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Los fallidos dados de Dios

Autor:
©Luis Penas

Imágenes generadas por Inteligencia Artificial.

Editado por:
Libre e Independiente E.I.R.L.
para su sello Voces Múltiples
Calle Sta. Maria de Paredes, Edf. 2 Dpto. 201,
3era etapa urb. Pando, San Miguel, Lima - Perú.
Teléf.: 993425667
www.libreeindependiente.com

Dirección editorial:
Mirza Mendoza

Primera edición digital, enero 2023


Disponible en: www.libreeindependiente.com
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú
Nº202300731
ISBN 978-612-49211-0-0

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmen-


te, sin previo permiso escrito del editor. Todos los derechos
reservados.
Índice

Cuentas5
Diagnóstico10
Abuela Sumak  22
Irene34
Cuentas
Vuelves a contar cada dólar arrugado con olor a mari-
huana, vieja. Un olor que siempre te relaja. El humo de la
varilla de incienso en tu mesa te acaricia el rostro, y nubla
la bombilla de luz que cuelga encima de los dólares, pero
no te molesta. Sonríes al darte cuenta de que los dólares
van aumentando, sonríes con unos dientes carcomidos,
amarillos. Toses. Ahora sí el incienso te ha fastidiado, y
maldices en inglés.
Acomodas tu trasero gordo de tanta Big Mac sobre esa
silla marrón de plástico. Agarras con firmeza los fajos de
billetes sobre la mesa y empiezas, una vez más, a contar
cada dólar arrugado. Sigues: cuentas cada vez más rápi-
do. Tu corazón golpea salvajemente. Tus ojos se agrandan.
Ríes, sobándote la nariz con el antebrazo, sin soltar el dó-
lar restante. Veinte años, vieja, te ha valido juntar este di-
nero.

Habías empezado lavando platos en un pequeño res-


taurante latino, que a duras penas te pagaba el mínimo.
No comías a veces, por ahorrarlo todo.
Tenías presente a tu hermana. Ella había sido tu moti-
vación todos estos años, vieja. Tu motor, tu impulso.

La pila de los dólares sigue en aumento.


Das gracias al cielo, al infierno, a lo que sea. A estas
alturas de tu vida, ya no te importa: sólo tu hermana. La
regordeta mal teñida que te miró sobre el hombro aquel
Cuentas

día y te dijo: «Yo tengo más plata que tú, ignorante de

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mierda». Tú sonreíste, serena. La miraste fijo a los ojos y te
marchaste, muda, como si no hubiera pasado nada, pero
se te había movido todo por dentro. Hasta amaneciste con
un amargo sabor de boca.
Aquel día tomaste una sabia decisión.
Te largaste de ese país tercermundista que no te había
dado más que unas pocas alegrías y una hermana cagona
que te ninguneó desde el día que naciste. Pero ahora ve-
rán, vieja. Verán tu poder y sabrán quién realmente eres.
Tú, la todopoderosa, la más-más.
Por eso, apenas llegaste a Estados Unidos, empezaste a
ahorrar hasta el último penny, trabajando twenty four-se-
ven.
Te cansaste de lavar platos y te marchaste feliz a traba-
jar a una tienda de electrodomésticos. Aprendiste hablar
bien el inglés, y mucho más cuando te enamoraste del
negro californiano que le entraba al negocio de la mari-
huana. Con él aprendiste que el amor lo soporta todo.
En tres años te convertiste en mánager de la tienda, y
ganaste mucho más. El negro ya estaba en la cárcel, pero
por amor o por cojuda, le pagaste la fianza. Así, te que-
daste con la mitad de lo ahorrado. Y entonces fuiste más
drástica en tu forma de escatimar: siempre estaba frente
a ti lo que te obligaba a privarte de la cena y a rechinar
los dientes.

Vieja, terminas de contar. Son trescientos mil dólares


Cuentas

los que has ahorrado. Y te echas a llorar sobre la mesa

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regada con esos ojerosos y soñadores billetes. De repente
el recuerdo del negro Joe aparece como un espectro, te
posee, se impone ante el momento, parece congelar tus
lágrimas por un segundo. Él también te cagó, vieja: te hizo
abortar al hijo que tanto deseabas, para después dejarte
tirada en mitad de una carretera.
Pero ahora tienes trescientos mil dólares. Mucho más
de los que gana el dueño de esa tienda que te echó sin
más, después de diez años de servicio, porque te tenía ga-
nas y tú no le dabas el culo a cualquiera. Te largaste otra
vez, con tus ahorros creciendo cada día. Te fuiste a vivir al
valle central de California y te tuviste que meter de todo
—menos de puta, claro—. Hasta trabajaste en el campo,
con el sol destrozándote la nunca por cinco años. Pero
ya sin darle chance al amor: esos ojos grandes color miel
que enamoraban en tus mejores tiempos, ahora, opaca-
dos, solo brillan iluminados por el rencor.

Te levantas de la mesa. Respiras profundo: ahora es


tiempo de volver, viejita. Mañana irás a esa agencia de
viaje que siempre has visto con ilusión, a comprar tu pasa-
je de regreso. Aunque ya no encontrarás a tus padres. Sólo
tu hermana queda viva y eso es lo importante. Llegarás a
joderla, vieja. Ahora yo tengo más plata que tú, pues, le di-
rías, y también que te bese los pies. Que te los lave con sus
lágrimas, si es posible. Ahora podrías incluso comprarla y
hacerla tu esclava hasta que se funda.
Sacando pecho, caminas hacia una tosca alacena que
Cuentas

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descansa al lado de la cocina. Abres la puerta despacio
y agarras un cigarrillo. Giras la llave del gas de la estufa
para encender el cigarro. Fallas. No sale el fuego. ¿Esa era
la que no servía? Dudas. Abres la otra hornilla y sale el
fuego, vibrante como tus ojos. Acercas suave el cigarrillo y
empiezas a fumar. Apagas el fuego. Te tranquilizas. Viaja-
rás en dos días para que todos te admiren. Y ríes a carca-
jadas, abriendo los brazos, sintiéndote la reina de America.
Sintiéndote el sueño americano en persona.
Ríes, vieja, ríes, y de tanto reír y chuparle al cigarro, te
ahogas y empiezas a llorar. A llorar de ahogo y a llorar de
rabia. Apagas el cigarrillo contra el cenicero. Sientes un
leve dolor en la cabeza, y decides descansar un rato: ma-
ñana podrás pensar con más calma.
Te acuestas y te relajas, olvidando cerrar la hornilla que
no funcionaba.
Cuentas

