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El 14 de julio de 1898 el pueblo de París, festejando la famosa

toma de la Bastilla, agolpábase en una plaza de la gran ciudad


para presenciar la inauguración de una nueva estatua.
Una joven obrera, escogida entre las más bellas y virtuosas
para representar la Musa de París, depositaba una corona ante
el bronce recién descubierto y la muchedumbre aplaudía dando
vivas a la República y a la sublime Revolución cuyo aniversario
se conmemoraba.
Aquella estatua era la del historiador del pueblo, la del que
supo ¡datar con inextinguible poesía los sufrimientos y las
sublimidades de los humildes y los oprimidos; la del cantor de
la Revolución Francesa, la del más grande de los escritores
republicanos: Michelet.
La ciudad de París realizó un acto de justicia uniendo el
centenario del nacimiento de Michelet con la fiesta de la
Revolución, el aniversario de la toma de la Bastilla. Nadie como
Michelet ha ensalzado al pueblo de París por sus jornadas
revolucionarias que salvaron a Francia y regneraron después a
Europa. Para otros historiadores, la Revolución ha estado
condensada en los hombres célebres y no en las masas. Para
¡nos la Revolución ha sido obra de Robespierre; para otros de
Danton o de los girondinos; siempre el hombre providencial
guiando los sucesos y preparando los acontecimientos. Para
Michelet la Revolución la hizo el pueblo, el héroe anónimo, la
gran masa, discordante en apariencia, pero unida por un
sentimiento común, por una inspiración instintiva.
Por esto el pueblo de París se dejó arrebatar, delirante de
entusiasmo, ante la estatua de su historiador. Aquel escritor
ejemplo vivo de las sublimes obras que pueden producir la
inspiración poética y la delicadeza artística unidas a la ciencia
histórica.
A centenares cuenta la humanidad sus historiadores y, sin
embargo, ni uno solo de ellos puede compararse con Michelet.
Forma éste escuela aparte, sin precursores ni discípulos; sin
modelos en que inspirarse ni imitadores capaces de seguir sus
pasos.
En la definición que daba de la Historia está todo el secreto
de su originalidad y su grandeza. “La Historia es una
resurrección”. Michelet no relata, resucita el pasado con toda la
fuerza de un mago que hiciera revivir las muertas generaciones
del polvo del pasado.
Jamás faltó a la verdad en sus relatos: nunca a sabiendas
falseó un hecho para que así resultase más hermoso su relato o
más lógicas sus conclusiones: expuso siempre con franqueza
hasta los hechos que pugnaban más con sus juicios; pero junto a
esta veracidad empleó tanto arte en la redacción de sus obras,
buscó de tal modo la vida y la acción de los hombres y los
sucesos y se mostró siempre tan fiel servidor de la amenidad,
que puede llamarse sin escrúpulo a Michelet “el novelista de la
Historia”.
Anticipándose en más de cincuenta años a Flaubert,
Goncourt, Zola, Daudet y Maupassant, los grandes maestros de
la novela naturalista, Michelet estudió los personajes históricos
como los modernos novelistas han estudiado el hombre vivo.
Presentía sin duda que la historia y la novela son casi iguales,
sin otra diferencia que la historia trata de los actos y pasiones
de los pueblos y la novela de los hechos y sentimientos del
individuo, y valiéndose del mismo sistema que el novelista,
estudió antes que el personaje el ambiente en que vivía y sus
influencias; trazó retratos completos, valiéndose muchas veces
de un simple detalle de esos que parecen triviales a los
historiadores solemnes y monótonos, y todos sus relatos fueron
resurrección, siempre resurrección, haciendo palpitar el pasado
de los pueblos en las páginas de la Historia como la vida
modema palpita en los capítulos de una novela.
¡Poderosa imaginación la de Michelet! ¡Asombrosa
facilidad de adivinación! Leyendo sus libros parece que
Michelet tenía miles de años, que había nacido en las épocas
más remotas de la Historia y que todo lo que relata lo había
visto por sus propios ojos, sufriendo dolores con los vencidos o
entonando himnos de gloria con los triunfadores.
Su pluma suena sobre el papel como la trompeta del Juicio
Final, que hace surgir vivas las generaciones, rompiendo sus
sepulturas de miles de años. A su evocación levántanse de entre
la hierba las rotas columnas, las cornisas hechas pedazos y la
antigua basílica destácase sobre el cielo azul como la última
sonrisa del paganismo; la gótica abadía se reconstruye con las
pesadas bóvedas y las ligerísimas columnatas de un arte
puramente infantil y en lo alto de la torre de afiligranada
piedra, el sonoro y majestuoso bronce conversa con el lejano
esquilón del castillo feudal, nido del águila rapaz, del señor
cubierto de hierro que comparte con el abad la explotación del
siervo: el labriego pegado al terruño vive como la bestia, sin
más esperanza que la muerte ni más alegría que las
supersticiones, restos dispersos del paganismo que le ponen en
contacto con la naturaleza; la teología y el derecho de la fuerza
pesan como enorme montaña sobre el alma; el monje, el rey y el
caballero se reparten el mundo; los hombres forman rebaño;
hasta que surge el Renacimiento, que es una nueva alborada de
la humanidad y viene después la Revolución, el pleno día, en el
cual los pueblos ven remontarse el sol de la libertad en el
horizonte de su historia.
Los siervos trocados en hombres, los oprimidos
transformados en ciudadanos, necesitaban un historiador que
entonase un canto eterno relatando su revolucionaria
metamorfosis, y éste fue Michelet.
Leyendo al gran escritor republicano se vive la vida de toda
la humanidad. Sus palabras son golpes de cincel que esculpen
en el mármol histórico la epopeya de los pueblos. Se ve cómo
despiertan del embrutecimiento del rebaño, cómo sienten la
idea de la patria y entran de lleno en la vida de nacionalidad; y
frente a este ascenso de los humildes en busca de su
dignificación se ve el desarrollo de la tiranía mudando de forma
y de colores como enorme serpiente que cambia de sitio y
retuerce los anillos buscando asir y ahogar mejor al pueblo que
despierta: los guerreros se convierten en déspotas; surgen las
grandes monarquías de poder absurdo y sin límites,
resucitando en Europa las dinastías asiáticas, el rey semidiós, el
soberano-sol ante el cual la vida, la propiedad y el honor
individual no existen: luchan los dos poderes, el del pueblo y el
del rey y la Iglesia, como en las leyendas religiosas luchan los
dos principios antagónicos el Bien y el Mal, Dios y el Diablo;
hasta que llega el momento decisivo, la explosión que todo lo
nivela, el ajuste definitivo de una cuenta que data de muchos
siglos, la Revolución; y este momento supremo y sublime que
no tiene igual en la crónica del mundo es el que Michelet, con
sus energías de antiguo profeta y sus delicadezas de poeta de
los humildes, relata en su Historia de la Revolución.

La infancia de Michelet fue tan triste, tan dramática, que bien


merece ser conocida. El mismo Michelet fue su propio
historiador pues en muchos pasajes de sus obras habla de su
familia y recuerda los hechos de su infancia y su juventud.
Los primeros años de este poeta de la historia no fueron
tranquilos como los de Lamartine, el gran poeta francés, ni
felices y afortunados como los de Goethe, el gran poeta alemán:
no gozó esa infancia dichosa y agradable de otros que, sin las
preocupaciones de la subsistencia, sólo han tenido que dar
libertad a las grandes facultades de que les había dotado la
naturaleza para conseguir inmediatamente la celebridad.
Al nacer Michelet sólo encontró junto a su cuna el hambre,
la enfermedad, el frío, la incertidumbre del mañana, la
obligación de ayudar a sus padres en su lucha terrible y diaria
para conquistar el pan. Gracias a su constancia, a la gran
energía de carácter que ocultaba en su cuerpo débil y enfermo,
pudo triunfar de todos los males y peligros con que la
desigualdad social rodea a los pobres.
El padre de Michelet era de Laon; la madre había nacido en
una aldea del departamento de Ardennes, el país de las rocas y
de los grandes bosques, cuyo clima rudo y durísimo hace las
costumbres austeras y obliga a las gentes a pesados trabajos.
“Las dos familias de que procedo —dice Michelet con el orgullo
legítimo del que llega muy alto viniendo de abajo— eran
familias de labriegos, en lucha continua con la tierra y con la
miseria”. El padre de Michelet iba a estudiar para cura en Laon,
donde su padre era profesor de música y maestro de capilla,
cuando estalló la Revolución francesa, que cambió su destino al
mismo tiempo que transformaba todas las condiciones sociales.
Se hizo impresor, profesión propia de una época revolucionaria
en que se leía mucho y el periódico y el libro eran alimento
indispensable para el pueblo; se trasladó a París, entrando a
trabajar en la imprenta donde se tiraban los Asignados, papel
moneda de aquel tiempo, y en esta situación humilde y oscura
transcurrieron para él los años del Terror, hasta que pasado este
período, al ver que el comercio y la industria recobraban su
actividad, quiso trabajar por su propia cuenta. Con la mitad de
la fortuna de su padre estableció una pequeña imprenta y
entonces se casó con una mujer de más edad que él llegada a
París del fondo de las Ardennes para cuidar la casa de un viejo
canónigo que era tío suyo.
Julio Michelet vino al mundo en París el 21 de agosto de
1798 en el antiguo coro de una iglesia cerrada al culto por la
Revolución y que su padre había alquilado, estableciendo en
ella la imprenta. ¡El escritor más enemigo de la Monarquía y de
la Iglesia naciendo en el coro de un templo!< El destino se
permite muchas veces contrastes originalísimos.
Los parientes de Michelet encontraron al recién nacido
“con poca vida, enfermo sin enfermedad”. Su padre y su madre
se relevaban por la noche para velar al recién nacido y
alimentarle, creyendo que de un momento a otro iba a morir. Su
infancia y su adolescencia hasta los dieciocho años fueron una
serie interminable de sufrimientos.
Michelet, al nacer enfermo y débil, caía en el centro de una
familia cuyos negocios no podían marchar peor. En tiempo de
la República el impresor Michelet había vivido relativamente
bien publicando libros y periódicos, pero Francia acababa de
darse un amo creando Primer Cónsul a Napoleón Bonaparte y
la imprenta agonizaba bajo el peso de la persecución. Este amo
glorioso y poderosísimo era por despotismo de carácter incapaz
de sufrir la menor contradicción, la más leve contrariedad; y
como la Prensa era el arma de que podían valerse sus enemigos,
los viejos republicanos, hacíala sufrir una meticulosa vigilancia;
la limitaba, la restringía poco a poco, hasta que al fin acabó por
suprimirla. La ruina de la familia de Michelet sobrevino como
consecuencia de las medidas autoritarias que bajo el Consulado
y el Imperio se dictaron contra los periódicos y las imprentas.
Napoleón redujo en todo París a trece el número de los
periódicos. El padre de Michelet, para poder vivir, óbtuvo
permiso para publicar una gaceta eclesiástica; pero después de
hechos los gastos le retiraron la autorización sin indemnizarle.
Intentó imprimir una novela y la policía destruyó el libro antes
de ser puesto a la venta, pretextando que molestaba a una
persona influyente. El infeliz impresor, imposibilitado de
trabajar por la tiranía del gobierno imperial, contrajo deudas
para mantener a su esposa y el pequeñuelo; tomó a préstamo
seis mil francos de un usurero y un día la madre y el niño
recibieron la noticia de que acababa de ser encerrado en la
prisión de Santa Pelagia, cárcel destinada a los que no podían
cumplir los compromisos de dinero. Pero este padre
infortunado logró enternecer al usurero y con el compromiso de
ir pagando poco a poco su deuda fue puesto en libertad y
trasladó su mezquina imprenta a la calle de Saints-Péres; “un
local inmenso —recuerda Michelet— destartalado, oscuro como
una cueva, donde vivíamos como perdidos, sin puerta ni
ventana que cerrase bien y sufriendo un frío terrible. Para llevar
adelante la imprenta se necesitaban brazos y, como no teníamos
con qué pagar obreros, toda la familia trabajaba dieciséis y
dieciocho horas. Mi pobre abuelo, con sus manos temblorosas y
sin über el oficio, ayudaba a mi padre. Mi madre, tocada ya por
la cruel enfermedad que debía arrebatárnosla prematuramente,
se hizo encuademadora y plegaba, cortaba y cosía. Yo, niño de
seis años, componía lentamente, enseñándome sin la ayuda de
nadie a reunir las letras”.
Esta situación tan dura no era sin embargo para la familia
Michelet más que una tregua. Aún había de descender más por
la pendiente de la miseria. En 1812, al iniciarse el ocaso del
Imperio, los padres de Michelet recibieron el golpe de gracia. El
número de impresores en nda Francia fue reducido a sesenta:
Napoleón concedió una indemnización irrisoria a las imprentas
que cerraba y la policía puso los sellos a las prensas,
inutilizándolas. El pan de la pobre familia huía para siempre.
Estos reveses se tradujeron en horribles sufrimientos para el
pobre niño. Michelet, al relatar su infancia horrible de miseria,
dice con una sencillez melancólica que agolpa las lágrimas a los
ojos: “A pesar de las comodidades de que he gozado más tarde,
llevo todavía en mí los efectos de aquella época. Mi estatura
más pequeña que la de todos los individuos de mi familia y una
delgadez singular de mis extremidades dan a entender que en
mi infancia sufrí la falta de alimento. Mis privaciones pueden
resumirse en tres palabras: hasta la edad de quince años nada
de carne, nada de vino, nada de fuego. Sólo tuve pan (y no
mucho) y legumbres; las más de las veces sin otro condimento
que agua y sal. Si he sobrevivido es porque a pesar de los
sufrimientos, la sana constitución de mi padre ha prevalecido
en mí. Mi figura pequeña y desmedrada ha quedado como un
monumento de aquellos tiempos de duelo: las cicatrices que
guarda mi mano derecha atestiguan tantos invierno pasados sin
fuego”.
En Michelet no sólo sufría el cuerpo. La sensibilidad era
extremadamente delicada en aquel niño, hasta el punto de que
el hecho más insignificante conmovía todos sus nervios. Los
apuros y la desesperación de sus padres repercutían
dolorosamente en su alma tierna. Las escenas de dolor de que
fue testigo en sus primeros años quedaron fijas para siempre en
su memoria. Muchos años después, cuando era ya un escritor
famoso, aún veía la figura repugnante del usurero perseguidor
de su padre y creía oír su voz ronca profiriendo terribles
amenazas. De la primera visita a la prisión donde estaba su
padre, recordó siempre “los corredores angostos donde es
preciso bajar la cabeza para pasar, el ruido de las puertas de
hierro al cerrarse, el ruido de llaves que suena a cada
momento”. Estos dolores morales y físicos que tanto hacían
sufrir al pobre niño, lejos de atrofiar su inteligencia, la
desarrollaron prematuramente, dando a su imaginación un
inmenso poder para resucitar las impresiones pasadas. En sus
largas horas de soledad su imaginación volaba lejos de aquella
habitación oscura, fría y malsana, y mientras trabajaba ante la
caja de impresor combinando mecánicamente las letras, su
pensamiento marchaba veloz por el país del ensueño.
Michelet había aprendido a leer y escribir sin otra ayuda
que algunas lecciones de su padre. En este período de su
infancia, como consuelo a su soledad, buscó libros y la lectura le
hizo sufrir dos impresiones fuertes que ejercieron gran
influencia sobre el resto de su vida. El primer libro que leyó fue
la Imitación de Cristo. Esta obra, de un monje desconocido de la
Edad Media, escrita para consolar las almas heridas por la
barbarie de la época y la maldad de los hombres, despertó en el
niño el sentimiento de la divinidad, le hizo ver por encima de
las miserias de la vida presente la esperanza de una vida futura
en la que todas las injusticias son reparadas; le reveló la
existencia de un poder supremo paternal y misericordioso. Esta
esperanza en la justicia divina, esta creencia de la niñez
persistió en Michelet hasta en los últimos momentos. El gran
demoledor del catolicismo, al escribir su testamento, lo
encabezaba con estas hermosas palabras, que la admiración de
Francia ha hecho grabar sobre su tumba: “¡Dios me conceda el
volver a ver a los mios y a todos los que he amado en esta vida!
¡Que él reciba mi alma agradecida de tantos bienes, de tantos
años laboriosos, de tantas obras, de tantas amistades!”.
El otro libro que le impresionó profundamente, marcando
su porvenir, fue el Museo de Monumentos Franceses, que dejó de
publicarse en 1815. “Fue en él y no en otra parte —dice Michelet
en sus memorias Ma Jeunesse— donde recibí la viva impresión
de la historia. Yo sondeaba con mi imaginación aquellas tumbas
que veía grabadas; sentía sus muertos a través de los mármoles
y no sin cierto terror entraba con el pensamiento en las
achatadas bóvedas donde dormían Dagoberto, Chilperico y
Fredegunda”.
Era la vocación de historiador que se revelaba en el niño.
El padre de Michelet tenía fe en aquel ser precoz y
enfermizo de una inteligencia superior a su edad. “Mi hijo será
mi consuelo” decía a todos con convicción, seguro de que había
de sacar a la familia de sus desgracias. Por esto, a pesar de su
pobreza y de que le necesitaba como ayuda en su trabajo,
comenzó a enviarle todos los días a un viejo maestro llamado
Mr. Melot, antiguo jacobino arruinado por la caída de la
República. Bajo su dirección aprendió la gramática y comenzó
el latín, pero pronto supo todo lo que pudo enseñarle el viejo
republicano y su educación se detuvo.
Justamente era en el momento de mayor crisis para su
familia; en 1812, cuando la supresión de las imprentas les
arrojaba a la miseria; el iistante crítico: su suerte iba a decidirse:
impresor o estudiante; obrero oscuro o gran hombre. Si al padre
de Michelet le hubiera faltado por mi momento' la fe en su hijo,
el arte de la imprenta habría contado con mi jornalero más, pero
Francia no tendría su historiador y el mundo un gan artista. “En
nuestra extrema penuria —cuenta Michelet— mi amigo de mi
padre le propuso hacerme entrar en la Imprenta Imperial. ¡Gran
tntación para los míos! Otros no habrían dudado ni un instante.
Pero la fe había sido siempre grande en mi familia: primero la
fe en mi padre, a quien todos nos habíamos inmolado; después
la fe en mí, que debía repararlo todo, salvarlos a todos< Mi
padre sin recursos y mi madre enferma, sin dinero y con el
hambre llamando todos los días a nuestra puerta, decidieron
que yo estudiase arrostrando cuanto pudiera sobrevenir”.
Michelet entró como externo en el Liceo Carlomagno. La
primera vez que asistió a clase su corazón latía con fuerza.
Vestido pobremente con ropas pertenecientes a su padre y
arregladas por su madre; tímido, torpe y atolondrado al verse
entre muchachos de buen porte, su entrada en el colegio le hizo
sufrir la impresión del que pasa de la soledad absoluta a verse
mezclado con una ruidosa muchedumbre.
Su aspecto de pobre, su traje mísero y un tanto
extravagante y su timidez de muchacho criado en la soledad, le
hicieron desde el primer momento ser víctima de las bromas de
algunos profesores y de las mortificaciones de los
condiscípulos. Este primer año de liceo fue un infierno para
Michelet, criatura delicada y sensible. Pero al volver a su casa
por las noches, se aplicaba al estudio con verdadera rabia para
poder vencer a aquellos pequeños enemigos que tanto se
burlaban de él y al llegar los exámenes alcanzó el primer
premio.
Este triunfo fue la única alegría de la familia cada vez más
hundida en la miseria. Vivían los Michelet en la callejuela de
Perigueux, estrecha y sombría. La habitación constaba de una
sola pieza y un cuartucho negro donde dormía el pequeño
estudiante. La madre de Michelet estaba siempre en la cama
sufriendo una hidropesía que complicaba su enfermedad del
pecho. No se sabía nunca por la noche cuál iba a ser el alimento
del día siguiente: “Viviendo en la calle de Saints-Peres —dice
Micheletera para mí un regalo comer algunas legumbres un
poco sazonadas: en la calle de Perigueux este alimento me
parecía la abundancia de un rico”. Los más de los días llegaba
Michelet al colegio con el estómago vacío y la cabeza hueca.
Cuando su abuela le daba alguna moneda, el muchacho
ingeniábase para comprar algo que engañase su hambre y al
mismo tiempo pareciera una golosina para evitar así las burlas
de sus camaradas. Las más de las veces compraba un monigote
de bizcocho que le costaba dos sueldos: “Durante la clase —
dice— cuando sentía que el vértigo del hambre se apoderaba de
mí y todos los objetos parecían temblar ante mis ojos, buscaba
en mi bolsillo el monigote de bizcocho y le arrancaba un brazo
o una pierna que mascaba disimuladamente. Mis camaradas
más cercanos no tardaron en apercibirse. —¿Qué comes tú?, me
preguntó uno de ellos. Y yo contesté no sin rubor: —Es mi
postre< El hambre no era mi único tormento. Jamás
encendíamos fuego en nuestra habitación como no fuese para
preparar los alimentos, y esto, como ya he dicho, ocurría de
tarde en tarde. Lo mismo en verano que en invierno yo llevaba
siempre el mismo trajecillo teñido de negro. Me asfixiaba en la
época de calor y en invierno el frío me penetraba hasta los
huesos”.
El dolor producido por la muerte vino a unirse a los
sufrimientos físicos y morales. El abuelo fue el primero en
morir: “mi pobre abuelo que tanto me amaba y que tanto
empeño había mostrado por enseñarme la música, sin éxito
alguno”. Después murió la madre, aquella mártir silenciosa y
resignada que aun caída en el lecho, batallaba con la miseria
procurando endulzar la situación de su hijo ayunando muchas
veces para reservarle el único pedazo de pan.
Michelet quedó solo con su padre en aquella habitación
desnuda, oscura y grande: el lecho vacío y la absoluta soledad
le destrozaban el alma. Su padre salía al amanecer a ganarse el
pan y no volvía hasta la noche. Michelet, abandonado durante
todo el día, estudiaba y asistía a sus clases.
Fue en aquel año la caída del Imperio, la invasión de
Francia por los aliados, la restauración de los Borbones, el
retomó de Napoleón desde la isla de Elba, el efímero gobierno
de los Cien Días, la catástrofe de Waterloo y la segunda
invasión extranjera seguida de la segunda restauración. Todos
estos hechos sucediéndose atropelladamente en el curso de un
año y conmoviendo profundamente a Francia interrumpieron el
curso regular de los estudios de Michelet.
Ocurrió en este año que la desgracia después de quince
años de ensañamiento se cansó de perseguir a la familia. La
muerte de la pobre madre, mártir hasta en sus últimos
momentos, pareció la señal de una àundancia y comodidad
relativas. El padre de Michelet encontró un empleo modesto en
la Casa de Salud del doctor Duchemin, al cual había prestado
algunos servicios durante la Revolución. Él y su hijo fuemn a
vivir a aquel hermoso edificio rodeado de jardín y tuvieron un
átio en la mesa de los empleados. Ya no tenían que preocuparse
de la lucha por la vida: estaban al abrigo del frío y del hambre.
Por primera vez el joven Michelet experimentó la alegría de
vivir a pleno sol y contemplar el verdor de los campos. Para
completar su felicidad encontró una segunda madre en
madama Hortensia, una señora viuda y de gran inteligencia a la
que el doctor había confiado la contabilidad del establecimiento
y que viendo huérfano y triste a Michelet, la tomó bajo su
protección prodigándole las dulzuras de una tierna solicitud
que le faltaba desde la muerte de su madre.
Bajo la influencia del bienestar moral y físico Michelet que
hasta entonces se mostraba tímido, triste y como comprimido,
sintió desenvolverse sus aptitudes y que su pecho se hinchaba
con anhelos no sentidos hasta entonces. El despertar de esta
alma coincidía con el renacimiento de su patria, pues la Francia
arruinada por el militarismo napoleónico, vencida y
desangrada por las locas ambiciones del emperador insaciable,
buscaba una nueva vida y nuevas glorias en las artes de la paz,
en el comercio, en la industria y especialmente en la literatura y
las ciencias.
Michelet en 1816, estudiando retórica, alcanzó un ruidoso
triunfo. Tenía un profesor eminente, el famoso crítico
Villemain, el cual un día nbpués de haber leído en clase con voz
emocionada por la sorpresa un trabajo literario que le había
entregado aquel pequeño discípulo, bajó de su cátedra y por un
impulso de simpatía y admiración fue a sentarse en el banco, al
lado de él, para examinarle de más cerca y convencerse de si
realmente era el autor de la obra. Por fin los sufrimientos del
niño y la heroica perseverancia del adolescente alcanzaron una
recompensa digna al terminar el curso. En la solemne
distribución de premios a todos los liceos y colegios de París,
fiesta presidida por el duque de Richelieu, primer ministro de
Luis XVIII, Michelet obtuvo los tres primeros premios de
discurso latino, versión latina y discurso francés. Este último en
estilo conciso, nervioso, de una elocuencia singular, anunciaba
claramente al futuro escritor. Michelet fue el héroe de aquel día.
Todos le festejaron, los ministros quisieron verle: se le anunció
un hermoso porvenir en la literatura.
Cuando Michelet llegó al término de los estudios escolares
y salió del colegio mostróse indeciso sobre la carrera que iba a
seguir. Su padre le envió a las Ardennes, con la familia de su
madre y por primera vez vivió en el campo, rodeado de sus
tíos, viejos labriegos que por las noches le relataban junto a la
lumbre las leyendas del país, recuerdos de la época del
feudalismo, relatos de terribles luchas entre los siervos y los
señores.
Entonces —según cuenta el mismo Michelet— se reveló su
vocación que ya se había manifestado en la infancia hojeando el
Museo de Monumentos Franceses. Ahora era la historia
viviente, el pasado visible en las ruinas de los castillos y en los
relatos de los campesinos lo que se revelaba a él, no la historia
fría y petrificada de las tumbas. Sería historiador ya que para
esto había nacido. Pero como le hacía falta una profesión que
asegurase su existencia, Michelet escogió lo que estaba más en
armonía con su carácter y aficiones: la enseñanza. “Dedicarse a
formar almas es una ocupación que obliga a llevar siempre alto
el corazón y a defenderse del desfallecimiento de ánimo. La
enseñanza ha sido siempre mi fuerza y mi consuelo”.
Comenzó modestamente en 1817 como auxiliar de la clase
de filosofía e historia en el colegio Briaud con sesenta francos al
mes. Lo mismo en verano que en invierno, tenía que llegar al
colegio a las seis de la mañana, lo que le obligaba a salir de su
casa a las cinco, caminando en invierno por las calles oscuras,
entre la bruma que velaba la luz de los reverberos, resbalando
en el hielo de las aceras. Sin embargo, nunca dejó de ser
puntual.
Su existencia laboriosa transcurría entre su padre y su
condiscípulo, el pintor Poinsot, que vivía con él. Sin faltar a sus
obligaciones de la enseñanza, Michelet continuaba estudiando
para ganar los grados universitarios que le permitieran
abandonar su posición modesta.
En 1819 obtuvo el grado de doctor y finalizó para Michelet
el periodo de aprendizaje, periodo doloroso, en el que el
hambre, el frío, los duelos y las angustias del amor propio
herido, fueron sus inseparables acompañantes.
El adolescente enfermizo, débil y tímido desapareció,
quedando en su lugar un joven animoso que marchaba
rectamente a ser uno de los primeros escritores del siglo,
impulsado por una poderosa imaginación, una viva
inteligencia, una voluntad enérgica y constante y una
sensibilidad artística de una delicadeza infinita.

Michelet vio asegurado su porvenir y mejorada la situación de


su asa cuando en 1821 alcanzó la plaza de profesor de historia y
filosofía en el colegio de Sainte-Barbe Rollin. Tenía entonces
veinticinco años y se casó con una joven de una belleza
meláncolica, que vivía separada de su familia como señorita de
compañía de una vieja dama alojada en la Casa de Salud del
doctor Duchemin. Allí la había conocido Michelet, àtliendo
desde el primer momento una dulce piedad por aquella joven a
quien la necesidad de vivir alejaba de los suyos. La vida del
joven matrimonio transcurría tranquilamente: él dedicado al
estudio; ella roándole de toda clase de tiemas solicitudes. “Era
una gran felicidad para mí —recuerda Michelet— el entrar por
la mañana después de explicar la lección, en mi casita cercana a
Pere Lachaise, y en mi cuarto, hndído perezosamente, leer
durante todo el día los poetas Homero, Sofocles, Teócrito y
otras veces los historiadores. Uno de mis compañeros de
profesión, Mr. Poret, se dedicaba a las mismas lecturas y
después en nuestros largos paseos por el bosque de Vincennes
hablábamos sobre ellas”.
Dedicado a la enseñanza no soñaba en escribir para el público.
Cuando salió del colegio, después del éxito alcanzado ante los
ministros y lo más ilustre del profesorado francés, los libreros le
habían hecho proposiciones editoriales. —Yo no quiero vivir de
mi pluma: —contestó el joven— yo creo como Rousseau que la
literatura no debe venderse, pues es la cosa reservada, el más
bello lujo de la vida, la flor exterior tiki alma.
Pero mientras esto decía se preparaba para ser un escritor,
estudiando nicho, amasando todos los días nuevos
conocimientos, un tesoro inmenso de ideas que luego había de
lanzar sobre el papel. Las necesidades de la enseñanza le
impulsaron a la ciencia y en 1827 debutó como escritor con dos
obras que pudiéramos llamar de texto: Compendio de la Historia
moderna y Principios de la filosofía de la historia sacados de la
“Science Nouvelle” de Vico.
Estas dos obras hicieron entrar a Michelet en el gran
movimiento literario que se desarrollaba en Francia. El
renacimiento intelectual comenzado a la caída del Imperio con
la desaparición de la tiranía militar y la existencia de una paz
inmutable, estaba entonces en plena florescencia.
Después del silencio que la Francia intelectual había
guardado bajo la dominación de Bonaparte, poetas, novelistas,
historiadores, filósofos, músicos, pintores y escultores
rivalizaban en la producción de obras caldeadas por el fuego de
la juventud. El ruiseñor de la inspiración animaba con su trino
infinito este amanecer del arte. La Historia participaba de esta
general renovación y Guizot, Mignet, Thiers y otros
comenzaban sus grandes trabajos históricos. Michelet, que vivía
aislado, que no pertenecía a ninguna escuela y que ostentaba
como su mayor mérito su originalidad espontánea y profunda,
figuró al lado de este grupo de historiadores, pero con carácter
propio.
Después de estas dos tentativas afortunadas, Michelet se
lanzó a la plena producción literaria.
La Historia Romana fue su primera obra grande. Comenzada
en 1828, apareció en 1831 la primera parte, que contiene la
historia de la república romana. El deseo de ver por sí mismo el
escenario donde se desarrollaba su relato le hizo emprender un
viaje a Italia e impresionado por la melancólica belleza y la
majestad de Roma, escribió la descripción más hermosa que se
conoce de la Ciudad Eterna. Chateaubriand y todos cuantos
habían descrito a Roma antes que Michelet quedaron
oscurecidos.
La historia del pueblo romano, tan lejos ya de nosotros, tan
diferente en ideas y costumbres, adquirió, sin embargo, por el
arte mágico de Michelet el interés palpitante de la historia
contemporánea. Pero la intervención de los conquistadores
romanos en las Galias le hizo pensar en la historia de Francia:
esta idea se apoderó de él con atracción invencible. No pudo
resistirse a la tentación de escribir la historia de su país y
abandonando la del Imperio Romano que debía ser la segunda
parte de su obra, se entregó a la Historia de Francia, dedicándole
al resto de su vida.

Cuarenta años de la vida laboriosa y tenaz de Michelet


consumió su Historia de Francia. Cuarenta años de labor
incesante, sin un día en que no pasara diez o doce horas
hojeando libros y documentos en las bibliotecas o sentado ante
su mesa de trabajo llenando cuartillas.
La Historia de Francia es la obra más importante de
Michelet, el más elocuente testimonio de su gloria. La comenzó
en 1830 y no la acabó hasta 1867. Todavía después de la guerra
franco-prusiana y con la dolorusa emoción que en él
produjeron los desastres de la patria, el anciano Michelet
empleó las últimas energías que le quedaban en escribir como
qímdice a su gran obra una Historia del siglo XIX, a la que no
pudo dar fin, sorprendiéndole la muerte cuando se ocupaba en
relatar los sucesos de 1815 a la caída de Napoleón.
De veinticuatro volúmenes consta esta historia, que abarca
desde los orígenes de Francia a los principios de la Revolución.
La escribió sin seguir en el trabajo un plan fijo; produciéndola
por épocas y escogiendo como primeras aquellas que más le
atraían. Primero escribió en seis volúmenes la historia de Francia
desde la época gala al reinado de Luis XI. Era la historia de la
monarquía, intercalando en ella la pintura de esa Edad Media
que Michelet ha profundizado como nadie. Pero
interrumpiéndose en su obra, creyó que para seguir adelante
con la descripción tk la monarquía absoluta necesitaba antes
dar a conocer al público la Revolución, como el epílogo de
dieciocho siglos, y desde 1847 a 1853 escribió la Historia de la
Revolución. En 1855 volvió otra vez a emprender m antigua
obra, y no la terminó, como ya hemos dicho, hasta 1867.
Obrero infatigable, Michelet se ponía al trabajo todos los
días a las antro de la madrugada en su tranquila casita
inmediata a Pere Lachaise gr sólo se interrumpía para ir a dar
sus lecciones, regresando inmedialmente al hogar, donde le
esperaba la labor literaria, que le dominaba mino una dulce
embriaguez.
Mientras tanto había hecho rápidos progresos en su carrera
de prolisa. Sus primeras obras le valieron ser nombrado
maestro de confemncias de la Escuela Normal Superior; fue
suplente de Guizot en la cátedra de Historia de la Facultad de
Letras de París, mientras éste era ministro y jefe del gobierno, y
en 1838 recibió por fin la distinción más envidiada para un
profesor, al ser nombrado por el Instituto para ocupar la
cátedra de Historia y Moral del Colegio de Francia.
Sin faltar a sus deberes profesionales dedicaba toda su vida
a la gran obra que llevaba entre manos. Para escribir la Historia
de Francia no se contentó con las crónicas reunidas por los
conventos o por las sociedades de bellas letras en los pasados
siglos, fecundo arsenal al que acudían todos los historiadores:
se remontó a las mismas fuentes de unocimiento, a los
documentos inéditos y desconocidos que cubiertos de polvo
dormían en los archivos. Después de la revolución de 1830, el
mm gobierno le nombró jefe de la sección histórica en los
Archivos Nacionales y Michelet se consideró feliz teniendo al
alcance de sus manos toda aquella historia de Francia escrita a
fragmentos por los testigos presenciales: “Cuando yo penetré
por primera vez —dice atestiguando su alegría— en estas
catacumbas de manuscritos hubiera dicho con la misma
satisfacción que cierto alemán al entrar en el monasterio de
Saint-Vannes: —He aquí la habitación que escojo para toda la
vida y mi reposo por los siglos de los siglos”.
Michelet, después de esta rebusca de cuarenta años y de la
prodigiosa acumulación de notas de que hizo acopio antes de
escribir su obra, pudo decir con legítimo orgullo: “Es la primera
vez que la historia descansa en una base seria”.
Excelentes eran sus materiales históricos, pero no era
menos notable el arte con que construía el edificio. En Michelet
no se sabe quién es más grande, si el sabio o el artista.
Hablando de sus primeras visitas a los archivos exclamaba con
toda su potencia imaginativa: “No tardé en darme cuenta de
que en el silencio aparente de las galerías repletas de
manuscritos había un movimiento, un murmullo que no era el
de la muerte. Estos papeles, estos pergaminos abandonados allí
tanto tiempo, no pedían más que volver a la vida. Estos papeles
no eran papeles: eran vidas de hombres, de provincias, de
pueblos enteros. Si hubiera querido escucharlos todos no habría
encontrado —como decía cierto sepulturero después de una
batalla— ni uno solo muerto. Todos vivían, todos hablaban,
rodeando al autor de un ejército que se expresaba con cien
lenguas a la vez”.
Estas voces que oía Michelet, voces de ultratumba,
hablaban a su imaginación un lenguaje conocido: los fantasmas
que surgían de entre los empolvados legajos de los archivos
tomaban para él cuerpo y fisonomía. De este modo resultaba
Michelet contemporáneo de las épocas que relataba, pintándolo
todo con el mismo vigor que si se hubiera desarrollado ante sus
ojos. El espíritu científico y la imaginación poética producían
esa resurrección, en la que encerraba todo el arte de la Historia,
arte que no tuvo jamás obrero tan hábil como Michelet.
Por su sensibilidad y su imaginación poderosa, Michelet
hace pasar cuando quiere un estremecimiento de emoción por
el público que le lee. Él mismo conocía su poder cuando
confesaba: “El don que San Luis pedía al cielo y no obtuvo
jamás yo lo tengo: el don de las lágrimas”.

Hora es ya que dejando a un lado el gran trabajo histórico de


Michelet hablemos de la parte más interesante para nosotros: la
Historia de la Revolución.
En su prefacio de la Historia de Francia cuenta Michelet
cómo fue impulsado a interrumpir el relato de los siglos
monárquicos para escribir la epopeya de la Revolución.
“Un día —dice— pasando por Reims vi detenidamente su
magnífica catedral. Desde la cornisa interior, por la que se
puede circular, a una altura de 80 pies, se ven las naves del
templo brillantes, ricamente floridas, alegres como un aleluya
eterno. En el inmenso espacio vacío se cree oír el gran clamoreo
oficial que algunos llaman la voz del pueblo. En los ventanales
parece verse los pájaros que huyen espantados por los cánticos
de aquel clero, que al ungir al rey de Francia establecía el pacto
entre el trono y la Iglesia. Saliendo afuera, sobre los tejados que
dominan la inmensa Champagne, llegué hasta el último
campanario, situado detrás del coro. Allí me sorprendió un
espectáculo extraño. La redonda torre tenía una guimalda de
ajusticiados de piedra. Unos con la cuerda al cuello; otros
habían perdido las orejas. Los mutilados aparecen más
horribles que los muertos. ¡Qué conrnovedor contraste! la
iglesia de las fiestas monárquicas ostenta como collar nupcial
este hìgubre ornamento. El martirio del pueblo en la parte
exterior del altar. Imagen implacable de la Revolución. Entonces
me convencí de que era imposible comprender y narrar los siglos
monárquicos si ante todo no afirmaba en mí el alma y la fe del pueblo.
Por esto después de escribir el reinado de Luis XI pasé de un
salto a escribir la Revolución”.
Como se ve, la historia escrita por Michelet, más que un
trabajo putamente literario, es un acto de fe. Buscó en la
Revolución la luz que ituminara el pasado y el porvenir de
Francia. Michelet, al narrar la Revolución, pierde su sangre fría;
se enardece, llora de entusiasmo; increpa a unos, da coraje a
otros, conversa con los personajes de la gran epopeya
revolucionaria y las páginas parecen escritas con su propia
sangre mezclada con lágrimas. Se arrodilla ante la Revolución
como un sacerdote ante Dios; su origen humilde siente honda
satisfacción ante el gran suceso que ensalzó a los oprimidos:
nieto de campesinos, su gratitud canta un himno entusiasta a
aquel cambio radical que arrancó la propiedad de mano de los
antiguos señores, convirtiendo en hombre Erre y dueño de la
tierra al antiguo siervo.
Hay además que tener en cuenta las circunstancias por las
que atravesaba Francia al escribir Michelet su Historia de la
Revolución. La comenzó en el momento en que se preparaba el
movimiento revolucionario que iba a derribar la monarquía de
los Orleans, estableciendo por segunda vez la República en
Francia. Y la terminó cuando esta República, fundada en 1848,
sucumbía bajo el atentado militar de Luis Bonaparte, quien se
coronó emperador con el título de Napoleón III. Todas las
pequedas que sufrió Francia en este período tempestuoso se
reflejan en las diferentes partes de la Historia de la Revolución. Al
principio el entusiasmo, el ardor y la confianza; los mismos
sentimientos que antes de ¡$48 sabía infundir a la juventud
republicana que se agolpaba a oír sus ìecdones de Historia en el
Colegio de Francia: en las últimas partes de su obra, escritas
cerca de Nantes, en una casita solitaria, arrullado trisnnente por
el huracán y el tempestuoso oleaje, la melancolía, el duelo por
la libertad perdida, la amargura de ver triunfante el cesarismo
que le persiguió por sus méritos de escritor republicano.
Esta Historia de la Revolución, obra de fe, inspirada epopeya,
canto lírico sublime y vehemente como interminable oda, no es,
sin embargo, una improvisación ni una fantasía. La erudición,
la ciencia, la probidad histórica no pierden jamás sus derechos
en Michelet. Es el más poeta de los historiadores de la
Revolución, pero también el más verídico, el de conciencia más
estrecha. Ni Thiers, ni Louis Blanc ni los demás que han escrito
sobre la famosa Revolución tuvieron la base de estudios que
Michelet. La obra de éste descansa sobre grandes rebuscas en
los archivos nacionales, que dieron por resultado el hallazgo de
documentos hasta entonces desconocidos. Por esto pudo dar al
relato de la Revolución un carácter completamente original,
contemplándola desde puntos de vista realmente nuevos.
Su historia la escribió siendo jefe del Depósito Central de
los Archivos Nacionales, teniendo al alcance de su mano
durante seis años (1845l850) toda la documentación oficial de la
época revolucionaria, rico tesoro del que no pudieron gozar
otros historiadores. Dispuso además del archivo de la
Municipalidad de París y del de la Prefectura de Policía y al
escribir la última parte de su obra en Nantes, desterrado por el
golpe de Estado, registró el archivo de esta ciudad, virgen hasta
entonces de todo examen, lo que le proporcionó un caudal
inmenso de nuevos datos sobre la guerra de la Vendée.
Esta busca de datos en los archivos la describe el mismo
Michelet con su inimitable estilo: “Yo encontraba alguna vez la
firma de Chaumette o de algún otro revolucionario en el papel
donde pusieron su pluma por última vez. Tal frase en el rudo
libro de actas del Club de los Cordeleros está sin acabar, como
cortada por la presencia de la muerte. El polvo de aquel tiempo
lo he encontrado aún sobre los documentos. Es bueno
respirarlo, manejar esos papeles, esos cuadernos, esos registros.
No están mudos, ni están tan muertos como parece a primera
vista. Jamás los toco sin sentir emoción, como si percibiera que
surge de ellos cierto perfume indefinible< Es el alma”.
Su penetrante inteligencia, su poderosa facilidad de
evocación supieron interpretar todo este mundo de
documentos, dando figura y voz a los héroes de la Revolución y
lanzándolos a plena luz como seres vivientes. Aparte de los
documentos, Michelet tenía la tradición oral, el testimonio de
muchos ancianos que habían presenciado la Revolución y
tomado parte en ella. Su mismo padre, que había hecho guardia
en la torre del Temple donde estaba detenida la familia real y
asistido a la ejecución de Luis XVI, le relataba las escenas de
aquel tiempo.
El padre de Michelet murió cuando su hijo escribía los
primeros capítulos de la Revolución y el historiador, dolorido
por la desgracia, exclamaba así en el prefacio que en 1847 puso
al primer tomo de su obra: “Como todo se mezcla en esta vida
con doloroso contraste, al mismo tiempo que yo me sentía tan
feliz renovando la tradición revolucionaria de la Francia, mi
tradición se rompía para siempre. He perdido a quien tantas
veces me hizo el relato de la Revolución; aquél que era para mí
la imagen y el testigo del gran siglo; el siglo XVIII. He perdido a
mi padre, con el que viví toda mi vida; cuarenta y ocho años”.
Para Michelet es el pueblo el único héroe de su Historia de la
Revolución. Conforme va sondeando el terreno histórico
encuentra que lo mejor está abajo, en las oscuras
profundidades. Se indigna viendo que pasan como actores
únicos los oradores brillantes y poderosos que no hicieron más
que interpretar en sus discursos el pensamiento de las masas.
Para Michelet esos hombres han recibido la impulsión del
pueblo; no son ellos los que la han dado. “El actor principal —
dice— es el pueblo<”. Y así como va entrando en el estudio de la
Revolución, hace ver que los jefes de los partidos, los héroes de
la historia convencional, no han previsto ni preparado nada, no
han tenido ninguna iniciativa en los grandes sucesos, pues éstos
fueron la obra unánime del pueblo, especialmente al principio
de la Revolución. Michelet ve esto y lo dice con la franqueza de
una conciencia recta, derribando los ídolos levantados por otros
historiadores, destruyendo prejuicios, siendo el gran justiciero
del pueblo, que coloca la masa por encima de las
individualidades. Las más hermosas de sus páginas son
aquellas en que interviene sólo el pueblo; en que este gran actor
poderoso y anónimo surge de la oscuridad, lanzándose ai plena
luz histórica, unas veces irritado y arrollador como en el 14 de
julio al tomar la Bastilla, otras fraternal y confiado como en julio
de 1790 al celebrar las fiestas de la Federación, y por fin
marchando rectamente mntra la monarquía, furioso y soberbio
como el 10 de agosto de 1792. Su relato de las Federaciones que
unieron las aldeas, las ciudades, los departamentos, toda la
Francia en fin, en un sentimiento espontáneo y entusiasta de
simpatía y esperanza, tiene la belleza de un largo idilio donde
late el alma de la Revolución popular, tan pura y tan bondadosa
al principio, antes de que la exasperaran la resistencia de los
nobles y del clero y la traición de la corte.
La obra de Michelet es el monumento más grande, más
sólido y de mayor belleza que se ha elevado a la gloria de la
Revolución.
Como dice Víctor Hugo al ocuparse de esta obra: “Por
primera vez la gran epopeya revolucionaria encontró un cantor
digno de ella”.
Lamartine en sus Girondinos no trató más que un episodio
de la Revolución en estilo lírico como el de Michelet, pero sin
ninguna base de erudición, fantaseando a su capricho, sin ese
respeto a la verdad que tan escrupuloso es en nuestro
historiador. La obra de Thiers, aunque notable, carece por
completo de ese relieve que únicamente puede dar a sus
producciones un artista. Louis Blanc no hizo más que exponer
los mismos caracteres y los mismos hechos que los otros,
sometiéndolos a un detenido análisis, pero sin rectificar los
anteriores errores, pues no fue a buscar las fuentes de su
historia en los archivos y se guió únicamente por lo que otros
historiadores llevaban escrito.
La obra de Michelet queda y quedará eternamente por
encima de las de todos los historiadores de la Revolución.
Como dice un famoso crítico: “La Historia de la Revolución de
Michelet ha limpiado el campo histórico que el espíritu
monárquico había obstruido con absurdas leyendas y quedará
como obra poderosa de sinceridad, enérgica, vibrante y de una
emoción que subyuga al lector”.

A Michelet, como a todos los hombres que tienen fe en sus


ideas, le llegó la hora de las persecuciones.
Nunca quiso ser político militante. Al triunfar la revolución
contra los Borbones en julio de 1830 su antiguo maestro de
retórica, Villemain, fue ministro y Guizot, su compañero de
profesorado, ocupó varias veces la presidencia del gobierno.
Ambos, que sentían por Michelet un verdadero cariño,
quisieron interesarle en la política, hacerle diputado, casi
seguros de que alcanzaría una gran posición en la cámara con
su facilidad oratoria de profesor acostumbrado a la explicación
diaria; pero no quiso ser más que escritor y maestro y siguió
tranquilo y feliz dedicando su pluma al público y su palabra a
la juventud entusiasta que acudía de todas partes a oír sus
lecciones de Historia en el Colegio de Francia. Lo único que
aceptó del gobierno nacido de la Revolución de Julio fue la
jefatura de la sección histórica en los Archivos Nacionales por
lo mucho que esto facilitaba sus estudios.
Al triunfar la revolución de 1848 y proclamarse la segunda
República Francesa, el pueblo de París le dirigió un mensaje
solicitando su permiso para elegirle diputado.
Michelet, hombre de estudio, aislado en su casa, dedicado a
un continuo trabajo y sin otro esparcimiento que su cátedra o
algún paseo solitario por los bosques inmediatos a París,
resultaba sin quererlo un hombre popular. A ello contribuía el
primer tomo de la Historia de la Revolución que acababa de
publicarse con éxito inmenso, pero más aún las persecuciones
de que había sido objeto por parte del elemento clerical poco
tiempo antes de surgir la revolución. Del 46 al 48 Michelet había
publicado en pequeños volúmenes El Pueblo y El sacerdote, la
mujer y la familia, y en su cátedra del Colegio de Francia dio
unas conferencias sobre los jesuitas que pusieron en conmoción
a toda la juventud escolar de París. Justamente era
preocupación general entonces los progresos que hacía la
Compañía de Jesús a la sombra de la monarquía de Luis Felipe,
a pesar de ser éste un rey nacido de la revolución. Michelet, en
su cátedra, abordó francamente la crítica de la asociación
jesuítica. Nunca recibió ésta golpes tan certeros y mortales
como los que le asestó el gran historiador. La juventud acudía
ansiosa a aplaudir al gran maestro; gentes que jamás habían
pisado el Colegio de Francia se valieron de ¡nda clase de medios
para poder entrar en el aula; los periódicos radicales insertaban
íntegras las lecciones de Michelet; publicáronse éstas en un
volumen que alcanzó una gran tirada y durante mucho tiempo
habló todo París de aquel valeroso profesor y de sus
conferencias contra los jesuitas.
La conmoción fue tan grande que el gobierno, influido por
la Compañía y por la consideración de que Michelet era
republicano, le despojó de su cátedra en medio de generales
protestas de la opinión, siendo este hecho una de las causas que
contribuyeron a la caída de Luis Felipe.
Natural era que al establecerse poco después la República
el pueblo de París pensara en enviar a la Asamblea
constituyente al sostenedor de la cátedra de las doctrinas
republicanas y librepensadoras. Pero Michelet no quiso aceptar.
Habituado a las tranquilas explicaciones profesionales y al
silencio de su gabinete de escritor, sentía repulsión mte las
agitaciones de la vida pública y las pequeñas luchas del
parhmentarismo. Y sin embargo, este hombre tranquilo, que se
mantenía alejado en medio de sus libros y papeles de las
batallas tumultuosas de la vida como un benedictino de la
literatura, era por la ley del contraste mn entusiasta adorador
de la acción cuando ésta servía para llevar a la práctica los
ideales de progreso.
Una vez que un admirador le manifestaba su entusiasmo
por sus obras Michelet sonrió tristemente y mirando al suelo
murmuró con voz melancólica:
—¡Ser Garibaldi!< Eso sí que es hermoso.
Mientras subsistió la segunda República Michelet vivió
apartado de la vida pública, escribiendo su Historia de la
Revolución, desempeñando su cátedra y trabajando en sus
Archivos. Pero esta obra tan querida había de terminarla en las
más tristes circunstancias y agitado por pemas preocupaciones.
Poseído de entusiasmo por la Revolución narraba la
historia de la primera República; y la segunda, a cuyo
nacimiento había contribuido y en la cual no intervino para
nada, se derrumbaba en torno a él. Cantaba al su libro un
himno a la libertad y de repente, la vio una mañana peremr
bajo los pies de los batallones ebrios que Napoleón el Pequeño
lanzó a las calles de París el 2 de diciembre para dar el golpe de
Estado.
Sus amigos fueron presos o tuvieron como Víctor Hugo
que partir para un largo destierro: la persecución contra los
republicanos se organizó en toda Francia. Michelet se vio de
nuevo despojado de su cátedra del Colegio de Francia: el
gobierno cesarista procedió con él arbitrariamente, sin
reconocerle siquiera el derecho a la jubilación por sus muchos
años de profesorado. Bonaparte temía al escritor republicano,
maestro de la juventud literaria que desde su cátedra había de
seguir manteniendo el entusiasmo por la República.
Pocos meses después, en junio de 1852, le exigieron
juramento de adhesión al nuevo Imperio. El respetable
profesor, fiel siempre a la República, se negó a prestarlo
alegando que era contra su conciencia y le quitaron su puesto
en los Archivos Nacionales, prohibiendo además que en los
establecimientos de enseñanza se admitiesen sus obras como
texto.
Privado de sus cargos tan legítimamente ganados y con la
prohibición que pesaba sobre sus libros, Michelet vio en peligro
su subsistencia. Le quedaba su pluma, pero Francia, anonadada
por el reciente cambio de instituciones, no quería leer a los
escritores republicanos y únicamente podían vivir los autores
que adulaban al Imperio.
En medio de su carrera de continuo trabajo le sorprendía la
fatalidad, arrebatándole los medios materiales de existencia;
pero no desmayó ante la desgracia. Lejos de ello, esta prueba
penosa sirvió para renovar su talento, que tuvo una segunda
primavera, próximo ya a la vejez.
Además Michelet contaba con una buena hada para batirse
con la adversidad. Era su segunda mujer, la que fue compañera
de los últimos veinticinco años de su vida, inspiradora y
colaboradora de muchas de sus obras.
La desgracia que le abandonó en la adolescencia volvía en
su busca al verle viejo. Pero ahora era fuerte; una mujer joven le
daba su calor amoroso, comunicándole fuerza y energía para
desafiar los golpes de la suerte.
El segundo matrimonio de Michelet es la novela tierna y
sencilla entre un anciano glorioso y una joven que llega hasta el
amor por el camino de la admiración literaria. Es un idilio que
surge en plena vejez y hace crecer milagrosamente las rosas
entre la nieve de los años.

Luchando por la República durante el reinado de Luis Felipe,


dominado por la fiebre de la discusión batalladora en sus
conferencias contra los jesuitas que tanto agitaron la opinión,
Michelet no se daba cuenta de la soledad que existía en torno a
él cuando volvía a su hogar.
Su esposa había muerto en 1839; un hijo que tenía vivía
lejos; una hija se había casado y sólo la veía de tarde en tarde;
su padre murió, como ya dijimos, cuando él acababa su primer
tomo de la Revolución. Michelet vivía solo como uno de esos
profesores solteros confiados al cuidado de una sirvienta vieja,
sin más familia que los libros ni más afectos que sus trabajos
literarios. Al cesar la fiebre del combate con el triunfo
revolucionario de 1848 y reanudar Michelet su metódica vida
repartida entre la cátedra, los Archivos y la redacción de su
obra, se dio cuenta de la soledad y el silencio que existían en
torno a él.
Por entonces comenzó a entablar correspondencia con una
joven desconocida que vivía en Austria, prestando sus servicios
en una gran familia como institutriz francesa. Lejos de la patria
y obligada por la necesidad de ganarse el pan a vivir con gentes
extrañas que la trataban con altanera consideración, la pobre
joven languidecía en la tristeza y el fastidio. Al leer el último
libro de Michelet El sacerdote, la mujer y la familia, la señorita
Athénais Mialaret sintióse dominada por una profunda
admiración hacia el autor y le escribió pidiéndole que fuese el
director de su conciencia, exponiendo el estado de su alma,
solicitando que la socorriera con sus consejos. Michelet,
seducido por el estilo ingenuo y al mismo tiempo elevado de
aquella joven, le contestó y desde entonces establecióse entre el
gran maestro y la pobre institutriz un cambio de pensamientos
e impresiones que las circunstancias habían de convertir m algo
más tierno.
Un día la señorita Mialaret se presentó en la casa de
Michelet en París. La revolución del 48, extendiéndose por toda
Europa, había obligado a emigrar a la noble familia austríaca y
la institutriz, falta de colocación, regresaba a su casa. Al verla su
eminente amigo experimentó esa impresión instantánea y
fulminante tantas veces descrita en las novelas. 'Eran las cuatro
de la tarde —dice Michelet— cuando vi por primera vez a la
que debía hacer el destino de mi vida. La primera impresión
que sentí fue de sobrecogimiento. Pálida hasta el punto de
hacer temblar por su salud, ¿cómo podía vivir aquella criatura?
Y lo que hacía resaltar más esta palidez interesante era su traje
negro con solo una rosa, filida también, en su sombrero de
terciopelo como para indicar que bdo aquel negro no era de
luto”. La joven, que era recatada y no quería exponerse a la
calumnia, al comprender que Michelet había de visitarla
abandonó el modesto hotel donde se había alojado y entró en
un colegio a prestar sus servicios por sólo la comida y la
habitación.
Michelet no tardó en darse cuenta del peligro a que le
impulsaba su viva simpatía por aquella joven. Un hombre de
cincuenta años, enamomado de una joven que aún no tenía
veinte, resultaba ridículo. Intentó resistirse, pero fue en vano. El
grave profesor del Colegio de Francia, el historiador célebre
encanecido en los archivos sufría a los cincuenta años las
angustias amorosas, los nerviosos anhelos de un adolescente. Se
propuso no ir en busca de la institutriz y en sus paseos iba
siempre instintivamente hacia el colegio donde estaba. Durante
seis días pasó ante su puerta sin atreverse a subir, pero al
séptimo no pudo callar más tiempo y le envió una carta: al
octavo cayó a sus pies declarando su amor y desde entonces a
todas horas le escribió cartas ardientes de pasión, tan hermosas,
tan dignas de ser conocidas por su belleza literaria que en este
mismo año (1899) la viuda de Michelet, pocas semanas antes de
morir, las ha publicado con gran aplauso del público.
Estas efusiones amorosas del hombre célebre satisfacían la
vanidad de la joven y le infundían lentamente el cariño de que
tantas pruebas dio algún tiempo después, cuando Michelet se
vio en la desgracia, necesitado de apoyo y consuelo. Michelet
estaba cada vez más enamorado. Allá a donde iba, a la cátedra,
a los archivos, a todos los lugares severos donde le llamaban
sus ocupaciones científicas le acompañaba la imagen
melancólica de la enfermiza joven. Ésta, ante sus pretensiones
amorosas, callaba discretamente con la reserva que su edad y su
sexo le imponían, y el gran escritor, exasperado por esta
prudencia, que bien pudo ser coquetería, se exaltaba y le pedía
con entonación lírica los más insignificantes favores: “Mi
querida joven, mi blanca señorita —le escribía con la misma
pluma con que trazaba las páginas de la Historia de Francia—.
No puedo veros tan pálida sin sentir un profumdo dolor.
Gocemos juntos un poco de aire, de sol, de vida”. Y la llevaba a
pasear a los lugares más tranquilos y virtuosos de París. A las
Tullerías, entre los corros de niños, al Jardín de Plantas, donde
algím estudiante miraba con asombro al hombre célebre dando
el brazo a una joven vestida modestamente y con aire de
enferma, al museo del Louvre, donde paseaban seguidos por la
opaca mirada de las momias egipcias. Nada de conversaciones
frívolas, ni de susurros amorosos en la oreja: la conversación
era digna de un gran escritor y de una institutriz grave y algo
romántica. Michelet hablaba de la Naturaleza y de la muerte, le
anticipaba lo que iba a decir al día siguiente en su cátedra o le
leía las pruebas de su próximo libro. En el Louvre, ante los
sepulcros asirios o etruscos, daba para ella sola magníficas
conferencias de historia; pero poeta y enamorado, sus graves
palabras se impregnaban de la ternura que se desbordaba de su
corazón y a propósito de Sesostris o de Julio César decía cosas
que equivalían a declaraciones.
Por fin un día, tembloroso como un colegial, propuso a la
joven institutriz el llevar su nombre glorioso, que con tanto
gusto hubiesen aceptado muchas mujeres ricas y hermosas. La
señorita Mialaret por toda contestación le rogó gravemente que
la acompañase hasta su casa y al despedirse ante la puerta
prometió escribirle.
Michelet esperó con ansiedad la carta prometida. Su
corazón de quincuagenario latía con impaciencias y fiebres de
muchacho. La tan esperada carta llegó por fin. “Os perteneceré
cuando queráis y como queráis, lo mismo en la felicidad que en
la desgracia. Ya lo sabéis. Lo que de mí hagáis me importa
poco”. Estas palabras de absoluta y dulce sumisión arrancan
lágrimas de alegría a Michelet y su entusiasmo se dsborda en
una carta con frases de pasión que parecen estrofas del Cántico
de los Cánticos. “Creía vivir en las tristes sombras de la noche y
no es la noche lo que llega. Gracias a ti es la mañana. Tú has
llegado lnsta mí, pálida y seductora, refrescando mi corazón,
haciéndolo revivir con tus dulces lágrimas. Y desde entonces
luce para mí la aurora”.
Michelet sintió la necesidad de comunicar su dicha a todo
el mundo. Corrió a casa de su hija e inútil es decir que ésta y su
marido no se manifestaron tan contentos como él. Tres meses
pasaron de relaciones castas y fervorosas y por fin se realizó el
matrimonio.
Madama Michelet fue adorada como no lo ha sido ninguna
mujer en el mundo. Los últimos libros de Michelet lo
atestiguan: el estilo tierno y sentimental de su última época, al
escribir El amor, El pájaro, etcétera, no era más que un reflejo de
aquel cariño siempre vivo y vehemente que sentía por su
esposa.
Ésta tenía derecho a escribir (pocas semanas antes de su
muerte) al frente del volumen que contiene las cartas inéditas
de Michelet, admirable libro de amor, estas tiernas palabras:
“Veinticinco años han pando desde que murió Julio. Añadiendo
los otros veinticinco de nuestro estrecho himeneo forman justo
medio siglo, hoy domingo 12 de marzo de 1899. Solemnizo en
mi corazón el cincuentenario de nuestro matrimonio, porque yo
no soy su viuda, soy su alma que se ha retardado un poco sobre
la tierra”.

Volvamos a Michelet en el momento en que el Imperio le


despojó de sus fimciones oficiales por su entereza republicana.
Sin recursos para seguir viviendo con el mismo desahogo
que antes, sin obligación de permanecer en París por haberle
despojado de su cátedra y de la dirección de los Archivos,
disgustado por el espectáculo que ofrecía la gran ciudad con las
fiestas y el lujo insolente de los aventureros elevados por el
golpe de Estado, Michelet resolvió retirarse al campo con su
animosa compañera, que hacía valientemente cara a la
desgracia y le animaba a continuar con sus trabajos.
Estableciéronse cerca de Nantes en una casita sobre una
colina inmediata al mar y allí, entre el estrépito de las grandes
tempestades, acabó Michelet, como ya hemos dicho, su Historia
de la Revolución. Al terminar su obra y pasar los días en la
inacción abismándose en el examen de la Naturaleza, Michelet
comenzó a percibir las voces misteriosas y extrañas de la
soledad. Su salud estaba quebrantada por el exceso de trabajo
su esposa se hallaba también enferma por el clima rudo de
aquella costa y se vieron obligados a buscar una temperatura
más dulce, un cielo más clemente, trasladándose a un
pueblecillo italiano a dos leguas de Génova en un pliegue de los
Apeninos. Los médicos habían prohibido todo trabajo a este
trabajador infatigable; los libros había de considerarlos como
terribles enemigos después de haber pasado su vida entre ellos;
y obligado a abstenerse de leer y escribir, se dedicó, según él
mismo cuenta, “a correr por las rocas en buena sociedad con los
lagartos que juegan y duermen al sol”.
Pero en la costa de Génova, árida y bañada por un mar
estéril en el que apenas si existen peces, la vida animal es casi
nula. Esta vida que deseaba contemplar Michelet la encontró a
su regreso a Francia: “Delante del océano —dice— en el
promontorio de Heve, sobre las viejas cimas que lo dominan.
Allí entre otras cosas comencé a comprender a los pájaros que
hablan más que cantan; las golondrinas, por ejemplo, que
conversan sobre el buen tiempo, la caza, el alimento escaso o
abundante o la próxima partida para las tierras cálidas: en fm,
de todos sus asuntos”.
El fruto de esta renovación moral que sufrió Michelet
viviendo en plena naturaleza, el resultado de la influencia que
sobre él ejerció su segundo matrimonio, fue su libro El pájaro,
publicado en 1856.
Michelet, que había poetizado la historia de los pueblos,
entraba ahora en la historia natural poetizándola también. En El
pájaro aparece como en sus mejores obras históricas, la ciencia
aliada con el arte, el espíritu de observación unido a la potencia
imaginativa. Sobre la base de lectura de historia natural y de
observaciones directas, Michelet levantó un poema lírico tierno
e inspirado, que de tal puede calificarse El pájaro. Viviendo en
las montañas en continuo trato con golondrinas, alondras,
ruiseñores y modestos gorriones, el gran historiador acabó por
adivinar los sucesos de su vida, sus alegrías y sus tragedias, los
riesgos y peligros sufridos en la lucha por la subsistencia y
escribió un libro donde está encerrada el alma del pájaro, libro
de una absoluta originalidad, único en el mundo, sin modelo
anterior y sin que nadie pueda imitarlo. El deseo de Michelet al
escribir el libro es “revelar el pájaro como alma”, “hacer ver que
es una persona”; y lo logra, interesando al lector con los amores,
los dolores y las alegrías de las pequeñas aves, a las que
describe como “flores animadas”, “topacios y zafiros alados”.
Su capítulo sobre el ruiseñor, el artista de los aires, es una
maravilla; el viaje de la golondrina a través de Europa en busca
del país cálido, atravesando los Alpes, donde aguardan su paso
las aves de presa, salvando toda clase de peligros con su
prodigioso instinto, tiene la grandeza de una Odisea, es un
relato dramático que parece la epopeya de un gran capitán
salvando obstáculos y burlando al enemigo.
El pájaro obtuvo un gran éxito. El público se asombró ante
la originalidad del gran historiador, que después de resucitar la
vida de los pueblos sabía crear un poema con la vida de los
pájaros.
Casi a continuación escribió un nuevo libro, El insecto.
Absorbido en la contemplación de la naturaleza tras el átomo
viviente del espacio cantó la vida casi imperceptible que se
desliza sobre la tierra. “El insecto está separado del hombre por
un abismo más profundo que el océano. Es el misterioso y
mudo hijo de la noche. Ninguna mirada en sus ojos; ningún
movimiento en su máscara muda. Dentro de su coraza de
guerra permanece impenetrable. Su corazón (indudablemente
lo tiene) ¿se agita del mismo modo que el mío? Sus sentidos son
infinitamente más sutiles; ¿pero semejantes a mis sentidos?
Indudablemente los tiene, desconocidos para nosotros, y
carecen de nombre, pero se escapan a nuestra observación”.
Y Michelet, observador y poeta, unas veces paseando por
las riberas del lago de Lucerna y otras en los bosques de
Fontainebleau, sorprende el secreto de este mundo oscuro de
los insectos y lo traslada a su libro con ese estilo tierno,
sentimental e inimitable que no tiene semejanza con el de sus
obras anteriores y en el que se nota la influencia de su mujer,
que muchas veces es para él inspiradora y colaboradora. Como
dice Corréard “el mismo oído sutil que se deleitó con el canto
del ruiseñor percibe el ruido de pasos de la hormiga marchando
a su trabajo matinal. El mismo corazón que siguió emocionado
al pájaro en la construcción de su nido, en la larga y penosa
inmovilidad de la incubación y en la difícil enseñanza del
vuelo, se interesa después en el doloroso drama de la
metamorfosis del insecto y en su dura labor mal
recompensada”.
Esta alma misteriosa que Michelet revelaba en el pájaro y
en el inmcto la sintió también en el vegetal y en el mineral.
Quiso continuar el poema de la naturaleza y escribió El mar y La
montaña, dos libros tan hermosos como los anteriores y que
alcanzaron igual éxito. Después de sondear los misterios de la
naturaleza Michelet volvió los ojos a la sociedad
contemporánea, buscando los medios de regenerar y fortificar
moralmente las nuevas generaciones. Entonces escribió El amor
y La mujer, sus dos obras más populares en todo el mundo.
Para Michelet “el hogar es la piedra que sirve de cimiento a
la sociedad”. El principal interés de los pueblos es, pues, que
este hogar tenga una base inquebrantable. Tres seres lo forman:
el hombre, la mujer y el niño. La santa unión del hombre y la
mujer, el matrimonio, es lo que funda el hogar: el niño es quien
lo perpetúa. El matrimonio y la educación del niño son, pues,
las dos cuestiones más graves de la sociedad y Michelet las trata
con su intuición y su ternura de siempre. Su imaginación
poderosa reviste estas graves cuestiones con toda la seducción
de la poesía.
Al tratar de la educación da al padre y a la madre el título
de los mejores educadores. “Nadie en el mundo puede
reemplazarlos. Es la madre a quien pertenece el revelarnos la
naturaleza y en la naturaleza a Dios, que la creó y la conserva”.
“Es el padre quien debe revelarnos la patria”.
Michelet pide que todos los niños estudien como base de
educación la historia y la geografía de su país.
“Conociendo bien la patria se la ama mucho más”.
Sin cesar nunca de producir, sin perder la actividad y la lucidez
del espíritu llegó Michelet a una vejez avanzada.
Lejos de decaer con la edad, su genio parecía resplandecer
más en el crepúsculo de su vida y su alma, sondeando las
tinieblas de la muerte, veía más allá de la fúnebre noche una
nueva existencia.
Un ambiente de simpatía y de respeto flotaba como nimbo
de santidad en torno a su venerable cabeza.
El profesor Monod, en su precioso libro dedicado a la
memoria del que fue su gran amigo, traza fielmente el retrato
del viejo maestro en los últimos años de su vida. “La parte
superior de su rostro era admirable por su nobleza y majestad.
Su vasta frente, encuadrada en una larga cabellera blanca, sus
ojos llenos de fuego al mismo tiempo que de bondad, revelaban
su poesía, su entusiasmo, su gran corazón. La nariz fina y
dilatada expresaba una intensidad de vida extraordinaria. Su
boca, un poco grande, pero de labios finos, dibujada con trazo
acentuado y firme, era siempre elocuente y espiritual y daba a
su voz un sonido limpio y brillante que hacía adquirir relieve a
la menor palabra. La parte baja del rostro, la mandíbula
cuadrada y fuerte, revelaba el vigoroso origen plebeyo. Cuando
él hablaba, cuando el pensamiento animaba sus ojos, no se veía
más que su mirada, aquella mirada que fue hasta el final clara y
deslumbrante como en todos aquellos que conservan el corazón
joven. ¿Quién tuvo más que él, el don de la eterna juventud?
Encanecido a los veinticinco años, Michelet no cambió nunca;
no envejeció jamás. De joven fue de una madurez precoz y al
ser viejo no perdió nada de su frescura y su ardor”.
Realmente Michelet fue uno de los escritores más fuertes
que se han conocido. Producir obras que suponen centenares de
miles de páginas escritas, trabajar diariamente durante
cincuenta años muchas horas sin interrupción y llegar, sin
embargo, a la ancianidad con el cuerpo sano y el cerebro
vigoroso, resulta extraordinario, aun teniendo en cuenta las
costumbres virtuosas y casi austeras del gran historiador.
Para abatir su energía e inclinar su cuerpo hacia la tierra
fue preciso que el desastre cayera sobre su patria en 1870.
Michelet realmente no murió de una enfermedad conocida.
Como era el gran historiador de Francia, murió a consecuencia
de las heridas sufridas por la patria francesa.
Cuando Prusia declaró la guerra a Francia, Michelet tuvo el
presentimiento del desastre, aunque no podía imaginarse que
éste alcanzase límites tan inmensos.
Su salud, quebrantada por las patrióticas emociones, le hizo
trasladarse a Suiza y de allí pasó a Italia, estableciéndose en
Pisa, la ciudad muerta y silenciosa que mejor convenía a sus
tristezas de viejo patriota.
Desde allí, separado de Francia por aquellos ejércitos
prusianos que ¡aan enroscándose en torno a París, intentó servir
a su patria publicando un libro titulado La Francia delante de la
Europa. “En medio del horrible silencio que reinaba en Europa
—dice Michelet— yo solo hablé. Mi libro, que escribí en
cuarenta días, fue la primera y por mucho tiempo la única
defensa que se hizo de la patria herida. Rompió la unanimidad
de malevolencia que nos había creado en todo el mundo el oro
de Bismark. La conciencia pública fue advertida desde el
Támesis al Danubio. A este libro que fue un grito del corazón le
puse por epígrafe este grave aviso del porvenir: “los jueces serán
juzgados”.
Vana esperanza: cada día experimentaba nuevas angustias
ante la gía casi agonizante y su existencia fue lúgubre en el
invierno del 70 al 71. En abril su organismo anunció el
quebrantamiento con un fuerte amque. Michelet se desplomó
en una calle de Pisa como herido por un rayo, y sin
conocimiento fue trasladado a su casa para que lo cuidase otra
enferma: su mujer. El único consuelo de esta triste pareja, sola
en país extranjero, enferma y sin más distracción que aguardar
las fatales noticias de Francia, era un canario que acostumbraba
a colocarse y a cantar sobre la cama de su amo, quien
agradecido abría los ojos murmurando: “¡Pobre pequeño
espíritu!”. En los carácteres tiernos hay siempre dulzuras
infantiles.
Michelet tuvo que volver a Suiza y allí se restableció con el
aire de las montañas, volviendo a París después de terminada la
Commune y restablecida la tranquilidad.
Todavía, a pesar de sus dolencias, tuvo ánimo para seguir
trabajando y unas veces viviendo en el campo y otras en su
pacífico retiro de la calle d'Assas en París, consagró el resto de
sus fuerzas a escribir la Historia del siglo XIX, obra que no habría
de terminar.
Mientras tanto sus fuerzas disminuían lentamente y él se
daba cuenta exacta de su situación. Veía venir la muerte con
majestuosa serenidad: sin desearla, pensando en el dolor que
causaría a los que le amaban, pero creyendo en los indefinibles
placeres que proporciona a los que la buscan y la veneran.
Los médicos le hicieron trasladarse a Hyeres, en la azul y
sonriente costa del Mediterráneo, y allí murió tranquilamente el
9 de febrero de 1874.
El lugar indiscutible para guardar los restos de Michelet era
París, donde había transcurrido su vida; el cementerio de Pere
Lachaise, junto al cual había vivido muchos años y por cuyas
avenidas paseaba todas las tardes meditando entre aquella
ciudad de tumbas que le inspiraban graves pensamientos y
dedicando su piedad a todos los muertos, lo mismo amigos que
desconocidos.
Cuando dos años después de su muerte, en mayo de 1876,
el cuerpo de Michelet fue trasladado a París, la Francia
republicana saludó los despojos de uno de sus hijos más
gloriosos con una manifestación de duelo tan espontánea como
imponente. Más de veinte mil personas formaron el cortejo tras
el carro fúnebre, marchando al frente los primeros sabios,
oradores y artistas de Francia. Pero esta representación tan
eminente de la inteligencia quedaba como oscurecida por la
juventud entusiasta del viejo maestro, por los estudiantes a los
que había hecho amar la República y que acudían en masa de
todas las universidades de Francia, mezclándose con las
comisiones escolares de Varsovia, de Roma, de Londres, de
Palermo, de Bucarest, etc.
Al pasar el féretro por los barrios populares, escenario en
otro tiempo de explosiones revolucionarias, la muchedumbre
obrera saludaba grave y silenciosa al gran cantor de la
democracia, al historiador de la Revolución.
Michelet duerme el eterno sueño, rodeado de ese pueblo de
París al que tanto amó y en el que puso la llama de su genio, el
calor de su corazón: duerme escoltado por el movimiento de
una generación joven y republicana a la que supo inspirar
grandes pensamientos y generosas ambiciones.
Como monumentos que indican su paso por el mundo
quedan para siempre Historia de la Revolución, Historia de
Francia, Orígenes del Derecho francés, El sacerdote, la mujer y la
familia, Los jesuitas, El Pueblo, La Biblia de la Humanidad, La bruja,
Los soldados de la Revolución, Las mujeres de la Revolución, Leyendas
democráticas del Norte, El pájaro, El insecto, El mar, La montaña, La
mujer, El amor, etc.
Una hermosa almohada sobre la cual puede descansar
tranquilamente su cabeza el ilustre maestro con la seguridad de
que vino al mundo para algo.
Para hombres como él la muerte es nueva vida.
Además, morir no es perecer, cuando se llega como
Michelet a desentrañar el misterio de la muerte.
“No es una vana poesía —dice el gran poeta de La mujer—.
Es la exacta verdad. Nuestra muerte física no es más que un
retorno al vegetal. Poco, muy poco es sólido en esta móvil
envoltura de nuestro cuerpo: todo en ella es fluido y se evapora.
Disueltos en el espacio en muy poco tiempo, somos ávidamente
recogidos por la aspiración poderosa de las hierbas y el follaje.
El mundo variado de verdor que nos rodea es la boca, el
pulmón absorbente de la naturaleza que sin cesar tiene
necesidad de nosotros y encuentra su renovación en la
disolución animal. Ella espera pero tiene prisa. Ella sólo deja
aquello que no necesita. Ella lo atrae todo amorosamente, lo
transforma y lo embellece con una perfecta metamorfosis. Ella
nos aspira por medio de las hojas y nos respira en forma de
flores. Para el cuerpo, así como para el alma, morir es vivir. No
hay en este mundo más que la vida. La ignorancia de los
tiempos bárbaros hizo de la muerte un espectro. Y la muerte es
una flor”.

Cuenta el escritor francés Henri Charriaut al hacer la semblanza


de Emilo Castelar, que fue gran amigo suyo, que cuando él
estaba en Madrid, muchos días después de almorzar el
eminente tribuno le rogaba leyese en voz alta algunas páginas
de la Historia de la Revolución de Michelet.
Cuando Charriaut terminaba la lectura de un capítulo
Castelar exclamaba con exaltación:
—¡Admirable! ¡Sublime!
Y aproximándose al literato francés le rogaba con
vehemente interés:
—Querido Charriaut; volved a leer el mismo pasaje; os lo
suplico.
Es en Michelet —como dice el indicado escritor— donde
Castelar había aprendido a pensar, modelándose en las mismas
formas del eminente historiador poeta.
Michelet era un pensador, un poeta y un artista, y esto fue
Castelar, que en todas sus obras, absolutamente en todas, hace
recordar al autor de la Historia de la Revolución. En su brillante
estilo, cargado de imágenes, exuberante de bellezas, suena
como una música lejana la poesía de Michelet, cuyo principal
mérito es haber influido poderosamente durante medio siglo
sobre todos los artistas de la palabra y sobre todos los grandes
escritores que al par que la belleza amaron la libertad.
La influencia de Michelet sobre su siglo ha sido
considerable, haciénüase notar en diversos sentidos. Siendo
como era un gran romántico, favoreció considerablemente la
implantación del naturalismo, introduciendo la psicología y la
patología en la historia; justificando y aclamando con ella
sucesos que resultaban de difícil explicación. Pero este
naturalismo jamás le hizo caer en la tendencia pesimista.
Manteniendo su idealismo de los primeros años, creyó hasta en
sus últimos instantes sinceramente en el progreso, viendo
siempre en el porvenir horizontes luminosos que debían de
servir de norte a las naciones como la columna de fuego que
guiaba al pueblo de Israel por el desierto.
Tuvo Michelet otra influencia no menos importante, cual
fue la de fundar en Francia y en muchos otros pueblos lo que
pudiéramos llamar “la religión de la Revolución”. Como dice
Georges Meunier: “Su Historia de la Revolución Francesa es el
primer libro verdaderamente científico que se escribió sobre
dicho período, constituyendo un progreso inmenso sobre todas
las obras que se habían escrito antes. Mientras Thiers, Blanc, etc.
no habían visto más que la parte exterior de los sucesos,
buscando solamente la impresión dramática, Michelet
desentrañó directamente las verdaderas causas de la
Revolución. Él estudia las transformaciones profundas del
espíritu popular; observa la vida del pueblo y las
modificaciones que sufre bajo la presión de los hechos. En fin,
no se contenta con examinar a fondo el desenvolvimiento de
estos hechos, sino que expone la psicología de la Revolución, lo
que pudiéramos llamar su teología, o sea, su historia moral y
religiosa, que ocupa una parte considerable en la obra de
Michelet. De este análisis crítico a que la sometió el gran
maestro, la Revolución surge más grande y más viva que
nunca”.
Esta impresión de vida extraordinaria de que habla
Meunier es lo que más llama la atención en la obra de Michelet.
Es un poema épico en el que el pueblo resulta el único héroe.
Las imágenes tienen una admirable limpieza; las siluetas de los
personajes una intensidad extraordinaria. Gabriel Monod, el
hombre que tal vez conoció mejor a Michelet y lo ha estudiado
más a fondo, decía: “Michelet ha formado más discípulos con
sus libros que con sus lecciones en cátedra. Sus obras son
monumentos que admirar, no modelos que imitar. No es el jefe
de una escuela histórica: es un gran historiador que nadie podrá
imitar”.
En esto último se equivoca Monod, pues Michelet ha tenido
imitadores eminentes y ha hecho sentir su influencia en
posteriores obras.
Víctor Duruy, el historiador de los griegos y los romanos,
fue influido poderosamente por Michelet, como Chérnel y el
mismo Fustel de Coulanges, que en el prefacio de su famoso
libro La ciudad antigua expone la misma doctrina científica que
el autor de la Historia de la Revolución.
Ernesto Renan resulta también otro de los discípulos de
Michelet tal vez por ser lo mismo que éste un compuesto de
sabio y artista que instintivamente llevaba a la gravedad de los
estudios históricos el encanto de la poesía. Para él es también la
Historia una resurrección y se compenetra igualmente con los
hombres y las épocas que estudia.
Y aparte de los historiadores, la influencia de Michelet ha
pesado también sobre la literatura. Desde que Sainte-Beuve le
señaló a la atención pública diciendo que sus obras eran “la
epopeya histórica de Francia” y toda la nación le aplaudió,
Michelet, colocado en la primera fila de los escritores y los
poetas, pesó en los derroteros literarios de la hxventud con su
bizarro sistema, en el que se mezclan las crudezas del rmlismo
psicológico con las efusiones del lirismo romántico. El día en
que explicó los cambios incomprensibles de la política de Luis
XIV por la irritación que causaba en su carácter una
enfermedad secreta, nació, puede decirse, la escuela naturalista
haciendo mover a sus personajes por causas puramente
patológicas.
Podríamos aquí reproducir para demostrar aún más la
influencia de Michelet sobre este siglo, lo que de él dijeron
Taine en sus Ensayos de crítica e historia, Montegut en El
Renacimiento y la Reforma, Sainte-Beuve en sus Conversaciones de
los lunes, Julio Simón en su Noticia histórica sobre Michelet,
Lauson en la Historia de la literatura francesa, Monod en su libro
Renan, Taine y Michelet, Faguet en los Estudios literarios sobre el
siglo XIX, Brunetiere en su Manual de historia de la literatura
francesa y Goncourt en su famoso Diario: pero son inoportunas
tales reproducciones en un trabajo ligero como el presente
prólogo sin pretensiones de estudio detenido sobre Michelet y
sus obras.
Baste repetir con Meunier que si con justicia se llama al
siglo XIX el siglo de Víctor Hugo por la influencia literaria de
carácter universal ejercida por éste, Michelet es merecedor de
figurar a su lado, pues como él tocó todas las cuestiones
generales que interesaban a la humamidad; como él sembró en
la juventud la fe y el entusiasmo y como él the tm demócrata y
un hombre de espíritu.
Víctor Hugo era más grande, con el poder del genio:
Michelet era mfë conmovedor por su sensibilidad más viva,
más aguda.
Víctor Hugo deslumbra, pero Michelet, con ser menos
brillante, es más sincero.
Historiador y pintor de la naturaleza, Michelet fue el punto de
unión de la crítica científica y la imaginación poética. Después
de examinar el dma humana adivinó la del pájaro y el insecto,
la de las cosas inanimadas como el mar, las montañas y los
árboles seculares. Pudo comprender tanto porque lo sentía todo
y todo lo amaba. El mal, la injusticia, la violencia excitaban en él
generosas indignaciones, santas cóleras; pero pmás alteraron
éstas su bondad. Su ideal fue restablecer la justicia, hacer de la
concordia la ley de los hombres. La Fe, la Esperanza, el Amor y
la Bondad fueron sus musas. En sus ensueños sobre el porvenir
veía el mundo como el doctor Fausto en sus últimos momentos:
una ciudad divina abrazando en armoniosa belleza a todas las
criaturas unidas por hs leyes del universal amor.
En los melancólicos paseos por el cementerio de Pere
Lachaise es imposible aproximarse a la tumba de Míchelet sin
sentir intensa emoción.
Yo he visto junto a ella muchas tardes una mujer vestida de
luto con los plateados cabellos peinados en antiguas bandas y
de simpática presencia, que después de contemplar largo rato la
imagen del historiador esculpida en el mármol arrojaba algunos
puñados de trigo sobre las gradas, lo que hacía acudir en tropel
inmediatamente a los innumerables pájaros que pueblan los
frondosos árboles del cementerio.
En torno a la tumba agitábase una nube de inquietas
plumas, de alas nerviosas, de agudos chillidos. Los pequeños
espíritus de que hablaba el anciano enfermo de Pisa, van a
revolotear en torno a su panteón y oyendo sus alborozados
jugueteos talvez sonríe en su tumba el poeta de la suprema
ternura, el cantor de El pájaro ◼

Valencia Agosto de 1899


Esta laboriosa obra, que ha llenado ocho años de mi vida, no ha
tenido la buena fortuna de las improvisaciones llegadas en
tiempos apacibles. Ha estado rodeada de muchos
acontecimientos.
En febrero se publicaron dos volúmenes. Relataban las más
bellas jornadas de la Revolución, aún crédula, fraternal y
clemente, como lo ha sido su joven hermana de 1848. Las dos
obras fueron recibidas en los célebres banquetes de esta época.
Acontecieron hechos crueles. Yo no abandoné. En 1850
aparecieron tres volúmenes. Toda voz literaria quedaba en
silencio; toda vida parecía haberse interrumpido. Yo no veía
más que mi tarea. Al fondo de nuestros archivos trabajaba entre
las ruinas de un mundo y por un instante pensé que era el
último hombre.
Abandoné París el 2 de diciembre, llevando conmigo como
únicos bienes los materiales de mis últimos volíunenes y los
documentos del Terror. Escribí cerca de Nantes, a las puertas de
la Vendée, en medio de ¡ma absoluta soledad.
Así, contra viento y marea, pasando por alto cualquier
acontecimiento, avanzaba esta historia, avanzaba hasta el final,
sangrante, más viva aún, historia de alma y de espíritu, sin que
los duros obstáculos del destino la desviaran de su trayectoria
inicial. Los obstáculos, en vez de paralizar mi trabajo,
contribuyeron a su avance. En una vieja casa acristalada
azotada por las fuertes lluvias de enero de 1853, escribía sobre
el mismo mes del período del Terror: “Me sumerjo con mi tema
en la noche y en el invierno. Los encarnizados vientos de las
tempestades que golpean mis cristales en estas colinas de
Nantes desde hace dos meses, acompañan con sus voces, tan
pronto graves, tan pronto desgarradoras, mi Dies iræ de 1793.
¡Legítimas armonías! Debo darles las gracias. Lo que me han
dicho con sus aparentes furores, con sus agrios silbidos, con el
choque siniestramente alegre del granizo contra mis ventanas,
era algo fuerte y bueno, que todos esos amagos de muerte no
eran la muerte, sino todo lo contrario. Eran la vida, la
renovación futura<”.
Al cabo de quince años, tras el enorme trabajo que debo a la
antigua Francia, vuelvo a entrar en esta Francia y en la
Revolución. Es como volver al hogar familiar que ha sido
abandonado durante algún tiempo. Pero ¿vuelvo cambiado? En
absoluto. ¿Más calmado? Para nada.
Singular reto el de volverse a ver después de tantos años y
después de haber comparado las épocas. ¿Quién era yo? ¿Y
quiénes éramos (nosotros, los franceses) y en qué nos hemos
convertido?
Contengamos nuestro corazón. Sean las que sean nuestras
tristezas, observemos la situación con una mirada clara y firme.
La dureza de los tiempos ha acabado con muchas cosas
pero también ha resultado provechosa. A la larga hemos
comprendido lo que en 1848 apenas discerníamos. Las grandes
cuestiones se presentaban todas a la vez, impacientes y sin tener
en cuenta su orden lógico y natural. Exagerábamos los matices
que nos dividían. Se progresó mucho a ese respecto. Sin
contradecirnos en nada ni cambiar de lenguaje, todos nosotros,
dispares hijos de la Revolución, coincidimos en ella y nos
acercamos a la unidad.
1°) Las cosas han retomado su verdadera perspectiva y
todos han vuelto a la tradición nacional. No hay hoy uno sólo
de nosotros que no vea el tema de la soberanía en la Libertad.
La cuestión económica que le hizo sombra, es una consecuencia,
una profundización esencial de la Libertad. Pero ésta es lo más
importante y debe cubrir y proteger todo.
2°) La cuestión religiosa parecía secundaria. Nuestras
advertencias no calaban muy hondo. Los Bossuet y los de
Maestre hablaban a los nuestros en voz alta sobre la profunda
unión de las dos autoridades, pero era en vano. La descubrieron
un poco tarde. Les hizo falta despertarse viendo el convento
cerca del cuartel, esos monumentos gemelos que hoy coronan
las alturas de las grandes ciudades y proclaman la coalición.
3°) No más guerra. También somos unánimes a este respecto.
Francia se ha involucrado en un inmenso trabajo y tiene por lo
tanto, mejores cosas que hacer. Está encantada de ver una Italia,
una Alemania y las aclama de todo corazón. Un dato a tener en
cuenta es el de que por ambas partes los valientes desdeñan la
guerra, puesto que saben que no es una cuestión de valentía,
sino de pura mecánica entre Delvigne y Chassepot.
4°) Lo que en el futuro podrá parecer algo extraño es el
hecho de que nuestras disidencias de 1848, quizás las más
ásperas, fueron relativas al pasado, históricas, arqueológicas.
Estos debates se mezclaban con la actualidad. Nos
identificábamos con esas lúgubres sombras. Una era Mirabeau,
Vergniaud, Danton, otra Robespierre. Sin duda hoy
conservamos nuestras simpatías hacia tal o cual héroe de la
Revolución. Pero los juzgamos mejor que entonces. Los vemos
juntos, dándose la mano, y para nada enfrentados. Alg unos de
nosotros se enzarzan en esos debates, sin embargo, la mayor
parte de Francia, nacida después de 1848, integrada por medio
millón de hombres que leen, piensan y forman el futuro, ven
todo esto como una cosa curiosa, pero alejada de toda
aplicación, con circunstancias muy diferentes.
La discutida historia de los viejos tiempos ha ido
esclareciéndose por si misma de año en año a través de
numerosos docmnentos sacados a la luz pública. Pero también
nosotros, los historiadores, hemos contribuido a ello.
Adoptando cada uno un punto de vista (incluso con rmestras
exageraciones) lo hemos sacado a la luz. Resulta interesante
observar cómo esta diversidad ha resultado útil. Me gustaría
que una mano ágil esbozara la historia de la historia, me refiero
al avance que han experimentado nuestros estudios sobre la
Revolución.
Sacarla de 1789 es hacer de ella un efecto sin causa. Hacerla
salir de Las XV sería también explicarla escasamente. Hay que
ahondar mucho más. Es toda la vida de Francia la que prepara
y permite comprender el drama final. Cada vez menos oscura,
se vuelve totalmente luminosa un el siglo XVIII, que lejos de ser
un caos, ordena y escribe espléndidamite nuestro Credo
modemo, que la Revolución se propone aplicar.
Trabajo arduo. Fui pagado por él cuando (en mi Luís XV,
hacia 1750) tuve el placer de consagrar este Credo de luz. Frente
a él colocaba las tinieblas, la Conspiración de familia. Desde el
ministerio de Fleury, la intriga hispano-austríaca y católico-
monárquica, se teje con los parentescas, matrimonios, etc. El
primer efecto fue el reinado de Marie-Thérèse m Versalles y la
guerra de los Siete Años que enterró a Francia y en@ó el mundo
a Inglaterra. El segundo efecto fue el reinado de Maria
Antonieta y el tardío estallido (¡tan tardío!) de 1789.
Los que quieren pensar que este desmesurado
acontecimiento fue eüra de un partido, de un complot de
Orleans, de un movimiento ar que París impuso a Francia, no
tienen más que abrir los cien volúmenes in—folio de los
Cuadernos, los deseos de las provincias y sus órdenes a los
diputados de la Constituyente. Al menos que tengan
conocimiento de los extractos de los Cuadernos, tan bien
resumidos por Chassin.
En mi primer volumen (1847), había señalado hasta qué
punto las ideas de interés, de bienestar, que no pueden faltar en
ninguna Revolución, fueron en la nuestra secundarias, cuánto
hay que retorcerla, falsearla, para encontrar ya en ella los
sistemas actuales. A este respecto, el bello libro de Quinet
confirma lo que yo expongo en el mío. Sí, la Revolución fue
desinteresada. Es su lado sublime y su signo divino.
Brillante relámpago en el cielo que hace estremecerse al
mundo. Europa deliró con la toma de la Bastilla; todos se
abrazaban (incluso en Petersburgo) en las plazas públicas. ¡Qué
días tan inolvidables! ¿Quién soy yo para haberlos narrado?
Todavía no lo sé, nunca sabré cómo he podido reproducirlos.
La increíble dicha de encontrar esto tan vivo, tan candente, tras
sesenta años, me llenó el corazón de una heroica alegría; mi
papel parecía embriagado con mis lágrimas.
Con mi alma así inflamada se me ha permitido abrazar lo
infinito de la Revolución, reconstruirla con toda la variedad de
sus etapas, de sus puntos de vista. Habría sido un mal servicio
el adoptar tan sólo uno de los puntos de vista, ignorando el
resto. Los extremos en el fondo se atraen. La gran alma común,
en cada partido que la desvele, es sentida, es entendida por
diversos pueblos, y lo será también por otras generaciones en el
futuro. Son tantas las lenguas con las que la Revolución, ese
gran profeta, ha hablado por toda la tierra< Cada cual tenía su
derecho y debía ser reproducido.
Encerrar a la Revolución en un club resulta imposible. Ni el
trabajo infinito, ni la sincera pasión de Louis Blanc lo
consiguieron. ¡Meter este océano en el recinto del claustro
jacobino! Empresa inútil. Desborda por todas partes. Tenía allí
su policía contra la traición, era su ojo, su guardián vigilante.
Pero su verdadera fuerza activa, la propia Montaña con sus más
grandes actores que hablaban poco, no se sentaba en los
Jacobinos.
El tiempo, que poco a poco todo lo dice, y la publicación de
los documentos, impiden ser exclusivo. La apología de la
Gironda, tan vehemente en Lanfrey, hoy sólo parece justa. Una
voz salida de la muerte misma, la voz testamental de Pétion y
Buzot, se ha podido escuchar finalmente (1866). ¿Quién osará
ahora contradecirlo?
Tal era el espíritu de sistema que nuestros robespierristas
juzgaban hasta la Montaña. Perseguían a Danton. Villiaumé y
Esquiros (en su elocuente libro) la defendieron, y las actas aún
mejor. Recientemente publicadas por Bougeart y Robinet, hoy
la cubren y absuelven su gran memoria.
Se empieza a ver todo más claro y a conocer mejor la
Montaña, que hasta ahora ha ocultado este debate de
individuos. Los doscientos diputados, muy olvidados,
reaparecen en todo su esplendor, con la inenarrable energía que
supuso nuestra salvación. Dos médicos de veinticinco años,
Baudot y Lacoste, retoman sus laureles de conquistadores del
Rin. El organizador de la guerra (él mismo héroe en
Wattignies), el digno y buen Carnot, nos es entregado al fin de
la mano de su hijo. Los puros entre los puros, Romme, los cinco
amigos que fueron los últimos que en pradeal firmaron y
sellaron la revolución con su sangre, reaparecen en un libro que
me ha puesto la carne de gallina, el de Claretie, abrasador y
cruelmente cierto.
Los tiempos débiles no comprenderán cómo, entre todas
estas sangrantes tragedias, con un pie en la muerte, estos
extraordinarios hombres no soñaban más que con la
inmortalidad. ¡Jamás hubo semejante cantidad de ideas
orgánicas, de creaciones, de preocupación por el fu!uro! ¡Una
ternura inquieta por la posteridad! Y todo esto no se dio, como
podríamos pensar, una vez terminado el peligro, sino en el
punto álgido de la crisis. El libro de Despois (Vandalismo
revolucionario) inaugura, algo sorprendente para esta época, una
nueva historia, la de sus creaciones.
Comprendí mejor la frase del venerable Lasteyrie. Cuando
le hablaba de esos tiempos y de la impresión que causaron en él
(estuvo muy expuesto, corrió peligro) sólo pude sacarle esta
frase: “¡Monsieur, fue muy bonito! —Pero, ¡podíais haber
muerto! ¿Os escondíais? —Yo, jamás. Andaba, erraba por
Francia. Admiraba< Sí, era muy bonito”.
Se ha dicho que la Revolución tuvo un error. Contra el
fanatismo de la Vendée y la reacción católica debió armarse de
un Credo de secta cristiana, apelar a Lutero o a Calvino.
Y yo respondo: ello habría sido abdicar. No adoptó
ninguna iglesia. ¿Por qué? Porque ella misma era una iglesia.
Como ágape y Comunión, no ha habido en este mundo nada
comparable a 1790, al arranque de las Federaciones. El absoluto,
el infinito del Sacrificio en su esplendor, la propia entrega que
nada reserva, aparecieron sublimados en el impulso de 1792:
guerra sagrada para conseguir la paz y la liberación del mundo.
“¿Han faltado simbolos?”. Toda religión tarda siglos en
crearse unos. La fe lo es todo y la forma apenas cuenta. ¿Qué
más da qué frontal miga el altar?
Todavía subsiste el altar del Derecho, de lo Verdadero, de
la eterna Razón. No ha perdido ni una sola piedra y espera
tranquilamente. Tal y como nuestros filósofos y nuestros
grandes legisladores lo construyeron, sólido, tanto como los
cálculos de Laplace y de Lagrange que apoyaron en él la ley del
tiempo.
¿Quién no lo reconoce? ¿Quién no ha sentido a Dios en
él?< ¿Quién se congregó a su alrededor? El mundo americano
estuvo representado por Thomas Payne, Polonia por Kosciusko.
Estuvo también el maestro del Deber (esa roca del Báltico),
Kant, que se emocionó. Allí vimos llorar al viejo Klopstock y a
ese niño valiente, Beethoven.
El gran estoico Fichte, pese a la cruel tormenta, no se
apartó. Permaneció fiel a nosotros. En pleno 93 publicó su libro
sobre el inmutable derecho de la Revolución.
Esto le fue pagado. Conservó ese corazón de acero que, tras
Iéna, levantó a Alemania, preparó el despertar del mundo,
oponiendo a la fuerza una fuerza mayor, la Idea, y ante el
enemigo, enseñando la victoria del Derecho, contra el cual no se
ha prescrito jamás.

Unas líneas sobre el modo en que se confeccionó este libro.


Nació del seno de los Archivos. Lo escribí durante seis años
(18451850) en el depósito central, donde yo era jefe de la sección
histórica. Después del 2 de diciembre necesité otros dos años
más y lo terminé en los archivos de Nantes, muy cerca de la
Vendée, de cuyas preciosas colecciones también saqué partido.
Armado de las actas, de documentos originales y
manuscritos, he tenido que cotejar los impresos y sobre todo las
memorias que son informes de los abogados, y en ocasiones,
ingeniosos plagios (por ejemplo los que Roche realizó para
Levasseur).
He analizado día por día el Monitor, periódico muy seguido
por Thiers, Lamartine y Louis Blanc.
Desde el principio, es ordenado y corregido todas las tardes
por los vencedores del día. Antes del 2 de septiembre lo altera
la Gironda y el día 6 es la Comuna quien lo hace. Y en todas las
grandes crisis se hace lo mismo. Las actas manuscritas de las
Asambleas ilustran todo esto, desmienten al Monitor y a sus
copistas, a la Historia parlamentaria y a otras muchas, que a
menudo desfiguran aún más este desfigurado Monitor.
Una extraña ventaja que quizás ningún otro archivo del
mundo presente en la misma medida, es que yo encontraba en
los nuestros, para cada acontecimiento crucial, muy diversos
relatos y numerosos detalles que se completaban y se
controlaban.
Para las Federaciones he contado con cientos de relatos,
llegados de otros tantos pueblos y ciudades (Archivos centrales).
Para las grandes tragedias del París revolucionario, el depósito
del Ayuntamiento me abría el centro de los registros de la
Comuna; y la Jefatura de policía me brindaba la variedad
divergente de las actas de nuestras cuarenta y ocho Secciones.
Para el gobierno y los Comités de Salvación Pública y de
Seguridad general, tenía a mi alcance todo lo que existe de sus
registros y allí encontré la cronología, día a día, de sus actas.
A veces se me ha criticado por haber citado en contadas
ocasiones. Lo habría hecho a menudo si mis fuentes habituales
hubieran sido documentos sueltos. Pero mis fuentes cotidianas
son las grandes colecciones en las que todo sigue un orden
cronológico. Desde el momento en que dato un hecho, puedo
encontrar al instante ese hecho en el registro con su fecha
precisa, en la carpeta de donde lo he sacado. Por lo que apenas
he necesitado citar. Para las cosas impresas o las fuentes
vulgares, las llamadas poco útiles tienen el inconveniente de
cortar el relato o el hilo de las ideas. Es una vana ostentación el
salpicar constantemente la págirm con llamadas a libros
conocidos o a folletos de escasa importancia y el atraer la
atención hacia ellos. Lo que da autoridad al relato es su
continuidad y su cohesión, más que la multitud de pequeñas
curiosidades bibliográficas.
Por todo ello mi relato, idéntico a las propias actas, es tan
inmutable como ellas. He hecho mucho más que extraer, he
copiado de mi puño y letra (y sin ayudarme de nadie) los textos
dispersos y los he reunido. Que se me ataque por el sentido de
los hechos me parece bien. Pero primero habrá que reconocer
que los hechos que se quieren utilizar en mi contra se conocen a
través de mí.
Los que tienen ojos y saben ver, se darán cuenta fácilmente
de que ste relato, quizás demasiado emotivo en ciertas
ocasiones y también agitado, sin embargo nunca es confuso, ni
vago, ni pierde el tiempo con vanas generalidades. Mi propia
pasión, el ardor que ponía en él, no se habrían contentado con
ello. Buscaban, rastreaban el carácter, la persona, el individuo,
la especial vida de cada actor. Aquí los personaps no son ideas,
sistemas o sombras políticas; cada uno de ellos ha sido muy
trabajado y se ha profundizado en ellos hasta dar con el hombre
íntimo. Los mismos que son severamente tratados en ciertos
aspectos, ganan al ser conocidos hasta ese punto, heridos en su
humanidad. En absoluto he adulado a Robespierre. Lo que he
dicho de su vida interior, del carpintero, de la mansarda, del
pequeño y húmedo patio que en su sombría vida pone no
obstante un rayo de luz, todo esto ha calado tan hondo que uno
de mis amigos, de un partido totalmente contrario, me confesó
que lloró leyendo esto.
Ninguno de estos grandes actores de la Revolución me ha
dejado indiferente. ¿No he vivido con ellos, no he seguido a
cada uno de ellos hasta el fondo de sus pensamientos, en sus
transformaciones, como fiel compañero? A la larga yo era uno
de ellos, un familiar de este extraño mundo. Mi vista se ha
adaptado hasta conseguir ver entre las sombras y creo que ellas
me conocen. Me veían a solas con ellas en esas galerías, en esos
enormes depósitos visitados en muy raras ocasiones. A veces
me encontraba el marcador de páginas en el lugar donde
Chaumette u otro, lo había puesto el último día. Esta frase, en el
rudo registro de los cordeleros, no fue terminada, puesto que
fue bruscamente sesgada por la muerte. El polvo del tiempo
permanece. Es bueno inhalarlo, ir y venir entre estos papeles,
estos legajos y estos registros. No son mudos y todo esto no está
tan muerto como parece. Siempre que tocaba algo salía alguna
cosa, se despertaba< Es el alma.
En realidad yo me merecía esto. Yo no era un autor. Estaba
a cien leguas de pensar en el público, en el éxito: a mí me
gustaba, eso es todo. Iba aquí y allá, totalmente entregado y
ávido; aspiraba y escribía el alma del trágico pasado.
Esto fue muy sentido por hombres de matices diversos:
Béranger, Ledru-Rollin o Proudhon.
Béranger había tenido sus reticencias hacia mí, pero luego
se retractó. Dice sobre esta historia: “Para mí es un libro
sagrado”.
Proudhon sabía lo poco que yo aprecìaba la mayoría de sus
paradojas; sin embargo fue de él de quien recibí la carta más
fuerte, la más completa aceptación de mi libro, la del principio
planteado en mi Introducción (1847): la irreconciliable oposición
entre el Cristianismo y el Derecho y la Revolución. Lo ha
adoptado plenamente en su libro De la Justicia (1858).
En el bello día de las Federaciones, Camille Desmoulins
hizo la proposición conmovedora y quimérica de un pacto
federativo entre los escritores amigos de la Revolución. Está
seguro de que entre nosotros, tmidos (pese a nuestras
disidencias) por un fondo de principios comunes, hay una
especie de parentesco. Yo lo he respetado más que nadie. Jamás
he respondido a las críticas de los nuestros, a pesar de que a
menudo fueran un poco ligeras y de que yo pude ejercer fáciles
represalias.
Terminé mi Historia de la Revolución en 1853 y desde esa
época hasta 1862, Louis Blanc en la suya, de diez o doce
volúmenes, la atacó con una extraordinaria pasión. Se me
advirtió de ello, pero yo estuve ocupado hasta 1889 en acabar la
Historia de Francia. Pospuse la lectura y el examen de Louis
Blanc. Mi perseverante silencio debió de extrañarle y animarle
mucho. Sus violentas críticas continuaban de volumen en
volumen. Triunfaba cómodamente con su gran libro sobre mi
libro.
Hasta finales de 1867 no acabé Luis XVI. Fue al acabar este
volumen cuando volví a mi Revolución y me ocupé de la de
Louis Blanc. La abrí muy plácidamente, preparado para sacar
provecho de sus críticas, en caso de que fueran serias1.
Conocía su talento y su carácter honorable, también sus
paradojas, su papismo socialista y su tiranía del trabajo en
nombre de la fraternidad. Pero le había estudiado poco en el
campo de la historia. Confieso que fui presa de la extrañeza al
descubrir su favor, su predilección fantasiosa< ¿por quién?<
¡Por el intrigante Calonnel< Calonne, excelente dudadano que
sólo arruina a Francia para hacer la Revolución, que seduce a la
corte “para llevarles riendo hasta el borde de un abismo tan
profundo que pedirían con sus votos las novedades
liberadoras” (II, 159). Todo esto sin tener la menor prueba.
Me entero de otras cosas igualmente fuertes. Los
montañeses no eran los violentos (VII, 372). Lo eran, sin duda,
los moderados.
Los girondinos que tanto han exaltado a Rousseau son para
Louis Blanc los enemigos de Rousseau. La Gironda fue
cómplice del 2 de septiembre; todavía conserva la mancha de
sangre.
Robespierre por el contrario habló, denunció y antes (del
día 1) y durante (incluso el 2), se mantiene puro, no tiene nada
que ver con ello.
Hébert, en su Padre Duchesne, a pesar de sus constantes
llamadas a la masacre, es continuador de los moderados, de los
girondinos. ¿Y ¿sto por qué? Porque es volteriano, egoísta y
sensualista, enemigo de Rousseau y del sensible Robespierre.
Louis Blanc es bastante suave con el rey, con la reina, con el
duque de Orleans, clemente con el clero y sin embargo terrible
y abrumador con Danton y los girondinos. En estos últimos ve
a la burguesía que le fue tan hostil el 15 de mayo de 1848.
Extraña confusión. La guardia nacional del 15 de mayo
detestaba la guerra; por el contrario, la Gironda la predicó y la
hizo para la salvación de las naciones. Forjó millones de picas y
puso las armas en manos de los pobres.
Hay que tomar a lo amplio el gran curso revolucionario,
con sus dos manifestaciones útiles y legítimas, de cruzada y de
policía (los girondinns y los jacobinos).
He tratado de hacerlo. He marcado claramente los errores
de los girondinos, su error por haberse opuesto siempre a la
Montaña al rechazar a Danton y Cambon, su error por haber
experimentado, pese a su pureza, la impura mezcla con las
turbas realistas, que colándose en sus departamentos,
entorpecían la Revolución.
Jamás he puesto en duda los inmensos servicios que rindió
la instiración jacobina. Incluso he marcado y matizado mejor
que nadie sus tres épocas tan diferentes. No he ignorado ni la
terrible labor, ni la gran “voluntad de Robespierre, ni su
rigurosa vida. En esto le encuentro interesante.
También esto es mi crimen. Pienso que Louis Blanc me
habría perdomado más fácilmente mi política contraria, mis
ataques a su dios, que mi visión minuciosa, mi observación
exacta del santo de los santos, el mor de haber visto de tan cerca
y descrito la pequeña capilla, el cenáculo femenino de Marta,
María, Magdalena, el hábito, el porte, la voz, las gafas y los tics
de ese nuevo Jesús.
Hay algo que nos separa más de lo que parece, algo
profundo. Somos de dos religiones.
Él es medio cristiano, a la manera de Rousseau y de
Robespierre. El Ser supremo, el Evangelio, el retorno a la Iglesia
primitiva (III, 28): es ese Credo vago y bastardo por el que los
políticos creen alcanzar, abrazar a los partidos opuestos, a los
filósofos y a los devotos.
La raza y el temperamento también son importantes en
nuestra oposición. Nació en Madrid. Es corso por parte de
madre y francés por parte de padre (de Rodez). Tiene el ardor
sobrio y el brillo de los meridionales, con una disciplina y una
tenacidad que esas razas no siempre tienen. Estudió en Rodez,
en el país de los Bonald, de los Frayssinous, que tantos curas
nos da. Es autoritario en su democracia.
Si no hubiera estado cegado por su pasión, antes de
retomar su libro interrumpido, habría que haberse preguntado:
¿Se puede escribir en Londres la historia del París
revolucionario? Eso es algo que sólo se puede hacer en París. Es
cierto que en Londres hay una bella colección de documentos
franceses, impresos, folletos y periódicos, que un coleccionista,
Croker, vendió por 12.000 francos al Museo Británico. Pero una
colección de aficionado, algunas curiosidades sueltas, no
pueden reemplazar a los grandes depósitos oficiales en los que
todo se sigue, en los que encontramos los hechos, la relación
entre ellos, en los que, a menudo, un acontecimiento
representado veinte, treinta, cuarenta veces, en sus diferentes
versiones, puede ser estudiado, juzgado y controlado. Esto es lo
que nos permiten los tres grandes cuerpos de archivos
revolucionarios de París.
Se persuadió a sí mismo, al parecer, de que la frecuencia de
las críticas suplía al rigor. No existe ningún ejemplo en la
historia de la literatura de un ataque tan perseverante, en cada
página y a lo largo de tantos volúmenes. Tras Robespierre, yo
soy el hombre que más tiempo le ha robado. Tengo el don de no
aburrirle nunca. Admiro las grandes pasiones. La suya es
verdaderamente inagotable, infatigable. Cuestiona, a propósito
o sin querer, el sentido de los hechos, las más insignificantes
miserias, todo, en definitiva.
A veces dice cosas bastante fuertes como “que yo he
olvidado los deberes del historiador”. En ocasiones me alaba (es
lo peor); en algunos puntos me ve como “un genio penetrante”,
pero con ese genio he penetrado tan poco en cada uno de los
grandes días de la Revolución, que lo he confundido todo y me
he equivocado por completo.
Sin embargo yo podría decir, tras haber exhumado tantas
cosas y haberle prestado tanta ayuda a él y a todos: “¿Quién
conocería esos célebres días si no fuera por mí?”.
Para las matanzas del Campo de Marte (17 de julio de 1791)
extraje de los Archivos del Sena el texto de la petición que se
firmó sobre el altar y que puede ser considerada como la
primera acta de la República. He señalado la directa actuación
de los realistas para incitar la masacre. Louis Blanc pretende
disculparles, pero ellos no quieren ser disculpados, se
enorgullecen de ello. Según las notas manuscritas de un testigo
ocular, Moreau de Jonnès, he narrado el hecho seguro: que la
guardia mercenaria perseguía salvajemente al pueblo, que se
refugió en las filas de la guardia nacional. Hecho grave; primera
aparición del funesto militarismo. En caso he negado el hecho,
sin embargo incierto, que afirma Louis Blanc, que muchos
repitieron, pero que nadie vio, de que algunos guardias
nacionales (¿el batallón de Filles-Saint-Thomas?) pudieron,
junto con la guardia a sueldo, disparar al altar donde estaba
todo el pueblo. El 10 de agosto se produjo este mismo
testimonio. He aceptado este relato de un buen hombre, muy
poco exaltado.
Gracias a Labat, archivero de la policía, he encontrado y
ofrecido el inestimable y capital documento del 2 de
septiembre, la investigación según la cual se constata que la
primera masacre fue provocada por los propios prisioneros, por
los gritos y las burlas que ante la noticia de la mvasión lanzaban
por las ventanas los imprudentes de la Abbaye.
Para el 31 de mayo, para el fatal gran día de la Revolución
en el que ia Asamblea fue diezmada, he leído y copiado los
registros de las cuarenta y ocho secciones con gran esmero.
Estas copias me han suministrado el relato inmenso y detallado
que leeremos, relato auténtico, de esos fúnebres días que
apenas conocíamos. Quedará para la posteridad que de las
cuarenta y ocho secciones, sólo cinco (según los registros)
mtorizaron el Comité de insurrección.
El Padre Duchesne apuntó a 600.000. Robespierre aterrado
por las 600.000 bocas ladradoras, ahogó sus deseos de ahorrarse
la sangre (que ya había expresado en Lyon) que le hubieran
llevado al cielo y que le unbieran llevado a proclamarse
salvador de los hombres. Se escondió en el Terror.
Sí, yo también quería criticar. Podría decir que Louis Blanc
ha hecho lo que ha podido para oscurecer esa báscula, en la que
Robespierre (aterrorizado, temiendo a Hébert y después incluso
a Saint-Just) mató a todos, moderados y violentos. No está a
gusto en ese cruel relato. Acalla con especial ahínco el trágico
momento en que Robespierre, como un pto con miedo, que
avanza y retrocede, queriendo, no queriendo, codiciaba la
cabeza de Danton.
Es cierto que hace falta un gran coraje para seguir a
Robespierre en la depuración jacobina. Nadie es puro, ni a
derecha, ni a izquierda, nadie es revolucionario, ni Chaumette,
ni Desmoulins. ¡Y respeta a los curas, el elemento innegable de
la contrarrevolución!
La monarquía comienza con la muerte de Danton. Es cierto
que desde hacía tiempo Robespierre tenía por toda Francia a
sus jacobinos, que llenaban las plazas. Pero fue después de
Danton y de forma súbita, en cuestión de seis semanas, cuando
se hizo con el gran poder central. Tenía su propia policía
(Hermann) y la Policía del Comité (Héron). Tenía la Justicia
(Dumas), el gran tribunal general, que también juzgaba los
departamentos. Tenía la Comuna (Payan) y los 48 Comités de
las secciones. Por parte de la Comuna, tenía en su mano el
ejército revolucionario (Henriot). Y todo esto sin título, sin
escritura y sin firma. En el Comité de Salvación Pública no
hacía acto de presencia, hacía que sus colegas firmaran sus actas
y él jamás firmaba por ellos.
Le estaba permitido desentenderse de todo. Hoy sus
amigos nos lo pueden mostrar como un especulador, un
filántropo soñador en los bosques de Montmorency o en los
Campos Elíseos, pacífico paseante entre Brount y Cornelia.
Llevaba a cabo un juego de gran envergadura. En su
aislamiento, en su aparente inercia, tenía un pleito tanto con los
grandes hombres de negocios del Comité (Carnot, Cambon,
Lindet) como con los doscientos montañeses que habían
ejecutado misiones, que habían soportado todo, desafiado todos
los peligros y que se habían comprometido fuertemente con la
causa. Querían que se constatara su fortuna antes y después,
que se estableciera su probidad. Rechazó esto, reservándose el
poder perseguirles algún día. El día 9 de termidor, los tuvo en
su contra. Esto es lo que Louis Blanc se cuida mucho de decir.
Entonces la Montaña, al igual que la derecha y el centro, lo
rechazaron. Los más honestos, futuros mártires de pradeal,
Romme, Soubrany, etc., simpatizaban con él pero, no obstante,
le veían, debido al estado de cosas, como un dictador y un
tirano. Ante sus gritos se callaron y no respondieron nada. El
juicio de esos grandes ciudadanos será el juicio del futuro.
Las treinta y un actas de las secciones que subsisten y que
he seguido paso a paso, muestran claramente que París estaba
contra él, que no tenía a su favor más que a sus Comités
revolucionarios (no electos, sino nombrados, pagados) y que las
Secciones, el pueblo, todo el mundo, no actuó, le dejó perecer.
Louis Blanc no dice nada sobre este auténtico juicio del pueblo.
La llamada a las armas contra la Ley que él comenzó a
escribir y que no concluyó, podía explicarse por un noble
escrúpulo, si hubiera sido realizada a medianoche, cuando aún
tenía fuerzas, o por la desesperación, si hubiera sido redactada
hacia la una, cuando ya se había abandonado. No hay testigos.
Yo he seguido la interpretación más digna de ese tiempo y la
que honra su memoria, la que Louis Blanc ha utilizado después
de mí.
Su final y la fatalidad que le iba empujando, me han
impactado mucho. No cabe la menor duda de que no amaba la
patria, que no por aplazar la libertad, soñaba con ella. Leía
constantemente el famoso Diálogo de Sila y Eúcrates. Quizás al
igual que hizo Sila, habría abandonado la dictadura por sí
mismo.
Los reyes, que sólo veían en él a un hombre de orden y de
gobierno, de buscaban ya, le estimaban y le echaban de menos.
Rusia y su gran historiador Karamsin le llorarán.
Robespierre acababa de detenerse justamente sobre un
nuevo aspecto, “guillotinar a la monarquía”. Es así como él
llamaba a los primeros socialistas, Jacques Roux, etc. En pleno
corazón de París, en las negras y profundas calles obreras (las
de Arcis o Saint-Martin) fermentaba el saïialismo, una
revolución bajo la revolución. Robespierre se alarmó, golpeó y
se perdió. Es cierto que el día 9 de termidor y mucho antes de
que lo hicieran las tropas de la Convención, estas secciones se
encaminaron a la Grève y corrompieron a los cañoneros de
Robespierre. A partir de ese momento estuvo perdido.
Extraordinaria equivocación. En sus doce volúmenes, Louis
Blanc mnma a Robespierre como apóstol y símbolo del
socialismo, al que golpeó y quien le mató.
Yo lo había dicho con todas las letras y siguiendo el
irrecusable testimonio de las Actas de las secciones, que he
copiado fielmente.
No hubiera habido nada tan sencillo como ver mis copias.
La gente de letras nos entendemos. Cuando yo creaba mi Vico,
uno de mis competidores me ayudó proporcionándome un
libro difícil de encontrar. Recientemente un erudito suizo me ha
enviado sus propias notas sobre un tema que ambos tratamos.
Si Louis Blanc me hubiera avisado, le habría dado
gustosamente las mías, sin preguntar si las utilizaría en mi
favor o en mi contra.

He sido vivo en mi corta respuesta. No se trata tanto de mí


como de la propia Revolución, tan encogida, mutilada y
decapitada en sus éríerentes partidos, menos el único partido
jacobino. Reducirla hasta ese punto es hacer de ella un trozo de
carne ensangrentado, un terrible fantasma, para solaz de
nuestros enemigos.
Es a esto a lo que yo debía responder, oponerme con todas
mis fuerzas. Sólo necesitaba ese deber para abandonar mis
pacíficas costumbres. No me gusta romper la unidad de la gran
Iglesia ◼

París, 1 de octubre de 1868


Cada año, cuando bajo de mi cátedra y veo alejarse a la
multitud, otra gieración que ya no volveré a ver, mi
pensamiento vuelve a mí.
El verano se acerca, la ciudad está menos poblada, la calle
más silenciosa y el empedrado más sonoro alrededor de mi
Panteón. Sus grandes losas blancas y negras resuenan bajo mis
pies.
Vuelvo en mí. Pregunto sobre mi forma de enseñar, sobre
mi historia, al todopoderoso intérprete, el espíritu de la
Revolución.
Él sabe y los demás no han sabido. Oculta su secreto a
todos los tiempos anteriores. Únicamente en él Francia tuvo
conciencia de sí misma. En los momentos de desfallecimiento
en que perece que olvidamos, es ahí donde debemos buscamos,
reponernos. Ahí reside siempre para nosotros el profundo
misterio de la vida, la inextinguible chispa.
La Revolución está en nosotros, en nuestras almas; fuera de
ellas no tiene ningún monumento. Espíritu vivo de Francia,
¿dónde te guardaria si no es en mí?< Los poderes que se han
ido sucediendo, enfrentados en todo lo demás, parecen haber
estado de acuerdo en un punto, rmvivar, despertar los tiempos
lejanos y muertos< Te hubieran querido enterrar< ¿Y por
qué?< Sólo tú vives.
¡Vives!< Lo noto, cada vez que en esta época del año la
enseñanza me abandona, el trabajo pesa y la estación se hace
más sofocante< Entonces me voy al Campo de Marte, me
siento sobre la hierba seca y respiro el gran soplo que corre por
la árida llanura.
El Campo de Marte, éste es el único monumento que ha
dejado la Revolución< El Imperio tiene su columna y ha
tomado prestado casi para él sólo el Arco de Triunfo; la realeza
tiene su Louvre, sus Inválidos; la iglesia feudal de 1200 ocupa el
lugar de honor en Notre Dame; e incluso los romanos tienen las
Termas de César. Y la Revolución tiene el vacío como
monumento<
Su monumento es esta arena, tan plana como Arabia< Un
túmulo a la derecha y un túmulo a la izquierda, como los que la
Galia levantaba, oscuros y dudosos testigos de la memoria de
los héroes<
El héroe ¿no es el que cimentó el puente de Iéna?< No, hay
aquí alguien mucho más grande que ese, más poderoso, más
vivo y que llena esta inmensidad.
“¿Qué Dios? No sabemos< ¡Aquí vive un Dios!”.
Sí, aunque una generación olvidadiza se atreva a tomar este
lugar como teatro de sus vanas diversiones, copiadas del
extranjero, aunque el caballo inglés trote insolentemente por la
llanura< la recorre un soplo que no podéis sentir en ninguna
otra parte, un alma, un todopoderoso espíritu<
Y si esta llanura es árida y si esta hierba está seca, un día
reverdecerá, puesto que en esta tierra está profundamente
mezclado el fecundo sudor de los que, en un día sagrado,
levantaron estas colinas, el día en que, despertados por el cañón
de la Bastilla, vinieron a abrazarse las Francias del Norte y del
Mediodía, el día en que tres millones de hombres, levantados
como un solo hombre, armados, decretaron la paz eterna.
¡Ah! Pobre Revolución, tan confiada el primer día, habías
invitado al mundo al amor y a la paz<
“¡Oh enemigos míos, decías, ya no hay enernigosl”.
Tendiste la mano a todos, les ofreciste tu copa para beber por la
paz de las naciones< Pero no quisieron.
Y cuando vinieron para golpearla por sorpresa, la espada
que desenvainó Francia fue la espada de la paz. Es para liberar
a los pueblos, para darles la paz verdadera y la libertad por lo
que atacó a los tiranos. Dante designa al Amor eterno como
fundador a las puertas del infiemo. Así en su bandera de guerra
la Revolución escribió: La Paz.
Sus héroes, sus invencibles, fueron de entre todos, los
pacíficos. Los Hoche, los Marceau, los Desaix y los Cléber,
fueron llorados como hombres de la paz por sus amigos y por
sus enemigos, llorados por el Nilo y por el Rin, llorados por la
propia guerra, por la inflexible Vendée.
Francia confió tanto en el poder de la idea que hizo lo que
pudo para no realizar ninguna conquista. Si todos los pueblos
necesitan lo mismo, la libertad, y todos persiguen el mismo
derecho ¿de dónde podía nacer la guerra? La Revolución que en
su origen no era más que el triunfo del derecho, la resurrección
de la justicia, la reacción tardía de la idea contra la fuerza
brutal, ¿podía emplear la violencia sin provocación?
Este carácter profundamente pacífico y benévolo de la
Revolución resulta hoy paradójico. ¡Cuanto más ignoramos
nuestros orígenes, más desconocida nos resulta su naturaleza y
más oscura es ya la tradición, al cabo de un tiempo tan corto!
Los violentos y terribles esfuerzos que se vio obligada a
hacer contra el mundo conjurado para no sucumbir, han sido
considerados por una generación olvidadiza como la propia
Revolución.
Y de esta confusión ha resultado un grave y profundo
daño, muy difícil de curar en ese pueblo: la adoración de la
fuerza.
La fuerza de la resistencia, el desesperado esfuerzo por
defender la unidad, 1793< Tiemblan y se arrodillan.
La fuerza de ataque y de conquista, el 1800, los Alpes
sometidos, después Austerlitz< Se postran y adoran.
Diré que en 1815, muy dados a alabar la fuerza, a
considerar el éxito como juicio de Dios, tuvieron, en el fondo de
su corazón, bajo su dolor y su cólera, un miserable argumento
para amnistiar al enemigo. Muchos se dijeron en voz baja: “Es
fuerte, por lo tanto es justo”.
Así dos males, los más graves que puedan afectar a un
pueblo, han sacudido a Francia al mismo tiempo. Se ha
olvidado de su propia traiición y se ha olvidado incluso de sí
misma. La dudosa imagen del Derecho, cada día más incierta,
más pálida y más fugitiva, flotó ante sus ojos.
No traten de comprender por qué este pueblo va
debilitándose y perdiendo fuerza. No traten de explicar su
decadencia con causas exteriores: que no se acuse ni al cielo ni a
la tierra; el mal está en él.
Si una tiranía insidiosa lo usó para corromperle es porque
era corrupzzíble. Se lo encontró débil, desarmado, preparado
para la tentación; ha perdido de vista la única idea que le servía
de apoyo; iba, miserable diego, a tientas por la fangosa vía, ya
no veía su estrella< ¿Qué estrella? ¿El astro de la victoria?<
No, el sol de la justicia y de la Revolución.
Era natural que los poderes de las tinieblas hubieran
trabajado por roda la tierra para apagar la luz de Francia y para
llevar a cabo el eclipse del Derecho. Pero a pesar de todos sus
esfuerzos nunca lo habrían conseguido. Lo raro es que los
amigos de la luz han ayudado a sus enemigos a velarla y
oscurecerla.
El partido de la libertad ha presentado en los últimos
tiempos dos graves y tristes síntomas de un mal interior. Que
permita a un amigo, a un solitario, decirle todo lo que piensa.
Una mano pérfida, odiosa, la mano de la muerte, se le ha
ofrecido, ha avanzado hacia él y no ha apartado la suya. Creyó
que los enemigos de la libertad religiosa se podían convertir en
amigos de la libertad política. Vanas distinciones escolásticas
que le han nublado la vista. La libertad es la libertad.
Y para complacer al enemigo ha renegado del amigo<
¡Qué digo! Ha renegado de su propio padre, el gran siglo XVIII.
Ha olvidado que ese siglo ha fundado la libertad en la
liberación del espíritu, hasta ahora unido por la carne, unido
por el principio material de la doble encarnación teológica y
política, sacerdotal y real. Este siglo, el del espíritu, abolió los
dioses de carne y hueso en el Estado, en la religión, de forma
que ya no hubiera más ídolos y que no hubiera más dios que
Dios.
¿Y por qué los amigos sinceros de la libertad han pactado
con el partido de la tiranía religiosa? Porque se habían visto
reducidos a una débil minoría. Se mostraron extrañados por su
reducido número y no se han atrevido a rechazar los avances de
un gran partido que parecía ofrecérseles.
Nuestros padres no reaccionaron así. Jamás hicieron
recuento. Cuando Voltaire entró, siendo aún un niño y todavía
bajo el reinado de Luis XVI, en la peligrosa carrera de la lucha
religiosa, parecía estar solo. Solo estaba Rousseau, en mitad del
siglo, cuando se atrevió, en la disputa entre los cristianos y los
filósofos, a plantear el nuevo dogma< Estaba solo; al día
siguiente el mundo entero fue suyo.
Si los amigos de la libertad ven disminuir su número es
porque ellos mismos lo han querido. Algunos de ellos se
crearon un sistema de depuración progresiva, de minuciosa
ortodoxia, que de un partido pretende hacer una secta, una
pequeña iglesia. Primero se rechazó esto, luego lo otro; se
abunda en restricciones, distinciones y exclusiones. Cada día se
descubre una nueva herejía.
Por favor, discutamos menos sobre la luz del Thabor, como
lo hacía el Bizancio sitiado. Mahoma II está al caer.
Lo mismo que cuando se multiplicaron las sectas cristianas
hubo jansenistas, molinistas, etc. y ya no volvió a haber
cristianos, las sectas de la Revolución anulan la Revolución; nos
hacemos constituyentes, girondinos, montañeses, pero ya no
revolucionarios.
Se hace poco caso a Voltaire, se rechaza a Mirabeau, se
excluye a madame Roland. Ni siquiera Danton es ortodoxo<
¿Es que no van a quedar más que Robespierre y Saint-Just?
Sin desconocer lo que había en esos hombres y sin querer
juzgarles todavía, que sirva con estas palabras: si la Revolución
excluye, condena a sus predecesores, excluye precisamente a los
que dieron pie al género humano, a los que por un momento
consiguieron que el mundo entero fuera revolucionario. Si
declara al mundo que se atiene a ellos, si sobre su altar no le
muestra más que la imagen de estos dos apóstoles, la
conversión será lenta, la propaganda francesa no es demasiado
temible, los gobiernos absolutos pueden dormir tranquilos.
¡Fraternidad! ¡Fraternidad! No basta con repetir la
palabra< Para que el mundo venga a nosotros, como lo hizo al
principio, debemos mostrarle un corazón fraternal. Es la
fratenudad del amor la que le emocionará y no la de la
guillotina.
¿Fraternidad? ¿Quién no ha pronunciado esa palabra desde
la creación? ¿Creen que nació con Robespierre o Mably?
La ciudad antigua habla ya de fraternidad, pero sólo habla
a los ciudadanos, a los hombres; el esclavo es un objeto. Aquí la
fraternidad es exclusiva, inhumana.
Cuando los esclavos o los libertos gobiernan el Imperio,
cuando se llaman Terencio, Horacio, Fedro o Epícteto, resulta
difícil no extender La fraternidad a los esclavos. “Sed
hermanos”, dijo el cristianismo. Pero para ser hermano, hay que
ser; el hombre no es aún; lo único que constituye la vida del
hombre es el derecho y la libertad. Un dogma que no les
representa no es más que una fraternidad especulativa entre
cero y cero.
“La fraternidad o la muerte”, dijo más tarde el Terror. Aún
más fraternidad de esclavos. ¿Por qué sumar a ello, con una
atroz burla, el santo nombre de la libertad?
Hermanos que se alejan, que palidecen al mirarse de frente,
que avanzan, que apartan una mano muerta y helada< Odioso
y chocante espectáculo. Si algo debe ser libre es el sentimiento
fraternal.
Solamente la libertad, fundada en el último siglo, ha hecho
posible la fraternidad. La filosofía se encontró al hombre sin
derecho, no era nadie aún, involucrado en un sistema religioso
y político, en el que lo arbitrario era la base. Y dijo: “Creemos al
hombre, que esté a favor de la libertad<”. Y nada más ser
creado, amó.
Será también gracias a la libertad, que nuestro tiempo
reactivado, que retoma su verdadera tradición, podrá comenzar
su obra. No escribirá en la ley: “¡Sé mi hermano o muere!”. Pero
gracias a un hábil cultivo de los mejores sentimientos del alma
humana, conseguirá que todos, sin decirlo, quieran ser
hermanos. El Estado será lo que debe ser, una iniciación
fraternal, una educación, un constante intercambio de las
espontáneas luces de inspiración y de fe que están en la
muchedumbre, y de las luces con reflejos de ciencia y de
meditación que se encuentran en los pensadores2.
Ésta es la obra de este siglo. ¡Por fin nos podemos dedicar a
ella seriamente!
Sería verdaderamente triste que en vez de hacer algo por sí
mismo pasara el tiempo censurando el más laborioso de los
siglos, al que se lo debe todo. Nuestros padres, hay que
repetirlo, hicieron lo que había que hacer y comenzaron
exactamente como había que comenzar.
Encontraron lo arbitrario en el cielo y en la tierra e iniciaron
el derecho.
Encontraron al individuo desarmado, desnudo, sin
garantía, confundido, perdido en medio de una aparente
unidad que no era sino una muerte común. Para que no hubiera
ningún recurso, ni siquiera en el tribunal supremo, el dogma
religioso le envolvía en la solidaridad de una falta que él no
había cometido. Este dogma, eminentemente carnal, suponía
que, de padre a hijo, la injusticia pasa a través de la sangre.
Antes que nada había que reivindicar los derechos del
hombre tan cruelmente desconocido, restablecer esta verdad,
demasiado cierta y sin embargo oscurecida: “El hombre tiene
derechos, es algo; no se le puede negar, anularle, ni siquiera en
nombre de Dios; responde, pero por sus acciones, por lo que
hace bien o mal”.
Así desaparece del mundo la falsa solidaridad. La injusta
transmisión del bien, perpetuada en la nobleza; la injusta
transmisión del mal, a través del pecado original o la deshonra
civil de los descendientes del culpable. La Revolución las borra.
¿Esto es, hombres de este tiempo, lo que tacháis de
individualismo, a lo que llamáis derecho egoísta?<
Pensad entonces que sin esos derechos del individuo, el
hombre no existiría, no actuaría y por lo tanto, no podría
fratemizar. Había que abolir la fraternidad de la muerte para
fundar la de la vida.
No habléis de egoísmo. La historia respondería aquí tanto
como la lógica. Es en los primeros momentos de la Revolución,
en el momento en el que proclama los derechos del individuo,
es entonces cuando el alma de Francia, lejos de encogerse, se
expande, abraza al mundo entero con un bello pensamiento,
mientras regala a todos la paz y quiere compartir con todos su
tesoro, la libertad.
Parece que el momento del nacimiento, la llegada de una
vida aún dudosa, es para todo ser el de un legítimo egoísmo; el
recién nacido, lo vemos, quiere ante todo durar y vivir<
Aquí no ocurrió lo mismo.
La joven libertad francesa, en el momento en que abrió los
ojos a la luz, en el momento en que pronunció la primera
palabra, que arrebata a toda nueva criatura: “¡Soy!”, pues bien,
ya entonces, su pensamiento no se limitó al “yo”, no se encerró
en una alegría personal: extendió su vida y su esperanza hacia
el género humano; el primer movimiento que hizo en su cuna
fue el de abrir unos brazos fratemales. “¡Yo soy! Dijo a todos los
pueblos. ¡Oh, hermanos míos, vosotros también seréis!”.
Ése fue su glorioso error, su debilidad, emotiva y sublime:
la Revolución, hay que confesarlo, empezó amándolo todo.
Llegó a amar hasta a su enemigo, Inglaterra.
Amó, se obstinó durante mucho tiempo en salvar la
realeza, la clave de bóveda de los abusos que vino a demoler.
Quería salvar a la Iglesia; trataba de seguir siendo cristiana,
cegándose voluntariamente sobre la contradicción del viejo
principio, la Gracia arbitraria, y del nuevo, la lusticia.
Esta simpatía universal que en un principio le hizo adoptar,
mezclar indiscretamente tantos elementos contradictorios, le
llevaba a la inconsecuencia, a querer y no querer, a hacer y
deshacer a la vez. Este es el extraño resultado de nuestras
primeras asambleas.
El mundo ha sonreído al ver esta obra; que no olvide sin
embargo que lo que tuvo de discordante se lo debió en parte a
su exceso de simpatía, a la objetiva benevolencia que fue la
primera característica de nuestra Revolución.
¡Genio profundamente humano! Me gusta seguirle,
observarle en sus admirables fiestas en las que todo un pueblo,
actor y testigo al mismo tiempo, daba y recibía el empuje del
entusiasmo moral, en el que cada mrazón crecía con toda la
grandeza de Francia, de una patria que por derecho,
proclamaba los derechos de la Humanidad.
En la fiesta del 14 de julio de 1792, entre las imágenes
sagradas de la Libertad y de la Ley, en la procesión cívica en la
que aparecían los magistrados junto a los representantes, las
viudas y los huérfanos de los muertos de la Bastilla, se podían
ver diversos emblemas, los de los oficios útiles para el hombre,
instrumentos de agricultura, arados, gavillas, ramas cargadas
de frutos; los que las llevaban iban coronados con espigas y
pámpanos verdes. Pero también se veía gente de luto, coronada
de ciprés; llevaban una mesa cubierta con un crespón, y bajo el
crespón una espada velada, la espada de la Ley<
¡Sobrecogedora imagen! La Justicia, que mostraba su espada en
señal de duelo, ya no se distinguía de la Humanidad.
Un año después, el 10 de agosto de 1793, se celebró una
fiesta muy distinta, pero esta fue heroica y sombría. Pero la ley
se había mutilado, el poder legislativo había sido violado, el
poder judicial, sin garantías, había sido anulado y era siervo de
la violencia. Ya nadie se atrevió a mostrar la espada; los ojos no
lo hubieran soportado.
Algo que hay que decir a todos y que es muy fácil de
establecer, es que la época humana y benévola de nuestra
Revolución tiene como actor al propio pueblo, al pueblo entero
y a todo el mundo. Y la época de las violencias, de los actos
sanguinarios adonde más tarde la empujará el peligro, tiene
como único actor un número de hombres mínimo,
infinitamente pequeño.
Esto es lo que yo he encontrado, constatado y verificado,
bien a través de testimonios escritos o bien a través de los que
he recogido de boca de los ancianos.
Quedará para la posteridad la frase de un hombre del
barrio de Saint-Antoine: “Estábamos todos el 10 de agosto y ni
uno sólo de nosotros el 2 de septiembre”.
Otra cosa que esta historia esclarecerá y que es
completamente cierta, es que el pueblo fue mucho mejor que
sus dirigentes. Cuanto más profundizaba, más consciente era de
que lo mejor estaba debajo, en las oscuras profundidades.
También he visto que esos oradores brillantes, poderosos, que
han expresado el pensamiento de las masas, figuran,
erróneamente, como únicos actores. Han recibido el impulso
más que haberlo dado ellos. El principal actor es el pueblo. Para
encontrarlo y colocarlo en su papel he tenido que poner a su
altura a las ambiciosas marionetas de cuyos hilos él tiraba y en
las que hasta ahora buscábamos y creíamos ver el juego secreto
de la historia.
Debo confesar que este espectáculo me ha llenado de
extrañeza. A medida que he ido profundizando en este estudio,
he visto que los cabezas de partido, los héroes de esta historia
convenida, no han previsto ni preparado nada, que no han
tomado la iniciativa en ninguna de las grandes cosas y en
especial en ninguna de las que constituyeron la obra unánime
del pueblo al principio de la Revolución. Abandonado en esos
momentos decisivos por los supuestos cabecillas, encontró lo
que había que hacer y lo hizo.
¡Grandes y sorprendentes hechos! ¡Aunque el corazón que
los llevó a cabo fue aún mayor!< Los actos no son nada en
comparación con él. Esa riqueza de corazón fue tal que el
porvenir puede beber de ella para siempre, sin temor a llegar al
fondo. Todo aquel que se acerque a ella se irá siendo mucho
más hombre.
Toda alma abatida, rota, todo corazón de hombre o de
nación, sólo tiene que mirarse allí para levantarse de nuevo; es
un espejo en el que cada vez que la humanidad se mira se ve
heroica, magnánima, desinteresada; una singular pureza que
teme tanto al oro como al barro y que es la gloria de todos.
Ofrezco hoy la época unánime, la época santa en la que la
nación enteta, sin distinción de partidos, sin conocer aún (o
muy escasamente) las oposiciones de clases, marchó sobre una
bandera fraternal. Nadie observará esta maravillosa unidad, un
mismo corazón de veinte millones de hombres, sin dar gracias a
Dios. Son los días sagrados del mundo, días felices para la
historia. Yo he tenido mi recompensa puesto que los he
relatado< Nunca antes, desde mi Doncella de Orleáns, había
sido iluminado desde arriba, desde el cielo<
Y como todo se entremezcla en la vida, mientras me sentía
tan feliz por renovar la tradición de Francia, la mía se rompió
para siempre. Perdí al que tantas veces me narró la Revolución,
el que era para mí la imagen y el testigo venerable del gran
siglo, el dieciocho. Perdí a mi padre, con el que viví toda mi
vida, cuarenta y ocho años.
En el momento en el que me ocurrió esto, miraba a lo lejos,
estaba lejos y creaba a toda prisa esta obra tanto tiempo soñada.
Estaba al pie de la Bastilla, hacía acopio de fortaleza, izaba en
las torres la inmortal bandera< Ese golpe me llegó, imprevisto,
como una bala de la Bastilla<
Algunas de estas graves cuestiones, que me obligaban a
sondear tan profundamente mi fe, se debatieron en mi interior
ante la circunstancia más grave de la vida humana, entre la
muerte y los funerales, cuando el que sobrevive, muerto ya en
parte, vive entre dos mundos.
Retomé mi marcha hasta terminar esta obra, lleno de
muerte y de vida, esforzándome por mantener mi corazón lo
más cerca posible de la Justicia, reafirmándome en mi fe gracias
a mis pérdidas y a mis esperanzas, aferrándome, a medida que
mi hogar se desmoronaba, al hogar de la patria ◼

31 de enero de 1847
I

Defino la Revolución Francesa, diciendo que es el advenimiento


de la Ley, la resurrección del Derecho, la reacción de la Justicia.
La Ley, tal y como apareció en la Revolución, ¿es conforme
o contraria 2 la ley religiosa que la precedió? Dicho de otra
forma: La Revolución ¿es cristiana o anticristiana?
Lógicamente, esta cuestión precede de manera histórica a
cualquier otra. Llega a alcanzar, a irrumpir incluso, en las que
consideraríamos como exclusivamente políticas. Todas las
instituciones de orden civil que encontró la Revolución habían
nacido del Cristianismo, o habían sido copiadas de sus formas,
autorizadas por él.
Religión y política tienen sus raíces profundamente
mezcladas. Confundidas en el pasado aparecerán mañana tal y
como son, únicas e idénticas.
Las disputas socialistas, las ideas que hoy creemos nuevas
y paradójicas, ya se agitaron en el seno del Cristianismo y de la
Revolución. En estas ideas hay poco en lo que los dos sistemas
no hayan entrado antes. Fue particularmente la Revolución, la
que en su rápida aparición, de manera poco consciente,
vislumbró ignotas profundidades, abismos de futuro.
Así pues, pese a los desarrollos que han podido sufrir las
teorías, pese a las nuevas formas y a las nuevas palabras, no veo
sobre el escenario más que dos grandes hechos, dos principios,
dos actores y dos personas, el Cristianismo y la Revolución.
El que va a narrar la crisis en la que el nuevo principio
surgió y se hizo un sitio, no puede evitar plantearse lo que éste
implica con respecto a su antepasado, en qué medida lo
continúa, en qué lo supera, lo domina o lo anula. Grave
problema al que, aún hoy, nadie ha hecho frente.
Es un espectáculo curioso ver como todos giran alrededor,
y nadie quiere estudiarlo seriamente. Incluso los que creen o
aparentan creer que la cuestión es anticuada, demuestran al
evitarla que está bien viva, que es actual, peligrosa y
formidable< Si este pozo no te asusta, ¿por qué retrocedes?
¿Por qué apartas la mirada?< Aparentemente hay una fuerza
de vértigo y de atracción peligrosa<
Nuestros grandes políticos, hay que decirlo, también tienen
una misteriosa razón para evitar estas cuestiones. Creen que el
cristianismo es todavía un gran partido, que es conveniente
cuidar. ¿Por qué reñir con él?< Prefieren sonreirle,
manteniéndose a distancia, ser correctos sin comprometerse<
Además creen que esta multitud religiosa es en general muy
simple, que bastará para entretenerla con alabar el Evangelio.
Esto no compromete demasiado. El Evangelio, en su vaga
moralidad, no contiene casi ningún dogma de los que hicieron
del cristianismo una religión tan positiva, tan emocionante y
tan absorbente, tan fuerte para envolver al hombre. Decir como
los mahometanos que Jesús es un gran profeta, no es ser
cristiano.
¿El otro partido reclama algo? ¿Acaso el celo por lo divino
que le devora, le provoca una seria indignación en el corazón
contra este juego de los políticos? De ningima manera. Grita
mucho, pero por cosas secundarias; en el fondo, está muy feliz
de que no se le moleste. Las frívolas consideraciones de los
políticos, teñidas a veces de ironía, no le causan demasiado
disgusto. Les deja creer que está equivocado. Pese a lo viejo que
es, tiene todavía una influencia infinita sobre el mundo.
Mientras que los demás dan vueltas en la noria parlamentaria
haciendo girar su inútil rueda y agotándose sin avanzar, el viejo
partido sostiene lo que constituye el fondo de la vida de la
familia y del hogar, la mujer y a través de ella la del niño< Los
que le son más hostiles, le confían lo que aman y la base de su
felicidad< Se le entregan a diario niños desarmados, débiles,
cuya razón en estado de ensoñación no es aún capaz de
defenderse. Esto le da muchas posibilidades. Si conserva y
fortalece este vasto y mudo imperio, si no se le cuestiona, su
parte será todavía la mejor; se lamentará y se quejará, pero se
cuidará mucho de obligar a los políticos a formular sus
creencias.
¡Políticos de ambos lados! ¡Connivencia y más connivencia!
¿Hacia dónde he de volverme para encontrar a los amigos de la
verdad?
¿Dónde están los amigos de lo santo y de lo justo?< ¿No
quedará ya nadie en este mundo que se interese por Dios?
Os conjuramos a vosotros, hijos del cristianismo, vosotros
que os pretendéis fieles< ¿Acaso la religión consiste en no
nombrar a Dios, en omitir en todo enfrentamiento lo que es
verdaderamente la fe, como si fuera algo demasiado peligroso,
escandaloso para el oído?
Un día que hablaba ante uno de nuestros mejores obispos,
de la lucha entre la Gracia y la Justicia, que se encuentra en el
fondo del dogma cristiano, me hizo parar y me dijo:
“Afortunadamente este tema no ocupa los pensamientos. A este
respecto gozamos de reposo y de silencio< Mantengámonos
así, no salgamos de aquí. Es superfluo volver a ese debate<”.
Y este debate, monseñor, no es otro que la cuestión de saber
si el dogma de la Gracia y de la salvación por Cristo, única base
del cristianismo, es conciliable con la Justicia, saber si el dogma
es justo, saber si subsistirá< Nada dura en contra de la
Justicia< ¿La duración del cristianismo os parece una cuestión
accesoria?
Sé que tras un debate de varios siglos, tras acumular
montañas de distinciones y de sutilidades escolásticas sin
avanzar lo más mínimo, el papa perdiendo la esperanza de
solucionar el asunto impuso el silencio, juzgando, al igual que
mi obispo, que la cuestión podía ser relegada, dejando en la
palestra a la justicia y a la injusticia que se las arreglaran como
pudieran.
Esto es mucho más grave que lo que nunca hicieran los más
acérrimos enemigos del cristianismo. Éstos al menos le han
concedido el respeto de examinarle, de no dejarle de lado sin
dignarse a escucharle.
Nosotros que para nada somos sus enemigos, ¿cómo
rechazaríamos el examen y el debate? La prudencia eclesiástica,
la ligereza de los políticos, su falta de pronunciación, no nos
parece aceptable. El Cristianismo se merece que veamos lo que
pueda existir de conciliable con la Revolución, que sepamos qué
rejuvenecimiento puede encontrar el viejo principio en el seno
del nuevo. Nosotros hemos deseado muy sinceramente que se
transformara, que viviera. ¿En qué sentido se operaba esta
transformación? ¿Qué esperanza debemos conservar?
Como historiador de la Revolución, no puedo dar un sólo
paso sin esta investigación. Pero aunque los condicionantes de
mi tema no me llevaran irremisiblemente a ello, sería el corazón
el que me empujaría. La miserable connivencia en la que se
mantienen ambos partidos, es una de las causas principales de
nuestro debilitamiento moral. Combate de condotieros en el
que nadie lucha; avanzan, retroceden, se amenazan sin tocarse,
es algo que da lástima ver< Mientras las cuestiones
fundamentales son así eludidas, no cabe esperar ningún
progreso, ni religioso, ni social. El mundo espera una fe para
volver a avanzar, a respirar, a vivir. Pero ésta nunca puede
asentarse sobre la falsedad, sobre la mentira, sobre tratados
engañosos.
Solitario y desinteresado, haré desde mi debilidad lo que
no hacen los fuertes. Sondearé la cuestión ante la que
retroceden, y tendré, antes de morir, ese premio de la vida, que
es encontrar lo verdadero y decirlo según el propio corazón.
A la hora de contar los tiempos heroicos de la Libertad,
tengo la esperanza de que quizá ella misma me apoyará,
realizando su obra en este libro, y fundamentará así la base
profunda sobre la que un tiempo mejor podrá edificar la fe del
futuro.

II

Muchos espíritus eminentes, con un loable propósito de


conciliación y de paz, han afirmado en nuestros días que la
Revolución no fue más que el cumplimiento del Cristianismo,
que vino a continuarlo, a realizarlo, a dar cuanto había
prometido.
Si esta afirmación estuviera fundada, el siglo XVIII, los
filósofos, los precursores, los maestros de la Revolución se
habrían equivocado, habrían hecho una cosa completamente
distinta de lo que se propusieron. Tuvieron otro objeto que el
cumplimiento del Cristianismo.
Si la Revolución fuese solamente esto, no sería distinta del
Cristianismo; sería solamente una edad, su edad viril, su edad
de razón. No sería nada en sí misma. En este caso no habría dos
actores, sino uno solo, el Cristianismo. No existiendo más que
un actor no hay drama, no hay crisis; la lucha que creemos ver
es pura ilusión; el mundo parece agitarse y en realidad está
inmóvil.
Pero no, no es así. La lucha es demasiado real. No se trata
aquí de un combate simulado entre el mismo y el mismo. Hay
dos combatientes.
Y tampoco hay que decir que el nuevo principio no es más
que una crítica del antiguo, una duda, una negación. —¿Quién
ha visto una negación? ¿Qué es una negación viva, una
negación que actúa, que crea como ésta?< Todo un mundo
nació de ella ayer< No, para producir, es necesario ser.
Entonces, hay dos cosas, y no una, no podemos ignorarlo,
dos principios, dos espíritus; el antiguo y el nuevo.
En vano el nuevo, seguro de vivir, y por tanto más pacífico,
dice dulcemente al antiguo: Vengo a cumplir, no a abolir< El
antiguo no se presta de ningún modo a ser cumplido. Esta
palabra encierra para él algo de fúnebre y siniestro, rechaza esta
bendición filial, no escucha ruegos ni oraciones.
Es necesario salir de vaguedades si se quiere saber dónde
vamos.
La Revolución continúa el Cristianismo y lo contradice. Es
a la vez heredera y adversaria.
En lo que tienen de general y de humano, o sea en el
sentimiento, los dos principios se unifican. En lo que constituye
la vida propia y especial, en la idea madre de cada uno, se
rechazan y son contrarios.
Están de acuerdo en el sentimiento de fraternidad humana.
Este sentimiento nacido con el hombre, nacido con el mundo,
común a toda sociedad, ha sido profundizado y extendido por
el Cristianismo. A su vez la Revolución, hija del Cristianismo, lo
ha enseñado por el mundo, para todas las razas y todas las
religiones que el sol ilumina.
Ésta es toda la semejanza. Y he aquí toda la diferencia.
La Revolución funda la fraternidad sobre el amor del
hombre hacia el hombre, sobre el deber mutuo, sobre el derecho
y la justicia. Esta base es fundamental y no necesita otra.
Para este precepto innegable no ha buscado ningún otro
principio dudosamente histórico. No ha motivado la
fraternidad en un parenvasco común, en una filiación que del
padre a los hijos transmitiría con la sangre la solidaridad hacia
el crimen.
El principio carnal, material, que pone la justicia y la
injusticia en la sangre, que las hace circular con el flujo de la
vida de una generación a la siguiente, contradice radicalmente
la noción espiritual de la Justicia que existe en el fondo del alma
humana. No, la Justicia no es un fluido que se transmita con la
generación. Sólo la voluntad es justa o injusta, sólo el corazón se
siente responsable; la justicia está por entero en el alma; el
cuerpo no tiene aquí nada que ver.
Este punto de partida bárbaro y material, sorprende en una
religión que ha llevado más lejos que ninguna otra la sutilidad
del dogma. Imprime a todo el sistema un profundo carácter de
arbitrariedad del que no le sacará ninguna sutileza. Lo
arbitrario alcanza, penetra los desarrollos del dogma, todas las
instituciones religiosas que derivan de este, y por derivación el
orden civil que a su vez surge de estas instituciones en la Edad
Media, imitan sus formas y padecen su mentalidad.
Contemplemos este gran espectáculo.
I. El punto de partida es el siguiente: el crimen viene de una
sola persona, al igual que la salvación. Adán condenó, Cristo
salvó.
Ha salvado ¿por qué? Porque ha querido salvar. No hay
otra razón. Ninguna virtud, ninguna obra del hombre, ningún
mérito humano puede merecer el prodigioso sacrificio de un
Dios que se inmola. Se da, pero por nada; es el milagro del
amor; no pide al hombre ninguna acción ni ningún mérito
anterior.
II. ¿Qué pide a cambio de este inmenso sacrificio? Una
única cosa: que creamos, que en verdad nos creamos salvados
por la sangre de Iesucristo. La fe es la condición de la salvación,
no las obras justas. No hay justicia más allá de la fe. Quien no
cree, es injusto. ¿Sirve para algo la justicia sin la fe? Para nada.
San Pablo, planteando este principio de la salvación
únicamente a través de la fe, ha puesto la Justicia fuera del
corazón. A partir de ahí, no es más que un accesorio, una
continuación, un efecto de la fe.
III. Una vez fuera de la Justicia, siempre debemos pensar en
lo arbitrario.
¡Creer o perecer!< Así planteada la cuestión, descubrimos
con horror que pereceremos, que la salvación depende de una
condición que no está en manos de la voluntad. No se puede
creer a voluntad.
San Pablo había establecido que el hombre no puede
conseguir nada por las obras justas, únicamente por la fe. San
Agustín demuestra su impotencia ante la fe misma, solo Dios la
otorga; la da gratuitamente, sin exigir nada, ni fe, ni justicia.
Este don gratuito, esta gracia, es la única causa de la salvación.
Dios da esta gracia a quien quiere. San Agustin dijo: “Creo
porque es absurdo”. Siguiendo este razonamiento hubiera
podido decir: “Creo porque es injusto”.
Lo arbitrario no va más lejos. El sistema se ha consumado.
Dios ama, no hay otra explicación, ama a quien quiere, al
último de todos, al pecador, al que menos lo merece. El amor es
su propia razón; no exige ningún mérito.
¿Cual sería entonces el mérito, si todavía podemos emplear
esa palabra? Ser amado, haber sido elegido por Dios, estar
predestinado para la salvación.
¡Y el demérito, la condena!< Ser odiado por Dios,
condenado de antemano, creado para la condena.
Desafortunadamente habíamos creído en todo momento
que la humanidad se salvaría. El sacrificio de semejante Dios
parecía haber borrado los pecados del mundo; no habría más
juicios, ni más Justicia. ¡Ciegos! Nos alegrábamos creyendo que
la Justicia se había ahogado en la sangre de Iesucristo< Y
finalmente el juicio reaparece con mayor dureza, un juicio sin
justicia, o al menos con una justicia que siempre nos quedará
oculta. El elegido de Dios, el favorito, recibe con el don de la fe,
el don de hacer obras justas, el don de la salvación< ¡Y que la
justicia sea un don!< Nosotros la habíamos creído activa, un
acto de voluntad. Y resulta que es pasiva, que se transmite
como un regalo, de Dios al elegido de su corazón.
Esta doctrina, duramente formulada por los protestantes,
no está lejos de la del mundo católico, tal y como lo reconoce el
concilio de Trento. En éste se dice, del mismo modo que decía el
apóstol, que si la gracia no es gratuita, como su nombre indica, si
debiera ser merecida por las obras justas, sería la Justicia, y ya
no sería la gracia (Conc. Trid. sess. VI, cap.VIII).
Ésa ha sido, dice el concilio, la creencia permanente de la
Iglesia. Y es necesario que sea así; es la esencia del cristianismo;
más allá de esto, está la filosofía, no la religión. Ésta es la
religión de la gracia, de la salvación gratuita, arbitraria, y de la
buena voluntad de Dios.
El inconveniente fue grande cuando el cristianismo, con
esta doctrina opuesta a la Justicia, fue llamado a gobernar, a
juzgar el mundo, cuando la jurisprudencia descendió de su
pretorio y dijo a la nueva fe: “Juzga en mi lugar”.
Pudimos ver entonces en el fondo de esta doctrina que
parecía bastar al mundo, un abismo de insuficiencia, de
incertidumbre, de desánimo.
Permaneciendo fiel al principio de que la salvación es un
don, y no un premio por la Justicia, el hombre se cruzó de
brazos, se sentó y esperó; sabía bien que sus obras nada podían
en favor de su suerte. Toda actividad moral cesó en el mundo.
Y la vida civil, el orden, la justicia humana, ¿cómo la
mantendríamos? Dios ama y no juzga. ¿Cómo podría juzgar el
hombre? Todo juicio religioso o político es una contradicción
flagrante dentro de una religión fundamentada únicamente
sobre un dogma ajeno a la justicia.
No se puede vivir sin justicia, con lo cual es necesario que
el mundo cristiano sufra una contradicción. Y esto pone en
muchas cosas falsedad y confusión, porque no se sale de esta
doble posición más que con fórmulas hipócritas. La Iglesia
juzga y no juzga, mata y no mata. Tiene horror de verter sangre;
por eso quema< ¿Qué digo? No quema. Entrega el culpable a
quien ha de quemar, y además añade una pequeña plegaria,
como para interceder< No es más que una terrible comedia, en
la que la justicia, la falsa y cruel justicia, toma la máscara de la
gracia.
¡Extraño castigo para esa extraordinaria ambición que
quiso ser más que la justicia y la despreció! Esta Iglesia se
encontró incapacitada para La Justicia. Cuando en la Edad
Media vio cómo esta reaparecía, intentó acercarse a ella. Intentó
hablar como ella, tomar su lengua, reconociendo que el hombre
podía hacer algo para salvarse a través de sus obras justas.
¡Vanos esfuerzos! El cristianismo no puede reconciliarse con
Papiniano3, si no es alejándose de San Pablo, abandonando su
propia base e inclinándose fuera de sí mismo, con el
consiguiente riesgo de perder el equilibrio y zozobrar.
Surgido de lo arbitrario, este sistema debe permanecer en lo
arbitrario, no puede salirse dando un único paso4.
Todas las combinaciones bastardas con las que los
escolásticos, y otros a partir de ellos, intentaron hacer un
dogma razonable, un cristianismo filosófico y jurídico, resultaron
vanas; esas mezclas deben ser apartadas. No tienen virtud ni
fuerza. Ha sido necesario dejarlas de lado, se las ha silenciado y
olvidado. Hay que ver el sistema en sí mismo, en su terrible
pureza, que ha constituido toda su fuerza. Hay que seguirlo a
su reino medieval, verlo salir de la época en la que estando al
fin fijado, completo, armado e inflexible, toma posesión del
mundo.
Aparece así como una doctrina sombría que tras la
destrucción del imperio romano, cuando desaparece el orden
civil y la justicia humana parece haberse desvanecido, cierra el
recurso del tribunal supremo y cubre el rostro de la justicia
eterna durante mil años.
La iniquidad de la conquista, confirmada por la voluntad
de Dios, se autoriza y se cree justa. Los vencedores son los
elegidos; los vencidos los réprobos. Es una condena sin recurso.
Pueden pasar los siglos y se puede olvidar la conquista. Pero el
cielo, vacío de justicia, sigue pesando del mismo modo sobre la
tierra, formándola a su imagen y semejanza. Lo arbitrario, que
constituye el fondo de esta teología, se sigue encontrando con
una fidelidad desesperante en todas las instituciones políticas e
incluso en aquellas en las que el hombre había creído construir
un asilo de la justicia. La monarquía divina crea la monarquía
humana, gobernando sólo los elegidos.
¿Dónde se refugiará entonces el hombre? La gracia reina en
el cielo y el favor aquí abajo. Para que la justicia, dos veces
presente, se atreva a levantar la cabeza, es necesario una cosa
difícil (de tal modo está agobiado el sentimiento humano bajo la
pesadumbre de los males y la pesadumbre de los siglos), es
necesario que la justicia comience de nuevo a creerse justa, que
despierte y tenga noción de sí misma y vuelva a adquirir
conciencia de su derecho.
Esta conciencia, recuperada lentamente durante seiscientos
años de tentativas religiosas, estalla en 1789 en el mundo
político y social.
La Revolución no es más que la reacción tardía de la justicia
contra el gobierno del favor y la religión de la gracia.

III
Si habéis viajado por las montañas habréis podido encontrar lo
que yo vi un día.
Entre la aglomeración confusa de rocas amontonadas, en
medio de árboles y vegetación, se alzaba un pico inmenso. Este
solitario, oscuro y pelado era, sin duda, hijo de profundísimas
entrañas del globo. Ninguna vegetación lo adornaba; ninguna
estación hacía cambiar su aspecto; las aves apenas se posaban
allí, como si al tocar la mole escapada del fuego central se
hubieran de quemar sus alas. Aquel sombrío testimonio de las
torturas del mundo interior parecía soñar allí todavía, sin
prestar atención a lo que le rodeaba, sin dejarse distraer jamás
de su salvaje melancolía<
¡Qué revoluciones subterráneas, qué incalculables fuerzas
combatieron en el seno de la tierra para que esta mole,
desgarrando las montañas, conmoviendo las rocas, haciendo
añicos los bloques de mármol, saliera hasta la superficie!<
¡Qué convulsiones, qué torturas arrancaron del fondo del globo
ese prodigioso suspiro!
Me senté y sentí mis ojos oscurecidos de lágrimas lentas y
penosas< La naturaleza me había hecho recordar la historia.
Este caos de montañas confundidas parecían oprimirme con el
mismo peso que durante toda la Edad Media cayó sobre el
corazón del hombre; y en este picacho desolado que del fondo
de sus entrañas lanzó la tierra contra el cielo veo la imagen de la
desesperación, el grito doloroso del género humano.
La Justicia ha llevado mil años sobre su corazón la montaña
del dogma y agobiada bajo tal pesadumbre ha ido contando las
horas, los dias, los años, los interminables años< Para los que
sienten, esto es una fuente de lágrimas eternas. Aquél que, por
la historia, comparte este largo suplicio, no volverá a estar
contento; pase lo que pase, se sentirá triste; el sol, la alegría del
mundo, no le alegrará más; ha vivido demasiado tiempo en la
agonía y las tinieblas.
Lo que más ha conmovido mi corazón es la inagotable
resignación, la dulzura y paciencia de la humanidad, y el
esfuerzo que hizo para amar este mundo de odio y de
maldición que le oprimía.
Cuando el hombre, que se había privado de la libertad, y
cercenado por la Justicia, como un miembro inútil, para
confiarse ciegamente en manos de la Gracia, vio a esta
reconcentrarse únicamente en un grupo imperceptible, los
privilegiados, los elegidos, mientras el resto de la humanidad
quedaba perdido sobre la tierra, y bajo la tierra, perdido para la
eternidad, ¿creéis que se elevó de todas partes un vocerío de
blasfemia? No, sólo se oyó un gemido.
Y estas conmovedoras palabras: “Si os place que yo sea
condenado, hágase vuestra voluntad, Señor”.
Y sometidos, resignados, se entregaron los hombres a su
suerte y aceptaron su castigo.
Hecho grave, hecho digno de memoria que la teología no
había previsto jamás. Ella enseña que los dañados no pueden
más que odiar. Y, sin embargo, aman. Se ejercitaron en amar a
sus dueños, los elegidos. El sacerdote y el señor, estos hijos
predilectos del cielo, no encontraron durante siglos en el
humilde pueblo más que dulzura, docilidad, amor y confianza.
Sirvió, sufrió en silencio; azotado dio las gracias, no desplegó
nunca sus labios, como hizo el santo Job.
¿Qué le preservó de la muerte? Solo una cosa refrescó y
reanimó al paciente en su largo suplicio. Esta sorprendente
dulzura del alma que conservó, le trajo suerte; de su corazón
torturado, pero bueno en extremo, surge una fuente de dulce y
tierna fantasía, un ensueño de religión popular contra la
sequedad de la otra. Regada con esta agua fecunda, la Leyenda
germina y crece, cubriendo el infortunio de los humildes con
sus flores< Flores del suelo natal, flores de la patria que
hicieron olvidar a veces la árida metafísica bizantina y la
teología de la muerte.
La muerte, sin embargo, permaneció bajo estas flores. El
santo patrón, el buen santo de la comarca, no bastaba para
defender a sus protegidos contra un dogma amedrentador. El
diablo aguarda apenas que un hombre expire para apoderarse
de él. Todavía vivo, da vueltas a su presa. El diablo era señor
del mundo: el hombre era suyo, su presa. El diablo resulta parte
integrante del orden social de aquellos tiempos. ¡Qué constante
tentación de desesperación y de dudal< La servidumbre de
aquí abajo, con todas sus miserias, era el comienzo de la
condenación eterna. Primero, una vida de dolor y después, para
consolarse, el infierno< ¡Condenados de antemanol< ¿Para
qué, pues, esas comedias del Juicio que la Iglesia celebraba?
Hay algo de barbarie en mantener en la incertidumbre y la
ansiedad más crueles, suspendido siempre sobre el abismo, al
hombre que antes de nacer ha sido ya adjudicado al abismo y le
pertenece.
¡Antes de nacer!< ¡El niño creado expresamente para el
infiemo, a pesar de su inocencial< ¿Pero qué digo su
inocencia? Si este es el horror del sistema; para la religión no
hay inocencia.
No lo sé a ciencia cierta, pero lo juraría. Aquí fue donde el
alma humana se detuvo, donde faltó paciencia<
¡El niño condenado! Ante esto el corazón de la madre debió
sentirse herido, torturado< Creedlo, quien lo hubiera
analizado habría encontrado más que el miedo a la muerte.
De aquí nació el primer suspiro< ¿De protesta? De ningún
modo< Y sin embargo, aunque le pesara a ese mismo corazón
que suspiraba, había un Pero terrible en ese humilde, en ese
callado y doloroso suspiro.
¡Tan callado, pero tan desgarrador!< El hombre que lo
escuchó quedamente en las sombras nocturnas, no durmió más
aquella noche< ni las siguientes. Al amanecer iba a su labor y
encontraba que muchas cosas habían cambiado. Encontraba el
valle y la llanura más bajos, mucho más hondos, más
profundos, como una tumba; y más altas, más sombrias, más
amenazadoras las dos torres que en el horizonte se dibujaban y
escuchaba sombría, la campana de la iglesia, sombrío el
esquilón del castillo feudal. Entonces comenzó a comprender lo
que decían las dos campanas. La iglesia sonaba: Siempre. El
esquilón sonaba: Jamás< Pero al mismo tiempo una voz
enérgica hablaba más alto en su corazón. Esta voz decía: ¡Un
día! ¡Era la voz de Dios!
¡Un día volverá la Justicia! Deja esas hueras campanas
balancearse en el viento< No te alarme tu duda. Esta duda es
ya la fe. Cree, espera; el Derecho desconocido surgirá algún día
y vendrá a juzgar en el dogma y en el mundo. Y ese día del
Juicio se llamará la Revolución.

IV

Dedicado al sombrío estudio de la Edad Media, me he


preguntado muchas veces, al recorrer caminos llenos de
obstáculos, tristis usque ad mortem5, cómo la religión,
extremadamente dulce en sus principios, puesto que parte del
amor mismo, ha podido cubrir el mundo de tan vasto mar de
sangre.
La antigüedad pagana, guerrera, sangrienta, destructora,
prodigó la vida humana sin tener noción de su precio. Ioven y
sin piedad, bella y fría como la virgen de Táuride6, mata y no se
conmueve. No encontraréis en esas grandes destrucciones de la
antigüedad la pasión, el encarnizamiento, el furor de odio que
caracterizan en la Edad Media los combates, las luchas y
venganzas de la religión del amor.
La primera razón que de ello encuentro, y que ya consigné
en mi libro El sacerdote, es la prodigiosa embriaguez de orgullo
que esta creencia da a su elegido. ¡Qué vértigo! ¡Hacer
descender a Dios todos los días hasta el altar, ser obedecido por
Dios!< ¿Me atreveré a decirlo? (vacilo, temiendo blasfemar)
¡Hacer de Dios todos los días!< ¿Cómo llamar a quien
diariamente realiza este milagro de los milagros? ¿Un Dios? No
es bastante.
Esta grandeza es antinatural, monstruosa, y quien la
reivindica para sí y la posee está inquieto, turbado< Como si
estuviera sentado sobre la punta de la catedral de Estrasburgo,
sobre la cruz. ¡Imaginad cuánto odio y violencia sentirá contra
todo aquel que le toque o le sacuda, que le quiera hacer bajarl<
¿Bajar? No se baja. Se cae de tal altura, se cae en caída libre
hasta hundirse en la tierra.
Convenceos de que si le fuera preciso para mantenerse
suprimir el mundo con una señal, exterminar con una palabra
lo que con una palabra hizo Dios, el mundo estaría
exterminado.
Este estado de inquietud, de cólera, de soberbia, basta para
explicar los increíbles furores de la Edad Media, a medida que
ve engrandecerse contra ella este rival: la Justicia.
Al principio no se la veía apenas. Nada había tan bajo, tan
pequeño, tan humilde como la Justicia< Hierbecilla
despreciable, olvidada en el surco, apenas se la veía.
Justicia, tan débil, ¿cómo has podido crecer tanto? Vuelvo
un momento la cabeza y ya no te reconozco. Cada hora te
encuentro diez palmos más alta< La teología se desconcierta
ante ti, se ruboriza, se debilita<
Entre las dos comienza una lucha terrible, espantosa, para
cuya descripción son insuficientes las palabras< La teología,
arrojando la careta sonriente de la Gracia, abdicando,
renegando para destruir la justicia, se esfuerza en absorberla, en
encerrarla en sus entrañas< Helas frente a frente; buscando al
término de esta mortal batalla cuál ha de absorber a la otra, cuál
ha de incorporarse a su enemiga asirnilándosela.
Que el Terror revolucionario se guarde bien de compararse
a la Inquisición. ¿Cómo puede enorgullecerse de haber hecho
en dos o tres años lo que aquella hizo en seis siglos?< ¡Cómo se
reiría la Inquisiciónl< ¿Qué son los seis mil guillotinados del
Terror delante de los millones de hombres ahogados, colgados,
descuartizados y de la piramidal carnicería, de los montones de
carne quemada que la Inquisición alzó hasta el cielo?
Sólo la Inquisición de una sola provincia de España hace
constar en un monumento auténtico que quemó en dieciséis
años a veinte mil hombres< Mas, ¿por qué hablar de España,
olvidando los albigenses, o los vaudeses de los Alpes, o los
protestantes de Francia, o los de Flandes, o la espantosa
cruzada de que fueron víctimas tantos pueblos que el papa
entregó al fuego y a la espada?
La Historia dirá que la Revolución, en su momento feroz,
implacable, temió agravar la muerte, endulzó el suplicio,
prescindió en la ejecución de la mano del hombre e inventó una
máquina para abreviar el dolor.
Y dirá también que la Iglesia de la Edad Media fue fecunda
en invenciones para aumentar el sufrimiento, para hacerlo más
doloroso y penetrante; que encontró escogidos procedimientos
de tortura, medios ingeniosos para hacer que sin morir se
saboreara largo tiempo la muerte< y que detenida en su
camino por la inflexible naturaleza, que a tal grado de dolor se
compadece y da la muerte, lloró, no pudiendo prolongar el
tormento más todavía.
No puedo, no quiero remover aquí ese mar de sangre. Si
Dios me concediera dar vida un día a esa sangre, correría a
torrentes para ahogar a la falsa historia, a los defensores de los
miserables del asesinato, cerrando sus bocas mentirosas<
Estoy convencido de que la mayor parte de esas grandes
destrucciones no podrán nunca ser contadas. Ellos se
encargaron de quemar los libros, de quemar a los hombres, de
requemar los huesos calcinados y de aventar las cenizas<
¿Cuándo encontraré la historia de los albigenses o de los
vaudeses, por ejemplo? El día que conozca la historia de la
estrella fugaz que he visto en el cielo esta noche< Un mundo,
un mundo entero perecido, los cuerpos y los bienes< Se ha
encontrado un poema, se han encontrado esqueletos en el fondo
de las cavernas; pero ni un nombre, ni un signo< ¿Se puede
con estos tristes despojos rehacer la historia?< ¡Triunfan
nuestros enemigos por el vacío de que nos han rodeado, por
haber sido bárbaros, que no se puede con certidumbre narrar
sus actos de barbarie!< Y, sin embargo, los relatan el desierto
del Languedoc y la soledad de los Alpes y las montañas
despobladas de Bohemia y tantos otros lugares donde el
hombre ha desaparecido, donde la tierra se ha tomado estéril,
donde la Naturaleza, después del hombre, parece exterminada.
Pero hay algo que grita más alto que todas las
destrucciones, y es que el sistema que mataba en nombre de un
principio, en nombre de una fe, se servía indiferentemente de
los dos principios opuestos; de la tiranía de los reyes, de la
ciega anarquía de los pueblos. En un siglo solamente, en el XVI,
Roma cambia tres veces; se inclina a la derecha, a la izquierda,
sin pudor, sin arrepentimiento. Primero se entrega a los reyes,
después se arroja en brazos del pueblo; más tarde retorna a los
reyes. Tres políticas: un solo objetivo. ¿Cómo explicarlo? No
importa. ¿Cuál era este objetivo? La muerte del pensamiento.
Un escritor ha averiguado que el nuncio del papa no tuvo
noticia anterior de la noche de San Bartolomé. Y yo he
averiguado que el papa había trabajado diez años
preparándola.
“¡Bagatela! —dice el otro— La matanza de San Bartolomé
fue simplemente un asunto municipal, una venganza de París”.
A pesar del disgusto profundo, del desprecio y las náuseas
que me producen estas teorías, las he confrontado con
monumentos de la histoiia, con actos irrecusables. Y he
encontrado paso a paso la huella roja de la matanza. Desde el
día en que París propuso (1561) la venta general de los bienes
del clero, desde el día en que la Iglesia vio al rey incierto e
inclinado hacia aquella medida, se volvió rápida y
violentamente hacia el pueblo, tentado por esa presa,
empleando todos los medios de predicación, de dominio, de
influencia, utilizando su inmensa clientela, sus conventos, sus
mercaderes y sus mendigos para organizar la matanza.
“Asunto popular”, decís. Es verdad. Pero decid también
por qué habilidad diabólica y con qué perseverancia infernal
habéis trabajado diez años en pervertir el sentimiento del
pueblo, en turbarlo y volverle loco.
Espíritu de odio y de asesinato; he vivido demasiados
siglos enfrente de ti, durante toda la Edad Media, como para
que ahora me engañes. Después de haber negado tanto tiempo
la justicia y la libertad, tomas sus nombres como grito de
guerra. En nombre suyo has explotado una rica mina de odio, la
eterna tristeza que la desigualdad pone en el corazón del
hombre, la envidia del pobre para el rico< Tú que eres un
tirano, el propietario más absorbente del mundo, has abrazado
de repente y sin dudar, lanzándote a ello de un salto, las
impracticables teorías de los niveladores.
Antes de la festividad de San Bartolomé el clero decía al
pueblo para animar la masacre: “Los protestantes son nobles,
gentilhombres de profincias”. Eso era cierto; el clero habiendo
ya exterminado, comprimido el protestantismo de las ciudades.
Sólo los castillos que estaban cerrados podían aún ser
protestantes. Pero fijaos en sus primeros mártires; eran hombres
de las ciudades, pequeños comerciantes, obreros. Estas
creencias que se fomentaban para azuzar el odio del pueblo y el
de la aristocracia, surgieron del mismo pueblo. ¿Y quién no
sabe que Calvino era hijo de tm tonelero?
Me sería demasiado fácil mostrar cómo todo esto ha sido
enmarañado hoy en día por los escritores lacayos del clero y
luego ligeramente copiado. Yo ímicamente he querido mostrar
a través de un ejemplo la feroz habilidad con la que el clero
empujó al pueblo y se construyó un arma mortal con las
envidias sociales. La relación de estos detalles sería curiosa;
lamento aplazarla. Sería necesario contar cómo, para perder a
un hombre, a una clase de hombres, una prensa especial
elaboró una mentira que, tras ser manipulada en las escuelas,
en los seminarios y sobre todo en los locutorios de los
conventos, y confiada directamente (para que se expandiera
mas rápido) a los penitentes, a los mercaderes habituales de los
curas y de los canónigos, fue difundida por el pueblo; había que
ver cómo se exaltaba esta mentira en las grandes comidas y
borracheras de las cofradías, que se pagaban con los bienes de
los hospitales< Detalles pequeños, insignificantes, miserables,
pero sin los que no se comprenden nunca las grandes
ejecuciones de la demagogia católica.
A veces si era necesario perder a un hombre de renombre,
se añadían a estos medios un arte superior. Se encontraba, bien
con dinero, bien con miedo, a algún escritor de talento al que se
enviaba contra él. Así, el confesor del rey, para lograr quemar a
Vallée, hizo a Ronsard escribir en su contra. Del mismo modo,
para perder a Théophile, el confesor empujó a Balzac, que no
podía perdonar a Théophile el haber esgrimido la espada por él
y haberle salvado de los bastonazos.
En nuestros días he podido observar en lo pequeño, en lo
bajo, en los mínimos detalles, cómo se trabaja eclesiásticamente
el odio y la revuelta. He visto en una ciudad del oeste a un
joven profesor de filosofía al que se quería expulsar de su
cátedra, perseguido, señalado en la calle por mujeres
alborotadas. ¿Qué sabían ellas de la problemática? Nada salvo
lo que se les enseñaba en el confesionario. No por eso estaban
menos crispadas, y se ponían en la puerta, señalándole y
gritando: “¡Ahí está!”.
En una gran ciudad del este he visto otro espectáculo tal
vez más odioso. Un viejo pastor protestante casi ciego, era
perseguido e insultado todos los días, a veces varias veces al
día, por los niños de la escuela, que le empujaban por detrás
para hacerle caer.
Así es cómo empiezan las cosas, con agentes inocentes,
contra los que no puedes defenderte, los niños, las mujeres<
En tiempos más favorables, en países de mayor ignorancia y de
exaltación más fácil, el hombre se sumaba a este grupo. El señor
ligado a la iglesia, como miembro de la cofradía, como
mercader, como arrendatario, grita, gruñe, maquina, se
revuelve. El obrero, el criado, se muere de ganas por hacer
alguna faena; el aprendiz les sigue, los sobrepasa y golpea sin
saber por qué; el niño es capaz a veces de asesinar.
Luego llegan los falsos eruditos, los teóricos ineptos, para
bautizar el piadoso asesinato con el nombre de justicia del
pueblo, para canonizar el crimen elaborado por los tiranos en
nombre de la libertad.
Es así cómo en un mismo día se encontró la forma de
degollar de golpe todo lo que daba honor a Francia, el primer
filósofo de la época, el primer escultor y el primer músico,
Ramus, Jean Goujon, Goudimel. ¡Con cuántas ganas se hubiera
degollado a nuestro gran jurisconsulto Dumoulin, el enemigo
de Roma y de los jesuitas, el gran genio del derecho!<
Afortunadamente estaba protegido; les ahorró un crimen,
siendo su noble vida salvada por Dios< Pero antes vio cuatro
revueltas organizadas por el clero contra él y su casa. Esta santa
casa de estudio fue forzada y saqueada cuatro veces, sus libros
profanados y dispersados, sus manuscritos, patrimonio del
género humano, fueron irreparablemente destruidos< Pero no
han destruido la Justicia; el espíritu vivo encerrado en sus libros
se liberó a través de la llama, se expandió y lo llenó todo;
penetró la atmósfera, de manera que gracias a los furores
asesinos del fanatismo, no podemos respirar otro aire que no
sea el de la igualdad.
V

Cuando había en el Coliseo de Roma gran fiesta, gran


camicería; cuando la arena estaba empapada de sangre; cuando
los leones, ahítos de carne humana, se tendían y estiraban en el
suelo, para divertir al pueblo y hacerle olvidar un poco, se le
ofrecía una farsa, una pantomima. Se colocaba un huevo en la
mano de un miserable esclavo condenado a ser devorado por
las fieras y se le soltaba en el ruedo. Si llegaba al otro extremo,
si felizmente llevaba el huevo hacia la grada, estaba salvado<
La distancia no era muy larga; pero ¡cuán interminable le
parecía!< Las bestias, satisfechas, dormidas ya, no dejaban de
abrir sus párpados y levantar la cabeza al leve ruido de los
pasos, rugiendo débilmente, protestando por que se turbara su
reposo con aquella ridícula escena< El esclavo, medio muerto
de terror, encogiéndose, encorvado, habría dicho a las fieras, si
las fieras pudieran entenderle: “¡Ah! ¡Estoy tan flaco! ¡Oh,
leones, señores leones, perdón; dejad pasar al esqueleto; el
almuerzo no es digno de vosotros<”. Jamás bufón ni mimo
alguno ha tenido tal éxito; las contorsiones y temblores del
miedo producían en los espectadores convulsiones de risa; se
revolcaban en las gradas; era una tempestad de alegría; un
rugido de gozo.
Me veo obligado a decir, cueste lo que cueste, que este
espectáculo se ha reproducido en el final de la Edad Media,
cuando el viejo principio, furioso de verse agonizante, creyó
que tenía tiempo todavía para matar el pensamiento humano.
Se volvió a ver entonces, como en el Coliseo, miserables
esclavos llevar a través de las fieras no satisfechas, no hartas,
sino furiosas, ávidas, el menguado depósito de la verdad
proscrita, el huevo frágil que podía salvar el mundo si llegaba
hasta las gradas<
Algunos reirían< ¡Desgraciados!< Yo no reiría jamás ante
este espectáculo< La farsa, las contorsiones y encogimientos
para engañar a los monstruos, para divertir al pueblo indigno,
me llenan de dolor< Estos esclavos que veo pasar, allá abajo,
sobre la arena sanguinolenta, son los reyes del espíritu, los
bienhechores del género humano< Oh, padres y hermanos
míos, Voltaire, Molière, Rabelais, amigos queridos de mi
pensamiento: ¿sois vosotros quienes temblorosos y sufridos
hacéis aquella ridícula caminata?< Genios sublimes
encargados de llevar el depósito de Dios: ¿habéis aceptado, por
nosotros, el enorme martirio de ser los bufones del terror?<
¡Envilecidos!< ¡Oh! ¡No, jamás! Desde en medio del
anfiteatro dicen dulcemente: “¡Qué importa que se rían de
nosotros? ¿Qué importa que suframos los zarpazos y mordiscos
de las fieras salvajes, el ultraje de los hombres crueles, si
llegamos llevando el querido tesoro que queda puesto a salvo,
para que el género humano lo recoja y se redima tarde o
temprano?< ¿Sabes bien qué tesoro es este? La libertad, la
justicia, la verdad, la razón”.
Cuando se pasa por aquellas degradaciones, dificultades y
obstáculos, surge grandioso el pensamiento y se comprenden
las humillaciones y bajezas< ¿Quétpodrá seguir, desde lo
profundo a la superficie, la ascensión de un pensamiento?
¿Quién determinará las formas confusas, las mezcolanzas y
detenciones funestas que sufre durante los siglos? ¿Quién
narrará su lento camino del instinto al ensueño y del ensueño a
la penumbra poética, entre los niños y los humildes, los poetas
y los locos?< ¡Una mañana esta locura se torna en el buen
sentido de todos!< Pero no es bastante. Todos piensan, nadie
se atreve a decirlo< ¿Por qué? ¿Falta valor? Sí; ¿pero por qué
falta? Porque la verdad encontrada no es bastante pura todavía;
es preciso que brille en todo su fulgor para que se ciegue con
ella< Estalla al fin, luminosa, en un genio y lo hace heroico y lo
llena de devoción, de amor y de sacrificio< El genio la coloca
sobre su corazón y se lanza sobre la arena, a través de los
leones<
He ahí el raro espectáculo que yo veía, la farsa sublime y
terrible< Ved, ved cómo va aterrado, cómo pasa encogiéndose
y tembloroso, cómo aprieta en su mano cerrada ese objeto que
lleva< ¡Ah! No es por él su miedo< ¡Miedo glorioso, miedo
heroico!< ¿No veis que lleva la salvación del género humano?
Una sola cosa me inquieta< ¿Cuál es el lugar de refugio,
dónde va a ser ocultado este depósito, qué altar hay bastante
sagrado para el sagrado tesoro? ¿Y qué dios es bastante dios
para proteger lo que no es otra cosa que el pensamiento de Dios
mismo?
Grandes hombres que lleváis este depósito de la salvación
tiernamente abrazado, como una madre a su hijo: pensad bien,
os lo suplico, pensad bien el asilo donde lo confiáis< Temed de
los ídolos humanos, temed de los dioses de carne o de madera,
que lejos de proteger a los otros no pueden protegerse<
A fines de la Edad Media os veo a todos, de los siglos Xlll al
XVI, fiaros de un asilo inseguro, del Trono de la realeza. Para
destronar los ídolos erigís un ídolo< Le ofrecéis todo, oro
incienso y mirra< Le otorgáis la sabiduría, la tolerancia, la
libertad, la filosofía y, en fin, la razón última de la sociedad: el
Derecho.
¿Cómo no ha de agigantarse esta nueva divinidad? Los más
poderosos espíritus del mundo, perseguidos a muerte por el
viejo principio implacable, trabajan por elevar cada vez más su
asilo< Hubieran querido elevarlo al cielo< De aquí nacieron
leyendas, mitos, parábolas, amplificados por todos los
esfuerzos del genio: en el siglo XIII el rey santo, más sacerdote
que el sacerdote mismo; el rey caballero, en el siglo XVI; el buen
rey en Enrique IV; el Rey-Dios Luis XIV.
I

En 1300 veo a Dante, el gran poeta gibelino, cerrando contra el


papa y elevando al nivel del sol el coloso del César. La unidad es
la salvación; un monarca, uno solo sobre la tierra. Después,
siguiendo ciegamente su austera lógica, inflexible, establece que
mientras más grande sea este monarca, mientras lo sea todo,
mientras más Dios sea, se debe temer menos que jamás abuse
de nada. Teniéndolo todo, no deseará nada y menos podrá
envidiar, odiar< Será perfecto, soberana y perfectamente justo;
gobernará precisamente como la justicia de Dios.
Ésta ha sido la base de todas las teorías defendidas después
para apoyar este principio: la unidad y el supuesto resultado de
la unidad, que es la paz< Y desde entonces, no hemos tenido
más que guerras.
Es necesario elevar menos el pensamiento que Dante y
descubrir y mirar en la tierra la profunda angustia donde fue
cimentado el coloso. El hombre tiene necesidad de justicia.
Cautivo en el círculo de un dogma que lo entrega a la gracia
arbitraria de Dios, creyó salvar la justicia en una religión
politica, creando de un hombre un Dios de justicia, esperando
que este Dios visible estableciera y defendiera la equidad que el
otro había olvidado.
Escucho salir de las entrañas de la vieja Francia esta palabra
tierna, de acento profundo: “¡Mi rey!”.
No hay adulación en esto. Siendo Luis XIV joven, fue
amado de manera sincera por dos frentes: el pueblo y La
Vallière. Era, en aquel tiempo, la fe de todos. El sacerdote
mismo parecía retirar a su Dios del altar para colocar al nuevo
dios. Los jesuitas quitan a Jesús del pórtico de su residencia
para poner la efigie de Luis el Grande. En la capilla de Versalles
se lee: “Intrabit templum suum dominador”7. La palabra no
tenía doble sentido: la Corte no conoce más que un Dios.
El obispo de Meaux, temiendo que Luis XIV no tuviera
bastante fe en sí mismo, le anima diciéndole: “Oh rey; ejerced
sin vacilaciones vuestro poder, que es divino< Vos sois de la
raza de los dioses”.
¡Sorprendente dogma! Y sin embargo el pueblo no desea
otra cosa que creer en él. Sufría tantas tiranías locales, que
desde los más alejados confines se llamaba al Dios de aquí
abajo, al dios de la monarquía. Ningún mal se le achaca. Si su
gente actúa así es porque él está muy elevado, muy alejado<
“¡Si el rey supiera!<”.
Nótese en esto un rasgo singular de la fisonomía moral de
Francia. Este pueblo no ha comprendido jamás la política sino
como devoción y amor.
Amor robusto, obstinado, ciego, que cree méritos todas las
imperfecciones de un Dios. Lejos de censurársele se le elogia
cuanto tiene de humano. Cree que si le viera de cerca le
parecería menos orgulloso, menos duro, más sensible. Sabe
agradecer a Enrique IV el amor a Gabriela.
Este amor a la realeza, en los comienzos de Luis XIV y de
Colbert, rayó la idolatría. Los esfuerzos del rey para hacer
justicia igual a todos y disminuir la odiosa desigualdad del
impuesto, le conquistaron el corazón del pueblo. Colbert
arrancó sus prerrogativas a cuarenta mil nobles y obligó a los
burgueses a dar cuenta de la administración de los pueblos que
explotaban. Los nobles que en las provincias, aprovechándose
del desorden, se convertían en barones feudales, recibieron las
visitas aterradoras de los enviados del Parlamento. La justicia
real era bendecida por su rigor. El rey apareció terrible en sus
Grandes días, como juez último entre el pueblo y la nobleza,
teniendo al pueblo a la derecha, lleno de amor y de confianza<
“Temblad, tiranos: ¿no veis que Dios está con nosotros?”.
Esta frase es exactamente el discurso de aquel sencillo pueblo,
que cree tener un rey para él. Se lo figura como el ángel de la
Revolución y le tiende los brazos, le invoca, lleno de ternura y
de esperanza. Nada más conmovedor puede leerse que el relato
de los Grandes días de Auvergne, viendo la inocente esperanza
del pueblo y el temor de la nobleza. Un paisano, hablando con
un señor, no se había descubierto; el noble le tiró el sombrero al
suelo. “Si no me lo recogéis —dijo el paisano—, los Grandes días
se acercan, y el rey os hará cortar la cabeza<”. El noble tuvo
miedo y recogió el sombrero del paisano8.
¡Tanta confianza y amor!< Todo perdido. Este rey tan
amado fue duro para el pueblo. Buscad en todas partes, en los
libros, en los cuadros, ved sus retratos; no hay en ellos
movimiento, una mirada que revele un corazón sensible. El
amor del pueblo, cosa tan grande, tan rara, verdadero milagro,
no ha logrado hacer de su ídolo más que un milagro de
egoísmo.
Le gusta la palabra, la adora, se cree Dios. Pero ser dios es
vivir para todos< y él, cada día más, se hacía el rey de su corte;
únicamente amaba aquella bandada de mendigos dorados que
le asistían y adulaban; éste es su pueblo. Divinidad extraña, se
ha empequeñecido encerrando un mundo en un hombre, en
lugar de extender y engrandecer a este hombre a la medida del
mundo. Todo su mundo es Versalles, buscad bien, encontraréis
un lugar pequeño, oscuro, un sombrío gabinete, ¡una tumba ya!;
es cuanto necesitaba; lo bastante para un individuo9.

II

Profundizaré estudiando la idea de cómo vivía en Francia el


gobierno de la gracia y la monarquía paternal. Este examen será
duro si establezco de antemano por pruebas auténticas los
resultados que a la larga produce el sistema. El árbol se juzga
por los frutos.
Desde luego se puede asegurar que conquistaron para este
pueblo la gloria de una prodigiosa e increíble paciencia. Leed
los relatos de viajeros extranjeros de los dos últimos siglos y los
veréis estupefactos ante nuestras campiñas de miserable
apariencia, llenas de la tristeza del desierto, del horror de la
pobreza, ante las sombrías chozas desnudas y vacías, ante el
famélico pueblo semidesnudo. Allí aprendieron lo que puede
durar el hombre sin morirse de hambre, de un hambre que
nadie, ni inglés, ni holandés, ni alemán hubiera soportado.
Y lo que más les llama la atención es la resignación del
pueblo, el respeto que tiene a sus señores laicos o eclesiásticos,
su adhesión idolátrica al rey< Es un raro misterio que en
medio de tantos sufrimientos conserve tanta paciencia, dulzura,
bondad, docilidad, tan pocos motivos para oprimirle. Se
explica, acaso, en parte por una especie de filosofía instintiva,
por la facilidad, demasiado ligera, con que el francés recibe el
mal tiempo y se acomoda a él; ya vendrá el buen tiempo; llueve
hoy, mañana hará sol< Y no se acuerda más de la lluvia.
La sobriedad francesa, cualidad eminentemente militar,
contribuye a la resignación. En esto, como en otras cosas,
nuestros soldados han pasado el límite de la fuerza humana. En
sus ayunos durante marchas penosas y trabajos excesivos,
hubieran desfallecido los solitarios anacoretas de la Tebaida, los
Antonios y Pancomios.
El mariscal de Villars relata cómo vivían los soldados de
Luis XIV10:
“Muchas veces creímos que el pan nos faltaría totalmente, y
después de grandes esfuerzos hemos logrado tenerlo para
comer medio día. El día siguiente lo pasamos ayunando.
D'Artagnan ha marchado y las brigadas no han podido seguirle
por hambre< Es tan grande milagro el de nuestra subsistencia,
como la virtud y firmeza de nuestros soldados< Panem nostrum
quotidianum da nobis hodie11, me decían los desventurados
cuando recorría las filas, antes de repartirles su cuarto de
ración. Les animo, les hago promesas, se contentan con
encogerse de hombros y me miran con una expresión de
resignación que me conmueve< “El señor mariscal tiene razón
—dicen—, es preciso saber sufrir algunas veces”.
¡Paciencia! ¡Virtud! ¡Resignación! ¿Dónde no hallaremos
claramente marcadas las huellas de la bondad de nuestros
padres?
¡Quién pudiera hacer la historia de sus inacabables
sufrimientos, de su dulzura y moderación! Durante mucho
tiempo fueron estas virtudes el asombro y a la vez la risa de
Europa. Cómo se divertían los ingleses viendo a este soldado
enflaquecido y casi desnudo, y sin embargo alegre, bueno para
sus oficiales, haciendo sin protesta enormes marchas y no
encontrando al llegar la noche para comer más que sus propias
regocijadas canciones.
Si la paciencia tiene por premio el cielo, el pueblo francés,
en los dos últimos siglos, ha sobrepujado los méritos de los más
grandes santos. ¿Pero cómo rehacer esta leyenda?< Las huellas
están esparcidas. La miseria es un hecho general y la paciencia
de soportarla una virtud, tan común en Francia, que los
historiadores la consignan raras veces. Además, en el siglo
XVIII la historia es muy incompleta; Francia, después del cruel
esfuerzo de las guerras de Luis XIV, sufre demasiado para
entretenerse en contar sus hechos. No se hacen crónicas ni
memorias; la vanidad individual misma calla, no teniendo más
que vergüenzas que narrar. Hasta el movimiento filosófico está
callado y silencioso; silencioso como la alcoba del moribundo
que gobierna la nación, el dejo cardenal Fleury.
La historia de esta época de miseria es tanto más difícil de
hacer cuanto que en ella no ha habido algaradas ni motines.
Nunca fueron estos más raros en ningún pueblo< Francia
amaba a sus señores; no se agitó en ninguna algarada; no hizo
más que una Revolución.
Precisamente por estos señores mismos, reyes, príncipes,
ministros, prelados, magistrados, intendentes, sabemos
nosotros los trágicos extremos a que la nación había llegado.
Son ellos los que van a caracterizar el régimen bajo el que
estaba el pueblo.
El coro lúgubre donde parecen reunidos todos para cantar
uno a uno la muerte de Francia escucha en 1681 decir a Colbert:
“No se puede seguir así” dice, y muere. Y sin embargo se
continúa, ya que se expulsa en 1685 a medio millón de hombres
industriosos; y como si fuese esto poco se mata todavía más en
una guerra de treinta años. ¡Y cuántos, Dios mío, no han muerto
de miseria!
Ya en 1698 el resultado se hace visible. Los intendentes
mismos que causaban el mal, revelan y deploran aquel estado
de cosas. En las memorias que les fueron pedidas por el joven
duque de Borgoña declaraban que tal país había perdido la
cuarta parte de sus habitantes, tal otro el tercio y alguno hasta
la mitad. Y esta población no se repone; el hombre del pueblo es
físicamente tan miserable, que sus hijos son todos débiles,
enfermizos y no pueden vivir.
Sigamos bien el curso de los años. Esta época deplorable de
1698 es motivo de arrepentimiento. Un magistrado,
Boisguillebert, dice: “Entonces había todavía aceite en la
lámpara. Hoy (1707) todo ha terminado; falta la primera
materia<”. Palabra lúgubre a la que agrega otras
amenazadoras que parecen pronunciadas estando ya en 1789:
“El proceso se va a desarrollar entre los que pagan y los que no
tienen otra ocupación que cobrar”.
El preceptor del nieto de Luis XIV, el arzobispo de
Cambray, no es menos revolucionario que el magistrado
normando: “Los pueblos no viven como hombres; no se debe
confiar mucho en su paciencia. La vieja máquina acabará por
hacerse añicos al primer choque< Nadie se plantea dónde está
el límite de sus fuerzas; todo se reduce a cerrar los ojos, a abrir
la mano, y siempre para coger<”.
Luis XIV muere al fin, gracias a Dios. El buen duque de
Orleáns, que de vivir Fénelon le hubiese tomado para consejero,
se encarga de la regencia; manda imprimir el Telémaco; Francia
será quietista. No más guerras. Nos hacemos amigos de
Inglaterra; le entregamos nuestro comercio, nuestro honor,
hasta los secretos de Estado. ¿Quién creerá que en plena paz,
durante siete años solamente, este amable príncipe encontró
medios de hacer llegar a dos mil quinientos millones la deuda
que Luis XIV dejó en setecientos cincuenta millones? Todo pagado
neto< en papel.
“Si yo estuviese oprimido —solía decir— me rebelaría”. Un
día que se le advirtió que se preparaba una algarada, repuso:
“El pueblo tiene razón; demasiado bueno es sufriendo tanto”.
Fleury era tan ahorrador como pródigo el regente. ¿Se
rehace Francia? Lo dudo cuando veo que en 1739 enseñan a
Luis XV el pan que comía el pueblo, pan de helecho. El obispo
de Chartres le dijo que en su diócesis los hombres pastaban
mezclados en los rebaños. Y más expresivo y fuerte que todo
esto, es que de Argenson (un ministro), hablando de los
sufrimientos de entonces, se lamenta de que el buen tiempo
estuviese ya lejano. ¿Y sabéis cual era este buen tiempo por el
que suspiraba uno de los ministros? El del regente y el señor
duque; el tiempo en que Francia, asolada por Luis XIV,
convertido en una plaga, tiene por único remedio la bancarrota
de tres mil millones.
Todo el mundo ve venir la crisis. Fénelon lo dice desde
1709. “La vieja máquina se hará añicos al primer golpe”. Sin
embargo, no se rompe todavía. La querida de Luis XV, madame
de Châteauroux, dice en 1743: “Veo venir un gran trastorno si
no se pone remedio”. Tenéis razón, señora, todo el mundo lo
ve; lo ve el rey, y aquella que os sucede en el favor de sus
amores, madame de Pompadour, y los economistas y los
extranjeros: todo el mundo. Todos admiran la bondad de este
pueblo; Job entre las naciones. ¡Oh, dulzura! ¡Oh, paciencia!<
Walpole se rió; yo me entristezco y lloro. ¡El pueblo infortunado
ama todavía! Todavía cree y se obstina en esperar. Espera
siempre su salvador. ¿Quién? Su Dios-hombre, su rey.
¡Risible idolatría!< Este Dios, este rey, ¿qué hará? Carece
de voluntad fuerte y no tiene poder para curar el mal
inveterado, profundo, universal, que corroe a esta sociedad y la
altera y la corrompe, que ha bebido su sangre y secado sus
huesos.
El mal de la sociedad, que padecen en ella desde el más alto
al más bajo, es que está organizada para producir cada vez
menos y pagar cada vez más. Mal que de día en día va
creciendo, que después de la sangre corromperá el cerebro y
que no tendrá fin, hasta que estando en el último aliento de
vida, a punto ya de perderla, las convulsiones de la agonía
levanten al enfermo y sostengan de pie el cuerpo escuálido y
dáail< ¿Débil?< El furor puede hacerlo fuerte y poderoso.
Subrayemos, si queréis, estas palabras: produciendo cada vez
menos. Son absolutamente exactas.
Desde Luis XIV los impuestos pesan de tal modo, que en
Mantes, en Étampes y en otros sitios se arrancan todas las viñas.
El labriego no tiene cosa de valor que ofrecer al fisco más
que el buey o la mula que le ayudaban a labrar la tierra. El fisco
se apodera de ellos y elimina el ganado de los campos. Con lo
cual ya no hay más abono. La producción de cereales, extendida
en el siglo XVII por inmensos territorios, disminuye en el siglo
XVIII. La tierra no puede reparar sus fuerzas generadoras;
ayuna y se agota prematuramente; como ha concluido la
ganadería, parece concluir la tierra misma.
No solamente la tierra produce menos, sino que se cultiva
mucho menos. En algunos lugares no vale la pena cultivarla.
Los grandes propietarios, cansados de dar en arriendo terrenos
cuyas rentas no cobraban, abandonan la tierra cuyo cultivo
exige algunos desembolsos. Los campos cultivados menguan, el
desierto se extiende, se ensancha. Se habla mucho de
agricultura, se escribe mucho de agricultura; se hacen libros,
ensayos costosos, cultivos nuevos, cultivos comparados. Y
entretanto el cultivo sin abonos, sin dinero, sin bestias de labor,
agoniza, muere. Los hombres se amarran al arado y a veces las
mujeres y los niños también. Con las uñas labrarían si pudieran;
pero el surco apenas desgarra la tierra, que mal labrada, da
cada vez peores cosechas. Ya no son suficientes para alimentar
al hombre durante el año. A medida que se avanza hacia 1789,
la naturaleza produce menos, como bestia demasiado fatigada,
que cuando se la obliga a palos, prefiere a seguir andando,
echarse en tierra, morir. La libertad no es sólo la vida del
hombre, es también la de la naturaleza.

III

No digáis nunca que la naturaleza ha sido alguna vez


madrastra. No creáis que Dios ha apartado de la tierra su
mirada fecunda. La tierra es siempre buena madre y cariñosa
nodriza, que no desea más que ayudar al hombre; estéril,
ingrata en la superficie, encierra un intenso amor a la
humanidad.
Es el hombre quien no ama; es el hombre quien es enemigo
del hombre. La maldición que pesa sobre él no viene de Dios,
nace en su corazón y en sus labios; es la maldición del egoísmo
y de la injusticia, el agobio de una sociedad injusta. ¿A quién
acusará? Ni a la naturaleza ni a Dios, sino a sí mismo, a su obra,
a sus ídolos, a los dioses que se ha fabricado.
De un lado a otro ha paseado en todo tiempo y por todo el
mundo su idolatría. A estos dioses de mármol o madera les ha
dicho: “¡Protegedme, sed mis salvadores!<”. Y ha dicho esto a
los sacerdotes, lo ha dicho a los nobles, lo ha dicho al rey< ¡Eh,
pobre hombre! Sálvate tú mismo.
Pero los amaba, ésta es su excusa; esto explica su ceguera.
¡Con qué intensidad amaba! ¡Con qué fe creía! ¡Qué confianza
inocente en el buen señor, en el venerado santo hombre de Dios!
¡Cómo se arrodillaba en la calle y besaba todavía el polvo
mucho tiempo después de que hubieran pasado! ¡Cómo
explotado, despreciado y apaleado por el señor y el sacerdote,
se obstina en poner en ellos todas sus esperanzasl< Siempre
ínfimo, siempre niño, encontraba no sé qué dulzura filial en no
reservarse nada contra ellos, en abandonarles todo el cuidado
de su porvenir. “No tengo nada; soy un pobre hombre; pero
pertenezco al barón de aquel hermoso castillo que está allá
arriba”. O bien: “Tengo el honor de ser siervo de ese famoso
monasterio. No lo olvidaré jamás”.
Y ahora, buen hombre, el día de tu necesidad, de tu
hambre, ve, llama a aquellas puertas.
¿Vas al castillo? La puerta está cerrada, la gran mesa donde
todos se sentaron no ha servido desde hace mucho tiempo; la
chimenea está fría, ni fuego ni humo. El señor está en Versalles.
Pero no te ha olvidado. Ha dejado aquí a su administrador que
te cobra y al guarda que te apalea o encarcela.
Pues bien, iré al monasterio. Esta casa de caridad ¿no es
para mí? ¿No era la del pobre?< La Iglesia me dice todos los
días: “¡Dios ama tanto al mundo! ¡Se hizo hombre, se hizo
alimento para sustentar al hombre! La Iglesia no es nada, o es la
caridad divina realizada sobre la tierra”.
¡Llama, llama, pobre Lázaro! Estarás ahí mucho tiempo.
¿No sabes que, retirada del mundo, la Iglesia no se preocupa de
los pobres ni de la caridad? En la Edad Media tenía dos cosas,
de cuya posesión era muy celosa: bienes y funciones. Pero más
equitativa en los tiempos modernos, ha hecho dos partes; ha
guardado sus bienes; y las funciones, los hospitales, los asilos,
los patronatos, todo aquello que la unía al pobre y la mezclaba
demasiado en asuntos de aquí abajo, lo ha entregado
generosamente al poder laico.
Tiene deberes que la absorben todo el tiempo,
principalmente el de defender hasta la muerte estas
fundaciones piadosas de las que es depositaria, de no
desperdiciar nada de ellas, de transmitirlas siempre
aumentadas. En esto es verdaderamente heroica; está dispuesta
al martirio si fuese necesario. En 1788, el Estado, lleno de
deudas, desesperado, sin ms recursos que cobrar a un pueblo
arruinado, se dirige suplicante al duero rogándole pague parte
de los impuestos. Su respuesta es admirable, digna de eterna
memoria: “No, no se pueden imponer caprichosamente tributos
al pueblo de Francia”.
¡Invocar el nombre del pueblo para librarse de ayudarlo!
¡Última dma, verdaderamente sublime, donde debía ascender
la sabiduría farrsaica! ¡Que llegue ya 1789! El clero puede morir,
pero nada le hará variar su conducta; tiene el consuelo tan raro
de los moribundos de haberse aprovechado de la vida por
todos los caminos.

IV

El pueblo en el siglo XVIII no espera nada de la protección que


le sostuvo en otros tiempos, ni del clero, ni de la nobleza.
Ninguno hizo nada por él. Pero cree en el rey todavía y
reconcentra en Luis XV su fe y su necesidad de amar. Y el niño
Luis XV, resto ímico de una familia tan grande, salvado como
Jonás, se ha salvado aparentemente para que él, a su vez, salve
a los demás. ¡Viéndolo tan niño se saltan las lágrimas!<
¡Cuántos malos años pasaron! Y el pueblo espera siempre que
concluya esta miseria, esta larga tutela de veinte o treinta años.
Cuando se supo en París que Luis XV, que había marchado
para unirse al ejército, se había detenido enfermo en Metz, era
de noche. Se levantó la gente, corrió en tumulto por las calles
sin saber dónde iba; las iglesias se abrieron de madrugada< Se
formaban grupos en las aceras, se increpaban e interrogaban
unos a otros sin conocerse. En muchas iglesias el sacerdote, que
rezaba la oración por la salud del rey, interrumpió el canto,
ahogado por sus lágrimas, y el pueblo le respondió con sollozos
y con gritos< El correo que trajo la noticia de la convalecencia
era abrazado y casi estrujado en las calles; besaban su caballo, le
llevaban en triunfo< y todo París retemblaba en un grito de
alegría: “ ¡El rey está curado!”.
Esto era en 1744. Luis XV fue llamado el Bien Amado.
Han pasado diez años. El mismo pueblo cree que el Bien
Amado toma baños de sangre humana; cree que para fortalecer
su sangre empobrecida se sumerge en sangre de niños. Un día
que la policía, según su costumbre brutal, detenía en las calles a
los hombres y a los niños vagabundos y a las jóvenes (sobre
todo a las guapas), las madres lanzaron gritos desgarradores, el
pueblo se reúne, un motín estalla. Desde este momento el rey
no vuelve jamás a París. Antes lo atravesaba para ir de Versalles
a Compiègne, pero hizo construir rápidamente un camino
directo que evitaba a París ver a su rey y al rey ver a su pueblo.
Todavía lleva este camino el nombre de la Revuelta.
Estos diez años son la crisis misma del siglo (1744-1754). El
rey, aquel dios de antes, es blanco de odios, motivo de horror.
El dogma de la encarnación real perece.
Y en su lugar se alza el reinado del espíritu. Montesquieu,
Buffon, Voltaire, publican en este intervalo sus grandes obras;
Rousseau comienza la suya.
Hasta aquí la unidad había respondido a la idea de
encarnación, religiosa o política. Hacía falta un dios humano,
rm dios de carne para unir la Iglesia y el Estado. La humanidad,
débil todavía, fundaba la unión en un signo visible, vivo, en un
hombre, en un individuo. Pero la unidad más pura, la que no
necesitará estas condiciones materiales, se realizará en la
unidad de los corazones, la comunidad de los espíritus, el
profundo enlace de los sentimientos y las ideas de todos.
Aquellos grandes doctores de la nueva Iglesia disienten
todavía en las cosas secundarias, pero admirablemente están de
acuerdo en dos cosas esenciales que constituyen el genio del
siglo y el del porvenir:
1º El espíritu se encuentra liberado en ellos de toda
encarnación; lo desnudan del vestido de la carne noble o
miserable que durante tantos siglos lo ha cubierto.
2º El espíritu para ellos no es solamente luz; es calor y
amor, el ardiente amor del género humano. El amor por sí, no
sometido al dogma ni a tal condición de política religiosa. La
caridad de la Edad Media, esclava de la teología, ha seguido a
su imperiosa dueña; demasiado dócil, en verdad, tan
conciliadora como para admitir cuanto puede admitir el odio.
¿Qué tipo de caridad es la que provoca la noche de San
Bartolomé, la que enciende las hogueras, la que organiza la
Inquisición?
Apartando de la religión su carácter carnal, rechazando la
encarnación religiosa, este siglo, al principio timido dentro de
su audacia, permanece mucho tiempo carnal en política;
quisiera poder respetar la encarnación real, utilizar al rey, al
dios-hombre, en hacer la felicidad de los hombres. Y la quimera
de los filósofos y los economistas, de Voltaire y de Turgot, es
hacer la Revolución por el rey.
Nada más curioso que ver el ídolo disputado por los dos
partidos. Los filósofos tiran de un lado, el clero de otro. ¿Quién
logrará llevárselo? Las mujeres. Porque este dios es un dios de
came.
Madame de Pompadour lo retiene veinte años; quiere
convertir al pueblo en defensor suyo contra la corte. Llama a los
filósofos. Voltaire escribe la historia del rey y poemas y dramas
para el rey; d'Argenson es ministro; el interventor general,
Machault, pide un estado de los bienes eclesiásticos< El clero
se alborota. Los jesuitas comienzan su lucha contra aquella
mujer; discurren y logran ponerle al frente de otra mujer, y
triunfan< ¿Quién es esa mujer? La propia hija del rey< Al
llegar aquí sería preciso ser Suetonio. Desde los doce Césares no
se habían vuelto a ver estas cosas.
Voltaire fue desterrado y d'Argenson y Machault poco más
tarde. La Pompadour se doblegó, comulgó, se echó a los pies de
la reina. Entretanto preparaba una triste e infame máquina por
la que recobró al rey y le retuvo hasta la muerte: un serrallo que
se abastecía con niñas compradas.
Allí se apagó Luis XV. El dios de carne abdicó de todo
recuerdo del espíritu.
Huyendo de París, huyendo de su pueblo, siempre alejado
en Versalles, encuentra allí todavía demasiada gente,
demasiada luz. Necesitaba las sombras, los bosques, la caza, el
secreto de Trianon o su convento del Parque de los Ciervos. Es
extraño, inexplicable, que estos amores, estas sombras, estas
imágenes del amor, no ablanden su corazón. Compra las hijas
del pueblo y por ellas vive con el pueblo; de ellas recibe caricias
casi infantiles y de ellas aprende el lenguaje popular. Y duro,
egoísta, sin entrañas, sigue siendo enemigo del pueblo; luego el
rey se convierte en traficante de trigo, especulador de
hambres<
En su alma muerta queda sólo un sentimiento vivo; el
temor a morir. Sin cesar hablaba de la muerte, de entierro, de
funerales. Presentía, además, la muerte de la monarquía y sólo
le preocupaba que viviera tanto como él.
En un año de sequía (que entonces eran frecuentes) cazaba,
como de costumbre, en el bosque de Sénart. Encontró un
labriego que llevaba a hombros un ataúd.
—¿Adónde llevas eso?
—A tal lugar.
—¿Para un hombre o una mujer?
—Para un hombre.
—¿De qué ha muerto?
—¡De hambre!

Este hombre muerto es la vieja Francia; aquella fúnebre caja, el


ataúd de la antigua monarquía. Alejemos para siempre de
nosotros los ensueños y bellas frases que nos adormecieron; la
realeza paternal, el gobierno de la gracia, la clemencia de la
monarquía, la caridad del sacerdote, la confianza filial, el
abandonarse a los dioses de aquí abajo.
La ficción de este viejo mundo, la mentirosa leyenda que
tuvo siempre en los labios era colocar el amor en el lugar de la ley.
Si pudiera renacer este mundo torturado en nombre del
amor, explotado por la caridad, envilecido por la gracia,
renacería por la ley, la justicia y la equidad.
¡Blasfemia! Habían opuesto la gracia a la ley, el amor a la
justicia< ¡Cómo si la gracia injusta pudiera ser gracia; como si
estas cosas que la pequeñez humana divide no fuesen dos
aspectos de una misma cosa, la derecha y la izquierda de Dios!
Hicieron de la justicia una cosa negativa, que prohibe y
excluye; un muro para detener y un cuchillo para degollar<
No sabían que la justicia es el ojo de la Providencia. El amor,
ciego en los hombres, clarividente en Dios, ve por la justicia.
Mirada vital y fecunda. Hay una fuerza prolífica en la justicia
de Dios. Cuantas veces toca la tierra se siente esta dichosa y
crea. El sol y la aurora no son suficientes para fecundar; es
precisa la justicia. Cuando ella llega, llega la cosecha<
Cosechas de hombres y de pueblos van a brotar, a germinar y a
florecer bajo el sol de la igualdad.
Un día de justicia, uno solo al que llamamos la Revolución,
ha producido diez millones de hombres.
Mas ¡qué lejos aparece todavía en medio del siglo XVIII,
rechazada, imposible!< Pues ¿con qué la construiré? Todo está
acabado a mi alrededor. Para construir son necesarias piedras,
cal y cemento, y tengo las manos vacías. Los dos salvadores del
pueblo, el sacerdote y el rey, lo han perdido todo, hasta el
punto de que ya no sabemos qué utilizar para construir el
porvenir. Ni vida feudal ni vida municipal, ambas absorbidas
por la realeza. Ni tampoco vida religiosa, extinguida por el
clero. Y nada, ¡ah!, de leyendas locales ni tradiciones nacionales,
de estos dichosos prejuicios que constituyen toda la infancia de
los pueblos. Lo han destruido todo, hasta sus errores. Todo
desnudo y vacío. Todo en blanco. El porvenir escribirá lo que
pueda.
Espíritu puro, último habitante de este mundo destruido,
heredero universal de todos estos poderes extinguidos, ¿cómo
vas a instaurar lo único que hace vivir? ¿Cómo nos devolverás
la Justicia y la noción del derecho?
No ves aquí nada más que obstáculos, viejas ruinas que es
preciso demoler todavía, hacerlas polvo y pasar de lado. Nada
queda en pie, nada queda vivo. Por mucho que hagas tendrás al
menos el consuelo de no haber matado más que muertos.
El procedimiento del espíritu puro es el mismo de Dios; el
arte de Dios es su arte. Su construcción es demasiado armónica
por dentro para que por fuera lo parezca. No busquéis la
simetría de las líneas rígidas de vuestros edificios de piedra y
mármol. En un organismo vivo la annonía es de otra clase, está
ante todo en el fondo de los órganos.
Es preciso que este mundo nuevo tenga vida material;
démosle por comienzo, por primer sillar, la colosal Historia
Natural12; pongamos en orden la Naturaleza; para ella el orden
es la justicia.
Pero el orden es imposible todavía. De la naturaleza que
hierve y se anima, surge, como el cráter del Etna, un volcán
inmenso13. Toda ciencia y todo arte brillan, fulguran<
Concluida la erupción, queda una masa enorme, mezcla de
escoria y oro: la Enciclopedia.
He aquí las edades del mundo nuevo, dos días de la
creación. El orden falta, la unidad falta. Creemos el hombre,
unidad del mundo, que con él venga el orden y lo que
esperamos ansiosamente, la deseada luz de la Justicia divina.
El hombre aparece bajo tres figuras: Montesquieu, Voltaire
y Rousseau. Tres intérpretes de lo Iusto.
Falta la ley, busquémosla. Acaso la encontremos oculta en
algún rincón del globo. Acaso en un clima favorable a la
justicia, una tierra mejor que esta, produce el fruto de la
equidad. El viajero que va buscándola por todo el orbe es el
grandiosamente tranquilo Montesquieu. Pero la justicia huye
delante de él; es relativa y mudable; la ley para él es una
relación de las personas, de los hechos y las cosas, ley abstracta
y no vivificadora. No devolverá la salud a la vida14.
Montesquieu puede resignarse. Voltaire no. Voltaire es
aquel que sufre, que ha sentido todos los dolores de los
hombres que penan y los ha tomado para él, persiguiendo toda
iniquidad. Cuanto han hecho de mal en el mundo el fanatismo
y la tiranía, es a Voltaire a quien se lo han hecho. Mártir,
víctima universal, fue degollado en San Bartolomé, enterrado
vivo en las grutas del nuevo mundo, quemado en Sevilla,
sometido al Parlamento de Toulouse y condenado a la afrentosa
rueda con Calas< En estos sufrimientos llora y ríe; risa terrible
que destruye las bastillas de los tiranos y los templos de los
fariseos15.
Al mismo tiempo caen todas las barreras tras las que se
encerraban cada una de las iglesias que se llamaban a sí mismas
universales, mientras buscaban destruir a las demás. Todas
caen ante Voltaire para dejar paso a la iglesia humana, a la
iglesia católica, que las recibirá y las contendrá a todas en la
justicia y en la paz.
Voltaire es el testigo del derecho, su apóstol y su mártir. Ha
resuelto la vieja cuestión planteada en el origen del mundo.
¿Puede haber religión sin justicia, sin caridad?

VI

Montesquieu escribe, interpreta el derecho; Voltaire llora y grita


por el derecho. Y Rousseau lo funda16.
Hermoso momento aquel en que Rousseau sorprende a
Voltaire agobiado por una nueva desgracia: el desastre de
Lisboa. Voltaire, cegado por el llanto, no ve el cielo. Rousseau le
levanta, le consuela, le devuelve a Dios y sobre las ruinas del
mundo proclama la Providencia.
Más que Lisboa, es el mundo entero el que se deshace. La
Religión y el Estado, las costumbres y las leyes, todo perece<
¿Y la familia, dónde está? ¿Y el amor? ¿Y el niño, el porvenir?<
¡Oh! ¿Qué se puede pensar de un mundo donde el amor
maternal ha concluido?
Y eres tú, pobre obrero, ignorante, solo, abandonado,
despreciado por los filósofos, despreciado por los devotos; tú,
enfermo en pleno invierno, agonizando sobre la nieve, en tu
guarida sin techo de Montmorenci; tú, Rousseau, quien quieres
resistir solo, escribir (con la tinta que se hiela en la pluma),
reclamar contra la muerte.
¿Entonces eres tú con tu espineta y tu Adivino de la aldea, tú,
pobre músico, quien va a rehacer el mundo? Tenías un hilo de
voz, entusiasmo y una palabra sonora cuando llegaste a París,
rico en conocimientos de Pergolesi, de música y de esperanza.
Ha pasado mucho tiempo, medio siglo; eres viejo: todo ha
concluido< ¿Qué hablas de renacimiento, de renacimiento de
esta sociedad agonizante cuando tú mismo no puedes más?
Sí, era verdaderamente difícil, aun para un hombre menos
cruelmente maltratado por la suerte, sacar el pie de las arenas
movedizas, no caer en el abismo proftmdo donde todo se
corrompía.
¿Dónde encontró punto de apoyo el hombre fuerte que se
detuvo y se mantuvo firme?< Y todo se detuvo.
¿Dónde lo encontró, oh mundo deleznable, hombres
débiles o enfermos que lo preguntáis, hijos olvidadizos de
Rousseau y de la Revolución?
Lo encontró en aquello que vosotros habéis descuidado<
En su corazón. Sus sufrimientos le obligaron a leer allá en el
fondo y allí leyó lo que la Edad Media no pudo nunca leer: Un
Dios justo< Y aquello otro que ha dicho un glorioso discípulo
de Rousseau: “El derecho es el soberano del mundo”.
Estas magníficas palabras no han sido dichas hasta el final
del siglo; en la revelación está la fórmula profunda y sublime.
Rousseau lo ha dicho por boca de Mirabeau, pero la frase
no deja de pertenecer por eso al genio de Rousseau. Desde el
momento en que se separa de la falsa ciencia de su tiempo y de
aquella sociedad, no menos falsa, veis esta luz iluminar sus
escritos: el deber, el derecho.
Brilla con todo su esplendor, su dulce y fecunda potencia
en La profesión de fe del vicario saboyano. ¡Dios mismo sometido a
la justicia! ¡Dios sujeto del derecho! Digámoslo mejor: Dios y el
Derecho son idénticos.
Si Rousseau hubiera hablado en los términos de Mirabeau,
su palabra no habría producido efecto. Otros tiempos, otras
necesidades.
A un mundo dispuesto para obrar el día mismo de la
acción, Mirabeau decía: “El derecho es el soberano del mundo y
vosotros sois los sujetos del derecho”.
A un mundo dormido todavía, débil, inerte y sin empuje,
Rousseau debía decirle y decía: “La voluntad general es el
derecho y la razón”.
Vuestra voluntad es el derecho. ¡Levantaos, pues, esclavos!
“Vuestra voluntad colectiva es la Razón misma”. Dicho de
otro modo: sois Dios.
¿Y quién, sin creerse Dios, podría hacer grandes cosas?<
Es ese día cuando podéis, tranquilamente, cruzar el puente de
Arcole; es ese día cuando, en nombre del deber, uno se arranca
su más preciado bien, su corazón<
¡Seamos Dios! Lo imposible se torna posible y fácil<
Entonces transformar un mundo es poco; se puede crear de
nuevo.
Y he aquí cómo se explica, porque este débil suspiro
escapado del pecho de un hombre, esa dulce melodía nacida en
el corazón del pobre músico, nos hace resucitar.
Francia está removida hasta lo más hondo. Toda Europa ha
cambiado. La vasta Alemania tiembla sobre sus viejos
cimientos. Critican, pero obedecen< “Sentimentalismo puro”,
dicen pretendiendo sonreír, pero siguen nuestros pasos. Los
filósofos mismos, los que abstraen la quinta esencia, van, a
pesar suyo, detrás de la huella del pobre vicario saboyano.
¿Qué ha pasado? ¿Qué luz divina posee este hombre para
hacer un cambio tan grande? ¿Es la fuerza de una idea, de una
inspiración nueva, de una revelación de lo alto? Sí; ese hombre
ha tenido una revelación. Pero la novedad de las doctrinas no es
en este caso lo que más produce y crea. Hay en ello un
fenómeno más extraño, más misterioso, una influencia hasta
para aquellos que no leen, que no comprenderán jamás. No se
sabe de dónde viene esto, pero desde que esta palabra ardiente
ha sonado y se ha extendido por los aires, la temperatura ha
cambiado; es como si hubiera soplado un aliento cálido y
vivificador sobre el mundo; la tierra comienza a dar frutos que
no había producido jamás.
¿Qué es esto? ¿Queréis que os lo diga? Lo que turba y
entusiasma los corazones es un aire de juventud; he aquí por
qué todos ceden. En vano nos probaríais que aquella palabra es
poco expresiva o que es un sentimiento demasiado vulgar. Así
es la juventud, así son las pasiones. Y así fuimos nosotros; y si a
veces vemos allí las debilidades de nuestra edad juvenil, no
dejamos de sentir el encanto, dulce y amargo a la vez, del
tiempo que no volverá más.
Entusiasmo, melodía penetrante; he aquí la magia de
Rousseau. Su fuerza, tal como se presenta en Emilio y en El
contrato social, puede ser discutida, combatida. Pero por sus
Confesiones, sus Ensoñaciones, por su ternura y debilidad ha
vencido; todos hemos llorado.
Los caracteres extraños, hostiles, han podido rechazar la
luz, pero han sentido el calor. No escuchaban la palabra, pero la
música les subymgaba< Los dioses de la armonía profunda,
rivales de la tempestad, que cantaban desde el Rin a los Alpes,
han sentido también el encanto todopoderoso de la dulce
melodía, de la sencilla voz humana, del canto matinal entonado
por vez primera en la viña de Charmettes.
Esta fresca y encantadora voz se escucha cuando aquel
corazón tan tierno hace mucho tiempo que yace bajo tierra. Las
Confesiones que se publicaron después de la muerte de
Rousseau parecen un suspiro de la tumba. Vuelve al mundo,
resucita más potente, más admirado, más adorado que nunca.
Este milagro tiene algo de comím con el de su rival.
Voltaire< ¿Rival? No. ¿Enemigo? Tampoco< Que estén para
siempre sobre el mismo pedestal los dos apóstoles de la
humanidad17.
Voltaire, casi octogenario, enterrado en las nieves de los
Alpes, agotado por la edad y los trabajos, resucita también. El
gran pensamiento del siglo inaugurado por él, debe ser por él
clausurado; quien dio la primera nota debe concluir el hermoso
cántico del coro. ¡Glorioso siglo! Merece ser llamado para
siempre la edad heroica del espíritu. He aquí un anciano al
borde de la tumba que ha visto pasar a los demás,
Montesquieu, Diderot y Buffon; que ha presenciado el ruidoso
triunfo de Rousseau, tres libros en tres años< “Y la tierra
quedó en silencio<”. Voltaire no se desanima; lleno de vida y
joven, toma un nuevo camino< ¿Dónde está el anciano
Voltaire? Ha muerto. Pero una voz le ha despertado en su
tumba, la voz que le había hecho vivir: la voz de la humanidad.
Viejo atleta, ¡tú mereces la corona!< ¡Todavía eres el
vencedor de los vencedores! Durante un siglo, en todos los
combates, sin preocuparte del ejército ni de la doctrina
enemiga, has luchado sin volver el rostro jamás por un interés,
por una causa; por la humanidad santa< ¡Y te han llamado
escéptico<! ¡Y te han acusado de voluble!< ¡Y han creído
sorprenderte en contradicciones aparentes de una palabra
movible que sirvió siempre al mismo pensamiento!
Tu fe tendrá por remate la obra misma de la fe. Los demás
invocaron la justicia: tú la has hecho; tus palabras son actos,
realidades. Tú defendiste a Calas y a La Barre; tú salvaste a
Sirven; tú hiciste pedazos el patíbulo de los protestantes.
Venciste para la libertad religiosa, y antes bien, para la libertad
civil, consiguiendo, como abogado de los últimos siervos, la
reforma de nuestros bárbaros procedimientos, de nuestras leyes
criminales, más criminales que el crimen mismo.
Todo esto es que la Revolución comienza. Tú la has hecho y
la ves< Para recompensa tuya, mira: hela aquí, ya hecha.
Ahora puedes dormir tranquilo; tu indestructible fe ha servido
aquí abajo de punto de partida antes de que viésemos la tierra
santa.

VII

Cuando estos dos hombres murieron, la Revolución estaba ya


hecha en la alta región de los espíritus.
A sus hijos, legítimos e ilegítimos, correspondía difundirla,
divulgarla de cien modos distintos; unos con verbosa
elocuencia, otros en ardiente sátira, alguno fundiendo las
medallas de bronce que corren de mano en mano. Los
Mirabeau, los Beaumarchais, los Raynal, los Mably, los Sieyès
quieren hacer su obra también.
La Revolución está en marcha, llevando siempre a la cabeza
a Rousseau y a Voltaire. Los reyes mismos la siguen; los
Federicos, las Catalinas, los Josés, los Leopoldos, son la corte de
los dos jefes del siglo< ¡Reinad, grandes hombres, verdaderos
reyes del mundo, reinad, oh, reyes míos!<
Todos parecen convertidos; todos quieren la Revolución;
cada uno, es verdad, la quiere no para él, pero sí para los
demás. La nobleza la haría voluntariamente contra el clero; el
clero contra la nobleza.
Turgot, ministro de hacienda, es la prueba de todos ellos;
les llama y les pregunta si verdaderamente tienen propósito de
enmendarse. Todos responden lo mismo: “No< ¡Que se haga
lo que se deba hacer!”.
Entretanto, veo la Revolución en todas partes, incluso en
Versalles. Todos la admiten hasta un límite que no les alcance:
Luis XVI hasta los planes de Fénelon y del duque de Borgoña;
el conde de Artois hasta Fígaro; obliga al rey a que deje de
representar el terrible drama. La reina quiere la Revolución en
su mismo palacio, al menos para los advenedizos; esta reina, sin
prejuicios, despide a sus grandes damas por conservar a su
hermosa amiga, madame de Polignac.
Necker, el hacedor de empréstitos, los mata él mismo,
publicando la miseria de la monarquía. Revolucionario a través
de la publicidad, cree serlo por aquellas pequeñas asambleas
provinciales, donde los privilegiados dirán lo que había que
quitar a los privilegiados.
Le sucede el espiritual Calonne, que no pudiendo salvar el
Tesoro Público, sometiendo a los privilegiados se decide a
acusarlos, entregándolos al odio del pueblo.
Y así hizo la revolución contra los notables. Loménie, cura
filósofo, la hace contra los parlamentos.
Calonne pronunció una frase admirable, cuando
declarando el déficit, muestra el abismo que se abría: “¿Qué
falta para colmarlo? Los abusos”.
Esto era claro para todos y lo único que no lo fue menos era
saber si Calonne no hablaba en nombre del primero de los abusos,
del que era fundamento y clave del triste edificio< En dos
palabras; ¿la realeza es el soporte o el remedio de estos abusos
denunciados por el ministro del rey?
Era evidente que el clero era un abuso y un abuso la
nobleza.
El privilegio del clero ftmdado en la enseñanza y en el
ejemplo que daba al pueblo, había venido a ser un
contrasentido. Nadie tenía menos fe. En su última asamblea se
alborota para conseguir que se castigue a los filósofos, y para
pedir esto designa a un ateo y a un escéptico, a Loméníe y a
Talleyrand.
Del mismo modo el privilegio de la nobleza era otro
contrasentido. No pagaba tributos porque pagaba su espada.
Estaba encargada de la leva de vasallos que constituían un
ejército indisciplinado y que fue llamado por última vez en
1674. Siguió siendo la ímica en dar oficiales al ejército, cerrando
el paso a los demás en la carrera, haciendo imposible la creación
de un verdadero ejército. El ejército civil, la administración, la
burocracia fueron invadidas por la nobleza. El ejército
eclesiástico, en sus altas esferas, se proveía con nobles también.
Los que hacían profesión de vivir noblemente, es decir, de no
hacer nada, estaban encargados de hacerlo todo. Y, claro es,
nada se hacía.
El clero y la nobleza eran un peso para la tierra, la
maldición del país, una mala hierba que era preciso cortar. Eso
saltaba a la vista de todos.
La única cuestión oscura era la de la realeza; cuestión no de
pura forma, como tantas veces se ha repetido, sino de fondo;
cuestión intima más viva y palpitante que ninguna otra en
Francia; cuestión, no de política solamente, sino de amor, de
religión. Ningún pueblo ha amado tanto a sus reyes.
Los ojos del pueblo que se abrieron bajo Luis XV volvieron
a cerrarse con Luis XVI; la cuestión se oscurece más. La
esperanza del pueblo se concentra una vez más en la realeza.
Turgot espera, Voltaire espera< Aquel pobre rey, tan mal
nacido, tan mal educado, hubiera querido poder hacerlo bien.
Luchó consigo mismo, pero sus prejuicios de nacimiento y de
educación, sus virtudes mismas de familia le llevaron a la ruina.
¡Triste problema históricol< Los justos le disculparon y, sin
embargo, ellos mismos le condenaron< La duplicidad, las
restricciones mentales (poco sorprendentes, sin duda, en el
discípulo del partido jesuita), esas fueron sus faltas y luego su
crimen, el que le llevó a la muerte, su llamada al extranjero< A
pesar de ello no puede olvidarse que fue mucho tiempo
enemigo de Austria, enemigo de Inglaterra, que tuvo verdadera
pasión por el engrandecimiento de la marina, que fundó
Cherbourg a dieciocho leguas de Portsmouth, que ayudó a
dividir Inglaterra en dos, creando una Inglaterra contra
Inglaterra. Aquella lágrima que Carnot derramó firmando su
sentencia, permanece en la historia. La historia y la justicia, al
juzgarle, lloraron.
Cada día son mayores sus sufrimientos. No es este el lugar
en que debo contar estas cosas. Baste decir que el mejor fue el
último —¡gran lección de la Providencia!—, como si fuese
necesario que todos se convencieran de que el mal estaba más
que en el hombre en la institución misma; y así, más que el
juicio del rey la Revolución hizo el juicio de la antigua realeza.
Esta religión ha concluido. Luis XV o Luis XVI, infame u
honrado, el Dios no es por ello menos hombre; si no por vicio,
por virtud, por bondad débil. Incapaz de rechazar peticiones,
de resistir, cada día inmolaba el pueblo al pueblo de los
cortesanos, y como el Dios de los sacerdotes, dañando a la
multitud, salvaba a sus elegidos.
Ya lo hemos dicho: la religión de la gracia, hecha para los
elegidos, y el gobierno de la gracia, en manos de favoritos, son
dos hechos totalmente análogos. La mendicidad privilegiada,
ya sea repugnante y monástica o dorada como en Versalles, es
siempre mendicidad. Dos poderes patemales; la paternidad
eclesiástica caracterizada por la Inquisición y la paternidad
monárquica por el Libro Rojo y la Bastilla.

