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ESPIANDO A UN

DUQUE
© Espiando a un Duque.

© Olympia Russell. M. Jiménez 2023

© Fotografía de la portada: Kathy Servian:


www.servianstockimages.com

Todos los derechos reservados.

Queda totalmente prohibida la reproducción total o

parcial de este libro de cualquier forma o por cualquier


medio sin permiso escrito de la propietaria del copyright.

Esto es una obra de ficción. Cualquier parecido con la


realidad es mera coincidencia.
NOTA INTRODUCTORIA:

En el inicio de esta novela, en el capítulo tres, se

cuentan hechos que se desarrollan en una novela anterior. Si


no la has leído y quieres saber más, puedes encontrarla aquí:
Un Vizconde para una solterona.
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Epílogo
Capítulo 1

Broden McLennan, Duque de Shetland, estaba


intrigado. Incluso, un poco preocupado.

Era cierto que la persona que le estaba siguiendo


desde hacía tres días no parecía peligrosa, pero tenía ya
suficientes años y experiencia como para saber que incluso la

persona de apariencia más inofensiva podía ocultar una

trampa, incluso mortal.

La joven que llevaba tres días siguiéndole encajaba en


la definición de aspecto inofensivo. Ya no era una niña, pero
aún no había cumplido los treinta años. Era muy rubia, tenía
buena figura y, aunque vestía con mucha sobriedad, en ese
momento con un sencillo vestido gris oscuro y un sombrerito
de paja y tela gris, en su manera de moverse se notaba que no
había salido del pueblo llano: era una mujer que había
conocido la vida privilegiada, seguro.

Lo más llamativo en ella eran sus ojos verdes, grandes


y felinos. Unos ojos preciosos que transmitían energía y
determinación.

Y que habían servido para delatarla desde el primer


momento.

Broden se había cruzado con ella por Oxford Street el


mediodía de tres días atrás. No podía haber un lugar ni una
hora más apropiada para cruzarse con alguien y no reparar en
esa persona. Oxford Street, en pleno centro de Londres y al

mediodía de un día soleado, estaba lleno de transeúntes,


algunos, igual que la desconocida, mujeres solitarias, algo que

en cualquier otro sitio podía resultar extraño, pero no en aquel


lugar a aquella hora.

La mujer tampoco tenía nada de especial. Bueno, era

bella, muy bella, pero Broden jamás se dejaba arrastrar por ese

detalle. Sabía que la belleza no es algo extraño: hay muchas


mujeres bellas, y que, muchas veces, se solía utilizar como

señuelo para algo malo, así que estaba acostumbrado a no


dejarse impresionar por las desconocidas, por muy bellas que

fueran.
También era cierto que había una contradicción entre
las ropas de la dama y su forma de moverse, pero tampoco fue

eso lo que le llamó la atención a Broden: no iba a ser la

primera ni la última joven de la alta sociedad que se disfrazaba


con las ropas de una criada para poder dar un paseo

libremente por el centro de Londres: una chiquillada sin


consecuencias, más allá del enfado posterior de una madre

rigurosa.

No, lo que le llamó la atención, lo que le hizo ponerse


en guardia, fue que la desconocida lo miró al pasar por su

lado. De frente. Sin azorarse.

Fue menos de un segundo, pero fue inequívoco.

En ese momento fue cuando Broden detectó el

peligro. Ninguna mujer, pobre ni rica, miraba a un


desconocido a los ojos de aquella manera, sin miedo, sin

disimulo. Ni siquiera a él, que era un hombre atractivo y


llamaba la atención.

Ni una.

Aquella mirada mostraba algo claro: el encuentro no

había sido casual, la mujer no era cualquiera, lo buscaba a él.


A partir de ese momento, Broden había desplegado

todos sus sentidos y el instinto de cazador para detectar a la

joven cerca de él. Y había confirmado que su intuición había

sido acertada una vez más.

La joven le seguía, sin la menor duda.

Habían pasado tres días desde ese primer encuentro y


la había detectado los tres, tanto por la mañana, como por la

tarde.

También había captado algo extraño y que no dejaba

de ser inquietante. Era nefasta siguiéndole.

Si era una espía del enemigo, no podían haber

contratado a alguien peor. De hecho, era la peor espía con la


que se había cruzado en su vida: se dejaba ver constantemente,

había cruzado su mirada con él varias veces, no se cambiaba

de peinado ni de ropa haciendo que su reconocimiento fuera

facilísimo e, incluso, le había seguido por calles solitarias

donde llamaba aún más la atención. Un absoluto desastre


como espía.

Estaba claro que era una aficionada.

Una mala aficionada.


Pero ese dato, en vez de tranquilizarlo, lo tenía
también en estado de alerta. ¿Quién era aquella mujer?, ¿por

qué lo seguía?, ¿era una trampa? ¿pero, de qué tipo?. No

encontraba respuesta a aquellas preguntas y aquello lo estaba

torturando.

Por todas estas razones y dudas no había querido dar


el aviso a los servicios secretos aún. Antes de dar cualquier

paso, quería asegurarse de si detrás de aquella mala

persecución había algún asunto de estado o se trataba de algo

que solo le afectaba a él y , por eso mismo, era fácil de

manejar y neutralizar por él solo.

Podía ser esto último tranquilamente, ya le había


pasado con anterioridad. Una sola vez, pero muy sonada.

Aunque aquella vez había tenido un componente que

ésta no tenía.

Había sido objeto del intento de venganza de un

antiguo espía que se había pasado al enemigo.

Pero se había tratado de una venganza personal, ya

que el espía en cuestión había tenido una amante que lo había


abandonado por Broden.
Aquella joven que lo seguía no había sido objeto de

ningún desplante por parte de él. No había sido agraviada por


él. Estaba seguro.

No la conocía de nada.

Ahora bien, también estaba seguro de que le seguía y

había una razón para ello.

Finalmente, el tercer día tomó una decisión: se iba a

dar un plazo de dos semanas para intentar desentrañar el

misterio él solo, si no lo conseguía, daría aviso a los servicios

secretos.
Capítulo 2

Una semana antes

Mathilde y Archie seguían bajo el dintel de la puerta de


la habitación, parados como estatuas, sin poder asimilar lo que
acababan de encontrar.

Aparentemente, la escena no tenía nada de extraño.

Era la habitación de Georgia, la hija de Archie.

Era quizá demasiado sobria, faltaban adornos de flores


y colores pasteles y sobraban libros. De hecho, parecía más la
habitación de un joven caballero que de una joven dama.

Pero no era eso lo que les estaba asombrando a Archie


Phillips, Vizconde de Sunderland, y a Mathilde, su segunda
esposa desde hacía ya ocho años, hasta el punto de dejarlos
más de dos minutos paralizados y en silencio.

No. Ellos conocían perfectamente esa habitación y a


su dueña. Sabían cómo era Georgia: cabezota, enérgica, con
ideas propias y nulo deseo de aceptar límites impuestos desde
fuera. Bella y encantadora también. Fuerte e independiente.
Georgia era la única hija del Vizconde, nacida de su primer
matrimonio antes de enviudar, y Mathilde había sido, antes de

ser su madrastra, su institutriz, y después y hasta ese mismo


momento, su mejor amiga y confidente.

Así que aquella habitación, que conocían


perfectamente, no era más que un reflejo de lo que Georgia

era.

Por otro lado, el estado de la habitación tampoco


llamaba la atención. Todo estaba en su sitio: ordenado y

pulcro, incluso la cama, que estaba perfectamente hecha.

Pero era justo ese detalle el que había supuesto una

conmoción para ambos.

Porque eran las doce de la noche.

Porque Georgia se había despedido de ellos tres horas


antes, justo después de cenar juntos, alegando que estaba
cansada e iba a dormir ya.

Y por eso continuaban bajo el dintel, paralizados y


asustados también, haciéndose internamente la pregunta que

ninguno de los dos se atrevía a soltar en alto :“¿dónde está

Georgia?”, por miedo a que la respuesta del otro abriera la


puerta de un abismo, ya que una desaparición así, en medio de

la noche, no auguraba nada bueno.

Hasta que finalmente Mathilde abrió la boca y fue


capaz de decir algo:

—Hay una nota encima de la cama.


Capítulo 3

La nota era de Georgia y explicaba las razones de su


desaparición inesperada. Así que, en ese sentido, después de
que ambos se abalanzaran sobre la cama y leyeran con avidez

las letras que Georgia les había dejado, una sensación de alivio
les llenó a ambos: se trataba de una desaparición voluntaria y
Georgia, en principio, se encontraba bien, aunque no daba

pistas de su paradero.

Pero la sensación de alivio dejó paso enseguida a otra


de frustración en el caso de Archie, y de enfado en el caso de
Mathilde.

—Estábamos demasiado tranquilos, estaba claro que


no podía durar, que Georgia tarde o temprano nos iba a dar un
disgusto como los que acostumbraba a darme hasta que nos
casamos— fueron las primeras palabras que dijo Archie, más
para sí mismo que para su esposa.

—No entiendo por qué me ha mentido. Su partida iba


a ser mañana, y no antes de decírnoslo a ambos y aguantar el
chaparrón que le ibas a soltar tú. Esto no se hace… —soltó
Mathilde, enfurruñada y también hablando para sí misma.

Y esa frase produjo un efecto en su marido, que


pareció volver de su ensimismamiento.

—En realidad, debería enfadarme contigo —le dijo a


su esposa, mirándola con cariño, porque no podía mirarla de
otra manera aunque estuviera enfadado, pero con un claro tono

de censura.

—¿Conmigo?¿Por qué? —se revolvió ella, iniciando


lo que parecía una de las raras discusiones que tenían, pero

que solían ser intensas, ya que ambos tenían mucho carácter.

—Por ocultarme los secretos que Georgia te confía.


Soy su padre y eres mi mujer, no deberías callarte nada

relacionado con mi hija.

—¡Oh, vamos, Archie, no empecemos otra vez!

Respondió Mathilde, entornando los ojos y ya con

indiscutible cara de enfado.


Porque lo cierto era que aquel motivo de discusión no
era nuevo. De hecho, era “La Discusión”, con mayúsculas. Era

el motivo que les había separado desde antes de conocerse y

también la causa de su encuentro y su posterior


enamoramiento.

Porque Georgia les había dividido y unido al mismo

tiempo desde el inicio de su relación.

Todo había empezado ocho años atrás. Mathilde había


escrito, ocultando su identidad, un libro en el que daba

consejos a jovencitas casaderas para tener una buena vida


sexual. En aquella época ella era una mujer inexperta que lo

único que sabía sobre el sexo era lo que había aprendido de los

libros prohibidos que habían caído en sus manos. No lo había


escrito porque el tema le interesara especialmente ni, mucho

menos, porque en la práctica supiera algo sobre sexo, lo había


hecho tan solo para vengarse de un hombre que le había hecho

mucho daño: el pastor que había oficiado el funeral de sus


padres y había aprovechado la ceremonía para atacarle a ella,

tan solo por ser mujer y tener una característica llamativa: su

pelo rojo.

Mathilde había necesitado vengarse, tanto del pastor,


como de la parte de la sociedad que ella veía igual al pastor:
todas las personas hipócritas, mojigatas y dañinas con las

mujeres, solo por el hecho de serlo.

Y no se le había ocurrido nada mejor que escribir un

libro escandaloso sobre lo más escandaloso que podía hacer

una mujer: el sexo.

Y la venganza había surtido efecto: el libro había


escandalizado a todas aquellas personas de las que había

querido vengarse.

Pero también había tenido un efecto que ella no había

buscado: había caído en las manos de una jovencita de apenas

diecisiete años, inexperta y de buena familia: Georgia, hija de


Archie Phillips, Vizconde de Sunderland.

Georgia era una especie de alma gemela de Mathilde.

Mucho más joven, pero igual de cabezota enérgica y libre que

ella.

Y Georgia también estaba inmersa en su propia lucha

de liberación y reivindicación femenina: una lucha que libraba

contra su propio padre, el Vizconde.

En este caso no se trataba de venganza, sino de


diferencia de caracteres: a Georgia su padre le parecía
demasiado recto, demasiado constreñido a las convenciones
sociales y, sobre todo, demasiado rígido con ella.

El Vizconde quería a Georgia y Georgia quería a su

padre, no se trataba de falta de afecto, sino de visiones

diferentes de la vida y también, por qué no decirlo, de una

lucha de poder entre ambos, ya que eran igual de cabezotas.

Por eso Georgia, que había oído hablar de aquel libro


escandaloso, se había hecho con una copia. Y también se había

encargado de que su padre la pillara leyéndolo.

Y sí, el Vizconde había sorprendido a su hija leyendo

aquel libro y había montado un gran escándalo. Y Georgia no

sólo no se había moderado después de aquello, sino que había

seguido con su plan de sacar de sus casillas a su padre hasta


conseguir cambiarle.

Así que, dando una vuelta de tuerca más a su

provocación, había decidido buscar por su cuenta a la

escritora anónima.

Y, a pesar de que Mathilde había conseguido ocultarse

desde que había publicado su libro, Georgia había conseguido


dar con ella. Y no solo eso, sino que había conseguido

convencerla para que aceptara ser su institutriz, ocultando a su

padre, por supuesto, que ella era la autora escandalosa.


Y claro, al final todo había saltado por los aires. El

Vizconde había descubierto el engaño, había habido un


escándalo mayor que el anterior, con la complicación de que

ahora había una tercera persona implicada: Mathilde.

Pero al final todo había acabado de la mejor manera

posible: el Vizconde y la institutriz, es decir, Archie y

Mathilde, se habían enamorado y se habían casado. Mathilde y

Georgia se habían convertido, no en madrastra e hijastra, sino


en mejores amigas y Archie había aceptado esa amistad íntima

en la que ambas intercambiaban secretos que no llegaban

nunca a él por dos razones: la primera y principal, porque le

hacía enormemente feliz que las dos mujeres que más amaba
en la vida se llevaran tan bien —que le ocultaran información

era un precio que pagaba gustoso —. Y la segunda razón era

que desde que se había casado con Mathilde, Georgia se había

dulcificado y tranquilizado. No del todo, por supuesto,

Georgia era mucha Georgia y siempre iba a ser una mujer de


carácter, pero ya no vivían en una guerra permanente. De vez

en cuando surgía alguna batalla que otra, pero de mucho

menor intensidad que las que había habido entre ambos antes

de que Mathilde entrara en sus vidas.


De hecho, sólo había habido un motivo de pelea
recurrente los últimos años: la asistencia a bailes. Georgia era

reacia porque no quería encontrar pretendiente, no tenía ni una


gana de casarse

—No pienso casarme jamás, bastante tengo contigo


como para meter otro hombre que controle mi vida—era , de

hecho, lo que Georgia le repetía siempre a su padre.

Y Archie, cómo no, deseaba que su hija se casara y lo


hiciera con un buen partido: un noble con tierras y prestigio a

la altura de lo que su hija merecía.

Y claro, habían chocado varias veces por aquel tema.

Pero, como siempre, había acabado ganando Georgia, aunque


esta vez de forma menos humillante para Archie gracias a la
intervención de Mathilde:

—No te preocupes, mi amor, solo necesita tiempo.


Georgia es igual que yo: acabará encontrando al hombre

adecuado, estoy segura, aunque sea tarde para lo


acostumbrado. Pero ella es como yo, se sale de las

convenciones sociales. —le había dicho el día que Georgia


había cumplido veintitrés años, cuando Archie se había
mostrado abatido porque Georgia iba camino de convertirse en

una solterona.
Mathilde le había convencido con aquel argumento y

los dos últimos años habían sido los más tranquilos para todos.
Archie y Mathilde habían seguido amándose con pasión y
Georgia había conseguido escaparse de la mayoría de los

bailes y eventos obligatorios, ya que su padre había decidido


creer a su esposa y confiar en que tarde o temprano su hija

acabaría encontrando un buen marido.

Pero aquel día todo había saltado por los aires.

Había empezado esa misma tarde , a la hora del té,


cuando Georgia no se había presentado y Archie había visto a
su esposa más nerviosa y pensativa que de costumbre.

Finalmente Mathilde le había contado qué le ocurría:

—Georgia quiere trabajar como espía. De hecho, ha

hecho ya los contactos necesarios y se irá mañana hacia un


lugar indeterminado de Inglaterra.

Le había dicho Mathilde con el corazón en un puño y


ojos culpables.

Porque sí, había un acuerdo tácito entre el matrimonio

para aceptar que Mathilde guardara secretos de Georgia, pero


un secreto tan grande, y peligroso, debería habérselo contado

antes a Archie.
Y después del desconcierto, susto y disgusto que se

había llevado Archie, habían tenido una discusión entre los


dos. Una discusión que se había saldado en el jardín, con un

abrazo de ambos cuando ya hacía tiempo que había


anochecido.

Y entonces, esta vez sí ambos a una, habían decidido

subir a la habitación de Georgia a parar aquel despropósito.

Mathilde también estaba de acuerdo. Era demasiado.

Por mucho que Georgia pensara que sabía de todo gracias a


sus lecturas, seguía siendo una joven sin experiencia de
mundo. Y mucho menos, de nada que tuviera que ver con el

peligroso mundo del espionaje.

Aquello cruzaba todas las líneas aceptables.

Pero entonces habían descubierto que Georgia había


partido antes de lo que le había dicho a Mathilde, previendo,

seguramente, que su amiga y madrastra acabaría contándole a


su padre todo antes de tiempo y que ambos intentarían
detenerla.

Y sí, había habido un nuevo conato de discusión entre


Archie y Mathilde, cuando ella había reaccionado a los

reproches de Archie, pero había sido tan solo un instante.


Inmediatamente se habían mirado ambos a los ojos y habían
concluido que ambos, juntos, iban a buscar a Georgia y traerla
de nuevo a casa. Sana y salva.

—Aunque tengamos que ir al fin del mundo —había

dicho Archie mirando a su

emocionada esposa que solo había afirmado con la cabeza y se

había abrazado a él.


Capítulo 4

Georgia no estaba en el fin del mundo. De hecho,


estaba mucho más cerca de Archie y Mathilde de lo que ellos
pensaban. A menos de dos millas de su palacio exactamente.

Y no corría ningún peligro. Al menos, no todavía.

Llevaba media vida planeando aquella huída y no

había dado puntada sin hilo.

Tenía todo pensado y bien atado. Y, entre otros


aspectos, el de su alojamiento y subsistencia independiente
eran lo que mejor había planeado.

Para empezar, había ahorrado prácticamente toda la


asignación que su padre le daba mensualmente para la compra
de vestidos y su cuidado personal. Nunca había tenido interés
en gastarse el dinero en telas, adornos, modistas y afeites. A
ella solo le interesaban los libros, leer, estudiar y aprender, y
de eso tenía en abundancia en la biblioteca del palacio en el
que había vivido durante sus veinticinco años.

Así que apenas había gastado nada y había conseguido


reunir una suma importante que le iba a permitir vivir unos
cuantos años, sin lujos, pero sin pasar penurias y, lo más
importante, sin tener que recurrir a su padre.

Aquella parte del plan había sido posible porque en el


palacio había suficientes vestidos, adornos y perfumes como
para que Georgia no tuviera que comprar ni uno más en toda

su vida. Eran todos heredados de su madre, que había fallecido


cuando ella tenía trece años.

Al contrario que ella, su madre sí había sido víctima

de la fascinación por la ropa y las joyas y en su corta vida


había acumulado una cantidad enorme de piezas de adorno y

vestimentas.

En la forma de ser la difunta Vizcondesa y su hija

habían sido muy diferentes, pero físicamente eran muy


parecidas. Ambas rubias, ambas de ojos verdes, ambas de

estatura media y figura perfecta. Dos bellezas con talla


idéntica. Algo que Georgia había aprovechado para no gastar

apenas nada de su asignación.


Y sí, algunas vestimentas habían pasado de moda,
pero Georgia había encontrado la solución: un par de criadas

de su palacio duchas en la costura le arreglaban los vestidos,

ya fuera cortando unas mangas, añadiendo unos bordados o


cambiando la forma de los escotes, para adaptar los vestidos

de su madre a la moda del momento.

Así que Georgia era dueña de una pequeña fortuna


cuando había abandonado su palacio natal de improviso, pero

no solo se había ocupado del aspecto económico cuando había


planeado su independencia, también le había dado mucha

importancia al lugar en el que alojarse.

No habría tenido ni un problema en alquilar un

apartamento con el dinero que tenía ahorrado, incluso un


pequeño y discreto palacete en alguna zona tranquila de

Londres, pero eso chocaba con su determinación de estar


alejada de su padre y de Mathilde una buena temporada. Si se

alojaba de manera independiente, su padre y su amiga la


encontrarían en menos de una semana y eso era precisamente

lo que quería evitar.

Amaba a su padre y a Mathilde por encima de todo y

no quería cortar la relación con ellos para siempre, pero sí


necesitaba cortarla una temporada. Necesitaba demostrarles y,
sobre todo, demostrarse a sí misma, que era capaz de valerse

por sí misma. Que era capaz de ser independiente. Y para eso

necesitaba tenerlos lejos de ella unos cuantos meses.

Como no quería hacerles sufrir, les había dejado una

nota explicándoles que se iba, pero iba a estar bien. También


pensaba mandarles una misiva semanal, para seguir

asegurandoles que estaba bien y no se preocupan. Y también

para que se tranquilizaran y abandonaran su búsqueda, que,

seguro, iba a ser lo primero que se iban a plantear hacer.

Mathilde la había entendido hasta entonces. Ella


misma había sido una mujer independiente desde muy joven y,

aunque estaba casada con su padre, luchaba día a día con uñas

y dientes por mantener su independencia dentro del palacio y

en su matrimonio. Por eso había sido su mejor amiga. Por eso

le había hecho confidencias que jamás había hecho a nadie.


Porque eran almas gemelas en eso.

Pero en los últimos tiempos, Georgia había detectado

un cambio en ella. Al fin y al cabo, Mathilde era mayor que

ella y también era su madrastra: Mathilde había empezado a

comportarse como si ella fuera su hija y no su amiga.

Se mostraba más prudente y con más tendencia a darle

consejos y sermonearle cuando ella le contaba sus ideas. Sobre


todo cuando le contaba su gran idea, la que llevaba
persiguiendo desde hacía años: quería convertirse en espía,

trabajar para la corona británica como una de las pocas

mujeres que se dedicaban a esa ocupación.

Al principio Mathilde, aunque se había escandalizado

un poco, no le había cortado las alas y le había ayudado a


seguir investigando y formándose en temas de alta política y

geoestrategia, pensando, seguramente, que se trataba de una

utopía, un sueño de adolescente que, con la edad, se le pasaría.

Pero en los últimos tiempos, cuando había notado que

la determinación de Georgia no disminuía, sino que

aumentaba, había empezado a poner “peros”. Y entonces


había sido cuando Georgia había decidido ocultarle lo más

importante: que se iba a ir de palacio sin avisar. Que tenía todo

preparado para estar oculta sin que la descubrieran.

Y finalmente había llegado el día elegido. Para que el

golpe no fuera tan duro, al final Georgia había decidido

avisarle a Mathilde, pero no decirle toda la verdad. Le había


engañado respecto al día y hora de su partida. De esa manera

había tenido tiempo suficiente para irse del palacio sin que

nadie se percatara.
Cuando la tarde de su huída había llegado al lugar que

había escogido como nuevo hogar, un edificio situado en una


calle tranquila y poco transitada de un barrio acomodado de

Londres, había sentido una mezcla de alivio y desilusión.

El edificio pasaba totalmente desapercibido. Era una

construcción gris, rodeada de construcciones grises. La de la

derecha era una panadería, muy sobria también, y a su

izquierda había una pequeña librería. El edificio en el que iba


a vivir estaba bien cuidado, pero era soso, sin ningún adorno y

sin nada que llamara la atención. La placa, pequeña, situada a

la altura de sus ojos a la derecha de la insípida puerta de

entrada, tampoco era nada llamativa. Y lo que se anunciaba en


ella no podía ser más disuasorio para cualquiera que tuviera un

mínimo espíritu aventurero:

“Centro religioso para mujeres devotas”

Y todo aquello le alivió porque estaba claro que era

imposible que su padre y Mathilde la encontraran allí. Ni ellos

ni nadie. Pero también le decepcionó un poco, porque temía

aburrirse. O encontrarse en un lugar muy alejado de lo que ella

era.

Pero al abrir la puerta con la llave que unos días antes

le habían hecho llegar por correo a su palacio, se dio cuenta de


que la elección no podía haber sido más acertada.
Capítulo 5

El espacio que apareció ante sus ojos al abrir la puerta


le impactó tanto, que no tuvo ningún reparo en hacer
inmediatamente lo que le habían pedido en la misiva que había

recibido junto con la llave: entró rápidamente y, más


rápidamente aún, cerró la puerta tras de sí.

Porque lo que había al otro lado no encajaba para nada

en lo que se esperaba que hubiera en un “Centro religioso para


mujeres devotas”.

Ante los ojos de Georgia se desplegó un espacio


amplio, un gran patio descubierto en cuyo centro había un
pozo y en cuyos laterales había unos pórticos. Todo estaba
lleno de plantas y flores, algunas conocidas por Georgia, pero
otras no. Muchas parecían especies exóticas. Georgia estaba
acostumbrada a los jardines grandes y llamativos, pero aquello
era otra cosa. Era, pensó por un momento, como si estuviera
en el paraíso.

Pero el lugar no solo era especial por su vegetación.


Por todas partes había repartidas sillas, bancos y hasta sillones
mullidos y grandes, colocados sin aparente orden, pero,
curiosamente, dándole al espacio una armonía diferente.

En aquellos sillones, sillas y bancos, estaban sentadas


muchas mujeres. Algunas casi niñas, otras ancianas, pero todas
concentradas en diferentes ocupaciones. Algunas pintaban,
otras debatían juntas, otras leían, había algunas concentradas

en el manejo de diferentes aparatos que Georgia no terminaba


de distinguir qué eran.

Pero no solo estaban sentadas, muchas también

estaban en pie: paradas, concentradas haciendo algo,


paseando, en solitario o en parejas, o con andar rápido

mientras se dirigían del patio hacia alguna estancia del interior.

El espacio bullía de vida, como si fuera un mercado al

aire libre en su momento de máximo apogeo, pero había algo


que lo distinguía de un mercado. Algo impactante.

Por un lado, todas las personas que había en el lugar

en ese momento eran mujeres y, por otro, el silencio no era


mucho mayor del que habría en un mercado al aire libre.
Algunas de las mujeres hablaban entre sí, incluso
reían, pero lo hacían en un volumen y tono suave y cantarín,

como el sonido que un arroyo bajando de la montaña.

La escena, el lugar, todo era relajante y transmitía paz.

Una paz que llenó entera a Georgia y que le hizo

sentir, por un momento, la mayor felicidad que había sentido


en su vida.

Sin conocer a ninguna de esas mujeres, sin conocer

bien el sitio, supo que había llegado al sitio correcto. A su


hogar.

Aquella sensación de felicidad y plenitud duró apenas

un segundo, pero la mantendría con ella toda su vida: aquello


suponía un antes y un después en su vida.

Y entonces algo nuevo ocurrió:

Una voz femenina, bien modulada, pero también con

un fondo de alegría cantarína, sonó a su espalda muy cerca,


dejando claro que se estaba dirigiendo a ella:

—Sí, lo sé, deberíamos crear un espacio de transición

para no llamar la atención de los transeúntes cuando abrimos

la puerta para entrar y salir. Lo cierto es que lo hemos


intentado, pero la libertad acaba llenándolo todo. Por eso te
pedimos que cerraras la puerta rápido en cuanto entraras,

después de comprobar que no había nadie en la calle. Así lo

hacemos nosotras siempre y así lo tendrás que hacer tú de

ahora en adelante.

Georgia se había dado la vuelta en cuanto había oído


las primeras palabras y se había encontrado frente a ella a una

mujer más peculiar aún que todas las que ocupaban aquel

espacio.

Se trataba de una mujer en su madurez, tendría cerca

de cuarenta años ya. Tenía una expresión juvenil, reforzada


por su mirada viva e incisiva, pero las arrugas a los lados de

sus ojos y de la comisura de su boca, que sonreía, delataban

que ya no era una jovencita.

Su rostro era agradable, sobre todo por la sonrisa que

le estaba mostrando en ese momento, pero no era un rostro

bello según los estándares de belleza. Tenía la boca demasiado


grande y la nariz demasiado pequeña. Los ojos, de un color

marrón oscuro, eran muy grandes, pero también un poco

saltones, y la cara era más ancha de lo que se valoraba como

bello. Todo estaba enmarcado por un cabello muy oscuro, casi

negro. Tenía, de hecho, se dio cuenta en ese momento Georgia,


cierto aire exótico, como si entre las gotas de su sangre
corriera la de algún antepasado venido de tierras lejanas.

Su figura era también agradable pero no perfecta.

Tenía una estatura normal, pero el pecho era pequeño y las

caderas anchas. Seguramente la cintura , que era estrecha,

aumentaba esa sensación de amplitud, pero no solo. De hecho,


el trasero también era más grande de lo que se consideraba

bello.

O eso creía ella, claro, porque nunca había observado

con tanto detalle un trasero femenino que no fuera el de ella,

ya que las mujeres solían llevarlo oculto por sus faldas y

vestidos.

Y es que lo que más llamaba la atención no era la


figura de la mujer, que seguía sonriente a pesar de que era

evidente que Georgia le estaba haciendo un repaso de arriba a

abajo, sino cómo iba vestida.

Llevaba pantalones.

Si, una mujer, porque se trataba claramente de una

mujer, vestida con pantalones de hombre.

—Es por simple comodidad, no hay otra razón,


Georgia.
Añadió la mujer entonces, señalando los pantalones y

provocando que los labios que Georgia había apenas


entreabierto se separaran aún más.

—¿Cómo sabe usted mi nombre?——acertó a decir

Georgia tan solo, con voz vacilante, porque todo lo que estaba

ocurriendo y viendo la tenía en estado de sorpresa permanente.

—Hola, Georgia —dijo entonces la mujer, obviando

su pregunta y extendiéndole la mano, tal y como hacían los

hombres entre sí. Una mano que Georgia estrechó como una
autómata, ya que era la primera vez en su vida que saludaba de

aquella manera.

El gesto, que en la mente de Georgia era masculino, le

sorprendió porque no lo sintió así. Notó la calidez de la mano

de la mujer y sintió que se transmitía a todo su cuerpo.

Y le gustó.

Estaba claro que no iba a repetir aquella forma de


saludar fuera de aquel lugar, pero ya no le parecía masculino,

sino una forma directa y agradable de saludar a un igual, lejos

de las reverencias y carantoñas que se solían dar entre mujeres

y que normalmente escondían sumisión de una a la otra, o de


cualquier mujer ante cualquier hombre.
Esa reflexión se le apareció en un momento, mientras
las manos de ambas mantenían el contacto cálido y franco,

pero seguía sin saber quién era aquella mujer y por qué
conocía su nombre. Por suerte, en cuanto separaron sus manos,

ella lo aclaró por fin:

— Soy Mary Cooper, la persona con la que llevas un

año carteándote.

—Ahh —dijo Georgia, abriendo la boca ya


plenamente, porque aquello también era una nueva sorpresa,

ya que la mujer que tenía enfrente no tenía nada que ver con la
que ella llevaba un año imaginando. Ella había imaginado a

una mujer mucho más normal, alguien parecida a cualquiera


de las mujeres con las que se había cruzado en su vida. Quizá
parecida a Mathilde que sí, había sido diferente a su manera.

Pero Mary Cooper era algo más. ¡¡Llevaba pantalones!! se dijo


a sí misma una vez más Georgia, fascinada.

Y Mary Cooper volvió a hablar:

—Sé quién eres porque nadie entra aquí sin que lo

sepamos exactamente. Por eso, en mis indicaciones por carta


te dije también la hora exacta a la que debías entrar.
Mantenemos ese tipo de precaución para poder seguir

viviendo en libertad, porque si alguien se entera de lo que


hacemos en realidad, nos expulsarían de aquí. —Aquello tenía

más sentido y era más normal que nada de lo que le había


pasado desde que había cruzado el umbral de la puerta.
También lo que Mary Cooper le dijo a continuación: —

Sígueme, te voy a enseñar el lugar y tu habitación y podrás


hacerme todas las preguntas que quieras.

Georgia asintió y empezó a caminar al lado de Mary, a


descubrir su nuevo hogar.
Capítulo 6

Al parecer, su habitación se encontraba al otro lado del


gran patio, porque tuvieron que atravesarlo entero. Durante esa
pequeña caminata, que empezaron ambas en silencio, una al

lado de la otra, Georgia empezó a fijarse más en alguna de las


mujeres que estaban en el lugar.

Vio a una chica de piel color caramelo y pelo largo,

negro y brilante, con rasgos exóticos, agachada junto a una


planta cargada de flores. Le llamó la atención la manera en que
la joven, porque era más joven que ella seguro, observaba a la
planta. Estaba claro que no estaba dándole los cuidados típicos
de cualquier jardinera, Georgia notó algo más, por un
momento pensó que la joven se estaba comunicando con la
planta sin palabras, una idea que parecía absurda, pero era la

sensación que le estaba dando.


En cualquier caso, como seguían su caminata hacia el
otro lado del patio, la joven desapareció de su radio de visión y
se centró en otras.

Bueno, mejor dicho, en otra.

Estaba en una esquina , apoyada en una de las


columnas del póŕtico, de pie. En principio un lugar en el que
debería pasar desapercibida, pero no solo no pasaba
desapercibida, sino que a Georgia, en ese momento, le pareció
aún más llamativa que Mary Cooper y sus pantalones de
hombre.

Lo primero que llamaba la atención era su piel. Su

color de piel.

Era negra.

En la alta sociedad no había personas de piel oscura,


ni siquiera en tonos más sutiles como los de la joven agachada

frente a la planta, pero Georgia sí había conocido a algunas,


sobre todo entre los criados o personas de clase humilde.

Había conocido personas venidas de Asia, de América y de

África, y sabía distinguir su procedencia por la forma de sus


rasgos, pelo y el tono de piel.
Y aquella mujer era africana, no había duda. Pero no
se parecía a ninguna de las personas procedentes de África que

ella había conocido hasta entonces, porque tenía la piel negra.

Totalmente.

Sin embargo, a pesar de lo llamativo de su piel, había


algo más llamativo aún: su actitud.

Cuando se fueron acercando a ella, se dio cuenta de

que, aunque le había parecido que estaba apoyada en la


columna, no era así. Estaba muy cerca, pero su cuerpo no

tocaba la piedra. Aún así se mantenía erguida, con los ojos


cerrados, y con una expresión…, una expresión que Georgia

no fue capaz de definir, aunque sí lo que le hacía sentir: era

como si la joven fuera de otro mundo. Incluso como si no


fuera humana. Sí, aquello era absurdo y Georgia no era nada

impresionable, pero aquella joven de piel oscura era extraña y


diferente dentro de aquel lugar ya de por sí diferente.

