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Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías

José Luis Escacena Carrasco

Universidad de Sevilla

La revolución eucariótica nos lleva a


fijarnos en el hecho de que incluso en la
evolución biológica, que Darwin llamó
adecuadamente «descendencia con
modificación», hay mucho espacio para
la transmisión horizontal del diseño.
(Daniel C. Dennett,
La evolución de la libertad, pág. 169)

Darwin en las sacristías

Tal vez la opinión más común entre los historiadores y arqueólogos acerca de la
religión sea la que sostiene que ésta puede ser definida como un mecanismo de repro-
ducción de la estructura social y de las desigualdades económicas que, desde el naci-
miento de los sistemas agrícolas, caracterizarían a los grupos humanos. En una pro-
porción considerable, han sido las lecturas marxistas de la Historia las que más han
reforzado esta visión particular del fenómeno religioso, acrecentando así entre el con-
junto de la población y entre los especialistas en Humanidades del mundo occidental
ciertos sentimientos de rechazo hacia las manifestaciones de fe en una divinidad, sobre
todo por la repugnancia moral que suelen producir las injusticias y los desequilibrios
sociales de clase que, según tal interpretación, la religión habría contribuido a afianzar.

1. Trabajo elaborado en el marco del proyecto BHA 2002-02740 (Ministerio Español de Ciencia y Tec-
nología) y del Grupo HUM-402 del III Plan Andaluz de Investigación (Consejería de Educación y Ciencia
de la Junta de Andalucía). Algunas de las propuestas que contiene habrían sido imposibles sin la ayuda de
J.A. Belmonte Avilés, del Instituto de Astrofísica de Canarias. Igualmente, agradezco a mis colegas M.C.
Marín Ceballos y A.M. Jiménez Flores sus orientaciones bibliográficas.
2. Departamento de Prehistoria y Arqueología, Universidad de Sevilla. C/ María de Padilla s.n., 41004
Sevilla. Telf. 954551413. E-mail: escacena@us.es.
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Aunque es lícito pensar que esta explicación cuenta con avales científicos significati-
vos, no es menos cierto que deja sin cobertura un aspecto clave que preocupa a quienes
pretenden acercarse al estudio del comportamiento religioso sin acritud y conscientes
de que las tendencias anticlericales constituyen valores no epistémicos: la paradoja
que supone la existencia de una conducta humana generalizada a todas las culturas
pero que sólo beneficiaría a la elite de cada comunidad. Si bien es verdad que existen
personas agnósticas y ateas en todos los pueblos, no se conoce ninguno que prescinda
o haya prescindido históricamente de un cuerpo más o menos elaborado de creencias.
Asimismo, a causa del general desdén que los especialistas en Historia muestran hacia
las ciencias denominadas «puras», que se manifiesta especialmente hacia la biología
como disciplina que tenga algo que decir en la investigación histórica, quienes han
estudiado el fenómeno religioso han desconocido los mecanismos que dentro de cada
ser humano entrelazan la fe y el sistema inmunitario, unos vínculos que la medicina ha
asumido sin problemas y que aparecen con relativa frecuencia en obras de divulgación
sobre evolucionismo (p.e., Punset 2004: 17).
A estas alturas de la exploración histórica, no cabe rechazar que las religiones
hayan favorecido sobremanera la reproducción de las estructuras sociales en las que
están integradas. En cambio, desde una perspectiva darwiniana sí es posible negar la
idea de que los beneficiarios exclusivos de este mecanismo sean las clases o estamen-
tos más elevados, en especial porque la jerarquización interna de una comunidad y
sus consecuencias sobre la desigualdad social están relacionadas sobre todo con el
grado de competencia por los recursos que se establecen entre grupos, es decir, están
motivados por lo que V.C. Wynne-Edwards (1963) llamó selección interdémica. En
todos los animales gregarios, este fenómeno ha originado una tendencia evolutiva
espontánea hacia la estratificación intragrupal a lo largo de millones de años, sin
que haya razones científicas para excluir de ella al hombre. En consecuencia, como
desde este enfoque la religión tiene poco que ver con el mantenimiento de privilegios
por parte de las minorías que detentan el poder, la razón fundamental que hace
de las creencias un fenómeno culturalmente omnipresente puede explicarse por los
beneficios que tal conducta simbólica produce al conjunto de la comunidad en sus
fricciones con otros grupos por el control de un mismo nicho ecológico.
Acorde con esta lectura evolutiva del comportamiento religioso, la idea defendida
en este trabajo asume que las comunidades fenicias se beneficiaron de la estructura
organizativa de sus creencias nacionales frente a otras poblaciones (especialmente
griegas) que competían con ellas en la diáspora colonial por el Mediterráneo. Aun-
que el mecanismo era semejante al de otras culturas expansivas, las prácticas cananeas

3. Más que una difusión de saberes científicos, este pequeño libro procura la búsqueda de aplicaciones
prácticas para el mundo de la empresa a partir del conocimiento que se posee hoy sobre la evolución, obje-
tivo ya anunciado en su subtítulo. Aun así, consigue sin duda llevar al gran público muchas ideas básicas
del pensamiento darwinista.
4. En términos biológicos –los únicos de carácter científico bajo los que comprendo al hombre– los
beneficios se miden exclusivamente en función de las repercusiones sobre la reproducción. Como no pode-
mos saber el grado de felicidad o de realización personal de un escarabajo o de un hongo, sólo la mayor
o menor descendencia que originan se convierte en el baremo unitario con el que evaluar el triunfo de los
seres vivos en los correspondientes ecosistemas que habitan.
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consistieron en organizar la dispersión poblacional y la fundación de nuevos enclaves


a partir de santuarios preexistentes, para lo cual constituían herramientas de primera
mano los conocimientos astronómicos del clero. Sin la aplicación correcta de esta sabi-
duría, en la que los fenicios –como otros muchos pueblos orientales– eran duchos, la
ubicación de las colonias y factorías podría no haber sido la más idónea para estable-
cer las rutas del comercio de ultramar. Esto explica que la apertura de caminos navales
vírgenes estuviera presidida por la inauguración de ciudades portuarias en sitios pre-
viamente determinados a través de oráculos sagrados, un mecanismo mediante el cual
la comunidad se aseguraba de que era aquel punto el más conveniente para el nuevo
asentamiento. Desde una perspectiva evolucionista, podríamos inclinarnos a llamar a
este fenómeno una exaptación del papel tradicional del sacerdocio oriental, al modo
propuesto por S.J. Gould y E.S. Vrba (1982), si no fuera porque la mayor parte de las
adaptaciones de los organismos, sean somáticas o de la conducta, no son más que
exaptaciones, lo que invalida el término y el concepto que contiene.
Estos aspectos están escasamente tratados en la literatura especializada sobre
la colonización fenicia, en parte porque los arqueólogos han sido reacios a interpre-
tar como símbolos cósmicos o como conocimientos astronómicos de aquella gente
muchos de los documentos que hallan. En consecuencia, no espere encontrar el lec-
tor en los párrafos que siguen una relación exhaustiva de los datos relativos a orienta-
ciones astrales de santuarios o de otros sitios y objetos de culto. Aquí hay aún mucho
trabajo por hacer para las nuevas generaciones de investigadores. Sólo utilizaré como
apoyo arqueológico algunos enclaves hispanos del primer milenio a.C. que reciente-
mente he podido trabajar de forma más directa. En cualquier caso, mi preocupación
no es tanto contar con una completísima base de datos como saber transmitir una
visión particular de esta historia en la que estoy empeñado de un tiempo a esta parte,
para lo que tal vez sea conveniente una profunda reflexión metodológica previa sobre
mi perspectiva teórica, que se prodiga poco entre los arqueólogos.

La capacidad para ocupar áreas de conocimiento para las que en principio no


fueron propuestas es hoy una de las mejores balanzas para sopesar la calidad epis-
témica de las teorías científicas. En otras palabras, se diría que la fertilidad es la pro-
piedad que permite a un cuerpo teórico dado hacer predicciones científicas en expla-
nanda que no formaban parte de la serie original (Ruse 2001: 49). Quizá sea ésta la

5. Se conoce como exaptación a una nueva función de un órgano para la que no fue seleccionada en
principio, como ocurre por ejemplo con las mamas, antes glándulas sudoríparas. Son tantas las exaptacio-
nes en la historia de la vida, que no sería fácil encontrar un órgano cuya misión actual fuera la misma para
la que un día nació, porque la evolución es una historia de apaños y reciclajes. Acertadamente, algunos
autores la han comparado con un trabajo de bricolaje (cf. Prevosti y Serra 2000: 12).
6. La última queja que he podido constatar sobre esta actitud proviene de W. Schlosser, catedrático de
astronomía en la Universidad de Bochum en el Ruhr, publicada en el ejemplar de agosto de 2004 de Inves-
tigación y Ciencia (Schlosser 2004: 77). Es una desdicha para la arqueología lo que muestra este número de
la revista: un trabajo firmado por un arqueólogo cuya competencia parece limitada a desenterrar, describir
y medir cosas (cf. Meller 2004), seguido de otros artículos en los que la interpretación de lo encontrado se
reserva a especialistas en distinto oficio (cf. Schlosser 2004; González García 2004).
7. A pesar de la lucidez de M. Ruse para captar los valores no epistémicos que subyacen a la investiga-
ción científica, tema al que está consagrado este libro suyo, yerra cuando afirma que la paleontología está
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razón por la que el darwinismo, es decir, la explicación de que los organismos han
cambiado por el trabajo constante de la selección natural, ha penetrado en casi todas
las disciplinas académicas. Así, la biología y sus distintas especialidades, referidas
estas últimas tanto al análisis de los cambios anatómicos y fisiológicos como a los
de la conducta –etología– casi carecen de otro enfoque que no sea el evolutivo, hasta
tal extremo que algunos métodos del mismo constituyen herramientas disponibles
para ser utilizadas en el caso de que algún día se encuentre vida extraterrestre. Las
Humanidades, por el contrario, carecen hoy de una teoría que unifique el panorama
interpretativo, de forma que son muchas las lecturas posibles de los mismos hechos
cuando se pretende ir más allá de su mera descripción. En el caso de la arqueo-
logía prehistórica, terreno profesional al que dedico tanto mi investigación como
mi docencia en la universidad, puede afirmarse que la situación se ha hecho más
compleja durante la segunda mitad del siglo XX al abrirse el espectro de posiciones
teóricas y metodológicas, por lo que está muy lejos de ser, en contra de lo que ha afir-
mado recientemente M. A. Querol, una disciplina lamarckiana. En la actualidad, la
arqueología no es una ciencia monoparadigmática; por tanto, no puede ser definida
ni como lamarckiana ni como darwinista, aunque la mayor parte de sus practicantes
(incluidos los materialistas históricos, los procesualistas y los historicistas culturales,
entre otras tendencias) lean los datos a través de Lamarck. De hecho, casi todos los
prehistoriadores han aceptado a Darwin sólo para la explicación de la evolución
somática, renunciando de forma paralela a tratar la conducta con el mismo enfoque.

incapacitada para hacer predicciones. Si esto fuera cierto, también afectaría a la arqueología, cosa que
me preocuparía en extremo por ser yo arqueólogo y porque la capacidad predictiva es uno de los baremos
mejores para medir la calidad de las teorías científicas. De hecho, en el trabajo que ahora tiene el lector
en sus manos propongo diversas predicciones. El error de Ruse en relación con los paleontólogos parte de
pensar que “su tema de estudio está muerto por definición” (Ruse 2001: 250). Ni los paleontólogos traba-
jan con animales muertos ni los arqueólogos con hombres muertos. Unos y otros operan con elementos
de hoy: fósiles y datos arqueológicos. Los extraemos y los estudiamos en el presente, y con ellos podemos
hacer predicciones sobre lo que es probable encontrar si la ley deducida del registro parcial es correcta.
Siguiendo la propuesta de Ruse, tampoco muchos astrónomos podrían hacer predicciones dado que la luz
que observan puede proceder de galaxias tan lejanas que ya no existan.
8. I. Crawford, investigador del departamento de física y astronomía del University College de Lon-
dres, ha analizado los problemas teóricos y prácticos de los programas SETI para la búsqueda de vida
inteligente extraterrestre mediante la detección de transmisiones de radio. En relación con otras posibles
«civilizaciones» de fuera de nuestro planeta, este autor ha escrito el párrafo que ahora reproduzco, que
podría ser suscrito por cualquier darwinista: [...] “creo que pueden señalarse varias razones por las que
un programa de colonización interestelar tiene visos de verosimilitud. Una de ellas es que una especie
propensa a colonizar ya gozaría de ventajas evolutivas en su propio planeta de origen, no siendo difícil
imaginar que esta herencia biológica se transfiriera a la cultura de la era espacial” (Crawford 2000: 9-10).
9. A quienes hayan leído la obra de M.A. Querol a la que me refiero, tan lamarckiana a pesar de su
título (Adán y Darwin), les recomiendo encarecidamente un buen antídoto: la consulta de la pág. 205 de la
obra de D.C. Dennett a la que pertenece la cita con la que abro este artículo. Es evidente que M.A. Querol
ha bebido hasta la saciedad de S.J. Gould, porque sus afirmaciones coinciden casi hasta la letra con las
de este autor: “la evolución cultural es directa y lamarckiana en su forma: los logros de una generación se
transmiten mediante la educación y la publicación directamente a los descendientes” (Gould 1993: 58).
“Para las personas que trabajamos sobre la cultura, que investigamos los cambios que se han producido a
lo largo del tiempo en el comportamiento de los grupos humanos, el “lamarckismo” nos viene muy bien,
ya que la “herencia” cultural humana funciona de acuerdo con esta teoría, al transmitirse por aprendizaje
de una generación a otra” (Querol 2001: 35).
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Esto supone una grave incoherencia si se participa de una concepción monista del
individuo (Escacena 2002a). Así las cosas, entre los distintos especialistas en ciencias
sociales abundan quienes participan de cualquier punto de vista epistemológico que
no sea la teoría darwinista, dotada por lo general de mala prensa a causa de anti-
guas interpretaciones malintencionadas para su uso político. Pero hoy es ésta una de
las pocas perspectivas que han logrado unificar campos científicos en principio tan
distantes como la medicina, la antropología cultural, la sociología, la psicología, la
lingüística, la arqueología, la demografía, etc., y especialmente hacer a todas ellas
compatibles con la biología y hasta con la astrofísica10. Sólo este poder unificador,
exponente de nuevo de su alta calidad científica, puede dar crédito a las afirmaciones
de filósofos que sostienen que si “el hombre es el resultado de un proceso evolutivo
enteramente secularizable, la única aproximación posible a su estudio es la evolucio-
nista” (Castrodeza 1999: 81). No obstante, incluso entre quienes se dicen darwinistas
o han aceptado las explicaciones evolutivas para las cosas que estudian, se deslizan
con frecuencia problemáticas confusiones que interfieren en la interpretación de los
datos. Quiero ahora entrar especialmente en una que, sin ser la verdadera causa del
rechazo que los arqueólogos en particular y los historiadores en general muestran
hacia la interpretación del cambio cultural por mecanismos darwinianos, es decir,
hacia el papel único de la selección natural en las transformaciones de la conducta
humana, se encuentra sin duda en la raíz del problema.
Cuando preparaba un trabajo historiográfico sobre la penetración de las ideas
evolucionistas en Andalucía (Escacena 2002a), tuve la oportunidad de leer casual-
mente en F. Savater (1997: 33-34) un párrafo que ilustra bien la cuestión y que con-
trasta con otros escritos suyos más proclives al lamarckismo:

[...] la selección evolutiva ha debido premiar a las comunidades en las cuales se daban
mejores relaciones entre viejos y jóvenes, más afectuosas y comunicativas. La supervivencia
biológica del individuo justifica la cohesión familiar pero probablemente ha sido la necesi-
dad de educar la causante de lazos sociales que van más allá del núcleo procreador.
Creo que puede afirmarse verosímilmente que no es tanto la sociedad quien ha inven-
tado la educación sino el afán de educar y de hacer convivir armónicamente maestros
con discípulos durante el mayor tiempo posible, lo que ha creado finalmente la sociedad
humana y ha reforzado sus vínculos afectivos más allá del estricto ámbito familiar.