VIII
El Libro Rojo

Cuando la reina Ana de Austria se encontró regente, no hubo


—según el testimonio del cardenal de Retz— más que estas
palabras en las bocas: “¡La reina es tan buenal”.
Aquel día se detuvo el progreso en Francia, y el
perfeccionamiento de las clases inferiores que, a pesar de la
dura administración de Richelieu, adquirían gran impulso,
quedó anulado. ¿Por qué? Porque “la reina era buena”. Colma
de favores a la multitud brillante que se presenta en su palacio;
toda la nobleza de provincias, que con Richelieu había huido de
la corte, vuelve, pide, obtiene, toma; cuando menos, todos
exigían exención de impuestos. El labriego que había podido
llegar a comprar algunos pedazos de terruño es el único que
paga, todo cae sobre él, no puede soportar los impuestos y se ve
obligado a vender, se convierte en arrendatario, en jornalero
después y en criado.
Luis XIV comienza siendo duro; nada de exención de
impuestos; Colbert suprime 40.000 exceptuados. El país
prospera. Pero Luis XIV también se vuelve bueno y cada día
aumentan las prerrogativas de la “pobre nobleza”, todo para
ella: grados, puestos, pensiones, beneficios y Saint-Cyr para las
señoritas nobles< La nobleza está floreciente; Francia en la
ruina.
Luis XVI es duro, gruñón y niega cuanto piden; los
cortesanos se quejan amargamente de su rudeza, de sus
desplantes groseros. Es que tiene un mal ministro, el inflexible
Turgot; es porque desgraciadamente, la reina no tiene aún
influencia sobre él. En 1778 el rey acaba por ceder; la reacción
de la naturaleza produce su efecto poderosamente en favor de
la reina; él no le niega ya nada ni a su hermano. Es nombrado
interventor general el hombre más amable de Francia; Calonne,
que pone tanta gracia y donaire en dar, como en negar sus
antecesores. “Señora —dice a la reina—, si es posible, está
hecho. ¿Que es imposible? Se hará también”.
La reina compra Saint-Cloud; el rey, tan económico hasta
entonces, se deja arrastrar y compra Rambouillet. ¿Quién dirá
que todo esto es obra de Diane de Polignac que, dirigiendo
hábilmente a la Iules de Polignac, saca mucho dinero? La
Revolución lo desquicia todo; arranca duramente el gracioso
velo que cubría la ruina pública. El velo arrancado deja ver el
tonel sin fondo de las Danaidas. El monstruoso negocio de Puy
Paulin y de Fenestrange, los millones tirados entre la deuda y la
bancarrota, arrojados por una mujer insensata en el delantal de
otra mujer, era mucho más grave de lo que la sátira había dicho.
Se ríe, pero se ríe de horror.
El inflexible informador del Comité de Hacienda reveló a la
Asamblea un misterio que nadie sabía: “Para los gastos del rey,
él es el único ordenador”.
La única medida en los gastos era la bondad del rey.
Demasiado sensible para negar, para afligir a los que le
suplicaban, resultaba esclavo de todos. Al menor intento de
economía por su parte, se mostraban entristecidos, se le ponía
mala cara y debía rendirse. Algunos eran más osados y llegaban
a gritar alto y fuerte. De Coigny (primer o segundo amante de
la reina por orden de fecha) se negó a que le mermaran parte de
uno de los varios beneficios enormes que cobraba. Vio al rey y
le gritó enfurecido. El rey se encogió de hombros y no contestó.
Aquella noche dijo el rey: “Verdaderamente, si hubiera querido
pegarme le hubiese dejado”.
No hay familia noble que sufra una pérdida, ni madre
ilustre en vísperas de casar a un hijo o una hija que no saque
dinero del rey: “Estas grandes familias contribuyen al brillo de
la monarquía, dan esplendor al trono, etc., etc.”. El rey firma
tristemente y copia en su Libro Rojo: “A Madame<, 500.000
libras”. La señora iba al ministro: “Yo no tengo dinero, señora”.
Ella insiste, amenaza, puede perjudicarle, tiene influencia cerca
de la reina. El ministro acaba por encontrar el dinero< Como
hizo Loménie, todos se ven obligados a aumentar los tributos
de los pequeños rentistas, que mueren de hambre, si quieren, o
a tomar los fondos de beneficencia y calamidades, y si fuera
preciso robarían las cajas de los hospitales.
Francia está en buenas manos. Todo va bien. Un rey tan
bueno, una reina tan amable< La única dificultad es que,
independientemente de los pobres privilegiados que están en
Versalles, hay otra clase no menos noble y numerosa, los pobres
privilegiados de las provincias que no tienen nada, ni reciben
nada, según dicen, y gritan y protestan< Comenzaron la
Revolución antes que el pueblo.
A propósito< hay un pueblo. Entre estos pobres
aforttmados y estos pobres olvidados, todos con fortuna, nos
habíamos olvidado del pueblo.
¡Ah!, el pueblo mira a los grandes propietarios hechos
señores. Las cosas han cambiado. Antes los financieros eran
duros. Hoy todos son ñlántropos, dulces, amables, magníficos.
En una mano traen el hambre, es verdad; pero con la otra
reparten alimentos. Lanzan millones de hombres a la
mendicidad, pero hacen limosnas. Construyen hospitales y los
llenan.
“Persépolis, dice Voltaire en uno de sus cuentos, tiene
treinta reyes de los negocios, que sacan millones al pueblo, de
los que reintegran alguna parte al rey. Del impuesto territorial,
que producía ciento veinte millones, la administración general
guardaba sesenta y se dignaba dejar al rey cincuenta o sesenta”.
La cobranza era una guerra organizada; dejaba caer contra
los contribuyentes un ejército de doscientos mil hambrientos.
Estas langostas lo arrasaban todo. Para sacar algún jugo de un
pueblo así devorado, se hicieron leyes crueles, con una
penalidad terrible, las galeras, la horca, la rueda. Los
cobradores estaban autorizados a tomar las armas; mataban y
eran juzgados por un tribunal especial de la misma
administración que los absolvía.
Lo más chocante del sistema era la bondad, la facilidad del
rey y de los grandes propietarios; de una parte el rey y de la
otra los treinta reyes del dinero, daban o vendían la exención de
los impuestos; el rey hacía nobles; los grandes propietarios
creaban arrendatarios fingidos que estaban exceptuados
también. Así el fisco trabajaba contra sí mismo. Al mismo
tiempo que aumentaba la tributación, disminuía el número de
los que pagaban; el peso, agobiando cada vez menos espaldas,
era insoportable.
Los dos órdenes privilegiados pagaban lo que les parecía:
el clero un donativo voluntario pequeñísimo; la nobleza
contribuía por ciertos derechos, pero según lo que se le antojaba
declarar; los agentes del fisco, sombrero en mano, anotaban sin
registro ni inspección alguna. El vecino pagaría más.
Si fuese por derecho de conquista, por tiranía de un señor
por lo que aquel pueblo perecía, podría resignarse. ¡Perecía por
bondad! Podría soportar tal vez la dureza de un Richelieu; pero
¿cómo soportar la bondad de un Loménie y de un Calonne, la
sensibilidad de los estadistas y financieros, la filantropía de los
grandes propietarios?
¡Sufrir, morir en buena hora!; pero sufrir por elección,
morir por lo arbitrario, de suerte que la gracia para uno sea la
muerte y la ruina para el otro, ¡es demasiado, oh, es demasiado!
Hombres sensibles que lloráis los males de la Revolución
(con mucha razón, sin duda): derramad aquí algunas lágrimas
por los males que la precedieron.
Venid a ver, os lo ruego, a este pueblo tendido en tierra,
pobre Job, entre sus falsos amigos, sus patrones, sus famosos
salvadores, el clero, la nobleza y la realeza. Ved la dolorosa
mirada que dirige al rey sin hablarle. Y esta mirada que dice:
“¡Oh, rey, del que yo había hecho mi divinidad, al que
había levantado un altar y a quien imploraba antes que al
mismo Dios; a quien desde el fondo de la muerte he pedido
tanto mi salvación, vos mi esperanza, vos mi amorl, ¿por qué no
me habéis escuchado?”.

IX
La Bastilla

El médico de Luis XV y de madame de Pompadour, el ilustre


Quesnay, que ocupaba una habitación en el palacio de
Versalles, vio un día entrar al rey de improviso y se turbó. La
espiritual ayuda de cámara, madame de Hausset, que tan
curiosas memorias ha dejado escritas, le preguntó por qué se
desconcertaba de aquel modo. “Señora, respondió el médico,
cuando veo al rey me digo: He aquí a un hombre que puede
hacerme cortar la cabeza”. “¡Oh, dijo ella, el rey es demasiado
bueno!”.
Aquella mujer resumía en dos palabras todas las garantías
de la monarquía.
El rey era demasiado bueno para hacer cortar la cabeza a
un hombre; además, eso no estaba en las costumbres. Pero, con
una sola palabra podía hacerle entrar en la Bastilla y olvidarle.
Queda por saber si vale más la pena morir de un golpe, que
perecer lentamente en treinta o cuarenta años.
Había en Francia una veintena de bastillas, de las que seis
solamente en 1775, encerraban trescientos prisioneros. En París,
en 1779 había treinta prisiones donde se podía estar encerrado
sin haber sido sometido a juicio.
Todas estas prisiones de Estado fueron a fines del reinado
de Luis XIV gobernadas, como todo lo demás, por los jesuitas.
En sus manos fueron instrumentos de suplicio para los
protestantes y los jansenístas, antros de conversión. Un secreto
mucho más profundo que el de las cárceles de Venecia, olvido
de tumba, lo envolvía todo. Los jesuitas eran confesores de la
Bastilla y de las demás cárceles; los prisioneros muertos eran
enterrados con nombres falsos en las iglesias de los jesuitas.
Todos los procedimientos de terror estaban en sus manos,
espedalmente el encierro subterráneo, del que se salía casi
siempre con las orejas y las narices roídas por las ratas< No
solamente el terror, sino la seducción también< tan poderosos
ambos medios para los pobres prisioneros. El capellán, para
hacer más eficaz la gracia, apelaba a la cocina, mataba el
hambre o alimentaba bien a los prisioneros, según resistían o se
entregaban. Se cita una prisión de Estado donde los carceleros y
los jesuitas alternaban con las prisioneras, haciéndoles tener
hijos. Una prefirió estrangularse.
El jefe de la policía iba de vez en cuando a almorzar a la
Bastilla. Esta fisita era la vigilancia del magistrado, pero este no
se enteraba de nada y', sin embargo, era él quien únicamente
informaba al ministro. Una familia, una dinastía, Châteauneuf y
su hijo la Vrillière y su nieto SaintFlorentin (muerto en 1777),
desempeñaron durante un siglo el departamento de las
prisiones del Estado. Para que esta dinastía subsistiera era
preciso que hubiese prisioneros; cuando los protestantes
alcanzaron la libertad se encarceló a los jansenistas; después a
los literatos, a los filósofos, los Voltaire, los Fréret, los Diderot.
El ministro generosamente daba órdenes de prisión en blanco a
los intendentes, a los obispos, a las personas influyentes.
Solamente Saint-Florentin regaló cincuenta mil. Jamás se fue
más pródigo del tesoro humano, de la libertad. Estas órdenes
de prisión eran motivo de un poderoso tráfico; se vendían a los
padres que querían encerrar a sus hijos y se regalaban a las
mujeres guapas que querían deshacerse de sus maridos. Esta
última causa de reclusión era la más frecuente.
Y todo esto por bondad. El rey era demasiado bueno para
negar una orden de prisión a un gran señor o a una alta dama.
El intendente era demasiado amable también para negarse a
estas peticiones. Los empleados del ministerio, los señores que
los colocaron y los amigos de los empleados y de los señores
por obligación, por gratitud, por simple favor obtenían, daban y
prestaban estas órdenes terribles con las que se enterraban
vivos. Enterrado el pobre diablo, porque tal era la incuria, la
ligereza y abandono de aquellos amables empleados del
ministerio, nobles casi todos, gentes de sociedad, muy
ocupados en sus placeres, podía olvidarse de la vida.
Así, el Gobierno de la gracia, con todas sus ventajas,
descendiendo desde el rey al último empleado de la oficina,
disponía a capricho de la libertad y la vida.
Es necesario comprender bien el sistema.
¿Por qué da tales resultados? ¿Qué tiene para que todo se le
rinda? Tiene la gracia de Dios. Tiene la gracia del rey.
El que está en desgracia, en este mundo de la gracia
atraviesa el mundo< perseguido, castigado, maldito.
La Bastilla, la orden de prisión es la excomunión del rey.
¿La excomunión mata? No. Para matar hace falta una
decisión del rey, una resolución penosa, que mortificaría al
mismo rey, porque se celebraría un juicio entre él y su
conciencia. Dispensémosle de juzgar, de matar. Hay un medio
entre la vida y la muerte; una vida muerta, enterrada.
Organicemos un mundo expresamente para el olvido.
Pongamos la mentira en las puertas, dentro en los alrededores,
y así la vida y la muerte permanecerán en la incertidumbre<
“¿Y mi mujer? —Tu mujer ha muerto< digo, no< se ha vuelto
a casar< —¿Y mis amigos, viven? ¿Se acuerdan de mí?< —
¿Tus amigos, eh? Necio, ellos fueron los que te traicionaron<”.
Así el alma del miserable, entregada a estos juegos feroces, se
alimenta de desesperaciones, de rabia y de mentiras.
¡Olvidado! Palabra terrible. ¿Quien fue hecho por Dios para
la vida, no tenía cuando menos, el derecho a vivir con el
pensamiento? ¿Quién se atreverá sobre la tierra a dar al hombre
más culpable esta muerte, más horrible que cualquier otra,
matarle en la memoria de los seres que ama?
¡No lo creáis! Nada queda olvidado en este mundo; ningún
hombre, ninguna cosa. Lo que ha sido una vez no se borra
fácilmente< Los muros mismos no olvidarán, el suelo será
cómplice, el techo dejará pasar los sonidos, los rumores, el aire
los esparcirá por el mundo. Desde la puerta de Saint-Antoine se
ha visto, se ha oído< ¿Qué digo? La Bastilla será derruida.
Sobre los muros hay escrito un himno entonado por una
víctima en gloria de un carcelero compasivo, bienhechor suyo<
¡Pobre agradecidol< Aquel Lázaro, bárbaramente abandonado,
comido por gusanos en su tumba, recibió del carcelero una
camisa<
Mientras escribo estas líneas, una montaña, una Bastilla
agobia mi pecho. ¿Por qué me detengo tanto tiempo hablando
de las prisiones demolidas, de los infortunados librados de las
garras de la muerte?< El mundo está cubierto de prisiones
desde Spielberg a Siberia, desde Spandau a Mont-Saint-Michel.
El mundo es una prisión.
Vasto silencio del globo, sollozantes gemidos de la tierra
muda, os escucho demasiado< El espíritu cautivo que se
esconde en las especies inferiores, que sueña en el mundo
bárbaro de África y Asia, piensa y sufre en nuestra Europa.
Acaso no habla en Francia, a pesar de sus grilletes. Pero aquí el
genio de la tierra encuentra una voz. El mundo piensa; Francia
habla.
Y justamente por esto, la Bastilla de París, la prisión del
pensamiento, fue entre todas las cárceles execrables, infame y
maldita. En los últimos siglos, París era ya la voz del globo. El
planeta se hacía oír en la voz de tres hombres: Voltaire, Jean-
Jacques y Montesquieu. Que los intérpretes del mundo tengan
siempre suspendida sobre su cabeza la indigna amenaza, que se
intente cerrar la estrecha abertura por donde el género humano
puede exhalar sus lamentos, ¿es demasiado?
Nuestros padres asaltaron la Bastilla, arrancaron piedra a
piedra todas las de la inmensa mole con sus manos
ensangrentadas y las arrojaron muy lejos. Las tomaron
enseguida, y dándoles otra forma para que no volvieran a ser
empleadas contra el pueblo, construyeron con ellas el puente de
la Revolución<
Todas las prisiones se habían ido haciendo más tolerables.
La Bastilla se había endurecido. De reinado en reinado
disminuía lo que llamaban los carceleros irónicamente “las
libertades de la Bastilla”. Poco a poco se tapiaban las ventanas o
se les agregaban rejas. En tiempos de Luis XVI se quitó el jardín
y se suprimieron los paseos de que gozaban los reclusos dando
vueltas, unos detrás de otros, estrechamente vigilados. En esta
época dos cosas contribuyeron a aumentar la irritación: las
memorias de Linguet, que revelaron la innoble ferocidad
interior, y más decisivamente, la historia de Latude, no escrita,
no impresa, circulando misteriosamente, pasando de boca en
boca.
A mí al menos, me causaron un efecto profundo, cruel, las
cartas del prisionero. Enemigo declarado de la barbarie de las
penas perpetuas, pedí a Dios, en aquel momento, un infiemo
para los tiranos.
¡Ah, Sartine! ¡Ah, madame de Pompadour, con qué peso os
habéis agobiado! Cómo se ve en esta historia de qué modo, una
vez en la injusticia, se camina rápidamente de mal en peor, de
la misma manera que el terror que va del tirano al esclavo,
vuelve al tirano. Habiendo sido detenido aquel desventurado,
sin juicio previo, por una falta ligera, la Pompadour y Sartine
influyeron contra él, y una piedra eterna, cubriendo la entrada
de su prisión, le lanzó en el infierno del silencio.
Y esto no puede tolerarse. Aquella piedra se mueve, se
levanta< y detrás de ella sale una voz baja, profunda, terrible<
un doloroso lamento< un sollozo de fuego. En 1781 Sartine
siente el castigo< En 1784 el rey mismo es afrentado. .. En 1789
el pueblo lo sabe todo, lo ve todo, hasta la escala por donde se
fuga el prisionero< En 1793 la familia Sartine sube a la
guillotina.
Para desgracia de los tiranos, resultó que habían encerrado
en vez de a un prisionero abatido, a un hombre ardiente y
terrible que nada podía domar, cuya voz atravesaba los muros
y cuyo espíritu y audacia eran invencibles. Cuerpo de hierro,
indestructible, que debía pasar por todas las prisiones, la
Bastilla, Vincennes y Charenton y finalmente los horrores de
Bicêtre, donde cualquier otro hubiera perecido.
Y la acusación se agrava, porque este hombre, dos veces
escapado de sus prisiones, se entrega él mismo otras dos. Una
de ellas escribió a madame de Pompadour, quien le hace
prender nuevamente< Pues qué, ¿la alcoba de un rey no es un
lugar sagrado?
Desgraciadamente me veo obligado a decir que en aquella
sociedad de molicie, débil, caduca, aquel preso portentoso
conmovió a filántropos, ministros, magistrados y grandes
señores; todos se lamentaron, pero ninguno hizo nada. Llora
Malesherbes y de Gourgues y Lamoignon y Rohan; todos
lloraron lágrimas candentes pero infecundas.
Entretanto, asfixiándose en la pestilencia de sus propios
excrementos, encerrado bajo tierra en Bicêtre, rugiendo de
hambre, continúa en titánica lucha. Había dirigido un memorial
a no sé qué filántropo, valiéndose para ello de un carcelero
borracho. Afortunadamente este pierde el documento, que
encuentra una mujer en medio de la calle. Lo lee y tiembla
indignada. No llora, pero comienza a trabajar.
Madame Legros era una pobre mercerita que vivía de su
trabajo cosiendo en su tienda; su marido daba lecciones de latín
a domicilio. No temió mezclarse en este terrible asunto. Con un
asombroso buen sentido vio lo que los demás no veían o no
querían ver, que el desgraciado prisionero no estaba loco, sino
que era víctima de una horrible necesidad de ese gobierno,
obligado a encubrir, a continuar con la infamia sus antiguas
faltas. Vio esto claro y no desmayó ni se asustó un momento.
No hay heroísmo más completo; tuvo audacia para emprender,
fuerza para perseverar, obstinación en el sacrificio de cada día y
cada hora, valor para despreciar las amenazas, sagacidad y toda
suerte de santas habilidades para alejar y destruir las calumnias
de los tiranos.
Tres años, día por día, persiguió su objeto con una
constancia jamás vista en el bien, poniendo en el
esclarecimiento del derecho y la justicia aquel raro afán del
cazador o el jugador, el que todos solemos poner en la
satisfacción de las malas pasiones.
Le sobrevienen toda clase de desventuras, pero no
abandona su empresa. Mueren su padre y su madre, pierde su
tiendecita, sus parientes sospechan de ella y la acusan
cruelmente. Le preguntan si es la querida del preso que
defiende con tanto ahínco. ¡Querida de aquella sombra, de
aquel cadáver devorado por la sarna y los piojos!
¡La tentación de las tentaciones, el colmo, el dolor más
grande de su calvario son las quejas, las injusticias, las
desconfianzas de aquel por quien hace este sacrificio!
Hermoso espectáculo el de esta mujer, pobre, mal vestida,
que va de puerta en puerta, acechando los descuidos de los
porteros para entrar en los palacetes, defender su causa ante los
grandes y pedirles su apoyo.
La policía se estremece, se indigna. Madame Legros puede
ser detenida de un momento a otro, encerrada, perdida
parasiempre; todos se lo advierten. El jefe de policía le llama y
le amenaza. Permanece inmutable, firme. Es a él a quien hace
temblar.
Por fortuna, se le ofrece el apoyo de madame de Duchesne,
dama de servicio en palacio. Marcha a Versalles, a pie, en pleno
invierno, estando embarazada de siete meses< La protectora
está ausente; corre tras ella, sufre una torcedura, pero no por
eso corre menos< Madame de Duchesne llora mucho, pero,
¿qué puede hacer? Una dama de servicio contra dos o tres
ministros; la partida es difícil. Tenía en la mano la súplica y un
abate de la corte que está presente se lo arranca de las manos,
diciéndole que se trata de un miserable, de un incorregible del
que no se debe volver a acordar.
Bastó una frase parecida para helar a María Antonieta, a
quien habían hablado. Estaba conmovida. Se bromeó. Todo
concluyó.
Seguramente no había en toda Francia hombre mejor que el
rey. Acabaron por apelar a él. El cardenal de Rohan (un
licencioso, pero algo caritativo) habló tres veces a Luis XVI,
quien las tres se negó a acceder. Luis XVI era demasiado bueno
como para no creer en Sartine. No estaba éste ahora en ningún
alto puesto, pero no era esa razón bastante para deshonrarlo y
entregarle a sus enemigos. Sartine aparte, preciso es decirlo,
Luis XVI amaba la Bastilla; no quería en ella debilidades para
que no mermara su reputación.
El rey era muy humano. Había suprimido los calabozos de
Châtelet, había suprimido Vincennes y creado la Force para los
prisioneros por deudas, separándolos de los ladrones.
Pero, ¡la Bastilla! ¡La Bastilla! Era esta un viejo servidor al
que no debía maltratar la monarquía. Era un sistema de terror.
Era como dice Tácito: “Instrumentum regni”.
Cuando el conde de Artois y la reina, queriendo conseguir
que Fígaro se representara, le leyeron la obra, el rey dijo como
única respuesta: “ ¡Sería preciso, entonces, suprimir la Bastilla!”.
Cuando se hizo en París la revolución de julio de 1789, el
rey, bastante intranquilo, pareció tomar su partido. Pero
cuando le dijeron que el Ayimtamiento de París había acordado
la demolición de la Bastilla, recibió un golpe mortal. “¡Ah! —
dijo— ¡Es demasiado!”.
En 1781 no podía el rey recibir una petición que
comprometiera la Bastilla. Echó para atrás la que Rohan le
presentó a favor de Latude. Algumas damas de alto rango
insistieron. Entonces hizo concienzudamente un examen del
asunto, leyó todos los papeles; como no había más documentos
que los de la policía y los de gente interesada en tener
encarcelada a la víctima hasta su muerte, respondió el rey
definitivamente que se trataba de un hombre peligroso, al que
no devolvería la libertad jamás.
¡Jamás! Pues bien, lo que no se haga por el rey, se hará a
pesar del rey. Madame Legros persiste. La acogen los Condé,
siempre descontentos y gruñones; la acoge el joven duque de
Orleáns, su sensible esposa, la hija del buen Penthièvre, la
acogen los filósofos, el marqués de Condorcet, secretario
perpetuo de la Academia de Ciencias, Dupaty, Villette, casi
yernos de Voltaire, etc., etc.
La opinión va creciendo; la onda va ensanchándose. Necker
había expulsado a Sartine; su amigo y sucesor Lenoir había
caído también< La perseverancia será pronto coronada. Latude
se obstina en vivir y madame Legros se obstina en librar a
Latude.
El amigo de la reina, Breteuil, llega en 1783 y quiere
conseguir que todos la adoren. Permite a la Academia dar el
premio de virtud a madame Legros, coronarla< con la
condición singular de que no se diga el motivo.
Después, en 1784, se arranca a Luis XVI la libertad de
Latude. Y algunas semanas después se publica una orden
prohibiendo a los intendentes encerrar a nadie, a petición de
sus familias, sin razón bien fundamentada e indicando el tiempo
preciso de la detención requerida, etc. Es decir, que se desvelaba
la profundidad del monstruoso abismo en que Francia había
estado sumida. El pueblo sabía ya bastante, pero el gobierno lo
confesaba todo.
Desde el sacerdote al rey, desde la Inquisición a la Bastilla,
el camino es directo pero largo. ¡Santa, santa Revolución,
cuanto tardáis en llegar!< ¡Yo que os esperaba hace mil años,
en la grieta de la Edad Media, todavía os esperol< ¡Qué
lentamente pasa el tiempo! ¡Cuento las horas!< ¿Llegaréis
alguna vez?
En 1784 dice Mably: “¡Ah, todo ha concluido; hemos caído
muy hondo; las costumbres se han debilitado! ¡Jamás, oh, nunca
jamás vendrá la Revolución!”.
Hombres de poca fe, ¿no veis que mientras el espíritu de la
Revolución esté entre vosotros, filósofos, oradores, sofistas, no
puede hacer nada? Gracias a Dios, está por todas partes, en el
pueblo, en las mujeres< Ahí está esa mujer, que por su
voluntad perseverante, indomable, abre las prisiones del
Estado; ella, antes que nadie, ha tomado la Bastilla< El día en
que la libertad, la razón, abandonen los razonamientos y aniden
en la naturaleza, en el corazón (y el corazón del corazón es la
mujer) todo habrá concluido; todo lo artificial será destruido<
Rousseau, te comprendemos. Cuánta razón tenías cuando
decías: “¡Volvamos a la Naturaleza!”.
Una mujer se bate en la Bastilla. Las mujeres hacen el 5 de
octubre. Desde febrero de 1789 leo con entemecimiento la
valiente carta de las mujeres casadas y solteras de Angers: “Tras
la lectura de las órdenes de los señores de la juventud
declaramos que nos unimos a la nación, reservándonos el
cuidado de los bagajes, provisiones, consuelos y demás
servicios que puedan depender de nosotras; antes pereceremos
que abandonar a nuestros esposos, amantes, hijos y hermanos.
¡Oh, Francia, estás salvadal ¡Oh, mundo, estás redimido!<
¡Vuelvo a divisar en el cielo la ráfaga luminosa de Juana de
Arco, que durante tanto tiempo he esperadol< ¡Qué importa
que haya pasado de ser una muchacha a un varón joven,
Hoche, Marceau, Jourbert o Kleber!
Gran época, momento sublime en que los más guerreros de
los hombres son los hombres de paz; en que el derecho, tanto
tiempo implorado, aparece al fin; en que la Gracia, en nombre
de la que la tiranía nos aplasta, se presenta concordante,
idéntica a la justicia.
¿Qué es el antiguo régimen, el rey, el sacerdote, en la vieja
monarquía? La tiranía en nombre de la Gracia.
¿Qué es la Revolución? La reacción de la equidad, el
advenimiento tardío de la Justicia eterna.
Justicia, madre mía; derecho, padre mío: formáis con Dios
un solo ser<
Porque yo, uno de la multitud, uno de aquellos diez
millones de hombres que sin la Revolución no hubieran nacido,
¿de quién sino de vosotros me proclamaré heredero?<
Perdonadme, ¡oh, Justicia!; os creía austera y dura, sin
comprender que sois la Gracia y el Amor mismos< Por esto era
débil con la Edad Media, que repetía esta palabra del amor sin
hacer obras del Amor.
Hoy, reconcentrado en mí mismo, con el corazón más
ardiente que nunca, te comprendo entera, hermosa justicia de
Dios<
Tú eres verdaderamente el Amor; eres idéntica a la
Gracia<
Y como tú eres la Justicia, tú me sostendrás en este libro,
donde mi corazón me marca el camino y donde no alentará mi
interés propio, ni pensamiento de aquí abajo. Sé justa hacia mí
y yo lo seré con todos< porque, ¿para quién y por qué escribo
yo todo esto, sino por ti, Justicia eterna?

31 de enero de 1847
El pueblo entero llamado a elegir los electores, escribir sus quejas y sus
peticiones. —Se confiaba en la incapacidad del pueblo. —Seguridad
del instinto popular; firmeza del pueblo, su unanimidad. —Se retarda
la convocatoria de los Estados. —Se retardan las elecciones de París.
—Primer acto de la soberanía nacional. —Los electores perturbados
por el motín. —Motín Reveillón. —Quién tenía interés en las
perturbaciones. —Terminan las elecciones.

La convocatoria de los Estados Generales de 1789 es la


verdadera era del nacimiento del pueblo. Era el llamamiento
del pueblo entero al eiercicio de sus derechos.
Al menos pudo escribir sus quejas, dar sus votos, elegir sus
compromisarios.
Hasta entonces se había visto en pequeñas nacionalidades
republicanas ser admitidos todos sus ciudadanos en el ejercicio
de los derechos políticos, pero jamás se había hecho esto en un
gran reino, en un imperio, como era Francia. El caso era nuevo,
no sólo en nuestra historia, sino en la del mundo.
Igualmente, cuando al cabo de tantos años se escucharon
por primera vez estas palabras: “Todos se reunirán para elegir18,
todos presentarán sus reclamaciones”, se produjo una
conmoción inmensa, profunda, como un temblor de tierra; la
conmoción llegaba a las regiones oscuras y mudas, donde nadie
hubiera sospechado que existiese la vida.
Todas las ciudades eligieron; no solamente las ciudades
importantes, como en los antiguos Estados; el campo también
eligió.
Se aseguró que cinco millones de hombres acudieron a las
elecciones.
¡Grandioso y raro espectáculo ver todo un pueblo que en
un momento pasaba de la nada a la afirmación de su ser; que
hasta entonces callado, entonaba de pronto una voz solemne!
Idéntica llamada de igualdad había sido dirigida a
poblaciones prodigiosamente desiguales, no solamente en
posición, sino en cultura, en estado moral y en ideas. ¿Cómo
respondería el pueblo? He aquí la cuestión. El fisco de una
parte, el feudalismo de otra19, luchaban para ahogarle con la
pesadumbre de los males consuetudinarios. La realeza le había
otorgado la vida municipal y con ella la educación que
comenzaba a adquirir gracias al manejo de los asuntos
comunales. El clero, su maestro obligado, no les enseñaba nada
desde hacía mucho tiempo. Antes al contrario, parecía haber
hecho todo lo posible para volverle incapaz, mudo, dejándole
sin palabra ni pensamiento; y era entonces cuando le decían:
“Levántate, anda, habla”.
Se había confiado demasiado en esta incapacidad del
pueblo; jamás se creyó haber provocado tm movimiento
semejante. Los primeros que pronunciaron el nombre de los
Estados Generales, los parlamentarios que los reclamaron, los
ministros que los prometieron, Necker que los convocó, todos,
en fin, creían que el pueblo miraría indiferente la elección y no
tomaría parte en ella. Creyeron con aquella convocatoria
solemne, con aquella evocación dirigida a una masa inerte,
causar algún temor a los privilegiados. La corte misma que era
el privilegiado de los privilegiados, el abuso de los abusos, no
tenía deseo alguno de combatirlos. Esperaba solamente forzar
los impuestos sobre el clero y la nobleza, llenando la caja
pública de donde sacaba los fondos de la suya.
La reina, ¿qué quería? Entregada a advenedizos,
escarnecida por la nobleza con canciones, cada día más
menospreciada y sola, quería vengarse de sus burladores,
intimidarlos, obligándoles a estrecharse y unirse en derredor de
su rey. Había visto a su hermano José aplicar en los Países Bajos
el sistema de oponer las aldeas a las ciudades, a los prelados, a
los grandes20 Este ejemplo, sin duda alguna, la volvió más
receptiva a las ideas de Necker, consintiendo dar al Tercer
Estado tantos diputados como sumasen el clero y la nobleza
reunidos.
Y Necker, ¿qué quería? Dos cosas a la vez; aparentar
mucho y hacer poco.
Para las apariencias, para la gloria, para ser celebrado,
exaltado en los salones, elogiado por el pueblo, quería
generosamente duplicar el número de los diputados del Tercer
Estado.
En realidad, quería ser generoso sin serlo21.
El Tercer Estado, más o menos numeroso, no sería siempre
más que uno de los tres órdenes, una voz contra dos; Necker
confiaba en mantener el voto por orden, que tantas veces había
paralizado los antiguos Estados Generales.
Además, anteriormente, el Tercer Estado había sido muy
modesto, muy respetuoso, demasiado bien enseñado como para
querer ser representado por hombres del Tercer Estado. Elegían
para diputados nobles, los más de ellos ennoblecidos,
parlamentarios y algunos otros que presumían de votar con la
nobleza, contra los intereses de los que los habían elegido.
Cosa extraña y que prueba que Necker no tenía propósitos
serios, y que únicamente quería, con aquella gran
fantasmagoría, vencer el egoísmo de los privilegiados, hacerles
abrir el bolsillo, y que en aquellos Estados, convocados contra
ellos, se las arreglaran, no obstante, para asegurarles una
influencia avasalladora22. Las asambleas populares debían ser
elegidas en alta voz. Nadie suponía que los pobres, con tal
procedimiento electoral, en presencia de nobles y notables,
tuvieran la suficiente firmeza como para mantener alta la
cabeza y pronunciar otros nombres distintos de los que les
fueran dictados.
Llamando a la elección a las gentes del campo y de las
aldeas, Necker creía realizar, sin duda, un acto político de gran
habilidad; mientras que el espíritu democrático despertaba en
las ciudades, los campos estaban dominados por la nobleza y el
clero, poseedores de dos terceras partes de la tierra. Así
llegarían a la elección millones de hombres que dependían de
los privilegiados, como los granjeros, los colonos, etc., o que
debían ser indirectamente influenciados, intimidados por sus
agentes, intendentes, procuradores o secretarios. Necker sabía,
a través de la experiencia de Suiza y los pequeños Cantones,
que el sufragio universal puede ser, en ciertas condiciones, el
apoyo de la aristocracia. Pareció tan bien esta idea a los notables
a quien consultó, que quisieron hacer electores a los criados
mismos. Necker no consintió esto y la elección cayó
enteramente en manos de los grandes propietarios.
El resultado desmintió todos los cálculos23. El pueblo, tan
poco preparado, demostró un instinto muy seguro. Cuando se
le convocó a la elección y se le comunicó su derecho se vio que
había poco que enseñarle. En este prodigioso movimiento de
cinco o seis millones de hombres hubo alguna vacilación por
ignorancia de las formas y, especialmente, porque la mayor
parte no sabían escribir. Pero aquellos hombres supieron
hablar; supieron en presencia de sus señores, sin olvidar sus
costumbres respetuosas ni abandonar su humilde actitud,
nombrar dignos compromisarios, que eligieron diputados
enérgicos y firmes.
La admisión de los campesinos en la elección dio el
inesperado resultado de llevar entre los diputados, incluso de
los órdenes privilegiados, una democracia numerosa, en la que
no se pensaba; doscientos curas, y entre ellos tres enemigos de
sus obispos. En Bretaña y en el Mediodía el campesino elegía
voluntariamente a su cura, que además, siendo el único que
sabía escribir, recibía los votos y organizaba toda la elección.24
La gente de las ciudades, un poco mejor preparada,
habiendo recibido algunos destellos de la filosofía del siglo,
demostró un admirable entusiasmo, una viva consciencia de su
derecho. Se notó en las elecciones, en la rapidez y certidumbre
con que las masas de hombres inexperimentados dieron este
primer paso político.
Se vio en la uniformidad de los cuadernos donde
consignaron sus quejas, surgió un acuerdo inesperado,
imponente, que dio al voto público una fuerza irresistible.
¡Desde cuánto tiempo atrás estaban aquellas quejas en los
corazones!< No costó nada escribirlas. El cuaderno de uno de
los distritos, que comprendía casi un código, fue comenzado a
medianoche y concluido a las tres25.
¡Un movimiento tan extenso, tan variado, con tan escasa
preparación y sin embargo tan unánime!< es un fenómeno
admirable. Todos tomaron parte en él y, exceptuando un
número imperceptible, todos querían lo mismo26.
Fue un acuerdo unánime, completo, sin reservas y creó una
situación muy simple; de un lado la nación, de otro el
privilegio. Y en la nación no había distinción posible entre el
pueblo y la burguesía27; sólo apareció una distinción: los
letrados y los iletrados. Sólo los letrados hablaron y escribieron,
pero escribieron el pensamiento de todos. Formularon las
peticiones comunes y las de las masas mudas, tanto o más que
las suyas.
¡Ah! ¿Quién no se conmovería con el recuerdo de ese
momento único que fue nuestro punto de partida? El momento
fue breve pero nos queda el ideal, donde tendremos siempre
centrada la esperanza del porvenir< ¡Sublime acuerdo en que
las nacientes libertades de las clases sociales, más tarde
opuestas, se abrazaron tan tiemamente como hermanos en la
cunal, ¿no os veremos volver a esta tierra?
Esta unión de clases diversas, esta gran aparición del
pueblo en su formidable unidad, llena de espanto a la corte.
Hacía los últimos esfuerzos junto al rey para decidirle a faltar a
su palabra. El comité Polignac había imaginado, para
amedrentarle, hacer escribir y firmar a los príncipes una carta
audaz en la que amenazaban al rey, presentándose como jefes
de los privilegiados, hablando de rechazo de impuestos, de
divisiones, casi de guerra civil.
Y sin embargo, ¿cómo hubiera eludido el rey a los Estados?
Pedidos por los parlamentos y los notables, prometidos por
Brienne y por Necker, debían, al fin, los Estados abrir el 27 de
abril. Se aplazó la apertura para el 4 de mayo< ¡Prórroga
peligrosa! A las voces que se elevaban se unió una nueva, que
fue a menudo escuchada durante todo el siglo XVIII, la voz de
la tierra< de la tierra desolada, estéril, negando la vida a los
hombres< El invierno había sido terrible, el estío fue una
prolongada sequía; la tierra no produjo nada; el hambre
comenzó. Los panaderos, cuyas tiendas peligraban, ante la
multitud amotinada y hambrienta, denunciaron a varias
compañías acaparadoras de cereales. Sólo una cosa contenía al
pueblo, obligándole pacientemente a ayunar y esperar: la
reimión de los Estados Generales. Vaga esperanza, pero
esperanza, al fin, que alentaba y sostenía; la próxima asamblea
era un Mesías; bastaría que hablase para que las piedras se
tomaran panes.
Las elecciones, ya retrasadas, lo fueron mucho más en
París, donde se celebraron las vísperas de la reunión de los
Estados. Se creía que los diputados no asistirían a las primeras
sesiones, pudiéndose asegurar, antes de su llegada, la
separación de los tres órdenes, dando así mayoría a los
privilegiados.
Otro motivo de descontento, y más grave, para París. En
esta ciudad, la más ilustrada del reino, la elección estaba sujeta
a condiciones más severas. Un reglamento especial, entregado
tras la convocatoria, nombraba electores primarios, no a todos
los contribuyentes, sino solamente a los que pagaban seis libras
de impuesto.
París se llenó de tropas; por las calles las patrullas
desfilaban sin cesar; los locales donde la elección había de
celebrarse fueron rodeados por soldados, que cargaban sus
armas delante de la multitud.
Ante estas demostraciones, que parecían buscar un pretexto
de algarada, los electores se mantuvieron muy firmes. Apenas
se reunieron las masas, fueron destituidos los presidentes
nombrados por el rey. En sesenta distritos sólo tres de aquellos
fueron reelegidos, haciéndoles declarar antes que presidirían
como elegidos del pueblo. Grave medida; primer acto de la
soberanía nacional, que era en efecto lo que todos deseaban, lo
que todos querían establecer. Las cuestiones de dinero, de
reformas, quedaban postergadas. No existiendo derecho
constituido, ¿qué garantías, qué reformas serias podían
esperarse?
Los electores nombrados por estas asambleas de distrito
trataron precisamente de hacer la misma obra. Eligieron
presidente al abogado Target, vicepresidente a Camus, el
abogado del clero; secretarios al académico Bailly y al doctor
Guillotin, un medico filántropo28.
La corte quedó asombrada de la decisión, firmeza y
homogeneidad con que procedieron veinticinco mil electores
primarios tan nuevos en la vida política. No hubo ningún
desorden. Reunidos en las iglesias, sintieron la emoción de la
misión santa y grande que cumplían. Los acuerdos más osados,
la destitución de los presidentes designados por el rey, se
realizaron sin alboroto, sin gritos, con la vigorosa sencillez que
da el conocimiento del derecho. Los electores, que bajo un
presidente de su elección celebraban sus sesiones en el
arzobispado, iban a proceder a la fusión de los legajos de cada
distrito y a la redacción del cuaderno común; ya al comenzar
acordaron por consejo de Sieyès, la utilidad de colocar al
comienzo del documento una declaración de los derechos del
hombre. En medio de este delicado y difícil trabajo metafísico,
una algarada terrible los interrumpe. Era la multitud alborotada
que venía a pedir la cabeza de uno de sus colegas, de un elector,
Réveillon, fabricante de papel del barrio de Saint-Antoine.
Réveillon estaba escondido; el tumulto tomaba incremento.
Estábamos ya a 28 de abril. Los Estados Generales,
prometidos para el 27, fueron aplazados de nuevo hasta el 4 de
mayo. Si el motín duraba se corría peligro de que fuese tomado
por pretexto para un nuevo aplazamiento.
El motín había comenzado precisamente el 27 y resultaba
facilísimo propagarlo, continuarlo y agrandarlo entre una
población hambrienta. Había circulado en el barrio de Saint-
Antoine el rumor de que el papelero Réveillon, antiguo obrero
enriquecido, había dicho con dureza que haría bajar los jornales
a quince soles, y la gente, al saberlo, pedía que se le
condecorara con la orden del cordón negro, que se le ahorcara,
en suma. El motín estalla. Un grupo ahorca una efigie de
Réveillon en la puerta de su casa, y luego, clavada en una pica,
la pasea, la lleva a la Grève, la quema en una hoguera bajo las
ventanas del Ayuntamiento, en presencia de la autoridad
municipal, que permanece impasible. Esta autoridad y las
demás, tan despiertas antes de las elecciones, parecen
dormidas. El jefe de policía, el preboste de los vendedores
Flesselles, el intendente Bertier, todos aquellos agentes de la
corte que hacía muy poco rodeaban las elecciones de soldados,
han perdido su actividad.
La multitud gritó muy alto que al día siguiente iría a casa
de Réveillon a hacer justicia. Y cumplió su palabra. La policía,
pese a estar informada, no tomó precauciones. El coronel de las
guardias francesas envía espontáneamente treinta hombres,
refuerzo ridículo ante una compacta multitud de mil o dos mil
saqueadores y de cien mil curiosos que van a casa de Réveillon
a cumplir lo prometido. Los soldados no quieren, no pueden
hacer nada. La casa es tomada por asalto, se destroza, se rompe
y se incendia todo. No se llevaron nada, excepto quinientos
luises de oro29. Muchos se instalaron en las bodegas y se
bebieron el vino y los colores de la fábrica, que tomaron por
vino.
Cosa increíble; la escena bochomosa duró todo el día. Fijaos
en lo que ocurría a la entrada misma del barrio de Saint-
Antoine, bajo del cañón de la Bastilla, a la puerta de la fortaleza.
Réveillon, que se había refugiado en la Bastilla, presenciaba el
motín desde las torres de la prisión. De rato en rato se enviaban
compañías de guardias franceses que disparaban, al principio
sólo con pólvora y luego con balas. Los amotinados no hacían
caso y contestaban con piedras, únicas armas de que disponían.
Tarde, bastante tarde, el comandante Besenval envió a los
suizos; los amotinados resistieron todavía y mataron algunos
hombres; estos respondieron con algunas descargas asesinas,
que dejaron allí muchos heridos y muertos. Muchos de esos
muertos vestidos con harapos tenían dinero en sus bolsillos.
Si durante estos dos largos días en que los magistrados
durmieron y Besenval se abstuvo de enviar tropas, el barrio de
Saint-Antoine hubiese seguido al grupo que saqueaba la casa de
Réveillon, si cincuenta mil obreros sin trabajo, sin pan, imitando
aquel ejemplo, se hubieran entregado al saqueo de las casas
ricas, todo hubiera cambiado de aspecto; la corte hubiera tenido
un excelente motivo para concentrar un ejército sobre París y
sobre Versalles, un engañoso pretexto para aplazar la reunión
de los Estados. Pero la gran masa del barrio se mantuvo
razonable y se abstuvo; miraba sin moverse. La algarada,
reducida de este modo a algunos centenares de borrachos y
ladrones, se volvía vergonzosa para la autoridad que la
toleraba. Al fin Besenval comprendió el ridículo que hacía y
acabó con el motín bruscamente. La corte vio con desagrado su
conducta; no se atrevió a censurarlo, pero tampoco le dijo una
palabra de aprobación30.
El parlamento, por honor suyo, se vio obligado a abrir una
investigación, que nada puso en claro. Se decía, sin pruebas
para ello, que el rey recomendó no se investigara en el asunto.
¿Quiénes fueron los instigadores? Acaso nadie. En los
momentos de tormenta el fuego se enciende y propaga solo. No
se dejó de acusar al “partido revolucionario”. ¿Qué partido era
este? No había entonces ninguna asociación activa.
Se dijo también que el duque de Orleáns había dado
dinero. ¿Para qué? ¿Qué ganaba con ello entonces? El gran
movimiento que comenzaba ofrecía a su ambición demasiados
caminos legales para que en aquella época tuviera necesidad de
recurrir al motín. Es verdad que estaba en relaciones con
intrigantes dispuestos a todo; pero su plan entonces se dirigía
únicamente a los Estados Generales; aquellos mismos que le
rodeaban estaban convencidos de que siendo el único príncipe
popular, habría de desempeñar el principal papel en los
Estados, y todo suceso que pudiera retardar su reunión les
parecía una verdadera desgracia.
¿Quién deseaba retardar los Estados? ¿Quién encontraba
provecho en aterrorizar a los electores? ¿A quién convenía el
motín?
Sólo a la corte; preciso es confesarlo. El asunto se le ofrecía
tan oportlmamente, que podría creerse que era ella la autora.
Más probable es que no tuviera parte en el comienzo de la
algarada, pero es indudable que la vio vigorosa, que no hizo
nada para impedirla y que sintió que concluyera. El barrio de
Saint-Antoine no tenía entonces su terrible reputación; el motín,
bajo el cañón mismo de la Bastilla, no parecía peligroso.
Los nobles de Bretaña habían dado el ejemplo, turbando las
operaciones legales de los Estados provinciales, alborotando a
los campesinos, lanzando contra el pueblo un populacho de
sirvientes y lacayos.
En París mismo, un periódico, el Ami du Roi, días antes de
las elecciones, pocos días antes del affaire Réveillon, ensayaba
los mismos medios, diciendo hipócritamente: “¿Qué importan
las elecciones?; el pobre será siempre pobre; el porvenir de la
parte más numerosa del reino está olvidado, etc<”. Como si los
primeros resultados de la Revolución, que comenzó con
aquellas elecciones, la supresión del diezmo, de los consumos y
de las ayudas, la venta a bajo precio de la mitad de los terrenos
del reino, no hubieran producido la más súbita mejora de la
suerte de los pobres, que país alguno ha conocido.
En la mañana del 29 de abril todo estaba tranquilo. La
asamblea de los electores pudo retomar sus trabajos
tranquilamente. Duró la reunión hasta el 20 de mayo y con el
retraso de la convocatoria la corte obtuvo la ventaja que
deseaba, logrando impedir que la diputación de París asistiera a
las primeras sesiones de los Estados Generales. El último
elegido de París y de Francia era, a juicio de la opinión, el
primero de todos, quien de antemano había trazado a la
Revolución una marcha tan recta y sencilla, que desde el
comienzo se conocían uno a uno los pasos que había de dar.
Este hombre era Sieyès, y su obra marchaba majestuosa,
pacífica y firme, como la ley.
Sólo la ley iba a reinar; después de tantos siglos dominando
el arbitrio y el capricho, llegaba el tiempo en que nadie tendría
razón contra la razón.
¡Que se abran, que se reúnan entonces los temidos Estados
Generales! ¡Quienes los convocaron, y que ahora desearían su
exterminio, no pueden hacer ya nada! Es el océano alborotado
por la tempestad, por causas infinitas, profundas, surgiendo del
fondo de los siglos< Oponeos a él, os suplico. Para ello todos
los ejércitos del mundo y el dedo de un niño tendrían la misma
fuerza< La Revolución marcha; Dios la impulsa< ¡Es la
justicia tardía, la expiación del pasado, la salvación del
porvenir!
4 9 1789

Procesión de los Estados Generales. —Apertura, 5 de mayo. —


Discurso de Necker. —Separación de los órdenes. —El Tercer Estado
invitado a la reunión. —Inacción de la Asamblea, —Trampas que se le
tienden.

La víspera de la apertura de los Estados Generales se dijo


solemnemente en Versalles la misa del Espíritu Santo. O aquel
día o nunca se hubiera debido cantar el himno profético: “Vas a
crear pueblos; la faz de la tierra será renovada”.
Este gran día fue el 4 de mayo. Los mil doscientos
diputados, el rey, la reina, toda la corte escucharon en la iglesia
de Notre Dame el Vení Creator. Después la inmensa procesión,
atravesando toda la ciudad, se dirigió a San Luis. Las largas
calles de Versalles, llenas de guardias franceses y guardias
suizos, adornados los balcones con tapices de la corona, no
podían contener la multitud que en ellas se agolpaba.
Todo París había ido. Las ventanas y hasta los tejados
estaban llenos de gente. En los balcones, adornados con ricas
telas, se veían hermosas damas, con el peinado coquetón y
airoso que entonces se usaba, mezcla rara de plumas y de flores.
La multitud enmudecía, llena de turbación y de esperanzas.
Comenzaba un gran hecho. ¿Cuál sería el resultado?
¿Cómo el desarrollo, la salida, los resultados? ¿Quién podía
decirlo?< El esplendor de semejante espectáculo, tan variado y
majestuoso, las músicas que se escuchaban de trecho en trecho,
el mismo rumor de las gentes alejaban malquier otro
pensamiento.
¡Hermoso día, último día de paz, primero de un inmenso
futuro!
Las pasiones eran vivas, diversas, opuestas sin duda, pero
no eran enconadas, como pronto lo serían. Los mismos que
habían deseado y acelerado esta nueva era no podían abstraerse
de la emoción común a todos, e igualmente ocurría a los
adversarios del movimiento iniciado. Cn diputado de la
nobleza confiesa que lloraba de alegría: “¡Veía a esta Francia, a
mi patria, apoyada en la religión, decirnos: ¡Ahogad vuestras
querellas!< Lágrimas corrían de mis ojos. Mi Dios, mi patria y
mis condudadanos han venido a confundirse en mí mismo”.
Al frente de la procesión aparecía, en primer lugar, una
masa de hombres vestidos de negro, fuerte batallón formado
por los quinienros cincuenta diputados del Tercer Estado;
después más de trescientos jurisconsultos, abogados y
magistrados representaban claramente el advenimiento de la
ley. Modestamente vestidos, firmes en su andar y en sus
miradas, se encontraban reunidos, sin distinción de partidos,
dichosos en aquel gran día, que proclamaba su victoria.
Detrás iba el brillante grupito de los diputados de la
nobleza, con sus sombreros de pluma, sus ricos encajes y sus
colgantes de oro. Los aplausos que se habían prodigado al
pasar el Tercer Estado cesaron de pronto. A pesar de ello había
en el grupo de los nobles cuarenta que eran amigos y
amparadores del pueblo, tanto como los hombres del Tercer
Estado.
Con el mismo silencio fue acogido el paso del clero.
Presentaba este un aspecto muy curioso. Del mismo modo que
la diferencia de la riqueza de los trajes separaba al Tercer
Estado de la nobleza, la riqueza de los trajes dividía al clero,
además de una banda de música. Delante unos treinta prelados
con sus capas violetas o escarlatas; detrás el humilde grupo de
doscientos curas con sus sotanas y sus capas negras.
Al mirar esta imponente masa de mil doscientos hombres
animados, sin duda, por grandes entusiasmos, una cosa pudo
impresionar al observador atento. Había entre ellos pocas
individualidades fuertes, muchos hombres honrados sin duda,
muchos de clara inteligencia, pero no había ninguno que,
reuniendo en sí las autoridades del genio y del carácter, tuviera
poder bastante para arrastrar a la multitud con su elocuencia, la
fuerza de sus pensamientos o su heroísmo.
Los precursores, los innovadores, que habían iniciado la
marcha del siglo, no existían ya. Quedaba su pensamiento para
arrastrar a las naciones. Grandes oradores surgieron después
para expresar y aplicar el credo de aquellos titanes, pero no
agregaron nada nuevo. La gloria de la Revolución, y su peligro
también, en aquellos primeros momentos, era ir sola delante de
la multitud, arrastrarla, sin más escudo que las ideas, ni más
idea que la fe de la razón pura, sin ídolos y sin falso Dios. Ese
cuerpo de la nobleza, que se presentaba como guardián y
depositario de nuestra gloria militar, no tenía ningún general
célebre en sus filas. “Todos los grandes señores de Francia eran
ilustres desconocidos”. Sólo uno podía despertar algún interés:
el primero que, a pesar de la corte, había tomado parte en la
guerra de América, el joven y rubio Lafayette. Nadie podía
sospechar el desmedido papel que la fortuna había de hacerle
desempeñar. El Tercer Estado, en su oscura masa, lleva ya en su
seno la Convención. Pero, ¿quién la hubiera sabido ver? ¿Quién
distinguía en medio de aquella masa de abogados el escuálido
cuerpecillo y el rostro pálido de un abogado de Arras?
Dos cosas notables había en aquella procesión: la ausencia
de Sieyès y la presencia de Mirabeau.
Sieyès todavía no había venido y el pueblo buscaba en
aquel gran movimiento la figura del hombre cuya sagacidad lo
había previsto, calculado y formulado todo.
Mirabeau estaba presente y atraía todas las miradas. Su
imnensa cabellera, su cabeza leonina, marcada con el sello de
una poderosa fealdad, asombraban, aterraban casi, no se podía
apartar la vista de él. Mirabeau era un hombre; los demás, a su
lado, eran sombras. Desgraciadamente era hombre de su
tiempo y de su clase, vicioso como la alta sociedad de entonces,
escandaloso además, ruidoso y valiente en el vicio; esto le había
perdido. El mundo estaba lleno de la novela de sus aventuras,
de sus cautiverios y pasiones, de las que se conocían algunas
violentas, furiosas< La tiranía de estas pasiones exigentes y
absorbentes le había arrastrado hasta bien hondo< Pobre por la
dureza de corazón de su familia, tuvo las miserias morales y los
vicios del pobre, y además los vicios del rico. Soportó la tiranía
de la familia, la tiranía del Estado, la tiranía moral, la interior, la
de la pasión< ¡Ah!, nadie podía saludar con más entusiasmo
esta aurora de la libertad, aquella renovación del alma. Así lo
decía a sus amigos31. Iba a renacer joven con Francia, iba a
arrojar su vieja capa manchada< Solamente hacía falta vivir de
nuevo en el umbral de esta vida nueva que se abría fuerte,
ardiente, apasionada. Se le veía profundamente conmovido; su
rostro se contraía y se hundían sus mejillas< ¡No importa!
Alzaba erguida su enorme cabeza y su mirada estaba llena de
audacia. Todo el mundo presentía que había de ser la gran voz
de Francia.
El Tercer Estado fue aplaudido en general; del grupo de la
nobleza sólo aplaudió el pueblo al duque de Orleáns y luego al
rey, a quien agradecía haber convocado los Estados Generales.
Tal fue la justicia del pueblo.
Al pasar la reina se oyeron algunos murmullos; las mujeres
gritaron: “¡Viva el duque de Orleáns!” creyendo molestarla al
nombrar a su enemigo. La reina se impresionó vivamente y
creyó que se desmayaba; la sostuvieron32, pero se repuso pronto
y levantó en alto su soberbia cabeza, bella todavia, intentando
desafiar el odio público con una mirada firme y despreciativa<
Triste esfuerzo que le arrebató toda su belleza. En el retrato que
hizo en 1788 su pintora, madame de Lebrun, que quería mucho
a la reina, se nota ya algo repulsivo, una expresión dura y
brutalmente desdeñosa33.
Esta hermosa fiesta de paz y unión traicionaba a la guerra.
Se había señalado un día a Francia para que todos se abrazaran
en un pensamiento común y al mismo tiempo se hacía todo lo
necesario para dividir a la nación. No había más que ver esta
diversidad de ropajes impuesta a los diputados. Ahí se veía
hecha realidad la dura frase de Sieyès: “¿Tres órdenes? No; ¡tres
naciones!”.
En la corte se habían hojeado escrupulosamente libros
antiguos para encontrar los detalles odiosos de un ceremonial
gótico en que estaban marcadas todas las oposiciones de clase,
todas las señales de distinción y de odio social que era preciso
destruir. ¡Etiquetas, blasones, encomiendas, títulos, honores
después de Voltaire, después de Fígaro!< Era demasiado tarde.
A decir verdad, no eran aficiones tradicionales las que
impulsaron a la corte a restablecer el viejo ceremonial, sino el
secreto deseo de mortificar y abatir a los pequeños,
recordándoles su bajo origen< La verdadera debilidad se
entregaba una vez más al peligroso divertimento de humillar
una última vez a los realmente fuertes.
El 3 de mayo, víspera de la misa del Espíritu Santo, se
presentaron los diputados en Versalles. En aquel momento de
cordialidad, de fácil emoción, sufrió el Tercer Estado, casi todo
inclinado a favor del rey, un enorme desengaño. En lugar de
recibirlos por provincias, los recibió agrupados por órdenes; el
clero en primer lugar, la nobleza y< luego los representantes
del pueblo, después de una pausa.
Se ha querido achacar a los servidores aquella y otras
insolencias del rey, pero Luis XVI demostró bien claramente
que le gustaba demasiado aquel antiguo ritual. En la sesión del
día 5, estando el rey cubierto, y tras él la nobleza, el Tercer
Estado quiso hacer otro tanto; y Luis XVI, para impedir que se
le igualara a la nobleza, prefirió descubrirse.
¿Quién podrá creer que esta corte insensata pretendía
renovar la vieja costumbre de hacer que el discurso del Tercer
Estado fuese pronunciado de rodillas? Siendo imposible
restaurar el odioso procedimiento, se decidió que ante el rey no
hablara el presidente del Tercer Estado. Es decir, que al cabo de
doscientos años de separación y de silencio, el rey volvía a ver a
su pueblo y le prohibía hablar.
El 5 de mayo se abrió la Asamblea, no en el palacio del rey,
sino en la avenida de París, en la sala llamada des Menus. Esta
sala, que desgraciadamente no existe ya, era inmensa, pudiendo
contener, además de a los mil doscientos diputados, a cuatro
mil espectadores.
Un testigo ocular, madame de Staël, hija de Necker, que fue
a aplaudir a su padre, dice que al tomar asiento Mirabeau se
escucharon algunos murmullos< ¿Murmullos contra el hombre
inmoral? Aquella sociedad brillante que agonizaba por sus
vicios, no tiene derecho a ser severa34.
La Asamblea soportó tres discursos: el del rey, el del
ministro de justicia o guardasellos y el de Necker, todos
idénticos y todos indignos de aquellos momentos. El rey se
encontraba al fin en presencia de la nación y no tuvo una
palabra paternal que decir, una palabra del corazón para el
corazón. El exordio era una reprimenda tímida y encubierta
sobre el espíritu de innovación. Después expresaba su afecto<
hacia los dos órdenes superiores, “que se mostraban dispuestos
a renunciar a sus privilegios pecuniarios”. La preocupación del
dinero dominaba en los tres discursos; poco o nada sobre la
cuestión del derecho, que era precisamente lo que llenaba y
corunovía todas las almas; el derecho a la igualdad. El rey y sus
dos ministros, aunque ocultándolo en sus disCursos
enrevesados, sin finalidad, y donde la afectación ridícula se
unía a la Vulgaridad, parecían convencidos de que se trataba
únicamente del impuesto, del dinero, de las subsistencias, de
una cuestión de estómago. Creían que si los privilegiados
concedían al Tercer Estado, como limosna, la igualdad del
impuesto, todo se arreglaría sin dificultades35. Por esto hicieron
tres panegíricos, tres discursos, por el voluntario sacrificio de
los órdenes superiores, que querían renunciar a sus exenciones.
Los elogios van in crescendo hasta Necker, que declara no
conocer en la historia ningún caso de heroísmo comparable con
éste.
Estos elogios, que más parecen una invitación, demuestran
claramente que el admirable sacrificio, tan loado, no se ha
realizado todavía. ¡Que se haga pronto! ; ésta es toda la cuestión
para el rey y sus ministros que han convocado al Tercer Estado
para espantar a los privilegiados. Del gran sacrificio no había
entonces más que promesas parciales, dudosas; algunos señores
han ofrecido acceder, pero los más se han burlado de ellos.
También han prometido algunos miembros del clero, pero la
mayoría de los prelados de la Asamblea son contrarios a la
renuncia del privilegio. Los dos órdenes no han podido
explicarse todavía; no han pronunciado la palabra decisiva,
pero la tienen en la punta de la lengua. Es preciso que pasen
dos meses y las más graves y terribles circunstancias; es
necesaria la victoria del Tercer Estado para que, al fin, el 26 de
junio, el clero vencido renuncie al privilegio y también la
nobleza prometa renunciar a él.
Necker habló tres horas de finanzas y de moral: “Nada
puede existir —dice— sin moral pública y nada sin moral
particular”. Su discurso fue, en suma, la inmoral enumeración
de los medios con que el rey contaba para prescindir de los
Estados Generales y continuar el régimen de la arbitrariedad.
Desde entonces la reunión de los Estados era una limosna, un
favor concedido y revocable.
Imprudentemente dejó entender que el rey estaba
intranquilo< y expresó el deseo de que los dos órdenes
superiores, quedándose solos y libres, realizaran su sacrificio,
sin perjuicio de reunirse luego con el Tercer Estado para
discutir las cuestiones de interés común. ¡Peligrosa insinuación!
Una vez libre el ministro para imponer tributos a los ricos
acaparadores de la propiedad, no hubiera vuelto a insistir para
reunir a los órdenes. Los privilegiados hubieran conservado su
falsa mayoría, y unidos dos órdenes contra uno, hubieran
impedido el planteamiento de las reformas. ¡Qué importaba! La
bancarrota hubiera sido evitada; habría cesado la carestía y la
opinión hubiera vuelto a dormirse, quedando aplazada la
cuestión del derecho y la garantía, y triunfante lo ilegal y
arbitrario. Necker reinaba, o más bien la corte que, una vez
pasado el peligro, devolvería a Ginebra al sentimental
banquero.
El 6 de mayo los diputados del Tercer Estado toman
posesión de la gran sala y la multitud impaciente, que se
agolpaba en las puertas, se precipita tras ellos.
La nobleza y el clero, aparte, se reúnen en las cámaras, y sin
perder tiempo deciden que los poderes deben ser tomados por
cada orden, reunidos independientemente. La nobleza reúne
fuerte mayoría; el clero pequeña; muchos curas quieren unirse
al Tercer Estado.
El Tercer Estado, poderoso por su número y dueño de la
gran sala, declara que espera a los otros dos órdenes. El vacío que
quedaba en aquel inmenso local parecía acusarles de su
ausencia: la propia sala hablaba.
La cuestión de la forma de reunión de los órdenes abarcaba
todas las demás. El Tercer Estado, doble en número, había de
fortalecerse todavía con la adhesión de unos cincuenta nobles y
cerca de cien curas, pudiendo dominar a los otros dos órdenes
con una enorme mayoría y encontrarse capaz de convertirse en
su juez. ¡El privilegiado juzgado por aquellos contra quienes
fue establecido! Fácil era prever el resultado.
Entretanto, el Tercer Estado espera al clero y a la nobleza;
confiaba en su fuerza pacientemente, como toda cosa eterna.
Los privilegiados temían, y demasiado tarde, se concentraban
en derredor del gran privilegiado, del rey, su centro natural,
que ellos mismos habían debilitado. Así, en este compás de
espera, que dura más de un mes, las cosas se clasifican según
sus afinidades; los privilegiados con el rey, la Asamblea con el
pueblo.
Vivía con él, hablaba con él, manteniendo abiertas de par
en par las puertas, sin ninguna traba todavía para entrar. París
sitiaba a Versalles, lo invadía en confuso montón con los
diputados. Entre las dos poblaciones había establecida una
comunicación continua. La asamblea de los electores de París,
asamblea irregular, tumultuosa, que la multitud formaba en el
Palais Royal, pedía a cada momento noticias de sus diputados;
se preguntaba ávidamente a todo el que venía de Versalles. El
Tercer Estado, que veía la corte, cada día más irritada, rodearse
de soldados, no confiaba en más defensa que en la multitud que
lo escuchaba y en la prensa que lo difundía por todo el reino.
El día mismo de la apertura de los Estados, la corte intenta
hacer enmudecer la prensa; un decreto del Consejo suprimió y
condenó el Diario de los Estados Generales que Mirabeau
publicaba, y en otro decreto se prohibió la publicación de
nuevos periódicos sin permiso. Así la censura, inactiva desde
hacía muchos meses, como suspendida, fue restablecida frente a
la nación en asamblea; restablecida para la comunicación
necesaria, indispensable, de los diputados y sus electores.
Mirabeau no hizo caso y continuó su publicación con el título
Cartas a mis comitentes. La asamblea de los electores de París,
que no había terminado sus trabajos, fue interrumpida en su
labor el 7 de mayo, para protestar contra el decreto del
Consejo36. Esta fue la primera intervención de París en los
asuntos generales. De pronto quedó planteada la capital
cuestión de la libertad de la prensa. La corte podía rodearse de
cañones y de ejércitos; una artillería mucho más poderosa, la
prensa, detonaba diariamente en el oído mismo del pueblo;
todo el reino escuchaba.
El 7 de mayo, el Tercer Estado, por una proposición de
Malouet y Mounier, permitió que algunos de los suyos
invitaran al clero y a la nobleza a tomar asiento en la Asamblea.
La nobleza se reúne a deliberar. El clero, más dividido, más
temeroso, quiere ver venir las cosas; los prelados creían así
reconquistar los votos de los curas.
Seis días perdidos. El 12 de mayo, Rabaut de Saint-Etienne,
diputado protestante de Nimes, hijo del anciano mártir de
Cévennes, propuso nuevamente dialogar para impulsar la
reunión, lo que el bretón Chapelier quería que se sustituyera
por “una notificación de la extrañeza con que el Tercer Estado
veía la ausencia de los otros órdenes, de la imposibilidad de
debatir fuera de una reunión común, del interés y el derecho
que cada diputado tenía de juzgar la validez de las actas de
todos, y además una vez abiertos los Estados, no hay ya
diputados de orden ni provincia, sino solamente representantes
de la nación; con esto los diputados del privilegio ganaban,
porque sus funciones resultaban engrandecidas”.
Se aprobó, por ser más moderada, la proposición de
Rabaut. Se celebraron las conferencias y no sirvieron más que
para agriar las cosas. El 24 de mayo Mirabeau reprodujo una
proposición, que ya había presentado antes, intentando separar
al clero de la nobleza, invitándolo a la Asamblea “en nombre de
la paz”. La proposición era muy política; gran número de curas
esperaba impaciente ocasión de reunirse. La nueva invitación
estuvo a punto de arrastrar al orden entero. Con gran trabajo
los prelados obtuvieron un aplazamiento. Aquella noche se
apresuraron a ir al castillo a la reunión Polignac. Por medio de
la reina37 se sacó al rey una carta en que declaraba “desear que
las conferencias se celebrasen delante del ministro de justicia y
de una comisión real”. Así impedía el rey la unión del clero al
Tercer Estado y ostensiblemente se convertía en el agente de los
privilegiados.
Esta carta, poco digna de un rey, era una trampa. Si el
Tercer Estado aceptaba, el rey, juez de las conferencias, podría
zanjar la cuestión con un decreto del Consejo y los órdenes
permanecerían divididos. Si el Tercer Estado rehusaba,
aceptarían los otros dos órdenes y aquel cargaría solo con lo
odioso de la inacción común; solo, en ese momento de miseria y
hambre, no quería dar ni un paso para socorrer a la nación.
Mirabeau, mostrando la trampa que se les tendía, aconsejó a la
Asamblea que se hiciera la inocente, que aceptara las
conferencias y protestara por la dirección.
Nueva trampa. En estas conferencias Necker apeló al
sentimiento, a la generosidad, a la confianza. Aconsejaba que
cada orden entregara a los otros el examen de la legitimidad; en
caso de divergencia, el rey sentenciaría. El clero aceptó sin
vacilar. Si la nobleza hubiera aceptado, el Tercer Estado habría
estado solo contra dos. ¿Quién le sacó de este peligro? La
nobleza misma, loca ya y corriendo hacia su ruina. El comité
Polignac no quiso aceptar el expediente propuesto por su
enemigo. Aun antes de haber leído la carta del rey, la nobleza
había acordado, para cerrar el camino a toda conciliación, que
la deliberación por órdenes y el veto de cada orden sobre los
acuerdos de los otros, eran principios constitutivos de la
monarquía. El plan de Necker parecía bueno a muchos nobles
moderados; dos de gran talento, aunque de muy violento
carácter, Cazalès y d'Éprémesnil, embrollaron la discusión y
consiguieron rechazar este último medio de salvación, el
madero que el rey les ofrecía en su naufragio (6 de junio). ¡Un
mes de tardanza después de los tres aplazamientos de la
convocatoria!
¡Un mes en plena hambre!< Es preciso tener en cuenta que
en esta larga espera los ricos permanecían inmóviles,
postergaban todo gasto. El trabajo se había acabado. Aquel que
no tenía más que sus brazos, su trabajo del día para alimentar
ese día, iba a buscar trabajo; al no encontrarlo, mendigaba; al no
recibir limosnas, robaba< Partidas de hambrientos recorrían el
país, y donde encontraban resistencia, llenas de furia mataban,
incendiaban< El terror se oía a lo lejos; las comunicaciones
comenzaban a cesar; la escasez crecía. En el pueblo circulaban
de boca en boca cuentos y leyendas absurdos; se decía que eran
bandoleros pagados por la corte, y la corte, a su vez, lanzaba la
misma acusación contra el duque de Orleáns.
La posición de la Asamblea era difícil. Permanecía inactiva,
cuando todo el remedio que se podía esperar estaba en su
acción. La Asamblea debía cerrar los oídos al grito doloroso de
Francia, para poder salvar la nación, fundando la libertad<
El clero agravó la cruel posición en que estaba la Asamblea
y preparó contra el Tercer Estado un ardid verdaderamente
farisaico. Un prelado entró en la Asamblea y lloró por el pobre
pueblo, por la miseria de los campos. Delante de las cuatro mil
personas que asistían a la sesión, sacó de su bolsillo un
repugnante trozo de pan negro y, enseñándolo, dijo: “He aquí
el pan del campesino”. El clero proponía actuar, formar una
comisión para debatir enseguida sobre la cuestión de las
subsistencias, sobre la miseria de los pobres.
¡Peligrosa trampa! O la Asamblea cedía entrando en
actividad y consagrando la separación de los órdenes, o se
declaraba insensible a las desdichas públicas. La
responsabilidad de los desórdenes que ya surgían por todas
partes, caía de lleno sobre ella. Los oradores ordinarios de la
Asamblea se callaron sobre esta cuestión comprometedora, pero
dos diputados desconocidos, Populus y Robespierre38,
expresaron con violencia y con talento los sentimientos
generales. El clero fue invitado a venir a la sala común a
deliberar sobre los males públicos, por los que la Asamblea no
estaba menos conmovida que él.
Esta respuesta no disminuía el peligro. ¿Qué facilidades no
tendrían en adelante la corte, los nobles y los sacerdotes para
echar a perder al pueblo? Qué bella estampa la de una asamblea
de abogados, orgullosa, ambiciosa, que habían prometido
salvar a Francia y la dejaba morir de miseria, antes que ceder
algo de una injusta pretensión.
La corte agarró ávidamente esta arma y creyó matar a la
Asamblea. El rey dijo al presidente del clero que fue a exponerle
la caritativa proposición de su orden sobre la cuestión de las
subsistencias, “que vería con gusto formarse una comisión de
los Estados Generales que pudiera ayudarle con sus consejos”.
Por consiguiente, el clero pensaba en el pueblo y el rey
también; nada impedía a la nobleza decir las mismas palabras.
Y entonces el Tercer Estado se habría quedado solo. Iba a
probarse que todos querían el bien del pueblo; todos, menos el
Tercer Estado.
10 20 1789

Útima apelación del Tercer Estado, 10 de junio.—Toma el nombre de


Comunas. —Las Comunas toman el título de Asamblea Nacional, 17
de junio. —Se abroga el derecho del impuesto. —El rey manda cerrar
la sala. —La Asamblea en el juego de Pelota, 20 de junio.

El 10 de junio, Sieyès dijo entrando en la Asamblea: “Cortemos


el cable; ya es hora”. Desde ese día la nave de la Revolución, a
pesar de las tempestades y a pesar de las calmas, retardada,
pero jamás detenida, comienza su singladura hacia el futuro.
Aquel gran teórico, que de antemano lo había calculado
todo tan exactamente, se mostró en esta ocasión como un
verdadero hombre de Estado: había dicho lo que era preciso
hacer y lo hizo al momento.
Hay un momento propicio para cada cosa. En esta ocasión era
el 10 de junio el momento, ni prematuro, ni tardío. Antes, la
nación no estaba lo bastante convencida del endurecimiento de
los privilegiados; fue necesario que transcurriera un mes para
que se viera claramente toda su rnala voluntad. Más tarde
habría habido que temer dos cosas: o que el pueblo, llevado al
límite, prefiriera tm pedazo de pan a la libertad y que los
privilegiados concluyeran todo renunciando a su exención de
impuestos, o que la nobleza, uniéndose al clero, no formara una
alta cámara, como le aconsejaban. Tal cámara hubiera sido en
1789 una potencia por sí misma, porque hubiera reunido a los
que poseían entonces la mitad o dos tercios de los territorios del
reino y a los que por sus agentes, arrendatarios e innumerables
criados, tenían medios para influir en los campos. Estaba fresco
aún el recuerdo de los Países Bajos, donde el formidable
concierto de estos dos órdenes había arrastrado al pueblo,
expulsado a los Austrias y desposeído al emperador.
El miércoles 10 de junio de 1789, Sieyès propuso llamar por
última vez al clero y a la nobleza, advirtiéndoles que la
convocatoria tenía de plazo sólo una hora y que se anotarían las
faltas de los que no comparecieran.
Esta convocatoria en forma judicial fue un golpe
inesperado. Los diputados de las comunidades tomaban, ante
aquellos que les negaban igualdad, una posición superior; la de
jueces.
Este paso fue muy prudente, aunque muchos lo creyeron
arriesgado. Se ha repetido mucho que los que tenían todo un
pueblo detrás de sí y sobre todo una ciudad como París, no
debían temer nada, que eran los fuertes, que avanzaban sin
peligro< Después de visto y habiendo conseguido todo, se
puede sostener la tesis. Sin duda los que dieron este paso se
sentían una gran fuerza, pero esta fuerza no estaba organizada;
el pueblo no era militar como lo fue más tarde. Un ejército, en
parte alemán y suizo (de quince regimientos al menos nueve),
rodeaba Versalles; una batería de cañones había sido colocada
delante de la Asamblea< La gloria del gran lógico que formuló
el pensamiento nacional y la gloria de la Asamblea, que aceptó
la fórmula, consistió en no ver estas amenazas, creer en la lógica
y avanzar en su fe.
La corte, sin saber qué decisión tomar, no supo hacer otra
cosa que encerrarse en un desdeñoso silencio. Dos veces el rey
evitó recibir al presidente de las Comunas, pretextando estar de
cacería o encontrarse demasiado afligido por la reciente muerte
del delfín. En cambio, era público que diariamente recibía a los
prelados, a los nobles y a los parlamentarios. Comenzaban a
asustarse e iban a ofrecerse al rey. La corte les escuchaba, les
regateaba y especulaba con sus temores. Sin embargo, era
evidente que el rey, obsesionado por ellos, su prisionero casi,
les pertenecería todo entero y se mostraría cada vez más lo que
era: un privilegiado a la cabeza de los privilegiados. La
situación había quedado planteada claramente; el privilegio de
un lado y el derecho de otro.
La Asamblea había hablado alto y claro y esperaba que tras
su gestión se reuniese una parte del clero. Los curas se sentían
hijos del pueblo y querían tomar sitio junto a él; pero las
costumbres de subordinación eclesiástica, las intrigas de los
prelados, su autoridad y su voz amenazadora, y de otra parte la
corte y la reina, sobre todo, los mantenían sujetos en sus bancos.
Tres solamente se arriesgaron, luego siete y al tìn dieciocho. En
la corte se tomó a broma y chacota la conquista que el Tercer
Estado había hecho.
La Asamblea debía o perecer o avanzar; tenia que dar un
segundo paso. Debía prever la situación sencilla y terrible que
hemos indicado anteriormente; el derecho enfrente del
privilegio, el derecho de la nación concentrado en la
Asamblea< No bastaba con ver esto; era preciso hacerlo ver y
promulgarlo, dar a la Asamblea su verdadero nombre:
Asamblea Nacional.
En su famoso panfleto que todo el mundo conocía de
memoria, Sieyès había pronunciado estas trascendentales
palabras que no cayeron en terreno baldío: “El Tercer Estado
solo, dirán, no puede constituir los Estados Generales< ¡Ah,
tanto mejor!; formará una Asamblea Nacional”.
Tomar este título, llamar así a la nación, realizar así el
dogma revolucionario propuesto por Sieyès: “El Tercer Estado es
el todo”, era un paso demasiado atrevido para franquearlo de
pronto. Era preciso preparar los espiritus, encaminarlos hacia
este fin poco a poco y gradualmente.
Las palabras Asamblea Nacional no se pronunciaron la
primera vez en la Asamblea misma, sino en París, entre los
electores que habían elegido a Sieyès, y no temían hablar su
mismo lenguaje.
El 15 de mayo, Boissy d'Anglas, desconocido entonces y sin
influencia, pronunció aquellas palabras en la Asamblea, pero
para alejarlas, aplazarlas, advirtiendo a la cámara que debía
evitar toda precipitación, librándose del más mínimo reproche
de ligereza< Antes de que el movimiento comenzara ya quería
detenerlo.
La Asamblea acordó darse el nombre de Comunas, que en
su humilde significación, mal definida, le libraba de su especial
nombrecillo inexacto de Tercer Estado. Esto dio lugar a vivas
reclamaciones por parte de la nobleza.
El 15 de junio, Sieyès, con audacia y prudencia, pidió que a
las Comunas se les acordara el nombre de Asamblea de los
representantes conocidos y declarados de la nación francesa. Así
parecía enunciar un hecho probado; los diputados de las
Comunas habían sometido sus poderes a una verificación
pública, realizada solemnemente en la gran sala abierta y
delante de la multitud. Los otros dos órdenes habían
examinado sus actas entre ellos a puerta cerrada. La simple
palabra de diputados declarados reducía a los otros a la calidad
de diputados presuntos; ¿podían estos últimos impedir a
aquellos que actuasen? ¿Los ausentes podían paralizar a los
presentes? Sieyès probó que los reunidos en la Asamblea
representaban al menos el noventa y seis por ciento de la nación.
Todos conocían demasiado bien a Sieyès como para dudar
que aquella proposición no fuese precursora de otra más
atrevida y decisiva. Mirabeau, sin embargo, le censuró “por
lanzar a la Asamblea en una carrera, sin mostrarle el fin donde
quería conducirla”.
Al segundo día de batalla se hizo la luz. Dos diputados
sirvieron de precursores a Sieyès. Legrand propuso que la
Asamblea se constituyera en Asamblea General y no se
detuviera ante nada que procediese de la indivisibilidad de una
Asamblea Nacional. Galand pidió que se declarara que siendo la
nobleza y el clero simplemente dos corporaciones, y siendo la
nación una e indivisible, se constituyera la Asamblea en
Asamblea legítima y activa de los representantes de la nación
francesa. Sieyès abandonó entonces su anterior oscuridad y sin
rodeos propuso el título de Asamblea Nacional.
Desde la sesión del día 10, Mirabeau veía a Sieyès andar
bajo tierra y estaba aterrado. Esta marcha rectilínea conducía a
un punto donde se encontraría frente a frente con la realeza y la
aristocracia. ¿Se detendría allí por respeto al ídolo apolillado?
Las apariencias indicaban lo contrario. Entonces, a pesar de la
dura disciplina con que la tiranía formó a Mirabeau para la
libertad, el gran orador sintió temores y escrúpulos. Necesario
es reconocer que el extraordinario tribuno era aristócrata por
afición y costumbres y monárquico de corazón; lo era de origen
y de sangre. Además dos cosas le impulsaban, una elevada y
otra rastrera. Rodeado de mujeres insaciables, necesitaba dinero
y la monarquía le parecía la mano pródiga y abierta,
derramando mercedes y dinero. La realeza había sido dura y
cruel con él, pero esto mismo le alentaba; a Mirabeau le parecía
hermoso salvar a un rey que diecisiete veces había firmado
contra él órdenes de prisión. Así era este pobre gran hombre,
tan magnánimo y generoso, que uno quisiera poder arrojar sus
vicios sobre su deplorable entorno y sobre la barbarie paternal
que le aisló de la familia. Su padre le persiguió durante toda su
vida y Mirabeau al morir pedía que le enterraran cerca de él39.
El día 10, cuando propuso Sieyès anular todo derecho a los
que no habían concurrido al llamamiento del Tercer Estado,
Mirabeau habló fuerte y firme en apoyo de la proposición. Pero
aquella noche, viendo el peligro, fue a ver a Necker, su
enemigo40; quería aclarar la situación y ofrecer a la realeza el
auxilio de su poderosa palabra.
Mal recibido e indignado, tomó el propósito de seguir el
camino marcado por Sieyès, entregándose con todas sus fuerzas
a la Revolución, creyendo poder acelerarla, como antes había
creído que poniéndose enfrente hubiera podido detenerla.
Cualquier otro se hubiera hundido para siempre sin poder
volver a levantarse. El hecho de que cayera más de una vez en
la impopularidad y que siempre pudiera volver a levantarse,
prueba el grandioso poder de la elocuencia sobre esta nación,
sensible más que ninguna otra al genio de la palabra.
¡Nada más difícil de sostener que la tesis de Mirabeau!
Intentaba, ante esta multitud conmovida, exaltada, ante un
pueblo educado en la magnitud de la crisis, demostrar “que el
pueblo no se interesaba por tales discusiones, que solamente
pedía pagar lo que podía y soportar pacíficamente su miseria”.
Después de estas palabras bajas, aflictivas,
descorazonadoras y falsas además en general, se atrevía a
plantear la cuestión de principio: “¿Quién os ha convocado? El
rey< ¿Vuestros poderes, vuestras actas os autorizan a declarar
la Asamblea constituida solamente por los representantes aquí
proclamados?< ¿Y si el rey niega su sanción?< La
consecuencia es evidente. ¡Sufriréis moünes y camicerías; ni
siquiera tendréis el execrable honor de una guerra civil!”.
Mounier y los imitadores del gobierno inglés proponían lo
siguiente: Representantes de la mayor parte de la nación en
ausencia de la minoría. Esto dividía a la nación en dos partes,
conduciendo al establecimiento de dos cámaras.
Mirabeau prefería la fórmula: Representantes del pueblo
francés. Esta palabra —decía— era elástica y podía expresar
mucho o poco.
Este fue precisamente el reproche que le hicieron dos
juristas eminents: Target, de París, y Thouret, de Rouen. Le
preguntaron si pueblo significaba plebeyos o el latino populus. El
equívoco quedó al descubierto. El rey, el clero y la nobleza
habrían interpretado sin duda alguna pueblo en el sentido de
plebe, de pueblo inferior, de una simple parte de la nación.
Muchos no habían apreciado el equivoco, ni comprendían
cuánto terreno haría perder a la Asamblea. Todos lo
entendieron cuando Malouet, el amigo de Necker, aceptó el
término pueblo.
El temor que Mirabeau intentó causar hablando del veto
real, no hizo más que indignar a la Asamblea. El jansenista
Camus, uno de los más firmes caracteres de la Asamblea,
respondió con estas enérgicas palabras: “Nosotros somos lo que
somos. ¿Podrá el veto impedir que la verdad sea una e
irunutable? ¿Puede la sanción real cambiar el orden de las cosas
y alterar su naturaleza?”.
Mirabeau, irritado por la contradicción y perdiendo toda
prudencia, Llegó a decir: “Creo el veto del rey de tal modo
necesario, que si no lo ejerce preferiré vivir en Constantinopla
antes que en Francia< Sí, lo declaro: no conozco nada más
terrible que la aristocracia soberana de seiscientas personas que
mañana pudieran declararse inamovibles y pasado mañana
hereditarias, y concluyeran como la aristocracia de todos los
países del mundo por invadirlo y acapararlo todo”.
Así, de dos males, uno posible y otro presente, Mirabeau
prefería el mal presente y cierto. En la hipótesis de que un día
esta Asamblea pudiera querer perpetuarse y convertirse en un
tirano hereditario, quería dar armas al poder tiránico para
impedir toda reforma en aquella corte incorregible que se
quería reformar< ¡El rey!, ¡el rey!, ¿por qué abusar siempre de
esta vieja religión? ¿Quién no sabía que desde Luis XIV no
existía rey? La guerra se entablaba entre dos repúblicas: una
que se sentaba en la Asamblea donde estaban las grandes
mentes de la época, los mejores ciudadanos, Francia misma; la
otra, la república de los abusos, tenía su conciliábulo en casa de
Diana de Polignac, en los viejos gabinetes de las Dubois, de las
Pompadour y de las Du Barry.
El discurso de Mirabeau fue acogido con un estruendo de
indignación, con una tempestad de imprecaciones e insultos. La
elocuente retórica con la que rechazaba lo que nadie había
dicho (que la palabra pueblo fuese vil), no hizo efecto alguno.
Eran las nueve de la noche. Se terminó la discusión para
proceder a votar. La singular claridad con que el problema de la
realeza misma había sido planteado, hacía temer que la corte no
hiciera lo único que le quedaba por hacer para impedir al
pueblo que al día siguiente fuese rey; disponía de la fuerza
bruta de un ejército cercando Versalles; podía utilizarlo,
prender los diputados más significativos, disolver los Estados; y
si París protestaba, matar de hambre a París< Este crimen
odioso era la última carta que le quedaba y se creía que la
jugaría. En previsión de esto, se quería que la Asamblea
quedara constituida aquella misma noche. Esta era la opinión
de más de cuatrocientos diputados; a lo sumo un centenar se
oponía. Esta pequeña minoría impidió durante toda la noche,
con gritos y violencias, que se pudiera hacer la votación
nominal. Pero este vergonzoso espectáculo de una mayoría
tiranizada, de la Asamblea puesta en peligro por la tardanza en
constituirse, ante la idea de que de un momento a otro la obra
de la libertad, la salvación del porvenir, pudiera ser destruida,
exaltó hasta el éxtasis a la multitud que llenaba las tribunas; un
hombre se abalanzó sobre Malouet, el agitador principal de los
obstinados alborotadores, y le zarandeó por el cuello41. El
hombre se escapó. Los gritos continuaron. “En presencia de este
tumulto —dice Bailly, que presidía— la Asamblea permanece
firme y digna, tan paciente como fuerte, esperaba en silencio
que ese grupo alborotador se agotara de sus propios gritos”. A
la una de la madrugada era menor el número de diputados; se
aplazó la votación hasta por la mañana.
Por la mañana, en el momento de la votación, recibió el
presidente la noticia de que había sido mandado llamar de la
cancillería para entregarle una carta del rey. Esta carta, en la
que le recordaba que no se podía hacer nada sin el concurso de
los dos órdenes restantes, habría llegado en el momento
oportuno para aportar un texto concluyente al centenar de la
oposición y daría motivo para largos discursos, inquietando y
enfriando muchos espíritus débiles. La Asamblea, con una
solemne gravedad, postergó la carta del rey y prohibió a su
presidente abandonar la sala hasta finalizar la sesión. Quería
votar y votó.
Las diversas mociones podían reducirse a tres, o mejor
dicho, a dos:
1ª La de Sieyès: Asamblea Nacional.
2ª La de Mounier: Asamblea de representantes de la
mayoría de la nación en ausencia de la menor parte. La fórmula
equivoca de Mirabeau estaba comprendida en la de Mounier,
pudiendo incluirse la palabra pueblo en un sentido amplio,
como la mayor parte de la nación.
Mounier tenía la ventaja aparente de una literalidad
judaica, de una exactitud aritmética, encubriendo un fondo
contrario a la justicia. Colocaba simétricamente en un mismo
nivel valores enormemente distintos. La Asamblea representaba
a la nación menos los privilegiados; esto es, el 96 o 98 por
ciento, contra el 4 por ciento, según Sieyès, y el 2 por ciento,
segím Necker. ¿Por qué dar a este 2 o 4 por ciento tan enorme
importancia? No eran seguramente porque conservaran fuerza
moral, de la que ya no les quedaba; era, en realidad, porque
toda la gran propiedad del reino, los dos tercios de las tierras,
habían ido a parar a sus manos. Mounier era el abogado de la
propiedad contra la población, de la tierra contra el hombre.
Punto de vista feudal, inglés y materialista; Sieyès había dado la
fórmula francesa.
Con la aritmética de Mounier, su justicia era injusta, y con
el equívoco de Mirabeau, la nación sólo era una clase, y la gran
propiedad, la tierra, constituía otra clase enfrente de la nación.
Así permanecíamos en la injusticia antigua; la Edad Media
continuaba, el sistema bárbaro en que la gleba valía más que el
hombre; en que la tierra, el estiércol, la ceniza eran los señores
feudales del alma.
La proposición de Sieyès obtuvo cerca de quinientos votos,
no llegando a un centenar los que votaron en contra42. Entonces
fue proclamada la Asamblea Nacional. Muchos gritaron: “Viva el
rey”.
Dos interrupciones sobrevinieron entonces, intentando
detener la organización de la Asamblea: una de la nobleza,
enviada con un pretexto; otra de algunos diputados que ante
todo querían se nombrara un presidente y una mesa
organizada. La Asamblea no les atendió y procedió a la
solemnidad del juramento. Ante una multitud conmovida de
cuatro mil espectadores, los seiscientos diputados de pie, con la
mano en alto, en medio de un silencio profundo, fijos los ojos en
la venerable figura de su presidente, escucharon la fórmula del
juramento y gritaron: “¡Lo juramos!”. Un sentimiento universal
de respeto y religión llenaba todos los corazones.
La Asamblea estaba fundada, vivía; le faltaba la fuerza, la
certidumbre de vivir. Y adquirió esta condición necesaria
abrogándose el derecho de imponer, declarando que el
impuesto, ilegal hasta entonces, sería cobrado provisionalmente
“hasta el día de la disolución de la presente Asamblea”. Esto
era, en un solo golpe, condenar todo el pasado y apoderarse del
porvenir.
Enseguida abordó la cuestión trascendental del honor, la
deuda, y la amparó con su garantía.
Y todos estos actos reales se consignaban en lenguaje real,
con las mismas fórmulas que sólo el rey había empleado hasta
entonces: “La Asamblea entiende y decreta<”.
Finalmente se preocupó de la carestía de las subsistencias.
Habiendo fracasado el poder administrativo, el legislativo,
única autoridad respetada entonces, estaba obligado a
intervenir. Acordó pedir para su comité de subsistencias lo
mismo que el rey había ofrecido espontáneamente a la
diputación del clero, la comunicación de los datos que
aclaraban el asunto. Pero el rey no quiso acceder a la petición.
El más sorprendido de todos fue Necker; creía
inocentemente conducir al mundo a su antojo y el mundo
avanzaba sin él. Había mirado siempre a la joven Asamblea
como hija o pupila suya; había asegurado al rey que sería
aquélla dócil y prudente, y he aquí que inesperadamente, sin
consultar al tutor, marchaba sola, avanzaba, pasaba por encima
de todos los obstáculos añejos sin dignarse siquiera mirarlos<
En su estupefacción inmóvil, Necker recibió dos consejos, de un
realista y de un republicano, y ambos eran idénticos. El realista
era el intendente Bertrand de Molleville, empleado del antiguo
régimen, hombre apasionado y torpe; el republicano era
Durovray, uno de los demócratas que el rey había hecho
desterrar de Ginebra en 1782.
Conviene saber quién era este extranjero que, en una crisis
tan grave, se interesaba tanto por Francia y se atrevía a dar
consejos. Durovray, establecido en Inglaterra, pensionado por
los ingleses, se había hecho inglés de corazón y de ideas y fue
algo más tarde jefe de emigrados. Mientras tanto formaba parte
de un pequeño comité ginebrino, que desgraciadamente para
nosotros rodeaba a Mirabeau. Inglaterra parecia inspirar al
órgano principal de la libertad francesa43. Poco favorable a los
ingleses hasta entonces, el gran hombre se había dejado prender
por aquellos republicanos, que a sí mismos se llamaban
mártires de la libertad. Los Durovray, los Dumond y otros
intrigantes mediocres, infatigables, estaban siempre a su lado,
siendo acicates de su pereza. Estaba ya enfermo y hacía cuanto
podía para agravarse. Sus noches acababan con sus días; por la
mañana se acordaba de la Asamblea, de sus asuntos, y buscaba
su pensamiento; siempre tenía a punto el pensamiento inglés,
redactado por los ginebrinos; cerraba los ojos y surgía su
talento. Tal era su facilidad, su imprevisibilidad, que en la
tribuna misma su admirable discurso no era más que una
traducción de las notas que los ginebrinos le entregaban a cada
momento.
Durovray, que no tenía ya relación con Necker, se convirtió
en aquellas graves circunstancias en su consejero oficioso.
Quería Durovray, como Bertrand de Molleville, que el rey
anulara el decreto de la Asamblea, le quitara el título de Asamblea
Nacional, ordenara la reunión de los tres órdenes y,
declarándose legislador provisional de Francia, hiciera por la
autoridad real lo que las Comunas habían hecho sin ella.
Bertrand creía con razón que después de este golpe había que
disolver la Asamblea. Durovray pretendía que la Asamblea,
rota y humillada por la autoridad real, aceptaría tranquilamente
el papel de máquina para hacer leyes44.
La noche del 17 los jefes del clero, el cardenal de La
Rochefoucauld y el arzobispo de París, habían corrido a Marly a
implorar al rey y a la reina. El 19 hubo inútiles discusiones en la
cámara de la nobleza; el duque de Orleáns proponía imirse al
Tercer Estado y Montesquieu pedía la unión con el clero. Aquel
mismo día los curas habían convenido unirse a la Asamblea,
llevando la mayoría de su orden y dividiendo este en dos.
Aquella noche el cardenal y el arzobispo volvieron a Marly y,
arrojándose a las rodillas del rey, exclamaron: “La religión
perece”. Más tarde llegaron algunos que habían asistido a la
sesión del parlamento: “La monarquía está perdida si no
disuelve los Estados”, dijeron.
Resolución peligrosa, ya imposible de adoptar. La marea
subía de hora en hora. París y Versalles se estremecían. Necker
había convencido a dos o tres de los ministros, al rey mismo, de
que su proyecto era el único medio de salvación.
En la noche del viernes 19 se celebró un Consejo definitivo,
se volvió a leer dicho proyecto y quedó aprobado: “Cerrábamos
ya las carteras —dice Necker—, cuando rápidamente entró un
oficial de servicio. Habló quedamente al oído a Su Majestad y
este se levantó ordenando a sus ministros que volvieran a
tomar asiento. De Montmorin, que estaba a mi lado, me dijo:
«Trabajo perdido; sólo la reina ha podido atreverse a
interrumpir el Consejo de Estado; al parecer los príncipes le han
engañado»”.
Cambió el aspecto de las cosas, y bien había podido ser
previsto, porque no para otra cosa, sin duda alguna, se habían
llevado el rey a Marly, lejos de Versalles y del pueblo, solo con
la reina, precisamente cuando por el dolor común de la muerte
de su hijo el rey era más tierno y débil para con ella< Buena
ocasión, bien utilizada por los prelados para sus sugestiones.
¿La muerte del delfín no era un severo aviso de la Providencia
por prestarse el rey a las peligrosas innovaciones de un ministro
protestante?
El rey, vacilante todavía, pero casi vencido ya, se contentó
con ordenar, para impedir al clero reunirse con el Tercer
Estado, que la sala donde se celebraban las sesiones fuese
cerrada al día siguiente, sábado 20 junio, con el pretexto de
hacer los preparativos necesarios para una sesión real que se
celebraría el lunes.
Esto acordado por la noche, no se supo en Versalles hasta
las seis de la mañana. El presidente de la Asamblea supo, por
casualidad, que esta no podría reunirse. Eran más de las siete
cuando recibió una carta, no del rey (como era natural el rey
acostumbraba a escribir de su puño y letra al presidente del
Parlamento), sino simplemente un aviso del joven Brézé,
maestro de ceremonias. Este aviso no debía haber sido dado a
Bailly en su casa, sino al presidente en la Asamblea. Bailly no
podía ocupar su puesto. A la hora señalada, la víspera para
comenzar la sesión, a las ocho de la mañana, se reunió con
muchos diputados a la puerta de la sala. Detenido por un
centinela, protestó y allí mismo declaró la sesión abierta.
Muchos jóvenes diputados quisieron forzar la puerta. El oficial
de guardia mandó tomar las armas a sus soldados, advirtiendo
a Bailly que su consigna era la de no tener presente al
inviolabilidad de los diputados.
He aquí a nuestros nuevos reyes, puestos de patitas en la
calle, como escolares indóciles, y helos formando grupos con el
pueblo en la avenida de París, bajo la lluvia. Todos convinieron
en la necesidad de celebrar sesión y de reunirse. Unos decían:
¡A la plaza de armas! Otros: ¡A Marly! Y los más: ¡A París! Esto
último hubiera sido una resolución extrema; era encender la
mecha y arrojarla sobre la pólvora<
El diputado Guillotin aconsejó algo menos peligroso;
dirigirse al Viejo Versalles y establecer la Asamblea en el Iuego
de Pelota< Lugar triste, feo, desamueblado y pobre< Mejor
que mejor. La Asamblea fue pobre, y más que en ningún otro
día, en aquel representaba al pueblo.
Allí permaneció todo el día de pie, teniendo apenas un
banco de pino< Y este fue el refugio de la nueva religión, su
establo de Belén.
Uno de aquellos sacerdotes intrépidos que habían decidido
la reunión del clero al Tercer Estado, el ilustre Grégoire, mucho
tiempo después, cuando el Imperio había destruido tan
cruelmente la obra de la Revolución, su madre, iba con
frecuencia a Versalles para verlas ruinas de Port-Royal. Un día
entró en el Iuego de Pelota45< Aquel arruinado, este
abandonado< Lágrimas dolorosas salieron de este hombre tan
irme, que no había llorado jamás< ¡Dos religiones perdidas es
demasiado para un corazón humano!
En 1846 hemos ido también a ver de nuevo a aquel testigo
de la libertad; aquel lugar donde el eco repetía su primera
palabra, el que recibió, el que guarda aún su memorable
promesa< Pero, ¿qué podíamos decirle? ¿Qué noticias darle
del mundo que alumbró? ¡Ah!, el tiempo no ha pasado rápido,
las generaciones se han sucedido, la obra apenas ha avanzado<
Cuando pisamos aquel suelo venerable, una honda pena
inundó nuestro corazón, pensando en lo que somos, lo poco
que hemos hecho. Nos sentimos indignos y salimos de aquel
lugar sagrado.
20 23 1789

Juramento del Juego de Pelota, 20 de junio.—La Asamblea errante.—


Golpe de estado; proyecto de Necker; declaración del rey, 23 de junio;
la Asamblea se niega a separarse.—El rey ruega a Necker que se
quede, pero no revoca su declaración.

Ahí están, reunidos en el Juego de Pelota, a pesar del rey<


Pero, ¿qué van a hacer?
No olvidemos que en aquella época la Asamblea era
enteramente monárquica, sin exceptuar uno sólo de sus
miembros46.
No olvidemos que el día 17, cuando se consagró con el
título de Asamblea Nacional, gritó: “¡Viva el rey!”, y cuando se
abrogó el derecho de fijar el impuesto, declarando ilegal el
cobrado hasta entonces, muchos que habían combatido la
proposición abandonaron la sala para no autorizar con su
presencia aquel atentado a la autoridad real47.
El rey, vieja sombra, antigua superstición, tan poderosa en
la sala de los Estados Generales, palideció en el Iuego de Pelota.
El miserable recinto de construcción moderna, desnudo,
desamueblado, no tenía un solo rincón donde pudieran
refugiarse las leyendas del pasado. Reinaban allí el espíritu
puro, la razón, la justicia, ese rey del futuro.
Aquel día no hubo oponentes48; la Asamblea fue un solo
pensamiento y un solo corazón. Precisamente fue uno de los
moderados, Mounier de Grenoble, quien presentó a la
Asamblea la célebre declaración: “Que en cualquier lugar en
que se viera obligada a reunirse, allí estaba siempre la
Asamblea Nacional; que nada podría impedirle continuar sus
deliberaciones; que hasta la conclusión y afianzamiento de la
constitución juraba no separarse jamás”.
Bailly juró el primero y pronunció el juramento; tan
claramente, tan alto, que la multitud que se agolpaba fuera lo
oyó y ebria de entusiasmo, aplaudió largo rato< Algunos vivas
al rey se mezclaron a los vivas a la Asamblea y al pueblo<
Aquel era el grito de la vieja Francia en sus vivas emociones y
todavía se unía al juramento de la resistencia49.
En 1792 Mounier, emigrado, solo en tierra extranjera, se
preguntaba si su proposición del 20 de junio estaba
fundamentada en derecho, si su lealtad de monárquico y su
deber de ciudadano habían estado de acuerdo< Y allí mismo,
en la emigración, entre todos los prejuicios del odio y del exilio,
se responde: “¡Sí!, el juramento fue justo; no queríamos la
disolución y se hubiera llevado a cabo sin el juramento; la corte,
libre de los Estados Generales, no los hubiera convocado jamás
y hubiera habido que renunciar a fundar esta constitución
reclamada unánimemente por todas los escritos de Francia<”.
He aquí lo que un monárquico, el moderado de los moderados,
jurista habituado a encontrar decisiones morales en los textos
positivos, dijo sobre el acto primordial de nuestra Revolución.
Entretanto, ¿qué hacían en Marly? El sábado y el domingo
Necker llegó a las manos con los parlamentarios, a quienes el
rey le había entregado y quienes con la sangre fría que muchas
veces tienen los locos, alteraban su proyecto y borraban lo que
le hubiera podido sacar adelante, le eliminaban su carácter
bastardo, prefiriendo un golpe de estado brutal, a lo Luis XV,
un sencillo decreto del rey, como los que tantas veces había
sufrido el parlamento. Las discusiones se avivaron por la noche.
No fue hasta la medianoche cuando el presidente de la
Asamblea, en su cama, supo que la sesión real no se celebraría
aquella mañana, habiendo sido aplazada hasta el martes.
La nobleza, en gran número y muy alborotada, fue el
domingo a Marly. Había vuelto a mostrar al rey a través de un
escrito, que ahora se trataba de él, más que de la nobleza. La
corte estaba animada por una audacia caballeresca; los militares
no esperaban más que una señal para sacar sus espadas contra
los hombres de pluma. El conde de Artois, ebrio de insolencia
entre aquellos bravos, envió a decir al Juego de Pelota que
nadie entrase allí al día siguiente, porque iba a ir él a jugar una
partida.
La Asamblea se encontró en la mañana del lunes en las
calles de Versalles, errabunda, sin hogar. Motivo de gozo para
la corte. El dueño de la sala tiene miedo, teme a los príncipes.
La Asamblea no tuvo más éxito cuando tocó en la puerta de los
Recoletos; los frailes no se atreven a comprometerse< ¿Quiénes
son estos vagabundos, esta peligrosa banda ante la cual todas
las puertas se cierran?< La nación misma.
¿Y por qué no deliberar bajo el cielo? ¿Cuál sería lugar más
noble de asamblea?< Aquel mismo día la mayoría del clero iba
a tomar asiento en las Comunas. ¿Dónde recibirlos?
Afortunadamente los ciento treinta y cuatro sacerdotes, con
algunos prelados al frente, se habían reunido aquella mañana
en la iglesia de San Luis. La Asamblea entró en la nave y los
eclesiásticos, reunidos en el coro, salieron para tomar puesto en
su seno. ¡Hermoso momento de sincera alegría! “El templo de la
religión —dice un orador conmovido— se convierte en templo
de la patria”.
Aquel mismo día, lunes 22, Necker luchaba todavía en
vano. Su proyecto, funesto para la libertad porque conservaba
una sombra de moderación, fue sustituido por otro más franco,
más propio para poner las cosas en su sitio. Necker no era más
que un mediador culpable entre el bien y el mal, capaz de
establecer un raro equilibrio entre lo justo y lo injusto, cortesano
a la vez del pueblo y de los enemigos del pueblo. En el último
Consejo celebrado el lunes en Versalles fueron llamados a
consulta los príncipes, los cuales prestaron a la libertad el
servicio de apartar al equivoco intermediario que impedía a la
razón y al absurdo ponerse frente a frente.
Antes de que empiece la sesión, quiero examinar los dos
proyectos: el de Necker y el de la corte. Del primero no quiero
basarme más que en el mismo Necker.

En su libro de 1796, escrito en plena reacción, Necker nos


demuestra confidencialmente que su proyecto era atrevido, muy
atrevido< a favor de los privilegiados. Le costó un poco hacer
esta confesión, pero finalmente la hizo. “El defecto de mi
proyecto es su gran atrevimiento; arriesgaba en el todo lo que
podía arriesgar< Explicaos< Lo haré, debo hacerlo. Dignaos a
escucharme50”.
Esta apología la dirige Necker a los emigrados. ¡Vana
empresa! ¿Cómo le perdonarán jamás haber llamado al pueblo
a la vida política, creando cinco millones de electores?
1° Las reformas necesarias, indefectibles, que la corte había
rechazado tanto tiempo y que ahora aceptaba por fuerza, serían
promulgadas por el rey. Necker, que había aprendido a su costa
que el rey era un juguete para la reina y la corte, una simple
figura decorativa y nada más, se prestaba a continuar la triste
comedia.
2° Nada de unidad legislativa; cuando menos se
establecerían dos cámaras. Esto era un consejo tímido a Francia
para que imitara el régimen inglés. Tenía, en efecto, dos
ventajas: fortalecer a los privilegiados reuniendo al clero y a la
nobleza en una cámara alta, y además facilitar al rey medios
para eximirse de responsabilidades y burlar al pueblo,
impidiendo su regeneración por medio de la alta cámara en
lugar de impedirlo él personalmente; esto es, tener dos vetos en
lugar de uno.
3° El rey permitiría a los tres órdenes deliberar juntos sobre
los asuntos generales; pero en cuanto a los privilegios de
distinción personal, de honor, y en cuanto a los derechos sobre
los siervos, no se toleraría ninguna discusión común< Y esto es
precisamente lo que Francia creía el asunto general por
excelencia. Entonces, ¿quién se atrevía a ver un asunto especial
en el tema del honor?
4° Estos Estados desiguales, tan pronto reunidos como
separados en tres órdenes, tan pronto activos como inmóviles
por su triple movimiento, aún los balancea Necker, les pone
trabas, los neutraliza con Estados provinciales, aumentando la
división cuando Francia tiene sed de unidad.
5° Concede todo esto, pero al instante lo retira< Nadie
verá funcionar la hermosa máquina legislativa; el espectáculo
está prohibido, se desarrollará a puerta cerrada. No se tolerará
publicidad de las sesiones. Así las leyes se harían lejos de la luz del
día, en las tinieblas, como pudiera fraguarse un complot contra
la ley.
6° ¡La ley! ¿Qué significa esta palabra sin libertad personal?
¿Quién puede obrar, elegir, votar libremente, cuando nadie está
seguro de dormir en su casa? No asegura Necker todavía esta
primera condición de la vida social, anterior, indispensable para
la acción política. El rey invitará a la Asamblea a buscar los
medios que puedan permitir la supresión de los mandatos de
prisión< Entretanto guarda en la Bastilla a los encarcelados
arbitrariamente, a los prisioneros de Estado.
He aquí la extrema concesión que en su más propicio
momento, impulsada por un ministro popular, puede hacer la
vieja realeza. Pero todavía no puede llegar a tanto. El rey
nominal promete; el verdadero rey, que es la corte, se burla de
la promesa< ¡Que mueran confundidos en su pecado!

(23 de junio de 1789)

El plan de la corte es más claro que el bastardo plan de


Necker. Al menos así parece. Todo lo malo del plan de Necker
ha sido conservado y aumentado.
Este acto, que se puede llamar el testamento del
despotismo, se divide en dos partes: 1ª La prohibición de las
garantías bajo este título: Declaración concerniente a la presente
reunión de los Estados; 2ª Las reformas, las concesiones, las
mercedes, como ellos dicen51. Declaración de las intenciones del
rey, de sus deseos para las contingencias futuras. El mal es
seguro y el bien posible. Veamos el detalle:
I. El rey anula la voluntad de cinco millones de electores,
declarando que sus peticiones no son más que informaciones,
datos.
El rey anula los acuerdos de los diputados del Tercer
Estado, declarándolos “nulos, ilegales y anticonstitucionales”.
El rey quiere que los órdenes permanezcan divididos, que uno
sólo pueda anular a los otros (que el dos por ciento de la nación
pese tanto como la nación entera).
Si quieren reunirse lo permite por esta vez solamente y
únicamente para los negocios generales, en los que no están
comprendidos ni los derechos de los tres órdenes, ni la
constitución de los próximos Estados, ni las propiedades
feudales y señoriales, ni los privilegios de dinero u honor< Así,
todo el antiguo régimen queda exceptuado, indiscutible,
irreformable<
Todo esto es el pensamiento de la corte. Según las
apariencias, he aquí el artículo del rey, el que abrigaba en su
corazón y escribió él mismo: “El orden del clero tendrá un veto
especial (contra la nobleza y el Tercer Estado) para todo lo
referente a la religión, la disciplina y el régimen de las órdenes
seculares y regulares”. Así de ningún modo había que hacer
ninguna reforma. El clero quería mantener todos aquellos
conventos cada día más odiosos y más inútiles. La nobleza se
puso furiosa. Perdía una de sus más alegres esperanzas; tarde o
temprano confiaba en que ese botín volviera a ella; cuando
menos confiaba en que si el rey y el pueblo le obligaban a hacer
algunos sacrificios, ella haría generosamente el sacrificio del
clero.
Veto sobre veto< ¿para qué? He aquí un lujo de
precauciones para hacer imposible todo resultado. En las
deliberaciones comunes de los tres órdenes bastaba que dos
terceras partes de uno solo reclamaran contra la deliberación para
que el asunto quedara en suspenso y sometido a la decisión del
rey. Además, tomado un acuerdo, bastaba que cien miembros
reclamasen para que el acuerdo fuera nulo< Es decir, que las
palabras asamblea, decisión, deliberación, votaciones y acuerdo, no
eran más que una mistificación, una farsa< ¿Pero quién la
representará sin reír?<
II. He aquí las concesiones: Publicidad de las cuentas de la
Hacienda, votación del impuesto, determinación de los gastos,
para los cuales los Estados indicarán los medios y Su Majestad
“los adoptará, si están conformes con la dignidad real y la celeridad
del servicio público”.
Segunda concesión: El rey sancionará la igualdad del
impuesto cuando el clero y la nobleza quieran renunciar a sus
privilegios pecuniarios.
Tercera concesión: Las propiedades serán respetadas,
especialmente los diezmos, derechos y deberes feudales.
Cuarta concesión: ¿Libertad individual? No. El rey invita a
los Estados a buscar y proponerle medios para conciliar la
abolición de las órdenes de prisión arbitrarias con las
precauciones necesarias para amparar el honor de las familias o
reprimir los comienzos de sedición, etc.
Quinta concesión: ¿Libertad de la prensa? No. Los Estados
buscarán el medio de conciliar la libertad de la prensa con el
respeto debido a la religión, a las costumbres y al honor de los
ciudadanos.
Sexta concesión: ¿Admisión de todas las clases a los
empleos públicos? No. Rechazada expresamente por el ejército. El
rey declara del modo más terminante que quiere conservar
integra, sin la menor modificación, la institución armada. Es
decir, que el que no sea noble no llegará jamás a tener grados
militares, etc. Así, el legislador imbécil entrega las cosas a la
violencia, a la fuerza, a la espada. Y precisamente elige este
momento para romper la suya< Que llame ahora a los
soldados, que rodee de ellos la Asamblea, que los lance contra
París< Son otros tantos defensores más que da a la Revolución.
La víspera del gran día, a medianoche, tres diputados
nobles, d’Aiguillon, de Menou y de Montmorency, fueron a
informar al presidente del resultado del consejo celebrado
aquella misma noche en Versalles: “Necker no apoyará con su
presencia un proyecto contrario al suyo, no irá a la sesión y sin
duda alguna se dispone a marchar”. La sesión se abría a las
diez. Bailly dice a algunos diputados, y estos a otros muchos, el
gran secreto del día. La opinión se hubiera podido dividir y
llevado a engaño, si hubiese visto al ministro popular sentarse
al lado del rey; pero ausente Necker, el rey quedaba
descubierto, abandonado por la opinión. La corte confiaba dar
el preparado golpe de mano al abrigo de Necker y a costa de él;
jamás le perdonó el que no se hubiera dejado engañar y
deshonrar por ella.
La prueba de que todo había sido descubierto está en que a
la salida del rey del castillo la multitud lo acogió con un silencio
frío y adverso52. El asunto había sido descubierto; la gran escena
preparada con tanta habilidad no causaría efecto.
El miserable espíritu de insolencia que inspiraba a la corte,
había ideado que entraran en la sala por la puerta grande los
dos órdenes privilegiados y que el Tercer Estado entrara
después por una puerta trasera, quedando bajo un cobertizo
con la mitad a la intemperie.
Así el Tercer Estado, humillado, sucio y mojado, estaría con
la cabeza baja para recibir la lección que se le preparaba.
Estando la puerta cerrada, no había nadie para hacer entrar
a la guardia. Entonces Mirabeau dice al presidente: “¡Señor,
conducid a la nación ante el rey!”. El presidente llama a la
puerta. La guardia de corps responde. El presidente: “Señores,
¿dónde está el maestro de ceremonias?”. La guardia de corps:
“No sabemos nada”. Los diputados: “Pues bien, entonces
entremos”. Al fin el presidente hace venir al capitán de la
guardia y este marcha a buscar a Brèzé.
Los diputados entran en fila y encuentran en la sala al clero
y a la nobleza que, ya sentados, parecen esperarlos como
jueces< El resto de la sala está vacío. Nada más triste que aquel
salón inmenso de donde el pueblo había sido desterrado.
El rey leyó con su sencillez ordinaria la arenga que le
habían compuesto, resultando extrañas en sus labios aquellas
despóticas palabras. Sentía y comprendía poco la violencia
provocativa y por eso estaba sorprendido del aspecto que la
Asamblea provocaba. Los nobles aplaudieron el artículo que
consagraba los derechos feudales y con voces claras y altas
dijeron: “¡Esa es la paz!”.
El rey, después de un momento de silencio y extrañeza,
concluyó con palabras intolerables que arrojaban el guante a la
Asamblea y eran el principio de la guerra: “Si me abandonáis
en esta hermosa empresa, yo solo miraré por el bien de mis
pueblos y me consideraré como su verdadero representante”.
Y finalmente: “Os ordeno, señores, separaros enseguida y
reuníros mañana en las cámaras asignadas a vuestro orden para
reanudar vuestras sesiones”.
Salió el rey; el clero y la nobleza le siguieron. El Tercer
Estado quedó allí reunido, tranquilo, en silencio53.
El maestro de ceremonias entró entonces y en voz baja dijo
al presidente: “Señor, ¿habéis oído la orden del rey?”. El
presidente respondió: “La Asamblea se ha aplazado a después
de la sesión real; no puedo disolverla sin que haya deliberado”.
Y volviéndose a los compañeros que le rodeaban, exclamó: “Me
parece que la nación reunida en Asamblea no puede recibir
órdenes”.
Mirabeau interpretó estas palabras admirablemente;
dirigiéndose al maestro de ceremonias, con su voz fuerte,
imponente y de una majestad terrible, lanzó estas admirables
palabras: “Conocemos las intenciones que han sido sugeridas al
rey; y vos, señor, que no sabríais ser su órgano ante la
Asamblea Nacional, vos que no tenéis aquí ni puesto, ni voto, ni
derecho a hablar, no tenéis por qué recordarnos su discurso<
Id a decir a quienes os han enviado que estamos aquí por la
voluntad del pueblo y que no se nos arrojará de este sitio sino
por la fuerza de las bayonetas”54.
Brèzé quedó desconcertado, aterrado; sintió el poder de la
nueva realeza, y recordando lo que la etiqueta prescribía para la
antigua, salió de la Asamblea andando de espaldas,
retrocediendo como se hacía delante del rey55.
La corte había imaginado otro medio de expulsar a las
Comunas, medio brutal, empleado antiguamente con éxito en
los Estados Generales. Consistía sencillamente en hacer
desamueblar la sala y deshacer el anfiteatro y el estrado del rey.
Entraron, en efecto, los obreros; pero a una palabra del
presidente se detuvieron, soltaron sus herramientas,
contemplaron con admiración la majestuosa calma de la
Asamblea y se convirtieron en espectadores atentos y
respetuosos.
Un diputado propuso discutir al día siguiente las
resoluciones del rey. No fue escuchado. Camus demostró
vigorosamente e hizo declarar que la sesión real no era más que
un acto ministerial y que la Asamblea persistía en todos sus
anteriores acuerdos.
El joven de la región de Dauphjne, Barnave: “Habéis
declarado lo que sois; no tenéis necesidad de sanción”.
El bretón Grezen: “¡Cómo! El soberano habla como dueño,
cuando debería consultar”.
Pétion, Buzot, Garat y Grégoire hablaron tan
vigorosamente como los anteriores. Y Sieyès, con sencillez:
“Señores, sois hoy lo que ayer erais”.
La Asamblea declara a continuación, acerca de la
proposición de Mirabeau, que sus miembros eran inviolables y
que cualquiera que pusiera la mano sobre im diputado era
traidor, infame y merecedor de la muerte.
Este decreto no fue inútil. La guardia de corps había
formado en línea delante de la sala.
Se suponía que sesenta diputados serían hechos prisioneros
durante la noche.
La nobleza, con su presidente a la cabeza, fue derecha a dar
las gracias a su salvador el conde de Artois, más tarde Señor,
que fue prudente y se guardó bien de permanecer en su casa.
Muchos fueron a ver a la reina triunfante, radiante, que dando
la mano a su hija que tenía en brazos al delfín, les dijo: “A la
nobleza lo confío”.
El rey no participaba en absoluto de esta alegría. El silencio
del pueblo, tan nuevo para él, le había turbado. Cuando llegó
Brèzé a decirle que los diputados del Tercer Estado continuaban
reunidos en sesión y le pidió sus órdenes, paseó durante
algunos minutos, y con el tono de voz del hombre agobiado,
dijo luego: “Pues bien, que los dejen”. El rey habló sabiamente.
Todo lo temía. Un paso más y París marcharía sobre Versalles.
Ya Versalles estaba alborotado. A cinco millas de la población,
seis mil hombres llegan al castillo. La reina ve con terror aquella
extraña corte completamente nueva que invade los jardines, las
terrazas y llega a las habitaciones. Ruega, suplica al rey que
deshaga lo hecho, que vuelva a llamar a Necker< No tenía que
venir de lejos; estaba cerca, aguardando convencido, como
siempre, que nada podría hacerse sin él. Luis XVI le dijo
bonachonamente: “Yo no sostengo para nada esta declaración”.
Necker no puso ninguna condición. Satisfecha su vanidad,
ebrio de oír gritar ¡Necker!, no tuvo ningún otro pensamiento.
Salió lleno de alegría al gran patio del castillo y para calmar a la
multitud pasó a través de ella< Unos locos se pusieron ante él
de rodillas y le besaron las manos. Él, turbado, conmovido: “Sí,
hijos míos; sí, hijos míos, me quedo, estad seguros<”. Y
llorando como un niño entró en su gabinete.
Pobre instrumento de la corte, quedaba allí sin exigir nada;
quedaba para cubrir la intriga con su nombre, servir de
tapadera, asegurar la corte contra el pueblo; dio ánimo a los
valientes que se escondían ante la multitud y les dio tiempo
para llamar a las tropas.
25 11 1789

Asamblea de los electores, 25 de junio. —Movimiento de guardias


franceses, —Agitación del Palais Royal. —Intrigas del partido de
Orleans. —El rey ordena la reunión de los órdenes, 27 de junio. —El
pueblo libera a los guardias franceses, 30 de junio, —La corte prepara
la guerra. —París pide ser armado. —Caída de Necker, 11 de julio.

La situación era extraña, visiblemente provisional.


La Asamblea no había obedecido. Pero el rey nada había
revocado.
El rey había vuelto a llamar a Necker, pero tenía a la
Asamblea como prisionera en medio de tropas; había excluido
al público de las sesiofes; la puerta grande permanecía cerrada
y los diputados entraban por puerta posterior y discutían sin
auditorio.
La Asamblea reclamó débilmente, suavemente. La
resistencia del día 13 parecía haber agotado sus fuerzas.
París no flaqueó del mismo modo.
No se resigna a ver a sus diputados haciendo leyes en
prisión.
El 24 la fermentación era terrible.
El 25 estalla de tres modos a la vez: por la multitud, por los
electores y por los soldados. El foco de la revolución se
establece en París.
Los electores habían prometido reunirse después de las
elecciones para completar sus instrucciones a los diputados que
habían elegido. Aunque el ministerio les negó permiso para
reunirse, hicieron caso omiso del golpe de estado del 23; dieron
también su golpe de estado y se reunieron el día 25 en la calle
Dauphine. Una miserable sala de una fonda, ocupada en aquel
momento por una boda que les cedió su puesto, sirvió para
reunirse la Asamblea de electores de París. Éste fue su Juego de
Pelota particular.
Allí París, por su órgano electoral, se comprometió a
sostener la Asamblea Nacional. Uno de los electores, Thuriot,
les aconsejó ir al Ayuntamiento a la gran sala de San Iuan, que
no se atreverían a negársela. Estos electores eran en su mayor
parte ricos y burgueses notables; la aristocracia también era allí
numerosa. Pero entre ellos había muchos exaltados. Dos, sobre
todo, eran ardientes revolucionarios, con una singular
tendencia al misticismo: uno, el abate Fauchet, elocuente e
intrépido; el otro, su amigo Bonneville (el traductor de
Shakespeare). En el siglo XIII ambos hubieran sido quemados
por herejes seguramente. En el siglo XVIII tomaron, antes y más
que nadie, la iniciativa de la resistencia, algo que no se esperaba
de la asamblea burguesa56 de los electores. Bonneville el 6 de
junio propuso que el pueblo de París fuera armado y fue el
primero en gritar: “ ¡A las armas!”57.
Fauchet, Bonneville, Bertolio y Carra, un violento
periodista, presentaron las atrevidas mociones que ya hubieran
debido hacerse en la Asamblea Nacional: 1ª La guardia
burguesa. 2ª La organización próxima de una verdadera
comuna, electiva y anual. 3ª Un mensaje al rey pidiendo el
alejamiento de las tropas y la libertad de la Asamblea para la
revocación del golpe de estado del día 2358.
El mismo día de la primera asamblea de los electores, como
si el grito ¡a las armas! hubiera retumbado en los cuarteles, los
soldados de las guardias francesas, retenidos desde hacía varios
días, forzaron la consigna, se pasearon por París y fraternizaron
con el pueblo del Palais Royal. Desde hacía ya mucho tiempo se
organizaban entre ellos sociedades secretas y juraban no
obedecer a ningún orden que fuese contrario a las órdenes de la
Asamblea. El acto del día 23, en el que el rey declaró de la
manera más terminante que no cambiaría jamás la constitución del
ejército, es decir, que la nobleza tendría siempre acaparados los
grados, que el plebeyo no podría subir, que el soldado moriría
soldado, fue una declaración insensata que acabó lo que el
contagio revolucionario había comenzado.
Los guardias franceses, habituados a vivir en París, la
mayor parte de ellos casados, habían visto poco antes suprimir
por su coronel du Chàtelet, hombre duro, la escuela donde se
educaba gratuitamente a sus hijos. El único cambio que en las
instituciones militares se había hecho, se hizo contra ellos.
Para apreciar bien estas palabras, instituciones del ejército,
conviene saber que en los presupuestos de aquella época los
oficiales consumían 46 millones y los soldados 44, cinco
menos59. Es preciso saber, además, que Jourdan, Jourbert y
Kléber, que habían servido, abandonaron el estado militar,
como un callejón sin salida, una carrera desesperada. Augereau
era suboficial de infantería; Hoche era sargento de las guardias
francesas; Marceau soldado; estos jóvenes de gran corazón y
muchas ambiciones, estaban así retenidos para siempre. Hoche
tenía veintiún años y se hacía educar como si hubiera de llegar
a general en jefe: literatura, política, filosofía incluso; lo leía y
devoraba todo. Hay que señalar que para poder comprar
algunos libros este gran hombre bordaba chalecos de oficiales y
los vendía en un café60. Las míseras pagas del soldado, con
cualquier pretexto eran retenidas por los oficiales, quienes,
según se decía, la disipaban entre ellos61.
El movimiento de las guardias francesas no era, pues, un
motín pretoriano, una brutal algarada de soldadesca
inclisciplinada. Se hizo en apoyo de las declaraciones de los
electores y del pueblo.
Este ejército verdaderamente francés, parisién en su mayor
parte, seguía a París, seguía la ley, la ley viva, la Asamblea
Nacional.
Llegaron al Palais Royal saludados, abrazados por la
multitud, apretados, casi estrujados por ella. El soldado, este
verdadero paria de la fieja monarquía, tan maltratado por los
nobles, es recibido por el pueblo< ¿Y cómo no, si bajo el
uniforme es el pueblo mismo? Dos hermanos se encuentran, el
soldado y el ciudadano, dos hijos de una misma madre; caen el
uno en brazos del otro y corren lágrimas de sus ojos<
El odio, la ira y el espíritu de partido han humillado todo
esto, han desfigurado estas grandes escenas, han oscurecido la
historia a su gusto. Se les ha agregado tal o cual anécdota
ridícula. ¡Digno divertimento de los espíritus pequeños! Se ha
atribuido a estos inmensos movimientos no sé qué miserables,
imperceptibles causas<
No, estos movimientos fueron los de un pueblo,
verdaderos, sinceros, inmensos, unánimes; Francia tomó parte
en ellos, tomó parte París (cada uno en su medida), todos
reaccionaron; aquellos con el brazo, estos con la voz y otros con
el pensamiento, despertaron de lo más profundo de su corazón
el ardiente deseo que dormía.
¿Qué digo Francia? El mundo entero, pudiera decir mejor.
Un enemigo, un envidioso, un ginebrino imbuido de todos los
prejuicios ingleses, no puede menos que reconocer que en este
momento decisivo el mundo entero miraba con inquieta
simpatía la marcha de nuestra Revolución, sintiendo que
Francia resolvía a su costa y riesgo los asuntos del género
humano62<
Un agrónomo inglés, Arthur Young, hombre positivo,
especial, que había venido a Francia —cosa rara— a estudiar la
agricultura en aquellos momentos, se extraña del profundo
silencio que reina alrededor de París; ningún coche, apenas un
hombre. La terrible agitación que concentraba a la gente en el
interior, convertía las afueras en un desierto< Entra y el
tumulto le extraña, atravesando asombrado esta capital del
ruido. Va al Palais Royal, al centro del incendio, al punto más
brillante de la hoguera. Diez mil hombres hablaban a la vez; en
las ventanas había diez mil luces; era aquel un día de victoria
para el pueblo, se lanzaban fuegos artificiales, se hacían
fogatas< Asustado, aturdido en aquella movediza Babel, se
retira deprisa< Pero la emoción tan grande, tan viva de aquel
pueblo unido en un solo pensamiento, ha germinado también
en el espíritu del viajero, apoderándose de él; sin notar el
cambio y sin achacarlo al deseo de libertad, el inglés se asocia
poco a poco al movimiento y hace votos por Francia63.
Todos se olvidaban. El lugar, el extraño lugar donde la
escena se desarrollaba, parecía en tales momentos olvidarse de
sí mismo. El Palais Royal no sería ya más el Palais Royal. El
vicio, en la pasión de una grandeza tan sincera, en la llama del
entusiasmo, se hacía puro un instante. Los más depravados
levantaban la cabeza y miraban al cielo; su pasado, un mal
sueño, había muerto, al menos por un día; ¿honrad0s?, no
podían serlo, pero se sentían heroicos en nombre de las
libertades del mundo< Amigos del pueblo, hermanos entre
ellos, no teniendo nada de egoístas, estaban dispuestos a
repartirlo todo.
Que hubo agitadores interesados en aquella multitud, no
puede constituir una duda para nadie. La minoría de la
nobleza, ambiciosos y agitadores, los Lameth y los Duport,
trabajaban al pueblo por medio de sus agentes. Otros, peores
todavía, se agregaron al movimiento. Todo ello pasaba, preciso
es decirlo, bajo las ventanas del duque de Orleáns, de aquella
corte intrigante, codiciosa, inmunda< ¡Ah!, ¿quién no tendrá
piedad de nuestra Revolución, de aquel movimiento inocente,
desinteresado, sublime, cegado por aquellos mismos que creían
un día u otro orientarla en provecho suyo?
Miremos hacia aquellas ventanas. Distingo allí a una mujer
blanca y a un hombre negro; el vicio y la virtud; madame de
Genlis y Choderlos de Laclos, los consejeros del príncipe. Los
papeles están divididos. En esa casa donde todo es falso, la
virtud está representada por madame de Genlis, sequedad y
sensiblería, un torrente de lágrimas y de tinta, el charlatanismo
de una educación modelo, la constante exhibición de su hija
adulterina, la linda Pamela64. En este lado del palacio está la
oficina ñlantrópica, donde la caridad se organiza con gran
aparato la víspera de las elecciones65.
No ha pasado mucho tiempo desde que el príncipe de
Orleáns apostaba, después de comer, que correría
completamente desnudo desde París a Bagatelle. Pero hoy es,
ante todo, un hombre de Estado, un jefe de partido; así lo
quieren sus amantes. Han soñado estas buenas mujeres dos
cosas: una buena ley de divorcio y un cambio de dinastía. El
confidente político del príncipe es aquel hombre sombrío,
taciturno, que parece deciros: “Yo conspiro, nosotros
conspiramos”. Este profundo Laclos, que por su libro Las
amistades peligrosas se enorgullece de haber hecho pasar la
novela del vicio al crimen, insinuando allí que la galantería
perversa es un preludio útil al perverso político. Es ese nombre
que ambiciona, el papel que admirablemente interpreta<
Muchos djcen para adular al príncipe: “Laclos es tm hombre
negro”.
Sin embargo, no era fácil convertir en jefe de partido al
Duque de Orleáns; en aquella época estaba ya gastado, agotado
de cuerpo y de corazón, muy débil de espíritu. Unos granujas le
incitaron a buscar la fórmula de fabricar oro en los desvanes del
Palais Royal y le hicieron entablar relaciones con el diablo66.
Otra dificultad era que el príncipe, además de todos los
vicios adquiridos, tenía uno natural, frmdamental e
imperecedero, que no concluye con el agotamiento físico como
los otros y que permanece fiel a su dueño. Hablo de la avaricia.
Alguna vez dijo: “Yo daría la opinión pública por un escudo de
seis francos”. Esto no era una frase vana. Bien lo demostró
cuando a pesar del clamor público levantó el Palais Royal.
Sus consejeros políticos no eran bastante hábiles para
hacerle parecer mejor y le hicieron dar más de un paso falso e
imprudente.
En 1788 el hermano de madame de Genlis, un joven sin
otro título que el de oficial de la casa de Orleáns, escribió al rey
para pedirle< nada más que el primer ministerio, la plaza de
Necker y de Turgot, asegurando restablecer en un momento las
finanzas de la monarquía. El duque de Orleáns fue el portador
de la increible misiva, la entregó al rey, la apoyó en un largo
discurso y se convirtió en el divertimento de la corte.
Los sabios consejeros del príncipe habían creído adueñarse
del poder con este procedimiento. Cuando se vieron engañados
y perdida toda esperanza, obraron más claramente e intentaron
hacer del duque un Guise o un Cromwell, volviéndose del lado
del pueblo. Aquí también encontraron grandes dificultades. No
todos fueron engañados; la ciudad de Orleáns no eligió al
príncipe y este tomó su represalia retirándole bruscamente las
concesiones que le había hecho y con las que había creído
comprar su elección.
En este tiempo no había ahorrado nada; ni dinero, ni
intrigas. Los que conducían el negocio imaginaron mezclar un
folleto entero de Sieyès en las instrucciones electorales que el
duque envió a sus propiedades, colocando así a su dueño bajo
el amparo y patronato del gran pensador, entonces tan popular,
que no tenía ninguna clase de relaciones con el duque de
Orleáns.
Cuando las Comunas dieron el paso decisivo 'de tomar el
título de Asamblea Nacional, se advirtió al duque de Orleáns que
había llegado el momento de presentarse, de hablar, de obrar;
que un jefe de partido no podía ser un personaje mudo. Se
consiguió de él que cuando menos leyera un discurso de cuatro
líneas para invitar a la nobleza a unirse al Tercer Estado. Lo
hizo, pero cuando comenzó a leer le falló el corazón y se sintió
mal. Le desabotonaron para que respirara mejor y se vio que,
por temor a ser asesinado por la corte, aquel príncipe
demasiado prudente llevaba a modo de coraza seis o siete
camisetas, unas sobre otras67.
El día del golpe de estado fracasado (23 de junio), el duque
creyó al rey perdido y se vio rey para muy pronto; no pudo
ocultar su alegría68. La terrible agitación de París de aquella
noche y del día siguiente, anunciaba bastante claro que iba a
estallar un gran movimiento. El 15 la minoría de la nobleza notó
que perdería mucho si París tomaba la iniciativa y fue con el
duque de Orleáns a la cabeza a unirse a las Comunas. El
hombre del principe, Sillery, el cómodo marido de madame de
Genlis, hizo en nombre de todos un discurso inconveniente, el
que hubiera hecho un mediador, un árbitro aceptado entre el
rey y el pueblo: “No perdemos jamás de vista el respeto que
debemos al mejor de los reyes< Nos ofrece la paz. ¿Podremos
dejar de aceptarla?”, etc.
Aquella noche hubo gran alegría en París por esta reunión
de los nobles amigos del pueblo. En le café de Foy se presentó
un mensaje a la Asamblea; todos firmaron, hasta tres mil
personas, de prisa, a escape, firmando casi todos sin leer. Este
documento contenía una extraña palabra sobre el duque de
Orleáns: “Este príncipe, objeto de la venemcíón pública”. Tal
palabra aplicada a tal hombre parecía cruelmente ìrrisoria; un
enemigo no lo hubiera dicho mejor. Los torpes agentes del
príncipe creyeron aparentemente que el elogio más exagerado
sería el mejor pagado.
Gracias a Dios, la grandeza, la inmensidad del movimiento,
libró a la Revolución de aquel indigno mediador. Después del
25 fue el impulso de tal modo unánime, tan poderoso el
acuerdo, que los agitadores interesados, arrastrados por la
corriente, debieron perder toda esperanza de poder dirigir
nada. Los Catilina de salones y cafés tuvieron que desaparecer.
Una autoridad se encontró inesperadamente constituida en
París, que se había supuesto sin jefe y sin guía; la asamblea de
los electores. Además, los guardias franceses comenzaron a
declararse y se pudo prever entonces que no faltaría fuerza a la
nueva autoridad. Resumiendo, en una palabra: los corteses
mediadores podían estar tranquilos; si la Asamblea estaba
cautiva en Versalles, tenía en París un asilo, en el corazón
mismo de Francia, y si fuera necesario tendría un ejército: París.
La corte indignada, estremecida, pero todavía más
aterrada, decidió acordar, en la noche del 26, la reunión de los
órdenes. El rey invitó a la nobleza y para buscar un pretexto de
protestar contra todo lo que se había hecho, se hizo escribir por
el conde de Artois estas imprudentes palabras, falsas entonces:
“La vida del rey está en peligro”.
El 27 tuvo lugar la tan esperada reunión. La alegría fue
excesiva en Versalles, insensata y loca. El pueblo, para
demostrar su alegría, encendió fogatas y gritaba: ¡Viva la reina!
Fue necesario que se asomara al balcón. La multitud pidió que
saliera el delfín en senal de reconciliación completa. Ella lo
consintió y volvió a aparecer con el niño. Pero aquella mujer
despreciaba a la multitud crédula y llamaba a las tropas, en las
que tenía mucha fe.
No había tenido parte alguna en la reunión de los
órdenes< Pero, ¿se puede decir que hubo tal reunión? Eran
enemigos que mientras estaban en una misma sala se veían y se
codeaban. El clero había manifestado expresamente sus
reservas. Las protestas de los nobles llegaban una a una, como
tantos desafíos y rellenaban las sesiones; los que entraban no se
dignaban sentarse; paseaban y se quedaban de pie como
simples espectadores. Alguna vez se sentaban, pero entonces
era para murmurar en conciliábulo. Muchos habían anunciado
su marcha y, sin embargo, permanecían en Versalles; se veía
bien claro; esperaban.
La Asamblea perdía el tiempo. Los abogados, que allí eran
mayoría, hablaban mucho y largamente; creían demasiado en la
eficacia de la palabra. Que se haga la Constitución y todo se
habrá salvado, según ellos. ¡Como si la Constitución pudiera ser
algo con un gobierno en conspiración permanente! Una libertad
de papel, escrita o verbal, en tanto que el despotismo tuviera la
fuerza y la espada. ¡Contrasentido, burla!
Pero, ni la corte, ni París quieren contraer mutuos
compromisos. Todo conduce a la violencia, a la guerra franca y
abierta. Los militares de la corte estaban impacientes por
comenzar a actuar. Du Châtelet, coronel de las guardias
francesas, había encerrado en la Abbaye a once soldados que
habían jurado no obedecer ninguna orden contraria a las de la
Asamblea. No estaba satisfecho. Quería sacarles de la prisión y
enviarlos a la de los ladrones, a aquella espantosa cloaca,
prisión y hospital a la vez, que reunía en la misma galería a los
condenados a galera y a los enfermos de venéreas69. El terrible
asunto de Latude, hundido allí para morir, había dado a
conocer la bestialidad de Bicêtre; un libro reciente de Mirabeau
había sublevado los corazones, aterrorizado los espíritus70< Y
era allí donde iban a ser llevados unos hombres cuyo delito fue
no querer ser soldados más que de la ley.
El día mismo en que iban a ser trasladados a Bicêtre, se
supo en el Palais Royal. Un joven se sube a una silla y grita: “¡A
la Abbaye! ¡Vamos a liberar a los que no han querido disparar
contra el pueblo!”. Algunos soldados se ofrecen; los ciudadanos
lo agradecen pero quieren ir solos. En el camino la multitud
aumenta; los obreros se proveen de buenas barras de hierro. Al
llegar a la Abbaye eran cuatro mil. Hacen saltar el postigo;
destrozan a fuerza de mazas, hachas y barras las gruesas
puertas interiores. Las víctimas son liberadas. A la salida, la
multitud encuentra a los húsares y dragones que vienen a
galope tendido, con la espada en alto< El pueblo sujeta los
caballos, se explica a voces; los soldados no quieren asesinar a
los libertadores de los soldados, envainan, se despojan de sus
cascos, traen vino y todos beben en honor del rey y de la
nación.
Cuantos estaban en la prisión fueron liberados al mismo
tiempo. La multitud conduce a su conquista a su casa, al Palais
Royal. Entre los liberados va un viejo soldado que desde hacía
muchos años se pudría en la Abbaye y no podía andar< El
pobre diablo, que durante tanto tiempo no soportó más que
rigores, iba muy conmovido: “¡Me muero, señores —decía—
me muero de tanta bondad!”.
No había más que uno verdaderamente culpable y fue
conducido a prisión. El resto, el barullo, ciudadanos, soldados,
seguidos de un cortejo inmenso, llega al Palais Royal; se
prepara una mesa en el jardín y se les hace sentar. La dificultad
estaba en alojarlos para la noche; fueron instalados en la sala de
Variedades y se puso guardia a la puerta. Al día siguiente
fueron alojados en un hotel situado en los soportales, pagados y
alimentados por el pueblo. Durante toda la noche estuvo París
iluminado y las cercanías de la Abbaye y del Palais Royal.
Burgueses y obreros, ricos y pobres, dragones, húsares y
guardias franceses paseaban juntos, sin que se escucharan otros
ruidos que los gritos: ¡Viva la nación! Todos se entregaban al
éxtasis de aquella reunión fraternal, a su joven confianza en el
porvenir de la libertad.
A la mañana siguiente, temprano, algunos jóvenes se
encontraban en Versalles a la puerta de la Asamblea. Allí no
encontraron más que hielo. L`na revuelta militar, una prisión
forzada, todo eso parecía Versalles bajo el aspecto más siniestro.
Mirabeau, manteniéndose a un lado del asunto, brindó un
mensaje a los parisienses aconsejándoles prudencia. Se acordó
declarar que el asunto no incumbía más que al rey, que no se
podía hacer más que implorar su clemencia; acuerdo poco
tranquilizador para los que reclamaban la intercesión de la
Asamblea.
Esto fue el 1 de julio. El día 2 escribió el rey, no a la
Asamblea, sino al arzobispo de París, diciéndole que si los
culpables vuelven a prisión podrá perdonarlos. La multitud
encuentra esta promesa tan poco segura, que va al
Ayuntamiento, donde estaban reunidos los electores, a
preguntarles qué debe creer. Larga vacilación de estos; pero la
multitud insiste, aumenta a cada instante. A la una de la
madrugada los electores acuerdan ir al día siguiente a Versalles
y no volver sin el perdón a París. Con estas palabras los liberados
ingresan ellos mismos en prisión y pronto fueron soltados.
Esto no se parecía en nada a la paz. La guerra envolvía
París. Todos los regimientos extranjeros habían llegado. Para
mandarlos había sido llamado el Hércules y el Aquiles de la
antigua monarquía, el viejo mariscal de Broglie. La reina había
llamado a Breteuil, su hombre de confianza, ex embajador en
Viena, hombre de pluma que por lo violento y altanero, valía
por uno de espada. “El rudo son de su voz hacía temblar;
andaba con gran ruido, golpeando con el pie, como si hubiera
querido hacer germinar un ejército de tierra<”
Todo este aparato de guerra despertó por fin a la
Asamblea. Mirabeau, que ya el 27 había leído, sin ser
escuchado, una petición de paz, presenta una nueva pidiendo el
alejamiento de las tropas; esta oración armoniosa y sonora,
aduladora en exceso para el rey, fue muy apreciada por la
Asamblea. Lo mejor que contenía, la petición de una guardia
burguesa, fue la única que se suprimió71.
Los electores de París, que habían sido los primeros en
hacer esta petición desechada por la Asamblea, la presentaron
nuevamente con verdadero vigor el 10 de julio.
Carra, en una disertación muy abstracta, a lo Sieyès,
estableció el derecho de la Comuna, derecho imprescriptible y,
según dijo, anterior incluso al de la monarquía, que comprende
especialmente el de guardarse y defenderse a sí misma.
Bonneville, en su nombre y en el de su amigo Fauchet, pedía
que se pasara a la aplicación del derecho, que se constituyera en
Comuna, conservando provisionalmente el pretendido organismo
municipal. Charton quería más, quería que los sesenta distritos de
París se reunieran nuevamente en Asamblea, que se transmitieran
sus decisiones a la Asamblea Nacional y que se entendiera con las
demás grandes ciudades del reino.
Todas estas atrevidas mociones se hacían en la gran sala de
San Iuan del Ayuntamiento ante un público inmenso; París
parecía estrecharse alrededor de esta autoridad que él mismo
había creado, no fiándose de ninguna otra; el pueblo hubiera
querido arrancarle cuanto antes la orden de organizarse, de
armarse, de asegurar él mismo su salvación.
La debilidad y abatimiento de la Asamblea Nacional no
eran suficientes para tranquilizarla. El 11 de julio recibió la
respuesta del rey al mensaje y se contentó. ¿Qué respuesta
había recibido? Que las tropas estaban allí para asegurar la
libertad de la Asamblea; mas si estas levantaban sospecha el rey
las trasladaría a Noyon o a Soissons, es decir, la colocaría entre
dos o tres cuerpos de ejército. Mirabeau no pudo conseguir que
se insistiera para el reenvío de tropas. Evidentemente, la
reunión de los quinientos diputados del clero y de la nobleza
había enervado a la Asamblea. Dejó el asunto más importante y
se puso a escuchar una declaración de los derechos del hombre
que presentó Lafayette.
Un moderado, muy moderado, el filántropo Guillotin, fue
expresamente a París para comunicar a los electores aquella
quietud de la Asamblea. Hombre honrado, y engañado, sin
duda, aseguró que todo iba bien y que Necker estaba más firme
que nunca. Esta excelente noticia fue acogida con aplausos y los
electores, no menos víctimas que la Asamblea, se entretuvieron
también leyendo la admirable declaración de los derechos del
hombre que felizmente acababa de llegar de Versalles. Aquel
mismo día, mientras el buen Guillotin hablaba, Necker,
despedido, estaba ya bastante lejos camino de Bruselas.
Cuando Necker recibió la orden de alejarse
inmediatamente, se disponía a sentarse a la mesa; eran las tres.
El pobre hombre que tan tiernamente había vuelto al ministerio
y que nunca lo abandonó sin llorar, supo contenerse delante de
sus convidados y mostró su aplomo. Después de comer, sin
advertir a su hija siquiera, marchó con su mujer a los Países
Bajos tomando el camino más corto para salir del reino. Las
gentes de la reina —cosa indigna— estaban avisadas para
detenerle en caso necesario; ¡conocían tan poco a Necker, que
abrigaban el temor de que desobedeciese al rey y entrara en
París!
De Broglie y Breteuil, el primer día que fueron llamados al
castillo, quedaron sorprendidos. Broglie no era partidario de la
expulsión de Necker; Breteuil dijo: “Dadme cien mil hombres y
cien millones”. “Los tendréis”, repuso la reina. Y se puso a
fabricar secretamente una moneda de papel72.
Broglie, sin estar preparado de antemano, agobiado por sus
setenta y un años, trabajaba mucho sin hacer nada de provecho.
Órdenes y contraórdenes se cruzaban. Su casa era un cuartel
general lleno de empleados, de ordenanzas, de ayudas de
campo, dispuestos a montar a caballo. “Se hacía una lista de los
oficiales generales y se confeccionaba un plan de batalla”73.
Las autoridades militares no estaban de acuerdo. Había
nada menos que tres jefes: Broglie, que iba a ser ministro;
Puysegur, que lo era todavía y, finalmente, Besenval, que tenía
desde hacía ocho años el mando de las provincias del interior y
a quien se indicó secamente que se limitara a obedecer al viejo
mariscal. Besenval le explicó la situación, el peligro; trató de
convencerle de que no se estaba en campaña, sino ante una
ciudad de ochocientas mil almas en el último grado de
exaltación.
Broglie no quiso escucharle. Firme en su guerra de los Siete
años, no conociendo más que al soldado, a las fuerzas brutas,
lleno de desprecio hacia el burgués, estaba convencido de que
ante la sola presencia de un uniforme el pueblo huiría. No creyó
necesario enviar tropas a París; solamente lo rodeó de ejércitos
extranjeros, no preocupándose de si aumentaría con ello la
irritación del pueblo. Aquellos soldados alemanes tenían el
aspecto de una invasión austríaca o suiza; los nombres bárbaros
de sus regimientos atemorizaban los oídos; Royal-Cravate
estaba en Charenton; en Sèvres, Reinach y Diesbach; Nassau
estaba en Versalles; Salis-Samade en lssy; los húsares de
Bercheny en la Escuela Militar, y en otros lugares
Châteauvieux, Esterhazy, Römer, etc<
La Bastilla, bastante bien defendida con sus gruesos muros,
acababa de recibir un refuerzo de suizos. Tenía municiones y
una monstruosa masa de pólvora, suficiente para hacer volar la
ciudad entera. Los cañones, en batería en las torres desde el 30
de junio, miraban a París y, bien cargados, asomaban sus negras
bocas amenazadoras por las almenas.
12 13 1789

Peligro de París. —Explosión de París, 12 de julio. —Inacción de


Versalles. —Prooocación de las tropas; París toma las armas. —La
Asamblea Nacional se dirige en vano al rey, 13 de julio. —Los
electores de París autorizan el armamento. —Organización de la
guardia burguesa. —Vacilación de los electores. —El pueblo se provee
de pólvora y busca fusiles. —Seguridad de la corte.

Desde el 23 de junio al 12 de julio, o sea, desde la amenaza del


rey a la explosión del pueblo, hubo un paréntesis extraño. Era
aquel, dice un observador, un tiempo tempestuoso, pesado,
sombrío, como un sueño agitado y penoso, lleno de ilusiones y
temores. Falsas alarmas; falsas noticias; fábulas, invenciones de
todas clases. Se sabía todo y no se sabía nada. Se quería explicar
todo y adivinarlo todo. Se veían causas profundas aún en cosas
nimias e indiferentes. Comenzaban ya movimientos sin autor y
sin proyecto, nacidos espontáneamente de aquel fondo general
de recelo y de sorda cólera. El empedrado ardía, el suelo estaba
socavado, parecía que se escuchaba la próxima erupción del
volcán.
Ya hemos visto que en la primera Asamblea de los
electores, Bonneville había gritado ¡a las arrnas!, grito extraño
en aquella asamblea de notables de París. Muchos temblaron,
otros sonrieron y uno de ellos proféticamente dijo: “Joven,
aplazad vuestra proposición quince días”.
¿A las armas contra un ejército organizado que estaba a las
puertas de la ciudad? ¿A las armas, cuando este ejército podía
cercar a París por hambre, cuando ya la carestía comenzaba a
sentirse, cuando ya se veía alargarse la cola en las puertas de las
panaderías<? Las pobres gentes del campo, pálidas, famélicas
y harapientas, entraban por todas las barricadas apoyadas en
sus largos bastones de viaje. Una masa de veinte mil mendigos,
que vivían en Montmartre, estaba a punto de caer sobre la
ciudad; si París hacía un movimiento podría bajar este otro
ejército. Algunos mendigos habían intentado ya quemar o
romper las barricadas.
Había motivo para suponer que la corte iniciaría las
primeras provocaciones; necesitaba vencer los escrúpulos del
rey, sus deseos de paz, concluir de una vez todos sus
compromisos< para eso había que vencer.
Algunos jóvenes oficiales de húsares, los Sombreuil y los
Polignac, fueron al Palais Royal a provocar a la multitud y
salieron de allí sable en mano. Evidentemente la corte se creía
muy fuerte y apelaba a la violencia74. Hasta las diez de la
mañana del domingo 12 de julio nadie supo de la destitución de
Necker. El primero que habló de ello en el Palais Royal fue
tratado de aristócrata, amenazado. Pero la noticia se confirma,
circula, el furor también< En aquel momento, era mediodía,
sonó el cañón del Palais Royal. “No se puede describir, dice El
Amigo del Rey, el sombrío sentimiento de terror que aquel
cañonazo produjo en todos los ánimos”. Un joven, Camille
Desmoulin, sale del café de Foy, sube a una mesa, desenvaina la
espada, empuña una pistola y grita: “¡A las armas! ¡Los
alemanes del Campo de Marte entrarán esta noche en París
para degollar a sus habitantes! Enarbolemos una escarapela”.
Arranca una hoja de un árbol y la pone en la cinta de su
sombrero; todo el mundo imita su conducta y los árboles
quedan deshojados.
¡Nada de teatros! ¡Nada de bailes! ¡Es un día de luto! Fue la
multitud a la galería de figuras de cera y se apoderó del busto
de Necker; otros, para aprovechar todas las circunstancias,
tomaron el del duque de Orleáns. Adornados con crespones
fueron conducidos a través de París; el cortejo, armado de
bastones, de espadas, de pistolas y de hachas, siguió la calle
Richelieu y después, a la vuelta del bulevar, recorrió las calles
de San Martín, San Dionisio y San Honorato, llegando a la plaza
Vendôme. Allí un destacamento de dragones esperaba al
pueblo; cayó sobre él, lo dispersó e hizo pedazos el busto de
Necker; un guardia francés, sin armas, no huyó, esperó la carga
a pie firme y lo mataron.
Allí estaban los graneros de la Asociación de grandes
propietarios defendidos por una barricada recién construida.
Aquel mismo domingo fueron atacados por el pueblo y mal
defendidos por la tropa, que mató a mucha gente. Durante la
noche fueron incendiados.
La corte, tan cerca de París, no podía ignorar nada de esto.
Permaneció inmóvil, sin enviar ni órdenes, ni tropas. Esperaba
aparentemente a que la algarada aumentase, volviéndose motín
serio y guerra, dándole lo que el tumulto Réveillon, apagado
demasiado pronto, no pudo darle: un pretexto engañoso para
disolver la Asamblea. Ahora dejaba a París hundirse
tranquilamente en su error. Ella vigilaba bien Versalles, los
puentes de Sèvres y Saint-Cloud, cortaba toda comunicación y
estaba segura de poder —en el peor de los casoscercar París y
rendirlo por hambre. Ella misma, rodeada de tropas alemanas
en sus dos terceras partes, ¿qué tenía que temer?< Nada. A lo
sumo perder Francia.
El ministro de París (había uno entonces) permaneció en
Versalles. Las demás autoridades, el jefe de policía, Flesselles,
preboste de los comerciantes, el intendente Bertier, aparecieron
inactivos. Flesselles, enviado a la corte75, no pudo regresar, pero
recibió instrucciones.
El comandante Besenval, sin responsabilidad, puesto que
no podía hacer nada sin orden de Broglie, se quedó
perezosamente en la Escuela Militar. No se atrevió a utilizar a
los guardias franceses, a quienes tenía acuartelados. Pero
disponía de muchos destacamentos de otros cuerpos y de tres
regimientos, uno de suizos y dos de caballería alemana. Hacia
el mediodía, viendo aumentar el tumulto, puso a los suizos con
cuatro cañones en los Campos Elíseos y reunió a sus caballeros
en la plaza de Luis XV. Antes de la noche, antes de la hora a la
que se vuelve a casa los domingos, la muchedumbre volvía
hacia los Campos Elíseos, llenaba las Tullerías; los más eran
personas pacíficas que paseaban tranquilamente, familias que
querían regresar temprano a sus casas, “porque había temores
de algarada”. Pero la vista de aquellos soldados alemanes
formados como para una batalla conmueve a mucha gente.
Algunos hombres profirieron injurias; los chiquillos tiran unas
piedras76. Entonces Besenval, temiendo al fin que le
reprocharan en Versalles el no haber hecho nada, dio la orden
insensata, bárbara, digna de su aturdimiento, de dispersar al
pueblo con los dragones. No podían estos moverse entre
aquella multitud compacta e hirieron a algunas personas. Su
coronel, el príncipe de Lambesc, entra en las Tullerías, pero a
paso ligero. Encuentra una barricada de sillas; botellas y
piedras comienzan a llover sobre él, que, iracundo, responde
con pistoletazos. Las mujeres lanzan gritos desgarradores; los
hombres se ponen a cerrar las Tullerías dejándole dentro, pero
él juzgó prudente salir. Un hombre fue derribado y volteado;
un viejo que huía resultó gravemente herido.
La multitud salió de las Tullerías y con los gritos de terror e
indignación llenaron París con el relato de aquella brutalidad,
de aquellos alemanes arrojando sus caballos sobre las mujeres y
los niños, del viejo herido, según decían, por la propia mano del
príncipe< La gente corre a las tiendas de los armeros y toma
cuanto encuentra; corre al Ayuntamiento para pedir armas y
tocar a rebato. Ningún magistrado municipal se encontraba en
su puesto. Algunos electores de buena voluntad se reunieron
allí hacia las seis de la tarde, ocuparon el espacio reservado
para ellos en la gran sala y trataron de calmar a la multitud.
Pero detrás de esta multitud, que ya había entrado, había otra
que llenaba la plaza y que gritaba: ¡Armas!, que creía que la
ciudad tenía un arsenal oculto, y amenazaba con destruirlo
todo. Fuerzan el puesto de guardia, invaden la sala, derriban la
verja y siguen a los electores hasta su despacho. Entonces les
hacen mil relatos de lo que acaba de pasar< Los electores no
pueden rechazar las armas de los guardias urbanos; pero el
pueblo ya las había buscado, encontrado y tomado; ya un
hombre en mangas de camisa, sin la parte de abajo y sin
calzado, se convierte en centinela y, con el fusil al hombro,
monta orgullosa guardia en la puerta de la sala77.
Los electores retroceden ante la responsabilidad de
autorizar el movimiento. Acordaban solamente la convocatoria
de los distritos y enfiaban a algunos de los suyos “a los puestos
de ciudadanos armados, para rogarles, en nombre de la patria,
que aplazaran los agrupamientos y las vías de hecho”. Estas
habían comenzado por la noche de manera muy seria. Los
guardias franceses, escapados de sus cuarteles, se formaron en
el Palais Royal, marcharon contra los alemanes y vengaron a su
camarada, matando a tres de caballería en el bulevar. Después
fueron a la plaza de Luis XV, que encontraron evacuada.
El lunes 13 de julio el diputado Guillotin y dos electores
fueron a Versalles y suplicaron a la Asamblea que “tomara
parte en el establecimiento de una guardia burguesa”. Hicieron
una viva descripción de la crisis de París. La Asamblea votó dos
diputaciones: una para el rey, la otra para la ciudad. Del rey no
obtuvo más que una seca e ingrata respuesta, bien
extemporánea en aquellos momentos en que corría la sangre:
“Que no podía cambiar ninguna de las medidas que había
tomado; que él era el único juez de su necesidad; que la
presencia de los diputados en París no podía causar ningún
bien<”. La Asamblea, indignada, acordó: 19 que Necker se
llevaba con él los pesares de la nación; 29 que insistía en la
necesidad del alejamiento de las tropas; 32 que no solamente los
ministros, sino los consejeros del rey, de cualquier rango que
pudieran ser, eran personalmente responsables de las desdichas
presentes; 49 que ningún poder tenía derecho a pronunciar la
infame palabra bancarrota. El artículo 39 señalaba bastante
claramente a la reina y a los príncipes; el último los condenaba.
La Asamblea retomó así su noble actitud; desarmada en medio
de las tropas, sin otro apoyo que el de la ley, amenazada de
dispersión para esa misma noche, marcó a sus enemigos en el
rostro con su verdadero nombre: estafadores78.
La Asamblea, después de votar esta moción, no tenía más
que un asilo, la Asamblea misma, la sala que ocupaba; fuera de
ella no tenía ni un pedazo de tierra en el mundo; ninguno de
sus miembros se atrevió a ir a dormir a su casa. Temió también
que la corte pusiera mano en sus archivos. La víspera, el
domingo, uno de los secretarios, Grégoire, había encarpetado,
sellado y ocultado todos los papeles en una casa de Versalles79.
El lunes presidió interinamente y animó valerosamente a los
que vacilaban, recordándoles el juramento prestado en el Iuego
de Pelota y la hermosa frase del romano: Impavidum ferient
ruina: “Que se hunda el mundo; las ruinas le herirán sin
amedrentarle”.
Se declaró permanente la sesión y continuó durante setenta
y dos horas. Lafayette, que había contribuido al vigoroso
acuerdo, fue nombrado vicepresidente.
París se encontraba entretanto en la más viva ansiedad. El
barrio Saint-Honoré creía a cada momento ver entrar a las
tropas. A pesar de los esfuerzos de los electores, que corrieron
durante la noche para hacer deponer las armas, todo el mundo
se armaba; nadie estaba dispuesto a recibir pacíficamente a los
húsares Croatas y a los Pandours, a llevar las llaves a la reina.
El lunes por la mañana, desde las seis, todas las campanas de
todas las iglesias sonaron tocando a rebato. Algunos electores
se fueron al Ayuntamiento y encontraron allí ya a la multitud,
enviándola distribuida a los distritos. A las ocho, viendo que
insiste, afirman para tranquilizarla que la guardia burguesa
había sido autorizada, aunque no lo estaba todavía. El pueblo
grita todo el tiempo: ¡Armas!, a lo que los electores responden:
“Si la ciudad las tuviera, sólo el preboste de los comerciantes
podría facilitarlas”. “Pues bien —responden en la plaza—,
¡enviad a buscarle!”.
El preboste Flesselles había sido llamado ese mismo día por
el rey a Versalles y por el pueblo al Ayuntamiento. Bien porque
no se atrevió a desobedecer el llamamiento del pueblo o porque
creyó servir mejor al rey quedándose en París, Flesselles fue al
Ayuntamiento y fue aplaudido en la Grève cuando dijo
paternalmente: “Quedaréis contentos, amigos míos. ¡Soy
vuestro padre!”. En la sala declaró que no quería presidir sino
por elección del pueblo. Dicho esto hubo nuevos éxtasis.
No había todavía ejército parisién y se discutía ya quién
sería su general. El americano Moreau de Saint-Méry que
presidía a los electores, mostró un busto de Lafayette, se
pronunció su nombre y fue muy aplaudido. Otros propusieron
y lograron que se ofreciera el mando del nuevo ejército al
duque de Aumont, quien pidió veinticuatro horas para
pensarlo, acabando por no aceptar. El segundo comandante fue
el marqués de La Salle, militar probado, escritor patriota y
hombre lleno de dedicación y de corazón.
En todo esto se invertía tiempo y la multitud rugía de
impaciencia; quería ser armada inmediatamente y no le faltaba
razón. Los mendigos de Montmartre arrojaban sus
herramientas y bajaban a la ciudad mezclándose con la
multitud. La espantosa miseria de los campos había arrojado de
todas partes turbas de famélicos sobre París; el hambre poblaba
la capital.
Por la mañana circuló el rumor de que en San Lázaro había
trigo; la multitud corrió allí y encontró, en efecto, una enorme
cantidad de harina que los buenos frailes habían acumulado.
Cargó más de cincuenta carros y fueron conducidos a la Halle.
Rompió todo y comió y bebió de cuanto encontró en la casa. De
otras cosas nadie cogió nada. El primero que intentó hacerlo fue
colgado por el pueblo mismo.
Los prisioneros de San Lázaro escaparon. Fueron liberados
también los que estaban en la Force, detenidos por deudas. Los
criminales del Châtelet quisieron aprovechar el momento y ya
echaban abajo las puertas de su prisión. El carcelero llamó a un
grupo del pueblo que pasaba: entró este, disparó sobre los
rebeldes y los obligó a volver al orden.
Las armas del Garde-Meuble fueron robadas, pero más
tarde fueron ñelmente devueltas.
Los electores, ya que no podían diferir el armamento,
intentaron limitarlo. Votaron y el preboste pronunció que cada
uno de los sesenta distritos elegiría y armaría doscientos
hombres y el resto sería desarmado. Esto era un ejército de doce
mil notables que servirían bien para la policía, pero muy mal
para la defensa. París hubiera sido saqueado. Aquel mismo día,
al comenzar la tarde, se decidió aumentar el ejército a cuarenta y
ocho mil hombres. La escarapela tendría los colores de la ciudad,
azul y rojo80. Este acuerdo fue confirmado por todos los
distritos ese mismo día.
Para velar noche y día por el orden público, se formó un
comité permanente compuesto por electores. “¿Por qué sólo los
electores?”, dice un hombre saliendo del montón. “¿Y a quién
queréis que se nombre?”, le preguntaron. “¡A mí!”, exclamó.
Fue nombrado por aclamación.
El preboste plantea entonces una cuestión grave: “¿A quién
se prestará el juramento?”. “A la Asamblea de ciudadanos”,
dice vivamente un elector.
La cuestión de las subsistencias preocupaba tanto como la
del armamento. El jefe de policía, llamado por los electores,
declaró que la llegada de los víveres no era asunto suyo. La
ciudad debía alimentarse como pudiera. Todos los alrededores
estaban ocupados por las tropas; era preciso que los
almacenistas y mercaderes que traían los géneros se
aventurasen a atravesar los destacamentos extranjeros, que sólo
hablaban alemán. Suponiendo que llegasen encontrarían mil
dificultades para volver a pasar las barricadas.
París debía morirse de hambre o vencer; y vencer en un día.
¿Cómo realizar este milagro? Tenía al enemigo en la ciudad
misma, en la Bastilla y en la Escuela Militar, el enemigo estaba
en todas las barreras; los guardias franceses, salvo un pequeño
número, permanecían acuartelados, sin acabar de decidirse.
Que el milagro se hiciera por los parisienses solos, era hasta
ridículo decirlo. Pasaban por ser una población dulce, blanda,
niño dócil. Nada era tan inverosímil como pensar que este
pueblo pudiera convertirse de pronto en un ejército, y ejército
aguerrido.
He aquí ciertamente lo que pensaban los hombres fríos, los
notables, los burgueses que componían el comité de la ciudad.
Querían ganar tiempo para no agravar la inmensa
responsabilidad que ya pesaba sobre ellos. Gobernaban París
desde el día 12. ¿A título de qué? ¿Como electores? ¿El poder
electoral podía ampliarse hasta aquella fecha? A cada momento
creían ver llegar al viejo mariscal de Broglie con sus tropas a
pedirles cuentas< De ahí sus vacilaciones, su conducta largo
tiempo equivoca; de ahí la desconfianza del pueblo, que
encontraba en ellos el principal obstáculo, y acabó por arreglar
sus asuntos sin contar con ellos.
Hacia el mediodía regresaron los electores que habían sido
enviados a Versalles; traían la amenazadora respuesta del rey y
el decreto de la Asamblea.
Esto era la guerra. Los emisarios habían encontrado en los
caminos soldados con escarapela verde, color del conde de
Artois. Además habían pasado a través de la caballería, de
todas las tropas alemanas que estacionaban en los caminos, bajo
sus blancas capas austríacas.
La situación era terrible, desesperada, de poca esperanza.
Pero el corazón era inmenso, cada uno lo sentía de hora en hora
engrandecerse en su pecho. Al Ayuntamiento llegaban
corporaciones de los barrios formando legiones de voluntarios
a ofrecerse para el combate. La compañía de arcabuceros ofreció
sus servicios. Se presentó la Escuela de Cirugía con Boyer a la
cabeza; la basoche (asociación de alegres estudiantes) quería ir
delante, combatir en la vanguardia; todos aquellos jóvenes
juraron morir hasta el último.
¿Combatir? ¿Pero con qué? ¿Sin armas, sin fusiles, sin
pólvora?
El arsenal, según se decía, estaba vacío. Pero el pueblo no
se dio por satisfecho. Un inválido y un peluquero estuvieron
espiando en los alrededores y pronto vieron salir una gran
cantidad de pólvora que iba a ser embarcada para Rouen.
Corrieron al Ayuntamiento y obligaron a los electores a hacer
traer esa pólvora. Un cura valiente se encargó de la peligrosa
misión de guardarla y distribuirla al pueblo81.
Sólo hacían falta fusiles. Se sabía que había un gran
depósito en París. El intendente Bertier había mandado traer
treinta mil y fabricar doscientos mil cartuchos. El preboste no
podía ignorar este gran movimiento de la intendencia. Ansioso
por indicar el lugar del depósito, declaró que la fábrica de
Charleville le prometía treinta mil fusiles y que además, de un
momento a otro, debían llegar doce mil. En apoyo de esta
mentira varios carromatos atraviesan la Grève, llevando escrita
esta palabra: “Artillería”. Son los fusiles sin duda. El preboste
hace almacenar las cajas. Pero quiere guardias franceses para
hacer la distribución. Se corre a los cuarteles y, como era de
esperar, los oficiales no proporcionan ni un soldado; es preciso
que los electores hagan el reparto ellos mismos. fie abren las
cajasl< ¿Qué contienen? ¡Trapos! El furor del pueblo llega al
colmo y en sus labios estalla la palabra ¡Traición! Flesselles, no
sabiendo qué decir, exclama: “Los frailes tienen armas
escondidas” y se le ocurre enviarlos a los Celestinos, a los
Cartujos. Nuevo desencanto. Los Cartujos abren las puertas del
convento de par en par, enseñan todos los rincones. Ni el
registro más exhaustivo consiguió un solo fusil.
Los electores autorizaron a los distritos a fabricar cincuenta
mil picas, que fueron forjadas en treinta y seis horas; pero este
tiempo tan corto era demasiado largo en una crisis de tal
magnitud. Todo podía concluir en la noche. El pueblo, que sabe
siempre lo que sus jefes ignoran, se enteró aquella noche de la
existencia de un gran depósito de fusiles en los Inválidos. Los
diputados de un distrito fueron aquella noche misma a buscar
al comandante Besenval y a Sombreuil, gobernador de los
Inválidos. “Escribiré a Versalles”, respondió fríamente
Besenval. Efectivamente previno al mariscal de Broglie. ¡Y cosa
extraña, prodigiosa! No tuvo ninguna respuesta.
Este silencio inconcebible tenía, sin duda, por causa la
completa anarquía que reinaba en el Consejo, donde todos
estaban disconformes con todo, menos en una cosa en que
había perfecta unanimidad: la disolución de la Asamblea
Nacional. Había, según creo, otra causa: el desprecio de la corte
que, demasiado sutil, se empeña en ver en este gran
movimiento el efecto de una pequeña intriga, creyendo que
todo se hacía en el Palais Royal y que todo lo pagaba el duque
de Orleans< Explicación pueril; ¿es que puede tenerse a sueldo
a millones de hombres? ¿Había pagado el duque también la
sublevación de Lyon y la del Delfinado, que en ese mismo
momento se negaban a aceptar los impuestos? ¿Había pagado
también a las ciudades de Bretaña que se habían lanzado a las
armas y había pagado a los soldados que en Rennes se negaron
a disparar sobre los burgueses?
Es verdad que el busto del príncipe había sido paseado en
triunfo. Pero el príncipe mismo había ido a Versalles a
entregarse a sus enemigos, protestando porque él temía más
que nadie el motín. Allí le rogaron que se quedase a dormir en
el castillo. Teniéndole en su mano, creía la corte tener al
organizador de aquella maquinación y no se inquietó por lo
ocurrido. El viejo mariscal, a quien estaban encomendadas en
ese momento todas las fuerzas militares, se rodeó de tropas,
puso al rey en lugar seguro, acumuló toda clase de defensas en
Versalles, lugar en el que nadie había pensado, y dejó la vana
humareda de París disiparse por sí misma.
, 14 1789

Dificultades para la toma de la Bastilla. —La idea del ataque pertenece


al pueblo. —Odio del pueblo a la Bastilla. —Alegría del mundo al
conocer la torna de la Bastilla. —El pueblo se apodera de los fusiles de
los Inválidos. —La Bastilla se defiende. —Thuriot requiere la Bastilla.
—Los electores envían allí inútilmente muchas comisiones. —Último
ataque; Élie, Hullin. —Peligro de retardar la toma. —El pueblo se cree
traicionado, amenaza al preboste y a los electores. —Los vencedores en
el Ayuntamiento. —Cómo se entrega la Bastilla. —Muerte del
gobernador. —Prisioneros condenados a muerte. —Prisioneros
indultados. —Clemencia del pueblo.

Versalles, con un gobierno organizado, un rey, ministros, un


general, un ejército, no era más que vacilaciones, duda,
incertidumbre viviendo en la más completa anarquía moral.
París, alborotado, desprovisto de toda autoridad legal, en
un desorden aparente, demuestra el 14 de julio lo que
moralmente constituye el orden más profundo: la unanimidad
de los espíritus.
El 13 de julio París sólo pensaba en defenderse. El 14 ataca.
El 13 por la noche había aún algunas dudas.
Desaparecieron a la mañana siguiente. La noche estaba llena de
furor desordenado, de tumulto. La mañana fue luminosa y de
una serenidad terrible.
Una idea se alzó sobre París con el día y todos vieron la
misma luz. Una luz en los espíritus y en cada corazón una voz
que decía: “¡Ve y tomarás la Bastillal”.
Esto era imposible, insensato, y hasta decirlo parecía
locura< Y sin embargo, todos lo creyeron factible. Y se hizo.
La Bastilla, a pesar de ser una vieja fortaleza, era
inexpugnable, a menos de disponer de muchos días y mucha
artillería. En aquella crisis el pueblo no tenía ni tiempo que
perder ni medios de hacer un sitio en regla. Aun así la Bastilla
no tenía nada que temer, teniendo víveres suficientes para
esperar un socorro seguro y cercano, y contando como contaba
con inmensas cantidades de municiones de guerra. Sus muros,
de diez pies de espesor en lo alto de las torres y de treinta a
cuarenta en la base, podían reírse mucho tiempo de las balas.
Sus baterías, en cambio, cuyo fuego dominaba la ciudad,
hubieran podido arrasar mientras tanto todo el Marais, todo el
barrio de Saint-Antoine. Sus torres, llenas de estrechas ventanas
y aspilleras con dobles y triples rejas, permitían a la guarnición
hacer impunemente una horrenda carnicería en los asaltantes.
El ataque a la Bastilla no fue sensato. Fue un acto de fe.
Nadie lo propuso. Pero todos lo creyeron y todos lo
pusieron en práctica. En las calles, en los muelles, en los
puentes, en los bulevares la multitud gritaba a la multitud: ¡A la
Bastillal, ¡a la Bastillal< Y en el somatén que sonaba todos
creían oír: ¡A la Bastilla!
Nadie, lo repito, le dio impulso. Los parlanchines del Palais
Royal pasaron el tiempo redactando una lista de proscritos;
juzgando a la reina, a la Polignac, a Artois, al preboste Flesselles
y a otros, condenandolos a muerte< Pero entre los nombres de
los vencedores de la Bastilla no figura ninguno de aquellos que
presentaron proposiciones y mociones. No fue el Palais Royal el
punto de partida y no fue el Palais Royal donde los vencedores
llevaron los botines y los prisioneros.
Menos aún tuvieron la idea del ataque los electores que se
sentaban en el Ayuntamiento. Lejos de esto, para impedirlo,
para evitar la carnicería que la Bastilla podía fácilmente
provocar, llegaron hasta a prometer al gobernador que si
retiraba los cañones, el pueblo no atacaría. Los electores no
cometieron la traición de la que fueron luego acusados, pero no
tenían fe.
¿Quién la tuvo? Aquel que tiene también abnegación y
fuerza para cumplir con su fe. ¿Quién? El pueblo. Todo el
mundo.
Los ancianos que tuvieron la suerte y la desgracia de
presenciar cuanto se hizo en ese medio siglo único, donde todos
los siglos parecen amontonados, declaran que cuanto ocurrió
grande, nacional, durante la República y el Imperio tuvo
carácter parcial, no unánime, y que sólo el 14 de julio fue el día
del pueblo entero. ¡Que perdure este gran día como una de las
fiestas eternas del género humano, no solamente por haber sido
el primero de la libertad, sino por haber sido el más grande en
la concordia!
¿Qué sucedió en aquella corta noche en la que nadie
durmió, para que ala mañana siguiente todo disentimiento,
toda incertidumbre desapareciesen con la sombra, mostrándose
todos unidos en los mismos pensamientos?
Se conoce lo que se hizo en el Palais Royal y en el
Ayuntamiento; pero lo que es necesario saber es lo que ocurrió
en el hogar del pueblo.
Por lo que ocurrió después, se adivina que cada uno
durante aquella noche formuló en su corazón el último juicio
del pasado; antes de herir, lo condenó a no volver< Aquella
noche la historia volvió, una larga historia de sufrimientos, en
el instinto vengador y justiciero del pueblo. El alma de los
padres que durante tantos siglos sufrieron y murieron en
silencio, se encarnó en el alma de los hijos y habló.
Hombres fuertes, hombres pacientes, hasta entonces tan
pacíficos, que debíais descargar en aquel día el gran golpe de la
Providencia: no arnedrenta vuestro corazón la vista de vuestras
familias, sin otro recurso que vosotros. Al contrario, mirando
una vez más a vuestros hijos dormidos, cuyo destino y porvenir
iban a decidirse en el nuevo día, niestro pensamiento
ensanchado abraza las generaciones libres que saldrían de su
cima y sintió aquel día el combate del porvenir<
El porvenir y el pasado dan la misma respuesta; ambos
dicen: ¡Ve!<
Y lo que está fuera del tiempo, fuera del porvenir y fuera
del pasado, el Derecho inmutable os lo dice también. El
inmortal sentimiento de lo wsto da nuevo ánimo al agitado
corazón del hombre, diciéndole: “Ve tranquilo; ¿qué te
importa? ¡Te pase lo que te pase, muerto o vencedor, estoy
contigol”.
¿Qué hacía la Bastilla a este pueblo? Los hombres del
pueblo no entraron allí jamás< Pero la justicia les hablaba y les
hablaba también una voz que conmueve aún más el corazón, la
voz de la humanidad y de la misericordia. Esa voz dulce que
parece débil y que derriba las torres desde hace ya diez años,
hacía tambalearse a la Bastilla.
Es preciso decirlo: si alguien tuvo la gloria de derribarla, es
aquella mujer intrépida que durante tanto tiempo trabajó en
liberar a Latude contra todas las potencias del mundo. La
realeza rechaza la merced y la nación la arranca; aquella mujer,
o aquella heroína, fue coronada en solemnidad pública.
Coronar a quien, por así decirlo, había forzado las prisiones de
Estado, era ya condenarlas, destinarlas a la execración pública,
demolerlas en el corazón y en el deseo de los hombres< Esta
mujer había tomado la Bastilla.
Desde entonces la gente del barrio y de la ciudad, que
pasaba sin cesar bajo la sombra82 de la Bastilla, no dejaba ni una
vez de maldecirla. Merecía bien aquel odio. Había otras
prisiones, pero la Bastilla era la del despotismo antojadizo, la de
la arbitrariedad caprichosa, la de la inquisición eclesiástica y
burocrática. La corte, tan poco religiosa en aquel siglo, había
hecho de la Bastilla el domicilio de los espíritus libres, la prisión
del pensamiento. Teniendo bajo Luis XVI menos prisioneros, se
había hecho su régimen más severo y duro (el paseo de los
presos había sido prohibido) y no menos injusto. ¡Nos
avergonzamos de Francia al estar obligados a decir que el
crimen de uno de los prisioneros había sido ofrecer a nuestra
marina un invento útil! Se temió que ofreciera el secreto a otros
países.
El mundo entero conocía, odiaba la Bastilla. Bastilla y
tiranía eran, en todos los idiomas, palabras sinónimas. Todas
las naciones al conocer la noticia de su ruina se creyeron
liberadas.
En Rusia, en ese imperio del misterio y del silencio, en esa
Bastilla monstruosa colocada entre Europa y Asia, apenas llegó
la noticia se vio a hombres de todas las naciones gritar y llorar
en las plazas; se arrojaban los unos en brazos de los otros,
comunicándose la noticia: “¡Cómo no llorar de alegría! La
Bastilla ha sido tomada”83.
La mañana misma del gran día el pueblo todavía no tenía
armas. La pólvora tomada la víspera en el arsenal y que había
sido conducida al Ayuntamiento, era distribuida lentamente
durante la noche por tres hombres solamente. A las dos de la
madrugada cesó la distribución un momento y la multitud,
desesperada, echó abajo las puertas del almacén a martillazos;
cada golpe hacía saltar chispas de los clavos.
¡No había fusiles! Había que ir a cogerlos, a robarlos en los
Inválidos. Esto era muy peligroso. Es verdad que los Inválidos
es un cuartel sin defensa, una casa abierta. Pero el gobernador
Sombreuil, viejo y bravo militar, había recibido un potente
destacamento de artillería y algunos cañones, además de los
que allí tenía preparados. Por poco que estos cañones sirvieran,
la multitud podía ser fácilmente dispersada por los regimientos
que Besenval había reunido en la Escuela Militar.
¿Se hubieran negado a pelear aquellos regimientos
extranjeros? Por lo que dice Besenval, está permitido dudarlo.
Más bien parece cierto que careciendo de órdenes, él mismo
estaba lleno de vacilaciones y como paralizado de espíritu. A
las cinco de la madrugada había recibido una extraña visita.
Entró un hombre pálido, encendidos los ojos, la palabra rápida
y entrecortada, audaces los ademanes< El viejo fatuo, que era
el oficial más frívolo del antiguo régimen, aunque valiente y
frío, le mira: “Señor barón —dice el hombre—, vengo a
advertiros que evitéis la resistencia. Las barricadas serán
destruidas hoy84; estoy seguro de ello y no puedo impedirlo;
vos tampoco. No intentéis impedirlo”.
Besenval no tuvo temor, pero el golpe estaba dado y el
efecto moral producido. “Encontré en aquel hombre —dice él
mismono sé qué de elocuente que me cautivó< Hubiera debido
mandarle arrestar, pero no lo hice<”. Eran el antiguo régimen
y la Revolución que acababan de verse frente a frente y esta
dejaba a aquel lleno de estupor.
No eran aún las nueve de la mañana y ya había delante de
los Inválidos treinta mil hombres. A la cabeza estaba el
procurador de la ciudad, a quien el Comité de los electores no
se había atrevido a prohibirselo. También estaban allí algunas
compañías de guardias franceses, huidas de su cuartel. En el
centro se veía a los clérigos de la basoche, con su viejo hábito
rojo, y al cura de Saint-Etiénne-du-Mont que, nombrado
presidente de la asamblea reunida en su iglesia, no rechazó el
peligroso cargo de conducir a la fuerza armada.
El viejo Sombreuil fue muy hábil. Se presentó en la verja y
dijo que efectivamente tenía fusiles, pero que constituían un
depósito que le había sido confiado y su delicadeza militar y de
gentilhombre no le permitía entregarlos, faltando a la promesa
de su custodia. Este argumento imprevisto detuvo a la
multitud; admirable candor del pueblo en la primera edad de la
Revolución. Sombreuil agregaba que había enviado un correo a
Versalles y que esperaba la respuesta, haciendo grandes
protestas de adhesión y amistad al Ayuntamiento y a la ciudad
entera.
La mayoría querían esperar. Afortunadamente hubo allí un
hombre menos escrupuloso85 que evitó que la multitud fuese
engañada. No había tiempo que perder y, después de todo,
¿aquellas armas a quién pertenecían sino a la nación?< La
multitud saltó los fosos y el edificio fue invadido; en los sótanos
se encontraron veintiocho mil fusiles y veinte cañones y se los
llevaron.
Esto ocurrió de nueve a once. Pero corramos a la Bastilla.
El gobernador de Launey estaba con las armas preparadas
desde las dos de la madrugada del día 13. No había olvidado
ninguna precaución. Además de los cañones de las torres, tenía
los del arsenal, que puso en el patio, cargados de metralla. Hizo
subir a las torres seis carros de adoquines, balas y chatarra para
destruir a los asaltantes86. En las aspilleras de la parte baja había
colocado doce grandes trabucos, cada uno de los cuales arrojaba
en cada disparo libra y media de balas. Abajo había colocado
sus soldados más seguros, treinta y dos suizos, que no tenían
escrúpulo alguno en disparar a los franceses. Los ochenta y dos
Inválidos estaban distribuidos en varios sitios, lejos de las
puertas, en las torres. Su última precaución fue desalojar las
habitaciones avanzadas que cubrían la base de la fortaleza.
El día 13 no ocurrió nada, aparte las injurias dirigidas a la
Bastilla por los que por allí pasaban.
Hacia la medianoche se realizan siete disparos a los
centinelas de las torres. Hubo alarma. El gobernador sube con el
Estado Mayor y permaneció en la terraza media hora
escuchando los rumores lejanos de la ciudad; por fin, no
oyendo nada, bajó a sus habitaciones.
Por la mañana numerosos grupos de gente del pueblo y
muchos jóvenes (del Palais Royal u otros puntos) se acercan a la
Bastilla pidiendo a gritos que les sean entregadas las armas. No
se les escucha. En cambio se escucha y se deja entrar a la
comisión pacífica del Ayuntamiento, que se presenta a las diez
rogando al gobernador que retire los cañones, prometiéndole
que si él no dispara, el pueblo no atacará. No teniendo orden de
hacer fuego, el gobernador acepta la proposición y lleno de
alegría obliga a almorzar con él a los comisionados.
Cuando salían se presenta un hombre que habla en tono
completamente distinto.
Es un hombre violento, audaz, sin respeto humano, sin
temor ni piedad, desconocedor de los obstáculos y los plazos,
inspirado por el genio colérico de la Revolución< Iba a
emplazar la Bastilla.
El terror entra con él. La Bastilla tiene miedo; el gobernador
no sabe por qué, pero se turba, balbucea.
Aquel hombre era Thuriot, un terrible dogo de la raza de
Danton; lo encontraremos dos veces, al comienzo y al fin; su
palabra es dos veces mortal; mata a la Bastilla87, mata a
Robespierre.
No debe pasar el puente, el gobernador no lo quiere, pero
Thuriot pasa. Del primer patio pasa al segundo; nueva
prohibición y entra; franquea el segundo foso por el puente
levadizo. Y allí está frente a la enorme verja que cierra el tercer
recinto, que más que un patio parecía un abismo monstruoso,
cuyas paredes estaban formadas por las ocho torres unidas
entre sí. Esos horribles gigantes no miraban hacia este patio, no
tenían ni una ventana. A sus pies, en su sombra, estaba el único
paseo del prisionero; perdido al fondo del abismo, oprimido
por la mole de piedra, no podía contemplar más que la
inexorable desnudez de los muros. En un lado solamente
rompía aquella asfixiante monotonía un reloj colocado entre
dos cautivos de piedra, como para encadenar el tiempo y hacer
más lenta y pesada la sucesión de las horas.
Allí estaban los cañones cargados, la guamición, el Estado
Mayor.
Nada impuso a Thuriot: “Señor —dice al gobernador—, os
emplazo en nombre del pueblo, en nombre del honor y de la
patria, para que retireis vuestros cañones y entreguéis la
Bastilla”. Y volviéndose a la guarnición repitió las mismas
palabras.
Si de Launey hubiera sido un verdadero militar, no hubiera
introducido de este modo al parlamentario en el mismo corazón
de la forIaleza y menos aún le hubiera tolerado dirigirse a la
guarnición. Pero G preciso tener en cuenta que los oficiales de
la Bastilla lo eran, en su mayor parte, por gracia del jefe de
policía; muchos de ellos que no habían servido jamás, lucían en
el pecho la cruz de San Luis. Todos, desde el gobernador hasta
los marmitones, habían comprado sus puestos y sacaban de
ellos el partido que podían. El gobernador, además de sus
sesenta mil libras de sueldo, sacaba cada año otro tanto de sus
rapiñas. A costa de los prisioneros alimentaba su casa; había
reducido la calefacción, ganaba con el vino88, con su triste
mobiliario, con todo. Y ¡hecho inmpío, bárbaro! alquilaba a un
jardinero el jardincito de la Bastilla, que cubría un bastión, y por
aquella miserable ganancia privó a los prisioneros del paseo,
del aire y de la luz.
Aquella alma rastrera y codiciosa tenía algo más que le
quitaba el valor: él sabía que era conocido; las terribles
memorias de Linguet hicieron a de Launey famoso en toda
Europa. Si la Bastilla era odiada, su gmbernador lo era
especialmente. Los furiosos gritos del pueblo que oía. creía que
eran exclusivamente contra él; estaba lleno de turbación y
temor.
Las palabras de Thuriot produjeron diferente efecto en los
suizos y en los franceses. Los suizos no las comprendieron; su
capitán, de Hue, resolvió aguantar. Pero el Estado Mayor y los
Inválidos se conmovieron; aquellos viejos soldados, en trato
diario con las gentes del barrio, no tenían ganas de disparar
contra él. La guarnición se divide; ¿qué harán ambos bandos? Si
no se ponen de acuerdo, ¿querrán luchar mtre sí?
El amedrentado gobernador con tono apologético declaró
que había llegado a un acuerdo con el municipio y juró e hizo
jurar a la guarnición que si no eran atacados no harían un solo
disparo.
Thuriot no se contenta con esto. Quiere subir a las torres,
ver si efectivamente han sido retirados los cañones. De Launey,
muy arrepentido de haberle dejado entrar tan adentro, se niega,
pero sus oficiales le presionan y al fin sube con Thuriot.
Los cañones habían sido retirados de las troneras,
cubiertos, pero continuaban enfilados. La vista que se ofrecía
desde aquella altura de ciento cuarenta pies era inmensa,
enloquecedora; las calles y las plazas llenas de gente; todo el
jardin del arsenal repleto de hombres armados< Y en el otro
lado se ve una masa negra que avanza< Es el pueblo del barrio
de Saint-Antoine<
El gobernador palidece. Coge a Thuriot por un brazo:
“¿Qué habéis hecho? ¡Abusáis del título de parlamentario! ¡Me
habéis engañado, traicionado!”.
Ambos estaban en el borde del muro y de Launey tenía un
centinela en la torre. Todo el mundo en la Bastilla prestaba
juramento de obediencia y fidelidad al gobernador; en su
fortaleza él era el rey y la ley. Aún podía vengarse<
Pero por el contrario fue Thuriot quien le dio miedo:
“Caballero —dijo—, una palabra más y os juro que uno de los
dos caerá al foso”89.
En aquel mismo momento el centinela se acerca, tan
turbado como el gobernador y, dirigiéndose a Thuriot, exclama:
“Por favor, señor, asomaos a las almenas< No hay tiempo que
perder; el pueblo avanza< Como no os ven, van a atacar”.
Thuriot asomó la cabeza por las almenas y el pueblo, viéndole
vivo y orgullosamente subido a la torre, lanzó un inmenso
clamor de alegría y estalló en ruidosos aplausos.
Thuriot bajó con el gobernador, atravesó de nuevo el patio
y dirigiéndose otra vez a la guarnición, dijo: “Voy a hacer mi
dictamen: espero que el pueblo no se niegue a dar una guardia
burguesa que preste servicio en la Bastilla con vosotros”90.
El pueblo se imaginaba entrar en la Bastilla cuando saliera
Thuriot. Cuando le vio salir y marchar al Ayuntamiento para
hacer la misma oferta que había hecho a la guarnición de la
Bastilla, le creyó traidor y le amenazó. La impaciencia se
convirtió en furor; la multitud se apoderó de tres Inválidos y
quiso hacerles pedazos. Se apoderó de una señorita que creían
que era hija del gobernador, algunos querían quemarla si su
padre no se rendía. Pudo ser arrancada de manos del pueblo.
“¿Qué será de nosotros si no tomamos la Bastilla antes de la
noche?<”. El grueso Santerre, un cervecero que el barrio había
nombrado comandante, propuso incendiar la plaza arrojando
aceite de clavel y de lavanda que habían cogido la víspera y que
se encendería con fósforo. Mandó buscar las barricas.
Un carretero, que había sido soldado, comenzó bravamente
la obra y avanzó con un hacha en la mano, se subió al techo de
un pabellón del cuerpo de guardia adosado al primer puente
levadizo, y bajo una lluvia de balas trabaja tranquilamente,
corta, destroza los maderos donde afianzan las cadenas, y el
puente se abre, cae. La multitud se lanza y penetra en el primer
patio. Disparan al mismo tiempo desde las torres y las
aspilleras bajas. Los asaltadores caen a montones, sin que la
guarnición reciba daño alguno. De todos los disparos que el
pueblo hizo, sólo dos tiros penetraron; uno sólo de los sitiados
quedó muerto.
El comité de los electores, que comenzó a ver llegar los
heridos al Ayuntamiento y que deploraba la efusión de sangre,
hubiera querido detener el ataque. No había para esto más que
un medio. Apoderarse de la Bastilla en nombre de la ciudad y
hacer entrar en ella a la guardja burguesa. El preboste vacilaba
demasiado; Fauchet insistió91; otros electores hicieron presión
también. Fueron como diputados, pero entre el fuego y el humo
no fueron vistos; nadie se fijó en ellos. Ni la Bastilla ni el pueblo
cesaron de disparar. Los diputados corrieron grandísimo
peligro.
Una segunda comisión, con el procurador de la ciudad a la
cabeza, llevando al lado un tambor y una bandera, apareció en
la plaza. Los soldados, que estaban en las torres, enarbolaron
una bandera blanca y suspendieron el fuego. El pueblo cesó de
tirar, y siguiendo a los diputados, penetró en el patio. Una
furiosa descarga de la Bastilla tendió muchos hombres en tierra,
al lado mismo de los diputados. Muy probablemente, los suizos
que estaban abajo con de Launey no se enteraron de las señales
que habían hecho los Inválidos en las torres92.
La rabia del pueblo era inenarrable. Desde por la mañana
se decía que el gobernador había facilitado engañosamente la
entrada del pueblo en el primer recinto para fusilarlo a
mansalva; se creyeron dos veces engañados y resolvieron
perecer o vengarse de los traidores. A los que aconsejaban
prudencia les respondían en su éxtasis: “Nuestros cadáveres
servirán al menos para llenar los fosos”. Y se lanzaban
obstinadamente, sin desanimarse jamás, contra la fusilería,
contra aquellas torres asesinas creyendo que a fuerza de morir
podrían destruirlas.
Pero entonces, y cada vez más, gran número de hombres
generosos que no habían tomado parte en la lucha se
indignaron de aquella pelea tan desigual, que no era más que
un asesinato, y todos se pusieron de parte del pueblo. Fueron a
buscar a los comandantes nombrados por la ciudad y les
obligaron a entregar cinco cañones. Se formaron dos columnas:
de obreros y burgueses una, y la otra de guardias franceses. La
primera nombró jefe a un joven de estatura y fuerza heroicas, a
Hullin, relojero de Ginebra, que había abandonado su oficio
para ser criado y cazador del marqués de Conflans; el vestido
húngaro de cazador fue tomado, sin duda, por un uniforme; las
libreas de la servidumbre guiaron al pueblo al combate de la
libertad. El jefe de la otra columna fue Élie, un afortunado
oficial del regimiento de la reina que, estando vestido de
burgués, se puso su brillante uniforme, señalándose
bravamente, en medio de la multitud, a los suyos y al enemigo.
Entre sus soldados había uno admirable por su valentía,
juventud y pureza, una de las glorias de Francia, Marceau, que
se contentó con combatir y no reclamó nada en los honores de
la victoria.
Cuando llegaron estas dos columnas el pueblo había
conseguido poco. Se había empujado y prendido fuego a tres
carros de paja y hecho arder los cuarteles y las cocinas, pero no
se sabía qué más hacer ni cómo hacerlo. La desesperación del
pueblo recaía en el Ayuntamiento. Se acusaba al preboste, a los
electores y les presionaban con amenazas para que ordenasen el
sitio de la Bastilla. Jamás se les pudo arrancar la orden.
Diversos medios raros y extraños eran propuestos a los
electores para tomar la fortaleza. Un carpintero aconsejaba una
obra de carpintería, una catapulta romana para lanzar piedras
contra los muros. Los comandantes de la ciudad decían que era
preciso hacer el sitio en regla y abrir una mina. Durante estos
largos y vanos discursos se lee una carta que Besenval escribía a
de Launey y que fue interceptada, en la que le recomendaba
que se defendiera hasta el último extremo.
Para calcular el valor del tiempo en esta crisis suprema,
para explicar el terror de la tardanza, conviene saber que a cada
momento circulaba una nueva falsa alarma. Se suponía que la
corte estaba enterada desde hacía dos horas del ataque a la
Bastilla, comenzado al mediodía, y se preparaba a lanzar sobre
París sus suizos y sus alemanes. Los de la Escuela Militar
¿pasarían el día con los brazos cruzados? No era verosímil. La
poca confianza que Besenval tenía en sus tropas era o parecía
una excusa. Los suizos se mostraban muy firmes en la Bastilla,
haciendo una carnicería. Los dragones alemanes habían hecho
varias descargas el día 12 y matado algunos guardias franceses.
Estos, a su vez, habían matado algunos dragones. El odio de
cuerpo aseguraba la fidelidad.
El barrio Saint-Honoré se desadoquinaba creyendo que iba
a ser atacado de un momento a otro. La Villette estaba en el
mismo peligro y efectivamente fue ocupada por un regimiento,
pero demasiado tarde.
Toda lentitud parecía al pueblo traición. Las
tergiversaciones del preboste le hacían sospechoso, y del mismo
modo acontecía a los electores. La multitud, indignada,
comprendió que perdía el tiempo con ellos. Un viejo grita:
“Amigos, ¿qué hacemos entre estos traidores? ¡Vámonos todos
a la Bastilla!”. La indicación fue atendida por todos. Los
electores, estupefactos, se encuentran solos< Uno de ellos sale
y vuelve pálido, con el rostro de un espectro: “Si permanecéis
aquí no os quedan más que diez minutos de vida< La Grève
tiembla de rabia< Ya suben<”. No intentaron huir y esto les
salvó.
Todo el furor del pueblo se concentra contra el preboste de
los comerciantes. Los enviados de los distritos se presentan uno
tras otro, arrojándole su traición a la cara. Algunos de los
electores, viéndose comprometidos delante del pueblo por su
imprudencia y sus mentiras, se volvieron contra él y le
acusaron. Otros, el buen anciano Dussauh (el traductor de
Iuvenal) y el intrépido Fauchet, intentaron defenderle, ya fuera
inocente o culpable, salvarle la vida. Obligado por el pueblo
pasa del despacho en que estaba a la gran sala de San Juan, sus
amparadores le rodean y Fauchet se sienta a su lado. Las
huellas de la muerte se marcaban ya en su rostro, dice Dussauh:
“Le veía masticando su último bocado de pan, se le quedó en
los dientes y lo conservó dos horas sin llegar a tragárselo”.
Rodeados de papeles, de cartas, de gentes que iban a hablarle
de negocios, en medio del vocerío, de los gritos de muerte, se
esforzaban en responder a todos con afabilidad. Los del Palais
Royal y los del distrito de San Roque eran los que más furiosos
estaban. Fauchet corrió allí a pedir gracia, conmiseración. El
distrito estaba reunido en asamblea en la iglesia de San Roque y
dos veces Fauchet subió al púlpito, rogando, llorando, con las
palabras más ardientes que su gran corazón podía inspirarle; su
ropa, acribillada a balazos en la Bastilla93, era elocuente
también; rogaba por el pueblo mismo, por el honor de aquel
gran día, para dejar pura y sin mancha la cuna de la libertad.
El preboste y los electores permanecían en la sala de San
Juan entre la vida y la muerte, y fueron apuntados con armas
varias veces. “Cuantos staban allí —dice Dussauh— parecían
salvajes; algunas veces escuchaban, miraban en silencio; otras
un murmullo terrible, un rugido sordo, como el
estremecimiento de un terremoto, salía de la multitud. Muchos
hablaban y gritaban, pero los más estaban aturdidos por la
novedad del öpectáculo. Los rumores, las voces, las noticias, las
alarmas, las cartas detenidas, los descubrimientos falsos o
verdaderos, tantos secretos revelados, tantos hombres llevados
ante el tribunal, oscurecían el espíritu y la razón. Uno de los
electores decía: “ ¿No es este el juicio final?<”. El aturdimiento
había llegado a tal grado, que todo se había olvidado: el
preboste y la Bastilla”94.
Eran las cinco y media. Un inmenso grito estalla en la
Grève; luego un clamoreo que viene de lejos, que estalla, que
avanza y se acerca con la rapidez, con el estruendo de la
tempestad< ¡La Bastilla ha sido tomada!
En la sala, ya llena, entran de una vez rnil hombres y diez
mil empujan detrás de ellos. El suelo tiembla, los bancos
ruedan, la verja es empujada hasta la mesa del presidente.
Todos vienen armados de maneras curiosas, unos casi
desnudos, otros vestidos con retazos de todos los colores. Un
hombre era llevado en un sillón y coronado de laureles; era Élie;
le rodeaban todos los prisioneros. A la cabeza, en medio del
inmenso ruido, en que no se hubiera escuchado un cañonazo,
marchaba un joven en actitud de religioso recogimiento; llevaba
clavada en su bayoneta una cosa impía, tres veces maldita: el
reglamento de la Bastilla.
También llevaban las llaves monstruosas, innobles,
groseras, usadas por los siglos y por los dolores de los hombres.
La casualidad o la Providencia quisieron que fuesen a parar a
manos de un hombre que las conocía demasiado, a un antiguo
prisionero. La Asamblea Nacional coloca en sus archivos estas
viejas máquinas de los tiranos, al lado de las leyes que
destruyeron la tiranía. Todavía hoy conservamos las llaves en el
armario de hierro de los Archivos de Francia< ¡Ah! ¡Si
pudieran encerrarse en la misma vitrina las llaves de todas las
Bastillas del mundo!
La Bastilla, forzoso es reconocerlo, no fue tomada; se
entregó ella, turbada, enloquecida por la conciencia de su
maldad.
Allí dentro, unos querían que se rindiera; otros seguían
disparando, sobre todo los suizos, que durante cinco horas, sin
riesgo ni temor alguno, se divirtieron escogiendo y apuntando
bien a las víctimas que querían. Allí mataron a ochenta y tres
hombres e hirieron a ochenta y ocho. Veinte de los muertos
eran pobres padres de familia que dejaron mujeres e hijos
condenados a morir de hambre.
La vergüenza de aquella guerra sin riesgo y el horror de
ver derramada sangre francesa por los suizos, que la odiaban,
acabaron por hacer caer las armas de las manos de los
Inválidos. Los suboficiales, a las cuatro, rogaron, suplicaron a
de Launey que pusiera término a aquellos asesinatos. El
gobernador sabía cuál era su destino y lo que merecía; morir
por morir, por un momento tuvo ganas de quitarse de en medio
y volar la Bastilla, idea horriblemente feroz: habría destruido un
tercio de París. Sus ciento treinta y cinco barriles de pólvora
habrían lanzado por los aires, deshecha en pedazos, la inmensa
mole de la Bastilla y al caer las piedras habrían arrasado todo el
barrio, todo el Marais y todo el arrabal del arsenal< Tomó la
mecha de un cañón. Dos oficiales impidieron el crimen;
cruzaron sus aceros y le impidieron la entrada en el depósito de
la pólvora. Entonces intentó suicidarse y desenvainó un
cuchillo, que le fue arrebatado.
Estaba trastornado y no podía dar órdenes95. Cuando los
guardias franceses colocaron en batería sus cañones y
dispararon (según algunos), el capitán de los suizos
comprendió que era necesario entregarse; escribió y envió un
mensaje96 en que se pedía salir de la fortaleza con los honores
de guerra. Negativa. Después pidió que se respetara la vida de
los sitiados. Hullin y Élie lo prometieron.
La dificultad estaba en hacer respetar la promesa. ¿Quién
podía impedir una venganza deseada desde hacía tantos siglos,
irritada ahora con tantos asesinatos como acababa de hacer la
Bastilla<? Una autoriiad que tenía una hora de existencia,
surgida en la Grève y que apenas era conocida por más de dos
grupos que peleaban en la vanguardia, no era suficiente para
contener a los cien mil hombres que la seguían.
La multitud estaba ciega, orgullosa de su propio peligro. En
la plaza no mata más que a un hombre; mira con desdén a los
suizos a quienes mma por prisioneros o por criados y hiere y
maltrata a sus amigos los Inválidos. Hubiera querido poder
exterminar la Bastilla; rompe a pedradas los dos esclavos del
reloj; sube a las torres para insultar a los cañones; muchos se
agarran a las piedras, ensangrentándose las manos por querer
arrancarlas. Bajan rápidamente a los calabozos para liberar a los
prisioneros; dos se habían vuelto locos. Uno, asustado por el
ruido, quería defenderse; se quedó sorprendido cuando los que
abrieron la puerta de su encierro se arrojaron en sus brazos,
mojándole el rostro con sus lágrimas. Otro, que tenía una barba
hasta la cintura, preguntó cómo se portaba Luis XV; creía que
reinaba todavía. A los que le preguntaron su nombre respondió
que se llamaba el Mayor de la Inmensidad.
Los vencedores no habían concluido; en la calle de Saint-
Antoine sostenían otro combate. Avanzando hacia la Grève
encontraron algunos grupos de hombres que, no habiendo
tomado parte en el combate, querían hacer algo, asesinar a los
prisioneros cuando menos. Uno de ellos quedó muerto en la
calle de Toumelles, otro en el muelle. Algunas mujeres,
desgreñadas, que acababan de reconocer a sus maridos entre
los muertos de la Bastilla, corrían detrás de los asesinos; una de
ellas, loca de dolor, pedía a todo el mundo que le diesen un
cuchillo.
De Launey era llevado, sostenido y defendido en este gran
peligro por dos hombres de corazón y de una fuerza poco
común: Hullin y otro. Este último fue hasta el Petit—Antoine y
fue arrastrado por un torbellino de multitud. Conducir a aquel
hombre de la Bastilla a la Greve, que estaba tan cerca, no era
obra menor que los doce trabajos de Hércules. No sabiendo ya
cómo defenderle y viendo que la gente conocía a de Launey
solamente porque iba sin sombrero, tuvo la idea heroica de
ponerle el suyo, recibiendo en aquel momento los golpes que a
de Launey iban dirigidos97. Llegó en fin al pórtico de San Iuan;
si conseguía hacerle subir la escalinata, lanzarle a la escalera,
todo habría concluido. La multitud lo comprendió e hizo un
furioso esfuerzo. La fuerza de gigante que Hullin había
desplegado no le sirvió entonces de nada. Estrujado por aquella
enorme boa que la masa formaba alrededor de él, apretándole,
perdió tierra y fue empujado de uno a otro lado hasta caer al
suelo. Se levantó dos veces. A la segunda vio en el aire, clavada
en una pica, la cabeza de de Launey.
Otra escena se desarrollaba en la sala de San Juan. Los
prisioneros estaban allí en gran peligro de muerte; la multitud
se encarnizaba, sobre todo contra tres Inválidos, en quienes
creía reconocer a los artilleros de la Bastilla; uno estaba herido;
el comandante La Salle, haciendo increibles esfuerzos,
invocando su título de comandante, logró salvarle; mientras lo
llevaba fuera, los otros dos fueron arrastrados y colgados en el
farol del rincón de la Vannerie, frente al Ayuntamiento.
Este gran movimiento, que parecía haber hecho olvidar a
Flesselles, fue, sin embargo, lo que le perdió. Sus implacables
acusadores del Palais Royal, descontentos de ver a la multitud
ocupándose de otras cosas, se mantenían cerca de su mesa, le
amenazaban, le invitaban a seguirles< Acabó por ceder, acaso
porque una espera tan larga de la muerte le pareciera peor que
la muerte misma, o porque confiaba poder escapar en la
universal preocupación del gran suceso del día. “Pues bien,
señores —dijo—, vamos al Palais Royal”. No había llegado al
muelle, cuando un joven le voló la cabeza de un pistoletazo.
La masa del pueblo, acumulada en la sala, no pedía más
sangre; la veía correr con estupor, dice un testigo ocular. Miraba
con la boca abierta este prodigioso espectáculo, extraordinario,
capaz de volver loco al más fuerte y sereno. Las armas de la
Edad Media, de todas las edades, se confundían allí; los siglos
estaban presentes. Élie, subido sobre una mesa, con el casco en
la cabeza, su enorme espada en la mano, parecía un guerrero
romano. Estaba rodeado de prisioneros y pedía gracia para
ellos. Los guardias franceses pedían por única recompensa el
perdón de los prisioneros.
En este momento la multitud se apodera de un hombre
seguido de su mujer: era el príncipe de Montbarry, ex ministro,
detenido en la barricada. La mujer se desmayó; el hombre es
arrojado encima de la mesa, sujeto por doce hombres, con el
cuerpo doblado< El pobre diablo, en esta rara actitud, explicó
que no era ministro desde hacía mucho tiempo, que su hijo
había tomado gran parte en la revolución de su provincia< El
comandante La Salle habla en su favor exponiéndose mucho.
Los hombres que le habían apresado no querían soltarle; pero
La Salle, que era más fuerte, coge al desgraciado y le pone de
pie< Este rasgo de fuerza gusta al pueblo y aplaude<
En aquel mismo momento el bravo y excelente Élie
encuentra el medio de concluir de un golpe con todo proceso y
todo juicio. Vio a los niños de servicio en la Bastilla, que eran
conducidos a la sala, y se puso a gritar: “¡Indulto para los niños!
¡Indulto!”.
Hubierais visto entonces los rostros y las manos
ennegrecidas por la pólvora y el humo comenzar a lavarse con
gruesas lágrimas, como caen después de la tempestad gruesas
gotas de lluvia< Ya no se hizo más justicia ni hubo más
venganza. El tribunal se disolvió. Élie había vencido a los
vencedores de la Bastilla. Estos hicieron jurar a los prisioneros
fidelidad a la nación y se los llevaron con ellos; los Inválidos se
fueron tranquilamente a su cuartel; las guardias francesas se
hicieron cargo de los suizos, los pusieron a salvo en sus
puestos, los condujeron a sus propios cuarteles, les alojaron y
les alimentaron.
Las viudas, ¡cosa admirable!, se mostraron igualmente
magnánimas. Indigentes y cargadas de hijos, no quisieron ser
las únicas en recibir una modesta cantidad que les fue
repartida; hicieron también entrar en el reparto a la viuda de un
pobre Inválido que había contribuido a impedir la explosión de
la pólvora de la Bastilla y que fue muerto por error. La mujer
del sitiado fue protegida por las mujeres de los sitiadores.
14 1789

14 19 1789

Versalles, el 14 de julio. —El rey en la Asamblea, el 15 de julio. —


Duelo y miseria de París. —Diputación en la Asamblea de la ciudad
de París, el 15 de julio. —La falsa paz. —El rey va a París, el 17 de
julio. —Primera emigración: Artois, Condé, Polígnac, etc. —Soledad
del rey.

La Asamblea pasó todo el día 14 entre dos temores, las


violencias de la corte y las violencias de París con las
posibilidades de una insurrección, acaso desgraciada, que
mataría la libertad. Se escuchaban todos los rumores, se ponía
el oido en tierra y se creía percibir el eco de un cañoneo lejano.
Este movimiento podía ser el último; muchos querían que con
toda rapidez quedaran acordadas las bases de la constitución
para que, si la Asamblea era dispersada y destruida, dejara este
testamento, esta luz para guiar la resistencia y señalar el camino
del porvenir.
La corte organizaba el ataque; pocas cosas faltaban para la
ejecución. A las dos todavía ordenaba Bertier algunos detalles
en la Escuela Militar. Su suegro, Foulon, subministro de la
guerra, ordenaba los preparativos en Versalles. Aquella noche
París debía ser atacado por siete lados a la vez98. En consejo se
discutía la lista de los diputados que serían presos aquella
noche, se señalaba a otros para ser proscritos y algunos eran
exceptuados. Breteuil defendía la inocencia de Bailly. La reina y
madame de Polignac, iban entretanto a la Orangerie a animar a
las tropas, a hacer repartir vino a los soldados, que formaban
grupos y bailaban. Para completar la embriaguez, Polignac, la
hermosa entre las hermosas, llevaba a su casa alos oficiales, les
obsequiaba con licores y los perturbaba con sus dulces palabras
y sus miradas< Una vez lanzados aquellos ciegos, la noche
hubiera sido sangrienta< Se interceptaron cartas suyas donde
escribían: “Marchamos contra el enemigo<”. ¿Quién era el
enemigo? La Ley y Francia.
De pronto una nube de polvo aparece en la carretera de
París; es un grupo de caballeros que vienen a galope tendido; es
el príncipe de Lambesc con todos sus oficiales, que huye del
pueblo de París. Pero encuentra allí al pueblo de Versalles; si no
hubiera sido por temor de herir a los otros, la gente hubiera
disparado contra el principe.
Llega de Noailles: “La Bastilla ha sido tomada”. Llega de
Wimpfen: “Han matado al gobernador. Murió como debía”.
Dos emisarios de los electores llegan después y exponen a la
Asamblea el escandaloso estado de París. La Asamblea se
indigna, se invoca la venganza de Dios y de los hombres para la
corte y sus ministros. “¡Cabezas!, grita Mirabeau. Necesitamos
la de De Broglie”99.
Una diputación de la Asamblea va a buscar al rey y no
obtiene de él más que dos palabras equivocas. El rey envía
oficiales para que tomen el mando de la milicia burguesa<
Ordena a las tropas del Campo de Marte replegarse<
Movimiento muy oportuno para el ataque general.
Indignación de la Asamblea, griterío, envío de una nueva
comisión< “El corazón del rey está destrozado, pero no puede
hacer más”.
Luis XVI, cuya debilidad se ha deplorado tanto, tenía aquel
día la apariencia de una firmeza deplorable. Bertier había ido a
Versalles y estaba a su lado; le animaba100, le decía que todo lo
ocurrido era poca cosa. En la turbación y desorden en que París
se encontraba, había todavía medios para el gran ataque de la
noche. En esto se supo que París se preparaba, que organizaba
sus centinelas, que había colocado cañones en Montmartre que
cubrían la Villette y tenían en jaque a Saint-Denis.
Vacilando entre los informes contradictorios, el rey no dio
ninguna orden y, fiel a sus costumbres, se acostó temprano. El
duque de Liancourt, que por razón de su cargo entraba en la
cámara regia a cualquier hora del día o de la noche, no quiso
dejar perecer al rey en su apatía e ignorancia. Le explicó el
peligro que corría, la importancia del movimiento, su
irresistible fuerza que debía aceptar, le recomendó que se
adelantase al duque de Orleáns, que se acercara a la
Asamblea< Luis XVI, mal despierto (pasó su vida
amodorrado), exclamó: “¿Pero qué? ¿Es un motín?”. “Señor, ¡es
una revolución!”.
El rey no ocultaba nada a la reina; se supo todo en casa del
conde de Artois. Sus servidores tuvieron miedo; la realeza
podía salvarse a expensas suyas. Uno de aquellos, que conocía
bien al príncipe, le asedió por su lado flaco; por el miedo. Le
dijo que estaba proscrito en el Palais Royal, como Flesselles y de
Launey, que podía calmar los espíritus uniéndose al rey en la
política popular que la necesidad de los tiempos imponía. El
mismo individuo, que era diputado, corrió a la Asamblea (era
medianoche) y encontró al bueno de Bailly, que no se atrevía a
irse a dormir, y le pidió de parte del príncipe un discurso que el
rey pudiera pronunciar al día siguiente.
Alguien había en Versalles más afligido y azorado que
nadie. El duque de Orleáns. El 12 de julio, en busto, había sido
paseado en tritmfo y luego brutalmente destrozado. Todo
concluyó allí. Nadie se conmovió. El 13 algunos hablaron de
nombrarle general; pero aquel pueblo estaba como sordo, no
oía o no quería oír. El 14 por la mañana, madame de Genlis
tuvo la increíble audacia de enviar a su Pamela con un lacayo
rojo al lugar del tumulto101. Alguno dijo: “¿No es esta la reina?”.
Y nadie hizo caso< Todas las bajas intrigas cayeron en el vacío
en aquel inmenso movimiento; todo interés mezquino y
miserable pereció en el empuje de aquel movimiento sagrado.
El pobre duque de Orleáns fue en la mañana del 15 al
castillo para aitrar en el Consejo. Pero se quedó en la puerta.
Esperó un rato y luego escribió al rey, no para pedir la
intendencia general ni para ofrecer su mediación (como estaba
convenido entre él, Mirabeau y otros), sino para asegurar al rey
que si los tiempos continuaban alborotados se iría a Inglaterra.
Durante todo el día no se movió de la Asamblea, de Versalles y
por la noche fue al castillo102; contra las acusaciones de complot,
el príncipe probaba la coartada, se lavaba las manos en la toma
de la Bastilla. Mirabeau, cuando lo supo, se puso furioso, y
desde entonces se alejó de él, diciendo: “Es un eunuco para el
crimen. ¡Quisiera, pero no puede!”.
El hombre del duque de Orleáns, Sillery—Genlis, mientras
el duque hacía antesala a la puerta del Consejo, trabajaba para
vengarle; leía y hacía adoptar un insidioso proyecto que podría
aminorar seguramente el efecto de la visita del rey, quitarle la
sensación de lo imprevisto, helar de antemano todos los
corazones, evitar cualquier entusiasmo que pudiera nacer:
“Venid, Señor, vuestra majestad verá la consternación de la
Asamblea, pero acaso su calma y serenidad os extrañen<”. Y al
mismo tiempo anunciaba que las harinas que iban destinadas a
París habían sido detenidas en Sèvres< “¡Qué ocurrirá cuando
esta noticia sea conocida en la capital!”.
Mirabeau tuvo para él una hermosa respuesta.
Dirigiéndose a los diputados que iban a ir a ver al rey, dijo:
“Pues bien, decid al rey que las hordas extranjeras de que
estamos rodeados recibieron ayer la visita de los príncipes y las
princesas, de los favoritos y las favoritas, y sus caricias, y sus
exhortaciones, y sus regalos. Decidle que durante toda la noche,
estos satélites extranjeros, ahitos de vino y de oro, han predicho
en sus cantos impíos el arrasamiento de Francia y su
servidumbre y que sus votos brutales invocaban la destrucción
de la Asamblea Nacional. Decidle que en su palacio mismo los
cortesanos han unido sus bailes al son de una música bárbara,
¡y que tales fueron los preliminares de la San Bartolomé!<
Decidle que aquel Enrique, cuya memoria bendice el universo,
aquel de sus abuelos a quien quería tomar por modelo, hacía
pasar víveres al París amotinado, que él sitiaba en persona y
que sus feroces consejeros hacen dar media vuelta a las harinas
que el comercio lleva al París hambriento y fiel”.
La diputación sale, pero he aquí al rey que llega, entra sin
guardias, con sus hermanos. Da algunos pasos en la sala, e
inesperadamente, frente a la Asamblea, anuncia que ha dado
orden a las tropas de alejarse de París y de Versalles e invita a la
Asamblea a comunicar la noticia a París< ¡Demasiado sabe que
su palabra será poco creída si la Asamblea no asegura que el
rey no ha mentido!< Luego agrega una frase más noble, más
hábil: “Se han atrevido a propalar que vuestras personas no
estaban seguras. ¿Será necesario que yo hable de estos
culpables rumores, desmentidos de antemano por mi carácter
bien conocido? Pues bien, aquí estoy, yo que soy uno solo con la
nación, yo que me entrego a vosotros y en vosotros confío”.
Alejar las tropas de París y de Versalles sin indicar la
distancia, era una promesa oscura, equivoca, mediocremente
tranquilizadora. Pero la Asamblea estaba tan alarmada de la
inmensidad oscura que se entreabría ante ella, sentía tal
necesidad de orden y de reposo, que se mostró crédula y
entusiasta para el rey, hasta el punto de olvidar lo que a sí
misma se debía.
Todos se precipitan de sus asientos y le siguen. El rey
vuelve a pie al castillo. La Asamblea, el pueblo, le rodean, le
estrujan; el rey, atravesando la zona tórrida de la plaza de
Armas, no puede resistir el calor y varios diputados, el duque
de Orleans entre ellos, hacen una cadena alrededor de él,
librándole de toda molestia. A la llegada la música toca la
canción: “¿Dónde se puede estar mejor que en el seno de la
familia?”. Familia demasiado limitada. El pueblo no entra allí;
ante él cierran las puertas. El rey ordena que se abran de nuevo,
pero se excusa de no recibir a los diputados que quieren verle
todavía, pretextando que va a su capilla a dar gracias a Dios. La
reina aparece en el balcón con sus hijos y con los del conde de
Artois, mostrando una alegría desconfiada, no sabiendo qué
pensar de aquel entusiasmo tan poco merecido.
Versalles se inundaba de alegría. París, a pesar de su
victoria, estaba lleno de alarma y luto. Se enterraron los
muertos. Muchos de ellos dejaban familias numerosas sin
recursos. Los que no tenían familia fueron llevados a la fosa por
sus compañeros. Habían puesto un sombrero en el suelo al lado
de uno de los muertos y decían a los transeúntes: “¡Señor, para
este pobre diablo al que ha matado la naciónl; ¡señora, para este
pobre diablo al que ha matado la nación!<”103. Humilde y
sencilla oración fúnebre para aquellos hombres cuya muerte
había dado vida a Francia<
Todo el mundo guardando París y nadie trabajaba.
Ninguna obra ni taller abierto. Pocas subsistencias y caras. El
mtmjcipio aseguraba que París tenía víveres para quince días y
apenas tenía para tres. Fue preciso ordenar un impuesto para
mantener a los pobres. Las harinas eran detenidas por las
tropas en Sèvres y en Saint-Denis. Dos nuevos regimientos
llegaron, a la vez que prometía el rey el alejamiento de las
tropas. Los húsares entraban a hacer reconocimientos en los
alrededores y en las murallas. Circuló el rumor de que se había
intentado recuperar la Bastilla. Las alarmas eran tales, que a las
dos el comité de electores no puede negar al pueblo una orden
para levantar barricadas en París.
A esta misma hora llega un hombre, apresurado, anhelante,
con apariencias de venir casi enfermo104< Viene corriendo
desde Sèvres, donde las tropas querían detenerlo< Todo ha
concluido: la Revolución ha concluido; el rey ha ido a la
Asamblea y ha dicho: “En vosotros confío<”. Cien diputados
salen en este momento de Versalles enviados por la Asamblea a
la ciudad de París.
Estos diputados se pusieron enseguida en camino. Por no
tardar, Bailly no quiso ni comer. Los electores apenas tienen
tiempo de correr a su encuentro como estaban, sucios y en
desorden, después de varias noches sin acostarse. Se quisieron
hacer salvas, pero el cañón estaba en batería y no pudieron
traerlo. No eran necesarias para solemnizar la ñesta. París ya
estaba bastante hermoso con su sol de julio, su tumulto, su gran
pueblo armado. Los cien diputados, precedidos de guardias
franceses, de los suizos, de oficiales de la milicia ciudadana, de
los comisionados, de los electores, avanzaban por la calle Saint-
Honoré al son de las trompetas< Todos los brazos se extendían
hacia ellos< De todas las ventanas llovían bendiciones, flores y
en todos los ojos había lágrimas<
¡La Asamblea Nacional y el pueblo de París, el Iuramento
del Iuego de Pelota y la toma de la Bastilla y la victoria,
acababan de abrazarse!
Muchos diputados besaron llorando las banderas de los
guardias franceses: “¡Banderas de la patria! —decían—
¡Banderas de la libertad!”.
Llegados al Ayuntamiento, se hizo sentar en la plataforma
a Lafayette, Bailly, el arzobispo de París, Sieyès y Clermont-
Tonerre. Lafayette habló fría y sabiamente; luego Lally—
Tollendal con su tono irlandés y sus lágrimas prontas a salir.
Allí mismo, en la Grève, en aquella plaza que se extendía ante
el Ayuntamiento, el antiguo régimen treinta años antes había
decapitado al padre de Lally; su discurso, de honda ternura, no
fue más que una amnistía del antiguo régimen, amnistía
verdaderamente prematura, puesto que el antiguo régimen
tenía todavía a París rodeado de tropas.
Aquella ternura se difundió en la reunión de burgueses del
Ayuntamiento. “El más gordo de los hombres sentimentales”,
como se llamaba a Lally, fue coronado de flores, conducido a
viva fuerza a una ventana y enseñado a la multitud<
Resistiendo cuanto podía, puso la corona en la frente de Bailly,
primer presidente que había tenido la Asamblea Nacional.
Bailly la rechazó también, pero fue retenida en su cabeza por la
mano del arzobispo< Extraño espectáculo, que demostraba lo
falso de aquella situación. El presidente del Iuego de Pelota fue
coronado por el prelado que aconsejó el golpe de Estado y que
obligó a París a vencer< La contradicción fue tan poco notada,
que el arzobispo no temió proponer un Te Deum y consiguió
que todos le siguieran a la iglesia de Notre Dame< Hubiera
sido mucho mejor que hubiera dicho un De Profundis por las
almas de los muertos que había causado.
A pesar de la emoción general, el pueblo permanece en su
admirable buen sentido. No soporta voluntariamente que se
olvide su victoria. Esto no era ni justo ni útil; preciso es decirlo.
La victoria no era bastante completa para sacrificarla y olvidarla
tan pronto. El efecto moral había sido inmenso, pero el
resultado material débil e incierto todavía. Desde la calle Saint-
Honoré la guardia ciudadana (entonces formada por todo el
pueblo) lleva delante de los diputados, al son de marchas
militares, al guardia francés que fue el primero en detener y
apresar al gobernador de la Bastilla; era conducido en triunfo,
coronado de laureles en el mismo coche de de Launey, luciendo
en el pecho la cruz de San Luis que el pueblo arrancó al
carcelero para otorgársela a su vencedor< no quería
conservarla; no obstante, antes de entregarla, en presencia de
los diputados, se adornó con ella, mostrándola orgullosamente
sobre el pecho105< La multitud aplaude, los diputados
aplauden también, aprobando así lo que se había hecho la
víspera.
Otro incidente más claro todavía: en uno de los discursos
que se pronunciaron en el Ayuntamiento, de Liancourt, buen
hombre, pero aturdido, dijo que el rey perdonaba
voluntariamente a los guardias franceses. Muchos de ellos que
estaban allí protestaron y uno de ellos dijo: “No tiene nadie
nada que perdonarnos. Sirviendo a la nación servimos al rey;
los propósitos que él mismo manifiesta hoy, demuestran bien
claramente a Francia que quizá solamente nosotros hemos sido
fieles al rey y a la patria”.
Bailly es proclamado alcalde y Lafayette comandante de la
milicia ciudadana. Marchan al Te Deum. El arzobispo daba el
brazo al bravo cura Lefebvre, que había guardado y distribuido
la pólvora, que salía ahora por primera vez de su antro y estaba
todavía negro y sucio. Bailly, conducido del brazo también por
Hullin, era aplaudido, rodeado, oprimido por la multitud.
Cuatro soldados le seguían; a pesar de la alegría de aquel día y
del honor inesperado de su nueva posición, no pudo sustraerse
al pensamiento “de que parecía un hombre conducido a una
prisión<”. ¡Si hubiera podido prever mejor, hubiera tenido
razón diciendo que le conducían a la muerte!
Este Te Deum ¿qué era sino una mentira? ¿Quién podía
creer que el arzobispo daba gracias a Dios de buena fe por la
toma de la Bastilla? Nada había cambiado, ni los hombres, ni
los principios< La corte seguía siendo la corte, el enemigo
siempre sería el enemigo.
Lo hecho, hecho estaba. La Asamblea Nacional y los
electores de París con todo su poderío, no podían borrar lo
pasado. El 14 de julio había habido un vencido, el rey; un
vencedor, el pueblo. ¿Cómo deshacer esto, hacer que lo que fue
no fuese, borrar la historia, cambiar la realidad de los sucesos
consumados, cambiar los sentimientos del rey y del pueblo de
modo que aquel se sintiera dichoso por haber sido vapuleado y
este se entregara sin desconfianza en manos de un dueño tan
cruelmente provocado?
Mounier, narrando el día 16 en la Asamblea Nacional la
visita de los cien diputados a la ciudad de París, apoyó la
extraña proposición «presentada y votada al día siguiente en el
Ayuntamiento) de alzar una estatua a Luis XVI en la plaza de la
Bastilla demolida< Una estatua por una derrota es cosa nueva
y original< El ridículo se hacía notar más cada día; ¿quién
podía engañar así? ¿Hacer triunfar al vencido era
verdaderamente bastante para poder esCarnotear la victoria?
La obstinación del rey durante todo el día 14 demuestra a
los más simples que el acto del 15 no fue espontáneo. En el
momento mismo en que la Asamblea le acompañaba al castillo,
durante aquel delirio fingido o real, una mujer abrazó sus
rodillas y no tuvo miedo de decirle: “¡Ah! Señor, ¿habéis sido
sincero? ¿No os harán cambiar de idea?”.
El pueblo de París abrigaba los más sombríos
pensamientos.
No podía creer que con cuarenta mil hombres en los
alrededores de Versalles la corte no hiciera nada. Creía que el
acto del rey no era más que un medio para adormecer al pueblo
y atacarle más ventajosamente. El pueblo desconfía de los
electores; dos de ellos enviados el día 15 a Versalles, fueron a su
regreso acusados de traidores y amenazados, corriendo grave
riesgo. Los guardias franceses temían alguna sorpresa en sus
cuarteles y se negaban a recogerse en ellos. El pueblo se
obstinaba en creer que si la corte no se atrevía a combatir, se
vengaría por medio de cualquier villano atentado, o habría en
algún lugar una mina para hacer volar París.
El temor no era ridículo; mucho más lo era la confianza.
¿Por qué creerse seguros? Las tropas, a pesar de la promesa del
rey, no se alejaban. El barón de Falckenheim, que dirigía las
fuerzas de Saint-Denis, decía que no había recibido órdenes. En
las murallas fueron detenidos dos de sus oficiales que se habían
acercado a inspeccionar. Ocurrió una cosa no menos grave, y
fue que el jefe de policía presentó su dimisión; el intendente
Bertier había huido y con él todos los encargados de la
administración de subsistencias. Un día o dos más y acaso se
encontrara el mercado sin harina. El pueblo iba al
Ayuntamiento a pedir pan y las mbezas de los magistrados. Los
electores enviaron a muchos de los suyos a buscar trigo a Senlis,
a Vernon, hasta al Havre mismo.
París esperaba al rey. Creía que si había hablado con entera
franqueza, con el corazón, dejaría su Versalles y sus malos
consejeros y se arrojaría en brazos del pueblo. Nada hubiera
sido más hábil, de mayor efecto el día 15; debió marchar a París
al salir de la Asamblea, confiarse, no de palabra, sino
verdaderamente y de su persona, entrar atrevidamente en la
multitud, confundirse con aquel pueblo armado< La emoción,
tan grande todavía, se hubiera concentrado enteramente en él.
He aquí lo que el pueblo esperaba; lo que creía y decía. Lo
dijo en el Ayuntamiento y lo repitió en las calles. El rey vaciló,
consultó, dejó pasar un día y lo perdió todo.
¿Dónde pasó este día irreparable? Toda la noche del 15 y la
mañana del 16 estuvo encerrado con aquellos mismos
ministros, cuya audaz ineptitud había ensangrentado París y
quebrantado para siempre el trono. Tras ese consejo la reina
quería huir, alejar al rey, ponerle a la cabeza de las tropas y
comenzar la guerra civil. ¿Pero estaban seguras las tropas?
¿Qué ocurriría si la guerra estallaba en el ejército mismo, entre
los soldados franceses y los mercenarios extranjeros? ¿No valía
más andarse con rodeos, ganar tiempo, entretener al pueblo,
engañarle?< Luis XVI entre aquellos dilemas no se decidió por
ninguno106; estaba dispuesto a seguir indiferentemente
cualquier camino. La mayoría del Consejo se decidió por el
segundo recurso y el rey lo aceptó.
Un alcalde de París y un jefe militar de París nombrados
por los electores sin la aquiescencia del rey; aceptados esos
puestos por hombres tan respetables y serios como Bailly y
Lafayette; confirmados los nombramientos por la Asamblea sin
consultar al rey ni pedirle sanción< Esto no era un motín, era
una revolución bien y enérgicamente organizada. Lafayette, “no
dudando que todos los municipios desearían confiar su defensa
a los ciudadanos armados”, propuso que la milicia ciudadana
se llamase guardia nacional (palabra ya utilizada por Sieyès).
Esta palabra parece generalizarse, extender el armamento de
París a todo el reino, del mismo modo que la escarapela azul y
roja de la ciudad, aumentada con el blanco, el antiguo color
francés, se convierte en divisa de Francia entera. Si el rey
permanecía en Versalles, si tardaba, ponía en riesgo a París.
Cada vez eran los propósitos más hostiles. Habiendo sido
invitados los distritos a unir sus comisionados a los del
Ayuntamiento para ir a dar las gracias al rey, respondieron
muchos de ellos que “nada tenían aún que agradecer”.
En la noche del 16, Bailly, que encontró casualmente a Vicq-
d'Azyr, el médico de la reina, le advirtió que la ciudad de París
esperaba al rey, deseaba verlo. El rey prometió ir y aquella
misma noche escribió a Necker, rogándole volviera a su lado.
El 17 a las nueve de la mañana se puso en camino el rey,
demasiado serio, triste, pálido; había oído misa y comulgado y
entregó a su hermano un nombramiento de teniente general
para el caso de que él muriera o cayera prisionero; la reina en su
ausencia escribió con mano convulsa el discurso que iría a
pronunciar a la Asamblea si el rey quedaba retenido en París.
Sin guardias, pero rodeado de trescientos o cuatrocientos
diputados, llegó el rey a las tres de la tarde a las murallas de
París. El alcalde, presentándole las llaves de la ciudad, le dijo:
“Estas son las mismas Waves que fueron presentadas a Enrique
IV, que había reconquistado a al pueblo; ahora es el pueblo
quien ha reconquistado a su rey”. Esta ultima frase, tan
verdadera, tan exacta de la que acaso el mismo Bailly no
comprendió toda su trascendencia, fue vivamente aplaudida.
En la plaza de Luis XV había un círculo de tropas y en el
centro, formando cuadro, estaban los guardias franceses. Se
abrió el batallón, se puso en filas, dejando ver en el centro
algunos cañones (¿eran los de la Bastilla?). Se puso a la cabeza
del cortejo arrastrando sus cañones< y el rey detrás.
Delante del coche del rey, iba a caballo, espada en mano y
con la escarapela en el sombrero, el comandante Lafayette.
Todo seguía su más mínima señal. El orden era estricto107; el
silencio también; ni un grito de ¡viva el rey!; de cuando en
cuando se gritaba: ¡Viva la nación! Desde Point-de-Jour a París,
desde la muralla al Ayuntamiento, había doscientos mil
hombres armados, poco más de treinta mil con fusiles y el resto
con cincuenta mil picas y lanzas, sables, espadas y guadañas.
No tenían uniformes, pero estaban correctamente formados en
dos lineas de tres en fondo, y en algunos sitios de cuatro o
cinco, a todo lo largo de aquella inmensa carrera.
¡Formidable aparición de la nación armadal< El rey no
podía vacilar; aquello no era un partido. ¡Entre tanta diversidad
de hombres y uniformes se veía una misma alma y un mismo
silencio!
Allí estaban todos, ya que todos habían querido venir;
nadie faltó a esta revista solemne. Se veía a las mujeres armadas
al lado de sus maridos y las jóvenes junto a sus padres. Entre
los vencedores de la Bastilla había una mujer.
Unos frailes, creyendo también que eran hombres y
ciudadanos, habían acudido a tomar parte en aquella gran
cruzada. Los Mathurins estaban en fila junto al estandarte de su
orden, que había llegado a ser la bandera del distrito donde
estaba el convento. Los capuchinos iban armados con espada y
fusil. Las señoras de la plaza Maubert habían puesto la revolución
de París bajo la protección de Santa Genoveva y le habían
ofrecido un cuadro donde la santa animaba al ángel
exterminador a destruir la Bastilla, que aparecía tambaleándose,
con las almenas y las torres desprendiéndose y cayendo a tierra.
La multitud aplaudió a dos hombres: a Bailly y a Lafayette;
a nadie más. Los diputados marchaban alrededor del coche del
rey, tristes, temerosos; había algo de sombrío en aquella fiesta<
Los instrumentos agrícolas convertidos en armas, las guadañas,
los tridentes, las hoces, no alegraban mucho. Los cañones, que
dormían en sus sitios, mudos, cubiertos de flores, parecían no
estar demasiado dormidos< Sobre todas las apariencias de paz
se reflejaba una imagen de guerra, clara y significativa; los
desgarrados y chamuscados pedazos de la bandera de la
Bastilla.
Baja el rey del coche y Bailly le presenta la nueva
escarapela, con los colores de la ciudad, que se convierte en
emblema de Francia. Le ruega que acepte “este signo distintivo
de los franceses”. El rey la pone en su sombrero y rodeado por
la multitud sube la sombría bóveda del Ayuntamiento; sobre su
cabeza las espadas cruzadas forman un techo de acero; extraño
honor aprendido en las costumbres masónicas, que parecía de
doble sentido porque podía hacer creer que el rey pasaba bajo
las Horcas Caudinas.
No hubo en nadie propósito de humillarle. Lejos de esto,
fue acogido con una ternura extraordinaria. La gran sala, llena
de hombres notables y de gente de todas clases, presentaba un
raro aspecto; los que estaban delante y en medio se pusieron de
rodillas para no privar a los demás de ver al rey; todos estaban
con las manos alzadas hacia el trono y los ojos llenos de
lágrimas.
Bailly había pronunciado en su discurso la palabra alianza
entre el rey y el pueblo. El presidente de los electores, Moreau
de Saint-Méry (el que había ocupado la presidencia en las
grandes jornadas y había dado tres mil órdenes en treinta
horas), aventuró una frase que parecía comprometer al rey:
“Venís a prometer a vuestros súbditos que los autores de aquellos
consejos desastrosos no os rodearán más, que la virtud,
demasiado tiempo desterrada, vendrá en auxilio vuestro”. La
virtud quería decir Necker.
El rey, ya por timidez, ya por prudencia, no dijo nada. El
procurador de la ciudad apoyó la proposición de levantar una
estatua al rey en la plaza de la Bastilla; fue aprobada por
unanimidad. Después, Lally, siempre elocuente, pero
demasiado sensible y llorón, lamentó la pena del rey, la necesidad
que tenía de consuelo< Esto era mostrarle vencido, en lugar de
asociarle a la victoria del pueblo sobre los ministros que se iban.
“Y bien, ciudadanos: ¿estáis satisfechos? He aquí al rey, etc.”.
Este he aquí tres veces repetido hizo el efecto de una triste
paráfrasis del Ecce Homo.
Los organizadores del espectáculo lo encontraron completo
cuando Bailly hizo asomar al rey a una de las ventanas con la
escarapela en el sombrero. Permaneció un cuarto de hora serio,
silencioso. Al partir le indicaron quedamente que dijese algo,
una palabra siquiera. Pero no k pudieron sacar más que la
confirmación de la guardia burguesa, del alcalde y del
comandante y esta frase demasiado breve: “Podéis contar
siempre con mi cariño”.
Los electores se contentaron, pero el pueblo no. Se había
imaginado que el rey, alejado de sus malos consejeros, venía a
fraternizar con la ciudad de París. ¡Pero, qué! ¡Ni una palabra,
ni un saludo!< La multitud, sin embargo, aplaudió al regreso;
parece tener necesidad de dar rienda suelta a un sentimiento
contenido mucho tiempo. Todas las armas estaban boca abajo
en señal de paz. Se gritaba: ¡viva el rey! Fue šlevado en brazos a
su coche. Una mujer del pueblo se abalanza a su cuello.
Hombres armados con botellas detuvieron los caballos, dieron
n`no al cochero y a los lacayos, bebiendo con ellos a la salud del
rey. El rey sonríe, pero no dice nada todavía. La menor palabra
de bondad, pronunciada en aquel momento, hubiera sido
repetida, celebrada, produciendo un efecto inmenso.
No llega al castillo de Versalles hasta las nueve de la noche.
En la escalera encuentra a la reina y a sus hijos, deshechos en
lágrimas, que corren a arrojarse en sus brazos< ¡El rey había
corrido un gran peligro yendo a visitar a su pueblo! ¿El pueblo
era el enemigo?< ¿Qué más hubiera podido hacer por un rey
libertado, por Iuan o por Francisco I, regresando de sus
prisiones de Londres o de Madrid?
El mismo día, viernes 17, como para protestar por que el
rey no hacía nada, no decía nada en París si no era por la fuerza
y por obligación, su hermano el conde de Artois, los Condé y
los Conti, los Polignac, Yandreuil, Broglie, Lambesc y otros,
huyeron de Francia. No lo lograron sin dificultades;
encontraban en todas partes horror a sus nombres; el pueblo
estaba alborotado contra ellos. Los Polignac y Vandreuil no
logaron escapar sino hablando durante todo el camino contra
Vandreuil y Polignac.
La conspiración de la corte, agravada con mil relatos
populares, extraños y horribles, había exaltado las
imaginaciones, haciéndolas inairablemente desconfiadas y
recelosas. Versalles, alborotado cuando menos tanto como
París, vigilaba el castillo noche y día, creyéndolo madriguera de
todas las traiciones. Aquel palacio inmenso parecía desierto.
Muchos no se atrevían ya a ir allí. El ala norte, la de los Condé,
staba casi vacía; el ala del mediodía, la del conde de Artois, los
siete vastos departamentos de madame de Polignac, habían
sido cerrados para siempre. Varios criados del rey habían
querido abandonarle. Comenzaban a tener ideas raras sobre la
realeza.
“Durante tres días —dice Bensenval— el rey no tuvo a su
lado más que a de Montmorin y a mí. El 19, estando ausentes
todos los ministros, entré en las habitaciones del rey para
pedirle firmara una orden dando caballos a un coronel que
regresaba a su destino. Cuando le puse la orden a la firma, un
criado se colocó junto al rey para ver lo que escríbía. El rey se
vuelve, ve al insolente y coge las tenazas de la chimenea, lo
primero que encuentra a mano. Le impedí seguir aquel impulso
de cólera muy justo y entonces me estrecha la mano dándome
las gracias, y observo que hay lágrimas en sus ojos”.
Ningún poder inspira confianza. —El poder judicial ha perdido la
confianza. —Club Bretón. —Abogados, basoche108. —Dariton y
Camille Desmoulíns. —Barbarie de las leyes y suplicios. —Juicio en el
Palais Royal. —La Grève y el hambre. —Muerte de Foulon y de
Bertier, 22 de julio de 1789.

