el mío y no tuve que cavilar sobre lo que él estaba cavilando…
El señor Hennig tomó los documentos y oprimió el botón de un timbre en su
escritorio. Se presentó una secretaria y le ordenó:
—Señorita Burdock, por favor extienda dos cheques para mi firma. Uno a la
orden del señor Archer Britten, por dos mil dólares; el otro a la orden del señor
Roderick Britten, por mil dólares. Ambos con cargo a la cuenta de la testamentaria
Tuttle.
Cuando estaba saliendo la secretaria me dijo:

Página 48
—Si me endosas tu cheque a mi favor, Rod, me encargaré de que la señora Trent
reciba esa cantidad, en la creencia de que fue un legado de su patrona.
—Muchas gracias, señor Hennig. ¿Cómo va resultando la liquidación de la
testamentaría?
—Muy bien. No ha habido tiempo para que se presenten todos los acreedores
todavía, ni he calculado la cantidad exacta que habrá que pagar por impuestos
hereditarios, pero creo que la cantidad que calculé les quedaría, libre, puede resultar
baja. Me parece que cada uno recibirá por lo menos veinte mil dólares y posiblemente
varios miles de dólares más. Eso dependerá, en gran parte, de lo que se obtenga de la
venta de la casa. —Recargándose hacia atrás en su sillón giratorio, prosiguió—: Ya
sabrán que la señora Tuttle no era dueña absoluta de esa propiedad, sino únicamente
de la diferencia entre el valor real de la casa y el importe de la hipoteca que existe
como gravamen. La mantenía así intencionalmente, con objeto de tener más capital
disponible en efectivo para sus operaciones. Calculo que se podrá vender por veinte a
treinta mil dólares. La hipoteca es de quince mil, así es que verán que el precio en que
se vende representará una gran diferencia, o sea hasta de diez mil dólares, en favor de
la testamentaría.
—Ojalá y se venda por treinta mil, señor Hennig —exclamó Arch.
—Hay una excelente posibilidad de que así sea. De paso les diré que he hecho
arreglos para que Wilcox y Senton, que son los más acreditados contadores públicos
en la ciudad, manejen la testamentaría. Yo me entenderé con la supervisión de su
trabajo y de la parte legal del asunto. Pueden confiar en ellos en forma absoluta… y
así no tendrán que preocuparse en cuanto a confiar en mí. Y debo advertirles que
cualquiera de los dos, o ambos de común acuerdo, tienen el derecho de nombrar su
propio abogado, o contador público titulado, para que revisen en cualquier momento
nuestras operaciones. Con todo gusto tendré a la disposición de ustedes todos los
documentos y les prestaré toda mi ayuda en la práctica de una auditoría o inspección.
—Por mi parte, señor Hennig —le aseguré—, cuente usted con mi absoluta
confianza.
Llegó la secretaria con los cheques. Los firmó Hennig y yo le endosé el mío. Arch
se embolsó el suyo, muy satisfecho. Nos despedimos.
Bajando en el elevador me preguntó:
—¿Otra taza de café?
—Sí.
Regresamos a la botica y ocupamos el mismo lugar.
—Dime, Arch. Este señor Hennig, ¿es abogado o banquero? Entendí que me
habías dicho que era banquero, pero veo que trabaja en su bufete.
—Es ambas cosas simultáneamente. Es abogado, pero es miembro del consejo
directivo del banco Second National —con el que operaba la abuelita— y es uno de
los principales accionistas del mismo banco. No tenemos que preocuparnos por sus
manejos.

Página 49
—Así lo creo.
—Es uno de los hombres de mayor importancia en la ciudad. La abuelita confiaba
en él en forma absoluta… y eso que era muy desconfiada.
—No, no me estaba preocupando por el albaceazgo del señor Hennig. Pero
¿cómo es que la abuelita no empleó al señor Henderson para extender su testamento y
tampoco lo nombró su albacea, siendo su mejor amigo y vecino inmediato durante
tantos años y todo eso?
—Sí, le encargaba negocios suyos, pero asuntos de rutina… hacer escrituras de
compraventa, opciones y cosas por el estilo. Pero siempre prefirió a Hennig cuando
se trataba de manejar dineros, o de alguna operación importante. Tenía sus ideas
propias sobre el modo de manejar su negocio… era una vieja muy testaruda, Rod. No
había manera de convencerla ni hacerle cambiar de opinión, jamás. Es indudable que
has heredado su testarudez. Pero volviendo al asunto de Hennig contra Henderson,
opino que utilizaba a los dos porque se odian mutuamente, al menos en el campo de
la política. Periódicamente andan en esas actividades y pertenecen a partidos
contrarios. La abuelita hacía uso del uno contra el otro y a veces tenía a ambos
trabajando simultáneamente en una misma operación comercial, simplemente como
sistema de doble comprobación. Ninguno de los dos la podría haber engañado… ni se
hubiera atrevido a intentarlo, por temor a que el otro lo descubriese. —Arch soltó una
risita—. Sí, la abuela era una mujer muy lista…
—Mira, Rod, si acaso pensásemos en nombrar a alguien para que revisara los
manejos de Hennig como albacea, el más indicado sería Henderson. Pero en mi
opinión sería un gasto inútil y pérdida de tiempo. Bueno, ya me retiro. Gracias por
haber venido y por firmar ese documento.
—No tienes por qué darlas. Tú también firmaste. Y oye, Arch, no voy a pedir
ningún anticipo a cuenta de la herencia, aparte de esa cantidad para la señora Trent.
Así es que no tengas preocupaciones por tal posibilidad.
—¿Por qué motivo podría preocuparme?
—Debido a que si resultase que yo fui quien asesinó a la abuelita, habrías perdido
las cantidades que hubiera recibido como anticipos sobre mi legado. La totalidad de
la herencia te correspondería, menos las cantidades que yo hubiese pedido a cuenta.
Por la expresión en tu cara pude advertir muy bien lo que estabas pensando, antes de
decidirte a firmar tu convenio.
—¡No seas tan estúpido! —me contestó—. No obstante lo que te ha dicho la
policía, todavía piensas que quizá pudieras ser el asesino… ¡Maldito sea! La verdad
es que necesitas consultar a un siquiatra, Rod. ¿Por qué te obstinas en no hacerlo?
—No sé. Quizá tenga el temor de descubrir que la policía esté equivocada. Pero te
repito que no te preocupes, porque no volveré a pedir más dinero a cuenta de la
herencia. Así es que si resultase impedido legalmente como heredero, solamente
habrías perdido esos mil dólares para la señora Trent.
Mostrando enojo, volvió a exclamar:

Página 50
—¡No seas tan estúpido! —pero detrás de su aparente enojo asomaba su
expresión de alivio.
—Tengo que marcharme. Nos veremos. —Al momento se volvió y me preguntó
—: Rod, ¿por qué no te puedes convencer de la verdad evidente, que fue un ladrón
quien mató a la abuelita?
—Ha de ser porque no creo en Santa Claus… ¡ni tampoco en ladrones!
Salí y me subí a mi coche, puse en marcha el motor y me quedé pensando adonde
iría y qué demonios haría cuando llegase allí. Por fin decidí que debería dar una
vuelta por la oficina para ver cómo reaccionaba mi mente y si ya podría reanudar mi
trabajo. Ocuparía mi tiempo y comenzaría a recibir mi sueldo nuevamente. Le había
asegurado a Arch que no volvería a pedir dinero de la testamentaría y los fondos que
yo tenía disponibles no me iban a durar indefinidamente. Pensé hablar por teléfono
para hacer una cita con el señor Carver, pero luego decidí presentarme
inesperadamente.
El edificio en que estaban las oficinas de la Agencia de Publicidad Carver era uno
de los más modernos y elegantes, aunque no el más grande, de la ciudad. El amplio
vestíbulo, recubierto de mármol, paredes interiores de tabiques de vidrio y una
atmósfera general de opulencia que no era nada menos que muy impresionante.
Nosotros estábamos en el sexto piso y a juzgar por el salón de espera nuestras
oficinas serían por lo menos tan elegantes como cualesquiera otras en aquel edificio
tan hermoso.
Me dirigí a la recepcionista.
—¿Está el señor Carver?
—Sí, está en su privado, Rod. Un momento, veré si no tiene visita. —Movió una
palanquita y habló por el interfono—: Señor Carver, desea verlo Rod Britten… —Y
luego, a mí—: Adelante, Rod, que pases luego.
—Dispense, pero ¿adónde está su privado? —le pregunté.
Por un momento mostró extrañeza y enseguida:
—Perdona, Rod. Me olvidé que no lo recordarías. Atraviesa aquel arco y es la
primera puerta a la derecha.
—Gracias, señorita…
—Soy May, May Corbett. También olvidé que tampoco me recordarías.
—Nunca volveré a olvidarme, May. Así lo espero. Nuevamente, gracias.
La puerta que me había indicado ostentaba un rótulo que decía Gary Cabot
Carver. Toqué con los nudillos, la abrí y penetré.
Era una oficina grande, con un escritorio de gran tamaño al fondo. El mobiliario y
decorado de la misma costaría miles de dólares. Carver se levantó, dio la vuelta a su
escritorio y venía a mi encuentro. Avancé hacia él, vadeando sobre la gruesa y muelle
alfombra. Nos dimos un fuerte apretón de manos y con su mano libre me dio una
palmada en el hombro.

Página 51
—¿Qué tal, muchacho? Te ves muy bien… —me saludó con su profunda voz,
fuerte y resonante y el resto de él hacía juego. Era alto, macizo, vigoroso y cordial,
con espeso cabello entrecano y bigote igual. Ojos de mirada vivaz, ropa costosa y de
buen gusto. Con un jaibol en la mano hubiera sido un modelo perfecto para un
anuncio de un buen whisky. Me quedé pensando si yo habría redactado algunos de
ellos. Y quizá sea muy cierto eso de la telepatía, pues al momento me dijo—: Toma
asiento, Rod. Gusto me da verte por aquí. ¿Te caería bien un trago?
—No, gracias, señor Carver. —Quizá anteriormente le llamaría Gary, pero pensé
que no, puesto que no me corrigió.
Había vuelto a ocupar su sillón giratorio y estaba abriendo uno de los cajones de
abajo, de su escritorio.
—Seguro que tomarás una copa, Rod. Precisamente se me estaba antojando tomar
una cuando me anunciaron tu visita. Y no acostumbro beber solo…
Sin esperar a que significase mi conformidad, aunque fuese con un leve
movimiento de mi cabeza, comenzó a sacar todo lo necesario de aquel cajón de abajo,
por lo que no me tomé la molestia de mover la cabeza. Ha de haber sido aquel un
cajón de mucha capacidad, pues no solamente sacó de allí una botella de whisky
escocés legítimo y una botella de sifón, ¡sino también vasos jaiboleros y cuadritos de
hielo! Lo que no sacó fue el vasito especial para medir la cantidad de whisky que se
sirve, pues sirvió a ojos cerrados, pasándosele la mano generosamente.
Me pasó uno de los vasos que había preparado y brindó:
—¡A tu salud, Rod! —Y cuando bebimos un buen trago cada uno, me preguntó
—: ¿Cómo te sientes de salud? Espero que habrás mejorado…
—Me siento muy bien, gracias, señor Carver. Pero persiste la amnesia, aunque me
dicen que lo mismo puede desaparecer repentinamente que poco a poco. Ojalá que no
sea permanente. Aparte de eso, me siento perfectamente bien y ya estoy aburrido de
no hacer nada. Si desea que hagamos una prueba para ver si todavía estoy capacitado
para desempeñar mis labores, estoy dispuesto a la hora que usted disponga.
—¡Así me gusta! —Se quedó mirándome fijamente y por un momento su mirada
me pareció un poco vidriosa, como si él también estuviese bajo el efecto de un ligero
ataque de amnesia temporal y se encontrase tratando de recordar con quién demonios
se encontraba hablando. Pensé que quizá se debiera a que, en caso de ser cierto que
no era un bebedor solitario, ha de haber tenido bastantes visitas aquella mañana, antes
de mi llegada. Luego pareció recordarme.
—Pero ¿no crees que pudiera ser un poco prematuro, Rod? ¿Por qué no…?
veamos, hoy es lunes, ¿por qué no comienzas el lunes entrante, o sea dentro de una
semana?
—Porque otra semana sin tener absolutamente en qué ocuparme me aburriría
horriblemente, señor Carver. No me siento con ganas de tomar unas vacaciones y
creo que lo que más me convendría sería volver a mis actividades de costumbre lo
más pronto posible.

Página 52
—¿Quieres decir que prefieres regresar? ¿Mañana?
—A ver qué le parece esta idea mía, señor Carver. Que hoy mismo me lleve,
prestado del archivo, las copias de la publicidad en la que estuve ocupado
últimamente… los textos que redacté, las ilustraciones que los acompañaron, las
pruebas de imprenta correspondientes… todo el material relativo que tengan
archivado, para que pueda estudiar lo que he estado haciendo y familiarizarme, o
refamiliarizarme, con el mismo. Lo puedo estudiar durante un día o dos… mejor
serán dos y regresaré el jueves por la mañana. Entonces no me será extraño el trabajo
que desempeñaba y podré entrar de lleno en él nuevamente.
—Ésa es una idea excelente, muchacho. Le diré a Jonsey que saque del archivo
varias carpetas con tus últimos trabajos, para que te los lleves a casa. —Oprimió un
botón y pidió por el interfono que pasara Jonsey a su privado.
—¿Quién es Jonsey, señor Carver?
—Nuestro jefe de oficina. De veras, Rod, que tendrás que volver a conocer a todo
el personal. No se me había ocurrido. ¿Cómo me conociste?
—No fue muy difícil. Su nombre aparece en la puerta y usted era la única persona
que encontré aquí. A propósito, ¿cuánto personal tiene usted aquí?
—Veinte… a ver, no… veintitrés, incluyéndote a ti, Rod. —Se echó otro buen
trago—. Pero sin contarme yo, ni a varios artistas que trabajan para nosotros como si
dijésemos a destajo, pero no de planta. No están en la nómina, ni a tiempo completo
ni sueldo fijo.
—¿Y a todos ellos los conocía?
—Naturalmente.
—Al principio me va a ser algo difícil recordar a todos, clasificar a tantos
compañeros, de golpe. ¿Tenía aquí alguna amistad especial, señor Carver? Quiero
decir, ¿alguien con quien llevase una intimidad especial?
—Pues… no sé, Rod. Tú estabas en términos amistosos con todo el personal. A
todos les simpatizabas… es decir, les simpatizas. —Sonrió—. Ya me tienes a mí
también hablando en tiempo pasado. Pero en cuanto a que tuvieses alguna amistad
predilecta entre tus compañeros, no sé…
Se abrió la puerta y penetró un hombre delgado, con lentes gruesos y dijo:
—Ordene, señor Carver… —Enseguida me vio y su cara se llenó de alegría y
exclamó—: ¡Hola, Rod! ¿Cómo estás? Me alegra mucho volver a verte…
Carver nos presentó.
—Rod, el señor es George Jonsey, nuestro jefe de oficina.
Me levanté y estreché su mano con un fuerte apretón.
—Parecerá absurdo que le diga que tengo gusto en conocerlo, señor Jonsey.
—Para ti soy George, Rod. ¿Vas a volver a trabajar con nosotros?
Carver contestó por mí:
—Sí, a partir del jueves por la mañana. Pero mientras tanto… —Le explicó lo que
yo quería hacer—. Jonsey, no dejes de incluir la carpeta de la fábrica de medias

Página 53
«Lee» —añadió—. Va siendo hora de que comencemos su nueva campaña de
publicidad y la pondré a cargo de Rod. Así es que le servirá de ayuda el conocer lo
que hemos hecho para ese cliente con anterioridad.
—Muy bien, señor Carver. Celebro mucho saber que vas a volver con nosotros,
Rod —se despidió muy alegre.
—Señor Carver, lo que estaba pensando al preguntarle si tenía alguna amistad
íntima aquí, era por esto. Me va a resultar bastante confuso el volver a conocer a
conocer a veintitantos compañeros de repente. Todos ellos me conocen, pero yo no
podré recordarlos, a menos qué alguien me ponga en antecedentes primero. Si esta
noche, o mañana por la noche, pudiese pasar algún tiempo charlando con uno de
ellos, llegar a conocerlo y que me diese datos sobre los demás y los respectivos
trabajos que desempeñan, podríamos hacer una lista con sus nombres y un breve
resumen sobre cada cual. Entonces me evitaría esa confusión que de lo contrario
tendré al volver a tratarlos.
—Comprendo muy bien, Rod y me parece bastante práctica. —Frunció el ceño—.
No sé a quién te pueda sugerir, Rod. Casi cualquiera de tus compañeros y amigos…
—De repente su entrecejo se cambió por una sonrisa. Demasiado repentinamente, me
pareció. Había pensado en cambiarlo, sabiendo lo que me iba a sugerir—. ¿Te
agradaría combinar el negocio con la diversión? —me preguntó con cierta malicia.
—Me parece una magnífica idea, señor —le contesté, sonriendo.
—Creo que podrías invitar a Vangy Wayne a… bueno, a cenar…
Vangy Wayne, la que había mencionado Robin. La menudita rubia con la que
había estado saliendo yo, antes de mi primera cita con Robin, un poco más de dos
años atrás.
Y, ¿por qué motivo no podría volver a pasear con ella, ahora? Tuve a Robin, pero
la había perdido. Y ya llevaba yo mucho tiempo haciendo vida de célibe… que yo
recordase, una semana. Y aquella frase de Carver, de invitarla a… «bueno, a…
cenar…», no era esperanto.
—La señorita Wayne está en el departamento de Disposición.
Me quedé con la duda de si el jefe no me habría soltado un retruécano, con
deliberada malicia… pero tenía «cara de palo…» no supe con certeza si insinuaba
algo. Ultimadamente, ni me importaba. Vangy ya tenía suficiente tiempo trabajando
aquí como para estar en condiciones de pasarme amplios datos acerca de mis
compañeros de trabajo —y de mi jefe, también—, fuese cual fuese el departamento
en que estuviese empleada.
—No recuerdo a la señorita Wayne, señor Carver, pero estoy en la mejor
disposición de seguir su consejo.
Volvió a oprimir el botón y ordené:
—Por favor, dígale a la señorita Wayne que deseo hablar con ella, aquí en mi
oficina.

Página 54
Se abrió la puerta y se presentó una muy linda rubia. Estaba estupenda… como
para abrazarla y acariciarla con ternura… para besarla con ardor… para acostarse con
ella, si era complaciente, como su tipo parecía indicar… bueno, estaba como para
hacerle el amor del principio hasta el fin. Naturalmente, venía vestida, pero no se
fijaba uno en la elegancia o la calidad de su ropa, sino solamente en que era algo que
estorbaba, que se interponía entre uno y Vangy Wayne. Supongo que eso implicaba
que era la suya ropa bien diseñada, elegante, puesto que ése es el efecto que
precisamente se busca que produzca en los hombres de buen gusto.
Si me vio, no lo demostró. Cruzó hasta la mitad de la oficina y se detuvo allí,
mirando al jefe.
—¿Me llamó, señor Carver?
—Rod —dijo entonces aquél—, la señorita es Vangy Wayne. Desde luego, Vangy,
que tú conoces a Rod.
Me miró Vangy y la temperatura de la oficina bajó varios grados.
—Sí, señor Carver. Recuerdo al señor Britten.
Aquella rubia estaba muy linda, estupenda… como para besarla, abrazarla,
acariciarla… y finalmente acostarse con ella. Pero era muy obvio que, para ella, no
sería yo nada aceptable para participar en ninguno de esos goces… Era yo un infeliz
que tenía mal aliento, me apestaban las axilas, padecía de pie de atleta y de sífilis,
además de ser miembro del partido comunista, del Ku Kux Klan y del F.I.J.L. Aparte
de que le era muy antipático. Todo eso fue lo que dijo con la mirada que me echó.
Escuché al señor Carver carraspear y decir:
—Les iba a sugerir. —Allí se detuvo, obviamente porque de nada serviría lo que
sugiriese, aunque Vangy había dejado de mirarme, con aquel gesto tan despreciativo,
echándome a la basura con una final barrida de sus ojos…
Tuve una repentina corazonada y dije:
—Señor Carver, creo que hay un mal entendido entre nosotros, la señorita Wayne
y yo. Un asunto personal. ¿Podría hablar con la señorita Wayne, a solas, por un
minuto? En el pasillo, o en otra oficina, o en cualquier parte.
Carraspeó nuevamente y dijo:
—Pueden quedarse aquí en mi oficina. De todos modos, yo… tengo que salir por
unos momentos.
Se dirigió a la puerta y la traspuso con una dignidad que daba el mentís a su
destino. Hasta los caballeros de gran distinción tienen que visitar el W.C. Y con
mayor frecuencia, cuanto más distinguidos son.
Vangy se quedó mirándome, ahora algo confusa. Yo la miraba con el mayor
ardor… pero si me fallaba mi corazonada, iba a parecer y me iba a sentir,
verdaderamente estúpido.

Página 55
Capítulo 6

—Vangy —le dije—, ¿fuiste la que me llamó por teléfono y dejó su número para que
contestara yo…? Y no llamé…, ¿es por eso por lo que estás furiosa?
—Eso es parte del asunto, pero ya fue el colmo. Primero me dejaste plantada y
cuando finalmente yo te llamo a ti, ni siquiera.
—Vangy, por favor, sé razonable. No sé de qué me estás hablando, excepto lo de
la llamada por teléfono. No te conocí cuando entraste en esta oficina, ni hubiera
sabido quién eras, de no haber dicho el señor Carver que te iba a mandar llamar. Mi
amnesia no es ningún mal fingido. ¿Acaso estás creyendo que tal es el caso?
—Bueno, tanto como eso, no, pero…
—Pues te aseguró que no lo es. No recuerdo absolutamente nada de mi vida con
anterioridad a hace una semana, a la medianoche. Ni mi propio nombre recordaba. Y
desde entonces, lo único que conozco acerca de mi pasado es lo que algunas personas
me han informado. Respecto a la llamada por teléfono…, ¿es tu número Spring
48-37?
—No. Es 48-73. —Su expresión era ahora de confusión, en vez de la de enojo
que mostraba antes.
Todavía conservaba en el bolsillo el aviso de la llamada que anotó Rosabelle, la
telefonista y se lo pasé a Vangy.
—¿Ves? La chica del conmutador en mi edificio de departamentos cambió, por
error, el orden de las dos últimas cifras. Llamé a este número y me contestó un señor
alemán y muy malhumorado, diciéndome que allí no habitaba ninguna señorita.
—Ya… comprendo, Rod. Siento haberme enojado, pero no sabía eso.
Le expliqué el motivo por el que la había llamado el señor Carver.
—¿Estás libre esta noche, Vangy? ¿Podrías acompañarme a cenar y hacerme el
favor de ponerme al corriente con informes sobre el personal que tenemos aquí?
—Lo siento, Rod, pero sí tengo un compromiso para esta noche. ¿Te parece bien
que nos veamos mañana en la noche?
—Me convendría mucho —le contesté—. No comenzaré a trabajar hasta el
jueves, así es que me queda tiempo de sobra.
Convenimos en que pasaría por ella a las siete y me dio su dirección y el número
de su departamento.
Se abrió la puerta y metió Carver la cabeza.
—¿Puedo pasar…?
—Seguramente, señor Carver.
—Está el ambiente mucho más agradable que cuando salí, hace unos minutos.
¿Han arreglado ustedes dos sus problemas?

Página 56
—Sí, señor Carver. Me ha invitado Rod a cenar con él mañana. ¿Se le ofrece a
usted algo más?
—Nada, Vangy. Gracias. De eso se trataba, de que charlasen un rato.
Se retiró y saliendo ella llegó Jonsey, quien traía un portafolios en la mano.
—Creo que te traigo aquí lo que podrás necesitar, Rod. Y este portafolios es tuyo,
por si no lo recuerdas. Se quedó encima de tu escritorio.
Le di las gracias por sus atenciones.
Carver me dijo como despedida:
—Nos agradará tenerte de vuelta con nosotros, Rod, pero si no te sientes en
condiciones para reanudar tus tareas para el jueves, no te esfuerces por hacerlo.
Me fui a mi coche después de haberle dicho que creía que estaría en condiciones
de regresar. Y así quedó el asunto arreglado.
Ya se acercaba la hora de almorzar y no valía la pena que me fuese a mi
departamento y saliera casi inmediatamente después para ir a comer, por lo que hice
tiempo dando unas vueltas hasta que llegó la hora de ir a un restaurante. Mientras
comía pensé que debiera haber invitado a Vangy Wayne a almorzar conmigo, pero ya
era demasiado tarde. Cada vez estaba sintiendo yo mayor curiosidad acerca de las
contestaciones a algunas de las preguntas que me interesaba hacerle a Vangy. Parecía
que había estado saliendo con ella, pero ¿habría sido solamente desde mi separación
de Robin, o se trataba de que antes de ocurrir eso estaba llevando buena amistad con
Vangy, fuera de las horas de oficina?
Me había dicho Robin que no tenía ninguna queja en cuanto a mi conducta en
relación con otras mujeres, pero…, ¿lo hubiera sabido ella en caso de no ser
cierto…?, ¿me hubiese dicho la verdad, si la supiera? Robin había sido bastante vaga
y cautelosa respecto al verdadero motivo que tuvo para pedir el divorcio.
Además, ¿cuándo y por qué, «dejé plantada» a Vangy? ¿Sería quizá la noche del
lunes, para dirigirme a la casa de la abuelita? Todavía no recordaba yo con quién
estuve la noche del lunes y bien pudo haber sido con Vangy, si nos andábamos
viendo.
No sentía ya tanta prisa por obtener datos acerca de mis compañeros de trabajo en
la agencia. Ahora lo que me intrigaba era saber cuáles habían sido mis relaciones
personales con Vangy… y a qué grado de intimidad habíamos llegado… Ojalá
pudiera encontrar algún modo de saber eso antes de mañana en la noche, pero no veía
cómo pudiera enterarme.
Y no había nadie, excepto la misma Vangy, que me lo pudiese decir.
Alguien dijo, a mi lado:
—¡Hola, Rod! ¿Me permites sentarme aquí?
—No tengo inconveniente —le contesté, mirándolo con curiosidad al tomar
asiento al otro lado de la mesa. Era más o menos de mi misma edad, pero vestido con
mayor elegancia y con mejores facciones que las mías.