10. El ejemplo más claro de esta última relación concreta con las ciencias que estudian la física del Uni-
verso puede ser la cantidad de veces que los evolucionistas han explicado algunos procesos mediante los
principios que gobiernan la termodinámica, en especial por la segunda ley (p.e. Dennett 2004: 225; Punset
2004: 34; Margulis y Sagan 2003: 73-83; Escacena e.p.). Se ha apuntado, no obstante, que determinadas
funciones fisiológicas que se expresan en medidas nanométricas se rigen mejor por condiciones cuánticas
y por el principio de incertidumbre de Heisenberg que por la física newtoniana, ejemplo de lo cual pueden
ser ciertas funciones cerebrales que eludirían la primera ley de la termodinámica (Eccles 1992: 177-182).
No dudaríamos de explicaciones de este tipo si no fuera porque parece que John C. Eccles, Premio Nobel
de Medicina en 1963, se agarra a un clavo ardiendo para buscar un posible salto evolutivo exclusivo de los
homínidos que daría pie a pensar en una intervención divina para la creación de la consciencia del yo y,
en última instancia, del alma (Eccles 1992: 230). Como este autor parece invitarnos a entrar en valores no
epistémicos, rehúso ahora seguir reflexionando por este camino.
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El filósofo ha comprendido bien el concepto darwinista de selección, e incluso ha


ido muy lejos por esta ruta al reconocer que los humanos y su sociedad son el producto
de lo que la Naturaleza ha querido hacer de ellos. Pero cae inconscientemente en un
trampa cultural que viene de bastante lejos: la confusión terminológica y conceptual
que tiende a identificar lo biológico sólo con lo somático, error que para decepción
mía he encontrado también en Dennett –precisamente en la cita de apertura de mi
trabajo– y que impregna gran parte de su obra al distinguir paralelamente y como
consecuencia de ello entre “Naturaleza y Crianza” como ámbitos distintos, cuando
habríamos esperado la consideración de la segunda sólo como parte de la primera.
Tamaña confusión fortalece una ficción de la que resulta difícil escapar, y que ha sido
levantada históricamente casi siempre por pensamientos no científicos. La separación
entre cuerpo y espíritu (o alma) como dos componentes del hombre (visión dualista)
ha sido común, de hecho, al ideario filosófico y al religioso. Desde tal posición, en
todos nosotros habría que distinguir entre lo material y lo espiritual como catego-
rías que, aunque conviven en una misma forma física, convendría separar de manera
nítida. Pero asumir lo natural y lo cultural como elementos dicotómicos es contrario a
una visión darwinista del mundo. Ningún ser vivo es sólo materia. Todos constituyen
a la vez cuerpo y comportamientos. Por eso no se puede confundir la parte con el todo
e identificar como la misma cosa biología y soma. Lo biológico es algo más que lo cor-
póreo y lo fisiológico: lo biológico es un todo inseparable que hace de cada espécimen
algo irrepetible, a la vez diferente de sus congéneres y similar a ellos.
A pesar de la larga vida científica del evolucionismo, las interpretaciones darwinis-
tas de la Historia carecen de una amplia trayectoria en la tradición europea. No obs-
tante, recientes trabajos del ámbito anglosajón apuntan hacia este análisis particular,
precisamente en el terreno de la arqueología (Maschner 1996; Hart y Terrell 2002).
Los presupuestos teóricos y metodológicos de este enfoque concreto de la evolución
asumen que la fuerza única que ha modelado el cambio cultural humano es la selec-
ción natural, entendida ésta en la forma básica en que fue pensada por Darwin. La
línea de trabajo que utilizo en este trabajo pretende, pues, aplicar a la conducta de los
fenicios los principios de la Teoría de la Evolución. Desde que se instaló en el pano-
rama científico, sobre todo en el mundo de las ciencias de la Naturaleza, esta opción
intelectual ha tratado el proceder de los seres vivos como uno de los principales terri-
torios en los que se manifiesta la selección natural, vía iniciada por el propio Darwin
cuando consideró los instintos humanos tan sometidos a los principios selectivos
como el componente somático.
Desde que el padre de la teoría publicara su obra sobre el origen de las especies,
la conclusión inmediata fue que los fundamentos en ella contenidos podían aplicarse
a la evolución humana. Por coherencia con sus planteamientos personales, el propio
Darwin trataría poco después sobre nuestra ascendencia. El hombre no tenía por
qué representar ninguna excepción a la regla, y por tanto podía y debía estudiarse
con las mismas bases metodológicas que los demás seres vivos. La propuesta teó-
rica darwinista constituyó desde entonces una forma de conocimiento diseñada para
operar con individuos y poblaciones tanto en sus aspectos somáticos y fisiológicos
como en sus formas de actuar. La Arqueología Evolutiva, línea en la que se inserta
el presente artículo, propone que la teoría del cambio por selección es por tanto de
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aplicación universal; que explica el ayer y el hoy, lo somático, lo fisiológico y la con-


ducta; y que, en última instancia, la cultura –y la tecnología como parte de ella– evo-
lucionan de la misma forma. De hecho, esta última puede definirse como mecanismo
adaptativo extrasomático de las especies que la usan (la humana y muchas otras); y
así, las modificaciones en la vivienda o en las herramientas del hombre pueden ser
interpretadas con el mismo enfoque teórico y metodológico que la evolución de los
termiteros o de las telas de las arañas.
Desde que Darwin leyó la obra de Malthus, percibió la importancia de la repro-
ducción diferencial a la hora de la transmisión de los caracteres individuales (Ruiz y
Ayala 1999: 306-309). En definitiva, la regla deducida en relación con la cantidad de
descendencia de cada ser vivo o población propone que las peculiaridades que más se
perpetúan son aquellas que conducen a un incremento demográfico. Desde este punto
de vista, el principio evolucionista de supervivencia de los más fuertes fue transformán-
dose hacia el de supervivencia de los más aptos, siendo así que los más aptos son los
que más incrementan la fitness y los que, en definitiva, más posibilidades tienen de
dejar descendencia. Desde este enfoque, la Arqueología Evolutiva debería dar cuenta
de cómo y en qué proporciones la cultura material y los comportamientos humanos
asociados a su uso acrecentaron la aptitud de individuos y poblaciones, ayudándoles
a su expansión diferencial por los distintos territorios que ocuparon. Éste es el enfo-
que con que ya ha sido trabajado, por ejemplo, el nacimiento de la agricultura y de
los utensilios vinculados al cultivo de la tierra (cf. Rindos 1990), el mismo con el que
quiero descubrir ahora alguno de los papeles evolutivos del sacerdocio fenicio.
Que esta perspectiva teórica ha suscitado una ardua polémica al menos desde los
tiempos de Darwin no es algo que escape a ningún especialista en evolución. Una y
mil veces los filósofos e historiadores de la ciencia han señalado dicho problema (p.e.
Alonso 2000: 89). Desde casi todas las posiciones teóricas imaginadas para expli-
car la Historia, los expertos han sido contrarios a asumir que la selección natural
tenga que ver algo en el diseño de nuestra conducta reciente, si bien han admitido
su responsabilidad única en la construcción del cuerpo humano y de su fisiología.
Como he referido antes, incluso desde visiones que se autoconsideran darwinistas se
piensa que la cultura evoluciona por mecanismos lamarckianos por el mero hecho
de que se transmite por herencia a las generaciones siguientes, como si lo somático
no lo hiciera igualmente por esa vía. La Arqueología Evolutiva rehúsa empero estos
planteamientos dualistas que separan radicalmente lo somático y el comportamiento
con la intención de explicarlos con paradigmas epistemológicos distintos. Porque en
la Naturaleza ambos elementos sólo se manifiestan juntos, la selección no puede dis-
tinguir entre cuerpo y conducta para proceder de forma discriminatoria, actuando
sobre uno y olvidándose de la otra.
Este análisis requiere, además, concebir lo natural como un concepto científico
alejado de las connotaciones que socialmente tiene. Así, cualquier fenómeno puede
ser considerado natural cuando es el producto de la vida desarrollada en los distin-
tos ecosistemas terrestres. Nada tiene que ver esta idea con una supuesta “bondad”
o “belleza” de lo natural frente a lo artificial, algo que los movimientos ecologistas
actuales parecen haber heredado del “mito del buen salvaje” tan explotado en la
literatura universal, y que constituye el problema que algunos epistemólogos han
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denominado la “falacia naturalista”, que pretende afirmar que “lo que es, debe ser”
(Ruse 2001: 234). Desde nuestro enfoque, tan naturales son la trompa del elefante
y el escupitajo de la llama como el teorema de Pitágoras, las feromonas sexuales de
las mariposas y la jerarquización de una manada de leones como la vida monacal
tibetana, los nidos de las golondrinas y las presas de los castores como los muros de
un rascacielos, etc., etc. En la consideración de que lo artificial no es sino la forma
natural de la conducta humana radica la justificación para poder abordar el tema de
este artículo bajo un enfoque darwinista.

Replicadores de la vida

La teoría evolutiva propuesta por Darwin no ha sido aplicada casi nunca al estu-
dio de la prehistoria reciente ibérica. Esa renuncia ha partido de posiciones teóricas
que no han aceptado a la selección natural como diseñadora de la conducta de los
humanos modernos. Para quienes sí han asumido la propuesta darwinista hasta sus
últimas consecuencias, la evolución se ha manifestado a través de la competencia
entre unas unidades mínimas de replicación. En la herencia somática, los códigos
que transmiten de una generación a otra las características corporales estarían alo-
jados en el ADN genético. Los genes constituirían así los replicantes básicos, y en
ellos se produciría, como quieren los neodarwinistas, el principal nivel de selección.
Según esta tendencia, en los genes están contenidas las directrices elementales que
gobiernan también las pautas conductuales. Esos componentes básicos de la heren-
cia han sido reivindicados por estudios posteriores a Darwin desde que las conclusio-
nes mendelianas conectaron con la teoría evolucionista a partir de la Síntesis (Wilson
1980). En parte porque aún no se habían descubierto los genes, en parte porque
desconocía al parecer los trabajos de Mendel, Darwin consideró que el plano en que
actuaba la selección era el individuo. Posteriormente, algunos especialistas en el tema
han considerado que el filtro selectivo podría trabajar entre poblaciones o conjuntos
de individuos, una modalidad que se ha denominado selección de grupo y que usaré
como concepto válido a la hora de valorar la competencia interétnica y de analizar la
dispersión colonial fenicia.
Los genetistas desconocen aún hasta qué punto las unidades mínimas de replica-
ción transferidas de una generación a otra en el ADN controlan los comportamien-
tos. Algunos, especialmente los vinculados a la tendencia sociobiológica, conside-
ran que la conducta viene eminentemente diseñada por la carga genética en un alto
grado de precisión. Quienes niegan tanto control por parte de los genes atribuyen al
aprendizaje social y, en definitiva, al contexto cultural, el papel fundamental en dicha
labor. Sin embargo, unos y otros reconocen que, al menos en líneas generales, nuestro
proceder respeta instrucciones contenidas en el material genético, si bien dichas órde-
nes elementales no constituirían más que un amplio marco con posibilidades muy
distintas de manifestación concreta. Por explicarlo con un ejemplo muy a propósito
para nuestro tema, se trataría de aceptar que los genes nos permiten el pensamiento
simbólico –sin el cual es imposible la conducta religiosa– pero no que nos transmitan
la divinidad concreta en la que creer. Es misión de la cultura esta otra tarea.
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Desde el punto de vista de la herencia cultural, el cuerpo teórico del darwinismo


viene desarrollando estudios mucho menos abundantes que los referidos a la parte
somática humana. De hecho, es muy reciente en dicha trayectoria la propuesta de tér-
minos unívocos con los que llevar a cabo verdaderos análisis científicos. En 1976, R.
Dawkins ideó la voz meme para las unidades mínimas de circulación de la conducta
aprendida (Dawkins 1979; 277-293). Pero uno de los más elaborados empeños en
desarrollar dicho concepto se debe a la psicóloga S. Blackmore (2000). A diferencia
de los genes, los memes son los encargados de replicar con pretendida fidelidad las
ideas y la conducta compleja no instintiva. Funcionan diacrónicamente para llevar a
cabo la transmisión vertical –se entiende desde padres a hijos– del comportamiento
aprendido; pero poseen la característica de poder desplazarse en horizontal en un
tiempo dado, de manera que serían en este segundo caso los responsables de las inte-
racciones culturales entre poblaciones e individuos coetáneos. Si la carga genética
tolera en la práctica cierta heterogeneidad de manifestaciones concretas (la plastici-
dad fenotípica), la propagación memética presenta si cabe mayor elasticidad, aunque
la supervivencia a largo plazo de los cambios queda siempre dentro de unos límites
que marca la selección natural.
La labor de genes y memes origina copias similares a sus progenitores. En ambos
casos, los duplicados son siempre «erróneos» en relación con sus padres, en el sen-
tido de que no constituyen imágenes absolutamente fieles de los mismos. Mutaciones
genéticas y recombinación cromosómica por una parte, e «infidelidades» cultura-
les por otra, ocasionan variación constantemente, las primeras en lo somático y las
segundas en la ideología y en las acciones aprendidas. Tal diversidad es el área de
trabajo o nicho ecológico de la selección. Sin variación no existe evolución, senci-
llamente porque la selección natural no puede llevar a cabo su tarea de elegir entre
opciones diferentes.
Entre los propios darwinistas existe recientemente una pugna por dilucidar si
son los genes o los memes los motores básicos en la evolución humana (p.e. Alexan-
der 1994: 74; Blackmore 2000: 143-177). Nuestro tema nos permitirá comprobar, no
obstante, la posibilidad de una cooperación simbiótica entre ambos tipos de replica-
dores. Como todo mutualismo, esta alianza fue beneficiosa para sus partes, contribu-
yendo así a la expansión demográfica de sus propágulos (los fenicios) primero por el
Mediterráneo y luego por el Atlántico. En cualquier caso, parece que las mutaciones
experimentadas durante los siglos que duró este proceso difusor nunca fueron lo sufi-
cientemente profundas como para permitir la adaptación de la vieja cultura cananea
a ecosistemas distintos a los subtropicales en que había nacido. Quizás sea ésta la
razón por la que la diáspora fenicia encontró facilidad, como tantas otras migracio-
nes (Diamond 2001: 88-89), en su viaje horizontal, y no pudo en cambio desplazarse
en el sentido de los meridianos por el Océano más allá de las latitudes toleradas por
la agricultura mediterránea que constituía la base de la alimentación fenicia: hacia el
norte, la costa portuguesa; hacia el sur, la marroquí. Ni más arriba ni más abajo de
estos límites atlánticos se conocen colonias fenicias permanentes. Es más, el enclave
más alejado de todos, el sitio africano de Mogador, situado mil kilómetros al sur de
Gadir, ni siquiera contó al parecer con viviendas permanentes, un claro indicio del
carácter temporal del asentamiento (Aubet 1994: 258-260).
112 José Luis Escacena Carrasco

Astros, colonos, curas y microbios

Las lecciones más profundas sobre la evolución de la vida las está proporcio-
nando en la actualidad el mundo microscópico, hasta el punto de que, de no ser por la
fuerza epistémica del concepto darwiniano de selección, que una y otra vez consigue
salir adelante como explicación más plausible de los procesos de cambio, algunos des-
cubrimientos recientes en este campo habrían dado pie a dudar de su aplicación uni-
versal. La parcela de la biología consagrada al estudio de la vida microbiana socava
una y otra vez cimientos de profundas raíces entre los naturalistas –y no digamos
entre los especialistas en ciencias sociales– sobre el desenvolvimiento de la propia
vida en el planeta Tierra. La misma noción de individuo, con la que tanto han ope-
rado los neodarwinistas, o la separación tajante entre vegetales y animales, han sido
desestimadas al analizar organismos cuya dimensión escapa a nuestras capacidades
ópticas normales (Margulis 2003: 118). Animales y plantas que viven en simbiosis,
en una unión mucho más estrecha que cualquier tipo de mutualismo, o comunidades
ingentes de seres que sólo medran como tales colectividades, recomiendan una duda
razonable sobre cuáles sean las unidades mínimas de selección. Desde este mundo
de tamaño ínfimo, la variación no es sólo producto de mutaciones al azar, aunque
las mayores tasas de esta modalidad de cambio se alcanzan precisamente en cuerpos
tan minúsculos como los virus de ácido ribonucleico (Elena 2002: 46). Por el contra-
rio, se conocen aquí otros procesos que ensanchan constantemente la diversidad. La
apropiación de material genético ajeno a lo largo de la vida de los microorganismos,
por ejemplo, faculta para la ganancia de caracteres nuevos. En las amebas, la fusión
de dos individuos permite alojar en el nuevo núcleo de la única célula resultante un
bagaje genético distinto al que cada ejemplar poseía antes por separado, de forma
que una futura reproducción por bipartición origina individuos con cargas genéticas
distintas a las que portaban los que iniciaron la unión (Weismann 1994: 148-149). En
las bacterias, parecidos fenómenos de intercambio de material genético proporcionan
una enorme capacidad adaptativa a las siguientes generaciones. De esta forma, los
descendientes ven incrementado el acervo de su genotipo (Castillo y otros 2003: 74),
dando la falsa imagen de que la evolución operaría aquí por medios lamarckianos en
tanto que tales adquisiciones se transmiten por herencia a la prole. Más abajo aún en
la escala de complejidad de la vida, en la frontera ya con lo inerte, los virus llevan miles
de millones de años introduciendo diversidad mediante transferencias horizontales de
ADN por doquier, hasta el punto de haber sido reivindicados como una de claves de
la evolución por su papel en el nacimiento otrora de los organismos eucariotas al ser
quizás los responsables de la aparición del núcleo celular (Villarreal 2005: 59). En rea-
lidad, lo que estos dispositivos –verdaderas fábricas de variación– logran es un campo
abonado para el trabajo de la selección natural. En este contexto empieza a compren-
derse que las unidades que ésta elige para generalizar en las siguientes generaciones
no sólo son los genes, sino también lo que comúnmente se denominan individuos en
la vida macrobiótica, algo que desde los especialistas en microbiología se ve muchas
veces como una forma de mutualismo simbiótico de ingentes colectividades de seres
vivos. Es el mismo enfoque con que algunos neurólogos han tratado el origen del sis-
tema nervioso de los animales, que no sería más que el resultado aún perceptible de la
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 113

evolución de poblaciones de células nerviosas en conexión procedentes de espiroque-


tas ancestrales asociadas (Edelman 198511).
Desde la Arqueología Evolutiva, que pretende analizar las culturas humanas del
pasado como manifestaciones de la conducta personal y colectiva, es válido esta-
blecer la unidad mínima de selección en el individuo cuando se analizan situacio-
nes concretas en contextos culturales determinados y únicos (cerrados), si bien es
altamente problemático llegar a distinguir estos comportamientos individuales. Pero
resulta igualmente operativo usar el concepto de selección de grupo cuando los fenó-
menos que se pretenden explicar implican a comunidades que, desde el punto de vista
de su evolución cultural, se encuentran suficientemente alejadas entre sí como para
que se reconozcan (y se autorreconozcan) como diferentes. La selección de grupo,
entendida como selección entre poblaciones distintas y no como un conflicto de inte-
reses entre el individuo y su propia comunidad, surge cuando el aporte cuantitativo
de los componentes de cada población a la descendencia no es aleatorio, sino que
deriva de sus respectivas conductas. Así, podría afirmarse que lo que la Naturaleza
elige en realidad son los modos de proceder que influyen sobre el incremento pobla-
cional, optando siempre por aquellos que implican mayor crecimiento demográfico
neto y por la gente que los manifiesta. Para que intervenga este mecanismo selectivo
es necesario que el nivel de variación entre individuos dentro de cada conjunto sea
inferior al de los grupos entre sí (Boyd y Silk 2001: 220), circunstancia más que pro-
bable en los territorios del occidente colonial fenicio dada la lejanía memética entre
los semitas y las poblaciones residentes de los sitios de llegada (Italia, la Península
Ibérica o el Magreb, entre otros).
La existencia de una selección interdémica ha sido negada con frecuencia por
algunos evolucionistas, especialmente por los genetistas alineados en el neoda-
rwinismo. Menos reacios a trabajar con este concepto han sido los ecólogos, y toda-
vía menos quienes han estudiado la conducta de los insectos sociales, de forma que
entre estos últimos se ha desarrollado el concepto de selección de parentela como una
verdadera modalidad de selección de grupo. Esta aceptación tiene como base el reco-
nocimiento de que la división en elementos reproductores y no reproductores en
estos organismos no implica sustanciales diferencias genéticas entre unos y otros, y
que los que no crían contribuyen más efectivamente a su propia replicación genética
si ayudan a sacar adelante a sus hermanos que si se reproducen ellos mismos. Por este
mismo hecho, la homogeneidad memética dentro de un grupo cultural cohesionado
permite usar el concepto de selección de grupo cuando se pretende dar una explica-
ción evolucionista a los fenómenos derivados del contacto intercultural producido en
escenarios de colonización. En consecuencia, la constatación de situaciones multico-
munitarias en las provincias coloniales (en Tartessos por ejemplo) puede ser expli-
cada desde la Arqueología Evolutiva mediante el uso de este criterio, el que reconoce
que el grupo social (en este caso también cultural) se presenta ante la selección natu-
ral como una verdadera «unidad de elección», y que entra así en competencia con
otras «unidades» que representan las demás opciones (fig. 1). Es más, todavía sería
posible otra vuelta de tuerca en el mismo sentido si, como recuerda la investigación