Además, parecía que ni siquiera respiraba…

Y justo cuando pensó esto, la joven abrió los ojos de

golpe y los fijó en ella.

Como si hubiera sabido de antemano que estaba ahí.

Como si estuviera entendiendo sus pensamientos.


Tenía unos ojos de color miel dorada, rasgados e

impresionantes.

Ese fue el único movimiento que hizo: abrirlos. Y

fijarlos en los de ella, pero la inmovilidad del resto de su

cuerpo e incluso la aparente falta de respiración se


mantuvieron.

Georgia se trastabilló de la impresión y entonces Mary

Cooper pareció darse cuenta de lo que estaba ocurriendo:

—Es Moon Smith, adorable, ya la conocerás.

Moon, se llamaba Moon.

Desde luego una criatura tan especial y enigmática no

podía tener un nombre normal, pensó Georgia, y, por otro lado,

“adorable” no era el adjetivo que se le hubiera ocurrido para


definirla, pero bueno, de lo que acababa de decirle Mary se

quedó con que la acabaría conociendo… Y quizá le acabaría

gustando y viendo el lado “adorable”.

Ya habían llegado al otro extremo del patio y Mary

estaba a punto de abrir una puerta, cuando escucharon una

voz, esa sí, adorable, a su derecha:

—¡Hola Mary! ¡ Hola chica nueva!


Mary se paró y con ella Mathilde también, mientras
ambas dirigían la mirada hacia el lugar de donde había

provenido la voz.

—Hipathy, es Georgia Philips, ya tendrás tiempo de

conocerla más adelante, ahora la llevo a conocer su habitación

—respondió con calidez Mary, pero sin detenerse a hablar con


la jovencita.

Porque eso es lo que era la dueña de aquella voz. Casi

una niña.

Estaba sentada en uno de los butacones desperdigados

por el lugar, pero de manera atravesada, con las piernas

apoyadas en uno de los reposabrazos. En una postura que

indicaba comodidad, pero también libertad, como todo lo que


estaba viendo en el lugar.

Era una joven rubia, de ojos grises y figura pequeña,

pero con una mirada viva y pizpireta y, sobre todo, una sonrisa

encantadora en la que asomaba una dentadura bonita, pero con

los dos incisivos un poco separados.

—Hola Georgia —dijo la jovencita mientras ellas le


rebasaban.
—Hola —contestó rápidamente Georgia, justo antes

de perderla de vista y atravesar una puerta siguiendo a Mary


Cooper.

Había tenido el tiempo justo para observar que los

pies de la jovencita estaban sin calzar, desnudos, mostrando

que hasta en eso se podía ser libre en aquel lugar. Y también

para concluir que aquello no le podía gustar más.


Capítulo 7

—Bien, Georgia, te he dicho que iba a enseñarte tu


habitación, pero antes tenemos que tener una conversación.

Mary Cooper le había llevado a Georgia a una estancia


que estaba nada más entrar en la parte de las habitaciones del
edificio. Se trataba de una habitación sobria, con muy pocos

muebles: una mesa de despacho, una silla tras ella y un par de

sillas más, además de una gran estantería tras la mesa. Pero,


aunque sobria, la habitación también tenía el mismo aire de
extrañeza que producía la misma Mary: era evidente que era
su despacho.

Por un lado, el lugar tenía el mismo aspecto masculino


que ella con los pantalones: no había papeles pintados ni
alfombras floreadas ni cortinas cargadas de puntillas y
bordados, como se esperaba de cualquier estancia femenina,
por muy despacho que fuera.

Además, la librería, aparte de libros, tenía repartidos


por doquier objetos que Georgia enseguida relacionó con la
navegación: una brújula, un sextante, un astrolabiony otros
instrumentos a los que no sabía poner nombre, además de una
esfera armilar.

Parecía más el camarote de un capitán de barco que el


despacho de una mujer.

Pero la impresión masculina acababa ahí . Al igual


que con pantalones seguía pareciendo toda una mujer, el

despacho de Mary seguía pareciendo el de una mujer. Una


mujer interesada por la navegación, al parecer.

Georgia no salía de su asombro desde que había

entrado al lugar, con todo: con el patio y su disposición, con


las mujeres que había visto en él, con la propia Mary y, ahora,

con su despacho, pero Mary Cooper le acababa de decir algo

que requería respuesta, y Georgia se centró en ello:

—Sí, claro Mary, pregúntame lo que quieras.

Mary sonrió ampliamente y le señaló a Georgia una


silla frente a la mesa, solo cuando ella se sentó, Mary le
respondió:

—Solo quiero que me respondas a una pregunta:


¿cómo has llegado hasta nosotras?

Georgia sonrió. No tenía ni un problema en responder

a esa pregunta. Estaba muy orgullosa de haber descubierto la

existencia de aquel lugar, porque no había sido un camino


fácil:

—Me gusta mucho leer y leo todos los libros escritos

por mujeres. Cuando llega a mis oídos que se ha publicado


uno nuevo, hago todo lo que puedo hasta encontrarlo. Así fue

como tres libros diferentes, y que trataban de temas diferentes,


cayeron en mis manos. Uno era sobre geografía de África,

otro, sobre Historia del Imperio Otomano y el tercero, sobre la

situación de las mujeres en la sociedad. Los tres me


interesaron mucho, pero lo que más me llamó la atención fue

el mensaje que aparecía al final.

—Si te ha gustado el libro, eres mujer y estás


interesada en conocer a mujeres que compartan el mismo

interés que tú, no dudes en escribirnos al apartado 1001 de


Londres. — dijo entonces Mary Cooper, reproduciendo el

mensaje que aparecía al final de los tres libros.


—Exactamente —dijo sonriente Georgia, antes de

continuar — tengo que reconocer que, aunque me intrigó

mucho, tras la lectura de los dos primeros libros no me animé

a escribir. Me daba miedo ser víctima de alguna estafa o que el


mensaje hubiera sido escrito por alguien que no estaba en sus

cabales. Pero cuando lo leí por tercera vez, en un libro que

nada tenía que ver con los anteriores, salvo que había sido

escrito por una mujer, me decidí a escribir.

—Y ahí es cuando recibí tu primera misiva —le cortó

Mary, añadiendo esa información.

—Sí, efectivamente, luego intercambiamos varias

misivas, como sabes, hasta que acordamos que vendría hoy

por primera vez.

—De acuerdo, Georgia, veo que todo está en orden.

Has llegado a nosotras, al “refugio de mujeres independientes”

, que es lo que somos, por la vía más habitual. Decidimos


utilizar los libros escritos por mujeres como vehículo para

darnos a conocer, suponiendo que era una forma de cribar al

tipo de mujer que nos interesaba: mujeres independientes e

interesadas en ser libres. No es el único método de captación

que tenemos, a veces también descubrimos futuras miembros


de la sociedad que hemos formado en los sitios más diversos:
un baile, una biblioteca, una panadería incluso, pero el
mensaje en los libros es el método que más socias ha atraído a

nuestras puertas en los veinte años que llevamos existiendo.

—¡¡¡Veinte años!! —dijo en alto Georgia, asombrada

—¡¡desde que yo tenía cinco años!! ¿Cómo es posible que

haya tardado tanto en encontraros? —terminó, Georgia.

—Cuidamos mucho la seguridad, por eso mismo te he


traído a mi despacho nada más llegar, para ver cómo

reaccionabas a mi pregunta y comprobar si tus intenciones

eran realmente buenas o venías a destruirnos. Como bien

sabes, no hacemos nada malo, solo ofrecemos un lugar donde

vivir libremente a pesar de ser mujer. Irás conociendo a tus


compañeras los próximos días y comprobarás que lo que nos

une es la libertad. Esa libertad que ninguna podemos tener en

esta sociedad fuera de aquí. Aquí sin embargo cada una puede

estudiar, investigar y trabajar en lo que quiera, sin censura ni

malas caras. Quien puede, paga el alojamiento, como vas a


hacer tú, para quien no puede, tenemos una bolsa de ayudas

que vamos rellenando con las aportaciones voluntarias de

quienes tenemos ingresos.

—Ah, no lo sabía, pues yo también voy a aportar algo

—dijo Georgia, emocionada por poder ayudar a mujeres que


no tenían los recursos que tenía ella.

—Te lo agradezco, Georgia —dijo Mary, antes de

continuar. Como te decía, nuestro objetivo es asegurar la


libertad de las mujeres. Dentro de esa libertad, podrás entrar y

salir cuando quieras, dejar el alojamiento y no volver jamás

también, cuando quieras. No hay control, solo libertad y

respeto mutuo. Y solo pedimos una sola cosa a cambio:

mantener completamente oculto este sitio y lo que hacemos. Si


nos descubren, acabarán con él. Por eso tantas precauciones

para entrar y salir, por eso esta entrevista conmigo ahora y por

eso tantas cartas antes de darte la oportunidad de venir aquí:

tenemos que asegurarnos de que eres una de nosotras y no un


enemigo.

—Lo soy —respondió Georgia, seria y orgullosa al

mismo tiempo, por formar parte de un grupo de mujeres

fuertes.

—Lo sé, lo he comprobado ahora que te he conocido.

Y en estos veinte años solo me he equivocado una vez. Un

hombre logró engañarme.

—¿Un hombre?

—Sí, accedió aquí disfrazado de mujer, tan bien, que

no me di cuenta. Su intención no era destruirnos, entró solo


por curiosidad y conseguimos desenmascararle y también que
nos jurara que no nos iba a delatar. Cosa que no hizo. Fue un

susto, pero, para evitar sustos posteriores, decidimos no dejar


entrar aqui nunca jamas a un hombre. Y así lo estamos

cumpliendo hasta ahora. No tenemos nada en contra de ellos


por principio, pero sabemos que nuestra libertad está en
peligro muchas veces por ellos, aunque nos quieran.

—No puedo estar más de acuerdo —dijo Georgia,


recordando a su querido, pero también controlador, padre. Lo

amaba, pero iba a estar mucho mejor lejos de su tutela.

Y justo en ese momento la puerta se abrió , sin

llamada previa.

—Hola, Molly.

—Hola, Charly.

Georgia abrió los ojos y la boca con asombro enorme


y tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse y salir de la

habitación, casi con miedo. El segundo saludo, tranquilo y


acompañado de una enorme sonrisa, lo había hecho la propia

Mary. Pero lo que había asustado a Georgia era la persona que


había interrumpido en el despacho. No es que diera miedo, al
revés, parecía una persona afable, pero después de lo que

acababa de escuchar de boca de Mary, aquello no tenía


sentido, porque quien había saludado con un diminutivo

cariñoso a Mary era, sin lugar a dudas, un hombre.

Un enorme pelirrojo, atractivo y totalmente


masculino.
Capítulo 8

La situación era incomprensible: Mary Cooper


acababa de decirle que los hombres tenían prohibida la entrada
al lugar y frente a ella había uno, enorme y masculino. Y no

sólo eso, sino que acababa de saludar a Mary con un apelativo


cariñoso “Molly”, y ella le había respondido con otro:
“Charly”, y los dos permanecían mirándose sonrientes, como

si todo fuera normal, ajenos a la cara de asombro de Georgia.

Ajenos a Georgia en realidad, porque solo tenían ojos


el uno para el otro.

Aunque lo cierto es que la escena duró poco,


poquísimo, apenas dos segundos, hasta que ambos
reaccionaron debidamente.
—Georgia, te presento a Charles Mackay, también
apodado “la excepción”, Charly, te presento a Georgia
Philipps, nuestra nueva compañera de alojamiento: una joven
enérgica y libere , como todas nosotras —hizo la presentación
Mary, con afabilidad y como si todo fuera normal.

Charles Mackay hizo una reverencia educada, formal


y perfecta y respondió, con una voz perfectamente modulada
de caballero de la alta sociedad:

—Encantado de conocerla, miss Philipps, espero que


se sienta a gusto entre nosotras.

Y entonces Mary le soltó un manotazo, lo

suficientemente suave como para dejar claro que se trataba de


un juego entre ellos, pero no tan suave como para que él dejara

de soltar un “¡ay!” y se frotara el brazo, un poco dolorido.

Y Georgia se quedó sin palabras más de los dos


segundos que había tardado Mary en hacer las presentaciones.

Porque todo era sorprendente. Incongruente incluso.

¿Él había dicho “nosotras”, metiéndose él mismo en la

categoría femenina? Pero si era todo un hombre…¿y por qué


le había golpeado ella, aunque estaba claro que era un juego?

Y, lo más importante, ¿ qué hacía él allí? Eran demasiadas


preguntas y sentimientos de desconcierto, al final Georgia
consiguió hablar, hacer una pregunta, para intentar desentrañar
al menos uno de los misterios que la aparición del pelirrojo

había suscitado:

—¿La excepción?

Mary lo había presentado como “Charles”, ella le

llamaba “Charly”, pero también había dicho que se le conocía


como “la excepciṕon”.

La respuesta de Mery le dejó claro a Georgia que

había malgastado una pregunta, ya que la explicación era


obvia.

—Hace un momento, antes de que él entrara, te

acababa de decir que estaba vetada la entrada a los hombres en


nuestro paraíso de mujeres libres, pero toda regla tiene una

excepción y en el caso de nuestra regla la excepción es


Charly. A Charles Mackay le permitimos entrar y salir, como

has visto. Solo hay una razón para ello: Charly fundó junto a

mi este lugar. La historia es larga, algún día te la contaré. —


añadió, después de echarle una mirada cómplice al pelirrojo —

Por ahora es suficiente que sepas que, aunque es un bromista


incorregible, como has podido comprobar hace un momento

cuando ha hablado de él en femenino, algo que tiene


prohibido, porque le dejamos entrar , pero no es una de
nosotras —dijo, mirándole a él con impostada expresión de

censura — también es de fiar. Y, de hecho, alguna vez ha sido

imprescindible para protegernos.

Mary acabó, mirando de nuevo a Charles Mackay,

esta vez con una expresión indescifrable, mezcla de


preocupación, alivio, respeto… y algo más. Algo intenso y

profundo que , estaba claro, ocurría sólo entre los dos.

Luego ambos la miraron a ella. Georgia sintió que

tenía que decir algo, y añadió, tan solo:

—Entiendo.

—Bien —dijo entonces Mary, cambiando de nuevo el

tono. —Charly, voy a llevar a nuestra nueva compañera a sus


habitaciones, ya coincidimos en adelante con ella y os iréis

conociendo.

—De acuerdo, cómo no —dijo él, repitiendo la

reverencia con la que le había saludado al principio.

Mary salió del despacho dejándolo dentro, y

mostrando la enorme confianza que había entre ambos, porque

nadie dejaba a otra persona en su despacho privado si no había


confianza absoluta entre ambos… o quizá algo más.
Luego Mary le enseñó a Georgia el resto de las
instalaciones: el comedor comunitario, un jardín interior

maravilloso, la enorme biblioteca y, sobre todo, una estancia

totalmente nueva para ella y que le maravilló: unos baños

comunitarios, al estilo de los que ella había escuchado que


existían en la antigüedad, un lugar al que las mujeres iban a

asearse, pero también a tranquilizarse y pasar un momento de

paz y sosiego.

Un lugar que no tardaría en probar.

Y, finalmente, Mary le llevó a su habitación, en medio

de un pasillo lleno de habitaciones donde residían el resto de

las mujeres.

A Georgia el habitáculo le pareció perfecto. Era


mucho más pequeño que su habitación en el palacio paterno y

mucho menos lujoso. De hecho, era muy frugal. Una cama, la

mitad del tamaño que la que había sido suya, sin dosel ni ropas

de cama lujosas. Un pequeño escritorio y una estantería. Una

ventana chiquita que daba al jardín.

Pero estaba todo colocado con tanto mimo y cuidado,

que le encantó y, sobre todo, se emocionó porque era el primer

lugar que era suyo: iba a pagarlo con sus ahorros.


Fue la primera vez que se sintió libre en su vida, de

verdad. Y la sensación de felicidad que sintió fue


indescriptible.

Luego Mary la dejó sola, diciéndole a qué hora era la

cena y anunciándole que le dejaría el resto del día para que

recorriera el lugar a sus anchas con plena libertad:

—Mañana vendrá Rose y te terminará de enseñar todo

y te irá presentando al resto de chicas —le dijo

—¿Rose? —dijo Georgia, sin entender a quién se

refería.

—Sí, Rose Harris, es quien se va a ocupar de ayudarte

los primeros días. Te irá

presentando al resto de chicas y estará disponible para

cualquier cosa que necesites. Hoy no puede venir, está

trabajando, pero mañana se presentará aquí.

—Muchas gracias —dijo Georgia, enormemente

agradecida, ya que, a pesar de la cálida bienvenida, el lugar era


muy grande y estaba lleno de desconocidas, tener a alguien a

su lado para ayudarle a adaptarse iba a ser maravilloso.

Finalmente, Mary salió y ella se quedó sola.


Y Georgia empezó a asimilar que su nueva vida acababa
de empezar. Algo que le excitaba, pero también le asustaba un

poco.

Mary Cooper había sido encantadora con ella, el lugar

era fascinante y, aunque había mujeres inquietantes, como la


tal Moon, también había visto chicas a las que deseaba

conocer en más profundidad, como la chica que cuidaba las


plantas, o Hipathy, la jovencita lectora.

Sobre Charles Mackay , sin embargo, tenía bastante

información. Era una de las razones por las que se había


quedado sin palabras al verle. No solo era un hombre

imponente en un lugar en el que, en principio, no debería estar.


Era también un hombre muy conocido.

Al escuchar su nombre de labios de Mary, Georgia

había tenido que reprimir una expresión de sorpresa, porque


Mackay era , quizá, una de las personas más peculiares de

Gran Bretaña Mackay era miembro de la cámara de los lores.


Un miembro especialmente activo que aparecía en los
periódicos a menudo, famoso por defender siempre a los más

necesitados, a pesar de pertenecer él a una clase social


privilegiada. Y famoso por hacerlo con vehemencia, sin

importarle qué o con quién se debía enfrentar.


A pesar de que sus posiciones solían ser siempre

minoritarias, no se callaba. Y, lo más llamativo, era respetado


por todos, incluso por quienes discrepaban de él.

Y esto último, el respeto que suscitaba, era aún más

llamativo teniendo en cuenta sus orígenes, ya que Mackay era


hijo ilegítimo.

Su padre, Fitzjames Dankworth , Duque de


Silesmount, había sido también un reconocido miembro de la

cámara de los lores, defensor a ultranza de las tesis más


conservadoras y menos humanitarias. Ya estaba retirado de la
vida política y, por tanto, no se enfrentaba a su hijo

directamente. En cualquier caso, aunque la paternidad era bien


conocida por todos, nunca había reconocido a su hijo

ilegítimo y, que se supiera, jamás había habido relación entre


ellos.

Mackay llevaba el apellido de su madre. Y si su padre

era un personaje importante y conocido, su madre aún lo era


más.

Charles Mckay era hijo ilegítimo de una escocesa


luchadora e irredenta: Faith Mackay, la única mujer que había
llegado a ser jefa de un clan escocés, uno de los más

poderosos.
Nadie sabía como aquellas dos personas tan alejadas

ideológicamente, Faith Mackay y Fitzjames Dankworth habían


llegado a concebir un hijo, por eso, desde su nacimiento,

Charles había sido la comidilla de todos. Y seguía siéndolo,


tanto por su nacimiento, como por sus propias acciones.

Por eso había quedado tan impactada Georgia al saber

su identidad.

Era, desde luego, un misterio añadido que espoleaba

su curiosidad el descubrir qué hacía aquel hombre en aquel


lugar, siendo “la excepción”. También tenía curiosidad por
descubrir qué había entre Mary y él, porque estaba claro que

tenían una relación profunda.

Pero aquel misterio, aunque le había impactado, iba a

ser relevado inmediatamente de sus preocupaciones.

Ahora tenía que descansar y habituarse al lugar y,

enseguida, en un par de días a lo sumo, iniciar el plan que


llevaba años diseñando.

Un plan en el que también iba a estar involucrado un


miembro de la cámara de los lores, aunque no se trataba ed
Mackay
Capítulo 9

TRES SEMANAS DESPUÉS

El plazo que se había dado había expirado y no solo

no había conseguido desentrañar el misterio, sino que se había


ampliado aún más.

Broden McLennan, Duque de Shetland, no había


descubierto quién era la misteriosa joven que lo seguía todos
los días.

Todos

Mañana y tarde.

Seguía haciéndolo rematadamente mal y la descubría


en cuanto aparecía: unas veces detrás de un seto, otras sentada
en un banco, esperando a que él pasara, con un libro en la
mano, pero dejando asomar su preciosa cara varias veces tras
el libro y delatándose de aquella manera.

No había querido dar el aviso a los servicios secretos.


Había preferido darse un plazo de dos semanas para
descubrirlo él solo, por si el misterio no tenía nada que ver con
su actividad secreta sino con su vida personal.

Pero en aquellas dos semanas, por sí solo, no había


descubierto nada.

Nada, aparte de que aquella joven era un desastre


como espía , además de muy guapa.

Espectacularmente guapa.

Aquella mañana, Broden se había levantado con una


determinación clara: gastaría su último cartucho y, si no

funcionaba, recurriría a sus compañeros de los servicios


secretos.

No era un cartucho cualquiera y no estaba exento de

riesgos. La joven parecía inofensiva, pero lo que estaba


haciendo no lo era, se dijo varias veces para convencerse de

que debía dar aquel paso.

Y salió de casa decidido.


No tardó ni cinco minutos en reafirmarse en su
decisión: ahí estaba la joven, ese día especialmente bonita, con

un vestido verde que resaltaba el color de sus ojos. Es decir,

especialmente llamativa y poco discreta: justo lo último que


debía hacer un buen espía.

Todo aquello facilitaba lo que iba a hacer a

continuación, pero también le hacía tener todos los sentidos en


alerta. Ella era tan rematadamente mala y tan rematadamente

llamativa que todo podía ser una trampa bien pensada por ella
y , al final, quien se iba a llevar una sorpresa desagradable iba

a ser él.

Por eso, se puso manos a la obra con su estrategia,

pero sin perder de vista la posibilidad de que la joven estuviera


haciendo todo rematadamente mal para tenderle una celada.

Su estrategia consistía en ir alejándose del centro de la

ciudad y hacer que ella le siguiera hasta un lugar más apartado


en el que pudiera terminar su plan.

Y en principio todo estaba saliendo según lo esperado:

la joven cumplió sin duda lo que él estaba provocando. Lo


siguió sin vacilación, a pesar de que él se estaba alejando cada

vez más del centro de la ciudad y cada vez se cruzaban con


menos gente y ese solo hecho debía haberle hecho sospechar a

ella.

Pero no. Cada vez que Broden la miraba, de reojo,

seguía viendo a la misma joven decidida y poco hábil.

Y por eso decidió actuar antes de lo previsto. No iba a

llevarla a un lugar más apartado, ya no hacía falta, aquellas


calles de Londres de la periferia eran suficientemente discretas

para dar su último paso.

Fue al entrar en una calle concreta, que conocía

perfectamente, cuando supo el sitio exacto en el que iba a dar

el golpe final. Se trataba de una calle estrecha, casi una


callejuela, en la que vivían pocas personas, había una lechería

que había cerrado hacía años, un herrero que llevaba meses

enfermo y no abría el negocio y, entre ambos locales, los

edificios creaban un hueco en el que cabía una persona, dos,

si una de ellas era delgada, como era la joven.

Broden aprovechó que justo antes del estrecho pasaje


había un carro desvencijado que tapaba la visión y se

escabulló en el pasadizo.

Dos segundos después vio a la joven pasar. Contó

mentalmente hasta cinco y se asomó con cuidado.


Y encontró lo que esperaba.

La joven se había parado al dar unos pasos y miraba


desorientada a su alrededor. Había perdido el objeto de su

seguimiento, o sea, él, y ahora lo buscaba, sin encontrarlo.

En ese momento centraba su mirada al frente, estaría

suponiendo que él había corrido, pero en cualquier momento

iba a pensar que quizá se había escabullido antes, y se iba a


dar la vuelta.

Pero antes de que lo hiciera y lo descubriera él iba a

actuar.

Y es lo que hizo. En dos largos pero silenciosos pasos,

se colocó a su espalda,sin que ella se percatara. Con un gesto

rápido y preciso le tapó la boca, desde atrás, y con el otro

brazo la agarró de la cintura, la levantó del suelo y la llevó


consigo al interior del callejón.

Fue todo inmediato, ella no tuvo la menor

oportunidad.

La apoyó contra la pared, quizá con demasiada

brusquedad, porque ella se golpeó la cabeza contra ella. No

fue un golpe fuerte, en ningún momento corrió peligro de


perder la consciencia, pero seguramente le saldría un moratón.
Broden seguía tapando su boca con fuerza, para que

no emitiera ni un sonido.

Aunque estaba casi seguro de que la joven actuaba


sola, había una pequeña posibilidad de que tuviera

compinches. Por eso, él estaba tomando las precauciones más

extremas.

Por la misma razón, mientras la sujetaba fuertemente

contra la pared con la mano que le tapaba la boca, lo primero

que hizo fue cachearla. Tenía que comprobar que no iba


armada. Y para hacerlo, por supuesto, tenía que tocarle por

todo el cuerpo, incluso en las partes más íntimas, que eran, por

cierto, los lugares en los que las mujeres guardaban sus armas,

ya fuera una pequeña pistola o una botellita con veneno.

Había cacheado a muchas mujeres en su vida y sabía


hacerlo con precisión y con nulo sentimiento. Tocaba los

muslos femeninos al igual que los masculinos: con

profesionalidad, como un cirujano utilizando su bisturí.

Pero con aquella joven todo fue diferente desde el

primer segundo.

Introdujo su mano libre bajo sus faldas con rapidez y


procedió a palpar su pierna derecha primero, pero, en cuanto la
palma de su mano tocó la piel de la joven,. fue como si un
rayo hubiera caído sobre él.

Y no fue una sensación subjetiva, personal, sino algo


físico y tangible.

Su mano había caído en la zona alta del muslo, justo


donde la liga marca la frontera entre la media y la piel. Un

lugar en el que se solían encontrar pequeñas pistolas o dagas.

Y allí no había nada.

Y, sin embargo, había mucho.

Un todo.

Broden sentía el tacto de la delicada puntilla de la liga,


la suavidad de la seda de la media y la calidez y mayor
suavidad aún de la piel de ella. Y esa mezcla de sensaciones,

pero, sobre todo, la tibieza y suavidad de su piel, fue lo que


produjo aquella sensación intensa.

Una enorme energía lo atravesó de lado a lado.Lo


llenó entero. No era desagradable, al contrario, era agradable.
Muy agradable.

Y aquella sensación le hizo hacer algo que un hombre


como él jamás haría en una situación como aquella.

Levantó la mirada y la fijó en la de ella.


Jamás había que mirar a un enemigo a los ojos, era

prácticamente la primera lección que aprendía un espía o


cualquier persona que trabajaba en ambientes peligrosos. Pero
él no había podido evitarlo.

Llevaba casi veinte años trabajando para los servicios


secretos y jamás había roto aquella regla. Y, de repente, el

contacto con la piel de una joven atolondrada, le había llevado


a romperla. A poner en peligro su seguridad.

Porque eso es lo que ocurrió.

Si tocar la suave piel del muslo de la joven le había


llevado a perder las precauciones básicas, enfrentar su mirada,

a escasos centímetros de él, le supuso un terremoto interior.

Que la joven tenía unos ojos preciosos ya lo sabía.

Aunque siempre la había visto de lejos, eran lo


suficientemente llamativos como para llamar la atención, de él

y de cualquiera que se cruzara con ella.

Pero al verlos tan cerca, decir que eran preciosos era


quedarse corto.

Eran verdes, pero de un verde profundo y limpio,


brillante e intenso. Se parecian al color de un mar que éĺ había

conocido en uno de sus viajes exóticos por los mares del sur.
Al igual que aquellos mares, los ojos de la joven no eran de un

color uniforme, tenían variaciones del tono verde, y también


algunos puntitos dorados, lo que los hacía aún más especiales.

Pero, siendo impactante, no fue la belleza de sus ojos


lo que impresionó a Broden, sino su expresión.

Una expresión genuina e indiscutible de miedo.

De terror.

Broden había visto muchas veces aquella expresión y


sabía que no se podía fingir, quien la mostraba estaba
realmente aterrorizado. Y él la había visto, pero jamás la había

provocado.

Al contrario, él siempre había sido quien había

conseguido borrar esas expresiones, calmar a las personas


aterrorizadas.

Más de una vez sus misiones habían tenido como

objeto rescatar a alguien, y había sido en esas personas en


quienes había visto aquel terror, cuando él había sido el

primero en acercarse a ellos.

Muchas veces se había tratado de mujeres como

aquella, jóvenes y bellas, que habían sido objeto de las peores


vejaciones y abusos. Cuando le veían, pensaban que él iba a
ser uno más entre sus abusadores y torturadores.

De ahí el terror.

Y su labor era, en aquellos momentos, calmarlas y


decirles que todo había terminado, que ya estaban a salvo.

La mejor labor entre todas las que tenía que enfrentar


él.

Pero esta vez quien estaba provocando el terror, el


pánico, era él.

Era una inversión de lo que había sido hasta entonces.

De lo que debería ser.

Jamás, en la vida, había hecho daño a nadie inocente,


y solo alguien inocente podía poner la expresión que estaba
poniendo aquella joven.

¿O no?

La duda apareció casi al mismo tiempo que la culpa.

O era un monstruo que estaba atacando a una joven inocente o


ella era la persona más astuta con la que se había cruzado,
capaz de engañarle con su expresión.
Fueron pocos segundos, pero su mente se convirtió en
un torbellino de ideas contrapuestas y, al final, decidió tomar
una decisión salomónica.

—Lo siento, pero tengo que hacerlo.

Nunca, jamás, se había disculpado por hacer algo así.

Pero esta vez sentía que tenía que hacerlo. Si el miedo de la


joven era real, tenía que hacer lo que fuera para calmarla. Pero

tampoco podía dejarla marchar sin más, porque quizá todo era
una trampa. por eso, debía acecharla y asegurarse de que no
era peligrosa.

Su explicación, aunque escueta, surtió efecto, porque


los ojos de la joven perdieron la expresión de terror y, poco a

poco, se fue convirtiendo en simple miedo y, finalmente,


recelo.

En ese momento, cuando vio que ella estaba más


tranquila, volvió a cachearla. Pero esta vez decidió hacerlo de
otra manera.

Había sacado su mano de debajo de la falda y no iba a


volver a meterla. El cacheo iba a ser menos exhaustivo y, por

tanto, se le podía pasar por alto alguna pequeña daga, pero


ahora aquello ya no era tan importante. Debía descartar que
tuviera algún arma de fuego o algún arma punzante grande, si
no las llevaba encima, seguramente sería inofensiva, aunque se
le escapara alguna pequeña arma.

Y comenzó a cachearla.

E inmediatamente se dio cuenta de que, aunque ya

había mucha más tela por medio, el cacheo le seguía alterando.

Palpo las piernas de la joven, desde el tobillo hasta la


parte alta de los muslos, no encontró nada peligroso ni

amenazante, pero tampoco lo sintió como un cacheo habitual.


Porque notó cada centímetro del cuerpo de ella como lo que

era: un precioso y perfecto cuerpo femenino.

La sensación le alteró tanto que decidió no tocar el

sexo de la mujer.

Había cacheado esas partes íntimas muchísimas veces,


sin ningún problema, de manera profesional, pero ahora no iba

a poder hacerlo, lo sabía. Así que apartó la mano, casi como si


le quemara y la colocó sobre la cintura de ella: un lugar mucho

menos comprometido.

Tampoco sirvió de nada.

Porque la cintura volvió a ser, bajo sus manos, una


cintura femenina, estrecha, cálida, flexible, una cintura que
quería abrazar y no una cintura que podía guardar un arma
peligrosa.

Volvió a apartar sus manos con rapidez, al ser


consciente de que no controlaba sus pensamientos, y las
colocó sobre sus hombros, luego sus brazos, luego su espalda.

Todo rápido y todo igual de perturbador.

En todos los casos, el resultado volvía a ser el mismo:


la joven no portaba nada peligroso y él no se estaba sintiendo

actuando profesionalmente, sino acariciando el cuerpo de una


mujer.

Una mujer a la que quería seguir acariciando, no solo


sobre la ropa, sino debajo de ella. Una mujer a la que quería
recorrer entera, abrazar, besar incluso.

Sí, besar. Porque, de repente, la palma de su mano


derecha, la que tenía colocada sobre la boca de ella, le
mandaba sensaciones perturbadoras también. Notaba los labios
de ella contra la palma, notaba su suavidad, su plenitud. Y esa

sensación era maravillosa. Y ya no parecía que apoyaba la


mano sobre su boca para evitar que gritara, sino por sentir sus
labios ahí. Su cosquilleo. Su sensualidad.

Todos estos pensamientos volaron libres en su mente


unos segundos, perturbándole, pero, por suerte, pronto se
impuso la razón “¿Qué estás haciendo , Broden?”, escuchó
dentro de sí una pregunta con su propia voz.

Y decidió que aquello tenía que terminar ya. Seguiría


sin saber quién era ella, pero debía dejarla marchar, porque lo
que le estaba provocando con su sola presencia era demasiado

fuerte y no lo podía controlar.

Así que convocó a su parte más racional y de más

autocontrol y acercó su cara a la de ella y le dijo:

—Voy a quitar la mano y te voy a dejar marchar. No


sé quién eres ni qué quieres, pero vete. Lárgate. No te quiero

volver a ver.

Ella volvió a poner una expresión de terror cuando él se

acercó a ella para

susurrarle con voz de acero aquella frase, pero luego, cuando

le escuchó, sus ojos mostraron alivio.

Inmediatamente después, Broden cumplió lo que le

había dicho y soltó poco a poco la presión de la mano, hasta


dejarla completamente libre. Ella respiró dos veces, liberada, e
hizo lo que él le había pedido: se marchó. Rápido al principio,
corriendo después.

Broden salió del callejón y la vio desaparecer, pensativo.


Todo lo que le acababa de decir era cierto: la había dejado

marchar sin conseguir su objetivo, ya que no había


desentrañado el misterio de quién era.

Bueno, todo lo que le había dicho era cierto menos una


cosa: su parte de agente

secreto no quería volver a verla, pero en lo más profundo de su


ser, sí quería hacerlo.
Capítulo 10

—¿Estás bien, Georgia?

La voz amable de Rose Harris hizo que Georgia


levantara la vista hasta encontrarse con la cara amable y
siempre acogedora de su amiga.

Porque sí, aunque solo hacía tres semanas que la


conocía, Rose ya era su amiga, una amiga que, no tenía la

menor duda, iba a mantener toda su vida.

