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Allas El Estrellero, o Darwin en Las Sacristías
Allas El Estrellero, o Darwin en Las Sacristías
Universidad de Sevilla
Tal vez la opinión más común entre los historiadores y arqueólogos acerca de la
religión sea la que sostiene que ésta puede ser definida como un mecanismo de repro-
ducción de la estructura social y de las desigualdades económicas que, desde el naci-
miento de los sistemas agrícolas, caracterizarían a los grupos humanos. En una pro-
porción considerable, han sido las lecturas marxistas de la Historia las que más han
reforzado esta visión particular del fenómeno religioso, acrecentando así entre el con-
junto de la población y entre los especialistas en Humanidades del mundo occidental
ciertos sentimientos de rechazo hacia las manifestaciones de fe en una divinidad, sobre
todo por la repugnancia moral que suelen producir las injusticias y los desequilibrios
sociales de clase que, según tal interpretación, la religión habría contribuido a afianzar.
1. Trabajo elaborado en el marco del proyecto BHA 2002-02740 (Ministerio Español de Ciencia y Tec-
nología) y del Grupo HUM-402 del III Plan Andaluz de Investigación (Consejería de Educación y Ciencia
de la Junta de Andalucía). Algunas de las propuestas que contiene habrían sido imposibles sin la ayuda de
J.A. Belmonte Avilés, del Instituto de Astrofísica de Canarias. Igualmente, agradezco a mis colegas M.C.
Marín Ceballos y A.M. Jiménez Flores sus orientaciones bibliográficas.
2. Departamento de Prehistoria y Arqueología, Universidad de Sevilla. C/ María de Padilla s.n., 41004
Sevilla. Telf. 954551413. E-mail: escacena@us.es.
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Aunque es lícito pensar que esta explicación cuenta con avales científicos significati-
vos, no es menos cierto que deja sin cobertura un aspecto clave que preocupa a quienes
pretenden acercarse al estudio del comportamiento religioso sin acritud y conscientes
de que las tendencias anticlericales constituyen valores no epistémicos: la paradoja
que supone la existencia de una conducta humana generalizada a todas las culturas
pero que sólo beneficiaría a la elite de cada comunidad. Si bien es verdad que existen
personas agnósticas y ateas en todos los pueblos, no se conoce ninguno que prescinda
o haya prescindido históricamente de un cuerpo más o menos elaborado de creencias.
Asimismo, a causa del general desdén que los especialistas en Historia muestran hacia
las ciencias denominadas «puras», que se manifiesta especialmente hacia la biología
como disciplina que tenga algo que decir en la investigación histórica, quienes han
estudiado el fenómeno religioso han desconocido los mecanismos que dentro de cada
ser humano entrelazan la fe y el sistema inmunitario, unos vínculos que la medicina ha
asumido sin problemas y que aparecen con relativa frecuencia en obras de divulgación
sobre evolucionismo (p.e., Punset 2004: 17).
A estas alturas de la exploración histórica, no cabe rechazar que las religiones
hayan favorecido sobremanera la reproducción de las estructuras sociales en las que
están integradas. En cambio, desde una perspectiva darwiniana sí es posible negar la
idea de que los beneficiarios exclusivos de este mecanismo sean las clases o estamen-
tos más elevados, en especial porque la jerarquización interna de una comunidad y
sus consecuencias sobre la desigualdad social están relacionadas sobre todo con el
grado de competencia por los recursos que se establecen entre grupos, es decir, están
motivados por lo que V.C. Wynne-Edwards (1963) llamó selección interdémica. En
todos los animales gregarios, este fenómeno ha originado una tendencia evolutiva
espontánea hacia la estratificación intragrupal a lo largo de millones de años, sin
que haya razones científicas para excluir de ella al hombre. En consecuencia, como
desde este enfoque la religión tiene poco que ver con el mantenimiento de privilegios
por parte de las minorías que detentan el poder, la razón fundamental que hace
de las creencias un fenómeno culturalmente omnipresente puede explicarse por los
beneficios que tal conducta simbólica produce al conjunto de la comunidad en sus
fricciones con otros grupos por el control de un mismo nicho ecológico.
Acorde con esta lectura evolutiva del comportamiento religioso, la idea defendida
en este trabajo asume que las comunidades fenicias se beneficiaron de la estructura
organizativa de sus creencias nacionales frente a otras poblaciones (especialmente
griegas) que competían con ellas en la diáspora colonial por el Mediterráneo. Aun-
que el mecanismo era semejante al de otras culturas expansivas, las prácticas cananeas
3. Más que una difusión de saberes científicos, este pequeño libro procura la búsqueda de aplicaciones
prácticas para el mundo de la empresa a partir del conocimiento que se posee hoy sobre la evolución, obje-
tivo ya anunciado en su subtítulo. Aun así, consigue sin duda llevar al gran público muchas ideas básicas
del pensamiento darwinista.
4. En términos biológicos –los únicos de carácter científico bajo los que comprendo al hombre– los
beneficios se miden exclusivamente en función de las repercusiones sobre la reproducción. Como no pode-
mos saber el grado de felicidad o de realización personal de un escarabajo o de un hongo, sólo la mayor
o menor descendencia que originan se convierte en el baremo unitario con el que evaluar el triunfo de los
seres vivos en los correspondientes ecosistemas que habitan.
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5. Se conoce como exaptación a una nueva función de un órgano para la que no fue seleccionada en
principio, como ocurre por ejemplo con las mamas, antes glándulas sudoríparas. Son tantas las exaptacio-
nes en la historia de la vida, que no sería fácil encontrar un órgano cuya misión actual fuera la misma para
la que un día nació, porque la evolución es una historia de apaños y reciclajes. Acertadamente, algunos
autores la han comparado con un trabajo de bricolaje (cf. Prevosti y Serra 2000: 12).
6. La última queja que he podido constatar sobre esta actitud proviene de W. Schlosser, catedrático de
astronomía en la Universidad de Bochum en el Ruhr, publicada en el ejemplar de agosto de 2004 de Inves-
tigación y Ciencia (Schlosser 2004: 77). Es una desdicha para la arqueología lo que muestra este número de
la revista: un trabajo firmado por un arqueólogo cuya competencia parece limitada a desenterrar, describir
y medir cosas (cf. Meller 2004), seguido de otros artículos en los que la interpretación de lo encontrado se
reserva a especialistas en distinto oficio (cf. Schlosser 2004; González García 2004).
7. A pesar de la lucidez de M. Ruse para captar los valores no epistémicos que subyacen a la investiga-
ción científica, tema al que está consagrado este libro suyo, yerra cuando afirma que la paleontología está
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razón por la que el darwinismo, es decir, la explicación de que los organismos han
cambiado por el trabajo constante de la selección natural, ha penetrado en casi todas
las disciplinas académicas. Así, la biología y sus distintas especialidades, referidas
estas últimas tanto al análisis de los cambios anatómicos y fisiológicos como a los
de la conducta –etología– casi carecen de otro enfoque que no sea el evolutivo, hasta
tal extremo que algunos métodos del mismo constituyen herramientas disponibles
para ser utilizadas en el caso de que algún día se encuentre vida extraterrestre. Las
Humanidades, por el contrario, carecen hoy de una teoría que unifique el panorama
interpretativo, de forma que son muchas las lecturas posibles de los mismos hechos
cuando se pretende ir más allá de su mera descripción. En el caso de la arqueo-
logía prehistórica, terreno profesional al que dedico tanto mi investigación como
mi docencia en la universidad, puede afirmarse que la situación se ha hecho más
compleja durante la segunda mitad del siglo XX al abrirse el espectro de posiciones
teóricas y metodológicas, por lo que está muy lejos de ser, en contra de lo que ha afir-
mado recientemente M. A. Querol, una disciplina lamarckiana. En la actualidad, la
arqueología no es una ciencia monoparadigmática; por tanto, no puede ser definida
ni como lamarckiana ni como darwinista, aunque la mayor parte de sus practicantes
(incluidos los materialistas históricos, los procesualistas y los historicistas culturales,
entre otras tendencias) lean los datos a través de Lamarck. De hecho, casi todos los
prehistoriadores han aceptado a Darwin sólo para la explicación de la evolución
somática, renunciando de forma paralela a tratar la conducta con el mismo enfoque.
incapacitada para hacer predicciones. Si esto fuera cierto, también afectaría a la arqueología, cosa que
me preocuparía en extremo por ser yo arqueólogo y porque la capacidad predictiva es uno de los baremos
mejores para medir la calidad de las teorías científicas. De hecho, en el trabajo que ahora tiene el lector
en sus manos propongo diversas predicciones. El error de Ruse en relación con los paleontólogos parte de
pensar que “su tema de estudio está muerto por definición” (Ruse 2001: 250). Ni los paleontólogos traba-
jan con animales muertos ni los arqueólogos con hombres muertos. Unos y otros operan con elementos
de hoy: fósiles y datos arqueológicos. Los extraemos y los estudiamos en el presente, y con ellos podemos
hacer predicciones sobre lo que es probable encontrar si la ley deducida del registro parcial es correcta.
Siguiendo la propuesta de Ruse, tampoco muchos astrónomos podrían hacer predicciones dado que la luz
que observan puede proceder de galaxias tan lejanas que ya no existan.
8. I. Crawford, investigador del departamento de física y astronomía del University College de Lon-
dres, ha analizado los problemas teóricos y prácticos de los programas SETI para la búsqueda de vida
inteligente extraterrestre mediante la detección de transmisiones de radio. En relación con otras posibles
«civilizaciones» de fuera de nuestro planeta, este autor ha escrito el párrafo que ahora reproduzco, que
podría ser suscrito por cualquier darwinista: [...] “creo que pueden señalarse varias razones por las que
un programa de colonización interestelar tiene visos de verosimilitud. Una de ellas es que una especie
propensa a colonizar ya gozaría de ventajas evolutivas en su propio planeta de origen, no siendo difícil
imaginar que esta herencia biológica se transfiriera a la cultura de la era espacial” (Crawford 2000: 9-10).
9. A quienes hayan leído la obra de M.A. Querol a la que me refiero, tan lamarckiana a pesar de su
título (Adán y Darwin), les recomiendo encarecidamente un buen antídoto: la consulta de la pág. 205 de la
obra de D.C. Dennett a la que pertenece la cita con la que abro este artículo. Es evidente que M.A. Querol
ha bebido hasta la saciedad de S.J. Gould, porque sus afirmaciones coinciden casi hasta la letra con las
de este autor: “la evolución cultural es directa y lamarckiana en su forma: los logros de una generación se
transmiten mediante la educación y la publicación directamente a los descendientes” (Gould 1993: 58).
“Para las personas que trabajamos sobre la cultura, que investigamos los cambios que se han producido a
lo largo del tiempo en el comportamiento de los grupos humanos, el “lamarckismo” nos viene muy bien,
ya que la “herencia” cultural humana funciona de acuerdo con esta teoría, al transmitirse por aprendizaje
de una generación a otra” (Querol 2001: 35).
