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31 de enero de 1847
I
II
III
Si habéis viajado por las montañas habréis podido encontrar lo
que yo vi un día.
Entre la aglomeración confusa de rocas amontonadas, en
medio de árboles y vegetación, se alzaba un pico inmenso. Este
solitario, oscuro y pelado era, sin duda, hijo de profundísimas
entrañas del globo. Ninguna vegetación lo adornaba; ninguna
estación hacía cambiar su aspecto; las aves apenas se posaban
allí, como si al tocar la mole escapada del fuego central se
hubieran de quemar sus alas. Aquel sombrío testimonio de las
torturas del mundo interior parecía soñar allí todavía, sin
prestar atención a lo que le rodeaba, sin dejarse distraer jamás
de su salvaje melancolía<
¡Qué revoluciones subterráneas, qué incalculables fuerzas
combatieron en el seno de la tierra para que esta mole,
desgarrando las montañas, conmoviendo las rocas, haciendo
añicos los bloques de mármol, saliera hasta la superficie!<
¡Qué convulsiones, qué torturas arrancaron del fondo del globo
ese prodigioso suspiro!
Me senté y sentí mis ojos oscurecidos de lágrimas lentas y
penosas< La naturaleza me había hecho recordar la historia.
Este caos de montañas confundidas parecían oprimirme con el
mismo peso que durante toda la Edad Media cayó sobre el
corazón del hombre; y en este picacho desolado que del fondo
de sus entrañas lanzó la tierra contra el cielo veo la imagen de la
desesperación, el grito doloroso del género humano.
La Justicia ha llevado mil años sobre su corazón la montaña
del dogma y agobiada bajo tal pesadumbre ha ido contando las
horas, los dias, los años, los interminables años< Para los que
sienten, esto es una fuente de lágrimas eternas. Aquél que, por
la historia, comparte este largo suplicio, no volverá a estar
contento; pase lo que pase, se sentirá triste; el sol, la alegría del
mundo, no le alegrará más; ha vivido demasiado tiempo en la
agonía y las tinieblas.
Lo que más ha conmovido mi corazón es la inagotable
resignación, la dulzura y paciencia de la humanidad, y el
esfuerzo que hizo para amar este mundo de odio y de
maldición que le oprimía.
Cuando el hombre, que se había privado de la libertad, y
cercenado por la Justicia, como un miembro inútil, para
confiarse ciegamente en manos de la Gracia, vio a esta
reconcentrarse únicamente en un grupo imperceptible, los
privilegiados, los elegidos, mientras el resto de la humanidad
quedaba perdido sobre la tierra, y bajo la tierra, perdido para la
eternidad, ¿creéis que se elevó de todas partes un vocerío de
blasfemia? No, sólo se oyó un gemido.
Y estas conmovedoras palabras: “Si os place que yo sea
condenado, hágase vuestra voluntad, Señor”.
Y sometidos, resignados, se entregaron los hombres a su
suerte y aceptaron su castigo.
Hecho grave, hecho digno de memoria que la teología no
había previsto jamás. Ella enseña que los dañados no pueden
más que odiar. Y, sin embargo, aman. Se ejercitaron en amar a
sus dueños, los elegidos. El sacerdote y el señor, estos hijos
predilectos del cielo, no encontraron durante siglos en el
humilde pueblo más que dulzura, docilidad, amor y confianza.
Sirvió, sufrió en silencio; azotado dio las gracias, no desplegó
nunca sus labios, como hizo el santo Job.
¿Qué le preservó de la muerte? Solo una cosa refrescó y
reanimó al paciente en su largo suplicio. Esta sorprendente
dulzura del alma que conservó, le trajo suerte; de su corazón
torturado, pero bueno en extremo, surge una fuente de dulce y
tierna fantasía, un ensueño de religión popular contra la
sequedad de la otra. Regada con esta agua fecunda, la Leyenda
germina y crece, cubriendo el infortunio de los humildes con
sus flores< Flores del suelo natal, flores de la patria que
hicieron olvidar a veces la árida metafísica bizantina y la
teología de la muerte.