Rose Harris era la chica que Mary le había asignado


como acompañante los primeros días en el alojamiento de

mujeres libres.

Al principio no le había hecho mucha gracia: una

chica pequeña, vestida con recato, pelo castaño, ojos castaños,


figura normal. No había nada destacable en ella y su actitud,
tranquila pero tímida, tampoco lo era. Cuando la había visto
frente a ella la mañana siguiente de su llegada, había pensado
que hubiera preferido como acompañante a cualquiera de las
mujeres que habían llamado su atención el día anterior, la
jovencita lectora Hypatia, la exótica cuidadora de plantas, que
ya sabía que se llamaba Alia, e, incluso, la misteriosa y
perturbadora Moon. Cualquiera, antes que aquella joven

anodina.

Pero había sido tan solo una primera impresión.


Enseguida, antes de que pasara una hora, ya había decidido
que Rose parecía anodina, pero no lo era. Y que no había una

persona más adecuada para acompañarle en aquella aventura

que ella.

Porque Rose tenía aptitudes que no llamaban la


atención, pero que eran mucho más valiosas: era paciente, era

inteligente, tenía un sentido del humor muy fino, era


observadora y, sobre todo, era buena, muy buena.

Rose era el complemento perfecto para Georgia: le

calmaba, le hacía reflexionar, le daba la tranquilidad que tantas


veces le faltaba en su vida.

Por eso, se habían hecho inseparables y Rose iba más

allá de las funciones que le habían sido encomendadas.


Un día, dos semanas de haber llegado, le había
ayudado a sobrellevar el único contratiempo que había tenido

en el lugar.

Bueno, más que un contratiempo, se había tratado de

un conato de conflicto.

Había ocurrido con una de las habitantes del lugar. Un


día se la había cruzado por un pasillo estrecho y la joven, de

estatura muy baja, pero con un llamativo pelo rojo, se había


chocado con ella. Podría haberse tratado de un choque fortuito,

pero Georgia había deducido que no, primero, porque la zona


en la que se había producido el encontronazo no era la más

estrecha, había espacio suficiente para que pasaran varias

personas mas sin chocarse, y segundo, porque, aunque ella


había pedido perdón, asumiendo su implicación en el choque,

la otra joven había seguido su camino sin mirarla y sin decir ni


una palabra.

Georgia se había quedado pensativa y se había

preocupado un poco, pero luego había decidido no darle más


vueltas, pensando que la joven pelirroja iría pensando en sus

cosas y no se había percatado ni del choque.

Pero al día siguiente había tenido que cambiar esa


opinión.
Había sido durante el desayuno, en la sala comunal

que utilizaban de comedor. La joven pelirroja se había sentado

en una mesa diferente a la suya, pero situándose enfrente, de

tal manera que sus miradas se cruzaban.

Demasiado a menudo.

Y, por parte de la joven pelirroja, de manera


demasiado agresiva.

Georgia, que no se acobardaba ante nada, tuvo que

bajar la mirada varias veces ante la animadversión evidente de

la pelirroja.

—Rose, no sé qué está pasando, pero esa chica de ahí

me mira mal. Y ayer tuvimos un encontronazo extraño —fue


lo que le dijo a Rose en cuanto se sentó frente a ella, pensando

que su amiga podía saber qué estaba pasando.

Roso miró hacia atrás y cuando volvió a mirarla, le

dijo.

—Es Lizzy Turner, no le hagas ni caso, es así.

—¿Que es así? ¿Cómo? ¿Agresiva con los

desconocidos? —dijo Georgia, sin salir de su asombro.

—Solo si son de buena familia —respondió Rose, con

cara de circunstancias. Luego ante la mirada de asombro de


Georgia, continuó —A mi me hizo lo mismo cuando llegué.
Lizzy ha tenido una vida complicada y difícil, en gran parte

por culpa de personas con poder y dinero, y eso le ha hecho

ser desconfiada con las personas de buena familia, como

nosotras.

Georgia abrió los ojos como platos y luego, con


evidente tono de enfado, le respondió a su amiga:

—Entiendo que su sufrimiento anterior le haga estar

en guardia, pero debería estarlo con quien le hizo daño, no

conmigo. Ni contigo. Voy a decirle unas palabritas.

Y se levantó de golpe, con intención de ir hacia la tal

Lizzy.

Pero entonces Rose tuvo un arranque espontáneo

también, algo que Georgia no había visto hasta entonces.

—No lo hagas — dijo en voz baja y firme. Y lo dijo


de forma tan convincente, que Georgia, que no le hacía caso a

nadie, le obedeció y se sentó. Solo después de que lo hizo,

Rose volvió a hablar —Conozco bien a Lizzy, un

enfrentamiento frontal no solo no le afecta, sino que le


enciende más. De hecho, yo creo que te ha provocado, como

lo hizo conmigo al principio, para conseguir ese

enfrentamiento. Es lo que le gusta y donde se siente más


cómoda. Si vas y le cantas las cuarenta, ella te las cantará a ti,

de manera menos educada además, llamando la atención de


todo el mundo. Y tú acabarás triste y preocupada, mientras ella

terminará el enfrentamiento con una sonrisa, Le he visto

hacerlo maś veces y siempre gana ella.

—Razón de más para que por fin reciba su merecido

— le respondió Georgia, sentada, pero con intención de volver

a levantarse.

—No Georgia, creeme, no podrías con Lizzy aunque


quisieras, por una razón muy simple, ella no tiene nada que

perder. Nada. Y ese tipo de personas son las más peligrosas.

—Entonces, ¿me estás diciendo que tengo que dejarle

humillarme sin contemplaciones?

—No, no te estoy diciendo eso. Lo que te estoy

diciendo es que esperes.

—Esperar —respondió Georgia, con desconfianza,


pero sin moverse de la silla.

—Sí, esperar. Lizzy no es ese monstruo que estás

imaginando. Es una de nosotras. Una que ha sufrido

especialmente en la vida, no te voy a decir que la que más


entre nosotras, pero casi a la altura del sufrimiento de Judith
Stein.

—¿Judith Stein? —le cortó Georgia, sin entender a


quiién se estaba refiriendo.

—Sí, también es una de nosotras, regenta la librería


que está justo a la derecha de nuestro alojamiento.

Georgia se había fijado en la librería y había sentido


curiosidad, pero en ese momento no tenía ninguna.

—No sé qué tiene que ver esa tal Stein con lo que me
ha pasado con Lizzy Turner —le cortó a Rose en medio de la
frase. Estaba enfadada por la animadversión injustificada de la

tal Lizzy, y también por el intentos de Rose de pararla. Su


espíritu guerrero no casaba bien con la paciencia y el control.

Pero Rose sí tenía paciencia. Y tranquilidad.

—Georgia, te entiendo y es normal que estés

enfadada. Sólo intentaba que entendieras por qué Lizzi actúa


así: no tiene nada en contra de ti, simplemente, está enfadada
con el mundo por lo que le ocurrió de joven. Ahora no es el

momento de contárselo, algún día lo haré y entonces


entenderás. Y también te contaré la historia de Judith a la que,

cuando la conozcas, apreciarás seguro. Solo quiero evitar que


te acabes en un enfrentamiento amargo con Lizzi, que no va a

llevar a nada más que a frustraros a ambas: ella es tan cabezota


como tu —y al decir esta última frase sonrió con cariño antes
de continuar. Te pido que confíes en mí, ya verás cómo en

unos días dejas de sentir a Lizzi como una amenaza. Os


acabaréis haciendo amigas , ya verás.

Georgia no tenía ni una intención de hacerse amiga de


aquella maleducada desagradable, pero el tono que había
utilizado Rose y, sobre todo, el cariño que sentía hacia ella,

terminaron de calmarla. Decidió hacerle caso a Rose. Era,


junto con Mathilde, la única persona a la que se lo hacía.

Y no se arrepintió.

Había pasado una semana desde aquel único

encontronazo que habían tenido y todo había ido a mejor. Lizzi


Turner no había vuelto a mostrarse agresiva con ella. Estaba
segura de que no iba a ser su amiga nunca, pero ya no era un

problema, Rose había tenido razón.

Así que la integración de Georgia en el alojamiento,

quitando aquella anécdota desagradable, siguió a la perfección.


Fue conociendo a más chicas y, sobre todo, afianzó su amistad
con Rose.
Y también puso en marcha el plan que la había llevado

allí, porque el alojamiento era maravilloso como base de sus


operaciones, pero no había sido su objetivo principal.

Tres semanas después de su huida de su palacio natal


y su establecimiento en el alojamiento se puso manos a la
obra.

Y todo salió mal.

Rematadamente mal.

Y llegó la mañana del día siguiente del desastre y


Rose la encontró sentada en un banco, en el patio interior, con

la mirada perdida y expresión de desvalimiento.

Y le había hecho aquella pregunta:

—¿Estás bien, Georgia?

Y ella había levantado la mirada y la cara amable de

su amiga le había derrumbado.

No, no estaba nada bien. Todo su trabajo e ilusiones


de años se habían estropeado en un momento. Y si se lo

contaba a Rose seguramente se acabaría de ir al garete.

Pero se encontraba mal.

Y sola.
Y necesitaba desahogarse.

Así que, aunque seguramente se arrepentirá de


hacerlo, como había ocurrido con Mathilde, decidió contarle la

verdad a Rose.

—De acuerdo, te lo voy a contar


Capítulo 11

—¿Broden McLennan?, ¿el Duque de Shetland? —la


voz había sonado más alta de lo adecuado, sobre todo,
viniendo de alguien tan discreto como Rose, y un par de chicas

se giraron.

—Shhhhh —le dijo Georgia a su amiga, llevándose el

índice a los labios, para que bajara la voz, pero añadiendo

inmediatamente, sorprendida, y en voz muy baja —¿Le


conoces?

—Claro que le conozco, sus padres eran amigos


íntimos de los míos. Hemos sido vecinos toda la vida.

Georgia llevaba cinco años investigando a Broden


McLennan, sabía todo sobre él y también sabía dónde vivía: en
un palacio enorme en la zona más prestigiosa de Londres,
rodeado de palacios enormes y prestigiosos. Si Rose había
sido “su vecina”, estaba claro que Rose pertenecía a la
nobleza. En ese momento se dio cuenta de que, en realidad, no
sabía nada sobre el pasado de su amiga. Pero en aquel
momento aquello no era importante para ella, estaba metida en
el relato de lo que le acababa de ocurrir.

—Es un salvaje — le contestó a su amiga, con el


miedo aún metido en el cuerpo debido al encontronazo que

había tenido con él.

—Yo siempre le he conocido como un perfecto

caballero, pero no pongo en cuestión lo que me cuentas,


Georgia: si dices que contigo se ha portado como un salvaje, te

creo. Lo que no entiendo es cómo has llegado a esa situación.

Por qué alguien como Broden te ha atacado en un callejón de


una calle solitaria de Londres.

Georgia respiró un par de veces antes de contestar.

Había decidido contarle la verdad a Rose, pero había


empezado por lo más fácil: el final de su persecución. Pero

aún no le había dicho por qué había acabado allí. Ni lo que


había ocurrido los cinco años anteriores.

Pero ya había tomado la decisión e iba a hacerlo.

Así que empezó por el principio.


—Rose, desde que tengo uso de razón, siempre he
querido ser espía.

—¿¡¡¡¡Espía!!!?

Si le hubiera dicho que iba a saltar del tejado e iba a

volar, Rose no se habría mostrado más sorprendida. Pero

Georgia no se acobardó: contaba con aquella reacción, era la


misma que había tenido Mathilde cuando se lo había contado

por primera vez, siete años atrás.

—Sí, bueno, espía o agente secreto. Siempre he


querido dedicarme a descubrir el mal y a ayudar a nuestro País

a eliminar a los malvados.

—Georgia, eres una caja de sorpresas —le dijo Rose,


intrigada después de la sorpresa inicial, pero también un poco

más calmada y dispuesta a escucharla.

—Ya sé que suena extraño, a las mujeres como yo, y


como tú, solo se nos permite soñar con ser esposas de un buen

partido, traer hijos sanos al mundo y con acudir a bailes y

recepciones. Pero yo no quería ese destino para mí, no lo


quería desde que tengo uso de razón. Y , en ese sentido, creo

que todas las mujeres que vivimos en este alojamiento

compartimos ese mismo sentimiento de querer romper los


moldes en los que nos obligan a encajar. De hecho, ahora me
estoy dando cuenta de que no sé cuáles son los moldes que has

roto tú al venir aquí, pero no pongo en duda que los hay.

—Sí, sí —contestó enseguida Rose, ya totalmente

calmada —por supuesto que compartimos el mismo

sentimiento. Algún día te contaré por qué estoy aquí con pelos
y señales, pero sí, el fondo del asunto es el mismo que contigo:

me he negado a aceptar el destino que otros habían trazado

para mi. Pero eso no quita que me sorprendan tus motivos.

Tendrás que reconocer que no es la ocupación más habitual, ni

siquiera entre los hombres. De hecho, no conozco a ningún


hombre que pertenezca a los servicios secretos y, mucho

menos, a ningún espía.

—¡¡Eso es lo que tú crees!!

Georgia había respondido como empujada por un

resorte y en voz más alta de lo debido, volviendo a provocar

que varias cabezas se giraran hacia ella.

En cualquier otra ocasión habría sido la propia Rose


quien le habría pedido que bajara la voz, pero ahora estaba tan

intrigada con lo que estaba escuchando, que continuó hablando

con Georgia, haciendo caso omiso al pequeño escándalo que

estaban montando:
—Georgia, estarás de acuerdo conmigo en que sabré
yo mejor que tú a qué se dedican las personas que conozco.

—¡¡No!! —de nuevo Georgia utilizó un volumen

excesivamente alto, pero fue ella misma quien decidió ponerse

coto. —Vamos a dar un paseo por la calle Rose, que este tema

me altera demasiado y tenemos que ser discretas.

Rose aceptó porque estaba deseando saber qué le pasaba


a su nueva amiga por la mente, antes de dar por seguro, como

estaba a punto de hacer, que le faltaba un tornillo.

—Rose, tú crees saber a que se dedican quienes te

rodean, pero las apariencias engañan, y mucho más con este

tema —Empezó Georgia, nada más pisaron la calle, como si

no hubieran interrumpido la conversación un momento antes.

—Bueno…, es cierto…, en parte… —vaciló Rose,


matizando su primera reacción —es verdad que podría haber

alguien haciendo algo que yo no imagino. Engaños hay en

todas partes..

—No es un engaño —le volvió a cortar Georgia —

forma parte de lo que supone ser agente secreto. La misma


palabra lo dice: “secreto” —subrayó Georgia con vehemencia

antes de continuar. —Rose, por lo que me has dicho,

perteneces a la nobleza, como yo.


—Si —contestó Rose escuetamente.

—Pues bien —continuó Georgia —es entre los

miembros de la nobleza donde más agentes secretos hay. Por


pura lógica. Son las personas con recursos quienes tienen más

opciones de viajar por todo el mundo y conocer a personas con

poder, algo fundamental en el servicio secreto.

—Ya…visto así… —empezó a aceptar Rose.

—Es así Rose, por eso he sido tan tajante antes

contigo. Tú no lo sabes, pero muchas de las personas que te

han rodeado desde niña son agentes de los servicios secretos.


Y es normal que no lo sepas, porque su principal precaución es

pasar desapercibidos, por las condiciones de su trabajo. Pero

hay muchos. Lo sé fehacientemente, llevo muchos años

investigando sobre ese mundo.

—De acuerdo, Georgia, te creo —se rindió finalmente


Rose —, pero me llama la atención que quieras dedicarte a

algo tan peligroso. ¿De dónde viene tu interés?

Y entonces Georgia sonrió ampliamente, no había nada

que le gustara más que ganar una batalla, la que fuera y ante

quien fuera, y acababa de ganar una con el “de acuerdo” de


Georgia. Pero, sobre todo, sonreía porque iba a poder
explicarle a alguien, por fín, la gran pasión de su vida y lo que
llevaba más de diez años haciendo.

Así que cogió aire y le contó todo.

Le dijo que todo había empezado cuando había

cumplido doce años. Hasta entonces había sido una joven


tranquila y dócil, con una vida privilegiada tan solo empañada

por la prematura muerte de su madre, pero, por suerte, con un


padre omnipresente, preocupado por su cuidado y cariñoso.

Pero en cuanto comenzó a crecer, un sentimiento de


insatisfacción grande empezó a apoderarse de ella. Una
necesidad de hacer algo sin saber bien qué. Aquello le había

ido cambiando el carácter. De repente, se había convertido en


una jovencita ingobernable, insatisfecha permanentemente. Su
padre se había desesperado y preocupado, pero ella también,

porque no entendía lo que le pasaba.

Hasta que un hecho fortuito le había cambiado la vida.

Le había dado un objetivo.

Había sido durante una recepción oficial preparada

por los reyes con motivo de su aniversario de boda, a la que


había acudido acompañando a su padre. Acababa de cumplir

quince años, aún demasiado joven para acudir a ese tipo de


eventos, pero como su padre era viudo, en esos casos se solía

permitir.

Fue una experiencia fascinante, ver a tantas personas


vestidas de gala, el lujo y el boato, que no le eran ajenos, pero

que en el palacio real eran aún mayores. Los enormes jardines,


el delicioso ponche, la orquesta maravillosa… todo

deslumbraba a una jovencita como ella, pero no fueron esos


descubrimientos los que cambiaron su vida, sino una frase.

La soltó su padre mientras tomaban el ponche en el


jardín

Una frase banal. Una frase que a cualquier persona le

habría pasado desapercibida.

—¿Ves ese hombre de ahí? Es el Duque de Rochester,

el jefe de los servicios de la corona.

—¿Servicios secretos?

Si su padre hubiera sido perspicaz y se hubiera fijado


en la forma de preguntar de su hija, habría andado con pies de
plomo en su respuesta. Pero no se fijó. No se dio cuenta de la

excitación y la premura con que le había preguntado Georgia,


en la forma de enfatizar la palabra “secretos”. Y le contestó lo
que sabía, que era bastante, demasiado. Suficiente para que su

hija cambiara para toda su vida en ese momento.

—Sí, hija. La Corona tiene un servicio especial,

formado por los hombres más valerosos y capaces. Se dedican


a investigar y espiar a las personas que pueden querer hacer el
mal en nuestro país. A nosotros. Son unos auténticos héroes.

—Héroes… —repitió Georgia, admirada, remarcando


en un susurro una nueva palabra fundamental en su

vocabulario y en su vida.

—Sí —continuó su padre, ajeno a lo que estaba

ocurriendo en la mente y el espíritu de su hija. Son héroes.


Pero son unos héroes especiales, tienen que protegerse para
protegernos, por eso no habías oído hablar de ellos hasta

ahora. Su labor, peligrosísima, tiene que mantenerse en


secreto. El Duque de Rochester es la excepción —se adelantó

su padre sobre su posible objeción. —Él es el jefe de todos


ellos , el responsable supremo, además de la mano derecha del
Rey. Todos saben a qué se dedica, pero su propio poder le

protege. Respecto al resto de hombres que trabajan para él, no


se sabe nada. Nadie sabe quienes son, pero sí puedo asegurarte

una cosa, son muchos más de los que creemos. Ahora mismo,
muchos de quienes nos rodean son agentes secretos. Seguro.
Y terminó su alocución mirando alrededor y
observando detenidamente a todas las personas que los
rodeaban.

Su padre había contado aquello añadiéndole un poco


de teatro. No era del todo cierto que no se supiera quienes eran

agentes, él conocía unos cuantos, aunque sí era cierto que


trataban de mantener la discreción y el anonimato y, estaba
seguro, había algunos que no conocería nadie.

Pero había querido asombrar a su hija con una historia


como hacía cuando era pequeña y le contaba cuentos de

doncellas ingenuas y dragones malvados.

Y se quedó satisfecho con el resultado, ya que su hija

le estaba mirando con los ojos abiertos como platos y una


mirada de admiración como hacía años que no veía.

—¿Y también hay mujeres en el servicio secreto?

El padre de Georgia no se esperaba esa pregunta. En


cualquier caso le hizo gracia. Mucha gracia. Tanto, que soltó

una carcajada antes de responder.

—Nooo, ¡qué cosas se te ocurren, hija!, las mujeres se

tienen que ocupar de buscar un buen marido y de cuidar a los


hijos. De hecho, ni siquiera un agente secreto es un buen
partido. Olvídate de lo que te he contado —zanjó su padre la
conversación, olvidándola inmediatamente.

Pero Georgia no la olvidó. Al contrario, ese fue el día


en que su plan de vida comenzó. No solo por lo que su padre
le había contado, sino por lo que ocurrió unos minutos

después. Cuando ella se separó un momento de su padre para


ir al baño.

—Lo vi a él —le contó a Rose Harris, que estaba


siguiendo su historia sin perder un detalle.

—¿A quién?

—Al Duque de Rochester. Y no estaba solo.

—¿¿¿No??? —A esas alturas Rose estaba tan

emocionada como había estado la jovencita Georgia


escuchando a su padre.

—Lo acompañaba una pelirroja. Luego supe quién


era, una Duquesa, ex-rebelde irlandesa, que se había

establecido en Londres tras el asesinato de su hermano y


cuñada. Pero en ese momento descubrí otra cosa, algo que me
cambió la vida para siempre.

—¿Qué?

—Que ella era también espía.


—¿Cómo lo descubriste?

—Estaban los dos escondidos en el hueco de una

escalera. Al principio pensé que se trataba de un episodio


amoroso, era muy niña, pero ya sabía que esas cosas existían.
Pero el encuentro duró apenas unos segundos, tan solo el

tiempo que transcurrió entre que ella le pasó algo de su mano a


la de él y él lo guardó en el bolsillo y despareció sin decirle

nada. Después de lo que acaba de contarme mi padre, me


quedaron claras dos cosas: que acababa de presenciar un
intercambio entre dos agentes secretos y que mi padre estaba

equivocado: si había mujeres agentes.Y entonces tomé la


decisión.

—¿Qué decisión? —dijo en un susurro Rose, con el


alma en vilo.

Georgia la miró, sonriente, y le dijo.

—¿Qué decisión va a ser?, convertirme en espía, en


agente secreto, lo que te estoy contando.

Rose soltó una risita nerviosa, se había metido tanto


en el relato de su amiga que se había olvidado donde había
comenzado todo.
—Ah sí, es verdad, ya… —vaciló un momento antes
de continuar —entiendo que todo aquello te deslumbrara con
quince años, pero me sigue pareciendo un poco locura que

sigas con esa idea 10 años después. En cualquier caso, quizá


me estoy equivocando y sí estás preparada.

—Lo estoy, Rose, lo estoy. No he hecho otra cosa


durante los últimos diez años. He estudiado historia, geografía,
idiomas, geopolítica, he leído a todos los autores clásicos y
modernos que escriben sobre guerras, conflictos y naturaleza
humana. Estoy bien preparada. Pero no sólo he hecho eso.

También he llevado a cabo una investigación para descubrir


quién gestiona los servicios secretos en la actualidad. Para
poder entrar a formar parte de ellos, tengo que convencer a su
jefe. El Duque de Rochester sigue en activo, pero retirándose
de la primera línea poco a poco. Desde que se casó con la ex
rebelde pelirroja su vida ha entrado en un momento más

tranquilo. Mi investigación me ha llevado a deducir que tenía


que haber otra persona haciendo el relevo, tenía que ser
alguien de la nobleza. Siguiendo el rastro de la prensa, de
noticias y de conversaciones cogidas al vuelo, todas las pistas
me llevaban al mismo nombre: Broden McLennan, Duque de

Shetland.
He tardado más de dos años en dar por seguras mis
sospechas, y cuando lo he tenido claro, me he ido de casa. El
siguiente paso ha sido seguirle, para confirmar mis sospechas,

y una vez confirmadas, intentar convencerle para que me deje


ser parte de los servicios secretos. Pero todo ha salido mal. Él
me ha descubierto antes de tiempo y no he tenido opción de
explicar nada.

—¿Por eso te atacó?, ¿porque te descubrió?

—Sí, así es. Reconozco que mi formación tiene un


fallo grande: sé mucho a nivel

teórico, pero nada sobre el terreno. Aunque lo he internado,


está claro que no he conseguido pasar desapercibida y él me ha
descubierto. Y me ha atacado. Lo cierto es que no me hizo
daño, pero su mirada…, no me ha quedado ninguna duda de
que podría hacermelo. Y también hacerme desaparecer sin que

nadie se enterara.

—Entonces, ahora tendrás que dejarlo, Georgia,

olvidar tu plan, buscar otro objetivo en tu vida.

—No , no, Rose, de eso nada, me he reafirmado —

Rose se limitó a suspirar, resignada a no convencer a Georgia


de su locura —Me ha dado miedo, pero, sobre todo, me han
dado ganas de ser como él. Quiero estar cerca de ese hombre.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Voy a continuar con mi idea. He conseguido llamar


su atención, ahora necesito que me escuche y me de una
oportunidad para entrar en los servicios secretos.

Rose puso los ojos en blanco y le dijo:

—De acuerdo Georgia, está claro que no te voy a


convencer, pero prométeme que vas a tener mucho cuidado. El
Broden McLennan que conozco yo jamás te haría daño, pero
no tiene nada que ver con lo que me estás contando. Entiendo

que tiene un lado oscuro y peligroso. Prométeme que tendrás


cuidado.

—Lo tendré Rose —dijo Georgia, sonriendo, contenta

de tener por fín alguien a quien contarle sus secretos —y tú,


prometeme que no le vas a decir a nadie nada de lo que te he
contado. La discreción es fundamental en mi futuro trabajo..
Capítulo 12

Rose no contó nada, por supuesto, si había una


persona leal y en la que se podía confiar era Rose Harris. Así
que había conseguido dos cosas muy importantes, una

confidente leal, con la que poder desahogarse de sus desvelos


y, al mismo tiempo, discreción absoluta. Algo fundamental
para llevar adelante su empresa.

Aunque, cuando se quedó sola, Georgia tuvo que


admitir para sí misma que no le había contado a Rose todo.

Se había guardado un detalle. Que no tenía relación ni


con su plan ni con el desencuentro que había tenido con
Broden McLennan. O sí, pero de una forma totalmente
inesperada. Porque Broden McLennan había sido fiero y
agresivo, aunque no le había tocado un pelo, se había
mostrado amenazante y peligroso. Su objetivo había sido
aterrorizarla. Y ella había sentido ese terror…, pero, luego,
enseguida, el terror se había ido convirtiendo en otra cosa.

En un sentimiento nuevo pero intenso. El más intenso


que había sentido en su vida.

No tenía ni idea de qué le había pasado, pero no se


podía negar a sí misma una cosa: que cuando Broden
McLennan la había soltado por fin, a ella no le había gustado.

Había sentido vacío. Ausencia. Y una necesidad


enorme de volver a sentirlo pegado a ella. De sentir la palma
de su mano sobre su boca, de acariciarla con sus labios
incluso.

Y había huído, sí, tal y como él le había exigido. Pero

no había huido solo por eso, ni por el terror que había sentido
al principio. Había huido de esa sensación nueva y extrema. Y

de la certeza de que si seguía a su lado, no podría controlar


nada de lo que viniera a continuación.

Sola en su habitación, después de haber cenado y de

tener una conversación tranquila en el patio central con Rose e

Hipathy, de quién también se estaba haciendo amiga, decidió


que intentaría olvidar esas sensaciones.
Seguramente habían sido producidas por la altísima
tensión y miedo que había sentido en el callejón. Una especie

de reacción contraria a lo que debía sentir, precisamente por la

intensidad de lo ocurrido, como esas personas que ríen cuando


están padeciendo un enorme sufrimiento, no porque sean

felices, sino porque el horror les hace comportarse de forma


absurda.

Si, seguramente había sido eso lo que le había

ocurrido, por eso iba a pasar página y no iba a perder ni un


minuto más en pensar en ello.

En su lugar, iba a retomar su objetivo, tal y como le

había dicho a Rose.

Aunque no iba a ser fácil.

Las cosas no habían salido como ella había planeado


en su hogar los años anteriores. Broden McLennan la había

descubierto antes de tiempo y había desbaratado sus planes de

acercarse a él poco a poco y conseguir convencerle para que la


dejara entrar en los servicios secretos.

¿Cómo hacerlo entonces?

Le costó un poco más buscar una salida, pero no

demasiado. Enseguida se dio cuenta de que lo ocurrido no


había hecho más que acelerar los pasos. Uno de los objetivos

ya estaba cumplido: Broden McLennan ya la conocía. Ahora

solo tenía que convencerle de que era apta para el servicio

secreto.

Por supuesto, no se iba a presentar ante él a


proponerle la idea, para empezar, porque él no le iba a dejar

acercarse, pero sí podía estar presente en su vida , podía

dejarse ver, ya no tenía que ocultarse ni disimular, hasta que

fuera él quien se acercara a ella y la escuchara.


Capítulo 13

Melvin David, Vizconde de Rockfield, miró a su


amigo Broden con una sonrisa en la boca. Y también con
curiosidad.

—Ya está ahí otra vez —le dijo e, inmediatamente,


soltó una carcajada.

Pero Broden no tenía ni media gana de reír. De hecho,

solo tenía ganas de agarrar a aquella mujer, meterla en un


callejón y volver a cantarle las cuarenta. Asustarla más aún, a
ver si desaparecía de su vida.

Porque lo que había provocado la carcajada de su


amigo era lo que a él le tenía descolocado desde hacía
semanas. Y más descolocado aún los últimos cuatro días.
La joven que le había seguido y a la que él había
pretendido asustar cuando la había metido en el callejón, no
solo no había desaparecido de su vida, sino que estaba más
presente aún.

La joven continuaba siguiendole, pero esta vez sin


disimulo.

Se la encontraba todos los días, en todas partes.

Bueno, en todas no. Había algo más que había


cambiado en la forma de perseguirlo: ahora ya no lo hacía por
lugares discretos y poco concurridos, sino solo en lugares en
los que había mucha gente. Lugares en los que él ya no podía

sorprenderla y llevarla a un callejón oscuro sin llamar la


atención de otros viandantes.

Lo había intentado, claro. En cuanto la había visto de

vuelta a las andadas, dos días después del incidente del


callejón.

Había sido a la salida de la cámara de los lores, de una

de sus sesiones semanales. La había visto inmediatamente, no

sólo porque tenía el instinto de investigador siempre alerta,


sino porque aquella joven se había convertido ya en alguien

importante en su vida y la distinguía entre la multitud


inmediatamente.
Su primera reacción había sido desconcertante.

Había sentido alegría.

Había sido tan solo un segundo, pero había sido una


alegría enorme, como no había sentido nunca. Ahí estaba,

había creído que no la volvería a ver nunca más, pero ahí

estaba. Tan preciosa y enérgica como siempre.

Fue tan solo unos segundos, y menos mal, porque

aquel tipo de reacción, como la que había sentido al cachearla,

o al verla marchar al salir del callejón, no era propia de él. Era


algo nuevo y desconocido

Y, sobre todo, indeseable.

Así que cuando aquel segundo pasó, volvió a ser el de

siempre. El Lord inglés siempre en su sitio, el agente secreto


inalterable y duro.

Y se volvió a desconcertar. Porque la joven no está ahí

por casualidad, sino por su propia voluntad.

No había ni una duda de eso, porque la joven, a pesar


de estar a bastante distancia y rodeada de gente, lo miraba

fijamente a los ojos.

Y hasta enseñaba una ligera sonrisa.

Y Broden bajo los ojos.


¡¡¡Bajó los ojos!!!

Él, que era una persona respetada por todos, temida

incluso, y que no había bajado los ojos ante nadie en su vida,

ni siquiera ante el mismísimo rey, al que miraba de tú a tú.

También fue solo un segundo. Luego se repuso, volvió

a mirarla, aguantándole la mirada y transmitiéndole que iba a


ir a por ella.

Pero ella la aguantó, sin quitar la sonrisa.

Y entonces él empezó a andar y comprobó que ella lo

seguía.

No la había asustado en absoluto, al contrario, parecía

que se había envalentonado.

Decidió hacer lo mismo que el día del callejón.


Llevarla poco a poco hacia zonas más tranquilas y menos

concurridas y volver a asustarla.

Esta vez, llevando más lejos sus amenazas e

intimidación.

No iba a hacerle daño físico. No, mientras no supiera

exactamente quién era y qué quería de él. Pero esta vez debía

dar un paso más. Debía amenazarla claramente, quizá sacando


su pistola. Ella tenía que ver que su vida corría peligro, quizá
solo así pararía en su loco seguimiento.

Pero esta vez Broden no pudo ni intentarlo, porque la

joven lo siguió hasta que él dio la vuelta a una esquina

concurrida y enfiló una calle más solitaria.

Y ahí, desapareció.

Al parecer, estaba aprendiendo, se había dado cuenta

de su estrategia y había desaparecido evitando el


enfrentamiento

En un primer momento tuvo la esperanza de que eso

significara que ella había renunciado definitivamente.

Era una esperanza mínima, ya que, si no había dejado

de seguirle después del incidente del callejón, era difícil que

dejara de hacerlo solo porque intentaba repetirlo.

Y efectivamente, al día siguiente, cuando él salía del

club de caballeros, ahí la encontró de nuevo.

Repitieron la misma dinámica, mirándose fijamente a


través de la multitud, intentando llevarla él a una zona más

tranquila y desapareciendo ella cuando esto ocurrió.

Y así estuvieron durante una semana entera, repitiendo

aquel baile extraño de seguimiento, intento de emboscada y


desaparición, hasta que su amigo Melvin David se dio cuenta

también.

Eran compañeros de juegos desde niños, y también


miembros de la cámara de los lores y del mismo club de

caballeros. Daniel, al contrario que él, tenía una vida tranquila,

ocupándose de la administración de sus numerosas tierras y

propiedades, algunas incluso en América.

No tenía nada que ver con los servicios secretos y el

espionaje, pero tampoco era tonto, así que el segundo día que
la joven apareció, se dio cuenta de que pasaba algo extraño.

Y empezó a bromear.

De ahí había venido aquel comentario y la risa.

Y aquello se convirtió en la gota que colmó el vaso.

Llevaba ya casi tres semanas intentando solucionar el

tema solo, pero era evidente que no podía y no iba a poder.

Si su amigo, aunque estuviera fuera de los servicios

secretos, hacía bromas a costa de lo que estaba ocurriendo, era

hora de tomar cartas en el asunto.

Decidió que pondría el asunto en manos de otros


agentes de los servicios secretos. Ellos pondrían los medios
para investigar a la mujer, descubrirían quién era, y por qué
estaba obsesionada con él.

Sí, por mucho que le pesara, tenía que aceptar que no


había conseguido descubrir nada por sí solo y necesitaba

ayuda.
Capítulo 14

Los servicios secretos fueron muy rápidos. En unas


horas, Broden tenía sobre la mesa de su despacho en su
palacio el informe sobre la mujer. Era tan solo una cuartilla en

la que había tres párrafos. Ahí estaba resumido todo lo que la


joven era.