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Diagnóstico
Cuando a Pablito Chafloque el médico le determinó
que el cáncer que padecía ya no podía ser controlado y
le quedaban de cuatro a seis meses de vida, se vio a sí
mismo como un pericote gris acorralado por un enorme
gato negro que juega con su presa antes de asestarle el
mordisco mortal. La vida había decidido morderlo con un
cáncer lento y doloroso.
—¿Ahora qué hago? —pensó agitado Pablito Chafloque,
parado en una esquina céntrica de Chiclayo, sostenien-
do tembloroso la receta e indicaciones que le había dado
el médico. Miró al cielo. La oscuridad de la noche fresca
mordía lentamente los trozos de la tarde. Suspiró. Oyó el
llanto de un bebé y sintió un ligero sobresalto en su pe-
cho. Buscó al bebé con la mirada y lo encontró a un par de
metros de él en un cochecito rosado que empujaba una
mamá joven con el cabello largo, azabache. Pablito Cha-
floque se olvidó por algunos segundos de su mala noticia,
mientras su mirada recorría cada espacio del cuerpecito
de la bebé. La mamá se paró al frente de la criatura a ave-
riguar por qué lloraba, y fue inevitable para Pablito ver el
trasero redondo, apretado por un jean nuevo, de aquella
joven mamá.
—Tengo que hacer algo —se dijo Pablito Chafloque al
sentir cómo los latidos de su corazón iban aumentando—:
me voy a morir. —Se echó un poco de aire en la cara con los
Pablito Chafloque

papeles que tenía en las manos. Con el dedo índice apretó


contra su nariz los lentes de medida y caminó rápido para
evitar la erección que sentía nacer en ese momento.

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En una hora llegó a su casa. Alquilaba un cuarto con
baño incluido en una zona de clase media. Su sueldo de
supervisor en la fábrica de juguetes le alcanzaba para un
departamento de soltero en el centro de la ciudad, pero él
siempre había querido vivir en aquel exclusivo suburbio,
aun cuando tuviese que limpiar por sí solo su habitación.
El silencio y la oscuridad de su dormitorio le devolvieron
el vacío que había sentido en el estómago al recibir la
mala noticia.
—Voy a morir en unos meses —recordó sollozando, y
dejó caer los papeles que todavía llevaba en la mano. Se
echó en la cama. —Tengo frío —susurró abrazándose—. Y,
en ese momento, deseó estar en los brazos de alguien.
Un llanto de bebé lo despertó a medianoche. Era la
bebé de su vecina, Yaku. Yaku se había mudado hacía dos
semanas con su hijita, y alquilaba el otro dormitorio que
tenía la casa. A Pablito Chafloque nunca le avisaron que
iba a tener vecinos. Yaku apareció de un día para otro. Die-
cinueve años, madre soltera de una niña de cinco meses.
Así se presentó ella, sosteniendo a su bebé en brazos, la
tarde que se cruzaron en la sala de estar. Pablito Cha-
floque salía por una gaseosa del refrigerador cuando vio
el cabello castaño y los ojos verdes y achinados de Yaku.
La bebé estaba muy tranquila y callada en ese momento,
tapada con una manta azul, y Pablito Chafloque alcanzó a
Pablito Chafloque

ver sólo una parte de su pálida cara.


—¿Se siente bien? —preguntó Yaku buscando los ojos
de su vecino.

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Pablito había hecho un gesto de desagrado al sentir el
olor a marihuana y ron que provenía de Yaku.
—Sí, todo bien —dijo desviando la mirada al cuerpecito
de la bebé.
—¿Le gustan los niños? —Yaku señaló con la cabeza a
la criatura.
Pablito Chafloque sintió arder sus mejillas.
—Un poco —agachó la mirada.
—Entiendo.
—Bueno —resopló Pablito y logró sonreír—. Bienveni-
das —hizo un gesto con la cabeza y regresó a su dormito-
rio con la gaseosa en la mano.

Desde hacía dos semanas era así: minutos antes de la


medianoche, Pablito Chafloque se despertaba al oír el
llanto de la hija de Yaku, pero de un momento a otro ese
sonido desaparecía. Como cuando se cierra una puerta,
y las voces enmudecen. Sin embargo, esa noche, cuando
terminó el llanto de aquella bebé, apareció en la cabeza
de Pablito una idea que lo mordió, igual que un indigente
poseído por el hambre muerde una manzana.
Se levantó de la cama casi saltando. Encendió la luz. Se
lavó la cara. Limpió sus anteojos y volvió a ponérselos. Ce-
rró por completo la cortina de la única ventana, y se paró
Pablito Chafloque

frente a la pizarra colgada en la pared de su dormitorio.


Suspiró profundo, observando cada uno de los recortes
periodísticos que había pegado en la pizarra. Recortes pe-

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riodísticos sobre hombres que abusaban sexualmente de
infantes. Hombres que para Pablito Chafloque eran héroes.
Héroes que él sólo admiraba, pero no imitaba, porque sus
héroes habían sido capturados por la policía y habían ter-
minado siendo violados en la cárcel por los otros presos.
Y, hasta ese minuto, la vida había sido para Pablito Cha-
floque aquel enorme gato negro que juega con el peri-
cote, arrastrándolo de un lado a otro, golpeándolo hasta
dejarlo desorientado, pisándole la cabeza… Y luego zas:
el mordisco letal. Y esa poca fortuna, más el miedo de ser
violentado por otros hombres, lo paralizaba cada vez que
deseaba tocar a una bebé.
Desde su juventud lo supo: le atraían sexualmente las
bebés. Su pene se endurecía cada vez que tenía cerca a
una bebé, o cuando las escuchaba llorar, como le suce-
dió la tarde anterior al salir del consultorio. O como estos
días, al escuchar el llanto de la bebé de Yaku. Terminaba
masturbándose, imaginando que su miembro viril recorría
esas suaves piernecitas. —Una conchita dulce y virgen —
susurraba Pablito Chafloque con el pene en la mano.
—Ahora es distinto —dijo, frente a la pizarra—. Voy a
morir en algunos meses. Tengo que hacerlo —se alentaba,
sintiéndose invencible.
Observó una vez más los recortes periodísticos: «El mons-
truo de Chiclayo, David Roger Abad Vera, fue ultrajado sexual-
Pablito Chafloque

mente por los reos del penal de Picsi. Los presos lo castigaron
porque Abad Vera violó a una niña de un año». Terminó de
leer Pablito Chafloque uno de aquellos titulares, y se le borró

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la sonrisa. Qué hará si lo atrapan, pensó, y vio tiradas en el
suelo las recetas e indicaciones que le había dado el doctor.
—Igual voy a morir —se recordó en un susurro—. No me
queda de otra: después, tengo que quitarme la vida —Habló
con determinación, como si alguien estuviera frente a él es-
cuchándolo.
Y se sentó en el borde de su cama a pensar en lo que haría.