La muerte, sin embargo, permaneció bajo estas flores. El
santo patrón, el buen santo de la comarca, no bastaba para
defender a sus protegidos contra un dogma amedrentador. El
diablo aguarda apenas que un hombre expire para apoderarse
de él. Todavía vivo, da vueltas a su presa. El diablo era señor
del mundo: el hombre era suyo, su presa. El diablo resulta parte
integrante del orden social de aquellos tiempos. ¡Qué constante
tentación de desesperación y de dudal< La servidumbre de
aquí abajo, con todas sus miserias, era el comienzo de la
condenación eterna. Primero, una vida de dolor y después, para
consolarse, el infierno< ¡Condenados de antemanol< ¿Para
qué, pues, esas comedias del Juicio que la Iglesia celebraba?
Hay algo de barbarie en mantener en la incertidumbre y la
ansiedad más crueles, suspendido siempre sobre el abismo, al
hombre que antes de nacer ha sido ya adjudicado al abismo y le
pertenece.
¡Antes de nacer!< ¡El niño creado expresamente para el
infiemo, a pesar de su inocencial< ¿Pero qué digo su
inocencia? Si este es el horror del sistema; para la religión no
hay inocencia.
No lo sé a ciencia cierta, pero lo juraría. Aquí fue donde el
alma humana se detuvo, donde faltó paciencia<
¡El niño condenado! Ante esto el corazón de la madre debió
sentirse herido, torturado< Creedlo, quien lo hubiera
analizado habría encontrado más que el miedo a la muerte.
De aquí nació el primer suspiro< ¿De protesta? De ningún
modo< Y sin embargo, aunque le pesara a ese mismo corazón
que suspiraba, había un Pero terrible en ese humilde, en ese
callado y doloroso suspiro.
¡Tan callado, pero tan desgarrador!< El hombre que lo
escuchó quedamente en las sombras nocturnas, no durmió más
aquella noche< ni las siguientes. Al amanecer iba a su labor y
encontraba que muchas cosas habían cambiado. Encontraba el
valle y la llanura más bajos, mucho más hondos, más
profundos, como una tumba; y más altas, más sombrias, más
amenazadoras las dos torres que en el horizonte se dibujaban y
escuchaba sombría, la campana de la iglesia, sombrío el
esquilón del castillo feudal. Entonces comenzó a comprender lo
que decían las dos campanas. La iglesia sonaba: Siempre. El
esquilón sonaba: Jamás< Pero al mismo tiempo una voz
enérgica hablaba más alto en su corazón. Esta voz decía: ¡Un
día! ¡Era la voz de Dios!
¡Un día volverá la Justicia! Deja esas hueras campanas
balancearse en el viento< No te alarme tu duda. Esta duda es
ya la fe. Cree, espera; el Derecho desconocido surgirá algún día
y vendrá a juzgar en el dogma y en el mundo. Y ese día del
Juicio se llamará la Revolución.
IV
II
III
IV
VI
VII
VIII
El Libro Rojo
IX
La Bastilla
31 de enero de 1847
El pueblo entero llamado a elegir los electores, escribir sus quejas y sus
peticiones. —Se confiaba en la incapacidad del pueblo. —Seguridad
del instinto popular; firmeza del pueblo, su unanimidad. —Se retarda
la convocatoria de los Estados. —Se retardan las elecciones de París.
—Primer acto de la soberanía nacional. —Los electores perturbados
por el motín. —Motín Reveillón. —Quién tenía interés en las
perturbaciones. —Terminan las elecciones.
14 19 1789
1789
1790)
1791
10 de noviembre de 1847
Nuestras federaciones del 90, las que acabamos de leer en los
tres primeros volúmenes, ese arranque, el más unánime que se
haya visto nunca en el hombre y que unió a Francia y al mundo,
son todo un Evangelio.
Que yo sepa en ningún otro pueblo ha ocurrido algo
semejante, sólo en Francia.
¿Sólo ha pasado una vez? ¿No volvimos a ver ese mismo
arranque en los admirables inicios de julio y febrero? Eso es lo
que hemos olvidado y lo que nuestros jóvenes ignoran.
Conocen bien las revoluciones de Roma y Atenas, pero no la de
1848. Estos recuerdos tan puros que entusiasmarán a los futuros
siglos, que son nuestros títulos de nobleza y el tesoro de la
Patria, les son completamente ajenos.
