Está en la página 1de 8

◆◆◆

BASAJAUN
Una inquietante amenaza

Abro los ojos, me desperezo, me levanto remolona, pero


cuando abro los postigos y veo que ha amanecido un día otoñal
soleado, no me lo pienso dos veces, me tomo un café con leche,
dos rebanadas de pan con mantequilla, un rápido aseo y cojo mi
mochila que tengo siempre preparada; le silbo a Naska dispuesta a
salir y lo veo llegar ligero, pegando brincos de contento porque sabe
que hoy es día de paseo… no un paseíto alrededor de la manzana,
no, la mochila ya lo dice todo.
◆◆◆

El bosque en octubre ofrece un paisaje maravilloso, con unas


tonalidades que van del amarillo, pasando por el anaranjado, hasta
el rojo. Una hojarasca densa cruje bajo los pies como en una mullida
alfombra que amortigua nuestros pasos. A estas horas del día los
rayos solares empiezan a colarse entre las ramas de los árboles
frondosos, como si quisieran llegar hasta nosotros para
reconfortarnos de un incipiente relente. Sé que dispongo de unas
horas para llenar mi cesta de mimbre con las setas que este año
proliferan como nunca. Un otoño generoso que no durará mucho y
hoy que hace un día espléndido, me dejo llevar por esta pasión en
compañía de mi fiel compañero Naska, a quien dejo corretear en un
libre albedrío. De vez en cuando lo llamo para que no se aleje
demasiado y vuelve husmeando el suelo, como si fuera un buen
sabueso en busca de la preciada trufa por excelencia, pero que
desgraciadamente es incapaz de encontrar. A veces me digo que
debería adiestrarlo, porque dispone de un buen olfato.
Me dejo llevar por esta actividad entretenida y que reviste
cierto misterio cuando, después de buscar infructuosamente durante
un rato, aparece una seta ante mí como por arte de magia, y luego
otra, y otra. Estoy tan enfrascada en la recolección de setas que de
repente me doy cuenta de que me he olvidado de Naska y que ya
hace un buen momento que no lo oigo corretear y hacer cabriolas
en un ir y venir como en una especie de danza jubilosa.
−¡Naska!
Levanto la voz, lo llamo sin resultado, muevo la cabeza un
poco irritada al principio, inquieta al final. Naska, como buen
labrador, es dócil y equilibrado; no es normal que no haya oído mis
llamadas.
Me alejo del sendero y me adentro en la espesura del
bosque, buscando entre cada claro, cada resquicio de los frondosos
árboles. No existe rastro de Naska; desando lo andado, giro a la
izquierda, me aventuro a la derecha, pero Naska no aparece y me
digo que lo mejor será regresar al lugar donde nos encontrábamos
antes de que desapareciera. Seguramente me estará esperando allí.
Trato de volver sobre mis pasos y me doy cuenta horrorizada de que
estoy perdida, no logro orientarme y no encuentro el camino de
vuelta.
Esta vez mi voz al llamar a Naska suena temblorosa y cada
minuto que pasa me siento más angustiada.
No hay nadie en los alrededores, maldigo el instante en que
preferí un día de semana para coger setas, en lugar de un fin de
semana, cuando los bosques se animan de gente que desea gozar
de un momento de ocio con su actividad favorita. Reconozco que
soy egoísta y que me es desagradable ser molestada por gente
inoportuna que viene a ocupar el espacio que he elegido; ahora
estoy aquí sola, sin contar con la ayuda de nadie… sin mi Naska.
¿Cuánto tiempo ha pasado?, ¿cuántas vueltas he dado?, ¿cuántas
veces he chillado hasta desgañitarme? Siento que se me agarrota la
garganta, aspiro profundamente mientras trato de controlarme, de
recapacitar, de rememorar el paisaje inicial, cada detalle del entorno.
◆◆◆

