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Índice

Portada
Sucede siempre
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Una carta de Jenny
Agradecimientos
Créditos
Capítulo 1

uiero pasar la Navidad en la cabaña.


–Q La voz de la abuela surgió de la escalera oscura, sorprendiendo a
Holly McAdams, que dio un respingo al entrar por la puerta principal. El
calor de la casita contrastaba enormemente con el frío helador del exterior.
–¿Que quieres hacer qué? –preguntó Holly con amabilidad al ver a la
abuela en lo alto de la escalera y comprender de forma plena la importancia
de lo que había dicho.
Con un ruido sordo, dejó caer su pesado bolso junto a la pared, contenta
de haber terminado la última noche de trabajo como camarera durante las
vacaciones. Con las aglomeraciones navideñas, el restaurante en el que
trabajaba había estado abarrotado desde la apertura hasta el cierre. Dado
que era una de las mejores empleadas, había solicitado tener aquellos días
libres para pasarlos con la abuela y se había entusiasmado cuando la
dirección le había dado el visto bueno. Ya que se trataba de una época muy
ajetreada, había tenido que convencer a su jefe, pero como él sabía lo
mucho que trabajaba, incluso haciendo horas extras al margen de sus
obligaciones, le había concedido los días. La cabeza le palpitaba, le dolían
los pies y quería meterse en la cama, que estaría calentita, pero la abuela
estaba abriéndose al fin, y eso era lo que había estado esperando que
ocurriera.
–He estado pensando en cómo han cambiado las cosas –dijo la mujer
mientras bajaba las escaleras y pasaba junto a ella. La petición que le había
hecho pendía en el aire entre ellas.
–Eso está claro... –señaló ella. La voz se le fue apagando a causa de los
recuerdos. Nada había sido igual desde la muerte del abuelo.
Se dio la vuelta para contemplar el salón diminuto de la abuela. Mientras
se arrastraba detrás de ella, encendió una lámpara que había en la mesita del
pasillo y, después, otras dos que había a cada lado del sofá en cuyo asiento
central se dejó caer la mujer, y se envolvió con la manta que utilizaban
durante las noches frías. La estancia quedó cubierta por un resplandor
amarillento como la mantequilla. Holly presionó el botón que había bajo el
árbol de Navidad, que se encendió y empezó a brillar en un rincón. Las
luces blancas se reflejaron sobre los adornos que habían colgado juntas
durante uno de los raros momentos de alegría de la abuela. Unas cintas rojas
y brillantes serpenteaban entre la vegetación que había sobre la repisa de la
chimenea y llamaban la atención sobre dos calcetines de punto grueso que
tenían bordadas sus iniciales en un tono blanco como la nieve. Miró
fijamente a la abuela, sintiendo lo difícil que era tomar aquella decisión.
–No podía dormir –dijo la mujer. Ella la observó–. La idea no dejaba de
darme vueltas en la cabeza, inquietante, resistiéndose a que me negara del
mismo modo que suelo convencerme a mí misma para no hacer algo. Así
que creo que estoy preparada. Holly se apoyó en el alféizar de la ventana y
respiró hondo. Aquella noche, los recuerdos del abuelo la asaltaban con
fuerza. El horizonte de Nashville estaba repleto de rascacielos, todos ellos
iluminados con motivo de las festividades.
Arthur McAdams, o «el abu», tal como Holly solía llamar a su abuelo,
había sido un músico que componía canciones y actuaba en los bares
locales. Nunca había conseguido lo que él denominaba la «Gran
Oportunidad», pero, en una ocasión, había actuado en el Tootsies. Siempre
había bromeado con ella, diciéndole que había tenido una vida plena gracias
a aquella ocasión. Pero, en realidad, había tenido una vida plena porque
había sido capaz de mantener a su familia adaptando algunas partes de sus
canciones como poemas para tarjetas de felicitación, vendiendo otras y, de
vez en cuando, alquilando la vieja cabaña familiar que tenían en las
montañas de Tennessee a aquellos turistas que querían estar lo bastante
cerca de los bares de Honky Tonk Row, en Nashville, pero deseaban pasar
las noches aislados.
–No he trabajado ni un solo día en toda mi vida –le había dicho en una
ocasión con una sonrisa mientras golpeaba un clavo suelto de las tablas del
suelo del porche delantero de la cabaña. Para él, incluso las labores
cotidianas que había que hacer allí habían sido un trabajo fruto del amor. Su
abuelo había conseguido lo que mucha gente no había podido: mientras sus
amigos iban a trabajar, él había ganado dinero haciendo lo que le gustaba.
Holly llevaba un año viviendo en la casa que tenían en la Ciudad de la
Música. Cuando sus abuelos habían comprado el chalet en los años
cincuenta, aquel barrio a las afueras de Nashville era pintoresco. Habían
vivido en aquella casita, la habían ido pagando con el paso de los años y
ninguno de los dos había pensado nunca en mudarse. Sin embargo,
conforme la ciudad había ido creciendo y las casas habían ido envejeciendo,
aquella zona había entrado en declive y ya no era un buen lugar para que la
abuela viviera sola. Por no mencionar que, desde que había muerto su
marido, la mujer se había sumido en un estado distante y callado y, por lo
tanto, había necesitado compañía. Así pues, Holly se había mudado con
ella, había anulado la matrícula en una escuela de diseño local y había
aceptado un trabajo como camarera en uno de los asadores de lujo de
Nashville.
La abuela no había estado en la cabaña del abuelo desde que él había
muerto dos años atrás. Se había negado a poner un pie en la cabaña sin él.
De hecho, la única vez que Holly había estado allí en los últimos años había
sido cuando la había restaurado.
Aunque no lo habían descubierto hasta su muerte, el hombre había escrito
y vendido canciones en Nashville con un pseudónimo, por lo que, al morir,
les había dejado una herencia considerable. Como parte del dinero que
había heredado, Holly había recibido instrucciones para reformar la vieja
cabaña de modo que pudieran alquilarla a tiempo completo. El hombre
había pensado que si ella ayudaba con la decoración, la propiedad podría
generar unos ingresos considerables gracias a los alquileres vacacionales
que complementasen la jubilación de la abuela y le ofreciesen unos buenos
ahorros que la mantuviesen el resto de su vida. Así se lo había hecho saber
en una carta que había acompañado a su testamento.
Holly siempre había tenido buen ojo para el diseño. A menudo pensaba
que aquella era la manera en la que el gen artístico de su abuelo se había
manifestado en ella. Planificar, organizar y decorar eran cosas que le salían
de forma natural. Cuando sus amigos se mudaban, le pedían que fuera de
compras con ellos, y no podía recordar en cuántas de sus bodas había
echado una mano. Había pensado en hacer algo con su talento, pero, al
parecer, la vida tenía otros planes para ella.
Cuando se dio cuenta de que estaba ensimismada, se volvió hacia la
abuela.
–¿La cabaña no está alquilada durante las vacaciones? –le preguntó.
Tras haber redecorado el interior y haber subido las fotografías a Internet,
apenas podían atender todas las solicitudes de alquiler.
La abuela negó con la cabeza.
–Como te he dicho, llevo un tiempo pensando en ello, así que despejé la
agenda a partir de esta semana por si reunía el valor para ir.
–Pero la nieve...
Aquel diciembre había batido récords: las gélidas temperaturas habían
caído en picado y había más nieve de la que la zona había visto en décadas.
Por todas partes había carreteras cortadas y Holly sabía que conducir por las
montañas sería una pesadilla. Sin embargo, a pesar de que sus abuelos
siempre habían vivido en la ciudad, sus corazones siempre habían residido
en la cabaña. Se habían casado y habían pasado la luna de miel allí. Y allí
habían celebrado también las Navidades a lo grande con toda la familia.
¿Deberían ir? Pasar un tiempo allí podría sentarle bien a la abuela y,
además, a Holly le daría la oportunidad de revisar el viejo granero donde
estaban apilados los muebles originales y otros artículos de la casa que
todavía tenía que etiquetar y o bien vender, o bien donar a la caridad.
La alternativa era quedarse en la casa de la ciudad durante la semana
siguiente y que la abuela pasara otras vacaciones dándole vueltas al hecho
de que no estaban en la cabaña como siempre y de que el abuelo no estaba
allí con ella.
Ni hablar. No pensaba permitir que eso ocurriera.
–¿Sabes qué? –dijo antes de que le hubiese contestado–. Si quieres ir,
iremos. Empaquetaremos todos los regalos, desmontaremos el árbol, lo
ataremos a la parte superior de mi coche y lo pondremos en la cabaña.
Prepararemos chocolate caliente, nos enterraremos bajo las mantas y
haremos un maratón de películas hasta quedarnos dormidas. Leeremos
todos esos libros que llevamos tiempo queriendo terminar, haremos pizzas
en el horno y en ningún momento nos pondremos nada en los pies que no
sean calcetines peludos. –Agarró las manos de la abuela y la levantó del
sofá con cuidado. La manta cayó al suelo formando un bulto–. ¡Bailaremos
al son de los villancicos y, cuando nos cansemos, iremos a visitar a Otis y a
Buddy! Podemos llevarles galletas como solíamos hacer. –Hizo girar a la
mujer y ese ceño fruncido que tan bien se le había dado vaciló un poco–.
Incluso con la nieve, podemos llegar allí en menos de una hora. ¡Vamos a
hacer las maletas!
–¿Ahora?
La abuela frunció los labios para reprimir una sonrisa.
–¿Por qué no? –Se sobrepuso al cansancio por el bien de la mujer–. Es
tarde, sí, pero puedo desmontar el árbol y estar lista para partir en un par de
horas. Si nos quedamos despiertas hasta la medianoche, a la mañana
siguiente podemos dormir hasta tarde. En las camas puse edredones de
plumas extragruesos y sábanas de mil hilos. –La abuela abrió mucho los
ojos–. Recuerda que el abu dijo que mejor que lo hiciera bien o, de lo
contrario, tendría que responder ante él la próxima vez que nos viéramos.
Eso hizo que sonriera.
–Hagámoslo –dijo Holly.
Rodeó a su abuela con los brazos y la estrechó, emocionada, lo que logró
que la mujer se riera. Aquel era el mejor sonido del mundo. Las cosas iban
a ser increíbles de nuevo. Podía sentirlo. Y sabía que todo sucedería en
Navidad.
Capítulo 2

Les costó un par de horas recoger la decoración y las luces, descolgar los
calcetines, arrastrar al exterior el arbolito y la vegetación de la repisa de
la chimenea, colocarlo todo dentro del coche y también encima, empaquetar
los regalos, preparar las maletas y hacer el viaje.
La cabaña estaba justo al final de una carretera sinuosa que partía de un
pueblecito de las montañas llamado Leiper’s Fork, conocido por la
hospitalidad sureña de sus habitantes aficionados a las botas, por sus
galletas de suero de mantequilla calentitas, las ocasionales apariciones de
músicos famosos y sus galerías de arte. De camino hasta allí, las carreteras
fueron traicioneras. La previsión del tiempo de la radio les informó de que
la situación iba a empeorar y de que debían prepararse para pasar la
Navidad en casa, advirtiéndoles de que muchas carreteras no serían
transitables. Holly se lo creyó. Estaba nerviosa por tener que maniobrar con
el coche, que patinaba en todas las direcciones. En silencio, rezó para que
no les pasara nada a aquellas horas de la noche en medio de aquella
carretera oscura y nevada que conducía hasta la cabaña.
Cuando llegaron al camino de acceso cubierto de hielo, ya era pasada la
medianoche. Cuando al fin frenó y apagó el motor con las llaves de la
cabaña en la mano, exhaló sin estar muy segura de cuánto tiempo llevaba
aguantando la respiración. Tenía los hombros tensos a causa de los
acontecimientos de la noche y estaba impaciente por entrar a la calidez
acogedora que las esperaba.
–Quédate aquí –dijo, abriendo su puerta–. Enseguida vuelvo a buscarte.
Estaba oscuro como la boca de lobo. Encendió la linterna de su teléfono
móvil para poder ver por dónde pisaba, ya que las botas se le hundían en la
nieve esponjosa. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se
dio cuenta de que lo que en un principio le había parecido hielo acumulado,
hacía que todo el lugar pareciese un paraíso invernal. Sin embargo, sin una
luz en el porche, seguía resultando difícil ver, por lo que volvió la linterna
de su teléfono hacia la puerta de la abuela y tiró de la manilla.
–Vamos a entrar y ya pensaremos después qué vamos a hacer con el
árbol. Probablemente, debería meterlo dentro lo antes posible, ya que sigue
nevando.
La mujer asintió mientras le tomaba la mano y salía del coche con
cuidado. Caminaron juntas hacia el porche y cada uno de sus pasos fue
cauto y laborioso. Lo último que necesitaba la abuela era caerse allí fuera en
medio de una tormenta de nieve.
Para cuando llegaron a la distintiva puerta principal roja que siempre
hacía que se sintiera inundada por el espíritu navideño, Holly temblaba
tanto que apenas pudo introducir la llave en la cerradura. Sin embargo,
consiguió hacerlo y, con un chasquido, giró el pomo y encendió las luces.
–Voy a buscar las maletas –dijo mientras la abuela contemplaba el nuevo
interior.
La tristeza que había aparecido en los ojos de la mujer nada más llegar
seguía presente. No parecía demasiado contenta con las novedades. Era
fácil darse cuenta de que echaba en falta la decoración antigua y familiar.
Detuvo la mirada en una escultura de una guitarra de cristal que Holly,
emocionada por el hecho de poder permitirse pagarla, le había comprado a
un tratante de arte local.
Durante su infancia y juventud, la vieja cabaña siempre había tenido un
lugar especial en su corazón. Había sido un lugar en el que descansar
después de largos días de excursión, de pesca o de sentarse con sus amigos
en torno a una fogata. En invierno,
habían jugado a juegos de mesa, habían colgado guirnaldas de palomitas
de maíz en el árbol de Navidad y el abuelo había escondido los regalos por
toda la cabaña para que los buscaran. En el pasado, había estado decorada
de forma sencilla, con muebles muy básicos y sin florituras. Sin embargo,
ella había cambiado eso. Había pintado el interior, renovado la iluminación,
comprado electrodomésticos de acero inoxidable con un horno doble y
muebles de cocina nuevos, y había instalado suelos de madera y molduras
en el techo. Después, había terminado la renovación con muebles en tonos
crema, una iluminación suave y muchas referencias a Nashville y las zonas
circundantes. Había cubierto las paredes desnudas con arte local y, para
cuando hubo terminado, todo el lugar tenía un toque muy sureño. Era el
lugar de retiro perfecto para atraer a los turistas.
A pesar de todo, entendía cómo se sentía la abuela, ya que a ella le había
pasado lo mismo el primer día que había ido hasta allí para hacer los
cambios. Aquel lugar era en el que los recuerdos del abuelo eran más
fuertes. Recordó cómo la sentaba en su regazo cada vez que se retiraba a
una de las mecedoras del porche para contemplar la puesta de sol y cómo
ella se apoyaba contra él mientras se mecían con el sonido de los grillos
cuando comenzaban su canción en medio del bosque todas las noches. En
aquellas ocasiones se había sentido totalmente a salvo, como si nada malo
pudiera ocurrirle mientras estuviera sentada con él.
–¿Por qué no te relajas en el sofá? –le sugirió a la abuela.
La mujer apartó la vista de la escultura para mirar a su nieta, pero,
cuando sus ojos se encontraron, se dio cuenta de que tenía un gesto de
inseguridad en el rostro. Con las piernas agarrotadas por el viaje, se dio la
vuelta, se acercó al sofá de cuero color crema y pasó una mano arrugada por
la superficie antes de sentarse en el borde.
Subiéndose el abrigo hasta la barbilla para evitar que el frío helador la
asaltase, Holly salió de nuevo y sacó las maletas del asiento trasero antes de
cerrar la puerta del automóvil con el pie. Las subió por las escaleras del
porche, sintiéndose agotada por el peso, y las arrastró por el pasillo hasta el
dormitorio. Se dio cuenta de que la abuela seguía sentada en el borde del
sofá con las manos en las rodillas y el ceño fruncido tan claro como el día.
Tal vez solo estuviese cansada. Dejaría sus cosas en la habitación lo antes
posible para que pudiera descansar. Después de todo, había sido una noche
importante.
Incapaz de arrastrar las maletas ni un solo paso más, las dejó allí mismo,
abrió la puerta del dormitorio y encendió la luz. Para su más absoluta
sorpresa, sus ojos se dirigieron con rapidez al centro de la estancia, donde
un hombre se había incorporado de la cama a toda velocidad antes de
levantarse de un salto, despejado del todo por la sorpresa. Aquello hizo que
Holly gritase aterrada. Él se quedó inmóvil, claramente evaluándola, y pasó
la mirada de su rostro a sus maletas. Cuando a ambos les quedó claro que el
otro no suponía un peligro, el desconocido se pasó la mano por el pelo,
confuso por el sobresalto.
Fue entonces cuando se fijó en su mandíbula cuadrada, la sombra de una
barba incipiente, la oscuridad de sus ojos y el cabello espeso, negro como el
carbón y cortado a la perfección. Parecía el modelo de una revista. Salvo
por el hecho de que llevaba puesto un ridículo pijama plateado de rayas.
Aunque incluso eso le sentaba bastante bien.
–Lo siento..., ¿has alquilado la cabaña esta semana? –le preguntó él.
Holly sacudió la cabeza. Le costaba encontrar las palabras mientras
aquellos ojos, que parecían inquietos y curiosos, la miraban fijamente. Se
aclaró la garganta e intentó centrarse en otra cosa para poder pensar de
forma coherente, pero solo fue capaz de ver la marca de su cuerpo sobre las
sábanas, lo cual hizo que le costase más concentrarse. Había invadido el
espacio personal de aquel hombre, lo había despertado y las mejillas le
ardían por la vergüenza.
–Mi abuela me había dicho que la cabaña no estaba alquilada esta semana
–consiguió decir–. Somos las propietarias.
Él pestañeó de forma excesiva y Holly dudó de si estaba procesando algo
o todavía intentaba despejarse. Al final, el hombre dijo:
–Entonces..., ¿estáis haciendo limpieza entre huésped y huésped o algo
así? ¿A la una de la mañana? ¿Durante una tormenta de nieve?
–¿Qué pasa aquí? –preguntó la abuela tras ella, pillándola por sorpresa–.
He oído un grito.
–Joseph Barnes –dijo él, presentándose.
La mirada de la mujer lo atravesó.
–Vamos a pasar la Navidad aquí.
–Tenía alquilada la cabaña la semana pasada y había pensado en
llamarlas, pero la cobertura de mi teléfono ha sido un poco irregular. El
aeropuerto está cerrado y me han cancelado el vuelo.
«Ah, sí». Holly recordaba haber ayudado a la abuela con aquella reserva.
El hombre estaba allí solo. Era un importante asesor financiero de una
empresa de Nueva York o algo así.
–¿Dónde está tu coche? –le preguntó. De pronto, se dio cuenta de que no
habían visto nada en el camino de acceso que las hubiese alertado de que
tenían un invitado.
–Vine en taxi desde el aeropuerto.
Joseph dio un paso hacia ellas, lo que hizo que Holly retrocediese y
tropezara con las maletas. Él la agarró con un brazo fuerte.
Aturdida, se dedicó a colocar el equipaje contra la pared.
–Había pensado en pagarles el alquiler adicional. Siento mucho haberme
entrometido en su tiempo en familia.
La abuela tomó aire de forma exasperada.
–Bueno, Holly y yo no vamos a marcharnos. No voy a volver a subirme a
un coche con este tiempo ni en broma, así que tendremos que arreglárnoslas
lo mejor que podamos durante un par de días.
–Todo saldrá bien –dijo Holly, aunque no estaba muy segura de cómo iba
a poder hacer un maratón de películas con un desconocido acechando a su
alrededor–. Abuela, tú y yo podemos compartir el otro dormitorio y Joseph
puede quedarse en el que está.
El ceño fruncido de la mujer se profundizó mientras se daba la vuelta y se
dirigía hacia la otra habitación.
–Estoy agotada –dijo–, así que vamos a ponernos en marcha y a deshacer
el equipaje.
Holly se dispuso a recoger las maletas, pero Joseph se inclinó hacia
delante y las agarró primero.
–Por favor –le dijo–, permíteme que te ayude. Lo lamento muchísimo. Es
lo mínimo que puedo hacer.
Se sintió impresionada por aquel gesto. «Qué considerado». Ambos
siguieron a la abuela, que ya había llegado al otro dormitorio y estaba allí
de pie con las manos apoyadas en las caderas.
–¿Qué narices es todo esto?
La habitación estaba llena de cajas de cartón. Joseph pasó junto a la
mujer, las ordenó, las colocó bien y apartó las cosas a un lado de la estancia.
–Son mis cosas –dijo.
Cuando hubieron metido las maletas dentro, mientras la abuela estaba en
el baño privado, preparándose para irse a dormir, el hombre se giró hacia
ella y dijo:
–Una vez más, lo lamento. Me siento fatal...
–¿Qué ibas a hacer? –contestó ella con una sonrisa de consuelo–. No ha
sido culpa tuya.
–¿Necesitas algo más antes de que me acueste? ¿Más equipaje? Pensó en
la nieve que seguía cayendo en el exterior y en el árbol que estaba atado a
su automóvil y se mordió el labio. Tras un día entero en el trabajo y el viaje,
apenas tenía energía para ir a buscar el resto de las maletas y, mucho menos,
el abeto gigante. ¿Debería atreverse a preguntarle?
Joseph se dio cuenta de su indecisión.
–¿De qué se trata? No me importa. Dímelo.
–¿Qué te parece bajar un árbol de Navidad de mi coche?
Claramente, la petición lo sorprendió e hizo que sonriera. La diversión
natural que se reflejó en su rostro no logró más que asentar su opinión sobre
lo guapo que era. De pronto, se había olvidado por completo de lo cansada
que estaba.
Capítulo 3

ué te parece? –dijo Joseph desde debajo del árbol de Navidad,


–¿Qdonde había colocado el tronco en el soporte antes de atornillarlo
para que se quedara fijo. Se había puesto unos pantalones vaqueros, un
suéter y las botas de montaña y había insistido en que permaneciera en la
cabaña mientras él bajaba el árbol del coche. En aquel momento, tras haber
dejado el abrigo y la bufanda colgados de una silla que había en un rincón,
estaba tumbado en el suelo con los brazos estirados bajo el árbol,
moviéndolo de un lado a otro–. ¿Está recto?
–Está perfecto.
Mientras él montaba el árbol, Holly preparó dos tazas de café para
combatir el cansancio que ambos sentían. Se había emocionado tanto con la
idea de salir de Nashville y llevar a la abuela a la cabaña que no había
pensado en la parte de deshacer el equipaje y les habían dado las dos de la
madrugada. Sin embargo, si hubieran dejado el árbol en el coche, al día
siguiente lo habrían encontrado enterrado bajo la nieve y habrían causado
un desastre al meterlo dentro.
Al ver todos los regalos y los innumerables ornamentos, Joseph le
prometió entrarlos en la cabaña esa misma noche. Dijo que era lo mínimo
que podía hacer después de haber modificado sus planes. La abuela se había
ido a la cama y Holly le había dicho que ella también se acostaría pronto, en
cuanto hubiesen terminado de entrar las cosas que habían llevado.
A pesar de todo, no le importaba que fuese tarde. Era agradable tener a
alguien más o menos de su edad con quien poder hablar. Cuando no estaba
trabajando, pasaba todo el tiempo libre con la abuela. Además, parecía un
buen tipo. En realidad,
no tenía por qué hacer todo aquello y era evidente que estaba intentando
compensarles por el malentendido.
Cuando hubo colocado todo, el hombre se acercó a ella, que estaba junto
a la encimera de la cocina, y se sentó en uno de los taburetes de hierro que
había encontrado de oferta en el centro. Le tendió una taza con una imagen
desdibujada de una guitarra con las palabras «Ciudad de la Música» debajo,
en letras mayúsculas y un color rosa neón. Él la tomó e inspeccionó el
diseño con discreción, aunque ella se dio cuenta. De forma inconsciente,
había usado la colección de tazas del abuelo que había escondido al fondo
del armario en lugar de las fabricadas en horno de piedra y esmaltadas que
había comprado para que hicieran juego con la vajilla nueva. Durante las
Navidades que había celebrado con el abuelo, siempre había usado sus tazas
para preparar chocolate caliente con nata y bastoncitos de caramelo. –No
sabía cómo tomas el café –dijo–, así que le he puesto un poco de leche y
azúcar. Espero que te guste así.
–Está bien, gracias –contestó él.
Después, le arrebató la taza y se la llevó a los labios. Tenía un aspecto
diferente con el suéter puesto. La prenda era de un color azul marino y
resaltaba el tono un poco aceitunado de su rostro y sus ojos oscuros.
Además, era mucho más estiloso que ese pijama que había llevado puesto.
Era imposible negar que, sentado junto a ella mientras intentaba disimular
la fatiga, era impresionantemente guapo.
–¿Has disfrutado de la estancia?
–Sí, bastante, muchas gracias. –Joseph dejó la taza sobre la encimera y
miró alrededor–. Este sitio es increíble; muy relajante. Sonrió, contenta de
haber conseguido lo que había pretendido con la reforma.
–Me alegra oírlo.
–Desde luego, es diferente a Nueva York –comentó él con una risita.
Holly se rio demasiado fuerte e intentó reprimirse. La imagen de Joseph
con su pijama plateado le había venido a la mente y le había hecho gracia.
Tal vez fuese la última moda neoyorquina, pero, desde luego, no era algo
que el abuelo se habría puesto para pasar las Navidades en la cabaña.
Además, con el tiempo que estaba haciendo, no debía de resultar muy
cálido. Necesitaba una buena franela a cuadros.
–¿He dicho algo gracioso? –dijo él con interés.
Sin borrar la sonrisa, Holly negó con la cabeza.
–No, tan solo me he acordado de mi abuelo, que, sin duda, tenía un alma
sureña, igual que este sitio. Recuerdo que, cuando pasábamos aquí los
veranos, solía sentarse en el porche con las botas sucias tras haber ayudado
a sus amigos a arar los campos –divagó–. Siempre tenía un trago en la mesa
y una guitarra en las manos. Si mi abuela le hubiera dejado, se habría
pasado el día sentado en ese porche.
De pronto, se dio cuenta de que había estado hablando de personas a las
que Joseph no conocía, por lo que pensaba que quizá estuviera
aburriéndole. Sin embargo, era como si aquella historia lo hubiera cautivado
y sonreía mientras la miraba a los ojos. Le gustaba que hiciera aquello.
Él alzó la vista mientras inspeccionaba la estancia.
–¿Tu abuelo vivía aquí?
Probablemente, aquella historia no encajase con la nueva decoración.
–La remodelé después de que falleciera. Cuando venía aquí de niña, todo
era más... rústico.
–Mmmm. –Joseph siguió mirando a su alrededor–. ¿Esto es cosa tuya? –
Ella asintió–. Es muy moderno y profesional. ¿Eres decoradora?
Se encogió de hombros y sacudió la cabeza mientras la inseguridad se
apoderaba de ella. No se avergonzaba por el trabajo que tenía para ganarse
el pan, sino por el hecho de no estar ocupada persiguiendo lo que de verdad
quería hacer con su vida. El problema era que no estaba dispuesta a estar
separada de la abuela, y hacer trabajos de decoración o empezar su propio
negocio a tiempo completo implicaría tener que trabajar a todas horas para
hacer que la empresa despegase. El mero hecho de reformar la cabaña había
consumido una gran cantidad de su tiempo.
–Soy camarera en un asador en Nashville.
–¿De verdad? –Pareció perplejo por aquella respuesta, pero se esforzó
por mantener un gesto neutro–. Me parece que podrías dedicarte a la
decoración de interiores sin duda alguna. –Sí, es algo que me resulta fácil.
También me gusta mucho planificar eventos. En realidad, cualquier cosa
creativa. Pero no podría dedicarme a ello a tiempo completo.
Él sujetó la taza. Sus manos fuertes cubrían la superficie casi por
completo, haciendo que pareciera mucho más pequeña que antes.
–¿Por qué? –preguntó.
Tal vez para él, con los millones de dólares que era probable que tuviera,
fuese fácil empezar una nueva carrera desde cero, pero ella tenía facturas
que pagar y una abuela a la que cuidar. Además, aunque intentase encontrar
un trabajo en aquel sector, ¿quién iba a contratarla cuando no tenía ninguna
experiencia? –Me gusta ser camarera –contestó, solo para cambiar de tema.
Por el gesto de él, supo que no estaba de acuerdo, así que decidió
interrumpir la conversación antes de que intentara convencerla de lo
contrario. No necesitaba que un hombre cualquiera le llenase la cabeza de
grandes sueños que se quedarían en nada y que le harían perder un tiempo y
un dinero que podría estar gastando en hacer que la abuela tuviese una vida
maravillosa. Ser camarera era algo seguro, pues le proporcionaba unos
ingresos fijos y un número regular de horas. –Me parezco mucho al abuelo:
tengo un gusanillo creativo, pero me contento con ganarme la vida con
normalidad.
No necesitaba nada sofisticado. El abuelo se había ceñido a esos ideales y
había ahorrado lo suficiente como para dejarle a su familia una herencia
bastante buena. ¿Dónde habría acabado todo ese dinero si hubiera ido por
ahí intentando hacer algo grande?
Cuando se giró hacia Joseph para acomodarse, ignoró la mirada de
incredulidad que había en sus ojos.
–Parece que tu abuelo era un tipo divertido –dijo él. Holly se alegró de
que la hubiera dejado salirse con la suya.
–Lo era.
Solo mencionar al abuelo hacía que se relajara. Tenía ese efecto en la
gente y era probable que aquel fuese el motivo por el que, desde su muerte,
la abuela había estado tan tensa. Él había sido su rayito de sol y, cuando se
marchó, ella había dejado de tener un motivo para sonreír. Sin embargo,
Holly iba a esforzarse para que aquello cambiara.
–Tenía predilección por mi abuelo de forma natural, así que mis padres
me dejaban pasar todos los veranos con él y con la abuela aquí, en la
cabaña. Durante las vacaciones, siempre estaba con él. No puedo
imaginarme la infancia con otra persona que no hubiese sido él. –Hacía
siglos que no hablaba tanto con alguien–. Aunque supongo que todos los
padres y abuelos son así. ¿Cómo es tu abuelo?
Él frunció los labios y alzó las cejas.
–Eh... –Parecía un poco extenuado, pero era obvio que se le daba bien
mantener la compostura–. No conocí a ninguno de mis abuelos. Ambos
murieron antes de que yo naciera.
–Vaya... Eso es muy triste –contestó, sintiéndose fatal por haber
glorificado su propia infancia con el abuelo. No había pretendido parecer
insensible–. ¿Y tu padre? ¿Cómo es?
–No... No hablo con mi padre.
–¿No? –No podía concebir la idea de que alguien no hablase con su
propio padre–. ¿Por qué no?
Probablemente, no tendría que haberle hecho una pregunta tan personal,
pero su curiosidad había sido mayor que su capacidad de control.
–No me parece que sea muy buena persona.
Joseph acercó su taza a la cafetera, la llenó y, después, le tendió la mano
para que le diera suya. Se la entregó y se fijó en el cansancio que se le
reflejaba en el rostro mientras añadía la leche y el azúcar.
–¿Por qué no? –preguntó mientras él llenaba la taza.
Se estiró para hacerse con una cuchara y él le pasó el azúcar. Prepararon
juntos más café mientras seguían hablando como si fuesen viejos amigos,
algo que no ocurría a menudo cuando acababa de conocer a alguien.
Tras dejar los cafés en su sitio, Joseph echó los hombros hacia atrás y,
después, los relajó como si estuviera liberando la tensión acumulada.
–Es solo una corazonada. No lo conocí. –Se volvió hacia la luz
amarillenta que procedía de la otra habitación antes de que aquellos ojos
oscuros volvieran a centrarse en ella–. Pero ya basta de hablar de mí. No
quiero aguarte la fiesta. Después de todo, es Navidad.
Le dedicó una de aquellas sonrisas tan valiosas y, mientras la
contemplaba en aquella ocasión, Holly se preguntó si era auténtica o,
sencillamente, la tenía muy practicada.
Agarró la taza con ambas manos para entrar en calor. En medio de aquel
frío, la vieja caldera estaba trabajando a máxima potencia y, aunque las
habitaciones estaban caldeadas, era como si, de todos modos, una corriente
invernal se arrastrara por ellas y le calase hasta los huesos. Se planteó sacar
sus calcetines de lana gruesos de la maleta, pero no quería despertar a la
abuela. En lugar de eso, se acercó a la taza, que estaba cubierta con carteles
en miniatura de los bares del centro de la ciudad, con el de Tootsies en el
centro.
Había disfrutado mucho aquella noche e, incluso con el frío, Joseph hacía
que se sintiese calentita. Hablar con él le resultaba fácil y le gustaba cómo
le hacía sentirse el hecho de tener su atención puesta en ella.
–No esperaba que te quedases despierto medianoche, poniendo el árbol
de Navidad conmigo –dijo–, pero te lo agradezco. –No pasa nada. De todos
modos, últimamente no duermo demasiado.
–Yo necesito dormir mucho –añadió ella con una sonrisa–. Esta noche me
ha retrasado una semana entera. Mañana, para la hora de la cena, ya estaré
dormida; ya lo verás.
Tan solo estaba entablando conversación para que pudieran quedarse
despiertos más tiempo, pero, en realidad, no creía que fuese a sentirse
cansada mientras él estuviera presente.
Cuando mencionó la cena, su mente voló a la idea de compartir mesa con
él. Podrían contarse historias y tal vez fuese lo bastante afortunada como
para hacerle reír. La mirada que él le había lanzado en un par de ocasiones
había sido tan cálida y sincera que podría haber derretido el hielo del
exterior. Aquel visitante inesperado había aportado ya tanto aire fresco a la
casa que no podía evitar tener la esperanza de que siguiera nevando. Sin
embargo, decidió que no tenía de qué preocuparse. Desde luego, a menos
que por algún tipo de milagro el condado pudiera despejar las calles, iba a
poder pasar más tiempo con él. Nadie se había preparado para la nevada que
estaba cayendo, así que parecía que iban a tener que quedarse donde
estaban. –Hablando de la cena... –dijo él–. Nos queda muy poca comida.
Quería intentar ir andando hasta el pueblo para buscar un mercado.
–Yo he traído un poco, pero, sí, a ver si mañana podemos acceder a la
carretera principal.
Se estaba mostrando optimista, pero, en realidad, no tenía esperanza de
que fuese así; ni siquiera a pie. Las carreteras estaban tan mal que casi no
había sido capaz de llegar aquella noche. Además, los negocios estaban
cerrados en todas partes y las noticias que habían escuchado en la radio del
coche estaban repletas de accidentes tanto en la I-65 como en muchas de las
carreteras secundarias.
Pensándolo de nuevo, el mero hecho de intentar conducir en medio de
aquel caos había sido una estupidez, pero hacía dos años que la abuela no se
había mostrado tan esperanzada. Holly se preguntó si, aquellas Navidades,
de manera inconsciente, la mujer solo había querido sentirse más cerca del
abuelo. Sin em-
bargo, mirando alrededor, se dio cuenta de que allí no quedaba nada de él
excepto la petición que le había hecho de reformar el lugar, que parecía
presente en cada superficie. Además, no solo no podían volver a casa, sino
que estaban atrapadas con Joseph Barnes y, si bien a ella no le importaba en
absoluto, se preguntó cómo reaccionaría la abuela por la mañana.
Dio un sorbo a su taza y se dio cuenta de que empezaba a sentir el
estómago vacío.
–Llevo despierta mucho tiempo y la mención de la comida... –Se volvió
hacia él–. Empiezo a tener hambre...
Él miró en dirección a la despensa, pensativo.
–Me quedan unas porciones de un pastel de boniato que compré durante
mi estancia. Podríamos comer un poco.
No pudo evitar la sonrisa que se le formó en el rostro al pensar en que
Joseph se había comprado un pastel para él solo.
–¿Tienes pastel de boniato? Qué sureño por tu parte.
Él le dirigió aquella mirada inquisitiva que ya le había visto antes.
–Nunca lo había probado y tenía buena pinta.
–¡Es que está muy bueno! En realidad, es mi favorito. Prefiero el pastel
de boniato antes que la tarta. Ponle una vela y mi nombre encima y está lista
para mi cumpleaños.
Él se rio.
–Bueno, en tal caso, sí que tenemos que tomar un poco con el café.
–No voy a oponerme a esa sugerencia ni en broma.
Joseph abrió la puerta de la despensa y sacó una caja con una tapa
transparente que revelaba dos tercios de un pastel de aspecto divino.
Mientras se giraba para tomar un cortador de pasteles del cajón, Holly
pensó en los inconvenientes que aquella tormenta debía de estar causándole
a él también. Se había preocupado mucho por ellas, pero él también estaba
allí atrapado con unas desconocidas, incapaz de volver a casa.
–¿Joseph? –dijo para llamar su atención.
Él se dio la vuelta, posó sus ojos en ella y, antes de decir nada, un
pensamiento atravesó su mirada.
–Por favor, llámame Joe; todo el mundo me llama así.
¿Acaso aquel momento de compartir historias había hecho que a él ya no
le pareciese que eran unos desconocidos? Le gustaba aquella idea.
–Joe –dijo, probando el nuevo nombre en los labios–, lamento que estés
aquí atrapado con nosotras. Estoy segura de que te gustaría pasar la
Navidad en casa.
Hubo un cambio en la expresión de su rostro. Entonces, asintió y, sin
responder, volvió a centrarse en el pastel, lo que hizo que ella se preguntara
si había dicho algo demasiado personal. Antes había comentado que no
hablaba con su padre... ¿Acaso no tenía a nadie con quien pasar las fiestas?
Seguro que tenía una familia a la que visitar.
–Aquí tienes –dijo, pasándole un pedazo de pastel. El olor a canela que
desprendía era la perfección absoluta. Él tomó su trozo y se sentó junto a
ella–. Me alegra poder compartirlo. No estaba seguro de cómo iba a
comérmelo todo. –Se volvió hacia su plato y admiró aquel pedazo dorado
de delicia azucarada–. Aunque, desde luego, pensaba intentarlo.
Holly se rio.
–Sin duda, yo podría comerme un pastel de boniato entero si me lo
propusiera. –Cortó un trozo, le dio un bocado y tragó–. El sabor me lleva de
vuelta a la infancia. La abuela solía hacer montones de pasteles para los
albergues para personas sin hogar e íbamos juntas a entregarlos. –Se había
olvidado de aquello hasta ese momento–. Hace tiempo que no lo hace.
–Es un gesto muy amable –comentó Joe, cuyo trozo de pastel ya había
perdido la punta. Cortó otro bocado.
–Podría estar bien involucrarla en algo así de nuevo. Desde que murió el
abuelo hace un par de años, ha estado deprimida. Por eso estamos aquí: para
que cambie de aires y, con suerte, para subirle el ánimo con el ambiente
navideño.
Joe asintió, pensativo.
Ambos permanecieron sentados en silencio durante un rato y, cuando él
se volvió para mirarla, Holly vio que tenía el rostro cargado de
pensamientos profundos. Sintió una conexión instantánea con aquel hombre
y deseó preguntarle qué era aquello que veía en sus ojos. La parte racional
de su cerebro le decía que era ridículo, que tal vez la falta de sueño la había
vuelto loca. Arrastró el tenedor por la superficie del pastel, dibujando un
corazón.
Cuando hizo aquello, el ambiente cargado se dispersó y Joe escudriñó el
dibujo que había hecho. Después, él hizo un pequeño garabato en su
porción con su propio tenedor.
–¿Qué has dibujado? –le preguntó ella, inclinándose sobre el pastel.
–¿No lo adivinas?
Giró el plato hacia ella y Holly se dio cuenta de lo cerca que tenían los
brazos, lo que hizo que se le erizara la piel. Vislumbró lo masculina que era
su muñeca, la forma en que el reloj se le posaba sobre la piel y el sosiego de
sus dedos. Además, por encima del olor del pastel, distinguió un rastro
mínimo de su aroma especiado a sándalo mezclado con algodón limpio.
Todo le resultó delicioso.
–¿Es una casa? –preguntó, tratando de mantener la atención en el pastel.
–¡Ja! ¡No! –Él entrecerró los ojos, como si estuviera intentando captar lo
que ella había visto–. ¿Acaso no es obvio?
Cuando ladeó la cabeza para mirar mejor el dibujo, sus rostros quedaron
muy cerca y la sonrisa natural de él hizo que se olvidase del hambre que
tenía.
–¿Un lapicero? –A él se le escaparon unas carcajadas y sacudió la
cabeza–. Dímelo –insistió, totalmente perpleja.
–¿Cómo es posible que no lo adivines? ¡Es un árbol de Navidad! A mí
me parece que es una representación perfecta.
La hora tardía y el azúcar estaban haciendo que se sintiera inquieta, así
que se rio a carcajadas.
–Lo siento, tendría que haberlo adivinado –dijo, bajando la vista hacia el
árbol-barra-casa–. Ahora sí que veo un árbol –mintió.
Volvió a acercarse para mirarlo de nuevo y los dedos de él quedaron tan
cerca de los suyos que casi podría habérselos acariciado. Quería hacerlo.
Sin previo aviso, él se puso de pie, apartándose de ella y llevándose
consigo aquel momento. Holly intentó averiguar si había hecho o dicho algo
para provocar aquel cambio tan brusco. Buscó una respuesta en su rostro,
pero él no le ofreció ninguna. –Nunca nos iremos a dormir si no terminamos
de decorar el árbol –dijo Joe mientras se dirigía al salón.
Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que le había hecho
quedarse despierto. Tal vez tuviera algo que hacer al día siguiente... Ni
siquiera le había preguntado.
–Por favor –le dijo él–, termínate el pastel. Voy a empezar a desenredar
más luces.
Holly bajó la vista hacia el corazón que había dibujado y, de pronto, se
preguntó por qué lo había hecho. Le devolvía la mirada como un rayito de
sol oculto tras las nubes. Aquella noche, había recibido una sorpresa a cada
paso y, después de todo, juraría que podía sentir algo de magia navideña en
el aire.
Capítulo 4