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Esto supone una grave incoherencia si se participa de una concepción monista del
individuo (Escacena 2002a). Así las cosas, entre los distintos especialistas en ciencias
sociales abundan quienes participan de cualquier punto de vista epistemológico que
no sea la teoría darwinista, dotada por lo general de mala prensa a causa de anti-
guas interpretaciones malintencionadas para su uso político. Pero hoy es ésta una de
las pocas perspectivas que han logrado unificar campos científicos en principio tan
distantes como la medicina, la antropología cultural, la sociología, la psicología, la
lingüística, la arqueología, la demografía, etc., y especialmente hacer a todas ellas
compatibles con la biología y hasta con la astrofísica10. Sólo este poder unificador,
exponente de nuevo de su alta calidad científica, puede dar crédito a las afirmaciones
de filósofos que sostienen que si “el hombre es el resultado de un proceso evolutivo
enteramente secularizable, la única aproximación posible a su estudio es la evolucio-
nista” (Castrodeza 1999: 81). No obstante, incluso entre quienes se dicen darwinistas
o han aceptado las explicaciones evolutivas para las cosas que estudian, se deslizan
con frecuencia problemáticas confusiones que interfieren en la interpretación de los
datos. Quiero ahora entrar especialmente en una que, sin ser la verdadera causa del
rechazo que los arqueólogos en particular y los historiadores en general muestran
hacia la interpretación del cambio cultural por mecanismos darwinianos, es decir,
hacia el papel único de la selección natural en las transformaciones de la conducta
humana, se encuentra sin duda en la raíz del problema.
Cuando preparaba un trabajo historiográfico sobre la penetración de las ideas
evolucionistas en Andalucía (Escacena 2002a), tuve la oportunidad de leer casual-
mente en F. Savater (1997: 33-34) un párrafo que ilustra bien la cuestión y que con-
trasta con otros escritos suyos más proclives al lamarckismo:
[...] la selección evolutiva ha debido premiar a las comunidades en las cuales se daban
mejores relaciones entre viejos y jóvenes, más afectuosas y comunicativas. La supervivencia
biológica del individuo justifica la cohesión familiar pero probablemente ha sido la necesi-
dad de educar la causante de lazos sociales que van más allá del núcleo procreador.
Creo que puede afirmarse verosímilmente que no es tanto la sociedad quien ha inven-
tado la educación sino el afán de educar y de hacer convivir armónicamente maestros
con discípulos durante el mayor tiempo posible, lo que ha creado finalmente la sociedad
humana y ha reforzado sus vínculos afectivos más allá del estricto ámbito familiar.
10. El ejemplo más claro de esta última relación concreta con las ciencias que estudian la física del Uni-
verso puede ser la cantidad de veces que los evolucionistas han explicado algunos procesos mediante los
principios que gobiernan la termodinámica, en especial por la segunda ley (p.e. Dennett 2004: 225; Punset
2004: 34; Margulis y Sagan 2003: 73-83; Escacena e.p.). Se ha apuntado, no obstante, que determinadas
funciones fisiológicas que se expresan en medidas nanométricas se rigen mejor por condiciones cuánticas
y por el principio de incertidumbre de Heisenberg que por la física newtoniana, ejemplo de lo cual pueden
ser ciertas funciones cerebrales que eludirían la primera ley de la termodinámica (Eccles 1992: 177-182).
No dudaríamos de explicaciones de este tipo si no fuera porque parece que John C. Eccles, Premio Nobel
de Medicina en 1963, se agarra a un clavo ardiendo para buscar un posible salto evolutivo exclusivo de los
homínidos que daría pie a pensar en una intervención divina para la creación de la consciencia del yo y,
en última instancia, del alma (Eccles 1992: 230). Como este autor parece invitarnos a entrar en valores no
epistémicos, rehúso ahora seguir reflexionando por este camino.
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denominado la “falacia naturalista”, que pretende afirmar que “lo que es, debe ser”
(Ruse 2001: 234). Desde nuestro enfoque, tan naturales son la trompa del elefante
y el escupitajo de la llama como el teorema de Pitágoras, las feromonas sexuales de
las mariposas y la jerarquización de una manada de leones como la vida monacal
tibetana, los nidos de las golondrinas y las presas de los castores como los muros de
un rascacielos, etc., etc. En la consideración de que lo artificial no es sino la forma
natural de la conducta humana radica la justificación para poder abordar el tema de
este artículo bajo un enfoque darwinista.
Replicadores de la vida
La teoría evolutiva propuesta por Darwin no ha sido aplicada casi nunca al estu-
dio de la prehistoria reciente ibérica. Esa renuncia ha partido de posiciones teóricas
que no han aceptado a la selección natural como diseñadora de la conducta de los
humanos modernos. Para quienes sí han asumido la propuesta darwinista hasta sus
últimas consecuencias, la evolución se ha manifestado a través de la competencia
entre unas unidades mínimas de replicación. En la herencia somática, los códigos
que transmiten de una generación a otra las características corporales estarían alo-
jados en el ADN genético. Los genes constituirían así los replicantes básicos, y en
ellos se produciría, como quieren los neodarwinistas, el principal nivel de selección.
Según esta tendencia, en los genes están contenidas las directrices elementales que
gobiernan también las pautas conductuales. Esos componentes básicos de la heren-
cia han sido reivindicados por estudios posteriores a Darwin desde que las conclusio-
nes mendelianas conectaron con la teoría evolucionista a partir de la Síntesis (Wilson
1980). En parte porque aún no se habían descubierto los genes, en parte porque
desconocía al parecer los trabajos de Mendel, Darwin consideró que el plano en que
actuaba la selección era el individuo. Posteriormente, algunos especialistas en el tema
han considerado que el filtro selectivo podría trabajar entre poblaciones o conjuntos
de individuos, una modalidad que se ha denominado selección de grupo y que usaré
como concepto válido a la hora de valorar la competencia interétnica y de analizar la
dispersión colonial fenicia.
Los genetistas desconocen aún hasta qué punto las unidades mínimas de replica-
ción transferidas de una generación a otra en el ADN controlan los comportamien-
tos. Algunos, especialmente los vinculados a la tendencia sociobiológica, conside-
ran que la conducta viene eminentemente diseñada por la carga genética en un alto
grado de precisión. Quienes niegan tanto control por parte de los genes atribuyen al
aprendizaje social y, en definitiva, al contexto cultural, el papel fundamental en dicha
labor. Sin embargo, unos y otros reconocen que, al menos en líneas generales, nuestro
proceder respeta instrucciones contenidas en el material genético, si bien dichas órde-
nes elementales no constituirían más que un amplio marco con posibilidades muy
distintas de manifestación concreta. Por explicarlo con un ejemplo muy a propósito
para nuestro tema, se trataría de aceptar que los genes nos permiten el pensamiento
simbólico –sin el cual es imposible la conducta religiosa– pero no que nos transmitan
la divinidad concreta en la que creer. Es misión de la cultura esta otra tarea.
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Las lecciones más profundas sobre la evolución de la vida las está proporcio-
nando en la actualidad el mundo microscópico, hasta el punto de que, de no ser por la
fuerza epistémica del concepto darwiniano de selección, que una y otra vez consigue
salir adelante como explicación más plausible de los procesos de cambio, algunos des-
cubrimientos recientes en este campo habrían dado pie a dudar de su aplicación uni-
versal. La parcela de la biología consagrada al estudio de la vida microbiana socava
una y otra vez cimientos de profundas raíces entre los naturalistas –y no digamos
entre los especialistas en ciencias sociales– sobre el desenvolvimiento de la propia
vida en el planeta Tierra. La misma noción de individuo, con la que tanto han ope-
rado los neodarwinistas, o la separación tajante entre vegetales y animales, han sido
desestimadas al analizar organismos cuya dimensión escapa a nuestras capacidades
ópticas normales (Margulis 2003: 118). Animales y plantas que viven en simbiosis,
en una unión mucho más estrecha que cualquier tipo de mutualismo, o comunidades
ingentes de seres que sólo medran como tales colectividades, recomiendan una duda
razonable sobre cuáles sean las unidades mínimas de selección. Desde este mundo
de tamaño ínfimo, la variación no es sólo producto de mutaciones al azar, aunque
las mayores tasas de esta modalidad de cambio se alcanzan precisamente en cuerpos
tan minúsculos como los virus de ácido ribonucleico (Elena 2002: 46). Por el contra-
rio, se conocen aquí otros procesos que ensanchan constantemente la diversidad. La
apropiación de material genético ajeno a lo largo de la vida de los microorganismos,
por ejemplo, faculta para la ganancia de caracteres nuevos. En las amebas, la fusión
de dos individuos permite alojar en el nuevo núcleo de la única célula resultante un
bagaje genético distinto al que cada ejemplar poseía antes por separado, de forma
que una futura reproducción por bipartición origina individuos con cargas genéticas
distintas a las que portaban los que iniciaron la unión (Weismann 1994: 148-149). En
las bacterias, parecidos fenómenos de intercambio de material genético proporcionan
una enorme capacidad adaptativa a las siguientes generaciones. De esta forma, los
descendientes ven incrementado el acervo de su genotipo (Castillo y otros 2003: 74),
dando la falsa imagen de que la evolución operaría aquí por medios lamarckianos en
tanto que tales adquisiciones se transmiten por herencia a la prole. Más abajo aún en
la escala de complejidad de la vida, en la frontera ya con lo inerte, los virus llevan miles
de millones de años introduciendo diversidad mediante transferencias horizontales de
ADN por doquier, hasta el punto de haber sido reivindicados como una de claves de
la evolución por su papel en el nacimiento otrora de los organismos eucariotas al ser
quizás los responsables de la aparición del núcleo celular (Villarreal 2005: 59). En rea-
lidad, lo que estos dispositivos –verdaderas fábricas de variación– logran es un campo
abonado para el trabajo de la selección natural. En este contexto empieza a compren-
derse que las unidades que ésta elige para generalizar en las siguientes generaciones
no sólo son los genes, sino también lo que comúnmente se denominan individuos en
la vida macrobiótica, algo que desde los especialistas en microbiología se ve muchas
veces como una forma de mutualismo simbiótico de ingentes colectividades de seres
vivos. Es el mismo enfoque con que algunos neurólogos han tratado el origen del sis-
tema nervioso de los animales, que no sería más que el resultado aún perceptible de la
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en general fuertemente aculturadas por los semitas tanto en los aspectos materiales
de sus correspondientes complejos tecnológicos como en el dogma y la práctica reli-
giosa. De ahí el uso general de los términos orientalizante y orientalización aplicados
a situaciones que, como el caso tartésico, a mi entender no fueron más que manifes-
taciones concretas de escenarios coloniales fenicios, es decir, provincias de ultramar
(Escacena 2004a: 41-42).
La religión desempeña varias funciones evolutivas, algunas de las cuales han
sido examinadas desde el darwinismo. Desde este enfoque teórico se ha descendido
incluso al análisis de temas tan particulares como el alcance adaptativo de los pre-
ceptos morales de la ley mosaica (cf. Alexander 1994: 255-256). En cualquier caso,
para una visión evolucionista carece en primera instancia de interés averiguar cómo y
por qué surgió la conducta religiosa, que lo hizo seguramente como subproducto de
la adquisición del pensamiento simbólico por nuestros antepasados ancestrales. Más
valor tiene, por el contrario, saber la razón por la que las creencias constituyen hoy
una práctica común a todas las culturas. Ese mismo hecho, el de ser una forma de
conducta generalizada a todas las comunidades humanas históricas, habla ya tal vez
de su contribución positiva a la reproducción de individuos y poblaciones, algo que
explica igualmente la existencia de tabúes sexuales fuera y dentro del propio campo
religioso. Por lo que se refiere a los fenicios hispanos, este último aspecto tiene desde
luego connotaciones religiosas evidentes (Escacena y García Rivero e.p.). En cual-
quier caso, escapar de esta aparente tautología requiere explicitar con cierta minu-
ciosidad los papeles concretos que la religión y su entorno social cumplieron entre
dichas comunidades humanas alopátridas.