En unos días Pablito Chafloque tenía un plan. Había con-


seguido por lo bajo un arma de fuego para volarse los sesos y
unas gotas somníferas. También había conseguido acercarse
un poco más a Yaku, que siempre olía a alcohol y a marihuana.
Pablito procuraba hablarle de Dios. Le mencionaba algunos
versículos de la Biblia que había memorizado de niño en la
catequesis. Ella escuchaba atenta, meciendo a su bebé. Una
bebé silenciosa, arropada siempre con el mismo manto azul.
Estaba anocheciendo cuando Pablito Chafloque entró en
la casa. Había comprado algunas botellas de ron y coca cola.
Le prepararía a Yaku un trago donde pondría las gotitas som-
níferas.
Llegó muy animado a la sala de estar, y encontró a su ve-
cina discutiendo con otra mujer en medio de la sala, por pri-
mera vez no tenía a la bebé en brazos.
—Yaku, entiende —suplicaba la mujer, mirándola a los
ojos—. Esto no le está haciendo bien a nadie. Vuelve a la casa,
Pablito Chafloque

por favor.
—Nosotras estamos bien aquí —levantó la voz Yaku—. ¡Dé-
janos en paz!

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La mujer agrandó sus ojos verdes y achinados.
—Yaku, entiende. Desde el accidente no estás bien. Tienes
que ir a ver a un especialista.
—¡Lárgate! ¡Lárgate! —gritó Yaku, señalando la puerta.
Pablito, confundido, se encontró con la mirada furiosa de
la mujer. Ella vio las botellas de ron y coca cola que traía. Le
frunció el ceño, resopló, y se fue sin mirar a Yaku.
Él dejó las botellas en una pequeña mesa que ocupaba
una parte de la sala. Yaku se desplomó en uno de los sofás.
—¿Estás bien? —preguntó Pablito Chafloque parándose
frente a su vecina.
Con los ojos vidriosos, Yaku respiró profundo.
—Sí, todo bien —miró fijamente a Pablito—. La que se fue
era mi hermana mayor. De repente mi mamá la mandó. Ellas
quieren que regrese a casa y estudie algo.
—Creo que eso es una muy buena oportunidad. Tienes re-
cién diecinueve años…
Yaku chasqueó la lengua.
—Tengo que buscar un trabajo para mantener a mi hija
—replicó.
Pablito Chafloque dio un paso hacia atrás.
—Perdón, señor Chafloque —dijo de inmediato la joven,
moviendo la cabeza de un lado a otro. Se levantó de su asien-
to y miró ansiosa las botellas de ron y coca cola que había
Pablito Chafloque

comprado su vecino.
—¿Está celebrando algo? —rio nerviosa.

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Pablito Chafloque asintió con la cabeza. Su plan empeza-
ba a ejecutarse.
—Se podría decir que sí.
Yaku parpadeó confundida.
—¿Cómo así?
—Bueno —se quebró Pablito—. El doctor me ha dado
de cuatro a seis meses de vida —suspiró—. El cáncer que
padezco ya no puede ser controlado.
Yaku se llevó las manos a las mejillas. Algunas lágrimas
terminaron chorreando el rímel de sus ojos.
—No, linda —exclamó conmovido Pablito Chafloque—.
No te pongas así. Tengo que aceptarlo —y se acercó a
abrazarla.
—Yo no sabía que usted tenía cáncer —dijo Yaku, sepa-
rándose de los brazos de su vecino.
—Ayer me enteré —mintió Pablito—. Pasé toda la noche
reflexionando y concluí que no podía tirarme en la cama
a llorar. Necesito celebrar antes de que esta enfermedad
empeore —suspiró hondo—. Quisiera pedirte por favor que
no hablemos del cáncer ni nada por el estilo, ¿sí?
Yaku asintió y se limpió las lágrimas con el revés de sus
manos.
—¿Brindarías sólo una copa conmigo? —invitó él, mi-
rándola a los ojos—. Sé que tienes que cuidar a tu niña,
Pablito Chafloque

pero al menos concédeme una copa.


Pablito Chafloque sonrió recordando a la bebé de su
vecina. Una tarde, en la sala, estuvo a punto de sentirla

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entre sus manos, pero la madre se la llevó de inmediato
a su habitación porque la niña había empezado a llorar.
Ahora era su oportunidad de sentirla toda.

—Claro que sí —dijo entusiasmada Yaku, acomodándo-


se el cabello—. No se preocupe por mi hija, señor Chaflo-
que: está durmiendo.
—Bueno, iré a la cocina a preparar los tragos.
—No, no —se adelantó Yaku—. Yo lo hago con todo el
cariño del mundo —y llevó las botellas de ron y coca cola
a la cocina.

Unos veinte minutos más tarde, Yaku dormía borracha


en uno de los sofás de la sala. El ron la había convertido
en una persona parlanchina. Pablito Chafloque intentó va-
rias veces preparar el trago que la durmiera, pero fue en
vano. Yaku caminaba tras él todo el tiempo, contándole
sobre una serie alemana en Netflix. Pablito la escuchaba
impaciente, con el único vaso de ron mezclado con coca
cola que se había servido esa noche.
—Yo, solo un trago —mostraba su vaso de alcohol —. Tú
sabes muy bien por qué.
Yaku rio como si hubiera escuchado el mejor chiste de
su vida y, balanceándose, con el quinto vaso de ron a pun-
Pablito Chafloque

to de terminarse, se acercó a su vecino.