Página 57
—Soy Andy Henderson —me dijo—. Siendo muchachos fuimos compañeros de
juegos, cuando vivíamos al lado el uno del otro. Papá me dijo que fuiste a visitarlo la
semana pasada.
—¿Qué tal, Andy? Me da mucho gusto volver a conocerte. ¿Cómo andan tus
negocios?
—Bastante bien, Rod. Tengo mi propio bufete y me estoy haciendo de una
clientela bastante satisfactoria. Ya sabes, siguiendo los pasos del viejo padre y todo
eso.
—Me dijo tu papá que estabas casado. ¿Tienes familia?
—Sí, tengo un muchacho de cuatro años y medio. Estoy muy contento. Y tú,
¿sigues en la agencia de publicidad? Quiero decir, ¿vas a continuar trabajando allí?
—Sí, dentro de unos días reanudaré mis labores con la Carver.
—¿Hay algo nuevo sobre la tragedia de tu abuelita?
Le contesté que no sabía nada nuevo. Con unas cuantas preguntas que le hice me
convencí de que no habíamos mantenido nuestra amistad durante algún tiempo. Supe
por él que la última vez que nos vimos fue varios meses antes y también se trató de
un encuentro fortuito, como el de ahora. Ni siquiera había llegado a conocer a Robin,
aunque sabía que me había casado.
Pero había un tema sobre el que lo podría sondear y eso era respecto a la abuelita,
puesto que el viejo Henderson me informó que Andy atendió todo, o la mayor parte
del trabajo legal de ella, pero que habiendo surgido una pequeña dificultad, le volvió
a pasar sus asuntos al padre de Andy. No se mostró reacio a comentar sobre la abuela
Tuttle.
—Era una fiera, Rod —me confió—. No comprendo cómo alguien pudiera
llevarse bien con ella. Desde luego, tú no la llegaste a soportar. Tan pronto como
regresaste con tu bachillerato en la maleta y conseguiste tu primer trabajo, te faltó
tiempo para largarte de su casa.
—Arch pareció que se llevaba bien con ella, no obstante. Y tu padre, también…
—Oye, Arch se llevaría bien con cualquiera, dondequiera, con tal de no tener que
trabajar. Es muy natural que siendo como es y teniendo alojamiento, comida y ropa
limpia, todo gratis y recibiendo además una cantidad fija para sus gastos cada
semana, aguantase todo lo que fuese imposible para otra clase de hombre. Es muy
curioso que siendo tú el nieto de ella y no Arch, sea él quien más se parezca a la
vieja… y especialmente en lo voraz con el dinero. Por agarrar un dólar es capaz de
hacer cualquier cosa Arch… es decir, cualquier cosa menos trabajar. Y una vez que lo
agarra, no lo suelta. ¿Alguna vez lo has visto apresurarse, adelantarse a hacerse cargo
de la cuenta por una comida, o unas copas, o cualquier cosa?
—Pues, francamente, en esta última semana, no —tuve que reconocer. Ya había
advertido esa cualidad en Arch.
—Y en cuanto a mi papá, tampoco he comprendido nunca por qué la aguantaba.
Ya sabemos que no es correcto hablar mal de los que han muerto, pero te digo, Rod,

Página 58
que era una mujer durísima tu abuela. Supongo que no sería tan tacaña con Arch,
porque éste sabía darle por su lado, pero te puedo asegurar que en sus tratos
comerciales la vieja apretaba con tanta fuerza los centavos que hasta les borraba la
fecha. Y, ¡exigente…! ni hablar. El motivo por el que se disgustó conmigo fue porque
escribí, a máquina, una fecha equivocada en una opción. Un simple error tipográfico,
que carecía de importancia y que ni siquiera le ocasionó la menor pérdida. Pero armó
un alboroto que tal parecía que le hubiese falsificado un cheque sobre su cuenta
bancaria.
—¿Acaso sospecharía que le cambiaste esa fecha deliberadamente?
—Es probable. Era sicopáticamente sospechosa. Como quiera que fuese, después
de eso dividió sus asuntos entre papá y Hennig. Éste manejaba los fondos y papá
tenía a su cargo el trabajo pesado, el de las escrituras y el papeleo. Sepa Dios por qué
se tomaba la molestia de ocuparse de sus asuntos… Bueno, ¡a trabajar…!
La mesera nos trajo dos cuentas, una para cada uno, pero yo tomé las dos y
cuando Andy protestó le dije sonriendo:
—Después de lo que acabas de decir sobre la tacañería de la abuela y de Arch, no
puedo permitir que vayas a creer que toda la familia somos iguales, ¿verdad que no?
—Está bien, si es que quieres demostrar lo que no necesita comprobarse, no
discutiré el punto. Gracias. Hasta la vista, Rod.
Me fui a mi departamento, saqué los papeles de mi portafolios y después de
acomodarme a mi gusto me puse a revisarlos. Eran anuncios iguales a cualesquiera
otros y si yo había redactado aquellos textos podría volver a hacerlos iguales y quizá
mejores. Algunos de ellos eran algo cursis y me hicieron que me asombrara de que el
señor Carver me estuviese pagando doscientos dólares a la semana. La carpeta de la
fábrica de medías Lee era más interesante que las otras, pero no por razón de los
textos que redacté para aquella propaganda, sino por lo que las medias contenían en
las ilustraciones.
Comencé a pensar en Robin. Deseaba verla nuevamente, pero era demasiado
pronto para intentarlo, siquiera. Me entristecí pensando en ella.
Ahora advertía que había perdido algo que era de enorme importancia para mí…
y ni sabía por qué sufrí esa pérdida, ni tenía ningún modo de poder enterarme. Mucho
menos de poder recuperarlo… Y el futuro que me esperaba sería tan vacío como mi
olvidado pasado.
Tuvo razón Arch, ni llegaría a imaginarse cuánta razón tuvo. Fue un gran error
mío el ir a visitar a Robin. Ni debiera haber ido al departamento a verla, ni debiera
haberla llevado a cenar la noche anterior, ni debiera volver a verla, jamás.
Por lo menos, hasta que supiera la causa de aquella repentina expresión de temor
en su rostro, anoche, así como el motivo que tuvo para divorciarme… qué fue lo que
ocurrió entre nosotros.
Quizá creería Robin, no obstante sus negativas en tal sentido, que yo había sido el
asesino de la abuelita Tuttle… Pero en tal caso, ¿por qué pudiera pensar eso? ¿Habría

Página 59
mostrado yo, en alguna ocasión durante nuestra vida de casados, indicios de
desequilibrio mental, o de tener tendencias homicidas?
Me daban ganas de golpearme la cabeza contra la pared, para tratar de recordar
mi pasado. Quería saber si era un asesino sicopático, o no.
La policía no creía que lo fuese. Pero ¿cómo podrían estar seguros? El viejo
Henderson creyó haber escuchado un disparo a las once y media, siendo así que para
esa hora precisa la misma policía me facilitó una coartada irrefutable. Aunque
pudiera haberse equivocado Henderson, ya que declaró que lo que él creyó un disparo
pudiera haber sido una explosión de algún coche o camión. Y solamente escuchó uno
de esos ruidos, siendo que se hicieron dos disparos en la oficina de la abuelita…
Además, el médico forense, cuando examinó el cadáver a las doce y media, declaró
que tendría como una hora de haber sido asesinada y como aquello coincidía con el
relato de Henderson, era obvio que la policía lo aceptó como exacto. Ahora me
preguntaba yo si un médico forense podría estar seguro de que un cadáver tenía
exactamente una hora de estar muerto… ¿No podría ser media hora? O, también,
¿una hora y media? En tal caso, un asesino sicopático que regresara al lugar de su
inicua hazaña, por cualquier loco motivo, ¿no podría recobrar de nuevo la razón,
repentinamente y sufrir un ataque de amnesia debido al choque nervioso, al llegar a
comprender la enormidad de su criminal acto? Y quizá, como hubiera obrado estando
en su pleno juicio, habría telefoneado para entregarse a la justicia y antes de
completar su llamado olvidarse de su nombre y de lo que había sucedido…
La tela de alambre cortada, el dinero que faltaba en la caja fuerte, que se calculó
en solamente unos doscientos dólares, la desaparición de la pistola asesina… sí, pero
si yo hubiese estado tan loco como para matar, en primer lugar, ¿no podría también,
con la astucia de un desequilibrado, haber planeado todo aquello? Especialmente si el
asesinato se hubiera cometido una hora y media antes del examen médico de la
víctima y que yo hubiese estado regresando del lugar de los hechos cuando me
encontró el teniente Walter Smith.
Me serví otro jaibol. Creo que ya era mi cuarto o quinto. Empezaba a oscurecer
afuera. Sentí grandes deseos de hablar con alguien. Quería hablar con Robin, pero era
inútil pensar en eso. Entonces, ¿con Pete Radik? Podría exponer mis pensamientos a
Pete, obtener sus opiniones, que probablemente me serían beneficiosas. Pero
solamente serían eso, opiniones y con predisposición a favor mío, por la simpatía que
sentía por mí. ¿Hablaría con Arch? No, de ningún modo.
De repente supe con quién quisiera hablar… y escucharlo también. Con Walter
Smith, el detective de la Sección de Homicidios, quien estaba mejor interiorizado que
nadie sobre el caso. No había vuelto a hablar con él desde la noche del crimen y él
fue quien me hizo todo el interrogatorio, o la mayor parte del mismo.
Consulté el directorio telefónico y encontré nueve suscriptores con el nombre de
Walter Smith. Dos de ellos, así, sencillos y siete con una inicial entre sus nombres y

Página 60
sus apellidos. Decidí empezar por los de los nombres sencillos y el segundo a quien
llamé resultó ser el que buscaba.
—Teniente, ¿tendría un poco de tiempo disponible para dar una vuelta por mi
departamento esta noche, antes de presentarse para su velada de servicio, a la
medianoche? Quisiera hacerle algunas preguntas para tratar de aclarar mi confusión
mental.
—Oye, Rod, ni me hables de usted, ni me llames teniente. Siempre me has
llamado por mi nombre, como tu amigo Walter. Sí, con gusto pasaré a verte. A ver,
son ahora las ocho. Estaré ahí a las nueve. ¿Te parece?
Le contesté que me convenía la hora y lo estaría esperando.

Página 61
Capítulo 7

Siendo las nueve y cinco se presentó Walter. Era algo bajito y rechoncho. No tenía
aspecto de detective, pero los buenos detectives no deberán dejar ver, por su aspecto,
que son miembros de la policía secreta. Y puesto que no me creía culpable del
asesinato de mi abuelita, confiaba yo que resultase ser un detective verdaderamente
bueno. ¿Lo sería, o nada más me estaría dando cuerda para que solito me enredase?
No, no podría ser así, porque en tal caso hubiera andado revoloteando a mi alrededor,
sin que tuviese que llamarlo para que me visitara.
—¿Gustas tomar un whisky? —le pregunté.
—Bueno. Pero uno nada más —me miró con atención—. Tú les has estado
entrando bastante duro, ¿no?
—Supongo que sí. Me sentí deprimido. —Preparé dos jaiboles y le pasé el suyo.
—¿Qué te está preocupando?
—Quizá me podrás aclarar algunos puntos importantes, Walter. Pero empecemos
por el principio. ¿Cómo nos conocimos? ¿Fuimos muy amigos? Todos esos datos, ya
sabes.
—Hemos sido amigos, pero no íntimos. Nos conocimos hace unos seis años,
cuando regresaste, después de terminar tus estudios superiores. Tenías tu primer
empleo, en el departamento de circulación del diario Chronicle y dejaste de vivir con
la abuelita Tuttle para alojarte en una casa de huéspedes que tenía mi madre. Yo tenía
tu misma edad, o un año más y era un simple agente de policía. Mi habitación estaba
al lado de la tuya y nos hicimos amigos… jugábamos a la baraja, billar, boliches y de
vez en cuando salíamos a pasear juntos, cada cual con su amiga. Durante más de un
año en aquel alojamiento y luego tomaste un departamento para soltero, en lugar de
tu cuarto amueblado. Entonces ya estabas ganando mayor sueldo. Durante algún
tiempo continuamos viéndonos, de vez en cuando y cada vez con menor frecuencia.
Últimamente era nada más cuando nos encontrábamos de casualidad. La última vez
que te vi, con anterioridad a la noche del lunes, fue hace un mes, en la calle.
Charlamos un rato y me invitabas a ir a tomar una copa o una taza de café, para
seguir conversando, pero yo no tenía tiempo.
—¿Conociste a mi esposa, Robin?
—Una noche y casualmente, la conocí. Entré al restaurante Ricci’s a comer y
Robin y tú estaban ante una mesa y acababan de dar su orden. Me presentaste a ella y
acepté tu invitación a comer. Ésa fue la única vez que la traté. La recuerdo como una
joven muy guapa. Yo también me casé y en una ocasión, en circunstancias parecidas,
conociste a mi esposa. Ya llevamos cuatro años de casados y tengo un muchacho de
dos años y medio. Bueno, creo que con eso te darás cuenta de cuál fue nuestra
amistad. Bastante buena durante más de un año y después… ya sabes lo que sucede

Página 62
con las ocupaciones y eso, cuando los amigos dejan de verse —se sonrió, recordando
los tiempos pasados—. Estabas chiflado por los coches entonces y tenías un Ford
antiguo, acondicionado para desarrollar una gran velocidad, en el que te gastabas
mucho dinero y lo querías como un hermano… Bueno, Rod, ¿de qué me querías
hablar?
—Sobre el asesinato. ¿Hay alguna pista…?
—Esto no es para que lo divulgues, pero dudo de que se llegue a descubrir al
asesino. Hemos detenido a todos los ladrones conocidos que hay en la ciudad, les
hemos hecho interrogatorios hasta dejarlos agotados y no hemos encontrado motivos
para sospechar más de unos que de otros, con la excepción de que pudimos eliminar a
varios de ellos, que tenían coartadas bastante sólidas. Debe haber sido obra de algún
forastero, o algún delincuente novato, del que todavía no tengamos antecedentes. Y si
llegásemos a detenerlo, ¿cómo demonios podríamos comprobar su delito?
—Balística… —insinué—. Quiero decir que si guardó el arma con la que disparó
sobre la abuelita…
—No es de esperarse que fuese tan tonto, pero es una posibilidad remota. Y
aparte de eso, ¿qué le podríamos comprobar? En la caja fuerte había valores, algunos
de ellos documentos negociables, pero por lo que hemos podido averiguar, solamente
se llevó el efectivo. Y usó guantes o tuvo muy buen cuidado de limpiar sus huellas
digitales. Estamos casi seguros de que usó guantes. Fotografiamos todas las huellas
que existían en la oficina y alrededor de ella, pero resultó que la mayoría eran de la
señora Tuttle, algunas de la señora Trent y unas pocas, de Arch. Y las tuyas en el
picaporte de la puerta principal y en el teléfono. Tampoco encontramos huellas de
pisadas afuera, porque el terreno estaba muy duro. Descubrimos algunos raspones en
un grupo de arbustos, como a diez pies de distancia, pero no hay huellas claras de
pisadas. Debe haberse ocultado allí el asesino, observando la ventana, hasta que vio
salir a tu abuela de su oficina y entonces cortó la tela de alambre y se introdujo a la
habitación.
—¿No crees que eso demuestra que conocía sus costumbres?
—Posiblemente, pero no necesariamente. Si la estuvo espiando durante varios
días, le habría sido muy fácil llegar a conocerlas. Aparte de que muchas personas
conocían bien el sistema de trabajar de la señora Tuttle… era algo así como una
figura destacada en la localidad entera, como una anciana y excéntrica mujer de
negocios. Se ha escrito bastante sobre ella, en diarios y revistas. Le ha de haber
agradado, creería que era buena publicidad gratuita para su negocio, puesto que
siempre mostró su disposición a ser entrevistada. Y eso me está sugiriendo algo…
—¿Qué estás pensando?
—En ir a preguntarle a la señora Trent si algún periodista fue a entrevistar a la
señora Tuttle recientemente. Si el ladrón anduvo estudiando el caso sobre el terreno,
si no fue un ladrón casual, ése hubiera sido el modo más sencillo de enterarse de los
detalles de interés para él. Pudo haberse hecho pasar por reportero… y probablemente

Página 63
habría sido invitado a pasar precisamente a la oficina, la habitación que le interesaba
conocer por dentro y pudo haber hecho cuantas preguntas quisiera. Y si la señora
Trent fue quien lo admitió, podría describirme al tipo, lo cual sería una gran ayuda.
—Lo que no comprendo —le dije—, es cómo pudiese haber visto, desde el
exterior, que dejaba la caja fuerte abierta cuando iba a la cocina. La caja fuerte está
arrimada a la pared exterior de la oficina, por lo que no podría el ladrón haberla visto
desde el exterior. Y me parece muy poco probable que mi abuelita la dejase abierta
durante toda la noche, al estar trabajando… ni tampoco cada noche, por costumbre.
—No sé. Pero sí se puede ver desde el jardín, por medio de un espejo. Tiene uno
que acercarse mucho a la ventana, pero puede verse la caja por ese espejo… el que
está en la pared, cerca de la puerta. No lo alcanzaría a, ver desde donde estuvo
agazapado entre los arbustos, esperando su oportunidad, pero desde el momento en
que saliese ella de la oficina y la viese, puesto que se alcanza muy bien a vigilar la
puerta, lo único que tenía que hacer era acercarse a la ventana y mirar al espejo para
cerciorarse de si la caja fuerte estaba abierta.
—Pero ¿si no lo hubiese estado?
—Probablemente esperaría hasta otra noche. Es muy posible que la hubiese
estado vigilando durante varias noches, con anterioridad, sencillamente en espera de
la oportunidad de que dejase la caja abierta cuando saliera para ir en busca de su
leche caliente. O quizá estuviese decidido a cometer el robo de cualquier modo,
estuviese abierta la caja o no. Pudo haberse aprovechado de su breve ausencia de la
oficina para meterse él; esperar su regreso, pegado a un lado de la puerta de la misma;
haberle dado un macanazo o subyugarla en otra forma y después de atarla, dedicarse
tranquilamente a abrir la caja fuerte en alguna forma. Quizá obligándola, mediante
amenazas de muerte, a que le diese la combinación. Aunque, tratándose de un ladrón
experto, no hubiera tenido que recurrir a eso. Un hombre conocedor pudo tener
abierta esa caja en quince minutos, quedándose disponible todo el tiempo que
necesitara para saquearla.
—Pero ¿por qué tuvo que matarla, Walter? ¿No hubiera sido suficiente con
haberla golpeado, amordazado y amarrado? Acabas de decir que eso es lo que
hubiera hecho, de haber dejado la abuelita la caja cerrada… Lo que yo creo es que
ella lo conocía. Y por ese mismo hecho no creo que se trate de un ladrón cualquiera.
—Escucha, Rod, te lo voy a reconstruir teóricamente, tal como yo veo el caso. Y
resulta bastante lógico, bien que hubiese estudiado anticipadamente su «golpe» sobre
el terreno, o no. Ve a tu abuelita salir de su oficina y seguidamente corta la tela de
alambre de la ventana y se introduce por allí. Primero se dirige al escritorio y
rápidamente registra los cajones…
—¿Cómo sabes eso?
—Bueno, tendré que descubrirte un pequeño secreto que le ocultamos a la prensa.
La pistola con la que fue asesinada era de su propiedad; la guardaba en el cajón
superior de su escritorio. Una automática, calibre 32. Decidimos no mencionarles eso

Página 64
a los periodistas simplemente por si acaso el ladrón ignoraba que sabíamos que la
pistola había desaparecido y se quedase con ella, o mejor aún, tratara de venderla. Es
una posibilidad remota, pero nada se perdía con probar.
»Pero volviendo a la reconstrucción… primero registró el escritorio, por lo menos
el cajón superior y se apoderó del arma. Luego se dirigió a la caja fuerte y cuando
estaba sacando el dinero, regresa la señora Tuttle. Al verse descubierto, le dispara dos
veces. El primer disparo no le tocó, pero el segundo le dio en la frente…
Alzando una mano me advirtió:
—Ahora, no me preguntes por qué no atravesó la oficina y la golpeó, en vez de
dispararle. El haber hecho lo segundo no prueba que conociese al intruso.
Sencillamente pudiera significar que lo vio muy bien y lo podría identificar. Por tal
motivo, decide que tiene que matarla y dispara sobre ella.
—Pero ¿por qué tenía que llevarse la pistola? Si llevaba guantes, ¿por qué no la
dejó allí, después de asesinarla?
—Probablemente le entró pánico. Las armas de fuego hacen un ruido tremendo al
ser disparadas dentro de una habitación. Se ha de haber imaginado que todos los
vecinos del rumbo se despertaron y que el policía de vigilancia en aquel barrio ya
vendría corriendo hacia la casa. Posiblemente quiso retener la pistola hasta poder
estar a salvo, a buena distancia del barrio, por si tuviese necesidad de usarla en su
fuga. Pero si es listo, no debió tardar mucho en deshacerse de ella.
—Parece que estás muy seguro de que esa pistola era de la abuelita. ¿Qué razón
tienes para creer eso, excepto que era del mismo calibre y que desapareció la que
tenía ella?
—Estamos bien seguros. Para comparación, obtuvimos un proyectil que fue
disparado con esa pistola… hace diez años, pero eso no importa, ya que seguramente
no se volvió a disparar y la rayadura que queda marcada por el interior del cañón no
había variado.
—¿Cómo demonios dieron con una bala disparada hace diez años con esa pistola?
—Estaba incrustada en la pared, detrás del espejo —mostró una gran sonrisa—.
Tu hermano la disparó, accidentalmente, poco después de que tu abuela adquirió la
pistola, para guardarla en su escritorio. Se puso a jugar con ella Arch y se le fue el
tiro. Me dijo que tenía un gatillo muy suave, que apenas si lo tocó cuando se disparó.
La bala se incrustó en la pared. También me dijo que la abuela le dio una regañada
tremenda, pero nunca hizo el gasto de resanar el enyesado de la pared. Prefirió colgar
un espejo para tapar el desperfecto. Bueno, pues extrajimos la bala vieja y resultó ser
idéntica a las dos que fueron disparadas el lunes por la noche. Así es que
comprenderás que no estamos adivinando en lo que refiere al arma homicida.
Arch no me había dicho nada sobre el particular, pero tampoco le había
preguntado yo.
—Eso es todo, hasta ahora. ¿Le encuentras algún inconveniente a la
reconstrucción del crimen?

Página 65
—Ninguno —le contesté—. Absolutamente nada. Excepto que no la creo.
—Rod, estás chiflado. Has de haber estado viendo demasiadas películas de
misterio; y episodios policíacos en la televisión. En la vida real la solución sencilla es
la correcta, generalmente. Y la mayor parte de los asesinatos los cometen asesinos
profesionales y no aficionados que nos vayan dejando un reguero de indicios falsos.
O acaso… un momento, mi amigo. ¿Será posible que sepas algo que no conozca yo?
O, ¿te has acordado de algo?
—No me he acordado de nada. Y tampoco estoy enterado del caso, excepto por
los informes que tú me has dado. —Desde luego, existía el detalle de la expresión de
terror en el rostro de Robin, la noche anterior, pero no iba a meterla en el enredo. Y
menos cuando no tenía una seguridad absoluta sobre lo que vi, o me imaginé haber
visto. Además, aún con anterioridad a la noche de ayer, no aceptaba yo que se tratase
de un simple caso de robo, con asesinato incidental.
—Entonces, ¿en qué fundas tu opinión?
—Solamente en lo que siento… una corazonada, supongo. Pero en mi estado
actual pudiera tratarse de algo más importante… de algo que conozco o recuerdo en
mi subconsciente mental y que mi mente consciente pudiera haber olvidado, como
parte de mi amnesia.
—En tal caso, ¿por qué no consultas a un siquiatra, como ha estado insistiendo
Arch?
—No lo sé, Walter. Lo único que sé es que no quiero, ni puedo. Y no pienso que
sea porque pudiera descubrirse que yo mismo cometí el crimen. Creo que si yo
supiera que soy el autor de un asesinato sicopático, desearía entregarme a las
autoridades. Yo mismo no comprendo por qué me siento tan reacio a ponerme en
manos de un siquiatra. Llámale una fobia irrazonable contra ese tratamiento. Llámale
como quieras. Quizá no es nada más que simple testarudez.
—Está bien, es asunto tuyo, muy personal, si quieres o no tratamiento contra tu
amnesia. Nadie te podrá obligar a recibirlo, mientras demuestres tu cordura en otros
sentidos. Pero en cuanto al asesinato, te diré que me apena mucho ver cómo te estás
mortificando, sin la menor justificación. Escucha. Hemos estudiado el caso en todos
sus aspectos, aquilatado todas las posibilidades, en todos sentidos. Los asuntos y los
documentos de tu abuelita están en orden absoluto y han sido revisados por
contadores públicos. El único hombre qué estaba en condiciones de engañarla era
Hennig y no lo ha hecho. Es una persona muy honorable y acaudalada. Es cierto que
tu abuelita no contaba con muchos amigos, pero tampoco hemos podido descubrir
que tuviese ningún enemigo encarnizado. Era una mujer muy perspicaz en sus
negocios y además implacable en percibir cuanto le correspondiese, hasta el último
centavo, motivo por el que muchas personas no la querían… pero ninguna hasta el
grado de llegar a asesinarla.
»Entonces, ¿quiénes quedan como posibles indiciados? Arch y tú son los únicos
beneficiarios como resultado de su muerte. Arch se encontraba en Chicago y no

Página 66
vayas a creer que no hemos confirmado plenamente su ausencia de aquí la noche del
crimen. Pero, suponiendo que hubiese pagado a alguien para que la matase, haciendo
aparecer como robo el motivo del asesinato, mientras tu hermano se encontraba
ausente de casa.
—No se me había ocurrido eso, Walter. Pero no lo haría Arch. No es tan maldito
como para llegar a eso.
—Hay argumentos de mayor peso en su favor en cuanto a que fuese el autor
intelectual del delito. En primer lugar, quedaría en manos del autor material, para ser
objeto de chantaje durante todo el resto de su vida. Echando a un lado el grado de
moralidad que alcance Arch, es demasiado vivo para echarse un lazo al cuello. En
segundo lugar, no tenía ninguna necesidad urgente de dinero. Sabía que, de todos
modos, pronto recibiría esa herencia. ¿Te informó él, o alguna otra persona, acerca
del padecimiento cardiaco de tu abuela?
—No sé nada de eso. ¿Qué quieres decir, Walter?
—Que no le quedaban muchos días de vida. Su corazón andaba mal y
empeorando con el tiempo. El doctor Eggleston, médico de tu familia, me informó
que le constaba que estaba en peligro de morir en cualquier momento de trombosis
coronaria, aunque quizá pudiera haber vivido uno o dos años más, pero tenía muy
pocas probabilidades de vivir mucho más. Por lo tanto, estando tan próxima su
herencia, no sería lógico que Arch se arriesgase a llevar a cabo un asesinato. Ni tú
tampoco, hasta eso… Así es que si tienes alguna loca idea de que pudieras haber
matado a tu abuelita por recibir su dinero, puedes desecharla. También estabas
enterado de su enfermedad del corazón. Probablemente por eso no se le ocurrió a
nadie mencionártelo y como quiera que se examine esa situación, no pudo haber sido
un factor determinante en su homicidio.
—Nunca pensé que yo…
—Espera, vamos a terminar primero con Arch. Todavía existe una posibilidad de
que le hubiese convenido matarla, o mandarla matar, en caso de que, por algún
motivo, la abuela se hubiera estado volviendo contra él, dándole motivo para pensar
que pudiera desheredarlo. Tenemos que reconocer que Arch es amante del dinero,
aunque odie tener que trabajar para obtenerlo. Pero afortunadamente sabemos que
Arch no había caído de la gracia de la abuela. Seguía queriéndolo como a las niñas de
sus ojos. El mismo día en que fue victimada estuvo en la oficina de Hennig, para
tratar algún asunto de menor importancia y sin relación alguna con lo ocurrido en la
noche. Charlaron un rato y nos dice Hennig que le mencionó —no recuerda por qué
motivo—, que le iba a aumentar su mesada a Arch. Probablemente nada más debido
al alza general de precios… pero demuestra que todavía gozaba del primer lugar en
su cariño, pues de lo contrario no habría decidido darle ese aumento, pese a la
carestía de la vida. Y sepa Dios por qué, pero no perdía aún su fe en él como
dramaturgo…
—Quizá leería lo que escribiese Arch y le gustaba.

Página 67
—Por lo que fuese, pero tu hermanito era su única debilidad. Y lo podemos
eliminar definitivamente como presunto homicida, junto con todo mundo, incluso tú.
Por lo tanto, tenemos que volver a ocuparnos del ladrón, adoptando la actitud que nos
corresponde. A propósito, quizá no te des cuenta de ello, pero debes saber que
verdaderamente existen ladrones especializados en casas habitadas. Así como que en
ocasiones, cuando son sorprendidos con las manos en la masa, o sea en flagrante
delito, de hecho se arriesgan, como desalmados que son, a matar a quien los
descubra. Por curiosidad, ven un día de estos por la jefatura y te enseñaré los
expedientes de tales casos, en esta misma ciudad y en años recientes.
—Bueno —le dije—, queda eliminado Arch y muy bien, aunque ni por un
momento se me ocurrió sospechar de él. Ahora trata de hacer mi defensa con tan bien
fundadas razones, si es que puedes hacerlo… Pero espera un momento. Reconozco
que no tenía ningún motivo cuerdo ni lógico y que por lo que me conozco a mí
mismo, jamás sería capaz de atentar contra la vida de nadie, aunque tuviese un
motivo. Pero estaba en estado de embriaguez. Pudiera ser que repentinamente me
hubiese venido un ataque de locura. El hecho de que por haber encontrado
inesperadamente un cadáver me produjese semejante choque nervioso y amnesia, no
me hace parecer un tipo muy estable mentalmente, que digamos… De cualquier
modo, ignora mi aparente falta de motivo para matarla y te atienes a los hechos,
¿quieres? ¿Has podido averiguar dónde estuve y qué estuve haciendo, antes de que
me encontrases en el centro, a eso de las once y media de aquella noche?
—Todavía no, pero me importa muy poco esa parte, debido al hecho de que te
encontré en aquel lugar y a aquella hora y hablé contigo. Precisamente a la hora,
minutos más o minutos menos, en que fue abatida tu abuelita.
—Quiero preguntarte una cosa, Walter. Nunca he estudiado medicina legal, o por
lo menos, no creo haberla estudiado, pero tengo la idea de que ningún médico forense
puede fijar con seguridad el tiempo que tiene de muerto un cadáver que examine, a
menos que se le conceda una tolerancia mínima de media hora, anterior o posterior, a
la que él crea. Siendo así, ¿no pudo haber sido victimada la abuela a las once, o a las
doce? Y en cualquiera de los dos casos, pude haber tenido la oportunidad de
cometer…
—Bueno, supongamos que el médico forense pudiera haber fallado en media
hora, pero es muy improbable que se equivocara en una diferencia tan grande, siendo
así que llevó a cabo el examen de la víctima habiendo transcurrido tan poco tiempo y
dictaminó que había perdido la vida una hora antes. Por lo tanto, según tu premisa,
habría un cincuenta por ciento de variación, que aun suponiendo, sin conceder que
fuese factible, no la puedo admitir en vista de otros hechos. El haber escuchado
Henderson uno de los disparos… y no es nada extraño que no escuchase ambos… el
ruido de un vehículo de motor que estuviera pasando en ese momento, o cualquier
otra causa, lo pudo haber opacado. O aún más probable, escuchó los dos, pero el
primero no penetró su conocimiento y el segundo sí. Ocurren cosas así. Yo las he

Página 68
advertido en mi trabajo policíaco. Pero todavía es de mayor importancia la
regularidad de las costumbres de la señora Tuttle. Podía uno poner su reloj a tiempo
de acuerdo con sus entradas y salidas. A las once y media era su hora de costumbre
para tomarse un vaso de leche caliente y regresaba de su cocina, con el vaso en la
mano, cuando fue muerta al ir a cruzar la puerta. También debo mencionar que la
autopsia mostró que había tomado un sorbo de leche, uno nada más, como un minuto
antes de morir. Probablemente lo tomó en la cocina, para probar si estaba a la
temperatura que le agradaba. A mayor abundamiento, Rod y no comprendo cómo los
periodistas omitieron mencionar el detalle en sus reportajes, el reloj de pulsera de tu
abuelita se rompió al desplomarse muerta y las manecillas marcaban las once y
treinta y tres minutos.
»Bueno —prosiguió—, seguramente estarás pensando que los relojes de las
mujeres son notoriamente inexactos y que de todos modos, aunque estén parados se
les pueden mover las manecillas para que marquen la hora que se quiera que señalen.
Pero no debes fijarte en ninguno de esos datos en particular, sino considerarlos en
conjunto. La señora Tuttle murió alrededor de las once y media y si tú fuiste el autor
de su asesinato, entonces yo tendría que ser tu cómplice, por proporcionarte la
coartada que te he dado. Estoy muy seguro de la hora que era cuando nos
encontramos frente al cine y no podías haber llegado allí más que unos cuantos
minutos antes de vernos y…, ¡oh, al demonio contigo…!, simplemente porque no
puedes recordar lo que ocurrió efectivamente, estás tratando de llegar a conclusiones
absurdas, para poder asumir lo peor de cuanto puedas imaginarte. No la mataste; es
imposible que lo hubieras hecho, créeme, Rod. Yo sé lo que te digo.
—Está bien, lo olvidaremos. Y muy agradecido. ¿Gustas otro trago?
—Bueno, no estaré de guardia hasta dentro de dos horas y media todavía. No
sentí el primero, así es que creo que aguantaré el segundo.
Preparé otro vaso para cada uno y me quedé pensando que estaba muy bien,
entonces, que no hubiera sido el asesino de mi abuelita. Probablemente estuvo muy
atinado Walter al decir que simplemente porque no alcanzaba a recordar lo que de
hecho sucedió, estaba tratando de convencerme a mí mismo de lo peor, en contra mía.
Nada más porque tenía amnesia, debido a un motivo obvio, no quería decir que fuese
un sicopático. Pero luego me dije a mí mismo que había algo… Si no hubiese algo
que yo sabía antes de mi amnesia y que mi mente subconsciente no quería que
supiese yo, ¿por qué sentía ese temor morboso al sicoanálisis en general y al
hipnotismo en particular?
Sabía algo que no quería saber. La amnesia era mi defensa contra mí mismo. Y si
llegase a vencerla, si recordase…
Con mi vaso en la mano me fui hacia la ventana y me quedé mirando para afuera.
—¿Qué demonios sucede contigo, Rod?
—Ojalá y lo supiera…