Como ya adelanté, se conoce de forma genérica que, al incrementar el optimismo
por creer en una providencia divina, la fe aumenta el poder defensivo del sistema
inmunitario para luchar contra la enfermedad, del modo en que lo haría cualquier
otro placebo. Esta constatación tiene una sólida base científica reconocida en las
conexiones entre el sistema nervioso y nuestras defensas (Sagan y Margulis 2003:
317), y podría explicar muchas curaciones supuestamente milagrosas. De otra parte,
es innegable que las religiones significaron para las culturas antiguas elementos de
cohesión étnica, porque entonces pululaban los credos nacionales. Aunque parezcan
en principio asuntos sin relación directa, esta observación tiene mucho que ver con
la autopoiesis bacteriana, es decir, con la capacidad que poseen hasta los organismos
más simples para dotarse de un limes o frontera, una membrana sin la que es impo-
sible la consciencia singular/plural del yo/nosotros. De hecho, en clara discrepancia
con múltiples escuelas filosóficas, algunos biólogos han defendido la existencia de esta
autoconsciencia entre la vida microbiana (Sagan y Margulis 2003: 313-314), en cho-
que directo con planteamientos antropocentristas que sólo reconocen dicha carac-
terística para el hombre, o como mucho para algunos de los denominados animales
superiores (Eccles 1992: 193 ss.12). Pero la función evolutiva que ahora quiero anali-
zar no es aquella que explicaría la existencia de la religión como fenómeno universal,
sino la que da cuenta del ministerio biológico de los sacerdotes como productores
de mutaciones meméticas adaptativas al servicio de sus correligionarios. Supongo
que la lectura darwinista que voy a proponer carece de tradición historiográfica en
el caso concreto del sacerdocio fenicio, de forma que puede ejemplificar mi esfuerzo
por huir de generalidades poco comprometedoras. De todas formas, sin negar que
muchas de mis observaciones particulares sobre los conocimientos «científicos» del
clero cananeo hayan sido ya descubiertas por otros investigadores, sí presumo que
han pasado desapercibidas las razones biológicas de las mismas, y ello sobre todo
por el desconocimiento tradicional padecido por los especialistas en Humanidades
acerca de los mecanismos evolutivos.
Asume el darwinismo que la evolución opera, en última instancia, mediante la
selección de mutaciones aleatorias. Esto supone que cualquier especie aumentará su
aptitud para nuevas condiciones ambientales en razón directa a la cantidad de varia-
ción presente en sus poblaciones. La carencia de diversidad genética y, en su caso, la
homogeneidad de las pautas de conducta, sean estas últimas aprendidas o instintivas,
devienen a veces un callejón sin salida para la supervivencia. De esta forma, en tér-
minos evolutivos cualquier población resultaría agraciada a largo plazo si dispusiera
de un heterogéneo bagaje de genes y de un variado repertorio de comportamientos.
En muchos tipos de bacterias, la evolución ha solventado este reto dotándolas de la
facultad de transferir en horizontal mutaciones genéticas recién adquiridas. Así, ante
un medio hostil (caso de los antibióticos por ejemplo), reciben información genética
beneficiosa de una parte de su propia población que se caracteriza precisamente por
su alto rendimiento en la producción de cambios. En opinión de algunos autores
que han propuesto una pedagógica comparación con los dispositivos informáticos,
se diría que el programa genético contenido en el «disco duro» de algunos indivi-
duos puede ser transferido al de los otros por medio de «disquetes» de información
genética (Castillo y otros 2003: 74). A tales subpoblaciones de «inventores» se las
conoce como hipermutadores, porque uno de sus rasgos más conspicuos es su ele-
vada tasa de creación de novedades (Baquero y otros 2002:76). La transferencia en
horizontal de genes es relativamente común entre los seres vivos, en especial entre
los de tamaño microscópico, cuyos estudiosos reivindican en voz cada vez más alta
este mecanismo como fuente de novedades evolutivas (Margulis y Sagan 2003). Es
posible que tales procedimientos, por los que determinados huéspedes temporales
acaban por convertirse en endosimbiontes permanentes en los organismos en los que
han penetrado, estén en la base de fenómenos tan generalizados entre los seres vivos
como la capacidad de fotorrecepción, origen último de los ojos (Saló 2004; 66). En
cierta medida, algunos transcursos infecciosos, las vacunas y las nuevas técnicas de
manipulación genética dan lugar a efectos parecidos, que pueden definirse como la
adquisición en ciertos individuos y/o poblaciones de cargas genéticas de las que hasta
entonces carecían. En determinados escenarios, dicho injerto puede ser utilizado por
los organismos inoculados en su provecho.
Todos estos nuevos conocimientos no han jubilado la regla según la cual los
caracteres adquiridos no se transmiten por herencia. El fenómeno descrito no afecta
a la adopción de rasgos somáticos y/o fisiológicos del fenotipo a la que hace alu-
sión la propuesta lamarckiana; por el contrario, incumbe sólo al genotipo. En este
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 117
13. En el capítulo que aquí cito de este autor se presenta una malintencionada manipulación de las
interpretaciones darwinistas de la conducta humana. Y digo malintencionada porque no es esperable de
Gould rasgo alguno de torpeza. A través de una mezcolanza impresentable e indigna de ideas, situaciones
y personajes, se procura que el lector identifique las lecturas darwinistas de la sociedad humana con lo que
históricamente representó la ideología política conocida como Darwinismo social. Ningún investigador
cabal juzgaría el materialismo histórico por la política de Stalin. Por su credo marxista, Gould confundió
(o quiso confundir) la sociobiología con el abuso que de ella hicieron determinados movimientos políticos
y sociales defensores de la superioridad de unos humanos sobre otros (Ruse 2001: 164-165). En cualquier
caso, su propuesta, que evidentemente ha conseguido embaucar a muchos, debe ser muy interesante para
la selección natural. De hecho, en realidad plantea por enésima vez, pero en esta ocasión con un espeso
barniz científico, que el comportamiento humano escapa de ella. Resultado directo de esta forma de pen-
sar es una inmediata potenciación del antropocentrismo de Homo: no hay mejor meme para incrementar
la aptitud de individuos y poblaciones que creerse rey del mundo y dueño y señor del propio destino.
118 José Luis Escacena Carrasco
14. Participo en los recientes trabajos en el Carambolo como asesor científico junto a F. Amores. Los
nuevos datos arqueológicos aquí recogidos sobre el sitio proceden de la comunicación presentada por los
arqueólogos de campo al congreso sobre el Orientalizante en el Mediterráneo celebrado en Mérida en
2003 (Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.). Es de mi exclusiva responsabilidad su lectura histórica.
Estando en imprenta el presente trabajo, ha visto la luz en Trabajos de Prehistoria un artículo más deta-
llado sobre las últimas excavaciones en el Carambolo (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2005).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 119
Fig. 2: Orientación helioscópica del altar en forma de piel de toro del Santuario III de Caura.
120 José Luis Escacena Carrasco
Fig. 3: Santuario de Astarté en el Carambolo. Tal vez este sitio corresponda al Fani Prominens
de Avieno (Or. Mar. 259-261).
Dada la sabiduría sobre el cosmos heredada del mundo oriental por los fenicios, es
posible que ambas condiciones no sean excluyentes. En cualquier caso, parece razona-
ble defender que dicha búsqueda helioscópica pudo tener como primera meta, entre
otros aspectos rituales, fijar las jornadas exactas en que debían celebrarse las fiestas
del ciclo vital de Baal15. Según la tradición que en época posterior asoció a esta divi-
nidad con Adonis, especialmente vinculada a algún Baal concreto de Biblos a decir
de Ribichini (2001: 105-106), la muerte y resurrección del dios y los ritos correspon-
dientes se conmemoraban en los días del solsticio de verano (Du Mesnil 1970: 108;
Garbini 1965: 44), cuando maduraban las cosechas de cereales y cuando la vegetación
primaveral mediterránea moría, abatida por el ardiente calor estival y en paralelismo
sin igual con la propia muerte del dios. En esa fecha el segmento diurno de cada
jornada alcanza su máxima amplitud, para comenzar a menguar hasta el momento
del solsticio de invierno, en torno al cual el mundo romano celebraba la fiesta del Sol
Invicto. De esta forma, es decir, mediante la percepción correcta de cuándo ocurría
dicha posición astral, se aseguraban con eficacia la regulación y el diseño del calen-
dario marcando con precisión el principio del estío. El control del tiempo cronoló-
gico era, de hecho, una de las facultades de Baal, asimilado a Cronos-Saturno desde
muy pronto (Bloch 1981: 127). A esta advocación los fenicios de Tartessos otorga-
ron singular importancia al dedicarle un templo en la propia Gadir. No ha pasado
desapercibido a los especialistas en arqueoastronomía (Belmonte 1999: 95, 115, 145,
etc.) la posibilidad de que en la iconografía antigua que representa a un león atacando
a un toro, tan cultivada en el Próximo Oriente asiático, esté simbólicamente represen-
tada la caída de la primavera (Tauro) ante el ímpetu abrasador del verano (Leo).
La fijación de los solsticios no estuvo en la Antigüedad exenta de problemas.
Tanto en junio como en diciembre, en la segunda mitad del mes el Sol sale durante
varios amaneceres (en torno a tres) prácticamente por el mismo punto del horizonte.
Para la ciencia ptolemaica tal inmovilidad solar supuso un importante reto a la hora
de establecer con fidelidad la auténtica posición solsticial y su fecha. Para la historia
más tradicional de la astronomía, basaba en documentación escrita más que en datos
arqueológicos, la cuestión sólo quedaría zanjada cuando en la Edad Media los astró-
nomos islámicos percibieron que podían realizarse mediciones más exactas en otros
momentos del curso solar, deduciendo a partir de estas otras calibraciones la datación
concreta del solsticio para cada año (Saliba 2003: 45). Sin embargo, la arqueología
cuenta hoy con innumerables pruebas de que, al menos de forma empírica, muchas
culturas prehistóricas dispusieron de las técnicas suficientes y de los conocimientos
astronómicos imprescindibles para solucionar la cuestión. A la lista de tales testi-
monios, entre los que se citan siempre como más antiguos los del mundo megalítico
del Neolítico y de la Edad del Cobre, se ha sumado recientemente el disco celeste de
15. El lector puede comprobar que uso indistintamente los apelativos Baal y Melqart referidos a la misma
divinidad. Aunque los especialistas más ortodoxos en religión fenicia puedan llevarse las manos a la cabeza,
esta opción deriva de la sospecha de que los fenicios fueron en realidad monoteístas por lo que se refiere
al ente masculino, que forma díada siempre con Astarté: Baal Samem-Astarté en Biblos, Esmún-Astarté
en Sidón o Melqart-Astarté en Tiro y en la fase arcaica de Cartago –luego, aquí, Baal Hammon-Tanit en
época púnica–. Si esto fuera cierto, estas divinidades que se dan por distintas podrían ser sólo diferentes
advocaciones. No soy el único ni el primero que ha planteado esta cuestión (cf. Del Olmo 2004: 28-29).