Siento la necesidad de decirles unas palabras, hablarles de
nuestro estado moral en el momento en que escribimos esta
historia que ahora vuelvo a editar.
Así fue el corazón de los padres en las federaciones del 90 y
así fue el de los hijos en nuestros banquetes de febrero.
Periodistas, políticos, profesores o escritores, nosotros tuvimos
el impulso desinteresado, generoso, clemente, pacífico y
humano.
Dos cosas originales marcaron esa época:
En primer lugar, el horror hacia el dinero. Jamás ha existido
un gobierno tan preciso, tan puro y tan ahorrador. Algrmos de
sus jefes se convirtieron en leyenda por su obstinada pobreza.
Muchos eran santos de modestia y abstinencia. Aún recuerdo,
no sin emoción, haber tenido audiencia con uno de nuestros
reyes (Flocon), en su quinto piso de la calle Thévenot.
La idea común a todos, políticos y escritores, era la de
conservar el carácter constante de tranquilidad y clemencia de
la joven revolución. Por mi parte, esperaba que la juventud de
las escuelas influyese mucho en ese sentido, que pudiera
interponerse y pudiera neutralizar los golpes y amortiguarlos.
Era con esta esperanza, con este pensamiento interior, con la
que hice e imprimí mi curso de enero de 1848. En un
sentimiento análogo, los hombres de gran corazón que tomaron
la iniciativa de febrero, en los famosos banquetes, impulsaron,
alumbraron las federaciones, conservando en pleno combate un
sentimiento de paz.
Fue tal la buena suerte de estos primeros volúmenes que
todos los matices de la democracia los aceptaron
unánimemente. Los más dispares espíritus, Béranger y Ledru-
Rollin, le dieron la misma acogida. La obra ya terminada recibió
sus mayores elogios por parte del gran socialista al que por
diversas razones no tendría por qué haberle gustado mucho.
Las cartas que a ese mismo respecto recibí de Béranger y de
Proudhon merecen ser conservadas dada su importancia.
Aunque sean tan honorables para mí personalmente, debo
publicarlas. Sobre todo Proudhon aparece en ellas con un
aspecto totalmente nuevo, que creo que es el que conservará en
el futuro.
Carta de Béranger
Señor,
He recibido a tiempo el preciado envío de los cuatro
primeros volúmenes de vuestra Historia de la Revolución,
con el que habéis querido honrarme, y enseguida los he
leído con extrema prontitud y extraordinaria satisfacción.
Presentándoos mis agradecimientos os manifiesto mi
admiración no sólo por el escritor, sino sobre todo por el
pensador y el juez que habéis sido.
Por fin, por fin la Revolución francesa sale de la
leyenda, de la novela, del escrito polémico y del panfleto, y
alcanza la historia; parece como si a partir de este día se
extendiera por el mundo. Yo me la imaginaba más o menos
como me la mostráis; confieso que no la entendía.
Acostumbrado a no ceder jamás al impulso de mi opinión,
ni de mi partido y como no pensaba que las grandes
miserias fuesen razón suficiente para generar semejante
movimiento, me sentía como oprimido por la insuficiencia
jurídica de nuestros narradores; me decía que la Revolución
debía quejarse mucho más de sus apologistas que de sus
calumníadores. Maldije ese espíritu de secta que acababa
de mancillar de nuevo la grandeza de alma de nuestros
padres y de poner en duda la justicia de su causa, haciendo
girar todo el movimiento en torno a la influencia de un club
y al pensamiento de un tribuno.
Finalmente, me atrevo a decir que habéis rehabilitado
la Revolución. Gracias al cielo aquí la tenemos, insolidaria
con sus organizadores y desembarazada de ellos; los
Sieyès, los Mirabeau, los Barnave, los girondinos y Danton
y la Montaña, no son más que hombres a menudo muy
pequeños. Marat y Robespierre son juzgados y los
jacobinos valorados en su justa medida. Habéis resuelto ese
difícil problema, el mismo que me planteaba cuando me
preguntaba cómo debía ser una Historia de la Revolución:
debía ser revolucionaria, mucho más que cualquiera de los
que aparecían en el drama y sin embargo ser más
moderada que Danton y los girondinos, más juiciosa que
los constituyentes, más amiga del pueblo que Fréron y
Marat y más puritana que Robespierre. En mi opinión
habéis alcanzado plenamente ese objetivo.