jem.
–E El sonido se filtró a través del estado de ensoñación en el que Holly
estaba sumida y, por mucho que lo intentara, no podía abrir los ojos, ya que
estaba muy cómoda. Se había quedado despierta hasta muy tarde. Le
parecía que todavía tenía que ser de noche; era imposible que ya fuese por
la mañana.
–¡Ejem!
Definitivamente, aquella era la abuela aclarándose la garganta tal como lo
hacía cuando quería que mirase algo importante pero intentaba ser discreta.
Holly intentó despejarse para ver qué necesitaba, pero sus párpados se
resistían. Sus extremidades eran un peso muerto. Estaba tan agotada que su
cerebro ni siquiera podía localizar los nervios que había en ellas y lo único
que notaba era su peso. Solo quería quedarse un poco más en la cama.
Pero, entonces, cuando la mente empezó a funcionarle, tuvo problemas
para recordar el momento en que se había lavado los dientes, se había
puesto el pijama y se había metido en la cama junto a la abuela. Lo último
que podía recordar era que estaba decorando el árbol de Navidad. Joe se
había dejado caer en el sofá, mirando el árbol, y le había dado una
palmadita al asiento que había a su lado. Con la habitación totalmente a
oscuras y el único brillo de las titilantes luces navideñas, se habían parado a
admirar su obra cuando faltaban apenas un par de horas para que llegase la
luz del día. Sin embargo, por más que lo intentara, no conseguía que su
memoria pasase de ese punto.
De pronto, fue consciente de que tenía un brazo detrás de la cabeza,
sujetándole el cuello, una pierna fuerte entrelazada con la suya y una
respiración suave y regular rozándole la mejilla. Aquella no era la abuela.
Se obligó a abrir los ojos haciendo uso de todas sus fuerzas. Cuando al
fin consiguió que se le movieran los párpados, le costó un minuto abrirlos.
Sin embargo, conforme la imagen fue aclarándose, vio el rostro
deslumbrante de Joe justo frente a ella, con los ojos cerrados y un gesto
pacífico. Detrás de él, desenfocada, estaba la abuela, de pie en medio del
salón. Tenía los brazos cruzados y los labios apretados, pero Holly no podía
moverse. Se movió solo un poco para poder mirar a los ojos a la abuela y,
de inmediato, se encontró con su mirada de desaprobación. Sabía lo que
parecía aquello. Joe era apuesto y amable; era justo el tipo de hombre con el
que ella coquetearía si tuviera la ocasión. Sin embargo, no había hecho tal
cosa. Se había comportado como toda una señorita, y la abuela debería
saberlo. De todos modos, no le iba a mencionar que había pasado por alto la
etapa del coqueteo. La noche anterior había tenido una conversación
auténtica y sincera con aquel hombre y, además, le gustaba.
La idea de que la mujer pensase mal de cualquiera de los dos hizo que se
pusiera tensa y quiso levantarse con rapidez del sofá para explicarse, pero el
cansancio y el miedo la dejaron anclada donde estaba. No sabía qué hacer
porque estaba segura de que, en cuanto él se despertara, caería sobre ellos la
más absoluta humillación por haberse quedado dormidos juntos y haber
pasado la noche acurrucados.
Joe cambió de posición y se acercó más a su cuello, haciendo que una
sensación ardiente le recorriera el rostro. Aquello tenía muy mala pinta...
No quería que la abuela pensase que se había acostado con un tipo
cualquiera la primera noche que habían pasado en Leiper’s Fork. Aquellas
vacaciones estaban centradas en la familia y en hacer que ella se sintiera a
gusto.
Joe tomó aire, relajado y satisfecho. Abrió los ojos y, entonces, cuando se
percató de la situación, se echó hacia atrás y cayó al suelo con un ruido
sordo.
Mientras se esforzaba por ponerse en pie y recuperar la compostura, miró
a Holly con los ojos muy abiertos por el estupor. –Lo siento muchísimo –
dijo a toda velocidad, con la respiración entrecortada y tensa.
Ella hizo un esfuerzo por no mirar el pecho en el que, apenas unos
segundos atrás, había estado apoyada con tanta comodidad. Se puso en pie
frente a él. Estaba tan nerviosa que la energía le recorría las venas y hacía
que cada movimiento fuese más fácil de lo debido después de haber
dormido tan poco.
–No –contestó de forma ansiosa–, ha estado muy bien.
Aquella última declaración sonó casi como un chillido, así que tosió para
intentar ocultarla. ¿«Ha estado muy bien»? ¿Qué había querido decir con
eso? ¿Acurrucarse con él en el sofá la primera noche después de conocerlo
había estado muy bien? No quería que pensara que aquello ocurría a
menudo. Menuda estupidez.
–El árbol ha quedado bonito. –Las palabras de la abuela no destilaban
ninguna emoción. Siguió cada movimiento de Joe con desdén antes de
dirigirse al otro extremo de la estancia y entrar en la cocina. Dado que el
lugar tenía un concepto abierto, solo los separaba la barra–. ¿Alguien quiere
que prepare el desayuno? –preguntó mientras abría la puerta de uno de los
armarios y la cerraba casi de golpe. El sonido hizo que Holly se sintiera más
agitada–. Supongo que necesitaréis café. –Abrió otro armario y, cuando lo
cerró, la puerta golpeó el marco.
–Por favor, señora... –dijo Joe, acercándose a ella con decisión y el rostro
de un rojo encendido.
–McAdams –le espetó la abuela.
–Señora McAdams...
Si bien era evidente que estaba intentando comportarse como un adulto
ante aquella situación, su gesto delataba su vergüenza. Holly veía en él la
misma expresión que tal vez hubiera tenido de niño después de comerse la
última galleta que su madre había estado reservando y no había querido que
se enterara.
–Permítame que prepare el café para todos –dijo él–. Es lo mínimo que
puedo hacer.
Joe seguía pestañeando e intentando ocultar un bostezo. Había hecho un
esfuerzo por no mirar a Holly, que se alegraba de que así fuera, ya que
nunca en su vida se había sentido tan mortificada. Se pasó los dedos por el
cabello castaño enredado y deseó poder peinarse. Ni siquiera quería pensar
en si llevaba la cara llena de rímel. Pero, sobre todo, sabía, sin ningún tipo
de duda, que si él la miraba a los ojos, sería capaz de ver el efecto que tenía
sobre ella.
La abuela lo miró con los ojos entrecerrados.
–¿Lo mínimo que puedes hacer? –dijo lentamente–. Eso suena como si
fueras culpable de algo. ¿Hay alguna cosa por la que tengas que
enmendarte?
Al fin, sus ojos volvieron a dirigirse a Holly, haciendo que el pulso se le
disparara por el pánico. ¿Por qué la miraba después de que la abuela hubiera
mencionado la palabra «culpable»? El más mínimo destello de un
pensamiento se agolpó en su mente: ¿acaso se había sentido tan cómodo
como ella a su lado? ¿O se trataba de algo diferente? Tal vez se sintiera
culpable por hacer que se sonrojara de aquel modo.
De pronto, se dio cuenta de que tenía que intervenir en la situación. Ella
conocía mejor a la abuela y debería ser la otra persona que participase en
aquella conversación.
–Abuela –dijo, dirigiéndose hacia ella y colocándose junto a él–. Estoy
segura de que Joe no quería decir nada con su ofrecimiento.
–¿Joe? –La mujer les dio la espalda y empezó a rebuscar de nuevo en los
armarios–. La última vez, se presentó como Joseph. ¿Ya habéis llegado al
punto de usar los diminutivos?
–Siempre me presento como «Joseph», pero, normalmente, me llaman
solo «Joe». Dado que, anoche, estuve ayudando a Holly con la decoración
durante un buen rato, sugerí que me llamase así. Usted también puede
hacerlo.
–La abuela se llama Jean –dijo ella, intentando reconducir la
conversación hacia un tema más ligero.
El abuelo siempre la había llamado «Jean», excepto cuando había
necesitado que lo ayudase con algo. En tales casos, la solía llamar con un
tono de voz cantarín: «¡Jeany-Lou!».
–Bueno, puedes llamarme «señora McAdams». ¿Dónde está el café? –
preguntó, frustrada, mientras abría otro armario. ¡Pum! Lo cerró de golpe.
–Lo he cambiado al rincón.
Holly se colocó detrás de la mujer y, esquivándola, estiró el brazo, abrió
el armario y sacó el paquete de café. La noche anterior se había dado cuenta
de que estaba casi sin tocar después de una semana y solo en aquel
momento, a la luz del día, pensó que tal vez Joe no tomase café de forma
habitual.
–¿Sueles tomar café? –le preguntó, aliviada por cambiar de tema de
conversación.
Apartó los ojos de él sin esperar a que le respondiera, ya que su sonrisa la
hacía sentirse inesperadamente nerviosa. La noche anterior le parecía un
sueño. Llenó la jarra del agua, sacó el café y lo vertió en la máquina. Por el
rabillo del ojo, vio que Joe se sentaba en uno de los taburetes.
–Normalmente no tomo café. Me cuesta mucho dormir, así que lo último
que necesito es que el café me mantenga despierto. Pero hoy haré una
excepción. Estoy destrozado.
–A mí me parece que duermes a las mil maravillas –dijo la abuela
mientras dirigía la mirada hacia Holly, cuyo cerebro entró en bucle como en
una película antigua, repitiendo fragmentos de la noche anterior una y otra
vez.
No dejaba de pensar en la calidez de su cuerpo, en cómo encajaba junto a
ella y la sensación de absoluta perfección que había experimentado con su
aroma llenándole los pulmones cada vez que respiraba. Había sido
embriagador en el mejor de los sentidos. Todas las noches, en el trabajo y
en la ciudad, conocía a muchas personas, y nunca había conocido a alguien
con quien se sintiera tan cómoda con tanta rapidez. Era solo que le
transmitía cierta sensación... Sus reacciones mutuas eran muy naturales y la
relajaba sin tan siquiera intentarlo. Sabía que era demasiado rápido, que los
sentimientos emanaban de ella con una extraordinaria rapidez, pero no
podía frenarlo. La abuela se agachó y miró bajo el armario.
–¿También has cambiado de sitio las sartenes?
–Sí, lo siento, están junto a la cocina. Ordené todo basándome en la
cercanía a los electrodomésticos. Me parecía lo más lógico. La abuela
resopló, exasperada. Tal vez fuese cosa de la luz del día que se reflejaba en
la nieve y atravesaba las ventanas, pero parecía mucho más mayor en aquel
momento que apenas unos días atrás. Resultaba tan obvio que Holly se
preocupó. Parecía cansada, tenía las arrugas de los ojos propias de la risa
curvadas hacia abajo y los labios fruncidos en aquel gesto que, en los
últimos tiempos, había mostrado más que la sonrisa que tanto le había
gustado de pequeña.
–O, tal vez –dijo la mujer en tono cortante mientras tomaba una sartén y
la colocaba sobre uno de los fogones de la cocina–, los inquilinos podrían
aprenderse dónde están las cosas en cinco minutos y cogerlas de donde
siempre han estado.
Abrió el frigorífico y sacó los huevos.
Era bastante evidente que no estaba de buen humor. Aquel día estaba
especialmente irritable. Al llevarla allí, Holly solo había intentado ayudar.
Después de todo, había sido ella la que había sugerido la idea. Ninguna de
las dos podría haber predicho lo que había ocurrido al llegar, pero tendrían
que sacarle el mayor provecho. También le preocupaba lo que Joe pensase
de la abuela; no quería que creyese que no era maravillosa, porque, desde
luego, lo era.
Antes de que el abuelo muriera, estaba llena de vida. Solía ir bailando por
la casa al son de la música que sonaba en el tocadiscos que tenían mientras
cocinaba. Siempre tenía algo al fuego: estofados en invierno, marisco en
verano y algo dulce en cualquier momento. El plato favorito de Holly era su
pastel de manzana. Solía comprar las manzanas en el mercado local y con
ellas hacían los pasteles más deliciosos, con la cantidad justa de masa.
Además, nadie sabía hacer la corteza trenzada como ella. Le cortaba una
porción enorme con una corteza dorada y hojaldrada y se la servía con una
bola de helado casero de vainilla. Algunos de sus recuerdos favoritos eran
los de aquella época en la que se sentaba a la mesa con sus abuelos, riendo
y contándoles historias mientras comían pastel.
Notó la rigidez de los brazos de la abuela y la tensión en sus hombros
mientras, con el rostro fijo en un gesto de infelicidad, batía los huevos en un
cuenco. Estaba concentrada en el revuelto, pero Holly se preguntó qué le
estaba pasando por la cabeza. Echaba de menos a la abuela que había
conocido mientras el abuelo estaba vivo, la que tarareaba la nana que había
compuesto su marido mientras fregaba los platos y la que la acostaba por
las noches y le preguntaba con qué voz quería que le leyera el cuento. A
veces, si se lo había pedido, le había leído libros enteros con voz de
vaquero. Ahora, el brillo que tuvo en los ojos ya no estaba y tenía el ánimo
triste. Holly deseaba con todas sus fuerzas sacarla de la depresión en la que
se encontraba sumida, pero temía que el único que podría lograr traerla de
vuelta a la vida era el abuelo.
–¿Tenemos leche? –ladró la mujer, interrumpiéndole el hilo de
pensamientos.
Joe se levantó del taburete y se dirigió al frigorífico, pero la abuela se
giró hacia él con el cuenco todavía apretado contra el pecho.
–¡Siéntate! –espetó. Apretó los dientes y, a continuación, habló con un
tono más suave pero igual de enfadado–. Puedo encontrarla yo. Solo estaba
asegurándome de que nos quedaba un poco. –Abrió el frigorífico y sacó la
caja. La agitó arriba y abajo y el sonido de la escasa leche que había en el
fondo reveló que apenas les quedaba–. Tenemos que ir al mercado –señaló–.
Si no podemos sacar el coche, intenta llamar a Buddy. Quizá él pueda venir
a buscarte con el tractor.
Buddy Lane era un buen amigo del abuelo y había pasado muchas noches
en el porche con ellos. Tenía una pequeña granja a unos pocos kilómetros,
siguiendo la carretera. Holly sabía que Buddy haría todo lo que estuviese en
sus manos para ir a buscarla, pero fuera estaba helando. No podían recorrer
todo el camino hasta el pueblo en la cabina del tractor o, de lo contrario, se
habrían congelado antes de llegar. Sin embargo, no le dijo nada de todo
aquello a la abuela. Asintió, se sentó junto a Joe y le pasó la leche y el
azúcar que seguían en la encimera desde la noche anterior.
–Tendremos que conformarnos con unas tostadas hasta que pueda
conseguir suero de mantequilla suficiente para hacer mis galletas –dijo la
abuela, bajando la temperatura de los huevos para que terminaran de
cocinarse. Después, buscó la tostadora. –La abuela hace galletas de suero de
mantequilla –le dijo a Joe, esperando subirle el ánimo a la mujer. ¿Qué le
pasaba aquella mañana?–. Nunca he comido unas mejores que las suyas.
La miró, pero la mujer parecía impasible. Era evidente que no estaba
contenta con la situación que se había encontrado al llegar a la cabaña.
¿Acaso había empeorado las cosas al llevarla allí?
Capítulo 5