Y eso era lo primero que llamaba la atención: era muy

poco.

Hasta entonces, todos los informes sobre personas que


había recibido durante su desempeño profesional en los
servicios secretos habían sido extensos, algunos parecían
libros incluso y, que recordara, el más escueto de todos había
tenido cinco hojas de apretada caligrafía por las dos caras.
Lo normal, por otro lado, en casi cualquier persona
con más de quince años, edad que la mujer en cuestión
superaba con creces.

Tres párrafos sólo podían ser la información sobre un


niño o sobre una persona sin vida pública ni interés especial.

Sobre alguien anodino.

Cuando finalmente lo leyó, confirmó que la mujer


pertenecía a este tipo de personas.

Anodinas.

No había nada interesante ni reseñable en ella.

En el primer párrafo se le informaba de que la joven

se llamaba Georgia Phillips y tenía veinticinco años. En esos

veinticinco años no le había pasado nada.

Nada.

De todas formas, dentro de esa “nada”, hubo dos

detalles que le llamaron la atención.

Primero, la joven no era una cualquiera, era la única

hija del Vizconde de Sunderland, un grande de Inglaterra. Él


ya se había dado cuenta de que la joven pertenecía a una clase

privilegiada, por la forma de moverse, con una seguridad que


las clases pobres jamás transmitían,. Pero había supuesto que
pertenecía a la alta burguesía o, como mucho, a la nobleza
rural, jamás se le había pasado por la imaginación que pudiera

ser la hija de un Vizconde.

Ese tipo de mujeres no salían jamás de sus círculos

cerrados, estaban totalmente protegidas.

Era totalmente inusual que la única hija de un


Vizconde se paseara sola por las calles de Londres. Por no

hablar de que se dedicara a espiar, al parecer por su cuenta y


riesgo, a un agente secreto de la Corona.

Aquella información no hacía más que agrandar el

misterio de por qué le estaba persiguiendo.

El segundo aspecto que le llamó la atención fue su


edad.

Había pensado que era una joven, pero lo cierto es que

ya no lo era tanto. A los veinticinco años, cualquier mujer de


la nobleza estaba ya casada y con dos hijos al menos. Y si no

estaba casada, se consideraba ya una solterona.

¿Cómo era posible que la única hija de un Vizconde

continuara soltera a los veinticinco años y que, tal y como


afirmaba el informe, no hubiera tenido jamás un pretendiente?
Él conocía al padre de la joven tan solo de vista, pero

sabía que era un hombre recto con las finanzas más que

saneadas. Estaba seguro de que habría podido casar a su hija

con quien quisiera. Sobre todo, y aquello le llamaba más la


atención aún, teniendo en cuenta que Georgia Philips era una

auténtica belleza.

Aquella primera parte del informe, por tanto, no

ayudaba en absoluto a dar una explicación de por qué Georgia

Phillips le espiaba, sino que agrandaba el misterio.

El segundo párrafo añadía una información curiosa y


llamativa también, al igual que seguía sin explicar nada de lo

que a él le interesaba.

El Vizconde de Sunderland estaba casado en segundas

nupcias, ya que se había quedado viudo cuando su hija tenía

nueve años, con Mathilde Clark. El informe señalaba que

Georgia y su madrastra se llevaban muy bien y tenían una


relación muy estrecha.

En un principio, aquella información no tenía nada de

especial, eran numerosos los hombres que se casaban en

segundas y hasta terceras nupcias, y el hecho de que madrastra

e hijastra se llevaran bien tampoco aportaba nada especial a lo

que a él le interesaba saber,.


Pero si había algo curioso y es que Mathilde, la
madrastra de Georgia, guardaba un secreto. Un secreto que

muy poca gente conocía, pero que sí estaba en conocimiento

de los servicios secretos. Mathilde había escrito años atrás,

mucho antes de conocer al Vizconde, un libro inusual y


escandaloso que, en su momento, los servicios secretos habían

investigado, aunque habían concluido que tan solo se trataba

del divertimento de una mujer singular, pero no peligrosa.

Broden recordó aquella curiosidad, pero tampoco

pudo relacionarlo con el seguimiento al que le tenía sometido

Georgia Phillips, era, de hecho, una información que afectaba


a su madrastra, no a ella.

Y, finalmente, el tercer párrafo, el que versaba sobre la

situación actual de Georgia Phillips, también daba una

informaciòn curiosa: las últimas semanas, que coincidían con

el inicio de su persecución, la señorita Phillips había

abandonado su palacio natal y se había establecido en un lugar


que él conocía bien. Se trataba del “hogar para mujeres

independientes”, un lugar en el que se refugiaban las mujeres

que querían vivir su vida de manera independiente y con

libertad. Un lugar escondido bajo una tapadera religiosa. Un


lugar que no se conocía y que se mantenía en secreto. Salvo
para los propios servicios secretos, claro, que estaban

perfectamente informados sobre todo lo que ocurría dentro, ya


que había espías infiltradas en el lugar.

Un lugar de liberación para mujeres libres, pero no

una preocupación para los servicios secretos e, incluso, un

aliado puntual a veces.

Es decir, la imagen de Georgia Phillips que daban

aquellos tres párrafos eran los de una mujer ya no tan joven,

que se había quedado soltera y había decidido emprender una


vida independiente pese a no necesitarlo. Una mujer singular,

extraña y fuera de la norma, pero en absoluto peligrosa.

Finalmente, tras aquellos tres párrafos, aparecían dos

frases. Dos frases precedidas de un ítem habitual en ese tipo de

informes: “motivaciones y objetivos del individuo


investigado”.

Era la parte más importante del informe, el agente o

agentes encargados del informe daban siempre una respuesta a

ese ítem. Se trataba de saber qué había detrás del individuo

investigado, si era un criminal peligroso que buscaba asesinar

o secuestrar, si era un espía enemigo que buscaba una


información en concreto para perjudicar a la corona…,
siempre se trataba de este tipo de motivaciones. Sin embargo,
en este caso, Brodens se encontró con una motivación nueva.

Algo que jamás hubiera creído que podría leer en un


informe oficial.

La frase decía así:

“Se descarta motivación delictiva relacionada con el

crimen organizado o con el contraespionaje. Se sugiere


motivación romántica”.
Capítulo 15

—Tienes visita.

La cara de Mary Cooper no era de buenos amigos. De


hecho, nunca la había visto tan seria. Tampoco era una cara
agresiva, pero estaba claro que no le hacía ni una gracia que
recibiera visitas. En el contrato que había firmado el primer

día, las visitas no se prohibían expresamente, pero sí se

especificaba que, siempre, había que avisar de antemano y


esperar el visto bueno de Mary Cooper. Al fin y al cabo, toda
persona que entraba en el refugio debía ser de fiar y, por tanto,
era sometida a una investigación para comprobar que no ponía
en peligro la existencia del lugar.

Por eso mismo, la cara de disgusto de Mary no era de


extrañar, lo extraño era que hubieran dejado entrar a quien
fuera a visitarla. Como si le hubiera escuchado, Mary
respondió a su duda:

—Le he dejado entrar porque ha sido convincente con


sus razones. Y también por ser quién es, pero que sea la última
vez que ocurre algo así, Georgia, no voy a volver a dejar entrar
a ninguna visita tuya si antes no nos lo comunicas.

Y, después de soltar aquello, con el semblante serio y


voz autoritaria, se apartó para dejar pasar al visitante.

Georgia se puso de pie de un salto mientras en su


cerebro era omnipresente una pregunta sin respuesta: ¿quién
había ido a visitarle?

Justo cuando Mary empezaba a apartarse de la puerta

para dejar entrar a quien fuera, un nombre se le apareció:


Broden McLennan.

Sí, tenía que ser él.

No había otra respuesta posible.

Mary acababa de decir que le había dejado pasar por

ser quién era. Él era un Lord, un miembro de los servicios


secretos.

Con el corazón en un puño y, al mismo tiempo,

latiendo aceleradamente, Georgia levantó los ojos e intentó


mantener la calma para enfrentarse a la persona que llevaba
espiando, y persiguiendo, durante casi un mes.
Capítulo 16

—¿Y papá? .

Mathilde soltó un suspiro antes de hablar, haciendo


caso omiso a su pregunta:

—¿Qué tal estás, Georgia?

Más que una pregunta, sonó como un reproche, pero


Georgia no se lo iba a tener en cuenta, era normal que
estuviera enfadada. Había desaparecido de sus vidas sin avisar.

No, Broden McLennan no había descubierto su


escondite ni se había presentado para enfrentarse a ella, lo que
había temido, y también deseado, ya que aquello habría
supuesto decirle finalmente la verdad e intentar convencerle

para que le dejara entrar en los servicios secretos.


En su lugar había aparecido alguien mucho más
esperable: Mathilde.

Y en cuanto la vio le vino a la mente su padre, claro,


por eso fue lo primero que preguntó. Porque daba por hecho
que su padre no podía estar muy lejos.

Mathilde, después de soltar su primera pregunta con


un poco de resentimiento, le contestó:

—Lo ha intentado, pero no le han dejado entrar. De


hecho, se ha quedado de patitas en la calle, fuera, en la
entrada, al lado de una librería

—Ya, entiendo —fue lo que dijo Georgia, de manera


escueta. Pero es que sí, entendía lo que había pasado sin haber

sido testigo. Había sido una ingenua al creer que conseguiría


estar tranquila y sola un par de meses al menos, su padre y

Mathilde habían tardado menos de uno en dar con su paradero.


Seguramente su padre había movido tierra y mar para dar con

su paradero. No era espía ni agente secreto, pero tenía dinero y

esa era la mejor arma para conseguir cosas. Habría pagado a


alguien para que la buscara. Y la habían encontrado.

También imaginaba qué habría pasado a las puertas

del refugio. Su padre se habría acercado con Mathilde y a él le


habrían dejado fuera, no solo por presentarse sin invitación,
sino por ser hombre.

Seguramente estaría enfadado y preocupado.

Pero en aquel momento ella también estaba

preocupada.

Quería a su padre y a Mathilde, pero seguía queriendo


tenerlos lejos de ella. Que la hubieran descubierto no era una

buena noticia.

Sin embargo, a pesar de que el reencuentro había

empezado en tensión, Mathilde y Georgia eran amigas y


seguía habiendo un fondo de cariño y respeto mutuo.

Después de la primera impresión, ambas empezaron a

hablar como siempre y Georgia logró convencer a Mathilde, si


no de todo, de lo más importante: necesitaba seguir viviendo

independiente de ellos en aquel lugar.

—Sabes que creo que tu idea de convertirte en espía o


agente secreto es un locura y no creo que cambie jamás de

opinión, pero también sé que eres una mujer adulta y tienes

derecho a perseguir tus sueños y a hacer lo que creas


conveniente sin que nadie te coharte, tal y como hice yo.
Georgia agradeció aquellas palabras, más, teniendo en

cuenta que venían después de que Mathilde pasara un mes de

incertidumbre y preocupación por no saber de ella.

Estaba claro que continuaba siendo su mejor amiga y

así iba a ser siempre.

Después de que Georgia le pidiera perdón por haberse


escapado sin avisar, sentaron las bases de la que iba a ser su

relación a partir de entonces.

Georgia continuaría viviendo en el alojamiento de

mujeres libres y ni Mathilde ni su padre se inmiscuirían en sus

decisiones. A cambio, Georgia iría a comer con ellos al menos


una vez a la semana, y también acudiría a los bailes y

recepciones oficiales en los que ella, como una heredera del

vizcondado de Sunderland, se debía presentar sin excusas.

Ambas llegaron a aquellos acuerdos en apenas cinco

minutos y después se abrazaron, emocionadas.

—Ahora hay que decírselo a tu padre, que durante este

tiempo solo, a la intemperie, no habrá hecho más que alterarse


más. —dijo Mathilde, con cara de circunstancias. Pero,

enseguida, puso una sonrisa pícara y añadió — Déjame que

vaya sola y le explique yo primero. Tú baja en diez minutos y

luego daremos un paseo juntos.


Georgia aceptó lo que le decía Mathilde, aunque sin
mucha esperanza de que surtiera efecto. Sin embargo, cuando

bajó a los diez minutos, comprobó que Mathilde no solo era

una bendición por ser su amiga, también lo era como

madrastra.

Porque sí, su padre estaba enfadado , un poco, pero


pudo más la alegría de volver a verla. Así que su primera

reacción fue abrazarla. Con toda su alma.

Y sí, después también aceptó el acuerdo, a

regañadientes, pero lo aceptó.

Finalmente, cuando fueron a dar un paseo por los

cercanos jardines de Saint James Park, volvían a ser una

familia unida.

Y ella , pronto, podría volver a centrarse en su


objetivo principal: cómo hacer para que Broden McLennan le

diera una oportunidad para entrar en los servicios secretos.


Capítulo 17

Broden estaba muy lejos de las preocupaciones de


Georgia, aunque en el centro de las suyas sí estaba Georgia
Philips.

De hecho, justo en el mismo momento en que Georgia


paseaba con Mathilde y su padre por Saint James Park, él

estaba releyendo de nuevo el escueto informe que le habían

presentado sus compañeros de los servicios secretos.

El misterio no se había aclarado, al contrario, era aún


mayor.

No tenía sentido que una mujer como aquella, de cuna


privilegiada y con una vida cómoda y anodina hasta entonces,
lo persiguiera … No tenía sentido a no ser que la coletilla final
del informe fuera cierta: que tenía intenciones románticas con
él.

Pero aquello tampoco tenía ni un sentido.

No la conocía de nada, estaba seguro. Conocía a su


padre de vista porque ambos eran nobles y, al final, los
círculos oficiales eran los mismos. Habían coincidido en
recepciones reales y bailes distinguidos, pero no había cruzado
una palabra con él jamás. Tenían edades diferentes, él era
bastante más joven, ya que acababa de cumplir treinta y dos
años. En ese sentido, estaba más cercano a Georgia, pero

tampoco había coincidido con ella, estaba seguro. Él se había


retirado de los bailes de debutantes al cumplir 25 años, es

decir, justo antes de que ella empezara a acudir a ellos.

Desde que había entrado en los servicios secretos


había descartado el matrimonio en breve. No lo descarta del

todo, quizá cuando cumpliera cuarenta o cuarenta y cinco años

y se fuera retirando poco a poco del servicio activo buscaría


esposa, pero en aquel momento estaba totalmente centrado en

su labor de agente secreto y tenía claro que esa labor era


incompatible con la vida familiar.

Por eso, había acudido a aquellos bailes de debutantes

desde el inicio con nulo interés en emparejarse. Además, había


tenido que lidiar con una incomodidad añadida. Había tenido
que quitarse de encima a varias aspirantes a pretendientes y,

peor aún, a sus madres, ya que era un hombre muy atractivo,

además de dueño de una fortuna.

Por eso, a partir de los veinticinco años, cuando ya


había conseguido un puesto más alto de responsabilidad en los

servicios secretos, dejó de acudir a ese tipo de bailes.

Aunque estaba casi convencido de que nunca había


coincidido con Georgia Phillips, siempre quedaba un pequeño

resquicio de que hubieran coincidido fugazmente en alguna


recepción real, pero de lo que estaba seguro era de que no

habían intercambiado ni una palabra. Ni habían estado cerca

uno del otro.

Lo sabía porque era agente secreto y siempre, en todo


momento, estaba con los cinco sentidos alerta. No se le

escapaba nada.

De hecho, ella no se le había escapado. Había bastado


un cruce de miradas fugaz en una calle concurrida para que él

la detectara y se fijara en ella.

Pero entonces, si jamás habían coincidido, ¿de dónde

venía aquel supuesto interés romántico?


Broden tuvo que salir a dar un paseo, salir de su

despacho y su palacio, porque no encontraba solución al

enigma y aquello le hacía desesperarse.

Era ya un asunto personal, no soportaba que alguien

como aquella mujer, tan evidentemente inexperta, le hubiera


puesto en semejante brete: tenía que desentrañar lo que

ocurría. Y, de nuevo, tenía que hacerlo solo, porque después

del informe de los servicios secretos no podía contar con ellos.

Se habían desentendido totalmente con aquella frase: “interés

romántico”. No iban a gastar ni medio recurso más en


investigar a alguien claramente inofensivo para la Corona.

Cuando pisó la calle, Broden dejó escapar un suspiro

de alivio: no había ni rastro de Georgia Philips. No sabía si

acabaría por resolver el enigma dando un paseo, pero, al

menos, por ese día, la joven le había dado un respiro.


Capítulo 18

Broden se había librado ese día de Georgia porque ella


bastante tenía con pasear con su padre y Mathilde y calmar al
primero.Pero, como él imaginaba, Georgia no tenía la menor

intención de desaparecer de su vida, al contrario, los últimos


acontecimientos no habían hecho más que reafirmarle en tratar
de conseguir su objetivo.

En cualquier caso, tendría que retrasarlo un poco,


porque calmar a su padre le supuso tener que aceptar algo de
lo que no tenía ni media gana: acudir a la recepción anual, con
baile incluido, que los reyes organizaban para la alta nobleza.

Un evento al que, quitando aquella primera vez en que


había conocido al Duque de Rochester, había dejado de acudir
gracias a Mathilde , que había cogido el puesto de
acompañante de su padre desde que se habían casado.
Y un evento al que no tenía ni una gana de ir. Primero,
porque odiaba ese tipo de eventos que le parecían vacíos y
frívolos, llenos de personas vulgares con vidas vulgares, pero
que se creían muy importantes. Eran lo opuesto a lo que ella
quería hacer con su vida. Pero en segundo lugar, y más
importante, porque le iba a impedir seguir a Broden
McLennan durante unos días. El evento se iba a producir en

cinco días y, ya que habían encontrado a Georgia después de


casi un mes sin verla, tanto Mathilde como su padre le
obligaron a pagar aquella ausencia haciéndole prometer que
estaría los cinco días con ellos.

Iría de compras con Mathilde, a comprar algo que

también le resultaba vacío de interés; ropas y adornos


femeninos para ir más guapa a la recepción real. Comería y

cenaría con ellos todos los días e, incluso, acompañaría a su


padre al sastre, a que le ajustaran uno de los numerosos trajes

perfectos que tenía y que no necesitaban ningún ajuste.

Georgia aceptó porque entendía que les debía una


compensación por la angustia que habían pasado al no tener

noticias de ella, pero, sobre todo, porque ellos, a su vez, le

prometieron que luego la dejarían “libre” y solo le impondrían


la comida familiar de los domingos.
Así que Georgia se dispuso a pasar aquellos cinco días
lo mejor posible y olvidar un poco a Broden McLennan.

Bueno, olvidarlo no, eso iba a ser imposible.

Porque Broden se había empezado a convertir en una

obsesión para ella, y no sólo porque era el instrumento para

conseguir entrar en los servicios secretos.

No.

Había algo más, mucho más perturbador.

Después del encontronazo en el callejón, no podía

quitarse de su mente todo lo que había sentido al tenerlo tan

cerca. Sus ojos fieros, sus manos urgentes tocándola, todo tan
cargado de energía, tan… No sabía qué adjetivo ponerle, pero

sabía que no era negativo.

Al contrario, era agradable. Muy agradable.

Su mente le decía que no debería serlo, que había


sufrido un ataque, que los recuerdos deberían ser negativos.

Pero no lo eran.

Por eso no iba a olvidar a Broden ninguno de los cinco

días que iba a estar alejada de él.


En cualquier caso, estuvo también muy ocupada. Fue

de compras con Mathilde y su padre. A este último le ayudó a

escoger un pañuelo de seda para el cuello y un nuevo traje, de

paño oscuro y distinguido, que destacaban su natural atractivo,


pero, sobre todo, pasó un momento agradable con él, sin

disputas ni desacuerdos.

Y Georgia lo valoró mucho. Su padre estaba haciendo

un esfuerzo por respetarla como mujer independiente, a pesar

de que no estaba de acuerdo con el rumbo que ella había

escogido para su vida. Georgia no tenía ni una duda de que


detrás de aquella actitud estaba Mathilde, pero también que su

padre había empezado a cambiar. A aceptar que tenía que

querer a su hija tal cual era: independiente, ingobernable,

autónoma.

Con Mathilde también lo pasó muy bien. En ese caso no


fue una salida, sino varias, ya que encargaron dos vestidos,

uno para cada una, con las respectivas pruebas y arreglos.

Georgia no quería comprar nada, pero Mathilde insistió:

—No puedes presentarte así delante de los Reyes —le

dijo, señalando el vestido gris y aburrido que llevaba en aquel

momento.
—Mathilde, en vuestro palacio tengo muchos más
vestidos, como sabes perfectamente —le contestó con una

sonrisa de circunstancias.

—Pero son anticuados —insistió Mathilde, que estaba

empeñada en que Georgia fuera lo más bella posible.

Y Georgia transigió, para gran satisfacción de su

madrastra y amiga.

Lo cierto era que desde que habían descubierto su


escondite, Georgia estaba desconocida y transigía con todo.

Pero era deliberado, estaba muy contenta por haber

conseguido su libertad sin peleas excesivas, algo inimaginable

un mes atrás. Aquello había sido gracias a ella, por supuesto, a

su determinación y madurez, a que le había demostrado a su


padre que era capaz de valerse por sí misma, pero también

gracias a Mathilde, que siempre suavizaba a su padre. Así que

iba a transigir en todas aquellas pequeñas cosas que le pidiera,

como comprarse, y probarse demasiadas veces, un vestido

nuevo.

En cualquier caso, la experiencia fue positiva. Hasta

divertida.

Durante el mes que había estado desaparecida había

echado de menos a Mathilde. Tenía muy buena relación con


Rose Harris y no dudaba de que se acabarían convirtiendo en

amigas íntimas, pero Mathilde era otra cosa. Era su mejor


amiga y algo más. Y con ella siempre se sentía bien.

Así que disfrutaron del tiempo que pasaron juntas, se

rieron y también discutieron por tonterías:

—Mathilde, ese color te queda fatal —le dijo Georgia

cuando su amiga se empeñaba en elegir un vestido de raso

morado.

—Claro, como a ti todos te quedan bien —le contestó

Mathilde, con cara de circunstancias.

Pero es que era verdad, a Georgia todo le quedaba bien.

Al final, Mathilde acabó escogiendo un vestido de

otro color y Georgia acabó con un vestido verde esmeralda, un

color a juego con el de sus ojos y que hacía que esos resaltaran

más. La tela, un tafetán delicado, era preciosa, aunque el resto

del vestido era muy sencillo.

—Con los pendientes de brillantes de tu madre bastará


para que seas la más bonita de la fiesta —le dijo Mathilde,

olvidada ya del pequeño desencuentro anterior.

Pero es que era cierto, Georgia apenas necesitaba


adornos para brillar con luz propia. Ella no era vanidosa y
tampoco se fijaba, pero las veces que había acudido a bailes,
había levantado la admiración de todo el mundo, y si no había

tenido pretendientes había sido por una sola razón: su absoluta


negativa a casarse había levantado un muro invisible alrededor

de ella, un muro que había parado cualquier intento de


acercarse a ella con intenciones románticas.

Pero eso no quería decir que no agradeciera lo que le


acababa de decir Mathilde.

De hecho, se miró en el espejo de cuerpo entero y comprobó

que Mathilde había dicho la verdad: se veía preciosa.

Era la primera vez que perdía tanto tiempo en mirarse

en un espejo, además, en ese momento, sin saber muy bien por


qué, le vino a la mente Broden McLennan y también un
pensamiento extraño y perturbador: pensó que era una pena

que él no la viera vestida así.

Se quitó aquel pensamiento de la mente inmediatamente

y se centró en Mathilde, que ya estaba probándose un vestido


de color rojo. Un color que ella misma le había insistido en

escoger. Mathilde se había resistido un poco, ya que el color le


parecía demasiado intenso y llamativo para lo discreta que era
ella, pero cuando se miró en el espejo, tuvo que reconocer que

Georgia había acertado con su recomendación: se vio muy


guapa. Y ella también pensó inmediatamente en alguien: en su

marido, en el Vizconde de Sunderland.

Pero no todo fueron risas y vestidos, Mathilde también


aprovechó para compartir con Georgia alguna de sus

preocupaciones:

—Georgia —le dijo, cuando terminaron ambas de

probarse sus vestidos —sabes que no solo acepto tu ansia de


libertad, sino que la apoyo y la comprendo, porque yo soy

igual.

—Si —respondió un poco cautelosa Georgia, porque


no sabía muy bien a dónde quería ir a parar a su amiga y se

temía algún pero. Algo que, efectivamente, sucedió:

—Pero estoy preocupada.

—Preocupada, ¿por qué ? —contestó como un resorte


Georgia, con un poco de cautela.

—Sigo pensando que es una locura intentar entrar en


los servicios secretos por tu cuenta. No conozco ese mundo,
pero doy por hecho que es peligroso. Y, lo peor de todo, tú

tampoco lo conoces.

—Mathilde, no te preocupes, estoy muy bien

preparada, como bien sabes tú, y tengo un plan , no hay ningún


peligro — decidió responder Georgia, para tranquilizar a su

amiga. No le iba a contar su “plan” por supuesto, ni que ese


plan tenía nombre, apellido y título concreto, pero quería

transmitirle seguridad.

Mathilde le miró largamente en silencio, con cara de


que no terminaba de creerse aquello, pero, al mismo tiempo,

que quería creérselo. Finalmente repitió tan solo:

—Un plan…

Y no añadió nada más. Por mucho que le costara, no


le quedaba otra opción más que confiar en Georgia.

☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙
☙☙☙☙

El “plan” de Georgia, en ese momento, estaba


enfundando su cuerpo de metro noventa en el traje que estaba

probándose frente al espejo. Se trataba de uno de sus trajes de


ceremonia, o sea, un tipo de ropa que usaba muy de vez en

cuando, pero que había tenido que sacar del armario ya que al
día siguiente iba a tener que acudir a un evento de esos que
atento le aburrían , pero al que era insoslayable acudir por su
posición y título dentro de la nobleza.

Él, al contrario que Mathilde y Georgia, apenas echó

un vistazo al espejo para comprobar que el traje le seguía


quedando bien y se ajustaba perfectamente a su cuerpo a pesar

de que había pasado un tiempo desde la última vez que lo


había usado.

Broden estaba en forma y tenía un cuerpo musculado

perfecto, así que, al igual que Georgia, se pusiera lo que se


pusiera estaba imponente.

En cualquier caso, aquel traje le quedaba


especialmente bien e iba a ser el objeto de deseo de todas las

miradas femeninas.

Pero él en aquel momento solo tenía una mujer en


mente: Georgia Phillips.

A pesar de que llevaba ya cinco días sin verla, seguía


sin poder apartarla de su mente.

¿Había desaparecido de su vida finalmente?

Y si era así, ¿por qué le molestaba aquella

posibilidad?
Capítulo 19

—¡Oooh!

Georgia, agarrada en un brazo por su padre y en el

otro por Mathilde, no pudo evitar soltar aquella exclamación


cuando hizo su entrada en el palacio Real por la puerta
principal.

Había estado allí antes, con apenas dieciséis años. Pero no


recordaba nada de todo aquello. De aquella primera vez, tan
solo recordaba que había conocido al Duque de Rochester, a la

mujer espía, y que había decidido cuál iba a ser el objetivo de


su vida.

Quizá el haber tomado una decisión tan importante en su vida


había eclipsado todo lo demás.
En cualquier caso, estaba claro que para ella estaba
siendo como si fuera la primera vez.

Y visto así, aquella entrada era ,desde luego,


espectacular. Georgia había estado en muchos bailes y
recepciones anteriormente , siempre en lugares impresionantes
y lujosos, pero el palacio Real hacía palidecer a todos ellos.
Era enorme, estaba decorado con los mejores materiales. Todo
era de dimensiones mucho más grandes de las que estaba

acostumbrada: los salones por los que iba pasando, la altura de


los techos, el tamaño de las lámparas. Y los materiales de los
muebles, cortinas y alfombras eran lujosos y especiales.

Había tapices de coloridos maravillosos y flores por doquier.

Además la cantidad de sirvientes sobrepasaba lo que había

conocido hasta entonces, todos con libreas de color rojo


intenso, el color de la corona británica.

Georgia fue pasando sala tras sala con admiración

creciente, ante la mirada fascinada de su padre, que estaba


encantado de verla, por fín, disfrutar de una experiencia así.

Finalmente llegaron hasta el salón central en el que se

iba a celebrar la recepción y posterior baile. Allí estaban los


reyes, recibiendo los saludos de todos los invitados a medida

que iban llegando. Mathilde, Georgia y su padre se pusieron a


la cola. Cuando les llegó el turno a ellos, los Reyes los
saludaron rápidamente, pero con afecto. A Georgia la reina

incluso le dirigió unas palabras: “es encantadora”, le dijo,

mirándola con cariño.

Cuando terminó el besamanos, Georgia estaba


exultante, nunca habría pensado que pudiera disfrutar tanto de

un evento así, pero más exultante estaba aún su orgulloso


padre, que había pasado de estar angustiado por no saber nada

de su hija, a conseguir llevarla al evento más destacado e


importante del año.

Pero enseguida se pasearon por todo el salón,

saludando a unos y otros, y Georgia empezó a aburrirse.

Aquella parte del evento ya era igual a cualquier otro

de los que había conocido durante su vida, era la parte que


odiaba de esos eventos: las sonrisas falsas, los comentarios de

admiración a la cara y los cotilleos y maledicencias a la


espalda y, en su caso, tener que aguantar las preguntas

indiscretas de las señoras de la alta sociedad: “¿Cuántos años


tienes?” “¿Y no te has casado aún?” “¿Por qué, con lo bonita

que eres?” y añadido a eso, el tener que morderse la lengua y

no contestar lo que se le pasaba por la mente: “A usted que le


importa, señora”. “ ¿Por qué pregunta lo que ya sabe?” “ No

como usted”.

Georgia suspiró en alto con la segunda presentación,

una Condesa viuda muy habladora, que tenía pendientes de sus

palabras a su padre y Mathilde y que aún no había empezado a


interrogarla, pero poco faltaría.

El suspiro fue lo suficientemente alto como para que

la Condesa se callara un momento y la mirara, para que su

padre y Mathilde la miraran también y luego se miraran entre

ellos.

La condesa volvió a hablar, le hizo las preguntas de


rigor y Georgia se mordió la lengua una vez más, pero cuando

por fin se despegaron de ella, antes de volver a caer en las

redes de una nueva Condesa viuda, su padre y Mathilde se

volvieron a mirar y luego Mathilde se dirigió a Georgia:

—Estoy segura de que te apetecerá hacer la ronda de

saludos a ti sola, al fin y al cabo ya no vives con nosotros, eres


una mujer independiente y tendrás tus propios conocidos a los

que te apetece saludar.

Georgia, que aún estaba alterada por el esfuerzo que

había tenido que hacer para no mandar a freír espárragos a la


Condesa, no terminaba de entender lo que Mathilde le estaba
proponiendo:

—Sí, bueno yo no… —empezó, balbuceando un poco,

a punto de decirle que ella llevaba tantos años fuera del

circuito de bailes que no tenía conocidos aparte de los

relacionados con su padre. Pero antes de terminar la frase


entendió lo que estaba pasando: Mathilde, con el

consentimiento silencioso de su padre, le estaba dando

permiso para saltarse aquella parte engorrosa y desagradable.

Sabía perfectamente que ella no tenía conocidos allí, solo le

estaba animando a escapar de aquello —tienes razón,


Mathilde, muy buena idea —Terminó entonces, con voz

mucho más enérgica y sonriendo ampliamente.

Y su padre terminó de darle el empujón definitivo,

también sonriendo:

—Nos vemos en media hora aquí mismo, cuando

empiece el baile.

Mathilde se despidió de ellos encantada: tenía media


hora para andar a su aire y, sobre todo, para escaparse de

aquellos momentos de engorro.

No era mucho tiempo, así que decidió no alejarse

mucho del lugar. Pensó en salir al jardín, pero para eso tenía
que atravesar todo aquel enorme salón y corría el peligro de

encontrarse con conocidos de su padre que la pararían y


volverían a incomodarla, así que decidió hacer un recorrido

más corto: volvería a salir fuera del palacio. Se quedaría dando

un pequeño paseo por los alrededores, donde encontraría un

ambiente menos asfixiante y más normal y volvería a entrar en

media hora.

Así que se dirigió a la entrada, pasando de nuevo por


las salas que había recorrido antes y que ya estaban vacías, ya

que todas las personas asistentes a la recepción estaban dentro

del salón principal.

Cuando llegó a la puerta de entrada, sin embargo, se

dio cuenta de que esto no era del todo cierto. Había un


pequeño grupo de unas cinco o seis personas que estaban

entrando en ese momento, subiendo las escaleras.

Eran todos hombres, habían dejado la primera

juventud, pero aún no habían cumplido los cuarenta. Venían

hablando entre ellos.

En cuanto los vio, Georgia paró en seco su caminar.

Se quedó en medio, mirando hacia la puerta de entrada por la


que iban a entrar aquellos hombres en unos segundos. No

podía moverse.
No podía quitar la mirada del primero de ellos, el que
iba más avanzado y en ese momento tenía la cabeza gacha,

mirando el último escalón por subir.

No podía quitar la mirada porque sabía perfectamente

quién era.

Cuando él llegó a lo alto del último escalón y levantó

por fin la mirada, Georgia clavó sus ojos en los verdes ojos de
Broden McLennan.

Ella lo había visto segundos antes, de ahí su parálisis,


pero para él, ese fue el momento del descubrimiento.

La vio y, él también, se quedó quieto, parado.

Pero en el caso de él fue un segundo. Tan solo un


segundo. Inmediatamente se puso a andar de nuevo, con

tranquilidad y aplomo. Sus acompañantes no se dieron cuenta


del parón, ni tampoco de que él seguía con la mirada clavada
en la de ella, ya que iban tras él.

Así que la actitud de él les pasó totalmente


desapercibida, pero no así la de ella.

Y no era para menos, porque Georgia seguía plantada


en medio, sin moverse o , peor aún, con el único movimiento

de sus pechos subiendo y bajando al ritmo de su acelerada


respiración y con los ojos abiertos como platos sin quitarle ojo

a él.

Georgia era consciente de que aquello estaba llamando


la atención, que rayaba la mala educación, pero no podía

moverse. Broden McLennan era la última persona que pensaba


encontrar allí. No era descabellado, por supuesto, era un

Duque, pero había estado tan concentrada en su padre y


Mathilde, que había asociado aquel evento con ellos nada
más, ni se le había pasado por la mente que Broden podría

aparecer.

Y, lo peor, su actitud incomprensible no era debido

solo a la sorpresa, había algo más.

Cuando había visto a Broden subiendo las escaleras de

dos en dos, ágil y masculino, su cuerpo entero había sentido


una descarga como cuando había sentido sus manos sobre su
cuerpo en el callejón . Una descarga intensa e incontrolable,

pero también dulce, maravillosa, ligera y cálida.