La realeza quedó sola. Los privilegios se destierran o se


someten; declaran que votarán en la Asamblea Nacional, para
fortalecer la ma Solitaria y descubierta, la realeza aparece tal
como en el fondo en desde hacía mucho tiempo: la nada.
Y esta nada había sido precisamente la vieja fe de Francia, y
esta fe perdida ocasionaba ahora su desconfianza, su
incredulidad, haciendo a La nación prodigiosamente suspicaz e
inquieta. Haber creído, haber amado, haber sido y encontrarse
después de un siglo siempre engañada en este amor, es sobrado
desencanto para no creer jamás en nada.
¿Entretanto, dónde estará la fe?< Se sufre en este punto un
sentimiento de soledad y de terror, como Luis XVI mismo lo
soporta en el fondo de su palacio desierto< La fe no residirá
más en ningún poder mortal.
El poder legislativo mismo, aquella Asamblea tan querida
por Francia, tiene la desgracia de haber absorbido a sus
enemigos, quinientos o seiscientos nobles y sacerdotes,
acogiéndolos en su seno. Otro mal; ha vencido demasiado, va a
ser ahora la autoridad, el gobierno, el rey< Y todo rey es
imposible.
El poder electoral, que del mismo modo se encuentra
obligado a convertirse en gobierno, muere en pocos días; lo
comprende así y ruega a los distritos que le creen un sucesor.
Frente al cañón de la Bastilla tiembla, duda. ¿Gentes de poca
fe?< ¿Pérfidos? No. Aquella burguesía de 1789, amamantada
en el gran siglo de la filosofía, era ciertamente menos egoísta
que la nuestra. Era vacilante, incierta, ahíta de principios,
tímida en su aplicación; ¡había servido tanto tiempo!
Cuando permanecía entera y fuerte, la virtud del poder
judicial era la de suplir las vacilaciones de los demás poderes;
pero nada lo suplió. Fue el sostén, el recurso de nuestra antigua
Francia en sus más terribles crisis. En el siglo XIV, en el XVI
permaneció inmutable y firme de tal modo, que en la
tempestad, la patria, casi perdida, se reconocía, se encontraba
siempre en el santuario inviolable de la justicia civil.
Pues bien, este poder fue destrozado.
Destrozado por su misma inconsecuencia y sus
contradicciones. Servil y soberbio a la vez para el rey y contra el
rey, para el papa y contra el papa; defensor de la ley y campeón
del privilegio, habla de libertad y resiste durante un siglo a todo
progreso liberal. También y tanto como el rey defrauda la
esperanza del pueblo.
¡Qué alegría, qué entusiasmo cuando al advenimiento de
Luis XVI vuelve del destierro el Parlamento! ¡Y para responder
a esta confianza, sin duda, se une a los privilegiados, combate
toda reforma y hace perseguir a Turgot! ¡En 1787 el pueblo lo
apoya todavía y para recompensarle, el Parlamento pide que
los Estados Generales sean calcados a la vieja forma de 1614; es
decir, sean hechos inútiles, impotentes e irrisorios!
No; el pueblo no puede fiarse del poder judicial.
Cosa extraña; es este poder, guardián del orden y las leyes,
quien inicia la agitación, ensayada en cada asiento del
Parlamento. Los consejeros jóvenes, los d'Éprémesnil, los
Duport, inspirados por los recuerdos de la Fronda, no desean
más que copiar a Broussel y al coadjutor. La basoche,
organizada, da un verdadero ejército de clérigos; tiene su rey,
sus juicios, sus prebostes, antiguos estudiantes como Moreau en
Rennes, brillantes habladores y duelistas como Barnave en
Grenoble. La solemne prohibición hecha a los miembros de la
basoche de llevar espada no sirve más que para hacerlos más
belicosos.
El primer club fue el abierto en su casa de la calle de
Chaume, en el Marais, por el consejero Duport. Allí reunió a los
parlamentarios más avanzados, a los diputados y abogados, a
los bretones sobre todo. El dub, trasladado a Versalles, se llama
Club Bretón. Llevado de nuevo a París con la Asamblea y
cambiando de carácter, se establece en los lacobinos.
Mirabeau no fue más que una vez a casa de Duport;
llamaba a Duport, Barnave y Lameth el Trimendicato. Sieyès fue
también y no quiso volver: “Es una política de cueva —decía—,
toman los atentados como expedientes”. En otra parte los
denominaba más duramente: “Se los puede representar como
un grupo de chicos traviesos siempre en acción, gritando,
intrigando, agitándose sin norma, objeto, ni medida y riéndose
después del mal que han hecho. Se les puede atribuir la mayor
parte en los errores de la Revolución. ¡Que se considere
afortunada Francia si los agentes subaltemos de aquellos
primeros perturbadores, convertidos a su vez en jefes por una
especie de herencia habitual en las revoluciones largas, han
olvidado el espíritu que los agitó durante tan largo tiempo!”.
Aquellos subalternos de quienes habla Sieyès, que
sucedieron a sus jefes, a los que eran muy superiores, fueron
sobre todo dos hombres, dos fuerzas revolucionarias: Camille
Desmoulins y Danton. No podemos hablar aquí de estos dos
hombres, del rey del panfleto y del que fuera ardiente orador
del Palais Royal antes de serlo de la Convención. Van a
seguimos y no nos dejarán. La comedia y la tragedia de la
Revolución, o están en ellos o no están en nadie.
Dejaron a sus maestros hacer los Jacobinos y fundaron los
Cordeleros. Por el momento todo está mezclado; el gran club de
cien clubs, entre los cafés, los juegos y las jóvenes, era todavía el
Palais Royal. Allí, el 12 de julio, Desmoulins gritó: ¡A las armas!
Allí se hicieron en la noche del 13 al 14 los enjuiciamientos de
Flesselles y de Latmay. Los juicios del conde de Artois, de los
Conde y de los Polignac, fueron enviados desde allí a los
mismos interesados, produciendo el admirable efecto, que no
hubiera podido esperarse de muchas batallas, de hacerles huir
de Francia. De allí nació una predilección funesta por los
procedimientos de terror. Desmoulins, en un discurso que hace
pronunciar a la farola de la Grève109, le hace decir: “Que los
extranjeros permanezcan en éxtasis delante de ella: que
admiren que una farola haya hecho más en dos días que todos
sus héroes en cien años”110.
Desmoulins renueva con elocuencia avasalladora la vieja
broma que llena toda la Edad Media con la horca, la cuerda y
los ahorcados, etc. Este suplicio cruel, odioso, atroz, que hace la
agonía risible, era el texto ordinario de los cuentos más alegres,
el divertimiento del populacho, la inspiración de la basoche. Esta
encuentra todo su espíritu en Camille Desmoulins. El joven
abogado picardo, muy ligero de dinero, más ligero de carácter,
vagaba sin rumbo por el Palais Royal cuando la Revolución le
llevó a defenderlo. El hecho de ser un poco tartamudo lo hacía
aún más divertido. Las ocurrencias errantes en sus labios
confusos se escapaban de ellos como dardos. Inspirándose sólo
en su espíritu cómico, satirizaba sin cuidarse del fin de la
tragedia. Los famosos enjuiciamientos de la basoche, sus farsas
judiciales que tanto habían hecho reír en el antiguo palacio, no
eran más alegres que los juicios del Palais Royal111; la diferencia
es que estos se ejecutaban siempre en la Grève. ¡Hecho extraño
que hace pensar! ¡Desmoulins, niño vagabundo y mal criado
que demostraba su genio en frases mortales y aquel toro de
Danton que rugía pidiendo sangre, perecieron cuatro años
después por haber intentado crear el Comité de la clemencia!
Mirabeau, Duport, los Lameth y otros más moderados aún,
aprobaban las violencias; muchos de ellos afirmaron haberlas
aconsejado. Sieyès en 1788 pide la muerte de los ministros.
Mirabeau el 14 de julio grita: “¡La cabeza de Broglie!”.
Hospedaba en su casa a Desmoulins. Voluntariamente
marchaba entre Desmoulins y Danton; cansado de sus
ginebrinos, gustaba más de la intimidad de aquellos, haciendo
escribir al uno y hablar al otro.
Un hombre muy moderado, muy sabio, un espíritu muy
frío, Target, estaba íntimamente unido a Desmoulins y
aprobaba el libelo de la Lanterne.
Esto merece explicación.
Nadie creía en la justicia, si no era la del pueblo.
Los juristas, especialmente, despreciaban la ley, el derecho
de entonces, en contradicción con todas las ideas del siglo.
Conocían los tribunales y sabían que la Revolución no tenía
adversarios más apasionados que el Parlamento, el Châtelet y
los jueces en general.
Un juez semejante era un enemigo. Entregar el juicio del
enemigo al enemigo, encargarle de decidir entre la Revolución
y los contrarrevolucionarios, era absolver a estos, hacerlos más
soberbios y más fuertes, era incitar a los ejércitos a comenzar la
guerra civil. ¿Podían? Sí. A pesar de la victoria de París y de la
toma de la Bastilla. Tenían tropas extranjeras y contaban con
toda la oficialidad; tenían, sobre todo, un cuerpo formidable
que constituía entonces la gloria militar de Francia: los oficiales
de la Marina.
Sólo el pueblo en aquella crisis podía apoderarse y castigar
a culpables tan poderosos. “Pero, ¿y si el pueblo se
equivoca?<”. La objeción no detenía a los partidarios de la
violencia, que respondían con la siguiente recriminación:
“¡Cuántas veces no se han equivocado el Parlamento y el
Châtelet112!”. Y citaban los famosos desprecios de los Calas y de
los Sirven o recordaban la terrible memoria de Dupaty sobre
tres hombres condenados al tormento de la rueda; memoria
quemada por el Parlamento, que no pudo contestarla.
¿Qué juicios populares —agregaban— serán más bárbaros
que los procedimientos de los tribunales regulares tal como
eran empleados todavía en 1789?< Procedimientos secretos,
incoados sobre documentos que el procesado no veía; los
escritos no comunicados, los testigos no confronados ni
comprobados, todo misterioso, excepto el momento en que el
acusado sale de la noche de su calabozo y, deslumbrado por la
luz del dia, comparece en la sala, responde o no responde y ve a
sus jueces dos minutos para escuchar su condena113<
Procedimientos bárbaros, juicios más bárbaros todavía. No se
atreve uno a recordar a Damiens descuarrizado entre cuatro
caballos, atenazado, bañado en plomo derretido< Poco antes
de la Revolución se quema a un hombre en Estrasburgo. El 11
de agosto de 1789 el Parlamento de París condena a otro a morir
en la rueda. Tales suplicios, que lo eran incluso para los
espectadores, mblevaban los espíritus, los enloquecían y
aterrorizaban, destrozando nda idea de justicia, volviendo la
justicia del revés. El culpable que mfría tanto no parecía
culpable; el culpable era el juez que condenaba y montañas de
maldiciones se alzaban contra él< La sensibilidad se exaltaba
hasta el furor; la piedad se convertía en ira y ferocidad. La
historia ofrece muchos ejemplos de esta sensibilidad furiosa
que pone al pueblo fuera de todo respeto, de todo temor y le
arrastra hasta apoderarse de los oficiales de la justicia y
atormentarlos en la rueda y quemarlos, sustituvendo al
criminal libertado.
Hay un hecho poco estudiado que hace comprender bien
los sucesos: muchos de nuestros terroristas fueron hombres de
una sensibilidad exaltada, enfermiza, que sintieron honda y
cruelmente los males del pueblo y que vieron su piedad
convertida en furor. Este notable fenómeno se nota
principalmente en los hombres nerviosos, de imaginación débil
e irritable, en los artistas de todas clases; el artista es un hombre
mujer114. El pueblo, cuyos nervios son más fuertes, sigue esta
corriente; pero jamás le dio impulso. Las violencias partían del
Palais Royal, donde dominaban los burgueses, los abogados, los
artistas y literatos.
La responsabilidad misma entre ellos no era por completo
de nadie. Un Camille Desmoulins levantaba la liebre; abría la
caza; un Danton la hizo mortífera< de palabra, se entiende.
Pero no faltaban mudos que ejecutaran, hombres pálidos y
furiosos que llevaban las ideas a la Grève, donde eran apoyadas
por los Dantones de orden inferior. En la miserable multitud
que rodeaba a estos había extrañas figuras, que parecían
escapadas del otro mundo: hombres con rostro de espectros,
pero exaltados por el hambre, borrachos de ayuno y que no
parecían ya hombres< Se afirma que muchos de ellos el 20 de
julio llevaban tres días sin comer. Se resignaban, morían sin
hacer daño a nadie; pero las mujeres no se resignaban: tenían
hijos. Vagaban como leonas. En todo alboroto eran ellas las
primeras, las más furiosas: lanzaban gritos frenéticos y se
burlaban de los hombres por su pasividad; los juicios sumarios
de la Grève eran siempre demasiado largos para ellas.
Ahorcaban desde el principio115.
Inglaterra ha tenido en este siglo la poesía del hambre116
¿Quién dará su historia a Francia?< Terrible historia la del
último siglo, descuidada por los historiadores, que han
guardado toda su piedad para los artesanos del hambre, para
sus autores< He intentado descender a los círculos de este
infiemo, guiado poco a poco por profundos gritos de dolor. He
mostrado la tierra, cada día más estéril, a medida que el fisco se
apoderó y destruyó el ganado, y cómo la tierra, sin abono, está
condenada a un ayuno perpetuo. He mostrado cómo los nobles,
los libres de impuestos, se multiplicaban, pesando cada vez más
la tributación sobre una tierra empobrecida. No he mostrado
bastante cómo los alimentos, por su escasez misma, se
convierten en objeto de un tráfico eminentemente productivo.
La ganancia es tan clara que el rey quiere ser negociante
también. El mundo ve con asombro a un rey que trafica con la
vida de sus súbditos, un rey que especula con la carestía y la
muerte, un rey asesino del pueblo. El hambre no es sólo el
resultado de las cosechas y las estaciones, un fenómeno natural;
no es origen de la lluvia ni el hielo. Es un hecho de orden civil;
hay hambre por culpa del rey.
El rey, en este caso, es el sistema. Hubo hambre bajo Luis
XV; hay hambre bajo Luis XVI.
El hambre es entonces una ciencia, un arte complicado de
administración, de comercio. Tiene padre y madre: el fisco y el
acaparamiento. Engendra una raza aparte, raza bastarda de
proveedores, banqueros, negociantes, almacenistas
acaparadores, intendentes, consejeros, ministros. Una frase
profunda sobre la alianza de los especuladores y los políticos
sale de las entrañas del pueblo: Pacto del hambre.
Foulon era de una parte especulador, negociante; y de otra
miembro del Consejo y aspirante a ministro; tenía seguridad de
que iba a serlo. Hubiera muerto de pena si otro en su lugar
hubiera realizado la bancarrota. Los laureles del abate Terray
no le dejaban dormir. Tenía la pretensión de elevar muy alto su
sistema; pero su lengua trabajaba contra él y lo hacía imposible.
A la corte le gustaba mucho la idea de no pagar, pero quería
realizar empréstitos, y para atraer a los prestamistas no se podía
llevar al ministerio al apóstol de la bancarrota.
Se le atribuye una frase cruel: “Si tienen hambre que coman
hierba< ¡Paciencia!, cuando yo sea ministro les haré comer
paja; mis caballos la comen<”. Se le achacaba también esta
frase terrible: “Es preciso segar Francia”.
Foulon tenía un yerno conforme a su corazón: hombre
inteligente, pero duro, según el testimonio de los mismos
monárquicos117. Era Bertier, intendente de París. Con el viejo
Foulon era el alma del ministerio de los tres días. El mariscal de
Broglie no auguraba nada bueno, pero obedecía118. Foulon y
Bertier eran muy ardientes. Aquel demostró una actividad
diabólica en reunir armas, soldados y fabricar cartuchos. Si
París no fue tomado a sangre y fuego, no fue por culpa suya
ciertamente.
Llama la atención que gentes tan ricas, tan perfectamente
informadas, curtidas por la experiencia, cometiesen tan grandes
locuras. Es que los grandes especuladores sufren las tentaciones
mismas de los jugadores. El negocio más lucrativo que jamás
hubieran podido encontrar, era provocar la bancarrota por
medio de la ejecución militar. Esto era arriesgado. Pero, ¿qué
gran negocio hay sin riesgo? Se gana dinero con la tempestad,
con el incendio; ¿por qué no con la guerra y con el hambre?
Quien nada arriesga, nada tiene.
El hambre y la guerra, quiero decir, Foulon y Bertier, que
creían controlar París, se sintieron desconcertados por la toma
de la Bastilla.
En la noche del 13, Bertier intentó tranquilizar a Luis XVI;
si obtenía de él algo, una frase, todavía podía lanzar sus
alemanes sobre París.
Luis XVI no dijo nada, no hizo nada. Desde este momento
aquellos dos hombres comprendieron que estaban perdidos.
Bertier huyó hacia el norte, caminando durante la noche de un
lugar a otro; pasó cuatro noches sin dormir, sin detenerse, y no
fue más lejos de Soissons. Foulon no intentó huir; hizo decir por
todas partes que no había querido ser ministro, luego que había
sufrido un ataque de apoplejía, después que había muerto. Se
hizo a sí mismo un entierro magnífico, aprovechando la muerte
de uno de sus criados. Hecho esto, fue dulcemente a esconderse
a casa de su digno amigo Sartine, antiguo jefe de policía.
Tenía motivos para tener miedo. El movimiento era
terrible. Retomemos un poco más arriba.
Desde el mes de mayo el hambre había sido terrible,
lanzando unas poblaciones contra otras. Caen y Rouen,
Orleáns, Lyon, Nancy, habían sostenido combates por los
cereales. Marsella había visto a sus puertas una partida de ocho
mil hambrientos que debían robar o morir; toda la ciudad, a
pesar del gobierno, a pesar del Parlamento de Aix, había
tomado las armas y permanecía armada.
El movimiento se aplaca algo en junio; Francia entera, con
los ojos puestos en la Asamblea, esperaba que venciera; no
quedaba otra esperanza de salvación. Los más extremados
sufrimientos se calman un momento; un solo pensamiento lo
dominaba todo<
¿Quién puede describir la rabia, el horror de la esperanza
perdida al conocerse la noticia de la expulsión de Necker?
Necker no era un político; era, como ya hemos visto, tímido,
vanidoso, ridículo. Pero en la cuestión de las subsistencias (se le
debe hacer justicia) fue administrador infatigable, ingenioso,
lleno de industria y de recursos119. Se muestra en esto tal como
es, de corazón grande, bueno y sensible; no queriendo nadie
prestar al Estado, hace un empréstito en su nombre,
compromete su crédito personal hasta dos millones, la mitad de
su fortuna. Expulsado por el rey, no retira su garantía; escribe a
los prestamistas advirtiendo que la mantiene. Para decirlo de
una vez: Necker no supo gobernar, pero dio de comer al
pueblo; le dio de comer con su dinero.
Las palabras Necker y subsistencia tenían un mismo sonido
en el oído del pueblo. Expulsión de Necker y hambre, hambre
sin esperanza y sin remedio< he aquí lo que sintió Francia el 12
de julio.
Las Bastillas de provincia, la de Caen y la de Burdeos
fueron forzadns, o se entregaron, mientras que la de París era
sitiada y tomada. En Rennes, en Saint-Malo, en Estrasburgo, las
tropas fraternizaron con el pueblo. En Caen hubo lucha entre
los soldados mismos. Algunos hombres del regimiento de
Artois llevaban insignias patrióticas; otros del regimiento de
Borbón, aprovechándose de que aquellos iban desarmados, se
las arrancaron. Se creyó que su jefe Belsunce les había pagado
por inferir esta ofensa a sus camaradas. Belsunce era un oficial
agrable y espiritual, pero impertinente, violento y soberbio. Se
vanagloriaba de su desprecio a la Asamblea Nacional, al
pueblo, a la canalla; se paseaba por la ciudad armado hasta los
dientes y seguido de un criado de aspecto feroz120. Sus miradas
eran provocativas. El pueblo perdió la paciencia, amenazó, sitió
el cuartel; un oficial cometió la imprudencia de disparar y
entonces la multitud fue a buscar un cañón. Belsunce se entregó
o fue entregado para ser conducido a la prisión. No pudo llegar;
fue muerto a tiros y su cuerpo quedó destrozado. Una mujer se
comió su corazón.
Hubo sangre en Rouen, en Lyon. En Saint-Germain un
molinero fue àcapitado. En Poissy un panadero estuvo a punto
de perecer; le salvó Ita comisión de la Asamblea que se mostró
admirable de valor y humanidad, arriesgando su vida; le salvó
después de pedirlo al pueblo de muiillas.
Foulon hubiera podido pasar este momento de
tempestades si no hubiera sido odiado por toda Francia. Su
desgracia fue que quienes más le odiaban eran los que mejor le
conocían, sus servidores y vasallos. No se dejaron engañar por
la farsa del entierro y no le perdían de vista. Le siguieron y le
encontraron paseándose, demasiado bien para estar muerto, en
el parque de Sartine: “Querías darnos paja; ¡serás tú quien la
coma!”. Le pusieron un saco de paja en la espalda, un ramo de
ortigas, un collar de cardos. Lo condujeron a pie a París, al
Ayuntamiento y pidieron su juicio a la única autoridad que
quedaba, a los electores.
Estos sienten que no se haya tomado antes la decisión
popular que iba a crear un verdadero poder municipal, dándole
sucesores y concluyendo con su reinado. Reinado es la palabra
propia; los guardias franceses no montan la guardia en
Versalles, sino tomando antes la orden (hecho extraño) de los
electores de París.
Este poder ilegal, invocado para todo, impotente para todo,
debilitado en su asociación fortuita con los concejales anteriores
a la Revolución, no teniendo por cabeza más que al excelente
Bailly, el nuevo alcalde, que no tenía otro brazo que Lafayette,
comandante de una guardia nacional quemas organizada, iba a
encontrarse frente a una necesidad terrible.
Casi a la vez supieron que Bertier había sido detenido en
Compiègne y que Foulon era conducido a París. Para el primero
tomaron un acuerdo grave, atrevido (el temor lo es a veces), de
enorme responsabilidad, y fue decir a las gentes de Compiègne:
“No hay ninguna razón para detener a Bertier”. Recibieron la
respuesta de que entonces le matarían en Compiègne y que el
único medio de salvarle era conducirle a París.
Respecto a Foulon, acordaron que en adelante los acusados
de este género serían depositados en la Abbaye, sobre cuya
puerta se inscribirían estas palabras: “Prisioneros puestos bajo
la mano de la nación”. Esta medida general, tomada por interés
de un hombre, aseguraba al ex consejero ser juzgado por sus
amigos y colegas, los antiguos magistrados, únicos jueces que
había.
Esto era demasiado claro para gentes demasiado listas,
para los procuradores y la basoche, los rentistas, enemigos del
ministro de la bancarrota, para muchos hombres, en fin, que
tenían efectos públicos y a quienes la baja arruinaba. Un
procurador presentó una nota contra Bertier, acusándole de
haber tenido depósitos de fusiles. La basoche sostenía que tenía
todavía uno de aquellos depósitos en la abadía de Montmartre;
fue preciso traerlo. La Grève estaba llena de hombres extraños
al pueblo “de un exterior decente”, algunos demasiado bien
vestidos. La Bolsa estaba en la Grève.
Al mismo tiempo se denunciaba en el Ayuntamiento a otro
negociante, Beaumarchais, que había robado papeles en la
Bastilla. Se le obligó a traerlos.
Los electores creyeron poder hacer callar a los pobres,
cuando menos, tapándoles la boca. Por medio de un sacrificio
de treinta mil francos diarios se logró hacer bajar el precio del
pan a trece sueldos y medio las cuatro libras.
La Grève no gritaba menos por esto. A las dos bajó Bailly a
la plaza y todos le piden justicia. Expuso principios de derecho
y causó alguna impresión en quienes podían escucharle, pero
los demás gritaban: “¡Colgadle! ¡Colgadle!”. Bailly
prudentemente se retiró y se encerró en el despacho de
subsistencias. La guardia era numerosa y fuerte; pero Lafayette,
que contaba con su ascendiente personal, cometió la
imprudencia de disminuirla. La multitud estaba terriblemente
inquieta, recelosa de que Foulon se salvara. Para calmarla se le
hizo asomarse a una ventana.
La multitud continuó agitada. Se volvieron de nuevo a
“exponer los principios”, declarando que debía ser juzgado.
“¡Que sea juzgado ya y colgado!”, respondió la multitud, y allí
mismo nombró los jueces, entre ellos dos curas que se negaron
a aceptar< Pero, ¡hagan sitiolz aquí llega Lafayette. Habla y
sostiene que Foulon es un perverso, pero dice que es preciso
conocer a sus cómplices. “¡Que lo lleven a la Abbaye!”. Las
primeras filas que le escucharon asienten; los demás no. “Os
burláis de la gente, dice un hombre bien vestido; ¿necesitáis
tiempo para juzgar a un hombre, juzgado ya desde hace treinta
años?”. A la vez se alza un nuevo vocerío y una nueva multitud
entra: “¡Es el arrabal!” dicen unos, y otros responden: “No; ¡es
el Palais Royal!”. Foulon es arrastrado, conducido a la farola de
enfrente; se le obliga a pedir perdón a la nación. Después es
izado< La cuerda se rompe dos veces. Se persiste y van a
buscar una nueva. Colgado al fin y decapitado luego, su cabeza
es paseada por todo París.
Entretanto, Bertier llegaba a la puerta de San Martín a
través de la más espantosa aglomeración que se haya visto
jamás; le seguían desde hacía veinte leguas. Le traían en un
cabriolé cuyo techo había sido arrancado para poderle ver
mejor. JLmto a él un elector, Etienne de la Rivière, que veinte
veces estuvo en peligro de muerte, le defendía y amparaba con
su cuerpo. Algunos enfurecidos bailaban delante del coche;
otros le arrojaban pedazos de pan negro: “Toma, ladrón; ¡ése es
el pan que nos hacías comer!”. Lo que había exasperado más a
la población de los alrededores de París era que, en medio de la
carestía general, la numerosa caballería reunida por Bertier y
Foulon había destruido, arrasado el trigo en verde. Se atribuía
esta brutalidad a órdenes del intendente, a una firme resolución
de impedir toda cosecha y de hacer morir al pueblo.
Para adornar aquel terrible triunfo de la muerte, llevaban
delante de Bertier, como en los triunfos romanos, inscripciones
a su gloria: “Ha robado al rey y a Francia. Ha devorado la
sustancia del pueblo. Ha sido esclavo de los ricos y tirano de los
pobres. Ha bebido la sangre de las viudas y los huérfanos. Ha
engañado al rey. Ha traicionado a su patria<”121.
En la fuente Maubuée tuvieron la barbarie de enseñarle la
cabeza de Foulon, lívida y con la boca llena de paja. Al verla se
humedecieron sus ojos, palideció y se sonrió.
En el Ayuntamiento se obligó a Bailly a interrogarle. Bertier
se disculpó alegando órdenes superiores, las del ministro. El
ministro era su suegro, casi su misma persona< Pero si las
gentes que ocupaban la sala de San Iuan oían algo, las que
llenaban la Grève no escuchaban, no oían; los gritos eran tan
furiosos que el alcalde y los electores se turbaban más cada
momento. La multitud crecía y no había modo de contenerla. El
alcalde, por acuerdo de los electores, dijo: “¡A la Abbaye!”,
agregando que la guardia respondía del prisionero. En la Grève
no pudo la guardia defenderle, pero él arrancó un fusil a un
desprevenido y se defendió< Cien bayonetas le atravesaron;
un dragón, que le acusaba de la muerte de su padre, le arrancó
el corazón y fue a enseñarlo al Ayuntamiento.
Los que desde las ventanas observaron en la Grève la
habilidad de los agitadores para empujar, creyeron que los
cómplices de Bertier habían tomado bien sus medidas para
evitar que tuviera tiempo de hacer revelaciones. Él solo, acaso,
tenía el verdadero pensamiento del partido. En su cartera se
encontraron las señas de muchos amigos de la libertad que, sin
duda, no hubieran tenido nada bueno que esperar si la corte
hubiese triunfado.
Fuese como fuese, muchos camaradas del dragón le
previnieron que, habiendo deshonrado el uniforme, debía morir
y de que todos se batirían con él hasta que muriese. Aquella
misma noche lo mataron.
1789

Obstáculos de la Asamblea.—La Asamblea ruega confien en ella, 23 de


julio.—Desconfianza del pueblo, temores de París, alarma de las
provincias.—Complot de Brest; la corte comprometida por el
embajador de Inglaterra, 27 de julio.—Furor de los nobles y
ennoblecidos; amenazas y complots.—Terror en la campiña.—El
agricultor toma las armas contra los bandoleros; quema las cartas
feudales e incendia varios castillos, julio-agosto.

Los vampiros del antiguo régimen, cuyas vidas tanto daño


habían hecho a Francia, se lo causaron todavía mayor con su
muerte.
Aquellas gentes que Mirabeau calificaba tan bien de “objeto
del desprecio público” aparecieron como rehabilitados por el
suplicio. La horca es para ellos la apoteosis. Helos aquí
convertidos en interesantes víctimas, en mártires de la
monarquía; su leyenda irá aumentando con ficciones patéticas.
Burke llega hasta a canonizarlos y a orar sobre su tumba.
Las violencias de París y las que simultáneamente tuvieron
por escenario a las provincias colocaron a la Asamblea en una
difícil situación de la que no podía salir.
Si no hacía nada parecía encubrir y alentar el desorden,
autorizar el asesinato, dando pretexto a las eternas calumnias.
Si intentaba remediar el desorden, restaurar la autoridad,
entregaba no al rey, sino a la reina y a la corte, la espada que el
pueblo había roto en sus manos.
En una u otra hipótesis la arbitrariedad iba a ser
restablecida por la vieja realeza o por la realeza de la calle< En
el mismo momento en que se derrumba la Bastilla, aquel odioso
símbolo de la arbitrariedad, se alza otra Bastilla< Inglaterra se
frota las manos de gozo y siente agradecimiento a la farola de la
Grève, donde el pueblo consuma sus ejecuciones: “Gracias a
Dios —dice— la Bastilla no desaparecerá jamás”.
¿Qué hubierais hecho? Decidlo, oficiosos consejeros,
enemigos amigos nuestros, sabios de la aristocracia europea
que regáis con calumnias el odio que plantasteis vosotros
mismos< Sentados a vuestras anchas sobre el cadáver de
Irlanda, el de Italia y el de Polonia, respondednos si queréis:
¿vuestras revoluciones de intereses no han costado más sangre
que nuestras revoluciones de ideas?<
¿Qué hubierais hecho? Sin duda alguna lo que Lally—
Tollendal, Mounier y Malouet aconsejaban la víspera del 22 de
julio y al día siguiente; querían estos, para restablecer el orden,
que se devolviera el poder al rey. Lally confiaba en las virtudes
del rey; Malouet pedía que se rogara al rey que usara su
poderío poniendo mano fuerte sobre el poder municipal. El rey
tendría ejército y el pueblo no; nada de guardia nacional< ¿Se
queja el pueblo? Pues bien, que se dirija al Parlamento, al
procurador general. ¿No tenemos magistrados?
Foulon era magistrado. Malouet entregaba a Foulon al
tribunal de Foulon.
Se debe, decía muy bien, reprimir los desórdenes.
Sólo que era necesario entenderse, porque aquella palabra
comprende muchas cosas.
Los robos y otros crímenes ordinarios, los latrocinios de
gente hambrienta, los asesinatos de acaparadores, las justicias
irregulares contra los enemigos del pueblo, la resistencia contra
sus conspiraciones, la resistencia legal, la resistencia a mano
armada< todo esto está comprendido en la palabra
desórdenes< ¿Se quería aplicar una represión igual? Si se
encargaba la autoridad real de reprimir los tumultos, el más
grande para ella, seguramente, era la toma de la Bastilla, y lo
hubiera castigado enseguida.
Esto respondieron Buzot y Robespierre el 20 de julio, dos
días antes de la muerte de Foulon, y esto mismo dijo Mirabeau
en su periódico después de aquel suceso y antes, explicándolo a
la Asamblea por su verdadera causa, la ausencia de toda
autoridad en París, la impotencia de los electores que, sin
representación legítima, continuaban ejerciendo las funciones
municipales. Mirabeau quería que los municipios se
organizaran, se posesionaran de la fuerza y se encargaran de
mantener el orden. ¿Qué otro medio había, cuando el poder
central se había hecho sospechoso, sino fortificar el poder local?
Barnave dice que eran precisas tres cosas: municipios bien
organizados, guardias burguesas y una justicia legal que
pudiera tranquilizar al pueblo.
¿Cuál sería esta justicia?
Un diputado suplente, Dufresnoy, enviado por un distrito
de París, pide sesenta jurados, nombrados por los sesenta
distritos. Esta proposición, apoyada por Pétion, era modificada
por otro diputado que quería asociar los magistrados a los
jurados.
La Asamblea no decide nada. A la una de la madrugada
acuerda una proclama, en la que reclamaba la persecución de
los delitos de lesa patria, reservándose indicar en la constitución el
tribunal que habría de juzgarlos< Esto era aplazar largamente el
problema< lnvitaba en aquella proclama a la paz, porque el rey
había conquistado más derecho que nunca a la confianza del
pueblo, porque existía un perfecto acuerdo, etc.
¡Confianza! ¡Si jamás hubo menos confianza!
En el momento mismo en que la Asamblea hablaba de
confianza se veía bien claramente un nuevo peligro.
La Asamblea se había equivocado; el pueblo había tenido
razón.
Por grande que fuese el deseo de creer que todo había
concluido, el sentido común decía que el antiguo régimen
vencido quería tomar la revancha. Un poder que durante
muchos siglos tuvo en sus manos todas las fuerzas del país, la
administración, la hacienda, los ejércitos, los tribunales, que
tenía aún en todas partes a sus agentes, oficiales y jueces, sin
cambio alguno, y sus partidarios, dos o trescientos mil nobles y
sacerdotes, propietarios de la mitad o de dos tercios del reino;
poder inmenso, múltiple, que llenaba Francia, ¿podía morir
como un único hombre, de un solo golpe? ¿Cayó muerto en el
acto por una bala de julio? Esto no se lo hubiera creído ni el más
inocente de los niños.
No había muerto. Había sido golpeado, herido;
moralmente estaba muerto; físicamente no lo estaba. Podía
resucitar< ¿Cómo volvería a aparecer? Esto era todo lo que el
pueblo se preguntaba; esto es lo que turbaba su imaginación<
El buen sentido se convirtió aquí en mil especies de
supersticiones populares.
Todo el mundo iba a ver la Bastilla; todos miraban con
terror la prodigiosa escala de cuerda por la que Latude
descendió de las torres. La gente visitaba aquellas torres
siniestras, aquellos calabozos negros, profundos, fétidos, donde
el prisionero, amarrado al nivel de las alcantarillas, vivía
asediado, amenazado por sapos y ratas, por todos los animales
imnundos.
Bajo una escalera fueron encontrados dos esqueletos con
una cadena y una pesa que sin duda arrastraba uno de aquellos
desdichados. Aquellos muertos indicaban un crimen, porque
nunca los prisioneros eran enterrados en la fortaleza; los
llevaban por la noche al cementerio de San Pablo, la iglesia de
los jesuitas (los confesores de la Bastilla), y eran enterrados allí
con otros nombres; de modo que nunca se supo quiénes morían
y quiénes quedaban vivos. Aquellos dos esqueletos recibieron
de los obreros que los encontraron, la única reparación que
estos podían darles; doce de ellos, armados con sus
herramientas, los condujeron a la parroquia y allí los
inhumaron respetuosamente.
La gente confiaba en que se harían otros descubrimientos
en la vieja prisión de los reyes. La humanidad ultrajada se
vengaba, gozando de un sentimiento mezcla de odio, de temor
y de curiosidad<
Curiosidad insaciable que, nunca convencida de que lo
había visto todo, buscaba y revolvía, quería penetrar más y
más, creyendo encontrar a cada momento una cosa nueva; veía
bajo las prisiones otras prisiones; debajo de los calabozos más
calabozos, hasta lo más profundo de la tierra.
Las imaginaciones estaban verdaderamente enfermas con
la idea de la Bastilla< Tantos siglos, tantas generaciones de
prisioneros que allí se habían sucedido, tanto corazón
desgarrado por la desesperación, lágrimas de rabia, frentes
golpeadas contra la piedra< ¿cómo no habían dejado huella?
Apenas, apenas, una pobre inscripción grabada con un clavo,
ilegible< ¡Obra cruel del tiempo, cómplice de la tiranía, puesto
de acuerdo con ella para hacer desaparecer a las víctimas!
La gente no podía ver más de lo que ya había visto, pero
escuchaba< Se oían ruidos, gemidos, sollozos y suspiros
extraños. ¿Era todo fantasía? Ciertamente; pero todo el mundo
lo oía. ¿No era verosímil creer que algunos desgraciados
estuvieran encerrados en el fondo de calabozos secretos, sólo
conocidos por el gobernador que había muerto? El distrito de la
isla de San Luis y otros, pedían que se buscase la causa de
aquellos dolorosos lamentos. El pueblo no cesaba en su
petición. Se hicieron averiguaciones y no lograron calmarle;
estaba turbado, inquieto, pensando en aquellos ínfortunados,
acaso enterrados vivos.
Y si aquellos ruidos misteriosos no eran de los prisioneros,
¿no podían proceder de los enemigos? ¿No había bajo el arrabal
una comunicación subterránea desde la Bastilla a los
subterráneos de Vincennes? ¿De uno a otro torreón no podía
hacerse pasar pólvora y ejecutar lo que de Launey había tenido
el propósito de hacer, volar la Bastilla, lanzarla por los aires,
destruyendo el barrio de la libertad?
Se hicieron averiguaciones públicas, una investigación
solemne y auténtica para tranquilizar los espíritus. La
imaginación popular trasladó entonces su temeroso sueño a
otro sitio. Colocó la mina y su miedo al otro lado de París, en las
canteras inmensas de donde han salido nuestros monumentos,
en los abismos de donde fueron sacados el Louvre, Notre Dame
y otras iglesias.
En aquellos enormes subterráneos se reunían todos los
muertos de París durante mil años: una terrible multitud de
esqueletos que, durante este año, iban por la noche en duelo
pavoroso, con el clero a la cabeza, a buscar a los Inocentes a la
Tombe-Issoire para darles el reposo definitivo y el olvido
completo.
Estos muertos llamaban a los otros y era todo ello señal
cierta de que allí se preparaba un enorme volcán; la mina, desde
el Panteón al cielo, iba a hacer volar todo París; y dejándolo caer
hecho añícos, confundiría destrozados, sin formas, los vivos con
los muertos, los pedazos de carne palpitante con cadáveres y
osamentas.
No eran necesarios estos terroríficos medios de exterminio;
el hambre bastaba. Después de un año malo venía otro; el poco
trigo que en las cercanías de París había crecido, fue pisoteado y
comido por la numerosa caballería allí concentrada. Y aun sin
esto, el trigo hubiera desaparecido. Se veía, se creía ver partidas
armadas que durante la noche cortaban el trigo, verde aún.
Foulon, a pesar de lo bien muerto que estaba, parecía vivir para
realizar lo que había prometido: “Segar la Francia”. Segar el
trigo verde, destruirlo en el segundo año de hambre, era lo
mismo que segar a los hombres.
El terror se iba extendiendo; los correos repetían estos
rumores por donde pasaban; los llevaban cada día de un
extremo a otro del reino. No habían visto a los bandoleros, pero
conocían personas que los habían visto; se aproximaban,
numerosos, armados hasta los dientes; llegarían probablemente
aquella noche o mañana sin falta. En tal lugar, en pleno día,
habían arrasado los campos de trigo. El municipio de Soissons
escribe aterrado a la Asamblea Nacional pidiendo socorro; todo
un ejército de bandidos marchaba aceleradamente sobre aquella
ciudad. Se buscó a los bandidos y no se les encontró en parte
alguna. Habían desaparecido en las sombras de la noche.
Lo que había de real en esto es que ante la horrible
amenaza del hambre, algunos tuvieron la idea de agregar un
nuevo peligro que hace estremecer cuando se piensa en la
guerra de los cien años y que en los siglos XIV y XV hizo de
nuestro desventurado país un cementerio. Querían traer a los
ingleses a Francia. El hecho ha sido discutido: ¿por qué? Es
infinitamente verosímil, puesto que más tarde fue solicitado e
intentado en Quiberon.
Pero entonces se trataba no de traer su flota sobre una
playa difícil, sin defensas y sin recursos, sino de establecerlos en
una buena plaza defendible, poniendo en sus manos el arsenal
naval donde Francia durante un siglo había invertido sus
millones y acumulado sus trabajos y sus esfuerzos< El puente,
la proa del gran navío nacional, convertido en navío británico<
Se trataba de entregar Brest.
Desde que Francia había ayudado a la libertad de América
y dividido el imperio inglés, Inglaterra deseaba, no nuestra
desgracia, sino nuestra ruina y completa destrucción; y la
espera ahora, deseosa de que un tempestuoso desbordamiento
inundara toda la tierra que hay desde Calais a los Vosgos,
desde los Pirineos a los Alpes.
Entretanto hay que ver un hecho más hermoso que esta
inundación; y es que esta mar nueva no es de agua salobre, sino
de sangre de Francia, sacada por ella misma de sus venas: ella
misma se degollaba y arrancaba las entrañas.
El complot de Brest era un buen comienzo. Solamente
podía temerse que Inglaterra, al apoyar a los despreocupados
que le vendían su país, no uniera a toda Francia contra ella y no
nos reconciliara a todos en una indignación común<
Otra causa había bastado para detener al gobierno inglés, y
fue que en el primer momento Inglaterra, a pesar de su odio,
sonreía a nuestra revolución, cuya trascendencia no
sospechaba. En aquel gran movimiento francés y europeo, que
era nada menos que el advenimiento del derecho eterno, creía
ver un trasunto de su pequeña revolución insular y egoísta del
siglo XVII. Aplaudía a Francia como una madre alienta a su
pequeñuelo cuando quiere andar tras ella. ¡Extraña madre, que
no sabe bien si desea que el niño ande o que se rompa la cabeza
de un golpe!
Inglaterra resiste la tentación de Brest. Fue virtuosa y
denunció la trama a los ministros de Luis XVI, sin revelar el
nombre de los implicados. Con aquella denuncia encontró una
inmensa ventaja; la de aumentar el desbarajuste en Francia,
llevando al colmo la desconfianza y las sospechas, dando a la
nación un arma terrible contra aquel débil gobierno, teniendo
una especie de hipoteca contra él. Se apostaba a que no
pretendería descubrir seriamente el complot, temiendo
encontrar en la conjura a sus amigos y defensores. Y si no
buscaba nada, si guardaba el secreto, Inglaterra podía
proclamarlo cuando le conviniese, teniendo siempre esta
afrentosa espada suspendida sobre la cabeza de Luis XVI.
Dorset, el embajador inglés, era un hombre agradable; no se
movía de Versalles; pero muchos creían que antes había
gustado a la reina y había tenido sus días de influencia. Esto no
impidió que después de la toma de la Bastilla, comprendiendo
la gravedad del golpe que el rey había recibido, aprovechara la
ocasión de mostrarse tan pesaroso de ello como pudo.
Una carta, bastante equivoca, de Dorset al conde de Artois,
encontrada casualmente, hizo sospechar del embajador, y este
escribió al ministro declarando falsas las acusaciones de haber
influido algo en los tumultos de París: “Lejos de esto, agregaba
dulcemente, Vuestra Excelencia sabe bien el interés que he
puesto en hacer conocer el odioso complot de Brest en los
comienzos de junio, el horror que inspiraba a mi corte y la
seguridad de su adhesión sincera para el rey y para la
nación<”. Terminaba rogando al ministro que comunicara su
carta a la Asamblea Nacional.
Dicho de otro modo: le rogaba se pusiera la cuerda al
cuello. Su carta del 26 de julio demostraba que la corte había
guardado el secreto durante dos meses, sin obrar y sin
perseguir a los culpables, reservando aparentemente el complot
por si hubiera una guerra civil, como arma última; era el puñal
de misericordia, como se decía en la Edad Media; aquel puñal
que el hombre guardaba siempre con objeto de que, vencido,
con la espada rota, pudiera asesinar a su vencedor al pedirle
gracia de la vida.
El ministro Montmorin, llevado por los ingleses a la
Asamblea Nacional, no pudo dar más que una menguada
explicación; que no conociéndose el nombre de los culpables,
no había podido perseguirlos. La Asamblea no insistió; pero el
golpe estaba dado y no fue por ello menos profundo. Francia
entera lo sintió.
La afirmación de Dorset, que hubiera podido ser creída
falsa, una mentira que nuestros enemigos arrojaban para
dañarnos, pareció confirmada por la imprudencia de los
oficiales de la guarnición de Brest, que al conocer la noticia de
la toma de la Bastilla hicieron la demostración de retirarse al
castillo y la amenaza de tratar militarmente a la ciudad si el
orden se alteraba.
La ciudad tomó las armas y se apoderó de la guardia del
puerto. Los soldados y los marinos, trabajados en vano por los
oficiales, que les daban dinero, se pusieron de parte del pueblo.
El noble cuerpo de la Marina era demasiado aristócrata, pero,
con toda seguridad, nada inglés. A pesar de esto se sospechó de
los marinos y de toda la nobleza de Bretaña. La Marina se
indignó inútilmente e inútilmente reivindicó su lealtad.
La irritación, llevada al colmo, hizo creer en los más negros
complots. La larga obstinación de la nobleza en permanecer
separada del pueblo en los Estados Generales y la amarga y
acre polémica que con este motivo había en las ciudades
grandes y pequeñas, en los pueblos y aldeas e incluso dentro de
cada casa, habían inculcado en el pueblo una idea imborrable:
que el noble era el enemigo.
Una parte considerable de la alta nobleza, ilustre, histórica,
hizo cuanto pudo para demostrar que aquella idea era falsa,
temiendo poco la Revolución y creyendo que hiciera lo que
quisiera no mataría la historia. Pero el resto y los más pequeños,
menos seguros en su rango, más vanidosos o más francos,
heridos cada día por el crecimiento y osadía del pueblo, que
veían cada vez más cerca, que los estrechaba, se declararon
descaradamente enemigos de la Revolución.
Los ennoblecidos, los parlamentarios, eran los más
furiosos; los magistrados se habían vuelto más guerreros que
los militares; no hablaban más que de combates y juraban
muerte, sangre y ruina. Los que hasta entonces habían
constituido la vanguardia de la resistencia a los caprichos de la
corte y que, los más de ellos, habían saboreado la popularidad,
el amor y el entusiasmo público, se extrañaban e indignaban de
verse olvidados o despreciados. Odiaban sin fronteras<
Buscaban la causa de este rápido cambio en artificiosas
maquinaciones de sus enemigos personales; y así, a los odios
políticos se mezclaban viejas rencillas de familia. En Quimper,
un tal Kersalaun, miembro del Parlamento de Bretaña, amigo
de la Chalotais, antes ardiente campeón de la oposición
parlamentaria y convertido de pronto en realista y aristócrata
de los más ardientes, se paseaba gravemente en medio de
grupos del pueblo, que no osaban tocarle, y nombrando a sus
enemigos en alta voz, decía gravemente: “Dentro de poco los
juzgaré y lavaré mis manos en su sangre”122.
Uno de estos parlamentarios, señor en el Franco Condado,
Menunay de Quincey, no se contentó con la amenaza. Dolorido
probablemente por el odio de sus vecinos, turbado su espíritu
por el furor, dominado por esa tendencia ala imitación que hace
que un crimen célebre engendre otros crímenes semejantes,
realizó precisamente lo que de Launey había querido hacer, lo
que el pueblo de París temía a cada instante. Hizo saber al
pueblo de Vesoul y a los de los alrededores que, regocijado por
la toma de la Bastilla, daría una fiesta y tendría su mesa puesta
para todo el mundo. Labriegos, burgueses, soldados, gente de
todas clases llegó, bebió y bailó< La tierra se abre, una mina
estalla y la explosión hiere y mata, quedando el suelo cubierto
de sangrientos despojos. El sumario, con las declaraciones del
cura que confesó a algunos de los heridos que sobrevivieron y
de la gendarmería, llega el 25 de julio a la Asamblea Nacional.
La Asamblea, indignada, consigue del rey que se escriba a todas
las potencias pidiendo la extradición de los culpables123.
Se extiende y afianza con este motivo la opinión de que los
bandidos que segaban los trigos para hacer morir de hambre al
pueblo, no eran extranjeros, como al principio se había creído,
italianos o españoles, como Marsella creyó en mayo, sino
franceses enemigos de Francia, furiosos enemigos de la
Revolución, sus criados, sus agentes, partidas asalariadas por
ellos124.
Aumenta el terror, creyendo tener cada uno cerca de sí
demonios exterminadores. Por las mañanas corría la gente al
campo a ver si había sido devastado. Durante la noche
aumentaba la inquietud< Al solo nombre de los bandidos las
madres ocultaban a sus hijos.
¿Dónde estaba la protección real en cuya fe había
descansado el pueblo tanto tiempo? ¿Dónde estaba la vieja
tutela que le tranquilizaba tanto que había seguido siendo
menor, que de algún modo le había permitido crecer sin dejar
de ser un niño? Se comenzaba a ver que fuera Luis XVI como
fuera, la realeza era la intima amiga del enemigo.
Las tropas del rey, que en otro tiempo hubiesen parecido
amparadoras, causaban miedo. ¿Quién iba al frente de ellas?
Los más insolentes de los nobles, los que menos ocultaban su
odio. Animaban, pagaban al soldado contra el pueblo,
embriagaban a sus alemanes; parecían preparar un golpe.
El hombre debía contar únicamente consigo mismo, con
nadie más. En esta ausencia completa de protección pública y
de autoridad, su deber de padre de familia le constituía en
defensor de los suyos. En su casa se convertía en magistrado, en
rey, en ley y en espada para ejecutar la ley, cumpliéndose el
proverbio: “El pobre en su casa es rey”.
La mano de la justicia, la espada de la justicia para este rey,
es el arma que tiene a mano. A falta de fusil utiliza su hacha, su
hoz, su guadaña, su piqueta< Los bandidos se acercan< Él no
los espera. Todos los vecinos, pueblos y pueblos armados, salen
al campo a ver si los infames se atreven a venir< Avanzan: a lo
lejos se divisa un grupo armado< No disparéis< Son gentes
de otro pueblo, parientes y amigos que buscan también a los
bandidos125.
En ocho días Francia quedó armada. La Asamblea Nacional
fue conociendo paso a paso el milagroso progreso de esta
revolución y en un momento se vio a la cabeza del ejército más
numeroso que ha habido después de las Cruzadas. Cada correo
que llegaba la asombraba, la espantaba casi. Un día venía uno a
decirle: “Tenéis doscientos mil hombres”. Al día siguiente le
decían: “Tenéis quinientos mil hombres”. Llegaban otros: “Esta
semana ha quedado armado un millón de hombres”. Y luego:
“Dos millones, tres millones”.
Este gran pueblo armado pregunta a la Asamblea lo que
debe hacer.
¿Dónde está el antiguo ejército? Ha desaparecido. El
ejército nuevo, tan numeroso, lo ha deshecho sin combatir; sólo
con formarse<
Francia es un soldado, se ha dicho; lo es desde aquel día. Día
en que una raza nueva sale de la tierra, en que los niños nacen
con dientes para morder los cartuchos, con recias piernas
infatigables para ir del Cairo al Kremlin, con el admirable don
de poder marchar y combatir sin comer, alimentándose de
espíritu.
De espíritu, de alegría, de esperanzas. ¿Quién tiene derecho
a esperar, si no es esta generación que lleva en sí el germen de
la libertad del mundo?
¿Existía Francia antes de este día? Podría discutirse. De
pronto se convirtió en un principio y una espada al mismo
tiempo. Ser armada así es ser. Quien no posee ni la idea ni la
fuerza no existe más que por piedad.
Existían de hecho; quisieron ser en derecho.
La bárbara Edad Media no admitía su existencia; les negaba
su cualidad de hombres y los utilizaba como cosas. En su
egoísmo escolástico enseñaba que las almas, compradas
nuevamente por el mismo precio, valen todas juntas la sangre
de un dios; y ya liberadas del pecado, las rebajaba al nivel de la
bestia, las esclavizaba eternamente y les robaba su libertad.
Este derecho sin derecho alegaba como fundamento la
conquista, es decir, la añeja injusticia. La conquista, decían, hizo
los nobles y los señores. Y Sieyès responde: “Seremos a nuestra
vez conquistadores”.
El derecho feudal alegaba todavía aquellas actas hipócritas
donde se supone que el hombre estipula contra sí mismo;
donde el débil, por temor o por fuerza, se daba sin reservar
nada, entregaba su porvenir, los hijos que tuviera, las
generaciones futuras. Aquellos culpables pergaminos, deshonra
de la naturaleza, dormían sin castigo desde hacía muchos siglos
en el fondo de los castillos.
Se hablaba recio del gran ejemplo de Luis XVI, que había
libertado los últimos siervos de sus dominios. ¡Imperceptible
sacrificio que costó poco al Tesoro y que no tuvo en Francia casi
ningún imitador!
¡Que! —diremos— ¡Los señores eran en 1789 hombres
duros, sin piedad!
De ningún modo. Era una clase de hombres muy
mezclados, pero generalmente débiles y físicamente decaídos126,
ligeros, sensuales y sensibles; tan sensibles, que no podían ver
de cerca a los desgraciados. Los veían en los idilios, las óperas,
los cuentos y las novelas que hacen derramar dulces lágrimas;
lloraban con Bernardin de Saint-Pierre, con Grétry y Sedaine,
con Berquin y Florian. Sentían las lágrimas correr por sus
mejillas y se decían: “Soy bueno”.
Con esta debilidad de corazón, esta facilidad de carácter, la
mano siempre abierta, incapaces de resistir a toda ocasión de
gastos, necesitaban dinero, mucho dinero, mucho más que sus
padres. De aquí la necesidad de sacar mucho de las tierras, de
entregar al labriego a los usureros, a los hombres de dinero y de
negocios. Aparte de esto, los señores tenían buen corazón y
eran generosos y caritativos en París, mientras sus vasallos se
morían de hambre; por no ver aquella miseria, que hubiera
hecho sufrir mucho a sus tiernos corazones, vivían poco tiempo
en sus castillos.
Tal era aquella sociedad débil, vieja y aletargada en la
molicie. Se alejaba voluntariamente del espectáculo de la
opresión; no oprimía más que por medio de procuradores. No
faltaban, sin embargo, nobles provincianos que se enorgullecían
de mantener en sus dominios las rudas tradiciones feudales,
gobernando duramente a su familia y a sus vasallos.
Recordaremos aquí solamente al célebre amigo de los hombres, al
padre de Mirabeau, enemigo de su familia, que tenía
encerrados a todos los suyos, mujer, hijos e hijas, poblaba las
prisiones de Estado, no dejaba en paz a sus vecinos y desolaba a
sus gentes. Cuenta él mismo que, dando una fiesta, observó el
aspecto sombrío, salvaje de sus campesinos. Lo creo sin mucho
esfuerzo; aquellas pobres gentes temían verdaderamente que el
amigo de los pobres les tomara por hijos suyos.
Recordando esto, no hay por qué extrañarse de que el
labriego, una vez con las armas en la mano, se sirviera de ellas y
tomara su revancha. Muchos señores habían vejado cruelmente
a sus pueblos. Uno de ellos había rodeado con un muro la
fuente del pueblo, confiscándola para su servicio. Otro se había
apoderado de los bienes comunales. Perecieron. Se citan otros
homicidios que, sin duda, fueron venganzas.
El armamento general de las ciudades fue imitado por las
campiñas. La toma de la Bastilla les envalentonó para atacar sus
cárceles. Lo único que extraña, sabiendo cuánto habían sufrido,
es que tardaran tanto en comenzar. Los sufrimientos y las
venganzas se habían acumulado por la tardanza,
concentrándose en una presión aterradora< Cuando esta
monstruosa avalancha, retenida largo tiempo en estado de hielo
y de nieve, se funde de pronto, se desborda de tal modo que
puede inundarlo y arrasarlo todo.
Es preciso también separar en esta escena inmensa y
confusa lo que hicieron las partidas errantes de rateros y
malhechores, de gentes desesperadas por el hambre, de lo que
hizo el ciudadano domiciliado, la comunidad contra el señor.
Se acumulan los males cuidadosamente, pero se olvidan las
buenas acciones. Muchos señores encontraron su mejor defensa
en sus vasallos; por ejemplo, el marqués de Montfermeil, que el
año anterior había prestado cien mil francos para socorrerlos.
Los revolucionarios más furiosos se detuvieron
espontáneamente algunas veces delante de la debilidad. En el
Delfinado, por ejemplo, fue respetado un castillo porque no
había en él más que una señora enferma en cama y sus hijos; se
limitaron a destruir los archivos feudales.
Generalmente el paisano subía al castillo la primer vez para
pedir y obtener armas; después se atreve a más y quema las
actas y los títulos. La mayor parte de estos instrumentos de
servidumbre, los más modernos, los más opresores, estaban
bien guardados en los archivos, en casa de los notarios y
procuradores. El vasallo atacaba preferentemente los
pergaminos antiguos, las cartas originales. Estos títulos
primitivos, adornados con sellos triunfantes, permanecían en el
tesoro del castillo para ser enseñados en los días alegres.
Generalmente se guardaban en suntuosas cajitas, dentro de una
cartera de raso, en el fondo de un arca de roble colocada en el
lugar principal de una de las torres. No había castillo
importante que cerca del palomar no mostrara la torre de los
archivos.
Los súbditos iban derechos a la torre. Allí estaba para ellos
la Bastilla, la tiranía, el orgullo, la ínsolencia, el desprecio de los
hombres; desde hacía muchos siglos la torre se burlaba de la
campiña, esterilizándola, entristeciéndola, haciéndola odiosa
con su sombra agobiadora. Guardián del país en los tiempos
bárbaros, centinela de la comarca, se convirtió en afrenta más
tarde. En 1789, ¿qué representa sino el odioso testimonio de la
servidumbre, un perpetuo ultraje para recordar todas las
mañanas al hombre que va a trabajar al campo, la antigua
humillación de su raza?< “Trabaja, trabaja, hijo del siervo,
gana, que otro se aprovechará de ello; trabaja y no esperes
jamás”.
Cada mañana y cada tarde, durante mil años, o más acaso,
la torre fue maldita. Llegó un día en que se derrumbó. ¡Cuánto
ha tardado el gran día!
¡Cuánto tiempo nuestros padres te esperaron y soñaron
contigo! Sólo pudo sostenerles la esperanza de que sus hijos te
verían llegar; de otro modo no hubieran podido vivir, hubieran
muerto de pena< A mí mismo, su compañero, trabajando a su
lado en el sitial de la historia, bebiendo en su amarga copa,
¿quién me ha permitido hacer revivir la dolorosa Edad Media
sino tú, ¡oh! hermoso primer día de la libertad?< ¡He vivido
para narrarte!
4 1789

Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. —


Desórdenes; peligro de Francia. —La Asamblea crea el Comité de las
Informaciones, 27 de julio. —Tentativas de la corte; quiere impedir el
juicio de Besenval; el partido realista quiere convertir en arma la
caridad pública. —La nobleza revolucionaria ofrece el abandono de los
derechos feudales. —Noche del 4 de agosto; abandono de los privilegios
de clase; resistencia del clero; abandono de los privilegios de provincia.

Por encima de este gran movimiento, en una región más serena,


sin dejarse distraer por los rumores y los gritos, la Asamblea
Nacional pensaba, meditaba.
La violencia de los partidos que la dividía parece
dominada, contenida en la gran discusión con que realizaba su
labor. Se vio entonces que la aristocracia, adversaria nata de los
intereses de la Revolución, encerraba en su corazón las ideas
mismas que la engendraron. Ante todo, todos eran franceses,
todos hijos del siglo XVIII y de la filosofía.
Ambos lados de la Asamblea, manteniendo su oposición,
no contribuyeron menos con un sentimiento de religión al
solemne examen de la Declaración de los Derechos.
No se trataba de una petición de derechos como en
Inglaterra, de una apelación al derecho escrito, a las cartas
comprobadas, a las libertades, verdaderas o falsas de la Edad
Media.
No se trataba, como en América, de ir a buscar de Estado
en Estado los principios que cada uno de ellos reconocía,
reasumirlos, generalizarlos y construir a posteriori la fórmula
total que aceptaría la federación.
Se trataba de dar desde lo alto, en virtud de una autoridad
soberana, imperial, pontifical, el Credo de la edad nueva. ¿Qué
autoridad? La Razón, discutida por todo un siglo de filósofos,
de profundos pensadores, aceptada por todos los espíritus y
compenetrada en las costumbres, formulada, en fin, por los
logistas de la Asamblea constituyente< Se trataba de imponer
como autoridad a la razón lo que esta había encontrado en el
fondo del libre examen.
Era la filosofía del siglo, su legislador, su Moisés, que
descendía de la montaña, llevando en la frente los rayos
luminosos y en las manos las tablas de la ley<
Se ha discutido mucho en el vacío e inútilmente la
Declaración de los Derechos.
Nada tenemos que decir a los Bentham, a los Dumont, a los
utilitarios, a los empíricos que no conocen de la ley más que la
ley escrita, que no saben que el derecho no es derecho sino en
cuanto está conforme con el derecho y la razón absoluta.
Simples procuradores y nada más, bajo la apariencia de
filósofos, ¿qué razón han tenido para despreciar a los prácticos?
Su ideal era escribir la ley sobre papel y pergamino; nosotros
no: nosotros queremos grabar nuestra ley sobre la piedra del
derecho eterno; sobre la roca en que descansa el mundo: es
decir, la invariable justicia y la indestructible equidad.
Para responder a nuestros enemigos nos basta con ellos
mismos y sus contradicciones. Combaten la Declaración y se
someten a ella; le hacen guerra treinta años prometiendo a sus
pueblos las libertades que la Declaración consagra. Vencedores
en 1814, la primera palabra que dirigen a Francia la toman
prestada del gran capital que la nación posee127< ¿Vencedores?
No; vencidos siempre, vencidos demasiado, vencidos en su
propio corazón, puesto que su acto más personal, el tratado de
la Santa Alianza, reproduce el derecho del que habían
blasfemado.
La Declaración de los Derechos reconoce al Ser Supremo
garantizador de la moral humana. Respira el sentimiento del
deber. El deber no expresado no está allí menos presente; por
todas partes se siente su gravedad austera. Algunas palabras
tomadas al idioma de Condillac no impiden reconocer en ella el
verdadero genio de la Revolución, revestido de gravedad
romana y de espíritu estoico.
En aquel momento es del derecho de lo que hay que
hablar128, es el derecho lo que es necesario asegurar, reivindicar
para el pueblo. Hasta entonces se había creído que no había
más que deberes.
Por alto y general que sea tal acto, y realizado para durar
siempre, ¿se le puede exigir que no recuerde en nada la agitada
hora de su nacimiento ni lleve las señales de la tempestad?
La primera palabra fue pronunciada tres días antes del 14
de julio y de la toma de la Bastilla; la última algunos días antes
de que el pueblo lleve al rey a París (6 de octubre)< Sublime
aparición del derecho entre los claros de dos tormentas
populares.
No ha habido circunstancias más terribles ni discusión más
majestuosa, más grave, más llena de emoción. La crisis daba
argumentos engañosos a los dos partidos.
Tened cuidado, decía uno; enseñáis al hombre su derecho,
cuando él mismo es perfectamente capaz de sentirlo; le
transportáis a una alta montaña y le mostráis desde allí su
imperio sin límites< ¿Qué ocurrirá cuando al descender se vea
detenido por las leyes especiales que os veréis obligados a
hacer, cuando encuentre obstáculos a cada paso? (Discurso de
Malouet).
Había para esto más de una respuesta; pero ciertamente la
más vigorosa estaba en la situación. Se vivía en plena crisis, en
un combate dudoso todavía. Podía ocurrir que no se encontrara
una montaña bastante alta donde enarbolar la bandera< Era
preciso colocarla tan alta que la tierra entera la viese, que su
llama tricolor uniese las naciones. Reconocida por bandera
común de la humanidad, sería invencible. Hay todavía gentes
que creen que aquella gran discusión agitó y armó al pueblo,
que le puso la antorcha en la mano, provocando la guerra y el
incendio. La primera dificultad para que esto fuese cierto, es
que las violencias comenzaron antes de la discusión. El pueblo
no tuvo necesidad de metafísicas para ponerse en movimiento.
Aun después influyó poco. Lo que armó a la campiña —ya lo
hemos dicho— fue la necesidad de rechazar el pillaje y
defenderse de los bandidos, influyendo el contagio de las
ciudades que tomaban las armas; pero verdaderamente fue,
más que ninguna otra cosa, la fiebre y la exaltación que produjo
la toma de la Bastilla.
La grandeza de este espectáculo, la variedad de sus
accidentes terribles ha turbado la vista a la historia, haciéndola
mezclar y confundir tres hechos distintos y aún opuestos que
ocurrieron al mismo tiempo.
1º Las correrías de los vagabundos, de los hambrientos que
segaban los trigos durante la noche y arrasaban la tierra como
plaga de langostas. Estas partidas, cuando eran numerosas y
fuertes, asaltaban las casas solitarias, las granjas e incluso los
castillos.
2º El labriego, para rechazar estas partidas, tuvo necesidad
de armas y las pidió, las exigió en los castillos. Armado y dueño
de sus actos, destruyó las cartas, donde veía un instrumento de
opresión. ¡Desgraciado del señor aborrecido! No se atentaba
sólo contra sus pergaminos, sino contra su persona misma.
3º Las ciudades, cuyo armamento había provocado el de los
campos, fueron obligadas a reprimir al labriego. Los guardias
nacionales, que no tenían entonces nada de aristocráticos,
puesto que podía serlo todo el mundo, marcharon para
restablecer el orden; fueron a socorrer a aquellos castillos que
detestaban. Los guardias conducían a la ciudad a los labriegos
prisioneros, pero eran pronto liberados129.
Me refiero a los labriegos domiciliados en vecindad. En
cuanto a las partidas de gentes desconocidas, a los bribones, a
los bandoleros, como se les llamaba, los tribunales, las
municipalidades mismas hicieron en ellas crueles justicías y
castigos ejemplares; se mató a un gran número de malhechores.
La seguridad fue restablecida a la larga y el cultivo quedó
asegurado. Si hubieran continuado los desórdenes, toda la
labranza hubiera terminado y Francia hubiera muerto de
hambre al año siguiente.
Extraña situación de una Asamblea que discute, calcula y
pesa las slabas en medio de aquel incendio. Dos peligros la
cercan, a derecha e izquierda. Para reprimir los desórdenes no
tiene, al parecer, más que un medio: restablecer el orden
antiguo, que es im desorden peor.
Comúnmente se supone que estaba impaciente por
adueñarse del poder; esto es verdad respecto de algunos de sus
miembros; es falso, muy falso, respecto a la mayoría. El carácter
de aquella Asamblea, tomada en conjunto, su originalidad
como producto de la época, era una fe singular en la potencia
de las ideas. Creía firmemente que la verdad, una vez
encontrada y formulada en leyes, era invencible. Según el
cálculo de hombres serios, sólo faltaban dos meses para hacer la
Constitución; con su virtualidad todopoderosa iba a contener a
la vez al poder y al pueblo; la Revolución terminaría entonces y
el mundo resurgiría, se mbriría de nuevas flores.
Esperando, la situación era verdaderamente extraña. El
poder estaba aquí herido; allá muy fuerte; en tal punto
organizado y en tal otro en disolución completa; débil para la
acción general y regular; formidable todavía para la corrupción,
la intriga y la violencia acaso. Las cuentas de aquellos últimos
años, que aparecieron más tarde, demuestran bien claramente
los recursos que tenía la corte y cómo los empleaba, cómo
trabajaban los periódicos y la Asamblea misma. La emigración
comenzaba y con ella el llamamiento al extranjero, al enemigo;
todo un sistema perseverante de traición y de calumnia contra
Francia.
La Asamblea se sentía colocada sobre una barrica de
pólvora. Necesitaba para la salvación común descender de las
alturas donde hacía la ley y mirar de cerca lo que pasaba sobre
la tierra. ¡Enorme caída! ¡Legisladores que tienen la grandeza de
Solón, Licurgo y Moisés, se entregaban a los cuidados
miserables de la vigilancia pública, viéndose obligados a espiar
a los espías y a convertirse en jefes de policía!
La primera señal de alarma la dieron las cartas de Dorset al
conde de Artois, por sus explicaciones aún más alarmantes, por
la noticia de la conjura de Brest, ocultada tanto tiempo por la
corte. El 27 de julio Duport propuso crear un comité de
averiguaciones, compuesto por cuatro personas. Pronunció
estas palabras siniestras: “Dispensadme de entrar en ninguna
discusión. Se traman complots< No es este asunto para enviar
sospechosos ante los tribunales. Debemos adquirir informes y
tener de ello conocimientos terribles e indispensables”.
El número cuatro recordaba demasiado los tres
inquisidores de Estado. Se aumentó a doce.
El espíritu de la Asamblea, fuesen cualesquiera sus
necesidades, no era en modo alguno el de policía e inquisición.
Hubo una discusión muy grave para saber si se violaría el
secreto de las cartas, si se abriría la correspondencia sospechosa
dirigida a un príncipe que, por su fuga precipitada, se declaraba
enemigo. Gouy d'Arcy y Robespierre querían que las cartas
fueran abiertas. La Asamblea, por consejo de Chapelier,
Mirabeau y Duport mismo, que acababa de pedir una especie
de inquisición del Estado, declaró magnánimamente inviolable
el secreto de la correspondencia, rehusó abrir las cartas y las
hizo restituir.
Esta decisión devolvió el valor y el ánimo a los partidarios
de la corte. Hicieron entonces tres cosas arriesgadas.
Sieyès iba a ser nombrado presidente. Pusieron enfrente de
él a un hombre demasiado estimado, demasiado agradable para
la Asamblea, el eminente jurisconsulto de Rouen, Thouret.
Tenía para los cortesanos el mérito de haber votado el 17 de
junio contra el título de Asamblea Nacional, sencilla fórmula de
Sieyès que contenía la Revolución. Oponer uno contra otro
aquellos dos hombres, mejor dicho, aquellos dos sistemas en la
lucha de la presidencia, era poner en litigio la Revolución,
intentar hacerla retroceder al 16 de junio.
El segundo intento era impedir el juicio de Besenval. El
general de la reina contra París había sido detenido en su fuga.
Iuzgarle, condenarle, era condenar también las órdenes en
virtud de las cuales había obrado. Necker, a su regreso, se había
cruzado con él en su camino y le había dado esperanzas. No fue
difícil obtener de su buen corazón una petición solenme a la
ciudad de París130. Envolver la amnistía general en la alegría de
su regreso, concluir la Revolución, restablecer la tranquilidad,
aparecer como arco iris en las nubes después del diluvio: ¿que
podría haber más encantador para la vanidad de Necker?
Fue al Ayuntamiento y lo obtuvo todo de los que allí se
encontraban: electores, representantes de distrito, simples
ciudadanos, una multitud abigarrada, confusa y sin carácter
legal. La alegría y el entusiasmo habían llegado al colmo en el
salón y en la plaza. Se asomó a una ventana con su mujer a la
derecha y su hija a la izquierda, que lloraban y le besaban las
manos< Su hija, madame de Staël, se desmayó de felicidad131.
Hecho esto, no se había hecho nada. Los distritos de París
reclamaron con razón; aquella clemencia sorprende a una
Asamblea conmovida; concedida en nombre de París por una
multitud sin autoridad, resultaba una cuestión nacional resuelta
por una sola ciudad, por algunos de sus habitantes< Y esto, en
el momento en que la Asamblea Nacional creaba un comité de
informaciones, preparaba un tribunal< era extraño, audaz. A
pesar de Lally y Mounier que defendían la amnistía, Mirabeau,
Barnave y Robespierre consiguieron que se celebrara el juicio.
La corte fue vencida una vez más, pero sacaba de ello un gran
consuelo digno de su sagacidad ordinaria; había comprometido
a Necker y destruido la popularidad del único hombre que
tenía alguna probabilidad de salvarla.
La corte fracasó también en el asunto de la presidencia.
Thouret se alarmó por la agitación del pueblo, por las amenazas
de París, y desisnó.
La tercera tentativa del partido realista, de mucha mayor
gravedad, fue realizada por Malouet; fue una de las más duras
pruebas, de las más peligrosas que la Revolución había
encontrado en su arriesgado camino, donde cada día sus
enemigos colocaban un escollo o abrían un abismo que no
pudiera saltar.
Recuérdese aquel día en que, no estando aún los órdenes
reunidos, fue el clero hipócritamente a enseñar al Tercer Estado
un pedazo del pan negro que el pueblo comía y a pedirle en
nombre de la caridad que abandonase vanas disputas para
ocuparse con él en el bien de los pobres. Esto fue precisamente
lo que hizo un hombre (respetable por lo demás, pero ciego
partidario de una realeza imposible); esto fue lo que hizo
Malouet.
Propuso organizar un impuesto de los pobres, crear oficinas
de socorro y de trabajo, cuyos primeros fondos serían
constituidos por los establecimientos de beneficencia y el resto
por un impuesto sobre todos y por un préstamo.
Hermosa y respetable proposición, apoyada en aquel
momento por la necesidad urgente, pero que daba al partido
monárquico una formidable iniciativa política. Ponía en manos
del rey un triple fondo, de los que el último, el empréstito, era
ilimitado; lo convertía en jefe de los pobres, acaso en el general
de los mendigos contra la Asamblea< Aquella proposición lo
tomaba destronado y lo colocaba sobre un trono más absoluto,
más sólido, haciéndolo rey del hambre, reinando por lo que hay
más alto y superior, el alimento y el pan< ¿Qué sería de la
libertad?
Para que la cosa llamara menos la atención y pareciera
menos importante, Malouet rebajaba el número de pobres a la
cifra de cuatrocientos mil, evidentemente falsa.
Si no lo conseguía, Malouet no obtenía menos ventaja, la de
dar a su partido, al del rey, una hermosa apariencia a los ojos
del pueblo, la gloria de la caridad. La mayoría, demasiado
comprometida si rechazaba la proposición, iba a verse obligada
a secundarla, a obedecer, a colocar en manos del rey aquella
gran máquina popular.
Malouet, en último lugar, proponía que se consultara a las
cámaras de comercio, las ciudades fabriles, con objeto de
ayudar a los obreros, de “aumentar el trabajo y los salarios”.
Una especie de puja, de competencia iba a establecerse
entre los dos partidos. Se trataba de atraer o rechazar al pueblo.
A la proposición de dar a los indigentes, sólo podía oponerse
otra proposición; una que autorizara a los trabajadores a no
pagar más y que cuando menos permitiera a los trabajadores de
los campos no pagar los derechos más odiados, los derechos
feudales.
Estos derechos corrían grave peligro. Para destruirlos
mejor, para hacer añicos las actas que los consagraban, se
quemaban incluso los castillos. Los grandes propietarios que
tenían asiento en la Asamblea estaban inquietos. Una
propiedad tan odiada, tan peligrosa, que comprometía el resto
de su fortuna, comenzaba a parecerles una carga. Para salvar
aquellos derechos era preciso o sacrificar una parte o
defenderlos a mano armada, reuniendo amigos, clientes y
criados y comenzando una guerra terrible contra todo el
pueblo.
Salvo un pequeño número de viejos que habían tomado
parte en la guerra de los Siete Años o de jóvenes que habían
estado en la de América, nuestros nobles no habían hecho otras
campanas que las de cuarteles y guarniciones. Sin embargo, en
las querellas privadas, individualmente, eran bravos. La
nobleza de Vendée y de Bretaña, hasta entonces desconocida,
surgió de pronto y resultó heroica. Muchos nobles emigrados se
significaron en las grandes guerras del Imperio. Acaso si se
hubieran unido y entendido, habrían detenido algún tiempo la
Revolución. Pero esta los encontró dispersos, divididos y
débiles en su aislamiento. Otra causa de su debilidad, muy
honrosa para ellos, es que muchos de ellos estaban de corazón
contra ellos mismos, contra la vieja tiranía feudal; que eran a la
vez herederos y discípulos de la filosofía del siglo; aplaudían
aquella maravillosa resurrección del género humano y hacían
votos por ella, debiendo costarles su ruina.
El más rico señor después del rey en propiedades feudales
era el duque de Aiguillon132. Tenía derechos en dos provincias
del Mediodía, verdaderas regalías de odioso origen, sin más
fundamento que habérselas otorgado a sí mismo su tío
Richelieu. Su padre, compañero de Terray, ministro de la
bancarrota, había sido, más que odiado, despreciado. Por esto
mismo, acaso el joven duque de Aiguillon sentía más la
necesidad de hacerse popular; era con Duport y Chapelier, uno
de los jefes del Club Bretón. Presentó una proposición generosa
y política, en la que se pretendía aislar aquel gran incendio,
destruir una parte del edificio para salvar el resto; quería no
sacrificar los derechos feudales (algunos nobles no tenían
ninguna otra fortuna), sino ofrecer al labriego medios de
desembarazarse de ellos en condiciones moderadas.
El vizconde de Noailles no estaba en el club, pero tuvo
noticia de la proposición y le arrebató la gloriosa iniciativa.
Segundón de familia yt no poseyendo por lo tanto derecho
feudal alguno, fue todavía más generoso que el duque de
Aiguillon. Propuso no solamente que se permitiera la
condonación de los derechos, sino que fueran abolidos sin
compensaciones los dominios señoriales y otras servidumbres
personales.
Esto se interpretó como un ataque, como una amenaza y
nada más. Llegaron doscientos diputados. Se acababa de leer
un proyecto de deGeto donde la Asamblea recordaba el deber
de respetar las propiedades, de pagar las rentas, etc.
El duque de Aiguillon produjo un efecto completamente
distinto.
Declaró que al votar el día anterior medidas de rigor contra
los que atacaban los castillos, le había asaltado un escrúpulo,
preguntándose si eran culpables aquellos hombres< Y
continuó hablando con calor, con fiolencia contra la tiranía
feudal, es decir, contra él mismo.
Esto fue el 4 de agosto a las ocho de la noche, hora solemne
en que el feudalismo, al término de un reinado de mil años,
abdica, abjura, se maldice.
El feudalismo ha hablado. El pueblo toma la palabra. Un
bajo bretón, vestido con el traje de su país, diputado
desconocido que no había hablado jamás antes ni habló
después, Le Guen de Kerengal, sube a la tribuna y lee unas
veinte líneas, acusadoras y amenazadoras. Acusó a la Asamblea
con fuerza y autoridad singulares de no haber evitado el
incendio de los castillos, arrancándoles las crueles armas que
contenían, aquellas actas inicuas que igualan al hombre con la
bestia, que uncen al mismo carro al hombre y al animal, que
ultrajan el pudor< “Seamos justos; que se les entreguen esos
títulos, monumentos de la barbarie de nuestros padres”.
“¿Quién de nosotros no sería carnicero expiatorio de estos
infames pergaminos?< No tenéis un momento que perder; un
día de tardanza ocasionará nuevos ataques e incendios; ¿la
caída de los imperios ha sido anunciada con menos estrépito?
¿Es que no queréis dar leyes más que a Francia devastada?”.
La impresión fue profunda. Otro bretón la exacerba
recordando derechos crueles, increibles: ¡el derecho que tenía el
señor de destripar a dos de sus vasallos cuando regresase de
sus cacerías y meter los pies en sus cuerpos ensangrentados!
Un gentilhombre de provincia, Foucault, atacando a los
grandes señores que habían iniciado esta escabrosa discusión,
pidió que, ante todo, sacrificaran los grandes sus pensiones y
prebendas, los donativos monstruosos que sacaban al rey,
arruinando doblemente al pueblo por el dinero que acaparaban
y por el abandono en que dejaban a las provincias, puesto que
todos los ricos seguían su ejemplo abandonando sus tierras y
agregándose a la corte.
De Guiche y de Mortemart creyeron personal el ataque y
respondieron vivamente que aquellos a quienes se señalaba
estaban dispuestos a sacrificarlo todo.
El entusiasmo aumenta. Beauharnais propone que la
penalidad sea igual para todos, nobles y plebeyos, y los
empleos públicos asequibles a todos. Alguno pidió la justicia
gratuita; otro la abolición de las justicias señoriales, cuyos
agentes inferiores eran el terror de los campos.
Custine dice que las condiciones propuestas por el duque
de Aiguillon eran difíciles, que era preciso simplificar la cosa,
acudir en ayuda del trabajador.
La Rochefoucauld, extendiendo su amor al bien, al género
humano, pidió se procurara la redención de los esclavos negros.
Jamás ha estallado el carácter francés en un
desbordamiento semejante de sensibilidad, vivacidad y
generosidad. Aquellos hombres que invertían tanto tiempo en
discutir la Declaración de los Derechos, en contar y pensar las
sílabas, cuando se apeló a su desinterés respondieron sin
vacilación ni duda, despreciando el dinero y los derechos
honoríficos, que estimaban más que el mismo dinero< ¡Gran
ejemplo que la nobleza expirante ha legado a nuestra
aristocracia burguesa!
Entre el entusiasmo y la ternura se notaba la vivacidad
insaciable de un noble jugador que goza tirando el dinero. Los
ricos y los pobres hacían aquellos sacrificios con igual alegría y,
a veces, con malicia y vivos ímpetus, como la moción de
Foucault.
“Y yo, entonces, ¿qué podré ofrecer?, decía el conde de
Virieu< Al menos al tipejo de Catulo<”. Y propuso la
destrucción de las palomas destructoras del castillo feudal.
El joven Montmorency pedía que todos aquellos votos se
convirtieran en el acto en leyes. Lepelletier de Saint-Fargeau
deseaba que el pueblo entrara inmediatamente en posesión de
aquellos bienes. Él mismo, inmensamente rico, quería que los
ricos, los nobles, los exceptuados de impuesto se cotizaran con
dicho objeto.
El presidente Chapelier, obligado a proceder a votación,
advirtió maliciosamente que algunos miembros del clero no
habían podido aún hacerse oír y le parecía violento cerrar la
tribuna sin que ellos hablasen133.
El obispo de Nancy expresó entonces en nombre de los
señores eclesiásticos su deseo de que la anulación de los
derechos feudales no alcanzara a los actuales posesores, quienes
se obligaban a crear un beneficio para los que les sucedieran134.
Esto, más que generosidad, era una prudente economía que
les garantizaba la cobranza y administración de los derechos. El
obispo de Chartres, hombre de ingenio, que habla enseguida,
encuentra medio de resultar generoso a costa de la nobleza.
Declaró que sacrificaría los derechos de caza, muy importantes
para los nobles, mínimos para el clero.
Los nobles no retrocedieron; pidieron que se consumara
esta renuncia, que dañaba enormemente a muchos aristócratas.
El duque de Châtelet dice sonriendo a los que le rodeaban: “El
obispo quiere arrancarnos el derecho de caza; voy a arrancarle
sus diezmos”. Y propuso que los diezmos en géneros fuesen
convertidos en impuesto voluntario, pagado en metálico.
El clero dejó caer esta peligrosa palabra y siguió su táctica
de poner a la nobleza por delante. El arzobispo de Aix habló
lenta y ceremoniosamente contra el feudalismo, pidiendo que
se prohibiera para lo sucesivo toda organización feudal.
“Quisiera poseer terrenos —decía el obispo de Uzès— y
gozaría poniéndolos en manos de los labradores. Pero nosotros
no somos más que depositarios<”.
Los obispos de Nimes y de Montpellier no ofrecieron ni
dieron nada, pero pidieron que los industriales y artesanos
quedaran libres de impuestos señoriales.
Únicamente los pobres sacerdotes fueron generosos. Los
curas declararon que su conciencia no les permitía disfrutar
más de un beneficio. Otros dijeron: “Nosotros ofrecemos
nuestro sobresueldo<”. Duport reprochó que entonces habría
que suplirlo. La Asamblea se emocionó y rechazó este último
sacrificio.
La exaltación y ternura fue creciendo hasta llegar a un
punto extraordinario. La Asamblea era todo aplauso,
felicitaciones, expresiones de mutua alegría. Los extranjeros que
desde las tribunas asistían a la Asamblea estaban asombrados;
por primera vez habían conocido Francia y visto la inmensa
riqueza de su corazón< Lo que siglos enteros de esfuerzos no
habían logrado realizar en sus naciones, lo veían ejecutado en
pocas horas por el desinterés y el sacrificio< El dinero, el
orgullo inmolado, todas las viejas insolencias hereditarias, la
antigüedad, la tradición misma< el monstruoso roble feudal
cortado de un golpe, el árbol maldito cuyas ramas cubrían la
tierra de una sombra fría en tanto que sus infinitas raíces se
hundían en las proftmdidades del suelo, buscando,
absorbiendo la vida, impidiendo que saliese a flor de tierra y
viese la luz.
Todo parecía concluido. Una escena no menos grande
comenzaba.
Después de los privilegios de clase fueron abordados los de
las provincias.
Aquellos que se llamaban Países de los Estados, que tenían
privilegios y ventajas diversos para sus libertades e impuestos,
se avergonzaron de su egoísmo y quisieron ser Francia,
sacrificando su interés personal y sus añejos y queridos
recuerdos.
El Delfinado, desde 1788, lo había ofrecido
magnánimamente por su propia iniciativa y aconsejado a las
demás provincias que le secundaran. Renovó entonces este
ofrecimiento. Los más obstinados, los bretones, aunque ligados
por sus mandatos, ligados por los antiguos tratados de su
provincia con Francia, manifestaron con no menos entusiasmo
su deseo de reunirse. La Provenza dice otro tanto, y después
Borgoña y Bresse, Normandía, Poitou, Auvergne, Artois. La
región de Lorena en términos comnovedores dice que no
volvería a recordar la dominación de sus adorados soberanos,
que fueron los padres del pueblo, si tuviera la felicidad de
reunirse a sus provincias hermanas, de entrar con todas ellas en
esta casa maternal de Francia, en esta inmensa y gloriosa
familia.
Todas las ciudades imitaron el ejemplo. Sus diputados
vinieron a París, formando una verdadera multitud, para
depositar sus privilegios sobre el altar de la patria.
Los oficiales de la justicia no podían contener a la multitud
que rodeaba la tribuna para aportar su tributo. Un miembro del
Parlamento de París renunció a la herencia de la nobleza
transmisible.
El arzobispo de París pidió que se recordara a Dios en
aquel gran día, que se cantase un Te Deum.
“Y el rey, señores —dijo Lally—, el rey que nos ha
convocado después de una larga interrupción de dos siglos, ¿no
debe tener su recompensa?< ¡Proclamémosle el restaurador de
la libertad francesa!”.
Había avanzado la noche; eran las dos de la madrugada.
Aquella noche borraba el inmenso y penoso sueño de mil
años de Edad Media. La aurora, que comenzaría bien pronto,
iba a ser la de la libertad.
Después de aquella maravillosa noche, no más clases, sino
franceses todos; ¡no más provincias, sino una Francia!
1789

Discursos proféticos de Fauchet. —Inútiles esfuerzos de conciliación.


—Ruina inminente de la antigua Iglesia. —La Iglesia había
abandonado al pueblo. —Buzot reclama para la nación los bienes del
clero, 6 de agosto. —Supresión del diezmo, 11 de agosto. —
Reconocimiento de la libertad religiosa. —Liga del clero, de la nobleza
y de la corte. —París abandonado a sí mismo. —Ninguna autoridad
pública, poca violencia. —Donativos patrióticos. —Adhesión y
sacrificio.

La resurrección del pueblo, que sale, al fin, de la tumba en que


yacía, el feudalismo mismo destruyendo el sillar que lo
sostenía, la obra de los tiempos realizada en una noche< he
aquí el primer milagro del Nuevo Evangelio, divino milagro,
auténtico.
¡Qué oportunas son aquí las palabras que Fauchet
pronunció ante las osamentas encontradas en la Bastilla! La
tiranía los había ocultado dentro de los muros de estos
calabozos que creía eternamente impenetrables por la luz. ¡El
día de la revelación ha llegado! ¡Los huesos mismos han tomado
vida al escuchar la voz de la libertad francesa y acusan a los
siglos de opresión y de muerte, profetizando la regeneración de
la naturaleza humana y de la vida de las naciones!135<
Hermosas palabras de un verdadero profeta<
Recojámoslas en nuestro corazón como tesoro de esperanza. ¡Sí,
resucitarán!< La resurrección comenzada en las ruinas de la
Bastilla, proseguida la noche del 4 de agosto, manífestará al
nuevo día de la vida social aquellas multitudes que languidecen
todavía en las sombras de la muerte< El alba apareció en 1789;
después comenzó la aurora envuelta en nubes de tempestad y
luego el eclipse negro y profundo< El sol lucirá más tarde
glorioso y espléndido: “¿Solem quis dicere falsum audeat?”.
Eran las dos de la madrugada cuando la Asamblea
concluyó su obra inmensa y se separó. Aquella mañana (5 de
agosto) hizo en París Fauchet una oración fúnebre por los
ciudadanos muertos ante la Bastilla feudal, encareciendo el
precio de la sangre que habían derramado.
Fauchet encuentra palabras de eterna memoria: “¡Qué mal
han hecho al mundo los falsos intérpretes de los oráculos
divinosl< Han consagrado el despotismo, han hecho de Dios
un cómplice de los tiranos. ¿Qué dice el Evangelio? “Os hará
comparecer ante los reyes; os entregarán a la injusticia y resistiréis
hasta la muerte…”. Triunfan los falsos doctores porque Jesús
escribió: “Dad al César lo que es del César”. Pero ¿qué hay que
darle al César?< La libertad no es de César; es de la naturaleza
humana”.
Estas palabras elocuentes lo eran todavía más en boca de
aquel que el 14 de julio se había mostrado dos veces heroico de
valor y humanitarismo. Dos veces había intentado, con peligro
de su vida, salvar la de los demás, evitar el derramamiento de
sangre< Verdadero cristiano y verdadero ciudadano, quiso
salvarlo todo, las doctrinas y los hombres. Su ciega caridad le
arrastraba a defender ideas hostiles entre sí, dogmas
contradictorios. Unía en un mismo amor ambos Evangelios, sin
notar la diferencia de los principios. Alejado, excluido por los
sacerdotes, los mismos que le habían perseguido se convirtieron
para él en lo más respetable y querido.
¿Quién no se ha engañado como él? ¿Quién no ha abrigado
la esperanza de salvar el paso, avanzando hacia el porvenir?
¿Quién no ha querido reanimar el espíritu sin destruir la vieja
fórmula, reavivar la llama sin remover la ceniza muerta?<
¡Vano esfuerzo! Por mucho que retengamos nuestra respiración.
Se ha vuelto ligera, echa a volar hacia los cuatro puntos
cardinales.
¿Entonces, quién podía ver todo esto? Fauchet se
equivocaba como otros tantos. Se hacían esfuerzos por creer la
lucha concluida y llegada la hora de la paz; causaba admiración
observar que la Revolución estuviera ya en el Evangelio.
La impresión fue tan fuerte, la emoción tan viva, que el
apóstol de la libertad fue premiado con una corona cívica. El
pueblo y el pueblo armado, los vencedores de la Bastilla y la
guardia ciudadana, con el tambor a la cabeza, le condujeron al
Ayuntamiento; delante iba un heraldo llevando la corona.
¿Último triunfo del sacerdote o primera victoria del
ciudadano? Estos dos caracteres mezclados en un solo hombre
¿podrían continuar confundidos? Más claro: ¿se podía ser
ciudadano y cura a la vez? La ropa desgarrada, chamuscada,
glorificada por las balas de la Bastilla, dejaban ver en aquel
hombre el hombre nuevo; en vano querría él mismo unir las
desgarraduras de su hábito para cubrir el pasado.
Una religión nueva se acerca; dos se van: la Iglesia y la
Realeza. ¿Qué hacer?
Feudalismo, Realeza, Iglesia: de estas tres ramas del
antiguo árbol, cae la primera el 4 de agosto; las otras dos se
agitan violentamente a impulsos de un viento huracanado;
luchan, se defienden, pero las hojas cubren ya el suelo. Nada
podrá resistir. ¡Perezca lo que deba perecer!<
Nada de retrocesos ni vanas lágrimas. Lo que cree morir
hoy, ¡cuánto tiempo hace, Dios mío, que estaba muerto,
concluido, estéril!
El abandono completo en que al llegar 1789 había dejado la
Iglesia al pueblo, la acusaba de una manera irrefutable,
concluyente. Desde hacía dos mil años únicamente la Iglesia
estaba encargada de instruir al pueblo y he aquí cómo había
cumplido su deber< Las piadosas fundaciones de la Edad
Media, ¿qué objeto tuvieron? ¿Qué deberes imponían al clero? ;
la salvación de las almas, su mejoramiento religioso, la
corrección de las costumbres, la humanización del pueblo< Era
vuestro discípulo, entregado a vosotros solos. Maestros, ¿qué
habéis enseñado?<
Después del siglo XII continuáis hablando una lengua que
no es la suya; el culto ha dejado de ser una enseñanza para él.
La predicación suplía en algo la falta de instrucción; poco a
poco cesa también, se calla o habla solamente para los ricos.
Habéis sido negligentes con los pobres, habéis desdeñado la
turba grosera< ¿Grosera? Lo es por vosotros. Por vosotros
existen dos pueblos: el de arriba excesivamente civilizado,
refinado; el de abajo, rudo y salvaje, cada vez más separados de
lo que lo estuvieran en su origen. Vuestro papel era llenar ese
hueco, elevar constantemente a los de abajo, hacer de los dos
pueblos uno solo.
Llega la crisis y no veo, en estas clases de las que habéis
sido dueños, ninguna cultura adquirida, ninguna dulcificación
de las costumbres; cuanto tienen lo deben a ellos mismos, al
instinto, a la Naturaleza, al vigor y a la savia que pone ella en
nosotros. El bien es de ellos, innato, y el mal, el desorden, ¿a
quién puede atribuirse sino a aquellos que respondían de sus
almas y las habían abandonado?
¿Qué son en 1789 vuestros famosos monasterios? ¿Qué
vuestras escuelas antiguas, ahora silenciosas? En ellas la hierba
crece y la araña teje su red< ¿Y vuestras cátedras?, mudas. ¿Y
vuestros libros?, vacíos. Pasa el siglo XVIII, un siglo de lucha y
ataques en que a cada momento vuestros adversarios os
incitaban a hablar, a obrar, si es que todavía vivíais<
Una sola cosa podría servir para defenderos; muchos de
vosotros lo piensan, pero ninguno se atreverá a decirlo. Y es
que desde hacía mucho tiempo la doctrina había muerto, que
no teniendo nada que decir nada decíais al pueblo, que habíais
vivido vuestra época, una edad de enseñanza y de polémica<
que todo pasa y se transforma; los cielos mismos pasaron.
Atacados formidablemente, no pudiendo separar el espíritu
cristiano de las formas exteriores del culto católico, no osando
ayudar al fénix a morir para que resucitara y viviera, todavía
habéis permanecido mudos, inactivos, en el santuario,
ocupando la plaza del sacerdote<pero el sacerdote ya no
estaba.
Salid del templo. Sois deudos del pueblo y debéis darle luz.
Salid, vuestra lámpara se ha apagado. Los que construyeron
esas iglesias y os las prestaron os piden que les sean devueltas.
¿Quiénes fueron esos? La Francia de entonces; devolvedlas a la
Francia de hoy.
Hoy (agosto de 1789) Francia se libra del diezmo y mañana
(el 2 de noviembre) se apoderará de vuestros bienes. ¿Con qué
derecho? Un gran jurista lo ha dicho: “Por derecho de
desherencia”. La Iglesia muerta no puede heredar. ¿A quién irá a
parar su patrimonio? A su autor, a la patria, donde nacerá la
nueva Iglesia.
El 6 de agosto, cuando la Asamblea se empeñaba en un
vivo debate sobre un empréstito proyectado por Necker, que
según declaración suya no bastaría para dos meses, un hombre
sube a la tribuna, un hombre que hasta entonces había hablado
pocas veces; en aquella ocasión pronuncia una sola frase: “Los
bienes eclesiásticos pertenecen a la nación”.
Grandes rumores< El hombre que había expresado
gráficamente la situación era Buzot, uno de los jefes de la futura
Gironda, joven y austera figura, ardiente y melancólica136, de
aquellas que llevan escrita en la frente el anuncio de su corto
destino.
El préstamo desfigurado, corregido, mutilado fue votado al
fin. Si difícil fue hacer que se votara, más difícil era realizarlo.
¿A quién iba a prestar el público? ¿Al antiguo régimen o a la
Revolución? No se sabía aún. Una cosa era más segura y clara
para todos los espíritus: la inutilidad; la inutilidad del clero, su
indignidad perfecta, el incontestable derecho que daba a la
nación sobre los bienes eclesiásticos. Eran demasiado conocidas
las costumbres de los prelados, la ignorancia del clero inferior.
Los curas tenían algunas virtudes, instinto de resistencia, pero
carecían de toda luz; allá donde dominaban eran un obstáculo a
la cultura del pueblo, lo hacían retroceder. Para no citar más
que un ejemplo, el Poitou, civilizado en el siglo XVI, se tornó
bárbaro bajo su influencia; preparaban la Vendée.
La nobleza veía esto tan claramente como el pueblo y pidió
un empleo más útil de tales y tales bienes de la Iglesia. Los
reyes lo habían visto también y muchos de ellos habían hecho
reformas parciales, la reforma de los Templarios, la de San
Lázaro y la de los Iesuitas. Había mucho más que hacer.
Fue un miembro de la nobleza, el marqués de Lacoste,
quien el 8 de agosto tomó la iniciativa en una proposición clara
y concreta: 1º Los bienes eclesiásticos pertenecen a la nación. 2º
El diezmo queda suprimido (sin hablar de conversión ni
compensaciones). 3º Los titulares tendrán sueldo. 4º Los
honorarios de los obispos y curas serán fijados por las
Asambleas provinciales.
Otro noble, Alejandro de Lameth, apoyó la proposición
explicando la materia y el derecho de las fundaciones, derecho
tan notablemente examinado por Turgot (1750) en la
Enciclopedia. “La sociedad —dice Lameth— puede en
cualquier momento suprimir todo instituto inútil”. Y concluyó
pidiendo que los bienes eclesiásticos fuesen ofrecidos en
garantía a los acreedores del Estado.
Grégoire y Lanjuinais atacaron esto con ardor y los
jansenistas, perseguidos por el clero, lo defendieron con no
menos vigor.
¡Hecho notable, que demuestra que el privilegio convertido
en derecho por la costumbre y el tiempo es más fuerte que la
ropa de Nessus, que no se podía arrancar sin arrancar la carne
misma! Los dos espíritus más vigorosos de la Asamblea, Sieyès
y Mirabeau, ausentes la noche del —l de agosto, deploraban el
resultado de la sesión. Sieyès era sacerdote y Mirabeau noble.
Mirabeau hubiera querido defender a la nobleza si el rey
hubiera entregado el cleroal pueblo para sacrificarlo. Sieyès
defendió al clero, sacrificado por la nobleza137.
Sieyès dijo que el diezmo era una verdadera propiedad.
¿Cómo?; por haber sido antes un donativo voluntario, un
donativo válido. A esto hubiera podido respondérsele en
términos de derecho, que un donativo es revocable por
ingratitud, por olvido o negligencia del fin para el que ha sido
hecho; este fin era la educación del pueblo, olvidada desde
hacía tanto tiempo por el clero.
Sieyès hacía valer en último caso que el diezmo no podía
arrebatarse a sus actuales poseedores, los cuales vivían con
conocimiento, previsión y deducción del diezmo. Esto sería —
decía— arrebatar a la Iglesia una renta legítima de setenta
millones de renta. El diezmo, en verdad, valía más de ciento
treinta millones. Darlo a los propietarios era una medida
eminentemente política, uniendo para siempre el más firme
elemento del pueblo, el agricultor, a la causa de la Revolución.
Este impuesto odioso y variable, según los países, que en
algunos llegaba al tercio de la cosecha, que encendía la guerra
entre el cura y el labriego, que obligaba a este a soportar,
durante el tiempo de cosecha, a una inquisición miserable, fue
defendido por el clero durante tres días enteros con una
irascible violencia.
“¡Cómo —gritaba un cura—, nos habéis invitado a
reunimos con vosotros en nombre del Dios de la paz! ¡Y era para
degollamos!”. El diezmo era lo más querido que tenían< Al
tercer día, viendo a todo el mundo volverse contra ellos,
comenzaron a someterse. Quince o veinte curas renunciaron,
entregándose a la generosidad de la nación. Los grandes
prelados, el arzobispo de París, el cardenal de La
Rochefoucauld, siguieron el ejemplo, renunciando en nombre
del clero. El diezmo fue abolido para siempre sin compensación
alguna; mantenido, sin embargo, por el momento, hasta que se
decidiera sobre el sueldo de los párrocos, lo que se hizo el 11 de
agosto.
La resistencia del clero no podía durar mucho. Tenía en
contra a casi toda la Asamblea. Mirabeau habló tres veces y
estuvo mucho más elocuente y hábil que de ordinario, haciendo
alarde de una finísima ironía encubierta en las más respetuosas
formas. Conocía de antemano el asentimiento que iba a
encontrar en la Asamblea y en el público. Las grandes tesis del
siglo XVIII fueron reproducidas allí, pasando como cosas
consentidas, admitidas ya por todos, incontestables y
axiomáticas. El espíritu de Voltaire se presentó allí terrible,
rápido y vencedor. La libertad religiosa fue consagrada en la
Declaración de los Derechos y no la tolerancia, palabra ridícula
que supone un derecho a la tiranía.
Aquella religión dominante y culto dominante que pedía el
clero, fueron tratados como se merecían. El gran orador, órgano
en aquella ocasión del siglo y de Francia, inutilizó aquella
palabra para toda legislación. “Si escribís eso —decía— tendréis
que reconocer también una filosofía dominante y sistemas
dominantes< Nada debe dominar más que el derecho y la
justicia”.
Cuantos conocían por la historia, por el estudio de la Edad
Media, la prodigiosa tenacidad del clero en defender sus más
mínimos intereses, pudieron juzgar en aquellos momentos lo
que el cura hace para salvar sus bienes, saca a relucir su bien
más preciado: su querida intolerancia.
Un hecho les alentaba: saber que la nobleza de provincias,
los parlamentarios, todo el antiguo régimen, estaban unidos al
clero en la resistencia común contra las resoluciones del 4 de
agosto. De tal modo, que aquella noche comenzaron a
arrepentirse y a apoyarlo.
Los privilegiados de toda la nación no comprendían que
sus representantes, los nobles, tomaran tales resoluciones y
estaban estupefactos, fuera de sí< Los agricultores, que habían
comenzado con actos de violencia, continuaban ahora con la
autoridad de la ley. Era aquella la ley que nivelaba, que
allanaba todos los obstáculos, que destruía la presión señorial y
armaba a Francia entera. ¡Todos armados, todos cazadores,
todos noblesl< ¡Y eran los nobles quienes habían votado
aquella ley que parecía ennoblecer al pueblo y desnoblecer a la
nobleza!
Si el privilegio pereciera, los privilegiados, nobles y
sacerdotes, desearían morir con él, porque después de tanto
tiempo estaban identificados, compenetrados con la
desigualdad y la intolerancia. ¡Preferible les era morir cien
veces que cesar de ser injustosl< No podían aceptar nada de la
Revolución, ni su principio escrito en la Declaración de los
Derechos, ni la aplicación del principio en su gran carta social
del 4 de agosto. Aunque el rey hubiese tenido alguna voluntad,
sus escrúpulos religiosos le arrastraban del lado de los nobles y
garantizaban su obstinación. Acaso hubiese aceptado la
disminución del poder real; pero el diezmo, cosa santa y la
jurisdicción del clero, su derecho a intervenir en los delitos secretos
desconocidos por la Asamblea, la libertad de las opiniones
religiosas proclamada< no, no; ¡esto no podía admitirlo un
príncipe creyente y timorato!
Seguramente él mismo, sin necesidad de influencia exterior
alguna, Luis XVI, rechazaría, intentaría, cuando menos, eludir
la sanción de la Declaración de los Derechos y los decretos del 4
de agosto.
De esto a hacerle obrar, defenderse, combatir, había aún
mucho camino que recorrer. Tenía horror al derramamiento de
sangre. Podía verse colocado en tales circunstancias que se le
impusiera la guerra y a la fuerza la aceptase; pero arrastrarle a
ella directamente, sacarle la resolución, la orden, no se podía ni
pensar siquiera.
La reina no podía esperar nada de su hermano José,
demasiado ocupado con su Bélgica. De Austria no podía
esperar más que los consejos del embajador Mercy d'Argenteau.
Las tropas no estaban seguras. Contaba con gran número de
oficiales de marina y con la mayoría de los regimientos suizos y
alemanes, y sobre todo confiaba en un excelente cuerpo de
ejército, veinticinco y treinta mil hombres situados en Metz y
sus alrededores al mando de un oficial adicto y enérgico que
había dado pruebas de un gran vigor, Bouillé. Había mantenido
estas tropas en una disciplina severa, en el alejamiento y el
desprecio del burgués y de la canalla.
El deseo de la reina fue siempre partir, presentarse en el
campamento de Bouillé y comenzar la guerra civil.
No pudiendo decidir al rey, ¿qué podía hacer?; esperar,
utilizar a Necker, comprometerle, utilizar a Bailly, a Lafayette,
dejar que continuara el desorden, la anarquía, ver si el pueblo,
al que se suponía influido por extraños impulsos, se alejaba de
sus agitadores que le dejaban morir de hambre. El exceso de
miseria debía calmarle, abatirle. De un día a otro los cortesanos
esperaban verlo pidiendo el antiguo régimen, los buenos
tiempos, rogando al rey que recobrara y ejerciera la autoridad
absoluta.
“Teníais pan bajo el rey. Ahora que tenéis doscientos reyes,
¡id a pedírselo!”. Esta frase, atribuida a un ministro de
entonces138, la dijera o no, era el pensamiento de la corte. El
triste estado de París servía bien a esta política. Es un hecho
cierto y terrible que en aquella ciudad de ochocientas mil almas
no hubo ninguna autoridad pública en tres meses, desde julio a
octubre.
Ningún poder municipal. Esta autoridad primitiva,
elemental, de todas las sociedades, estaba como disuelta. Los
sesenta distritos discutían y no hacían nada. Sus representantes
en el Ayuntamiento no hacían mucho más, concentrándose en
impedir que Bailly, el alcalde, obrase. Este hombre de estudio,
astrónomo, académico, no preparado para su nuevo papel,
permanecía siempre encerrado en el despacho de las
subsistencias, inquieto e intranquilo, no sabiendo nunca si
podría alimentar a París.
Ninguna policía. Estaba en las impotentes manos de Bailly,
El jefe de policía había presentado su dimisión y no había sido
reemplazado.
Ninguna justicia. La vieja justicia criminal aparece de pronto
tan adversa y contraria a las ideas, a las costumbres, tan
bárbara, que Lafayette pidió su inmediata reforma. Los jueces
debieron cambiar de prontos sus antiguos hábitos, aprender
formas nuevas, seguir procedimientos más humanos, pero más
lentos. Las prisiones quedaron desiertas y lo que más habían
temido las gentes quedó olvidado.
Ninguna autoridad de corporaciones. Los síndicos, los deanes,
etc., los reglamentos de los oficios fueron anulados por efecto
del 4 de agosto. Los oficios más celosos, aquellos cuyo acceso
hasta entonces había sido difícil, como los camiceros, cuyas
profesiones eran una especie de feudo, los panaderos, los
impresores, los peluqueros se multiplicaron. La imprenta tomó
un impulso enorme. Los peluqueros veían aumentar su número
al mismo tiempo que desaparecían sus prácticas. Los ricos
abandonaban París. Un periódico afirma que en tres meses se
firmaron en el Ayuntamiento sesenta mil pasaportes139.
Grandes reuniones habían tenido lugar en el Louvre y en
los Campos Elíseos; los peluqueros, los cordoneros, los sastres.
Llegaba la guardia nacional, los disolvía, con brutalidad
muchas veces. Dirigían al Ayimtamiento quejas y peticiones
imposibles; mantener los antiguos reglamentos o hacerlos de
nuevo, fijar el precio de los jornales, etc. Los criados, dejados en
la calle por sus amos, que se iban, querían regresar cada uno a
su tierra.
A cuantos conozcan la historia de otras revoluciones
maravíllará que en esta situación miserable y hambrienta de
París, sin autoridad, ocurriese solamente un escaso número de
violencias graves. Una palabra, una observación razonable, una
broma, muchas veces bastaba para detener a un agresor. Sólo
en los primeros días que siguieron al 14 de julio hubo actos
violentos. El pueblo, dominado por la idea de que era
traicionado, buscaba a su enemigo a ciegas y cometió torpes
errores. Muchas veces Lafayette intervino a punto y fue
escuchado, salvando así muchas personas140.
Cuando pienso en los tiempos que siguieron a nuestra
época, tan interesada y de tan gran molicie, no puedo menos de
admirar que la extrema miseria no ha azotado nulamente este
pueblo, no le ha sujebdo más en su esclavitud. Supieron sufrir y
supieron ayunar. Las grandes cosas que en tan poco tiempo se
habían realizado, el Iuramento del Iuego de Pelota, la toma de
la Bastilla, la noche del 4 de agosto, habían puesto en todos una
idea nueva de la dignidad humana. Necker marcha el 11 de
julio; vuelve tres semanas después y no reconoce al pueblo.
Dussauh, que había vivido sesenta años del antiguo régimen,
no sabe donde está ya la vieja Francia. “Todo está cambiado —
dice—, el vestido, el aspecto de las calles, las banderas. Los
conventos están llenos de soldados, las tienduchas son cuerpos
de guardia. Por todas partes gente joven se ejercita en el manejo
de las armas; los chiquillos quieren iminrlos, los siguen y llevan
bien el paso. Octogenarios montan la guardia con sus bisnietos:
“Quién hubiera creído —me dicenque tendríamos la dicha de
morir libres”.
Hecho poco notado: a pesar de tal y tal violencia del
pueblo, su sensibilidad había aumentado y ya no era capaz de
ver con sangre fría los atroces suplicios que en el antiguo
régimen habían sido su espectáculo favorito. En Versalles un
hombre iba a ser condenado a la rueda por parricida; había
levantado su cuchillo contra una mujer, e interponiéndose su
padre, recibió la herida y la muerte que quiso evitar. El pueblo
encontró el suplicio más bárbaro que el delito que se quería
castigar e impidió la ejecución.
El corazón del hombre había recibido el juvenil calor de
nuestra Revolución. Latía más vivo; era más apasionado que lo
fue nunca, más violento, pero más generoso. Cada sesión de la
Asamblea ofrecía el conmovedor interés de los donativos
patrióticos que una verdadera multitud llevaba. La Asamblea
Nacional se vio obligada a convertirse en cajero. A ella se va
para todo; las peticiones, los donativos y las quejas. Su estrecho
recinto es la casa de Francia. Los pobres, sobre todo, eran los
más pródigos en dar. Un joven entrega sus economías,
seiscientas libras, penosamente reunidas. Pobres mujeres de
artesanos entregaban cuanto tenían, sus alhajas, los recuerdos
que recibieron al casarse. Un labrador declaraba que ofrecía tal
cantidad de trigo. Un estudiante ofrece lo que sus parientes le
envían, sus aguinaldos< Donativos de niños, de mujeres;
generosidad del pobre, de la viuda; cosas pequeñas, pero tan
grandes ante la patria, ¡ante Dios!
La Asamblea, entre las ambiciones, las disidencias, las
miserias morales que la dividían, estaba conmovida, asombrada
por aquella magnanimidad del pueblo. Cuando fue Necker a
exponer la miseria de Francia y a solicitar, para vivir al menos
dos meses todavía, un empréstito de treinta millones, muchos
diputados pidieron que fuese garantizado con los bienes
propios de los miembros de la Asamblea. Foucault, verdadero
gentilhombre, hizo la primera proposición: ofreció invertir en el
empréstito seiscientas libras que constituían toda su fortuna.
Todavía se hacía un sacrificio mayor que el del dinero,
sacrificio que hacían todos, pobres y ricos, el de su tiempo, el de
su pensamiento constante y toda su actividad. Las
municipalidades que se formaban, las administraciones
departamentales que se organizaron, absorbían al ciudadano
enteramente y sin reserva. Muchos hacían llevar su lecho a las
oficinas y trabajaban noche y día141. Al mérito de la fatigg se
unía el del peligro. Las masas que sufrían, desconfiaban
siempre, acusaban, amenazaban. Las traiciones de la antigua
administración hacían la nueva sospechosa. Aquellos nuevos
magistrados que trabajaban por salvar a Francia ponían en
riesgo su vida.
¡Y el pobre! ¡El pobre! ¿Quién narrará sus sacrificios?
Durante la noche montaba la guardia; a las cuatro o las cinco de
la mañana se ponía a la cola en la puerta del panadero; tarde,
bien tarde, tenía su pan. El día era odioso; el taller cerrado< Y
qué digo, ¿el taller? Casi todos carecían de trabajo. Qué digo, ¿el
panadero? El pan faltaba, pero mucho más todavía el dinero
para tenerlo. Triste, en ayunas, el desdichado erraba por las
calles, se entretenía en las plazas, prefiriendo estar vagabundo a
escuchar en su casa las quejas y el llanto de sus hijos. Así, el
hombre que no tenía más que su tiempo, sus brazos para vivir y
alimentar a su familia, los consagraba preferentemente al gran
negocio, a la salvación pública. ¡Y olvidaba la suya!
¡Noble y generosa nación! ¿Por qué conocemos tan mal esta
época heroica? Los hechos terribles y violentos que siguieron
han hecho olvidar los sacrificios que marcaron el comienzo de
la Revolución. Un fenómeno más grande que todo suceso
político se apareció entonces al mundo: la potencia del hombre,
por la que el hombre es Dios, había aumentado la potencia del
sacrificio.
1789

Dificultad de las subsistencias. —Cómo era de agobiadora la situación.


—¿Podía el rey detenerlo todo? —Larga discusión del veto. —
Proyectos secretos de la corte. —¿Habrá una camara o dos? —La
escuela inglesa. —La Asamblea tenía necesidad de ser disuelta y
renovada. —Era heterogénea, discordante, impotente. —Discordia
interior de Mirabeau, su impotencia.

La situación empeoraba. Francia, entre dos sistemas, el antiguo


y el nuevo, se agitaba sin avanzar. Además tenía hambre.
París, preciso es reconocerlo, vivía de casualidad. La
subsistencia, siempre incierta, dependía de la llegada de un
convoy de la Beauce o de un barco de Corbeil. El
Ayuntamiento, con inmensos sacrificios, hacía bajar el precio
del pan, resultando de esto fue que desde diez leguas a la
redonda y aun más venían labriegos y aldeanos a surtirse de
pan en París. Se trataba de alimentar a un vasto país entero. Los
panaderos se ganaban los cuartos vendiendo bajo mano al
campesino y después, cuando los parisinos encontraban su
tienda vacía, echaban la culpa a la falta de previsión de la
administración, que no aprovisionaba París. La incertidumbre
del día siguiente, las vanas alarmas aumentaban aún más las
dificultades; cada uno acaparaba y ocultaba lo que podía. La
administración, con el agua al cuello, buscaba alimentos por
todas partes y los adquiría por grado o por fuerza. Muchas
veces las harinas en camino hacia París eran retenidas por los
pueblos por donde pasaban que tenían necesidades
apremiantes. París y Versalles compartían, pero Versalles
guardaba, según rumores públicos, la mejor harina y hacía un
pan superior. Gran motivo de celos. Un día en que los de
Versalles cometieron la imprudencia de detener para ellos un
convoy destinado a París, Bailly, el respetuoso Bailly, escribió a
Necker diciéndole que si no se restituían a París las harinas,
treinta mil hombres irían a buscarlas inmediatamente. El temor
había hecho osado a Bailly. Su cabeza peligraba si llegase el
caso de que faltaran provisiones. A medianoche no había
todavía más que la mitad de las harinas necesarias para el
mercado de la mañana siguiente142.
El aprovisionamiento de París era una especie de guerra. La
guardia nacional servía para proteger tal llegada y asegurar tal
y tal compra; se adquiría trigo y pan a mano armada.
Encerrados en sus comercios, los almacenistas no querían
vender; los molineros no querían moler. Los especuladores
estaban aterrados. Un folleto de Camille Desmoulins señaló y
amenazó a los hermanos Leleu, que tenían el monopolio de los
molinos reales de Corbeil. Un individuo que pasaba por agente
principal de una poderosa compañía de acaparadores se mató o
fue asesinado en un bosque cercano a París. Esto produjo la
bancarrota de la compañía, inmensa, de más de cincuenta
millones. No es inverosímil que la corte, que tenía grandes
sumas colocadas en aquella compañía, las retirara bruscamente
para pagar sus sueldos a una multitud de oficiales llamados a
Versalles, acaso para llevar la corte a Metz, y que sin dinero no
podía comenzar la guerra civil.
Era ya esta una guerra contra París, y seguramente peor
que retenerlo en aquella paz. ¡Sin trabajo y con hambre!
“Veía —dice Bailly— buenos mercaderes, merceros,
orfebres de distintas clases que solicitaban ser admitidos entre
los mendigos ocupados en remover tierras en Montmartre.
¡Imaginaos lo que yo sufría!”. No sufría bastante. En sus
memorias mismas se le ve ocupado en pequeñas vanidades, en
saber con qué fórmula honorífica comenzará el sermón de la
bendición de las banderas.
Y la misma Asamblea Nacional no sufría lo bastante los
sufrimientos del pueblo. De otro modo se hubiese
entusiasmado menos en el interminable debate de su escolástica
política. Creía, sin duda, que debía acelerar la marcha de las
reformas, destruir todos los obstáculos, abreviar aquel mortal
camino donde Francia estaba entre el orden antiguo y el nuevo
orden. Todo el mundo veía la cuestión claramente. Únicamente
la Asamblea no la veía. A pesar de la bondad de sus intenciones
y de sus grandes inteligencias, parecía sentir poco la situación.
No sólo la retardaban las resistencias reales, aristocráticas y
clericales que llevaba en su seno, sino que los más de sus
ilustres miembros conservaban sus costumbres del foro o la
Academia, literatos o abogados, que eran casi todos.
Debía a cualquier costa, sin palabrería y sin tardanza,
obtener la sanción de los decretos del 4 de agosto, enterrando al
mundo feudal; quería de estos decretos generales deducir las
leyes políticas y las leyes administrativas que determinarían la
aplicación de las primeras; es decir, quería organizar, armar la
Revolución, darle forma, haciendo de ella un ser vivo. Así sería
menos peligrosa que dejándola flotante, desbordada, vaga y
terrible como un elemento, como una inundación, como un
incendio. Fue para París una explosión cuando supo que la
Asamblea se ocupaba solamente en averiguar si reconocería al
rey el derecho absoluto de impedir (veto absoluto) o el derecho de
aplazar, suspender, dos años, cuatro años, seis años, para gentes
que no sabían si al siguiente día seguirían vivos.
Lejos de avanzar, visiblemente se notaba que la Asamblea
retrocedía. Hizo dos elecciones retrógradas y tristemente
significativas. Nombró presidente al obispo de Langres, La
Luzerne, partidario del veto, y después a Mounier, también
partidario del veto.
Se burlaban del apasionamiento con que el pueblo tomaba
esta cuestión. Muchos miembros de la Asamblea creían que el
veto era una persona o un impuestoz. No había nada de risible
en esto. Sí; el veto era un impuesto si impedía las reformas, si
impedía la disminución del impuesto. Sí, el veto era
eminentemente personal; un hombre decía: Impido, sin razón,
sin argumentos y todo estaba dicho; no se podía ir más allá.
Sèze creyó trabajar hábilmente por esta causa, diciendo que se
trataba no de una persona, sino de una voluntad permanente, más
fija y segura que ninguna Asamblea.
¿Permanente?< según la influencia de los cortesanos, de
los confesores, de las amantes, de las pasiones, de los intereses.
Suponiéndola permanente, esta voluntad puede ser muy
personal, muy opresiva, si, cuando todo cambia alrededor de
ella, ella no cambia ni se mejora. ¿Qué es esto sino continuar
una política, un interés pasado, con la sangre y la tradición en
toda una dinastía?
Las leyes escritas en otras circunstancias completamente
distintas de las presentes, concedían al rey la sanción o la
negativa de sanción. Francia se había fiado al poder real contra
los privilegiados. Pero ahora que este poder era su auxiliar,
¿para qué la sanción de las leyes? ¿Para exponerlas a la
negativa?< ¡Tanto valdría volver a levantar los muros de la
Bastilla!
El ancla de salvación que quedaba a los privilegiados era el
veto real. Se estrechaban alrededor del rey, se abrazaban al rey
en su naufragio, querían que corriera su mismo riesgo, que
soportara su misma suerte, que se salvara con ellos o con ellos
pereciera.
La Asamblea discutió la cuestión como si se tratara de un
puro combate de sistemas.
París, en tanto, ve que aquello no es una cuestión, sino una
crisis, la gran crisis y la causa total de la Revolución, que era
preciso salvar o perder: ser o no ser, nada menos.
Y París solo tenía razón. Las revelaciones de la Historia y la
conducta del partido de la corte nos autorizan a decirlo. El 14
de julio nada había cambiado; el verdadero ministro era
Breteuil, el confidente de la reina. Necker no estaba allí más que
en apariencia para las responsabilidades. La reina pensaba
siempre en la fuga, en la guerra civil; su corazón estaba en
Metz, en el campamento de Bouillé. La espada de Bouillé era el
solo veto que le agradaba.
Se puede creer sin vacilación que la Asamblea no se había
dado menta de que era por sí sola una Revolución. La mayor
parte de los discursos allí pronunciados hubieran servido lo
mismo para otro siglo y otro pueblo. Uno solo es útil y encarna
en la situación, el de Sieyès, rechazando el veto. Allí demostró
claramente que el verdadero remedio a los conflictos recíprocos
de los poderes no estaba en constituir así árbitro y juez al poder
ejecutivo, sino en hacer frecuentes llamamientos al poder
constituyente que reside en el pueblo. Una Asamblea puede
equivocarse, pero este riesgo es infinitamente mayor en el
depositario inamovible de un poder hereditario, sin saberlo o
conscientemente, guiado por intereses que no sean los de la
patria, por intereses de dinastía o de familia.
Definió el veto diciendo: “Es una prohibición lanzada por
un solo individuo contra la voluntad general”.
Otro diputado dijo una cosa de buen sentido: “Si la
Asamblea está dividida en dos cámaras, teniendo cada una un
veto, se puede temer poco del abuso del poder legislativo, y por
lo tanto no hay necesidad de poner un nuevo obstáculo dando
el veto al rey”.
Para la cámara única hubo quinientos votos; la división en
dos cámaras no alcanzó más que cien votos. La multitud de
nobles que no tenían fuerzas suficientes para entrar en la alta
cámara, no quisieron crear para los grandes señores un Senado
a la inglesa.
Los razonamientos de los anglómanos, presentados
entonces con talento por Lally, Mounier, etc., más tarde
reproducidos obstinadamente por madame de Staël, Benjamin
Constant y tantos otros, habían sido refutados y destruidos
antes por Sieyès en un capítulo de su libro sobre el Tercer
Estado. ¡Hecho verdaderamente admirable! Aquel poderoso
lógico, sólo por la potencia de su espíritu, no habiendo estado
nunca en Inglaterra, conociendo poco su historia, ¡había
obtenido ya los resultados que ofrece el estudio minucioso de
su presente y de su pasado144! Había visto perfectamente que
aquella famosa balanza de tres poderes, siendo efectiva
produciría la inmovilidad, una pura comedia, una mistificación
en provecho sólo de uno de los poderes (aristocrático en
Inglaterra, monárquico en Francia). Inglaterra ha sido siempre y
será una aristocracia. El arte de esta aristocracia es haber
perpetuado su poder, no haber dado parte al pueblo, logrando
encontrar a su actividad un campo exterior, abrirle una
corriente145; y de este modo Inglaterra se ha extendido por todo
el globo. Necker dirigió una proposición a la Asamblea
proponiendo se concediera el veto al rey, el veto suspensivo, el
derecho de aplazar hasta la segunda legislatura lo que se
hubiese acordado en la primera.
Aquella Asamblea parecía cercana a la disolución. Nacida
antes de la gran revolución, ya comenzada, era profundamente
heterogénea, inorgánica, como el bache del antiguo régimen de
donde acababa de salir. A pesar del nombre de Asamblea
Nacional con que Sieyès la bautizó, permanecía feudal; no era
otra cosa que los antiguos Estados Generales. Siglos enteros
habían pasado por ella desde el 5 de mayo al 31 de agosto.
Elegida con el procedimiento antiguo y según el derecho
bárbaro, representaba a dos o trescientos mil nobles o
sacerdotes del mismo modo y en igual parte que a la nación. El
Tercer Estado, reuniéndose a los otros dos, se había debilitado y
enervado. A cada instante, sin darse cuenta incluso, les
ayudaba. No tomaba medida alguna que no fuese término
medio, bastardo, impotente, peligroso. Los privilegiados, que
trabajaban con la corte para deshacer la Revolución, confiaban
obtener su éxito en la Asamblea misma.
Aquella Asamblea, a pesar de los grandes talentos que
tenía, era monstruosa por el incurable desacuerdo de sus
elementos. ¿Qué fecundidad, qué generación puede esperarse
de un monstruo?
He aquí lo que decía el buen sentido, la fría razón. Los
moderados que, como parece natural, debían conservar más
serenidad, menos turbación, no advirtieron nada. ¡Hecho
extraño! La pasión vio más claro; notaba y sentía que todo
estaba en peligro, todo eran obstáculos en aquella doble
situación y se esforzó en salir pronto del trance. Pero como era
pasión y violencia, inspiraba una desconfianza infinita,
encontraba dificultades enormes, y para vencerlas redoblaba su
violencia, y esto le creaba nuevos obstáculos.
El monstruo del tiempo, es decir, la discordia entre los dos
principios, su impotencia para crear nada vital, necesita para
ser bien conocido encarnarse en un hombre. La unidad de la
personalidad, la gran unidad de las facultades llamada genio,
no sirven de nada si en este hombre y este genio las ideas
luchan entre sí, si los principios y doctrinas luchan de manera
encarnizada dentro de él.
No conozco espectáculo más triste para la naturaleza
humana que el que allí ofreció Mirabeau. Habla en Versalles en
pro del veto absoluto, pero en términos tan oscuros, que no se
sabe si habla en pro o en contra.
Aquel mismo día en París sostienen sus amigos en el Palais
Royal que Mirabeau ha combatido el veto. Inspiraba tanta
adhesión personal a los jóvenes que le rodeaban, que no
dudaron en mentir a sabiendas para salvarle. “Le amo como a
una amante”, dijo Camille Desmoulins. Sabido es que uno de
los secretarios de Mirabeau intentó suicidarse al verle muerto.
Los embusteros, exagerando la mentira, como ocurre
siempre, para que sea más fácilmente creída, afirmaron que a la
salida de la Asamblea Mirabeau había sido esperado, seguido y
herido traidoramente con una espada< Todo el Palais Royal se
conmovió y alborotó, conviniendo todos en que era preciso
constituir una guardia de doscientos hombres para el pobre
Mirabeau.
En aquel raro discurso146 sostuvo el viejo sofisma de que la
sanción real era una garantía de la libertad, que el rey era una
especie de tribuno del pueblo, su legítimo representante. Un
representante irrevocable, irresponsable y que no rinde nunca
cuentas.
Mirabeau era sinceramente monárquico, y como tal, no
tuvo escrúpulo en recibir más tarde una pensión para conservar
mesa abierta con los diputados. Decía que, después de todo, no
defendía más que sus propias convicciones. Algo le corrompía
más que el dinero, lo que menos hubiera podido adivinarse en
aquel hombre tan valiente en los ademanes y en el lenguaje. ¿Y
qué era? ¡Tenía miedo! Miedo de la Revolución que aumentaba,
que crecía< Veía a este joven gigante que le dominaba, que
pronto le arrastraría< Y entonces se refugiaba en el llamado
orden antiguo, verdadero desorden, verdadero caos< En
aquella lucha imposible fue salvado por la muerte.
1789

Agitación de París por la cuestión del veto, 30 de agosto. —Estado de


la prensa. Multiplicación de los periódicos. —Tendencias de la prensa.
—La prensa es todavía realista eLoustalot, redactor de Las
Revoluciones de París. —Su proposición del 31 de agosto rechazada en
el Ayuntamiento. —Complot de la corte conocido por Lafayette y por
todo el rnundo. —Comienza la oposición de la guardia nacional y del
pueblo. —Conducta incierta de la Asamblea. —Volney propone que
sea disuelta, 18 de septiembre. —Impotencia de Necker, de la
Asamblea, de la corte, del duque de Orleáns. —La prensa misma
también impotente.

Acabamos de ver dos cosas: la situación era intolerable, la


Asamblea era incapaz de poner remedio.
¿Podría destruir las dificultades un movimiento popular?
Esto no podía realizarse más que siendo el movimiento del
pueblo espontáneo, vasto, unánime, como lo fue el 14 de julio.
La efervescencia era grande, la agitación viva, pero todavía
parcial. Desde el primer día que fue planteada en la Asamblea
la cuestión del veto (el domingo 30 de agosto), París entero se
alarma; el veto absoluto aparece como la anulación de la
soberanía del pueblo. Como casi siempre, el Palais Royal se
coloca a la vanguardia. Acordó enviar una comisión a Versalles
para advertir a la Asamblea de que se notaba en su seno una
liga favorable al veto, que se sabía el nombre y número de los
comprometidos y que si no renunciaban a su propósito París
estaba decidido a ponerse en marcha e ir a Versalles. En efecto,
algunos centenares de hombres partieron a las diez de la noche;
marchaba a su cabeza un hombre ciego, violento y admirado
por la multitud por su fuerza corporal y su voz estentórea, el
marqués de Saint-Hururge. Prisionero del antiguo régimen por
petición de su mujer, linda, galante y de mucha reputación, era
un enemigo furioso del antiguo régimen, un campeón ardiente
de la Revolución. En los Campos Elíseos la gente que conducía,
ya bastante disminuida, encuentra un grupo de guardias
nacionales enviados por Lafayette que impedían el paso.
El Palais Royal envió uno tras otro tres o cuatro
comisionados al Ayuntamiento para obtener el pase. Se quería
hacer la expedición legalmente, con el consentimiento de la
autoridad. Inútil es decir que no se consiguió.
Entretanto, otra tentativa se hacía en el Palais Royal.
Cualquiera que fuese su resultado, debía producir al menos el
de poner la gran cuestión del día a discusión en todo París; así
no podría ser decidida y resuelta por sorpresa en Versalles.
París miraba a la Asamblea, la vigilaba por su pueblo, por su
prensa y por su Asamblea, por la gran Asamblea parisién, una,
aunque dividida en sus sesenta distritos.
El autor de la proposición era un joven periodista. Antes de
referirla debemos dar una idea del movimiento que en la
prensa se realizaba.
Aquel despertar súbito de un pueblo llamado de pronto a
conocer sus derechos, a decidir su suerte, había condensado
toda la actividad del tiempo en el periodismo. Los espíritus más
especulativos se habían sentido arrastrados al terreno de la
práctica. Toda ciencia, toda literatura quedó paralizada; la vida
política lo absorbió todo.
En cada gran momento de 1789 hubo una verdadera
erupción de periódicos:
1- En mayo y junio, con motivo de la apertura de los
Estados Generales, ven la luz una gran cantidad. Mirabeau
publica El Correo de Provenza, Gorsas El Correo de Versalles,
Brissot El Patriota Francés, Barriere El Punto del día, etc., etc.
2- La víspera del 14 de julio aparece el más popular de
todos los periódicos: Las Revoluciones de París, redactado por
Loustalot.
3- Los días 5 y 6 de octubre aparecen El Amigo del Pueblo
(Marat) y Los Anales Patrióticos (Carra y Mercier). Poco después
Camille Desmoulins publica El Correo de Brabante, el más
espiritual de todos seguramente, y luego aparece uno de los
más violentos, El Orador del Pueblo, de Fréron.
El carácter general de este gran movimiento que lo hace
digno de admiración, es que a pesar de los matices, hay casi
unanimidad. Sólo un periódico disiente.
La prensa ofrece la imagen de un vasto concilio, donde
cada uno habla preocupado del interés común, evitando toda
mutua hostilidad. La prensa en esta primera edad, luchando
contra el poder central, manifiesta generalmente la tendencia de
fortificar los poderes locales y exagerar los derechos de la
comunidad contra el Estado. Si se pudiera ya emplear el
lenguaje de los tiempos que van a venir, podría decirse que en
aquella época todos parecían federalistas. Mirabeau no lo fue
tanto como Brissot o Lafayette. Este admitía la independencia
de las provincias en el caso de que la libertad llegase a ser
imposible para Francia entera. Mirabeau se resignaba a ser
conde de Provenza; él lo dice en esos mismos términos.
A pesar de todo eso, la prensa que luchaba contra el rey es
en general monárquica. “No éramos entonces —dice Camille
Desmoulins— más de diez republicanos en toda Francia”. No
hay que preocuparse de la trascendencia de la frase. En 1788 el
violento d'Éprémesnil había dicho: “Es preciso desborbonizar a
Francia”. Pero era solamente para hacer rey al Parlamento.
Mirabeau, que parecía condenado a ser víctima de todas las
contradicciones, hizo traducir e imprimir con su nombre en
1789, en el momento mismo en que tomaba la defensa de la
realeza, el violento librito de Milton contra los reyes. Sus
amigos lo suprimieron.
Dos hombres trabajaban por la República: uno de los más
fecundos escritores de la época, el infatigable Brissot y el
brillante, el elocuente, el mordaz Camille. Su libro Francia libre
contiene una historieta violentamente satírica de la monarquía.
Allí demuestra que este principio de orden y de estabilidad ha
sido en la práctica un perpetuo desorden. La realeza
hereditaria, para librarse de todos los inconvenientes que le son
inherentes, tiene una palabra que responde a todo: la paz, lo
cual no ha impedido que por las minorías de los reyes y las
querellas de sucesión, a poco más tiene Francia una guerra
perpetua: guerras de ingleses, guerras de Italia, guerras de la
sucesión de España147, etc.
Robespierre ha dicho que la República se había introducido
en los partidos sin que nadie lo notase. Más exacto hubiera sido
diciendo que la realeza misma la había introducido y había
antes preparado todos los espíritus. Si los hombres renuncian a
gobernarse ellos mismos es porque la realeza se presenta como
una simplificación que facilita y libra de esfuerzos y virtudes<
Pero, ¿y cuando es un obstáculo?< Se puede afirmar que la
realeza enseña el camino hacia la República, que la realeza ha
obligado a Francia a alejarse, desconfiar y pensar. Por suerte, el
primer periodista de la época no era Mirabeau, ni Camille
Desmoulins, ni Brissot, ni Condorcet, ni Mercier, ni Carra, ni
Gorsas, ni Marat, ni Barrère. Todos publicaban periódicos,
algunos de gran tirada. Mirabeau tiraba diez mil ejemplares de
su famoso Correo de Provenza.
Las Revoluciones de París tiró de algunos de sus números
hasta doscientos mil ejemplares, la más extensa publicación
alcanzada hasta entonces.
El redactor no firmaba. El impresor firmaba Prudhomme.
Este nombre ha llegado a ser uno de los más conocidos del
mundo. El redactor desconocido era Loustalot.
Loustalot, muerto en 1790 a los veintinueve años, era un
hombre serio, honrado y laborioso. Escritor mediocre, pero
grave, de una gravedad apasionada, su originalidad consistía
en contrastar con la ligereza de los demás periodistas. En su
violencia misma se nota un esfuerzo de la voluntad por ser
justo. El pueblo le prefiere a todos los demás.
No era indigno de esta preferencia. Al comienzo de la
Revolución dio más de una prueba de animosa prudencia.
Cuando los guardias franceses castigados fueron librados por el
pueblo, declaró que no había más que una solución para aquel
asunto: que los prisioneros libertados volviesen
espontáneamente a sus cárceles y que los electores, la Asamblea
Nacional, exigiesen del rey el perdón para ellos. Cuando un
movimiento popular puso en peligro al buen La Salle, el
valiente comandante de la ciudad, Loustalot, tomó su defensa,
lo justificó y tranquilizó los espíritus. En el alboroto de los
criados que pedían la muerte de los saboyanos, se mostró tan
firme y severo como juicioso.
Verdadero periodista, era hombre del momento, no del día
siguiente. Cuando Camille Desmoulins publicó su libro Francia
libre, donde suprime al rey, Loustalot lo calificó de exagerado, y
a pesar de tributarle varios elogios, llamó a Camille cabeza
exaltada.
Marat, poco conocido entonces, atacó violentamente a
Bailly en El Amigo del Pueblo y Loustalot lo defendió como
hombre y como funcionario.
Ejercía el periodismo como una función pública, como un
sacerdocio, una especie de magistratura. Sin tendencia alguna a
las abstracciones, viviendo únicamente en la multitud,
sintiendo y viendo sus necesidades y sufrimientos, se ocupa,
ante todo, de las subsistencias, de la gran cuestión del
momento, del pan. Propone que se adquieran máquinas para
moler el trigo antes. Va con frecuencia a Montmartre a ver a los
infelices a quienes allí se ha dado trabajo. Loustalot encontraba
en la bondad de su corazón palabras consoladoras, de una
compasión dolorosa, para aquellos desventurados que a fuerza
de miseria habían perdido la forma humana, para aquel
deplorable ejército de fantasmas o esqueletos que causaban más
que piedad terror.
París no podía permanecer así. Era preciso destruir la
realeza absoluta y fundar la libertad. En la mañana del lunes 31
de agosto, encontrando Loustalot los espíritus más tranquilos
que en la noche del domingo, pronunció una arenga en el Palais
Royal. El remedio —dijono está en ir a Versalles. Y presentó
una proposición menos violenta, más hábil. Consistía esta en ir
al Ayuntamiento y obtener la convocatoria de los distritos, y en
estas asambleas presentar estas cuestiones:
1ª ¿Cree París que el rey tiene el derecho de vetar?
2ª ¿Puede París confirmar o anular el nombramiento de sus
diputados?
3ª Si nombramos a los diputados, ¿podemos darles un
mandato especial para rechazar el veto?
4ª Si confirmamos a los antiguos, ¿debemos pedir a la
Asamblea que ¡place la discusión?
La medida propuesta, eminentemente revolucionaria, ilegal
(antimnstitucional, si hubiera habido constitución), respondía
tan profundamente a las necesidades del momento, que pocos
días después fue reproducida, en su parte principal, en lo
referente a la disolución de la Asamblea, en la Asamblea
misma, por uno de sus más eminentes miembros.
Loustalot y la comisión del Palais Royal fueron muy mal
recibidos en el Ayuntamiento, que rechazó su proposición, y al
día siguiente el mismo Loustalot fue acusado en la Asamblea.
Una carta amenazadora que había recibido el presidente con la
firma de Saint-Hururge falsificada, acabó de irritar los espíritus.
Saint-Hururge fue detenido y la guardia nacional aprovechó un
momento de tumulto para cerrar el café de Foy. Las reuniones
del Palais Royal fueron prohibidas y disueltas por la autoridad
municipal.
Lo raro es que el ejecutor de estas medidas, Lafayette, en
aquellos momentos y toda su vida había sido republicano de
corazón. Toda su vida soñó con la República y sirvió a la
realeza.
Una realeza democrática o una democracia real le parecía
transición Ixesaria. Deseaba estas dos experiencias para llegar a
su ideal.
La corte entretenía a Necker y a la Asamblea, pero no
engañaba a Lafayette. Y no obstante Lafayette la servía,
conteniendo a París. El honor de las primeras violencias
populares, de la sangre vertida, le hacía zlroceder ante el temor
de un nuevo 14 de julio. Pero la guerra civil çae preparaba la
corte ¿costaría menos sangre? Grave y delicada cuesIiìn para el
amigo de la humanidad.
Lafayette lo sabía todo. El 13 de septiembre invitó a cenar
en su casa al viejo almirante d'Estaing, comandante de la
guardia nacional en Versalles, y de él supo noticias de la corte
que ignoraba. Aquel bravo hombre, que se creía en posesión de
las más íntimas Confidencias del rey y de la reina, supo que se
había vuelto a pensar en el fatal proyecto de trasladar al rey a
Metz, es decir, comenzar la guerra civil; supo que Breteuil lo
preparaba todo de acuerdo con el embajador de Austria, que se
acercaban a Versalles mosqueteros, gendarmes y 9.000 soldados
de la casa del rey, cuyos dos tercios eran gentilhombres, que se
tomaría Montargis, donde se unirían a un hombre de acción, el
barón de Vioménil, que había luchado en casi todas las guerras
del siglo, recientemente en la de América, y que se había
entregado violentamente a la contrarrevolución, acaso por celos
de Lafayette, que en la Revolución parecía desempeñar el
principal papel. Dieciocho regimientos, especialmente los
carabineros, no habían prestado juramento a la Asamblea. Estos
soldados eran suficientes para cerrar todos los caminos de
París, copar sus convoyes y hacer morir de hambre la ciudad.
No faltaba dinero para la loca aventura; se había recogido y
sacado de todas partes; se creía poder contar con millón y
medio mensual; el clero supliría el resto; un procurador de los
benedictinos había dado cien mil escudos de una sola vez.
El lunes 14 escribió el viejo almirante a la reina: “La víspera
de un combate naval he dormido siempre tranquilamente; pero
después de vuestra terrible revelación no he podido cerrar los
ojos<”. Al recibirla en la mesa de Lafayette temblaba al pensar
que un solo criado se pudiera enterar. “He observado que una
sola palabra podía convertirse en una señal de muerte”. A lo
cual Lafayette, con su flema americana, hubiera podido
responder “que era preferible que uno solo muriese por la
salvación de todos”. La única cabeza en peligro hubiera sido la
de la reina.
El embajador de España dijo algo parecido a d'Estaing,
conocedor de que a un hombre de gran posición se le había
propuesto firmar una lista de conspiradores que la corte hacía
circular.
De este modo, este profundo secreto, este misterio corría
por los salones el día 13; del 14 al 16 rodaba por las calles de
boca en boca. El día 16 los granaderos de las guardias francesas,
convertidos en guardia nacional pagada, declararon que
querían ir a Versalles para reanudar su anterior servicio,
guardar el castillo, el rey. El día 22 Las Revoluciones de París
narraba el gran complot. Toda Francia lo leía.
Lafayette, que se creía fuerte, demasiado fuerte (así lo decía
él), quería de una parte contener a la corte, haciéndole temer a
París, y de otra contener a París, reprimiendo toda agitación por
medio de sus guardias nacionales. Usaba y abusaba de su celo
para hacer callar a los alborotadores, imponer silencio al Palais
Royal, impedir los agrupamientos; hacía una minúscula guerra
de policía, de vejaciones contra la multitud, soliviantada por los
mismos temores que él tenía. Conocía el complot y disolvía y
detenía a los que hablaban de ello. Lo hizo tan bien, que creó la
más funesta oposición entre la guardia nacional y el pueblo. La
gente comenzó a notar que los jefes y los oficiales eran nobles y
ricos. Los guardias nacionales, reducidos en número, orgullosos
de su uniforme y de sus armas nuevas para ellos, aparecieron
ante el pueblo como una aristocracia. Burgueses y mercaderes
sufrían demasiado con el tumulto, no recibían nada de sus
fincas rurales, no ganaban nada; cada día eran llamados y
fatigados por la administración pública, y cada día que pasaba
querían que todo aquello concluyese, testimoniando su
impaciencia con actos que irritaban a la multitud contra ellos.
Una vez acometieron a una reunión de peluqueros y hubo
contusos y heridos. Otra vez detuvieron a unos cuantos que se
permitían burlarse de la guardia nacional; una joven se burló de
los guardias y estos la cogieron y la maltrataron.
El pueblo se irritaba y llegó a acusar a la guardia nacional
de apoyar y favorecer la corte, creyéndola comprometida en el
complot de Versalles.
Lafayette no era doble, pero su posición lo era. Impidió a
los granaderos ir a Versalles a hacer la guardia del rey y
advirtió al ministro Saint-Priest (17 de septiembre). Su carta fue
detenida. Fue leída en la municipalidad de Versalles, que juró
mantenerla en secreto, y consiguió que se pidiera hacer venir al
regimiento de Flandes. A la vez se pidió una parte de la guardia
nacional de Versalles; la mayoría se negó. Este regimiento,
demasiado sospechoso porque se había negado a prestar el
nuevo juramento, llegó con sus cañones y sus bagajes, entrando
en Versalles con gran estrépito. Al mismo tiempo la corte
retenía a la guardia de corps que prestaba servicio en el castillo,
con objeto de tener más soldados. Una multitud de oficiales de
todos grados llegaban cada día en coches de posta, como hacía
la antigua nobleza en la víspera de una batalla, temiendo faltar
al comienzo de la jomada.
París se inquieta. Los guardias franceses se indignan;
habían sido halagados, sobornados, sin conseguir de ellos más
que aumentar su desconfianza. Bailly se vio obligado a hablar
en el Ayuntamiento y se acordó nombrar una comisión que, con
el bondadoso anciano Dussauh a la cabeza, expresara al rey el
estado de alarma en que París se encontraba.
La conducta de la Asamblea durante este tiempo es
extraña. Parece dormir y despertar de pronto para volver a
dormirse. Hoy es violenta; mañana moderada, tímida.
Una mañana, el 12 de septiembre, se acuerda del 4 de
agosto y de la gran Revolución que aquel día votara. Hacía
cinco semanas que los decretos habían sido acordados; Francia
entera hablaba de ellos con alegría, esperaba su aplicación y la
Asamblea no decía una palabra. El día 12, con motivo de un
proyecto en que el comité de judicatura pedía que se diera fuerza
ejecutiva a las leyes, conforme con el acuerdo del 4 de agosto, un
diputado del Franco Condado rompe el hielo y dice: “Se trabaja
para impedir la promulgación de los decretos del 4 de agosto; se
pretende que no aparezcan más, que no se vuelva a hablar de
ellos. Ya es hora de que el sello real se fije en ellos< El pueblo
espera<”.
Estas palabras produjeron un gran efecto. La Asamblea
despierta. El orador de los moderados, de los realistas
constitucionales, Malouet (hecho sorprendente), apoya la
proposición y otros le imitan. A pesar del abate Maury, que se
opone, quedó acordado presentar a la sanción real los decretos
del 4 de agosto.
Aquel movimiento súbito, aquella disposición agresiva de
los moderados mismos, hace creer que, cuando menos, los
miembros más influyentes no ignoraban lo que Lafayette, el
embajador de España y otros decían en París.
Al día siguiente la Asamblea pareció extrañada de su valor.
Muchos creían que la corte no dejaría jamás al rey sancionar los
decretos del 4 de agosto y previeron que la negativa provocaría
un movimiento terrible, un segundo acceso de revolución.
Mirabeau, Chapelier y otros sostuvieron que aquellos decretos,
no siendo propiamente leyes, sino principios de constitución,
no tenían necesidad de sanción real, bastando la promulgación.
Aviso torpe y tímido: torpe porque se prescindía del rey; tímido
porque dispensándole de examinar, de sancionar, de rechazar,
no habría choque ni colisión alguna. Las cosas, después de todo,
habían de ocurrir según la influencia de cada partido
dominante en tal y tal provincia. Aquí se hubieran aplicado las
decisiones del 4 de agosto como decretadas por la Asamblea.
Allá se hubieran eludido como no sancionadas por el rey.
El 15 se votó por aclamación la inviolabilidad real, la forma
hereditaria, como para contentar al rey y hacerle favorable a la
Asamblea. No por esto recibió la sanción que deseaba para los
acuerdos del 4 de agosto. El rey dio una respuesta equivoca,
dilatoria. No sancionó nada; disertaba, discutía, censuraba esto,
aplaudía aquello, no admitía casi ningún artículo sin
modificaciones. Todo ello era estilo Necker: sus trapacerías, sus
tergiversaciones, sus términos medios. La corte, que preparaba
otra cosa, creyó aparentemente salir del paso con esta respuesta,
sin respuesta. La Asamblea se agitó. Chapelier, Mirabeau,
Robespierre, Pétion y otros de ordinario menos fogosos,
afirmaron que pidiendo la sanción para estos artículos
constitutivos, la Asamblea no esperaba más que una
promulgación pura y sencilla. Grandes debates< Y allí nació
una moción inesperada, pero sabia y viril, de Volney: “Esta
Asamblen es demasiado divergente en intereses y pasiones<
Fijemos las condiciones nuevas de la elección y retirémonos”.
Aplausos, pero nada más. Mirabeau responde que la Asamblea
ha jurado no separarse antes de hacer la Constitución.
El día 21, obligado el rey a promulgar, abandonó rodeos y
habló claro; la corte, aparentemente, se creía más fuerte. El rey
respondió que la promulgación no pertenecía más que a las leyes
revestidas de formas que facilitaban la ejecución inmediata (quería
decir sancionadas), y que iba a ordenar la publicación, porque no
dudaba que las leyes que decretara la Asamblea fuesen tales
que tuviera necesidad de negarles la sanción.
El 24 Necker fue a la Asamblea a hacer su confesión. Del
primer empréstito solicitado de treinta millones no habían
logrado más que dos. El segundo, de ochenta, había llegado
solo a diez. El general de la hacienda, como los amigos de
Necker le llamaban en sus folletos, no había podido hacer nada;
el crédito que él creía obtener había, como todo, perecido<
Acudía a la nación. El único remedio que había era que ella
misma se implicase148, que cada uno se redujera a la cuarta
parte de sus necesidades.
Necker había concluido su papel. Después de haber
intentado todo lo razonable, se entregaba al milagro, a la vaga
esperanza de que un pueblo arruinado podría pagar más, que
se sometería él mismo al monstruoso impuesto de la cuarta
parte de sus ganancias y emolumentos. El quimérico
hacendista, para última palabra de su balance, presentó una
utopía que no se le hubiera ocurrido ni al buen abate de Saint-
Pierre.
Impotente, crea impuestos voluntarios; no pudiendo obrar,
imagina que la casualidad, lo imprevisto, lo desconocido,
obrarían por él. La Asamblea, no menos impotente que el
ministro, participa de su credulidad. Un maravilloso discurso
de Mirabeau vence y disipa todas las dudas. Muestra la
bancarrota, la afrentosa bancarrota, abriéndose como un abismo
para tragar a Francia< La Asamblea vota< Si la medida
hubiera sido seria, si el dinero hubiera venido, el efecto habría
sido extraño; Necker hubiera vencido a los que debían vencerle;
la Asamblea hubiera consolidado la guerra para disolver la
Asamblea.
Lo imposible, lo contradictorio, es el fondo de la situación
para todo hombre y todo partido. Digámoslo de una vez: nadie
puede nada.
La Asamblea no puede. Discordante de elementos, ideas y
principios, era incapaz; pero aún es más incapaz frente a la
agitación y la conjura, frente al rumor nuevo de la prensa, que
cubre su voz. Voluntariamente se estrecharía con el poder real
que ha demolido y se cobijaría bajo sus ruinas; pero las ruinas le
son hostiles y no desean más que destrozar la Asamblea. París
le da miedo y le da miedo la corte. Después de la negativa del
rey no se atreve a indignarse por miedo a aumentar la
indignación de París. Salvo la responsabilidad de los ministros,
que decreta, no hace nada en relación con la situación; la
división departamental y el derecho criminal se agitan en el
vacío; apenas seiscientos miembros acuden a las sesiones y van
para dar la presidencia al hombre de la balanza inmóvil, a
Mounier, que expresa mejor que ningún otro todas las
dificultades de obrar, la parálisis común.
¿La corte puede algo? Así lo cree. Ve al clero y la nobleza
aliarse de nuevo alrededor de ella. Ve al duque de Orleans poco
apoyado en la Asamblea149. Le ve en París gastando mucho
dinero y ganando poco terreno; su popularidad ha sido
destruida por Lafayette.
Todos desconocen la situación; todos ignoran la fuerza
general de las cosas y atribuyen los sucesos a tal o cual persona,
exagerando ridículamente el poder individual. Según sus odios
o sus amores, la pasión crea milagros, crea monstruos, crea
héroes. La corte acusa de todo a Orleáns o a Lafayette. Lafayette
mismo, a pesar de su natural firme y frío, se torna imaginativo;
no está lejos de creer también que todo el desorden es obra del
Palais Royal. Un visionario se levanta en la prensa, Marat,
crédulo, ciego, que lleva la acusación a donde sus sueños le
arrastran, pidiendo la muerte un día para uno y otro para otro;
comienza por afirmar que el hambre es la obra de un hombre;
que Necker ha acaparado los trigos de todas partes para que
París no los encuentre en ninguna.
Marat comenzaba entonces. Todavía consigue poco. La
prensa acusa, pero vagamente; se queja, se indigna como el
pueblo, sin saber concretamente lo que quiere hacer. Ve bien
que habrá un segumdo acceso de revolución. Pero ¿cómo? ¿En
qué momento y con qué objeto? No lo sabe decir. Para la
indicación de los remedios, la prensa, el nuevo poder,
agigantado por la impotencia de los demás, es también
impotente.
En los días que preceden al 5 de octubre, la Asamblea hace
poco, el Ayuntamiento menos< Todo el mundo, sin embargo,
siente que un gran hecho se aproxima. Mirabeau recibe un día a
su librero de Versalles, hace salir a sus tres secretarios, cierra la
puerta y le dice: “Mi querido Blaisot, bien pronto veréis aquí
grandes desdichas, mucha sangre. Por amistad he querido
preveniros. No tengáis miedo; para los valientes y honrados
como vos no hay peligro”.
5 1789

El pueblo sólo encuentra un remedio: ir a buscar a su rey. —Posición


egoísta de los reyes en Versalles. —Luis XVI no puede obrar en
ningún sentido. —Se solicita a la reina que actúe. —Orgía de la
guardia de corps, 1 de octubre, —Insultos a la escarapela nacional. —
Irritación de París. —Miseria y sufrimientos de las mujeres. —Su
compasión valerosa. —Invaden el Ayuntamiento, 5 de octubre. —
Marchan a Versalles. —La Asamblea es advertida de ello. —Maillard
y las mujeres delante de la Asamblea. —Robespierre apoya a Maillard.
—Las mujeres ante el rey, —Indecisión de la corte.

El 5 de octubre ocho o diez mil mujeres fueron a Versalles;


muchos del pueblo las siguieron. La guardia nacional obligó a
Lafayette a que le condujera allí aquella misma noche. El día 6
se apoderaron del rey y le obligaron a residir en París.
Este gran movimiento es el más general que presenta la
Revolución después del 14 de julio. El de octubre fue casi tan
unánime como el otro, en el sentido, al menos, de que los que
no tomaron parte deseaban el suceso y se alegraron todos de
que el rey fuera conducido a París.
No hay que buscar aquí la acción de los partidos; hicieron
muy poco.
La causa real, cierta para las mujeres y para la multitud
más miserable, no fue otra que el hambre. En Versalles,
habiendo desmontado a un caballero, mataron y se comieron el
caballo casi crudo.
Para la mayoría de los hombres, pueblo o guardias
nacionales, la causa del movimiento fue el honor, el ultraje
hecho por la corte a la escarapela parisina, adoptada por
Francia entera como signo de la Revolución.
¿Hubiesen marchado los hombres a Versalles si las mujeres
no los hubiesen precedido? Es dudoso. Nadie antes que ellas
tuvo la idea de ir a buscar al rey. El Palais Royal, el 30 de
agosto, partió con Saint-Hururge, pero era para llevar quejas,
amenazas a la Asamblea que discutía el veto. Aquí solo el
pueblo tuvo la iniciativa; solo fue a tomar al rey, como solo
tomó la Bastilla.
Las mujeres son, seguramente, lo que hay de más pueblo
dentro del pueblo, quiero decir, más instintivo, más inspirado
en el pueblo. Su idea fue esta: “Falta el pan, luego vamos a
buscar al rey; si está con nosotros, se tendrá cuidado de que el
pan no falte. ¡Vamos, pues, a buscar al panadero!<”.
¡Sentido inocente y sentido profundo!< El rey debe vivir
con el pueblo, ver sus sufrimientos, sufrir con él y compartir
con él la vida. Las ceremonias del casamiento y las de la
coronación tienen muchas cosas semejantes; el rey se desposa
con el pueblo. Si la realeza no es tiranía, tiene que ser
matrimonio; ha de existir comunidad entre los cónyuges, que
vivirán, según la base que la Edad Media resumía en una sabia
frase: “Con un pan y en un lecho”150.
¿No era una cosa extraña y antinatural, capaz de endurecer
el corazón de los reyes, el tenerlos en aquella soledad egoísta,
rodeados de un pueblo artificial de mendigos dorados para
hacerles olvidar el pueblo? ¿Cómo extrañarse de que estos reyes
se hayan tornado duros y bárbaros? Sin su aislamiento de
Versalles ¿cómo hubieran podido alcanzar ese grado de
insensibilidad? El espectáculo que les rodeaba era brutalmente
inmoral: ¡un mundo hecho expresamente para un hombre!<
Solamente allí se podía olvidar la condición humana, firmar,
como hizo Luis XIV, la expulsión de un millón de hombres, o
como Luis XV, especular con la harina, acaparándola.
La unanimidad de París había destruido la Bastilla. Para
conquistar al rey, la Asamblea necesitaba ponerse de acuerdo,
ser unánime. La guardia nacional y el pueblo comenzaban a
dividirse. Para retmirlos, para hacerlos marchar al mismo
objeto, hacía falta nada menos que una provocación de la corte.
Ninguna habilidad política hubiera bastado para conseguirlo;
hacía falta una bestialidad.
Éste era el verdadero remedio; el único procedimiento para
salir de la intolerable situación en que todo estaba detenido. El
partido de la reina hubiera hecho esa bestialidad, si para ello no
hubiera tenido un gran obstáculo: Luis XVI. No ha habido
nadie en el mundo a quien repugnara tanto abandonar sus
costumbres. Sacarle de sus cacerías, sus rezos y su acostarse
temprano, hacerle llegar tarde a las comidas y a la misa, ponerle
a caballo, en campaña, como vimos a Carlos I en el cuadro de
Van—Dyk, no era cosa fácil. Su buen sentido coadyuvaba
también, haciéndole ver cuánto arriesgaba en declararse contra
la Asamblea Nacional.
Al mismo tiempo, esta misma adhesión a sus costumbres, a
las ideas de su educación y de su infancia, le indisponía contra
la Revolución más aún que la disminución de la autoridad real.
Así, no supo ocultar su descontento por la demolición de la
Bastilla151. El uniforme de la guardia nacional llevado por sus
gentes y sus criados, convertidos en tenientes y oficiales; tal
músico de su capilla cantando la misa vestido de capitán, eran
espectáculos que le ofendían la vista; ordenó a sus criados “se
guardaran de aparecer en su presencia con un vestido de tan
mal gusto”152.
Era muy difícil mover al rey ni en un sentido ni en otro. En
las discusiones era demasiado incierto y vacilante, pero en sus
viejas costumbres, en sus ideas adquiridas, testarudo,
invenciblemente obstinado. La reina misma, a quien amaba
demasiado, no hubiera ganado nada por la persuasión. El temor
y el miedo tenían menos influencia aún sobre su espíritu; sabía
bien que era el ave del Señor, inviolable y sagrada; ¿qué podía
temer?
La reina estaba entretanto rodeada de un torbellino de
pasiones, de intrigas, de celo interesado; los prelados y los
señores, toda aquella aristocracia que tanto la había denigrado,
se estrechaba alrededor de ella, llenaba sus habitaciones, le
rogaba de rodillas y con las manos enlazadas que salvara la
monarquía. Según ellos, sólo la reina tenía genio y valor; hija de
María Teresa, había llegado el momento de mostrarse digna de
su madre< Además, otras dos clases de gente, bien diferentes,
daban valor a la reina; de una parte los bravos y dignos
caballeros de San Luis, oficiales y gentilhombres de provincias
que le ofrecían su espada; de otra parte los arbitristas, que
enseñaban planes inauditos, se encargaban de ejecutarlos y
respondían de todo< Versalles era el asiento de estos Fígaros
de la realeza.
Se hacía necesaria una santa liga alrededor de la reina. El
rey sería arrastrado por el amor de ella y no resistiría más< El
partido revolucionario no puede hacer más que una campana;
una vez vencido perece. Por el contrario, el otro partido,
compuesto por todos los grandes propietarios, puede costear
muchas campañas, alimentar la guerra muchos años< Para que
el razonamiento fuera bueno, era preciso solamente suponer
que la unanimidad del pueblo no habría de atraer al soldado y
que este no recordaría jamás que venía del pueblo y era el
pueblo mismo.
Los celos que dividían al pueblo y a la guardia nacional
enardecieron sin duda a la corte, le hicieron creer en la
impotencia de París y, fiada en esto, arriesgó una manifestación
prematura que acabaría por perderla. Llegaba a Versalles la
nueva guardia de corps para el servicio del trimestre; eran
buenos realistas de provincias, sin alianza con París o con la
Asamblea, extraños al nuevo espiritu, trayendo todos los
prejuicios de familia, las recomendaciones paternales y
maternales de servir bien al rey, al rey solamente. Este cuerpo
de guardia, en el que sólo había algunos amigos de la libertad,
no había prestado juramento y llevaba aún la escarapela blanca.
Se pensó en traer como jefes a los oficiales del regimiento de
Flandes y algunos de otros cuerpos. Para reunirlos se les dio un
gran banquete, al que se admitió a algunos oficiales elegidos de
la guardia nacional de Versalles, a quienes se creía poder
arrastrar a la causa de la corte.
Conviene saber que la ciudad de Francia más odiada por la
corte era aquella que mejor la veía: Versalles. Todo el que no era
empleado o servidor del castillo era revolucionario. La vista
constante del fasto, de la esplendidez, de aquel mundo
orgulloso, despreciador, encendía odios, envidias, ira. Aquella
disposición de los habitantes les había hecho nombrar teniente
coronel de su guardia nacional a un sólido patriota, hombre
soberbio y violento llamado Lecointre, mercader de telas. La
invitación hecha a algunos oficiales fue causa del descontento
de los otros.
Una comida de militares podía haberse celebrado en la
Orangerie o en cualquier otro lugar; el rey, ¡hecho nuevo!,
concedió su magnífica sala de teatro, donde no se había dado
fiesta alguna desde la visita del emperador José II. Los vinos se
prodigan de orden del rey. Los reunidos brindan por la salud
del rey, de la reina y del delfín; alguno tímidamente, en voz
baja, propone brindar por la nación, pero nadie quiere oírle. Al
final se deja entrar a los granaderos de Flandes; a los suizos y a
otros soldados. Beben locamente y admiran los fantásticos
reflejos de aquel singular salón, cuyas paredes cubiertas de
espejos multiplican las luces y las figuras.
Las puertas se abren. Son el rey y la reina< El rey volvía de
su cacería. La reina, bella y llevando a su hijo en brazos, recorre
las mesas< Aquella gente joven, en contacto con los reyes,
enloquece, se desconoce<
La reina —conviene decirlo— menos majestuosa que en
otras épocas, no había desalentado nunca los corazones que se
le ofrecían, y ahora no se desdeñó en colocar en su peinado una
pluma del casco de Lauzun153<
La tradición afirma que la declaración osada y grosera de
un simple guardia de corps fue acogida sin cólera y que no
teniendo más castigo que una frase de ironía cariñosa, la reina
le consiguió un ascenso.
¡Tan bella y tan desgraciada!< Como aparecía con el rey la
música toca una conmovedora melodía: “¡Oh Ricardo, oh mi rey!
¡El universo te abandona!. Todos los corazones se
conmocionaron< Muchos arrancaron sus escarapelas y
tomaron la de la reina, la negra escarapela austríaca,
declarándose a su servicio. Casi todos arrancaron sus
escarapelas tricolores y, volviéndolas, las mostraron por el
forro, que era blanco. Continuaba la música, cada vez más
apasionada y ardiente; toca la marcha de los Hulanos, suena la
carga< Todos se levantan buscando al enemigo. No hay
ningún enemigo al frente, y a falta de tal invaden el castillo,
recorriendo todas las habitaciones. Perseval, ayudante de
campo de d'Estaing, creyéndolos adversarios, se refugia en el
gran balcón, dando voces de alarma. Entonces se fija en la
escarapela blanca. Un granadero de Flandes se acerca y
Perseval se arranca del pecho una condecoración y se la da al
granadero. Un dragón quiere escalar desde fuera el balcón, y no
pudiendo por su embriaguez, quiere suicidarse.
Otro, mitad ebrio, mitad loco, comenzó a gritar, llamándose
a sí mismo espía del duque de Orleans, se hizo una pequeña
herida, y sus compañeros, disgustados, casi lo mataron a
patadas.
La embriaguez de aquella loca orgía parece comtmicarse a
toda la corte. La reina da las banderas a los guardias nacionales
de Versalles y les dice “que está encantada”. El 3 de octubre
nuevo banquete; las lenguas se desatan, la contrarrevolución se
desenmascara; muchos guardias nacionales se retiran llenos de
indignación< El uniforme de guardia nacional no entra más en
casa del rey. “No tenéis corazón en llevar tal uniforme” dice un
oficial a otro.
En la gran galería, en los departamentos las damas no dejan
circular la escarapela tricolor, de sus pañuelos y sus encajes
hacen ellas mismas escarapelas blancas y ellas mismas las
colocan. Las señoritas se enardecen recibiendo el juramento de
estos nuevos caballeros y se dejan besar la mano: “Tomad esta
escarapela, guardadla bien; es la buena, la única que quedará
triunfante”. ¿Cómo rechazar de aquellas lindas manos aquel
signo, aquel recuerdo? Y esto era la guerra civil, la muerte, la
Vendée próxima< Y la que así hablaba era una rubita, casi una
niña, que andando el tiempo habría de ser madame de Lescure
y de La Rochejaquelein154.
Los bravos guardias nacionales de Versalles apenas podían
defenderse. Uno de sus capitanes había sido, mal de su grado,
asaltado por las damas y adornado con una enorme escarapela
blanca. El coronel, mercader de telas, Lecointre, se sintió lleno
de indignación. “Cambiarán estas escarapelas antes de ocho
días —dijo con firmezao todo estará perdido”. Tenía razón.
¿Quién podía desconocer en aquellos momentos la fuerza
todopoderosa del signo? Los tres colores eran el 14 de julio y la
victoria de París; era la Revolución misma. Allá abajo un
caballero de San Luis corre cerca de Lecointre y se declara
contra todos campeón del color blanco. Brama, injuria,
insulta< Este apasionado defensor del antiguo régimen no era
ningún Montmorency, era sencillamente el yerno de una criada
de baja estofa de la reina.
Lecointre va derecho a la Asamblea y pide al comité militar
exija el juramento de la guardia de corps. Viejos guardias que
estaban allí, dijeron que jamás se obtendría. El comité no hizo
nada, temiendo provocar alguna colisión, hacer correr la
sangre, y esta prudencia fue justamente la causa de que
corriera.
París sintió vivamente el ultraje hecho a su escarapela; se
decía que había sido ignominiosamente destrozada, pisoteada.
El día mismo del segundo banquete, en la noche del sábado 3,
Danton tronó en el Club de los Cordeleros. El domingo se echó
mano en todas partes a las escarapelas blancas o negras.
Burgueses y gentes del pueblo se veían mezclados en los cafés,
en el Palais Royal, en el barrio de Saint-Antoine, al final de los
puentes, en medio de los muelles. Circulaban rumores terribles
sobre la guerra próxima, sobre la unión de la reina y de los
príncipes con los príncipes alemanes, sobre los uniformes
extranjeros verdes y rojos que se veían en París, sobre las
harinas de Corbeil que no llegaban más que cada dos días,
sobre la escasez que solamente podía aumentar, sobre la
proximidad de un rudo invierno< No hay tiempo que perder
—se decía— si se quiere prevenir la guerra y el hambre, es
preciso traer aquí al rey; si no los conjurados se lo llevarán.
Nadie sentía esto tan vivamente como las mujeres. Los
sufrimientos habían sido cruelmente extremos para la familia y
el hogar. Una mujer da la señal de alarma en la noche del
sábado 3; viendo que su marido no había sido escuchado, corrió
al café de Foy y denunció las escarapelas antinacionales, mostró
el peligro público. El lunes una joven tomó un tambor, tocó a
generala y arrastró a todas las mujeres del barrio.
Estas cosas no se ven más que en Francia; nuestras mujeres
tienen aspecto de valientes y lo son. El país de Juana de Arco y
de Juana de Montfort y de Juana Hachette, puede citar cien
heroínas. Hubo una en la Bastilla que más tarde partió para la
guerra y fue capitana de artillería; su marido era soldado. El 18
de julio, cuando el rey vino a París, muchas mujeres estaban
armadas. Las mujeres fueron a la vanguardia de nuestra
Revolución. No hay que extrañarse de ello. Sufrían antes y más
que los hombres.
Las grandes miserias son feroces; hieren mucho más a los
débiles, maltratan a las mujeres y a los niños más que a los
hombres. Estos van, vienen, buscan hábilmente, se ingenian.
Concluyen por encontrar al menos para el día. Las mujeres, las
pobres mujeres viven la mayor parte encerradas: hilan, cosen y
no están en estado, el día en que todo falta, de buscarse la vida.
¡Hecho doloroso, digno de ser meditado! La mujer, ser relativo
que no puede vivir sin otro, está más frecuentemente sola que el
hombre. Él en todas partes encuentra la sociedad, se crea
relaciones nuevas. Ella no es nada sin la familia. Y la familia la
consume, la agobia con todo su peso, que cae sobre ella. Se
queda en el cuarto desamueblado y desnudo, con niños que
lloran, o enfermos o agonizantes que no llorarán más< Un
hecho poco observado y, acaso, el que lastima más el corazón
maternal, es que el hijo es ingrato. Acostumbrado a encontrar
en la madre una providencia universal que atiende todas las
necesidades y caprichos, el niño acusa a la madre, duramente,
cruelmente de cuanto le falta; grita y llora, agregando a su dolor
un dolor más terrible.
Esto en cuanto a las madres< Pensemos también en que
hay muchas jóvenes solas, tristes criaturas sin familia, sin
sostén, que, demasiado débiles o virtuosas, no tienen amigo ni
amante, no conocen ninguna de las alegrías de la vida. Cuando
su menguado oficio no bastaba para mantenerlas, no sabían qué
hacer, de dónde sacar el pan y subían a la buhardilla y
esperaban; muchas veces se las encontraba muertas.
Estas infortunadas no tienen bastantes energías para
quejarse, revelar su situación y protestar contra la suerte. Las
que se agitan y mueven en tiempos de desolación son las
fuertes, las menos castigadas por la miseria, pobres, pero no
indigentes. Las intrépidas que se lanzan son mujeres de gran
corazón, que sufren poco por ellas mismas, pero mucho por las
demás; la piedad inerte, pasiva en los hombres, resignada para
los males de los demás, es en las mujeres un sentimiento muy
activo, muy violento, que se torna heroico muchas veces y las
lanza imperiosamente a los actos más osados.
El 5 de octubre había una multitud de desventuradas
criaturas que no habían comido desde hacía treinta horas155.
Este espectáculo doloroso desgarraba los corazones y, sin
embargo, nadie hacía nada, deplorando todos la dureza de
aquellos tiempos.
En la noche del domingo 4, una mujer valerosa, que no
podía ver aquel espectáculo más tiempo, corre del barrio de
Saint-Denis al Palais Royal, se impone a la multitud que
ensordecía con sus rugidos mismos y se hace oír. Era una mujer
de treinta y seis años, bien vestida, de honrada apostura, fuerte
y osada. Quiere que se vaya a Versalles; ella irá a la cabeza. Se
burlan y propina una bofetada a uno de los que se burlaba. Al
día siguiente parte de las primeras, con el sable en la mano;
toma un cañón en el Ayuntamiento, se pone a caballo delante y
lo lleva a Versalles con la mecha encendida.
Entre los oficios que parecían morir con el antiguo régimen
se encontraba el de escultor en madera. Para las iglesias, sobre
todo, se trabajaba mucho en este género, que daba ocupación a
muchas mujeres. Una de ellas, Madaleine Chabry, se había
establecido como florista en el barrio del Palais Royal, con el
nombre de Louison; era una joven de diecisiete años, linda y
espiritual. Se puede asegurar que no fue el hambre lo que la
arrastró a Versalles. Siguió la corriente general guiada por su
buen corazón y su valor. Las mujeres la colocaron a la cabeza y
la hicieron su portavoz.
Había otras también a quienes no inspiraba el hambre:
vendedoras, porteras, mujeres públicas, caritativas y
compasivas, como suelen serlo todas las mujeres. Había un
considerable número de verduleras que deseaban más
fervorosamente que las otras tener al rey en París. Antes de esta
época, hacía ya algún tiempo, no sé en qué ocasión, habían visto
al rey y le habían hablado con una familiaridad que hizo reír,
pero familiaridad encantadora que demostraba un perfecto
sentido de la realidad: “¡Pobre hombre! —decían mirando al
rey¡Querido hombre! ¡Buen papá!”. Y más seriamente a la reina:
“¡Señora, señora, abrid vuestro corazón! No ocultamos nada,
decimos francamente lo que queremos decir”.
Estas mujeres de los mercados no sufren mucho la miseria,
porque siendo su comercio el de las cosas más necesarias a la
vida, ven la miseria mejor que nadie y la sienten; viviendo
siempre en la plaza no se les escapa un detalle del espectáculo
de los ajenos sufrimientos, y por ello mismo nadie compadece
tanto a los desgraciados ni es mejor para ellos. Con formas
groseras y palabras rudas y violentas, ocultan un corazón
infinito de bondad y nobleza. Hemos visto a las mujeres del
mercado de Amiens, pobres vendedoras de verduras, salvar al
padre de cuatro niños que iba a ser guillotinado. Fue en los
momentos de la consagración de Carlos X; dejaron sus tiendas,
sus familias y fueron a Reims; con sus lamentos hicieron llorar
al rey, le arrancaron el perdón, y al regresar hicieron entre ellos
una colecta abundante, y aquel padre condenado, su mujer y
sus hijos, se vieron salvos y con dinero.
El 5 de octubre, a las siete de la mañana, escucharon un
redoble y no supieron resistir. Una joven había cogido un
tambor en un cuerpo de guardia y salió tocando a generala. Era
lunes; los mercados quedaron desiertos; todas partieron.
“Traeremos —gritaban— al panadero, a la panadera< Y
tendremos la dicha de oír a nuestra madrecita Mirabeau”.
Los mercados marchan y a la vez marcha todo el barrio de
SaintAntoine. En el camino las mujeres obligan a las que
encuentran a unirse al núcleo y amenazan a las que se niegan
con cortarles los cabellos. Antes van al Ayuntamiento, donde
acababa de ser conducido un panadero que había vendido un
pan de dos libras con siete onzas de menos. Aunque era
culpable, la guardia nacional le dejó escapar y presentó las
bayonetas a las cuatrocientas o quinientas mujeres ya reunidas.
En el fondo de la plaza estaba la caballería de la guardia
nacional, preparada para atacar. Las mujeres no se extrañaron
ni amedrentaron por ello. A pedradas cargaron contra la
caballería, y la infantería y la guardia no se atrevieron a
disparar contra ellas; forzaron la entrada del Ayuntamiento y
penetraron en sus oficinas. Muchas de aquellas mujeres estaban
bien vestidas; se habían puesto de punta en blanco para aquel
gran día. Preguntaban curiosamente para qué servía cada sala y
rogaban a los representantes de los distritos que recibieran bien
a las que habían sido conducidas a la fuerza, muchas de las
cuales estaban embarazadas o enfermas, acaso de miedo. Otras
mujeres, desarrapadas, hambrientas, salvajes, gritaban: “¡Pan y
armas!”. Los hombres estaban asombrados, viendo cómo las
mujeres les enseñaban a tener valor< Las mujeres exaltadas
querían quemar todos los papeles, todos los documentos,
quemar los muebles, acaso el edificio< Un hombre las detiene,
un hombre muy alto, vestido de negro, de rostro serio y más
triste que el traje. Al principio querían matarle, creyendo que
era empleado o miembro del Ayuntamiento, acusándole de
traidor< Respondió que no era traidor, era síndico de su
gremio, uno de los vencedores de la Bastilla. Era Stanislas
Maillard.
Aquella mañana había trabajado útilmente en el barrio de
SaintAntoine. Los voluntarios de la Bastilla, bajo el mando de
Hullin, estaban en la plaza en armas; los obreros que demolían
la fortaleza creyeron que habían sido enviados contra ellos.
Previendo la colisión, Maillard se interpuso. En el
Ayuntamiento tuvo también la fortuna de evitar el incendio.
Las mujeres se juraban no dejar entrar a los hombres y para ello
habían puesto centinelas armadas en la puerta principal. A las
once los hombres atacan una puerta pequeña que daba bajo la
arcada de San Juan. Armados de palanquetas, martillos, hachas
y picos, forzaron el depósito de armas. Entre ellos se encontraba
un guardia francés que aquella mañana habían querido ahorcar
los moderados, tan furiosos como los otros, y que
milagrosamente se había salvado< Como represalia tomaron
un hombre del Ayuntamiento para ahorcarlo; era el bravo abate
Lefebvre, el repartidor de la pólvora el 14 de julio; las mujeres u
hombres disfrazados de mujeres lo colgaron efectivamente; una
o uno de ellos cortó la cuerda y el abate cayó, solamente
aturdido, en una sala, veinticinco pies más abajo de su horca.
Ni Bailly ni Lafayette habían llegado. Maillard va a buscar
al general y le dice que no hay más que un medio de que todo
concluyera; que él mismo, Maillard, lleve a las mujeres a
Versalles. Este viaje daría tiempo a preparar las fuerzas de
París. Baja, golpea el tambor y se hace oír. La figura fríamente
trágica del gran hombre vestido de negro, causó buen efecto en
la Grève; parece hombre prudente, capaz de resolver bien el
asunto. Las mujeres que partían ya con los cañones de la
ciudad, le proclaman su capitán. Se pone a la cabeza con ocho o
diez tambores; siete u ocho mil mujeres le seguían, algunos
centenares de hombres armados y, finalmente, por retaguardia,
una compañía de voluntarios de la Bastilla.
Llegados a las Tullerías, Maillard quiere seguir el muelle;
las mujeres querían pasar triunfalmente bajo el reloj, por el
palacio y el jardín. Maillard, observador de las formas, les hace
notar que aquella era la casa del rey, el jardín del rey, y
atravesarlos sin su permiso era insultar al rey156. Se acerca
correctamente al suizo de guardia y le dice que aquellas
mujeres querían pasar solamente sin hacer el menor daño. El
suizo saca la espada y se arroja sobre Maillard; este saca la
suya< Una puerta, felizmente abierta, hace caer al suizo; un
hombre le pone su bayoneta en el pecho. Maillard lo detiene,
desarma fríamente a los dos hombres y recoge la bayoneta y las
espadas.
Avanzaba la mañana y aumentaba el hambre. En Chaillot,
en Auteuil, en Sèvres era muy difícil impedir a los pobres
hambrientos que robasen alimentos. Maillard no lo tolera. Al
llegar a Sèvres la gente no podía resistir más. En Sèvres no
había nada, ni aun comprándolo; todas las puertas estaban
cerradas menos una, donde encontraron a un enfermo que se
había quedado. Maillard le compró varios jarros de vino.
Después designó a siete hombres y les encargó traer__a,_ los
panaderos de Sèvres con cuanto tuvieran. Entre todos tenían
ocho panes, treinta y dos libras para ocho mil personas< Se
reparten en medio de hermosos desprendimientos y se continúa
la marcha. La fatiga decide a muchas mujeres a arrojar sus
armas. Maillard las convence poco a poco de que van a hacer
una visita al rey a la Asamblea, a quejarse ante ellos y
enternecerlos, y para esto no hace falta el equipo guerrero. Los
cánones se colocaron al final de la comitiva, más o menos
camuflados. El hábil síndico quería evitar el escándalo. A la
entrada de Versalles, para demostrar su intención pacífica, hizo
cantar a las mujeres el himno de Enrique IV.
Las gentes de Versalles estaban asombradas, gritaban:
¡Vivan nuestras parisienses! Los espectadores extranjeros no
veían nada que no fuese inocente en aquella multitud que iba a
pedir socorro a su rey. Un hombre poco favorable a la
Revolución, el ginebrino Dumont, que comía en el palacio de
los Petites-Écuries y que miraba por la ventana, dijo: “Todo este
pueblo no pide más que pan”.
La Asamblea había sido aquel día muy tempestuosa. No
queriendo sancionar el rey ni la Declaración de los Derechos ni
los acuerdos del 4 de agosto, con el pretexto de que no se podía
juzgar las leyes constitutivas sino en su totalidad, accedería sin
embargo, atendiendo a las alarmantes circunstancias y con la
expresa condición de que el poder ejecutivo habría de volver a
tomar toda su fuerza.
“Si aceptáis la carta del rey, decía Robespierre, no habrá
Constitución y será nulo el derecho a tenerla”. Duport, Grégoire
y otros diputados hablaban en el mismo sentido. Pétion
recuerda y acusa la orgía de la guardia de corps. Un diputado
que había servido entre ellos pide por su honor que se formule
la denuncia y que los culpables sean perseguidos. “Yo
denunciaría, dijo Mirabeau, y firmaría si la Asamblea declara
que la persona del rey es la única inviolable”. Esto era señalar a
la reina. La Asamblea entera retrocede y la moción fue retirada;
aquel día hubiera provocado asesinatos.
Mirabeau mismo estaba bastante inquieto por sus
tergiversaciones y su discurso sobre el veto. Se acerca al
presidente y le dice a media voz: “Mounier, París marcha sobre
nosotros< Me creáis o no me creáis, cuarenta mil hombres
avanzan hacia acá< Subid al castillo y dad este aviso: no hay
un minuto que perder”. “¿París avanza?, pregunta secamente
Mounier (creía a Mirabeau uno de los autores del movimiento).
Pues bien, tanto mejor; así seremos antes ciudadanos de una
república”.
La Asamblea decide que se hable nuevamente al rey para
pedirle pura y simplemente la aceptación de la Declaración de
los Derechos. A las tres de la tarde Target anuncia que una
multitud se acerca por la avenida de París.
Todo el mundo tiene noticia del suceso. Únicamente el rey
lo ignora. Como de ordinario, aquella mañana había partido de
cacería y en aquel momento recorría los bosques de Meudon. Se
le buscaba en vano y mientras se tocaba a generala; los guardias
de corps montaban a caballo en la plaza de armas y formaban
ante la verja; más abajo, a su derecha, cerca de la avenida de
Sceaux, el regimiento de Flandes; más abajo todavía los
dragones y detrás de la verja los suizos. D'Estaing, en nombre
de la municipalidad de Versalles, ordenó a las tropas oponerse
al desorden, de acuerdo con la guardia nacional. La
municipalidad había llevado su previsión hasta el punto de
autorizar a d'Estaing a seguir al rey, si se alejaba, con la singular
condición de volverle a llevar a Versalles lo antes posible.
D'Estaig se atuvo a la última parte de la orden, subió al castillo
y dejó a la guardia nacional de Versalles arreglarse como
pudiera. Su segundo jefe, Gouvernet, dejó también su puesto y
fue a colocarse entre la guardia de corps, deseando —decía—
estar entre gentes que saben batirse y sablear.
Lecointre, el teniente coronel, quedó sólo para mandar la
guardia nacional.
Entretanto Maillard llegaba a la Asamblea Nacional. Todas
las mujeres querían entrar. Costó grandísimo trabajo conseguir
que no entrasen más que quince. Se colocaron en la barra,
estando en primera fila el guardia francés del que ya hemos
hablado, una mujer que llevaba un tambor amarrado en lo alto
de una pica y en medio el síndico gigantesco con su largo gabán
negro desabrochado y la espada desenvainada en la mano. El
soldado, con prosopopeya, tomó la palabra y dijo a la Asamblea
que aquella mañana, no encontrando nadie pan en las
panaderías, había querido tocar la señal de alarma, y
habiéndole detenido y condenado a muerte sus jefes, se había
salvado gracias a las mujeres que le acompañaban. “Venimos —
terminó diciendo— a pedir pan y el castigo de los guardias de
corps que insultaron la escarapela nacional< Somos buenos
patriotas; en nuestro camino hemos arrancado varias
escarapelas negras< Voy a tener el placer de despedazar una
ante la Asamblea”. A lo cual el gigante agregó: “Precisó será
que todo el mundo tome la escarapela patriótica”. En la
Asamblea se oyeron algunos murmullos.
“Y sin embargo todos somos hermanos” agregó la siniestra
figura.
Maillard hacía alusión con esta frase al acuerdo de la
municipalidad de París, que la víspera había declarado: “Que
habiendo sido adoptada la escarapela tricolor como signo de
fraternidad, era la única que debía llevar el ciudadano”.
Entretanto las mujeres, impacientes, gritaban: “¡Pan! ¡Pan!”.
Maillard comenzó entonces a narrar la horrible situación de
París, los convoys interceptados por las otras poblaciones o por
los aristócratas. “Quieren —decía— hacernos morir de hambre.
Un molinero ha recibido doscientas libras para que deje de
moler, con promesa de darle otro tanto cada semana”. La
Asamblea: “¡Nombradle! ¡Nombradle!”. Grégoire había
hablado ya en la Asamblea de este rumor que circulaba en
París; Maillard se había enterado de ello en el camino.
“¡Nombradle!”, seguía diciendo la Asamblea, y las mujeres
gritaron: “Es el arzobispo de París”.
En aquel momento en que la vida de muchos hombres
estaba pendiendo de un hilo, Robespierre tomó una grave
iniciativa. Apoyó a Maillard, indicando que el abate Grégoire
había hablado del hecho y sin duda daría más informes y
detalles157.
Otros miembros de la Asamblea intentaron halagos o
amenazas. Un diputado del clero dio su mano a una de las
mujeres para que la besara. Se puso colérica y exclamó: “No he
nacido para besar la pata de un perro”. Otro diputado, militar,
condecorado con la cruz de San Luis, oyendo decir a Maillard
que el gran obstáculo de la Constitución era el clero, se acercó a
la barra y le dijo que en aquel mismo momento debería sufrir
un castigo ejemplar. Maillard, sin inmutarse, respondió que no
había acusado a ningún miembro de la Asamblea, que sin duda
el clero mismo no sabía nada de ello y que prestaba un servicio
dando aquel aviso. Por segunda vez Robespierre apoya a
Maillard y calma a las quince mujeres. Las que permanecían
fuera se impacientaban, temían por la vida de su orador; circuló
entre ellas el rumor de que había perecido. Lo llamaron con
grandes voces; Maillard salió y se mostró un momento a la
multitud, volviendo a entrar en la Asamblea.
Maillard entonces rogó a la Asamblea que invitara a los
guardias de corps a dar una reparación por la injuria hecha a la
escarapela. Unos diputados negaron el hecho< Maillard
insistió en términos poco mesurados. El presidente, Mounier, le
recordó el respeto que a la Asamblea se debía, agregando con
habilidad que quienes quisieran ser ciudadanos podían serlo de
buen grado< Esto era dar un pretexto a Maillard, que
hábilmente se aprovechó de ello para decir: “No hay nadie que
no debaienorgullecerse del nombre de ciudadano. Y si en esta
Asamblea hubiera alguien que hiciera el deshonor de
rechazarlo debería ser excluido”. La Asamblea se conmueve y
aplaude: “Sí, todos somos ciudadanos”.
En aquel momento llevaron una escarapela tricolor de parte
de los guardias de corps. Las mujeres gritaron: “¡Viva el rey!
¡Vivan los señores guardias de corps!”. Maillard, que se
contentaba difícilmente, insistió en la necesidad de enviar lejos
de Versalles el regimiento de Flandes.
Mounier, aprovechando la ocasión para terminar, dijo que
ni la Asamblea ni el rey habían descuidado la cuestión de las
subsistencias, que se buscarían nuevos medios y que podrían
los manifestantes volver a París en paz.
Maillard no transigía, respondiendo: “No, eso no es
bastante, no es suficiente”.
Un diputado propone entonces ir a expresar al rey la
tristísima situación de París. La Asamblea lo acuerda y las
mujeres, confiándose vivamente en esta esperanza, saltaban al
cuello de los diputados, abrazaban al presidente: “¿Pero dónde
está Mirabeau? —decían— Queremos ver a nuestro conde de
Mirabeau!”.
Mounier besado, abrazado, casi estrujado, se pone
tristemente en marcha con la diputación de la Asamblea y una
multitud de mujeres que se obstinaban en seguirlo. “Íbamos a
pie, por el barro —ha relatado él mismo—, llovía.
Atravesábamos una multitud mal vestida, rugiente, armada.
Los guardias de corps, formados en patrullas, pasaban a
galope”. Los guardias, viendo a Mounier y a los diputados con
el extraño cortejo que se les hacía por honor, creyeron
aparentemente ver a los jefes de la insurrección, quisieron
disolver aquella masa y corrieron con sus caballos a través de
ella158. Los inviolables escaparon como pudieron y se salvaron
en el lodo milagrosamente.
¡Júzguese la rabia del pueblo que se figuraba que yendo
con ellos sería respetado!<
Dos mujeres resultaron heridas por sablazos, según
algunos testigos159. Entretanto el pueblo nada hizo. Desde las
tres de la tarde hasta las ocho de la noche estuvo paciente,
inmóvil, salvo los gritos, los silbidos cuando pasaba el odioso
uniforme de los guardias de corps. Un niño tiró algunas
piedras.
Al fin encontraron al rey; volvía de Meudon sin
precipitarse.
Mounier, reconocido al fin, fue recibido con doce mujeres.
Habló al rey de la miseria de París; a los ministros de la petición
de la Asamblea, que esperaba la aceptación pura y sencilla de la
Declaración de los Derechos y otros artículos constitucionales.
El rey, entretanto, escuchaba a las mujeres con bondad. La
joven Louise Chabry había sido encargada de llevar la palabra,
pero delante del rey su emoción fue tan fuerte, que apenas
pudo decir: “¡Pan!” y cayó desvanecida. El rey, muy
conmovido, hizo socorrerla, y al marcharse, cuando ella quiso
besarle la mano, el rey la abrazó como un padre.
Louise salió monárquica y gritando: ¡Viva el rey! Las que
esperaban en la plaza, furiosas, creyeron que en el castillo la
habían comprado; tuvo necesidad de enseñar los forros de sus
bolsillos, jurar que no tenia dinero; y las mujeres, no
creyéndola, intentaron ahogarla apretando sus ligas alrededor
del cuello. Con grandísimo trabajo pudo librarse. Le fue
necesario volver al castillo y obtener del rey una orden escrita
para hacer venir trigo y para evitar todo obstáculo en el
aprovisionamientode París.
A las peticiones del presidente, el rey había respondido
tranquilamente: “Volved a las nueve”. Mounier se quedó en el
castillo, a la puerta del consejo, llamando de hora en hora hasta
las diez de la noche. Y nada se decidió.
El ministro de París, Saint-Priest, había sabido la noticia
demasiado tarde (esto prueba cómo la partida a Versalles fue
imprevista y espontánea). Propuso que la reina partiera para
Rambouillet y que el rey se quedara, resistiera y combatiera en
último caso; sólo la partida de la reina hubiera tranquilizado al
pueblo y evitado la lucha.
Necker quería que el rey fuera a París, que se confiara al
pueblo, es decir, que fuera franco, sincero y aceptara la
Revolución.
Luis XVI, sin resolver nada, prolongó el consejo con objeto
de consultar a la reina.
Ella quería partir, pero con él, no dejando entregado a sí
mismo a un hombre tan irresoluto; el nombre del rey era su
arma para comenzar la guerra civil. Saint-Priest a las siete supo
que Lafayette, obligado por la guardia nacional, marchaba
sobre Versalles. “Es preciso partir inmediatamente —dijo—. El
rey, a la cabeza de las tropas, pasará sin dificultades”. Pero era
imposible que se decidiera a nada. Creía que, alejado él, la
Asamblea haría rey al duque de Orleáns. Además, le repugnaba
la idea de huir, y paseándose agitadamente por la habitación,
repetía de vez en cuando: “¡Un rey fugitivo! ¡Un rey
fugitivo160!”. Entretanto, insistiendo la reina sobre la marcha,
fue dada la orden de preparar los coches. No había tiempo que
perder.
6 1789

Continuación del 5 de octubre. —La primera sangre derramada. —Las


mujeres alcanzan el regimiento de Flandes, —Lucha de los guardias de
corps y de los guardias nacionales de Versalles. —El rey ya no puede
partir. —Espanto de la corte. —Las mujeres pasan la noche en la sala
de la Asamblea. —Lafayette obligado a marchar a Versalles. —6 de
octubre. —El castillo asaltado. —Peligro de la reina. —Los guardias
de corps salvados por los ex guardias franceses. —Vacilaciones de la
Asamblea. —Conducta del duque de Orleans. —El rey llevado a
París.

Un miliciano de París, arrastrado por un grupo de mujeres y


convertido en su jefe, a pesar suyo, que exaltado por el camino
se encontraba en Versalles más fogoso que los demás, se
aventuró a pasar detrás de los guardias de corps; allí, viendo la
verja cerrada, insultó y amenazó con su bayoneta al portero
colocado detrás. Un lugarteniente y dos guardias nacionales
sacaron los sables y persiguieron al osado para darle caza. El
infeliz, huyendo a todo correr, quiso refugiarse en una barraca,
y huyendo todavía, tropezó y cayó al suelo pidiendo socorro. El
caballero le alcanzaba, cuando aparecieron los guardias
nacionales de Versalles sin poder contenerse; uno de ellos, un
mercader de vinos, le apuntó, disparó y lo detuvo en seco;
había roto el brazo que blandía el sable.
D'Estaing, comandante de esta guardia nacional, estaba en
el castillo creyendo a cada momento que partiría con el rey.
Lecointre, teniente coronel, estaba en su puesto pidiendo
órdenes a la mrmicipalidad, que esta no le daba. Temía, con
razón, que aquella multitud hambrienta se decidiera a recorrer
la ciudad y lograra alimentarse por sí misma. Pide víveres,
solicita de la municipalidad que los arbitre y no se reúne más
que un poco de arroz, que resulta nada para tanta gente.
Entonces hizo buscar en todas partes y gracias a su loable
diligencia se calmó un poco el pueblo.
Al mismo tiempo se dirigía al regimiento de Flandes y
preguntaba a los oficiales y a los soldados si harían armas
contra el pueblo. Estaban estos influidos ya por otra más
poderosa recomendación. Las mujeres se habían arrojado entre
ellos y les rogaban que no hicieran daño al pueblo. Apareció
entonces una de ellas, de la que volveremos a hablar a menudo,
que no parecía haber andado por el barro con las demás, sino
que, sin duda, vino más tarde y que se lanzó, nada más llegar,
por en medio de los soldados. Era la linda señorita Théroigne
de Méricourt, de Lieja, viva y arrebatada como tantas otras
mujeres de esa ciudad que hicieron las revoluciones del siglo
XV161 y combatieron valientemente contra Carlos el Temerario.
Enardecedora, rara, original, con su sombrero de amazona y su
rendigot rojo, el sable a la derecha, hablando a la vez, con
encantadora elocuencia, el francés y la lengua de Lieja< Los
soldados reían, pero cedían< Impetuosa, encantadora, terrible,
Théroigne no sentía ningún obstáculo< Había tenido varios
amores, pero entonces no sentía más que uno, violento, mortal,
que le costó más que la vida162, el amor a la Revolución; la
siguió con entusiasmo, no faltaba a una sesión de la Asamblea,
recorría los clubs y las plazas, tenía en su casa un club donde
recibía a muchos diputados.
No más amantes; había declarado que no quería a otro
hombre que al gran metafísico, siempre enemigo de las mujeres,
al abstraído, al frío abate Sieyès.
Théroigne se había apoderado de aquel pobre regimiento
de Flandes, le trastomó la cabeza, lo dominó y lo desarmó tan
bien, que daba fraternalmente sus cartuchos a los guardias
franceses de Versalles.
D'Estaing pidió entonces a los soldados de Flandes que se
retiraran. Algunos parten; otros responden que no se van
mientras los guardias de corps no partan antes. Los guardias
recibieron orden de desfilar. Eran las ocho de la noche. Noche
demasiado sombría. El pueblo seguía hostilizando a los
guardias con sus silbidos. Marcharon sables en mano y se
abrieron camino; los últimos, que se encontraban más
apurados, tiraron algunos pistoletazos. Tres guardias
nacionales resultaron tocados por las balas; uno en la mejilla y
los otros en el uniforme. Sus camaradas responden, tiran
también. Los guardias de corps disparan sus mosquetes.
Muchos guardias nacionales rodean a d'Estaing, pidiéndole
municiones. Él mismo quedó maravillado de su arrojo, de la
audacia que mostraban, solos allí, en medio de las tropas:
“Verdaderos mártires del entusiasmo”, decía más tarde a la
reina163.
Un teniente de Versalles asegura al guardia de artillería que
si no le da pólvora le levantará la tapa de los sesos. Recibe un
tonel, que abre en la misma plaza, y se cargan los cañones
colocados frente a frente de la rampa donde están colocadas las
tropas que cubren el castillo y los guardias de corps que volvían
a la plaza.
Las gentes de Versalles habían mostrado la misma firmeza
al otro lado del castillo. Cinco coches se presentaron en la verja
para salir; era la reina —se decía— que marchaba a Trianon. El
suizo abre y la guardia cierra. “Habría peligro para Su Majestad
—dice el comandantesi se alejara del castillo”. Los coches
vuelven a entrar sin escolta. No hay paso. El rey estaba
prisionero.
El mismo comandante salva a un guardia de corps, al que
la multitud quería hacer pedazos por haber disparado contra el
pueblo. Lo hizo tan bien aquel jefe, que la multitud dejó al
hombre; se contentó con el caballo, que fue despedazado; se
comenzó a asarlo en la plaza de armas, pero la multitud tenía
demasiada hambre y el caballo fue comido casi crudo.
Caía la lluvia. La multitud se refugiaba donde podía; unos
forzaron la entrada de los Grandes Écuries donde se albergaba
el regimiento de Flandes y se mezclaron con los soldados.
Otros, cerca de cuatro mil, se habían quedado en la Asamblea.
Los hombres estaban bastante tranquilos, pero las mujeres
soportaban impacientemente aquel estado de inacción;
hablaban, gritaban y alborotaban. Maillard solamente pudo
hacerlas callar y no lo consiguió sino arengando a la Asamblea.
Aumentó el desorden el hecho de que algunos guardias de
corps fueron a buscar a los dragones que estaban a la puerta de
la Asamblea y a preguntarles si querían ayudarles a apoderarse
de los cañones que amenazaban el castillo. Antes de que la
multitud se echara sobre ellos, los dragones los hicieron
escapar.
A las ocho de la noche otra tentativa. Llevan a la Asamblea
una carta del rey, donde, sin hablar de la Declaración de los
Derechos, prometía vagamente la libre circulación del grano. Es
probable que en aquel momento la idea de la fuga dominara en
el castillo. Sin haber respondido nada a Mounier, que esperaba
a la puerta del Consejo, se enviaba aquella carta a la Asamblea,
intentando entretener a la multitud que aguardaba.
Una aparición singular había aumentado el terror de la
corte. Un joven del pueblo entra, mal vestido,
descompuesto164< Gran extrañeza< Era el duque de Richelieu
que, bajo aquel traje, se había mezclado con la multitud, con
aquella nueva ola del pueblo que había partido de París. A
mitad de camino se había separado de ellos para llegar
corriendo y advertir a la familia real< Había escuchado frases
que revelaban propósitos horribles, amenazas atroces<
cortarles los cabellos< Y diciendo esto estaba tan pálido, que
cuantos le oían palidecieron<
El corazón del rey comenzaba a acobardarse; veía a la reina
en peligro. Costara lo que costase a su conciencia consagrar la
obra legislativa del filosofismo, firmó a las diez de la noche la
Declaración de los Derechos.
Al fin pudo Mounier partir. Tenía impaciencia por ocupar
la presidencia antes de la llegada de aquel gran ejército de
París, cuyos proyectos no se conocían< Entra presuroso
cuando la Asamblea había levantado ya la sesión. La multitud,
cada vez más agitada y exigente, había pedido que se
disminuyera el precio del pan y el de la carne. Mounier
encuentra en su puesto, en el sillón del presidente, a una mujer
alta y gruesa con la campanilla en la mano, que tuvo que bajar a
disgusto. Dio órdenes para que se buscase a los diputados y
mientras esperaba anunció al pueblo que el rey acababa de
aceptar los artículos constitucionales. Las mujeres se estrechan
alrededor de él y le piden dé copias a cada una; otras decían:
“Pero señor presidente, ¿será esto ventajoso? ¿Hará que tengan
pan los pobres de París?”.
Otras gritaban: “Tenemos mucha hambre. No hemos
comido hoy”. Mounier anunció que se iba a buscar pan en las
panaderías. De todos lados llegaron víveres. En medio de la
sala, con gran alboroto, se pusieron a comer.
Las mujeres, comiendo, hablaban con Mounier: “Pero
querido presidente, ¿por qué habéis defendido ese veto inútil?<
¡Pensad en la farola donde ahorcamos!<”. Mounier les
respondió con firmeza que no estaban en estado de juzgar, que
eran engañadas y que él prefería exponer su vida a traicionar su
conciencia. Esta respuesta causó gran efecto; desde entonces le
testificaron mucho respeto y amistad165.
Mirabeau sólo hubiera podido hacerse oír, dominar el
tumulto; pero no parecía preocuparse: seguramente estaba
inquieto. Durante la noche, según afirmación de muchos
testigos, se había paseado por entre el pueblo con un gran sable
diciendo a los grupos: “Hijos míos, estamos con vosotros”.
Después se fue a dormir. Dumont, el ginebrino, fue a buscarle y
le condujo a la Asamblea. En el momento en que llegó exclamó
con su voz atronadora: “Quisiera saber cómo se atreve nadie a
venir a perturbar nuestras sesiones< ¡Señor presidente, haced
respetar a la Asambleal”. Las mujeres gritaban: “¡Bravo!”. Hubo
un poco de calma. Para pasar el tiempo se reanudó la discusión
de las leyes criminales.
“Estaba yo en una galería —cuenta Dumont—, donde una
mujer dirigía con gran autoridad a un centenar de mujeres,
jóvenes en su mayoría, que a una señal suya gritaban o se
callaban. Llamaba familiarmente a los diputados por su nombre
o bien preguntaba: “¿Quién es ese que habla allá abajo? ¡Haced
callar a ese majadero! ¡No se trata de eso! ¡Se trata de tener
pan!< Que hable pronto nuestra madrecita Mirabeau<”. Y las
demás gritaban: “Nuestra madre Mirabeau”. Pero Mirabeau no
quería hablar”166.
Lafayette, que había salido de París entre las cinco y las seis
de la tarde, no llegó a Versalles hasta pasada la medianoche.
Debemos remitimos a mucho antes y seguirle desde el
mediodía hasta medianoche.
A las once de la mañana, avisado Lafayette de la invasión
del Ayuntamiento, se dirigió hacia allí, encontró a la multitud
alborotada y se puso a dictar un despacho para el rey. La
guardia nacional, la asalariada y la no asalariada, llenaba la
ancha plaza de la Grève; todos convenían en que era preciso ir a
Versalles. Muchos ex guardias franceses recordaban su antiguo
privilegio de guardar al rey y querían renovarlo. Algunos de
ellos subieron al Ayuntamiento y llamaron a la puerta del
despacho donde estaba Lafayette. Entraron, y un joven
granadero, de hermosa figura, que hablaba maravillosamente,
le dijo con firmeza:
“Mi general, falto de pan el pueblo, la miseria llega a su
colmo; o el comité de subsistencias os engaña o es engañado.
Esta situación no puede durar y no hay más que un medio: ¡ir a
Versalles! Se dice que el rey es un imbécil; colocaremos la
corona en las sienes de su hijo, se nombrará un consejo de
regencia y todo marchará admirablemente”.
Lafayette era hombre muy firme y muy obstinado. La
multitud lo fue todavía más. Creía Lafayette, con razón, en su
ascendiente; entonces pudo ver que se le había hecho creer en
un error. En vano arengó al pueblo, en vano permaneció
muchas horas en la Grève sobre su caballo blanco, ora
hablando, ora imponiendo silencio con ademanes o, por hacer
algo, acariciando a su caballo. La dificultad iba aumentando; ya
no eran solamente guardias nacionales los que le rodeaban y
oprimían, sino grupos de los barrios Saint-Antoine y Saint-
Marceau, que no querían escuchar ni entender nada. Hablaban
al general con signos elocuentes, preparando para él la farola de
las ejecuciones, apuntándole. Entonces Lafayette baja del
caballo y quiere entrar en el Ayuntamiento, pero sus
granaderos le impiden el paso: “General, estaréis con nosotros;
no nos abandonaréis”.
Felizmente traen del Ayuntamiento una carta autorizando
al general a partir “en vista de la imposibilidad de negarse a
ello”.
“Partamos” dice. Y resuena en toda la plaza un grito de
alegría.
De los treinta mil hombres que formaron la guardia
nacional marcharon quince mil. Se sumaron algunos millares de
hombres del pueblo. El ultraje inferido a la escarapela nacional
era un noble motivo para la expedición. Todo el mundo
aplaudía al paso de la comitiva. En la orilla del río una multitud
elegante miraba y batía palmas. En Passy, donde el duque de
Orleáns había alquilado una casa, madame de Genlis estaba
gritando, agitando un pañuelo, no olvidando nada para ser
vista.
El mal tiempo hacía penosa la marcha. Muchos guardias
nacionales, siempre ardientes, se desanimaron. Aquello no era
el hermoso día del 14 de julio. Caía una fría lluvia de octubre.
Algunos se quedaban en el camino; los demás renegaban, pero
seguían. “Es duro —decían ricos mercaderes— para gentes que
en el buen tiempo no van a sus casas de campo sino en coche,
andar cuatro leguas bajo esta lluvia<”. Otros decian: “No
podemos hacer tal caminata en vano”. Y la tomaban con la
reina; proferían locas amenazas para parecer muy malvados.
El castillo los aguardaba con la más grande ansiedad.
Creían allí que Lafayette aparentaba ir forzado, pero que se
aprovecharía de las circunstancias. A las once de la noche se
quiso ver si, habiéndose dispersado la multitud, podrían salir
los coches por la puerta del Dragón. La guardia nacional de
Versalles vigilaba y cerró el paso.
La reina persistía en no querer salir sola. Creía, con razón,
que separándose del rey no habría para ella seguridad en
ninguna parte. Cerca de doscientos gentilhombres, muchos de
los cuales eran diputados, se ofrecieron a ella para defenderla y
le pidieron una orden para tomar caballos en sus cuadras. La
reina los autorizó para el caso de que el rey estuviera en
peligro, según ella decía.
Lafayette antes de entrar en Versalles hizo renovar el
juramento de fidelidad a la ley y al rey. Advirtió al rey de su
llegada y este le repuso “que lo vería con placer y que acababa
de aceptar su Declaración de los Derechos”.
Lafayette entra solo en el castillo con gran asombro de los
guardias y de todo el mundo. En el salón llamado Ojo de Buey
un hombre de corazón dice locamente: “He ahí a Cromwell”. Y
Lafayette, muy sereno, responde: “Señor, Cromwell, no hubiera
entrado solo como yo”.
“Aparecía muy tranquilo —dice madame de Staël (que
estaba presente)—, nadie lo había visto jamás de otro modo; su
delicadeza sufría con la importancia de su papel”. Fue tanto
más respetuoso cuanto más fuerte parecía. De otra parte, la
violencia que sobre él había hecho el pueblo le hacía más
monárquico que nunca.
El rey dio a la guardia nacional los puestos exteriores del
castillo; los guardias de corps conservaron los interiores. Los
mismos de fuera no fueron enteramente confiados a Lafayette.
Queriendo pasar una de sus patrullas al parque, no pudo
hacerlo por haberles cerrado la verja. El parque estaba ocupado
por guardias de corps y otras tropas; hasta las dos de la
mañana167 esperaron al rey, por si se decidía por la fuga. A
aquella hora, tranquilizado el rey por Lafayette, se envió orden
a las tropas de que podían retirarse a Rambouillet.
A las tres de la madrugada levantó la Asamblea la sesión.
El pueblo se había dispersado y acostado donde había podido,
en las iglesias y en los soportales. Maillard y muchas mujeres,
entre ellas Louison Chabry, habían marchado a París, poco
después de la llegada de Lafayette, llevando los decretos sobre
el grano y la Declaración de los Derechos.
A Lafayette le costó mucho trabajo alojar a sus guardias
nacionales; mojados y extenuados buscaban dónde comer,
secarse y descansar. Él mismo, creyéndolo todo tranquilo, fue al
hotel de Noailles y durmió como se duerme después de veinte
horas de esfuerzos y agitaciones.
Mucha gente no dormía, sobre todo los que habiendo
salido de París aquella noche no estaban agotados por las
fatigas del día precedente. La primera expedición, en que
dominaban las mujeres, muy espontánea, muy inocente, por
decirlo así, determinada e impulsada por la necesidad, no costó
sangre. Maillard alcanzó la gloria de conservar algún orden en
el desorden mismo. El crescendo natural que se observa siempre
en tales agitaciones, no permitía creer que la segunda
expedición sería tan tranquila, aunque fuese hecha bajo el
cuidado de la guardia nacional y de acuerdo con ella. Además,
había hombres decididos a obrar individualmente; muchos eran
furiosos fanáticos que hubieran querido matar a la reina168,
otros que se tenían por tales y parecían los más violentos, eran,
sin duda alguna, ladrones conocidos por la policía. Estos
calculaban su obra en un asalto e invasión del castillo, ya que en
la Bastilla no encontraron cosa digna de su rapacidad. ¡Pero
ahora aquel maravilloso Palacio de Versalles, donde todas las
riquezas de Francia se habían acumulado durante más de un
siglo, se abría para el pillaje, presentando una hermosa
perspectiva!
A las cinco de la mañana, antes del día, una enorme
multitud rondaba ya alrededor de las verjas armada con picas,
hoces y hachas. No tenían fusiles. Viendo a los guardias de
corps de centinelas en las puertas, obligaron a los guardias
nacionales a disparar sobre ellos; estos obedecieron, pero
cuidando de tirar muy alto.
Entre aquella multitud que vagaba o se mantenía quieta
calentándose junto a las fogatas que había hecho en la plaza, se
encontraba un jorobadito, el abogado Verrières, montado sobre
un gran caballo. Pasaba por ser uno de los fanáticos más
violentos. Desde la noche se le esperaba, la gente decía que
nada se haría sin él. También estaba allí Lecointre, que
peroraba, iba y venía. Las gentes de Versalles estaban, acaso,
más animadas que las de París, cuyo odio a la corte y a los
guardias de corps era ya antiguo; pero los versalleses habían
desperdiciado la ocasión de caer sobre los guardias y la corte y
querían ahora saldar la cuenta que tenían pendiente. Entre ellos
había numerosos Cerrajeros y herreros (¿de la fábrica de
armas?), gentes rudas que se calentaban demasiado con el
fuego y la excesiva bebida.
Hacia las seis de la mañana esta mezcla de parisinos y
versalleses escaló o forzó las verjas, avanzando por las avenidas
del castillo, temerosa y vacilante. El primer muerto, según los
realistas, lo fue de una caída sobre un escalón de mármol.
Según otra versión más verosímil, fue muerto de un tiro
disparado por los guardias de corps.
Unos se dirigían a la izquierda, hacia las habitaciones de la
reina; otros a la derecha, hacia la escalera de la capilla, más
cerca de las habitaciones del rey. A la izquierda, un parisino
que corría de los primeros, sin armas, encuentra a un guardia
de corps que le hiere con su espada; matan al guardia de corps
y siguen. A la derecha iba delante un miliciano de la guardia de
Versalles, un cerrajero con los ojos hundidos, con muy poco
pelo y con las manos agarrotadas por la forja169. Aquel hombro
y otro, sin responder al guardia que les hablaba desde la
escalera, descendiendo algunos escalones, se esforzaban por
atraerle para dejárselo a la multitud que venía detrás. Los
guardias los atrajeron y mataron, pero costó la vida a dos de
ellos, y los demás huyeron por la gran galo ría hasta el Ojo de
Buey, entre los departamentos del rey y de la reina. Otros
guardias estaban ya allí.
El ataque más furioso fue el realizado al departamento de
la reina. La hermana de su ayuda de cámara, madame de
Campan, entreabrio la puerta y vio a un guardia cubierto de
sangre que detenía a los furiosos. Cierra la puerta y
rápidamente quiere poner un jubón a la reina y conducirla a las
habitaciones del rey< ¡Momento terriblei< La puerta interior
está cerrada por fuera. Se llama en ella a puñetazos< Nadie
responde< El rey no estaba en sus habitaciones; había tomado
otro camino para dirigirse a las de la reina< En aquel momento
se oye un pistoletazo disparado muy cerca; después un tiro de
fusil. “Amigos míos, mis queridos amigos —gritaba la reina
deshecha en lágrimas—, salvadme y salvad a mis hijos”. La
reina llevaba consigo al delfín. La puerta, al fin, se abre y la
reina huye hacia las habitaciones del rey.
Queriendo entrar, la multitud llama al Ojo de Buey. Los
guardias habían hecho allí una barricada con bancos, taburetes
y otros muebles< Esperaban la muerte< De pronto cesan los
golpes en la puerta. Una voz enérgica dice: “¡Abrid!”. Como no
quisieron abrir, la misma voz repite: “Abrid, señores guardias
de corps; habíamos olvidado que los vuestros salvaron a
nuestros guardias franceses en Fontenoy”.
Eran los guardias franceses, hoy guardias nacionales; era el
bravo y generoso Hoche, entonces sargento mayor solamente;
era el pueblo el que iba a salvar a la nobleza. La puerta se abrió,
y llorando todos, se arrojaron unos en brazos de otros.
En aquel momento el rey, creyendo el paso forzado y
tomando a los salvadores por los asesinos, abrió él mismo su
puerta por un movimiento de valerosa compasión y dijo: “No
hagáis daño a mis guardias”.
El peligro había pasado. La multitud estaba tranquila. Sólo
los ladrones no cesaban en su obra, apoderándose de cuanto
encontraban. Los granaderos arrojaron del castillo a esta
canalla.
Una escena de horror ocurrió entonces a la entrada del
edificio. Un hombre de larga barba trabajaba afanosamente
cortando con su hacha las Cabezas de dos cadáveres, de los dos
guardias muertos en la escalüra. Aquel miserable, a quien
algunos creyeron un famoso bandolero del Mediodía, era
sencillamente un modelo de la Academia de pintura, que para
aquel día se había colocado una pintoresca túnica de esclavo
Intiguo que extrañó a todo el mundo y aumentó el terror170.
Lafayette, despertado demasiado tarde, llegó entonces a
caballo. Vio a un guardia de corps apresado y amarrado junto
al cadáver de un hombre de los que los suyos habían matado.
Se le iba a matar como represalia. “He dado mi palabra al rey —
dijo Lafayette— de salvar a los suyos. Haced cumplir mi
palabra”. Se salvó el guardia, pero Lafayette corría peligro. Un
furioso gritó: “¡Matadle!”. Lafayette, muy sereno, ordenó
detenerle. La multitud, obediente, lo apresó y lo llevó junto al
general, arrojándolo bruscamente al suelo e hiriéndole en la
caída.
Lafayette entra. Madame Adelaida, cuñada del rey, le
abraza: “Sois vos quien nos ha salvado” le dice. Corre Lafayette
al gabinete del rey. ¿Quién creería que subsistía la etiqueta? Un
gran oficial le detiene un momento y después le deja pasar,
diciéndole: “Señor, el rey os otorga entrada franca”.
El rey se asoma al balcón. Un grito unánime se eleva:
“¡Viva el rey! ¡Viva el rey!”.
“¡El rey a París!” es el segundo grito. Todo el pueblo y la
tropa lo repiten.
La reina estaba allí junto a una ventana; su hija abrazada a
ella; delante el delfín. El niño, jugando con los cabellos de su
hermana, dice: “¡Mamá, tengo hambre!”. ¡Dura reacción de la
necesidadl< ¡El hambre pasa del pueblo al rey!< ¡Oh,
Providencia, Providencial< ¡Gracias! ¡Porque aquel que
primero siente el hambre es un niño, y con él, el corazón de su
madrel<
En este momento surge un grito formidable: “ ¡La reina!”.
El pueblo quería verla en el balcón. Ella vacila. “¡Cómo! ¿Sola?”.
“Señora, ¡no temáis nadal” le responde Lafayette. Va al balcón,
pero no sola, sino teniendo una salvaguardia admirable: de una
mano su hija y de la otra su hijo. La gran escalera de mármol,
abarrotada por el pueblo, aparecía terrible, engendradora de
rumores irritados; los guardias nacionales colocados alrededor
no podían responder del centro. Había allí hombres furiosos,
ciegos, con armas de fuego cargadas. Lafayette estuvo
admirable; arriesgó por aquella mujer temblorosa su
popularidad, su porvenir, su vida. Apareció con ella en el
balcón y le besó la mano171. La multitud se conmovió. El
enternecimiento fue unánime. Se vio en ella a la mujer y a la
madre nada más< “¡Ah, qué bella!< Pero qué, ¿es la reina?<
¡Cómo acaricia a sus hijos!<”.
¡Gran pueblo, que Dios te bendiga por tu clemencia y tu
olvido!
El rey estaba demudado y tembloroso cuando la reina fue
al balcón. Pasado el peligro, dijo a Lafayette: “¿No podríais
hacer algo también por mis guardias?”. “Dadme uno”
respondió el general. Lafayette le lleva al balcón, le pide que
preste juramento y enseñe al pueblo su sombrero con la
escarapela nacional. El guardia le abraza y el pueblo estalla en
un grito: “¡Vivan los guardias de corps!”. Para mayor seguridad
los granaderos tomaron los sombreros de los guardias y les
dieron los suyos, mezclándose así de tal modo que no se
pudiera disparar sobre ellos.
El rey sentía el más vivo rechazo a partir de Versalles.
Abandonar la residencia real era para él lo mismo que
abandonar la corona. Pocos días antes había rechazado los
ruegos de Malouet y otros diputados que para alejarse de París
le rogaban que trasladara la Asamblea a Compiègne. Y ahora
era preciso abandonar Versalles para ir a París en medio de
aquella terrible multitud< ¿Qué le ocurriría a la reina? No
osaba casi pensarlo.
El rey rogó a la Asamblea se retmiera en el castillo. Una vez
allí, la Asamblea y el rey unidos, con el apoyo de Lafayette, se
hubiera conseguido que los diputados rogaran al rey que no
marchara a París. Este ruego se hubiera presentado al pueblo
como un voto de la Asamblea. Todo aquel gran movimiento
concluiría allí; el cansancio, el abandono, el hambre, poco a
poco agotaban las energías del pueblo.
Hubo en la Asamblea, que comenzaba a reunirse, dudas y
vacilaciones.
Nadie tenía prejuicio hecho, idea preconcebida. El
movimiento popular había cogido a todo el mundo de
improviso. Los espíritus más penetrantes no habían previsto
nada de ello; ni Mirabeau, ni Sieyès. Este, cuando recibió la
primera noticia, dijo: “No comprendo nada. Esto marcha en
sentido contrario”.
Creo que quería decir: “Contrario a la Revolución”. Sieyès
en aquella época era todavía revolucionario y acaso partidario
de la rama de Orleans.
Que el rey abandonara su vieja corte de Versalles, que
viviera en París, en medio del pueblo, eran motivos, sin duda
alguna, para que Luis XVI se hiciera popular.
Si la reina (muerta o fugada) no le hubiese seguido, los
parisinos hubieran sentido renacer en sus corazones el amor a
su rey. Durante mucho tiempo habían sentido debilidad por
aquel hombre gordo que aparecía a los ojos de la multitud con
aire de bondad y paternal buena fe. Antes hemos visto cómo las
mujeres del mercado le llamaban buen papá; este era todo el
pensamiento del pueblo.
Aquel traslado a París que aterraba tanto al rey, asustaba en
sentido inverso a los que querían continuar y afirmar la
Revolución, y todavía más a los que por miras patrióticas o
personales querían dar la intendencia general o más aún al
duque de Orleáns.
Lo peor que podía ocurrirle a este, a quien se acusaba sin
sentido de querer matar a la reina, era que la reina muriese, y
que el rey solo, libre de aquella impopularidad viva, fuese a
establecerse en París, amparandose en manos de los Lafayettes
y los Baillys.
El duque de Orleáns era perfectamente inocente del
movimiento del 5 de octubre. No supo qué hacer ni cómo
aprovecharlo. Aquel día y la noche siguiente se agita, va y
viene. Las declaraciones de los testigos prueban que se le ve en
todas partes, entre París y Versalles y que en ninguna parte
hace nada172. En la mañana del día 6, entre las ocho y las nueve,
aparece el duque de Orleáns en los alrededores del castillo,
manchado de la sangre de los asesinatos, saludando al pueblo
sonriente con una enorme escarapela en el sombrero y un
bastoncillo en la mano, con el que jugaba riendo.
Volviendo a la Asamblea, apenas había cuarenta diputados
propicios a dirigirse al castillo. La mayor parte, bastante
inciertos, estaban reunidos en la sala. El pueblo, que llenaba las
tribunas, concluyó con aquella incertídmnbre; apenas se
comenzó a hablar de ir al castillo, el pueblo prorrumpió en
gritos.
Mirabeau se levantó entonces, y siguiendo su costumbre de
encubrir con lenguaje elevado sus obediencias al pueblo, dijo
que la libertad de la Asamblea estaría comprometida si
deliberaba en el palacio de los reyes, que no era digno de ella
abandonar el lugar de sus sesiones y que bastaría con enviar al
rey una diputación.
El joven Barnave apoya a Mirabeau. En vano contradice
Mounier, que presidía.
Al fin se sabe que el rey consiente en marchar a París y la
Asamblea decide, a propuesta de Mirabeau, que para la reunión
actual era ella inseparable del rey.
El día avanza. Es cerca de la una de la tarde< Es preciso
partir, abandonar Versalles< ¡Adiós, vieja monarquía!
Cien diputados rodean al rey y todo un ejército y todo un
pueblo. El rey se aleja del palacio de Luis XIV para no volver
allí jamás.
La multitud se agita, marcha a París, delante y detrás del
rey.
Hombres y mujeres van como pueden, a pie, a caballo, en
carros, en las cureñas de los cañones. A mitad de camino se
encuentran con placer un convoy de harinas. ¡Excelente cosa
para la ciudad hambrienta!
Las mujeres llevan en sus picas hogazas de pan y ramas de
álamo, ya amarillas en octubre. Iban muy alegres, y a su
manera, eran amables, menos algunas burlas que se dirigían a
la reina. “Aquí llevamos —gritaban— al panadero, a la
panadera y al marmitón”.
Creían todas que teniendo al rey no podrían jamás morir de
hambre. Todas eran aún realistas y marchaban muy alegres por
poder al fin poner en buenas manos a aquel buen papá; no tenía
mucho talento ni era hombre de palabra, pero de esto tenía la
culpa su mujer. Una vez en París no faltarían buenas mujeres
que le aconsejaran mejor.
Todo esto es, a la vez, alegre, triste, violento, gozoso y
sombrío. E
l cielo no contribuía a aumentar ni mantener siquiera
aquellas esperanzas. Había llovido. Se marchaba lentamente,
convertido el camino en un barrizal. A cada momento, alguno,
por regocijo o por descargar su arma, disparaba un tiro.
El coche real avanza escoltado como un féretro, con
Lafayette junto a la portezuela.
La reina estaba inquieta. ¿Estaba segura de llegar?
Preguntó a Lafayette lo que pensaba, y este lo preguntó a su vez
a Moreau de Méry, que habiendo presidido el Ayuntamiento en
los famosos días de la Bastilla, conocía el terreno que pisaba.
Moreau respondió con estas significativas palabras: “Dudo que
la reina llegue sola a las Tullerías, pero una vez en el
Ayuntamiento volverá”.
He aquí al rey en París, en el único lugar donde debía estar,
en el corazón mismo de Francia. Esperemos que sea digno de
ella.
La revolución del 6 de octubre, necesaria, natural y
legítima, fue completamente espontánea, imprevista,
verdaderamente popular; perteneciendo, sobre todo, a las
mujeres, como la del 14 de julio a los hombres. Los hombres
tomaron la Bastilla y las mujeres tomaron al rey.
El 1 de octubre todo fue echado a perder por las damas de
Versalles.
El 6 todo fue reparado por las mujeres de París.
6 1789 - 4 1790

1789

Amor del pueblo para el rey. —Generosialad del pueblo y sa tendencia


a la unión. —Sus federaciones (de octubre a julio). —Lafayette y
Mirabeau por el rey; la Asamblea por el rey; octubre de 1789. —El rey
no estaba cautivo en octubre.

La mañana del 7 de octubre, desde bien temprano, estaban las


Tullerías llenas de un pueblo conmovido, hambriento de ver a
su rey. Todo el día, mientras recibía el homenaje de los cuerpos
constituidos, la multitud le observaba desde fuera, le esperaba y
le buscaba. Se le veía o se creía verlo a través de los cristales; el
que tenía la dicha de distinguirlo, lo mostraba a sus vecinos:
“¡Vedlo; helo allíl”. Fue necesario que saliese al balcón y al
aparecer estalló un aplauso unánime. Fue preciso que bajara al
jardin, que respondiera más de cerca al enternecimiento del
pueblo.
Su hermana, María Isabel, joven e inocente, estaba
conmovida; abrió sus ventanas y comió delante de la multitud.
Las mujeres alzaban a sus hijos en brazos para que la vieran, la
bendecían y la llamaban hermosa.
Desde la víspera, desde la noche misma del 6 de octubre,
podía estarse seguro de aquel pueblo que tanto miedo había
causado. Cuando el rey y la reina aparecieron en el
Ayuntamiento entre hachones, un vocerío inmenso surgió de la
Grève, formado por gritos de alegría, de amor, de
reconocimiento para el rey que iba a vivir en medio de ellos<
Lloraban como niños, se tendían las manos, se abrazaban tmos
a otros173.
“La Revolución ha concluido —se decía—; he ahí al rey
liberado de Versalles, de sus cortesanos, de sus consejeros”. Y
en efecto, aquel mal encantamiento que desde hacía más de un
siglo tenía a la realeza cautiva, lejos de los hombres, en un
mundo de estatuas, de autómatas más artificiales todavía, se
había roto gracias a Dios. El rey volvía a encontrar su sitio en la
naturaleza real, en la vida y en la verdad. Traído de aquel largo
destierro venía a su casa, entraba en su verdadero puesto, se
encontraba restablecido en su elemento de rey. ¿Y qué elemento
mejor que el pueblo? ¿Dónde sino en él podrá un rey respirar y
vivir?
Vivid, sire, en medio de nosotros; sed libre por primera
vez. No lo habéis sido nunca. Siempre habéis obrado y dejado
obrar, a pesar vuestro. Cada mañana os han hecho hacer algo
de lo que arrepentiros por la noche; cada día, en lugar de
mandar, habéis obedecido. Esclavo durante tanto tiempo del
capricho, reinad, al fin, según la ley; esta es la realeza y la
libertad. Dios mismo no reina de otro modo. Tales eran los
pensamientos del pueblo, generosos y simpáticos, sin recelos ni
desconfianzas. Mezclado por primera vez con los señores y las
damas hermosas, estaba lleno de consideraciones hacia ellos e
igualmente veía con placer a los guardias de corps que se
paseaban cogidos del brazo de sus amigos y salvadores, los
valientes guardias franceses. El pueblo, entusiasmado, aplaudía
a unos y a otros para unirlos y estrecharlos más y para consolar
a sus enemigos de la víspera.
¡Que se sepa eternamente que en aquella época, mal
conocida, desfigurada por el odio, el corazón de Francia estuvo
lleno de magnanimidad, de clemencia y de perdón! En las
resistencias mismas que provoca en todas partes la aristocracia,
en los actos enérgicos en que el pueblo se manifiesta dispuesto
a atacar, se limita a amenazar y perdona. Metz denuncia a su
Parlamento rebelde a la Asamblea Nacional y después intercede
por él. Bretaña, en la vigorosa federación que hizo en pleno
invierno (enero) se muestra fuerte y clemente. Ciento cincuenta
mil hombres armados se dispusieron a resistir a los enemigos
de la ley, y el joven jefe, que a la cabeza de sus diputados juraba
con la espada puesta en el altar, exclamó: “Si se tornan buenos
ciudadanos, les perdonaremos”.
Aquellas grandes federaciones que durante ocho o nueve
meses se hacen en toda Francia, son el rasgo distintivo, la
originalidad de la época. Al principio son defensivas, de
protección mutua contra los enemigos desconocidos, contra los
bandoleros y contra la aristocracia. Después, aquellos
hermanos, armados juntamente, quieren vivir juntos también;
se preocupan de las necesidades de sus hermanos, se esfuerzan
por asegurar la circulación del grano, por hacer pasar el
sustento de provincia en provincia, de aquellas que estaban
abastecidas a las que grandes dificultades se oponían a que lo
estuvieran. Al fin, la seguridad renace, el hambre va siendo rara
y, sin embargo, las federaciones continúan, sin otra necesidad
que la de satisfacer al corazón: “Para unirse —decían— y amarse
los unos a los otros”.
Al principio las aldeas y los pueblos se han unido para
protegerse a sí mismos contra los nobles. Después, cuando los
labriegos o partidas errantes atacaron a los nobles, incendiando
los castillos, pueblos y aldeas, se arman para proteger los
castillos y defender a los nobles, a sus enemigos, contra los que
se habían aliado. Los nobles entonces acuden a establecerse
entre los pueblos, entre sus salvadores, y prestan el juramento
cívico (febrero-marzo).
Las luchas de los pueblos y las campiñas duran poco,
afortumadamente. El labriego abre pronto los ojos y las orejas, y
a su vez se confedera para mantener el orden y defender la
Constitución. Mientras escribo estas líneas tengo ante mí el
proceso verbal de una multitud de federaciones de los campos
y veo el sentimiento de la patria estallar allí de forma inocente,
pero tanto o más vivo que en las ciudades.
No más separaciones entre los hombres. Parece que las
murallas de las ciudades se han desplomado. Las grandes
federaciones urbanas van a buscar a las de los campos y
entretanto los labriegos, con el alcalde y el cura a la cabeza, van
a fraternizar con las ciudades. Todos en orden, todos armados.
En aquella época —conviene no olvidarlo— la guardia nacional
está constituida por todo el mundo174.
Todo el mundo se pone en movimiento; todos parten como
en tiempo de las cruzadas< ¿Dónde van reunidos así por
grupos, aldeas y aldeas, pueblos y pueblos, provincias y
provincias? ¿Cuál es la Jerusalén que atrae de este modo a todo
un pueblo y lo atrae, no fuera de sí mismo, sino en sí,
uniéndolo, concentrándolo en su propio ser?< Es una Jerusalén
mejor que la de Iudea; es la de los corazones, la santa unidad
fraternal< la gran ciudad viviente, que se construye con
hombres< En menos de un año queda hecha< Y desde
entonces, es la patria.
He aquí mi camino en este tercer libro; todos los obstáculos
del mundo, los gritos, los actos violentos, las agrias disputas,
serán causa de que me retarde, nunca de que retroceda. El 14 de
julio me dio la unanimidad de París. Y el otro 14 de julio me va
a dar en cualquier momento la unanimidad de Francia.
¿Cómo el antiguo amor del pueblo, el rey, pudo quedarse
solo fuera de aquel universal abrazo fraternal? Él fue el primer
punto de mira. Se veía cerca de él a la reina, siempre llorando,
triste y dura, alimentándose sólo con su rencor. Se veía la
pesada servidumbre en que le mantenían sus escrúpulos de
devoto y la servidumbre material con que su naturaleza le
ligaba a su mujer. Y a pesar de esto, el pueblo se obstinaba en
poner en él toda esperanza.
Parece ridículo decirlo; el pánico del 6 de octubre hizo una
multitud de realistas. Aquel ensueño terrible, aquella
fantasmagoría nocturna había turbado profundamente las
imaginaciones; el pueblo se estrechaba alrededor de su rey.
Igual fenómeno se notaba en la Asamblea. Jamás fue tan
favorable para él. La Asamblea también había tenido miedo;
diez días después se decidió con gran repugnancia a trasladarse
a París, a aquel sombrío París de octubre, entre el desbordado
mar del pueblo. Ciento cincuenta diputados prefirieron tomar
sus pasaportes. Mounier y Lally huyeron.
Los dos primeros hombres de Francia, el más popular y el
más elocuente, Lafayette y Mirabeau, volvieron a París siendo
realistas.
Lafayette estaba mortificado por haber sido llevado a
Versalles, cuando parecía que era él quien llevaba a los demás.
En su involuntario triunfo estaba casi tan asombrado como el
rey. Al volver a París hizo dos cosas. Obligó a la municipalidad
a hacer perseguir ante el juzgado de Châtelet el periódico
sanguinario de Marat, y él mismo fue a buscar al duque de
Orleans, le intimidó y habló alto y firme, y en su casa y delante
del rey le convenció de que después del 6 de octubre su
presencia en París inquietaba, daba pretextos a la algarada y
turbaba la tranquilidad. De este modo le obligó a marcharse a
Londres. Queriendo el duque volver a París, Lafayette le envió
a decir que al día siguiente de su vuelta se batiría con él.
Mirabeau, privado de su duque y convencido
decididamente de que jamás sacaría partido de aquel hombre,
se tornó, con el mayor aplomo y como hombre necesario a
quien no puede rechazarse, del lado de Lafayette (10-20 de
octubre). Sencillamente proponía Mirabeau que Necker fuese
expulsado nuevamente y que se apoderaran del gobierno
Lafayette y él175. Esta era ciertamente la última posibilidad de
salvarse que le quedaba al rey. Pero Lafayette no amaba ni
estimaba a Mirabeau y la corte detestaba a ambos.
Durante un momento, sólo durante un breve un momento,
las dos fuerzas que quedaban, la popularidad y el genio, se
entendieron en provecho de la realeza. Un suceso casual que
ocurrió precisamente a la puerta de la Asamblea dos o tres días
después de su llegada a París, aterró a la realeza y le hizo
desear el orden a cualquier precio. Un cruel malentendido mató
a un panadero176 (21 de octubre). El asesino fue juzgado en
aquel momento y colgado. La municipalidad creyó llegado el
momento de pedir una ley de severidad y de fuerza. La
Asamblea decretó la ley marcial, que armó a las
municipalidades del derecho a requerir el auxilio de las tropas
y de la guardia ciudadana para disolver las reuniones públicas
y las aglomeraciones de gente, y al mismo tiempo entregaba el
juicio de los crímenes de lesa nación a un antiguo tribunal real,
al Châtelet; tribunal demasiado pequeño para una misión tan
grande. Buzot y Robespierre decían que era preciso crear un
alto tribunal nacional. Mirabeau se aventuró a decir que todas
estas medidas eran impotentes y que lo absolutamente
necesario era hacer fuerte al poder ejecutivo y no dejar que
prevaleciera su propia anulación.
¡He aquí el 21 de octubre! ¡Qué camino tan largo el
recorrido desde el día 6! En quince días el rey había recobrado
tanto terreno, que el audaz orador colocaba, sin protestas, la
salvación de Francia en la fuerza de la realeza.
Lafayette escribía al Delfinado, al fugitivo Mounier, quien
se lamentaba del cautiverio del rey y apoyaba la guerra civil177:
“Que el rey no estaba cautivo, que en adelante viviría en la
capital, pero que reanudaría sus cacerías”. Esto no era mentira.
Lafayette, efectivamente, rogaba al rey que saliera, que se
mostrara, que no autorizara con una reclusión voluntaria el
rumor de su cautiverio178.
No hay duda alguna que en aquella época Luis XVI no
hubiera podido con facilidad retirarse a Rouen, como le
aconsejaba Mirabeau, o a Metz, al ejército de Bouillé, como la
reina deseaba.
1789

Grandes miserias. —Necesidad de tomar los bienes del clero. —El


clero no era propietario. —Reclamaciones de las víctimas del clero;
religiosos y religiosas, protestantes, judíos y comediantes.