Holly miró por la ventana, sintiendo cada vez más calor. La abuela había
encendido el fuego y ella llevaba puesto el abrigo de invierno con la
capucha de piel y un gorro tejido debajo. También llevaba una bufanda, los
guantes con unas manoplas por encima, los pantalones de yoga que se había
llevado pensando que, cada mañana, podría hacer uno de esos
entrenamientos de televisión, unos pantalones vaqueros, dos pares de
calcetines y las botas de nieve. Tan tapada como iba, si no salía pronto al
exterior, moriría de un ataque al corazón, pero la sola idea de poner un pie
fuera con semejante frío hacía que quisiera olvidarse de todo aquel asunto.
–Vas a tener que ir andando hasta el pie de la colina, Holly –le dijo la
abuela–. Buddy no podrá subir el tractor por el camino de acceso con todo
ese hielo.
Sabía que tenía razón. Bajar por el camino que se extendía en una
pendiente inclinada hacia la carretera no sería tarea fácil. La noche anterior,
apenas lo había conseguido con el coche y había temido tener que bajarse y
empujarlo. Se había alegrado mucho cuando los neumáticos se habían
adherido a la nieve y las habían llevado hasta la cima. Y en aquel momento,
después de que hubieran caído otros quince centímetros de nieve durante la
noche, bajar parecía una tarea abrumadora. Podía ver la calle a través de los
árboles y no había ni rastro de una quitanieves. Tampoco habían esparcido
sal por las carreteras. Tendrían suerte de encontrarse con alguien en medio
de aquel caos.
Buddy se había mostrado encantado de ayudarlos a llegar hasta Puckett’s
para que comprasen provisiones para pasar los siguientes días, pero a Holly
le preocupaba que las tiendas estuvieran todas cerradas. Normalmente no
nevaba tanto, por lo que no estaban preparados para algo así. Cerraban todo
cuando caían apenas tres centímetros, ¿qué no iban a hacer ante semejante
nevasca? Un frente había entrado en la zona y las condiciones eran
perfectas para esas Navidades blancas que el área de Nashville apenas había
experimentado. Lo más cerca que habían estado de tener la misma magnitud
de nieve en Navidad había sido tiempo atrás, en 1963. Holly no lo había
visto nunca jamás. Hasta aquel momento.
Joe salió de su dormitorio vestido con una gabardina azul marino de
confección impecable, una bufanda a juego y unos guantes negros de cuero.
Llevaba el espeso pelo negro perfectamente peinado y se había afeitado.
Parecía listo para deambular por las calles de Manhattan con la excepción
de las botas de nieve de suela gruesa que le asomaban por debajo de los
pantalones.
–¿Vas lo bastante abrigado? –le preguntó, manifestando su preocupación
a modo de pregunta.
–Estaré bien –le contestó él con tono tranquilizador. La miró de la cabeza
a los pies–. Estoy acostumbrado a este tiempo.
Tal vez eso fuera cierto, pero nunca había tenido que viajar en el tractor
de Buddy. Holly tenía recuerdos borrosos de cuando era niña y, en aquel
entonces, la máquina era mucho más nueva. Se había subido a ella un
verano en los campos. Había corrientes de aire en el interior, mucho ruido y
el calor se había colado a raudales, haciendo que los mechones de pelo que
se le habían escapado de la coleta se le pegaran al cuello debido al sudor.
Solo de pensar en ese calor convertido en un frío helador hizo que sintiese
un escalofrío.
–¿Bajamos por el camino para reunirnos con él tal como nos ha
recomendado tu abuela? –preguntó Joe.
Ella asintió a regañadientes. Había sugerido ir a comprar sola pues, tras
haberle despertado la noche anterior, no quería molestarlo más. Sin
embargo, él había insistido en hacerse cargo de la cuenta del supermercado
dado que las había inco-
modado y, además, había dicho que también quería comprar un par de
cosas en la tienda, así que los dos habían acabado preparándose para salir y
la abuela había llamado a Buddy para que los recogiera.
Joe abrió la puerta y, justo en ese momento, una ráfaga de viento helado
se coló en el interior, haciendo que se le congelase la nariz antes siquiera de
haber puesto un pie en el porche. Con una mueca, salió fuera y él la siguió
sin inmutarse. Aunque ella sí se inmutó cuando él le puso una mano en la
espalda para estabilizarla mientras bajaba los escalones congelados. Un
cosquilleo le recorrió toda la columna vertebral.
–Lo siento –dijo él, aunque no apartó la mano.
Sin embargo, por su expresión, Holly sabía que era consciente de por qué
se había estremecido y pensó que, tal vez, la inesperada noche que habían
pasado en el sofá y la facilidad con la que habían conversado habían sido
igual de importantes para él. La cabeza le dio vueltas solo de pensarlo.
Cuando llegaron a la falda de la colina, la cabaña llamó su atención.
–¡Oh! –exclamó–. Nunca la había visto así.
Las dos buhardillas que sobresalían del tejado de chapa cubierto de nieve
estaban envueltas en un manto blanco y todas las barandillas del porche
alargado se perfilaban con una nieve esponjosa. A la chimenea de piedra, la
puerta roja y los leños que conformaban las paredes exteriores se habían
pegado volutas de nieve recién caída.
–Es preciosa.
Joe sonrió, pero tenía los ojos fijos en ella más que en la casa. Tal como
la estaba mirando, era probable que pensase que nunca había visto la nieve,
lo cual era verdad hasta cierto punto, ya que jamás había visto una nevada
semejante en Tennessee. Holly se dio la vuelta para contemplar el bosque
que ocultaba la carretera que corría colina abajo. La única forma que tenía
de distinguir el camino de acceso era por la pequeña franja blanca que
serpenteaba entre los árboles. Todavía no había cambiado aquello, pero lo
tenía en la lista de renovaciones. El camino estaba tal como el abuelo lo
había cavado originalmente. Los árboles parecían oscuros bocetos a lápiz
contra el cielo blanco y sus ramas desnudas sostenían la nieve que se había
posado sobre ellas. Se tropezó, pero consiguió mantenerse en pie. Era una
cuesta empinada e, incluso con las botas de nieve, le costaba adherirse al
suelo.
Joe aminoró el ritmo para seguirle el paso, pero ella volvió a perder el
equilibrio. Sus botas no podían contra tanta nieve y resbalaban al entrar en
contacto con la tierra a cada paso que daba. Se colocó de medio lado y
siguió adelante, pero eso no pareció ser de mucha ayuda, así que volvió a
darse la vuelta.
Tan solo consiguió dar un par de pasos más antes de meter el pie sin
querer en un agujero que estaba cubierto de nieve. De pronto, notó cómo se
caía y cómo el suelo se acercaba a su cara más rápido de lo que tardó en
reaccionar. Además, la punzada de dolor que sintió en el tobillo nubló todo
lo demás. Estiró los brazos hacia el suelo para detener la caída, pero nunca
llegó a sentirla porque Joe la sujetó en un abrir y cerrar de ojos. Se aferró a
él, apoyando todo su peso en el tobillo bueno y tratando de despejar la
mente lo suficiente como para darse cuenta de lo que estaba pasando. Sin
embargo, le resultó difícil con aquel aroma especiado envolviéndola y sus
brazos rodeándola para evitar que volviera a caerse.
–Supongo que mis botas no son tan buenas –dijo.
Joe estaba inspeccionando el camino y ella recordó con exactitud dónde
había metido el pie. Se trataba de la zona justo por debajo de los árboles
donde la lluvia había trazado su propio sendero en el camino de acceso que
transcurría colina abajo y había hecho un agujero en un gran trozo de tierra.
Tras el primer año de renovación, había ahorrado buena parte del dinero que
el abuelo le había dejado para contratar a alguien que instalase una tubería
de drenaje, volviera a rellenar el hueco y pavimentase el enorme camino de
acceso. Sabía que tendría que haberlo hecho antes, pero se había centrado
en el interior y, ahora, tendría que esperar a que hiciera más calor. Menos
mal que nadie más se había caído allí o estaría enfrentándose a una
demanda y, desde luego, la abuela no necesitaba tener que encarar algo así.
Agarrándose todavía a uno de los brazos de Joe, Holly intentó dar otro
paso, pero el dolor le recorrió la pierna e hizo que se encogiera antes de
poder remediarlo. Él la miró, preocupado.
–¿Qué ocurre?
–Nada –mintió.
Al dar otro paso, el dolor hizo que le cediera la rodilla. Se mordió el labio
para evitar gritar de angustia. Joe volvió la mirada hacia la casa, pero ya
habían recorrido la mitad del camino y sabía lo que estaría pensando:
necesitaban comida para pasar la semana y, si habían llegado hasta ahí, bien
podían seguir. Pronto estarían en el tractor de Buddy y podría sentarse y
darle un descanso al tobillo.
–Te llevaré de vuelta a la cabaña y volveré yo solo –sugirió él frunciendo
las cejas mientras le miraba el pie–. ¿Por qué no te subo a caballito?
–Porque nos caeríamos hacia atrás e iríamos dando tumbos hasta no ser
más que una bola de nieve gigante que se precipita hasta los pies de la
montaña. –Dio un par de insoportables pasos más y volvió a perder el
equilibrio, tambaleándose hacia delante. Joe la sujetó–. Y no voy a volver a
la casa. Haré la compra de la abuela. Sé las cosas que le gustan y es muy
exigente. –Le sonrió, pero eso no pareció disminuir la aprensión del
hombre.
–Entonces, iremos muy despacio –dijo, tomándola del brazo con cuidado.
Holly se lo permitió, segura de que no la dejaría caerse.
Cuando llegaron al final del camino de acceso, sentía las mejillas
entumecidas, tenía las orejas frías bajo el gorro tejido y estaba segura de
que, en aquel momento, tendría la nariz de un tono violeta oscuro a causa de
la congelación que debía de estar apoderándose de ella. Además, si no se
sentaba, iba a desmayarse por el dolor del tobillo.
El rugido del motor de Buddy llenó el aire mientras llegaba hasta ellos
justo a tiempo. El viejo tractor verde seguía con vida y en buen estado. El
poco calor que pudiera proporcionarles era un faro de esperanza. Buddy los
saludó desde el interior de la cabina y Holly se deleitó con la familiaridad
de su rostro envejecido por el tiempo. Cuando visitaba al abuelo, siempre
había sido muy amable. Mientras los otros amigos del abuelo solían hablar
de fútbol o del estado desconcertante en el que se encontraba el mundo, él
le preguntaba cómo le había ido el día y siempre aplaudía cuando le
mostraba cómo daba volteretas con una sola mano.
El hombre se inclinó y quitó el seguro de la puerta. El fino metal se abrió
con un traqueteo, pues el motor hacía que se sacudiera sobre los goznes.
–¡Santo cielo! –dijo el hombre mientras la miraba de arriba abajo–. ¡Eres
la viva imagen de tu madre!
Llevaba puesta una vieja gorra de béisbol con el logo de Budweiser y un
abrigo grueso marrón con unos botones tan desgastados como las viejas
tablas de madera deformada procedentes del granero que el abuelo solía
amontonar como leña después de haberlas cambiado. Buddy sonreía de
oreja a oreja. Unas arrugas profundas le recorrían el rostro, desvelando la
gran frecuencia con la que sonreía. Eso hizo que se sintiera reconfortada.
Entró en el tractor apoyando primero el pie bueno y tomando la mano de
Joe, que la ayudó a subir. De inmediato, se sintió defraudada de que la
temperatura del interior no fuese mucho mejor que la del exterior, pero el
alivio que sintió en el tobillo hizo que todo le pareciera bien. Joe se subió
tras ella y cerró la puerta.
–¿Estás bien? –le preguntó Buddy con su marcado acento sureño
mientras bajaba la vista hacia su pie.
–Estoy bien, Buddy, es solo que me he torcido el tobillo, pero hay
toneladas de nieve para ponerle encima cuando llegue a casa. –Se removió
en el sitio, incómoda–. ¿Cómo estás tú?
–Yo estoy bien, señorita Holly. Había oído que estabas por aquí
arreglando la cabaña. Tu abuelo siempre pensó que podría alquilárselo a esa
gente elegante. –El hombre le guiñó un ojo antes de posar la mirada en Joe.
Tras mirarlo bien, Buddy se quedó en silencio. Claramente, se había dado
cuenta de que, en ese mismo instante, estaban en presencia de uno de esos
clientes elegantes. Se aclaró la garganta y puso en marcha el tractor–. ¿Vais
a Puckett’s?
Ella asintió.
–Antes he pasado por delante y está abierto. Eso es significativo, ¿no? –
Joe lo miró, interrogante–. Los de por aquí cuidamos los unos de los otros.
Los sitios tienen que estar abiertos si es posible. No estamos acostumbrados
a este tiempo. Estoy seguro de que ni una sola persona de Leiper’s Fork
tiene suficiente suero de mantequilla para pasar el temporal.
Por el rabillo del ojo, Holly vio que Joe sonreía; estaba disfrutando de
todo aquello.
–No pretendo ser maleducado al preguntar esto –dijo–. De hecho, me
interesa bastante. Sé que la abuela de Holly lo usa para hacer galletas, pero
¿para qué más se usa el suero de mantequilla?
El tractor se desvió un poco cuando Buddy miró a Joe como si se hubiese
vuelto loco. Le ofreció una sonrisa de consuelo justo antes de una risita de
incredulidad.
–Holly, ¡tu abuela tiene que cocinarle algo a este! –Se inclinó un poco
hacia delante, con ambas manos llenas de callos todavía apoyadas en el
volante mientras avanzaban dando tumbos por la carretera cubierta de nieve
y pasaban por delante de viejos graneros cuya madera pintada de un tono
burdeos y cuyas grandes coronas navideñas colgadas de la parte más alta
del tejado contrastaban con las colinas blancas–. Mi esposa Freda usa el
suero de mantequilla para muchas cosas: para el pan de maíz, las tortitas, el
adobo del pollo frito, el puré de patata, los muffins, el aliño de la ensalada...
Pero te diré para qué es mejor y, así, podrás compartir el secreto con tus
amigos. –Holly sabía exactamente lo que iba a decirle, porque ya se lo
había dicho en otras ocasiones–. Si te tomas una taza antes de dormir,
estarás tan sano como un toro y dormirás como un tronco. Te quita todo el
estrés. ¡Te sentará bien!
–¿De verdad? –dijo Joe, mostrando interés.
Buddy asintió de forma categórica.
–Así es como vivimos tanto tiempo los viejos como yo. –Dobló hacia
Old Hillsboro Road, la calle principal de Leiper’s Fork–. ¡Ah! –dijo
mientras se acercaban al puñado de edificios que bordeaban la carretera
estrecha antes de que se perdiera de nuevo en dirección al campo–. La
civilización... –Cambió de marcha para bajar la velocidad del tractor–. Pero
no pestañees o te la perderás.
Entonces, se rio de su propio comentario.
Aquel pequeño tramo de carretera parecía sacado de un cuento
ambientado en un pueblecito. El único color de la calle era el de las casitas
de madera natural pintada en diferentes tonos y cuyos tejados estaban
cubiertos de nieve. Cada una de ellas tenía una corona navideña en la puerta
y mecedoras en el exterior para los visitantes. Aquel día, los viejos
ventiladores de aspas de los porches, que en verano no hacían más que
mover el aire caliente de un lado a otro, permanecían quietos en medio del
silencio invernal. En el exterior de la galería de arte local, que estaba
enmarcada por las ramas desnudas de unos robles ancianos, había una pila
de madera escarchada y una hoguera encendida con unos cuantos pinchos y
un frasco de cristal lleno de malvaviscos a disposición de cualquiera que
pudiera salir en medio de aquel desastre. Holly captó la curiosidad de Joe
mientras los contemplaba.
Buddy aparcó el tractor frente a Puckett’s, aunque era imposible
distinguir la zona de aparcamiento de la carretera. Tan solo podía discernir
dónde comenzaba el patio por la zona de la barbacoa y los árboles de
Navidad cubiertos de nieve que sobresalían de la masa blanca. Ambos
hombres se bajaron del vehículo y ayudaron a Holly a descender hasta la
nieve.
Buddy levantó la mano en dirección a la joven que estaba en la caja
registradora cuando ella abrió la puerta para darles la bienvenida. Cuando
vio de quién se trataba, a Holly se le escapó la más grande de las sonrisas.
La muchacha les estaba saludando con la mano y llevaba la larga melena
rubia, que le surgía desde debajo de una gorra de béisbol de Puckett’s,
recogida en una única trenza que le recorría la espalda.
–¡Hola, Tammy! –exclamó Buddy–. ¿Mucho trabajo hoy?
–No. Ni un alma hasta que habéis llegado vosotros. –Volvió a saludar a
Holly con gran entusiasmo con la mano–. ¡Hola, Holly! ¡Hace un siglo que
no te veía! ¡Entrad, entrad! Os ofrezco café gratis.
–Aquí hay alguien que necesita una silla –dijo Buddy, señalándola con el
pulgar.
–¡También tenemos muchas! –Mantuvo la puerta abierta mientras ellos
entraban. El calor rodeó a Holly e hizo que se estremeciera–. ¿Qué te ha
ocurrido en el pie?
–Lo he metido en un agujero –contestó ella, dándole un abrazo.
Cuando eran niñas, habían pasado muchos veranos juntas, corriendo por
los campos, trepando a los árboles y cogiendo gusanos junto al puente de
Johnson.
–Ha pasado demasiado tiempo... ¡No te había visto desde que planificaste
mi boda! Hiciste un trabajo maravilloso... Me sentí como una princesa. –
Tammy se pasó los dedos largos y finos por la trenza antes de llevarse las
manos a las caderas–. ¿Y a quién tenemos aquí?
–Hola, soy Joseph Barnes –dijo Joe con un gesto amistoso y dando un
paso al frente. Le tendió una mano a modo de saludo, pero ella se la agarró,
tiró de él hacia ella y le dio un abrazo mientras le lanzaba una mirada
emocionada a Holly por encima del hombro. Después, se separó de él.
–Bueno, Joey, me alegro de que hayas venido a pasar las Navidades con
Holly. ¡Suena adorable! Joey y Holly...
Con gestos, intentó transmitirle a Tammy que estaba equivocada con
respecto a la situación, pero se le estaba encendiendo el rostro por la
vergüenza y tuvo que darse la vuelta. Cuando por fin consiguió retomar el
control de sí misma, intentó clarificar el asunto.
–En realidad...
–¡Es absolutamente adorable! –dijo Tammy, terminando su frase, aunque
eso no era lo que había pensado decir. La chica empezó a arrastrar sillas
hacia una de las mesas–. Id a buscar lo que necesitéis y yo prepararé café
para todos.
El concepto que se escondía detrás de Puckett’s era tan único como el del
propio Leiper’s Fork. Al frente había un escenario con cuatro micrófonos y
una batería que, aquel día, estaban vacíos. Sin embargo, todos los jueves a
las seis de la tarde había micro abierto y todo el mundo se quedaba allí de
pie excepto el grupo que se reunía en un círculo de sillas en el exterior, en
torno a la hoguera. Las viejas paredes de madera, pintadas del mismo color
rojo que los graneros, estaban cubiertas por una bandera estadounidense,
algunos recuerdos y unas cuantas guitarras que casi ocultaban el letrero
retro de Coca-Cola que había junto a un gran cartel de madera con las letras
originales descoloridas y un poco amarillentas que rezaba: «PUCKETT’S
BROS». Al fondo, detrás del montón de mesas y sillas desparejadas y al lado
de una gramola verde oliva en la que se podía escuchar a artistas como B.
B. King, Elvis Presley o Hank Williams, había una pequeña tienda de
comestibles. Usar el término «pequeña» era ser generoso, ya que se
componía de tres pasillos que medían de largo lo mismo que Holly de alto.
Mientras Tammy llenaba cuatro vasos desechables en el lugar del mostrador
donde normalmente estaba la comida caliente como los huevos revueltos,
las patatas fritas o las galletas, Holly se sacó del bolsillo la lista arrugada
que había hecho la abuela y se dirigió cojeando a la parte trasera,
desestimando los gestos protectores de Joe para que se sentara. Agarró una
bolsa de harina, azúcar moreno, un bote de avena y un par de latas de
verduras. Al fondo, al lado de las cervezas, había unas cámaras frigoríficas
de las que sacó una botella de leche y otro recipiente de suero de
mantequilla. Joe, que conforme ella sacaba las cosas de las estanterías las
iba dejando en el mostrador frente a Tammy, volvió para echar un vistazo.
Era evidente que no sabía qué comprar. Se inclinó hacia uno de los paquetes
que había expuestos.
–«Rebozado de pescado del Viejo Sur» –dijo, frunciendo las cejas.
En los labios se le dibujó una sonrisita y ella no pudo evitar pensar de
nuevo que parecía estar disfrutando.
–¿Por qué sonríes? –le preguntó mientras miraban la mercancía.
Él apartó la vista de una lata de judías que tenía en la mano como si le
hubieran atrapado haciendo algo.
–Ay, no lo sé.
–No pasa nada por sonreír, ¿sabes?
Volvió a dejar la lata en la estantería.
–Supongo que esto es tan diferente de cualquier cosa de las que veo en
casa que me resulta... divertido.
–«Divertido».
Joe le dedicó esa sonrisa tan suya y, en aquella ocasión, no ocultó nada de
cómo se sentía en ese mismo instante.
–Por ejemplo... ¿Usáis esto? –dijo, cogiendo el rebozado para pescado.
Holly se rio.
–Solo cuando no estoy contando las calorías. Pasas el pescado por eso y
lo fríes. En verano, solíamos ir al río, pescábamos siluro y lo llevábamos a
casa. El abuelo lo fileteaba y lo limpiaba y, después, lo rebozábamos con
eso antes de cocinarlo en una vieja sartén de hierro sobre una hoguera en el
patio trasero. Todavía recuerdo el olor del aceite al calentarse. –La
curiosidad había regresado a Joe, pero no dijo nada–. ¿No te encantan ese
tipo de recuerdos de la infancia? ¿Los de toda una estación en la que
pasabas los días descalzo, jugando en columpios construidos con
neumáticos viejos y en la que te quedabas fuera de casa hasta que había
tantos mosquitos que tenías que meterte dentro?
Él frunció los labios y sacudió la cabeza con lentitud y una falta de
entendimiento en los ojos.
–Estuve en un internado que funcionaba durante todo el año y tenía unas
normas muy estrictas.
–Venid y bebeos el café antes de que se enfríe –les dijo Tammy, que se
había sentado con Buddy en una de las mesas. Miró fijamente a Joe
mientras daba una palmadita al asiento que había junto a ella. De forma
juguetona, él le lanzó a Holly una mirada de recelo e hizo que se riera.
La música estaba a bajo volumen. Era música country. Tim McGraw
sonaba sobre ellos con suavidad y a Holly se le ocurrió que las cosas que
eran normales en su vida no eran tan normales para Joe. Estaba dispuesta a
apostar a que la vida de él constituía un mundo totalmente diferente al suyo.
Capítulo 6

–Nodijopuedes tirar de mí y cargar todas las provisiones colina arriba –


Holly con inseguridad, sentada en un panel procedente de una
vieja caja de madera que Buddy había cargado en el tractor en Puckett’s.
Tenía las piernas estiradas, las bolsas de la compra apiladas en el regazo
y se había dejado caer sobre una caja gigante de frutas y verduras que
Puckett’s había apartado para la basura. Tammy y Buddy habían tenido la
maravillosa idea de separar un lateral de la caja y atarle una cuerda para que
Buddy y Joe pudieran tirar de Holly por el camino de acceso cuando
llegasen a casa. Así, le darían un respiro a su tobillo dolorido, que había
empezado a hincharse, haciendo que se preguntara si podría quitarse la
bota.
Antes de marcharse, Buddy había aparcado el tractor y les había ayudado
a montar el trineo improvisado, pero Joe había insistido en que podía
hacerlo solo y había mandado por el camino de vuelta al hombre y su
tractor con un apretón de manos amistoso y un agradecimiento sincero. Así
que estaba allí de pie, con la gabardina y la cuerda enrollada en torno a las
manos cubiertas por guantes de cuero. Tenía las mejillas sonrosadas por el
frío, pero la temperatura no parecía molestarle.
–¿Acaso no confías en mí? –le preguntó, claramente divertido. Holly
reprimió las ganas de poner los ojos en blanco. A pesar de que le gustaban
sus bromas desenfadadas, no quería ser la chica que se dedicaba a pestañear
mientras él la salvaba. Se planteó intentar ponerse de pie y caminar, pero el
tobillo le dolía tanto que sabía que jamás lo conseguiría.
–No va contra la ley dejar que alguien te ayude –dijo él, como si le
hubiera leído el pensamiento–. Si fuese Buddy el que estuviese en ese
trineo, sé que tirarías de él, ¿no es así? Hacerse daño en el tobillo y
necesitar que le lleven no le haría débil en ningún sentido, ¿verdad? No
estás cediendo el control...
Hacía mucho tiempo que Holly no había tenido la oportunidad de
conocer a un buen hombre. Trabajar a todas horas y pasar tiempo con la
abuela no le dejaban muchas ocasiones para conocer gente e, incluso
cuando tenía la oportunidad, nunca había encontrado a alguien como Joe.
Era alguien con quien podía imaginarse teniendo largas conversaciones,
pasando de un tema a otro con facilidad y sin darse cuenta de que habían
estado hablando hasta altas horas de la madrugada, tal como habían hecho
la noche anterior. Con él, no tenía que fingir; podía ser ella misma y él
también parecía disfrutar. La curiosidad que mostraba hacía que se sintiera
interesante y, además, ella también sentía la misma curiosidad por él.
–Espera un momento –dijo Joe mientras se colocaba detrás de ella.
Entonces, sintió una sacudida bajo el trasero que hizo que agarrara las
bolsas de comida con los brazos de forma frenética. Apretó las provisiones
contra sí misma mientras comenzaban a recorrer el camino hacia la cabaña.
Para no resbalarse y caerse, iba sentada de espaldas a él, con los ojos fijos
en las marcas que iban dejando tras el trineo sobre la nieve recién caída. No
dejaba de mirar por encima del hombro a Joe, cuyos músculos trabajaban
para moverla. Acababa de conocerlo y, sin mediar palabra, estaba tirando de
ella colina arriba. ¿Quién hacía algo así por alguien a quien acaba de
conocer? Podría haber dejado que Buddy lo hiciera casi todo. Podía sentir la
amabilidad que se desprendía de cada una de las elecciones que hacía y
estaba emocionada ante la idea de pasar más tiempo con él. La perspectiva
de quedarse atrapados en casa por la nieve ya no le resultaba tan incómoda.
No con Joe.
–Lo hemos conseguido –dijo cuando llegaron a la cabaña mientras el
trineo se detenía.
Era evidente que estaba exhausto. El pecho le subía y le bajaba al ritmo
de la respiración. Rodeó el trineo, le quitó las bolsas del regazo y las dejó
en las escaleras de la cabaña antes de ofrecerle una mano para ayudarla a
levantarse. Holly apoyó el pie bueno con firmeza sobre la nieve y usó la
fuerza de Joe para ponerse en pie mientras el tobillo malo le colgaba sobre
el suelo.
–Gracias –le dijo, agradecida de verdad.
Él le sonrió con los ojos color chocolate deslumbrantes y arrugados en
los extremos.
–No hay de qué.
La puerta se abrió antes de que pudieran llegar al último escalón y en el
umbral apareció la abuela, haciendo un mohín. –¡Cielo santo, hija mía!
¿Qué te ha ocurrido?
La mujer miró primero el brazo que Joe tenía en torno a Holly para
ayudarla a subir cada escalón, y luego observó su rodilla doblada y la bota.
Se apartó a un lado para dejarlos pasar. –He metido el pie en un agujero y
me he torcido el tobillo. Joe la ayudó a cruzar la puerta y a sentarse en el
sofá. Después, se agachó para echarle una mano al quitarse las botas. La
abuela los estaba taladrando con la mirada, y eso la ponía nerviosa.
–Ya me ocupo yo, gracias –le dijo a Joe con amabilidad mientras se
inclinaba hacia el pie sano. Se quitó la bota y la colocó a un lado, dejando
un poco de nieve sobre la alfombra nueva. Mientras se desabrochaba la otra,
el tobillo le palpitó de dolor y tuvo que contener la respiración para
sacársela del pie.
Joe, que había vuelto a salir para recoger la compra de los escalones, la
dejó sobre la encimera y volvió para echarle un vistazo al tobillo. Se agachó
de nuevo y le colocó el pie con cuidado sobre una de las rodillas. Con un
dedo, le bajó poco a poco el calcetín peludo. Aquel roce hizo que le
palpitase el corazón. Tragó saliva e intentó no percatarse de lo amables que
eran sus manos, aunque era fácil concentrarse en algo diferente, ya que la
abuela estaba encorvada por encima de su hombro.
–Hay que ponerle hielo para bajar la inflamación –dijo la mujer–. En el
congelador hay un paquete de guisantes que alguien se ha dejado. Voy a por
él. –Entonces, posó los ojos en Joe–. Creo que se va a poner bien –dijo en
voz baja a través de los dientes apretados–, así que puedes seguir con tus
asuntos y ocuparte de todas esas cosas de boda que hay en el dormitorio. Lo
fulminó con la mirada, como si de verdad pudiera decir «déjala en paz» con
los ojos.
«¿Boda?»...
Holly podía ver la cama de la abuela enfrente de la estancia, al otro lado
del corto pasillo. Había vaciado las maletas y las había dejado en un lateral.
En aquel momento, ya que podía prestarles más atención, vio las cajas de
Joe con más claridad. Parecía como si la abuela hubiera intentado moverlas,
lo que no era poco habitual. Era bien sabido que tenía la costumbre de
cambiar una habitación para que se ajustara a sus necesidades. Las cajas
estaban abiertas y de ellas sobresalía papel de seda. Al parecer, eran cajas
de regalos, diferentes tipos de champán en botellas de diferentes tamaños,
chocolatinas y lo que parecían recuerdos de la ceremonia en tonos plateados
y blancos.
Se preguntó si Joe se dedicaba a planificar bodas en su tiempo libre, lo
cual iba mucho con ella, por lo que tendrían muchas cosas de las que hablar.
Planificar eventos era una de las cosas que más le gustaba hacer.
–¿Qué son todas esas cosas que hay en la habitación de la abuela?
Joe se sentó a su lado, entrelazó los dedos y los giró hacia fuera,
estirando los brazos en un claro intento por quitarse la tensión de hombros.
Se aclaró la garganta y miró a la abuela antes de contestar.
–Son... –Tragó saliva y, después, se giró hacia Holly–. Son cosas para mi
boda.
Si aquello hubiese sido una película, se hubiese oído el chirrido de un
disco. La abuela lo miró por encima del hombro con el ceño fruncido
mientras salía del salón para tomar el paquete de guisantes que había en el
congelador de la cocina. Se lo llevó a Holly.
–Te prepararé un café para que entres en calor –le dijo antes de volver a
salir dando fuertes pisadas.
Holly sintió como si acabaran de golpearla con un montón de ladrillos. A
su alrededor se tejía una nueva e inesperada realidad. Se apartó de Joe de
forma despreocupada ya que, de pronto, se había dado cuenta de lo cerca
que estaban. Su respuesta le había sorprendido en más de un sentido: si bien
ella no esperaba que dijera aquello, también se sintió aturdida por la
decepción que sabía que se había apoderado de su rostro de forma
involuntaria. Obligó a sus labios a adoptar un gesto agradable.
Ahora, su falta de respuesta ante el comentario que le había hecho sobre
estar fuera de casa durante las Navidades cobraba sentido. Era probable que
estuviese muy preocupado por tener que pasar las vacaciones lejos de su
prometida y que no quisiera discutirlo con alguien que acababa de conocer.
¿Por qué no estaba su futura esposa allí con él en aquel mismo instante?
Llevaba allí dos semanas y, al parecer, había estado planificando la boda...
Aquel tenía que ser el origen de su ansiedad.
–Lo siento; no lo sabía –contestó, sin estar muy segura de qué decir en
realidad, pero bastante convencida de que aquello no había sonado bien en
absoluto.
¿Por qué lamentaba que fuese a casarse? No era así. Lo que lamentaba
era haber husmeado al preguntar por las cajas y haber pensado que era
alguien muy atractivo y con quien disfrutaba pasando el rato.
Él le sonrió.
–No es un secreto ni nada por el estilo. Puedo contárselo a la gente –dijo.
Se frotó la nuca. ¿Acaso había dormido en mala posición o se trataba del
estrés de haberse despertado junto a ella?
El peso de la culpabilidad se apoderó de ella al plantearse lo que su
prometida podría pensar de todo aquello. Se habían conocido la noche
anterior, así que no debería sentirse avergonzada... Ella no había preguntado
y él no se lo había contado. No era algo que uno dijese al presentarse:
«Vaya, hola. Soy Joseph Barnes y me caso dentro de poco...». Sin embargo,
volvió a sentirse culpable. El error no era de él en absoluto, sino, más bien,
de sus presuposiciones. Se había dejado llevar por sus sentimientos.
Cambió de lugar los guisantes y el frío hizo que el dolor empeorara y que
ella hiciera una mueca. Joe le miró el tobillo, preocupado, pero Holly
cambió de tema de conversación.
–¿Cuándo es la boda? –le preguntó, tratando torpemente de llenar el
silencio que se había posado entre ellos.
Hablar de aquello le resultaba extraño y notó que le había empezado a
doler un poco la espalda, tal como lo hacía durante las noches de mucho
trabajo en el restaurante, cuando iba de un lado para otro a doscientos
kilómetros por hora, estresada. Relajó los músculos de forma consciente.
–Justo después de Año Nuevo. El 2 de enero. –Al decirlo, su voz sonó
plana.
Con un golpe, la abuela dejó dos tazas en la mesita, frente a ellos. La de
Holly salpicó por encima del borde y dejó un círculo en el cristal.
–Entonces, ¿estás organizando la boda o algo así? –preguntó sin apartar
los ojos de la abuela, que había vuelto a darles la espalda y se dirigía de
nuevo a la cocina.
Él respiró hondo.
–No. Vine para visitar el lugar donde se va a celebrar, ya que Katharine
no podía ausentarse del trabajo tanto tiempo. Está trabajando en un caso
bastante notorio... –Bajo la vista hacia el café, aunque no se lo bebió–. Es
abogada. Mi prometida, quiero decir. Se llama Katharine.
Aquellas palabras sonaron tensas y Holly temió estar importunándolo con
sus preguntas. Sin embargo, entonces, él sonrió e hizo que cambiara de
opinión. Desde luego, era alguien difícil de interpretar.
–¿Vas a casarte en el pueblo?
La simple idea de una boda en Leiper’s Fork sonaba de ensueño: un
granero con suelos antiguos de madera, barriles de whisky como mesas,
todas las vigas del techo cubiertas de tul y luces blancas, ramos enormes de
magnolias y rosas, velas goteando cera dentro de jarras sobre el alféizar de
las ventanas, una alfombra de aspecto satinado en el centro del granero con
filas de sillas a cada lado y los laterales bordeados por vegetación y lazos de
un rojo invernal...
–Lo vamos a celebrar en una finca privada en Brentwood. –Mientras
Holly seguía inmersa en su boda imaginaria, él añadió–: Tenía sentido, ya
que, esa semana, Katharine estará investigando un caso en Nashville y,
como está a las afueras... «Qué romántico...».
Al trabajar en un restaurante de lujo, conocía bien Brentwood, ya que
había atendido a muchas personas que vivían allí. Estaba lleno de la gente
famosa de Nashville y de aquellos cuyo trabajo giraba en torno a los
famosos: productores, ejecutivos de las discográficas y artistas. Brentwood
era una de las ciudades más ricas de Estados Unidos. Sus colinas ondulantes
a las afueras de Nashville estaban plagadas de ese tipo de casas enormes
que tienen alas más grandes que algunos edificios de pisos, caminos de
acceso vallados, personal que hace que funcionen y jardines muy bien
arreglados que ocupan varios kilómetros. Si bien no se trataba de su boda de
ensueño en el campo, estaba segura de que una ceremonia en una finca de
Brentwood sería espectacular.
–Katharine me envió todas esas cosas de las cajas para que las revisara.
Ha estado demasiado ocupada como para preocuparse por los detalles, así
que he estado ayudándola lo mejor que he podido. Me lo envió antes de que
cayera la nevada para que eligiera lo que más me gustase. –Joe volvió a
tomar aire y Holly se preguntó si tener que decidir esas cosas lo agobiaba–.
Tal vez podrías echarles un vistazo hoy y darme tu opinión. Al menos,
podríamos abrir el champán, ya que no puedo llevármelo en el equipaje de
mano.
Le dedicó una sonrisa, pero su mirada parecía cansada, lo que a ella le
recordó a la noche anterior. Intentó verlo de forma diferente a como lo había
hecho antes, aunque no sabía por qué, ya que no era como si se hubiera
formado una opinión sobre él conscientemente antes de saber que estaba
prometido. Seguía siendo la misma persona amable que había sido al
ayudarla, nada más. Sin embargo, con discreción, se apartó un poco más de
él por respeto a Katharine.
–Para estar atrapados en medio de una nevada, las cosas no están tan mal.
Puede que no tengamos comida, pero al menos tenemos champán –bromeó
él que, claramente, estaba intentando suavizar el ambiente.
Iban a necesitarlo.
Capítulo 7

Holly miró hacia el fondo del pasillo, en dirección al dormitorio de Joe.