11. Citado en Margulis (2003: 347).


114 José Luis Escacena Carrasco

Fig. 1: La selección interdémica se manifiesta cuando la diferencia entre los individuos de un


mismo grupo es menor que la que separa a cada población. Así, cualquier elemento de A se
parecerá siempre más a los de su propia comunidad que a cualquier elemento de B, y viceversa.
En estos casos, la selección natural tiende a ver en las etnias unidades de selección.

histórica, los fenicios acabaron por establecer en Occidente un mosaico de unidades


sociopolíticas parecido al que conformaba en la patria de origen el modelo de ciudad
estado de la costa siropalestina, de manera que, dentro del grupo que la literatura
especializada conoce con el común denominador étnico de fenicios, la realidad estu-
viera compuesta no tanto por una clara homogeneidad sino por subpoblaciones de
tirios, de sidonios, de chipriotas, etc. Pero reconozco que este extremo está aún lejos
de poder ser conocido mientras los métodos arqueológicos no permitan distinguir
cada especie de árbol dentro del bosque genérico.
Para los estudiosos del comportamiento, la conducta religiosa supone un terreno
ideal para la experimentación evolucionista. De esta forma, contamos con análisis
que desde una perspectiva biológica se han planteado explicar los mecanismos adap-
tativos que dan cuenta de fenómenos generales (por qué existen las creencias, por
ejemplo) o de cuestiones más particulares (función del clero en las distintas cultu-
ras) (cf., entre otros, Burkert 1996; Lincoln 1991; Dennett 1998). En cualquier caso,
debo recordar que, a pesar de que la religión tiene facilidad para transferirse en los
primeros años de la vida a los miembros de la cultura propia y extrema dificultad
para pasar en edad adulta a individuos de culturas ajenas, por falta casi siempre de
reflexión teórica la cosa se ha visto al revés por la mayor parte de los investigadores
que han tratado la expansión fenicia por Occidente. De esta guisa, y por lo que se
refiere a los territorios que me van a suministrar aquí la información arqueoastronó-
mica, a excepción de J. Alvar (1993) y de muy pocos autores más (Belén y Escacena
2002), casi nadie se ha cuestionado la académicamente asumida permeabilidad de los
indígenas ante la llegada de un universo religioso ajeno, el fenicio. Por el contrario,
para la mayor parte de los estudiosos las poblaciones locales hispanas habrían sido
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 115

en general fuertemente aculturadas por los semitas tanto en los aspectos materiales
de sus correspondientes complejos tecnológicos como en el dogma y la práctica reli-
giosa. De ahí el uso general de los términos orientalizante y orientalización aplicados
a situaciones que, como el caso tartésico, a mi entender no fueron más que manifes-
taciones concretas de escenarios coloniales fenicios, es decir, provincias de ultramar
(Escacena 2004a: 41-42).
La religión desempeña varias funciones evolutivas, algunas de las cuales han
sido examinadas desde el darwinismo. Desde este enfoque teórico se ha descendido
incluso al análisis de temas tan particulares como el alcance adaptativo de los pre-
ceptos morales de la ley mosaica (cf. Alexander 1994: 255-256). En cualquier caso,
para una visión evolucionista carece en primera instancia de interés averiguar cómo y
por qué surgió la conducta religiosa, que lo hizo seguramente como subproducto de
la adquisición del pensamiento simbólico por nuestros antepasados ancestrales. Más
valor tiene, por el contrario, saber la razón por la que las creencias constituyen hoy
una práctica común a todas las culturas. Ese mismo hecho, el de ser una forma de
conducta generalizada a todas las comunidades humanas históricas, habla ya tal vez
de su contribución positiva a la reproducción de individuos y poblaciones, algo que
explica igualmente la existencia de tabúes sexuales fuera y dentro del propio campo
religioso. Por lo que se refiere a los fenicios hispanos, este último aspecto tiene desde
luego connotaciones religiosas evidentes (Escacena y García Rivero e.p.). En cual-
quier caso, escapar de esta aparente tautología requiere explicitar con cierta minu-
ciosidad los papeles concretos que la religión y su entorno social cumplieron entre
dichas comunidades humanas alopátridas.
Como ya adelanté, se conoce de forma genérica que, al incrementar el optimismo
por creer en una providencia divina, la fe aumenta el poder defensivo del sistema
inmunitario para luchar contra la enfermedad, del modo en que lo haría cualquier
otro placebo. Esta constatación tiene una sólida base científica reconocida en las
conexiones entre el sistema nervioso y nuestras defensas (Sagan y Margulis 2003:
317), y podría explicar muchas curaciones supuestamente milagrosas. De otra parte,
es innegable que las religiones significaron para las culturas antiguas elementos de
cohesión étnica, porque entonces pululaban los credos nacionales. Aunque parezcan
en principio asuntos sin relación directa, esta observación tiene mucho que ver con
la autopoiesis bacteriana, es decir, con la capacidad que poseen hasta los organismos
más simples para dotarse de un limes o frontera, una membrana sin la que es impo-
sible la consciencia singular/plural del yo/nosotros. De hecho, en clara discrepancia
con múltiples escuelas filosóficas, algunos biólogos han defendido la existencia de esta
autoconsciencia entre la vida microbiana (Sagan y Margulis 2003: 313-314), en cho-
que directo con planteamientos antropocentristas que sólo reconocen dicha carac-
terística para el hombre, o como mucho para algunos de los denominados animales
superiores (Eccles 1992: 193 ss.12). Pero la función evolutiva que ahora quiero anali-
zar no es aquella que explicaría la existencia de la religión como fenómeno universal,

12. A pesar de su pretendido darwinismo, este autor es profundamente teleológico en su concepción de


la evolución. Lo demuestra, por ejemplo, el título del apartado 9.4 de su obra: “La cumbre de la evolución:
el albor de la autoconsciencia”
116 José Luis Escacena Carrasco

sino la que da cuenta del ministerio biológico de los sacerdotes como productores
de mutaciones meméticas adaptativas al servicio de sus correligionarios. Supongo
que la lectura darwinista que voy a proponer carece de tradición historiográfica en
el caso concreto del sacerdocio fenicio, de forma que puede ejemplificar mi esfuerzo
por huir de generalidades poco comprometedoras. De todas formas, sin negar que
muchas de mis observaciones particulares sobre los conocimientos «científicos» del
clero cananeo hayan sido ya descubiertas por otros investigadores, sí presumo que
han pasado desapercibidas las razones biológicas de las mismas, y ello sobre todo
por el desconocimiento tradicional padecido por los especialistas en Humanidades
acerca de los mecanismos evolutivos.
Asume el darwinismo que la evolución opera, en última instancia, mediante la
selección de mutaciones aleatorias. Esto supone que cualquier especie aumentará su
aptitud para nuevas condiciones ambientales en razón directa a la cantidad de varia-
ción presente en sus poblaciones. La carencia de diversidad genética y, en su caso, la
homogeneidad de las pautas de conducta, sean estas últimas aprendidas o instintivas,
devienen a veces un callejón sin salida para la supervivencia. De esta forma, en tér-
minos evolutivos cualquier población resultaría agraciada a largo plazo si dispusiera
de un heterogéneo bagaje de genes y de un variado repertorio de comportamientos.
En muchos tipos de bacterias, la evolución ha solventado este reto dotándolas de la
facultad de transferir en horizontal mutaciones genéticas recién adquiridas. Así, ante
un medio hostil (caso de los antibióticos por ejemplo), reciben información genética
beneficiosa de una parte de su propia población que se caracteriza precisamente por
su alto rendimiento en la producción de cambios. En opinión de algunos autores
que han propuesto una pedagógica comparación con los dispositivos informáticos,
se diría que el programa genético contenido en el «disco duro» de algunos indivi-
duos puede ser transferido al de los otros por medio de «disquetes» de información
genética (Castillo y otros 2003: 74). A tales subpoblaciones de «inventores» se las
conoce como hipermutadores, porque uno de sus rasgos más conspicuos es su ele-
vada tasa de creación de novedades (Baquero y otros 2002:76). La transferencia en
horizontal de genes es relativamente común entre los seres vivos, en especial entre
los de tamaño microscópico, cuyos estudiosos reivindican en voz cada vez más alta
este mecanismo como fuente de novedades evolutivas (Margulis y Sagan 2003). Es
posible que tales procedimientos, por los que determinados huéspedes temporales
acaban por convertirse en endosimbiontes permanentes en los organismos en los que
han penetrado, estén en la base de fenómenos tan generalizados entre los seres vivos
como la capacidad de fotorrecepción, origen último de los ojos (Saló 2004; 66). En
cierta medida, algunos transcursos infecciosos, las vacunas y las nuevas técnicas de
manipulación genética dan lugar a efectos parecidos, que pueden definirse como la
adquisición en ciertos individuos y/o poblaciones de cargas genéticas de las que hasta
entonces carecían. En determinados escenarios, dicho injerto puede ser utilizado por
los organismos inoculados en su provecho.
Todos estos nuevos conocimientos no han jubilado la regla según la cual los
caracteres adquiridos no se transmiten por herencia. El fenómeno descrito no afecta
a la adopción de rasgos somáticos y/o fisiológicos del fenotipo a la que hace alu-
sión la propuesta lamarckiana; por el contrario, incumbe sólo al genotipo. En este
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 117

­ esplazamiento en llano de caracteres lo que en realidad viaja no es el plato acabado,


d
sino la receta para cocinarlo. Tal situación presenta estrechos parecidos con la trans-
misión humana de la conducta aprendida, y apoya la afirmación de Daniel C. Den-
nett que recojo en la cita de apertura: en efecto, en la evolución “hay mucho espacio
para la transmisión horizontal del diseño”.
El deslizamiento plano de los memes, conocido en la literatura antropológica
como aculturación cuando afecta a influencias intercomunitarias, puede estudiarse
por tanto con el mismo enfoque científico con que los biólogos comprenden la evo-
lución de los seres vivos no humanos. A la vez que me sitúa en una posición clara-
mente darwinista, esta afirmación me obliga a discrepar de la creencia de que la
arqueología sea una disciplina lamarckiana por el hecho de que los caracteres cultu-
rales adquiridos, principal objeto de estudio de la misma, son heredables. La idea de
que la evolución cultural humana tiene carácter autoteleológico está profundamente
consolidada en el subconsciente de la mayor parte de los especialistas en la materia,
sean antropólogos o arqueólogos, y en España puede llegar a arraigar de forma
explícita entre los prehistoriadores si tiene eco la propuesta de M.A. Querol ya antes
citada por mí (Querol 2001: 35). Se trata sorprendentemente de una visión que sos-
tuvo hasta quien tenemos hoy por uno de los más fieles seguidores de Darwin: Ste-
phen J. Gould (2001: 261-280)13. En realidad, todos estos mecanismos de trasvase de
información, que desplazan los códigos genéticos y meméticos unas veces en sentido
horizontal y otras en dirección vertical, no suponen para el darwinismo más que
procedimientos que incrementan la variación por la dificultad que muestran para
producir copias exactas, suministrando así el marco idóneo para que actúe a la pos-
tre la selección natural.

En la dispersión fenicia por el Mediterráneo y por el Atlántico hispanomarroquí,


los templos desempeñaron un papel relevante. La literatura especializada se refiere
con insistencia a su función como centros en los que se llevaban a cabo, bajo la
garantía de la supervisión divina, los pactos comerciales u otros acuerdos econó-
micos (Bunnens 1979: 158; Marín 1993; Aubet 1994: 142). Los estudiosos del tema
han señalado cómo los textos escritos y la arqueología muestran que la fundación de
santuarios precedió en muchos casos a la de las propias colonias (Aubet 1994: 141).
Este rasgo no es exclusivo de la expansión cananea del primer milenio a.C., pues

13. En el capítulo que aquí cito de este autor se presenta una malintencionada manipulación de las
interpretaciones darwinistas de la conducta humana. Y digo malintencionada porque no es esperable de
Gould rasgo alguno de torpeza. A través de una mezcolanza impresentable e indigna de ideas, situaciones
y personajes, se procura que el lector identifique las lecturas darwinistas de la sociedad humana con lo que
históricamente representó la ideología política conocida como Darwinismo social. Ningún investigador
cabal juzgaría el materialismo histórico por la política de Stalin. Por su credo marxista, Gould confundió
(o quiso confundir) la sociobiología con el abuso que de ella hicieron determinados movimientos políticos
y sociales defensores de la superioridad de unos humanos sobre otros (Ruse 2001: 164-165). En cualquier
caso, su propuesta, que evidentemente ha conseguido embaucar a muchos, debe ser muy interesante para
la selección natural. De hecho, en realidad plantea por enésima vez, pero en esta ocasión con un espeso
barniz científico, que el comportamiento humano escapa de ella. Resultado directo de esta forma de pen-
sar es una inmediata potenciación del antropocentrismo de Homo: no hay mejor meme para incrementar
la aptitud de individuos y poblaciones que creerse rey del mundo y dueño y señor del propio destino.
118 José Luis Escacena Carrasco

está constatado también en el mundo griego. En Tartessos y su entorno se conocen


ya muchos lugares sacralizados por las comunidades feniciopúnicas tanto en tierras
del interior (Cástulo, Cancho Roano, Carmona, Montemolín) como en el litoral (La
Algaida, Sancti Petri, Cueva de Gorham). Desde hace poco, a este segundo grupo
se han añadido dos nuevos recintos especialmente importantes: uno dedicado a Baal
Saphon en la antigua ciudad de Caura (Coria del Río) y otro consagrado a Astarté en
el Carambolo (Camas), ambos en la provincia de Sevilla. Pero la característica que
ahora quiero resaltar de estos complejos ceremoniales no tiene que ver directamente
con las cuestiones económicas, sino con los aspectos deducidos de su orientación
astronómica, pormenor que justifica en parte el título del presente trabajo.
El santuario de Baal en Coria del Río ha proporcionado un altar de barro en
forma de piel de toro cuyo eje longitudinal se proyectó, en dirección este, hacia el
orto solar del solsticio de verano (fig. 2), y, en dirección oeste, hacia el ocaso solar del
solsticio de invierno. Esta orientación, que obedece al patrón usado en la disposición
de muchos templos ibéricos, griegos y fenicios (Esteban 2002: 94), se hizo adrede,
dado que el ara muestra cierta desviación en relación con el eje de la estancia que
lo aloja. La misma alineación tuvo el templo más antiguo de los cinco conservados,
aunque este extremo resulta difícil de precisar a causa de lo poco que se conoce aún
de él. En cualquier caso, las cuatro fases posteriores se vieron obligadas a transgredir
dicha norma debido a exigencias urbanísticas y topográficas, por lo que la orienta-
ción helioscópica dogmática se respetó al menos en el altar conocido del Santuario
III, construcción que corresponde al siglo VII a.C. Puede ser que esta preocupación
por que el altar acatara la orientación solsticial esté revelando, como ocurre toda-
vía en la liturgia católica, la enorme importancia de este elemento en las religiones
orientales semitas del mundo antiguo, donde la mesa sacrificial ocupa la categoría
inmediatamente posterior a la de la divinidad misma. Parecido problema al del altar
de Coria se observa en otras muchas aras de época protohistórica, como ocurre en la
del poblado alicantino de El Oral (Abad y Sala 1993: 179). El elemento en forma de
piel de toro encontrado allí tampoco ofrece la misma disposición que la habitación
que lo acoge, pues sus correspondientes ejes longitudinales no son paralelos; pero
su orientación perece buscar también el orto solsticial de verano y el ocaso solsticial
de invierno, como tantos otros altares. En el caso del Carambolo, las excavaciones
recientes han puesto al descubierto un lujoso edificio cuadrangular que ocupa todo el
cabezo alto (fig. 3), punto en el que apareció el tesoro que ha proporcionado fama al
yacimiento14. Este espectacular recinto (Complejo A) está orientado también hacia el
mismo horizonte (la entrada al este y la trasera al oeste), característica que en cambio
no respetan las más humildes construcciones que se le adosan por la ladera norte del
cerro (Complejo B). Aunque el edificio comenzó con un diseño más simple ya en el
siglo VIII a.C. si no antes, desde su etapa inaugural presenta esa orientación solar,

14. Participo en los recientes trabajos en el Carambolo como asesor científico junto a F. Amores. Los
nuevos datos arqueológicos aquí recogidos sobre el sitio proceden de la comunicación presentada por los
arqueólogos de campo al congreso sobre el Orientalizante en el Mediterráneo celebrado en Mérida en
2003 (Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.). Es de mi exclusiva responsabilidad su lectura histórica.
Estando en imprenta el presente trabajo, ha visto la luz en Trabajos de Prehistoria un artículo más deta-
llado sobre las últimas excavaciones en el Carambolo (Fernández Flores y Rodríguez Azogue 2005).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 119

Fig. 2: Orientación helioscópica del altar en forma de piel de toro del Santuario III de Caura.
120 José Luis Escacena Carrasco

Fig. 3: Santuario de Astarté en el Carambolo. Tal vez este sitio corresponda al Fani Prominens
de Avieno (Or. Mar. 259-261).

que fue escrupulosamente respetada en la etapa de engrandecimiento de la centuria


siguiente a pesar de la extrema remodelación arquitectónica de esa otra fase. En su
planta y en otras características, la estructura del Carambolo alto presenta estrechas
semejanzas con el santuario extremeño de Cancho Roano (cf. Celestino 2001: fig. 24),
otro templo orientado igualmente hacia el mismo punto astronómico según revela
la planimetría publicada. El exvoto de Astarté localizado en el Carambolo alto, que
apareció poco antes que el tesoro (Blanco 1968: nota 5), sugiere que aquel templo
pudo estar consagrado a esa diosa fenicia. Sin embargo, la orientación del edificio
hacia el naciente solar del solsticio de verano habla de la mayor importancia del dios
masculino entre quienes diseñaron y ordenaron su construcción, y por ende entre
quienes tenían un mayor protagonismo en la organización del culto y en las celebra-
ciones rituales: los sacerdotes. Este hecho puede ser un legado de situaciones más
antiguas, porque, frente a la preferencia popular por Astarté-Anat en la Ugarit del
Bronce Tardío, la teología oficial cananea concedió siempre un papel más relevante a
Baal (Liverani 1995: 452).
Enfocar con cierta exactitud a estas posiciones solares requería una de estas dos
condiciones: tener libre el horizonte al menos en el amanecer de ese día para marcar
con precisión la disposición concreta de los templos y de los altares, o poseer el cono-
cimiento suficiente en astronomía como para poder prescindir de esta circunstancia.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 121