El sombrío invierno en que entramos no fue tan atrozmente frío


como el de 1789: Dios tuvo piedad de Francia. No hubiera
habido ningún medio de resistir y sobrevivir. La miseria había
aumentado; no quedaba ninguna industria, ningún trabajo.
Desde aquella época los nobles emigran o abandonan, cuando
menos, sus castillos, y creyendo poco seguros los campos, van a
establecerse a las ciudades, donde se encierran y esconden
esperando los acontecimientos; muchos se preparan a huir y
liquidan sus bienes y hacen sus maletas, poco a poco, sin ruido.
Si dan alguna señal de vida en sus dominios es sólo para pedir,
no para aliviar y calmar; los más osados se atreven a pedir lo
que se les adeuda, los atrasos de los derechos feudales. El
dinero se esconde, el trabajo cesa, la mendicidad aumenta
pavorosamente en las ciudades, ¡sólo en París hay cerca de
doscientos mil mendigos! Y si no se obligara a cada
municipalidad a mantener a sus pobres, millones de hombres
llegarían a París con la mano extendida pidiendo limosna.
Durante todo el invierno todos los pueblos se esfuerzan por
mantener a sus pobres, hasta agotar todos los recursos; los
ricos, como ya no cobraban nada, descienden hasta el nivel de
los pobres. Todos se quejan, todos imploran a la Asamblea
Nacional. Si continúan las circunstancias igual, la Asamblea
tendrá que resolver el problema de alimentar nada menos que a
todo el pueblo, a toda la nación.
Pero el pueblo no puede morir. Antes que tal suceda, hay
un recurso, un patrimonio en reserva, que no se ha tocado. Para
esto precisamente, para alimentar al pueblo, hicieron nuestros
caritativos antepasados las fundaciones religiosas y dotaron con
lo mejor de sus bienes a los dispensadores de la caridad, a los
eclesiásticos. Y estos han guardado y aumentado tan bien el
capital de los pobres, que alcanza a una quinta parte de los
terrenos del reino, valorada en cuatro mil millones.
El pueblo, este pobre tan rico, llega hoy llamando a las
puertas de la Iglesia, su propia casa, pidiendo parte de unos
bienes que le pertenecen por entero< ¡Panem! ¡Propter Deum!
Sería cruel dejar al propietario, al hijo de la casa, al heredero
legítimo morir de hambre en el umbral. Si sois cristiano, dad;
los pobres son los miembros del rebaño de Cristo.
Si sois ciudadano, dad; el pueblo es la patria viva. Si sois
honrado, devolved; porque lo que tenéis no es más que un
depósito.
Devolved< y la nación os lo dará centuplicado. No se trata
de arrojaros al abismo para cegarlo. No se os pide que, como
nuevos mártires, os inmoléis por el pueblo. Se trata, al
contrario, de acudir a vuestro socorro y salvaros a vosotros
mismos.
Para comprender esto es preciso saber que el cuerpo del
clero, monstruo de riqueza, comparado con la nación, era
también en si mismo un monstruo de injusticia y desigualdad.
Aquel cuerpo, de cabeza enorme, engordada de sangre y de
grasa, era, en sus miembros inferiores, delgado, seco y famélico.
En tal sitio, el sacerdote tenía un millón de rentas, y en tal otro
doscientos francos.
En el proyecto de la Asamblea, que no apareció hasta la
primavera, todo esto quedaba arreglado. Los curas y vicarios
del campo recibirían del Estado cerca de sesenta millones y los
obispos tres solamente. Por esto ¡ah!< la religión perdida, Jesús
montado en cólera, la Virgen llorando en las iglesias del
Mediodía, de la Vendée, toda la fantasmagoría necesaria para
empujar a los campesinos al motín y a los asesinatos.
La Asamblea quiso todavía dar treinta y tres millones de
pensión a los monjes y a las religiosas y doce millones a los
eclesiásticos pobres y desamparados, etc. Llevó el presupuesto
general del clero a la suma enorme de ¡ciento treinta y tres
millones!, que por defunción de los beneficiados habría de irse
reduciendo a la mitad; esto era hacer las cosas a largo plazo. El
cura más ínfimo debía tener (sin contar la habitación,
presbiterio y jardín) mil doscientas libras anuales. A decir
verdad, todo el clero (menos algunos centenares de hombres)
hubiera pasado de la miseria a tener sus necesidades cubiertas,
de modo que lo que se llamó expoliación del clero era su
enriquecimiento.
Los prelados hicieron una hermosa defensa heroica.
Tuvieron necesidad de librar tres batallas (octubre, diciembre y
abril) para deducir de tales combates que la restitución era
sencillamente un acto de justicia. Allí se pudo ver
perfectamente dónde tenían aquellos hombres de Dios su vida
y su corazón: en la propiedad. ¡La defendieron como los primeros
cristianos habían defendido la fe!
Les faltaban argumentos, pero no retórica. Y así, lanzaban
amenazadoras profecías: “Si tocáis una propiedad santa y
sagrada entre todas, todas las demás estarán en peligro, porque
el derecho de propiedad perecerá en el espíritu del pueblo< ¡El
pueblo va a venir mañana a pedir la ley agraria!”. Otro decía
con dulzura: “Si arruináis al clero no ganaréis gran cosa, porque
el clero es tan pobre< y está, además, tan endeudado; sus
bienes, pasando a otras manos, no siendo administrados por el
clero mismo, no podrán nunca pagar estas deudas”.
La discusión comenzó el 10 de octubre. Talleyrand, obispo
de Autun, que había sido agente del clero en todos sus
negocios, rompe el hielo el último, esquivando el fondo de la
cuestión, aventurándose en un terreno resbaladizo, diciendo
solamente que el clero no era propietario como los demás
propietarios.
A lo cual agregó Mirabeau: “La propiedad es de la nación”.
Los legistas de la Asamblea probaron sobradamente: 19 que
el clero no era propietario (pudiendo usar, no abusar); 29 que
no era posesor, puesto que el derecho eclesiástico le prohibía
poseer; 39 que no era usufructuario, sino depositario,
administrador y a lo sumo dispensador.
Lo que produjo más efecto que la discusión de estas
palabras, fue que apenas se comenzó a escarbar alrededor del
árbol de la Iglesia, se vio cuánto había encubierto su sombra de
injusticia y barbarie.
En tiempos de la Revolución el clero tenía todavía siervos y
esclavos. Había pasado todo el siglo XVIII, habían pasado todos
los libertadores, y Rousseau y Voltaire, cuyo último
pensamiento fue la liberación del Iura< ¡Y el sacerdote tenía
todavía siervos!
La feudalidad se ruborizaba de sí misma. Por distintos
conceptos había renunciado a esos vergonzosos derechos.
Había rechazado, no sin honor, los últimos restos en la gran
noche del 4 de agosto< El sacerdote continuaba teniendo
siervos.
El 22 de octubre, uno de ellos, Jean Jacob, anciano
venerable del Iura, de más de ciento veinte años, casi inmortal,
fue llevado por sus hijos a la Asamblea, donde pidió el favor de
que le dejasen expresar su agradecimiento por los decretos del 4
de agosto. Grande fue la emoción. La Asamblea Nacional entera
se puso de pie delante de aquel venerable decano del género
humano y le obligó a sentarse y a cubrirse< Noble respeto de
la ancianidad y también reparación para el pobre siervo, para
una tan larga injuria a los derechos de la humanidad. Aquel
viejo había sido siervo medio siglo bajo Luis XIV y ochenta años
después lo era todavía; los decretos del 4 de agosto fueron
solamente una declaración general, pero nada de ellos se había
ejecutado. La servidumbre no fue abolida hasta marzo de 1790:
el anciano murió en diciembre y por esto el último de los
siervos no vio la libertad.
El mismo día, 23 de octubre, Castellane, aprovechándose de
la emoción de la Asamblea, pidió que fuesen visitadas las
treinta y cinco prisiones de París, las de toda Francia, y que
especialmente se abrieran las prisiones más ignoradas, todavía,
más profundas que las Bastillas reales, los calabozos
eclesiásticos. Aunque tarde, llegaba el día de resurrección en
que el sol iluminaría los misterios, en que el rayo bienhechor de
la ley aclararía por primera vez aquellas justicias de las
tinieblas, aquellos fosos proftmdos, aquellos in pace, donde en
sus furiosos odios de claustro, en sus celos, en sus amores más
atroces aún que sus odios, los frailes enterraban a sus
hermanos.
¿Pero los conventos enteros eran otra cosa que profundos in
pace, donde las familias arrojaban y olvidaban miembros suyos
que estorbaban y eran sacrificados en beneficio de los otros?
Estos infelices no podían como el anciano siervo del jura
hacerse conducir a la Asamblea Nacional, pedir la libertad y
orar en la tribuna en vez de hacerlo en el altar< Con
grandísimos trabajos y riesgos, desde lejos y por cartas, se
atrevían a quejarse. El 28 de octubre escribió una religiosa,
tíinidamente, en términos generales, no pidiendo nada para
ella, pero rogando a la Asamblea que legislara sobre los votos
eclesiásticos. La Asamblea no se atrevió todavía a tomar
partido; se contentó con suspender la emisión de los votos,
cerrando así la entrada en los conventos a nuevas víctimas.
¡Cómo se hubiera apresurado a abrir las puertas a los tristes
habitantes de los claustros si hubiera sabido el estado de
desesperación a que habían llegado los infelices! Antes he
hablado de que las desconfianzas del clero habían mermado y
reducido la vida de los pobres religiosos. No teniendo aire vital
que respirar morían, sin pan, sin amor e incluso sin religión,<
La muerte, el olvido, el vacío, nada hoy, nada mañana, nada en
el día, nada en la noche. Un confesor algunas veces y un poco
de libertinaje< o se arrojaban de bruces a la orilla opuesta; del
claustro a Rousseau y a Voltaire, en plena revolución< He
visto muchos incrédulos, y los que tenían fe la seguían
enardecidos< Testigo de ello la señorita Corday, instruida179 en
el claustro con Plutarco y Emilio, bajo la influencia de Matilde y
de Guillermo el Conquistador.
Fue aquello como un ensueño de todos los infortunados;
todos los infelices de la Edad Media aparecieron enfrente del
clero, el universal opresor. También fueron los judíos.
Insultados anualmente en Toulouse, o colgados entre dos
perros, fueron a preguntar a la Asamblea si eran hombres.
Abuelos del cristianismo, tan duramente tratados por sus hijos,
pertenecían también, en cierto sentido, a la Revolución francesa,
que, como reacción del derecho, debía inclinarse ante el derecho
austero donde Moisés presintió el futuro triunfo del Justo.
Otra víctima de los prejuicios religiosos, el pobre pueblo de
los comediantes, hizo también su reclamación. ¡Bárbaros
prejuicios! Los dos primeros hombres de Francia y de
Inglaterra, el autor de Otelo y el autor de Tartufo, ¿no eran dos
actores? El gran hombre que habló por ellos en la Asamblea
Nacional, Mirabeau, fue un comediante sublime. “¡La acción, la
acción, la acción es todo en el orador!”, ha dicho Demóstenes.
La Asamblea no decidió nada para los cómicos, nada para
los judíos. Dieron acceso a los no católicos a los empleos civiles.
Hizo venir del extranjero a nuestros infortunados hermanos los
protestantes, expatriados por los bárbaros directores de Luis
XIV. La Asamblea prometió devolverles lo que se pudiera de
sus bienes confiscados. Muchos volvieron al cabo de un siglo de
destierro; pocos encontraron su fortuna. Esta población
inocente, injustamente desterrada, no encontró los mil millones
que tan alegremente se habían concedidos a la emigración
culpable 180.
Lo que encontraron fue la igualdad, la más honrosa
rehabilitación, Francia entregada a la justicia, Francia
resucitada, sus parientes, amigos y correligionarios en primera
fila de la Asamblea y Rabaut y Barnave en la tribuna. Por una
reacción demasiado justa, estos dos protestantes ilustres eran
miembros del comité eclesiástico y juzgaban a sus antiguos
jueces, disponían de la suerte de aquellos que descuartizaron,
enrodaron, empotraron o quemaron a sus padres. Por toda
venganza propusieron votar ciento treinta y tres millones para
el clero católico.
Rabaut Saint-Étienne era hijo del viejo doctor, del
perseverante apóstol, del glorioso mártir de Cévennes, quien
durante cincuenta años no conoció otro techo que el bosque y el
cielo, perseguido como un bandido, pasando los inviernos en la
nieve con los lobos, sin más arma que su pluma, con la que
escribía sus maravillosos sermones. Su hijo, después de haber
trabajado bastantes años en la obra de la libertad religiosa, tuvo
la dicha de votarla en la Asamblea. Él fue también quien
propuso el 9 de agosto de 1791 que se proclamara la unidad e
indivisibilidad de Francia< Noble proposición que sin duda
alguna todos hubieran hecho, pero que debía salir del corazón
de nuestros protestantes, durante tanto tiempo tan cruelmente
separados de la patria. La Asamblea llevó al protestante Rabaut
a la presidencia y tuvo la enorme alegría de escribir a su padre
octogenario esta frase de rehabilitación solemne, de honor para
los proscritos: “El presidente de la Asamblea Nacional est{ a
vuestros pies”.
1789

El clero llama a la guerra civil, 14 de octubre. —Ímpetu de las


ciudades de Bretaña. —La Asamblea reduce los electores primarios a
cuatro millones y medio. —La Asamblea anula al clero como
organismo y a los Parlamentos, 3 de noviembre. —Resistencia de los
tribunales. Papel funesto de los Parlamentos en los últimos tiempos.
—No admiten más que a los nobles. «Los Parlamentos de Rouen y de
Metz resisten, noviembre.

La discusión sobre los bienes eclesiásticos comenzó el 8 de


octubre. El 14 el clero tocó llamada a la guerra civil: el 14 un
obispo bretón y el 24 el clero de la diócesis de Toulouse.
Llamada del Oeste, llamada del Mediodía.
No hay que olvidar que en este mismo mes de octubre los
prelados jv los ricos abates de Bélgica, amenazados también en
sus bienes, crean un ejército y nombran un general. Brabante y
Flandes enarbolan la bandera de la cruz roja. Los capuchinos y
otros monjes sugestionan a los labriegos, les predican sermones
salvajes, los embriagan en procesiones šrenéticas y ponen en
sus manos la espada y el puñal contra el emperador.
Nuestros labriegos eran menos propicios a lanzarse en un
movimiento semejante. Generalmente son hombres de mejor
juicio y más reflexivos que los belgas. El viejo espíritu hacedor
de fábulas y sátiras, el espíritu de Rabelais, poco favorable al
clero, no ha muerto nunca en Francia. El Senor cura y su ama es
un libro inolvidable para las veladas de invierno. Por otra parte,
el cura es más tolerado e indiferente que odiado. Los obispos,
todos los nobles (Luis XVI no dio la mitra más que a los nobles)
eran, en su mayor parte, hombres de vida escandalosa. No se
satisfacían con sus condesas de provincia, que hacían los
honores del palacio episcopal; corrían aventuras con las
bailarinas de París. Aquellas condesas o marquesas, la mayor
parte pertenecientes a la nobleza pobre, honraban muchas veces
sus mediomatrirnonios con méritos efectivos; alguna gobemaba
el obispado mucho mejor que hubiera podido hacerlo el obispo.
Una de ellas, no lejos de París, hizo en su diócesis las elecciones
de 1789 y trabajó vivamente para enviar a la Asamblea
Nacional dos excelentes diputados.
Un episcopado tan mundano, que se olvidaba prestamente
de la religión apenas se tocaba a sus bienes materiales,
necesitaba trabajar mucho para volver a encender en las
provincias el antiguo fanatismo. En Bretaña misma, donde el
campesino pertenece siempre al clero, fue una imprudencia del
obispo Tréguier lanzar el 14 de octubre el manifiesto de la
guerra civil; fue demasiado pronto; falló. En aquel manifiesto
incendiario se presentaba al rey cautivo, a la religión
atropellada y se afinnaba que los sacerdotes iban a convertirse
en los testaferros asalariados de los bandoleros< de los bandoleros,
es decir, de la nación, de la Asamblea Nacional.
Para decir estas cosas el día 14, era necesario poder
comenzar el 15 la guerra civil. En efecto, algunos aturdidos de
la nobleza creían poder levantar a los labriegos. Pero el labriego
bretón, tan firme y tenaz, una vez puesto en marcha, incapaz de
retroceder nunca, es muy tardío para decidirse a emprender un
camino y esta vez le costaba trabajo comprender que el asunto
de los bienes de la Iglesia, por grave que fuera, implicase la
pérdida de la religión. Mientras el labriego pensaba y rumiaba
esto, las ciudades no pensaron nada, sino que obraron, sin
consultar a nadie, con un vigor extraordinario. Todas las
municipalidades de la diócesis de Tréguier se reunieron y
procedieron sin perder momento contra el obispo y los nobles
levantiscos; los interrogaron y oyeron a testigos que
procedieron contra ellos. La intimidación fue tal, que el prelado
y los nobles lo negaron todo y aseguraron no haber dicho una
palabra ni hecho nada para soliviantar a los campesinos. Las
municipalidades enviaron el comenzado proceso a la Asamblea
Nacional y al guardasellos; pero sin esperar el juicio decidieron
una sentencia provisional: “Autorizar a las comunidades y a los
gentileshombres a declarar indignos de la salvaguardia nacional, si
alguno de ellos cometía la menor desobediencia a la guardia
nacional”181.
El mandamiento era del día 14 y esta violenta represalia
tuvo lugar el día 18 (como tarde). En aquella semana se
desenvaina la espada. Habiendo comprado Brest granos para
su aprovisionamiento, se pagó a unos campesinos para que
detuvieran en Lannion los carros de granos y a sus conductores,
los enviados de Brest; estos estuvieron en peligro de muerte y
fueron forzados a firmar un vergonzoso desistimiento.
Enseguida sale un ejército de Brest y de todas las ciudades a la
vez. Las que estaban demasiado lejos, como Quimper, Lorient,
Hennebon, ofrecieron dinero y ayuda. Brest, Morlaix,
Landernau y otras muchas marcharon enteras; en el camino
todas las comunidades armadas se encontraban. Lo maravilloso
es que no hubiera ninguna violencia. Aquella tempestad
horrible llegó a las alturas que dominan Lannion y allí se
detuvo. Nunca pudo comprobarse mejor la fuerza heroica de
Bretaña; fue firme contra ella misma. No se contentó más que
con volver a apoderarse del trigo y con entregar los culpables a
los jueces; es decir, a sus amigos.
En aquel momento lo que hacía a los privilegiados fáciles
de vencer era el que no se entendían entre ellos. Muchos hacían
urgentes llamamientos a la fuerza, pero la mayor parte no
desesperaban de resistir por la ley y por la vieja legalidad, y
aun acaso por la nueva. Los Parlamentos no trabajaban por ser
época de vacaciones; pero en noviembre reanudarían sus tareas.
La mayoría de los nobles y del alto clero no hacía nada
tampoco. Tenían la esperanza de que siendo propietarios de la
mayor parte de las tierras y dominando en los campos, tenían
dependiendo de ellos a todo un mundo de servidores y clientes
de diversos nombres. Aquellos hombres de los campos
llamados a votar por la elección universal de Necker en la
primavera de 1789, habían generalmente votado bien porque
sus patronos, almenos la mayor parte, tomaban a broma apoyar
a los Estados Generales, que creían una cosa poco seria.
Pero en un año habían transcurrido muchos siglos. Los
mismos patronos, hoy a fines de 1789, iban ciertamente a hacer
esfuerzos desesperados por lograr que los campos votaran
contra la Revolución, iban a poner al granjero entre su
patriotismo (muy joven aim) y su pan; iban a llevar en
bandadas a sus labradores sometidos y temblorosos hasta la
urna electoral para hacerles votar por la fuerza.
Las cosas cambiarán en un momento cuando el labriego
pueda entrever la adquisición de los bienes de la Iglesia,
cuando la Asamblea hubiera creado por estas rentas una gran
masa de propietarios y de libres electores.
Por el momento no ocurre nada de esto. Los campos
continúan sometidos a la servidumbre electoral. El sufragio
universal de Necker, si la Asamblea lo hubiera adoptado, daba
incontestablemente la victoria al antiguo régimen.
La Asamblea, el 22 de octubre, decretó que para hacerse
elector era necesario pagar en impuesto directo como
propietario o arrendatario el valor de tres jornadas de trabajo;
es decir, tres francos a lo sumo.
Con esta medida la Asamblea entrega en manos de la
aristocracia un millón de electores de los campos.
De cinco o seis millones de electores que había dado el
sufragio universal, quedan cuatro millones cuatrocientos mil182
(propietarios o arrendatarios).
Los amigos del ideal, Grégoire, Duport, Robespierre,
objetaron inútilmente que todos los hombres eran iguales y que
todos debían votar en los términos prescritos por el derecho
natural. Dos días antes el realista Montlosier había demostrado
también que los hombres eran iguales.
En la crisis que se atravesaba, nada más vano, nada más
funesto que esta tesis del derecho natural. Los utopistas en
nombre de la igualdad daban un millón de electores a los
enemigos de la igualdad.
Corresponde la gloria de esta medida verdaderamente
revolucionaria al ilustre legista de Normandía, a Thouret, un
Sieyès práctico que hizo hacer a la Asamblea, o cuando menos
la indujo a los grandes hechos que entonces realizó. Sin brillo,
sin elocuencia, destrozó con su lógica los nudos en que los más
fuertes, los Sieyès y Mirabeau, parecían enredarse.
Él solo puso término a la discusión de los bienes del clero,
sacándola de las bajas disputas en que se hallaba y elevándola
osadamente a la luz del derecho filosófico. Toda su
argumentación en octubre y en diciembre se concreta a esta
profunda frase: “¡Cómo! ¿Tenéis posesiones? —decía al clero—
Luego no existís”.
“No existís como organismos. Los cuerpos morales que
crea el Estado no son cuerpos en el sentido propio de la palabra,
no son seres vivos. Tienen una existencia moral, ideal, que les
presta la voluntad del Estado, su creador. El Estado los hizo y el
Estado los hace vivir. Útiles, él solo los hace vivir. Inútiles, les
retira su sanción, su voluntad, que ha sido toda su razón de ser
y toda su vida”.
A lo que Maury respondía: “No, el Estado no nos crea;
nosotros existimos sin el Estado”. Lo que equivalía a decir:
“Somos un Estado en el Estado, un principio rival de un
principio; una lucha, una guerra organizada, la discordia
permanente en nombre de la caridad y de la unión”.
El 3 de noviembre la Asamblea decretó que los bienes del
clero estaban a disposición de la nación. En diciembre decretará, a
propuesta de Thouret, que el clero no es un orden, que no existe
(como organismo, como cuerpo).
El 3 de noviembre es un gran día. Aquel día acaban los
Parlamentos y los Estados provinciales.
Aquel mismo día se presenta un informe de Thouret sobre
la organización de los departamentos, sobre la necesidad de
borrar las provincias, de acabar con aquellas falsas
nacionalidades, resistentes y de mala fe, para constituir en el
espíritu de la unidad una nación verdadera. ¿Quién tenía
interés en mantener aquellas viejas divisiones, aquellas odiosas
rivalidades, en conservar a los gascones, a los provenzales, a los
bretones, en impedir a los franceses constituir una Francia? Los
que reinaban en las provincias, los Parlamentos y los Estados
provinciales, falsas imágenes de la libertad, que durante tanto
tiempo le habían hecho sombra, la habían maniatado, le habían
impedido nacer.
Pues bien, el 3 de noviembre, a poco de dar el primer golpe
a los Estados provinciales, la Asamblea declara a los
Parlamentos en vacación indefinida. Lameth presentó la
proposición y Thouret redactó el decreto. “Los hemos enterrado
vivos”, dijo Lameth al salir de la sesión.
Toda la antigua magistratura había probado
suficientemente lo que la Revolución podía esperar de ella. Los
tribunales de Alsacia, de Beaujolais y de Córcega, los prebostes
de Champagne y de Provenza conocían perfectamente las leyes
que favorecían al rey y no las que lo perjudicaban. El 27 de
octubre los jueces enviados a Marsella por el Parlamento de Aix
juzgaron con las formas antiguas, con los bárbaros
procedimientos secretos, sin tener en cuenta el decreto
sancionado el 4 de octubre, que prohibía todo aquello. El
Parlamento de Besançon se negó abiertamente a registrar
ningún decreto de la Asamblea.
No tenía que pronunciar esta más que una palabra para
castigar tales insolencias. El pueblo rugía alrededor de aquellos
tribunales rebeldes. “Contra esos Estados y esos Parlamentos —
dijo Robespierrela Asamblea nada tiene que hacer; las
mtmicipalidades harán bastante”.
El 5 de noviembre la Asamblea levanta el brazo para
castigar: “Los tribunales que en un plazo de tres días no
registren nuestros decretos, serán perseguidos como
prevaricadores”.
Bajo el débil gobierno que caía, aquellos tribunales habían
tenido una fuerza considerable de resistencia, legal y sediciosa.
La mezcla rara de atribuciones que reunían les daba grandes
medios. Su jurisdicción soberana, absoluta, hereditaria, era
respetada por todos; los ministros y los grandes señores no se
atrevían jamás a combatir a jueces que no olvidaban, cuya
venganza podría traducirse, hasta cincuenta años después, en
un proceso que les arruinaría a ellos y a sus familias. Su
negativa al registro, que les daba una especie de veto contra el
rey, era una senal de sedición y una manera indirecta de
proclamarla legalmente. Sus usurpaciones administrativas, la
vigilancia sobre las subsistencias, en la cual se inmiscuían, les
ofrecían mil ocasiones de hacer caer sobre el poder central
acusaciones terribles. Y, finalmente, estaba en sus manos una
parte de la policía; es decir, que estaban encargados de reprimir
los tumultos que ellos mismos excitaban y producían.
¿Este poderío estaba en manos fieles que pudieran
asegurarlo y encauzarlo? En el siglo XVIII los parlamentarios se
habían corrompido profundamente por sus relaciones con la
nobleza. Los mismos de ellos que, como jansenistas, eran
enemigos de la corte, devotos, austeros y facciosos, no se
enorgullecían menos que los otros de ver en su despacho
particular al duque tal o al príncipe cual. Los grandes señores
que se burlaban de ellos, los acariciaban y adulaban, les
hablaban con el sombrero en la mano para ganar procesos
injustos, especialmente para poder usurpar impunemente los
bienes de las comunidades. Las bajezas a que descendían las
gentes de corte ante aquellas grandes pelucas no eran
correspondidas. Ellos mismos se reían de ellas y muchas veces
descendían a casar sus hijas con parlamentarios para rehacer su
fortuna deshecha. Los parlamentarios jóvenes, muy orgullosos
de las amistades y alianzas con gentes de alto vuelo, se
esforzaban en imitarles y parecérseles, en ser, a su imagen y
semejanza, malvados sujetos, muy amables; y como todos los
copistas llegaban más allá que sus maestros. Abandonaban sus
mantos rojos y sus flores de lis para correr a las fiestas y a las
comidas y representar comedias.
¡He aquí dónde había caído la justicia!< ¡Triste historia! En
la Edad Media la justicia es material en la tierra y en la raza, en
el feudo y en la sangre. El señor, mejor dicho, el que condensa y
sucede a todos, el señor de los señores, el rey, dice: “La justicia
está en mí; yo puedo juzgar o hacer juzgar; ¿por quién? No
importa; por mi teniente, mi criado, mi intendente, mi
portero< Ven, estoy contento contigo, te doy un puesto, un
cargo de justicia”. Era lo mismo que decir: “Yo no juzgaré por
mí mismo; vendería el derecho de hacer justicia”. Llega el hijo
de un mercader, que compra para revender la cosa más santa
entre todas; la justicia pasa de mano en mano como cualquier
objeto de comercio; pasa en herencia, en dote< ¡Extraña dote
de una joven desposada, el derecho de quebrar y colgar!<
Herencia, venalidad, privilegio, excepción: ¡he aquí los
nombres de la justicia! ¿Cómo se llamará la injusticia?<
Privilegios de personas, juzgadas por quien ellas quieren< Y
privilegio de tiempo: te juzgo a voluntad mía mañana, dentro de
diez años, nunca< Y privilegio de lugar: de ciento cincuenta
leguas y de más lejos el Parlamento se trae a cualquier pobre
diablo que ha desagradado a su señor; yo le hubiera aconsejado
que lo abandonara todo, que se resignara y cediera antes que
venir arrastrándose a París para solicitar, hambriento y
abandonado, acaso muchos años, justicia de los buenos amigos
de su señor.
En los últimos tiempos los Parlamentos tenían decretos no
promulgados, pero conocidos y ejecutados fielmente para no
admitir en su seno más que nobles o ennoblecidos.
De esto se originó un deplorable debilitamiento en la
capacidad. El estudio del derecho, mermado en las escuelas, era
superficial en casa de los abogados y nulo en los magistrados,
en los que aplicaban el derecho para la vida o para la muerte. Si
se probaba la nobleza, los Parlamentos, para admitir miembros
nuevos, dispensaban de toda prueba de ciencia.
De ahí que veamos de nuevo una conducta cada vez más
ambigua y sospechosa. Y así, estos nobles magistrados,
ignorantes, dudan, vacilan, avanzan y retroceden. Gritan por la
libertad; llega Turgot y lo rechazan. Gritan: ¡Los Estados
Generales! El día que se les conceden deciden anularlos,
calcándolos en la forma de los antiguos Estados impotentes.
Aquel día murieron.
Cuando la Asamblea decretó las vacaciones indefinidas, no
se esperaban este golpe. Los de París querían resistir183. El
guardasellos, arzobispo de Burdeos, les rogó no hicieran nada,
porque se hubiera reanudado en noviembre el gran movimiento
de octubre. Registraron los decretos e hicieron tardíamente el
ofrecimiento de administrar justicia gratuitamente.
Los de Rouen registraron también; pero secreta y
prudentemente escribieron al rey diciéndole que lo hacían
provisionalmente y por sumisión a él. Los de Metz dijeron otro
tanto públicamente, con audacia, explicando su acto o
fundamentándolo en la no libertad del rey. Estos podían
mostrarse bravos al amparo de los cañones de Bouillé.
El tímido obispo, guardasellos, se siente poseído de
verdadero terror. Muestra el peligro al rey; la Asamblea va a
responder, a irritarse, a lanzar al pueblo. El medio de salvar los
Parlamentos era que el rey mismo se encargara de condenarlos.
Así estaría en mejor posición para intervenir e interceder. Ya, en
efecto, las ciudades de Metz y de Rouen denunciaban a sus
Parlamentos y pedían su castigo. Aquellos orgullosos
organismos se vieron solos, teniendo a toda la población contra
ellos. Entonces se retractaron. Metz mismo pidió misericordia
para los culpables. Y la Asamblea perdonó (25 de noviembre de
1789).
1790

Trabajos de la organización judicial. —El Parlamento de Bretaña en la


barra, 8 de enero. —Los Parlamentos de Bretaña y Burdeos
condenados (enero, marzo). —Origen de las federaciones; Anjou,
Bretaña, Delfinado, Franco Condado, Ródano, Borgoña, Languedoe,
Provenza, etc. —La guerra contra los castillos reprimida; las ciudades
defienden a los nobles, sas enemigos (febrero).

La resistencia más obstinada fue la del Parlamento de Bretaña.


Por tres veces se negó a hacer el registro y se creía capaz de
poder mantener esta negativa. Tenía a la nobleza que se reunía
en Saint-Malo, los numerosos y muy fieles criados de los
nobles, los suyos, su clientela en las ciudades, sus amigos en los
gremios y en las corporaciones; agregad a esto la facilidad de
reclutar adeptos entre aquella multitud de obreros sin trabajo,
de gentes que vagaban por las calles muriéndose de hambre.
Las ciudades los veían trabajar, preparar la guerra civil.
Rodeados de regiones hostiles hubieran podido ser combatidos
por hambre; pero las ciudades se apresuraron a cortar la cuerda
que comenzaba a amarrarlas. Rennes y Nantes, Vannes y Saint-
Malo enviaron a la Asamblea enérgicas acusaciones, declarando
que abjuraban de toda relación con los traidores. Sin esperar
nada más, la guardia nacional de Rennes entró en el castillo y
preparó sus cañones (18 de diciembre de 1789).
La Asamblea tomó dos medidas. Ordenó al Parlamento de
Bretaña que compareciera ante ella y accedió a la petición de
Rennes, que había solicitado la creación de otros tribunales.
Entonces comenzó la Asamblea su hermoso trabajo sobre la
organización de una justicia digna de este nombre, no pagada,
no comprada ni hereditaria, sino salida del pueblo y para el
pueblo. El primer artículo de tal organización era
necesariamente la supresión de los Parlamentos (22 de
diciembre de 1789).
Thouret, autor del informe, establecía perfectamente esta
verdad, demasiado olvidada después; que una revolución que
quiera ser duradera debe ante todo arrancar a sus enemigos la
espada de la justicia.
Extraña contradicción, pero muy real y humana en todo
sistema: “Soy adversario de tu principio; lo borro de las leyes y
del gobierno; pero en todo asunto privado lo aplicarás contra
mí<”. De este modo, ¿cómo desconocer el enorme poderío,
modesto y sordo, pero terrible, del poder judicial y su
invencible absorción? Todo poder tiene necesidad de él mismo;
prescinde de los demás. Dadme el poder judicial, guardad
vuestras leyes y vuestras ordenanzas, todo ese mundo de papel,
y yo me encargo de hacer triunfar el sistema más contrario a
vuestras leyes.
A pesar suyo, los viejos tiranos parlamentarios de Bretaña
tuvieron que comparecer y arrojarse a los pies de la nación (8 de
enero). Si voluntariamente no hubieran venido, Bretaña hubiera
levantado un ejército expresamente para traerlos.
Comparecieron con arrogancia, disimulando mal el desprecio
que sentían por aquella Asamblea de abogados, no pensando
más que en los días en que acaparando en sus manos todo el
poder, se envanecían con la soberbia torpe de su autoridad.
Según ellos, los papeles estaban cambiados. Pero ¿qué
importaban las personas? Era delante de la razón donde había
necesidad de responder; delante de los principios proclamados
por vez primera después de siglos.
Su soberbia se abatió cuando en aquella Asamblea de
abogados fueron lanzadas estas palabras: “Se dice que Bretaña
no está representada y en esta Asamblea tiene sesenta y seis
representantes< No es en las viejas cartas donde la astucia
combinada con la fuerza ha encontrado un medio para oprimir
al pueblo, donde hay que buscar los derechos de la nación; es
en la razón donde hay que buscarlos; sus derechos son antiguos
como el tiempo y sagrados como la naturaleza”.
El presidente del Parlamento de Bretaña no defendió a su
Parlamento encausado. Defendió a Bretaña, que no quería ser
defendida y que no tenía necesidad de ello. Alegó las cláusulas
del matrimonio de Ana de Bretaña, matrimonio que no era más
que un divorcio organizado y estipulado entre Bretaña y
Francia. Apoyaba este divorcio como un derecho que debiera
ser eterno. Odiosa e insidiosa defensa dirigida no a la
Asamblea, sino al orgullo provincial; cobarde provocación a la
guerra civil.
¿Podía Bretaña tener miedo, empequeñecerse
convirtiéndose en Francia? ¿Tal separación podía durar
siempre? ¿No debía llegar, tarde o temprano, un momento en
que se hiciera un casamiento más verdadero? Bretaña ha
ganado bastante con participar de la gloria del imperio, y el
imperio, ciertamente ha ganado en sus desposorios con la pobre
y gloriosa región, de voluntad de granito, madre de grandes
corazones y de grandes resistencias.
De este modo la defensa de los Parlamentos, demasiado
malvada, se convertía en la defensa de las provincias, de los
Estados provinciales. Pero estos Estados eran mucho más
débiles todavía, en cierto sentido. Los Parlamentos eran cuerpos
homogéneos, organizados; los Estados no eran otra cosa que
monstruosas y bárbaras construcciones heterogéneas y
discordantes. Lo mejor que se podía decir en favor suyo era que
algunos de ellos, los del Languedoc por ejemplo, habían
administrado sabia y prudentemente la injusticia. Otros, los del
Delfinado, bajo la hábil dirección de Mounier, habían tomado la
víspera de la Revolución una noble iniciativa.
El mismo Mounier, fugitivo, arrojado en la reacción, había
abusado de su influencia sobre el Delfinado para hacer indicar
una próxima convocatoria de los Estados, “donde se examinaría
si efectivamente el rey estaba libre”. En Toulouse, uno o dos
centenares de nobles y de parlamentarios habían simulado un
ensayo de reunión de los Estados. En Cambresis, imperceptible
Asamblea de un país imperceptible que se llamaba Estado,
había reclamado el privilegio de no ser Francia y dicho como
los de Bretaña: “Somos una nación”.
Estas falsas e infieles representaciones de las provincias
venían audazmente a hablar en su nombre. Verdad es que
recibían enseguida violentos desmentidos. Las
mrmicipalidades, resucitadas, llenas de vigor y de energía,
llegaban una a una ante la Asamblea Nacional a decir a estos
Estados y a estos Parlamentos: “No habléis en nombre del
pueblo; el pueblo no os conoce; no representáis más que a
vosotros mismos, la venalidad, la herencia, el privilegio gótico”.
La municipalidad, cuerpo real, viviente, impuesto por la
fuerza de sus golpes y sus iniciativas, viene a decir en concreto
a estos otros antiguos cuerpos artificiales, a estas viejas ruinas
bárbaras, una frase equivalente a la que ya se lanzó ante el
cuerpo yacente del clero: “¡No existís!”.
Causaron piedad a la Asamblea: todo lo que hizo con la de
Bretaña fue declarar a sus miembros inhábiles para hacer
precisamente lo que ellos no querían hacer y prohibirles toda
función pública hasta que hubiesen pedido permiso para
prestar juramento (11 de enero).
La misma indulgencia y conmiseración tuvo dos meses
después para el Parlamento de Burdeos, que aprovechando los
desórdenes del Mediodía, se atrevió hasta a hacer una especie
de requisitoria contra la Revolución, declarando en un acto
público que no había hecho más que mal y daño y llamando
insolentemente a los diputados con burlescos calificativos.
La Asamblea tenía poco que hacer. El pueblo se bastaba de
sobra. Bretaña comprimió al Parlamento de Bretaña y el de
Burdeos fue acusado ante la Asamblea por la ciudad misma de
Burdeos, que envió expresamente para sostener la acusación al
joven y ardiente Fonfrède (4 de marzo).
Estas resistencias eran insignificantes en medio del
inmenso movimiento popular que se notaba en todas partes.
Jamás después de las Cruzadas, ha habido un estremecimiento
semejante de las masas, tan general ni tan profundo. Explosión
de fraternidad, en 1790, pronto explosión de la guerra.
¿Dónde comienza esta explosión? En todas partes. No se
puede designar un origen preciso a estos grandes hechos
espontáneos.
En el estío de 1789, bajo el terror de los bandoleros, las
casas dispersas en los campos, las aldeas mismas se quejan de
su aislamiento; aldeas y aldeas se unen; se juntan ciudades y
ciudades; la ciudad misma con la campiña. Confederación,
socorros mutuos, amistad fraternal, fraternidad, he aquí la idea
y el título de estos pactos. Pocos, muy pocos de ellos son
escritos todavía; los más son verbales; espirituales, casi.
La idea de fraternidad es al comienzo bastante limitada, no
abarcando más que a los vecinos y a lo sumo a la provincia. La
gran federación de Bretaña y Anjou tiene todavía este carácter
provincial. Convocada el 26 de noviembre no se reunió hasta
enero. En el punto céntrico de aquella región, que es casi una
isla, lejos de todos los caminos, se reunieron en el solitario
pueblo de Pontivy los representantes de ciento cincuenta mil
guardias nacionales. Los jinetes solamente llevaban uniforme
común: chupas rojas y calzones negros; los demás se
distinguían por cintas de color rosa, amaranto, pajizo, etc.,
recordando en la unión misma la diversidad de las ciudades
que los enviaban. En su p'a`cto de unión, al cual invitaron a
todas municipalidades del reino, insistieron en formar siempre
una familia de Bretaña y Anjou, “cualquiera que fuese la nueva
división departamental, necesaria a la nueva administración”.
Establecieron entre sus ciudades un sistema de
correspondencia, de modo que en la desorganización general,
en la incertidumbre en que todavía se encontraban los
organismos nuevos, se arreglaron para estar al menos
organizados aparte.
En los países menos solitarios, cruzados por grandes vías
de comunicación, en las regiones fluviales, especialmente, el
pacto fraternal toma un sentido más amplio. Los ríos, que bajo
el antiguo régimen, por la multitud de pontonajes, por las
aduanas interiores, no eran más que límites y obstáculos, se
convierten, bajo el régimen de la libertad, en las principales vías
de circulación, poniendo a los hombres igualmente en
relaciones comerciales que en relaciones de ideas y
sentimientos.
Fue cerca del Ródano, a dos leguas de Valence, en el caserío
de la Estrella, donde por primera vez se abjuró de la província;
catorce comunidades rurales del Delfinado se unieron entre
ellas y se entregaron a la gran unidad francesa (29 de
noviembre de 1789). Hermosa respuesta de aquellos
campesinos a los políticos, a los Mounier, que hacían
llamamientos al orgullo provincial, al espíritu de división, que
intentaban armar al Delfinado contra Francia.
Esta federación, renovada en Montelimart, no es solamente
delfinesa, sino mezcla de muchas provincias de las dos riberas,
Delfinado y Vivarais, Provenza y Languedoc. Esta vez son ya
franceses. Grenoble mismo, a pesar de su municipalidad y a
despecho de los políticos, abdica sus derechos de capitalidad,
porque quiere solamente ser Francia. Todos juntos repiten el
juramento sagrado que los campesinos hicieron en noviembre:
“¡No más provincias! ¡La patria!<”. Y ayudarse, alimentarse los
unos a los otros, hacer pasar los trigos de mano en mano y de
pueblo en pueblo por el Ródano (13 de diciembre).
Río sagrado, que atravesando tantos pueblos, razas,
lenguas, parece estar orgulloso de ser el camino, el universal
mediador de productos, sentimientos e ideas, el lazo de unión,
la fraternidad del Mediodía. Es hasta tal punto dichoso en su
matrimonio con el Saona, que bajo el poder de Augusto, sesenta
naciones de Galos levantaron allí sus altares, y allí mismo, en su
parte más áspera, en el sitio austero y profundo que dominan
los montes de la Ardèche, en la romana Valence, fue donde se
hizo el 31 de enero de 1790 la primera de nuestras grandes
federaciones. Estaban en armas diez mil hombres
representando, sin duda, a muchos centenares de millares.
Había treinta mil espectadores. Entre aquellas inmutables
antigüedades, ante aquellos montes inmensos, ante aquel río
grandioso, siempre diverso y siempre el mismo, se hizo el
juramento solemne. Los diez mil soldados puestos con una
rodilla en tierra y los treinta mil espectadores, de hinojos en el
suelo, juraron la santa unidad de Francia.
Todo era grande, el lugar y el momento; y hasta lo fueron
las palabras inspiradas y vivificadas por la sabiduría del
Delfinado, la austeridad del Vivarais y el espíritu poético del
Languedoc y la Provenza. A la entrada de un camino de
sacrificios que preveían perfectamente, en el momento de
comenzar la obra grande y laboriosa, aquellos excelentes
ciudadanos, se recomendaban unos a otros fundar la libertad
sobre la única base sólida, “la virtud”, que hace fácil la
adhesión y el sacrificio, “y sobre la sencillez, la frugalidad y la
pureza de corazón”.
Quisiera saber también lo que decían casi enfrente, en la
otra orilla del Ródano, en el Voute, los cien mil paisanos
armados que hicieron la unión del Vivarais. No había pasado
aún febrero, ruda estación en aquellas frías montañas; ni el
tiempo, ni la miseria, ni los caminos obstruidos, impidieron a
aquellas pobres gentes llegar a su cita. Torrentes, ventisqueros,
precipicios, nieves, nada pudo detenerlos; había en el aire y en
ellos mismos un calor nuevo que los alentaba y fortalecía.
Ciudadanos por vez primera, evocados del fondo de sus nieves
por el nombre de la libertad, no oído jamás por ellos, partieron
como los reyes magos y los pastores de Navidad, viendo claro
en plena noche, siguiendo a través de las brumas del invierno,
sin poder apartarse de ella, la ruta que les marcaban una ráfaga
de primavera y la estrella de Francia.
Las catorce ciudades del Franco Condado, inquietadas
durante largo tiempo por la gente de los castillos y los
aventureros que atacan y queman los castillos, se unieron en
Besançon, prometiéndose mutuo apoyo.
Así, por encima de los desórdenes, los temores y los
peligros, oigo elevarse poco a poco, repetido por estos coros
imponentes, donde cada uno es un gran pueblo, la palabra
poderosa, magnífica, dulce a la vez y formidable que contiene
todo y lo calmará todo: la fraternidad.
Y a medida que se constituyen asociaciones, se asocian
estas entre sí, como grandes farándulas del Mediodía, donde
cada grupo de bailarines que se forma da la mano a otro, de
modo que el mismo baile mueve a poblaciones enteras.
Por una doble iniciativa estalla aquí el gran corazón de
Borgoña.
En lo más duro del invierno, en medio de la gran carencia
de víveres, Dijon invita a todas las municipalidades de Borgoña
a ir a socorrer a Lyon hambriento184.
Lyon tiene hambre y Dijon sufre< Así, estas palabras de
fraternidad, de solidaridad nacional, no son vanas palabras, son
sentimientos sinceros, actos reales y eficaces.
La misma ciudad de Dijon, ligada a las Confederaciones del
Delfinado y de Vivarais (y estas relacionadas con las de
Provenza y Languedoc), invita a Borgoña a ayudar a las
ciudades del Franco Condado. Así la inmensa farándula del
Sudeste, ligando y formando siempre nuevos anillos, avanza
hasta Dijon, que a su vez se acerca a París.
Dejando todos de ser egoístas, queriendo todos bien a
todos, queriendo cada uno dar de comer a los demás, los
víveres comienzan a circular fácilmente, restableciéndose la
abundancia. Parece que por un milagro de la fraternidad, una
cosecha nueva ha venido en pleno invierno.
En todo esto no se nota la más leve huella del espíritu de
exclusión, del aislamiento local, designado más tarde con el
nombre de federalismo. Aquí, al contrario, no se ve más que
una conjuración en pro de la unidad de Francia. Las
federaciones de provincias miran todas hacia el centro, todas
invocan la Asamblea Nacional, se unen a ella, se entregan a ella,
es decir, a la unidad. Todas agradecen a París su llamamiento
fraternal. Tal ciudad le pide socorro. Otra quiere afiliarse a su
guardia nacional. Clermont le había propuesto en noviembre
una asociación general de las municipalidades. En aquella
época, en efecto, bajo la amenaza de los Estados, de los
Parlamentos, del clero, de los nobles, la gente de los campos
estaba vacilante y temerosa, y toda la salvación de Francia
parecía concentrarse en una liga estrecha de las ciudades.
Gracias a Dios las grandes federaciones resolvieron mejor
la dificultad, porque unieron a los de las ciudades un número
inmenso de habitantes de los campos. Así ocurrió
especialmente en el Delfinado, el Vivarais y el Languedoc.
En Bretaña, Quercy, Rouergue, Limousin y Perigord, los
campos son menos pacíficos; hay en febrero desórdenes y
violencias. Los mendigos, alimentados con gran trabajo hasta
entonces por las municipalidades, salen poco a poco y recorren
el país. Los labriegos comienzan a asaltar los castillos, a quemar
las cartas feudales, a ejecutar por la fuerza las declaraciones del
4 de agosto, las promesas de la Asamblea. El terror se
incrementa. Los nobles abandonan sus castillos y van a
esconderse a las ciudades, a encontrar seguridad entre sus
enemigos. Y estos enemigos los defienden y amparan. Los
guardias nacionales de Bretaña que acaban de jurar su liga
contra los nobles, quieren defender a estos nobles que
conspiraban contra ellos185. Los de Quercy y el Mediodía en
general fueron igualmente magnánimos.
Los bandoleros fueron castigados, los campesinos
contenidos, y poco a poco iniciados e interesados en el gran
objeto de la Revolución. ¿A quién podía aprovechar más que a
ellos? La Revolución les había librado de los diezmos y ahora
iba a crear propietarios por cientos de miles. Iba a darles
espada, a convertirlos en un día de siervos en nobles, a llevarlos
por toda la tierra a la gloria, a las aventuras, a sacar de ellos
príncipes, reyes; y ¿qué más diré?, a mucho más: a sacar héroes.
1789 1790

Irritación de la reina (octubre). —Complots de la corte, —El rey


prisionero del pueblo (noviembre-diciembre). —La reina desconfía de
los príncipes. —La reina poco ligada al clero. —La reina siempre
dirigida por Austria. —Austria interesada en la pasividad del rey. —
Luis XVI y Leopoldo se declaran partidarios de las Constituciones,
febrero-marzo. —Proceso de Besenval y de Favras; muerte de Favras,
18 de febrero. —Abatimiento de los realistas. —Grandes federaciones
del Norte.

Del espectáculo sublime de la fraternidad, caigo en tierra ¡ay!


entre las intrigas y los complots.
Nadie apreciaba la inmensidad del movimiento; nadie
medía aquel tlujo rápido, invencible, que iba en aumento desde
octubre a julio. Poblaciones, hasta entonces extrañas entre sí, se
ligaban y acercaban. Ciudades alejadas unas de otras,
provincias todavía divididas por antiguas rivalidades iban
dándose la mano, fraternizando. Este hecho tan nuevo, tan
extraordinario, apenas fue notado por los grandes espíritus de
la época. Si la reina y la corte se hubiesen fijado en ello,
hubieran cesado aquellas inútiles resistencias. Cuando el
océano se encrespa, ¿quién osará marchar contra él?
La reina se engañó en el punto de partida y permaneció
engañada desde entonces. Creyó que el 6 de octubre era una
algarada preparada por su enemigo el duque de Orleáns contra
ella. Cedió a la fuerza; pero antes de partir conjuró al rey, por el
nombre de su hijo, que no iría a París sino a esperar el momento
propicio en que pudiera alejarse186.
Desde el primer día, rogándole el alcalde de París que fijara
allí su residencia, diciéndole que el centro del imperio era la
morada natural de los reyes, no obtuvo de Luis XVI más que
esta respuesta: “Haré voluntariamente de París mi residencia
más habitual”.
El día 9, en la proclamación del rey, dice éste que hubiera
lamentado ser causa de tumultos por no apresurarse a venir a
París; que una vez terminada la Constitución, realizaría su
proyecto de ir a visitar sus provincias, donde esperaba recibir
pruebas de afecto y verlas aplaudir y alentar a la Asamblea
Nacional, etc.
Esta carta ambigua, que parecía provocar el abatimiento de
los realistas, decidió a la comunidad de París a escribir a las
provincias, asegurándolas contra ciertas insinuaciones y
rumores corriendo un velo sobre el complot que pudiera dar al
traste con el nuevo orden de cosas; ofrecía una fraternidad sincera
a todas las comunidades del reino.
La reina no quiso recibir a los vencedores de la Bastilla que
fueron a presentarle sus homenajes. Recibió a las mujeres del
mercado, pero a distancia y como separada y defendida de ellas
por los anchos cestos de las damas de la corte, que se colocaron
delante. Así alejó de ella a una clase muy realista; aquel día
muchas mujeres del mercado olvidaron el 6 de octubre. Ellas
mismas detuvieron a algunas mujeres que entraron en las casas
a robar dinero.
Estas torpezas de la reina contribuían a disminuir la
confianza, que de todos modos no hubiera subsistido por las
tentativas de la corte, siempre abortadas y descubiertas. De
octubre a marzo se descubre un complot casi todos los meses
(Augéard, Favras, Maillebois, etc.).
El 25 de octubre es detenido Augéard, guardasellos de la
reina y se encuentra en su casa un plan para llevar al rey a
Metz.
El 21 de noviembre, en la Asamblea, el comité de
informaciones, provocado por Malouet, le hace callar,
diciéndole que existe un nuevo complot para trasladar al rey a
Metz y que Malouet mismo lo conoce perfectamente.
El 25 de diciembre se detiene al marqués de Favras, que
reclutaba gente para secuestrar al rey. Si se hubieran propuesto
turbar para siempre la imaginación del pueblo, volverle loco de
desconfianza y de temores, rodeándole así de tinieblas y
complots, hubieran hecho exactamente lo mismo que hacían:
mostrar al pueblo, como consecuencia de conspiraciones mal
hechas, el rey fugándose a cada instante, el rey a la cabeza del
ejército, el rey volviendo a atacar con hambre a París.
Sin duda, suponiendo las resistencias menos fuertes,
hubiera valido más haber cogido al rey y a la reina y haberles
puesto en la frontera, su verdadero sitio, para que inspirasen
lástima en Austria.
Pero en el estado incierto en que se encontraba la pobre
Francia, teniendo por jefes a una Asamblea de metafísicos y
contra ella hombres de acción como Bouillé, como los oficiales
de marina, como los gentilhombres bretones, era bien difícil
dejar suelto al rey, dar a todas estas fuerzas lo único que les
faltaba: unidad.
El pueblo velaba noche y día; rondaba incesantemente
alrededor de las Tullerías y no se fiaba de nadie. Todas las
mañanas iba a preguntar si el rey no se había ido. La guardia
nacional y su comandante respondían de ello. Circulaban mil
rumores, que reproducían los periódicos violentos, furiosos,
denunciando con cualquier pretexto un nuevo complot< Las
gentes moderadas se indignaban, negaban, no querían creerlo<
Al día siguiente el complot estaba descubierto. El resultado de
todo ello fue que el rey, que en octubre no estaba, en modo
alguno, prisionero, lo estaba en noviembre o diciembre.
La reina había desaprovechado un momento único,
admirable, irreparable, el momento en que Lafayette y
Mirabeau se encontraron de acuerdo en favor suyo (fines de
octubre).
La reina no quería ser salvada por la Revolución, por
Mirabeau, por Lafayette; animosa y soberbia, verdadera
princesa de la casa de Lorena, quería vencer y vengarse. Se
arriesgaba con sobrada ligereza, pensando como Henriette de
Inglaterra en una tempestad, que las reinas no podían ahogarse.
María Teresa había estado en gravísimo riesgo de perecer y
no había perecido. Este recuerdo heroico de la madre influía
mucho sobre la hija. Había una diferencia; la madre tenía en su
favor al pueblo. La hija lo tenía en contra.
Lafayette, poco realista antes del 6 de octubre, lo es después
sinceramente. Había salvado a la reina y protegido al rey, y
siente adhesión hacia ellos. Los esfuerzos prodigiosos que el
mantenimiento del orden exigen de Lafayette le hacen desear
vivamente que la autoridad recobre la fuerza, y por esto
escribió dos veces a Bouillé, rogándole venga a unirse a él para
salvar la realeza. Bouillé se lamenta amargamente en sus
memorias de no haberle escuchado y atendido.
Lafayette había hecho una cosa agradable a la reina; alejar
al duque de Orleáns. Además, le hacía una especie de corte. Era
curioso ver al general, al hombre lleno de preocupaciones y
trabajos, seguir a la reina a las iglesias y asistir a los oficios de
Pascua187.
Por el rey y por la reina, Lafayette disimula la repugnancia
que Mirabeau le inspira.
El 15 de octubre Mirabeau se había ofrecido por medio de
una nota que su amigo Lamarck, el hombre de confianza de la
reina, no enseñó ni siquiera al rey. El día 20, nueva nota de
Mirabeau; pero esta fue enviada a Lafayette, que se avistó con
el orador, conduciéndole a casa del ministro Montmorín.
Este inesperado socorro, que parecía llovido del cielo, fue
mal recibido. Mirabeau hubiera querido que el rey se
contentara con un millón por todo sueldo; que se retirara, no a
Metz con el ejército, sino a Rouen, que desde allí publicara
ordenanzas más populares que los decretos de la Asamblea188.
Así no habría guerra civil y presentaba al rey más
revolucionario que la Revolución misma.
¡Extraño proyecto, que prueba la confianza, la fácil
credulidad del genio!< Si la corte lo hubiese aceptado sólo un
día, al día siguiente hubiera estado colgado Mirabeau.
En noviembre pudo ver bien claro lo que podía esperar de
aquellos a quienes quería salvar. Necesitaba Mirabeau el
ministerio y a la vez guardar su posición dominante en la
Asamblea. Para esto era preciso que la corte le asegurara el
apoyo, la connivencia, cuando menos el silencio de los
diputados realistas. Lejos de esto, el guardasellos advirtió y
animó a muchos diputados, algunos de la oposición, contra el
proyecto. En el ministerio, en los Jacobinos (cuyo club acababa
de ser abierto) se trabajó al mismo tiempo para hacer a
Mirabeau imposible. Dos hombres honrados, Montlosier, de la
derecha, y Lanjuinais, de la izquierda, hablaron en el mismo
sentido. Ambos propusieron e hicieron decretar “que ningún
diputado en funciones, ni tres años después de terminadas
estas, pudiera aceptar plaza alguna”. Así los realistas
impidieron llegar al ministerio al gran orador, que hubiera sido
el sostén de su partido (7 de noviembre).
La reina, como ya hemos dicho, no quería ser salvada por la
Revolución y no quería serlo tampoco por la emigración y los
principes. Había conocido demasiado bien al conde de Artois
para no saber lo mala persona que era. Desconfiaba con razón
de su carácter falso.
¿Cuáles eran, pues, sus esperanzas? ¿Quiénes sus secretos
consejeros?
No hay que contar a madame de Lamballe189, linda
mujercita, completamente nula, tierna amiga de la reina, pero
sin ideas, sin conversación y que no merecía la responsabilidad
terrible que se le ha atribuido. Madame de Lamballe era quien
animaba más el verdadero salón de María Antonieta, las
recepciones íntimas en el pabellón de Flora. Acudía allí mucha
nobleza, un mundo indiscreto, fútil, comprometedor, que creía,
como en tiempos de la Fronda, resolverlo todo con sátiras,
bromas, chistes y palabras picantes. Allí se leía el periódico
realista rabioso Las Actas de los Apóstoles y se llegó a cantar una
romanza sobre el cautiverio del rey que hizo llorar a todo el
mundo, amigos y enemigos.
María Antonieta tenía todas sus relaciones con los nobles;
muy pocas con el clero. No era beata, no más que su hermano
José II.
Los nobles no eran im partido, eran una clase numerosa,
dividida, poco esforzada, y en cambio el clero era un partido
muy compacto y materialmente muy poderoso. La disidencia
momentánea de curas y prelados parecía debilitarlo; pero la
fuerza de la jerarquía, el espíritu de cuerpo, el papa, los
consejos de la Santa Sede, iban a darle unidad muy pronto.
Entonces por sus miembros inferiores iba a poseer una fuerza
enorme, una influencia avasalladora sobre los habitantes de los
campos y las aldeas. Contra el pueblo de la Revolución podía
levantar otro pueblo; la Vendée contra Francia.
María Antonieta no vio nada de esto. Aquellas grandes
fuerzas morales eran letra muerta para ella. Soñaba con la
victoria por la fuerza material, con Bouillé y Austria.
Cuando el 10 de agosto se encontraron en el armario de
hierro los papeles de Luis XVI, se vio con extrañeza que en los
primeros años de su matrimonio no había visto en su joven
mujer más que un agente de Austria190.
Casado con una princesa de aquella casa, dos veces
enemiga, como Lorena y como Austria, y obligado a recibir en
su corte al preceptor de la reina, el abate de Vermond, espía de
María Teresa, perseveró largo tiempo en su desconfianza, hasta
el punto de haber estado diecinueve años sin hablar a
Vermond.
Sabido es que la piadosa emperatriz había distribuido los
papeles en su numerosa familia empleando a sus hijas,
especialmente, como agentes de su política. Por Carolina
gobernaba Nápoles y por María Antonieta esperaba gobernar
Francia. La emperatriz María Teresa, lorenesa antes que todo y
además austríaca, había perseguido diez años a Luis XVI para
conseguir que diera el ministerio al lorenés Choiseul, hombre
de su confianza. Al menos no intentó hacerle tomar a Breteuil,
que, como Choiseul, había estado de embajador en Viena y
pertenecía en cuerpo y alma a aquella corte. La misma
influencia, la del abate Vermond sobre la reina, fue la que, en
último lugar, disipó los escrúpulos de Luis XVI, haciéndole
tomar un ateo para primer ministro: el arzobispo de Toulouse.
La muerte de María Teresa, las palabras severas de José II
sobre Versalles y sobre su hermana, parecían hacer a esta
menos austríaca, y entonces fue cuando Luis XVI, más tranquilo
ya, se confió algo y se decidió a dar los millones que José II
quería sacar de Holanda.
En 1789 la reina tenía tres confidentes, tres consejeros; el
abate Vermond, austriaco siempre; Breteuil, no menos
austriaco, y, finalmente, el embajador de Austria, Mercy
d'Argenteau. Detrás de este viejo Mercy es necesario ver al que
lo maneja, al anciano príncipe de Kaunitz, ministro
septuagenario de la monarquía austríaca; y estos dos viejos o
estos dos fatuos, que parecían ocupados exclusivamente en su
toilette y en bagatelas, eran quienes conducían a la reina de
Francia.
Funesta dirección, peligrosa alianza. Austria atravesaba
una situación tan difícil, que lejos de ayudar a María Antonieta,
no podía ser para ella más que un obstáculo, una guía para
obrar mal, empujándola en toda dirección absurda que pudiera
convenir al interés austriaco.
Aquella católica y devota Austria, se había hecho medio
filosófica bajo José II y se había quedado totalmente aislada.
Contra ella se volvía su propia espada, Hungría; los sacerdotes
belgas le habían quitado los Países Bajos, apoyados por tres
potencias protestantes, Inglaterra, Holanda y Prusia.
Entretanto, ¿qué hacía Austria? Volver la espalda a Europa y
pasearse en los desiertos de Turquía, gastando sus mejores
armas en provecho de los rusos.
El emperador no se portaba mejor que el imperio. José II
estaba enfermo del pecho y moría desesperado. En los asuntos
de Bélgica había demostrado una deplorable versatilidad;
primero, amenazas furiosas de matar y quemar; luego las
ejecuciones que causaron tanto horror a Europa y, finalmente,
el 25 de noviembre una amnistía ilimitada que nadie quiso.
Austria se hubiese visto perdida si la Revolución de Bélgica
hubiese encontrado apoyo en la Revolución de Francia191.
Aquí todo el mundo creía que las dos revoluciones iban a
obrar de acuerdo y a marchar al mismo paso. El más brillante
de nuestros periodistas, Camille Desmoulins, había por propia
intuición, unido las dos hermanas, titulando su periódico:
Revoluciones de Francia y de Brabante.
La dificultad de esto estribaba en que la una era una
Revolución de sacerdotes y la otra de filósofos.
Los belgas, sabiendo entretanto que no podían contar con el
apoyo directo de sus protectores, las tres potencias protestantes,
se dirigieron a nosotros. El hombre del clero de los Países Bajos,
el gran agitador de la turba católica, Van der Noot, no sintió
escrúpulos y escribió a la Asamblea y al rey. La carta fue
devuelta (10 de diciembre). Luis XVI procedió como correcto y
buen cuñado del emperador192. La Asamblea despreció a
aquella revolución de abates. Las Tullerías, enteramente
dominadas por el embajador de Austria, cuidaron de
adormecer al honrado Lafayette, quien a su vez
inconscientemente hizo que la Asamblea se durmiera.
El hombre de confianza de la reina, Lamarck, partió en
diciembre para ofrecer su espada a los belgas, sus compatriotas,
contra los austriacos. Bajo este falso pretexto, ocultaba la misión
que le había confiado la reina, y por consecuencia el embajador
de Austria. Esperaba la reina que Lamarck, con sus aires de
gran señor, amable y amigo de novedades, podría servir de
mediador y hasta hacer aceptar a los belgas, hasta entonces
vencedores, un medio de terminar la lucha, consistente en una
Constitución bastardeada bajo el régimen de un príncipe
austriaco. Con este nombre de Constitución, adormecía a
Lafayette.
Lamarck, justamente sospechoso para el partido de los
clérigos belgas y de la aristocracia, encaminó sus trabajos al
partido que se titulaba de los progresistas. Austria, para dividir
mejor a sus enemigos, se hacía llamar entonces amiga del
progreso. Los alardes de reformador y filántropo que hacía
Leopoldo ayudaban mucho a esta mentira (20 de febrero).
En su participación indirecta en todo esto, la reina se hizo
gran daño. Hubiera debido ligarse más y más al clero, pero
Austria, en lucha con el clero, tenía intereses absolutamente
contrarios.
Aparentemente la reina esperaba que si el emperador se
arreglaba con los belgas y se veía de nuevo con libertad de
movimientos, podría ampararse bajo la protección imperial,
mostrando a la Revolución una guerra próxima a estallar sobre
Francia, acaso solamente, con añadir algunos cuerpos austriacos
al pequeño ejército de Bouillé.
Mal cálculo. Todo esto era muy largo y el tiempo marchaba
con demasiada rapidez. Austria, sobradamente egoísta, era un
socorro demasiado lejano y demasiado dudoso.
Los dos cuñados siguieron exactamente la misma conducta.
En el mismo mes, Luis XVI y Leopoldo se declararon amigos de
la libertad, defensores celosos de las Constituciones, etc.
La misma conducta en dos situaciones perfectamente
opuestas. Leopoldo obraba muy bien para reconquistar a
Bélgica; dividía a sus enemigos y fortalecía a sus amigos; Luis
XVI por el contrario, lejos de fortalecer a sus amigos, los
arrojaba en el más profundo desaliento; paralizaba al clero, a la
nobleza, a la contrarrevolución.
Los moderados Necker y Malouet creían que el rey, por
una profesión de fe constitucional, casi revolucionaria, podía
constituirse en jefe de la Revolución. Fue aquello algo parecido
a cuando los consejeros de Enrique Ill le hicieron cometer la
torpeza de llamarse jefe de la Liga. Verdad es que la ocasión
parecía favorable. Los desórdenes de enero habían alarmado
vivamente a la propiedad. Ante este gran interés social se
suponía que todo interés político parecería pequeño. La
desorganización era enorme y el poder no podía remediar nada;
en unos sitios porque estaba muerto en realidad y en otros
porque se hacía el muerto. Además había muchas gentes que
tenían ya bastante revolución y mucho desaliento y hubieran
sacrificado voluntariamente los sueños de oro que al comienzo
se habían forjado por una paz y una unidad inmediata.
En aquellos momentos (del 1 al 4 de febrero) ocurren dos
sucesos semejantes en algo.
Se abre el Club de los Imparciales (Malouet, Virieu, etc.) Su
imparcialidad consistía, según consta en la declaración que
hicieron, en dar fuerza al rey y en conservar las tierras de la Iglesia,
subordinando la enajenación de los bienes del clero a la
voluntad de las provincias.
El 4 de febrero el rey se presenta de improviso en la
Asamblea y pronuncia un discurso sensacional que maravilla y
enternece< ¡Cosa increíble, maravillosa!< El rey estaba
secretamente enamorado de aquella institución que lo
despojaba. La elogia entusiasmado; admira especialmente la
hermosa división de los departamentos y aconseja a la
Asamblea que aplace algunas reformas. Deplora luego los
desórdenes y consuela al clero y a la nobleza, defendiéndolos
tibiamente, porque ante todo, y así lo dijo, es el amigo de la
Constitución.
De este modo se presentaba a aquella Asamblea incapaz de
restablecer el orden, y parecía decirle: “¿No sabéis qué hacer?,
pues bien; devolvedme el poder”.
El efecto de la escena fue prodigioso. La Asamblea perdió
la cabeza. Barrere lloraba a lágrima viva. Al salir el rey corren
detrás de él, le rodean y acompañan, llegando hasta las
habitaciones de la reina, que recibe a la diputación acompañada
del delfín. Siempre altiva y graciosa, les dice: “He aquí a mi
hijo; le enseñaré a amar la libertad y espero que tenga vuestro
apoyo”.
Aquel día no fue la hija de María Teresa, sino la hermana
de Leopoldo. Poco después su hermano lanzaba el manifiesto
hipócrita en que se declaraba amigo de la libertad y de la
Constitución de los belgas, hasta el punto de llegar a decir el
emperador que después de todo habían tenido derecho a
alzarse en armas contra su autoridad imperial.
La Asamblea delira completamente, no sabía ya ni lo que
hacía ni lo que decía. Puestos de pie todos los representantes
juran fidelidad a una Constitución que no está terminada
todavía. Las tribimas se entregan también a estos transportes en
un inconcebible entusiasmo. Todo el mundo se pone a jurar en
el Ayuntamiento, en la Grève, en las calles. Se canta un Te
Deum; por la noche se encienden luminarias< ¿Por qué no
alegrarse? La revolución está hecha, bien hecha por esta vez.
Desde el 5 de febrero hasta el 15, fue aquello una
interminable continuación de fiestas en París y en las
provincias. Por todas partes, en las plazas públicas, todo el
mundo prestaba juramento; los niños de las escuelas eran
conducidos en bandadas. Todo estaba lleno de alegría y de
entusiasmo.
Muchos amigos de la libertad se extrañan de este
movimiento y temen, creyendo que se tomaría en provecho del
rey. Gran error. La Revolución era tan fuerte, tan enérgica, era
tm movimiento ascendente de tal empuje, que todo suceso
nuevo, favorable o adverso, concluía siempre por empujarla
más vivamente todavía. En la cuestión del juramento ocurrió lo
que sucede siempre con toda pasión violenta. Cada uno, al
pronunciar las palabras, no les da otro sentido que el que tienen
en su corazón, y así los que juraban por el rey, entendían jurar
por la patria.
Pronto se notó que en el Te Deum no había acudido el rey a
Notre Dame y que no había (como se esperaba) jurado sobre el
altar; el rey, aunque mentía fácilmente, no se atrevía a ser
perjuro.
El 9 de febrero, durando las fiestas todavía, Grégoire y
Lanjuinais dijeron que la causa de los desórdenes era la no
ejecución de los decretos del 4 de agosto, por lo que no había
que hacer alto en la marcha, sino que era necesario avanzar
resueltamente.
Las tentativas de los realistas para entregar las fuerzas y las
armas al poder real no fueron muy afortunadas. Maury probó
con la astucia, diciendo que al menos en los campos se debía
permitir a la fuerza armada que obrara sin autorización de las
municipalidades. Cazalès lo intentó con la audacia y propuso
que se diera al rey la dictadura por tres meses. ¡Habilidad
grosera! Mirabeau, Buzot y otros declararon concretamente que
no podían fiarse del poder ejecutivo y la Asamblea no se fió
más que de las municipalidades, dándoles toda clase de poder
para obrar y haciéndolas responsables de los desórdenes que
pudieran impedir.
La audacia inaudita de la proposición de Cazalès no se
explica más que por su fecha (20 de febrero). El 18 se había
realizado un sacrificio sangriento, que parecía responder de la
buena fe de la corte.
Había entonces dos procesos pendientes, el de Besenval y el
de Favras. Besenval, acusado por el 10 de julio, no había hecho,
después de todo, más que ejecutar las órdenes de su jefe el
ministro, las órdenes del rey. Por lo tanto, si se le declaraba
inocente, parecía condenarse la toma de la Bastilla y la
Revolución misma. Besenval era odiado, especialmente como
hombre de confianza de la reina, ex confidente de las partidas
de Trianon, antiguo amigo de Choiseul, y como tal,
perteneciente a la camarilla austríaca.
Favras interesaba menos a la corte. Este era el hombre
predilecto del hermano del rey, y por interés de este se había
encargado de sacar al rey de París. Verdaderamente, si el rey
hubiera desaparecido, su hermano hubiera sido nombrado
generalísimo o regente, acaso, como algunos parlamentarios y
realistas querían. Lafayette cuenta en sus memorias que el plan
de Favras comenzaba con la muerte de Bailly y Lafayette, las
dos autoridades de París, cuyos asesinatos estaban preparados.
Favras fue detenido la noche del 25 de diciembre y el
hermano del rey, muy asustado, cometió la singular torpeza de
ir a justificarse< ¿Dónde? ¿Ante qué tribunal? Ante la ciudad
de París. Los magistrados municipales no tenían autoridad para
recibir tales declaraciones. El hermano del rey renegó de
Favras, dijo que no sabía una palabra del asunto e hizo una
declaración hipócrita de sentimientos revolucionarios, de amor
a la libertad.
Favras mostró mucho valor y reveló demasiado su vida por
la manera de su muerte. Se defendió muy bien y no
comprometió a nadie. Se le hizo comprender que necesitaba
morir discretamente y así lo hizo. El largo y cruel paseo a que
fue sometido antes de morir, la conducción deshonrosa a Notre
Dame, etc., no quebrantaron su firmeza. En la Grève pidió
declarar y fue colgado (18 de febrero). Era la primera vez que se
colgaba a un gentilhombre. El pueblo mostraba una
impaciencia furiosa, creyendo siempre que la corte encontraría
un medio para salvarle. Sus papeles, recogidos por un teniente
civil, fueron (según dice Lafayette) remitidos por la hija de este
magistrado al hermano del rey y luego al rey, que se apresuró a
quemarlos.
El domingo siguiente de la ejecución, la viuda y el hijo de
Favras fueron vestidos de luto a la comida pública del rey y de
la reina. Los realistas creían que estos iban a consolar, a
acariciar a la familia de la víctima. La reina no se atrevió a
levantar la vista.
Entonces vieron la impotencia a que había quedado
reducida la corte y el escaso apoyo que podían esperar los que
se sacrificaran por ella.
Ya el 4 de febrero la visita del rey a la Asamblea y su
profesión de fe patriótica los había abatido. El vizconde de
Mirabeau salió y desesperado rompió su espada< ¿Qué
pensar? ¿Qué creer en efecto? Los realistas tenían derecho a
creer al rey mentiroso o tránsfuga, desertor de su propio
partido. ¿El rey no era ya realista o sacrificaba a su clero, a su
fiel nobleza para salvar una apariencia de nobleza?
Bouillé, abandonado con su ejército y cansado de esperar
sin recibir instrucciones, cayó en el más profundo abatimiento.
Igual impresión recibieron muchos gentilhombres y oficiales
del ejército y la marina, que hartos de su pasividad
abandonaron el territorio francés. Bouillé mismo pide permiso
para hacer otro tanto, deseando servir en un país extranjero. El
rey le envía a decir entonces que no se vaya porque tendrá
necesidad de él. Se había esperado demasiado.
La Revolución parecía concluida el 14 de julio, parecía
concluida el 6 de octubre y sin embargo estaba ya en el 4 de
febrero. Temo que en marzo no esté aún terminada.
¿Qué importa? La libertad, adulta y robusta ya, debe temer
poco de las resistencias. Acaba de vencer el más temible
obstáculo y el más invencible: el desorden y la anarquía. Ha
terminado de pronto el asolamiento de las campiñas y la guerra
contra los castillos, que parecia amenazar a la nación entera con
una formidable perturbación. El movimiento de enero y febrero
está ya apaciguado en marzo. Mientras el rey se presentaba
como única garantía de la paz pública y la Asamblea buscaba y
no encontraba medios de consolidarla, Francia misma lo ha
hecho todo. La explosión de la fraternidad se anticipa a las
leyes; el nudo que parecía imposible de desatar fue cortado por
la magnanimidad de la nación. Las ciudades enteras armadas
habían corrido a defender los castillos y habían protegido a los
nobles, sus enemigos. Continúan las grandes reuniones, más
grandes cada día; tan formidables, que sin hacer nada, por el
solo hecho de su aparición, deben intimidar a los dos enemigos
de Francia: el primero que lo forman la anarquía y el robo, y el
otro, la contrarrevolución. No son solamente las más dispersas
poblaciones del Mediodía las que se congregan; es la
Champaña, cien mil hombres; es la Lorena, cien mil hombres;
son los Vosgos, Alsacia, etc.
Movimiento lleno de grandeza, desinteresado y sin celos.
Todo se agrupa, todo se une, todo gravita hacia la unidad
nacional. París llama a las provincias queriendo unirse a todas
las comunidades. Bretaña pide el 20 de marzo que Francia envíe
a París un hombre por cada mil. Burdeos ha pedido ya que el 14
de julio sea declarado fiesta cívica en toda la nación. Las dos
proposiciones se convierten en una. Francia llamará a toda
Francia a esta gran fiesta, primera del nuevo culto.
1790

Austria se alía con Europa. —Aconseja convencer a Mirabeaa


(marzo). —Conducta equívoca de la corte en las negociaciones con
Mirabeau. —Mirabeau le asesta nuevos golpes (abril). —Mirabeaa
poco influyente en los clubs. —Mirabeaa ganado (10 de mayo). —
Mirabeau hace dar al rey la iniciativa de la guerra (22 de mayo). —
Entrevista de Mirabeau y de la reina (finales de mayo). — El soldado
fraterniza con el pueblo. —La corte cree ganar al soldado. —Miseria
del antiguo ejército. —Insolencia de los oficiales. —Prueban a
divorciar al soldado del pueblo. —Rehabilitación del soldado y del
marino.

El complot de Favras era el del hermano del rey: el complot de


Mailleboís (descubierto en marzo) se refiere al conde de Artois,
en la emigración. La corte, sin desconocerlos, parecía seguir
más bien el consejo que hallamos en la memoria de Augéard,
guardasellos de la reina: engañar, esperar, aparentar confianza,
dejar pasar cinco o seis meses.
La misma consigna en Viena y en París.
Leopoldo hacía negociaciones. Ponía a los gobiernos
llamados amigos de la libertad, a los falsos revolucionarios
(creo que Inglaterra y Prusia) en una prueba muy dura: los
colocaba enfrente de la Revolución §' poco a poco ellos iban
dejando caer sus caretas. Leopoldo decía a los ingleses:
“¿Queréis que me vea obligado a ceder una parte de los Países
Bajos?”. E Inglaterra, contrariada, retrocedía y sacrificaba ante
este temor la esperanza de apoderarse de Ostende. A los
prusianos, a los alemanes en general, les decía: “¿Podemos
dejar que nuestros príncipes alemanes, posesionados de
Alsacia, pierdan sus derechos feudales?”. Prusia misma, el 16
de febrero, había ya proclamado el derecho del imperio a pedir
cuentas a Francia.
Europa entera, con sus dos partidos por una parte, Austria
y Rusia por otra e Inglaterra y Prusia, gravitaban poco a poco
hacia un mismo pensamiento, el odio a la Revolución. Sólo
había una diferencia: que la liberal Inglaterra y la filosófica
Prusia tenían necesidad de algún tiempo para pasar de un polo
al otro, para decidirse a claudicar, abjurar, negarse a sí mismas,
confesar lo que eran, enemigas de la libertad. Esta respetable
lucha de la vergüenza y el pudor debía ser aprovechada por
Austria. Por lo tanto, esperando, tenía muchísimo que ganar.
Esparaba que de un momento a otro el mundo entero de las
buenas gentes podría encontrarse conforme. Sola entonces,
¿qué haría Francia? ¡Qué peso tan enorme iba a gravitar sobre
ella a todas horas con Austria, asistida por toda Europa!
Todo se conseguiría dando a los revolucionarios de Francia
y de Bélgica buenas palabras para adormecerlos, y si era
posible, dividirlos. Desde que Leopoldo fue emperador (20 de
febrero), desde que publicó su extraño manifiesto en que
adoptaba los principios de la revolución belga y confesaba la
legalidad de la insurrección contra el emperador (2 de marzo),
su embajador Mercy d'Argenteau convenció a María Antonieta
de que venciera su repugnancia y se acercase a Mirabeau.
Pero cualquiera que fuese la facilidad de carácter del
orador, su eterna necesidad de dinero hacía dificultoso
atraérselo. Se le había desdeñado y rechazado en el momento
en que podía ser útil y se le iba a buscar cuando todo estaba en
peligro, quizá perdido.
En noviembre se acuerda con los diputados más
revolucionarios desplazar a Mirabeau del ministerio para
siempre. Ahora se le llamaba de nuevo.
Se le llamaba para una empresa imposible después de
tantas imprudencias y de tres complots abortados.
El embajador de Austria se encargó de hacer que volviese
de Bélgica el hombre que mejor podía servir de intermediario,
Lamarck, amigo personal de Mirabeau y también
personalmente adicto a la reina.
Volvió. El 15 de marzo llevó a Mirabeau las insinuaciones
de la corte; lo encontró muy frío. Su buen sentido le hacía
comprender que la corte le proponía solamente hundirse con
ella.
Presionado por Lamarck, le dijo que no se podía asegurar el
trono más que apoyándose en la libertad; que si la corte quería
otra cosa, él lejos de servirla la combatiría. ¿Qué garantía podía
tranquilizarle al respecto? Acababa de proclamar él mismo
delante de la Asamblea cuán poco se fiaba del poder ejecutivo.
Para tranquilizarle, Luis XVI escribía a Lamarck que él no había
deseado más que un poder limitado por las leyes.
Durante esta negociación, la corte llevaba otra con
Lafayette. El rey le prometía por escrito la confianza más
completa. El 14 de abril le preguntaba cuáles eran sus ideas
sobre la prerrogativa regia. Y Lafayette cometía la ingenuidad
de decirlas.
¿Qué quería la corte? Divertirse y nada más, adormecer a
Lafayette, neutralizar a Mirabeau, atenuar su acción, tenerlo
dividido entre dos tendencias diversas, comprometerlo quizá
como había comprometido a Necker. La corte puso siempre
todo su cuidado y su política en perder y arruinar a sus
salvadores.
Exactamente en la misma época y de igual manera, el
hermano de la reina, Leopoldo, negociaba con los progresistas
belgas, los comprometía; después, amenazados por el pueblo,
denunciados y perseguidos, los llevaba a desear la invasión, el
restablecimiento de Austria193.
¿Cómo creer que estas negociaciones del hermano y de la
hermana, precisamente idénticas, hubieran concordado por
casualidad?
Mirabeau debía mirar mucho y doblemente antes de fiarse
de la corte. Era el momento en que el rey, cediendo a las
exigencias de la Asamblea, le dio el famoso Libro Rojo (del que
hablaremos enseguida) y el honor de muchas personas; los
pensionistas secretos vieron sus nombres proclamados en las
calles. ¿Quién podía asegurar a Mirabeau que la corte no
juzgaría más útil alguna vez, dentro de algún tiempo, el
publicar también lo acordado con él?< La negociación no era,
pues, muy tranquilizadora; no se le confiaba nada por completo
y en cambio se le pedían todos sus secretos, el pensamiento de
su partido.
Pero no se jugaba tan fácilmente con aquel hombre. Había
que tenerlo o por amigo o por enemigo, combatirlo a muerte o
echarse en sus brazos. Cualesquiera que fuesen en el fondo sus
tendencias realistas, era imposible cegar enteramente a un
hombre de tanto espíritu y valor. Marcha y espera; órgano de la
Revolución, no le falla jamás en los momentos decisivos;
habrían podido ganarle; no se podía adormecerle, enervarle,
neutralizarle. Cuando la situación hablaba, al instante el
Mirabeau vicioso y corrompido desaparecía; el Dios entraba en
él, la patria obraba en él y lanzaba el rayo<
En un solo mes, el de abril, en que la corte vagaba y
comerciaba, el rayo hirió dos veces.
La primera (que dejamos para el capítulo siguiente, por
reunir toda la negociación del clero), es el famoso apóstrofe
sobre Carlos IX y la San Bartolomé que está en todas las
memorias: “Veo desde aquí la ventana< etc.”. ¡Jamás los
clérigos habrán recibido golpe tan pesado sobre sus cabezas! (13
de abril).
La segunda negociación, no menos grave, fue la cuestión de
saber si la Asamblea se disolvería; los poderes de muchos
diputados se limitaban a un año y este año acababa. Ya antes
del 6 de octubre se había propuesto (y con razón entonces)
disolver la Asamblea. La corte esperaba, buscaba el momento
de la disolución, el entreacto, el momento, siempre peligroso,
entre la Asamblea que termina y la que aún no existe. En aquel
intervalo, ¿quién reinaría sino el rey? Y una vez recobrado el
poder y la espada le correspondía a él conservarlos.
Maury y Cazalès, en sus discursos osados, irritantes y
provocativos, preguntaron a la Asamblea si sus poderes eran
ilimitados, si se creía una Convención Nacional. Insistieron
mucho sobre estas distinciones de convención, asamblea y
legislatura. Tales argucias lanzaron a Mirabeau a una de
aquellas cóleras que llegaban a la sublimidad: “Preguntáis:
¿cómo diputados de la ralea nos hemos constituido en
Convención? Responderé: el día en que cerrada nuestra sala,
rodeada de bayonetas, corrimos al primer lugar donde pudimos
retmirnos y juramos perecer todos< aquel día, si nosotros no
éramos ya una Convención, nos convertimos en ella< Id a
buscar ahora en la vana nomenclatura de los publicistas la
definición de esas palabras: Convención Nacional< Vosotros
conocéis, señores, el rasgo de aquel romano que por salvar a su
patria de una gran conspiración había sido acusado de haber
traspasado los poderes que las leyes le conferían. Un tribuno
capcioso exigió de él el juramento de haberlas respetado,
creyendo colocar con esta insidiosa petición al cónsul en la
alternativa de un perjurio o de la confesión de la falta. Y el gran
hombre dijo: “Juro haber salvado la República”. Pues bien,
señores, yo juro que vosotros habéis salvado la nación”.
Ante este magnífico juramento la Asamblea entera se pone
en pie y decreta: “Nada de elecciones hasta que la Constitución
no esté terminada”.
Los monárquicos quedaron aterrados. Muchos, sin
embargo, creían que la esperanza de su partido, la elección
nueva, hubiera podido volverse contra ellos, produciendo una
Asamblea más hostil, más violenta. En la inmensa agitación del
reino, en aquella ebullición creciente, ¿quién podía hacer
vaticiníos?< Sólo la organización de las municipalidades
conmovía profundamente a Francia. Apenas se formaban,
quedaban organizados a su lado clubs y sociedades para
vigilarlas. Sociedades ilegales pero útiles, eminentemente útiles,
en aquella crisis; eran órgano e instrumento necesario de la
desconfianza pública ante tantos complots, conjuras y
conspiraciones.
Los clubs irán aumentando; es preciso, la situación lo exige.
En esta época no están todavía en todo su esplendor. Para
Francia es el momento de las federaciones. Pero ya los clubs
reinan en París.
París parece velar por Francia. París, anhelante, en pie, con
sus sesenta distritos en asambleas permanentes, escucha y se
inquieta; parece el centinela colocado a dos pasos del enemigo.
El grito “¡en guardia!” se escucha a cada momento. Dos voces lo
lanzan sin cesar. El Club de los Cordeleros y el Club de los
Jacobinos. En el próximo libro de esta obra penetrarernos en
estos antros originales; aquí me abstengo de hacerlo. Los
jacobinos no están caracterizados todavía; se encuentran en su
primera edad; edad bastarda, constitucional, en la que alcanzan
gran influencia entre ellos los Duport y los Lameth.
El carácter principal de estos grandes laboratorios de
agitación, de vigilancia pública, de estas poderosas máquinas
(hablo sobre todo de los jacobinos), es que, como en toda
máquina, la acción colectiva domina a la acción individual; allí
el individuo más fuerte, más heroico, se confundía con la masa;
perdía su superioridad. En las sociedades de este género, la
mediocridad activa vale mucho y el genio pesa poco. Acaso, por
esto, Mirabeau no iba muy voluntariamente a los clubs, no
perteneciendo exclusivamente a ninguno de ellos y haciendo
cortas visitas. Pasaba una hora en los Jacobinos y en la misma
noche iba otro rato al Club del 89, que tenían desde entonces en
el Palais Royal, Sieyès, Bailly, Lafayette, Chapelier y Talleyrand
(13 de mayo).
Club elegante, magnífico, pero de escasa o ninguna acción.
La verdadera fuerza estaba en el viejo convento ennegrecido de
los jacobinos. La dominación de intriga, de charlatanería fácil y
vulgar que soberanamente ejercía el triunvirato de Duport,
Barnave y Lameth, contribuía mucho a hacer a Mirabeau
asequible a las sugestiones de la corte.
Hombre de contradicción, ¿qué era en el fondo? Realista;
noble, cuando menos. ¿Y cuál era su acción? La contraria; a
fogonazos, sin quererlo acaso, destrozaba la realeza.
Difícil era defenderla, porque se hundía de hora en hora.
Había perdido a París, y aunque le quedaban en provincias
grandes fuerzas dispersas, ¿cómo reunirlas y fundirlas? Esto es
lo que Mirabeau soñaba. Proyectaba Mirabeau organizar una
vasta correspondencia a semejanza de la que mantenían los
jacobinos, para anularla. Tal fue la base del tratado de Mirabeau
con la corte (10 de mayo). Hubiera constituido en su casa una
especie de ministerio del espíritu público. Con este objeto o con
este pretexto Mirabeau recibió dinero, un sueldo fijo. Y como
estaba en sus costumbres hacerlo todo con audacia, el mal y el
bien, se habilitó una espléndida casa, coches, mesa siempre
puesta y el pequeño hotel de la calzada de Antin que subsiste
todavía.
Todo esto era demasiado claro, y lo pareció más aun
cuando, desde el centro del lado izquierdo de la Asamblea se le
oyó hablar, de acuerdo con la derecha, por la realeza, pidiendo
se le diera la iniciativa de la paz o la guerra.
En la Constitución que se discutía el rey había perdido el
gobierno del interior; perdió después la administración de la
justicia; los jueces, como los magistrados municipales,
escapaban a su acción, iban a dejar de depender de él. Si se le
quitaba la iniciativa de la guerra, ¿qué quedaba ala realeza? He
aquí lo que dice Cazalès.
Barnave y los demás del lado opuesto dicen mil razones,
pero ocultan la mejor, la más verdadera. Es que el rey era
sospechoso; es que la Revolución no se ha hecho sino para
romper la espada puesta por la Edad Media en manos del rey;
es que de todos los poderes, el más peligroso de dejar en sus
manos es la guerra.
El motivo del debate era el siguiente: Inglaterra se había
alarmado al ver a Bélgica tender las manos a Francia.
Comenzaba, además, a asustarse, como el emperador y como
Prusia, de una revolución viva, contagiosa, que se infiltraba en
los demás pueblos por su ardor y por su carácter universal (más
que nacional), de aquella Revolución humana tan contraria al
espíritu inglés. Un hombre de talento, apasionado y venal, el
irlandés Burke, alumno de los jesuitas de Saint-Omer, había
pronunciado en la cámara inglesa una furiosa filípica contra la
Revolución, la cual le había sido pagada en metálico por su
adversario Pitt. Inglaterra no atacó a Francia, pero abandonó a
Bélgica en manos del emperador de Austria y fue al fin del
mundo, buscando querella en los mares con España, nuestra
aliada. Luis XVI hizo saber a la Asamblea que iba a armar
catorce navíos.
Con este motivo se traba en la Asamblea una larga e
inmensa discusión teórica sobre la cuestión general: “¿A quién
pertenece la iniciativa de la guerra?”. Poco o nada se habló
sobre la cuestión particular, que era, sin embargo, más
importante que la general; más apremiante al menos. Todo el
mundo en la Asamblea parecía huir de ella, evitarla; todo el
mundo tenía miedo de verla, de tocarla.
París no tenía miedo; París la afrontaba cara a cara. Todos
los parisienses sentían y decían que si el rey tenía la espada, el
ejército y la marina, la Revolución perecería. Había en París
cincuenta mil hombres en las Tullerías, en la plaza Vendôme y
en la calle de Saint-Honoré, esperando, con inexplicable
ansiedad, recoger ávidamente las notas que les arrojaban desde
las ventanas de la Asamblea, para darles cuenta de la marcha
de la discusión. Todos estaban indignados y exasperados con
Mirabeau. Al entrar el gran orador, un hombre le enseña una
cuerda, y al salir, otro le muestra sus pistolas, ambos en señal
de amenaza.
Aquel día dio pruebas de sangre fría y de virilidad. En el
momento mismo en que Barnave ocupaba la tribuna y
pronunciaba uno de sus largos discursos, creyendo haber
resuelto el punto discutido, Mirabeau, que no escuchaba, salió
de la Asamblea y se fue a pasear en medio de aquella multitud
que llenaba las Tullerías; encontró allí a la joven y ardiente
madame de Staël, la hija de Necker, que estaba esperando con
el pueblo, y se puso tranquilamente a hacerle la corte.
Su valor no mejoraba la causa que defendía. Triunfaba en la
cuestión teórica de aquel gran acto de la guerra, en la asociación
natural entre el pensamiento y la fuerza, entre la Asamblea y el
rey; pero toda aquella metafísica no podía resolver la situación.
Sus enemigos emplearon un medio poco parlamentario,
que era casi un asesinato y que ponía en riesgo su vida. Durante
aquella noche hicieron escribir e imprimir y repartieron un
libelo atroz. A la mañana siguiente, yendo Mirabeau a la
Asamblea, oyó gritar por todas partes: “La gran traición del
conde de Mirabeau descubierta”. Como le había ocurrido
siempre, el peligro le inspiró admirablemente y en la Asamblea
destrozó a sus enemigos con aquel famoso discurso que
comienza diciendo: “Sé bien que no está lejos del Capitolio la
roca Tarpeya<” etc.
Triunfó en la cuestión personal. En la cuestión misma del
litigio retrocedió hábilmente; en el primer turno de una
proposición redactada más claramente, hizo una retirada, y
cediendo en la forma ganó en el fondo. Al fin se acordó que el
rey tenía el derecho de hacer los preparativos, de dirigir las
fuerzas como quisiera y de proponer la guerra a la Asamblea, la
cual no decidiría nada que no fuera sancionado por el rey (22 de
mayo).
Al salir Barnave, Duport y Lameth, que se iban
desesperados, fueron aplaudidos, casi llevados en hombros por
el pueblo, que creía haber vencido. No tuvieron valor para decir
la verdad en aquel momento, porque en realidad la corte era la
que había salido ganando.
Acababa de probar, por segunda vez, la fuerza del talento
de Mirabeau; en abril contra ella y en favor de ella en mayo. En
esta última ocasión había hecho esfuerzos sobrehumanos, había
sacrificado su popularidad y expuesto su vida. La reina le
concedió una entrevista, la única según todas las apariencias,
que tuvieron jamás.
Otra debilidad de aquel hombre, que no se puede
disimular, era que algunas muestras de confianza, exagerada
sin duda por el celo de Lamarck, que quería censurarlas,
exaltaron la imaginación del gran orador, crédulo como todos
los artistas. A consecuencia de esto, atribuyó a la reina una
superioridad de espíritu y de carácter que no poseía. Creyó
también Mirabeau, en su fuerza y en su orgullo, que aquel a
quien ningún hombre resistía dominaría sin dificultad la
voluntad de una mujer. Mirabeau hubiera sido el ministro de
una reina mucho mejor que el de un rey; ¿deseaba ser el
ministro o el amante?
La reina estaba entonces con el rey en Saint-Cloud.
Rodeados por la guardia nacional, se encontraban en un medio
cautiverio bastante libre, puesto que todos los días iban a
pasear sin guardias a varias leguas. Había, sin embargo,
muchas buenas gentes de corazón sensible que no podían
soportar la idea de un rey y de una reina prisioneros de sus
súbditos. Un día, al comienzo de la tarde, la reina escuchó un
rumor en los alrededores solitarios de Saint-Cloud; levantó la
cortina y vio bajo su balcón cerca de cincuenta personas,
mujeres del campo, sacerdotes, ancianos, caballeros de San
Luis, que lloraban a media voz y contenían sus sollozos.
Mirabeau no podía ser sometido a la prueba de semejantes
impresiones. A pesar de todos sus vicios seguía siendo hombre
de ardiente imaginación, de pasiones tempestuosas, y
encontraba alguna felicidad en sentirse el apoyo, el defensor, el
libertador acaso de una hermosa reina prisionera. El misterio de
la entrevista aumentaba su emoción. Fue, no en coche, sino a
caballo, para no llamar la atención, y le recibió la reina no en el
castillo, sino en un lugar muy solitario, en el punto más elevado
del parque, reservado a los reyes: en el quiosco que corona el
jardín de Armida. Era a fines de mayo.
Mirabeau estaba entonces visiblemente atacado del mal que
le llevó a la tumba; no hablo de sus excesos, de sus prodigiosas
fatigas. No, Mirabeau no murió más que del odio del pueblo.
¡Adorado y después escupidol; haber tenido su prodigioso
triunfo de Provenza, en el que se sintió colocado sobre el seno
mismo de la patria, para llegar al fin, en mayo de 1790, a que
pidiera el pueblo en las Tullerías que le fuera entregado para
colgarle< Él mismo, haciendo como acostumbraba frente a la
tempestad, sin sentirse sostenido por una conciencia tranquila,
percibía cada vez que ponía la mano sobre su pecho el dinero
que aquella mañana había recibido de la corte. Todo esto se
agitaba y hervía en su alma turbada y se convertía en cólera,
desesperación y vaga esperanza. Cuando sobre su caballo subía
el violento Mirabeau lentamente la avenida de Saint-Cloud, iba
ya herido de muerte; se le notaba en la tez oscura y poco
transparente, en los ojos enrojecidos, en las mejillas lacias y en
un comienzo de pesadez y obesidad mal sana. Y la reina, que
esperaba en el pabellón, ¡cuánto había cambiado también! Sus
treinta y cinco años, antes bien disimulados, aparecían ahora
con el encanto de la edad que tantas veces ha pintado Van
Dyck; agregad en aquel rostro palìdeces delicadas, ligeramente
violáceas, que revelan un mal profundo< ¡Enferma,
profundamente enferma y para no curar jamásl< Enferma del
corazón y del cuerpo< Se ve bien cuánto lucha. Allí está con la
cabeza alta y con los ojos secos; pero demasiado claramente se
ve que llora todas las noches. Su dignidad natural y la de su
desgracia, que son otras realezas, la amparan de toda
desconfianza, y aquel que lo juega todo por ella tiene necesidad
de creerla.
María Antonieta quedó sorprendida al ver que aquel
hombre tan popular, que el orador tempestuoso por cuyos
labios había hablado la Revolución, que aquel monstruo, en fin,
era un hombre< que tenía un encanto particular y una
delicadeza que ocultaba bien su energía. Según todas las
apariencias, la entrevista fue vaga, muy poco o nada
concluyente. La reina tenía su pensamiento, que guardaba, y
Mirabeau tenía el suyo, que no ocultaba de ningún modo:
salvar a la vez al rey y a la libertad< ¿Qué lenguaje común
podía haber entre ellos?< En el momento de terminar,
Mirabeau, dirigiéndose a la mujer más que a la reina, con una
galantería respetuosa le dijo: “Señora, cuando vuestra augusta
madre hacía a algunos de sus súbditos el honor de admitirles en
su presencia, jamás les despedía sin darles a besar su mano”. La
reina le presentó la suya; Mirabeau se inclinó y estrechó aquella
mano entre las suyas, la besó y después, alzando la cabeza,
exclamó con un acento impregnado de ternura y de soberbia a
la vez: “¡Señora, la monarquía está salvada!”.
En el mismo momento en que Mirabeau, a cambio de su
popularidad y casi de su vida, arrancaba a la Asamblea aquel
peligroso decreto que, en el fondo, daba al rey el derecho de
paz y de guerra, el rey hacía buscar en los archivos del
parlamento las antiguas fórmulas de protesta contra los Estados
Generales, queriendo hacer una protesta secreta contra todos los
decretos de la Asamblea (23 de mayo)194.
Gracias a Dios la salvación de Francia no dependía de este
gran hombre crédulo ni de esta corte engañada. Aquel decreto
devuelve la espada al rey, pero la espada estaba rota.
El soldado se torna pueblo, se mezcla con el pueblo y
fraterniza con el pueblo. Bouillé nos ha hecho saber en sus
memorias que no desperdiciaba pretexto ni ocasión para poner
en lucha al soldado y al pueblo, para inspirar al militar el odio y
el desprecio al burgués.
Los oficiales habían aprovechado ávidamente una ocasión
para hacer subir este odio más alto todavía, hasta la Asamblea
Nacional, calumniándola cerca del soldado. Uno de los más
firmes patriotas, Dubois de Crancé, había expuesto a la
Asamblea Nacional la triste organización del ejército, reclutado
en su mayoría con gente de mal vivir, deduciendo de ello la
necesidad de una organización nueva que debía convertir al
ejército en lo que debía ser, la flor de Francia. Iustamente de
estas palabras honrosas para el militar y de esta tentativa para
reformar y rehabilitar al ejército, fue de lo que más se abusó.
Los oficiales decían y repetían al soldado que la Asamblea le
ultrajaba. La corte concibió grandes esperanzas, creyendo que
iba a volver a apoderarse del ejército. Desde las oficinas del
ministerio se escribían al comandante de Lille estas
significativas palabras: “Cada día tomamos un poco de
consistencia. Que quieran olvidarnos, no contar con nosotros
para nada y bien pronto lo seremos todos” (8 de diciembre, 3 de
enero).
¡Vana esperanza! ¿Se podía creer acaso que el soldado
cerraría los ojos por largo tiempo, que vería impasible este
espectáculo de la fraternidad de Francia, que en el momento en
que la patria había sido recuperada él solo se obstinaba en
permanecer fuera de la patria, que el cuartel sería como una isla
separada del resto del mundo?
Es alarmante, sin duda, ver el ejército que delibera, que
sabe discernir y escoger, sometido a la obediencia. Y aquí, por
lo tanto, ¿cómo podía suceder de otro modo? Si el soldado
obedecía ciegamente a la autoridad suprema, de la que
proceden todas las demás, dócil a sus oficiales, se hallaba
infaliblemente en rebeldía con el jefe de los jefes, con la ley.
Abstenerse, no hacer nada, imposible; la contrarrevolución no
lo entendía así y le mandaba disparar sobre la Revolución,
sobre Francia, sobre el pueblo, sobre su padre, sobre su
hermano que le tendían los brazos.
Los oficiales se le aparecían al soldado como lo que eran, el
enemigo; un pueblo aparte, que era además de otra raza, de
otra naturaleza. Como los viejos pecadores, endurecidos en su
pecado, que se hunden cada vez más en él cuando van hacia la
muerte, el antiguo régimen, cercano a su fin, era más duro y
más injusto. Los grados altos no se daban más que a los jóvenes
de la corte, a los niños mimados de las damas; el ministro
Montfarrey ha referido la escena violenta, indecente, que la
reina le hizo sufrir por un joven coronel. Los grados menores,
accesibles bajo Luis XIV y bajo Luis XV, no fueron dados bajo
Luis XVI más que a los que podían probar cuatro abolengos
nobiliarios. Fabert, Catinat, Chevert, no habían podido llegar al
grado de subteniente.
Antes he dicho cuál era el presupuesto de la guerra en 1784:
cuarenta y seis millones para el oficial, cuarenta y cinco
millones para el soldado. ¿Por qué llamarle soldado? Mendigo
sería el término apropiado. El sueldo, relativamente equitativo
en el siglo XVII, llegó a no ser nada bajo Luis XV. Bajo Luis XVI,
es verdad, se le une otro sueldo pagado en palos. Se imitaba la
famosa disciplina de Prusia: se creía que en esto consistía todo
el secreto de las victorias del gran Federico, en las palizas al
soldado: el hombre llevado como una máquina y castigado
como un niño. El peor de los sistemas seguramente, uniendo los
males opuestos; sistema a la vez mecánico por una parte y por
otra fatalmente duro y arbitrario.
Los oficiales despreciaban soberanamente al soldado, al
burgués, a toda clase de hombres que no fueran ellos. ¿Por qué?
¿Por qué extraordinario motivo? Por uno solo: tiraban muy bien
la espada. El prejuicio tan respetable que pone la vida de los
valientes a discreción de los diestros, constituía a estos en una
especie de tiranía, y así intentaron, hasta con la Asamblea, este
género de amenaza para intimidarla. En la cámara de la
nobleza, con los miembros, tiraron de la espada para impedir a
los otros unirse al Tercer Estado. La Bourdonnaie, Noailles,
Castries y Cazalès provocaron a Barnave y a Lameth. Tantas
groserías dirigieron a Mirabeau, tantas injurias, con la
esperanza de deshacerse de él, que no son ni creíbles; él
permanecía impávido. ¡Ojalá que el más grande de los marinos
de aquel tiempo, Suffren, hubiera hecho lo mismo! Según una
tradición muy verosímil, un joven fatuo, de elevado nacimiento,
tuvo la insolencia de provocar en duelo a este hombre heroico,
de cuya sagrada vida nadie era dueño más que Francia; él, ya
de mucha edad, tuvo la debilidad de aceptar y recibió un golpe
mortal. El joven era muy bien mirado en la corte y el asunto
quedó en la sombra. ¿Quién quedó encantado? Inglaterra, por
un golpe así, habría dado millones.
El pueblo no tuvo nunca la delicadeza de comprender tales
puntos de honor. Los Belsunce, los Patrice, que desafiaban a
todo el mundo, se encontraban con lo que no buscaban. La
espada de la emigración se rompió como el vidrio bajo el sable
de la República.
Si nuestros oficiales del ejército que nada habían hecho eran
por lo mismo tan insolentes, ¡gran Diosl, ¿qué serían los
oficiales de la marina? Desde los últimos sucesos (que no
habían sido más que brillantes duelos de barco a barco) no se
conocían a sí mismos, eran insoportables; su orgullo se elevaba
hasta la ferocidad. Uno de ellos había tenido la desgracia de
degradarse hasta el punto de frecuentar la amistad de un
antiguo camarada que había pasado al ejército de tierra: pues le
obligaron a batirse con él para dejar limpio tal crimen. Y,
¡afrenta horriblel, el de tierra lo mató.
Un oficial de marina, Acton, era como el rey de Nápoles.
Los Vandreuil rodeaban a la reina y al conde de Artois y los
impulsaban con sus violentos consejos. Oficiales de marina, los
Bonchamps, los Marigni, mientras Francia tuvo enfrente a toda
Europa, le clavaron en la espalda el puñal de la Vandée.
Tolon fue el que sufrió el primer golpe de este orgullo.
Mandaba allí el bravo, insolente y duro Alberto de Rioms, uno
de los mejores capitanes. Creía dominar las dos poblaciones, el
Arsenal y Tolon, de la misma manera que a una chusma de
presidiarios, a palos y a latigazos, protegiendo la escarapela
negra y maltratando la tricolor. Se fiaba de un pacto que sus
oficiales de marina habían hecho con los del ejército de tierra,
contra los guardias nacionales. Cuando esos, con los
magistrados a la cabeza, llegaron a reclamar, los recibió como
hubieran recibido a los presidiarios del Arsenal. Entonces un
pueblo furioso rodeó el palacio del comandante. Este mandó
hacer fuego y no hubo un soldado que quisiera tirar. Entonces
le fue necesario rogar a los magistrados de la ciudad que le
socorriesen. Los guardias nacionales que el había insultado
rechazaron defenderle y llegaron a salvarle metiéndolo en un
calabozo (noviembre-diciembre de 1789).
En Lille se intentó de igual manera oprimir a las tropas de
la guardia nacional y aun de nutrir con ellas los regimientos. El
comandante Livarot (se sabe por sus cartas inéditas) las
animaba hablándoles de la pretendida injuria que Dubois de
Crancé había hecho al ejército en la Asamblea Nacional. La
Asamblea no respondió sino con la mejora de la suerte del
soldado, dándole al menos prueba de interés del único modo en
que entonces podía, aumentándole el sueldo con algunas
monedas. Lo que más le irritó fue ver que en París Lafayette
había ascendido a todos los subalternos a los grados superiores.
La barricada infranqueable quedaba al fin rota.
¡Pobres soldados del antiguo régimen, que por tan largo
tiempo habían sufrido sin esperanza y en silencio! Sin ser los
prodigiosos soldados de la República y del imperio, no eran
indignos de haber tenido su día feliz. Lo que leo acerca de ellos
en las viejas historias me admira como paciencia y me
conmueve como bondad. Los veo en la Rochelle, entrando en la
ciudad hambrienta y dando su pan a los habitantes. Sus tiranos,
los oficiales, los que les cerraban toda carrera al ascenso, no
hallaban en ellos más que docilidad, respeto, dulzura,
benevolencia. En no sé qué acción, en tiempo de Luis XV, un
oficial de ¡catorce años! que había llegado de Versalles no podía
ya avanzar rendido de fatiga. “¡Dádmelo, dijo un granadero
gigantesco, me lo echaré a la espalda y si hay una bala que
recibir, se la evitaré al niñol”.
Necesario era que al fin hubiera un día para la justicia, la
igualdad y la naturaleza; ¡dichosos aquellos que vivieron para
verlol< Qué alegría para Bretaña encontrar después de cien
años, en su humilde estado de piloto, al piloto de Duguay—
Trouin, al de la mano firme y fría que llevaba al vencedor bajo
el fuego< Jean Robin, de la isla de Batz, el cual fue reconocido
en las elecciones y por acuerdo unánime colocado junto al
presidente. Francia estaba avergonzada de una injusticia tan
grande y quería honrar en la persona de aquel hombre a tantas
generaciones heroicas indignamente olvidadas, rebajadas
durante su vida por la insolencia de los que se aprovecharon de
sus servicios y después, ¡ah!, relegadas al olvido.
1790

Leyenda del rey mártir. —Escándalo de la apertura de los conventos.


—El clero exalta a las masas ignorantes. —El agente del clero quiere
entenderse con la emigración. —El clero y la nobleza en oposición. —
Maniobras del clero en Pascua. —La Asamblea publica el Libro Rojo
en abril. —Hipoteca de los bienes del clero en garantía de los
asignados. —El clero pide a la Asamblea declare el catolicismo religión
nacional, 12 de abril.

Era evidente que no se podía armar al soldado contra el pueblo.


Era preciso, pues, encontrar un medio de armar al pueblo
contra él mismo, contra una revolución que se hacia para él.
Al espíritu de federación, de unión, a la nueva fe
revolucionaria, no se podía oponer más que la antigua fe, si es
que existía aún.
A falta del viejo fanatismo extinguido, o al menos
profundamente adormecido, el clero contaba con la fácil
bondad del pueblo, con su sensibilidad ciega, su credulidad
para los que amaba, su respeto inveteraclo al sacerdote y al
rey< el rey, aquella vieja religión, aquel místico personaje,
formado con una mezcla de los caracteres del sacerdote y del
magistrado, con un reflejo de Dios.
Siempre había dirigido sus ojos el pueblo hacia el rey y a él
se dirigían todos sus votos; ¡y con qué resultado! La realeza lo
había estruÍ ado, prensado, como lo hubiese hecho una
máquina sin piedad.
Nada más fácil para los sacerdotes que hacer creer que Luis
XVI era un santo, un mártir. Aquella figura beatífica y paternal,
pesada (por su origen de la casa de Saxe y de la casa de
Borbón), era un santo de catedral, hecho en piedra para un
pórtico de iglesia. Su aspecto de miope, su indecisión e
insignificancia le daban justamente aquella apariencia de
vaguedad que da lugar a todas las leyendas.
Leyenda admirable, patética, muy propicia para conmover
los corazones. El rey había amado al pueblo, quería el bien del
pueblo y por eso se le castigaba< ¡Ingratos, habían osado
levantar la mano contra aquel excelente padre, contra el elegido
de Dios!
¡El buen rey, la noble reina, la santa señora Isabel, el
pobrecito delfín, cautivos en aquel revuelto París! ¡Qué de
lágrimas al hacer este relato, qué de votos al cielo, qué de
oraciones y misas para librarlo! ¿Qué corazón de mujer no se
conmovía cuando, al salir de la iglesia, el sacerdote le decía
quedamente al oído: “¡Rogad por el pobre rey!”? Rogad
también por Francia —era necesario decir—, rogad por un
desventurado pueblo traicionado, entregado al extranjero.
La otra leyenda, no menos poderosa para excitar a la guerra
civil, era la apertura de los conventos, la orden de hacer
inventario de los bienes eclesiásticos, la reducción de las casas
religiosas, a pesar de que se hizo con grandísima mesura. Se
reservó a cada departamento una casa, cuando menos, de cada
orden, donde podían retirarse a hacer vida monástica cuantos
quisieran, así como el que quería salir del claustro lo
abandonaba y recibía una pensión. Esto era justo y nada
violento. Las municipalidades, muy prudentes y morigeradas
en aquella época, daban toda clase de facilidades para la
ejecución de aquellas órdenes. Apenas detallaban ni
completaban el inventario, no inspeccionaban y lo hacían
figurar todo por la mitad de su valor real. ¡No importa! A pesar
de esto, el clero procuraba hacerles este deber difícil y
peligroso. Se avisaba a todo el mundo públicamente el día en
que había de hacerse el inventario, el día maldito en que los
laicos habían de franquear el sagrado claustro.
Solamente para llegar a la puerta del convento los
magistrados municipales habían de atravesar, con riesgo de su
vida, por en medio de la multitud alborotada, del griterío de las
mujeres y de las amenazas de los robustos mendigos de oficio
que mantenían los conventos. Los bondadosos discípulos del
Señor oponían estas resistencias y peligros a los hombres de la
ley, obligados a cumplimentar la ley.
Todo esto fue hecho con mucha habilidad y unidad
extraordinaria, obedeciendo, sin duda alguna, a una sola
dirección y consigna. Si fuese posible hacer historia detallada y
completa, podrían tomarse de aquí muchos datos para un
asunto de alta filosofía: “¿Cómo en una época indiferente,
incrédula, pueden los políticos hacer y rehacer el fanatismo?”.
Hermoso capítulo para agregar a un libro que debe escribir un
pensador: La mecánica del entusiasmo.
El clero no tenía fe, pero encontraba para instrumentos
personas que la tenían todavía, almas piadosas, convencidas,
visionarios ardientes, cabezas soñadoras y poéticas, que
abundan siempre, especialmente en Bretaña. Una señora de
Pont-Levès, mujer de un oficial de marina, publica la Compasión
de la Virgen por Francia, folleto místico, ardiente, libro de mujer
para las mujeres, propio para turbarlas y volverlas locas.
El clero ejercía todavía una acción muy fácil sobre aquellas
pobres poblaciones que sólo hablaban su dialecto y desconocían
el idioma francés. No sabían que los diezmos y primicias habían
sido suprimidos; el clero lo oculta, así como la abolición
sucesiva de los impuestos indirectos, y en cambio desesperaba a
aquellos ignorantes campesinos anunciándoles a cada momento
que iban a ser desposeídos del tercio de sus bienes y de sus
animales.
El Mediodía ofrecía otros elementos de agitación, no menos
favorables, hombres de pasión, activos, ardientes, políticos,
espíritus de intriga y habilidad, a propósito no sólo para
sublevar, sino para organizar y reglamentar la sublevación.
El verdadero secreto de la resistencia, la vía única que daba
serias ventajas a la contrarrevolución, la idea de la futura
Vendée, fue formulada por completo en N imes: contra la
Revolución ningún resultado era posible sin la guerra religiosa.
De otro modo: contra la fe no hay mayor fuerza que la fe.
Vía terrible, que hace espantarse cuando se recuerda<
cuando se ve las ruinas, el desierto que ha hecho el viejo
fanatismo. ¿Qué habría sucedido si todo el Mediodía, todo el
Oeste, toda Francia se hubieran convertido en Vendée?
Pero la contrarrevolución no tenía otro recurso. Al genio de
la fraternidad no se podía oponer más que el de la San
Bartolomé.
Tal fue, poco más o menos, la tesis que desde enero de 1790
sostuvo en Turín, ante el gran concejo de la emigración, el
ardiente enviado de Nimes, hombre del pueblo, hombre
insignificante pero de cabeza dura, intrépido, que veía
perfectamente y con claridad planteaba la cuestión.
Él, que por gracia especial era admitido a hablar delante de
los principes y de los grandes señores, Charles Froment, así se
llamaba, hijo de un hombre acusado en falso (después
indultado), no era más que un cartero del clero y su factótum.
Primero revolucionario, había sentido que en Nimes había
mucho más que hacer del otro lado. De pronto se mostró jefe
del populacho católico y lo lanzó contra los protestantes. Él
mismo no era tan fanático como faccioso, un hombre del tiempo
de los gibelinos. Pero veía claramente que la verdadera fuerza
era el pueblo, la apelación a la fe popular.
Froment fue recibido con amabilidad, escuchado y poco
comprendido. Se le dio algún dinero y la esperanza de que el
comandante de Montpellier podría proveerle de armas. Por lo
demás, tampoco se comprendió lo útil que podría ser, pues más
tarde, habiendo emigrado, no obtuvo de los príncipes más que
el permiso de unirse a los españoles y ponerlos en relación con
su antiguo partido.
“Lo que ha perdido a Luis XVI, dice Froment en sus
memorias, es el haber tenido ministros filósofos”. Y pudo haber
extendido esta afirmación mucho más lejos, con no menos
acierto. Lo que hacía impotente la contrarrevolución era que
había en ella grados diferentes y además que llevaba en su
propio corazón la filosofía del siglo, es decir, la Revolución
misma.
He dicho ya que entonces todos, hasta la misma reina, el
conde de Artois, la nobleza, eran en distintos grados
simpatizantes del espíritu nuevo.
La lengua del viejo fanatismo era para ellos una lengua
muerta. El despertar en las masas era una operación
incompatible para tales espíritus. El pueblo sublevado, aunque
fuera por ellos mismos, les daba miedo. Por otra parte,
oponerse al clero, hacerle frente, era cosa de todo punto
contraria a las ideas de la nobleza; ella había esperado siempre,
había esperado el despojo del clero. Los intereses de estos dos
órdenes sociales eran opuestos, hostiles. La Revolución, que
debía acercarles, los había también complicado. Los
propietarios nobles, en ciertas provincias, por ejemplo el
Languedoc, ganaban con la supresión de los diezmos
eclesiásticos más que perdían en derechos feudales.
En la discusión de los votos monásticos (febrero) ni un
noble salió en defensa del clero. Él solo defendió la vieja tiranía
de los votos irrevocables. Los nobles votan con sus adversarios
de siempre por la abolición de los votos, la apertura de las
puertas de los conventos, la libertad de las monjas y de los
religiosos.
El clero toma su revancha. Cuando se trata de abolir los
derechos feudales, la nobleza grita a su vez quejándose de la
atrocidad, de la violencia, de la rapacidad, etc. El clero, al
menos la mayoría del clero, deja gritar a la nobleza, vota contra
ella, contribuye a su ruina.
Los consejeros del conde de Artois, Calonne y otros, los
consejeros austriacos de la reina, eran ciertamente como el
partido de la nobleza en general, muy favorables a la
expoliación del clero, con tal de que la hicieran ellos. Antes que
valerse del arma del fanatismo, preferían hacer un llamamiento
al extranjero. No tenían para esto ninguna repugnancia. La
reina veía en el extranjero a su propia familia. La nobleza tenía
por toda Europa relaciones de parentesco, de casta, de cultura
común, que la hacían filósofa por encima de los prejuicios
vulgares de nacionalidad< ¿Qué francés era más francés que el
general de Austria, el admirable principe de Ligne?< La
filosofía francesa ¿no reinaba en Berlín? En cuanto a lnglaterra,
era justamente para nuestros nobles más avanzados el ideal de
la tierra clásica de la libertad. No había para ellos más que dos
naciones en Europa: la de las gentes honradas y la de los malos.
¿Por qué no se había de llamar a las primeras en Francia para
poner en razón a los otros?
He aquí tres contrarrevoluciones que obran
simultáneamente sin poder entenderse:
1ª La reina, el embajador de Austria, su principal consejero,
esperan que Austria, libre de su asunto con Bélgica y uniéndose
a Europa, pueda amenazar a Francia, sitiarla por necesidad
rodeándola de enemigos.
2ª La emigración, el conde de Artois, los brillantes
caballeros de El Ojo de Buey, que se aburren demasiado en
Turín, que tienen prisa por encontrar de nuevo a sus queridas y
sus actrices, querían que el extranjero obrase con rapidez y les
abriera Francia, no importa a qué precio: en 1779 hubieran
querido un 1815.
3ª El clero menos dispuesto aún a esperar.
Expropiado por la Asamblea, rechazado poco a poco en su
casa y puesto en la puerta, quería armar ahora a su numerosa
clientela de aldeanos y de arrendatarios. Hoy mismo, mañana
quizás, todo se enfriará. ¿Qué sucederá si el campesino se
atreve a comprar bienes eclesiásticos?< Entonces la Revolución
habrá vencido sin remedio.
Le hemos visto en octubre abrir fuego antes de que se
ordenara. Una nueva explosión, y en la misma Asamblea, en
febrero.
Éste era el momento en que el hombre de Nimes, vuelto de
Turín, recorría los campos, organizaba las sociedades católicas
y trabajaba de veras en el Mediodía.
En medio de la discusión sobre la inviolabilidad de los
votos, un miembro de la Asamblea invocó los derechos de la
naturaleza, rechazó como un crimen de la antigua barbarie esta
añagaza a la voluntad del hombre, que sobre una palabra
escapada, quizá arrancada de su boca, le liga, le entierra para
siempre< Allá arriba, en las tribunas, se dejan oír gritos:
“¡Blasfemo! ¡Blasfemo! Ha blasfemado”. El obispo de Nancy se
lanza a la tribuna: “¿Reconocéis, exclama, que la religión
católica, apostólica, romana, es la religión nacional?<”. La
Asamblea siente el golpe y lo esquiva. Le responde que se
trataba, sobre todo, de negocios en la supresión de los
conventos, que no había nadie que no creyera la religión
católica religión nacional, que sancionarla por un decreto sería
comprometerla.
Esto ocurrió el 13 de febrero; el 18 se llevó un libelo,
repartido en Normandía, donde la Asamblea era señalada al
odio del pueblo como si estuviera matando a la vez la religión y
la realeza. Se aproximaban las Pascuas; la ocasión fue
aprovechada; se vendió, se distribuyó en los alrededores de las
iglesias una hoja terrible: La pasión de Luis XVI.
La Asamblea, a esta leyenda, podía oponer otra de igual
interés, a saber: que Luis XVI que juraba el 4 de febrero amor a
la Constitución, tenía cerca de su hermano, en medio de
enemigos mortales de la Constitución, un agente perpetuo: que
Turín, Trèves y París eran como una misma corte sostenida y
pagada por el rey.
En Trèves estaba, asalariada y arreglada por él, su casa
militar, su grande y pequeña caballeriza bajo el cuidado del
príncipe de Lambesc195. Les pagaba a Artois, Condé, Lambere, a
todos los emigrados, pensiones enormes, y se les señalaban
indefinidamente pensiones de alimentos, viudedades y por
otros conceptos, de dos, tres o cuatrocientas libras.
El rey pagaba a los emigrados sin consideración a un
decreto por el cual hacía dos meses la Asamblea había
aprobado retener este dinero que pasaba al enemigo. Había él
justamente olvidado sancionar este decreto. La irritación
aumentó cuando Camus, el severo relator del comité de
Hacienda, declaró no poder hallar cuál era el empleo que se
daba a una suma de sesenta millones.
La Asamblea ordenó que para todo decreto presentado a la
nación el guardasellos daría cuenta en ocho días de la sanción
real o de la negativa de sanción.
Grandes gritos, gran lamentación sobre esta exigencia
ofensiva para la voluntad del rey< Camus respondió haciendo
imprimir el muy célebre Libro Rojo (1 de abril), que el rey le
había confiado, con la esperanza de que permanecería secreto
entre él y el comité. Este libro inmundo, manchado en cada
página con las suciedades de la aristocracia, con debilidades
criminales de la realeza, muestra si había o no razón para cerrar
el canal por donde se iba la vida de Francia< ¡Bello libro! El
sólo llevó la Revolución a los corazones de los hombres.
“¡Oh cuánta razón tenemosl”. Este fue el grito general, y
¡cuán lejos se estaba aún en las acusaciones más violentas de
entrever la realidad! Al mismo tiempo se robustece la fe que
este monstruoso régimen contra la naturaleza, contra Dios, no
podía jamás recuperar. La Revolución cuando ve sin velo y sin
máscara la faz horrible de su adversario, se afirma sobre sí
misma, se siente vivir y para siempre< Sí, cualquiera que
hayan sido los obstáculos, las interrupciones, las traiciones, ella
vive y vivirá.
Un signo de esta gran fe es que en la estrechez y penuria
universal, en medio de una oposición grande contra los
impuestos indirectos, el impuesto directo fue pagado regular,
religiosamente.
Se ponen en venta cuatrocientos millones de bienes
eclesiásticos. Y sólo la villa de París compra doscientos
millones. Todas las municipalidades la siguen.
Aquella marcha era muy buena. Pocas gentes hubieran
querido expropiar por sí mismas al clero; sólo las
municipalidades podían encargarse de esta penosa operación.
Debian comprar primero y luego revender. La duda era grande,
sobre todo en los campesinos; he aquí por qué las ciudades
debían dar ejemplo, comprando y revendiendo cuanto antes las
casas eclesiásticas; la venta de las tierras vendría después.
Todos aquellos bienes servían de garantía hipotecaria al
papel moneda que había creado la Asamblea. Cada lote
quedaba asignado, afecto a una clase de papel; por eso aquellos
billetes fueron llamados asignados. Cada papel era tm pedazo de
propietario, de tierra movilizada. Nada de común tenían con
los famosos billetes de la Regencia, fundados sobre terrenos del
Mississipi, terrenos muy lejanos y de dudosa existencia.
A su garantía natural agregad la de las municipalidades
que habían comprado al Estado y que revendían. Divididos en
tantas manos, una vez lanzados a la circulación aquellos lotes
de papel, iban a comprometer, a interesar a la nación entera en
aquella gran operación. Todos poseerían esta moneda; tanto los
enemigos como los partidarios estarían igualmente interesados
en la salvación de la Revolución.
Entretanto, el recuerdo de Law, la tradición de tantas
familias arruinadas por el sistema, era un gran obstáculo.
Francia no estaba acostumbrada como Inglaterra y como
Holanda a ver circular valores en forma de papel. Era preciso
que todo un pueblo se elevara por encima de sus costumbres y
hábitos tradicionales; era un acto de espiritualismo, de fe
revolucionaria, lo que pedía la Asamblea.
El clero quedó aterrado al ver que sus despojos se
dividirían en manos de todos. Dividido en polvo impalpable,
no había esperanza de que volviera a sus manos jamás. Se
esforzó en predicar que los asignados eran cosa semejante a los
bonos del Mississipi: “Había creído —dijo pérfidamente el
arzobispo de Aix— que habíais realmente renunciado a la
bancarrota”.
La respuesta era demasiado fácil y entonces exclamaron: “Y
todo ha sido arreglado por los banqueros de París; pero las
provincias rechazan vuestro papel”. Entonces se les leyeron las
notas de provincias que reclamaban la pronta creación de los
asignados.
Habían creído, cuando menos, ganar tiempo, y en el
intervalo quedar en posesión, esperando siempre alguna
circunstancia propicia. Perdida esta esperanza, escuchan a
Prieur: “¿Qué confianza podrá tenerse en la hipoteca que
constituye la garantía de los asignados, si los bienes
hipotecados no están en nuestras manos?”. De aquí nació la
premura en desposeer inmediatamente al clero y entregarlo
todo en manos de las municipalidades y de los distritos. La
Asamblea había prometido al clero un monstruoso presupuesto
de un centenar de millones y aceptándolos estaban
inconsolables.
El arzobispo de Aix, en un discurso jeremiaco, lleno de
lamentaciones infantiles, preguntó si es que se tenía el
propósito de arruinar a los pobres quitando al clero lo que le
fue dado para ellos. Después de esta paradoja defendió esta
otra: que la bancarrota seguiría infaliblemente a esta operación,
destinada a evitar la bancarrota. Acusó luego a la Asamblea de
haber puesto mano sobre lo espiritual, declarando nulos los
votos, etc., etc.
Y finalmente llegó a ofrecer, en nombre del clero, un
empréstito de 400 millones con la hipoteca de sus bienes, a lo
cual Thouret respondió con su flema normanda: “Ese
ofrecimiento se hace en nombre de un organismo que ya no
existe<”. Y luego agregó: “¿Cuando os ha enviado la religión al
mundo os ha dicho: Id, prosperad y adquirid<?”.
Había en la Asamblea un buen hombre llamado Gerle, de
excelente corazón, corto de vista, entusiasta patriota, pero no
menos buen católico. Creyó (o probablemente se dejó persuadir
por algún zorro del clero) que lo que atormentaba a los
prelados era únicamente el peligro espiritual, el temor de que el
poder civil tocara el incensario.
“Nada más sencillo —decía ingenuamente— que responder
a los que dicen que la Asamblea no quiere ninguna religión o
que quiere admitirlas a todas en Francia, decretando: que la
religión católica, apostólica y romana es y será siempre la
religión de la nación y que su culto es el único autorizado” (12
de abril de 1790). Charles de Lameth se creyó obligado a decir,
como el 13 de febrero, que la Asamblea, que en sus decretos
seguía el espíritu del Evangelio, no tenía ninguna necesidad de
justificarse de este modo.
Pero la cosa no concluyó aquí. El obispo de Clermont
replicó aparentando extrañarse de que cuando se trataba de
rendir un homenaje a la religión se deliberara, en lugar de
responder con una aclamación de todos los corazones.
La derecha entonces se puso en pie y lanzó un viva.
Aquella noche los clericales se reunieron en los Capuchinos
y prepararon, para el caso de que la Asamblea no declarara el
catolicismo religión nacional, una violenta protesta que se
llevaría solemnemente al rey y que se repartiría profusamente
por toda Francia, para hacer saber al pueblo que la Asamblea
Nacional no quería ninguna religión.
CAPÍTULO VIII
LUCHA RELIGIOSA.—LA CONTRARREVOLUCIÓN
ABRIL—MAYO DE 1790

Continuación —La Asamblea elude la cuestión. —El re¿ no se atreve


a recibir la protesta del clero (abril). —Movimiento religioso en el
Mediodía (mayo). —El Mediodía siempre inflamable. —Antiguas
persecuciones religiosas: Avignon, Toulon.—El fanatismo habilmente
reaoioado. —Los protestantes siempre excluidos de las funciones
civiles y militares. —Unanimidad de los dos cultos en 1789. —El
clero reanima elfanatismo y organiza la resistencia en Nimes. —
Despierta los celos sociales. —Terror de los protestantes. —Explosión
de Toulouse, Nimes (abril). —Connivencia de las municipalidades. —
Asesinatos de Montauban (10 de mayo). —Triunfo de la
contrarrevolución en el Mediodía.

La proposición de aquel hombre ingenuo había cambiado por


completo la situación. De una época de discusión, la Revolución
parecía haber entrado de pronto en un período de terror.
Dos terrores estaban enfrentados. El clero tenía un
argumento mudo, sobreentendido, formidable; mostraba a la
Asamblea un monstruo, la guerra civil, el levantamiento
inminente del Oeste y del Mediodía, la probable renovación de
las antiguas guerras religiosas. La Asamblea tenía en sí misma
la fuerza inmensa, incontrastable de una Revolución lanzada
con todo impulso, que debía revolverlo y reconstruirlo todo; de
una Revolución que por órgano principal tenía el motín de
París. A las puertas de la Asamblea se ponía al rojo y a menudo
se hacía oír mejor que los diputados.
No había papel más hermoso que el del clero, por lo mismo
que parecía llevar envuelto un peligro personal; este peligro lo
salvaba. Todo prelado incrédulo, licencioso e intrigante, se
encontraba de buenas a primeras llevado hasta la gloria del
martirio gracias a la agitación popular. Martirio imposible
entonces, por las infinitas precauciones tomadas por el general
Lafayette, tan popular en aquella época que, en pleno apogeo
de su fama, era el verdadero rey de París.
El clero, en la posición que se había creado, tenía la ventaja
de aparentar que lo sacrificaba todo por la fe. Interrogado hasta
entonces por el espíritu del siglo, es él, ahora, quien
soberbiamente pregunta: “¿Sois católicos?”. La Asamblea
responde tímidamente, con un tono sospechoso, equivoco, que
no puede responder; que respeta demasiado la religión para
responder; que asalariando un solo culto, prueba demasiado,
etc.
Mirabeau dice hipócritamente: “¿Es preciso decretar que el
sol luce?<”. Y otro agrega: “Creo a la religión católica la única
verdadera; la respeto infinitamente<”. Ya se ha dicho: “Las
puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. “¿Y
creeríamos nosotros confirmar sólo con un miserable decreto
semejante frase, etc., etc.?”.
D'Éprémesnil arranca esta máscara con una frase violenta:
“Sí —dijo—, cuando los judíos crucificaron a Iesucristo
decían: ¡Salud, rey de los judíos!”.
Nadie respondió a este terrible ataque. Mirabeau se calló y
se recogió en sí mismo, como el león que prepara el salto sobre
su presa. Después, aprovechando la ocasión de un diputado
que citaba a favor de la intolerancia de un tratado de Luis XIV,
exclama: “Y como toda intolerancia ¿no hubiera estado
consagrada bajo un reino marcado por la revocación del edicto
de Nantes? ¡Si apeláis a la historia, no olvidéis que se ve desde
aquí, que se ve desde esta tribuna la ventana en donde un rey
armado contra su pueblo por execrables facciosos que cubrían
su interés personal con el de la religión, disparó su arcabuz y
dio la señal de la San Bartolomé!”.
Y señalaba a la ventana con el dedo y con la vista. Era
imposible verla desde allí; pero Mirabeau creía verla, en efecto,
y todo el mundo la vio<
El golpe estaba bien dado. Lo que el orador revelaba era
precisamente lo que el clero quería hacer. Su plan era llevar al
rey una protesta violenta, que hubiera armado a los creyentes y
que hubiera puesto el arcabuz en manos del rey, para que
disparara el primero.
Pero Luis XVI no era Carlos IX. Muy sinceramente
convencido del derecho del clero, hubiera aceptado el peligro
porque creía en la salvación de la religión. Mas le detenían tres
cosas: su indecisión natural, la timidez de su ministerio y, sobre
todo, sus temores por la vida de la reina, el terror del 6 de
octubre, cada día renovado ante aquella multitud inquieta,
amenazadora, que veía desde su ventana. A toda resistencia del
rey, parecía estar en peligro la reina. Ella misma tenía, desde
mucho antes, otros puntos de vista, otras esperanzas, muy
lejanas de la acción del clero.
Así se respondió en nombre del rey, que si la protesta era
llevada a las Tullerías, no sería aceptada.
Se ha visto cómo el rey, en febrero, desalentaba a Bouillé, a
los oficiales y a la nobleza. En abril, su negativa a apoyar al
clero le hubiera quitado todo valor, si el clero pudiera perderlo
cuando se trataba de sus bienes. Maury dijo con furor que
Francia conocería en qué manos estaba la realeza.
Les quedaba el medio de obrar sin el concurso del rey.
¿Entenderse con la nobleza? El clero no podía contar mucho con
su ayuda. Conservaba la nobleza los grados que tenía en el
ejército, pero no estando segura del soldado, temía que llegase
el momento de pelear. Además, estaba menos impaciente y era
menos belicosa que los soldados. El agente del clero en Nimes,
a pesar de haber obtenido una orden escrita del conde de
Artois, no podía decidir al comandante de la provincia a que le
abriese el arsenal para coger armas. El asunto corría mucha
prisa. Las grandes federaciones del Ródano habían levantado el
país. La de Orange había llegado en abril al colmo del
entusiasmo. Avignon, olvidando que pertenecía al papa, envió
a Orange su delegación con todas la ciudades francesas. Un
momento más y nada se hubiera podido hacer. Si Avignon, si
Arles, si las capitales de la aristocracia y el fanatismo, con las
cuales se amenazaba siempre, se hacían revolucionarias, la
contrarrevolución, estrechada por Marsella y Burdeos, no tenía
nada que esperar. La explosión debía tener lugar en aquel
momento o nunca.
Serían incomprensibles estas erupciones de los viejos
volcanes del Mediodía si no se sondeara su fondo siempre
hirviente. Las llamas infernales que allí se encendieron tantas
veces, llamas contagiosas de azufre, parecen haber ganado el
suelo mismo, de modo que incendios desconocidos corren
siempre bajo la tierra. Es como las hogueras del Aveyron. El
fuego no está en la superficie, pero hundís vuestro bastón en
aquella tierra rojiza y sale humo y luego fuego; son llamas del
infierno que duerme bajo vuestros pies.
¡Pueden amortiguarse, desaparecer los odios!< Pero es
preciso que queden los recuerdos, que tantas desgracias y
sufrimientos no sean perdidos para la experiencia de los
hombres. Es preciso que la primera, la más santa de nuestras
libertades, la libertad religiosa, se fortifique y reviva ante las
afrentosas ruinas que ha dejado el fanatismo.
A falta de los hombres, hablan las piedras. Dos
monumentos, sobre todo, merecen ser objeto de una frecuente
peregrinación, los dos opuestos, ambos instructivos: uno
infame, otro sagrado.
El infame es el palacio de Avignon, la Babel de los papas, la
Sodoma de los nuncios, la Gomorra de los cardenales.
Palacio-monstruo que cubre toda la cima de una montaña
con sus torres obscenas; lugar de voluptuosidad y de tormento,
donde los curas demostraron a los reyes que apenas saben nada
de las vergonzosas artes del placer. La originalidad de su
construcción consiste en que los lugares de tortura no están
lejos de las alcobas lujuriosas, de las salas de baile y de festines,
donde se hubiera podido escuchar bien, entre los cantos de
amor y las carcajadas de la embriaguez, los alaridos y lamentos
de los atormentados< La prudencia sacerdotal había cuidado
una sabia disposición de las bóvedas, preparadas para absorber
todos los ruidos. La soberbia sala piramidal donde se tendía la
hoguera (figuraos un cono vacío de sesenta pies), es una
maravilla acústica; nada se oye fuera de ella. Solamente el olor
de la grasa podía indicar el lugar en que se quemaba carne
humana.
El otro lugar, santo y sagrado, es la cárcel de Toulon, el
calvario de la libertad religiosa, el lugar donde murieron
lentamente bajo el látigo y el palo los confesores de la fe, los
héroes de la caridad.
Recuérdese que muchos de estos mártires, condenados a
perpetuos trabajos forzados, no eran protestantes, sino hombres
caritativos, acusados de haber facilitado la fuga de los
protestantes.
Bajo Luis XV, estos hombres eran vendidos como esclavos.
Por un precio moderado (tres mil francos) podía comprarse un
condenado a galeras. Choiseul, para captarse la voluntad de
Voltaire, le envió uno como regalo exquisito.
Este horrible código, que el Terror copió sin poder llegar a
superarlo, arma a los hijos contra sus padres, dándoles sus
bienes, de modo que el hijo codicioso está interesado en tener a
su padre en Toulon.
Es curioso ver a la Iglesia, la dulce paloma gimiente, gimiendo
en 1682, cuando acababa de arrancar sus hijos a las madres
heréticas< ¿Gemía para liberarlos?< No; para que el rey
encuentre leyes más eficaces, más duras< ¿Y cómo encontrar
jamás una más dura que aquella?
A cada asamblea del clero la paloma sigue gimiendo. Y
todavía, bajo Luis XVI, cuando se deja arrancar por el espíritu
del tiempo aquel hermoso privilegio que excluye a los
protestantes de toda función pública, el clero dirige al rey
nuevos gemidos por medio de un sacerdote ateo, de Loménie.
Lleno de respeto y de emoción penetró en la prisión de
Toulon. Busco la huella de aquellos mártires de la religión y de
la humanidad, matados a fuerza de brutales tratamientos por
haber tenido un corazón de hombre, por haberse entrometido a
defender la inocencia, por haber escuchado y cumplido la
palabra de Dios.
¡Ah! Nada. No queda nada de aquellas galeras atroces y
soberbias, doradas y sangrientas, más bárbaras que las de los
berberiscos, más que el vergajo que arrancaba sangre en las
espaldas de aquellos santos< Los registros mismos donde se
consignaban sus nombres han desaparecido la mayor parte. En
lo poco que queda no hay más que secas indicaciones, la
entrada, la salida; y la salida es casi siempre la muerte< La
muerte que llega más o menos pronto, indicando así los grados
de resignación o desesperación< Brevedad terrible; dos lineas
para un santo; dos o tres para un mártir< No se han anotado
los lamentos, las protestas, las apelaciones al cielo, las oraciones
mudas, los salmos cantados quedamente entre las blasfemias de
los ladrones y los asesinos< “¡Consuélate!: las lágrimas de los
hombres se graban para la eternidad en la piedra y en el
mármol”, ha dicho Cristóbal Colón.
¿En la piedra? No, en el alma humana. A medida que
estudiaba, veía con consuelo que, en verdad, estos mártires
oscuros han dado su fruto, fruto admirable; el mejoramiento de
los que los vieron u oyeron, el enternecimiento de los
corazones, el endulzamiento del alma humana en el siglo XVIII,
el horror creciente del fanatismo y la persecución. Poco a poco
se logró que no encontraran gente capaz de aplicar aquellas
bárbaras leyes. El intendente Lenain (de Tillemont), ascendiente
de jansenista ilustre, obligado a condenar a muerte a uno de los
últimos mártires protestantes, le decía: “¡Ah! Señor, estas son
órdenes del rey”. Y comenzó a llorar; el condenado le consuela.
El fanatismo moría por sí mismo. Costó gran trabajo, de
momento, a los políticos reavivarlo. Cuando el Parlamento,
acusado de incredulidad, jansenismo, de antijesuitismo,
aprovechó la ocasión de Calas para rehabilitarse; cuando, de
acuerdo con el clero, remueve en el fondo del pueblo los
antiguos furores, los encontraron completamente adormecidos.
Fue necesario para despertarlo formar cofradías, generalmente
compuestas por gentecillas que, como mercaderes y criadas,
eran clientes del clero. Para alborotar el espíritu del pueblo,
para enfurecerlo y ensalvajarlo se hizo como en las carreras, se
puso a la bestia encima de la piel un carbón encendido< El
carbón, aquí, fue una comedia atroz, afrentosa. Los hermanos
blancos con su siniestro vestido, cuya capucha les cubría el
rostro, dejando sólo dos agujeros para los ojos, hicieron unos
funerales al hijo que Calas había matado, según decían, para
impedirle abjurar. Sobre un catafalco enorme se veía entre los
cirios un maniquí, tm esqueleto movido por resortes, que en
una mano tenía la palma del martirio y en otra una pluma para
firmar la abjuración de la herejía.
Sabido es que la sangre de Calas cayó sobre los fanáticos y
conocida es la excomunión que lanzó sobre los asesinos, los
falsos jueces y los falsos sacerdotes, el anciano pontífice de
Ferney. Aquel día, verdaderamente enloquecidos, comenzaron
los clericales a descender de cabeza, dando volteretas, por la
pendiente por donde se habían lanzado.
Y la víspera, con gran trabajo, al borde mismo del abismo,
la realeza se decidió a ser humana. Apareció un edicto (1787) en
que se reconocía que los protestantes eran hombres y se les
permitía nacer, casarse y morir. Por lo demás, no reconocidos
como ciudadanos, excluidos de las funciones civiles, no podían
ni administrar, ni juzgar, ni enseñar, y como único privilegio se
les obligaba a pagar los impuestos, a pagar a su perseguidor el
clero católico, a mantener con su dinero el altar que los
maldecía.
Los protestantes de las montañas se dedicaban al cultivo y
los de las ciudades a lo único que les era permitido, al comercio,
y cuando se iban asentando algo, se dedicaban a explotar
pequeñas industrias. Tratados baja y duramente, alejados de
todos los puestos y de toda influencia, excluidos muy
especialmente desde hacía cien años de toda posición militar,
no se parecían ya en nada a los hugonotes del siglo XVI; el
protestantismo había venido a ser nuevamente lo que fue en sus
comienzos, industrial y comercial. Exceptuando a los Cénevols,
los protestantes, en general, poseían pocas tierras; sus riquezas,
considerables ya en aquella época, eran casas y fábricas; pero
especialmente riquezas mobiliarias, de las que pueden
transportarse fácilmente.
Los protestantes del Gard eran en 1789 poco más de
cincuenta mil varones (como en 1798 y en 1840; el número varía
poco), muy débiles por lo tanto, solitarios y sin relaciones con
sus hermanos de otras provincias, perdidos como un punto, un
átomo, en medio de un océano de católicos, que se contaban por
millones. En Nimes, la única ciudad donde los protestantes
estaban reunidos en gran número, eran seis mil hombres
enfrente de veintiún mil de la otra religión. De estos seis mil,
tres o cuatro mil eran obreros de fábricas, raza malsana y
humilde, miserable, esclavizada como el obrero lo está en todas
partes.
Los católicos trabajaban en su mayoría la tierra; el clima
demasiado suave permite este trabajo en todas las estaciones.
Muchos de ellos tenían en propiedad pedazos de tierra y al
mismo tiempo cultivaban para el clero, la nobleza y los grandes
burgueses católicos, apoderados de toda la propiedad.
Los protestantes de las ciudades, instruidos, moderados,
serios, encerrados en su vida sedentaria, entregados a sus
recuerdos, teniendo en cada familia mucho que llorar y no poco
que temer, eran una población infinitamente poco aventurera y
poco confiada a la esperanza. Cuando vieron amanecer aquel
hermoso día de la libertad, la víspera de la Revolución, apenas
se atrevieron a esperar. Dejaron a los nobles y a los parlamentos
avanzar hábilmente y hablar en favor de las ideas nuevas;
generalmente se mostraron silenciosos y apartados, porque
sabían perfectamente que para detener la Revolución, para
anularla, hubiera bastado que se les viese expresar su adhesión
a ella.
Al fin la línea divisoria se rompe. Los católicos —
digámoslo en honor suyola gran masa de los católicos, se
alegraron de ver a los protestantes convertidos en iguales, en
hermanos suyos. La unanimidad encantadora que reinó
entonces fue digna de que Dios detuviera su mirada sobre la
tierra para verla. En muchos lugares los católicos fueron al
templo de los protestantes y se unieron a ellos para dar gracias
a la Providencia, y en otras partes los protestantes asistieron al
Te Deum católico. Por encima de todos los altares, de todos los
templos, de todas las iglesias, una sola oración se alzaba al
cielo<
El 14 de julio fue recibido en el Mediodía y en toda Francia
como la liberación de Dios, como la salida de Egipto; el pueblo
había franqueado el mar y, llegado a la otra orilla, entonaba su
himno de alabanza. No había entre protestantes y católicos
ninguna diferencia; todos eran franceses. Sin idea preconcebida,
sin que se pensara en ello, el comité permanente que se
organizó en todas las ciudades fue mixto de las dos religiones, e
igualmente fue mixta la milicia nacional. Los oficiales fueron,
por regla general, elegidos entre los católicos, porque los
protestantes, extraños al servicio militar, no hubieran podido
mandar la tropa. En cambio constituyeron casi toda la
caballería, puesto que muchos, por las necesidades del comercio
a que se dedicaban, tenían caballos.
Pasaron dos, tres meses y entonces se avisó a Nimes y a
Montauban que formaran nuevas compañías, exclusivamente
católicas.
Había desaparecido la hermosa unanimidad; la cuestión
grave y profunda de los bienes del clero lo había transformado
todo.
El clero demostró una notable fuerza de organización, un
inteligente vigor al crear la guerra civil en una población que no
estaba dividida por anteriores rencores.
Fueron utilizados para ello tres elementos: primeramente
los frailes mendicantes, capuchinos y dominicos, que se
hicieron repartidores y propagandistas de una prodigiosa
multitud de folletos y hojas sueltas. En segundo lugar las
tabernas, los revendedores de vino al por menor, que
dependiendo del principal propietario de viñas, del clero,
estaban, de otra parte, en relaciones con el pueblo católico,
sobre todo con los campesinos, electores en la campiña. De ellos
los que iban a la ciudad hacían alto en la taberna, donde
gastaban (y este fue el tercer recurso) veinticuatro sueldos que
el clero les daba a los que concurrían a las elecciones.
El agente del clero en todo esto, Froment, más que un
hombre era una legión; al mismo tiempo que él, obraba su
hermano Froment-jaleo, sus parientes y sus amigos, etc. Tenía
su despacho, su caja, su imprenta de folletos, su centro
electoral< junto a un convento de dominicos y comunicaba con
una torre que dominaba los alrededores. Verdadera posición de
guerra civil, libre del fuego de la fusilería y que sólo podría _f '
temer al canon.
Antes de llegar a las armas, Froment trabajó
subterráneamente contra la Revolución, dentro de la
Revolución misma, en la guardia nacional y en las elecciones.
En las reuniones, celebradas de noche en la iglesia de los
penitentes blancos, preparaban las elecciones municipales de
manera que quedaran excluidos los protestantes. Los enormes
derechos que la Asamblea daba al poder municipal, el derecho
de requerir las tropas, de proclamar la ley marcial, de enarbolar
la bandera roja, colocan el poder en Nimes y en Montauban en
manos de los católicos; la bandera será enarbolada por ellos, si
lo necesitan, y nimca contra ellos.
La guardia nacional era mixta. Estaba compuesta en julio
por los más ardientes patriotas, que se enorgullecían de haberse
inscrito, y por los que no teniendo más que bienes inmuebles
temían más el pillaje; eran estos los negociantes, protestantes en
su mayoría. En cuanto a los ricos católicos que tenían su fortuna
en tierras, como no podían perderlas se cuidaron poco de
armarse.
Cuando los castillos fueron atacados, la guardia nacional,
mezcla de protestantes y católicos, puso todos sus cuidados en
defenderlos; la de Montauban salvó un castillo del realista
Cazalès.
Para cambiar aquella situación era preciso despertar la
envidia; hacer nacer las rivalidades, lo cual era fácil por la
naturaleza misma de las cosas, aparte las diferencias de opinión
y de partido. Todo cuerpo que pareciera elegido, fuera
aristócrata como los voluntarios de Lyon y de Lille, fuera
patriota como los dragones de Montauban y de Nimes, era
odiado. Se alentó contra estos a la gentecilla que formaba la
masa de las compañías católicas, haciéndoles creer que los otros
les llamaban destripaterrones o alimentados con bazofia.
Acusación gratuita. ¿Por qué habían de insultar los protestantes
a los pobres? Nadie había más pobre en Nimes que los obreros
protestantes. Y en los Cévennes mismos, sus amigos y
defensores, los protestantes de las montañas, que normalmente
sólo tenían castañas como alimento, llevaban una vida más
dura, más pobre, más abstinente que los alimentados con
bazofia de Nimes, que comían pan también y frecuentemente
bebían vino.
El 20 de marzo se supo que la Asamblea, no contenta con
dar entrada a los protestantes en las funciones públicas, había
elevado a la primera de todas, más alta e importante entonces
que la realeza, a un protestante, a Rabaut Saint-Étienne, elegido
su presidente. Nada estaba dispuesto todavía, encontrándose
pocas o ningún arma; pero la impresión fue tan fuerte, que
cuatro protestantes fueron asesinados a título de expiación
(hecho negado, pero cierto).
Toulouse hizo actos religiosos y penitencia para
desagraviar a Dios del sacrilegio de la Asamblea. Era aquella la
época en que solía celebrarse una fiesta execrable, la procesión
anual que se hacía en recuerdo del asesinato de los albigenses.
Cofradías de todas clases se reunían formando una verdadera
multitud en cada capilla erigida en el campo de las ejecuciones.
En aquellas iglesias se hacen las más curiosas ceremonias. Los
curas sacan de los viejos armarios los instrumentos de
fanatismo que jugaron tan importante papel en tiempos de las
dragonadas y en la San Bartolomé, las Vírgenes que lloraron al
ver los asesinatos y los Cristos que movieron la cabeza, etc., etc.
Agregad a esto algunos procedimientos de nueva invención; un
dominico, por ejemplo, que recorre las calles de Nimes con su
blanco hábito de monje, mendigando su pan y llorando por los
decretos de la Asamblea; en Toulouse se coloca un busto del rey
cautivo, del rey mártir, cerca del predicador cubierto con
crespones negros, y se dice al pueblo, en el momento más
conmovedor del sermón, que ha llegado aquel busto para pedir
socorro al buen pueblo de Toulouse.
Todo esto era demasiado claro. Quería decir sencillamente:
“Queremos sangre”. Los protestantes lo comprendieron.
Aislados en medio de un gran pueblo católico, se veían otra
vez próximos a la hoguera. Los terribles recuerdos conservados
en cada familia los desvelaban durante la noche. Este pánico
tenía una nota original; el terror de los bandoleros que asolaban
los campos se mezclaba en sus imaginaciones al de los asesinos
católicos; no sabían decir si estaban en 1790 o en 1572. En Saint-
Jean de la Gardonnenque, pueblecito de mercaderes, entran una
mañana los correos gritando: “¡Plaza a los vuestros! ¡Se
acercan!”. Suena la campana de alarma, todos corren a las
armas; la mujer echa los brazos al cuello al marido para
impedirle que salga; se cierra la puerta; se atrancan las
ventanas< Y he aquí que, en efecto, el pueblo es invadido<
por los amigos, por los protestantes de las campiñas, que
vienen huyendo a marchas forzadas. Entre ellos se distingue
una hermosísima joven que va armada, entre sus dos hermanos,
llevando el fusil marcialmente. Cuando estuvieron tranquilos
los comerciantes del pueblo, todos se fijaron en aquella mujer,
que fue la heroína del día; la coronaron de laureles y se hizo
una colecta con la que la joven reunió su dote y pudo llevársela
en su bolsillo a las montañas a donde iban a refugiarse.
Nada podía tranquilizar a los protestantes más que una
asociación permanente entre las comunidades, una federación
armada. La hicieron a finales de marzo en una pradera del
Gard, en una especie de isla entre un canal y el río, al abrigo de
toda sorpresa. Se reunieron allí millares de hombres y lo que
fue más extraordinario es que los protestantes vieron a muchos
católicos cobijarse bajo su bandera. Las solemnemente
tranquilas ruinas romanas, que dominan aquel paisaje, traían a
la mente recuerdos mejores; parecían haber sobrevivido para
ver pasar y despreciar estas miserables querellas, para prometer
una edad más grande.
Los dos partidos estaban enfrentados, próximos a llegar a
las manos; Nimes, Toulouse y Montauban miraban a París y
esperaban. Recordad las fechas. El 13 de abril, en la Asamblea,
se saca la mecha para encender el Mediodía; fue esta mecha la
negativa de la Asamblea a declarar el catolicismo religión
dominante. El día 19 protesta el clero; ya el 18 había protestado
a tiros Toulouse. Los patriotas gritan: “¡Viva el rey, viva la ley!”
y los soldados disparan sobre ellos.
El 20, en Nimes, grande y solemne declaración católica,
firmada por tres mil electores, fortificada con la adhesión de mil
quinientas personas distinguidas; declaración que fue enviada a
todas las municipalidades del reino y copiada enseguida por
Montauban, Albi, Alais, Uzès, etc. El documento, inspirado por
los penitentes blancos, estaba escrito por los agentes de
Froment, a cuyas casas iba la multitud a firmar. Equivalía
aquella declaración a un acta de acusación contra la Asamblea
Nacional; a una petición del pueblo para que el poder fuera
devuelto al rey y se entregara a la religión católica el monopolio
del culto.
Al mismo tiempo se trabajaba en todas partes en la
formación de nuevas compañías. La composición de ellas era
curiosa; se veía juntos a agentes eclesiásticos y labriegos,
marqueses y criados, nobles y perdidos. En espera de los fusiles
tenían hoces, guadañas, tridentes, hachas, y secretamente se
fabricaba un arma pérfida y terrible; un tridente cuyos pinchos
estaban dentados, en forma de sierra.
Las municipalidades, creadas por los católicos, cerraban los
ojos ante todo esto, pareciendo muy ocupadas en fortificar a los
fuertes y debilitar aún más a los débiles. En Montauban los
protestantes, seis veces menos numerosos que sus adversarios,
querían acceder al pacto federativo que acababan de hacer los
protestantes de la campiña; la municipalidad no lo permitió.
Intentaron entonces aplacar su odio retirándose de las
funciones públicas a las que habían sido llevados, haciendo
nombrar católicos en sus puestos. Esto fue interpretado como
señal de debilidad. La cruzada religiosa no fue menor en las
iglesias. Los vicarios generales exaltaron al pueblo, mandando
hacer en todas las iglesias las oraciones de las Cuarenta Horas,
para la salvación de la religión en peligro.
La municipalidad de Montauban se desenmascaró al fin
por un hecho que no podía menos que ocasionar la explosión.
Para ejecutar el decreto de la Asamblea, que ordenaba hacer
inventario en las comunidades religiosas, fijó justamente la
fecha del 10 de mayo, el día de las Rogativas. Fue también en
una fiesta religiosa de primavera cuando se hicieron las
Vísperas Sicilianas. La estación misma ayudaba a la exaltación.
Esta fiesta de las Rogativas es el momento en que toda la
población, llena de emociones apasionadas del culto y de la
estación, siente la embriaguez de la primavera, tan poderosa en
el Mediodía. Retardada muchas veces por las nieves de los
Pirineos, estalla con más fuerza. Todo sale a la vez, todo se
lanza, el hombre de su hogar, la hierba de la tierra; toda criatura
bendice; es una especie de golpe de Estado de Dios, un motín
de la Naturaleza.
Y las mujeres que van por las calles repitiendo sus cánticos
gemidores: Te rogamus, audi nos (te rogamos, óyenos<), se sabía
perfectamente que empujarían a sus maridos al combate,
persuadiéndoles de que se dejaran matar antes que permitir
entrar a los magistrados en el convento.
Se ponen estos en marcha, y como habían previsto, son
detenidos por masas impenetrables del pueblo, por las mujeres
agrupadas, acostadas delante de las puertas sagradas. Sería
preciso pasar sobre ellas. Los magistrados se retiran y entonces
la multitud se torna agresiva y amenaza con quemar la casa del
comandante militar, católico, pero patriota. De allí se dirige
alborotada al Ayuntamiento a forzar el arsenal. Si lo
consiguiera, en el estado de furor en que se encuentra, es
evidente que allí comenzaría el asesinato de los protestantes y
los patriotas.
La municipalidad podía requerir al regimiento de
Languedoc, pero se abstiene. Los guardias nacionales vienen
espontáneamente a ocupar el cuerpo de guardia que defiende al
municipio. Pronto la multitud los ataca y, en lugar de
socorrerlos, se ayuda al populacho, se le apoya con los
empleados de las gabelas, especie de guardas de consumos, que
estaban armados. Se redobla el ataque contra el débil edificio en
que los guardias nacionales se defendían y se dispara contra
ellos quinientos o seiscientos tiros. Los desventurados,
acribillados a balazos, teniendo ya muchos muertos y muchos
heridos, careciendo de municiones, piden la vida, presentan un
pañuelo blanco; pero no por eso deja de dispararse. Hasta que
no se echó abajo el muro que los defendía, no se hizo caso de la
bandera de parlamento. Entonces se decide la culpable
municipalidad, in extremis, a hacer lo que debía, a requerir al
regimiento de Languedoc, que desde hacía unas cuantas horas
estaba deseando marchar.
Una gran clama había hecho decir misas durante la
matanza.
Los guardias que no habían muerto podían salir. Pero la
rabia del pueblo no está satisfecha. Se les arranca la ropa a
pedazos, el uniforme nacional; se les arranca la escarapela, que
es pateada furiosamente. Con la cabeza al aire, en camisa, con
un cirio en la mano, dejando a todo lo largo de la calle el suelo
manchado de sangre, son llevados a la catedral, donde se les
pone de rodillas a la fuerza, para que hagan penitencia y sirvan
de ejemplo y enseñanza< Delante marchaba el alcalde llevando
una bandera blanca. Por menos que esto había hecho Francia el
6 de octubre. Por un ultraje menor que este a la escarapela
tricolor había derrumbado una monarquía.
Pasado el hecho es cuando se vio la sensibilidad terrible
que tal acción iba a generar, conociendo la solidaridad
profunda que del Norte al Mediodía ligaba entonces a todo el
pueblo. Si no hubiera habido nadie en el Mediodía para vengar
la afrenta, todo el Centro, todo el Norte se habría puesto en
marcha. El ultraje se sentía hasta en las más pequeñas aldeas.
Tengo delante, en el momento que escribo, las proclamas
amenazadoras de las poblaciones del Marne y del Sena y Marne
sobre estas indignidades del Mediodía196.
El Norte podía estar tranquilo. Bastaba el Mediodía.
Burdeos, la primera ciudad, se lanza. Toulouse, con la que
contaban los asesinos de Montauban, se vuelve contra ellos y
pide su castigo. Burdeos avanza contra Montauban y,
engrosado el pequeño ejército a su paso por todas las
comunidades, tiene que disolverse por no poder alimentar a
tantos soldados. Los asesinos de Montauban avisan que
pondrán al frente, en la vanguardia, a los prisioneros para que
reciban los primeros disparos< El ataque se detiene; el
regimiento de Languedoc fraterniza con Burdeos.
Se envía desde París un comisario del rey, oficial de
Lafayette, hombre afable más que moderado, que tranquiliza a
los de Burdeos, se declara bien pronto contra su propio partido,
anuncia que se hará un castigo ejemplar y cuando los de
Burdeos regresan a su ciudad echa tierra al asunto. No se hace
ninguna información sobre la sangre vertida; los muertos
quedan muertos, los heridos se quedan con sus heridas y los
prisioneros permanecen en prisión; el comisario del rey no
encuentra otro medio de ponerlos en libertad que la soliciten
aquellos mismos que los habían aprisionado.
Al mismo tiempo en Nimes los voluntarios católicos
llevaban osadamente la escarapela blanca, gritando: “¡Abajo la
nación!”. Los soldados y los Suboficiales del regimiento de
Guienne se indignaron. Un regimiento solo entre tan gran masa
de pueblo, no teniendo a su lado más que a la población
protestante, toda ella industrial y poco belicosa, corría
gravísimo peligro. Notad que tenía contra él a sus propios
oficiales, declarados amigos de la escarapela blanca, y contra él
a la municipalidad, que se negó a proclamar la ley marcial. Mas
como les buscaban querellas, los solados se batieron. Hubo
muchos heridos; un granadero fue muerto por el hermano
mismo de Froment.
Los soldados fueron encerrados en su cuartel y en cambio
el asesino quedó libre. La contrarrevolución triunfó en Nimes,
como en Montauban.
En esta última ciudad los vencedores no se enmendaron.
Tuvieron la audacia de hacer una colecta entre las familias de
las víctimas y aun en la cárcel donde estaban los prisioneros
todavía< ¡Horror! ¡No se les quería dejar salir sino pagando a
sus asesinos!
1790

Indecisión religiosa de la Revolución. —Violencia de los obispos. —La


Revolución cree poder coriciliarse con el Cristianismo. —Los últimos
cristianos —Estos empujan a la Asamblea a la reforma del clero. —
Resistencia del clero (mayo y junio). —Levantamiento de Nimes
sofocado (13 de junio). —La Revolución victoriosa en Nimes, Avignon
y en todo el Mediodía. —En todas partes el soldado fraterniza con el
pueblo (abril y junio).

¿Qué hacía durante este tiempo en París la Asamblea Nacional?


Seguía al clero a la procesión del Corpus.
Su dulzura, más que cristiana en todo esto, es un
espectáculo sorprendente. Se contentó con una pregunta que
hicieron al rey los ministros. El rey prohibió la escarapela
blanca y censuró a los firmantes de la declaración de N imes, y
estos se quitaron la escarapela y se pusieron la borla roja de los
antiguos ligueses, y osadamente protestaron diciendo que
persistían en defender al rey contra las órdenes del rey.
Lo que ocurría estaba bastante claro: el partido del clero
sabía bien lo que quería y la Asamblea no sabe lo que quiere.
Realizaba entonces una obra débil y falsa: la Constitución civil
del clero.
Nada fue más funesto para la Revolución que desconocerse
a sí misma desde el punto de vista religioso; que ignorar que
llevaba en sí misma una religión.
La Revolución no se conocía, no veía que era el cristianismo
mismo; no sabía si debía adelantar o retroceder.
En su fácil confianza e ingenuidad acogió con placer las
simpatías que le testimoniaba la masa del clero inferior. Creyó
que iba a realizar las promesas del Evangelio, que estaba
llamada a reformar y renovar el cristianismo y no a
reemplazarlo. Lo cree y marcha en este sentido; al segundo
paso tropieza con los curas que se han vuelto curas otra vez,
enemigos de la Revolución. La Iglesia se le aparece entonces tal
como era efectivamente: el obstáculo, el principal obstáculo,
mucho mayor que la realeza.
La Revolución había hecho dos cosas por el clero: dio la
existencia, el pan a los curas y la libertad a los religiosos. Y
precisamente esto sirvió al episcopado de arma contra la
Asamblea, señalando al odio y al desprecio del pueblo a todo
sacerdote amigo de la Revolución, como sobornado, comprado,
corrompido por el interés temporal.
Hecho extraño; para defender sus monstruosas fortunas,
sus millones, sus palacios, sus queridas, impusieron los
prelados a los sacerdotes la ley del martirio. Uno que quería
guardar ochocientas mil libras de renta, obligó al cura de la
aldea a rechazar los mil doscientos francos de sueldo que le
llegaban de la Asamblea.
El bajo clero se encontró así, de pronto, y por una cuestión
de dinero, en el trance de elegir. Los obispos no le dieron ni un
momento para reflexionar, declarándole que si estaba con lo
natural, con el derecho, estaba contra la Iglesia; es decir, fuera
de la unidad católica, fuera de la comunión de los obispos y de
la Santa Sede; un miembro podrido, amputado, renegado,
apóstata.
¿Qué iban a hacer aquellos pobres curas? Salir del sistema
antiguo donde habían vivido tantos siglos, declararse rebeldes a
la imponente autoridad que habían respetado siempre,
abandonar el mundo conocido, y para pasar ¿a qué otro? ¿A
qué sistema nuevo?< Les falta una idea y la fe en esta idea para
poder abandonar la orilla y embarcarse en el porvenir.
Un cura verdaderamente patriota, el de Saint-Étienne du
Mont, parroquia de París, que el 14 de julio marchaba con la
bandera del pueblo a la cabeza de su distrito, quedó aterrado,
enloquecido de la cruel alternativa en que le colocaban los
obispos. Durante cuarenta días permaneció de rodillas ante el
altar con un cilicio.
Hubiera podido quedarse allí toda la vida y no hubiera
encontrado respuesta a la insoluble cuestión que se había
planteado.
Las ideas de la Revolución eran las del siglo XVIII, las de
Voltaire y Rousseau. Nadie, en los veinte años que transcurren
entre la gran época de los dos maestros y la Revolución, entre el
pensamiento y la acción, nadie, digo, ha continuado seriamente
esta obra.
La Revolución encuentra el pensamiento humano donde lo
dejaron ellos; encuentra el ardiente humanitarismo en Voltaire,
la fratemidad en Rousseau, dos bases firmes, religiosas pero
aisladas, débilmente formuladas.
El último testamento del siglo está en dos páginas de
Rousseau, de tendencias muy diversas.
En la una, en el Contrato social, establece y prueba que el
cristiano no es, no puede ser ciudadano.
En la otra, en Emilio, cede a su entusiasmo por el Evangelio,
por Jesús, llegando a decir: “Su muerte es la de un Dios”.
Esta explosión de sentimiento y de ternura fue anotada y
consignada como un dato precioso, como un desmentido
solenme que se daba a la filosofía del siglo XVIII. De esto nació
un error que todavía existe.
Todo el mundo se dio a leer el Evangelio y en este libro de
resignación, de sumisión, de obediencia a los poderosos, todos
leen lo mismo que sus corazones sentían: la libertad, la
igualdad. En efecto, están en todas partes; sólo que es necesario
entender: la igualdad en la obediencia, como la habían hecho
los romanos para todas las naciones; la libertad interior,
inactiva, encerrada toda en el alma, como pudiera concebirse
cuando, habiendo cesado todas las resistencias nacionales, el
mundo viera abrirse ante él el imperio eterno.
Cierto. Nada más extraño que buscar en esta leyenda de
resignación el código de una época en que el hombre reclama
su derecho.
El cristiano es este hombre resignado del antiguo imperio,
que no tiene ninguna esperanza en su acción personal, sino que
se cree salvado únicamente, exclusivamente por Cristo. Hay
pocos cristianos. En la Asamblea Nacional no había más de
cuatro. En aquella época el cristianismo había muerto como
sistema. Algunos amigos de la libertad que se habían sentido
conmovidos por el Evangelio, se engañaban creyéndose
cristianos. En cuanto a la vida popular, el cristianismo no
conservaba más que la parte anticristiana, es decir, lo que había
tomado o copiado del paganismo, la idolatría de la Virgen, de
los santos, la material y sensual devoción del Sagrado Corazón.
El verdadero principio cristiano (que el hombre se salva
por la gracia de Cristo), condenado solemnemente por el papa a
fines del reinado de Luis XIV, se ha ido amortiguando,
muriendo sin algaradas ni luchas, disminuyendo poco a poco el
número de sus defensores, ocultándose, resignándose. Y en esto
prueba el partido jansenista, tanto como por su doctrina, que es
verdaderamente cristiano. Aun teniendo hombres de un vigor
extraordinario se oculta, se entrega, deseando sólo que la
voluntad del Padre se cumpla sobre la tierra.
Yo, que busco mi fe lejos y que miro siempre a Oriente, no
puedo ver sin emoción profunda a estos hombres de otra edad,
a estos jansenistas que sufren, mueren y se extinguen en
silencio. Olvidados por todos, excepto por la autoridad pagano-
cristiana que los persigue fieramente, en medio de la
indiferencia pública, mueren sin defenderse197. He tenido
ocasión de probarlos. Un día en que yo me proponía en mi
cátedra dar a conocer a los grandes hombres del jansenismo y
descargar mi corazón diciendo que entonces como ahora era el
paganismo quien perseguía al cristianismo, me suplicaron que
no dijese nada, que no me acordara de ellos (perdónenme que
haya violado su secreto): “No, señor —me decían—, esta es una
de las situaciones en que es preciso saber morir en silencio”. Y
como yo insistiera con simpatía, me confesaron ingenuamente
que, según su opinión, no les quedaba mucho tiempo que
sufrir, porque el gran día, el último día que juzgará a los
hombres y las doctrinas, no podía tardar; el día hermoso en que
el mundo debía comenzar a vivir, cesando de morir< El que
me decía estas cosas extrañas era un hombre joven, austero,
pálido, envejecido antes de tiempo, que no me quiso decir su
nombre y al que no he vuelto a ver. El recuerdo de esta
aparición queda en mí como un noble adiós del pasado. Creo
escuchar las últimas palabras de la Desposada de Corinto:
“Iremos a la tumba a reunirnos con nuestros antiguos dioses”.
En la Asamblea constituyente había tres de estos hombres.
Ninguno de ellos tenía genio, ni era orador, y sin embargo
ejercieron una gran influencia, demasiado grande, ciertamente.
Heroicos, desinteresados, sinceros, excelentes ciudadanos,
contribuyeron más que nadie a detener la Revolución, a
lanzarla por viejos caminos imposibles; tanto como la hicieron
reformadora le impidieron que fuese fundadora, que innovara
y creara.
¿Qué era necesario en 1790? Era necesario confiar y esperar
menos; hacer un llamamiento a todas las fuerzas vivas del
espíritu humano.
Estas fuerzas son eternas. En ellas se engendra siempre la
vida religiosa y la vida filosófica. No hay época desesperada. La
pira de los siglos modernos, la de la guerra de los Treinta Años,
produjo a Descartes, el renovador del pensamiento europeo.
Era preciso llamar a la vida, no organizar la muerte.
Los tres hombres que impulsaron a la Asamblea a cometer
aquella gran falta se llamaban Camus, Grégoire y Lanjuinais.
Tres hombres, tres cabezas de hierro. Díganlo los que vieron a
Camus poniendo la mano sobre Dumouriez en medio de su
ejército, los que vieron el 31 de mayo a Lanjuinais arrojado de la
tribuna volver a ella entre los puñales y las pistolas. Ya es
sabido que pocos hombres fueron valientes al lado de estos dos
valientes.
En cuanto al obispo Grégoire, todos saben que quedó en la
Convención, durante todo el Terror, solo en su banco, siempre
con su hábito morado, sin que nadie se atreviera a sentarse
cerca de él; Grégoire ha dejado fama de tener el carácter más
firme que nunca se ha conocido.
Estos hombres intrépidos y puros fueron la tentación
suprema de la Revolución, haciéndole cometer el grave error de
organizar la Iglesia cristiana sin creer en el cristianismo.
Bajo su influencia y la de los legistas que los seguían
inconscientemente, la Asamblea, en su mayoría incrédula y
voltairiana, se figuró que podía tocar la forma sin cambiar el
fondo. Dio el raro espectáculo de un Voltaire reformando la
Iglesia, pretendiendo reducirla al rigor apostólico.
Aparte de este defecto de origen, la reforma era razonable;
se podía decir que era una carta de libertad y ennoblecimiento
para la Iglesia y para el clero.
La Asamblea quiere que el clero sea el elegido del pueblo,
esto es, que se libre del Concordato, del pacto bochornoso en
que dos ladrones, el rey y el papa, se habían repartido la Iglesia,
habían echado sus vestiduras a suertes; se libraba también al
clero, fijándole un presupuesto regular, de la odiosa necesidad
de exigir los diezmos y primicias, viviendo a costa del pueblo;
se le libraba además de los llamados abates de la corte que
desde las alcobas y los tocadores saltaban al episcopado; se le
libraba, finalmente, de todos los golosos, los ventrudos, los
curitas predilectos de las canonesas. Se mejoraba la división de
las diócesis quedando próximamente de la misma extensión y
más numerosas, puesto que se hacían ochenta y tres obispados,
tantos como departamentos. El presupuesto fijado en setenta y
siete millones, era suficiente para que el clero estuviera mejor
retribuido con esta suma que con sus trescientos millones de
otras veces que tan poco le aprovechaban.
La discusión no fue ni fuerte ni proftmda. Hubo una frase
atrevida y fue dicha por el jansenista Camus, traspasando
seguramente el alcance de su pensamiento: “Somos una
convención nacional —dijo—; tenemos seguramente el poder de
cambiar la religión, pero no lo haremos<”. Después, como si se
asustase de su audacia, agregó: “No podríamos abandonarla sin
cometer un crimen” (1 de junio de 1790). Legistas y teólogos no
invocaban más que los textos, los viejos libros; a cada cita
contestada iban a buscar sus libros; se preocupaban de probar,
no que su opinión era buena, sino que era vieja. “Así hicieron
los primeros cristianos”. Triste argumento: era demasiado
dudoso que una cosa propia de tiempos de Tiberio lo fuese mil
ochocientos años después, en la época de Luis XVI.
Faltaba examinar con tergiversaciones si el derecho estaba
en lo alto o abajo; en el rey y en el papa o en el pueblo.
¿Qué produciría la elección del pueblo? No se sabía
indudablemente. Pero se sabía muy bien que había un clero
partidario del rey, del papa y de los señores198. ¡Qué gesto
habrían hecho los prelados que gritaban tan alto si hubieran
tenido que mostrar de qué óleo santo y por qué mano habían
sido consagrados! Lo más seguro para ellos era no remover esta
cuestión de origen. Lo que ellos más temían era una cuestión, la
más externa, la más extraña al orden espiritual: la división de
las diócesis. Había que probarles que esta división,
completamente imperial, romana en su origen y hecha por el
gobierno, podía ser modificada por otro gobierno. Ellos no
querían oir nada de esto y se obstinaban< Esta división era la
cosa santa y sacrosanta; ningún dogma de fe cristiana ocupaba
lugar más preferente en su corazón. Si no se convocaba un
concilio, si no se daba cuenta al papa, todo estaba perdido. Se
iba al cisma y del cisma a la herejía y de la herejía al sacrilegio,
al ateísmo< etc.
Estas nimiedades que en París hacían encogerse de
hombros, alcanzaban el efecto deseado en el Oeste y en el
Mediodía. Corrían impresas en numerosísimos ejemplares, con
la famosa protesta en favor de los bienes del clero, que en dos
meses llegó a la trigésima edición. Repetida por la mañana en el
púlpito, comentada por la tarde en el confesionario, adomada
con glosas homicidas, su texto de odio y de discordia iba
exasperando a las mujeres, reanjmando los furores religiosos,
afilando los puñales, aguzando las horcas y las hachas.
El 29 y el 31 de mayo, el arzobispo de Aix y el obispo de
Clermont, uno de los principales agitadores y hombre de
confianza del rey, notificaron a la Asamblea el ultimátum
eclesiástico: que no pudiera hacerse ningún cambio en la
convocatoria de un concilio. En los primeros días de junio
corría la sangre en Nimes. Froment había armado a sus más
seguras compañías y gastando mucho dinero había uniformado
a la mayor parte de estos hombres con los colores del conde de
Artois. Estos fueron los primeros verdetes del Mediodía.
Froment, apoyado por un ayudante de campo del príncipe de
Condé, sostenido por muchos oficiales municipales, había al fin
obtenido la promesa del comandante de la provincia de abrir el
arsenal y dar fusiles a todas las compañías católicas. Último
acto decisivo que la municipalidad y el comandante
emprendieron contra la Revolución.
“Esperemos todavía un momento, decía la municipalidad.
Las elecciones del departamento comienzan el 4 en Nimes;
vayamos despacio hasta la votación, hagamos que nos den los
puestos”.
“Actuemos, decía Froment; los electores votarán mejor al
ruido de los tiros”. Los protestantes se organizaban. Se oían
muy bien desde Nimes a París y desde Nimes a Cévennes.
¿Estaba Nimes bien asegurada por el clero como para
escucharle? La ciudad iba a sentir en su industria un beneficio
dado por la Revolución: la supresión de los derechos sobre la
sal, el hierro, los aceites, los jabones, etc. Y la campiña católica,
muy católica antes de la siega, ¿lo sería igualmente después
cuando el clero hubiese exigido el diezmo?
Había pendiente un proceso contra los asesinos de mayo,
contra el hermano de Froment, y avanzaba lentamente, sí, pero
avanzaba.
Una última circunstancia, y decisiva, obligó a Froment a
actuar: la revolución de Avignon, que se había realizado el 11 y
el 12, y que iba a desmoralizar a su partido, a hacer que cayeran
de sus manos las armas. Antes de que la noticia fuese
divulgada, el 13 por la tarde, se atacó en día favorable, un
domingo, octava del Corpus, estando ebria una gran parte del
pueblo y dispuesta a todo.
Froment y los historiadores de sus ideas, del partido
finalmente vencido, aseguran una cosa increíble: que los
protestantes comenzaron y perturbaron las elecciones, en las
que estaba toda su esperanza. Sostienen que fue este número
tan pequeño el que intentó vencer al grande (seis mil hombres
contra más de veinte mil, sin hablar de los suburbios).
¿Este exiguo número resultaba bien aguerrido y terrible?
Era una población extraña, desde hacía un siglo, a toda
costumbre militar. Comerciantes que temían excesivamente el
saqueo y el pillaje; obreros mezquinos, físicamente muy
inferiores a los mozos de cordel y braceros, viñadores y
jornaleros que Froment había armado. Los dragones de la
guardia nacional, protestantes en su mayoría, comerciantes e
hijos de comerciantes, no eran gente para luchar contra
hombres rudos y fuertes que bebían a jarras en las tabernas el
vino pagado por el clero.
Donde los protestantes eran mayoría, los dos cultos
ofrecieron el espectáculo de la fraternidad más conmovedora.
En San Hipólito, por ejemplo, el 5 de junio los protestantes
habían querido montar guardia con los demás en la procesión
del Corpus.
El día de la explosión en Nimes, los patriotas, unos mil
quinientos por lo menos y los más activos, estaban reunidos en
el club sin armas y deliberando; las tribunas llenas de mujeres.
El pánico fue horrible con los primeros disparos (13 de junio de
1790).
Ocho días antes, en la apertura de las elecciones, se había
empezado por insultar y atemorizar a los electores. Pidieron
estos un destacamento de dragones, algunas patrullas para
disipar la multitud que los amenazaba. Pero esta multitud
amenazó bien pronto a las patrullas mismas; la rnrmicipalidad,
complaciente, retuvo entonces las patrullas en su puesto. El 13
por la noche, los hombres de las borlas rojas van a decir a los
dragones que si no se marchan son hombres muertos. Se
quedan y reciben muchos balazos. El regimiento de Guíerme
arde en deseos de ir a su socorro, pero los oficiales le cierran las
puertas y lo recluyen dentro del cuartel.
Ante esta lucha desigual, ante las elecciones tan
criminalmente turbadas, la municipalidad tenía un deber
sagrado: enarbolar la bandera roja y requerir a las tropas< Pero
puede decirse que no hay municipalidad. En aquella ciudad
hospitalaria la Asamblea electoral del departamento se
encuentra abandonada en medio de las descargas de fusilería.
Entre los asalariados de Froment se encontraban los criados de
muchos de los oficiales municipales, confundidos con los del
clero. No recibiendo la tropa ni la guardia nacional ningún
aviso, Froment era el dueño del terreno. Por poco tiempo que
hubiera aguantado, habría dado lugar a que llegara de
Sommières, que no estaba más que a cuatro leguas de distancia,
un regimiento de caballería, cuyo coronel, muy entusiasta,
había ofrecido su concurso y el de su tropa y su bolsa. Entonces
los sucesos habrían tomado el carácter de una verdadera
revolución y el comandante de la provincia habría seguido las
órdenes que tenía del conde de Artois marchando sobre Nimes.
Ocurrió un hecho inesperado y fue que Nimes falló. De las
dieciocho compañías católicas formadas por Froment, cuyas
gentes comenzaban ya a forzar las casas de los protestantes, tres
solamente le siguieron. Las quince restantes se negaron a
secundarle. Gran lección que hizo ver al clero cuánto se había
engañado sobre el estado real de los espíritus. Los viejos odios
fanáticos hábilmente reavivados por los celos sociales, no
fueron bastante consistentes cuando llegó el momento de
derramar sangre.
Aquella grande y poderosa ciudad de Nimes, a la que se
había creído poder sublevar fácilmente, permaneció firme,
como sus indestructibles monumentos, como sus nobles y
eternales Arenas.
Un número infinitamente pequeño de los dos partidos
combatió solamente. Los clericales se mostraron muy valientes,
pero furiosos, ciegos. Por dos veces se obligó a los municipales,
encontrados al fin, a ir hacia ellos con la bandera roja, y dos
veces los clericales los arrollaron, con bandera y todo.
Disparaban sobre los magistrados y sobre los comisarios del
rey, y al día siguiente dispararon sobre el procurador del rey y
el juez, que recogían los muertos. Estos crímenes reclamaban la
más pronta y severa represión, y sin embargo la municipalidad
no pidió a la tropa más que un servicio de patrullas.
Si Froment hubiera tenido más práctica, habría, sin duda
alguna, ocupado el gran punto estratégico de las Arenas,
fácilmente defendible. Pero sólo se le ocurrió dejar allí algunos
hombres, así como en el convento de los Capuchinos. Él mismo
entró en el fuerte que se había preparado en la torre del antiguo
castillo, y allí refugiado, creyéndose en seguridad, escribió a
Sommières a Montpellier pidiendo socorro. Envió emisarios a
las ciudades católicas, donde hizo tocar a rebato.
Los católicos acudieron muy lentamente o permanecieron
en sus casas; pero los protestantes, al saber la noticia del peligro
en que se encontraban los electores, se organizaron
rápidamente y marcharon durante toda la noche. Aquella
mañana, de cuatro a seis de la madrugada, un ejército de
voluntarios, con la escarapela tricolor, entró en Nimes gritando:
“¡Viva la nación!”.
Entonces los electores obraron. Rápidamente se formó un
comité militar dirigido por un capitán de artillería y acordaron
ir al arsenal a buscar cañones. El arsenal tenía dos entradas; por
la calle y por la galería del cuartel del regimiento de Guienne.
Los malvados oficiales les dijeron: “Pasad por la calle”. Allí
fueron acribillados a tiros. Volvieron al cuartel y entonces los
oficiales, viendo que sus soldados iban a volverse contra ellos,
entregaron los cañones. La torre donde Froment se había
refugiado fue batida y entonces aquel hombre audaz, hasta el
último momento, envió una curiosa misiva en la que ofrecía<
“olvidar”. Todos pidieron, al ver esto, la muerte de los sitiados.
Se les quiso salvar, pero ellos mismos se perdieron disparando
cuando estaban parlamentando. Después del asalto fueron
perseguidos y asesinados, despedazados.
Durante dos y tres días fueron buscados y castigados, o al
menos con este pretexto se saciaron muchos antiguos odios. El
convento de los Capuchinos, almacén de folletos y centro de la
conjura, fue asaltado y murieron cuantos en él estaban. Lo
mismo ocurrió con una taberna célebre, cuartel general de los
clericales; allí fueron encontrados ocultos dos magistrados
municipales. Durante todo este tiempo los dos partidos se
fusilaban en medio de las calles o desde las ventanas. Los
salvajes católicos de Cévennes no perdonaban a nadie; hubo
trescientos muertos en tres días. En cambio ninguna iglesia fue
saqueada, ni insultada ninguna mujer, permaneciendo los
austeros y luchadores protestantes en su furor mismo. No se les
hubiera ocurrido nunca, como a los clericales de 1815, matar las
jóvenes con un bastón adornado con flores de lis.
Hubiera sido curioso, y lo fue, que este cruel suceso de
Nimes, pérfidamente arreglado por la contrarrevolución,
sirviera en defensa suya. El jabalí cazando al cazador.
En el momento de la acción les faltó todo a los clericales.
Contaban con Montpellier. El comandante no se atrevió a
ir. Fue, en cambio, la guardia nacional, brava y patriota, base
futura de la legión de la victoria, la 32§ media brigada.
Contaban con Arles. En efecto, Arles ofreció socorros, pero
fue para destrozar al partido de la contrarrevolución.
En Pont-Saint-Esprit fueron detenidos los enviados de
Froment.
Llamad, llamad a los católicos del Ródano. Intentad hacer
creer que con todo esto vuestra religión está en peligro. Todos
saben que se trata de la patria.
Todo el Ródano católico se declara contra vosotros y se
torna más revolucionario que los protestantes. Vuestra sede del
Ródano, la Roma chiquita del papa, Avignon, estalla contra
vosotros.
¡Avignon! ¿Cómo hubiera podido jamás olvidar Francia
este diamante de su diadema?< ¡Oh, Vaucluse! ¡Oh, puro,
eterno recuerdo de Petrarca, noble asilo del gran italiano que
murió de amor por Francia, símbolo adorado del futuro enlace
de dos regiones, ¿cómo habíais caído en las abotargadas manos
del papa?< Por dinero, por la absolución de un asesinato, una
mujer vendió Avignon y Vaucluse (1348).
Avignon, sin pedir consejo ni permiso, había constituido,
como toda Francia, una milicia nacional y una municipalidad.
El 10 de junio, cuantos nobles y amigos del papa había allí
dueños del municipio y de cuatro cañones, gritaban: “¡Viva la
aristocracia!”. Hubo treinta personas entre muertos y heridos.
Entonces el pueblo, iracundo, se lanzó seriamente al combate,
muriendo muchos de ellos y dejando veintidós prisioneros.
Todas las municipalidades inmediatas, Orange, Bagnols, Pont-
Saint-Esprit, acudieron a socorrer Avignon y a liberar a los
prisioneros. Los arrancaron de manos de los vencedores y se
encargaron de guardarlos.
El 11 de junio fueron quemadas las armas de Roma y
puestos en su lugar los escudos de Francia. Avignon fue a la
barra de la Asamblea Nacional y allí se entregó a su verdadera
patria, pronunciando esta gran frase, testamento del genio
romano: “Franceses, reinad sobre el universo”.
Estudiemos mejor las causas. Completemos y expliquemos
más este rápido drama.
Para hacer una guerra religiosa es preciso ser religioso. El
clero no era lo bastante creyente para fanatizar al pueblo.
No era tampoco muy político. Aquel año mismo de 1790,
en que tanta necesidad había del pueblo, soldado aquí y allá y
en todas partes, el clero le pide todavía que pague el diezmo
abolido por la Asamblea. En muchos lugares, especialmente en
el Norte, hubo sublevaciones contra el clero por este malhadado
diezmo, que era odioso al pueblo y que no podía pagar además.
Aquel clero aristocrático, sin inteligencia, sin fuerzas
morales, creyó que bastaba a su propósito con un poco de
dinero, con algún vino y con la violencia del clima. Hubiera
debido comprender que para rehacer el fanatismo necesitaba
tiempo, paciencia, oscuridad, un país menos vigilado y alejado
de los caminos y de las grandes ciudades. Podían, en buen hora,
trabajar lentamente en el Bocage vendeano; pero obrar en plena
luz, bajo el hermoso sol del Mediodía, bajo la mirada inquieta
de los protestantes, en la vecindad de grandes centros como
Burdeos, Marsella, Montpellier, que viéndolo todo podían al
menor alboroto ir, marchar sobre la hoguera apenas
encendida< esto no era un juego de niños.
Froment hizo cuanto pudo. Demostró mucha audacia y
decisión, pero fue abandonado199.
Lanzó el grito de sedición en el verdadero momento,
viendo que el asunto de Avignon iba a estropear el de Nimes,
creyendo, como buen valiente, que los dudosos y los tímidos
que hasta entonces no se atrevían a declararse francamente por
él tomarían su partido cuando le vieran comprometido,
creyendo que no podrían contemplar con sangre fría su
vencimiento y su muerte.
La municipalidad, compuesta toda por la burguesía
católica, fue prudente; no se atrevió a requerir al comandante
de la provincia. La nobleza fue prudente. El comandante y los
oficiales en general no quisieron hacer nada sin previo y legal
llamamiento del municipio.
No es que les faltase valor a los oficiales; era que no estaban
seguros de sus soldados. Para dar una orden a la que acaso se
hubiese respondido a tiros, para hacer este peligroso
experimento, era preciso el previo sacrificio de la vida<
¿Sacrificarla?< ¿Por qué idea? ¿Por qué fe?< La mayoría de la
nobleza, realista y aristócrata, era a la vez filósofa y volteriana;
es decir, estaba con medio lado conquistada por las nuevas
ideas.
La Revolución, cada vez más armónica y concordante,
aparecía por momentos como lo que era: una religión. Y la
contrarrevolución, disidente, discordante, aferrada en vano a la
vieja fe, no es una religión.
Ninguna unión, ningún principio fijo. Su resistencia es
vaga en muchos sentidos a la vez. Va como un borracho hacia la
derecha y hacia la izquierda. El rey es partidario del clero y se
niega a recibir y apoyar la protesta del clero. El clero paga y
arma al pueblo y le pide el diezmo. La nobleza y los oficiales
esperan la orden de la junta de Turín y al mismo tiempo las de
las autoridades revolucionarias.
Algo falta a todos para hacer su acción sencilla y fuerte;
algo que precisamente abunda en el otro partido: la fe.
El otro partido es Francia; tiene fe en la nueva ley, en la
autoridad legítima, en la Asamblea, verdadera voz de la nación.
En este lado todo es luz. En el otro todo es equívoco,
incertidumbre y tinieblas.
¿Cómo dudar? Unidos todos, el soldado y el ciudadano,
bajo su bandera, marchan con paso firme. De abril a junio casi
todos los regimientos fraternizan con el pueblo. En Córcega, en
Caen, en Brest, en Montpellier, en Valence, como en
Montauban, como en Nimes, el soldado se declara por el pueblo
y por la ley. A los pocos oficiales que se resisten se les mata y se
les encuentran las pruebas de su inteligencia con la emigración.
Las ciudades del Mediodía no se duermen; Briançon,
Montpellier, Valence y al fin la gran Marsella, quieren
guardarse y defenderse ellas mismas; se apoderan de sus
ciudadelas y las llenan con sus ciudadanos. ¡Vengan ahora, si
quieren, el emigrado y el extranjero!
¡Una Francia, una fe, un juramentol< Ni un hombre
dudoso. Quien lo sea que abandone la tierra de la legalidad,
que pase el Rin, que pase los Alpes.
El rey mismo comprende bien que su mejor espada,
Bouillé, concluiría por encontrarse solo si no jura como los
demás. El enemigo de las federaciones, que separaba al ejército
del pueblo, se ve obligado a ceder. Pueblo y soldados, unidos
de corazón, asisten a este gran espectáculo. El inflexible va a
ceder. El rey lo manda y Bouillé obedece. Avanza entre ellos
triste y sombrío, y sobre su espada realista jura fidelidad a la
Revolución.
1789 - 1790

La ley era respetada en todas partes por acción espontánea —


Oscuridad y desorden del antiguo regimen.—El nuevo orden se crea a
sí niisrno. —Los nuevos poderes nacen del movimiento de la libertad
conquistada y de la defensa. —Asociaciones interiores y exteriores due
preparan las municipalidades y los departamentos. —La Asamblea
crea trescientos mil magistrados departamentales, municipales y
judiciales. —Educación del pueblo por las funciones publicas.

He contado detallada y largamente las resistencias del viejo


principio, Parlamentos, nobleza y clero, y voy en pocas palabras
a inaugurar el nuevo principio, a exponer brevemente el hecho
inmenso donde estas resistencias vinieron a perderse y
anularse. Este hecho, admirablemente sencillo en una variedad
infinita, es la organización espontánea de Francia.
Aquí está la historia, lo real, lo positivo, lo durable. Lo
demás es una nonada.
Y sin embargo, ha sido preciso contar largamente esta
nonada. El mal, precisamente porque es una excepción, una
irregularidad, exige, para ser comprendido, un minucioso
detalle. El bien, al contrario, lo natural, nos es casi conocido de
antemano por su conformidad con las leyes de nuestra
naturaleza, por la imagen eterna del bien que llevamos dentro
de nosotros.
Las fuentes de donde sacamos la historia han conservado
precisamente lo menos digno de ser conservado, el elemento
negativo, accidental, la anécdota individual, tal o cual intriga
pequeña, tal acto de violencia.
Los grandes hechos nacionales de esta época, donde
Francia ha reaccionado en conjunto, se han realizado por
fuerzas inmensas, invencibles, y por esto mismo de ningún
modo violentas; han atraído poco las miradas y han pasado
inadvertidas.
Cuanto se ha escrito de estos hechos generales, se refiere
únicamente a las leyes que de ellos se derivaron, a las últimas
fórmulas. Pero ¿y los grandes movimientos sociales que los
decidieron, que fueron su origen, su razón, su necesidad?
Apenas una línea los recuerda en la memoria.
El hecho supremo donde todo se engendra se realizó en
aquel milagroso año que va de julio a julio; el resurgimiento
espontáneo de la vida y de la acción, acción que entre tantos
desórdenes particulares defiende el orden nuevo y de antemano
realiza la ley, es el engendrador de la nueva ley. La Asamblea
cree conducir y es ella la que sigue; es el espejo de Francia, su
amanuense; lo que Francia hace la Asamblea lo registra más o
menos exactamente, lo formula y lo escribe bajo su dictado.
Que vengan aquí los escribas a aprender, que salgan un
momento de su antro El Boletín de las Leyes y descubran sus
montañas de papel timbrado. Si Francia no hubiera podido
salvarse más que por su pluma y su papel, Francia hubiera
perecido cien veces.
Momento grave de interés infinito aquel en que la
naturaleza se encuentra a tiempo para no perecer, en que la
vida en presencia del peligro sigue al instinto, su mejor guía, y
encuentra en él su salvación.
Una sociedad envejecida en esta crisis de resurrección nos
hace asistir al origen de las cosas. Los publicistas soñaban con la
renovación de las naciones. ¿Para qué soñar?; hela aquí.
Sí; es la transformación de Francia la que nosotros tenemos
ante los ojos< Dios te proteja ¡oh, arca de Noé; que él te salve y
te sostenga sobre estas olas sin orillas donde te veo temerosa
flotando sobre el mar del porvenirl<
Francia nace y se levanta al estampido del cañón de la
Bastilla. En un día, sin preparativos, sin haberse puesto de
acuerdo de antemano, toda Francia, aldeas y ciudades, se
organizó al mismo tiempo.
En cada lugar ocurre lo mismo: se va al Ayuntamiento, se
toman las llaves y el poder en nombre de la nación. Los
electores (en 1789 todos han sido electores) forman comités
como el de París, de donde salieron luego las municipalidades
regulares.
Los gobiernos de las ciudades, como el del Estado, escapan
con la cabeza baja por la puerta falsa, dejando a la comunidad
que pague las deudas contraídas.
La Bastilla financiera que la oligarquía de los notables
ocultaba a todas las miradas, la caverna administrativa200
aparece a la luz del día. Los informes, instrumentos de aquel
régimen de pillaje, el embrollamiento de los papeles, la sabia
confusión de todos los cálculos, son sacados a la luz pública.
El primer grito de esta libertad que los adversarios llaman
el espíritu del desorden, es al contrario, orden y justicia.
El orden en plena luz. Francia dijo a Dios como Ajax:
“¡Hacedme perecer si queréis, pero a la claridad de los cielos!”.
Lo que había de más tiránico en la vieja tiranía era su
oscuridad. Oscuridad del rey para el pueblo, de los jefes de las
ciudades para la ciudad; oscuridad no menos profunda del
propietario para el labrador. ¿Qué se debía pagar en
consecuencia al Estado, a la comunidad y al señor?< Nadie
podía saberlo. La mayor parte pagaba, y pagaba sin saber
cuando acababa su deuda. La profunda ignorancia en que el
gran educador del pueblo, el clero, lo había mantenido, le
entregaba ciego y sin defensa a la espantosa codicia de los
borroneadores de papel. Cada año era más negro para el pobre
labriego y más caro el papel timbrado. Estos recargos
misteriosos, desconocidos, que era preciso pagar sin pedir
explicaciones, se iban acumulando unos sobre otros en el
corazón del pueblo como un tesoro de venganza, de
indemnizaciones exigibles. Muchos, en 1789, decían que en
cuarenta años habían pagado, con tantos recargos, mucho más
de lo que valían los bienes de los que eran propietarios.
No se cometió en las campiñas ningún atentado contra la
propiedad, sino actos realizados en nombre de la propiedad
misma. El campesino la interpretaba a su manera, pero nunca le
cupo duda sobre la idea misma de este derecho. El trabajador
de los campos sabe bien qué es y lo que cuesta adquirir; la
adquisición por el trabajo que él hace y quiere hacer todos los
días, le inspira el respeto de la propiedad y se la presenta como
una religión.
En nombre de la propiedad, largo tiempo violada y
desconocida por los agentes de los señores, fue realizado aquel
acto de los campesinos, cuando colgaban las insignias de la
tiranía feudal y fiscal, las medidas de las primicias injustamente
agrandadas, las cribas que separaban el grano para el señor, no
dejándoles más que la paja.
Los comités de julio de 1789, origen de las municipalidades
de 1790, fueron para las ciudades sobre todo, la insurrección de
la libertad, y para las aldeas la de la propiedad; hablo de la
propiedad más sencilla, del trabajo del hombre.
Las asociaciones de las aldeas fueron sociedades de
garantía: primero contra el hombre de negocios y segundo
contra el ladrón, dos palabras siempre sínónimas.
Conjura contra los hombres de dinero, colectores,
regidores, procuradores, administradores, contra toda aquella
afrentosa zanganada que por una magia desconocida había
esterilizado la tierra, agobiado las bestias de labor y
enflaquecido al campesino hasta los huesos, hasta el esqueleto.
Confederación también contra aquellas partidas de
ladrones que recorrían Francia, gente sin trabajo y hambrienta,
mendigos convertidos en ladrones, que durante la noche
cortaban los trigos, aunque estuviesen verdes, matando toda
esperanza. Si los pueblos no hubiesen tomado las armas, habría
sobrevenido un hambre terrible, un año como el año mil y como
otros muchos de la Edad Media. Aquellas partidas
trashumantes, insaciables, esperadas en todas partes y que el
terror hacía creer presentes en todos lugares, helaban de
espanto a nuestras poblaciones, menos militares que hoy. Todos
los pueblos se arman. Las aldeas se prometieron protección
mutua. Convenían entre ellas reunirse, en caso de alarma, en tal
lugar estratégico o en tal posición central que dominaba un
paso de camino o de río, importante para el país.
Un solo hecho explicará esto mejor. Recuerda este hecho el
pánico de Saint-Jean-du-Gard que he descrito antes.
Una hermosa mañana de estío los habitantes de Chavignon
(Aisne) vieron, no sin temor, sus calles llenas de gente armada.
Afortunadamente reconocieron que eran sus vecinos y amigos,
los guardias nacionales de todas las comunidades vecinas que,
alarmados por una falsa noticia, habían andado toda la noche
para ir a defenderla de los ladrones. Lo que se esperaba fuera
un combate se convirtió en una fiesta. Toda la gente de
Chavignon salió de sus casas y se mezcló con sus amigos. Las
mujeres llevaron y pusieron en común cuantos víveres tenían y
abrieron barriles de vino. Se desplegó en la plaza la bandera de
Chavignon donde se veía trigo y uvas atravesados por una
espada desnuda; la divisa resumía todo el pensamiento de
aquel instante: abundancia y seguridad, libertad, fidelidad y
concordia. El capitán jefe de los guardias nacionales que habían
ido a Chavignon hizo un discursito muy conmovedor sobre el
apresuramiento de las comunidades en ir a defender a sus
hermanos: “A la primera palabra hemos dejado a nuestras
mujeres e hijos llorando; hemos dejado nuestros arados y
nuestros utensilios en los campos, y sin tener apenas tiempo de
vestirnos hemos venido<”.
Las gentes de Chavignon, en una comunicación a la
Asamblea Nacional, lo cuentan todo como un hijo a su madre, y
llenos de reconocimiento agregan esta frase nacida en el
corazón: “¡Qué hombres, señores, qué hombres desde que les
habéis dado una patria!”.
Estas expediciones espontáneas se hacían así, como en
familia, marchando el cura del pueblo a la cabeza. En la de
Chavignon cuatro de las comunidades que concurrieron
llevaban sus curas respectivos.
En otros sitios, por ejemplo, en el Alto Saona, los curas no
sólo se asociaron a estos movimientos, sino que fueron sus jefes
y promovedores. El 27 de septiembre de 1789, en los
alrededores de Luxeuil, se federaron las comunidades rurales
bajo la dirección del cura de San Salvador. Todos los alcaldes
juraron ante él.
En Issy-l'Evêque (Alto Saona) ocurrió una cosa más extraña
aún. En el abandono y carencia de toda autoridad pública, no
quedando ni un magistrado, un valiente cura se apoderó de
todos los poderes; hizo ordenanzas, juzgó procesos ya
juzgados, hizo acudir ante él a los alcaldes de las aldeas vecinas
y promulgó ante ellos las leyes nuevas que daba a la
comunidad. Después, armado, con la espada en la mano,
comenzó a proceder al reparto equitativo de las tierras. Fue
preciso detener su celo, recordarle que había todavía una
Asamblea Nacional.
Y he aquí el hecho raro y singular. El movimiento, en
general, fue regular, mejor ordenado de lo que hubiera podido
esperarse en tales circunstancias. Sin ley, todo seguía una ley: la
conservación y la salvación.
Antes de que las municipalidades se organicen, la aldea se
gobierna, guarda y defiende como asociación armada de
habitantes del mismo lugar.
Antes de que hubiera distritos y departamentos creados
por la ley, las necesidades comunes, especialmente la de
asegurar los caminos y llevar subsistencias, forman asociaciones
entre aldeas y aldeas, ciudades y ciudades, grandes
confederaciones de protección mutua.
Se siente uno inclinado a bendecir estos peligros cuando se
observa que han obligado a los hombres a salir de su soledad, a
arrancarse su egoísmo, habituándolos a vivir en los demás, y
que han arrancado en estos espíritus, aturdidos por el sueño de
tantos siglos, la primera chispa de fraternidad.
La ley viene a reconocer, autorizar y coronar todo esto;
pero no lo ha producido.
La creación de las municipalidades, la concentración en sus
manos de todos los poderes, incluso los no comunales
(contribución, alta policía, situación de la fuerza armada, etc.),
esta concentración, tan duramente censurada en la Asamblea,
no era efecto de un sistema, sino el simple reconocimiento de
un hecho. En el abandono de la mayor parte de los poderes, en
la inacción voluntaria (a menudo pérfida) de los poderes que
quedaban, el instinto de conservación había hecho lo que hace
siempre; los interesados habían tomado la dirección de sus
negocios. ¿Quién no está interesado en tales crisis? El que no
tiene propiedades, el que no tiene sobre qué caerse muerto,
como se dice despreciativamente, tiene algo más querido que
ninguna propiedad: una mujer e hijos que defender.
La nueva ley municipal crea un millón doscientos mil
magistrados municipales. La organización judicial crea cien mil
jueces (cinco mil jueces de paz y ochenta mil asesores de los
jueces de paz). Todo esto tomado en los cuatro millones
doscientos noventa y ocho mil electores primariosz que como
propietarios o arrendatarios pagaban el valor de tres jornales,
cerca de tres libras.
El sufragio universal había dado seis millones de votos;
concebiría, y luego hablaré de ello, que dados los diversos
principios que dominaron en la Asamblea, hubiera sido mayor
esta limitación del derecho electoral.
Me basta hacer notar aquí el prodigioso movimiento que
debió de producir en Francia, en la primavera de 1790, esta
creación de un mundo de jueces y administradores, un millón
trescientos mil de una vez, salidos todos de la elección.
Puede decirse que antes de la organización militar, Francia
había hecho una organización de magistrados.
La organización de la paz, del orden, de la fraternidad. Lo
que domina en esto, más que los cinco mil árbitros o jueces de
paz, son sus ochenta mil asesores; hermoso elemento nuevo,
desconocido en el orden judicial de todos los siglos. Y en el
orden municipal lo que más se nota es que la fuerza militar
depende directamente de los magistrados del pueblo.
El poder municipal resume los de todos aquellos que
estaban en ruinas. Él únicamente, entre el antiguo régimen
destruido y el nuevo sin acción, él únicamente sale a flote y
marcha adelante. El rey estaba desarmado, el ejército
desorganizado, los Estados y los Parlamentos demoljdos, el
clero desmantelado, arrasada la nobleza. La Asamblea misma,
la gran potencia aparente, ordenaba más que obraba; era una
cabeza sin brazos. Pero tuvo ochenta mil manos en las
municipalidades.
Este número inmenso ofrecía una gran dificultad de acción;
pero como educación de un pueblo, como iniciación a la vida
pública, era admirable. Renovada rápidamente la magistratura,
debía agotar bien pronto en muchas localidades la clase donde
se reclutaba (los cuatro millones de propietarios o arrendatarios
que pagaban tres libras de impuesto). Era necesario, pues —era
una hermosa necesidad de aquella grande iniciación— crear
una nueva clase de propietarios. Los arrendatarios del clero y
de la aristocracia, excluidos antes de la elección como clientes
del antiguo régimen, iban ahora, como adquirentes de los
bienes puestos en venta, a verse como propietarios, electores,
magistrados municipales, asesores de los jueces de paz, etc., y
como tales iban a convertirse en los más sólidos apoyos de la
Revolución.
1789-1790

La Francia de 1789 ha sentido la libertad; la de 1790 siente la unidad


de la patria. —Las federaciones han destruido todos los obstáculos. —
Caen todas las barreras artificiales. —Procesos verbales de las
federaciones. —Se ve allí el testimonio de su amor a la unidad nueva y
del sacrificio de las provincialidades y antiguas costumbres. —Fiestas
de las federaciones. —Símbolos vivos. —El anciano, la joven, la
mujer, la madre. —El niño sobre el altar de la patria. —Olvido de las
divisiones de clases, partidos y religiones. —El hombre encuentra
nuevamente la naturaleza. —El hombre abraza de corazón la patria, la
humanidad. —Adiciones y detalles diversos.

Nada de todo esto existe todavía en el invierno de 1789. Ni


municipalidades regulares, ni departamentos. Ninguna ley,
ninguna autoridad, ninguna fuerza pública. Parece que todo va
a disolverse y esta es la esperanza de la aristocracia< ¡Ah!
¿Queríais ser libres?< ¡Ved, juzgad el orden que habéis hecho!
A esto, ¿qué responde Francia? En aquel momento
peligroso no tiene más ley que ella misma y sin socorro de
nadie, guiada y empujada solamente por su poderosa voluntad,
franquea el paso de un mundo a otro; pasa sin temblar el
estrecho puente del abismo; pasa sin mirar, no viendo más que
el fin y el objeto. Avanza resueltamente en aquel teneóroso
invierno hacia la primavera deseada en que brilla, la nueva luz.
¿Qué luz? No es, como en 1789, el vago amor de la libertad.
Es un objeto determinado, con forma fija, el que arrastra a toda
la nación, que transporta y eleva los corazones. A cada paso que
se da aparece más claro y la marcha es más rápida< Al fin la
sombra desaparece y Francia ve clara y distintamente lo que
amaba y perseguía sin saberlo bien concretamente: la unidad de
la patria.
Todo lo que se había creído penoso, difícil, imposible,
aparece posible y fácil. Se preguntaban las gentes todavía cómo
podría realizarse el sacrificio de la patria provincial, del suelo
natal, de los recuerdos, de los viejos prejuicios. “¿Cómo —se
decíanel Languedoc toleraría jamás dejar de ser Languedoc, un
imperio interior, gobernado por sus propias leyes? ¿Cómo la
antigua Toulouse descendería de su Capitolio, de su realeza del
Mediodía? ¿Y creéis que Bretaña se rinda nunca ante Francia,
que abandone su lengua salvaje y su duro carácter? Antes
veréis ablandarse las rocas de Penmark”.
Sobre el altar aparece la gran patria abriéndoles los brazos
y queriendo abrazarlas< Todas las regiones se arrojan en ellos
y olvidan; aquel día no sabe ninguno qué provincia formaba<
Hijos abandonados, perdidos hasta entonces, han encontrado
una madre; eran muchos más de los que pensaban; tenían la
humildad de creerse bretones, provenzales< No, hijos, sabedlo
bien; sois los hijos de Francia; ella misma os lo dice; hijos sois de
la gran madre, de la que debe amamantar a todas las naciones
en la igualdad y la libertad.
Nada más hermoso que ver a este pueblo avanzando hacia
la luz, sin ley, pero dándose la mano. Avanza; no obra, porque
no necesita hacer nada; avanza y es bastante. La simple vista de
este movimiento inmenso hace retroceder a todo; todo
obstáculo huye, desaparece; toda resistencia se desvanece.
¿Quién se atrevería a luchar contra esta pacífica y formidable
aparición de un gran pueblo armado?
Las federaciones de noviembre destruyen los estados
provinciales; las de enero concluyen con la lucha de los
Parlamentos; las de febrero comprimen los desórdenes y el
pillaje; en marzo y abril se organizan las masas que apagan en
mayo y junio los primeros chispazos de una guerra de religión;
en mayo todavía las federaciones se hacen militares y el
soldado se hace ciudadano, quedando rota la espada de la
contrarrevolución< ¿Qué queda? La fratemidad ha borrado
todo obstáculo; todas las federaciones quieren confederarse
entre ellas; la unión tiende a la unidad. No más federaciones
que ya son inútiles; no hace falta más que una Francia. Y
Francia aparece transformada en la ardiente luz de julio.
¿Es todo esto un milagro?< Sí, el más grande y más
sencillo; la vuelta a la naturaleza. El fondo de la naturaleza
humana es la sociabilidad. Había sido preciso todo un mundo
de invenciones contra natura para impedir a los hombres
acercarse, unirse. Aduanas interiores; peajes innumerables en
los caminos y en los ríos; infinita diversidad de leyes y
reglamentos, de pesas, medidas y monedas; rivalidades de
ciudades, países y corporaciones cuidadosamente
mantenidas< Una mañana estos obstáculos caen, se abaten
estas antiguas murallas< Los hombres se reconocen entonces
semejantes, hermanos y se extrañan de haberlo ignorado tanto
tiempo; olvidan los odios insensatos que les separaban y los
expían avanzando los unos hacia los otros con los corazones
levantados, los brazos abiertos.
He aquí lo que hace tan fácil, tan ejecutable, una creación
que se creía puramente artificial, la de los departamentos. Si
hubiera sido una pura concepción geométrica, engendrada en el
cerebro de Sieyès, no hubiera tenido la fuerza ni la duración
que observamos en ella; no hubiera sobrevivido a la ruina de
tantas otras instituciones revolucionarias. Fue generalmente
una creación natural, un restablecimiento legítimo de las
antiguas relaciones entre lugares y poblaciones que las
instituciones artificiales del despotismo y la fiscalización habían
separado. Los ríos, por ejemplo, que bajo el antiguo régimen no
eran más que obstáculos (¡veintiocho peajes había en el Loira!;
no citando más que un ejemplo), los ríos, digo, volvieron a ser
lo que la naturaleza quiere que sean; lazo de unión del género
humano. Los ríos, por esto, formaron y dieron nombre a la
mayoría de los departamentos: Sena, Loira, Ródano, Gironde,
Meuse, Charente, Allier, Gard, etc., fueron como federaciones
naturales entre las dos riberas de esos ríos, que el Estado
reconoce, proclama y consagra.
La mayor parte de las federaciones han narrado su historia
ellas mismas. Escribían a su madre, la Asamblea Nacional,
fielmente, inocentemente, en forma casi siempre tosca, infantil;
decían sus cosas como podían y quien sabía escribir, escribía
después. No se encontraba siempre en los campos escritor hábil
que fuese capaz de consignar aquellas cosas. Suplía la buena
voluntad< ¡Venerables monumentos de la fraternidad
naciente; actas informes pero espontáneas, inspiradas por
Francia: viviréis siempre para testimoniar la grandeza de
corazón de nuestros padres cuando por primera vez vieron la
faz, tres veces amada, de la patria!
Al cabo de sesenta años, cuando he comenzado a examinar
estos papeles, que tan poca gente ha leído, he encontrado todo
esto vivo, entero, brillante, como ayer. La primera vez que los
abrí me sentí poseído de respeto, de un sentimiento singular y
único. Aquellos relatos entusiastas dirigidos a la patria,
representada por la Asamblea, son cartas de amor.
Nada de términos oficiales ni oficinescos. Visiblemente el
corazón habla allí. Lo que en aquellos documentos puede
encontrarse de arte de retórica, de declamación, está allí
precisamente por la ausencia de arte; es aquello como el
embarazo de un joven que no sabe expresar los sentimientos
más sinceros, y a falta de otras emplea palabras de novelas para
narrar su amor verdadero. Pero a cada momento una palabra
arrancada del corazón protesta contra esta impotencia del
lenguaje y hace medir la profundidad real de sus
sentimientos< En tales circunstancias, ¿cómo quedar
satisfechos de sí mismos?< El detalle material les preocupa
demasiado; ningtma escritura les parece lo bastante hermosa,
ningún papel lo bastante magnífico, sin hablar de las suntuosas
cintitas tricolores con que amarraban los legajos< Cuando los
contemplé por primera vez, brillantes y tan poco ajados,
recordaba lo que decía Rousseau del cuidado prodigioso que
puso en arreglar, corregir y embellecer los manuscritos de su
Julie< No fueron otros los pensamientos de nuestros padres,
sus cuidados, sus inquietudes, cuando de estos objetos
pasajeros e imperfectos se eleva en ellos el amor a esta belleza
eterna.
Lo que más me conmueve y me llena de entemecimiento y
de admiración, es que en tal variedad de hombres, de
caracteres, de localidades, con tantos elementos diversos,
extraños ayer los unos para los otros en su mayor parte y
muchos hostiles y aun enemigos, no hay nada allí que no
respire el puro amor de la unidad.
¿Dónde están las antiguas diferencias de lugar y de raza?
¿Dónde aquellas oposiciones geográficas tan fuertes, tan
invencibles? Todo ha desaparecido; la geografía ha muerto. No
más montañas, no más ríos, no más obstáculos entre los
hombres< Las voces son diversas todavía, pero son tan acordes
que parecen partir de un mismo lugar, salir de un mismo
pecho< Todo demuestra su gravedad hacia un punto de donde
todo parte a la vez, y este punto que resuena es el corazón de
Francia.
He aquí la fuerza del amor; para atender a la unidad nada
ha sido obstáculo y ningún sacrificio ha costado. De un golpe,
sin darse cuenta ellos mismos, han olvidado a la vez las cosas
por las cuales ellos se hubieran hecho matar la víspera: el suelo
natal, la tradición local, la leyenda< El tiempo ha perecido y el
espacio ha perecido también: estas dos condiciones materiales a
las cuales está sometida la vida< Extraña vita nuova que
comienza para Francia eminentemente espiritual y que hace de
toda su Revolución una especie de ensueño tan conmovedor
como terrible. Vida que ha ignorado el espacio y el tiempo.
Y es por lo tanto la antigüedad, las costumbres, las viejas
cosas conocidas, los signos usados, los símbolos venerados,
todo aquello que hasta aquel día había constituido la vida<
Todo esto hoy o palidece o desaparece. Lo que queda, las
ceremonias, por ejemplo, del viejo culto llamado a consagrar
estas fiestas nuevas, se ve que perdura como un accesorio. En
estas inmensas reuniones donde el pueblo de toda clase y toda
comunión se congrega, no hay más que un corazón único, cosa
más sagrada que un altar. Ningún culto especial presta
santidad al hecho santo entre todos y más santo que todos: el
hombre fraternizando delante de Dios.
Todos los viejos emblemas palidecen y los nuevos que se
intentan crear tienen escasa significación. Iúrese sobre el
antiguo altar, ante el Santísimo Sacramento, o júrese ante la fría
imagen de la Libertad abstracta, el verdadero símbolo se
encuentra lejos de aquellos otros. La belleza, la grandeza, el
encanto eterno de estas fiestas, consiste en que el símbolo está
vivo y presente.
Para el hombre este símbolo es el hombre. Destrozado todo
el mundo de sus creencias convencionales, todos se sienten
poseídos de santo respeto hacia la verdadera imagen de Dios.
No se cree Dios por ello; no siente nadie este vano orgullo. En
estas fiestas no apareció el hombre como dominador ni como
vencedor, según antiguamente ocurría. Las nobles armonías de
la familia, de la naturaleza y de la patria bastaban para dar a
aquellas fiestas un interés religioso y patético.
El más anciano presidía. El viejo, rodeado de niños, tenía
por niños a todo el pueblo. La música le acompañaba. En la
gran federación de Rouen, donde concurrieron los guardias
nacionales de sesenta ciudades, se fue a buscar hasta Andelys,
para presidir la Asamblea, a un anciano caballero de Malta, de
ochenta y cinco años. En Saint-Andéol se concedió el honor de
prestar juramento a la cabeza de todo el pueblo a dos viejos de
noventa y tres y noventa y cuatro años. El primero era noble,
coronel de la guardia nacional; el segundo simple labrador. Al
llegar al altar se abrazaron dando gracias al cielo por haber
vivido hasta entonces. El pueblo, conmovido, creyó ver en estos
dos hombres venerables la eterna reconciliación de los partidos.
Se arrojaron todos, unos en brazos de otros, se estrecharon las
manos y una inmensa farándula se desarrolló por la ciudad, por
los campos, hacia las montañas de Ardèche y hacia las praderas
del Ródano, abrazando a todo el mundo, sin excepción. Corría
el vino en las calles y se ponían en ellas mesas donde cada uno
ponía sus víveres para que todos comiesen. Durante toda la
noche el pueblo se entregó a este ágape, bendiciendo a Dios.
En todas partes el anciano marchaba a la cabeza del pueblo,
se sentaba en el sitio preferente y atraía las miradas de la
multitud. Y alrededor de él las jóvenes, como una corona de
flores. En todas estas fiestas el juvenil batallón femenino
marchaba con vestidos blancos y cinturón a lo nación, es decir,
tricolor. Aquí, una de ellas, pronunciaba algunas palabras
nobles y encantadoras, que harían héroes mañana. Allá (en la
procesión cívica del Delfinado) una hermosa joven marchaba
con una palma en la mano y esta inscripción: ¡Al mejor
ciudadano! Muchos se volvieron muy soñadores.
El Delfinado, la seria y valiente provincia que abría la
Revolución, hizo federaciones numerosas de la provincia entera
y además de las ciudades y las aldeas. Las comunidades rurales
de la frontera cercanas a Saboya, a dos pasos de los emigrados,
que trabajaban cerca de sus fusiles, hicieron otras fiestas.
Habían organizado un batallón de niños armados, un batallón
de mujeres armadas y un batallón de jóvenes armadas. En
Maubec desfilaban en completo orden, con su bandera al frente,
teniendo en la mano la espada desnuda, con aquella vivacidad
graciosa que sólo poseen las mujeres de Francia.
Recuérdese la heroica iniciativa de las mujeres y jóvenes de
Angers, queriendo partir con el ejército de Anjou y de Bretaña,
que se dirigía hacia Rennes para tomar parte en aquella primera
cruzada de la libertad, alimentar a los combatientes y cuidar a
los heridos. Juraban no casarse más que con ciudadanos
entusiastas, no amar más que a los valientes, no asociar su vida
más que a la de aquellos que constantemente la ofrecían por
Francia.
Así inspiraron la explosión de 1788. Y ahora, en las
federaciones de junio y julio de 1790, nadie mostró mayor
entusiasmo que ellas. ¡Había corrido la familia tantos peligros
durante el invierno, en el abandono completo de toda
protección públical< En aquellas grandes reuniones veían y
saludaban la esperanza de la salvación. Su pobre corazón estaba
entristecido por el pasado< ¿Y el porvenir?< ¡Ellas no
pensaban en más porvenir que la salvación de la patria! Así se
concibe que mostraran más ardor y entusiasmo que los
hombres, más impaciencia por prestar el juramento cívico;
hecho comprobado en todos los documentos escritos.
Se aleja a las mujeres de la vida pública, olvidando que
tienen a ella más derecho que nadie. Ponen en juego mucho
más que nosotros; el hombre arriesga su vida; la mujer arriesga
la suya y la de su hijo< Está más interesada que el hombre en
informarse, en prever. En la vida solitaria y sedentaria que lleva
la mayor parte de las mujeres, sigue en sus inquietos ensueños
las crisis de la patria, los movimientos de los ejércitos<
¿Pensáis que está siempre en el hogar?< No, está en Argelia,
participa de las privaciones, de las marchas de nuestros jóvenes
soldados en África; ella sufre y combate con ellos.
Llamadas o no llamadas, el hecho es que tomaron la parte
más activa en las fiestas de la federación. En no recuerdo qué
pueblo se habían reunido los hombres en un vasto edificio para
redactar una comunicación a la Asamblea Nacional. Las
mujeres se acercan, escuchan, pero no oyendo sino sonidos
ininteligibles, entran, con lágrimas en los ojos, pidiendo que se
les deje enterarse. Entonces se vuelve a leer la comunicación y
ellas lo agradecen con todo su corazón. Esta profunda unión de
la familia y de la patria inunda todas las almas de un
sentimiento desconocido< La fiesta, como toda felicidad, es
corta; no dura más que un día. El relato concluye con una frase
inocente de melancolía: “Así ha transcurrido el más hermoso
instante de nuestra vida”.
Es que es preciso trabajar mañana y levantarse temprano;
es el tiempo de la siega. Los federados de Etoile, cerca de
Valence, se expresan de este modo después de haber narrado su
fiesta: “Nosotros, que el 29 de noviembre de 1789 dimos a
Francia el ejemplo de la primera federación, no hemos podido
dedicar a esta fiesta más que un día y nos hemos retirado por la
noche a descansar para volver a nuestro trabajo al día siguiente;
los trabajos del campo nos llaman y acudimos a ellos<”.
Buenos labradores escriben todo esto a la Asamblea Nacional,
convencidos de que se ocupa de ellos; que, como Dios, lo ve
todo y lo hace todo.
Estos procesos verbales de las comunidades rurales son
otras tantas florecillas silvestres que parecen haber surgido del
seno de las mieses.
Se respira en ellos los fuertes y vivificantes olores del
campo en este hermoso momento de la fecundidad. Parece que
se pasea uno entre los trigos ya rubios.
Y era, en efecto, en pleno campo donde todo esto se hacía.
Ningún templo hubiera bastado para ello. La población entera
salía: todos los hombres, todas las mujeres y todos los niños; se
llevaba la silla del anciano que había de presidir y la cuna del
recién nacido. Pueblos y ciudades enteras quedaban
abandonados bajo la salvaguardia de la fe pública. Una patrulla
que atravesó un día de estos una aldea, declaró que no encontró
en ella más que a los perros. Quien el 14 de julio de 1790
hubiera atravesado a mediodía estos pueblos desiertos, hubiera
creído ver nuevos Herculanos y Pompeyas.
Nadie podía faltar a la fiesta ni nadie era en ellas simple
testigo solamente; todos eran actores, desde el centenario al
recién nacido. Y este más que otro alguno.
Se le llevaba, flor viviente, entre las flores de las mieses. Su
madre lo ofrecía, lo depositaba sobre el altar. Pero no
desempeñaba solamente el papel pasivo de la ofrenda, era ser
activo también; hacía su juramento por boca de su madre,
reclamaba su dignidad de hombre y de francés y era puesto ya
en posesión de la patria, entrando en el reino de la esperanza.
Sí; el niño, el porvenir, era el principal actor. La
municipalidad misma, en una fiesta del Delfinado, fue
coronada en la persona de su principal magistrado por un niño
pequeño. Tales manos llevan siempre felicidad. A aquellos
mismos que, ya mayores, acompañan a sus madres, armados y
llenos de entusiasmo, dadles dos años más solamente; que
tengan quince, dieciséis años y partirán; 1792 ha sonado y
siguen a sus hermanos mayores a Iemmapes< Sus manos
llevan la felicidad; han realizado este gran augurio; han
coronado a Francia< Hoy mismo, débil y pálida, coloca Francia
esta corona sobre las demás naciones.
¡Grande y feliz generación que nace entre tales sucesos y
tiende su primera mirada sobre tal espectáculo! Niños llevados,
benditos en el altar de la patria, entregados por sus madres
entre lágrimas, pero resignadas, heroicas, dados por ellas a
Francia: ¡ah!, cuando se nace de este modo no se puede morir
jamás< Aquel mismo día en que nacieron conquistaron el
secreto de la inmortalidad. Los mismos de entre ellos que la
historia no nombra, no han llenado menos el mundo de su
viviente espíritu sin nombre, del gran pensamiento común
esparcido sobre toda la tierra.
No creo que en ningrma época el corazón del hombre haya
sido más grande, más vasto, ni otra alguna en que las
distinciones de clases, de fortuna y de partidos hayan quedado
más olvidadas.
En los pueblos y aldeas sobre todo, no hay ni rico ni pobre,
ni noble ni labriego; los víveres se guardan en común y la
misma mesa sirve para todos. Las divisiones sociales, las
discordias, han desaparecido. Los enemigos se reconcilian, las
sectas opuestas fraternizan, los creyentes, los filósofos, los
protestantes, los católicos.
En Saint-Jean-du-Gard, cerca de Alais, el cura y el pastor se
abrazaron delante del altar. Los católicos llevaron a los
protestantes a la iglesia; el pastor se sentó en el sitio preferente
del coro. Los mismos honores hicieron los protestantes al cura,
que colocado en su capilla en el sitio más honroso, escuchó el
sermón del pastor evangélico. Las religiones, en el lugar mismo
del combate, fraternizan a las puertas de los Cévennes, sobre las
tumbas de los abuelos, que se mataron los unos a los otros<
Dios, durante tanto tiempo acusado, fue al fin justificado< Los
corazones se desbordan; la prosa no basta; solamente un
desbordamiento poético puede acallar un sentimiento tan
profundo; el cura compone y entona un himno a la libertad; el
alcalde responde en estrofas; su mujer, respetable madre de
familia, en el momento en que lleva a sus hijos al altar,
responde también con algunos versos patéticos.
Los campos donde generalmente se celebraban estas fiestas
contribuían a aumentar la ternura. El hombre no sólo se había
reconquistado a sí mismo, sino que tomaba posesión de la
naturaleza. Muchos de estos relatos que examino, testifican las
emociones que causaba a aquellas pobres gentes su país, visto
por primera vez< ¡Hecho extraño! Estos ríos, estas montañas,
estos paisajes grandiosos, que atravesaban todos los días,
fueron descubiertos por ellos aquel día; parecía que no los
habían visto jamás.
El instinto de la naturaleza les hizo preferir, para teatro de
estas fiestas, los lugares mismos que habían preferido nuestros
antiguos galos, los druidas. Las islas, sagradas para los abuelos,
volvieron a serlo para los hijos. En el Gard, en la Charente y
otras regiones, el altar fue alzado en una isla. La de Angulema
recibió los representantes de sesenta mil hombres y había otros
tantos en el admirable anfiteatro que conduce a la ciudad, junto
al río. Por la noche hubo un banquete en la isla, con muchas
luminarias y todo un pueblo por convidado, un pueblo por
espectador, desde lo más alto a lo más bajo del gigantesco
coliseo.
En Maubec (Isère), donde se reunieron muchas
comunidades rurales, el altar fue alzado en medio de un llano
inmenso, frente a un antiguo monasterio; horizonte soberbio,
infinito, que engrandecía el recuerdo de Rousseau, que vivió
allí algún tiempo< En un encendido discurso de entusiasmo,
un sacerdote exalta el glorioso recuerdo del filósofo que en
aquel lugar mismo pensaba y preparaba el gran día< Terminó
por mostrar el cielo, puso por testigo al sol, que al instante
traspasó la nube, como para gozar él también de esta vista
conmovedora y sublime.
Nosotros, creyentes del porvenir, que ponemos la fe en la
esperanza y miramos hacia la aurora, a nosotros que el pasado
desfigurado, depravado, cada día más imposible, ha alejado de
todos los templos, nosotros que estamos privados del templo y
del altar, monopolizado por el pasado, que nos entristecemos
en la soledad de nuestros pensamientos, tenemos un templo
como no lo ha habido jamás<
No más iglesia artificial, sino una iglesia universal: un solo
dogma desde los Vosgos a los Cévennes y de los Pirineos a los
Alpes.
No más símbolo convenido, sino todo naturaleza, todo
espíritu, todo verdad.
El hombre, que en nuestras antiguas iglesias no se veía cara
a cara, se contempla ahora, se ve por primera vez recogiendo en
los ojos de todo un pueblo una chispa de la mirada de Dios.
Contempla y comprende la naturaleza, la encuentra
sagrada y reflejándola se siente Dios.
Y este pueblo y esta tierra encuentra su nombre: Patria.
Y la patria, por larga y ancha que sea, se condensa y
encierra en su corazón. La ve con los ojos del espíritu y la
abraza con las ansias del deseo.
Montañas de la patria que limitáis nuestras miradas y no
nuestros pensamientos: sed testigos de que si no podemos
abrazar en un abrazo fraternal a la gran familia de Francia, en
nuestros corazones está encerrada<
¡Ríos sagrados, islas santas donde fueron levantados
nuestros altares: pueden vuestras aguas ir a decir a todos los
mares, a todas las naciones, que hoy, en el solemne banquete de
la libertad, no hubiéramos partido el pan sin haberlas llamado,
y que en este día de felicidad la humanidad entera se ha
encontrado presente en el alma y el corazón de Francia!
“¡Así concluyó el mejor día de nuestra vida!”. Con esta
frase que los federados de una ciudad escribieron la noche de la
fiesta al final de su relato, puedo yo concluir este capítulo. Dejo
en estas líneas un momento supremo de mi vida, una parte de
mí mismo —lo siento perfectamenteque permanecerá aquí para
siempre y no me seguirá jamás; me parece que salgo de aquí
empobrecido y disminuido. ¡Cuántas cosas tenía que agregar y
cuántas he sacrificado! No me he permitido una sola nota; la
menor hubiera sido una interrupción, una discordancia, acaso,
en este momento sagrado. Había, sin embargo, una multitud de
detalles interesantes que exigían ser anotados. Muchos de los
procesos verbales merecían ser impresos enteros (los de
Romans, Maubec, Teste-de-Buch, Saint-Jean-du-Gard, etc.). Los
discursos valen menos que las narraciones. Muchos de ellos, sin
embargo, son conmovedores. Merece ser consignada la frase del
anciano Simeón: “Ahora ya puedo morir<”.
Cada legajo, examinado aisladamente, tiene poco interés.
Estudiados en conjunto, se ve en ellos la más grande diversidad en
la más perfecta unidad. Cada región realiza este gran acto de
unidad con su originalidad especial. Los federados de Quinper
se coronan con ramas de roble bretón; los delfineses de Romans
(junto al Mediodía) ponen una palma en manos de la hermosa
joven que preside la fiesta. La valiente serenidad, el orden, el
buen sentido en el corazón sano brillan en estas federaciones
delfinesas. En las de Bretaña descuella un carácter de fuerza, de
gravedad apasionada, de gravedad casi trágica; se ve que no es
un juego, que se está delante del enemigo. En las montañas del
Iura, en el país de los últimos siervos, se ve la admiración, el
éxtasis del alumbramiento de verse elevados a la libertad desde
la servidumbre: “¡Más que libres, ciudadanos, franceses,
superiores a toda Europal”. Y fundaron un aniversario de la
santa noche del 4 de agosto.
Lo que conmueve sobremanera es el prodigioso esfuerzo de
buena voluntad que hace este pueblo, tan poco preparado para
traducir el sentimiento profundo que llenaba su alma. Los de
Navarrenx, en los Pirineos, pobres gentes, como dicen ellos
mismos, perdidos en las montañas, con tan pocos recursos, no
teniendo la comunidad del lenguaje y chapurrreando el francés
del Norte, ofrecieron a la patria su corazón, su impotencia. Uno
de los procesos verbales peor formados (¿quién lo creería?) es el
de un ayuntamiento cercano a Versalles y a Saint-Germain. El
papel, basto ya, daba testimonio de una extrema pobreza; la
escritura demostraba una ignorancia muy bárbara; la mayor
parte no firmaban más que con cruces; pero todos firmaban,
ninguno quiso excusarse; después del nombre de la madre veis
el del niño, el de la hija, etc.
El gran propósito, el que no habrían realizado bastante
felizmente, era encontrar signos visibles, símbolos para
expresar su nueva fe. En Dole, el fuego sagrado en que el
sacerdote debe quemar el incienso sobre el altar de la patria, se
consigue a partir del sol por medio de una lente aplicada por
una doncella. En Saint-Pierre (cerca de Crépy), en Mello (Oise),
en Saint-Maurice (Charente) se pone sobre el altar la Ley y los
decretos de la Asamblea. En Mello fue llevada la Ley en un arca
de alianza. En Saint-Maurice la pusieron sobre un mapa mundi
que servía de frontal del ara, junto a la espada, el arado y la
balanza entre dos balas de la Bastilla.
Por otra parte, una inspiración más feliz les hacía escoger
símbolos de unión de todo punto humano, uniones celebradas
en el altar de la patria, bautismos, adopciones de un niño por
un municipio, por un club. Frecuentemente las mujeres mandan
hacer oficios fúnebres por los muertos de la Bastilla. Añadid
inmensas caridades, distribución de víveres, mesas puestas
para todos. Lo que he hallado más conmovedor, como signo de
buen corazón, es en la Pleyssade, cerca de Bergerac, una
cuestación hecha entre varios soldados y que consigue una
suma enorme, dada la economía de estas pobres gentes: ¡ciento
veinte francos! para una viuda de la Bastilla. En Saint-Jean-du-
Gard la ceremonia acabó en una reconciliación solemne de
todos los que estaban enemistados. En Lons-le-Saulnier se dice:
“¡A todos los hombres, a nuestros enemigos mismos, juramos
amar y defender!”.
(14 1790)

Extrañeza y enternecimiento de todas las naciones ante el espectaculo


de Francia. —Gran federación de Lyon (30 de mayo). —Francia pide
una federación general (junio), —El canta de los federados. —París les
prepara el Campo de Marte. —La Asamblea decreta la abolición de la
nobleza hereditaria (19 de janio). —Ha abolido ya el principio
cristiano de la herencia del crimen. —Recibe a los diputados del
género humano. —Federación de los reyes contra la de los pueblos. —
Federación general de Francia en París (14 de julio). —Valor de
Francia a un tiempo pacífica y guerrera.