Página 69
—Bueno, ya sabes que estamos haciendo todo lo humanamente posible por
capturar al ladrón y asesino… para enviarlo a la silla eléctrica. Piensa en eso y quizá
te sirva para lograr la recuperación de tu estado normal.
—Naturalmente —le contesté—, que deseo lo atrapen, puesto que si anda suelto
podría cometer otro asesinato. Pero no deseo que lo ejecuten. Me conformaría con
que recibiese una larga condena.
—Por Dios, pero ¿por qué? A menos que estés completamente en contra de la
pena capital…
—Así es, Walter. No soy partidario de ninguna forma de muerte violenta, ni de
infligir dolor físico inesperadamente.
—Rod, me había olvidado de esas ideas tuyas —me dijo, sonriendo—. Nunca
quisiste salir de caza o de pesca, porque te repugnaba lastimar o matar a los animales.
Dime y ¿sigues esa idea hasta el final? Quizá en aquellos tiempos en que nos
juntábamos no se me ocurrió preguntártelo, pero si odias tanto que se maten a los
animales, ¿por qué no eres vegetariano? A menos que ya lo seas.
—No, no soy vegetariano. Acepto la idea de que por naturaleza somos carnívoros
y de que hay necesidad de matar animales para alimentarnos. Pero no estoy conforme
con eso de que disfrutemos matando animales. Como te digo, admito que tengamos
que matar otras criaturas para poder sobrevivir nosotros. Y, aun cuando todos
fuésemos vegetarianos, tendríamos que recurrir a la matanza de animales y de
insectos para mantener el equilibrio adecuado de la naturaleza. Si no matásemos,
seríamos arrollados, nos arrojarían de nuestras propias viviendas… llegarían a invadir
el mundo entero.
»Lo que no me gusta de la caza y la pesca es que los seres humanos encontremos
placer en matar, convirtiendo eso en un deporte. Está bien que el hombre cace o
pesque para comer y sobrevivir. En tiempos muy lejanos, cuando éramos habitantes
de cuevas y vivíamos trepados en árboles, todos subsistíamos cazando y pescando. El
hombre sentía gusto al matar un animal porque significaba alimento para él y los
suyos. Y de todos modos, porque era un salvaje.
»Y no me salgas, Walter, con eso de que el hombre moderno caza para poder
alimentarse. Eso no es cierto, por lo menos en lo que se refiere a personas como
nosotros. Entre mil cazadores habrá uno que compense el tiempo empleado con el
resultado de su cacería. Y eso sin mencionar lo que ha gastado en su equipo. Lo que
sucede es que la raza humana padece de salvajismo…
—Pero, Rod, la cacería tiene su lado práctico. Acabas de admitir que las razas
animales tienen que ser mantenidas a raya, para que la humanidad pueda subsistir. Si
los venados, por ejemplo, no fuesen reprimidos, acabarían por destruir todo lugar
boscoso, con su excesivo ramoneo y en consecuencia se morirían de hambre, de todos
modos. Es indispensable matar a cierto número de ellos cada año.
—Seguramente. Pero no es indispensable hacerlo por placer. Podría llevarse a
cabo y con mayor facilidad y efectividad, utilizando a unos cuantos cazadores

Página 70
profesionales, pagados por el gobierno estatal. Hombres que fuesen expertos
tiradores, que mataran un venado de un solo disparo y sin hacerlos sufrir. Hasta se
podría usar algún veneno de efecto inmediato. Mi argumento es que el matar, aun en
los casos en que sea necesario, es un trabajo desagradable. Igual que… bueno, igual
que recoger la basura. Eso también es una cosa necesaria, pero se encargan de ella
hombres que lo hacen como su oficio y no por placer. Si tropezaras con un hombre
que empleara sus vacaciones recogiendo basura lo clasificarías como un corrompido
y tendrías razón. Pero no llegaría a estar ni una décima parte tan corrompido como el
hombre que sale a disfrutar de sus vacaciones matando animales. Y esos malditos
cazadores muchas veces resultan incapaces que dejan escapar los animales heridos,
para sufrir y morir en forma horrible… y esos tipos lo hacen por placer, ¿eh?
—Tengo que marcharme, Rod, para cenar antes de comenzar mi turno en la
jefatura. ¿Quieres acompañarme a comer algo?
—Gracias, pero no tengo apetito. —No había comido desde el mediodía, pero las
copas que había tomado me quitaron las ganas de comer.
—Bueno. Nos veremos. Y ya te avisaré si le echamos el guante al asesino, aunque
seas tan blando de corazón que no quieras que lo tuesten.
Al llegar a la puerta se volvió:
—Gracias por la conferencia, Rod, pero maldito seas por ella. Dentro de dos
semanas saldré de vacaciones y había proyectado una excursión de caza. De todos
modos la llevaré a cabo, pero quizá la disfrute un poco menos que la del año pasado.
Adiós.

Página 71
Capítulo 8

Al día siguiente me levanté un poco tarde, salí a desayunar y al regreso, como a las
once, me puse a estudiar el resto de los papeles que contenía mi portafolios. Cuando
comenzó a oscurecer me bañé, rasuré y me cambié de ropa para acudir a mi cita con
Vangy.
Al llegar a la dirección que me había dado vi que era un edificio de
departamentos parecido al que tuvimos Robin y yo —en el que todavía vivía ésta—,
pero al otro extremo de la ciudad.
Me abrió por medio del portero eléctrico y como estaba en el primer piso subí por
la escalera. Encontré la puerta de su departamento entreabierta y penetré. Desde otra
habitación preguntó:
—¿Es Rod?
—El mismo, Vangy —le contesté.
—No me acabo de arreglar todavía. Toma asiento y estaré contigo en unos
cuantos minutos.
Me acomodé en el sofá y como esos cuantos minutos probablemente serían media
hora, tomé una revista. Pero en vez de hojearla me puse a examinar su salita comedor,
que estaba cómodamente amueblada, aunque un poco remilgada, para mi gusto. Y los
cuadros eran simplemente cuadros y no tenía librero, sino únicamente un revistero.
¿Habría estado yo aquí con anterioridad? Probablemente, puesto que Vangy me
echó en cara el haberla dejado plantada. No sé a qué incidente se podría referir. Desde
luego, pudiera haber sido en algún bar o restaurante, o quizá alguna fiesta en casa de
algunas amistades, pero de haber sido algún lugar al que yo la llevé, dudaba mucho
de que hubiera sido tan grosero como para dejarla allí, por ningún motivo.
Así es que tuve que haber estado aquí antes. ¿En cuántas ocasiones? Y por
casualidad, ¿habría estado aquí la noche del asesinato…?
¿Cuáles habrían sido mis relaciones con Vangy? Lo primero que tendría que hacer
sería conseguir las contestaciones a esas preguntas, antes de escuchar nada sobre la
oficina y los compañeros con quienes volvería a trabajar.
Traté de leer la revista y volví a escuchar la voz de Vangy:
—No tardaré Roddy. ¿Quieres preparar dos jaiboles?
Así es que ahora resultaba ser Roddy… Me sonó bastante prometedor, aunque me
quedé dudando si alguna vez me habría gustado que me llamasen por ese diminutivo.
Me pareció que no.
Al ratito salió de la otra habitación. Me puse de pie y la saludé.
Se veía muy guapa y elegante. ¡Estupenda!
—¿Te gusta…? —me preguntó, girando para lucir su vestido.
—Es muy lindo y estás más preciosa que nunca, Vangy.

Página 72
—Lo compré hoy especialmente por ti y excediéndome de la hora que tenemos
para almorzar.
—¡Está muy lindo! —repetí. No necesitaba haberlo comprado para
impresionarme o halagarme, pero seguramente no pensó en que cualquier vestido que
llevase, con excepción del que le vi el día anterior, en la oficina, sería para mí como
si lo estuviera estrenando. Las mujeres se podrían ahorrar muchísimo dinero en ropa,
si sus amigos, novios o esposos fuesen víctimas de amnesia con mayor frecuencia.
Se me acercó y me quedé con la tentación de si debería besarla. No me faltaban
ganas de meterle mano, pero no lo hice. En vez de eso, le pasé su jaibol y nos
sentamos en el sofá. Al momento se recorrió hacia mí. Estaba a mi lado izquierdo y
extendí mi brazo a su alrededor, para estar más a gusto. Hizo otro movimiento, para
quedar más pegada a mí. Por lo visto, habíamos tenido bastante intimidad antes.
Cada uno tomamos un sorbo de nuestro vaso y dejó el suyo en la mesita. Retuve
el mío en la mano, para no tener que decidir, todavía, si podría hacer mejor uso de mi
mano derecha.
—Vangy, ¿tuvimos buena amistad, antes? —le pregunté.
—Pues, sí… bastante buena.
—¿Tan buena como para que te pueda preguntar si intimamos?
Pasaron varios segundos sin que contestara, por lo que le dije:
—Mira, Vangy, tú sabes qué no recuerdo absolutamente nada de mi vida anterior
a la medianoche, hace ocho días. Pero solamente lo sabes en teoría, por llamarle así,
pues en realidad no alcanzas a comprender mi situación actual. De lo contrario,
simpatizarías conmigo y verías por qué tengo que enterarme de cosas como ésa.
Podrías darte cuenta de que no recuerdo nada de lo que pueda haber ocurrido entre
nosotros dos… así sea serio como trivial. Sin embargo, no te entra en la mollera que
también sufro una mutación al oscuro respecto a cualesquiera reacciones emocionales
que pude haber sentido hacia ti. ¿Verdad que no has entendido esa falla? ¿Cómo voy
a saber la forma en que debe conducirme contigo, si no puedo recordar hasta qué
grado llegó nuestra amistad…?
—Sí, ahora comprendo. Rod. La verdad es que no había pensado en eso. Pero
¿por qué no dejar la cosa así? Quiero decir que si no sientes ninguna emoción fuerte
hacia mí, será mejor comenzar desde el principio. Olvidarnos de lo pasado… si es
que pasó algo antes, ¿no te parece?
No era eso lo que yo quería, pero quizá sería mejor dejarlo así por aquella noche.
—Está bien —le dije—. Quizá sea lo más indicado… —Quité mi brazo de su
talle y me retiré ligeramente de ella en el sofá, haciendo como si fuese para tomar
otro sorbo de mi jaibol. Sentí que me estaba observando mientras bebía.
—¿Estás enojado conmigo, Roddy? Me refiero a que prefiera las cosas como te
acabo de indicar.
—Desde luego que no, Vangy. Simplemente se me ocurrió que si vamos a
comenzar desde el principio, ya me estaba tomando demasiada confianza, cuando,

Página 73
para mí, nos acabamos de conocer. Fíjese, señorita Wayne, que la he conocido
escasamente una media hora en total… diez minutos en el privado del señor Carver y
muy poco más que eso desde que llegué aquí.
Hizo Vangy un pucherito… se veía muy mona con la boquita fruncida, supongo
que debido a que lo hacía con gracia y coquetería. Además, su labio inferior, que
sobresalía, me estaba produciendo la tentación momentánea de probar a
mordisquearlo. Me aguanté, porque habría estropeado su atractivo gesto y también
pudiera haber dado comienzo a algo entre nosotros, que todavía no estaba seguro de
estar dispuesto a iniciar.
—Está bien, señor Britten —me dijo—. ¿O me permite que le llame Rod? A mí
puede llamarme Vangy…
—¡Perfectamente, Vangy! Y desde luego que te autorizo para que desde este
momento me llames Rod. Pero, por favor, Roddy no. Nunca me ha gustado ese
diminutivo. ¿Acaso me llamabas así, antes? ¿De veras…?
—Solamente de vez en cuando y eso más bien en guasa, porque sabía que
entonces no te gustaba.
—Y sigue sin gustarme. Me temo que continúo siendo el mismo tipo, con
memoria o sin ella. Y probablemente me gustarían, o no me gustarán, las mismas
cosas. —La miré de frente—. ¿Crees que será bueno eso, o no?
—Al hacerme esa pregunta, ¿no te estás olvidando de lo que acabamos de
decidir?
—Tienes razón, Vangy. Bueno, ¿cómo andas de apetito? ¿Hay algún lugar
especial en donde quisieras cenar esta noche?
—En donde tú gustes. Y… sí tengo apetito. Me la pasé sin almorzar mientras
andaba buscando este vestido.
—Entonces, vámonos a comer. Apuremos nuestros vasos.
En el coche, en un momento de debilidad, nuevamente puse mi brazo alrededor
de su cintura. Resultaba muy agradable abrazarla, estar con una muchacha bonita, que
no me tenía miedo ni se alejaba de mí, con la que no tenía que estar pendiente de cada
palabra que le dijese, por temor de decirle algo que no conviniera. ¿Por qué no podría
tener yo suficiente sentido común para olvidarme de Robin? Por los motivos que
fuesen, se había divorciado de mí… habíamos terminado… pero con mi brazo
alrededor de Vangy y mi mano apretando su brazo desnudo, suave y tibio, no podía
dejar de pensar en Robin.
—¿En qué estás pensando, Rod? —me preguntó mi compañera.
Hubiera sido una estupidez decírselo, por lo que contesté:
—Estoy cavilando con pesar sobre el hecho de que vamos a desperdiciar un par
de horas mientras me hablas de cosas tan prosaicas como la organización de la
agencia y las personas con las que trabajaré nuevamente. ¿Qué te parece si comienzas
a ponerme al corriente enseguida, Vangy? Los únicos a quienes he vuelto a tratar han
sido la recepcionista, creo que me dijo que se llama May Corbett, el señor Carver,

Página 74
Jonsey y tú. En cuanto a ti, puedes eliminarte, porque quieres que comencemos a
tratarnos como si no nos hubiésemos conocido antes. Por lo tanto, comienza con
antecedentes sobre los tres citados y continúa con los demás, por favor.
Empezó por Carver, quien le ocupó durante el resto del viaje hasta el centro. Gary
Cabot Carver, resultaba ser, como ya me lo había imaginado, todo un tipo. Era un
beodo simpático, cordial y alegre, que ingería whisky constantemente, pero nunca se
supo que llegase al punto de caerse de borracho y no obstante ese defecto era un
publicista muy bueno, que conocía el negocio perfectamente. Además, estando
embriagado o no —y solamente se encontraba en su juicio cabal durante la primera
hora o quizá hasta la segunda de cualquier día de trabajo—, advertía si los textos y
dibujos o fotografías para cualquier anuncio eran llamativos o no lo eran y podía
señalar con exactitud de qué defecto adolecía lo que no encontraba aceptable. Era un
vendedor excelente, de mucho empuje para tratar con la clientela, con la excepción de
unos pocos clientes que eran abstemios y odiaban la bebida, pero Carver era lo
bastante listo para dejar que alguno de los agentes tratase con aquellos clientes y se
mantuviese siempre en contacto con ellos.
—¿Se lleva bien con el personal, Vangy?
—Muy bien. No es tacaño ni demasiado exigente y nunca regaña a nadie a no ser
que tenga motivos de sobra para hacerlo. Además, es accesible y afable con el
personal.
—Y, ¿no peca de excesiva familiaridad, a veces…?
—¿Quieres decir con las empleadas? Pues… no, nada que pudiera ser enojoso
para una. Unas cuantas veces ha tratado de llevarme de paseo, pero está casado y yo
no salgo con hombres casados. Pude dárselo a entender en forma que ninguno de los
dos nos sentimos lastimados y hemos seguido en buena armonía.
De modo que Vangy no salía con hombres casados… Eso no parecía ajustarse
completamente a la verdad, ya que yo estuve casado hasta el jueves pasado y tuvimos
que haber salido juntos por lo menos una vez, para que me hubiera sido posible
dejarla plantada, como me dijo ella. Pero, por otro lado, se estaba tramitando mi
divorcio y en esas circunstancias hubiese sido muy probable que Vangy me
considerase como técnicamente casado, nada más. Seguramente que yo habría
pensado lo mismo. Es más, debo haberlo hecho así.
Estacioné mi coche enfrente de un pequeño restaurante francés que había
descubierto, o mejor dicho, vuelto a descubrir, unos días antes. La comida era
excelente y no había música que hiciese la competencia a la conversación de los
comensales. Decidí que sería mejor que terminásemos cuanto antes con los
antecedentes acerca de mis compañeros, por lo que mantuve la conversación sobre la
oficina mientras tomamos unos cócteles y cenamos. Cuando los nombres comenzaron
a multiplicarse tomé unas cuantas notas, pues sería muy difícil recordar veintitantos
nombres o apellidos así de golpe. Aunque según me dijo Vangy, conforme con lo

Página 75
dicho por Carver, tuve amistad con todos ellos, aunque no en forma íntima con
alguno.
Todo aquel relato nos tuvo ocupados durante la comida, el postre, café y coñac.
Me pareció que ya era suficiente. Al menos tendría una base para poder conocer al
personal de la agencia, quién era cada compañero y qué trabajo desempeñaba.
Entonces le pregunté a Vangy qué desearía hacer durante el resto de la velada,
pues solamente eran las nueve.
—Regresaremos a mi departamento, Rod. ¿No crees que allí podemos charlar
más a gusto que en cualquier otro lugar?
—Encantado de ir contigo, Vangy —le aseguré.
Esperé hasta que nuevamente iba manejando el coche y entonces le pregunté:
—Dime, ¿estuve contigo el lunes pasado, por la noche?
—Rod, convinimos en no hablar de nuestra amistad anterior.
—Mira, en lo que se refiere a las relaciones personales entre nosotros dos, estoy
dispuesto a olvidar el pasado y comenzar de nuevo, puesto que así lo deseas. De
todos modos ya olvidé por completo de lo que pudiese haber ocurrido entre nosotros.
Pero esa noche del lunes es algo diferente y de la mayor importancia, para mí. Ésa
fue la noche del asesinato de mi abuelita y me interesa muchísimo saber en dónde
estuve y a qué hora. Si estuvimos juntos, al menos podrías decirme el periodo de
tiempo.
—Estuviste conmigo durante bastante tiempo. Nos reunimos a las siete, igual que
hoy. También salimos a cenar y después regresamos a mi departamento. Saliste de allí
a las diez. Y eso es todo lo que puedo decirte.
—Gracias. ¿Estás bien segura sobre la hora en que me retiré de tu departamento?
—Sí… Cuestión de unos cuantos minutos antes o después de las diez. No podría
precisar la hora con exactitud absoluta. ¿Por qué tiene tanta importancia esa hora?
—Sencillamente porque estoy tratando de aclarar lo que sucedió conmigo. Es,
sobre todo, un enigma para mí, el motivo que tuve para ir a visitar a mi abuelita…
¿Por casualidad, no me podrías orientar sobre eso?
—No, Rod, no podría. Ignoro adónde te dirigías, ni qué era lo que pensabas hacer
cuando llegases, al abandonar mi departamento a las diez. Y ahora, ¿quieres hacerme
el favor de cambiar de tema?
Por el tono de su voz comprendí que no tenía otro remedio.
Llegamos a su departamento y preparé jaiboles. Choqué mi vaso contra el suyo y
brindé:
—¡Por nosotros, Vangy! ¡Nueva amistad y salud!
Durante mi visita me olvidaría del asesinato, de mi amnesia y de Robin. ¿Por qué
no habría de olvidarme de ella? Estábamos divorciados y no quería volverme a ver.
Vangy era lo que el doctor me habría recetado, si hubiese estado presente un doctor
para poderme recetar.

Página 76
Era Vangy muy linda, muy apetitosa para besarla, abrazarla y dormir con ella…
quizá.
Al menos, era besable, porque la estaba besando… y ella a mí. No se mostraba en
actitud pasiva, sino que me correspondía con ardor y me resultaba aquello sumamente
agradable. Como también el contacto de mi mano en la suave carne de su muslo y la
sedosa dureza del pequeño pero bien formado y enhiesto pecho que mi mano rodeó,
en la tibieza de su nido. Sentía unas ansias tremendas de acostarme con ella…
Mientras me besaba una oreja, me susurró:
—¡Un momento, Rod! Vamos a estropear mi vestido nuevecito… —Zafándose de
mis brazos, se dirigió a la otra habitación.
Regresó llevando encima una bata de seda que no tenía nada debajo… excepto el
cuerpo desnudo de Vangy. Volvió a acomodarse sobre mis rodillas y la abracé, pero
por encima de su bata.
Aunque mi voz no sonaba como mía, le dije:
—¡Vangy, te deseo…! Te deseo terriblemente, pero tengo que hablarte con
franqueza, porque no sé hasta qué punto te podrá afectar esto, si es que significa algo
para ti. Pero ¡maldito sea!, todavía estoy enamorado, quiero decir que me he
enamorado nuevamente, de Robin y aunque ella no me corresponde, eso no hace
variar mis sentimientos. Así es que no sería justo para ti, Vangy, si acaso significa
algo más que un rato de placer… y como te niegas a decirme cuáles fueron nuestras
relaciones anteriores…
Para entonces ya había brincado de mis rodillas y estaba de pie, muy derecha.
—Creo que será mejor que te marches, Rod —me dijo secamente.
—Lo siento, Vangy. Lo siento muchísimo…
—¡Hazme el favor de irte!
Me pareció que no cabía decirle nada más. Ya se lo había dicho y eran francas
mis palabras, pero no fueron las apropiadas. ¿Será posible —pensé—, tratar a las
mujeres en forma caballerosa y sin embargo, entenderse con ellas? ¿Sería eso lo que
habría sucedido entre Robin y yo? ¿En nuestras relaciones anteriores, habría
demasiado honrado con ella sobre algún punto? No, no creí que fuese eso. Era algo
más serio.
La puerta del departamento de Vangy se cerró a mi espalda. Con suavidad, pero
más definitivamente que si la hubiera cerrado ella de un portazo.
Claramente me indicó: ¡esto se acabó…!

Página 77
Capítulo 9

Subí a mi coche y me quedé sentado, sintiéndome muy decaído. No lo puse en


marcha porque no sabía adónde ir, si a mi departamento o a algún otro lugar y en este
último caso, a cuál lugar…
Eran las diez y cinco minutos. Aproximadamente la misma hora a la que había
salido de aquí ocho noches antes. La noche del asesinato.
Y ahora me apercibí de que probablemente he de haber salido bajo circunstancias
muy parecidas a las de esta noche. Pero no había dejado plantada a Vangy,
precisamente, sino que ella me echó. Lo que pasa es que las mujeres a veces ven las
cosas bajo otro punto de vista. ¿Qué quería decir yo con eso de a veces…? De plano
las juzgan en forma distinta… En el presente caso, lo más probable era que según su
interpretación, la dejé plantada. Nada más porque le dije que no la amaba.
Pero ¡con mil demonios!, no hubiera podido dejar de decírselo, especialmente en
vista de que no había sabido y todavía ignoraba yo, lo que hubiese habido entre
nosotros dos anteriormente. Si creía que me amaba y que yo estaba enamorado de
ella… si pensaba que nos casaríamos… habría sido una acción reprochable de mi
parte el haberme aprovechado de la situación, simplemente porque estaba muy
apetitosa, insinuante y complaciente en aquellos momentos en que también yo me
sentía tan enardecido.
Pero quizá lo que hice fue peor todavía. No podía saberlo, pero de cualquier
manera ya era demasiado tarde para enmendar lo sucedido hoy. Sentía el impulso de
regresar y disculparme y mentirle como un caballero, pero ya era demasiado tarde
para dar ese paso. Y lo peor del caso era que estaba empezando a sospechar y por
momentos aumentaba mi sospecha, de que acababa de hacer un ridículo espantoso…
que para Vangy aquello no habría pasado de ser, probablemente, una aventura
amorosa pasajera, o poco menos. Pero tuve que ser un estúpido y aclararle que no la
amaba, como si no hubiese sido suficiente el no haberle afirmado la inversa de
aquella exposición… Y para hacer el asunto todavía más ofensivo para Vangy, le
aseguré que deseaba a otra mujer con mucho mayor anhelo que a ella. Por simple
amor propio no pudo haber hecho otra cosa más que echarme a la calle… justamente
lo que hizo.
Rod Britten…, ¡un Don Juan de menor cuantía! Probablemente sería yo el único
hombre honrado y sincero que existía en el mundo… sí, probablemente. Pero al
mismo tiempo, el idiota más grande.
Aquí estaba sentado en mi coche, confuso, solitario y triste, en vez de estar…
pero mejor sería que no pensara en donde estaría y lo que estaría haciendo, si no
estuviese aquí.

Página 78
Lo mejor sería que fuese a embriagarme, o a mi casa a meterme debajo de la
regadera, con agua fría. Y no tenía caso ir a beber más whisky; demasiado había
estado bebiendo durante los últimos ocho días y no me sirvió de nada, excepto de
alivio momentáneo.
Era muy probable que eso fuera lo que hice al salir del departamento de Vangy
ocho noches antes. Y precisamente a esta misma hora, o unos pocos minutos antes.
Bueno, ¿no sería mejor que me olvidase de Vangy por ahora, mientras me ocupaba en
tratar de descubrir lo que hice entre el tiempo aquel y la hora en que Walter me
encontró en el centro?
Casi una hora y media de diferencia entre una y otra hora. Y del lugar en que me
encontraba solamente habría tardado quince minutos a pie, o cinco en un taxi, en
llegar a la casa de la abuela. Por lo tanto, quedaba cuando menos una hora y cuarto
durante la cual no sabía lo que hice. Suponía que la pasé en alguna taberna que
encontré por el camino, poniéndome una borrachera.
No era posible creer que a la hora que salí de la casa de Vangy, a las diez, pudiera
haber estado tan borracho como me encontraba cuando llegué a la casa de la abuelita,
a la medianoche. Lástima que no le pregunté a Vangy cómo me encontraba cuando la
fui a buscar a las siete en la ocasión anterior y si había bebido con exceso mientras
estuvimos juntos. Sabiendo eso habría dado un gran paso adelante.
Bueno, quizá sería mejor aún que tratase de localizar una taberna, o varias, entre
el sitio en que me encontraba y el centro. Y ésta era la hora indicada para mi
pesquisa, porque encontraría a los mismos cantineros de turno.
Puse el coche en marcha y me dirigí al centro por la ruta más lógica que pude
haber utilizado ocho días antes, bien fuese a pie o en taxi, es decir, por la Calle
Central. A las dos cuadras encontré una taberna, me estacioné, tomé una copa y
charlé con el cantinero. Sí, había estado de turno a esta misma hora, una semana
antes, pero no me recordaba. Y eso que era buen fisonomista, según él.
Para cuando llegué al crucero con la Calle Cuarta ya tenía visitadas siete cantinas,
con resultados negativos. Y solamente una de ellas se prestaba a tener duda. El
cantinero era nuevo, tenía solamente dos días trabajando allí, porque el anterior mozo
dejó su trabajo.
El único resultado positivo, hasta entonces, consistía en que me empujé siete
copas. Y, bueno, me había olvidado un poco de Vangy. Ya no me sentía tan necesitado
de un regaderazo de agua fría…
Salí y volví a tomar el volante. Por capricho se me ocurrió pasar delante de la
casa de la abuelita. La del vecino, Henderson, estaba a oscuras, así como la planta
baja de la nuestra pero vi una luz detrás de la cortina en la ventana de la recámara de
Arch. Usé mi propia llave para entrar, por no despertar a la señora Trent al tocar el
timbre, encendí la luz del vestíbulo y subí la escalera. Se escuchaba el sonido de la
máquina de escribir de Arch. La puerta de su habitación estaba abierta y lo vi sentado
ante su máquina. Al escuchar mis pasos volvió la cabeza.