Dada la sabiduría sobre el cosmos heredada del mundo oriental por los fenicios, es
posible que ambas condiciones no sean excluyentes. En cualquier caso, parece razona-
ble defender que dicha búsqueda helioscópica pudo tener como primera meta, entre
otros aspectos rituales, fijar las jornadas exactas en que debían celebrarse las fiestas
del ciclo vital de Baal15. Según la tradición que en época posterior asoció a esta divi-
nidad con Adonis, especialmente vinculada a algún Baal concreto de Biblos a decir
de Ribichini (2001: 105-106), la muerte y resurrección del dios y los ritos correspon-
dientes se conmemoraban en los días del solsticio de verano (Du Mesnil 1970: 108;
Garbini 1965: 44), cuando maduraban las cosechas de cereales y cuando la vegetación
primaveral mediterránea moría, abatida por el ardiente calor estival y en paralelismo
sin igual con la propia muerte del dios. En esa fecha el segmento diurno de cada
jornada alcanza su máxima amplitud, para comenzar a menguar hasta el momento
del solsticio de invierno, en torno al cual el mundo romano celebraba la fiesta del Sol
Invicto. De esta forma, es decir, mediante la percepción correcta de cuándo ocurría
dicha posición astral, se aseguraban con eficacia la regulación y el diseño del calen-
dario marcando con precisión el principio del estío. El control del tiempo cronoló-
gico era, de hecho, una de las facultades de Baal, asimilado a Cronos-Saturno desde
muy pronto (Bloch 1981: 127). A esta advocación los fenicios de Tartessos otorga-
ron singular importancia al dedicarle un templo en la propia Gadir. No ha pasado
­desapercibido a los especialistas en arqueoastronomía (Belmonte 1999: 95, 115, 145,
etc.) la posibilidad de que en la iconografía antigua que representa a un león atacando
a un toro, tan cultivada en el Próximo Oriente asiático, esté simbólicamente represen-
tada la caída de la primavera (Tauro) ante el ímpetu abrasador del verano (Leo).
La fijación de los solsticios no estuvo en la Antigüedad exenta de problemas.
Tanto en junio como en diciembre, en la segunda mitad del mes el Sol sale durante
varios amaneceres (en torno a tres) prácticamente por el mismo punto del horizonte.
Para la ciencia ptolemaica tal inmovilidad solar supuso un importante reto a la hora
de establecer con fidelidad la auténtica posición solsticial y su fecha. Para la historia
más tradicional de la astronomía, basaba en documentación escrita más que en datos
arqueológicos, la cuestión sólo quedaría zanjada cuando en la Edad Media los astró-
nomos islámicos percibieron que podían realizarse mediciones más exactas en otros
momentos del curso solar, deduciendo a partir de estas otras calibraciones la datación
concreta del solsticio para cada año (Saliba 2003: 45). Sin embargo, la arqueología
cuenta hoy con innumerables pruebas de que, al menos de forma empírica, muchas
culturas prehistóricas dispusieron de las técnicas suficientes y de los conocimientos
astronómicos imprescindibles para solucionar la cuestión. A la lista de tales testi-
monios, entre los que se citan siempre como más antiguos los del mundo megalítico
del Neolítico y de la Edad del Cobre, se ha sumado recientemente el disco celeste de

15. El lector puede comprobar que uso indistintamente los apelativos Baal y Melqart referidos a la misma
divinidad. Aunque los especialistas más ortodoxos en religión fenicia puedan llevarse las manos a la cabeza,
esta opción deriva de la sospecha de que los fenicios fueron en realidad monoteístas por lo que se refiere
al ente masculino, que forma díada siempre con Astarté: Baal Samem-Astarté en Biblos, Esmún-Astarté
en Sidón o Melqart-Astarté en Tiro y en la fase arcaica de Cartago –luego, aquí, Baal Hammon-Tanit en
época púnica–. Si esto fuera cierto, estas divinidades que se dan por distintas podrían ser sólo diferentes
advocaciones. No soy el único ni el primero que ha planteado esta cuestión (cf. Del Olmo 2004: 28-29).
122 José Luis Escacena Carrasco

Nebra (Sajonia), una placa circular de bronce en la que, además de una barca solar, la
Luna llena y en cuarto creciente y un campo estrellado como fondo de las Pléyades,
se representaron los dos arcos del horizonte (el del oriente y el del occidente) por los
que a lo largo del año el Sol se desliza en sus ortos y sus ocasos, es decir, los valores
azimutales. Fechada en el Bronce Antiguo, esta pieza viene a demostrar de alguna
forma que, en la Europa de la primera mitad del segundo milenio a.C., se disponía
ya de conocimientos astronómicos sobre los solsticios parecidos a los de las civiliza-
ciones del Mediterráneo oriental, y que los problemas prácticos para su fijación se
controlaban con la pulcritud suficiente como para no originar excesivos errores de
calendario. En el caso de los altares de barro hispanos en forma de piel de toro, su
carácter inamovible facilitaba sin duda los correspondientes cálculos astronómicos,
residiendo tal vez la máxima dificultad en determinar su fiel orientación al orto solar
del solsticio de junio o al ocaso del de diciembre en el momento de su construcción.
Durante el resto de su vida útil, debieron servir tanto para la planificación cronológica
del año como para la identificación de otros cuerpos celestes importantes en la litur-
gia o en otros aspectos económicos y sociales. De hecho, como sustrato común a casi
todos los semitas occidentales antiguos, los cananeos del segundo milenio a.C. y sus
herederos, los fenicios del primero, conocieron un buen lote de astros y sus principales
movimientos celestes, así como diversas constelaciones y otras agrupaciones estelares
(Belmonte 1999: 115-145).

El alcance evolutivo de estos saberes astronómicos está relacionado con los avan-
ces de la ola colonial fenicia por el Mediterráneo. Ya adelanté que, en coordena-
das biológicas, los triunfos y fracasos de los individuos, de las poblaciones y de las
especies los marcan exclusivamente sus tasas de reproducción y, como consecuencia
de ellas, la expansión alopátrida consiguiente. Este baremo permite hacer una cla-
sificación de las mutaciones (genéticas y meméticas) en positivas, negativas o neu-
tras según contribuyan en más, en menos o en nada respectivamente al crecimiento
demográfico. De la misma forma, una propuesta darwinista reconocería que toda
población que disponga de un espectro amplio de diversidad estaría más sobre aviso
para afrontar cambios venideros o situaciones imprevistas, y ello en el caso de que la
evolución sólo consistiera en una respuesta adaptativa a la sucesión ecológica. Pero,
como los procesos evolutivos se caracterizan también por modificaciones genéticas y
conductuales que pueden cambiar el medio a favor del propio individuo, de la pobla-
ción o de la especie que origina dicha transformación, este rasgo por el que determi-
nados grupos acaban disponiendo de una subpoblación de hipermutadores resulta
un ingenio evolutivo sin parangón. Si el grupo cuenta con una máquina productora
de variación, las condiciones para su propia expansión se hacen especialmente idó-
neas por la posibilidad de que entre los cambios originados por esa subpoblación
hipermutadora concurran los memes convenientes al caso.
Como consecuencia lógica de esta reflexión teórica, pretendo mostrar al clero
como uno de los sectores sociales fenicios más dinámicos a la hora de producir memes
ideológicos relacionados con el conocimiento científico, en especial el astronómico,
con similar cometido al que hoy cumple la NASA en la conquista espacial. Así,
entre las innumerables y profundas especulaciones nacidas en los santuarios, cuya
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 123

c­ omplejidad simbólica, ritual y mítica recuerda la creación aleatoria de mutaciones


en el genotipo, surgirían saberes científicos sobre el cosmos que devendrían rentables
para toda comunidad. La razón evolutiva que da cuenta del beneficio expansivo para
su propio demos originado por tales adquisiciones lógicas debe configurar, por tanto,
la causa última que explica por qué los santuarios fueron la vanguardia de la ola de
avance hacia el oeste de la colonización fenicia. Desde esta perspectiva, el acopio de
ideas novedosas en los templos daría lugar sin duda a un subgrupo de memes deleté-
reos, así como a otros muchos de consecuencias neutras. Por no representar peligro
alguno para la supervivencia y reproducción consiguiente de la comunidad, es posible
que los segundos medraran durante mucho tiempo en calidad de conceptos dogmá-
ticos y formas de expresión ritualizadas. En cambio, los primeros contenían en su
propia esencia dañina la incapacidad de transmitirse por replicación de forma perdu-
rable. Como sostiene el aserto popular, en su mismo pecado llevaban la penitencia.

Los desplazamientos por mar en el Mediterráneo se habían limitado durante gran


parte de la prehistoria reciente a navegaciones de cabotaje. Sin señales fijas que no
fueran el horizonte costero, se hizo muy difícil establecer circuitos cerrados de ida y
vuelta; de ahí que los contactos marítimos fueran siempre más viables en el Egeo y en
algunas otras partes del Mediterráneo oriental donde abundan las islas como referen-
tes. Aquí puede residir la razón por la que son tan escasos los testimonios del mundo
micénico al oeste de la vertical Península Italiana-Sicilia. La alineación astronómica
de muchos megalitos y de algunas otras construcciones calcolíticas revela conoci-
mientos importantes sobre el cosmos ya en el tercer milenio a.C. (Hoskin 2001), por
lo que es probable que ya en esas fechas algunas culturas de la Europa meridional
llevaran a cabo desplazamientos navales guiados por los astros. En cualquier caso, el
colapso que en gran parte de estas regiones dio al traste con el mundo de la Edad del
Cobre, especialmente en la mitad occidental del Mediterráneo, supuso la pérdida en
la práctica de esta posible tradición náutica. Llegado el segundo milenio a.C., la situa-
ción conocida hoy revela al menos un uso bastante extendido de la orientación por la
línea costera, que por tanto no podía perderse de vista. En caso contrario, los mari-
neros debían utilizar pájaros que ayudaran a localizar la costa (Luzón y Coín 1986),
con un procedimiento similar al descrito para contextos orientales más antiguos en
el mito del Noé bíblico (Génesis 8:6-11) o del Ut-Napishtim mesopotámico (Bartra
1972: 122-123). La confección de derroteros que describieran pormenorizadamente la
costa para servir a los navegantes pudo tener uno de sus ejemplos más significativos
conservados hasta nosotros en el periplo griego del siglo VI a.C. que sirvió de inspira-
ción a Rufo Festo Avieno para su Ora Maritima, referido en este caso a las costas de la
Península Ibérica. No obstante, el primer milenio a.C. supuso en realidad un cambio
drástico en esta situación, porque se atribuye a los fenicios la introducción paulatina y
sistemática en la mitad occidental del Mediterráneo de la navegación guiada astronó-
micamente (Plinio Nat. Hist. VII, 209; Estrabón Geog. I 1, 6). Con este nuevo sistema
de comunicaciones se hizo más fácil la planificación de los viajes por mar, en tanto que
podía ser calculada mejor incluso su duración. Todo ello contribuyó sin duda a incen-
tivar el comercio y muchos otros mecanismos de contacto intercomunitario e inter-
cultural, con el consiguiente aumento de la diversidad en muchas regiones. Desde la
124 José Luis Escacena Carrasco

teoría evolutiva se sabe bien que la velocidad de cambio puede acelerarse en la misma
proporción en que se incrementa la variación, sobre todo porque la nueva situación
proporciona a la selección natural más alternativas. Definido con más celo en su apli-
cación biológica, este principio sostiene que “el ritmo con que una población aumenta
su adecuación al ambiente en un momento dado es igual a su variación genética en ese
momento” (Ayala 1994: 67). Cualquier historiador ducho en evolucionismo no podrá
negar que aquí reside la razón por la que el primer milenio a.C. trajo tan drásticos y
acelerados cambios a los distintos contextos culturales perimediterráneos.
El empleo de los nuevos procedimientos náuticos se hizo posible gracias a la exis-
tencia de observaciones reiteradas que, bajo la apariencia teológica del conocimiento
de los entes divinos –recuérdese, por ejemplo, la asimilación posible de Baal con el
disco solar como dios y astro omnipotente o la identificación de Astarté con el planeta
Venus– había acumulado el clero fenicio en los templos. Por esta razón, fue una condi-
ción necesaria para el progreso de la dispersión poblacional la creación de santuarios
en los principales enclaves coloniales. Por similar razón, muchos de esos centros de
culto se levantaron en sitios costeros, puntos que facilitaban la transferencia fluida de
conocimientos entre los marinos y los sacerdotes. Es más, el número de santuarios ubi-
cados en el litoral excedió el de ciudades, lo que demuestra de nuevo su utilidad y da
cuenta de por qué muchos de esos santos lugares no estaban ubicados necesariamente
en las áreas urbanas. Toda esta interpretación, en fin, explica razonablemente que las
fundaciones coloniales por parte de expediciones marítimas estuvieran acompañadas
en muchas ocasiones de oráculos emanados desde esos complejos ceremoniales, cos-
tumbre común también entre los griegos según revela la conocida tradición délfica.
El ritmo y la cantidad con que se logran mutaciones meméticas de esta índole
es directamente proporcional al esfuerzo que la comunidad aplica a dicho quehacer,
medida esta inversión tanto en el número de personas empleadas en la tarea como en
la cantidad de tiempo (completo o parcial) que éstas le dedican. Hoy se conoce bien
tal indicador, porque se dispone de las cifras económicas adjudicadas a la investigación
en los presupuestos anuales de cada estado o institución comprometida con ella. No
obstante, en atención al ya citado criterio sobre que la teoría evolutiva sólo proporcio-
naría explicación al ayer pleistocénico y, como mucho, a las modificaciones corpora-
les, pocos historiadores de la modernidad han tomado en consideración los procesos
naturales involucrados en este asunto, que se pueden traducir a la larga en beneficios
reproductores para el grupo. En este sentido, si para cualquier sociedad puede resultar
un dispendio a corto plazo eximir de la producción directa de bienes materiales a una
parte de su población, afecte esta liberación sólo al sector primario o también a otras
áreas de la economía, y dada la escasa visión de futuro con que suelen operar tales
mecanismos adaptativos, la evolución habrá tendido a promover remedios que impidan
el fracaso de esta correlación entre coste y beneficios. Como mostraré, esta condición
se cumplió mediante la adopción de barreras que dificultaban la cesión de los nuevos
conocimientos a comunidades distintas a las que habían hecho el esfuerzo inversor.
A propósito de un trabajo dedicado al clero entre los íberos, T. Chapa y A. Madri-
gal (1997: 189-190) han reseñado algunas de las dispensas características de su oficio
en varias culturas del mundo antiguo. Tal vez el denominador común fue la exención
de las obligaciones militares, de forma que la falta de armamento en las sepulturas
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 125

podría utilizarse como marcador arqueológico de posibles enterramientos sacerdota-


les. Si a estas licencias se suma que los sacerdotes fenicios no cultivaban la tierra, ni
trabajaban en los barcos, ni al parecer desempeñaban otras labores manuales, soste-
nerlos como mera subpoblación de hipermutadores meméticos habría resultado poco
práctico si las ganancias que se cosechaban a cambio podían beneficiar a grupos que
no habían pagado por ello diezmos y primicias, es decir, a gente que no había contri-
buido en nada a mantener a esos hipermutadores con ofrendas y sacrificios para los
dioses o con impuestos que se recabaran directa o indirectamente en los templos. Esta
condición evolutiva predice por tanto el uso paralelo de procedimientos para encrip-
tar las mutaciones meméticas con el fin de que los resultados adaptativos de algunas
de ellas no rebasaran los contornos del propio grupo. Mostraré en los párrafos que
siguen la existencia de estos cierres, camuflados a veces en caracteres leídos de forma
muy distinta a la mía por quienes no comparten el análisis histórico darwinista.
Una barrera muy genérica fue la tendencia que el pensamiento religioso ha expe-
rimentado en todas las épocas hacia su propia ramificación. Por catalogar de errados
(«infieles») a quienes no siguen su mismo credo, cada religión consigue crear, con
intención o sin ella, fronteras intercomunitarias. Como ya antes señalé, dicho subpro-
ducto de la conducta religiosa origina profundas dificultades para la aculturación en
este sector de la ideología. En realidad, es posible que esta tendencia disgregadora del
pensamiento creyente, marcada históricamente por la evolución espontánea hacia la
diversidad a través de las «herejías» o de otras «desviaciones» menores, no sea sino
una expresión más de la segunda ley de la termodinámica. Según acontece en el resto
del cosmos, el aumento constante de la entropía regula también toda la vida sobre
nuestro planeta (Atkins 1992: 33), en una dirección siempre acorde con la que sigue
la flecha del tiempo (Hawking 1989: 191). Pero, sea o no así, los memes alumbrados
por sacerdotes de religiones que se consideran mutuamente «paganas» –y falsas por
tanto respecto al auténtico credo, el propio– disponen de escasas posibilidades de
penetración en quienes no profesan la misma fe que ese clero. Los desprecios que los
libros veterotestamentarios contienen hacia las creencias de los cananeos y hacia sus
sacerdotes no hacen más que ejemplificar esta frontera. El inconveniente fundamen-
tal para historiar tales cuestiones en épocas tan antiguas es el escaso registro arqueo-
lógico que de ellas permanece. No obstante, podemos llevar a cabo un intento de hur-
gar en ellas a través de testimonios, ya existentes entonces, como la escritura; porque,
examinados desde este punto de vista, los sistemas gráficos pueden ser tomados por
mecanismos preservadores de los saberes científicos en manos del grupo propio.
El mejor procedimiento de que se dispone en la actualidad para garantizar la
propiedad de los progresos científicos y técnicos es el sistema de patentes. La rela-
ción entre la invención y este mecanismo de protección de sus resultados es hoy tan
profunda que casi no se concibe lo uno sin lo otro. Las patentes constituyen así la
garantía de que el nuevo descubrimiento contará con la correspondiente coraza pro-
tectora para su autor o para quien ha sufragado los gastos ocasionados para encon-
trarlo, en el sentido de que éstos verán de alguna forma recompensada su inversión
de trabajo y capital. En el caso de los descubrimientos astronómicos del clero fenicio,
su posible fuga del marco de la comunidad de origen se evitó en gran medida gracias
a la escritura, porque, entre los diversos usos de ésta, el ceremonial estaba limitado a
126 José Luis Escacena Carrasco