Esta fe, este candor, este inmenso arranque de concordia, al


cabo de un siglo de disputas, fue para todas las naciones objeto
de una gran admiración, de un estupor prodigíoso. Todos
quedaron mudos y enternecidos.
Muchas de nuestras federaciones habían imaginado un
símbolo conmovedor de unión, celebrar enlaces ante el altar de
la patria. La federación misma, este matrimonio de Francia con
Francia, parecía un símbolo profético del futuro matrimonio de
los pueblos, del himeneo general del mundo.
Otro signo, y no menos profundo en su significación,
apareció también en estas fiestas. Se puso a veces sobre el altar
a un niño pequeño, al que todos adoptaban, y que dotado con
los regalos, los votos y las lágrimas de todos, venía a ser de
cada uno.
Francia es el niño sobre el altar y toda la tierra a su
derredor. Hija común de las naciones, en ella todas se sienten
unidas, todas se asocian de corazón a sus destinos futuros,
rodeándola de inquietudes y de temor y esperanza< No hay
una entre ellas que los vea sin llorar. ¡Cómo lloraba Italia! ¡Y
Polonia! ¡Ah, hermanos, acordaos de este día! Toda nación
oprimida, olvidando su esclavitud ante el espectáculo de esta
joven libertad, le decía: “Yo soy libre en ti”202.
Alemania, ante este milagro, fue profundamente absorbida,
entre el sueño y el éxtasis. Klopstock estaba en oración.
El autor de Fausto no podía sostener ya el papel de ironía
escéptica y se sorprendía él mismo de caer también en la fe.
En el fondo de los mares del Norte había entonces una
poderosa y valiente criatura. ¿Un hombre? No, rm sistema, una
escolástica viviente, erizada, dura, una roca, un escollo tallado
con puntas de diamante en el granito del Báltico. Toda religión,
toda filosofía que había topado con ella se había estrellado. Y
ella inmutable. Ninguna relación con el mundo exterior. Se
llamaba a esta criatura Emmanuel Kant: él se llamaba Crítico.
Durante sesenta años este ser completamente abstraído, sin
relación humana alguna, salía justamente a la misma hora y sin
hablar con nadie daba durante número marcado de minutos
precisamente la misma vuelta, como vemos en los antiguos
relojes públicos de las ciudades salir el hombre de hierro, dar la
hora en la campana y después entrar de nuevo. ¡Cosa extraña!
Los habitantes de Königsberg vieron (esto fue para ellos un
presagio de los más grandes acontecimientos) a este planeta
desviarse de su órbita< Le siguieron, le vieron ir hacia el oeste,
hacia el camino por donde venía el correo de Francia.
¡Oh humanidad! Ver a Kant emocionarse, inquietarse,
marchar por los caminos como una mujer, buscar las noticias
¿no era esto un cambio sorprendente, prodigioso? Pues bien,
no, no había ningún cambio en esto. Este gran espíritu sabía su
camino. Lo que él había buscado hasta entonces en vano en la
ciencia, la unidad espiritual, observaba que se hacía por sí
mismo, por el corazón y por el instinto.
Sin otra dirección, el mundo parecía acercarse a esta
unidad, al fin verdadero que espera siempre. “¡Ah, si yo fuera
unol, dice el mundo. ¡Si yo pudiera al fin unir mis miembros
dispersos, aproximar las nacionesl”. “¡Ah, si yo fuera unol, dice
el hombre. ¡Si yo pudiera dejar de ser el hombre múltiple que
soy, unir mis potencias divididas, establecer la concordia en mí
mismo!”. Este deseo, siempre impotente, no sólo del mundo,
sino del alma humana, un pueblo parecía haberlo realizado en
esta hora rápida; representar la comedia divina de unión y de
concordia que jamás habíamos soñado.
¿Os figuráis, pues, a todos los pueblos que de pensamiento,
de corazón, de mirada y de atención se lanzan todos hacia
Francia? Y en Francia misma, ved todos estos caminos llenos de
hombres, de viajeros en marcha, que desde las extremidades se
dirigen hacia el centro. La unión gravita hacia la unidad.
Hemos visto formarse las uniones, reunirse los grupos
entre sí, y unidos buscar una centralización común; cada una de
las pequeñas Francias ha tendido hacia su París, primero lo ha
buscado cerca de sí. Una gran parte de Francia creyó por un
momento encontrarlo en Lyon (30 de mayo). Esta fue una
prodigiosa reunión de hombres tal, que no necesitaba menos
que las grandes llanuras del Rhône.
Todo el Este, todo el Mediodía habían enviado
representantes; sólo los diputados de la guardia nacional eran
cincuenta mil hombres. Habían andado cien leguas para venir.
Los diputados de Sarrelouis daban la mano a los de Marsella.
Los de Córcega hubieran querido apresurarse y llegar antes; no
pudieron llegar hasta el día siguiente203.
Pero no era Lyon el que podía casar a Francia. Era
necesario París.
Gran susto el de los políticos de una y otra parte.
Estas masas indisciplinadas, llevadas a París, al centro de la
agitación, ¿no eran el peligro de una mezcla espantosa del
pillaje y el asesinato? ¿Qué sería del rey? He aquí lo que los
realistas se decían con temor.
¡El rey!, decían los jacobinos, el rey va a hacer la conquista
de todo el pueblo crédulo; se apoderará de las provincias: esta
peligrosa reunión va a matar el espíritu público, a adormecer
las desconfianzas, a despertar las antiguas idolatrías< Va a
monarquizar Francia.
Pero ni los unos ni los otros podían nada en esto.
Era necesario que el alcalde, la municipalidad de París,
arrastrados, forzados por el ejemplo y las súplicas de las otras
ciudades viniesen a pedir a la Asamblea una federación
general. Era necesario que la Asamblea, de buena o de mala
gana, lo acordase. Se hace lo que se puede, al menos para
reducir el número de los que querían venir. La cosa fue
decidida demasiado tarde, de suerte que los que venían a pie
desde los extremos del reino no tenían medio de llegar a
tiempo. El gasto fue cargado a la cuenta de las localidades,
obstáculo quizás insuperable para las comarcas más pobres.
¿Pero en un movimiento tan grande no habría obstáculos? Se
calculó como se pudo; como se pudo se vistió a aquellos que
hacían el viaje; muchos vinieron sin uniforme. La hospitalidad
fue inmensa, admirable, sobre todo en el camino: se detenía, se
disputaba el socorrer a los peregrinos de la gran fiesta. Se les
obligaba a hacer alto, alojarse, comer, o al menos beber en el
camino. Nada de extraño, nada de desconocido, todos
hermanos. Guardias nacionales, soldados, marinos, todos iban
unidos.
Estas bandas que atravesaban los pueblos ofrecían un
espectáculo admirable. Los más antiguos del ejército y de la
marina eran los llamados a París. Pobres soldados fatigados por
la guerra de los siete años, subtenientes con cabellos blancos,
bravos oficiales de fortuna que habían agujereado el granito con
sus frentes, viejos pilotos curtidos por el mar, todas estas
buenas gentes del antiguo régimen habían querido también
venir. Era su día, era su fiesta.
Se vio el 14 de julio a marinos de ochenta años que andaban
durante doce horas seguidas; habían vuelto a hallar sus
antiguas fuerzas; cercanos a la muerte, se sentían participantes
de la juventud de la Francia y de la eternidad de la patria.
Y atravesando a bandadas los pueblos y caseríos cantaban
con todas sus fuerzas, con una alegría heroica, un canto que los
habitantes repetían desde las puertas de sus casas. Este canto
nacional entre todos, rimado con pesadez, fuertemente, siempre
sobre las mismas rimas (como los mandamientos de Dios y de
la Iglesia), marcaba admirablemente el paso del viajero que
abreviaba el camino, el progreso del trabajador que ve avanzar
su obra. Ha seguido fielmente la marcha de la Revolución,
apresurando el compás según este viajero terrible se
precipitaba. Abreviado, concentrado en un círculo de furor y de
vértigo, este canto llegó a ser el asesino, el ¡Ça ira! de 1793. Éste
de 1790 tuvo otro carácter:

El pueblo en este día repite sin cesar:


¡Ah! ¡Ça ira! ¡Ça ira! ¡Ça ira!
Siguiendo las máximas del Evangelio
(¡Ah! ¡Ça ira! ¡Ça ira! ¡Ça ira!)
Del legislador todo se cumplirá;
Al que se levante, se le abatirá;
Y al que se abata, se le levantará, etc.
Para el viajero que desde los Pirineos o desde lo más
profundo de Bretaña venía lentamente a París bajo el sol de
julio, este canto fue un viático, un sostén, como las prosas que
cantaban los peregrinos que edificaron revolucionariamente en
la Edad Media las catedrales de Chartres y de Estrasburgo. El
parisino lo cantaba con una medida apresurada, con una
vivacidad violenta, mientras preparaba el campo de la
federación en el Campo de Marte. Perfectamente plano
entonces, se quería darle la bella y grandiosa forma que hoy
tiene. La villa de París había destinado a esta tarea algunos
millares de obreros holgazanes a los que un trabajo semejante
habría costado años. Esta mala voluntad fue comprendida.
Toda la población se puso a trabajar. Fue un espectáculo
encantador. De día, de noche, hombres de todas las clases y de
todas las edades, hasta niños, todos, ciudadanos, soldados,
clérigos, monjes, actores, hermanas de la caridad, bellas damas,
vendedoras, todos manejaban la piqueta y hacían rodar el
carretón o conducían los carros. Los niños iban delante llevando
las luces; músicos ambulantes animaban a los trabajadores;
ellos mismos, al nivelar la tierra, cantaban esta canción
niveladora:

¡Ah, ça ira, ça ira, ça ira;


Al que está arriba
Ya se le abatirá!

El canto, la labor de los obreros, todo era una misma cosa:


la igualdad en acción. Los más ricos y los más pobres, todos
unidos en el trabajo. Los pobres, hay que decirlo, llevaban la
delantera. Después de la jornada, una jornada terrible y larga de
julio, era cuando el aguador, el carpintero, el albañil del puente
de Luis XVI que entonces se construía, iban a cavar al campo de
Marte. En este momento de la cosecha los trabajadores del
campo no dejaron de acudir. Estos hombres cansados,
despojados, venían por descanso a trabajar aún, sosteniendo las
luces.
Este trabajo verdaderamente inmenso que de un plano hace
un valle entre dos colinas, fue hecho, ¿quién lo creería?, ¡en una
semana! Comenzado precisamente en 7 de julio, concluyó el 14.
La acción fue realizada de todo corazón como una lucha
sagrada. La autoridad esperaba por su lentitud calculada
entorpecer, impedir la fiesta de la unión; parecía imposible,
pero Francia quiso y fue hecha.
Estos héroes, estos huéspedes deseados, llenaban ya París.
Los hospederos y dueños de casas amuebladas redujeron y
fijaron ellos mismos el precio módico que recibían de esta
multitud de forasteros. No se dejó a la mayor parte ir al
albergue. Los parisienses, alojados como es sabido, harto
estrechamente, se estrecharon más y más y encontraron el
medio de recibir a los federados.
Cuando llegaron los bretones, estos veteranos de la
libertad, los vencedores de la Bastilla fueron a su encuentro
hasta Versalles, hasta Saint-Cyr. Después de las felicitaciones y
de los abrazos, los dos cuerpos reunidos, mezclados, entraron
en París.
Un sentimiento desconocido de paz y de concordia había
penetrado en las almas. Que se juzgue por un hecho, según creo
el más importante de todos. Los periodistas hicieron una
tregua. Estos justadores, estos guardianes inquietos de la
libertad, cuya lucha habitual tanto agria las almas, se
levantaron por encima de ellos mismos; la emulación de las
almas antiguas, sin odio y sin envidia, los arrebató y los apartó
por un momento del triste espíritu de las disputas. El honrado,
el infatigable Loustalot de Las Revoluciones de París, el brillante,
el ardiente, el ligero Camille, emitieron a la vez una idea
impracticable pero conmovedora y salida del corazón: un pacto
federativo entre los escritores; nada de concurrencia, nada de celo,
ninguna emulación más que la del público.
La misma Asamblea pareció ganada por el entusiasmo
universal. En una calurosa noche de junio encontró en un
momento su inspiración de 1789, su juvenil arranque del 4 de
agosto. Un diputado del Franco Condado dijo que en el
momento en que los federados llegaban, se les debía evitar la
humillación de ver a las provincias encadenadas a los pies de
Luis XIV en la plaza de las Victorias; que era necesario hacer
desaparecer estas estatuas. Un diputado del Mediodía,
aprovechando la emoción general que esta proposición excitaba
en la Asamblea, pidió que borraran todos los títulos facciosos
que herían el sentimiento de la igualdad, los nombres de conde,
de marqués, los escudos y las libreas. La proposición, apoyada
por Montrnorency y por Lafayette, no fue combatida más que
por Maury (hijo, como es sabido, de un zapatero). La Asamblea,
en sesión permanente, abolió la nobleza hereditaria (10 de junio
de 1790). La mayor parte de los que habían votado tuvieron
pesar de ello al día siguiente. El abandono de los nombres de
sus tierras, la vuelta al nombre de familia, casi olvidado,
desorientaron a todo el mundo: Lafayette venía a ser
únicamente Motier; Mirabeau se enfurecía de no ser más que
Riquetti.
Este cambio no era, sin embargo, una casualidad, un
capricho: era la aplicación natural y necesaria del principio
mismo de la Revolución. Este principio no es más que el de la
Justicia, que quiere que cada uno responda de sus obras en bien
o en mal. Lo que vuestros abuelos han podido hacer, honrará a
vuestros abuelos, de ningún modo a vos. A vos os toca trabajar
por vos mismo. En este sistema, ninguna transmisión de
méritos, ningima nobleza. Pero tampoco ninguna transmisión
de faltas anteriores. Desde el mes de febrero, como la barbarie
de nuestras leyes condenara a la horca a dos jóvenes por
falsificación de billetes, la Asamblea decidió con este motivo
que las familias de los condenados no serían de ningún modo
deshonradas por la ejecución de aquel suplicio. El público,
impresionado por la juventud y la desgracia de estos, consoló a
sus honrados padres con mil testimonios de interés; muchos
ciudadanos honrados pidieron a su hermana en matrimonio.
Nada de transmisión de mérito; abolición de la nobleza. Nada
de transmisión del mal; el patíbulo no manchará más a la familia
ni a los hijos del culpable.
El principio judío y cristiano descansa precisamente en la
idea contraria. El pecado es transmisible. El mérito también; el
de Cristo, el de los santos, aprovecha aun a los menos
beneméritos de los hombres.
En la misma sesión en que la Asamblea decretó la abolición
de la nobleza, recibió una diputación extraña que se decía la de
los diputados del género humano. Un alemán del Rin,
Anacharsis Clootz (carácter bizarro del que ya hablaremos),
presentó en la barra una veintena de hombres de todas las
naciones, vestidos con sus trajes nacionales, europeos y
asiáticos. Pidió en su nombre poder tomar parte en la
federación del Campo de Marte “en nombre de los pueblos, es
decir, de los legítimos soberanos, siempre oprimidos por los
reyes”.
Algunos se corunovieron, otros se reían. Sin embargo, la
diputación tenía un lado serio: componíéndose de hombres de
Avignon, de Lieja, de Saboya, de Bélgica, que verdaderamente
venían a ser entonces franceses. Comprendía también
refugiados de Inglaterra, de Prusia, de Holanda, de Austria,
enemigos de los gobiernos, que en aquel momento conspiraban
contra Francia. Estos refugiados parecían un comité europeo
formado contra Europa; un primer grupo de las legiones
extranjeras que Carnot aconsejó más tarde.
Ante la federación de los pueblos, se hacía una de reyes.
Ciertamente la reina de Francia podía concebir esperanzas
viendo con qué facilidad su hermano Leopoldo había vuelto a
aliar a Europa con Austria. La diplomacia alemana, tan lenta
ordinariamente, había tomado alas, volaba. Verdad es que en
ello nada tenían que ver los diplomáticos. El negocio se
arreglaba personalmente por los reyes a espaldas de los
embajadores y los ministros. Leopoldo se había dirigido
directamente al rey de Prusia, le había mostrado el peligro
común y había abierto un congreso en Prusia mismo, en
Reichembach, de acuerdo con Inglaterra y Holanda.
¡Sombríos horizontes! Francia, rodeada de los impotentes
buenos deseos de los pueblos y a cada momento sitiada por los
odios y los ejércitos de los reyes.
Francia, además, estaba poco segura de sus propios hijos.
La corte hacía todos los días adquisiciones entre los miembros
de la Asamblea, manejando no sólo la derecha, sino la misma
izquierda, por el Club del 89, por Mirabeau, por Sieyès, por las
corrupciones diversas, por la traición y el temor. Así consiguió
que se le aprobara una lista civil de veinticinco millones y una
pensión de cuatro para la reina. Así obtuvo medidas represivas
contra la prensa y osó hacerla perseguir el 5 y el 6 de octubre.
He aquí lo que los federados encontraron a su llegada a
París. Su entusiasmo idolátrico por la Asamblea y por el rey
apenas pudo mantenerse. La mayor parte venían poseídos por
un sentimiento filial para aquel buen rey-ciudadano, mezclando
en sus emociones el pasado y el porvenir, la realeza y la
libertad. Muchos, recibidos en audiencia, caían de rodillas,
ofrecían su espada y su corazón< El rey, timido por naturaleza
y por su posición doble y falsa, encontraba pocas palabras con
que responder a aquella ternura juvenil, tan calurosa, tan
expansiva. La reina menos todavía; con excepción de sus fieles
loreneses, súbditos originarios de su familia, los demás
federados fueron recibidos muy fríamente por la reina.
He aquí que llega al fin el 14 de julio, el hermoso día tan
deseado para el cual aquellos bravos han hecho el penoso viaje.
Todo está dispuesto. Desde la noche anterior, por miedo a faltar
a la fiesta, el pueblo y la guardia nacional se reúnen en el
Campo de Marte y allí vivaquean hasta el día. El día llega, ¡helo
ahí! Durante todo el día no cesan las ráfagas de agua y de
viento. “El cielo es aristócrata”, decía la gente. Una alegría
valerosa, obstinada, parecía querer desmentir el triste augurio.
Ciento sesenta mil personas estaban sentadas y tendidas en la
llanura del Campo de Marte, y en sus alrededores había,
además, ciento cincuenta mil; en el Campo mismo debían
maniobrar cerca de cincuenta mil hombres; de ellos catorce mil
eran guardias nacionales de provincias, los de París, las
comisiones del ejército y de la marina, etc. Los vastos
anfiteatros de Chaillot y de Passy estaban cargados de
espectadores< ¡Magnífico emplazamiento, inmenso, dominado
por el círculo lejano que forman Montmartre; Saint-Cloud,
Meudon, Sèvres; tal lugar parecía estar esperando a los Estados
Generales del mundo.
Cae una fuerte lluvia. La espera es larga. Los federados y
los guardias nacionales parisienses, reunidos desde hacía cinco
horas a lo largo de los bulevares, están empapados y muertos
de hambre y a pesar de todo, contentos y alegres. Desde las
ventanas de la calle Saint-Martin y de la de Saint-Honoré les
bajan con cuerdas pan, jamón y botellas.
Se ponen en movimiento al fin, pasan el río por un puente
de madera construido delante de Chaillot y entran por un arco
de triunfo.
En medio del Campo de Marte se alzaba el altar de la patria
y ante él estaban la Escuela Militar y las gradas donde debían
sentarse el rey y la Asamblea.
Todo esto duró mucho tiempo todavía. Los primeros que
llegaron, para no abatirse ante la lluvia y a despecho del mal
tiempo, se pusieron bravamente a bailar. Sus alegres farándulas
se desarrollan, se extienden y aumentan cada vez con nuevos
anillos, de los que cada uno es una provincia, un departamento,
muchas regiones mezcladas. Bretaña con Borgoña, Flandes con
los Pirineos< Hemos visto comenzar estos grupos y estas
danzas ondulantes en el invierno de 1789. La farándula
inmensa que se formó poco a poco en toda Francia, acaba y
expira en el Campo de Marte< ¡He aquí la unidad!
¡Adiós, época de esperanza, de aspiración, de deseo, donde
todos veían y buscaban este día!< ¡Helo aquí! ¿Qué deseáis
más? ¿Por qué estas inquietudes? ¡Ah! La experiencia del
mundo nos enseña este hecho extraño, triste pero verdadero; la
unión disminuye casi siempre la intensidad de la unidad. La
voluntad de unirse era ya la unidad de los corazones, acaso la
mejor unidad de todas.
Pero, ¡silencio! El rey llega con la Asamblea y la reina y se
sientan en una tribuna que lo domina todo.
Lafayette, en su caballo blanco, llega hasta el trono; echa
pie a tierra y toma órdenes del rey. Entre doscientos sacerdotes
llevando cintas tricolores, sube penosamente al altar
Talleyrand, obispo de Autun; ¿quién otro mejor que él puede
oficiar tratándose de un juramento?
Mil doscientos músicos tocan y de pronto callan. Cuarenta
cañones hacen temblar la tierra. Al estallido de la pólvora todos
se levantan y alzan las manos al cielo< ¡Oh, rey! ¡Oh, pueblo!
Esperad< El cielo escucha; el sol rasga las nubes y aparece<
¡Pensad lo que juráis!
¡Ah, con qué fe jura el pueblo! ¡Qué crédulo es!< ¿Por qué
no le da el rey la dicha de bajar de la tribuna e ir a jurar al altar?
¿Por qué jura en la sombra, medio oculto? ¡Señor, por favor,
levantad alta la mano, que todo el mundo la vea!
Y vos, señora, ¿no os causa lástima y piedad este pueblo
infantil, tan confiado, tan ciego, que a cada momento baila
confiadamente entre su triste pasado y su formidable
porvenir?< ¿Por qué hay tanta dureza y frialdad en vuestros
hermosos ojos azules?< ¿Han visto aquí vuestros ojos al
enviado vuestro que en Niza felicita al organizador de los
asesinatos del Mediodía? ¿O acaso entre estas masas confusas
habéis apercibido de lejos los ejércitos del rey Leopoldo?
¡Escuchad!< Todo esto es la paz, pero una paz guerrera.
Los tres millones de hombres armados que aquí hay, tienen más
soldados que todos los reyes de Europa. Ofrecen la paz
fraternalmente, pero no por eso están menos dispuestos a ir al
combate. Ya muchos departamentos, Sena, Charente, Gironda y
otros, quieren armar cada uno a seis mil hombres para ir a la
frontera. Los marselleses quieren partir enseguida. Renuevan
entonces el juramento de sus abuelos, arrojando una piedra al
mar y jurando, si no son vencedores, no volver hasta el día en
que la piedra salga a la superficie de las aguas y gane la orilla.
1790 1791

1790)

Acuerdo de los reyes contra la Revolución, 27 de julio. —Obstáculos


interiores. —Divisiones de Francia. —Ninguna gran revolución había
costado hasta entonces menos. Fecundidad religiosa del momento en
1790. —Fuerzas inventivas de Francia. —Savia generosa que había en
el pueblo. —Reacción de egoísmo y de temor, de irritación y de odio.
—La Revolución produce sus resultados políticos, pero no puede
esperar todavía los resultados religiosos y sociales que la hubieran
fundado sólidamente.

La víspera misma de la fiesta, la noche del 13 al 14 de julio,


cuando toda la población, en el abandono del entusiasmo y la
confianza, no tenía más que un pensamiento, se aprovechó para
poner en libertad al nombre del último complot, a Bonne de
Savardin, agente de los emigrados, que quería entregarles la
ciudad de Lyon y cuya confesión se teme
Al mismo tiempo, Flachslanden, hombre de confianza de la
reina y cercano al conde de Artois, era enviado por este para
recibir y cumpliïnentar en Niza a Froment, escapado de Nimes.
El 27 la Asamblea supo que el rey había concedido a los
austriacos permiso para pasar por territorio francés en dirección
a Bélgica, cuya Revolución iban a combatir.
El mismo día —fecha memorable—, el 27 de julio de 1790,
Europa tomó su primer acuerdo contra la Revolución, contra la
de Brabante entonces. Los preliminares del tratado fueron
firmados en Reichembach. Inglaterra, Prusia y Holanda
abandonaron a Bélgica a la venganza de Austria; a aquella
Bélgica que ellas habían sublevado y animado, que no esperaba
de nadie más que de ellas, que se obstina más tarde todavía y
hasta última hora espera de ellas su salvación.
El mismo mes, Pitt, seguro del concierto europeo, no tuvo
dificultad en decir en pleno Parlamento inglés que aprobaba
palabra por palabra la diatriba de Burke contra la Revolución,
contra Francia; libro infame, insensato, lleno de rabia, de
calumnias, de bajos insultos, de bufonerías injuriosas y
groseras.
¡Penosos descubrimientos! Los que creíamos amigos son
nuestros enemigos más crueles.
Afortunadamente salimos a tiempo de nuestras ilusiones
filantrópicas, de nuestras simpatías crédulas. La Revolución no
puede, sin riesgo de perecer, permanecer en la edad de la
inocencia.
La verdad, dura o no, es preciso decirla cara a cara. He
seguido a la pobre Francia, cándida y crédula todavía en el fácil
arrebato de su corazón, en sus ceguedades voluntarias e
involuntarias. Como ella hizo, yo debo, en presencia de estos
peligros imprevistos, deshojar más profundamente la realidad,
sondear a la vez el peligro y los recursos de resistencia.
El peligro sería pequeño y no habría que temerlo si Francia
no estuviese dividida. Es preciso decirlo; la unión fue sincera en
el sublime momento que he tenido la dicha de narrar; fue
verdadera, pero pasajera; bien pronto reaparecieron las
divisiones de opiniones y clases.
El 18 de julio, cuatro días después de la fiesta tan
felizmente realizada, cuando se tenían tantos motivos de
confianza en el pueblo, cuando hubiera sido necesario
mantener y fortificar la unión ante el peligro, Chapelier (¡qué
cambio para el presidente del 4 de agosto!) propuso se exigiera
uniforme a los guardias nacionales; es decir, limitar la guardia a
los ricos o de posición desahogada; es decir, preparar el
desarme de los pobresl< La proposición —dicho sea en honor
de aquel tiempo— fue mal vista y mal recibida por los ricos
mismos, salvo la burguesía de París y las gentes de Lafayette.
Barbaroux propone lo mismo en Marsella. La rica ciudad de
Burdeos la rechaza y protesta diciendo que para reconocerse
bastaba una cinta.
Estos gérmenes de división en la guardia nacional y las
desconfianzas que surgen contra las municipalidades, deben
multiplicar y fortificar las asociaciones voluntarias. No ha
bastado la federación; no ha bastado la institución de nuevos
poderes; es precisa una fuerza extralegal. Contra la vasta
conspiración que se prepara es necesaria una conspiración.
Venga la de los jacobinos y que envuelva a Francia.
Dos mil caatrocientas sociedades se constituyen en menos de
dos años en otras tantas ciudades y aldeas. Grande y terrible
máquina que da a la Revolución una incalculable fuerza, única
que puede salvarla en la ruina de los poderes públicos; pero
también es cierto que modifica profundamente el carácter,
cambia y altera la primitiva inspiración.
Esta inspiración fue toda de confianza y benevolencia.
Candor y credulidad es el carácter de la primera edad
revolucionaria que ha pasado para no volver< Encantadora
historia que no podrá nunca ser leída sin sentir los ojos
arrasados de lágrimas. A ellas se mezclará una amarga sonrisa:
¡qué niños éramos, tan fáciles de engañarl< No importa; ríase
quien quiera. No nos arrepentiremos jamás de haber sido esta
nación confiada y clemente.
He leído muchas historias de revoluciones y puedo afirmar
lo mismo que decía un realista en 1791: que ninguna gran
revolución había costado menos sangre y menos lágrimas. Los
desórdenes inseparables de tal transformación han sido
aumentados a capricho, complacientemente exagerados, según
los relatos apasionados que recibían nuestros enemigos y que
solicitaban a todos aquellos que hubiesen sufrido.
En realidad una sola clase, el clero, podía con alguna
apariencia de verdad, llamarse expoliado. Y sin embargo
resultaba de esta expoliación que la masa del clero, hambrienta
bajo el antiguo régimen en provecho de algunos prelados, tenía
al fin de qué vivir.
Los nobles habían perdido sus derechos feudales; pero en
muchas provincias, especialmente en el Languedoc, ganaban
más como propietarios, no pagando el diezmo, que lo que
perdían de derechos feudales como señores.
Aun perdiendo los honores góticos y ridículos no habían
descendido, porque en casi todas partes, con una ciega
consideración, les habían sido otorgados los verdaderos
honores del ciudadano, que muchos no merecían, dándoles los
primeros puestos de las municipalidades y los grados de la
guardia nacional.
Confianza excesiva, imprudente. Aquel joven mundo, en
presencia de las perspectivas infinitas que le abría el porvenir,
se preocupaba poco del pasado. Le pedía solamente que le
dejase marchar y vivir. La fe y la esperanza eran inmensas.
Aquellos millones de hombres, siervos ayer, hoy hombres y
ciudadanos, evocados en un mismo día, de un golpe, de la
muerte a la vida, recién nacidos de la Revolución, llegaban con
una plenitud desconocida de fuerza, de buena voluntad, de
confianza, creyendo voluntariamente en lo increíble. Ellos
mismos, ¿qué eran? Un milagro. Nacidos en abril de 1789, eran
hombres el 14 de julio, hombres armados que hoy o mañana se
convierten en hombres públicos, magistrados (¡un millón
trescientos mil magistrados!)< y luego en propietarios< ¡El
campesino tocando casi su sueño, su paraíso, la propiedad! La
tierra, triste y estéril ayer, en las viejas manos del clero, pasa a
las manos ardorosas y fuertes del joven labrador< Esperanza y
amor, ¡año bendito! En medio de las federaciones iba
multiplicándose la federación natural, el matrimonio; el
juramento cívico y el juramento de himeneo se hacen
juntamente en el altar. Los casamientos fueron más numerosos
en este hermoso año de esperanzas que en un quinquenio
anterior.
¡Ah!, este gran movimiento de los corazones prometía otra
cosa, otra fecundidad. Fecundo en hombres y fecundo en leyes,
este matrimonio moral de las almas y de las voluntades hacía
esperar un dogma nuevo, una todopoderosa y joven idea social
y religiosa. Nada más que con ver el campo de la Federación,
todo el mundo hubiera jurado que de aquel momento sublime,
de tantos deseos puros y sinceros, de tantas lágrimas
mezcladas, al calor concentrado de tantas llamas en una llama,
iba a surgir un Dios.
Todos lo veían, todos lo sentían. Los hombres menos
amigos de la Revolución se sobrecogieron en aquel momento y
sintieron que un gran hecho, que una gran cosa se aproximaba.
Nuestros salvajes labriegos del Maine y de las Marches de
Bretaña, que un fanatismo pérfido se preparaba a lanzar contra
nosotros, vinieron ellos mismos entonces, conmovidos y llenos
de ternura, a unirse a nuestras federaciones y a besar el altar del
Dios desconocido.
¡Raro momento en que puede nacer un mundo; hora
elegida, divina!< ¿Quién podrá profetizar cuándo y cómo
vendrá una hora semejante? ¿Quién se encargará de explicar
este misterio profundo que hace nacer un hombre, un pueblo y
un Dios nuevos?
¡La concepción! ¡El instante único, rápido y terriblel< ¡Tan
rápido y tan preparado! Fue necesario el concurso de tantas
fuerzas diversas, que desde el fondo de las edades, desde la
variedad infinita de las existencias, concurren todas y se reúnen
y funden para aquel solo instante.
Hecho digno de notarse: Francia, como una madre fecunda
y pródiga, tiene preparada, además de la generación
revolucionaria sacrificada a la acción, otra generación en
reserva, más valiosa y de mayor inventiva: la de los hombres
que tenían veinte años o poco más en 1790. Había en ella un
espíritu increíble de potencia y de genio. Dos años (1768-1769)
habían producido a la vez Bonaparte, Hoche, Marceau y
Jourbert, Cuvier y Chateaubriand, los dos Fourier. Saint-Martin,
Saint-Simon, de Maistre, Bonald y madame de Staël nacieron
un poco antes, así como Méhul, Lesueur y los Chenier. Un poco
después Geoffroy, Saint-Hilaire, Bichat, Ampere, Senancour204.
¡Qué corona para la Francia de la Federación mejor que estos
hombres de veinte años que nadie conoce todavía< ¿Quién no
se anonadará viendo lucir enfrente estos diamantes mágicos
que chispean en la sombra?<
Ninguna duda de que su genio estaba esparcido en aquella
multitud, aunque solamente ellos se hicieron famosos. Pero
creedlo, el calor vital de la maravillosa tormenta no había hecho
eclosionar únicamente a estos pocos hombres. Nacieron
entonces millones de hombres inspirados por la llama del cielo.
¿Lo diré yo mismo? La magnanimidad, la bondad heroica que
existió en todo un pueblo en aquel momento sagrado, hacían
esperar que los genios que de él saliesen tuvieran otra clase de
inspiración. Poniendo aparte algunos, poco numerosos, que
fueron héroes de bondad, el resto, formado por hombres de
acción, de invención y de cálculo, dominados por el ascendiente
de las ciencias físicas y mecánicas, llegaron violentamente a los
resultados; una fuerza inmensa, pero demasiado árida, se
concentraba en sus poderosos cerebros. Ninguno de ellos tuvo
aquel aliento del corazón, aquel manantial de agua viva donde
abrevan las naciones.
¡Ah, que había más y más valiosos elementos en el pueblo
de la Federación que en los Cuvier, Fourier y Bonaparte!
Aquel pueblo tenía el alma inmensa de la Revolución bajo
sus dos formas y sus dos edades.
En la primera edad, que fue una reparación a las largas
injurias del género humano, una explosión de justicia, la
Revolución formula en leyes la filosofía del siglo XVIII.
En la segunda edad, que vendrá tarde o temprano, saldrá
de las fórmulas, encontrará su fe religiosa (en la que toda la ley
política se basa), y en esta libertad divina, que da sola la
excelencia del corazón, llevará un fruto desconocido de bondad,
de fraternidad.
He aquí la infinita moral que anidaba en este pueblo (¿y
qué es, después de todo, sino esto el genio mortal?) cuando el
14 de julio, al mediodía, levantó la mano.
Aquel día todo era posible. Toda división había cesado; no
había ni nobleza, ni burguesía, ni pueblo. El porvenir fue
presente< Es decir, no más tiempo< Un destello de la
eternidad.
No tenía nada de particular que la edad social y religiosa
de la Revolución que retrocede todavía delante de nosotros, no
se realizara.
Si la heroica bondad de este momento hubiera podido
sostenerse, el género humano habría ganado un siglo de
ventaja; hubiera franqueado de un salto un abismo de dolor<
¿Tal estado hubiera sido duradero? ¿Era posible que las
barreras sociales, abatidas aquel día, fuesen dejadas en tierra,
que la confianza subsistiera entre los hombres de clases,
intereses y opiniones diversas?
Seguramente muy difícil; pero sin embargo, mucho menos
difícil que en ninguna otra época de la historia del mundo.
Instintos magnánimos se habían despertado en todas las
clases, simplificándolo todo. Los nudos indisolubles, antes y
después, se habían desatado ellos mismos.
Tal desconfianza, razonable acaso en el comienzo de la
Revolución, lo era poco en aquel momento. El imposible de
octubre se encontraba posible en julio. Por ejemplo, había
podido temerse en octubre de 1789 que la masa de los electores
de los campos sirviera a la aristocracia; en julio de 1790 no
podía subsistir este temor, porque en todas partes los
campesinos seguían, tanto como la población urbana, el ímpetu
de la Revolución.
El proletariado de los pueblos, que es el enorme obstáculo
de hoy, apenas existía entonces, excepto en París y en algunas
grandes ciudades donde los hambrientos se reconcentraban. No
hay que poner en este tiempo ni ver treinta años antes de su
nacimiento los millones de obreros nacidos después de 1815.
Por lo tanto, el verdadero obstáculo no era grande entre la
burguesía y el pueblo.
La primera podía, debía lanzarse sin temor en brazos de la
otra.
Esta burguesía, imbuida en la idea de Voltaire y de
Rousseau, era más amiga de la humanidad, más desinteresada
y generosa que la que ha hecho después el industrialismo; pero
era tímida; las costumbres, los caracteres formados bajo el
deplorable régimen antiguo eran necesariamente débiles. La
burguesía temblaba delante de la Revolución que ella misma
había hecho; retrocedía ante su propia obra. El miedo la
extravió, la perdió más aún que el interés.
No había que dejarse coger seriamente por el vértigo de las
multitudes, ni espantarse ni retroceder ante este océano que se
había levantado. Había que sumergirse. La ilusión de terror
desaparecía así. Un océano desde lejos; olas peligrosas, oleaje
furioso; de cerca hombres, amigos, hermanos que os tienden
sus brazos.
No se sabe cómo en esta época subsistían entre el pueblo
antiguos hábitos de deferencia, de facilidad y confianza hacia
las clases cultas. Veía en medio de ellas, en este primer
momento, a sus oradores, sus abogados, como campeones todos
de su causa. Avanzaba hacia ellas a impulsos del corazón. Pero
ellas retrocedieron.
No generalicemos, a veces con gran ligereza. Una parte
infinitamente numerosa de la burguesía, lejos de retroceder
como la otra, lejos de oponer a la Revolución una inercia
malévola, se entregó. Se precipitó al unísono con el pueblo.
Nuestros patrióticos asambleístas de la Legislativa, de la
Convención (montañeses, girondinos, poco importa, sin
distinción de partido), pertenecían enteramente a la clase
burguesa.
Añadid aún las sociedades patrióticas en sus comienzos,
especialmente la de los jacobinos; las de París, cuyas listas
poseemos, no parecían haber admitido un solo hombre de las
clases sin cultura antes de 1793.
Esta masa de burguesía revolucionaria, hombres de letras,
periodistas, artistas, abogados, médicos, clérigos, etc., aumentó
inmensamente con burgueses que habían comprado bienes
nacionales.
Pero aunque una parte tan considerable de la burguesía
entró en la Revolución por entusiasmo o por interés, la primera
inspiración revolucionaria fue modificada insensiblemente en
ellos por las necesidades de la gran lucha que hubieron de
sostener, por la furiosa necesidad del combate, por la irritación
de los obstáculos, la ulceración de las enemistades.
De modo que mientras una parte de la burguesía fue
corrompida por el egoísmo y el miedo, la otra fue encendida por
el odio y como desnaturalizada, transportada fuera de todo
sentimiento. El pueblo, violento sin duda y furioso, pero no
sistemáticamente arrebatado por el odio, salió de su estado
natural sin excederse.
Dos debilidades, el odio y el miedo. Era necesario (cosa rara,
difícil, imposible quizá en estas terribles circunstancias), era
necesario permanecer fuerte para ser bueno.
Todos habían amado ciertamente el 14 de julio. Había que
amar también el día siguiente.
Hubiera sido necesario que la parte tímida de la burguesía
se acordara mejor de sus pensamientos humanos, de sus votos
filantrópicos; que hubiera persistido firme el día del peligro;
que asustada o no, hubiera hecho como se hace en el mar que se
entrega a Dios, que hubiera jurado seguir la fe nueva con todos
los géneros de sacrificios que impusiera para salvar al pueblo.
Hubiera sido necesario, además, que la parte audaz, la
revolucionaria, la burguesía, en medio del peligro, en pleno
combate hubiera puesto su corazón más alto, que no se hubiera
dejado deshacer y rebajar desde su atrevimiento sublime hasta
los bajos fondos del odio.
¡Ah! ¡Cuán difícil es para los más fuertes combatientes
dominar la ira por un corazón sereno y firme, combatir a brazo
y conservar el heroísmo de la paz!
La Revolución hizo demasiado, y si hubiera podido
contenerse un momento siquiera, ¿qué no hubiera sido a estas
alturas? ¿Qué no habría hecho?
Ante todo habría perdurado. No habría sufrido la caída
triste de 1800, en que las almas esterilizadas por el odio llegaron
a quedar por largo tiempo infecundas.
Y además no habría sido escrita solamente, habría sido
aplicada, llevada a la práctica. Desde las abstracciones políticas
habría descendido a las realidades sociales.
El sentimiento de bondad valiente que fue su punto de
partida y su primer arranque, no habría quedado flotando en el
estado de vago sentimiento de generalidades. A la vez se habría
escuchado y se habría precisado queriendo entrar por todas
partes, penetrando en el detalle de las leyes, llegando hasta las
costumbres mismas y hasta las acciones más libres, circulando
en las ramificaciones más lejanas de la vida.
Salido del pensamiento y volviendo a él después de haber
atravesado la esfera de la acción, este sentimiento de amor de
los hombres llevaba en sí mismo la renovación religiosa.
Cuando el alma humana sigue así a su naturaleza; cuando
queda sana, cuando ajena a su egoísmo va buscando seriamente
el remedio de los dolores de los hombres, entonces por curso de
la ley y de las costumbres, alli donde acaba todo poder, la
imaginación y la simpatía no acaban; el alma las sigue y quiere
todavía el bien; desciende en si misma y llega a ser profunda<
Esto es muy distinto de la profundidad del espíritu en la
investigación científica. Es una profundidad de ternura y de
voluntad de otro modo fecunda, que da un fruto vivo<
¡Extraña incubación, tanto más divina cuanto es más natural!
Con un dulce calor, sin esfuerzo y sin arte, a veces del corazón
de los simples, eclosiona el nuevo genio, la consolación nueva
que espera el mundo. ¿Bajo qué forma? Diversa, según los
lugares, los tiempos: que esta alma tierna y potente resida en un
individuo, que se extienda en un pueblo, que sea un hombre,
una palabra viviente, un libro, una palabra escrita; no importa:
es siempre Dios.
El sacerdote emplea contra la Revolución el confesionario y la prensa.
—Panfletos satíricos de los católicos en 1790. —Esterilizados hace
algunos siglos, no pueden ahogar la Revolución. —Su impotencia
desde 1800. —La Revolución debe dar a las almas el alimento
religioso.

Ya he dicho cuál era el obstáculo interior: el miedo, el odio; pero


el obstáculo exterior le precede y quizá sin él no existiría el otro.
No, el obstáculo interior no fue ni el primero ni el principal.
Hubiera sido impotente, anulado y neutralizado en la
inmensidad del movimiento heroico que traía la vida nueva.
Una fatalidad hostil que existía por fuera detuvo el
alumbramiento de Francia.
¿A quién acusar? ¿A quién echar en cara el crimen de este
alumbramiento frustrado? ¿Quiénes son los que viendo a
Francia en apuros han encontrado las malas palabras del
aborto, los que han podido, ¡malditos seanl, poner la mano
sobre ella, impedìrle su acción, forzarla a tomar la espada y
marchar al combate?
¡Ah! ¿No es todo ser sagrado en estos momentos? Una
mujer, una sociedad que pare ¿no tiene derecho al respeto, a los
votos del género humano?
¡Maldito el que sorprendiendo a un Newton en el
alurnbramiento del genio impide que nazca una idea! ¡Maldito
el que encontrando a la mujer en el momento doloroso en que
la naturaleza entera conspira con ella, ruega y llora por ella,
impide a un hombre nacer! ¡Maldito mil veces el que viendo
este prodigioso espectáculo de un pueblo en el estado heroico,
magnánimo, desinteresado, intenta dificultar, ahogar este
milagro del que nacía un mundo!
¿Cómo vinieron las naciones a unirse, a armarse contra el
interés de las naciones mismas? ¡Sombrío y tenebroso misterio!
Ya se habrá visto milagro semejante del diablo en nuestras
guerras de religión; hablo de la gran obra jesuítica que en
menos de medio siglo hizo de la luz una noche, la afrentosa
noche de asesinatos que se llama la guerra de los Treinta Años.
Pero al fin fue necesario medio siglo y la educación de los
jesuitas; hubo que formar, educar una generación
expresamente, un mundo nuevo dirigido por el error y la
mentira. No fueron los mismos hombres que pasaron de lo
blanco a lo negro, que vieron de una vez la luz y después
juraron que era la noche.
Aquí la conversión es más rápida: bastan algunos años.
Este suceso tan precipitado se debió a dos cosas:
Primera: un empleo hábil, inmenso, de la gran máquina
moderna, la prensa, el instrumento de la libertad vuelto contra
la libertad. La aceleración terrible que esta máquina toma desde
el siglo XVIII, esta rapidez fulminante que os lanza hoja sobre
hoja sin dejar tiempo de pensar, de examinar, de reconocerse,
esta máquina estuvo al servicio de la mentira.
Segunda: la mentira se apropió muy bien las imbecilidades
de diversa especie, saliendo de dos oficinas, preparada por dos
obreros, por dos procedimientos diferentes, el antiguo, el
nuevo, la fábrica católica y despótica, la fábrica inglesa que se
llamaba constitucional.
Esto es lo que diferencia profundamente el mundo
moderno y contrarresta todos sus progresos: el tener dos
hipocresías; la Edad Media no tuvo más que una; nosotros<
nosotros tenemos dos: hipocresía de la autoridad, hipocresía de
la libertad; en una palabra: el sacerdote, el inglés, las dos formas
de Tartufo.
El sacerdote obra principalmente sobre las mujeres y el
campesino; el inglés sobre las clases burguesas.
Ahora una palabra sobre el clérigo sólo para explicar lo que
hemos dicho otras veces.
La vieja fábrica de mentiras vuelve a empezar en 1789 por
todos los medios a la vez. De una parte, como antes, la difusión
secreta por el confesionario, el misterio entre sacerdote y mujer,
publicidad en voz baja, medias palabras al oído. De otra parte
una prensa frenética que puede arriesgarse más que la otra,
porque poniendo sus hojas en manos seguras para que lleguen
a los simples y los crédulos, personas todas de antemano
persuadidas, sabe perfectamente que ninguna intervención ha
de ponerle trabas. Estos libelos son más bien puñales; tenemos a
mano algunos que por la violencia y el olor a sangre igualan o
exceden a Marat.
El que quiera ver hasta dónde puede ir la palabra humana
en la audacia de la mentira, no tiene más que leer el libelo que
el hombre de Nimes, Froment, lanzó desde la emigración en el
mes de agosto de 1790. Allí se presenta a su placer, tal como es
y sin ninguna traba, en plena seguridad, toda una larga novela
de cómo la república calvinista fundada en el siglo XVI,
edificada poco a poco, triunfa en 1789 o cómo la Asamblea
Nacional ha pagado comisión a los protestantes del Mediodía
para degollar a los católicos y que se divida el reino en
repúblicas federativas, etc., etc.
Esta soflama atroz, extendida en París, deslizada por la
noche bajo las puertas, sembrada en los cafés, en las iglesias,
tuvo aquí poco efecto; pero lo tuvo y muy grande, en los
campos. Mil otras le siguieron. Variadas, según las tendencias
diferentes del Mediodía o del Oeste y difundidas por buenos
eclesiásticos, por honrados caballeros, por mujeres tiernas y
devotas, comenzaron el gran trabajo del oscurantismo, del
error, de la estupidez fanática que prosiguió concienzudamente
durante dos años y nos ha llevado a la Vandée, a la guerra de
los chuanes, y de allí, por contraposición, a la vergonzosa
contracción de Francia que se llama el Terror.
Nuestros tránsfugas, por otra parte, iban a inspirar, a dictar
a los ingleses sus argumentos contra nosotros. Es Calonne, es
Necker, es Dumouriez, las gentes a las que Francia ha confiado
sus negocios, los que usan este conocimiento, los que escriben
contra Francia libros profundamente ingleses.
Sin embargo, estos tres no tienen la responsabilidad más
grande; Calonne era demasiado despreciado para ser creído; los
otros dos demasiado aborrecidos.
El hombre que incontestablemente trabaja con más eficacia
contra la Revolución, que desnuda más a Francia, que
tranquiliza a Inglaterra sobre la legitimidad de su odio, es un
irlandés de origen. Lally-Tollendal.
De él recibió otro irlandés, Burke, el texto ya hecho y
elevando el odio y el insulto a la segunda potencia, dio el tono a
Europa. Estos dos hombres fueron los que hablaron; el resto no
hizo más que repetir.
No se diga que les atribuyó una responsabilidad exagerada,
que con su brillante facundia sin ideas, con la ligereza de su
carácter no tenían fuerza para cambiar así Europa. Responderé
que de tales hombres no se hace más que mejores actores,
porque ellos representan en serio, porque su vacío interior les
permite tanto mejor adoptar y fingir vivamente, como a los
otros, todas sus ideas. Hemos visto últimamente un hombre
muy parecido, O'Connell, tan brillante y tan vacío, pronunciar
en provecho de Inglaterra, en la opresión de Irlanda, la palabra
que podía quitar a esta pobre Irlanda quizá su futura salvación,
la simpatía de Francia, reclamar para los irlandeses la matanza,
la carnicería de Waterloo.
El elocuente, el bueno, el sensible, el plañidero Lally, que
no escribía más que con lágrimas y que vivió con el pañuelo en
la mano, había entrado en la vida de una manera muy
romántica; así quedó como hombre de novela. Era un hijo del
amor, que el desgraciado general Lally hacía educar
misteriosamente bajo el nombre vulgar de Trófimo. Se enteró en
un mismo día del nombre de su padre, del de su madre y de
que su padre iba a perecer. Su juventud, gloriosamente
consagrada a la rehabilitación de su padre, obtuvo el interés
universal y hasta la bendición de Voltaire moribundo. Miembro
de los Estados Generales, Lally contribuyó a unir al Tercer
Estado la minoría de la nobleza. Pero desde entonces, él lo
confiesa, este gran movimiento de la Revolución le inspiraba
una especie de terror y de vértigo. Desde el primer paso se
desentendió singularmente del doble ideal que él se había
formado. Este pobre Lally, el más inconsecuente, a fuerza de ser
hombre sensible soñaba a la vez dos cosas muy diferentes: la
Constitución inglesa y el gobierno paternal. En dos ocasiones
muy graves fue perjudicial en extremo, queriendo servir a su
rey, a quien adoraba. Ya he hablado del 23 de julio, en que su
elocuencia aturdida estropeó una ocasión muy preciosa para el
rey de unirse al pueblo. En noviembre otra ocasión y Lally
también la dejó perder; Mirabeau quería servir al rey y tendía
hacia el ministerio. Lally, con su tacto habitual, escoge este
momento para lanzar un libro contra Mirabeau.
Se había retirado entonces a Lausana. La terrible escena de
octubre había herido muy profundamente su débil
imaginación. Mounier, amenazado y realmente en peligro, salió
al mismo tiempo de la Asamblea.
La salida de estos dos hombres nos hizo un mal inmenso en
Europa. Mounier era considerado como la razón, la Minerva de
la Revolución. Se había adelantado en el Delfinado y le había
servido de órgano en su acto más grave, el Juramento del Juego
de Pelota. Y Lally, el bueno, el sensible Lally, el adoptado por
todos los corazones, querido por las mujeres y por las familias a
causa de la defensa que hizo de su padre, Lally, el orador a la
vez monárquico y popular que había hecho concebir la
esperanza de acabar con la Revolución por el rey, he aquí que
dice al mundo que la Revolución está perdida sin remedio, que
la realeza está perdida y la libertad perdida< El rey es cautivo
de la Asamblea, la Asamblea del pueblo. Adopta Lally la
palabra del enemigo de Francia, las palabras de Pitt: “Los
franceses sólo habían luchado por la libertad”. ¡Burla sobre la
Francia! Inglaterra es en adelante el único ideal del mundo. El
contrapeso de los tres poderes, he aquí toda su política. Lally
proclama este dogma: “Con Lycurgo y Blackstone”.
Fondo ridículo, bella forma, elocuente, apasionada, lengua
excelente, de la buena tradición, abundancia y plenitud, un
flujo del corazón< y todo esto para acusar a la patria,
deshonrarla si podía, matar a su madre, Francia.
La memoria dirigida por Lally a sus comitentes (enero de
1790), ofrece el primer ejemplo de esos cuadros exagerados que
luego el extranjero no ha dejado de difundir: violencias de la
Revolución. Las páginas escritas allá arriba por Lally son
copiadas en los hechos, en las palabras mismas, por todos los
escritores que le siguen. Los que se llaman constitucionales
comienzan desde entonces contra la Francia más injusta de las
inquisitorias, yendo de provincia en provincia a preguntar a los
señores y a los clérigos: “¿Qué habéis sufrido?”. Después, sin
examen, sin intervención, sin contraste de fuerzas ni de testigos,
escriben y certifican. El pueblo, víctima obligada y necesaria,
después de haber sufrido durante siglos, en su día de reacción,
sufre todavía. Sus pretendidos amigos registran ávidamente
todos sus malos hechos, verdaderos o falsos, y reciben contra él
los testimonios más sospechosos; contra él lo creen todo.
Lally marcha el primero, es el maestro de coros; por él
comienza este gran concierto de plañideras que lloran juntos
contra Francia< Plañideras del rey, de la nobleza, que
guardasteis la piedad para ellos, que no dedicasteis nada a los
millones de hombres que sufrieron, que perecieron también:
decidnos qué rango, qué blasón es necesario para que os
hallemos sensibles< Habíamos creído nosotros que para
merecer las lágrimas de los hombres, ser hombre era bastante.
Así se puso en movimiento contra el pueblo únicamente,
que no quería más que la dicha del género humano, esta gran
sacudida de piedad. La piedad pasó a ser una máquina de
guerra, una máquina de muerte. Y el mundo ha sido cruel a
medida que ha sido sensible. Lally y las otras plañideras han
fomentado contra nosotros la cruzada de los pueblos y de los
reyes, cruzada que ha arrojado a Francia, acorralada por todos,
a la necesidad homicida del Terror. ¡Piedad exterminadora!
Piedad que ha costado la vida a millones de hombres. Esta
catarata de lágrimas que salieron de sus ojos ha hecho correr en
la guerra torrentes de sangre.
Júzguese con qué delectación interior, con qué sonrisa de
complacencia Inglaterra supo por los franceses, y los mejores,
los más sensibles, los verdaderos amigos de la libertad, que Francia
era un país indigno de la libertad, un pueblo aturdido, violento,
que por debilidad de cerebro volvía fácilmente al crimen. Niños
brutales, funestos, que ensucian y rompen cuanto tocan<
Romperían el mundo entero seguramente si la sabia Inglaterra
no estuviera allí para castigarlos.
La partida no era, por tanto, igual en este proceso ante el
mundo, entre la Revolución y sus acusadores anglo-franceses.
Ellos mostraban desórdenes demasiado visibles. Y la
Revolución mostraba lo que no se verá aún: la perseverante
traición de sus enemigos, el intento deliberado, íntimo de las
Tullerías, de la emigración, del extranjero; el acuerdo de los
traidores de dentro y de fuera. Se negaba, se juraba, se ponía al
cielo por testigo. Suponer, sospechar así, calumniar, ¡oh, que
injusticia! Estos inocentes que protestaban llegaron en 1815 a
decir muy alto que eran culpables.
Sí; nosotros podemos afirmarlo hoy sobre su testimonio con
toda seguridad: los Necker, los Lally, fueron simples, necios,
cuando afirmaron lo que luego el tiempo ha demostrado.
Necios, pero en esta necedad había corrupción. Estas cabezas
débiles y vanidosas habían sido trastornadas por sus
equivocaciones, corrompidas por las caricias, las adulaciones, la
funesta amistad de los enemigos de Francia.
La Francia revolucionaria que ha querido mostrarse tan
violenta, fue paciente en verdad. Por todas partes, en París, en
la calle de SaintJacques, en la de la Harpe, se imprimían, se
ponían a la vista los libros de los traidores, de un Calonne por
ejemplo, admirablemente hechos a expensas de la corte; el libro
furioso, inmundo de Burke, tan violento como los de Marat y, si
se le juzga por los resultados, bastante más homicida.
Este libro es tan furioso que el autor olvida en cada página
lo que acaba de decir en la precedente, perjudicándose a él
mismo a ciegas en sus propios, razonamientos, mereciendo
siempre el fin de MirabeauTonneau, queimurió por su propia
violencia, arrojándose a ojos cerrados sobre la espada de un
oficial a quien él obligaba a ponerse en guardia.
El exceso de furor que padece por no poder decir bastante,
arroja a cada momento a su autor a esas bajas bufonerías que
envilecen al bufón mismo. “No hemos sido nosotros los
ingleses vaciados, recosidos, empajados como las aves
disecadas de un museo, con paja o trapos, con sucios retales de
papel que ellos llaman Derechos del Hombre”. Y en otra parte:
“La Asamblea constituyente se compone de procuradores de
aldea. No podrán menos que hacer una constitución litigiosa
que pueda dar de sí un buen número de golpes seguros<”.
He buscado con una simplicidad que me da vergüenza hoy,
si había allí algo de doctrina< No había más que injuria y
contradicción. En la misma página dice: “El gobierno es una
obra de sabiduría humana”. Y algunas líneas más abajo: “Es
necesario que el hombre sea limitado por alguna cosa fuera del
hombre”. ¿Qué cosa? ¿Un ángel? ¿Un dios? ¿Un papa?
Volveríamos a los maravillosos gobiernos de la Edad Media, a
los políticos del milagro.
Lo más divertido en Burke es su elogio a los frailes. No se
calló nada al respecto. Educado en Saint-Omer, formado para
medrar, parece acordarse (un poco tarde) de sus buenos
maestros, los jesuitas. La protestante Inglaterra tiene el corazón
entemecido con ellos por su odio contra nosotros. La
Revolución ha tenido de bueno que al aproximar y poner de
acuerdo a sus enemigos, Pitt iría a misa. Todos juntos, ingleses
y frailes, se pondrían al unísono cuando se tratara de cantar
para Francia las vísperas sangrientas, cantando en un mismo
facistol.
Pitt defendió el libro de Burke, quiso crear una brecha
eterna entre los dos pueblos, ensanchar, ahondar el estrecho.
El odio de los ingleses hacia Francia había sido hasta
entonces un sentimiento instintivo, caprichoso, variable. Desde
entonces fue el objeto de un culto sistemático que produjo
resultados maravillosos. Y aumentó, floreció.
El fondo estaba bien preparado. Sismondi, de ningún modo
desfavorable a los ingleses y que se había casado entre ellos,
hace esta observación muy justa sobre su historia en el siglo
XVIII. Eran tanto más belicosos, cuanto que jamás hacían la
guerra. No la hacían ni por ellos, ni en su casa. Se creían
inatacables; de ahí una seguridad y egoísmo que les endurecía
el corazón, los hacía violentos, irritables contra todo lo que les
resistía. El cambio de esta disposición odiosa fue el progreso del
odio, la triste facilidad con que se dejaron llevar por sus
magnates, por sus ricos, a todos los extravíos que el odio
inspira. Las buenas cualidades de este pueblo laborioso, serio,
reconcentrado, se volvieron todas al mal.
Una virtud desconocida en el continente y que, hay que
decirlo, sirvió con frecuencia a sus hombres, los Pitt, los Nelson
y otros, fue la doggedness, una especie de hidrofobia muda, ese
furor del perro que muerde sin saber lo que muerde y que no
huye jamás.
A mí, este triste espectáculo no me inspira el odio por el
odio. No. Más bien piedad< ¿Pueblo hermano, pueblo que fue
el de Newton, el de Shakespeare, que no habría tenido piedad
de veros caer en esta credulidad baja, en esta deshonrosa
deferencia por nuestros enemigos comunes, los aristócratas,
hasta creer y recibir con respeto y confianza todo lo que decía el
nobleman, el gentleman, el lord contra las gentes cuya causa era
la vuestra?< Vuestra miserable prevención por la que os
menosprecian, nos ha hecho mucho mal, y a vosotros, a
vosotros os ha perdido.
¡Ah! ¡Nunca sabréis lo que fue para vosotros el corazón de
Francia! Cuando en mayo de 1790 uno de nuestros diputados,
hablando de Inglaterra, llegó a decir: “Nuestra rival, nuestra
enemiga” hubo en la Asamblea un rumor universal. Se prefería
abandonar a España antes que mostrar desconfianza hacia los
ingleses.
Esto en el año 1790, mientras el ministerio inglés y la
oposición lanzaban unidos el libro de Burke.
El efecto de esta pobre declamación fue inmenso en los
ingleses. Los clubs que se habían formado en Londres para
sostener los principios de nuestra Revolución fueron disueltos
en gran parte. El liberal lord Stanhope borró su nombre de sus
libros (noviembre de 1790). Numerosas publicaciones,
hábilmente dirigidas, multiplicadas hasta el infinito, vendidas a
vil precio entre el pueblo, lo volvieron contra nosotros, tanto,
que el 14 de julio de 1791 una reunión de ingleses celebró en
Birmingham el aniversario de la Bastilla y el populacho furioso
fue a saquear, a romper, a quemar los muebles a la casa de
Priestley y su laboratorio de química. Él salió de este país
ingrato y se fue a América.
He aquí la fiesta que se hacía en Inglaterra al amigo de
Francia.
Y he aquí en el mismo año la fiesta que se hacía en Francia
a los ingleses.
En diciembre de 1791, nuestros jacobinos, presididos
entonces por los girondinos Isnard y Lasource, decidieron que
las tres banderas de Francia, Inglaterra y la de los Estados
Unidos fueran colgadas en las bóvedas de su salón y que los
bustos de Price y de Sidney fueran puestos al lado de los de
Jean-Jacques, Mirabeau y Franklin.
Se decretó el lugar de honor para un inglés, diputado de los
clubs de Londres. Le fueron dirigidas las felicitaciones más
tiernas, en medio de los votos por una eterna paz. Pero la unión
hubiera parecido imperfecta si nuestras madres, nuestras
mujeres, las mediadoras del corazón no hubiesen venido a
enlazar las naciones uniendo sus manos. Llevaron un regalo
conmovedor, su trabajo: ellas mismas y sus hijas habían tejido
tres banderas para los ingleses, el gorro de la libertad y la
escarapela tricolor. Todo esto colocado a su vez en un arca de
alianza con la Constitución, la nueva Carta de Francia, frutos de
la tierra de Francia y espigas de trigo.
(31 1790)

El sacerdote y el inglés han sido la tentación de Francia. —Alianza de


los realistas y los constitucionales. —El rey de la burguesía, Lafayette,
un anglo-americano. —Agitación del ejército. —Irritación de los
oficiales y de los soldados. —Persecución del regimiento de
Châteauvieux. —Lafayette, seguro de la Asamblea y de los jacobinos,
se entiende con Bouillé y le autoriza a asestar un golpe. —Se provoca
a los soldados (26 de agosto). —Bouillé marcha sobre Nancy, rechaza
toda condición y da lugar al combate (31 de agosto). —Matanza de los
Vaudeses abandonados. El resto ajusticiado o enviado a galeras. —El
rey y la Asamblea dan las gracias a Bouillé. —Loustalot muere
(septiembre).

Los obstáculos de nuestra Revolución, como en todas las


demás, fueron el egoísmo y el miedo. Pero el obstáculo especial
que caracteriza históricamente la nuestra, es el odio
perseverante con que la persiguieron por toda la tierra el
sacerdote y el inglés.
Odio funesto en la guerra, fatal en la paz, asesino en la
amistad. Nosotros lo sentimos todavía hoy.
Han sido para nosotros no solamente la persecución, sino
lo que es más demoledor, la tentación.
A la multitud simple y crédula, a la mujer, al campesino, el
clérigo ha dado la opinión de la Edad Media, llena de turbación
y de malos sueños. El burgués ha bebido el opio inglés con
todos sus ingredientes de egoísmo, confortable bienestar,
libertad sin sacrificio; la libertad que resultaría de un equilibrio
mecánico, sin que el alma interviniese para nada; la monarquía
sin virtud, como la explica Montesquieu; garantizar sin mejorar,
garantizar sobre todo el egoísmo.
He aquí la tentación.
En cuanto a la persecución, es esta historia la que debe
contarla. Comienza con una erupción de libelos de ambos lados
del estrecho, por las falsedades impresas. Continuará siempre
por una emisión no menos espantosa de falsedades de otro
género, falsas monedas, falsos asignados. La gran fábrica de
estas falsedades era pública en Birmingham.
Esta nube de mentiras, de calumnias, de acusaciones
absurdas, como un ejército de insectos inmundos que el viento
arroja en el estío, tuvo su resultado inmediato, el de lanzar
millones de moscas punzadoras en los flancos de la Revolución
para hacerla furiosa y enloquecerla, después de oscurecer la luz,
de ocultar tan bien el día, que muchos tenidos por clarividentes
andaban a tientas en pleno mediodía.
Los débiles que hasta entonces iban por impulso, por
sentimiento, sin principios, perdieron el camino y se pusieron a
preguntar: ¿Dónde estamos? ¿A dónde vamos? El tendero
comenzó a dudar de una revolución que hacía emigrar a los
compradores. El burgués rutinario, casero, forzado a cada
momento a dejar su hogar al sonido del tambor, estaba irritado,
“quería acabar”. Parecido completamente en esto a Luis XVI,
hubiera sacrificado su interés, su trono si hubiera sido
necesario, antes que renunciar a sus costumbres.
Este estado de irritación, esta necesidad de reposo, de paz a
cualquier precio, llevó muy lejos a la burguesía y a Lafayette, el
rey de la burguesía, hasta un desprecio sangriento que tuvo
sobre la marcha de los acontecimientos una influencia
incalculable.
No se pierden tan fácilmente las ideas propias, los hábitos
de raza. Lafayette, levantado por algún tiempo sobre sí mismo
por el movimiento de la Revolución, volvía poco a poco a ser el
marqués de Lafayette. Quería ayudar a la reina y atraerla,
quería complacer también, no hay manera de dudarlo, a
madame de Lafayette, mujer excelente, pero devota, entregada
como tal a las ideas retrógradas y que hacía decir diariamente
misa en su capilla por un clérigo no juramentado. A estas
influencias íntimas de la familia, añadid su parentela, toda ella
aristocrática, su primo Bouillé, sus amigos, todos ellos grandes
señores; en fín, su Estado Mayor, formado de nobleza y de
aristocracia burguesa. Bajo una apariencia firme y fría no estaba
menos ganado, cambiado a la larga por estas amistades
contrarrevolucionarias. Una cabeza mejor no hubiera resistido.
La federación del Campo de Marte puso el coronamiento a esta
embriaguez. Una multitud de gente fervorosa y honrada que
tanto había oído hablar de Lafayette en sus provincias y que al
fin tenían la dicha de verle, dio el espectáculo más ridículo; le
adoraban, así como se dice; le besaban las manos y las botas.
Nada más sensible que un dios, y por esto nada más
irritable: la situación misma era por demás irritante. Estaba
llena de contrastes, de alternativas violentas. El dios se veía
obligado, en los azares del tumulto, a hacerse comisario de
policía, gendarrne si era preciso; una vez le ocurrió, no
obteniendo obediencia alguna, tener que prender por su propia
mano a un hombre y llevarlo él mismo a la prisión.
La grande y soberana autoridad que hubiera
envalentonado a Lafayette y le hubiera contenido en sus
pruebas era la de Washington, pero le faltó completamente.
Washington era, como es sabido, el jefe del partido—que quería
fortalecer en América la unidad de gobierno. El jefe del partido
contrario, Iefferson, había contribuido mucho a aumentar el
impulso de nuestra Revolución. Washington, a pesar de su
extremada discreción, no ocultaba a Lafayette su deseo de
haberla podido contener. Los americanos, salvados por Francia
y temiendo ser llevados por ella demasiado lejos contra los
ingleses, habían creído prudente reconcentrar su
reconocimiento sobre dos individuos: Lafayette y Luis XVI. No
comprendieron lo bastante nuestra situación y estuvieron
demasiado con el rey, contra Francia. Una cosa además los
enfrió, con la que no habíamos podido soñar, pero que hería su
comercio: la decisión de la Asamblea sobre los tabacos y los
aceites.
Los americanos, tan firmes contra Inglaterra en todo
negocio de interés, son débiles y parciales en las cuestiones de
ideas. La literatura inglesa es siempre su literatura. La cruel
guerra de prensa que nos hacían los ingleses influyó sobre los
americanos, y por ellos sobre Lafayette. Por lo menos no le
sostuvieron en sus primitivas aspiraciones republicanas.
Emplazó este alto ideal, se allanó al menos provisionalmente, a
las ideas inglesas, a un cierto eclecticismo bastardo
angloamericano. Americano en las ideas, era inglés de cultura y
hasta un poco por el semblante y el aspecto.
Por esta interinidad inglesa, por este sistema de realeza
democrática o de democracia real que, decía él, no era buena más
que por unos veinte años, hizo una cosa decisiva, que pareció
detener la Revolución y la precipitó.
Retrocedamos a los antecedentes:
Desde el invierno de 1790, el ejército fue trabajado desde
dos puntos a la vez; de un lado por las sociedades patrióticas;
del otro por la corte, por los oficiales, que probaron, como se ha
visto, a persuadir a los soldados de que habían sido ofendidos
en la Asamblea Nacional.
En febrero la Asamblea aumentó el sueldo en algunas
monedas. En mayo el soldado no había recibido nada de este
aumento que vino a ser insignificante, empleado casi
totalmente en imperceptible añadido a las raciones de pan.
Retardo largo y resultado negativo. Los soldados se
creyeron robados. Hacía tiempo que acusaban de poca
delicadeza a los oficiales, porque no daban ninguna cuenta
completa de las cajas de los regimientos. Lo seguro es que los
oficiales eran, por lo menos, contables muy descuidados, muy
distraídos, enemigos de escrituras y recibos y pésimos
calculadores. En los últimos años sobre todo, con la pesadez
universal de la antigua administración, la contabilidad militar
parecía no existir. Citaré un regimiento: Châtelet, coronel del
regimiento del rey, ni contaba ni inspeccionaba.
Los soldados de Bouillé formaron comités, escogieron
diputados que reclamaran a los superiores, por lo pronto con
moderación, sobre las retenciones que se habían hecho: “Las
reclamaciones eran justas, aquello iba derecho”. Él añadía que
entonces parecieron injustas y exorbitantes. ¿Quién sabe? Con
una contabilidad tan irregular ¿quién podía hacer bien el
cálculo?
Brest y Nancy fueron el teatro principal de esta extraña
disputa, en la que el oficial, el noble, el gentilhombre eran
acusados de estafadores. Los oficiales recriminaron
violentamente. Fuertes en su posición de jefes y en su
superioridad en la esgrima, no perdonaron ninguna insolencia
al soldado, ni al burgués amigo del soldado. No se batían con el
soldado, pero lanzaban contra el maestro de armas
espadachínes pagados, que seguros de sus golpes le ponían en
la alternativa o de una muerte cierta o de retroceder, quedando
en ridículo. Se halló uno en Metz, que disfrazado por los
oficiales, pagado por ellos a tanto por cabeza, iba por las noches
ya vestido de guardia nacional, ya de burgués, a insultar, a
herir y a matar. El que rehusaba habérselas con esta espada
infalible, era al día siguiente proclamado cobarde en el cuartel y
burlado como un objeto de diversión y de chacota insufrible.
Los soldados terminaron por coger al farsante, reconocerlo,
hacerle decir los nombres de los oficiales que le prestaban sus
disfraces. No se le hizo daño, se le castigó solamente con
ponerle una gorra de papel y en ella su nombre: Iscariote.
Los oficiales descubiertos pasaron la frontera y entraron
como tantos otros en los cuerpos que Austria dirigía contra
Brabante.
Así se realizaba la división natural. El soldado se acercaba
al pueblo, los oficiales se unían al extranjero.
Las federaciones fueron una ocasión nueva para que la
división estallara.
Los oficiales se desenmascararon cuando se les exigió el
juramento. Impuesto por la Asamblea, retardaron el momento
de prestarlo, y cuando lo hicieron aparentaron una ligereza que
contribuyó a aumentar el desprecio y el odio que tenía el
soldado hacia sus jefes. Así quedaron los oficiales envilecidos.
He aquí el estado del ejército, su guerra interior. Y la guerra
exterior estaba muy próxima. El último estallido fue en julio,
cuando el rey acordó permitir el paso de los austriacos que
querían ahogar la revolución de los Países Bajos. El paso o la
permanencia< ¿Quién sabe si se quedarían o no, si el buen
hermano Leopoldo alojaría fratemalmente a Mézières o a
Givet?< La población de las Ardermes, no fiándose en manera
alguna de un ejército tan dividido, ni de Bouillé que lo
mandaba, quiso defenderse por sí misma. Treinta mil guardias
nacionales, asustados, se marcharon con los austriacos en
cuanto se supo que la Asamblea Nacional había negado el paso.
Los oficiales, por el contrario, no ocultaban delante de los
soldados la alegría que les inspiraba el ejército extranjero. A
uno que preguntaba si realmente los austriacos llegarían: “Sí, le
dijo un oficial, vienen y es para castigaros”.
Sin embargo, los duelos continuaban de una manera
aterradora. Se los empleaba como en Lille para la depuración
del ejército. Se aprovechaban las disputas, las vanas rivalidades
que surgen entre los cuerpos, frecuentemente sin que se sepa
por qué. En Nancy iban a batirse mil quinientos contra otros mil
quinientos; un soldado se arrojó entre ellos, los obligó a
explicarse y les hizo volver la espada a la vaina.
Se daban despedidas en conjunto (¡al frente del enemigo!);
muchos soldados eran reenviados de una manera infame, con
cartuchos vacíos.
Éstas eran las cosas allí, cuando el regimiento del rey estaba
en Nancy con otros dos (Mestre de Camp y Châteauvieux, un
regimiento suizo), acordándose de pedir cuentas a los oficiales
y haciéndolas pagar. Esto tentó a Châteauvieux. El 5 de agosto
envió dos soldados al regimiento del rey para pedir razón sobre
el examen de las cuentas. Estos pobres suizos se creían
franceses, querían portarse como franceses; se les recordó
grosera y cruelmente que eran suizos. Sus oficiales, en términos
de capitulación, eran sus jueces supremos para la vida y para la
muerte. Oficiales, jueces, señores y dueños los unos, patronos
de las poblaciones soberanas de Berna y Friburgo los otros,
señores feudales de Vaud y de otros países sometidos, que
daban a sus vasallos lo que ellos recibían en desprecio de Berna.
La conducta de sus soldados les pareció tres veces culpable:
soldados sometidos y vasallos nunca podían ser castigados
todo lo cruelmente que merecían. Y los dos soldados enviados
fueron baqueteados vergonzosamente en plena parada. Los
oficiales franceses presenciaron esto y lo admiraron. Luego
felicitaron a los oficiales suizos por su inhumanidad.
Ellos no habían calculado cómo se tomaría esto el ejército.
La emoción fue violenta. Los franceses todos sintieron el golpe
que daban a los suizos.
Este regimiento de Châteauvieux era y merecía ser querido
por el ejército francés. Fue el que el 14 de junio de 1789,
formado en el Campo de Marte, cuando los parisienses iban a
tomar las armas a los Inválidos, declaró que jamás dispararía
sobre el pueblo. Evidentemente su negativa paralizó a Besenval
y dejó a París libre y dueño de marchar sobre la Bastilla.
¡No hay que admirarse! Los suizos de Châteauvieux no
eran de la Suiza alemana, sino hombres del país de Vaud, de los
campos de Lausana y de Ginebra. ¿Hay algo más francés en el
mundo?
Hombres de Vaud, hombres de Ginebra y de Saboya:
nosotros os dimos a Calvino; vosotros nos disteis a Rousseau.
Que esto sea entre nosotros un sello de alianza eterna. Vosotros
os declarasteis nuestros hermanos desde la primera mañana,
desde el primer día, desde el momento verdaderamente
formidable en que nadie podía prever la victoria de la libertad.
Los franceses fueron a acoger a los dos suizos castigados
por la mañana, los vistieron con sus trajes, les cubrieron la
cabeza con sus gorros, les pasearon por la ciudad y obligaron a
los oficiales suizos a dar a cada uno de los soldados cien luises
de indemnización.
El movimiento de indignación no fue al pronto más que un
estallido de buenos sentimientos, de equidad, de patriotismo;
pero dado el primer paso, obligados una vez los oficiales a
pagar aquella indemnización y una vez amenazados, siguieron
naturalmente otras violencias.
Los oficiales, en lugar de dejar las cajas de los regimientos
en el cuartel, donde según los reglamentos debían estar, las
habían puesto en casa del tesorero, y decían de un modo
insultante que ellos las harían guardar por la mariscalía como si
estuvieran amenazadas por los ladrones. Los soldados a su vez
y en desquite, decían que era muy de temer que los oficiales se
llevaran las cajas y se pasaran al enemigo. Las pusieron, pues,
en el cuartel. Estaban poco menos que vacías. Nuevo motivo de
acusación. Los soldados hicieron dar a cuenta de lo que se les
debía cantidades con las cuales los franceses obsequiaron a los
suizos y los suizos a los franceses y después a los pobres de la
ciudad.
Estos excesos militares no entrañaban ningún desorden
grave, si hemos de creer el testimonio de los guardias
nacionales de Nancy ante la Asamblea. Sin embargo, tenían
algo de alarmante. La situación exigía un pronto remedio.
Ni la Asamblea ni Lafayette comprendieron lo que era
necesario hacer.
Lo que hubiera debido comprenderse al momento es que
de ningún modo eran aplicables las reglas ordinarias. El ejército
no era solo un ejército. Había allí dos pueblos, uno enfrente de
otro, dos pueblos enemigos, los nobles y los que no eran nobles.
Estos últimos, los soldados, habían vencido por la Revolución;
gracias a ellos se había realizado esta. Creer que los vencedores
continuarian obedeciendo a los vencidos, quienes además los
insultarían, era creer una insensatez. Bastantes oficiales se
habían pasado ya al enemigo; los que quedaban habían
aplazado, declinado el juramento cívico. Era realmente dudoso
que los soldados hubieran podido obedecer a los amigos del
enemigo.
Una sola cosa había razonable, practicable, la que
aconsejaba Mirabeau: “Disolver el ejército y reconstituirlo”. La
guerra no era lo bastante inminente como para que no hubiese
habido tiempo de hacer esta operación. El obstáculo, el grave
obstáculo era que los poderosos de la época, Mirabeau mismo,
Lafayette, los Lameth, todos estos revolucionarios
gentilhombres no hubieran escogido y nombrado oficiales más
que entre los gentilhombres. El prejuicio, la tradición, eran
demasiado fuertes en favor de estos; no se reconocía espíritu
militar alguno en las clases inferiores; no se adivinaba en
manera alguna la multitud de verdaderos hombres que había
en el pueblo.
Lafayette fue quien por su amigo el diputado Emmery,
puso a la Asamblea en situación de tomar las inadecuadas y
violentas medidas que tomó contra el ejército, mostrándose
parte y no juez; parte en provecho de la contrarrevolución.
El 6 de agosto Lafayette hizo proponer por Emmery y
decretar por la Asamblea que para confirmar las deudas y
revisar las cuentas de los oficiales, el rey nombraría inspectores
escogidos entre los oficiales, y que no se infligiría a los soldados
expulsiones ignominiosas sino después de un juicio según las
fórmulas antiguas, es decir, celebrado por los oficiales. El soldado
tenía su recurso de apelación ante el rey, es decir, ante el
ministro (oficial también), o bien ante la Asamblea Nacional,
que aparentemente iba a dejar sus inmensos trabajos para
hacerse juez de los soldados.
Este decreto no era más que un arma de la que había que
cuidarse. Se tenía miedo de dar un golpe. Dado el decreto el 6,
fue sancionado el 7 por el rey. El 8 Lafayette escribía a Bouillé
que debía dar el golpe. Esta es la misma frase de la que él se sirve
y que repite muchas veces205.
Lafayette no era en modo alguno sanguinario. No es, pues,
su carácter lo que se censura aquí, sino su inteligencia.
Se imaginaba que este golpe violento, pero necesario, iba a
restablecer para siempre el orden. El orden ya restablecido
permitiría al fin dejar hacer y que funcionase la máquina, la
bella máquina constitucional, la democracia real que él miraba
como su obra, que amaba y defendía con el amor propio de
autor.
Y este primer acto, tan útil al gobierno constitucional, iba a
ser realizado por el enemigo de la Constitución, Bouillé, que
había dilatado cuanto había podido prestarle el juramento y
que le guardaba rencor por estar personalmente resentido
contra los solados, que recientemente no habían tenido en
cuenta sus órdenes y le habían obligado a pagar una parte de lo
que se les debía. Estaba bien allí este hombre considerado como
calmoso, imparcial, desinteresado, a quien se le podía confiar
una misión de rigor; ¿no habría que temer que esto fuese
ocasión de una venganza personal?
Bouillé mismo dijo que tenía un plan secreto. Dejar que se
desorganizara la parte mayor del ejército, tener seguros y bajo
una mano firme, algunos cuerpos, sobre todo extranjeros.
Estaba claro que con estos últimos se podría anular a los otros.
Para utilizar a tal hombre con total seguridad, sin
comprometerse, Lafayette se dirigió directamente a los
jacobinos, a cuyos jefes informó del peligro de una vasta
insurrección militar. ¡Hecho curioso! Los diputados jacobinos,
cuyos emisarios no habían contribuido menos a sublevar las
tropas, votaron contra ellas en la Asamblea Nacional. Todos los
decretos represivos fueron votados por unanimidad.
La corte llegó a envalentonarse, hasta el punto de no haber
temido confiar a Bouillé el mando de las tropas en toda la
frontera del Este, desde Suiza hasta la Sambre. Verdad es que
estas tropas no eran muy seguras, no pudiendo contar más que
con veinte batallones de infantería, alemanes o suizos; pero en
cambio tenía mucha caballería, veintisiete escuadrones de
húsares alemanes y treinta y tres escuadrones de caballería
francesa. Además se dio orden a todos los cuerpos
administrativos de ayudar y apoyar a Bouillé en todo trance.
Lafayette, para asegurar mejor el éxito, escribió fraternalmente a
los guardias nacionales y envió dos de sus ayudas de campo;
uno de estos se hizo ayuda de campo de Bouillé y el otro trabajó
para adormecer a la guarnición de Nancy y tranquilizar a los
guardias nacionales.
Bouillé, que ha explicado él mismo su plan de campaña,
deja entrever muchas cosas cuando dice que quería asegurarse
por Montmédy una comunicación con Luxemburgo y el
extranjero.
En su carta del 8 de agosto Lafayette decía a Bouillé que
para inspector de cuentas se enviaba a Nancy un oficial,
Malseigne, a quien se hizo venir expresamente de Besançon.
Era esta una elección muy amenazadora. Malseigne pasaba por
ser el “primer cerebro del ejército”, un hombre muy valiente,
maestro en esgrima, fogoso y muy provocativo. Extraño
inspector de cuentas. Seguramente las saldaría a sablazos.
Convenía enviarle solo para expresar claramente el reto.
Entretanto los soldados habían escrito a la Asamblea
Nacional, pero la carta fue interceptada. Enviaron entonces
algunos soldados para llevar una segunda carta y Lafayette los
hizo detener a su llegada a París.
En cambio se presentó a la Asamblea la acusación contra
los soldados enviados por la municipalidad de Nancy, que era
adicta a los oficiales. Emmery sostuvo pérfidamente que el
suceso de Châteauvieux había tenido lugar después de haber sido
proclamado el decreto de la Asamblea del día 6. Expuesto así el
asunto, sin hacer mención de la fecha del suceso, parecía una
violación del decreto, no violado, puesto que era desconocido
en Nancy, toda vez que fue proclamado en París horas después
del mismo día. Así se presentó, como violando el decreto del 6,
una insurrección de los soldados de Metz que había tenido
lugar muchos días antes.
Por medio de esta exposición artificiosa y embustera, se
arrancó a la Asamblea un decreto apasionado e indigno que era
una condenación de los soldados; por este decreto debían
declarar su error y arrepentirse por escrito, es decir, debían
entregar a su adversario pruebas escritas contra ellos. El decreto
fue aprobado por unanimidad, sin que nadie hiciera la menor
observación: “Todo urge, todo quema, dice Emmery; hay
peligro hasta en el más ligero retraso”.
El 26 llegó Malseigne a Nancy armado del decreto. El orden
estaba ya restablecido, pero Malseigne turba, irrita y embrolla.
En lugar de apaciguar comienza por injuriar; en lugar de
establecerse pacíficamente en el Ayuntamiento, se va al cuartel
de los suizos y rehúsa escuchar a los que reclamaban contra los
jefes: “¡Juzgadlos!”, le gritaban. Quiere salir y se lo impiden.
Entonces retrocede tres pasos, saca la espada y hiere a varios
hombres. Se rompe su espada y tomando otra sale a través de
aquella multitud furiosa que, sin embargo, respetó su vida.
Se había conseguido lo que se quería, una bonita
provocación, todo cuanto podía parecer una violación y un
desprecio hacia los decretos de la Asamblea. Los suizos estaban
terriblemente comprometidos. Bouillé, para darles pretexto a
agravar su causa, les ordenó salir de Nancy; salir era entregarse,
no sólo a Bouillé, sino a sus jueces, a sus jefes, o mejor dicho, a
sus verdugos; sabían perfectamente los atroces suplicios que
sus oficiales les preparaban y no salieron de la ciudad.
Bouillé no tenía más que obrar. Escogió tres mil hombres
de infantería y mil cuatrocientos de caballería, todos o casi
todos alemanes. Para dar algún carácter nacional a aquel
ejército de extranjeros, los ayudas de campo de Lafayette
recorrieron los alrededores reclutando guardias nacionales.
Lograron reunir setecientos aristócratas o lafayettistas, que
siguieron a Bouillé y se mostraron muy violentos y muy
furiosos. Pero la masa de los guardias nacionales (cerca de dos
mil) no se dejó engañar, comprendiendo que luchar al lado de
Bouillé era luchar contra la Revolución, y se reunieron en
Nancy.
Los carabineros de Lunéville, donde se había refugiado
Malseigne, tampoco se preocuparon de la ejecución sangrienta
que se preparaba; ellos mismos entregaron a Malseigne a sus
camaradas, obligándole a entrar en Nancy en paños menores,
babuchas y gorro de dormir.
Bouillé tuvo una extraña conducta. Escribió a la Asamblea
rogándole le enviasen dos diputados que pudieran ayudarle a
arreglar las cosas, y el mismo día, sin esperar, parte para
arreglarlas él mismo a cañonazos.
El 31 de agosto, el día mismo del exterminio, se leía en la
Asamblea esta carta pacífica. Emmery y Lafayette intentaron
hacer decretar: “Que la Asamblea aprueba lo que Bouillé hace y
hará”.
Por suerte, una diputación de la guardia nacional de Nancy
se encontraba allí para protestar y entonces Barnave propuso e
hizo adoptar un acuerdo firme y paternal en el que la Asamblea
prometía juzgar imparcialmente< ¡Juzgar!, sería un poco tarde;
para entonces una de las dos partes no existiría.
Bouillé partió de Metz el 28, de Toul el 29 y el 31 llegó cerca
de Nancy. Tres diputaciones de la ciudad, a las once de la
mañana, a las tres y a las cuatro de la tarde llegaron ante él y le
preguntaron sus condiciones. Los diputados eran soldados y
guardias nacionales (Bouillé dijo que era un populacho porque
no tenían uniformes). A la cabeza de las diputaciones habían
puesto como soldados a individuos del municipio, quienes
temblando de miedo cuando se encontraron junto a Bouillé no
quisieron volver a la ciudad y permanecieron a su lado,
dándole autoridad con su presencia y con el terror que
demostraban por volver a Nancy. Las condiciones del general
eran exigir que los regimientos salieran inmediatamente, que
entregasen a su prisionero Malseigne y que cada regimiento
liberase a cuatro de sus soldados; esto era duro y deshonroso
para los franceses, pero era horrible para los suizos, que sabían
que no irían jamás al juicio de la Asamblea, sino que en virtud
de las capitulaciones sus jefes los reclamarían para colgarlos,
someterlos vivos al tormento de la rueda o matarlos a palos.
Los dos regimientos franceses se sometieron, libertaron a
Malseigne y comenzaron a salir de la ciudad. Quedó el pobre
Châteauvieux solo, con su pequeño número de batallones,
únicamente dos: alguno de los nuestros, por lo tanto, se
avergonzaron de abandonarle; muchos valientes guardias
nacionales de la comarca de Nancy vinieron también a ponerse
del lado de los suizos para compartir su suerte. Todos juntos
ocuparon la puerta de Stainville, la única que había sido
fortificada.
Si Bouillé hubiera querido ahorrar sangre, no hubiera
tenido que hacer más que una cosa: detenerse a un poco de
distancia, esperar a que los regimientos franceses hubieran
salido, después hacer entrar algunas tropas por las otras
puertas y poner así a los suizos entre dos fuegos; los hubiera
copado sin combate.
Pero entonces ¿dónde estaba su gloria? ¿Dónde el golpe
imponente que la corte y Lafayette habían esperado de Bouillé?
Él mismo refiere dos cosas que le hacen muy poco favor,
volviéndose en contra suya: primeramente que avanzó hasta
treinta pasos de la puerta, es decir, que puso cara a cara y en
contacto enemigos, rivales, suizos y suizos que no podían dejar
de injuriarse, de provocarse, de llamarse mutuamente traidores.
Y además que él dejó la cabeza de la columna para hablar a los
diputados, que hubiera podido fácilmente hacerlos llegar hasta
él; su ausencia tuvo el efecto natural que era de esperar: se
lanzaron injurias, gritos, disparos.
Los de Nancy dicen que comenzó por los húsares de
Bouillé; Bouillé acusa a los soldados de Châteauvieux. Apenas
se comprende, por lo tanto, cómo estos en tan gran peligro se
decidieron a provocar. Querían usar los cañones; un joven
oficial bretón, Désilles, tan atrevido como obstinado, se sentó
sobre un cañón; arrojado de allí, volvió de nuevo y lo abrazó:
grave incidente que permitía a los de Bouillé avanzar: no se le
pudo arrancar del cañón sino a bayonetazos.
Bouillé acudió, se hizo dueño de la puerta, lanzó a sus
húsares por la ciudad bajo un fuego de fusilería muy nutrido
que partía de todas las ventanas. No era sólo Châteauvieux el
que disparaba, ni solamente los guardias nacionales de la
comarca, sino la mayor parte de la población pobre que se había
decantado por los suizos. Sin embargo, los oficiales de los dos
regimientos franceses siguieron el ejemplo de Désilles y con
más suerte, porque llegaron a retener a las tropas en los
cuarteles.
Por la tarde, restablecido el orden, los regimientos franceses
habían partido, los suizos de Châteauvieux quedaban mitad
muertos, mitad prisioneros. Los que no se rindieron al punto,
fueron al cabo hallados en los días siguientes y degollados. Tres
días después todavía se cogió a uno y fue cortado en pedazos
en el mercado; diez mil testigos lo pudieron ver.
Después de la matanza la ciudad vio un espectáculo más
vergonzoso aún, un suplicio inmenso. Los oficiales suizos no se
contentaron con diezmar lo que quedaba de sus soldados; había
habido muy pocas víctimas: hicieron ahorcar a veintiuno. Esta
atrocidad duró todo un día y para coronar la fiesta el soldado
que hacía el número veintidós fue torturado en la rueda.
Lo más innoble, lo más infame para nosotros es que estos
Nerones aún hayan condenado después de esto a cincuenta
suizos a galeras (probablemente todos los que quedaban con
vida). Nosotros recibimos a estos galeotes; nosotros tuvimos la
noble misión de conducirlos y de guardarlos en Brest. Estas
gentes que no habían querido dispararnos el 14 de julio,
tuvieron por recompensa nacional un presidio en Francia.
El mismo día 31 de agosto, ya lo hemos dicho, la Asamblea
había hecho la promesa pacífica de una justicia imparcial.
Anteriormente había votado dos comisarios pacificadores;
Bouillé que los había pedido, no los oyó, y había hecho
superfluo el proceso exterminando una de las partes. La
Asamblea aparentemente va a desautorizar a Bouillé.
No, al contrario< La Asamblea, a propuesta de Mìrabeau,
dio las gracias a Bouíllé por su conducta; votó recompensas a
los guardias nacionales que le siguieron, honores fúnebres a los
muertos en el Campo de Marte y pensiones a sus familias.
Luis XVI no mostró en esta ocasión el horror a la sangre
que le era habitual. El gran deseo de ver restablecido el orden
hizo que tuviera suma satisfacción de este aflíctivo pero necesario
escarmiento. Dio las gracias a Bouillé por su buena conducta y le
animó a continuar. “Esta carta, dice Bouillé, pinta la bondad, la
sensibilidad de su corazón”.
“¡Ah!, dice el elocuente Loustalot; no fue aquella la palabra
de Augusto, cuando al oír el relato de la sangre vertida,
golpeaba su cabeza contra el muro diciendo: ¡Varo, trae mis
legionesl”.
El dolor de los patriotas fue grande por este suceso.
Loustalot no resistìó. Este joven, que apenas salido del foro de
Burdeos había llegado en dos años a ser el primero de los
periodistas, el más popular seguramente (puesto que sus
Revoluciones de París llegaron a alcanzar tiradas de 200.000
ejemplares), probó que era también el más sincero de todos, el
que llevaba más arraigada en el corazón la libertad. Vivía de
ella, moría de su muerte. Este golpe le hizo creer que se alejaba
por largo tiempo, para siempre, la esperanza de la patria.
Escribió su última hoja llena de elocuencia y de dolor, un dolor
varonil, sin lágrimas, pero más agudo, cuanto que era de
aquellos dolores a los que no se sobrevive. Algunos días
después de la matanza, murió a la edad de veintiocho años.
Peligro de Francia. —El suceso de Nancy hace sospechosa a la guardia
nacional. —Nuevos trastornos en el Mediodía. —Federación
contrarrevolucionaria de Jalës. —El rey consulta al papa; protesta
dirigida al rey de España (6 de octubre de 1790). —Acuerdo de
Europa contra la Revolución. —Europa obtiene fuerza moral del
interés que inspira Luis XVI. —Necesidad de una gran asociación de
vigilancia. —Origen de los jacobinos (1789). —Ejemplo de una
federación jacobina. —Qué clases reclutaban los jacobinos. —¿Tenían
un credo terminante? —¿En qué modificaban el antiguo espíritu
francés? —Fornzaban un cuerpo de vigilantes y acusadores; una
inquisición contra otra inquisición. —La sociedad de París es por lo
pronto una reunión de diputados (octubre de 1789). —Prepara las
leyes y organiza una policía revolucionaria. —La Revolución toma de
nuevo la ofensiva (septiembre de 1790). —Fuga de Necker. —Terror
de los nobles duelistas. —Los jacobinos le oponen el terror del pueblo.
—El palacio de Castries saqueado (13 de noviembre de 1790).

La matanza de Nancy es una era verdaderamente funesta, de la


que se podría hacer datar los comienzos de divisiones sociales
que más tarde, desarrolladas con el industrialismo, han llegado
en nuestros días a ser el gran obstáculo, el atolladero real de
Francia, el secreto de su debilidad, la esperanza de sus
enemigos.
La aristocracia europea y su gran agente, Inglaterra, deben
dar gracias aquí a su buena fortuna. La Revolución tendrá un
brazo en cabestrillo y sólo con el otro podrá luchar contra ellas.
Este pequeño combate de Nancy tuvo los efectos de una
gran victoria moral. Hizo sospechosas de aristocracia a las dos
fuerzas que acababa de crear la Revolución, sus propias
municipalidades revolucionarias y su guardia nacional.
Se dijo, se repitió, se creyó y aún lo creen muchos, que la
guardia nacional había combatido por Bouillé, y sin embargo ya
hemos visto que con las cartas de Lafayette, con los esfuerzos
de sus ayudantes de campo, enviados expresamente de París,
Bouillé no pudo reunir, en una ruta bastante larga, más que
setecientos guardias nacionales, probablemente nobles, o sus
arrendadores, sus guardabosques, etc. Pero los verdaderos
guardias nacionales, los paisanos propietarios de la comarca de
Nancy, formando ellos solos dos mil hombres, tomaron parte
por los soldados, y a pesar del abandono de los dos regimientos
franceses, tiraron sobre Bouillé.
Por último, al saberse que los austriacos habían obtenido el
pasaje, treinta mil guardias nacionales se habían puesto en
movimiento.
Cosa extraña. Fueron principalmente los amigos de la
Revolución los que dieron fuerza y crédito a este rumor, que la
guardia nacional se había decidido por Bouillé. Su odio hacia
Lafayette, hacia la aristocracia burguesa que tendía a aumentar
su fuerza con la guardia nacional de París, les hizo escribir,
imprimir, divulgar lo que la contrarrevolución quería hacer
creer en Europa.
La conclusión fue para Europa, que era necesario que la
Revolución francesa fuera una cosa muy execrable para que las
dos fuerzas creadas por ella, la guardia nacional y las
municipalidades, se volvieran en contra suya.
¡Lafayette armando a Bouillé! ¡La autoridad revolucionaria
no pudiendo restablecer el orden más que con la espada de la
contrarrevolución! ¡Qué cosa más abonada para persuadir que
esta, la contrarrevolución, era la verdadera fuerza, que era el
verdadero partido social! El rey, los sacerdotes, los nobles, se
afirmaron más en la convicción de la legitimidad de su causa.
Se entendieron y se aproximaron; divididos e impotentes en el
período anterior, quieren unirse en este fortaleciéndose
mutuamente.
Las asociaciones, que se creían muertas, volvieron a
levantar fieramente la cabeza. El Parlamento de Toulouse anula
los procesos formados por una municipalidad contra los que
despreciaban la escarapela tricolor. La cámara de subsidios
concedía ganancias a los que rehusaban los pagos asignados.
¡Los cobradores no los quieren! Los arrendatarios generales
prohíben a sus dependientes que los reciban. Rechazar la
moneda de la Revolución es el medio más sencillo de sitiarla
por hambre, de obligarla a la bancarrota y de vencerla sin
combate.
Pero los fanáticos quieren el combate; todo esto es para
ellos muy lento. Los de Montauban persiguen a pedradas a las
patrullas de un regimiento patriota. En uno de los mejores
departamentos, el de Ardèche, los agentes de la emigración, los
Froment, los Antraigues, organizan un vasto y atrevido
complot para emplear las fuerzas de la guardia nacional contra
ella misma, para convertir las federaciones en instrumento de la
ruina del espíritu que las creó. Se llama a una fiesta federativa,
cerca del castillo de Jalès, a los guardias nacionales de Ardèche,
del Hérault y de la Lozère, bajo el pretexto de renovar el
juramento cívico. Hecho esto, al concluir la fiesta el comité
federativo, los alcaldes y los oficiales de guardias nacionales,
los diputados del ejército suben al castillo de Jalès y allí
determinan que el comité será permanente, que quedará
constituido en cuerpo autorizado, asalariado, que será el punto
central de los guardias nacionales, que conocerá las peticiones
del ejército, que hará entregar las armas a los católicos de
Nimes, etc. Y todo esto no tenía la más pequeña parte de
conspiración aristocrática oculta. Había una base de fanatismo
popular. Guardias nacionales tenían en el sombrero la cruz de
las hermandades del Mediodía; batallones enteros llevaban la
cruz por bandera. Un tal abate Labastida, general de los
cruzados, teniendo cinco guardias de corps por ayudantes de
campo, caracoleaba sobre un caballo blanco excitando a los
paisanos a marchar sobre Nimes para libertar a sus hermanos
prisioneros, mártires de la fe.
La Asamblea Nacional, advertida y alarmada, dio un
decreto para disolver esta Asamblea de Jalès, decreto tan poco
eficaz que la Asamblea duraba aún en la primavera.
La idea que cundía afirmándose en los espíritus de que una
gran parte de la guardia nacional era favorable a la
contrarrevolución, debió contribuir más que ninguna otra cosa
a hacer salir al rey de sus vacilaciones y a hacerle realizar en
octubre dos actos decisivos. Se encontraba en esta época
irrevocablemente firme en la cuestión religiosa, la que más
vivamente le tocaba al corazón. En julio había consultado al
obispo de Clermont para saber si podría sancionar la
constitución del clero sin peligro para su alma. A fines de
agosto había hecho la misma pregunta al papa. Aunque el papa
no diera una respuesta clara, temiendo irritar a la Asamblea y
hacer precipitar la reunión de Avignon, no pudo caber duda
que en septiembre el papa hizo saber al rey su vivísima
desaprobación de los actos de la Asamblea. El 6 de octubre Luis
XVI envió al rey de España, su pariente, una protesta contra
todo lo que pudieran obligarle a sancionar. Adoptó enseguida
la idea de la huida, que siempre había rechazado hasta
entonces, no una huida pacífica a Rouen como le había
aconsejado Mirabeau, sino una huida al Este en son de guerra
para volver a mano armada. Este proyecto, recomendado
siempre por Breteuil, el hombre de Austria, el hombre de María
Antonieta, fue reproducido en octubre por el obispo de Pamiers
que lo hizo agradable al rey y obtuvo plenos poderes para
Breteuil para tratar con las potencias extranjeras, y fue
reenviado a París para entenderse con Bouillé.
Estas negociaciones, comenzadas por el obispo, fueron
continuadas por Fersen, un sueco, muy personalmente, muy
tiernamente adicto a la reina hacía largos años, que había
venido expresamente de Suecia y le era muy querido.
España, el emperador y Suiza respondieron
favorablemente, prometiendo recursos.
España e Inglaterra, que parecían próximas a hacer la
guerra, hicieron traición el 27 de octubre. Austria no tardó en
unirse a los turcos, Rusia con Suecia. De manera que en algunos
meses Europa se encontró reimida de un lado y la Revolución
sola del otro.
Procedamos con orden y método. Es bastante matar una
revolución por año. Este año la de Brabante; el año próximo la
de Francia.
¡Hermoso espectáculo! Europa contra Brabante; el mundo
unido marchando en son de guerra; la tierra temblando bajo el
peso de los ejércitos< Y todo para aplastar una mosca. Y
todavía con estas fuerzas los valientes empleaban las armas de
la perfidia para completar su obra. Los austriacos, por Lamarck,
amigo, agente de la reina, habían dividido a los belgas,
complaciendo a sus progresistas, dándoles esperanza de
progreso, mostrándoles un mundo de oro en el corazón del
filántropo y sensible Leopoldo. El día en que Leopoldo estuvo
seguro de Inglaterra y de Prusia, se burló descaradamente de
ellos.
He aquí lo que les había sucedido entre nosotros a los
Mirabeau, a los Lafayette, a los que apoyaban al rey, fuese por
interés, fuese por una adhesión cordial llena de piedad. Cosa
grave y que hacía que aquel peligro fuese quizás el más
profundo de la situación, que la realeza tan cruelmente
opresiva en Europa, tan brutalmente tiránica para los débiles
(poco hacía que se había visto en Ginebra, en Holanda y al
mismo tiempo en Bruselas y en Lieja), la realeza, repito, al
mismo tiempo que se interesaba por París obtenía de Luis XVI y
su familia una incalculable fuerza de simpatía y de
consideración. Así ella se aprovechaba de la espada y del puñal
y ella era, sin embargo, la que lloraba. La cautividad del rey,
objeto de todas las conversaciones en todas las naciones del
mundo, verificaba lo que hay de más raro en nuestros tiempos
modernos, lo que hay de más poderoso, más terrible, ¡una
leyenda popular!, una leyenda contra Francia. Todo el mundo
hablaba de Luis XVI y nadie hablaba de la pobre Lieja
bárbaramente ahogada por el cuñado de Luis XVI. Lieja,
nuestra vanguardia del Norte, que en otro tiempo para
salvarnos había perecido dos o tres veces; Lieja, nuestra Polonia
de Meuse< desdeñosamente destrozada entre estos colosos del
Norte, sin que nadie lo mirase. ¿Pero cómo explicar que el
corazón humano tenga caprichos tan injustos en su piedad?<
Desde cualquier punto que yo mire, veo un inmenso, un
temible lazo tendido por todas partes, por fuera y por dentro. Si
la Revolución no encuentra una fuerza de asociación muy
concentrada, si no se afirma con un violento esfuerzo sobre sí
misma, entiendo que irremisiblemente pereceremos. No son
seguramente las inocentes federaciones que mezclaban
indistintamente los amigos y los enemigos por un ciego
impulso de sensibilidad fraternal; no son ellas, no lo esperamos,
las que nos han de sacar de aquí.
Son necesarias las asociaciones mucho más fuertes; son
necesarios los jacobinos.
Una organización vasta y fuerte de vigilancia inquieta
sobre la autoridad, sobre sus agentes, sobre los sacerdotes y los
nobles. Los jacobinos no son la Revolución, sino el ojo de
Revolución, el ojo avizor para vigilar, la voz para acusar y el
brazo para herir.
Asociaciones espontáneas, naturales, a las que inútilmente
se buscaría un origen misterioso o unos dogmas ocultos, salían
de la situación misma, de la necesidad más imperiosa: la de la
salvación. Ellas fueron una pública y patente conjura contra la
conspiración, en parte visible, en parte escondida de la
aristocracia.
Sería muy injusto para esta asociación poner su origen,
encerrar su historia entera en la sociedad de París. Esta,
mezclada más que otra alguna de elementos impuros, poco
escrupulosa en la elección de medios, ha lanzado
frecuentemente a sus hermanas, las sociedades de provincias,
que la seguían dócilmente, en las vías del maquiavelismo.
El nombre de sociedad madre que se emplea frecuentemente,
haría creer que todas las otras fueron sociedades sucursales de
la calle de Saint-Honoré. La sucursal central fue madre de sus
hermanas; pero lo fue por adopción.
Éstas nacían de ellas mismas. Son todas o casi todas clubs
improvisados en cualquier peligro público, en cualquier
emoción viva. Multitudes de hombres se reúnen entonces.
Algunos persisten, y aunque la crisis haya concluido, continúan
reuniéndose, comunicándose sus temores, sus desconfianzas; se
inquietan, se informan, escriben a las ciudades vecinas, a París.
Estos, estos son los jacobinos.
La situación, sin embargo, no consiste completamente en la
formación de estas sociedades. Su origen corresponde también
a una especialidad de carácter. El jacobino es una especie muy
original y particular. Hay muchos hombres que han nacido
jacobinos.
En el arrebatado entusiasmo tan general de Francia, en los
momentos de simpatías fáciles y crédulas en que el pueblo sin
desconfianza se arroja en brazos de sus enemigos, esta clase de
hombres más clarividentes o menos propensos a la simpatía, se
mantienen en prudente y firme desconfianza. Se los ve en las
federaciones, aparecer en las fiestas, mezclarse en la multitud,
formando siempre un cuerpo aparte, un batallón de vigilancia
que en el entusiasmo mismo avisa los peligros de la situación.
Algunos hicieron su federación aparte, entre ellos, a puerta
cerrada. Citemos un ejemplo.
Veo en un acta inédita de Rouen que el 14 de julio de 1790
tres amigos de la Constitución (este es el nombre que tomaban
entonces los jacobinos) se reunieron en casa de una señora
viuda, persona rica y considerada en la ciudad; allí prestaron
ante ella el juramento cívico. Se cree ver a Catón y a Mario en
Lucano: “Junguntur taciti contentique, auspice Bruto<”. Enviaron
orgullosamente el acta de su federación a la Asamblea
Nacional, que recibía al mismo tiempo el acta de la gran
federación de Rouen, en la que aparecían las firmas de los
diputados de sesenta poblaciones y de medio millón de
hombres.
Los tres jacobinos son: un sacerdote, limosnero de la
Conserjería, y dos cirujanos. Uno de ellos ha llevado a su
hermano, impresor del rey en Rouen. Añadid dos mocitos,
nieto y sobrino de la dama, y dos mujeres, probablemente de su
clientela o de su casa. Los ocho juntos hacen el juramento en
manos de esta Cornélie; a continuación presta ella sola el
juramento.
Pequeña sociedad, pero completa. La dama (viuda de un
negociante o armador) representa las grandes fortunas
comerciales. El impresor es la industria. Los cirujanos son las
capacidades, los talentos y la experiencia. El sacerdote, he aquí
la revolución misma; ya no será sacerdote en lo sucesivo: él es
quien escribe el acta, la copia, la notifica a la Asamblea
Nacional; él es el agente de este negocio, como la dama es el
centro. Por él se completa esta sociedad, aunque no se vea el
personaje que es la clave de toda esta sociedad reunida, el
abogado y procurador. Capellán del Palacio de Justicia, en la
Conserjería limosnero de los presos, confesor de los
condenados al suplicio, dependiente del Parlamento ayer,
jacobino hoy y declarándose como tal en la Asamblea, vale por
su audacia y su actividad más que tres abogados.
No hay que admirarse de que una dama sea el centro de
esta pequeña sociedad. Muchas mujeres entraban en estas
asociaciones, mujeres muy serias, con todo el fervor de sus
corazones femeninos, con un ardor ciego, confuso, de
afecciones y de ideas, espíritu de proselitismo, las pasiones
todas de la Edad Media al servicio de la fe nueva. Esta mujer de
que hablamos había sido seriamente probada; era una dama
judía, que vio convertirse a toda su familia y quedó ella sola
israelita; había perdido a su marido, después a su hijo (por un
accidente espantoso) y persistía en aceptar la Revolución rica y
sola. A sus amigos debió de serles fácil llevarla, supongo, a dar
su protección al nuevo sistema y a comprometer su fortuna con
la adquisición de fincas nacionales.
¿Por qué esta pequeña sociedad hace su federación aparte?
Porque Rouen en general le parece demasiado aristócrata,
porque la gran federación de sesenta ciudades con sus jefes
Estouteville, Herbouville, Sévrac, etc., esta federación, mezclada
de nobleza, no le parecía bastante pura; porque al fin fue hecha
el 6 de julio y no el 14, día sagrado de la toma de Bastilla. Por
esto el 14 estos ocho valientemente aislados, lejos de los
profanos y de los tímidos celebran el día santo. No quieren
confundirse; por muchos conceptos ellos son escogidos, como
lo eran la mayor parte de estos primero jacobinos, una especie
de aristocracia, de dinero, de talento, o de energía en
competencia natural con la aristocracia del nacimiento.
Nada de pueblo en esta época; en las sociedades jacobinas
nada de pobres206. En las ciudades, sin embargo, o donde había
rivalidad de dos clubs, donde el club aristocrático (como
sucedió algunas veces) usurpaba el título de Amigos de la
Constitución, el otro club del mismo nombre no dejaba de
prestarse más fácilmente a las admisiones, con el fin de
competir en número, y admitía gentes de clase inferior,
tenderos e industriales de poca fortima. En Lyon, y sin duda en
otras ciudades manufactureras, los obreros asistían desdemuy
al principio a las discusiones de los clubs.
El verdadero fondo de los clubs jacobinos consistía, no en
los primeros, tampoco en los últimos, sino en una clase
distinguida, aunque secundaria, que desde hacía largo tiempo
había hecho una guerra sorda contra el magistrado que la
rechazaba con su orgullo. El procurador, el cirujano, querían
elevarse al nivel del abogado y del médico; el clérigo se
abrazaba al obispo. El cirujano, en este siglo, a fuerza de mérito
había roto la valla y alcanzado casi la igualdad. El Châtelet
sostenía una guerra incesante contra el Parlamento; vencía en
1789 y hubo un momento (¿quién lo habría creído?) en que fue
el gran tribunal nacional. El célebre fundador de los Jacobinos
de París, Adrien Duport, era un hombre del Châtelet que llegó
hasta el Parlamento, pero que desde la Revolución reapareció
como hombre del Châtelet y deshizo a los parlamentarios.
Todo esto, en conjunto, hacía de los jacobinos una clase de
hombres áspera, desafiante, muy ardiente y muy contenida,
más positiva y más hábil de lo que habría podido esperarse de
sus teorías poco precisas y concretas.
Aunque las antiguas envidias y rivalidades y las
ambiciones nuevas hayan sido un potente estímulo para ellos,
aunque las intrigas de diversos partidos hayan explotado a
estas sociedades, su carácter en general claramente expresado
en el ejemplo que hemos citado, es originariamente el de
asociaciones naturales, espontáneas, formadas por una
verdadera religión patriótica, una devoción austera a la
libertad, una pureza cívica muy exigente y con tendencias
constantes a la depuración.
¿Cuál era el símbolo de estas pequeñas iglesias? Esta fe
ardiente ¿había tenido un Credo bien formulado? No; muy vago
todavía, presentaba aim indudablemente principios
contradictorios. Todos, casi todos, realistas en esta época, eran
muy desabridos para con el rey. Todos ellos estaban dominados
por Rousseau, por el famoso principio de la filosofía del siglo:
retornad a la naturaleza. Y sin embargo, con esto muchos se
creían cristianos, se adherían, al menos de nombre, a las
antiguas creencias que condenan la naturaleza, que la
proclaman pervertida, decaída.
Esta misma contradicción, esta ignorancia, esta fe en el
principio nuevo, poco profundamente conocido aún, tiene algo
de respetable. Es la fe en un Dios desconocido. Y esta fe en ellos
no es menos activa. Ella instruye, fortifica las almas. Como su
maestro Rousseau, estos creyentes levantan sus miradas,
dirigen su emulación hacia los nobles modelos de la
antigüedad, hacia los héroes de Plutarco. Si no penetran bien en
el fondo del genio de esa antigüedad, sienten al menos su
austeridad moral, su fuerza estoica, y sacan de ella su
inspiración para los acontecimientos civiles; aprenden lo que
supo mejor, lo que ellos mismo habrían necesitado saber y
abrazar en sus caminos peligrosos: ¡la muerte!
¡Cosa ardua y difícil de explicar! Ellos sacan de allí una
profunda modificación del espíritu de la antigua Francia.
Este espíritu tendía a dos cosas imposibles de conciliar con
la Revolución, con la lucha violenta que debía sostener. Por una
parte cierta facilidad de confianza y de creencia, una deferencia
muy grande hacia los demás, cierto barniz de buen trato y de
dulzura, encantadoras y fatales cualidades que tantas veces nos
han sido funestas. El otro carácter del viejo espíritu francés
tendía a lo que se llama el honor, a ciertas delicadezas de
procedimientos, a ciertos prejuicios también, a la facilidad, por
ejemplo, con la cual se admitía que un hombre por haberos
insultado debe degollaros también; opinión que en teoría parte
de la estima en que se tiene el valor y que en la práctica entrega
con frecuencia a los valientes en manos de los hábiles.
Estos dos caracteres de la antigua Francia fueron
despreciados por los jacobinos.
Adversarios de los sacerdotes, obligados a luchar contra
una vasta asociación donde la confesión y la delación
constituyen los primeros medios, los jacobinos emplearon
medios análogos, se declararon audazmente amigos de la
delación; la proclamaron el primer deber de todo ciudadano. La
vigilancia mutua, la censura pública, hasta la delación oculta,
he aquí lo que enseñaron y publicaron, apoyándose para este
fin en los más ilustres ejemplos de la antigüedad. La ciudad
antigua, griega y romana, la pequeña ciudad monástica de la
Edad Media que se llama convento, abadía, tienen por principio
el deber de perfeccionar, de depurar siempre, por la vigilancia
que todos los miembros de la asociación ejercen unos sobre
otros. Tal es también el principio que los jacobinos aplican a la
sociedad entera.
Nacidos en un gran peligro nacional, en medio de una
inmensa conspiración que negaban los conspiradores (como
ellos se han jactado luego), los jacobinos formaron, para la
salvación de Francia, una legión, un pueblo de acusadores
públicos.
Pero a diferencia, y grande, de la Inquisición de la Edad
Media que por el confesonario y otros mil medios diferentes
penetraba hasta fondo de las almas, la Inquisición
revolucionaria no tenía a su disposición más que medios
exteriores, indicios frecuentemente inseguros. De ahí una
desconfianza excesiva, malsana, im espíritu tanto más
susceptible cuanto que tenía menos certidumbre de tocar al
fondo. Todo alarmaba, todo inquietaba, todo parecía
sospechoso.
Temores muy naturales debido al peligro en que se veía a
Francia, a la Revolución, a la causa del género humano. ¡Esta
feliz Revolución, esperada durante miles de años, llegada al fin
ayer y ya próxima a perecer! Arrancada de un golpe a los que la
habían abrazado, puesta en el fondo de su corazón como la
parte más preciosa de ellos mismos. No era un bien exterior el
que se trataba de quitarles, sino la vida< Ninguno había
sobrevivido.
Para hacer justicia a los jacobinos, hay que colocarse en su
momento histórico y en su situación; comprender las
necesidades que los cercaron.
Estaban frente a una asociación inmensa, mitad de idiotas,
mitad de cobardes; lo que se llamaba, y lo que se llama, el
mundo de las gentes honestas.
Por una parte dos delatores: el rey, que hacía poco
denunció a su pueblo a Europa y el sacerdote que denuncia el
pueblo a los necios, a las mujeres, a la Vendée.
Por otra parte la inepta alianza de Lafayette con Bouillé, en
provecho de este, y que (con buena intención) pondría la
Revolución en manos de sus enemigos.
¿Quién puede precisar al detalle, ciudad por ciudad, en los
campos, en las aldeas, lo que era esta asociación del mundo
llamado de las buenas gentes, del mundo de los curas, del
mundo de las mujeres, del mundo de los nobles y de los casi
nobles?
¡Las mujeres! ¡Qué poder! Con tales auxiliares ¿qué
necesidad había de la prensa? La palabra femenina es un
vehículo mucho más eficaz. Verdadera fuerza, tanto más
decisiva cuanto que no tiene dureza alguna, que cede, que es
elástica y se dobla para realzarla mejor. Decidles una palabra al
oído; pronto corre, llega y agita, de día, de noche, por la
mañana en la cama, en el salón, en los mercados, y por la noche
en las conversaciones, en los corrillos de las puertas, por todas
partes, con el hombre, con el niño, con todos< ¡Fuerte ha de ser
quien resista!
He aquí un obstáculo real, terrible para la Revolución. ¿Y
qué es esto sino el avance del extranjero, el ataque de todos los
ejércitos de Europa?< Tengamos piedad de nuestros padres.
¿Quién, sin embargo, quería entrar en el detalle irritante del
mundo noble y casi noble? De toda la podredumbre antigua de
los parlamentarios, de su antigua política, es el obstáculo más
real que Lafayette asegura haber encontrado en París. Es la
clientela baja, servil de comerciantes, renteros pobres,
prestamistas insignificantes que se unían al clero y a los nobles.
Y estos nobles volvían a encontrarse, gracias a Lafayette y a
las leyes revolucionarias, jefes, oficiales de sus clientes en la
guardia nacional.
Para resistir a todo esto le hacía falta a la nueva asociación
una organización muy fuerte, y la encontró en la sociedad de
París. La originalidad primitiva de esta fue menor en las teorías
que en el genio práctico de sus fundadores.
El principal fue Duport, y él quedó por algún tiempo como
cabeza de los jacobinos. “Lo que Duport ha pensado, se
murmuraba, Barnave lo dice y Lameth lo hace”. Mirabeau los
llamaba triumgueusat (triunvirato de timos). Por el vigor de los
golpes que dirigieron a la realeza, se los creyó republicanos, se
les atribuyó un designio profundo, un proyecto bien definido
de cambiarlo todo de arriba abajo. Ellos mismos estaban
orgullosos de esta mala fama. No la merecían. No eran más que
inconsecuentes. Resultó en el día crítico, que eran partidarios de
la monarquía que ellos mismos habían destruido.
Duport era siempre un pensador, una cabeza firme y más
completa que la de sus colegas: hombre de especulación. Tenía
al mismo tiempo demasiada experiencia revolucionaria antes
de la misma Revolución. Rival de d'Éprémesnil en el
Parlamento, había sido uno de los principales motores de la
resistencia contra Calonne y Brienne. Debía conocer a fondo la
acción secreta de la policía parlamentaria, la organización de las
sublevaciones de los curiales y del pueblo en favor del
Parlamento.
Durante las elecciones de 1789, empezó a reunir en su casa
a políticos (calle del Grand—Chantier, cerca del Temple).
Mirabeau y Sieyès fueron allí y no quisieron volver. “¡Política
de cavernal”, dijo Sieyès. El gran metafísico no quería tratar
más que de ideas.
Duport quería llamar en auxilio de las ideas a la intriga
subterránea, a la agitación popular, al motín si era necesario.
Nueva reunión en Versalles. Esta, cuyo fondo era la
diputación de Bretaña, se llamó el Club Bretón. Allí se
preparaban bajo la influencia de Duport, de Chapelier, etc.,
muchas medidas audaces que salvaron la Revolución naciente.
La minoría de la nobleza, mitad de ella compuesta por señores
filántropos y por señores descontentos, se mezcló al club y llevó
a él un espíritu muy diverso, bastante equivoco. Cortesanos
revolucionarios, los más intrigantes, los más audaces, eran
amigos de Lameth, coroneles jóvenes, de familias favorecidas
por la corte pero poco satisfechas.
Nobles de Artois, habían sido elegidos en Franco Condado.
Un diputado de esta última provincia fue quien en octubre de
1789, cuando la Asamblea estuvo en París, alquiló un local a los
frailes llamados jacobinos para reunir a los diputados. Los
frailes alquilaron su refectorio por doscientos francos y por
otros doscientos el mobiliario, mesas, cajas, etc. Más tarde el
local no era suficiente, el club se hizo prestar la biblioteca y por
fin la iglesia. Las tumbas de los antiguos religiosos, la
comunidad sepultada de Santo Tomás, los hermanos de Jacob
Clément se vieron mudos testigos y confidentes de las intrigas
revolucionarias.
Por otra parte, los miembros del Club Bretón, muchos
diputados que jamás habían venido a París y que no estaban
muy tranquilos después de las escenas de octubre, creyéndose
como perdidos en este océano de pueblo, se habían instalado en
la calle de Saint-Honoré, cerca los unos de los otros, para
encontrarse pronto si era necesario. Ellos estaban a la puerta de
la Asamblea que funcionaba entonces en el Manège, hacia el
lugar en que se cruzan las calles de Rivoli y de Castiglione. Les
era muy cómodo reunirse casi enfrente del convento utilizado
por los jacobinos.
El primer día hubo cien diputados, luego doscientos, luego
cuatrocientos< Tomaron el título de Amigos de la
Constitución. En realidad ellos la hicieron. Fue enteramente
preparada por ellos. Estos cuatrocientos, más unidos, más
disciplinados, más exactos por otra parte, que los otros
diputados, fueron dueños de la Asamblea. Ellos aportaron las
leyes y las elecciones: ellos solos nombraban a los presidentes,
los secretarios, etc. Ocultaron por algún tiempo todo este poder
tomando a veces presidente en otras esferas que no eran las
suyas.
En el invierno de 1789 toda Francia vino a París. Muchos
hombres de gran representación querían entrar en los jacobinos.
Estos admitieron, por lo pronto, a algunos escritores
distinguidos: el primero fue Condorcet, después otras personas
conocidas que debían ser presentadas y recomendadas por seis
miembros. No se entraba sino con papeletas, que eran
cuidadosamente examinadas en la puerta por dos miembros allí
colocados al efecto.
El Club de los Jacobinos no podía limitarse por largo
tiempo a ser una comisión legislativa para preparar leyes.
Pronto se convirtió en un gran comité de policía revolucionaria.
La situación lo quería así. ¿De qué servía hacer la
Constitución si la corte por un golpe hábil derribaba esta
construcción hábilmente erigida? Se ha visto que a la noticia del
complot de Brest, que según se decía iba a ser entregado a los
ingleses, Duport había hecho crear el 27 de julio de 1789 el
Comité de investigaciones. El Comité no tenía otros agentes que
los mismos del gobierno que él debía vigilar. Estos agentes que
le faltaban los encontró en los jacobinos. Lafayette, que
aprendió a costa suya a conocer la organización, dice que el
centro era una reunión de diez hombres que ellos mismos
llamaban el sabbat, y que todos los días tomaban órdenes de
Lameth; cada uno de los diez las transmitía a otros diez
representantes de batallones y secciones diferentes, de manera
que todas las secciones recibían a un tiempo la misma denuncia
contra las autoridades, la misma proposición de levantamiento,
etc.
Lafayette tenía de su parte al Comité de investigaciones de
la ciudad y muchos adictos en la guardia nacional. Estas dos
policías se cruzaban entre sí y con la de la corte. La de los
jacobinos, obrando en el sentido del movimiento popular, de la
ola que subía, encontraba tanta facilidad como obstáculos las
otras. Se entendía bien en todo, se organizaba en cada ciudad
frente a las municipalidades, oponía a cada cuerpo civil o
militar una sociedad de vigilancia y de denuncia.
Ya hemos hablado del Club del 89, que Lafayette y Sieyès
intentaron oponer por el momento a los jacobinos. Este club
conciliador que creía enlazar la monarquía con la Revolución,
no hubiera logrado, en el caso de prosperar, más que destruir la
Revolución. Hoy, que tantas cosas secretas de entonces han
salido a plena luz, podemos declarar con toda seguridad que
sin la más fuerte, la más enérgica acción, la Revolución hubiera
perecido. Si no se volvía agresiva estaba perdida. La
imprudente asociación de Bouillé y de Lafayette le había dado
el golpe más grave. Por los jacobinos pudo retomar la ofensiva.
El 2 de septiembre se supo en París la noticia de Nancy, y el
mismo día, pocas horas después, cuarenta mil hombres
llenaban las Tullerías y asediaban a la Asamblea gritando: ¡La
destitución de los ministros! ¡La cabeza de los ministros! ¡Los
ministros a la farola!
El efecto de la noticia fue amortiguado, la emoción
dominada por la emoción, el terror por el terror.
La rapidez singular con que fue dispuesto este movimiento,
prueba a la vez el estado inflamable en que se hallaba el pueblo
y la vigorosa organización de la sociedad jacobina que podía, en
cuanto diera la señal, realizar el hecho.
Y Lafayette, con sus treinta y tantos mil hombres de
guardia nacional, con su policía militar y municipal, con los
recursos del Ayuntamiento, con los de la corte, en un momento
adecuado para dar el golpe de Nancy, Lafayette, digo, no podía
hacer nada pese a contar con recursos tan diversos.
El ministro contra el cual se lanzaba de pronto al pueblo,
era el que en este momento hacía menos. Necker, ministro de
hacienda. Todo lo que hacía era escribir. Acababa de publicar
uma memoria contra los asignados. Se enviaron algunas
bandadas de gente a gritar contra él y a amenazarle. Lafayette,
que hería tan fuerte a Nancy, no osó herir a París, y aconsejó a
Necker ponerse a salvo. A propuesta de un diputado jacobino,
la Asamblea decretó que ella misma dirigiría el Tesoro Público.
Grave decisión; uno de los golpes más violentos que se pudo
dar a la realeza.
He aquí los dos partidos, el jacobino y el constitucional,
ambos empleando la violencia y el terror; Lafayette herido por
Bouillé, los jacobinos por la conmoción, terror de Nancy y terror
de París.
¿Cuántos siglos distamos de la federación de julio? ¿Quién
lo creería? Distamos solamente dos meses. Esta hermosa luz de
paz ¿dónde está ya? El sol brillante de julio se nubla poco a
poco. Entramos en un tiempo sombrío de complots, de
violencias. Desde septiembre todo queda oscuro. La prensa,
ardiente, inquieta, marcha a ciegas. Atisba, busca, pero no ve;
tan sólo adivina. La inquisición de los jacobinos que comienza,
da débiles y falsos reflejos que a un mismo tiempo alumbran y
se oscurecen, como esas luces de la gran nave del convento de
la calle de Saint-Honoré, donde se reúnen.
Una sola cosa aparecía clara en esta oscuridad; era la
insolencia de los nobles.
Habían tomado en todas partes la actitud del reto y de la
provocación. Por doquier insultaban a los patriotas, a las gentes
más inofensivas, a la guardia nacional. Muchas veces el pueblo
intervenía y resultaban escenas muy sangrientas.
Para no citar más que un ejemplo, en Cahors, dos
hermanos, ambos nobles, tuvieron el capricho de insultar a un
guardia nacional que había cantado el Ça ira. Se quiso
detenerlos, pero hirieron y mataron a los que lo intentaban.
Luego se metieron en su casa, y desde allí, haciéndose fuertes,
pues tenían muchos fusiles cargados, dispararon sobre el
pueblo y mataron a un gran número de hombres. Para terminar
esta carnicería hubo que prender fuego a la casa.
En la Asamblea misma, en el santuario de las leyes, no se
oían más que insultos y retos de gentilhombres. D'Ambly
amenazaba a Mirabeau con su bastón. Otro llegó hasta a decir:
¿Por qué no caemos sobre esa gente espada en mano?
Un quídam, enviado por ellos, persiguió por espacio de dos
días enteros a Charles de Lameth para obligarlo a batirse.
Lameth, muy valiente y muy discreto, rehusó obstinadamente
honrarle con una estocada. Al tercer día, como nada podía
acabar con su paciencia, todo el lado derecho en masa le acusó
de cobardía. El joven duque de Castries le insultó; salieron,
Lameth resultó herido y esto provocó un gran furor en el
pueblo. Se dijo que la espada de Castries estaba envenenada y
que Lameth iba a morir.
Los jacobinos creyeron buena la ocasión para aterrar a los
duelistas. Sus agentes lanzaron a la multitud contra la casa de
Castries; no hubo golpes, ni muertes, ni robos, pero todos los
muebles fueron destrozados y tirados a la calle. Todo esto
tranquilamente, con método: los invasores pusieron un
centinela ante el retrato del rey, único objeto respetado.
Lafayette llegó, vio aquello y no pudo hacer nada; la mayor
parte de los guardias nacionales estaban indignados por la
herida hecha a Lameth, y creían que, después de todo, los
amotinados tenían razón (13 de noviembre 1790).
Desde este día el terror que inspiraban los duelistas, que
poco a poco iba disminuyendo el ascendiente de la nobleza, fue
reemplazado por otro terror: el de las venganzas del pueblo. La
superioridad que tenían los nobles en la esgrima desaparecía
ante la fuerza de la multitud. Habían intentado los nobles hacer
cuestiones de honor todas las cuestiones de partido y abusaban
de su destreza. Se les opuso el número. Los revolucionarios más
valientes, los que probaron después su valor en los campos de
batalla, rehusaron dar a los espadachines la ventaja fácil de los
combates individuales.
1790

París a finales de 1790. —Círculo social La boca de hierro. —El Club


del 89. —El Club de los Jacobinos. —Robespierre en los jacobinos. —
Origen de Robespierre. —Robespierre huérfano a los diez años; becario
del clero. —Sus ensayos literarios. —Iuez de lo criininal en Arras; su
dimisión. —Aboga contra el obispo. —Robespierre en los Estados
Generales. —El 5 de octubre apoya a Maillard. —Conspiración para
dejarlo en ridículo. —Su soledad y su pobreza. —Rompe con los
Lameth. —Marcha incierta o retrógrada de la Asamblea. —Había
restringido el número de ciudadanos activos. —Conducta doble de los
Lanzeth y de los jacobinos de entonces. —Confían su periódico a un
orleanista (noviembre). —Probidad de Robespierre. Su política. —En
1790 se apoya únicamente en las grandes asociaciones que entonces
existían en Francia: los jacobinos y los curas.

Hacia fines del año de 1790 hubo un momento de aparente


descanso, poco o nada de movimiento. Nada más que un gran
número de coches que llenaban los caminos cubiertos de
emigrados. Los provincianos, en compensación, venían a ver el
gran espectáculo y a observar París.
Descanso inquieto, sin reposo. Se admíraban, se asustaban
de que no hubiera acontecimientos. El ardiente Camille estaba
consternado por no tener nada que contar; se casó en este
entreacto y notificó este suceso al mundo.
Nada de conmociones: en plena guerra (como ya se notaba)
esto no era natural. En realidad había dos sucesos inmensos.
Primeramente el rey entregaba Francia a los reyes de
Europa.
Además, contra la conspiración eclesiástica y aristocrática,
se organizaba fuertemente la conjuración jacobina.
El rasgo saliente de la época es la multiplicación de los
clubs, la inmensa fermentación de París especialmente, de tal
modo, que en cada rincón de las calles se improvisaban
asambleas. El brillante y monótono París de la paz no da una
idea del de entonces. Refugiémonos por un momento en este
París, agitado, ruidoso, violento, sucio y sombrío, pero vivo,
lleno de pasiones desbordadas.
Bien merece este examen el primer teatro de la Revolución
y una visita al Palais Royal. Vamos derechos, apartemos del
paso esta multitud agitada, estos grupos ruidosos, estas
desnudeces de mujeres dadas a las libertades de la naturaleza.
Atravesemos las estrechas galerías de madera, obstruidas,
ahogadas, y por este pasaje oscuro por donde bajamos quince
escalones, nos colocamos en medio del Circo.
¡Se predica! ¿Quién será oído en este lugar, en esta reunión
tan numerosa llena de mujeres de conducta dudosa? A la
primera ojeada se diría que era un sermón predicado a
mujerzuelas< Pero no, la reunión es más grata, reconocemos a
un gran número de literatos, de académicos: al pie de la tribuna
vemos a Condorcet.
¿Es el orador acaso un clérigo? Por la Vestidura sí; bella
figura de unos cuarenta años, palabra ardiente, a veces seca y
violenta, sin unción, aire audaz, un tanto quimérico.
Predicador, poeta o profeta, no importa: es el abate Fauchet.
Este nuevo San Pablo habla entre dos Theclas: la una que no le
deja un momento; quiera él o no quiera le sigue al club, al altar,
tanto es su fervor; la otra es una dama, una holandesa de buen
corazón y de alma noble: es madame Palm Aelder, la oradora
de las mujeres que predicó su emancipación. Ambas trabajan
activamente: Mademoiselle Kéralio publica un periódico.
Dentro de poco madame Roland será ministra e incluso algo
más.
Me admira poco el que este profeta tan bien acompañado
de mujeres hable elocuentemente del amor; el amor sale a cada
instante de sus ardientes palabras. Pero se trata del amor al
género humano. ¿Qué quiere? Parece exponer algún misterio
desconocido que confía a tres mil personas. Habla en nombre
de la naturaleza y sin embargo se cree cristiano. Enlaza muy
bien bajo una forma francmasónica a Bacon y a Jesús. Tan
pronto a la vanguardia de la Revolución, tan pronto retrógrado,
un día predica en honor de Lafayette, otro excede a los
demócratas y funda la sociedad humana sobre el deber de “dar
a cada año de sus miembros la vida suficiente”. Muchos, en su
doctrina algo oscura, creían ver la ley agraria.
Su periódico, el del Círculo social para la federación de los
amigos de la verdad, se llamaba La boca de hierro, título
amenazador, espantoso. Esta boca siempre abierta (calle de la
Antigua Comedia, cerca del café Procope) recibía noche y día
los informes anónimos, las acusaciones que se querían enviar.
Entran, pero tranquilizaos, la mayor parte se quedan aquí: La
boca de hierro no muerde207.
Salgamos. En la crisis en que nos hallamos hay que vigilar,
hay que prever. Hay aquí muchas teorías, muchas mujeres y
muchos ensueños. El aire no es sano para nosotros. El amor, la
paz, cosas excelentes sin duda; pero ¿qué? La guerra ha
empezado. ¿Se puede hacer abrazar a los hombres los
principios opuestos antes de conciliarlos? Por encima del Circo,
para aumentar mis desconfianzas, veo el Club sospechoso del
89, con sus brillantes departamentos que resplandecen con
multitud de luces; está en el primer piso del Palais Royal, es el
club de Lafayette, Bailly, Mirabeau, Sieyès y de los que querían
detenerse antes de tener garantías. De tiempo en tiempo, estos
ídolos populares aparecen en el balcón, saludan como reyes a la
multitud. El nervio de este club opulento es un buen
restaurador.
Me gusta más el pálido resplandor de los reverberos que de
lejos atraviesan la niebla de la calle de Saint Honoré; me gusta
más seguir la negra oleada del pueblo que va todo él en el
mismo sentido hasta la pequeña puerta del convento de los
jacobinos. Allí es donde todas las mañanas los obreros de la
revuelta vienen a tomar la orden de los Lameth o a recibir de
Laclos el dinero del duque de Orleáns. A esta hora el club está
abierto. Entremos con precaución, el sitio no está muy
alumbrado< Gran reunión, verdaderamente seria, imponente.
Aquí, de todos los puntos de Francia, viene a resonar la
opinión; aquí llueven de los departamentos las noticias
verdaderas o falsas, las acusaciones justas o no. De aquí parten
las respuestas. Aquí está el Gran Oriente, el centro de asociados;
aquí la gran Francmasonería; no en el club del inocente Fauchet,
que no tiene más que la forma vana.
Sí, esta nave tenebrosa es algo más solenme. Mirad, si
podéis ver, ese gran número de diputados: han llegado a
reunirse hasta cuatrocientos; hoy estáis viendo cerca de
doscientos, los principales agitadores, Duport, Lameth y esa
presuntuosa fisonomía provocativa, con la nariz pronunciada,
es el joven y brillante abogado Barnave. Para suplir a los
diputados ausentes, la sociedad ha admitido cerca de mil
miembros, todos distinguidos.
Aquí no hay ningún hombre del pueblo. Los obreros
vienen, pero a otras horas, en otra sala, debajo de esta. Se ha
fundado, para su instrucción, una sociedad paternal donde se
les explica la Constitución. Una sociedad de mujeres del pueblo
comienza también a reunirse en esta sala inferior208.
Los jacobinos son una reunión distinguida, letrada. La
literatura francesa está aquí en mayoría. Laharpe, Chénier,
Chamfort, Andrieux, Sedaine y tantos otros; abundan los
artistas: David, Vernet, Larive y el joven actor Talma. En las
puertas, para revisar los billetes y reconocer a los miembros,
hay dos porteros—censores: Laïs, el cantor, y el bello joven,
digno discípulo de madame de Genlis, el hijo del duque de
Orleáns.
El hombre de negro que está en el escritorio, que sonríe con
un aire sombrío, es el mismo agente del príncipe, el célebre
autor de Las amistades peligrosas. ¡Gran contraste! En la tribuna
está hablando Robespierre.
Un hombre honrado es este que no sale de los principios.
Hombre de buenas costumbres, hombre de talento. Su voz débil
y un poco áspera, su delgado y triste rostro su invariable traje
color oliva (traje único, muy castigado por el cepillo), todo esto
indicaba claramente que los principios no enriquecen mucho al
hombre que los mantiene. Poco escuchado en la Asamblea
Nacional, aventaja, aventajará siempre a los mismos jacobinos.
Él es la sociedad misma, nada más y nada menos. Él la expresa
perfectamente, marcha con ella sin adelantarse a ella jamás. Le
seguiremos muy de cerca y con mucha atención, haciendo
constar cada paso en su prudente carrera, notando también
sobre su pálido semblante el hondo trabajo que hará la
Revolución, las arrugas precoces de las vigilias y los surcos del
pensamiento. Hay que decir algo de él antes de pintarle.
Producto artificial de la fortuna y del trabajo, debió poco a la
naturaleza; se le comprendería poco sino se conocieran a fondo
las circunstancias que le produjeron y la gran voluntad que lo
impulsó.
Pocas criaturas humanas nacieron más desgraciadamente.
Primeramente ve caer desgracia sobre desgracia en su familia y
en su fortuna ; después fue adoptado, protegido por el alto
clero, por un mundo de grandes señores, hostil a las ideas,
antipático al espíritu del siglo en que se inspiraba el joven. Así
no salía de una primera desgracia sino para caer en otra más
grande, la necesidad de ser ingrato.
Los Robespierre eran de padres a hijos, notarios de Carvin,
cerca de Lille. El acta más antigua que yo he visto de ellos data
de 1600209. Se les creía oriundos de Irlanda. Sus abuelos acaso
habrían formado parte en el siglo XVI de esas numerosas
colonias irlandesas que venían a poblar los monasterios y los
seminarios de la costa y recibían de los jesuitas una sólida
educación de ergotistas y disputadores. Allí fueron educados,
entre otros, Burke y O'Connell.
En el siglo XVII los Robespierre buscaron más vasto teatro.
Una rama se quedó en Carvin, pero la otra se estableció en
Arras, gran centro eclesiástico, político y jurídico, ciudad de
Estados provinciales, de tribunales superiores, a donde afluían
los negocios y los procesos. En ninguna parte pesaban más la
nobleza y la Iglesia. Hubo especialmente dos príncipes, o mejor,
dos reyes de Arras, el obispo y el poderoso abad de Saint-
Waast, al cual pertenecía casi la tercera parte de la ciudad. El
obispo había conservado el derecho señorial de nombrar los
jueces en la audiencia de lo criminal. Hoy mismo su inmenso
palacio hace sombra a la mitad de Arras. Calles con nombres
expresivos que recuerdan una vida de trampas curialescas se
enroscan húmedas, tristes, bajo los muros de este palacio; calle
del Consejo, calle de los Relatores, etc. En esta última, la más
sombría y triste, en una casa muy decente, de honrada
burguesía, era donde vivía y trabajaba día y noche escribiendo
un abogado del consejo de Artois, laborioso y honrado, que fue
el padre de Robespierre en 1758210.
No era rico más que en estima pública y en felicidad
doméstica; habiendo tenido la desgracia de perder a su mujer,
su vida quedó destrozada. Cayó en una inconsolable tristeza y,
quedando incapaz para los negocios, cesó de abogar. Le
aconsejaron que viajara. Partió y no dio noticias de su paradero;
siempre se ignoró lo que había sido de él.
Cuatro niños quedaron abandonados en esta gran casa
desierta. El mayor, Maximiliano, se encontró a los diez u once
años jefe de la familia, tutor en cierto modo de su hermano y de
sus dos hermanas. Su carácter cambió de pronto por completo,
llegó a ser lo que luego fue siempre, un hombre muy serio; su
cara podía sonreír; una especie de falsa sonrisa llegó a ser más
tarde su expresión habitual, pero su corazón no rió ya jamás.
Tan joven, se encontró de pronto padre, maestro y director de la
pequeña familia que había de mantener.
Este hombrecito, tan maduro, era el mejor discípulo del
colegio de Arras. Para tan excelente muchacho se obtuvo sin
dificultad del abad de Saint-Waast, una de las becas de que se
disponía en el colegio de Luis el Grande. Llegó, pues, solo a
París separado de sus hermanos y hermanas, sin otra
recomendación que una para un canónigo de Notre Dame, con
quien se relacionó enseguida. Al mismo tiempo recibió la
noticia de la muerte de una de sus hermanas, la más joven y la
más querida.
Entre estos grandes muros sombríos de Luis el Grande,
ennegrecidos por la sombra de los jesuitas, en los claustros
profundos a donde el sol sólo bajaba de tarde en tarde, el
huérfano se paseaba solo, teniendo apenas relación con la
juventud alegre y feliz. Los otros alumnos, que tenían padres y
que en las vacaciones respiraban el aire de la familia y del
mundo, sentían menos el ambiente penoso de esta educación
triste, que agosta el alma en flor, que la quema con su aridez.
Esta educación mordió profundamente en el alma de
Robespierre.
Huérfano y pensionado sin protección, le era preciso
protegerse a sí mismo por su mérito, por sus esfuerzos, por una
conducta excelente. A un alunmo pensionado se le exige
siempre más que a los otros. El primer lugar en las clases y los
premios, que son la corona de los otros alumnos, resultan como
un tributo del pensionado, un pago que forzosamente ha de
hacer a sus protectores. Posición humilde, triste y dura, que si
influyó en el alma de Robespierre, no alteró en cambio el
carácter de Camille Desmoulins, que también fue pensionista
gratuito en el mismo colegio. Desmoulins era más joven;
Danton tenía aproximadamente la misma edad que
Robespierre; todos asistían a las mismas clases.
Siete u ocho años pasaron de este modo para Robespierre.
Después estudió el derecho como todo el mundo y entró a
trabajar en el estudio de un procurador. Se distinguió poco en la
curia. Aunque razonador y lógico por naturaleza, era amigo de
abstracciones metafísicas y no pudo acostumbrarse nunca a la
sofística de la abogacía y a las sutilidades de los pleitistas.
Nutrido de Rousseau, de Mably y otros filósofos de la época, no
descendía voluntariamente a las generalidades de la vida
vulgar. Por esto le fue preciso regresar a Arras para seguir la
vida tranquila de provincia. Como era laureado del colegio de
Luis el Grande, fue muy bien recibido por la sociedad de Arras
y obtuvo algún éxito en los salones como cultivador de la
literatura académica. La Academia de los Rosati, que en sus
certámenes poéticos daba rosas como premio a los versos,
admitió en su seno a Robespierre. Este rimaba como pudiera
hacerlo cualquier otro, con meticulosa corrección, pero sin
grandeza poética. Escribió un elogio a Gresset y obtuvo un
accésit; después produjo otro trabajo sobre un tema más grave,
la reversibilidad del crimen y su influencia sobre los parientes
del criminal. Todo esto escrito en estilo amanerado e
impregnado de un sentimentalismo pastoral. El joven escritor
despertó una tierna impresión en una señorita de Arras,
hermosa y sentimental. La joven le juró casarse con él o
permanecer siempre soltera211. Al regresar Robespierre de un
viaje la encontró casada.
El clero, que naturalmente se encontraba orgulloso de
haber protegido y pensionado a un alumno tan laborioso,
conservaba con él muy buenas relaciones. Por esto Robespierre
obtuvo del abad de Saint-Waast que concediera a su hermano
menor la misma beca que había disfrutado él en el colegio de
Luis el Grande. El obispo le nombró miembro del tribunal de lo
criminal; pero viéndose un día Robespierre obligado a
condenar a muerte a un asesino, se sintió afectado tan
profundamente, según aseguró su hermana, que presentó la
dimisión.
En vísperas de la Revolución Robespierre supo
oportunamente abandonar el odioso oficio de juez del antiguo
régimen nombrado por los sacerdotes. Se dedicó al ejercicio de
la abogacía. Era muy acertado poner de acuerdo sus opiniones
con sus medios de vida y esperar, aunque ganase poco o nada.
Aunque su situación económica resultaba angustiosa y vivía en
la pobreza, se guiaba en su profesión por los escrúpulos de
conciencia y no aceptaba todos los clientes: escogía las causas y
sólo defendía aquellas que consideraba justas. Su situación fue
muy embarazosa una vez que una comisión de campesinos le
visitó para pedirle que defendiera sus derechos en un pleito
contra el obispo de Arras, su antiguo protector. Robespierre
examinó el derecho que alegaban los campesinos y lo encontró
indiscutible: es indudable que en aquella época ningún otro
abogado se hubiera atrevido a discutir los intereses del obispo,
que era el verdadero rey de la ciudad. Robespierre, que
consideraba la abogacía como un sacerdocio de la verdad, puso
sus conveniencias particulares, sus sentimientos y su
agradecimiento a los pies de la justicia, y sin petulancia, con la
calma del que cumple un deber, habló en el tribunal contra su
antiguo protector.
Ningún país más propio que el de Artois para formar
amigos ardientes de la libertad, por lo mismo que ninguno
había sufrido tanto las consecuencias de la tiranía clerical y
feudal. La tierra cultivable estaba toda en manos de señores
nobles y señores eclesiásticos. Esta burla de los estados que
dominaba en la provincia parecía un ultraje sistemático a la
justicia, a la razón. La autoridad popular se reducía en todo
Artois a una veintena de alcaldes que eran nombrados por los
señores. Estos, entre los que figuraban los Latour-Maubourg,
los D'Estournel, los Lameth, etc., tenían la administración
pública fija en sus manos como un bien hereditario.
Administración admirable y rara por sus progresos dentro del
absurdo. Uno de los Lameth lo confesó. Al principio todo
poseedor de un feudo tenía voz en las decisiones de esta
administración; después exigieron los señores que sólo
pudieran intervenir en ella los que tuvieran en su escudo cuatro
cuarteles de nobleza; luego fueron necesarios siete cuarteles y
en vísperas de la Revolución sólo se contentaban los señores
con que los intereses públicos estuvieran únicamente en manos
de los que ostentaran diez cuarteles de nobleza. No hay, pues,
que admirarse de que al enviar esta provincia, eminentemente
retrógrada, un rígido partidario de las ideas nuevas a los
Estados Generales, este hombre, que no era otro que
Robespierre, acostumbrado a luchar de frente con terribles
enemigos, ignorase las líneas curvas para combatir, sólo
conociese la recta y aportase a la Revolución una especie de
espíritu geométrico, siendo él su escuadra, su compás y su
nivel.
Abandonó Arras al ser nombrado representante y volvió a
encontrar a Arras en los bancos de la Asamblea. Allí le salieron
al encuentro, otra vez, el odio implacable de los prelados por su
antiguo protegido, al que consideraban un tránsfuga, y el
menosprecio de los grandes señores de Artois hacia un
abogadillo educado por caridad y que sin embargo venía a
sentarse al lado de ellos. Esta malevolencia, bien marcada,
aumentó aún más la timidez natural de aquel debutante en la
Asamblea. Según testimonio de Étienne Dumont, cuando
Robespierre subió por primera vez a la tribuna de la Asamblea,
temblaba como la hoja en el árbol. Más familiarizado después
con el auditorio, adquirió cierto aplomo. Cuando el clero en
mayo de 1789 fue pérfidamente a rogar a la Asamblea que
tuviera piedad del pobre pueblo y comenzara pronto sus
trabajos, Robespierre contestó a la comisión de obispos y abates
con agria vehemencia, y se vio sostenido por la aprobación de
toda la Asamblea, pues siguiendo el arrebato de su pasión,
estuvo muy elocuente.
La noche del 4 de agosto estuvo ausente de la Asamblea y,
desolado de haber perdido tan bella ocasión, se aprovechó
ávidamente de las peligrosas circunstancias del 5 de octubre.
Cuando Maillard, el orador de las mujeres de París, se presentó
en la barra para arengar a la Asamblea, todos los diputados se
mostraron hostiles y mudos, pero Robespierre se levantó por
dos veces para apoyar a Maillard.
Grave iniciativa que decidió la suerte de Robespierre,
designando a este diputado tímido como infinitamente audaz y
peligroso, mostrando a sus amigos sobre todo que un hombre
así no se comprometería con ellos ni seguiría dócilmente la
disciplina del partido. En venganza, se convino entonces entre
los diputados jacobinos nobles que este ambicioso se haría el
hombre ridículo de la Asamblea, el que debía divertir a todo el
mundo sin distinción de partidos. En los momentos de fastidio
de las grandes Asambleas siempre hay alguno que es inmolado
para la diversión de todos, a pesar de que muchas veces esta
víctima no es de los hombres menos razonables. En estos
momentos de irrisión los enemigos más implacables se
aproximan riendo juntos y la concordia resucita por un instante:
no hay ya más que un enemigo; la víctima en la que se ceban las
burlas.
Para poner a un hombre en ridículo hay un procedimiento
muy sencillo; que sus amigos sonrían cuando él hable. Los
hombres son generalmente tan ligeros, tan fáciles de alborozar,
tan cobardemente imitadores, que una sonrisa del lado
izquierdo de la Asamblea, de los Barnave o de los Lameth
cuando hablaba Robespierre bastaba infaliblemente para
provocar la risa de todos los diputados. Sólo un hombre parece
que no tomó parte alguna en estas indignidades; el hombre
verdaderamente fuerte: Mirabeau. Él respondió siempre
seriamente y con deferencia a este adversario débil ante su gran
poder, respetando en él la imagen del fanatismo, de la pasión
sincera, del trabajo perseverante. Eso sí, satirizaba finamente,
con la indulgencia y la bondad del genio, el profundo orgullo
de Robespierre, el culto religioso que se profesaba a sí mismo, a
su persona y a sus palabras. “Ese hombre —decía Mirabeau—
llegará lejos porque cree todo lo que dice”.
La Asamblea, rica en oradores, tenía derecho a mostrarse
exigente. Habituada a la figura leonina de Mirabeau, a la audaz
suficiencia de Barnave, a la vehemencia de Cazalès y al
luchador e insolente Maury, encontraba pesado e irresistible a
aquel Robespierre con su cara de indigente y su timidez de
medianía. Su constante tensión de músculos y de voz, el
esfuerzo monótono de su oratoria y su aire de miope causaban
una impresión pesada y fatigosa. Para colmo de males,
Robespierre no tenía siquiera el consuelo de ver impresos sus
pensamientos. Los periodistas, por antipatía, por negligencia o
tal vez por recomendación de los amigos, mutilaban cruelmente
sus discursos mejor preparados. Se obstinaban en no saber su
nombre, en no publicarlo, y en las reseñas de las sesiones le
llamaban siempre un diputado o el Sr. N., o bien suplían su
apellido con tres asteriscos.
Perseguido de este modo, Robespierre aprovechaba todas
las ocasiones ávidamente para hacer oír su voz, y esta
resolución de hablar siempre y con motivo de cualquier asunto
le ponía más en ridículo. Por ejemplo, cuando el americano
Paul Jones se presentó a felicitar a la Asamblea, le contestó el
presidente y todo el mundo juzgó suficiente la respuesta. Pero
Robespierre se levantó, obstinándose en contestarle también
con el correspondiente discurso. Murmullos, interrupciones y
carcajadas acogieron sus primeras palabras. Con gran esfuerzo
pudo decir algunas frases insignificantes e inútiles; pero antes
de sentarse hizo un llamamiento a las tribunas del público
reclamando libertad para sus opiniones y diciendo que se
quería ahogar su voz. El abate Maury hizo reír a todo el mundo,
pidiendo irónicamente que se imprimiera el discurso de
Robespierre por cuenta del Estado.
Para olvidar estas mortificaciones, tan sensibles para su
extremada vanidad, Robespierre no tenía ningún consuelo, ni el
de las comodidades, ni el de la familia, ni el de los amigos.
Estaba solo y era pobre. Se consolaba trabajando en su triste
habitación de la calle de Saintonge, en el desierto barrio del
Marais. Habitación fría, pobre y casi sin muebles. Vivía con
gran estrechez de su salario de diputado, del cual sólo se
reservaba la mitad. Una cuarta parte la enviaba a Arras, a su
hermana Carlota, para su manutención; la otra cuarta parte la
entregaba a una querida, a la que amaba mucho y que no
correspondía a su cariño, pues le trataba mal y muchos días le
cerraba la puerta, negándose a recibirle212. Era muy frugal en la
comida; su alimentación diaria le costaba unos treinta sueldos y
aun así apenas si podía renovar su vestuario. Cuando la
Asamblea acordó vestir de duelo por la muerte de Benjamin
Franklin, Robespierre se vio en gran embarazo. Por fin encontró
un amigo que le prestó un traje de tricot negro; pero era un
hombre mucho más alto y Robespierre se presentó en la
Asamblea con un traje del que le sobraban más de seis
pulgadas.
Sólo encontraba distracción en el trabajo; mas para éste sólo
podía disponer de las noches, pasando los días enteros inmóvil
y asiduo en los Jacobinos o en la Asamblea, salas malsanas y de
ambiente asfixiante que proporcionaron a Mirabeau graves
oftalmias y hemorragias a Robespierre. Teniendo en cuenta las
diferencias que se notan en sus retratos, su temperamento debió
de sufrir una grave alteración. Su rostro, hasta entonces joven y
fresco, quedó pálido y enjuto. Una concentración extremada de
todas sus facciones, una especie de contracción de los músculos,
formó en adelante su fisonomía. No se revelaba en él ninguno
de los signos del genio. Su único placer intelectual consistía en
repasar y limar meticulosamente sus discursos, de estilo muy
puro, pero completamente incoloros y monótonos: complicaba
con este trabajo de retoque la facilidad de su estilo, y poco a
poco acabó por escribir con gran dificultad.
Lo que más le sirvió en su carrera política para colocarse
por encima de su partido, fue romper con los Lameth,
librándose de la cadena de esta equivoca amistad. Una mañana
Robespierre fue al palacio de los Lameth y estos no pudieron o
no quisieron recibirle. Ya no volvió más a visitarles.
Libre de los hombres de los expedientes, se convirtió en el
hombre de los principios.
Su papel fue desde entonces tan simple como importante.
Resultó en adelante el gran obstáculo para aquellos hombres
que le habían alejado de su lado. Hombres de negocios y de
partido, cada vez que intentaban una transacción entre los
principios y los intereses, entre el derecho y las circunstancias,
tropezaban con el obstáculo que les oponía Robespierre en
nombre del derecho abstracto y absoluto. Contra las soluciones
de aquellos bastardos, al estilo anglosajón y falsamente
constitucionales, él presentaba sus teorías, que no eran
francesas, sino universales, como tomadas de El Contrato Social,
el ideal legislativo de Rousseau y de Mably.
Indignados ellos, se agitaban e intrigaban: Robespierre
permanecía inmutable. Se mezclaban ellos en todo, daban
soluciones, negociaban inteligencias, se comprometían de todas
las maneras: él defendía los principios y nada más. Los otros
parecían procuradores: él un filósofo, un sacerdote del derecho.
Esta diferencia de conducta forzosamente había de gastar y
desacreditar con el tiempo a los enemigos de Robespierre.
Defensor fiel de los principios y siempre protestando en
nombre de su pureza, raramente se explicó, sin embargo, sobre
su aplicación: no quiso aventurarse en el escabroso terreno de
los medios prácticos. Hablaba siempre de lo que debía hacerse,
pero raramente, muy raramente quiso hablar de cómo podía
hacerse. Así la política apenas tuvo para él responsabilidades,
pues los sucesos no venían a desmentirle ni a demostrar sus
errores.
Esta misión de defensor inmutable de las ideas era fácil de
cumplir en una Asamblea como aquella que flotaba siempre,
avanzaba o retrocedía, perdiendo de vista a cada momento el
principio de la Revolución, aquel principio en cuya virtud
existía la misma Asamblea.
¿Cuál era este principio? Ninguno lo formulaba bien, pero
muchísimos lo tenían en el corazón. Era el derecho, no de las
cosas (de las propiedades o de los fondos), sino el derecho de los
hombres, el derecho igual para todas las almas humanas,
principio esencialmente espiritualista. Este principio fue
seguido en las primeras elecciones: todos, propietarios y no
propietarios, votaron igualmente. La Declaración de los
Derechos del Hombre reconocía la igualdad de los hombres y
todo el mundo comprendió que esto equivalía al derecho igual
para todos los ciudadanos.
Pero en octubre de 1789 la Asamblea no reconoció derecho
electoral más que a los que pagaran como contribución el valor
de tres jornales. De seis millones de ciudadanos que dieron su
voto con el sufragio universal, los electores quedaron reducidos
a cuatro millones. La Asamblea, restringiendo el sufragio,
quería librarse de dos enemigos opuestos: la demagogia de las
ciudades y la influencia aristocrática en los campos. Temía que
votasen los doscientos mil mendigos que había sólo en París,
sin contar otras ciudades, y el millón de campesinos que
dependían de los señores.
La Asamblea se equivocaba. La campiña, que creía sumida
en el servilismo, se mostraba muy al contrario, generalmente
revolucionaria. Casi en todas partes los campesinos se habían
abrazado a las legítimas esperanzas que hacía concebir el nuevo
orden de cosas. Con las federaciones las aldeas se habían
casado en masa unas con otras, indicando que no separaban las
ideas de orden y paz de la libertad.
Era inmensa la fe de este pueblo: por esto resultaba injusto
no tener fe en él. Se necesitaba un gran caudal de faltas, errores
e infidelidades para anular en él ese sentimiento de fe que tenía
en la Revolución. El pueblo creía en todo, en las ideas y en los
hombres, y se esforzaba siempre por encarnar las unas en los
otros. Un día le parecía que la Revolución residía en Mirabeau,
al día siguiente en Bailly o Lafayette. Hasta las figuras secas e
ingratas de los Lameth y los Barnave le inspiraban confianza.
Engañado siempre, el pueblo seguía, sin embargo, adelante con
sus ídolos, obstinado en creer.
Los corazones estaban perpetuamente abiertos; el alma
popular se había agigantado. Jamás se ha conocido
transformación más rápida. La encantadora Circe convertía a
los hombres en bestias: la Revolución hizo lo contrario. Aunque
los hombres estaban poco preparados para tal transformación,
el rápido instinto de Francia suplió la falta. Una muchedumbre
de hombres ignorantes comprendía todos los asuntos públicos.
Decir a estas masas ardorosas, inteligentes y enérgicas que
votaron en 1789 que ya no tendrían en adelante este derecho,
reservar el nombre de ciudadanos activos a los electores,
haciendo descender a los no electores a la categoría de
ciudadanos pasivos, de ciudadanos no ciudadanos, resultaba
como una especie de contrarrevolución. Más extraño resultaba
aún decir a los electores reunidos: “Sólo podréis elegir a los
ricos”. Únicamente podían ser elegidos diputados los que
pagasen 54 libras de contribución.
Las discusiones empeñadas que provocó esta reforma
dieron motivo a los constitucionales y a los economistas para
desarrollar descaradamente sus doctrinas materialistas y
groseras sobre el derecho de la propiedad. Algunos
economistas llegaron hasta a sostener que únicamente los
propietarios son miembros de la sociedad y que ésta reside en
ellos213.
A pesar de la restricción, el ejercicio de los derechos
políticos estaba confiado aún a muchos ciudadanos, pues los
jueces, asesores y administradores creados por la Asamblea,
que ascendían a 1.300.000, figuraban también entre los
ciudadanos activos. El intento de la Asamblea aún fue más lejos,
pues se intentó restringir la guardia nacional, no dejando
figurar en ella más que a los activos, con lo cual se desarmaba al
pueblo victorioso que acababa de hacer la Revolución.
Esta desconfianza en el pueblo, este materialismo burgués
que sólo veía en la propiedad una garantía del orden, obtuvo
cada día más partidarios en la Asamblea constituyente. A cada
revuelta sin importancia, eran más defendidos estos
procedimientos restrictivos. Sieyès, Thouret, Chapelier, Rabaut
de Saint-Etienne fueron retrocediendo y olvidando sus
antecedentes revolucionarios. Lo que es más extraño aún:
algunos que daban la orden para la revuelta y el motín los
dirigían, como Duport, Lameth y Barnave; después como
diputados votaban con el mayor descaro leyes encaminadas a
desarmar aquel mismo pueblo que ellos agitaban desde la sala
de los jacobinos. La situación de estos tres hombres fue
singularmente doble y engañadora durante todo el año de 1790.
Su popularidad había llegado al apogeo por la lucha que
sostuvieron contra Mirabeau en la gran circunstancia de
discutirse el derecho del rey a resolver la paz y la guerra. Y en
el fondo sus opiniones y las de Mirabeau no diferían gran cosa.
Los unos y el otro eran lo mismo: realistas.
Lo que les impulsaba a combatir a Mirabeau, además del
ansia de popularidad, eran los celos. Mirabeau, por su parte, los
despreciaba. Al único hombre que odió hasta el último día de
su vida fue a Alexandre de Lameth.
Si Lameth, Duport y Barnave, por su afán de transigir y
estar bien con todos, intentaban aproximarse a Mirabeau,
sabían que inmediatamente le dejaban el puesto libre a
Robespierre, el cual se haría dueño de los jacobinos. Les pesaba
figurar en la vanguardia de la Revolución, pero no querían
ceder el puesto a Robespierre. En esta lucha se sostenía su
popularidad, empleando todos los medios de la intriga.
Entretanto, la marcha de las cosas era tan rápida que si se
quería dar más fuerza a la realeza había que darse prisa.
Charles de Lameth era aplaudido cuando reprochaba al poder
ejecutivo el hecho de “hacerse el muerto”. El reproche era
fundado; los Lameth entreveían que este poder, tan debilitado
por ellos, les arrastraría consigo y deseaban realmente
devolverle su actividad.
En esto sobrevinieron los sucesos de Nancy. Votaron ellos
con Mirabeau en favor de Bouillé y Lafayette y en contra de los
soldados que la sociedad jacobina, de la que ellos eran
inspiradores, había excitado, impulsándoles a la sublevación.
La Asamblea, bajo esta influencia retrógrada más o menos
francamente, votó el 6 de septiembre una ley ordenando que
durante dos años no se celebraran Asambleas primarias y que
los electores nombrados anteriormente por los electores
primarios fueran los únicos que durante estos dos años
ejerciesen el poder electoral.
Los Lameth estaban arrepentidos de haber votado, por odio
a Mirabeau, el decreto que prohibía a los diputados ser
ministros. Creían ellos indudable que en las nuevas
circunstancias un cambio ministerial pondría el poder en sus
manos o en las de sus amigos. Por eso insistieron vivamente en
que la Asamblea rogase al rey que despidiera a sus ministros;
pero la Asamblea, contra lo que ellos esperaban, se opuso a ello,
y Camus, Chapelier, los bretones y doscientos diputados de la
izquierda, votaron por la negativa. Entonces creyeron oportuno
provocar un gran movimiento de las secciones de París que
pidieran no sólo la caída de los ministros, sino su
procesamiento. Esta petición fue presentada a la Asamblea por
medio de un abogado, casi desconocido entonces, que se
llamaba Danton: la primera aparición de esta cabeza de Medusa
revelaba al hombre que no había de retroceder delante de
ningún medio de terror.
La corte, que en esta época cifraba todas sus esperanzas en
los excesos de los exaltados y tenía gran interés en demostrar a
los ojos de Europa, para obtener mejor su auxilio, que la
monarquía estaba anulada en Francia, quería que el rey
entregase a la Asamblea el derecho de elegir ella misma los
ministros. Mirabeau, que veía el peligro, se opuso
violentamente, fundándose en el mismo decreto que impedía a
los diputados ser ministros.
El triunvirato se convenció de que no lograría nunca que la
corte le diese el poder. Los Lameth, educados en Versalles y
protegidos por el rey en su juventud, sabían que por su
ingratitud eran objeto de un odio personal en toda la corte. Esto
les obligó a hacer un cambio muy grave y que indicaba su
definitivo alejamiento de Luis XVI: se hicieron partidarios del
duque de Orleáns.
El 30 de octubre los obispos publicaron su Exposición de
principios, manifiesto de resistencia escrito en estilo amenazador
y que establecía una especie de terror eclesiástico para
intimidar a todo el clero inferior, amigo de la Revolución. Al día
siguiente los jacobinos, como en represalia, decidieron crear un
diario consagrado a publicar en extractos la correspondencia
que la sociedad central sostenía con las sociedades de los
departamentos; publicación formidable que iba a lanzar en
plena luz una masa enorme de acusaciones contra el alto clero y
los nobles. Un diario de tal clase, que iba a designar a tantos
hombres al odio del pueblo y tal vez a la muerte, resultaba en la
realidad una magistratura terrible. El hombre que debía escoger
y extractar en este inmenso cúmulo de cartas los nombres y los
hechos dignos de publicación iba a estar investido de un
extraño y nuevo poder que podía titularse la dictadura de la
delación.
Los altos directores de los jacobinos eran aún en esta época
Duport, Barnave y Lameth. ¿Quién fue el grave censor, el
hombre irreprochable y puro a quien confiaron tan inmenso
poder? ¿Quién lo creería? El autor de Las amistades peligrosas, el
agente conocido del duque de Orleáns, el famoso Choderlos de
Laclos. Era este mismo el que a la sombra del Palais Royal y a la
puerta de su amo, el duque, publicaba todas las semanas un
resumen de acusaciones con el título poco exacto de Diario de los
amigos de la Constitución. Digo poco exacto porque no daba
ninguna noticia de los debates de la sociedad de París, como si
quisiera hacer de esto un misterio, e insertaba únicamente las
cartas recibidas de las sociedades de provincias, llenas de
acusaciones colectivas y anónimas. A esto añadía Laclos algún
artículo insignificante defendiendo cautelosamente al partido
orleanista, de modo que durante siete meses, desde noviembre
a junio, el orleanismo recorrió Francia, oculto bajo la bandera
respetada de la sociedad jacobina. Esta gran máquina popular,
apartada de sus verdaderas funciones, trabajaba sin saberlo en
provecho de un Orleáns que soñaba con ser rey.
Es indudable que los directores de los jacobinos no
hubieran tolerado esta extraña transacción, a no ser porque
resultaban indispensables los socorros pecuniarios de los
orleanistas para los movimientos que organizaba en París. La
corte, que siempre conocía las cosas demasiado tarde, comenzó
a lamentarse de no haber sabido atraerse oportunamente a estos
hombres peligrosos. Queriendo remediar su descuido, se
dirigió en diciembre de 1790 a Barnave, halagando su vanidad,
por todos conocida; después a Lameth, en abril de 1791. Pidió
consejos a Barnave214 como los había pedido a Mirabeau, a
Bergasse y a todo el mundo; pero a todo el mundo engañaba la
corte, no escuchando más que a Breteuil, el realista furibundo,
el consejero de la huida, de la guerra civil y de la venganza.
El pueblo no estaba en el secreto de todas estas intrigas
villanas. Pero por instinto las adivinaba. De cualquier lado que
se volviera no veía nada seguro, ningún hombre que le
inspirara confianza. Desde las tribunas de la Asamblea y entre
los jacobinos, miraba y buscaba una figura que revelase
honradez y probidad. Las de sus defensores no revelaban más
que intrigas, fatuidad e insolencia, cuando no corrupción.
Sólo la figura de un hombre parecía decir: “Yo soy
honrado”215. Su traje y su gesto así lo decían. Sus principios no
revelaban más que moral e interés por el pueblo: los principios,
siempre los principios. El hombre no era de aspecto muy
atractivo: su persona era austera y triste. Su aspecto, más que
popular, era académico, con cierta expresión aristocrática por la
corrección extremada de sus ademanes y su traje. Ninguna
amistad, ninguna familiaridad: se conservaba a cierta distancia
hasta de sus antiguos camaradas de colegio.
A pesar de todas estas circunstancias, que eran las menos
adecuadas para hacer popular a un hombre, el pueblo sentía tal
hambre y sed de derecho, que el orador de los principios, el
hombre del derecho absoluto, el hombre que profesaba la
virtud y en el cual la figura seria y triste parecía ser su imagen,
el melancólico Robespierre, acabó siendo el favorito del pueblo.
Cuanto peor tratado era en la Asamblea, más gustaba al público
de las tribunas. Robespierre, en sus discursos, se dirigía cada
vez más a las tribunas, a esta segunda Asamblea, que desde lo
alto pesaba sobre las deliberaciones, y creyéndose en realidad
superior como pueblo y como soberano, reclamaba el derecho a
intervenir, silbando muchas veces a sus delegados.
Con mayor razón aún, debía Robespierre adquirir un gran
ascendiente en los jacobinos. No faltaba a ninguna sesión: era
maravillosamente asiduo y laborioso, siempre en la brecha,
hablando sobre todas las cuestiones. En el trato con las
Asambleas como en el trato con las mujeres, la asiduidad es
siempre el principal mérito. Muchos se cansaron, se fastidiaron,
desertando del club; Robespierre fastidiaba a los demás, pero él
no se fastidiaba nunca. Los antiguos partieron y Robespierre se
quedó. Llegaron otros en gran número y encontraron al
inmutable Robespierre. Los nuevos jacobinos no eran
diputados, pero ardorosos e impacientes por llegar a los
negocios públicos, formaron precipitadamente la Asamblea del
porvenir.
Robespierre carecía de la audacia política, del sentimiento
de la propia fuerza, que es lo que da autoridad. No tenía
siquiera la ventaja de pensar por cuenta propia, pues seguía de
demasiado cerca a sus maestros Rousseau y Mably. Le faltaba,
en fin, el conocimiento variado de los hombres y las cosas:
conocía poco la historia y poco el mundo europeo.
Pero en cambio, él tenía sobre todos la fuerza de una
voluntad perseverante y un trabajo concienzudo en el que
nunca se fatigaba.
Este hombre, a quien todos creían lejos de la realidad,
viviendo en la alta esfera de los principios puros y sumido en
abstracciones, se dio cuenta de la situación mejor que nadie. Él
supo ver lo que no vieron ni Sieyès ni Mirabeau: dónde estaba la
fuerza y lo que había que hacer para conseguirla.
Los fuertes quieren emplear la fuerza por ellos mismos. Los
políticos van a buscarla donde saben que se halla. Había
entonces dos fuerzas en Francia, dos grandes asociaciones: la
una eminentemente revolucionaria, los jacobinos, la otra el clero
inferior: una masa de ochenta mil curas a quienes libertaba la
Revolución y que era posible asimilar a ella.
Ésta era la opinión general. No hay que examinar si
moralmente y con toda sinceridad la idea del cristianismo
podía ser conciliada con la de la Revolución.
Robespierre, juzgando la cosa como político, no buscó una
forma de asociación nueva en estudios profundos sobre el
cristianismo y la Revolución. Tomó las cosas tal como existían y
se dijo que el que tuviera a su lado a los jacobinos y al clero
inferior, íntimamente unidos, lo tendría todo.
Y el procedimiento simple y fuerte para unir el clérigo a la
Revolución, fue pedir que se permitiera al cura contraer
matrimonio. Robespierre hizo la proposición el 30 de mayo de
1790, provocando una verdadera tempestad. Su voz fue
ahogada por dos veces: la Asamblea mostraba unánimemente el
deseo de no oírle. La izquierda, movida por los celos, no quería
dejar a Robespierre esta gran iniciativa. Circunstancia notable
que sólo puede atribuirse a la influencia celosa de los altos
directores del jacobinismo: los diarios estuvieron de acuerdo en
no imprimir el discurso216, como lo estuvo la Asamblea en no
escucharlo.
Mas no por esto fue menor la impresión que las palabras de
Robespierre produjeron en el bajo clero. Millares de curas le
escribieron manifestándole su vivo reconocimiento: en un mes
recibió tal cantidad de cartas, que su franqueo ascendía a más
de mil francos, y versos escritos en su honor, poemas enteros de
500, 700 y 1.500 versos en latín, en griego y en hebreo.
Robespierre continuó hablando en favor del clero”. El 16 de
junio de 1790 pidió a la Asamblea que atendiese a la
subsistencia de los eclesiásticos de 70 años que carecían de
beneficios y pensiones. El 16 de septiembre hizo una
reclamación en favor de algunas órdenes religiosas que la
Asamblea había incluido erróneamente entre las mendicantes.
Más tarde aún, el 19 de marzo de 1791, en plena guerra
eclesiástica, cuando el clero inferior, obligado por los obispos,
se distanciába de la Revolución y le hacía la guerra, Robespierre
reclamó contra las medidas de severidad que se querían
adoptar. Dijo que era absurdo hacer una ley especial contra los
discursos sediciosos de los curas, pues bastaban para perseguirles
las leyes dictadas para todos los ciudadanos.
Tanto avanzó en este terreno y se comprometió en favor de
los curas, que un individuo de la izquierda le gritó: “¡Pasad al
lado derecho!“. Robespierre sintió el golpe, reflexionó y en
adelante fue más prudente.
En el estado en que se hallaban las cosas, Robespierre se
hubiera anulado si hubiera persistido en su protección a los
curas.
Los jacobinos, por su espíritu de cuerpo, que iba siempre en
aumento, por su fe ardiente y austera, por su áspera curiosidad
inquisitorial, tenían realmente algo de sacerdotes.
Poco a poco fueron formando una especie de clero
revolucionario y Robespierre llegó a ser el jefe de ese clero.
En este papel mostró una gran prudencia, tomó pocas
iniciativas por propia cuenta y se limitó a ser el órgano de los
jacobinos, repitiendo sus opiniones sin modificarlas.
Esto se notó especialmente al tratarse la cuestión de la
forma de gobierno. La unanimidad de los documentos enviados
por las provincias a los Estados Generales, hizo creer a los
jacobinos que Francia entera era realista. Entonces Robespierre
quiso un rey; no un rey representante del pueblo como quería
Mirabeau, sino delegado del pueblo y comisionado por él, y en
consecuencia responsable.
Él admitía, como casi todo el mundo entonces, esta absurda
hipótesis de un rey que se conformara con estar en el trono
agarrotado y amordazado, el cual no podría morder; pero que
atado de tal modo, había de resultar inútil y hasta perjudicial.
Los jacobinos eran entonces como los creía Barnave y como
lo fueron casi siempre, hasta en los momentos más violentos de
la Revolución: una sociedad de equilibrio.
Robespierre decía hablando del cordelero Camille
Desmoulins y con mayor razón de otros cordeleros más
impetuosos aún: “Van demasiado deprisa y si caen se romperán
el cuello. París no se ha hecho en un día y hace falta más de un
día para deshacerlo”.
La audacia, la gran iniciativa revolucionaria, estuvo en los
cordeleros.
Historia revolucionaria del convento de los cordeleros. —
Individualidades enérgicas del Club de los Cordeleros. —Su fe en el
pueblo. —Su impotencia de organización. —La irritabilidad de Marat.
—Los cordeleros son jóvenes aún en 1790. —Embriaguez de este
momento. —Aspecto interior del Club de los Cordeleros. —
Anacharsis Clootz. —Doble espíritu de los cordeleros. —Uno de los
retratos de Danton.

Casi enfrente de la escuela de Medicina existe en el fondo de un


patio una capilla de estilo pesado y austero. Es el antro sibilino
de la Revolución: el Club de los Cordeleros. Allí tuvo la
Revolución su delirio, su trípode, su oráculo, De techo bajo y
apoyada en dos contrafuertes macizos, esta construcción parece
eterna; sin temblar ha escuchado mucho tiempo la tonante voz
de Danton.
Actualmente es un triste museo de cirugía y contempla
toda clase de sabios horrores. Su parte posterior está compuesta
por salas oscuras, donde sobre mesas de mármol negro son
diseccionados los cadáveres.
El hospital vecino y la capilla eran antiguamente el
refectorio de los cordeleros, y su escuela famosa, la capital del
misticismo, donde venía a estudiar Santo Tomás. Entre los dos
edificios se elevaba antes la iglesia inmensa y sombría nave
poblada de mármoles funerarios. Todo esto se halla destruido
en la actualidad. La iglesia subterránea que se extendía por
debajo sirvió para la imprenta clandestina de Marat. ¡Extraña
fatalidad de los lugares! Este convento donde se aposentó la
Revolución fue desde el siglo XIII el lugar de los
revolucionarios. Cordeleros frailes y cordeleros revolucionarios,
mendicantes y sans-culottes: no hay entre ellos tanta diferencia
como parece. La disputa religiosa y la disputa política, la
escuela de la Edad Media y el club de 1790 son más opuestos
por la forma que por el espíritu.
¿Quién construyó esta capilla? La misma Revolución en el
año 1240. En ella se dio el primer golpe al mundo feudal que
debía morir siglos después en la Asamblea en la noche del 4 de
agosto.
Contemplad bien estos muros que parecen construidos
ayer. ¿No presentan el aspecto de la iniinitable firmeza que
tiene la justicia de Dios? Fue, en efecto, un gran golpe de justicia
revolucionario quien los hizo nacer del suelo. Ese gran
justiciero que se llamó San Luis dio el primer ejemplo de la
igualdad ante la ley castigando el crimen de un alto barón
feudal: el señor de Coucy. Con la enorme multa que le hizo
pagar, el rey monje que era cordelero construyó la escuela y la
iglesia de los cordeleros.
Escuela revolucionaria por excelencia. Ella fue la que en
1300 sostuvo la disputa del Evangelio eterno que tanto molestó a
los papas; ella la que presentó el dilema: “¿Cristo ha pasado
ya?”.
Este lugar, verdaderamente predestinado, vio en 1357,
cuando el rey y la nobleza fueron derrotados, la primera
Convención que salvó a Francia. Allí el Danton del siglo XIV,
Etienne Marcel, preboste de París, hizo crear por los Estados
reunidos una casi república, envió a las provincias a los
poderosos diputados para organizar requisas y con audacia
cada vez más creciente armó al pueblo con solo algunas
palabras, con el memorable decreto que confió al pueblo la
guarda de la paz pública. “Si los señores se hacen la guerra, las
buenas gentes se defenderán de unos y otros”.
Es extraño y prodigioso que transcurrieran cuatro siglos
para continuar lo que entonces se inició. La fe de los antiguos
cordeleros, eminentemente revolucionaria, fue la inspiración, la
glorificación de los simples y de los pobres. Hicieron de la
pobreza la primera virtud cristiana: poseyeron la ambición de la
humildad, no queriendo cambiar por nada su hábito de
mendicantes. Verdaderos sans-culottes de la Edad Media, por su
odio a la propiedad, fueron ellos más exaltados que sus
sucesores del Club de los Cordeleros y que toda la Revolución,
incluso Babeuf.
Nuestros cordeleros de la Revolución tenían, como los de la
Edad Media, una fe absoluta en el instinto de los humildes y los
ignorantes: sólo que lo que unos llamaban inspiración divina
era llamado por los otros razón popular.
El genio de los cordeleros revolucionarios, instintivo y
espontáneo, todo él inspiración y fogosidad, los separaba
profundamente del entusiasmo calculado del sombrío y frío
fanatismo que caracterizaba a los jacobinos.
Los cordeleros, en la época a la que hemos llegado en
nuestra narración, constituían una sociedad muy popular. En
ellos no existía la división de clases que imperaba en los
jacobinos entre la Asamblea de los políticos y la sociedad
fraternal de los obreros. No había traza alguna en los cordeleros
de comité directivo ni de periódico órgano del club. No había
punto de comparación entre las sociedades. Los Cordeleros
eran un club de París: los Jacobinos una inmensa asociación que
se extendía por toda Francia. Pero si París vibraba removida
por el furor de los cordeleros, los revolucionarios políticos, los
personales de los jacobinos no tenían otro remedio que
seguirles.
La individualidad se conservó muy marcada en los
Cordeleros. Cada uno de sus hombres notables procedía con
entera libertad. Sus periodistas Marat, Desmoulins, Fréron,
Robert, Hébert y Fabre d'Églantine escribían cada uno según su
estilo e ideas. Danton, el orador todopoderoso, jamás quiso
escribir: le bastaba la oratoria. En cambio Marat y Desmoulins,
que balbuceaban y eran tardos en la expresión, no hacían más
que escribir y hablaban raramente.
A pesar de esta independencia, de este instinto de
individualidad, había entre ellos como un alma común, un
fuerte lazo que les obligaba a marchar juntos. Los cordeleros
formaban una especie de tribu: todos vivían en torno a su club:
Marat en la misma calle, casi enfrente de la sociedad;
Desmoulins y Fréron vivían juntos, en la calle de la Antigua
Comedia; Danton en el pasaje del Comercio; Clootz en la calle
Jacob y Legendre en la de Boucheries-Saint-Germain.
El honrado carnicero Legendre, uno de los oradores del
club, era una de las originalidades de la Revolución. Sin
instrucción, ignorándolo todo, hablaba con la mayor serenidad,
diciendo lo que sentía, entre sabios y literatos, sin fijarse en si
sonreían. Hombre de corazón y enérgico, a pesar de su oratoria
furiosa, resultaba un ser de tiernos sentimientos. El adiós
melancólico que pronunció ante la tumba de Loustalot el día
del entierro de este periodista, superó a los discursos y a cuanto
dijeron los escritores, incluso Desmoulins.
Ésta fue la originalidad de los cordeleros de importancia:
vivir mezclados con el pueblo, hablar siempre, con las puertas
abiertas, comunicarse a todas horas con la multitud. Algunos de
ellos, que habían vivido siempre la vida retirada y sedentaria
del sabio o del literato, establecieron su gabinete de trabajo en
la calle, escribiendo en plena muchedumbre. Arrojaron los
libros y ya no leyeron más que en el gran libro de la
Revolución, que escribieron ante sus ojos todos los días con
caracteres de fuego.
Creyeron en el pueblo: tuvieron fe en el instinto del pueblo.
Al servicio de esta fe y para enaltecerla ante ellos mismos,
pusieron gran parte de su talento y de su corazón. Nada tan
original, por ejemplo, como ver en los callejones del Odéon o de
la Comedia Francesa las muestras de ese talento diluido en las
masas. Desmoulins se mezclaba con los carpinteros y albañiles
que filosofaban en corrillos por la tarde; hablaba con ellos de
teología como en otros tiempos lo hacía Voltaire, y maravillado
de su ingenio exclamaba: “Son verdaderos atenienses”.
Esta fe en el pueblo hizo que los cordeleros fuesen
todopoderosos sobre el pueblo. Tenían las tres fuerzas
revolucionarias: la palabra vibrante y tonante, la pluma acerada
y el furor inextinguible: Danton, Desmoulins y Marat.
Tenían los cordeleros la fuerza, pero asimismo la
imposibilidad en la organización. El pueblo les parecía residir
por entero en cada hombre. El derecho absoluto y soberano lo
reconocían en sólo una ciudad, en una sección, en un simple
club, en un ciudadano. Para ellos todo hombre estaba investido
de un veto contra Francia. Para lograr mejor que el pueblo fuese
libre lo sometían al individuo.
Marat, a pesar de que parecía ciego y furioso, fue el
primero en presentir el peligro de este espíritu anárquico. Por
esto, anticipándose a todas las soluciones revolucionarias,
proponía la dictadura de un tribuno militar y más tarde la
creación de tres inquisidores de Estado. Parecía que envidiaba
la organización de la sociedad jacobina. En diciembre de 1790
propuso él, imitando a dicha sociedad, la creación de un cuerpo
o cofradía de espías y delatores para vigilar y denunciar a los
agentes del gobierno que se mezclasen en las filas
revolucionarias. La idea no obtuvo éxito y Marat llevó a cabo su
tarea inquisitorial en solitario. De todas partes le enviaban
quejas y delaciones justas o injustas, fundadas o infundadas. Y
él lo creía todo y lo imprimía todo.
Fabre d'Églantine habló de “la sensibilidad de Marat”, y
esta frase ha asombrado a los que confunden la sensibilidad con
la bondad, a los que ignoran que la sensibilidad exaltada puede
convertirse en terrible furia. Las mujeres, seres sensibles por
excelencia, tienen momentos de sensibilidad cruel. Marat, por
su temperamento, era femenino, y más que femenino muy
nervioso y muy sanguíneo. Su médico, Bourdier, leía su diario,
y cuando veía que sus artículos eran más sanguínarios y
furiosos que de costmnbre, iba a sangrarle inmediatamente sin
esperar aviso218.
El tránsito violento de la vida de estudio al movimiento
revolucionario había trastomado el cerebro de Marat,
sumiéndole en una especie de embriaguez. Sus falsificadores,
sus imitadores que tomaban su nombre, su título de “Amigo
del Pueblo” y le robaban sus opiniones, contribuían no poco a
aumentar su furor. De nadie se fiaba para perseguir a sus
enemigos. El mismo iba a la caza de los que odiaba; los espiaba
en las revueltas de las calles, muchas veces durante la noche. La
policía, por su parte, buscaba a Marat para prenderle y Marat se
ocultaba donde podía.
Pobre, miserable y viviendo oculto en reclusión forzosa, se
exaltaba, resultando cada vez más nervioso e irritable. En
medio de sus movimientos de tierna compasión por el pueblo y
sus miserias, su sensibilidad enfurecida se revelaba en forma de
acusaciones atroces, de peticiones de matanza y apologías del
asesinato. Sus desconfianzas aumentaban por momentos; el
número de culpables y por tanto de víctimas a las que era
preciso guillotinar, aumentaba monstruosamente en su
imaginación: el Amigo del Pueblo hubiera acabado por pedir el
exterminio de todo el pueblo.
En presencia de la naturaleza y del dolor, Marat resultaba
muy débil: él mismo declaraba que no podía ver sufrir a un
insecto, y desde su mesa de redacción, estando solo, deseaba el
exterminio del mundo.
Algunos servicios que prestó a la Revolución, por su
vigilancia inquieta, su lenguaje feroz y la habitual ligereza de
sus acusaciones, le proporcionaron una deplorable influencia.
Su desinterés y su audacia dieron autoridad a sus furores; fue
un funesto preceptor del pueblo: le sorbió el seso a gran parte
de él y lo hizo débil y furioso, a su imagen y semejanza.
Pero por esta criatura extraña y excepcional no puede
juzgarse lo que fueron los cordeleros. Examinar algunos de
ellos aparte no sirve para conocer a los cordeleros en general. Es
preciso verlos reunidos en sus sesiones nocturnas, en plena
efervescencia, hirviendo en el fondo de su Etna. Intentaré
conducir a los lectores: dadme la mano.
Quiero enseñarlos en un día de agitación, en el que estalle
entre ellos el genio de la audacia y la anarquía; el día en que
oponiendo el veto a las leyes de la Asamblea contra la prensa,
declararon que en su territorio la prensa sería libre
indefinidamente y que ellos sabrían defender a Marat.
Cojámoslos en este momento: el tiempo va muy deprisa en
la Revolución y cambiarán rápidamente. Aún conservan algo
de su naturaleza primitiva. Con que transcurra sólo un año no
los conoceremos ya. Mirémosles hoy. Por lo demás, no
esperemos fijar definitivamente las imágenes de estas sombras,
que pasan, fluyen; también a nosotros, que seguimos su
destino, un torrente nos arrastra, tormentoso, turbio, hasta hace
poco cargado de barro y de sangre.
Quiero verles hoy. En 1790 aún eran jóvenes: cuatro años
después, en 1794, habrán transcurrido siglos para todos ellos.
Marat aún es joven en el momento en que os lo presento.
Con sus cuarenta y cinco años, su larga y triste carrera,
consumido por el trabajo, por las vigilias y las pasiones, todavía
es joven de venganza y esperanza.
Este médico sin enfermo, toma por cliente a Francia y
quiere sangrarla. Este físico desconocido se vengará de sus
enemigos219. El Amigo del Pueblo esperaba vengar al pueblo y
vengarse a él mismo, siempre despreciado y maltratado. Por fin
comienza su día. Nada detendrá a Marat; huirá, se ocultará,
llevará de cueva en cueva su pluma y su prensa de imprimir.
No verá más la luz del día. En esta sombría existencia una
mujer se obstina en seguirle, la esposa de su impresor, que ha
abandonado a su marido para hacerse la compañera de ese ser
que está fuera de la naturaleza, fuera de la ley, fuera de los
rayos del sol. Sucio, hediondo, pobre, ella le adora, sin
embargo: a una existencia tranquila en plena vida, prefiere ser
en el fondo de la tierra la criada de Marat.
¡Generoso instinto de las mujeres! Este instinto es el que da
en el mismo momento a Camille Desmoulins su seductora y
deseada Lucila. Es pobre y está en peligro: he aquí por lo que
Lucila quiere a Camille. Sus padres hubieran querido que
amase a un hombre menos comprometido; pero justamente es
el peligro lo que tienta a Lucila. Leía todas las mañanas aquellas
hojas del joven periodista, ardientes, llenas de gracia e ingenio,
aquellas hojas satíricas y elocuentes, inspiradas en los azares
del día y por lo mismo selladas por la inmortalidad. La vida o la
muerte con Camille, ella lo arrolló todo, arrancó el
consentimiento paternal, y ella misma, riendo y llorando, fue en
busca del periodista para manifestarle su felicidad.
Muchas otras hicieron como Lucila. Conforme el porvenir
se hacía más incierto y el horizonte se cargaba de nubes, los que
se amaban sentían la necesidad de unirse, de asociar su suerte,
de correr los mismos riesgos, de jugar su vida a la misma carta.
¡Momento de emoción y de embriaguez, como en la víspera
de las batallas, ante el espectáculo interesante, regocijado y
terrible al mismo tiempo, de la revolución que se aproxima!
A toda Europa interesaba este espectáculo. Si muchos
franceses partían de Francia, muchos extranjeros venían a ella y
se asociaban de todo corazón a nuestras agitaciones. Venían
para desposarse con la Francia revolucionaria. Deseaban más
morir aquí que vivir lejos: al menos si morían era con la
seguridad de haber vivido.
Por esto el ingenioso y despreocupado alemán Anacharsis
Clootz, filósofo nómada (como su homónimo el escita) que se
comía sus cincuenta mil libras de renta rodando por los grandes
caminos de Europa, se detuvo en París, fijó aquí su existencia
con lazos que sólo pudo desatar la muerte. Del mismo modo el
español Guzmán, que era Grande de España, se hizo sans-
culotte, y para vivir siempre en esta atmósfera de revuelta que
constituía la felicidad de su carácter levantisco, se alojó en una
buhardilla en la parte más pobre y revolucionaria del arrabal de
Saint-Antoine.
Pero ¿para qué entretenernos en tantos detalles?<
Volvamos a los Cordeleros.
¡Cuánta muchedumbre! ¿Podremos entrar?< Ciudadanos,
haced un poco de sitio: camaradas, ya veis que traigo conmigo a
un forastero. El ruido es tan grande que ensordece; en cambio
no se ve nada; las humeantes lamparillas parecen encendidas
para que se note mejor la oscuridad. ¡Cómo se agita la
muchedumbrel< La densa atmósfera está cargada de rumores
y gritos.
El primer golpe de vista resulta raro. Nada más mezclado
que esta muchedumbre: hombres bien vestidos a la última
moda, obreros, estudiantes (contemplad entre estos a
Chaumette), sacerdotes y hasta monjes; pues en esta época
muchos de los antiguos frailes cordeleros venían al lugar de su
antigua servidumbre a saborear un poco de libertad. Los
hombres de letras, periodistas y literatos, abundan en el
público. Ese joven con anteojos es el poeta Fabre d'Églantine,
autor del Philinte. Ese otro de rostro bronceado es el
republicano Robert, periodista que acaba de casarse con una
periodista, la señorita Kéralio. Esa figura vulgar es la de Hébert,
el futuro Padre Duchesne. A su lado está Momoro, el impresor
patriota, el esposo de la hermosa joven que un día representará
el papel de la Diosa Razón. Un día esa pobre diosa perecerá en
la guillotina con Lucila Desmoulins. ¡Ay! ¡Si todos ellos
hubieran conocido entonces su futura suerte!<
Allá abajo se destaca la figura del presidente. Es feo hasta el
punto de poder causarse espanto a sí mismo. Terrible figura la
de Danton. Era un cíclope, un dios del averno< Esa cara roída
por la viruela, en la que brillan unos ojuelos oscuros, tiene todo
el aspecto de un tenebroso volcán< No, no es un hombre: es el
elemento mismo de la revuelta, la embriaguez del vértigo, la
fatalidad. Genio sombrío, me causas miedo. Eres el
predestinado para salvar a Francia o perderla.
Mirad: ha contraído su boca como si fuera a hablar y todas
las voces callan.
“Marat tiene la palabra”, dice con voz tonante.
¿Quién es Marat? ¿Dónde está? ¿Es esa cosa de piel
amarilla y vestida de verde, con ojos grisáceos y saltones?
Parece pertenecer más al género de los batracios que a la
especie humana220. ¿De qué pantano habrá salido esa extraña
criatura, en la que parecen mezclados el sapo y el hombre?
Sus ojos, a pesar de todo, son dulces. Su brillo, su
transparencia, la vaguedad con que los mueve mirando a todas
partes sin fijarse en ninguna, le dan el aspecto de un visionario
a la vez charlatán y sincero, una especie de profeta de callejuela,
vanidoso y sobre todo crédulo: creyéndolo todo y
especialmente sus propias invenciones, todas las ficciones
involuntarias, a las cuales le arrastra sin cesar su espíritu de
exageración. Sus costumbres de médico nómada, de charlatán
inventor de específicos, le daban facilidad para la exageración.
Su crescendo, hasta el momento de su muerte, será terrible. Es
necesario que él invente, que desde su cueva pueda gritar algo
extraordinario y milagroso todos los días, que lleve a sus
lectores emocionados de traición en traición, de descubrimiento
en descubrimiento, de asombro en asombro.
Comienza a hablar y saluda al club.
Después su figura parece iluminarse con el fuego de la
indignación. “Traición grande y terrible< Nuevo complot
descubierto”. Ved cómo anunciando todo esto él se considera
feliz, estremeciéndose de rabia y haciendo estremecer al
auditorio. Ved cómo la vanidosa y crédula criatura se
transforma. Su piel amarillenta y mate brilla de sudor.
“Lafayette —grita— ha hecho fabricar en el arrabal de
Saint-Antoine quince mil tabaqueras que todas llevan su
retrato< Esto tiene su significación< Yo ruego a los buenos
ciudadanos que puedan procurarse una que la rompan
inmediatamente. Dentro de ella se encontrará seguramente la
orden del complot contra la Revolución221.
Muchos ríen. Otros creen que la cosa vale la pena que sea
averiguada.
Marat continúa creciéndose: “Yo dije hace tres meses que
había seiscientos culpables y que bastaban seiscientos pedazos
de cuerda para acabar pronto con ellos. ¡Cuán equivocado
estabal< Hoy necesitamos ahorcar a más de veinte mil”.
Violentos aplausos.
Marat comenzaba a ser un ídolo para el pueblo, un fetiche.
En la muchedumbre, las delaciones y las predicciones siniestras
de que rellenaba sus hojas, causaban gran efecto. Muchos le
creían y ayudaban a su renombre de violento y de profeta. En
1790 ya había obtenido éxitos. Tres batallones de la guardia
parisién le proporcionaron un pequeño triunfo paseando por
las calles su busto coronado de laureles. Pero su autoridad aún
no había llegado al terrible grado que alcanzó en 1793.
Desmoulins, que no respetaba mucho más a los dioses
populares que a los reyes, se burlaba lo mismo del dios Marat
que del dios Lafayette.
Sin respetar el entusiasmo delirante de Legendre que, con
los ojos, las orejas y la boca desmesuradamente abiertos
aclamaba, admiraba y se oponía furiosamente a toda
admiración, el audaz jovencito Desmoulins apostrofa al profeta
gritándole: “¡Siempre trágico, amigo Marat: hipertrágico por
costumbre! Podríamos reprocharte como los griegos a Esquilo,
de ser un poco ambicioso en el arte de meter miedo. Mas tú
tienes una excusa: tu vida errante en las catacumbas, como la de
los primeros cristianos, exalta tu imaginación< Pero dinos
seriamente: ¿esas diecinueve mil cuatrocientas cabezas que tú
ajustas como una amplificación a las seiscientas del otro día,
son realmente indispensables? ¿No te equivocarás en la cuenta,
aunque sólo sea en una cabeza? Yo creía que con tres o cuatro
cabezas empenachadas que rodasen a los pies de la Libertad
habría bastante”.
Los maratistas rugen en señal de protesta. Pero les impide
responder a Desmoulins un ruido que se produce en la puerta,
un murmullo placentero y agradable. Una mujer joven entra y
quiere hablar. Es nada menos que la señorita Théroigne, la bella
amazona de Lieja. Fijaos bien en su levita de seda roja, su
sombrero de plumas y su gran sable de la jomada del 5 de
octubre. El entusiasmo llega al colmo. “Es la reina de Saba —
grita Desmoulins— que viene a visitar al Salomón de los
distritos”.
Mientras tanto, atraviesa ella todo el salón con ligero paso
de pantera y sube a la tribuna. Su hermosa cabeza de inspirada,
lanzando relámpagos por los ojos, se destaca entre las sombrías
figuras apocalípticas de Danton y Marat.
“Si realmente sois Salomones —dice Théroigne— vosotros
lo probaréis levantando el Templo; el templo de la libertad, el
palacio de la Asamblea Nacional y lo construiréis sobre la plaza
donde estuvo la Bastilla”.
“¡Absurdo espectáculo! Mientras el poder ejecutivo habita
el más hermoso palacio del universo y tiene para él el pabellón
de Flora y las columnatas del Louvre, el poder legislativo,
siempre errante, está aún acampado bajo movibles tiendas,
unas veces en el Iuego de Pelota, otras en los Menus o en el
Manége, como nueva paloma de Noé que no sabe dónde poner
los pies”.
“Esto no puede quedar así. Hace falta que los pueblos,
contemplando los edificios que habitan los dos poderes,
aprendan sólo por la vista dónde reside el verdadero soberano.
¿Qué es un soberano sin palacio? Un dios sin altar, al que nadie
rinde culto”.
“Levantemos este altar. Que todos contribuyan a su
construcción; que todos aporten para la obra su oro y sus
pedrerías. Las mías helas aquí. Levantemos el verdadero
templo. Ningún otro será tan digno de Dios como este, donde
fue pronunciada la Declaración de los Derechos del Hombre.
París, guardián de este templo, no será una ciudad; será la
patria común de todas; el lugar de cita de las tribunas; será su
Jerusalén”.
“¡La Jerusalén del mundo!, contestan muchas voces
entusiastas. Una verdadera embriaguez se había apoderado de
la Asamblea, dejándola en actitud extática. Si los antiguos
cordeleros que bajo las mismas bóvedas habían dado en otro
tiempo rienda suelta a sus ensueños místicos hubieran
resucitado esta noche, se habrían reconocido, habrían creído
que el tiempo no había pasado. Creyentes y filósofos, discípulos
de Rousseau, de Diderot, de Holbach y de Helvetius, todos, sin
darse cuenta de ello, profetizaban”.
El alemán Anacharsis Clootz era o se creía ateo, como
muchos otros, por odio a los males realizados por los
sacerdotes. Pero a pesar de todo su escepticismo y de la
ostentación de su duda, el hombre del Rin, el compatriota de
Beethoven, vibraba poderosamente con todas las emociones de
la nueva religión. Las palabras más sublimes que inspiró la
gran Federación, están en una carta de Clootz a madame de
Beauharnais. Nada se ha escrito tan extravagante y tan bello
sobre la unidad futura del mundo. Su calma alemana, su
serenidad sonriente y la originalidad de un loco de genio que se
burlaba un poco de sí mismo, se mezclan en esta carta, toda
alegría y entusiasmo.
“¿Por qué —dice Clootz— la naturaleza ha emplazado a
París a igual distancia del Polo que del Ecuador, sino para que
sea la cuna de la confederación general de los hombres? Aquí se
reunirán en Asamblea los Estados Generales del mundo. Esto
no está tan lejos como parece; me atrevo a profetizarlo. Que la
Torre de Londres caiga como cayó la Bastilla en París y ya no
quedarán tiranos. La oriflama de los franceses no puede flotar
sobre Londres y París sin dar antes la vuelta al mundo. Cuando
esto se realice ya no habrá más ni provincias, ni ejércitos, ni
vencidos, ni vencedores. Se irá de París a Pekin como ahora de
Burdeos a Estrasburgo. Sobre el océano los puentes de navíos
unirán las dos riberas. Oriente y Occidente se abrazarán en el
Campo de la Federación. Roma fue la metrópoli del mundo por
la guerra. París lo será por la paz< Cuanto más reflexiono, más
concibo la posibilidad de una nación única; la facilidad que
tendrá la Asamblea universal reunida en París para guiar el
carro del género humano< Estudiosos arquitectos, émulos de
Vitruvio, escuchad el oráculo de la razón; si el civismo calienta
vuestro genio, sabréis construimos un templo para contener a
los representantes de todo el mundo, que serán más de diez
mil”.
“Los hombres serán como deben ser y cada uno podrá
decir: el mundo es mi patria, el mundo está conmigo. Entonces
no habrá emigrantes. La naturaleza será una, como una la
sociedad. Las fuerzas diversas se unirán: las naciones son como
las nubes y deben confundirse forzosamente unas con otras”.
“Tiranos, vuestros tronos van a desplomarse sobre
vosotros. Ejecutaos vosotros mismos. Así os libraréis de la
miseria y del cadalso. Usurpadores de la soberanía, miradme
frente a frente< ¿Es que no veis vuestra sentencia escrita en los
muros de la Asamblea Nacional? No esperéis, no, la fusión del
pueblo con las coronas; venid a la Revolución que libra a los
reyes de las intrigas de los reyes y a los pueblos de las
rivalidades de los pueblos”.
“¡Viva Anacharsis! —gritó Desmoulins— Abramos con él
las cataratas del cielo. Esto no será más que el diluvio de la
razón ahogando el despotismo en Francia; es necesario que
inunde todo el globo, que todos los tronos de los reyes y de los
grandes sacerdotes arrancados de sus cimientos, floten en este
diluvio< ¡Qué hermosa carrera desde Suecia al Iapónl< ¡La
Torre de Londres destruidal< Un club de jacobinos de Irlanda
está preparando una insurrección. Con la marcha que siguen las
cosas yo no daría ni un chelín por los bienes del clero anglicano.
En cuanto a Pitt, es un hombre que está reservado para que lo
cuelguen de la farola, si es que como hombre previsor no
presenta antes su dimisión al pueblo inglés. Comiencen a
temblar los inquisidores en las riberas del Manzanares; la
libertad sopla con fuerza desde Francia al Mediodía; es en este
momento cuando puede decirse: ya no hay Pirineos”.
“El amigo Clootz acaba de transportarme, agarrado por los
cabellos como el ángel llevó al profeta Habacuc, a las alturas de
la política. Yo ensancho la bandera de la Revolución hasta los
últimos extremos del mundo”222.
Tal era la originalidad de los cordeleros. ¡Voltaire
surgiendo en medio del fanatismo político! Era un verdadero
hijo de Voltaire este Desmoulins tan regocijado. Sorprende
verlo mezclado en este Pandemónium político.
Verdaderamente los cordeleros fueron como el lazo que unía
dos épocas. Su genio, al estilo de Diderot, a un mismo tiempo
escéptico y creyente, recordaba en pleno siglo XVIII algo del
viejo misticismo, en el cual brillan como relámpagos las
visiones del porvenir.
¡El porvenir! ¡Qué misterioso resultaba aún! ¡Cómo
aparecía sombrío, confuso y a la par sublime y horrible en el
rostro de Danton! Tengo ante los ojos un retrato de esta
personificación terrible y cruelmente fiel de nuestra Revolución,
un retrato que esbozó David. El artista lo abandonó, apenas
comenzado, con sincero desaliento, no sintiéndose capaz de
retratar a tal modelo. Un discípulo concienzudo se propuso
continuar la obra, y lentamente, con servil imitación, fue
pintando detalle por detalle, cabello por cabello, marcando una
por una las señales de la viruela, las grietas, las montañas y los
valles de este rostro tempestuoso.
El efecto que causa este retrato es el de un
desenvolvimiento penoso y laborioso, de una creación vasta,
turbulenta, violenta e impura, como cuando la naturaleza
tantea indecisa, sin poder decir aún si creará hombres o
monstruos, cuando falta de perfección, pero con energía de
sobra, marca con mano terrible sus gigantescos ensayos.
Lo que más llama la atención en este retrato es que no tiene
ojos; apenas si se le ven. ¿Cómo este terrible ciego fue el guía de
las naciones?< Oscuridad, vértigo, fatalidad, ignorancia
absoluta del porvenir y desprecio por el porvenir es lo que se
lee en este retrato.
Y a pesar de todo, este monstruo es sublime. Esa faz casi sin
ojos parece un volcán sin cráter, volcán de fango o de fuego,
tras cuya cerrada boca ruedan y bullen los combates de la
naturaleza. ¿Cuándo será la erupción? Día llegará en que un
enemigo suyo, aterrado por sus palabras y rindiendo homenaje
ante su tumba, admirando su genio que le hirió, lo retratará con
un título que resulte eterno: el Plutón de la elocuencia.
Esta figura es una pesadilla de la que no se libra el que
estudia profundamente la Revolución, un ensueño sombrío que
pesa con fuerza abrumadora y del que no se sale nunca.
Estudiándolo no hay más remedio que asociarse
maquinalmente a la lucha de principios opuestos que es visible
en él; hay que participar de sus esfuerzos interiores, que no
eran solamente batallas de pasiones. Es un Edipo que, llevando
en sí el enigma, marchó rectamente hacia la esfinge para que le
devorara223.
1790 1791)

Aparición de los jacobinos futuros. —Los primeros jacobinos (Daport,


Barnave, Lameth, etc.) intentan retroceder. —Espíritu retrógrado de
la Asamblea. —Mirabeau y los Lameth destacados por Robespierre en
la Asamblea (21 de noviembre). —Los Lameth quieren evitar la guerra
eclesiástica. —Los sacerdotes provocan la persecución. —Se les exige
el juramento de los sacerdotes (27 de noviembre). —Sanción forzada
del rey (30 de diciembre). —La Asamblea ordena en vano el juramento
inmediato (4 de enero). —Negativa de juramento dentro de la misma
Asamblea.

Cuenta Alejandro de Lameth que en el mes de junio de 1790,


una sociedad patriótica lo invitó a un banquete con su hermano
y con Duport y Barnave. Este banquete de doscientas personas,
hombres y mujeres, fue verdaderamente espartano por la
austeridad patriótica y por la frugalidad. Apenas se sentaron
los convidados, el presidente se levantó para pronunciar con
solemnidad el primer artículo de la Declaración de los Derechos
del Hombre. “Los hombres nacen y viven libres, etc/'. La
reunión escuchó con religioso silencio y este recogimiento duró
todo el banquete. Una Bastilla hecha de madera ocupaba el
centro de la mesa. A los postres muchos vencedores de la
Bastilla que se encontraban entre los convidados desenvainaron
sus sables y sin decir una palabra hicieron pedazos la odiosa
fortaleza; de entre sus ruinas salió un niño llevando en su
cabeza el gorro frigio de la Libertad. Las mujeres colocaron
coronas cívicas en la cabeza de los diputados patriotas. El
banquete terminó como había comenzado, pronunciando el
presidente, con sombría gravedad y como discurso de
despedida, el segtmdo artículo de la Declaración de los
Derechos del Hombre.
El presidente era el matemático Romme, antiguo preceptor
de los príncipes Strogonoff. Había sentido la libertad donde
mejor puede sentirse, o sea en Rusia, y desde allá lejos, en plena
esclavitud, había visto el golpe de la Revolución. Ebrio de
entusiasmo y frío al mismo tiempo, este geómetra iba a aplicar
inflexiblemente sus principios y, por una larga resta de cifras
humanas, descubrir lo desconocido. Inmutable calculador de la
Convención, en lo más alto de la Montaña, solo descendió de su
altura en la jornada del 2 de pradeal para hundirse su compás
en el corazón.
Los Lameth se contemplaron con escalofríos de extrañeza
en un mundo completamente nuevo. Los nobles y elegantes
jacobinos de 1789 se encontraban en presencia de los
verdaderos jacobínos.
El mismo Alexandre Lameth lo declara: “Este hombre de
piedra que presidía, estos textos legislativos recitados como
oraciones, el recogimiento, el silencio de estos fanáticos, todo
nos pareció alarmante”. Comenzaban a sondear el océano
donde se habían metido. Hasta entonces, como los niños, sólo
habían jugado cerca de la playa. Conocían perfectamente a los
agitadores de plaza, a los obreros de la revuelta que empleaban
y lanzaban a voluntad. Conocían a los periodistas violentos y a
los ardorosos declamadores de los clubs, de los cuales los más
vociferadores no eran los más temibles. Pero más allá de todas
estas cóleras, simuladas o verdaderas, había algo frío y terrible,
que es lo que ellos acababan de tocar. Habían encontrado el
acero de la Revolución. Sintieron frío al tocarlo y retrocedieron.
Su deseo era retroceder y no sabían cómo hacerlo.
Figuraban en la vanguardia y había que fingir que se
continuaba en ella, teniendo todos los ojos fijos sobre sus
personas. La trinidad jacobina Duport, Barnave y Lameth, había
sido saludada como el piloto de la Revolución, encargado de
llevarla adelante. “Estos, al menos, son firmes y francos —decía
la gente— no son como Mirabeau”. Desmoulins los había
exaltado, colocándolos al lado de Robespierre; hasta Marat, el
desconfiado Marat, no sentía ninguna sospecha acerca de ellos.
Esta gran posición la debían a su destreza más que a su
fuerza. Debía, pues, llegar el momento en que la gente se diera
cuenta de sus fluctuaciones, de su carácter equivoco y de sus
puntos débiles.
Primeramente se desenmarañó el vacío de Barnave.
Después las intrigas de los Lameth; Duport fue el último en ser
conocido.
El primer golpe contra ellos fue lanzado por el aturdido
Desmoulins, verdadero niño terrible que decía en alta voz lo
que todos convenían en no decir y que por gusto de esgrimir el
arma del ridículo, causaba heridas crueles. Por la mañana,
mientras leía su periódico, sus amigos veían a veces palabras
cruelmente ciertas. El hecho que nos ocupa tuvo lugar con
ocasión de la moción para la destitución de ministros.
Desmoulins se burla de la Asamblea, “que reserva la arenga de
Barnave como remate y después cierra la discusión< Esta vez,
sin embargo, no era el momento, como se dice, de poner punto
final<”. El pícaro, en el mismo artículo, dice una palabra
original y justa, que impacta no solamente a Barnave, sino a casi
todos los ponentes y a todos los escritores de la época: “En
general, los discursos de los patriotas se parecían demasiado a
los cabellos del 89, lisos y sin empolvar. ¿Dónde estabas tú
entonces, Mirabeau?<”. Después pregunta por qué los Lameth
han gritado: ¡A por las voces! cuando Pétion y Rewbell querían
hablar, “cuando el hercúleo Mirabeau, con su maza, iba a
machacar a los pigmeos”, etc.
Días después recibió Barnave un golpe más grave del que
no pudo reponerse. El periodista Brissot, un doctrinario
republicano del que pronto hablaré con extensión, le dirigió, a
propósito de los hombres de color para los cuales había pedido
Barnave la anulación de todos los derechos, una larga y terrible
carta donde puso de manifiesto al abogado pedantesco,
brillante y vacío, lleno de frases, pero sin ideas. Brissot, escritor
venal ordinariamente, pero que en esta ocasión tenía la razón
de su parte, trazó con severidad el retrato del verdadero
patriota, y este retrato resultó el reverso de todo lo que era
Barnave. El patriota, tal como lo describió Brissot, no es ni
intrigante ni celoso; no busca la popularidad para hacerse notar
en la corte y resultar necesario. El patriota no es el enemigo de
las ideas, ni lanza largas tiradas de oratoria contra la filosofía.
¿Los más grandes ciudadanos de la antigüedad no eran
filósofos estoicos, etc., etc.?
Pero lo que comprometió más al partido de Barnave y
Lameth es que en el momento en que el duelo de Lameth le
hacía popular en extremo, no se atrevieron a declararse en la
peligrosa cuestión de la guardia nacional. En los momentos
difíciles se callaban votando silenciosamente con sus
adversarios: el pueblo lo vio claramente al discutirse en la
Asamblea los sucesos de Nancy, donde la unanimidad de la
votación demostró que los Lameth habían votado lo mismo que
los otros.
La Asamblea, ya lo hemos dicho, tenía miedo al pueblo.
Ella lo había empujado y ahora quería retroceder. En mayo
había incitado al armamento, decretando que ninguno podría
ser ciudadano activo si no era guardia nacional. En julio, en el
momento en que la Federación mostraba que podía tenerse
confianza en el pueblo armado, se hacía en la Asamblea la
extraña moción de exigir el uniforme, lo que equivalía
indirectamente a desarmar a los pobres. En noviembre una
proposición más directa fue hecha por Rabaul-Saint-Etienne: la
de restringir la clase de guardias nacionales sólo a los
ciudadanos activos. Estos eran numerosos, ya lo hemos dicho;
cuatro millones. Mas era tal el extraño estado de la Francia de
entonces y la diversidad de provincias, que en algunas, en
Artois por ejemplo, no había casi ni ciudadanos activos ni
guardias nacionales. Esto es lo que hacía ver Robespierre con
gran fuerza de elocuencia cuando hacía esta observación que
resultaba justísima en su provincia224:
“¿Es que queréis, decretando tantas limitaciones, que el
ciudadano resulte un ser raro?<”. Iúzguese con cuánto aplauso
sería acogida esta manifestación en las tribunas de la Asamblea.
La noche del 21 de noviembre Robespierre sostuvo esta
tesis en los Jacobinos. Mirabeau presidía. En la continua
fluctuación del público para con Mirabeau, remontándole un
día a las nubes y queriendo ahorcarle al día siguiente, el gran
orador había ambicionado esta presidencia para fortalecer su
popularidad con la de los jacobinos. Era más fácil contar las olas
del mar que las alternativas de Mirabeau. Sus Élaciones con el
público eran semejantes a un amor tempestuoso lleno de riñas y
furores. En esta continua querella Camille Desmoulins resulta
admirable por la facilidad con que pasa del elogio al insulto.
Jamás frío, ni indiferente ante Mirabeau, el popular periodista
un día llama al gran orador amante adorado y al día siguiente
meretriz sin vergüenza.
Mirabeau había descendido mucho en el concepto público
por su proposición de dar gracias a Bouillé. Pero poco después
se había remontado por un terrible discurso contra los que
osaban burlarse de los tres colores de la bandera, uno de esos
discursos eternamente memorables, que hacen que este
hombre, aunque hubiera sido mucho más criminal, no pueda
ser negado como una gloria de Francia. Después había vuelto a
descender, proponiendo que se conservara la soberanía del
papa sobre Avignon. Mas inmediatamente se había remontado
con una simple aparición en el teatro una noche en que se ponía
en escena la tragedia Brutus. Su presencia lo hizo olvidar todo;
resucitó el amor, el entusiasmo, sólo se veía al gran orador;
todas las miradas iban a su palco y cada verso de la tragedia era
acogido como una alusión al tribuno. Fue un triunfo ruidoso,
pero el último.
Esto fue el 15 de noviembre. El 21, presidiendo en los
Jacobinos Mirabeau, escuchaba con impaciencia el discurso de
Robespierre sobre la guardia nacional, restringida únicamente a
los ciudadanos activos. Intentó varias veces quitarle la palabra,
con pretexto de que hablaba contra decretos ya aprobados.
Cosa grave, peligrosa, tratándose de una Asamblea conmovida
y favorable a Robespierre<
“Continuad, continuad”, gritó el público al orador,
despreciando las indicaciones del presidente. El tumulto llegó
al colmo; imposible entenderse: para nada servía el presidente
ni su campanilla. Mirabeau, en vez de cubrirse como
presidente, tomó una resolución audaz que podía darle gran
fuerza o acelerar su caída. Se subió sobre su sillón, y como si el
decreto atacado fuese su misma persona y hubiera necesidad de
defenderlo y salvarlo, gritó Mirabeau: “¡A mí mis colegasl<
¡Que todos mis compañeros me rodeen!<”. Esta peligrosa
demostración puso de manifiesto la soledad de Mirabeau.
Treinta diputados acudieron a su llamamiento, pero toda la
Asamblea permaneció al lado de Robespierre. Desmoulins,
antiguo camarada de colegio de Robespierre que no perdía
ocasión para elogiar su carácter, dijo al día siguiente en su
periódico a propósito de este suceso: “Mirabeau no sabe sin
duda que la idolatría está permitida en un pueblo libre
solamente cuando la justifica la virtud”.
Lo ocurrido fue una gran revelación del profundo cambio
que había sufrido el Club de los Jacobinos. Fundado por los
diputados y para ellos, ya no conservaba en su seno más que un
pequeño número de diputados que pesaban poco. La fácil
admisión de hombres ardientes e impacientes había renovado
el club; todavía estaba allí la representación de la Asamblea,
pero era de la Asamblea del porvenir. Para ella hablaba
Robespierre.
Charles de Lameth llegó, llevando todavía el brazo en
cabestrillo. Voluntariamente se hizo silencio. Todo el mundo se
hallaba convencido de que estaba por Robespierre ¡y habló en
pro de Mirabeau! El vizconde de Noailles declaró que el comité
había entendido el decreto muy diferentemente que Mirabeau y
Lameth y en el mismo sentido que Robespierre. Este volvió a
usar la palabra teniendo la Asamblea de su parte y el presidente
quedó reducido al silencio< ¡Mirabeau obligado a callarse!
He aquí a los Lameth enfermos de veras. Eran los
fundadores de los Jacobinos y veían cómo se les escapaban. Su
popularidad databa, sobre todo, del día en que lucharon con
Mirabeau sobre el derecho de paz y de guerra, y helos
comprometidos y asociados con Mirabeau en la impopularidad.
Van a hundirse, a ahogarse y no encuentran medio de separarse
violentamente de su antiguo enemigo, teniendo que correr su
misma suerte. Por otra arte, su guerra al clero les impide
apoyarse en la otra parte de la opinión.
Es de justicia declarar que los curas hacían todo lo que
podían para merecer la persecución de que eran objeto. Tenían
buen cuidado de ocultar, dejándola en la sombra, la cuestión de
los bienes eclesiásticos, que era la que más les dolía, y de sacar a
luz únicamente la cuestión del juramento. Este juramento, que
no tocaba en nada a la religión ni al carácter sacerdotal, no lo
conocía a fondo el pueblo ignorante, al cual se hacía creer que la
Asamblea imponía a los sacerdotes una especie de abjuración
de creencias. Los obispos declaraban que no tendrían
comunicación alguna con los eclesiásticos que prestasen el
juramento. Los más moderados obispos decían que el papa no
había contestado aún a la consulta y que ellos tenían que
esperar. O lo que es lo mismo: que a un soberano extranjero
como lo era el papa, le tocaba decidir si podían ellos obedecer a
su patria.
Y el papa no respondió. ¿Por qué? Con pretexto de las
vacaciones. La congregación de cardenales, se decía, no se
reunía en aquella época del año. Entretanto, curas, predicadores
de toda categoría y catadura trabajaban por turbar al pueblo,
exaltar al campesino, arrastrar a las mujeres a la desesperación.
Desde Marsella hasta Flandes se levantaba un clamoreo
inmenso contra la Asamblea. Proclamas incendiarias eran
repartidas por los curas de Provenza de aldea en aldea. En
Rouen, en el Condé, se predicaba contra los asignados,
titulándolos invención del diablo. En Chartres, en Péronne se
prohibía desde el púlpito pagar los impuestos; un cura se
ofreció bravamente a ir, a la caza del pueblo, a matar a los
recaudadores. El cabildo soberano de Saint-Waast envió
misioneros para predicar la muerte de la Asamblea. En Flandes
afirmaron los curas, de modo que no dejaba lugar a dudas, que
los compradores de bienes nacionales estaban infaliblemente
condenados, y sus hijos y descendientes: “Aun cuando
quisiéramos absolverlos —decían aquellos fanáticos— no
podríamos hacerlo< Ni nadie, fuera cura, obispo, cardenal, ni
el mismo papa. ¡Condenados, condenados para siempre!”.
Una buena parte de estos hechos era conocida y se extendía
en el público por medio de las cartas de los jacobinos y el
periódico de Laclos. Fueron luego reunidos y agrupados en un
informe que el jacobino Voidel dio a la Asamblea. Mirabeau
apoyó, en largo y magnífico discurso, en el cual bajo violentas
palabras dejaba entrever suaves promesas, medidas que
condujeron a extinguir el juramento de los sacerdotes
confesores: afirmaba que debilitar al clero era cosa que debía
fiarse al tiempo, a las extinciones, etc.
Pero la Asamblea fue más violenta. Quería castigar. Exigía
el juramento, el juramento irunediato.
Una cosa chocó en aquella Asamblea, compuesta en su
mayoría por abogados volterianos, y es su inocente credulidad
en la eficacia de las promesas humanas. Y es esto, porque bajo
la sofística del siglo XVIII, se conservaba un gran fondo de
juventud, de niñez, en el corazón de los hombres.
Se figuraban que desde el momento en que jurara el
sacerdote y el rey sancionara sus decretos, todo estaba resuelto,
todo salvado.
Y el rey por el contrario, hombre honrado pero
perteneciente a la sociedad vieja, los engañaba a diario. La
palabra que ellos juzgaban un obstáculo, una barrera, una gran
dificultad, un lazo para el hombre, en nada embarazaba al rey.
Temeroso de que no se le creyera lo bastante, extremaba sus
promesas. Hablaba e insistía sin cesar en ello, de la confianza que
debía merecer. Obraba, según su sentir, abiertamente, francamente;
le extrañaba que se dudase de la rectitud acreditada de su
carácter… (23, 26 de diciembre de 1790).
Los más inocentes de todos, los Jansenistas, no se detenían
en tan poca cosa: querían algo más positivo, sólido; un
juramento, tempestades, ruido.
Así, el 27 de diciembre lanzaron un decreto terrible: “La
Asamblea quiere, sencillamente, que los obispos, curas,
vicarios, juren la Constitución: en caso contrario serán
obligados a renunciar a su ministerio. Los alcaldes quedan
obligados también a denunciar, en el término de ocho días, a
quien dejare de prestar el juramento. Y aquellos que una vez
prestado este faltaran a él, serán citados ante el tribunal del
distrito, y los que se negaren a concurrir y trataran de seguir
desempeñando sus antiguos cargos, serán perseguidos como
perturbadores”.
¡Decreto este que no fue sancionado!< Nuevo escándalo de
los Jansenistas, entonces. Habían ido tan lejos que necesitaban
forzosamente llegar a un resultado. El 23 de diciembre Camus
pidió “que interviniera la fuerza”, la fuerza en forma de ruego;
es decir, que la Asamblea rogara al rey que respondiera de un
modo formal en lo referente al decreto. ¡La fuerza! es lo que
esperaba el rey225. Respondió inmediatamente que sancionaba el
decreto. Podía así presentarse ante Europa como un cautivo.
Dijo a Fersen: “Quisiera ser rey de Metz< Pero esto
acabará pronto”.
Cosa notable; ni Robespierre, ni Marat, ni Desmoulins,
hubieran exigido el juramento. Marat, el intolerante Marat, tan
cruel para los enemigos, politiqueaba con los curas; es —diceel
único caso en que se debe intentar arreglos; se trata de la
conciencia. Desmoulins se contentaba con suprimir los auxilios
del Estado a los que no juraran obediencia a ese mismo Estado.
“Esta especie de demonios que se llaman fariseos, no se asustan
más que del ayuno. Non ejicitur nisi per jejunium”.
La exigencia dura y torpe que obligaba al juramento a los
diputados eclesiásticos, aun en la Asamblea misma, fue una
grave falta del partido que mandaba. Dio magnífico pretexto,
solemne, brillante, a los enemigos del gobierno para fingir ante
el pueblo una fe que no sentían. El arzobispo de Narbona decía
más tarde, durante el imperio: “Nos portamos con verdadera
caballerosidad; de ninguno de nosotros se puede decir que
íbamos arrastrados por la religión”.
Era fácil prever que esos prelados, puestos en el extremo de
ceder ante la muchedumbre, de desmentir solemnemente su
opinión oficial, responderían como caballeros. El más tímido o
débil, sujeto a tal imposición, se convertiría en un valiente.
Caballeros o no, al fin eran franceses. Los curas, hasta los más
revolucionarios, no se decidieron a abandonar a sus obispos en
el momento crítico. El peligro les tentó, la hermosa solemnidad
de tal escena ganó su imaginación y rehusaron prestar
juramento.
Desde la primera sesión, en la cual el obispo de Clermont
interpeló sobre el asunto, pudo juzgarse el efecto. Grégoire y
Mirabeau, el día siguiente (4 de enero), intentaron arreglar la
cuestión. Grégoire dijo que la Asamblea no intentaba tocar a la
Iglesia en nada de lo espiritual; que no se exigía el asentimiento
interior, sino la fórmula, y que en nada se forzaba a la
conciencia.
Mirabeau llegó hasta a decir que la Asamblea no exigía
precisamente el juramento, sino que declaraba incompatible la
negativa con el ejercicio de funciones públicas, en cuyo caso el
que rehusaba jurar se declaraba voluntariamente dimisionario
de su empleo. Esto equivalía a abrir una puerta; pero Barnave la
cerró con agria violencia, creyendo ganar de este modo la
popularidad que llevaba perdida. Con un discurso violento
propuso y obtuvo que se obligara a jurar inmediatamente.
Medida de imprudencia que no obtuvo otro resultado que
decidir la negativa de muchos que aún estaban indecisos.
Los que rehusaban iban a tener la gloria del desinterés y del
valor, pues las turbas sitiaban las puertas de la Asamblea y se
oían sus amenazas. Los dos partidos se acusan en este punto.
Los unos dicen que los jacobinos intentaron arrancar el
juramento por medio del terror; los otros aseguran que los
aristócratas habían apostado gente pagada para demostrar que
se les hacía violencia, y a la par que hacer odiosos a sus
enemigos, decir, como efectivamente lo dijeron, que la
Asamblea no estaba libre.
Al comenzar el acto del juramento el presidente comenzó a
llamar por sus nombres a los diputados: El señor obispo de Agen.
El obispo: Pido la palabra.
La izquierda de la Asamblea: ¡Nada de palabras!<
¿Prestáis el juramento sí o no?
(Ruido fuera). Un miembro: ¡Que el señor alcalde venga para
acabar con este desorden!
El obispo de Agen: Habéis dicho que los que rehúsen
perderán sus cargos. Yo no tengo ningún interés en conservar
mi puesto, aunque sí que siento mucho perder vuestra estima.
Os ruego que creáis en el sentimiento con que me niego a
obedeceros por no poder prestar juramento.
(Continúa el llamamiento de diputados). El cura Fournès: Yo
diré con la simplicidad de los primeros cristianos: tengo a gloria
y honor el seguir a mi obispo.
El cura Leclerc: Yo soy hijo de la iglesia católica.
Este llamamiento nominal resultaba desastroso, pues daba
lugar a manifestaciones de cada uno de los diputados
eclesiásticos. Un diputado lo hizo ver, pidiendo a la Asamblea
que se contentara con pedir el juramento colectivamente. La
negativa colectiva no obtuvo, efectivamente, ningún éxito. La
Asamblea no sacó del debate otro resultado que permanecer un
cuarto de hora silenciosa e impotente, dando al enemigo
ocasión de decir algunas palabras sonoras que, en un país como
Francia, forzosamente habían de proporcionar enemigos a la
Revolución.
A la salida de la Asamblea no ocurrió nada extraordinario.
Los obispos salieron sin peligro de la Asamblea y volvieron a
ella siempre que quisieron. La indignación de la multitud no se
tradujo en acto alguno de violencia.
La sesión del 4 de agosto fue el triunfo de los obispos sobre
los abogados. Estos parecían como influenciados por sus negras
vestiduras, que tienen mucho de hábitos sacerdotales,
vestiduras de intolerancia, fatales para quienes las revisten. Los
obispos encontraron en su situación palabras floridas y dignas,
que para sus adversarios resultaron verdaderas estocadas. Estos
prelados que hablaban con sencillez evangélica, no eran en su
mayoría más que cortesanos intrigantes y de mala fama: en
nuestro grave mundo moderno, que exige al sacerdote, para ser
respetado, virtud e ilustración, habrían sido obligados a
retirarse con vergüenza. Mas la profunda política de Camus y
de Barnave encontró, combatiéndoles, el medio de hacer de
aquellos sacerdotes corrompidos héroes cristianos, admirados
por la población de los campos como verdaderos mártires.
1791)

Furor y ligereza de Marat. —¿Hay en él una teoría política o social?


—¿Es un comunista? —¿Sus periódicos contenían soluciones
practicas? —Precedentes de Marat. —Su nacimiento y educación. —
Sus primeras obras políticas y filosóficas. —Marat en casa del conde
de Artois. —Su física y sus ataques contra Newton, Franklin, etc. —
Comienza El Amigo del Pueblo. —Sus modelos. —Su vida retirada
laboriosa. —Sus predicciones. —Sus odios a los enemigos personales.
—Su encarnizamiento contra Lavoisier. —Los tribunales no se
atreven a juzgar a Marat (enero). —Por qué toda la prensa siguió a
Marat en la propaganda de la violencia.