No podía moverse por todo aquello.

Y estaba llamando la atención.

Tanto, que los acompañantes de Broden se fijaron en

ella y su actitud y, mientras se acercaban a ella, ya que tenían


que pasar por su lado para acceder al gran salón de la

recepción, empezaron a mirarla también con curiosidad y con


indisimuladas sonrisas.

Uno de ellos pasó casi rozándola y, en voz demasiado


alta, con intención clara de que todos le oyeran, ella incluída,
soltó:

—Vaya Broden, parece que has hecho una nueva


conquista.

Inmediatamente, la carcajada de todos llenó la


estancia.

Ella no vio si Broden también reía, ya la había


rebasado y ella había tenido la fuerza de voluntad para no
girarse y seguirle su caminar de espaldas (lo había conseguido

sí, aunque le había costado).

El grupo entero pasó de largo, las risas y voces se

diluyeron hasta desaparecer y ella no volvió a distinguir ni una


frase más.

Y entonces, por fin, pudo moverse. Y no de manera


lenta. De hecho, en cuanto recuperó el control de sus piernas,
se dirigió a la salida a paso rápido, y una vez en la escalinata
de entrada, la bajó corriendo, haciendo que los guardias que
escoltaban la entrada la miraran con curiosidad.

Pero una vez que se encontró en la calle, rodeada de

personas que no tenían nada que ver con la recepción ni con


Broden McLennan, se fue tranquilizando.

Y también se enfadó consigo misma.

¿Cómo había reaccionado tan mal?

Llevaba media vida preparándose para ser agente


secreto. Había estudiado mucho, de temas diversos y difíciles,
hablaba varios idiomas, además de su inglés natal, pero

también había trabajado sus reacciones, ya que el control de


las emociones era una capacidad fundamental para un agente

secreto.

O eso había creído hasta entonces.

Pero al ver a Broden McLennan de improviso, todo el


autocontrol y toda la preparación habían desaparecido de
repente, como si nunca hubieran existido.

Reaccionó como una jovencita enamorada ante el


objeto de sus desvelos románticos, tal y como el incisivo

acompañante de Broden había dicho en alto.


Y aquello no le podía dar más rabia, por su mala
gestión, pero, sobre todo, porque alguien pudiera pensar que
aquello era cierto: que ella era una cabeza hueca que solo

pensaba en casarse o en tener experiencias románticas.

Estuvo dando vueltas alrededor del palacio, por los

jardines exteriores, llenos de flores maravillosas y ardillas


juguetonas, hasta que se tranquilizó del todo y volvió a

recuperar su espíritu guerrero: aquello había sido una piedra en


el camino, pero una piedra pequeña.

La falta de autocontrol le había sucedido en un

momento sin peligro y con un tema absurdo, una chiquillada.


Habría sido mucho peor que le sucediera en plena misión, una

vez que lograra entrar en los servicios secretos, algo sobre lo


que, de nuevo, no tenía ni una duda de que conseguiría.

Además, intentando ser positiva, se le ocurrió que

había sido un golpe de suerte que le hubiera ocurrido aquello.


Ahora sabía que aquel era su punto débil y que debía entrenar

más. Tenía que ponerse a sí misma en situaciones reales


comprometidas hasta logar que nada de lo que sintiera en su
interior se trasluciera en su comportamiento,. Ni en las

mínimas expresiones.
Animada, emprendió la vuelta al palacio real, para
reunirse con su padre y Mathilde.

Mientras subía las escaleras de entrada por segunda


vez ese día, pensó, además, que el golpe de suerte de
encontrarse con Broden sin esperarlo era doble: le iba a servir

para trabajar su autocontrol, pero también, para continuar con


su plan de seguirle y, quizá , aquel mismo día, acercarse a él e

intentar que la considerara candidata a trabajar en los servicios


secretos.

Cuando entró finalmente en el gran salón en el que iba


a comenzar el baile, estaba tan contenta y excitada que le pasó
desapercibida una nueva, y extraña, reacción de su cuerpo:

cuando había pensado en acercarse a Broden, su estómago se


había llenado de mariposas aleteando y su cara había

enrojecido. Y aquello no tenía nada que ver con su plan de


convertirse en agente secreto.
Capítulo 20

Ahí acabó el episodio del encuentro inesperado en la


entrada tal y como Georgia lo había vivido, pero no acabó del
todo, tuvo una continuación de la que Georgia fue ajena, pero

que afectó a Broden.

Él, después de muchísimos años trabajando para los

servicios secretos, sí tenía autocontrol, pero, a pesar de tenerlo,

cuando la había visto, nada más subir el último escalón de


entrada, se había quedado tan parlizado como estaba ella.

Había sido menos de un segundo y nadie se había


dado cuenta.

Pero él sí se había dado cuenta.

Y eso no le gustaba nada.

Nada.
Jamás, en todos sus años de servicio, había tenido una
reacción así y, de repente, una mujer inexperta conseguía lo
que no había conseguido el enemigo más peligroso y
sanguinario.
Para colmo, su amigo Melvin David, Vizconde de
Rockfield, había soltado en alto aquella gracia que no hacía
más que incidir en la idea que había leído en el informe de los

servicios secretos: que aquella mujer tenía intenciones


románticas con él.

Para colmo, otro de sus acompañantes, Lord


Snowside, que era algo más joven que él y seguía manteniendo

la costumbre de acudir a bailes de debutantes y posibles

pretendientes, había continuado con el tema mientras se


dirigían al gran salón de la recepción:

—La conozco. Es la hija del Vizconde de Sunderland,

su única heredera. Es un gran partido, el mejor ahora mismo


en estos momentos —empezó a hablar junto a él, poniéndole

en conocimiento de cosas que a Broden no le interesaban, pero


que a Lord Snowside, sí, ya que llevaba varias temporadas

intentando buscar el “partido perfecto” como él decía. —Lo

intenté hace unos años, pero me dio calabazas, a mí ya todos


los que se acercaban a ella con intenciones de buscar
prometida. Acabé por pensar que era muy rara y me olvidé,
como todos. Pero tú le gustas, está claro. Yo me lo pensaría,

Broden, es un poco mayor, pero una belleza. —Terminó Lord

Snowden, mirándolo con interés.

Y el resto de sus acompañantes empezaron a opinar


sobre el asunto.

Broden no necesitaba tener ese tipo de información ni,

mucho menos, seguir hablando con sus amigos de aquella


mujer “un poco mayor, pero bellísima”. Había que cortar

aquello ya, y lo hizo, por lo sano.

—No sé quién es ni me interesa. Y, como sabéis bien,


no busco esposa,a sí que este tema no es de mi agrado.

Sonó demasiado brusco y cortante, mucho más de lo

que le hubiera gustado, lo que hizo que todos sus


acompañantes callaran de golpe y se miraran entre ellos un

poco asombrados.

Broden se temió que aquella salida suya, un poco

fuera de tono, consiguiera lo contrario de lo que se proponía:


llamar más la atención sobre él y Georgia Phillips.

Pero en aquel momento vieron a los Reyes, que

estaban esperándolos para darles la bienvenida con expresión


impaciente, ya que eran los últimos en llegar, y todo se diluyó.

Mientras Broden saludaba al Rey, pensó que el asunto

ya estaba zanjado y que, aquel día al menos, la joven no iba a

entorpecer su vida más.

Poco tiempo después descubrió lo equivocada que

había sido esa suposición.


Capítulo 21

—Quiero bailar con usted.

No debería haberse asombrado de aquel nuevo giro de

los acontecimientos. Llevaba un mes asombrado con todo lo


que aquella mujer hacía, así que la última sorpresa inesperada
no debería haberlo sido. De hecho, con ella estaba claro que lo

esperado debería ser siempre lo insólito.

Pero se quedó sin palabras.

No había manera de adelantarse a los acontecimientos


con ella.

Que él supiera, era la primera vez que algo así ocurría:


que fuera la mujer quien pidiera bailar al hombre. Al menos
entre la alta sociedad a la que ambos pertenecían y entre
desconocidos, porque eso era lo que ellos eran.

Y, para más asombro aún, entre una mujer inexperta y


un hombre con mucha vida a sus espaldas.

Pero a ella no le estaba temblando nada, se mantenía


frente a él, con sus preciosos ojos verdes fijos en los de él,
esperando una respuesta que no llegaba, porque , una vez más,
él no sabía cómo reaccionar ante ella.

Seguramente le estaba costando más reaccionar por lo


que había acontecido antes.

La entrada había sido inesperada, pero había


conseguido gestionarlo mucho mejor que ella, de tal modo que

nadie se había enterado del impacto que le había producido


verla. Era cierto que se le había ido un poco la mano con la

respuesta a su amigo Lord Snowside, pero eso también se


había diluído inmediatamente cuando habían entrado al gran

salón y habían saludado a los Reyes. Dos minutos después del

incidente, nadie lo recordaba.

Nadie excepto él, claro.

Pero incluso él se había ido tranquilizando. La había


visto saliendo del palacio y durante más de media hora no la
volvió a ver, así que supuso que no la volvería a ver ese día.

La siguiente sorpresa fue que esa suposición estaba


equivocada.

Al poco tiempo de empezar el baile, la divisó en el

gran salón, alejada de él, casi en el otro extremo, y medio

escondida entre la gente, pero con una actitud imposible de


pasar desapercibida para él.

Porque lo miraba, fija e intensamente.

Muy pocas mujeres le habían mirado así antes, y

siempre se había tratado de mujeres experimentadas con


quienes había tenido o iba a tener un tipo de contacto íntimo.

Era una mirada fija e intensa, nada adecuada para ninguna


mujer soltera e inexperta .

Pero ahí estaba Georgia Philips. Descarada. Sin

vergüenza.

Estaba claro que se había repuesto de la impresión al


verle y volvía a ser la joven insidiosa que llevaba un mes

persiguiéndole, solo que ahora ya con descaro indisimulado y

en un lugar público lleno de gente.

¿Cómo se atrevía a hacer aquello?


Sólo había una explicación. Se la habían dado los

servicios secretos. La habían dado por supuesta sus amigos. Se

había resistido a creer en ella, no porque no fuera posible que

una jovencita inexperta y desconocida quedará prendada de él,


ya le había pasado antes, sino por lo descarada que era la

jovencita en cuestión.

Un descaro nunca visto e inusual.

Pero no le iba a quedar más remedio que dar por

buena esa opción, era la única posible.

Mientras llegaba a esa conclusión, Georgia, como

había empezado a llamarla él internamente, continuaba


mirándole sin descanso. Una actitud que, por suerte, estaba

pasando desapercibida al resto de presentes, gracias a la

cantidad de gente reunida y el revuelo del baile.

Lo peor de todo, lo que más le preocupaba es que no

sabía cómo actuar ante una actitud así. Hasta entonces había

creído que conocía a las mujeres, tenía mucha experiencia con


ellas, tanto para lo bueno, la lista de amantes y ex amantes era

extensa, como para lo malo, porque, aunque no era lo más

común, más de una vez había tenido que enfrentarse a una

agente enemiga , astuta y peligrosa.


Pero llevaba ya un mes sin entender a aquella mujer
en concreto.

Quizá aquello era debido a que Georgia Philips no se

parecía en nada a las mujeres que él frecuentaba y pertenecía a

un tipo de mujer del que él había huído siempre: las mujeres

inexpertas.

Como había tenido muy claro desde muy joven que no


le interesaba buscar esposa, o no al menos hasta que pasaran

muchos años, no había tenido apenas trato con ese tipo de

mujeres. Y lo cierto es que ahora se arrepentía. Estaba claro

que Georgia Philips era una soltera de la alta sociedad

diferente al resto, pero seguro que tendría algún punto en


común y que si él se hubiera relacionado con más mujeres

como ella, ahora no estaría tan desorientado.

Tendría que ir improvisando y dejándose llevar por el

instinto.Y también por su gran experiencia como agente

secreto, que de algo debería servirle en ese caso también.

Aunque hasta entonces no le había servido de nada.

Y tampoco parecía que en ese momento iba a servirle,


porque después de aguantar con dificultad la mirada

inquisitiva de ella, volvió a quedarse clavado cuando después

de una pieza musical ella empezó a avanzar hacia él, se puso


frente a él y, sin bajar la intensidad de la mirada, le soltó aquel:

”quiero bailar con usted”.

Inmediatamente, la orquesta empezó a tocar una nueva


pieza, como si se hubieran puesto de acuerdo con Georgia. Y

no solo eso, sino que se trataba de un tipo de pieza que estaba

poniéndose de moda últimamente, un tipo de baile que había

llegado de Viena y que era la única pieza que se bailaba,

entera, con una sola pareja.

Es decir, que si él decía que sí, tenía cerca de tres


minutos por delante para dar vueltas con aquella mujer entre

sus brazos.

Pero…, decirle que no… Aquello podía ser el inicio

de un escándalo, porque no tenía ni idea de cómo iba a

reaccionar ella, pero, visto lo visto, seguramente de alguna


forma inesperada y, por qué no, bullosa.

Las dos posibilidades se le pasaron por la mente, las dos

le parecieron malas, pero, finalmente, optó por una, la que

pensó menos mala.

Y, sin decirle nada, extendió su mano derecha y le

rodeó la cintura, mientras que con la izquierda agarró, con


suavidad, pero también con decisión, su mano derecha.
Y, casi sin darse cuenta, ambos empezaron a bailar al
son de la música.
Capítulo 22

E inmediatamente, Broden se dio cuenta de que había


escogido la opción incorrecta.

¿Cuántos bailes llevaba a sus espaldas?, ¿mil? ¿dos mil?. No


había llevado la cuenta, por supuesto, pero desde que con
dieciocho años había abierto el baile que sus padres habían

organizado para él, dieciocho años atrás, habían sido

innumerables. A partir de lps dieciocho, durante los siguientes


seis años, había acudido a todos los bailes de presentación, de
debutantes, y de compromiso que se habían dado en la alta
sociedad.

En aquellos bailes, como se esperaba de un hombre


joven, había bailado todas las piezas con diferentes tipos de
mujeres. No había estado sentado en ni una sola pieza.
A partir de que había cumplido veinticuatro años y había
entrado a trabajar en los servicios secretos, había dejado de
acudir a aquellos bailes de manera sistemática. Pero eso no
significaba que había dejado de hacerlo totalmente. A veces
por sus responsabilidades como Duque y Lord y otras muchas
porque lo necesitaba para sacar información para los servicios
secretos, tenía que seguir acudiendo a bailes. Y tenía que

seguir bailando con diferentes mujeres.

Al son de la música y entre sus brazos había tenido,


por tanto, a mujeres jóvenes, casi niñas, mujeres maduras,
ancianas, mujeres inocentes y auténticas arpías. Mujeres

inofensivas y otras peligrosas.

Una, incluso, había intentado matarlo mientras

ejecutaban un minué ante la flor y nata de la nobleza británica.

Pues bien, a pesar de toda aquella experiencia, a pesar

de haber vivido momentos emocionalmente intensos bailando,

no estaba preparado para sentir lo que sintió al coger de la


cintura a aquella mujer cabezota e intensa y empezar a

moverse al unísono al son de la música.

Jamás había sentido algo igual.

Lo más parecido era lo que había sentido al tocarla


cuando la había cacheado en el callejón, pero ahora aquellas
sensaciones estaban intensificadas por la maravillosa mística,
que hacía que todo fuera aún más intenso.

Aquella mujer no tan joven, Georgia Phillips, le hacía

sentir lo que no le había hecho sentir nadie jamás.

Y aquello era malo, muy malo.

Lo que le faltaba era, no solo no controlarla a ella ,


sino no controlarse a sí mismo.

Tenía que acabar con aquello, cortarlo por lo sano,

como había hecho minutos antes con sus amigos.

Y, de repente, supo cómo hacerlo.

Iba a provocar algo. Algo que ella no quisiera repetir.

Algo que la iba a alejar definitivamente.

Y lo iba a hacer sin usar amenazas, algo que no había


funcionado.

Sin usar la violencia, sino lo contrario.

Mientras giraba al son de la preciosa música, una

ligera sonrisa apareció en sus labios, ya que por fin iba a


librarse de ella.

Pero eso sería luego, después de que la pieza que

estaban bailando acabara. Aún le quedaban dos minutos más


de baile.

Y, precisamente porque era poco tiempo y porque

estaba a punto de acabar, decidió disfrutar del momento y

dejarse llevar.

Y fue maravilloso.

Conocía la música que estaba tocando la orquesta , era

un vals de aquel compositor austríaco que había puesto de


moda ese tipo de música. Una pieza que hasta entonces le

había parecido demasiado ligera y simple, pero que en la

situación en la que estaba se convertía en el complemento

perfecto, casi mágico, de lo que estaba sintiendo al bailar.

Y no solo era la música, era la tibieza que emanaba


del cuerpo de Georgia, su olor, un perfume fino y delicado, la

profundidad de sus ojos verdes, que seguían fijos en él, pero

ya no con una expresión afilada, como al principio, sino con

una expresión dulce. Una expresión, de hecho, parecida a la

que seguramente tendría él: de asombro y disfrute al mismo


tiempo.

Sí, Broden tuvo claro que a ella le estaba pasando lo

mismo que a él. Pero eso no era tan difícil de explicar, ya que

si estaba encaprichada con él, como había llegado a creer, era

una reacción normal al conseguir bailar con él.


Y, la música llegó a su fin.

Pero el hechizo no se rompió.

De hecho, ocurrió algo más. Los músicos avisaron de


que habría cinco minutos de descanso hasta la siguiente pieza

musical, y las parejas que los rodeaban se deshicieron y se

montó una pequeña algarabía a su alrededor.

Todos hablaban, reían y se movían hacia la zona

donde había ponche y pequeños bocaditos como tentempié.

Todos menos ellos dos.

Que se quedaron quietos, parados y mirándose sin


decir nada.

Y con la misma expresión de admiración que habían

mantenido durante el baile.

Fueron apenas dos segundos, suficientes para que

quedara claro que aquello no era normal. Pero también, gracias

a la cantidad de gente que los rodeaba, pasó desapercibido

para todo el mundo.

Y esta vez ambos tuvieron claro lo mismo: que aquel

momento había que cortarlo.

Georgia, porque no tenía ganas de dar muchas

explicaciones a su padre y Mathilde , que le habrían visto


bailar con él y estarían intrigados.

Broden, porque no quería que sus amigos siguieran

tomándole el pelo con aquella joven a la que quería quitarse de


encima y olvidar.

Y ambos también tuvieron claro que había que

cortarlo para seguir con el plan que ambos se habían trazado.

Por eso hablaron a la vez.

Y dijeron lo mismo.

—Quiero hablar con usted.


Capítulo 23

Broden conocía el palacio real como la palma de su


mano. Había pasado innumerables horas dentro, manteniendo
reuniones con el Rey y sus colaboradores más cercanos. Por

eso, conocía una zona muy tranquila en la que no les iba a


molestar nadie. Era el lugar escondido al que tenía acceso
gracias a una llave que le había dado el propio Rey. No era la

primera vez que lo utilizaba, ya que en alguna recepción


anterior había tenido que reunirse de urgencia ante un evento
inesperado y valioso para los servicios secretos.

El Rey sabía que él lo podía utilizar, así que Broden


sabía que iban a estar tranquilos.

Y que podría llevar adelante su plan sin ningún


peligro.
¿Y cuál era ese plan?.

Era cierto que no entendía de mujeres como Georgia

Phillips, vírgenes inocentes deseosas de cazar un buen partido,


pero sabía lo suficiente de las mujeres de la nobleza como para
afirmar que no podía haber una sola que quisiera que su honor
fuera puesto en duda, o directamente desapareciera.

Así que su idea era aprovechar que Georgia estaba


encaprichada de él, darle algún beso delicado e inocente, que
ella aceptaría sin duda, y luego ir subiendo poco a poco la
intensidad de las caricias.

No pensaba hacer nada definitivo, no iba a mantener

relaciones sexuales completas con ella, que no tenía duda de


que era virgen. Solo quería asustarla. Daba por hecho que ella

se dejaría llevar y se dejaría hacer mucho más de lo adecuado:


quizá tocarle algún pecho, sacarlo de la cárcel del vertido,

besar sus pezones, acariciar sus nalgas y besarla con más

apasionamiento, no solo en la boca, sino en el cuello.

Un momento de pasión intenso en el que ella se


dejaría hacer sin límites.

Y luego, cuando ella estuviera totalmente entregada a

él, pensaba dejarle con las ganas.


Dejaría de tocarla, besarla, acariciarla.

Daba por hecho que ella se quejaría y le pediría más.


Con un poco de suerte, le pediría llegar al final.

Si, seguro. Ya la estaba imaginando, con los pechos

fuera, la boca roja después de intercambiar muchos besos

intensos, abierta, deseosa de más. Sus palabras diciéndoselo:


“Termina, Broden , por favor”, como tantas veces había

escuchado de otras bocas.

Y en ese momento de total rendición por parte de ella,


se separaría y, riendo y manteniendo su autocontrol le diría

que no.
Que no iba a continuar.

Porque nunca, jamás, se iba a casar con ella.

Nunca.

Y que no insistiera, porque si lo hacía, terminaría por

hacerle caso y llegaría hasta el final.

Pero no se quedaría ahí. Luego se lo contaría a todo el


que quisiera escucharlo.

Y al que no.

La amenazaría, en definitiva, con destrozar su


reputación para siempre.
Con convertirla en una vergüenza para siempre.

Entonces ella, al ver que nunca iba a conseguir lo que

quería, se derrumbaría, porque Broden no tenía ni una duda de

que ella buscaba llevarlo al final para conseguir que se

comprometiera con ella.

Cuando viera que solo le quedaba destrozar su


reputación o salir de allí entera y con la opción de cazar a

cualquier otro, Broden no tenía ni una duda de que sería esto

último lo que eligiera.

Y tampoco tenía ni una duda de que, después de eso,

no la volvería a ver.

Ese era el plan que él iba paladeando mientras la


llevaba hacia el pequeño escondite que, en realidad, era una

biblioteca.

Pequeña, muy pequeña, casi un despacho, pero

encantadora, con una ventana que daba a unos arbustos llenos

de flores.

Era el lugar perfecto para llevar a cabo lo que había

planeado,así que en cuanto cerró la puerta, se acercó a ella.

No iba a dejarle hablar. Suponía que ella, que también


le había dicho que queria hablar con él, quería declararle su
amor.

No le iba a dar la opción de hablar

Y no se la dio.

Antes de que ella abriera la boca para soltar un solo

sonido, empezó con su plan y acercó sus labios a los de ella.

Los posó sobre ellos y sintió una calidez y una

suavidad extrema que casi le hizo soltar un gemido.

Aquella parte de su plan iba a ser deliciosa, pensó, y

se dispuso a mordisquear los labios de ella con delicadeza.

Pero no le dio tiempo a hacerlo.

Porque ella, en cuanto notó los labios de él sobre lso

suyos , puso sus manos sobre su pecho y le empujó.

Con toda su fuerza.

Mucha más de la que podría imaginar que tendría una


mujer de su tamaño.

Tanta, que el se trastabilló un poco hacia atrás.

E, inmediatamente, ella le soltó una enorme bofetada

que resonó en toda la habitación.


Capítulo 24

Después del sonido de la bofetada, otro, aún más


fuerte, retumbó en la habitación. Y el pasillo. Lo produjo la
puerta al ser cerrada de golpe. Porque Georgia, después de
abofetear a Broden, había salido airada, cerrando la puerta tras

de sí con toda su alma.

Empujada por la rabia que estaba sintiendo, llegó


rápidamente a la gran estancia del baile.

Demasiado pronto. No había tenido tiempo de

calmarse ni de ordenar sus ideas, así que no fue buena idea:

—Hija, ¿dónde estabas? Tienes mal aspecto, ¿te ha

pasado algo?
“¡Mierda!” , pensó y, por suerte , no lo dijo en alto, ya
que su padre no habría tolerado que utilizara ese vocabulario
delante de él y se habría preocupado aún más. Pero es que se
había olvidado de su padre, y de Mathilde, que aún no había
abierto la boca, pero ahí estaba, mirándola con preocupación.

La habían echado de menos, claro. Había desaparecido


de su vista más de cinco minutos y había vuelto evidentemente
alterada.

Y, encima, no había tenido tiempo de pensar una excusa


o algo convincente, así que iba a tener que contarles lo

primero que se le ocurriera:

—He tenido un problema femenino, pero ya lo he


solucionado más o menos.

Para ser una improvisación, había sido brillante. En

cuanto escuchó “problema femenino”, su padre se puso lívido


pero, al mismo tiempo, se tranquilizó.

No le gustaba hablar de nada que no controlara , y los

problemas relacionados con ser mujer estaban totalmente fuera

del control del Vizconde.

De hecho, le alteraban especialmente, por eso, cuando


a ella le había venido el primer periodo, estando su madre
muerta ya, el Vizconde había encargado a una criada que le
explicara todo a su hija.

Y así seguía, sin querer saber nada de aquellos

asuntos.

Mathilde ni se puso lívida ni se tranquilizó. Ella no

tenía problema en hablar de aquellos temas y sabía que


Georgia tenía unos periodos tranquilos y sin dolores, por eso

frunció el ceño cuando la escuchó, porque no terminaba de


creerse lo que acababa de decir.

Pero enseguida sonrió también, sin añadir nada.

Recordó que los imprevistos con un periodo podían ser


múltiples, por ejemplo, que se presenta sin previo aviso en un

baile real. Y eso era suficiente para alterar a la mujer menos

preocupada por esos temas.

Sí, algo así habría pasado.

Así que Georgia no podía haber buscado una excusa

mejor que parara todas las preguntas.

Pero inmediatamente se dio cuenta de que no lo había

conseguido.

Había otra pregunta que su padre tenía guardada para


ella y que no se respondía con lo que acababa de inventar:
—Cielo, y ¿de que conoces al Duque de Shetland?. Es

una de las manos derechas del Rey y continúa soltero. No me

digas que nos vas a dar una buena noticia…

—¡Ni hablar! —Mathilde y su padre le miraron con

los ojos como platos. Georgia acababa de cortar a su padre por


lo sano, dejando en la cara del Vizconde la sonrisa que estaba

empezando a sacar, congelada —quiero decir que no hay nada

entre nosotros ni lo va a haber, no le conozco de nada,

simplemente me ha pedido bailar y lo he hecho. Y se acabó —

terminó entonces Georgia, intentando que su voz sonara


tranquila y banal.

Y funcionó.

El Vizconde estaba acostumbrado a que su hija dejara

pasar oportunidades como aquella desde que la había

presentado en sociedad. Era tan bella que había llamado la

atención de todos los hombres en edad casadera de su


alrededor. Había habido grandes fortunas y grandes títulos

interesados en ella. Que un noble del poder del Duque de

Shetland se interesara por ella no le llamaba la atención,

Georgia era preciosa. Que ella le diera calabazas, por

desgracia, tampoco.

Así que no volvieron a sacar el tema.


Además, a Georgia le vino de perlas la excusa
improvisada que había sacado, porque aduciendo una

indisposición creciente, les pidió a su padre y a Mathilde salir

del palacio antes de que el baile acabara. Ambos accedieron y

la llevaron en su coche a su nuevo alojamiento.

Cuando Georgia llegó a su habitación, sin haberse


cruzado con nadie, ya que era tarde, se tumbó y se quedó

dormida.

El día había sido intenso, demasiado intenso, y

necesitaba descansar.

☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙

☙☙☙☙

Broden se quedó en la pequeña biblioteca más tiempo,


mucho más. De hecho, cuando salió, había pasado casi una

hora.

Un vistazo rápido a las personas que quedaban en el

salón de baile le confirmó que Georgia ya no estaba. Se había


ido.

En aquel momento lo agradeció: iba a necesitar

tiempo para organizar sus ideas y, sobre todo, lamer las heridas
de su orgullo herido.

Porque la bofetada le había herido, no físicamente,

había recibido golpes mucho más fuertes (aunque era cierto

que la palma de la mano de ella se había quedado marcada en

su cara un rato, otra de las razones por las que había tardado

en salir), sino porque había echado por tierra las suposiciones


de los servicios secretos, sus amigos y él mismo.

Tan solo había posado sus labios sobre ella, algo que

cualquier joven enamorada, como se suponía que estaba ella,

no solo no rechazaría, sino que aceptaría emocionada.

Y, en vez de eso, lo había abofeteado.

Con toda su alma.

No, Georgia Phillips no estaba enamorada de él.

Estaba claro que el misterio no hacía más que

ampliarse. ¿Quién era Georgia Phillips? ¿Qué quería de él?


Capítulo 25

—Quiero hablar con usted. ¿Le parece que demos una


vuelta por los jardines cercanos? Su amigo seguro que nos
puede excusar.

—¡Oh! —Melvin David, Vizconde de Rockfield, era


quien acompañaba en aquel momento a Broden y quien no

pudo evitar aquella expresión de sorpresa en alto, ya que

Georgia les acababa de abordar, de improviso y de manera


impetuosa, cuando acababan de salir del parlamento. Pero fue
él también el primero que reaccionó al requerimiento de ella
—Por supuesto, ¡cómo no! Nos vemos mañana, Broden —
dijo, y se marchó inmediatamente, no sin antes hacerle una
ligera reverencia a Georgia y echarle una mirada divertida a su
amigo.
Pero Broden no estaba para preocuparse por lo que
pensaran sus amigos, bastante tenía con hacer frente al
enésimo imprevisto provocado por Georgia Phillips.

Se quedaron los dos parados un momento, mirándose


de frente y a los ojos, pero, enseguida, como si el
requerimiento de Georgia fuera la orden de un general, Broden
comenzó a andar junto a ella en dirección a los jardines que
ella había señalado.

Sin embargo, sus palabras inmediatamente después


desmintieron aquella aparente obediencia ciega:

—Señorita Phillips, esto tiene que terminar.

Sacó su voz más fría y autoritaria. Una voz que hacía

temblar a cualquiera que le escuchara. Sin embargo, con ella


no pareció hacer efecto:

—Disculpe. pero he sido yo quien le ha pedido hablar

y debe usted escucharme antes de soltarme un sermón.

—!!¿Un sermón?¡¡

Broden se había parado de golpe y la miraba con


expresión de incomprensión. Aquello era el colmo ¿cómo se

atrevía a hablarle así, como si fuera un padre pesado? No

podía con ella. Él , que se había enfrentado a criminales


peligrosos y a agentes enemigos astutos, estaba siendo
cuestionado por una mujer sin ningún tipo de preparación. Una

mujer de la que lo único que destacaba era su enorme belleza.

Y su persistencia, claro.

Pero ya no podía más. Era más de un mes de no


entender nada. Necesitaba saber de una vez qué estaba

pasando.Y decidió preguntarle directamente lo que no había


sido capaz de descubrir durante aquel mes y medio:

—¿Se puede saber qué quiere usted de mí?

Por fín lo había soltado y no sonó mal. De hecho,

consiguió quitarle a su expresión el tono de desánimo y


rendición y quedó bastante autoritario.

No sirvió de mucho:

—Eso es precisamente lo que quería contarle, Boden,

pero no me está dejando usted.

Siempre como el aceite, por encima. Y llamándole por


su nombre de pila, algo que hacían pocas personas de su

círculo más íntimo. Pero no le iba a afear nada, quería acabar

ya. Sobre todo, porque al tenerla tan cerca empezaba a notar


ese otro efecto extraño que ella producía en él: esa atracción
incontrolable, diferente a todo lo que había sentido hasta

entonces,

—Usted dirá, Georgia —decidió contestarle dándole

la razón, usando también su nombre de pila, con cierto retintín,

para que ella se diera cuenta de que lo hacía solo para


quitársela de encima lo antes posible.

Pero a ella el retintín le importó un bledo. De hecho,

sonrió de oreja a oreja y empezó a hablar.

A contar lo que llevaba diez años planeando.

La ilusión de su vida.

Sin filtros. Sin guardarse nada.

Le contó cómo había decidido, siendo una

adolescente, hacerse agente secreto. Cómo había estudiado, se

había formado, había investigado, hasta descubrir que él era el


interlocutor adecuado para conseguir sus fines Le contó

también a dónde se había ido a vivir, algo que él ya sabía, y,

finalmente que todo aquello tenía un objetivo claro:

convencerlo para que le dejara formar parte lo antes posible

de los servicios secretos. Ella estaba lista, le dijo, finalmente,


con ojos ilusionados y los labios, preciosos, entreabiertos por

la excitación del momento.


Y él, después de unos segundos con la boca abierta, no
pudo evitar reaccionar así:

—¡Pero qué chiquillada, qué tontería! —y echó una

carcajada después, tan alto, que varios paseantes se giraron a

mirarlos.

Georgia nunca se había sentido tan humillada.

Acababa de desnudar su alma ante Broden McLennan, un


desconocido al fin y al cabo. Ni siquiera con Mathilde se había

mostrado tan transparente y, por eso mismo, vulnerable. No

era ingenua, estaba preparada para recibir una negativa, y

también para rebatirla las veces que hiciera falta, hasta

conseguir sus objetivos.

Pero, para lo que no estaba preparada era para recibir


un desprecio tan cruel.

Se sintió pequeña y humillada. Se sintió insignificante

y ridícula.

Y la Georgia más guerrera tomó el mando.

Levantó su mano y la descargó, con la mano abierta,

sobre la mejilla de él, con toda la fuerza de la rabia que estaba

sintiendo.
Y le dió la segunda bofetada en menos de cuarenta y

ocho horas.

Después se oyó un “!Dios mio¡”, producido por una


de las paseantes que se habían detenido al oír la carcajada de

Broden y había sido testigo de la escena completa, pero que se

puso en marcha enseguida al notar que estaba de sobra en lo

que parecía una discusión privada.

Y, luego, nada más.

Un silencio glacial, que finalmente rompió Broden,

con voz aún más glacial:

—Bien, Georgia, acaba usted de hacer una

demostración de por qué no sirve para el trabajo al que aspira.

Primero, no controla sus impulsos. Un agente secreto no debe

inmutarse por nada. Por nada —remarcó con dureza —

Segundo, ha reaccionado exageradamente y llamado la


atención de los paseantes. Un agente secreto debe ser discreto

y silencioso como un gato. Nadie debe saber jamás en qué

anda metido ni qué está pensando o sintiendo —después de

decir aquello volvió a quedarse en silencio un segundo, para

terminar diciendo —: Así que ya sabe, dese la vuelta, vuelva a


su palacio y ocúpese de lo que tiene que ocuparse alguien
como usted: de buscar un marido y, si no lo encuentra, de
bordar y coser.

Y sonrió irónicamente.

Georgia se había quedado asustada con su propia

reacción y escuchó las primeras frases de Broden en silencio,


incluso con un poco de vergüenza, porque intuyó que él tenía

razón. Pero la frase final de Broden la encendió de nuevo.