—Nou…nou —tartamudeaba Yaku—. Ssse… Preo… cupe,
señor Chafloque. Yo lo haré feliz — y se arrodilló frente a

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Pablito. Dejó el vaso de ron a un lado e intentó abrirle el
cierre del pantalón.
—No —dijo Pablito Chafloque con un paso hacia atrás—.
¿Qué haces, Yaku? Ven, párate —y la ayudó a levantarse.
—Este… —Yaku intentaba ser fluida al momento de ha-
blar—. Lo haré feliz antes de que se muera —rio fuerte-
mente Yaku. —Se muera —murmuró esta vez sollozando.
Pablito Chafloque la acostó sobre un sofá y la vio que-
darse dormida.
—Yaku —Pablito le palmoteaba suave las mejillas—.
Despierta, mujer, despierta.
Nada. Yaku no respondía.
—Es ahora o nunca —susurró Pablito Chafloque y dejó
su vaso de ron en el suelo.
Con los ojos brillantes, iba feliz al encuentro con la hija
de Yaku. Su corazón dejaba escuchar sus latidos.
Abrió despacio la puerta del dormitorio de su vecina. La
bebé, cubierta hasta el cuello por el manto azul, dormía
en medio de una cama pequeña. Pablito con un poco de
sudor en la frente se paró a unos pasos del cuerpecito de
la niña.
—Es ahora o nunca —repitió, convencido. Se bajó los
pantalones y el bóxer. Cerró los ojos y empezó a estimular
su pene con una de sus manos—. Una conchita virgen y
Pablito Chafloque

dulce —susurraba Pablito, sintiendo cómo su miembro iba


agrandándose—. Un poco más —saboreaba el momento—.
Ya es hora —dijo Pablito soltando su falo erecto y acer-

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cándose al filo de la cama. Los pantalones y el bóxer al-
rededor de sus tobillos le impedían caminar con libertad.
Sacó de un tirón el manto azul que cubría a la bebé y de
inmediato buscó bajarle los pantaloncitos.
—¡Mierda! —gritó atónito. Dio un paso hacia atrás. Los
vellos del brazo se le erizaron. Su pene se aflojó brusca-
mente. Una fugaz náusea reemplazó su excitación inicial
y trepó desde su estómago hacia la garganta. Pablito se
llevó la mano a la boca. Respiró profundo.
Se acercó nuevamente al filo de la cama. Observó ex-
trañado el rostro inerte, el brillo plástico de los ojos y el
cabello símil natural, y recordó los bebés hiperrealistas
que se fabricaban en su trabajo.
—¡Pero si es una muñeca!
En el pecho colgaba una pequeña grabadora.
—Loca de mierda —chasqueó la lengua Pablito—. Puta
madre. Con razón siempre estaba tan quieta —alzó a la
muñeca. En la espalda de esta vio pegada una fotografía.
Era la imagen sonriente de una bebé desnuda, tendida
sobre una manta floreada.
—¿Quién es esta? —despegó la foto. En el dorso, una fe-
cha: 02/03/2017 – 06/07/2017. —¡Esta es la hija! —conclu-
yó Pablito, limpiándose el sudor de la frente—. Ha muerto
hace dos meses —Tiró la muñeca y la foto al piso—. ¡Loca
de mierda!
Pablito Chafloque

La pequeña grabadora salió volando y, al chocar contra


el pie de la cama, se presionó el botón play del aparato.
Un llanto de bebé. El mismo llanto que venía despertan-

20
do a Pablito las noches anteriores empezó a reproducirse
escandalosamente.
—Carajo —renegó, mientras caía de cara por el boxer
y el pantalón que enredaban sus tobillos. Con dificultad
se sentó en el piso para quitarse por completo lo que le
aprisionaba. Le costó encontrar sus lentes, que se le ha-
bían soltado al tropezarse. Agitado, gateó en busca de la
grabadora y apagó el llanto del bebé.
—Pero, ¡¿qué es esto?! —oyó Pablito Chafloque gritar a
Yaku en la entrada del dormitorio.
Levantó la mirada y vio los gatunos ojos enfurecidos de
su vecina, todavía chorreados de rímel.
—¡Pedófilo de mierda! —chilló rabiosa. Y de un salto se
abalanzó hacia él buscándole la entrepierna.
Acorralado, antes de que su vecina le arrancara de un
mordisco una parte del pene, Pablito Chafloque creyó ver
cómo ella se convertía en un enorme gato negro.
Pablito Chafloque

21
Abuela Sumak
Cuando uno se encuentra en un callejón sin
salida, el cerebro trabaja, busca, rebusca, escar-
ba. Y encuentra. Siempre hay salida para todo.
No siempre es buena. Pero es salida.
Isaac Aisemberg

Mataré a la abuela Sumak. Lo decidí viendo a mi herma-


na Urpi llorar desconsoladamente en su cuarto, mientras
me contaba que, unas horas antes de la cena, había presen-
tado a su novio a la abuela. Edgar era un ingeniero recién
egresado, y mi hermana una mujer débil, algo impulsiva,
criada a la antigua, que apenas había cumplido los veinte.
Al parecer, a la abuela Sumak no le había caído bien el
color de piel de Edgar: «¿Hay ingenieros morenos?», había
dicho la vieja, mirándolo de abajo a arriba.
Mi abuela. Una mujer despreciable a quien el destino
había premiado con una herencia llena de negocios y
tierras, que no compartiría con ningún hermano por el
simple hecho de ser hija única. La vieja, sin duda, era la
fortuna andante.
Por otro lado, la fortuna había decidido jugar a las
escondidas con mi hermana y conmigo. Mi madre murió
al nacer Urpi ––yo tenía tres años––, y a mi padre no se
le ocurrió mejor idea que dejarnos con abuela Sumak y
Abuela Sumak

largarse a los Estados Unidos, borrando toda posibilidad


de comunicación con él.
Desde entonces, mi abuela nos crio como a ella mejor le

23
parecía. Yo hubiera querido ser arqueólogo para investigar
nuestras culturas preincas, pero la vieja me obligó a
estudiar Administración de Empresas:
—Necesito que alguien de mi sangre se ocupe de mis
negocios —renegaba conmigo a la hora de la cena, bebiendo
su tercera copa de vino––. El fulano que administra mi
fortuna jamás me convenció, y hasta sospecho que me
roba.
Yo sonreía, pensando en lo ridícula que era la vieja.
¿Así que sospechaba que el fulano le robaba? Qué le va a
robar, con lo controladora que es… Además, ese tipo había
sido desde muy joven administrador de todos los bienes
de la familia. Y ahora, a sus setenta años, trabajaba mejor
que nunca.
—O haces lo que te aconsejo ––me decía la abuela–– o
te largas de aquí: yo ya no tengo ninguna obligación para
contigo.
Tragué saliva: yo recién había terminado la secundaria,
no tenía ni un sol en el bolsillo y me vi obligado a aceptar
el planteo de la abuela, mientras alimentaba el deseo de
matarla. En ese momento era solo una idea difusa; ahora
iba a convertirme en el hombre que toma las riendas de
su vida y hace realidad sus sueños.
Mataré a mi abuela, sí. Lo había decidido. El llanto
desconsolado de mi hermana ayudó a convencerme.
«Ya no podré volver a amar», sollozaba la pobre. Abuela
Abuela Sumak