Dada la falta de hospitalidad de la abuela, el hombre apenas había
desayunado aquella mañana. Entonces, poco después de que hubiesen
regresado de Puckett’s, se había marchado a su habitación. La puerta
llevaba horas cerrada y sabía que, a menos que estuviera comiéndose las
peladillas que había visto en las cajas de la boda, tampoco había almorzado
nada. El estómago estaba empezando a rugirle, así que le preocupaba que él
también pudiese estar hambriento.
La abuela estaba sentada en el sillón del rincón con sus labores. Al
parecer, estaba tejiendo una bufanda a rayas rojas y blancas con flecos en el
extremo que ya había terminado. Tras acabar un punto, levantó la vista
detrás de sus gafas de cerca pero, después, volvió a concentrarse en la lana
mientras movía las manos sin esfuerzo para hacer girar las agujas de tejer.
Holly había intentado leer un libro mientras tenía el pie en alto, pero no
dejaba de inquietarse por Joe. Se sentía fatal por hacer que estuviese todo el
día encerrado en su habitación. La reacción de la abuela a su presencia no
había sido nada cálida y le preocupaba que estuviese tratando de darles
espacio.
–Estás inquieta –le dijo la mujer desde detrás de las gafas. Se las quitó y
las dejó sobre su regazo junto a lo que estaba tejiendo. –Tengo hambre –
contestó ella.
–Bueno, la comida la tenemos en la cocina, no al fondo del pasillo. –Con
un suspiro de frustración, la abuela se levantó del sillón y dejó sus cosas en
la mesita que tenía al lado–. Puedo calentar ese jamón de Navidad que
teníamos ya fileteado. ¿Lo has traído?
–Sí –contestó, pensativa–. Abuela, ¿por qué te irrita tanto Joe? –susurró.
La mujer se giró hacia ella.
–No me gusta –replicó susurrando.
–¿Por qué? –le preguntó en voz baja, desconcertada. Desde que habían
llegado, él solo se había mostrado servicial.
–He visto cómo te subía por la colina. ¿Por qué no ha dejado que lo
hiciera Buddy? Se acurruca contigo en el sofá, vais juntos a hacer recados...
¡Acabáis de conoceros! Por no hablar de que es un hombre prácticamente
casado. Debería darle vergüenza. –Lanzó una mirada furiosa en dirección al
pasillo.
–Le estás dando demasiada importancia –contestó ella en voz baja–. Si
nos has encontrado juntos en el sofá ha sido porque nos hemos pasado toda
la noche despiertos montando el árbol, así que ambos nos hemos quedado
dormidos por el cansancio. Y si Joe me ha subido por la colina ha sido
porque estaba siendo amable con Buddy, que ya se está haciendo mayor.
Semejante esfuerzo podría haberle provocado un ataque al corazón –se oyó
decir a sí misma mientras se le aceleraba el pulso por la frustración. No
estaba muy segura de por qué le molestaba tanto la idea que la abuela se
había hecho de Joe–. Necesitábamos comida y se ha ofrecido a pagar
porque se está entrometiendo en nuestra Navidad a causa de este tiempo tan
horrible. No es culpa suya. ¿Y acaso querías que ignorase mi torcedura de
tobillo?
Cambió de postura para ponerse cómoda, intentando calmarse. Todavía
estaba dolorida. No era propio de ella ser tan directa con la abuela. Mientras
la contemplaba, la mujer no pareció muy convencida.
–Bueno...
Eso era lo que siempre decía cuando no se la podía convencer para que
cambiase de opinión, así que Holly supuso que la conversación había
terminado. Dado que no parecía que pudiera persuadirla, era mejor dejar el
tema. El abuelo solía decir: «Hay dos cosas en la vida que no pueden
cambiarse: el tiempo y la opinión de tu abuela una vez que está decidida».
En aquello, había tenido razón.
Cerró el libro por donde tenía puesto el marcapáginas y se sentó recta
para comprobar si podía apoyar peso sobre el tobillo antes de levantarse e ir
a invitar a Joe a que se uniera a ella para comer algo. Sin embargo, lo pensó
mejor y se recostó sobre el cojín. Era un hombre adulto, así que, si
necesitaba algo, saldría a buscarlo.
En su lugar, decidió comerse un sándwich y coger las etiquetas que había
llevado con ella, y arrastrarse hasta el granero para decidir qué iba a hacer
con las cosas que había allí. Fuera estaba helando y había una capa espesa
de nieve que, bajo sus pies, se convertía en un polvo fino. Sin embargo,
cualquier cosa era mejor que quedarse en la cabaña con la pierna elevada
sobre unos cojines. Además, se sentía mejor estando lejos de Joe. La abuela
no tenía por qué preocuparse más de lo que ya lo había hecho.
Al abrirlas, las puertas chirriaron sobre los goznes. Bajo los guantes, la
madera resultaba basta.
Durante la reforma, había centrado toda su atención en la cabaña, tal
como le había pedido el abuelo, y había dejado para más tarde los restos de
su infancia. Aquellos objetos habían permanecido en un rincón de su mente,
creándole la necesidad abrumadora de ocuparse de ellos. Respirando hondo
aquel aire que olía a cerrado, echó un vistazo a las pertenencias del abuelo
que había al fondo. No estaba muy segura de estar lista para verlas todavía.
Había ocurrido lo mismo cuando había dejado allí los muebles: se había
centrado en el tirón que sentía en los músculos mientras arrastraba cada uno
de ellos, en el calor de aquel día veraniego...; en cualquier cosa con tal de
evitar fijarse en todo lo que había en el granero.
Ahora que el polvo de la reforma se había asentado y por fin podía pensar
las cosas, seguía sin tener fuerzas suficientes para revisar las pertenencias
del abuelo, pero tener sus muebles apilados allí fuera hacía que se sintiera
incómoda. La mayoría de ellos eran viejos y estaban desgastados; no tenían
ningún valor monetario, pero su valor sentimental era sobrecogedor. Aquel
espacio parecía tan frío y desolado que no podía quedarse de brazos
cruzados mientras las cosas seguían allí fuera.
Pisó el suelo de madera desgastado, apoyando el peso en el tobillo bueno,
y pasó el guante por la mesa de cocina que llevaba varios años en la cabaña
y en la que habían depositado la comida de incontables cenas de Navidad,
cumpleaños, aniversarios e incluso de aquellos días no tan importantes en
los que una Holly pequeña aparecía tambaleándose con el pijama puesto y
el pelo despeinado en la nuca y la abuela le ponía delante un cuenco con sus
cereales favoritos. En aquel entonces, no hubiera imaginado nunca que
aquella mesa iba a pasar sus últimos días en el granero antes de ser donada
a una tienda solidaria local.
Desenvolvió el sándwich y se sacó del bolsillo una tira de pegatinas
compuesta por pequeños círculos amarillos, verdes y naranjas. Los círculos
amarillos eran para los objetos que iban destinados a la caridad, los verdes
marcarían las pocas cosas que querían guardar para la familia y los naranjas
eran para todo lo que iría a la basura. Apoyó el sándwich en la servilleta con
la que lo había envuelto, se quitó los guantes y se dispuso a colocar una
pegatina amarilla en la mesa.
Sin embargo, no pudo hacerlo. Rediseñar la cabaña había sido fácil, pero
rebuscar entre las cosas que habían marcado su vida era algo más difícil.
Volvió a colocar la pegatina en la tira de papel y se mordió el labio. Desde
luego, no podía quedarse con todas las cosas. Allí guardadas, no servían
para nada, pero, al mismo tiempo, tampoco podía limitarse a abandonarlas.
–No es fácil dejarlo marchar, ¿verdad?
Se giró hacia la abuela, que había entrado detrás de ella sin hacer ruido y
estaba sacudiendo la cabeza. La mujer entró y la gravilla que había sobre
los viejos suelos hizo ruido bajo sus pies. Se colocó frente a la pila de cosas
y las tocó con cuidado.
Era evidente que estaba pensando en todos los recuerdos que aquellos
objetos le traían a la mente.
Consciente de lo mucho que ver todo aquello podría emocionar a su
abuela, quería ser fuerte, pero ni siquiera ella podía fingir que no era difícil.
–Es vieja, pero podría pasar por nueva con una mano de pintura –sugirió
la mujer–. Tal vez otra familia pueda arreglarla... –Holly asintió, incapaz de
hablar por miedo a empezar a llorar–. Estoy segura de que hará muy feliz a
alguien. Cada mueble tiene su propia historia y, cuando esté en otra casa y
el tiempo pase a su alrededor, obtendrá una nueva.
Sin mediar palabra, se acercó a su abuela y la abrazó. No porque la mujer
lo necesitara, sino porque lo necesitaba ella misma. Lo único que quería era
lograr que volviese a estar bien y la presión de conseguirlo era más de lo
que podía soportar.
–Te quiero.
Aquello fue lo único que pudo decir. ¿Qué más podría haber dicho?
Cuando al final se separaron y entre ellas se hubo posado de nuevo un
aire de normalidad, la abuela dijo:
–He puesto sopa al fuego. ¿Por qué no entras? Tienes que comer algo
más que un sándwich. –A través de la puerta abierta del granero, miró en
dirección a la ventana de Joe. Parecía molesta ante el simple hecho de tener
que mirar hacia allí, pero, entonces, el gesto se le suavizó un poco–. Es una
olla de sopa grande.
Se frotó las manos como si quisiera quitarse el dolor y sus pensamientos
volvieron a estar notablemente distantes. Holly se preguntó si estaba
pensando en la última vez en que había preparado una olla grande de sopa
durante la época navideña, unos cinco años atrás, antes de que se quedaran
las dos solas, antes de que su hermana mayor, Alicia, se trasladara a Seattle.
Alicia, su marido, Carlos, y su adorable hijita, Emma, se habían llevado al
labradoodle de la familia y todas sus cosas y se habían mudado a causa del
trabajo de él. Alicia era profesora de universidad y enseguida había
conseguido trabajo enseñando económicas en la Universidad de Washington
mientras Carlos escalaba puestos en el departamento de ingeniería de
Boeing.
No podía culpar a su hermana por haberse mudado tan lejos, ya que se
trataba de una gran oportunidad. Lo que sí se le había quedado grabado era
el hecho de que sus padres también se hubiesen mudado a Seattle para estar
más cerca de Emma, dejando a Holly y a la abuela en Nashville. Sin
embargo, regresaban siempre una vez al año para celebrar las Navidades a
lo grande, en la cabaña, con toda la familia apiñada dentro. En aquellas
ocasiones, dormían en los sofás y el fregadero siempre estaba lleno de
platos. Sin embargo, habían sido momentos felices y festivos y Holly no
podía imaginar nada mejor.
Después de que el abuelo muriera, cuando la abuela había empezado a
alquilar de forma habitual la cabaña en la que pasaban las vacaciones
familiares, los padres de Holly habían empezado a planificar grandes viajes
para las Navidades en lugar de regresar a Nashville. El año anterior habían
ido a París y, aquel año, todos habían ido a Playa del Carmen, en México. Si
bien la habían invitado, Holly no quería admitir que pensaba que marcharse
lejos de casa no era muy navideño y que, cuando habían dejado de reunirse
en la cabaña, había sentido que había perdido algo importante.
El año anterior, había puesto la excusa de que la abuela todavía estaba
muy frágil a nivel emocional y tenía que quedarse en Nashville con ella.
Aquel año, le echó la culpa al trabajo. La abuela también se lo ponía fácil,
ya que se había mostrado indignada ante la idea de pasar las Navidades en
cualquier sitio que no fuese Nashville. Así que habían establecido una
llamada el día de Navidad como nueva tradición.
–Supongo que no deberíamos permitir que Joseph se muera de hambre –
dijo la abuela, haciendo que regresara al presente. –Joe –la corrigió ella.
La mujer desvió la mirada a las vigas, frunciendo los labios. Se aclaró la
garganta y se encaminó hacia la casa. Holly dejó las pegatinas, cogió el
sándwich y la siguió al interior.
–Iré a ver cómo está –dijo en cuanto entró en la cabaña–. De todos
modos, debería seguir andando o el tobillo se me pondrá rígido.
Recorrió el pasillo cojeando y alzó la mano para llamar a la puerta del
dormitorio de Joe, pero, cuando oyó su voz al otro lado, se detuvo. Parecía
estar en medio de una conversación telefónica.
–No sé, Katharine –dijo en voz baja–, ¿podríamos usar el dorado y gris?
Holly estiró los dedos y se miró las uñas, intentando no escuchar. Se
limitó a pensar en cómo, con el tobillo dolorido, caminar estaba siéndole de
ayuda. Aunque todavía le palpitaba, había mejorado sin duda, lo cual era
una buena noticia, ya que no podrían ir a un médico ni aunque quisieran. Le
daría a Joe un momento para colgar...
–Sí, pero ¿qué es lo que te gusta a ti? –escuchó–. ¿Por qué dejas que
decida Brea?
Se apoyó de manera despreocupada contra la pared, pensando en qué
diría si él abriese la puerta de pronto. Tal vez debería retirarse.
–Sigo deliberando –dijo Joe, volviendo a llamar su atención hacia la
puerta.
Entonces, se quedó callado y ella se preguntó qué le estaría diciendo su
prometida. Se inclinó hacia la puerta en silencio. Aunque sabía que no
debería escuchar a escondidas, había algo en la conversación que le
despertaba la curiosidad. ¿De qué tipo de cosas solían hablar? ¿Él la hacía
reír? Cuando miraba a Katharine, ¿se le curvaban los labios del mismo
modo que ella había visto? ¿Le había hablado ya de ella y de la abuela? –Lo
estoy intentando –dijo él en un tono de voz tenso. Holly aguantó la
respiración–. No lo sé. Está bien. Entonces, mantenme informado.
Cuando oyó que había terminado la llamada, dio unos golpecitos en la
puerta.
–Adelante –dijo él.
Abrió la puerta y vio que la cama estaba hecha, lo que atrajo su mirada
hacia allí e hizo que recordara la primera vez que lo había visto. Joe estaba
sentado en el escritorio que había en la habitación, tecleando en su
ordenador portátil, dándole la espalda y con el teléfono apoyado junto al
ordenador. Terminó lo que fuera que estuviese escribiendo e hizo girar la
silla.
–La abuela está preparando sopa y tenemos sándwiches de jamón.
¿Tienes hambre?
–Es una oferta muy generosa –contestó él con una sonrisa algo más
reservada–. Me encantaría, pero estoy seguro de que necesitáis un poco de
espacio. Si eres tan amable de avisarme cuando la comida esté lista, comeré
aquí.
Holly dio un paso adelante y cerró un poco la puerta para evitar que su
voz llegase hasta la cocina.
–Por favor, no quiero que sientas que tienes que pasar todo el tiempo en
tu dormitorio. Estás más que invitado a comer con nosotras.
El ordenador emitió un pitido y él volvió la cabeza para ver de qué se
trataba.
–Probablemente, debería quedarme aquí y trabajar. Por fin he captado
señal con el punto de acceso wifi y tengo un montón de cosas acumuladas
de cuando estuve visitando la finca para la boda. Me he retrasado. –Se
estiró–. Además, se supone que pronto tengo que tomar una decisión con
respecto a las cosas que Katharine me envió para la boda. Esas cosas se me
dan fatal. –Contempló a Holly un segundo–. Tal vez, en algún momento,
podríamos echarles un vistazo juntos. Conocer tu punto de vista sería de
mucha ayuda.
Hablar con él de los detalles de la boda con él iba a ser demasiado duro.
–¿No te ha dado Katharine su opinión? –contestó ella, evasiva, ya que no
quería decirle que no de una manera tan directa.
–No; me dio las diferentes opciones, pero, ahora mismo, está en medio de
un caso bastante importante y me pidió que me encargase yo de terminar
esos asuntos. Me dijo que, si no era capaz de decidir, lo haría la
organizadora de bodas, Brea. –Volvía a darle la espalda mientras apagaba el
ordenador. Una corriente de emoción le recorrió el pecho. ¿Iba a comer con
ellas? Joe se puso en pie–. Si dejo esto en manos de Brea, acabaremos
pagando millones por cosas que nosotros jamás habríamos elegido, así que,
si Katharine no puede decidir, supongo que debería hacerlo yo.
Katharine estaba a punto de casarse; se suponía que aquel era el día con
el que había soñado desde la infancia. ¿Acaso no tenían todas las novias una
visión clara de lo que querían para su boda? Y, si no era así, ¿no quería
barajar las opciones ella misma? ¿O con Joe, como pareja?
–Por favor, no me obligues a tener que llamar a Brea. –Se dirigió hacia la
puerta. Era obvio que el hecho de que fuese a comer con ellas era una
súplica para que lo ayudase con la boda–. ¿Sabes? Se llama solo Brea;
como Cher o Madonna. Holly soltó una risita, aunque, sinceramente, no
quería pensar en lo fastuosa que iba a ser aquella boda. Joe había utilizado
la palabra «millones». En plural. Es decir, más de un millón. La ceremonia
iba a celebrarse en Brentwood, tierra de mansiones. La organizadora tenía
un solo nombre... Se sobresaltó cuando él le puso una mano en el hombro.
Con el otro brazo le hizo un gesto para que salieran de la habitación.
–Tammy ha dicho que fuiste la organizadora de su boda, ¿no? –le
preguntó él mientras comenzaban a andar.
–La ayudé a planificarla, sí. Pero fue algo más parecido a una barbacoa
en un patio trasero con manteles de papel y una tarta grande.
Joe se detuvo y se giró hacia ella, haciendo que se diera la vuelta a mitad
de una zancada. En aquel pasillo estrecho, estaban muy cerca y el corazón
se le aceleró a causa de la proximidad.
–Fue informal –dijo él–. Posiblemente porque eso era lo que ella quería.
He visto tu trabajo aquí, en la cabaña. Sé que tienes buen gusto y un ojo
increíble para los detalles. Estoy seguro de que esa barbacoa fue la más
elegante de la historia.
Volvieron a quedarse en silencio mientras se dirigían al salón y lo único
en lo que podía pensar era en lo fácil que sería tomar por él esas decisiones
sobre la boda. Siempre y cuando sus gustos coincidieran, sabría lo que
debería elegir para Katharine en segundos. Aunque, si no coincidían, lo
único que necesitaba era ver la finca y el vestido y podría adivinarlo con
bastante precisión.
Toda la cabaña estaba inundada por el aroma de la famosa sopa de
verduras de la abuela. Aquel sabroso olor a queso hizo que Holly fuese
consciente de lo hambrienta que estaba. Las luces del árbol de Navidad
estaban encendidas y, a pesar del tobillo dolorido, había conseguido que el
fuego siguiese ardiendo en la chimenea la mayor parte del día.
Se estaba tan a gusto en el salón que decidió prepararlo todo en la mesita
de café, colocando allí los platos que había sacado de los armarios de la
cocina. Después, esparció unos cuantos cojines por el suelo, colocando uno
adicional para su pie, y una manta de ganchillo en el sofá para la abuela,
que estaba en la cocina, dándole los últimos toques a la sopa. El brillo que
el fuego y las luces le daban a la habitación, la vegetación y los calcetines
que había en la chimenea y el delicioso aroma de la comida navideña
hicieron que se sintiera nostálgica. Se dio cuenta de que Joe la estaba
observando.
–He pensado que podríamos comer aquí.
–Suena bien –dijo él, aunque se preguntó si le parecía un poco raro.
La abuela entró en la habitación y se sentó en el sofá en silencio.
–Por favor –dijo Holly–, poneos cómodos. Yo iré a buscar la sopa.
¿Cómo os gustan los sándwiches de jamón? Abuela, ¿queso y mayonesa?
La mujer se permitió sonreír un poco.
–Eso es.
–¿Y tú, Joe?
–Déjame ayudarte –se ofreció–. No tienes por qué hacer todo eso con el
tobillo así.
–Gracias –contestó ella, feliz de que se hubiera ofrecido.
La abuela lo miró con suspicacia, jugueteando con su servilleta mientras
Holly iba a la cocina para preparar los sándwiches. No podía evitar pensar
en Katharine, pues todavía tenía en la cabeza la llamada de teléfono.
Tendría que ponerse en modo camarera. Se le daba muy bien. Sabía cómo
hacer preguntas para conseguir que los clientes hablasen sin parecer que
estaba husmeando. Tenía trucos para recordar los pequeños detalles y era
muy buena a la hora de saber cuándo utilizarlos en conversaciones
posteriores. Lo hacía cientos de veces cada noche. En aquellos momentos,
desconectaba la mente pero mantenía una sonrisa deslumbrante y sus
habilidades sociales funcionando como una máquina bien engrasada. Esa
misma táctica podría funcionar con Joe: podría preguntarle cosas sobre la
boda dado que a él no parecía importarle compartir la información. Después
de todo, le había pedido ayuda para tomar decisiones, así que sería un buen
punto de partida.
Así, tal vez no se sintiera tan rara todo el tiempo que pasaba en su
presencia.
Capítulo 8

Holly le tendió a la abuela el cuenco de sopa y un vaso de té helado y,


después, dejó el sándwich sobre la mesa. Como se había mostrado un
poco inestable al llevarlo todo, Joe insistió en llevarle la comida y le pidió
que se sentara a descansar. Con él en la habitación, la abuela no era la viva
imagen del entusiasmo. Parecía como si prefiriese comer en la nieve que
tener que soportar estar allí sentada, con él. Holly no estaba segura de cómo
iba a persuadirla para que disfrutara de aquello.
–Huele muy bien –dijo él, colocando el plato y el vaso en la mesa frente a
ella. Después, se dirigió de nuevo a la cocina.
–Te aseguro que sabe igual de bien. La abuela es famosa por sus dotes
como cocinera.
Joe sonrió por encima del hombro con evidente interés. La abuela no
apartó la vista de la sopa, pero Holly atisbó una sonrisa curvándole los
labios, aunque sabía que no era por el comentario. A la mujer le encantaba
cocinar y, realmente, se le daba muy bien. Sin importar cuál fuera el
motivo, le alivió ver una mínima muestra de algo que no fuese hostilidad. –
Un año ganó el concurso de tartas de la feria agrícola de Leiper’s Fork con
su pastel de cereza –añadió mientras su voz se esparcía con ligereza por la
habitación. Estaba intentando sacar provecho de aquel leve indicio de
felicidad–. Y sus galletas de jengibre están para morirse.
Aquello hizo que la mujer alzase la vista y abandonase el mohín. Volvió a
meter la cuchara en el cuenco y dio otro sorbo. Joe regresó de la cocina con
las últimas cosas y se sentó junto a Holly, con su olor a limpio flotando en
su dirección. Cuando se inclinó hacia ella un momento para acomodarse en
el cojín,
aguantó la respiración para no olerlo. En el momento en el que los tres
empezaron a comer, se produjo un silencio un poco incómodo. Era hora de
activar el modo camarera. Por algún motivo, la cabeza le zumbaba y no
estaba tan en forma como en el restaurante. «Habla sobre la boda», se dijo a
sí misma. –Katharine, la prometida de Joe –le dijo a la abuela–, es abogada
en Nueva York, ¿verdad?
–Eh..., sí.
Pareció un poco sorprendido. Tal vez debería haber hablado más sobre
las galletas de jengibre, que eran un tema de conversación seguro, ¿no?
Aunque ya era demasiado tarde, así que tendría que seguir adelante. Se
apresuró en buscar algo que salvase aquel último comentario. Pensó en las
bodas. En ellas, solía haber pedidas de mano. Se preguntó cómo lo habría
hecho Joe y su voz suave se coló en sus recuerdos. ¿Habría sido romántica?
¿Se habría pasado meses en busca del anillo perfecto para Katharine? ¿La
había llevado a un lugar remoto o se había declarado delante de una
multitud? –Holly. –La voz de la abuela interrumpió sus pensamientos e hizo
que la mirara a los ojos–. Le he preguntado a Joe por las cajas que encontré
en mi habitación.
Dio un largo trago a su té helado y dejó que el frío despertara su parte
más realista, centrada por completo en la abuela.
–Le he dicho que íbamos a revisarlas juntos –comentó él, aunque sus ojos
le transmitieron aquella información como si fuese una pregunta.
–¡Sí! Y estoy segura de que ella podría ayudarnos también. Se le dan bien
ese tipo de cosas.
No estaba segura de si a la abuela se le daba bien planificar bodas o no,
pero, al menos, aquel tema de conversación estaba haciendo que hablasen.
–Perfecto –contestó Joe.
Después, le sonrió e hizo que sintiera como si la comida se le hubiera
hinchado en el estómago. Holly era una de las mejores camareras en activo.
Bordaba cada una de sus entrevistas de trabajo con su conversación
carismática y conseguía unas propinas que daban envidia al resto de los
camareros. Sin embargo, aquel día, se había puesto como un flan, se había
quedado en blanco y había sido incapaz de formar frases coherentes.
–Creo que os dejaré a vosotros las decisiones sobre la boda, aunque me
pregunto por qué no es tu prometida la que está teniendo esta conversación
contigo en lugar de mi nieta.
–Mmmm –musitó Joe que, claramente, comprendía el recelo de la
abuela–. Katharine es muy práctica, y no le importa que las flores sean rojas
o amarillas. Todas le parecen bonitas a su manera. Aun así –arqueó las
cejas, dirigiéndose a la mujer–, sí que hemos hablado sobre este asunto en
concreto, y dice que le interesa más estar casada que la boda en sí. Sin
embargo, hay como mil personas que quieren celebrarlo con nosotros, así
que va a dejarse llevar. –El teléfono le empezó a sonar en el bolsillo,
atrayendo la atención de Holly–. Lo siento –dijo, mirando rápidamente su
reloj–, pero se supone que Katharine está ahora mismo en la sala del
tribunal, en medio de un juicio y, sin embargo, me está llamando. ¿Os
importa si contesto? –preguntó.
Holly negó con la cabeza. Joe deslizó un dedo por la pantalla para
responder la llamada y les lanzó a ambas una mirada de disculpa.
–¿Sí? –dijo, dejando la servilleta junto al cuenco de sopa y poniéndose en
pie–. Más despacio; no te entiendo. –Empezó a salir de la habitación pero se
detuvo. Lo que quiera que le estuviera diciendo ella lo dejó clavado al
suelo–. No pasa nada. –Echó un vistazo rápido a Holly y, después, apartó la
mirada–. Katharine... –Empezó a andar de un lado a otro de la estancia.
Curiosa, intentó volver a llamar su atención, pero él estaba demasiado
ocupado escuchando–. No pierdas los nervios.
Ese fue el momento en el que su prometida empezó a hablar tan alto que
pudo escucharla a través del teléfono: «¿Que no pierda los nervios? ¡Brea
me acaba de dejar tirada! ¡Tiene una emergencia en Los Ángeles! Algo ha
salido mal con la boda que va después de la nuestra y me ha dicho que era
un asunto importante. ¿Por qué no había tenido en cuenta esa posibilidad?
¡Ese es su trabajo! ¡Esto es del todo inaceptable! ¡No tengo tiempo para
terminar de planificar una boda, Joseph!». –Tranquilízate –le dijo él con
calma, aunque era evidente que él también estaba buscando soluciones–,
casi hemos terminado. Podríamos tomar las pocas decisiones que quedan
nosotros mismos...
Katharine dijo varias frases que no fue capaz de oír y Joe se apartó el
teléfono de la oreja como si estuviera intentando protegerse el oído. Se
dirigió de nuevo hacia Holly y, cuando llegó hasta ella, pareció tener una
idea. Respiró hondo.
–Puede que tenga a una organizadora de bodas.
La miró como si ella tuviese la respuesta. ¿Por qué la estaba mirando? No
conocía a ninguna organizadora de bodas que costase un millón de dólares.
¿Quería que empezase a buscar una en Internet? ¿Tenía una lista en una de
las cajas de la boda? ¿Qué estaba intentando decir?
–No es su trabajo principal –continuó él, tratando de calmar a Katharine
mientras seguía mirando a Holly–, así que tendré que preguntarle si está
disponible. Está en la zona de Nashville. –Se estaba dando golpecitos en la
pierna, nervioso–. Sí; de hecho, organizó una boda en Leiper’s Fork.
La abuela volvió la cabeza lentamente hacia ella con una mirada de
absoluta incredulidad.
Fue entonces cuando se dio cuenta. «¿Qué estaba intentando decir?». ¿De
verdad Joe estaba sugiriendo que terminase ella aquella boda? No tenía
experiencia y, además, ¡iba a sustituir a una profesional! Era imposible que
compitiese con algo así. «Ay, no. No, no, no». Se tambaleó hasta ponerse de
pie y colocarse cara a cara con él.
–No puedo planificar tu boda –le indicó, moviendo la boca. –Es muy
buena, sí. –Joe le dio la espalda–. Tiene buen ojo para el diseño. –Echó un
vistazo rápido por encima del hombro, pero no la miró a los ojos para evitar
escuchar sus objeciones.
Con la boca seca, cogió el té helado de la mesa, deseando que llevase un
poco de whisky. Pero, cuando volvió a mirarlo, se dio cuenta de que se
estaba esforzando por ayudar a su prometida. Estaba intentando arreglar la
situación y aquel gesto eran tan dulce que no podía decirle que no. En ese
momento se percató de que, tal vez, después de aquello, pudieran ser
amigos. Él era tan amable que quería que fueran amigos; quería tener a
alguien como él en su vida.
–¿Que a qué se dedica a jornada completa? Es cama... –Holly le tiró de la
manga y sacudió la cabeza, pues temía que la carrera que había elegido
hiciera que no pareciera versada en los entresijos de la industria de las
bodas–. Trabaja con clientela de lujo en... ventas.
Ella empezó a toser y el té le subió por la nariz mientras se atragantaba.
Estaba segura de que, en cuanto se conocieran, Katharine se daría cuenta de
todo. Nunca en su vida había organizado algo a semejante escala. ¿Cómo
iba a cuidar de la abuela y terminar los últimos detalles de una boda como
aquella? El corazón le palpitaba, la cabeza le daba vueltas y estaba dividida
entre el horror absoluto de aceptar y la emoción extrema que la inundaba al
pensarlo.
Joe puso una mano sobre el teléfono y le susurró:
–Te prometo que no será mucho trabajo. Casi hemos terminado; son solo
un par de cosas. Yo te ayudaré. Te daré mi número de teléfono, el de
Katharine y encontrarás toda la información que pudieras necesitar en mi
ordenador. Pero, si no quieres, le digo que ya estabas ocupada y empezamos
a buscar a alguien.
Se quedó ahí de pie, como si estuviera esperando que le diera una
respuesta en ese mismo momento mientras su prometida seguía hablando.
Holly se volvió y escudriñó el rostro de la abuela en busca de una reacción,
pero, por primera vez en la vida, la mujer tenía un gesto neutral: no estaba
molesta, pero tampoco parecía demasiado emocionada. Aquella decisión
dependía por completo de ella misma.
–¿Qué me dices? –susurró él mientras un atisbo de alegría se apoderaba
de sus ojos. Parecía gustarle la idea.
Aquella mirada podría hacer que Holly dijera que sí a casi cualquier cosa.
No eran más que los últimos detalles... Descubrió que la sugerencia
empezaba a agradarle. ¿Por qué? ¿Qué demonios estaba pasando? ¿De
verdad podía usar sus habilidades a su favor y convertir su pasión en su
trabajo? ¿O acaso se había vuelto loca? No tenía que volver al restaurante
hasta después de Año Nuevo, lo que debería proporcionarle tiempo
suficiente... Alzó la vista hacia Joe. Las manos le temblaban un poco. Antes
de que pudiera convencerse de lo contrario, asintió con una sonrisa
nerviosa.
–Katharine, le diré que te llame. Todo saldrá bien –dijo él en dirección al
teléfono. Soltó una pequeña risita ante algo que dijo ella, lo que hizo que
Holly volviese a centrarse en su sándwich. Se sentó y empezó a quitar la
corteza–. No te preocupes, lo tenemos controlado –le comentó a su
prometida–. Muy bien. Adiós.
Al parecer, no iban a despedirse cuando se derritiese la nieve. ¿En qué se
había metido?
Capítulo 9