los especialistas en el culto (Oppenheim 2003: 222). A primera vista, tal afirmación
podría parecer paradójica, sobre todo porque lo que nos viene a la mente de forma
inmediata es que cualquier sistema gráfico escrito cumple como función primordial
la labor de comunicar algo. Sin embargo, al ser muy restringidos su dominio y su uso
en las culturas antiguas, la transmisión de ideas mediante pictogramas o grafemas
de cualquier clase devino todo lo contrario, es decir, constituyó la garantía de que el
contenido de cualquier texto sólo estaría disponible para sectores minoritarios de la
sociedad. Esta interpretación no es necesariamente darwinista, y de hecho ha sido
reconocida por quienes estudian las diversas escrituras de la Hispania protohistórica
al señalar su carácter “un tanto esotérico” (De Hoz 1989: 549). Por esta capacidad
para reducir el ámbito al que se propagan los nuevos conocimientos científicos, no
puede extrañar que los distintos sistemas gráficos orientales surgieran en los templos,
lo que en ningún caso se opone a los tradicionales argumentos que vinculan su origen
al control administrativo de tierras, productos y mercancías. En Tartessos, una de las
provincias más occidentales de la colonización fenicia, el ejemplo quizás más antiguo
de escritura procede precisamente de un santuario. Se trata del epígrafe que la Astarté
del Carambolo muestra bajo sus pies, en el que dos devotos de la diosa le agrade-
cen una gracia concedida. La leyenda no contiene ningún conocimiento práctico de
astronomía ni nada que pueda tenerse por saber científico, pero su mera presencia en
un lugar sagrado sugiere que era en aquel ambiente donde alguien podía redactarla y
entenderla. Esta geografía restrictiva del uso de la escritura es lo que ahora me inte-
resa resaltar, y me lleva necesariamente a coincidir con quienes sostienen el carácter
iletrado de la mayor parte de la población turdetana (Chic 1999: 179).
Si la escritura supone una manera de ocultar mutaciones meméticas, sea este
efecto buscado o no, su misma diversidad puede leerse desde el punto de vista evo-
lutivo como una insistencia en la misma dirección. De esta manera, el mosaico polí-
tico propio del sistema oriental de ciudad estado, replicado a lo largo y ancho de
los territorios coloniales fenicios sea bajo el modelo monárquico sea como otras
formas de gobierno, representó el ecosistema idóneo para esta radiación evolutiva,
sólo reprimida con cierto éxito por unas transacciones comerciales necesitadas de lo
contrario, esto es, de una lengua y de un sistema gráfico francos. Se comprende así,
al menos, la existencia de escrituras diversas entre las distintas regiones lingüísticas
prerromanas de Hispania (Pérez Vilatela 2004), porque unos grupos étnicos verían en
los demás a «los otros», y porque los intercambios económicos entre ellos no alcan-
zarían la importancia que tuvieron en la comunidad semita. Entre los fenicios, los
estrechos vínculos comerciales que ataban unas con otras a sus propias comunidades
coloniales, y a éstas con las metrópolis, supusieron sin duda una fuerza que operaba
contra la diversificación.
Pero el recurso que en las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo impidió la
circulación ilimitada de los descubrimientos científicos fue el empleo por los sacerdo-
tes de una lengua extraña a la comunidad en la que desempeñaban su ministerio, una
lengua que a veces era la progenitora de la que hablaba a diario la población pero que
ésta ya no entendía. Esta costumbre, surgida tal vez de la necesidad de interpretar
textos sagrados redactados en épocas más arcaicas, está atestiguada en un sinfín de
casos asiáticos, así como en el mundo egipcio. Empero, se ignora si los fenicios del
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 127

primer milenio a.C. la practicaban porque no existe documentación suficiente para


resolver este extremo. En el contexto de nuevo del suroeste ibérico, y sin que pueda
confundirse lengua con escritura, el sistema gráfico conocido como tartésico, pro-
bablemente surgido en ámbitos religiosos, copió precisamente unos signos vetustos
del alfabeto fenicio, más arcaicos que los usados comúnmente por los colonos cana-
neos cuando llegaron a esos territorios en el siglo VIII a.C. o poco antes. Tal vez las
contradicciones señaladas por J. de Hoz (1986: 76 y 80-82) entre las primeras fechas
de la colonización de Hispania y las relativas a la expansión de los sistemas gráficos
puedan encontrar respuesta en esta explicación del papel evolutivo jugado por los
sacerdotes fenicios, según la cual éstos pudieron haber utilizado en los momentos en
que accedieron a las nuevas patrias una escritura litúrgica diferente a la empleada a
diario por su propia comunidad. Resta saber si también un lenguaje distinto. Una
modalidad criptográfica parecida a la que propongo para el clero fenicio usó en
determinadas circunstancias el mundo faraónico (Hornung 1992: 33-34), y hoy los
sacerdotes cristianos coptos de Etiopía.
Los mecanismos adaptativos que preservan los memes positivos para uso exclu-
sivo del grupo propio derivan, pues, de poderosas razones evolutivas, y revalidan
de nuevo la conocida experiencia darwinista de que la selección natural no actúa
casi nunca considerando a la especie en su conjunto sino a partes de ella. A estas
fracciones, conocidas en biología como poblaciones, nos referimos los historiadores
y arqueólogos como etnias, naciones, pueblos y grupos humanos, entre otras deno-
minaciones. La equiparación del clero fenicio a las subpoblaciones bacterianas que
actúan para sus propias comunidades como hipermutadoras, dotándolas de cambios
genéticos al azar algunos de los cuales devienen adecuados para escapar de contextos
hostiles (antibióticos) y seguir aumentando así la demografía, sugiere que la cesión
horizontal de genes y memes tiene barreras. También en relación con el comporta-
miento humano, la selección natural, que en este caso interviene como selección de
grupo o interdémica, ha originado filtros inhibidores de la circulación de memes sin
nada a cambio desde las poblaciones inventoras hacia otras distintas. Tales mecanis-
mos de encriptación de las mutaciones de la conducta adoptaron distintas manifes-
taciones rituales, muchas de ellas todavía por investigar en su papel evolutivo. Pero
este enfoque evolucionista permite identificar ya uno de los principales símbolos que
en la época servían para reconocer al clero como garante de esos procedimientos de
ocultación: los collares sacerdotales.
En su trabajo sobre el clero en la cultura ibérica, T. Chapa y A. Madrigal (1997:
193 y fig. 1) recogen algunos testimonios arqueológicos de este emblema. Casi como
único revestimiento litúrgico, las representaciones protohistóricas de sacerdotes –que
se identifican como tales gracias a la tonsura correspondiente– exhiben brazaletes y
collares, unas piezas que no faltan en el tesoro aparecido en el santuario del Caram-
bolo. Esos collares portaban por lo general sellos, que en Oriente eran, al menos desde
la Uruk del cuarto milenio a.C. (Liverani 1995: 113), símbolo de la preservación de los
secretos divinos cuando se utilizaban en ambientes religiosos. En consecuencia, y por lo
que se refiere a la provincia colonial que los fenicios organizaron en Tartessos, el collar
del Carambolo puede considerarse uno de los ejemplares más singulares del atuendo
que más identificaba al clero de origen oriental, trasladado hasta el sur de Hispania
128 José Luis Escacena Carrasco

como el sacerdote Zakarbaal a Cartago en compañía de la reina Elissa. Según la nueva


función que he trabajado con F. Amores sobre el conjunto de joyas del Carambolo
como equipo para el sacrificio de bóvidos (Amores y Escacena 2003), esta pieza pudo
contar sólo con siete sellos desde su origen. De hecho, las dos cadenillas que cuelgan,
y que han dado pie a creer que falta un octavo, pueden interpretarse también como
los dos extremos de un solo cordón que serviría de sostén a todos los sellos. Así, de
ser cierta esta conjetura, el propio número siete representaría otro elemento simbólico
más. Recuérdese al respecto que, siguiendo una arcaica tradición veterotestamentaria,
son siete los sellos que refiere San Juan (Apocalipsis 4-8) como cerraduras mistéricas.
Una reflexión más acerca del papel jugado por el clero fenicio en la transforma-
ción y dispersión de sus propias comunidades se refiere a la explicación evolutiva de
algunas figuras que pudieron parasitar el sistema: los profetas. Frente a la norma
cananea arcaica de escribir sobre tablillas de barro, el uso del papiro por los fenicios
del primer milenio a.C. nos ha privado de la documentación que podría aclarar si en
dicho mundo abundaron los “hombres de dios”, como les llaman a veces los textos
bíblicos y otras fuentes orientales (Mayoral 1997: 42). Aunque este mismo término
de “hombre de dios” está documentado en el mundo tirio (cf. Lipinski 1970: 41), des-
conocemos si las migraciones coloniales arcaicas difundieron a dichos personajes por
las tierras de ultramar hasta Tartessos. En contraste con el auténtico sacerdote anti-
guo, el profeta no tiene como cometido mutar los memes científicos, sólo entiende de
cuestiones morales y marca a la comunidad la senda del buen proceder, un camino
que viene señalado precisamente por lo ya conocido, por el comportamiento arquetí-
pico y no por la innovación. Aunque apelar a la ley consuetudinaria compete también
al clero arcaico, el profeta hace de esto su único nicho ecológico. Tal exclusividad
exige una relación fluida con la mayor parte de la población, y selecciona a la larga
para su expresión verbal una lengua que entienda bien la gente común. No es casua-
lidad, por tanto, que la extrema necesidad de transferir memes religiosos morales en
los que se tiene una fe sólida aparezca en algunos textos sagrados antiguos ayudada
por milagros que proporcionan el don de lenguas16. En cualquier caso, la emulación
de los sacerdotes pudo suscitar en los profetas la utilización circunstancial de abra-
cadabras poco inteligibles (García Recio 1997: 109). Por esta ruta, la imitación del

16. En Marcos (16, 17): se dice: “A los que creyeren les acompañarán estas señales: en mi nombre echa-
rán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren ponzoña, no
les dañará, ...”. Más explícitos son los Hechos de los Apóstoles (2, 1-12): “Al cumplirse el día de Pentecos-
tés, estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido proveniente del cielo como el de un
viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa en que residían. Aparecieron, como divididas,
lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y
comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les otorgaba expresarse. Residían en Jeru-
salén judíos varones piadosos, de cuantas naciones hay bajo el cielo, y habiéndose corrido la voz, se juntó
una muchedumbre, que se quedó confusa al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos de
admiración, decían: Todos estos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada uno
en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos, medos elamitas, los que habitan Mesopotamia,
Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y
los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestras propias lenguas
las grandezas de Dios. Todos, fuera de sí y perplejos, se decían unos a otros: ¿Qué quiere decir esto? Otros,
burlándose, decían: Están cargados de mosto”. Traducción de Nácar y Colunga (1991). De esta versión al
castellano se han tomado también los demás textos bíblicos citados aquí.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 129

clero les condujo a veces a la emisión de oráculos, que en la tradición bíblica casi
siempre intentan la reentrada del pueblo en la norma moral correcta o anuncian gra-
ves penitencias a los enemigos de la comunidad. Como la falsa avispa que, sin gastar
en veneno, exhibe su atuendo negro y amarillo como señal de peligro, el profeta vive
de forma parecida al sacerdote y medra por los alrededores de templos y sacristías.
Cumple en los sistemas religiosos semitas del primer milenio a.C. el papel de pastor
de ovejas descarriadas del sendero que alguna vez los héroes, los dioses o los ante-
pasados míticos dieron por bueno, y señalan por tanto el pecado en su acepción his-
tórica más arcaica, la que reconoce que todo acto humano, para ser tal, debe contar
con un ejemplo mítico acontecido in illo tempore (Eliade 1972: 34-39). Desde una
perspectiva evolucionista, el profeta es muy gravoso para su propia comunidad, toda
vez que, mimetizando al clero genuino, está exento de labores manuales. Una excesiva
cantidad puede resultar casi un despilfarro. En consecuencia, un análisis darwinista
estaría en condiciones de predecir que su alto precio para el grupo debió contener
su número en una proporción considerablemente menor que la de los verdaderos
sacerdotes en el caso de que las dos figuras estuviesen nítidamente separadas. Pero
una tendencia evolutiva también probable pudo potenciar la adopción por el clero del
acervo moral representado por la actividad profética. Por lo que parece, y a la luz de
la escasa documentación disponible, esta segunda opción tiene datos a favor para el
caso fenicio, porque sus sacerdotes tutelaban la piedad nacional y velaban por su fiel
cumplimiento (Jiménez y Marín 2002: 80).
Toda esta interpretación darwinista evidencia vastas incompatibilidades con
otras escuelas arqueológicas e históricas. Como ya advertí al comienzo, casi todas las
tendencias teóricas y metodológicas del análisis histórico han destacado la labor de
los ministros del culto como garantes del mantenimiento y reproducción de la des-
igualdad social, entendida esta última, además, no como algo normal en casi todas
las especies gregarias del reino animal sino como una secuela perniciosa del naci-
miento de la agricultura humana. La lectura más frecuente entre los especialistas
en Protohistoria hispana asume esa explicación (cf., entre otros, Chapa y Madrigal
1997: 192), que es también la más común en la literatura especializada sobre la his-
toria del Próximo Oriente antiguo (cf. Liverani 1995: 119). Mas, para la Arqueolo-
gía Evolutiva, la valoración del papel histórico del clero antiguo tiene que huir de
análisis que contengan juicio moral alguno apoyado en criterios éticos de nuestra
sociedad actual; en consecuencia, ha de llevarse a cabo exclusivamente en función
de su aportación al crecimiento demográfico y a la correspondiente dispersión de
las comunidades en que tales especialistas se desplegaron. Estas dos variables (auge
poblacional y expansión geográfica) representan los marcadores ideales para valo-
rar la aptitud (fitness) de individuos y poblaciones, así como el único instrumento
científico posible para aplicar al hombre el mismo medidor de adaptación que a los
demás seres vivos. Con este enfoque evolucionista darwiniano puedo reconocer en el
sacerdocio fenicio un cometido clave en la diáspora de su gente: el de ser depositario
y garante de los conocimientos astronómicos necesarios para la navegación marítima
de altura, a la vez que acrecentadores de este acervo científico. No en vano, recordaré
de nuevo que la fundación de muchas colonias importantes iba acompañada, cuando
no precedida, de la correspondiente consagración de santuarios, edificios que a veces
130 José Luis Escacena Carrasco

ordenaban incluso la trama urbana nacida en su entorno. No resulta en absoluto gra-


tuito desde el punto de vista evolutivo que se conozcan expediciones colonizadoras
orientadas por los correspondientes oráculos. Estrabón (III, 5, 5) recogió de Posido-
nio uno sobre el nacimiento de Cádiz, como cabría esperar repleto de referencias a
características geográficas del nuevo enclave y de alusiones a interpretaciones sobre
los sacrificios que en buena lógica deberían llevar a cabo los especialistas en el culto:

Acerca de la fundación de las Gadeira, los gaditanos dicen recordar lo que sigue: que
un oráculo ordenó a los tirios fundar un establecimiento en las Columnas de Hércules;
los enviados a hacer la expedición llegaron hasta el estrecho que hay junto a Calpe y
creyeron que los promontorios que forman el estrecho eran el fin de la tierra habitada y
el límite de las aventuras de Hércules. Suponiendo entonces que allí estaban las columnas
citadas en el oráculo, anclaron en cierto lugar de más acá de las Columnas, en donde está
la ciudad de los exitanos. Pero, como en este punto de la costa sacrificaran a los dioses sin
que el resultado fuera propicio, se volvieron. Tiempo después, los enviados rebasaron el
estrecho, y llegaron a una isla consagrada a Hércules situada junto a Onoba, ciudad de
Iberia a unos mil quinientos estadios fuera del estrecho; como creyeran que estaban allí
las Columnas, hicieron nuevos sacrificios a los dioses, pero de nuevo fueron contrarias las
víctimas; así que regresaron a la patria. En el tercer viaje fundaron las Gadeira y levanta-
ron el santuario en el extremo oriental de la isla y la ciudad en el occidental.

Más sobre fenicios y arqueoastronomía


protohistórica hispana

En el apartado anterior cité varias veces los altares de barro en forma de piel de
toro de algunos santuarios hispanos del primer milenio a.C. Toca ahora profundizar
en ellos, sobre todo en la simbología de su forma y de sus colores y en los lazos que
su especial diseño y orientación pueden tener con determinados dioses del panteón
fenicio. Son tales vínculos, hasta ahora no comentados por mí, los que permiten esta-
blecer una más que posible relación entre los templos que los cobijan y una divinidad
omnipotente que, entre los colonos semitas, puede identificarse con Baal (el Señor)
en su calidad de numen masculino genérico, con acepciones concretas como Reshef
o Melqart, entre otras. Mostraré que en este auténtico desciframiento he tenido la
suerte de haberme topado en mis excavaciones con una pieza clave: el altar de Coria
(fig. 4). Si antes de su descubrimiento en 1997 estas aras se tenían por imitaciones de
la forma de los lingotes de cobre chipriotas de la Edad del Bronce, ahora es imposible
seguir sosteniendo tal equiparación.
El altar de Coria del Río es una plataforma exenta de barro de distintos colores
construida en el centro del tabernáculo más antiguo detectado hasta ahora en el
Santuario III de los cinco superpuestos ya localizados. Este templo corresponde al
edificio que funcionaba durante el siglo VII a.C. Es cierto que su silueta subrectan-
gular, con lados cóncavos y apéndices desarrollados en las esquinas, recuerda la de
los lingotes de cobre mediterráneos de origen chipriota, pero se parece mucho más en
todos sus detalles al diseño de las pieles de toro en la manera en que eran tratadas en
ese mundo protohistórico. Puede afirmarse hoy, más bien, que lingotes y altares no
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 131

Fig. 4: Altar de Caura en sus fases antigua (izquierda) y reciente (derecha).

muestran una relación directa padre-hijo, sino que pueden definirse como hermanos,
ambos descendientes en todo caso del diseño del pellejo extendido de los bóvidos. En
el caso de los lingotes, esta genealogía estaba de hecho plenamente asumida (Lagarce
y Lagarce 1997). Mi nueva propuesta sostiene que lingotes, altares, piezas de orfe-
brería, exvotos y objetos decorativos, así como otros elementos que adquirieron en
la época dicha forma, imitaron en última instancia la piel del animal y representaron
en parte la carga simbólica de aquélla. De nuevo, los procedimientos técnicos de la
teoría evolutiva pueden servirnos para aclarar tales lazos familiares (fig. 5).
En realidad, aunque me referiré a este altar en singular, el de Coria constituye el
resultado final de un proceso relativamente complejo de construcción y reconstruc-
ciones, una historia por lo demás común a otros ejemplares según muestran los del
santuario de Cancho Roano, en Extremadura (Celestino 1994). En nuestro caso se
trata básicamente de dos altares embutidos, de manera que el más reciente (fase B)
contiene al más antiguo y lo agranda (fase A). Merece la pena pararse en describir
sus detalles porque éstos suministran las claves fundamentales de su posterior inter-
pretación simbólica.
Para conseguir el primitivo (altar A) se fabricó primero, al parecer, una mesa
de planta rectangular de barro de color castaño, parte que hoy ocupa el centro de
la obra. A continuación, este bloque en forma de paralelepípedo se enlució con
una ancha capa de barro amarillento en la que se diseñó ya el contorno cóncavo
de los cuatro costados, además de una protuberancia bicorne en uno de los lados
menores, el que mira al nacimiento del Sol. Este apéndice disponía de menor altura
que la mesa del altar, y se hizo con el mismo barro claro del contorno. A modo de
cordón o moldura de media caña periférica, daba cobijo a una pequeña oquedad
132 José Luis Escacena Carrasco