Había pocas cosas que molestaran más a Georgia que aquel
desprecio que acababa de exhibir Broden McLennan, con

aquella sonrisa irónica además, así que la mano de Georgia


tomó de nuevo vida propia y se levantó para cruzar de nuevo

la cara a él.

Por tercera vez.

Pero esta vez no salió como las anteriores.

Le había costado, pero aquel tipo de reacción de ella


ya no le iba a sorprender a él.

Él ya estaba preparado, así que, como un rayo, paró la


trayectoria de su brazo, la agarró por la muñeca, sin hacerle

daño, pero con tal firmeza que ella no pudo moverla ni un


milímetro más, y le dijo:
—Tercero: no hay que repetir jamás la misma

respuesta, porque el contrario estará avisado y te parará antes


de tiempo, sobre todo si es una respuesta tan simple como una
bofetada.

Luego, acercó su cara a la de ella, hasta poner su boca


a escasos centímetros de su oído derecho y, con voz

falsamente suave, le repitió, en un susurró:

—¡Hala, a coser y a bordar!

Dicho esto, se dió la media vuelta le dio la espalda y


se alejó por el camino, tranquilo, elegante y digno, como un
felino imponente, mientras ella se quedaba parada, roja de ira.
Capítulo 26

Broden McLennan no miró hacia atrás ni una sola vez,


siguió andando, con paso firme y seguro, mientras Georgia no
podía quitarle la mirada de encima. Continuaba alterada y

llena de rabia, pero no podía moverse ni tampoco podía dejar


de mirarlo.

Su mente, sin embargo, era un batiburrillo de acción.

Se le mezclaban imágenes del tortazo que le acababa de dar y


del que se había quedado sin darle, con las emociones que
habían producido aquel insultante “a coser y a bordar”.

Pero también tenía muy presente la sensación de tener


su boca junto a su oreja.

Una sensación no desagradable.

Al contrario: agradable.
Muy agradable.

Y aquello no hacía más que aumentar su rabia, porque

Broden McLennan no solo no se había convertido en la puerta


de entrada para conseguir su sueño, como se había imaginado,
sino que se la había cerrado de golpe en la cara y, encima, le
hacía sentir cosas que no controlaba.

Inmersa en aquellos pensamientos y sentimientos


intensos, seguía sin quitarle ojo, mientras imaginaba por
enésima vez que le soltaba el bofetón que él había parado en
seco. Con el corazón lleno de rabia aún, observó cómo él se

adentraba hacia una zona de árboles del parque, un poco más


frondosa que el resto. De hecho, casi parecía un pequeño

bosque. Muy pequeño, porque al otro lado de tres o cuatro

hileras de árboles estaba una de las calles más concurridas de


Londres, donde precisamente estaba el palacio de él. Eso lo

sabía bien Georgia, y por eso entendió por qué él estaba


tomando aquel pequeño atajo.

Lo miró por última vez sabiendo que iba a perderlo de

vista, como así fue.

Pero inmediatamente después de que él quedara oculto


por dos grandes y frondosos árboles, una figura oscura
aparecio, corriendo, y se adentró en la zona boscosa,
desapareciendo también.

Era un hombre grande y, aunque ella no estaba muy

cerca, distinguió perfectamente su aspecto amenazador.

Y entonces Georgia hizo algo insólito.

Sin dudarlo un instante, se echó a correr hacia el lugar


por el que habían desaparecido Broden y el hombre

sospechoso.

No estaban lejos y ella era ligera, así que llegó

enseguida, con la falda recogida para poder correr más y el


pecho subiendo y bajando agitadamente por la carrera.

Y los vio.

Broden estaba en pie, parado, con los músculos en

tensión, pero sin moverse un milímetro, la razón era que el


hombre que había entrado tras él en la arboleda le estaba

apuntando con una pistola.

Ambos estaban tan concentrados el uno en el otro, que


no vieron a Georgia llegar corriendo

Y ella volvió a hacer algo insólito. Peligroso. Y

temerario, muy temerario.


Se acercó veloz al hombre que empuñaba la pistola y,

antes de que él pudiera reaccionar, le soltó un sopapo enorme.

El que llevaba minutos queriendo darle a Broden y,

por eso mismo, cargado con la fuerza de las ganas acumuladas.

El sopapo, por mucha fuerza que hubiera utilizado

ella, ni siquiera desestabilizó al atacante, que era casi tan alto y


fuerte como Broden.

Pero sí le dejó desorientado unos segundos, debido a

la sorpresa que había sido para él que una mujer apareciera de

repente y le abofeteara.

Y aquellos segundos, no más de dos, fueron

suficientes para que Broden reaccionara.

Con un gesto preciso extendió su pierna hacia el


brazo armado del hombre y con un certero puntapié, lo

desarmó.

La pistola cayó a dos metros del hombre.

A dos metros también de Broden.

Ambos se tiraron al suelo a la vez y ambos cogieron

con sus manos la pistola.

Como tenían fuerza similar empezó un forcejeo por

hacerse con el arma.


En ese momento Georgia, que aún no era consciente
de la locura que había hecho, valoró hacer una mayor y se

planteó meterse en la pelea.

Y decidió que sí.

Por suerte, ya que las posibilidades de resultar herida

eran totales, no llegó a hacerlo.

La discusión que había tenido con Broden había

llamado la atención de paseantes, entre ellos, una de las


mujeres más cotillas de todo Londres: era quien había gritado

ante el bofetón que le había dado ella a Broden.

La mujer, una burguesa rica, esposa de un vinatero, no

había quitado ojo durante la discusión entre Broden y Georgia.

Y, por eso mismo, había visto cómo Georgia se ponía a correr


hacia el bosque.

Suponiendo, acertadamente, que ocurría algo grave,

había alertado al resto de paseantes de la zona, que en aquel

momento eran muchos, además de a una pareja de policías que

cuidaban de la seguridad de la zona.

Menos de un minuto después de que Georgia soltara el


bofetón al atacante, mientras Broden y el hombre aún se

revolcaban por el suelo intentado hacerse con el control del

arma, y un segundo antes de que Georgia llevara a cabo su


mala idea de meterse en la pelea, los guardias, seguidos de

una multitud, llegaron al lugar y neutralizaron al atacante.


No tuvieron ni una duda de a quién tenían que detener,

por un lado, Broden era conocido por la policía, pero, por otro,

el atacante también. Era un delincuente común, un ladrón, es

decir, el ataque no tenía nada que ver con los servicios

secretos, pero era especialmente sanguinario, y tenía varios


crímenes a sus espaldas.

El revuelo se acabó enseguida, cuando los agentes

trasladaron al atacante al calabozo, después de asegurarse de

que tanto Broden como Georgia estaban bien.

La última en marcharse fue la cotilla que había

llamado la atención de todo el mundo, tenía ganas de saber


más sobre la “parejita que había montado un escándalo”, pero

al ver que todos se dispersaban, finalmente también lo hizo,

dejando a Broden y Georgia solos.

Uno frente al otro, mirándose una vez más.

☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙
☙☙☙☙
Unos minutos antes del ataque, mientras se estaba
alejado de ella, Broden había sentido algo de alivio. Por fin

había desentrañado el misterio de Georgia Phillips, pero la


explicación a todo no podía ser más sorprendente.

Y ridícula.

Se había marchado dándole una lección y convencido

de lo que había dicho y hecho. Había que pararle los pies a


Georgia Phillips, cortar por lo sano su absurda idea. Una mujer
como ella no tenía cabida en los servicios secretos. En

realidad, ninguna mujer la tenía.

Había que ser especial y tener aptitudes especiales,

como Alma O’Brien, para convertirse en una excepción. Y


Georgia Phillips no las tenía. Bueno, a decir verdad, Broden
no dudaba de que fuera inteligente y valiente, de hecho le

había encontrado y se las había arreglado para tenerle en vilo


durante más de un mes, pero eso no era suficiente. Le faltaba

lo más importante: pasar desapercibida. Ser capaz de


ocultarse. No dar ni una pista.
Por eso Broden había sido tan duro con ella después

de su inevitable carcajada. Y esperaba que aquello fuera


suficiente y ella no le volviera a molestar.

Que le hiciera caso y se pusiera a coser y bordar y, a

ser posible, que buscara un buen marido que le diera hijos que
la mantuvieran entretenida.

Estaba llegando a la zona de arboleda espesa que


debía cruzar para llegar antes a su palacio cuando este último

pensamiento apareció:

“Que buscara un buen marido”

E, incomprensiblemente, su estómago se encogió y


una sensación de disgusto se apoderó de él.

¿Qué me pasa?, pensó un segundo.

Y el desconcierto aunque mínimo, le hizo bajar la


guardia, dejar el estado de alerta perpetuo con el que se movía

por Londres.

Eso sirvió para que el ladrón atacante aprovechara, lo

sorprendiera y lo encañonó sin que él pudiera hacer nada para


evitarlo.

E, inmediatamente después, vino la aparición alocada

de Georgia, con inesperado buen resultado, su pelea cuerpo a


cuerpo y la aparición de los policías, gracias a la cual todo

acabó de la mejor manera posible.

Pero finalmente se habían quedado solos y él seguía

sin poder reaccionar.

Georgia, frente a él, parecía estar pasando por su

propio estado de asombro, porque tan solo lo miraba, sin abrir


la boca.

Sin embargo, ella se recuperó antes. Y no solo eso,

sino que consiguió hablar con una seguridad y una firmeza a la


altura de las que había utilizado él unos minutos antes con ella.

Mirándole con fijeza y una sonrisa irónica.

Y soltando después tres verdades incómodas e

incontestables:

—Bueno, Broden, yo también tengo tres verdades que


ofrecerle: Primero, no controlar los impulsos a veces salva

vidas. Segundo, llamar la atención de la gente a veces salva


vidas. Tercero, repetir una acción, aunque sea una simple

bofetada, a veces salva vidas.


Capítulo 27

Broden podía ser duro e irónico, frío y distante, pero


no era desagradecido.

Y en cuanto la escuchó, por muy desagradable que


fuera aceptarlo, supo, no solo que ella tenía razón, sino que
ahora la pelota estaba en su tejado y debía corresponderle.

Porque la actitud alocada y llamativa de Georgia y una

simple bofetada femenina habían impedido una muerte.

Pero no cualquier muerte, sino la suya.

Sí, tenía que aceptar que aquella mujer preciosa , con


su aparente torpeza, le había librado del momento más
peligroso de su vida. Del momento que más cerca había estado

de desaparecer.

Y aquello debía ser compensado.


Lo supo inmediatamente, pero no se lo dijo entonces.
Se tomó un poco de tiempo para lamerse las heridas. Para
aceptar que ella había ganado.

De hecho, después de escuchar el demoledor discurso


de Georgia, fue capaz de mantenerse impertérrito mirándola,
sin que a sus facciones asomara lo que realmente estaba
pensando.

Luego se llevó la mano al sombrero, en un gesto de


saludo sutil peroe ducado y se marchó, esta vez
definitivamente a su palacio.

Tampoco miró hacia atrás, así que no pudo comprobar

que esta vez Georgia también emprendía la marcha, en


dirección contraria, hacia su alojamiento.
Capítulo 28

“Georgia, la espero mañana a las 11:00 a. m. en las


oficinas centrales de los servicios secretos. Debe presentarse
en la entrada de las casas del parlamento. Un oficial la

estará esperando y la conducirá a mi despacho.”

Hasta mañana

Broden Mc Lennan, Duque de Shetland”

La misiva había llegado apenas dos horas después del


incidente del parque.

En un primer momento, Georgia se había quedado


muy orgullosa de su reacción, tanto a la hora de dar el bofetón
al atacante, como por su respuesta a Broden, una venganza

maravillosa que aplacó la rabia anterior.


Pero ya de camino a su nuevo hogar, el entusiasmo se
fue aplacando. Porque Broden la había escuchado esta última
vez, pero había vuelto a dejarla plantada. Es decir, parecía que
su aventura de intentar ser agente secreto había llegado a su
fin, al menos, tal y como ella la había planeado.

Por eso, al llegar a su alojamiento se dirigió


directamente a su habitación, intentando no coincidir con
nadie, ni siquiera con Rose. Necesitaba estar sola para asumir

su derrota…

No, eso no, jamás, pero sí necesitaba estar sola para

idear una nueva solución.

Sin embargo, una vez en la habitación el desánimo se


apoderó de ella. Le había salvado la vida a Broden y, al

parecer, ni siquiera eso le había hecho cambiar de opinión. No


soportaba ser derrotista, pero estaba a punto de renunciar al

sueño de su vida.

Y justo cuando más pesimista se había puesto, sonó la

puerta.

Al otro lado se encontró con una joven a la que solo


había visto un par de veces, de pasada. Se trataba de Judith

Stein , también compañera suya de alojamiento, pero a la que


apenas veía, ya que regentaba la librería al lado del
alojamiento, una librería en la que aún no había entrado.

— Me han dejado esto para ti, Georgia.

La voz de Judith era grave, pero amistosa. Después de

decirle eso, le tendió un sobre de papel satinado con un

emblema oficial y se retiró tras un breve saludo de despedida.

Georgia se quedó con el sobre en la mano, ante la

puerta abierta unos segundos, hasta que entendió que aquel

sobre solo podía venir de una persona: Broden MacLennan.

Y efectivamente, así era. Y no sólo se dirigía a ella de


nuevo, sino que le proponía una reunión al día siguiente.

En ese momento, el pesimismo de Georgia se diluyó y

en su lugar una esperanza se fue abriendo paso. No sabía qué


iba a decirle Broden, pero lo que sí estaba claro era que había

cambiado su actitud hacia ella , porque no solo se dirigía él a


ella, sino que lo hacía de forma oficial.

Se le iban a hacer muy largas las más de veinte horas

de espera que le quedaban para la hora de la reunión.

☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙
☙☙☙☙
Y sí, se le hicieron muy largas, sobre todo porque

continuó encerrada en su habitación, ya que seguía sin querer

ver a nadie hasta saber qué le iba a proponer Broden. Pero, al

final, el momento llegó.

Georgia se presentó diez minutos antes de al hora


acordada en la entrada de las casas del parlamento y allí un

oficial pelirrojo y muy alto la recibió, tal y como le había

dejado escrito Broden, y la llevó, a través de un laberinto de

pasillos, ante la puerta de un despacho.

Tras unos ligeros golpes y escuchar la voz grave de


Broden al otro lado, el oficial abrió la puerta y ella entró.
Capítulo 29

—Se trata de un contrato verbal, es decir, lo que


hemos acordado se queda entre tú y yo, Georgia. Pero eso no
quiere decir que se pueda romper, al contrario, tiene más valor

que un contrato en papel. ¿Aceptas?

Llevaba cinco minutos dentro del despacho, estaban

solos Broden y ella, ya que el agente que la había acompañado

había desaparecido inmediatamente. Durante aquel tiempo,


ella apenas había hablado, se había limitado a afirmar todo lo
que él le había dicho al principio, por ejemplo, que era
conveniente que utilizaran el tuteo, ya que iban a mantener una
relación profesional.

¡¡Una relaciṕon profesional!!


Su sueño, sí, por fín, parecía que se iba a cumplir.
Broden se había apeado de su desprecio y negativa a valorar su
petición: que ella le hubiera salvado la vida había sido, sin
duda, el punto de inflexión.

Pero tuvo que contener su entusiasmo y las ganas de


ponerse a bailar allí mismo —a poder ser, abrazada a él, como
había ocurrido el día anterior —porque él, después de que ella,
por supuesto, aceptara, empezó a hablar sin pausa. Le explicó

las normas básicas del trabajo en los servicios secretos, que


consistían, fundamentalmente, en prohibiciones. Prohibido
hablar con nadie sobre su trabajo. Prohibido entrometerse en

misiones que no eran suyas. Prohibido poner en cuestión las

órdenes de los superiores. Prohibido, por supuesto,


contravenirlas. Y así todo.

Y, finalmente, sin que ella pudiera incorporarse al

monólogo de Broden, aparte de “sí”, “por supuesto”, “claro”,


vino la frase final de Broden, antes de la despedida.

—Aún no sé qué papel puedes jugar en los servicios

secretos. A partir de hoy empiezas a trabajar para nosotros,


pero debes darme una semana para que organice el servicio y

te asigne una misión. ¿De acuerdo?


—Si, claro —dijo ella, una vez más. Y salió,
disimulando su entusiasmo, hasta que llegó a la calle, y allí,

por fín, pudo dar rienda suelta a su alegría, haciendo varios

pasos de baile agarrada a una pareja invisible, con una sonrisa


tan amplia como el asombro de los pocos paseantes que la

vieron reaccionar de manera tan extraña.

☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙
☙☙☙☙

Georgia volvió exultante al alojamiento dispuesta a

relajarse durante la semana de pausa que le había dado Broden


antes de empezar el sueño de su vida, pero Broden no estaba

nada exultante. La había observado con preocupación al verla


salir de su despacho y así continuaba un par de horas después.

sin salir del lugar y dando vueltas y vueltas para intentar

encajar a Georgia en el organigrama y las misiones que


llevaban a cabo.

Había adoptado la decisión de contratarla en el preciso

momento en el que ella le había salvado la vida. Era la primera


vez que había estado a punto de perderla, así que , sin saber

muy bien cómo, Georgia se había vuelto alguien especial e

importante en su vida. Y tenía claro que tenía que premiarla. Y

que la mejor, quizá única, forma de hacerlo era concederle lo


que quería.

También había habido otra idea de fondo mucho

menos generosa: había pensado que al tenerla cerca la

controlaría mejor, ya que empezaba a tener claro también que

ella no se conformaba con un no y que, si no la contrataba,

volvería aparecer una y otra vez. Y, teniendo en cuenta su falta


de experiencia, podría provocar un desastre, ya que lo que

había pasado ese día, en el que había reaccionado de manera

contraria a como debía reaccionar un agente secreto, no había

sido más que un golpe de suerte.

Y los golpes de suerte no se solían repetir.

Después de verlo claro, le había escrito el mensaje que


ella había recibido en su habitación, y sólo después de aquello

se había reunido con la cúpula de dirigentes de los servicios

secretos, de la que formaba parte.

Lo había hecho así, en ese orden, porque sus

decisiones no se discutían y estaba seguro de que iban a


aceptar su propuesta sin queja.
Como así fue.

Broden conocía a sus compañeros y supo leer en sus

expresiones contenidas su asombro por contratar a una mujer

sin experiencia, pero también leyó su confianza: si él había

decidido que Georgia Phillips iba a ser una buena agente, ellos
no lo iban a poner en duda.

Al menos en principio.

Era cierto que era una mujer, pero, por suerte, la

excepción de Alma O’Brien le ayudó. Y también que la misma

Alma estuviera retirada del servicio: Georgia pasaba a

convertirse ella misma en la nueva excepción.

Pero cuando la reunión terminó y se quedó solo, todo

el peso de su decisión se le cayó encima.

Sus camaradas la habían aceptado, pero él…, él


estaba muy preocupado, porque lo que conocía de Georgia no

le hacía más que augurar un desastre tras otro. Tenía que

meterla en una parte del servicio donde no hiciera daño si

metía la pata.

Pero, ¿donde, si todo el servicio secreto trabajaba con


temas sensibles y delicados?
Tardó dos horas en encontrar un poco de luz al final

del camino.

No sabía qué hacer, pero de repente tuvo claro que sí


sabía a quién preguntarle: al mismísimo Duque de Rochester.

Estaba medio retirado, pero no del todo. Siempre que

se encontraban en una encrucijada, recurrían a él. Y a Alma.

Iría a visitarlos y les contaría todo.

Sí, ellos le darían una solución.


Capítulo 30

—Tienes que casarte con ella.

La que había hablado era Alma O’Brien, pero al


Duque de Rochester no le pareció descabellada la idea, al
contrario, asintió en silencio, pero con convicción.

Pero Broden no reaccionó igual. Tardó cuatro


segundos en responder, cuatro, que se hicieron, además,

eternos. Y la respuesta no fue más que expresión de su


desconcierto.

De su incredulidad.

—¿¿¿¿¿¡¡¡¡¡Casarme con ella¡¡¡¡?????

El tono de su respuesta era reflejo de su


incomprensión absoluta. Si Alma O’Brien le hubiera dicho que
tenía que ir a nado hasta América y volver, no se habría
asombrado más. Ni le hubiera parecido más absurdo.

Había ido en busca del consejo de los mejores, había


esperado que le ofrecieran una solución al dilema en el que se
encontraba. En el supuesto más pesimista, había temido que su
decisión de contratar a Georgia no tuviera un encaje adecuado,
ni siquiera para el Duque de Rochester, acostumbrado a
solucionar todo. Había temido, incluso, una reprimenda por

meter a alguien tan inexperto en los servicios sociales. Pero ni


en sus pensamientos más locos se le había ocurrido que le
propusieran casarse con ella.

Además: ¿para qué?

El Duque de Rochester, después de mirar a su esposa

con una sonrisa cómplice, le contestó a Broden, aunque lo que


le dijo amplió aún más su desconcierto:

—No sería la primera pareja de esas características en

los servicios secretos. Funcionan muy bien, además.

Después de parpadear varias veces, Broden miró

alternativamente a uno y otro, y dedujo que se deberían referir


a ellos mismos, porque, que él supiera, no había ni una sola

mujer más en nómina, en cualquier caso, Alma no tenía nada


que ver con Georgia, era una…
—No, no somos nosotros —cortó Alma los
pensamientos de Broden, adivinándolos.

—Pero.., yo no conozco…

—Broden, como bien sabes, una de las condiciones

del servicio secreto es que la información está repartida y

todos no saben todo —empezó entonces a hablar el Duque con


seriedad.

—Si, claro, por supuesto —respondió Broden, sin

duda, pero sin terminar de entender qué quería decirle el


Duque.

—Bien, pues ese tipo de información nunca ha llegado

a ti. Ahora te lo cuento por la situación en la que estás.

—No entiendo… —dijo, vacilante, Broden.

—Que durante años han sido varias las parejas que


han trabajado para los servicios secretos, junto a ti, aunque no

lo sabías.

—Pero, eso..cómo…

—Conocías a una parte de la pareja, un compañero


tuyo, pero no sabías que su esposa formaba parte de los

servicios secretos. Es un arreglo que funciona muy bien. Las


mujeres aparentemente fuera del servicio se relacionan con
personas de fuera y reciben información que a nosotros se nos

escapa.

—¿Y actualmente hay alguna pareja así?

Broden había empezado a entender todo y su mente

de agente secreto estaba intentando situarse y descubrir

información nueva.

—Recuerda, Broden, que no puedes ni debes tener


toda la información. Ahora lo urgente es que valores la opción

de hacer a Georgia Phillips tu esposa, para que ambos forméis

una de esas parejas.

Y Broden pensó que tendría que pensarlo, pero ya no

le pareció tan descabellado como unos minutos antes, cuando


había escuchado por primera vez aquella proposición.
Capítulo 31

—¡Ni hablar!

Broden había esperado asombro, como le había


ocurrido a él mismo, incluso una negativa inicial, pero nunca
una negativa tan tajante. Eso le desconcertó un poco, pero
enseguida tuvo claro qué responder.

—Es eso, o quedarte fuera del servicio.

Y sonó tan convincente como la negativa de ella.


Porque realmente estaba convencido.

Le había costado entender lo que le proponían el


Duque y Alma, pero cuando lo había hecho, se había dado
cuenta de que era la única solución.

Y no solo eso, sino que podía ser una buena idea.


Pero Georgia Phillips no estaba reaccionando según lo
esperado.

¡Qué raro!, pensó con ironía.

Y también pensó que verla enfadada era un


espectáculo fascinante, porque sus ojos brillaban aún más y el
verde se hacía más profundo, sus mejillas tomaban un color
rosado que le hacían aún más bella, y sus labios…sus labios…

Tuvo que apartar la mirada de ellos, porque su mente


empezó a tener pensamientos intrusivos en los que se
imaginaba besándola.

¡Besándola!

Estaba claro que Georgia Phillips le alteraba mucho


más de lo que le había alterado nadie. Y que le hacía perder su

autocontrol como nadie.

Pero él seguía siendo más fuerte que aquello, así que


su rostro no dejó traslucir lo que estaba pensando y, en vista de

que Georgia seguía sin responder (y sus ojos, sus mejillas y su


boca seguían igual de encendidas y encantadoras), decidió

repetir, con voz más firme aún, el dilema que ella debía

dilucidar:
—Georgia, no hay otra opción, o nos casamos u
olvídate de formar parte de los servicios secretos.
Capítulo 32

Eran más de las doce de la noche cuando el criado


abría la puerta del palacio del Ducado de Shetland y dejaba
pasar al hombre y a la mujer.

Con una ligera cara de asombro, por las horas


intempestivas, pero no excesiva, ya que el caballero era el

dueño del palacio y, debido a su trabajo, no era raro que

volviera tarde.

Aunque esta vez, y esto era lo que le había sorprendido,


lo hacía acompañado de una dama.

Porque aquella mujer bellísima era una dama, no


había ni una duda.

Ahora bien, aunque aquello era insólito, más aún lo fue


lo que le dijo el Duque el criado:
—Frederic, te presento a Lady McLennan, mi esposa.
Mañana será presentada al resto de criados. Ya puedes
retirarte, me ocuparé de acomodarla en sus nuevas
habitaciones.

El criado se retiró después de haber sido capaz de hacer


una reverencia a medias y sin poder quitar el asombro extremo
en su expresión. Pero sin decir ni mú.

Al día siguiente habría mucha algarabía y murmullos


en la zona de las habitaciones de los criados. Que el señor se
casara de aquella manera, de improviso, sin avisar, era

asombroso, les iba a dar que hablar durante meses, pero


ninguno de ellos iba a decir nada en presencia de su señor y su

esposa. Se comportarían como lo que eran, los perfectos

criados de un Duque: con discreción y respeto absolutos.

Como habían hecho aunque las hubiera traído una

arpía decrépita como esposa, lo cual no era el caso.

Tampoco iban a decir nada sus amigos ni la alta

sociedad. Los matrimonios inesperados, de un día para otro,


eran más comunes de lo que se pensaba.

La mayoría de las veces ocurrían por deslices de los

contrayentes: habían sido descubiertos en actitud íntima


escandalosa y se veían obligados a casarse rápidamente, para
acallar murmuraciones y, sobre todo, para preservar el honor
de la mujer.

Algunas otras veces, pocas, ocurrían por razones y

motivaciones oscuras: pagar una deuda del padre de ella,

cumplir la promesa a una madre moribunda…

Y había otras en las que la razón no se llegaba a saber


nunca, en las que quizá la única razón era un enamoramiento

repentino y la necesidad de consumar la atracción física dentro


de la legalidad.

Lo cierto era que si los contrayentes formaban parte

de la alta sociedad, como ocurría con ellos, la sorpresa duraba


apenas unos días y en menos de un mes eran tratados como un

matrimonio más.

Todo eso lo sabía Broden y por eso, en ese sentido,


estaba tranquilo.

Pero solo en ese sentido.

Aún les quedaban varias pruebas que superar por

delante.

Tenía que encajar a Georgia en su vida como agente

secreto. La idea era que muy pocas personas conocieran que


ella formaba parte del grupo, como le había dicho el Duque de
Rochester que había ocurrido hasta entonces con los

matrimonios, pero ¿cómo iba a llevarlo él? Georgia era

cualquier cosa menos manejable.

Por un lado, estaba bien tenerla cerca y de su lado,

porque, dentro de lo difícil que era, podía ver sus movimientos


y pararla si se desmadra, pero él estaba acostumbrada a

trabajar solo. De hecho, era lo que más le gustaba, esa

autonomía e independencia, pero a partir del momento en que

se habían dado el sí quiero, ella y él formaban un tándem.

Inseparable.

Y esto tenía relación con el otro aspecto del


matrimonio que le preocupaba. No era solo que tenía que

aprender a trabajar con alguien , era que tenía que aprender a

vivir con alguien.

Con una esposa.

Ingobernable e insufrible.

Pero también terriblemente bella e irresistible.

Nada más desaparecer el criado, Broden cogió aire en

profundidad, como para darse fuerza y decidió empezar a

enfrentar esa parte ya.

La parte íntima.
—Bien, Georgia, si te parece, te voy a enseñar tus
habitaciones.

La frase parecía una invitación, pero en realidad era

una orden, porque nada más decirla, Broden se adelantó a ella

y empezó a subir las escaleras centrales del palacio. Georgia

le siguió en un extraño silencio, el que se había instaurado


entre ellos desde el mismo momento en que el cura los había

declarado marido y mujer.

En el primer piso, Broden atravesó un pasillo con

varias ventanas al exterior que en ese momento no se veía,

pero seguramente se trataría de un jardín, y al llegar hacia el

final, Broden se paró entre dos puertas.

—Esta es la entrada a mis habitaciones —señaló a su


derecha y después, señalando a la izquierda, añadió —y esta es

la entrada a las tuyas —y abrió la puerta de par en par.

En todos los palacios, aunque el ocupante estuviera

soltero, como había ocurrido con Broden hasta unos minutos

antes, existía una habitación para la señora del palacio. Y no


solo eso, sino que se solía mantener en buen estado y

preparada para ser ocupada inmediatamente.

Así había ocurrido con su propio padre los años que

había permanecido viudo sin volver a casarse. Por eso, a


Georgia no le asombró lo que vio al otro lado de la puerta.

Se trataba de una habitación grande y acogedora. Con

una gran cama con dosel en el medio, un tocador con espejo


grande y butacón delante. Un armario espacioso, una zona de

escritorio e, incluso, una pequeña biblioteca con pocos libros

pero con espacio para colocar más. Una habitación perfecta

para ella. Un poco fría quizá, sin personalidad, algo que

tardaría poco en solventar, llenándola de ella y de sus cosas.

Pero aquella era también la habitación de una esposa.

Y las esposas hacían cosas con sus esposos.

Sobre camas grandes como aquella que ella estaba

mirando

E iniciaban ese tipo de relación el día que se casaban.

Aquello estaba flotando en el aire en ese momento y

llenaba las mentes de ambos, sin duda.

Georgia entró y Broden entró tras ella y, de repente,

aquella habitación se llenó de una energía densa e intensa.

La energía de la intimidad cercana.

La energía que provocaba la atracción entre dos


personas.
Ambos la estaban notando, no había ni una duda. De
hecho, si hubiera habido un testigo, la habría notado también.

Georgia, después de echar un vistazo rápido a la


habitación, levantó la mirada y la enfrentó a la de Broden.

Y la energía se convirtió en atracción.

Una atracción irresistible que le hizo a ella dar un paso

hacia él incluso, aunque no era eso lo que su mente le decía.


Pero no podía pararlo.

Y entonces él abrió la boca y soltó:

—Georgia, el nuestro es un matrimonio de


conveniencia. Tu querías entrar en los servicios secretos , yo

quería devolverte que me salvaras la vida. Esas son las únicas


razones. No vamos a ser un matrimonio convencional en nada.

Espero que descanses bien, mañana te enseñaré el resto del


palacio.

Y se giró y salió de la habitación antes de que ella


pudiera contestar.

Tampoco lo habría hecho, tenía la garganta cerrada

por las emociones intensas. De alivio y, al mismo tiempo,


terrible decepción.
Capítulo 33

Diez minutos después, Georgia, sentada en el borde de


la cama, había empezado a tranquilizarse.

Habían sido unas horas de locura.

La segunda vez que Broden había pronunciado aquella


sentencia “o matrimonio o fuera de los servicios secretos”,
Georgia se había dado cuenta de que iba en serio. De que tenía

que escoger y no iba a haber negociación posible.

O se casaba con aquel desconocido o ya podía decir


adiós a su sueño de trabajar para los servicios secretos.

Para siempre.

El por qué de aquel ultimatum se le escapaba, pero no

dudaba de que para Broden era algo innegociable.


Era el mayor dilema que había tenido que enfrentar en
su vida: hacer algo que odiaba, que siempre se había negado a
hacer, por conseguir lo que más amaba.

E inmediatamente, mientras Broden la miraba a la


espera de su respuesta, se dio cuenta de que no había tal
dilema.

De que no le iba a costar nada contestar.

—Sí, acepto.

Eso le había contestado con voz firme, haciendo que


él levantara una ceja tan solo. Y luego, con voz tranquila y

serena también, le había respondido:

—De acuerdo, vamos, no hay tiempo que perder.

Y menos de una hora después, ella había repetido su


frase “Sí, acepto”, cuando el cura amigo de él le había

preguntado si aceptaba a Broden como esposo.

Pero ahora que por fin se había quedado sola en la que


iba a ser su habitación de por vida tenía que enfrentar una

pregunta incómoda ante ella misma: ¿Por qué había aceptado?


¿Por qué se había casado con Broden McLennan? Y no, no

podía aceptar la respuesta fácil, claro que lo había hecho para

entrar en los servicios secretos, pero la pregunta era mucho


más incisiva. ¿Por qué no había peleado? ¿Por qué no había
pedido razones adicionales y, en vez de eso, no había puesto

en cuestión lo que él le decía y se había casado dócilmente?

Georgia sabía, en el fondo, la respuesta. Estaba

relacionada con la decepción que había sentido al ver a Broden


salir de la habitación sin tocarle un pelo. Sin hacer lo que los

maridos debían hacer con sus esposas en la noche de bodas. Y


no tenía nada que ver con su entrada en los servicios secretos.

Pero Georgia aún no estaba preparada para decir en

alto aquello. Rompía todo lo que había creído hasta entonces


y, sobre todo, abría un abismo ante sus pies.

Un abismo, no tenía la menor duda, que podía ser de

plena felicidad o de tristeza infinita.

Así que apartó esos pensamientos inmediatamente, se


desvistió y se acurrucó en su nueva cama.

Era cálida, pensó antes de caer en la niebla del sueño,

cálida como los brazos de Broden.

☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙
☙☙☙☙
Sólo él sabía lo que le había costado darse media

vuelta y salir de la habitación de su esposa.

Su esposa.

Aquellas dos palabras escuetas le producían

escalofríos y no precisamente desagradables.

Había entendido la propuesta del Duque de Rochester y

Alma O’Brien perfectamente y no dudaba de que era una


buena solución. No conocía de primera mano las posibilidades

de un matrimonio de espías, pero creía lo que le habían dicho

el Duque y Alma.

El problema era que ahora él era una de las dos partes

de ese tipo de matrimonio.

Y que la otra parte era Georgia Phillips, la persona que


más le había desesperado en su vida.

Sin embargo, no era eso lo que le estaba martirizando

desde que había salido de la habitación de ella.

No le estaba martirizando que hubiera aceptado aquel

matrimonio sin queja e inmediatamente.


No le estaba martirizando que había dicho el “sí
quiero” de manera mucho más entusiasta de lo esperado en

aquien que, en principio, no quería casarse.

Tampoco le había martirizado sentir alegría ante aquel

acontecimiento. Porque eso era lo que en el fondo había

sentido.