Después de comer, la abuela fue a tumbarse y Holly deseó que se


levantase de mejor humor. Nunca la había visto tan inquieta como
desde que habían llegado a la cabaña. Una vez que estuvieron solos, Joe
llevó al salón las cajas de artículos para la boda que había recogido con
anterioridad y las depositó en el espacio libre que había frente al árbol de
Navidad. Holly se equipó con un bloc de papel y un bolígrafo para tomar
notas mientras él iba a la cocina. Cuando regresó, colocó cinco botellas de
champán en la mesa.
–Ahora que eres la organizadora de nuestra boda, tenemos que decidir
cuál de todos estos sería el mejor para el brindis del ensayo. Después,
tenemos que escoger la botella que serviremos a los invitados durante el
banquete.
–¿Qué te ha hecho pensar que se me daría bien el trabajo? –le preguntó,
planteándose seriamente si se habría golpeado la cabeza mientras ella no
miraba o algo así.
–Me has dicho que ya habías organizado una boda y estoy impresionado
con el interior de esta cabaña, que también lo has diseñado tú, ¿no?
Al decir aquello, él le sonrió como si, en cierto sentido, la pregunta que le
había hecho hubiese sido graciosa o adorable. Pero no lo era; estaba
hablando en serio. Contempló las opciones de champán para evitar mirarlo
a él.
–Te he dicho que la boda había sido un evento informal y pequeño. No
tiene nada que ver con lo que me has contado. Ni siquiera servimos
champán. Bebimos cerveza en lata...
Acercó una botella hacia sí misma. En el restaurante en el que trabajaba
había visto una de aquellas etiquetas. Era una botella de champán que,
fácilmente, costaba unos setecientos dólares y tenía un lugar especial con
candado y llave. La cogió y pasó una mano por la etiqueta.
–Está fría –comentó. La sorpresa hizo que dejara de lado la conversación
original un instante.
–Sí –dijo él, inclinándose hacia ella para ver cuál había escogido–, las he
metido en el frigorífico esta mañana. He pensado que, aunque no me
ayudases a elegir, si tenía que tomar la decisión solo, prefería beber
champán frío.
Holly relajó los hombros cuando se apartó de ella para rebuscar entre los
artículos de boda. Agarró una caja grande y rectangular de regalo, desató el
lazó de satén blanco y, del interior, sacó una copa de champán. El borde de
la boca era de plata, todo el cristal estaba tallado para que pareciese que
llevaba diamantes y había dos anillos plateados con unas gemas blancas
diminutas rodeando el tallo. La dejó en la mesa con un golpe seco tal como
la abuela habría dejado una taza de plástico. Estaba claro que no se
percataba de su belleza. Volvió a rebuscar en la caja y, una tras otra, dejó en
la mesa varias copas. Todas ellas eran obras de arte por sí solas. Tras haber
desempaquetado la sexta copa, se recostó y las contempló.
–Tendremos que beber en una de estas para el ensayo y necesitamos otra
para cuando hagamos el brindis después de cortar la tarta. Creo que eso es
lo que me dijo Katharine. ¿Qué te parece? Estaba tan impresionada por lo
bonitas que eran que apenas escuchó lo que le había dicho y se olvidó de
contestarle. Se imaginó cada una de ellas en manos de Katharine. Supuso
que, probablemente, tendría unos dedos largos y finos que, con una
manicura perfecta en tono perla, rodearían la copa mientras el líquido
dorado y burbujeante brillaba contra el cristal tallado bajo las luces
nocturnas. Dejó la botella y tomó la copa que llevaba los anillos plateados.
–Katharine me dijo que todas le parecen igual de exquisitas, así que
podemos elegir la que más nos guste para cada noche. Debo darle la razón,
ya que cualquiera de ellas me parecería bien. ¿Crees que hay alguna que
encaje más con cada uno de los eventos? Vamos a llenarlas de champán y a
ver si eso nos ayuda a tomar la decisión.
Joe tomó la botella de setecientos dólares y quitó el envoltorio de la parte
superior. Holly dio un respingo ante el ruido sordo que se produjo al
descorcharla. Con cuidado, él le arrebató la copa, la llenó y se la devolvió.
Bajó la mirada para contemplarla y el fuego que ardía tras ella hizo que el
cristal pareciese de un color naranja llameante.
–Un brindis –dijo Joe, haciendo que apartase la atención de la copa.
Había llenado otra, una más básica y con menos adornos–. Por los
encuentros fortuitos justo en el momento oportuno. –Alzó su copa–. Has
salvado nuestra boda –añadió. Holly alzó la suya y la entrechocó con la de
él, preguntándose si iba a despertarse en la casa de la abuela en Nashville y
darse cuenta de que todo aquello no era más que un sueño. ¿Estaba pasando
de verdad?
Se llevó el champán a los labios y dejó que el líquido se le deslizara en la
boca, conteniéndose para no bebérselo de golpe como un chupito. En aquel
momento, necesitaba un buen trago. La bebida era suave y le burbujeó en la
lengua. Era el champán más delicioso que hubiese probado jamás.
–Guau –dijo sin pretenderlo–. Está muy bueno.
–Muy bien, entonces es uno de los finalistas.
Joe descorchó otra botella, llenó otras dos copas y le tendió una. Holly
tuvo que obligarse a dejar aquella de la que estaba bebiendo, decidiendo
que la recuperaría más tarde y se bebería todo el contenido. Estaba
demasiado bueno como para no hacerlo. Dio un trago de la otra copa, que
era incluso mejor que la anterior.
–¡Es increíble!
Él se rio.
–Tiene que serlo. Esta botella cuesta mil dólares.
–¡Vaya! –Cerró la boca de golpe, sorprendida.
Joe volvió a reírse.
–No pasa nada. Cuando las hayamos probado todas, dime cuál sabe
mejor.
Tras abrir todas las botellas, Holly tenía una fila de copas frente a ella,
todas llenas de champán a medio terminar. No dejaba de pasar de una a otra,
probándolas todas e intentando elegir, pero todas las opciones eran tan
deliciosas que no lograba decidirse.
Tenía los hombros relajados, se había olvidado del dolor del tobillo y
tenía que pestañear de forma constante para mantener la visión despejada.
Joe estaba reclinado en el sofá de enfrente, con un brazo estirado sobre la
parte trasera y con una copa entre los dedos. Había llenado la suya varias
veces. Mientras la miraba, tenía el rostro relajado y feliz.
–¿Te has decidido ya? –le preguntó él.
–¿Para ti hay alguno que destaque por encima de los demás? Dejó la copa
en la mesa e intentó leer las etiquetas de cada botella de nuevo. Todavía
estaba indecisa.
–Me gusta este –contestó él, inclinándose hacia delante y tomando una de
las botellas entre las manos. Vertió más en su copa.
–A mí también.
Le llenó la suya.
–¿Para el ensayo o para el banquete? ¿O para ambos?
–¿Es muy caro? Si es excesivo, entonces diría que para el ensayo. Si
tiene un precio moderado, entonces para las dos cosas. –Tiene un precio
medio –dijo él–, así que vamos a escogerlo tanto para una cosa como para
la otra.
Holly alzó la botella y anotó en su bloc el nombre del champán. Joe dio
otro trago a su copa. El fuego ya menguante y el alcohol le habían
sonrojado las mejillas de un modo que le hacía incluso más atractivo. Se
levantó, se acercó a ella y se sentó en el suelo, a su lado. Se le aceleró el
pulso, lo cual le hizo preguntarse si el alcohol le estaba afectando al
corazón. Intentó apartarse, pero él se inclinó hacia ella, que contuvo la
respiración y estuvo a punto de derramar el champán. Antes de que pudiera
procesar todo aquello, él había metido la mano en la caja que tenía detrás y
había sacado una lata.
–En cuanto a los detalles de los novios para los asistentes... –dijo,
sosteniéndola en alto–. Esta es la primera opción: una lata de caramelos de
menta.
Frunció los labios, claramente barajando la opción mientras la dejaba en
la mesita de café.
–Son color menta claro –dijo ella, divertida–. Caramelos de menta color
menta claro. –Se rio en voz baja.
Joe tenía los ojos fijos en ella y, al parecer, aquello le resultaba igual de
divertido. Le sostuvo la mirada, haciendo que sintiera un cosquilleo en el
estómago. De pronto, Holly temió que si intentaba pronunciar alguna frase,
le saldría desordenada.
Decidió pasarse a una bebida sin alcohol. Parecía como si nunca hubiera
estado en presencia de un hombre. ¿Por qué la ponía tan nerviosa? Debía de
ser cosa del champán... ¿De verdad era tan fuerte?
–Creo que necesito beber un poco de agua antes de que empecemos con
esto.
Fue a ponerse de pie, pero él le puso una mano en el brazo, haciendo que
se detuviera de golpe.
–Espera...
Sacó una botella de agua que rezaba JOSEPH Y KATHARINE con una letra
curvilínea en el mismo verde menta claro que la lata y la colocó frente a ella
con una sonrisa. Holly se rio.
–¿Botellas de agua como detalle de los novios?
Bromeando, él puso un gesto serio.
–¿Crees que es gracioso? –Entonces, volvió a rebuscar en la caja–. Te
enseñaré lo que es realmente gracioso.
Cuando se dio la vuelta, llevaba las gafas de sol más ridículas que
hubiese visto jamás. En el lateral aparecían las palabras JOSEPH Y KATHARINE
en letra verde. Aquella imagen hizo que estallara en carcajadas.
–¿Qué? –preguntó él como si no pasase nada raro, lo que hizo que Holly
se riera todavía más.
Joe le tendió unas y ella se las puso. Ambos seguían sentados en el suelo
y, en aquel momento, el fuego ya no era más que un titileo de luz azul. Sin
quitarse las gafas, él dijo:
–¿En cuántas bodas has estado?
–No lo sé. –Se subió las gafas de sol por el puente de la nariz. –Intenta
contarlas. ¿Tres? ¿Siete? ¿Veinticinco? ¿Cuántas? –Se estiró y tomó su copa
de champán de la mesa. Después, dio un trago.
–Eh... –Holly sacudió la cabeza y volvió a colocarse bien las gafas
mientras contaba mentalmente–. Creo que siete. ¡Ocho! Sí, ocho.
–¿Y cuántos de los detalles de esas ocho bodas conservas todavía?
–Mmmm. Uno. Una funda térmica para la cerveza.
–Y, cuando te bebes una cerveza, ¿lo usas?
–No, prefiero el que me compré cuando estuve de vacaciones en Florida.
–A eso me refiero. –Sacó una caja de tees de golf, un posavasos pintado a
mano, una caja de cerillas, un paquete pequeño de galletas, una bolsa de
chocolatinas y algún que otro artículo más–. Todos estos detalles de boda
están muy bien; la gente los regala de continuo. Pero ¿cómo se supone que
voy a elegir uno si no les veo la utilidad?
Tenía razón. Para ella, ninguno de los artículos daba en el clavo tampoco.
Sin embargo, necesitaban algo, ya que era costumbre que los invitados
volvieran a casa con un detalle para recordar el día. Cogió su propia copa de
champán, dejó la botella de agua y se giró hacia la ventana. A través de las
gafas de sol, veía la luz que se reflejaba en la nieve de un tono azulado.
Necesitaba algo útil, pero que también fuese bonito...
–¿Y si encontráramos copos de nieve de cristal? Podríamos ponerles
lazos en color verde menta y, el año que viene, se podrían usar como
adornos para el árbol de Navidad.
–¡Eres una genia! Es una idea increíble. ¿Crees que podremos
encontrarlos?
–Estoy segura de que sí, pero, si no es así, siempre podemos volver a las
gafas de sol.
Ambos se sonrieron.
–¿A esto lo llamáis trabajar? –La voz de la abuela les llegó desde la
puerta. Se dirigió hasta el centro de la estancia y se llevó las manos a las
caderas–. Con esas gafas, parece como si fuerais a aparecer en una película
de Tom Cruise.
Joe debía de haber bebido el suficiente champán como para desinhibirse,
porque se puso a rebuscar en la caja y se incorporó con las terceras gafas.
–No se preocupe –dijo mientras las abría con una sonrisa de afecto en los
labios–. Tenemos otras para usted.
La mujer las rechazó, pero las comisuras de los labios se le curvaron un
poco hacia arriba y Holly supo que Joe había dicho las palabras adecuadas.
Era de esas cosas que el abuelo habría dicho, y eso hizo que en aquel
momento se pusiera sentimental. Deseó disfrutar de más momentos
agradables, de más risas y de más felicidad. Así era como debería ser la
Navidad.
Capítulo 10

Aquella mañana, Holly seguía trabajando en las ideas para la boda.


Teniendo en cuenta la elección de Katharine del color verde menta para
los detalles, llevaba dos horas trabajando duro para encontrar lo antes
posible una paleta de colores invernales que lo complementase. Tal vez
podría añadir ramos de rosas rojo oscuro con cintas de un rojo profundo
colgando desde la zona del tallo. Tendría que hablar con la florista...
La noche anterior, Joe se había ido a su dormitorio para adelantar algo de
trabajo y la había dejado familiarizándose con los planes para la boda
mientras la abuela se mantenía ocupada en la cocina, limpiando y buscando
todo lo que necesitaba para hacer unas cuantas hornadas de galletas. Como
los tres se habían separado, la mujer había decidido esperar y hacerlas aquel
día, por lo que la habitación estaba repleta de su repostería, llenas de azúcar
y melaza.
Joe y Katharine estaban a punto de pasar el resto de sus vidas juntos.
Aquella idea hizo que Holly pensase en sus abuelos, pues no podía
imaginarse al uno sin el otro. ¿Alguna vez encontraría ella un amor que
pudiese resistir el paso del tiempo? Antes de aquel momento, no lo había
buscado, pero conocer a Joe le había hecho pensar en ello. Ni siquiera había
sido consciente de que existieran los hombres como él. Desde luego, había
subido el listón.
El fuego había estado encendido toda la mañana, pero, a aquellas alturas,
se había apagado por completo. Se dirigió a la puerta para ir a buscar más
madera y, cuando salió al porche frontal, la asaltó una ráfaga de viento
helado que hizo que se estremeciera. Le dio la vuelta a uno de los pesados
troncos,
pero, aunque se esforzaba por estabilizarlo, apoyando el peso en su
tobillo más fuerte, aquel trozo gigante de madera se tambaleaba de forma
precaria en lo alto de la pila menguante de madera.
–¿Estás intentado caldear el exterior? –le dijo la abuela desde la puerta
mientras se secaba las manos en un paño de cocina. La pregunta logró que
Holly se diera la vuelta y el tronco se le cayó al suelo del porche.
–Estaba recogiendo leña para el fuego, pero pesa muchísimo. Tomó nota
mentalmente de que, a partir de entonces, quizá tuviera que cortar los trozos
en fragmentos más pequeños para los inquilinos que pasasen allí el
invierno. El abuelo siempre había levantado los leños sin problema y sintió
su ausencia cuando se agachó para recuperar el voluminoso trozo de
madera, que le estaba dando problemas porque tenía las manos frías como
el hielo.
La cabeza de Joe apareció por detrás de la abuela. Apenas lo había visto
en todo el día.
–He oído un golpe. –Se asomó y se fijó en el tronco, que seguía a escasos
centímetros del pie de Holly–. Deja que te ayude. –Salió fuera. Su suéter
azul marino oscuro contrastaba contra el manto blanco que lo rodeaba.
Levantó el leño del suelo con facilidad y lo llevó al interior. Ella lo siguió–.
Le he mandado un correo electrónico a Katharine para hablarle de las
decoraciones en forma de copo de nieve –dijo, dándose la vuelta para
dirigirse a ella antes de lanzar el tronco al fuego, que estalló y chisporroteó
a modo de protesta–. Ha dicho que era una idea maravillosa.
–Estupendo.
La abuela había regresado a la encimera de la cocina y estaba cascando
huevos en un cuenco grande. Encendió la batidora y el chirrido interrumpió
su conversación. Holly mantuvo la atención centrada en Joe.
–También me he dado cuenta de que debería hablar contigo sobre tus
tarifas, para asegurarnos de que todos estamos de acuerdo. Katharine me ha
preguntado y le he dicho que te pagaría lo que pensaba pagarle a Brea.
Espero que te parezca bien.
Se dejó caer en el sofá y él la miró mientras se sacudía las manos para
quitarse cualquier suciedad que pudiera quedarle de la leña. Después, se las
metió en los bolsillos de los pantalones vaqueros de un modo informal
bastante adorable.
–Actualmente, ¿cuál es la tarifa habitual de una organizadora de bodas? –
le preguntó ella.
–Por cinco horas diarias los días laborables durante unas vacaciones,
Brea nos cobraría unos diez mil dólares por trabajar desde ahora hasta el día
de la boda.
A la abuela se le cayó una cuchara, que repiqueteó contra el suelo. La
recogió con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa mientras miraba a
Holly a través de la gran abertura que había entre las dos habitaciones.
Serenó el rostro y abrió el cajón de la cubertería para buscar otro utensilio.
Por un instante, la atención de Joe se dirigió a la cocina pero, después,
volvió a centrarse en ella.
–Cada hora adicional nos hubiera costado ciento setenta y cinco dólares.
¿Sería eso suficiente?
¿De verdad había gente real en el mundo que cobraba diez de los grandes
por pasar unas pocas semanas escogiendo decoraciones para una boda y
haciendo unas cuantas llamadas? La emoción la invadió durante unos
segundos antes de que se diera cuenta de algo: no estaban hablando de la
cabaña en el bosque del abuelo ni de la boda de Tammy, que se había
celebrado en un patio trasero. Se trataba de una mansión, de mil invitados...
Necesitaba lograr una elegancia que nunca había creado, un esplendor
desmedido. Aquello era grande. Enorme. La abuela entró en el salón y dejó
un plato de galletas de jengibre frente a ellos.
–Estoy horneando más –dijo. Se quedó allí.
–Tendrías un equipo completo. Hay personal tanto para preparar como
para recoger las cosas de la boda y del banquete.
Tendrás equipo de limpieza, decoradores que pueden llevar a cabo tus
planes y carpinteros si los necesitas. En cuanto el cortejo nupcial recorra el
pasillo central, los coordinadores de la finca se harán cargo de todo lo
demás. Brea no pensaba quedarse. Después de nuestra boda, tenía otro
compromiso en Los Ángeles, pero había llegado a un acuerdo con
Katharine para dar comienzo a la ceremonia. El equipo de la finca podría
hacerlo, pero ella quería que su propia coordinadora se encargase hasta que
todo el mundo llegase al altar, dado que esa parte requiere emparejar al
cortejo nupcial, sincronizar la música con el recorrido y colocar a todo el
mundo para la ceremonia. Prefería confiarle esa parte a Brea antes que al
personal del evento, así que ella había accedido a quedarse para dar
comienzo a la boda. Pero, después, el resto del equipo tomará las riendas y
solo tendrás que decirles qué es lo que quieres que hagan.
Holly contempló aquellos ojos oscuros en cuyo interior, a causa del
fuego, danzaban diminutas motas doradas. A pesar de que era la primera
vez que hacía algo así y de que podía fracasar estrepitosamente, sabía que
era una oportunidad única en la vida y estaba preparada.
Con los ojos fijos en Joe, la abuela los interrumpió una vez más. –Holly,
cuando Joe y tu hayáis terminado esta conversación, necesito que vengas a
la cocina, por favor. –Empujó el plato de galletas hacia ellos y, antes de que
Holly pudiera adivinar en qué estaba pensando, salió de la habitación con
decisión, arrastrando los pies.
–Si sacas esto adelante, incluso me pondré las gafas de sol «Joseph y
Katharine» si quieres –bromeó él.
–Si vuelves a mencionarlas, supondré que quieres ponértelas pero te da
vergüenza admitirlo. –Tomó una galleta de jengibre antes de ponerse de pie
y dirigirse hacia la repisa de la chimenea, que era donde había dejado las
suyas–. Después de todo, has sido tú el que las ha sacado de la caja. –Volvió
a mirar las letras verdes que había en el lateral, las leyó de nuevo y alzó la
vista hacia él–. ¿Por qué no pone «Joe y Katharine» si es así como te llama
todo el mundo?
Él se estiró hacia la mesita de café y tomó una galleta, aunque no la
mordió. Tras respirar hondo, dijo:
–Katharine prefiere llamarme «Joseph».
–Entre todos tus conocidos, ¿no debería ser tu futura esposa la que te
tratase de manera más informal?
No había pretendido verbalizar aquel pensamiento, pero le salió
disparado por la boca, ya que la idea de que su prometida no lo llamase por
su diminutivo la desconcertaba por completo.
–Sí, pero tiene una forma muy interesante de ver el mundo. Eso es lo que
me atrajo de ella. Una de sus peculiaridades es que no le gustan los
diminutivos; le parecen insignificantes y molestos, y cree que deberían
dirigirse a nosotros con el nombre que nos corresponde porque representa lo
que somos de verdad. Empezó a llamarme «Joseph» por eso y, al final, se
ha convertido en un término cariñoso.
–Bueno, «Joey», será mejor que no conozca a Tammy.
Él se rio a carcajada limpia. Claramente, estaba recordando el momento
en el que había conocido a la chica. Una vez pasada la diversión inicial,
abrió la boca como si fuese a decir algo, pero no lo hizo. Solo sonrió y le
dio un mordisco a la galleta.

–Estoy preocupada por ti –le dijo la abuela en un susurro, encubierto por


la música navideña que estaba sonando.
Con las manos diminutas, sostenía una taza de café humeante. Joe se
había marchado a su habitación, así que no podía oírlas, pero era evidente
que la mujer intentaba ser discreta. Estaba frente a otra tanda de galletas que
había colocado en una de las bandejas navideñas que le había pedido a
Holly que empaquetase.
–¿Qué es lo que te preocupa, abuela? –Sacó el taburete que había a su
lado y se sentó. En todos los años que habían pasado juntas, su abuela
nunca se había mostrado preocupada por ella. –¿Le has preguntado a Joe
por qué está aquí?
–No es necesario. –Tomó una galleta–. Ya lo sé. Vino aquí para visitar la
finca en Brentwood en la que van a celebrar la boda.
–Holly, alquiló la cabaña para dos semanas. Eso es demasiado tiempo
para ir a visitar una finca. ¿Por qué está solo? Ha pasado más tiempo con
nosotras que hablando por teléfono con su prometida. Me preocupa que, al
mostrarte tan amistosa, estés jugando con fuego.
A Holly se le encendieron las mejillas, aunque no sabía por qué. No
había hecho nada malo.
–Creo que estás sacando conclusiones cuando no hay nada de que
preocuparse. Katharine está trabajando en un caso importante; lo dijo él
mismo.
La abuela dejó con fuerza la taza sobre la encimera, como si quisiera
resaltar sus palabras.
–Cuando conocí a tu abuelo, era el único hombre con el que quería pasar
el tiempo. Era la persona que ocupaba mis pensamientos nada más
despertarme por las mañanas y justo antes de irme a dormir por las noches.
Pasábamos los días riéndonos, abrazándonos, bailando, siempre juntos
porque, para nosotros, estar separados no era una opción. Cuando
pronunciaba su nombre, sentía cómo se me iluminaba toda la cara. No he
visto nada de eso en los ojos de Joe cuando habla de Katharine. No soy
quién para juzgar, pero sí cuando tiene que ver con mi familia.
–Tan solo le estoy haciendo un favor y, en el proceso, voy a ganar dinero.
Tal vez podamos usarlo para ir a visitar a papá y mamá las próximas
Navidades. Creo que quieren ir a Aspen. La mujer chasqueó la lengua.
–¿Por qué no pueden celebrar las Navidades de una forma normal, como
todo el mundo? ¿No les gustaría que Emma tenga algún tipo de tradición?
¿Cómo se supone que va a saber lo que es celebrar las Navidades con la
familia si no dejan de deambular por el mundo cada año?
A medida que las palabras salían de su boca, Holly podía ver que estaba
diseccionándolas y se preguntó si la mujer se daba cuenta de que no habían
seguido sus tradiciones desde que habían dejado de ir a la cabaña durante
las vacaciones.
–¿Sabes? Para Navidad, podríamos volver todos juntos aquí, tal como
solíamos hacer.
A la abuela se le desencajó el rostro y, después, respiró hondo. Los ojos
se le llenaron de lágrimas mientras formulaba una respuesta a la sugerencia
de su nieta. Tanto si le decía que sí, como si le decía que no, estaba segura
de que iría acompañada de una explicación. Tras un instante en silencio,
dijo:
–Desde que tu abuelo no está para compartir conmigo esta vida, me
cuesta incluso enfrentarme al día a día. Cada día en el que puedo llenarme
de aire los pulmones, es otro día sola. Estoy cansada. Estar separada de él es
agotador. –El labio fruncido empezó a temblarle–. Y, ahora, cuando miro
esta cabaña, no queda nada de él. La vida ha seguido su curso. Aquí, ya no
hay ni un ápice de él para mí. Bien podría estar en ese granero con todos los
muebles. –Pasó los dedos por la taza–. Me siento olvidada. Debería estar
con el abuelo y, además, no sería capaz de tener a todos reunidos sin él,
independientemente de dónde estemos.
Holly intentó tragarse el nudo que se le había formado en la garganta.
–No digas eso, por favor –dijo, enjugándose una lágrima que se le había
escurrido por la mejilla–. Yo también echo de menos al abuelo, y tan solo
puedo imaginarme cómo te sientes tú, ya que nunca he amado a nadie de
ese modo.
Mientras parpadeaba para disipar la tristeza, la piel entre los ojos de la
abuela se arrugó por la preocupación.
–Holly, tan solo estás al comienzo de la vida. Por eso quiero que tengas
cuidado y que no te enamores de la persona equi-
vocada. Si amas a alguien de ese modo y lo pierdes, es posible que nunca
llegues a recuperarte.

Con el corazón apesadumbrado, Holly miraba la nieve por la ventana. La


tormenta había amainado al fin y lo que quedaba resplandecía bajo la poca
luz que, de vez en cuando, se colaba entre las nubes. Sin embargo, las
temperaturas seguían muy por debajo de cero, así que, por el momento, la
nieve no iba a desaparecer y, por lo tanto, ellos tampoco podrían ir a ningún
sitio. Joe hizo que se sobresaltara cuando apareció detrás de ella. –Lo siento
–dijo, sujetando el ordenador portátil bajo el brazo–. ¿Estás bien?
Tenía un gesto amistoso y preocupado, como si pudiera leerle la mente a
la perfección y ver que estaba intranquila por la abuela, y, cuando se sentó a
su lado, su mera presencia le resultó alentadora. Quería no darle
importancia y decir que estaba bien, pero la verdad era que no estaba bien
en absoluto. En la misma carta en la que le había pedido que reformase la
cabaña, el abuelo le había pedido que cuidara de la abuela, pero había
fracasado; no la estaba cuidando. Porque, si lo estuviera haciendo, estaría
feliz. Ahora, a pesar de todo lo que había hecho para llevarla a la cabaña,
estaba segura de que no iba a pasar unas buenas vacaciones. Eso hacía que
se sintiera derrotada y preocupada por ella.
–No estás bien.
Temía poner sus pensamientos en palabras por miedo a que eso la hiciera
llorar. Lo último que necesitaba Joe era una organizadora de bodas quejica y
llorona.
–¿Tiene que ver con la conversación que acabas de tener con tu abuela?
–¿Nos has oído?
–No. –Dejó el portátil en la mesita que tenía al lado y se volvió hacia
ella–. La cara delata cómo te sientes.
Holly se frotó el cuello para aliviar el dolor que empezaba a sentir en el
punto donde se le acumulaba todo el estrés. –Pensaba que podría hacer que
la abuela pasara la mejor de las Navidades. Quería verla reír tal como solía
hacer. Quería bailar y hacer galletas, e incluso había traído una madeja de
lana que compré en secreto. Iba a colocarla para ella como si Papá Noel
hubiese pasado por aquí. Solo por diversión, tal como solía hacer el abuelo.
Tengo purpurina, materiales para confeccionar adornos... Un montón de
cosas. Pero ahora creo que no va a estar de humor para hacer nada de eso. –
Cerró los ojos–. Ya no sé cómo hacerla feliz –dijo mientras se le quebraba
la voz–, porque la única persona que la hacía feliz era el abuelo. Joe
permaneció sentado, pensativo, contemplando algo que había sobre ella.
Pasó la mirada por la habitación y, finalmente, la posó en ella.
–No sé si uno se puede recuperar de algo tan trágico –dijo–. Sus
sentimientos son suyos y no podemos cambiarlos. –Sus labios dibujaron
una leve sonrisa–. Pero podemos intentarlo. No deberíamos darnos por
vencidos solo porque no esté de humor para celebrar la Navidad. Solo
tenemos que utilizar un enfoque más sutil.
A Holly le gustaba que estuviese hablando en plural, ya que la hacía
sentirse unida a alguien por primera vez en su vida. Siempre lo había hecho
todo sola, y había acabado por dársele muy bien. Sin embargo, había algo
tranquilizador en saber que otra persona le cubría las espaldas. El nudo que
se le había formado en la garganta se estaba deshaciendo un poco.
Capítulo 11

Joe acababa de abrir su portátil cuando Holly oyó el timbre de la puerta.


¿Quién podría pasar por allí casi a la hora de la cena y con toda aquella
nieve? Él, que era evidente que estaba pensando lo mismo, dejó el
ordenador a un lado y se colocó detrás de ella.
–¡Hola a todos! –dijo una sonriente Tammy desde el umbral cuando
Holly abrió la puerta. Vivía a una distancia que se podía recorrer
caminando, pero, aun así, parecía tener el rostro tan frío como si hubiese
hecho una caminata de seis kilómetros. Con las manos envueltas en
mitones, empujó contra el pecho de Joe un recipiente de comida para llevar,
obligándolo a cogerlo–. Esta noche, nos ha sobrado comida en el
restaurante, así que os he traído algo. –Le guiñó un ojo a Joe. Él abrió la
tapa–. Os he traído un plato muy sureño: carne con tres acompañamientos.
Es decir: filete empanado, patatas, judías verdes y macarrones con queso.
Holly le dio las gracias.
–¿Qué es esto? –preguntó Joe–. Parece delicioso. ¿Es pan de maíz?
–¡Sí! –exclamó la joven mientras entraba y cerraba la puerta, arrastrando
nieve a la alfombra del recibidor.
–Entonces, ¿no sería carne con cuatro acompañamientos?
Tammy estalló en carcajadas y le dio un manotazo en el brazo que hizo
que él estuviera a punto de tirar el recipiente al suelo.
–¡Eres muy gracioso! –dijo, alzando la vista y sonriéndole. Joe se quedó
mirándola como si acabara de llegar de otro planeta. Estaba claro que no
comprendía que la carne y sus tres acompañamientos sin pan de maíz o
galletas era como una tarta de manzana sin manzanas: no tenía sentido. Por
lo tanto, era evidente que el pan no contaba como una opción, ya que era
obligatorio.
–No puedo quedarme –dijo Tammy–. Solo he venido porque... ¿te
acuerdas de que Otis Rigley reformó su granero? –Se dirigió a Joe para
explicarle un poco más el asunto–. Arregló el interior para las grandes
reuniones familiares que su hija planifica todas las Navidades. Ella viene
una o dos veces al año junto con toda la familia. Están repartidos por todo el
país.
Holly recordaba muy bien aquel granero. Otis tenía talento para la
construcción y había convertido todo el granero en una zona enorme para
fiestas con un escenario, un bar, unas mesas y un suelo polvoriento de
madera solo para bailar.
–Este año, las cancelaciones de vuelos han hecho que se queden todos en
casa, así que Otis ha decidido abrirlo mañana para nosotros, para que
podamos reunirnos todos mientras estemos atrapados por la nieve. He
pensado que os gustaría saberlo. –Subió y bajo las cejas–. Incluso hay
estufas de porche en el interior. Nadie sabe dónde las consiguió. Ya conoces
a Otis... Siempre está metido en algo.
Por las noches, el abuelo solía beber cerveza o whisky casero, aunque
prefería este último. Nunca había bebido demasiado, solo lo suficiente para
que se le sonrojasen las mejillas. Aunque el whisky había crecido en
popularidad, dando más estilo a los sureños que lo bebían en los bares de
moda de la ciudad y que probaban las últimas novedades en mezclas, el
abuelo siempre lo había tomado «sencillo», tal como solía llamarlo él. Se lo
daba Otis Rigley, que vivía cerca de la cabaña, al final del camino, y que lo
elaboraba en su granero con el maíz de sus campos. Siempre se había
cuestionado el hecho de que tuviera un permiso para destilar licores, pero
nadie había dicho nada porque solo lo elaboraba para consumo propio, para
el abuelo y un par de sus amigos. Solían sentarse en el porche delantero y lo
tomaban con hielo en frascos de conservas. A Holly siempre le había
parecido té helado hasta que estaba lo bastante cerca como para olerlo.
–Gracias por la invitación –dijo, preguntándose si conseguiría llevar a la
abuela.
–¡Va a ser muy divertido! Nosotros llevaremos toda la comida, pero Otis
está a cargo de las bebidas. –Tammy esbozó una sonrisa juguetona, tal
como hacía siempre que tenía alguna primicia. Los cotilleos locales eran su
especialidad y pensaba que una de sus responsabilidades como residente era
mantener a todo el mundo informado–. Y Rhett está instalando todo en el
escenario del granero y tocará para nosotros. Está en el pueblo.
Aquella última frase fue como un jarro de agua fría. Una oleada de
incertidumbre le recorrió la columna y se le entrecortó la respiración.
–¿Rhett está en el pueblo?
Tammy asintió lentamente.
–Ajá. Claro que sí. Ha venido a pasar las Navidades con su madre.
Rhett Burton, que era cantautor, era el ojito derecho de Leiper’s Fork, ya
que había crecido en el pueblo. Había tenido su primer encontronazo con la
fama cuando, unos años atrás, su single Take Me Home había llegado al
número uno de las listas musicales dedicadas al country. Desde entonces,
había agotado las entradas de todos sus conciertos.
Holly recordaba el momento en que la letra de aquella canción había
surgido de sus labios por primera vez. Se habían sentado bajo el viejo roble
que había en la parte trasera de la cabaña y él tenía un lapicero en las manos
y aquel cuaderno destrozado en el que solía escribir sobre el regazo.
«Llévame a casa, donde los pinos susurran mi nombre, donde el mundo no
ha cambiado y sigues siendo mía». Paradójicamente, fue entonces cuando
se mudó a un piso cerca de Music Row, en Nashville. Aunque apenas estaba
allí, pues se pasaba todo el año recorriendo el mundo y tocando en grandes
escenarios.
Había abandonado a todo el mundo para perseguir su sueño. Incluso a
Holly.
–Por favor, dime que vendrás.
Cuando emergió de la niebla mental provocada por el pánico, se dio
cuenta de que Joe la estaba observando. Se obligó a esbozar una sonrisa y,
en ese mismo momento, decidió que no iba a permitir que Rhett le
impidiera disfrutar. De todos modos, era agua pasada. Tenía que ir.
–Me encantaría. Lo hablaré con la abuela cuando se despierte y, si
mañana no le apetece ir, pasaré un rato.
–Buddy va a venir con el tractor, así que, si necesitáis que os acerque,
solo tenéis que avisarle. Ha espabilado y le ha puesto el arado, así que es
probable que pueda despejar el camino de acceso si entra desde el campo
trasero y baja toda la colina pisando el freno.
Asintió, aunque ya estaba preocupada por si la abuela podría aguantar el
viaje en el tractor de Buddy. Pero, si lo lograba, sería increíble que pudiera
reunirse con sus antiguas amistades. –Empezaremos sobre las siete. –La
joven giró el pomo de la puerta y la abrió. Una ráfaga de viento helador
dejó a Holly sin respiración–. ¡Me marcho! ¡Tengo que invitar a más gente!
–Después, se giró hacia Joe–. ¿Sabes? No le he llevado comida a todo el
mundo. Vosotros sois especiales. –Pestañeó varias veces de forma
despreocupada–. ¡Espero que te guste, Joey! –Antes de marcharse, se
inclinó hacia Holly y le susurró al oído–: ¡Chica, es un tesoro! ¡Adorable!
Y se marchó sin darle tiempo a Holly a contestar.
Le quitó el recipiente de comida a Joe.
–Voy a meterlo en el frigorífico y podemos calentarlo después. –Cuando
se fijó en su gesto receloso, añadió–: ¿Sabes? Mañana no tienes que venir si
no quieres. –Tan solo había pretendido ofrecerle una escapatoria, pero, por
la forma en que la miró, pareció como si él hubiese entendido algo
diferente. Le dio vueltas a la cabeza y, de pronto, se preguntó si él pensaba
que no quería que estuviera allí–. A mí me encantaría que vinieras...
¿Le «encantaría» que fuera? ¡Estaba siendo demasiado directa! El aire
frío procedente de la nieve debía de haberle jugado una mala pasada a su
cerebro.
–Necesitarás a alguien que te ayude a subir y bajar a tu abuela del tractor
de Buddy. –Como si no le preocupase, lo cual contradecía la mirada que
acababa de lanzarle, se dirigió hacia el sofá y, por el camino, recuperó el
portátil–. Estará bien salir antes de que se apodere por completo de nosotros
la fiebre de la cabaña. –Se sentó y abrió el ordenador–. En cuanto dejes en
el frigorífico la carne y los cuatro acompañamientos, te enseñaré la hoja de
cálculo de la boda.
«La carne y los “cuatro” acompañamientos». Aquello hizo que sonriera.
Capítulo 12

la mañana siguiente, Holly volvió al granero.