Mi amigo y compatriota Bailly quizás os haya dicho
que yo me ocupaba de un trabajo cuyo título era Práctica de
las revoluciones. Pero seguido debo decir que esta Práctica no
es en absoluto, como podíais haberlo creído, una obra de
gran erudición; mi vida, mis estudios y mis medios me
hacen imposibles los trabajos de esa naturaleza. Lo que me
he propuesto con esa Práctica es demostrar, con ayuda de
los hechos más auténticos, de los más comunes, esa verdad
capital, tan magníficamente enunciada en algún lugar de
vuestro libro que ya no recuerdo, sobre la culpabilidad de
Luis XVI: una nación no es una colección de individuos, es
un ser sui generis, una persona viva, un alma consagrada
ante Dios. Lo que yo busco entonces, lo entendéis ahora,
señor, es la demostración de ese gran Ser, son las leyes de
su vida, las formas de su razón, en una palabra, su
psicología. La naturaleza de mi espíritu y la mediocridad
de mis recursos científicos y literarios no me permiten estas
empresas de descubrimiento como lo es y será, espero,
hasta el final, vuestra historia. No puedo más que analizar
y profundizar en lo que otros han constatado y sacado a la
luz; mi especialidad, al igual que mi método, es la disección
de los hechos y despejar su contenido.
Algo singular es que este espiritualismo trascendente,
que a usted le domina y que a mí me obsesiona, es
totalmente desconocido para nuestros tartufos de
religiosidad, para nuestros escritores eclesiásticos y para
todos nuestros filósofos universitarios. ¡Es un hombre, con
reputación de ser enemigo personal de Dios, que llega
siguiendo a un historiador adversario de la Iglesia, quien se
dispone a lanzar al mundo esta idea grandiosa del alma de
los pueblos y del alma de la humanidad! Por otro lado,
quizás habéis hablado de la abundancia de vuestra poesía
más que de la comprensión de vuestra inteligencia, quizás
habéis dado por figurado lo que yo doy por cierto; esto es
lo que más tarde y tras una reflexión, explicaréis sin duda a
vuestros ávidos lectores.
En cuanto a mí, el hombre menos místico del mundo,
el más realista, el más alejado de toda fantasía y
entusiasmo, creo estar ya en condiciones de afirmar, y
probaré, que una nación organizada como la nuestra
constituye un ser más real y más personal, más dotado de
voluntad e inteligencia propias, que los individuos de los
que se compone: y me atrevo a decir que es sobre todo ahí
donde se halla la gran revelación del siglo diecinueve.
Vuestra Historia de la Revolución, hecha desde ese punto de
vista, es la mejor preparación que hubiera podido desear
para mis lectores: tras haber visto en vuestra narración
pensar, actuar, sufrir y combatir al ser colectivo, estarán
más dispuestos a comprender las leyes de su formación, de
su desarrollo, de su vida, de su pensamiento y de su acción.
Vuestro segundo volumen es en sí una creación, sobre
todo el relato de la Federación del 90, que tras tantos relatos
dignos de almanaque, ha sido encontrado. Sentimos que
ahí está el nudo y el punto álgido del asunto. Tras haber
leído esas grandes estampas de la epopeya nacional, se
siente un amor ardiente hacia la patria y uno se enorgullece
cuando le llaman revolucionario.
Vuestro aprecio a los hombres me parece maravilloso.
¿Será por eso por lo que al principio abundaba en vuestro
sentimiento?< Mirabeau, Sieyès, Danton, Robespierre,
Marat y todos los demás son tallados, pesados y apreciados
por lo que valen. Quizás se podía echar de menos que no
hayáis dedicado más espacio a Mirabeau y a sus discursos;
después de todo, ese hombre fue el más magnífico
instrumento de la Revolución, al igual que Danton fue su
alma más generosa. En compensación, quizás hayáis dado
demasiada importancia a los comienzos de Robespierre,
pues por ellos se prevé que la acusación contra él será
terrible.