El sol ya está muy bajo, sus rayos ya no se cuelan entre las


ramas de los árboles; tengo que darme prisa antes de que caiga la
noche. Mi respiración se hace cada vez más entrecortada, me falta
aire, siento un nudo en la garganta y mis manos crispadas. Estoy
desesperada y me entran sudores fríos, se me nublan los ojos
anegados en lágrimas que trato de contener.
Por fin, llego a una encrucijada que creo reconocer y me
repito más tranquila que voy por buen camino. Trato de sosegarme,
pero sigo gritando el nombre de mi perro y mi voz vuelve a perder
firmeza, se vuelve más ronca; no sabría decir si ello es provocado
por mis continuos gritos o si es por la angustia.
Al final de un sendero creo reconocer a lo lejos el cuerpo de
Naska que está tirado en el suelo, inmóvil. Corro. Me precipito.
¿Está durmiendo?, ¿inconsciente?... no me atrevo a pensar en lo
peor.
Ya estoy a dos pasos y me doy cuenta de que Naska yace en
un lecho de sangre. Creo perder el conocimiento, se me nubla la
vista y siento un sudor frío recorrer mi cuerpo. Soy incapaz de poner
un pie delante del otro, pero es necesario. Avanzo, lentamente,
como un autómata desprovisto de cuerda.
Mi Naska, mi perro, mi amigo fiel, está muerto, sin vida,
degollado, los ojos abiertos, vidriosos, como sorprendidos por una
repentina agresión que le robó la vida en un minuto. Lo acaricio, le
hablo, lloro… estoy anonadada.
El tiempo parece haberse inmovilizado. El universo entero se
ha parado. Sólo estamos el cuerpo de Naska y yo. Cuando
reacciono, las primeras sombras de la noche crean formas tétricas,
fantasmagóricas. Los árboles parecen cobrar vida de manera
agresiva, como si quisieran venir a por mí.
Al tener conciencia de un entorno inhóspito, reacciono y una
idea cobra forma, me invade los sentidos: la persona que ha sido
capaz de matar a sangre fría a un animal sin defensa; la persona
que se ensañó con Naska, sin razón alguna, puede estar ahí, al
acecho, observándome, esperando el momento de actuar conmigo
como con mi perro y de nuevo me invade un temblor, un frío mortal.
Trato de escudriñar el entorno, de descubrir al monstruo
capaz de un acto tan ignoble. Me levanto con sigilo, queriendo pasar
desapercibida, sin hacer ruido, consciente de que yo también corro
un peligro inminente.
Quisiera gritar, pero estoy afónica, muda. Lloro con lágrimas
silenciosas. Todo mi ser está en tensión, voy encorvada, queriendo
pasar desapercibida. Percibo la sombra de la muerte que pesa
sobre mis hombros, que me envuelve como un manto frío e invisible.
Un paso, dos pasos, tres… Naska se queda a mis espaldas,
abandono a mi ser querido −Pero volveré Naska, te prometo que
volveré, que no te abandonaré aquí para que las alimañas hagan
estragos de ti, volveré para darte una sepultura digna, te lo
prometo−; a la vuelta del camino tengo que adentrarme de nuevo
por un estrecho sendero abrupto, entre pedruscos y una tierra
resbaladiza porque allí la luz solar nunca penetra a través de la
arboleda. Titubeo, tropiezo, resbalo, caigo y me levanto como
puedo. Las lágrimas anegan mis ojos, me late el corazón, pero
tengo que salir de este infierno. Me maldigo por no haber cogido una
linterna. Pienso en mi teléfono, tanteo en el bolso. ¡Qué estúpida no
haber pensado primero!
No tengo conexión. Es normal, pero la luz de mi celular me
ayudará a salir de este laberinto… y entonces, en ese preciso
momento, ¡lo veo!
¡Horror!, pánico, vislumbro una forma que me espía detrás de
un árbol. Estoy despavorida, cierro los ojos como si no quisiera ver
lo que me va a suceder y cuando los vuelvo a abrir, la forma ha