A La abuela le había dicho que quería descansar para aquella noche y
había optado por quedarse en su habitación, y Joe tenía que trabajar la
mayor parte de la mañana, así que ella había decidido que aquel era un
momento perfecto para pensar qué hacer con todas las cosas. No podía
hacerse a la idea de dejar todo en una tienda solidaria. Tenía que haber una
opción mejor.
Se quedó en la parte delantera del granero y, tras sortear el montón de
lámparas viejas que había ordenado, arrastró dos sillas de cocina a un
lateral, cerca del lugar del que había apartado la mesa para hacer sitio en
medio del suelo. Entonces, estudió los muebles, esforzándose para que se le
ocurriera alguna idea. Allí estaban el viejo sofá en el que habían visto
películas y habían comido palomitas, unas cuantas mesitas auxiliares y un
montón de muebles de dormitorio. Sin embargo, lo que le llamó la atención
fue la cómoda de la habitación en la que había dormido. Se acercó a ella y
jugueteó con los tiradores de latón que se habían descolorido con el tiempo.
Entonces, se dio cuenta de lo fina que era la capa de pintura.
La abuela estaba en lo cierto. Lo único que necesitaba aquel mueble era
un buen lijado y un color nuevo. La madera era sólida y no tenía ni una sola
marca. Si el abuelo hubiera estado allí, se habría puesto de inmediato a
restaurarla, así que sintió que le debía el hecho de intentarlo.
Estaba dispuesta a apostar que el hombre habría guardado una lijadora
eléctrica en algún sitio, así que se dispuso a buscarla, sintiendo cómo él la
alentaba en silencio.
Aquel había sido su sitio, el lugar en el que le gustaba pasar las tardes.
Había construido cajas para sus aparejos de pesca, así como estanterías. En
realidad, cualquier cosa que le hubiese permitido utilizar las manos. La
abuela siempre bromeaba con él al respecto. Solía decirle que, cuando no
tenía una guitarra en las manos, los dedos se le ponían nerviosos y tenía que
buscarles otra ocupación.
Echó un vistazo a la estantería que estaba cerca de la pila de leña que el
abuelo había guardado allí para reponer la del porche en busca de la lijadora
eléctrica y, cuando la vio, se emocionó y se sintió extasiada. Con cuidado,
como si se fuese a romper, la cogió, agarró el cable y lo conectó a un
enchufe. Entonces, rodeó el mango con los dedos e intentó no pensar en el
hecho de que el abuelo había sido el último en tocarla. Se dijo a sí misma
que él habría querido que la usara. Haría una pequeña prueba en una zona
poco visible para ver si sería fácil quitarle la pintura.
La lijadora cobró vida con un zumbido sibilante y Holly la pasó por la
parte trasera de la cómoda. Tal como había imaginado, la pintura parecía
desaparecer bajo la presión de la máquina. Si bien los cajones le supondrían
más trabajo, el mueble en sí sería fácil de lijar. Con movimientos suaves, tal
como le había visto hacer a su abuelo, pasó la lijadora por toda la parte de
atrás, dejando a la vista la veta de la madera que había debajo.
Estaba tan concentrada en la tarea, que no se dio cuenta de la presencia
de la abuela hasta que, con los ojos vidriosos, le pasó una mano por delante
de la cara. A través de la ligera polvareda que había en el aire, la mujer
contempló la cómoda.
–Ese sonido... –dijo, todavía concentrada en el mueble–. He oído la
lijadora a través de los cristales de la ventana de mi dormitorio y, cuando he
cerrado los ojos, me ha transportado a otros tiempos. –Se aclaró la garganta
y posó la mano sobre la cómoda como si necesitase un punto de apoyo–.
Sabía que eras tú, pero necesitaba venir a comprobarlo. –Le dedicó una
sonrisa vacilante–. Quería asegurarme de que el abuelo no había conseguido
obrar un poco de esa magia navideña de la que siempre hablaba. –Rodeó el
mueble–. ¿Qué piensas hacer con esto?
Tomó aire, intentando superar todavía la reacción de la abuela ante la
lijadora. No había pretendido que recordara cosas que la hicieran sentir
incómoda. Tal vez debería centrarse en el presente para que ninguna de las
dos acabase derrumbándose.
–Se me ha ocurrido que podía intentar pintarla y arreglarla. –Mmmm. –
La mujer se inclinó para mirar la zona que ya había lijado–. Debajo de toda
esa pintura, es bonita.
–He pensado lo mismo. Me preguntaba si debía lijarla y, después, darle
un aire rústico usando solo barniz o algo así. Tal vez poner en los cajones
tiradores de estilo sureño, que tengan cierto carácter...
La abuela sonrió.
–Me parece que sabes lo que te haces, así que te dejaré con ello. Mientras
la mujer se marchaba, Holly sintió la abrumadora necesidad de ocuparse de
todos los muebles que el abuelo había colocado en la cabaña con tanto
amor.

La abuela hizo una mueca cuando la ayudó a salir al porche. Llevaba un


abrigo largo abrochado hasta arriba, una bufanda de lana a juego, un gorro
sobre el cabello blanco y las manos enguantadas metidas en los bolsillos.
–¿Cuántas estufas ha dicho Otis que tenía? –preguntó la mujer. Un poco
antes, había llamado a Otis para recabar más información sobre la reunión y
después tomar una decisión. Se había permitido sonreír un poco cuando el
hombre le había dicho que no importaba quién fuese, porque, aunque ella
fuese la única presente, le parecería bien y podrían recordar viejos tiempos.
–Bastantes para calentar el pueblo entero –contestó Holly. Estaba muy
contenta de que la abuela hubiera decidido ir con ellos. Al principio, se
había quejado, preocupada por el hecho de tener que estar entre tantas
personas toda la noche, pero había sido Joe el que la había convencido al
decirle que la necesitaba para que lo protegiera de Tammy en todo
momento. Intentando con dificultad mantener los labios fruncidos, la mujer
se había levantado y se había peinado.
Tal como Tammy les había dicho, el tractor de Buddy apareció
traqueteando por detrás de la cabaña. El arado iba despejando el camino por
el que pasaba. Joe le ofreció un brazo a la abuela y el otro a Holly, que solo
se lo tomó porque todavía le dolía el tobillo. Los tres juntos bajaron
lentamente cada uno de los escalones hasta llegar a tierra firme. Buddy
abrió la puerta de golpe y, cuando se acercaron, vieron aparecer su rostro
curtido.
–¡Jeany! ¿Tú también vienes? No me hagas sacarte a la pista de baile...
La abuela puso los ojos en blanco, pero no pareció demasiado molesta
por el comentario. Después de todo, lo conocía desde que eran niños.
–Nadie me llama «Jeany» desde que cumplí los doce años. ¿Te estás
burlando de mí, Buddy?
–¡Siempre!
–Bueno, no pienso bailar en el suelo de un granero.
–¿Segura? Rhett va a tocar.
La mirada de la abuela voló hacia Holly de forma protectora, pero
también notó en la mujer cierta emoción que hizo que se sintiera como si le
hubieran dado un puñetazo en el estómago. Sonrió con incomodidad, pues
no quería causar demasiado alboroto delante de Joe, pero quería darse de
tortas por no haber avisado a la abuela de que Rhett iba a estar allí. Por el
gesto de la mujer, había echado de menos al joven mucho más de lo que
había mostrado a lo largo de los años.
–¿Quién es Rhett? –preguntó Joe, dirigiéndose primero a Buddy. Cuando
no contestó, miró a Holly.
–Un tipo que antes vivía aquí.
Al decir aquello, no los miró a los ojos ni a él ni a la abuela, pues sabía
que aquella respuesta no era suficiente para describir quién era Rhett en
realidad. Pero ¿qué más podía decir?
Aquella noche, en el porche del abuelo, le dijo que se marchaba de gira,
pero, después, había desaparecido sin más, sin tan siquiera una llamada de
teléfono. También le dijo que la llamaría, así que Holly creyó que estaba
demasiado ocupado y que los días se le habían pasado volando. Rhett vivía
el momento y, si bien no había vuelto a hablar con ellas, sabía que, en
cuanto volvieran a verse, retomaría la relación por donde lo habían dejado.
Él era así, sin más. Era como parte de la familia y se preocupaba por él
tanto si la llamaba como si no, pero el hecho de que no lo hubiera hecho le
había destrozado el corazón. Especialmente, cuando no la llamó tras la
muerte del abuelo. Le había costado bastante superar aquello. Sin embargo,
lo había hecho, y había asumido que la abuela también. Habían pasado
página sin él. Entonces, ¿por qué demonios le preocupaba a la mujer que
fuese a estar presente aquella noche o no?
Se dio cuenta de que Joe seguía contemplándola y era evidente que podía
notar el ardor de sus mejillas y el ligero zumbido eléctrico que le recorría
las venas. No se había creído su respuesta ni por un momento.
–Si Rhett lleva su guitarra –le dijo la abuela a Buddy–, entonces, puede
que te deje que me des una o dos vueltas en la pista de baile. –Soltó el brazo
de Joe y rodeó la barra de apoyo del tractor con la mano enguantada–.
Holly, ayúdame a subirme a este trasto.
Con cuidado, Joe y Holly subieron a la abuela a la cabina y, después,
entraron ellos mismos. Él cerró la puerta y los cuatro formaron una fila en
el banco gélido del tractor, apretujados como sardinas en lata.
–¡Agarraos! –dijo Buddy, metiendo la marcha mientras el motor gemía a
modo de protesta–. ¡Va a ser un viaje movidito! Mientras miraba el camino
empinado, Holly no pudo evitar pensar exactamente en lo movidito que
podía llegar a ser el asunto.
Capítulo 13

–Oh,Holly
no –dijo Joe en un susurro lo bastante bajito como para que solo
lo oyese cuando aparcaron frente al granero. Con la cabeza,
hizo un gesto en dirección a la puerta desde la que Tammy, con una sonrisa
en el rostro, los saludaba con gran entusiasmo con la mano.
–A ella también le gusta bailar... –comentó Holly, bromeando y haciendo
que él se riera.
Verlo sonreír hizo que sintiera un golpe de felicidad. A veces, tenía un
aire algo triste o ansioso (no lo conocía lo suficiente como para darle
nombre al sentimiento), pero, entonces, sonreía y el ambiente mejoraba de
aquella forma gloriosa.
Joe abrió la puerta del tractor y, a través de las paredes del granero, Holly
oyó la vibración de una guitarra en un amplificador y supo que se trataba de
Rhett. Se le tensaron los hombros y sintió una punzada repentina en la sien
izquierda. Se quedó contemplando el enorme granero rojo, cuya pintura
estaba algo descolorida, aunque aún seguía brillando sobre la nieve, y los
recuerdos empezaron a colarse en su memoria más rápido de lo que podía
alejarlos. Intentó concentrarse en otra cosa. A través de las puertas abiertas,
le pareció ver que habían colgado guirnaldas de lucecitas parpadeantes y
también pudo vislumbrar el destello amarillo de las estufas de propano.
El sonido de alguien aclarándose la garganta hizo que volviera en sí
misma y, finalmente, comprendió que se trataba de Joe, que estaba de pie en
la nieve con una mano extendida, mirándola con curiosidad. Se dio cuenta
de que, durante un segundo, se había perdido en el tiempo y, justo en ese
momento, vio que Tammy ya había llegado hasta ellos, había rodeado a la
abuela con un brazo, la había llevado hasta la puerta y la estaba
conduciendo al interior.
–¿Estás bien? –le preguntó Joe.
Asintió y le tomó la mano. Él la sujetó con fuerza, haciendo que no
perdiera el equilibrio sobre la nieve resbaladiza al bajar del tractor. Holly se
giró hacia Buddy.
–Gracias por venir a buscarnos –le dijo.
–A sus órdenes, señora –contestó el hombre como si aquel hubiera sido
su deber–. Tengo que ir a buscar a unas cuantas personas más y después
entraré ahí dentro a bromear con Jeany un poco más.
Holly se rio.
–Estoy segura de que la abuela lo estará esperando.
Mientras hablaba, se dio cuenta de que ya no se escuchaba el sonido de la
guitarra. La simple idea de que Rhett estuviera por allí, en las cercanías,
hizo que las pulsaciones se le aceleraran. Aquella noche, no tenía ganas de
mantener ninguna conversación incómoda; tan solo quería disfrutar y
divertirse un poco.
Atravesando el campo, el tractor de Buddy se encaminó hacia la carretera
mientras Holly y Joe se abrían paso hacia la fiesta. –¿Cómo está tu tobillo?
–le preguntó él, agachando la cabeza para mirarla.
–Bien. Ahora puedo apoyarlo para andar sin necesidad de cojear. Eso es
buena señal, aunque todavía me duele un poco. Creo que, sencillamente, me
lo torcí bastante.
–Me he dado cuenta de que caminabas mejor. Me alegro. –Tenía aquel
brillo en los ojos que siempre aparecía justo antes de que fuese a hacer una
broma y que ella estaba empezando a reconocer–. Tammy va a necesitar a
alguien que la mantenga ocupada en la pista de baile.
–Oh, seguro que te encantaría practicar un poco del clásico baile en línea.
A Joe se le desorbitaron los ojos.
–¿Bailarán eso?
–Si beben suficiente té helado de Otis, es posible –contestó ella, riendo–.
Si alguien te ofrece un tarro de conservas que haya servido él, huye en
dirección contraria.
–Muy bien. ¿Algo más que tenga que saber antes de que entremos?
Holly no pudo responder, puesto que Tammy ya se había abierto un
hueco entre ellos y había entrelazado los brazos con ambos.
–He llevado dentro a tu abuela. Está sentada en una de las mesas.
–Gracias –replicó ella.
Cuando notó el calor de las estufas, empezó a sentirse con ganas de
fiesta.
El granero estaba lleno de mesas con sillas y, aquellas que no tenían un
mueble en el que sentarse, estaban rodeadas de balas de heno. Había velas
decorativas colocadas en viejos tarros de mermelada por todas partes y de
todas las superficies colgaban luces de Navidad. Un abeto larguirucho, que
estaba sujeto con ladrillos y adornado con cintas de cuadros rojos y verdes,
ocupaba un rincón. Holly siguió las luces con la mirada y, cuando se detuvo
en el escenario, un escalofrío helador se apoderó de ella al ver la guitarra
que le resultaba tan familiar junto al micrófono. Mantuvo la vista fija en
ella, ya que le daba demasiado miedo seguir mirando alrededor y encontrar
a Rhett. El dolor que le había causado su ausencia hizo que quisiera volver
corriendo a las montañas. Por fin había vuelto a sentirse bien sin él. Le
había costado bastante, pero lo había logrado y, ahora, ya no le parecía
extraño no tenerlo a su lado. Al menos, no hasta ese momento.
–Si estás buscando al músico –le dijo Joe al oído, haciendo que se
estremeciera–, está hablando con tu abuela.
Apartó la mirada de la guitarra y, poco a poco, se dio la vuelta para
encontrarse con la mujer, que estaba sonriendo mientras hablaba con Rhett.
Parecía... sano y feliz. Se había dejado crecer un poco la barba y llevaba el
cabello arreglado en la parte delantera de tal manera que parecía
despeinado. Tenía los dedos metidos en los bolsillos traseros de sus
pantalones y una sonrisa torcida mientras negaba con la cabeza ante algo
que la abuela le estaba diciendo. Una oleada de ira le burbujeó en el
estómago. Rhett había llegado como si nada y había conseguido que la
mujer sonriera en el primer intento.
A mitad de una frase, él la vio y dejó de hablar de golpe. La abuela
también la miró. No estaba muy segura de qué era lo que se apoderó de ella
(tal vez fuese el dolor de tobillo o tal vez un intento por no caerse al ver al
músico), pero cuando su viejo amigo se apartó de la abuela y comenzó a
dirigirse hacia ellos, agarró el brazo de Joe y se aferró a él, lo que hizo que
Rhett se detuviera y se fijara en su presencia.
Antes de que pudieran decir nada, Tammy colocó un tarro de conservas
entre los tres.
–¿Quién quiere un poco del té helado de Otis? –Se giró para mirar a
Holly y le susurró–: Chica, será mejor que te tomes el primer trago...
Con la mano libre, tomó el tarro y el olor ácido del alcohol inundó el aire
que había frente a su nariz. ¿Cómo era posible que el abuelo hubiese bebido
algo así? Se inclinó y dio un trago. El líquido ardiente le bajó por la
garganta y le hizo entrar en calor de inmediato por el whisky. El brazo de
Joe se tensó bajo su agarre y, sin tan siquiera mirarlo, pudo sentir su
preocupación. –Hola, Holly –dijo Rhett. Su tono de voz era precavido–.
Tienes buen aspecto.
–Gracias –contestó ella.
El dolor que sentía se filtró en aquella única palabra y él lo entendió a la
perfección. Lo supo por cómo, durante un instante, bajó la mirada al suelo.
La cosa era que no estaba enfadada porque se hubiera marchado para
perseguir su sueño; estaba enfadada porque su mejor amigo se había
marchado sin mirar atrás ni una sola vez. Podría haberle mandado algún
mensaje de texto, pero no lo había hecho. Había tenido la esperanza de que
fuera él el que contactase con ella para decirle que la echaba de menos, pero
aquel mensaje nunca había llegado.
Tammy les tendió tanto a Rhett como a Joe una jarra de whisky y,
después, desapareció a la velocidad de la luz. Era evidente que había notado
la energía que había en el aire entre ellos y, probablemente, se había
marchado para hablar del asunto con alguna tercera persona inocente.
–¿Qué has estado haciendo? –le preguntó él como si solo hubieran estado
separados un par de días en lugar de años.
Quería gritarle. Quería agarrarlo y sacudirlo. El abuelo había sido como
un abuelo para él y, cuando había muerto, la abuela habría necesitado otro
hombro sobre el que llorar. Recordó el primer día tras su muerte: había
encendido la televisión y había encontrado a Rhett tocando en un programa
matinal y la angustia de haber perdido al abuelo y de no tener a su amigo
para apoyarla cuando a cada segundo se sentía a punto de derrumbarse la
había asaltado como un torrente ardiente. –Tal vez debería ir a comprobar
cómo está tu abuela –dijo Joe, mirándola en busca de una respuesta. Estaba
claro que le estaba dando la oportunidad de hablar a solas con Rhett, pero
ella le estrujó el brazo.
No sabía por qué, pero, aferrada a él, se sentía más fuerte. Aun así, seguía
resultándole difícil enmascarar el dolor en el rostro cuando miraba a su
antiguo amigo. Sin embargo, no pensaba darle la satisfacción de ver su
debilidad, así que lo contempló con furia y agarró el brazo de Joe con más
fuerza.
El granero se estaba llenando de gente y sus conversaciones inundaban el
aire, pero no podía oírlas mientras rumiaba el dolor que Rhett le había
causado a su corazón. Y aún tenía el valor de preguntarle qué había estado
haciendo como si no hubiera pasado nada. Tenía que ser consciente de lo
que le había hecho. Había sido su mejor amigo y se había marchado sin tan
siquiera mirar atrás.
Rhett y el abuelo tenían una conexión única con la música, por lo que
habían sentido una comprensión mutua de inmediato.
Era como si hubieran tenido un lenguaje silencioso propio que seguía el
ritmo de las melodías. Pero eso no era lo único que habían compartido. El
abuelo había sido la primera persona que había llevado a Rhett a pescar
cuando cumplió los seis años. Le había enseñado a conducir el tractor y
había sujetado el asiento de la bicicleta mientras le enseñaba a montarla. El
hombre había llenado de felicidad todos los momentos que había podido
después de que el padre del niño hubiese muerto en un accidente de
automóvil cuando tenía cinco años.
Rhett había abandonado a Holly y a la abuela, pero lo peor era que
también había abandonado al abuelo porque, ante el rostro de la muerte, el
hombre había dado un paso al frente por él, pero él no había hecho lo
mismo. Cuando el abuelo murió, el chico llevaba fuera tan solo un par de
meses y estaba en Europa cuando celebraron el funeral.
–¡Rhett! –Lo llamó Tammy desde el escenario, interrumpiendo sus
pensamientos y evitando que tuviera que contestar. La joven sostenía la
guitarra con una sonrisa–. ¿Vas a tocar esta noche o no? ¡No solemos tener
una superestrella por aquí en Navidades!
La atención de Rhett se posó en la mano que Holly tenía apoyada en el
brazo de Joe. Después, incómodo, alzó la vista hacia sus ojos.
–Tammy me está llamando –dijo, como si ella no la hubiese oído–.
Supongo que... te veré luego.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia el fondo con el whisky en la mano y,
antes de subir los escalones del escenario, le dio un trago.
Holly se mordió el labio para mantener la ira en su interior. Después,
también le dio un trago al whisky de Otis y dejó que el líquido le abrasara la
garganta antes de que empezaran a brotarle las lágrimas.
–¿Quieres hablar de ello? –le dijo Joe al oído con suavidad. Entonces, se
dio cuenta de que seguía agarrándole el brazo y se lo soltó.
–No hay nada de que hablar –mintió.
Era consciente de que, si intentaba explicárselo, en primer lugar, solo
conseguiría arrastrarlo a una noche de drama y, además, era probable que
acabase llorando, cosa que quería evitarle a toda costa. Cuando lo miró a los
ojos, él la estaba contemplando con ese gesto de curiosidad que mostraba
tan a menudo.
La pequeña multitud se había reunido en torno al escenario y Rhett se
pasó la correa de la guitarra por la cabeza. Tras haber dejado el whisky junto
a un viejo taburete de madera, tal como hacía siempre, se llevó la mano al
bolsillo de la chaqueta para sacar la púa. Colocó la mano izquierda en torno
al mástil del instrumento, buscó con los dedos la posición del primer acorde
y tocó la primera nota de su gran éxito A Girl Like You.
Holly dio otro trago de aquella mezcla de whisky para calmar los nervios.
Reconoció la canción al instante.
–Esta canción se la dedico a Holly –oyó a través de los altavoces. Un par
de cabezas se giraron hacia ella.
¿De verdad creía Rhett que el hecho de que apareciera después de tanto
tiempo y le dedicara una canción iba a borrar toda la frustración que había
sentido por su ausencia?
«Esta noche, hay luz en la oscuridad...». La voz familiar de su viejo
amigo flotó en el aire y las palabras sonaron tan suaves como si las
estuviera susurrando, tal como había hecho cuando se sentaron juntos
mientras él la escribía. «No puedo distinguir el bien del mal...».
Mientras seguía cantando, Holly dio la espalda al escenario y se dirigió
hacia la abuela. Cuando llegaron a la mesa, Joe sacó una silla, se la ofreció
y, después, se sentó a su lado. La abuela estaba sujetando una taza de café y
su gesto, que parecía un poco más animado gracias a la canción de Rhett,
solo consiguió que se sintiera más molesta. Quería preguntarle por qué no
estaba enfadada con él, pero aquella era la primera vez que la mujer parecía
verdaderamente feliz, así que se quedó callada.
–¡Jeany! –exclamó Buddy detrás de ellos antes de posar ambas manos
sobre los hombros de Holly–. ¿Estás lista para bailar? –Le dio unas
palmaditas en los brazos y se dirigió hacia la abuela.
–Buddy, ni siquiera has bebido nada todavía y ya me estás molestando...
–le contestó la mujer, bromeando. Sin embargo, para sorpresa de su nieta, se
estaba removiendo en la silla para ponerse en pie.
–¿Vas a bailar con Buddy? –le preguntó.
La incredulidad resultó evidente en su tono de voz. No había pretendido
que sonara así. Sencillamente, no había visto a la abuela tan vivaracha
desde la muerte del abuelo. La mujer tomó la taza de café de la mesa y se
colocó junto a Buddy.
–Si cuida sus modales, tal vez lo haga, pero, ahora mismo, voy a buscar
una silla más cerca del escenario para poder escuchar a Rhett. Deberías
venir conmigo. Ha pasado mucho tiempo desde que tuvimos la oportunidad
de oír cantar a nuestro chico.
«Nuestro chico».
Desde luego, no era su chico de ninguna forma posible. Ya no. Pasó el
dedo por el borde de su vaso mientras se concentraba en su respiración para
calmarse. No era propio de la abuela estar tan deslumbrada como para
olvidar lo que había hecho. ¿Por qué no estaba tan furiosa como ella?
Mientras la abuela y Buddy se abrían paso hacia una fila de sillas que había
junto al árbol de Navidad, Holly sacudió la cabeza y notó un mareo a causa
del alcohol. Sería mejor que bajara el ritmo.
–Debéis de tener un pasado en común –dijo Joe, que tenía la bebida
frente a él, pero no la había tocado. Aquellos ojos la consumían, pues su
habilidad para descifrar sus emociones era evidente.
–Sí –dijo al final, cediendo–. Se llama Rhett Burton. Lo conozco desde
que éramos niños.
–Rhett Burton... –repitió Joe, escudriñando el aire como si hubiese
información flotando a su alrededor. El mero hecho de que otra persona
pronunciara su nombre completo hizo que la cabeza empezara a dolerle de
nuevo. Era como si acabase de ponérselo enfrente con luces brillantes y
parpadeantes–. ¿No sale en la radio? –Holly asintió, concentrándose en la
amabilidad del gesto del joven para que la ayudara a relajarse–. Debe de ser
genial conocer a alguien famoso.
Era evidente que estaba intentando animar el ambiente y ella se sintió
fatal por el hecho de no estar pasándoselo mejor. La presencia de Rhett le
había arruinado la noche y solo entonces fue capaz de recomponerse lo
suficiente como para darse cuenta de que había dejado de lado al pobre Joe.
Pero, en aquel momento, se le ocurrió algo que la hizo despertar de su
estado mental durante un instante.
–¿Acabas de decir «genial»?
Al fin, se permitió sonreír. En sus labios, la palabra había sonado
demasiado informal. ¿Estaba empezando a relajarse en aquel entorno?
Joe, obviamente aprovechando la ligera mejora en el estado de ánimo,
fingió avergonzarse de forma juguetona.
–¿Qué pasa? Siempre uso la palabra «genial».
–No parece una palabra que uses a menudo.
Por el mero hecho de hablar con él, el dolor de cabeza había empezado a
remitir.
–Entonces, ¿qué palabra debería usar?
Holly frunció los labios y se apoyó sobre las manos para pensar. –Eh...
Tal vez... ¿«fascinante»?
–¡Jamás usaría la palabra «fascinante» para eso!
Él se rio y un cosquilleo en el estómago la atacó con fuerza. Quizá se
trataba de que disfrutaba de la atmósfera alegre que creaba. Incluso cuando
estaba serio, siempre lograba que se sintiera más contenta, tal como se
suponía que debía sentirse en Navidad y tal como uno se sentía cuando veía
a familiares que hacía mucho tiempo que no había visto...
–A lo largo de tu vida, ¿para qué otras cosas has usado la palabra
«genial»? –lo retó.
Él alzó el vaso y dio un trago al té helado de Otis. Resultó obvio que tuvo
que hacer un esfuerzo para tragárselo.
–No se me ocurre nada a bote pronto.
–¡Porque no la usas! –le dijo ella con una risita antes de dar otro sorbo a
su bebida–. ¿Quieres ver algo genial de verdad? –Se puso de pie. Tenía el
tobillo perfecto gracias a la magia del whisky–. Ponte el abrigo. Vamos a
salir de aquí un momento. Mientras lo pensaba, el rostro de Joe mostró
incertidumbre, aunque no sabía por qué, ya que no le había pedido que
condujera ni nada por el estilo; tan solo iban a dar un paseo. Sin embargo,
se puso en pie. Mientras él recogía los abrigos, se acercó rápidamente a la
abuela y le dijo que volvería en un momento y que, si necesitaba algo, le
mandase un mensaje. La mujer le respondió frunciendo el ceño, pero sabía
que solo se debía a la aprensión que sentía por Joe. No tenía de qué
preocuparse, ya que jamás se pasaría de la raya.
–Buddy, ¿tienes un mechero?
El hombre se llevó una mano al bolsillo y sacó un mechero para
cigarrillos plateado y rojo. Siempre llevaba uno encima. –¡Gracias!
Lo tomó y se lo metió en el bolsillo trasero de los pantalones vaqueros.
Después, se acercó a Joe para ponerse el abrigo y él se lo sujetó para que
pudiera meter los brazos. Mientras caminaban hacia la puerta, echó un
último vistazo al escenario. Rhett seguía cantando, pero tenía los ojos fijos
en ella, contemplando cómo se marchaba.
Capítulo 14

–Me sorprende que no te importe perderte el concierto –dijo Joe.