El año 1791, tristemente comenzado con la sesión del 4 de


agosto, ofrece el aspecto de un funesto retroceso, de una
violenta negativa del principio de la Revolución; el llamamiento
a la fuerza. ¿De dónde partió este llamamiento a la fuerza
bruta? Cosa extraña: de los hombres más cultos. Fueron los
legistas, los médicos, los literatos, los periodistas; fueron los
hombres de talento, en una palabra, que basándose en la
muchedumbre ciega, quisieron decidir las cosas del espíritu por
la acción material.
Marat tenía interés en organizar en París una especie de
guerra entre los vencedores de la Bastilla. El heroico Hullin y
otros valientes del 14 de julio que se habían alistado en la
guardia nacional retribuida eran tachados de espías por Marat
y designados a la venganza popular con el título de “Moscones
de Lafayette”. Y no se contentaba con darles apodos, sino que
en su periódico publicaba sus domicilios, calle, número y piso
para que no tuviera que entretenerse pidiendo informes la
gente de buena voluntad que quisiera ir a cortarles el cuello.
Los números de su periódico eran verdaderas listas de
proscripción donde él escribía a la ligera, sin examen y sin
pruebas, todos los nombres que le dictaban. Nombres que eran
queridísimos para la humanidad después de la jomada del 14
de julio. El del valeroso Elie o el del caballeroso La Salle, tan
olvidado por la ingratitud del nuevo gobierno, aparecían en las
listas de sospechosos de Marat, mezclados con otros de
verdaderos reaccionarios. El mismo Marat confiesa que en su
precipitación confundió el nombre de La Salle con el del
horrible marqués de Sade, el infame y sanguinario novelista.
Otra vez inscribió entre los moderados, entre los lafayettistas, al
inflexible Maíllard, el director de la jornada del 5 de octubre, el
juez de las matanzas del 2 de septiembre.
A pesar de todas estas violencias y de estas ligerezas
criminales, la sincera indignación visible de Marat contra los
abusos me interesa profundamente. Este gran nombre de
Amigo del Pueblo exige a la historia un serio y detenido
estudio. Yo he instruido religiosamente el proceso de este
hombre extraño, leyendo con la pluma en la mano sus
periódicos, sus folletos, todas sus obras226. Yo sabía por muchos
ejemplos cómo el sentimiento del derecho, la indignación y la
piedad por el oprimido, pueden convertirse en pasiones
violentas y muchas veces crueles. ¿Quién no ha visto muchas
veces a las mujeres a la vista de un niño vapuleado o de un
animal tratado brutalmente, exaltarse hasta los mayores
furores? ¿Marat no pudo ser un furioso por extremada
sensibilidad, como muchos parecen creerlo? Esta es la primera
cuestión.
Si fue así hay que convenir en que la sensibilidad alcanza
efectos muy extraños. No es un castigo severo, una corrección
ejemplar lo que Marat pide para aquellos a quienes acusa: ni
siquiera la muerte le parece bastante. Su imaginación está ávida
de suplicios: necesita verdugos, incendios227, mutilaciones
atroces. “Marcadlos con un hierro candente, cortadlos en
pedazos, arrancadles la lengua”228. Esto es lo que pide para sus
enemigos por medio de la imprenta.
No son las graves y santas cóleras de un corazón
verdaderamente atento al amor por la justicia: es más bien el
delirio de una mujer fuera de sí que se entrega a los furores
histéricos, casi a la epilepsia.
Lo que más extraña es que estos transportes que se podrían
explicar por los excesos del fanatismo, no proceden de ninguna
fe precisa y que pueda caracterizarse. Tanta indecisión de
pensamiento junto a tanta violencia en la expresión, constituyen
un bizarro espectáculo. Él corre furioso< ¿adónde? Ni él
mismo puede decirlo.
Al buscar los principios de Marat, no es en las obras
escritas en su juventud (de las que hablaré enseguida) donde
pueden encontrarse, sino en las que escribió en plena madurez,
desde 1789 hasta 1793, cuando la grandeza de la situación pudo
aumentar sus fuerzas hasta colocarlo por encima de sí mismo.
Sin tener en cuenta El Amigo del Pueblo, que comenzó a
publicarse en esta época, Marat publicó en 1789 La Constitución,
o proyecto de declaración de los derechos, seguido de un plan de
constitución justa, sabia y libre, y en 1790 un Plan de legislación
criminal, del cual ya había dado su ensayo en 1780. Esta última
obra la ofreció a la Asamblea Nacional.
Desde el punto de vista político, estas obras,
extremadamente flojas, no tienen nada que las distinga de un
sinnúmero de libros que aparecieron entonces. Marat era
entonces realista y decía que en todo gran Estado la forma de
gobierno debe ser la monarquía: única que conviene a Francia
(Constitución, pág. 17). El príncipe no debe ser responsable más que
en las personas de sus ministros: su persona será sagrada (pág. 43).
En febrero de 1791 Marat era todavía realista.
Desde el punto de vista social, no hay nada, absolutamente
nada en esta obra que sea propio del autor. Lo único notable es
la solicitud que demuestra por las mujeres, pidiendo la
represión del libertinaje. Esta parte de su Plan de legislación
criminal está desenvuelta con gran extensión. Pero hay en ella
observaciones útiles que hacen perdonar muchos detalles
inconvenientes y fuera de lugar, como por ejemplo, la
descripción del viejo libertino.
Los remedios que el autor quiere aplicar a los males de la
sociedad son poco serios, tanto, que extraña verlos propuestos
por un hombre de su edad y su experiencia: un médico de
cuarenta y cinco años. En su Plan de legislación criminal pide
castigos propios de la Edad Media contra el sacrilegio y la
blasfemia (pp.119-120). En su Constitución habla con gran
ligereza del cristianismo y de todas las religiones en general
(pág. 57).
Estas dos obras seguramente no hubiesen llamado la
atención si el autor no partiera de una idea que jamás puede
dejar de ser bien recibida, y especialmente en aquella época de
extrema miseria y en una capital por la que circulaban cien mil
indigentes: la debilidad e incertidumbre del derecho de propiedad; el
derecho del pobre a compartir, etc.
En su proyecto de Constitución (pág. 7) Marat dice estas
palabras hablando de los Derechos del Hombre: “Cuando un
hombre carece de todo, tiene el derecho de arrancar a otro todo
lo superfluo de que goza; ¿pero qué digo lo superfluo? Tiene
hasta el derecho de arrancarle lo necesario, y antes que perecer de
hambre tiene el derecho de degollar al semejante y devorar su
came palpitante”. Y añade Marat en una nota: “Cualquier
atentado que el hombre cometa, cualquier ultraje que haga a
sus semejantes, no turba más el orden de la naturaleza que
pueda turbarlo el hecho de un lobo cuando devora a un
cordero”. En su libro El hombre, publicado en 1773, ya había
dicho: “La piedad es un sentimiento ficticio, adquirido en la
sociedad. No eduquéis al hombre con ideas de bondad, de
dulzura y de beneficencia, y desconocerá toda su vida hasta el
nombre de la piedad”.
He aquí el estado natural del hombre, según Marat.
¡Terrible estado! El derecho reconocido de poder tomar al
semejante no sólo lo superfluo sino lo necesario y hasta su carne
para comérsela.
Se creería que Marat piensa fundar el comunismo perfecto
o la igualdad rigurosa de las propiedades. Lejos de esto, en su
Constitución (pág. 12), dice que “la deseada igualdad no puede
existir en la sociedad, como no existe en la naturaleza”. En su
Plan de legislación criminal (pág. 19) demuestra que el reparto de
las tierras, si ha de ser justo, resulta imposible e impracticable.
Marat relega al estado de naturaleza, anterior a toda
civilización, su horripilante derecho de apoderarse hasta de lo
necesario del vecino. ¿Y en el estado de sociedad reconoce la
propiedad?< Así parece, generalmente: aunque en su Plan de
legislación criminal parece limitar la propiedad al fruto del
trabajo, sin extenderlo a la tierra de la que nace el fruto.
En resumen, como socialista, si es que se le quiere dar este
nombre, resulta un ecléctico en continua fluctuación y falto por
completo de consecuencia.
Para apreciarlo sería necesario hacer lo que no podemos
hacer aquí, la historia de esta vieja paradoja a la que Marat se
acercó siempre sin caer en ella, la doctrina que uno de nuestros
contemporáneos ha formulado en tres palabras: “La propiedad
es el robo”. Doctrina negativa, que es común a varias sectas, por
lo demás muy opuestas.
Nada más fácil que imaginar una sociedad justa, amante,
perfecta de corazón, todavía pura y abstinente (condición
esencial), que fundaría y mantendría una comunidad absoluta
de bienes. La de los bienes es muy fácil cuando se tiene la de los
corazones. ¿Entonces, quién no es comunista en el amor, en la
amistad? Hemos visto cosa semejante entre dos personas en el
siglo pasado, entre Pechméja y Dubreuil, que vivieron y
murieron juntos. Pechméja intentó en un poema en prosa (el
Télèphe, obra por desgracia floja y de poco interés) hacer
partícipes a los demás de la enternecedora dulzura de no poseer
nada más que su amigo.
El Télèphe de Pechméja no instruyó a la comunidad de
forma más eficaz de la que lo hicieron la Basiliade de Morelly y
su Código de la naturaleza. Todos los poemas y los sistemas que
sobre esta doctrina se pueden hacer suponen, como punto de
partida, la cosa más difícil de todas, la que sería el fin supremo:
la unión de las voluntades. Esta condición, tan extraña, que
solamente se encuentra en algunas almas de elite, un
Montaigne, un La Boétie, permite prescindir de cualquier otra.
Sin ella la comunidad sería una lucha permanente, o si se
impusiera por la ley, por el Terror (que apenas puede durar),
paralizaría toda actividad humana.
Volviendo a Marat, parece no sospechar en ningún
momento la magnitud de estas cuestiones. Con ellas encabeza
sus libros, como para atraer a la multitud, tocar el tambor,
hacerse escuchar. Después de exponerlas, no resolvía nada.
Todo lo más que puede adivinarse es que deseaba una gran
caridad social a expensas de los ricos; cosa muy razonable, pero
que aún lo hubiera sido más marcando los medios prácticos
para que esa caridad pudiera llevarse a cabo. No cabe duda de
que es una cosa impía, odiosa, el ver cómo ese impuesto recae
sobre el pobre y no afecta al rico; el impuesto no debe recaer
más que sobre nosotros, los que tenemos. Pero el político no
debe, como Marat, limitarse a las quejas, a los gritos, a los votos;
debe plantear medios. El volver a la presunta excelencia de los
funcionarios del futuro, como hacen todos los utopistas de este
tipo, no elimina las dificultades. Decir, por ejemplo: “Que se dé
la dirección a algún hombre de bien y que un magistrado íntegro
lleve a cabo la inspección” (Marat, Plan de legislación criminal,
página 26).
¿Mostró Marat al frente de su periódico y en presencia de
las necesidades del tiempo más inteligencia práctica que en sus
obras? Muy al contrario. En sus artículos no se encuentran más
que ideas descosidas y vagas; nada nuevo, nada que merezca
ser considerado como una teoría.
En el momento en que la municipalidad entró en posesión
en 1790 de los conventos y otros edificios eclesiásticos, Marat
propuso establecer talleres para los pobres y meter a las
familias indigentes en las celdas, dándoles los lechos de monjes
y religiosas. Pero ning1ma conclusión general relativa al trabajo
dirigido por el Estado.
Cuando la miseria de París y las demandas de aumento de
salarios llamaron su atención, ¿propuso algún remedio nuevo?
Nada más que restablecer los antiguos aprendizajes, largos y
rigurosos, exigir pruebas de capacidad para ejercer los oficios y
dar a los obreros que se condujeran bien durante tres años los medios
de establecerse; los que no se casaran serían reembolsados al cabo
de diez años.
Y no daba más detalles ni decía de dónde habían de sacarse
los fondos inmensos que se necesitaban para dotar así a
poblaciones numerosísimas. Marat no se explica al respecto. En
otra ocasión aconsejó a los indigentes que se asociaran con los
soldados y se hicieran asignar de qué vivir sobre los bienes
nacionales. También aconsejó que se partieran “las tierras y las
riquezas de los miserables que ocultan su oro para forzar por el
hambre al pueblo a sufrir de nuevo el yugo”.
Demostrado queda que Marat en 1790, cuando toma sobre
el pueblo una autoridad tan terrible, no había expuesto una
teoría general ni un principio en que se fundara su autoridad.
Una vez hecho el examen debo decir: no, no existe ninguna
teoría de Marat.
Veamos sus precedentes, busquemos en las obras de su
juventud, para ver si por azar hay en ellas algo que justifique su
prestigio.
Marat o Mara, originario de Cerdeña, nació en los
alrededores de Neufchâtel, siendo suizo de nacionalidad, como
Rousseau, que nació en Ginebra. Tenía diez años Marat en 1754,
cuando Rousseau, su glorioso compatriota, publicó su discurso
sobre la ilegalidad. Rousseau, después de veinte años de
trabajo, en los cuales había conquistado el cetro de la opinión a
fuerza de persecuciones y destierros, tuvo que buscar asilo en
Suiza, refugiándose en el principado de Neufchâtel. El interés
ardiente de que era objeto, los ojos de todo el mundo fijos sobre
él, el fenómeno de un hombre de letras haciendo olvidar a
todos los reyes, sin exceptuar a Voltaire, el enternecimiento de
las mujeres, que adoraban a Rousseau por sus novelas
sentimentales y le amaban públicamente, todo esto impresionó
profundamente al pequeño Marat. Tenía este una madre muy
sensible, muy ardiente, que solitaria en el fondo de aquella
aldea de Suiza, virtuosa y romántica, dedicó todo su
entusiasmo a hacer de su hijo un gran hombre, un Rousseau. Su
marido, ministro protestante, digno, sabio y laborioso, la
secundó en sus propósitos, depositando todo lo que pudo de su
ciencia en la cabeza del niño. Esta concentración de esfuerzos
tuvo por resultado natural caldear de un modo alarmante
aquella joven inteligencia. La enfermedad de Rousseau, el
orgullo, se manifestó en Marat, pero exaltada a la décima
potencia. Copiando al ídolo, Marat fue como el mono imitador
de Rousseau.
Él mismo lo confiesa en un artículo de El Amigo del Pueblo:
“A los cinco años yo hubiera querido ser maestro de escuela; a
los quince profesor; autor a los dieciocho y genio creador a los
veinte”. Más adelante, después de haber hablado de sus
trabajos en ciencias naturales, veinte volúmenes según él de
descubrimientos físicos, dice con la mayor seriedad: “En mis
libros creo haber expuesto todas las combinaciones del espíritu
humano sobre la moral, la filosofía y la política”.
Como Rousseau y como la mayoría de las gentes de su país,
Marat abandonó muy joven la casa paterna para buscar fortima,
llevando con su almacén mal ordenado de conocimientos
diversos, el talento más aprovechable de fabricar algunos
remedios empíricos para ciertas enfermedades. Todos estos
suizos de la montaña tienen algo de botánicos y de drogueros.
Marat se daba ordinariamente el título de doctor en medicina.
Nunca se supo con certeza si realmente existía el título.
Este dudoso recurso, que seguía el ejemplo de Rousseau, el
ejemplo del héroe de La nueva Eloísa, no era suficiente para
ganarse la vida, por lo que a veces también tenía que trabajar
como preceptor, como profesor de lenguas. Entrando de este
modo en algunas casas y en otras como médico, tuvo ocasión de
insinuarse a algunas mujeres; fue durante algún tiempo el
Saint-Preux de una Julie a la que había curado. Esta Iulie, una
marquesa que vivía separada de su marido, el cual le había
hecho contraer una enfermedad, fue más sensible al
sentimentalismo del joven médico que a su rostro, pues Marat
era feo, de estatura muy pequeña, la cara larga y huesosa y la
nariz algo aplastada. Bien es verdad que poseía excelentes
cualidades, como eran el desinterés, la sobriedad, una fuerza
infatigable para el trabajo y un ardor extraordinario para todo,
hijo de la vanidad, que era en él la pasión dominante.
Suiza ha provisto siempre a Inglaterra de amas de llaves y
de maestros de lenguas. Marat, en 1772, enseñaba francés en
Edimburgo. Tenía entonces veintiocho años; había escrito
mucho, pero no había publicado nada. En este año se acabó la
publicación de las Cartas de Junius, folletos ruidosísimos y
misteriosos de los cuales nadie ha sabido quién fue el autor y
que dieron un golpe terrible al ministerio de aquel tiempo. Las
nuevas elecciones estaban próximas e Inglaterra vivía en la
mayor agitación. En 1774 Marat, que había visto el triunfo del
folletista Wilkes, llegado de golpe a Lord-maire de Londres,
escribió en inglés un folleto titulado Las cadenas de la esclavitud
que, como los de Junius, resultó interesante por ser anónimo.
Este libro se inspiraba a menudo en Raynal y era, como dice el
autor, una improvisación rápida; el plan no resultaba malo,
pero desgraciadamente el estilo era pesado y declamatorio y los
puntos de vista completamente falsos. Marat demostraba no
conocer Inglaterra. En su folleto veía todo el peligro por parte
de la Corona, ignorando que Inglaterra es ante todo una
aristocracia y que esta se halla por encima de los monarcas.
Acababa de aparecer en Londres, en 1772, un libro francés
que hacía mucho ruido: una obra póstuma de Helvetius, una
especie de continuación de su libro Del espíritu, titulada El
hombre. Marat no perdonó la ocasión de hacerse notar y en 1773
publicó en inglés un volumen en oposición al de Helvetius,
titulándolo de El hombre, que trataba de los principios y las
leyes, de la influencia del alma sobre el cuerpo y del cuerpo
sobre el alma (Ámsterdam).
El débil y flotante eclecticismo que hemos observado en los
libros políticos y en los periódicos de Marat aparece
singularmente en esta obra de fisiología y psicología. Parece
espiritualista, puesto que declara que el alma y el cuerpo son
dos sustancias distintas, pero el alma no saca de ello ningtma
ventaja; Marat la sitúa por completo en la dependencia del
cuerpo, declarando que lo que nosotros llamaríamos cualidades
morales, intelectuales, valor, franqueza, ternura, sabiduría,
razón, imaginación, sagacidad, etc., no son cualidades
inherentes al espíritu o al corazón, sino formas de existir del
alma que conciernen al estado de los órganos corporales (II, 377).
Contrariamente a los espiritualistas, cree que el alma ocupa un
lugar: la sitúa en las meninges. Desprecia profundamente al jefe
del espiritualismo moderno, Descartes. En psicología sigue a
Locke y le copia sin citarle (t. II y III, passim). En moral, estima
y alaba a La Rochefoucauld. No cree que la piedad, la justicia,
sean sentimientos naturales, sino adquiridos, artificiales (t. I,
pp. 165 y 224, nota). Asegura que el hombre en estado salvaje es
necesariamente un ser cobarde. Cree demostrar “que ya no hay
almas fuertes puesto que todo hombre está irresistiblemente
sometido al sentimiento, es esclavo de las pasiones (II, 187)”.
En cuanto al vínculo de las dos sustancias promete
experiencias nuevas y decisivas. No ofrece ninguna salvo la
vulgar hipótesis de un cierto fluido nervioso. Solamente nos
enseña que ese fluido no es totalmente gelatinoso y la prueba es
que los licores espirituosos que renuevan tan potentemente el
fluido nervioso no contienen gelatina (I, 56).
Todo tiene la misma falta de fuerza. Descubrimos que el
hombre triste ama la tristeza y otras cosas igual de nuevas. Por
otro lado el autor asegura que una herida no es una sensación;
que la reserva es la virtud de las almas unidas a órganos tejidos
con fibras sueltas o compactas, etc. En general sólo sale de lo
banal gracias a lo absurdo.
Si la obra mereciera una crítica, lo primero que debería
tacharse en ella sería la indecisión. En ninguna de sus partes
toma Marat la actitud de un fiero discípulo de Rousseau contra
los filósofos. Al azar, hay en sus páginas algunos débiles
ataques contra el viejo Voltaire, jefe de los filósofos. A estos
ataques contestó el malicioso viejo con un artículo
ingeniosísimo y gracioso, en el que Voltaire mostró a Marat tal
como era, charlatán y ridículo: “Es el arlequín que hace la
cabriola para dar gusto al público de las galerías” (Mezclas
literarias, t. XLVIII, pág. 234, in-8, 1784).
Aunque Marat habló mucho del prodigioso éxito de sus
libros en Inglaterra y de las montañas de oro que le habían
producido, lo cierto es que regresó a Francia más pobre que
nunca y que tuvo que vender sus remedios como un charlatán
en las plazas de París. Pero un médico casi espiritualista como
él era, forzosamente había de gustar a la corte, y su libro de
medicina galante había obtenido algún éxito entre los jóvenes
que formaban la corte del conde de Artoís. Hay a menudo un
tono ligeramente galante, escenas equivocas o sentimentales,
confesiones descubiertas, goces, etc., etc., sin contar algunas
advertencias útiles sobre el efecto del agotamiento. Marat acabó
por entrar en la casa del joven príncipe, primero con el humilde
empleo de médico de sus caballerizas y después con el título
más elevado de médico de sus guardias de corps.
Éste era uno de los lados más tristes del antiguo régimen.
Pocos, muy pocos de los hombres de letras, de los sabios que
resultaron después políticos, pudieron en los principios de su
carrera pasar sin una alta protección: todos tuvieron necesidad
de patronato. Brissot tuvo que vivir a expensas del duque de
Orleáns; Vergniaud fue educado por la protección de Turgot y
de Dupaty; Robespierre por el abate de SaintWaast; Desmoulins
por el cabildo de Laon, etc., etc. Marat tuvo que recurrir a la
protección del conde de Artois, impulsado por la miseria, y en
su casa estuvo doce años.
En esta nueva posición se propuso no leer ninguna
publicación política o filosófica, dedicándose por entero a las
ciencias. Su genio belicoso, que le había empujado contra
Voltaire y los filósofos, le impulsó ahora, al encerrarse en la
ciencia, contra el gran Newton. Intentó nada menos que
derribar a este dios de su capilla, precipitándose en una locura
de experiencias desordenadas, apasionadas, ligeras, creyendo
destruir la óptica de Newton, que comenzaba por no
comprender229.
Se fiaba poco de los sabios franceses y aprovechando la
estancia de Franklin en París le invitó a presenciar sus
experiencias. Franklin admiró su destreza, mas no fue del
mismo parecer en cuanto a sus teorías, y Marat, ofendido por
esto, se dedicó a trabajar contra Franklin con el mismo ardor
que contra Newton. Quiso destruir su teoría sobre la
electricidad y, para apoyarse en el voto de un hombre ilustre,
invitó a Volta a visitar su estudio para juzgar por sí mismo los
errores de Franklin. Volta no dio su aprobación a ninguno de
sus trabajos y Marat le incluyó en su odio.
El físico Charles, célebre por el perfeccionamiento del
aerostato, contó muchas veces a uno de mis amigos, sabio muy
ilustre, que había sorprendido un día a Marat en flagrante
delito de charlatanismo. Marat pretendía haber encontrado que
la resina conducía perfectamente la electricidad. Charles, al
presenciar el experimento, tocó la resina y percibió una aguja
oculta en ella, lo que daba la explicación del misterio.
La Revolución encontró a Marat en la casa del conde
Artois230, en el centro de los abusos y de las prodigalidades, en
medio de una nobleza joven e insolente, es decir, en el lugar
donde mejor podía conocerla y odiar al antiguo régimen.
Repentinamente, sin transición, Marat se encontró lanzado en
pleno movimiento. Acababa de regresar de un viaje a Inglaterra
cuando se verificó la explosión del 14 de julio. Su imaginación
quedó esclavizada con este espectáculo sublime; la embriaguez
le ganó el cerebro y no le abandonó más. Su vanidad quedó
proftmdamente turbada por un azar que le permitió
desempeñar un papel en la gran jornada. En una nota que
Marat envió a los periodistas después del 14 de julio, Marat
declara que este día se encontraba entre la muchedumbre que
cubría el Pont-Neuf. Un destacamento de húsares intentó pasar
y Marat, sirviendo de orador a la turba, les ordenó que
depusieran las armas, orden que juzgaron conveniente no
obedecer. Marat en su nota se jactaba, comparándose
modestamente con Horatius Coclès, de haber detenido solo en
un puente a todo un ejército.
Descontento de los periodistas porque no publicaron todos
los elogios que a sí mismo se tributaba, Marat vendió cuanto
tenía, hasta las sábanas de su cama, para comenzar la
publicación de un periódico. Ensayó muchos títulos y por fin
encontró uno excelente, El Amigo del Pueblo o el publicista
parisíén, diario político e imparcial. A pesar de su estilo, muchas
veces ridículo y siempre declamatorio, Marat alcanzó éxito. Su
secreto fue partir, no del tono habitual de los folletos y los
diarios franceses, sino de las gacetas que nuestros libelistas
refugiados hacían desde Inglaterra o desde Holanda, de El
gacetero acorazado de Morande y otras publicaciones igualmente
desenfrenadas. Marat, como ellos, daba toda clase de noticias
secretas, de escándalos y de ataques personales; se abstenía de
teorías abstractas ininteligibles para el pueblo, que todos los
otros periodistas cometían la torpeza de querer hacer leer;
hablaba poco del exterior y poco de los departamentos, que era
el tema único del diario de los jacobinos. Él se limitaba a París,
al movimiento de París, a las personas sobre todo, que acusaba
y designaba con la terrible ligereza de los libelistas que le
servían de modelo. Había, sin embargo, una terrible diferencia.
Los escándalos periodísticos de Morande no tenían más objeto
que sacar a las gentes designadas algunas talegas de escudos:
los de Marat, más desinteresados, pero más terribles, enviaban
a las gentes a la muerte. El que era nombrado por él por la
mañana, podía estar guillotinado por la noche.
Asombra que esta violencia uniforme, siempre la misma,
esta monotonía furiosa, que hace la lectura del periódico de
Marat fatigante en extremo, no enfriara al público y lo alejase
de él. Nada de medias tintas; todo extremado, excesivo, siempre
los mismos motes, infame, miserable; siempre la misma
cantinela, la muerte. No hay más cambio que en la cifra de las
cabezas que hay que cortar: 600 cabezas, 10.000 cabezas, 20.000
cabezas, hasta que se detiene en la cifra singularmente precisa
de 270.000 cabezas.
Esta uniformidad monótona, que parece debía fastidiar al
público, sirve de mucho a Marat; le da la fuerza, el efecto de
una campana que toca siempre y toca lo mismo: el toque de
difuntos. Cada mañana, cuando apenas comienza a amanecer,
las calles retruenan con los gritos de los vendedores: “¡Aquí
está El Amigo del Pueblo! ¿Quién quiere El Amigo del Pueblo?”.
Cada noche escribe Marat ochopáginas en octavo que se venden
por la mañana, y a cada instante se desborda, el cuadro le
resulta estrecho, y por la noche publica otras ocho, dando
dieciséis páginas a cada número. Pero esto aún le parece poco y
el número comenzado a imprimir con caracteres gruesos es
terminado con los más pequeños, para concentrar más materia,
más injuria, más furor. Los otros periodistas producen por
intervalos, se relevan, buscan ayuda: Marat jamás. El Amigo del
Pueblo es todo de la misma mano, no es simplemente un diario,
es un hombre, una persona.
¿Cómo puede realizar él solo este trabajo enorme? Una
palabra lo explica todo. Él no abandona jamás su mesa; el va
raramente a la Asamblea o a los clubs. Su vida no tiene más que
una función: escribir. ¿Y después? Escribir, escribir siempre, lo
mismo de noche que de día. La policía, persiguiéndole desde
sus primeros escritos, le presta el servicio de obligarle a vivir
oculto, encerrado, libre de toda preocupación, para dedicarse al
trabajo; esto redobla su actividad. El pueblo se interesa
vivamente por su Amigo, perseguido por él, fugitivo y en
peligro. En realidad el peligro era poca cosa. La vieja policía de
Lenoir y de Sartine no existía ya. La nueva, mal organizada,
incierta y tímida, en las manos de Bailly y de Lafayette, no
ejercía ninguna acción seria. La guardia, nacional retribuida,
que era la principal fuerza pública, estaba compuesta en su
mayor parte de antiguos guardias franceses, vencedores de la
Bastilla, soldados que desempeñaban a regañadientes el papel
de policías.
Marat experimentaba, siempre oculto y mudando con
frecuencia de encierro, los azares de una vida errante. Su traje
siempre estrambótico, demostraba su excentricidad de carácter.
Sucio habitualmente, algunas veces experimentaba caprichos
por un lujo parcial: por ejemplo, usaba magníficos chalecos de
satén blancos con una corbata grasienta y una camisa sucia. El
retorno de la fortuna, que siempre cambia a los hombres, no
produjo ningún resultado en él. Su vida malsana, irritante, de
encierro perpetuo, conservó entero su furor. Veía siempre el
mundo a través del ventanillo de la cueva en que vivía, del
mismo color que los muros húmedos y sombríos de los cuales
su cara parecía haber tomado el tinte. Esta vida le gustó a la
larga; estaba satisfecho del efecto fantástico y siniestro que
producía su nombre. Desde el fondo de esta triste noche él se
sentía reinar; desde abajo juzgaba él sin apelación al mundo de
la luz, al reinado de los vivientes, salvando a unos y
conduciendo a otros. Sus decisiones se extendían hasta los
asuntos particulares. Los asuntos de las mujeres parecía que le
eran especialmente gratos. Con gran ardor protegió a una
religiosa fugitiva a quien no conocía y tomó parte en favor de
una dama en la querella contra su marido, dirigiendo a este las
más terribles amenazas desde su periódico.
Una vida así, aparte, excepcional, que no permite al
hombre comprobar el valor de sus ideas con el trato de otros
hombres, acaba por producir visionarios. Por eso Marat en
ciertos momentos se creía un profeta, dueño de los misterios del
porvenir. Profetizaba todos los días y la gente le creía. Hay que
tener en cuenta la singular disposición de los espíritus; las
miserias extremas hacen crédulos a los pueblos e impacientes
por conocer el porvenir. Cosa curiosa, nadie veía que el profeta
se engañaba a cada instante. En cambio, si acertaba todos se
hacían lenguas de la exactitud de las palabras del profeta. Hasta
los mismos periodistas, que no sentían celos ni espíritu de
rivalidad ante un hombre al que consideraban como un loco sin
trascendencia, no tenían inconveniente en elogiarle y le
llamaban el divino Marat. Muchas veces su excesiva
desconfianza le convirtió en un modelo de buen sentido y
penetración. El día, por ejemplo, en que Luis XVI sancionó el
decreto que exigía el juramento a los sacerdotes, Marat le
dirigió palabras llenas de lógica y buen sentido. Le recordó su
educación y sus precedentes de familia, para acabar
preguntándole por qué sublime virtud había merecido de Dios
el estupendo milagro de librarse de todos los prejuicios del
pasado y resultar sincero.
Pero estos relámpagos de buen sentido resultan raros. Lo
más frecuente en él, entre sus gritos de furor, son los accesos de
charlatanismo, las promesas delirantes que sólo un loco podía
formular: “Si yo fuera tribuno del pueblo —decía en uno de sus
artículos— y estuviera sostenido por algunos miles de hombres
determinados, yo respondo que en seis semanas la Constitución
sería perfecta, que la máquina política marcharía mejor, que
ningún granuja político osaría ponerla en peligro, que la nación
sería libre y feliz, que en menos de un año ya sería floreciente y
rica y que continuaría siéndolo mientras yo viviera” (26 de julio
de 1790, n° 173).
La Academia de Ciencias, culpable para Marat de haber
desdeñado lo que él llamaba sus descubrimientos científicos,
era perseguida por él y designada en su periódico como una
asociación de aristócratas. Sabios tan ilustres como Laplace y
Lalande y el eminente Monge, que a sus méritos científicos unía
el ser un gran carácter y un verdadero patriota, fueron
señalados por Marat al odio público. No les acusaba
únicamente de falta de civismo, sino de robo al Estado. “El
dinero que les da la Academia —decía— para hacer
experiencias se lo comen o lo gastan con muchachas de vida
alegre”.
Pero el hombre objeto principal de esta rabia envidiosa era
el primero de aquel tiempo, aquel que acababa de realizar en la
ciencia una revolución rival de la revolución política y ante el
cual se inclinaban Laplace y Lagrange. Hablo de Lavoisier. Ya
es sabido que Lagrange experimentó tan profunda impresión
ante ese mundo de la química al cual Lavoisier acababa de
arrancar el velo, que durante diez años olvidó las matemáticas,
no pudiendo soportar la sequedad del cálculo abstracto,
encantado por los misterios químicos que abrían ante él el seno
profundo de la naturaleza.
Este gran revolucionario de la ciencia, Lavoisier, no habría
podido hacer su revolución si no hubiera sido rico. Por eso
aceptó el cargo de arrendatario general de contribuciones. Lejos
de extremar en sus funciones el espíritu de fiscalización,
aconsejó al gobierno la rebaja de muchos impuestos,
sosteniendo que con esto aumentarían los ingresos en vez de
disminuir. Nombrado por Turgot director de las pólvoras231,
abolió la costumbre vejatoria de registrar las cuevas de las casas
para rascar el salitre. Un detalle basta para juzgar su corazón.
En medio de funciones tan diversas y de trabajos tan
abrumadores, aún encontraba tiempo para dedicarse a un
trabajo largo, penoso y repugnante: el estudio de los gases que
se escapaban en las letrínas, sin otro fin que el de salvar la vida
a los desgraciados encargados de su limpieza y que muchas
veces perecían asfixiados.
He aquí el hombre a quien atacaba Marat; el sabio ilustre a
quien el periodista tenía el cinismo de llamar “un aprendiz de
químico con cien mil libras de renta”. Sus acusaciones
continuas, repetidas bajo infinitas formas, prepararon el cadalso
a Lavoisier. Sin prueba alguna le atribuyó el plan de la nueva
muralla que iba a rodear París, acusándole de “querer quitar el
aire a la ciudad, ahogando a sus habitantes”. También le acusó
de haber transportado la pólvora del arsenal a la Bastilla en la
noche del 12 al 13 de julio, transporte que se hizo por orden del
ministro, sin saber nada Lavoisier. Lo notable en este sabio es
que quedándole tanto que hacer por la ciencia y siendo su vida
de un precio inestimable para el mundo, no pensara nunca en
huir. No llegó a recelar que la funesta estupidez llegara a
arrancar una vida a la ciencia tan útil para el género humano.
El principal disgusto de Marat era que no podía llevar sus
furores hasta la Asamblea Nacional. En octubre de 1790 decía
en su periódico que si de tiempo en tiempo se pasearan
alrededor de la Asamblea algunas cabezas cortadas, la
Constitución sería hecha inmediatamente y resultaría perfecta. Y
añadía que sería mejor aún tomar las cabezas de la misma
Asamblea. En otras ocasiones rogaba con insistencia al pueblo
que se llenara los bolsillos de guijarros y desde las tribunas apedrease
a los diputados infieles232. El 24 de noviembre insiste en que sus
estimados camaradas corran a la Asamblea cada vez que Marat,
su incorruptible amigo, se lo aconseje.
En agosto de 1790, cuando Marat y Camille Desmoulins
fueron acusados por Malouet en la Asamblea Nacional, Camille
fue a visitar a Marat y le rogó que rectificase algunas de sus
palabras horriblemente sanguinarias, que hacían perjuicio a su
causa. Marat al día siguiente contó la entrevista burlándose de
Camille, y lejos de reconocer que sus palabras habían sido
excesivas, declaró que le parecían dictadas por la humanidad,
un espíritu de humanidad especial que recomendaba derramar
ahora sangre para evitar que en adelante se derramase más.
Marat acusaba de miedoso a Camille Desmoulins,
justamente cuando este acababa de demostrar una gran audacia
personal. Cuando Malouet acusaba en la Asamblea a los dos
periodistas revolucionarios, Camille estaba en una tribuna
escuchando a su acusador. Y cuando Malouet gritaba: “¿Hay
alguien que se atreva a desmentirme?”. Desmoulins contestó a
toda voz y sacando el cuerpo fuera: “Yo me atrevo”. La
situación de los dos periodistas no era la misma; Desmoulins,
exhibiéndose en pleno día en los sitios más céntricos de París;
Marat siempre oculto e invisible para aquellos a quienes
atacaba. No se mostraba en público más que en raras ocasiones,
cuando eran convocadas sus bandas de fanáticos y se sentía
rodeado de un impenetrable muro de hombres y más seguro
aún que en su cueva. En enero de 1791 Marat recomendó el
degüello de los guardias nacionales a sueldo, designando
especialmente a Lafayette al furor de las mujeres, para que le
arrancasen sus signos de virilidad. “Haced de él un Abelardo”
decía en su periódico. Un partidario de Lafayette que escribía El
Diario de los Mercados se atrevió a citarle ante los tribunales.
Marat salió de sus tinieblas para comparecer en el Palacio de
Justicia. No tenía gran cosa que temer, pero le rodeaba un
verdadero ejército. El auditorio estaba compuesto por sus
frenéticos amigos y todas las avenidas, todas las galerías del
Palacio, rebosaban de un pueblo prodigiosamente exaltado. La
autoridad, comprendiendo que no podría proteger la vida del
acusador de Marat, le prohibió que se presentara. Marat,
vencedor sin combate, se burló de los tribunales, de la policía,
de la guardia nacional, de Bailly y de Lafayette.
Desde este día ejerció sin traba alguna el reinado de la
delación. Sus transportes más frenéticos fueron sagrados para la
turba. Su delirio sanguinario, en el que se mezclaban con
demasiada frecuencia las delaciones pérfidas, que él repetía sin
discernimiento, fue acogido como un oráculo. Desde entonces
pudo marchar a pasos agigantados hasta el absurdo. Cuanto
más loco más creído era. Era el loco del pueblo. La
muchedumbre reía, le escuchaba y le amaba, sin creer en nadie
más que en su loco.
Él marchaba con la cabeza hacia atrás, fiero y feliz,
sonriendo en medio de su acceso de furor. Lo que había
perseguido toda su vida lo tenía ya: todo el mundo le miraba,
hablaba de él y le tenía miedo. La realidad había ido más allá de
todo lo que él había podido imaginar en los ensueños de su
vanidad delirante. Ayer un gran ciudadano; hoy un vidente, un
profeta: con que su locura se extremara un poco más podía
llegar a ser un Dios.
Él marcha siempre delante y los obstáculos que pretenden
oponerle otros periódicos se deshacen a su paso: la prensa se ve
forzada a seguir a este ciego por las vías del Terror.
La prensa contaba con espíritus humanos perfectamente
educados y verdaderamente políticos. ¿Por qué siguieron a
Marat?
En la situación infinitamente crítica en que se encontraba
Francia, teniendo en su corazón la monarquía enemiga y la
conspiración inmensa de sacerdotes y nobles, los cuales tenían
justamente en sus manos la fuerza pública, ¿qué otro medio le
restaba a la nación que el Terror popular? Pero este Terror tenía
un espantoso resultado: paralizando la fuerza enemiga,
apartando el obstáculo actual, momentáneo, iba creando
siempre un obstáculo que debía crecer y que necesitaría el
empleo de un nuevo grado de Terror.
Hubiera hecho falta un gran acuerdo de todas las energías
del tiempo, algo que difícilmente se podía esperar de una
generación tan mal preparada, para organizar un poder
nacional verdaderamente activo, una justicia temida pero justa,
para ser fuerte sin Terror, para prevenir, por consiguiente, la
reacción de la piedad, que ha matado a la Revolución.
Los hombres dominantes de la época diferían sobre el
principio bastante menos de lo que se creía. El progreso de la
lucha ensanchó la brecha que había entre ellos y aumentó la
oposición. Al principio cada uno de ellos hubiera tenido muy
poco que sacrificar de sus ideas para entenderse con los otros.
Sobre todo, lo que tenían que sacrificar, y jamás pudieron
hacerlo, eran las tristes pasiones que el antiguo régimen había
arraigado en ellos: en los unos el amor por el placer, por el
dinero; en los otros la amargura y el odio.
El mayor obstáculo, repetimos, fue la pasión más que la
oposición de ideas.
Y lo que faltó a esos hombres, por lo demás tan eminentes,
fue el sacrificio, la inmolación de la pasión. El corazón, si me
atreviera a decirlo, aunque grande entre varios de ellos, el
corazón y el amor al pueblo no eran todavía lo suficientemente
grandes.
Por eso en el peligro se vieron todos obligados a buscar una
fuerza ficticia en la exageración y la violencia, y he aquí lo que
puso a todos los oradores de clubs, a todos los redactores de
periódicos, a la zaga de un loco, que falto de conciencia y
sentido moral, podía ser sanguinario sin dudas y sin
remordimientos. He aquí lo que enganchó a toda la prensa a la
carreta de Marat.
Además, causas personales, pequeñas y miserablemente
humanas, contribuyeron a hacerlos violentos a todos. Hablemos
de esto sin rubor.
La profunda incertidumbre en que se encontraba el genio
más fuerte y el más penetrante de toda la Revolución (es
Danton de quien hablo), su fluctuación entre los partidos que le
solicitaban y por ninguno de los cuales llegaba a decidirse,
¿cómo podía ocultarse? Pues por medio de palabras violentas.
Su brillante amigo Camille Desmoulins, el escritor más
grande de su tiempo, era puro en cuestiones de dinero; pero
como artista, de carácter móvil, era muy inconsecuente en
asuntos de competencia y popularidad. El éxito de Marat le
molestaba y arrojó a Camille por algún tiempo al periodismo de
violencias, sosteniendo con su rival una emulación de cólera
contraria por completo a su carácter ligero y dulce.
¿Cómo el impresor Prudhomme, habiendo perdido a su
redactor Loustalot, podía sostener Las Revoluciones de París?
Pues haciendo que el periódico fuese muy violento.
¿Cómo El Orador del Pueblo, Fréron, el íntimo amigo de
Camille Desmoulins y de Lucila, que vive en su misma casa,
puede brillar ante la elocuencia y el ingenio de Camille? ¿Por el
talento? No. Se hará notar por la audacia y será más violento.
Mas he aquí uno que comienza y que va a sobrepasar a
todos. Un empleado de teatros, Hébert, tiene la para él feliz idea
de reunir en su periódico todo lo que hay de más bajo en el
lenguaje popular, las palabras más innobles, los juramentos de
las tabernas y las mancebías. La empresa es fácil. Y todas las
mañanas gritan los vendedores: “¡La gran cólera del Padre
Duchesne! ¡Hoy sí que viene furioso el Padre Duchesne!”. Y el
secreto de su elocuencia consiste en meter la palabra “joder”
dos o tres veces en cada línea.
¡Pobre Marat! ¿Qué harás tú ahora? Esta es una verdadera
competencia.
Verdaderamente tu furor resulta débil; no aparece como el
de Hébert, ilustrado con las más abyectas bajezas del lenguaje:
comparado con él tienes todo el aire de un aristócrata. Te es
preciso ensayar para jurar así, y sólo a costa de esfuerzos
inauditos, de rabia y de odio, todos los días renovados, es como
consigues mantenerte difícilmente en la vanguardia.
Es un carácter de la época que merece ser observado, esta
competencia de furor. Como si hubiera un premio propuesto
para la violencia, los clubs espolean a los clubs, los periódicos a
los periódicos, siguiendo todos desbocados esta carrera hacia la
muerte. Todo grito tiene su eco, todo artículo produce otro
artículo más violento. ¡Desgracia para el que se quede atrás!<
Casi siempre es Marat el que marcha delante de los otros;
algunas veces Fréron, su imitador, le pasa delante. Prudhomme,
que es el periodista más moderado, publica, sin embargo,
números furiosos. Entonces Marat se indigna, como si
invadieran un campo que fuese suyo. En diciembre de 1790,
cuando Prudhomme propone organizar un batallón de Scévolas
contra los Tarquinos, o sea una tropa de matadores de reyes,
Marat se enfurece porque esta idea no es suya, y para conservar
su prestigio vomita mil cosas sanguinarias.
Este crescendo de violencia no es un fenómeno particular de
los periódicos: estos no hacían generalmente más que
condensar y reproducir la violencia de los clubs. Lo que se
rugía por la noche en la tribuna era impreso en las primeras
horas de la madrugada y se vendía por la mañana. Los
escritores realistas servían del mismo modo al público todos los
ultrajes y las ironías contra la Revolución que se habían lanzado
por la noche en los salones aristocráticos. Las reuniones del
pabellón de Flora, las de casa de la princesa de Lamballe y otras
que tenían los grandes señores antes de emigrar, proveían de
armas a la prensa realista.
La emulación era terrible entre las dos prensas. Causaban
vértigo los millones de hojas de papel que se agitaban como un
torbellino, entrecruzándose y batiéndose. La prensa
revolucionaria, que ya era furiosa por sí misma, extremaba su
cólera al sentirse pinchada por la penetrante ironía de las hojas
y los folletos realistas. Las publicaciones realistas se
multiplicaban hasta el infinito: los veinticinco millones anuales
de la lista civil aseguraban su vida. Montmorin afirmó a
Alejandro de Lameth que en poco tiempo había empleado siete
millones por encargo de la monarquía para comprar jacobinos y
corromper escritores y oradores. Lo que costaron los diarios
realistas El Amigo del Rey, Las Actas de los Apóstoles, etc., nadie lo
ha sabido, como tampoco se sabe a cuánto ascienden las
importantísimas sumas que el duque de Orleans dedicó a la
compra de la prensa.
Lucha inmunda, lucha salvaje. Unos tiraban con piedras;
otros con monedas de oro. Una lucha mata, la otra envilece. De
una parte el mercado de almas; de la otra el Terror.
Los jacobinos persiguiendo a los otros clubs, destruyen el Club de los
Amigos de la Constitución Mondrquica (diciembre de 1790 marzo de
1791). —La mayoría de los jacobinos de entonces pertenecen a los
partidos Lameth y Orleáns. —El duque de Orleáns perjudica a su
partido (enero de 1790). —Primeras ideas de República. —Los
jacobinos son aún realistas. —Inquisición sin religión. —Primeros
efectos de la inquisición política. —La partida de Mesdames provoca la
cuestión de la libertad de emigración (febrero de 1791). —Violencia de
los jacobinos retrógrados en este debate, —La discusión turbada por el
movimiento de Vincennes y de las Tullerías (28 defebrero de 1791). —
Mirabeau defiende la libertad de emigrar. —Peligro que arrostra. —Es
atacado en los Jacobinos e inmolado por los Lameth (28 defebrero de
1791).

Para comprender cómo el más civilizado de los pueblos, al día


siguiente de la Federación, cuando los corazones parece que
debían de estar llenos de emoción fraternal, pudo entrar tan
bruscamente en las vías de la violencia, es necesario sondear un
océano desconocido: el de los sufrimientos del pueblo.
Hemos hablado de los periódicos y de los clubs. Pero más
abajo de esta superficie sonora está insondable y mudo el
infinito del sufrimiento. Sufrimiento creciente, moralmente
agravado por la amargura de una gran esperanza convertida en
engaño y agravada materialmente por la súbita desaparición de
todo medio de vida. El primer resultado de las violencias fue
hacer partir de Francia, además de los nobles, muchas gentes
ricas que no eran enemigas de la Revolución, pero que tenían
miedo. Las que se quedaron no osaban moverse por no marcar
su presencia, ni vender, ni comprar, ni fabricar, ni hacer gasto
alguno. El dinero asustado permanecía en el fondo de las
bolsas: toda especulación, todo trabajo estaba suspenso.
¡Espectáculo extraño! La Revolución, que abría la carrera al
labriego, se la cerraba al obrero. El campesino seguía con oreja
atenta los decretos que ponían a la venta los bienes eclesiásticos
y le convertían en propietario; el obrero, mudo y sombrío,
despedido de los talleres, se paseaba con los brazos cruzados,
erraba durante todo el día, escuchando las conversaciones de
los grupos, llenando las tribunas de los clubs y los alrededores
de la Asamblea. Todo motín, pagado o no pagado, encontraba
en la calle su ejército de obreros amargados por la miseria,
trabajadores quebrantados por el fastidio y la inacción, que se
consideraban felices de hacer algo, fuese lo que fuese.
En esta situación la responsabilidad de la gran sociedad
política, del Club de los Jacobinos, era realmente inmensa. ¿Qué
papel debía desempeñar? Uno solo: permanecer fuerte contra
sus mismas pasiones, iluminar la opinión, evitar las
brutalidades terroristas, que iban a crear a la Revolución
innumerables enemigos; pero al mismo tiempo vigilar de cerca
a los contrarrevolucionarios, que a la menor ocasión podían
herirles.
Lejos de esto, la tal sociedad con sus errores ayudó
poderosamente a los contrarrevolucionarios. Los multiplicó y
les dio fuerza, persiguiéndolos y poniendo todo el interés de su
lado. Sin saberlo, hizo por ellos la propaganda más enérgica y
más activa. Arrojándolos de París los extendió por Francia y por
toda Europa. Ahogando a centenares a los
contrarrevolucionarios los procreó a millones. Los jacobinos,
por su conducta, parecían los herederos directos de los
sacerdotes. Imitaban su irritante intolerancia, por la cual el clero
tantas herejías ha suscitado. Seguían fielmente el viejo dogma
de la Iglesia: “Fuera de nosotros nada de salvación”. A
excepción de los cordeleros, a los que fingen despreciar y de los
que hablan lo menos que pueden, los jacobinos persiguen a los
demás clubs, hasta a los que son revolucionarios. El Círculo
social, por ejemplo, reunión francmasónica a la que no se podía
reprochar más que sus ceremonias, club políticamente tímido,
pero socialmente mucho más avanzado que los jacobinos, es
duramente atacado por estos. El orleanista Laclos, que como ya
hemos dicho publicaba la correspondencia de los jacobinos,
denunció al Círculo social en su periódico y en el club. El
jacobino Chabroud, que en la víspera misma había sido
nombrado presidente del círculo, no se atrevió a defenderlo.
Camille Desmoulins se lanzó a defender dicha sociedad, pero a
las primeras palabras tuvo que callar, abrumado por las
muestras de reprobación de los jacobinos. No por esto se calló,
y al día siguiente escribió el admirable número 54 de su
periódico, inmortal manifiesto en favor de la tolerancia política.
Una guerra más violenta aún fue la que los jacobinos
hicieron al Club de los Amigos de la Constitución Monárquica,
la asociación por medio de la cual los constitucionales
intentaban renovar su antiguo Club de los Imparciales. Estos
hombres, la mayor parte de ellos muy distinguidos (Clermont-
Tonerre, Malouet, Fontanes, etc.), eran en verdad sospechosos,
pero más por sus doctrinas que por la organización que habían
dado a su club. Muy diferenciados del Club del 89, (fundado
por Mirabeau, Sieyès, Lafayette, etc.), poco numeroso e
impotente para la acción, el Club monárquico admitía en su
seno a los obreros y distribuía bonos de pan. Estos bonos no
eran para los mendigos, sino para los trabajadores. En realidad
el pan no se daba gratuitamente, pues se buscaba comprar con
él el prestigio sobre las masas y dar influencia al club. No había
medio de oponerse a esta asociación. Los monárquicos estaban
en regla; habían solicitado y obtenido de la municipalidad
autorización, que no se les podía negar, para constituirse en
asociación. Varios decretos solicitados por los jacobinos en
favor de sus sociedades de provincias, reconocían a los
ciudadanos el derecho de reunirse para tratar de los asuntos
públicos, así como el derecho de las sociedades a confederarse.
A pesar de esto, los jacobinos, olvidando la ley, no vacilaron en
perseguir a los monárquicos de calle en calle y de casa en casa,
intimidando con amenazas a los propietarios de las salas donde
aquellos se reunían. La municipalidad cometió la ligereza de
conceder a los jacobinos un decreto suspendiendo las sesiones
de los constitucionales. Estos protestaron contra este acto
eminentemente ilegal; la municipalidad no se atrevió a
mantener la prohibición. Entonces los jacobinos recurrieron a
un medio mas indigno, a una atroz calumnia. Acababa de
ocurrir una sangrienta colisión entre los cazadores de caballería
y las gentes de la Villette, a quienes acusaban de hacer
contrabando. Por París circuló la versión de que los
monárquicos habían pagado a estos soldados para asesinar al
pueblo, y Barnave les lanzó desde la tribuna nacional una frase
cruelmente equivoca, asegurando: “que distribuían al pueblo
un pan envenenado”.
No se permitió a los constitucionales reclamar ni pedir la
explicación de estas palabras. Se dirigieron a los tribunales,
pero entonces los jacobinos azuzaron contra ellos algunos
grupos que disolvieron a los del club a pedradas y bastonazos.
Los heridos, lejos de ser atendidos, se vieron en peligro de
muerte; la muchedumbre se mostraba furiosa contra el club por
haber circulado el falso rumor de que sus individuos usaban
escarapelas blancas.
En medio de esta lucha brutal los jacobinos proclamaron un
principio que habían seguido desde su origen, pero que no
habían consagrado todavía. En la sesión del 24 de enero juraron
“defender con su fortuna y con su vida a todo aquél que
denunciara a los conspiradores”.
Todo esto hace suponer que la sociedad estaba animada de
ese fanatismo profundo, del cual tantas pruebas dio mas tarde.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad.
Muchos hombres ardientes que más adelante se habían de
unir a Robespierre, resultando vivientes ejemplos del
fanatismo, habían entrado ya en el Club de los Jacobinos; pero
la masa pertenecía a dos elementos muy distintos:
1º A los fundadores primitivos del club; al partido de
Duport, Barnave y Lameth. Estos procuraban sostenerse en
presencia de los nuevos elementos mediante una ostentación de
violencia y fanatismo. ¡Cosa triste! Todos ellos no se
diferenciaban de los monárquicos, a los que tanto perseguían,
más que por la ausencia de franqueza. Cuanto más cerca se
sentían de los monárquicos, más declamaban contra ellos. Que
se juzguen los actos de violencia o la falsa violencia puede
llevar al equívoco homicida que escapa a Barnave.
2º Un elemento menos puro aún del Club de los Jacobinos
eran los orleanistas. Ya se ha visto, por el ataque de Laclos
contra el Círculo social, la indigna manera de que se valían los
orleanistas para alcanzar la popularidad, fingiendo furores
hipócritas. Los orleanístas acababan de recibir un golpe muy
grave, del que necesitaban reponerse; ¿de quién había partido el
golpe? Del propio duque de Orleáns. Él mismo destruía su
partido.
Remontémonos un poco en el curso del tiempo, pues el
asunto es lo suficientemente importante como para merecer
explicación.
Los orleanistas se creían próximos a conseguir sus fines. La
inmensa mayoría de los periodistas, comprados o no
comprados, trabajaban en favor de ellos. Por medio de Laclos
tenían el diario de los jacobinos. En los cordeleros Danton y
Desmoulins les eran favorables. Hasta el mismo Marat estaba
con ellos casi siempre. El jefe de la casa de Orleáns era
reconocido por todos como un ser indigno, pero los hijos y las
señoras de la casa, madame de Genlis y madame de Montesson,
eran mencionados frecuentemente con elogio. El duque de
Chartres, hijo mayor del duque de Orleans, gustaba mucho a
todos por la llaneza de su trato y se apoderaba de los corazones.
Desmoulins aseguraba en su periódico que este príncipe le
trataba “como un hermano”.
El joven duque de Chartres había sido admitido por los
jacobinos como miembro de la sociedad con grandes
ceremonias y un entusiasmo que hizo eco en todo París. La
noche de su ingreso fue una verdadera fiesta. Los jacobinos
dieron la orden de propagar por todas partes las grandes
cualidades de este joven príncipe, discípulo de madame de
Genlis. Desmoulins, no sabiendo ya como alabarle, puso a la
cabeza de uno de sus números un grabado representando al
joven príncipe en el hospital atendiendo a los enfermos pobres
y sangrando a uno de ellos.
Los orleanistas marchaban bien, y así hubieran seguido de
no ser por el duque de Orleáns. Sus enemigos le tachaban de
ambicioso, pero más que ambicioso era un avaro. Por esto, lo
que sus amigos le hacían ganar por un lado, su avaricia lo
deshacía por otro. El primer uso que hizo del renacimiento de
su popularidad, fue arrancar del comité de hacienda de la
Asamblea la promesa de que se le pagaría el capital en metálico
de una suma de la cual su casa recibía la renta desde tiempos
del Regente. El Regente era realmente pródigo, todo el mundo
lo sabe; lo que se sabe menos es su avidez en cuestiones de
dinero. Este príncipe quería, sin tocar su bolsa, hacer que el
duque de Módena se casara con su hija, y para esto se dirigió al
rey, su pupilo, el pequeño Luis XV, y no tuvo el menor
escrúpulo en hacer firmar a un niño de once años, dependiente
de él en aquel entonces, una dote de cuatro millones a expensas
del Tesoro real.
El Tesoro estaba seco; después de la deplorable catástrofe
de una bancarrota de tres mil millones y del sistema Law, no se
podía hacer más que pagar la renta de la tal dote. Y he aquí que
setenta años después, en una época igualmente miserable, en la
penuria extrema de enero de 1791, el duque de Orleáns se
atreve a reclamar el capital de la dote, los cuatro millones, sin
derecho alguno, pues la dote había sido concedida a la hija del
Regente a cambio de que renunciara a todos sus derechos de
herencia en favor de su hermano mayor y de sus descendientes.
El duque de Orleáns era uno de estos descendientes que se
había aprovechado de aquella renuncia de herencia; ¿cómo
podía al mismo tiempo exigir para él el capital de aquella dote
que era el precio de la renuncia?
El ponente de este asunto en la Asamblea era un hombre
irreprochable, austero y duro, el jansenista Camus. Cada día
echaba por tierra, con su austeridad y rectitud, peticiones que
se presentaban solicitando pensiones de trescientas o
cuatrocientas libras. ¿Qué medios emplearon con él para
hacerle suave y fácil en el asunto del duque de Orleáns? ¿De
qué poderosa obsesión fue objeto? No se puede más que
adivinar, pero es fácil que los intrigantes orleanistas le hicieran
creer que este asunto de la dote era el único medio natural de
reembolsar al príncipe las sumas que había gastado
generosamente en servicio de la libertad. Sea como sea, lo cierto
es que Camus propuso a la Asamblea pagar al de Orleáns y
pagar inmediatamente en el mismo año y en cuatro plazos.
Felizmente se produjo una viva indignación en la prensa.
Brissot, antiguo empleado de la casa de Orleans, atacó al duque
avariento con gran energía. Desmoulins, a pesar de ser
hermano como él decía del duque, le ametralló desde su
periódico con frases terribles, diciendo que el duque de Orleans
buscaba “sacarles el dinero del bolsillo a los ciudadanos y
sangrar el Tesoro Público en los subterráneos de su comité”.
Camille desautorizó el grabado que días antes había publicado
su periódico, asegurando que era obra de su editor.
Los cuatro millones se escaparon a la glotonería del avaro
Orleans y lo que restó de este asunto fue una disminución
considerable de su crédito, su nombre enterrado por mucho
tiempo y un prejuicio muy grave creado contra la monarquía
ciudadana que era el ensueño de los orleanistas. Una porción de
revolucionarios, favorables a la institución monarquica y
dominada por la rutina inglesa de llamar al trono a las ramas
menores de las dinastías, sintieron apagarse su entusiasmo
realista después de este asunto del duque de Orleans.
Robespierre se equivocó al decir: “la República se ha colado
entre los partidos sin saber cómo”. Conocemos muy bien la
puerta por la que ha entrado en este país tan monarquico, tan
obstinadamente enamorado de los reyes. La historia no había
hecho nada al respecto; en vano Camille Desmoulins, en su
maravilloso folleto Francia libre, había probado, con la historia
en la mano, de reinado en reinado, que la monarquía jamás
había dado a la ciega devoción del pueblo lo que esperaba de
ella. Hasta las masas revolucionarias tenían un ideal de
monarquía democrática, pero monarquía al fin. Este ideal fue
muerto con el asunto del duque de Orleans, que era el
candidato de la monarquía democrática. La gente vio que con él
sería el Tesoro Público lo mismo que con la antigua monarquía,
una caja sin fondo, y comenzó a no pensar en reyes de ninguna
clase. Por esto el principal fundador de la república fue el
duque de Orleans con sus torpezas.
La iniciativa republicana tomada por Camille Desmoulins
fue seguida por otro cordelero, el periodista Robert. Este
expuso de nuevo la idea de que sólo la República podía dar una
simplicidad franca y fuerte a la Revolución. Su libro El
republicanismo adaptado a Francia, fue muy leído. Brissot adoptó
poco a poco los ideales republicanos, defendiéndolos como
único medio de dominar la situación. Defendió la República
como cuestión de fondo y no de forma, demostrando que no era
posible ninguna mejora social si la cuestión política no era
planteada francamente. Robespierre y Marat engañandose,
aunque con esto seguían la idea de la mayoría, se preocupaban
poco de la República, creyéndola una simple cuestión de forma
relegada a último término. Creían posible aún continuar el
movimiento, llevando como pesado bagaje una monarquía
cautiva, hostil y poderosa todavía para el mal; hacer marchar la
Revolución, dejándole en el pie esta terrible espina. No veían
que esto era herirla con golpe mortal y matarla talvez.
El redactor del diario de los jacobinos, el orleanista Laclos,
se declaró el abogado de la monarquía frente a los escritores
republicanos. El mismo Club de los Jacobinos se declaró
expresamente por la institución monárquica. El 25 de enero, un
representante de una sección al pronunciar un discurso en los
Jacobinos lanzó la palabra republicanos y la mayoría de los
presentes gritaron: “No, nosotros no somos republicanos”. El
presidente invitó al orador a no pronunciar otra vez tal palabra.
De las tres fracciones que existían en los Jacobinos, eran los
representantes tres hombres: Lameth, Laclos y Robespierre. Los
dos primeros eran decididamente realistas y el tercero no era
contrario a la idea monárquica.
Por eso la guerra brutal de los jacobinos contra los
monárquicos, su menosprecio al orden y las leyes, este Terror,
antes de hora, que no tenía ni la excusa del fanatismo ni más
objeto que el remediar una popularidad decadente, resultan un
absurdo extremo. En el fondo no eran más que realistas
maltratando a otros realistas.
La inquisición jacobina se encontraba realmente en manos
poco seguras: el diario de delaciones en las del orleanista
Laclos; y su comité de intrigas y revueltas, bajo la dirección de
la trinidad Lameth.
¿Una inquisición sin fe? ¿Una inquisición ejercida por
hombres cada vez más inquietos y ásperos, conforme conocían
que iban resultando sospechosos?
Este poder mal ftmdado, mal autorizado y mal ejercido,
tenía, sin embargo, una acción imnensa, se agitaba en nombre
de una sociedad considerada como el nervio del patriotismo y
de la Revolución; contaba con todas las fuerzas múltiples de las
sociedades de provincias, dóciles y fervientes y que ignoraban
casi siempre el antro de intrigas de donde venían para ellas las
órdenes.
La Revolución, que ayer era una religión, era ahora un
sistema de policía.
¿Y para qué servía esta policía? ¡Cambio inaudito! Era una
máquina para hacer aristócratas; servía para multiplicar los
amigos de la contrarrevolución. Proporcionaba a este
movimiento reaccionario el apoyo de los débiles, de los neutros,
de las buenas almas ignorantes y contemporizadoras.
Una muchedumbre de hombres inofensivos que sin
profesar ideas determinadas tenían las costumbres del antiguo
régimen, se encontraron por efecto de las declaraciones
jacobinas en una situación imposible, vecina a la desesperación.
¿Qué podían hacer para salvarse? ¿Renegar de las opiniones
que se les atribuían? Nadie les hubiera creído aun después de
pasar por la vergüenza de la retractación. Quedarse era difícil;
partir era igualmente difícil. Para el que se encontraba
comprometido y mareado por esta especie de excomunión
política, quedarse en su país era un suplicio. El pobre diablo a
quien bautizaban con el título de aristócrata (a tuertas o a
derechas), vivía bajo un espionaje terrible: la muchedumbre y
hasta los niños de la calle seguían al enemigo del pueblo. Si se
encerraba en su casa carecía de seguridad, lo mismo que en la
calle; los domésticos eran sus enemigos. El miedo se apoderaba
de él; una mañana encontraba el medio de huir y huía al
extranjero. Este hombre que hubiera sido neutro, débil e
indiferente si le hubieran dejado tranquilo, para su defensa se
lanzaba a la guerra contra la Revolución, y si no era capaz de
esgrimir la espada, esgrimía la lengua con éxito seguro,
interesando con sus quejas, con sus acusaciones, con el
espectáculo de su miseria y de la piedad que inspiraba.
La piedad, este enemigo terrible, levantaba en toda Europa
una tempestad de odio contra Francia y la Revolución.
Odio en el fondo injusto. La inspiración jacobina no estaba
en las masas del pueblo. Los que la organizaban eran los
jacobinos bastardos, salidos del antiguo régimen, nobles o
burgueses, políticos sin principios de un maquiavelismo
inconsecuente y aturdido. Eran los que explotaban al pueblo,
cosa nada difícil en ese estado de irritabilidad desconfiada y
crédula a la vez, que es producto de las grandes miserias.
Esta situación estalló con gran violencia a fines de febrero,
cuando Mesdames, las tías del rey, quisieron emigrar. La
dificultad de seguir sus cultos en París, de mantener a su lado a
los sacerdotes de su devoción y la proximidad de las fiestas de
Pascua, turbaban el alma de estas viejas devotas. El mismo rey,
viendo su estado de ánimo, las animó para que hiciesen un
viaje a Roma. Ninguna ley se oponía a ello. El rey, primer
magistrado de la nación, debía estar siempre en ella o abdicar,
pero sus tías no tenían esta obligación. Además, era absurdo
creer que este grupo de viejas devotas pudiera dar ninguna
fuerza a las tropas de los emigrados. Es indudable que hubieran
mostrado más nobleza aquellas viejas fanáticas quedándose
para participar de la suerte de su sobrino y de las miserias y los
peligros de Francia. Pero, en fin, ellas querían partir, y lo lógico
era dejar que se fueran, lo mismo ellas que todos los que
preocupados por peligros imaginarios o reales, amaban más su
seguridad y su vida que la patria y no dudaban en abandonar
su cualidad de franceses. Era necesario abrir las puertas a los
que querían huir, y si aún no eran bastante anchas, echar abajo
las murallas.
El pueblo estaba muy justamente alarmado pensando en
una fuga posible del rey y mezclaba estas dos cuestiones,
absolutamente diferentes.
Mirabeau, al tener conocimiento del próximo viaje de
Mesdames, adivinó el ruido que iba a producirse y lo peligroso
que podía resultar. Inútilmente rogó al rey varias veces que no
permitiera el viaje. París se alarmó e igualmente dirigió un
ruego al rey y a la Asamblea Nacional. Nueva alarma por
Monsieur, el hermano mayor del rey, que decían que quería
partir y que acabó dando palabra de no abandonar a su
hermano, no faltando con esto a sus propósitos, pues seguía
acariciando la idea de la huida, pero en compañía de Luis XVI.
Esta efervescencia, lejos de detener a Mesdames, aceleró su
partida. La explosión que todos habían previsto no tardó en
verificarse. Marat, Desmoulins, toda la prensa, gritó que las
viejas princesas se llevaban consigo muchos millones, que
habían arrebatado al delfín, y que precedían en el viaje al rey
para prepararle hospedaje en el extranjero. No era difícil
adivinar que les sería imposible atravesar Francia. Detenidas en
Moret por la muchedumbre, su escolta pudo forzar el
obstáculo, pero en Arnay-le-Duc les fue imposible seguir
adelante. Escribieron al rey y este envió una carta a la Asamblea
para que autorizase a sus tías a continuar el viaje.
Este asunto, grave por sí mismo, lo fue todavía más al
convertirse en un solemne campo de batalla, donde se
encontraron y se combatieron dos principios y dos espíritus: el
uno, el principio original y natural que había hecho la
Revolución, la justicia, la equidad humana; el otro el principio
de interés que se llamó de salvación pública y que perdió a
Francia.
La perdió porque arrojándola en un crescendo de
violencias hizo a Francia execrable en toda Europa, creándole
odios inmortales.
La perdió porque las almas quebrantadas, después del
Terror, por el asco y los remordimientos, se arrojaron ciegas en
brazos de la tiranía militar.
La perdió porque esta tiranía, con toda su aureola gloriosa,
tuvo por resultado meter al enemigo en París y a su jefe en
Santa Elena.
Diez años de salvación pública, por la mano de los
republicanos, dieron por resultado quince años de salvación
pública por la espada del emperador. Abrid el libro de la
deuda. Pagáis todavía hoy por el rescate de Francia. El territorio
se volvió a comprar pero no así las almas. Veo que siguen
siendo siervos, siervos de la codicia y de las bajas pasiones,
siervos de las ideas, y que no conservan de esta sangrante
historia más que la adoración de la fuerza y de la victoria, una
fuerza que fue débil y una victoria vencida.
Lo que no ha sido vencido es el principio de la Revolución,
de la justicia desinteresada, la equidad al menos. Es ahí a donde
debemos volver. Con una experiencia ha bastado.
Los doctores del interés público, de la salvación del pueblo,
debían haber preguntado al menos al pueblo si quería ser
salvado. Es verdad que el individuo, ante todo, quiere vivir con
instintivo egoísmo; pero la masa es susceptible de sentimientos
mucho más altos. Es posible que ante esos pretendidos
salvadores hubiera contestado el pueblo: “Antes quiero perecer
que dejar de ser justo”.
Y el pueblo que esto dice es el que no perece nunca.
En la presente ocasión Mirabeau fue el órgano del pueblo,
la voz de la Revolución. En medio de todas sus faltas, esto será
para él un título imperecedero. En esta ocasión defendió la
equidad.
Robespierre se abstuvo.
Fueron los jacobinos bastardos Barnave, Duport y Lameth,
los que opusieron contra la justicia el derecho del interés y de la
Salvación, el arma asesina, la espada sin empuñadura que había
de herirlos a ellos mismos.
¿Por qué hicieron esto? Aunque tenían empeño en parecer
sinceros, hay que hacer notar cuál era el interés que les movía.
Era el momento en que los Lameth se veían al descubierto por
una falta muy grave. Mientras que los dos hermanos mayores,
Alexandre y Charles de Lameth, figuraban en París en lo más
extremo del lado izquierdo de la Asamblea, en la avanzada de
la vanguardia, el tercer hermano, Teodoro, organizaba en
Lons—le—Saulnier una sociedad retrógrada. Valiéndose de la
recomendación de sus hermanos, se había afiliado a los
jacobinos y había hecho que se desautorizara a la primitiva
sociedad jacobina de dicha población, que era enérgicamente
patriota. Esta sociedad insertó en el periódico de Brissot una
carta terrible para los Lameth. Brissot, enterado del asunto,
sostuvo todo lo que se decía en la carta, y a pesar de todos los
esfuerzos de los Lameth, los jacobinos, salidos de su engaño,
quitaron la autoridad a la sociedad reaccionaria y la
devolvieron a la primitiva.
Golpe terrible para los Lameth, que podía acabar con su
popularidad y que explica por qué se mostraron violentos,
duros, petulantes e impacientes en la discusión relativa al
derecho a emigrar. Tenían necesidad delante de las tribunas de
hacer un alarde de celo. Se agitaban en sus bancos, gritaban,
manoteaban. Sostuvieron con Barnave que la municipalidad
que había detenido a Mesdames no era culpable de ilegalidad,
pues había creído servir al interés público. Mirabeau preguntó qué
ley se oponía al viaje; los Lameth no contestaron nada; y uno de
sus amigos, más franco, contestó: “La salvación del pueblo”.
La Asamblea acordó permitir a Mesdames que continuaran
su viaje. Encargó a su comité de Constitución que presentara un
proyecto de ley sobre la emigración.
Este proyecto, redactado por Merlin, el futuro autor de La
ley de sospechosos, resultaba como un primer artículo del futuro
Código del Terror. Estaba copiado del otro Terror, de La
Revocación del edicto de Nantes. La legislación bárbara de Luis
XIV, modelo de monstruosidad, comienza por herir al
emigrado con la confiscación; después, de pena en pena, cada
vez más dura y más absurda, llega a imponer el castigo de
galeras a la piedad, a la humanidad, al hombre caritativo que
salve al proscrito.
Se trataba de saber si la Revolución iba a seguir las mismas
vías que Luis XIV; si la Francia libre iba a encerrarse en un
calabozo. Una discusión que interesaba tan profundamente a la
libertad, exigía una cosa: que la Asamblea estuviera en libertad
y en calma. Y justamente desde la mañana todo anunciaba una
revuelta. Dos clases de personas trabajaban y se agitaban, los
maratistas y los aristócratas. Marat, en su periódico de aquel
día, aconsejaba al pueblo que corriera a la Asamblea para
manifestar violentamente su opinión y cazar a los diputados
infieles. Por otra parte, los realistas manipulaban hábilmente a la
muchedumbre del arrabal de Saint-Antoine, dirigiéndola fuera
de París hacia el castillo de Vincennes, donde le hacían creer
que se organizaba una nueva Bastilla. Era éste un medio
infalible para hacer salir de París a Lafayette y a la guardia
nacional para cortar el paso a la gente que se dirigía a
Vincennes. Mientras tanto, muchos hidalgos de provincias que
habían sido llamados a París hacía algunos días, entraban uno a
uno furtivamente en las Tullerías armados de puñales, espadas
y pistolas. A juzgar por todos los detalles, su propósito era
llevarse a la familia real. La guardia nacional, al volver de
Vincennes por la noche, de mal humor por la inútil jornada, los
encontró en las Tullerías y los desarmó, tratándolos a culatazos
e hiriendo a varios.
Por la mañana, en medio de estos movimientos, de los
cuales nadie se explicaba la finalidad ni los autores, la
Asamblea deliberaba. Los diputados oyeron batir a generala
por todo París; el redoble más o menos lejano de los tambores
en la cercana calle de Saint-Honoré, el ruido del pueblo en las
tribunas, que se apiñaba asfixiándose y se contenía apenas, y el
más imponente aún de la muchedumbre alborotada, que se
agolpaba en la puerta. Agitación, emoción, fiebre universal,
inmenso murmullo dentro y fuera de la Asamblea.
Indudablemente iba a verificarse un gran duelo entre dos
partidos, o mejor entre dos sistemas, entre dos morales. No se
veía aún quién sería el primero en comprometerse y bajar al
palenque.
Robespierre se retiró a los bancos más altos de la Asamblea,
mostrando deseos de no hablar. El ponente Chapelier había
declarado que su proyecto era inconstitucional y pidió que la
Asamblea declarase si quería una ley. Robespierre dijo
entonces: “Yo no soy más partidario que Chapelier de una ley
sobre los emigrados, pero creo que es tras una discusión
solenme por lo que la Asamblea debe reconocer la
imposibilidad y los peligros de tal ley”. Y después permaneció
testigo mudo de esta discusión. Si Mirabeau o sus enemigos se
comprometían (Duport y Lameth), Robespierre salía ganando
siempre.
Amigos y enemigos de Mirabeau, todos deseaban que
hablase, unos para su gloria y otros para acelerar su ruina. En
poco rato recibió el gran orador seis cartas incitándole a
proclamar sus principios y mostrándole al mismo tiempo el
estado violento de París. Comprendió perfectamente el
llamamiento que se hacía a su valor, y para no tener en
suspenso más tiempo a amigos y enemigos, se levantó y leyó
una página vigorosísima que ocho años antes había escrito al
rey de Prusia sobre la libertad de emigrar. Después acabó
pidiendo a la Asamblea que declarase no querer entender el
proyecto y que pasase a la orden del día.
Ninguna réplica de Duport, ninguna de los Lameth ni de
Barnave. Profundo silencio. Dejaron hablar a gentes de segundo
orden como Rewbell, Prieur y Muguet. Rewbell dijo que en
tiempo de guerra emigrar era desertar. En esto se hallaba
justamente el nudo de la situación. ¿Se estaba o no en tiempo de
guerra? Podía decirse que no y que sí. Pero el estado de guerra
no estaba declarado, las leyes de la paz subsistían y prevalecía
por tanto la libertad para todos de entrar y salir.
Se leyó el proyecto de ley. Este confiaba a tres personas que
nombrara la Asamblea el derecho dictatorial de autorizar la
salida del territorio nacional o de prohibirla bajo pena de
confiscación de bienes y de degradación del título de
ciudadano. La Asamblea, casi en masa, se sublevó ante esta
lectura, reconociendo lo odioso de esta inquisición de Estado
que el proyecto contenía. Mirabeau aprovechó el momento y
habló así: “La Asamblea de Atenas no quiso oír el proyecto del
cual había dicho Aristóteles: Es útil, pero injusto. Lo mismo
habéis pensado vosotros, pero el estremecimiento de
indignación que os ha movido a todos demuestra que en
cuestiones de moralidad sois tan buenos jueces como Arístides.
La barbarie del proyecto prueba que una ley sobre la
emigración es impracticable. (Murmullos). Pido que se me oiga.
Si por efecto de las circunstancias son indispensables ciertas
medidas de policía en pugna contra las leyes existentes, esto es
un delito impuesto por la necesidad; pero hay una diferencia
inmensa entre una medida de policía transitoria y una ley que
es permanente< Yo niego que ese proyecto pueda ser puesto a
deliberación y declaro que me consideraré desligado de todo
juramento de fidelidad con relación a los que cometan la
infamia de nombrar una comisión dictatorial. (Aplausos). La
popularidad que yo he ambicionado y que tengo el honor de
gozar< (murmullos en la extrema izquierda) como cualquier
otro, no es una débil hoja que gira a todos los vientos: yo quiero
hundir sus raíces en la tierra sobre la imperturbable base de la
razón y la libertad. (Aplausos). Termino declarando que si
hacéis una ley contra los emigrados, juro no obedecerla nunca”.
El proyecto del comité fue rechazado por unanimidad.
Los Lameth habían murmurado, pero sin pasar de esto.
Uno de ellos pidió la palabra, pero dejó que se la tomara un
diputado de su partido para hacer una proposición oscura y sin
éxito.
Mirabeau persistió en que se pasara a la orden del día pura
y simplemente y quiso hablar aún. Entonces gritó un diputado
de la izquierda: “¿Qué dictadura es esta que ejerce Mirabeau?”.
Este, que comprendió que estas palabras podían causar efecto
en una Asamblea apasionada, se lanzó a la tribuna y habló a
pesar de que el presidente le negaba la palabra. “Yo ruego —
dijoa los señores que me interrumpen, que recuerden que toda
mi vida política la he pasado combatiendo el despotismo<
(Murmullos en la extrema izquierda). ¡Cállense esas treinta
vocesl< Si es que se quiere, complicando dos o tres
proposiciones, prolongar indefinidamente la sesión, es preciso
que todos procuren que no se altere fuera de aquí el orden”.
Los treinta que tenían el pueblo a su lado parecían
aterraclos por aquel gigante de la tribuna y no decían ni
palabra. Mirabeau hacía caer con aplomo sobre sus cabezas la
responsabilidad y ellos ni se movían. El público, la
muchedumbre inquieta que llenaba las tribunas, esperaba en
vano. Jamás se había visto un golpe mejor asestado.
La sesión terminó a las cinco y media. Mirabeau se fue a
casa de su hermana, su íntima y querida confidente, y le dijo:
“He pronunciado mi sentencia de muerte. Eso he hecho: esa
gente se encargará de matarme”.
Su hermana y su familia, al verle tan convencido, creyeron
su vida en peligro. Cuando salía de casa por la noche para ir al
campo a cenar en casa de algún amigo, le seguía de lejos, sin
que él lo supiera, su sobrino, armado hasta los dientes. Muchas
veces creyó que su café estaba envenenado. Una carta que aún
subsiste, prueba que denunciaron a Mirabeau, de una manera
detallada y precisa, un complot que había para asesinarle.
Esta vez había humillado de tal modo a sus enemigos, les
había mostrado públicamente tan indignos del gran papel que
habían usurpado, que todo podía esperarlo de ellos. Y no es que
Duport y los Lameth fuesen hombres capaces de encomendar
un crimen, pero entre las gentes que les rodeaban, fanáticos o
interesados, los había que no necesitaban órdenes para asesinar
al odiado Mirabeau.
El tribuno no era hombre accesible al miedo. El mismo día
de la sesión, a pesar de la fatiga de aquella violenta discusión y
de la fiebre que le dominaba, quiso por la noche, una hora
después de salir de la Asamblea y cuando el asunto aún estaba
caliente, marchar recto contra sus enemigos, ir a los Jacobinos,
entrar entre aquella muchedumbre hostil, romper su oleaje
buscando entre tantos hombres furiosos quien rasgase su
pecho: hacer la prueba de si había un puñal o una lengua que
osara atacarle.
Eran las siete de la noche cuando entró< La sala estaba
llena. Los mudos de la Asamblea habían recobrado la palabra.
Duport estaba en la tribuna y parecía desconcertado. En vez de
tratar prontamente los hechos, se enfrascaba en un preámbulo
interminable, hablando siempre de Lafayette y pensando en
Mirabeau. Duport vacilaba por muchas causas. Muy superior
en inteligencia a los Lameth, pensaba probablemente que si
asestaba a Mirabeau un golpe irreparable y lo expulsaba de los
Jacobinos, esto equivaldría a trabajar para Robespierre, pues
sería la elevación de este. Por fin se decidió a hacer algo. No
haber dicho nada por la tarde y no decir nada por la noche era
caer muy bajo. “Los enemigos de la libertad —dijoestán muy
cerca de vosotros”. (Tempestad de aplausos). Todos miran a
Mirabeau y algunos se aproximan para aplaudir insolentemente
casi en su propia cara. Entonces Duport relata la sesión de la
Asamblea no sin modificaciones; se declara admirador del
genio de Mirabeau, pero sostiene que el pueblo tiene necesidad
ante todo de una probidad austera. Su principal reproche a
Mirabeau fue por el orgullo de su dictadura. Al terminar pareció
detenerse un momento en este supremo combate y dijo estas
palabras hábiles que todo el mundo encontró admirables: “Si él
es un buen ciudadano yo corro a abrazarle; pero si vuelve la
cara, yo me felicitaré de haberme creado un enemigo por ser
amigo de la cosa pública”.
De este modo dejaba la puerta abierta al arrepentimiento de
Mirabeau: hacía gracia a su vencedor de la Asamblea y le
ofrecía la absolución de los jacobinos.
Mirabeau no quiso aprovecharse de esta generosidad. A
través de los aplausos dedicados a Duport, que para él eran
anatemas, avanzó con marcha brusca hasta llegar a la tribuna.
“Hay dos clases de dictadura —dijo—, la de la intriga y la
audacia y la de la razón y el talento. Los que no han podido
sostenerse en la primera o no han sabido ampararse de la
segunda, ¿á quién deben culpar sino a sí mismos?”. Después
pidió cuenta del silencio guardado en la Asamblea y aseguró
que su conciencia no le reprochaba haber sostenido una opinión
que durante cuatro horas había sido la de la Asamblea y que no
había atacado a ninguno de los jefes de opinión. Iustificación
irritante: la palabra jefe sonaba siempre muy mal en las orejas
de los jacobinos. “Por lo demás —añadió Mirabeau— mi
sentimiento sobre la emigración es el pensamiento universal de
los filósofos y los sabios: si me equivocara, seguramente me
serviría de consuelo el tener como compañeros de error a tan
grandes hombres”. De estas palabras resultaba que los
jacobinos no eran grandes hombres; afirmación terrible para su
orgullo.
Los arreglos de Duport y la provocativa apología de
Mirabeau habían hecho sufrir cruelmente a Alexandre de
Lameth. Veía a los jacobinos heridos en su orgullo: sentía el
odio de todos confundirse con el suyo, y esto le puso fuera de
sí, haciéndole perder de vista toda política. Mirando la
asamblea del club, sólo veía a Mirabeau, al que odiaba por su
superioridad. No veía la faz pálida de Robespierre, que mudo
como por la mañana en la Asamblea, esperaba con paciencia
que otros se encargaran de destrozar a Mirabeau.
Lameth, al tomar la palabra, se dirigió al fondo más rico de
la naturaleza humana, al orgullo y la envidia y en especial al
espíritu de cuerpo, a la vanidad especial de los jacobinos. “Los
amigos del despotismo —dijo—, los amigos del lujo y del
dinero, justamente ofendidos por el progreso de esta sociedad
ilustre sobre toda la tierra, han jurado su pérdida. Y he aquí el
último complot que han preparado. Ellos han dicho: “Hay
ciento cincuenta diputados jacobinos que son incorruptibles;
pues bien, vamos a perderlos, y tantos libelos dirigiremos
contra ellos que al fin todos les creerán facciosos”. ¡Ah, señores!
Si yo no hubiera conocido este complot, seguramente que
hubiese hablado esta mañana en la Asamblea. ¡Miserable
situación la de los patriotas, forzados a callarse y a transigir! A
las primeras palabras que yo hubiese dicho alguien hubiera
gritado: ¡Faccioso! Y después hubieran dicho al rey: “Sí, ve; he
ahí los jacobinos divididos y combatiéndose. ¿Quién es ahora el
centro de vuestros enemigos? ¡Mirabeauz siempre Mirabeau!”.
Y volviéndose hacia Mirabeau, añadió: “Cuando vos habéis
designado a los facciosos gritando ¡callen esas treinta voces!, yo
he tenido buen cuidado de no decir palabra; os he dejado
hablar, pues convenía que todo el mundo os conociera. Si hay
aquí quien haya presenciado esta mañana vuestras perfidias,
que me desmienta”.
Una voz: No.
Lameth: ¿Quién se atreve a decir eso?
La misma voz: Quiero decir, señor de Lameth, que nadie
podrá desmentiros.
Ninguno reclamó y Lameth sacó hábilmente partido de la
frase de Mirabeau jefes de opinión. Ensalzó hipócritamente a
todos los diputados que permanecían unidos, colocando la
cuestión como lo haría Tartufo. “¡Distinción insolente! —
dijoMuchos diputados modestos no serán jefes de opinión, pero
son excelentes ciudadanos. El patriotismo es para ellos una religión
y les basta con que el cielo vea su fervor, no necesitando palabras para
expresarlo. Ellos no son menos necesarios a la patria que los
grandes oradores: quiera Dios que hayáis servido tanto a la
patria con vuestros discursos como ellos la sirven con su
silencio”.
Entre otras palabras, Lameth dijo unas llenas de furia: “Yo
no soy de los que piensan que la buena política quiere que
cuidemos de Mirabeau, que no le desesperemos<”. Es raro que se
muestren tales abismos de rabia.
Mirabeau se hallaba sentado al lado de Camille
Desmoulins. “De su cara —dijo Camille al día siguiente en el
periódico— caían gruesas gotas de sudor. Estaba delante del
cáliz en el Huerto de los Olivos”.
Noble y justa comparación salida del corazón de un
enemigo: enemigo sin hiel, inocente y que en su cólera revelaba
aún, a pesar de sí mismo, la admiración por el hombre al que
había amado tanto.
Sí, Camille tenía razón. El gran orador, que por una
cuestión de equidad, de libertad y de humanidad iba a perecer,
no era indigno, a pesar de todo, del sudor de sangre y del cáliz
de amargura. A pesar de cuanto malo había hecho este vicioso,
este culpable, este infortunado gran hombre, se purificaba en
sus últimos momentos. Haber sufrido por la justicia, por el
principio humano de nuestra Revolución, es su expiación
suprema, su nimbo de gloria ante el porvenir.
1791)

Mirabeau derribado por la mediocridad. —Indecisión del partido


bastardo al que combatía, ineptitud del partido que defiende. —Se cree
envenenado y anuncia su muerte (marzo), —Sus últimos momentos:
su muerte (2 de abril). —Honores que se le rinden; sus fanerales (5 de
abril). —Juicios diversos sobre Mirabeau. —Mirabeau no traicionó a
Francia; hubo corrupción, no traición. Cincuenta años de expiación
bastan para la justicia nacional.

Es muy lamentable que no tengamos la contestación de


Mirabeau. Fue sin duda, a juzgar por los resultados, el triunfo
de la pericia y la elocuencia. Poseemos un extracto de ella,
seguramente desfigurado. Sin embargo, de él se desprende que
dicha contestación debió de contener, entre cien dichos
halagadores e insinuantes, palabras irónicas como la siguiente:
“¿Y cómo podrían suponer que tenga yo el absurdo propósito
de presentar a los jacobinos como facciosos, cuando cada día
refutan tan bien esta calumnia con sus contestaciones y sus
sesiones públicas?”. Con todo esto, el eximio orador se hizo tan
hábilmente jacobino, tan sensible a su opinión, que le bastó un
momento para revolver todos los ánimos. Confesó que había
sido algo receloso con los jacobinos, pero que siempre les había
hecho justicia. Se le tributaron aplausos. Por fin, terminó
diciendo: “Me quedaré con vosotros hasta el ostracismo”. Había
vuelto a conquistar todos los corazones.
Salió y no volvió más. Su genio era todo lo contrario al de
los jacobinos. No podía sufrir el yugo de aquel espíritu
mediocre, el cual, no teniendo ni las necesidades del talento que
experimenta el hombre superior, ni el entusiasmo del pueblo,
exigía, por instinto nativo, que todos quedasen a su misma
altura; ni más alto ni más bajo. La Revolución, que ascendía,
llevaba al poder a las activas medianías del jacobinismo.
La clase media, la burguesía, cuya parte más inquieta se
agitaba en el Club de los Jacobinos, veía próxima la hora de su
advenimiento. Clase verdaderamente media en todos los
sentidos: media de fortuna, de espíritu, de talento. El talento
superior escaseaba; más escasa era la invención política; el
lenguaje era monótono, siempre calcado de Rousseau. Grande,
inmensa diferencia con el siglo decimosexto, en el cual cada uno
tiene una lengua fuerte, una lengua propia, y cuyos defectos
enérgicos interesan y siempre divierten. Salvo cuatro hombres
superiores, tres oradores y un literato, todo lo demás es de
segundo orden. El ídolo que reinaba, Lafayette, y los ídolos que
vienen tras él, girondinos y montañeses, generalmente son
medianías. Mirabeau quedaba literalmente ahogado entre estas
medianías.
El flujo iba creciendo, la marea venía de alta mar.
Mirabeau, como robusto atleta, se quedaba en la orilla, en la
ridícula actitud de quien combate contra el océano, y la ola
continuaba subiendo. Ayer le llegaba el agua al tobillo, hoy a la
rodilla, mañana hasta la cintura< Y cada ola de este océano que
carecía de figura y de forma, cada ola que llegaba hasta él y que
intentaba agarrar estrechándola con su robusta mano, escapaba
sutil, silenciosa e incolora.
Lucha ingrata, que de ninguna manera era la de los
principios opuestos. Mirabeau apenas podía definir contra
quién pugnaba. No era contra el pueblo, ni tampoco contra el
gobierno popular. Mirabeau hubiese ganado con la República,
hubiese sido sin duda el primer ciudadano. Luchaba contra un
partido inmenso y muy débil, mezcla de varias formas, y que
no buscaba nada más que una apariencia, un no sé qué, un
medio de gobierno irrealizable; ni monarquía, ni República:
partido mestizo, con dos sexos, o mejor dicho: sin sexo,
impotente, pero al igual que los eunucos, agitándose en
proporción a su impotencia.
Lo ridículo y extraño de la situación era que esta nada, en
nombre de un sistema todavía no descubierto, organizaba el
Terror.
El mal humor y el disgusto se apoderaron de Mirabeau.
Comenzó a entrever que la corte jugaba con él y le engañaba.
Había soñado con desempeñar el papel de árbitro entre la
Revolución y la Monarquía; creía tener ascendiente sobre la
reina como hombre y poder salvarla como hombre de Estado.
La reina, que quería más ser vengada que salvada, no gustaba
de ningtma idea que fuese razonable. El medio que proponía
Mirabeau era justamente el que más le repugnaba: Obrar siempre
con moderación y justicia y tener siempre razón; trabajar
lentamente, pero con fuerza, la opinión, sobre todo la de los
departamentos; apresurar el fin de la Asamblea, de la cual nada
podía esperarse, formando una nueva y hacerle revisar la
Constitución.
Mirabeau quería salvar dos cosas: la realeza y la libertad,
creyendo a la realeza una garantía en la libertad. En esta doble
tentativa encontraba un gran obstáculo: la incurable ineptitud
de la corte, a la que defendía. El lado derecho de la Asamblea,
formado por amigos de la corte, había hecho contra los colores
nacionales una insolente campaña, imprudente en alto grado.
Mirabeau respondió a tales ataques con un apóstrofe sublime,
con palabras que hubiera dicho la misma Francia si hubiera
podido hablar. Por la noche vio entrar en su casa a Lamarck,
que venía de parte de la reina a quejarse de su violencia. El gran
orador le volvió la espalda, respondiéndole con indignación y
desprecio. En su discurso sobre la regencia pidió e hizo decretar
que las mujeres fueran excluidas de ella.
En realidad la corte no buscaba seriamente su ayuda; lo que
quería era comprometerle y hacerle perder su personalidad.
Esto último lo había logrado en gran parte. De los tres papeles
revolucionarios que podía haber desempeñado un genio, el de
Richelieu, el de Washington o el de Cromwell, ninguno era ya
posible para su persona. Lo único bueno que le restaba hacer
era morir a tiempo.
Como si sintiera impaciencia por acabar pronto, Mirabeau
aumentó aún en este mes de marzo, que fue para él el último, el
furioso derroche de vida que le era ordinario. Se le encontraba
en todas partes y en un departamento de la guardia nacional
aceptaba nuevas funciones. Apenas abandonaba la tribuna
proyectaba sobre todos los asuntos la luz de su talento,
descendía a todas las especialidades, aún a aquellas que
parecían más extrañas a sus conocimientos, siendo ejemplo en
esto sus discursos sobre minas, que fueron los últimos que
pronunció.
Iba y venía, hablaba y se agitaba, a pesar de que se sentía
morir y tenía la convicción de que le habían envenenado. Lejos
de combatir la enfermedad que se apoderaba de él con una vida
higiénica, parecía tener empeño en salir al encuentro de la
muerte. El 15 de marzo pasó la noche entera cenando con
algunas mujeres hermosas y su estado se agravó. Las dos
pasiones pronunciadas de Mirabeau eran las mujeres y las
flores; pero hay que advertir que jamás tuvo trato con mujeres
públicas233: en él el placer siempre fue unido al amor.
El domingo 27 de marzo se encontraba en el campo, en su
casita de Argenteuil, donde hacía mucho bien a los campesinos
de los alrededores. Siempre había sido sensible a las miserias de
los hombres y todavía lo fue más al ver aproximarse la muerte.
En la soledad de la noche Mirabeau se sintió atacado de fuertes
cólicos, como los que ya había sufrido otras veces, pero
acompañados de angustias insufribles y creyó morir sin médico
y sin que le cuidaran. Los socorros llegaron por fin y Mirabeau
no murió.
Pareció restablecerse de aquel ataque, pero la enfermedad
seguía su curso. Sólo le quedaban cinco días de vida. Al día
siguiente, lunes 28, Mirabeau, débil y con todos los signos de la
muerte en el rostro, se obstinó en ir a la Asamblea. Aquel día se
decidía el asunto de las minas, asunto muy importante para su
amigo Lamarck, cuya fortuna estaba comprometida. Mirabeau
habló cinco veces, y moribundo como estaba, todavía venció. A
la salida de la Asamblea comprendió que todo había terminado.
Con este último esfuerzo en pro de la amistad había acelerado
su fin.
El martes 29 se esparció la noticia de que Mirabeau estaba
enfermo. Viva impresión en todo París. Entonces supieron hasta
sus adversarios cuánto le amaban. Camille Desmoulins, que en
aquella época le hacía una guerra ruda y sin cuartel, sintió
destrozado su corazón. Los violentos redactores de Las
Revoluciones de París, que en aquel entonces proponían la
supresión de la monarquía, censuraron al rey porque no fue en
persona a visitar al ilustre enfermo y añadieron: “Estemos
agradecidos a Luis XVI de no haber venido, hubiese sido una
decisión impertinente, se le hubiese idolatrado”.
El martes por la noche la muchedumbre se agolpaba en la
puerta de Mirabeau, ansiosa de noticias. El miércoles los
jacobinos le enviaron una diputación, y a la cabeza de ella a
Barnave, de cuyos labios oyó Mirabeau con complacencia las
palabras de respeto y admiración del club. Charles de Lameth
había rehusado formar parte de la diputación.
Mirabeau, temiendo las obsesiones de los curas, había
hecho decir a todos los que se presentaran que estaba
esperando a su amigo el obispo de Autun, aquel prelado
escéptico que había de ser con el tiempo el astuto diplomático
Talleyrand.
Nadie ha sido en su muerte más grande y más tierno que
Mirabeau. Hablaba de su vida en pasado y del que había sido y
que había dejado de ser. El único médico que quiso, fue a su amigo
Cabanis. En sus últimos momentos fue todo entero para la
amistad y para pensar en la suerte de Francia. Más que la
muerte le inquietaba en sus últimos momentos la actitud
dudosa y amenazadora de los ingleses, que parecían preparar la
guerra. “Ese Pitt —decía a su médico e íntimo amigo Cabanis—
gobierna más por lo que amenaza que por lo que hace. De vivir
yo más, algún disgusto le habría dado”.
Le hablaron del interés extraordinario del pueblo por
adquirir noticias de su estado, del respeto religioso de la
muchedumbre, que se aglomeraba bajo sus ventanas sin turbar
el profundo silencio. “¡Ah, el pueblo —murmuró conmovido—;
un pueblo bueno, digno de que se desvivan por él y se hagan
toda clase de esfuerzos por fundar y afirmar su libertad! Mi
mayor gloria es haber vivido para él y mi mayor consuelo ver
que muero rodeado del pueblo”.
Los futuros destinos de Francia le inspiraban sombríos
presentimientos. “Me llevo conmigo —decíael duelo de la
monarquía; sus despojos van a ser presa de los partidos”.
Se oyó un cañonazo y Mirabeau se incorporó, gritando
como si soñara: “¿Es que son ya los funerales de Aquiles?”.
“El 2 de abril por la mañana —dice el médico Cabanis—
Mirabeau hizo abrir sus ventanas y me dijo con voz firme:
amigo mío, yo moriré hoy. Cuando se está en este caso sólo
queda una cosa que hacer, y es perfumarse, coronarse de flores,
rodearse de música, a fin de entrar agradablemente en ese
sueño del que no se despierta nunca”. Después llamó a su
ayuda de cámara: “Vamos, prepárate a afeitarme, a hacer mi
toilette toda entera”. Hizo llevar su cama cerca de una ventana
abierta para contemplar los árboles de su pequeño jardin, en los
cuales comenzaban a brotar las primeras hojas de la primavera.
El sol brillaba y él dijo: “Si ese no es Dios es por lo menos su
primo hermano<”. A1 poco rato perdió la palabra, pero
respondía siempre con signos y sonrisas a las muestras de
amistad que le dábamos. Cuando acercábamos nuestra cara a la
suya él, por su parte, hacía esfuerzos para besarnos<”.
Los sufrimientos eran excesivos, y como no podía hablar,
escribió esta palabra: “Dormir”. Deseaba ahorrarse la inútil
lucha de la agonía y pedía que le diesen opio. A las ocho y
media murió, elevando sus ojos al cielo. La mascarilla que
sacaron de su rostro y que fijó su último gesto, indica una dulce
sonrisa, un sueño lleno de vida y de dulces visiones.
Su muerte produjo un dolor inmenso, universal. Su
secretario, que le adoraba y que muchas veces había tirado de la
espada por él, quiso cortarse el cuello. Durante la enfermedad
se presentó varias veces un joven preguntando si se quería
ensayar la transfusión de la sangre en el enfermo, ofreciendo la
suya para rejuvenecer y dar nueva vida a Mirabeau. El pueblo
hizo cerrar todos los espectáculos y dispersó a silbidos y
pedradas un baile aristocrático que parecía insultar el dolor
general.
Mientras tanto, se verificaba la autopsia del cadáver.
Habían circulado rumores muy siniestros. Una palabra dicha a
la ligera que hubiera confirmado la idea del envenenamiento,
habría podido costar la vida a cualquier persona tal vez
inocente. El hijo de Mirabeau asegura que la mayoría de los
médicos que hicieron la autopsia “encontraron rastros
indudables del veneno” pero que prudentemente se callaron.
El 3 de abril el departamento de París se presentó a la
Asamblea Nacional pidiendo y obteniendo que la iglesia de
Santa Genoveva fuera consagrada a la sepultura de los grandes
hombres y que Mirabeau fuera enterrado el primero. Sobre el
frontón debían ser inscritas estas palabras: “A los grandes
hombres, la Patria reconocida”. Descartes ya estaba allí:
Voltaire y Rousseau no tardarían en ser reconocidos.
“¡Hermoso decreto!, dijo Camille Desmoulins en su periódico.
Hay miles de sectas y miles de iglesias entre las naciones, y en
una misma nación lo que para unos es el santo de los santos, es
la abominación para las otras. Mas para este templo y sus
reliquias, no habrá disputas. Esta basílica reunirá a todos los
hombres en el mismo culto: la gloria de la patria”.
El 4 de abril se verificó el entierro, el más grande, el más
popular que se ha visto en el mundo. El pueblo hizo el servicio
de policía y lo hizo admirablemente. Ningún accidente ocurrió
en esta muchedumbre de trescientos o cuatrocientos mil
hombres. Las calles, los bulevares, las ventanas, los tejados, los
árboles, estaban cargados de espectadores.
A la cabeza del cortejo marchaba Lafayette con su Estado
Mayor; después Tronchet, el presidente de la Asamblea
Nacional, rodeado como un rey de doce ujieres con cadena al
cuello, y a continuación la Asamblea en masa sin distinción de
partidos. El íntimo amigo de Mirabeau, Sieyès, que detestaba a
los Lameth y no les hablaba nunca, tuvo la idea noble y
delicada de tomar el brazo de Charles Lameth, cubriéndoles así
de las injustas suposiciones que se hacía pesar sobre ellos.
A continuación de la Asamblea Nacional, como una
segtmda Asamblea y procediendo todas las autoridades
marchaba en colunma cerrada el Club de los Jacobinos. Se
habían hecho señalar por el fasto en su dolor, ordenando a
todos los clubs de Francia un duelo de ocho días, y de
aniversario en aniversario un duelo eterno.
Este convoy inmenso, que tardó muchas horas en atravesar
París, llegó a las ocho de la noche a la iglesia de San Eustaquio.
El diputado Cerutti pronunció el elogio fímebre. Veinte mil
guardias nacionales dispararon a un tiempo sus fusiles; todos
los vidrios del barrio se rompieron; por un momento pareció
que la iglesia iba a desplomarse sobre el féretro.
Después el entierro continuó su marcha a la luz de las
antorchas. Pompa verdaderamente fúnebre e ilnponente en
plena noche. Por primera vez se oyeron en París instrumentos
como el trombón y el tamtam. “Estas notas desgarradoras —
dice un testigo presencial— parecían arrancar las entrañas y
herir el corazón”. El convoy fúnebre llegó a altas horas de la
noche a Santa Genoveva.
La impresión del día había sido generalmente de
solemnidad y calma, llena de un sentimiento de inmortalidad.
Se hubiera creído que se transportaban las cenizas de Voltaire,
de un hombre muerto desde hacía mucho tiempo, de uno de
esos hombres que no mueren jamás. Pero a medida que el día
fue desapareciendo y que se fue hundiendo el entierro en la
sombra doblemente oscura de la noche y de las calles profundas
que alumbraban las luces de las antorchas temblonas, las
imaginaciones, dominadas por presentimìentos siniestros,
comenzaron a sondear el tenebroso porvenir. La muerte del
único que había sido grande, establecía entre todos este día una
formidable igualdad. La Revolución iba a rodar desde entonces
por una pendiente rápida, iba por un camino sombrío al triunfo
o a la tumba. Y en este camino le iba a faltar un hombre, su
glorioso compañero de viaje, hombre de gran corazón ante
todo, sin hiel, sin odio, magnánimo hasta para sus más crueles
enemigos. Él llevaba consigo una cosa que no se sabía entonces
qué era y que sólo se supo más tarde: el espíritu de paz dentro
de la misma guerra, la bondad, la dulzura y la humanidad
dentro de la violencia.
No dejemos dormir aún a Mirabeau en la tierra. Lo que
acabamos de ver depositar en Santa Genoveva es la menor
parte de él; quedan su alma y su memoria, que deben dar
cuenta a Dios y al género hmnano. Un solo hombre se negó a
asistir al entierro: el honrado y austero Pétion. Aseguraba haber
leído un plan de conspiración realista escrito por la mano de
Mirabeau.
Desmoulins, el gran escritor de la época, alma tomadiza,
joven y ardiente juguete de pasión y fluctuaciones, varió en
pocos días su juicio sobre Mirabeau, acabando por formular
contra él la sentencia más terrible. Ningún espectáculo más
curioso que el de este violento nadador, batido por las olas del
odio y la amistad y arrastrado al fin por la del odio.
Cuando supo que Mirabeau estaba enfermo, se turbó, y
aunque siguió atacándole, no pudo contener los impulsos de su
corazón y recordó los servicios inmortales prestados a la
libertad por el gran orador: “Todos los patriotas dicen, como
Darío en Herodoto: Histieo ha levantado a Ionia contra mí, pero
Histieo me salvó cuando rompió el puente del Ister”234. Al
hablar de su muerte decía así: “¡Mirabeau ha muerto; de qué
inmensa presa acaba de apoderarse la muerte! Yo siento aún en este
momento el mismo choque de ideas y de sentimientos que me
hizo quedar sin movimiento y sin voz cuando pedí que
levantaran el velo que cubría aquella cabeza llena de brillantes
ideas y de la cual en vano buscaba yo el secreto. Parecía dormir
y lo que más me impresionó en su rostro fue ver pintada la
serenidad del justo y del sabio. Jamás olvidaré esa cabeza
helada y la situación dolorosa en que me sumió su
contemplación”.
Ocho días después todo ha cambiado. Desmoulins es un
enemigo. La necesidad de alejar las afrentosas suposiciones que
caen sobre los Lameth, impulsa al voluble escritor a una
violencia terrible. ¡La amistad le hace traicionar la amistad!
¡Niño sublime, pero sin prudencia, siempre extremado en todos
los sentidos!
“En cuanto a mí —decía ocho días después— debo declarar
que cuando fue levantado el velo mortuorio, al ver a un hombre
al que yo había idolatrado, no sentí venir ni una lágrima y le
miré con los ojos secos, como Cicerón miraba el cuerpo de
César atravesado por treinta y tres puñaladas. Yo contemplaba
aquel soberbio almacén de ideas desamueblado por la muerte;
yo sufría por no poder dar lágrimas a un hombre que había
tenido un gran talento, que había prestado sonados servicios a
la patria y que quería que yo fuese su amigo. Yo pensaba en la
respuesta de Mirabeau moribundo a Sócrates moribundo; en su
palabra Dormir, refutación del largo discurso de Sócrates sobre
la inmortalidad poco antes de morir. Yo contemplaba su sueño,
y no pudiendo alejar de mí la idea de sus grandes proyectos
contra nuestra libertad y fijando los ojos sobre su conducta en
los dos últimos años, sobre su pasado y su porvenir, a su última
palabra, a esa profesión de materialismo y ateísmo, yo
respondía mentalmente con una sola frase: Has muerto”.
No, Mirabeau no puede morir. Vivirá eternamente y
precisamente con Desmoulins. El primer orador de la
Revolución y su primer escritor vivirán unidos en el porvenir y
nadie podrá separarlos.
Sagrado por la Revolución, identificado con ella y en
consecuencia con nosotros que somos sus hijos, no podemos
degradar a Mirabeau sin degradarnos a nosotros mismos,
descoronando a Francia.
El tiempo, que es el gran revelador de todas las cosas, no
nos ha revelado nada que motive realmente el reproche de
traición lanzado contra Mirabeau. La única falta de Mirabeau
fue cometer un error, un grave y funesto error, pero en el cual
incurrieron en mayor o menor grado todos los hombres de su
época.
Los hombres de todos los partidos, desde Cazalès y Maury
hasta Robespierre y Marat, creyeron que Francia era realista y
todos quisieron un rey. El número de republicanos era
verdaderamente imperceptible.
Mirabeau creía que hacía falta un rey que fuese fuerte o
nada de rey.
La experiencia ha probado contra los ensayos intermedios
que las constituciones bastardas sólo sirven para producir
tiranos hipócritas.
El medio que Mirabeau proponía al rey para levantarse era
más revolucionario que la Asamblea misma.
En él no hubo traición; pero sí corrupción.
¿Qué clase de corrupción? ¿La del dinero?< Es verdad que
Mirabeau recibió sumas que debían cubrir los gastos de su
inmensa correspondencia con los departamentos: una especie
de ministerio que tenía organizado en su casa.
Él decía una frase sutil, una excusa que no excusaba nada al
asegurar que nadie le había comprado; que él era pagado, no
vendido. Existe en él otra corrupción. Los que han estudiado al
hombre lo comprenden bien. La romántica visita a Saint-Cloud
en mayo de 1790, aquella entrevista misteriosa con la reina ¿le
inspiró la ioca esperanza de ser ministro del rey? No; pero
indudablemente hizo surgir en él la idea de ser ministro
universal de una reina, una especie de esposo político como io
había sido Mazarin. Esta locura se apoderó de su espíritu,
teniendo en cuenta que esta única y rápida aparición de la reina
fue como una especie de ensueño que no volvió a repetirse y
que no pudo jamás comparar con la realidad. Él guardó la
ilusión y vio en adelante a la reina no tal como era, sino como él
quería que fuese, una verdadera hija de María Teresa, violenta
pero magnánima y heroica. Este error fue hábilmente cultivado
y alimentado. La corte puso un hombre a su lado día y noche,
Lamarck, que amaba mucho a la reina y mucho a Mirabeau, y
que en sus conversaciones reforzaba el concepto que el gran
orador se había formado del talento de la reina, pintándosela
tan bella como desgraciada y valerosa. Una sola cosa le faltaba
según Lamarck, la luz, la experiencia, un consejero astuto y
sabio, una mano varonil en que apoyarse, la fuerte mano de
Mirabeau< Y así lo engañaban. Esta fue la verdadera
corrupción de Mirabeau, una culpable ilusión de su corazón,
lleno de ambición y orgullo.
¿Hubo traición en Mirabeau? No. ¿Hubo corrupción? Sí.
Mirabeau fue realmente culpable.
Aunque resulte doloroso, hay que convenir en que fue justa
la expulsión de sus restos del Panteón.
La Asamblea tuvo razón al enterrar allí al hombre intrépido
que fue su primer órgano, la voz misma de la libertad.
La Convención tuvo razón al arrojar fuera del templo al
hombre corrompido, ambicioso y débil de corazón, que hubiera
preferido a la patria los intereses de una mujer y su propia
grandeza.
Fue en un triste día de otoño, en ese trágico año de 1794, en
que la Francia había acabado por exterminarse ella misma,
cuando cansada de matar a los vivos se dedicó a matar a los
muertos, y arrancó dei Panteón de los grandes hombres al más
glorioso de sus hijos. Francia mostró una alegría salvaje en este
acto. El hombre de ley, encargado de esta odiosa ceremonia, se
expresa así en el expediente, informe bárbaro que da una idea
extraña de la época: “El cortejo de la fiesta se detuvo en la plaza
del Panteón y uno de los ciudadanos ujieres de la Convención
avanzó hasta la puerta del citado Panteón y dio lectura al
decreto arrojando de allí los restos de Honoré Riqueti
Mirabeau, que inmediatamente fueron sacados en un ataúd de
madera fuera del recinto de dicho templo y conducidos al lugar
ordinario de las sepulturas<”. Este lugar no era otro que
Clamart, el cementerio de los ajusticiados, en el arrabal de
Saint-Marceau. El entierro se verificó durante la noche sin
ninguna ceremonia.
Escribo esto en 1847. Ha pasado medio siglo y Mirabeau
permanece todavía enterrado entre los ajusticiados235.
Yo no creo en la legitimidad de las penas eternas. Bastantes
son para ese infeliz gran hombre cincuenta años de expiación.
Francia (no hay que dudarlo) cuando lleguen para ella días
mejores irá a buscarle en la tierra y le volverá al sitio donde
debe quedar236 en el Panteón. El orador de la Revolución a los
pies de los creadores de la Revolución, Descartes, Rousseau y
Voltaire. La expulsión fue meritoria; pero el retorno es justo
también.
¿Por qué negarle esta sepultura material cuando tiene una
moral y eterna en el recuerdo de agradecimiento que le tributa
el corazón de Francia?
CAPÍTULO XI
INTOLERANCIA DE Los Dos PARr1Dos.—PRoc;REso DE
Rosssrisrms
(ABR1L—MAyo DE 1791).

La Asamblea, por una proposición de Robespierre, acuerda que los


diputados no puedan ser ministros, ni reelegidos, etc. (7 de abril 16 de
mayo). —Robespierre hereda el crédito de los Lameth entre los
jacobinos (abril). —Los Lameth, consejeros de la corte (abril). —No
hablan ni contra la limitación de la guardia nacional (28 de abril) ni
en defensa de los clubs (mayo). —Lucha de Daport y Robespierre (17
de mayo). —Los dos hablan contra la pena de muerte. —La lucha
religiosa estalla al aproximarse las Pascaas (17 de abril); el rey
comulga con el estallido. —El rey hace constar públicamente sa
cautiverio (18 de abril). —Intolerancia eclesiástica, especialmente
contra los aae abandonan los conventos. —Intolerancia jacobina
contra el culto de los refractarios (mayo). —Carta del papa quemada
(4 de mayo). —La Asamblea acuerda para los restos de Voltaire los
honores del Panteón (30 de mayo).

El 7 de abril, cinco días después de la muerte de Mirabeau,


Robespierre propuso e hizo decretar que ningún miembro de la
Asamblea pudiera ser ministro hasta cuatro años después de
haber dejado de ser diputado.
Ningún diputado importante se atrevió a combatir este
proyecto. Ninguna reclamación de los redactores ordinarios de
la Constitución (Thouret, Chapelier, etc.), ninguna de los
agitadores de la izquierda (Duport, Lameth, Barnave, etc.).
Todos ellos se dejaron arrebatar, sin decir una palabra, el fruto
que podían haber recogido de la muerte de Mirabeau. La
entrada al poder, que pareció abrirse para ellos, les fue cerrada
para siempre.
Cinco semanas después, el 16 de mayo, Robespierre
propuso e hizo decretar que los miembros de la Asamblea
actual no podrían ser reelegidos en la próxima legislatura.
Cinco semanas después, el 16 de mayo, Robespierre propuso e
hizo decretar que los miembros de la Asamblea actual no
podían ser elegidos en la primera legislatura.
Por dos veces la Asamblea constituyente votó por
aclamación contra ella misma.
Y las dos veces por la iniciativa del diputado menos
agradable de la Asamblea, de aquel a quien había rehusado
invariablemente todas sus proposiciones.
Se había verificado un gran cambio que es preciso explicar.
Lo que ante todo llamaba la atención era el tono nuevo,
audaz y casi imperioso que tomó Robespierre al día siguiente
de la muerte de Mirabeau. El 6 de abril reprochó violentamente
al comité de Constitución por la lentitud de sus trabajos. Habló
de “la repugnancia que le inspiraba el espíritu que presidía las
deliberaciones de comité”. Y terminó con esta palabra
dogmática: “He aquí la instrucción esencial que yo presento a la
Asamblea”. Y la Asamblea no murmuró. Muy al contrario,
acordó que al día siguiente presentase su proyecto de ley, y el 7
de abril, Robespierre, apoyado por una fuerte mayoría, formuló
la proposición de que el ministerio quedase cerrado para los
diputados durante cuatro años.
Robespierre ya no era el hombre vacilante y tímido. Había
tomado autoridad al desaparecer Mirabeau. Esta autoridad se
percibió el 16 de mayo, cuando desarrolló con una gravedad
elocuente la tesis de moral política de que el legislador debe
considerar un deber confundirse terminadas sus funciones con
la masa de sus conciudadanos, evitando hasta sus muestras de
reconocimiento. La Asamblea, fatigada de su comité de
Constitución, de un decenvirato que pasaba su vida siempre
hablando y siempre legislando, oyó de buen grado a
Robespierre exponer un pensamiento justo y verdadero
resumido en estas palabras: “La Constitución no ha salido de la
cabeza de este o aquel orador, sino del seno de la opinión que nos
ha precedido y nos ha sostenido. Después de dos años de trabajos
que parecen superiores a las fuerzas humanas, sólo nos resta
dar a nuestros sucesores un ejemplo de indiferencia por nuestro
inmenso poder y por todo otro interés que no sea el bien
público. Impidamos el ser reelegidos; demos entrada a
elementos nuevos y regresemos a nuestras provincias a respirar
el aire de la igualdad”.
Y añadió esta frase imperiosa, impaciente: “Me parece que
por el honor de los principios que sostiene la Asamblea, esta
moción debe decretarse hoy mismo”. Lejos de sentirse herida la
Asamblea por tales palabras, aplaudió, ordenó la impresión del
discurso y quiso votar inmediatamente. En vano Chapelier
pidió la palabra. La proposición de Robespierre fue votada y
aprobada casi por unanimidad.
El panegirista habitual de Robespierre, Camille
Desmoulins, dijo con razón que él consideraba este decreto
como un golpe maestro. “Ha sabido aprovecharse del amor
propio de la gran mayoría de la Asamblea, que sabiendo con
certeza que no sería reelegible ha aprovechado ávidamente esta
ocasión para nivelarse con los honorables miembros que podían
ser reelegidos. Vuestro hombre ha calculado muy bien, etc.”.
Lo que Robespierre había calculado bien y Desmoulins no
se atrevió a decir, es que para los dos extremos de la cámara,
jacobinos y aristócratas, el enemigo común que había que
destruir era la Constitución y los constitucionales, padres y
defensores de este hijo falto de vida.
Pero Robespierre era un hombre demasiado político para
que nadie creyera que se lanzabaaa formular su proposición sin
otra base que el conocimiento de la debilidad humana. Cuando
se le veía hablar con tanta fuerza, con tanta autoridad y certeza,
no se podía dudar de que él estuviera previamente instruido
del apoyo que su proposición encontraría en el lado derecho de
la cámara. Los curas, por los cuales había avanzado mucho y
hasta se había comprometido en su defensa el 12 de marzo, le
informaron indudablemente sobre el pensamiento de su
partido.
Por otra parte, si la voz de Robespierre parece agrandarse
por momentos, es porque ya no resulta la voz de un hombre; un
gran pueblo habla por su boca; el pueblo que forma todas las
sociedades jacobinas. Hemos visto el Club de los Jacobinos de
París fundado por los diputados: en octubre de 1789 eran
cuatrocientos; en 28 de febrero de 1791, el día en que Mirabeau
fue derribado por los Lameth, ya no eran más que 150. ¿Quién
domina ahora en los jacobinos? Los que no han sido todavía
diputados y quieren serlo; los que desean que la Asamblea
constituyente no pueda ser reelegida. Este es el pensamiento de
los jacobinos y Robespierre, quien manifiesta sus deseos y
defiende sus intereses: él es el órgano de la sociedad. Habla
para los jacobinos y ellos le apoyan, ellos llenan las tribunas de
la Asamblea para aplaudirle. Esta asamblea superior, como ya
la apellidé antes, comienza a pesar desde arriba de las tribunas
sobre la Asamblea constituyente, asfixiándola. No en vano la
Asamblea aspira al reposo: sus razones tiene para ello. Con
mucha frecuencia las tribunas intervienen en los debates,
mezclan sus palabras en los discursos de los oradores, los
corean con aplausos y silbidos. En la cuestión de las colonias,
por ejemplo, un defensor de los colonos fue silbado y cubierto
de ultrajes.
La historia interior de la sociedad jacobina es infinitamente
difícil de penetrar. Su pretendido periódico, dirigido por
Laclos, lejos de hacer luz, oscurece los actos de la sociedad. Lo
único que es visible es que de las dos fracciones primitivas de la
sociedad, la fracción orleanista estaba cada vez más en baja,
desacreditada por la avidez de su jefe en el asunto de los cuatro
millones y por la polémica republicana que Brissot y otros
dirigían contra él. La otra fracción, dirigida por Duport,
Barnave y Lameth, parece igualmente cansada y enervada: al
herir de muerte a Mirabeau en la noche del 28 de febrero esta
fracción parece haber caído extenuada. En marzo aún se agita
en el violento motín con que los jacobinos mataron el Club de
los Monárquicos a pedradas y bastonazos. Lo que en general
puede decirse de estos triunviros es que su triste renombre de
intrigas y violencias y los rumores siniestros aunque injustos
que corrían sobre ellos con ocasión de la muerte de Mirabeau,
condujeron a los jacobinos a seguir con preferencia a un hombre
de conciencia limpia como Robespierre, pobre, austero y de
antecedentes intachables. La escena ocurrida en el entierro de
Mirabeau y observada por todos, Lameth del brazo de Sieyès,
cubierto por él de las suposiciones públicas, un jacobino
protegido delante del pueblo por el impopular abate, era
suficiente para hacer reflexionar a la sociedad jacobina, que
abandonó a los Lameth y se entregó en cuerpo y alma a
Robespierre.
El asunto de los jacobinos de Lons-le-Saulnier, decidido
hacia finales de marzo en contra de los Lameth por la sociedad
de París, parecía datar su defimción. Casi se podría decir que
mueren con Mirabeau; vencedores, vencidos, se van, más o
menos, al mismo tiempo.
Nada contribuyó más a acelerar la ruina de tales hombres
como su opinión antiliberal sobre los derechos de los negros.
Los Lameths tenían plantaciones en las colonias y muchos
esclavos. Barnave habló con mucho entusiasmo en favor de los
plantadores y en contra de los hombres de color. La Asamblea,
indecisa entre el derecho que indudablemente tenían los
esclavos para ser libres y el miedo a excitar una revolución en
las colonias, declaró en un extraño decreto: “Que ella no
deliberaría jamás sobre el estado de las personas nacidas de
padres y madres que no fuesen libres mientras no lo pidiesen
las colonias”. Como esta petición no se formularía jamás por
parte de los dueños de esclavos, equivalía a declarar que jamás
deliberaría sobre la esclavitud de los negros. Los propietarios
de las colonias, agradecidos a Barnave por su defensa, quisieron
elevarle una estatua, como si ya hubiera muerto: tal vez no se
equivocaban.
Aparte de estos asuntos, una influencia oculta contribuía a
neutralizar a los Lameth.
Poco después de haber muerto Mirabeau, cuando muchas
gentes les acusaban de haberle envenenado, una mañana a
primera hora anunciaron a Alexandre de Lameth, que estaba
todavía en la cama, la visita de un hombrecillo de humilde
aspecto que quería hablarle. Lameth le hizo entrar en su
dormitorio. Era Montmorin, ministro de asuntos exteriores. El
ministro se sentó junto a su cama y le hizo su confesión.
Comenzó hablando mal de Mirabeau, único medio de
complacer a Lameth; reprochó a este la mala vida que llevaba y
habló de las grandes sumas que gastaba la corte para averiguar
los secretos de los jacobinos. “Todas las noches —dijo el
ministrome llega copia de las cartas que el club recibe de
provincias y se las leo al rey, el cual admira mucho la sabiduría
de vuestras respuestas”. No se necesitaba más para halagar la
vanidad de aquel hombre. La conclusión de la entrevista fue
que Lameth sucedió a Mirabeau como uno de los consejeros
secretos de la corte: Barnave lo fue también desde el mes de
diciembre237.
La Asamblea el 28 de abril dio un paso comprometedor al
decidir que sólo los ciudadanos activos pudieran ser guardias
nacionales. Robespierre reclamó contra esta decisión. Duport y
Barnave guardaron silencio; Charles de Lameth sólo habló por
un incidente.
La verdadera piedra de toque, la prueba mortal, fue la
defensa de los clubs, atacados solemnemente ante la Asamblea
por el departamento de París; la defensa del derecho que tenían
las asambleas populares en general, las secciones y libres
asociaciones para hacer peticiones colectivas y anunciar sus
acuerdos. Chapelier propuso una ley que les quitaba este
derecho, declarando que si no se aprobaba esta ley los clubs
serían corporaciones excesivamente poderosas. Robespierre y
Pétion defendieron a los clubs con gran energía. Duport,
Barnave y Lameth, los fundadores de los Jacobinos y sus
directores por tanto tiempo, ¿no hablarían igualmente? Todo el
mundo esperaba< Pero no; profundo silencio. Visiblemente
ellos abdicaban de su pasado.
Robespierre les había lanzado una frase que, sin duda,
contribuyó a quitarles toda tentación de tomar la palabra. “Yo
no excito nunca a la revuelta. Si alguno desea acusarme yo
quisiera que antes pusiera todas sus acciones en paralelo con las
mías”. Esto equivalía a desafiar a los antiguos perturbadores,
impidiéndoles que hablasen de paz.
En la cuestión de que los diputados no fuesen reelegibles,
Duport dejó a la Asamblea votar contra ella misma; pero al día
siguiente, cuando no se podía ya ocupar más que sobre si en las
legislaturas siguientes los diputados podrían ser reelegidos,
salió de su silencio. Parecía que deseaba de una vez soltar todo
lo que había en él de amarguras y dudas sobre el porvenir. Este
discurso, lleno de ideas elevadas, fuertes y proféticas, tuvo el
defecto más grave que puede tener un discurso político: reveló
tristeza y desaliento. Duport declaró que si se daba un paso más
el gobierno no existiría ya, y caso de renacer, sería para
concentrarse en el poder ejecutivo. “Los hombres —dijo— no
quieren obedecer a los antiguos déspotas, pero quieren crearlos
nuevos, en los cuales el poder, por ser popular, resultará mil
veces más peligroso. La libertad será entendida como un
individualismo egoísta, y la igualdad por medio de una
nivelación progresiva llegará hasta el reparto de las tierras. Se
tiende visiblemente a cambiar la forma de gobierno, sin prever
que para ello habrá que anegar antes en su sangre a los últimos
partidarios del trono”. Para designar especialmente a
Robespierre acusó el sistema de ciertos hombres que se
contentan siempre con hablar de principios y altas
generalidades sin descender a los medios prácticos, con lo cual
se libran de toda responsabilidad. Hombres que ejercen a todas
horas de profesores de derecho natural.
Duport en su larga peroración partió de una idea inexacta
que repitió por dos veces. “La Revolución está hecha”. Esta
frase destruía todo su discurso. La inquietud universal, la
convicción de que aún quedaban obstáculos infinitos que
vencer, la insuficiencia de las reformas, todo esto hacía nacer en
los espíritus una refutación muda pero enérgica. Robespierre
podía haberse aprovechado de esta afirmación peligrosa de su
adversario, pero no quiso y se abstuvo de decir que era preciso
continuar la Revolución. Se limitó a tratar el asunto planteado
por su adversario, y como si quisiera cambiar un idilio por una
elegía, volvió a su primer discurso, a las dulces ideas morales
“de un reposo recomendado por la razón y por la naturaleza, de un
retiro necesario para meditar sobre los principios”. Robespierre
garantizó “que existían en todos los departamentos padres de
familia que se prestarían voluntariamente a desempeñar el
oficio de legisladores para asegurar a sus hijos una patria y sanas
costumbres. ¿Que los intrigantes se alejarían? Tanto mejor: la
virtud modesta recibiría entonces el premio merecido”.
Este sentimentalismo, traducido al lenguaje político,
significaba que Robespierre, había tomado la dirección de los
jacobinos, escapada de las manos de Duport, y quería cuanto
antes cerrar la Asamblea oficial en nombre de los principios,
para que mientras tanto funcionase la sola Asamblea activa y
eficaz; el gran club director del jacobinismo. Veía claramente
que en la próxima legislatura, al no haber hombres como
Mirabeau, Duport y Cazalès, la vida y la fuerza sería toda con
los jacobinos. El dulce retiro filosófico que aconsejaba a sus
adversarios ya sabía él donde encontrarlo: en el verdadero
centro de este movimiento.
Duport honró su caída pronunciando un discurso
admirable contra la pena de muerte, donde atacó el fondo
mismo del tema con esta profunda objeción: “¿Una sociedad
que se proclama legalmente asesina, no enseña a asesinar?”.
Este hombre eminente, cuyo nombre ha quedado unido al
establecimiento del jurado en Francia y a todas las más
importantes instituciones judiciales, tuvo, como Mirabeau, la
gloriosa suerte de acabar aplastado por una cuestión de
humanidad. Su discurso, superior en todos los sentidos al
pequeño discurso académico que Robespierre pronunció
también contra la pena de muerte, no obtuvo sin embargo gran
éxito. Nadie se fijó en estas palabras, donde se entrevé un
sombrío presentimiento: “Después de que un cambio continuo
en los hombres ha hecho casi necesario un cambio en las cosas,
hagamos al menos que las escenas revolucionarias resulten
menos trágicas. ¡Que el hombre sea respetado por el hombre!”.
Graves palabras, pero que desgraciadamente carecían de
oportunidad. La vida del hombre no era respetada. La sangre
corría. La guerra religiosa comenzaba a estallar.
Desde el fin de 1790 la resistencia obstinada del clero a la
venta de bienes eclesiásticos había puesto a las municipalidades
en el embarazo más cruel. Estas repugnaban el proceder contra
las personas y se detenían ante la fuerza de inercia que les
oponía el clero. Esta inercia era puramente aparente, pues el
clero agitaba la masa de los campos muy activamente por
medio del confesonario y por la difusión de los libelos
publicados contra la Revolución. En Bretaña especialmente, se
repartieron miles de ejemplares del atroz libro escrito por Burke
contra la Revolución.
Entre las municipalidades tímidas e inactivas y el clero
insolentemente rebelado, la nueva religión perecía vencida. Por
eso en todas partes los clubs protestaron contra las
municipalidades, las acusaron por su inacción y casi ocuparon
su puesto. La Revolución tomó así su terrible carácter: cayó
toda entera en las manos patrióticas, pero intolerantes y
violentas, de las sociedades jacobinas.
Los curas ocasionaron todo esto, buscándose ellos mismos
la persecución para declarar la guerra civil.
El fatal decreto del juramento inmediato que daba al clero
rebelde la gloria del martirio, produjo en los curas una alegría y
una audacia inmensa. Marcharon desde entonces erguidos y
con el rostro fiero; la Revolución, con la cabeza baja.
Uno de los primeros actos de hostilidad fue hecho, como
era de esperar, por uno de los prelados de vida más
escandalosa: el cardenal de Rohan, el héroe del ruidoso negocio
del collar de la reina238. Retirado desde aquel escandaloso
asunto al otro lado del Rin en el obispado de Estrasburgo,
anatematizó a su sucesor, elegido por el pueblo, y comenzó la
guerra religiosa en esta ciudad inflamable.
Una carta del obispo de Uzès, que se vanagloriaba como de
un gran triunfo de haber negado su juramento, cayó sobre la
ciudad como una centella y encendió las pasiones. Sonó el
tambor y reaccionarios y revolucionarios se batieron en las
calles.
En Bretaña el clero removió sin contemplaciones la sombría
imaginación de los labriegos. En un pueblo, un cura dijo la misa
a las tres y anunció a los fieles que ya no se celebrarían más
vísperas, pues iban a ser abolidas. Otro dijo la misa mayor poco
antes de amanecer, aún en plena noche, y tomando el crucifijo
de encima del altar, lo hizo besar a todos los labriegos.
“Marchad —les decía—; vengad a Dios; id a matar a los
impíos”. Estas pobres gentes, creyéndose capaces de todo,
marcharon en armas contra Vannes y fue necesario que la tropa
y la guardia nacional les impidieran la entrada en la villa. Para
dispersar a aquellos fanáticos fue preciso tirar contra ellos y una
docena quedaron tendidos en el campo.
Con todo esto iban aproximándose las Pascuas. Se
aguardaba curiosamente si el rey comulgaría con los curas
amigos o enemigos de la Revolución. Fácil era preverlo: había
alejado al cura de la parroquia, que era de los que habían
prestado juramento a la Constitución. En cambio las Tullerías
estaban llenas de curas rebeldes. En manos de estos comulgó el
rey el domingo 17 de abril en presencia de Lafayette, el cual por
su parte daba también el mismo ejemplo, teniendo en su casa
un sacerdote refractario para decir la misa a madame de
Lafayette. Se había procurado celebrar la comunión del rey con
gran pompa, obligándose a la guardia nacional a asistir y
presentar sus armas. Un granadero se negó rotundamente a
prestar este homenaje a la contrarrevolución. El Club de los
Cordeleros le dio las gracias por la noche y fijó un anuncio en
las esquinas “denunciando al pueblo francés, el primer
hmcionario público, como rebelde a las leyes que había jurado y
autorizador de la revuelta”.
Esto era exacto. La corte tenía necesidad de un gran
escándalo, deseaba una revuelta para hacer constar ante Europa
la falta de libertad del rey. Esta revuelta, que según Lafayette
estaba preparada hacía mucho tiempo y que se retardó por la
muerte de Mirabeau, a quien querían dar un papel en esta
comedia, se llevó a cabo por fin en los días solemnes, en los días
de mayor emoción para los corazones religiosos: en la segunda
fiesta de Pascua, el lunes 18 de abril de 1791.
Desde la víspera todo el mundo estaba advertido de que el
rey iba a salir de París; todos los diarios habían hablado de esto,
la muchedumbre obstruyó todos los alrededores de Palacio y a
las once el rey, la reina, la familia, los obispos y los servidores,
ocupando un sinnúmero de carruajes, se preparan para partir.
Se dice que no van más que a Saint-Cloud a pasar el día, pero la
muchedumbre cierra el paso a los carruajes. Suena la campana
de San Roque. La guardia nacional rivaliza con el pueblo para
impedir el paso. La animosidad era grande contra la reina y
contra los obispos. “Señor —dice un granadero al rey—,
nosotros os amamos, pero a vos solo”. La reina oyó aún palabras
más duras y crueles: oculta en el fondo del coche, no cesaba de
llorar. Lafayette quiere abrirse paso entre la muchedumbre,
pero nadie le obedece. Corre al Ayuntamiento para pedir la
bandera roja y proclamar el estado de guerra. Danton, que
estaba allí, se opuso con toda energía a que le diesen la bandera
y evitó tal vez una matanza.
Lafayette ignoraba todavía que aquel intento de viaje era
simulado, que la corte sólo buscaba hacer constar la cautividad
del rey, y se agitaba furioso, queriendo cumplir la ley con todo
su rigor. Había dejado a Danton en el Ayuntamiento y volvió a
encontrárselo en las Tullerías, a la cabeza del batallón de los
cordeleros239, que llegó sin ser llamado.
Lafayette, indignado por haber sido desobedecido,
presentó su dimisión. La inmensa mayoría de la guardia
nacional le suplicó en todos los tonos que la retirase: la
burguesía solo se fiaba de él para el mantenimiento de la paz
pública.
El martes 19 el rey tomó una resolución extraña que llevó al
colmo la general sospecha de que pensaba huir de Francia. Se
presentó de improviso en la Asamblea declarando que persistía
en su intención de ir a Saint-Cloud para demostrar que estaba
bien, añadiendo que quería mantener la Constitución, “de la
que formaba parte la constitución del clero”. ¡Extraña
contradicción con su comunión del domingo anterior y con el
apoyo que daba a los sacerdotes rebeldes!
No hay que creer que estos sacerdotes eran víctimas
resignadas y pacientes, que se consideraban felices viviendo
ignorados. Se agitaban de la manera más provocativa, se
mostraban en todas partes perorando, amenazando,
impidiendo los matrimonios, turbando la cabeza de las jóvenes,
haciéndoles creer que si eran casadas por sacerdotes que
hubieran prestado su juramento a la Constitución, no serían
más que concubinas y sus hijos bastardos.
Las mujeres eran a la vez víctimas e instrumentos de esta
especie de terror que ejercían los curas rebeldes. Las mujeres
son siempre más valientes que los hombres: acostumbradas a
que las respeten por la debilidad de su sexo, creen que en
realidad no se exponen gran cosa mezclándose en los asuntos
públicos. Por eso audazmente hacían lo que no osaban hacer
sus consejeros los curas. Iban y venían, llevaban noticias,
hablaban alto y fuerte. Sin mencionar las víctimas obligadas de
su irritación (hablo de los maridos, perseguidos en el interior de
su hogar, dominados a fuerza de agrias negativas y crueles
reproches), ellas extendían sus rigores a muchas gentes
humildes de su clientela o de su casa. ¡Desgraciados los
comerciantes filósofos, los tenderos significados como patriotas!
Las mujeres evitaban sus tiendas, todas iban a comprar a los
establecimientos que se caracterizaban por su afecto al pasado.
Las iglesias estaban desiertas. En cambio los conventos
abrían sus capillas a la muchedumbre de contrarrevolucio—
narios, ateos ayer y devotos hoy. Cosa más grave: estos
conventos mantenían audazmente su clausura, se burlaban de
la ley y tenían cerradas sus puertas para los reclusos o reclusas
que querían salir en virtud de los decretos de la Asamblea.
Una monja de San Benito, habiendo insistido para volver al
seno de su familia, fueobjeto de mil ultrajes. La comunidad
impidió que se llevara consigo los pequeños objetos sin valor
que eran de su propiedad y por los cuales sentía cierto afecto.
Casi desnuda, fue puesta en la puerta del convento. Sus
parientes que se presentaron para reclamar, encontraron la
puerta cerrada: por una ventana les arrojaron algunas prendas
de la religiosa, como si fueran de una apestada, y se les llenó de
injurias.
La Asamblea Nacional recibió la petición de otra religiosa
que era retenida en su convento a viva fuerza. En las monjas de
Saint-Antoine una joven novicia, habiendo manifestado
francamente su alegría por los decretos de la Asamblea sobre la
libertad de las religiosas, fue objeto de toda clase de ultrajes por
parte de la abadesa, dama aristocrática y fanática, Y de otras
monjas que formaban su corte. La novicia, habiendo encontrado
medio de advertir a los de fuera sus sufrimientos y su peligro,
salió del convento de una manera extraña. Pasó la cabeza por el
torno y un hombre caritativo, tirando de ella con gran esfuerzo,
pudo hacer pasar el resto del cuerpo. Una familia pobre la
recibió en su casa del arrabal de Saint-Antoine y los periódicos
abrieron una suscripción para la fugitiva.
Fácil es comprender que estas historias no eran las más
propicias para calmar al pueblo, cruelmente irritado por sus
miserias. Sufría infinitamente al no saber qué hacer. Todo. lo
que veía era que la Revolución no podía avanzar ni retroceder.
A cada paso encontraba delante una fuerza inmóvil, la
monarquía, y detrás una fuerza activa, la intriga eclesiástica. No
hay que asombrarse, por tanto, de que echara abajo estos
obstáculos. Los jacobinos no podían prestarle auxilio. De las
tres fracciones, las dos de Lameth y Orleáns carecían de
influencia. En cuanto a la de Robespierre, cierto que era
violenta y fanática, pero su jefe personalmente no era capaz de
organizar una revuelta y menos aún contra los sacerdotes que
contra otros enemigos.
El movimiento fue espontáneo: surgió naturalmente de la
irritación y de la miseria. Las mujeres de los barrios populares
fueron a los conventos y azotaron a las religiosas.
Pero la corte fue la que dio a este movimiento la gran
escena, la ocasión solemne. Su plan era comprometer cuanto le
fuera posible a la Revolución ante los católicos de Francia y de
Europa entera. Los sacerdotes refractarios y enemigos de la
Constitución alquilaron a la municipalidad una iglesia en el
lugar de más tránsito de París: el muelle de los Teatinos. Allí
debían celebrar sus Pascuas. Tal como era de esperar, la
muchedumbre, excitada por este reto de sus enemigos, acudió a
la puerta de la iglesia, amenazando a los que quisieran entrar.
Dos mujeres lo intentaron y fueron azotadas. La autoridad las
salvó, pero no pudo dispersar a la muchedumbre. Sieyès
reclamó en vano en la Asamblea los derechos de la libertad
religiosa. El pueblo entero, con el sentimiento de sus miserias,
se obstinaba en no ver en todo aquello más que una cuestión
política. El cura rebelde y sus partidarios aparecían para él, no
sin motivo, fabricando desde París el rayo de la guerra civil,
que había de alumbrar el Oeste, el Mediodía y talvez el mundo.
Avignon y el Condado ofrecían hacía tiempo una atroz
miniatura de las futuras guerras civiles. Avignon, ayudada por
los ardientes revolucionarios de Nimes, Arles y Orange,
guerreaba contra Carpentras, el lugar de la aristocracia. Guerra
bárbara en los dos lados, envenenada por viejos rencores y
furores nuevos. Más que una guerra, era una escena
horriblemente variada de saqueos y asesinatos. La Asamblea
Nacional tomó este asunto con mucha lentitud y por fin acabó
declarando que Avignon no formaba parte integrante de
Francia, sin que por esto Francia renunciase a sus derechos
sobre ella. Lo que equivalía a decir: “La Asamblea juzga que
Avignon no le pertenece, sin negar por esto que le pertenezca”.
El mismo día 4 de mayo se repartió por París un breve del
papa, una especie de declaración de guerra contra la
Revolución. En él se desataba en injurias contra la Constitución
francesa, declaraba nulas las elecciones de curas y obispos
hechas por la Revolución y les prohibía administrar los
sacramentos. Al día siguiente una sociedad patriótica, para
devolver insulto por insulto, presentó en el jardín del Palais
Royal un maniquí con la cara y las vestiduras del papa, lo juzgó
ante el público y acabó arrojándolo a una hoguera, en medio de
los generales aplausos. El periódico favorito de los curas, que
dirigía el abate Royou, fue quemado también.
Hay que reconocer que el papado ha hecho camino desde el
siglo XIV. Ante el bofetón recibido por Bonifacio VIII, el mundo
se estremeció de horror. La Bula quemada por Lutero aún
indignó a una parte de Europa. Pero ahora el papa y el papel de
Royou son ejecutados y quemados en plena calle de Saint-
Honoré, sin que nadie se indigne ni proteste, resultando el acto
una fiesta regocijada.
Tanto el papa retrocede, tanto avanza su adversario. Y este
adversario inmortal, que no es otro que la Razón, cualquiera
que sea el hábito que tome, jurisconsulto en 1300, teólogo en
1500, filósofo en el último siglo, triunfa en el año 1791.
Francia, desde que puede hablar con libertad, rinde
homenaje a Voltaire. La Asamblea Nacional decreta al glorioso
libertador del pensamiento religioso los honores de la victoria.
Ya que ha triunfado, que vuelva a su París, a su capital este rey
de la inteligencia. El desterrado, el fugitivo que apenas si gozó
de calma aquí abajo, que vivió entre tres reinos osando apenas
mover las alas como el pájaro que carece de nido, debe volver a
dormir en paz bajo el interminable beso de Francia.
¡Muerte cruel! Voltaire no había visto en sus últimos años
París: esta muchedumbre idólatra, este pueblo que le había
comprendido y le adoraba con delirio. Perseguido en su lecho
de muerte y hasta después de la muerte, escarnecido por el
fanatismo, arrebatado de noche por los suyos para ser ocultado
en una tumba oscura el 30 de mayo de 1778, su regreso es
decretado el 30 de mayo de 1791. Vuelve a su casa, pero de día,
a la luz del gran sol de la justicia, llevado triunfalmente sobre
las espaldas del pueblo al templo del Panteón.
Para colmo de su victoria, verá la caída de quienes le
proscribieron. Voltaire regresa y curas y reyes se van. Su
retorno no puede ser más oportuno: vuelve cuando los
sacerdotes, venciendo las indecisiones y escrúpulos de Luis
XVI, le impulsan a huir, le envían a Varennes, o lo que es lo
mismo, a la traición y la deshonra. ¿Cómo para este gran
espectáculo podríamos pasarnos sin Voltaire? Es preciso que
venga a París para presenciar la derrota de Tartufo. Él es el
héroe de la fiesta. En el momento en que el cura deja su trama
tenebrosa estallar en pleno día, Voltaire no puede dejar de
levantarse de su sepulcro. Advertido por la audaz revelación de
Tartufo, saca la cabeza fuera de su féretro y dice al otro con la
risa formidable que hizo temblar los templos y los tronos:
“Somos inseparables; tú te quedas aquí, pero yo también me
quedo”.
Luis XV preocupado por el retrato de Carlos I, Luis XVI por la
historia de Carlos I y de Jacques II. —Luis XVI no quiere abandonar
su reino. —Europa se muestra contenta de ver dividida Francia. —
Rusia y Suecia recomiendan la evasión. — Austria da el plan (octubre
de 1790). —El proyecto es en apariencia francés, pero en realidad es
obra extranjera. —El rey, extranjero por su madre, es indiferente como
cristiano a la nacionalidad. —El rey herido en sus nobles y en sus
sacerdotes. —Doblez del rey y de la reina: engañan a todo el mundo.
—Toda la familia real, especialmente la reina, contribuye a la pérdida
del rey. —Preparativos imprudentes de la huida del rey (marzo y
mayo de 1791).

No puedo visitar el Museo del Louvre sin detenerme y sonar du


rante mucho tiempo, aunque no quiera, ante el Carlos l pintado
por Van Dyck. Este cuadro contiene a la vez la historia de
Inglaterra y la de Francia. Sobre nuestros asuntos ha tenido una
influencia directa, que rara vez alcanzan las obras de arte. El
pintor, sin darse cuenta de ello, puso sobre el lienzo el destino
de dos monarquías.
Hasta la historia del cuadro es muy curiosa. Es preciso
tomarla de muy lejos para explicar cómo fue traído a Francia.
Cuando el ministerio Aiguillon-Maupeou quiso convencer
a Luis XV de derribar el Parlamento, tuvo ante todo que
realizar una operación previa: devolver al viejo rey la voluntad;
rehacer en él al hombre. Para esto había que cerrar su serrallo,
donde se extenuaba, y hacerle aceptar una querida única,
reducirlo a una sola mujer. Nada más dificil. Era preciso que
esta querida fuese una mujer loca y alegre, que supiera poner a
las otras en la puerta y al mismo tiempo que no tuviera mucho
talento, pero que tuviera el suficiente para repetir siempre la
misma lección.
Madame Du Barry fue esa mujer y desempeñó su papel
maravillosamente. Esta singular Egeria le inspiraba el orgullo
real a todas horas; pero nada hubiera conseguido de un hombre
tan blando si como apoyo de sus palabras no hubiera apelado al
socorro de los ojos, haciendo sensible y visible la lección que
repetía. Sus amigos y protectores compraron para ella en
Inglaterra el cuadro de Van Dyck, con el extraño pretexto de
que el paje que aparece tras Carlos I se llamaba Barry. Era, por
tanto, un cuadro de familia. Esta gran tela, digna de respeto
como obra del genio y como monumento de las tragedias del
destino, fue colgada (¡cosa indignal) en la alcoba de aquella
cortesana, donde tenía que oír sus risas y presenciar sus
viciosos placeres. La Du Barry cogía al rey por el cuello, y
enseñándole a Carlos I, le decía así: “¿Ves, Francia? —ella
apodaba así a Luis XVAhí tienes a un rey al que le cortaron el
cuello por ser débil con su Parlamento. Aprende a domar el
tuyo”.
En aquel pequeño gabinete, de techo bajo (una suite con
mansardas que aún podemos ver bajo los tejados de Versalles),
el gran cuadro, visto de cerca y ocupando la pared del techo al
suelo, hubiera causado un efecto penoso a un hombre de más
corazón y de sentimientos menos amortiguados. Ninguno que
no fuese el embrutecido Luis XV hubiera podido soportar sin
sufrimiento esa triste y noble mirada del Carlos I de Van Dyck,
donde se lee toda una revolución, esos ojos llenos de fatalidad
que penetran por los ojos del observador.
Hay que recordar que el gran maestro, por esa suerte de
adivinación propia del genio, pintó a Carlos I como en los
últimos días de su fuga: vestido de simple caballero, en
campaña contra los cabezas redondas, enemigos de su corona.
Al fondo se ve la mar solitaria, inhospitalaria. Este rey del mar,
este lord de las islas tiene a la mar por enemiga. Ante él, el
océano salvaje; detrás, el Cadalso que le espera.
Este cuadro melancólico fue colocado, en el reinado de Luis
XVI, en sus departamentos de Versalles, y siguió al rey con los
muebles que se llevó a París. Ningún otro cuadro podía causar
tan fuerte impresión sobre él. Luis XVI se preocupaba mucho
de la historia de Inglaterra y especialmente de Carlos I. Leía
asiduamente a Hume y otros historiadores ingleses en su
propia lengua. En ellos había aprendido que Carlos I fue
decapitado por haber hecho la guerra a su pueblo y Jacques II
destronado por haber abandonado a su pueblo. Su idea fija era
no seguir la muerte del uno ni del otro, de no tirar de espada
contra su pueblo ni abandonar el suelo de Francia. Indeciso en
sus palabras, lento en sus resoluciones, era sin embargo
obstinado en aquellas ideas que había aceptado una vez.
Ninguna influencia, ni aún la de la misma reina, podía hacerle
variar. Esta resolución firme de no iniciar nada, de no
comprometerse, estaba en perfecto acuerdo con la natural
inercia de su carácter. Se mostraba enfadado con los emigrados
que se agitaban en la frontera gritando, amenazando,
blandiendo sus espadas sin inquietarse de si con ello agravaban
la situación del rey, del que se llamaban amigos. En diciembre
de 1790, teniendo lugar un consejo de estos en Turín, el príncipe
de Condé proponía entrar en Francia y marchar sobre Lyon,
“sin importar lo que pudiera suceder al rey”.
Luis XVI sentía, además, otro escrúpulo para hacer la
guerra: la necesidad de apoyarse en el extranjero. Conocía muy
bien el estado de Europa; las miras interesadas de las potencias.
Veía el espíritu intrigante y ambicioso de Prusia, que se creía
joven, fuerte y muy militar, llevando a todas partes la
perturbación para en el desorden apoderarse de algo. Desde
1789 Prusia se ofrecía a Luis XVI para entrar en Francia con cien
mil hombres. Por otra parte, el maquiavelismo de Austria no le
era menos sospechoso; a él no le gustaban los Ianos de dos
caras y le era poco simpático el emperador austriaco, devoto y
filósofo a un tiempo. Era para él una tradición paternal y
maternal la desconfianza hacia el austriaco. Su madre era de la
casa de Sajonia; su padre, el delfín, creyó morir envenenado por
Choiseul, ministro de Lorena, criatura de Lorena-Austria y que
había sido educado por la emperatriz María Teresa, que fue
quien casó a Luis XVI con una austríaca. Por eso, aunque unido
a María Antonieta por lazos de tierno cariño, se mostraba
huraño y desconfiado cuando esta le hablaba de recurrir a la
protección de su hermano Leopoldo.
La reina no tenía otro medio. Ella desconfiaba mucho de los
emigrados. No ignoraba que entre ellos se trataba de destronar
a Luis XVI y nombrar un regente. Veía al lado de su cuñado, el
conde de Artois, a su más terrible enemigo, a Calonne, que con
su propia mano había anotado y corregido el folleto de
madame de Lamotte, publicado contra ella a raíz del afrentoso
asunto del collar. De este lado tenía ella más que temer que del
lado de la Revolución. La Revolución, no fijándose más que en
la reina, sólo pedía su cabeza: Calonne se concentraba en la
mujer, hacía su labor, deshonraba a la esposa y la cubría de
oprobio.
María Antonieta era partidaria sin vacilación de los planes
de Austria y de sus representantes Mercy y Breteuil. Si
entretuvo a Mirabeau y después a Lameth y Barnave, fue para
ganar tiempo. Este tiempo lo necesitaba Austria para salir de su
situación embarazosa con las cuestiones de Brabante, Hungría y
Turquía. Hacía falta este tiempo también para que Luis XVI,
hábilmente trabajado por el clero, perdiera sus escrúpulos de
rey, conservando únicamente los de cristiano y devoto. La idea
de un deber superior era lo único que le podía hacer faltar a lo
que él creía su deber.
El rey, si hubiera querido, habría podido con facilidad
partir solo a caballo y sin escolta. Este era el plan de Clermont-
Tonerre. Pero el plan no gustaba a la reina. Por nada del mundo
consentía ella en separarse del rey. Temía que este al alejarse
cediera a las insinuaciones de sus hermanos contra ella. María
Antonieta se aprovechó de la emoción sufrida por su marido el
6 de octubre, cuando se creyó próximo a perecer. Llorando le
hizo jurar que jamás se separaría de ella, que caso de partir,
partirían jtmtos y que juntos se salvarían o perecerían. Hasta le
exigió que al escapar no se aceptara el plan de salir cada uno
por caminos diferentes.
Luis XVI rehusó en la primavera de 1790 los ofrecimientos
que se le hicieron para su fuga. No quiso aprovechar la
temporada que aquel mismo año pasó en Saint-Cloud, de
donde podía haber huido con facilidad, pues todos los días
salía a caballo o en coche, recorriendo muchas leguas. El rey no
quería dejar abandonada tras su fuga a ninguna persona de su
familia, ni a la reina, ni al delfín, ni a Madame Isabel, ni a
Mesdames sus tías. La reina, por su parte, no podía decidirse a
abandonar a tal dama que era su confidente, o a tal otra
depositaria de sus secretos. Sólo querían partir en masa, en
falange, como formando un cuerpo de ejército.
En el verano de 1790 el asunto del juramento de los
sacerdotes turbó profundamente la conciencia del rey y le
impulsó a escribir a las potencias y protestar. E16 de octubre de
1790 envió su primera protesta a una corte unida por el
parentesco, a su primo el rey de España, que era de todos los
soberanos el que le inspiraba menos desconfianza. Después
escribió al emperador de Austria, a Rusia y a Suecia, y en
último lugar el 3 de diciembre se dirigió a la potencia que le era
más sospechosa por el interés que tenía en mezclarse en los
asuntos de Francia: es decir, a Prusia.
Lo que pedía a todos era “un congreso europeo apoyado
por la fuerza armada”, sin explicar si su deseo era que esta
fuerza marchase contra la Revolución (Hardenberg, I, 103).
Los reyes generalmente no tenían prisa. El norte se agitaba.
La revolución de Polonia era inminente: estalló por fin en
primavera (3 de mayo) y preparó un nuevo desmembramiento.
Los otros estados que habían de ser devorados antes o después,
Turquía y Suecia, parecían tener sus días contados. Lieja y
Brabante acababan de ser tragados. El turno le llegaría a Francia
cuando estuviese madura. “Los reyes —decía Camille
Desmoulinshan probado ya la sangre de los pueblos y no se
detendrán fácilmente. Ya es sabido que los caballos de
Diómedes, habiendo probado una vez la carne humana, no
quisieron comer otra cosa”.
Solamente faltaba, para que Francia resultara madura y
tierna antes de hincarle el diente, que fuese machacada por la
guerra civil. Por eso los reyes aconsejaban la lucha contra el
pueblo. La gran Catalina escribía a María Antonieta para
animarla a la resistencia estas palabras que resultan sublimes
entre reinas: “Los monarcas deben seguir su marcha sin
inquietarse de los gritos del pueblo, como la luna sigue su curso
sin detenerse por los ladridos de los perros”. Imitación burlesca
de Lefranc de Pompignan, en este caso tanto más ridícula
cuanto que para seguir con la comparación la luna se
encontraba totalmente parada.
Para sacar a la luna monárquica de su eclipse en Francia, la
excelente Catalina animaba a toda Europa, valiéndose
activamente de la pluma y de la lengua. Si ella lograba
liberando a Luis XVI desencadenar la guerra civil y después
llevar a todos los reyes a echar suertes sobre el cadáver de
Francia, ¿cuán fácil le sería sin estorbo alguno beberse la sangre
de Polonia y sorber la médula de sus huesos?
Cuando se intentó la evasión fue el embajador de Rusia
quien se encargó de dar a María Antonieta un pasaporte de
dama rusa. Catalina no enviaba socorros, pero encontraba muy
bien que Gustavo III, el pequeño rey de Suecia (a quien ella
había batido y que ahora era su amigo), de espíritu inquieto,
romántico y aventurero, buscase su aventura en Aix a las
puertas de Francia. Allí, con el pretexto de tomar las aguas,
debía esperar a la hermosa reina fugitiva con su esposo,
ofrecerles su invencible espada y sin interés enseñar al buen
Luis XVI cómo se restauran los tronos.
Austria, en posesión desde los tiempos de Choiseul de la
alianza con Francia por el matrimonio de Luis XVI, tenía un
interés más directo en la evasión del rey. La única condición
que la fiel aliada exigía para su intervención, era que comenzase
la guerra civil.
Desde octubre de 1790 los consejeros de la reina, los dos
hombres de Austria, Mercy y Breteuil, insistían en la evasión.
Breteuil envió desde Suiza un obispo con su plan de
evasión igual que el que Leopoldo envió más tarde; pero ni la
reina ni el obispo creyeron prudente ser los primeros en hablar
al rey del plan austriaco. La reina se lo hizo presentar por un
hombre que había estado íntimamente relacionado con ella en
días más felices y que seguía fiel a los dichosos recuerdos: un
oficial sueco llamado Fersen. Para no asustar al rey comenzó
hablándole simplemente de refugiarse en el ejército de Bouillé,
entre aquellos regimientos fieles que acababan de mostrar tanto
vigor en Nancy. Además de no abandonar con este plan el
suelo francés, estaba próximo a la frontera austríaca, al alcance
de los socorros que enviaría su cuñado Leopoldo. El rey
escuchó y permaneció mudo.
La reina intervino entonces apoyando el proyecto y obtuvo
por fin un poder general para tratar con el extranjero, poder que
fue confiado por el rey a Breteuil, el hombre de confianza de la
reina. El extranjero era toda Europa y especialmente Austria.
Advertido Bouillé, aconsejó al rey que huyese con preferencia a
Besançon, al alcance del socorro de Suiza, protección menos
comprometedora que la de ninguna otra potencia. Pero esto
estorbaba el plan de los consejeros austriacos y se insistió en
favor de que el lugar fuese Montmédy, a dos leguas del
territorio de Austria.
Para entenderse definitivamente, Bouillé envió a París, en
diciembre, a uno de sus hijos, Luis de Bouillé, que conducido
por el obispo, primitivo arreglador de este asunto, fue de noche
a avistarse con Fersen en una casa muy retirada del arrabal de
Saint-Honoré. Bouillé era muy joven, no tenía más que veintiún
años. Fersen era muy devoto de la reina, pero era también muy
distraído y olvidadizo y quería hacer muchas cosas al mismo
tiempo. Fueron por tanto estos dos personajes los que tuvieron
en su mano y arreglaron los destinos de la monarquía.
Bouillé (padre), conociendo la corte y sabiendo que podían
desautorizarle con la mayor frescura si la cosa resultaba mal,
había exigido del rey que le escribiese una carta detallada
autorizándole, la cual había de ser leída por su hijo, que sacaría
una copia. Cosa grave y peligrosa. El rey escribió y firmó un
párrafo que dos años después había de conducirle a la muerte.
“Hace falta asegurarse ante todo los socorros del extranjero”.
En octubre, el rey, en su primera aprobación del proyecto,
dice solamente que cuenta con las disposiciones favorables del
emperador y de España. En diciembre pide socorros.
El proyecto tenía apariencia francesa. El éxito de Bouillé en
Nancy había infundido la esperanza de que una gran parte del
ejército y de la guardia nacional se pronunciaría en favor del
rey y que Francia quedaría dividida. A Bouillé le bastaba que el
austriaco hiciese una demostración exterior, solamente como
pretexto para reunir sus regimientos, pero un hecho cambió la
faz de las cosas, devolviendo la unanimidad a Francia.
El asunto resultó todo extranjero. Bouillé declaró que
necesitaba regimientos alemanes para contener las pocas tropas
francesas que aún le quedaban. Exigía, dice su hijo, el socorro de
los extranjeros. En París la evasión fue tramada en casa de un
portugués, dirigida por un sueco, y el carruaje de que se
sirvieron los fugitivos fue prestado por un inglés.
Así, lo mismo en sus pequeños detalles que en las
circunstancias más importantes, el asunto apareció como una
conspiración extranjera. El extranjero, metido hasta el corazón
del reino, nos hacía la guerra por el rey. Y el rey mismo y la
reina ¿qué eran? Extranjeros los dos por sus madres: él un
Borbón-Sajonia, ella una Lorena-Austria.
Generalmente los soberanos, en los cuales buscan los
pueblos guardianes de su nacionalidad, se encuentran por sus
parentescos y matrimonios que son más europeos que
nacionales, habiendo dejado en el extranjero sus relaciones más
queridas, sus amistades y sus amores.
Son pocos los reyes que en batalla contra otro rey no se
encuentran enfrente de un primo, un sobrino o un cuñado. El
hombre que estaba al frente de Francia no era solamente un rey
extranjero de sentimiento, lo era también de raza. El rey alemán
era su pariente; el rey español lo era también. Si sentía
escrúpulo de apelar a Austria, lo desvanecía inmediatamente
con la idea de apelar al mismo tiempo al rey de España, su
primo.
Era además extranjero por un sentimiento superior (según él
creía) a toda nacionalidad: extranjero por religión. Para el
cristiano la patria es una cosa secundaria. Su verdadera patria
es la Iglesia, para la cual toda nación no es más que una
provincia suya. El rey cristianísimo de Francia, ungido por los
sacerdotes con el óleo santo de Reims, unido a ellos por un
juramento, juzgaba nulo todo juramento posterior. A pesar de
que conocía bien a los curas y nunca los había escuchado, los
consultó ahora. El obispo de Clermont le confirmó en la idea de
que el atentado a los bienes de la Iglesia era un sacrilegio
(¿marzo del 907) y el papa en el horror que le inspiraba la
constitución civil del clero de septiembre de 1790. El obispo de
Pamiers le proporcionó el plan de evasión (octubre), y la
necesidad en que se vio el rey de sancionar el decreto sobre el
juramento de los curas (30 de diciembre), acabó con todos sus
escrúpulos. El cristiano mató en él al rey francés.
Su débil y turbada conciencia se aferraba a dos ideas,
aquellas de las que hemos hablado al principio de este capítulo.
Creía no imitar a Jacques II, no abandonar el reino, y creía
también no imitar a Carlos I, no hacer la guerra a su pueblo.
Una vez evitados estos dos peligros, que eran todo lo que le
había enseñado la historia de Inglaterra, Luis XVI ya no temía
nada en el mundo. Su espíritu reposaba sobre la vieja
superstición que ha impulsado a los reyes a cometer tantos
desmanes: “¿Qué me ha de ocurrir haga lo que haga? Soy un
ungido del Señor y todos me deben respeto”.
En la carta que le exigió Bouillé escribía que a ningún
precio quería sacar los pies fuera de su reino y menos para
volver a entrar por la frontera en son de guerra.
Los reyes tienen una religión especial: son devotos de sí
mismos, de la realeza. Su persona es como una hostia, su
palacio como el divino santuario, y sus cortesanos y criados
tienen su carácter sacro, casi sacerdotal. Luis XVI fue
sensiblemente herido en los sentimientos de esta religión por la
escena que ocurrió en las Tullerías el 28 de febrero por la noche.
Lafayette, a la cabeza de la guardia nacional, acababa de sofocar
la revuelta de Vincennes convencido de que esta era obra de la
corte. Al entrar en las Tullerías vio los salones y escaleras del
palacio llenas de nobles armados que estaban allí sin poder
explicar la causa de su presencia. La guardia nacional, cansada
y de mal humor por las fatigas del día, no trató a los nobles
señores con las consideraciones a las que estos creían tener
derecho. Les arrancó sus espadas, sus pistolas y puñales, lo que
les valió en adelante el título de caballeros del puñal. Desarmados
uno a uno entre silbidos e insultos, muchos de los nobles
recibieron de los burgueses armados algún que otro culatazo.
Luis XVI, entristecido por esta falta de respeto a los suyos,
se mostró infinitamente más sensible a la expulsión de los curas
no juramentados que en primavera tuvieron que abandonar sus
iglesias. Muchos de estos sacerdotes rebeldes fueron recibidos
en los castillos reales y en las Tullerías. El rey no conocía
ninguna de las intrigas del clero, no veía en él al organizador de
la guerra civil: olvidaba enteramente la cuestión política,
reduciéndolo todo a la cuestión de la tolerancia religiosa. Cosa
notable. Políticos y hasta filósofos que nada tenían de cristianos,
como Sieyès y Raynal, juzgaban las cosas del mismo modo y
sus reclamaciones a favor de los curas debieron confirmar a
Luis XVI en su oposición al movimiento revolucionario. Se
creyó libre de todo juramento, desligado de todo deber. Contra
la Revolución creyó tener la razón de Dios.
Aunque él lo quisiera o no, ¿la contrarrevolución no iba a
verificarse? Su hermano, el conde de Artois, estaba entonces en
Mantua, cerca del emperador Leopoldo, con los embajadores de
Inglaterra y Prusia. Era en realidad un congreso donde habían
de tratarse los asuntos de Francia. Si el rey no trabaja por su
parte, ellos trabajarían sin él. En realidad jugaba un papel muy
escaso en el plan del conde de Artois. Este plan belicoso
arreglado por su factótum Colonne, consistía en que cinco
ejércitos de cinco naciones diferentes entrasen en Francia al
mismo tiempo. El de Artois era en esta Ilíada el Agamenón, el
rey de los reyes; dispensaba gracia y justicia< reinaba, en una
palabra. ¿Y el verdadero rey? Se dedicaría a la misa y a la caza.
¿Y la reina? Sería enviada a Austria o a un convento.
Leopoldo, a esta novela del hermano de Luis XVI,
contestaba con otra novela, asegurando que el día 1 de julio, sin
falta, los ejércitos serían puntuales en acudir a la frontera.
Solamente manifestaba cierta repugnancia a que entrasen en
Francia. Aunque por su parte lo hubiera intentado, su hermana
se lo impedía: le escribía desde París manifestando que no tenía
ninguna confianza en Calonne. Al mismo tiempo el rey y la
reina hacían decir al conde de Artois que se fiaban de Calonne y
le autorizaban para tratar en su nombre240.
Todos los trabajos del rey y la reina en esta época son
dobles y contradictorios.
A Lafayette le hicieron ofrecimientos ilimitados por medio
del joven Bouillé, su primo, si quería ayudar al restablecimiento
del poder real y al mismo tiempo escribían al conde de Artois
diciendo que conocían a Lafayette “como un desdichado, un
faccioso fanático en el que no podían tener confianza” (marzo
de 1791).
Así, en el momento mismo en que el rey, con su tentativa
de salir de las Tullerías (18 de abril), hacía constar ante Europa
su falta de libertad, escribió, por indicación de los Lameth, una
carta a la Asamblea en la que decía que era perfectamente libre
(23 de abril). El ministro Montmorin le manifestó en vano lo
inverosímil que resultaba la cosa. El rey insistió y el ministro
tuvo que comunicar a la Asamblea esta carta, ímica en su
género, en la que Luis XVI manifestaba a las cortes extranjeras
sus sentimientos revolucionarios. En esta carta ridícula el rey
hablaba en estilo jacobino, diciendo que no era más que el
primer funcionario público, que se hallaba libre y que
libremente había aceptado la Constitución que hacía su felicidad.
Este lenguaje nuevo que extrañó a todos, esta voz falsa que
desentonaba causó al rey un mal increíble: los que aún sentían
cierto afecto por él, le despreciaron al ver su doblez e
hipocresía.
Todos adivinaron que al mismo tiempo escribía en secreto
un documento a las cortes extranjeras desmintiendo su propia
carta. Nadie se equivocaba. El rey engañaba a Montmorin, el
cual por su parte engañaba a Lameth como lo había hecho con
Mirabeau. Luis XVI hacía llegar secretamente a Prusia y Austria
que toda palabra suya a favor de la Constitución debía ser
tomada en sentido opuesto y que sí quería decir no.
El rey había recibido una educación puramente real de
Vauguyon, el jefe del partido jesuita. Su honradez natural
prevalecía en las circunstancias ordinarias, pero en las crisis en
que el realismo o la religión entraban en juego reaparecía el
jesuita. Demasiado devoto para sentir el menor escrúpulo de
honor caballeresco y creyendo que quien engaña para hacer lo
que considera un bien no engaña nunca, el rey, en materia de
fidelidad, traspasaba todo límite.
Austria no creía mucho más que Francia en la buena fe de
Luis XVI. Tal vez en el fondo, sintiendo un escrúpulo de
francés, quería engañar a Austria aprovechando sus socorros.
Solamente pidió diez mil hombres, fuerza insignificante y
contrabalanceada por el ejército español con que contaba y los
veinticinco mil soldados que Suiza, en virtud de las
capitulaciones, debía proporcionar al llamamiento del rey. Los
austriacos, viendo esto, no se daban prisa en acudir, alegando la
oposición de Prusia e Inglaterra. No les convenía ayudar
gratuitamente, trabajar corno figurantes de comedia para
enardecer y animar a los realistas franceses y crear una fuerza
para el rey. Por el contrario, le pedían demostrar que tenía una,
que “comenzara la guerra civil”. Para decidirles a emprender el
asunto hacía falta interesarles. Si el rey hubiera ofrecido como
recompensa Alsacia o al menos algunas plazas fuertes, su
cuñado, el sensible Leopoldo, le habría prestado una ayuda más
eficaz.
Tal era la situación del triste Luis XVI, que inspira piedad a
pesar de que engañaba a todo el mundo.
No contaba con nada seguro, ni en las gentes que estaban a
su nivel, ni en las de abajo, ni en su propia familia. En sus
parientes no encontraba más que egoísmo. Lejos de ser un
sostén, contribuyeron singularmente a su pérdida.
Sus tías le comprometieron con su impaciencia por partir
antes que él, provocando así la terrible discusión sobre el
derecho a emigrar y disminuyendo para el rey las
probabilidades de éxito de una evasión.
Su hermano mayor, el conde de Provenza, contribuyó
también con sus consejos y con sus tentativas a sacarle de París
con Favras, sin su consentimiento. Muchos hablaban de hacerle
regente, lugarteniente general, rey provisional, en la cautividad
del rey.
Pero la persona que produjo más directamente la pérdida
de Luis XVI fue la reina.
Temiendo en exceso toda separación, se aferraba al rey, no
le dejaba un momento solo, quería que de partir fuese juntos y
con la escolta de todos los suyos, haciendo con tantas exigencias
la huida casi imposible.
Una preocupación excesiva por la seguridad de la reina
hizo que Mercy, embajador de Austria, contra todo buen
sentido y contra las indicaciones de Bouillé, exigiese que una
serie de destacamentos de caballería se escalonasen en el
camino que debía seguir en su fuga la familia real; precaución
propia para inquietar, para advertir y amotinar a las
poblaciones, además de insuficiente para contener a las masas
populares armadas, e inútil para el rey, que personalmente no
inspiraba aún odios. Los periódicos repetían la opinión del
pueblo al decir que “Luis XVI lloraba ardientes lágrimas por las
tonterías que le hacía cometer la austríaca”. Aunque hubiera
sido reconocido en su fuga habría seguido adelante: pocas
personas hubieran tenido corazón para ponerle la mano
encima. Pero la sola presencia de la reina desvanecía todos los
temores y respetos, despertaba los odios y hacía sentir hasta a
los mismos realistas el peligro de que ella condujera al rey de
Francia al seno de los ejércitos extranjeros.
La reina influyó además de una manera funesta en la
ejecución del proyecto de fuga, escogiendo por agentes no a los
más capaces, sino a los más devotos a su persona y a la familia
austríaca: su fiel sueco Fersen, su secretario Goguelat, que ella
había empleado en dos misiones secretas cerca de Esterhazy y
otros; y en fin, a Choiseul, de una familia muy querida en
Austria, joven amable y de corazón, de una gran fortuna y que
consideraba como una gran fiesta recibir a la reina en sus
posesiones de Lorena, estimando aún más este honor que el
hecho de salvarla y conducirla hasta allí. Bouillé quería
indudablemente complacer a la reina y por ello confió a este
joven uno de los papeles más importantes en el proyecto de
evasión.
El viaje a Varennes de la familia real fue un verdadero
milagro de imprudencia241. Bastaba que el buen sentido
aconsejara una cosa para que hiciesen la contraria.
La reina, con dos o tres meses de anticipación, como para
advertir a todo el mundo de su partida, encomendó a varias
tiendas de París un gran ajuar para ella y sus hijos. Después
encomendó un magnífico neceser de viaje semejante a otro que
ya había usado; mueble complicadísimo que contenía todo
cuanto puede desearse para dar la vuelta al mundo. Luego, en
lugar de tomar un coche ordinario, encargó a Fersen que hiciese
construir una gran berlina, en la que delante y detrás pudieran
cargarse maletas, valijas, cajas, todo lo que llama la atención
sobre un carruaje en los caminos. Aún no era bastante esto. El
coche había de ser seguido por otro donde irían las damas más
amigas de la reina, y delante y detrás galoparían tres guardias
de corps vestidos de correos con casacas nuevas de amarillo
claro propias para llamar la atención de todos y hacer creer
cuando menos, por el color, que eran gentes del odiado
príncipe de Condé, el general de los emigrados. Estos hombres
parecían estar bien preparados, pero ninguno de ellos conocía
el camino, y en vez de ir armados hasta los dientes sólo
llevaban pequeños cuchillos de caza. El rey les advirtió que
encontrarían armas en el coche, pero Fersen, el hombre de la
reina, temiendo sin duda para esta los peligros de una
resistencia armada, se olvidó de ellas.
Todo esto es la parte ridícula de la imprevisión. Pero he
aquí lo triste, lo innoble. El rey se dejó vestir de lacayo; se
endosó un casacón gris y una peluca. Tomó el nombre de
Durand, de profesión ayuda de cámara. Este detalle humillante
consta en el pasaporte dado a la reina, como dama rusa, con el
título de baronesa de Korff. Y puestos ya a cometer
imprudencias que lo revelasen todo, resulta que la fingida
aristócrata rusa tiene tal intimidad con su lacayo, que lo mete
en su carruaje frente a ella y viaja tocando rodilla con rodilla.
¡Vergonzosa metamorfosis! Francia, al verle huir así,
volverá los ojos con repugnancia. “Meteréis —dijo Luis XVI
días antes de partir— en la caja del coche el uniforme rojo,
bordado de oro, que llevé en Cherburgo<”. Lo que ocultó en
sus cofres hubiera sido su defensa. El traje con el que el rey de
Francia apareció en Cherburgo contra Inglaterra, rodeado de la
marina francesa, valía más para consagrarle que la santa
ampolla de Reims242. ¿Quién se habría atrevido a detenerle si
levantando su casacón gris hubiera mostrado aquel traje? Debió
habérselo puesto; o mejor aún, conservar el corazón francés
como lo tenía entonces.
20-21 1791

El rey huyendo entregaba sus amigos a la muerte. —Confianza y


credulidad de Lafayette y Bailly. —Irnpradencias de la partida (20 de
junio). —El rey debía pasar por tierra austríaca. —Peligro de Francia.
—Venganzas probables. —Francia vela por ella misma; la carretera se
vigila. —El rey perseguido, 21 de junio, detenido a la entrada de
Varennes, arrestado. —Los habitantes del campo afluyen a Varennes.
—Indignación del pueblo. —Decreto de la Asamblea llamando al rey a
París.

Lo que más aflige en este viaje a Varennes, lo que disminuye la


idea que el historiador quisiera hacerse de la bondad de Luis
XVI, es la facilidad con que este sacrificó, huyendo, la vida de
muchos hombres que le eran adictos y a quienes puso en
peligro de muerte.
Lafayette se encontraba, por la fuerza de las circunstancias,
como guardián involuntario del rey y responsable de su
persona ante la nación. Había mostrado él, de diversas
maneras, que aunque comprometido a favor de la Revolución,
deseaba el restablecimiento de la autoridad real como garantía
del orden y la paz. Republicano de ideas, de teoría, no había sin
embargo vacilado en sacrificar en favor de la monarquía, su
gran pasión, lo que más estimaba, su popularidad. Era
indudable para la familia real que a la primera noticia de su
fuga Lafayette sería hecho pedazos.
Otro de los comprometidos era el ministro Montmorin,
amable y débil de carácter, crédulo en extremo de las palabras
del rey y que el 1 de junio, para contestar a los periódicos,
escribía a la Asamblea asegurando “bajo su responsabilidad,
con su cabeza y con su honor”, que jamás el rey había soñado
con huir de Francia.
Y no estaba en mejor posición el infeliz Laporte, intendente
de la casa del rey y su amigo personal, quien sin ser consultado
recibió el encargo terrible al partir Luis XVI, de llevar a la
Asamblea la carta en que protestaba contra la Revolución. El
primer golpe de furor público había de caer sobre este
desgraciado, mensajero involuntario de una declaración de
guerra del rey a su pueblo. Laporte, indudablemente, en esta
guerra, iba a resultar la primera víctima.
Lafayette, advertido por varios lados de lo que preparaba la
familia real, no quiso creer más que lo que el rey dijera, y fue a
verle para preguntar si había algo de cierto en los rumores
públicos. Luis XVI contestó con tal franqueza y tan seductora
bondad, que Lafayette se retiró tranquilizado. Únicamente, por
satisfacer la inquietud del público, accedió a doblar los puestos
de guardia en los alrededores de las Tullerías.
Bailly, el alcalde de París, recibió una carta de una criada de
la reina en la que se advertían los preparativos de viaje
realizados en palacio; pero en vez de ponerse en guardia tuvo la
culpable debilidad de enviar la denuncia a María Antonieta;
acto indigno, pues su deber era conservar la carta en secreto.
El rey y la reina habían hecho decir que asistirían el
domingo siguiente a la procesión parroquial de los clérigos
constitucionales. Madame Isabel manifestaba repugnancia. El
19 (víspera de la partida) la reina, hablando con Montmorin,
que venía de visitar a la hermana del rey, dijo al ministro: “Mi
cuñada Isabel me aflige mucho: he hecho todo lo del mundo
para que se decida a asistir a la fiesta: me parece que bien podía
hacer por su hermano este sacrificio”.
El rey retardó su viaje hasta el 20 de junio, esperando que la
doncella que les había denunciado a Bailly saliera de servicio e
igualmente para cobrar un trimestre de la lista civil: así lo
declaró él mismo. Por último, el 15 de junio los austriacos
debían haber ocupado los caminos a dos leguas de Montmédy.
Los retrasos sucesivos que se habían verificado y los
movimientos de las tropas escalonadas en el camino con
órdenes y contraórdenes ofrecían serios inconvenientes.
Choiseul dijo al rey de parte de Bouíllé que si no partía el 20 por
la noche, el mismo Choiseul retiraría todos los destacamentos
situados en el camino, y con él y Bouillé pasarían a territorio
austriaco.
El 20 de junio, antes de medianoche, toda la familia real
disfrazada salía por una puerta que no tenía guardias y se
detenía en el Carrousel.
Un militar muy resuelto, designado por Bouíllé debía
montar en el coche, afrontar el primero los riesgos y conducir
en adelante toda la aventura. Pero madame de Tourzel, aya de
los hijos del rey, sostuvo los privilegios de su cargo: en virtud
del juramento que había prestado ella, tenía el deber, el derecho
de no abandonar nunca a sus educandos. Esta palabra del
juramento causó gran impresión a Luis XVI. Era además
inaudito y nunca visto en los fastos de la etiqueta que los hijos
del rey viajasen sin su aya. El militar se quedó en tierra y la aya
montó en el coche. En lugar de un hombre resuelto y útil se
llevaron una mujer inútil. La expedición partió sin jefe; no había
persona que la dirigiera: marchó sin cabeza, al azar.
Lo romántico de la aventura, a pesar de todos sus peligros,
gustó mucho a la reina. Estuvo mucho tiempo pensando en
cómo vestir a sus hijos, y para verlos partir cometió la
imprudencia de salir a la plaza del Carrousel, que estaba muy
iluminada. La familia real montó en un simón, del cual era
cochero Fersen. Este, para despistar mejor a los que pudieran
vigilarle, hizo algunas correrías por las calles, y aún tuvo que
esperar una hora parado en el Carrousel. Por fin llegó Madame
Isabel, después el rey y luego, tras una larga tardanza, la reina
acompañada por un guardia de corps. Este guardia conocía tan
mal las calles de París, que había hecho pasar a la reina al otro
lado del puente, extraviándose en la calle de Bac. Por fin la
pareja logró volver al Carrousel y allí la reina, con odio y
alegría al mismo tiempo, vio pasar a Lafayette en coche, el cual
volvía de las Tullerías creyendo haber llegado tarde al acto de
acostarse el rey. Se ha dicho que con la alegría infantil de haber
engañado a su guardián, la reina tocó el carruaje con el
bastoncito de ballena que llevaba en la mano, como era moda
en las damas de la época. La cosa es difícil de creer. El coche de
Lafayette marchaba al galope rodeado de muchos lacayos a
caballo que llevaban antorchas. Además, el guardia de corps
afirmó que la reina había sentido miedo ante la luz y que
abandonó su brazo para huir.
Fersen, el cochero improvisado, no conocía las calles de
París mejor que el guardia de corps, y llevando en su simón un
depósito tan precioso para él fue hasta el arrabal de Saint-
Honoré, llegando tras muchas vacilaciones y revueltas a la
barricada de Clichy, donde esperaba la berlina de camino en
casa de un inglés, Crawford. Para desembarazarse del simón,
Fersen, ayudado por los guardias de corps, lo arrojó a un foso.
Después acompañó a los reyes hasta Bondy. Allí fue preciso
separarse y besó las manos al rey y a la reina para no volverlos
a ver más.
Una imprudencia, entre las muchísimas que se cometieron
en este viaje, fue la de hacer partir a las doncellas de cámara
muchísimo antes que a la familia real, de suerte que tuvieron
que esperar seis horas en Bondy. El postillón que las había
conducido aún estaba allí y no pudo ocultar su extrañeza al ver
a un hombre vestido de cochero de alquiler (era Fersen) que se
despedía con tanta efusión de las gentes que ocupaban una
hermosísima berlina de cuatro caballos.
Por fin parten muy entrado el día, pero a gran velocidad.
Un guardia de corps ocupa el pescante, otro galopa junto a la
portezuela y el tercero, Valory, corre delante para encomendar
caballos, dando un escudo para beber a cada postillón, propina
imprudente por lo excesiva y que sólo podía permitirse un rey.
Un tirante que se rompe hace detener el coche algunos
momentos: el rey retarda también la marcha queriendo subir
una cuesta a pie para desentumecerse. Aparte de esto, no surge
ningtma dificultad. Corren más de treinta leguas y no
encuentran en el camino ningún destacamento de tropas. La
reina antes de llegar a Châlons decía a Valory: “François, todo
va bien: caso de ser arrestados ya nos hubieran detenido a estas
horas”.
¡Todo va bien!< ¿Bien para Francia o para Austria?<
Porque en resumen, ¿adónde va el rey?<
La noche anterior había dicho a Valory: “Mañana me
acostaré en la abadía de Orval”. Y esta abadía estaba fuera de
Francia, en territorio austriaco.
Bouillé aseguraba lo contrario, pero reconocía que el rey no
podía gozar de seguridad dentro de su reino y acabó
cambiando de opinión y acatando, aunque contra su voluntad,
que el monarca entrase en tierra de Austria. Las pocas tropas
que aún conservaba Bouillé estaban tan desligadas de su
general, que habiendo hecho este algunas leguas para salir al
encuentro del rey, tuvo que retroceder rápidamente para estar
en medio de sus soldados y conservar personalmente su
obediencia.
El proyecto de fuga que parecía francés desde octubre a
diciembre, no lo era ya en junio cuando Bouillé veía su mando
limitadísimo: alejados los regimientos suizos y ganados a la
causa del pueblo los regimientos franceses. Únicamente podía
disponer con toda seguridad de algunos escuadrones de
caballería alemana. El rey sabía todo esto y por ello había
vencido sus primitivos escrúpulos de pasar a la tierra austríaca.
El plan primitivo de Bouillé era tal vez más peligroso. Si el
rey salía de Francia se desnaturalizaba él mismo, aparecía como
un austriaco, quedaba juzgado por la opinión, y Francia, sin
necesitar excitaciones, se apresuraría a hacer la guerra, sin salir
de la frontera, en Francia, aunque cerca de sus límites;
apoyándose en una fortaleza cerca de Montmédy, utilizando su
caballería, yendo y viniendo, estando dentro del reino o no
estando, según le conviniera. La posición militar que escogía
era buena contra los austriacos “y mejor aún —según Bouillé—
contra los franceses”. El rey, amparado por sus jinetes y
cubierto por las baterías volantes, podía volver triunfante a su
palacio o abrir las fronteras al enemigo. Entonces, arrojando la
máscara de la hipocresía, hubiera dicho a los franceses: “No
tenéis un ejército que pueda oponerse; vuestros oficiales han
emigrado, vuestros cuadros están desorganizados y los parques
vacíos. He dejado durante veinticinco años caer en ruinas
vuestras fortificaciones en toda la frontera austríaca: las puertas
de la nación están abiertas sin defensa< Y bien: el austriaco se
aproxima. Por otra parte, llega el español y también el suizo:
contemplaos cogidos por tres partes. Sólo os queda rendiros y
devolver el poder a vuestro amo”. Tal hubiera sido el papel del
rey, que había venido a parar en el organizador de la guerra
civil, el portero de la guerra extranjera que podía a su voluntad
abrir o cerrar las puertas de Francia. Puede ser que para dormir
al país y dar confianza a la Asamblea, hubiera pronunciado
algunas palabras de falso elogio a la Constitución.
Lieja y Brabante podían recordar lo que se puede esperar
de las palabras de un príncipe. El obispo de Lieja había vuelto a
su señorío con palabras paternales y gran golpe de soldados
austriacos, y apenas se vio afirmado en su trono, olvidó sus
bondadosas promesas e hizo aplicar a los patriotas los viejos
procedimientos de la tortura y el suplicio en la rueda. Los
emigrados franceses aún estaban lejos del triunfo y ya hacían
circular listas de los ciudadanos que serían castigados cuando
ellos volviesen a Francia. ¿La reina se mostraría clemente al
triunfar? ¿Olvidaría su humillación de octubre cuando apareció
en el balcón llorando ante el pueblo? En su bondad sólo había
apariencia. Théroigne de Méricourt, la amazona de la
Revolución, a quien acusaban de haber insultado a la reina y a
sus damas en la jornada de Versalles, hizo un viaje a Lieja y fue
seguida por la policía de la corte desde París y acusada ante la
policía austríaca (mayo de 1791), la cual como regicida la condujo
al interior de Austria, a las duras prisiones del hermano de
María Antonieta. Sin duda alguna hubo allí una cruel reacción,
comparable con lo que ocurriría en 1816, tras la derrota del
imperio en Waterloo.
Continuemos el viaje de la familia real. Por la tarde, hacia
las cuatro o las cinco, dice madame de Angoulême (en el simple
e inocente relato que dio Weber), “pasamos por Châlons-sur-
Marne. Allí se nos reconoció enseguida. Mucha gente alababa a
Dios por haber visto al rey y rogaba por el éxito de su huida”.
Pero no todo el mundo alababa a Dios. En la campiña se
notaba una gran agitación. Para explicar la presencia de los
destacamentos en el camino, se había tenido la desdichada idea
de decir que iba a pasar por allí un gran tesoro y que la
caballería estaba para escoltarlo. Esto, en el momento en que se
acusaba a la reina de enviar a Austria todos sus tesoros, era
irritar los espíritus, o cuando menos excitar la atención.
Choiseul estaba tres leguas más arriba de Châlons, con el
primer destacamento compuesto por cuarenta húsares, los
cuales debían asegurar el paso del rey y cerrar después el
camino a todo otro viajero. Si el rey era detenido en Châlons el
destacamento debía acudir para liberarlo a viva fuerza. Esta
parte del plan por lo disparatado no se comprende. Cuarenta
jinetes aunque fuesen héroes no podían salvar al rey si toda una
población tan grande se levantaba para detenerle, y menos aún
si acudían los habitantes de la campiña.
Justamente los labriegos se enojaban al ver a aquellos
húsares parados en el camino: acudían en bandas para
contemplarlos con gesto huraño. En Châlons todos se reían de
la estupenda noticia del tesoro y muchos presentían de qué
tesoro se trataba. La campana de alarma comenzaba a sonar en
muchos pueblos convocando a los labriegos para que se
armaran. La posición de Choiseul no era sostenible. En vista del
retardo de cuatro o cinco horas que llevaba la expedición, creyó
que la cosa había fracasado y el rey no había podido partir. Si
avanzaba era aumentar la inquietud de todo aquel pueblo que
se reunía e impedir el paso a la familia real si es que llegaba; en
cambio si se alejaban los húsares la gente volvería a sus
ocupaciones y el camino quedaría libre. Choiseul se decidió a
abandonar su puesto. El secretario de la reina, Goguelat, oficial
de Estado Mayor que estaba con Choiseul y había preparado
con él parte de la fuga, aconsejó a su compañero que evitara el
paso por Sainte-Menehould, donde se notaba mucha excitación
en el vecindario. Por eso tomaron un guía y se metieron por los
bosques, extraviándose de tal rnodo, que sólo pudieron llegar a
Varennes a la mañana siguiente. Choiseul debió hacer que
Goguelat u otra persona de confianza siguiera por el camino a
fin de que si pasaba el rey lo guiara advirtiendo a los
destacamentos situados más arriba; pero en vez de esto se
limitó a enviar un lacayo de la reina que estaba con él, el cual,
turbado por la emoción o tal vez por el miedo, lo que hizo fue
decir que no había esperanza por haber fracasado el viaje y que
debían replegarse al campamento de Bouillé. En cuanto a
Choiseul, abandonando a sus húsares, marchó en línea recta
fuera de Francia, refugiándose en el estado de Luxemburgo.
El rey llegó en el momento en que el destacamento acababa
de alejarse. ¡Ni Choiseul, ni Goguelat, ni tropas! El rey, según
declaró después, “vio un abismo desierto”. A pesar de todo, el
camino parecía tranquilo. Llegaron a Sainte-Menehould y allí el
rey en su inquietud sacó la cabeza fuera de la portezuela. Un
destacamento de dragones estaba pie en tierra en la plaza del
pueblo: el comandante, sombrero en mano, se acercó al rey para
excusarse por no tener su fuerza a caballo: muchos ciudadanos
reconocieron al rey. La municipalidad reunida
apresuradamente prohibió a los dragones que montasen a
caballo. Sus disposiciones eran vacilantes y no tuvo resolución
para detener el carruaje. Pero entre los vecinos había un hombre
que se ofreció a seguir a los fugitivos para hacer que los
arrestasen más lejos: la municipalidad le dio autorización para
ello. Este hombre era un antiguo dragón llamado Drouet, hijo
del maestro de posta del pueblo.
Partió inmediatamente a todo galope pero seguido de un
dragón que comprendió sus intenciones y que le hubiera
matado de tenerle a su alcance. Drouet lo comprendió, y
abandonando el camino se internó en los bosques haciendo
imposible la persecución.
Por eso no alcanzó al rey en Clermont. Esta población no
estaba menos agitada que Sainte-Menehould, pero la presencia
de un fuerte destacamento neutralizaba la efervescencia y el
coche pudo seguir adelante. Drouet no hubiera podido alcanzar
a los fugitivos si estos no se hubieran detenido más de media
hora en las inmediaciones de Varennes para pedir noticias
sobre el punto donde se encontraban.
Ésta fue una de las faltas capitales de la expedición.
Goguelat, oficial de Estado Mayor, ingeniero y topógrafo,
estaba encargado de todos los detalles, de situar los relevos en
todos los puntos donde no hubiera casa de postas. Él era quien
había dado todo el plan al rey y lo había reformado varias veces
a su gusto. Luis XVI, que tenía una excelente memoria, lo
repitió palabra por palabra a su correo Valory y le dijo que
encontraría caballos de tiro y un destacamento antes de llegar a
Varennes. Posteriormente Goguelat decidió que fuese pasado
Varennes y se olvidó de advertir al rey este cambio en el plan
convenido.
El correo, Valory, que galopaba delante, habría acabado por
encontrar el relevo si, como era natural, hubiese tomado una
hora o por lo menos media hora de avance; pero le parecía
mejor aprovechar tan hermosa ocasión para estar en contacto
con las personas reales y marchaba junto a la portezuela,
obteniendo así algunas palabras de los augustos viajeros. Tarde,
siempre tarde, cuando llegaban a un punto determinado ponía
su caballo a galope y avisaba a los relevos. Esto dio buenos
resultados en algunos puntos, pero en Varennes lo perdió todo.
Los viajeros pasaron media hora en la entrada de Varennes
buscando en las tinieblas, llamando a las puertas, haciendo
levantar a las gentes que dormían. Al otro lado del pueblo
estaba el relevo vigilado por dos jóvenes, uno de ellos hijo de
Bouillé, los cuales tenían orden de no moverse del sitio para no
esparcir la alarma, y hay que convenir en que la cumplieron
demasiado bien. Uno de ellos podía haber ido sin peligro
alguno hasta la entrada de la villa y esperar el carruaje para
guiarlo: la presencia de un hombre solo en el camino y más a
aquella hora y en una noche tan oscura, no hubiera llamado
seguramente la atención.
La historia de este momento trágico en el que el rey fue
detenido es y será siempre mal conocida. Lo que los principales
historiadores del viaje de Varennes saben es únicamente por
rumores. Los Bouillé, padre e hijo, ya no estaban allí; Choiseul y
Goguelat llegaron una o dos horas después del fatal
acontecimiento y Deslons aún más tarde. Todo se reduciría a
dos relatos (uno de Drouet y otro de madame de Angoulême),
si Valory, el guardia de corps que iba como correo, no hubiera
recopilado más tarde sus propios recuerdos, durante la
Restauración. Su relato, un poco confuso, pero muy
circunstanciado, tiene un carácter de ingenuidad apasionada
que aleja toda posible duda; aquí se nota bastante que el tiempo
no ha conseguido instalar el olvido en la memoria. Toda la
existencia borrada del anciano se ha concentrado en este hecho
terrible; los peligros, el exilio, todas las desgracias personales se
han deslizado sobre él; toda su vida transcurrió en ese
momento exacto, ni antes, ni después.
Cuando el carruaje llegó a las once y media de la noche a la
altura que domina Varennes, el cansancio se había apoderado
de los viajeros. Todos dormían. De repente paró bruscamente el
carruaje y todos despertaron. El relevo no aparecía por ninguna
parte: ninguna noticia del correo que debía ya tenerlo
preparado.
Éste, que era Valory, iba mientras tanto buscando el relevo
por las inmediaciones. En vano había llamado y explorado los
bosques de ambos lados del camino. No le quedaba más que
entrar en la villa, llamar a las puertas, pedir informes. Al no
encontrar nada, regresó desolado hacia el carruaje; pero los que
dentro de él estaban acababan de recibir un golpe terrible, una
frase, una intimidación que les hizo erguirse trémulos en sus
asientos: “En nombre de la nación<”.
Un hombre a caballo había aparecido a gran galope por
detrás del carruaje y se había detenido cerca gritando en las
tinieblas: “¡En nombre de la nación deteneos, postillones! ¡Lleváis al
rey!”.
Todos quedaron estupefactos. Los guardias de corps no
llevaban armas de fuego ni tuvieron idea de servirse de sus
cuchillos. El hombre siguió adelante, y bajando al galope la
cuesta entró en Varennes. Dos minutos después comenzaron a
verse hombres que salían de sus casas con luces y se agitaban
gritando. Su número aumentó rápidamente y la población
comenzó a iluminarse. Todo esto en diez minutos< Después
comenzó a sonar el tambor.
La reina, para informarse por su parte, había entrado
acompañada de un guardia de corps en la casa de un antiguo
servidor de Condé, situada en la pendiente que conduce a
Varennes. Cuando volvió al carruaje los tres guardias reunidos
consiguieron con promesas y amenazas que los postillones se
decidieran a seguir adelante, entrando en la villa y atravesando
rápidamente el puente que la divide y la bóveda de la torre del
puente. No quedaba otro medio de salvación. Acababan de
saber los viajeros que el comandante de los húsares que habían
de esperarles en Varennes, al conocer la llegada del rey y ver la
agitación del vecindario, había huido al galope. Sus húsares
estaban dispersados; unos ebrios y otros en la cama. Este
comandante era un alemán de diecisiete o dieciocho años: no
había sido prevenido de nada y al ver de golpe tal situación,
perdió la serenidad y huyó.
Drouet y un camarada llamado Guillaume que había
encontrado en el camino, se aprovecharon extraordinariamente
de aquellos pocos minutos. Metieron sus caballos en una
posada que encontraron abierta, advirtieron al posadero de lo
que ocurría para que esparciera la noticia y corrieron al puente
para obstruirlo con un carro cargado de muebles y otros
vehículos que encontraron. Todo fue obra de unos instantes. De
allí corrieron a las casas del alcalde y el comandante de la
guardia nacional. En el primer momento Drouet sólo encontró
ocho hombres que le siguieran, pero con ellos salió al encuentro
del carruaje. El alcalde y el comandante iban detrás. El carruaje
estaba en la entrada del puente. Los dos funcionarios se
adelantaron pidiendo los pasaportes.
La reina. —Señores, vamos deprisa<
El alcalde. —No importa; ¿quiénes sois vosotros?
Madame de Tourzel. —Esta señora es la baronesa de Korff.
El alcalde, con la linterna en la mano, metió medio cuerpo
en el carruaje y volvió la luz hacia la cara del rey.
Entonces dieron su pasaporte. Dos guardias nacionales se
lo llevaron a una casa inmediata leyéndolo en alta voz ante los
individuos del municipio y todos los que allí se encontraban.
“El pasaporte es bueno —dicen algunos— porque lleva la firma
del rey”. “¿Pero lleva la firma de la Asamblea Nacional?” —
preguntó Drouet.
“Está firmado por un comité de miembros de la Asamblea”.
“¿Pero lleva la firma del Presidente?” —insiste Drouet. Así,
la cuestión fundamental del derecho de Francia, la clave de la
Constitución, fue examinada y discutida en una pobre casa de
Champagne, de una manera decisiva, sin apelación y sin
recursos. Las autoridades de Varennes, especialmente el alcalde
Sauce, un buen tendero de comestibles, dudaban ante la
inmensa responsabilidad de detener al rey.
Pero Drouet y otros insistían, y por propia cuenta se
aproximaron al carruaje. “Señoras —dijo Drouetsi realmente
sois extranjeras y estos hombres no son más que vuestros
criados, ¿cómo habéis tenido influencia para que en Sainte-
Menehould quisieran escoltaros cincuenta dragones hasta
Clermont? Y ¿por qué un destacamento de húsares ha venido a
Varennes a esperaros?< Haced el favor de bajar del carruaje y
venid a explicaros a la casa municipal”.
Los viajeros no se movieron. Veían que las autoridades
vacilantes no decían nada ni les obligaban a echar pie a tierra.
La gente iba llegando con mucha lentitud. La mayoría de los
vecinos al oír los tambores aún se hundían más en sus camas.
Pero Drouet y los patriotas corrieron al campanario y
comenzaron a tocar a rebato furiosamente. Esto puso en
conmoción a toda la villa. ¿Era fuego? ¿Era que llegaba el
enemigo? Los vecinos corren, se llaman, buscan armas y se
echan a la calle con fusiles, horquillas y hoces.
El alcalde, Sauce, se encontraba en un fuerte compromiso lo
mismo si hacía algo como si no hacía nada. Tenía una esposa de
gran arranque que le dirigía y cuyo consejo le hacía gran falta.
Llevar al rey a la casa municipal era expuesto; dejarle en el
carruaje era perderse ante los patriotas. Al fin optó por un justo
medio y se llevó el rey a su tienda.
Se acercó al carruaje con el sombrero en la mano. “El
consejo municipal —dijo— ha deliberado sobre los medios de
permitir a los viajeros seguir adelante, pero se ha esparcido el
rumor de que es nuestro rey y su familia lo que tenemos el
honor de que se halle dentro de nuestros muros< Tengo el
honor de suplicar me permitan les ofrezca mi mansión como
lugar de seguridad para sus personas mientras esperan el
resultado de la deliberación. La afluencia de gente en las calles
aumenta con la llegada de los campesinos atraídos por la
campana de alarma. A pesar de que no he dado orden, hace un
cuarto de hora que suena y puede ser que Su Majestad se viera
expuesto a peligros que no podríamos prevenir y que nos
causarían gran pesar”.
No había medio de contradecir las palabras de aquel pobre
hombre. La campana seguía sonando: no llegaban auxilios para
los fugitívos.
Los guardias de corps habían intentado inútilmente apartar
los muebles y las carretas que obstruían el paso del puente. En
torno al carruaje sonaban amenazas de muerte: algunos
individuos armados de fusiles intentaban disparar. Por fin
descendieron del carruaje y entraron en la tienda de Sauce las
tres damas, los dos niños y el hombre que según el pasaporte
era Durand, ayuda de cámara. Algunos le preguntaban
irónicamente si realmente era un criado y él insistía asegurando
que era Durand. Esto provocaba risas y protestas. “Pues bien —
dijo al finsí, yo soy el rey. Ved aquí a la reina y a mis hijos. Os
recomendamos que nos tratéis con los miramientos que los
franceses han tenido siempre para con sus reyes”. Luis XVI no
era muy hablador y ya no dijo más. Por desgracia su traje, su
triste disfraz, hablaba poco a su favor. Aquel lacayo con
pequeña peluca no podía parecer un rey. El contraste terrible
entre su rango y aquel traje podía inspirar piedad, pero no
respeto. Algunos se pusieron a llorar.
Mientras tanto el campaneo aumentaba de modo
extraordinario. Eran las campanas de las aldeas vecinas que
contestaban a las de Varennes. Toda la campiña, envuelta en
tinieblas, estaba en conmoción; centenares de lucecitas se
agitaban y se buscaban en los campos: una nube tempestuosa se
concentraba a ras del suelo; una nube de hombres armados
llenos de agitación y animados por el espíritu de la protesta.
“¡Es el rey que se escapa! ¡El rey que se pasa al enemigo!
¡Traiciona a la nación!”. Estas últimas palabras, terribles por sí
mismas, aún sonaban más terribles en el oído de hombres que
vivían en la frontera teniendo el enemigo cerca y expuestos a
todas las calamidades y miserias de la invasión< Por eso los
primeros campesinos que entraron en Varennes y que oyeron
aquellas palabras no fueron dueños de sí mismos.
¡Un padre vender a sus hijos!< Los pobres no tenían otra
noción política que la del gobierno paternal. Era menos la idea
revolucionaria lo que les ponía furiosos que aquella otra idea
horrible, impía, de los hijos vendidos por el padre, de la
confianza engañada.
Estos hombres rudos entran en la tienda de Sauce: “¿Quién
es el rey? ¿Dónde está la reina?< ¿Son estos?”. Y les lanzan a la
cara furiosas imprecaciones.
Mientras tanto llega una diputación de la municipalidad y
Sauce al frente, sumiso y respetuoso: “Puesto que ya no ofrece
dudas para los habitantes de Varennes —dice el tenderode que
gozan la felicidad de poseer a su rey, ellos vienen a tomar sus
órdenes”. “¿Mis órdenes? —contesta el rey— Pues haced que
mi coche sea enganchado y dejad que pueda partir”.
Choiseul y Goguelat llegaron por fin con sus húsares. Poco
después llegó, aunque solo, Damas, comandante delpuesto de
Sainte-Menehould: sus dragones le habían abandonado en el
camino pasándose al pueblo. No sin obstáculos habían
penetrado estos señores en Varennes: algunos paisanos habían
disparado contra ellos. Entraron en la casa de Sauce y subieron
por una escalera de caracol al primer piso. En una habitación
encontraron algunos campesinos armados con horquillas que
no querían dejarles pasar. Por fín pasaron. En otra habitación
estaba la familia real. El delfín dormía sobre una cama
deshecha, los guardias de corps sobre las sillas, lo mismo que
las doncellas de la reina. La aya, la hermana del rey y la hija en
unos bancos cerca de la ventana. El rey y la reina eran los
únicos que estaban despiertos y conversaban con el tendero
Sauce. Sobre una mesa había pan, vasos y una botella de vino.
El rey. —Y bien, señores, ¿cuándo partimos?
Goguelat. —Señor, cuando Vuestra Majestad quiera.
Choiseul. —Dad vuestras órdenes, señor. Tengo aquí
cuarenta húsares; pero no hay tiempo que perder: dentro de
una hora el pueblo se los habrá ganado.
Decía bien Choiseul. Estos húsares eran aún víctimas de la
sorpresa que la noticia les había causado. Entre ellos se decían
con extrañeza y asombro: “¡Der König! ¡Die Königinn!” (¡El rey!
¡La reina!). Aunque eran alemanes y casi ignoraban el francés,
se daban exacta cuenta de la unanimidad de los franceses. Lo
habían visto bien claro en el camino que a través de los bosques
habían seguido tras Choiseul. De pueblo en pueblo la campana
de alarma sonaba a sus espaldas y muchas veces tuvieron que
abrirse paso sable en mano. Los campesinos llegaron hasta a
hacer prisioneros a cuatro húsares que marchaban a retaguardia
y sus compañeros tuvieron que retroceder para ponerlos en
libertad. Estos alemanes que se veían solos en medio de un gran
pueblo y además reconocían estar pagados y alimentados por
Francia, no podían decidirse a acuchillar a gentes que se
acercaban a ellos amigablemente a estrechar sus manos y a
ofrecerles vasos de vino.
En este momento crítico en el cual cada minuto tenía una
importancia infinita, antes de que Choiseul hubiera obtenido la
contestación defínitiva del rey, entró con gran estrépito la
municipalidad y los oficiales de la guardia nacional. Muchos se
pusieron de rodillas. “En nombre de Dios, majestad —dijeron—
, no nos abandonéis; no salgáis del reino”. El rey intentó
calmarles. “No es esa mi intención, señores: yo no abandono
Francia. Los ultrajes que se me han hecho me obligan a huir de
París. No voy más que a Montmédy y os invito a que me sigáis.
Haced solamente, os lo ruego, que mis coches sean
enganchados”.
Los comisionados salieron de la habitación. Era el último
minuto que le quedaba a Luis XVI para salvarse. Choiseul y
Goguelat esperaban sus órdenes. Eran las dos de la madrugada.
En torno a la casa se agolpaba una muchedumbre confusa, mal
armada y mal organizada: la mayoría carecían de armas de
fuego. Los pocos que tenían fusiles no se hubieran atrevido
(exceptuando a Drouet) a disparar contra el rey, y menos aún
contra sus hijos. La reina era la única que podía correr
verdadero peligro. A ella se dirigieron Choiseul y Goguelat. Le
preguntaron si se atrevía a montar a caballo y partir con el rey:
este se encargaría del delfín. Por el puente no podían pasar,
pero Goguelat conocía los vados del río, y con el auxilio de
treinta o cuarenta húsares que les guardarían las espaldas,
estaba seguro de poder pasar. Una vez al otro lado del río ya no
corrían ningún peligro: la gente de Varennes no tenía caballos
para seguirles.
Esta audaz intentona, en la que se arriesgaba la vida, era
para infundir miedo a una mujer por brava y resuelta que fuese.
La reina respondió: “No quiero tomar sobre mí la
responsabilidad de esta resolución: es el rey quien debe resolver; él
es quien puede ordenar y mi deber es seguirle< Después de
todo, Bouillé no tardará en llegar”.
“En efecto —dijo el rey—; ¿podéis garantizarme, señores,
que en el tumulto de nuestra huida un tiro no matará a la reina,
o a mi hermana y mis hijos?< Razonemos fríamente. La
municipalidad no se niega a dejarme pasar: únicamente pide
que espere hasta el amanecer. El joven Bouillé ha partido a
medianoche para advertir a su padre que está en Stenay. Hay
ocho leguas de camino que pueden franquearse en dos o tres
horas. Bouillé estará aquí por la mañana, es indudable, y sin
peligro y sin violencias partiremos con toda seguridad”.
Mientras tanto los húsares bebían con el pueblo brindando
“¡A la salud de la Naciónl”. Eran las tres de la madrugada. La
municipalidad volvió a ver al rey, pero esta vez sus palabras
tuvieron una significación terrible: el pueblo se oponía
absolutamente a que el rey se pusiera en camino y había
resuelto enviar im correo a la Asamblea Nacional para conocer
sus intenciones.
Goguelat había salido para juzgar por sí mismo la
situación. Drouet avanzó hacia él y le dijo: “Sé que queréis
llevaros al rey, pero sólo os lo llevaréis después de muerto”. El
coche estaba rodeado de gentes armadas. Goguelat se acercó
con algunos húsares, pero el comandante de la guardia nacional
le gritó: “Si dais un paso adelante os mato”. Goguelat arrojó su
caballo contra él, pero recibió dos balazos que le causaron dos
heridas ligeras. Una de las balas se aplastó en la clavícula y le
hizo abandonar las riendas, perder el equilibrio y caer del
caballo. Pudo levantarse, pero en vano llamó a sus húsares,
pues estos se habían puesto de parte del pueblo. Los paisanos
les habían hecho ver en los dos extremos de la calle algunos
pequeños cañones que les apuntaban, y los húsares se creyeron
entre dos fuegos. Aquellos cañones no eran más que piezas de
hierro viejo y no estaban cargados ni podían estarlo.
Goguelat, herido, volvió a entrar en la habitación de la
familia real. Esta pieza ofrecía un aspecto de desolación a la vez
innoble y trágico. Lo angustioso de la situación había acabado
con la serenidad del rey; la reina había perdido igualmente su
presencia de ánimo. Conmovidos y casi llorosos, suplicaban al
tendero Sauce y a su mujer que los salvasen, como si estas
pobres gentes pudieran hacer algo por ellos. La reina, sentada
en un banco entre dos cajas de velas, intentaba conmover el
buen corazón de la mujer del tendero. “Señora —le decía—,
compadeceos de nosotros: vos tenéis también hijos, un marido
y una familia”. A lo que respondía la plebeya con sencillez:
“Efectivamente, tengo familia. Quisiera seros útil, pero vos
pensáis en el rey y yo pienso en mi pobre Sauce. Que cada una
procure por su marido”. La reina volvió el rostro, furiosa,
derramando lágrimas de rabia, indignándose por que esta
pobre mujer que no podía salvarla rehusase el perderse con
ella, sacrificando en su honor su marido y su familia.
El rey había caído en una estupefacción semejante al
idiotismo. El oficial que mandaba el primer puesto después de
Varennes, Deslons, había logrado llegar hasta él y le decía que
Bouillé, advertido a tiempo, iba a llegar de un momento a otro
en su socorro. El rey parecía no entenderle. El oficial repitió las
mismas palabras hasta tres veces, y viendo que no despertaba la
inteligencia del rey, le dijo: “Ruego a vuestra majestad que me
dé órdenes para Bouillé”. “No tengo que dar órdenes, caballero
—contestó porfin el monarca—; yo no soy aquí más que un
prisionero. Decid a Bouillé que le ruego haga por mí todo
cuanto pueda”.
Una gran parte de la muchedumbre, temiendo la llegada de
Bouillé, quería llevarse inmediatamente al rey. Sonaban
terribles gritos. “¡A París! ¡A París!”. Se animó al rey a que se
asomara a una ventana, creyendo así calmar estos gritos. La luz
triste del amanecer iluminaba esta escena. El rey, vestido de
lacayo, con la innoble peluquita desrizada y sin polvos, pálido y
obeso, con los gruesos labios casi blancos y los ojos llorosos, no
expresaba ninguna idea. Su aspecto era tan triste, que al
aparecer en la ventana la sorpresa se apoderó de aquellos miles
de hombres y se hizo un silencio profundo que indicaba el
combate de pensamientos y sentimientos que se libraba en el
espíritu de muchos. Pasado este momento, la piedad se
desbordó, el corazón de Francia se manifestó con lágrimas, y
fue tal la fuerza de la compasión, que muchos hombres antes
furiosos gritaron “¡Viva el rey!”.
La abuela de Sauce, una vieja trémula y débil, entró en la
habitación de los reyes, y al ver a los dos niños que dormían
juntos en la cama, se arrodilló y sollozando les besó las manos.
Después los bendijo y se retiró.
Escena cruel en verdad, capaz de conmover los corazones
más duros y más enemigos. Hasta un vecino de Lieja que allí
estaba lloró conmovido. Lieja, cautiva de Leopoldo,
bárbaramente tratada por los soldados austriacos, lloraba por
Luis XVI.
Tal era esta situación extraña y extraordinaria. La
Revolución, cautiva de los reyes en Europa, tenía a los reyes
cautivos en Francia.
¿Pero por qué digo que la situación era extraña? No; la
compensación resultaba justa.
Lo que más sorprende en la escena de Varennes era
perfectamente natural; lo que parece un cambio inaudito no es
más que un retorno a la verdad.
Ese disfraz que tanto desfiguraba a Luis XVI no era más
que un regreso a la condición privada para la cual había nacido
el rey. Consultando sus aptitudes, el monarca sólo servía no
para ayuda de cámara, pues era hombre ilustrado y de
inteligencia cultivada por algunos estudios, pero si para
servidor de una gran casa, preceptor o intendente dispensado
de toda iniciativa, libre de tener pensamiento propio. Hubiera
podido ser un administrador económico e íntegro; un preceptor
instruido, moral y concienzudo con toda la extensión del
cumplimiento del deber. El traje del servidor era su verdadero
traje: su disfraz eran los atributos monárquicos con los que
hasta entonces se había revestido.
Pero mientras nosotros soñamos, el tiempo transcurre y ya
el sol se ha levantado mucho en el horizonte. Diez mil hombres
llenan las calles de Varennes. La pequeña habitación donde está
la familia real se corunueve con el terrible vocerío que sube de
la calle. La puerta se abre. Entra un hombre, un oficial de la
guardia nacional de París, figura sombría, con el uniforme
deshecho y cubierto de polvo, fatigado pero poseído de
nerviosa exaltación, con las cabellos sin peinar ni empolvar,
como hombre que acaba de hacer un galope desesperado de
muchas leguas. Habla al rey con palabras entrecortadas por la
fatiga: “Sire… en París se están matando… Nuestras mujeres,
nuestros hijos puede que ya estén masacrados; no iréis más lejos.
Sire… El interés del Estado… Sí, majestad: nuestras mujeres,
nuestros hijos…”. Al oír estas palabras la reina le toma la mano
con un movimiento enérgico y muestra a sus hijos que,
abrumados por la fatiga, estaban en la cama de Sauce. “¿No soy
yo madre también?” —dice con soberbia. “En fin, ¿qué es lo que
queréis?” —pregunta el rey interviniendo. “Señor: traigo un
decreto de la Asamblea. Mi camarada lo tiene”. La puerta se abre
dejando ver a Romeuf apoyado en el alféizar de una ventana de
la primera habitación, con el mayor desorden en el traje y el
rostro cubierto de lágrimas. Tenía un papel en la mano y
avanzó hacia el rey con los ojos bajos. “¡Qué, caballero! —dijo la
reina— ¿Y sois vos quien trae eso?… Jamás lo hubiera creído”. El
rey le arrancó con fuerza el decreto, lo leyó y dijo: “Ya no hay rey
en Francia”. La reina tomó el papel, pero el rey volvió a cogerlo
para leer por segunda vez y acabó dejándolo sobre la cama
donde dormían sus dos hijos. La reina, con impetuosidad, se
apoderó del decreto diciendo: “No quiero que ese papel toque a mis
hijos”. Al ver que la reina arrojaba al suelo el papel se elevó un
murmullo de reprobación de la municipalidad y demás vecinos
presentes, como si acabara de profanarse la cosa más santa.
Choiseul, comprendiendo la situación, recogió del suelo el
decreto y lo puso sobre la mesa.
¿Qué hacía entretanto Bouillé? ¿Por qué no llegaba?
Advertido sucesivamente por su hijo, por el joven comandante
de los húsares que estaban en Varennes y después por los
mensajeros de Deslons y de Choiseul, de lo que ocurría, ¿cómo
no franqueaba rápidamente aquella distancia relativamente
corta de ocho leguas?
¿Cómo? Él lo dijo posteriormente y probó con claridad que
no pudo hacer nada. Estaba poco seguro de la fidelidad de sus
tropas y se veía rodeado de muchas ciudades malvadas (así lo
decía él) como Verdun, Metz y Stenay que le amenazaban. Esto
hizo que antes de salir al encuentro del rey procurase
asegurarse de la fidelidad del soldado, temiendo que le
abandonase de un momento a otro. Además, mantuvo a su lado
al oficial más seguro, su hijo mayor Luis de Bouillé. Los dos
juntos fueron a despertar al mejor regimiento (para ellos) del
ejército, el único que realmente le era fiel, el llamado Real-
Alemán. No lograron despertarlo, armarlo y tenerlo sobre las
sillas más que al cabo de tres horas de esa noche terrible, en la
cual cada minuto decidía la muerte de un siglo. Este
regimiento, calentado con bravatas, bien bebido y pagado a
tantos luises por hombre, franqueó las ocho leguas a un galope
rápido a través de un país sublevado, solo en una campiña que
arrojaba por todas partes gentes armadas. Corrían por un país
enemigo que se cerraba tras su paso, haciendo dificilísimo el
retorno. Bouillé, que marchaba al frente, encontró a uno de los
suyos que regresaba de Varermes. “¿Y el rey?”—preguntó con
ansiedad—. “Acaba de salir de Varennes: se lo llevan a París”.
Bouillé se hundió el casco de un puñetazo, juró loco de rabia y
rasgó con sus espuelas ensangrentadas los flancos de su caballo.
El regimiento pasó adelante como un huracán.
Por fin llegaron a las inmediaciones de Varennes. No había
medio de pasar: el camino estaba obstruido con barricadas. Un
fuerte riachuelo les cortó el paso, pero lo vadearon. Más allá
encontraron un canal e intentaron pasarlo también, pero las
noticias que recibieron apagaron su ardor. Habían perdido toda
esperanza de salvar al rey. Los alemanes comenzaban a decir
que sus caballos no podían más. Además, corrió por las filas la
noticia de que la guarnición de Verdun marchaba contra ellos.
El joven Luis de Bouillé ha contado lo ocurrido en esta
última hora cuando su padre, loco de furor y con la espada
desnuda, quiso continuar la persecución a todo trance y dijo
con un movimiento audaz y juvenil: “¡Adelante! Nos
hundiremos con esta pequeña tropa en el seno de Francia
armada contra nosotros<”.
Sí: la verdadera Francia se levantaba en armas. Y aquellos
alemanes que corrían, y Bouillé que les conducía y el rey
conducido por fuerza a su palacio, ¿qué eran?. Eran la revuelta.
21-25 1791

Estado de la prensa y de los clubs. —La boca de hierro se declara a


favor de la República. —¿Echaba de menos París al rey? —Impresión
de los departamentos. —No era imposible instaurar la República. —
Sorpresa de Lafayette. —Orden de detener a los que raptan al rey. —
No hubo ningun desorden en París. —Protesta del rey. —Robespierre,
Brissot y los Roland donde Pétion. —Discurso de Robespierre en los
Jacobinos. —Discurso de Danton contra Lafayette. —La Asamblea
quiere poner al rey fuera de combate. —Le da una guardia que
responda de su persona.