Sumak había herido tanto el orgullo de Edgar que él salió

24
de inmediato de la hacienda, diciéndole a Urpi que no la
vería nunca más.
—Pero por qué no te vas y lo buscas, le pides perdón
y empiezas una nueva vida con él —le aconsejé—. Estaba
dolido, es lógico que te dijera eso. Vete con él, olvídate de
Sumak y empieza una nueva vida.
Mi hermana frenó sus lamentos y observó la gran cruz
de madera que colgaba sobre la cabecera de su cama.
—Pero Edgar todavía no ha pedido mi mano a la abuela.
No puedo irme sin su consentimiento — respondió, mientras
limpiaba sus lágrimas con un pañuelo—: me quedaría sin
mi parte de la herencia. Ella me lo dijo bien claro: si salía
casada de aquí, heredaría algunos bienes.
Suspiré profundo.
—Esas ideas que te ha metido son para tenerte a su
lado, para que seas su sirvienta las veinticuatro horas. Ni
siquiera te permitió seguir los estudios. ¿Recuerdas lo que
te dijo aquella vez?: «Hay dos tipos de mujeres en este
mundo. Las que nacen con fortuna para ser las dueñas de
su vida, como yo. Y otras para ser sirvientas de alguien o
de su marido y de sus hijos, como tú».
Urpi parpadeó un par de veces, asintiendo.
—No sabes cómo la odio ––confesó, mostrando los
dientes como un perro enfurecido––. Hoy más que nunca
la odio, y desearía verla muerta.
Abuela Sumak

—Cálmate. Vas a ver que todo se solucionará, ten pa-


ciencia.

25
Hubiera querido contarle lo que había decidido con res-
pecto a la abuela, pero era mejor que no lo supiera nadie.
Mi plan era simple: provocarle un paro cardiaco. Sería
fácil, y más porque abuela Sumak sufría de la presión alta.
Fue sencillo conseguir la sustancia que le provocaría
el paro cardiaco. Según el tipo que me la vendió en el
mercado negro, tres gotas eran suficientes, y harían efecto
después de dos horas. Fue fácil también poner las tres
gotas en la botella de vino que abuela Sumak bebería esa
noche: la cocinera había salido a hacer las compras.
Ahora yo era la fortuna andante.
Salí de la cocina, tratando de pensar en otra cosa, para
tranquilizarme.
Busqué a abuela Sumak: tenía que comunicarle los úl-
timos reportes sobre sus negocios. La encontré cerca del
huerto de maracuyá. Estaba con Tawa, un trabajador de
la hacienda que tenía mi edad, a quien mi abuela había
criado desde niño. Tawa, Urpi y yo fuimos amigos insepa-
rables hasta la adolescencia, pero a Sumak no le gustaba
esa amistad, y en especial, la relación tan cercana entre
Tawa y su nieta. Yo no había notado ese particular trato
hasta que empecé la universidad: a él le brillaban los ojos
cada vez que veía a Urpi, y siempre se mostraba dispuesto
a ayudarla en lo que ella le pidiera.
—¡Para la próxima, corta bien la leña, cholo de mierda!
Abuela Sumak

Él, empuñando un machete y con una alforja sobre uno


de sus hombros, la escuchaba cabizbajo.
—¿Qué pasa? —intercedí.

26
—Este cholo bruto ayer no cortó bien la leña, y me ras-
pé con una astilla al ponerla al fuego —siguió vociferando
la vieja.
Pobre Tawa, por qué toleraba este trato. La paga y Urpi,
seguro.
—Ten más cuidado para la próxima, Tawa —le dije––. Ve
a seguir trabajando.
Tawa, serio, asintió y se retiró sin decir nada. Yo le expli-
qué a abuela Sumak para qué la buscaba.
Fuimos a la oficina y le hice el reporte de los ingresos.
Se alegró: las cosas andaban mejor día a día. Me felicitó, y
sacó de su caja fuerte algunos billetes para adelantar mi
paga del mes.
—Tú y tu hermana son la mejor compañía que puedo
tener hasta el momento —dijo, mientras ponía los billetes
sobre la mesa—. Gracias —me susurró al oído.
¿Qué había sido eso? ¿Aumentar sus ingresos en los
negocios ponía sentimental a la vieja?
—Avisa al ama de llaves que les diga a todos los traba-
jadores que ya pueden irse. Que descansen. Merecen un
premio de vez de en cuando.
Sonreí. Sí que la había puesto de buen humor mi re-
porte. Le agradecí y salí de la oficina, agarrando el dinero.
Avisé al ama de llaves la orden que había dado su patrona.
Subí a mi dormitorio a bañarme. Tenía que salir a despejar
Abuela Sumak

la mente. Hoy moriría abuela Sumak, y eso me daba cierta


tranquilidad, por ratos.

27
No había visto a mi hermana en todo el día. ¿Qué habrá
pasado con Urpi? Con el cabello húmedo y ropa limpia
toqué un par de veces la puerta de su dormitorio. Escuché
un seco: «¿Quién es?». Abrió de inmediato al escuchar mi
voz. Entré a su habitación. Los ojos de mi hermana pare-
cían dos lunas llenas de sangre, a punto de explotar. Su
cabello estaba desordenado, y llevaba la misma ropa de
ayer.
—La vieja está feliz —le dije; Urpi me miró confundi-
da––. Dice que somos su mejor compañía.
—No me interesa —respondió, volteando hacia la pared
blanca.
—Cámbiate y sal un rato. Ha dicho que toda la servi-
dumbre se vaya temprano. Tienes que tomar una decisión.
¿O ya has decidido algo?
—Antes de que anochezca decidiré algo —me respon-
dió, sin dejar de mirar la pared—. Ahora déjame sola, ¿sí?
No me siento bien.
No contesté. ¡Pobre Urpi! Pero pronto la mujer que le
había hecho tanto daño se iría para siempre. Salí de la
habitación, aceptando dejarla sola. Bajé sonriente, y en-
contré a mi abuela almorzando con una copa de vino. Yo
había planeado que se lo bebiera en la cena, pero se me
adelantó el plan: mi día de suerte, sin ninguna duda.
—Ven, almuerza conmigo —dijo abuela Sumak al ver
Abuela Sumak