A Holly le costó un minuto darse cuenta de que, para alguien
como él, Rhett tocando la guitarra en un granero era un concierto. No se
había parado a pensar en el hecho de que había desconocidos que pagaban
dinero por verlo rasguear la guitarra y cantar sus poemas en voz alta. Era
extraño, ya que ella lo había visto hacerlo todos los días desde que lo
conocía. –Llevo toda la vida escuchando su música, así que, para mí, no es
para tanto.
Las nubes se habían despejado por fin. El cielo era de un profundo color
negro y, sobre ellos, las estrellas parecían luces parpadeantes. Cuando alzó
la vista para mirarlas, el vaho de su aliento se disipó frente a ella y la
realidad de tener a Rhett tan cerca hizo que sintiera todo el peso del mundo
sobre los hombros.
Dio un paso fuera del camino y pisó la nieve. Decidió que, aunque se
estaba marchando del granero de Otis para apartar la mente de su viejo
amigo, era probable que tuviese que darle a Joe un poco de información.
–Cuando se hizo famoso, Rhett se marchó sin dejar rastro. Eso me enfadó
porque sentí que, sin importar lo famoso que se hubiera vuelto, debía tener
en cuenta de dónde venía y el hecho de que, aquí, había gente que lo quería
antes de que fuera el cabeza de cartel de un escenario.
–Ajá –dijo él en señal de acuerdo, aunque parecía estar pensando en algo
diferente. Volvió a respirar hondo y Holly se preguntó si era su manera de
despejar la mente, ya que lo hacía muy a menudo–. Me gusta lo cordial que
es aquí todo el mundo. Parece que tienes una relación más cercana con tus
amigos de la que yo tengo con mi propia familia.
Aquello era mucho decir, ya que, en realidad, hacía bastante tiempo que
no veía a aquellas personas. Sin embargo, tenía un pasado en común con
todas ellas, y eso los unía.
–Supongo que tienes razón; son como familia. Es como si cada uno fuese
un primo favorito al que nunca tienes tiempo de ver. Podrían pasar años y
que, después, todo fuera como si no hubiera pasado el tiempo.
Vio cómo una arruga se le formaba y le desaparecía entre los ojos. Tal
vez él no pudiera retomar la relación con su familia con tanta facilidad.
Entonces, recordó algo que le había dicho. –Me contaste que no te hablabas
con tu padre...
El cuerpo de Joe se tensó de inmediato y dirigió la vista al frente.
–Sí... ¿Adónde vamos? –preguntó, cambiando de tema. Bajo la luz tenue,
el abrigo azul marino daba un aspecto increíble a sus ojos oscuros.
–Detrás del granero. Quiero enseñarte algo.
Él se mostró cauteloso ante su respuesta y la siguió despacio, mientras las
botas se le hundían en la nieve. El whisky hacía que Holly estuviera un poco
más sociable de lo habitual, así que, vencida por la emoción, lo tomó del
brazo para que caminara más deprisa. En ese instante, desapareció lo que
fuera que Joe estuviese pensando sobre su padre, y bajó la vista para
mirarla, dedicándole una de sus sonrisas, lo cual solo hizo que aumentara su
entusiasmo. Estaba impaciente por mostrarle algo.
Doblaron la esquina y ahí estaba, uno de sus lugares favoritos: dos hileras
de árboles cuyos troncos tenían más de cien años y cuyas ramas se habían
entrelazado en las alturas, formando un arco enorme cubierto de nieve que
cubría la misma distancia que un campo de fútbol americano. Holly se tomó
un instante para admirarlo antes de arrastrar a Joe hacia allí. Después,
comenzaron a caminar hacia el gran foso de piedra para hacer hogueras que
había en el centro. Siempre se había preguntado cómo se vería el lugar si,
más arriba, alguien trenzase luces navideñas entre las ramas. Sin embargo,
en aquel momento, la luz de la luna que se reflejaba en la nieve causaba el
resplandor suficiente para cumplir aquel cometido. Cuando llegaron al foso,
le quitó la tapa y la dejó en uno de los bancos que había cerca.
–¿No prenderá fuego a los árboles? –preguntó Joe, echando la cabeza
hacia atrás para mirar las enormes ramas que había sobre ellos.
Holly hizo girar la ruedecita del mechero hasta que se encendió.
–No; las ramas están demasiado apretadas.
Acercó la llama a uno de los leños. Cuando al fin se prendió y empezó a
esparcirse hacia el resto, acercó el banco lo suficiente como para sentir el
calor, le quitó la nieve con la mano y se sentó.
–Esto es increíble –dijo Joe mientras se sentaba a su lado con la vista fija
en las hileras de árboles que los rodeaban.
–Llevan aquí varias generaciones. Los plantó el tatarabuelo de Otis. En
verano, las ramas están cubiertas de hojas de un color verde brillante y el
sol se cuela a través de ellas. Es una preciosidad.
Cuando se volvió hacia él, Joe la estaba mirando fijamente mientras
asentía, y ella volvió a sentir el mismo cosquilleo. Nadie había parecido
nunca tan interesado por las cosas de su vida. Eso hacía que se sintiera
interesante y supo que no quería que se marchara después de aquello y que
nunca volvieran a verse. Incluso después de la boda, quería seguir en
contacto con él durante mucho tiempo. Hizo caso omiso al «y si...» que le
rondaba la cabeza y se dio cuenta de que, pasara lo que pasara, era alguien
con quien tenía una conexión tan profunda que parecía que hubieran estado
destinados a estar el uno en la vida del otro. Tal vez aquello fuese el
comienzo de una gran amistad.
–Mi abuelo fue el primero que me mostró este lugar. Otis es uno de sus
buenos amigos.
No esperaba que fuese así pero, estando allí, bajo los árboles, con los
recuerdos del abuelo y de Otis contando historias o de ella sentándose en el
regazo del hombre con los brazos extendidos para rodearle el cuello
mientras él le rozaba la piel con la pelusilla de la cara, se emocionó. El
escozor que sintió en los ojos a causa de las lágrimas la pilló por sorpresa.
Se giró hacia el fuego como si estuviera calentándose las manos e intentó
deshacerse del nudo de la garganta.
Joe se apoyó en las rodillas.
–Me gustaría conocer a Otis –dijo con suavidad.
A Holly le parecía encantador cada vez que hacía eso pues, de forma
natural, parecía cambiar su tono de voz acorde con el estado de ánimo que
mostrase ella. Le hacía desear que compartiese con ella algo más sobre
quién era, ya que le resultaba tan fascinante que quería saberlo todo sobre
él. Todo ello hacía que sintiera las emociones a flor de piel. Se aclaró la
garganta. Aquella noche, todavía no había visto a Otis y nada le gustaría
más que pasar un rato con él. Pasó la mano por el banco helado en el que él
y su abuelo solían sentarse a hablar sobre muchas cosas: los informes del
tiempo, el desarrollo de la zona o incluso sobre las opiniones del abuelo
sobre el último novio de Holly. En ese asunto, Otis siempre se había puesto
de su parte. En ocasiones, durante las noches cálidas, tan solo habían salido
juntos y en silencio a contemplar las luciérnagas. Hasta aquel momento,
nunca se había dado cuenta de lo mucho que le gustaba sentarse en aquel
lugar.
–Echas de menos a tu abuelo. –No había sido una pregunta, sino una
afirmación; una observación. Ella asintió y aquella sonrisa volvió a
aparecer–. Yo no estoy muy unido con nadie de mi familia. –Era incapaz de
apartar la vista de él–. Me has preguntado por mi padre... Se llama Harvey
Barnes. Mi madre me puso su apellido, pero ojalá no lo hubiera hecho. –
Ella frunció el ceño en un gesto de solidaridad y le animó en silen-
cio a que le contara más. Joe miró hacia el fuego–. Causó un buen
escándalo. –Una vez más, volvió a centrar su atención en ella que, mientras
él hablaba, apenas notaba el aire frío que la rodeaba–. Mis padres estuvieron
saliendo un par de meses. Mi madre era bastante respetable; era abogada,
como Katharine. Sin embargo, cuando descubrió que estaba embarazada, se
lo contó a mi padre y él huyó. Desde entonces, nadie ha sabido nada de él.
–¿Nadie?
–No. Le envió a mi madre una gran cantidad de dinero y ella abrió una
cuenta a mi nombre que me permitió pagar toda mi educación y tener un
buen colchón. Con su dinero, mi madre se alojó en un ático de lujo en la
ciudad, pagó todas las facturas, contrató a una niñera interina para que la
ayudara conmigo y me mandó a las mejores escuelas, pero nunca lo he
conocido.
Holly fue incapaz de ocultar su asombro ante aquella información. No
podía imaginar no conocer a su familia.
–Mis padres tienen sus propios problemas. Son muy diferentes a mí en
muchos aspectos, pero no puedo imaginarme cómo sería no conocerlos. ¿Y
nunca te has preguntado si te pareces a él? –Intento no pensar en ello.
–¿Alguna vez has tratado de encontrarlo?
–Sí. En el pasado, contraté a investigadores privados para hacerlo, pero
nadie consigue localizarlo. Ahora, me he hecho a la idea, pero me gustaría
escuchar su parte de la historia o, por lo menos, enfrentarme a él al
respecto.
–Estoy segura de que, hoy en día, con el uso de las redes sociales, podrías
encontrarlo.
–Puede ser –contestó él, aunque no parecía muy convencido–. Me gusta
tu optimismo.
Ella no dejó de pensar en el asunto, deseando poder hacer algo más.
–¿Sabes qué? Intentaremos buscarlo entre los dos.
–¿De verdad?
Holly se emocionó y se sintió muy comprometida con el asunto.
Joe se inclinó hacia el fuego con las manos unidas y un gesto pensativo
en el rostro. A ella le zumbaba la cabeza gracias a aquella nueva
información. Quería ayudarlo, pero no sabía cómo. Se estaba mostrando
muy valiente ante ella, pero notaba que la ausencia de su padre le había
afectado más de lo que quería admitir.
–Nunca le he hablado a nadie de él –dijo, rompiendo el silencio.
–¿A nadie?
–No.
–¿Ni siquiera a Katharine? –Él negó con la cabeza–. ¿Dónde cree ella
que está?
–Le dije que estaba muerto. Para mí, lo está. –Tenía los ojos llenos de
una ira y un dolor desenfrenados.
–¿Y qué es lo que ha hecho que me lo cuentes a mí?
Él echó la cabeza hacia atrás, como si estuviera mirando las ramas que se
extendían sobre ellos como manos gigantes, pero Holly sabía que estaba
perdido en sus propios pensamientos. –No lo sé –dijo al fin.
Tenía que saberlo. Inconscientemente, tenía que saberlo. El problema era
que ella no podía averiguarlo y, en aquel momento, se sintió culpable por
saber algo que ni siquiera Katharine sabía. Podía sentir cómo caía en el
estado de unión que se producía cuando alguien era compatible con ella,
solo que, en aquella ocasión, era una sensación más fuerte que cualquiera
que hubiera sentido antes. Tenía que tirar del freno de mano y detenerse
antes de que le rompiera el corazón.
–Aquí se está muy bien –dijo él de forma inesperada mientras se
incorporaba y extendía las manos hacia el fuego para calentárselas.
–Sí –asintió ella.
–Desde luego, me gustaría volver algún día. No suelo sorprenderme pero,
de vez en cuando, hay algún lugar que me atrapa... –Le lanzó una mirada
significativa, pero, después, dejó pasar el momento. Se frotó las manos en
los muslos y Holly se preguntó si se las estaba calentando. Entonces, de
forma repentina, él le preguntó–: Si pudieras viajar a cualquier lugar,
¿adónde irías?
Pensó la respuesta.
–No hay ningún sitio en el que me gustaría estar que no sea Nashville o
aquí –dijo.
Su sueño de, con el tiempo, mudarse a Nueva York para estudiar diseño
se había fundido con todas las demás cosas que había deseado en la
juventud. Al principio, cuando se había matriculado en la escuela de diseño,
había hecho todo tipo de planes para el futuro, pero la realidad de la vida se
había impuesto y, por el momento, todas sus ideas parecían haberse
despejado.
–Venga ya, tiene que haber algún sitio –insistió él.
Se había recostado con el codo apoyado en la parte trasera del banco
mientras la miraba. El gesto era tan despreocupado y tranquilizador que
Holly sintió la quietud del aire. Joe tenía esa virtud: conseguía hacer que
dejara de darle vueltas a la cabeza en un segundo.
–Creo que me gustaría ir a Nueva York –contestó sin pensar realmente
cómo podría interpretarlo él.
Aunque nunca llegase a asistir a la escuela de diseño, siempre había
soñado con visitar Nueva York y ver la ciudad. No había pretendido decir
que quería ir al lugar en el que vivía él. ¿Por qué no había dicho otro sitio?
Mientras comenzaba a preocuparse, él se giró hacia ella.
–Eso estaría bien –dijo, con una sonrisa genuina–. Hay una cafetería
pequeñita muy cerca de Times Square. Se llama Rona’s. Desde allí, hay
unas vistas impresionantes de la ciudad y tienen café caliente de todos los
sabores. Yo voy mucho por allí, a pesar de que no soy un gran bebedor de
café. Me gusta ver pasar a la gente junto a la ventana y el interior es muy
tranquilo. Apuesto a que lo disfrutarías.
A Holly le gustó la idea. Se imaginó sentada junto a la ventana, bebiendo
un latte mientras fuera nevaba. Joe podría mostrarle la ciudad y ella podría
sumergirse en el estrépito festivo de las caóticas calles de la ciudad, ver el
árbol de Navidad del Rockefeller Center y, después, retirarse a la cafetería
en la que la atmósfera de la ciudad podría penetrarle en el alma. En aquel
mismo momento, se prometió a sí misma que, algún día, lo haría. Estar con
él le hacía sentir como si su vida estuviera en pausa. Más allá de su pequeño
mundo había muchas cosas y merecía verlas. Ser feliz estaba en sus propias
manos. ¿Cuáles eran sus sueños? Necesitaba pensar en ello seriamente y,
después, averiguar cómo empezar a cumplirlos. Sin embargo, para seguir
adelante, primero tenía que enfrentarse al pasado. –Volvamos dentro.
Cogió un poco de nieve de detrás del banco y la lanzó al fuego antes de
que Joe pudiera cuestionar su decisión. Después, volvió a colocar la tapa
sobre el foso y empezó a caminar hacia el granero sin mirar atrás. Tras ella,
podía escuchar los pasos de Joe intentando alcanzarla.
En algún momento, tendría que volver a enfrentarse a Rhett. No iba a
permanecer estancada para siempre.
Capítulo 15

Cuando entraron en el granero, Rhett había dejado de tocar para tomarse


un descanso y estaba ocupado en un rincón, riéndose con unas cuantas
personas mientras les firmaba un póster. Holly puso los ojos en blanco y se
dirigió a la mesa de la comida. Tammy estaba allí, reuniendo varios
utensilios de cocina y colocándolos en tarros de modo que la gente pudiera
usarlos para llenarse los platos.
–Hola, chicos –dijo, con un plato de cartón y un puñado de cubiertos de
plástico en una mano y un cucharón para las patatas fritas en la otra–. He
venido a por algo de comer para tu abuela, Holly –añadió, lanzándole una
mirada sugerente–. ¿Dónde estabais?
–Solo hemos ido a dar un paseo –contestó ella de forma
intencionadamente vaga para evitar cualquier tipo de cuchicheo–. Me
muero de hambre. –Se dispuso a coger un plato, pero Joe ya lo había hecho
y se lo tendió–. Gracias –le dijo sin mirarlo.
En aquel momento, tenía la cabeza hecha un lío y lo único que necesitaba
era llenarse el estómago vacío y deshacerse del whisky que tenía en el
cuerpo para poder pensar con claridad y de forma racional.
–Hola, Holly.
No necesitó darse la vuelta para saber quién era. Rhett se había abierto
paso hasta la mesa como si hubiera llevado un dispositivo de seguimiento.
El mero sonido de su voz hizo que le doliera la cabeza. Joe le tendió una
servilleta. Holly se encontró de pie entre ambos, con el cucharón de las
patatas entre las manos. Siempre había sabido mantener la compostura
cuando las cosas iban mal y se sentía agitada, ya que, en el trabajo, eso
ocurría a menudo. El truco estaba en no dejar nunca que el cliente se
enterase de que su experiencia gastronómica se estaba viendo interrumpida.
Había vivido incendios en los fogones de la cocina, vasos rotos que había
esquivado, comandas de bebidas incorrectas o falta de ingredientes para
algunos platos. Nada de todo aquello la había puesto tan nerviosa como
estaba en aquel momento y, por mucho que lo intentaba, no conseguía
recomponerse.
–Holly.
Joe dijo su nombre con suavidad, haciendo que volviera en sí misma.
Dejó el plato sobre la mesa, notando lo mucho que pesaba. Fue entonces
cuando se dio cuenta de que lo había llenado hasta arriba de patatas y de
que aún tenía en la mano el cucharón para servirlas.
–¿Podemos hablar? –dijo Rhett. Le apoyó una mano en el hombro y ella
se encogió.
–Tengo que sentarme.
Abandonó a Joe, a Rhett y la montaña de patatas y se acercó a la abuela
como si tuviera el piloto automático encendido. Necesitaba ver una cara
amistosa.
–Cielo santo, niña, ¿qué te pasa? –le preguntó la mujer, que se dio cuenta
del estado en el que se encontraba.
¿Tan obvio era? Se sentó en una de las sillas y agachó la cabeza para
calmar la respiración. ¿Estaba teniendo una especie de ataque de pánico?
Sacudió la cabeza; necesitaba un minuto antes de poder contestarle.
–¿Problemas en el paraíso? –preguntó Tammy mientras dejaba en la mesa
el plato de comida de la abuela. Holly se obligó a mirarla a los ojos, ya que
parecía preocupada.
–Creo que he bebido demasiado té helado de Otis –consiguió decir antes
de volver a agacharse para evitar marearse.
–Solo te has bebido uno, ¿no? –le preguntó la otra joven–. ¿Tan fuerte
estaba?
–Yo me encargo –dijo Rhett, que apareció detrás de ella–. ¿Puedes andar?
–le preguntó. Cuando se agachó junto a ella, su gesto era suplicante.
–Sí.
Con todo lo que había pasado aquella noche, no había pensado
demasiado en su tobillo. A pesar de que no le había dado problemas, no
quería ir a pasear con Rhett. Tampoco quería hablar con él en aquel estado,
pero sabía que no pararía hasta que escuchara lo que fuera que tuviera que
decirle.
La ayudó a levantarse y la condujo a un rincón, lejos de todo el mundo.
Con un dedo, le alzó la barbilla y la obligó a mirar a los ojos a la persona
que había sido su mejor amigo en todo el mundo. Al hacerlo, el dolor de
perderlo y de no tenerlo a su lado en el que había sido el peor momento de
su vida volvió a ella con fuerza. Empezaron a temblarle los labios y fue en
ese momento cuando fue consciente de que llevaba toda la noche
esforzándose para evitar hacer justamente aquello. No quería tener que
mirarlo a la cara. Era un rostro que le recordaba a ver películas a altas horas
de la noche, a reírse sobre la hierba hasta que le dolían los costados, a
hornear galletas en Navidad, a trepar juntos a los árboles para sentarse en
las copas y a aquella noche, justo antes de que se marchara, en la que casi lo
había besado en el porche del abuelo. Las lágrimas le nublaron la vista, así
que pestañeó para librarse de ellas.
–No viniste a ver al abuelo –le dijo en un susurro mientras las lágrimas le
corrían por las mejillas y el dolor emanaba al fin a través de su voz. Tomó
aire con dificultad. Rhett bajó la mirada y su rostro reveló la vergüenza que
sentía–. ¿Por qué? –le preguntó. En aquel momento, la ira desapareció y fue
sustituida por incomprensión.
–¿Va todo bien? –preguntó Joe mientras se acercaba a ella. Aquellos ojos
amables hicieron que el dolor que sentía en el pecho remitiera durante un
instante.
Rhett dio un paso atrás, evaluándolo. Era evidente que, cada vez que se
encontraban, algo sucedía entre ellos, pero Holly no conseguía adivinar qué.
–No pasa nada –contestó su viejo amigo. La intensidad que había visto en
su mirada había desaparecido y se había vuelto distante–. Holly, tan solo
quería decirte que lo siento. Es lo único que puedo decir.
–Gracias por la disculpa. Aunque no cambia nada, ya que, cuando te
necesitábamos, no estuviste ahí.
–Lo sé –dijo él. Se pasó las manos por el pelo y exhaló como si, al fin,
los años de ausencia se le hubieran escapado con el aliento. Sacudió la
cabeza, desconcertado–. Debería tocar un poco más –añadió, cambiando de
tema de forma abrupta–. Por cierto, mi madre va a venir. Estoy seguro de
que le gustaría verte. –Volvió a dirigir la vista hacia Joe–. Que paséis una
buena noche.
Cuando se marchó, Holly se frotó la nuca y contempló el escenario del
granero con el estómago más revuelto que antes.
–Vaya inicio de fiesta más horrible –le dijo a Joe con un resoplido–.
Lamento mucho que tengas que presenciar todo este drama.
–No pasa nada.
Él parecía sentirlo por ella, lo cual no hizo sino empeorar la culpa que
sentía por haber causado semejante escena. Tendría que haber controlado
mejor sus emociones.
–Sigo teniendo hambre. No he llegado a comerme las patatas –dijo–.
Vamos a por algo de comida y, después, a que conozcas a Otis.
Eso hizo que Joe soltase una carcajada, lo cual la ayudó a sentirse mejor.
La acompañó a comer algo y, después, fueron a buscar al dueño del
granero. Cuando se acercaron a él, Otis Rigley estiró aquellos brazos
larguiruchos que, fácilmente, podrían haber rodeado a cuatro adultos.
–¿Cómo está mi chica? –dijo mientras la estrechaba. Su peculiar aroma a
leña y whisky la transportó de vuelta a los días que había pasado con él y
con el abuelo. Se apartó de ella y la miró con cariño. Su cabello había
pasado del plateado que recordaba a un blanco brillante y tenía algunas
manchas solares nuevas en las manos. Sin embargo, su sonrisa amistosa
seguía siendo la misma–. ¿Cómo te va?
–¡Bien! –contestó.
En aquel momento, no quería darle más detalles. Había comido algo, lo
cual le había asentado el estómago, pero aquel era el único problema que
había solucionado. Si empezaba a darle la respuesta real y le hablaba sobre
la abuela y sobre Rhett, o sobre sus inseguridades con respecto a poder
organizar la boda de Joe, el hombre tan solo intentaría arreglar las cosas, y
no había manera de que arreglase ninguno de sus problemas. –Siento que tu
familia no haya podido venir estas Navidades –le dijo mientras Rhett
empezaba a tocar otra canción familiar. La reconoció. En una ocasión, le
había contado que la había compuesto en un bar de Nashville. Rhett
siempre había estado enamorado de la Ciudad de la Música y había pasado
gran parte de su tiempo yendo de un lado a otro en busca de las «joyas
ocultas», que era el nombre que le daba a aquellos bares y restaurantes que
estaban escondidos de los turistas.
La letra flotó hasta ella y la envolvió como una manta conocida tras un
largo paseo en medio del frío. Intentó no escucharla. –Me ha dado la excusa
para celebrar dos fiestas –le contestó Otis, guiñándole el ojo–. Ahora tendré
que organizar otra con mi familia cuando se derrita la nieve.
Holly había echado de menos a aquel hombre. Su personalidad relajada y
su felicidad contagiosa siempre lograban que se sintiera cómoda. Solía
hacer que el abuelo se riera tanto que acabase con lágrimas en los ojos.
Cuánto echaba en falta aquella risa. Se regañó a sí misma por no ir a
visitarlo más a menudo y decidió que, sin importar lo que ocurriera, se
esforzaría por ir a saludarlo al menos cada dos meses.
–Y tú debes de ser el famoso señor Barnes –dijo Otis, tendiéndole una
mano a Joe.
–¡Ay! –exclamó ella–. ¡Vaya modales! –Aquella noche, el pasado estaba
sacando lo peor de ella–. Otis, este es Joe.
Antes de terminar de decirlo, se dio cuenta de que el hombre ya conocía
el nombre de su acompañante.
–Tammy lleva toda la noche hablándole de ti a todo el mundo. Joe le
estrechó la mano.
–¿De verdad?
–Sí. –Arrastró dos sillas hasta allí y dio una palmadita sobre ellas antes
de buscar otra para sí mismo. Se sentó, estirando las largas piernas en el
espacio que había frente a él–. Nos ha dicho que Holly había encontrado un
tesoro.
Tanto ella como Joe se lanzaron a una retahíla de negaciones, sacudiendo
las cabezas y riéndose con incomodidad, antes de que Otis los silenciara
con una fuerte carcajada mientras se golpeaba la pierna.
–No os preocupéis; le he preguntado a tu abuela y ella me ha contado lo
que pasaba. –Había algo en aquella afirmación que hizo que Holly quisiera
preguntarle a su abuela qué le había dicho realmente. Otis se recostó y
cruzó los brazos sobre el pecho estrecho pero, mientras pasaba la mirada de
uno a otro, seguía siendo evidente que había disfrutado el momento–.
Bueno, aunque solo seáis compañeros de negocios, parecéis llevaros bien,
así que no deberías tener problema en uniros a Jean en la pista de baile
dentro de unos minutos para salvarla de Buddy.
Con un gesto de la cabeza, les señaló la parte delantera del granero,
donde la abuela y Buddy estaban bailando el two-step bajo las luces de
Navidad. Holly se tapó la boca con una mano. Hacía siglos que no veía a la
abuela tan viva y la emoción la llenó como un globo de helio a la fuga. Al
verla así, supo que la decisión de ir a Leiper’s Fork había sido la adecuada.
Tal vez, solo tal vez, la mujer acabase disfrutando de unas Navidades
maravillosas después de todo.
–¿Por qué no sales a bailar tú, Otis? –le preguntó–. Me apuesto algo a
que esas botas están llenas de polvo de tanto estar sentado. Esta noche, no te
he visto moverlas como solías hacer.
Pensó en cuando eran pequeños, cómo los había perseguido a ella y a
Rhett por todo el patio con una manguera, cantando y bailando como si el
surtidor fuese un micrófono y mojándolos hasta que Holly estallaba en
chillidos y risitas.
–¿Es eso un desafío, señorita McAdams? –Se puso en pie y le tendió la
mano–. Porque, si no recuerdo mal, tu abuelo te enseñó unos cuantos pasos
de baile. ¿Por qué no le mostramos a Joe cómo se hace?
Cuando miró a Joe, parecía embelesado y encantado al mismo tiempo, y
los ojos le brillaban bajo el resplandor de las velas que los rodeaban. Se
removió en el asiento con un brazo apoyado en el asiento, mostrando un
claro interés. Tan solo tuvo una fracción de segundo para fijarse en él antes
de que Otis la arrastrara hasta la pista de baile haciéndola girar. Recordó sin
esfuerzo los pasos típicos sureños, tal como se los había enseñado el abuelo
y, con tanta emoción, apenas notó el dolor del tobillo.
–¿Cómo hemos podido tener tanta suerte, Otis? –les dijo Buddy mientras
se acercaban a él y a la abuela–. ¡Nuestras compañeras de baile son las
chicas más preciosas del lugar!
La abuela lanzó una mirada al techo, fingiendo sentirse irritada antes de
que Buddy le hiciese dar una vuelta. Al verla bailar con aquel hombre se
dio cuenta de que lo hacía de forma diferente a como se movía con el
abuelo. Entre ellos, había un espacio bien definido, como entre ella y Otis.
Cuando bailaba con el abuelo, sus rasgos estaban relajados, mostraba una
sonrisa despreocupada y su risa se elevaba en el aire como las burbujas del
champán. Las manos del abuelo viajaban con las de ella con facilidad y,
juntos, se movían como una única persona. –Así que estás planificando la
boda del don Elegancia de ahí atrás, ¿eh? –le dijo Otis mientras se inclinaba
hacia ella para que su voz no se oyera por encima de la música. Su metro
ochenta de estatura hacía que tuviera que agacharse mucho para alcanzarle
el oído.
–Sí –contestó ella, mirando a Joe.
Él la saludó con la mano y Holly tuvo que resistirse a la urgencia del
deseo de que estuviera allí con ellos. Era muy diferente a todos los demás
presentes. Con unos pantalones vaqueros que le quedaban perfectos, unas
botas de montaña carísimas y un suéter que, con toda probabilidad, a ella le
habría costado el sueldo de varias noches, tenía un aspecto un poco formal,
como si nunca hubiese aprendido a descansar y relajarse. Sin embargo,
había algo en él que hacía que se sintiera como en casa: la manera en que
decía su nombre con suavidad, su rostro al mirarla y aquella risa suya... Era
como si lo conociera de toda la vida. No podía imaginarse cómo sería
conocerlo mejor. Podrían ser... grandes amigos.
–Esta canción se llama The Two of Us –dijo Rhett en dirección al
micrófono, haciendo que su voz resonara a través de los altavoces que había
en cada esquina del granero–. ¿Te acuerdas de esta, Holly?
Ella lo miró y, después, apartó la vista. Claro que se acordaba. Se
acordaba de todas y cada una de ellas. Cada canción tenía una historia.
Aquella hablaba sobre los mejores amigos y la habían escrito juntos. Bueno,
más bien, él la había escrito y ella le había dicho todos los versos que debía
cambiar. Le dejó saber que lo había oído con una mirada rápida, pero no
estaba de humor para sus intentos públicos de suavizar las cosas.
Rhett siempre lo complicaba todo. Era impulsivo y voluble, y se dejaba
llevar por sus emociones. Incluso durante la última noche que habían
pasado juntos, cuando intentó besarla. Había surgido de la nada. No le había
dado ningún indicio de que fuese a ocurrir y ella se apartó, pues necesitó
algo de tiempo para saber cómo se sentía al respecto. Pero, entonces, él se
marchó y no había vuelto a saber nada de él. Aquello era típico en él.
Había visto cómo le había hecho lo mismo a otras chicas, pero creyó que,
para él, su amistad significaba algo más que eso. Tras un par de canciones
más, Otis le hizo un gesto a Joe para que se acercara a la pista. Holly quería
decirle al hombre que no pasaba nada si no tenía ganas de seguir bailando.
Le parecía bien sentarse un rato, aunque era agradable estar compartiendo
aquello con la abuela. Cuando la mujer cerrara los ojos aquella noche,
quería aparecer en sus recuerdos. Joe obedeció y entró en la pista de baile.
Rhett había empezado a tocar su canción. Hacía bastante tiempo que no le
oía tocarla en directo. Había cambiado el ritmo animado, que era como la
habían escrito originalmente, y la había convertido en una balada que, el
mes anterior, se había colado entre las diez mejores y que, unas semanas
atrás, había llegado al número uno. Holly se había enterado de las diversas
celebraciones entre sus amigos y, además, el estudio de grabación en Music
Row había colgado sobre sus puertas un cartel enorme con su rostro, así que
había ido al trabajo dando un rodeo para evitar tener que verlo.
–¿Podrías ocupar mi puesto, jovencito? Está empezando a dolerme la
espalda y no me gustaría dejar a la señorita Holly bailando sola. ¿Qué clase
de caballero haría algo así?
–Por supuesto –dijo Joe, cogiéndole la mano con cautela.
Su contacto era firme y tranquilo, e intentó no pensar en lo segura que la
hacía sentirse. Le gustaba que la rozara, pero sabía que no estaba en
posición de entrelazar las manos con las de él. Tan solo estaba tomándolo
prestado durante uno o dos bailes de modo que pudiera quedarse allí con la
abuela y disfrutar. –No tendré que bailar en línea, ¿verdad? –le dijo él al
oído para que pudiera oírlo por encima de la música. Aquello hizo que se le
erizara la piel del brazo.
Se rio.
–No. Creo que te has librado.
Colocó la otra mano en la parte baja de su espalda y la atrajo hacia su
cuerpo con cuidado. Ella le puso la mano en el hombro, intentando
mantener la distancia y luchando contra el siempre presente recuerdo de la
primera noche que habían pasado en el sofá. ¿Por qué no dejaba de repetirlo
en su mente? Empezaba a sentir una punzada de pánico y necesitaba algo
que la hiciera salir del bucle de sus pensamientos. La boda. Tenía que
centrarse en la boda. Estaba trabajando; conociendo mejor a su cliente. –
Estaba pensando que, probablemente, debería llamar a Katharine y repasar
con ella las elecciones que he hecho para la boda hasta ahora –dijo,
intentando mostrarse profesional, dadas las circunstancias.
Aquella noche, había bajado la guardia y ya iba siendo hora de volver a
la realidad. No más té helado de Otis ni más largos paseos bajo los árboles.
Joe parpadeó como si aquel comentario repentino le sorprendiera aunque
lo cierto es que sí que era un tema de conversación extraño para tratar en
una pista de baile. De todos modos, toda aquella situación era extraña.
–Por supuesto. Estoy seguro de que a Katharine le encantará
comprobarlo.
Holly sintió cómo levantaba el hombro bajo su mano. Fue sutil, pero
estaba ahí. Era una especie de tensión... o algo así. ¿De qué se trataba?
–También me gustaría que me dieras tu opinión sobre la alfombra para el
pasillo de la ceremonia. –Joe asintió y, al respirar, notó cómo se le movía el
pecho–. Y ¿tienes una lista de las personas que han contestado a la
invitación? Tendré que comprobarla con la lista de invitados para enviar un
recordatorio amistoso a los que están tardando en responder. Necesitamos
un número definitivo para actualizar el pedido de la tarta con la medida
adecuada y planificar las mesas del banquete antes del día 23. Eso es en dos
días.
Con los ojos fijos en ella, Joe había dejado de responderle, y no sabía
cómo interpretarlo. Sus cuerpos seguían meciéndose al ritmo de la música,
pero el gesto de su cara parecía distraído. Temiendo que pudiera notar su
corazón latiendo a través del pecho, continuó recitando su lista a toda
velocidad.
–Tenemos que hablar con los encargados del catering para ver si hay que
hacer alguna prueba final antes de... ¿Habéis hecho ya alguna prueba?
–Holly –dijo él por fin con aquel tono de voz tan calmado que usaba
cuando quería llamar su atención. Sin embargo, después se quedó callado.
Habían dejado de bailar y, con el pulso latiéndole en los oídos, esperó a
escuchar lo que tuviera que decirle. Al fin, habló–: No tenemos que hacerlo
todo esta noche, ¿no? Tenemos tiempo. Ahora, vamos a disfrutar y mañana
tú y yo podemos hacer una lista de todo lo que hay que hacer.
Holly se mordió el labio mientras la música de Rhett sonaba a su
alrededor. Desde luego, la vida podía ponerse difícil.
Capítulo 16

