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Yo vivía, o tal vez pasaba una temporada en La Boquilla, ese caserío de pescadores
negros junto a Cartagena.
¿Por qué fui a caer y a dormir en esas playas paradisíacas? Creo que sin razón, o
porque el mundo es redondo y gira, y en alguna parte hay un refugio para descansar
los huesos y saciar la sed a la sombra de los cocoteros de Dios. Fue por eso, o por
nada, no lo podría jurar. La felicidad es infiel y fugitiva. Sólo dura y permanece la
desgracia. Y yo fui feliz, lo recuerdo vagamente... con esa nostalgia de sol que no
cesa de atormentarme.
A las dos de la tarde en La Boquilla, el sol lame el cerebro como una lengua de
fuego. El pensamiento se licua, los recuerdos salen por los poros en gotas sucias de
sudor. ¡Es un saqueo del alma!
Vivo en un rancho de paja, con una familia de pescadores. Pago muy poco por vivir
aquí; no exijo nada, no soy “un blanco”. Colgué una hamaca entre dos palos, en un
cuarto que no es un cuarto, sino cuatro paredes de bahareque con muchos rotos. El
techo está desempajado. Afortunadamente estamos en verano y no llueve. Pero de
noche cae una lluvia de estrellas y torbellinos de arena que levanta la brisa del mar.
Es tan bello mirar el cielo que no puedo dormir. A veces creo que hay un ángel
mirándome.
A mi lado, en el mismo cuarto, duerme Pepe a quien le dicen “El Mocho”. Pepe es
un hombre triste y silencioso. Su tristeza dura día y noche desde que se voló las
manos con un taco de dinamita. A partir de eso se la pasa en cama taciturno o
recorre la playa como fantasma de otro mundo.
Pepe ya no tiene mujer. Una vez dijo que se iba para San Andrés y le prometió un
transistor, pero ella nunca regresó. El todavía la espera. “No sé qué le habrá pasado
a la hembra” —dice con impotencia.
Pepe me apena, ya no tiene razón de vivir. Tenía fama de ser alegre y activo: el
mejor pescador. Ahora es un despojo. Un día de estos amanecerá muerto de
tristeza, cansado de esperar a Candelaria que debe tener otro rancho y otro Pepe.
Yo lo oigo suspirar y dar quejidos en su camastro mientras miro el cielo por el roto
del techo sin poder dormir.
A veces compro una botella de ron Tres Esquinas y nos ponemos a beber. El
enciende una lamparita de petróleo que echa humo como las chimeneas de los
barcos. No somos felices pero espantamos los recuerdos mientras oímos el mar que
brama y las olas que revientan en la playa y se deshacen en un espumero de luna.
Cuando vine a vivir a este rancho yo no dije quién era, ni ellos preguntaron qué
clase de bicho era yo, ni de dónde venía, ni qué hacía en el perro mundo. Eso
simplificaba las cosas, pues habría sido un lío explicarles mi biografía. Además, mi
profesión de poeta no les diría nada. Al contrario, me habría tornado sospechoso,
raro.
Lo que hice cuando me aceptaron como huésped fue pagar un mes anticipado. Era
el tiempo que pensaba quedarme. Si me aburría podía decir adiós. Compraba mi
libertad por una suma irrisoria.
Al otro día y todos los días sería lo mismo. Ellos agarraban el arroz con la mano, a
mí me hicieron el homenaje de ponerme un tenedor.
Después de comer, Silvia, la negrita de la casa, trajo una palangana y un trapo para
que me lavara. Aunque les había dicho mi nombre, me llamaban “doctó cachaco”. “A
comé doctó cachaco”. “Pa’que lávese doctó cachaco”. Eso me disgustaba porque
creaba distancias entre nosotros. Dije que no era “doctor” y que me llamaran
Gonzalo. “Aquí todo lo cachaco son doctó”.
A esa hora, siete de la noche, pasaban una radionovela que reunía religiosamente a
los vecinos. Las mujeres traían banquetas, los hombres escuchaban de pie, los
niños serpenteaban desnudos en la arena. A pesar del volumen, el mar se tragaba
los suspiros o las lágrimas. Mientras el novelón avanzaba hacia el éxtasis yo me
preguntaba con desesperación dónde diablos quedaría el baño. No había visto nada
semejante a una letrina por ahí.
Fui al cuarto del hombre sin manos que había visto por la tarde y le pregunté:
—Oye, ¿dónde está la letrina?
No sabía qué era eso. Se lo expliqué. Si no le entendí mal creo que dijo:
—D’esavainanuay...
—P’ue hacendo...
Cuando iba en la puerta, es decir, en esa rama de palmera que hacía de puerta, el
hombre sin manos dijo en la oscuridad:
—Hombe-cachaco-pa-eso-tá-l’orilla’el-má...
Al otro día todos los hombres de la casa, menos el mocho, rodaron sobre troncos
dos canoas hasta el mar. Salían a pescar con chinchorro, una red inmensa que se
extiende allá lejos y luego se recupera halando dos cuerdas de cien metros desde la
playa.
—Suba-pué
Mis manos lucían enrojecidas por las talladuras, sentía un dolor bruto. Había llegado
la hora de la repartición de los peces. Fotingo hizo seis montoncitos proporcionados
con los diversos animales. “Agarre cada uno su lote”, dijo. Cada uno tomó el suyo.
Quedaba un montoncito en la arena... Todos me miraron.
Dije que no lo hacía por interés, sino por aventura, que se repartieran mi parte, o
mejor, se la cedía al mocho.
—No importa.
—Cachaco trabaja pa’ná, e’bobo...
Las canoas volvieron a rodar de la playa al rancho, pero yo estaba muy cansado.
Haciendo un sacrificio habría podido acariciar a Teresa sin gritar de dolor.
Los primeros días fue imposible establecer una comunicación sincera con los
negros. Me miraban como “otro”, me trataban con respeto, a distancia. A pesar de
mis protestas, me seguían llamando “cachaco” o “el doctó’e cachucha”.
Al tercer día decidí no usar más el bendito tenedor, pues esos detalles me
asignaban una condición de “blanco”. Sin darle importancia a la cosa, empecé a
coger puñados de arroz que comía directamente de la mano, con atención distraída.
De pronto Silvia estalló en una carcajada que se hizo general...
“Miren-quel-doctó-comiendo con la mano jua-jua-juaaa...”.
—Bueno, ¿y eso qué tiene de raro? El arroz sabe mejor así. Pero nadie escuchó
porque todos reían a morir, seguramente por los granos de arroz pegados a mi nariz
como mocos.
A partir de ese momento dejaron de tratarme como un extraño: cayeron las barreras
entre el yo y el otro. ¡Eramos nada más nosotros!
Tal vez mi nombre les parecía solemne y lo partieron cariñosamente en dos. Ahora
me dicen “Gonza”. Por esa razón me perdonan que saque el cepillo de dientes y me
ponga a hacer espumas en la boca. No les da risa, pues ya no me respetan: me
quieren.
—Ná...
—¿Es que no crees en Dios?
—El e’bueno con mocho, yo le pio’ que haga volvé a Candelaria. Un hombre sin
mujé no vale na... no e’ná...
Publicación original: Cromos N°. 2675. Bogotá, marzo 10 de 1969. pp. 38-41.
Tomado de: Daniel Samper. Antología de grandes crónicas colombianas. Tomo II,
1949-2004. Bogotá: Aguilar, 2005. Pg. 232-237.