No, en aquel momento, solo ya en su habitación, nada


de eso le estaba martirizando.

Seguramente unos días después lo haría. Cuando todo

se calmara, cuando el matrimonio se hiciera inevitable ,

tendría que enfrentarse al espejo y decirse a sí mismo por qué

había aceptado hacer lo que hace un mes tan solo jamás habría

aceptado.

Pero en aquel momento nada de eso ocupaba sus


pensamientos. Estos estaban poseídos por un solo tema:

Broden había tenido que hacer un esfuerzo ingente, enorme,

para no tomar a Georgia entre sus brazos. Para no hacerla

suya.

Todo su cuerpo, toda su mente, había deseado hacerlo


y había sido tan solo gracias a su enorme fuerza de voluntad

de agente secreto que había conseguido controlarse.


Y tenía que hacerlo. No eran un matrimonio normal,

no debían serlo. Se había casado con ella tan solo por las
circunstancias, para agradecerle que le hubiera salvado la vida

y también, de alguna manera, para tenerla bajo control.

Pero no debía acostarse con ella.

No debía.

Aunque quería.

Dios, nunca había querido algo así en su vida.

Le vino el olor dulce y limpio de Georgia. El tacto

suave de su piel. La turgencia de sus labios llenos. Su pecho

subiendo y bajando agitado.

Sus ojos verdes y profundos.

Y un gemido involuntario se le escapó de la garganta.

Y tuvo que hacer esfuerzos para no volver a su


habitación y poseerla allí mismo.

Ya.

Algo que, estaba seguro, ella no habría rechazado.

Pero no lo hizo. Aguantó.

O, mejor dicho, buscó una solución.


Se desnudó, cerró los ojos y allí mismo, en medio de
la habitación, se masturbó pensando en ella.
Capítulo 34

Las siguientes dos semanas estuvieron plagadas de


acontecimientos y actividades y eso hizo que ambos retrasaran
el momento de enfrentarse a ellos mismos y a sus

sentimientos.

Georgia tuvo que hablar con su padre y Mathilde y

explicarles que se había casado.

Su padre tuvo que escuchar tres veces la frase “sí, me he


casado”, antes de creérsela. Pero cuando lo hizo, se convirtió
en el hombre más feliz de la tierra.

Bailó de alegría con su mujer, bailó con su hija, que


no solo se había casado, sino que lo había hecho con un
inmejorable partido, todo un Duque, y, finalmente, intentó
organizar una fiesta para celebrar el matrimonio, algo que su
hija consiguió quitarle de la cabeza a duras penas.

Georgia también tuvo que contarle a Mary Cooper y,


sobre todo, a una afligida Rose, que abandonaba el
alojamiento de mujeres independientes porque se había
casado.

Mary se apenó, pero lo entendió y no hizo ni una


pregunta. La máxima de discreción la aplicaba a todos los
aspectos de su vida , incluso ante hechos que no entendía o,
incluso, eran contrarios a su manera de pensar.

Pero Rose no reaccionó tan bien. De hecho, reaccionó

mucho peor de lo esperado.

La joven dulce y tranquila que había conocido desde


que ingresó en el alojamiento, se puso lívida y sacó una voz

dura que jamás le había escuchado:

—¿Cómo has podido hacerlo? ¿Cómo has abandonado


tus principios de esa manera?

Georgia se avergonzó en un primer momento, porque

Rose tenía razón, había abandonado sus principios, pero luego

le explicó la razón, pensando que su amiga lo entendería.

Sin embargo, no lo entendió.


Se fue, de hecho, sin despedirse y enfadada.

A Georgia aquella reacción le entristeció mucho, pero,


sobre todo, le sirvió para darse cuenta de que ella sí le había

contado todo a Rose, pero su amiga a ella, no.

Sabía que su amiga era de muy buena familia, tanto

como ella, si no más, así que dedujo que su reacción exagerada


tendría que ver con algo ocurrido en su pasado y con traslado a

vivir al hogar de mujeres independientes.

También decidió no ponerse triste. Cuando se adaptara


a su nueva vida, en unas semanas, volvería al hogar —Mary le

había dicho que las puertas estarían abiertas para ella siempre
—y haría las paces con Rose.

Bueno, ella no estaba enfadada, lo que haría sería

volver para recuperar a su amiga.

Y, finalmente, Georgia también estuvo ocupada


durante esas dos semanas, haciéndose con su nuevo hogar,

conociendo a los criados y aprendiendo a vivir como la mujer

de un Duque.

Por otro lado, Broden también tuvo que informar


sobre su cambio de estado civil a sus allegados.
En los servicios secretos no hubo problema, quien

tenía que saber la razón de aquel matrimonio ya lo sabía y el

resto de compañeros, haciendo honor a la discreción

fundamental en todo agente secreto, no hizo ni un comentario.

Más bulliciosos fueron sus amigos, sobre todo Melvin


David, que se rió con ganas por haber sido “cazado”. Pero no

pasó de un divertimento entre amigos. Broden sabía, además,

que todos sus amigos irían cayendo en las redes del

matrimonio, incluso el propio Mel que, no sabía por qué, era

aún más reticente a casarse de lo que lo había sido él.

Durante esas dos semanas, debido a los compromisos

de ambos, apenas compartieron tiempo juntos y ni una sola de

las veces lo hicieron solos.

Aquello ayudó a que los sentimientos perturbadores

que les habían alterado quedaran ocultos por el ajetreo.

Pero todo llega a su fin y la calma al fin llegó.

Y lo que se había mantenido oculto, salió de nuevo a

la luz.
Capítulo 35

Sí, se puede considerar que el inicio de su nueva vida


comenzó dos semanas después del enlace, cuando todo el
mundo estuvo informado y cuando ellos mismos aceptaron su

nuevo estado civil.

Y su nueva vida.

Era un lunes, después de un fin de semana en el que

Broden había estado ausente. Cuando Georgia bajó a


desayunar, al saloncito encantador con vistas al jardín en el
que ya llevaba dos semanas haciéndolo y que ya había
empezado a considerar su lugar favorito del palacio, se
encontró con una situación inusual.

Estaba Broden.
Hasta entonces él se las había arreglado para no
coincidir con ella, unas veces aduciendo compromisos
insoslayables, como , al parecer, había tenido el fin de semana.
Y otras, no tenía ni una duda ella, calculando perfectamente
para no coincidir ambos.

Es decir, era la primera vez que iban a estar solos uno


frente al otro, sin testigos que hicieran la situación menos
tensa.

Era la primera vez que iban a comportarse como lo


que eran: marido y mujer.

—Buenos días, Georgia, ¿has dormido bien?

Georgia no había tenido tiempo para recomponerse.

Había visto a Broden, sentado frente al gran ventanal y


dándole la espalda, tan solo unos segundos antes y su corazón

había empezado a bombear con fuerza. A pesar de que le daba


la espalda, su cuerpo grande y musculado ejercía sobre ella la

misma fuerza de atracción que la última vez que lo había

tenido cerca estando solos: en su habitación la noche de la


boda.

Por un segundo había pensado darse la vuelta huir de

lo que él le hacía sentir y no controlaba, pero enseguida en su


mente apareció la idea de que, si quería ser agente secreto,
debía aprender a enfrentarse a todo tipo de situaciones y
aquella podía ser un buen entrenamiento.

Por eso empezó a andar hacia él. Pero entonces él, sin

girarse, adivinando tan solo por el sonido de sus pasos que se

trataba de ella, había dicho aquella frase.

Y su corazón había vuelto a desbocarse. Y con él, su


autocontrol.

—Sí, he dormido perfectamente, gracias, Broden ¿y

tú?

Era su primera victoria. Era cierto que su voz no había


sonado todo lo firme que le hubiera gustado y que le había

costado mantener la compostura, mucho más aún cuando se


había sentado frente a él, y ya no solo su cuerpo musculoso,

sino su sonrisa encantadora, le derretía por dentro.

“Qué guapo es”, no pudo evitar pensar. Porque lo era.


Pero , al mismo tiempo, había sido capaz de decirle aquello.

De aparentar una tranquilidad e indiferencia que no sentía.

Y sí, aquello era una victoria.

Estaba decidida a ser una agente secreto perfecta.

Llegar a la leyenda de Alma O’Brien y, para eso, lo primero


que tenía que conseguir era controlar lo que sentía junto a

Broden.

Durante esas dos semanas, ya había aceptado que

Broden le atraía como hombre. Lo que nunca hubiera pensado

que podría ocurrir, había ocurrido. Al parecer, era más


convencional de lo que había creído.

Cuando se había dado cuenta de lo que le ocurría, se

había enfadado un poco consigo misma. Llevaba toda la vida

alimentando la imagen de “mujer especial” de “no dejarse

constreñir por las convenciones sociales” y, de repente, era una


más.

Pero no, luego enseguida se había revelado. No era

una más, simplemente era humana y Broden era uno de los

hombres más atractivos que conocía.

También un hombre especial y diferente.

Visto así, no era extraño que él le atrajera.

Mucho.

Muchísimo.

Hasta el punto de no poder dormir muchas veces

pensando en él.
Además, y eso terminó de reconciliarle con lo que le
estaba ocurriendo, a la mujer a la que más admiraba en el

mundo: Mathilde, le había ocurrido lo mismo. Ella también se

había enamorado. De su padre. Y ahora hacían un tándem

indestructible sin que Mathilde hubiera perdido un ápice de su


independencia y personalidad.

Aunque había una diferencia sustancial entre ambos

matrimonios, el de su padre y Mathilde era un auténtico

matrimonio por amor, el de ella y Broden no era más que un

acuerdo. Jamás llegarían a ser un matrimonio de verdad, él se

lo había dicho claramente.

Eran, por tanto, demasiadas emociones y


pensamientos al mismo tiempo, contradictorios y

perturbadores. Demasiadas sensaciones para gestionar.

Solo por eso, su respuesta a él, aunque vacilante, y el

ser capaz de sentarse frente a él y comenzar a desayunar sin

atragantarse, le hizo sentirse orgullosa de sí misma.

Tuvo, además, un efecto en Broden, estaba segura.

Él controlaba sus emociones mucho mejor que ella,


pero ella había empezado a detectar algunos signos que

mostraban que no tenía todas consigo.


Uno de ellos era levantar la ceja izquierda. Lo hacía,

estaba segura, cuando algo no le terminaba de encajar. Cuando


algo le sorprendía.

Y cuando ella se sentó frente a él y mantuvo más o

menos el tipo, Broden no pudo evitar levantar la ceja.

Y Georgia tuvo que disimular una sonrisita de

victoria.

☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙

☙☙☙☙

Georgia tenía razón, pero no sabía hasta qué punto.

El gesto involuntario de la ceja era una muestra de que


algo el desconcertaba, tal y

como ella lo había adivinado. pero también de algo más.

De algo que Georgia no sospechaba y no debía sospechar


jamás: Broden estaba

tan afectado por ella como ella por él.


El día del matrimonio había sido decisivo para él
también.

Había tenido que utilizar toda su fuerza de voluntad


para no estrechar a Georgia entre sus brazos y hacerla su mujer

con todas sus consecuencias. Y había tenido que hacerlo de


manera más intensa aún que ella, ya que él sí había adivinado

el deseo en Georgia: sabía que si la poseía ella no se iba a


quejar.

Al contrario, sabía que ella estaba deseándolo tanto

como él.

Pero esa convicción había ido aparejada de otra: no

debía hacerlo.

Jamás.

¿Por qué?

Bien, era una decisión exclusivamente personal, no se

engañaba con ese aspecto tampoco.

Estaba seguro de que todos aquellos matrimonios de


espías que, al parecer, habían existido siempre en los servicios

secretos eran matrimonios en todas sus consecuencias.

Maridos y mujeres que trabajaban codo con codo para

los servicios secretos. Pero también maridos y mujeres que se


acostaban juntos.

No había ninguna incompatibilidad entre ser agentes


del servicio secreto y tener

sexo. Si la hubiera habido, el mismo Duque de Rochester le


habría advertido.

Y no había sido así.

Por tanto, la incompatibilidad era tan solo una norma


de él.

Broden tenía treinta y tres años, y siempre, siempre,


había sido dueño de sí mismo.

Jamás nadie le había afectado en sus actos…jamás,


hasta que había conocido a Georgia Phillips.

Ella, no solo se había convertido en alguien imposible


de predecir, el primer mes que se había dedicado a seguirlo,
sino que, finalmente, había conseguido entrar en los servicios

secretos.

E, incluso, había conseguido que dejara su soltería.

Dos hechos que no había aceptado por sí mismo, sino


por la deriva de acontecimientos provocada por ella.
Es decir, por primera vez en su vida había hecho lo

que quería otra persona, no lo que quería él.

Y hasta ahí pensaba llegar.

No quería ceder ni un milímetro más de su vida.

Aunque el sexo no fuera incompatible con aquel

matrimonio de conveniencia.

Aunque fuera, de hecho, lo que más deseaba hacer.

Aunque, también tenía claro, era lo que más deseaba


ella.

No iba a hacerlo.

Era la única manera que tenía de mantener la imagen


que tenía de él mismo como alguien irreductible.

Se acostumbraría a estar junto a Georgia, a


autocontrolarse, aunque para estar tranquilo tuviera que

masturbarse todas las noches pensando en ella, como venía


haciendo desde el día de la boda.
Capítulo 36

Poco a poco se hicieron ambos con la situación. Se


acostumbraron a la presencia perturbadora del otro. Cada uno
buscó sus estrategias para conseguirlo.

Broden siguió masturbándose.

Todas las noches.

No es que no lo hubiera hecho hasta entonces, era un


hombre, ¡claro que lo había hecho!. Con profusión, además.

Durante su adolescencia esa había sido la única fuente


de placer sexual, claro, como sucede con todos los varones,
pero también era cierto que pronto, muy pronto de hecho,
antes de lo acostumbrado entre los hombres adultos, había

cambiado el placer solitario por el placer compartido.


Se había desarrollado muy pronto, cogiendo tamaño y
formas de hombre antes de la media de sus coetáneos y,
además, era atractivo. Muy atractivo.

Ello le había granjeado la atracción de gran número de


mujeres, dispuestas a pasar un buen rato con él a cambio de
placer y nada más.

El paraíso para cualquier hombre que no tuviera


intención de casarse.

Así que había empezado a tener relaciones sexuales


pronto y a menudo, haciendo que su vida sexual fuera rica y
variada. Y, por eso mismo, el recurso a la masturbación había

sido muy, muy esporádico más allá de sus diecisiete años.

Pero la aparición de Georgia en su vida le había


llevado de vuelta a su adolescencia.

Seguía teniendo una legión de mujeres haciendo cola

para acostarse con él, pero ya no le resultaba suficiente.

De hecho, había empezado a rehuir ese tipo de


contactos. Dos veces le había dicho que no a una Condesa,

rica, viuda y bellísima, que deseaba acostarse con él, y unas

cuantas más había retrasado el encuentros sexual semanal que


mantenía con un par de amantes fijas.
Y, en su lugar, se había entregado al placer del sexo en
solitario a diario.

Y lo hacía porque era lo único que le calmaba de

verdad. Porque cuando estaba solo, podía entregar sus

pensamientos al recuerdo de Georgia, la única mujer a la que


quería poseer.

Aunque no debía hacerlo.

Broden no se engañaba a sí mismo, sabía que todo lo

que le estaba ocurriendo era anormal. Sabía que Georgia había


puesto su vida totalmente patas arriba y que, incluso no

poseyéndola, ella le afectaba más de lo debido, pero , visto lo


visto, estaba contento con el arreglo que había organizado.

Estaba seguro de que tarde o temprano se

acostumbraría a tenerla a su lado a diario y ella dejaría de


afectarle sexualmente.

Estaba seguro de que, como siempre, acabaría

ganando aquella batalla también.

Por otro lado, Broden no lo sabía, pero Georgia estaba

manteniendo su propia lucha interna.

Georgia también sentía una fuerte atracción sexual


hacia Broden, la diferencia era que ella, como no tenía
experiencia previa, no sabía qué nombre ponerle.

Solo sabía que cuando estaba junto a él le faltaba el

aire. Que su cuerpo se llenaba de una calidez inusual e intensa.

Que lo sentía como si ambos fueran el polo contrario de un

imán. Que le costaba dormir por las noches porque no podía


quitárselo de la mente.

Y que la única forma de conseguirlo era imaginar que

lo abrazaba, que lo tenía pegado a ella, como habían estado en

el callejón, pero con más suavidad y dulzura.

Solo así conseguía dormirse.

Ahora bien, ella tampoco se engañaba, sabía que

aquello significaba que Broden la afectaba como nadie la


había afectado nunca. que le atraía. Como hombre. Que quizá

podía haber algo más.

Un enamoramiento.

Algo que jamás hubiera creído que le pudiera pasar a

ella.

Pero bueno, lo aceptaba como un mal menor. Al igual

que él, ella también pensaba que era algo pasajero. Que tarde o

temprano se le acabaría pasando y podría centrarse en lo


realmente importante: ser una buena agente secreto.
Así que, aunque fuera de manera peculiar, cada uno
había conseguido sobrellevar la inmensa atracción que sentía

uno por el otro sin que eso repercutiera en su relación en el día

a día.

Y sin delatarse ante el otro.

De hecho, su relación habitual tomó un derrotero

curioso y suave, teniendo en cuenta cómo habían empezado y


el terremoto interno que sufría cada uno en silencio.

Se habían convertido, de cara a la galería, en un

matrimonio normal y apacible. Más parecido a una pareja que

ya llevaba veinte años junta, que a unos recién casados.

Desayunaban juntos prácticamente todos los días,

durante la comida era más difícil coincidir ya que los

numerosos compromisos de Broden lo impedían muchas


veces, pero las cenas también solían ser momentos de estar

juntos.

Y en esos momentos juntos, eran capaces de mantener

conversaciones educadas durante muchos minutos. Y no solo

eso, sino que cuando empezaron a profundizar, ambos se


dieron cuenta de que tenían muchas más cosas en común de lo

que pensaban.
Georgia se mostró ante Broden como lo que era: una

mujer muy culta y con una gran formación en política y


geoestrategia. Él, de hecho, empezó a escucharla y a tomar en

cuenta algunas de sus sugerencias.

Todo aquello estaba relacionado con su labor como

agente secreto, algo que a Broden le costó mucho menos de lo

esperado encajar.

Cada vez que había un evento oficial: un baile, una

recepción, Broden se llevaba a Georgia como acompañante. Y


siempre lo hacía después de darle las mismas instrucciones:

—Mantén los ojos y los oídos muy abiertos, y luego

me cuentas todo lo que has visto y escuchado. Hasta lo más

insignificante puede convertirse en una información valiosa o

que nos abre alguna puerta.

Y Georgia lo hacía encantada.

Su belleza y su saber estar eran una carta de


presentación magnífica y, al mismo tiempo, un seguro de que

nadie iba a sospechar de ella, ¿a quién se le podía ocurrir que

una dama de la alta sociedad con ella se pudiera dedicar al

espionaje?

A nadie.
Pero lo hacía.

Y, sorprendentemente bien además.

Gracias a su curiosidad era capaz de hacer las


preguntas oportunas y gracias a sus maravillosos ojos verdes

conseguían que se las contestaran sin sospechas. Encandilaba a


todo el mundo, hombres y mujeres, y accedía a información

que para Broden estaba vedada.

Dos meses después del matrimonio, ni Broden ni

Georgia habían conseguido aún domar la intensa atracción que


sentían uno por el otro, pero sí habían conseguido disimular. Y
también, y muy importante, trabajar juntos de manera muy

eficaz.

Tanto, que un día Broden decidió que debía dar un

paso más y enseñar a Georgia algo que aún no controlaba:

Fue durante el desayuno de un día soleado, y se lo


soltó así, sin avisar:

—Georgia, vamos al jardín, tengo que enseñarte algo.


Capítulo 37

Georgia abrió los ojos con curiosidad, pero no


preguntó nada.

Había aprendido a distinguir cuándo Broden le estaba


hablando de trabajo y cuándo eran temas más personales, y la
frase que le acababa de soltar pertenecía a la primera opción.

Y cuando hablaba de trabajo, Broden se solía mostrar

imperativo y no le daba opción a ella a opinar.

En cualquier otra situación, ella se habría revuelto y le


habría contestado algo como: “no me hables así” o “no

obedezco órdenes de nadie”, pero a Broden en temas de


trabajo le permitía ser autoritario con ella.

Al fin y al cabo, él era su superior y los servicios


secretos funcionaban como el ejército.
Solo por eso, Georgia se limitó a abrir los ojos y,
cuando él se levantó y se dirigió al jardín, ella lo siguió dócil.

Hasta ahí todo encajó perfectamente con la forma en


que se habían relacionado hasta entonces en todo lo
relacionado con el servicio secreto, pero una vez llegaron al
jardín, todo empezó a ir de manera diferente.

Muy diferente.

Para ambos.

Broden le había dado varias vueltas los días anteriores


a lo que se disponía a hacer. Georgia se había adaptado

extraordinariamente bien como agente secreto, cumpliendo su


cometido con eficacia, pero Broden había detectado un punto

débil: no era capaz de defenderse de ataques físicos, pero


siempre lo intentaba.

Él lo había comprobado cuando la había sorprendido a

la altura del callejón, pero también cuando la había visto


abofetear al ladrón que había intentado asesinarle.

Y ese era el problema: Georgia no sabía defenderse

físicamente, pero, al mismo tiempo, tenía una tendencia

impulsiva a hacerlo a base de bofetadas (algo que también


había comprobado en su propia piel).
Es decir, la combinación perfecta para que se
produjera un desastre en cualquier momento, porque, por

mucho que el ambiente en el que ella se movía: recepciones y

bailes, no fuera tan peligroso como los ambientes que


frecuentaba él a veces, siempre había personas peligrosas

alrededor.

Cualquier día, Georgia se iba a topar con una de esas


personas peligrosas, iba a tocar con sus preguntas la tecla de la

sospecha e iba a ser atacada.

Y, lo peor de todo, ella iba a responder torpemente


con una bofetada.

Hacer esto era tener muchas posibilidades de acabar

malherida o, no quería ni pensarlo, muerta.

Broden llevaba varios días torturado con aquella idea


y solo se le ocurría una solución: darle a Georgia unas clases

básicas de autodefensa personal.

Evidentemente, Georgia nunca se iba a convertir en

una luchadora hábil y peligrosa, como había sido Alma


O’Brien, pero no era ese su propósito. El propósito era que

aprendiera algunas llaves físicas básicas que le permitieran

zafarse de un ataque.
Una o dos llaves físicas que neutralizaran durante

unos segundos al atacante, para que ella pudiera huir o pedir

ayuda.

Algo que en un par de sesiones de entrenamiento ella

fuera capaz de aprender y ejecutar.

Y Broden se había convencido de esa necesidad y


finalmente había decidido hacerlo aquella mañana soleada. No

se le ocurría mejor momento ni mejor lugar, que el tranquilo

jardín de su palacio.

La hierba mullida le ayudaría a que ella aprendiera a

caer sin hacerse daño.

En su cabeza era una idea magnífica, pero en cuanto


llegaron al jardín y él se puso frente a ella, todo empezó a salir

al revés de lo que había imaginado:

—Te voy a enseñar a defenderte de un ataque físico.

Se había puesto frente a ella, con el sol calentando su

espalda y lo primero que le había salido mal era lo que le había

costado soltar aquella frase.

Tan sencilla y directa. Tan fácil de decir. Pero le había

costado un triunfo soltarla, porque cuando había llegado al


centro del jardín y se había puesto frente a ella, sus ojos
verdes, expectantes por lo que él le iba a decir, le habían
atraído con una fuerza impresionante.

Y se le habían quitado las ganas de enseñarle llaves de

defensa. Solo había tenido ganas de apartarle un mechón

rebelde que brillaba al sol y estaba posado en la comisura de

su boca, como una caricia.

Solo había tenido ganas de colocar su boca en el lugar


de ese mechón.

De aspirar su aroma.

De sentir la tibieza de su cuerpo.

Todos esos pensamientos y sentimientos le habían

perturbado hasta el punto de cerrale la garganta.

Finalmente había sido capaz de explicarle a Georgia

qué habían ido a hacer allí.

Pero la respuesta de Georgia no había hecho más que

complicar todo más, porque no solo no se había conformado,

sino que había sacado su espíritu guerrero:

—¿Defenderme? No…, no necesito defenderme de

nada ni que me enseñes nada.

La respuesta, inesperada, terminó de dejar a Broden

sin palabras y sin saber qué hacer.


Bastante tenía con autocontrolar su deseo de

acariciarla, como para tener que defender la idea que en aquel


momento ya no le parecía nada adecuada.

Él no sabía qué estaba pasando, pero a Georgia le

acababa de ocurrir lo mismo que a él.

Georgia, al ver a Broden frente a ella, al aire libre,

acariciados ambos por el calor del sol, había dejado de

mantener el control sobre sus sentimientos. Había deseado que

sus sueños nocturnos se hicieran realidad, que él la abrazara.


La acariciara. Había deseado unirse a él, hacerse uno en aquel

entorno maravilloso.

Y aquello le había alterado tanto, había tenido tanto

miedo a delatar sus verdaderos sentimientos, que le había

salido su parte más desagradable y peleona. Esa parte que en


aquel momento no tenía que salir, porque Broden estaba

hablando de trabajo.

¿O no?

Ambos, desconcertados con sus sentimientos y

sensaciones se quedaron mirándose en silencio un tiempo que

se les hizo eterno, hasta que Broden volvió a hacerse dueño de


su voz y fue capaz de responderle algo con ella:
—Georgia, es un asunto estrictamente profesional, no
sé qué estás pensando.

No lo había dicho con segundas, era lo primero que se


le había pasado por la mente, pero surtió efecto. Georgia se

asustó pensando que él estaba adivinado lo que le ocurría, que


estaba adivinando la enorme atracción que sentía por él, y solo

por ocultarlo,se desdijo de sus palabras y aceptó la propuesta


de él:

—Ah, sí, claro, sí, si, enséñame.

Broden estaba demasiado concentrado en controlarse


él mismo como para fijarse en las contradicciones de ella, así

que no solo no le afeó a ella su cambio de opinión sin sentido,


sino que se agarró a ese cambio como solución al punto en el
que se encontraban:

—Perfecto, empezaremos con una llave sencilla.

Le dijo entonces, y se acercó a ella, para enseñarle a

parar un ataque frontal.

Pero, en vez de reconducir la situación, todo se

terminó de desmandar.

Broden agarró a Georgia por la cintura con su brazo

izquierdo y levantó la mano derecha con un gesto amenazador.


Era un simulacro, no pensaba golpearla, sino tan solo

escenificar un posible ataque y enseñarle cómo zafarse de él.


Pero se le había olvidado lo más importante: explicarle a ella
qué iba a hacer, decirle que todo era simulado, y darle pautas

sobre cómo debía reaccionar ella.

No podía haberlo hecho peor y ella, por supuesto, a

falta de toda esa información, malinterpretó su gesto.

Y reaccionó instintivamente, de la única manera que

sabía hacerlo, intentando soltar una bofetada.

Como había ocurrido la vez anterior, Broden fue


capaz de parar el golpe de nuevo, pero al hacerlo se

desequilibró, ya que mantenía su brazo rodeando la cintura de


ella.

Al desequilibrarse se apoyó en ella e hizo que ella


perdiera el equilibrio también, y ambos, a la vez, muy

lentamente, pero sin poder evitarlo, cayeron al suelo.

Cayó Georgia y quedó tumbada sobre su espalda,


mirando hacia arriba.

Mirándole a Broden, que había quedado encima de


ella.
Tumbado sobre ella, con su cuerpo grande y fuerte

cubriendo entero el de ella, con todos los huecos llenos por él.

Se quedaron los dos mirándose, con sus bocas a

escasos centímetros de distancia, siendo muy conscientes del


cuerpo del otro.

Sacando fuerza de donde ya no tenía, Broden, que se


dio cuenta de que la situación no podía ser más comprometida,
intentó solucionarlo. Y no se le ocurrió más que rodar un poco.

Pero solo consiguió cambiar la posición de cada uno, nada


más.

En su giro había cogido el lugar de ella, con la espalda


contra la mullida hierba, que también estaba caliente por la
huella que había dejado el cuerpo de ella. Y ahora ella estaba

sobre él, tumbada también, con sus pechos apoyados sobre el


pecho de él, con sus caderas descansando sobre la parte baja

de su cintura, con sus piernas extendidas cubriendo las de él.

Y Broden estuvo a punto de dejarse ir. De soltar el


poco control que le quedaba. De llegar al lugar que llevaba

días esquivando.

Pero no, era un hombre fuerte y sacó aún un resquicio

de fuerza para decirle, con voz ronca eso sí:


—¿Estás bien?

Pero ella ya no tenía fuerza y solo supo contestar de


manera incongruente:

—Sí…, no,…no sé…

Y puso una cara tan desvalida, con aquellos ojos

profundos fijos en los de él, que el poco autocontrol que le


quedaba a Broden, esta vez, sí, desapareció.

Lo que llevaba dos meses conteniendo se desbordó,


como un río al que se intenta contener con un cubo de arena, la
fuerza de la atracción que sentía por ella tomó el control.

Y a ella le pasó lo mismo.

De repente, sus ojos verdes cogieron una luz intensa,

casi cegadora y expresaron una determinación que Broden


supo leer:

“Bésame”, leyó en ellos.

Y obedeció el mandato de su mirada.

Agachó su cabeza y posó sus labios en los de ella.

Y su mente y su espíritu se llenaron de luz y calor.

Georgia, que, estaba seguro, jamás había sido besada,


respondió a la caricia de sus labios con los suyos también. Y
Broden empezó a disfrutar del beso más maravilloso que había
dado y recibido nunca.

Sus bocas iniciaron un baile de reconocimiento y


disfrute, acariciándose mutuamente, abriéndose para recibir la
lengua juguetona del otro.Y también para dejar escapar

suspiros de deleite, unos suspiros que crearon su propia


música y que hicieron que el momento fuera más maravilloso

aún.

El sol calentaba sus cuerpos, sus labios se exploraban


golosos y apasionados, sus gemidos llenaban el jardín junto

con el sonido del aleteo de las mariposas.

Ambos perdieron la noción de lo que estaba bien y

mal, de lo que debían hacer y, tan solo, se dejaron llevar por lo


que sentían y necesitaban.

Y Broden necesitó dar un paso más y acarició las


nalgas de Georgia que, aún a través de la tela del vestido, notó
duras y perfectas. Y ella, envalentonada y encendida con lo

que él estaba haciendo, necesitó tocar el pecho de él, pero en


este caso sin la cárcel de la ropa. Así que con manos urgentes,

sin dejar de besarlo, le abrió la camisa hasta la cintura y luego


posó sus manos, urgentes y necesitadas, sobre la piel de él.
Y sintió un escalofrío de placer por todo su cuerpo y
un gemido ronco y gutural, más alto que el resto, rompió el

silencio.

Y él, aleccionado por aquel gemido, necesitó hacer lo


mismo, y metió la mano por el escote del vestido, cogió en su

mano el pecho derecho de ella y lo sacó de la cárcel de ropa.


Lo dejó al aire, blanco reluciente y llamándole para ser

besado.

Y estaba a punto de acercar sus labios al pezón

puntiagudo y rosado cuando ambos, a la vez, se dieron cuenta


de lo que estaban haciendo.

Y no podían hacer.

En menos de un segundo estaban de pie, él cerrándose


la camisa, ella ocultando el pecho de nuevo, mirándose,

alarmados.

Y, al unísono, dijeron:

—No volverá a ocurrir.

—No, no volverá a ocurrir.

Y se separaron en direcciones contrarias.


Capítulo 38

El palacio de los Condes de Ruthfordside era


espectacular. Georgia estaba acostumbrada a vivir en palacios
lujosos, tanto el de su padre como el de su esposo lo eran, pero

aquel palacio los superaba con creces.

Y, lo que más le estaba impactando, no había oído hablar

de él ni de sus dueños hasta un día antes.

Había ocurrido dos semanas después del incidente en el


jardín. Aquel día Broden y Georgia se habían separado uno del
otro con prisa y rayando la mala educación, pero es que el
beso y las caricias que habían intercambiado les habían
alterado muchísimo a ambos y habían reaccionado como si
huyeran de un incendio.
Como la reacción había sido mutua, ni uno de los dos
se había sentido ofendido, bastante habían tenido con gestionar
lo que sentían. Y también con prepararse para el siguiente
momento en el que iban a coincidir.

Ambos habían llegado a la misma conclusión: bajo


ningún concepto podían repetir lo ocurrido. Broden seguía
pensando que resistirse a las ganas de poseer a Georgia era el
único resquicio que le quedaba para mantener su imagen de

hombre de una pieza e independiente y Georgia…, Georgia ya


no sabía por qué se resistía a caer en los brazos de Broden. Lo
estaba deseando y ya había asumido que lo que le ocurría era

que estaba enamorada, pero seguía resistiéndose a dar aquel

paso.

Bueno, en realidad sí sabía por qué no quería darlo: se


daba cuenta de que Broden no lo quería y ella era ante todo

una mujer orgullosa.

Siempre había pensado que era inmune a la atracción


por un hombre, acababa de descubrir que esto no era así. Tenía

que aceptar con humildad que no era diferente al resto, que a


ella también le afectaba la vida al igual que a los demás, pero

lo que no estaba dispuesta a aceptar era que le dieran

calabazas. A que la humillaran con una negativa.


Y Broden no quería acostarse con ella. Se lo había
dicho claramente incluso el día de su boda. Por eso, en su

caso, era el orgullo lo que le impedía dejarse llevar por lo que

sentía.

En cualquier caso, por una razón u otra, ambos


estaban de acuerdo en mantenerse físicamente alejados.

Pero claro, estaban casados y, no solo eso, sino que

trabajaban para el mismo organismo, así que no tenían más


remedio que volver a relacionarse, volver a poner los muros

invisibles que los mantenían en su sitio.

No fue fácil, pero lo consiguieron. Volvieron a


desayunar juntos, a cenar y a hablar de banalidades. De

cualquier cosa que no les recordara al momento del jardín.

Y Broden desistió de enseñarle autodefensa a Georgia,


por supuesto. Al igual que ella no volvió a sacar el tema.

Y, poco a poco, empezaron a recobrar la forma de

relacionarse educada y superficial que habían conseguido al

principio de su matrimonio. Y, dos semanas después del


incidente, Broden le propuso una nueva misión: una velada

vespertina en el palacio de los Condes de Ruthfordside.


Georgia aceptó sin hacer preguntas, como hacía con

todas las órdenes que recibía relacionadas con el servicio y, al

día siguiente de la propuesta, se dirigió con Broden al palacio

en cuestión.

Pero en cuanto vio el palacio tan imponente, un


montón de preguntas aparecieron en su mente y, aparcando un

momento su discreción, no puedo evitar preguntarle a Broden:

—¿Quiénes son los Condes de Ruthfordside? ¿Por qué

no les conozco?