Página 79
—¡Hola, Arch! —le dije—. Si voy a interrumpir en su trabajo a un genio como
tú…
—Pasa, Rod, pasa. Nada más estaba escribiendo unas cartas y ya iba a dejarlo, de
todos modos. ¿Se te ofrece algo?
—Nada en particular. Pasaba por aquí y al ver tu luz encendida se me ocurrió
pasar y charlar unos minutos, si no estabas ocupado. Sigo tratando de averiguar lo
que hice el lunes pasado, por la noche. Ya sé en donde estuve hasta las diez de la
noche.
—¿Quieres decir que comienzas a recordar? ¿Que te están volviendo a la
memoria los sucesos?
—No. Todavía no. Pero he sabido que hasta las diez de la noche estuve con una
amiga con quién tenía una cita.
—¿La conozco?
—No sé. Se llama Vangy Wayne. ¿La conoces, Arch?
—Hace mucho tiempo la conocí casualmente. Antes de casarte salías a pasear con
ella. Una rubia pequeñita, muy linda. Ahora estará tratando de echarte el anzuelo,
pensando que eres rico.
—¿Rico? Con veinte mil dólares no se es rico en estos tiempos.
—¿Le has dicho que nada más tendrás esa cantidad? No te olvides de las
exageraciones de los periódicos en relación con la fortuna de abuelita.
No se me había ocurrido eso, pero después de pensarlo por un momento, deseché
la idea. En primer lugar, todavía vivía mi abuelita cuando tuve mi anterior cita con
Vangy, hacía ocho días. Y esta noche, si sus intenciones fuesen mercenarias, no me
habría echado a la calle por lo que le dije. No obstante mi indiscreción me hubiera
dejado seguir allí, confiando en que las relaciones sexuales entre nosotros me
enredarían en lo emocional como fácilmente pudo haber ocurrido.
—No, Arch. No creo que se trate de eso —le dije.
—Tú tienes la creencia de que todas las mujeres son santas de yeso.
¡Vangy no lo era!, pensé, desanimado. Fuese santa o disoluta, lo cierto es que no
era de yeso… Me constaba, porque mis manos palparon su cuerpo al desnudo y lo
encontré suave, ardiente…, ¡delicioso!
Pero eso no era asunto de Arch, ni lo que deseaba preguntarle.
—Arch, ¿para qué tenía una pistola la abuelita?
—Por el mismo motivo que todos los dueños de casa que poseen un arma. Por si
se presentan ladrones.
—Y cuando llegó a presentarse uno, no le sirvió de nada. Al contrario, si el
asesino no hubiese encontrado esa pistola tan pronto como se coló en su oficina,
probablemente empuñándola cuando regresó ella, quizá estaría con vida todavía.
—De acuerdo. Ya le había indicado que de nada le serviría una pistola en un
cajón de su escritorio. Un ladrón no penetraría en su oficina cuando ella estuviese
sentada ante su escritorio. Y de ser un asaltante, se le presentaría con su propia pistola

Página 80
en la mano, lista para intimidarla. Así es que, ¿de qué le podría servir el tener una
pistola en su escritorio? Pero las mujeres siempre tienen que ser ilógicas sobre una
cosa u otra y ella tenía esa manía, entre muchas otras. Me dijo que se sentía más
segura teniendo una pistola a la mano.
—Pero, por Dios, ¿para qué una con un gatillo tan sensible?
—Primero adquirió un revólver, pero el llamador le resultó demasiado duro.
Descubrió que necesitaba usar ambas manos para apretarlo. Ya sabes que físicamente
era bastante débil. Así fue que lo devolvió y en cambio se trajo una pistola
automática, la que llevó con un armero para que le arreglase el gatillo en forma de
que quedara muy suavecito. Era buena la idea y no implicaba peligro, puesto que
tenía el seguro. La guardaba cargada y amartillada, pero con el seguro puesto. En
caso de querer dispararla lo único que tendría que hacer sería mover ligeramente el
seguro y el mismo peso de su dedo sobre el gatillo sería suficiente, sin tener que
apretarlo, siquiera.
—Walter Smith me informó que tú la disparaste accidentalmente, hace años —
comenté—. ¿Qué diantres andabas haciendo con el arma ésa?
—Por simple curiosidad la tomé una tarde, mientras ella estaba arriba echando su
siesta. Yo sabía que era muy liviana del gatillo, así es que no fue por eso por lo que se
me disparó. Cometí la estupidez tan usual de sacarle el cargador y creer que así queda
descargada y olvidé o no me di cuenta, de que se queda un cartucho en la cámara.
Entonces tiré del gatillo a propósito, con la idea de ver lo suave que era… y se
disparó.
—Te estuvo bien merecido, por andar curioseando. Pero respecto a ese llamador
tan suave…, ¿no podría indicar que la muerte de la abuela fue un accidente? ¿Que el
asesino le apuntó la pistola cuando entró ella, pero sin tener la intención de matarla?
—No, porque en ese caso, ¿para qué dispararle dos veces? Lo que creo es que ese
gatillo tan suave hizo que su primer disparo no le tocase a la abuelita, pues ha de
haber tenido su dedo sobre el gatillo cuando le movió el seguro, en el momento en
que alzaba la pistola para apuntarla. Por eso el primer disparo le falló en seis pies de
distancia, lo que indicaría una puntería pésima al disparar sobre una persona que está
tan sólo a unos doce pies de distancia. Pero el segundo disparo fue el de un buen
tirador. En la frente. Y aún con esa clase de gatillo podría dispararse accidentalmente
la primera vez, pero no dos veces seguidas.
Tapó Arch su máquina con la funda y se puso en pie.
—Voy a ir a la cocina a hacerme un emparedado. ¿Quieres uno?
—Gracias, pero no tengo apetito… Bajaré contigo, para echarle otro vistazo a la
oficina.
—Está bien, pero ¿para qué?
—No lo sé. Nada más quiero echarle una ojeada.
Me miró y sacudió la cabeza, pero no dijo nada más.

Página 81
Bajé junto con él y di vuelta en el corto pasillo por el que se llegaba a la pieza que
fue la oficina de la abuelita. Arch siguió hacia la cocina.
Penetré y prendí la luz. Enseguida di unos pasos atrás, al advertir que estaba
parado exactamente en el mismo sitio en que cayó muerta la pobre abuela.
Pensé que podría reconstruir lo que me sucedió allí. Con la intención que llevase,
penetré por la puerta principal. Caminé por el vestíbulo y al llegar al punto del que
partía el corto pasillo, he de haber dirigido una mirada al interior de la oficina, aun
suponiendo que no hubiese venido aquí para tratar algo con mi abuela. Y habría visto
que la puerta de su oficina estaba abierta y el cuerpo de ella yacía cerca de su puerta,
inmóvil… Entonces he de haber corrido a su lado para ayudarla, probablemente
creyendo que habría sufrido un ataque al corazón. En aquel momento he de haber
visto el orificio en su frente y me convencí de que se trataba de un homicidio.
Tal vez por eso sufrí el choque nervioso que me ocasionó la amnesia, aunque mi
mente siguió funcionando por lo menos un minuto más, puesto que me dirigí al
teléfono pasando por encima del cuerpo para hacerlo. Tomé la bocina y marqué el
número de la policía, acaso diciendo: «Tengo que notificarles un asesinato». El
agente a cargo de la sección del conmutador que recibió mi llamada en la jefatura
seguramente dijo: «Su nombre y dirección, por favor».
Y fue el momento en que se oscureció mi mente. No pude recordar mi nombre, ni
con quién estaba hablando, ni para qué lo llamé. Y desde ese momento ya no tenía
que reconstruir, sino que recordaba. La terrible espera, hasta que se presentó la
policía… esperando en una habitación desconocida para mí, haciéndole compañía a
una mujer desconocida, que había sido asesinada poco antes… Sin poder recordar
nada, ni mi propio nombre, ni lo que había ocurrido… Completamente confuso,
pensando si habría sido yo mismo el asesino. Todo el resto de aquella noche fue una
horrible pesadilla para mí, pero aquellos diez minutos o más, mientras estuve solo,
antes de que llegase la primera patrulla, me parecieron interminables, fue lo peor de
todo.
Me encontraba en tal estado de espanto y de confusión que ni se me ocurrió
buscar en mis bolsillos para encontrar mi cartera y en ésta, alguna identificación. Los
primeros patrulleros que llegaron sugirieron que buscase mí cartera y unos minutos
después se presentó el teniente Walter Smith, quien vino en la segunda radiopatrulla y
confirmó la identificación seguidamente, por la casualidad de que me conocía bien.
Y la señora Trent, a la que encontraron y despertaron al registrar toda la casa, les
dio el nombre del doctor Eggleston, el médico de la familia, al que llamaron. Después
supe también que el vecino, el abogado Henderson, estuvo pendiente al margen del
interrogatorio a que fui sometido, listo para solicitar un amparo en mi favor, en caso
de que fuese necesario. Afortunadamente, no lo fue.
Ahora me encontraba nuevamente en aquella pieza. Me dirigí al escritorio y me
quedé mirando al teléfono, el aparato que tuve en mi mano, lo primero que pude
recordar de aquella noche de pesadilla. Me hizo pensar en lo que le dije a Arch que

Página 82
era mi principal motivo para no querer ausentarme de la ciudad: «Él lugar para
encontrar una cosa es precisamente donde la perdiste». Me refería a mi memoria,
naturalmente.
Y fue en este preciso lugar, con el auricular en la mano, en donde la perdí…
Ahora, obedeciendo un repentino impulso, lo volví a levantar y me lo llevé al oído,
pero un minuto después lo volví a colocar en su lugar.
Detrás de mí escuché la voz de Arch, preguntándome con cierta curiosidad:
—Oye, ¿qué te traes…?
Se encontraba en la puerta de la oficina y como el vestíbulo está alfombrado, no
escuché sus pasos.
—Nada de particular —le contesté—. Pensé hacer una llamada y de repente me di
cuenta de lo tarde que es. Arch, ¿adónde fue a dar el disparo perdido?
Dio un paso a su izquierda y señaló un agujero en la pared, del que había sido
extraída una bala. Quedaba a unos cuatro pies de un lado de la puerta y solamente a
unos tres pies o menos, arriba del piso.
—¿Por qué motivo están todos tan seguros de que ambos disparos fueron hechos
uno enseguida del otro? —Me miró Arch con tanta extrañeza que le expliqué—: Lo
que me hace preguntar eso es el hecho de que Henderson creyó haber escuchado un
solo disparo a las once y media.
—Henderson no sabe lo que dice, Rod. Ten en cuenta que la habitación en que
dormía queda a bastante distancia, del otro lado de su casa. Y es muy probable que
uno de los dos disparos coincidiese con algún otro ruido, bien fuese dentro de su casa
o en el exterior y por lo tanto escuchó solamente uno de ellos.
Se acercó y sentándose en una esquina del escritorio, me preguntó:
—¿Por qué tiene que ser razonable que los dos disparos fuesen hechos a distinta
hora uno del otro? ¿Crees que hubo dos ladrones en una misma noche, o qué?
—Ojalá que tuviese menos incertidumbre en creer en uno solo. —Me miró con
gesto de fastidio—. Bueno, supongamos que estoy chiflado —le dije—. Pero muestra
una poca paciencia conmigo. Aparte del hecho de que coincide con la reconstrucción
más probable del asesinato, ¿existe alguna prueba de que esos dos disparos fueron
hechos uno detrás del otro?
—¿Cómo puede existir prueba alguna, si nadie escuchó los dos? Pero sí existe
prueba de que ambos disparos fueron hechos la misma noche… los casquillos.
—¿Qué quieres decir con eso?
Esta vez me miró con expresión de lástima.
—Verdaderamente no sabes nada sobre las armas de fuego. Las automáticas
arrojan los casquillos después de cada disparo, no se quedan dentro como sucede con
los cilindros de los revólveres. Y cuando la policía hizo un minucioso registro de esta
habitación, hallaron dos casquillos, de los dos disparos.
—¿En dónde? Yo no vi ninguno.

Página 83
—Tirados en el piso. No les pregunté el lugar exacto. Y tú no los habrías
encontrado a menos que hubieran estado a la vista, o que los hubieses buscado.
Bueno, cuando los polizontes revisaron la pieza, al llegar aquí, los hallaron en el piso.
Y aquella tarde no se encontraban aquí, ninguno de los dos, porque la Trent hace la
limpieza aquí en la tarde y aunque hubiese sido uno solo no habría dejado de barrerlo.
Oye, Rod, debes ser razonable. Dices que los dos disparos, uno después del otro, se
ajustan a la reconstrucción más probable, ¿puedes darme una reconstrucción que se
ajuste a que fuesen disparados en distintas ocasiones?
Tuve que reconocer que no podía hacerlo. Y me acordé de otra cosa que deseaba
probar y ahora sería una buena oportunidad. Le dije:
—Voy a salir por un minuto, Arch. Quiero cerciorarme de cómo se ve esta
habitación desde el exterior, mirando por la ventana, de noche y con la luz
encendida…
Salí por atrás, por la puerta de la cocina y me detuve un rato, para que mi vista se
acostumbrase a la luz de la luna y viese mejor. Recordé que ocho días antes había una
luna como la de esta noche.
Di la vuelta a la esquina de la casa y por la calzada me dirigí a la ventana que
estaba alumbrada. Busqué al grupo de arbustos entre los cuales me había dicho
Walter que descubrieron raspones en el suelo, como si alguien se hubiese ocultado
allí para espiar a la abuela hasta verla salir de su oficina.
La tierra estaba seca y endurecida, como estaba aquella noche. En el centro del
grupo de arbustos distinguí una parte despejada en la que me introduje para hacer una
prueba. Pude comprobar que era fácil que un hombre estuviese allí agazapado y
acechando por la ventana. Y después del oscurecer, aunque la luna brillase más que
en esta noche, sería casi imposible que el intruso fuese visto desde la calle y las
ventanas de cualquiera de las dos casas.
Alcanzaba a ver a Arch perfectamente, de la cintura para arriba, sentado sobre el
escritorio, terminando de comerse su emparedado. Si se hubiese sentado ante el
escritorio, podría haber visto su cabeza.
Y detrás de Arch alcanzaba a ver la única puerta de entrada a la habitación. Sí, el
lugar aquel, con la vista y los ángulos que se dominaban, hacía de él un punto de
observación perfecto. Me enderecé y caminé hacia la ventana. La grava de la calzada
delato mis pisadas y vi a Arch voltear la cara hacia la ventana. Preguntó:
—¿Eres tú, Rod?
Y le contesté:
—Sí. Regresaré en un momento.
La repisa de la ventana quedaba a unos cuatro pies de altura sobre el nivel del
jardincillo. Resultaba bien fácil meterse por ella, una vez que se hubiera cortado la
tela de alambre. Y esa operación fue hecha cuidadosamente en tres de los lados de la
ventana, muy pegado al marco, por lo que colgaba de arriba, como cortina. El corte
había sido hecho con cuchillo bien filoso y naturalmente desde el exterior, como se

Página 84
apreciaba por la forma en que estaban dobladas las puntas de los alambres. Pude
confirmar también lo que me indicó Walter Smith acerca del espejo que mi abuelita
había colgado para tapar el desperfecto en la pared, cuando se le fue un tiro a Arch al
estar entreteniéndose con la pistola, diez años atrás.
Colocándome a un lado de la ventana, alcanzaba a ver por el espejo la caja fuerte,
en su rincón. Ahora estaba cerrada, pero quedó abierta la noche del atentado,
mientras mi abuela fue a traer su vaso de leche. Y si el asesino conocía de antemano
el estado de cosas, pudo haberse asegurado de que la caja estaría abierta, antes de
cortar la tela y penetrar a la oficina.
Todo estaba tal como Walter me lo relató. No era que dudase de sus palabras, sino
que deseaba verlo por mí mismo. Y ya lo había visto.
Regresando hacia la cocina, al dar la vuelta a la esquina de la casa, me detuve
inconscientemente y me encontré mirando en dirección del garaje… me quedé
pensando, por un segundo, que estaba al borde de recordar algo… algo relacionado
con aquel garaje…
¿O se trataría solamente de mi imaginación? Me quedé inmóvil un minuto y la
memoria, o la sombra de una memoria, se esfumó y desapareció de mi mente, en vez
de fortalecerse. Pero era la primera vez que siquiera eso me había sucedido, desde
que padecía aquella amnesia. ¿Me volvería a suceder y con mayor fuerza? Sentía que
si alguna vez apareciese una grieta, por pequeña que fuese, en aquella muralla mental
tan pareja, toda ella se derrumbaría, permitiéndome después recordar todo.
Pero ¿realmente deseaba yo recordar todo? Mi mente consciente lo deseaba…
mas ¿no sería por lo menos probable que mi subconsciente tuviera algún buen motivo
para haber borrado mi memoria en tal forma? De no ser así, ¿por qué sentía aquel
apremio contra el tratamiento siquiátrico, al grado de que no podría forzarme a mí
mismo a consultar a un siquiatra?
Allí en la noche tibia, cerca de la puerta de la cocina, un calosfrío me recorrió la
espalda, cuando pensé en las deducciones que aquella idea acarreaba consigo.
«¿A qué le temía yo tanto…?» —me pregunté.
Regresé, atravesando la cocina en la oscuridad, hasta llegar al vestíbulo, donde la
luz seguía encendida.

Página 85
Capítulo 10

En aquel, momento salía Arch de la oficina de mi abuelita y extendió la mano para


apagar la luz allí.
—Arch, ¿tienes sueño, o podríamos platicar un rato? —le dije.
—No tengo sueño —contestó— y de todos modos dedicaría una hora a la lectura.
Pero escucha, si nada más deseas revolver de nueva cuenta ese fárrago de ideas que
tienes acerca del robo, te diré francamente que no me entusiasmarían tus intenciones.
—Bueno, llámalo de otro modo. Hablemos de mí mismo —le propuse—.
Naturalmente que el asesinato tendrá que mencionarse, saldrá a relucir porque tengo
una obsesión sobre el mismo y estoy tratando de descubrir a qué obedece. Hay algo…
es casi seguro que mi mente subconsciente recuerda algo, pero impide que mi mente
consciente lo asimile… algo que no deja aceptar el robo este en su significado literal.
No obstante, debo admitir, todas las indicaciones y la lógica.
—Bueno, vámonos a la sala. Es el lugar más cómodo.
Pasamos allá y cuando estuvimos sentados me dijo:
—Escucha, Rod, antes de que comiences, quiero decirte algo que he tenido
pendiente de preguntarte hace días y pudiera olvidarme de hacerlo, ahora que estás
aquí. ¿No quieres venir a vivir aquí, mientras se vende la casa?
—Creo que no —le contesté—. Mi motivo, que no sé si te parecerá bastante
bueno, es que no me agrada mucho la idea. Prefiero vivir solo y a mi modo. Sin
molestar a nadie… sin que nadie me moleste. Y, ¿por qué quieres que venga a vivir
aquí?
—Sencillamente debido a que los dos nos ahorraríamos dinero. Tú contribuirías
con tu parte en los gastos de la casa y el sueldo de la señora Trent. Pero no tendrías
que pagar ninguna renta y te resultaría mucho más económico que lo que estarás
gastando ahora. Además, por mi parte, resulta una tontería vivir solo en una casa de
esta amplitud y pagar el sueldo de una ama de llaves de tiempo completo.
—¿Por qué no rentas la casa y tomas tu departamentito de soltero en algún
edificio? De todos modos tendrás que hacerlo al venderse la casa, ¿verdad?
—Pues… aparte del sueldo de la señora Trent, no economizaría nada. Aquí no
pago renta, como tampoco la pagarías tú. Además, ya lo consulté con Hennig y me
dice que no sería fácil rentar una casa del tamaño de ésta, excepto con un contrato de
arrendamiento por largo tiempo, lo cual sería un gran inconveniente para su venta,
por lo que me aconsejó no hacer esa operación. Claro que podría ahorrar dinero
despidiendo a la señora Trent y cerrar la casa, excepto por un par de habitaciones para
mí solo, pero no podría cuidar la casa y el jardín para que estuviesen presentables.
Entonces resultaría que estando la propiedad descuidada y sucia, desanimaría a los
interesados en adquiriría. He estudiado el asunto desde todos los puntos de vista y me

Página 86
he convencido de que lo más conveniente es que vengas a vivir aquí. Tendrías tu
propia habitación, como la tienes ahora y no te costaría absolutamente nada el
hospedaje. Pagarías la mitad de los gastos caseros, pero indudablemente que te
resultaría menos costoso que tomar todas tus comidas fuera de la casa, como lo
vienes haciendo.
Era muy probable que me ahorraría dinero, pero no estaba dispuesto a hacerlo.
Sencillamente no quería vivir en este caserón. Y estaba seguro de que Arch no me
quería allí, excepto con el propósito de ahorrarle gastos.
—No, Arch. Aunque me resultara más económico, de cualquier manera no quiero
vivir aquí. Pero te haré una proposición que te resultará igualmente favorable. Tienes
razón en pensar que es conveniente que siga aquí la señora Trent, trabajando y
cuidando la casa para que no se deteriore más y sea más fácil venderla. Por lo tanto,
¿por qué no puede pagar la testamentaría el sueldo de la señora Trent hasta que se
venda la casa? Podrás convencer a Hennig sobre el particular si le dices que yo estoy
conforme con ello. Y en esa forma, indirectamente y con el tiempo, yo resultaré
pagando la mitad de su sueldo.
Desapareció de su cara el entrecejo que había estado mostrando y ansiosamente
me preguntó:
—¿Harías eso, Rod? Te lo agradezco mucho. Mañana le telefonearé a Hennig —
nuevamente se quedó pensativo y prosiguió—: Y como su cuarto y sus alimentos son
parte de su sueldo, ese arreglo implicaría que la testamentaría tendría que pagar
también la mitad de lo que se gaste aquí en comestibles, puesto que ella come tanto
como yo.
—No estires la cosa más que eso, Arch, porque te resultaría tan conveniente el
arreglo que tratarás de desanimar a los interesados en la compra, para seguir
aprovechándote de la situación.
—Yo no haría tal cosa, Rod —me aseguró. Pero noté algo en su expresión que me
hizo comprender que le había dado una buena idea.
De todos modos, tuvo una acción generosa para corresponderme.
—¿Te gustaría tomar una botella de cerveza fría mientras charlamos? Hay dos en
el refrigerador.
—¡Magnífico! Yo las traeré —le contesté—. Me ensucié las manos entre aquellos
arbustos y me las lavaré en la cocina.
—Las abriré mientras te lavas.
En la cocina me las arreglé para mirar por encima de su hombro al abrir el
refrigerador y vi que tenía por lo menos seis botellas de cerveza en el anaquel de
arriba. Sonreí con algo de desprecio. Me había dicho que tenía dos botellas para no
tener que ofrecerme otra más. Era muy cierto lo que decían de Arch, que amaba el
dinero como su propia vida. Nada más.
Regresamos a la sala con las botellas destapadas, los vasos y nos volvimos a
acomodar.

Página 87
—Arch, ¿crees que soy un sicopático? Espera, déjame cambiar mi pregunta. No
me importa lo que creas que soy ahora. Quiero saber lo que era antes de tener esta
amnesia.
—No, Rod; definitivamente, no. Desde luego, tenías algunas ideas raras, pero…
—¿Cuáles ideas eran raras?
—Tales como odiar el ir a cazar o a pescar. Y tus absurdas opiniones sobre la
política. Y el ser tan… tan susceptible. Dejabas que se aprovecharan de ti, con tal de
no tener la menor dificultad.
Lo de mis opiniones sobre asuntos políticos era algo nuevo para mí. No sabía que
tenía, o hubiese tenido, ningunas opiniones de esa índole. Pero tratándose de un
campo tan amplio como ése, las opiniones que pudiera haber sustentado tendrían que
haber sido bastante extremas para llegar a preocuparme seriamente. Y lo otro que
mencionó Arch me preocupaba aún menos; sí por no gozar causando dolor a animales
inofensivos me tildaran de ser sicopático, me quedaría muy conforme con esto.
—Además, hay otra cosa… —continuó Arch, titubeando.
—Sigue adelante. ¿Qué es?
—Pues que te intranquilizabas algo, de vez en cuando, por temor a que pudieras
volverte loco.
—¿Yo me sentía así? ¡Por Dios! Pero…, ¿por qué, si no me portaba como un
desequilibrado…?
—El motivo que tenías era que… bueno, supongo que nadie te lo habrá dicho,
pues no estarías preguntando en ese caso y me apena ser yo quien tenga que decírtelo.
Tu madre, la segunda esposa de nuestro padre, murió en un manicomio. Creo que no
recordarás, o la recordarías en absoluto antes de tu amnesia. Fue internada allí cuando
tú tendrías poco más de un año de edad. Y murió unos meses después.
—En aquel tiempo, tú tendrías unos seis años, Arch.
—Sí. La recuerdo algo, como mi madrastra. Papá tuvo mala suerte con sus
esposas. Yo tampoco recuerdo a mi madre, la que murió cuando era yo una criatura
de seis meses. Ella y papá tenían cuatro años de casados y yo nací en el tercer año
después de su matrimonio. Volvió a casarse, con tu madre, unos dos años después de
haber muerto la mía. Entonces contaría yo con unos dos años y medio, por lo que fue
mi madrastra hasta que tuve seis años, así es que la recuerdo muy bien.
»Y su madre, tu abuela Tuttle, se vino a vivir con nosotros al poco tiempo de
haber nacido tú, Rod. No recuerdo las circunstancias con exactitud y era demasiado
pequeño entonces para comprenderlas, pero es de suponer que la abuelita Tuttle vino
aquí porque tu madre comenzaba a mostrar su enfermedad mental y se necesitaba la
ayuda de la abuela en la casa. Supongo que después de la muerte de tu madre papá no
pensó en volver a contraer matrimonio y la abuela Tuttle se quedó para manejar la
casa y cuidarnos.
—¿Conoces algunos detalles sobre la demencia de mi madre, Arch?

Página 88
—Pues te diré que ha de haber tenido fases catatónicas. Recuerdo, cuando tenía
yo casi seis años, que a veces le hacía preguntas cuando se encontraba sentada, con la
mirada extraviada y ni siquiera me escuchaba. Recuerdo cuando se la llevaron al
manicomio y también haberme enterado después, al escuchar conversaciones de
personas mayores, que en dos ocasiones intentó quitarse la vida. Nunca supe en qué
forma lo intentó la primera vez, pero la segunda, según lo que recuerdo haber
escuchado, fue mediante el uso de unas tijeras. Entonces fue cuando se la llevaron a
un sanatorio, creo que particular. Ignoro cuál fue la causa de su fallecimiento, seis
meses después. Lo que te acabo de informar es todo cuanto recuerdo sobre el caso.
—Arch, ¿sabía yo eso cuando me casé con Robin?
—Debo decirte que, aunque parezca raro, no lo sabías. Nunca hablamos sobre el
particular y no sé por qué motivo siempre creí, sencillamente, que estarías enterado.
Pero luego, en una ocasión, hará uno o dos años, no recuerdo exactamente cuándo,
estábamos hablando y por algún motivo salió a relucir la enfermedad de tu madre y
entonces supe que no conocías las circunstancias en que murió y te lo dije.
—Arch, ¿sabes si Robin deseaba tener hijos? ¿Te hablé alguna vez sobre el
punto?
—No, no lo hiciste. No estoy enterado de eso.
Ahora creí saber. Por primera vez vislumbré algo serio que pudo haberse
interpuesto entre Robin y yo.
El motivo de nuestro divorcio, la razón por la que Robin no me quería dar
ninguna explicación, quedaba justificada ante tal situación. Habiendo sabido yo que
pudiera existir siquiera la posibilidad de una tendencia hereditaria y transmisible,
hacia el desequilibrio mental, habría desechado por completo la idea de procrear. Y si
el tener hijos hubiera sido importante para Robin…
Sentí ansias por salir de allí, por encontrarme a solas para cavilar sobre tan
inesperados informes. Me levanté y le dije:
—Gracias, Arch. Muchas gracias. Creo que lo que me acabas de informar
despejará por lo menos un punto muy importante para mí.
—No te preocupes por eso. Creo que estás tomando el asunto demasiado en serio,
como hiciste la vez anterior que te lo mencioné. Si consultaras alguna obra sobre la
siquiatría moderna verías que cada vez encuentra menos aceptación la creencia sobre
el peligro de que la demencia sea hereditaria. Exceptuando, particularmente, los casos
de inteligencia subnormal congénita, lo que no es aplicable en el tuyo.
—Has dicho que hay cada día menos aceptación, pero no implica eso la seguridad
absoluta, a mi entender —le contesté.
—Supongo que, en lo que se refiere a la mente humana, no puede existir ese
grado de seguridad. Dime, ¿cómo ha seguido funcionando tu Lincoln?
—Muy bien. —Su pregunta me recordó el momento en que me quedé inmóvil,
mirando hacia la cochera allá atrás, casi recordando algo—. Arch, ¿fuiste y regresaste
en tu coche al viajar a Chicago hace ocho días?

Página 89
—No. Hice el viaje rodando por ferrocarril. Calculé que me resultaría más
económico. ¿Por qué preguntas eso?
—Nada más se me ocurrió…
—Bueno, pues si estás pensando nuevamente en el asesinato de la abuelita, te diré
que mi coartada es irrefutable. La policía telefoneó a Chicago a la una de la mañana,
la señora Trent sabía en qué hotel iba a alojarme y estaba yo en mi habitación. Hasta
en avión es un viaje de tres a cuatro horas, tomando en cuenta el tiempo que ocupa el
trasladarse, de ida y regreso, a los aeropuertos. Además, pasé la noche en Chicago,
hasta casi la medianoche, con el gerente de una editorial, que publica obras teatrales
en un acto. El principal objeto de mi viaje fue para entrevistarme con él. Aparte de
que tenía otros asuntos que atender.
—No estaba pensando en eso, Arch. Confío plenamente en la opinión de Walter
Smith, en el sentido de que no eres sospechoso.
—Siendo así, ¿por qué no confías en su opinión de que tú tampoco lo eres?
Convéncete de que fue un robo común y corriente. Sin motivo alguno, estás
obsesionado por lo que se refiere al asesinato.
—Puede que tengas razón. Bueno, nos veremos, Arch.
Tomé mi coche, me fui a casa y me acosté. Pero no me podía dormir. Por fin
encendí la luz y me dispuse a leer un rato.
No encontré ningunos de mis libros, por haberme olvidado de avisar que me
enviasen de la bodega mi librero y mis libros. Las revistas que estaban sobre la
mesita al lado de mi cómodo sillón, las había leído ya. Pero recordé que en una de las
maletas en el armario había visto hacía algunos días, bastantes revistas. Saqué la
maleta y la abrí, encontrándome diez o doce revistas atrasadas, colocadas en dos
montones en el fondo de la maleta. La mayoría de ellas eran especiales para el
elemento femenino, Good Housekeeping, Mademoiselle McCall’s, que seguramente
compré para estudiar la técnica publicitaria, o quizá por contener anuncios redactados
por mí mismo y que desearía recordar. De cualquier manera, encontraría en ellas
bastante literatura novelesca que me entretendría hasta que tuviese más sueño.
Coloqué el primer montón sobre el otro y levanté los dos juntos, pero no me
llegué a levantar de la postura en que me encontraba, de rodillas. Cuidadosamente
dejé las revistas sobre el piso y contemplé, sin poder creer lo que mis ojos veían, lo
que había debajo de ellas, en el fondo de la maleta…
¡Era una pistola automática, negra! No la quise tocar.
Después de unos momentos me levanté y llamé por teléfono al grupo Homicidios
de la jefatura de policía, preguntando por el teniente Walter Smith. Me dijeron que
había salido, pero que no tardaría en regresar. Le dejé un recado urgente para que me
llamase tan pronto como llegara. No quería yo tener que tratar con otro detective, al
que tendría que darle explicaciones.
Me senté en mi sillón a esperar que sonase el teléfono. No traté de leer nada,
porque sabía que no podría entender ni un solo párrafo.