122 José Luis Escacena Carrasco
Nebra (Sajonia), una placa circular de bronce en la que, además de una barca solar, la
Luna llena y en cuarto creciente y un campo estrellado como fondo de las Pléyades,
se representaron los dos arcos del horizonte (el del oriente y el del occidente) por los
que a lo largo del año el Sol se desliza en sus ortos y sus ocasos, es decir, los valores
azimutales. Fechada en el Bronce Antiguo, esta pieza viene a demostrar de alguna
forma que, en la Europa de la primera mitad del segundo milenio a.C., se disponía
ya de conocimientos astronómicos sobre los solsticios parecidos a los de las civiliza-
ciones del Mediterráneo oriental, y que los problemas prácticos para su fijación se
controlaban con la pulcritud suficiente como para no originar excesivos errores de
calendario. En el caso de los altares de barro hispanos en forma de piel de toro, su
carácter inamovible facilitaba sin duda los correspondientes cálculos astronómicos,
residiendo tal vez la máxima dificultad en determinar su fiel orientación al orto solar
del solsticio de junio o al ocaso del de diciembre en el momento de su construcción.
Durante el resto de su vida útil, debieron servir tanto para la planificación cronológica
del año como para la identificación de otros cuerpos celestes importantes en la litur-
gia o en otros aspectos económicos y sociales. De hecho, como sustrato común a casi
todos los semitas occidentales antiguos, los cananeos del segundo milenio a.C. y sus
herederos, los fenicios del primero, conocieron un buen lote de astros y sus principales
movimientos celestes, así como diversas constelaciones y otras agrupaciones estelares
(Belmonte 1999: 115-145).
El alcance evolutivo de estos saberes astronómicos está relacionado con los avan-
ces de la ola colonial fenicia por el Mediterráneo. Ya adelanté que, en coordena-
das biológicas, los triunfos y fracasos de los individuos, de las poblaciones y de las
especies los marcan exclusivamente sus tasas de reproducción y, como consecuencia
de ellas, la expansión alopátrida consiguiente. Este baremo permite hacer una cla-
sificación de las mutaciones (genéticas y meméticas) en positivas, negativas o neu-
tras según contribuyan en más, en menos o en nada respectivamente al crecimiento
demográfico. De la misma forma, una propuesta darwinista reconocería que toda
población que disponga de un espectro amplio de diversidad estaría más sobre aviso
para afrontar cambios venideros o situaciones imprevistas, y ello en el caso de que la
evolución sólo consistiera en una respuesta adaptativa a la sucesión ecológica. Pero,
como los procesos evolutivos se caracterizan también por modificaciones genéticas y
conductuales que pueden cambiar el medio a favor del propio individuo, de la pobla-
ción o de la especie que origina dicha transformación, este rasgo por el que determi-
nados grupos acaban disponiendo de una subpoblación de hipermutadores resulta
un ingenio evolutivo sin parangón. Si el grupo cuenta con una máquina productora
de variación, las condiciones para su propia expansión se hacen especialmente idó-
neas por la posibilidad de que entre los cambios originados por esa subpoblación
hipermutadora concurran los memes convenientes al caso.
Como consecuencia lógica de esta reflexión teórica, pretendo mostrar al clero
como uno de los sectores sociales fenicios más dinámicos a la hora de producir memes
ideológicos relacionados con el conocimiento científico, en especial el astronómico,
con similar cometido al que hoy cumple la NASA en la conquista espacial. Así,
entre las innumerables y profundas especulaciones nacidas en los santuarios, cuya
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 123
teoría evolutiva se sabe bien que la velocidad de cambio puede acelerarse en la misma
proporción en que se incrementa la variación, sobre todo porque la nueva situación
proporciona a la selección natural más alternativas. Definido con más celo en su apli-
cación biológica, este principio sostiene que “el ritmo con que una población aumenta
su adecuación al ambiente en un momento dado es igual a su variación genética en ese
momento” (Ayala 1994: 67). Cualquier historiador ducho en evolucionismo no podrá
negar que aquí reside la razón por la que el primer milenio a.C. trajo tan drásticos y
acelerados cambios a los distintos contextos culturales perimediterráneos.
El empleo de los nuevos procedimientos náuticos se hizo posible gracias a la exis-
tencia de observaciones reiteradas que, bajo la apariencia teológica del conocimiento
de los entes divinos –recuérdese, por ejemplo, la asimilación posible de Baal con el
disco solar como dios y astro omnipotente o la identificación de Astarté con el planeta
Venus– había acumulado el clero fenicio en los templos. Por esta razón, fue una condi-
ción necesaria para el progreso de la dispersión poblacional la creación de santuarios
en los principales enclaves coloniales. Por similar razón, muchos de esos centros de
culto se levantaron en sitios costeros, puntos que facilitaban la transferencia fluida de
conocimientos entre los marinos y los sacerdotes. Es más, el número de santuarios ubi-
cados en el litoral excedió el de ciudades, lo que demuestra de nuevo su utilidad y da
cuenta de por qué muchos de esos santos lugares no estaban ubicados necesariamente
en las áreas urbanas. Toda esta interpretación, en fin, explica razonablemente que las
fundaciones coloniales por parte de expediciones marítimas estuvieran acompañadas
en muchas ocasiones de oráculos emanados desde esos complejos ceremoniales, cos-
tumbre común también entre los griegos según revela la conocida tradición délfica.
El ritmo y la cantidad con que se logran mutaciones meméticas de esta índole
es directamente proporcional al esfuerzo que la comunidad aplica a dicho quehacer,
medida esta inversión tanto en el número de personas empleadas en la tarea como en
la cantidad de tiempo (completo o parcial) que éstas le dedican. Hoy se conoce bien
tal indicador, porque se dispone de las cifras económicas adjudicadas a la investigación
en los presupuestos anuales de cada estado o institución comprometida con ella. No
obstante, en atención al ya citado criterio sobre que la teoría evolutiva sólo proporcio-
naría explicación al ayer pleistocénico y, como mucho, a las modificaciones corpora-
les, pocos historiadores de la modernidad han tomado en consideración los procesos
naturales involucrados en este asunto, que se pueden traducir a la larga en beneficios
reproductores para el grupo. En este sentido, si para cualquier sociedad puede resultar
un dispendio a corto plazo eximir de la producción directa de bienes materiales a una
parte de su población, afecte esta liberación sólo al sector primario o también a otras
áreas de la economía, y dada la escasa visión de futuro con que suelen operar tales
mecanismos adaptativos, la evolución habrá tendido a promover remedios que impidan
el fracaso de esta correlación entre coste y beneficios. Como mostraré, esta condición
se cumplió mediante la adopción de barreras que dificultaban la cesión de los nuevos
conocimientos a comunidades distintas a las que habían hecho el esfuerzo inversor.
A propósito de un trabajo dedicado al clero entre los íberos, T. Chapa y A. Madri-
gal (1997: 189-190) han reseñado algunas de las dispensas características de su oficio
en varias culturas del mundo antiguo. Tal vez el denominador común fue la exención
de las obligaciones militares, de forma que la falta de armamento en las sepulturas
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 125
los especialistas en el culto (Oppenheim 2003: 222). A primera vista, tal afirmación
podría parecer paradójica, sobre todo porque lo que nos viene a la mente de forma
inmediata es que cualquier sistema gráfico escrito cumple como función primordial
la labor de comunicar algo. Sin embargo, al ser muy restringidos su dominio y su uso
en las culturas antiguas, la transmisión de ideas mediante pictogramas o grafemas
de cualquier clase devino todo lo contrario, es decir, constituyó la garantía de que el
contenido de cualquier texto sólo estaría disponible para sectores minoritarios de la
sociedad. Esta interpretación no es necesariamente darwinista, y de hecho ha sido
reconocida por quienes estudian las diversas escrituras de la Hispania protohistórica
al señalar su carácter “un tanto esotérico” (De Hoz 1989: 549). Por esta capacidad
para reducir el ámbito al que se propagan los nuevos conocimientos científicos, no
puede extrañar que los distintos sistemas gráficos orientales surgieran en los templos,
lo que en ningún caso se opone a los tradicionales argumentos que vinculan su origen
al control administrativo de tierras, productos y mercancías. En Tartessos, una de las
provincias más occidentales de la colonización fenicia, el ejemplo quizás más antiguo
de escritura procede precisamente de un santuario. Se trata del epígrafe que la Astarté
del Carambolo muestra bajo sus pies, en el que dos devotos de la diosa le agrade-
cen una gracia concedida. La leyenda no contiene ningún conocimiento práctico de
astronomía ni nada que pueda tenerse por saber científico, pero su mera presencia en
un lugar sagrado sugiere que era en aquel ambiente donde alguien podía redactarla y
entenderla. Esta geografía restrictiva del uso de la escritura es lo que ahora me inte-
resa resaltar, y me lleva necesariamente a coincidir con quienes sostienen el carácter
iletrado de la mayor parte de la población turdetana (Chic 1999: 179).
Si la escritura supone una manera de ocultar mutaciones meméticas, sea este
efecto buscado o no, su misma diversidad puede leerse desde el punto de vista evo-
lutivo como una insistencia en la misma dirección. De esta manera, el mosaico polí-
tico propio del sistema oriental de ciudad estado, replicado a lo largo y ancho de
los territorios coloniales fenicios sea bajo el modelo monárquico sea como otras
formas de gobierno, representó el ecosistema idóneo para esta radiación evolutiva,
sólo reprimida con cierto éxito por unas transacciones comerciales necesitadas de lo
contrario, esto es, de una lengua y de un sistema gráfico francos. Se comprende así,
al menos, la existencia de escrituras diversas entre las distintas regiones lingüísticas
prerromanas de Hispania (Pérez Vilatela 2004), porque unos grupos étnicos verían en
los demás a «los otros», y porque los intercambios económicos entre ellos no alcan-
zarían la importancia que tuvieron en la comunidad semita. Entre los fenicios, los
estrechos vínculos comerciales que ataban unas con otras a sus propias comunidades
coloniales, y a éstas con las metrópolis, supusieron sin duda una fuerza que operaba
contra la diversificación.
Pero el recurso que en las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo impidió la
circulación ilimitada de los descubrimientos científicos fue el empleo por los sacerdo-
tes de una lengua extraña a la comunidad en la que desempeñaban su ministerio, una
lengua que a veces era la progenitora de la que hablaba a diario la población pero que
ésta ya no entendía. Esta costumbre, surgida tal vez de la necesidad de interpretar
textos sagrados redactados en épocas más arcaicas, está atestiguada en un sinfín de
casos asiáticos, así como en el mundo egipcio. Empero, se ignora si los fenicios del
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 127
16. En Marcos (16, 17): se dice: “A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre echa-
rán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no
les dañará, ...”. Más explícitos son los Hechos de los Apóstoles (2, 1-12): “Al cumplirse el día de Pentecos-
tés, estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido proveniente del cielo como el de un
viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas,
lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y
comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les otorgaba expresarse. Residían en Jeru-
salén judíos varones piadosos, de cuantas naciones hay bajo el cielo, y habiéndose corrido la voz, se juntó
una muchedumbre, que se quedó confusa al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos de
admiración, decían: Todos estos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada uno
en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos, medos elamitas, los que habitan Mesopotamia,
Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y
los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras propias lenguas
las grandezas de Dios. Todos, fuera de sí y perplejos, se decían unos a otros: ¿Qué quiere decir esto? Otros,
burlándose, decían: Están cargados de mosto”. Traducción de Nácar y Colunga (1991). De esta versión al
castellano se han tomado también los demás textos bíblicos citados aquí.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 129
clero les condujo a veces a la emisión de oráculos, que en la tradición bíblica casi
siempre intentan la reentrada del pueblo en la norma moral correcta o anuncian gra-
ves penitencias a los enemigos de la comunidad. Como la falsa avispa que, sin gastar
en veneno, exhibe su atuendo negro y amarillo como señal de peligro, el profeta vive
de forma parecida al sacerdote y medra por los alrededores de templos y sacristías.