Siempre he creído, y me gustaría saber si vuestro juicio
está de acuerdo con el mío, que Robespierre, esclavizado
por el Contrato social, ese código de todas nuestras
mistificaciones representativas y parlamentarias, creía que
la democracia era imposible en Francia, que finalmente en
1794, lejos de reclamar la aplicación de la Constitución de
1793, quería una concentración del poder aún mayor, como
lo confiesan y prueban sus apologistas Buchez y Lebas;
siempre he creído, digo, que este hombre no se habría visto
apurado si hubiese conseguido en termidor, tras haber
ejercido la dictadura, llevar a cabo él mismo una
transacción como las que vimos el 18 de brumario, en 1814
o en 1830.
Por lo demás, confieso que lo que más me indispone
contra ese personaje es el detestable rastro que nos ha
dejado y que desde hace veinte años lo estropea todo en
Francia.
Es siempre el mismo espíritu policial, hablador,
intrigante e incapaz, en lugar del pensamiento liberal y
activo del país. ¿Me permitís ahora, señor, unas palabras de
crítica? Esto no tiene nada que ver con vuestro libro, no
afecta a ninguno de los hechos, a ninguno de vuestros
juicios, sólo me concieme a mí y no afecta más que a una
nota.
Parecéis tener miedo, y desde vuestro libro del Pueblo
continuáis con ese mismo temor, de que el socialismo en el
siglo XIX esté fuera de la tradición revolucionaria de 1789-
92. Estáis preocupado por algunas fantasías comunistas que
circulan entre el pueblo y sobre todo por cierta negación de
la propiedad y del gobierno, cuyas premisas no encontráis en
el pensamiento de nuestros padres.
En lo referente al comunismo, permitidme deciros,
señor, que vuestros terrores son absolutamente infundados.
Si la cuestión económica, más explícitamente planteada hoy
que en 1789, tuvo que empujar a la ingenua inteligencia del
pueblo hacia la hipótesis comunitaria, ha sido el efecto
natural que inspiraba el monopolio egoísta, la competencia
anarquista y todos los desórdenes del individualismo
llevado al exceso. Pero este comunismo sólo existe en forma
de protesta y tiene aún menos raíces que el de los cristianos
de la primitiva Iglesia, que no estuvieron diez meses en
comunidad y probablemente nunca en número mayor de
algunos miles.
En lo que me concieme personalmente, sois culpable
primero, de desconocer la necesidad de definiciones
rigurosas en teoría, después, de suponer que yo quisiera
conformar la práctica con el rigor de una definición. Una
cosa es calificar una idea, un principio según su extrema
consecuencia, y otra es adoptar esta consecuencia extrema
como si fuera la verdad. La propiedad tiene sus raíces en la
naturaleza del hombre y en la necesidad de cosas, lo sé
mejor que nadie, pero la propiedad sin contrapeso, sin
engranajes, va derecha a donde digo y se convierte en robo
y asalto. Nuestra sociedad está hoy en ese punto. Por eso
busco en la creación de garantías sociales y mutuas, un
contrapeso a la propiedad, que sea tan fuerte como para
que la propiedad pierda sus vicios y duplique sus ventajas;
esto es pues lo que, frente a mí, desconocéis. Tendría
mucho que deciros sobre este tema, que creo conocer a
fondo, a través de un largo estudio y una dilatada práctica
comercial; me cierno a esas pocas palabras que serán sin
duda suficientes para tranquilizar vuestro espíritu. No
temáis por la libertad y la personalidad del hombre, os
diría incluso: no temáis por la propiedad, puesto que me
resulta evidente que no la usáis como yo, con el significado
jurídico y capitalista que le han conferido nuestras
tradiciones e instituciones.
Termino, señor, volviendo a expresarle mi mayor
estima y mi admiración sin reserva. Me habéis permitido
conocer a Vico, me habéis iniciado en los Orígenes del
Derecho y acabáis de hacer que vea la Revolución tal y
como fue, tal y como yo quería; os lo agradezco.
Tras tantos servicios el poder os cierra la boca: calmaos,
los jesuitas no durarán mucho. Están tan cercanos a su
ruina, espantosa ruina, que a pesar de toda mi aversión, no
tengo el valor de maldecirles.
Soy, señor, vuestro más devoto y agradecido lector.