Página 90
Después de lo que me parecieron varios años de ansiosa espera, sonó el teléfono.
Era Walter. Le pregunté si podría pasar a verme enseguida y escuché un suspiro.
—Rod, ¿no puede esperar tu asunto? Estamos muy ocupados esta noche. Y
probablemente te has excitado mucho por algo que no merecerá tomarse en cuenta.
—Se trata de algo nuevo, Walter y de mucha importancia. Si quieres, iré yo a
verte…
—Bueno, si es tan importante pasaré a verte por unos minutos, tan pronto como
termine un informe. Tardaré una media hora.
Le di las gracias y me senté a esperar otros cuantos años más. Al rato decidí que
sería mejor que me vistiese, porque de todas maneras lo más probable es que tendría
que acompañar a Walter a la jefatura. Necesitaría éste que un experto en balística
examinara el arma para saber si era la de la abuelita, la misma con la que fue
asesinada. Hasta que se aclarase tal punto.
Una vez que me vestí me puse a examinar nuevamente la pistola, a la luz de la
lámpara del techo. La examiné detenidamente, sin tocarla, pero habiendo arrastrado
la maleta hasta el centro de mi pieza. Aunque entiendo muy poco sobre armas de
fuego, me percaté de que era una automática, seguramente calibre 32, pues me
pareció que no era bastante grande para ser una 45; la marca en la culata mostraba
que era Colt, lo cual no me sacaba de dudas, puesto que no supe la marca de la pistola
de la abuelita.
Me volví a sentar, en espera de Walter.
Si la pistola que estaba en la maleta resultara ser la de la abuela, desde luego que
no indicaba que yo fui su asesino, pero sí probaría definitivamente, sin lugar a dudas,
que su asesino no había sido un ladrón común y corriente que llevó a cabo un robo
igualmente común y corriente. Al estar el arma homicida en mi departamento querría
decir o que yo fui el matador, o que quien lo hubiese sido escondió el arma en el
lugar en que la encontré para hacerle creer a la policía que el asesino fui yo. Un
ladrón cualquiera no habría tenido motivo concebible alguno para correr el riesgo de
venir a hacer aquella maniobra aquí.
Pero si yo la había matado, eliminaba una de las dos oportunidades en las que
pudiera haberlo hecho, porque en tal caso el médico forense tendría que haberse
equivocado en una hora, antes o después, de la que él indicó como la de su muerte, o
sea a las once y media, siendo así que Walter Smith me encontró en el centro a esa
misma hora, minutos más o menos. Por otro lado, si le hubiese quitado la vida
alrededor de la medianoche no era posible que hubiese tenido tiempo de venir a mi
casa, esconder la pistola y regresar a la casa de mi abuelita para hacer la llamada
telefónica unos cuantos minutos después de la medianoche.
Hasta difícilmente pudiera haberla abatido a las once, regresando a mi casa para
esconder el arma y estar en el centro para la hora en que me encontró Walter Smith.
Pero ¿verdaderamente lo habría hecho yo…? Por muy desequilibrada que pudiera
haber estado mi mente, mi pensamiento siguió alguna pauta. ¿Qué clase de locura

Página 91
pudiera haberme hecho ir a mi casa después de asesinarla, dejar la pistola escondida,
ir al centro, donde me encontró Walter y luego regresar al lugar de los hechos y
telefonearle a la policía para avisarles que se cometió un crimen?
Repentinamente y por primera vez en ocho días, comencé a advertir lo ridículo
que era el estarme considerando yo mismo, ni siquiera remotamente, como el autor
del crimen. No se trataba de que verdaderamente me hubiese creído culpable, sino
simplemente que, hasta este momento, no había podido eliminar esa posibilidad, en
mi mente, no obstante que bastantes personas estuviesen absolutamente convencidas
de que era imposible que yo fuese el autor…
Pero, extrañamente, no me hacía que me sintiese más tranquilo, más feliz, el estar
pensando así ahora.
Por enésima vez volví a consultar mi reloj. Eran las tres y veinticinco minutos de
la madrugada, un poco más de una hora desde que hablé con Walter y media hora
desde que me contestó él. En ese momento escuché pasos en el corredor y fui a abrir
mi puerta.

Página 92
Capítulo 11

Penetró el teniente con aire muy despreocupado, diciéndome:


—¡Hola, Rod! ¿Qué es lo que te apura tanto? —Pero sin darme tiempo a
contestarle se dirigió a la maleta abierta, con el montón de revistas al lado y la pistola
en el fondo—. ¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Te encontraste eso y creíste haber
descubierto el arma homicida…! Si me lo hubieras dicho por teléfono me habrías
ahorrado el tiempo que he ocupado en venir.
Se dejó caer en mi sillón y me quedé contemplándolo, asombrado.
—¿Qué quieres decir, Walter? —le pregunté.
—Que esa pistola es tuya. Antes fue mía, pero te la vendí.
—¿Para qué te iba a comprar una pistola? No lo entiendo. Tú sabes que odio las
armas y que no las sé manejar.
—Hará como un año… no, un año y medio, hubo una pequeña oleada de asaltos y
robos allá por el oriente de la ciudad, por el rumbo donde vivías. Uno de los robos fue
cometido a una cuadra de distancia de tu departamento. Y un día me viniste a ver,
entonces estaba de guardia en el turno de día y me dijiste que tu esposa, Robin, estaba
muy alarmada y te venía insistiendo en que consiguieras una pistola, para tenerla a la
mano y que aunque tú no la querías te ibas a ver obligado a adquirirla con tal de
mantener la paz en el hogar. Querías saber sí necesitarías una licencia y te indiqué
que no, puesto que no sería tu intención portar el arma, sino guardarla en tu propio
domicilio.
»Entonces me preguntaste si sabía en dónde podría conseguir una de medio uso,
con el comentario jocoso de que no te importaba siquiera el detalle de que estuviera
inservible, toda vez que no esperabas hacer uso de ella jamás. Y añadiste que si un
ratero o ladrón llegara a introducirse en tu casa, estabas convencido de que Robin y tú
estarían más seguros sin tener ningún arma que teniéndola…
»Además, recuerdo que me dijiste que no obstante la racha de robos por tu
rumbo, opinabas que las probabilidades de que ocurriera un robo en tu departamento
serían de una contra mil. Pero que con tal de que Robin se tranquilizara al tener a la
mano una pistola, tendrías que acceder a sus deseos, haciéndole creer que estaba
cargada.
—¿Quieres decir que no está cargada ahora esa pistola?
—Ni siquiera tenías cartuchos para cargarla. Te ofrecí algunos y no los quisiste
tomar. Esa pistola dispara bien, pero se embala algunas veces. La llevé con dos
armeros distintos para que la compusieran, pero lo más que consiguieron fue que no
se embalase más de una vez en doce disparos, o cosa así. Por eso te la vendí muy
barata, por quince dólares. Ya me había comprado yo un revólver, que era el que
portaba y esa automática nada más me servía de estorbo en mi escritorio.

Página 93
—Me parece que es una 32, igual calibre que la de la abuelita, ¿no, Walt?
—Precisamente. Y, por coincidencia, las dos de la misma marca, Colt. La revisaré
para estar seguro. —Se levantó para dirigirse hacia la maleta.
—No la toques hasta que estés seguro. Walter. Yo no la he querido tocar y por eso
te pedí que vinieras, en vez de llevártela. Porque si resultase ser la pistola de mi
abuelita…
Con un lápiz en la mano se inclinó sobre la maleta, alzó el arma metiendo el lápiz
dentro del cañón y le dio la vuelta para revisarla por la parte de abajo.
—Sin la menor duda, Rod, ésta es la que te vendí. La reconozco muy bien por
esta pequeña desconchadura que tiene en la cacha. —Empuñó entonces la pistola por
la culata y se guardó el lápiz. Sacó el cargador, jaló atrás la corredera y la aseguró en
posición de abierta. Trajo la pistola entonces debajo de la lámpara de mesa y examinó
el interior del cañón. Refunfuñando me dijo—: Está lleno de polvo y pelusa. Bonito
modo de cuidar un arma… Y la corredera está igualmente sucia. Esta pistola no ha
tenido un cartucho dentro desde que te la vendí y mucho menos puede haber sido
disparada… ¿Ya estás satisfecho?
—Sí. Y muchas gracias. Siento mucho haberte molestado, pero no me sentía nada
bien ni antes de encontrarme la pistola y me ha hecho pasar una hora muy mala.
¿Quieres tomarte un trago?
—No, gracias. Estoy de guardia. Pero parece que tú lo necesitas.
Pensé que tenía razón, que me caería bien, pues me sentía algo nervioso.
Comencé a preparármelo.
—¿Todavía tienes una ligera sospecha de que puedes haber sido el asesino? ¿O te
habrá curado esta demostración?
—Supongo que me habrá curado —le contesté.
—Pues ya déjate de suposiciones. El tener esta pistola no te va a hacer ningún
beneficio. ¿Quieres que me lleve y te la venda? Alguno de los muchachos podría
quedarse con ella como refacción, o para practicar el tiro al blanco. Para tirar al
blanco no importa que una pistola se atore de vez en cuando. Probablemente te podré
conseguir tus quince dólares.
—Trato hecho, Walter. Véndela por lo que puedas conseguir, con la condición de
que cuando tengas una noche libre nos gastaremos juntos el importe de la venta. Oye,
pero hay una cosa que me intriga un poco. ¿Para qué demonios pude haber traído esa
pistola cuando dejé… mi casa? Para nada hubiera querido esa arma.
—Es muy fácil adivinar la contestación. Tu esposa estaba en la creencia de que
estaba cargada todo el tiempo. Si se la hubieses dejado en vez de traértela, hubieras
tenido que confesarle que no estaba cargada y que ni siquiera tuviste cartuchos para
cargarla. Esa explicación te habría resultado un poco embarazosa, especialmente sí
deseabas mantener relaciones amistosas con ella y siendo que ya tenía algún fuerte
motivo de queja en contra tuya.

Página 94
—Ésa es una explicación muy lógica —le dije, convencido—. Walter, debieras
ser detective.
—Eso mismo estaba pensando yo. Bueno, será mejor que regrese a la jefatura y
por lo menos haga el papel de detective, para justificar que me sigan pagando. ¡Hasta
la vista, Rod! Y deja de seguir mortificándote con ideas absurdas, muchacho.
Me quedé pensando en lo sensato y razonable que era Walter. Cuando yo
encontrase las contestaciones a las incógnitas que todavía me atormentaban, en
relación con la noche del asesinato, seguramente que resultarían ser tan simples como
la de la explicación de por qué me habría encontrado aquella pistola en mi maleta. El
tiempo comprendido entre las diez y las once y media de aquella noche quedaba
fácilmente explicado. Después de salir del departamento de Vangy tuve que haber
estado bebiendo bastante, bien fuese solo o acompañado, en algún lugar. Y después
de todo, ¿qué importaba si nunca llegaba a saber el lugar exacto en donde me estuve
embriagando?
Pero si alguna vez lo recordase, sin duda que encontraría que tuve algún motivo,
simple y lógico, para haberme dirigido a la casa de la abuelita después de las once y
media de la noche. Probablemente fui con la intención de hablar con Arch. Pudiera
haber sabido, o no, que éste estaría en Chicago, pero aun sabiéndolo, era muy posible
que me hubiese olvidado del hecho, a consecuencia de las copas que tomé. Ni
siquiera era necesario que tuviese alguna razón para querer verlo. Quizá simplemente
me sentía triste y sentimental y deseaba hablar con alguien, con cualquiera, aunque
fuese con Arch. Y las once y media de noche no es una hora apropiada para visitar a
ninguna persona, con el único objeto de platicar, a menos que sepa uno, como he de
haber sabido respecto a Arch, que rara vez se acuestan antes de la una o las dos de la
mañana.
Finalmente me desvestí y volví a meterme en la cama, pero ya clareaba el día
cuando me dormí. Desperté casi al mediodía y estaba lloviendo… un día gris y
tristón… mi último día antes de regresar a la oficina y ya había perdido la mitad del
mismo.
Ocupé lo que quedaba del día en la biblioteca pública, revisando los pocos libros
que tenían, de publicación reciente, sobre la redacción de textos publicitarios. Lo que
leí lo encontré sencillo y conocido para mí, por lo que me animé pensando que no
sería difícil volver a mis actividades anteriores.
Eran las cinco de la tarde cuando abandoné la biblioteca y llamé por teléfono a
Pete Radik para invitarlo a cenar conmigo. Se lamentó muchísimo de no poder hacer
una cita.
—Ojalá pudiese, Rod —me explicó—, pero tengo un compromiso anterior y es
muy importante para mí no faltar a esa cita. Con gusto te invitaría a que nos
acompañases, pero se trata de un negocio y solamente te aburrirías por completo.
—No te preocupes, Pete. Ya nos veremos otra noche.

Página 95
—Se trata del representante de una editorial de Nueva York, que está haciendo un
viaje de exploración. Estoy escribiendo un libro… sobre sicología, naturalmente.
Anoche, en el hotel en que se aloja, leyó mis primeros capítulos y tenemos una cita
para cenar juntos esta noche, con objeto de tratar el asunto. Todavía ignoro si le han
parecido aceptables o no. Pero te diré por qué es de mucha importancia para mí esta
cita… si por suerte lo encuentro algo entusiasmado con mi trabajo, quiero tratar de
conseguir que la editorial que representa me haga un anticipo, a cuenta de los
derechos de autor, sobre mi libro. Eso me permitiría seguir trabajando con mi libro
durante todo el verano, aunque solamente obtuviera un anticipo de doscientos
dólares. De lo contrario tendré que aceptar dar algunas clases de cursos de verano y
limitarme a trabajar en mi obra únicamente por las noches. Pero si tuviese libre todo
el verano, probablemente podría terminar mi libro.
—Si no consigues ese anticipo, Pete, te puedo prestar esos doscientos dólares.
Mañana reanudaré mi trabajo en la agencia, así es que ni me sería necesario pedirle
esa cantidad a la testamentaría.
—Gracias, Rod, pero no aceptaría tu amable ofrecimiento. No quiero adquirir una
deuda simplemente para tener el verano disponible. Un anticipo de la editorial sería
algo distinto, puesto que no tendría que devolver ese dinero, sino que saldría de lo
que me correspondería por derechos de autor. Además, tendría casi la absoluta
seguridad, al recibir tal anticipo, de que mi obra sería aceptada para su impresión al
tenerla terminada. De todos modos te quedo muy agradecido por tu ofrecimiento.
Especialmente cuando se trata de un tipo a quien solamente has visto una vez en tu
vida, según lo que recuerdas. ¿O es que ya estás comenzando a recordar algunas
cosas?
—Nada absolutamente, Pete. Sigo enfrentado a una pared sin puertas ni ventanas.
Bueno, un día de éstos te volveré a llamar.
—¡Un momento, Rod! ¿Tienes algo que hacer esta noche, después de cenar?
¿Alguna cita…?
—No, todavía no.
—Te pregunto porque no estoy seguro si después de cenar seguiré en compañía
de este señor, o no, aunque creo que no, debido a que nada más permanecerá aquí
unos cuantos días y tiene que entrevistarse con muchas personas. Por eso, creo que lo
más probable es que tan pronto como terminemos de cenar se despida de mí, porque
tendrá que hablar con alguna otra persona. Y como vamos a cenar bastante temprano,
a las seis, me parece muy probable que nos despidamos luego. Por lo tanto, hay la
probabilidad de que me encuentre en casa alrededor de las ocho y media, o quizá
antes de esa hora. Así es que si estás libre entonces, me podrías llamar y venir a
platicar un rato, si estoy en casa.
—Está bien, Pete, probablemente haré eso.
Cuando colgué la bocina me quedé pensando en quién podría encontrar para que
me acompañase a cenar. Me hubiera gustado Andy Henderson, pues me agradó su

Página 96
compañía unos días antes, cuando comimos juntos. Pero estaba casado y ya eran más
de las cinco de la tarde… Verdaderamente no era buena hora para andar llamando a
nadie, por lo que decidí ir a cenar solo. Después de comer me metí en un cine y al
salir, poco después de las ocho, volví a llamar a Pete.
—Acabo de llegar —me dijo— y me alegro que llamases anticipándote a la hora
que te dije. Ven para acá enseguida, Rod.
—¿Llevaré una botella de champaña para celebrar tu éxito?
—Puedes traer una botella de cerveza, en señal de condolencia.
—¿Así de mala resultó la entrevista?
—No fue tan mala. Te lo contaré cuando llegues.
—Bueno, pero hablando en serio, ¿quieres que lleve algo para beber?
—Si te conformas con cerveza, no necesitas traer nada. Tengo media docena de
botellas en el refrigerador y por mi parte prefiero esa bebida ligera, porque tengo que
trabajar mañana.
—Yo también. Bueno, beberemos tu cerveza fría.
Saqué mi coche del estacionamiento donde lo había dejado y me dirigí al
departamento de mi amigo. Esperé hasta que estuvimos cómodamente sentados, con
sendos vasos de cerveza bien fría por delante, antes de pedirle detalles sobre su
entrevista con el representante de la editorial.
—Verdaderamente su opinión fue muy halagüeña. Le gustaron los cinco capítulos
que llevo escritos y me aseguró que existe una excelente oportunidad de que acepten
mi libro para su publicación, cuando lo termine. Me hizo que le prometiese darles la
primera oportunidad para tratarlo. Pero me informó que no está autorizado para
aprobar un anticipo sobre una obra, a base de la primera lectura… la parte que llevo
escrita la tendría que aprobar uno de los funcionarios. El puesto de éste señor es el de
primer o segundo lector; puede leer algún trabajo y pasarlo a la editorial con su
aprobación y recomendaciones, pero no puede llegar a adquirir un compromiso de
compra de la obra. Y el dar un anticipo viene a ser el equivalente de comprar… y aún
más arriesgado, porque yo podría, por ejemplo, comenzar mi obra en forma muy
prometedora y fallarle al ir llegando al final.
—O ser atropellado por un camión de carga.
—Precisamente. Me ofreció llevarle mis cinco capítulos a la editorial, a su
regreso a Nueva York y hacer lo posible por conseguirme ese anticipo, pero… No me
conviene, Rod. Lo que he hecho es el borrador, en papel amarillo y no saqué copias
con papel carbón. Tendría miedo de dejarlo salir de mis manos para que fuese tan
lejos… En caso de extravío lo tendría que escribir todo nuevamente. Varios meses de
trabajo, comprenderás. Y otra cosa, además, es que sin poder consultar lo que he
escrito no podría seguir adelante con mi trabajo y sólo Dios sabría el tiempo que
tardarían en decidir lo que harían, allá en la editorial.
»Desde luego que podría volver a escribir en máquina esos cinco capítulos, con
copias al carbón y hasta ir puliendo el texto, pero la verdad es que sería mucho

Página 97
trabajo y pérdida de tiempo, para tratar de conseguir ese anticipo. Después tendría
que volver a escribir todo a máquina, al terminar mi libro, porque todavía no estoy
preparado para la versión definitiva. ¡Ni modo! No me mataré por tener que dar
clases durante el verano y durante mis horas libres seguiré escribiendo.
—Si no quieres aceptar mi préstamo, deja que adquiera una participación
financiera en el mismo. Así no me deberías nada hasta que fuese publicado y hubiese
ventas suficientes para que me liquidases. En esa forma tendrías disponibles los
fondos que necesitas para dedicarte exclusivamente a tu libro durante el verano.
—Sería demasiado arriesgado para nosotros dos, puesto que ni siquiera podemos
adivinar qué porcentaje de mis probables utilidades te podría ceder a cambio de qué
cantidad de dinero anticipado. Pudiera no ser un éxito y que mi utilidad se redujese a
unos cuantos cientos de dólares, en cuyo caso resultarías perdiendo. También podría
resultar un libro que encontrase mucha demanda, debido a que está escrito para los
legos en la materia, por lo que bien pudiera tener mucho éxito y en ese caso llegarías
a recibir miles de dólares a cambio de un albur de doscientos y entonces el engañado
sería yo… Pero, espera un momento. Te diré la clase de apuesta que haría contigo.
Apuesta pareja, doble o nada. Acepto tus doscientos dólares y si el libro se vende
satisfactoriamente, te pagaré cuatrocientos.
—Estás sobreestimando las probabilidades en contra de su venta, Pete. Pero si
deseas que tenga yo una probabilidad de percibir una utilidad, para contrarrestar la
posibilidad de que pueda sufrir una pérdida, te daré los doscientos y me devuelves
doscientos cincuenta si se vende bien.
Finalmente nos pusimos de acuerdo en que fuesen trescientos los que me
devolvería, aunque yo creía que llevaba él desventaja en el trato y Pete opinaba en
sentido contrario. Supongo que así deben ser los tratos. Como quiera que fuese,
quedaría en condiciones de trabajar durante todo el verano exclusivamente
escribiendo su libro, como él deseaba hacer.
Brindamos con otra botella de cerveza cada uno y después le pregunté:
—Pete, ¿te molestaría que volviese a hacer algunas preguntas acerca de mí
mismo?
—De ninguna manera. Pregúntame lo que quieras.
—Bueno… es algo de mínima importancia, pero Arch me hizo sentir curiosidad
al decirme que yo tenía ideas locas sobre asuntos de política. No recuerdo cuáles
pudieran haber sido… y mis opiniones sobre todo lo demás parecen ser las mismas
que tuve antes de mi amnesia. No llegué a preguntar a Arch sobre dichas opiniones,
porque salió algo de mayor importancia en nuestra conversación, pero me quedé con
la curiosidad de conocerlas.
—Creo que tú mismo podrás contestar tu pregunta, Rod. ¿Qué es lo que opinas
sobre cuestiones políticas? Espera, deja que te dé un norte haciendo mi pregunta más
específica. ¿Qué sistema de gobierno crees que sea el mejor entre, digamos el
socialismo, la democracia capitalista y el comunismo?

Página 98
—¿Cómo escribes ese comunismo? ¿Con una c minúscula, o sea el comunismo
considerado en forma abstracta y no el comunismo, escrito con C mayúscula, en que
lo han convertido los comunistas de oficio?
—Correcto, Rod. Con c minúscula.
—En tal caso, no veo que pueda existir gran diferencia entre esos sistemas.
Cualquiera de ellos puede ser muy aceptable, así como también cualquiera de ellos
puede ser corrompido al grado de convertirse en una tiranía intolerable… como Stalin
hizo del comunismo, como Hitler hizo del socialismo. Y como ha sido hecho aquí, en
estos Estados Unidos con la democracia, aunque en muy pequeña escala, como
cuando un jefe político se adueña del poder en un Estado o ciudad y la maneja a su
antojo. Nunca ha ocurrido eso aquí en gran escala, pero podría suceder… si alguna
vez llegamos a sentirnos demasiado hambrientos o desesperados. No veo que lo
importante sea el sistema que se adopte, sino la forma en que se maneje el sistema
que sea. Si me inclino en favor de la democracia será simplemente porque ése es el
sistema que tenemos aquí y es mucho más práctico seguir adelante con él y hacer que
funcione satisfactoriamente para todos los ciudadanos, que sufrir todo el dolor,
angustia y agonía que implicaría el cambiar a otro sistema que fácilmente pudiera
resultar equivocado…
—Me parece estar escuchando un disco grabado por ti mismo. Ésas eran
exactamente tus opiniones anteriores. Y te diré que Arch ha sido partidario de cada
uno de esos tres sistemas y en distintas épocas hasta con fanatismo bastante
exagerado, pero lo ha hecho tomándolos individualmente, uno por uno, sin llegar
siquiera a comprender que otra persona pudiese ser tolerante con los tres,
simultáneamente. Yo me coloco en una posición intermedia, así es que no sé cuál de
los dos está chiflado.
—¿De cuál sistema es partidario Arch ahora?
—No he hablado con él sobre ideologías recientemente, pero como ahora tiene un
capital de unos veinte mil dólares, o más, es muy fácil adivinar de cuál ha de ser
partidario… Naturalmente, del sistema que no le arrebate lo que posee. Bueno, ¿qué
otra cosa deseas preguntarme?
—Quiero que me informes sobre lo que opinan en la actualidad los hombres más
destacados en la materia, bien sea en favor o en contra, en cuanto a que la demencia
pueda ser hereditaria.
—Esto no te atañe en lo personal Rod. O acaso… espera, ¿acaso lo estás
creyendo así? Estoy recordando que en una ocasión, hará ya más de un año, me
hiciste la misma pregunta, pero entonces lo hiciste como en forma casual,
deslizándola entre otras preguntas sobre sicología. ¿De qué se trata, amigo?
—Te lo explicaré —le contesté—. Pero primero contesta mi pregunta, ¿quieres?
Y de preferencia, en la misma forma en que me la contestaste en aquella ocasión. A
menos que desde entonces hayas aprendido algo nuevo sobre el tema.

Página 99
—No, no hay nada nuevo en relación con eso. Sin duda que te he de haber
contestado que la locura no es hereditaria, pero que sí lo puede ser una tendencia
hacia la locura. Nadie nace demente, aunque desde luego algunos nacen con la mente
poco desarrollada, lo que es la causa del cretinismo, mongolismo y taras como ésas.
Pero supongo que no será lo que te interesa.
—No, no lo es. Continúa.
Los tipos de demencia adquirida, esquizofrenia, paranoia y las distintas sicosis, se
producen debido a presiones morbosas en la vida del individuo. Pero está
comprobado y aceptado que podemos heredar una tendencia fuerte a sucumbir ante
tales presiones morbosas. Probablemente la mitad, por lo menos, de las personas
reconocidas como dementes, digamos las recluidas en manicomios, nacieron con una
tendencia hereditaria, bien fuese directa o colateral, hacia la locura… una
predisposición a mostrar síntomas mentales ante la presencia de presiones morbosas.
Y si esa predisposición es suficientemente fuerte, encontrarán presiones morbosas
entre las molestias y problemas que diariamente tenemos todos, pero que la mayoría
de nosotros pasamos por alto, como cosas naturales en la vida. ¿Te parece suficiente
mi contestación, o quieres que prosiga?
—Es suficiente Pete, gracias.
—¿Acaso es personal tu interés en el tema?
—Preferiría no… Bueno, ¿por qué demonios no he de exponerte el caso? Mi
madre murió en un manicomio, cuando yo tenía solamente un año de edad.
—¿Qué tipo de demencia padeció?
Le dije lo poco que sabía acerca de sus periodos catatónicos y su tentativa de
suicidio.
—Probablemente maníaca depresiva —me dijo—. ¿No sabes si tenía periodos de
júbilo y de excitación?
—No, no lo sé. ¿Habría alguna diferencia entre que fuese maníaca depresiva o
esquizofrénica?
—Pues… no, supongo que no.
—Pete, ahora me imagino lo que pudo haber ocurrido entre Robin y yo. O al
menos, parte de ello. Creo que cuando nos casamos no estaba enterado de lo de mi
madre, sino que lo supe después. Probablemente Robin deseaba tener hijos y me he
de haber opuesto a procrear cuando me enteré de los antecedentes sobre mi madre.
No debí haber querido tener familia y correr ese riesgo…
—Y, ¿le explicarías todo a Robin?
—No lo sé, pero creo que sí lo he de haber hecho, porque creo que sospecha
sobre mi cordura. Es más, estoy casi seguro de que cree que yo maté a mi abuelita…
—¡Por Dios! ¿Qué te hace pensar eso?
Le expliqué la actitud de Robin hacia mí en general y especialmente aquella
mirada de terror que sorprendí en su rostro recientemente.

Página 100
—No me gusta esa situación, Rod: que Robin pueda tener esa creencia. ¿No está
enterada de que has sido descartado definitivamente como sospechoso por la policía,
con base en testimonios y pruebas conclusivas, que demuestran la imposibilidad de
que tú hubieses sido?
—No está enterada de los detalles. Supongo que solamente sabe lo que habrá
leído en la prensa. Lo cual querría decir que sabe que la policía no sospecha de mí…
pero podría creer ella que estaban equivocados. Lo que quizá…
—¿Quizá, qué?
—Lo que quizá indicaría que tiene ella algún motivo para pensar así. Y el único
motivo que se me ocurre es uno sobre el que no quiero pensar. Que pudiera haber
mostrado durante nuestra vida matrimonial suficientes síntomas de desarreglo mental
para hacerle creer que era posible haberme convertido en un loco homicida.
—Rod, voy a tener que hablar con Robin.
—No, por favor, no vayas a verla. No servirá de nada y, no, será mejor que no
hables con ella.
—Todavía estás enamorado de ella, ¿verdad?
—Sí. Todavía, o nuevamente. Ahora me he convencido de que no debiera haber
ido a visitarla. En eso sí tuvo mucha razón Arch. Y después, por algunos días, tuve la
tonta esperanza de poder recuperarla. Eso fue antes de saber, o de volver a saber,
mejor dicho, lo de mi propia tara mental heredada. Lo mejor que puedo hacer sobre
Robin, por su bien y por el mío propio es dejarla en paz y tratar de olvidarla por
completo. Tengo la idea, Pete, de que mi mente subconsciente ha sabido eso todo el
tiempo, que lo único que debo hacer es olvidar a Robin y que ése es el motivo por el
que siento ese impedimento preciso a someterme a tratamiento siquiátrico para
recuperar mi memoria.
—Pero si de todos modos la amas, ¿qué importaría eso? —preguntó Pete, algo
desconcertado.
—No lo sé. Pero tal impedimento me sigue dominando.
—Bueno, me voy, porque son las once y necesito dormir bien para poder
comenzar a trabajar de nuevo, mañana. Muchas gracias por todo, Pete, incluso la
cerveza.

Página 101
Capítulo 12

A las nueve en punto de la mañana siguiente me presenté en las oficinas de la


Agencia Carver. Al llegar me saludó con una amistosa sonrisa May Corbett, la
recepcionista y encargada del conmutador, con la que hablé en mi anterior visita.
—¡Hola, Rod! —exclamó—. ¡Cuánto gusto en verte de regreso!
—¡Buenos días, May. El gusto es mío! ¿Quieres indicarme adónde me debo
dirigir?
—Me encargó Jonsey que te dijera que fueses con él cuando llegaras. ¿Lo
conocerás, verdad? Creo que hablaron en la oficina del señor Carver el lunes.
—Así fue. ¿Cuál es su oficina, May?
—La que está al lado de la del señor Carver. Del mismo lado del pasillo.
Encontré la puerta abierta y penetré. Al verme, se levantó Jonsey de su escritorio
y salió a mi encuentro para estrecharme la mano.
—Toma asiento aquí un momento, Rod y enseguida te llevaré a tu propia oficina.
¿Quieres que te presente a todo el personal, o prefieres volver a conocerlos uno por
uno, según vayas entrando en contacto con ellos?
Volvió a tomar asiento ante su escritorio y yo tomé la silla al lado del mismo.
—Creo que sería mejor uno a uno —le dije—. Mencionó mi propia oficina…,
¿acaso tengo mi privado?
—La mitad de uno: lo compartes con Charles Grainger.
—Ah, sí. Un tipo de cuerpo grande, de mediana edad, calvo, que ya tiene diez o
doce años trabajando aquí. Su especialidad son las campañas de publicidad directa;
escribe magníficamente cartas de propaganda. —Me miró Jonsey un momento con
expresión de sorpresa—. No, no es que esté recordando todo eso —le indiqué—.
Vangy me puso al corriente sobre el personal y puse especial atención respecto a los
otros cuatro redactores de publicidad, porque estaré en contacto más frecuente con
ellos que con los otros compañeros.
—Muy bien pensado. A ese paso, Rod, no tardarás en reanudar tu rutina anterior.
¿Cómo te fue con esos papeles? —Señaló con la cabeza el portafolios que estaba
sobre mis rodillas.
—Muy bien, señor Jonsey. Si no llegué antes a redactar mejores anuncios que
ésos, creo que nuevamente los podré hacer iguales, si no es que mejores, en cuanto
empiece.
—Probablemente serán mejores, al llegar con nuevos puntos de vista. Oye y deja
de llamarme señor. Aquí todos me llaman Jonsey, o George. ¿Estudiaste el expediente
de la fábrica de medias Lee?
—Seguramente. Con especial atención hacia las ilustraciones.