Si entre los franceses hubiera un traidor


Que añorase a los reyes y que quisiera un amo,
Que el pérfido muera entre tormentos.
Que su culpable ceniza, abandonada al viento, etc<
Estos versos del Brutus de Voltaire se leían el 21 de junio de
1791 encabezando un anuncio de los cordeleros, firmado por su
presidente, el carnicero Legendre. Declaraban que habían
jurado todos apuñalar a los tiranos que osaran atacar el
territorio, la libertad o la Constitución.
A los demás les parece que los cordeleros no estaban muy
de acuerdo sobre las medidas a tomar en esta crisis. La única
solución que Marat y Fréron proponen en sus periódicos es
precisamente un tirano, un buen tirano, dictador o tribuno
militar. “Hay que elegir, dice el primero, al ciudadano que ha
demostrado tener más luces, más celo y más fidelidad”. Esto
estaba bastante claro para quien conociera al hombre; Marat
proponía a Marat. Fréron no se atreve a señalar a nadie; sólo
encuentra la ocasión de recordar el nombre de Danton, hasta
ahora secundario, y quiere que sea alcalde de París.
Ni Pétion, ni Robespierre, ni Danton, ni Brissot, se
pronunciaron sobre la forma de gobierno. Ante la primera
mención de república los jacobinos se indignaron. Robespierre
expresaba sus ideas cuando, el 13 de julio, volvió a decir: “Yo
no soy ni republicano ni monárquico”.
El primer periódico que se decidió por la república, con
claridad y coraje, fue La boca de hierro243. De los dos redactores,
Fauchet, nombrado recientemente obispo de Calvados, estaba
en su obispado. Fue el otro, más franco, más arriesgado, el
joven Bonneville, quien tomó esta gran iniciativa el 21 y el 23 de
junio. Hacía justo dos años que el propio Bonneville, el 6 de
junio de 1789, en la asamblea de los electores, había sido el
primero en llamar a las armas.
Bonneville, hombre de gran corazón, francmasón místico,
muy a menudo en las nubes, demostraba en los temas serios, en
las crisis peligrosas, mucha lucidez. Sostenía, en contra de su
amigo Fauchet, que la Revolución no podía tomar como base
religiosa un arreglo filosófico del cristianismo244. Sobre el tema
de la realeza, vio también claramente que la institución estaba
acabada, rechazó las formas bastardas bajo las que los
intrigantes hipócritas intentaban reconducirla. “Se ha borrado
del juramento, dice, el término infame de rey< ¡No más reyes,
no más comedores de hombres! Hasta ahora, llegado el caso, se
había cambiado el nombre, conservando la figura< Nada de
regente, nada de dictador, nada de protector, nada de Orleáns,
nada de Lafayette< No me gusta nada ese hijo de Felipe de
Orleans, que elige justamente ese día para montar guardia en
las Tullerías, ni su padre, al que jamás vernos en la Asamblea y
que se dejó ver ayer en la terraza, en la puerta de los
Fuldenses< ¿Tiene necesidad una nación de estar siempre en
tutela? Que nuestros departamentos se federen y declaren que
no quieren ni tirano, ni monarca, ni protector, ni regente, que
son sombras de rey, tan funestas para la cosa pública como la
sombra de ese árbol maldito, el Bohon Upas, cuya sombra es
mortal”.
Y en otro número: “¡Por fin hemos encontrado las picas del
14 de julio! ¡Nos devuelven nuestras picas, amigos y hermanos!
La primera que se ha visto en el Ayuntamiento ha sido
saludada con mil aplausos. ¿Qué podemos temer?< ¿Habéis
visto cómo todos somos hermanos cuando suena el toque de
alarma, cuando se toca a generala, cuando se nos libera de los
reyes?< ¡Ah! ¡Lo malo es que sólo recordamos estos momentos
muy de vez en cuando!
No basta con decir república; Venecia también fue república.
Hace falta una comunidad nacional, un gobierno nacional<
Convocad al pueblo cara al sol, proclamad que le ley debe ser la
única soberana, jurad que reinará sola< No hay un solo amigo
de la libertad en la tierra que no repita el juramento. Sin hablar
de antemano de ninguna forma de gobierno, será el que la
nación más ilustrada haya preferido, el mejor para el Corpus
Christi”. El republicano místico escribía estas entusiastas
palabras el día de esta festividad. Sea cual sea el juicio que
apliquemos a esto nos veremos envueltos en esta fe joven y viva
en la infalibilidad de la razón común. Esta fe parecía estar
justificada por la actitud tranquila, fuerte, verdaderamente
imponente, de la población de París. Prescindía del rey sin
problema. La marcha del rey había revelado la verdad de la
situación, es decir, que desde hacía tiempo la realeza no era más
que un obstáculo. Ya no actuaba, no podía hacer nada,
solamente molestaba. Muchos tenían miedo de acabar en
república, pero en ella estábamos.
Algunos grupos habían amenazado a Lafayette en la Grève,
acusándole de complicidad. Los aplacó con una sola frase:
“Somos veinticuatro millones de hombres; el rey costaba
veinticuatro millones; con su partida solamente ganamos veinte
soles de renta cada uno”.
Camille Desmoulins informa de que se hizo una moción en
el Palais Royal (y sin duda fue él quien la hizo en su teatro
cotidiano): “Señores, sería una desgracia que este pérfido
hombre nos fuera devuelto. ¿Qué haríamos entonces? Vendría
como Térsito a vertemos esas lágrimas fértiles de las que habla
Homero. Si se le vuelve a traer, apoyo la moción de que se le
exponga durante tres días a la burla pública, con el pañuelo rojo
en la cabeza; que se le lleve por etapas hasta las fronteras y que
llegado allí<”.
Esa locura era quizás lo más sensato. Si Luis XVI era
peligroso para los ejércitos extranjeros, lo era aún más estando
cautivo, acusado y juzgado, convirtiéndose para todos en un
objeto de interés y piedad. La sensatez está en esta ocasión en
las palabras del niño; es de Camille de quien hablo. El mayor
peligro para Francia era rehabilitar al rey por su exceso de mala
fortuna, devolver al mismo que se quitaba su propia corona la
consagración de la persecución. Le encontramos envilecido,
degradado por su mentira, había que dejarle tal cual. Antes que
castigarle, se le debería abandonar por incapaz y simple de
espíritu; eso es lo que dijo Danton en los Jacobinos: “Declararle
imbécil en nombre de la humanidad”.
Prudhomme (Las Revoluciones de París) transmite muy bien
la actitud del pueblo. “Todas las miradas se dirigían a la sala de
la Asamblea”. “Nuestro rey está ahí dentro, decíamos; Luis XVI
puede ir donde quiera.”. “Si el presidente de la Asamblea
hubiera sometido a votación en la Grève, en las Tullerías, en el
palacio de Orleáns, al gobierno republicano, Francia ya no sería
una monarquía”.
“El nombre de la república, escribe madame Roland en una
carta del 22 de junio, la indignación contra Luis XVI, el odio a
los reyes, se exhalan por todas partes”.
Unos testigos tan apasionados pueden resultar
sospechosos. Pero encuentro más o menos las mismas cosas en
boca de un extranjero, de un frío observador, poco favorable a
Francia y a la Revolución; hablo del ginebrino Dumont,
pensionado de Inglaterra: “Este pueblo parece inspirado por
una inteligencia superior. Ya se ha ido nuestro mayor
obstáculo”, decía alegremente. Y además: “Si bien el rey nos ha
dejado, la nación permanece; puede haber una nación sin rey,
pero no un rey sin nación”.
Lo que resulta muy significativo es que tres casas del
cabildo de Notre Dame, vendidas el 21 de junio, alcanzaran un
precio tan elevado y ganaran cerca de un tercio más allá de la
estimación.
Esto en lo que a París respecta. ¿Cuál fue la impresión en
los departamentos? Lo veremos enseguida, cuando narremos el
retorno de Varennes. Basta con decir aquí que, en el este y en el
norte, acercándose a las fronteras, en esa región adonde Luis
XVI hubiera llevado al enemigo, la indignación fue
generalmente más violenta que en el mismo París. La cosecha
estaba en pie y el aldeano furioso por el peligro que esta había
corrido. En el Mediodía varias ciudades, con Burdeos a la
cabeza, mostraban un entusiasmo admirable. Cuatro mil
mujeres de Burdeos, todas madres, juraron morir con sus
esposos por la nación y la ley. La Gironda escribió: “Somos
ochenta mil listos para marchar”. En el oeste las ciudades, poco
tranquilizadas por lo ocurrido en el campo, tuvieron grandes
alarmas. Se suponía que el rey no había realizado semejante
gestión sin haber dejado tras él emboscadas desconocidas.
Dumouriez, que por entonces dominaba en Nantes, describe la
emoción de esta ciudad ante la gran noticia, que se recibió de
noche. Había en la plaza de cuatro a cinco mil personas en
camisón con aire consternado. “La nación no lo está menos”,
dijo, y escribió a la nación diciéndole que marchaba en su
auxilio. Los nanteses se tranquilizaron tanto que la noticia
contraria, la del retorno de Luis XVI, produjo en ellos una
sensación más bien de fastidio.
Comparando todos estos detalles no dudamos en decir, en
contra de la opinión común, que si el 21 de junio la Asamblea,
aprovechando el momento de la indignación general, hubiera
proclamado el destronamiento del rey y declarado y nombrado
el gobierno republicano, que de hecho ya existía, París habría
aplaudido; y París habría sido seguida sin dificultad por todo el
este y todo el norte, por ciudades del Mediodía, del oeste e
incluso obedecida por los campos. La resistencia no estaba aún
preparada; hacían falta un año o dos, todas las intrigas de los
curas y sobre todo el largo martirio de Luis XVI, para provocar
la erupción de la Vendée.
Ésa era la opinión de un hombre apasionado, cierto es, pero
dotado de grandes luces para iluminar su pasión, de un juicio
muy firme y de una gran libertad de espíritu. Condorcet decía
que ese momento era precisamente en el que la República era
posible y podía obtenerse al mejor precio: “El rey, en ese
momento, ya no tiene ningún interés; no esperemos a que se le
otorgue otra vez suficiente poder como para que hacerle caer
exija un esfuerzo. Ese esfuerzo será terrible si la República se
consigue con la Revolución, con el levantamiento del pueblo; en
cambio, si se hace ahora mismo con una Asamblea
todopoderosa, la transición no será difícil” (Condorcet).
La principal objeción que se hacía y se sigue haciendo era:
“Todavía no es el momento, aún no estamos preparados,
nuestras costumbres no son republicanas<”. Verdad demasiado
verdadera; está claro que siempre debe ser así, viniendo de la
monarquía. La monarquía no busca formar a la república: sus
leyes, sus instituciones, no tienen la finalidad de preparar en
modo alguno las costumbres al gobierno contrario; de lo que se
deduce que siempre sería demasiado pronto para probar la
república; nos quedaríamos para siempre confusos en este
círculo vicioso: “La legislación y la educación republicanas
pueden formar a los hombres para la república, pero la propia
república es previamente necesaria para querer y decretar esas
leyes y esa educación”. Para que un pueblo salga de ese círculo
hace falta que, por un acto vigoroso de su voluntad, por una
enérgica transformación de su moralidad política, sea digno de
ser, por fin, mayor de edad, digno de dejar la infancia, de
ponerse el vestido viril y que, para no recaer, para estar a la
altura de ese momento heroico, se dote de las leyes y la
educación, que son lo único que puede perpetuarle.
Otra objeción: “Suponiendo que la república fuera ya
posible, ¿era justa en ese momento? ¿No habría sido impuesta
por una minoría a la mayoría monárquica, impuesta por la
fuerza y contra el derecho? ¿Era la nación generalmente
republicana? Si se exige que la nación tuviera la idea y la
voluntad clara y precisa de la República, no, no la tenía. La
idea, la voluntad nacional, en ese momento, en la indignación
que inspira la deserción del rey, fue, para hablar con precisión,
antirrealista; fue republicana, tomando la república como
simple negación de la monarquía. La minoría iluminada
aprovechando ese momento, fundando con las instituciones
una república positiva, hubiera confirmado a la masa en la
tendencia antirrealista que se declaraba entonces; no hubiera
oprimido en absoluto a la masa, le hubiera traducido su propio
pensamiento, formulado sus instintos oscuros, hubiera hecho
fijo y permanente el sentimiento tan justo que ella tenía en ese
momento sobre el fin de la realeza.
Los políticos esperaron, dudaron y el momento se perdió.
Un sentimiento, no menos natural, recobró fuerzas con el
regreso del rey: el de la piedad por su desgracia. No se le podía
hacer rey de nuevo; se le restaura como hombre, en el interés y
la simpatía, llevándole cautivo, humillado, infortunado. Tal fue
el impulso de las almas generosas y tiemas, que ya no vieron, a
través de las lágrimas, al rey doble y falso; vieron a un hombre
resignado e hicieron de él un santo: la realidad se oscureció
para las gentes tras la dolorosa leyenda que encontraban en su
corazón desconsolado. ¿Quién tuvo la culpa? Ni la inocente
Francia ni tampoco el culpable rey.
¡El que hubiera seguido la valiente inspiración que dictó la
Francia libre a Camille Desmoulins, en 1789, habría salvado a
Francial< En este inmortal librito, radiante de juventud y
esperanza, con todo el sol del 14 de julio, el sacerdocio y la
realeza ya no son tratados como cosas vivas, sino como lo que
son, dos nadas, dos sombras (¿y quién se divertiría entonces
golpeándolas?<), dos sombras que van a esconderse, a
hundirse en el ocaso. Y en el horizonte se levanta la realidad de
la república, en la que a partir de ahora se encuentran la vida y
la sustancia.
Teníamos la suerte de ver partir al rey, pero esto no era
suficiente; había que darle caballos para que se fuera más
rápido; y además darle, para que no volviera a buscarlos, todos
los cortesanos y sacerdotes que tenía; abrirles las puertas de par
en par.
En su lugar, iban a entrar en París los verdaderos reyes de
la república, los reyes del pensamiento, esos con los que Francia
había conquistado Europa: Voltaire y Rousseau. Voltaire, salido
de su tumba, se dirigía a París, donde entró triunfante el ll de
julio. La entrada habría sido mucho más bella si no hubiéramos
tenido la desgracia de traer al fatal autómata del antiguo
régimen, el rey de los curas y los devotos: a Luis XVI.
Entonces había que contar las lamentables artimañas con
las que el viejo ídolo fue levantado de la tierra. Fueron la rutina,
la costumbre, la debilidad, el fácil impulso del corazón y, por
encima de todo, la intriga, que se aprovecha y que se burla de
él. Ese es el fondo de la historia.
Los intrigantes de tendencias diversas que trabajaban para
la corte bajo la máscara constitucional se encontraban
decepcionados; esta les había representado a ellos mismos.
Ahora se trataba de saber con qué partido de la Asamblea, el
rey, libre de nuevo, querría negociar. Uno de esos personajes
equívocos, Dandré, diputado de Provenza, una especie de
Figaro político, que (según Weber) recibía tres mil francos al
mes por actuar en los dos partidos, fue de los primeros en
conocer la evasión y fue a casa de Lafayette. Eran cerca de las
siete y debía de creer que los fugitivos habían ganado mucho
terreno. Lafayette dormía el sueño del justo, ese profundo
sueño histórico que tanto se le reprochó el 6 de octubre. “¡Bah,
dijo, es imposiblel”. La víspera a medianoche había dejado a su
ayuda de campo, Gouvion, durmiendo con la espalda apoyada
en la puerta de la reina.
Lafayette había recibido muchas advertencias, pero lo que
le tranquilizaba, al igual que a Bailly, a Montmorin y a Brissac,
comandante del castillo y amigo personal del rey, era la
confianza que todos ellos tenían en la sensibilidad de Luis XVI.
Juraban sobre su cabeza que el rey no se marcharía, figurándose
que no querría ponerles en peligro.
Las primeras personas que Lafayette, bajando
precipitadamente, encuentra en la calle son Bailly y
Beauharnais. Este último era presidente de la Asamblea. Bailly,
con la nariz y el rostro alargados y amarillos, incluso más que
de costumbre. Nadie debía acusarse más que Bailly. Él había
entregado a la reina las denuncias escritas de las que hemos
hablado, de modo que, conociendo exactamente las opiniones
en su contra, esta buscó y encontró una salida menos vigilada.
Bailly, hijo del guarda de los cuadros del rey, protegido suyo,
hereditariamente unido a la casa real, demostró ser mejor
criado que magistrado y ciudadano, confiando completamente
en la reina, creyendo retenerla con lazos de honor y
sensibilidad, imaginando que ella dudaría para no perder con
su huida al débil y sacrificado servidor que le consagraba su
tarea.
Bailly podía darse por perdido si el rey no era alcanzado:
“¡Qué desgracia, dijo, que a estas alturas la Asamblea no se
haya reunido todavía!”. El presidente estuvo de acuerdo.
Ambos mostraron a Lafayette la imagen del rey reuniendo a los
emigrados, trayendo a los austriacos, la guerra civil, la guerra
extranjera: “Y bien, dijo Lafayette, ¿piensan ustedes que la
salvación pública exige el regreso del rey? Sí. Asumo la
responsabilidad”. Escribe una tarjeta en la que se puede leer
que “puesto que los enemigos de la patria habían mptado al
rey, se había ordenado a los guardias nacionales que los
arrestaran”.
Lafayette no hubiese podido rechazarla sin confirmar la
opinión, general en un primer momento, de que había actuado
con connivencia, que había favorecido la evasión. Por lo demás
él creyó que a estas alturas el rey no se podía reincorporar. Su
ayuda de campo, Romeuf, que sin duda era de la misma
opinión, partió, pero en un principio corrió por un camino
diferente al del rey; fue encontrado y recolocado en su camino
por el otro enviado, Baillon, que le forzó a acelerar su viaje
hacia Varennes. No tenía ninguna intención de llegar y contaba
con vagar sin rumbo; es lo que él mismo dijo a Choiseul y a
Damas.
La palabra rapto, escrita primero en esta orden de Lafayette,
fue ávidamente tomada por los Barnave y los Lameth, por los
constitucionales en general, para mostrar al rey como inocente y
salvar a la realeza. Se precipitaron, con la cabeza gacha, por esa
puerta que se les abría. Esta palabra fue utilizada por Regnault
de Saint-Jean d'Angély, que hizo que la Asamblea decretara que
se perseguiría a los que raptaban al rey. Se adoptó la palabra,
que parecía todo un sistema, y se adoptó también al autor; me
refiero a Lafayette. Venía a la Asamblea a excusarse; Barnave y
Lameth se apresuraron a ir a su encuentro y justificarle; más
aún, reclamaron para él, acusado y sospechoso, la más alta
confianza: le hicieron encargado de ejecutar las medidas que
fueran ordenadas. Se apoderaron así de él, le arrastraron, le
ataron. Ese fue, como siempre, el invariable destino de este
excelente republicano: ser mistificado por los realistas.
Los constitucionales, entrando en el imposible trabajo de
rehacer la realeza, se iban a encontrar justamente en
contradicción con ellos mismos. No hacía ni tres meses que en
una discusión memorable, apoyada por Thouret con un carácter
de fuerza y de grandeza que no pertenece más que a la razón, la
Asamblea había decidido que la realeza era una función
pública, que tenía obligaciones y que una sanción penal debía
consagrar esas obligaciones. Thouret, siguiendo
inexorablemente la recta linea de la lógica, había acabado con
los reyes-dioses, los reyes-mesías, como él mismo dice. La
tenebrosa doctrina de la encamación real, prolongada más allá
de toda probabilidad, desde más allá de los tiempos bárbaros,
había perecido ese día (28 de marzo de 1791), en plena edad de
las luces.
La Asamblea había decretado: “Si el rey sale del reino se
considerará que ha abdicado la realeza”. Ahora quería eludir su
propio decreto. Los cabecillas, que recientemente se habían
acercado a la corte, no podían, aunque abandonados por ella,
decidirse a cambiar sus planes, a romper sus esperanzas. Ya
consultados por la reina, y sin duda mortificados por ver que se
había reido de ellos, pensaban que después de todo si traían y
salvaban a la infiel, sería afortunada de volver a ponerse a
discreción, puesto que no tenía otra esperanza. Por otro lado los
Thouret, los Chapelier, los padres de la Constitución, llenos de
inquietudes paternales y de amor propio de autor, temían todo
movimiento violento que hubiera alterado la salud de un niño
tan delicado; les hacía falta, a toda costa, la vuelta, el
restablecimiento del rey, para cuidar tranquilamente, educar,
llevar a buen fin esta querida Constitución.
La buena actitud del pueblo facilitaba singularmente la
tarea de la Asamblea. Podíamos haber esperado grandes
desórdenes. La reina había ostentado, para engañar a la
opinión, una sorprendente duplicidad que hubiera debido
hacer crecer la irritación. Había dicho que ella quería
proporcionar los cuatro caballos blancos de sus establos para la
pompa de Voltaire. Había advertido que ella estaría, junto con
el rey, en la procesión del día del Corpus. La antevíspera el
delfín se había dejado ver en París cuando iba a Saint-Cloud y
la víspera por la tarde la reina, yendo a pasearle por el parque
de Monceau245, había seguido por los bulevares, graciosa,
engalanada con rosas, con el precioso niño en sus rodillas; ella
sonreía a la multitud y se alegraba en el alma de su partida ya
lista.
El pueblo, por muy irritado que estuviera, se mostró más
desdeñoso que violento. Todo el desorden se limitó a romper
los bustos del rey; después vino un paseo de curiosidad
inofensiva que las mujeres dieron por las Tullerías, sin ruido ni
desperfectos. Quitaron el retrato del rey del lugar de honor y lo
suspendieron en la puerta. Visitaron el gabinete del delfín y lo
respetaron; no así el de la reina: una mujer vendía cerezas allí.
Miraron con gran atención sus libros, suponiendo que todos
eran libros de libertinaje. Una muchacha a la que tocaron con
un gorro de María Antonieta lo lanzó muy lejos, diciendo que le
mancharía, que ella era una muchacha honesta.
Entretanto la Asamblea llamaba a los ministros, se
apoderaba del sello, cambiaba el juramento, ordenaba el
levantamiento de trescientos mil guardias nacionales, que
recibían quince soles por día. Estas medidas fueron
interrumpidas por la lectura de un extraño escrito fragmento
que llevaron. Era una protesta del rey, anulando todo lo que
había hecho y sancionado en los últimos dos años, denunciando
a la Asamblea y a la nación. Así certificaba que durante todo
este tiempo había sido el más falso de los hombres; menos por
haber firmado que por haber aprobado tan a menudo, alabado
de viva voz, muchas veces sin necesidad, lo que hoy
desaprobaba. Todo esto con una forma tan triste como el fondo,
pesada, plana y tonta, mezclando las cosas bajas o fútiles con
las cosas más graves. Hacía hincapié en su pobreza (con una
lista civil de veinticinco millones), en su estancia en las
Tullerías, “donde lejos de encontrar las comodidades a las que
estaba acostumbrado, ni siquiera encontró los placeres que se
procuran las personas acomodadas”. Para colmo, hablaba y
hablaba de su mujer, con el enfado de un marido engañado que
asegura que está contento y que se queja de los bromistas. Todo
ello dirigido a los emigrados y a los príncipes más que a la
Asamblea. La reina, con la fuga, se creaba una especie de
defensa contra los consejos con los que iban a asediar al rey; su
marido la proclamaba esposa fiel, que acababa de llegar al colmo de
su buena conducta. Se sentía indignado por lo que se había
hablado en octubre de meterla al convento, etc. La extraña lectura
había sido comunicada la víspera al enemigo capital de la reina,
a Monseñor, para que corrigiera, aprobara y así no pudiera
atacar más tarde.
El tono general de este acto era acusador, amenazador para
la Asamblea. Los monárquicos no ocultaban su alegría. Uno de
sus periódicos, ese mismo 21 de junio, se había atrevido a
imprimir: “Todos los que puedan estar implicados en la
amnistía del príncipe de Condé podrán registrarse en nuestro
despacho de aquí al mes de agosto. Tendremos 1.500 registros
para comodidad del público; solamente exceptuaremos a ciento
cincuenta individuos”.
Mucha gente suponía, según este exceso de audacia, que
los realistas tenían en París, o más cerca, fuerzas considerables.
Las imaginaciones viajaban rápidamente por este texto;
ninguna iba tan rápida, en tales ocasiones, como la de
Robespierre. Como la sesión se había suspendido desde las tres
y media hasta las cinco, pasó ese tiempo en casa de Pétion, que
vivía muy cerca, en el barrio de Saint-Honoré, y allí descargó su
alma, expresó libremente todo su sueño de terror. La Asamblea
era cómplice de la corte, cómplice de Lafayette; iban a celebrar
la San Bartolomé de los patriotas, de los mejores ciudadanos, de
aquellos a los que más se temía. En cuanto a él, sabía que estaba
perdido, que no viviría veinticuatro horas<
¿Lo creía así? No del todo. Su queja era muy poco
verosímil. Ese momento de la Revolución no era nada
sanguinario; Lafayette no lo era y tampoco los hombres
influyentes de entonces. Si lo hubieran sido, ocultarse en París,
en el estado de desorganización en el que estaba la policía,
habría sido fácil. Sin duda Robespierre tenía miedo, pero lo
exageraba. Pétion le escuchaba fríamente. Los dos hombres
eran muy diferentes como para influir mucho el uno en el otro.
Robespierre era nervioso, seco y pálido, más pálido incluso ese
día. Pétion era grande, gordo, rosa y rubio, flemático y apático.
Este interpretaba las cosas de forma totalmente contraria, según
su temperamento: “El acontecimiento es más bien alegre, decía;
ahora conocemos al rey”. El periodista Brissot, que había
venido en busca de noticias, habló también en ese sentido:
“Estén seguros, dijo con su aire imaginativo y crédulo, de que
Lafayette habrá favorecido la evasión del rey para darnos la
república. Voy a escribir además de en El patriota en un nuevo
periódico, El republicano”. Robespierre, mordiéndose las uñas,
preguntaba, procurando reírse: ¿Qué es la república?”.
La república en persona, en respuesta a esta pregunta, así
se podría haber creído, entró en la habitación. Hablo de
madame Roland, que entró en ese momento con su marido.
Entró ella, joven, viva y fuerte, iluminando la habitacioncita con
serenidad y esperanza. Aparentaba treinta años y tenía treinta y
seis. Bajo sus bellos y abundantes cabellos negros, un rostro
virginal de niña, con una singular transparencia, adonde
acudía, a la mínima emoción, una sangre rica y pura. Con
bonitos y expresivos ojos, la nariz algo gruesa en la punta y
poco distinguida. La boca bastante grande, fresca, joven,
amable y sin embargo seria, incluso al sonreír, razonadora,
elocuente, incluso antes de hablar.
Los Roland venían de Pont-Neuf y pudieron comunicar a
sus amigos el anuncio de los cordeleros. La osada iniciativa que
estos tomaron infundió ánimos a Robespierre. Viéndoles izar
tan lejos la bandera de la Revolución, pensó que los jacobinos
seguirían, en la vía que les era propia, con la desconfianza y la
acusación. Ya en la Asamblea, en la sesión matinal, había
lanzado algunas palabras en ese sentido.
En la sesión de la tarde, en cambio, no dijo ni una palabra;
esperó y observó. Entre las nueve y las diez vio que Barnave y
los Lameth, ya seguros de Lafayette, a quien de algún modo
habían sorprendido por la mañana, arrastraban además a Sieyès
y al antiguo Club del 89. Todos juntos, una gran masa,
alrededor de doscientos diputados, se ponían en movimiento;
todos, en cuerpo de ejército, iban a presentarse en los Jacobinos,
donde hacía mucho tiempo que no se les había visto; querían
sorprenderles con esa inesperada imagen de unión y de
concordia, y sin duda, con ese primer impulso pretendían
conquistar a la sociedad. No había ni un minuto que perder y
Robespierre corrió a los Jacobinos.
Si su discurso fue el que le prestó su amigo Camille246,
entonces se trataba de una amplia denuncia de todos y de todas
las cosas, diestramente tejida con hechos y con hipótesis; no
sólo acusaba al rey y al ministerio, y a Bailly y a Lafayette, no
sólo a los comités, sino a la Asamblea entera. Esta acusación, en
este punto general e indiferente, este sombrío poema, nacido de
una imaginación aterrada, parecía muy difícil de aceptar sin
reserva. Robespierre entró además en un tema muy personal: su
propio peligro. Estuvo emocionado y elocuente; sintió ternura
por sí mismo; la emoción se extendió por el auditorio. Entonces
para rematar añadió esta frase: “Que por lo demás estaba
dispuesto a todo; que si en los comienzos, no teniendo aún por
testigos más que a Dios y a su conciencia, había sacrificado su
vida de antemano, hoy, que tenía su recompensa en el corazón
de sus conciudadanos, la muerte no sería para él más que un
favor”.
Tras este dardo conmovedor, se levanta una voz, un joven
grita sollozando: “¡Todos moriremos contigo<!”. Esta ingenua
sensibilidad surtió mayor efecto que el discurso; fue una
explosión de gritos, de Iloros, de juramentos: los unos, de pie,
se comprometieron a defender a Robespierre; otros
desenvainaron la espada, se pusieron de rodillas y juraron que
apoyarían el lema de la sociedad: Vivir libre o morir. Madame
Roland, que estaba presente, dijo que la escena fue
verdaderamente sorprendente y patética.
El joven era el camarada, el amigo de infancia de
Robespierre, Desmoulins, el inestable artista, que dos horas
antes, en un momento de confianza, estrechaba la mano de
Lafayette. Con todo esto, se perdía de vista el punto preciso en
que se encontraba la situación y el enemigo iba a llegar. El
discurso demasiado general de Robespierre y la explosión de
vaga sensibilidad que le siguió, no hacía avanzar demasiado las
cosas. Danton se dio cuenta a tiempo, volvió a la cuestión, la
limitó; sintió que para actuar sólo había que asestar un golpe a
Lafayette247.
Cosa extraña, pero cierta: el peligro era Lafayette. Era
peligroso, como un muñeco de la dictadura republicana,
siempre preparado para abortar la república; peligroso, como
víctima siempre dispuesta de los monárquicos, eternamente
predestinado a ser engañado por ellos; víctima de su
generosidad se apostaba por que Lafayette sería realista, puesto
que el rey acababa de ser puesto en peligro de muerte. El
partido Lameth y Barnave, esperando poder retomar al rey,
necesitaba un “entre-rey” firme contra el amotinamiento y débil
contra la corte. Lafayette era el único peligroso, porque era el
único honesto, tan visiblemente honesto, que incluso en este
momento en que todo parecía acusarle, era aún popular.
Por lo tanto Danton debía atacarle.
No había más que una dificultad y es que quizás de toda
esta asamblea Danton era el único que debía haber temido
atacarla.
Lafayette conocía a Danton; sabía que, demasiado dócil
frente a los ejemplos del maestro y a las lecciones de Mirabeau,
estaba en relación con la corte. No había vendido su palabra,
que evidentemente nunca dejó de ser libre; pero lo que es más
verosímil es que se había implicado, como bravo del motín, por
una protección personal contra las tentativas de asesinato, una
protección análoga a la de los bandoleros italianos. ¿Qué había
recibido? Lo ignoramos; lo único que parece establecido (sobre
un testimonio creíble, aunque sea el de un enemigo), es que
acababa de vender su cargo de abogado al Consejo y que había
recibido del ministerio mucho más de lo que costaba. El secreto
estaba entre Danton, Montrnorin y Lafayette; este tenía esta
capacidad; podía retenerlo entre dos periodos, lanzarle ese
dardo mortal.
Este peligro no detuvo a Danton. Vio de un solo vistazo
que Lafayette no se atrevería; que al no poder herir a Danton
sin herir también al ministro Montmorin, no diría nada.
“¡Señor presidente, grita, los traidores van a llegar. Que se
preparen dos cadalsos; pido subirme a uno si ellos no han
merecido subir al otro!”.
En ese momento entran. La masa era imponente. A la
cabeza iba Alexandre de Lameth, dando el brazo a Lafayette,
signo evidente de la reconciliación y toda la parte izquierda de
la Asamblea marchando bajo una misma bandera. Después, el
hombre del 89, hombre ya anciano, padre y profeta, al menos el
padrino de la Revolución, Sieyès, con aire abstraído, lleno de
pensamientos, y al lado, como contraste, el abogado de los
abogados, Barnave, con la frente alzada. También iban los
grandes hombres de la Asamblea, sus redactores habituales, sus
órganos casi oficiales, Chapelier y otros, todo el comité de
Constitución.
Frente a esas grandes fuerzas, Danton llevó a cabo, para
empezar, una sorprendente ofensiva. ¿Acusó a Lafayette de
haber atentado contra su moralidad política, de intentar
corromperle? No precisamente. Le acusó de apaciguarle, de
templar su patriotismo, de ganarle en las dos cámaras, “gracias
al sistema del sacerdote Sieyès”. Después le preguntó
bruscamente por qué, en un mismo día, habiendo arrestado en
Vincennes a los hombres del barrio de Saint-Antoine, había
soltado en las Tullerías a los caballeros del puñal< ¿Por qué (esta
acusación no era la menos peligrosa) la misma noche de la
evasión del rey se había confiado la vigilancia de las Tullerías a
una compañía cuidadosamente depurada por Lafayette?
“¿Qué venís a buscar aquí? ¿Por qué os refugiáis en esta
sala a la que vuestros periodistas llaman antro de asesinos?<
¿Y qué momento elegís para le reconciliación? Ese en el que el
pueblo está en su derecho de pedir vuestra vida. ¿Sois traidor?
¿Sois estúpido? En ambos casos no podéis pedir más. ¿No
habíais jurado por vuestra cabeza que el rey no se iría nunca?
¿Venís a pagar vuestra deuda?<”.
Responder, discutir, recriminar, hubiera sido como calentar
el incendio. Para arrojar agua fría, Lameth hizo una pastoral
sobre los dulzores de la unión fraternal. Lafayette, sin decir una
palabra sobre el tema, dio rienda suelta a su necedad habitual:
“Que él había sido el primero en decir: una nación se hace libre
desde el momento en que quiere ser libre, etc., etc.”. Sieyès y
Barnave retomaron la tesis de la concordia; hicieron un escrito
redactado por Barnave. Solamente para contentar a la fracción
avanzada de los jacobinos se colocó esta palabra, más acusadora
que la de rapto: “El rey, extraviado, se ha alejado<”. La sociedad
quedó satisfecha porque, hacia medianoche, al salir los
diputados, Lameth y Lafayette a la cabeza, todos los jacobinos,
todos los oyentes y espectadores, quizás dos o tres mil
personas, se pusieron a hacerle cortejo, sin excepción; todos los
que acababan de jurar defender a Robespierre seguían también
a Lafayette. Toda la calle Saint-Honoré salió a las ventanas y vio
pasar bajo las luces, con gran regocijo, esta pomposa comedia
de armonía y de concordia248.
La célebre palabra rapto, ausente en el escrito de los
jacobinos, reaparecía al día siguiente en el de la Asamblea. Por
más que el rey en su protesta dijera que huía, la Asamblea en su
escrito mantenía que había sido raptado.
La Asamblea se comprometía a vengar la ley (promesa
ligera, simple frase alejada de su pensamiento). Se excusaba de
haber gobernado y administrado a veces: “Es que el rey y los
ministros no tenían entonces confianza en la nación”. ¿La había
recuperado el rey yendo a buscarla al extranjero? ¿Se recobra la
confianza perdida en aquel momento?< Así el escrito flotaba,
aquí decía mucho y allí demasiado poco. Dejaba ya sentir lo que
podía ser el sistema falso y defectuoso en el que nos
implicábamos, la transacción incierta de una Asamblea
impopular y de una realeza cautiva, despreciada, sospechosa
para siempre. Dicho sistema traicionado, desgarrado un día por
la franqueza del pueblo, roto por un acceso de cólera, corría el
riesgo de fundar una anarquía249.
El 22, hacia las nueve de la noche, un gran rumor rodeó la
Asamblea. Después una voz, un trueno: “¡Ha sido arrestado!”.
Pocos se alegraron. Los que más aplaudieron, para hermanarse
con los sentimientos de los tribunos, no temían menos por ello
los inmensos inconvenientes que deparaba este acontecimiento.
El 23, la inquietud de la Asamblea, el deseo general de los
miembros de salvar la realeza, se formuló en un decreto votado
en base a la proposición de Thouret: “La Asamblea declara
traidores a aquellos que han aconsejado, ayudado o ejecutado el
rapto del rey, ordena arrestar a los que atentasen contra el
respeto de la dignidad real “. La realeza, la persona real se
encontraba con que, de este modo, era considerada inocente,
estaba garantizada.
Robespierre dijo que la segunda parte del decreto era inútil
y la primera incompleta; que no sólo se hablaba de los
consejeros, que el deber de los representantes les obligaría a
discutir una cuestión más importante. Un estremecimiento de la
Asamblea le advirtió que hablaba demasiado.
Un gran movimiento del pueblo en contra de la realeza era
muy probable. El 23 de junio, temprano, el barrio de Saint-
Antoine se agitaba y se estremecía. Los constitucionales
encontraron el medio de explotar el movimiento en beneficio de
la realeza. Lafayette, con su Estado Mayor, se colocó a la cabeza
de la inmensa columna que le siguió dócilmente desde la
Bastilla a la plaza Vendôme, hasta los Fuldenses y hasta la
Asamblea. La cabeza, como hemos visto algunas veces en
nuestras últimas revueltas, dijo exactamente lo contrario de lo
que el cuerpo pensaba250. Todos iban contra el rey y los jefes
decían a la Asamblea que ese pueblo venía a jurar obediencia a
la Constitución, lo que en el fondo comprendía la obediencia al
rey, que partía de la Constitución. Toda la tarde, toda la noche,
durante varias horas, esta gran muchedumbre armada desfilaba
por la sala, generalmente afable, pero con una ruda
familiaridad; incluso hubo palabras amenazadoras para los
malos diputados.
El 25 Thouret propuso y la Asamblea votó “que con la
llegada del rey se le daría una guardia provisional que velara
por su seguridad y que respondiera de su persona… Los que han
acompañado al rey serán interrogados y el rey y la reina serán
escuchados en sus declaraciones< El ministro de justicia sigue
poniendo el sello a los decretos sin necesidad de la sanción real”.
Malouet: “¡Entonces el gobierno ha cambiado! ¡El rey está
prisionero!<”. Roederer, creyendo suavizarlo: “Esto no ataca la
inviolabilidad; sólo es cuestión de mantener al rey en estado de
arresto provisional”. Thouret contra Roederer: “No, no es eso”.
Y Alexandre de Lameth: “Es por la seguridad del rey, al mismo
tiempo que por la seguridad nacional”.
Dandré, aprovechando esta ocasión para involucrar y
comprometer decididamente a la Asamblea, se puso a hablar
para ella, e hizo, en su lugar, una gran demostración de
realismo, declarando que la monarquía era la mejor forma de
gobierno. Toda la Asamblea aplaudió pero los tribunos se
callaron. Este silencio se volvió muy sombrío y se extendió por
toda la sala cuando la diputación del Hérault, leyendo im
escrito impregnado de la violencia del Mediodía, pronunció
estas palabras: “El mundo espera un gran acto de justicia”.
Casi inmediatamente (eran alrededor de las siete y media
de la tarde) se manifestó una gran agitación; se extiende el
rumor de que el rey atraviesa las Tullerías< Después el de que
los correos que se encontraban en el coche del rey están en
manos del pueblo, en peligro de muerte< Veinte miembros
acuden en su rescate. Pronto entran en la sala Barnave, Pétìon y
Latour—Maubourg, a los que la Asamblea había encargado
dírigir y proteger el regreso del rey. Vienen a rendirle cuentas.
22—25 1791

Unanimidad del pueblo contra el rey. —Únicamente Châlons le hace


buen recibimiento (22 de junio). —Los comisionados enviados por la
Asamblea (23 de junio). —La reina y Barnave. —Parada de Dormans.
—La familia real en Meaux, en el palacio de Bossuei (24 de junio). —
Pétion quiere salvar a los tres guardias de corps. —Entrada en París
(25 de junio). —Llegada a las Tullerías. —Diversos sentimientos del
pueblo.

El rey y la reina habían llegado a persuadirse durante mucho


tiempo de que la Revolución estaba concentrada en la agitación
de París, que era una cosa artificial, una conspiración aislada de
los orleanistas o de los jacobinos. El viaje a Varennes pudo
hacerles ver lo contrario y el regreso más aún.
En vano trataba la reina de engañarse a sí misma, de
achacar el mal resultado de la empresa a causas desconocidas.
“Se ha necesitado —decía— un concurso extraordinario de
circunstancias, un milagro”. El verdadero milagro fue la
unanimidad de la nación. Unido en un solo arranque de justicia
y de indignación, Francia salvó a Francia. Recordemos las
circunstancias del viaje. Esta unanimidad se manífiesta en todas
partes. Por doquiera la fuerza militar es neutralizada por el
pueblo. Cerca ya de Châlons, Choiseul no puede soportar la
mirada de aquella multitud que le vigila y le adivina; a pesar de
los bosques, a pesar de la noche, el ojo del pueblo le sigue, le ve
en todas partes, de aldea en aldea oye tocar a rebato. El oficial
de Sainte-Menehould y el de Clermont quedan anulados,
paralizados por aquella vigilancia inquieta. El de Varennes
huye y el joven Bouillé, amenazado, no puede tomar el mando.
El mismo Bouillé no puede salir al encuentro, no pudiendo
fiarse ni de sus tropas ni de las guarniciones vecinas, viendo la
campiña alzada en armas. Un hecho quizás más grave y que
habíamos omitido, es que en todas partes, en sus alojamientos,
los soldados se percataban de que, mientras ellos dormían, sus
huéspedes les quitaban los cartuchos; los soldados del rey
dormían mientras el pueblo velaba.
Esta terrible unanimidad se demostró mejor al regreso.
Desde Varennes a París, en un viaje de cincuenta leguas, viaje
terriblemente lento que duró cuatro días completos, el rey, en
su coche, se vio constantemente rodeado por una masa
compacta del pueblo; la pesada berlina flotaba en un espeso
mar de hombres y hendía con trabajo las olas. Era como si una
inundación de todas las campiñas vecinas lanzara por turno
oleadas vivientes sobre aquel desdichado carruaje, oleadas
furiosas, ensordecedoras, que parecían dispuestas a arrollarlo
todo y que sin embargo se estrellaban allí. Aquellos hombres,
armados hasta los dientes con cuantas armas tenían, llegaban
cargados de fusiles, de sables y de picas, de dallas y de horcas;
venían desde lejos para matar y al llegar injuriaban,
desahogaban su cólera, clamaban contra los cobardes y los
traidores, iban detrás algún tiempo y luego se volvían. Venían
otros y otros sin descanso, y estos, igualmente excitados,
rebosando fuerza y furor. Vociferaban, se secaban sus gargantas
y bebían para volver a gritar. Un ardoroso día de junio exaltaba
sus cabezas, el sol quemaba como el fuego, se reflejaba sobre el
polvo del camino, el cual se arremolinaba en torbellinos sobre
bosques de bayonetas y de espigas.
Delgadas espigas, pobre cosecha de la miserable
Champagne. El aspecto de aquella cosecha, tan penosamente
sazonada, contribuía no poco a aumentar el furor de los
aldeanos; precisamente era aquel el momento escogido por el
rey para ir a buscar al enemigo, para inundar los campos con
los húsares y los panduros251, la caballería ladrona, hambrienta,
insultante, para poner la vida de Francia a los pies de los
caballos, asegurando el hambre para aquel año y el venidero<
Allí fue el verdadero proceso de Luis XVI, y no el 21 de
enero. Durante cuatro días consecutivos oyó de boca de todo un
pueblo su acusación y su condena. El sentimiento filial de aquel
pueblo, tan cruelmente engañado, se había convertido en furor,
y el furor, expresado a gritos, se convertía en reproches de una
verdad abrumadora, en palabras terribles que caían sobre el
culpable coche como rayos implacables de la justicia.
Cerca de Sainte-Menehould redoblaron aún más los gritos.
Alarmados el rey y la reina, manifestaron que se detendrían allí,
que no irían más allá. Un enviado del consejo municipal de
París trataba de tranquilizarles y le hicieron prometer, jurando
por su salud, que no les sucedería nada ni a ellos ni a los suyos,
ni en el camino, ni en París, y que para mayor seguridad no se
separaría de ellos252.
Nadie podía responder de lo que sucedería. La vida de la
familia real estaba pendiente de un hilo. Entre tantos hombres
furiosos (había muchos más embriagados) era muy de temer
que, ciegos de ira o por la bebida, se dispararan al azar algunos
tiros. Pero la rabia se manifestaba principalmente contra los que
suponían autores del viaje del rey. Choiseul y Damas habrían
perecido ciertamente si el ayudante de campo de Lafayette no
se hubiera hecho arrestar con ellos. Los tres guardias de corps
que volvían en el pescante del coche se daban por muertos;
varias veces tuvieron las bayonetas tocando sus pechos; sin
embargo, nadie disparó contra ellos. Había, aún en medio de
los insultos, un resto de consideración hacia el rey, o al menos
de piedad por su incapacidad, por su manifiesta debilidad. Los
niños, asomados a las portezuelas, desarmaban a la
muchedumbre, admiraban a los más furiosos. Llegaban todos,
al parecer, dispuestos a herir, pero no habían pensado en los
niños. El apacible semblante de Madame Isabel conservaba a los
veinticinco años un encanto infantil singular, una tranquilidad
de santa, extraño en aquella situación. Y la princesita, aunque
tenía ya a los catorce años algo del continente altanero de su
madre, tenía también de esta el brillo deslumbrador de su
belleza sonrosada y rubia. Aquella multitud se componía de
hombres (había pocas mujeres); y no había ningún hombre, por
ebrio o furioso que estuviera, que no sintiera ablandarse su
corazón en cuanto se encontraba en presencia de aquella flor
temprana.
Puede decirse que los más exaltados fueron los que venían
de más lejos, los que no llegaron a tiempo y no vieron a aquella
familia. He aquí dos hechos que no se han publicado en
ninguna parte y que dan a conocer la violenta emoción de
Francia en cuanto supo que había sido traicionada.
Clouet, de Ardennes, uno de los fundadores de la Escuela
politécnica, áspero estoico, casi salvaje, que jamás tuvo más
amor que el de la patria, salió de Mézières con su fusil, llegó a
marchas forzadas, a pie (no viajaba de otra suerte), hizo sesenta
leguas en tres días con la esperanza de matar al rey. En París
cambió de idea.
Otro, carpintero joven de Borgoña (más adelante,
establecido en París, fue padre de dos sabios distinguidos), dejó
igualmente su país para asistir al proceso y al castigo del
traidor. Hospedado en el camino en casa de un maestro
carpintero, este le hizo comprender que llegaría demasiado
tarde, que haría mejor en quedarse allí, fraternizando con él, y
para cimentar la fraternidad le hizo casar con su hija.
Un solo hombre fue muerto en el regreso de Varennes, un
caballero de San Luis, que a caballo como un San Iorge, fue a
caracolear atrevidamente a la portezuela del coche y a
desmentir con su homenaje la condenación del rey por el
pueblo. Fue preciso que el ayudante de campo le rogase que se
alejara, pero era ya tarde. Trató de librarse de la multitud
conteniendo el paso; después, al verse oprimido, picó espuelas
a través de los campos. Le hicieron fuego, contestó, y cuarenta
disparos a la vez le derribaron; desapareció un momento entre
un grupo y le cortaron la cabeza. Esta cabeza ensangrentada fue
llevada inhumanamente hasta el carruaje, y con gran trabajo se
consiguió que aquellos salvajes alejasen de la vista de la real
familia aquel motivo de horror.
En Châlons cambia la escena. Esta antigua ciudad, sin
comercio, estaba habitada por nobles, rentistas y burgueses
realistas. Ajenos a las ideas de la época, ignorantes de la
situación, aquellos hombres del antiguo régimen vieron con
enternecimiento extraordinario a su pobre rey conducido de
aquel modo; todos piden ser presentados; las señoras y señoritas
llegan a ofrecer a las princesas sus flores humedecidas con sus
lágrimas. Se prepara una suntuosa comida, la familia real cena
en público, se circula alrededor de las mesas. ¿Están en Châlons
o en Versalles? El rey ya no lo sabe. Llega la guardia nacional:
“No temáis nada, Señor, nosotros os defenderemos”. Algunos
llegaron a decir que conducirían al rey a Montinédy.
El rey cena, se acuesta temprano, oye misa. Pero ya está
todo cambiado. Han llegado los obreros de Reims, llega toda la
Champagne; antes de que amanezca un ejército llena Châlons.
Todos excitados por la marcha, quieren ver partir al rey
inmediatamente. ¡París! ¡París! es el grito universal; se apunta
hacia las ventanas. El rey se asoma al balcón con su familia,
digno y tranquilo. “Puesto que se me obliga a ello, voy a
partir”.
Tres enviados de la Asamblea detienen el cortejo en
Epernay y Dormans; vienen a asegurar, a dirigir el retorno del
rey. Los tres escogidos entre la izquierda. El monárquico Malouet
hubiera sido el intermediario natural para negociar con un rey
libre, pero para custodiar a un rey prisionero, había enviado la
izquierda a tres hombres que representaban sus tres matices:
Barnave, Latour-Maubourg y Pétion.
La reina los recibió muy mal; además de su misión, que les
hacía poco agradables, tenía otros motivos muy diferentes para
verlos con malos ojos. Latour-Maubourg, cortesano y en otro
tiempo favorecido, amigo personal del guardián del rey y
representando a Lafayette en aquella circunstancia, era odiado
especialmente. No pudo soportar la mirada de la reina y subió
en otro coche, donde iban las mujeres, dejando a sus colegas el
triste y peligroso honor de subir a la carroza del rey. Pétion les
era naturalmente odioso; creían ver en él al jacobino de los
jacobinos, a la revolución. Barnave era todavía mucho peor; en
él se veía la odiosa trinidad (Duport, Barnave y Lameth) de
intrigantes, de ingratos, de gentes con las que se había cometido
recientemente una sinrazón al fingir consultarlos y creerlos, y a
los que se había engañado, divirtiéndose a su costa; y ahora la
fatalidad hacía que cayeran entre sus manos.
Pétion chocó extraordinariamente declarando que, como
representante de la Asamblea, se había de sentar en el testero.
Esto obligó a Madame Isabel a pasar al asiento delantero;
Barnave se sentó a su lado enfrente de la reina.
Barnave, de veintiocho años de edad, tenía cara de muy
joven, hermosos ojos azules, la boca grande, la nariz
arremangada y la voz áspera. Su figura era elegante. Poseía el
aspecto audaz de un abogado duelista, acostumbrado a las dos
clases de esgrima. Parecía frío, seco y malvado, pero no lo era
en el fondo. Su fisonomía no expresaba en realidad más que su
vida de lucha, de disputas, la irritación habitual de la vanidad.
Desde luego manifestó la intención realista del partido que
le enviaba. Cuando leyó en voz alta el decreto de la Asamblea,
el rey dijo que “jamás había tenido intención de salir de
Francia”. Entonces Barnave, apoderándose de aquella
manifestación, dijo a Mathieu Dmnas, lugarteniente de
Lafayette: “He ahí una palabra que salvará la monarquía”.
La reina notó que el joven diputado se volvía con
frecuencia para mirar a los guardias de corps que iban en el
pescante; después dirigía hacia ella miradas con una expresión
dura, en la que se podía distinguir algo equivoco e irónico253. La
reina era mujer y comprendió enseguida lo que ningún hombre
hubiera comprendido; con un golpe de vista atrevido y fino,
midió desde luego el partido inmenso que podía obtener de
aquella disposición perversa en apariencia.
Comprendió sin dificultad que Barnave creía ver entre los
guardias de corps al hombre entusiasta al que la reina había
concedido el favor de dirigir la fuga, el favor de morir por ella,
al afortunado conde de Fersen. Digámoslo claramente:
comprendió que Barnave estaba celoso.
Para que esto no parezca absurdo, hay que saber que
Barnave, dominado por su vanidad, quería ser el sucesor de
Mirabeau; creía haberle heredado en la tribuna, pero quería la
herencia completa: la reina lo era, según él. La confianza de la
reina le parecía, en aquella herencia, el diamante más hermoso
del difrmto. Por un momento creyó haber alcanzado tan alta
fortuna, cuando la corte fingió pedir el consejo de los tres
amigos. De los tres dos, Lameth y Duport, eran notoriamente
desagradables: el confidente necesario era Barnave; por lo
menos así lo había creído él. Había sido, por tanto,
singularmente mortificado, como hombre político y como
hombre, con la fuga de Varennes; le parecía que le robaban lo
que, en su excesiva presunción, consideraba ya como suyo.
La reina era demasiado altanera para decirse claramente
todo esto, como yo lo digo aquí, pero no por eso dejó de ver
todo lo que era necesario ver. Aprovechó, sin afectación, la
primera ocasión natural para decir los nombres de los tres
guardias de corps. Barnave vio que se había equivocado, que no
estaba allí Fersen. Ved un hombre completamente cambiado;
con la cabeza baja, sumiso, respetuoso, se siente culpable y no
se ocupa más que de expiar a fuerza de consideraciones su
impertinencia. Esto parecía difícil, no dignándose la reina
dirigirle la palabra.
Barnave no podía obrar más que indirectamente. Colocado
enfrente de la reina, estaba también enfrente de la cara severa
de su colega Pétion que, en verdad, conocía muy poco el
mundo y las pasiones como para ver nada de esto. Pétion,
esencialmente tardo y torpe254, había dirigido no sé qué frase
poco conveniente a Madame Isabel, quien a pesar de lo simple
que parecía, le había contestado muy bien. Luego, para
enmendar la cosa, había tocado justamente el punto en que la
joven princesa era más vuhierable, la fe, la religión, repitiendo
no sé qué banalidad filosófica contra el cristianismo.
Conmovida la pobre princesa, contra su costumbre, se puso a
hablar seguido para defender su tesoro, y estuvo casi elocuente.
Barnave escuchaba y no decía una palabra. El rey, con su
bondad acostumbrada, se dignó, sin motivo, dirigirle la
palabra; le habló de la Asamblea, asunto agradable al joven
orador; era llevarle al campo de sus triunfos. Luego se habló de
política en general y Barnave defendió sus ideas con sumo tacto
y respeto.
Pétion ofrecía un contraste de cinica familiaridad que
favorecía mucho a Barnave. Tras decir el rey que él sólo había
trabajado por el bien, “puesto que después de todo Francia no
podía ser republicana”, dijo secamente Pétion: “Todavía no, es
verdad; los franceses no han madurado todavía bastante<”. Se
siguió un largo silencio.
No fue esto sólo. El delfín, que iba y venía, se había
colocado entre las piemas de Pétion. Este acariciaba
paternalmente su rubia y rizosa cabellera, y a veces, si la
discusión se animaba, le daba un estirón. La reina se sintió muy
molesta por ello y cogió con viveza al niño, que, guiado por su
instinto infantil, fue justamente adonde debía ser bien recibido,
sobre las rodillas de Barnave. Allí, cómodamente sentado,
deletreó a su gusto las letras grabadas sobre los botones del
traje del diputado y consiguió leer la hermosa divisa: “Vivir
libre o morir”.
Aquel pequeño cuadro íntimo, ¿quién lo hubiera creído?,
rodaba apacible a través de una multitud excitada, entre los
gritos y las amenazas. A fuerza de oírlas tanto, ya no las
entendían. El peligro era el mismo y apenas se pensaba en él.
Había llegado el aturdimiento y la insensibilidad ante el
movido cuadro del exterior, incesantemente renovado. Cosa
extraña y que demuestra los recursos eternamente vitales de la
naturaleza; aquel pequeño mundo frágil de gentes que juntas
iban todas a la muerte, se arreglaba durante el camino para
vivir aun en medio de la tempestad.
Pero de pronto se produce un choque< Una nueva oleada
de furiosos quiere matar a los guardias de corps. Barnave
asoma la cabeza por la ventanilla y los mira; como si la
Asamblea Nacional hubiese estado allí, retrocedieron todos.
Algo más adelante surgió otro incidente más grave que
pudo ser fatal. Un pobre sacerdote, con el corazón lacerado por
la desgracia del rey, se aproxima, llenos los ojos de lágrimas,
alzando los brazos al cielo< La muchedtunbre furiosa se
apodera de él, lo arrastran, va a perecer< Barnave se precipita
y, asomando medio cuerpo por la ventanilla, les grita: “Tigres,
¿vosotros no sois franceses?< Francia, el pueblo de los
valientes, ¿es también el de los asesinos?”. Estas palabras
salvaron al sacerdote, pero Barnave habría caído del coche si
Madame Isabel, a pesar de las conveniencias que le imponían la
etiqueta y la reserva, no lo hubiera olvidado todo en aquel
momento y le hubiera asido de la casaca. La reina quedó tan
sorprendida como emocionada y reconocida hacia el joven.
Desde aquel momento le habló.
La noche del tercer día255 se hospedó la familia real en
Meaux, en el palacio episcopal, palacio de Bossuet. Digna casa
de albergar semejante infortunio, digna por su melancolía. Ni
Versalles ni Trianon son tan noblemente tristes ni recuerdan
tanto la grandeza de los pasados tiempos. Y lo que choca aún
más, es que la grandeza es allí sencilla. Una escalera ancha y
sombría de ladrillo, escalera sin peldaños, en suave pendiente,
conduce a las habitaciones. El jardin monótono que se domina
desde la torre de la iglesia, está limitado por las viejas murallas
de la ciudad, hoy cubiertas de hiedra; en la terraza una avenida
de acebos da acceso al gabinete del gran hombre, avenida
siniestra, fúnebre, donde sin duda tuvo el presentimiento del
fin de aquel mundo monárquico del que él había sido el primer
orador.
Y aquella monarquía muerta iba a pedir al hogar de
Bossuet hospitalidad por una noche.
La reina encontró aquel sitio tan en armonía con el estado
de su ánimo, que sin tener en cuenta la situación, sin
preocuparse de saber si viviría al día siguiente, se cogió del
brazo de Barnave y quiso ver el palacio. Estaba lleno de
recuerdos; varios retratos eran preciosos. Vio, en la misma
habitación en que dormía el gran hombre, el retrato de una
princesa, imagen, si no me engaño, de aquella que al morir legó
su anillo a Bossuet.
Barnave, en aquel lugar tan solemne, aprovechando la
ocasión y la emoción de la reina, le dio consejos salidos del
corazón para que se salvara. Le hizo ver con claridad las faltas
del partido realista. “¡Ah, Señora, qué mal defendida ha sido
vuestra causa; qué ignorancia del espíritu del tiempo y del
genio de Francial< ¡Muchas veces he estado a punto de ir a
ofrecerme, de sacrificarme por vos!<”. “Pero ¿qué medios son
los que me hubierais aconsejado?”. “Uno solo, Señora; que os
hubierais hecho amar por el pueblo”. “¡Ay! ¿Cómo conquistar
ese amor? todo conspiraba para arrebatármelo”. “¡Ah! Señora,
si yo, desconocido, nacido en la oscuridad, he obtenido la
popularidad, cuánto más fácil os hubiese sido a vos, si hubieseis
hecho el menor esfuerzo, el conservarla, el volverla a
conquistar<”256. La hora de cenar interrumpió la conferencia.
Después de la cena hizo Pétion una cosa muy arriesgada,
muy humana y que desmiente singularmente la frialdad que
afectaba; llamó al rey aparte y le propuso la evasión de los tres
guardias de corps, disfrazándolos de guardias nacionales. El
ofrecimiento era el de tm buen ciudadano, el de un patriota
excelente; ciertamente demostraba amor al pueblo el que quería
evitarle un crimen; era salvar el honor de Francia. La reina no
aceptó esta oferta, ya porque no quisiera tenerle que agradecer
nada a Pétion, ya porque tuviera la insensata sospecha (Valory
no duda en afirmarlo) de que Pétion quería alejarlos para
hacerles asesinar con más seguridad, lejos de la presencia del
rey que les protegía.
El día siguiente, 25 de junio, era el último, el día terrible en
que había que hacer frente a París. Barnave se colocó en el
testero del coche, entre el rey y la reina, para tranquilizarla sin
duda, y también para justificar mejor el peligro; si algún
exaltado hubiese hecho fuego, lo habría hecho apuntando hacia
allí. Es verdad que se habían tomado cuantas precauciones
permitía la situación. Un militar distinguido, Mathieu Dumas,
encargado por Lafayette de proteger el regreso, había rodeado
el coche de numerosa guardia de granaderos, cuyos morriones
de pelo cubrían casi las ventanillas; en el pescante donde iban
los guardias de corps se sentaron también granaderos
encargados de protegerlos y lo consiguieron; otros granaderos,
por último, montaron en los caballos del carruaje. El calor era
excesivo, el coche se perdía entre nubes de polvo; no se podía
respirar, parecía que faltaba el aire al acercarse a París; la reina
dijo varias veces que se ahogaba. El rey, en Bourget, pidió y
bebió vino para reponerse. La entrada era imponente por los
gritos y las imprecaciones; la multitud ocupaba hasta los
tejados. Se creyó con razón que habría más peligro yendo por el
arrabal y por la calle de Saint-Martin, célebres desde la
horrenda historia de Bertier. Dieron la vuelta a París por las
afueras, atravesaron los campos Elíseos, la plaza de Luis XV y
entraron por las Tullerías, por el puente Tournant. Todo el
mundo tenía la cabeza cubierta; ni una palabra en toda la
muchedumbre; aquel silencio profundo, en aquel mar de gente,
era una cosa terrible.
El pueblo de París, ingenioso en su venganza, no dirigía
más que un insulto al rey: un reproche mudo. En la plaza de
Luis XV habían vendado los ojos a la estatua para demostrar a
Luis XVI con tan humillante símbolo, la ceguedad de la
monarquía.
La pesada berlina alemana caminaba lenta y fúnebre con
las cortinillas medio corridas; parecía aquello el entierro de la
monarquía. Cuando las tropas y los guardias nacionales se
reunieron en las Tullerías, alzaron en alto las armas y
fraternizaron entre sí y con el pueblo. Unión general de Francia
y una sola familia excluida.
Iba sola la triste berlina, bajo la excomunión del silencio. Se
hubiera creído que estaba vacía si no hubiera ido un niño en la
ventanilla, pidiendo perdón al pueblo para sus infortunados
padres.
Se evitó a la real familia el horror y el peligro de atravesar
por entre aquella turba hostil en toda la extensión de las
Tullerías.
El coche fue hasta las escaleras de la amplia terraza que hay
delante del palacio. Allí había que apearse, allí hombres
furiosos, tigres, aguardaban, esperaban una presa: suponían
que una vez que se apease el rey, quedarían sin defensa los tres
guardias de corps.
El rey permaneció dentro del carruaje. Se avisó a la
Asamblea y acudieron veinte diputados; pero este auxilio
hubiera sido inútil si los guardias nacionales, formando en
círculo, no hubiesen cruzado las bayonetas por encima de la
cabeza de los tres desgraciados; a pesar de todo, aún recibieron
ligeras heridas. Dos diputados que la reina consideraba como
enemigos suyos personales, Aiguillon y Noailles, estaban allí
para recibirla y velar por su seguridad; le ofrecieron la mano, y
sin decir una palabra, la condujeron rápidamente a palacio
entre maldiciones. Se creyó perdida al verse entre sus manos,
creyendo que querían entregarla al pueblo o encerrarla sola en
alguna prisión.
Enseguida le asaltó otro temor; no veía a su hijo< Le
habrían ahogado ¿o querían separarle de ella? Al fin le encontró
felizmente; le habían cogido y llevado en brazos hasta sus
habitaciones.
Excepción hecha de los grupos de furiosos que querían
matar a los guardias de corps, la actitud general de la multitud,
aunque parecía muy indignada, era en el fondo muy tranquila.
Había pocos hombres que ante una caída tan grande, ante
semejante humillación, no experimentasen alguna emoción, aun
sin querer, y no se sintiesen profundamente preocupados por
los terribles caprichos del destino. Dos hechos demostraron
aquella mezcla tan natural de sentimientos contrarios. Un
realista, un diputado, Guilhermy, indignado al ver que se
obligaba a todo el mundo a estar con la cabeza cubierta al pasar
el rey, arrojó su sombrero entre la multitud, gritando:
“Atreveos a traérmelo”. Nadie murmuró y fue respetado su
valor o su fidelidad. A las puertas del palacio se repitieron las
mismas escenas. Cinco o seis mujeres del servicio de la reina
querían entrar en las Tullerías para recibirla; los centinelas las
detenían y las verduleras los injuriaban gritándoles: “¡Esclavos
de la austríacal”. “Oíd, dijo una de aquellas mujeres, hermana
de la señora Campan; estoy de servicio de la reina hace quince
años; ella me dotó y me casó; la he servido cuando era feliz y
poderosa. En este momento es desgraciada: ¿creéis que debo
abandonarla?<”. “Tiene razón, exclamaron las verduleras; no
debe abandonar a su señora, hagamos que entre”. Rodearon al
centinela, forzaron el paso y la hicieron entrar.
Tal era el pueblo, agitado por dos sentimientos contrarios,
la humanidad por una parte, por otra la indignación y la
desconfianza (muy fundada como se verá luego). La escena
verdaderamente lúgubre del regreso del rey había
impresionado vivamente todos los espíritus. Aquella noche, en
el seno de las familias, las mujeres estaban afectadas y muchas
no quisieron cenar. A la mañana siguiente pasearon al delfín
por la terraza: un guardia nacional le tomaba en brazos para
que le vieran mejor desde el malecón y el pobre niño echaba
besos al pueblo. Ninguno de los que le vieron dejó de
emocionarse. La violencia verdadera o simulada de los diarios
no bastaba para combatir la sensibilidad pública.
Las Revoluciones de París trataba en vano de demostrar que
el reymonstruo tenía tan poco corazón, estaba tan poco afectado
por su situación, que desde el día siguiente al de su regreso se
había puesto a jugar por la noche, como de costumbre, con su
hijo. Muchos ardientes patriotas se indignaban contra ellos
mismos al ver que, leyendo la anterior noticia, se llenaban sus
ojos de lágrimas.
CAPÍTULO III

1791

Indecisión general. —Alternativas de la reina y de los realistas, de los


jacobinos, de Camille Desmoulins. —Actitud expectante de Danton,
de Robespierre, de Pétion, de Brissot. —Influencias diversas se
disputan a Lafayette. —Discusión en casa de La Rochefoucauld. —
Opinión de Sieyès. —La señora de Lafayette. —Exaltación de las
damas realistas.

Ya está el rey en las Tullerías. Comienza el apuro. La mayor


parte de la gente creía saber lo que había que hacer, y sin
embargo nadie lo sabía.
Parece que cuando las pasiones se hallan tan violentamente
agitadas, cada cual debe saber cuál es su propósito, lo que
quiere y a lo que aspira. La incertidumbre es grande. La
vivacídad de las palabras oculta una gran indecisión de la
voluntad. De aquí las resoluciones vagas, poco consecuentes.
No debemos apresurarnos a tachar a los actores de doblez si
son discordantes sus movimientos, si vacilan, si se inclinan tan
pronto a la derecha como a la izquierda; el barco está en alta
mar y sus vaivenes son producidos por la tempestad.
Estas alternativas en las obras y en las palabras es tan
general, que las de la misma reina parecen, por un momento,
revolucionarias. En cuanto vuelve a ver a la señora Campan en
las Tullerías, le habla de Barnave con calor, con emoción; le
alaba, ¡le justifica ante su camarera! Acepta, sin reflexionar, en
un momento de indiscreta expansión, el principio de la
Revolución: “Un sentimiento de orgullo, dice, que no puedo
censurar, le ha hecho aplaudir todo lo que allanaba el camino de
los honores y de la gloria para la clase en que ha nacido. No
habrá perdón para los nobles que (después de haber obtenido
todos los favores, a menudo con detrimento de los plebeyos de
gran mérito) se han afiliado a la Revolución< Pero si alguna
vez volvemos a obtener el poder, el perdón de Barnave está de
antemano grabado en nuestros corazones”. El antiguo régimen
está muy enfermo cuando la reina, llevada de un afecto
particular, se convierte, sin notarlo, en apologista de la
igualdad.
¿Pero es que la reina está convertida? De ningún modo. Se
deja llevar en este momento de una pasión, y en otro de una
pasión contraria. En el espacio de un mes la vemos cambiar tres
veces de manera de pensar, según si la mueve el miedo, el
despecho o la esperanza. Durante el viaje tiene miedo, se inclina
a Barnave, le oye y le cree. En las Tullerías está prisionera, se
irrita, llama al extranjero en su auxilio (7 julio). Después
vislumbra tm rayo de esperanza, se pone otra vez en manos de
Barnave, de los constitucionales, y ruega a Leopoldo que no
haga nada (30 julio). Ya volveremos a ocuparnos de todo esto.
Esta variación tan extraña no es exclusiva de la reina. Se
observa en todos los personajes históricos que he podido
estudiar. Para hacer su historia habría que remontarnos al héroe
común, al modelo de la mayor parte de los directores
revolucionarios, a Mirabeau; es el maestro en materia de
variaciones. Todas eran naturales para él; en él se habían
reunido todos los principios contrarios; la naturaleza había
creado un monstruo sublime e inmoral. Noble, aristócrata hasta
lo ridículo, el conde experimentaba a ratos sacudidas
republicanas de los Riquetti de Marsella y de Florencia. Su
curiosa historia de la monarquía, escrita desde un calabozo, es
ya implícitamente una apología de la república. Realista, desde
el momento en que ha quebrantado la realeza, hace discursos
para la reina, lo que no le impide traducir para la Le Jay, su
querida y su editor, el libro de Milton, violentamente
republicano; sus amigos le obligaron a quemar la edición. Débil
para con sus amigos, sus queridas y sus vicios, débil también
por la opinión que tenía de los vicios y de la debilidad de
Francia, consideraba la República, no como la mayor edad
natural a la que llega todo pueblo adulto, sino como una crisis
extrema, un recurso desesperado: “Si no son razonables, dijo,
les coloco una república”.
Podría escribirse un libro de las conversiones de su fiel
discípulo, del pobre Camille. A1 mismo tiempo se nos presenta
a favor y en contra de Mirabeau, a favor y en contra de los
Lameth: no hace mucho, en el intervalo de dos horas,
estrechaba la mano de Lafayette y lloraba por Robespierre. Y no
es que le faltase osadía ni iniciativa. En 1789 tuvo una grande y
hermosa, el llamamiento a las armas, la de la república. Al
primer golpe de vista encontraba la palabra verdad. Después
obraba el corazón, débil, mudable, las influencias de los amigos;
iba a consultar a los que amaba o a los que admiraba y sólo
conseguía dudar.
No abandona su primer maestro más que para buscar otro.
Necesita siempre un oráculo, alguien que le hable desde arriba,
que tenga autoridad sobre él. Sin embargo, estos oráculos, estos
grandes tácticos en política, a pesar de sus maneras altaneras, le
dejaban siempre suspendido entre el sí y el no. Tenían menos
en cuenta la situación general que su interés personal,
calculando si era tiempo de avanzar o de retroceder,
bordeando, expiando las corrientes de la opinión para dejarse
llevar por ellas, aparentando dirigirlas.
La habilidad que demostraron Danton y Robespierre
hablando siempre sin declararse en pro o en contra de la
república es muy notable. La voz atronadora del uno, el
dogmatismo del otro, parece que debía comprometerlos. De
ninguna manera. Los dos miran atentamente a los jacobinos, no
avanzan más que paso a paso. Había que ver lo que hacía
aquella poderosa sociedad; esperar a saber lo que pensarían las
sociedades afiliadas de las provincias; si se declaraban
precipitadamente en uno o en otro sentido podían ponerse en
contradicción con aquellas y quedarse solos.
Las habilidades de estas sociedades influían
poderosamente sobre la sociedad de París; debían fortificar una
u otra de estas fracciones, la realista constitucional, compuesta
principalmente por diputados de la actual Asamblea, o la
fracción independiente, compuesta, según se creía, por los
miembros de la Asamblea futura.
La primera fracción imperaba hasta entonces. El 22 de junio
el cordelero Robert, refiriendo sencillamente a los jacobinos que
ha asestado un golpe contra la monarquía, provoca
indignación, imprecaciones: “Somos los amigos de la
Constitución< Es una infamia, etc., etcétera” contesta el club.
El 8 de julio, como veremos, la sociedad parece que ha
cambiado: la fracción independiente se ha impuesto; hace que
se acepte la proposición para destituir al rey. ¿Quién ha podido
en tan poco tiempo hacer este cambio tan singular? Las
maquinaciones de las sociedades de provincia, casi todas
contrarias a la monarquía.
¿Y qué hicieron en este intervalo Danton y Robespierre? Se
mantuvieron neutrales. Lo más curioso es que Danton hablaba
siempre en voz alta y con firmeza, pero era siempre prudente,
aun en medio de su audacia. Su voz campanuda producía un
efecto extraño, pareciendo siempre que afirmaba. Casi no tuvo
una palabra para el cordelero Robert. Respecto al rey, empleaba
para salvarle un medio que más adelante le produjo buen
resultado para librar a Garat y a otros; para ello le injuriaba,
rebajándole, y declarando que estaba muy por debajo de la
justicia: “Sería un espectáculo horrible, decía, el que daríamos al
universo, si teniendo facultad para escoger entre declarar a un
rey criminal o imbécil, no escogiéramos esto último”. Y
proponía, no un regente, sino un consejo de prohibición. ¿Quién
hubiera presidido este consejo más que el duque de Orleans?
Esta opinión proclamada con estentórea y terrible voz, era la
más a propósito para conciliarlo todo: salvaba la persona de
Luis XVI, reservaba al delfín, preparaba al duque de Orleans y
no desalentaba lo más mínimo a la República.
Robespierre no se atrevió a tanto. Dando a entender que no
bastaba perseguir a los cómplices, que era preciso encontrar un
culpable, o dicho de otro modo, que había que procesar al rey,
no decía una palabra respecto al gobierno que se tenía que
constituir. La palabra vaga de república no le atraía: temía sin
duda una república a hechura de los comités de la Asamblea,
presidida por Lafayette, etc., etc. Por eso se mantenía a la
expectativa; su actitud, aunque negativa, era para él un lugar
seguro, desde donde estaba a ver venir. El 13 de julio, cuando
muchos escritores y periodistas se habían declarado ya
francamente, decía Robespierre a los jacobinos: “Se me acusa de
ser republicano, haciéndome con ello mucho honor: no lo soy.
Si me hubieran acusado de ser monárquico, me hubiesen
deshonrado, pues tampoco lo soy”. Después, jugando con el
vocablo, traducía república como cosa pública y fingía creer que
esta palabra no significa ninguna forma de gobierno.
Pétion, que era republicano convencido y que había hecho
profesión de la república en el mismo coche de Luis XVI, creía,
sin embargo, que no había llegado el momento de decidirse. Un
día que varias personas se hallaban reunidas en su casa para
saber lo que habría de proponerse respecto al rey, Pétion, para
excusarse de manifestar su opinión, se puso a tocar el violín.
Brissot, que estaba entre los presentes, se incomodó y le
recriminó por aquella fingida indiferencia. Pero él mismo
tardaba en avanzar. Todavía el 26 de junio se contentaba con
copiar en su Patriota los artículos de los demás diarios,
prometiendo dar su opinión más adelante. El 25 se enfada y se
irrita contra Lameth, que le acusaba de propagar la república y
de haber dirigido correos solicitando las señas de los
republicanos. Sin duda trabaja ya, pero no quiere que se
trasluzca. El 27 su joven amigo Girey-Dupré, persona de toda
su confianza, audaz y entusiasta, pide terminantemente a los
jacobinos “que se procese al rey”. Por fin el 1 de julio pide
Brissot en su diario la destitución de Luis XVI.
Brissot esperaba a Lafayette; le creía republicano. Había
obtenido su promesa de que le ayudaría pecuniariamente y
propagaría su diario. Explicaba la unión momentánea de
Lafayette a los Lameth por lo peligroso de la crisis y la
necesidad de concentrar todas las fuerzas para defender el
orden. Puede que, en efecto, Lafayette no estuviese
irrevocablemente decidido. Probablemente para decidirle por la
monarquía su amigo íntimo La Rochefoucauld convocó en su
casa una reunión de diputados y puso sobre el tapete la
cuestión de la república. Aquel gran señor había sido antes de
la Revolución el amigo, el padre de los filósofos, el centro y el
apoyo de todas las sociedades filantrópicas. Había profesado
con entusiasmo las ideas del 89, pero en el 91 se asustó, hubiera
querido retroceder. Hizo discutir solemnemente en su casa la
tesis de la república ante aquellos que aún vacilaban, queriendo
terminar con un debate contradictorio, el debate interior que
agitaba sus espíritus. El realista Dupont de Nemours hizo
(como se hace en las controversias teológicas) de abogado del
diablo, quiero decir, de la república. El diablo, como sucede
siempre en casos semejantes, fue vencido sin dificultad, y
juzgada imposible la república, fue Francia declarada realista.
En aquella discusión aseguraba La Rochefoucauld que
sentía una preferencia natural por la república; era él el primero
que, en otro tiempo, había hecho traducir las constituciones de
los Estados Unidos. Pero al fin se daba por vencido. Francia era
realista y ella misma lo había dicho en las actas de 1789. Esta era
también la opinión de la gran autoridad de aquel tiempo, el
oráculo de Sieyès, al que no dejaba de consultarse en todas las
ocasiones solemnes, y que en esta dijo y publicó que el gobierno
monárquico era el que daba más libertad al individuo. La
libertad, en concepto de Sieyès, la que quería para él y para los
otros, era esa libertad pasiva, inerte, egoísta, que entrega al
hombre a un epicureismo solitario, la libertad de gozar
únicamente, la libertad de no hacer nada, de soñar o de dormir,
como un monje en su celda o como un gato sobre una
almohada. Para esta libertad se necesitaba una monarquía.
¡Extraña fuerza del egoísmo! El político matemático, que no
hablaba más que de calcular toda la acción social, se entregaba,
falto de valor, al gobierno monárquico, es decir, al capricho de
la individualidad y de la naturaleza que nadie puede calcular.
Verdad es que esta monarquía era una monarquía especial, un
misterio que no entendía nadie. Únicamente Sieyès se daba
cuenta de ello; su monarca era una especie de Epicuro, que
carecía de toda acción y sólo tenía el poder de elegir. En aquella
época ya había concebido el singular sistema que luego
propuso a Bonaparte y del que este se burló.
Lafayette, además de Sieyès, además de La Rochefoucauld
y de todos los amigos de la misma casta, tenía a su lado otro
abogado muy poderoso de la monarquía. Nos referimos a la
señora de Lafayette, esposa digna, virtuosa, amante, pero
peligrosa para su marido por su vehemente devoción al trono.
Hija de Noailles, no participaba en lo más mínimo del
entusiasmo revolucionario de algunos de sus parientes. Unida
estrechamente a los señores de Noailles y de Ayen, era de una
piedad ardiente, como lo demostró al morir en 1794. Estas
señoras visitaban mucho el convento de Miramiones, uno de los
principales focos del fanatismo en aquella época. Mujeres
amables, apasionadas, poderosas por sus virtudes, rodeaban a
Lafayette y le hacían una dulce guerra sorda, que era por ello
más terrible. Sobre todo su esposa no le perdonaba que se
constituyera en carcelero del rey. Su piadosa resignación no
pudo triunfar ante este resentimiento y en mayo de 1791 salió
precipitadamente de París y se refugió en Auvernia257. Esta
brusca partida divirtió mucho a los parisienses y la
relacionaban con la de la duquesa de Orleans, quien justamente
en aquella misma época huía igualmente de su marido.
Otra causa la obligaba también a alejarse. Debía de estar
cansada del entusiasmo romántico con que las señoras
obsequiaban al héroe de los dos mundos. Muchas declaraban
francamente que estaban enamoradas de él, que no podían vivir
sin su retrato. Era un dios, un salvador. Y a título de talle
rogaban y le suplicaban que salvase a la monarquía. “¡Ah!
Señor Lafayette, salvad a nuestro pobre rey”. A pesar de lo
razonable, de lo flemático, del frío temperamento americano
que aparentaba el rubio general, era excesivamente
comprometedor y difícil, aun para el hombre más sensato, ver a
tantas mujeres hermosas llorar en vano a sus pies.
Las mujeres, fuerza es confesarlo, se mostraban en esta
ocasión mucho más decididas que los hombres. Ellos
fluctuaban entre ideas opuestas, mientras ellas se dejaban llevar
por el sentimiento y no vacilaban. Para ellas los partidos eran
religiones que profesaban de todo corazón. Las señoras realistas
amaban antes de lo de Varennes; después adoraban. Aquella
gran falta y aquella gran desgracia eran para ellas un motivo
para que aumentase su adoración. La reina había llegado a ser a
sus ojos un motivo de idolatría. Lloraban debajo de sus
ventanas, hubieran querido estar encerradas con ella, como
madame de Lamballe, a quien la reina, a su regreso, la había
dado un rizo de sus cabellos con esta divisa: “Encanecidos por
la desgracia”. La pobre joven, casada en otro tiempo,
abandonada por su marido como más adelante por la reina,
permanecía atada al peligro, instrumento dócil de las intrigas
políticas, víctima predestinada para el odio popular.
Pero también el peligro era el que incitaba a las mujeres. La
prueba de ello se vio el primer día que la reina pudo ir al teatro,
día de lucha entre los palcos realistas y el patio jacobino. La
encantadora Dugazon, en aquel palenque de los partidos,
servidora humilde del público y con mucha exposición, se
atrevió sin embargo a aprovechar una frase del papel que
representaba para dar expansión a los sentimientos de su alma;
se adelantó hacia el palco real, convulsa de amor y de audacia,
y pronunció estas palabras que poco después podían costarle la
vida: “¡Ah! ¡Cuánto amo a mi señora!”.
1791 —

Dos religiones frente a frente: el ídolo y la idea. —Reinado del


sentimiento de las mujeres. —El amor por lo real y por el ideal
confundidos. —Tendencias elevadas de las mujeres. —Intervienen en
la vida política Genlis, Staël, Kéralio, Gouges, etc. —El salón de
madame de Condorcet; noble influencia de ésta sobre su marido. —Su
republicanismo (julio). —Su situación ambigua y contradictoria.

Casi enfrente de las Tullerías, en la orilla opuesta del río, a la


vista del pabellón de Flora y del salón realista de madame de
Lamballe, está el palacio de la Moneda. Allí hubo otro salón, el
de Condorcet, llamado por un contemporáneo el hogar de la
república.
En el salón europeo del ilustre secretario de la Academia de
Ciencias, del último de los filósofos, se concentró,
efectivamente, desde todos los países del mundo, la idea
republicana de la época. Allí fermentó, allí tomó cuerpo y
figura, y allí encontró sus fórmulas. La iniciativa y la idea
primera pertenecían, ya lo hemos dicho, desde 1789, a Camille
Desmoulins. En junio de 1791 Bonneville y los cordeleros
lanzaron el primer grito. Ahora vamos a ver a madame Roland
dotando a la idea republicana de la fuerza moral de su alma
estoica y de su encanto apasionado.
No somos de los que exageran la influencia individual.
Para nosotros el fondo esencial de la historia está en el
pensamiento popular. Sin duda alguna la república flotaba en
este pensamiento. Casi todo el mundo la sentía en Francia en
estado negativo, bajo esta fórmula: El rey es ya imposible. Muchos
lo habían dicho ya en forma positiva: Francia en adelante debe
gobernarse ella misma. Sin embargo, para que esta idea, general
todavía, adquiriera su fórmula especial y aplicable, era preciso
que fermentase en un foco reducido, que adquiriera calor y luz,
que del choque de las discusiones brotase el rayo.
Al llegar aquí tengo que detenerme y examinar seriamente
la sociedad en aquel momento. Dejaría esta historia oscura si
refiriera los actos exteriores sin referir sus móviles. Juzgado
solamente por los hechos, al ver la indecisión de los directores
de la política, tal como la hemos visto ahora mismo, ¿quién
sospecharía un mundo tan ardiente y tan apasionado?
Lo que alguien juzgará como una digresión, es, ni más ni
menos, el corazón del asunto y el fondo del fondo. La primera
condición de la historia es la verdad. No sé si la construcción
severamente geométrica tan del gusto de nuestros modernos es
siempre compatible con las profundas exigencias de la
naturaleza viva. Ellos emplean siempre la línea recta y los
ángulos rectos; la naturaleza, en el orden orgánico, procede
siempre valiéndose de la curva. Veo también que mis maestros,
los hijos primogénitos de la naturaleza, los grandes
historiadores de la antigüedad, en vez de seguir servilmente la
vía recta del viajero despreocupado que no tiene más objeto que
llegar, en vez de recorrer la árida superficie, se detienen a cada
momento, y en caso necesario vuelven atrás, para hacer grandes
y fecundas excavaciones en el seno de la tierra.
También yo penetraré en el fondo y buscaré las aguas
vivas, que al brotar animarán esta historia258.
Lo que caracteriza a 1791 es que los partidos se convierten
en religiones. Dos religiones se colocan frente a frente, la
idolatría devota y realista y el ideal republicano. En una, el
alma irritada por un sentimiento de piedad retrocede
violentamente hacia el pasado que le disputan y se aferra a los
ídolos de carne, a los dioses materiales que tenía casi olvidados.
En otra, el alma se exalta y tiende al culto de la idea pura; nada
de ídolos, no hay más religión que el ideal, la patria, la libertad.
Las mujeres, menos influidas que nosotros por las
costumbres sofisticas y escolásticas, avanzaban más que los
hombres en estas dos religiones. Era un espectáculo noble y
conmovedor verlas, no sólo las puras, las irreprochables, sino
también las menos dignas, siguiendo un noble impulso hacia lo
bello, desinteresadamente, tomando a la patria por amiga del
corazón, al derecho eterno por amante.
¿Es que cambiaron entonces las costumbres? No, pero es
que el amor tendió su vuelo hacia más elevadas esferas. La
patria, la libertad, la dicha del género humano se han
apoderado de los corazones femeninos. La virtud de los
tiempos romanos, si no está en las costumbres, está en la
imaginación, en el alma, en los nobles deseos. Miran a su
alrededor buscando los héroes de Plutarco; los quieren y los
harán. Ya no basta, para agradarlas, hablar de Rousseau y de
Mably. Vivas y sinceras, tomando las ideas en serio, quieren
que las palabras se conviertan en hechos. Siempre amaron la
fuerza. Comparan el hombre moderno con el ideal de fuerza
antiguo que llevan en su mente. Nada quizás ha contribuido
tanto como esta comparación, esta exigencia de las mujeres a
precipitar a los hombres, a apresurar el curso rápido de nuestra
revolución.
¡Era tan ardiente aquella sociedad! Nos parece al entrar en
ella que sentimos su caluroso aliento.
En nuestros días hemos visto actos extraordinarios,
admirables abnegaciones de multitud de hombres que hacían el
sacrificio de sus vidas; y sin embargo, cada vez que hago
abstracción del presente y que pienso en el pasado, en la
historia de la Revolución, encuentro mucho más calor; la
temperatura es muy diferente. ¿Es que acaso el globo se ha
enfriado desde entonces?
Algunos hombres de aquella época me habían explicado la
diferencia, pero no les había entendido. Con el tiempo, a
medida que entraba en los detalles, estudiando no sólo la
mecánica legislativa, sino el movimiento de los partidos, de los
hombres, las personas, las biografías individuales, he ido
comprendiendo entonces el sentido de las palabras de aquellos
ancianos.
La diferencia entre los dos tiempos se condensa en una
palabra: se amaba. El interés, la ambición, las eternas pasiones de
los hombres, estaban en juego como hoy, pero el amor se
llevaba la parte más fuerte. Tómese esta palabra en todos sus
sentidos, el amor a la idea, el amor a la mujer, el amor a la
patria y al género humano. Amaron lo bello que pasa y lo bello
que permanece, una aleación de dos sentimientos tan puros y
tan fuertes como el oro y el bronce de Corinto259.
En 1791 reinan las mujeres por el sentimiento, por la
pasión, y también hay que decirlo, por la superioridad de su
iniciativa. Jamás, ni antes, ni después, tuvieron tanta influencia.
En el siglo XVIII, con los enciclopedistas, la inteligencia dominó
la sociedad; más adelante será la acción, la acción mortífera y
terrible. En 1791 domina el sentimiento y por consecuencia la
mujer.
El corazón de Francia late vigorosamente en aquella época.
La emoción ha ido en aumento desde Rousseau. Primero
sentimental, soñadora, época de expectación inquieta, como la
hora anterior a la tempestad, como en un corazón joven el amor
indefinido ante el amante. Hálito inmenso, en 1789 palpitan
todos los corazones< Después, en 1790, la Federación, la
fraternidad, las lágrimas< En 1791, la crisis, el debate, la
discusión apasionada. Pero en todas partes las mujeres, en
todas partes la pasión individual en la pasión pública; el drama
privado y el drama social van confundiéndose, entrelazándose,
tejiéndose los dos hilos juntos: ¡ay! muy pronto, ahora mismo,
serán cortados juntos.
El principio fue hermoso. Las mujeres (demasiado se ha
olvidado) se iniciaron en las ideas de la libertad bajo la
influencia de Emilio, es decir, por la educación, por las
esperanzas, por las aspiraciones de la maternidad, por todas las
cuestiones que suscita el niño en el corazón de una mujer desde
que nace, ¿qué digo?, en el corazón de una joven mucho antes
de ser madre. “¡Ah! ¡Que sea feliz este niño, que sea bueno y
grande! ¡Que sea librel< Santa y antigua libertad, madre de los
héroes, ¿vivirá mi hijo a tu sombra?<”. He aquí los
pensamientos de las mujeres y he aquí por qué en las plazas, en
los jardines donde el niño juega a la vista de su madre o de su
hermana, las veis leer pensativas< ¿Qué libro es ese que ha
ocultado la joven en su seno presurosa a vuestra llegada? ¿Qué
novela? ¿La Eloisa? No, acaso las Vidas de Plutarco o el Contrato
social.
Circulaba entonces una leyenda inglesa que produjo entre
nuestras francesas una gran emulación política. Mistress
Macaulay, la historiadora eminente de los Estuardos, había
inspirado al viejo sacerdote Williams tanta admiración por su
talento y su virtud, que había consagrado una estatua suya de
mármol en una iglesia como diosa de la Libertad.
Todas las mujeres ilustradas aspiraban entonces a ser la
Macaulay de Francia. La diosa inspiradora se encuentra en
todos los salones. Ellas dictan, corrigen, reforman los discursos
que al día siguiente deben ser pronunciados en los clubs y en la
Asamblea Nacional. Van a oírlos a las tribunas; asisten como
jueces apasionados, animan con su presencia al orador débil o
tímido. Que se ponga este en pie y que mire< ¿No es aquella la
graciosa sonrisa de madame de Genlis, entre sus seductoras
hijas, la princesa y Pamela? ¿Y aquellos ojos negros, ardientes,
no son los de madame de Staël? ¿Cómo es posible que decaiga
la elocuencia?< ¿Puede faltar el valor ante madame Roland?
Entre las mujeres escritoras, ninguna quizás avanzó con un
ardor más impaciente que una dama bretona, viva, espiritual,
ambiciosa, la señorita Kéralio. Había vivido largo tiempo una
vida de trabajos. Educada por su padre, hombre de letras y
profesor de la Escuela Militar, había traducido mucho,
recopilado y escrito una gran historia, la de la época anterior a
los Estuardos de mistress Macaulay, la historia del reinado de
Isabel. Casada con un patriota más entusiasta que ilustrado, con
el cordelero Robert, le hizo escribir, desde enero de 1791 El
republícanismo adaptado a Francia. Figuraba en primera linea
sobre el altar de la patria durante la terrible escena del Campo
de Marte que hemos de referir.
Otra mujer, la brillante improvisadora Olimpia de Gouges
que, como Lope de Vega, dictaba una tragedia por día, sin
saber, según dice ella misma, ni leer ni escribir, se declaró
republicana, impresionada por lo de Varennes y por la traición
del rey. Antes era monárquica y más adelante lo volvió a ser al
ver en peligro a Luis XVI, ofreciéndose a defenderle. Sabía, al
hacer este ofrecimiento, adónde podía llevarle. Suya es aquella
hermosa frase que pronunció reclamando los derechos de las
mujeres: “Tienen sin duda el derecho de subir a la tribuna,
puesto que tienen el derecho de subir al patíbulo”260.
Esta entusiasta hija de Languedoc había organizado varias
sociedades de mujeres y su número aumentaba
considerablemente. En el Círculo social, donde se reunían
hombres y mujeres, una holandesa distinguida, madame Palm
Aelder, pidió solemnemente para su sexo la igualdad política.
Fue sostenida y apoyada su tesis por el hombre más grave de la
época, el que más que nadie hallaba en la mujer inspiraciones
de libertad. Hablemos de él detenidamente.
El último de los filósofos del gran siglo XVIII, el que
sobrevivía a todos para ver realizadas sus teorías, era
Condorcet, secretario de la Academia de Ciencias, el sucesor de
d'Alembert, el último corresponsal de Voltaire, el amigo de
Turbot. Su salón era el centro natural de la Europa pensante.
Todas las naciones y todas las ciencias tenían allí su puesto. Los
extranjeros ilustres, después de haber estudiado las teorías de
Francia, iban allí a discutir la manera de aplicarlas. Allí estaban
el americano Thomas Payne, el inglés Williams, el escocés
Mackintosh, el ginebrino Dumont, el alemán Anacharsis Clootz,
este último fuera de su centro en aquel salón; pero en 1791
todos iban allí y todos estaban mezclados. En un ángulo,
invariablemente, se hallaba el amigo asiduo, el médico Cabanis,
enfermo y melancólico, que había trasladado a aquella casa el
afecto profundo que había sentido por Mirabeau.
Entre aquellos pensadores eminentes destacaba la noble y
virginal figura de madame de Condorcet, a la que hubiera
tomado Rafael por modelo para representar la metafísica. Era
toda luz: todo parecía que se iluminaba, que se depuraba con su
mirada. Había sido abadesa y se la hubiera tomado por una
noble doncella más que por una dama. Tenía entonces
veintisiete años (veintidós menos que su marido). Acababa de
publicar sus Cartas sobre la simpatía, libro de fino y delicado
análisis, en el que bajo el velo de una reserva extrema, se
adivina sin embargo la melancolía de un corazón joven al que
ha faltado alguna cosa261. Equivocadamente se ha supuesto que
había ambicionado los honores y el favor de la corte y que
despechada se lanzó a la Revolución. Nada más impropio de un
carácter semejante.
Menos inverosímil es lo que se dijo también, que antes de
casarse con Condorcet le había manifestado que su corazón no
era libre, que amaba sin esperanza. El sabio oyó esta confesión
con bondad paternal y la respetó. Dos años enteros, según la
misma tradición, vivieron como dos espíritus, y hasta 1789, en
el hermoso momento de julio, no vio madame de Condorcet
toda la pasión que sentía aquel hombre tan aparentemente frío;
entonces comenzó a amar al gran ciudadano, al alma tierna y
profunda que conservaba como si fuera su propia felicidad la
esperanza de la felicidad de la especie humana. Entonces le
encontró joven, con la juventud eterna de aquella gran idea, de
aquella hermosa aspiración.
El único hijo que tuvieron nació nueve meses después de la
toma de la Bastilla, en abril de 1790.
Condorcet, que tenía entonces cuarenta y nueve años, se
rejuvenecía con aquellos grandes acontecimientos; entregaba
una nueva vida por tercera vez. Había vivido primero para las
matemáticas con d'Alembert, después para la crítica con
Voltaire y ahora se embarcaba para surcar el océano de la
política. Había soñado con el progreso; hoy trataba de realizarlo
o por lo menos de consagrarse a él. Toda su vida había ofrecido
una alianza notable entre dos facultades que raramente se
encuentra unidas, la razón y la fe inquebrantable en el porvenir.
Firme contra el mismo Voltaire cuando este le pareció injusto262,
amigo de los Economistas, sin que lo fuera ciegamente,
conservó del mismo modo su independencia respecto a la
Gironda. Todavía se lee con admiración su defensa de París
contra el prejuicio de las provincias, que fue el de los
girondinos.
Aquel gran espíritu estaba siempre pronto, dispuesto,
dueño de sí mismo. La puerta de su casa siempre abierta, por
abstracto que fuese el trabajo a que se dedicara. En un salón, en
medio de la multitud, pensaba siempre, jamás padecía una
distracción. Hablaba poco, todo lo oía, todo lo aprovechaba;
nunca se olvidó de nada. Sobre cualquier especialidad que se le
examinase, resultaba más especialista que el examinador. Las
mujeres se admiraban, se asustaban al ver que sabía hasta la
historia de sus modas263 en todos sus detalles y remontándose
hasta su origen. Era muy frío en apariencia, jamás se abría a
nadie264. Sus amigos no sabían la amistad que les profesaba más
que por el ardor extremado con que secretamente les hacía
favores. “Es un volcán bajo la nieve”, decía d'Alembert. Se
contaba que siendo joven había estado enamorado y, al no ser
correspondido, estuvo a punto de suicidarse. De más edad
entonces y más maduro, pero en el fondo no menos ardiente,
sentía por su Sofía un amor contenido, inmenso, una de esas
pasiones tanto más profundas cuanto más tardías, más grandes
que la misma vida, insondables.
Sofía era digna de ser amada así. Sin hablar de la
admiración universal que inspiraba a los hombres de aquella
época, citaré un hecho grande, sagrado. Cuando el infortunado
Condorcet, perseguido como una fiera, oculto en un asilo poco
seguro, se destrozaba el corazón atormentado con sus propios
pensamientos y escribía su apología, su testamento político, su
mujer le inspiró la idea sublime de abandonar aquellas luchas
mezquinas, dejando a la posteridad el cuidado de rehabilitarle,
y le aconsejó que se dedicara tranquilamente a escribir el Boceto
de un cuadro de los progresos del espíritu humano. La atendió y
escribió aquel noble libro de la ciencia infinita, de amor sin
límites a los hombres de esperanza exaltada, consolándose de
su cercana muerte por la más conmovedora de las ilusiones: la
de que por el progreso de las ciencias se llegará a suprimir la
muerte.
Qué tiempos más nobles y cuán merecedoras de ser
amadas fueron aquellas mujeres, dignas de que los hombres las
considerasen al par de los demás ideales, ¡la patria y la
virtud!< ¿Quién no recuerda aún aquel almuerzo fúnebre en
que por última vez los amigos de Camille Desmoulins le
rogaron que suspendiera su Viejo Cordelero y que aplazase su
demanda del Comité de la clemencia? Su Lucila, olvidando que
era esposa y madre, le echó los brazos al cuello, diciendo:
“Dejadle, dejadle que siga su destino”.
Así consagraron ellas el matrimonio y el amor, levantando
la fatigada frente del hombre en presencia de la muerte,
dándole vida, guiándole hacia la inmortalidad<
También ellas serán inmortales. Siempre los hombres del
porvenir sentirán no haber visto a aquellas heroicas y
encantadoras mujeres. Siempre quedará unido su recuerdo a las
más nobles ilusiones del corazón, como modelo del amor
eterno.
Había como una sombra de aquel trágico destino en las
facciones y en la expresión de Condorcet. De aspecto tímido
(como el del sabio siempre solitario aun en medio de los
hombres) tenía en su fisonomía algo triste, como de víctima
resignada.
La parte superior de su rostro era hermosa. Sus ojos nobles
y de dulce mirada, llenos de seria idealidad, parecía que
mirasen al fondo del porvenir. Y sin embargo, su frente era
capaz de contener toda la ciencia, parecía un almacén inmenso,
un tesoro completo del pasado.
Como hombre era, preciso es confesarlo, más grande que
fuerte. Se adivinaba en su boca algo tierna y un poco colgante.
La universalidad que esparce el espíritu sobre todos los objetos
es una causa de enervación. Agréguese a esto que había vivido
en el siglo XVIII, cuyo peso soportaba. Había presenciado todas
las disputas, las grandezas y las pequeñeces y tenía fatalmente
sus contradicciones. Sobrino de un obispo jesuita y educado por
él, debía mucho también a los La Rochefoucauld. Aunque
pobre, era noble, marqués de Condorcet. Nacimiento, posición,
relaciones, todo le unía al antiguo régimen. Su casa, su salón, su
mujer, presentaban el mismo contraste.
Madame de Condorcet, hija de Grouchy, abadesa primero,
discípula entusiasta luego de Rousseau y de la Revolución,
abandonando su posición semieclesiástica para presidir un
salón que era el centro de los librepensadores, parecía una
aristócrata sacerdotisa de la filosofía.
La crisis de junio de 1791 debía decidir a Condorcet,
poniéndole en el caso de tomar una resolución. Era preciso
escoger entre sus relaciones y sus precedentes, de una parte, y
sus ideas, de otra. Por lo que se refiere a los intereses, no tenían
valor para hombre de tal clase. Lo único acaso que hubiera
podido conmoverle, es que la república, rebajando todas las
grandezas convencionales y realzando otro tanto los méritos
naturales, hubiera convertido en reina a su Sofía.
La Rochefoucauld, su amigo íntimo, no perdía la esperanza
de neutralizar su republicanismo con el de Lafayette. Creía que
fácilmente convencería al sabio modesto, al hombre dulce y
tímido al que su familia había protegido en otro tiempo. Llegó a
decirse que Condorcet profesaba las ideas realistas de Sieyès.
De este modo se le comprometía, al mismo tiempo que se le
ofrecía como tentación la perspectiva de nombrarlo ayo del
delfín.
Probablemente estos rumores le decidieron a declararse
acaso más pronto de lo que él hubiera querido. El 1 de julio hizo
anunciar por La boca de hierro que hablaría en el Círculo social de
la república. Esperó hasta el 12 y no lo hizo sin cierta reserva.
En un ingenioso discurso refutó varias objeciones triviales de
las que se hacen a la república, añadiendo, sin embargo, estas
palabras que causaron mucha admiración: “Si a pesar de todo
se reserva el pueblo el reunir una Convención para que decida
si se conserva el trono, si la herencia continúa un corto número
de años entre dos Convenciones, la monarquía en ese caso no es
esencialmente contraria a los derechos de los ciudadanos<”.
Aludiendo al rumor que circulaba de que debían nombrarle ayo
del delfín, decía que en este caso le enseñaría a saber prescindir
del trono.
Esta aparente indecisión no fue muy del gusto de los
republicanos y chocó a los realistas, que aún se resintieron
mucho más cuando se repartió en París un folleto ingenioso,
burlón, escrito por un hombre tan serio. Condorcet fue
probablemente el eco y el secretario de la sociedad de jóvenes
que frecuentaban su salón.
El folleto era una Carta de un joven mecánico, que por una
módica cantidad se comprometía a fabricar im excelente rey
constitucional. “Este rey, decía, desempeñaría admirablemente
las funciones de rm monarca, asistiría a las ceremonias, se
sentaría de manera decorosa y oiría misa por medio de cierto
resorte, tomaría de manos del presidente de la Asamblea la lista
de los ministros que designase la mayoría< Mi rey no sería
peligroso para la libertad, y sin embargo, conservándole con
cuidado, sería eterno, lo cual es mucho mejor que ser
hereditario. Hasta podría ser declarado inviolable sin injusticia
y considerarle infalible sin incurrir en un absurdo”.
Cosa digna de notar: este hombre reposado y grave, que
por un chiste se lanzaba al mar de la Revolución, no ignoraba
ninguno de los peligros que iba a afrontar. Lleno de fe en el
porvenir lejano de la especie humana, se fiaba menos del
presente, no se hacía ninguna ilusión sobre la situación actual y
veía muy bien sus riesgos. Los temía, no por él (hacía con gusto
el sacrificio de su vida), sino por aquella mujer adorada, por
aquel niño inocente, nacido del momento sagrado de julio. Se
había informado hacía ya algunos meses de los puertos por
donde, en caso necesario, podría poner a salvo a su familia y
había elegido el de Saint-Valery.

Viaje de la familia Roland a París. —Mérito de Roland. —Su mujer


dirigida por él. —Belleza y virtud de madame Roland. —Su emoción
ante el espectáculo de la Federación en julio de 1790. Su pasión, su
saber, octubre de 1790. —Cambio de pasión. —Llega a París, febrero
de 1791. —Potencia de su impulso. —Encuentra ya fatigados a la
mayor parte de los directores de la política. —Lozanía de su talento, su
fuerza y su fe, junio y julio de 1791.

Para querer la república, para inspirarla, para hacerla, no


bastaba un corazón noble y un gran talento. Era preciso otra
cosa más< ¿Cuál? Ser joven, poseer esa juventud del alma, ese
ardor de la sangre, esa ceguera fecunda que ve como si ya
estuviera en el mundo lo que aún no existe más que en el alma,
y que al verlo, lo crea< Era preciso tener fe.
Se necesitaba cierta armonía, no sólo de voluntad y de
ideas, si no también de costumbres y de hábitos republicanos;
tener uno mismo la república moral, la única que legitima y
funda la república política; quiero decir, poseer el gobierno de
sí mismo, su propia democracia; hallar su libertad en el
cumplimiento del deber< Y se necesitaba además, lo cual
parece que está en oposición con lo expuesto, que un alma de
esta suerte, virtuosa y fuerte, tuviese un movimiento
apasionado que la obligase a salir de sí misma, impulsándola a
obrar.
En los días aciagos de desfallecimiento y de fatiga, cuando
la fe revolucionaria decaía, varios diputados y periodistas de
los principales de aquella época iban a adquirir fuerza y valor a
una casa en que jamás faltaban aquellas cosas; a una casa
modesta, el hôtel británico de la calle Guénégaud, cerca del
Pont-Neuf. Esta calle, bastante sombría, por la que se va a la de
Mazarin, aún más sombría, no tiene más vistas que las
interminables paredes de la Monnaie. Se subía al piso tercero y
allí se encontraba invariablemente a dos personas que
trabajaban juntas, monsieur y madame Roland, recién llegados
de Lyon. En el saloncito no había más que una mesa sobre la
que escribían los dos esposos; en la alcoba, por entre las puertas
medio abiertas, se veían dos lechos. Roland tenía cerca de
sesenta años, ella treinta y seis y aparentaba muchos menos; él
parecía el padre de su mujer. Era un hombre bastante alto y
delgado, de aspecto austero y apasionado. Aquel hombre, que
fue excesivamente supeditado a la gloria de su mujer265, era un
ardiente ciudadano que llevaba a Francia en su corazón, uno de
aquellos antiguos franceses de la raza de los Vauban y de los
Boisguilbert, que aún en tiempos de la monarquía ya trabajaban
de la única manera entonces posible por la santa idea del
bienestar público. Inspector de manufacturas, había pasado
toda su vida trabajando, haciendo viajes para mejorar en lo
posible nuestras industrias. Había publicado la relación de
algunos de sus viajes y diversos tratados o memorias relativas a
oficios diversos. Su hermosa y animosa mujer, sin que le
repugnase la aridez de tales asuntos, copiaba, traducía y
recopilaba para él. El Arte del hornaguero, el Arte del fabricante de
lana rasa y seca, el Diccionario de las manufacturas habían ocupado
las bonitas manos de madame Roland, absorbiendo sus mejores
años sin otra distracción que el nacimiento y la lactancia de la
única hija que tuvo. Íntimamente asociada a los trabajos y a las
ideas de su marido, le profesaba una especie de cariño filial,
hasta el punto de prepararle ella misma sus alimentos; era
necesaria una alimentación especial, pues el anciano tenía el
estómago delicado por el exceso de trabajo.
Roland en aquella época no se valía de su mujer para la
redacción de sus escritos; más adelante, cuando fue ministro,
estando agobiado por múltiples ocupaciones, es cuando
recurrió a su colaboración. Ella no tenía afán de escribir y si la
Revolución no hubiera ido a sacarla de su retiro, se hubieran
perdido aquellas cualidades, su talento y elocuencia, tanto
como con el tiempo su belleza.
Cuando se reunían aquellos políticos madame Roland no
intervenía en sus discusiones; continuaba su trabajo o escribía
cartas; pero si, como sucedía con frecuencia, recurrían a ella,
entonces hablaba con tal vivacidad, se expresaba con tal
propiedad y en forma tan graciosa y persuasiva, que causaba
admiración. “El amor propio hubiera querido encontrar
afectación en lo que decía, pero no había medio, era
sencillamente una naturaleza demasiado perfecta”.
A primera vista se hubiera creído ver en ella la Julia de
Rousseau266; pero no era la Julia, ni la Sofía: era madame
Roland, una hija de Rousseau, ciertamente, más legítima
todavía acaso que las que nacieron de su pluma. Esta no era
como aquellas una doncella noble. Manon Philippon, que así se
llamaba cuando soltera (lo siento por los que no gustan de
nombres plebeyos), fue hija de un grabador y se dedicó al
grabado mientras permaneció en el hogar paterno. Descendía
del pueblo: se adivinaba fácilmente en su coloración sanguínea,
menos pronunciada entre las clases aristocráticas; sus manos
eran bonitas, pero no pequeñas; la boca un poco grande, la
barbilla levantada, el talle elegante, de formas pronunciadas,
con una riqueza de seno y de caderas que raramente se observa
entre las damas.
En otro punto difería también de las heroínas de Rousseau;
en que no tuvo sus debilidades. Madame Roland fue virtuosa,
sin que la ablandaran la inacción o el desvarío en que
languidecen las mujeres; fue trabajadora y activa en sumo
grado: el trabajo fue para ella el guardián de su virtud. Una
idea sagrada, el deber, presidió aquella hermosa existencia
desde el nacimiento hasta la muerte; ella misma lo asegura en
sus últimos momentos, en la hora en que no se miente. “Nadie,
dice, ha conocido la voluptuosidad menos que yo”. Y en otra
parte añade: “He mandado en mis sentidos”.
Pura en la casa paterna, en el muelle del Reloj, como el azul
purísimo del cielo que veía, dice, desde allí hasta los Campos
Elíseos; pura en la mesa de su marido, trabajando infatigable
para él; pura ante la cuna de su hija, a la que se empeñó en
amamantar, a pesar de los vivos dolores que le producía, no lo
es menos en las cartas que escribía a sus amigos, a aquellos
jóvenes que le profesaban una amistad apasionada267; ella les
calma y les consuela, les hace superiores a su debilidad, y ellos
permanecieron fieles hasta la muerte, como a la propia virtud.
Uno de ellos, sin detenerse ante el peligro, iba en pleno
Terror a recibir de ella en la prisión las páginas inmortales en
que refirió su historia. Proscrito a su vez y perseguido, huyendo
y caminando sobre la nieve, sin abrigo que le librase de la
escarcha, puso a salvo aquellas páginas sagradas; acaso fueron
ellas las que le salvaron a él, manteniendo en su pecho la fuerza
y el calor del gran corazón que las había escrito268.
Los hombres a quienes molestaba una virtud demasiado
perfecta, buscaron con avidez por si encontraban alguna
flaqueza en la vida de esta mujer, y sin pruebas, sin el menor
indicio269, supusieron que en lo más interesante del drama en
que ella intervenía como heroína, en su momento más viril, en
medio de los peligros y los horrores (¿después de septiembre o
la víspera del naufragio en que zozobró la Gironda?), madame
Roland tenía tiempo y corazón para escuchar galanterías y
hacer el amor< Lo único que no consiguieron fue encontrar el
nombre del amante favorecido.
No hay ningún motivo que autorice semejantes
suposiciones. Madame Roland fue siempre dueña de sí misma,
reina absoluta de su voluntad y de sus actos270. Aquella alma
fuerte, pero apasionada, no experimentó ninguna emoción. ¿No
tuvo también su tempestad? Esta es otra cuestión y sin vacilar
contestaré: sí.
Permítaseme insistir. Este hecho, poco conocido todavía, no
es un detalle indiferente y puramente anecdótico de la vida
privada. Ejerció sobre madame Roland una gran influencia en
1791 y la poderosa presión que ejerció sobre ella desde esta
época no se explicaría si no se estudiasen detenidamente las
causas particulares que apasionaban a aquella alma, hasta
entonces tan fuerte y tranquila, pero de gran fuerza interior, sin
que se manifestase exteriormente.
Madame Roland hacía una vida oscura, laboriosa en el año
89, en la triste mansión de la Platière, cerca de Villefranche y no
lejos de Lyon. Oye, como toda Francia, el cañón de la Bastilla; se
conmueve su pecho y se dilata; parece que el prodigioso suceso
realiza todas sus aspiraciones, todo lo que ha leído, imaginado
y esperado: ya tiene una patria. La Revolución se propaga por
toda Francia; despiertan Lyon, Villefranche, los campos y las
aldeas. La federación del 90 llama a Lyon a la mitad del reino, a
todas las diputaciones de la guardia nacional, desde Córcega a
Lorena. Desde por la mañana madame Roland, en el admirable
muelle del Ródano, contemplaba extática el espectáculo de todo
aquel pueblo, de aquella fraternidad nueva, de aquella aurora
espléndida. Por la noche escribió a Champagneux, su joven
amigo de Lyon, que desinteresadamente y por puro patriotismo
publicaba un diario, una relación de aquella jornada. De aquel
número se vendieron sesenta mil ejemplares. Todos los
guardias nacionales, al regresar a sus casas, se llevaban sin
saberlo el alma de madame Roland.
Ella también, al regresar a su solitaria vivienda de la
Platière, volvió pensativa y la encontró más estéril y árida que
de ordinario. Interesándose poco entonces en los trabajos
técnicos en que la ocupaba su marido, leía el Proceso verbal de los
electores del 89, la revolución del 14 de julio, la toma de la
Bastilla. Hizo la casualidad que uno de aquellos electores,
Bancal des lssarts, fuese recomendado a los Roland por sus
amigos de Lyon y se hospedó algunos días en su casa. Bancal,
oriundo de una familia de fabricantes de Montpellier,
avecindada en Clermont, había sido allí notario, pero había
abandonado tan lucrativa profesión para dedicarse por
completo al estudio de su predilección: las cuestiones políticas y
filantrópicas, los deberes del ciudadano. Tenía cerca de
cuarenta años, era poco seductor, pero muy sensible y con un
corazón excelente y caritativo. Su educación había sido muy
religiosa, y después de atravesar un período filosófico y
político, la Convención y una larga cautividad en Austria,
murió demostrando grandes sentimientos de piedad, leyendo la
Biblia que trataba de traducir del hebreo.
Fue presentado en la Platière por un joven médico,
Lanthenas, amigo de los Roland, que vivía mucho en casa de
estos, pasando allí semanas y meses trabajando con ellos y para
ellos, haciendo todos sus encargos. La dulzura de Lanthenas, la
sensibilidad de Bancal des Issarts, la bondad austera pero
ardiente de los Roland, su común amor a lo bello y a lo bueno,
su adhesión a aquella mujer perfecta que era imagen de la
belleza y de la bondad, formaba naturalmente un todo, un
conjunto armónico. Congeniaron tanto que se preguntaron si no
podrían continuar viviendo juntos. ¿A cuál de los tres se le
ocurrió esta idea? No se sabe, pero fue acogida con entusiasmo
por Roland y sostenida con ardor. Reuniendo los Roland cuanto
poseían, podían aportar a la sociedad sesenta mil libras;
Lanthenas tenía poco más de veinte mil, a las que podía añadir
Bancal unas cien mil. Era una cantidad respetable que les
permitía comprar bienes nacionales, entonces muy baratos.
Nada más conmovedor, más digno, más honrado, que las
cartas en que Roland habla a Bancal de este proyecto. Aquella
noble confianza, aquella fe en la amistad y en la virtud, hacen
formar un concepto elevado de Roland y sus amigos: “Venid,
amigo mío, le dice; ¿a qué esperáis?< Ya conocéis nuestra
franqueza; a mi edad no cambia uno de opinión, cuando jamás
ha cambiado< Predicamos el patriotismo, educamos el alma; el
doctor ejerce su profesión; mi mujer es la enfermera de los
enfermos del cantón. Vos y yo nos dedicaremos a los negocios,
etc.”.
El trabajo a que se dedicaba Roland era el catequizar a los
aldeanos de la comarca, predicándoles el nuevo Evangelio.
Andarín infatigable a pesar de su edad, con el bastón en la
mano, iba a veces hasta Lyon con su amigo Lanthenas,
arrojando la buena simiente de la libertad a lo largo del camino.
Creía que había encontrado en Bancal un auxiliar útil, un nuevo
misionero, cuya palabra dulce y persuasiva obraría milagros.
Acostumbrado a la asiduidad desinteresada de Lanthenas
respecto a madame Roland, no imaginaba siquiera que Bancal,
de más edad, más formal, pudiera llevar a su casa más que paz,
no viendo en su mujer —había olvidado un poco que era
mujer— más que la compañera invariable en sus trabajos.
Trabajadora, sobria, fresca y pura, con la tez transparente, la
mirada límpida y clara, era madame Roland la más
tranquilizadora imagen de la virtud. Tenía la gracia de la mujer,
pero su espíritu varonil y su corazón estoico eran de hombre.
Sus amigos a su lado parecían mujeres; Bancal, Lanthenas,
Champagneux tienen facciones femeninas. Y el más afeminado
de todos, el más débil es el que parece más firme; el austero
Roland, sin fuerza a causa de una profunda pasión senil, entre
la vida y la muerte, que se manifestará en su última hora.
La situación era, si no peligrosa, llena de combates y de
tormentas. Era Volmar llamado a Saint-Preux al lado de Julia; la
barca en peligro en los escollos de Meillerie. No naufragaron,
pero hubiera valido más no embarcarse.
Esto es lo que madame Roland escribió a Bancal en una
carta rebosando virtud, pero al mismo tiempo muy inocente y
demasiado apasionada. Esta carta, admirablemente
imprudente, ha quedado como monumento inapreciable de la
pureza de madame Roland, de su inexperiencia, de la
virginidad de corazón que conservó siempre< Hay que leerla
de rodillas.
Nada me ha sorprendido tanto< ¿Cómo aquel héroe fue
verdaderamente una mujer? He aquí el momento (el único) en
que aquel gran valor vaciló. Se entreabre la coraza del guerrero
y se ve que es una mujer, con el seno herido de Clorinda.
Bancal había escrito a los Roland una carta afectuosa,
cariñosa, en la que decía hablando de aquella proyectada unión:
“Será el encanto de nuestra existencia y no seremos inútiles a
nuestros semejantes”. Roland, que estaba entonces en Lyon,
envió esta carta a su mujer, que se hallaba sola en el campo; el
verano había sido muy seco, el calor era excesivo, aunque
estaban en octubre. Zumbaba el trueno y durante varios días no
cesó de llover. Tormenta en el cielo y en la tierra, tormenta de la
pasión, de la Revolución< Sin duda iban a sobrevenir grandes
disturbios, un cúmulo de acontecimientos desconocidos que
debían trastornar los corazones y los destinos; en esos
momentos de ansiedad, el hombre cree fácilmente que es por él
por quien truena.
Madame Roland, apenas leyó la carta, rompió en lágrimas.
Se sentó ante su mesa, y sin saberlo que escribía, escribió su
turbación, no ocultó que lloraba. Era más que una confesión.
Pero al mismo tiempo, aquella excelente y valerosa mujer,
destrozando su esperanza, se violentaba para escribir: “No, no
estoy segura de vuestra felicidad y no me perdonaría nunca
haberla turbado. Creo que os hacéis ilusiones y alimentáis una
esperanza que debo rechazar”. Lo que sigue es una mezcla
conmovedora de virtud, de pasión, de inconsecuencia, de
tiempo en tiempo tm acento melancólico y no sé qué sombría
previsión del destino. “¿Cuánd0 nos volveremos a ver'?<
Pregunta que me hago con frecuencia y que no me atrevo a
contestar< Mas ¿para qué tratar de penetrar el porvenir que la
naturaleza ha querido ocultarnos? Dejémoslo bajo el imponente
velo con que ella lo encubre, puesto que no nos es dado
penetrarlo; no tenemos sobre él más que una especie de
influencia, si bien grande: preparar la dicha del porvenir por
medio de un prudente empleo del presente<”. Y más adelante:
“No han pasado veinticuatro horas en esta semana sin que el
trueno se haya dejado de sentir. Ahora mismo acaba de
retumbar. Me gusta mucho; el tinte que da a nuestros campos
es augusto y sombrío, pero aunque fuese más terrible, no por
eso me inspiraría espanto<”.
Bancal era prudente y honesto. Muy triste, y en pleno
invierno, pasó a Inglaterra y permaneció allí mucho tiempo.
¿Me atreveré a decirlo? Más tiempo quizás del que madame
Roland hubiera querido. Tal es la inconsecuencia del corazón,
aun del más virtuoso. Leídas atentamente ofrecen sus cartas
una extraña fluctuación; ya se aleja, ya se aproxima; hay
momentos en que desconfía de sí misma; en otros recobra su
tranquilidad.
¿Quién dirá que en febrero, al salir desde Lyon hacia París,
donde los negocios llamaban a Roland, no sienta ella cierta
secreta alegría de volverse a encontrar en la gran ciudad
adonde Bancal va a tener necesariamente que volver? Pero
justamente es en París donde sus ideas toman una dirección
contraria. Su pasión se transforma y se entrega por completo en
favor de los negocios públicos. Fenómeno bien interesante y
digno de ser observado. Tras la gran emoción de la federación
lionesa, aquel comnovedor espectáculo de la unión de todo un
pueblo, se había sentido débil y tierna al sentimiento
individual. Y ahora este sentimiento, ante el espectáculo de
París, se vuelve completamente general, cívico y patriótico;
madame Roland vuelve a ser la que era y no ama más que a
Francia.
Si se tratase de otra mujer, yo diría que fue salvada de sí
misma por la Revolución, por la república, por el combate y la
muerte. Su austera unión con Roland fue confirmada por su
común participación con los acontecimientos de la época. Aquel
matrimonio de trabajo se convirtió en un matrimonio de luchas
comtmes, de sacrificios, de esfuerzos heroicos. Así preservada,
llegó pura y victoriosa al cadalso, a la gloria.
Llegó a París en febrero de 1791, víspera del grave
momento en que se debía agitar la cuestión de la república.
Aportaba dos fuerzas: la virtud juntamente con la pasión.
Reservada hasta entonces para los grandes acontecimientos,
llegaba en su juventud de espíritu, su frescura de ideas, de
sentimientos y de impresiones, a rejuvenecer a los políticos mas
fatigados. Ellos estaban ya muy rendidos; ella nacía aquel día.
Otra fuerza misteriosa. Esta persona tan pura, tan
admirablemente guardada por la suerte, llega sin embargo el
día en que la mujer es terrible, el día en que no le bastará el
deber, el día en que el corazón largo tiempo contenido se
desbordará. Llegaba invencible, con una fuerza de impulsión
desconocida. Ningún escrúpulo podía retardarla. La felicidad
quería que, vencido o eludido el sentimiento personal, el alma
se volviese toda entera hacia un objetivo grande, virtuoso,
noble, glorioso y no sintiendo otra cosa que el honor se lanzase
a toda vela sobre aquel nuevo océano de la Revolución y de la
patria.
He aquí por qué ella en aquel momento fue irresistible.
Poco más o menos como Rousseau, cuando después de su
desgraciada pasión por madame d'Houdetot, caído sobre sí
mismo y vuelto en sí, se encontró con un hogar inmenso,
aquella inextinguible llama en que se abrasó todo el siglo; el
nuestro, a cien años de distancia, todavía siente su calor.
Nada más severo que la primera ojeada de madame Roland
sobre París. La Asamblea le causa horror, sus amigos le dan
lástima y, sentada en las tribunas de la Asamblea o de los
Jacobinos, atraviesa con mirada penetrante todos los caracteres;
ve al desnudo las falsedades, las cobardías, las bajezas, la
comedia de los constitucionales, las tergiversaciones, la
indecisión de los amigos de la libertad. No excluye de este
juicio ni a Brissot, a quien quiere, pero al que encuentra tímido
y ligero, ni a Condorcet, en quien ve doblez, ni a Fauchet “en el
cual ve bien claro que se esconde un cura”. Apenas perdona a
Pétion y a Robespierre; las lentitudes, las contemplaciones de
estos, no se compadecen con la impaciencia que a ella le devora.
Joven, ardiente, fuerte, severa, a todos pide cuentas, no quiere
oír hablar de dilaciones ni de obstáculos; a todos les exige que
sean hombres y que obren.
Ante el triste espectáculo de la libertad entrevista,
esperada, y ya, según ella, perdida, querría volverse a Lyon.
“Derrama lágrimas de sangre y exclama (el 5 de mayo)<
necesitaremos una nueva insurrección o estamos perdidos para
la libertad y para la dicha; pero dudo que haya en el pueblo
suficiente vigor< La misma guerra civil, por horrible que sea,
adelantaría la regeneración de nuestro carácter y de nuestras
costumbres< Hay que estar dispuesto a todo, incluso a morir
sin pena”.
La generación que a madame Roland desespera tan
fácilmente tenía cualidades admirables, la fe en el progreso, el
sincero deseo de la felicidad de los hombres, el ardiente amor
del bien público; aquella generación ha asombrado a todos por
la grandeza de sus sacrificios.
Sin embargo, hay que decirlo: en aquella época en que la
situación todavía no mandaba con fuerza imperiosa, esos
caracteres formados bajo el antiguo régimen no se manifestaban
bajo su aspecto varonil y severo.
Faltaba el valor del espíritu.
Nadie tuvo entonces la iniciativa del genio; y no exceptúo
ni siquiera a Mirabeau, a pesar de su gigantesco talento.
Los hombres de entonces, hay que decirlo también, habían
ya escrito, hablado y combatido en demasía. ¡Qué de trabajos,
de discusiones, de acontecimientos amontonados! ¡Qué de
reformas rápidas, que renovación del mundoì< La vida de los
hombres importantes de la Asamblea y de la prensa había sido
tan laboriosa, que hoy nos parece un problema; dos sesiones de
la Asamblea sin más descanso que las sesiones de los jacobinos
y demás clubs, hasta las once o las doce de la noche; luego la
preparación de los discursos para el siguiente día; los artículos,
los negocios y las intrigas, las sesiones de los comités, los
conciliábulos políticos< El arranque inmenso del primer
momento o la esperanza infinita, los habían puesto en
condiciones de soportarlo todo. Pero al cabo, como el esfuerzo
se prolongaba y el trabajo no tenía límites ni fin, las fuerzas
habían decaído. Aquella generación ya no conservaba enteros
ni el espíritu ni la fuerza. Por sinceras que fuesen sus
convicciones, le faltaba la juventud, la lozanía del espíritu, el
primer impulso de la fe.
El 22 de junio, en medio de la vacilación universal de los
políticos, madame Roland no vaciló. Escribió e hizo escribir a
provincias para que, enfrente de la débil e incolora solicitud,
pidiesen las Asambleas primarias una convocatoria general
“para deliberar si conviene o no conservar en el gobierno la
forma monárquica”. Demuestra muy bien el día 24 “que es
imposible toda regencia, que hay que suspender a Luis XVI,
etc.”.
Todos, o casi todos, se echaban atrás, vacilaban, fluctuaban
todavía. Pesaban las razones de interés, de oportunidad;
ninguno quería ser el primero. “No éramos ni doce los
republicanos en el 89”, dice Camille Desmoulins. En 1791 ya se
habían multiplicado considerablemente gracias al viaje de
Varennes, y era inmenso el número de los que eran
republicanos sin saberlo; era preciso revelárselo a ellos mismos.
Los únicos que veían claro el asunto eran los que no
reflexionaban sobre él. A la cabeza de esta vanguardia
marchaba madame Roland. Ella arrojó en la balanza la espada
de oro: su valor y la idea del derecho.
26 —14 1791

El rey y la reina oídos en sus declaraciones, 26-27 de junio. —Reto de


Boaillé, 29 de junio. —Cartel republicano de Payne y otros amigos de
Condorcet, 1 de julio. —Tentativas de los orleanistas. —Disposiciones
adoptadas por la Asamblea. —Los jacobinos. —Pétion contra el rey, 8
de julio. —Brissot contra el rey, 13 de julio. —Los comités de la
Asamblea a favor del rey, 13 de julio. —Movimiento de los Cordeleros
y Sociedades fraternales. —Astucia de los directores de la Asamblea,
14 de julio. —Agitación creciente durante la semana, del 10 al 17. —
Triunfo de Voltaire, fiestas, etc.

Ahora que conocemos a los actores y las influencias privadas y


públicas, prosigamos la narración de los sucesos.
No es difícil seguir en aquellos días de tormenta los
movimientos de la opinión, las pulsaciones más o menos vivas
del espíritu público, los latidos del corazón de Francia.
En el primer momento, el 21 de junio, domina la
indignación, pero se respira: “¡Ya se fue el gran estorbol”.
En el segundo, el 25 por la noche, vuelve cautivo,
humillado, caído desde el trono, súbdito del último de los
súbditos. Gran silencio de cólera y de reproche, silencio
también de piedad, que se apodera de los corazones contra su
voluntad.
Pero en contra de la misma piedad, en el tercer momento,
reacciona la desconfianza y la cólera cuando los zorros de la
Asamblea intentan esCarnotear el crimen y el culpable (de
suerte que resultara un rey limpio de toda mancha), cuando
intentan borrar la historia, tachar Varennes, tratando de
conseguir por medio de una sutileza imposible el milagro
imposible para el mismo Dios de hacer que lo que ha sido no
haya sido.
Examinemos sus maniobras.
El 26 proponen los comités de constitución y legislación
criminal, valiéndose de Duport: “Que los que acompañaban al
rey sean interrogados por los jueces ordinarios, pero que el rey y
la reina sean oídos en sus declaraciones por tres comisionados de
la Asamblea Nacional”.
Habiendo pedido alguien que esta instrucción fuese
remitida a la Sala suprema de Orleáns, repuso Duport que esto
no era más que una primera información.
“Si es una información, repusieron Robespierre, Bouchotte
y Buzot, no podéis dividirla; es una y no puede hacerse por
autoridades diversas. El rey no es más que un ciudadano, un
funcionario responsable sometido a la ley”.
A lo que dijo Duport, retrocediendo a lo vago de las
antiguas ficciones, que el rey no era un ciudadano, sino un
poder del Estado. Después, añadió torpemente: “No es que aquí
se siga un proceso contra el rey directamente; en nuestra
prudencia está el no penetrar en el porvenir< No se trata
todavía de una acción criminal, sino de una acción política de la
Asamblea contra el rey<”.
Malouet estallaba de indignación y aún estropeaba más las
cosas. Los legistas y los hombres de negocios vinieron en su
ayuda, y abandonando el sistema de Duport, muy difícil de
seguir, cambiaron de postura. Chabroud y Dandré dijeron que
no había nada judicial, de queja ni de proceso; que se trataba
únicamente de “adquirir indicios”.
En este nuevo terreno de la cuestión, Barrère puso con
maña una piedra para que tropezasen: “¿Qué importa que haya
o que no haya queja? Se trata de un rapto; los jueces ordinarios
pueden oír a la persona víctima del rapto”.
Pero Tronchet se impuso y con su autoridad superior y
respetada cerró la discusión sobre la palabra indicios. La
Asamblea decreta y nombra comisionados, primero a Tronchet,
por haber cortado el hilo, luego a Dandré que lo ha devanado, y
por último a Duport, aunque haya demostrado menos astucia y
habilidad.
A eso de las siete de la noche fueron los tres a la habitación
del rey para representar la comedia de hacer como que oían y
recogían gravemente de sus labios la declaración que ya tenía
redactada y calculada sin duda con Barnave y con Lameth. Muy
hábil, muy bien hecha, tenía un grave defecto: el de estar en
contradicción demasiado evidente con la protesta que el rey
había dejado al marcharse. El cuidado de ponerse en lugar
seguro, el deseo de librar a su familia de todo riesgo, habían
decidido su marcha; partía para volver, no tenía ninguna
relación con las potencias extranjeras ni con los emigrados. Si
había estado cerca de la frontera, había sido con el objeto de
estar más fácilmente dispuesto a oponerse a las invasiones que
hubieran podido intentar los extranjeros. Su viaje le había
instruido singularmente y le había iluminado; veía claramente
que la opinión general estaba a favor de la Constitución y
volvía convertido<
Lo que hacía poco honor a la habilidad de los redactores, lo
que excedía de todos los límites, era el hacer decir al rey que
“viendo que le creían cautivo y que esta opinión podía
ocasionar disturbios, había ideado aquel viaje como un medio
excelente para desengañar al público, demostrando su
libertad”.
Esto pareció una burla y produjo mal efecto. No lo hizo
menos el que la reina, en vez de responder, mandara decir a los
comisionados de la Asamblea “que estaba en el baño” y que
volviesen en otro momento. De este modo se tomaba una noche
de tiempo para arreglar su declaración. Veinticuatro horas
después de su llegada, escogía para tomar el baño el momento
en que la nación y sus delegados llegaban a su puerta; les
obligaba a hacer antesala, confirmando así lo que el mismo rey
había dicho, “que debía tenerse bien presente que no se trataba
de un interrogatorio”. Era una conversación libre, una
audiencia que la reina se dignaba a conceder. “Deseando el rey
partir, nada podía impedírme el que le siguiera. Y lo que me
decidió a ello fue la seguridad absoluta que tenía de que no
quería salir del reino”. Los tres comisionados saludaron
profundamente y se fueron muy satisfechos.
El público no se satisfizo. Se sintió mortificado ante la idea
de que pudieran creerle engañado con una comedia tan grosera.
Los realistas no se indignaron menos que los otros al ver al rey
y a la reina en manos de los constitucionales. Lamentando la
cautividad del rey, la desobediencia generalizada, obraron por
sí mismos, como si no hubiera existido el rey, sin informarse de
su opinión, sin su autorización. Las cabezas exaltadas del
partido, d'Éprémesnil, un loco, y Montlosier, joven, ardiente,
cegado por su lealtad, redactaron una violenta protesta contra
la suspensión del rey, declarando que ya no tomarían parte en
los actos de la Asamblea. Fue firmada por doscientos noventa
diputados. En vano se opuso Malouet a este acto insensato que
anulaba a los realistas en la Asamblea Nacional en el momento
en que esta Asamblea trataba de destituir al rey. Sin duda
tuvieron parte de culpa en esta resolución la pasión y la
ligereza, pero verosímilmente también la tuvo la celosa rabia
que produjo ver que el rey se dejaba aconsejar por aquellos que
hasta entonces habían combatido a los realistas.
Los realistas iban de cabeza a caer en el abismo,
arrastrando al rey en su caída. Bouillé, por quijotismo, por
abnegación, le da un golpe terrible. Declara a la Asamblea, en
una carta notable por lo insolente y ridícula, que “si tocan un
solo cabello de la cabeza del rey, yo, Bouillé, guiaré los ejércitos
extranjeros; no dejaré en París piedra sobre piedra. (Risas
prolongadas). El único responsable es Bouillé; el rey no ha hecho
más que querer impedir la justa venganza de los reyes,
haciendo de mediador entre ellos y su pueblo. Entonces habría
restaurado el reinado de la razón, iluminada por la antorcha de la
libertad<”. Concluía tan disparatada epístola anunciando a los
diputados que su castigo serviría de ejemplo, que primero
había tenido lástima de ellos, pero<, etc.
Esta carta era de valor inapreciable para los partidarios de
la república. Lo que más podían desear era un insulto tan
solemne a la nación, el guante arrojado a Francia por los
realistas. Sin perder un momento, a la mañana siguiente, el 1 de
julio, fijaron a la puerta de la Asamblea un simple cartel, fuerte
y atrevido. Aquel cartel anunciaba la publicación del diario El
Republicano, que iba a fundar una sociedad de republicanos.
Aquel escrito, corto, pero completo, exponía la situación, aquí
está, en dos líneas: “Acabamos de experimentar que la ausencia
del rey es mejor que su presencia. Ha desertado, abdicado.
Jamás devolverá la nación su confianza al perjuro, al fugitivo.
¿Qué importa que su fuga se deba a él o a otro? Embustero o
idiota, resulta de todos modos indigno. Nos hemos librado de
él y él de nosotros; es un simple individuo, Luis de Borbón.
Francia está segura de que no se deshonrará por su seguridad.
La monarquía ha concluido. ¿Qué vale un oficio entregado al
azar del nacimiento, que puede ser desempeñado por un idiota?
No es nada, una nulidad”.
Este escrito salió del círculo de Condorcet como el folleto
del Joven mecánico, que se publicó casi al mismo tiempo. Uno y
otro expresaban la idea común de aquella sociedad de atrevidos
teóricos. Condorcet no escribió más que el folleto, menos
comprometedor; pero el cartel fue redactado, primero en inglés,
por un extranjero, Thomas Payne, que podía temer menos la
responsabilidad de un acto tan grave. Fue traducido por uno de
nuestros jóvenes oficiales que había hecho la campaña de
América y que lo fijó atrevidamente en las puertas de la
Asamblea, firmando: Châtelet.
Payne poseía en aquel entonces en París dos cosas que a
menudo van juntas aquí, la autoridad y la moda. Brillaba en los
salones. Los hombres más eminentes, las mujeres más lindas le
hacían la corte, recogían sus frases y trataban de
comprenderlas. Era un hombre de cincuenta a sesenta años;
había ejercido todas las profesiones, fabricante, maestro de
escuela, aduanero, marinero, periodista. Tenía tres patrias,
Inglaterra, América y Francia, pero a decir verdad no tuvo más
que una, el derecho y la justicia. Ciudadano invariable del
derecho, en cuanto veía una injusticia a un lado del océano, allí
acudía. Francia conservará la memoria de este hijo adoptivo.
Había escrito para América su libro Sentido común, el breviario
de los republicanos, y para Francia redactó Los Derechos del
Hombre, para vengar a nuestro país del libro de Burke.
Quemado en Londres en efigie, fue nombrado ciudadano
francés por la Convención, de la que fue miembro. Payne
parecía duro y fanático. Por ello causó admiración cuando el 21
de febrero manifestó a la Convención que no podía votar la
muerte del rey. A poco le cuesta a él la vida. Encerrado en una
prisión y creyendo que no tenía tiempo que perder, se puso a
escribir La edad de la razón, un libro en defensa de Dios contra
todas las religiones. Salvado el 9 termidor, permaneció aún en
Francia, pero ya no pudo soportar la Francia de Bonaparte y se
fue a morir a América.
Volvamos a su cartel. Al llegar Malouet por la mañana, lo
ve, lo lee y se exaspera. Entra precipitadamente y pide que se
prenda a los autores. “Ante todo, leámoslo”, dice fríamente
Pétion. Chabroud y Chapelier, temiendo el efecto que pudiera
producir y sobre todo, que las tribunas aplaudiesen su lectura,
reclamaron en nombre de la libertad de la prensa, diciendo que
debía despreciarse la obra de un insensato y pasar a la orden
del día.
La Asamblea, en efecto, pasó como con indiferencia y
continuó tranquilamente los trabajos sobre el Código Penal.
Pero se tuvo por advertida.
El partido de Orleáns comprendió también mejor después
del terrible cartel, que en presencia del partido republicano
naciente, pero ya tan osado, era preciso, si podía, establecer la
regencia, que más adelante sería menos aceptada. Lo difícil era
iniciar la cosa; primero se lanzó una indirecta en un diario de
segundo orden. Enseguida, la extrañeza bien fingida del
príncipe; escribe luego rehusando magnánimo lo que nadie le
había ofrecido. Entretanto se presenta como miembro de los
jacobinos y se hace visible. Uno de ellos, haciendo fuego antes
de la voz de mando, pregunta si el príncipe no debe
naturalmente presidir el consejo de la regencia. El 1 de julio,
Laclos va más allá, quiere un regente y establece la destitución.
El 3 demuestra Réal que el duque es legalmente el guardián del
delfín. El 4 quiere Laclos que se reimprima y que se distribuya
el decreto sobre la regencia. La masa de los jacobinos no
orleanista rechaza la proposición. No por eso se descorazona;
demuestra en su diario larga y pesadamente que hay que crear
un nuevo poder: ¿un protector? No, la palabra ha sido
estropeada por Cromwell; mejor hablar de un moderador.
Con este motivo se entablaron en la prensa dos polémicas
filosóficas sobre la tesis de la monarquía entre Laclos y Brissot y
entre Sieyès y Thomas Payne. Este desafió a Sieyès a todas las
armas posibles, dándole ventaja, no pidiendo más que
cincuenta páginas y concediéndole un tomo, prometiendo
demostrar que la monarquía no es nada, “que es una ausencia
de sistema”. Sieyès rehusó el combate con mal disimulado
desprecio. Creía que no tenía necesidad de ello.
La Asamblea Nacional veía venir la lucha y se preparaba
para ella. Decidida a suprimir la monarquía, toma diversas
medidas.
Primero aparenta una actitud revolucionaria; hace
reglamentos para favorecer la división y subdivisión de los
bienes nacionales. Amenaza a los emigrados; si no regresan en
el término de un mes, ¡ay de ellos!< Sólo que la penalidad
resulta mínima y ridícula; se recargan sus bienes con el triple.
La Asamblea se siente también acometida de un acceso de
buena voluntad para los pobres: hace repartir pequeños
asignados “para facilitar el pago de los obreros”. Vota varios
millones para hospitales; hace que comparezca la
municipalidad de París y le ordena que distribuya socorros, que
emprenda trabajos, que ayude a los obreros extranjeros para
que salgan de la ciudad.
Al mismo tiempo, a paso de carga se leen y se votan leyes
de policía, que bajo el simple título de policía municipal,
resuelven las mayores cuestiones: un artículo, por ejemplo,
prohibe que se reúnan los clubs, a menos que señalen
anticipadamente el día en que han de reunirse. Los habitantes
de cada casa están obligados a manifestar sus nombres, edad,
profesión, etc. Se dictan graves penas por simples palabras, la
calumnia puede ser castigada con dos años de prisión.
Todo esto se votaba muy aprisa, casi sin discusión. Las
sesiones públicas, tan largas en otro tiempo, eran cada día más
cortas; a eso de las tres o las cuatro se había concluido todo; y
aun para ocupar tan cortas sesiones, había que tratar de
negocios ajenos a la gran cuestión, como la guerra, la
administración, la hacienda. Las tribunas ardientes, inquietas,
invadidas por una multitud ávida, no veían; no aprendían
nada; la gente se volvía hambrienta. Lo más arduo de la política
se trataba secretamente en los comités. Barnave confiesa en sus
memorias que vivía en ellos exclusivamente. Los comités de
legislación, de constitución, de averiguaciones, de diplomacia,
etc., caminaban en un mismo sentido, continuaban la verdadera
Asamblea. Allí se elaboraban los elementos de la gran y terrible
discusión sobre la inviolabilidad real, que no se podía sostener,
sin embargo, a puertas cerradas: bien pronto habría que
sostenerla en pleno día, por eso la preparaban con tanto
cuidado, fijando desde luego los puntos de discusión y
distribuyéndose los papeles.
Lo que perjudicaba a tan hermoso acuerdo es que Pétion
era miembro del comité de legislación. El 8 presentó a los
jacobinos esta cuestión delicada y sacrosanta; la trató
familiarmente con una sencillez ruda, distinguiendo la
inviolabilidad política que goza el rey en los actos de que
responden los ministros y la inviolabilidad que querían hacer
extensiva a sus actos personales. En cuanto a los peligros de
destituir al rey y de tener que combatir con los reyes, decía: “Si
ellos lo desean estarán mejor dispuestos si se repone al rey, si
ven otra vez en manos de sus amigos las fuerzas de Francia que
les hubieran combatido”.
Ciertamente, esto era claro. Aquella franqueza devolvió la
fuerza a la minoría de los jacobinos, que era reacia al rey. La
prensa se envalentonó. Brissot, hasta entonces tan prudente,
cuya lentitud sospechosa era ya acusada por Camille
Desmoulins, por madame Roland y por otros muchos, estalló,
quemó sus naves, fue a los Jacobinos y trató la misma cuestión,
pero con una extensión, con una claridad, con una brillantez
extraordinaria; por un momento electrizó a aquella sociedad,
generalmente contraria a su opinión y que además le quería tan
poco.
Declaró desde luego, que manteniéndose en el círculo
trazado por Pétion, examinaría únicamente si el rey debía, si
podría ser juzgado, aplazando la cuestión de saber, en caso de
destitución, qué gobierno le sustituiría.
Acomodándose hábilmente a los escrúpulos de los
jacobinos, al nombre mismo de su sociedad (Amigos de la
Constitución), “estamos todos de acuerdo, dice Brissot:
queremos la Constitución. La palabra vaga de republicanos no
importa aquí nada. Los que son contrarios a esta palabra ¿qué
temen, la anarquía? Pues también la temen los que son
partidarios de esa denominación. Tanto unos como otros temen
la turbulencia de las democracias antiguas y la división de
Francia en repúblicas federadas. Quieren igualmente la unidad
de la patria”.
Después de estas tranquilizadoras palabras, y sin dar más
explicaciones sobre el sentido de la palabra república, aborda la
cuestión: ¿Debe ser juzgado el rey? Su argumentación, idéntica
a la de Pétion, a la de los oradores que hablaron más tarde,
Robespierre, Grégoire y otros, sería fuerte, si declararan
francamente que rechazan la monarquía como una institución
bárbara, como una absurda religión; pero resulta débil porque
vacilan, retroceden, no llegan hasta el fin de su camino; no se
atreven a llegar a la conclusión que se descubre en el fondo de
su palabra.
En la segunda parte que le es propia, aquella en que
examina lo que podría hacer Europa si fuese juzgado el rey,
Brissot está completamente fuerte. Aquí nada en plena
Revolución, con una libertad y facilidad verdaderamente
notables; hace alarde de la infinita extensión de sus
conocimientos, abunda en citas, en hechos y todo ello envuelto
en un rápido torbellino muy semejante a la elocuencia. Traza de
pasada los retratos vivos y satíricos de las potencias europeas,
de los reyes y de los pueblos; los pinta débiles todos, menos
uno: Francia. Francia no tiene nada que temer; los otros son los
que han de temblar. ¡Ah! Si los reyes de Europa quieren obrar
según sus intereses que se guarden de atacarnos; que se alejen,
que se aíslen< que traten, aligerando el yugo, de hacer olvidar
a sus pueblos la Constitución francesa y apartar sus miradas del
espectáculo de la libertad.
Un hálito pasó sobre la Asamblea, el hálito ardiente de la
Gironda sentido por primera vez. “No fueron aplausos, dice
madame Roland, que estaba presente; fueron gritos, éxtasis.
Tres veces la Asamblea arrebatada, se levantó en masa con los
brazos levantados, agitando los sombreros con un entusiasmo
indescriptible. ¡Perezca para siempre el que después de
experimentar estos grandes movimientos se sienta capaz
todavía de volver a tomar las cadenas!”.
Por muy legítimo que fuera aquel entusiasmo, el brillante
discurso de Brissot, como el de Pétion, como todos los que se
pronunciaron en aquel sentido, pecaban en un punto. Suponía
que se podían evitar dos cuestiones inseparables: la del proceso
del rey y la del gobierno que le había de reemplazar. Brissot
afectaba creer lo que era imposible que creyese en realidad, a
saber: que se podía herir al rey sin herir al mismo tiempo a la
monarquía: que esta institución, juzgada implícitamente al
juzgar al hombre, escrutada, puesta a la luz en sus defectos
intrínsecos, sobreviviría a semejante prueba. Había allí falta de
franqueza y de audacia; un resto de vacilación que se encuentra
en los discursos de los principales directores de la opinión,
tanto en el que pronunció Condorcet en el Círculo social, como
en el que hizo Robespierre en los Jacobinos.
Por fin, el 13 aborda la gran cuestión la Asamblea; las
tribunas estaban ocupadas por gente segura que había entrado
anticipadamente con billetes especiales; en las avenidas
aguardaba una multitud de realistas inquietos, de caballeros
que el pueblo denominaba los caballeros del puñal. A propuesta
de un diputado cerraron las Tullerías.
El informe solemne que iba a decidir la suerte de la
monarquía, informe hecho en nombre de cinco comités, fue
presentado por Muguet, diputado desconocido, del partido de
Lameth. No era nada hábil ni político; alegato de abogado que
lo ignora todo fuera de los textos: 1º la fuga del rey no es un
caso previsto en la Constitución; no hay nada escrito sobre esto;
2º pero su inviolabiliclad está escrita, está en la Constitución. Y
por consiguiente, habiendo conseguido prescindir del gran
culpable, el informe se desquita ensañándose con los pequeños,
con los servidores que han obedecido. Se necesita un culpable
principal, que será Bouillé; los demás serán cómplices, Fersen,
madame de Tourzel, los correos, los domésticos. En vano pidió
Robespierre que se distribuyese este informe y se aplazase la
discusión. La negativa fue rotunda. La Asamblea toda estaba
visiblemente de acuerdo para adelantar, para abreviar; los pies
le quemaban. Tenía prisa por votar, y por votar en favor del
rey.
Por la noche, en los Jacobinos, Robespierre, con notable
prudencia, hizo constar que se haría mal en acusarle de
republicanismo, “que república y monarquía, a juicio de muchas
personas, eran palabras vacías de sentido< Que no era ni
republicano ni monárquico< Se puede ser libre lo mismo con
un monarca que con un senado<”.
Los cordeleros Danton y Legendre, que aquella noche
habían asistido a los Jacobinos, no permanecieron en aquella
vaguedad: tocaron la cuestión misma. Danton preguntó cómo
podía la Asamblea encargarse del fallo cuando quizás su juicio
sería reformado por el de la nación. Legendre estuvo violento
contra el rey, no tuvo ninguna consideración; amenazó a los
comités: “Si viesen la masa, dijo, los comités vendrían a la
razón; comprenderían que, si hablo, es por su salvación”.
He aquí la primera palabra de Terror en los Jacobinos.
Algunos constitucionales salen indignados. En su lugar entran
diputaciones populares. La sociedad Fraternal de los Mercados y
la de Ambos sexos, que celebraba sus sesiones en la sala de los
jacobinos, llevan representaciones. Un cirujano joven, muy
conocido, vociferador y charlatán, lee en la tribuna una carta
que acaba de escribir en el Palais Royal para trescientas
personas. Un obispo diputado, electrizado por el joven, juró a la
tribuna combatir también el parecer de los comités. El obispo y
el cirujano se arrojaron uno en brazos del otro<
Entretanto aquella misma noche, al otro extremo de París,
en el fondo del Marais, en los Mínimos, una sociedad fraternal
de hombres y mujeres, sucursal de los Cordeleros, redactaba
otra representación audaz, amenazadora para la Asamblea,
visiblemente calcada sobre la opinión de Danton. La firma
decía: el pueblo. El que la escribió, Tallien, un curial muy joven,
pertenecía a Danton y a su perversa doblez. La palabra furiosa
de Tallien, su falsa energía, agradaban mucho alos hombres, y
en cuanto a las mujeres fácilmente se dejaban convencer por un
orador de veinte años.
El día 14 en la Asamblea los discursos más notables fueron
los de Duport y Robespierre. Duport fue escuchado hasta por
las tribunas en medio de un silencio sombrío. Robespierre
estuvo ingenioso y dio prioridad a un asunto que había sido
tratado de tan diversas maneras. Dijo en tono agridulce que él
llevaba las palabras de la humanidad, que sería una injusticia
cruel y cobarde no herir más que a los débiles, y que antes
prefería hacerse abogado de Bouillé y de Fersen. Todo esto se
dirigía a las tribunas y a los de fuera.
La Asamblea, más que escuchar, aguantaba todo discurso
en este sentido. Los constitucionales que la sentían toda entera
en inteligencia con ellos, esperaban la ocasión de
comprometerla por alguna medida que fuese de antemano una
garantía de su fallo. Prieur, de la Marne, creyendo ponerlos en
apuro preguntando lo que harían si al dejar la Asamblea al rey
fuera de la causa se pidiese el restablecimiento del mismo en
todo su poder< Desmeuniers aprovechó atrevidamente esta
ocasión para comprometer a la Asamblea en favor del rey. Hizo
en lenguaje jacobino, hábil realismo; habló contra la
inviolabilidad absoluta del rey, dijo: “Que en verdad el cuerpo
constituyente había estado en su perfecto derecho al suspender
el poder real y que la suspensión no se levantaría hasta que se
hubiese terminado la Constitución”. Dandré, otro tartufo, insistió
en ese sentido, fue duro con la realeza, duro en palabras, para
que el público desorientado pudiera digerir mejor el tema.
Entonces Desmeuniers repuso con naturalidad: “Puesto que se
me pide (nadie había pedido nada) que dé a mi explicación
forma de decreto, he aquí un proyecto: 1º la suspensión dura
hasta que el rey acepte la Constitución; 2º si no aceptase, la
Asamblea le declararía depuesto”.
Pero Grégoire dijo brutalmente: “Estad tranquilos, aceptará
y jurará todo lo que vosotros queráis”. Y Robespierre: “Tal
decreto decidiría anticipadamente que no sería juzgado<”. Los
compadres, sorprendidos visiblemente en flagrante delito, no se
atrevieron a insistir. La Asamblea no votó.
En compensación se negó a oír la petición firmada por el
pueblo. Barnave insistió valientemente para que se leyese al día
siguiente, añadiendo estas palabras amenazadoras, que
demostraban que tenían la fuerza de su parte: “No nos dejamos
influir por una opinión ficticia< La ley no tiene más que colocar su
señal y se verá cómo se alistan los buenos ciudadanos”. Estas
palabras, tomadas entonces en sentido general, fueron mejor
comprendidas cuando el domingo siguiente la autoridad
desplegó como señal la bandera roja.
La agitación de París iba en aumento. La casualidad hizo
que desde el domingo al domingo siguiente, desde el 10 al 17, la
población, por diversas causas, se mantuviera en pie, siempre
en alarma. Los que conocen esta ciudad saben bien que en
semejantes casos la agitación prolongada va creciendo y tiende
a la explosión inevitablemente. El domingo 10, la multitud fue
delante del cortejo triunfal de los restos de Voltaire, pero el mal
tiempo impidió que atravesara París y se detuvo en la barrera
de Charenton. La fiesta se celebró el lunes siguiente con una
concurrencia de pueblo increíble. En el muelle Voltaire, ante la
casa donde murió el gran hombre, se hizo alto y se cantaron
coros en honor suyo: su hija adoptiva, madame de Villette, y la
familia Calas fueron con lágrimas en los ojos a coronar el
féretro. Muchos entre aquella multitud conmovida volvían la
mirada hacia las Tullerías, hacia el pabellón de Flora, triste,
cerrado y mudo, hostil a la fiesta, confundiendo en su odio al
fanatismo y a la monarquía. Y no sin razón. Se había sabido por
este informe leído en la Asamblea que los curas en varias
provincias reunían al pueblo por la noche, obligándoles a cantar
el Miserere por el rey, incitándoles a la guerra civil.
Voltaire fue colocado en su panteón, pero el día 13, otra
fiesta, la Revolución representada en Notre Dame en un drama
sacro, la Toma de la Bastilla, con grandes coros y gran orquesta.
El 14, sin respirar, el famoso aniversario congrega a la
muchedumbre en la Bastilla, de donde parten los cuerpos
constituidos para ir por los bulevares al Campo de Marte; el
obispo de París dice allí la misa en el altar de la patria. El
tiempo era espléndido, la muchedumbre llenaba las calles, París
estaba iluminado por la noche y las cabezas cada vez más
exaltadas.
15—16 1791

Los constitucionales obligados a custodiar y envilecer al rey, al que


quieren restaurar. —Su doble miedo, Marat, etc. —La república,
menos difícil aún que la restauración de la monarquía. —La
monarquía defendida en la Asamblea por Salles y Barnave, 15 de julio.
—La Asamblea desvía las persecuciones contra el rey; persigue a
Bouillé, etc. —Protesta en el Campo de Marte. —Intriga orleanista en
los Jacobinos para obligar a que se pida la destitución. —Los jacobinos
constitucionales se retiran a los Feuillants y preparan la represión, 16
de julio. —La Asamblea reprende a la municipalidad por demasiado
moderada. —Pequeño terror constitucional. —La petición del Campo
de Marte se hace republicana. —La Asamblea se decide por el rey.

Los constitucionales desplegaron durante quince días mucha


astucia y habilidad para salvar la monarquía, empleando en ello
un vigor digno de mejor causa. Y a pesar de ello fueron
engañados. Los republicanos siguieron un camino más recto,
demostrando, en medio de su ignorancia, una especie de doble
vista; si hubieran estado en las Tullerías, en el gabinete de la
reina, no habrían podido hacerlo mejor.
El 7 de julio permitió la reina que el rey le diese a Monseñor
poderes por escrito. Fersen había ido a verle y se los había dado
verbalmente.
La reina odiaba a Monseñor, al hombre que más había
trabajado y con mejor éxito para desacreditarla; y sin embargo
se esfuerza para que el rey le dé sus poderes. ¿Quién es, pues, lo
suficientemente poderoso como para obligarla a que se
sobreponga a su odio? Otro odio más grande aún y el deseo de
vengarse.
¿Engañó a Barnave en Meaux, cuando aparentaba
escucharle dócilmente? No era, yo así lo creo, sincera; volverá a
serlo pronto, lo cual no impide que en este intervalo dirija sus
miradas hacia otra parte, hacia la emigración y el extranjero.
Le molestaba en extremo la vigilancia vejatoria de que era
objeto. Los guardias nacionales que el 21 de junio habían visto
la terrible responsabilidad que contraían ante el pueblo al
encargarse de custodiar a la familia real, huían de las Tullerías,
se negaban en absoluto a volver a tan peligroso puesto, y no
cedieron hasta que no lograron la consigna de custodiarla sin
perderla de vista ni de noche ni de día. De esto se originaron una
porción de escenas cómicas, si no hubiesen sido crueles. La
reina era la que les inquietaba sobre todo; tenían una idea
terrible de sus habilidades; les faltaba poco para creer que
aquella hada (ella lo había dicho de broma en Varennes) podría
escaparse en globo. Recordando que la noche del 21 de junio
había custodiado Gourvion inútilmente la puerta de su alcoba,
exigieron que aquella puerta permaneciese siempre abierta, de
manera que pudieran ver a la reina en su tocador y en el lecho.
Hasta en su guardarropa pretendían los soldados ciudadanos
acompañarla con la bayoneta calada, lo cual les fue echado en
cara. La reina ideó que una de sus camareras se acostase delante
de su cama, para que la ocultasen las colgaduras. Una noche vio
que el guardia nacional de servicio daba la vuelta a aquella
barrera y se dirigía hacia ella. No iba en actitud hostil, al
contrario, era un buen hombre partidario de la monarquía, que
quería salvarla y que se aprovechaba de aquella circunstancia
para dar a la reina prudentes consejos; sin cumplimiento se
sentó cerca de la cama, para predicarla más a su gusto.
Un día se le ocurrió al rey cerrar la puerta de la alcoba de la
reina. El oficial de guardia la abrió y le dijo que tal era su
consigna y que Su Majestad se tomaba un trabajo inútil
cerrándola, porque él la abriría cuantas veces la cerrase.
La situación era verdaderamente cruel y ridícula. Los que
daban aquella humillante consigna, Lafayette y los
constitucionales, los que envilecían hasta aquel extremo (¿qué
digo al rey? al esposo), querían, sin embargo, que fuese rey, y
trabajaban vigorosamente para conseguirlo, hallándose
dispuestos, en caso de necesidad, a desenvainar su espada en
defensa de una monarquía a la que cada vez ponían más en
ridículo y hacían más imposible.
Creían que no había salvación para Francia fuera de aquella
ficción legal, de aquella sombra, de aquella nada, de aquel
vacío. Partían del falso supuesto de que la monarquía había
regresado efectivamente de Varennes; pero estaban
equivocados, la monarquía se había quedado allá; lo que había
vuelto era menos aún que la negación de la monarquía, era su
parodia, la irrisión bárbara, la farsa, que era su suplicio.
¿Qué querían aquellos extraños restauradores de la
monarquía? Dos cosas contradictorias: que fuese a la vez débil y
fuerte, que fuese y que no fuese. Comprendían claramente que
cautiva, atada, agarrotada de aquella manera, debía estar
conspirando constantemente; luego era preciso apretar más el
lazo. Pero por otra parte tenían miedo de soltarla y de que se
armase aquella realeza cautiva. Oían ruidos subterráneos que
atormentaban su espíritu. El fantasma de la anarquía se les
aparecía en sus sueños y hacían precisamente lo necesario para
que tomase cuerpo. La voz cavernosa de Marat les parecía que
era la del pueblo y eran ellos precisamente los que contribuían a
popularizarla.
En aquella época divagaba Marat. No habiéndose dado
cuenta de la situación ni tomado ninguna iniciativa, se venga
con la atroz locura de su imaginación. Todo lo que se le ocurrió
proponer el 21 de junio fue un tirano y una matanza, el
degüello general de la Asamblea y de las autoridades. En los
números siguientes se entretiene con variaciones más
agradables: que se corten las manos, los pulgares,
empalamientos, que se entierren vivos, etc271.
Los constitucionales retrocedían de asco (hablando como
Froissard) ante aquella bestia salvaje, pero al retroceder la
autorizaban. Les era muy fácil a Marat y a Fréron predecir lo
que habían de retroceder aquellos bastardos realistas en su
inconsecuente retirada. Entonces gritaba el vulgo: “¡Milagro!
¡Lo había dicho Marat, el verdadero profetal”. De este modo el
loco furioso parecía el único razonable.
El americano Morris sostiene que en aquel momento era
imposible toda solución, lo mismo la monarquía, que la
regencia y que la república. No, todo era difícil. Francia se había
encontrado ya en un momento por lo menos igual de difícil: en
el invierno del 89 al 90; entonces no tenía leyes, ni antiguas ni
nuevas; vivió entregada a su instinto. Aún podía salvarse. El
rey, sus hermanos y el de Orleáns estaban igualmente
desacreditados en la opinión pública; la regencia no era posible
más que ejercida por un consejo de diputados, por un comité
republicano; era, pues, preferible una forma más franca, nada
de regencia: la república. Dificultad por dificultad, las ventajas
estaban de parte del gobierno que, después de todo, es el único
natural, el gobierno de uno por sí mismo, el que alcanza el hombre
cuando libre de la fatalidad consigue el libre albedrío. A
medida que se adelanta en la larga vida del mundo, en la
experiencia política que empieza apenas, se comprenderá cada
vez más que la monarquía no ha sido más que un gobierno de
excepción, un estado provisional de salvación pública, propio de los
pueblos en su infancia.
Por una parte la prensa violenta, los Marat y los Fréron, por
otra la Asamblea y los constitucionales, todos hablaban
igualmente en nombre de la salvación pública, del interés
público. Todos, partiendo de la misma filosofía que basa la
moral en el interés, apoyaban en él su política, cuando era el
derecho el que hubieran debido tomar como punto de partida;
sólo el derecho podía dar luz en aquella situación tan oscura. Se
invocó la salvación pública y corrió la sangre en nombre de la
monarquía, que no podía ni salvar a los demás ni salvarse ella
misma. Cosa extraña: los menos sanguinarios fueron
precisamente los que primero hicieron correr la sangre, dando
con aquella primera efusión el pretexto y la excusa para el
diluvio de sangre que siguió luego.
El 15, día decisivo, creyó prudente Lafayette colocar cinco
mil hombres en los alrededores de la Asamblea. Para contener
mejor a la multitud, había tenido cuidado de mezclar entre la
guardia nacional alguna gente del barrio de Saint-Antoine. La
Asamblea, decidida a concluir aquel día de la mejor manera
posible, empleó una buena parte de la sesión oyendo un
informe sobre asuntos militares de los departamentos. Prestó
mediana atención a las habladurías del viejo Goupil contra
Brissot y Condorcet, y a los discursos que luego pronunciaron
Grégoire y Buzot. El de este último, muy corto, fue sin embargo
notable; daba precisamente las razones que en 1793 le
impidieron condenar el rey a muerte: “Se trata de un crimen
contra la nación; la Asamblea es la nación, sería a la vez juez y
parte: luego no puede juzgar, etc.”.
Se había convenido en que la sesión se reduciría a dos
discursos, repartiéndose los turnos entre Salles y Barnave; el
uno, hombre de corazón, entusiasta, debía defender a Luis XVI,
al hombre, a la personalidad; el otro, el frío y noble orador,
Barnave, debía tratar la cuestión desde el punto de vista
legislativo y político. Salles, con insinuación dulce y atrevida,
no temía dirigirse a los secretos sentimientos de la Asamblea. El
rey ha protestado, es verdad, ha dicho que la Constitución “era
impracticable”. Pero nosotros mismo hemos dicho muchas
veces que era difícil de ejecutar, por la menos en los comienzos.
La Asamblea ha podido contribuir al error del rey, viéndose
obligada por el bien público a salirse de su papel de Asamblea,
juzgando, gobernando, etc. De esta suerte, estaba seguro el
abogado de ser oído favorablemente cuando buscaba una
excusa para el culpable en los mismos fallos del juez, en los
reproches que secretamente se hacía la Asamblea, en su poca fe
actual, cansada y trabajada por su obra y por sus propios actos.
Barnave se elevó a gran altura. Su frialdad ordinaria,
frialdad fingida aquel día únicamente en la forma, hizo valer el
fondo íntimamente apasionado que se sentía en todas partes,
como en las tierras secas y frías de Asia, que en ciertos lugares
están minadas por ríos de fuego. Se veía bien que se lo jugaba
todo, que era aquel un momento supremo para él y para la
Asamblea. La obligaba a escoger entre la monarquía y el gobierno
federativo (afectaba no comprender ninguna república federativa
más que como un gran Estado). Siendo sólo posible la
monarquía, decía, hay que transigir con la inviolabilidad que es
su base. “¿Pero y si el rey comete faltas?< El peligro para la
libertad estaría en que no las cometiese. Si os dejáis guiar hoy
por el resentimiento personal violando la Constitución, temed
que algún día no os domine el entusiasmo. Cuidad de que en
otra ocasión la misma volubilidad del pueblo, el entusiasmo de
algún gran hombre, el reconocimiento por las grandes acciones
(porque la nación francesa sabe mejor amar que aborrecer) no
derriben en un momento vuestra absurda república< ¿Creéis
que un consejo ejecutivo, débil por naturaleza, resistiría por
mucho tiempo a los grandes generales? etc., etc.”.
“Esto por lo que a la Constitución se refiere. Hablemos de
la Revolución: ¿sabéis lo que sucederá después de la
destrucción de la monarquía? El atentado contra la propiedad<
No debéis ignorarlo; la noche del 4 de agosto dio más fuerza a
la Revolución que todos los decretos constitucionales. Para los
que quisieran ir más lejos, ¿qué otro 4 de agosto les queda por
hacer?”<
Estos dos hábiles discursos habrían convencido a la
Asamblea si ya no lo hubiera estado. Pero de antemano tenía ya
decidido lo que quería. Lafayette pidió la terminación de los
debates. La Asamblea, de acuerdo con lo propuesto por Salles y
Barnave y con los comités, acordó: 1º una medida preventiva: si
un rey falta a su juramento, si ataca o no defiende a su pueblo,
abdica, se convierte en simple ciudadano y es responsable por
los delitos posteriores a su abdicación; 2º una medida represiva: el
castigo de Bouillé como principal culpable, de los servidores,
oficiales, correos, etc., cómplices del rapto.
Para votar tranquilamente la Asamblea se había rodeado de
tropas, se habían cerrado las Tullerías, la policía estaba
preparada y la autoridad municipal dispuesta en la plaza
Vendôme para hacer las intimaciones de rigor. Todo indicaba
que se quería terminar el conflicto aquel día y que en caso
necesario no se dudaría en dar la batalla. Los directores
populares se dieron por avisados y no se dejaron ver. La
multitud acudió sin embargo al Campo de Marte para
consignar por última vez su protesta; uno de los comisionados
para redactarla era un tal Virchaux, de Neufchâtel. Ya se ha
visto por el asunto de Châteauvieux, que los naturales de la
Suiza francesa, esclavos de los alemanes, estaban con frecuencia
en la vanguardia de nuestra Revolución; tenían puesta en ella la
esperanza de su propia redención; la Sociedad helvética de los
suizos establecidos en París tomaba parte activa en los grandes
movimientos populares.
El escribir era cosa fácil; lo difícil era hacer llegar la petición
a la Asamblea. La multitud encontró a Bailly en la plaza
Vendôme. El buen hombre, de gran uniforme, con la faja
tricolor, estaba allí como un general en medio de las masas
armadas. A él se le debía el que la Asamblea, muy decidida
aquel día, presidida entonces por un joven coronel, Charles
Lameth, despegase aquel aparato de fuerza. El sabio, el
académico, el hombre eminentemente pacífico, se veía obligado,
ya en el ocaso de su vida, a ser el héroe involuntario de aquella
guerra próxima a estallar entre ciudadanos. Confiado, ansioso
de popularidad, débil por el recuerdo del 89 y deseando
siempre ser querido, no era de ningún modo hombre a
propósito para convertirse en jefe de oposición. Parlamentan
con él, le dicen que desean hablar únicamente con Pétion y
Robespierre. Se resiste algo, cede y por último permite que
pasen seis hombres nada más. Avisados los dos diputados salen
al encuentro de los fuldenses; pero, dicen, ya es tarde: ya se ha
votado.
La multitud irritada refluye desde la Asamblea por todo
París y cierra los teatros en señal de duelo. Tan sólo se negó a
cerrar la Ópera y dio función protegida por las bayonetas. En
otro teatro el comisario de policía en persona rogó que se
cerrara, temiendo una colisión. La autoridad estaba indecisa,
poco acorde consigo misma; Lafayette hubiera obrado, pero no
podía hacerlo sin autorización del poder municipal, y Bailly no
quería hacerse responsable de nada. Había sido detenido
Virchaux, uno de los directores del Campo de Marte, a la puerta
de la Asamblea; reclamó a Bailly, que había permitido la
entrada y le hizo poner en libertad, pero fue arrestado de nuevo
por la noche.
Una salida les quedaba a los republicanos y a los
orleanistas. La Asamblea no había decidido nada acerca de Luis
XVI; había votado medidas preventivas contra una deserción
posible del rey. Quedaba por resolver la cuestión personal. Esta
fue resuelta por la noche, en los Jacobinos, por Laclos,
Robespierre y otros. El hombre de confianza del duque de
Orleans, Laclos, que presidía aquel día, propuso que se
redactara en París y en toda Francia una petición para la
caducidad. “Yo respondo de que habrá, decía, diez millones de
firmas; haremos que firmen hasta las mujeres y los niño”. Bien
sabía que, por lo general, las mujeres eran partidarias de un rey
y que no firmarían contra Luis XVI sino en provecho de un
nuevo rey.
Danton lo apoyó y Robespierre también, pero sin que
firmasen las mujeres. Prefería a aquella gran petición de todo el
pueblo, una moción exclusivamente jacobina, dirigida a las
sociedades afiliadas< Entretanto se produce un gran tumulto;
una avalancha de gente invade la sala. Madame Roland, que
vio esta escena desde la tribuna, dice que eran los charlatanes
ordinarios del Palais Royal con una turba de mujerzuelas,
probablemente una farsa ideada por los orleanistas para
secundar mejor a Laclos. Aquella multitud tomó, sin
cumplimiento, asiento entre las filas de los jacobinos para
deliberar con ellos. Laclos sube a la tribuna: “Ya veis, dice, es el
pueblo: he aquí al pueblo; la petición es necesaria”. Se acordó
que al día siguiente a las once, reunidos los jacobinos, darían
lectura a la petición, que sería luego llevada al Campo de
Marte, donde firmarían todos, y enviada después a todas las
sociedades afiliadas para que firmasen a su vez.
Es medianoche y se retiran por la calle de Saint-Honoré.
Quedan solos los comisionados encargados de la redacción:
Danton, Laclos y Brissot. Danton se retira también y quedan
frente a frente Laclos y Brissot, es decir, el orleanismo y la
república. Laclos, pretextando un dolor de cabeza, cede la
pluma a Brissot, que la acepta sin vacilar.
En este documento fuerte y enérgico el hábil redactor pone
de relieve los dos puntos de la cuestión: 1º el silencio tímido de
la Asamblea que no se atreve a decidir respecto al real
individuo; 2º su abdicación de hecho (así lo juzgó la Asamblea,
puesto que le suspendió y le arrestó); por fin la necesidad de
proveer a su reemplazo< Al llegar aquí, Laclos, saliendo de su
estado de somnolencia, detiene tm momento la rápida pluma:
“La Sociedad de los Amigos de la Constitución firmará si se
añaden cinco palabras sin importancia: reemplazo por todos los
medios constitucionales”. ¿Estos medios cuáles eran sino la
regencia, el delfín con un regente? Y estando fuera de Francia
los hermanos del rey, el regente constitucional era el duque de
Orleáns. De este modo ideaba Laclos incluir implícitamente a su
señor en la petición.
Brissot, sea por ligereza o por debilidad, escribió lo que
Laclos quería. Acaso el atrevido redactor no sentía atenuar su
responsabilidad con la palabra constitucionales, que legalizaba la
situación y alejaba las persecuciones.
Crucemos ahora la calle de Saint-Honoré y veamos cómo,
casi enfrente, los directores de la Asamblea, los realistas
constitucionales, reunidos con los fuldenses en las oficinas de
los comités, empleaban la noche por su parte.
Acuerdan dos resoluciones:
Una, que Duport y los Lameth tenían hace tiempo en
proyecto, consistía en no atravesar la calle para ir a los
Jacobinos, quedándose en los Fuldenses, a la sombra de la
Asamblea, formando con la masa de diputados de que
disponen, un nuevo club de los Amigos de la Constitución, club
escogido, donde no se entrará sin papeleta y en donde no se
recibirá más que a los electores. ¿Quiénes quedarán en los
Jacobinos? Cinco o seis diputados acaso, la turba de los nuevos
miembros, los intrusos, una banda de habladores, al nivel de los
que invadieron la sala la noche anterior.
Y la otra resolución era sacar de su estupor a los poderes
públicos, poniendo al alcalde de París en la alternativa de
demostrar si estaba con la Asamblea o con el populacho,
amonestándole severamente por su vacilación y su debilidad de
la víspera, haciendo también responsables a los ministros y a
los acusadores públicos. La Asamblea tenía ya a Lafayette, con
la espada inmóvil en la vaina; por este reproche y este
llamamiento a los magistrados y al poder municipal, iba a
desenvainarla<
Era ya muy vieja la Asamblea para demostrar aquel ardor;
vieja por los años y por los acontecimientos, sin fuerza en la
opinión. Compuesta abigarradamente al capricho de
instituciones góticas, nacida en gran parte de aquella Edad
Media que ella había destruido, llevaba en sí misma una
contradicción intrínseca que hacía dudar siempre de la
legalidad de sus actos. Enemiga del privilegio, era sin embargo,
al menos por la mitad de sus miembros, hija del privilegio.
Trescientos de aquellos privilegiados que habían protestado por
el rey al mismo tiempo que Bouillé, tenían todavía en ella su
asiento. Una Asamblea así formada y que contaba en su seno
con aquellos amigos del enemigo, ¿podía ser la pura y elevada
imagen de la ley, ante la cual debía inclinarse el pueblo bajo
pena de muerte?
Había audacia, imprudencia, desprecio de la opinión en
pasar así de las palabras a los hechos. En el fondo de todo esto
se agitaban violentas pasiones: la mortificación de las vanidades
por parte de Duport, Lameth y los constitucionales; por parte
de Barnave y de los demás (a los que halagaba la esperanza de
poseer la confianza de la reina), una ambición romántica,
algunas ideas juveniles que el hombre más frío no acalla jamás
a los veintiocho años. Estos hombres, que se diferenciaban tanto
por las formas de los de la Convención, se preocupaban por la
misma idea, que mata todos los escrúpulos: “La necesidad del
Estado, la salvación pública”. Y esta otra idea, hija del orgullo:
“E1 derecho está en nosotros”.
Por la mañana (el 16 de julio) Pétion con los demás, al
llegar a los Jacobinos para leer la petición, encuentra la sala casi
vacía; no había más que cinco o seis diputados; todos se han
quedado en los Fuldenses. Pétion corre a buscarles y “hace lo
imposible”, así lo dice, para que vuelvan; llega hasta a
humillarsez “Aun cuando la sociedad tuviera alguna culpa,
¿sería esta la ocasión para abandonarla?”. Pero no se dignan
oírle. Ve, no sin inquietud, que se está preparando un
manifiesto para anunciar en toda Francia a las sociedades
afiliadas que los Amigos de la Constitución se reúnan ahora en
los Fuldenses.
Para aterrorizar a París era preciso primero que la
Asamblea amedréntara a la municipalidad. Únicamente con
palabras fuertes podrían despertarla del sopor de la víspera.
Dandré la acusó acremente por haber presenciado cómo se
violaban las leyes y haberlo tolerado. Pidió y obtuvo que se
enviase a la barra a la municipalidad, a los ministros y a los seis
acusadores públicos, exigiéndoles responsabilidad. Algunos
miembros, guiados por la pasión que les dominaba, iban a
desviar la cólera de la Asamblea contra Prieur o Robespierre.
Dandré, con firmeza y presencia de ánimo, no les permitió que
empleasen su ardor en aquellas acusaciones individuales. Les
encaminó hacia las medidas generales y les hizo votar. El
presidente (era Charles Lameth) dirigió palabras imperiosas y
severas a Bailly y a los concejales. Por la noche fueron
igualmente amonestados los ministros y los acusadores
públicos. Se recomendó especialmente que vigilasen, y en caso
de necesidad que detuvieran a los extranjeros.
Entretanto ocurrían escenas violentas en París. En el Pont-
Neuf algunos hombres o guardias asalariados encontraron a
Fréron y faltó poco para que le mataran. Lo mismo sucedió con
un personaje sospechoso, un inglés, maestro de italiano,
llamado Rotondo, jefe conocido de todos los motines, que se
encontraba en todas partes. Fue atropellado, golpeado y por
añadidura preso.
Este pequeño terror se reflejó en la Asamblea en un
accidente cómico. Vadier, diputado (demasiado conocido
después) muy acre y muy violento, había pronunciado el 13 un
discurso contra la inviolabilidad real. El 16 pronunció otro para
declarar que detestaba el sistema republicano. Fue la irrisión de
todos los partidos.
Se aprovechó aquel momento para leer a la Asamblea la
moción, no recuerdo de qué ciudad de provincia, que atribuía
los disturbios a las excitaciones de Robespierre y casi pedía su
acusación.
¿Qué ocurría en el Campo de Marte?
La petición redactada por Brissot y Laclos, leída en los
Jacobinos sin apenas auditorio, después de esperar en vano que
aumentase la concurrencia, fue llevada por fin al altar de la
patria. Se había colocado aquí un cuadro representando el
triunfo de Voltaire y sobre el cuadro el cartel de los cordeleros,
el famoso juramento de Bruto. Llegan los cordeleros
conmovidos y ardientes. Después, un grupo poco numeroso,
los enviados de los jacobinos; se lee su petición con la frase
orleanista de Laclos: reemplazo por todos los medios
constitucionales. Al principio pasó la frase sin tropiezo.
Bonneville, de La boca de hierro, llamó la atención y lo mismo
hicieron los cordeleros. “Se engaña al pueblo, dice Bonneville,
con esa palabra constitucionales: ahí hay otra monarquía; no
hacéis más que reemplazar uno por otro”. “Tened cuidado,
decían los jacobinos, el tiempo no ha madurado todavía la
república”. Por más que dijeron se procedió a votación y la
palabra constitucionales fue borrada. Se añadió que no se
reconocería ya ni a Luis XVI ni a ningún otro rey. Y se acordó que
al día siguiente, domingo, corregida en este sentido la petición,
sería firmada por el pueblo en el altar.
Algunos, juzgando acertadamente que semejante
declaración de guerra a la monarquía no pasaría sin tormenta,
fueron de la opinión de que se necesitaba conseguir en el
Ayuntamiento una autorización para la retmión del día
siguiente. En efecto, fueron varios a pedirla; Bonneville iba con
ellos y (según parece, en el camino) se hicieron acompañar por
Camille Desmoulins. En la alcaldía no encontraron más que al
primer síndico, que no se atrevió a negarse, les dio buenas
razones, pero ningún escrito, con lo que se dieron por
satisfechos y se creyeron autorizados.
La jornada no había concluido todavía. La Asamblea se
resistió aún; sin duda la enteraron de la autorización pedida en
el Ayuntamiento y de la petición “para no reconocer a Luis XVI ni
a ningún otro rey”. El día siguiente era domingo. Todo París,
toda la población, conmovida desde el domingo anterior por
tan repetidos acontecimientos, acudiría al Campo de Marte. El
pueblo soberano iba a alzarse, como decían los periódicos, a
mostrarse con toda su fuerza y majestad; si firmaba, ya no era
una petición, era una orden la que daba a sus mandatarios. En
vano objetaría la Asamblea que el pueblo soberano de París no
era, después de todo, el soberano de Francia; a pesar de ello esta
sería arrollada por la ola irresistible.
Estaba a tiempo de evitarlo, eran las nueve de la noche;
podía prescindir de la distinción tras la que se parapetaban los
Amigos de la Constitución: La Asamblea no ha hablado
expresamente de Luis XVI. Desmeuniers reprodujo su proposición
del día 14, en la que, bajo una forma rigorosa, dura para el rey,
en realidad se le garantizaba, se le aseguraba el porvenir y la
devolución de la autoridad real. Propuso y se votó que “la
suspensión del poder ejecutivo duraría hasta que el acta
constitucional fuese presentada al rey y aceptada por él”.
Nada de ambigüedad. La cuestión está prejuzgada en favor
de Luis XVI; no es de un rey posible; es de él, del rey, de quien
se trata. Este secreto cierra el círculo de la ley y no deja ninguna
salida. Todo lo que se salga de este círculo puede ser
perseguido legalmente.
Faltaba arreglar su ejecución. A las nueve y media de la
noche el alcalde y el consejo municipal deciden en el
Ayuntamiento que el siguiente día, domingo 17 de julio, a las
ocho en punto, el decreto de la Asamblea impreso y fijado en
las esquinas, sea promulgado a son de trompeta por los
notables y alguaciles de la ciudad, convenientemente escoltados
por fuerzas del ejército.
No es posible mandato más significativo ni más solemne.
La autoridad habla al pueblo con la mayor claridad.
¡Desgraciados los que se obstinen en taparse los oídos!
17 1791

Los realistas necesitaban un motín —Fatal travesura del Campo de


Marte. —Asesinato en el Gros —Caillou. —Tres partidos en el
Campo de Marte. —Petición republicana contra la Asamblea. —Es
enarbolada la bandera roja. —Aspecto pacífico del Campo de Marte.
—La guardia asalariada y los realistas hacen fuego sobre el pueblo. —
La guardia nacional salva a los fugitivos.

Todos los decretos de la Asamblea no hubieran sido suficientes


para levantar la majestad caída; se necesitaba un acto de fuerza
que se la devolviese, haciéndole creer que era fuerte todavía.
Esto no podía hacerse sin un motín, sin la victoria contra el
motín. Los realistas en las Tullerías y los constitucionales en la
Asamblea, lo deseaban ardientemente.
En cuanto se iniciase el motín, sería vencido. Además de la
guardia nacional, cuerpo imponente de sesenta mil hombres,
organizado y uniformaclo, tenía Lafayette un arma indefectible,
la llamada tropa del centro, guardia nacional a sueldo de más
de nueve mil hombres, la mayoría antiguos guardias franceses,
muchos de los cuales fueron luego oficiales y generales de la
República y del imperio.
Pero precisamente porque el pueblo veía enfrente fuerzas
tan temibles, se podía apostar que no habría motín_ Los dogos
bajaban la cabeza. El famoso cervecero Santerre, que por su voz,
su estatura y su corpulencia tenía tan gran influencia en el
barrio de Saint-Antoine, aceptó en los Jacobinos la humilde
misión de ir a retirar la petición del Campo de Marte. Los
grandes directores de los cordeleros se mostraron más
prudentes todavía. Comprendieron el alcance del último
decreto, vieron perfectamente que los realistas necesitaban una
algarada; los golpes que recibieron Préron y Rotondo les
indicaron que serían poco escrupulosos en la elección de
medios para provocarla, y desaparecieron, lo cual les ha sido
echado en cara. Creo, sin embargo, que su presencia hubiera
sido un pretexto de disputa y de combate; no hubieran dejado
de acusarles de que habían excitado al pueblo, y todo lo odioso
del asunto, que recayó sobre los constitucionales, lo hubiera
hecho sobre ellos. Danton así lo comprendió y desde el sábado
por la noche se eclipsó de París y se fue al bosque de Vincennes,
en Fontenay, donde su suegro, el cafetero, tenía una casita. El
valiente carnicero Legendre, al que no se le caían de la boca
palabras de combate, sangre y ruinas, se llevó consigo a
Desmoulins y Fréron, que perdían el tiempo redactando una
nueva moción, y se dirigieron al campo, donde pasaron al
fresco aquella calurosa jornada, comiendo en compañía de
Danton.
Los realistas estaban de buen humor; en medio de todos
aquellos grandes y trágicos acontecimientos se creían todavía
en los tiempos de la Fronda y ponían en solfa a sus enemigos.
Hasta el final de la Asamblea constituyente fue inacabable su
verbosidad. Diariamente, encerrados en los restaurantes de las
Tullerías y del Palais Royal escribían, apurando botellas, sus
famosas Actas de los Apóstoles. El suceso de Varennes, que a
pesar de su tristeza tenía un aspecto ridículo, no era el más
adecuado para poner a los burlones de su parte. Se alegraron
mucho del eclipse de los famosos jefes populares. Aquella
misma noche ante la casa de Danton, en Fontenay, le dieron
una especie de cencerrada acompañada de gritos, insultos y
amenazas.
Una burla fatal, cuyas consecuencias fueron terribles, se
intentó en el Campo de Marte. Por tristes y vergonzosos que
sean los detalles, sor, esenciales para la pintura de las
costumbres de la época, para que nc puedan ser silenciados por
la historia. El primer deber del historiador no es la gravedad,
sino la verdad.
La emigración y la ruina de muchos que no emigraban,
había puestc en la calle a una masa de lacayos, de gentes
ligadas a los nobles y a los ricos por diferentes títulos, agentes
de modas, de lujo, de diversiones y de libertinaje. La primera
corporación de esta clase, la de los peluqueros, estaba como
aniquilada. Había vivido floreciente durante más de un siglo
por la extravagancia de las modas. Pero la terrible frase de la
época: “Volved a la naturaleza” había matado a aquellos
artistas, peluqueros y peinadoras; se tendía en todos los
órdenes a una sencillez extrema. El peluquero perdía a la vez su
existencia y su importancia. Digo importancia, porque
realmente la tenía muy grande bajo el antiguo régimen. El
precioso privilegio de las largas audiencias, la ventaja de tener
por espacio de media hora o de una hora entre las tenacillas a
las hermosas damas de la corte, de charla, de decir cuanto se le
ocurría, pertenecía de derecho al peluquero. Ayuda de cámara
o peluquero, era admitido por la mañana con la mayor
intimidad, y presenciaba muchas cosas como confidente, sin
que se pensara en confiarse a él. El peluquero era como una
especie de animal doméstico, un mueble de las damas, y
participaba mucho de la frivolidad de las mujeres, a las que
pertenecía. La reina confió a maese Leonard, muy fiel, pero de
poco seso, sus diamantes y el cuidado de ayudar a Choiseul en
la fuga de Varennes y así salió ello. Inútil es decir que aquellas
gentes echaban de menos amargamente el antiguo régimen. Los
realistas más furiosos no eran acaso ni los nobles, ni los curas,
sino los peluqueros.
Agentes mensajeros de los placeres, eran también,
generalmente, libertinos por su propia cuenta. Uno de ellos, el
sábado por la noche, la víspera del 17 de julio, tuvo una idea
que no podía germinar más que en la cabeza de un libertino
desocupado; ideó situarse bajo la plataforma del altar de la
patria para verles las piernas a las mujeres. No se llevaba
entonces tontillo, sino faldas muy huecas por detrás. Las altivas
republicanas, tribunas con gorra, oradoras de clubs, las
romanas, las mujeres de letras, iban a subir allí. El peluquero
creía chistoso el ver (o imaginárselo) y hacer después
comentarios. Falsa o verdadera, sin duda alguna se hubiera
utilizado en los salones monárquicos; había en ellos gran
libertad en el lenguaje, aun entre las grandes señoras. Con
asombro se lee en las memorias de Lauzun lo que se atrevían a
decir en presencia de la reina. Las lectoras de Faublas y de otros
libros peores, habrían recibido con agrado aquellas
desvergonzadas descripciones.
El peluquero, a imitación del de Lutrin, quiso tener un
camarada con quien encerrarse en aquellas tinieblas y escogió a
un valiente, viejo soldado inválido, tan libertino como él. Se
proveyeron de víveres y de un barril de agua, fueron por la
noche al Campo de Marte, levantaron un tablón y al bajar lo
volvieron a colocar cuidadosamente. Luego, valiéndose de una
barrena, empezaron a hacer agujeros. Las noches son cortas en
julio, había mucha claridad y casi al alba aún seguían
trabajando. La ansiedad porque amaneciera el gran día
despertaba a muchas gentes, y también la miseria y la
esperanza de vender algo a la muchedumbre; una vendedora
de pasteles o de limonada, tomando la delantera a las demás
rondaba, ya a la espera, alrededor del altar de la patria. Notó
que barrenaban a sus pies, se asustó y empezó a gritar. Estaba
allí un aprendiz que había ido a copiar las inscripciones
patrióticas. Corrió a llamar a la guardia del Gros-Caillou, que
no quiso moverse; se dirigió sin parar al Ayuntamiento, volvió
con hombres armados de herramientas, separaron las tablas y
encontraron a los dos culpables, muy avergonzados, fingiendo
dormir. Era un mal negocio; entonces no se toleraban bromas
sobre el altar de la patria; en Brest le costó la vida a un oficial el
haberse burlado de él. Aquí, circunstancia agravante,
confesaron su feo propósito. La población del Gros-Caillou se
componía en su totalidad de lavanderas, ruda población de
mujeres armadas de palas que durante la Revolución tuvieron
sus días de sedición y de revueltas. Aquellas señoras tomaron
muy a mal la confesión del ultraje que trataba de inferirse a las
mujeres. Por otra parte, circularon entre la multitud otras
versiones; se decía que los culpables habían obtenido la
promesa, para dar un golpe, de rentas vitalicias; el barril de
agua, al pasar de boca en boca, se convirtió en un barril de
pólvora; de aquí la consecuencia: “querían volar al pueblo<”.
La guardia no pudo defenderlos y fueron arrastrados y
degollados; luego, para atemorizar a los aristócratas, les
cortaron las cabezas y las llevaron a París. A las ocho y media o
las nueve estaban en el Palais Royal.
Precisamente a aquella hora los oficiales municipales, con
los alguaciles y trompeteros, promulgaban en las plazas las
decisiones de la Asamblea, el discurso severo del presidente y
las medidas represivas.
Ved, pues, desde por la mañana, las dos cosas contrarias
que debían servir igualmente a la causa de los realistas: la
amenaza, el crimen que castigar; el cuchillo ya levantado y la
ocasión de herir.
Se reunía la Asamblea; la noticia cae como un rayo,
amañada, desfigurada a capricho. Un diputado asustado: “Dos
buenos ciudadanos han muerto< Recomendaban al pueblo el
respeto a las leyes y les han ahorcado” (movimiento de horror).
Regnault de Saint-Jean-d'Angely: “Pido la ley marcial< Es
preciso que la Asamblea declare criminales de lesa nación a los
que por medios escritos individuales o colectivos induzcan al
pueblo a la resistencia”. De este modo se lograba el fin deseado,
se confundían la petición y el asesinato, y toda reunión era
considerada como reunión de asesinos. La Asamblea, después,
con una tranquilidad de espíritu extraña en aquella situación,
pasó a ocuparse de otro asunto. Permaneció allí todo el día
haciendo como que oía informes sobre la hacienda, la marina,
los disturbios promovidos por los clérigos, etc. Sin embargo
actuaba; su presidente Charles Lameth enviaba, con la violencia
impaciente de su carácter, mensajes al Ayuntamiento en
nombre de la Asamblea y aguijoneaba la lentitud de la
municipalidad. Esta, encargada de ejecutar, era menos
impaciente; dio a entender que no había sabido hasta las once el
asesinato cometido entre las siete y las ocho. Las tropas que
envió llegaron a mediodía a Gros-Caillou y prendieron a uno de
los asesinos que se escapó, pero fue vuelto a coger al día
siguiente con uno de los cómplices.
La Asamblea, antes de mediodía, había expedido su
decreto. La frase escritos colectivos amenazaba precisamente a la
petición de los jacobinos. Robespierre salió para advertirles del
peligro y obligarles a retirar la petición del Campo de Marte. La
sala estaba desierta: apenas había una treintena de miembros.
Estos treinta comisionaron a Santerre y a algunos otros.
En el Campo de Marte había aún poca gente; en el altar no
llegaban a doscientas personas (madame Roland, que estaba
allí, lo atestigua). En el glacis, hacia el Gros-Caillou, grupos
esparcidos, hombres aislados, iban y venían. Aquel pequeño
número perdido en la inmensidad del Campo de Marte, no
tenía establecido ningún plan común. En aquel momento
existían tres distintos pareceres. Los unos, los jacobinos, decían
que, habiéndose decidido la Asamblea por el rey, había que
modificar la petición, que la sociedad iba a redactar una nueva.
Los otros, miembros de los Cordeleros, agentes secundarios,
orgullosos de llevar la dirección en ausencia de los jefes,
insistían para que en el acto se redactase una petición
amenazadora; estos eran hombres de letras o letrados de
diversas categorías, Robert y su mujer primero, un tipógrafo,
Brune, que después fue general, un escritor público, Hébert,
Chaumette, estudiante de medicina, periodista, etc.
Había además otros cordeleros, hombres de acción, que no
se entretenían en escribir, los cuales permanecían en el glacis
con el populacho del Gros-Caillou, irritados de que los jueces
trataran de reformar la justicia smnaria que por la mañana se
había hecho sobre los dos hombres sorprendidos debajo del
altar. ¿Podría aquella excitación llegar a producir una gran
explosión popular? Nada lo hacía presumir, pero aquellos
furiosos cordeleros así lo creían. Había entre ellos hombres
nefastos, de esos que no se ven más que en tales días. Según
todos los datos, entre ellos se encontraba Verrières. Fournier,
con toda seguridad. El primero, figura fantástica, era el horrible
jorobado del 6 de octubre. El 16 de julio por la noche aquel
enano sanguinario, montado sobre un enorme caballo, había
cabalgado por todo París con gestos terribles, como una
verdadera aparición apocalíptica. El otro, carecía de palabras y
de gustos; no sabía más que herir; era un hombre determinado,
de alma violenta, atroz el auvernés Fournier, conocido por el
americano. Capataz de negros en Santo Domingo, más tarde
negociante, arruinado, disgustado por un proceso injusto, había
fatigado vanamente con sus peticiones a la Asamblea de los
nobles y a la Asamblea constituyente. Esta última, dirigida por
los plantadores, como Lameth y Barnave, había rechazado
definitivamente la última petición de Fournier apenas hacía un
mes. Desde entonces se vio a aquel hombre en todos los sitios
donde se podía matar: tomó parte en las más terribles tragedias
de las calles. Sin ambición, sin odio personal, sólo por odio a la
especie humana, como aficionado a la sangre. Después de la
Revolución volvió a Santo Domingo y continuó matando, con
preferencia a los ingleses, y se distinguió como corsario.
Las primeras tropas entraban en el Campo de Marte al
mediodía, mandadas por un ayudante de campo de Lafayette.
De los glacis partió un disparo que hirió al ayudante. Poco
después se presentó Lafayette en Gros-Caillou con numerosas
tropas y un cañón; los furiosos del glacis, el populacho del
barrio, estaban disponiéndose a hacer una barricada volcando
las carretas; uno de ellos, guardia nacional (se cree que fue
Fournier), disparó a bocajarro sobre Lafayette a través de la
barricada, pero le falló el fusil. El agresor fue apresado
inmediatamente, pero Lafayette, con mal entendida
generosidad, hizo que le dejaran en libertad. Continuó hasta el
altar, donde encontró a los oradores y redactores, pocos en
número, tranquilos. Le juraron que se trataba únicamente de
una petición y que una vez firmada se retiraría cada uno a su
casa.
La Asamblea supo en el mismo instante que se había hecho
fuego sobre Lafayette. El presidente escribió apresuradamente
al Ayuntamiento y se mandó a dos municipales para que
requirieran a la multitud, pero no encontraron, para gran
sorpresa suya, más que gentes pacíficas, que les leyeron la
petición, la cual no les pareció mal, a pesar de que ponía de
relieve con demasiada energía la audacia de la Asamblea al
prejuzgar la cuestión en favor del rey sin esperar el voto de
Francia; acusaba también una grave ilegalidad, sosteniendo que
los doscientos o trescientos diputados realistas que habían
protestado y no querían ya votar, habían ido sin embargo esta
vez a votar con los otros.
Esta famosa petición (que tengo ante mi vista) parece, por
el carácter de la letra, que fue escrita por Robert, cuyo nombre
se lee al pie, junto con los de Peyre, Vachart (¿o Virchaux?) y
Dumont. Es enérgica, ardiente, improvisada indudablemente en
el Campo de Marte. No me extrañaría que la hubiese dictado
madame Robert (mademoiselle Kéralio), que estuvo todo el día
en el altar con su marido, tenazmente apasionada firmando y
haciendo firmar. Su redacción es entrecortada, como dictada
por una persona jadeante. Varias negligencias felices, pequeños
rasgos acerados (como la cólera de una mujer o de un colibrí)
denuncian, a mi juicio, una mano femenina272.
Siguen luego miles de firmas que ocupan varias hojas o
cuadernillos cosidos juntos. Sin ningún orden, indudablemente
cada cual ha firmado a medida que llegaba, casi todos con tinta,
varios con lápiz. Hay muchos nombres conocidos,
especialmente los de la sección del Teatro Francés (Odéon), que
estaba allí en gran número: Sergent (¿el grabador?); Rousseau
(¿el primer cantante de la Ópera?); Momoro, primer impresor por
la libertad y elector de la segunda legislatura; Chaurnette, estudiante
de medicina, calle Mozarin, num. 9; Fabre (¿d'Églantine?); Isambert,
etc. Hay otros que no son del mismo barrio, pero también son
miembros de los Cordeleros; Hébert escritor, calle de Mirabeau;
Hanriot, Maillard. Algunos jacobinos como Andrieux, Cochon,
Duquesnoy, Taschereau, David. Por fin nombres de todas clases:
Girey -Dupré (el lugarteniente de Brissot) Isabey padre, Isabey hijo,
Lagarde, Moreau, Renouard, etc.
Al principio de la hoja 35 se lee esta nota conmovedora:
“¿Le daréis de puñaladas (¿a la libertad o a la patria?) en su cuna
después de haberla creado?”.
Algunos añadían a su nombre: guardia nacional o soldado
ciudadano de la patria. Muchos que no sabían firmar hacían una
cruz. Hay nombres de mujeres casadas y solteras. Sin duda
aquel día, domingo, habían salido acompañando a sus padres,
hermanos o maridos. Creyentes de fe sencilla, quisieron
atestiguar con ellos, comulgar en su compañía en aquel acto
solemne cuya importancia quizás no comprendían muchas. No
importa, eran valerosas y fieles, y más de una lo atestiguó
también con su sangre.
El número de las firmas debió de ser verdaderamente
inmenso. Las hojas que aún se conservan contienen varios
millares, pero es indudable que se han perdido muchas. La
última lleva la página 50. Aquel prodigioso entusiasmo del
pueblo firmando un acto tan hostil al rey, tan severo para la
Asamblea, debió atemorizarla. Sin duda le llevaron una de las
copias que se habían hecho circular y aquella Asamblea
soberana hasta entonces, juez y arbitro entre el rey y el pueblo,
vio que se convertía en acusada. Elegida hacía largo tiempo
bajo el imperio de una situación tan diferente, ahora, al
caducarse todos sus poderes, se sentía débil. Conservaba
todavía en su seno trescientos enemigos de la Constitución, que
sin dejar de protestar porque no actuaban, reaparecían en un
momento dado, se mezclaban en las deliberaciones y votaban
quizás sólo cuando podían perjudicar. Esto bastaba para tachar
de ilegales todos sus actos. La Asamblea, que se consideraba la
ley y en nombre de ella esgrimía la espada, se veía sorprendida,
si la acusación era verdadera, en flagrante delito de crimen
contra la ley. Era, pues, preciso, disolver a toda costa la
concentración y desgarrar la petición.
Tal fue seguramente la idea. No diré de la Asamblea entera
que se dejaba conducir, sino que era la idea de sus directores.
Supusieron que habían recibido aviso de que la turba del
Campo de Marte quería dirigirse contra la Asamblea, lo cual era
falso, y lo desmienten positivamente los testigos oculares, que
aún viven, al describir la actitud del pueblo. Que hubiese
habido entre ellos un Fournier o cualquier otro loco que lo
propusíese, no es imposible, pero ni él ni otro tenían la menor
influencia sobre la multitud, que era inmensa, compuesta por
mil elementos diverso y, por tanto, menos fáciles de arrastrar.
Las aldeas de la jurisdicción, ignorando los últimos
acontecimientos, se habían puesto en camino, especialmente las
del oeste, Vaugirard, Issy, Sèvres, Saint-Cloud, Boulogne, etc.
Acudían como a una fiesta, pero una vez en el Campo de Marte
ya no tenían intención de ir más allá; en aquel día de calor
extremo buscaban un poco de sombra para descansar bajo los
árboles que allí hay o bajo la ancha pirámide del altar de la
patria.
Entretanto llega al Ayuntamiento, a eso de las cuatro, un
mensaje aterrador de la Asamblea, y al mismo tiempo circula
por la Grève entre la guardia asalariada el rumor de que “una
cuadrilla de cincuenta mil bandidos reunidos en el Campo de
Marte va a marchar contra la Asamblea”.
Esto estaba en oposición con el informe de Lafayette y con
el de los dos munícipes que habían vuelto con posterioridad al
Ayuntamiento conduciendo una diputación de aquellos
pacíficos “bandidos”, con la pretensión de que fueran puestas
en libertad dos o tres personas que habían sido detenidas. El
alcalde, la municipalidad, el departamento, vacilan entre
aquellas impresiones tan contradictorias, y si pudieran tratarían
de aplazar la solución. Sin embargo, la Asamblea manda y
Bailly no tiene más remedio que obedecer. Los jefes del
departamento, La Rochefoucauld, Talleyrand, Beaumetz,
Pastoret, tiemblan por haber esperado tanto y censuran las
dilaciones de la municipalidad: “Henos aquí, dicen,
comprometidos en el concepto de la Asamblea”.
Mientras tanto la tropa asalariada, los Hullin y otros se
desesperaban en la Grève. Aquellos guardias franceses, muchos
de ellos vencedores de la Bastilla, estaban desde hacía mucho
tiempo furiosos, exasperados contra los diarios y los agitadores
demócratas que les llamaban “polizontes de Lafayette”.
Esperaban con impaciencia el día en que lavaran con sangre
esta afrenta y no pudieron contener un grito de alegría cuando
vieron en las ventanas del Ayuntamiento, en las que tenían fija
su mirada, enarbolarse la bandera roja.
El pobre Bailly bajó a la Grève muy pálido. El infortunado
astrónomo, después de una vida consagrada al estudio, se ve
necesariamente obligado por aquella turba furiosa a derramar
sangre. Imagen de la fatalidad, se veía, sin embargo, que no
temía nada y que desde mucho antes había hecho el sacrificio
de su vida. En el mismo día del triunfo, el 23 de julio de 1789,
cuando consintió en que le nombraran alcalde, cuando Hullin le
cogió del brazo para ir a Notre Dame, rodeado de soldados,
había dicho: “¿Verdad que parezco un prisionero al que llevan
a la muerte?”. Sí que lo parecía el 17 de julio de 1791. En su
rostro se veía la impresión que le habían producido estas frases
de un periódico: “Este día será un veneno lento que apuraréis
hasta el último de vuestra vida”.
Desde hacía una hora que se había tocado a generala en
París, con admiración de todo el mundo, los guardias
nacionales acudían de todas partes, Caminaban en largas
columnas, unos por las Campos Elíseos, otros por los Inválidos
o por el Gros-Caillou. Un momento antes de llegar les
obligaban a cargar las armas, porque se decía que los
insurrectos eran dueños del Campo de Marte, donde se habían
atrincherado.
Copiaré textualmente la narración inédita de un testigo
muy digno, muy verídico. Era guardia nacional en el batallón
de los Mínimos, que con los de Quince-Vingts, los de
Popincourt y los de Saint-Paul, se alinearon paralelamente a la
Escuela Militar.
“El aspecto que presentaba entonces aquella inmensa plaza
nos llenó de admiración. Esperábamos verla ocupada por una
turba furiosa y no encontramos más que una reunión pacifica
de paseantes domingueros, esparcida en grupos, en familias y
compuesta en gran parte de mujeres273 y de niños, entre los que
circulaban vendedores de coco, de tortas y de pasteles de
Nanterre, muy en boga entonces por la novedad. No había
nadie entre aquella multitud que llevase armas, excepto
algunos guardias nacionales luciendo sus uniformes y sus
sables, pero la mayor parte, acompañados de sus mujeres, no
tenían nada de amenazadores ni de sospechosos. Era tan
grande la tranquilidad, que varias compañías de los nuestros
pusieron sus fusiles en pabellones y algrmos, movidos por la
curiosidad, fueron hasta el medio del Campo de Marte.
Interrogados a su regreso dijeron que no había nada de nuevo,
sino que estaban firmando una petición en las gradas del altar
de la patria”.
“Este altar era una construcción inmensa de cien pies de
altura; se apoyaba sobre cuatro macizos que ocupaban los
ángulos de su vasto cuadrilátero, sobre los que se apoyaban
vigas colosales. Estos macizos estaban unidos entre sí por
escaleras de tal anchura que podía subir de frente por cada una
de ellas un batallón. Sobre la plataforma se elevaba en forma de
pirámide, con una multitud de escalones, un graderío coronado
por el altar de la patria, al que daba sombra una palmera”.
“Las escaleras construidas en las cuatro caras, desde la base
hasta la cúspide, habían servido de asiento a la multitud
fatigada por un largo paseo y por el calor del sol de un día de
julio. Cuando llegamos nosotros, aquel gran monumento
parecía una montaña animada, formada de seres humanos unos
sobre otros. Ninguno de nosotros preveía que aquella
construcción hecha para una fiesta iba a convertirse en un
sangriento cadalso”.
“La muchedumbre que llenaba el Campo de Marte no se
había preocupado lo más mínimo de la llegada de nuestros
batallones, pero pareció que se conmovía cuando el redoble de
los tambores anunció que llegaban más fuerzas militares y que
iban a entrar en el recinto por la verja del Gros-Caillou, abierta
enfrente del altar. Sin embargo, la multitud curiosa y confiada
se precipitó a su encuentro, pero fue rechazada por las
columnas de infantería que, obstruyendo las salidas, avanzaron
y se desplegaron rápidamente, y sobre todo por la caballería
que, corriendo a ocupar los flancos, levantó una nube de polvo
que cubrió toda aquella escena tumultuosa”274.
El espectáculo era inexplicable visto desde la Escuela
Militar. Puede asegurarse que pocas personas en el Campo de
Marte se daban cuenta de él. Era preciso, para comprenderlo,
dominar el conjunto. Esto es lo que hicieron varios realistas
precavidos. El austriaco Weber, hermano de leche de la reina, se
situó en el ángulo del puente. El americano Morris, habitual de
las Tullerías, subió a la altura de Chaillot, desde la que también
nosotros vamos a observar la escena; se domina
admirablemente la situación y no se nos escapará nada: el
Campo de Marte está a nuestros pies.
En el fondo del cuadro, delante de la Escuela Militar,
aquella muralla de tropa es la guardia nacional del barrio de
Saint-Antoine y del Marais. No cabe duda de que Lafayette se
fía poco de aquellas gentes y les ha agregado, para vigilarles, un
batallón de la guardia asalariada.
Esta guardia constituye su fuerza. ¡Vedla casi entera cómo
entra ruidosa y formidable por el Gros-Caillou en medio del
Campo de Marte, cerca del centro, cerca del altar, cerca del
pueblol< ¡Cuidado con el pueblo!
Y con la guardia asalariada entran muchos guardias
nacionales, unos ardientes lafayettistas (indignados porque se
ha hecho fuego contra su dios), otros furiosos realistas, que
vienen suavemente a derramar sangre republicana bajo las
banderas de Lafayette. Sobre todo, los oficiales de la guardia
nacional fueron los primeros en acudir al llamamiento; había
más oficiales que soldados; casi todos ellos eran nobles, casi
todos caballeros de San Luis. Un periódico asegura que en
aquella época había en París doce mil de estos caballeros. Estos
militares se hacían nombrar sin dificultad oficiales de la guardia
nacional; citaremos entre otros a un vendeano, el exgobernador
Lescure, y a Henri de La Rochejaquelein, que lo fue también en
la guardia constitucional del rey.
Los ardientes realistas, los más impacientes por herir, no
sabían si debían seguir a Lafayette, a la guardia asalariada o
alistarse en el tercer cuerpo, bajo la bandera roja. Esta bandera
llegaba por el puente de madera (donde hoy está el puente de
Iéna) con el alcalde de París. Conducía una reserva de guardia
nacional a la que se habían agregado algunos dragones
(conocidos por su realismo) y una banda bastante ridícula de
peluqueros que, además de la espada que tenían derecho de
llevar, iban armados hasta los dientes. Querían vengar, sin
duda, al peluquero degollado por la mañana por las gentes del
Gros-Caillou.
La bandera roja, muy pequeña, invisible en el Campo de
Marte, entró con el alcalde por el lado del puente. A su
izquierda, en el glacis, había una turba de pilluelos del barrio,
de vagos, y sin duda también la gente de Fournier el americano.
Al tratar el alcalde de requerirles para que se disolvieran, cayó
sobre él una lluvia de piedras y luego le dispararon un tiro que
hirió a un dragón que se hallaba detrás de Bailly. La guardia
nacional contestó, pero disparando al aire o con pólvora sólo,
pues no hubo en el glacis ningún muerto ni herido.
¿Vio aquella escena la gran masa del pueblo que estaba
sentada en el centro, sobre las gradas del altar de la patria? Sin
duda oyó confusamente los tiros y creyó con fundamento que
disparaban sólo con pólvora. Creyó que iban a hacer también
las prevenciones de ordenanza. Muchos no se atrevían a
abandonar el altar, viendo que las tropas lo ocupaban todo, la
Escuela Militar, el Gros-Caillou y hacia Chaillot. En la planicie,
invadida rápidamente por la caballería, innumerables grupos
buscaban inútilmente una salida para dirigirse hacia París.
Después de todo, el altar parecía el sitio más seguro para los
que iban acompañados de mujeres y de niños; creían encontrar
allí im asilo inviolable. Para los creyentes de la antigua religión,
lo mismo que para los de la nueva, aquel altar era sagrado. ¿No
lo había dicho así en la misa el clero de París hacía tres días y la
libertad no había oficiado aquí también en el día de la
Federación?
La masa de las tropas asalariadas que habían entrado por el
centro, la artillería y la caballería, alineadas en el Campo de
Marte por el lado del Gros-Caillou tenían a la espalda los glacis
donde refluía la canalla, los chiquillos, los furiosos que habían
tirado ya contra Bailly, por la parte del río, y a quienes había
dispersado la descarga de fogueo. Menos asustados que
envalentonados y pudiendo en todo caso, si se hacía fuego,
esconderse detrás de los glacis, vociferaban y tiraban piedras a
los “polizontes de Lafayette”. Los directores contaban con que
estos, molestados por tanta provocación, acabarían por perder
la serenidad y por hacer alguna barbaridad, con lo que el
pueblo, volviendo a entrar furioso en París, tal vez promovería
un alzamiento general como en julio de 1789.
El alcalde y el comandante, dos hombres que no tenían
nada de sanguinarios, de seguro no habían dado la orden
general de emplear la fuerza más que en caso de resistencia, y
contaban con dar sobre el campo de batalla las órdenes que las
circunstancias exigiesen, decir cómo, cuándo y dónde se había
de emplear esta fuerza.
¿Qué mortífera influencia movió a la tropa del centro a
disparar sin esperar ninguna señal? No creo que las
provocaciones salidas de los glacis basten para explicarlo. Veo
más bien la acción, la instigación directa de los que tenían
interés en acabar a un tiempo con la petición y con los
peticionarios. Me refiero a los realistas. Hemos visto que los
más violentos de entre ellos, nobles o clientes de los nobles,
peluqueros, dragones, etc., se habían incorporado a la tropa del
centro o a la de Bailly. Estos últimos, según toda probabilidad,
viendo que los guardias nacionales de Bailly disparaban al aire,
fueron a quejarse a las tropas del centro, diciendo que se había
hecho fuego sobre el alcalde y que eran imposibles las
intimaciones. Los jefes debieron de creerlos, tomando aquel
aviso como una orden del mismo alcalde, y siguieron a sus
furiosos guías que les mostraban y marcaban como blanco el
altar y la petición.
Si la guardia asalariada no hubiera sido dirigida con esta
habilidad por los que ocultaban un fin político, se puede
afirmar que ella hubiese disparado con preferencia sobre los
que le arrojaban piedras, sobre los agresores. Pero sucedió al
revés: dejó tranquilos a los grupos hostiles que la provocaban e
hizo fuego sobre la masa inofensiva del altar de la patria. La
caballería tomó el galope y se precipitó loca y furiosa contra
aquella montaña viviente compuesta por hombres, mujeres y
niños, que respondió a la descarga con un grito de espanto<
¡Cosa inverosímil y sin embargo cierta! La artillería que
había permanecido en su puesto, queriendo también hacer algo
por su parte, dispuso tirar con metralla a través de la llanura, en
medio de una nube de polvo, sobre la muchedumbre que huía y
sobre su propia caballería. Fue necesario, para contener a
aquellos bárbaros, que Lafayette colocase su caballo frente a la
boca de los cañones que iban a disparar.
Veamos cuál fue la impresión que produjo aquella escena
en la guardia nacional y especialmente en la que se hallaba en la
parte de la Escuela Militar: “Nosotros no vimos ni oficiales
municipales, ni bandera roja y no teníamos idea siquiera de que
fuese posible proclamar la ley marcial contra aquella
muchedumbre inofensiva y desarmada, cuando oímos un gran
clamor seguido instantáneamente de un gran y prolongado
fuego. Gritos desgarradores, que no pudieron ser ahogados por
las detonaciones, nos dieron a entender que asistíamos no a una
batalla, sino a una matanza. Así que el humo comenzó a
disiparse descubrimos con horror que las gradas del altar de la
patria y todos sus alrededores estaban sembrados de muertos y
heridos. Grupos de hombres, de mujeres, de ancianos y de
niños, escapados de la hecatombe corrían hacia nosotros,
perseguidos por la caballería, que los cargaba sable en mano.
Nosotros abrimos nuestras filas para proteger su fuga y sus
encarnizados enemigos tuvieron que detenerse ante nuestras
bayonetas y retroceder ante nuestras amenazas y nuestras
execraciones. Un ayudante de campo que vino a traernos la
orden de adelantar para barrer la plaza y unirnos a las otras
tropas fue acogido con las mismas vociferaciones, y la energía
de tan rudas manifestaciones no debió dejar duda de que
aquella jornada, ya tan sangrienta, aún podía serlo más.
“Sin esperar a que estas disposiciones se hiciesen más
manifiestas el comandante formó en columna a su batallón,
colocando exploradores en los flancos. Imitaron este
movimiento los otros batallones, y todos juntos, por una
resolución espontánea, salimos del Campo de Marte dando
rienda suelta a nuestra indignación y a nuestro dolor”.
1791

¿Quién fue el culpable de la matanza? —Impresión que el hecho


produjo en las Tullerías. —Terror de los jacobinos, 17 de julio. —
Madame Roland ofrece asilo a Robespierre. «Dudas y errores de los
constitucionales. —Paso humillante de los jacobinos, 18 de julio. —
Siguen siendo dueños del local y de la correspondencia —Los
fuldenses se anulan a sí mismos, 17-23 de julio. —Reorganización de
los jacobinos bajo la influencia de Robespierre. —Mensajes
ainenazadores de las ciudades a la Asamblea, finales de julio. —Esta
renuncia a encargarse del gobierno por sus comisarios enviados a las
provincias, 30 de julio.

Bailly, que desde el puente tuvo que atravesar la mitad del


Campo de Marte, no llegó al centro, delante de la guardia
asalariada, hasta después de la horrorosa ejecución, y dijo que
se hallaba “vivamente afectado al ver que algunos imprudentes
habían hecho fuego”. Un diario, que por cierto le era hostil,
atestigua estas palabras.
En la información que aquella noche se hizo en la
municipalidad, se dio a los sucesos la misma interpretación:
una imprudencia, un desorden sobrevenido a pesar de las
autoridades y sin ninguna orden suya275.
Al hospital de Gros-Caillou fueron llevados doce cadáveres
y se dice que durante la noche fueron arrojados muchos al Sena.
Los diarios llegaron a manejar, aunque con evidente
exageración, la cifra de mil quinientos.
Los doce, de quienes se conservan los nombres, señas y
trajes, son todos gentes oscuras, pobres gentes de la clase
obrera: un muchacho reconocido por su padre al día siguiente,
una mujer del pueblo, de 50 a 60 años, pobremente vestida,
gruesa y pesada que no pudo correr, etc.
¿Qué parte tuvo cada cual en aquella desdicha y aquel
crimen? Ni Bailly ni Lafayette dieron la voz de fuego. Es
indudable que se abusó de la orden general dada al partir, de
disolver los grupos por la fuerza si había resistencia. Orden que
suponía además una señal que no se aguardó. ¿Quién precipitó
el fuego? ¿Quién lanzó a la guardia asalariada? ¿Quién le hizo
volver la espalda a los glacis de donde volaban las piedras para
disparar sobre el altar inofensivo y sobre la petición
antirrealista? El sentido común basta para responder: los que
tenían interés en ello, es decir, los realistas, los nobles o clientes
de los nobles que se encontraban allí como oficiales de la
guardia nacional o como voluntarios aficionados a la caza de
republicanos; un caballero de Malta, por ejemplo, que se
vanagloriaba de ello en los diarios algunos días más tarde.
De los tres cuerpos que entraron en el campo de Marte, sólo
uno hizo fuego, el del centro, formado casi en su totalidad por
la guardia asalariada.
El de la parte del río o tiró al aire o sólo con pólvora,
aunque contra él se abriera fuego, con resultado de un hombre
herido. Por la parte de la Escuela Militar, la guardia nacional,
lejos de tirar, recogió y protegió a los heridos.
Ya hemos dicho que este último cuerpo era del Marais y del
barrio de Saint-Antoine. Al salir del Campo de Marte se
encontró con otros cuerpos de la misma guardia que con
unánimes aclamaciones le gratificaron y le bendijeron por su
humanidad.
El duelo por aquel triste acontecimiento puede decirse que
fue general. Unos lamentaban la sangre vertida, otros el golpe
mortal que había recibido la libertad. Un guardia nacional del
batallón de San Nicolás, Provant, se pegó un tiro, dejando
escritas estas palabras: “Juré morir libre; la libertad se ha
perdido, muero”.
Sólo un batallón de la guardia asalariada no había tirado:
era el que, cerca de la Escuela Militar, estaba siendo contenido
por una masa infinitamente más numerosa de guardias
nacionales. La prensa revolucionaria se aprovechó de aquella
circunstancia para felicitar a la guardia a sueldo, haciéndole
creer en su inocencia y así retenerla de su lado en el buen
partido. En realidad, sólo la guardia asalariada fue la ejecutora
de la matanza. Aquella consideración política a un cuerpo al
que se temía dio por resultado descargar toda el odio del suceso
sobre la guardia nacional, cuando esta, por la parte del puente,
había evitado hacer daño al pueblo, y por la de la Escuela
Militar, lo había cubierto y salvado.
Si se hubiese hecho una investigación seria sobre el
acontecimiento creo que se habría averiguado que los guardias
a sueldo fueron los ejecutores y los realistas los instigadores. Se
guardaron bien de hacerlo. ¿Por qué? Porque en aquel
momento mismo los constitucionales, aliados de los realistas
para realzar la monarquía, habrían querido más bien esconder
en las entrañas de la tierra un acto tan torpe y tan funesto para
sus intereses.
Con verdad se puede decir que de una y otra parte hubo un
acuerdo culpable para crear sombras y embrollar276. Sólo el
examen, una escrupulosa comparación de actos y declaraciones,
el control de los unos por las otras, han podido al fin cribar los
hechos, separar las falacias atrevidas de tal o cual
contemporáneo y conducirnos a los resultados más verosímiles,
y me atrevo a decir que casi ciertos, que acabamos de exponer.
Veamos ahora cuál fue en París el efecto del
acontecimiento.
El terrible ruido de las descargas, demasiado bien oído,
había oprimido todos los corazones. Todos, de cualquier
partido que fuesen, tuvieron un fúnebre presentimiento, una
especie de estremecimiento como si entreabriéndose el cielo, les
hubiese dejado vislumbrar el espectro de las futuras guerras
sociales.
Pero sobre todo fue grande el terror en dos lugares: en las
Tullerías y en los Jacobinos. Los primeros golpes dieron en el
corazón de la reina; ella comprendió que sus imprudentes
amigos acababan de abrir una sima sangrienta que no se
cerraría jamás.
Y los jacobinos comprendieron, por su parte, que sobre
ellos, abandonados, reducidos a número exiguo, iban los
fuldenses, sus rivales, a hacer caer la responsabilidad de todo lo
que hubiese podido provocar la terrible masacre.
Al punto enviaron exploradores. Sus enviados encontraron
en los Campos Elíseos primero a una mujer desconsolada y
después a una multitud confusa de pueblo que huía a todo
correr. Se les dijo que había muchos muertos, que se había
hecho fuego antes de la tercera intimación, etc. Sin pérdida de
momento la sociedad jacobina, para desarmar a la autoridad,
declaró que desautorizaba “los impresos falsos o falsificados que
se le habían atribuido, y que juraba de nuevo ser fiel a la
Constitución y sumiso a los decretos de la Asamblea”.
Entretanto se oía un gran ruido en la calle de Saint-Honoré;
eran los guardias a sueldo que volvían exaltados del Campo de
Marte y que, al pasar por delante de los Jacobinos, pedían que
se les diese la orden de derribar la sala a cañonazos. Dentro la
alarma es grande. Alguien grita “¡Atacan la salal”. Gran susto,
gran confusión, miedo extremo y ridículo. Uno de los miembros
perdió la serenidad hasta el punto de saltar para salvarse a la
tribuna de las mujeres. Madame Roland que estaba en ella, le
echó en cara su cobardía y le obligó a salir por donde había
entrado. Habían sido colocados soldados a las puertas; se
cerraron las verjas para impedir la entrada a los que llegaban,
pero se dejó salir a los que estaban dentro. Madame Roland
salió de los últimos.
La calle estaba llena de gentío, algunos reían y gritaban a
los que salían; otros aplaudían. Robespierre fue reconocido y
aplaudido por ciertos grupos; honor poco apetecible en
semejante día.
Bajaba la calle para dirigirse al barrio de Saint-Honoré y
refugiarse sin duda en casa de Pétion que vivía allí, cuando al
hallarse frente a la Asimción, gritaron algunos nuevamente:
“¡Viva Robespierre!”. Hasta se asegura que a uno se le ocurrió
decir: “Si es preciso un rey, ¿por qué no lo es él?”. Era prudente
no ir más allá. Por fortuna un carpintero llamado Duplay, que
vivía enfrente y estaba a la puerta de su casa, se dirigió hacia él,
le cogió vivamente de la mano y con ruda bondad le obligó a
entrar en casa. Quien mandaba en ella era madame Duplay,
mujer muy viva y enérgica, que le recibió, le acarició y le trató
como a un hijo o como a un hermano, como al mejor de los
patriotas, como a un mártir de la libertad. El marido, la mujer,
la familia, le rodean, le aprisionan; cierran la puerta. Ya no se
irá a su casa a aquellas horas, en semejante día, al fondo del
Marais, en aquel barrio tan desierto, tan retirado y peligroso;
sin duda le asesinarían. Es preciso que cene y que se acueste; ya
tiene preparado el lecho. Lo quiere el marido, lo manda la
mujer y las señoritas Duplay, sin decir nada, se lo suplican
también con sus hermosos ojos. Robespierre, a pesar de su
natural reservado, vio que era forzoso aceptar. A la mañana
siguiente quiso partir, pero su tiránica patrona no se lo
permitió. Concluyó por permanecer con aquella familia
estableciendo su domicilio en casa del carpintero,
comprendiendo que con ello aumentaría su popularidad. Fuese
o no casual aquel acontecimiento, ejerció una notable influencia
sobre el más calculador de los hombres.
Mientras cenaba tranquilamente en casa de Duplay,
madame Roland le buscaba en la suya. Se había dicho que iba a
ser arrestado, y movida por noble impulso salió por la noche
con su marido, fue a casa de Robespierre en lo más retirado del
Marais, para ofrecerle un asilo. Antes había recibido ya a Robert
y a su mujer, más directamente comprometidos. Aunque era
cerca de medianoche, antes de volver a su casa, en la calle de
Guénégaud, los Roland fueron a la de Buzot, que vivía bastante
cerca, en el muelle de los Theatinos (muelle de Voltaire), y le
rogaron que fuese a los Fuldenses para defender a Robespierre
antes de que se redactase el acta de acusación que
indudablemente votaría la Asamblea. El ardiente interés de
madame Roland pudo excitar algo los celos de Buzot, uno de
sus más apasionados admiradores; sin embargo, su
generosidad natural no le permitió vacilar: “Le defenderé en la
Asamblea, dijo; en los Fuldenses está Grégoire y hablará por
él”. No ocultó sin embargo el concepto poco favorable que le
merecía Robespierre, diciendo que en el fondo era un ambicioso
egoísta: “Piensa demasiado en sí mismo para amar la libertad”.
Realmente se engañaban respecto a la audacia de los
vencedores. Se les atribuía una premeditación, un plan, un
cálculo que no tenían. Aquella misma noche estaban en los
Fuldenses y en los salones de la Asamblea constemados por el
sangriento golpe que habían dado en provecho de los realistas.
Un paso más y resultaba que ellos, los constitucionales, habrían
destrozado la Constitución y la Revolución. Dandré,
ingenuamente, sencillamente, les aconsejaba que cerrasen los
clubs. Por un momento prevaleció este consejo. Se clavó la
puerta de los cordeleros y se custodió la de los jacobinos. Pero
Duport, que había fundado los Jacobinos, que creía haberlos
transferido a los Fuldenses y que contaba con dirigir siempre la
opinión con aquella poderosa máquina, declaraba que no
quería más fuerza que la de la razón y la de la palabra.
Estorbaba la sangre vertida. Para atenuar el efecto se fingió
una conspiración romántica, sin la menor verosimilitud,
formada por extranjeros: Rotondo, el profesor de idiomas, un
banquero judío, Efraim, el orador inocente del Círculo social,
madame Palm Aelder y algunos otros. El pueblo de París no
podía ser acusado; únicamente los extranjeros habían podido,
etc. etc.
Ciertamente se temía dar con la verdad. Era mejor herir a
ciegas.
Al siguiente día, lunes 18, la Asamblea muy poco numerosa
(253 miembros en total) escuchó el informe del alcalde de París.
Este informe era un extracto poco fiel del que se había hecho
por la noche en el Ayuntamiento. Es probable que los realistas
hubieran influido por la noche en el buen hombre; le habían
animado a que se comprometiera, decidiéndole a tomar una
parte de la responsabilidad que, en verdad, no debía recaer
sobre él. Aquí ya no se trata de un desorden como en el informe
primitivo; es una represión justa. El nuevo informe se esfuerza
en hacer creer que la matanza ha sido provocada y para ello
reúne dos cosas muy separadas y perfectamente distintas, el
asesinato de la mañana y la matanza de la tarde; el primero,
ejecutado a las siete por el populacho del Gros-Caillou; la
segunda, cometida doce horas después sobre gentes que, en su
mayor parte, ignoraban lo que había sucedido por la mañana.
Pero en esta sesión en la que el presidente Charles de
Lameth felicita a Bailly sin lamentar la sangre derramada, en la
que Barnave, golpeándose el pecho, empuña la trompeta de la
fama para celebrar la victoria; en aquel momento de triunfo, los
vencedores, que habrían querido ir más adelante, ellos mismos
se asustan y retroceden. A la primera palabra que se pronuncia
para aprovecharse de la ventaja, dejan traslucir su indecisión.
Regnault de Saint-d'Angely quería que la Asamblea votase tres
años de prisión para los que hubieran incitado al asesinato; la
prisión y el procesamiento para los que por escrito o de otro
modo hubieran provocado a la desobediencia de las leyes.
Pétion demostró que si tal se hiciera, se habría concluido con la
libertad de imprenta. Regnault transigió y redujo su
proposición; pidió y fue votada por la Asamblea la adición de
una palabra a lo de provocado: “formalmente provocado”.
Añadida esta sencilla palabra daba medios para eludir la ley,
haciéndola ineficaz.
Si la Asamblea quería obtener un resultado serio, era
preciso que fuese autorizado por ella un comité de
investigación y que él mismo practicase las diligencias, pero se
abstuvo de ello e hizo que el asunto pasase a los tribunales, que
obraron poco, tarde y mal. En primer lugar se guardaron bien
de averiguar la parte que habían tenido en el asunto los agentes
monárquicos; solamente procedieron contra dos periodistas,
Suleau y Royou, El Amigo del Rey, persiguiendo únicamente a
los escritores y oradores, no a los actores. Y en cuanto a los
republicanos, a los que los jueces no guardaban
consideraciones, procedieron sin embargo contra ellos con
lentitud y con torpeza277. Esperaron hasta el 20 de julio para
ordenar la busca de Fréron, al 4 de agosto para embargar la
imprenta de Marat y al 9 para decretar la detención de Danton,
Legendre, Santerre, Brune y Momoro.
Los jacobinos, que no podían prever de ningún modo la
vacilación de sus enemigos, se creían perdidos el 18 de julio.
Dieron un paso raro que hubiera podido haberles hecho
desmerecer en el concepto público: se tendieron, por decirlo así,
a los pies de la Asamblea, arrastrándose ante ella. Robespierre
redactó en su nombre una petición notable por su humildad,
que fue aprobada por ellos y enviada a su destino. Aquella
Asamblea Nacional que el 21 de junio había sido tachada por él
de colección de traidores, es alabada entonces por sus generosos
esfuerzos, su sabiduría, su firmeza, su vigilancia, su justicia imparcial
e incorruptible. Recuerda su declaración de los derechos, su
gloria y el recuerdo de las grandes acciones que enaltecen su carrera:
“La concluiréis como la empezasteis y volveréis al seno de
vuestros conciudadanos dignos de vosotros mismos. Por
nuestra parte terminaremos esta demanda con una profesión,
cuya verdad nos da derecho a contar con vuestra estimación,
con vuestra confianza, con vuestro apoyo: respeto para la Asamblea,
fidelidad a la Constitución, etc.”.
Los jacobinos firmaron y remitieron a la Asamblea esta
triste palinodia, pero se guardaron bien de insertarla en el
diario de sus sesiones. Brissot fue el que el 24 les hizo la mala
jugada de publicarla. ¿Fue indiscreción o lo hizo por envilecer a
su redactor Robespierre, con el que desde entonces simpatizaba
muy poco278?
La humildad salvó a los jacobinos, como el orgullo perdió a
los fuldenses. En realidad, estos últimos eran muy fuertes.
Habían atraído del antiguo club a casi todos los diputados, no
sólo a los moderados, a los constitucionales, sino a fervientes
jacobinos como Merlin de Douai, Dubois-Crancé, etc. Unidos
últimamente a la Asamblea Nacional, establecidos en sus
mismas oficinas, participaban de su majestad. El convento de
los fuldenses que ocupaban (calle de Saint-Honoré, frente a la
plaza Vendôme) era un local inmenso y magnífico, espléndida
fundación de Enrique lll, agrandada posteriormente por sus
herederos. El convento formaba un cuadrado enorme que
comunicaba por un corredor con un picadero, y desde allí por
la terraza de los fuldenses, con las Tullerías.
Y sin embargo habían cometido una falta al abandonar su
antiguo local. Este tenía lo que acredita a los antiguos comercios
afamados: era sombrío, feo, mezquino. Sin ostentación, sin
énfasis, no mostraba más que una puerta baja y una entrada
bastante sucia por la calle de SaintHonoré. La casa estaba
reformada por los jacobinos; el convento era triste y pobre. La
biblioteca, donde había estado primero el club antes de pasar a
la iglesia, no tenía más adorno que un pequeño cuadro en el
que se hacía visible el secreto misterioso de la asociación
jansenista, el mecanismo ingenioso de que se había valido para
hacer circular, a pesar de la policía, sin poder ser jamás
sorprendida, las Noticias eclesiásticas. La iglesia no contenía
ningún monumento importante, excepto la tumba de
Campanella, una especie de Robespierre hecho fraile, un Babeuf
eclesiástico, que había ido a refugiarse allí en el siglo diecisiete.
Se contaba que el cardenal Richelieu, cuando se sentía
próximo a ablandarse y temía humanizarse demasiado, iba allí
y recobraba cerca del terrible calabrés algo de la dureza del
bronce italiano.
Los modernos jacobinos que se reunían en aquella iglesia y
no eran allí más que inquilinoss, habían dejado aquellas viejas
tumbas. Estaban allí mezclados con los muertos. Otros muertos,
los últimos monjes del convento, asistían al club (en 1789 y
1790) como los últimos cordeleros del club que se reunía en su
casa. Todo esto formaba un conjunto fantástico que se había
apoderado para siempre de las imaginaciones, llenándolas de
recuerdos: el poderoso genius loci, transformado por la
Revolución, vivía allí, se adivinaba. ¿Quís Deus? Incertum est;
habitat Deus. Los jacobinos decían a los forasteros, a los
provincianos, con acento misterioso: “Esta es la Sociedad
madre”. Allí, en efecto, se habían celebrado los primeros sabbats
(palabra propia de la jerga jacobina), de donde salieron los
primeros motines. Allí, en su memorable duelo con Duport y
Lameth, fue Mirabeau a atronar y a morir. Y mientras en las
bóvedas de la capilla resonaban aquellas grandes voces, otro
ruido estridente, bárbaro, iba a mezclarse con ellas, saliendo de
los subterráneos de la iglesia inferior, en donde sociedades
obreras y clubs de mujeres del pueblo discutían violentamente.
No era aquél un local vulgar que se podía abandonar
impunemente. Lo que prueba que los fuldenses no eran
políticos, es que no lo habían comprendido así. El 17 lo podían
todo, eran la misma Asamblea. A toda costa hubieran debido
destruir u ocupar aquel lugar, y esto, aquella misma noche, sin
más dilación, aprovechando el terror de sus enemigos.
Se acordaron de ello por la mañana. Feydel, sucesor de
Laclos en la redacción del diario, fue con aquel a reclamar el
local y la correspondencia. Alegaban que los fuldenses,
especialmente Duport y Lameth, eran los fundadores del club y
que todo el comité de correspondencia (por lo menos
veinticinco miembros de treinta) se había pasado a su lado.
Habían ido temprano, creyendo probablemente arreglar la cosa
en medio de la soledad y el desfallecimiento de los jacobinos,
antes de que llegaran Pétion y Grégoire, creyendo también que
no se atrevería a ir Robespierre por hallarse perseguido. Los
jacobinos declararon que querían esperarles. Por fin llegaron.
Pétion, que venía de tantear la Asamblea Nacional y que había
conseguido que atenuase su ley represiva, es decir, que
retrocediese en el mismo día de la victoria, no vaciló en
contestar por los diputados jacobinos que eran tan fundadores
del club como los otros, que conservarían la correspondencia y
que continuarían allí; por lo demás iba a intentar una
reconciliación con los fuldenses. Fue a verles, en efecto, y
recibió esta altiva respuesta: que “no recibirían más que a los
jacobinos que aceptaran sus nuevos reglamentos”.
Los fuldenses se mostraban más orgullosos que hábiles. Su
primer acto, la petición del día 17 a las sociedades afiliadas,
había sido en todos sentidos impolítico y desastroso: petición
mal fechada en el día de la matanza, mal firmada por Salles, que
había defendido al rey, mal dirigida bajo el sobre del ministro y
sospechosa por esto sólo, y por fin, para que nada faltase, mal
aprobada, si así puede decirse; lo fue inmediatamente por
Châlons-sur-Mame, la ciudad realista que había recibido tan
bien al rey a su regreso.
En aquella petición alegaban los fuldenses como principal
motivo de la separación, que querían limitarse a preparar los
trabajos de la Asamblea, no hacer nada más que discutir, sin
acordar nada por el sufragio; en una palabra, hablar sin resolver,
sin obrar, dejando obrar a la Asamblea sola. Estaban seguros de
desagradar. Era tiempo de trabajar, se imponía el porvenir, y
proponían que resolviese una Asamblea in extremis, que ya
pertenecía a la historia.
El 23 se dieron los fuldenses a sí mismos el golpe fatal, se
marcaron con señal de muerte, al prescindir de la igualdad
erigiéndose en asamblea de distinguidos y privilegiados, de la
que no podrían formar parte más que los ciudadanos activos
(elector de los electores). Muchos de ellos se opusieron a este
acuerdo, y al no ser atendidos, no esperaron ya más que una
ocasión para volverse a los Jacobinos.
Estos se rehacían. Su actitud cambió el día 24. Cuando los
fuldenses llevaron su respuesta a los jacobinos, les dijo
Robespierre: “No la leeremos hasta después de declarar que la
verdadera Sociedad de los Amigos de la Constitución es la que
se reúne aquí”. Precaución tanto más prudente, cuanto que la
respuesta de los fuldenses no era más que una nueva invitación
para que se sometieran al reglamento aristocrático que
acababan de aprobar.
En vez de esto, emprendieron los jacobinos la tarea de
depurar su sociedad, rechazando, para que se fueran a los
Fuldenses, a los tímidos, a los indecisos que iban y venían de
una sociedad a otra. La voz honrada y respetada de Pétion fue
la que propuso la depuración. Un comité primitivo de doce
miembros (seis de los cuales habían de ser diputados), debía
formar el núcleo de la sociedad, compuesta por sesenta
miembros que seleccionarían, eliminarían y presentarían a los
candidatos puros y dignos. En realidad esta combinación
entregaba a los dos miembros importantes e influyentes, Pétion
y Robespierre, el poder casi dictatorial para rehacer los
Jacobinos. Digo dos y digo mal: Pétion, despreocupado,
indolente por naturaleza, era poco adecuado para aquel trabajo
de inquisición sobre las personas, para el examen minucioso de
las biografías, de los precedentes, de las tendencias y de los
intereses de cada uno. Solo Robespierre era apto para esto, y
con él quizás otro miembro de aquel comité depurador, Royer,
obispo del Ain. Puede asegurarse sin temor de engañarse que
Robespierre reconstituyó el instrumento terrible de la sociedad
jacobina de que se iba a servir.
De las sociedades de provincia sólo cuatro se habían
separado expresamente de los Jacobinos, y aun una de ellas se
volvió atrás. Desde el 22 de julio Meaux, Versalles y Amiens
declararon que no querían entenderse más que con ellos. Otras
once ciudades las imitaron antes del 31 del mismo mes.
Marsella el 27, con la mayor energía. En la misma sesión fueron
los cordeleros a protestar por su fidelidad a los jacobinos, lo
mismo que las Sociedades fraternales.
Los constitucionales, en otro tiempo victoriosos, se veían
obligados a defenderse. Varias mociones atrevidas redactadas
en provincias les reprochaban amargamente que tolerasen en la
Asamblea Nacional a los trescientos realistas que habían
protestado. Montauban, Issoire, Riom, Clermont, una tras otra
les dieron este golpe.
La moción de Clermont fue presentada y probablemente
redactada por el amigo de madame Roland, Bancal des Issarts,
comisionado expresamente por su ciudad. Fue escrita el 19 de
julio, evidentemente en cuanto se supo la resolución del 16 que
comprometía a la Asamblea en favor del rey. Sin duda una
expresiva carta de madame Roland a Bancal contribuyó
también a exaltar a este más de lo normal. En aquella carta le
refería el éxito prodigioso obtenido por Brissot en los Jacobinos.
Su carta conmovedora y apasionada concluía en sus últimas
líneas con un presentimiento melancólico: “Acabaré mi vida
cuando le plazca a la naturaleza; mi último suspiro será todavía
de esperanza para las generaciones que han de sucedernos”.
Se sentía próxima a enfermar, y enfermó en efecto. El
exceso de trabajo, las emociones continuas, el horrible suceso
del 17 sobre todo, la hicieron sucumbir; por un momento
desesperó de la libertad. El 20 escribía a Bancal que todo había
concluido, que jamás podrían sostenerse los jacobinos, que era
inútil que fuese a París, etc. Pero el poderoso impulso que ella
había dado280 no podía detenerse. En el mismo momento iba
Bancal a partir; tenía la violenta demanda de los jacobinos de
Clermont, que parece estar escrita precisamente por la mano y
por la pluma de madame Roland. Creyó sus primeros consejos,
no hizo caso de los segundos, corrió a París y se presentó en
persona en las puertas de la Asamblea, con el escrito
incendiario en la mano.
Aquella moción grave en medio de su violencia, magistral,
cayendo de lo alto, del pueblo soberano sobre sus delegados, les
reprochaba haber defraudado por dos veces la esperanza de la
nación, aplazando la convocatoria de las asambleas electorales:
tres veces, mejor dicho, al prometer que la Constitución estaría
concluida el 14, sin haber cumplido su palabra. Y anunciaba a la
Asamblea que si dentro de la quincena no revocaba su decreto
suspendiendo las elecciones, se acordaría prescindiendo de ella.
Bancal no pudo pasar de la puerta; no le admitieron en la
barra. Su compatriota Biauzat, diputado por Auvernia, se
ocupó de la moción con violencia y con desprecio, tratando de
rebajar a la persona que la llevaba. Consiguió que fuera enviada
al comité de investigación, que se abriera un proceso y que
fuese perseguido, si había lugar. Lejos de asustarse, Bancal
dirigió al día siguiente a la Asamblea una demanda muy
enérgica y se atrevió a pedirle una reparación pública. Por la
noche en los Jacobinos ofreció mil ejemplares de la petición de
Clermont, quinientos para ellos y otros quinientos para ser
remitidos alas Sociedades afiliadas. Los jacobinos no aceptaron
estos últimos quinientos ejemplares, temiendo sin duda
enajenarse con aquel acto atrevido a la masa de los fuldenses
que trataba de volver a ellos.
Estos, en efecto, se dividieron en aquel momento en dos
grupos. Era imposible que fuldenses como Merlin y Dubois-
Crancé marchasen unidos con fuldenses como Barnave y
Lameth. Desgraciadamente no conocemos sus debates intimos,
pero se traslucen demasiado en la Asamblea Nacional. El 30, al
tratar una de las cuestiones más graves, se separan, la mayoría
se les escapa, y también el poder para siempre; porque era
precisamente del poder de lo que se trataba. La Asamblea,
después de lo de Varermes, había enviado algunos
comisionados a los departamentos fronterizos para que los
vigilasen y los sostuviesen. El buen resultado de esta medida
hacía que se tratase de darle más amplitud. Es decir, que la
Asamblea que hasta entonces había hablado y mandado desde
lejos, quería en esta ocasión obrar cerca, trasladándose en la
persona de sus miembros más enérgicos a todos los puntos del
territorio, mostrándose en todas partes y cogiendo, por este don
de ubicuidad, con mano fuerte a Francia, antes de que se
escapase. La vieja Constituyente, casi expirante, trataba de
hacer lo que hizo con gran trabajo la joven Convención con el
prodigioso aumento de fuerza que le daban el peligro y el furor.
Tarde, muy tarde, aquel poder esencialmente legislativo,
aquella gran fábrica de leyes, pensaba en gobernar, en viajar, en
obrar. Estaba ya muy cascada para gobernar a caballo. Buzot
pidió que se cesara de enviar comisionados, por ser necesaria,
según decía, la presencia de todos los diputados en el momento
de la revisión. Dandré, órgano en esta parte de las
desconfianzas de la corte para con los constitucionales, apoyó a
Buzot, con gran sorpresa de todos. La corte tendió también la
mano a los republicanos para romper su última esperanza,
anulando la acción de la Asamblea. Ésta, cansada de sí misma,
votó sin dificultad lo que se quería que votase; renunció al
movimiento, volvió a sentarse todavía una hora más,
impaciente como estaba por echar una última mirada sobre su
obra, la Constitución, y dejar de existir.
1791

Barnave y los constitucionales pretenden hacerse otra vez dueños de la


derecha (fin de julio). —Se ponen de acuerdo con Malouet. —Entran
en negociaciones con Leopoldo. —La reina escribe a Leopoldo para
impedirle que actúe (30 de julio). —La derecha roinpe el
entendimiento de Maloiiet con Barnaoe y Chapelier (4 de agosto). —
La revisión tímidamente realista (5-30 de agosto). —La constitución
de 1791, ni burguesa ni popular. —Multiplicación prodigiosa de las
sociedades jacobinas. —Solemne ultraje de Robespierre a los
constitucionales, su humillación (1 de septiembre).