Cumple en los sistemas religiosos semitas del primer milenio a.C. el papel de pastor
de ovejas descarriadas del sendero que alguna vez los héroes, los dioses o los ante-
pasados míticos dieron por bueno, y señalan por tanto el pecado en su acepción his-
tórica más arcaica, la que reconoce que todo acto humano, para ser tal, debe contar
con un ejemplo mítico acontecido in illo tempore (Eliade 1972: 34-39). Desde una
perspectiva evolucionista, el profeta es muy gravoso para su propia comunidad, toda
vez que, mimetizando al clero genuino, está exento de labores manuales. Una excesiva
cantidad puede resultar casi un despilfarro. En consecuencia, un análisis darwinista
estaría en condiciones de predecir que su alto precio para el grupo debió contener
su número en una proporción considerablemente menor que la de los verdaderos
sacerdotes en el caso de que las dos figuras estuviesen nítidamente separadas. Pero
una tendencia evolutiva también probable pudo potenciar la adopción por el clero del
acervo moral representado por la actividad profética. Por lo que parece, y a la luz de
la escasa documentación disponible, esta segunda opción tiene datos a favor para el
caso fenicio, porque sus sacerdotes tutelaban la piedad nacional y velaban por su fiel
cumplimiento (Jiménez y Marín 2002: 80).
Toda esta interpretación darwinista evidencia vastas incompatibilidades con
otras escuelas arqueológicas e históricas. Como ya advertí al comienzo, casi todas las
tendencias teóricas y metodológicas del análisis histórico han destacado la labor de
los ministros del culto como garantes del mantenimiento y reproducción de la des-
igualdad social, entendida esta última, además, no como algo normal en casi todas
las especies gregarias del reino animal sino como una secuela perniciosa del naci-
miento de la agricultura humana. La lectura más frecuente entre los especialistas
en Protohistoria hispana asume esa explicación (cf., entre otros, Chapa y Madrigal
1997: 192), que es también la más común en la literatura especializada sobre la his-
toria del Próximo Oriente antiguo (cf. Liverani 1995: 119). Mas, para la Arqueolo-
gía Evolutiva, la valoración del papel histórico del clero antiguo tiene que huir de
análisis que contengan juicio moral alguno apoyado en criterios éticos de nuestra
sociedad actual; en consecuencia, ha de llevarse a cabo exclusivamente en función
de su aportación al crecimiento demográfico y a la correspondiente dispersión de
las comunidades en que tales especialistas se desplegaron. Estas dos variables (auge
poblacional y expansión geográfica) representan los marcadores ideales para valo-
rar la aptitud (fitness) de individuos y poblaciones, así como el único instrumento
científico posible para aplicar al hombre el mismo medidor de adaptación que a los
demás seres vivos. Con este enfoque evolucionista darwiniano puedo reconocer en el
sacerdocio fenicio un cometido clave en la diáspora de su gente: el de ser depositario
y garante de los conocimientos astronómicos necesarios para la navegación marítima
de altura, a la vez que acrecentadores de este acervo científico. No en vano, recordaré
de nuevo que la fundación de muchas colonias importantes iba acompañada, cuando
no precedida, de la correspondiente consagración de santuarios, edificios que a veces
130 José Luis Escacena Carrasco
Acerca de la fundación de las Gadeira, los gaditanos dicen recordar lo que sigue: que
un oráculo ordenó a los tirios fundar un establecimiento en las Columnas de Hércules;
los enviados a hacer la expedición llegaron hasta el estrecho que hay junto a Calpe y
creyeron que los promontorios que forman el estrecho eran el fin de la tierra habitada y
el límite de las aventuras de Hércules. Suponiendo entonces que allí estaban las columnas
citadas en el oráculo, anclaron en cierto lugar de más acá de las Columnas, en donde está
la ciudad de los exitanos. Pero, como en este punto de la costa sacrificaran a los dioses sin
que el resultado fuera propicio, se volvieron. Tiempo después, los enviados rebasaron el
estrecho, y llegaron a una isla consagrada a Hércules situada junto a Onoba, ciudad de
Iberia a unos mil quinientos estadios fuera del estrecho; como creyeran que estaban allí
las Columnas, hicieron nuevos sacrificios a los dioses, pero de nuevo fueron contrarias las
víctimas; así que regresaron a la patria. En el tercer viaje fundaron las Gadeira y levanta-
ron el santuario en el extremo oriental de la isla y la ciudad en el occidental.
En el apartado anterior cité varias veces los altares de barro en forma de piel de
toro de algunos santuarios hispanos del primer milenio a.C. Toca ahora profundizar
en ellos, sobre todo en la simbología de su forma y de sus colores y en los lazos que
su especial diseño y orientación pueden tener con determinados dioses del panteón
fenicio. Son tales vínculos, hasta ahora no comentados por mí, los que permiten esta-
blecer una más que posible relación entre los templos que los cobijan y una divinidad
omnipotente que, entre los colonos semitas, puede identificarse con Baal (el Señor)
en su calidad de numen masculino genérico, con acepciones concretas como Reshef
o Melqart, entre otras. Mostraré que en este auténtico desciframiento he tenido la
suerte de haberme topado en mis excavaciones con una pieza clave: el altar de Coria
(fig. 4). Si antes de su descubrimiento en 1997 estas aras se tenían por imitaciones de
la forma de los lingotes de cobre chipriotas de la Edad del Bronce, ahora es imposible
seguir sosteniendo tal equiparación.
El altar de Coria del Río es una plataforma exenta de barro de distintos colores
construida en el centro del tabernáculo más antiguo detectado hasta ahora en el
Santuario III de los cinco superpuestos ya localizados. Este templo corresponde al
edificio que funcionaba durante el siglo VII a.C. Es cierto que su silueta subrectan-
gular, con lados cóncavos y apéndices desarrollados en las esquinas, recuerda la de
los lingotes de cobre mediterráneos de origen chipriota, pero se parece mucho más en
todos sus detalles al diseño de las pieles de toro en la manera en que eran tratadas en
ese mundo protohistórico. Puede afirmarse hoy, más bien, que lingotes y altares no
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 131
muestran una relación directa padre-hijo, sino que pueden definirse como hermanos,
ambos descendientes en todo caso del diseño del pellejo extendido de los bóvidos. En
el caso de los lingotes, esta genealogía estaba de hecho plenamente asumida (Lagarce
y Lagarce 1997). Mi nueva propuesta sostiene que lingotes, altares, piezas de orfe-
brería, exvotos y objetos decorativos, así como otros elementos que adquirieron en
la época dicha forma, imitaron en última instancia la piel del animal y representaron
en parte la carga simbólica de aquélla. De nuevo, los procedimientos técnicos de la
teoría evolutiva pueden servirnos para aclarar tales lazos familiares (fig. 5).
En realidad, aunque me referiré a este altar en singular, el de Coria constituye el
resultado final de un proceso relativamente complejo de construcción y reconstruc-
ciones, una historia por lo demás común a otros ejemplares según muestran los del
santuario de Cancho Roano, en Extremadura (Celestino 1994). En nuestro caso se
trata básicamente de dos altares embutidos, de manera que el más reciente (fase B)
contiene al más antiguo y lo agranda (fase A). Merece la pena pararse en describir
sus detalles porque éstos suministran las claves fundamentales de su posterior inter-
pretación simbólica.
Para conseguir el primitivo (altar A) se fabricó primero, al parecer, una mesa
de planta rectangular de barro de color castaño, parte que hoy ocupa el centro de
la obra. A continuación, este bloque en forma de paralelepípedo se enlució con
una ancha capa de barro amarillento en la que se diseñó ya el contorno cóncavo
de los cuatro costados, además de una protuberancia bicorne en uno de los lados
menores, el que mira al nacimiento del Sol. Este apéndice disponía de menor altura
que la mesa del altar, y se hizo con el mismo barro claro del contorno. A modo de
cordón o moldura de media caña periférica, daba cobijo a una pequeña oquedad
132 José Luis Escacena Carrasco
Fig. 5: Propuesta de cladograma filomemético de la piel de toro y sus imitaciones. Los cladogramas
evolutivos sólo expresan las relaciones de parentesco, no contienen información cronológica.
que pudo estar dedicada a contener una muestra de sangre de la víctima sacrificada
como ofrenda. Concluida así la estructura, sus cuatro caras verticales y esta pro-
tuberancia del flanco oriental se pintaron de rojo, siendo esta película de color en
realidad la misma que discurría por el suelo de toda la estancia, incluido un banco
también de barro que se levantó en el flanco norte, en paralelo al eje longitudinal
del altar.
El ara más vieja (fase A) funcionó así durante algún tiempo imposible de preci-
sar aún. Pero, quizá todavía en el siglo VII a.C., se remodeló en parte la capilla que la
contenía, lo que obligó a retocar también la mesa de sacrificios. Estas modificaciones
produjeron el altar B, que utilizó en realidad como matriz el preexistente. Comenzó el
cambio elevando el piso del tabernáculo y ensanchando el banco colateral. Al subir la
cota del pavimento, quedó oculto el apéndice bicorne del flanco oriental, pero no se
sustituyó por otro nuevo, permaneciendo ahora el segundo altar simétrico desde sus
cuatro costados. No obstante, como el ara inicial tenía más anchura en la base que en
su parte superior, al subir el nivel del suelo el altar resultó más estrecho y bajo que el
anterior. Se consideró necesario por consiguiente proporcionarle de nuevo anchura,
pero no así más altura. Por esta razón se le añadió un nuevo contorno amarillento
al ya existente, respetando en todo caso la silueta prístina de márgenes cóncavos que
daba al conjunto planta tetrápoda. Acabada la remodelación formal, se pintaron de
rojo otra vez todas las estructuras a excepción de la cara superior del altar. Como
sostendré, esta superficie debía mostrar siempre sus combinaciones cromáticas, sobre
todo porque sus colores proporcionaban el quid de la lectura simbólica del propio
altar, una clave comprendida por quienes lo erigieron y usaron.
Antes de la construcción del santuario siguiente (el IV), se procedió evidente-
mente a clausurar el templo anterior. Aunque las excavaciones no han ofrecido hasta
ahora muchos detalles de este ritual, parece claro que toda la capilla roja fue cubierta
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 133
intencionadamente con una capa de tierra con abundantes gránulos de cal y casi
virgen desde el punto de vista arqueológico. El altar fue respetado casi intacto bajo
este relleno. Estas circunstancias sugieren que, como aún ocurre en el ritual cris-
tiano, estamos ante el elemento litúrgico más importante después del propio dios,
por encima incluso de las representaciones divinas antropoformas que nos han lle-
gado de la época. De hecho, todos estas figurillas pueden tomarse por exvotos más
que por imágenes de culto propiamente dichas (Belén y Escacena 2002: 178).