Fig. 5: Propuesta de cladograma filomemético de la piel de toro y sus imitaciones. Los cladogramas
evolutivos sólo expresan las relaciones de parentesco, no contienen información cronológica.

que pudo estar dedicada a contener una muestra de sangre de la víctima sacrificada
como ofrenda. Concluida así la estructura, sus cuatro caras verticales y esta pro-
tuberancia del flanco oriental se pintaron de rojo, siendo esta película de color en
realidad la misma que discurría por el suelo de toda la estancia, incluido un banco
también de barro que se levantó en el flanco norte, en paralelo al eje longitudinal
del altar.
El ara más vieja (fase A) funcionó así durante algún tiempo imposible de preci-
sar aún. Pero, quizá todavía en el siglo VII a.C., se remodeló en parte la capilla que la
contenía, lo que obligó a retocar también la mesa de sacrificios. Estas modificaciones
produjeron el altar B, que utilizó en realidad como matriz el preexistente. Comenzó el
cambio elevando el piso del tabernáculo y ensanchando el banco colateral. Al subir la
cota del pavimento, quedó oculto el apéndice bicorne del flanco oriental, pero no se
sustituyó por otro nuevo, permaneciendo ahora el segundo altar simétrico desde sus
cuatro costados. No obstante, como el ara inicial tenía más anchura en la base que en
su parte superior, al subir el nivel del suelo el altar resultó más estrecho y bajo que el
anterior. Se consideró necesario por consiguiente proporcionarle de nuevo anchura,
pero no así más altura. Por esta razón se le añadió un nuevo contorno amarillento
al ya existente, respetando en todo caso la silueta prístina de márgenes cóncavos que
daba al conjunto planta tetrápoda. Acabada la remodelación formal, se pintaron de
rojo otra vez todas las estructuras a excepción de la cara superior del altar. Como
sostendré, esta superficie debía mostrar siempre sus combinaciones cromáticas, sobre
todo porque sus colores proporcionaban el quid de la lectura simbólica del propio
altar, una clave comprendida por quienes lo erigieron y usaron.
Antes de la construcción del santuario siguiente (el IV), se procedió evidente-
mente a clausurar el templo anterior. Aunque las excavaciones no han ofrecido hasta
ahora muchos detalles de este ritual, parece claro que toda la capilla roja fue cubierta
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 133

intencionadamente con una capa de tierra con abundantes gránulos de cal y casi
virgen desde el punto de vista arqueológico. El altar fue respetado casi intacto bajo
este relleno. Estas circunstancias sugieren que, como aún ocurre en el ritual cris-
tiano, estamos ante el elemento litúrgico más importante después del propio dios,
por encima incluso de las representaciones divinas antropoformas que nos han lle-
gado de la época. De hecho, todos estas figurillas pueden tomarse por exvotos más
que por imágenes de culto propiamente dichas (Belén y Escacena 2002: 178).
Aparte de la silueta descrita, el altar de Coria tiene en su cara superior una
oquedad de planta subcircular u oval que ocupa aproximadamente el centro del
rectángulo de barro castaño. Este receptáculo contuvo en su día fuego o ascuas
encendidas, pues su fondo está endurecido y muy quemado, casi convertido en un
cuenco de cerámica. Tal característica supone una nueva garantía de su uso como
altar, pues otras mesas de barro del santuario carecen de esta peculiaridad. En con-
junto, puede ponerse en relación directa con los altares de barro de Cancho Roano,
que presentan esta misma forma a excepción de uno de planta circular. En cualquier
caso, los extremeños y los demás conocidos en la Península Ibérica responden al
modelo del altar B de Coria, el más reciente, y han servido para relacionar su figura
con la de los lingotes chipriotas de cobre. No obstante, a pesar de las evidentes seme-
janzas entre altares y lingotes, dos cuestiones impiden ahora seguir manteniendo
esta interpretación: las combinaciones cromáticas, que sin duda contienen un men-
saje que trasciende lo meramente decorativo, y el apéndice que presenta en su lado
oriental la pieza más vieja (altar A), elemento que proporciona también una clave
importante para ahondar en su significado simbólico. Así, S. Celestino (1997: 372)
ha señalado el parecido de estas aras con la piel del toro, por lo que si su filiación
se sigue vinculando a los lingotes es quizás por la existencia en Chipre a fines del
segundo milenio a.C. de una divinidad supuestamente relacionada con el lingote
que tenía su santuario en Enkomi (Ionas 1984: 102-105). No obstante, los detalles
constructivos de la pieza de Coria, sobre todo los relativos a su silueta y a la inten-
cionalidad de sus combinaciones cromáticas, aconsejan tomarla por la imitación
directa de las pieles. Tanta meticulosidad en su fabricación y en la búsqueda de
contrastes de colores debe obedecer a detalles simbólicos importantes, de los que
el mundo religioso está tan cargado. Curiosamente, las formas correspondientes a
las dos fases del altar de Caura pueden relacionarse estrechamente con la de los dos
«pectorales» del tesoro del Carambolo, piezas dotadas de indudable simbolismo
sagrado y sobre las que volveré. La búsqueda y el correspondiente hallazgo de las
claves que permiten acceder a este mensaje inducen a una relectura y distinta traduc-
ción de la forma de estas aras. En este sentido, la silueta y los colores corresponden a
la forma y a los colores reales que las pieles de los toros presentaban en la Antigüe-
dad después de su curación.
En egipcio medio, el ideograma usado para “piel de toro” recuerda esquemáti-
camente la forma de estos altares, si bien cuenta con un apéndice inferior correspon-
diente a la cola del animal (cf. Gardiner 1982: 464), un elemento desconocido en los
altares. En la arqueología hispana, la imagen más directa de cómo eran curtidas las
pieles de toros y cabras, o las zaleas de ovejas, aparece en algunas figurillas votivas
de caballos rescatadas en santuarios protohistóricos, cuando no en escultura pétrea.
134 José Luis Escacena Carrasco

Llevan estos équidos sobre sus lomos las correspondientes “sillas de montar”, que
nos sirven como fotos directas de la forma de trabajar entonces las pieles.
Fuesen éstas de bovino o de caprino, se recortaban en forma aproximada de X,
siendo los extremos del aspa las zonas correspondientes a las cuatro patas del animal.
Después se definía en el centro una parte en la que se preservaba el vello, mientras el
contorno se rasuraba para obtener una orla lisa y desprovista de pelo. Así, la peri-
feria tomaba el tono pajizo de los pellejos de panderos y tambores. Este resultado
puede constatarse con claridad en un exvoto del Cigarralejo (Murcia), y es el mismo
que de forma más esquemática presenta el caballo de bronce del santuario de Can-
cho Roano (cf. Celestino y Jiménez 1996: fig. 16). El arte egipcio reflejó con fidelidad
estas pieles con el rectángulo central peludo y los bordes rapados (cf. Delgado 1996:
fig. 81). Y esto es lo que el altar de Coria refleja puntualmente: la piel de un toro
castaño con los flancos amarillentos del cuero depilado.
Pues bien, en la forma elemental de la fase B del altar de Coria, estas aras se
prodigaron por diversas áreas de la Península Ibérica. En algún caso, la bicromía
que marca la diferencia entre la parte central y la periférica se observa también en
cubiertas de sepulturas que muestran el mismo diseño, como ocurre en la necrópolis
albaceteña de Los Villares (Blánquez 1992: lám. 2). Y, aunque a veces no se des-
cendiera a tanto detalle, la mera silueta evocaba su significado, permitiendo así su
evolución hacia un simbolismo más abstracto. Por lo demás, en el registro arqueo-
lógico son cada vez más abundantes los testimonios que pueden ser interpretados
o releídos como altares o como elementos litúrgicos diseñados con la misma forma
y significado: sendas “fuentes” de bronce aparecidas en La Joya (Garrido y Orta
1978: láms. XXXI-XXXII) y en la Mesa de Gandul (Fernández Gómez 1989), una
pieza de oro del Instituto de Valencia de Don Juan (Kukahn y Blanco 1959: fig. 6),
la posible tapadera de cajita en cerámica de la sepultura de El Carpio (Pereira y De
Álvaro 1986: 39), un exvoto de barro cocido de Setefilla (Ladrón de Guevara y otros
1992: fig. 13:3), un altar de piedra de Villaricos (Belén 1994: fig. 4:6), algunas tapas
de tumbas de la necrópolis murciana de Castillejo de los Baños (García Cano 1992:
321), el empedrado de base de la torre funeraria de Pozo Moro (Almagro-Gor-
bea 1983: fig. 6), el probable altar del poblado alicantino de época ibérica del Oral
(Abad y Sala 1993: 179), unas cajas cinerarias del yacimiento portugués de Neves,
en el Alentejo (Maia 1985-86), etc., etc. Requieren alusión especial en esta lista los
llamados «pectorales» del tesoro del Carambolo (Carriazo 1973: fig. 74), sobre todo
porque reflejan con fidelidad, y a la vez con un esquematismo simbólico profundo,
la manera de trabajar las pieles de toros en este mundo protohistórico. Pese del
alto grado de abstracción de tales joyas, reflejan la silueta del cuero del animal y el
reborde libre de pelo, además de la porción de piel del cuello convertida ya en una
protuberancia de significado prácticamente desconocido antes del hallazgo del altar
de Coria. Este apéndice, que Carriazo interpretó como artilugio de suspensión, se
ha advertido también en el ejemplar que hoy carece de él (Kukahn y Blanco 1959:
39; Carriazo 1973: 130; Perea y Armbruster 1998: 127), por lo que los dos supuestos
pectorales presentaron en su día la forma más antigua y canónica de la piel del toro,
la misma que muestra el altar de barro de Coria en su momento inicial (fase A).
Desde este diseño, y por una simplificación posterior del signo sin pérdida de su
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 135

carga simbólica, muchos objetos religiosos que imitaban estas pieles evolucionaron
hacia la pérdida del apéndice alusivo al cuello. Los mismos altares y las cubiertas
de enterramientos prescindieron de esa protuberancia para adquirir simetría desde
­cualquiera de sus ­cuatro flancos. No obstante, mantuvieron con frecuencia los con-
trastes de colores como evidencia del diferente tratamiento de la piel en su derredor
y en su parte central. En la fase A del altar de Coria, la más realista, se mantiene
aún el apéndice del cuello en la parte que mira al orto solar, un elemento que todavía
hoy poseen los cueros de bóvidos cuando se curten para la elaboración de zahones
y que aparece ya representado en las pieles del disco de Phaistos. En nuestro altar,
esta zona presenta un pequeño receptáculo contrario a la idea de superficie plana
que trasmite una piel. La excavación de este punto no condujo a ningún hallazgo,
pero el ara circular de Cancho Roano muestra también en su zona oriental una
protuberancia que dispone de una oquedad parecida. Allí, dicho hoyuelo contenía
un cuenco de cerámica en el que se pudo depositar algún líquido durante las cere-
monias litúrgicas (Celestino 1997: 373). Por tanto, quizás el altar de Coria dispuso
de un recipiente similar. Durante los actos de culto, este hueco o la vasija que se
colocara en él pudieron contener sangre de la víctima sacrificada, ya que los toros
se degollaban y desangraban por esta parte, la base del cuello. Ya el altar minoico
del palacio de Phaistos muestra figuras de toros y espirales dobles de pintura roja
que se han interpretado precisamente como imágenes de los animales ofrecidos a la
divinidad y de la sangre derramada sobre el ara (Pelon 1984: 69). Tales sacrificios y
su correspondiente liturgia no fueron tal vez diferentes de la dramatización reflejada
en un exvoto ibérico de bronce en el que toda la acción se representa precisamente
sobre una piel de toro (Obermaier 1921).
Los argumentos con los que quiero concluir mi trabajo necesitaban esta extensa
demostración de que los altares de barro protohistóricos y los demás elementos
arqueológicos que presentan su misma forma no imitan a los lingotes de cobre de
origen chipriota. De esta otra hipótesis sobre lo que emulan se han derivado inter-
pretaciones que relacionan este singular símbolo de la Hispania fenicia con el poder
económico y político de príncipes o reyes (cf. Almagro-Gorbea 1996), dejando en
un segundo plano su significado cultual. Empero, si se identifican como imitaciones
de pieles de toros, la lectura religiosa puede adquirir el papel principal. De hecho, la
documentación arqueológica hispana está repleta a lo largo de todo el primer mile-
nio a.C. de imágenes de toros que son algo más que animales.
En el yacimiento bajoandaluz de Montemolín, por ejemplo, algunas vasijas orien-
talizantes se decoraron con procesiones de bóvidos (De la Bandera 2002: lám. II), que
pueden representar tanto víctimas sacrificiales como la encarnación del propio dios
al que se destinaban. En un caso, uno de esos bóvidos parece llevar sobre su lomo un
dorsuale, el fajín típico con el que en muchas regiones del Mediterráneo se adornaban
los animales que desfilaban en procesión hacia el altar, mientras que se ambienta la
escena con una cenefa de asteriscos en forma de molinete (Chaves y De la Bandera
1992: fig. 7). Esta combinación de toro sagrado y estrella es bien conocida en el
Mediterráneo oriental desde mucho antes del primer milenio a.C. (cf., entre otros,
Delgado 1996: lám. 30), sin que disponga en cambio de precedente alguno en la Ibe-
ria prehistórica. Si se identifica la estrella con Venus o el Lucero –Astarté entre los
136 José Luis Escacena Carrasco

fenicios17–, es evidente que el toro personifica a Baal, la divinidad genérica masculina


inseparable de Astarté en el panteón sagrado fenicio.
Además de estas manifestaciones y de otras imágenes de toros sagrados como
las que rematan algunos quemaperfumes de bronce, con posterioridad a la fase pro-
piamente orientalizante pero como reconocimiento del importante impacto fenicio
y púnico sobre los íberos, toda la vertiente mediterránea española conoció múltiples
representaciones de toros en la escultura en piedra, algunas de las cuales –caso de
la denominada “Bicha de Balazote” por ejemplo– dispusieron de cabezas antro-
pomorfas como clara manifestación de dioses que eran a la vez bestias y hombres.
Esta asociación parece un legado de la colonización semita iniciada en el siglo VIII
a.C., a su vez heredera de la tradición cananea del segundo milenio a.C. que identi-
ficó en su literatura sagrada al dios masculino con el toro. Abundan estas metáforas
en los textos litúrgicos ugaríticos, en especial en los del ciclo de Baal (cf. Del Olmo
1998: 132-133).
En el presente trabajo, mi interés por relacionar los altares de barro protohistóri-
cos hispanos con el toro a través de la imitación de su piel extendida radica fundamen-
talmente en dos cuestiones. Como acabo de establecer, la primera es la vinculación
de la divinidad a la que esas aras servían con el animal más fuerte que conocieron las
culturas mediterráneas de entonces, una especie con larga tradición simbiótica con el
hombre al menos desde el Neolítico. La segunda se deriva de la primera, y consiste
en la identificación de la fuerza del toro con la potencia del astro más importante
para la vida humana que preside la bóveda celeste, el Sol. En relación con estos
vínculos, podemos recordar el caso egipcio del toro Apis con el disco solar entre sus
cuernos; pero lo que más me interesa ahora recalcar para reforzar esta hipótesis es la
orientación astronómica de los templos y de sus aras. En este sentido, ya el santuario
extremeño de Cancho Roano muestra unas evidentes ataduras con el Sol tanto en la
orientación de su eje y entrada hacia el este como en la disposición de sus altares de
barro. Lo mismo puede observarse en el templo más antiguo de Coria, cuyo único
muro localizado hasta hoy ofrece esa misma alineación, y por supuesto en su altar.
Como tercer ejemplo puede proponerse el del poblado ibérico alicantino de El Oral.
Allí, la extraña divergencia que presentan los ejes del elemento en forma de piel de
toro y del edificio que lo aloja exige una explicación, la más plausible de las cuales
es la búsqueda del orto solar por parte del primero. Esta solución permitiría definir
como altar propiamente dicho esta especie de impronta que ocupa el centro de la
estancia. Mi conclusión parcial, en fin, a este particular asunto, se puede plasmar
en la recomendación a los arqueólogos de que incluyan entre sus preocupaciones la
búsqueda de estos rasgos. No soy yo el primero, en cualquier caso, que ha percibido
este desajuste de paralaje entre algunos altares y sus respectivos templos ni la razón
que puede dar cuenta del mismo (cf. Moneo 1995: 248).