Página 102
—Muy bien. En eso quiere Carver que te ponga a trabajar primero. Tenemos que
presentarles nuestra campaña de promoción para Navidad. Sí, estamos a principios de
junio y en este negocio ésa es la fecha en la que empezamos a pensar en la Navidad.
Desde luego, comprenderás que la propaganda que tenemos que hacerles es en el
sentido de que las medias de nailon representan un regalo de Navidad perfecto.
Exótico y práctico, al mismo tiempo. Y desde un par hasta una docena de pares. La
fábrica Lee va a presentar paquetes de un par, tres, seis y doce pares, en envolturas
apropiadas para la Navidad. A la medida de toda mujer y del bolsillo de todo hombre.
—Ummm —comenté—. Propaganda de medias para Navidad… «Llene su media
de Navidad con medias Lee…». ¡Olvídate de eso, Jonsey! Es una birria…
—No puedo juzgar si lo será o no. Éste no es mi departamento. ¡Ah! y antes de
que se me olvide: cuando quieras saber algo en relación con nuestro sistema de
trabajo, distribución del mismo, cheques de nómina, anticipos, ven conmigo. Pero
cuando se trate de discutir el mérito de alguna idea para la publicidad, consulta a
Carver. Al principio de mis actividades aquí, me arriesgué varias veces a decirle a los
redactores que tal o cual idea era mala o buena, en mi opinión y probablemente me
equivoqué cada vez que lo hice. Así es que ahora procuro no repetir mis consejos
sobre lo que no entiendo. Escucha, me dijo Carver que te indicara que puedes pasar a
consultarlo tan pronto como tengas algunas ideas que quieras someterle.
—¿Debiera hacerlo hoy mismo, o esperar hasta que tenga bastantes ideas nuevas?
—Yo diría que si tienes algo que presentarle, para comenzar, debes hacerlo esta
misma tarde. Eso te evitaría el que te fueras de frente, en dirección errónea, en caso
dado. Y también desea que, especialmente mientras te orientas, lo consultes cuantas
veces lo necesites.
—Por regla general, ¿cuántas veces acostumbraba ir con él, antes?
—Tantas como querías. El jefe trabaja en continuo contacto con los redactores.
Cada uno pasa a su privado por lo menos una vez al día, aunque sea por unos cuantos
minutos, para consultas. De paso te diré que sus opiniones son bastante valiosas, no
importa que las emita por la mañana temprano, o al finalizar la tarde. Conoce a fondo
su negocio.
—Lo cual viene siendo el modo diplomático de Jonsey de decir que no importa
que esté sobrio, o que se encuentre borrachito, ¿no?
—Exactamente —continuó Jonsey, riendo—. Bueno, ¿deseas saber alguna otra
cosa?
—De momento, creo que no. Será bueno que comience a desquitar mi sueldo.
¿Por dónde me voy?
Salió al corredor conmigo y señalando con el dedo me indicó:
—Ése es el departamento de trazado, ahí al fondo. Es un salón grande. A la
derecha verás una puerta con un letrero que dice Hombres y que necesitarás saber su
localización. En el lado opuesto del pasillo hay otra, en la que dice Mujeres, pero no

Página 103
vayas a creer que eso quiere decir lo que Ralph Ericson quiso dar a entender cuando
vino temprano una mañana y colocó una luz roja encima de esa puerta.
—Me gustará volver a conocer a Ralph.
—Ya conocerás a ese tipo. Pero dijiste que uno por uno, así es que comenzaremos
con tu compañero de celda…
Dimos vuelta a una esquina del pasillo y allí estaba una puerta que mostraba mi
nombre y el de Charles Grainger. Un hombre corpulento, de mediana edad y calvo,
que estaba sentado ante uno de los dos escritorios, volteó la cabeza al oírnos entrar.
Sonriendo extendió la mano y me dijo:
—¿Qué tal Rod? Te he extrañado bastante.
—Bueno, aquí te lo dejo, Charlie. Hazlo tomar su tiempo en reanudar sus labores.
Tomé asiento ante mi escritorio y Charlie me dijo:
—No agarres un lápiz, ni pongas los pies sobre tu escritorio.
—¿Cómo…?
—Ésa es nuestra clave, la forma en que trabajamos para que ninguno de los dos
interrumpa al otro cuando esté trabajando o cavilando constructivamente. Ambos
estamos de acuerdo en que la mejor postura para desarrollar ideas provechosas es
alzando los pies sobre el escritorio. De modo que cuando uno u otro está sentado en
esa postura, se entiende que estamos en medio de profundas ideas creativas y el otro
no interrumpe. Ni tampoco cuando tenemos un lápiz en la mano, estemos escribiendo
en ese momento, o no. O bien cuando giramos en nuestros sillones, para quedar de
frente a nuestras máquinas de escribir. Exceptuando dichas circunstancias, estamos
libres para platicar cuanto se nos antoje, sobre cualquier tópico.
—Me parece un sistema estupendo. Bueno, no agarraré mi lápiz todavía. Hasta
que estés listo para seguir trabajando.
—Nunca estaré listo, pero tendré que hacerlo al cabo de un rato. Tengo entre
manos un trabajo urgente. Me dicen que te vas a encargar de la campaña publicitaria
de las medias Lee. Puedes tomarte un mes para desarrollarla, así es que no te
esfuerces demasiado. Por lo pronto, te puedes pasar este primer día adaptándote al
ambiente de nuevo.
Charlamos durante un rato y después suspiró hondamente Charlie y me indicó
que tendría que volver a trabajar. Tomó su lápiz en la mano y se volvió hacia su
escritorio.
Pensé que sería bueno comenzar por vaciar mi portafolios. Coloqué la carpeta de
las medias Lee en una esquina de mi escritorio, puesto que la necesitaría por algún
tiempo para referirme a ella y las demás en un montón aparte, para devolvérselas a
Jonsey.
Revisé mi escritorio para ver qué tenía como equipo de trabajo y lo encontré
satisfactorio. Probé mi máquina de escribir y trabajaba bien. Puse un block de papel
frente a mí y traté de concentrar mi pensamiento sobre la propaganda de las medias
como regalo de Navidad. Pensando y pensando me encontré haciendo dibujos de

Página 104
pantorrillas femeninas luciendo medias finas y por lo que vi era bastante buen
dibujante, porque se veían como piernas de mujer. Es más, se parecían a las piernas
de Robin…
Como no estaba adelantando mucho en mi trabajo en esa forma, subí los pies
encima del escritorio y traté de discurrir. Y pensé, no porque deseara hacerlo, sino
porque simplemente lo hice, en Robin.
Haciendo eso tampoco adelantaba nada, por lo que abrí la carpeta de las medias
Lee y empecé a estudiar nuevamente los anuncios que ya les habíamos publicado con
anterioridad y al cabo de un rato comenzaron a fluir algunas ideas. Tomé mi lápiz y
me puse a anotar las que me parecieron buenas.
Vi a Charlie Grainger levantar la bocina del teléfono sobre su escritorio y dijo:
—¡Hola! Comunícame con el gran jefe, ¿quieres? —Y unos momentos después
—: Habla Grainger, señor Carver. ¿Tiene unos minutos disponibles…? Muy bien,
voy allá enseguida.
Tomó un montón de papeles de su escritorio y salió con ellos en la mano.
Hice unas cuantas anotaciones más, que me servirían para desarrollar ideas
nuevas, porque en sí todavía no lo eran. Escuché un discreto toque en la puerta y
seguidamente se abrió, penetrando un individuo a quien no reconocí.
—¡Hola, Rod! —me dijo—. ¿Cómo te va? Soy Harry Weston. —Era otro de los
redactores de textos.
—Estoy empezando —le contesté—. Despacio, pero espero que con seguridad y
confianza.
—Pasé a saludarte y para ver si te podría dar una ayudadita, en caso de que la
necesites. Esta mañana tengo tiempo de sobra. Jonsey me pasó un trabajito que
calculó tardaría medio día en terminarlo y lo dejé listo en la primera media hora. De
casualidad le atiné al ángulo perfecto inmediatamente y no podría mejorar mi texto
aunque me pasara una semana tratando de hacerlo. Pero como no conviene entregarlo
tan pronto, evitando precedentes perjudiciales para nosotros, estoy matando el
tiempo. Entiendo que te han dado el encargo de la campaña de las medias Lee, para la
Navidad.
—Así es. Y estoy comenzando a tener unos cuantos destellos de ideas para
desarrollarlas. Te agradezco tu ofrecimiento de ayuda, pero creo que será preferible
que descubra lo que pueda hacer por mi propia cuenta. Si al cabo de un buen rato me
encuentro embrollado, puede ser que acepte tu oferta de ayuda.
—Muy bien, Rod, cuando gustes. Bueno, siendo así, desearás trabajar en paz, por
lo que no te quitaré el tiempo. Pero me gustaría que fuésemos a almorzar juntos. ¿Te
parece bien?
—Con mucho gusto. ¿A qué hora se sale al almuerzo aquí?
—Escalonamos las horas. Tú sales de doce a una y yo salgo por lo general de una
a dos, pero podré hacer un cambio con algún otro, o arreglar la cosa sin ningún
cambio, para que nuestras horas coincidan. Pasaré por aquí a las doce.

Página 105
Cuando se marchó me puse a trabajar con mayor interés y adelanté hasta el punto
de preparar el borrador de un anuncio, correspondiente a una de las mejores ideas que
había tenido. Era un poco atrevido pero sin embargo, muy apropiado para Esquire o
Playboy, aunque no para la revista Ladies’ Home Journal. Me esperaría hasta
informarme sobre las revistas en que serían insertados, antes de seguir adelante y
quizá resultar con haber perdido el tiempo.
Regresó Grainger, pero al verme trabajando no me habló. Entonces solté mi lápiz
y le pregunté:
—¿Le gustó a Carver lo que estás haciendo?
—No. Dice que es una porquería. Y lo peor del caso es que tiene razón. Tengo
que hacerlo todo nuevo. Pero siquiera sé por dónde empezar, debido a que me sugirió
una idea nueva.
Ya se encontraba sentado frente a su máquina, colocó papel en el rodillo y
comenzó a teclear, por lo que dejé de charlar.
Repentinamente sonó el teléfono sobre mi escritorio. Tomé la bocina creyendo
que sería, Carver. Pero no era el jefe.
—Rod, habla el doctor Eggleston. El martes pasado quedamos en que dentro de
una semana pasarías por mi consultorio para examinarte otra vez. Ya han pasado dos
días más. ¿Qué tal si hacemos una cita?
—Con gusto, doctor. Dispénseme, pero me había olvidado de nuestro arreglo,
aunque de todas maneras pensaba pasar a verlo.
—¿Te ocurre algo?
—No, excepto que no estoy durmiendo bien. Y como desde hoy estoy
nuevamente en mi trabajo, no puedo andar desvelándome. Pensé que me podría
recetar algunas pastillas calmantes, o algo así.
—Seguramente. Aparte de tu insomnio, ¿te sientes bien?
—Muy bien, doctor, gracias. Respecto a la cita. ¿Tiene usted consultas nocturnas,
doctor?
—No trabajo en la noche si lo puedo evitar. Y me parece que en esta ocasión
podré hacerlo. Tú sales de la agencia a las cinco, ¿no?
—Sí, doctor.
—Bueno, ya sabes que mi consultorio está en el centro, justamente a una cuadra
de distancia de tu oficina. El edificio de la Union Trust, en la esquina de las Calles
Braddock y Cuatro. Puedes estar aquí en cinco minutos. Por lo general salgo a las
cinco, pero te esperaré.
—Perfectamente, doctor y muchas gracias. Estaré ahí lo más pronto que me sea
posible, después de las cinco. ¿No será muy entretenido el examen, verdad?
—Quiero hacerte un examen físico bastante minucioso, así es que podrás calcular
que tardaré una media hora, por lo menos.
Continué trabajando y haciendo verdaderos progresos y sin haberme dado cuenta
de la hora llegó Harry Weston y me dijo que eran ya las doce…

Página 106
Salimos juntos y de paso le dejé a Jonsey las otras carpetas y le informé que me
quedaría con la de Lee unos cuantos días más.
Mientras comimos Harry y yo estuvimos hablando principalmente sobre nuestro
trabajo en la agencia y llegué a conocer nuevos detalles y datos que no recordaba.
También tuve el gusto de confirmar algo que aquel medio día allí me pareció
habérmelo indicado, o sea que se trabajaba muy a gusto. Lo que se tomaba en cuenta
eran los resultados que se rendían. Nadie parecía preocuparse por las visitas que se
hacían de una oficina a otra, ni con la frecuencia de los retardos o faltas, dentro de lo
razonable, con tal de cumplir con el trabajo que se le había asignado y tenerlo bien
hecho. Era la opinión de Carver que la publicidad era un trabajo creador y que esa
clase de trabajo es algo que no se puede exigir que nadie lo lleve a cabo durante siete
horas diarias, durante cinco días cada semana. Que un momento de inspiración era
más valioso que una semana de ajetreo laborioso y que los momentos de inspiración
hay más posibilidad de tenerlos en un ambiente de libertad y compañerismo que en
uno de rígida disciplina. Pensé que me iba a gustar trabajar para Gary Cabot Carver.
Aparentemente me había gustado antes y me fue bien en todos sentidos en la agencia.
Y hasta podía uno emular a Carver, me dijo Weston, echándose unos tragos
durante las horas de trabajo.
—¿En alguna ocasión bebí durante mi trabajo? —le pregunté.
—Un traguito, generalmente por procurar ser sociable. Nunca tuviste que hacerlo
para inspirarte cuando te atascabas en algo al desempeñar tus labores. No, Rod, no
eres muy afecto a la bebida. La única vez que te he visto bastante pasadito fue la
noche del lunes, hace una semana.
En aquel momento estaba yo alzando mi taza de café y con la impresión que
recibí me tembló tanto la mano que derramé parte del líquido en el platillo. Solté la
taza y azorado le pregunté:
—¿Es decir, la noche del asesinato…?
—Sí. Es cierto que no recordarías eso. El origen de tu amnesia fue el haber
encontrado el cadáver de tu abuelita, ¿no es así?
—Creo que sí. Al menos, comenzó como a esa hora. ¿En dónde me viste y
cuándo?
—Te presentaste en mi departamento, poco después de las diez.
—Y, ¿en dónde está tu departamento, Harry? Espera un momento, para que te
explique por qué estoy tan interesado y el motivo que tengo para que probablemente
te haga muchas preguntas. Desde aquella noche he estado tratando de reconstruir con
exactitud cuanto hice durante esa misma noche. Y resulta que existe un intervalo
inexplicable entre las diez y las once y media… ¿Cuánto me podrías aclarar de ese
periodo de tiempo? Es sumamente importante para mí saber eso, Harry.
—Pues creo que te lo puedo descifrar casi todo. Vivo en el número 1218 de
Renwood, que son departamentos para solteros. Tocaste mi timbre después de las
diez de la noche, unos cinco o diez minutos pasadas las diez. No pudo haber sido más

Página 107
tarde. Habías estado bebiendo, pero no te encontrabas verdaderamente borracho. Por
tu aspecto y tu modo de proceder advertí que te hallabas en un estado de profunda
depresión. Tenías grandes deseos de continuar ingiriendo alcohol, pero no querías
beber solo y estuviste insistiendo en que te acompañase.
—Y, ¿lo hiciste?
—Sí. En caso de haber tenido algo que beber en mi casa, te habría retenido allí,
pero más temprano me tomé la última copa que quedaba. Fuimos a la cantina en la
Calle Carr, a la vuelta de la esquina de mi calle. De la que es dueño Pete Ringold.
Solamente estuvimos allí una hora, pero ¡por Dios!, qué modo de beber el tuyo.
Parecía como si tuvieras la intención de quedarte inconsciente y lo más pronto que
pudieses.
Comencé a entrever algunos detalles. El domicilio de Harry quedaba muy cerca
del departamento de Vangy, solamente a dos cuadras de distancia, pero más en
dirección a las afueras de la ciudad. Por ese motivo no localicé ese lugar en el que
estuve bebiendo tan copiosamente, entre el domicilio de Vangy y el sitio, en el centro,
en que me encontró Walter Smith. La cantina de Pete Ringold no quedaba entre esos
dos puntos, sino dos cuadras a un lado.
Entonces resultaba que habiendo salido de visitar a Vangy a las diez, decidí, con
sobrados motivos, ¡maldito sea!, desquitarme del malestar y humillación que he de
haber sentido, poniéndome una buena borrachera, que me haría olvidar aquello. Pero
no queriendo beber yo solo y sabiendo que mi compañero y amigo Harry vivía allí
cerca, fui con él para tratar de convencerlo y que me acompañase. Y lo hice
seguidamente. El tiempo que tardé en llegar con él, cinco a diez minutos, coincidía
perfectamente.
—¿Te dije de dónde venía, compañero?
—No harías una cosa así. Rod. Eres todo un caballero. Pero por deducción muy
simple… Llegaste a mi casa a pie. Estaba mirando por una de mis ventanas y te vi,
como también advertí la dirección de que venías. Y antes de salir de mi alojamiento
te facilité dos pedazos de «Kleenex» y te puse frente a un espejo, para que te
limpiases el lápiz de labios que te manchaba la cara. Con tales datos, ¿quieres que te
diga de dónde venías y quién es de suponer que acababas de dejar?
—No —le contesté.
—Muy bien, entonces no mencionaremos nombres. De todos modos, es obvio
que no hubo nada más emocionante que un intercambio de besos, ya que de lo
contrario no habrías salido de allí a las diez.
—Vamos a atenernos a lo que ocurrió después de que llegué a tu departamento,
Harry. ¿Salimos seguidamente rumbo a la cantina?
—No. Unos diez minutos después, porque tuve que vestirme.
—Y, ¿te vestiste para acompañarme, nada más?
—Amigo, te encontrabas muy triste y decaído. De veras necesitabas compañía esa
noche. Y lo peor era que no querías desahogar contándome tus penas, aunque me

Página 108
pude imaginar qué era lo que te afligía, con tu divorcio próximo a fallarse… al día
siguiente. Desde luego, me sentía algo intrigado sobre lo que habría ocurrido entre tú
y Vang…, ¡caramba!, casi mencioné un nombre y habíamos quedado en no hacerlo.
Pero por el motivo que fuese, te falló el consuelo que habías buscado y como
sustituto buscaste el whisky.
—¿Hasta qué punto llegaba mi embriaguez cuando llegué a tu casa?
—No era mucha. Un poco borrachito, nada más. Al grado en que, normalmente,
te habrías sentido alegre.
—Dices que no quería hablarte de mis penas. ¿De qué te hablé?
—Durante un rato, unos diez minutos, hablamos sobre coches, especialmente ese
Lincoln tuyo, que se encontraba en un taller mecánico, haciéndole algunas
reparaciones a la carrocería. Un desconocido te golpeó de costado, maltratando una
portezuela y una salpicadera, estando tu coche estacionado. Yo entiendo muy poco de
coches, nunca he tenido uno propio, pero seguí la corriente haciéndote preguntas para
que continuaras hablando. Durante un rato estuviste muy a tu gusto, pero de pronto se
terminó tu conversación y concentraste toda tu atención en la bebida. Cuando te hacía
alguna pregunta para continuar charlando, no te podía sacar más de un sí o un no… ni
una palabra más.
—¿Qué tanto bebí, Harry?
—Demasiado. No sé exactamente cuántos vasitos. ¿Te interesa mucho saberlo?
Podría tratar de recordar las tandas.
—No te molestes. Al cabo, no importa.
—Estuvimos sentados ante el mostrador y le ordenaste al cantinero que dejase la
botella de whisky delante de nosotros. Durante un rato los estabas apurando tan
rápidamente que ni te ocupabas de llamarlo cada vez, para que las sirviera. Y lo peor
es que lo estabas tomando solo. Ni tocabas el vaso de agua que tenías a la mano.
—¡Qué idiota estaría hecho, por Dios!
—Traté de convencerte para que dejaras de beber tan seguido, pero como no me
prestabas atención pensé que con un poco más que bebieses estarías en condiciones
de dejarme que te llevase a mi alojamiento, a la vuelta de la esquina y te dejara caer
sobre mi cama extra, para que al dormirte olvidaras tus penas durante el resto de la
noche. Pero de repente te llegó una gran idea y por tu propia voluntad dejaste de
seguir tomando.
—¿Cuál fue esa idea genial?
—No quisiste revelármela. Pero de repente, como te dije, te llegó, a eso de las
once. La única explicación tuya fue la de que te acababa de llegar una idea sobre algo
que tenías que hacer y saliste de allí como un cohete. Nuestra conversación había
llegado a un punto muerto y antes de ese momento llevabas diez minutos sin decir
una palabra, por lo que no tuve el menor indicio acerca de lo que se te ocurrió tan
repentinamente. Pero con aquel motivo pareciste animarte, sentir alegría, por lo que
supuse que tu repentina idea no sería la de llegar a tu casa con objeto de rebanarte el

Página 109
pescuezo, así que no quise discutir contigo. Tuve la sospecha de que quizá habrías
decidido regresar con… es decir, al lugar en que te embarraron de lápiz de labios. Y
pensé que quizá sería eso lo que mejor te sentaría.
—¿Salí corriendo, sin disculparme, siquiera, después de haber hecho que te
vistieras para salir a hacerme compañía?
—¡Oh, no! Te disculpaste y tampoco dejaste de pagar la cuenta del cantinero,
pero de todos modos te fuiste a la carrera. Te pregunté si no querías que telefonease
pidiendo un taxi, pero dijiste que no, que sería mejor que fueras a pie, al menos parte
de la distancia, para refrescar tu cabeza por el camino.
En caso de que mi repentina decisión hubiera sido la de ir a la casa de mi abuelita,
aquello aclaraba todo, hasta el momento de llegar allá.
—Lo que me has comunicado aclara muchos puntos que hasta ahora resultaban
incomprensibles para mí —le dije—. Muchísimas gracias, Harry.
—Bueno, Rod, tenemos que regresar a las minas de diamantes, a continuar con
nuestro trabajo. Ya nos hemos retrasado unos cuantos minutos… ¡Vámonos!

Página 110
Capítulo 13

Charlie Grainger no estaba en su escritorio cuando regresé a nuestra oficina. Llegué


con diez minutos de retraso y él se fue a la una.
Sentándome ante mi escritorio y antes de volver a cavilar sobre las medias Lee
para Navidad, me puse a pensar un poco más sobre lo que Harry Weston me acababa
de decir.
Llenaba el vacío y aclaraba el punto de la forma en que ocupé mi tiempo hasta la
hora en que llegué a la casa de mi abuelita. Pero quedaba una cosa más intrigante que
nunca… el motivo que tuve para ir allá. ¿Cuál había sido mi gran idea?
Pudiera haber existido un posible motivo que, hasta ahora, hubiera podido
considerar como factible, al menos. Que pensé que quizá mi estado de decaimiento
me llevara a buscar la compañía de Arch, en el caso de que hubiera olvidado, o quizá
no llegué a saber, qué Arch se encontraba en Chicago y sabiendo yo, como sabía, que
la medianoche no era demasiado tarde para visitarlo.
Pero ahora cabía pensar en que seguramente no dejaría a Harry Weston en una
cantina al otro lado de la ciudad, para buscar en lugar suyo la compañía de Arch. Ni
tampoco, por el simple hecho de ir a hablar con éste, me hubiese tomado la molestia
de caminar la mayor parte de la distancia con el único objeto de despejarme la
cabeza.
Era la abuelita la persona a quien deseaba hablarle. Pero me era imposible pensar
ni siquiera remotamente, en la intención que me llevase a visitarla con tanto interés.
Finalmente dejé el asunto a un lado y me puse a trabajar con brío.
Sonó mi teléfono y escuché la voz de Carver.
—¿Qué tal te va, Rod?
—Muy bien, me parece, señor Carver.
—¡Bravo! Oye, tengo que salir, para acudir a una cita con unos clientes. Si tienes
listo algo que me quieras mostrar y te interesa que lo vea hoy mismo, tendrá que ser
enseguida.
—Voy para allá.
—No vayas a creer que te quiero apresurar, Rod. Si prefieres esperar hasta
mañana, o hasta el lunes venidero, no tengo inconveniente. Pero si acaso tienes algo
listo para su examen, pues de una vez, ¿no?
Junté el material que tenía listo y lo llevé a su privado.
Me señaló una silla al lado de su escritorio, para que me sentara.
—No corre tanta prisa. Examinaré eso después de que charlemos un poco. ¿Te
estás orientando, Rod?
—Me siento como en mi propia casa, señor Carver —le contesté—. Y he
encontrado la mayor cordialidad por parte de los compañeros con quienes he estado

Página 111
en contacto. Quizá le sonará esto a exceso de optimismo, pero debo decirle que he de
haber estado muy contento trabajando aquí, a juzgar por lo que he sentido hoy.
Considero que es un privilegio trabajar en su agencia. Y debiera haber regresado
antes.
—Me gustan tus palabras, Rod y merecen que nos echemos un traguito, lo quieras
o no lo quieras. —Y acto seguido preparó dos jaiboles y brindamos por nuestra mutua
salud y bienestar.
—Bueno, ahora vamos a ver lo que has estado haciendo.
Se lo mostré y en general le agradaron. Algunas cosas le gustaron más que otras y
señaló cuáles tenían mayor mérito. Soltó una risita al ver el anuncio algo atrevido que
redacté.
—Éste está estupendo —me aseguró—. Sí, están utilizando los de las medias Lee
revistas como Esquire y otras para hombres, en su próxima campaña; aunque no
hagas otra cosa durante el resto del día, pule este proyecto, que será el inicial.
Prepáralo para los departamentos de arte y proyección y lo traes mañana por la
mañana, temprano.
—Muy bien.
—Pero no te olvides redactar algunos anuncios que también llamen la atención de
las mujeres, para las revistas exclusivamente femeninas. Ahí tienes un objetivo doble,
si lo puedes lograr. Las mujeres hacen obsequios a otras mujeres. Y también para
hacerles desear esas medias para sí mismas.
—Qué le parece este lema: ¡Haga el obsequio que usted desearía recibir!
—Magnífico, Rod. Pero deberías tomar más tiempo para discurrir lemas como
ése, en vez de soltarlos así, tan espontáneamente. De lo contrario, tendré que darte
otro aumento de sueldo, cuando no te corresponde hasta dentro de un mes, o algo así.
Regresé a mi oficina sintiéndome muy satisfecho. El resto del día pasó muy
rápidamente para mí. En una ocasión me encontré a Vangy en el pasillo y aunque no
me saludó con mucho entusiasmo, ni se detuvo a charlar, siquiera me dijo:
—¡Hola, Rod! —y siguió de frente.
Pero aquello me disipó una pequeña preocupación que había sentido al regresar a
la agencia y que consistía en la posibilidad de que Vangy me pudiera crear una
situación algo embarazosa si me negara la palabra. Como tenía mucho derecho y
razón para hacerlo, si guardaba resentimiento para conmigo. Pero me agradó ver que
no sucedió eso.
Salí tan pronto como dieron las cinco, porque no quería que me esperase
demasiado el doctor Eggleston. Por ser la hora de mayor congestionamiento de
tránsito preferí no utilizar mi coche, sino ir a pie hasta su consultorio, al que no tardé
en llegar.
Me estaba esperando y enseguida me dijo que me quitase toda la ropa, hasta la
cintura, para proceder a hacer un examen minucioso.