que me acercaba al comedor central––. Yo tuve que ser-


virme sola: toda esa tira de inútiles voló cuando les di el

28
permiso. Bebe un poco de vino —dijo tocándose la frente
sudorosa—. Aunque lo he probado un poco raro.
«Lo he probado un poco raro», resonó en mí esa frase.
En un par de horas ya no tendremos que seguir soportán-
dote, abuelita.
—Pucha, abue —dije, poniendo las manos sobre el res-
paldar de una silla de la gran mesa del comedor—. He
quedado en almorzar con una amiga. Ya tengo que irme.
Abuela Sumak frunció el ceño. Bebió un poco de vino
y, al terminar, con una gran sonrisa, me dio permiso para
retirarme.
A la media hora ya estaba en un bar céntrico de Chi-
clayo, decidiendo cómo actuaría cuando volviera. Quizá la
encontrase muerta mi hermana. La policía dirá que la vieja
murió de un paro cardiaco: nada raro para una mujer que
sufría de presión alta. ¿Y si determinan que deben realizar
una autopsia? No, no creo: la policía es tan ineficiente que
querrá archivar el caso en seguida. Y si hay que corromper
jueces y policías con dinero, yo lo haré. Eso es mucho más
fácil aquí que en cualquier parte del mundo.
¿Pero si en verdad me descubren? ¿Y si nadie se deja
corromper?, pensaba, con el cuarto shot de pisco mezclán-
dose en mi sangre. ¡Ja! Esto es Chiclayo, Perú; no Nueva
Zelanda —intentaba darme ánimos—. Aunque yo no lo ha-
bía hecho por el dinero, sino por los muchos abusos que
Abuela Sumak había cometido con la gente, conmigo y en
Abuela Sumak

especial con mi hermana. Soy un héroe… ¿O un asesino?


Bebí el quinto shot y me largué del bar.

29
Caminé por la ciudad. El efecto del alcohol fue bajando
un poco de mi cabeza. Tenía que volver a casa para que
nadie sospechara de mí.
Eran las nueve de la noche: abuela Sumak ya debería
estar muerta.
En media hora llegué en taxi a la hacienda. En la en-
trada noté tres patrulleros con sus luces rojas encendidas.
—¿Usted es el nieto de la señora Sumak? —me dijo un
oficial.
—Sí —dije, acercándome a la puerta. Un leve temblor
nació a lo largo de mis canillas—. ¿Qué pasa?
—Ha muerto su abuela —respondió el policía fríamen-
te—. Venga conmigo.
Abrí los ojos lo más que pude para que se note mi
sorpresa. Entramos a la sala. Dos hombres conversaban;
vestían chalecos negros donde se leía en letras amarillas
dirincri.
—Él es el nieto —me presentó el policía que me había
parado en la puerta.
Uno de los hombres de chaleco se me acercó y me dijo
que lo acompañara al angosto zaguán que llevaba a la
cocina. Lo seguí; me pareció de pronto que ahí adentro la
temperatura era de 40 grados centígrados.
—Soy el detective Perleche —me extendió la mano. Le
devolví el gesto—. Su abuela murió.
Abuela Sumak

—Sí, ya me lo dijo el otro oficial —respondí secamen-


te—. La encontró mi hermana, ¿verdad? —dije, fastidiado

30
por el calor que me estallaba en la cara. Y a todo esto,
dónde está ella, pensé.
—Perdón —dijo el detective mirándome fijo—. ¿Y cómo
sabe que su hermana la encontró?
—No, no, o sea… —vacilé un poco—. Ella estaba aquí
cuando me fui. Por eso lo supuse.
—Mmm —dijo Perleche, sin dejar de escrutarme—. La
que la encontró fue el ama de llaves, que regresó porque
se había olvidado algo. No había nadie aquí cuando ella la
encontró. ––Y añadió––: Veo que ese dato lo sorprende.
¿Pero si en verdad me descubren? Una vez más la pre-
gunta apareció en medio de esa olla de agua hirviendo
que era mi cabeza. Aclaré la garganta.
—Bueno —quedé en silencio algunos segundos—. ¿Pue-
do ver a mi abuela?
—Aún no. El ama de llaves dice que usted venía de la
oficina de la señora Sumak cuando le avisó que ella había
dado la orden de que todos se fueran a casa temprano.
¿Eso es verdad? ¿Qué hicieron en la oficina? ¿Hablaron de
dinero? ¿Le dio dinero?
¿Por qué me preguntaba eso? ¿Qué tenía que ver eso?
El calor en mi cabeza no menguaba ni un mísero grado.
—Sí, claro. Es verdad —respondí, bajando la mirada
—¿Dinero? No sé nada. Sólo le di algunos reportes de sus
negocios. O bueno, sí me dio algo de dinero —se me enre-
Abuela Sumak

dó la lengua.

31
—¿Le dio dinero sí o no? ¿Usted sabe la clave de la caja
fuerte?
—No, no sé la clave —sentí un hincón cerca del pecho.
Sí la sabía, pero nunca agarré nada, porque la abuela
llevaba a rajatabla las cuentas. Alguna vez, creo, le dije a
mi hermana la clave.

—Señor, veo que está sudando mucho, ¿se siente bien?


¿Qué pasa con este tipo? ¿Por qué no me deja en paz?
Entretanto, parecía que alguien hubiese encendido una
fogata dentro de mí.
—En realidad… —titubeé.
—Señor —levantó la voz el detective, buscándome los
ojos—, ¿sabe o no sabe? Dígame la verdad.
Quise responderle de inmediato, pero sólo balbuceé. El
detective no dejaba de mirarme a los ojos.
—Bueno… —una gota de sudor humedeció la comisura
de mis labios —. Sí, sé la clave de la caja fuerte.
Mi cabeza ahora parecía el planeta más cercano al sol.
Las preguntas volvieron a perseguirme, pero esta vez, con
la voz venenosa de la abuela: «¿Y si te descubren, inútil?
¿Te crees un héroe…? No eres más que un asesino cobar-
de, un mal agradecido».
Perleche hablaba y hablaba, pero yo no lograba enten-
der ni una sola de sus palabras: su voz se superponía con
Abuela Sumak

las espectrales maldiciones de Sumak.


