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Mijita, ya está la aguapanela

¡Ay, tiempos aquellos! Don Gilberto y yo, éramos uña y mugre; dos almas agraciadas por el olor del tamal y el
chocolate de la panadería de la esquina. Era el verano del 85, y la gente madrugaba a las seis de la mañana con
el cantar del majestuoso Himno Nacional, las golondrinas (que hablaban hasta por los codos) eran las que
primero encendían la radio para escuchar los chismes del día, yo hacía parte de las golondrinas, pero mis alas
se rompieron cuando en el obituario de ese día, aparecía la fotografía de un hombre que supuestamente casi
nadie reconocía, pero yo sí. Era Don Gilberto, mi Gilbertico.
El mundo se me cayó, me dirigí a la primera cantina abierta y pedí una polita. El billuyo que yo poseía era
muy poco, y lo único que me brindaba felicidad era la momentánea compañía de aquel zapatero que lustraba
las plataformas de los nobles del pueblo. Amaba cada vez que escuchaba pasar por mi casa la campanita de
la bicicleta de Gilberto, (la reconocía porque siempre sonaba a las 5:45 p.m. Hora en la que me traía un
mecatico para las onces).

- ¡Deje la cantaleta, mujer! - me decía. Solo le reclamaba a mi hombre cada vez que llegaba unos minutos
tarde.

A veces, debo admitirlo, llegaba un poco enguayabado a nuestro techito; el olor a putrefacto de su aliento no
me dejaba dormir, pero lo aceptaba, porque era muy de vez en cuando, y en verdad se lo merecía.
Un día llegó con una panelita (de esas que toca romper con la piedra que guardamos en casa), y me dijo que
ese día iba a ser el mejor de nuestras vidas. Gilberto no sabía cocinar, pues siempre era yo la que le empacaba
un puñadito de arroz con un pedacito de carne sudada para el almuerzo, sin embargo, él era feliz haciendo lo
único que sabía hacer; aguapanela. Mi paladar siempre se deleitaba con ese manjar, y ese día no sería la
excepción. Nosotros teníamos unos delantales muy viejitos, que ya estaban desgastados de tantas lavadas; ese
día, él los hizo relucir como si fueran nuevos, se puso uno de ellos y terminó de cocinar su especialidad.

- ¡Mijita, ya está la aguapanela! - Creo que hasta aquí, es la parte que me gusta recordar, lo que sigue es
sencillamente un acto de miedo; un acto de intentar no exhibir al mundo mucho de lo que de verdad siento (así
como mamá Consuelo me enseñó); un acto de rechazo e inseguridad ante la imagen de un hombre cansado que
llegaba de un día postrado en el piso, a postrarse una vez más de rodillas con un anillo en sus manos, solo para
escuchar un 'no' por respuesta. La aguapanela era para brindar por nuestro amor, pero resultó ser un ruido
ensordecedor en los oídos de Gilbertico.

Me enteré unos días después de leer ese periódico que me rompió en llanto, que había planeado hacer una vaca
con sus amigos, esos que no me caían muy bien, para poder conseguirme algo bonito. Una sordijita que pudiera
portar para siempre. Fue Alfredo quien me lo mencionó, pero la cobardía de mis dedos arrugados, fueron los
que decidieron que mi destino no fuera ser la esposa de Gilberto Giraldo; la mujer más feliz del mundo.
Lastimosamente, ese sueño se mantendrá vivo en mis recuerdos y en el mágico Macondo que pinta maripositas
amarillas, una de ellas debe ser mi
Gilbertico

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