Página 112
Me revisó con el estetoscopio y otros aparatos y me hizo docenas de presuntas.
Finalmente me dijo:
—Bueno, ya te puedes ir vistiendo. Te haré la receta para ese somnífero, mientras
tanto. Serán cápsulas. Procura arreglártelas con una nada más, si puedes; si la que
tomes no te hace dormir en un tiempo razonable, podrás tomar otra, porque no te
matará. Ahora, tu amnesia. ¿Algunos destellos leves de memoria?
—Ni lo más mínimo, doctor.
—Es raro, porque algunas cuantas cosas debieras estar volviendo a recordarlas ya.
Es casi seguro que algún bloque está obstruyendo en alguna parte de tu mente. Oye,
comes en restaurantes, ¿no?
—Sí. ¿Me perjudica eso?
—No es bueno, pero no estaba pensando en tu salud. Cuando vi que me retrasaría
en el consultorio para examinarte, le telefoneé a mi esposa avisándole que no
demorase su cena por mí. Tenemos unas visitas esta noche y en esas ocasiones
siempre le gusta que no nos retrasemos con la cena, por lo que le dije que yo comería
algo aquí en el centro. A menos que tengas alguna cita, podríamos comer juntos.
Le dije que me agradaría mucho hacerlo así y terminé de vestirme mientras
extendía mi receta.
Fuimos al restaurante de Gus. Ambos teníamos buen apetito y se nos antojó la
comida alemana. Pedimos wiener schnitzel.
Mientras esperábamos que nos sirvieran, me dijo el doctor Eggleston:
—Rod, respecto a ese bloqueo síquico. Sigo opinando que debieras consultar a un
siquiatra. Ha de haber algo en tu mente que no quieres recordar y ésa es la causa de
que no recuperes tu memoria.
—Quizá no quiero, inconscientemente, recordar algo —le contesté—, estaré más
tranquilo sin recordarlo, doctor.
—Pues… no sé. Te diré francamente que al principio sospeché que quizá hubieses
sido el victimario de tu abuela. Ésa hubiera sido una causa suficientemente fuerte
para producir tu amnesia. Pero hablé con el teniente Smith y con el vecino y amigo de
tu abuela, Vincent Henderson. Y no pudiste haber cometido el asesinato.
—También yo estoy convencido de ello, finalmente —le dije—. Y es más, he
llegado a reforzar mi coartada. Ya es algo mejor de la que el teniente Smith me
encontró. Anoche conseguí enterarme por un compañero de oficina que anduvo
bebiendo conmigo, qué fue lo que estuve haciendo toda la noche del crimen, hasta el
momento en que el teniente Smith me habló en el centro.
—Lo celebro mucho y me satisface te hayas convencido de que no eres el
culpable. Pero repito, Rod, hay algo que no quieres recordar. Tiene que ser así. Al ser
su origen el haberte encontrado el cadáver, es decir el choque nervioso consecuente a
ello, ya debiera estar pasándose el efecto en tu mente. Has de tener en la memoria
algo qué tu mente subconsciente está reteniendo de la consciente y que te está
produciendo este retraso en recuperar la memoria. Hasta que no saques ese fantasma

Página 113
a la luz del día y le des un bofetón, no volverá tu memoria. Y supongo que no
desearás pasar el resto de tu vida sin recordar el menor detalle de la primera parte de
la misma. No querrás desperdiciar veintiocho años de tu memoria. —Inclinándose
hacia mí me dijo encarecidamente—: Rod, cuando tengas unos años más, llegarás a
apreciar cuán importantes son las memorias para los seres humanos y la parte tan
grande que tienen en nuestra felicidad, en nuestra satisfacción con las cosas buenas
que tiene la vida. Al faltarte todo eso, simplemente estás viviendo de un día al otro.
Recapacité que era muy cierto lo que me decía, pues ya estaba viviendo en esa
forma anormal. Pero pensé que si en mi estado actual me encontraba tan
perdidamente enamorado de Robin, cuanto peor sería si volviese a tener mis
recuerdos de ella, de su amor por mí, del roce de su cuerpo, de nuestra vida marital
durante aquellos dos años…, ¿no sería entonces un tormento mil veces peor al que
sentía actualmente?
—Sé que no quieres ver a ningún siquiatra, pero vuelvo a insistir en que debes
hacerlo y cuanto antes, mejor. Sea lo que sea que no quieres recordar, tendrás que
recordarlo y enfrentarte a ello, para que puedas volver a la normalidad.
Pensé durante un minuto, todo un minuto, antes de contestarle y entonces le
pregunté:
—¿Aun en el caso de que, en alguna forma que no podemos ver desde aquí,
resultase que sí soy culpable de asesinato…? ¿Me sentiría más feliz sabiéndolo,
doctor?
—No eres… Bueno, aun suponiendo, eso, sin concederlo. Sí, a la larga te
sentirías mejor sabiéndolo. Porque, trátese de lo que se trate, lo sabe ahora tu mente
subconsciente. Y tener encerrado el conocimiento de un acto depravado como ése…
Pero, no, eso es ridículo. El caso no puede ser de tal gravedad. Aunque veo algo que
pudiera ser posible: supongamos que sí le quitaste la vida a tu abuela, pero
accidentalmente. No quiso tu mente enfrentarse a semejante hecho… pero algo por el
estilo de ese hecho sería una cosa a la que te podrías enfrentar. Y si acaso se trata de
eso, o de algo parecido, es mejor que lo conozcas y que des la cara.
—¿Cómo pudiera haberla matado accidentalmente? ¿Qué hice, en tal caso, con su
pistola?
—No lo sé. Ni me importa, tampoco. No puedo creer que eso fue lo que ocurrió.
Simplemente lo sugerí como un ejemplo.
—Comenzó usted a decir algo antes, doctor y no terminó la frase. Dijo usted «Y
tener enterrado en tu subconsciente el conocimiento de un acto tan depravado como
ése…».
—Está bien, la terminaré… podría, con el tiempo, volverte loco.
Mi wiener schnitzel me supo a suela de zapato viejo, empanizada.
—¡Especialmente, supongo, teniendo una tendencia hereditaria hacia el
desequilibrio menta!

Página 114
—Seguramente no consideras que las excentricidades de tu abuela eran señales de
desequilibrio mental. Ahí no cabe pensar que pudiera haber demencia hereditaria, ni
nada que se le parezca. La señora Tuttle era astuta y algo rara; su misma edad era
explicación suficiente.
—Creí que probablemente sabría usted sobre mi madre. Pero no, puesto que
murió hace cerca de veintisiete años, o sea bastante antes de que fuese usted médico
de nuestra familia.
—Pero… de todos modos, no te comprendo. Tu madre murió a causa de un tumor
cerebral y eso no tiene relación ninguna con la demencia hereditaria.
—¿Está usted seguro de eso, doctor? ¿Cómo puede saberlo usted, si en aquella
época no nos atendía…?
—Estoy casi seguro de ello, porque tu padre me lo dijo. ¿Qué motivo pudo haber
tenido para decirme una falsedad? Bueno, modificaré eso que acabo de decir. Desde
luego, la gente no gusta de darle publicidad al hecho de que exista locura en su
familia, lo que es muy natural y no sólo lo ocultan, sino que a veces lo niegan y
mienten sobre ello. Pero no lo harían con su propio médico, aunque no estuviera
directamente relacionado con la conversación que se sostiene durante una consulta
profesional.
—Doctor, esto es importante para mí —le aseguré—. Muy importante. ¿Se podría
confirmar la causa de su muerte revisando su certificado de defunción, o en alguna
otra forma?
—Naturalmente que se podría hacer eso, pero tendrías que esperar hasta mañana,
cuando está abierta la oficina del Registro Civil. Pero creo que podría conseguirte ese
informe seguidamente, si es de tanta importancia para ti. Recuerdo muy bien que tu
padre me dijo que la operó el doctor Klassner, quien ya es un hombre de edad
avanzada, pero qué sigue siendo un notable cirujano en operaciones del cerebro y
todavía se mantiene activo. Si pudiera localizarlo en su domicilio…
—¿Quiere hacerme el favor de tratar de comunicarse con él, doctor?
—Con mucho gusto, Rod. —Había terminado de comer antes que yo y me estaba
esperando para tomarnos el café juntos, pero se levantó y fue a la caseta telefónica.
Lo seguí con la vista hasta que entró en ella.
No pude seguir comiendo y empujé mi plato a un lado.
Me pareció que tardó horas en salir de la caseta, hasta que finalmente regresó a
nuestra mesa. Observé su fisonomía con la mayor atención mientras cruzaba el salón,
de frente hacia mí y traté de adivinar las noticias que me traería. Tomó asiento antes
de hablarme y luego me dijo:
—Me comuniqué con Klassner y recordó perfectamente bien el caso de tu madre,
Rod, debido a que fue el primer paciente que se le murió en la mesa de operaciones,
en una operación de aquella índole. Sí, me confirmó, sin la menor duda, que se
trataba de un tumor en el cerebro. ¿De dónde te vino esa idea de que tu madre estaba

Página 115
demente? No puedes haber tenido la edad suficiente para recordar nada de lo que
ocurrió.
—Me lo dijo Arch —le contesté y procedí a relatarle exactamente lo que Arch me
había informado.
—En aquella época ha de haber tenido él seis o siete años, por lo que podría
recordar bastante. Y también es cierto lo que te dijo. Tu madre tenía periodos de
abstraimiento, durante los cuales se le olvidaban bastantes cosas y no prestaba
atención cuando le hablaban. Y también me dijo Klassner que en una ocasión atentó
contra su vida. Eso fue antes de que tu padre lo llamara para atenderla… antes de que
se hubiera llegado a un diagnóstico a fondo. Y después de su tentativa de suicidio, fue
internada en un sanatorio particular, que no era precisamente un manicomio, pero sí
principalmente para la atención de enfermos mentales, que era lo que se creía que
fuese tu madre.
»Después padeció unas terribles jaquecas, tan intensas que gritaba de dolor y eso
condujo al diagnóstico correcto, o sea que sus síntomas pudieran tener su origen en
una causa física… presión sobre el cerebro. Fue llamado Klassner a consulta y
confirmó el diagnóstico, procediendo a operarla inmediatamente, pero por desgracia
demasiado tarde para poder salvarle la vida. Me aseguró que si, al menos, el tumor le
hubiera causado dolor físico desde el principio de su malestar, sin duda se habría
logrado a tiempo el diagnóstico correcto, antes de que el tumor se hubiera
desarrollado al grado de ser peligrosa su extirpación…
Aspiré con fuerza y solté el aire despacio.
—Y todo eso quiere decir —prosiguió—, que si has estado preocupándote con la
idea de que tienes una tendencia hereditaria hacia la locura, estás muy equivocado.
Los síntomas de padecimiento mental que tengan su origen en un tumor cerebral son
tan hereditarios como…, ¡la fractura de una pierna!
—Un millón de gracias, doctor y dispense que me retire a la carrera. Tengo que
llamar a alguien por teléfono inmediatamente. Por favor, pague la cuenta con esto.
—Bueno, si pagas por mi cena, no te pasaré mi cuenta por el examen físico.
—¡Al demonio con el examen! —le contesté—. Pero puede pasarme su cuenta
por todo lo que poseo y me resultará baja, por el servicio que me acaba de hacer,
consiguiéndome esos informes ¡Adiós, doc…!
No quise hacer uso de la caseta telefónica del restaurante; necesitaba unos
cuantos minutos para recapacitar, primero. Quizá iba a hacer un ridículo espantoso,
quizá fuesen erróneas mis conclusiones, pero tenía que hacer la prueba.
Estaba comenzando a llover, pero no presté atención a la lluvia. Caminé una
cuadra y ya no pude esperar más tiempo. Además, sentía miedo de seguir pensando.
Por lo tanto, penetré al vestíbulo del hotel frente al cual estaba pasando y me dirigí a
una caseta telefónica.
Marqué el número de Robin y en unos momentos escuché su voz tranquila,
pausada.

Página 116
—¿Bueno…?
—Robin, habla Rod. Tengo que hablar contigo inmediatamente. Se trata de algo
de importancia, demasiado importante para tratar de andar con rodeos. ¿Vas a estar en
casa?
—Rod, sea lo que sea, no… no debiéramos volver a vernos… nunca más. Por
favor, créeme. No debiera haberte dejado pasar, cuando me viniste a visitar.
—Tengo algo que comunicarte, Robin, de suma importancia. Si no me quieres
recibir en tu casa, ¿no podrías verme en cualquier otro lugar, en el que podamos
hablar un rato? Aunque sea en el vestíbulo de un hotel, donde habrá muchas
personas. En donde tú digas.
—Por favor, no insistas, Rod.
—Oye, tienes una cadenita en la puerta de tu departamento. Nada más abre la
puerta, con la cadena asegurada y hablaré contigo así, desde el pasillo… En cualquier
forma, menos por teléfono…
Durante varios segundos guardó silencio y yo esperé, impaciente, pero sin
insistirle más. ¿Qué otra cosa le podría decir?
—Está bien, Rod. Pasa aquí. —Su acento no era nada cordial, pero no podía
esperarse otra cosa.
Fui al estacionamiento y saqué mi coche. Ya había oscurecido y la lluvia caía con
mayor fuerza. Al llegar al edificio de Robin dejé el coche al lado de la banqueta y la
crucé debajo de la lluvia. Subí y toqué.
Se abrió la puerta, sin estar echada la cadenita.
—Pasa, Rod —me dijo—. Siéntate. No quería que vinieses y tendrá que ser por
última vez, pero si tienes tanto interés en decirme algo, debo mostrar cortesía.
¿Quieres que nos tomemos un jaibol?
No deseaba beber nada, pero sabía la gran diferencia en el ambiente si cada uno
tomásemos una copa.
—Sí, Robin, gracias. —Tomé asiento mientras ella fue a la cocina a preparar la
bebida. Al regresar me dio mi vaso y se sentó en el sofá, frente a mí.
Hice un poco de tiempo bebiendo unos sorbos, porque no sabía cómo comenzar,
pero tendría que hacerlo en alguna forma. Por fin le dije:
—Robin, ¿llegué a informarte sobre mi madre en alguna ocasión, o no?
—¿Sobre tu madre? ¿Qué me podrías haber dicho acerca de ella? Murió cuando
tú eras una criatura, ¿no fue así?
—Tendré que comenzar por otro lado y volveré a esta parte del asunto, para
coordinarlo. Robin, no me has querido decir el motivo que tuviste para pedir tu
divorcio. Creo que ahora lo sé. Tú querías tener hijos y yo no. ¿Estoy en lo cierto?
—Pues… eso fue parte de mi motivo.
—Creo que ha de haber sido una buena parte y que la mayoría de los otros
resentimientos que pudieras haber tenido contra mí, emanaban del mismo motivo.
Escucha, Robin. Aunque todavía no he recuperado mi memoria, ni en parte, he sabido

Página 117
esta noche en forma irrefutable que algo que yo creía antes, ha resultado ser una
equivocación total por mi parte. Fíjate que en alguna ocasión, durante el primer año
de nuestro matrimonio, supe, o creí haber sabido, que mi madre murió demente. Eso
me hizo creer que yo padecería de una tendencia hereditaria hacia la demencia y
obviamente, tuve que haber decidido que por tal causa nunca debería procrear.
—Pero, Rod… bueno, tendrás que narrarlo a tu modo. Aunque no he llegado a
comprender, todavía, a qué viene todo eso.
—Se desprende que no te confié la razón que yo tenía para oponerme a que
tuviésemos familia. Solamente me puedo imaginar por qué no te lo aclaré, pero te
diré lo que sospecho. He de haberme percatado de que no serías feliz sin tener hijos y
probablemente querrías un hijo o varios, propios; que la adopción de éstos habría
resultado ser una solución poco satisfactoria para ti, por lo que seguramente decidí
que lo más adecuado que podría hacer seria desligarme de tu vida en tiempo
oportuno, mientras tuvieras oportunidades, que bien fácilmente las tendrías, de
encontrar otro hombre que pudiera colmar tus ansias de ser madre.
»He de haber sabido —continué—, que si hubieras conocido la verdad, es decir lo
que yo creía la verdad hasta esta misma noche, sobre mi motivo para no querer tener
hijos, habrías seguido a mi lado, no obstante tal impedimento. Pero tenía la
convicción de que nunca té sentirías verdaderamente feliz conmigo.
—Creo que sí pudieras haber pensado en forma tan quijotesca como ésa… ¡Sí lo
podrías discurrir, tan tontamente!
—Tengo que haberlo decidido en esa forma, Robin, porque de no ser así te habría
confiado mis motivos. Pero esta misma tarde he sabido, de fuente absolutamente
fidedigna, que Arch estuvo equivocado en lo que me dijo. Era demasiado chico para
saber o comprender todas las circunstancias. Hasta hace unos momentos he llegado a
comprender que la aparente locura de mi madre obedecía únicamente a una causa
física, un tumor en el cerebro. Lo cual quiere decir que no puedo haber heredado
ninguna tara y que sí puedo procrear.
—¿Es eso lo que me querías decir, Rod?
—No, eso es solamente el preámbulo. Lo que me permite que te diga el resto…
que te amo locamente y que deseo que nos volvamos a casar.
—Lo siento, pero no. Y si eso es lo que quieres, entonces definitivamente no
anduve equivocada al decirte que ésta sería la última vez que nos veríamos.
—Pero, Robin…, ¿por qué? Por favor, explícame tus motivos. ¿No fue ése, por lo
menos, el mayor de ellos, por el que nos divorciamos?
—Te suplico que no hablemos más de eso.
—Robin, no me estás tratando correctamente. Tengo derecho a saberlo. Te estás
aprovechando ventajosamente del hecho de que tú recuerdas perfectamente lo que
haya ocurrido entre nosotros, mientras que yo no recuerdo absolutamente nada. Esto
significa para mí el asunto más importante en el mundo entero. Y si voy a ser quien
salga perdiendo, ¿no crees que es justo que sepa la razón para ello?

Página 118
—Concedo que puede ser que tengas razón. Quizá hubiera sido mejor si te lo
hubiera dicho desde el primer momento. Nunca sospeché de tu equilibrio mental, ni
siquiera pensé en eso, hasta hace una semana, el lunes por la noche. Aquella noche
me encontraba yo allí, en la casa de tu abuelita… y me consta que la mataste.

Página 119
Capítulo 14

Sin saber por qué, no me impresionó su acusación. Quizá debido a que lo estuve
temiendo, casi convencido de ello, creyéndolo durante tanto tiempo… obsesionado
día y noche, no obstante lo que la lógica señalase. Así fue que ahora le pregunté con
toda tranquilidad:
—¿Me viste matarla, Robin?
—No, pero no me cabe duda de que tienes que haber sido tú. Escuché los disparos
y llegué allí muy poco tiempo después. Y tú habías penetrado a la casa unos
momentos antes de eso y no había nadie más allí y además…
—¿Quieres comenzar por el principio, Robin? ¿Por qué estabas tú allí…?
—Porque… me mortifica mucho decirte esto, cuando ya todo ha pasado, ahora
que es irremediable, pero la noche anterior a que se dictara la sentencia de nuestro
divorcio, yo… yo me sentía arrepentida y casi cambié mi decisión de divorciarme.
Supongo que deseaba que me convencieras para que la cambiase, al menos. Desde la
casa de mis padres te llamé por teléfono al oscurecer y no estabas en tu departamento.
No quise quedarme allí, llamándote a cada rato, cuando pudiera ser que estuvieras
fuera de casa casi toda la noche. Por ese motivo le pedí prestado su coche a papá y
me trasladé aquí. Salí de Halchester a las siete y llegué de regreso acá como a las
once. Volví a telefonear desde las orillas de la ciudad y todavía no llegabas a tu
departamento. Cuando llegué me fui directamente allá y me estacioné enfrente del
edificio en donde vives. Desde una tienda al otro lado de la calle te llamé nuevamente
y luego esperé en el coche, pensando que te vería al llegar a tu edificio.
»Pero al rato de estar esperándote se me ocurrió que pudieras haber ido a la casa
de tu abuela, para verla, o a Arch, pues recordé que ambos se acuestan tarde. De
cualquier manera, me pareció mejor que estarte esperando, por lo que me fui para
allá. Cuando llegué serían… no me fijé en la hora exacta… pero como la
medianoche. Cuando di vuelta a la esquina de la cuadra te vi penetrar por la reja y
subir a la terraza, para entrar por la puerta del frente.
—¿Llegué en un taxi, o a pie?
—Creo… me parece que ibas a pie. No vi ningún taxi y todavía estabas en la
banqueta, cerca de la reja, cuando te divisé al darle vuelta a la esquina. Y para cuando
me detuve frente a la casa, ya estabas dentro. Yo… no quise entrar y me quedé
esperando en el coche por unos minutos, pensando que quizá habrías ido con algún
asunto breve y podrías salir enseguida. Estaba deseando que fuese así, porque no
quería entrar y verte por primera vez delante de tu abuela y de Arch, en caso de que
éste se encontrase allí. Pero entonces escuché los disparos y corrí hacia la puerta y
luego…

Página 120
—Un momento, Robin, por favor —le supliqué—. Escuchaste disparos, ¿a eso de
la medianoche, o después de esa hora?
—Me pareció haber oído dos disparos, precisamente unos minutos después de
haberte metido a la casa. Corrí a la puerta, que habías dejado emparejada, según
advertí. Llamé tu nombre y toqué el timbre, las dos cosas, pero nadie me contestó,
por lo que penetré y por el vestíbulo me dirigí a la oficina de la abuelita, ya que había
visto que había luz en aquella habitación. ¡Y allí la encontré, tirada en el piso, muerta,
con un balazo en la frente! ¡Y tu pistola, tirada allí a su lado…!
—Ésa no era mi pistola, Robin. La abuelita tenía una igual, con la cual fue
asesinada. La policía lo confirmó comparando balas. Además, mi pistola está en mi
departamento… y no ha sido disparada desde que la compré. El teniente Smith la
examinó para estar seguro de ello. Puedes confirmarlo preguntándole cuando quieras.
—Creí que era la tuya. Pero aunque no hubiese sido la tuya, si la hubieras matado
con otra pistola…
—Si la hubiese asesinado tuvo que haber sido con su propia pistola, no con la
mía. Pero ése es uno de los motivos que tiene Walter Smith para opinar que yo no fui
el autor del crimen. El arma homicida había desaparecido. El asesino se la llevó
consigo, se supone. Pero… mira, dices que la encontraste muerta y con la pistola
tirada allí, a su lado. Pero yo no la vi cuando le telefoneé a la policía y ellos no la
pudieron localizar.
—Yo me la llevé, Rod.
—¿Cómo…? ¿Tú te la llevaste? ¿Por qué…?
—Porque… creí que era tu pistola. Y como acababas de entrar en la casa y
escuché aquellos disparos y… bueno, me la llevé. La tomé porque no quería que
fueses detenido bajo la acusación de ser un homicida… pero al tomarla se disparó y
la bala hizo un agujero en la pared… entonces salí corriendo, con la pistola en la
mano y me metí en mi coche. Al llegar a un puente que hay en el camino de
Halchester, cuando iba de regreso, disminuí la velocidad del coche y la arrojé desde
la ventanilla, por encima del barandal.
Al escuchar aquel relato no pude dominar mi impaciencia. Dejé sobre la mesita
coctelera mi vaso casi lleno, me puse en pie y comencé a caminar de un lado a otro de
la habitación.
—Pero… pero todavía no puedo comprender tu motivo para haberte llevado la
pistola, Robin. Si estabas convencida de que yo había cometido el asesinato de mi
abuelita…
—A veces hacemos cosas inexplicables las mujeres —me contestó.
Traté de desviar de mi mente lo que pensé sobre cuál pudo haber sido el único
motivo que tendría Robin al tratar de protegerme ocultando aquella prueba tan
importante del delito.
—¿Dices que se te disparó la pistola al agarrarla? —le pregunté.

Página 121
—Sí. La tomé precisamente en la forma en que se supone que se debe empuñar
una pistola y supongo que mi dedo, simplemente en forma automática, descansó
sobre el gatillo. Pero no lo jalé, Rod… se disparó sola.
—Es que esa pistola de la abuelita la mandó arreglar con un armero, a propósito,
para que el gatillo quedase muy suave, así es que no es de extrañar que se disparase
tan fácilmente. Hace años que le sucedió lo mismo a Arch, cuando se puso a
curiosear con ella. Pero lo que sí me resulta raro es que ya son demasiados los
disparos. La policía encontró dos casquillos en el piso de la oficina, pero Henderson,
el vecino de al lado de la abuela, escuchó uno a eso de las once y media. Tú
escuchaste dos poco después de que me viste entrar a la casa, como a la medianoche
y luego disparaste un balazo accidentalmente al recoger la pistola. Eso hace un total
de cuatro disparos y solamente dos casquillos. Además, únicamente se encontraron
dos balas. La que le causó la muerte a la pobre abuela y la que encontraron incrustada
en la pared. Y ésta la disparaste tú misma.
»Este asunto está más confuso que nunca, Robin. Ya estaba yo seguro de que no
la maté y ahora se ha vuelto a embrollar. Porque al haberte llevado la pistola, pudiera
resultar que el victimario fuese yo. ¿Pero en dónde habría estado cuando descubriste
el cadáver? Y, ¿qué explicación tiene que se escuchasen doble número de disparos
que los que se llegaron a hacer? Y, ¡que tú misma escucharas dos y dispararas uno!
Esto va a hacer polvo la reconstrucción del teniente Smith como un simple robo, por
mucho que trate de explicar tanta confusión.
—¿Piensas informarle…?
—Naturalmente que se lo voy a decir. ¿No comprendes que deseo que quede
aclarado este misterioso caso? Aunque la policía decidiese que yo fui el culpable,
quiero que se resuelva. —De repente pensé en algo y le dije—: Pero sentiré una cosa
por lo que a ti te atañe. Que te vas a encontrar en una situación difícil aunque estoy
seguro que no será demasiado seria. Cometiste un acto ilegal al salir corriendo con la
pistola y hacerla desaparecer, debido a que creías que era la mía. Sin embargo, no
llegarán a acusarte por eso, creo yo. Y desde luego que tampoco pensarán darle
publicidad.
Se quedó inmóvil, contemplando su vaso, muy pensativa.
—Lo que sí debes esperar de las autoridades policíacas es una buena reprimenda,
Robin. Temo que eso no se podrá evitar. Déjame que trate de arreglar las cosas de
este modo: tan pronto como sea posible me comunicaré personalmente con Walter
Smith y lo pondré al tanto de lo que me has comunicado. Desde luego, querrá hablar
contigo, interrogarte y probablemente tendrás que relatar tres o cuatro veces los
acontecimientos en que has tomado parte, pero… bueno, estoy seguro que te tratará
cortésmente. Es muy buena persona; me conoce y me aprecia. No será duro contigo.
—El que es una muy buena persona eres tú, Rod. Aquí estoy relatándote cosas
que te podrán implicar en un asesinato y lo único que te está preocupando es hasta
qué grado me tratará gentilmente la policía cuando preste mi declaración.

Página 122
—No tengo por qué preocuparme —le aseguré—. O soy el victimario, o no lo
soy. Si cometí el delito, no fue por motivo razonable alguno y mucho menos
justificable. Por lo tanto, debiera ser encarcelado para que no reincida. Y si no soy,
necesito saberlo… para poder comprobártelo, para que quedes convencida. —Miré
hacia el teléfono—. ¿Quieres que llame a Walter ahora, desde aquí, Robin? ¿Quieres
que le pida que venga aquí? ¿O prefieres que haga una cita con él, para hablarle yo
primero, en algún lugar, antes de que te comience a interrogar?
—¿Estás seguro de que verdaderamente quieres que me someta a un
interrogatorio?
—Sí, estoy bien seguro.
—Siendo así, puedes pedirle que por favor venga aquí.
Marqué el número del teléfono del domicilio del teniente y mientras sonaba su
timbre le expliqué a Robin:
—No está de guardia todavía, pues le toca el turno de medianoche. Pero vendrá
cuando le diga que se trata de algo importante. —Nadie contestó mi llamada—. ¡Qué
lástima! —le dije a Robin—. Eso probablemente significa que salió de visita o al
cine, con su esposa. Pero es seguro que lo conseguiremos a eso de las once, a más
tardar. A esa hora llevará a su esposa a casa y se quedará un rato allí, preparándose
para ir a la jefatura. O quizá tengamos que esperarlo hasta la medianoche, cuando
entre de guardia.
Asintió con la cabeza, mostrando indiferencia y dijo:
—Está bien.
—Pero oye, Robin, no vayas a creer que te voy a molestar con mi presencia,
quedándome a esperarlo aquí. Solamente son las siete y ésa espera podría durar cinco
horas. Además, deseo manejar o caminar, para poder pensar fríamente. No puedo
estar mirándote y pensando, al mismo tiempo.
—Bueno, Rod. No me retiraré a descansar hasta que me llames.
—Y yo seguiré tratando de comunicarme con Walter —le dije, levantándome y
dirigiéndome a la puerta, la que abrí y sin voltear la cara para mirarla de frente le dije
—: Hasta luego, Robin. —Me resistí a mirarla cara a cara porque de haberlo hecho le
habría preguntado si todavía seguía pensando que fuese un asesino… y no quería
tener su contestación hasta que yo mismo estuviese plenamente convencido si lo era,
o no. Y sentía el presentimiento de que iba a saberlo pronto. Con los nuevos datos
que aportaría el relato de Robin, era muy factible que Walter Smith llegase a
deducciones y conclusiones, si no pudiese hacerlo yo.
—Hasta luego, Rod —y lo único que pude interpretar por su acento fue que
estaba reteniendo algo en su interior, pero no comprendí lo que aquello pudiera ser.
Bajé la escalera y al llegar a la calle advertí que estaba comenzando a llover con
más fuerza, pero no me importó y decidí caminar, de todos modos, después de
ponerme el impermeable que traía en el coche.

Página 123
Comencé a caminar bajo la lluvia, sin rumbo fijo, nada más caminando mientras
cavilaba. Al cabo de una hora penetré en una botica y volví a marcar el número de
Walter, sin obtener contestación. Seguí andando.
Inesperadamente me encontré al edificio en que vivía Vangy. Continué mi
caminata y pensé que la siguiente llamada a Walter se la podría hacer desde la cantina
a la que me llevó Harry Weston cuando lo fui a sonsacar la noche del lunes, después
de haber dejado a Vangy.
Fui allá, me senté ante la barra y pedí una cerveza, para pasar el tiempo y volver a
llamar a Walter. Al rato lo llamé, sin resultado.
Volví a sentarme y a cavilar. Aquí, en esta cantina, algo principió. Hasta que hube
estado allí un buen rato con Harry, mi única idea consistió en embriagarme. Pero allí
me vino mi gran idea y abandoné a Harry sin darle ninguna explicación, para
dirigirme a la casa de la abuelita y tratar de refrescarme la cabeza y despejar mi
mente, por el camino.
¡Repentinamente lo recordé! Supe por qué y cómo, fui allá y lo que sucedió
cuando llegué… como también, con seguridad absoluta, que yo no la maté. Ahora
supe cuál fue la impresión tan profunda que me ocasionó la amnesia… y era una
impresión mil veces peor que la de descubrir el cadáver de mi abuelita. Además, supe
perfectamente la causa por la que ahora pude recordar, siendo que antes me era
imposible.
Y todo se ajustaba muy bien, como un rompecabezas, con la excepción de una
sola pieza… o sea que todavía no sabía quién era el asesino. Cosa que no era de
mayor importancia, por lo pronto.
Pagué, me puse en pie y salí de allí como un sonámbulo, de nuevo bajo la lluvia.
Caminé varias cuadras, acomodando, ajustando trozos de mi memoria, para que
volviesen a formar un todo consistente. Comencé a pensar y a recordar acerca de mi
vida con Robin y tuve que forzar mi mente a apartarse de aquello y a volver a
ocuparme de la noche del asesinato, porque sí me importaba mucho descubrir al
asesino… Hasta que supiera eso y pudiera probarlo, Robin nunca podría sentirse
absolutamente convencida sobre la parte que yo tomé en los hechos de aquella noche.
Quizá creería lo que ahora le podía decir, pero siempre le quedaría la duda.
Le di vueltas y más vueltas en mi mente… desde el momento en que dejé a Harry
Weston en la cantina, hasta aquel otro en que el policía a cargo del conmutador me
preguntó mi nombre y no le supe contestar. Moví las piezas del rompecabezas de un
lado a otro…, ¡hasta que lo completé y supe! No sabía por qué, pero sí quién y cómo.
¡Por fin!
Me metí en otra botica y llamé a Robin. Controlando mis nervios le anuncié:
—Habla Rod. Hace unos momentos recuperé la memoria, Robin. Ya sé lo que
ocurrió aquella noche. No fui yo quien cometió el delito. Te lo puedo probar esta
misma noche, si me acompañas a cierto lugar…
—¿En dónde estás? —me preguntó, ansiosa.