Mientras el coche de caballos que los estaba

transportando, enfilaba la recta que llevaba a la entrada del


palacio, una recta escoltada por árboles centenarios, Broden

miró a Georgia con interés. Y se mantuvo en silencio más

tiempo de lo adecuado. Finalmente, hizo un gesto con la

cabeza de asentimiento leve y le contó:

—Son de los nuestros. Durante muchos años, fueron

un pilar de los servicios secretos, por eso viven en las afueras


y por eso se han prodigado muy poco en bailes y recepciones:

la discreción era su máxima. Ambos se retiraron del servicio

antes que los Duques de Rochester. Son muy mayores, pero

mantienen la relación con los servicios secretos. Nos han


invitado para conocerte. Será algo muy privado, con muy
pocas y escogidas personas.

—Pero…, ¿saben que yo también soy del servicio

secreto?

Broden le había explicado a Georgia, el mismo día

que se habían casado, que muy pocas personas iban a saber

que ella pertenecía a los servicios secretos, incluso dentro del


propio servicio. De ahí aquel interés de ella en saber si los

Ruthfordside formaban parte de ese reducido grupo.

—No Georgia, no lo saben y así debe ser. Saben que

eres mi esposa y saben quién soy yo, de ahí el interés en

conocerte. Mantén la discreción, por favor.

—Por supuesto —respondió Georgia sin duda.

Mantendría también los ojos y oídos bien abiertos, aunque


Broden no se lo había pedido expresamente. Incluso entre los

“amigos” podía surgir siempre una información especial.

Y llegaron a las puertas de palacio, donde dos

ancianos les esperaban sonrientes, resultaron ser los Condes de

Ruthfordside, que les recibieron, sobre todo la Condesa a


Georgia, con una amabilidad extrema.
Capítulo 39

—Tenéis que quedaros a dormir aquí, queridos.

La Condesa de Ruthfordside sacó su sonrisa luminosa al


decir esto, ajena a los truenos y el ruido de la lluvia y el
granizo golpeando con fuerza los cristales del gran salón.

En un principio, aquella velada vespertina estaba


previsto que acabara al anochecer. Después de tomar unas

pastas y un té en agradable compañía, después de haber tenido


conversaciones encantadoras, y muy poco profundas y
delicadas, la idea era que Boden y Georgia volvieran a su
palacio antes de que la luna y las estrellas brillaran en el cielo.

Y lo cierto es que todo había marchado según lo previsto


hasta cinco minutos antes de que el reloj de la estancia
marcara la hora de salida de los visitantes: las siete de la tarde.
Justo en ese momento, cuando la Condesa
Ruthfordside había empezado a despedirse de Georgia con
agradables y cariñosas palabras: “Bien, querida, ha sido un
placer conoce…”, un trueno potente y enorme le dejó con la
última palabra sin terminar e hizo que todos los presentes se
quedaran en tenso silencio.

Y tras aquel trueno habían venido otros, acompañados


de las llamaradas de los rayos y de un aguacero, de hielo y

agua, como pocas veces se había visto.

Y entonces la Condesa soltó aquella frase: “Tenéis que

quedaros a dormir aquí, queridos”, y ni Georgia ni Broden


habían sido capaces de negarlo.

Era una locura intentar volver a Londres en esas

condiciones. Incluso si paraba de llover, algo que después de


una hora aún no había ocurrido, los caminos estarían

totalmente embarrados y la posibilidad de que el coche de

caballos tuviera un accidente o se viera atascado por el barro


era altísima.

Sí, era una locura intentar volver, lo mejor era hacer

caso a la Condesa y pasar la noche en su palacio. Al día


siguiente, a la luz del día, la vuelta sería mucho más fácil.
No era una propuesta extraña además. Muchas veces
ocurría. Georgia lo había visto en el palacio de su padre

alguna vez, cuando habían tenido que preparar habitaciones

rápidamente para invitados por culpa de un cambio de tiempo:


una vez, una nevada inesperada y otra, una tormenta parecida

a aquella que estaban sufriendo entonces.

Pero esta vez, que era ella quien tenía que pernoctar
fuera de casa, no lo veía tan claro.

Iba a aceptar, por supuesto, no había otra, pero se

temía que iba a ocurrir algo que iba a hacer la experiencia


difícil.

Y a Broden parecía estar ocurriéndole lo mismo. Por

eso, tardó más tiempo de lo correcto, aunque al final le

respondió a la Condesa:

—De acuerdo, sí.

Escueto y en voz llamativamente baja.

En realidad la propuesta era perfectamente normal y la

Condesa había sido tan solo amable y había cumplido lo que

se esperaba de una buena anfitriona, no era ese el problema.

El problema era que los dos temían lo mismo: que al


tener que dormir fuera de su palacio y de sus habitaciones,
iban a tener que compartir un solo espacio.

En casas ajenas lo normal era acomodar a los

matrimonios en la misma habitación, más todavía si se trataba

de una sola noche.

Y, efectivamente, lo que temían se cumplió. Aunque lo

que encontraron fue aún peor que sus peores expectativas:

—Es muy pequeña.

Dijo tan solo Georgia cuando ambos se quedaron solos


en la habitación que los Condes habían hecho preparar para

ellos.

Y no se refería a la habitación, que tenía un tamaño

normal, sino a la única cama que había en el centro de la

estancia.
Capítulo 40

Se quedaron los dos plantados en medio de la


habitación, uno al lado del otro, pero sin rozarse.

Y sin poder apartar la vista del lecho.

Se suponía que tenían que dormir ahí, uno al lado del


otro. Sin ropa, ya que no habían llevado ropa de dormir ni ropa
de repuesto para el día siguiente, así que debían quitarse y

doblar y colocar bien la que tenían, para poder utilizarla al día

siguiente.

Teniendo en cuenta, después de la experiencia en el


jardín, que no habían sido capaces de mirarse de frente sin
echarse en los brazos del otro y besarse ¿cómo iban a resistirse
si dormían en el mismo lecho?

Un lecho tan pequeño, además, tal y como había


señalado Georgia.
Sin embargo, Broden estaba dispuesto a mantenerse
en su sitio. Le costó, pero al final consiguió tomar la palabra y
hacerlo con suficiente firmeza.

—Tú dormirás en la cama y yo en el suelo.

Dijo, con autoridad. Pero Georgia , aunque estaba


deseando buscar una solución de ese tipo, no lo vio tan claro:

—Pero, hace frío, no hay con qué taparte —señaló lo


obvio ya que la cama, para complicar todo más, tan solo tenía
una manta.

—No importa, estoy acostumbrado .

Zanjó, él, de manera un poco brusca.

Y Georgia decidió no protestar. Le parecía una mala

idea, porque era cierto que hacía frío, pero la alternativa…, no


había alternativa. Así que aceptó el sacrificio de Broden y se

dispuso a meterse ella en el lecho.

Broden se puso de espaldas y le dijo:

—Puedes quitarte la ropa, no me giraré hasta que me lo


digas.

Todo un caballero, aunque, por desgracia, Georgia sabía que lo

hacía por él tanto como por ella, por mantenerse en sus trece y
no ser un marido para ella en todas sus consecuencias.
Como ella no pensaba mostrar su debilidad ante él
tampoco, se desvistió rápidamente y se metió en el lecho.

—Ya estoy—le dijo tan solo. Y luego cerró los ojos con

fuerza y se dispuso a dormir.

Cerró los ojos con fuerza para dormir.

Es decir, algo imposible de conseguir, porque hay


algunas cosas que no se pueden forzar.

Dos, en concreto, ella las estaba teniendo muy

presentes en ese momento.

No se puede forzar el amor.

No se puede forzar el sueño.

Así que Georgia empezó a dar vueltas en aquel lecho

pequeño intentando conciliar el sueño sin conseguirlo. Con los


sentidos a flor de piel, no solo en lo referido a ella: su

nerviosismo, sino también en lo referido a él, ya que lo oía


moverse sobre el suelo frío y oía su respiración, que no era la

respiración acompasada del sueño, así que seguía despierto.

Y también imaginaba que tenía que estar helado de


frío, aunque, al mismo tiempo, era un hombre curtido en mil

batallas y estaría acostumbrado a dormir en sitios más


inhóspitos y de manera más incómoda.
Y luego volvía a centrarse en ella y sus sensaciones. Y

un escalofrío la recorría y no sabía si era por el frío que estaba

sintiendo ella o por el que imaginaba que estaba sintiendo él.

Y…”¡ya basta!”.

No lo dijo en alto, aunque estuvo a punto de hacerlo.

Lo que sí hizo fue parar en seco todos aquellos pensamientos


perturbadores y tomar una decisión.

Una decisión que vio clara.

De repente, supo lo que tenía que hacer, sin duda.

Ya no tenía miedo a un rechazo, de hecho, si venía,

tampoco le asustaba.

Sabía que tenía razón y que Broden acabaría por verlo

también.

Así que se levantó, tapada tan solo con la camisa

interior que se había dejado para dormir, una camisa a través


de la cual se adivinaban sus formas femeninas, se acercó al

lugar donde dormía Broden y esperó a que él se diera cuenta

de que estaba ahí.

Lo hizo inmediatamente y se puso en pie de un salto,

situándose frente a ella, asombrado y él, sí, totalmente vestido.

Y ella lo soltó:
—Querías enseñarme a pelear, Broden, pero debes
enseñarme antes a amar. Mira en qué situación estamos, es

ridícula. Soy tu esposa. Y no solo eso, soy también agente

secreto, debería conocer a fondo todas las experiencias de la

vida. Y tú eres mi marido. Nadie más debe enseñarme a


hacerlo.
Capítulo 41

Fue mucho más sencillo de lo esperado. Broden no


protestó. No intentó convencerla de lo contrario. No se agarró
a la determinación que le había transmitido la primera noche

de casados.

Al contrario, entendió perfectamente qué acababa de

decirle ella.

Era su mujer, le gustara o no, y ser la esposa de


alguien significaba no ser virgen. Conocer el intercambio
sexual.

Era necesario que Georgia pasara esa frontera. y era


necesario, sobre todo, porque, como agente secreto, no se le
podía hurtar esa experiencia.
A lo largo de su vida iba a encontrarse en situaciones
comprometidas en las que el conocimiento de qué era el sexo
iba a ser necesario.

Y tenía que ser él, su marido, quien le enseñara.

Sí, estaba claro también para él.

¿O todos aquellos razonamientos no eran más que una


excusa, un atajo para conseguir lo que estaba deseando
conseguir hace semanas?

Había estado a punto de aceptar cuando ese


pensamiento se introdujo en su mente.

Y le hizo vacilar.

Deseaba a Georgia en la misma medida que quería

mantener a raya ese deseo. No podía dejarse llevar por los


instintos de esa manera, no, si quería seguir siendo uno de los

mejores agentes secretos del mejor país del mundo.

Pero, por otro lado, lo que Georgia le acababa de


proponer tenía sentido. Y él, como su instructor además de su

marido, debía ser quien le enseñara los secretos del sexo. Los
secretos del amor…

Amor.
La aparición de esta última palabra en su mente,
volvió a hacerle vacilar. Pero decidió, en menos de un

segundo, que no debía pensar más. Había una forma de

cumplir con su cometido sin que le torturara posteriormente el


haberse acostado con ella. Y, sobre todo, sin que esa última

palabra volviera a aparecer en su mente nunca más:

—De acuerdo, pero solo una vez.

El silencio en la habitación se hizo más denso aún,


Georgia parpadeó varias veces y su cara mostró una expresión

de asombro, para ponerse roja después.

Cuando había tomado la determinación de hacerle


aquella propuesta a Broden, no había pensado que la opción

pudiera ser que Broden aceptara por una sola vez. Que

cumpliera su “obligación” marital y luego volviera a agarrarse


a su desprecio.

La frase le sonó como una bofetada, pero, al mismo

tiempo, se dio cuenta de que encajaba en él.

Iba a transigir una vez más ante ella, pero iba a


hacerlo por la mínima, de tal manera que ni siquiera pareciera

que estaba transigiendo.

¿Iba a aceptar ella aquella humillación?


Sí, iba a aceptar, se dijo a sí misma, con una mezcla de

resignación y nerviosismo, no podía no hacerlo.

Ella era tan orgullosa como él, pero, por primera vez

en su vida, estaba dispuesta a rendirse.

Necesitaba rendirse para poder sentir, por primera y

última vez en su vida, los abrazos y caricias de un hombre.

El único hombre del que había querido recibir esas


caricias y abrazos.
Capítulo 42

El silencio se volvió a apoderar de la habitación, pero


ahora se trató de un silencio diferente. Un silencio denso, que
casi se podía tocar, y cargado de una energía intensa. Una
energía que casi les impedía respirar con normalidad, por eso

el pecho de ambos subía y bajaba con intensidad al ritmo de

sus respiraciones.

Habían derribado los muros que habían levantado ambos


para contenerse y, por fin, iban a poder abrazarse y besarse sin
cortapisas.

Pero ahora que ya no había límites, ni uno de los dos


tenía prisa.
Por eso, se quedaron de pie, mirándose con emoción y,
en el caso de Georgia, también con un poco de aprensión.

A pesar de lo curiosa que había sido toda su vida, el


tema del sexo no le había llamado jamás la atención. Había
decidido tan joven que no iba a casarse, y tenía tan
interiorizado que, dada su posición social, el sexo fuera del
matrimonio no era una opción, que había conseguido mantener
aquel aspecto de la vida alejado de ella.

Como si no le afectara y no le fuera a afectar nunca.

Pero la irrupción de Broden en su vida había puesto


frente a ella el tema del deseo y el sexo con toda la fuerza de

los años en que había estado oculto, demostrándole que no es


que no le interesara, sino que no le había dado espacio.

Y como todo aquello que se tapa u oculta, había

aparecido de manera desbordada.

Todas las noches en las que se dormía soñando que era


abrazada y besada por él, había imaginado cómo sería tenerlo

entre sus brazos realmente. El incidente del jardín le había

traído sensaciones reales y, desde que había ocurrido, su


recuerdo la acompañaba día y noche.
Junto con la sensación de necesidad de volver a estar
entre sus brazos.

Y, de repente, gracias a una tormenta inesperada, ella

había sido capaz de convencer a Broden.

Y estaba a punto de perder su virginidad en brazos del

único hombre que había deseado en su vida.

Y sintió un poco de aprensión.

Porque, en realidad, no sabía qué tenía que hacer. Era

la primera vez en su vida que se sentía realmente vulnerable e

inexperta.

Y Broden era un hombre duro, se lo había demostrado


con creces. Y también le acababa de decir que lo que iba a

hacer era una excepción, acababa de dejarle claro que se iba a


acostar con ella por obligación y una sola vez.

Pero no tuvo tiempo de ponerse nerviosa ni de dar alas

a esa aprensión. Broden, como si estuviera leyendo sus


pensamientos, dio dos pasos y se situó casi pegado a ella,

extendió su mano, le acarició la mejilla con suavidad y le dijo:

—Tranquila, va a ser bueno y suave.

La voz de él era grave y sonó un poco ronca, pero, aún


así, ella la sintió tan dulce y delicada como la caricia que le
acababa de hacer.

Y se tranquilizó.

Su cuerpo le obedeció, sin duda y sin miedo. Se dejó

llevar.

Por eso, cuando él se agachó y la levantó entre sus

brazos, ella apoyó su cabeza en el pecho de él y aspiró su

aroma masculino, disfrutando del momento.

Y, de nuevo, sin miedo.

Al contrario, con curiosidad y deseo.

Cuando él la posó sobre el lecho con extrema

delicadeza, ella le miró a los ojos y lo que vio la emocionó.

Sin palabras, pero Broden seguía transmitiéndole que no

tuviera miedo, que lo que estaba a punto de suceder era bueno.

Y Georgia confió.

Y entró en un mundo nuevo y maravilloso. Mucho

más de lo que había imaginado que podía ser.

Broden se tumbó sobre ella, sin cargar todo su peso,


pero sí de manera que ella notara cada uno de sus músculos y

pudiera aspirar su aroma. La envolvió con su cuerpo y cuando

ella se tranquilizó del todo, algo que él pudo leer en sus ojos,

la besó.
Fue un beso delicado y suave, apenas posó sus labios
sobre los de ella. Un beso que nada tuvo que ver con los que le

había dado en el jardín. Mucho más delicado y, aparentemente,

con menos pasión.

Pero Georgia lo sintió como un terremoto interno,

como la puerta de entrada a un mundo nuevo, una vida nueva.

Y, de repente, el miedo desapareció, al igual que la


sensación de no saber qué hacer. Fue como si a través de ese

beso, Broden le pasara toda la sabiduría necesaria para hacerse

uno con él. Como si desde el inicio de los tiempos hubiera

sabido que aquel era su destino, que Broden era su hombre.

Y respondió al beso. Al principio como lo había hecho

él, suavemente, apenas ejerciendo una ligera presión sobre los


labios de él, pero enseguida, con más pasión, recorriendo con

sus labios los labios de él, mordisqueándolos, acariciándoselos

con la punta de su lengua, juguetona.

Y consiguiendo, de esa manera, que él soltara una

risita de sorpresa y disfrute y haciendo que ella respondiera


igual.

Y ese beso, en principio inocente, y la risa conjunta,

actuaron como acicate de lo que necesitaban y querían, y


ambos, al unísono, se entregaron al baile del sexo como si

llevaran toda la vida haciéndolo.

Esperándolo.

Y del amor también, sí, porque durante las horas que


compartieron sobre el lecho, descubriéndose y disfrutándose,

nada estuvo prohibido.

Y Broden dijo en alto, entre gemidos y suspiros, el

nombre de Georgia no una, sino decenas de veces. Y lo dijo

con pasión. Con disfrute. Con suavidad. Entre gritos de placer.

Y sí, también con amor, mucho amor.

Y ella hizo lo mismo, y su voz se volvió ronca de


deseo pidiéndole a Broden más. Y también acariciándolo en

todas partes. Besándolo en lugares que nunca creyó que

podrían ser besados. Acoplando sus caderas a las de él.

Moviéndose al mismo ritmo.

Soltando un gemido de dolor, leve, la primera vez que

lo recibió dentro de ella.

Soltando gemidos de placer el resto de veces que ya

no dolió, sino que le produjo un placer increíble e


inimaginable.
Y la noche se estiró y se hizo infinita y a ambos les
pareció que no había nada ni habría nada igual que aquello en

sus vidas.

Y que sería eterno.

La felicidad eterna.
Capítulo 43

Fue el frío lo que le despertó. No un frío real, ya que la


habitación estaba caldeada y la gruesa manta estaba
cumpliendo su función, no, fue el frío de la ausencia.

La últimas horas se había hecho una con otro cuerpo,


con otra persona, ahora, sin abrir los ojos, supo que él ya no

estaba ahí, junto a ella.

Supo que Broden había abandonado el lecho.

Para no volver a él jamás.

Esta última evidencia le hizo incorporarse de golpe,


mientras soltaba un gemido que nada tenía que ver con los que
había soltado a lo largo de la noche entre los brazos de él.

Esta vez era un gemido de dolor profundo. No físico,

sino mucho más intenso.


Broden la había amado con calidez e intensidad, con
cuidado y con pasión, y ella se había acoplado a él y lo había
amado igual. Había hecho y se había dejado hacer. Y, por un
momento, había creído que estaba en el paraíso y que ese
paraíso iba a estar siempre ahí.

Pero la luz de la mañana le trajo la ausencia. Y la


conciencia de que Broden le había dicho la verdad: solo una
vez.

Lo supo antes de volver a verlo.

Y le dolió como un puñal clavado en el corazón.

Por eso se levantó y se vistió lentamente, quería


retrasar el momento de enfrentarse a la verdad. Por eso bajó

las escaleras más lentamente aún.

Pero cuando llegó abajo del todo y vio a sus


anfitriones, los Condes de Ruthfordside, junto a Broden y,

sobre todo, cuando fijó su mirada en la mirada de él, fría y


contenida, supo que no había esperanza.

☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙ ☙☙ ☙ ☙ ☙

☙☙☙☙
Una hora después Broden y Georgia emprendían el viaje
de vuelta a su palacio en absoluto silencio. Broden miraba por

la ventanilla de su lado, fijándose en el paisaje que el sol, que

había salido con toda su fuerza después de la tormenta del día


anterior, iluminaba con una belleza cegadora. Georgia no tenía

manera de saber qué estaba pensando él, pero prefería no


saberlo, ya que, durante la hora que habían vuelto a estar

juntos después de la noche de pasión, le había quedado claro


que Broden iba a cumplir lo dicho y la maravillosa noche de

amor que acababan de vivir se iba a convertir en eso: una

excepción.

Cuando había bajado la escalera y se había juntado con


los anfitriones y su marido, todo habían sido fórmulas de

educación. Y también de despedida. Había salido el sol y los


caminos estaban limpios y despejados, así que ya no tenía

sentido permanecer en el lugar más tiempo.

Desayunaron junto a los anfitriones y en cuanto llegó


el coche se despidieron de ambos.

Y Georgia tuvo claro que iba a dejar atrás el lugar en

el que había sido más feliz en su vida.


Por eso iba metida en sus pensamientos y por eso no

quería saber qué pensaba Broden, bastante tenía con asimilar

la tristeza que estaba sintiendo.

Solo había un tema, tangencial, que le estaba sacando

de aquellos pensamientos lúgubres y tenía que ver con la


despedida de la Condesa de Ruthfordside.

Cuando se habían juntado para desayunar, había sido

evidente para todo el mundo que ocurría algo entre Georgia y

Broden. Por mucho que habían intentado disimular, era

evidente que la relación entre ambos era tensa. El Conde de


Ruthfordside, gracias a su experiencia en temas delicados por

sus años de trabajo en los servicios secretos, se había

comportado de manera exquisita y con absoluta discreción,

ignorando la ausencia de conversación entre el joven

matrimonio y las evidentes muestras de distanciamiento. El


Conde había intentado animar el desayuno con comentarios

mordaces sobre los últimos escándalos políticos, intentando

dar la sensación de que mantenían una conversación entre

todos y no el casi monólogo que estaba siendo.

Porque la Condesa, en vez de ayudar a su marido a

hacer el trago más llevadero —porque es un trago tener que


compartir mesa con una pareja que está enfadada —se había
mantenido en silencio, mirando a su marido solo de vez en
cuando pero, sobre todo, mirando a Georgia y Broden

alternativamente.

Una actitud un poco extraña, que resultó aún más

extraña cuando finalmente se levantaron todos de la mesa,

dispuestos a despedirse ya, y la Condesa, con voz cantarina y


después de mirarlos de nuevo alternativamente, había dicho:

—Hacéis una pareja maravillosa.

Se había hecho un silencio sepulcral que sólo cortó el

sonido de la garganta de su marido al pasar un trago de saliva.

Estaba claro que le había parecido improcedente lo que

acababa de decir su mujer, teniendo en cuenta que él se había

pasado más de media hora intentando tapar lo evidente: que


aquella “pareja maravillosa” no estaba pasando por su mejor

momento.

Georgia se había sentido incapaz de decir nada, con

miedo incluso a echarse a llorar, porque no, no eran una pareja

maravillosa, sino una pareja rota.

Y Broden había soltado un “gracias” seco y escueto


que sonó más como un gruñido.
Pero a la Condesa pareció darle igual todo. Ella había

seguido sonriendo abiertamente, encantada, como si la


realidad que todos estaban viviendo tuviera un significado

diferente para ella. Un significado bonito y positivo.

Aquella idea, que la Condesa habitaba un mundo

paralelo, se confirmó para Georgia cuando, una vez sentados

ambos en el coche de vuelta, Lady Ruthfordside se había

acercado al lado de la ventanilla donde estaba ella, le había


obligado a abrirla y, acercando su boca a la oreja de ella, le

había susurrado:

—Es todo tuyo, no le doy más de dos semanas.


Capítulo 44

Dos semanas pueden ser un espacio de tiempo mínimo o


convertirse en un desierto interminable. Para Georgia, las dos
semanas siguientes a la pérdida de su virginidad se
convirtieron en esto último. En un desierto de ausencia y

nostalgia. En un recuerdo permanente de lo que había tenido y

no volvería a tener jamás.

Además, la anécdota de la Condesa le había afectado


más de lo esperado. Había tenido dos opciones, pensar que la
mujer había perdido el juicio o pensar que era más perspicaz
que nadie y estaba viendo cosas que al resto se le escapaban:
al fin y al cabo, ella también había pertenecido a los servicios
secretos. O sea, había un pequeño resquicio de luz si la mujer
tenía razón en su intuición.
Y Georgia se agarraba a él a veces:

“¿ Y si Lady Ruthfordside tenía razón y hacían una

pareja encantadora? ¿Y si Broden estaba a menos de dos


semanas de caer en sus brazos para siempre?”

Porque esto último era lo que le había querido


transmitir la Condesa con aquella última frase un poco
críptica, no tenía ni una duda. Le había querido decir que se
había dado cuenta de que tenían dificultades, pero que estaban
a menos de dos semanas de superarlas.

Georgia quería creer esto, quería pensar que tras dos


semanas, como si Lady Ruthfordside fuera adivina, todo

encajaría de la mejor forma posible y Broden volvería a sus


brazos.

Para no abandonarlos jamás.

Pero, a decir verdad, la esperanza era mínima. La

mayor parte del tiempo estaba convencida de que la noche de


pasión había sido una excepción y no volvería a ocurrir.

Y eso la tenía triste y deprimida.

Tampoco ayudaba a mejorar su estado de ánimo que

apenas había vuelto a ver a Broden. De hecho, sólo habían

cenado un día juntos, el día de su vuelta del palacio de los


Condes de Ruthfordside, y lo habían hecho en absoluto
silencio, metido cada uno en sus pensamientos y sin atreverse

a mirar al otro.

Luego, él se las había arreglado para mantenerse muy

ocupado y le había enviado varias notas excusándose por no


estar en palacio. Lo había visto tan solo al cruzarse con él

cuando ya salía hacia la cámara de los Lores o al club de


caballeros o, por supuesto, a su despacho en las oficinas de los

servicios secretos.

Solo en relación a esto último le había hablado un día,


el tercero después de su noche de pasión (Georgia había

empezado a contar su vida de nuevo a partir de ese día, ya que

marcaba un hito y un antes y un después). Se había acercado a


ella cuando ya tenía el sombrero en la mano y estaba a punto

de salir:

—Ah, Georgia, en breve te daré instrucciones para la


próxima recepción a la que tenemos que acudir.

Georgia se había limitado a asentir y, sobre todo, bajar

la vista inmediatamente y desaparecer de su vista. Sus ojos


habían entrado en contacto unos segundos y ella había visto

todo lo que habían vivido y, sobre todo, lo que habían perdido,


y le había costado contener las lágrimas.
Pero todo va pasando y justo cuando se cumplían dos

semanas del mejor y peor día en la vida de Georgia, ella volvió

a ser lo que era.

Bueno, no del todo, pero sí empezó a recuperarse.

Seguramente ayudó el precioso día que hacía, un día

con frío, pero un sol brillante que dejaba el cielo azul intenso.

—Se acabó, Georgia.

Se dijo en alto a sí misma. No era una persona triste ni


que se hundiera, de hecho, era la primera vez que se dejaba

arrastrar por el desánimo en su vida.

Estaba claro que había perdido algo precioso y que le

iba a resultar muy difícil convivir con Broden, trabajar junto a

él y, al mismo tiempo, no tenerlo. Pero podía hacerlo.

Había superado la muerte de su madre siendo muy


niña, había ganado una gran batalla ante su padre controlador,

había sido capaz de vivir de manera independiente por sus

propios medios e, incluso, le había convencido a Broden para

entrar en los servicios secretos. No conocía a nadie que

hubiera sorteado tantos obstáculos en su vida, así que no


pensaba dejarse caer en el desánimo.
Todas estas razones vinieron a su mente mientras se
vestía y se disponía a dar un pequeño paseo por los jardines

cercanos al palacio.

Se cargaría con la energía del sol y empezaría a

comportarse como lo que era: la Georgia Phillips peleona y

enérgica. Centraría sus esfuerzos en hacerse mejor agente


secreto y, por qué no, disfrutaría de la compañía de Broden

cuando su relación se normalizara un poco: no iba a poseerlo

en el lecho, pero sí podían ser amigos.

Apartó este último pensamiento porque aún le dolía

demasiado renunciar a los abrazos y caricias de Broden y

salió, vigorosa, mostrándose por fuera como lo que siempre


había sido: una mujer preciosa y decidida.

Y lo cierto es que empezó a funcionar.

El día soleado ayudaba y también el aire que, aunque

aún era invernal, empezaba a traer ecos de la primavera.

Se acercó a los cercanos jardines de Saint James y

disfrutó mirando los patos nadar y juguetear. Ellos también

empezaban a sentir la cercana primavera. Se rió un rato al


observar una pequeña pelea entre dos cisnes, uno de ellos

especialmente enfadado y lo siguió con la mirada cuando el

animal salió del lago y empezó a andar decidido hacia algo.


Hacia alguien.

Había oído que alguna vez los cisnes atacaban a las

personas y, al parecer, iba a ser testigo de uno de esos ataques.

Por eso se quedó clavada, con los ojos abiertos como


platos y el corazón agitado. Pero no por el ataque que iba a

presenciar, sino por descubrir quién era la “víctima” del

furioso animal.

Broden.

Si, frente a ella, con cara de no comprender, se

encontraba Broden, sin ser capaz de reaccionar ante el envite


del animal que estaba a punto de alcanzarle con su pico

puntiagudo. Estaba claro que para él también era la primera

vez que era testigo de un ataque de ese tipo.

Testigo y víctima.

Y, de repente, todo se precipitó. Georgia, al igual que

había hecho con el ladrón peligroso, se acercó al animal de dos

zancadas rápidas y le soltó una patada.

Sí, una patada.

En concreto, la primera que soltaba en su vida, pero


con tanta precisión que el animal, dolorido, se alejó volando

de vuelta al estanque.
Lo había asustado y había evitado el ataque.

La situación era tan extraña que ambos se quedaron


mirándose a escasos centímetros uno del otro, sin decir nada.

Pero solo durante un par de segundos, enseguida,

Georgia, envalentonada con lo que acababa de hacer y también


con la determinación con la que se había levantado aquel día,

decidió utilizar el humor para romper el hielo.

Un humor con una pizca de maldad:

—¿Ves? No hacen falta entrenamientos ni ejercicios


raros de autodefensa. Ni siquiera te hace falta manejar la
pistola, basta con que me tengas a tu lado.

Era todo tan ridículo y, al mismo tiempo, tan cierto,


que Broden, después de levantar la ceja, no tuvo más remedio

que aceptarlo.

Sí, una vez más, Georgia, con su falta de experiencia,

armada tan solo con su impulsividad y su energía, lo había


salvado. Esta vez no le había salvado la vida, pero sí de un
doloroso picotazo, lo que tampoco era una tontería.

Y le entró la risa.

Sí, le entró la risa, por todo lo que aquella mujer

inexperta se empeñaba en tirar por tierra de la forma más


original e impensable.

Por cuestionar sus verdades y su seriedad.

Y también por lo fácil que era todo cuando la tenía

cerca.

Porque al reírse él, ella también se rió.

Y el ambiente a su alrededor se volvió ligero y alegre.

Y ella estaba tan bonita.

Y rieron más.

Y los dos sintieron el poder curativo de la risa.

O, simplemente, el poder de la mayor fuerza que


existe, el poder del amor.

El amor.

La palabra apareció en la mente de Broden y se dió


cuenta de que llevaba mucho tiempo allí, aunque no había

querido verla.

Y ella fue testigo de lo que le estaba ocurriendo a él.

Y, finalmente, habló él:

—Ya no recuerdo por qué no puedo besarte…

Y ella respondió:
—No hay ninguna razón, Broden.

Y ya no se escuchó nada más.

Bueno, sí, se escuchó el sonido de sus cuerpos al

fundirse en un abrazo de aceptación de lo inevitable y, luego,


el sonido de sus suspiros y gemidos al besarse.
Epílogo

—¡¡No pienso hacerlo!!

Georgia, con los brazos en jarras, estaba parada en


medio de la habitación con el ceño fruncido.

Llevaban una semana entera discutiendo el asunto.


Broden quería que Georgia le sacara información a un primo
segundo y, para eso, tenía que organizar una comida. Y

Georgia no quería hacerlo. El primo en cuestión era un hombre

insufrible del que había intentado mantenerse alejada toda su


vida. Además de que estaba segura de que no iba a sacarle
nada de interés:

—A Roger lo único que le ha interesado toda su vida es


comer. Y la caza del zorro —le había insistido a Broden
durante aquella semana, para quitarle de la cabeza que aquel
primo suyo pudiera tener el mínimo interés para los servicios
secretos.
Y lo cierto era que él estaba de acuerdo. Habían recibido
una información contradictoria, pero hacía ya dos días que los
agentes encargados del asunto habían corroborado lo que
Georgia intuía.

Aquel primo segundo ni era peligroso ni iba a aportar


nada de interés.

Pero él, en vez de decirle aquello a Georgia, insistía en


provocarla diciéndole que era importante que organizara
aquella comida.

Seguramente al día siguiente le diría la verdad, pero, por


el momento, estaba disfrutando.

Le encantaba ver a su mujer enfadada, le encantaba su

energía y cómo luchaba por lo que creía. Le volvía loco su


lado peleón y muchas veces, como aquella, lo provocaba, aún

a sabiendas de que ella tenía razón, solo por el placer de verla


encenderse.

Si encima la discusión tenía lugar en el dormitorio, con

ella totalmente desnuda, como estaba en ese momento, con la

barbilla y los pezones apuntando al frente, el placer ya era


insuperable.
Seguramente al día siguiente le diría que tenía razón,
que su primo no tenía ni un interés para los servicios secretos.

Le diría incluso que llevaba varios días sabiéndolo y sólo se

había aferrado al tema para verle a ella enfadarse.

Y para poder calmar su enfado con besos y caricias,


como pensaba hacer en ese mismo momento.

Y ella haría como que se enfadaba más. Y él la

abrazaría y besaría más fuerte. Y la amaría con intensidad y


felicidad suprema.

La que ambos llevaban sintiendo desde que un cisne

había conseguido unirles para no separarse jamás.

FIN
Querida lectora, espero que hayas
disfrutado con la historia de Georgia y
Broden. Es la primera novela de la saga
“Damas Indómitas”. La próxima novela
ya en preventa, es “Una Rosa para un
Vizconde” .

Por otro lado, tengo publicadas tres


sagas más: “Los Cornwall”, cuya primera
novela puedes encontrar aquí: “No necesito
un vizconde“ . Las Arlington, cuya primera
novela es “Duelo de seducción” y la serie
“Solteronas”, cuya primera novela es “Un
marqués para una solterona”

El resto de mis publicaciones y


novedades las tienes en mi página personal
de Amazon.

Olympia

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