Aparte de la silueta descrita, el altar de Coria tiene en su cara superior una
oquedad de planta subcircular u oval que ocupa aproximadamente el centro del
rectángulo de barro castaño. Este receptáculo contuvo en su día fuego o ascuas
encendidas, pues su fondo está endurecido y muy quemado, casi convertido en un
cuenco de cerámica. Tal característica supone una nueva garantía de su uso como
altar, pues otras mesas de barro del santuario carecen de esta peculiaridad. En con-
junto, puede ponerse en relación directa con los altares de barro de Cancho Roano,
que presentan esta misma forma a excepción de uno de planta circular. En cualquier
caso, los extremeños y los demás conocidos en la Península Ibérica responden al
modelo del altar B de Coria, el más reciente, y han servido para relacionar su figura
con la de los lingotes chipriotas de cobre. No obstante, a pesar de las evidentes seme-
janzas entre altares y lingotes, dos cuestiones impiden ahora seguir manteniendo
esta interpretación: las combinaciones cromáticas, que sin duda contienen un men-
saje que trasciende lo meramente decorativo, y el apéndice que presenta en su lado
oriental la pieza más vieja (altar A), elemento que proporciona también una clave
importante para ahondar en su significado simbólico. Así, S. Celestino (1997: 372)
ha señalado el parecido de estas aras con la piel del toro, por lo que si su filiación
se sigue vinculando a los lingotes es quizás por la existencia en Chipre a fines del
segundo milenio a.C. de una divinidad supuestamente relacionada con el lingote
que tenía su santuario en Enkomi (Ionas 1984: 102-105). No obstante, los detalles
constructivos de la pieza de Coria, sobre todo los relativos a su silueta y a la inten-
cionalidad de sus combinaciones cromáticas, aconsejan tomarla por la imitación
directa de las pieles. Tanta meticulosidad en su fabricación y en la búsqueda de
contrastes de colores debe obedecer a detalles simbólicos importantes, de los que
el mundo religioso está tan cargado. Curiosamente, las formas correspondientes a
las dos fases del altar de Caura pueden relacionarse estrechamente con la de los dos
«pectorales» del tesoro del Carambolo, piezas dotadas de indudable simbolismo
sagrado y sobre las que volveré. La búsqueda y el correspondiente hallazgo de las
claves que permiten acceder a este mensaje inducen a una relectura y distinta traduc-
ción de la forma de estas aras. En este sentido, la silueta y los colores corresponden a
la forma y a los colores reales que las pieles de los toros presentaban en la Antigüe-
dad después de su curación.
En egipcio medio, el ideograma usado para “piel de toro” recuerda esquemáti-
camente la forma de estos altares, si bien cuenta con un apéndice inferior correspon-
diente a la cola del animal (cf. Gardiner 1982: 464), un elemento desconocido en los
altares. En la arqueología hispana, la imagen más directa de cómo eran curtidas las
pieles de toros y cabras, o las zaleas de ovejas, aparece en algunas figurillas votivas
de caballos rescatadas en santuarios protohistóricos, cuando no en escultura pétrea.
134 José Luis Escacena Carrasco
Llevan estos équidos sobre sus lomos las correspondientes “sillas de montar”, que
nos sirven como fotos directas de la forma de trabajar entonces las pieles.
Fuesen éstas de bovino o de caprino, se recortaban en forma aproximada de X,
siendo los extremos del aspa las zonas correspondientes a las cuatro patas del animal.
Después se definía en el centro una parte en la que se preservaba el vello, mientras el
contorno se rasuraba para obtener una orla lisa y desprovista de pelo. Así, la peri-
feria tomaba el tono pajizo de los pellejos de panderos y tambores. Este resultado
puede constatarse con claridad en un exvoto del Cigarralejo (Murcia), y es el mismo
que de forma más esquemática presenta el caballo de bronce del santuario de Can-
cho Roano (cf. Celestino y Jiménez 1996: fig. 16). El arte egipcio reflejó con fidelidad
estas pieles con el rectángulo central peludo y los bordes rapados (cf. Delgado 1996:
fig. 81). Y esto es lo que el altar de Coria refleja puntualmente: la piel de un toro
castaño con los flancos amarillentos del cuero depilado.
Pues bien, en la forma elemental de la fase B del altar de Coria, estas aras se
prodigaron por diversas áreas de la Península Ibérica. En algún caso, la bicromía
que marca la diferencia entre la parte central y la periférica se observa también en
cubiertas de sepulturas que muestran el mismo diseño, como ocurre en la necrópolis
albaceteña de Los Villares (Blánquez 1992: lám. 2). Y, aunque a veces no se des-
cendiera a tanto detalle, la mera silueta evocaba su significado, permitiendo así su
evolución hacia un simbolismo más abstracto. Por lo demás, en el registro arqueo-
lógico son cada vez más abundantes los testimonios que pueden ser interpretados
o releídos como altares o como elementos litúrgicos diseñados con la misma forma
y significado: sendas “fuentes” de bronce aparecidas en La Joya (Garrido y Orta
1978: láms. XXXI-XXXII) y en la Mesa de Gandul (Fernández Gómez 1989), una
pieza de oro del Instituto de Valencia de Don Juan (Kukahn y Blanco 1959: fig. 6),
la posible tapadera de cajita en cerámica de la sepultura de El Carpio (Pereira y De
Álvaro 1986: 39), un exvoto de barro cocido de Setefilla (Ladrón de Guevara y otros
1992: fig. 13:3), un altar de piedra de Villaricos (Belén 1994: fig. 4:6), algunas tapas
de tumbas de la necrópolis murciana de Castillejo de los Baños (García Cano 1992:
321), el empedrado de base de la torre funeraria de Pozo Moro (Almagro-Gor-
bea 1983: fig. 6), el probable altar del poblado alicantino de época ibérica del Oral
(Abad y Sala 1993: 179), unas cajas cinerarias del yacimiento portugués de Neves,
en el Alentejo (Maia 1985-86), etc., etc. Requieren alusión especial en esta lista los
llamados «pectorales» del tesoro del Carambolo (Carriazo 1973: fig. 74), sobre todo
porque reflejan con fidelidad, y a la vez con un esquematismo simbólico profundo,
la manera de trabajar las pieles de toros en este mundo protohistórico. Pese del
alto grado de abstracción de tales joyas, reflejan la silueta del cuero del animal y el
reborde libre de pelo, además de la porción de piel del cuello convertida ya en una
protuberancia de significado prácticamente desconocido antes del hallazgo del altar
de Coria. Este apéndice, que Carriazo interpretó como artilugio de suspensión, se
ha advertido también en el ejemplar que hoy carece de él (Kukahn y Blanco 1959:
39; Carriazo 1973: 130; Perea y Armbruster 1998: 127), por lo que los dos supuestos
pectorales presentaron en su día la forma más antigua y canónica de la piel del toro,
la misma que muestra el altar de barro de Coria en su momento inicial (fase A).
Desde este diseño, y por una simplificación posterior del signo sin pérdida de su
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 135
carga simbólica, muchos objetos religiosos que imitaban estas pieles evolucionaron
hacia la pérdida del apéndice alusivo al cuello. Los mismos altares y las cubiertas
de enterramientos prescindieron de esa protuberancia para adquirir simetría desde
cualquiera de sus cuatro flancos. No obstante, mantuvieron con frecuencia los con-
trastes de colores como evidencia del diferente tratamiento de la piel en su derredor
y en su parte central. En la fase A del altar de Coria, la más realista, se mantiene
aún el apéndice del cuello en la parte que mira al orto solar, un elemento que todavía
hoy poseen los cueros de bóvidos cuando se curten para la elaboración de zahones
y que aparece ya representado en las pieles del disco de Phaistos. En nuestro altar,
esta zona presenta un pequeño receptáculo contrario a la idea de superficie plana
que trasmite una piel. La excavación de este punto no condujo a ningún hallazgo,
pero el ara circular de Cancho Roano muestra también en su zona oriental una
protuberancia que dispone de una oquedad parecida. Allí, dicho hoyuelo contenía
un cuenco de cerámica en el que se pudo depositar algún líquido durante las cere-
monias litúrgicas (Celestino 1997: 373). Por tanto, quizás el altar de Coria dispuso
de un recipiente similar. Durante los actos de culto, este hueco o la vasija que se
colocara en él pudieron contener sangre de la víctima sacrificada, ya que los toros
se degollaban y desangraban por esta parte, la base del cuello. Ya el altar minoico
del palacio de Phaistos muestra figuras de toros y espirales dobles de pintura roja
que se han interpretado precisamente como imágenes de los animales ofrecidos a la
divinidad y de la sangre derramada sobre el ara (Pelon 1984: 69). Tales sacrificios y
su correspondiente liturgia no fueron tal vez diferentes de la dramatización reflejada
en un exvoto ibérico de bronce en el que toda la acción se representa precisamente
sobre una piel de toro (Obermaier 1921).
Los argumentos con los que quiero concluir mi trabajo necesitaban esta extensa
demostración de que los altares de barro protohistóricos y los demás elementos
arqueológicos que presentan su misma forma no imitan a los lingotes de cobre de
origen chipriota. De esta otra hipótesis sobre lo que emulan se han derivado inter-
pretaciones que relacionan este singular símbolo de la Hispania fenicia con el poder
económico y político de príncipes o reyes (cf. Almagro-Gorbea 1996), dejando en
un segundo plano su significado cultual. Empero, si se identifican como imitaciones
de pieles de toros, la lectura religiosa puede adquirir el papel principal. De hecho, la
documentación arqueológica hispana está repleta a lo largo de todo el primer mile-
nio a.C. de imágenes de toros que son algo más que animales.
En el yacimiento bajoandaluz de Montemolín, por ejemplo, algunas vasijas orien-
talizantes se decoraron con procesiones de bóvidos (De la Bandera 2002: lám. II), que
pueden representar tanto víctimas sacrificiales como la encarnación del propio dios
al que se destinaban. En un caso, uno de esos bóvidos parece llevar sobre su lomo un
dorsuale, el fajín típico con el que en muchas regiones del Mediterráneo se adornaban
los animales que desfilaban en procesión hacia el altar, mientras que se ambienta la
escena con una cenefa de asteriscos en forma de molinete (Chaves y De la Bandera
1992: fig. 7). Esta combinación de toro sagrado y estrella es bien conocida en el
Mediterráneo oriental desde mucho antes del primer milenio a.C. (cf., entre otros,
Delgado 1996: lám. 30), sin que disponga en cambio de precedente alguno en la Ibe-
ria prehistórica. Si se identifica la estrella con Venus o el Lucero –Astarté entre los
136 José Luis Escacena Carrasco
17. Está tan reconocida esta identidad que resulta innecesario argumentar aquí nada a su favor. En
cualquier caso, recordaré que la forma más simple de representar la estrella en esta época es un simple
asterisco con diferentes versiones (fundamentalmente × o la superposición de + y ×), mientras que la
más usada por los gustos orientalizantes desde el siglo VII a.C. en adelante es la roseta (Belén y Escacena
2002: 174-176; Escacena 2004b: 33-37).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 137
Por más que he buscado estas cuestiones en la prehistoria hispana a ver si tuvie-
ran un sustrato prefenicio, yo no he encontrado tales posibles precedentes. Los
denominados “altares de cuernos” de época argárica nada tienen que ver con los
que ahora nos ocupan. Si tienen vínculos mediterráneos, es evidente que recuerdan
mucho más a los del mundo palacial cretense. Los protohistóricos discrepan radi-
calmente de aquéllos en su diseño extremadamente plano, hasta el punto de que a
veces sólo superan el propio nivel del suelo en sus bordes y en escasos centímetros.