Página 124
—Del lado opuesto frente a tu casa. Tomaré un taxi y llegaré rápidamente.
¿Estarás dispuesta?
—Está bien, Rod, estaré lista. ¿Has conseguido comunicarte con Walter Smith?
—No, no he podido —pensé una cosa—. Oye, Robin, ¿quieres esperar para que
nos acompañe? Te digo esto por si todavía sintieses temor…
Pudiera pensar que la estaba engañando, que pudiera haber recordado que sí maté
a la abuelita y quisiera llevarla a algún lugar solitario para asesinarla también, antes
de que tuviese la oportunidad de narrarle a Walter Smith lo que ella escuchó y vio…
—Estaré abajo, esperándote en tu coche.
Y allí estaba, cuando bajé del taxi. Tomé asiento detrás del volante, sintiendo
deseos de abrazarla y besarla, pero me abstuve de hacerlo. Había esperado mucho
tiempo y podía esperar un poquito más.
Me dirigí a la casa de mi abuelita y pasándola de frente me detuve ante la de al
lado… la del señor Henderson. Tenía las luces encendidas y subimos a la terraza y
tocamos el timbre.
Después de haber pasado un minuto se abrió la puerta, presentándose el amigo de
la abuelita. Noté en su cara una expresión de sorpresa y algo más.
—¡Robin y Rod! ¡Adelante! —Pasamos y nos llevó a su oficina—. Tomen
asiento, por favor. ¿Gustan tomar una copita?
Estuve a punto de rehusarla, pero advertí que verdaderamente la necesitaba.
Robin accedió con un leve movimiento de cabeza. Se ha de haber estado sintiendo
igual que yo, no obstante que todavía no estaba enterada de lo que yo sabía.
Henderson preparó tres jaiboles en una pequeña cantina que tenía en un rincón de la
habitación y nos dijo:
—Estaba pensando en beberme un traguito antes de retirarme a descansar, pero
por lo que veo, ahora puede que haya motivo para celebrar. ¿Se han… reconciliado?
—No lo sé todavía, señor Henderson. Falta aclarar algo antes de que lleguemos a
eso. He recuperado la memoria… y hasta sé por qué la perdí. Y Robin me ha
informado acerca de algo que no me hubiera sido posible recordar, por no haber
sabido de ello. Pero cuando se une lo que ella sabe a lo que yo sé, las dos mitades
hacen un entero… ¿Qué motivo tuvo usted para quitarle la vida a mi abuelita, señor
Henderson? Yo creí que usted era su único amigo de verdad.
Me observó con el rostro impasible y luego me preguntó:
—¿Qué te hace pensar que fui yo quien la mató, Rod?
—¿Quieres repetir lo que me relataste hace un par de horas, Robin? Después,
taparé los huecos que queden, para completar la relación de los sucesos que tuvieron
lugar la noche del lunes.
Hizo su relato con toda calma y claridad.
Cuando hubo terminado, tomé la palabra:
—Robin, aquella noche tuve una cita para salir a cenar con Vangy Wayne, pero…
no estaba yo de humor. Mis pensamientos estaban concentrados en ti y temo que le

Página 125
presté escasa atención. A eso de las nueve la llevé a su departamento y para las diez
nos habíamos enojado… o mejor dicho, me había echado afuera porque le aseguré
que todavía estaba enamorado de ti. Ya había bebido algo y decidí ahogar mis penas
embriagándome. Harry Weston vive solamente a dos cuadras de Vangy y llegué a
buscarlo para que me acompañase a beber. Me llevó a una cantina muy cerca de su
departamento. Me puse a beber con gran empeño y de pronto me vino una idea.
Quizá fuese debido a que estaba borracho, pero el caso es que me pareció una idea
estupenda.
Miré a Robin. Ahora le estaba hablando a ella y pensé que debiera haberle dicho
primero esta parte del asunto. Pero era parte del relato y estaba obligado a no dejar de
aclararlo.
—Te indiqué durante nuestra conversación hace unas horas. Robin, aunque
entonces era una deducción mía y no un recuerdo como lo es ahora, cuál fue el
motivo principal de nuestra separación…, el hecho de que tú deseabas tener hijos, tus
propios hijos, no adoptivos y que yo creía antes que tenía una tendencia hereditaria
hacia la locura, por lo que no me atrevía a procrear. Entonces, yo…
—¿De dónde sacaste esa idea de la demencia hereditaria, de ese trauma, Rod? —
preguntó Henderson.
—Me la pasó Arch, cuando me dijo… —y le conté exactamente lo que Arch me
había dicho.
—No debiera haberte dicho tal cosa, nunca. Yo sabía muy bien cuál fue la causa
de la muerte de tu madre y Arch y yo sostuvimos una conversación sobre el caso en
una ocasión, hará cinco o seis años, así es que está bien enterado, indudablemente.
—¿Qué fin pudo haber perseguido Arch en decirme lo que me dijo, si conocía la
verdad, señor?
—La tendencia que tienes, Rod, es la de juzgar a los demás por ti mismo y sus
móviles por los tuyos propios. Desde luego que no sé qué motivo pudo haber tenido
Arch para engañarte tan vilmente, pero me lo puedo imaginar. Estaba tratando de
deshacer tu matrimonio con Robin… y lo consiguió.
—Pero ¿para qué, señor Henderson? Arch no está enamorado de Robin.
—Puede ser que no, por la sencilla razón de que Arch está locamente enamorado
del dinero. Si alguno es un caso sicopático, ése es él. Creo que es capaz de hacer
cualquier cosa por el dinero, exceptuando, posiblemente, el matar. Hace un año y
medio que te ensartó esa patraña…, eso ha de haber sido cuando supo que tu abuelita
Tuttle no viviría mucho tiempo y que tú y él heredarían en partes iguales, bastante
pronto. Teniendo esposa tú y especialmente al contar con hijos, nunca podría recibir
más de la mitad de la herencia. Pero en caso de que hubieras sido soltero, o
divorciado y sin hijos, le correspondería a Arch ser tu heredero. En caso de ocurrir tu
muerte antes que la suya y ni siquiera deseo sugerir que eventualmente pudieras
haber recibido alguna ayuda para irte al otro mundo, el total de la herencia de tu
abuelita hubiera ido a dar a sus manos, en vez de la mitad. Y en aquella época era

Página 126
muy natural que hubiese creído, como la mayoría de la gente, que su fortuna era
mucho mayor de lo que resultó ser.
»Arch te hubiera dicho una falsedad como ésa con el fin de descomponer tu
matrimonio, aunque hubiese tenido una probabilidad menor de hacerse de una
cantidad de dinero igualmente mucho menor a la que han heredado.
—No puedo creerlo —le dije. Pero sí lo creía y creo que mi acento se lo hizo
comprender así, porque Henderson no pronunció otra palabra. Sí, ahora recordaba
bien el invariable proceder mezquino de Arch, presentando a mi vista durante la
última semana y media.
Pero podría pensar sobre eso más tarde. Yo había estado hablando sobre la noche
del crimen y Arch se encontraba en Chicago aquella noche. Proseguí:
—Robin, de repente, estando sentado en aquella cantina, me vino una idea que
me pareció, al menos en mi estado de ebriedad, la perfecta solución para nuestro
problema… una idea que pudiera permitirme que te convenciera para que abandonase
tu decisión de divorciarme. Tú deseabas tener hijos, tus propios hijos… y yo todavía
pensaba que no te los podía dar. Recordé un artículo que había leído la noche
anterior, en una revista, en la que se exponía que la ciencia médica estaba
perfeccionando, después de haber tenido éxito con experimentos llevados a cabo con
animales, algo más sorprendente aún que la inseminación artificial… la fertilización
artificial, un sistema mediante el cual podrías tener tus propios hijos sin que yo, ni
ningún hombre fuese su padre.
»No negaré que pudieras haberla rechazado como idea estrambótica, pero en el
estado en que me encontraba aquella noche me pareció maravillosa, la solución
perfecta para mi problema. Quise ir a verte inmediatamente y declararte la verdad
sobre mi renuncia a tener familia, e informarte sobre ese novísimo sistema. No tenía
mi coche disponible porque estaba en reparación, así es que me encaminé hacia la
casa de la abuelita para tomar prestado el de Arch… a toda costa. Me di cuenta de
que necesitaba despejarme la mente para poder manejar, por lo que caminé parte de la
distancia, o sea hasta el centro, en donde me encontró Walter. Allí tomé un taxi, pero
me bajé de él unas cuantas cuadras antes de llegar y caminé lo que me faltaba.
»Tú me viste llegar y entrar, al llegar en el coche de tu papá. Desde la banqueta vi
que estaba apagada la luz en la habitación de Arch, me había olvidado que estaba en
Chicago y pensando que pudiera estar acostado abrí la puerta con mi llave y subí a su
recámara. No estaba allí. No quise molestar a la abuelita, especialmente debido a que
todavía me sentía lo bastante embriagado como para que lo notase. Por eso crucé la
casa, salí silenciosamente por la puerta trasera y fui al garaje para ver si estaba allí el
coche de Arch.
»Si lo encontraba y sí lo encontré, lo tomaría y después me las arreglaría para
apaciguar a Arch. No me importaba nada, excepto el llegar a Halchester lo más
pronto que pudiese. Y no estaba tan incapacitado por el alcohol para no poder
manejar, si iba despacio al principiar el viaje. Después de varias horas de camino me

Página 127
sentiría más repuesto y en condiciones de poder hablar contigo cuando llegase. Sabía
yo que el coche de Arch tiene una cerradura muy sencilla para poner en marcha el
motor, con la que fácilmente podría hacer un corto circuito con un pedazo de alambre
que encontré. Me subí y lo puse a trabajar.
»Entonces fue cuando escuchaste dos explosiones prematuras en los cilindros,
que te sonaron a disparos. Nunca mantuvo Arch ese coche en buenas condiciones
mecánicas. Es casi seguro que nunca ha mandado que le limpien las bujías desde que
lo compró y tampoco estaba a tiempo el motor. Tan pronto como pisé el acelerador
hizo dos explosiones prematuras, cuyo sonido, dándole la vuelta a la casa desde atrás,
te parecieron dos disparos hechos dentro de la casa. Entonces fue cuando penetraste
por la puerta principal… Y también cuando me di cuenta de que tendría que pasar
con el coche frente a la ventana de la oficina de la abuelita, que sin duda oiría el ruido
del coche, si es que no hubiera escuchado las dos explosiones y creería que se estaban
robando el coche. Seguramente que telefonearía a la policía y podrían detenerme
antes de que llegase a Halchester. Me convencí de que tendría que entrar y explicarle,
después de todo, mis intenciones. Temiendo que tuviese que discutir con ella un rato,
quité el alambre de la cerradura de ignición, para detener el motor y regresé a la casa
por la puerta trasera. Fue precisamente cuando estaba cerrando la puerta de la cocina,
Robin, que yo escuché un disparo, el tiro que se te escapó accidentalmente, al
regresar la pistola del suelo.
Ahora me estaba contemplando Robin con los ojos muy abiertos. Continué:
—Me apresuré a cruzar la cocina a oscuras y al momento en que llegué a la
entrada que da al vestíbulo, te vi salir huyendo de la oficina de la abuelita,
empuñando la pistola y corriste a la puerta del frente. No podía creer lo que veían mis
ojos… ni siquiera te pude llamar. Durante varios segundos me quedé paralizado allí,
sin que mis piernas me obedecieran. ¡Aquello fue una pesadilla, Robin! Por fin pude
llegar a la oficina de la abuelita y la encontré tirada en el piso, con un agujero en la
frente, bien muerta…
»Así fue, que yo tuve mucho mayor motivo para creer que habías asesinado a la
abuelita, que tú. Me encontraba tan cerca de su oficina que no cabía duda de que el
disparo que escuché fue hecho allí y en unos segundos tuve a la vista la puerta de su
oficina… de la que saliste huyendo, con la pistola empuñada y… fue tan profunda mi
sorpresa que ni siquiera pensé en que tuvieras el menor motivo para haberla matado.
Si acaso pensé en algo, ha de haber sido que tú te habías vuelto loca.
»Me quedé quieto allí, hasta que escuché que te retirabas en tu coche y entonces
fui al teléfono y llamé a la jefatura de policía. Creo, aunque no estoy muy seguro de
ello, debido a que éste es el único periodo, de unos cuantos segundos de duración,
sobre el que todavía me siento confuso, que les iba a informar que acababa de
asesinar a una mujer, por lo que deberían venir a detenerme. Pero en aquel momento
me vino el choque nervioso con toda su fuerza… por la tremenda impresión de

Página 128
creerte loca y asesina. Alguien me estaba preguntando mi nombre, por el teléfono, ¡y
no lo podía recordar! Ni ninguna otra cosa, tampoco.
»Por eso sentía esa renuencia al tratamiento siquiátrico, desde entonces y ése era
el motivo por el que no podía recordar por mi propia voluntad… mi mente
subconsciente no quería que yo supiese lo que ella creía saber… Hasta esta noche
cuando me contaste lo que verdaderamente sucedió y la realidad resultó ser algo a lo
que me podía enfrentar. En consecuencia, desapareció la obstrucción que me evitaba
recuperar mi memoria… aunque tuve que esforzarme durante varias horas para llegar
a poder dar mis primeros pasos entre aquella niebla mental. —Le pregunté—: ¿Me
crees ahora, Robin? Me refiero a mi parte del relato, al hecho de que no fui yo quien
mató a mi abuelita.
—Sí, Rod.
Volviéndome hacia Henderson, repetí mi anterior pregunta:
—¿Por qué la mató usted, señor Henderson…? Yo lo tenía por el mejor amigo
con quien ella contaba. Pero tiene que haber sido usted quien le quitó la vida, porque
de no ser así no hubiera tenido ningún objeto que declarase usted la patraña que
declaró. Aseguró usted que me vio penetrar por la puerta principal, que continuó
observándome y que un momento después me vio tomar el teléfono en la oficina.
Tanto mi relato como el de Robin, tomados individualmente, echarían abajo esa
declaración suya. El tiempo que tomé para subir a la recámara de Arch, en busca de
él, luego el haber ido hasta el garaje, buscar un pedazo de alambre y colocarlo
debidamente alrededor de la cerradura de marcha y ponerlo en movimiento, para
luego regresar en… han de haber sido por lo menos cinco minutos, quizá diez. En
caso de ser cierto que estuvo usted observando, tendría que haber visto a Robin entrar
y salir de la casa, como también la habría visto dentro de la oficina. Así es que a
menos que ella y yo estemos mintiendo y en connivencia, tiene que ser usted el que
ha falseado los hechos. ¿Por qué la mató?
—Me vi obligado a hacerlo, Rod. Yo no quería. Traté de planear las cosas en
forma de poderlo evitar. Cuando sucedió me di cuenta de que no soy un asesino, o
por lo menos que no soy un asesino muy astuto. Yo supe, en el instante mismo de
apretar el gatillo, que si se llegase siquiera a sospechar de mí, no me iba a defender.
Ya estoy demasiado viejo y cansado, para andar en esos líos. Si la policía me hubiese
preguntado: «¿Mató usted a Pauline Tuttle?, —sencillamente les habría contestado—:
Sí». —Esbozó una sonrisa—. Pero nunca llegaron a hacerme esa pregunta. Ahora,
cuando tú y Robin hagan sus declaraciones, sí me lo preguntarán. Y ahí terminará el
misterio del caso. Es más…
Abrió un cajón de su escritorio y yo me incliné hacia adelante, listo para brincar,
pero lo que sacó fue solamente un sobre cerrado. Me lo extendió por encima del
escritorio y continuó:
… es más, cuando se presenten a declarar, le podrán entregar esto a los jefes de la
policía. Lo he tenido preparado, por si acaso fuera necesario. Es mi declaración, en la

Página 129
que explico todo, menos el motivo que tuve para hacer lo que me vi obligado a hacer
y ése no lo puedo divulgar. Creo que me gustaría tomarme otro jaibol, ahora.
¿Quieren que prepare uno para cada cual?
—Permítame: yo los prepararé —le dije y fui a la cantinita.
—Quiero que me creas, cuando te aseguro que no era mi propósito el matarla.
Durante bastantes semanas estuve cavilando el modo en que podría sacar algo de su
caja fuerte sin tener que llegar al asesinato para conseguirlo. Noche tras noche la
aceché, tomando cuidadosa nota de la hora y los minutos, hasta que me llegué a
convencer de que tendría tiempo suficiente, aunque medido, para cortar la tela de
alambre tan pronto como se levantara para ir a traer su vaso de leche caliente y que
entonces me podría introducir y salir por allí, antes de que estuviera de regreso.
Preferí la noche del lunes, debido a que Arch no se encontraba en la casa.
»Corté la tela y entré. Tomé la pistola de su escritorio y me dirigí a la caja
fuerte… pero regresó demasiado pronto… y no tuve más remedio que matarla, Rod.
Créeme que lo lamento, pero fue inevitable y ella me obligó, con sus actos, a recurrir
a medidas extremas.
»Regresé a mi casa y me metí en la cama. Poco después escuché lo que me
parecieron ser dos explosiones prematuras de motor y luego, menos de un minuto
después, un ruido que por contraste sonó como un disparo de arma de fuego. Dejé mi
cama y fui a observar por el costado de mi casa; y fue entonces cuando te vi hablando
por teléfono, Rod.
»No, no alcancé a ver a Robin, ni tenía la menor idea de que ella hubiese estado
allí. Pero pensé rápidamente… me imaginé que acababas de entrar a la oficina y que
al agarrar la pistola se te habría disparado. Se me ocurrió que la policía podría
sospechar de ti, ya que generalmente empiezan por sospechar de cualquiera que
descubre un cadáver. Y quise hacer cuanto pudiese por evitarte molestias y líos, por
lo que me vestí y fui a la jefatura. Les hice el relato para que no pudiesen sospechar
de ti. Como no sabía si les habrías dicho que se te escapó un tiro accidentalmente,
preferí no mencionar el haberlo escuchado. Pero en lo que hice hincapié fue en haber
escuchado un disparo a las once y media, con la intención de señalar la hora
apropiada, en que ocurrió el asesinato, como anterior a tu llegada a la casa de tu
abuela. En esa forma te libré de toda sospecha.
—Pero ¿por qué, señor Henderson?
—Si te confesara eso, todo lo sucedido habría sido… inútil.
—Entonces, ¿quiere usted decir que aún en la situación en que se encuentra en
estos momentos, en que Robin y yo estamos dispuestos a entregar su confesión a la
policía y a referirles cuanto nos ha dicho usted, la muerte de mi abuela no fue un
sacrificio inútil…?
—Exactamente. Y siento no poder ser más explícito.
—Señor Henderson, tengo que saber cuál fue su justificación. Y puesto que ya
nos ha entregado su confesión por escrito, en la que reconoce ser el autor de esa

Página 130
muerte, no veo motivo para que tengamos que revelárselo a la policía, si usted nos lo
descubre bajo nuestra sagrada promesa de no divulgar jamás su secreto. ¿No confía
usted en nosotros dos?
—Bien, confiaré absolutamente en ustedes. Y me dispensarás, Rod, pero tu
abuela era una verdadera zorra, avariciosa y despiadada en los negocios. —Lo dijo
con acento tranquilo, callado, sin sentido vengativo—. Comencé por ayudarle mucho
al principio de sus operaciones, pero al convencerme de cuál era su modo de ser, me
retiré de su lado. Mi hijo Andy acababa de establecer su bufete propio y convencí a tu
abuela para que le pasara sus asuntos legales. Como estaba comenzando, necesitaba
aceptar aquel trabajo. Y después, hace cinco años, Andy cometió un error.
—Sí, me lo platicó hace unos días, cuando nos encontramos —le dije.
—No es posible que te confesara la verdad. Había sufrido un par de pérdidas
fuertes y desesperadamente necesitaba unos cuantos cientos de dólares. No recurrió a
mí, debido a que yo andaba escaso en aquellos días, aunque podría haber conseguido
ese dinero si Andy me hubiese confiado el apuro en que se encontraba. Pero en vez
de hacer eso, cometió la única acción deshonrosa que sinceramente creo que jamás
haya llevado a cabo, ni jamás repetirá…
»En una operación que estaba manejando por cuenta de Pauline Tuttle, retuvo
para sí mismo parte de la utilidad. Exactamente quinientos setenta dólares. Y, desde
luego, descubrió ella el faltante. Accedió, después de muchos ruegos, a no acusar a
Andy penalmente y encarcelarlo, a condición de que éste firmara una amplia
confesión aceptando su delito en forma absoluta… además de que yo tuve que
conseguir el dinero para pagarle hasta el último centavo. Hace mucho tiempo que
Andy me reintegró aquella cantidad.
»Pero eso fue nada más el principio. Naturalmente, ya no quiso confiar más en
Andy, pero a mí me obligó, bajo la amenaza de dar a la publicidad la confesión de
Andy y arruinar su carrera profesional, a despachar todos sus asuntos legales desde
entonces. ¡Gratuitamente…! No le he enviado una sola cuenta por mis servicios en
todos los años que han transcurrido desde entonces. Puro y simple chantaje. Y no le
bastaba con eso, sino que me hacía jugar baraja con ella…, ¡y qué juego tan estúpido
es ése! Sepa Dios qué placer gozaba jugándolo, cuando sabía que para mí era
odioso… a menos que fuese placer sádico.
»Pero todo eso es lo de menos. Lo peor fue que, cuando supe recientemente que
debido a su enfermedad cardiaca no viviría mucho tiempo, le pregunté sobre la
confesión de Andy…, ¿qué arreglo había hecho para que fuese destruida en caso de
su muerte?
»No lo podrás creer, Rod, pero la arpía, se rió cínicamente en mis barbas y me
contestó que eso quedaría en manos de su albacea… Y su albacea es Hennig, como tú
sabes. Mi peor enemigo y quien tampoco quiere a Andy. Reconozco que en asuntos
de dinero es escrupulosamente honrado, pero en su corazón no tiene ni una onza de
piedad. Bajo capa de que únicamente cumplía con su obligación, le entregaría a la

Página 131
policía esa confesión, con el deliberado propósito de arruinar por completo la carrera
de Andy. Indudablemente que también se encargaría de que el asunto fuese conocido,
aun en el caso de que el procurador de justicia se rehusara a proceder en contra de mi
hijo, debido al tiempo que ha pasado desde la fecha en que cometió su falta y a que la
agraviada no sólo no presentó ninguna acusación a su debido tiempo, sino que
además, recibió la restitución correspondiente.
»Probablemente le quedaban nada más unos meses de vida, por cuyo motivo tenía
que hacerme de esa confesión sin pérdida de tiempo. Quise que apareciese como un
vulgar robo, obra de algún ratero, de ser posible. Pero como no podía abrir su caja
fuerte, no me quedaba otro modo de proceder. Aquella corta visita cada noche a la
cocina era la única ocasión en que dejaba abierta su caja fuerte, sin que estuviese ella
en su oficina y yo sabía que en la caja guardaba la confesión de Andy…
»Bueno, eso es todo. Ya les relaté lo demás. La confesión quedó convertida en
cenizas, pues lo primero que hice cuando regresé a mi casa, fue quemar aquel maldito
documento. Lo que sucederá ahora no ya a ser ninguna ayuda para Andy, pero podrá
capear el temporal, siempre que no se divulgue la razón que tuve para matar a tu
abuela. Ni siquiera Andy está al tanto de las circunstancias en relación con el pliego
que firmó, porque hace tiempo le aseguré, para su tranquilidad, que ya había
conseguido que me lo devolviese la señora Tuttle y que lo quemé. De manera que no
sospechará nada cuando se entere de que la asesiné.
—Y, ¿por qué está usted tan seguro de que Andy llegará a enterarse, señor
Henderson? —le pregunté.
Tomé a Robin del brazo y la llevé hasta la terraza, para decirle:
—Yo no pienso dar ningunos informes a la policía. ¿Y tú…?
—Pues… yo…, ¿crees que no deberíamos…?
—Lo que creo firmemente es que Henderson es una buena persona, a quien esa
fiera que era la abuelita lo acorraló, lo atrapó, lo explotó… y llegó a burlarse de él.
Hizo todo cuanto pudo por no llegar a quitarle la vida, pero cuando se vio obligado a
hacerlo fue por un motivo mucho más justificado que la defensa propia… fue en
defensa de su hijo, de su nuera y de su nieto.
—Pero, Rod, es una decisión muy seria para tomarla así, tan rápidamente… ¿No
podríamos… consultarlo con la almohada?
—No —le contesté con decisión—. Ni siquiera durmiendo juntos. Ahí se ha
quedado ese pobre viejo, pendiente de saber si se suicidará, o no. Tú deberás saber,
porque se veían claras sus intenciones, que no estaba dispuesto a esperar a que llegara
la policía a detenerlo. Por eso tenía preparada su confesión, para que la encontraran
cuando él ya se hubiera quitado la vida. ¿Eres capaz de tenerlo en capilla toda la
noche? ¿Podrías dormir tranquila, mientras decides? Tú no eres una de esas personas
frías y egoístas, Robin. Te conozco bien.
—Bueno, haremos lo que tú decidas.

Página 132
—Pero debo advertirte una cosa. Si guardamos el secreto, nos convertimos en
encubridores del asesino.
—Eso no me preocuparía. Tu abuela fue egoísta y odiosa, francamente. Y el señor
Henderson no la mató con premeditación. —Sonrió ligeramente—. Pero aquí estamos
haciendo una realidad nuestras sospechas mutuas. Yo creí que tú la habías matado y
estabas obsesionado con la idea de que fui yo la culpable. Y ahora, al ser
encubridores del verdadero asesino, compartiremos la culpabilidad con él. Todos
matamos a la abuelita.
—Regresaré en un minuto. Será mejor que no regresemos los dos. Me esperas en
el coche, ¿quieres?
Regresé en menos de un minuto. Rápidamente le dije al señor Henderson lo que
tenía que decirle y salí emocionado. No es nada agradable ver a un hombre llorando.
Me encontré a Robin en la banqueta, inmóvil bajo la lluvia. No se había subido al
coche. Le pregunté:
—Robin, ¿te quieres casar conmigo nuevamente? Ya sé que no existe el peligro
que tanto temía, de tener hijos, lo que fue el principal motivo de nuestro
distanciamiento.
—Pero… no fue el único, Rod. ¿No crees que debiéramos pensarlo con calma por
un tiempo? Y…, ¿qué vas a hacer respecto a Arch, por las maldades que te hizo?
—Sí, ya sé que la cuestión de tener hijos no fue todo. Y en cuanto a lo demás, no
cambiaré, seguro, porque ése es mi modo de ser. En estos momentos estarás pensando
que debiera subir y propinarle una buena golpiza a Arch. Pero no lo voy a hacer.
Siento lástima por él… Sentiría lástima y asco también, por cualquiera que pudiese
amar tanto al dinero para hacer cosas como las que hizo Arch por obtenerlo. Y aun
cuando llegase a odiarlo, no me causaría placer el golpearlo.
»En resumen, soy un tipo demasiado bondadoso y apocado y nunca llegaré a ser
rico ni importante debido a que no gozo luchando contra mis semejantes —le dije—.
Te amo locamente, pero si prefieres otra clase de hombre, distinto a como soy yo,
entonces no hay nada qué hacer. ¡Buena suerte y adiós, Robin!
He de haberme olvidado de que estaba allí mi coche, porque di la vuelta y
comencé a distanciarme de allí a grandes pasos, bajo la lluvia, siguiendo a lo largo de
la banqueta, caminando ciegamente.
Habría dado unos veinte pasos cuando escuché su voz que me llamaba:
—¡Rod! ¡Espérame…! —y el rápido taconeo de sus zapatos sobre el cemento…
me detuve, di la vuelta, ¡respiré y viví de nuevo…!

FIN

Página 133
FREDRIC BROWN (Cincinnatti, 1906 - Arizona, 1972). Fue un escritor de ciencia
ficción y misterio, más conocido por sus cuentos caracterizados por grandes dosis de
humor y finales sorprendentes. También es conocido por ser uno de los escritores más
audaces a la hora de hacer experimentaciones narrativas en ficción de género.
Aunque no fue un autor especialmente popular en vida, la obra de Brown ha generado
un considerable culto que continúa medio siglo después de que realizara su último
escrito. Sus obras se reimprimen periódicamente y tiene varias páginas de fanes en
Internet tanto en EE.UU. como en Europa, en donde se han hecho varias adaptaciones
de sus escritos.
En septiembre de 1948, la revista «Starthing Stories» publica su novela «What mad
universe?» que posteriormente y en forma de libro, editaron Button y Bantam. A
partir de entonces hace diversas incursiones, escribiendo obras entre las que se
encuentran «The lights in the sky are stars», «Science Fiction Carnival», «Space on
my hands»… y «The Mind Thing» (El Ser Mente).
Su primer relato de ciencia ficción fue «Aún no es el fin» (Not yet the end) publicado
en 1941 en una edición de verano de Captain Future. Muchas de sus historias son
cuentos ultracortos de 1 a 3 páginas, con argumentos ingeniosos y finales
sorprendentes.
Probablemente su cuento más famoso es «Arena» (1944) por haber sido adaptado en
un episodio de Star Trek.

Página 134
Este humor y una perspectiva algo posmoderna fueron también trasladados a sus
novelas. Por ejemplo su novela de ciencia ficción «Universo de locos» (What Mad
Universe) (1941) juega con las convenciones del género al enviar a su protagonista
(un escritor de ciencia ficción) a un universo paralelo que está basado, no en sus
novelas, sino en la imagen de las mismas de un consumidor ingenuo de este tipo de
historias. De un modo similar su novela «¡Marciano, vete a casa!» (Martians, Go
Home!) (1955) muestra como la vida de un escritor de ciencia ficción se ve afectada
por una rocambolesca invasión marciana.
Las historias de misterio de Brown están bien dentro de los estándares de la literatura
pulp. En 1947 publica su primera novela policíaca, «The Fabulois Clipjoint», (La
trampa fabulosa, también conocida como El fabuloso cabaret). Esta será la novela
favorita del autor y por la cual ganó en 1948 el Premio Edgar Allan Poe a la mejor
obra de narrativa criminal. Otra novela suya, «La noche a través del espejo» (Night of
the Jabberwock), es una extraña y a veces hilarante, pero en última instancia
satisfactoria, narración de un día extraordinario en la vida de un redactor de una
pequeña ciudad.

Página 135

También podría gustarte