Y ya no pude contener las lágrimas.

32
—Está bien, lo confieso —dije con determinación—. Yo la
maté. Era una vieja miserable, ¿sabe? Yo la maté —respiré
profundo, sintiendo a la vez náuseas y alivio.
—¡Me sorprende, señor! No lo esperaba de usted. Yo
sólo preguntaba para completar el reporte. Y, ya que lo
confesó, ¿dónde tiró el machete?
—¿El machete?
—Sí, no se haga. El corte con que el cual partió el crá-
neo a su abuela tuvo que ser con un machete, o algo pare-
cido. Y, ya que estamos en confianza, ¿dónde está el dinero
robado? Mis muchachos y yo, junto con el ama de llaves,
encontramos la caja fuerte abierta y completamente vacía.
Abuela Sumak

33
Irene
Irene cuelga. Suspira. Se muerde los labios. La llamada
con la vocecita más dulce del mundo ha terminado:
—Ya, mami, chau. Ven pronto, ¿sí?
Irene responde con un tembloroso:
—Sí, mi amor, cuídate. Te amo. —Resopla. Murmura—:
Perdóname, hija.
Y ahora la mirada verde de Irene se pierde a través de
la luminosa pantalla del celular.
No sabes cuanto deseo estar a tu lado, hijita. Te extraño.
Extraño tocar ese lunarcito en tu carita.
El sonido de las notificaciones en su celular hace
pestañear un par de veces a Irene. Presiona sobre el
aparato y lee: PRESIDENTE EXTIENDE CUARENTENA HAS-
TA 30 DE JUNIO. CONTAGIOS POR CORONAVIRUS NO SE
DETIENEN.
Irene termina de releer el titular. No ha sido modificado.
Es cierto.
Un día más. Un día más sin ver a mi hija, chasquea la
lengua Irene. O, mejor dicho, medio año. Hace medio año que
tuve que escapar, sin necesidad de virus…
Perdóname, hija, perdóname por haberte enseñado a con-
cluir a tus cinco años que una madre debe vivir en una casa
diferente a la de sus hijos.
El ruido del tacho con el agua hirviendo la ha traído de
regreso, de regreso de ese mundo asfixiante y absorbente
en que se habían convertido sus pensamientos. Tiene que
Irene

35
ir a trabajar. Sin cuidado, guarda el celular en uno de sus
bolsillos del pantalón…
Sonríe, Miss Simpatía, sonríe, que aún el público no se va.
Miss Simpatía de pueblo joven, de barrio bravo, apretadita,
mamacita.
Se da ánimos, levanta la mirada. Ese recuerdo siempre
le había inyectado vida a su esperanza casi inerte. Sentía
sus mejillas arder cada vez que recordaba cuando la eli-
gieron, a los dieciséis años, Miss Simpatía de San Antonio
en su añorado Chiclayo. Eleva el mentón, orgullosa. Inten-
ta sonreír. Nada. Chasquea la lengua. No soporta más la
distancia que la separa de Killa. Camina a apagar el ruido
del agua que seguía hirviendo, mientras algunas lágrimas
feroces humedecen su piel tersa.
Cuando ha logrado el dominio total de la situación en
la cocina, Irene prepara lo de siempre: una taza de café
bien cargada y un par de bizcochos Chancay.
—¿Lista? —la pregunta le viene a Irene desde el um-
bral de la cocina. Es Noemí, su mejor amiga de la infancia,
que le ha abierto las puertas de su casa y le ha dado un
pequeño dormitorio donde ha permanecido todo este ti-
empo.
—Sí, algo —responde Irene, soplando su taza de café —.
Siempre llego puntual al trabajo.
—¿Has estado llorando?
—Mi hija me ha llamado desde el celular de mi tía Urpi.
La extraño mucho, ¿sabes? Y ahora esto: se ha extendido
la cuarentena. Ni cómo viajar a Chiclayo para cuidarla.
Irene

36
Noemí duda antes de hablar.
—Tú sabes muy bien por qué te alejaste de ella. Sé que
es difícil, pero tienes que tener paciencia.
—…
—Sí, está bien, siempre digo lo mismo, pero intenta
darte ánimos, como siempre.
—Lo hago, créeme que lo intento. Bueno, ya no te
preocupes, ¿sí?
—Está bien, te dejo. Que tengas un buen día y te vaya
super bien hoy en el trabajo —dice Noemí, mirando a los
ojos a Irene.
Irene asiente moviendo la cabeza, sin dejar de beber el
café. Espera que Noemi, profesora de primaria, se encierre
en su dormitorio para empezar su clase online. Escucha el
ruido de la puerta cerrarse y, de inmediato, revisa la hora
en su celular. Es hora, se dice, y va al baño a darle los últi-
mos toques a su cabello para salir al trabajo.

Con la mascarilla de tela cubriéndole la nariz y la boca,


Irene camina sobre la avenida Primero de Mayo, en Villa
El Salvador, hacia la fábrica de colchones.
El tránsito se ha reducido. Algunos negocios han cerra-
do por completo su atención al público. Del otro lado de
la avenida, Irene observa cómo una mujer lucha a empu-
jones contra un grupo de agentes de serenazgo y policías
que le arrebatan su carretilla donde ella vende desayunos.
—¡Abusivos de mierda! —grita la mujer mientras cae al
Irene

37
suelo y un policía forcejea con ella apretándole el cuello
con la rodilla.
Irene observa detenidamente la escena, acelera el paso.
Los vellos de sus brazos se erizan. Su cuerpo se agita. Su
entorno va volviéndose borroso, áspero, como aquella
mañana cuando el padre de su hija le apretaba el cuello,
queriendo asfixiarla.

Ya. Ya no pienses en lo que te hizo ese infeliz.

—Oficial, vengo a hacer una denuncia por violencia


doméstica —sollozó Irene, saboreando lo salado de sus
lágrimas.
—Señora, vuelva cuando esté más calmada —respondió
el oficial, mirándola sobre el hombro.
—No, señor, ahora. Me han querido matar, me han queri-
do ahorcar, mire.
Chasqueó la lengua el oficial.
—¿A quién quiere denunciar? … ¿Pruebas? No tiene
pruebas, señora. Regrese cuando tenga pruebas.
—Señorita, ¿se siente bien?
Irene levanta la mirada: es un anciano que lleva mal
puesta la mascarilla.
—Sí, todo bien —responde Irene pretendiendo mostrar
una sonrisa detrás del cubrebocas. Avanza, una cuadra
más abajo encontrará el portón negro de la fábrica de col-
Irene

38
chones. Se acerca y ve a sus compañeros haciendo filas a
ambos lados del portón.
—¿Qué pasa?
—Nos van a medir la temperatura y hacer una prueba
rápida para ver si tenemos coronavirus. Y si tenemos el
bicho ese, nos van a mandar a guardar cuarentena.