17. Está tan reconocida esta identidad que resulta innecesario argumentar aquí nada a su favor. En
cualquier caso, recordaré que la forma más simple de representar la estrella en esta época es un simple
asterisco con diferentes versiones (fundamentalmente × o la superposición de + y ×), mientras que la
más usada por los gustos orientalizantes desde el siglo VII a.C. en adelante es la roseta (Belén y Escacena
2002: 174-176; Escacena 2004b: 33-37).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 137

Por más que he buscado estas cuestiones en la prehistoria hispana a ver si tuvie-
ran un sustrato prefenicio, yo no he encontrado tales posibles precedentes. Los
denominados “altares de cuernos” de época argárica nada tienen que ver con los
que ahora nos ocupan. Si tienen vínculos mediterráneos, es evidente que recuerdan
mucho más a los del mundo palacial cretense. Los protohistóricos discrepan radi-
calmente de aquéllos en su diseño extremadamente plano, hasta el punto de que a
veces sólo superan el propio nivel del suelo en sus bordes y en escasos centímetros.
Esta característica se explica bien por la sensación de alfombra que proporciona una
piel extendida, y puede incluso tener un apoyo moral en textos bíblicos que hablan
de la construcción de altares de barro planos, sin podios ni escaleras de acceso18.
En cambio, aunque conocemos muy mal en el Mediterráneo oriental la arqueología
de estos débiles elementos de tierra por la búsqueda de la espectacularidad que ha
caracterizado allí tradicionalmente a los trabajos de campo, la misma forma de los
hispanos muestra ya un altar de barro anatólico del tercer milenio a.C. (Gil e.p.), y
tal vez se refieran a este tipo los citados en algunos textos veterotestamentarios19. Es
más probable, por tanto, que estas aras llegaran a Occidente de manos de la colo-
nización fenicia, y quizás filtradas por una fuerte influencia de fenicios de Chipre
o de gente de Siria, lugares donde encuentran estrechas semejanzas muchas de las
cosas más viejas que la expansión semita llevó hasta la Península Ibérica. Su origen
oriental queda igualmente reforzado por la presencia en la residencia de Sargón II
en Khorsabad, en la cuenca alta del Tigris, así como en otros palacios asirios y sirios
(Kukahn y Blanco 1959: 42), de pinturas murales en las que dos toros miran hacia un
posible altar con forma de piel extendida que presenta en su centro un círculo indi-
cador del hogar. Dicho elemento resulta extremadamente parecido al que muestra
un exvoto hallado en el yacimiento sevillano de Setefilla (Ladrón de Guevara y otros
1992: fig. 13:3) (fig. 6). A la luz de la información suministrada por los altares de la
Península Ibérica y por la mitología fenicia sobre Baal, que situó la muerte del dios
al comienzo del verano (solsticio de junio) y entre dos toros según la tradición del
culto de Adonis heredada en tiempos romanos (Du Mesnil 1970: 108), esta escena
mitológica del palacio asirio cabe interpretarla tal vez como la representación de la
muerte del propio Baal en el altar como víctima de salvación, ya que es esta divini-
dad oriental el ejemplo más claro de numen salvífico entre las varias deidades que,
de alguna manera, adquieren nueva vida después de morir (Xella 2001: 80). Resulta
por tanto evidente que el llamado “dios del lingote” chipriota, denominado así por
haber sido caracterizado en exvotos de bronce sobre una peanilla con ese diseño en X
(Ionas 1984: 102-105), no puede ser más que la representación de la divinidad sobre
el propio altar. Dicha identificación hablaría de la inadecuación del nombre usado en
la literatura arqueológica, pero también de la necesaria existencia en su día de altares
con esta forma en Chipre. Por tanto, si mi propuesta es correcta, esa misma hipótesis
predice su posible hallazgo futuro en la isla.

18. “No subirás por gradas a mi altar, para que no se descubra tu desnudez” (Éxodo 20, 26).
19. “Me alzarás un altar de tierra, sobre el cual me ofrecerás tus holocaustos, tus hostias pacíficas, tus
ovejas y tus bueyes” (Éxodo 20, 24).
138 José Luis Escacena Carrasco

Fig. 6: Arriba, pintura del palacio de Sargón II en Khorsabad. En la parte inferior, exvoto en
cerámica procedente de Setefilla (Lora del Río, Sevilla). En ambos casos, el altar en forma de
piel de toro contiene en su centro la representación del círculo alusivo al hogar.

Los últimos trabajos en el Carambolo han puesto al descubierto un espectacu-


lar altar de este tipo20. Como cabía esperar de la sensación que produce una piel
extendida sobre el suelo, no levanta del propio pavimento de arcilla más que escasos
centímetros (fig. 7). Es más, esa altura la alcanzó después de múltiples repintados y
recrecimientos, pues en su origen fue una simple impronta sobre el piso de la estancia
que lo acoge, una enorme sala rectangular orientada al este con bancos de barro a
todo su alrededor que se decoraron con un zócalo ajedrezado en negro y rojo (fig. 8).
Todo este complejo se fecha en una primera aproximación provisional a finales del
siglo VIII o comienzos del VII a.C. El altar del Carambolo confirma la interpretación
como santuario del asentamiento que ocupa la cima del cerro. Como estaba cantado
además, la más que esperada aparición del mismo por quienes formábamos parte del
equipo de trabajo ha convertido en tesis la hipótesis deducida del altar de Coria de
que tales aras buscaron intencionadamente con su eje longitudinal mirar al punto del
horizonte por el que se levanta el Sol el día del solsticio de verano y al que se pone
en la jornada del solsticio de invierno (figs. 9-11). Creo adecuado por tanto seguir
llamándoles, por este particular, altares helioscópicos, término que propuse en un

20. Con una longitud de casi 4 m, se trata de un hallazgo realizado en los últimos días de la campaña de
2004. Dispongo de estos datos gracias a los excavadores, que me han remitido un breve avance de los mis-
mos añadido a la comunicación que presentaron al III Simposio Internacional de Arqueología de Mérida
(Fernández Flores y Rodríguez Azogue e.p.).
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 139

Fig. 7: Fase más antigua de un altar en forma de piel de toro del Santuario de Astarté
en el Carambolo. Corresponde a una capilla posiblemente consagrada a Baal.

Fig. 8: Decoración geométrica pintada en un banco de adobe de la capilla de Baal


en el Santuario del Carambolo.
140 José Luis Escacena Carrasco

Fig. 9: Orientación helioscópica del altar de Baal en el Carambolo. La imagen se ha elaborado


a partir de los planos publicados por los excavadores, que señalan el Norte magnético.

trabajo anterior (Escacena 2002b: 49). Pero el del Carambolo me va a permitir pro-
fundizar aún más en esta lectura arqueoastronómica que tiene que ver con los toros,
con el Sol, con los dioses y con los sacerdotes fenicios, avanzando una serie de ideas
que no son más que nuevos reclamos para proseguir la investigación por esta ruta.
Hace casi veinte años que F. Amores me comunicó una hipótesis funcional sobre
el tesoro del Carambolo que rompía con casi todo lo dicho hasta entonces. La idea me
cautivó de inmediato, pero entonces aún parecía prematura su publicación dado que
todavía era sólo una intuición. Con el tiempo, temí que la inclinación profesional de mi
colega hacia la arqueología medieval y moderna acabara por dejarla inédita, así que le
propuse trabajar en ella juntos. Mi misión consistiría en recopilar los datos para sos-
tenerla y darle forma. Un primer avance de la misma se ha publicado no hace mucho
(Amores y Escacena 2003). Paralelamente, parece que la fortuna procuraba socorrer-
nos con una serie de descubrimientos arqueológicos que la reforzaban cada vez más.
La nueva interpretación reconoce que la tecnología con que se fabricó el con-
junto de joyas tiene componentes tanto atlánticos como mediterráneos, es decir, es
producto de contactos entre la tradición occidental del mundo indígena tartésico y
los conocimientos fenicios sobre orfebrería. Tal extremo se asume normalmente entre
los especialistas en el tema (De la Bandera 1987; Perea y Armbruster 1998). Pero esa
síntesis de tradiciones técnicas en absoluto implica que su uso, función y significado
simbólico sean también resultado de una amalgama étnica y cultural, algo que se
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 141

Fig. 10: El Carambolo.


Amanecer del 21 de junio de
2004 (solsticio de verano).
En primer plano, el altar de
Baal, cuyo eje se prolonga en
dirección a la salida del Sol.

Fig. 11: El Carambolo. Ocaso del


21 de diciembre de 2004 (solsticio
de invierno). La prolongación del
eje del altar (oculto en la foto por
construcciones recientes) apunta
hacia el punto del horizonte por
donde se esconde el Sol.
142 José Luis Escacena Carrasco

derivó del análisis tecnológico como un axioma más de los muchos que han lastrado
los estudios sobre Tartessos. Por el contrario, todas estas otras cuestiones quedan
bastante iluminadas cuando se interpreta el tesoro desde la hipótesis que reconoce
una presencia colonial fenicia en el Bajo Guadalquivir mucho mayor de la que está
dispuesta a admitir la mayor parte de los arqueólogos. Con este enfoque, se trataría
de un servicio litúrgico exclusivo de la comunidad oriental que fundó la ciudad de
Sevilla (Spal) y que paralelamente levantó al menos dos santuarios en las cercanías:
uno para Baal Saphon en Caura y otro para Astarté en el Carambolo. El lote esta-
ría compuesto por dos subconjuntos funcionales, uno lucido por los bóvidos que se
ofrecían en sacrificio a los dioses y otro que revestía al sacerdote que oficiaba.
Según he indicado antes, la iconografía antigua mediterránea en la que aparecen
elementos parecidos a los que componen el tesoro del Carambolo reserva, en efecto,
el collar y los brazaletes como elementos sagrados característicos de los sacerdotes.
En cambio, los denominados «pectorales» no aparecen en esas imágenes con dicha
función, sino como adornos sobre la testuz en esculturas de bóvidos. Además de
algunos textos que hablan de la colocación de oro en los cuernos de los toros desti-
nados al sacrificio (Odisea 432-440)21, los testimonios más claros pueden ser el toro
ibérico de Villajoyosa (Alicante) (Llobregat 1974) y el guerrero de Lattes, de proce-
dencia francesa22. El primero es una cabeza de bóvido de época ibérica que presenta
en su frente un rebaje en forma esquemática de piel de toro para colocar allí una
posible pieza metálica de igual diseño. El segundo es una escultura de piedra de un
personaje masculino armado que lleva a su espalda lo que parece la representación
de una placa metálica. En esa pieza dorsal de la coraza se labró una cabeza de ani-
mal con el mismo símbolo sobre su frente (Py y Dietler 2003). En el conjunto áureo
del Carambolo estaríamos entonces ante dos atalajes sacrificiales para bóvidos y el
atuendo del sacerdote que hacía la ofrenda. Dado que los primeros presentan sendas
decoraciones distintas, F. Amores y yo hemos sugerido que el rito en el que interven-
drían esos adornos estaría básicamente definido por la muerte de un toro y de una
vaca. Este tipo de ofrenda fue común, por lo demás, entre las dedicadas a muchas
parejas de dioses mediterráneos; así que, de ser correcta esta hipótesis, los supuestos
pectorales podrían denominarse mejor frontiles, término que designa hoy a adornos
parecidos que portan los bueyes que participan en muchas romerías andaluzas.
Como uno de ellos exhibe como destacado emblema decorativo rosetas, no es en
absoluto descabellado sostener que, junto a las ocho placas rectangulares que llevan
el mismo adorno, sirvió para engalanar a la vaca de Astarté. De hecho, ya Kukahn
(1962) estableció con nitidez la relación entre la roseta y la diosa madre panmedite-
rránea, que se hace particularmente evidente en el caso de la Astarté fenicia y la Tanit
púnica (Aubet 1982: 37; Blázquez 1997: 80 y 85), una identificación apoyada poste-
riormente por nuevos documentos arqueológicos (Belén y Escacena 2002: 174-176).
Siguiendo este razonamiento, puede sostenerse por exclusión que el otro lote, tam-
bién compuesto por un frontil y ocho placas, embellecía al toro para Baal. Y como

21. Véase una posible aclaración del rito a partir del análisis del texto homérico en Pinza (1908).
22. Agradezco a Teresa Chapa el conocimiento de la existencia de este testimonio así como la indicación
de la bibliografía básica sobre el mismo.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 143

este subgrupo muestra como tema decorativo central hemiesferas, mi propuesta es


que con ellas se quiso aludir al disco solar, la principal epifanía celeste de la divinidad
masculina. De ser ello cierto, los frontiles del tesoro del Carambolo adquirirían todo
su significado sólo en la hipótesis de que el yacimiento fue básicamente y en primera
instancia un santuario y sus dependencias anejas. Pero ¿qué significaban en concreto
estos emblemas sobre la testuz de las bestias sagradas?
Creo haber demostrado sobradamente que los altares hispanos no imitaban direc-
tamente los lingotes de cobre chipriotas, sino que eran una copia fiel de las pieles de
toros tal como en aquella época se trabajaban. Ahora quiero defender que los adornos
con esta misma forma que embellecían a los toros en la procesión que precedía a su
muerte, aunque mostraban ese diseño alusivo en último término a la epidermis exten-
dida de los bóvidos, en realidad constituían un símbolo referido en principio al altar en
el que iban a ser inmolados. Marcaban así los frontiles el destino inmediato de las bes-
tias. En esta hipótesis entra en juego de lleno la orientación astronómica de las aras.
Como otros credos orientales, la religión fenicia prestó especial atención a los
conocimientos sobre el Universo. Camuflada bajo el aspecto de ritos litúrgicos con-
sagrados a divinidades astrales, la astronomía desempeñaba un papel práctico impor-
tante en la vida diaria, especialmente en la ordenación del calendario y de las tareas
regidas por él. Entre los fenicios, las labores agrícolas y la navegación constituían dos
actividades económicas claramente vinculadas a una determinación relativamente
precisa de la sucesión de las estaciones del año. En su acepción de Baal Cronos, este
cometido estuvo confiado al dios masculino; razón por la cual una de las misiones
de los sacerdotes fenicios de Gadir fue entender de las posiciones y movimientos del
Sol y de algunas constelaciones (Estrabón II, 5, 14; III, 1, 5; III, 5, 9). Ante la falta de
referencias más fijas, parece que los encargados de dicha precisión no pudieron esta-
blecer la fecha y situación astronómica de esta posición solar más que con referencia
a la línea del horizonte contemplada desde los santuarios, estableciendo en ella los
puntos más septentrionales (verano) y más meridionales (invierno) de los ortos y los
ocasos solares. En cualquier caso, el margen de error entre estos eventos y los ver-
daderos solsticios –estos últimos no tienen por qué coincidir con el momento exacto
en que el Sol toca el horizonte– era sólo de unas horas. Pero todo ello exigía conocer
con exactitud la salida y la puesta del Sol en alguna de las dos fechas solsticiales, la
de junio o la de diciembre.
La posición del altar de Coria, que privilegia el este sobre el oeste al disponer
hacia oriente la parte que representa al cuello de la piel de toro, sugiere que la jor-
nada elegida fue la que inauguraba el verano. Es posible que en esta predilección
fuera determinante ahora, si no el tiempo cronológico, sí el meteorológico. A la lati-
tud del Mediterráneo, las borrascas atlánticas que logran rebasar la Península Ibé-
rica y continuar en dirección este lo hacen especialmente a partir del otoño, para des-
plazarse más al norte de nuevo a lo largo de la primavera. Existía por tanto un buen
fundamento estadístico para que el calendario se estableciera con mayor precisión a
partir del control del solsticio de verano: durante la aurora, la ausencia de nubes o
de nieblas era con mucho más frecuente en el mes de junio que en el de diciembre.
En cualquier caso, esto no explica todavía por qué se eligió este solsticio y no el de
invierno para conmemorar la muerte del dios.
144 José Luis Escacena Carrasco

Las razones que dan cuenta de este otro problema están estrechamente ligadas a
los mitos orientales que acabaron por dotar a las divinidades de características antro-
pomorfas, con sus correspondientes ritos de paso según iban adquiriendo edad. Con-
centrado todo este ciclo vital en el ritual litúrgico que se distribuía a lo largo del año,
un mínimo conocimiento del peregrinar relativo del Sol por la línea del horizonte
tanto en su orto como en su ocaso permitía una fácil comparación de esos movimien-
tos de poco más de 365 días de duración con la vida casi humana de un dios que nace,
que muere y que resucita. Si ese dios omnipotente podía ser comparado con un objeto
del cielo, las evidencias empíricas de la época reconocían al Sol como el astro más
poderoso del firmamento. Su vida diaria en la bóveda celeste empieza siendo pequeña
durante el solsticio de invierno, cuando el segmento de luz solar de cada jornada
tiene menor duración. A partir de esta fecha, este tramo solar diario roba cada vez
más horas a la noche. Así, el nacimiento del dios podía fijarse en torno al solsticio de
invierno, y su vida desde este momento hasta que de nuevo la luz comienza a decrecer
frente a la oscuridad, lo que ocurre a partir del solsticio de verano. En la línea del
horizonte oriental, estos desplazamientos se manifiestan con una salida cada vez más
al norte del disco solar. El límite septentrional de tal avance corresponde al solsticio
de verano, cuando de nuevo el Sol inicia un deslizamiento hacia el sur.
Así pues, las geocéntricas culturas del Mediterráneo prerromano observaron que
durante los episodios solsticiales el astro rey «frenaba» su carrera hacia el norte en
verano y hacia el sur en invierno, y que la «reiniciaba» a partir de unos pocos días
en dirección contraria. Durante no más de tres jornadas, también para los fenicios y
para sus sacerdotes el Sol aparentaría quietud casi absoluta sobre la línea del hori-
zonte tanto al amanecer como al atardecer, residiendo en esta característica una clave
importante para comprender algunos rasgos de su mitología. Propongo, por tanto,
que en este hecho astronómico se sustenta la creencia en un dios que muere y que
resucita al cabo de tres días, un atributo que define al Señor de los cananeos y a otros
dioses masculinos orientales del mudo antiguo. En la segunda mitad del siglo XIX,
F. Lenormant sostuvo ya una primera hipótesis en este sentido, relacionando dicho
mito con el curso anual y diario del Sol (Lenormant 1874: 12123); pero los estudios
de Frazer (1890) inclinaron pronto la explicación hacia los ciclos estacionales de la
naturaleza, dando origen a toda una línea historiográfica que ha perdurado hasta
nuestros días y que ha olvidado casi siempre la comparación con fenómenos astro-
nómicos. La tesis naturalista de Frazer, que se ha enseñoreado por la literatura antro-
pológica y arqueológica durante casi todo el siglo XX, deja no obstante sin resolver
el hecho de que en determinadas culturas orientales las jornadas en que la divinidad
permanecía muerta fuesen exactamente tres. En cualquier caso, la renuncia a la pro-
puesta frazeriana, que hoy empieza a fraguar en distintas rutas de investigación, ha
comenzado a discurrir por derroteros que no suponen la necesaria recuperación de
la hipótesis solar que aquí sustento. Es más, si es correcta esta identificación tan anti-
gua del Señor de los cananeos con el Sol, que parece estar plenamente conformada
cuando los fenicios acceden a Tartessos, la relación astronómica del Adonis orien-
tal transmitida por Macrobio (Sat. I, 21) no puede ser considerada, como sostiene