El constitucional Barnave y el realista Malouet, distanciados en


muchos puntos, tenían un lazo común en su manera de apreciar
los asuntos de las colonias: los dos eran partidarios de los
plantadores. Un día que Barnave había defendido
calurosamente a Malouet en este comité, dejó que salieran los
demás, llamó aparte a Malouet y le habló en los siguientes
términos: “He debido de pareceros con frecuencia muy joven, le
dijo; pero estad seguro de que en pocos meses he envejecido
mucho<”. Después de un momento de silencio, en el que
parecía que reflexionaba: “¿Es que no veis que todos nosotros,
los diputados de la izquierda, excepción hecha de una docena
de ambiciosos o de fanáticos, deseamos concluir con la
revolución?< Comprendemos que no lo conseguiremos si no se
da una base fuerte a la autoridad real< ¡Ah! ¡Si la derecha en
vez de irritar siempre a la izquierda rechazando todo lo que
aquella propone, secundara la revisión!<”.
Este preámbulo significaba que los constitucionales, al ver
que se quebraba entre sus manos la máquina de los fuldenses,
al ver que la fracción patriota del nuevo club se dirigía ya hacia
la puerta para volverse con los jacobinos, se inclinaban ellos
mismos a la derecha y trataban de unirse a los realistas. Y
cuando hablo de los constitucionales me refiero especialmente a
Barnave. Sólo él parecía animado, vivo, con empuje y
esperanza. No hay palabras para expresar el cansancio de los
demás, su enojo, su disgusto, su desfallecimiento. Esperaban
con impaciencia la bendita hora del descanso. Aquella
Asamblea había vivido en dos años y medio varios siglos;
estaba, si así puede decirse, hastiada de sí misma y aspiraba con
pasión a que llegase su fin. Cuando propuso Dandré las nuevas
elecciones que la dejarían ya tranquila, se levantó en masa y
acogió con aplausos frenéticos la esperanza de su
aniquilamiento.
Una carta confidencial de un hombre formal, muy enterado
de la situación, carta de Gouvernet a Bouillé, nos revela una
circunstancia novelesca que no hubiera adivinado la historia, a
saber: que la vida de la Asamblea, la esperanza de la monarquía
y el deseo de salvarla, se habían refugiado entonces, en medio
del abatimiento general, en una cabeza de veintiocho años, en la
de Barnave. La liga tan poco homogénea que había unido las
cuatro quintas partes de la izquierda, reconciliado a dos
enemigos como Lafayette y Lameth y casi destruido a los
jacobinos, “era el plan de Barnave”. ¿Y por qué se arrojaba a tal
empresa? La misma carta dice expresamente que fue el regreso
de Varennes, el reconocimiento que le mostraron, “lo que
cambió su corazón”.
Gran cambio, en verdad. Barnave no parecía de ningún
modo hombre dispuesto a dejarse dominar por el corazón y por
la imaginación. Su presunción habitual, su palabra noble, seca y
fría, no eran en modo alguno las de un soñador. No se
preocupaba de las tesis sentimentales y por el contrario pecaba
más por el extremo opuesto (por ejemplo en el negocio de los
negros). Jamás se encuentran en los discursos de Barnave las
palabras que con tanta frecuencia se oyen en los de todos los
hombres de la época, desde Luis XVI hasta Robespierre: “mi
sensibilidad, mi corazón”.
Por eso admira más el verle seguir en 1791, tan adelantada
la Revolución (¿diré con esperanza o con un ardor
desesperado?), el señuelo que había podido engañar a
Mirabeau al principio cuando la situación aún tenía fuerza. El
plan de Barnave era el mismo de Mirabeau: “Contener la
Revolución, salvar la monarquía y gobernar con la reina”.
Barnave se había separado de la reina a la puerta de las
Tullerías el 25 de julio por la noche y no volvió a encontrarla
hasta después del 13 de septiembre, cuando el rey había
aceptado la Constitución. Conservaba el recuerdo de las
conversaciones con Meaux, veía a la reina confiada y dócil, no
queriendo ser salvada más que por la Constitución, por la
Asamblea y por Barnave. Desde entonces habían ocurrido
muchas cosas en Europa y en el ánimo de la reina, que el joven
orador ignoraba por completo.
No sabía que ella había obrado en sentido contrario.
Ya hemos dicho que Fersen, al llegar de París, había
entregado a Monseñor el poder verbal del rey, poder que le fue
remitido por escrito, auténtico, el 7 de julio.
Aún sin esperar a esto, el 6, el emperador Leopoldo,
hermano de María Antonieta, había escrito y hecho circular una
nota a todas las potencias para amenazar a Francia y liberar a
Luis XVI.
Prusia, instigada por los príncipes, estaba animada en otro
sentido que Leopoldo. Rusia y Suecia demostraban aún más
indignación e impaciencia que Prusia.
El 25 de julio se celebraron varias conferencias entre Prusia
y Austria, y en ellas Leopoldo, poniéndose en contradicción con
lo que daba a entender en su nota del 6 de julio, demostró
tendencias pacíficas. Le preocupaba su guerra con Turquía, que
no concluyó hasta el mes de agosto. Tenía en puertas la nueva
resolución de Polonia, la amenaza de una gran guerra del
Norte, la probabilidad de una invasión rusa en Polonia, acaso la
necesidad de enriquecerse más con un tercer reparto que
impondría Rusia. Esta se hallaba entonces encarnizada sobre
otra presa, Turquía. Las conferencias de Prusia y Austria tenían
por objeto principal hacer entender a Rusia que mientras no
soltase a los turcos, las potencias alemanas permanecerían
inmóviles, arma al brazo, contemplándola y no emprenderían
aventuras haciendo una cruzada contra Francia.
Resultaba, pues, que por el momento, Leopoldo se había de
mantener en actitud pacífica respecto a nosotros. A pesar de
Rusia, Suecia y Prusia, que hubieran querido comprometerle en
los asuntos de Occidente, no se movían. Sus generales, muy
instruidos, le decían por otra parte que no era cosa tan sencilla
intervenir en una nación como Francia, con aquellas masas
profundas de población numerosa, exaltadas por el fanatismo
de la libertad. A lo cual se agregaba por parte de Leopoldo un
sentimiento personal: temía por la vida del rey y de la reina. A
la primera noticia de una invasión austríaca, corría riesgo de
perecer su hermana.
Salvar a la reina era la idea que naturalmente debía
suponerse en su hermano Leopoldo. Y esta era también la idea
de Barnave y la de los constitucionales, salvar a la reina y a la
monarquía. Sin haber tratado todavía con el emperador, se
sentían unidos a él por este interés común. A pesar de la actitud
amenazadora de la Dieta germánica que ordenaba el
armamento, no desconfiaban de evitar la guerra europea;
afortunada o no, la guerra hubiera sido su ruina, el triunfo de
sus enemigos.
Para tratar con el emperador era preciso ante todo ser aquí
los amos, destruir el poder de los clubs o apropiárselo
haciéndose dueño de ellos. Los constitucionales habían
preferido el segundo medio; y creyeron haberlo logrado con la
creación de los Fuldenses. Pero ahora resultaba que les faltaba
este medio, que se les escapaba. Al perder esta fuerza que era
suya, les quedaba el recurso de pedirla a sus enemigos, a los
que habían perseguido y destruido, es decir, a los realistas.
¿Querrían estos perdonarles? ¿Tendrían inteligencia suficiente
para agarrarse a la última tabla de salvación puesta sobre el
abismo para salvarse con los constitucionales? Esto era muy
dudoso. Más bien era probable que, obstinados en sus rencores
y prefiriendo ser vengados a ser salvados, rechazaran aquella
tabla de salvación, y todos, constitucionales y realistas, cayeran
juntos en el profundo abismo.
Tal era el momento crítico en que Barnave, en que el
partido constitucional, triunfante en apariencia después de los
sucesos del Campo de Marte, se dirigió al hombre que siempre
había rechazado, al hombre invariablemente silbado por la
izquierda y por las tribunas, al realista Malouet. El fuerte era el
que, al parecer, pedía auxilio al débil, el vencedor agonízante el
que tendía la mano al vencido y suplicaba perdón.
Malouet no rechazó las proposiciones de Barnave. Pero
Chapelier y Duport, a los que Malouet fue a buscar enseguida,
presentaron grandes dificultades. La carta antes citada afirma
sin embargo que se convino entre Chapelier y Malouet
representar la comedia de la revisión. Malouet debía atacar la
Constitución demostrando sus efectos. “Y me responderéis
indignado; defenderéis las cosas pequeñas; en cuanto a las
importantes, las que afectan verdaderamente al interés de la
monarquía, diréis que no necesitáis las observaciones de
Malouet, que ya estabais decidido a proponer la reforma. Y la
propondréis”.
¿Cómo podían suponer que esta extraña farsa engañaría al
público? Indudablemente contaba con la indiferencia, la
despreocupación, el abatimiento general. Había en efecto
grandes muestras de cansancio. La misma Asamblea Nacional
parecía que se abandonaba; habitualmente no se reunían más
de ciento cincuenta miembros: el día más crítico, al siguiente
del 17 de julio, no ocuparon sus asientos más que doscientos
cincuenta y tres diputados. Los demás se habían ausentado ya o
estaban siempre encerrados en lo profundo de sus oficinas. Se
aseguraba que varios, abatidos y corrompidos por el
descorazonamiento, pasaban los días y las noches en las casas
de juego y de prostitución; el obispo d'Autun, Chapelier y otros
muchos, con razón o sin ella, eran acusados de haber fijado allí
sus domicilios.
Laclos y Prudhomme aseguran en sus diarios de julio que
las secciones, las asambleas primarias, habían quedado
desiertas. Evidentemente muchos estaban cansados de la vida
pública. En cambio hay que decir que los que perseveraban se
hacían más violentos. Si las asambleas legales estaban poco
frecuentadas, es porque la vida y el ardor se concentraban en
las sociedades jacobinas.
Barnave, feliz por haber conseguido aquella inteligencia
entre los principales actores de la revisión, no desesperaba de
conseguir que la monarquía adquiriese nueva fuerza. Los
constitucionales, dóciles a sus indicaciones, encargaron a
Noailles, nuestro embajador en Viena, que advirtiese a
Leopoldo, y para mejor convencerle, obtuvieron de la misma
reina que escribiese a su hermano, rogándole que no hiciera
nada en su favor.
¡Extraña contradicción! Mientras Monseñor, autorizado con
los poderes que la corte de las Tullerías le había enviado el 7 de
julio, instaba a Prusia para que se armase y se pusiera en
movimiento, escribía la reina, el 30, al Austria, que no hiciera
armamentos, que no se moviera, que confiase como ella en el
celo que entonces demostraban los constitucionales de Francia
en favor de la restauración de la monarquía.
La carta, larga, insinuante, hábil, muy distante de lo que
podía esperarse del carácter habitualmente imperioso de la
reina, estaba muy bien meditada para rebatir la acusación de
versatilidad que hubiera podido hacerse a la autora de los dos
actos del 7 y del 30. Aquel docmnento tan político fue, si no
dictado, por lo menos preparado y dirigido en el fondo por
Barnave y sus hábiles amigos. Y sin embargo, a pesar de la
reciente confianza que les demuestra la reina, aún se reserva
contra ellos la posibilidad de decir más tarde que no ha sido
libre; encabeza su carta con esta frase que, en caso necesario,
anularía todo el resto: “Desean que os escriba y se encargan de
entregaros mi carta, porque yo, por mi parte, no tengo ningún medio
de daros noticias del estado de mi salud”.
El partido realista, ni en Francia, ni fuera de Francia,
marchaba de acuerdo con el rey. En el momento en que el rey y
la reina ponían su confianza en la Asamblea, era precisamente
cuando los emigrados se agitaban más vivamente para armar al
extranjero, cuando los curas no emigrados empezaban a influir
sobre el pueblo de una manera hábil, con un plan sistemático
que debía organizar en toda Francia una Vendée universal. En
julio se supo que Alsacia y Châlons-sur-Marne iban a romper el
fuego. En agosto el Pas-de-Calais, el norte y Calvados
anrmciaban la guerra civil. Esta última noticia se recibió
justamente en la Asamblea el 4 de agosto, la víspera de la
revisión, en medio del convenio apenas concluido entre
Chapelier y Malouet.
Un diputado propuso que en el norte los sacerdotes que se
negasen a prestar juramento de obediencia a la ley fuesen
desterrados del departamento. A estas palabras se levantó toda
la derecha. Foucault exclama alegremente: “¡Pillajel ¡Incendio!
¡Guerra civill” y salen todos, haciendo el abate Maury una
profunda reverencia a la Asamblea, como dándole las gracias
por apelar a las armas en tan propicia ocasión.
Barnave y Chapelier trataron inmediatamente de apagar el
incendio; se declararon enemigos de la medida de rigor que
quería aplicarse a los curas y consiguieron que fuera desechada.
La derecha volvió a su sitio en las sesiones siguientes: parecía
que estaba apaciguada. Pero el 8 de agosto, el mismo día en que
comenzaron los debates sobre la revisión, d'Éprémesnil, en
nombre de sus colegas, declaró que persistían en todas sus
protestas. Cada uno de ellos se levantó y dijo terminantemente:
“Lo declaro”.
Así se rompió el pacto más político que honroso que
Barnave había creído posible concertar tácitamente entre la
derecha y los constitucionales. Malouet, como se había
convenido, inició la crítica de la Constitución con mucha
habilidad y fuerza. Pero Chapelier le interrumpió. Desligado
del pacto secreto por la nueva protesta de la derecha, sostuvo
que Malouet debía hablar, no sobre el fondo, sino únicamente
sobre el orden establecido entre los diversos títulos de la
Constitución. E1 arreglo, la fusión, necesarios para formar un
cuerpo con tantas leyes sueltas, había ocupado por mucho
tiempo a los comités de Constitución y de revisión. Se dice que
un amigo de Lafayette, Ramond, que fue luego miembro de la
Legislativa, es el que propuso el orden que acabaron por seguir,
orden lógico y hábil, que bajo pretexto de condensar, hacía
desaparecer muchos de los artículos que había votado la
Asamblea. De aquí resultó una gran tirantez entre los mismos
constitucionales. Más de una vez votó la Asamblea en contra de
sus comités. Habiendo denunciado un diputado las “graves
omisiones que creían notar los verdaderos amigos de la
libertad”, se produjo una tempestad y Barnave se exasperó
hasta el extremo de ofrecer su dimisión.
La revisión se convirtió en un espectáculo lastimoso.
Aquella noble Asamblea, que a pesar de todos sus defectos, no
por ello fue menos grande y digna de que la historia conserve
su recuerdo, ofreció a la humanidad la enseñanza de que una
vida más larga de lo que debe vivirse está expuesta a la
vergüenza, a la inconsecuencia y a desmentirse a sí misma.
Sorprendida en flagrante delito de aristocracia y de
realismo, por acción y por omisión, demostró tristemente su
tímido deseo de retroceder y la falta de valor que le impedía
caminar lo mismo hacia atrás que hacia delante. La audacia que
se reflejó breves momentos en algunos discursos de Barnave no
obtuvo buen resultado. Al considerar Robespierre al rey como
un simple funcionario, negándole el título de representante de la
nación, sostuvo Barnave que el funcionario no podía obrar sino
en nombre de la nación, pero que el representante no podía
querer por ella. De aquí deducía la inviolabilidad de la persona
real. Esta distinción, muy clara, tuvo precisamente el defecto de
presentar la cuestión al desnudo, comprometió a la monarquía
e hizo a las gentes enemigas irreconciliables de un poder que
quería para sí en vez de para la nación.
A decir verdad, la voluntad real era imponente en la
Constitución de 1791. Su acción era puramente negativa; no
podía más que impedir. El veto suspensivo que concedía al rey
podía suspender durante tres años la ejecución de los decretos;
poder irritante, provocativo, que debía indudablemente
producir explosiones. Con esto quedaba reducido el poder real
a una majestuosa inutilidad281, como uno de esos muebles
antiguos, magníficos y sin uso, que se conservan en las casas
modernas por sus recuerdos, pero que molestan, que ocupan un
lugar inútilmente, y que cualquier mañana son por fin
destinados al cuarto de los trastos viejos.
La Asamblea había privado al rey de la acción sin dársela al
pueblo. Faltaba en aquella vasta máquina el principio del
movimiento; la agitación estaba en todas partes, la acción en
ninguna.
¿Era esencialmente burguesa la Constitución, como se ha
dicho repetidas veces? No puede afirmarse. La condición que se
exigía para ser elector, 250 francos de renta, era completamente
ilusoria si se pretendía establecer un gobierno burgués. El
mismo republicano Buzot se burló de ella y dijo: “Desde
vuestro punto de vista, no son 250 francos de renta los que
debierais exigir, sino 250 francos de contribución”. Entonces
hubiera sido, en efecto, una verdadera base burguesa, análoga a
las leyes electorales que rigieron desde 1815 a 1848.
Los electores de 250 francos de renta, con la interpretación
que se dio a la ley en favor de los colonos, eran una
inmensidad. Los ciudadanos activos (electores de los electores
que pagasen tres jornadas de trabajo) eran unos tres o cuatro
millones.
Sólo los ciudadanos activos eran guardias nacionales, otra
distinción irritante y además casi inútil; la diferencia entre los
que pagaban tres días de trabajo y los que no pagaban nada era
insignificante; ¿ofrecía el primero muchas más garantías que el
segundo? ¿Quién podía decidirlo?
Visiblemente la Asamblea se sobrevivía a sí misma durante
la revisión, disminuyendo de día en día el número, el aspecto y
la dignidad de sus miembros. Se consumía miserablemente. Sus
ilustres pensadores callaban o hablaban poco. Generalmente
dejaban la iniciativa a un hombre de tercer orden, hombre de
negocios y de expedientes, político industrioso, a Dandré, cuyo
arte se reducía a servir a la monarquía empleando formas
jacobinas. Para desorientar mejor al público, atacaba muchas
veces a los realistas, hasta el punto de apoyar un día una
proposición para declarar expulsados a los trescientos que
protestaban. Su figura insignificante y su traje cuidadosamente
descuidado, completaban la ilusión. Sin embargo, un no sé qué
de un Frontin de comedia que se notaba en su rostro (debemos
este retrato a su amigo Dumont) revelaban al hábil actor. A
veces se le escapaban frases inconvenientes; acusado como
autor de cierto libelo, confesaba que al menos hubiera querido
serlo. Otras veces exageraba su papel; en septiembre, durante la
revisión, se asoció a una casa de comercio, creyendo así hacerse
popular y se tituló: Dandré, tendero de ultramarinos, lo cual no
sentó bien a nadie, pues se creyó con razón que era una mala
imitación del medio empleado por Mirabeau en 1788 (según
una tradición falsa, pero muy extendida) abriendo en Marsella
una tienda con un rótulo que decía: Mirabeau tintorero.
Aquellas farsas miserables que no engañaban al público,
aquel abandono que de sí misma hacía la Asamblea
entregándose en manos de aquel intrigante realista, inclinaban
a toda Francia hacia el partido de los jacobinos. A principios de
septiembre pidió ser admitido Antonio, el secretario de los
fuldenses; a finales de mes Bouche, su presidente y una porción
más le imitaron. El duque de Chartres fue a buscar una doble
corona cívica por haber salvado la vida, según se dijo, a dos
hombres. La sociedad de París es más numerosa que nunca.
Pero lo verdaderamente sorprendente es el aumento súbito de
las sociedades de provincias y su inmensa multiplicación. ¡En
julio había cuatrocientas sociedades, en septiembre se dice que
eran mil! De las antiguas, trescientas se comunicaban
igualmente con los jacobinos y con los fuldenses y cien solo con
los jacobinos. ¿Y las seiscientas nuevas, a quién pidieron
afiliarse? A los jacobinos solamente. Estos son evidentemente los
vencedores, los dueños de la situación y del porvenir.
Aquel inmenso movimiento de Francia que parece
precipitarse en una asociación, resalta en la sociedad madre de
los jacobinos de París. ¿Pero aquella sociedad renovada, bajo
qué influencia se ha reorganizado recientemente? Ya lo hemos
visto, bajo la de Robespierre. Es otra sociedad diferente, más
ardiente, más joven, en la que los hombres importantes, los
pensadores, los razonadores son, con seguridad, menos
numerosos. En cambio abundan los hombres apasionados, de
sensibilidad, los artistas, los periodistas, la mayor parte de
segundo orden. Aquella sociedad, cerebro ardiente de la
inmensa sociedad jacobina extendida por toda Francia, irá de
día en día pensando y razonando por un solo hombre: en la
cúspide del prodigioso edificio formado por mil asociaciones
veo la pálida cabeza de Robespierre.
Ha escogido por domicilio la puerta de la Asamblea y
parece que allí ha fijado su asiento. Si no se le encuentra en los
Jacobinos, está con seguridad enfrente de la Asunción, en casa
del carpintero Duplay. ¿Veis aquella puerta baja, aquel patio
húmedo y sombrío donde se cepilla y se sierra? Encima, en el
primer piso, en una habitación abuhardillada, cobija madame
Duplay al mejor de los patriotas< ¡Ah! ¿Quién es el buen
ciudadano que al pasar por delante de aquella puerta no siente
que se humedecen sus ojos?< Las buenas mujeres le esperan en
la calle, muy dichosas si ven un momento “al pobre querido
Robespierre” cuando sale limpio y decente con su vestido
nuevo rayado282. Sus anteojos atestiguan que antes de tiempo ha
gastado ya mucho su vista al servicio del pueblo< ¡Lástima no
poder besar los faldones de su traje! Se contentan con seguirle<
Camina sin reconocer a nadie, seco, con pureza cívica, y recto
como la virtud.
¡Cuán lejos estamos ya del 18 de julio, de aquella petición
humillante con la que Robespierre salvó a los jacobinos! Hemos
llegado al 1 de septiembre. Ha terminado la revisión. Se trata de
saber si será presentada la Constitución a la aceptación del rey y
cómo se hará constar que en aquel momento es libre el rey. ¿Le
permitirá la Asamblea modificarla, aceptarla bajo condición? En
su partido Robespierre pronuncia un discurso bien meditado y
dominante para anonadar a la Asamblea, para ultrajarla y
aplastarla en el hombre más eminente del partido, en Adrien
Duport. Aquel ultraje solemne es un acto político para hacer
constar la derrota; un partido vencido no está jamás vencido a
los ojos de la mayor parte de las gentes más que cuando puede
ser ultrajado impunemente, cuando se hunde en el desprecio. `
“Deben de estar contentos, sin duda, dice Robespierre, de
todos los cambios esenciales que han obtenido de nosotros. Si
aún se puede atacar y modificar una Constitución dos veces
acordada, ¿qué nos resta hacer más que volver a tomar nuestras
cadenas o nuestras armas?<”. Aplausos violentos en todas las
tribunas. La izquierda se agita y murmura. “Señor presidente,
continúa Robespierre, ruego a su señoría que le diga a Duport
que no me insulte<”. Precisamente Duport no había dicho
nada, según atestiguaron sus vecinos. Probablemente,
Robespierre había decidido con anterioridad nombrarle, a fin
de hacer recaer sobre aquel nombre todo el peso de la diatriba
que desde la tribuna balanceaba como la piedra de una honda
en el momento de dispararla.
“No creo que exista en esta Asamblea, dijo, un hombre lo
bastante cobarde como para transigir con la corte sobre un
artículo de nuestra Constitución<”. Y miraba a Duport; los
realistas le miraban también, contentos y satisfechos. Cuarenta
años después aún se estremecía de alegría Montlosier al referir
aquella fiesta de oprobio de que disfrutó la derecha con el
envilecimiento de Duport.
Continuó: “Lo bastante pérfido como para hacer que la corte
proponga nuevos cambios que el pudor no le permitiría
proponer por sí mismo”. Toda la sala, todas las tribunas
enviaron con la mirada la palabra pérfido contra Duport y todos
aplaudieron.
“Lo bastante enemigo de la patria como para infamar la
Constitución, porque esta limitaría su avaricia.” Nuevos
aplausos.
“Lo bastante sin pudor como para confesar que no ha
buscado en la Revolución más que un medio de
engrandecerse”. La derecha reía hasta saltársele las lágrimas.
“No, dijo, no lo creo. No quiero considerar el escrito o el
discurso que pronunciaría en este sentido más que como la
explosión pasajera del despecho, ya espiado por el
arrepentimiento<”. Y luego, esforzando la voz: “Pido que
todos nosotros juremos que jamás transigiremos sobre ningún
artículo con el poder ejecutivo, so pena de ser declarados
traidores a la patria”.
Duport, Barnave y Lameth permanecieron como clavados
en sus asientos por aquellas palabras de plomo. Caían asestadas
con una pesadez extraordinaria, entre el clamor de arriba, los
gritos de las tribunas, entre las burlas infernales de los realistas
que con la alegría de los condenados se decían unos a otros:
“¡Muerte para nosotros! ¡Pero también muerte para
vosotrosl<”. Y lo más trágico era el asentimiento tácito de casi
toda la Asamblea, que por una mala voluntad natural en quien
va a perecer, se divertía viendo cómo perecían primero sus
jefes, ahogados, sin poder dar un grito.
Así era como ellos mismos habían matado a Mirabeau seis
meses antes. Hoy les había llegado su vez.
Mirabeau no tuvo aquel fin desesperado y mudo. Estos
ahora, preciso es decirlo, espiraban bajo otra presión. Aquellos
vencidos hubieran encontrado una voz que les defendiera si
Robespierre solo, si la Asamblea sola, con las tribunas, hubiese
pesado sobre ellos< En realidad lo que les anonadaba, lo que
les quitaba la voz y el aliento, la respiración, la vida, era una
potencia exterior que no se veía, potencia enorme, inevitable;
era la boa constrictor, la prodigiosa serpiente de las mil
sociedades jacobinas que de un extremo a otro de Francia,
rodeándola con sus anillos, los apretaba sobre la Asamblea que
desfallecía, y sobre aquel mismo banco, en aquel momento
torcía y retorcía su nudo. No pensaban moverse; a aquella
presión exterior se añadía lo que quita las fuerzas, el vértigo, la
fascinación. Su enemigo podía examinar a su sabor fríamente
dónde y cómo le convenía clavarle el puñal.
Con Duport perecieron los constitucionales; con estos
pereció la Asamblea. Aquel discurso y aquel silencio de asfixia,
de ahogo, parece que pertenecen ya a la historia del Terror.
1791

Carácter general de la Asamblea constituyente. —Servicios que prestó


a la humanidad. —Declaración de Pilnitz (27 de agosto) que mata a
los constitucionales. —El rey acepta la Constitución (13 de
septiembre). —Entrevistas de la reina y Barnave. —La fuerza
principal del realismo estribaba en la influencia del clero sobre el
pueblo. —Blandura de la Asamblea con los curas que se negaban a
prestar juramento. —Intrigas y actos violentos de los clérigos
refractarios. —Mecánica del fanatismo. —Sacramentos furtivos,
entierros nocturnos. —No hubiera sido imposible abrir los ojos a los
aldeanos. —La Asamblea hubiera debido preparar las inteligencias
para que recibiesen y comprendiesen la ley. —El interés unido al
fanatismo. —También el interés debió sostener la fe revolucionaria. —
Primer resultado de la venta de los bienes nacionales. —Ochocientos
millones en cinco meses (abril —agosto de 1791). —Fe de los
compradores en el destino de la Revolución. —Fortalecen las
sociedades jacobinas. —El aldeano comprador se convierte en la base
más firme de la Revolución. —Es el antiguo movimiento de Francia,
largo tiempo interrumpido, que comienza de nuevo. —Nota sobre los
escritores que tratan de disimular esto. —Solidez de la Francia rural.
—Fin de la Asamblea constituyente (30 de septiembre), su impotencia.
Las faltas de la Asamblea constituyente, las culpables intrigas
en que se comprometieron sus directores, su castigo en fin y su
triste degradación no deben hacer olvidar a la posteridad que
disfruta de sus beneficios, todos los servicios que aquella
Asamblea prestó al género humano.
¡Qué libro se necesitaría escribir para explicar, para
apreciar el cuerpo inrnenso de las tres mil leyes que nos dejól<
Quizás intentemos penetrar su espíritu cuando podamos
compararlo con las leyes análogas o contrarias de nuestras
restantes Asambleas. Notemos, sin embargo, en cuanto a las
leyes de la Constituyente, que aun las que ya han sido abolidas
no han dejado de ser instructivas y fecundas. Parece que
aquella gran Asamblea habla todavía al mundo. Las soluciones
generales y filosóficas que dio a tantas cuestiones aún son
estudiadas con fruto, consultadas con respeto por todos los
pueblos. No ha quedado como legisladora del mundo, pero es
siempre como el médico que conserva noblemente formulados
los votos del siglo filósofo, su amor a la humanidad.
En esta historia demasiado rápida, no he podido bajo este
aspecto hacer a la Asamblea constituyente la justicia que
merece. He sido involuntariamente injusto con ella, hablando
de los intrigantes y no de los trabajos, nombrando siempre a los
jefes de los partidos, a los directores, muy censurables y no
diciendo una palabra de aquella multitud de hombres
ilustrados, modestos, imparciales que llenaban los comités o
votaban en la Asamblea con inteligencia y patriotismo e
inclinaban muchas veces a la mayoría del lado de la razón. Una
masa flotante de cerca de trescientos o cuatrocientos diputados,
de los que casi ninguno hablaba, ha sido acaso la fuerza real de
la Constituyente, apoyando siempre las soluciones elevadas,
nobles, clementes, que hacen brillar en las leyes el genio
benéfico de la humanidad.
Si la Asamblea constituyente hubiera sido la única autora
de las leyes que formuló (a pesar de sus defectos y de sus
lagunas) no sería una corona lo que le debería el género
humano, sino un altar.
Sus leyes, hay que decirlo, no son de ella sola. En realidad
tuvo menos iniciativa de lo que parece. Órgano de una
revolución aplazada largo tiempo, se encontró con las reformas
en sazón, los obstáculos allanados. El siglo XVIII puso en sus
manos un mundo de equidad que ardía en deseos de
manifestarse; sólo faltaba darle forma. La misión de la
Asamblea era traducir en leyes, en fórmulas imperativas todo lo
que la filosofía acababa de escribir en forma de razonamientos.
¿Y la filosofía por quién había sido dictada? Por la naturaleza,
por el corazón del hombre oprimido desde hacía mil años. De
modo que la Asamblea constituyente tuvo la dicha, el honor
insigne de lograr que se escribiese por fin la ley de la
humanidad, convirtiéndose en ley del mundo.
No fue indigna de esta misión. Escribió la sabiduría de su
época, acaso la sobrepasó. Los legistas ilustres que redactaron
por ella, se vieron obligados por la fuerza de la lógica a
desarrollar en una deducción legítima el pensamiento filosófico
del siglo XVIII; no fueron solamente sus secretarios y sus
amanuenses, sino sus continuadores. Cuando el género
humano erija a aquel siglo único el monumento que debe,
cuando en la cúspide de la pirámide se sienten juntos Voltaire y
Rousseau, Montesquieu, Diderot, Buffon, descendiendo hasta la
base se sentarán también los grandes espíritus de la
Constituyente y a su lado las grandes fuerzas de la Convención.
Legisladores, organizadores, administradores, dejaron a pesar
de todas sus faltas ejemplos inmortales. Que venga el mundo
entero, que se admire y tiemble, que aprenda de sus errores, de
su gloria y de sus virtudes.
Pero ha llegado la hora de que aquella gran Constituyente
perezca. Ya no puede hacer nada para Francia ni para sí misma;
es preciso que venga la Convención, primero con el nombre de
Legislativa. Es preciso que la asociación jacobina cubra y
defienda a Francia. Es precisa una conjuración contra la
conspiración de los curas y de los reyes.
El 27 de agosto en Pilnitz el emperador y el rey de Prusia
habían escrito una nota amenazadora para Francia, al principio
con cierta vaguedad. Luego intervino Calonne y merced a su
influencia activa, a las gestiones rencorosas de los emigrados,
los reyes se excitaron y fueron más allá de lo que se habían
propuesto, hasta el punto de permitir que se consignase esta
frase en el manifiesto: “Que darían orden para que sus tropas
estuviesen dispuestas para entrar en acción”.
Fue una ventaja para Francia el ser prevenida de este
modo. Con su torpeza acostumbrada, los emigrantes tocaban a
rebato antes de tiempo. Leopoldo olvidó por un momento la
carta pacífica de la reina; no teniendo intención de obrar
todavía, cometió la falta de dar la señal de alarma. En Francia
fue el golpe de gracia para los constitucionales: en medio de sus
penosos trabajos para restaurar la monarquía, fueron heridos
de muerte por la emigración. En presencia de la guerra que se
creyó inminente, el buen sentido nacional se alejó de ellos cada
vez más, creyéndoles incapaces o pérfidos, peligrosos de todas
maneras en la crisis que se veía venir.
Confirmaron en la revisión el sacrificio que habían hecho
ya al excluirse de la diputación y de todos sus empleos. Sin
razón se les censuró por ello, pues no tenían posibilidad de
obrar de otro modo. Comprendían que todos desconfiaban de
ellos y no podían hacer nada malo ni bueno.
Presentada la Constitución al rey, fue aceptada por este el
13 de septiembre. Los emigrados sostenían que se deshonraría
el rey; Burke escribió a la reina que debía negarse y antes morir.
La dureza de aquellos buenos amigos, de aquellos servidores
fieles, que lejos de todo peligro, tranquilos en los salones de
Londres o de Viena, querían que se inmolase y le imponían la
muerte, produjo en la reina vivo sentimiento. No era este el
parecer de Leopoldo ni el del príncipe de Kaunitz. Barnave y
los constitucionales suplicaban también al rey que aceptase, y lo
hizo con una reserva notable, declarando que no veía en aquella
constitución medios suficientes de acción ni de unidad. “Puesto
que las opiniones sobre este particular están divididas, consiento
en que sea la experiencia el único juez”. Esto era aprobar sin
aprobar, reservándose el esperar como testigo inerte y mal
dispuesto los choques que sufriría la máquina próxima a
desarticularse.
Hubo fiestas en París. La familia real fue agasajada en las
Tullerías, en los Campos Elíseos y recibida en el teatro por gran
parte de la población, con alegría y emoción. Alegría inquieta,
llena de alarmas. En todas las fisonomías se leía el mismo
pensamiento: “¡Ah, si se acabara la revolución! ¡Si pudiéramos
ver al fin en este día el término de nuestros males!”.
Lejos de concluir, empezaban entonces. Mientras el rey y la
reina, con más libertad ya, veían secretamente a Barnave y
consultaban con él, entrando en cierto modo en tratos con la
revolución, los sacerdotes, por toda Francia, habían organizado
el primer acto de la guerra civil en nombre de Dios y del rey.
No conozco en la historia nada más triste que aquellas
entrevistas nocturnas de Barnave con el rey y con la reina, tal
como las refirió la camarera que abría la puerta al diputado.
Esperaba horas enteras en una puerta excusada de los
entresuelos, con la mano sobre la abierta cerradura. Un día,
temiendo la reina que Barnave guardase peor el secreto si lo
veía compartido con una camarera, quiso encargarse en persona
de aquella comisión y estuvo de guardia ella misma. ¡Extraño
espectáculo ver a la reina de Francia aguardando por la noche
con la mano en el pestillo!< ¡Y qué es lo que esperaba! Reina
caída, esperaba el auxilio de un orador no menos caído,
impopular, y que ya no podía hacer nada. La muerte
aguardando a la muerte y la nada a la nada283.
La fuerza de la monarquía estaba en otra parte, en la
hoguera fanática que los curas, con un vasto plan de incendio,
propagaban y atizaban por todas partes. Francia parecía una
casa cerrada que arde por dentro; el incendio brota en lugares
distintos con signos diferentes: aquí un resplandor siniestro,
más arriba el humo, abajo la brasa.
En Bretaña, por ejemplo, los curas nombrados alcaldes en
1789, continuaban siendo alcaldes de hecho, magistrados de la
Revolución. No había manera de organizar las nuevas
municipalidades. Se había adueñado de todo el país una
inmensa inercia, un profundo y hostil silencio, una ansiedad
manifiesta.
En la Vendée cada señor se había hecho nombrar
comandante de la guardia nacional y su administrador era con
frecuencia el alcalde. El domingo, después de misa, los
aldeanos les preguntaban: “¿Cuándo empezamos?”.
Precisamente en junio, hacia la época en que ocurrió la fuga a
Varennes, habían visto volver a muchos enligrados con la
esperanza de un gran movimiento. Uno de ellos, el joven y
devoto Lescure, creía que volvía para batirse por el rey y por la
religión, y se encontró con que su familia le quería casar. Dio la
casualidad de que la tía de madame de Lescure (después La
Rochejaquelein) había enviado desde Roma una dispensa que
se necesitaba. La dispensa decía que el matrimonio no podía
celebrarse más que si lo oficiaba un cura que se hubiera negado
a jurar. Aquel fue uno de los primeros documentos en que el
papa consignó por escrito su decisión. Muchos sacerdotes que
habían jurado ya, al saber aquello se retractaron
inmediatamente.
Pero mucho antes de que el papa se declarase en este
sentido, era ya conocido y comprendido su pensamiento; los
agentes del clero obraban con habilidad y misterio; agitaban el
pueblo por abajo. En la Mayenne, por ejemplo, nada se traslucía
todavía, pero a veces en los claros de los bosques se
encontraban reunidos mil o dos mil aldeanos. ¿Por qué causa?
Nadie hubiera sabido decirlo.
El zapatero Jean Chouan no silbaba todavía a sus pájaros
nocturnos. Bernier no predicaba aún la cruzada en Anjou.
Cathelineau era todavía un buen trajinero, honrado y devoto,
que se ocupaba al mismo tiempo de su pequeño comercio y de
los negocios del partido. Sin embargo, en medio de aquella
tranquilidad, a pesar de las recomendaciones para aplazarlo y
esperar, había hombres impacientes, manos imprudentes,
vivezas irreflexivas. Cerca de Angers, por ejemplo, fue
asesinado a puñaladas un clérigo de los que habían jurado. En
Châlons los furibundos asaltaron el presbiterio para asesinar al
cura. En Alsacia no empleaban el hierro contra los curas
ciudadanos; azuzaban contra ellos a los perros para que les
devorasen. Todas las noches en las iglesias a oscuras, ante una
turba palpitante, se cantaba, con los cirios apagados, el Miserere
por el rey y un cántico en el que se ofrecía a Dios recibir a tiros a
los intrusos. El cántico y todas las órdenes a que obedecía el
clero de Alsacia, emanaban de la otra orilla del Rin, donde el
cardenal del collar, el famoso Rohan, convertido en santo y
mártir, trabajaba por la guerra civil, sin peligro y a sus anchas.
En Calvados, Fauchet había sido castigado cruelmente por
su insensato esfuerzo para reconciliar la revolución con el
cristianismo; su elocuente palabra fue acogida con el insulto y
las risotadas. En Caen, la audacia de los curas y de las mujeres,
sus fieles aliadas, llegó hasta el punto de que aquellas, furiosas,
en pleno día, en una ciudad llena de tropas y de guardias
nacionales, intentaron dar muerte al cura de San Iuan,
descolgando la cuerda de la lámpara del coro para ahorcarle
sobre el altar.
¿Qué persecución era la que excitaba tales furores? ¿Dónde
estaba el tirano, el Nerón, el Diocleciano contra el que se
insurreccionaban?< Los papeles estaban cambiados desde el
tiempo de los mártires; los santos de entonces sabían morir,
pero estos sabían matar.
Es preciso que se sepa:
1º La Asamblea no había exigido ningún juramento a los
sacerdotes sin funciones, que eran más de la mitad del clero.
Monjes, canónigos, beneficiados simples, abades de todas
especies, cobraban sus pensiones; el Estado no les pedía nada.
2º El juramento que se pedía a los curas en ejercicio, no era
en manera alguna un juramento especial, a la constitución civil del
clero, sino un juramento general “de ser fiel a la nación, a la ley
y al rey y de mantener la Constitución”. Este juramento,
puramente cívico, es el que el Estado puede pedir a todo
funcionario, el que la patria puede exigir a todo ciudadano.
Es verdad que en estas palabras generales la ley, la
Constitución, estaba comprendida implícitamente la constitución
civil del clero, lo mismo que cualquier otra ley. ¿Qué ordenaba
esta constitución del clero? Nada relativo al dogma. Nada más
sino una mejor división de las diócesis y el restablecimiento de
la elección en la Iglesia284, la vuelta a la forma antigua. La
oposición del papa y del clero era la de la novedad contra la
antigüedad cristiana renovada por la Asamblea.
¿Y esta Asamblea, este tirano qué tormento aplicaba a los
curas que se negaban a prestar el juramento cívico, a los que
declaraban que no querían obedecer las leyes? La única pena
era el pagarles sin que hicieran nada, les conservaba su sueldo;
no les rebajaba su pensión a pesar de que no trabajaban y eran
enemigos.
Pero no era esto sólo: por un respeto excesivo a la libertad
de conciencia, dejaba libre el acceso al altar a aquellos enemigos
de la ley, tenía siempre abierta la Iglesia que ellos habían
abandonado por su voluntad permitiéndoles que dijeran misas,
de suerte que los ignorantes, los simples, los esclavos de la
costumbre no fuesen atormentados por sus escrúpulos y
pudiesen oír todas las mañanas a su cura que maldecía la ley
que le pagaba y la demasiada clemencia que la Asamblea le
dispensaba.
Hay que reconocer que los curas ciudadanos demostraron
durante largo tiempo una paciencia más que evangélica
respecto a los que predicaban contra ellos la asonada y el
asesinato. No sólo tenían a su disposición las iglesias, sino que
compartían con ellos los ornamentos y vestiduras sacerdotales.
El sabio y modesto d'Expil1y, obispo de Quimper, les animaba
para que continuasen el culto. Grégoire les amparaba y protegía
en Blois. Otro obispo, como veremos más adelante, les defendió
en la Asamblea legislativa con admirable caridad. Uno de los
verdaderos sacerdotes de Dios escribía el 12 de septiembre para
prevenir las medidas de rigor que se temían en el oeste: “Las
llagas de la religión sangran< Nada de violencia, os lo suplico.
La dulzura y la instrucción son las armas de la verdad”.
Estas virtudes eran inútiles. Era preciso que la oposición
entre los dos sistemas se mostrase en toda su desnudez. Por
grande que sea la elasticidad del cristianismo para adoptar
exteriormente las formas de la libertad, su principio íntimo,
inmutable, es el de la autoridad. El fondo de su esencia según
su leyenda es la libertad perdida en la gracia, el libre albedrío
del hombre y la justicia de Dios anegados al mismo tiempo en
la sangre de Jesucristo285.
La iglesia de 1791 se mostraba francamente tal como era,
representante de la autoridad y adversaria de la libertad. Y
como tal, pedía el restablecimiento completo de la autoridad
real. Se interceptó e imprimió para divulgarla una carta de Pío
VI, que creyendo que Luis XVI se había escapado le felicitaba
por haber recobrado la plenitud del poder absoluto.
El crimen de la Asamblea consistía en haber desconocido a
la vez a los dos lugartenientes de Dios, a sus vicarios el rey y el
papa; en haber negado con la infalibilidad papal y real, la doble
encarnación pontificia y monárquica. Aquí estaba el fondo de la
cuestión, una, idéntica, de tal modo que los que más trabajaban
en favor del rey eran los que creían que solo trabajaban por los
curas.
Nada puede dar idea de la sorda y violenta persecución de
que era víctima la Revolución, a pesar de que aparecía como
vencedora. Entonces pudo verse cuán limitado es el terreno de
la acción legal comparado con las mil diversas actividades que
escapan a las miradas y a las previsiones de la ley. La sociedad
realista y devota parece que decía tácitamente por doquier a los
partidarios de las nuevas ideas: “¡Que ellas te protejan!< ¡La
ley es para ti, guárdala!”. Al trabajador sin trabajo: “¡Para ti la
ley, amigo mío; que la ley te alimentel”. Al pobre: “¡Que la ley
te amparel”. Al comerciante: “¡Que te compre la ley! ¿Te deja
morir? ¡Pues muere!”.
¡Cuántos matrimonios próximos a realizarse fueron
violentamente deshechos! ¡Cuántas familias enemistadas de
muerte! ¡Y cuántas veces se renovó la historia de los Capuleto y
los Montesco, el eterno obstáculo de odios entre Romeo y
Iulietal< Los matrimonios estaban divorciados. La mujer, a
medianoche, descalza, abandonaba el lecho, mejor dicho, el
techo conyugal. Los hijos, llorando, en vano corrían en su
busca<
El domingo, mientras la iglesia estaba abierta de par en par,
se iba a buscar a dos o tres leguas de distancia su iglesia, en una
granja o en un erial, donde ante una vieja cruz decía el cura
rebelde su misa de odio. No puede formarse idea de cómo se
exaltaba la imaginación de aquellas pobres criaturas, llegando a
veces hasta el furor, al soplo del demonio del desierto. En no sé
qué aldea del Périgord, una banda de aquellas mujeres se armó
con hachas una mañana, corrió a una de las iglesias suprimidas,
rompió las puertas y tocó a rebato. Acudió la guardia nacional,
las desarmó y las trató con blandura; de trece que fueron
detenidas, doce estaban embarazadas.
Una hábil instrucción (del 31 de mayo de 1791) que desde
la Vendée circuló por toda Francia, enseñaba a los curas la
mecánica del fanatismo para embrollar las ideas, enloqueciendo
a hombres y mujeres. Aquel documento fue discretamente
repartido por todas partes por las hermanas de la caridad del
país, agentes peligrosas que de hospital en hospital y mientras
curaban a los enfermos propagaban la horrible enfermedad de
la guerra civil. El punto principal de la instrucción era el
establecer un severo cordón sanitario entre los juramentados y
los que no lo eran, una separación que amedrentase al pueblo
ante el temor de la peste espiritual. En los entierros sobre todo,
se extremaba la nota dramática. En la casa mortuoria, con las
puertas y balcones cerrados, entraba el cura santo por la noche,
decía la plegaria de los muertos y bendecía al difunto en medio
de la familia arrodillada. Se permitía que esta llevase el muerto
a la iglesia; llena de repugnancia y de horror se detenía en el
umbral, y en cuanto se presentaban los curas constitucionales
para apoderarse del cadáver, huían los parientes llorando,
dejando con desesperación al muerto para que le rezasen las
oraciones malditas.
Más adelante la instrucción secreta no les permitió ya ni
llevarlos a la iglesia. “Si el antiguo cura no puede enterrarlo,
decía, que lo entierren secretamente los parientes o amigos”.
¡Autorización peligrosa, impia y salvaje! La horrible escena de
Yung, obligado a enterrar él mismo a su propia hija durante la
noche, llevando su cuerpo helado entre sus temblorosos brazos,
cavando la fosa para ella, cubriéndola de tierra (¡qué dolorl),
aquella escena se renovó muchas veces en las aldeas y en los
bosques del oeste< Y se renovaba con un aumento de horror.
Aquellos hombres sencillos temían que el pobre muerto así
enterrado por manos laicas y sin sacramentos se perdiera por
toda la eternidad y a partir de aquella noche empezara para su
alma infortunada la noche de la condenación eterna.
¿Quién era responsable de estos horrores? ¿La dureza de la
ley? ¿La intolerancia de la Asamblea? De ningún modo. No
había impuesto ningún sacrificio a las creencias religiosas.
No, no de es intolerancia de lo que se puede acusar a
aquella gran Asamblea. Lo que debe censurarse en ella es el
haber descuidado, al hacer la ley, los medios de educación y de
publicidad que la hicieran comprensible, que podían disipar en
el espíritu de las gentes las sombras de su ignorancia, que se
propalaban con intención, aclarando las fatales ambigüedades
que servían de armas al clero.
Lo más frecuente era confundir las dos acepciones de la
palabra constitución, suponiendo que el juramento cívico de
obediencia a la Constitución del Estado era un juramento
religioso de obediencia a la constitución civil del clero.
Confundiendo hábilmente las dos cosas acusaba el clero a la
Asamblea de una intolerancia bárbara. Aun hoy, muchas
personas no saben distinguir y hacen de aquella palabra mal
comprendida un cargo grave contra la Revolución.
Los aldeanos de la Vendée y de Deux-Sèvres quedaron
muy sorprendidos cuando les fue explicado esto por los
comisarios civiles Gensonné y Gallois en julio y agosto de 1791.
Aquellas pobres gentes no cerraban por completo sus oídos a la
voz de la razón, y les produjo gran satisfacción que los
comisionados les repitieran las instrucciones de la Asamblea.
“La ley no quiere de ningún modo tiranizar las conciencias;
cada cual es libre de oír la misa que quiera y de elegir al cura de
su confianza. Todos son iguales ante la ley, que no les impone
más obligación que la de soportar mutuamente la diferencia de
sus opiniones religiosas y que vivan en paz”. Estas palabras
conmovieron a la multitud honrada y confiada; reconocieron
arrepentidos las infracciones de la ley que podían reprocharse,
prometieron respetar al sacerdote autorizado por el Estado y se
despidieron de los comisarios civiles “con el alma rebosando
paz y tranquilidad”, felicitandose de haberles conocido.
¡Ay! Aquel excelente pueblo no pedía más que luz.
Constituirá un reproche eterno para el clero el haberle rodeado
bárbaramente de tinieblas, convirtiendo en cuestión religiosa
una cuestión exterior ajena al dogma, simplemente de
disciplina y política; torturando a aquellas pobres almas
crédulas; endureciendo y depravando por el odio a una de las
mejores poblaciones, hasta hacerla bárbara y sanguinaria.
Y también será reprochable a la Asamblea constituyente el
no haber sabido que un sistema de legislación es siempre
impotente sino se da al mismo tiempo un sistema de educación.
Hablo, como se comprenderá fácilmente, de la educación de los
hombres aún más que de la de los niños.
La Asamblea constituyente, última expresión del siglo
XVIII, dominada como él por una tendencia abstracta y
escolástica, se preocupó mucho de las fórmulas y no tuvo
noción de todos los intermediarios que separan la abstracción
de la realidad. Aspiró siempre a lo general, a lo absoluto; pero
estuvo enteramente desprovista de esa cualidad esencial del
legislador que yo llamaría de buena gana el sentido educativo.
Este sentido permite la apreciación de los grados, de los medios
varios por los cuales puede hacerse una población apta para
recibir la ley. Sin estos medios previos, aquella no hace más que
trastornar las almas; la ley no puede nada sin la fe, la supone.
¿Pero y la fe quién la siembra, la prepara y la hace antes? La
educación.
Permítaseme reproducir aquí lo que he dicho y publicado
en mi Curso (3 y 10 de febrero de 1848): “Nuestros legisladores
consideraron la educación como un complemento de las leyes,
aplazándola para el fin de la Revolución, cuando era
precisamente por donde debían haber empezado. Una vez
establecido el símbolo político y la declaración de los derechos,
las leyes necesitaban como base hombres vivos, hacer hombres,
fundar, constituir el nuevo espíritu por todos los medios
posibles, asambleas populares, diarios, escuelas, espectáculos,
fiestas, alimentar la revolución en sus corazones, creando de
este modo en todo el pueblo el sujeto vivo de la ley, de suerte
que la ley no se adelantase al pensamiento popular, que no
llegase como una extranjera desconocida, incomprensible, sino
que encontrase la casa preparada, el hogar encendido, la
impaciente hospitalidad de los corazones dispuestos a
recibirla”.
“No estando la ley de ningún modo preparada, ni aceptada
desde luego, pareció esta vez, lo mismo que las antiguas leyes,
que venía a sustituir, que caía duramente desde arriba. Esta ley,
por muy humana que fuese, se presentó a las poblaciones
sorprendidas como un yugo, como una necesidad. Quiso entrar
por la fuerza en un terreno en el que no se había abierto
previamente el surco y se quedó en la superficie”. No
solamente fue estéril, sino que obró precisamente en sentido
contrario de lo que se proponía.
No solamente no hubo educación, sino que hubo una
contra-educación, una educación en sentido inverso, que produjo
dos efectos deplorables.
Aquellas almas crédulas, asustadas por los terrores del
mundo nuevo, se hicieron inhumanas en proporción a sus
temores. Se endurecieron, no apreciaron lo más mínimo la vida
del hombre, la efusión de sangre. ¡La muerte no era suficiente
para vengarse de un enemigo que exponía las almas al peligro
de un infierno perpetuo!
Además, la exaltación fanática, que parecía que debía hacer
las conciencias escrupulosas y meticulosas, produjo, por el
contrario, el efecto de arrebatarles todo escrúpulo, haciéndoles
perder de vista los motivos interesados y personales que con
frecuencia les hacía hostiles a la Revolución, de modo que
creyeron que odiaban con odio desinteresado, no por el
perjuicio material que les producía, sino únicamente por Dios.
El vendeano, por ejemplo, que colocaba como inversión en casa
de su señor todo el dinero que obtenía de la crianza del ganado
y veía a su noble deudor arruinado o emigrado, cogía el fusil;
¿por qué? ¿Porque perdía aquel dinero? No (decía él), sino para
que le devolvieran a sus buenos curas. El bretón, que pensaba en
hacer curas a uno o a varios de sus hijos, tenía contra la
Revolución un motivo temporal de odio; pero su sombría
exaltación religiosa le persuadía de que no aborrecía al nuevo
orden de cosas más que por el ultraje hecho a la iglesia, por su
Dios perseguido, desterrado a los desiertos eriales sin más
abrigo que el cielo.
He aquí cómo el espíritu de resistencia no se conocía bien a
sí mismo, mezclado fuertemente el fanatismo con el interés.
Uno solo de aquellos dos móviles habría podido ceder; el
fanatismo habría desaparecido a la larga ante las nuevas luces,
el interés acaso se habría inmolado por la conciencia. Pero así
mezclados, confundidos, engañándose mutuamente, eran
indestructibles.
Parecía que el entusiasmo revolucionario había de durar
menos que el fanatismo católico y realista. Tenía por objeto
ideas nuevas y no se ligaba como el otro a todo un sistema de
costumbres y de rutinas, envejecido con el hombre, transmitido
con la vida, con la sangre. Varias generaciones, varias clases de
espíritus diversos (en la Asamblea Nacional y en la nación
entera) habían tenido ya sus momentos de entusiasmo más o
menos largos y después se habían cansado. Algunos hombres
persistían, sin duda; hombres de ardor inextinguible, de
indomable firmeza, y estos debían persistir gloriosamente hasta
el fin. Sin embargo, tales individuos son siempre escasos en
número. Una revolución que se apoyara únicamente en unos
pocos héroes escogidos se vería muy comprometida.
Era preciso que la Revolución, si quería durar, se apoyase
como la contrarrevolución, no exclusivamente sobre los
sentimientos que son tan variables en el hombre, sino sobre la
base fija de sus intereses, sobre el destino de las familias
comprometidas por su fortima en la causa revolucionaria, y que
lo hiciera decididamente y sin arrepentirse.
Por eso había pensado la Asamblea constituyente en la
venta de los bienes nacionales. Aquellos bienes eran comprados
al Estado por las municipalidades, que después los revendían a
los particulares. Pero la operación se hacía con extremada
lentitud. Al principio, sin duda con la mala idea de ahuyentar a
los compradores, se pusieron en venta enormes inmuebles,
como los conventos, poco adecuados para usos particulares.
Hasta más adelante no se vendieron las fincas más fáciles de
vender, las más deseadas, los bosques y las tierras.
En general, el aldeano, temeroso y astuto, no quería
comprar directamente al municipio. Iba con uno o varios
vecinos a buscar a algún procurador, hombre de negocios, a
veces ex intendente o administrador: “Hola señor fulano, ¿por
qué no compra usted? ¡Compre usted! Aquí estamos todos
nosotros dispuestos a comprarle algunos trozos de tal tierra”.
Lo cual, traducido libremente, según la idea real del
aldeano, quería decir: “Comprad. Si vuelven los emìgrados
seréis ahorcados, pero no podrán ahorcar a la multitud de
compradores de segunda mano. Y será una gran casualidad que
puedan volver a quitar a tanta gente unas fincas distribuidas en
parcelas tan pequeñas”.
El ex intendente o administrador no respondía nada y
movía la cabeza. Generalmente compraba sin darse mucha
prisa en revender; quería ver venir las cosas. Si triunfaba la
Revolución, guardaba o vendía al detalle y hacía fortuna; si era
la contrarrevolución la que prevalecía, tenía su excusa
preparada: “He comprado las fincas para conservarlas para su
dueño legítimo”.
Pero los hombres más atrevidos, más independientes, y
eran en mayor número, los hombres comprometidos con la
Revolución, no vacilaban en arriesgarlo todo a un capricho de
la suerte. Sólo les detenía una cosa, y era que a pesar de todas
las facilidades que daba a los adquirentes la Asamblea
Nacional, estaba muy próximo el término de los primeros
pagos; no tenían tiempo para hacer las tres operaciones que
habían ideado: comprar, encontrar subcompradores,
revenderlos y recibir de ellos alguna porción del precio para ayudar
al pago del primer plazo.
Para los contrarrevolucionarios era un motivo de alegría el
ver que la gran operación ofrecida con tantas facilidades, se
retrasaba y abortaba. Un día que decian a Mirabeau: “No
venderéis jamás vuestros bienes nacionales<” les replicó: “No
importa: los regalaremos”.
El 24 de marzo de 1791 no se había vendido más que por
valor de unos ciento ochenta millones. La Asamblea concedió una
prórroga a dos compradores hasta mayo. La prórroga era
insuficiente; lo comprendió así el 27 de abril y amplió el plazo
por ocho meses hasta enero de 1792. Esta hábil medida produjo
un efecto incalculable; ninguna otra, en aquella época,
contribuyó más a salvar, a robustecer la Revolución. ¡En cinco
meses, cosa prodigiosa! Llegó la venta a ochocientos millones; de
suerte que el 26 de agosto, el comité en su informe a la
Asamblea declaró que habían adjudicado en total bienes
nacionales por valor de ¡mil millones!
Ninguna de las ventajas ofrecidas hasta entonces (estaban
libres de toda hipoteca legal, francos de todo censo, de todo
derecho de traslación, libres de toda deuda, rentas constituidas
y fundaciones) había bastado para que les comprasen.
Todo esto no había sido suficiente para dar impulso a la
venta. La mano muerta, aquel encanto fatal que durante tantos
siglos había hecho aquellos bienes muertos en efecto, inertes y
con frecuencia improductivos286, parecía que pesaba sobre ellos
todavía. Una cosa rompió el encanto, devolviéndoles el
movimiento, subdividiéndolos, circulando de mano en mano, y
fue la prórroga de los nueve meses, que daba facilidad de
revender, de detallar, dando tiempo para cobrar algo de los
subadquirentes.
La declaración de Pilnitz, la amenaza solemne de los reyes
a la Revolución, está fechada el 27 de agosto de 1791, y el 26 del
mismo mes, al anunciar el informe del comité de enajenación el
hecho tan grave para ellos del impulso que había tornado la
venta, llegando ya hasta los mil millones, hace prever que la
Revolución no puede retroceder, que no solamente será
violenta, sino firme y profunda, que no ataca la superficie del
país, sino el fondo y lo más profundo: hagan lo que hagan los
reyes, será para siempre irrevocable e invencible.
Porque ¿qué es lo que significaba aquella venta? Que una
multitud de hombres habían comprometido su fortuna con la
causa revolucionaria: más acaso que su fortuna, su vida, y más
aún que su vida el destino de sus familias.
No estaba exento de peligros en 1791 el comprar aquellos
bienes. El sarcasmo, las injurias, las amenazas secretas no le
faltaban al comprador. En las grandes ciudades sufría menos,
porque allí se conoce poco a los vecinos, pero en las pequeñas
su situación era casi intolerable. La superstición, el odio, la
malicia universal, les encerraba, por decirlo así, en un círculo
maldito. Todo lo malo que pudiera suceder era un castigo del
cielo. ¿Estaba enfermo su hijo? Castigo. ¿Abortaba su mujer?
Castigo. Si tenía él algún accidente todo el mundo alababa a
Dios. En una ciudad a treinta y tantas leguas de París
amenazaba ruina el chapitel de la catedral con peligro para las
casas vecinas; la compró un albañil para derribarla, poco
después se cayó de un andamio y se mató; la ciudad se entregó
a una alegría loca.
En medio de la malquerencia universal, los compradores se
aproximaban unos a otros y resistían con fuerza. El haber
adquirido bienes de la nación era señal cierta para que se
reconocieran entre ellos como amigos de la Revolución; habían
embarcado su vida y su fortuna en el bajel de la República,
confiándose a su buena estrella y queriendo prosperar o perecer
con ella.
El choque del 21 de junio, el asunto de Varennes, las
amenazas del extranjero, pusieron a prueba su fe robusta en los
destinos de la Revolución. No se conmovieron, ni pestañearon.
El mismo 21 compraron muy caras tres casas del cabildo de
Nuestra Señora de París. De igual manera que los romanos
sitiados pusieron en venta y vendieron tan caro como si
hubieran estado en plena paz el terreno sobre el que acampó
Aníbal a las puertas de Roma.
En la Asamblea los directores del movimiento realista
vieron sin duda con inquietud aquel entusiasmo popular por
las ventas, revelado de improviso por el informe del 26 de
agosto. El mismo comité de enajenación que había redactado el
informe se asustó y retrocedió ante tal éxito. Declaró que
abdicaba de sus ftmciones y pidió que estas fuesen traspasadas
al poder ejecutivo. Proposición cándidamente revolucionaria.
Confíar a un rey devoto el cuidado de vender los bienes del
clero, encargárselo a un ministerio inactivo y paralítico, era
anunciar claramente que no se preocupaban lo más mínimo de
acelerar la operación.
¿Qué indica este súbito retroceso del comité, lo mismo que
el de la Asamblea y su esfuerzo en detenerse o en retroceder? El
terror. Habrán encontrado algún objeto terrible; en el camino
por donde caminaban con seguridad habrán tropezado con la
punta de la invisible espada.
Su terror se explica con una palabra. Los jacobinos se hacen
compradores; los compradores se hacen jacobinos.
¡Y con qué progreso tan rápido se opera esta doble
acción!<
Relacionemos las cifras.
Desde abril hasta agosto, venta de bienes nacionales por
ochocientos millones. La venta total es de mil millones.
En agosto y septiembre creación de seiscientas sociedades
jacobinas. Añádanse las cuatrocientas antiguas y son mil en total
a finales de septiembre.
Y estas sociedades son menos temibles por su
multiplicación que por su nuevo carácter. Pierden lo que al
principio tenían de académicas, de filosóficas y se hacen más
serias, más ásperas, con tendencias violentas para el fin que
persiguen. Rechazan a los moderados, a los revolucionarios
tibios, a los hombres cansados ya de la revolución y en su lugar
admiten dos clases de hombres exaltados.
Hombres de negocios y de interés, comprometidos a
muerte en la peligrosa explotación de los bienes nacionales, se
realzaban a sus propios ojos por el fanatismo, vigilaban con ojos
de lince la trama embrollada de la Revolución y ponían al
servicio de la causa las ideas de perseverante aspereza de
especulador comprometido.
Por otra parte, los puros, los ardientes patriotas en los que
las ideas habían precedido al interés y les dominaron siempre,
se sometían a condiciones sin las que hubiera perecido la
Revolución. Contra la inmensa y tenebrosa intriga de los curas,
aceptaban la necesidad de la inquísicíón jacobina, y al mismo
tiempo, como otro medio de salvación, la adquisición de los
bienes eclesiásticos. Comprar, dividir y subdividir los bienes
del clero, era hacer la guerra más mortal para la
contrarrevolución. Muchos compraban con verdadera furia y se
creían tanto mejores ciudadanos cuanto más compraban. Les
seducía el peligro de la operación y el odio que sobre ella se
quería acumular. Querían perecer si era preciso con la
Revolución y se enriquecían con ella; nuevos Curtius se
precipitaban en el abismo de la fortuna.
Varios compraban por cumplir un deber. El honrado y
austero Cambon hizo constar en 1796 que habiendo empezado
a negociar con 6.000 libras de renta tenía 3.000 cuando liquidó.
Había creído cumplir como buen patriota comprando una finca
nacional cerca de Montpellier; más tarde se casó en París con
una mujer cuya dote consistía también en bienes nacionales.
Así se formaba una base sólida para el nuevo sistema, una
masa de hombres ligados por el dogma y por el interés,
fundando su patriotismo en la tierra y en la idea, teniendo un
doble interés en la Revolución, todo en ella y nada fuera de ella.
Núcleo fijo y firme alrededor del cual el hombre de
imaginación, el hombre de sensibilidad, el entusiasmo noble iba
y venía. Uno era fanático seis meses, otro un año, este se detenía
y aquel otro iba aún más lejos.
Estos flotaban como la ola; pero aquellos eran el barco.
Sabían bien que no tenían más puerto que aquel en que
abordase la Revolución. De aquí la unión que demostraron, su
docilidad extremada hacia los que se encargaron del timón.
Aquel gran cuerpo heterogéneo, movido a la vez por la patria,
por la exaltación, por el interés, se mostró en medio de su
violencia admirablemente disciplinado. El individuo se
conducía como hace durante la tempestad el que quiere salvar
su vida: lo cree todo, lo hace todo, no discute la maniobra ni
cuestiona nada al capitán.
El momento preciso en que nos encontramos, el otoño de
1791, es el momento decisivo en que la gran asociación de
compradores y de patriotas va a influir sobre la gente de los
campos.
Momento grave. En 1790 recibió el aldeano el primer
beneficio revolucionario, la abolición de los diezmos y de los
derechos señoriales, recibido con viva alegría y sin reservas.
En 1791 la Revolución se dirige a él y le ofrece los bienes de
la Iglesia. Aquí duda, lo piensa; su mujer tiene miedo y no
duerme; se entabla entre ellos un diálogo que dura día y noche.
Él, aquel bravo trabajador, mucho más escrupuloso de lo que
generalmente se cree, jamás lo hubiera tomado por su propia
iniciativa; bien lo ha demostrado ¡gran Dios! durante tantos
siglos con su larga y milagrosa paciencia. Pero ahora razona,
comprende que aquellos bienes que en otro tiempo dieron los
pobres a la Iglesia, puede (excepción hecha de lo necesario para
el mantenimiento de la Iglesia) volver al pobre, si así lo quiere
la ley. Por otra parte no vuelven gratuitamente, aquellos bienes
no los dan, los venden, y su precio sirve para los más sagrados
fines, para extinguir el déficit, para cumplir los compromisos
del Estado, para defender y salvar a Francia.
Esto no es un acto inaudito y sin precedentes. Es la
continuación legítima del gran movimiento, iniciado en lo más
proftmdo de la Edad Media: la compra persevemnte de la tierra por
el que la trabaja, el himeneo sagrado, legítimo de la tierra y del
labrador. Digo legítimo. ¡Ah! Cuán propiamente aplicada se
encuentra la palabra en este caso< Jamás pidió que se le diera
gratis la tierra; constantemente, por obstinados y sobrehumanos
esfuerzos, ganó con su ahorro aquel objeto de todas sus ansias,
de su fiel pasión. Empleó para obtenerla la constancia del
patriarca, sirviendo siete años por Lia y otros siete más por
Raquel.
Este progreso hacia la adquisición honrada y legítima de la
propiedad fue, ya lo hemos hecho notar en otra parte,
bárbaramente interrumpido varias veces en el siglo XVI por los
señores de la segunda época feudal, en el XVII por los señores
de las antecámaras. Gracias a Dios, la Revolución, la buena
madre del aldeano acaba de romper la valla, comienza de
nuevo el movimiento y ya no se detendrá.
En 1738 un filósofo francés que había consultado sobre este
particular a varios intendentes hace notar que en nuestras
provincias “casi todos los jornaleros tienen un jardín o algún
pequeño trozo de viña o tierra”. Pues bien: el primer objeto de
la Revolución es extender y aumentar aquel jardín, facilitando
su adquisición al trabajador honrado. De este modo es a la vez
bienhechora, amiga y salvadora de todos, conmoviendo de una
manera pasajera el mundo para proporcionarle la paz.
Invitando al aldeano a la adquisición, desposándole con la
tierra, le dio la vida en otro sentido la Revolución. La manera
más general, la más natural que empleó para procurarse el
dinero necesario, fue buscando una dote y tomando esposa. El
matrimonio es la única ocasión que puede aprovechar el
aldeano joven para obligar al viejo a que toque sus economías
buscando algunos de los escudos que tiene escondidos. Aquel
fue el principio de un gran número de familias agrícolas;
principio respetable puesto que fue fundado por la fe que puso
el aldeano en la Revolución, en la solidez de la prenda que ella
le daba.
Y así es como se hizo nuestra Revolución sólida, duradera,
eterna; detenida muchas veces en su curso, vuelve siempre a
andar y continúa su movimiento. Es porque ya no descansa
solamente sobre el movible suelo de las ciudades, que sube y
baja, que construye y derriba. Se apoya en la tierra y en el
hombre de la tierra. Ahí está la Francia durable, menos brillante
y menos inquieta, pero sólida, Francia en sí. Nosotros
cambiamos, ella no cambia. Sus razas son las mismas desde
hace muchos siglos, sus ideas parecen las mismas, pero la
verdad es que adelantan por un trabajo insensible y latente,
como se verifican todos los cambios en las grandes fuerzas de la
naturaleza, no sobreexcitadas por la pasión que usa y que
devora. Esta Francia dentro de cien años, de mil años, estará
entera y fuerte; irá, como hoy, cuidando y trabajando su tierra
mucho tiempo después de que nosotros, población efímera de
las ciudades, hayamos desaparecido y hayan sido olvidados
nuestros sistemas y nuestros huesos.
Una palabra, una última palabra acerca de la Asamblea
constituyente: la habíamos casi olvidado. Ella misma en sus
últimos momentos parece que se abandonó y se olvidó también.
Declara que aplaza los dos cimientos profundos, esenciales,
sin los que su obra política queda en el aire, vacilante, próxima
a caer: la educación y la ley civil.
No se atreve a tomar ninguna resolución referente a los
curas y ni siquiera escucha el informe instructivo y prudente
que han hecho sus comisionados en la Vendée. Hace contra el
papa lo que nuestros reyes hicieron varias veces: reunió a
Avignon el 13 de septiembre. Ya nos ocuparemos de esto.
En su penúltima sesión (29 de septiembre) quiere tratar con
rigor a los clubs y les prohíbe las peticiones colectivas, les
permite discutir “sin pretender que inspeccionen a las
autoridades legales”. Prohibición inútil; aquellas autoridades
vacilantes e impotentes, como imágenes de la Asamblea, no
oponían ninguna resistencia a los enemigos de la Revolución;
era preciso dejarla que pereciese o que la salvasen los clubs.
La instrucción que se unió al decreto, reservada, tímida,
llena de elogios para los clubs, expresa el deseo de que no
tengan correspondencia, de que sus actos no trasciendan de su
recinto. Pero el decreto no se atreve a decir que les prohíbe las
afiliaciones y era entonces precisamente cuando se afiliaban las
mil sociedades jacobinas, seiscíentas de las cuales acababan de
nacer.
De modo que la Asamblea no se atreve a intentar nada
decisivo contra las dos grandes conjuraciones que se disputan
Francia, la de los curas y la de los jacobinos. Se calla respecto a
la primera y riñe a la otra, muy suavemente, la amenaza
halagándola tímidamente, en voz baja. Parece que habla ya con
la voz débil de los moribundos.
El 30 de septiembre, al levantar el rey la sesión
lamentándose de que ya no pudiera continuar, dirigió el
presidente Thouret estas palabras al pueblo allí presente: “La
Asamblea constituyente declara que termina sus sesiones y que
ha cumplido su misión”.
Este volumen tiene dos partes, de diez meses cada una
aproximadamente: su parte central, su apogeo, es el hermoso
momento en el que Francia creyó ver el cielo abierto, la última
de las federaciones, la gran federación del Campo de Marte, el
14 de julio de 1790. Nuestra historia se eleva, llena de esperanza
y de fuerza, hasta alcanzar ese sublime sueño de la unión de los
corazones y de los espíritus. Después desciende, por los
escalones de la penosa realidad, hasta el 21 de septiembre de
1791, cuando ese crédulo niño, el pueblo, abandonado por su
tutor que deserta y le traiciona, se ve forzado finalmente a ser
hombre, cuando lleva a cabo un primer intento de crear un
verdadero gobierno de hombres: ser hombre supone dirigirse a
uno mismo.
Las dos partes del volumen, el libro III y el libro IV, tratan
temas muy variados; del uno al otro la historia cambia de
carácter, debido a una transición más rápida, menos cuidada de
lo que es habitual en el curso de los asuntos humanos. Este
cambio no está dejado en absoluto al azar; es la propia crisis de
los tiempos, el destino de la Revolución. Por lo tanto, dos temas
y también dos colores y dos luces: la una resplandeciente de
esperanza; la otra intensa, concentrada y oscura. Recordemos el
proyecto propuesto por algunos sabios para iluminar París, dos
faros de luces eléctricas que, encendidos sobre dos torres,
iluminarían a media luz las calles más oscuras y profundas,
reforzando las luces parciales y locales de gas o de los faroles.
Aquí está mi libro. Los dos faros que iluminan las dos partes
son: 1°) las Federaciones, 2°) los Clubs, Jacobinos y Cordeleros.
Estos dos temas lo dominan todo, se tratan en todas partes; en
los capítulos en los que parece que nos alejamos más de ellos,
vuelven irremediablemente; y aunque no aparezcan, nos hacen
sentir su presencia por los diversos colores con los que tiñen los
objetos, alegre luz de un fuego de haya, brillante como la
mañana, u oscuro resplandor de un fuego de hulla, cuya
intensa llama, mientras ilumina, aumenta la impresión de la
noche y hace visibles las tinieblas.
Para nosotros, alegre o melancólica, luminosa u oscura, la
vía de la historia ha sido simple, directa; seguíamos la vía real
(que para nosotros quiere decir popular) sin dejamos desviar
por tentadores senderos por los que van los espíritus sutiles.
Íbamos hacia una luz que jamás vacila, cuya llama debíamos
echar de menos puesto que era idéntica a la que llevamos
dentro de nosotros. Nacimos pueblo y nos dirigíamos al pueblo.
Esto en lo que a la intención respecta. La recta intención es
algo tan poderoso en el hombre, sea cual sea su debilidad
individual, que creemos que con esta obra hemos dado un paso
adelante en la obra común. En esta primera construcción,
insuficiente como es, hay varios puntos sólidos sobre los que
nuestros camaradas de la historia podrán poner valientemente
el pie para construir más alto. Sí, que anden sobre nosotros sin
temor, nos complacerá ayudarles y ofrecerles nuestro hombro.
Nuestra única ventaja era el trabajo anterior, la paciente
acumulación de obras y días; lo que para otros es inicio, para
nosotros es culminación. Diez años trabajando en la antigüedad
y veinte en la Edad Media, han hecho que contempláramos
durante largo tiempo el fondo sobre el que la edad moderna
construyó el hoy. Hemos podido apreciar, mejor que con una
rápida ojeada, dónde está la base sólida y dónde estarían los
puntos ruinosos.
La base que menos engaña, nos enorgullece decírselo a los
que vendrán tras nosotros, es esa de la que los sabios jóvenes
más desconfían y que una perseverante ciencia acaba por
encontrar tan verdadera como fuerte e indestructible: es la
creencia popular.
Verdadera por completo, aunque esté cargada de
omamentos legendarios ajenos a la historia de los hechos. La
leyenda es otra historia, la historia del corazón del pueblo y de
su imaginación.
En el primer volumen, en la escena del 6 de octubre de
1789, hemos puesto un excelente ejemplo de los ornamentos
legendarios que no son, en absoluto, mentiras del pueblo; sólo
afirma lo que ha visto con los ojos del corazón.
Apartad los ornamentos; lo que queda en la creencia
popular, especialmente en lo que concierne a la moralidad
histórica, es profundamente justo y cierto.
Nuestra confianza en una cultura superior, en nuestras
investigaciones especiales, en los sutiles descubrimientos que
creíamos haber hecho, no debe hacernos desdeñar alegremente
la tradición nacional. No debemos proponemos alterar esta
tradición a la ligera, ni crear o imponer otra. Podéis instruir al
pueblo en astronomía o en química, pero cuando se trata del
hombre, es decir, de él mismo, cuando se trata de su pasado, de
moral, de corazón y de honor, no temáis, hombres de estudio,
dejaros instruir por él.
En cuanto a nosotros, que en absoluto habíamos
descuidado los libros y que, allí donde los libros se callaban,
buscamos y encontramos inmensas ayudas en las fuentes
manuscritas, consultamos ante todo la tradición oral para toda
cuestión de moralidad histórica.
Para nosotros esto no es el testimonio interesado de tal o
cual hombre de entonces, de tal actor importante. La mayor
parte de los testigos de este tipo desempeñan un papel
importante en la historia, el de que la historia encuentre en ellos
unos guías reconfortantes. No, cuando digo tradición oral, oigo
tradición nacional, la que es propagada por la boca del pueblo,
la que todos dicen y repiten, los aldeanos, la gente de ciudad,
los ancianos, los hombres maduros, las mujeres, incluso los
niños, la que podéis conocer si entráis por la noche en esa
taberna de pueblo, la que recogeréis si cuando os encontráis por
el camino a un transeúnte que descansa, os ponéis a charlar de
las cosas de la vida, después sobre la carestía de los víveres,
después sobre los tiempos del Emperador, sobre los tiempos de
la Revolución< Apuntad bien sus juicios; sobre las cosas
concretas a veces se equivoca y casi siempre ignora. Pero en lo
que respecta a los hombres no se equivoca casi nunca287.
Resulta curioso que el más reciente de los grandes actores
de la historia, al que vio y tocó, al Emperador, es al que más
carga y desfigura con tradiciones legendarias. La crítica moral
del pueblo, muy firme en todo lo demás, generalmente flaquea
en este punto; dos cosas alteran el equilibrio, la gloria y la
desgracia, Austerlitz y Santa Elena.
Se han olvidado muchas cosas sobre los hombres
anteriores, la tradición se ha debilitado en cuanto a los detalles
de sus actos. Pero en cuanto a su carácter queda una sentencia
moral, idéntica en todo el pueblo (o en su práctica totalidad),
sentencia muy firme y precisa.
Os ruego que difundáis esta investigación. Consultad a
gentes de todo tipo, no solamente a los obreros (muchos son ya
más letrados que pueblo), no sólo a las mujeres (su sensibilidad
les pierde en ocasiones), sino a personas de diversos sexos,
edades y condiciones; ignorad las adversidades accesorias,
recopilad todas las respuestas y lo que encontraréis es lo que
podríamos denominar el catecismo histórico del pueblo.
¿Quién ha impulsado la Revolución? Voltaire y Rousseau.
¿Quién ha perdido al rey? La reina. ¿Quién ha empezado la
Revolución? Mirabeau. ¿Cuáles han sido los enemigos de la
Revolución? Pitt y Cobourg, los Chouanes y Coblenza. ¿Y quién
más? Los Godden, los Calotins. ¿Quién ha echado a perder la
Revolución? Marat y Robespierre.
Ésta es la tradición nacional, la de toda Francia, podéis
estar seguros. Suprimid algunos escritores sistemáticos y
algunos obreros letrados, que bajo la influencia de estos dos
sistemas y cultivados desde hace veinte años por una prensa
especial, han surgido de la tradición común a la masa del
pueblo. En total, algunos millares de hombres, en París, en
Lyon y en tres o cuatro grandes ciudades; cifra poco
considerable frente a treinta y cuatro millones de almas.
El catecismo histórico que acabamos de citar es el de todos
los habitantes de los campos y el de la mayor parte de los habitantes
de las ciudades; no es correcto emplear el término mayoría, hay
que hablar de la práctica totalidad.
Tomad ahora el reverso de este catecismo (Voltaire y
Rousseau no han hecho nada, la reina no ha influido para nada
en el destino del rey, los curas y los ingleses no son los
culpables de los males de la Revolución, etc.) y tendréis a
Francia en vuestra contra.
A lo que tal vez contestéis: “Somos gente hábil, sabia;
conocemos Francia mejor de lo que se conoce a si misma”.
Debo confesar que me extraña ese no ser receptivo, opuesto
a la creencia del pueblo. Esta historia penetró tan
profundamente en él, que la vivió, la hizo y la sufrió, que
cuestionarle sus conocimientos sobre ella me parece una
presuntuosa pretensión por parte de los doctos, si se me
permite decirlo así. Dejadle, señores letrados, dejadle con sus
juicios, se ha ganado el derecho a conservar su posesión
apacible, posesión grave, importante; es su patrimonio moral,
una parte esencial de la moralidad francesa, una indemnización
considerable por la sangre que le costó esta historia.
Cuando el pueblo ha creado un axioma, un proverbio, sabe
por experiencia que no resulta fácil erradicarlo. Algo proverbial
para él en medicina política y que aprendió en 1793 es que las
sangrías no sirven para nada y que uno se encuentra peor
después.
Y aunque no tuviera experiencia, el sentido común le diría
que la salvación por la vía del exterminio, no es salvación.
Tras la salvación pública, Francia estuvo perdida, perdida de
fuerza y de corazón, hasta que se dejó coger por el que la quiso
coger.
Ahora, señores doctos, contra esta creencia universal,
llegad con vuestros sistemas, haced comprender a este buen
pueblo que “como la vida y la muerte se alternan
incesantemente en la naturaleza, resulta indiferente vivir o
morir; que uno muere y otros llegan; que la tierra florece
mejor”. Si esta dulce doctrina no le gustara en un principio,
decidle con confianza, que es una vuelta completa al
cristianismo; la salvación de la que nos hablaba era la salvación
pública; el apóstol del Terror fue primo de Jesucristo. Después
convertidle en ese apóstol sentimental y pastoral, dadle ropas
aún más celestes que las que llevó a la fiesta de pradeal, os
costará enormemente reconciliar al pueblo con el nombre de
Robespierre.
Este pueblo es duro de mollera. Es lo que decía Moisés
cuando, tras haber matado a veinte o treinta mil israelitas,
llamaba en vano a los demás; hacían oídos sordos.
O por el contrario queréis que me tome una imagen más
cándida, que quizás consideréis algo baja, pero que no es tan
mala. Se trata de la fábula de La Fontaine; el cocinero, cuchillo
en mano, intenta engatusar a los pollos: “¡Pequeños!
¡Pequeños!” Aunque habla suavemente, los pequeños se alejan;
un cuchillo no es precisamente el mejor cebo.
Hablemos en serio.
No somos en absoluto ese tipo de amigos del pueblo que
menosprecian la opinión del pueblo, que sonríen ante el
prejuicio popular y que se consideran modestamente más sabios
que Todo el mundo.
Para los ingeniosos y los juiciosos, Todo el mundo es un
pobre hombre de bien, que no ve nada, que choca, tropieza,
revuelve y no sabe muy bien lo que dice. Dad rápidamente un
bastón a este ciego, una guía, un apoyo, alguien que hable por
él.
Pero los simples, los que no tienen juicio como Dante,
Shakespeare o Lutero, ven de una forma totalmente diferente a
ese buen hombre. Le reverencian, recopilan y escriben sus
palabras y permanecen en pie ante él. Es a él a quien el pequeño
Shakespeare escuchaba cuando cuidaba de los caballos en la
puerta del espectáculo, al que Dante iba a escuchar en el
mercado de Florencia. El doctor Martín Lutero, con todo lo
doctor que es, le habla con el sombrero en la mano y le llama
maestro y señor: “Herr omnes, (monseñor Todo el mundo)”.
Todo el mundo sin duda ignora las cosas de la naturaleza (no
enseñará física a Galileo, ni cálculo a Newton), pero no por ello
no es un juez justo para las cosas del hombre. Es maestro
soberano en derecho. Cuando ocupa asiento en su pretorio y
tribunal natural, en las encrucijadas de una gran ciudad o en el
banco de delante de la iglesia e incluso en una piedra en el
cruce de cuatro carreteras, bajo el olmo del juicio, juzga allí
mismo, sin apelación; no hay por qué decir no. Los reyes, las
reinas y los tribunos, los Mirabeau y los Robespierre
comparecen modestamente. ¡Qué digo! El gran Napoleón hace
lo mismo que hacía Lutero: se descubre sombrero en mano<
Et nunc erudimini, qui judicatis terram! ¡Sed juzgados, jueces
del mundo!
Alta y soberana justicia, parecida a la de Dios, en cuanto a
que casi nunca se deja a influir en sus juicios. En ocasiones
extrañan, escandalizan. Los escribas y fariseos pedirían
gustosos que se prohíba un juez semejante; realmente no saben
cómo excusar sus propias contradicciones: “¡Pueblo inestable,
dicen levantando los hombros, que sin ningún principio
establecido juzga y desjuzga<! ¡Indulgente con unos y severo
con otros! Caprichosa justicia. Afortunadamente los sabios
están ahí para revisar sus juicios”.
Capricho a los ojos de la ignorancia; justicia profunda para
la ciencia. El pueblo juzga y todo ha terminado; a vosotros,
historiadores, filósofos, críticos, sofistas, os toca buscar y
encontrar el porqué, si podéis. Buscad, siempre es justo. Como
sois tan débiles y sutiles, lo que encontréis de injusto será fallo
de vuestro espíritu.
Así, este extraño juez ofrece este escándalo al auditorio:
excusa a Mirabeau, pese a sus vicios y condena a Robespierre
pese a sus virtudes.
Gran rumor que provoca reclamaciones, dichos,
contradicciones, claro que sí, claro que no< Algunos sacuden la
cabeza y dicen: “El hombre ha perdido la razón”. Tened
cuidado señores, tened cuidado, es el juicio del pueblo, es la
decisión del maestro; nosotros no reformaremos nada;
solamente tratemos de comprender.
Este punto es bastante difícil. Me he mantenido firme
siendo consciente de que, cuando encontraba juicios discutidos,
a veces hechos raros en los que la tradición común parecía no
concordar con ciertos documentos impresos, era mejor no tener
apenas preferencia por ellos; las memorias son la defensa de
una cierta causa individual y los periódicos velan por el interés
de los partidos. Entonces busqué en otras fuentes, hasta
entonces muy descuidadas, y descubrí con admiración que me
había faltado ciencia para suscribir los juicios de la ignorancia
popular.
Un brillante ejemplo de esto fue el acontecimiento de las
Federaciones, que impresionó profundamente al pueblo,
principalmente al que ocupaba los campos y que siempre lo
recuerda con efusividad cuando se habla del año 1790. ¿Es esto
injusto? ¿Fueron simples fiestas las Federaciones? Así
podríamos creerlo por la poca atención que les prestaron los
periódicos de París. ¿Fueron fiestas burguesas como se ha
querido hacer ver después? ¿Cómo es posible entonces que la
imaginación, el corazón del pueblo, estén llenos de ellas
todavía?< Leed las actas de las Federaciones; comparadlas con
los documentos impresos de la época y veréis que esas grandes
reuniones armadas, que se sucedieron durante nueve meses
(desde noviembre de 1789 hasta julio de 1790), tuvieron el grave
efecto de mostrar a los aristócratas las inmensas e invencibles
fuerzas de la nación; les quitaron la esperanza, les hicieron
perder tierra, determinaron la emigración y acabaron con una
época. Las Federaciones centrales (Lyon, Rouen, París, etc.), que
fueron las últimas en llegar, sólo obligaron a comparecer a los
representantes de la guardia nacional; en Lyon, 50.000 hombres
representaban a otros 500.000. Pero las Federaciones locales, las
de las pequeñas ciudades, pueblos y aldeas, albergaron a todo el
mundo; el pueblo se vio y se unió en un mismo corazón por vez
primera.
Este hecho, imperceptible en la prensa y después
oscurecido y desfigurado por los creadores de sistemas, repara
aquí su grandeza; domina, como hemos dicho, la primera mitad
de este volumen. Nueve de los meses de la Revolución
resultaban inexplicables sin él. ¿Dónde estaba antes que
nosotros? En las fuentes manuscritas, en la boca y en el corazón
del pueblo.
Ahí está la primera misión de la historia: encontrar, gracias
a concienzudas investigaciones, los grandes hechos de la
tradición nacional. Esta, en los hechos dominantes, es muy
grave, muy cierta y de una autoridad superior a la de las
demás. ¿Qué es un libro? Es un hombre. Y ¿qué es un
periódico? Un hombre. ¿Quién podría poner en una balanza a
esas voces individuales, parciales e interesadas, junto con la voz
de Francia?
Francia tiene derecho, si es que alguien puede tenerlo, a
juzgar en última instancia a sus hombres y a sus
acontecimientos. ¿Por qué? Porque para ellos no es un
observador fortuito o un testigo que mira desde fuera; estuvo
con ellos, los animó y los llenó de su espíritu. Fueron, en gran
medida, su obra; les conoce porque fue ella quien los hizo.
Sin negar la poderosa influencia del genio individual288, no
cabe la menor duda de que en las acciones de los hombres, la
parte principal se corresponde sin embargo, con la acción
general del pueblo, del tiempo o del país. Francia sabe que
estaban tras esta acción, al igual que lo sabe quien la creó. Lo
que fueron lo tomaron de ella, menos tales o cuales puntos en
los que ella se convierte en su juez, aprueba o condena y dice:
“En esto no sois míos”.
Todo estudio individual es accesorio y secundario en
comparación con esa profunda mirada de Francia sobre Francia,
con esta conciencia interior que tiene sobre lo que hizo. La parte
de la ciencia no es menos importante. Esta conciencia es tan
oscura como fuerte y profunda y necesita ser explicada por la
ciencia. La primera conserva y conservará los juicios que ha
generado, pero los motivos de los juicios, todos los documentos
del proceso, los razonamientos a menudo complicados, a través
de los cuales el espíritu popular obtiene conclusiones que han
venido a denominarse simples o ingenuas, todo esto se ha
borrado. Y ahí está lo que la ciencia se encarga de encontrar.
Lo que nos pide Francia, a nosotros los historiadores, no es
hacer historia, que ya está hecha en lo moralmente esencial y
cuyos grandes resultados ya están grabados en la conciencia del
pueblo, sino que recompongamos el encadenamiento de los
hechos, de las ideas de donde salieron estos resultados: “No os
pido que me dictéis ni mis creencias ni mis criterios; vosotros
tenéis que recibirlos y ajustaros a ellos. El dilema que os planteo
es el de que descubráis cómo he llegado a juzgar así< He
actuado y he juzgado; los intermediarios entre ambos hechos
han perecido en mi memoria. ¡Os toca a vosotros adivinarlo,
magos míos! Vosotros no estuvisteis allí y yo sí estuve. Bien,
quiero, os encargo que me contéis todo lo que no habéis visto,
que me desveléis mi verdad secreta, que me contéis por la
mañana el sueño olvidado de la noche”.
¡Gran y casi divina misión de la ciencia! No bastaría sino
fuera más que ciencia, más que libros, plumas y papel. No se
puede adivinar semejante historia más que reconstruyéndola en
voluntad y espíritu, reviviéndola, de modo que no sea una
historia, sino una vida, una acción. Para encontrar y contar lo
que hubo en el corazón del pueblo sólo existe un medio y
consiste en tener el mismo corazón.
¡Un corazón grande como Francial< El autor de semejante
historia será un héroe si se llega a llevar cabo.
¡Qué admirable equilibrio de magnánima justicia habrá en
ese corazón! ¡Qué sublime balanza de oro!< Porque deberá, en
la gran justicia popular, medir al detalle la justicia de los
individuos, encontrar en cada uno de ellos, con benévola
equidad, circunstancias atenuantes e incluso decir sobre el más
culpable, llevándole ante el tribunal: “Él también fue hombre”.
A menudo estos pensamientos nos han paralizado y nos
han hecho soñar durante mucho tiempo. Éramos demasiado
conscientes de lo que nos faltaba para poder alcanzar ese
equilibrio con pureza y santidad.
Al menos lo que podemos decir es que, digna o
indignamente, lo hemos alcanzado con una mano atenta y
escrupulosa289” Nunca hemos olvidado que pesamos las vidas
de los hombres< ¡Ay, de los hombres que vivieron tan poco! Es
una circunstancia grave en el destino de esta generación, que
nos obliga, seamos justos, a ser indulgentes: coincidió con un
momento único en el que se acumularon siglos; algo terrible
que jamás se había visto: ¡no más sucesión, no más transición,
no más duración, no más años, no más horas ni días y que se
suprima el tiempo!
En 1791, en la Asamblea Nacional, todos recordaban el 89:
“Sí, se decía, antes del diluvio”. En 1794 Camille Desmoulins
hablaba en estos términos sobre un hombre del 92: “Un antiguo
patriota en la historia de la Revolución”. Él mismo, casado a
finales de 1790, escribió en 1793: “De las sesenta personas que
vinieron a mi boda quedan dos, Robespierre y Danton”. Pero
no había acabado la frase y ya de esos dos sólo quedaba uno.
Heu! Unam in horam natos!…
Cuando vemos pasar tan rápido a esos pobres seres
efímeros bajo el soplo de la muerte, el corazón se ve tentado a
tratarles con extrema indulgencia. No dudamos de que esa
fuera la forma de juzgar que usó Dios, que perdonó
generosamente. Pero el historiador no es Dios, no tiene sus
poderes ilimitados; no puede olvidar, cuando escribe el pasado,
que el futuro siempre tiende a copiar, y que copiará ejemplos de
ese pasado. Por ello su justicia se circunscribe a una medida
más limitada de lo que le aconseja su corazón.
Esto es lo que podíamos hacer y lo que hemos hecho:
En raras ocasiones hemos emitido un juicio total, indistinto,
nunca hemos hecho un retrato propiamente dicho; todos, o casi
todos, son injustos, y son el resultado de una media del
personaje obtenida en tal o cual momento, entre el bien y el
mal, neutralizándose mutuamente y haciendo falsos a ambos.
Hemos juzgado los actos a medida que se presentaban, día a
día y hora a hora. Fechamos nuestras injusticias y esto nos
permitió alabar a menudo a los hombres a los que más tarde
tendremos que condenar. El olvidadizo y duro crítico condena
con frecuencia los comienzos loables, con vistas al fin que ya
conoce y que prevé de antemano. Pero nosotros no queremos
conocer este fin. Por mucho que ese hombre pueda hacer
mañana, nos fijamos en el bien que hace hoy; el mal llegará
demasiado pronto: dejémosle disfrutar de sus días de inocencia
y narrémoslos en beneficio de su memoria.
Por ello nos hemos detenido con mucho gusto en los inicios
de varios hombres por los que sentíamos alguna simpatía.
Hemos alabado, por aquello por lo que merecían ser alabados,
al cura Sieyès, al cura Robespierre, al escriba Brissot y a otros.
¡Cuántos hombres en un mismo hombre! ¡Qué injusto
resultaría crear un estereotipo, una imagen definitiva, de una
criatura tan diversa! Rembrandt hizo treinta autorretratos, que
aunque todos son parecidos, son todos diferentes. He seguido
este método; tanto el arte como la justicia me lo aconsejaban. Si
nos tomamos la molestia de seguir a lo largo de lo que hasta
ahora llevo escrito, a cada uno de los grandes actores históricos,
veremos que cada uno de ellos tiene toda una galería de
bocetos, cada uno ejecutado en su fecha correspondiente,
introduciendo las modificaciones físicas y morales que sufría el
individuo. La reina y Mirabeau aparecen y vuelven a aparecer
varias veces; cada vez que aparecen, el tiempo les marca. Marat
también aparece mostrando diversos aspectos, muy reales,
aunque diferentes. El tímido y achacoso Robespierre, al que
apenas se vio en 1789, le dibujamos de perfil, en noviembre de
1790, una tarde en la tribuna de los jacobinos; le presentamos de
frente (en mayo de 1791) en la Asamblea Nacional con aspecto
magistral, dogmático y ya amenazante.
Así hemos ido datando cuidadosamente, minuciosamente,
los hombres, las preguntas y los momentos de cada hombre.
Nos hemos dicho y repetido una frase que está siempre
presente y que domina este libro: La historia es el tiempo.
Este pensamiento constante nos ha impedido tratar los
temas antes de tiempo, como se hace muy a menudo, siguiendo
esa tendencia tan común de querer leer los pensamientos
actuales en el pasado, cuando ni siquiera se pensaba en ello.
Para los que tienen esa debilidad nada resulta más sencillo.
Toda gran pregunta es eterna, la podemos encontrar en
cualquier época. Pero el objetivo del historiador no es tomar los
aspectos vagos y generales de las cosas, el carácter común a las
épocas en las que se confunden. Muy al contrario. Su fin es el de
especificar, insistir en cada época sobre la cuestión realmente
dominante y no el de hacer resurgir cualquier circunstancia
accesoria, que quizás hoy ha llegado a ser dominante, pero que
en aquel entonces no lo era.
Los autores de la Historia parlamentaria, Buchez y Roux, y
los que de cerca o de lejos, la siguen, han situado injustamente
en primera línea de la historia de la Revolución las cuestiones
denominadas sociales, eternas cuestiones entre el propietario y
el no propietario, entre el rico y el pobre, cuestiones formuladas
hoy, pero que en la Revolución aparecen con otro aspecto, aún
vagas, oscuras y en un lugar secundario.
Estos autores han ejercido una gran influencia a través de
una colección de fácil consulta, que parece sustituir a las demás,
y a través de un estimable periódico, desgraciadamente
redactado con la misma intención, pero cuya fuerte moralidad
compensa, en parte, este defecto. El deber, esa única palabra,
poco usada en la actualidad, el deber sentido, enseñado,
constituye la verdadera originalidad de este periódico.
No reprochamos nada a los modestos alumnos, por otra
parte más sensatos que sus maestros. En cuanto a estos, no
podemos evitar admirar su certeza por lo absurdo y sus
intrépidas afirmaciones. Sin embargo, el sentido del deber que
demuestran tener, obligaba a estudiar concienzudamente antes
de afirmar. La historia no se adivina. El que la recorre deprisa,
para encontrar en ella pruebas de una teoría ya establecida,
limita demasiado sus lecturas y ni siquiera entiende lo poco que
ha leído. Esto es lo que les pasa a los autores de la Historia
parlamentaria; de los dos términos que acercan y mezclan sin
ningún criterio, la Edad Media y la Revolución, no conocen el
primero y no comprenden el otro.
¿Qué pasa cuando quieren imponer a la Revolución del 89
el carácter socialista de los tiempos posteriores? Como no
encuentran nada en los monumentos revolucionarios que
reproducen, suplen esa carencia pegando delante y detrás
prefacios y notas finales que no tienen ninguna relación con
ello. Sin pruebas, afirman que tal fue la idea secreta de los
grandes actores históricos, de tal hombre, de tal partido: han
pensado esto, lo otro; es cierto que no han dicho nada, pero
hubieran debido decirlo.
Y si pueden encontrar una ayuda, alguna palabra que
forzándola, pueda serles favorable, la van a buscar hasta en
terreno enemigo. Citemos un ejemplo de este extraño método.
El affaire Réveillon, completamente artificial, como muy
bien dice Barère, fue una trama claramente organizada por la
corte para impedir que se celebrasen las elecciones y para que el
rey se decidiera a aplazar los Estados Generales. De ahí extraen
una afirmación similar a las que nos ocupan actualmente: es el
pueblo contra los burgueses. Y para dar importancia a ese
supuesto pueblo, afirman atrevidamente que no se robó nada
en casa de Réveillon, que él mismo lo dice así. En lo que concierne
a los muebles esto es cierto; no habrían podido llevárselos
porque la multitud era muy compacta, muy prieta y los
honestos espectadores habrían declarado contra los ladrones.
Pero en lo que respecta a lo que sí se pudieron llevar, el dinero,
sí que se lo llevaron; es el propio Réveillon quien lo atestigua
expresamente en su declaración290.
Resulta extraño que la Historia parlamentaria invoque su
testimonio para hacer que diga justo lo contrario de lo que dice.
¿De dónde saca su relato? Del Amigo del Rey. A juzgar por
su título, ¿creéis que se trata de un periódico contemporáneo
que cuenta un hecho de la víspera? En absoluto. Se trata de una
historia escrita por Montjoye, dos años más tarde, “para formar,
junto con el periódico El Amigo del Rey, un cuerpo completo de
historia”. ¡Jamás hubo más espantoso montón de mentiras que
el que contiene el libro de Montjoye, hasta el punto de contar
que Mirabeau estaba allí, en el affaire Réveillon, para impulsar
el motínl< La obra, en general, es una recopilación muy
completa de todo lo que nos podamos imaginar en materia de
calumnias absurdas. Encontraréis en ella, entre otras cosas, la
novela de la República calvinista, que fermentó la Revolución
durante trescientos años, exactamente igual a como la hemos
leído en el panfleto original de Froment en 1790.
La muy pérfida táctica de los realistas y de los curas en esta
época consistía en explotar el infinito sufrimiento del pueblo, en
hacer responsable de él a la Revolución y en decir que no podía
cambiar nada. Los obispos en junio de 1789 llevaron
hipócritamente, pan negro a la Asamblea: “Señores, miren el
pan del pueblo< Tengan piedad del pobre pueblo<”. Y
Montjoye añade con cadencia: “¿Para qué sirven estas
elecciones? El pobre siempre será pobre”. Una revolución que
en realidad suprimía los impuestos municipales de las
ciudades, que liberaba al campesino del diezmo, que abolía el
impuesto indirecto y ponía en venta a precio irrisorio miles de
millones de bienes, ¿resultaba indiferente al pueblo? ¿Era obra
de los burgueses y se hizo únicamente por el interés de los
burgueses? Burke y el clero han dicho muchas cosas, pero ¿qué
hombre sensato las creerá?
En 1789 Malouet hizo la peligrosísima proposición de fijar
una alta tasa para los pobres que, en manos del rey, daría la
vuelta a la Revolución, convirtiendo al rey en el tribtmo de los
indigentes, en el nutricio de los hambrientos o quizás en el
capitán de los mendigos contra la Revolución. La Asamblea
respondió noblemente con sacrificios personales y con la
inmortal noche del 4 de agosto.
En 1790-91, el Club de los Amigos de la Constitución
Monárquica siguió la misma receta. Se puso a distribuir bonos
para el pan, pero no entre los hambrientos, sino entre los
trabajadores robustos. A los jacobínos esta tentativa les pareció
tan peligrosa que recurrieron a los más violentos motines para
destruir ese club.
Los realistas habrían tenido todas las de ganar si hubiesen
podido oscurecer la cuestión política, hacer de ella una cuestión
social, la guerra de los burgueses y el pueblo, para después
intervenir y hacer que el pueblo aceptara pan en lugar de sus
derechos. Pero no habían contado con él. A pesar de lo
hambriento que estaba, supeditó el estómago a las ideas.
Entonces vimos, gracias a las más extremas pruebas, lo
gloriosamente espiritual que era la Revolución, hija de la
filosofía y no del déficit. En la puerta de las panaderías, al igual
que en las puertas de la Asamblea, se hablaba del veto y del
último discurso que Mirabeau había pronunciado, más que de
la escasez; se discutía sobre los derechos del hombre, etc. Los
realistas, totalmente confundidos, se referían a este conjunto de
hechos como la locura de la época; desde nuestro punto de
vista, fue su gloria.
¡Extraños amigos del pueblo aquellos que adoptaron a
ciegas la tradición realista y rebajaron esta lucha de ideas a la
altura de querellas provocadas por hambre!
Allí donde se topaban con el pillaje y el asalto decían: “Es el
pueblo, ahí está el pueblo<”. ¿Y qué más dirían sus crueles
enemigos?
Podríamos creer que son enemigos sistemáticos de la
propiedad. No tienen muy claro lo que son; en ese punto se
mantienen en una especie de eclecticismo, como su amigo
Marat.
Exclusivamente preocupados por París y por las tendencias
aristocráticas de la guardia nacional de la capital, creen ver por
todas partes la lucha entre el pueblo y la guardia nacional. ¿Por
qué no consultan a los hombres de aquel tiempo que viven aún?
Les dirían que de julio de 1789 a julio de 1790, e incluso más, en
Francia la guardia nacional estuvo constituida por todo el
mundo. París y otras grandes ciudades fueron la única
excepción. El carbonero, el que transportaba agua o el recadero
de la esquina, montaban guardia junto al propietario o el rico.
Nuestro querido y venerable Lamennais me contó que cuando
las ciudades de Bretaña defendieron del pillaje los castillos de
los nobles, que eran sus enemigos, o cuando vio a la ciudad
entera de Saint-Malo partir como guardia nacional, quedó muy
impresionado, a pesar de ser sólo un niño.
Las grandes ciudades y la clase obrera absorben toda la
atención de los autores de la Historia parlamentaria. Olvidan algo
esencial. Esta clase no había nacido aún. Quiero decir con esto
que era pequeña, en comparación con la actual.
La nueva Francia nació en dos veces: el campesino nació
del impulso de la Revolución y de la guerra y de la venta de los
bienes nacionales; el obrero nació en 1815, del impulso
industrial de la paz.
La mayoría de los sistemas que se construyeron sobre los
tiempos de la Revolución están cimentados sobre la idea de la
clase obrera, que entonces apenas existía. Este es el primer error
de Buchez y Roux y de los que, con mayor criterio, más talento
y menos exageración sistemática, adoptaron a la ligera varias de
sus conclusiones.
Y el segundo error, igual de grave, es el de suponer que la
tradición católica se perpetuó en la de la Revolución. Para
defender esta paradoja hubo que convencer a la propia
Revolución de que se había equivocado y de que era idéntica a
lo que había creído combatir; esto equivale a tacharla de imbécil
e idiota.
Mutiladla tanto como queráis, torturad sus palabras, nunca
convenceréis a la Revolución de haber tenido por principio el
extraño y raro eclecticismo, donde mezcláis toscamente los más
contrarios elementos. Tuvo un simple principio, como todo
elemento vivo y orgánico: tuvo un alma, una vida.
Aunque le prestarais vuestras palabras, vuestras raras
concepciones, no sería suficiente para corromperla, si de verdad
la viéramos tal como es, legítimamente arrastrada por la
irrefrenable corriente de los siglos que la preparan. Hay que
suprimir esos siglos, al menos tres de ellos, suprimir el
Renacimiento, negar el protestantismo, que es la mitad del
mundo, negar el siglo XVIII y el mundo entero.
¿Hasta dónde hay que remontarse para encontrar el
verdadero espíritu que relacionamos con la Revolución? ¿Hasta
el tratado de Westfalia? ¿Hasta Lutero? ¿Hasta Jean Huss?
Antes de estas épocas, Europa, dicen, era una, armónica y
perfectamente equilibrada. Ahora bien, ¿sabéis lo que debía
hacer la Revolución según ellos? ¿No lo adivináis? Volver a
colocar al mundo en el mismo punto: “Devolver el derecho
público de Europa al estado en el que se hallaba antes del
tratado de Westfalia” (t. VI, 1” edición).
En la misma página: “La reforma rompió la unidad
religiosa”. La unidad había sido grande en el siglo XV, en el
XIV y aún mayor si nos remontamos a los albigenses< ¡La
unidad de un caos sangriento!
“Más tarde, dicen, nació la doctrina del derecho natural”.
¿Creéis entonces, que porque hasta ahora vuestros curas la
hacían callar usando métodos radicales, esta doctrina no existía
en el corazón del hombre, que no clamó contra ellos? Por favor,
¿en qué año nació? Dadme la fecha del derecho eterno.
Estas cosa tan bellas las había leído en ese barullo alemán
llamado El católico, en el que d'Eckstein, con una confusa
inspiración, mezclaba todo tipo de doctrinas y teorías que
tomaba prestadas. Es la fuente principal en la que han bebido
todo lo que saben sobre la Edad Media católica. Como si esta
bruma les pareciese aún demasiado clara, añaden a ella sus
ignorancias, confusiones y malentendidos. Las tinieblas
espesas, duplicadas por la sinrazón, se han asentado
cómodamente allí dentro y han hecho semejante mezcla de
fórmulas, de abracadabras, que no ha existido nada semejante
desde la escena de las tres brujas de Macbeth. Desde fuera
escucháis aullar en la noche todo tipo de doctrinas violadas,
unidas y torturadas. Cada una de ellas está mezclada con las
demás de un modo despiadado y bárbaro ya que no conocen ni
la verdadera naturaleza, ni el alcance de ninguna de ellas. Cada
una, tomada de segunda mano de extractos infieles, de
traducciones inexactas, como ya no tiene ni figura ni forma,
acaba por prestarse a todo. La serie de operaciones, de
rectificaciones previas por las que deberá pasar cada uno de los
elementos de esta mezcla, antes de que vengan a hablar sobre el
informe Babel, desanima; los brazos caen.
Ningún otro sistema ha sido tan bárbaramente lisiado
como la pobre Revolución.
Para conferir cierto aspecto de verdad a esta increíble
confusión que identifica la edad de la libertad con la edad de la
autoridad, de la tiranía espiritual, han tenido que situar la
primera cuando menos libre fue, cuando menos fue ella misma,
en lo que la Revolución tiene de análogo con las barbaries de la
Edad Media. Según ellos la Revolución se caracteriza
precisamente por sus semejanzas con el sistema contra el que se
hacía la Revolución desde hacía siglos. Habiendo nacido y
crecido con la legítima indignación que inspira el terror a la
Inquisición, finalmente triunfa, estalla y revela su libre genio.
¿Y su genio no será otro que el Terror de 1793 y la Inquisición
jacobina?
¡Amarga sátira de la Revolución! Que clama quinientos
años contra la Edad Media y que al llegar su momento,
empujada por la necesidad de mostrar quién es y qué quiere, no
muestra ser otra cosa que una débil consecuencia de la Edad
Media, una servil imitación de los procedimientos bárbaros,
barbarie tanto más chocante cuanto que se representa en pleno
siglo XVIII, tras Rousseau y Voltaire.
Si esta teoría es correcta, la Edad Media ha vencido. Como
Terror es muy superior puesto que, más allá de los suplicios
efímeros, tiene los tormentos de la etemidad. Como Inquisición
también es superior, porque conoce de antemano el objeto del
que trata su investigación, ya que ha criado desde niño a este
hombre al que analiza el pensamiento, le ha atacado con todos
los medios educativos, le estudia cada día a través de la
confesión, le inflige dos torturas, la voluntaria y la involuntaria,
etc. La Inquisición revolucionaria, al no contar con ninguno de
esos medios, al no saber cómo discernir a los inocentes de los
culpables, se ve reducida a una confesión general de su
impotencia; aplica a todos, al azar, el calificativo de sospechosos.
La Edad Media ocupa un lugar de honor en este sistema.
Ella es el sistema en sí misma y la Revolución sólo aparece ahí
como una desafortunada aplicación, como un bárbaro
accidente. Aquí el fondo de todo es el catolicismo, un fondo
absorbente que lo atrae todo hacia él. Por más que los autores
hagan alarde de frases revolucionarias e incluso ataquen en tal
punto tal abuso cometido por la antigua Iglesia, su tendencia a
caer, en rodar inevitable, les hace dirigirse hacia esta Iglesia,
hacia el seno de las viejas tinieblas. Estos son los jacobinos del
papa. Ahí el clero no se equivoca; la apología de la San
Bartolomé lava suficientemente, a sus ojos, la apología del 2 de
septiembre.
Yo no insistiría de ese modo sobre la Historia parlamentaria
si esta recopilación de cómoda consulta no supusiera una
continua tentación para la multitud de lectores que no cuentan
con mucho tiempo. Tenemos la palabra deber en mente y exige
confianza, Nos lleva a creer que la ejecución del libro fue tan
concienzuda como buena podía ser su intención. Sin embargo,
aunque los autores sean hombres honorables, la pasión, la
preocupación sistemática y sin duda también la precipitación
con la que trabajan, les ha hecho admitir en su antología una
innumerable cantidad de errores materiales que encontraban en
las grandes colecciones; y a ellos han añadido los suyos291.
Sus ideas también han adquirido una gran influencia por lo
que han tomado prestado de hombres de mayor talento
literario, aunque menos sistemáticos. Los últimos historiadores
de la Revolución, Lamartine, Louis Blanc, Esquiros (al que no
pretendo juzgar, pues el elogio me llevaría muy lejos), están, a
pesar de sus diferencias, de acuerdo con Buchez en dos puntos
esenciales. En esos puntos se muestran completamente
contrarios ala tradición del espíritu moderno, a la de Francia.
Desde mi punto de vista esta tradición no es menos que la
conciencia nacional. ¿Hasta qué punto la ciencia, ayudada por
el talento y el prestigio del arte, puede tener más razón que la
conciencia popular? Es lo que el tiempo juzgará.
I. El primer punto es su indulgencia hacia el clero.
Contrariamente a la opinión general, parecen no creer que la
Revolución haya sido inducida tanto por las faltas de los curas
como por las de los reyes. Los primeros sólo aparecen en sus
libros de perfil y en segunda línea. La tradición antieclesiástica
de la filosofía francesa les inspira poca simpatía; en Rabelais,
Molière y Voltaire, no ven más que los órganos de un
individualismo egoísta de las clases burguesas. Nosotros vemos
al pueblo, la manifestación verdadera y fuerte del espíritu
francés, tal y como lo encontramos anteriormente en los cuentos
medievales, en las fábulas, en los relatos, en las poesías
populares de todos los tiempos, de todas las formas y de todo
tipo.
No emitimos ningún juicio sobre el valor de las dos
doctrinas opuestas. Sólo destacamos su oposición.
II. Lo mismo ocurre con el segundo punto. Los cuatro
escritores de los que hablo se unen en su admiración por los
hombres del Terror; creen que la salvación pública
verdaderamente ha salvado Francia; reverencian a los nombres
que, con o sin razón, perduran como algo horrible en el
recuerdo del pueblo y que en su boca suenan malditos.
Dos de las historias en cuestión están sin acabar. Esperemos
a los hechos, sin duda desconocidos, que aún tienen en reserva,
hechos suficientemente concluyentes como para demostrar que
el instinto popular ha errado y que Francia se ha equivocado.
Mientras esperamos, todo lo que un largo estudio de los
antecedentes de la Revolución y de la propia Revolución nos
lleva a creer es que Francia tiene razón y que entre la verdadera
ciencia y la conciencia popular no hay nada contradictorio.
Lejos de venerar el Terror, creemos que ni siquiera
podemos excusarlo como medio de salvación pública. Tuvo
infinitas dificultades que superar, lo sabemos; pero la torpe
violencia de los primeros intentos del Terror que vemos en este
mismo libro, provocó el efecto de crear en el interior millones
de enemigos nuevos a la Revolución y en el exterior, de privarle
de la simpatía de los pueblos, de hacerle imposible toda
propaganda y de unir instintivamente a los pueblos y a los
reyes contra ella. Tuvo que superar increíbles obstáculos, pero
fue el Terror mismo quien creó los obstáculos más terribles. Y
no los superó; fue él el superado.
Por lo demás, la culpa no es de los hombres de la salvación
pública en particular, sino del medio como perecieron los
sistemas anteriores.
Todos empiezan por apoyarse en el deber; después vienen
los peligros y las necesidades y ya sólo piensan en la salvación.
El cristianismo parte del amor a Dios y al hombre, del
deber moral; después, en cuanto es puesto en duda, recurre a
medios agresivos, a la vía de la salvación pública.
La incipiente realeza es una justicia suprema; San Luis es
un juez justo, incluso contra la realeza. Felipe el Hermoso,
empujado por el papa, certifica la salvación pública (es la
palabra de la que se sirve). Luis XI la aplica a los señores.
Preguntad a uno de estos sistemas por qué utiliza esos
medios violentos que apenas están en relación con el elevado
principio que expuso en un primer momento y os responderá:
“Tengo que vivir; la primera ley es la salvación”. Y es por ahí
por donde pereció.
Estos remedios heroicos tienen el efecto infalible de dar un
vigor renovado justamente a lo que se quiere destruir. El hierro
tiene una fuerza vivificante que hace brotar lo que se ha
cortado; es como la poda de los árboles. Torquemada en la
hoguera da a luz a los filósofos. Luis XI en el patíbulo, despierta
el alma feudal para el siglo siguiente. Marat, mientras afila la
cuchilla de la guillotina, produce realistas y prepara la reacción.
Debemos señalar que los hombres de la Revolución, muy
valientes y sacrificados, adolecieron del heroísmo de espíritu
que les hubiese librado de la vieja rutina de la salvación
pública, ya aplicada por los teólogos, formulada y profesada
por los juristas desde el siglo XIII y especialmente en 1300, por
Nogaret, bajo su nombre romano de salvación pública y después
por los ministros de los reyes bajo el nombre de interés, de razón
de estado.
Nuestros revolucionarios encontraron esta doctrina en
Rousseau; la siguieron dócilmente. Los veinte años que siguen a
Rousseau no les aportaron ninguna idea esencial más. Ellos
mismos, arrastrados por la corriente, no pudieron añadir nada.
Rousseau fue poco consecuente y ellos también.
Conviene destacar esa inconsecuencia.
En Emilio, en La profesión de fe del vicario saboyano, Rousseau
llegó a la idea profunda de la supremacía absoluta del derecho,
del deber, diciendo que ni siquiera Dios está libre de él292. Pero
en El contrato social, el derecho flota ante sus ojos, no es más que
una idea simple, primitiva, absoluta; cree tener la necesidad de
explicarla y la extrae de una idea anterior293.
Basa la justicia en la preferencia que cada uno tiene por sí
mismo, en el interés personal. La justicia social se funda en el
interés general. Hay más injusticia desde que impera el interés
general, desde que la injusticia puede ser útil para la salvación
pública, única base de la justicia.
En este sistema se toma la Salvación como punto de
partida, como la idea más clara, la noción más precisa, que
presta su claridad a las demás. Mientras tanto, en esta infinita
incertidumbre de los asuntos humanos, vemos que los famosos
politicos se equivocan a cada instante. ¿Están seguros de no
equivocarse en esto, de saber lo que dicen cuando hablan de
Salvación? ¿Está más clara la Salvación en la mente del hombre
que la Justicia en su corazón? Un joven de gran corazón me
decía: “¿Quién en este mundo sabe realmente qué es la
Salvación? ¿Es vivir? ¿Es morir?”.
El espectáculo de la historia me ha demostrado algo (que
los empíricos, ignorantes de la política, harían bien en
aprender): que los que tenían más clara la Salvación eran
después de todo, los que no deseaban la Salvación a expensas
de la Justicia.
La Justicia es una idea positiva, absoluta y autosuficiente.
La Salvación es una idea negativa, que implica la negación de la
ruina, de la muerte, etc. Los que hicieron que la Revolución
bajara de la Justicia a la Salvación, de su idea positiva a su idea
negativa, impidieron por eso mismo, que fuera una religión.
Jamás una idea negativa fundó una fe nueva. Desde ese
momento, la antigua fe debía triunfar, antes o después, sobre la
fe revolucionaria. La antigua sólo hubiera podido ceder
legítimamente ante una fe más desinteresada, más elevada y
mejor fundada en la Justicia.
Ya desde el principio nadie vio esto.
La Asamblea constituyente, sirviéndose de la voz de
Mirabeau, proclamó la máxima de la Revolución (de acuerdo
con el Rousseau de Emilio: “El derecho es el soberano del
mundo”. Y también con Dupont de Nemours: “¡Que
desaparezcan las colonias antes que una máxima!”). Todo ello
no impide a los dirigentes de la Asamblea profesar, o al menos
practicar, la doctrina de la salvación pública. No dudaron en
confesarlo aprovechando una ocasión solemne.
Los girondinos y los montañeses comenzaron precisamente
del mismo modo. Robespierre, en la discusión sobre las
colonias, repite la frase de Dupont de Nemours. En el tema de
la libertad para emigrar se abstiene y deja hablar a la salvación
pública (febrero de 1791). Mientras tanto, desde 1789, aconsejó
la violación del secreto de la correspondencia; se puede prever
fácilmente que si llegaba a coger el timón, defendería tan
obstinadamente los principios como lo hacen los constituyentes
y los girondinos. El gran instrumentum regni, la doctrina de la
salvación pública, es reclamado invariablemente por los
poderosos.
No tienen otra receta. Todos, girondinos y montañeses,
parten de la idea de que son los únicos que sabrán salvar al
pueblo. ¿Por qué vía? Por ninguna propia. No tienen tiempo y
ni siquiera tienen idea de cómo buscar cosas nuevas. Como
filosofía no aportan nada ni a las teorías de Rousseau ni a la
fórmula de Sieyès, que deriva de ellas; hablo del derecho del
número; sólo que ellos lo aplican de diversas formas. ¿Sobre qué
está fundado ese derecho? ¿Cuál es el derecho de las clases más
numerosas, de las clases incultas, el derecho del instinto, de la
inspiración natural? ¿Por qué estas clases a menudo ven más
claro que las clases cultivadas? Nunca pensaron aclarar estas
cuestiones ni por lo más remoto294.
La esterilidad de los girondinos no se debió, como se dice, a
su calidad de burgueses, sino a su fatuidad como abogados y
escribas. Los jacobinos, como veremos, también fueron
burgueses. Ninguno de los cabecillas de los jacobinos procedía
del pueblo.
Escribas, abogados, polemistas, los girondinos creían
regentar al pueblo gracias al poder de la prensa. Brissot, al que
me he referido antes como doctrinario republicano, dice en su
carta a Barnave: “Al igual que un hombre libre está por encima
de un esclavo, un filósofo patriota está por encima de un
patriota ordinario”. Brissot ignora que el instinto y la reflexión,
la inspiración y la meditación, no son nada los unos sin los
otros; que el filósofo que no consulta los instintos del pueblo
constantemente, se estanca en una seca y vana escolástica; que
ninguna ciencia, ningún gobierno son serios sin este
intercambio de sabiduría.
Estos doctores, al igual que los de la Edad Media, creyeron
ser los únicos que poseían la razón en propiedad, como
patrimonio; también creyeron que debía venir de arriba, de lo
más alto, es decir, de ellos mismos; que caía sobre el pueblo
llano desde la cabeza del filósofo y del sabio.
Girondinos y montañeses están de acuerdo al respecto.
Hablan siempre del pueblo, pero creen que ellos están por
encima. Dejaremos claro, de forma muy evidente, que reciben
todo su empuje de los letrados y de la aristocracia intelectual.
Los jacobinos elevaron el orgullo a la segunda potencia;
adoraron su propia sabiduría. Hicieron varias llamadas a la
violencia del pueblo y a la fuerza de sus brazos; les pagaron, les
empujaron, pero no les consultaron. No se informaron en
absoluto sobre los instintos populares que protestaban en las
masas contra su bárbaro sistema295. Todo lo que sus hombres
votaban en los clubs de 1793 para todos los departamentos, se
votaba con una consigna enviada por el santo de los santos de
la calle Saint-Honoré. A base de minorías imperceptibles se
decidieron de forma muy arriesgada las cuestiones nacionales,
mostraron el desdén más atroz hacia la mayoría y creyeron en
su infalibilidad con una fe tan feroz, que inmolaron sin el
menor remordimiento todo un mundo de hombres vivos.
Esto es más o menos lo que dijeron: “Nosotros somos los
sabios, los fuertes; los demás son moderados idiotas, niños y
viejas. Aunque seamos muy pocos, nuestra doctrina es la que
vale. Salvemos a ese ganado aunque no quiera. ¿Qué importa
que matemos más o menos? ¿De verdad están vivos como para
poder lamentar morir? La tierra sacará provecho de ello”.
“Solamente un día de crimen<”. Esto es lo que decía el
bueno de Luis XI: “Sólo un pequeño crimen más, Virgen
querida, sólo hay que matar a mi hermano y el reino se
salvará”. “Solamente un día de crimen y mañana el pueblo se
habrá salvado; ponemos a la Moral y a Dios a la orden del día”.
Dicho de otra forma: “Cuando hayamos vuelto execrable este
pueblo a ojos del mundo, poniendo a su nombre lo que a pesar
de él hace una pequeña minoría, cuando con las vergonzantes
costumbres del miedo hayamos acabado con toda su fuerza
moral, entonces, por medio de una pequeña proclamación, de
un trozo de papel sellado, todo renacerá y se levantará; el alma
mancillada del pueblo florecerá de nuevo ante el Cielo y la
Tierra”.
Ineptos cirujanos que en vuestra profunda ignorancia de
cualquier medicina, creéis poder salvarlo todo hundiendo al
azar el cuchillo en el enfermo, ahora aquí, ahora allá. ¿Quién os
ha dado esa autoridad sobre él? Cortar, cortar de nuevo, en eso
consiste toda vuestra ciencia. ¿Que el mal se reproduce justo al
lado? ¡Pues se corta otro trozo de carne!
En esos demócratas tenemos una terrible aristocracia:
“Nosotros somos los doctores; el enfermo no sabe lo que dice<
Le curaremos haga lo que haga; mañana estará bien contento;
sólo le habrá costado algún accesorio: una nariz, un ojo, una
oreja, un brazo, una pierna o la cabeza en el peor de los casos,
pero ¡el tronco se habrá salvado!
La situación era atroz, pero ridícula y eso fue lo que nos
sacó de ahí. ¿Quién matará la risa de Francia? Antes matará el
resto.
Mientras que los falsos Rousseau demuestran a la
Convención, en nombre de los principios, que debe
exterminarse a sí misma, mientras agacha la cabeza y no se
atreve a decir: No< esto es un grave incidente, Voltaire
resucita.
¡Bendito seas, buen espectro! Vienes en ayuda de todos
nosotros. Estábamos muy confusos sin ti, nadie podía detener la
muerte, desencadenada al azar. Los filántropos del momento
han guillotinado la clemencia; ni ellos mismos saben si
retroceder o avanzar.
El proceso volteriano de la madre de Dios (Catherine
Théot), llegado a la Convención, provocó allí una inmensa
risotada< ¡Milagro! Esos muertos ríen< Esta Asamblea
condenada, con la cabeza bajo el cuchillo, con la muerte en los
dientes, pierde el respeto, estalla, no se puede contener. La
invencible tortura de la risa atormentándole, suscita en el fondo
de sus entrañas lo que parecía haberse extinguido, perdido
para siempre, la chispa de Voltaire< Hablemos con propiedad,
la llama inmortal del verdadero genio de Francia< La risa
sagrada, la risa salvadora, que venció al miedo y a la muerte,
rompió el horrible encantamiento.
El apóstol del Terror, bajo la divertida figura del Mesías de
las ancianas, a nadie resultó ya terrible. El terrorismo
sentimental, la mueca de Rousseau (de la que Rousseau hubiese
sentido horror) ya no se sostenía. El día en el que el dictador
apareció como futuro rey de los curas, Francia, de nuevo en pie,
le situó junto a Luis XVI.
¡Una gran lección para los políticos, que además debe
hacerles meditar! ¡Que tengan cuidado con Voltaire! Ese
hombre resucita cuando menos lo esperamos. Robespierre se ha
sentido mal por ello. Cada vez que nos basamos en Tartufo, o
cada vez que nos queremos basar en él, Voltaire está ahí
mirándonos<
Algunos preguntan que para qué sirve Voltaire, si hacía
tanto tiempo que estaba muerto y enterrado. No; vive para
vigilar las monstruosas alianzas.
Rousseau no les pone impedimentos. Tergiversando las
bases del cristianismo como sistema, lo adopta como
sentimiento. Los falsos Rousseau nunca dejan de aprovecharse
del equivoco. Voltaire, que vino antes que Rousseau, debe
volver después, para que la cuestión no se oscurezca, como se
intenta hacer a menudo.
Francia tendrá siempre dos polos, Voltaire y Rousseau; no
se suprimirá a uno sin el otro. ¿Para qué sirve embarcarse en
una empresa imposible? ¿Para complacer a los curas que no
sabrán agradecerlo?
La vertiente volteriana, nacida del sol y del vino de los
galos, perpetuada de los cuentos medievales a Rabelais, de
Rabelais a Molière, en Voltaire floreció y florecerá, cultivada
por los Béranger del futuro. No es, como creéis, un fruto sin
relevancia de la vieja alegría burguesa: es también y ante todo,
la firme franqueza gala, es la lealtad de este pueblo, es su odio
hacia Tartufo (odio religioso, político, filantrópico, ¡qué más
dal).
Voltaire, uno en tres personas, en los tres vencedores del
Tartufo, Rabelais, Molière y Voltaire, es el fondo de ese pueblo,
bajo la infinita variedad de sus formas vivas y ligeras, a pesar
de tal o cual mezcla acorde con el espíritu de ese tiempo. Y
¿cómo?, por su odio a lo falso, a las vanas sutilidades, a las
abstracciones peligrosas y a los escolásticos asesinos; y después
por su amor a lo verdadero, a lo positivo y a lo real, por su
sincero apego a la más cierta de las realidades, la vida, por su
conmovedora religión de la pobre vida humana, tan valiosa y
tan prodigada< Por su buen corazón y su buen criterio,
encarna profundamente al pueblo. Nadie les separará, tenéis
que resignaros a ello. Aunque tuvierais el espíritu de Voltaire,
nunca arrancaríais a Voltaire del espíritu nacional, ni a Francia
de Francia.
¿Qué he hecho en lo escrito hasta ahora? Algo grande, algo
santo, por mucho que haya hecho algo mal; he encontrado la
Historia de las Federaciones viva en la memoria del pueblo y
auténtica en los documentos manuscritos. Nadie en Francia
(nadie en el mundo quizás) leerá esto sin llorar.
¡Singular felicidad, demasiado grande para un hombre!
Durante un momento he sostenido con mis manos el corazón
abierto de Francia sobre el altar de las Federaciones; ¡veía ese
corazón heroico latir con el primer rayo de la fe en el futuro!
Y ¿qué he dicho en estas últimas páginas sobre el método y
el espíritu de este libro? Que en la historia del pueblo, la alta y
soberana moral, era la del propio pueblo, la tradición nacional,
la consciencia que la nación tiene de su pasado.
El historiador, el político, al contar y al actuar, deben, cada
uno a su manera, reconocer la soberanía del pueblo.
Esto es lo que apenas hicieron los grandes actores de la
Revolución; educados en la abstracción, nacidos de casta
sofista, hablaron mucho del pueblo y consultaron muy poco al
instinto popular.
No comprendieron al pueblo por culpa de su tiempo y de
su educación. Pero sacrificados o desinteresados, tuvieron a la
patria en el corazón. Ensangrentada por las faltas cometidas,
ella reclama su memoria.
La Revolución no está hecha. Aún no tiene ni sus bases
filosófica y religiosa, ni sus aplicaciones sociales. Para que
continúe, menos sangrante y más duradera, debe saber ante
todo lo que quiere y adónde va.
Si queremos cerrar la puerta al futuro, ahogar las fuerzas
inventivas, escuchemos a los embaucadores políticos o
religiosos; los unos buscan la vida en las catacumbas romanas;
los otros proponen como modelo de la libertad a la tiranía del
Terror.
Y también nos dicen: “No busquéis, tenéis dioses, santos y
una leyenda ya construida”. Ya no se trata sólo de imitación,
como en la Edad Media; nada de buscar, nada de inventar,
copiemos servilmente; en vez de tomar el espíritu,
reproduzcamos ridículamente la forma material, como ese
monje que como quería representar la escena de Belén, se
ejercitaba imitando ahora al buey, ahora a la mula.
Si algo hay de bueno en los hombres del pasado es lo que
no imitan. Que se asemejen a ellos en su aspecto inventivo y
creador. ¿Y qué hace falta para ello? ¿Imitar? No, crear como
ellos.
El obstáculo de Dios son los dioses. Para seguir siendo libre
de ellos y dueño de uno mismo, hay que mirarlos de cerca en su
altar, tocarlos, penetrar y rebuscar en ellos. Abrid sin temor sus
ídolos, no sintáis escrúpulo por ello; si son inmortales no los
mataréis.
En cuanto a mí, no podía reconocerlos fácilmente. Sin negar
a esos hombres lo que la historia les debe, me hubiera parecido
impío quedarme en su aureola y perder la inmensa y divina luz
del genio de Francia del que fueron reflejo. ¿Cómo hubiera
podido adorar a los pequeños dioses de este mundo? Acababa
de ver a Dios.
Esa visión sublime que por un momento tuvimos de él en el
solemne acto de la Fraternidad francesa, puede liberarnos a
todos, autor y lectores, de las miserias morales de este tiempo y
darnos una chispa heroica del fuego que quemó el corazón de
nuestros padres.

10 de noviembre de 1847
Nuestras federaciones del 90, las que acabamos de leer en los
tres primeros volúmenes, ese arranque, el más unánime que se
haya visto nunca en el hombre y que unió a Francia y al mundo,
son todo un Evangelio.
Que yo sepa en ningún otro pueblo ha ocurrido algo
semejante, sólo en Francia.
¿Sólo ha pasado una vez? ¿No volvimos a ver ese mismo
arranque en los admirables inicios de julio y febrero? Eso es lo
que hemos olvidado y lo que nuestros jóvenes ignoran.
Conocen bien las revoluciones de Roma y Atenas, pero no la de
1848. Estos recuerdos tan puros que entusiasmarán a los futuros
siglos, que son nuestros títulos de nobleza y el tesoro de la
Patria, les son completamente ajenos.
Siento la necesidad de decirles unas palabras, hablarles de
nuestro estado moral en el momento en que escribimos esta
historia que ahora vuelvo a editar.
Así fue el corazón de los padres en las federaciones del 90 y
así fue el de los hijos en nuestros banquetes de febrero.
Periodistas, políticos, profesores o escritores, nosotros tuvimos
el impulso desinteresado, generoso, clemente, pacífico y
humano.
Dos cosas originales marcaron esa época:
En primer lugar, el horror hacia el dinero. Jamás ha existido
un gobierno tan preciso, tan puro y tan ahorrador. Algrmos de
sus jefes se convirtieron en leyenda por su obstinada pobreza.
Muchos eran santos de modestia y abstinencia. Aún recuerdo,
no sin emoción, haber tenido audiencia con uno de nuestros
reyes (Flocon), en su quinto piso de la calle Thévenot.
La idea común a todos, políticos y escritores, era la de
conservar el carácter constante de tranquilidad y clemencia de
la joven revolución. Por mi parte, esperaba que la juventud de
las escuelas influyese mucho en ese sentido, que pudiera
interponerse y pudiera neutralizar los golpes y amortiguarlos.
Era con esta esperanza, con este pensamiento interior, con la
que hice e imprimí mi curso de enero de 1848. En un
sentimiento análogo, los hombres de gran corazón que tomaron
la iniciativa de febrero, en los famosos banquetes, impulsaron,
alumbraron las federaciones, conservando en pleno combate un
sentimiento de paz.
Fue tal la buena suerte de estos primeros volúmenes que
todos los matices de la democracia los aceptaron
unánimemente. Los más dispares espíritus, Béranger y Ledru-
Rollin, le dieron la misma acogida. La obra ya terminada recibió
sus mayores elogios por parte del gran socialista al que por
diversas razones no tendría por qué haberle gustado mucho.
Las cartas que a ese mismo respecto recibí de Béranger y de
Proudhon merecen ser conservadas dada su importancia.
Aunque sean tan honorables para mí personalmente, debo
publicarlas. Sobre todo Proudhon aparece en ellas con un
aspecto totalmente nuevo, que creo que es el que conservará en
el futuro.

Carta de Béranger

Querido e ilustre maestro,

No puedo refrenar por más tiempo el tributo de elogios


que os debo; de elogios es poco, de reconocimiento por
toda la felicidad que vuestro nuevo volumen me ha hecho
sentir. Sois el único que podía representar la estampa de los
inicios de nuestra santa Revolución; sólo vos podíais captar
el instinto popular en su mejor momento, en ese momento
de amor que jamás ha tenido parangón en el mundo. ¡Qué
bien os ha inspirado vuestro corazón para representar
semejante impulso y qué feliz se encuentra por que esta
idea se le haya ocurrido al único talento capaz de llevarla a
cabo! Bien decís, querido maestro, que sin vos todo lo más
característico y más emotivo de esta época creadora habría
sido borrado para siempre de los anales del mundo. Tres
veces gloria a vos que a través del estudio, la consciencia y
el genio, conserváis este gran recuerdo para nuestros
nietos! Yo viví ese momento pero lo recuerdo peor que los
días posteriores. También yo he dejado caer lágrimas sobre
vuestras inmortales páginas. Hago mío lo que decís sobre el
instinto popular, esta adopción no es algo sorprendente
viniendo del hombre que dijo que el pueblo era su musa.
Para este hombre vuestra historia se convierte en un libro
santo.
El autor que hay en vos tiene aún otro mérito: es el del
coraje. Hace falta mucho para ser tan sincero y tan justo. Es
así como se atribuye una gran autoridad moral a los
trabajos literarios y es así también como a tantos títulos
gloriosos acumulados sobre vos, merecéis que se añada el
de gran ciudadano.

Passy, 24 de noviembre de 1847

Ésta es la carta que cuatro años después recibía de


Proudhon:

Señor,
He recibido a tiempo el preciado envío de los cuatro
primeros volúmenes de vuestra Historia de la Revolución,
con el que habéis querido honrarme, y enseguida los he
leído con extrema prontitud y extraordinaria satisfacción.
Presentándoos mis agradecimientos os manifiesto mi
admiración no sólo por el escritor, sino sobre todo por el
pensador y el juez que habéis sido.
Por fin, por fin la Revolución francesa sale de la
leyenda, de la novela, del escrito polémico y del panfleto, y
alcanza la historia; parece como si a partir de este día se
extendiera por el mundo. Yo me la imaginaba más o menos
como me la mostráis; confieso que no la entendía.
Acostumbrado a no ceder jamás al impulso de mi opinión,
ni de mi partido y como no pensaba que las grandes
miserias fuesen razón suficiente para generar semejante
movimiento, me sentía como oprimido por la insuficiencia
jurídica de nuestros narradores; me decía que la Revolución
debía quejarse mucho más de sus apologistas que de sus
calumníadores. Maldije ese espíritu de secta que acababa
de mancillar de nuevo la grandeza de alma de nuestros
padres y de poner en duda la justicia de su causa, haciendo
girar todo el movimiento en torno a la influencia de un club
y al pensamiento de un tribuno.
Finalmente, me atrevo a decir que habéis rehabilitado
la Revolución. Gracias al cielo aquí la tenemos, insolidaria
con sus organizadores y desembarazada de ellos; los
Sieyès, los Mirabeau, los Barnave, los girondinos y Danton
y la Montaña, no son más que hombres a menudo muy
pequeños. Marat y Robespierre son juzgados y los
jacobinos valorados en su justa medida. Habéis resuelto ese
difícil problema, el mismo que me planteaba cuando me
preguntaba cómo debía ser una Historia de la Revolución:
debía ser revolucionaria, mucho más que cualquiera de los
que aparecían en el drama y sin embargo ser más
moderada que Danton y los girondinos, más juiciosa que
los constituyentes, más amiga del pueblo que Fréron y
Marat y más puritana que Robespierre. En mi opinión
habéis alcanzado plenamente ese objetivo.
Mi amigo y compatriota Bailly quizás os haya dicho
que yo me ocupaba de un trabajo cuyo título era Práctica de
las revoluciones. Pero seguido debo decir que esta Práctica no
es en absoluto, como podíais haberlo creído, una obra de
gran erudición; mi vida, mis estudios y mis medios me
hacen imposibles los trabajos de esa naturaleza. Lo que me
he propuesto con esa Práctica es demostrar, con ayuda de
los hechos más auténticos, de los más comunes, esa verdad
capital, tan magníficamente enunciada en algún lugar de
vuestro libro que ya no recuerdo, sobre la culpabilidad de
Luis XVI: una nación no es una colección de individuos, es
un ser sui generis, una persona viva, un alma consagrada
ante Dios. Lo que yo busco entonces, lo entendéis ahora,
señor, es la demostración de ese gran Ser, son las leyes de
su vida, las formas de su razón, en una palabra, su
psicología. La naturaleza de mi espíritu y la mediocridad
de mis recursos científicos y literarios no me permiten estas
empresas de descubrimiento como lo es y será, espero,
hasta el final, vuestra historia. No puedo más que analizar
y profundizar en lo que otros han constatado y sacado a la
luz; mi especialidad, al igual que mi método, es la disección
de los hechos y despejar su contenido.
Algo singular es que este espiritualismo trascendente,
que a usted le domina y que a mí me obsesiona, es
totalmente desconocido para nuestros tartufos de
religiosidad, para nuestros escritores eclesiásticos y para
todos nuestros filósofos universitarios. ¡Es un hombre, con
reputación de ser enemigo personal de Dios, que llega
siguiendo a un historiador adversario de la Iglesia, quien se
dispone a lanzar al mundo esta idea grandiosa del alma de
los pueblos y del alma de la humanidad! Por otro lado,
quizás habéis hablado de la abundancia de vuestra poesía
más que de la comprensión de vuestra inteligencia, quizás
habéis dado por figurado lo que yo doy por cierto; esto es
lo que más tarde y tras una reflexión, explicaréis sin duda a
vuestros ávidos lectores.
En cuanto a mí, el hombre menos místico del mundo,
el más realista, el más alejado de toda fantasía y
entusiasmo, creo estar ya en condiciones de afirmar, y
probaré, que una nación organizada como la nuestra
constituye un ser más real y más personal, más dotado de
voluntad e inteligencia propias, que los individuos de los
que se compone: y me atrevo a decir que es sobre todo ahí
donde se halla la gran revelación del siglo diecinueve.
Vuestra Historia de la Revolución, hecha desde ese punto de
vista, es la mejor preparación que hubiera podido desear
para mis lectores: tras haber visto en vuestra narración
pensar, actuar, sufrir y combatir al ser colectivo, estarán
más dispuestos a comprender las leyes de su formación, de
su desarrollo, de su vida, de su pensamiento y de su acción.
Vuestro segundo volumen es en sí una creación, sobre
todo el relato de la Federación del 90, que tras tantos relatos
dignos de almanaque, ha sido encontrado. Sentimos que
ahí está el nudo y el punto álgido del asunto. Tras haber
leído esas grandes estampas de la epopeya nacional, se
siente un amor ardiente hacia la patria y uno se enorgullece
cuando le llaman revolucionario.
Vuestro aprecio a los hombres me parece maravilloso.
¿Será por eso por lo que al principio abundaba en vuestro
sentimiento?< Mirabeau, Sieyès, Danton, Robespierre,
Marat y todos los demás son tallados, pesados y apreciados
por lo que valen. Quizás se podía echar de menos que no
hayáis dedicado más espacio a Mirabeau y a sus discursos;
después de todo, ese hombre fue el más magnífico
instrumento de la Revolución, al igual que Danton fue su
alma más generosa. En compensación, quizás hayáis dado
demasiada importancia a los comienzos de Robespierre,
pues por ellos se prevé que la acusación contra él será
terrible.
Siempre he creído, y me gustaría saber si vuestro juicio
está de acuerdo con el mío, que Robespierre, esclavizado
por el Contrato social, ese código de todas nuestras
mistificaciones representativas y parlamentarias, creía que
la democracia era imposible en Francia, que finalmente en
1794, lejos de reclamar la aplicación de la Constitución de
1793, quería una concentración del poder aún mayor, como
lo confiesan y prueban sus apologistas Buchez y Lebas;
siempre he creído, digo, que este hombre no se habría visto
apurado si hubiese conseguido en termidor, tras haber
ejercido la dictadura, llevar a cabo él mismo una
transacción como las que vimos el 18 de brumario, en 1814
o en 1830.
Por lo demás, confieso que lo que más me indispone
contra ese personaje es el detestable rastro que nos ha
dejado y que desde hace veinte años lo estropea todo en
Francia.
Es siempre el mismo espíritu policial, hablador,
intrigante e incapaz, en lugar del pensamiento liberal y
activo del país. ¿Me permitís ahora, señor, unas palabras de
crítica? Esto no tiene nada que ver con vuestro libro, no
afecta a ninguno de los hechos, a ninguno de vuestros
juicios, sólo me concieme a mí y no afecta más que a una
nota.
Parecéis tener miedo, y desde vuestro libro del Pueblo
continuáis con ese mismo temor, de que el socialismo en el
siglo XIX esté fuera de la tradición revolucionaria de 1789-
92. Estáis preocupado por algunas fantasías comunistas que
circulan entre el pueblo y sobre todo por cierta negación de
la propiedad y del gobierno, cuyas premisas no encontráis en
el pensamiento de nuestros padres.
En lo referente al comunismo, permitidme deciros,
señor, que vuestros terrores son absolutamente infundados.
Si la cuestión económica, más explícitamente planteada hoy
que en 1789, tuvo que empujar a la ingenua inteligencia del
pueblo hacia la hipótesis comunitaria, ha sido el efecto
natural que inspiraba el monopolio egoísta, la competencia
anarquista y todos los desórdenes del individualismo
llevado al exceso. Pero este comunismo sólo existe en forma
de protesta y tiene aún menos raíces que el de los cristianos
de la primitiva Iglesia, que no estuvieron diez meses en
comunidad y probablemente nunca en número mayor de
algunos miles.
En lo que me concieme personalmente, sois culpable
primero, de desconocer la necesidad de definiciones
rigurosas en teoría, después, de suponer que yo quisiera
conformar la práctica con el rigor de una definición. Una
cosa es calificar una idea, un principio según su extrema
consecuencia, y otra es adoptar esta consecuencia extrema
como si fuera la verdad. La propiedad tiene sus raíces en la
naturaleza del hombre y en la necesidad de cosas, lo sé
mejor que nadie, pero la propiedad sin contrapeso, sin
engranajes, va derecha a donde digo y se convierte en robo
y asalto. Nuestra sociedad está hoy en ese punto. Por eso
busco en la creación de garantías sociales y mutuas, un
contrapeso a la propiedad, que sea tan fuerte como para
que la propiedad pierda sus vicios y duplique sus ventajas;
esto es pues lo que, frente a mí, desconocéis. Tendría
mucho que deciros sobre este tema, que creo conocer a
fondo, a través de un largo estudio y una dilatada práctica
comercial; me cierno a esas pocas palabras que serán sin
duda suficientes para tranquilizar vuestro espíritu. No
temáis por la libertad y la personalidad del hombre, os
diría incluso: no temáis por la propiedad, puesto que me
resulta evidente que no la usáis como yo, con el significado
jurídico y capitalista que le han conferido nuestras
tradiciones e instituciones.
Termino, señor, volviendo a expresarle mi mayor
estima y mi admiración sin reserva. Me habéis permitido
conocer a Vico, me habéis iniciado en los Orígenes del
Derecho y acabáis de hacer que vea la Revolución tal y
como fue, tal y como yo quería; os lo agradezco.
Tras tantos servicios el poder os cierra la boca: calmaos,
los jesuitas no durarán mucho. Están tan cercanos a su
ruina, espantosa ruina, que a pesar de toda mi aversión, no
tengo el valor de maldecirles.
Soy, señor, vuestro más devoto y agradecido lector.

Conciergerie, 11 de abril de 1851


1. Aproveché para rectificar dos detalles, uno en relación a
Danton y otro a Durand Maillane.
2. Iniciación, educación, gobierno, tres palabras sinónimas.
Rousseau entrevió algo de esto cuando al hablar de las
ciudades antiguas, de la masa de hombres ilustres que dio
la pequeña ciudad de Atenas, dijo: “Fueron m{s que
gobiernos, crearon los más fecundos sistemas de educación
que jam{s han existido”. Desgraciadamente el siglo de
Rousseau, que no invocaba más que la razón reflexionada,
que analizaba muy poco las facultades an instinto, de
inspiración, no podía ver bien el paso de una a otra, el
artífice del misterio de la educación, de la iniciación y del
gobierno. Los jefes de la Revolución, los filósofos, hombres
de combate, buenos y muy sutiles razonadores, tuvieron
todos los dones menos la profunda simplicidad que es la
única que permite entender al niño y al pueblo. Por eso la
Revolución no pudo organizar la gran máquina
revolucionaria; me refiero a la que debe, mejor que las
leyes, fundar la fraternidad: la educación. Esa será la obra
del siglo XIX, aunque ya entró en él con tímidos intentos.
En mi librito de El Pueblo reclamé, en la medida en que me
fue posible, el derecho del instinto, de la inspiración, contra
su aristocrática hermana, la reflexión, la ciencia razonadora
que se cree la reina del mundo.
3. Papiniano, Emilio. Jurista romano (1507-212). Participó en
los gobiernos de Marco Aurelio y Septimio Severo. Intentó
inútilmente mantener la paz entre los dos hijos de este
último. (N. de J.M.I.)
4. Hoy en día se ha perdido la esperanza de reconciliar los
dos puntos de vista. Ya no se intentan reconciliar dogma y
Justicia. Se las arreglan mejor. Alternativamente, se
muestra o se esconde. A las personas simples y confiadas, a
las mujeres, a los niños, a los que se mantiene dóciles y
sumisos, se les enseña la vieja doctrina que muestra una
terrible arbitrariedad en Dios y en el hombre de Dios; la
que entrega al cura una temblorosa criatura indefensa. Este
terror es siempre para esta criatura la fe y la ley; la espada
permanece siempre afilada para estos pobres corazones<
Por el contrario, si se habla a los fuertes, a los razonadores,
a los políticos, se vuelve de repente sencillo: “El
cristianismo, después de todo, ¿está en otro sitio que no sea
el Evangelio? La fe, la filosofía, ¿están tan lejos de
entenderse? La vieja disputa de la Gracia y de la Justicia (es
decir la cuestión de saber si el cristianismo es justo) está
completamente anticuada”.
Esta doble política tiene dos efectos, y ambos dos funestos.
Pesa sobre la mujer, sobre el niño, sobre la familia en la que
crea la discordia, manteniendo opuestas a dos autoridades
contrarias, a los dos padres de familia.
Y pesa sobre el mundo por una fuerza negativa, que hace
poco, pero que crea trabas por esa facilidad de mostrar una
u otra cara, a los unos la moral elástica del Evangelio y a los
otros la inmutable fatalidad engalanada con el nombre de
la gracia. De ahí surgieron numerosos malentendidos. De
ahí surgió la tentación para muchos de unir la fe moderna,
la de la Revolución y la Justicia, al dogma de la antigua
injusticia.
5. “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí
y velad conmigo” (Mt 26, 37-38). (N. de J.M.I.)
6. Se refiere a Artemisa, diosa griega de la caza que se
caracterizaba por su espíritu vengativo. (N. de J.M.I.)
7. Estas palabras (“Entrará en su templo el Dominador”)
recuerdan a la epístola de Malaquías (III, 1-2) sobre la
presentación en el templo: “Y enseguida vendrá a su
templo el Dominador que vosotros buscáis”. (N. de J.M.I.)
8. Las gentes del Rey, los parlamentarios, que inspiraban al
pueblo tal confianza (y que en efecto prestaron grandes
servicios) no representaban la justicia de un modo más
serio que los curas la Gracia. En última instancia esta
justicia real estaba sometida a la arbitrarndad del Rey. Un
gran maestro en maquiavelismo, el cardenal Dubois, en
una Memoria al Regente contra los Estados Generales (en el
tomo I del Moniteur) explica con mucho áoriaire la sencilla
mecánica de este juego parlamentario, los pasos de aquel
baile hasta el sillón de Justicia donde, ante el Rey, terminaba
todo. En cuanto a los Estados Generales que tanto miedo
dan a Dubois, su adversario Saint-Simon los recomienda
como un medio agradable, inocente y fácil para librarse de
pagar las deudas, honrar la quiebra, canonizarla (ésta es su
palabra). El mismo Saint-Simon afirma que estos Estados
no tuvieron nada serio. Palabras y palabras nada más. Yo
creo, en cambio, que en estos Estados y Parlamentos hay
algo demasiado serio; que estas vanas imágenes de la
libertad consumían el escaso vigor y el poco espíritu de
resistencia que en la nación había. Ésta fue la causa de que
Francia no pudiera en mucho tiempo tener constitución;
creía que la tenía.
9. Me refiero a la oscura habitacioncita de madame de
Maintenon, donde concluyó Luis XIV. Para ver la creencia
personal que tenía de su propia divinidad, conviene leer
sus memorias, escritas por inspiración suya y revisadas por
él.
10. En Villars se lee también: “Si estuvierais aquí, veríais con
edificación a la infantería y a la caballería evitar con gran
cuidado un campo de trigo que hay delante de nuestro
campamento<” (Carta del 29 de julio de 1711).
11. “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy”. (N. de J.M.I.)
12. Buffon, t.I. 1748. Ver la edición de Geoffroy Saint-Hilaire.
13. Diderot publica en 1751 los dos primeros volúmenes de la
Enciclopedia. Génin ha escrito recientemente una reseña que
resultará espiritual, brillante y muy amena y agradable
para todo el mundo. Yo la encuentro penetrante, llega a lo
más profundo.
14. Montesquieu, El Espíritu de las leyes, 1748. Tendré la ocasión
de explicar a menudo el poco sentimiento del derecho que
tuvo este gran genio. Es, sin saberlo, el fundador de nuestra
absurda escuela inglesa.
15. Leer, sobre Voltaire, cuatro páginas marcadas con el sello
de la genialidad, que ningún hombre de talento hubiera
escrito (Quinet, Ultramontanismo).
16. Estas páginas sobre Rousseau fueron escritas en 1847. Tal
vez exageran un poco. En 1867, en mi Luis XIV, presenté
otra cara del genio de Rousseau. Contrastando estos dos
puntos de vista nos acercaremos más a la verdad (1868).
17. Idea noble y conmovedora de Madame Sand, que muestra
hasta qué punto el genio debe estar por encima de las vanas
oposiciones que el espíritu del sistema crea entre estos
grandes testigos, no opuestos, sino simétricos, de la verdad.
Cuando hace tiempo se propuso que se erigieran dos
estatuas a Voltaire y a Rousseau, Madame Sand, en una
carta admirable, pidió que ambos genios reconciliados
fueran situados en el mismo pedestal< Las grandes ideas
nacen en el corazón.
18. Ver las actas en el primer volumen del Moníteur. Los
contribuyentes mayores de 25 años debían elegir a los
electores que nombraban los diputados y concurrir a la
redacción delas actas. Los impuestos alcanzaban a todo el
mundo, al menos por la capital, por lo que, exceptuando a
los criados, toda la población era convocada a las
elecciones.
19. La palabra no es impropia. La feudalidad era muy severa
en 1789, más fiscal que nunca, estando totalmente en manos
de los intendentes, procuradores, etc. Los nombres, las
formas, habían cambiado. Eso era todo.
20. Sobre la revolución de Brabante, tan diferente de la nuestra,
véanse los documentos recopilados por Gachard (1834),
Gérard (1842) y las historias de Gross-Hoffinger (1837),
Borgnet (1844) y Ramshorn (1845). Esta revolución de
abades, en la que los capuchinos fueron los terroristas,
engañó aquí a todo el mundo, y a la corte, y a nuestros
jacobinos. Solamente lo comprendió Dumouriez y dijo que
primitivamente era la obra de los poderosos abades de los
Países Bajos. El embajador de Austria, Mercy d'Argenteau
creyó e hizo creer a María Antonieta que en Francia el
peligro estaba, como en Bélgica, del lado de la aristocracia.
Por eso hubo varias actuaciones erróneas.
21. Para conocer bien esto conviene leer las curiosas
apelaciones de Necker, su discurso dirigido al Tercer
Estado. (Obras, VI 419,443, etc.) Como en todas sus obras se
siente extraño, poco firme en Francia, un viajero, siempre
de paso, habla delante de la nobleza con el sombrero en la
mano; es un protestante que quisiera encontrar gracia
delante del clero. Para defender los privilegios frente al
pobre Tercer Estado, se le presenta débil, timido, casi de
rodillas; aparenta hacerle signos de inteligencia< y a la vez
quiere hacer entender a los demás que todos los que lo
forman son unas excelentes personas, a quienes se podrá
engañar enseguida.
22. Los órdenes privilegiados resultaban doblemente
favorecidos : 1° No estaban sujetos a los dos grados de la
elección; elegían directamente sus diputados; 2° Todos los
nobles eran electores, no solamente los que tenían vasallos,
como en los antiguos Estados; y el privilegio, extendido a
una enorme población de nobles, resultaba más odioso
todavía y más ridículas sus pretensiones.
23. Cálculos muy inciertos. El rey declaró en la convocatoria de
elecciones en París que no conocía exactamente el número
de habitantes de la ciudad más conocida del reino, y que
por lo tanto no podía adivinar el número de los electores,
etc.
24. Entretanto, en varias comunas se crearon escribanos
jurados para inscribir los votos. Duchatellier, La Revolución
en Bretaña, I, 281).
25. Memorias de Bailly, I, 12.
26. Lo mismo en todos los puntos esenciales. Después cada
corporación, cada ciudad, añadía algo especial.
27. Es un error capital de los autores de La Historia
parlamentaria el hecho de marcar esta distinción en ese
momento, cuando nadie la hizo. Es demasiado pronto, hay
que esperar. Ignorar así la sucesión real de los hechos,
forzarlos a ser anteriores con una especie de previsión
sistemática, es justo lo contrario de la historia.
28. Esta asamblea, tan firme en sus primeros pasos, se
componía no obstante de notables, funcionarios,
negociantes o abogados. Estos últimos dirigían la asamblea;
se trataba de Camus, Target, Treilhard, abogado de los
arrendatarios generales; Lacretelle, el mayor, Desèze< Los
académicos estaban en segundo lugar: Bailly, Thouin y
Cadet, Gaillard, Suard, Marmontel. Y después los
banqueros, como Lecouteuh, los impresores, los libreros,
los papeleros, Panckoucke, Baudouin, Réveillon, etc.
29. A juicio del propio Réveillon: Informe Justificatif, p. 422
(impreso a continuación de Ferrières). Aquí la Historia
parlamentaria es aún inexacta. Esta convierte todo esto, sin
la menor prueba, en una guerra del pueblo contra la
burguesía. Exagera el alcance del movimiento, el número
de muertos, etc. Bailly, por el contrario, y no menos
injustamente (p. 28 de sus Memorias), lo reduce a nada: “No
sabía que hubiera muerto nadie”. Un testimonio muy grave
sobre el motín Réveillon es el del ilustre cirujano Desault,
que recibió a varios de los heridos en el hospital: “Tenían
aspecto aterrado; por el contrario, los heridos de la Bastilla,
etc.” (Ver La Obra de los siete días, p. 411). Lo que
demuestra claramente que el pueblo ya no veía el saqueo
de la casa Réveillon como un acto patriótico, es que el 16 de
julio se estuvo a punto de colgar a rm hombre a quien se
tomó por el abad Roy, acusado de haber alentado este motín
(Bailly, II, 51) y de haber ofrecido más tarde a la corte un
medio para acabar con París. (Denuncia de los electores, II,
46)
30. Memorias de Besenval, II, 347.- Madame de Genlis y otros
amigos del antiguo régimen pretenden que estas memorias,
tan abrumadoras para ellos, fueron redactadas por el
vizconde de Ségur. Así lo quiero creer; éste lo habría escrito
basándose en las notas y recuerdos de Besenval. Y por lo
tanto las memorias también pertenecen a éste. Besenval
tenía, lo sé, poca capacidad para escribir; pero, sin sus
confidencias, el amable cancionero no hubiese hecho nunca
un libro tan fuerte, tan histórico bajo la ligereza de las
formas; aquí estalla la verdad, aquí reluce, a menudo con
una terrible luz; sólo nos queda bajar los ojos.
31. Ét. Dumont, Recuerdos, p. 27.
32. Campan, II, 37.
33. Se ve la transformación que experimentó María Antonieta
en los tres retratos que existen en Versalles. En el primero
(vestida de raso blanco), aparece coqueta y dulce todavía;
se ve que comprende el amor que le profesan. En el
segundo (en terciopelo rojo y pieles) está rodeada de sus
hijos; su hija se apoya dulcemente sobre ella; todo en vano;
la rigidez y sequedad de su rostro son ya incorregibles; la
mirada es fija, dura, ingrata (1787). En el tercero (en
terciopelo azul, 1788) está sola, con su altivez de reina, pero
triste y de expresión dura.
34. “Cuando el rey se colocó en el trono, en medio de esta
asamblea, experimente por primera vez un sentimiento de
temor. Ante todo me di cuenta de que la reina estaba muy
conmovida; llegó más tarde de la hora asignada y el color
de su rostro estaba alterado”. (Staël, Consideraciones, I, ch.
XVI)
35. Primeramente, refiriéndonos únicamente al dinero, lo que
se llamaba impuesto no era más que una pequeña parte del
impuesto total de lo que se pagaba a títulos diversos al
clero, a la nobleza, como diezmos o tributos feudales. Por
otro lado el dinero no lo era todo. Para el pueblo no se
trataba de coger del suelo las monedas que se les tiraban,
sino de adquirir su derecho, nada más y nada menos.
36. Denuncia de los electores, redactada por Bailly y
Duveyrier, I, 34.
37. Droz, II, 189. El testimonio de Droz tiene a menudo el peso
de una autoridad contemporánea; a menudo nos transmite
informaciones y revelaciones verbales de Malouet y de
otros importantes protagonistas de la Revolución.
38. Robespierre recriminó con gusto y muy bien dijo: “Los
antiguos cánones autorizan, para aliviar al pobre, a vender
hasta los cálices”. El Monitor, incompleto e inexacto, como
lo es tan a menudo, necesita ser completado en este punto
por Etienne Dumont, Recuerdos, p. 60.
39. Memorias de Mirabeau, editadas por Lucas de Montigny, t.
VIII, libro X.
40. Compárense las diferentes pero compatibles versiones de
Et. Dumont y de Droz (que se basa en el testimonio oral de
Malouet).
41. El testigo principal, Bailly, no considera esta circunstancia,
que Droz se limita a indicar, sin duda basándose en
Malouet.
42. Cuatrocientos noventa y un votos contra noventa.
Mirabeau no se atrevió a votar ni a favor ni en contra y se
quedó en su casa.
43. Estos ginebrinos no eran precisamente agentes de
inglaterra. Pero las pensiones que ie allí recibían, el
presente de más de un millón que inglaterra les hizo para
fundar una Gmebra irlandesa (que quedó en el papel), todo
ello les imponía la obligación de servir a los ingleses. Por
otro lado, se dividieron. Yvernois se hizo inglés y se
convirtió en nuestro más cruel enemigo. Sólo Clavière se
hizo francés. ¿Qué decir de Étienne Dumont que pretende
que esas gentes, con su pluma de plomo, escribieron todos
los discursos de Mirabeau? Sus Recuerdos testimonian una
gran ingratitud para el hombre genial que le ¿miró con su
amistad.
44. Compárense los dos planos en las Memorias de Bertrand y
en los Recuerdos de Dumont. Este último confiesa que los
ginebrinos no habían revelado su proyecto a Mirabeau.
Este fue informado tras el suceso y dijo con mucho sentido:
“Es así como se lleva a los reyes al patíbulo”.
45. Memorias de Grégoire, I, 380.
46. Véase más adelante, el 22 de julio, una nota relativa a
Robespierre.
47. Me parece que este es el resultado de la cifra comparada de
los votos. La ilegalidad del impuesto no consentido, etc.,
fue unánimemente votada por los cuatrocientos veintiséis
diputados que permanecían solos en la sala. (Archivos del
reino. Actas mss. de la Asamblea Nacional)
48. No hubo ni uno solo. Los noventa oponentes del 17 de
junio se unieron a la mayoría.
49. La Asamblea no fue más lejos. Rechazó la moción atrevida
y verdadera de Chapelier, que tenía el defecto de decir muy
claramente lo que todos pensaban. Proponía que se
redactara un mensaje “para advertir a Su Majestad de que
los enemigos de la patria obsesionaban al Trono y que sus
consejos tienden a colocar al monarca a la cabeza de un
partido”.
50. Obras de Necker, VI, 191.
51. La forma a la altura del fondo; a ratos inflado, después
desinflado, es lo que siente el falso valiente: “¡Jamás un rey
hizo tanto!<”. Hacia el final aparece una frase admirable
por su imprudencia y su torpeza (también Necker la
reivindica, t. IX, p. 196): “Reflexionen señores, porque
ninguno de sus proyectos puede tener fuerza de ley sin mi
especial aprobación”.
52. Dumont (testigo ocular), p. 91.
53. No hubo duda ni consternación, como dice Dumont, que
no estaba allí. Los radicales como Grégoire (Memorias, I,
381), los moderados como Malouet, estaban perfectamente
de acuerdo. Con este motivo Malouet ha dicho estas
hermosas y sencillas palabras: “No podíamos tomar otro
camino< Debíamos a Francia una constitución”. (Malouet.
Explicaciones a sus comitentes)
54. Esta versión es la única verosímil. Mirabeau era
monárquico y no hubiera dicho jamás: Id a decir a vuestro
dueño, ni las otras palabras que se han añadido.
55. Relatado por Frochot, testigo ocular, al hijo de Mirabeau.
Memorias VI, 39. La familia Brèzé ha querido negar algunos
detalles de esta escena tan conocida cuarenta y cuatro años
después del suceso.
56. Comparad las memorias de Bailly y las actas de los
electores, redactadas por Bailly y Duveyrier.
57. Nunca en ninguna parte se confió más en la debilidad del
pueblo. La conocida dulzura de las costumbres parisienses,
la multitud de funcionarios, las gentes de negocios que no
podían más que perder en el movimiento, la multitud de
los que vivían de los abusos, hizo creer antes de las
elecciones que París se mostraría muy burgués y tímido.
(Véase Bailly. P. 16, 150)
58. Dussauh. Obra de los siete días, p. 271 (edición 1822).
59. Necker. Administración, II, 422, 435 (1784).
60. Rousselin, Vie de Hoche, I, 20.
61. Sólo el regimiento de Beauce se creía estafado en las sumas
de 240 y 727 libras.
62. Ét. Dumont. Recuerdos, pág. 135.
63. Claro es que con muchas reservas y a condición de que
Francia adoptará la constitución de Inglaterra. Arthur
Young, Viaje, t. I. passim.
64. Hasta enviarla a caballo en medio del motín, seguida de un
criado con la librea de Odeáns. Leer a Madame Lebrun
(Recuerdos, I, 189), que fue testigo de esta escena.
65. Brissot trabajó allí algún tiempo. Memorias, II, 430.
66. El príncipe hacía oro con oro, como se ha hecho siempre.
Entre otros ingredientes era necesario un esqueleto humano
que llevara enterrado tal número de años y tantos días. Se
buscó entre los muertos conocidos y se encontró que
precisamente el esqueleto del sabio Pascal reunía todas las
condiciones exigidas. Fueron sobornados los guardias de
Saint-Étienne-du-Mont y el pobre Pascal fue enviado a las
mazmorras del Palais Royal. Tal es al menos el relato de
una persona que vivió mucho tiempo con madame de
Genlis y le oyó contar la extraña anécdota.
67. Ferrières, I, 52.
68. Arthur Young, que comía con él y otros diputados, estaba
escandalizado de verle reír para sus adentros.
69. ¿Podrá creerse que en 1790 se ejecutaban todavía en Bicêtre
las antiguas y bárbaras ordenanzas que prescribían hacer
preceder una paliza a todo tratamiento venéreo? El célebre
doctor Cullorier se lo ha afirmado a uno de mis amigos.
70. Observaciones de un inglés sobre Bicêtre, traducidas y
comentadas por Mirabeau, 1788.
71. No es inverosímil que el duque de Orleáns, viendo que no
se solicitaba su mediación, incitara a Mirabeau a hablar, a
fin de molestar a la corte, antes de que hubiera completado
sus preparativos de guerra. Droz coloca en este punto las
primeras relaciones de Mirabeau con Laclos y cita el dinero
que aquel recibió.
72. “Muchos de mis colegas me han asegurado haberlas visto
ya impresas”. Palabras de Bailly, I, 325,331.
73. Besenval, Il, 359.
74. “Tened cuidado —escribía en uno de los innumerables
panfletos del momento, un médico filántropo, el doctor
Marat—, tened cuidado< Considerad cuál sería el funesto
efecto de u n movimiento sedicioso. Si tuvierais la
desgracia de veros envueltos en uno, seréis tratados como
rebeldes; correrá la sangre, etc.”. Esta misma prudencia fue
la de mucha otra gente.
75. Esto lo sabemos por el propio rey. Véase su primera
respuesta (del 14 de julio) en la Asamblea Nacional.
76. Si el pueblo hubiera disparado muchos pistoletazos y
herido algunos dragones, como afirma Besenval, su
defensor habilísimo, Desèze, lo hubiera hecho constar en
sus Observaciones sobre el informe de acusación. Véase el
informe, Historia parlamentaria, VI, 69; y Desèze, a
continuación de Besenval, II, 369. ¿A quién creer? ¿A
Desèze que afirma que Besenval no dio la orden; o a
Besenval, que confiesa ante sus jueces que le entraron ganas
de espantar al pueblo y que ordenó cargar contra él? Historia
parlamentaria, II, 89.
77. Actas de los electores, I, 180. Comparar Dussauh. Obra de los
siete días. Dussauh, que escribe algo más tarde, invirtió a
menudo el orden de los hechos.
78. Michelet emplea la enérgica palabra francesa:
banqueroutiers, que al ser traducida pierde su energía:
autores de quiebra fraudulenta, de mala fe. Para conservar la
hermosa virilidad de aquel apóstrofe, hemos puesto la
palabra estafadores. (N. del T.) Querían hacer los pagos con
un papel-moneda, sin otra garantía que la firma de un rey
insolvente.
79. Memorias de Grégoire, I, 382.
80. Pero como estos colores eran también los de la casa de
Orleans, a propuesta de Lafayette se agregó el blanco,
antiguo color de la bandera de Francia. Véase sus Memorias,
II, 226. “Os doy una escarapela que dará la vuelta al
mundo”.
81. El cura Lefebvre d'Ormesson, un hombre heroico. Nadie
prestó mayor servicio a la Revolución y a la ciudad de
París. Estuvo cuarenta y ocho horas sobre el volcán, entre la
plebe furiosa que se disputaba la pólvora; recibió muchos
golpes; un borracho se puso a ímar sobre los toneles
abiertos, etc.
82. “La sombra de la Bastilla aplastaba la calle de Saint-
Antoine”, dice Linguet, p. 147. Los vencedores más
conocidos de la Bastilla son del barrio o del arrabal de San
Pablo, de la Cultura-Santa-Catalina.
83. El suceso ha sido narrado por un testigo nada sospechoso,
el conde de Ségur, embajador en Rusia, que no participaba
de aquel entusiasmo: “Esta locura que, aun narrándola, me
cuesta trabajo creer, etc.”. Ségur, Memorias, III, 508.
84. Estas frases prueban que a las cinco de la madrugada no
había ningún plan formado. Aquel hombre que no era del
pueblo; repetía, al parecer, los rumores del Palais Royal.
Las utopistas se entretenían desde hacía tiempo en estudiar
la utilidad de destruir la Bastilla, formaban planes, etc. Pero
la idea heroica, insensata, de tomarla en un día, no pudo
nacer más que del pueblo mismo.
85. Uno sólo de los ciudadanos allí reunidos. Actas de los
electores, I, pág. 300.
86. Biografía Michaud, artículo de de Launey, redactado
siguiendo las informaciones de su familia.
87. La mata de dos maneras. Introduce en ella la división, la
desmoralización, y cuando es tomada propone demolerla.
Mata a Robespierre, negándole la palabra el 9 termidor:
Thuriot era entonces presidente de la Convención.
88. El gobernador tenía derecho a hacer entrar cien barricas de
vino libres de impuesto. Vendía este derecho a una taberna
a cambio de vinagre que daba de beber a sus prisionems.
Linguet, p. 86. Puede verse en el libro La Bastilla desvelada la
historia de un prisionero rico que de Launey llevaba por las
noches a casa de una joven, a quien el gobernador había
puesto casa y a la que ya no quería pagar.
89. Relato de la conducta de Thuriot, a continuación de
Dussauh, Obra de los siete días, p. 408. Comparar con las
Actas de los electores, t. I, pag. 310.
90. Estas orgullosas y audaces palabras son citadas por los
sitiados. Véase su Declaración, como continuación de
Dussauh, pág. 449.
91. Si le creemos, fue él quien tuvo el honor de esta iniciativa.
Fauchet, Discurso sobre la libertad, pronunciado el 6 de
agosto de 1789 en Saint-Jacques, pág. 11.
92. Ésta es la única manera de conciliar las declaraciones,
opuestas en apariencia, de los sitiados y de la diputación.
93. Fauchet, La boca de hierro, n° XVI, nov. 90, t. III, pág. 244.
94. El acta indica sin embargo, que se preparaba una nueva
delegación y que el comandante de la Sala quería tomar
parte en la acción.
95. Desde la mañana, según testimonio de Thuriot. Véanse las
Actas de los electores.
96. Para tomar el mensaje se colocó una plancha de madera
sobre el foso. El primero que se atrevió a pasar cayó; el
segundo, que fue Arné o Maillard, fue más afortunado y
recogió la carta.
97. La tradición monárquica, que tiene la difícil preocupación
de hacer interesantes a los hombres menos interesantes, ha
querido hacer creer que de Launey, más heroico aún que
Hullin, le había devuelto el sombrero, volviendo a
colocárselo en la cabeza, prefiriendo perecer a exponerlo.
La misma tradición obsequia con el mismo hecho, algunos
días después, a Bertier, el intendente de París. Se cuenta
también que el Mayor de la Bastilla, reconocido y
defendido en la Grève por uno de sus antiguos prisioneros,
a quien había tratado con cariño, le alejó de sí diciéndole:
“Os perderéis vos sin salvarme”. Este último relato da la
idea para los otros dos. Los precedentes de de Launey y
Bertier, no ofrecen nada que pueda hacer creer en el
heroísmo de sus últimos momentos. El silencio de la
biografía Michaud, en el artículo sobre de Launey,
redactado con informes facilitados por su propia familia,
prueba que ella misma no creía en esta tradición.
98. Bailly, 1, 391, 392.
99. Ferrières, I, 132.
100. Informe de acusación, Historia parlamentaria, IV, 83.
101. Madame Lebrun, Recuerdos, I, 189.
102. Ferrières, I, 135, Droz, ll, 342.
103. Cartas de Francia escritas a una amiga, pág. 29, citadas en
las notas de Dussauh, pág. 333.
104. Actas de los electores, redactado por Duveyrier, I, 431.
105. Camille Desmoulins, tan divertido aquí como siempre, se
muestra triunfante a su manera: “Avanzaba con la espada
desnuda, etc.” (Correspondencia, pág. 28, 1836). Cogió un
fusil en los Inválidos con una bayoneta y dos pistolas; ¡si no
los utilizó es porque, desgraciadamente, la Bastilla fue
tomada demasiado deprisa<! Corrió hacia allí, pero era
demasiado tarde. Algunos llegan incluso a decir que fue él
quien hizo la Revolución (pág. 33); él es demasiado
modesto para creerlo.
106. La Historia parlamentaria se equivoca al citar una supuesta
carta de Luis XVI al conde de Artois (t. II, pág. 101), carta
apócrifa y ridícula, como la mayoría de las que ha
publicado miss William, en la Correspondencia inédita, tan
bien juzgada y condenada por Barbier y Beuchot.
107. Salvo por una desgraciada casualidad: se disparó un fusil y
mató a una mujer. Pero no hubo en ello intención alguna
contra el rey. Todo el mundo era monárquico: la Asamblea
y el pueblo. Marat mismo lo era todavía en 1791. En una
carta inédita de Robespierre que de George me ha
enseñado en Arras, en la que cuenta la visita del rey a París,
parece creer en la buena fe de Luis XVI. (23 de julio de
1789)
108. BASOCHE.Cuando los reyes de Francia vivían en el Palacio
de Justicia, que se llamaba todavía Palais Royal, los
pasantes del Parlamento formaban una asociación, un
organismo conocido con el nombre de basoche. Elegían un
rey que tenía su corte, sus mamms y hacía justicia dos veces
por semana. La basoche presidía las diversiones públicas,
àifla representaciones teatrales. Anualmente el rey de la
lzasoche pasaba revista a sus mbditos, Francisco I asistió en
una ocasión. Enrique III suprimió el título de rey de la
basoche. (N. del T.)
109. Desmoulins, concediendo el don de la palabra a la farola de
la Grève, cuyo poste de había servido en julio para algunas
ejecuciones sumarias, lanzó el Discurso del farol a los
parisinos. (N. de J.M.I.)
110. Camille Desmoulins, Discurso del farol a los parisinos, pág. 2.
Insinúa bastante acertadamente que esos juicios rápidos
siempre tienen algunos inconvenientes, que se prestan a
algunos errores, etc.
111. Véase el enjuiciamiento de Duval d'Éprémesnil, contado
por Camille Desmoulins en sus cartas.
112. CHÂTELET. Nombre dado a dos fortalezas de París: el
grande y el pequeño Châtelet. El grande, demolido en 1802,
estaba situado en la ribera derecha del Sena. Servía de
residencia a la jurisdicción (en este concepto lo cita
Michelet), al vizcondado y al prebostazgo de París. El
pequeño, situado en la ribera izquierda, servia de prisión.
(N. del T.)
113. Pasaje verdaderamente elocuente de Dupaty. Memoria sobre
tres hombres condenados al tormento de la rueda. Pág. 117.
(1786 en 4°)
114. Quiero decir un hombre completo que, teniendo los dos
sexos del espíritu, es fecundo; siempre, casi siempre
sintiendo el predominio de la sensibilidad irritable y
colérica.
115. El 5 de octubre ahorcaron al valiente abate Lefebvre, uno de
los héroes del 14 de julio; afortunadamente pudo cortarse la
cuerda a tiempo.
116. Ebenezer Elliott, Rimas de Cornualles (Manchester, 1834), etc.
117. La familia ha protestado vivamente. Un examen serio nos
prueba que los escribanos realistas (Beaulieu, etc.) son tan
severos para Foulon y Bertier como los revolucionarios. E0
es también lo que ha encontrado Louis Blanc haciendo el
mismo examen. Si la familia ha descubierto en los archivos
o en otro lugar documentos contrarios a la opinión general
¿ie los contemporáneos, debería publicarlos.
118. Alexandre de Lameth, Historia de la Asamblea constituyente,
I, 67.
119. Ver Necker, Obras, VI, 298-321.
120. Memorias de Dumouriez, II, 53.
121. Historia de la Revolución de 1789, por dos amigos de la
libertad (Kerverseau y Clavelin, hasta el tomo VII), tomo ll,
pág. 150. Véase también, en las Actas de los electores, el relato
de Etienne de la Rivière.
122. Duchatellier, La Revolución en Bretaña, I, 175.
123. Más tarde, Memmay fue rehabilitado tras el informe de
Courvoisier. Sostiene que el accidente se produjo por un
barril de pólvora colocado sin querer junto a la gente ebria.
Tres cosas habían contribuido a dar otra opinión: 1º la
ausencia de Memmay el día de la fiesta; no quería aparecer
allí, decía, para dejar vía libre a la alegría; 2º su absoluta
desaparición; 3º el parlamento, del que era antiguo
miembro, no permitió a los tribunales ordinarios informar
sobre el asunto, ni evocarlo; se reservó la sentencia.
124. Todos los historiadores afirman, sin la más mínima prueba,
que esas alarmas, esas acusaciones, todo ese gran
movimiento partía de París, de tal o cual persona. Sin duda
sus cabecillas influían sobre el Palais Royal, el Palais Royal
sobre París, París sobre Francia. No es menos inexacto el
hacer recaer todo sobre el duque de Orleáns, o sobre la
mayoría de los monárquicos, o sobre Duport, Droz,
Mirabeau, Montgaillard, etc. Véase la sabia respuesta de
Alexandre de Lameth. Lo que debió haber añadido, es que
Mirabeau, Duport, los Lameth, el duque de Orleáns, la
mayoría de los hombres de esta época, menos enérgicos de
lo que creemos, estaban encantados de que se les creyera
dotados de tal energía, de tan vasta influencia. A las
acusaciones respondían pocas cosas, sonreían
modestamente, dejando creer a quién quisiera que eran
grandes malvados.
125. Montlosier, Memorias, I, 233. Toulongeon, I, 56, etc., etc.
126. Así lo reconoce de Maistre en sus Consideraciones sobre la
Revolución (1796).
127. Préstamo voluntario, puesto que fue hecho por todos los
reyes de Europa a la cabeza de ochocientos mil soldados.
Reconocieron entonces que cada pueblo tiene derecho a
elegir su forma de gobierno. Véase Alejandro de Lamet,
pág. 121.
128. De derecho y de libertad y no de otra cosa alguna, se debía
hablar en aquella carta de franquicias. Explico esto antes en
la introducción y más concretamente en los otros
volúmenes.
129. Todo esto lo han embrollado mucho los historiadores,
según sus pasiones. He consultado a los ancianos,
especialmente a mis ilustres y venerables amigos, Béranger
y de Lamennais.
130. Dijo expresamente que hablaba en nombre del rey. Véase
su discurso, Historia de la Revolución de 1789, por dos amigos
de la libertad, II, 235.
131. Staël, Consideraciones, primera parte, cap. XXIII. Véase
también Necker, t. VI, IX.
132. Alexandre de Lameth, Historia de la Asamblea constituyente,
I, 96.
133. Omitido en el Moniteur y en la Historia parlamentaria. Véase
Historia de la Revolución de 1789, por dos amigos de la
libertad, II, 321.
134. Maltratado y desfigurado en el Moniteur y en los
historiadores que quieren ocultar el egoísmo del clero. Las
actas dicen solamente: él se ha adherido, en su nombre y en
nombre de varios miembros del clero, a este sistema de
retroventa de los derechos feudales, sometiéndose (por los
beneficiarios) al establecimiento y al empleo de fondos por
venir. Archivos del reino, Actas de la Asamblea Nacional, 4 de
agosto 1789. B. 2.
135. Impreso como continuación de Dussauh, Obra de los siete
días. También en otro momento dijo admirablemente:
“Hemos llegado al centro de los tiempos< Los tiranos
están maduros<”. Véanse sus tres discursos sobre la
libertad, pronunciados en Saint-Jacques, el Sainte-
Marguerite y en Notre Dame.
136. Véase su retrato en las Memorias de madame Roland, t. II.
137. Intenta justificarse en Notas sobre mi vida, pero no lo
consigue.
138. Véase el artículo Saint-Priest, en la Biografía Michaud,
claramente escrito siguiendo las informaciones facilitadas
por su familia. Se trata de un artículo parcial pero curioso.
139. Las Revoluciones de París, t. II, n° 9, pág. 8.
140. En aquellos momentos Lafayette fue un hombre admirable.
Encontró en su corazón, en su amor al orden y la justicia,
palabras, chistes, salidas de tono, tan vulgares, que
juzgándole superficialmente parecía —es preciso decirlo—
demasiado mediocre. Un día, en el momento en que se
esforzaba por salvar al abate Cordier, a quien el pueblo
había tomado por otro, iba hacia el Ayuntamiento su hijo
acompañado por un amigo. Lafayette aprovechó la ocasión
v volviéndose hacia la multitud, dijo: “Señores, tengo el
honor de premttaros a mi hijo<”. Sorpresa, efusión. La
multitud se detiene. Los amigos de Lafayette alejan al abate
y le salvan. (Véanse sus Memorias, tomo II, pág. 264)
141. Esto es lo que lucieron los administradores de Finisterre.
Sobre esta actividad verdaderamente admirable, habla
Duchatellier en La Revolución en Bretaña.
142. Memorias de Bailly, passim.
143. Ferrières, Molleville, Beaulieu, etc.
144. Su pasado en mi Historia de Francia, donde le encuentro a
cada instante; su presente en el hermoso libro de León
Faucher, sobre todo en el final del segundo tomo. Los
ingleses mismos (Bentham, Bulwer, Semor, etc.) convienen
en que su balanza de tres poderes no es más que un tema
de escolásticos.
145. Inglaterra estaría muerta si, siglo tras siglo, no hubiera
encontrado para su mal interior (la injusticia aristocrática)
una compensación exterior: en el dieciséis y diecisiete,
América del Norte y la expoliación de España; en el
dieciocho, la expoliación de Francia, la conquista de la
India; en el diecinueve, un nuevo impulso colonial y el
inmenso desarrollo de la manufactura.
146. Lo había recibido ya confeccionado por un soñador
llamado Caseaux. Él no lo había leido siquiera. Leyéndolo
en la tribuna, lo encontró tan malo que le sobrevino un
sudor frío; se saltó la mitad. Etienne Dumont, Souvenirs, p.
155.
147. Sismondi ha demostrado por un cálculo exacto, sobre un
periodo de 500 años, que las guerras han sido más
frecuentes y más largas en las monarquías hereditarias que
en las electivas; siendo esto efecto natural de las minorías,
querellas de sucesión, etc. Sismondi, Estudios sobre las
constituciones de los pueblos libres, I, 214-221.
148. Necker, siempre generoso consigo mismo, sobrepasaba el
cuarto; se tasó en cien mil francos.
149. Al determinar la sucesión, la Asamblea ha protegido a su
riva , e rey e spana, declarando no prejuzgar nada sobre las
renuncias de los Borbones de España a la corona de
Francia.
150. Ver mi Origen del derecho, símbolos y fórmulas jurídicas.
151. Alexandre de Lameth.
152. Campan, II.
153. ¿Qué me importa que Lauzun la haya regalado o que ella la
haya pedido? Véanse las memorias de Campan y Lauzun
(Revista retrospectiva), etc.
154. Entonces ella estaba en Versalles. Véase la novela, aquí
verídica, que madame de Barante publicó con ese nombre.
155. Véanse las declaraciones de los testigos, Moniteur, I, 568,
columna 2. Es la principal fuente. Otra, muy importante,
rica en detalles y que todo el mundo copia sin citarla es la
Historia de la Revolución de 1789, por dos amigos de la
libertad, t. III.
156. Declaración de Maillard, Moniteur, I, pág. 572.
157. Todo ello desfigurado, mutilado por el Moniteur. Más tarde,
afortunadamente, al final del 1er volumen, hace sus
declaraciones. Ver también los Historia de la Revolución de
1789, por dos amigos de la libertad, Ferrières, etc., etc.
158. Véase Mounier, como continuación del Informe
justificativo.
159. Si el rey prohibió acometer, como se ha afirmado, lo hizo
más tarde, demasiado tarde.
160. Véase Necker y su hija madame de Staël, Consideraciones.
161. Véase mi Historia de Francia, t. VI.
162. Trágica historia, horriblemente desfigurada por Beaulieu y
todos los monárquicos. Lieja debe rehabilitar a su heroína.
163. Véase una de sus cartas, al final del t. III, de Historia de la
Revolución de 1789, por dos amigos de la libertad.
164. Staël, Consideraciones, 2ª parte, capítulo X.
165. Véase Mounier, como continuación del Informe justificativo.
166. Étienne Dumont, Souvenirs, pág. 181
167. Hasta esa hora se pensaba en ello, si creemos en el
testimonio de La Tour-du-Pin. Memorias de Lafayette, II.
168. No veo motivo en El Amigo del Pueblo para que se pueda
atribuir a iniciativa de Marat las violencias sanguinarias. Es
cierto que Marat se agitó mucho. “Marat vuela a Versalles,
vuelve como el rayo, hace él solo tanto ruido como las
cuatro trompetas del juicio final, gritándonos: ¡Oh,
muertos, levantaos!”, Camille Desmoulins, Las Revoluciones
de Francia y de Brabante, tomo III, pág. 359.
169. Declaración del guardia de corps Miomandre, Moniteur, I,
566.
170. Nicolás, este era su nombre, no había dado jamás señales
de violencia ni de mala inclinación, según declaró su
patrón. Los niños tiraban de la barba a aquel hombre
terrible Rin que se enfadase. En el fondo era un hombre
vanidoso, un poco loco, que creyó hacer una cosa fuerte,
enérgica, original y reproducir, acaso, las escenas
sangrientas de que había sido modelo en pinturas o
comparsa en el teatro. Cuando hubo realizado aquel acto
horrible y notó que las gentes se apartaban de él
horrorizadas, tuvo el sentimiento de aquella soledad, y
tristemente conmovido y con diversos pretextos, buscó
amigos pidiendo tabaco a un criado, un poco de vino a un
suizo pagándolo él, y finalmente huyendo,
desdesperándose y rasurándose la barba (véanse las
declaraciones en el Moniteur). Las cabezas fueron llevadas a
París en lo alto de dos picas; una de ellas la llevaba un niño.
Según algunos testigos, fueron llevadas aquella misma
mañana; según otros, poco antes del rey y, por lo tanto, en
presencia de Lafayette, cosa poco verosímil. Los guardias
de corps habían matado cinco hombres del pueblo o
guardias nacionales de Versalles. La multitud mató a siete
guardias de corps.
171. La declaración más curiosa de entre muchas es la de la
mujer La Varenne, esa valiente portera de la que hemos
hablado. Se ve aquí perfectamente cómo comienza una
leyenda. Esta mujer es testigo ocular, actriz: sufre una
herida cuando salvaba a un guardia de corps, y ella ve, oye
todo lo que tiene en su espíritu; le añade buena fe. “La
reina ha aparecido en el balcón; Lafayette ha dicho: la reina
ha sido engañada< Promete amar a su pueblo, estar sujeta
a él, como Jesucristo lo está a su iglesia. Y como signo de
probación, la reina, vertiendo lágrimas, ha levantado dos
veces la mano. El rey ha pedido gracia para sus guardias,
etc<” .
172. Todo lo que parece haber hecho, fue autorizar, en la noche
del día 5, al cantinero de la Asamblea para que diese
víveres al pueblo que había en la sala. No hay tampoco
indicio de que hubiera trabajado mucho desde el 14 de julio
al 5 de octubre, salvo una torpe y frustrada tentativa hecha
por Danton en su favor cerca de Lafayette. Véanse las
Memorias de éste.
173. Todo esto, y lo que viene a continuación, está sacado de los
escritores monárquicos, Weber, I, 257; Beaulieu, Il, 203, etc.
Su testimonio es conforme al de Historia de la Revolución de
1789, por dos amigos de la libertad, IV, 2-6.
174. Todo el mundo, sin excepciones, en los campos. Durante un
año, en medio del terror y del pánico, que se renovaban a
cada instante, todos estaban armados, al menos con
instrumentos de labranza, y así, armados, aparecían para
pasar revista y en las fiestas más solemnes.
En las ciudades la organización varía; los comités
permanentes que se formaron al recibir la noticia de la
toma de la Bastilla, abrieron registros en los que se
inscribieron los hombres de buena voluntad de todas las
clases, del pueblo; en todas partes, donde quiera que
hubiera peligro, estos voluntarios eran absolutamente todo
el mundo, sin excepción. La desventurada cuestión del
uniforme dio comienzo a algunas divisiones; se
formaroncuerpos de elegidos y esto fue mal visto por los
demás. El uniforme pronto fue exigido por París y la
guardia nacional quedó reducida a treinta o cuarenta mil
hombres. En las demás regiones había pocos uniformes. A
lo sumo una enseña de distintivo que variaba de color
según cada ciudad. Poco a poco dominaron el azul y el rojo.
La proposición de exigir un uniforme para toda Francia
no fue hecha hasta el 18 de julio de 1790. El 28 de abril de
1791 la Asamblea restringió el título de guardia nacional a
los ciudadanos activos o electores primarios. Estos electores
(que como propietarios o arrendatarios pagaban el valor de
tres jomales de trabajo, estimados lo más en veinte sueldos
cada uno) eran aproximadamente cuatro millones de
hombres. La mayoría de los trabajadores que vivían al día,
no pudieron continuar haciendo el enorme sacrificio de
tiempo que exigía entonces el servicio en la guardia
nacional.
175. Léase a los tres principales testigos, Mirabeau, Lafayette y
Alexandre de Lameth.
176. Aquel crimen cometido a las puertas de la Asamblea y que
le obligó a votar sobre la marcha leyes represivas, no podía
convenir más que a los realistas. Creo, sin embargo, que
nadie lo preparó, sino que fue efecto de la casualidad, de
las desconfianzas y de la irritación de la miseria.
177. Lally ha asegurado él mismo que su amigo Mounier decía:
“Pienso que hay que luchar”. Véase Bailly, III, 223, nota.
178. Lafayette, II, 418, nota.
179. En la Abadía de Damas de Caen. Ver las Biografías de Paul
Delasalle, Louis Dubois, etc.
180. No obstante hagamos una distinción. Por un lado
encontramos la emigración del odio, que va buscando el
extranjero, por otro, la emigración, muy excusable, del
miedo.
181. Bailly, III, 209. Duchatelier habla poco al respecto.
182. Es, al menos, el número que se encontró en 1791.
Volveremos sobre este punto tan importante.
183. El venerable Berryat Saint-Prix me ha contado muchas
veces singulares hechos al respecto. La ignorancia y la
rutina se introducían cada día más en el carácter de los
tribunales. En cuanto a su oposición sistemática a las
tentativas de Aguesseau para reconducir el derecho a la
unidad, véase la bella Historia del derecho francés de La
Ferrière.
184. Archivos de Dijon. Debo esta comunicación a la amabilidad
de Garnier.
185. Los guardias nacionales de 1790 no eran una aristocracia
como algunos escritores han hecho creer por un extraño
anacronismo. En la mayor parte de las ciudades estaba
constituida, como he dicho literalmente, por todo el
mundo. Todos estaban interesados en impedir el
asolamiento de los campos, que hubiera hecho el cultivo
imposible y matado de hambre a Francia. Por otro lado los
desórdenes fueron pasajeros y no tuvieron nunca un
carácter general. En ciertas localidades de Bretaña y de
Provenza los campesinos repararon ellos mismos los
destrozos que habían hecho.
186. Beaulieu, II, 203.
187. Creo que Lafayette iba a las iglesias también por complacer
a su devota y virtuosa mujer. Él le escribe rápidamente este
gran acontecimiento.
188. Ver los fragmentos citados en la Historia de Droz y en las
Memorias de Mirabeau.
189. Linda; nada más lejos de la belleza que aquella mujer. Tenía
las facciones diminutas, poca frente y poco cerebro.
Madame de Genlis dice que sus manos eran un poco
gruesas. El retrato de Versalles demuestra claramente su
raza y su país; era una gentil saboyana. Los cabellos, que
tenía siempre demasiado empolvados, eran abundantes,
admirables.
190. Vigilaba el rey la correspondencia de la reina con Viena por
medio de Thugut, a quien ella se confiaba (carta fechada el
17 de octubre de 1774, citada por Brissot, Memorias, IV, 120).
191. Un movimiento vigoroso, aunque fuese una
contrarrevolución, podía establecer un prejuicio. Si
nuestros obispos, por ejemplo, hubieran sido ayudados por
el rey en sus tentativas, si obtenían alguna ventaja, su
triunfo envalentonaría a los prelados belgas que luchaban
contra Austria. Conveníale a ésta por el momento ser
moderada y aun liberal, para atraerse a los progresistas
belgas, cuyo liberalismo moderado se parecía mucho a las
ideas de Lafayette. Si Lafayette hubiera apoyado a estos
progresistas, hubieran rechazado seguramente la mano que
Austria les tendía, prefiriendo la unión a Francia. Por esto
el interés austriaco era que nada se hiciese en Francia, ni en
un sentido ni en otro.
192. No creo que jamás en las Tullerías se haya tenido
seriamente la idea de hacer al Duque de Orleáns rey de
Brabante, como algunos han dicho. El verdadero medio
para crear allí su corte era demostrar mucho interés por el
Emperador. Esto es lo que hace también Livarot,
comandante de Lille (Correspondencia inédita, 30 de
noviembre de 1789, 13 de diciembre de 1789).
193. Sobre la conducta de Leopoldo en Europa, en Bélgica
especialmente, véase Hardenberg, Borgnett, etc.
194. El rey mismo envió allí al guardasellos, que en la
emigración, reveló el hecho a Montgaillard. En cuanto a la
carta enviada por la reina a Flachslanden, existe el original
en una colección particular: ha sido leída, no por mí, sino
por un empleado de los archivos, muy atento, muy
instruido, digno de toda confianza.
195. Todo seguía como en Versalles. Era un ministerio que el rey
tenía públicamente en el extranjero. No se hacía nada en
París que no hubiese sido determinado en Trèves. Los
estados de cuentas y otros papeles (inéditos) muestran a
Lambesc firmando las cuentas, haciendo justicia a
peticiones enviadas desde París, nombrando empleados
para París, pajes para las Tullerías, etc. Aquí se
confeccionaban los uniformes de los guardias de corps,
para enviarlos a Trèves. Se traían de Inglaterra caballos
para que los montaran los oficiales de allí. El rey suplica a
Lambesc que al menos escoja caballos franceses.
196. Creo que he leído todo lo que, de cerca o de lejos, tiene
relación con los hechos de Montauban, de Nimes, etc. No
he escrito nada sin antes haberlo comparado, sopesado los
testimonios y formado mi convicción con la atención de un
jurado. Y con esto acabo de una vez por todas. Cito poco
para no romper la unidad de mi relato.
197. Persecución verdaderamente cobarde, que se encarniza
especialmente con las mujeres, haciendo morir a fuego
lento a las últimas hermanas jansenistas. Su
encarnizamiento llegó hasta el templo de San Severino, que
no fue demolido como Port-Royal, pero que fue
transformado y entregado al paganismo del Sagrado
Corazón, periódicamente mancillado por las predicaciones
jesuíticas.
198. El derecho de colación en manos de los señores producía
efectos muy curiosos. Un judío, un tal Samuel Bernard, que
compraba tal o cual señorío, tenía en consecuencia el
derecho de nombrar a tal o cual beneficiado eclesiástico;
entre compras y ventas adquiría el Espíritu Santo. El
Espíritu Santo venía, sí, de lugares aún menos decorosos.
Había un obispo que lo era por la gracia de madame de
Polignac; otro había sido nombrado por la Pompadour;
otro escogido por Luis XV entre los abates calaveras de
madame Du Barry. Un bello abate de Bourbon dotado de
rentas que pasaban de un millón, procedía de una queridita
noble que fue vendida por sus padres.
199. Froment escapó a la muerte. Por poco adicto que sea uno al
hombre y al partido es imposible dejar de interesarse por
su suerte. Honrado y ennoblecido por el conde de Artois y
por los emigrados, ¡es olvidado y negado en 1816!<
Fueron destruidos por todas partes con exquisito cuidado
los folletos que había publicado, así como el proceso del
antiguo servidor contra un dueño ingrato y sin corazón.
Después del proceso le fue negada la miserable pensión
que para comer recibía. Y esto, después de treinta años de
servicios gratuitos, queriendo que el hombre arruinado,
lleno de deudas y consumido, muriera en el rincón de una
pocilga. Los folletos de Froment merecerían ser
reimprimidos así como las memorias del emigrado Vauvan,
que son muy escasas. Se debería reimprimir también el tan
hábil informe de Mérilhou para Froment (1823).
200. Véase en Leber la vergonzosa estampa de esta antigua
administración municipal, las gratificaciones que se hacen
entregar los regidores, etc., etc. ¡Lyon tenía una deuda de
veintinueve millones!
201. Es el nombre dado en 1791 en el Atlas Nacional de Francia,
destinado a la instrucción pública y dedicado a la
Asamblea. El obispo de Autun, en un discurso del 8 de
junio de 1790, no cuenta más que tres millones seiscientos
mil ciudadanos activos. Ese pequeño número sería
demasiado grande si no se tratara más que de los
propietarios; pero se trata también de los que pagan la
suma de alrededor de tres libras como inquilinos. El gran
número es el más verosímil. Pero por lo demás los dos,
tanto el grande como el pequeño, son sin duda alguna,
aproximativos.
202. Estos sentimientos se juntan en una infinidad de
comunicados verdaderamente patéticos, de hombres de
todas las naciones, especialmente en el comunicado de los
voluntarios de Belfast.
203. Tengo ante mis ojos algo muy bello, que lamento
vivamente no poder insertar, un relato de esta gran
federación, escrito (expresamente para mí) por un
octogenario con el más joven y conmovedor entusiasmo:
“< ¡Oh llama, qué eras tú, si ya quema la ceniza!<”.
204. Si buscamos la causa de esta extraña erupción de genio,
podemos decir, sin duda, que estos hombres encontraron
en la Revolución la excitación más poderosa, una libertad
de espíritu totalmente nueva, etc. Pero, desde mi punto de
vista, hay primitivamente otra causa. Estos niños
admirables fueron concebidos, producidos en el momento
en que el siglo, moralmente realzado por el genio de
Rousseau, retomó la esperanza y la fe. En el alba matinal de
esta nueva religión, las mujeres despertaron. Como
resultado de todo ello nace una generación más que
humana.
205. Memorias de Lafayette, carta del 18 de agosto de 1790, t. III,
pág. 135. Lamento que los historiadores franceses o suizos
generalmente hayan omitido o desfigurado el asunto de
Châteauvieux.
206. Justamente por la razón de que varias de estas sociedades
se proponían ayudar a los pobres y hacían que sus
miembros contribuyeran a ello. Dividían a sus miembros en
administradores, introductores, ponentes, lectores,
observadores, consoladores, etc.
207. Este periódico, entre su fárrago de falso misticismo y de
francmasonería, contiene muchas cosas elocuentes y raras.
Quizás merecería ser reimprimiclo, como curiosidad
histórica.
208. Marat compara la energía de estas mujeres y las
habladurías de la aristocracia jacobina. N° del 30 de
diciembre de 1790.
209. Colección de Gentil, en Lille.
210. Y no en 1759. Degeorge quiso enviarme desde Arras el acta
de nacimiento encontrada recientemente.
211. De ella indudablemente habla la inscripción del primer
retrato que se conoce de Robespierre. En él aparece muy
joven, muy compuesto y hasta afeminado, con una rosa en
una mano y la otra mano sobre el corazón. Bajo del retrato
una inscripción que dice: “Todo por mi amiga”.
212. Estos detalles los debo a las memorias de Villiers (Recuerdos
de un deportado, 1802), el cual vivió con Robespierre en 1790
sirviéndole de secretario gratuitamente. Por lo demás he
seguido casi siempre las Memorias de Carlota Robespierre
editadas como continuación de las Obras de Robespierre,
por Laponneraye.
213. Discípulos de Quesnay y de Turgot, faltos de inteligencia,
no veían que sus maestros habían exagerado el derecho de la
tierra solamente para imponer de forma más segura, el
deber de pagar el impuesto, en una época en la que esta
estaba concentrada en manos de los curas y de los nobles.
214. Memorias de Mirabeau, VIII, 362.
215. Su rostro, que siempre fue triste, no tenía todavía en
aquella época el aspecto fantasmagórico y siniestro que
adquirió más tarde. Un bello medallón que se conserva (de
Houdon o de su escuela, en posesión de Lebas), muestra,
siempre y cuando sea fiel, su amor por el bien, la rectitud,
con una tensión fuerte y quizás algo ambiciosa.
216. Perlet habla de ello, al igual que otros, pero no
encontramos ningima mención ni en los principales
periódicos, ni en Las Revoluciones de París, ni en las
Revoluciones de Francia y de Brabante, ni en el Correo de
Provenza, ni en el Punto del día, ni en El Amigo del Pueblo, ni
en el Monitor (ni en la Historia parlamentaria, que sigue aquí
y allá, demasiado dócilmente al Monitor, por ejemplo en el
error voluntario del Monitor, relativo a la pretendida
generosidad del clero en la noche del 4 de agosto). Villiers
cuenta que Robespierre fue sensible a los numerosos
agradecimientos en verso que recibió. Comiendo con
Villiers, le dijo: “Se afirma que ya no hay m{s poetas, pero
veis que yo sé hacer versos”.
217. Una sola vez pareció serle contrario, pero en una ocasión en
la que era imposible serle favorable, cuando un diputado
sacerdote pedía que los eclesiásticos fueran elegidos por
eclesiásticos. Excluirles de la regla universal, la elección por
parte del pueblo, hubiera sido reconstituirles como cuerpo.
218. Así se lo contaba el mismo Bourdier a Serres, el ilustre
fisiólogo.
219. Ya profundizaré en este carácter. No hablo aquí más que
del Marat exterior, del Marat Cordelero, del Marat del 90.
En el capítulo IX mostraré cómo el terrorista científico que
quería exterminar a Newton, Franklin y Voltaire, acabó en
terrorista político. Más tarde hablaré del exterminador del
93.
220. El único retrato serio de Marat es el de Boze. Los de David
no tienen mucho parecido. Se puede observar también la
máscara de escayola tomada de su cadáver (aunque quizás
haya sido algo corregida) y el busto que estaba en los
Cordeleros (colección del coronel Maurin).
221. El Amigo del Pueblo, n° 319, 23 de diciembre de 1790. La
credulidad de Marat se ve por todos lados. En el n° 320,
Luis XVI llora a lágrima viva por los disparates que le
obliga a hacer la austríaca. En el n° 321, la reina ha dado
tantas escarapelas blancas que el lazo blanco ha triplicado
su valor: la cosa es segura, Marat lo sabe por una chica de
la Bertin (vendedora de moda de la reina), etc., etc.
222. No hay necesidad de decir que he sacado todo este capítulo
de los Diarios de Marat y de Desmoulins. Camille
Desmoulins, después de haber expuesto su entusiasmo
medio serio, medio cómico por las ideas de Clootz, añadía
en el mismo artículo, mezclando los asuntos de
administración de su periódico con la propaganda de sus
ideales: “Estaba tentado de dejarla pluma, descorazonado
por la sordidez de un pueblo ingrato que apenas si compra
el periódico. Pero reverdece en mí la esperanza y
constituyo mi diario en diario permanente. Invito a mis
queridos y amados suscriptores, cuyo abono expira, a
renovarlo en mi casa, calle del Teatro Francés, donde
continuaré cultivando una rama del comercio desconocida
hasta hoy: la fabricación de revoluciones”.
223. Este retrato representa a Danton en 1790 en el momento en
que el drama comienza: Danton, relativamente joven, con
una vigorosa concentración de sangre, de carne, de vida, de
fuerza. Es Danton “marchando adelante”. Un pequeño y
maravilloso dibujo de David, hecho a la pluma durante una
sesión nocturna de la Convención, nos muestra a Danton
“retrocediendo”, Danton a fines del 93: ahora con los ojos
bien abiertos, mas con un cruel estrabismo; lanzando el
terror, pero revelando su corazón destrozado< No hay
persona que contemple este dibujo trágico sin un
movimiento de dolor y sin decirse mentalmente: “¡Ah,
b{rbaro, ah, infortunado!”. Entre estos dos retratos que
resultan solemnes, hay dos croquis de David donde se ve a
Danton de perfil; pero en ellos hay tal misterio de dolor y
de horror, que no quiero aún hablar de tales dibujos. Ya
llegará la ocasión en el curso de esta obra.
224. Se decía también una cosa que era probablemente falsa, que
el barrio de Saint-Antoine no tenía más que doscientos
electores.
225. No es exacto, como dice Hardemberg (Memorias de un
hombre de Estado), que se dirigiera el rey a las potencias
después de esta sanción forzada. Había hecho esto ya el 6
de octubre, y hasta el 30 de diciembre no sancionó el
decreto.
226. Se entiende por lo demás, que para instruir este proceso no
he creído necesario referirme a ninguno de los enemigos de
Marat; es en sus propias obras en las que me he basado
generalmente. Le quiero condenar o absolver basándome
en su propio testimonio.
227. El Amigo del Pueblo, n° 327, pág. 3, 1 de enero de 1791; n°
351, pág. 8, 25 de enero de 1791.
228. Ibídem, n° 305, pág. 7, 9 de diciembre de 1790; n° 325, pág.
4, 30 de diciembre de 1790, etc., etc.
229. Si nos refiriéramos al continuador Montucla (t. III, p. 595),
creeríamos que Marat ni siquiera sabía de óptica lo que ya
se sabía antes de Newton, lo mejor que había dicho
Descartes. Pero este Continuador es Landale, perseguido
por Marat y, por consiguiente, sospechoso en su testimonio
sobre él. He creído necesario informarme sobre lo que
pensaban respecto a ese tema los más ilustres físicos de
nuestra época, que mostraban un gran desinterés por esta
vieja cuestión de historia; me han confirmado que, en
efecto, Marat no había comprendido bien las experiencias
de Newton, que las había juzgado mal, reproduciéndolas
con circunstancias completamente diferentes, que de todas
las experiencias de Marat sólo una merecía atención, la de
los anillos coloreados que traza la luz difusa alrededor del
punto de contacto de una lentilla de cristal y de un metal.
230. Varias personas, aún vivas, creen que pertenecía a Calonne
y afirman haber leído folletos revolucionarios de Marat.
Entretanto, por mucha investigación que haya hecho no los
he podido descubrir. Lafayette (Memorias, II, 286) asegura
que “dos meses antes de la Revolución, Marat se había
marchado a Londres, murmurando contra la democracia”.
231. Infinitamente más conocido que los demás arrendatarios
generales. Lavoisier concentró en él el odio tan natural del
pueblo por ese funesto cuerpo del Estado. Había tenido la
parte principal en una medida necesaria para el
saneamiento de París, que ocupó todos los pensamientos e
impactó en las mentes, el rapto nocturno de los cuerpos
amontonados desde hacía tantos siglos en el cementerio de
los Inocentes. Se le atribuyó, sin pruebas, el plano de la
nueva muralla con la que el arrendatario general rodeó
París. Marat le reprocha haber querido “robar el aire a la
ciudad”con esta muralla, asfixíarla. Le acusa también de
haber trasladado la pólvora del arsenal a la Bastilla en la
noche del 12 al 13 de julio; el traslado, creo, tuvo lugar
antes (desde el 30 de junio la Bastilla fue puesta en estado
de defensa) y por una orden del ministro, al que el director
de la pólvora no podía objetar nada.
232. En una carta espiritual, donde se burlan visiblemente de
Marat, se alaba el proyecto simple y económico que
propone para inutilizar la mayor parte de los gastos que
exige la defensa nacional, para mejorar la Constitución, etc.:
arrojad a las gentes con gorros de lana con unos trozos de cuerda,
haced estrangular a los ministros, a los diputados infieles.
Pero, ¿y si por error esos gorros de lana estrangularan a su
jefe? A lo que Marat responde seriamente, sin darse cuenta
de nada, que tienen el tacto demasiado seguro como para
que pudiera haber un error, que por otra parte no hace falta
ni jefe, ni ninguna organización, etc. (n° 261, 26 de octubre
de 1790).
233. Étienne Dumont, capítulo XIV, pág. 273. Mirabeau siempre
trabajaba rodeado de flores. Tenía gustos más delicados de
lo que nunca se dijo. Era un gran comedor, como cualquier
hombre de su fuerza y que gastara tanta vida, pero no
cometia excesos con la bebida; su elocuencia no salía del
vino, como la de Fox, Pitt y otros oradores ingleses.
234. Nombre que recibía el curso bajo del Danubio en la
antigüedad. (N. de J.M.I.)
235. Los jóvenes estudiantes que frecuentan este recinto,
actualmente consagrado a estudios anatómicos, deben
saber que caminan a diario sobre el cuerpo de Mirabeau.
Está aún allí, en su féretro de plomo. El centro del recinto
nunca ha sido excavado, solamente la parte lateral, a lo
largo de los muros, donde se encontraron, dentro de sus
negros vestidos, muy bien conservados, unos curas
asesinados el 2 de septiembre. Sería digno por parte del
Ayuntamiento de París tomar la honorable iniciativa de
sacar a Mirabeau a la luz y de proporcionarle una tumba.
236. Francia ha sido sorda a la voz generosa de Michelet, cuya
bondad le hizo cerrar los ojos ante los defectos de
Mirabeau, viendo sólo sus cívicas virtudes. Han pasado
más de cien años y el cadáver de Mirabeau no ha vuelto al
Panteón. (N. del T.)
237. Nada más vacío, menos instructivo, más hábilmente
negado que las Memorias de Barnave, sobre 1791. Lameth no
llega a eso.
238. Véase el bello y muy completo relato de Louis Blanc,
Historia de la Revolución, t. II.
239. Lafayette, aquí muy sutil, pretendía que Danton no actuara
m{s que pagado por la corte: “Acababa —dijo— de recibir
cien mil francos como reembolso de una carga que valía
diez mil”. Lo que es m{s seguro es que Danton, haciendo
que el general rechazase la bandera, le hizo experimentar
una mortificación, pero le ahorró un crimen.
240. Véanse las cartas de Leopoldo y de la reina, publicadas en
la Revista retrospectiva, en 1833, t. I y Il de la serie segunda,
según los originales, en los Archivos del reino: “Os
reiteramos la demanda de ocho o diez mil hombres, etc.” (1
de junio de 1791). Véanse también las cartas de la reina,
publicadas por Arneth, según los Archivos de Viena.
241. El rey, por el contrario, fue hábilmente salvado. Madame
de Balbi, mujer de espíritu (su amante, si pudo tener
alguna), le decidió a confiar en un joven gascón, de Avaray.
que le llevó en un mal cabriolé. El pasó solo y ella por otra
carretera (véase Relación de un viaje a Coblenza, 1823).
242. Desde el año 496, ampolla que contenía el aceite santo
destinado a la consagración del rey en su coronación. (N.
de J.M.I.)
243. La boca de hierro estaba en la calle del Teatro Francés
(Antigua Comedia y Odéon), y no en la calle Richelieu,
como hemos dicho por error en otra ocasión. Los
Cordeleros estaban a dos pasos, en la calle de la Escuela de
Medicina; la principal Sociedad fraternal de obreros, que
dependía de los Cordeleros, se reunía en la calle de las
Carnicerías. Legendre, Danton, Marat, Camille Desmoulins,
Fréron, vivían muy cerca. Si confeccionara aquí la historia
de París, insistiría especialmente en lo tocante a este barrio,
en el papel de la temible sección del Teatro Francés, que en
todos los movimientos actúa sola y por ella misma, como si
fuera una república aparte. Leo, el 21 de junio, en los
Registros Municipales: “La sección y el comité permanente
del Teatro Francés ordena al batallón de Saint-André-des-
Arts que no reciba órdenes más que del comité permanente
y que detenga a toda ayuda de campo que se presente en el
territorio de la sección. Finnado: Boucher y Momoro”. El
consejo municipal declaró este decreto nulo,
inconstitucional y se escribió al comandante general de la
guardia nacional, para que interviniese. La sección, al ver
que París no seguía su movimiento, respondió más
modestamente al consejo municipal “que no había tomado
este decreto más que para la salvación pública, que era la
ley suprema< pero que las órdenes de la municipalidad
serían respetadas. Firmado: Sergent y Momoro” (Archivos
del Sena, Consejo general de la Comuna, registro 19).
244. Encontramos este curioso detalle sobre Bonneville en las
cartas de madame Roland a Bancal. Este loco admirable
estaba lleno de sentido en las grandes circunstancias. Aquí
no se equivoca ni sobre la situación general ni sobre los
pequeños matices. Iuzga muy bien a Lafayette y a Barnave,
con severidad, con equidad y con moderación, como les
juzgará, precisamente, la posteridad. Bonneville no tiene
ninguna reseña en ningún diccionario biográfico, que yo
sepa. Era sobrino segrmdo de Racine y a menudo le imitó,
incluso le copió (por derecho de familia, decía) en su
poema místico que él denomina tragedia: El año
MDCCLXXXIX o los Tribunas del pueblo. Hay en él algunos
versos de gran belleza. Tissot, profesor de filosofía, cuenta
en un bello artículo de un periódico de provincias que vio a
Bonneville todavía en París en 1824. “Pasaba sus últimos
días al fondo de una trastienda (calle de Grés, 14), donde
había sido acogido por una vieja vendedora de libros, casi
tan pobre como él y que se convirtió en una entusiasta
admiradora. Ella ocultaba su abnegación con exquisito
pudor< Para tranquilizarle era necesaria la certeza de una
conjunción de sentimientos y de culto. Entonces estaba feliz
de hablar de Bonneville, de contar su vida, de ofrecer, con
cierto misterio, una recopilación de poesías nacionales. Ese
mismo año Bonneville, que ya no era de este mundo, acabó
abandonándolo por completo; su benefactora, cuyas
lágrimas aún veo caer sobre su vestido de luto, no tardará
mucho en ir tras él”.
245. Michelet utiliza la antigua grafía: Monceaux. Proviene de
un pueblo llamado Monchauf, que hacia el siglo XIV pasó a
ser Monceaux y hoy es Monceau. (N. de J.M.I.)
246. Camille Desmoulins, que escribe varios días después,
mezcla dos discursos de Robespierre. Le presta sus ideas,
su estilo, le hace hablar en contra de los curas, lo que él casi
no hacía, etc.
247. Desde la mañana Danton había tomado contra Lafayette y
las autoridades de la ciudad la m{s violenta iniciativa: “El
21 de junio, al ir el departamento a la Asamblea y al
atravesar a pie las Tullerías, un particular injuriaba a
Lafayette, decía que era un traidor. Danton, mi compañero,
que iba con nosotros, escoltado por cuatro fusileros, cuando
no tuvimos ninguna vigilancia, se dio la vuelta y dijo al
pueblo con una voz muy fuerte, con aire amenazador:
“Tenéis razón, todos vuestros jefes son unos traidores y os
engañan”. Al momento surgieron algunos gritos: “¡Viva
Danton! ¡Danton triunfante!< ¡Viva nuestro padre
Danton!” (Declaración de dos administradores del departamento.
Archivos del Sena, cartón 310).
248. Ver esta escena dispuesta (desde el punto de vista de 1828)
por Alexandre de Lameth, Historia de la Asamblea
constituyente (I, 427).
249. Los Lameth basaban su sistema en la alianza de las diversas
fracciones, más o menos constitucionales, de la Asamblea.
Habían reunido a Lafayette y a Sieyès; todavía les faltaba el
grupo al que se denominaba monárquico, Malouet,
Clermont-Tonerre, los constitucionales-realistas que ellos
mismos, los Lameth, por entonces jefes de los jaccr binos,
habían ido cazando de club en club, de sala en sala, con la
violencia del pueblo. Ahora se trataba de asociarse a esos
hombres tan maltratados, de emplearlos al servicio del rey,
lo mismo que se empleaba a Lafayette al servicio del
pueblo de París. El día 22 se parlamentaba con ellos y se
cogía hora para una entrevista al día siguiente. Estas eran
las previsiones naturales; si no se arrestaba al rey, si había
que hablar con él en el campamento de los ejércitos
extranjeros, los monárquicos y Malouet eran los
intermediarios naturales; si el rey era arrestado, Lameth y
Barnave se jactaban de ser sus salvadores, sus confidentes,
sus consejeros obligados. Véase a Droz, importante aquí;
sigue las memorias inéditas de Malouet.
250. Lo que resulta muy curioso es que madame Roland, que
parece haber asistido a la escena, pero que sin duda se
mantenía íntegra ante sus vivas impresiones, no ve la
extraña habilidad con la que se cambió el sentido de esta
manifestación contra la realeza: “Han gritado: ¡Viva la ley,
viva la libertad, abajo el rey! ¡Que vivan los buenos
diputados! ¡Que los dem{s tengan cuidado con ellos!<
Durante esta escena, imponente en su trivial energía y
hecha para alentar a los republicanos, los jacobinos pasaban
el tiempo en discusiones lamentables, toleraban a Orleáns,
a Chapelier< Condenaban a Robert, que alababa la
República<” (Cartas de madame Roland a Bancal des Issarts,
pág. 252).
251. Habitantes de las aldeas de Pandur (Baja Hungría),
soldados húngaros independientes y terribles. (N. del T.)
252. Informe de Bodan, enviado del consejo municipal de París.
Archivos del Sena, carpeta 310, registro 19, pág. 95.
253. Los detalles que siguen parecerán novelescos, y son sin
embargo muy verosímiles. Están tomados de Weber,
Valory, Campan, etc.
254. Lo que añade al carácter de Pétion un ridículo imborrable
es que cree en la Memoria inédita que escribió sobre el viaje
de Varennes, que Madame Isabel, sentada a su lado el
segrmdo día y apoyándose involuntariamente sobre él por
el exceso de cansancio, estaba enamorada de él; en fin, para
emplear el lenguaje sensual de la época: “que cedía a la
naturaleza”.
255. La familia real pasó la primera noche en Châlons, la
segunda en Dormans. Aquí, con pretexto de que aún
podían ser perseguidos, declararon los comisionados que
no aceptaban más escolta que de caballería, y la guardia
nacional de infantería tuvo que retirarse. Con esto
abreviaba el viaje, se disminuían los peligros, los insultos,
etc.
256. Atacado violentamente Barnave por esta conversación, se
justificó tardíamente en su Introducción a la Revolución,
escrita en 1792 o 1793, hallándose en grave peligro. Alega
que de todos modos habría faltado tiempo, lo cual no es
exacto, al menos en aquella jornada. Dice él mismo en su
informe a la Asamblea que “como no llevaban m{s que
guardias de caballería, fue muy rápida la marcha desde
Dormans a Meaux”. De lo que se deduce que debieron de
llegar a Meaux muy temprano y descansaron allí. Dice
también: “Pétion me encargó muy especialmente que dijese
que durante todo el camino no nos habíamos separado”
(Obras, t. I, p. 132). Se comprende bien. Los dos necesitaban
de su mutua discreción. Es cierto que Pétion se vio en
privado con el rey para proponerle la evasión de los
guardias de corps, y Barnave, según todas las
probabilidades, habló a solas con la reina y le dio varios
consejos. El testimonio de la señora Campan, a veces poco
fidedigno, lo es mucho en esta ocasión, al menos para mí,
porque está conforme no sólo con la tradición, sino con lo
verosímil. No ha sido contradicho más que por Barnave, es
decir, por un acusado, muy interesado en negar y que niega
bajo la amenaza de la guillotina.
257. Véanse las cartas de madame Roland a Bancal. Véase
también a Lafayette; tomo III, 177.
258. Y ahora es el momento. No es en 1792, en el terrible
estallido de la acción, donde podría pararme; la polvareda
que aún levantaba el combate me impediría ver bien. Los
salones políticos, el de madame de Staël, el de Condorcet,
brillaban en 1791. Es entonces cuando comienza la
todopoderosa acción de madame Roland; tendrá su
momento de apogeo en 1792 y hacia finales del mismo año
había pasado de moda. Entonces hablemos de ello hoy;
cojamos a esos pobres actores de un día rápidamente
cuando pasan, el día mismo en que se dejan ver; mañana ya
sería tarde; veo en el horizonte grandes sombras.
259. A medida que nos adentremos más y más en el análisis de
la historia de estos tiempos, descubriremos la parte, a
menudo secreta pero inmensa, que el corazón tuvo en el
destino de los hombres de entonces, cualquiera que fuera
su carácter, sin hacer de ninguno de ellos una excepción,
desde Necker hasta Robespierre. Esta generación que
razona siempre pone por testigo a las ideas, pero los afectos
la gobiernan con igual intensidad. El ejemplo menos
discutible, en el que estalla a plena luz este carácter general
de la época, es el de Necker. Necker, el día de su triunfo, en
la cruzada del Ayuntamiento, apareció entre madame de
Necker y su entusiasta hija, llena de amor filial, que le
besaba las manos y se desmayaba de felicidad; esa escena
hizo reír y llorar. Allí pudimos ver su vida entera. Este
financiero se había casado por amor y así continuó hasta la
muerte. Se había casado con una muchacha pobre, una
sencilla ama de llaves vaudesa, un ángel de pureza y
caridad. Una boda con una chica semejante, de gran ardor
por la libertad, fue sin ninguna duda la causa principal que
llevó en un primer momento a Necker por la vía
revolucionaria, hasta el sufragio universal. Arriesgada
medida, más allá de su carácter y poco acorde con sus
doctrinas. De modo que las mujeres le impulsaron, para
después hacer que se retrasara. El salón de madame de
Staël y sus intimos vínculos fueron cada vez más
constitucionales, más antirrepublicanos.
260. ¿Quién recordará las galanterías, los ridiculos de esta
encantadora mujer, en presencia de su destino?< Navegó
toda su vida a merced de su corazón bueno y generoso. No
tenía más que lo necesario, y para el impuesto patriótico
daba un cuarto de sus ingresos y el producto de uno de sus
dramas. Bernardin de Saint-Pierre le escribe: “Es usted un
{ngel de paz”. Nos estremecemos al recordar los insultos
que contra ella profirieron los bárbaros del Terror. En el
tribunal revolucionario, cosa espantosa, su hijo renegó de
ella. Dijo sobre el patfbulo: “¡Hijos de la patria, vengaréis
mi muerte!”.
261. El conmovedor librito, escrito antes de la Revolución, fue
publicado después, en 1798. Está influido por ambas
etapas. Las cartas se dirigen a Cabanis, cuñado, amigo
inconsolable y confidente. Concluyen en el pálido Eliseo de
Auteuil, lleno de recuerdos y de amadas sombras. Estas
cartas hablan en voz baja; se ha colocado la sordina en las
cuerdas sensibles. En esta gran reserva, sin embargo, no
siempre se distingue entre las alusiones a los primeros
disgustos de la muchacha y los pesares de la viuda. ¿A
quién se dirige este pasaje delicado, emotivo, elocuente: a
Condorcet o a Cabanis?
262. Cuando Voltaire quería que se prefiriera a d'Aguesseau
antes que a Montesquieu.
263. Ver el retrato de Condorcet realizado por mademoiselle
Lespinasse, t. XII de las Obras completas, publicadas por
madame de Condorcet O'Connor, con una reseña de Arago,
notas de Génin, etc.
264. Bajo estas formas secas y frías había una sensibilidad
profunda, universal, que abrazaba toda la naturaleza. Ver
en su testamento (t. XII de las Obras), dirigido a su hija, su
comnovedora proclama en favor de los animales.
265. No dudaremos ni un instante de ello si leemos las Cartas
escritas desde Suiza, Italia, Sicilia y Malta, por M*** (Roland de
la Platière), abogado del Parlamento a mademoiselle*** (Manon
Philippon, luego madame Roland), en 1776, 1777, 1778.
Amsterdam, 1780, 6 vol., in-12. Este libro, escrito de forma
poco uniforme, a veces incorrecta y oscura, es uno de los
viajes a Italia más instructivos de todos los que se hicieron
en el siglo XVIII. Testimonia conocimientos infinitamente
variados del autor, que trata su temática bajo todos los
aspectos, desde la música hasta los más minuciosos detalles
del comercio y de la industria. Normalmente viajaba a
caballo o a pie, lo que le permitía observar muy de cerca,
pararse, captar bien los detalles que escapan a la vista de
los que viajan en coche. Veo entre otras cosas curiosas que
demuestran lo extenso del comercio de la Francia de
entonces, que las gruesas telas de Amiens se vendían en
Lugano. Iuzga a Italia religiosa y especialmente a Roma,
desde el punto de vista de los filósofos de la época, pero a
menudo con una suave equidad poco frecuente en ellos y
que extraña encontrar en este severo juez. Todo lo que un
hombre honesto puede escribir a un hombre honesto, lo
escribe, sin ninguna reserva, a su joven corresponsal, tan
pura, tan fuerte, tan seria; no es nada consciente, en ese
comercio de dos espíritus, de las diferencias de sexo y
edad. Este hombre de cuarenta y cinco años sólo tenía
como amigo a esta muchacha de veinte, con la que se
casará. El le había dejado sus manuscritos al partir para
este viaje. Roland estaba enfadado con sus padres, devotos
y aristócratas. Mademoiselle Philippon se había visto
obligada, por la mala conducta de su padre, a refugiarse en
un convento de la calle Neuve-Saint-Etienne, que conduce
al Jardín de Plantas; callecita ilustre por el recuerdo de
Pascal, de Rollin, de Bernardin de Saint-Pierre. Vivía allí,
no como religiosa, sino en su habitación, entre Plutarco y
Rousseau, alegre y valiente, como siempre, pero en una
extrema pobreza, con una sobriedad más que espartana y
ejercitándose ya en las virtudes de la República.
266. Véanse los retratos de Lémontey, Riouffe y tantos otros;
como grabado, el hermoso e ingenuo retrato colocado por
Champagneux en la cabecera de la primera edición de las
Memorias (año VIII). Se tomó poco antes de su muerte, a los
treinta y nueve años. Ella es fuerte, tm poco mamá, si se
puede decir así, muy serena, firme y resuelta, con una
tendencia visiblemente crítica. Este último carácter no
responde únicamente a su polémica revolucionaria. Pero
así son en general los que han luchado, los que se han
entregado muy poco al placer, los que han contenido y
postergado la pasión, en definitiva, los que no han tenido
satisfacción en este mundo.
267. Véase la bella carta dirigida a Bosc, muy afectado por ella y
triste por verla desplazada cerca de Lyon, tan lejos de París:
“Sentada junto a la chimenea, después de una noche
apacible y tras los diversos cuidados matutinos, mi marido
en su despacho, mi hija tejiendo, y yo Conversando con el
uno, velando por la obra de la otra, saboreando la felicidad
de estar cálidamente en el seno de mi pequeña y querida
familia, escribiendo a un amigo, mientras que la nieve cae
sobre tantos desgraciados, me conmovía su suerte”, etc.
Tierna estampa de interior, seria felicidad de la virtud,
mostrada al hombre joven para calmar su corazón,
depurarle, elevarle. .. Mañana sin embargo, el viento de la
tempestad se habr{ llevado este nido<
268. Fue él también, el honrado y digno Bosc, quien, en el
último momento, elevándose por encima de sí mismo, para
que se realizara en ella el ideal supremo que siempre había
admirado, le dio el noble consejo de no ocultar su muerte a
las miradas, de no envenenarse, de aceptar el patíbulo, de
morir públicamente, de honrar con su valor a la República
y a la humanidad. La sigue a la inmortalidad por ese
consejo heroico. Madame Roland camina hacia allí
sonriente, con su mano en la mano de su austero esposo y
lleva consigo a ese joven grupo de amables, de
irreprochables amigos (sin hablar de la Gironda), Bosc,
Champagneux, Bancal des Issarts. Nada les separará.
269. Si buscáis estos indicios les remito a dos pasajes de las
Memorias de madame Roland, que no demuestran nada.
Habla de las pasiones, “de las que apenas se salva la edad
madura, con el vigor de un atleta”. ¿Qué conclusión
sacarían de esto? Ella habla de las “buenas razones” que,
hacia el 31 de mayo, le empujaron a partir. Es bastante
extraordinario y absurdamente arriesgado deducir que esas
buenas razones no pueden ser más que un amor por
Barbaroux o Buzot.
270. Las Cartas de madame Roland a Buzot, recientemente
publicadas, no cambian en nada la opinión que yo
expresaba en 1848. El escrito testamental de Buzot,
publicado por Dauban, testimonia por una alusión muy
clara que ese sentimiento siempre permaneció en la más
alta región moral.
271. El Amigo del Pueblo, n° 509, pág. 8; n° 512, pág. 8; n° 514,
pág. 4, etc.
272. Especialmente en este pasaje: “Pero señores, representantes
de un pueblo generoso y confiado, acordaos, etc.” (véase el
original conservado en los Archivos del Sena). En un
principio creí ver los primeros cuadernos manchados de
sangre, pero es la tinta echada en borrones, que al
evaporarse dejó manchas de color amarillo rojizo. La firma
de Hébert no tiene para nada forma de patas de araña,
como han dicho algunos; es poco alargada, más bien baja y
sin carácter, muy común. Entre las firmas están la de un
ingeniero, las de varios mecánicos, la de un pintor de
miniaturas, la de una vendedora de modas, madernoiselle
David, calle Saint Jacques, n° 173 (escritura fácil y bonita), la
de un profesor (con faltas de ortografía): Vinssent, profesor
de lengua. Otra más, rara, pero enérgicamente motivada:
“Renuncio al rei y no le quiero verle más para el rey soi
ciudadano franses por la patrya del batallón de Boulogne Louis
Magloire el mayor en Boulogne” (N. de J.M.I: el texto de esta
firma que transcribe Michelet aparece con errores
ortográficos y gramaticales). La última firma es la de
Santerre, escrita muy despacio y probablemente agregada
por la noche en el barrio de Saint-Antoine donde, a todas
luces, la petición fue preservada y escondida.
273. Madame Roland había estado allí por la mañana. Madame
Robert (mademoiselle Kéralio) aún estaba sobre el altar,
cerca de su marido. Madame de Condorcet estaba en el
Campo de Marte; hay por qué creerle puesto que
Condorcet dice que en ese mismo momento paseaban a su
hijo de un año.
274. Debo este bello relato, hasta aquí inédito, a mi venerable
companero Moreau de Jonnès.
275. “El cuerpo municipal empleaba todos sus esfuerzos para
detener el fuego y el comandante general, que se
encontraba más avanzado en el Campo de Marte, acudió
para restablecer el orden”. Actas conservadas en los
Archivos del Sena.
276. Lafayette en sus Memorias (donde habla de una forma
verdaderamente libre de un acontecimiento tan cruel),
supone que se mató a dos cazadores antes de la masacre; se
ha constatado que fue después, por la tarde o por la noche.
Antes de la masacre no hubo más que dos personas
heridas, un ayuda de campo del general y el dragón
cercano a Bailly.
277. De donde resulta que el pequeño terror de los
constitucionales fue ridículo. El 18 de julio, madame
Robert, con grandes plumas, Robert, vestido de azul
celeste, etc., atravesaban París para ir a cenar a casa de
madame Roland.
278. En agosto Robespierre se levanta bastante hábilmente con
un largo Escrito a los franceses, de cincuenta páginas,
explicando por qué no se declaró antes a favor de la
República: “En lo que al monarca respecta, no he
compartido nunca el espanto que el título de rey inspira a
casi todos los pueblos libres, etc.”.
279. Una parte de los edificios del convento estaba alquilada,
subarrendada a otras personas, entre otros a algunos
monárquicos, como el historiador Beaulieu, que sentían un
oscuro placer al espiar a sus enemigos, al dirigirles miradas
llenas de maldad y de curiosidad, al maldecirlos en todo
momento.
280. Ella confiesa (Cartas a Bancal, pág. 272) que una gran parte
de los escritos republicanos de provincias se habían escrito
en París, en su casa.
281. Camille Desmoulins dice muy acertadamente: “Hemos
dejado a Francia el nombre de monarquía para no asustar a
quien es mojigato, rastrero, animal de costumbres; pero
aparte de cinco o seis decretos, contradictorios con los
otros, se nos ha constituido en República”.
282. Es hacia esta época, si no me equivoco, cuando el traje
verde oliva, el primer traje (a decir de Villiers, que en un
principio vivía con Robespierre), encuentra un sucesor. Al
abandonar su soledad, al cambiar de barrio, de casa,
adoptó el traje rayado que se llevaba mucho entonces y que
vemos en todos sus retratos.
283. Y lo peor es que Barnave, que se consagraba a la reina,
desconfiaba y temía su duplicidad; exigía que le mostrara
todas sus cartas (véase madame de Campan). ¿Se
equivocaba? No lo sé. El rey de Suecia, que probablemente
conocía bien el pensamiento de las Tullerías, escribe poco
después a Bouillé (en diciembre) que todo lo que se
pretendía era “dormir a la Asamblea”.
284. En lo que respecta a la elección, el verdadero pensamiento
del clero de entonces, más sincero que el de hoy en día, está
perfectamente expresada en el artículo Pío Vl, de la
Bibliografía Universal de Michaud, t. XXXIV, p. 310: “La
constitución civil del clero entregaba a lo más vil y más
abyecto que existe en el orden social la elección de lo que hay
en el sacerdocio de más elevado y m{s puro”.
285. De Maistre y Bonald establecieron sólidamente que no hay
acuerdo posible entre la libertad y la Iglesia, entre la
Revolución y el cristianismo. Véase también nuestra
Introducción.
286. El inteligente cuidado con el que el clero hacía cultivar
ciertas vinas de lujo, tal o cual finca famosa, ha dado a sus
cultivos una poco merecida reputación. La administración
eclesiástica tenía a la vez dos defectos que parecen
excluirse: la movilidad y la inercia. La movilidad: las continuas
mutaciones de beneficios y el cambio de beneficiarios
daban a la existencia del granjero una fastidiosa
incertidumbre; la mutación, en ciertos casos, podía
desposeerle de improviso. La inercia: la actividad, el
progreso, no se veían para nada favorecidos por un cuerpo
cuyos ingresos sobrepasaban infinitamente las necesidades;
las construcciones inmensas y a menudo sin utilidad que
las corporaciones monásticas hicieron en el siglo XVIII
muestran que, positiva y literalmente, ya no sabían qué
hacer con sus ingresos. En varios de ellos el número de
frailes se vio reducido a la mínima expresión. Saint-
Vandrille, por ejemplo, fundado para mil monjes, ya no
alimentaba más que a cuatro. ¿Cómo extrañarse si la
administración de esas casas era inerte y negligente, y los
cultivos se favorecían poco? etc.
287. Esto no contradice en absoluto nada de lo que decimos en
el capítulo X del libro IV. Se trata del público, se trata del
pueblo. Explicar la diferencia sería atentar contra la
inteligencia del lector.
288. Se publicó un bellísimo artículo en el periódico La
Fraternidad en el que se presenta el verdadero ideal de la
historia, pero que sin embargo reduce demasiado la parte
del genio individual (n° de octubre de 1847).
289. Lo único que nos interesa en esta historia es la verdad. No
seguimos con pasión ciega a ningún partido. La única
reclamación grave que nos ha llegado a ese respecto es la
de las familias Foulon y Bertier. El ataque violento y
personal de un miembro de la familia Bertier no ha alterado
en absoluto nuestra firme resolución de ser justos con
todos, amigos o enemigos. El hijo y el nieto de las dos
víctimas, hoy ancianos de muy avanzada edad, nos han
transmitido unas memorias muy extensas. En lo que a
Foulon respecta tienden a establecer: que no fue ni médico,
ni financiero, nunca especuló con el grano, nunca
extorsionó al país enemigo, ni aconsejó la bancarrota; que
era bienhechor y que en el rudo invierno de 1789 gastó
sesenta mil francos en obras para dar trabajo a los pobres;
que su fortuna, menos importante de lo que se decía,
provenía de su matrimonio y de sus ahorros (esto está
establecido en la memoria por un cálculo muy engañoso).
En cuanto a Bertier, su familia afirma que era muy rico,
incluso antes de casarse con la hija de Foulon, que era
hombre de costumbres austeras, activo administrador,
amigo de las reformas y de las mejoras, de las que hizo o
propuso varias (catastro y reparto equitativo del impuesto,
depósitos de mendicidad, escuelas veterinarias, granjas
modelo, comicios agrícolas, etc.); los Bertier ocupaban,
desde el siglo XVII, cargos importantes en la magistratura y
la administración, estaban aliados con las más importantes
familias de jueces, etc. Varios de estos hechos pueden ser
verificados en nuestros archivos públicos. La familia lo
hará, sin duda. En cuanto a la cuestión política, que es lo
que más nos interesa aquí, diremos que la atenta lectura de
estas memorias no ha hecho cambiar nuestra opinión,
conforme a la de la mayoría de los contemporáneos y de los
constitucionales, Mounier, Lafayette, los amigos de la
libertad, el Monitor, etc.; e incluso de los realistas (Beaulieu,
II, 10, Ferrière, I, 155; Choiseul, 220), que son poco
favorables a Foulon y a su yerno. La encuesta jurídica
hecha entonces, muestra claramente que Foulon era el
consejero de la contrarrevolución y que Bertier era su
ejecutor más enérgico; se ha probado con sus cartas,
recibos, etc. que hacía fabricar pólvora y cartuchos. En
cuanto a la orden que habría recibido de cortar el trigo verde
para alimentar a la caballería, Bertier apenas la negaba, por
lo que parecía desear que llegara dicha orden, que habría hecho
recaer la responsabilidad sobre el ministro cuyo
instrumento era Bertier; esto es lo que él mismo dice, en ese
fatal día, a Étienne de la Rivière, que le llevaba a París y
que le defendía y cubría con su propio cuerpo. Intentó, sin
éxito, escribir para provocar esa orden; se le impidió
hacerlo. Había mucha gente a la que no le interesaba en
absoluto que fuera interrogado, por lo que sin duda
aceleraron su muerte. La orden y el interrogatorio habrían
desvelado el proyecto de la corte, la cual ante la duda de si
reclutar o no a sus tropas en esta gran ciudad en armas,
habría preferido tenerla sitiada y muerta de hambre. Se
temía tanto la declaración de Rivière con respecto a ese
tema, que se encontró el medio para impedir que los
periódicos la difundieran a través de extractos poco
fidedignos. El único que lo insertó integralmente fue El
Amigo del Pueblo (15 de enero de 1790, n° XCVIII, página 5).
Si se tratase de una opinión de periodista tendría mis
reticencias, sabiendo que es muy violento y muy crédulo;
se trata de un documento que ningún periódico se hubiera
atrevido a publicar. La única dificultad que encuentro es
que esa orden, tan contraria al conocido carácter de Necker,
lleva su nombre en la parte inferior. La orden, aprobada o
no por él, habría sido igualmente enviada por el consejo de
ministros bajo el nombre del ministro en cuyas atribuciones
estaba el asunto. Hemos examinado muy fríamente todo
esto, como es de imaginar, con un verdadero respeto por la
verdad y un firme deseo de ser justos. Solamente debemos
recordar una frase de Bouillé (carta a Choiseul) que plantea
y formula muy bien las libertades de la historia: “El
carácter de los hombres públicos pertenece al público, no a
su familia”.
290. “Tenía 500 luises de oro ahorrados y también me los han
robado”. (Informe justificativo de Réveillon, impreso al
final del primer volumen de Ferrières, p. 422, edición de
1822).
291. Yo haré un libro aún mayor que el suyo, pero lo más
curioso es ver cómo eluden los asuntos eclesiásticos y
suprimen los discursos más duros sobre estos temas,
porque consideran que son de escasa importancia, mientras
que en sus prefacios, los mismos temas son presentados
como los más importantes. En ocasiones el espíritu del
sistema les lleva a cometer mutilaciones muy graves. Por
ejemplo, el 6 de agosto de 1789 suprimieron la proposición
que hizo Buzot de declarar que “los bienes eclesi{sticos
pertenecen a la nación”. Temen atribuir esta gran iniciativa
a un hombre de la Gironda. El 27 de julio de 1789 omiten
una discusión completa, lo que les permite silenciar que
Robespierre solicitó la violación del secreto de la
correspondencia, etc. Véase el t. II (la edición, 1834).
292. “Se dice que Dios no debe nada a sus criaturas. Yo creo que
les debe todo lo que les promete al darles la vida” (Emilio,
libro IV).
293. “La igualdad de derecho y la noción de justicia que
produce se derivan de la preferencia que cada uno se da”.
Algunas líneas más arriba dice que si todos en la ciudad
desean la felicidad de todos, es porque ven un interés en
ello (libro II, capítulo IV). Esta poco brillante doctrina
recuerda que El contrato social fue escrito primero en
Venecia.
294. ¿Están claras hoy? Todavía no. Pero no obstante debemos
saber que no es posible ninguna mejora social mientras
estas cuestiones no estén resueltas y establecida su fórmula.
Con ese fin se llevó a cabo una prueba que, aunque poco
contundente, fue la primera: se trata de la segunda parte de
mi libro Pueblo, quizás lo más serio que he escrito sobre
este tema y que por lo menos, dará testimonio de mi buena
voluntad.
295. El verdadero órgano de las masas fue el desafortunado
Loustalot, redactor de Las Revoluciones de París, que murió a
los veintinueve años tras haber obtenido tal éxito que la
prensa no pudo citar otro semejante, ni antes ni después. Su
periódico, en ocasiones, hizo tiradas ¡de doscientos mil
ejemplares! Mirabeau hacía tiradas de diez mil, la sociedad
central de los jacobinos de tres mil, etc. A pesar de la
legítima cólera que la contrarrevolución despierta en
Loustalot (y que le llevó a la muerte), reclama con
admirable vigor los derechos de la humanidad; en ese
punto, protesta valientemente sin contemplaciones
pusilánimes hacia su popularidad. Tiene muy claro que es
el corazón del pueblo el que habla en él. Censura los lemas
amenazantes que aparecieron en la Federación y propone
este: Vencer y perdonar. Lanza im grito furioso contra los
asesinos del panadero François (octubre de 1789):
“¿Franceses? No, esos monstruos no pertenecen a ningún
país; ¡el crimen es su elemento y la horca su patria!”.

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