La ciudad que le había servido de refugio ahora la at-


rapa e intenta hundirla en su caótico vientre gris. Después
de quince minutos de espera, a Irene le han detectado
positivo para COVID-19. No sabe si le pagarán esos días
que guarde cuarentena. No sabe si sobrevivirá al temible
virus. Aun así, entre ese nido de dudas, sabe bien por quién
su corazón debe seguir latiendo.
Irene regresa por la avenida Primero de Mayo: el silen-
cio parece haberlo conquistado todo. ¿Por qué el cielo de
Lima es tan gris?, se pregunta suspirando profundamente.
Desde una calle transversal, dos perros famélicos gruñen
disputándose un pedazo de algo. Irene se sobresalta. Des-
vía la mirada y encuentra a la mujer que anteriormente
había estado peleando con los policías. Resopla. No dejan
de mirarse. La mujer, sentada, apoya la espalda sobre un
poste de luz.
Irene se detiene a más o menos un metro de ella.

—Hola —le dice —. Vi lo que te pasó con los policías —


Irene observa el pequeño lunar que tiene la mujer en la
Irene

mejilla izquierda—. ¿Puedo ayudarte en algo?

39
—No, gracias —responde la mujer frunciendo el ceño y
girando la cabeza hacia un rincón de la calle.
Irene vacila y, apartando la mirada del lunar de la mu-
jer, busca sus ojos.
—¿Estás segura? Solo quiero ayudar…
—¿En serio? —chasquea la lengua la mujer, que ahora
mira fijamente a Irene—. No quiero tu limosna. —Respira
hondo—. ¿Tú vives por acá? Una chica con los ojos tan
verdes y el cabello así de rubio, que viva por este lado de
la ciudad, es raro —la mujer quiere decir algo más, pero
calla
—. ¡Déjame en paz, pituca desubicada! —remata.
Irene pasa saliva.
—Tú no sabes nada de mí. Yo solo quería ayudarte, eso
era todo. Buena suerte.
—¡Espera! —le dice la mujer. Se pone de pie, apartando
el cabello que le cubría la frente —. Discúlpame, ¿sí? Tú no
tienes la culpa de nada —le tiende la mano—. Me llamo
Yanay, ¿tú eres...?
Irene no responde al saludo. Y da un par de pasos hacia
atrás, explicando sus motivos. La mujer se sorprende y se
acomoda el cubrebocas. Lo entiende. Irene agradece.
Yanay asiente y le cuenta que a ella aún no le ha dado
el virus, pero su madre sí había sido contagiada y estaba
muerta. Sus lágrimas pierden timidez y se deslizan, hume-
deciendo el borde del cubrebocas. Ahora no tenía a nadie.
Solo algunos ahorros que estaban por terminarse, y por
Irene

40
eso salió a trabajar, confiesa. Respira hondo, resignada. Y
unos segundos después se da cuenta de que Irene le ob-
serva el rostro de una forma insistente.
—Perdón —dice Yanay bajando la mirada —. Me tengo
que ir.
Irene la sigue, no quiere dejarla sola. Le da ánimos. Al
menos la acompañaría hasta el lugar donde vive, insiste.
Yanay, dudosa, acepta: las injusticias en esta punzante
vida son más llevaderas entre dos. Eso aprenderían en la
única semana que el virus les permitió conocerse.

La salud de Irene empeoró. Noemí llamaba al número


telefónico que el gobierno había dado para casos graves
de COVID: «Intente darle Ibuprofeno. Cuando haya una
cama UCI libre, enviaremos una ambulancia de inmedia-
to», decía la voz despreocupada del otro lado del teléfono.
Noemí colgaba sin agradecer. Su amiga moría y no
podía hacer mucho.
A Dios gracias, permitió que Yanay las acompañase:
Yanay e Irene se habían vuelto muy íntimas.
—¡Noemí! ¡Ven! ¡Rápido, por favor!
Noemí escucha el grito angustioso de Yanay. Deja la
taza sobre la pequeña mesita que ocupa el centro de la
cocina y corre al dormitorio más grande, encontrando a
Yanay arrodillada al lado de Irene, que respiraba traba-
josamente.
Irene

41
—Resiste, por favor, amiga. Resiste, ¿sí? —sollozaba
desesperada Yanay, acariciándole las manos.
Con esfuerzo, Irene vuelve la cabeza hacia ella, miran-
do el lunar que tiene Yanay en la mejilla izquierda. Su
dificultad para respirar aumenta a cada segundo. Y, en un
impulso, despacio, acaricia el tibio lunar de Yanay.
—Mi… mi Killa, mi hija —logra decir Irene con la respir-
ación entrecortada, y cierra los ojos.
Hay silencio: de pronto Irene siente la luz de un día
soleado tocar sus párpados. Abre completamente los ojos:
está parada sobre un escenario de madera sonriendo a
un público que la aplaude eufórico mientras ella sostiene
entre sus brazos un ramo de rosas rojas y lleva una ban-
da sobre su pecho que dice: Miss Simpatía. Ella continúa
saludando a la gente ahí abajo. Pero, de repente, vuelve
el silencio e Irene observa como casi todo su público va
quedándose inmóvil: algunos con los brazos extendidos
hacia arriba, otros a centímetros de unir sus palmas.
—¡Mamá!, ¡mamá! —escucha Irene y ve salir a su hija
desde el montón de gente paralizada ahí abajo—. Resiste,
mamá, por favor, resiste, ¿sí? —dice suplicante Killa.
Irene asiente y suspira observando el rostro de su hija,
en especial el lunar que lleva en la mejilla izquierda.
—Ah, mi Killa. Te amo.
Silencio. Oscuridad.
Irene

42
Luis penas
(Chiclayo, 1991). Tiene un Bachelor of Arts in Spanish en
California State University, Fresno. Su primer libro, Pakasqa:
el desafío de los dioses, obtuvo el segundo lugar en los
premios North Texas Book Awards.

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