Esta característica se explica bien por la sensación de alfombra que proporciona una
piel extendida, y puede incluso tener un apoyo moral en textos bíblicos que hablan
de la construcción de altares de barro planos, sin podios ni escaleras de acceso18.
En cambio, aunque conocemos muy mal en el Mediterráneo oriental la arqueología
de estos débiles elementos de tierra por la búsqueda de la espectacularidad que ha
caracterizado allí tradicionalmente a los trabajos de campo, la misma forma de los
hispanos muestra ya un altar de barro anatólico del tercer milenio a.C. (Gil e.p.), y
tal vez se refieran a este tipo los citados en algunos textos veterotestamentarios19. Es
más probable, por tanto, que estas aras llegaran a Occidente de manos de la colo-
nización fenicia, y quizás filtradas por una fuerte influencia de fenicios de Chipre
o de gente de Siria, lugares donde encuentran estrechas semejanzas muchas de las
cosas más viejas que la expansión semita llevó hasta la Península Ibérica. Su origen
oriental queda igualmente reforzado por la presencia en la residencia de Sargón II
en Khorsabad, en la cuenca alta del Tigris, así como en otros palacios asirios y sirios
(Kukahn y Blanco 1959: 42), de pinturas murales en las que dos toros miran hacia un
posible altar con forma de piel extendida que presenta en su centro un círculo indi-
cador del hogar. Dicho elemento resulta extremadamente parecido al que muestra
un exvoto hallado en el yacimiento sevillano de Setefilla (Ladrón de Guevara y otros
1992: fig. 13:3) (fig. 6). A la luz de la información suministrada por los altares de la
Península Ibérica y por la mitología fenicia sobre Baal, que situó la muerte del dios
al comienzo del verano (solsticio de junio) y entre dos toros según la tradición del
culto de Adonis heredada en tiempos romanos (Du Mesnil 1970: 108), esta escena
mitológica del palacio asirio cabe interpretarla tal vez como la representación de la
muerte del propio Baal en el altar como víctima de salvación, ya que es esta divini-
dad oriental el ejemplo más claro de numen salvífico entre las varias deidades que,
de alguna manera, adquieren nueva vida después de morir (Xella 2001: 80). Resulta
por tanto evidente que el llamado “dios del lingote” chipriota, denominado así por
haber sido caracterizado en exvotos de bronce sobre una peanilla con ese diseño en X
(Ionas 1984: 102-105), no puede ser más que la representación de la divinidad sobre
el propio altar. Dicha identificación hablaría de la inadecuación del nombre usado en
la literatura arqueológica, pero también de la necesaria existencia en su día de altares
con esta forma en Chipre. Por tanto, si mi propuesta es correcta, esa misma hipótesis
predice su posible hallazgo futuro en la isla.
18. “No subirás por gradas a mi altar, para que no se descubra tu desnudez” (Éxodo 20, 26).
19. “Me alzarás un altar de tierra, sobre el cual me ofrecerás tus holocaustos, tus hostias pacíficas, tus
ovejas y tus bueyes” (Éxodo 20, 24).
138 José Luis Escacena Carrasco
Fig. 6: Arriba, pintura del palacio de Sargón II en Khorsabad. En la parte inferior, exvoto en
cerámica procedente de Setefilla (Lora del Río, Sevilla). En ambos casos, el altar en forma de
piel de toro contiene en su centro la representación del círculo alusivo al hogar.
20. Con una longitud de casi 4 m, se trata de un hallazgo realizado en los últimos días de la campaña de
2004. Dispongo de estos datos gracias a los excavadores, que me han remitido un breve avance de los mis-
mos añadido a la comunicación que presentaron al III Simposio Internacional de Arqueología de Mérida
(Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 139
Fig. 7: Fase más antigua de un altar en forma de piel de toro del Santuario de Astarté
en el Carambolo. Corresponde a una capilla posiblemente consagrada a Baal.
trabajo anterior (Escacena 2002b: 49). Pero el del Carambolo me va a permitir pro-
fundizar aún más en esta lectura arqueoastronómica que tiene que ver con los toros,
con el Sol, con los dioses y con los sacerdotes fenicios, avanzando una serie de ideas
que no son más que nuevos reclamos para proseguir la investigación por esta ruta.
Hace casi veinte años que F. Amores me comunicó una hipótesis funcional sobre
el tesoro del Carambolo que rompía con casi todo lo dicho hasta entonces. La idea me
cautivó de inmediato, pero entonces aún parecía prematura su publicación dado que
todavía era sólo una intuición. Con el tiempo, temí que la inclinación profesional de mi
colega hacia la arqueología medieval y moderna acabara por dejarla inédita, así que le
propuse trabajar en ella juntos. Mi misión consistiría en recopilar los datos para sos-
tenerla y darle forma. Un primer avance de la misma se ha publicado no hace mucho
(Amores y Escacena 2003). Paralelamente, parece que la fortuna procuraba socorrer-
nos con una serie de descubrimientos arqueológicos que la reforzaban cada vez más.
La nueva interpretación reconoce que la tecnología con que se fabricó el con-
junto de joyas tiene componentes tanto atlánticos como mediterráneos, es decir, es
producto de contactos entre la tradición occidental del mundo indígena tartésico y
los conocimientos fenicios sobre orfebrería. Tal extremo se asume normalmente entre
los especialistas en el tema (De la Bandera 1987; Perea y Armbruster 1998). Pero esa
síntesis de tradiciones técnicas en absoluto implica que su uso, función y significado
simbólico sean también resultado de una amalgama étnica y cultural, algo que se
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 141
derivó del análisis tecnológico como un axioma más de los muchos que han lastrado
los estudios sobre Tartessos. Por el contrario, todas estas otras cuestiones quedan
bastante iluminadas cuando se interpreta el tesoro desde la hipótesis que reconoce
una presencia colonial fenicia en el Bajo Guadalquivir mucho mayor de la que está
dispuesta a admitir la mayor parte de los arqueólogos. Con este enfoque, se trataría
de un servicio litúrgico exclusivo de la comunidad oriental que fundó la ciudad de
Sevilla (Spal) y que paralelamente levantó al menos dos santuarios en las cercanías:
uno para Baal Saphon en Caura y otro para Astarté en el Carambolo. El lote esta-
ría compuesto por dos subconjuntos funcionales, uno lucido por los bóvidos que se
ofrecían en sacrificio a los dioses y otro que revestía al sacerdote que oficiaba.
Según he indicado antes, la iconografía antigua mediterránea en la que aparecen
elementos parecidos a los que componen el tesoro del Carambolo reserva, en efecto,
el collar y los brazaletes como elementos sagrados característicos de los sacerdotes.
En cambio, los denominados «pectorales» no aparecen en esas imágenes con dicha
función, sino como adornos sobre la testuz en esculturas de bóvidos. Además de
algunos textos que hablan de la colocación de oro en los cuernos de los toros desti-
nados al sacrificio (Odisea 432-440)21, los testimonios más claros pueden ser el toro
ibérico de Villajoyosa (Alicante) (Llobregat 1974) y el guerrero de Lattes, de proce-
dencia francesa22. El primero es una cabeza de bóvido de época ibérica que presenta
en su frente un rebaje en forma esquemática de piel de toro para colocar allí una
posible pieza metálica de igual diseño. El segundo es una escultura de piedra de un
personaje masculino armado que lleva a su espalda lo que parece la representación
de una placa metálica. En esa pieza dorsal de la coraza se labró una cabeza de ani-
mal con el mismo símbolo sobre su frente (Py y Dietler 2003). En el conjunto áureo
del Carambolo estaríamos entonces ante dos atalajes sacrificiales para bóvidos y el
atuendo del sacerdote que hacía la ofrenda. Dado que los primeros presentan sendas
decoraciones distintas, F. Amores y yo hemos sugerido que el rito en el que interven-
drían esos adornos estaría básicamente definido por la muerte de un toro y de una
vaca. Este tipo de ofrenda fue común, por lo demás, entre las dedicadas a muchas
parejas de dioses mediterráneos; así que, de ser correcta esta hipótesis, los supuestos
pectorales podrían denominarse mejor frontiles, término que designa hoy a adornos
parecidos que portan los bueyes que participan en muchas romerías andaluzas.
Como uno de ellos exhibe como destacado emblema decorativo rosetas, no es en
absoluto descabellado sostener que, junto a las ocho placas rectangulares que llevan
el mismo adorno, sirvió para engalanar a la vaca de Astarté. De hecho, ya Kukahn
(1962) estableció con nitidez la relación entre la roseta y la diosa madre panmedite-
rránea, que se hace particularmente evidente en el caso de la Astarté fenicia y la Tanit
púnica (Aubet 1982: 37; Blázquez 1997: 80 y 85), una identificación apoyada poste-
riormente por nuevos documentos arqueológicos (Belén y Escacena 2002: 174-176).
Siguiendo este razonamiento, puede sostenerse por exclusión que el otro lote, tam-
bién compuesto por un frontil y ocho placas, embellecía al toro para Baal. Y como
21. Véase una posible aclaración del rito a partir del análisis del texto homérico en Pinza (1908).
22. Agradezco a Teresa Chapa el conocimiento de la existencia de este testimonio así como la indicación
de la bibliografía básica sobre el mismo.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 143
Las razones que dan cuenta de este otro problema están estrechamente ligadas a
los mitos orientales que acabaron por dotar a las divinidades de características antro-
pomorfas, con sus correspondientes ritos de paso según iban adquiriendo edad. Con-
centrado todo este ciclo vital en el ritual litúrgico que se distribuía a lo largo del año,
un mínimo conocimiento del peregrinar relativo del Sol por la línea del horizonte
tanto en su orto como en su ocaso permitía una fácil comparación de esos movimien-
tos de poco más de 365 días de duración con la vida casi humana de un dios que nace,
que muere y que resucita. Si ese dios omnipotente podía ser comparado con un objeto
del cielo, las evidencias empíricas de la época reconocían al Sol como el astro más
poderoso del firmamento. Su vida diaria en la bóveda celeste empieza siendo pequeña
durante el solsticio de invierno, cuando el segmento de luz solar de cada jornada
tiene menor duración. A partir de esta fecha, este tramo solar diario roba cada vez
más horas a la noche. Así, el nacimiento del dios podía fijarse en torno al solsticio de
invierno, y su vida desde este momento hasta que de nuevo la luz comienza a decrecer
frente a la oscuridad, lo que ocurre a partir del solsticio de verano. En la línea del
horizonte oriental, estos desplazamientos se manifiestan con una salida cada vez más
al norte del disco solar. El límite septentrional de tal avance corresponde al solsticio
de verano, cuando de nuevo el Sol inicia un deslizamiento hacia el sur.