23. Citado en Pisi (2001: 52, nota 9).


Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 145

Ribichini (2001: 106), una “solarización” del personaje atribuible a los sincretismos
típicos de la Antigüedad tardía, porque estaría definida en una época mucho más
arcaica. Asumir de nuevo la hipótesis astronómica exige reconocer que la creencia
en una resurrección divina tras una muerte que, si no dura tres días completos, al
menos involucra a tres jornadas del calendario, tendría como condición necesaria
la previa identificación de esa divinidad concreta (Baal-Melqart-Adonis) con el Sol,
una cuestión que cuenta con tres fuertes apoyos: el epíteto con que muchas veces se
alude a Melqart, las palabras y conceptos usados en la literatura ugarítica cuando
se narran estos avatares divinos, y la hora del día en que se produce la resurrección
de la divinidad. En efecto, en no pocas ocasiones se cita al dios con el nombre de
“fuego del cielo” (Aubet 1994: 140), un calificativo que puede referirse directamente
al Sol; respecto a la segunda cuestión, los vocablos utilizados corresponden a los
verbos mwt (morir) y yhw (vivir), que constituyen dos voces alusivas a una muerte
y a una vida reales, no metafóricas (Xella 2001: 82), tan ciertas como la parada y el
reinicio del movimiento solar que durante los solsticios puede comprobar empíri-
camente cualquier observador terrestre; y, en relación por último con el momento
exacto de la resurrección, no es gratuito que ésta acontezca al alba (Xella 2001: 90),
cuando el disco solar emerge del horizonte oriental y cuenta por tanto con referentes
orográficos que permiten acotar con facilidad su posición. Espero, en fin, no caer en
una tautología si deduzco de aquí que el mito de la muerte de Baal y de su posterior
vuelta a la vida demuestra que los sacerdotes implicados en su elaboración estaban
al tanto de los conocimientos científicos mínimos para determinar y predecir con
cierta exactitud tales observaciones astronómicas. Por otro lado, estudios recientes
han demostrado una vez más que esta tradición mítica de un dios que adquiere nueva
vida en la tierra tras su muerte carece de raíces africanas, porque, más que resucitar,
lo que el Osiris egipcio consigue en realidad es vivir en el otro mundo (Scandone
2001: 20 y 26)24. Por tanto, en la versión idéntica que ha llegado hasta nosotros a
través de la muerte y de la resurrección salvadoras de Cristo, se trata de un credo
originario del Próximo Oriente asiático, pero sobre todo de una construcción mítica
bien conocida en el mundo cananeo, primero vinculada al Baal ugarítico del segundo
milenio a.C. y luego al Melqart de Tiro y de sus colonias.
A pesar de su parquedad, la documentación disponible da a conocer un clero
fenicio jerarquizado, y dividido en parte según sus funciones; una jerarquización que
incluía a veces la figura del rey en calidad de sumo sacerdote (Amadisi 2003: 46-47)
o ejerciendo la presidencia en sacrificios relacionados con algunas posiciones astra-
les (Del Olmo 1989). Sería de ingenuos esperar que entre los nombres atribuidos a
cada especialista en el culto divino aparecieran algunos directamente traducibles por
“astrónomos”. Esta terminología es propia del Occidente de hoy porque en nuestro
mundo la ciencia se ha convertido en un valor social en sí misma25. Entre los fenicios

24. Aunque los datos más viejos que remiten a Osiris relacionan el nacimiento de su mitología con el
culto al Sol en Heliópolis, es posible que este vínculo esté más referido a la muerte diaria del astro rey, y
no a su ciclo anual. No obstante, esta situación pudo cambiar en el primer milenio a.C., cuando los cultos
a Osiris y al toro Apis confluyen en la figura de Serapis.
25. La comparación entre los beneficios evolutivos de los científicos de hoy y de los sacerdotes de antaño no
es de mi cosecha. Aunque sea de pasada, esta referencia puede encontrarse, por ejemplo, en Gould (1995: 221).
146 José Luis Escacena Carrasco

en cambio, tales cuestiones permanecieron enmascaradas bajo epítetos menos evi-


dentes para nosotros. Aun así, el hilo de esta argumentación conduce al ministerio de
un sacerdote que detenta el cargo de mqm ’Im (“resucitador de la divinidad”), princi-
pal oficiante en la fiesta de la égersis de Melqart (Lipinski 1970: 32 ss.; Amadisi 2003:
53). Pudo ser éste, por tanto, el entendido en fijar la jornada exacta en que el Sol se
manifestaba de nuevo con vida al recuperar su movimiento en la línea del horizonte
matutino después de su parada solsticial, esto es, la fecha en que el dios “desper-
taba”26. Esta tarea por la que sólo la intervención humana garantiza la ejecución real
de una acción divina es común a otros especialistas en el culto del mundo antiguo
oriental. Mediante esta mentalidad, el pueblo percibe la utilidad de la función ritual
del oficiante y sus beneficios concretos. En el mundo hitita por ejemplo, fuertemente
influido por el universo religioso mesopotámico, sólo después de la intervención
humana a través de los rituales sagrados celebrados por el “hombre del dios de la
tempestad”, Telipinu vuelve a este mundo, trayendo de nuevo a él armonía tras un
periodo de caos originado en la desaparición del dios (Polvani 2001: 67-69)27. Si su
tarea consistió en algo parecido, el “resucitador de la divinidad” pudo tener como
herramienta indispensable los altares helioscópicos, porque el carácter inmueble de
los mismos los convertía en referencia estable y en garantía de un correcto cálculo
astronómico. Con ellos se podía precisar los comienzos del verano y del invierno,
así como organizar en torno a estas fechas/fiestas el resto del calendario, lo que en
absoluto implica que esos días coincidieran con el de año nuevo. Al parecer, este otro
hito se rigió en la Siria cananea y en el mundo fenicio por criterios lunares, siendo
quizás la luna de octubre la que inauguraba el año (Stieglitz 2000: 695). De ser así, es
posible explicar un elemento que aparece en los frontiles del tesoro del Carambolo y
para el que todavía no se ha propuesto un significado concreto.

26. Las únicas referencias literarias a la fecha en que esta fiesta se celebraba en Tiro proceden de Flavio
Josefo (Antiquitates Iudaicae. VIII, 145-147; Contra Appionem I, 117-119), que la cita para dar cuenta de
su institución en el siglo X a.C. por el rey Hiram I y que la lleva al mes de Perítios. Las tradiciones diversas
del Mediterráneo oriental sitúan este mes en distintos momentos del año, por lo que la mayor parte de los
especialistas en mundo fenicio han optado por la tradición tiria sin más, que lo iniciaba el 16 de febrero
y que contaba con una duración de 30 días. No obstante, la costumbre sidonia, para la que también este
mes duraba 30 jornadas, lo hacía comenzar el 1 de abril. Existen, por tanto, opciones muy diversas –y
situadas en territorios muy cercanos– a la hora de decidir cuál de ellas usó Flavio Josefo. Parece lo más
probable que, dada la época en que escribe, este autor tuviera en cuenta la reforma del calendario que se
hace en el 9 a.C., según la cual Perítios comenzaría el 24 de diciembre y contaría con 31 días (Pauly 1893).
De ser así, esta versión incluiría el final del solsticio de invierno, lo que discordaría con nuestra hipótesis
sobre la fecha concreta de la fiesta de la égersis de Melqart pero no con los vínculos astronómicos de la
misma. Otra posibilidad es que en esos días en que se inicia el invierno, y en coincidencia con la posible
celebración del nacimiento del dios, hubiese un ritual parecido para determinar astronómicamente el
comienzo de la otra mitad del periplo anual del Sol, con lo que la información de Flavio Josefo pudo estar
ligeramente confundida. Al identificar a Melqart con Tammuz y con Adonis, G. Garbini (1965: 44) ha
propuesto también que la fiesta aludida en el epígrafe bilingüe (etrusco y púnico) de Pyrgi se llevaría a
cabo en junio/julio (mes de Kirar), lo que apoyaría nuestra sugerencia. Este testimonio se fecha entre el 525
y los inicios del siglo V a.C., con lo que resulta más antiguo que Menandro de Éfeso (siglos III-II a.C.), la
fuente citada por Josefo, y por tanto más cercano a los testimonios arqueológicos que nos están sirviendo
de base argumental. Sobre estos problemas, véase también Stieglitz (2000: 692).
27. Sobre el término “hombre de dios” y su asimilación a la figura del profeta veterotestamentario, véase
lo dicho más arriba.
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 147

La construcción de edificios sagrados estuvo acompañada en Oriente de acciones


rituales destinadas a garantizar su buen sino. El mundo egipcio, pródigo en textos
e imágenes, ha suministrado algunas claves para entender estos pormenores. Entre
ellas, se conoce con cierta precisión el denominado tensado de la cuerda, un procedi-
miento por el cual se lograba la alineación correcta de los templos hacia determinados
astros o constelaciones (Montet 1964: 77-80). Aunque en esta operación se usaba un
cordel sin fin y cuatro estaquillas quizás porque se procedía a la vez a delimitar el
contorno de la construcción, consistía básicamente en obtener una línea recta que
suministrara el enfoque mínimo necesario para enfilar los muros hacia el objetivo
celeste deseado. Era por tanto imprescindible disponer de este trazo tirante aunque
fuera sólo en el momento de llevar a cabo la búsqueda astral correspondiente. Percibí
empíricamente esta condición cuando a las claras del día del 21 de junio de 2004 me
dispuse a tomar las fotos del altar del Carambolo. Para no perder la instantánea –y
dado que no disponía de una cuerda en ese momento porque la excavación había
concluido unas semanas antes– tuve que improvisar esta línea recta con un jalón que
atravesara longitudinalmente el altar a fin de comprobar si existía en efecto una bús-
queda precisa del orto solar. Fue entonces cuando acudió a mi mente la imagen de
los frontiles de oro. Ambas joyas están atravesadas a todo lo largo por una especie
de espina dorsal para la que no conozco explicación simbólica alguna, y que ahora
puede haberla encontrado. Por tanto, de ser cierta esta conjetura, los frontiles del
tesoro del Carambolo, aunque obedezcan a la silueta más canónica de la piel de toro
–con su correspondiente separación entre contorno rapado y zona central pilosa y
hasta con la protuberancia del cuello del animal– pueden contener más bien la imagen
directa de las aras helioscópicas, destino de los bóvidos que los portaban en su testuz
durante la procesión que precedía al sacrificio. En dichos atalajes litúrgicos nada más
faltaría la representación circular u oval del hogar; pero esta ausencia se explica por el
hecho de que la operación fundamental de la alineación astronómica del propio altar
de barro debió ser exclusivamente la del momento prístino de su construcción. Sólo
a partir de su posterior consagración, pero sobre todo de los usos siguientes, la mesa
sagrada comenzaría a mostrar la marca oval o circular del fuego. Es cierto que las pie-
les de los bóvidos presentan a veces irregularidades y cicatrices de los accidentes que
el animal sufrió en vida, y que una de estas marcas corresponde con frecuencia a la
presión que sobre el cuero dejaron las vértebras, que se manifiesta como una sucesión
alargada de remolinos y porciones de vello revuelto. Parece por tanto evidente que
este espinazo de los frontiles alude a esta característica. Pero, si la línea recta dorsal
que exhiben estas piezas, exclusivas de los frontiles del tesoro del Carambolo (fig. 12),
no está presente en otros elementos protohistóricos que poseen silueta parecida (en las
cubiertas de tumbas por ejemplo), es precisamente porque su significado pudo tener
relación con el carácter episódico del rito de la alineación astronómica de los altares,
sólo factible en el momento de su construcción y durante los solsticios. Su exclusiva
fosilización en tales emblemas tal vez constituya otra singularidad de las muchas que
caracterizan a este yacimiento y a sus ajuares arqueológicos.
Para concluir, parece evidente que, si tantas raíces echó la implantación fenicia
en Tartessos en particular y en Occidente en general, esto sólo lo permitió el desa-
rrollo extraordinario que adquirieron sus rutas comerciales marítimas. Que en dicha
148 José Luis Escacena Carrasco

expansión tuvieron especial protagonismo sus santuarios es algo admitido tradicio-


nalmente por la investigación, por lo que en este trabajo sólo he pretendido concretar
algunos porqués de esta importancia. Si en la base del papel primordial y pionero
ejercido por los templos y los ritos sagrados estaban los conocimientos astronómicos
de los sacerdotes fenicios, era sólo por las aplicaciones prácticas que su ciencia del
cielo permitía a la hora de planificar la hoja de ruta de las nuevas expediciones de
fundación. De la misma forma, si sus saberes sobre la posición y movimientos de los
astros y sobre la ordenación del calendario sirvieron para la expansión exclusiva del
propio grupo, como predice el enfoque darwinista, no debió ser nada fácil la entrada
de los «infieles» a esos lugares santos. Este tabú, todavía vigente en algunas religio-
nes, tiene su razón evolutiva más plausible en los límites que la selección natural
establece para la transferencia memética horizontal de las mutaciones positivas, algo
bien conocido ya en el caso del intercambio genético interindividual que protago-
nizan las bacterias y los plásmidos (Giraldo 2004). Tal barrera desaconseja asumir
alegremente que a los santuarios donde se concentraban estas observaciones astro-
nómicas y desde los que se emitían los oráculos para la inauguración de nuevas colo-
nias pudiesen acceder sin cortapisa los patrones y marineros de las embarcaciones
ajenas, e incluso otros miembros de etnias y religiones distintas. Si esto era factible en
templos más humildes, tal vez no lo fue tanto en aquellos otros donde se concentraba
el saber. Por esta razón dudo mucho, en contra de lo que piensan otros especialis-
tas, que si el Carambolo fue básicamente un santuario fenicio, los ritos principales
celebrados en él y sus recónditas sacristías estuvieran frecuentados por los indígenas
de Tartessos. En cualquier caso, ya vimos que la permeabilidad del saber contaba
con otras serias restricciones que garantizaban su monopolio por la comunidad que
había invertido en su adquisición.
Cuando, acabado el primer milenio a.C., los caminos del mar, al menos los del
Atlántico oriental entre Mauritania y las Islas Británicas y todos los del Mediterrá-
neo, fueron de uso común a múltiples poblaciones y culturas, el papel que la evo-
lución había reservado a los conocimientos astronómicos de los sacerdotes dejó de
tener su razón de ser, en parte porque ya no había nada que conocer ni que encriptar,
es decir, ni territorios ni rutas vírgenes. De hecho, la documentación disponible nos
habla de que en época arcaica los templos fenicios, como el de Melqart en Gadir por
ejemplo, debieron ser visitados con asiduidad por los propios fenicios, mientras que
la presencia de estudiosos griegos no se verifica al menos hasta la segunda mitad del
primer milenio a.C. (Marín y Jiménez 2004: 227-228), cuando había finalizado la fase
inflacionaria de la dispersión fenicia. Esto explica que el cargo de mqm ’Im (“resuci-
tador de la divinidad”) acabara por perder el significado que tuvo en los momentos
de auge de la colonización, aunque conservara su prestigio como símbolo de lo que
antes había sido (Jiménez y Marín 2002: 86). Sin embargo, como una de las caracte-
rísticas singulares del clero desde su nacimiento fue la de ser motor de variación, que
se manifestaba especialmente en la diversidad de sus funciones, fue precisamente esa
heterogeneidad de nichos ecológicos la que permitió su existencia posterior, vincu-
lando cada vez más su quehacer a lo que se ha denominado “religión ética” frente a
la “cúltica” (Alonso 2003: 460-462). En cualquier caso, el fuerte arraigo que durante
la Antigüedad había adquirido en los templos la ciencia del cielo se perpetuó durante
Allas el estrellero, o Darwin en las sacristías 149

Fig. 12: Frontil del tesoro del Carambolo correspondiente al atalaje sacrificial de un toro. En
último término, resulta evidente que su forma emula a la piel de este animal, incluida en este
caso la porción alusiva a la parte del cuello que se esquematiza en el óvalo de la parte superior.
No obstante, la presencia de la línea de hemiesferas que, a modo de espina dorsal, lo atraviesa
verticalmente y lo divide en dos partes simétricas, alude quizás a la línea recta necesaria para la
alineación solar. En teoría evolutiva, este rasgo puede interpretarse como un carácter derivado
o apomorfia, sólo relacionado con los altares. Por esta razón, nuestra hipótesis defiende que
estas piezas que engalanarían a los bóvidos en la procesión que precedía a su muerte imitaban
en primera instancia a dichas aras helioscópicas.

el Medievo europeo en los monasterios, en las catedrales y en otros muchos templos


que conservan todavía evidencias singulares de aquellas observaciones celestes. En
la iglesia parisina de San Sulpicio, y con la ayuda de un meridiano de cobre y de
un obelisco, los rayos del Sol que penetran por una ventana del crucero sur marcan
con precisión las fechas de los solsticios y de los equinoccios. Se trata en este caso de
determinar con la suficiente antelación el día de la Pascua –ad certam paschalis, reza
en el obelisco–, para lo que es indispensable datar con exactitud el equinoccio de pri-
mavera. Y al cabo de tres mil años de que los fenicios llegaran a Occidente ayudados
150 José Luis Escacena Carrasco

por los saberes astronómicos de sus sacerdotes, la Iglesia Católica, fiel sucesora de
muchas de aquellas antiguas tradiciones orientales recibidas a través de Bizancio,
cuenta aún con sus propios escudriñadores del cosmos: desde el Monte Grahan (Ari-
zona), el VATT (Vatican Advanced Technology Telescope), heredero hoy de la Spe-
cola Vaticana, el observatorio creado por el papa León XIII en Roma a finales del
siglo XIX, inspecciona galaxias lejanas y rincones desconocidos del firmamento.

Allas el estrellero

Despues que Hercules ouo tod esto fecho, ouo diez naues e metios en mar, e passo
dAffrica a Espanna, e troxo consigo un muy gran sabio del arte destronomia que ouo
nombre Allas, y este nombre ganara el por que morara mucho en el monte Allant, que
es much alto, catando las estrellas; y este monte es cabo Cepta y entra por tierra dAffrica
una partida. Este Hercules, desque passo dAffrica a Espanna, arribo a una ysla o entra el
mar Maditerraneo en el mar Oceano; e por quel semeio que aquel logar era muy uicioso y
estaua en el comienço doccident, fizo y una torre muy grand, e puso ensomo una ymagen
de cobre bien fecha que cataua contra orient e tenie en la mano diestra una grand llaue
en semeiante cuemo que querie abrir puerta, e la mano siniestra tenie alçada e tenduda
contra orient e auie escripto en la palma: estos son los moiones de Hercules. E por que en
latin dizen por moiones Gades, pusieron nombre a la ysla Gades Hercules, aquella que oy
dia llaman Caliz. Despues que esto ouo fecho, cojosse con sus naues e fue yendo por la
mar fasta que llego al rio Bethis, que agora llaman Guadalquivir, e fue yendo por el arriba
fasta que llego al lugar o es agora Seuilla poblada, e siempre yuan catando por la ribera o
fallarien buen logar o poblassen una grand cibdat, e no fallaron otro ninguno tan bueno
cuemo aquel o agora es poblada Seuilla. Estonce demando Hercules a Allas ell estrellero
si farie alli cibdat; el dixo que cibdat aurie allí muy grand, mas otro la poblarie, ca no el; e
quando lo oyo Hercules ouo gran pesar e preguntol que omne serie aquel que la poblarie;
el dixo que serie omne onrado e mas poderoso que el e de grandes fechos. Quando esto
oyo Hercules, dixo que el farie remenbrança por que, quando uiniesse aquel, que sopiesse
el logar o auie de seer la cibdat.

Primera Crónica General de España …28

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