desaparecido.
Estoy paralizada, incapaz del más mínimo movimiento. El
teléfono cae al suelo porque lo he soltado sin darme cuenta.
Quiero correr y no puedo, mis piernas no avanzan; quiero
gritar y no puedo, estoy invadida por el miedo. Es una sensación
extraña, de impotencia, de sideración.
Vuelvo a distinguir esa forma infrahumana que aparece y
desaparece detrás de los árboles, ¿como si quisiera jugar
conmigo?, ¿cómo el gato con el ratón hasta que con un zarpazo
mata a la presa?
Mentalmente me digo que es necesario escapar de esta
trampa, salir de este infierno que me aterroriza. Pero no puedo, sigo
clavada en el suelo, paralizada. Siento que me abandonan las
fuerzas.
De repente unas garras velludas me aprietan el cuello. Oigo
su respiración entrecortada, me penetra un olor animal, de bestia
salvaje.
Me va a ahogar, me va a matar como a Naska y no puedo
defenderme. Un miedo supremo me impide todo movimiento. Estoy
bañada en sudor, la ropa se me pega al cuerpo mientras esas
garras de largas uñas, de ave rapaz, me levantan el pelo y unos
labios babosos me besan el cuello. Es un ser libidinoso, horripilante;
me sacude una arcada, me invade el asco, me repele el contacto
animal, No necesito más que un segundo, para comprender que esa
mole bestial va a saciar sus instintos primitivos conmigo, que me va
a violar sin ninguna especie de miramientos; sin que intervenga el
más mínimo razonamiento humano. Voy a ser sacrificada
irremediablemente, como la mártir víctima de las fauces de los
leones.
Sacando fuerzas inhumanas, de lo más profundo de mis
entrañas grito: ¡¡¡No!!!
Pierdo el conocimiento, caigo en un pozo negro sin fondo a
una velocidad vertiginosa. ¿Dónde estoy? ¿Es el infierno?
Ahora, mis ojos perciben una claridad. ¿Dónde está el
monstruo? No lo veo, no me ha seguido en este inmenso túnel,
como si le estuviera prohibido penetrar en él. Parece que he podido
escapar milagrosamente del monstruo, de la muerte, ¡Tiene que ser
un milagro! porque al salir del túnel me invade la luz… las garras se
han transformado en unas manos blancas y finas; sin embargo, sigo
gritando y me agito de manera incontrolada, como si el pánico, el
peligro, no hubiera desaparecido del todo; ya no es ese ser peludo y
abyecto quien me acosa, ahora es otro ser desconocido quien trata
de inmovilizarme. Mi cerebro es incapaz de razonar. Trato de
desasirme y forcejeo sin resultado.
Oigo una voz que sale de ultratumba: “Amanda, ¡cálmate!,
¡tranquila, Amanda!”.
¿He resucitado? ¡No he muerto!, poco a poco vuelvo a mí,
abro los ojos torpemente y delante de mí tengo a mi marido que me
mira asustado, mientras me habla y trata de calmarme
acariciándome el pelo, el rostro, cubriéndome de besos.
−Soy yo, mi amor ¡por favor! Has tenido una pesadilla
espantosa. Conociéndote, no me extraña nada de ti. Ya te he dicho
que este libro, con la leyenda del Basajaun[1], te iba a impresionar.
Eres demasiado sensible, no es razonable que lo leas antes de
dormirte. Pero nunca me escuchas…
Cuando coge del suelo el libro de Dolores Redondo, su voz
aún me llega como un eco lejano y yo sigo pensando en ese
monstruo, en ese momento de ¡terror!... En esa pesadilla que jamás
podré olvidar.

María Ángeles Ovies Iglesias.

Dedicado a mi prima Manuela.

[1] Según la leyenda “un Basajaun es una criatura real, un homínido que mide
unos dos metros y medio de alto, con anchas espaldas, una larga melena y bastante
pelo por todo el cuerpo. Habita en los bosques, de los que forma parte y en los que
actúa como entidad protectora”. (p. 124. El guardián invisible. Dolores Redondo)

También podría gustarte