Así pues, las geocéntricas culturas del Mediterráneo prerromano observaron que
durante los episodios solsticiales el astro rey «frenaba» su carrera hacia el norte en
verano y hacia el sur en invierno, y que la «reiniciaba» a partir de unos pocos días
en dirección contraria. Durante no más de tres jornadas, también para los fenicios y
para sus sacerdotes el Sol aparentaría quietud casi absoluta sobre la línea del hori-
zonte tanto al amanecer como al atardecer, residiendo en esta característica una clave
importante para comprender algunos rasgos de su mitología. Propongo, por tanto,
que en este hecho astronómico se sustenta la creencia en un dios que muere y que
resucita al cabo de tres días, un atributo que define al Señor de los cananeos y a otros
dioses masculinos orientales del mudo antiguo. En la segunda mitad del siglo XIX,
F. Lenormant sostuvo ya una primera hipótesis en este sentido, relacionando dicho
mito con el curso anual y diario del Sol (Lenormant 1874: 12123); pero los estudios
de Frazer (1890) inclinaron pronto la explicación hacia los ciclos estacionales de la
naturaleza, dando origen a toda una línea historiográfica que ha perdurado hasta
nuestros días y que ha olvidado casi siempre la comparación con fenómenos astro-
nómicos. La tesis naturalista de Frazer, que se ha enseñoreado por la literatura antro-
pológica y arqueológica durante casi todo el siglo XX, deja no obstante sin resolver
el hecho de que en determinadas culturas orientales las jornadas en que la divinidad
permanecía muerta fuesen exactamente tres. En cualquier caso, la renuncia a la pro-
puesta frazeriana, que hoy empieza a fraguar en distintas rutas de investigación, ha
comenzado a discurrir por derroteros que no suponen la necesaria recuperación de
la hipótesis solar que aquí sustento. Es más, si es correcta esta identificación tan anti-
gua del Señor de los cananeos con el Sol, que parece estar plenamente conformada
cuando los fenicios acceden a Tartessos, la relación astronómica del Adonis orien-
tal transmitida por Macrobio (Sat. I, 21) no puede ser considerada, como sostiene
Ribichini (2001: 106), una “solarización” del personaje atribuible a los sincretismos
típicos de la Antigüedad tardía, porque estaría definida en una época mucho más
arcaica. Asumir de nuevo la hipótesis astronómica exige reconocer que la creencia
en una resurrección divina tras una muerte que, si no dura tres días completos, al
menos involucra a tres jornadas del calendario, tendría como condición necesaria
la previa identificación de esa divinidad concreta (Baal-Melqart-Adonis) con el Sol,
una cuestión que cuenta con tres fuertes apoyos: el epíteto con que muchas veces se
alude a Melqart, las palabras y conceptos usados en la literatura ugarítica cuando
se narran estos avatares divinos, y la hora del día en que se produce la resurrección
de la divinidad. En efecto, en no pocas ocasiones se cita al dios con el nombre de
“fuego del cielo” (Aubet 1994: 140), un calificativo que puede referirse directamente
al Sol; respecto a la segunda cuestión, los vocablos utilizados corresponden a los
verbos mwt (morir) y yhw (vivir), que constituyen dos voces alusivas a una muerte
y a una vida reales, no metafóricas (Xella 2001: 82), tan ciertas como la parada y el
reinicio del movimiento solar que durante los solsticios puede comprobar empíri-
camente cualquier observador terrestre; y, en relación por último con el momento
exacto de la resurrección, no es gratuito que ésta acontezca al alba (Xella 2001: 90),
cuando el disco solar emerge del horizonte oriental y cuenta por tanto con referentes
orográficos que permiten acotar con facilidad su posición. Espero, en fin, no caer en
una tautología si deduzco de aquí que el mito de la muerte de Baal y de su posterior
vuelta a la vida demuestra que los sacerdotes implicados en su elaboración estaban
al tanto de los conocimientos científicos mínimos para determinar y predecir con
cierta exactitud tales observaciones astronómicas. Por otro lado, estudios recientes
han demostrado una vez más que esta tradición mítica de un dios que adquiere nueva
vida en la tierra tras su muerte carece de raíces africanas, porque, más que resucitar,
lo que el Osiris egipcio consigue en realidad es vivir en el otro mundo (Scandone
2001: 20 y 26)24. Por tanto, en la versión idéntica que ha llegado hasta nosotros a
través de la muerte y de la resurrección salvadoras de Cristo, se trata de un credo
originario del Próximo Oriente asiático, pero sobre todo de una construcción mítica
bien conocida en el mundo cananeo, primero vinculada al Baal ugarítico del segundo
milenio a.C. y luego al Melqart de Tiro y de sus colonias.
A pesar de su parquedad, la documentación disponible da a conocer un clero
fenicio jerarquizado, y dividido en parte según sus funciones; una jerarquización que
incluía a veces la figura del rey en calidad de sumo sacerdote (Amadisi 2003: 46-47)
o ejerciendo la presidencia en sacrificios relacionados con algunas posiciones astra-
les (Del Olmo 1989). Sería de ingenuos esperar que entre los nombres atribuidos a
cada especialista en el culto divino aparecieran algunos directamente traducibles por
“astrónomos”. Esta terminología es propia del Occidente de hoy porque en nuestro
mundo la ciencia se ha convertido en un valor social en sí misma25. Entre los fenicios
24. Aunque los datos más viejos que remiten a Osiris relacionan el nacimiento de su mitología con el
culto al Sol en Heliópolis, es posible que este vínculo esté más referido a la muerte diaria del astro rey, y
no a su ciclo anual. No obstante, esta situación pudo cambiar en el primer milenio a.C., cuando los cultos
a Osiris y al toro Apis confluyen en la figura de Serapis.
25. La comparación entre los beneficios evolutivos de los científicos de hoy y de los sacerdotes de antaño no
es de mi cosecha. Aunque sea de pasada, esta referencia puede encontrarse, por ejemplo, en Gould (1995: 221).
146 José Luis Escacena Carrasco
26. Las únicas referencias literarias a la fecha en que esta fiesta se celebraba en Tiro proceden de Flavio
Josefo (Antiquitates Iudaicae. VIII, 145-147; Contra Appionem I, 117-119), que la cita para dar cuenta de
su institución en el siglo X a.C. por el rey Hiram I y que la lleva al mes de Perítios. Las tradiciones diversas
del Mediterráneo oriental sitúan este mes en distintos momentos del año, por lo que la mayor parte de los
especialistas en mundo fenicio han optado por la tradición tiria sin más, que lo iniciaba el 16 de febrero
y que contaba con una duración de 30 días. No obstante, la costumbre sidonia, para la que también este
mes duraba 30 jornadas, lo hacía comenzar el 1 de abril. Existen, por tanto, opciones muy diversas –y
situadas en territorios muy cercanos– a la hora de decidir cuál de ellas usó Flavio Josefo. Parece lo más
probable que, dada la época en que escribe, este autor tuviera en cuenta la reforma del calendario que se
hace en el 9 a.C., según la cual Perítios comenzaría el 24 de diciembre y contaría con 31 días (Pauly 1893).
De ser así, esta versión incluiría el final del solsticio de invierno, lo que discordaría con nuestra hipótesis
sobre la fecha concreta de la fiesta de la égersis de Melqart pero no con los vínculos astronómicos de la
misma. Otra posibilidad es que en esos días en que se inicia el invierno, y en coincidencia con la posible
celebración del nacimiento del dios, hubiese un ritual parecido para determinar astronómicamente el
comienzo de la otra mitad del periplo anual del Sol, con lo que la información de Flavio Josefo pudo estar
ligeramente confundida. Al identificar a Melqart con Tammuz y con Adonis, G. Garbini (1965: 44) ha
propuesto también que la fiesta aludida en el epígrafe bilingüe (etrusco y púnico) de Pyrgi se llevaría a
cabo en junio/julio (mes de Kirar), lo que apoyaría nuestra sugerencia. Este testimonio se fecha entre el 525
y los inicios del siglo V a.C., con lo que resulta más antiguo que Menandro de Éfeso (siglos III-II a.C.), la
fuente citada por Josefo, y por tanto más cercano a los testimonios arqueológicos que nos están sirviendo
de base argumental. Sobre estos problemas, véase también Stieglitz (2000: 692).
27. Sobre el término “hombre de dios” y su asimilación a la figura del profeta veterotestamentario, véase
lo dicho más arriba.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 147
Fig. 12: Frontil del tesoro del Carambolo correspondiente al atalaje sacrificial de un toro. En
último término, resulta evidente que su forma emula a la piel de este animal, incluida en este
caso la porción alusiva a la parte del cuello que se esquematiza en el óvalo de la parte superior.
No obstante, la presencia de la línea de hemiesferas que, a modo de espina dorsal, lo atraviesa
verticalmente y lo divide en dos partes simétricas, alude quizás a la línea recta necesaria para la
alineación solar. En teoría evolutiva, este rasgo puede interpretarse como un carácter derivado
o apomorfia, sólo relacionado con los altares. Por esta razón, nuestra hipótesis defiende que
estas piezas que engalanarían a los bóvidos en la procesión que precedía a su muerte imitaban
en primera instancia a dichas aras helioscópicas.
por los saberes astronómicos de sus sacerdotes, la Iglesia Católica, fiel sucesora de
muchas de aquellas antiguas tradiciones orientales recibidas a través de Bizancio,
cuenta aún con sus propios escudriñadores del cosmos: desde el Monte Grahan (Ari-
zona), el VATT (Vatican Advanced Technology Telescope), heredero hoy de la Spe-
cola Vaticana, el observatorio creado por el papa León XIII en Roma a finales del
siglo XIX, inspecciona galaxias lejanas y rincones desconocidos del firmamento.
Allas el estrellero
Despues que Hercules ouo tod esto fecho, ouo diez naues e metios en mar, e passo
dAffrica a Espanna, e troxo consigo un muy gran sabio del arte destronomia que ouo
nombre Allas, y este nombre ganara el por que morara mucho en el monte Allant, que
es much alto, catando las estrellas; y este monte es cabo Cepta y entra por tierra dAffrica
una partida. Este Hercules, desque passo dAffrica a Espanna, arribo a una ysla o entra el
mar Maditerraneo en el mar Oceano; e por quel semeio que aquel logar era muy uicioso y
estaua en el comienço doccident, fizo y una torre muy grand, e puso ensomo una ymagen
de cobre bien fecha que cataua contra orient e tenie en la mano diestra una grand llaue
en semeiante cuemo que querie abrir puerta, e la mano siniestra tenie alçada e tenduda
contra orient e auie escripto en la palma: estos son los moiones de Hercules. E por que en
latin dizen por moiones Gades, pusieron nombre a la ysla Gades Hercules, aquella que oy
dia llaman Caliz. Despues que esto ouo fecho, cojosse con sus naues e fue yendo por la
mar fasta que llego al rio Bethis, que agora llaman Guadalquivir, e fue yendo por el arriba
fasta que llego al lugar o es agora Seuilla poblada, e siempre yuan catando por la ribera o
fallarien buen logar o poblassen una grand cibdat, e no fallaron otro ninguno tan bueno
cuemo aquel o agora es poblada Seuilla. Estonce demando Hercules a Allas ell estrellero
si farie alli cibdat; el dixo que cibdat aurie allí muy grand, mas otro la poblarie, ca no el; e
quando lo oyo Hercules ouo gran pesar e preguntol que omne serie aquel que la poblarie;
el dixo que serie omne onrado e mas poderoso que el e de grandes fechos. Quando esto
oyo Hercules, dixo que el farie remenbrança por que, quando uiniesse aquel, que sopiesse
el logar o auie de seer la cibdat.
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