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Comparto este artículo, aunque es un poco extenso, porque explicita una mirada
transpersonal acerca de la muerte, los duelos y el dolor. Había intervenido
subrayando las partes del texto que más me conmueven, pero me di cuenta de
que casi en cada párrafo Había algo para subrayar, de modo que dejo esa tarea a
cada uno de ustedes.
Si este texto les llega, es como para leerlo varias veces. Sin embargo, si al ir
leyéndolo encontrarán que por razones personales es demasiado movilizador
sugeriría dejarlo para otro momento. También es posible que alguno de ustedes
se encuentre que es material oportuno para un paciente o para alguien cercano.
Aquí queda, para que les acompañe.
Un abrazo siempre:
Virginia Gawel
_____
trabaja en ello.
Muévela de su
lugar agachado,
Estos recordamos
Es algo aterrador
Amar
Y ah, perder.
Amar,
Amar
Recuerdo estar en la ciudad de Nueva York menos de un mes después de que las
torres fueran destruidas en 2001. Mi hijo iba a la universidad allí y esta tragedia
ocurrió poco después de su primera estancia importante fuera de casa. Me llevó
al centro para mostrarme la ciudad y lo que vi me conmovió profundamente.
Hay otro lugar de dolor que tenemos, una segunda puerta de entrada, diferente
a las pérdidas relacionadas con la pérdida de alguien o algo que amamos. Este
dolor ocurre en lugares nunca tocados por el amor. Estos son lugares
profundamente tiernos precisamente porque han vivido fuera de la bondad, la
compasión, la calidez o la acogida. Estos son los lugares dentro de nosotros que
han sido envueltos en vergüenza y desterrados a la otra orilla de nuestras
vidas. A menudo odiamos estas partes de nosotros mismos, las despreciamos y
nos negamos a permitirles salir a la luz del día. No mostramos a nadie a estos
hermanos y hermanas marginados y, por lo tanto, nos negamos el bálsamo
sanador de la comunidad.
Recuerdo a una joven de poco más de veinte años en un ritual de duelo que
estábamos realizando en Washington. En el transcurso de los dos días que
trabajamos para entregar nuestro dolor y convertir esos pedazos en tierra fértil,
ella lloró continuamente en silencio para sí misma. Trabajé con ella durante
algún tiempo y escuché los lamentos de su inutilidad entre jadeos y
lágrimas. Cuando llegó el momento del ritual, corrió al santuario y pude
escucharla por encima de los tambores gritar: "No valgo nada, no soy lo
suficientemente buena". Y lloró y lloró, todo en el contenedor de la comunidad,
en presencia de testigos, junto a otras personas sumidas en el despojo de su
dolor. Cuando terminó, ella brilló como una estrella y se dio cuenta de lo
equivocadas que estaban las historias sobre estas piezas de quién es ella.
Finalmente
me topo con
todos los lugares donde dije que no
a mi vida.
en la calle equivocada
una a una,
cerca de mi corazón.
Santo…
Santo…
Santo.
La tercera puerta del duelo surge al registrar las pérdidas del mundo que nos
rodea. La disminución diaria de especies, hábitats y culturas se nota en nuestra
psique, lo sepamos o no. Gran parte del dolor que cargamos no es personal, sino
compartido y comunitario. No es posible caminar por la calle y no sentir los
dolores colectivos de la falta de vivienda o los desgarradores dolores de la locura
económica. Se necesita todo lo que tenemos para negar los dolores del
mundo. Pablo Neruda dijo: "Conozco la tierra y estoy triste". En casi todos los
rituales de duelo que hemos realizado, las personas comparten después del
ritual que sintieron una tristeza abrumadora por la tierra de la que no habían
sido conscientes antes. Cruzar las puertas del dolor te lleva a la habitación del
gran dolor del mundo. Naomi Nye lo dice muy bellamente en su poema
“Gentileza”:
Hay una puerta más al duelo, una difícil de nombrar, pero que está muy
presente en cada una de nuestras vidas. Esta entrada en el dolor evoca el eco de
fondo de pérdidas que tal vez ni siquiera sepamos reconocer. Escribí
anteriormente sobre las expectativas codificadas en nuestra vida física y
psíquica. Anticipábamos una cierta cualidad de acogida, de compromiso, de
contacto, de reflexión; en definitiva, esperábamos lo que vivieron nuestros
antepasados de tiempos más profundos, es decir, el pueblo. Esperábamos una
relación rica y sensual con la tierra, rituales comunitarios de celebración, dolor y
curación que nos mantuvieran en conexión con lo sagrado. La ausencia de estos
compromisos nos atormenta y la sentimos como un dolor, una tristeza que se
posa sobre nosotros como en una niebla.
Hay otros factores en juego que oscurecen la expresión libre y sin restricciones
del duelo. Anteriormente escribí cómo estamos profundamente condicionados
en la psique occidental por la noción de dolor privado. Este ingrediente nos
predispone a mantener bajo control nuestro dolor, encadenándolo al más
mínimo lugar escondido de nuestra alma. En nuestra soledad, nos vemos
privados de aquello que necesitamos para mantenernos emocionalmente
vitales: comunidad, ritual, naturaleza, compasión, reflexión, belleza y amor. El
dolor privado es un legado del individualismo. En esta estrecha historia, el alma
es aprisionada y forzada a una ficción que rompe su parentesco con la tierra, con
la realidad sensual y las innumerables maravillas del mundo. Esto en sí mismo
es una fuente de dolor para muchos de nosotros.
Quizás el obstáculo más destacado sea la falta de prácticas colectivas para aliviar
el duelo. A diferencia de la mayoría de las culturas tradicionales donde el dolor
es un invitado habitual en la comunidad, de alguna manera hemos podido
enclaustrar el dolor y desinfectarlo del evento desgarrador que es.
Volver a casa tras el duelo es un trabajo sagrado, una práctica poderosa que
confirma lo que el alma salvaje sabe y lo que enseñan las tradiciones
espirituales: estamos conectados unos con otros. Nuestros destinos están unidos
de una manera misteriosa pero reconocible. El duelo registra las muchas formas
en que esta profundidad de parentesco es atacada diariamente. El duelo se
convierte en un elemento central en cualquier práctica de pacificación, ya que es
un medio central mediante el cual se aviva nuestra compasión y se reconoce
nuestro sufrimiento mutuo.