hett! –lo llamó Tammy con las manos puestas en altavoz mientras él
–¡Rafinaba su guitarra–. ¡Tómate un descanso y ven aquí!
Sirvió a todo el mundo que estaba sentado en la vieja mesa de madera
otro vaso del vino que había llevado de la trastienda de Puckett’s. Por toda
la superficie había esparcidas varias botellas. El fuego de la chimenea de
piedra que había en el exterior del granero, allí donde Otis siempre cocinaba
los filetes y las costillas, ardía con ganas y el olor de la madera llenaba el
aire. Junto con la nieve y el alcohol del vino, transmitía la sensación única
de la época navideña en Leiper’s Fork.
Las mejillas de la abuela estaban sonrosadas y tenía las comisuras de los
labios curvadas hacia arriba, lo que hacía que Holly estuviera muy feliz.
Buddy estaba junto a la mujer y tenía las manos en torno a una jarra del té
helado de Otis. Todos los demás habían bebido más de un vaso de vino y
Holly se sentía bastante relajada. Con el paso de las horas, su fachada de
profesionalidad se había desvanecido.
–¿Qué clase de vino es este? –preguntó Joe con los hombros relajados y
sueltos mientras pasaba los dedos por la etiqueta y contemplaba las letras
con los ojos entrecerrados.
–Es vino de muscadinia –le contestó ella.
–El sabor no se parece a nada que haya probado antes. Está...
saturándome el paladar.
Miró su vaso y, mientras hacía girar su contenido, la piel de entre los ojos
se le arrugó de forma encantadora. Ella se volvió hacia la botella para evitar
la diversión que le produjo aquella evaluación del vino. Cuando se hubo
recuperado, se explicó:
–No tiene la mejor de las reputaciones, pero creo que su fama es
inmerecida –dijo mientras se le escapaba una carcajada–. Es un vino sureño.
Él se llevó el vaso a los labios y dio otro trago, intentando procesar los
sabores distintivos que solo ofrecía la muscadinia. Cuando volvió a dejarlo,
la miró. A Holly le gustaba cómo sonreía cuando había bebido un poco,
pues lo hacía de forma lenta pero deliberada, con los ojos más soñolientos y
la respiración regular y pausada. Ella también había bebido lo suficiente
como para sentirse un poco mareada, pero, si era sincera, Joe podía lograr lo
mismo sin la necesidad del alcohol. Qué cruel era el mundo al poner en su
camino a alguien tan maravilloso pero tan fuera de su alcance. Dados los
pensamientos que tenía, ni siquiera deberían estar sentados en la misma
mesa. El instinto le decía que se levantara y huyera de aquella situación,
pero no podía obligarse a mover un solo músculo. Permitió que el recuerdo
de sus brazos en torno a ella se colara en su mente, consciente de que se
regañaría a sí misma una vez que se le hubiera pasado el efecto del alcohol.
–¿Vais a seguir mirándoos fijamente toda la noche o vais a contestar mi
pregunta? –dijo Rhett, apartando de Joe la atención de Holly.
El comentario había sido duro, haciendo que sintiera una oleada de
culpabilidad, pero, cuando se encontró con la mirada de su viejo amigo, él
estaba sonriendo.
–¿Qué es lo que has preguntado?
Toda la mesa estaba mirándola y acababa de darse cuenta. La sonrisa de
la abuela se había torcido en un gesto de advertencia y se le encendieron las
mejillas por el remordimiento ante lo que había estado pensando. Tenía que
ser más sensata y, además, se merecía algo mejor que fantasear con el
hombre de otra mujer. –Me preguntaba si deberíamos hacer una noche de
juegos, tal como solíamos hacer.
–Eh... –masculló, intentando encontrar algo coherente que decir–. Sí,
claro.
–¿Qué os parece si jugamos a «dos verdades y una mentira»? –dijo Rhett.
–Muy bien, empiezo yo –dijo Holly. Después, dio otro trago al vino
mientras intentaba agudizar su concentración. En realidad, le alegraba que
Rhett hubiese escogido aquel juego porque era una buena manera de
distraerse de las cosas que le habían ocupado la cabeza aquella noche–. Me
gustan los gatos. Soy más bajita que mi hermana. Mi comida favorita son
las hamburguesas con queso.
Su cara de póker era insuperable.
–¿Puedo intentarlo? –preguntó Joe, inclinándose hacia delante para
participar. Los demás presentes le animaron a continuar–. Entonces, ¿tengo
que escoger la que creo que es mentira?
–Sí –contestó ella.
Él la miró con los ojos entrecerrados, estudiando su rostro como si
pudiera desvelarle la respuesta. Sin embargo, a ella se le daba muy bien
aquel juego.
–Creo que te gustan más los perros.
Volvió a recostarse en su silla, complacido consigo mismo. Y tenía
derecho a estarlo, porque estaba en lo cierto. Nunca habían hablado de las
mascotas, pero él había adivinado con bastante facilidad que le gustaban los
perros.
–¿Cómo lo has hecho? –Él le dedico una sonrisa torcida. Era evidente
que el vino le estaba afectando–. La suerte del principiante –le dijo ella,
bromeando–. Te toca. Me apuesto algo a que puedo adivinar tu mentira.
Joe soltó una carcajada.
–De acuerdo... –agarró la botella de vino y se llenó el vaso–. Soy hijo
único. Mi comida favorita es... la pizza. Colecciono obras de arte.
–Me lo has puesto fácil –dijo, riéndose de él–. Lo he adivinado porque
has dudado. ¡Este juego se te da fatal! –Ver la diversión en el rostro de Joe
hizo que se sintiera bien consigo misma y, además, le gustaba cuando le
permitía bromear con él–. ¿No te gusta la pizza? ¿A quién no le gusta la
pizza?
–Me gusta la pizza –replicó él–, pero no es mi comida favorita. –¿Cuál es
tu comida favorita? –Holly se dio cuenta de que se estaba apoyando mucho
sobre una mano, resistiéndose al sueño que quería apoderarse de ella, así
que se incorporó. Sentía la cabeza más confusa que con la bebida de Otis.
–Me toca –dijo Rhett con brusquedad, haciendo que su voz resonara entre
ellos y dejando sin respuesta la pregunta que le había hecho a Joe.
Se volvió hacia él lentamente. Por cómo tenía la mandíbula de apretada,
sabía lo que pensaba de ella y de Joe, pero era un malentendido. Era
probable que Tammy le hubiera contado un simple chisme, ya que Holly
nunca le había llegado a decir que no eran pareja. Aun así, se le ocurrió que
los pensamientos que había tenido sobre él durante aquella velada la
perseguirían a la luz del día en cuanto acabase la noche.
–Ahí van mis tres afirmaciones. ¿Estáis listos? Porque no estoy seguro de
que lo estéis. –Aun así, Rhett fue directo al grano–. Todas mis canciones
hablan de Holly. Todas. Estoy enamorado de ella. Por eso no podía volver a
casa.
¿Cuál era la mentira? ¿La segunda? Holly rezó para que fuese la segunda.
Sintió el ardor del alcohol, el corazón quería salírsele del pecho y, en la
cabeza, como si fuera una bala perdida que no encontrara el camino de
salida, le rebotaba un dolor punzante. Si la segunda era una verdad, Rhett se
estaba adentrando en un territorio en el que ella ni siquiera quería pensar. Ya
estaba furiosa con él, pero la realidad era que, aunque estaba
tremendamente enfadada, seguía echándolo de menos. En el fondo, eso era
lo que tanto le había molestado: que lo echaba mucho de menos. Y no se
había dado cuenta hasta ese momento. Consciente de pronto de que tenía
lágrimas en los ojos, se las enjugó mientras le temblaba el labio.
–Uy –dijo su amigo en tono monocorde con los ojos azules clavados en
ella–, he olvidado decir una mentira.
Tammy ahogó un grito mientras los demás los miraban, estupefactos.
Holly sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago. Le
costaba respirar y la asaltaron las lágrimas, que le caían por el rostro más
rápido de lo que ella podía enjugárselas. Una vez más, Rhett solo había
pensado en sí mismo, desbaratando toda la noche y arruinando un momento
navideño agradable y feliz con sus amigos para anunciar aquella noticia de
forma dramática como si ella fuese a lanzarse a sus brazos. Por no
mencionar que Tammy le había contado que ella y Joe eran pareja... ¿Qué
habría pasado si aquel cotilleo hubiese sido verdad? Qué osado por su parte
pensar que podía aparecer después de tanto tiempo sin dirigirle la palabra,
proclamar frente a todos que la amaba y que ella se alejaría de la persona
con la que había ido para estar con él. ¿Tenía algún tipo de consideración
por lo que Joe y ella pudieran pensar al respecto? La mesa se había quedado
en silencio. Se podría haber oído el ruido de un alfiler al caer al suelo. La
abuela se puso en pie. –Rhett, querido mío, me voy a ir a casa. Estoy
cansada. –Su voz cortó la tensión como un cuchillo ardiente la compota de
manzana. Él se volvió hacia ella, claramente conmocionado por su propia
confesión. La mujer continuó–: Creo que tal vez prefieras bajar el ritmo con
el té helado –añadió, pronunciando las palabras «té helado» con los dientes
apretados. Fue entonces cuando a Holly se le ocurrió que su amigo llevaba
toda la noche calmando los nervios con alcohol–. Estoy convencida de que
a Holly le encantará ir a verte mañana. Siento que no podamos ver a tu
madre. Seguro que quiere ponerse al día con mi nieta en algún momento.
–Voy a poner en marcha el tractor –dijo Buddy poniéndose en pie
mientras buscaba las llaves.
Nadie más dijo ni una sola palabra.
Holly seguía sin hablar. Estaba aturdida y confusa. No dejaba de pensar
que no debería haber ido. En cuanto le habían dicho que Rhett había
regresado, tendría que haber salido corriendo en dirección contraria. Tan
solo había querido que la abuela pasara un buen rato, pero él también lo
había arruinado. Quería hablar con él, disponer de un momento en el que
ambos estuvieran calmados para comentar todo lo que había ocurrido, pero
sabía que aquella noche no era la noche adecuada. Tendría que haberle
dicho todo aquello antes de marcharse, no en aquel momento.
Ambos necesitaban dormir la mona y tener la mente despejada antes de
poder discutir el asunto en condiciones.
–Pasaré a verte mañana –le dijo al fin.
El cansancio de la noche le recorrió cada centímetro del cuerpo e hizo
que sintiera que llevaba tres días sin dormir.
Para entonces, Rhett se había relajado y parecía mucho más sereno tras
haberse quitado aquello de encima. Asintió sin dejar de mirarla fijamente.
Holly se volvió hacia Joe, que ya se había puesto en pie y estaba
ayudando a la abuela a ponerse el abrigo. Se sintió fatal por haberlo puesto
en aquella situación y pensaba disculparse en cuanto hubiesen regresado a
la tranquilidad de la cabaña. Él se giró hacia ella y le dedicó una pequeña
sonrisa de consuelo que le permitió relajarse un poco.
–¿Estás lista? –le preguntó. Su voz suave la calmó.
–Sí.
Se despidió con la mano de los que estaban sentados a la mesa mientras
ellos no dejaban de mirarla boquiabiertos. Después, los dejó con el
murmullo cada vez más fuerte de su cháchara mientras la abuela, Joe y ella
salían del granero.
Capítulo 17

–Aunque haya sido una locura –dijo la abuela mientras apartaba la


ropa de cama–, me lo he pasado muy bien esta noche. –¿De
verdad? –le preguntó Holly, todavía avergonzada por el espectáculo de
Rhett.
–Dejando a un lado el drama de Rhett, son nuestra gente y ha estado bien
pasar un rato con ellos. Me ha hecho feliz.
–Me alegro –contestó, dándole un beso en la mejilla.
Acomodó a la mujer en la cama pero, cuando asomó la cabeza al pasillo,
vio que Joe ya había cerrado la puerta de su dormitorio, así que se acostó
también. Sin embargo, estaba inquieta. El tictac del reloj parecía marcar los
minutos que pasaba despierta junto a la abuela, deseando poder hablar con
Joe sobre todo lo que había pasado o, al menos, disculparse. También
estuvo reproduciendo en su mente todos los momentos que había vivido con
Rhett a través de la perspectiva nueva que él le había ofrecido aquella
noche.
Recordaba el día en que se había marchado. La noche anterior había sido
la noche en la que casi le había besado. Se habían sentado en los escalones
del porche del abuelo tal como hacían siempre, pero, en aquella ocasión, él
se había acercado demasiado y, cuando había dado el paso, ella se lo había
planteado. Ambos se habían detenido y ella se había apartado. Ninguno de
los dos había llegado más lejos, pero ambos habían sido conscientes de que
lo habían pensado. Al día siguiente, él se iba a marchar para una pequeña
gira por los escenarios de todo el sur y le había preguntado si iría con él.
Bromeando, le había dicho que no podía hacerlo sin ella. Holly había
conseguido un trabajo nuevo en un restaurante y no quiso perderlo. Se lo
explicó, le dijo que no la necesitaba y lo animó a marcharse.
–¿Y si nos fugamos? Solos, tú y yo –le dijo Rhett aquella noche–.
Podrías trabajar en cualquier parte.
Ella se había reído pero, ahora que comprendía sus sentimientos, recordó
la tristeza que había en el rostro del chico. En aquel entonces, había creído
que no se trataba más que del deseo egoísta de que algún amigo lo
acompañara durante el viaje. Sin embargo, ahora se preguntaba si lo que
había querido decir era que se fugaran para siempre, no para el viaje, sino
para ser su compañera de vida.
–Nunca te arriesgas –se había quejado él–. ¿Cómo vas a descubrir lo que
te gusta si nunca das el paso hacia lo desconocido? Se preguntaba si aquel
casi-beso había sido una invitación, ese «paso hacia lo desconocido» del
que le había hablado.
En un principio, Holly había creído que hablaba de sí mismo, intentando
validar la gira en la que se embarcaba. Pero, tras aquella noche, pensó que,
tal vez, lo que había querido decir era: «¿Cómo vas a encontrar a la persona
a la que amas si nunca das el paso?».
A lo largo de la madrugada, muchas conversaciones como aquella le
rondaron por la cabeza, ofreciéndole más pruebas de que la amistad que
tenía con Rhett era unilateral. Él había sentido algo más por ella y ella
nunca lo había creído hasta que se lo había deletreado con claridad. Sintió
acidez en la boca del estómago. Sencillamente, no pensaba en él de ese
modo. Lo quería, por supuesto, pero no estaba enamorada de él. Eran tan
diferentes... ¿Qué iban a hacer a partir de ahora? Quería recuperar a su
mejor amigo; quería que arreglase lo que había estropeado. Pero algo le
decía que, tal vez, lo había perdido para siempre; que su orgullo le
impediría regresar. Dio la vuelta en la cama y miró el reloj. Eran las dos de
la mañana. Estaba intranquila e irritable, le palpitaba la cabeza y, era
probable que, si quería dormir un poco, necesitase agua e ibuprofeno. En
silencio e intentando no molestar a la abue-
la, salió de debajo de las mantas y atravesó la habitación. Las bisagras
chirriaron un poco, así que tiró más despacio de la puerta para hacer menos
ruido. Debía de haberse dejado encendida la luz de la cocina, ya que un
rayo alargado y amarillo iluminaba el suelo del pasillo. Cuando llegó allí,
Joe apartó la vista de la mesa.
–Hola –dijo él, siguiéndola con los ojos–. No podía dormir. –Yo tampoco.
Lo primero que vio fueron las gafas de sol –las que llevaban inscritas las
palabras JOSEP Y KATHARINE– que estaban en medio de la mesa. Unos
bonitos pantalones de franela azules y verdes y una camiseta azul marino
que resaltaba sus ojos oscuros habían sustituido al pijama plateado. Estaba
apoyado sobre los antebrazos, con las manos colocadas a ambos lados de un
vaso.
–¿Es eso... suero de mantequilla? –le preguntó con una sonrisa. –
Culpable. –Tomó el vaso y dio vueltas al líquido espeso que había dentro–.
Es mi último recurso. He pensado que, tal vez, lo que dijo Buddy
funcionase y me ayudase a dormir. –Cogió la botella de suero de
mantequilla que tenía al lado del vaso–. ¿Quieres un poco?
–¿Por qué no?
Sacó otro vaso del armario y dos de los ibuprofenos que había llevado
para los dolores de cabeza, y que la abuela había estado tomando
últimamente. Joe le llenó el vaso y se lo pasó. Ella se metió las dos pastillas
en la boca y se las tragó con el suero de mantequilla áspero y dulce.
–Bueeeeeno –dijo él mientras exhalaba–. Rhett tiene mucha personalidad.
–Sí –contestó, dando a su bebida otro trago, mucho más pequeño que el
anterior.
–¿De qué lo conoces?
–Solía pasar todos los veranos y las vacaciones con mis abuelos aquí, en
la cabaña, y Rhett y yo crecimos juntos. Éramos inseparables.
En aquel entonces, Holly pasaba largos días cerca del agua. De pequeña,
llevaba vestidos de verano y coletas. De adolescente, los había cambiado
por gorras de béisbol y pantalones cortos. Rhett y ella solían sentarse en el
muelle y, al principio, los piececitos les colgaban sobre el agua, pero habían
acabado creciendo junto con sus extremidades y sus piernas de
adolescentes, y se habían sumergido en la corriente fría mientras
contemplaban cómo el corcho de pesca se movía cuando algo en el otro
extremo había picado. Lo que más le gustaba de Rhett era cómo la
escuchaba, con una especie de emoción. Por eso, para una adolescente que
tenía muchas cosas que decir, había sido un amigo increíble. Ahora, cuando
echaba la vista atrás, sabía que la había escuchado porque le importaba y,
después, había utilizado cada uno de los sentimientos que ella había
experimentado en su música. Así que, en cierto sentido, para él, sus
conversaciones habían sido como una investigación. –Me ha parecido que
la declaración de Rhett te ha sorprendido –dijo Joe mientras sus ojos se
desviaban hacia las gafas de sol que había sobre la mesa.
–Sí –contestó ella tras dar otro trago.
–No has respondido a lo que ha dicho –señaló él–. Hay que tener muchas
agallas para hacer lo que ha hecho.
Holly se encogió de hombros.
–En el caso de Rhett, no. A él le resulta fácil mostrar sus sentimientos a
flor de piel. Eso es lo que lo convierte en un artista tan bueno, ya que se
aprecia tanto en sus letras como cuando canta.
Estaba actuando como si aquello no hubiese sido importante porque
todavía estaba enfadada con él –por haberse marchado, por aparecer y
arruinar la noche y por cambiarlo todo–, pero sabía que sí había sido algo
importante. Nunca jamás había visto a su amigo actuar de un modo tan
intenso.
–¿Hablarás con él mañana? –le preguntó Joe, haciendo que regresara a la
conversación.
–Sí.
Tal vez el anuncio que había hecho Rhett aquella noche hubiera sido una
intervención divina para que dejara de fantasear con aquello que no podía
conseguir. Mientras contemplaba a Joe, en lo único que podía pensar era en
las oportunidades perdidas. ¿Qué habría pasado si se hubieran conocido
antes de que él hubiese empezado a salir con Katharine? ¿Qué habría
pasado si sus caminos se hubiesen cruzado antes? ¿Habría pasado algo entre
ellos? No podía volverse loca pensando en ello porque, al final, no se
habían conocido antes de que él estuviera prometido y tenía que acabar de
planificar una boda.
¿Por qué había aparecido en su vida? ¿Había sido solo para darle la
oportunidad de ser organizadora de bodas? Tal vez se tratara de eso. Tal vez
fuese así de fácil.
–No me extraña que no puedas dormir –dijo él. Holly se dio cuenta de
que había estado mirando fijamente el suero de mantequilla mientras todo
se le venía encima de nuevo como cuando había intentado relajarse en la
cama–. Tienes que apagar ese cerebro. Me doy cuenta de que te funciona a
mil por hora... Cuando alzó la vista hacia él, Joe la bajó hacia la mesa,
haciendo que se preguntara si estaba intentando adivinar en qué había
estado pensando.
–Vosotros y vuestras aventuras nocturnas.
La voz de la abuela los pilló desprevenidos. La mujer contempló los
vasos con clara desaprobación. En ese momento, Holly sintió como si
hubiera una línea imaginaria que los situaba a Joe y a ella a un lado y a la
abuela al otro. Era evidente que a la mujer no le gustaba la idea de que
pasaran tiempo juntos. ¿Seguiría estando allí esa línea si, en lugar de Joe, el
que estuviera sentado en aquella mesa fuese Rhett?
Sin embargo, al fin y al cabo, lo que más le importaba era aquella mujer.
Desde el principio, ella era el motivo de que hubieran viajado hasta allí y
hubieran llevado todos los adornos y regalos de Navidad. Joe las estaba
distrayendo de pasar juntas las vacaciones. ¿Por qué había permitido que
ocurriera? Si miraba las cosas de forma objetiva, era capaz de ver que los
caminos que se abrían ante ellos para las próximas semanas eran muy
diferentes. Tenía que atravesar esa línea que había dibujado la abuela para
estar a su lado y frente a Joe. Era la organizadora de su boda, nada más. Tal
vez, si pudiera dejar clara aquella distinción, él se alejaría y le daría algo de
espacio, lo que la ayudaría a superar sus sentimientos.
–Estábamos hablando de Rhett –dijo, consciente de que mencionarlo
cambiaría el comportamiento de la abuela. Tal como había supuesto, la
mujer, que tenía la cabeza dentro del frigorífico, se dio la vuelta, claramente
interesada–. No podía dormir pensando en lo que ha dicho –añadió,
mintiendo un poco. Había estado pensando tanto en Joe como en lo ridícula
que había sido la confesión de Rhett. Pero en aquel momento, no mencionó
a su huésped a propósito. Era importante que se centrara en su amigo
porque, si parecía que estaba interesada en él, no parecería interesada en Joe
en absoluto, y así era como tenían que ser las cosas–. Tengo que hablar con
él.
–Sí, deberías –la animó la abuela–. He echado de menos a ese muchacho.
Espero que podamos verlo de nuevo antes de que se marche.
Holly resistió la necesidad de lanzarle una mirada desdeñosa y mantuvo
un gesto pensativo. Necesitaba que Joe también creyese que estaba tomando
en consideración los avances de Rhett. Sería la única manera de poder
demostrarle a la abuela que su relación era estrictamente platónica.
–Estoy segura de que lo veremos.
Pero ¿cómo se sentiría ella cuando lo viera de nuevo?
Capítulo 18

Hacía tanto que no lo veía, que Holly casi se había olvidado de que el sol
pudiese brillar de ese modo. Se estiró hacia el lado de la cama donde
solía dormir la abuela y se dio cuenta de que estaba sola. Cuando apoyó los
pies en el suelo frío, le dolió todo el cuerpo. Miró por la ventana. El sol
brillaba sobre la nieve acumulada como si allí fuera hubiera diamantes y el
cielo estaba de un color azul eléctrico. El reloj marcaba las 9:18 h de la
mañana. Pensó que, como se estaba despertando después de las nueve,
debería sentirse descansada, pero solo había dormido unas seis horas.
Aún no había superado la confusión mental de la noche anterior, pero
sabía que, si era capaz de organizarse el día, podría mantenerse centrada en
una lista de tareas, completándolas una tras otra. En primer lugar, iría a ver
a Rhett. Le pediría que fuese a buscarla con el tractor. Seguro que Buddy se
lo prestaría. Después de eso, haría algunas cosas para la boda de Joe y
Katharine. Tal vez él le diese permiso para hacer una publicación en
Facebook sobre su padre... Más tarde, por la noche, quería pasar un rato con
la abuela. Después de todo, ¡era Navidad! Tal vez pudiera sacar el último
puzle de mil piezas que había comprado. Era un dibujo de Papá Noel
bajando por la chimenea con sus enormes pies cubiertos por botas de cuero
negro suspendidos sobre la leña y el gorro rojo y blanco colgando de una de
las botas.
Alguien llamó a la puerta, haciendo que se sobresaltara. Los goznes
chirriaron mientras Joe asomaba la cabeza.
–Estás despierta –dijo, abriendo más la puerta–. He preparado huevos
revueltos y tostadas. Tu abuela ya se ha comido tres y se ha tomado una
taza de té.
Sonrió y ella se estremeció de emoción. ¿Acaso la abuela se había
encariñado al fin con él? Se pasó los dedos por el pelo alborotado.
–De acuerdo –dijo.
Estaba todavía tan adormilada que apenas se dio cuenta de que Joe ya se
había aseado. Llevaba el cabello peinado y el rostro afeitado y se había
puesto ropa limpia.
–También he preparado café –le dijo, guiñándole un ojo.
¿Por qué se mostraba tan animado aquella mañana? ¿Había cocinado para
la abuela? ¿Le había preparado café a pesar de que a él no le gustaba
mucho? Desde luego, no se quejaba, pero le resultaba un poco extraño.
Se lavó los dientes y la cara, se puso las zapatillas peludas que llevaban
rayas y parecían bastones de caramelo y abrió la puerta. En el aire flotaba
música navideña. ¿Bing Crosby? Antes de que pudiera ponerse a cantar, una
taza apareció ante sus ojos. La abuela estaba en la mesa, tejiendo y
tarareando al ritmo de la música y, durante un instante, Holly se preguntó si
estaba en medio de alguna ensoñación navideña. Sin embargo, cuando Joe
se acercó un poco más a ella para tenderle la taza de café, la preocupación
surcó el rostro de la mujer y supo que estaba despierta.
–Le he puesto una cucharada de azúcar y nata –le dijo Joe–. Es lo que
sueles tomar, ¿no?
–Sí –contestó con cautela. ¿Se lo había dicho la abuela o había sido él
mismo el que había recordado cómo se preparaba su propio café? La abuela
tenía las manos quietas y estaba mirándolo–. ¿Podemos ocuparnos de la
planificación de la boda dentro de un par de horas, después de que haya ido
a ver a Rhett?
Pronunció el nombre de su amigo con amabilidad, como un mensaje
subliminal para que la mujer dejara de preocuparse. Se preguntó si
mencionarlo también serviría para acabar con cualquier aprensión
persistente que sintiera hacia Joe. Se sentó a la mesa.
–Claro –contestó él.
Fue hasta la encimera donde estaba la sartén y, con la espátula, puso una
ración de huevos revueltos en un plato. Ella lo miró mientras le colocaba el
plato enfrente. Joe le puso dos tostadas junto a los huevos y le pasó la
mantequilla.
–Las seis horas de sueño han debido sentarte bien –le dijo, todavía
tomándose con cautela el ambiente alegre que había en el aire.
La abuela había vuelto a dar sorbos a su café.
–Sí –replicó él con una sonrisa.
Sin embargo, ahí estaba. Ya conocía esa sonrisa. En ese gesto había
permitido que se abriera una grieta en su fachada. Era aquella sonrisa falsa
que usaba cuando no se sentía muy cómodo. ¡Ja! ¡Lo había pillado! En ese
momento, le surgieron más preguntas: ¿por qué intentaba parecer tan
alegre?, ¿se sentía incómodo por el arrebato de Rhett o trataba de animar el
ambiente por la abuela? No era como si la mujer no supiera lo que estaba
pasando con Rhett. Después de todo, ella había estado presente también, así
que no había motivos para fingir.
–¿Lleváis mucho rato despiertos? –les preguntó, aunque le dirigió la
pregunta a la mujer.
–Lo bastante como para tener una buena charla sobre la boda de Joe. Le
he dicho que estaré encantada de que Katharine venga a visitarnos a la
cabaña en cuanto se derrita la nieve.
–De todos modos, es probable que tengáis que reuniros en algún
momento para dar los últimos retoques una vez que todo esté en marcha –
añadió él–. Se te están enfriando los huevos.
Holly intentó descifrar su mirada, pero no pudo extraer nada de ella.
–Lo siento –dijo mientras cogía el tenedor–. Abuela, en un momento iré a
casa de Rhett. ¿Quieres que les lleve algunas de las galletas de Navidad que
has preparado?
Probó los huevos mientras, con la otra mano en el teléfono, mandaba
mensajes sin parar. No le gustaba aquel nuevo am-
biente y necesitaba empezar de inmediato a poner distancia con Joe.
El mensaje decía:

Rhett, ¿estás despierto? Voy para allá.

Escribir aquello le resultó muy natural, como en el pasado. Solo que en


este caso no tenía ni idea de qué iba a decirle cuando estuvieran cara a cara.
Sin embargo, sería mejor que lo decidiera, ya que acababa de darle a la tecla
de enviar. Cogió el café. La abuela se mostraba evidentemente feliz de que
hubiera contactado con él, y eso hizo que Holly se tragara el líquido
ardiente demasiado rápido.
El teléfono emitió un pitido.

Estoy impaciente. Si puedo dar con él, enviaré a Buddy con el tractor. Te
mantendré informada.

Joe vio el mensaje antes de mirarla a los ojos. Cuando lo hizo, le dedicó
una de aquellas sonrisas artificiales.
¿Por qué tenía Holly la sensación de que se iba a complicar el día?

–¡Cielo santo! –dijo Kay desde la puerta mientras agarraba a Holly y la


atrapaba en un cálido abrazo–. ¡Benditos los ojos! Anoche, en el granero de
Otis, no llegué a tiempo para verte. Rhett me dijo que estuviste allí, pero
que te marchaste pronto a casa. ¿No te encontrabas bien?
El rostro de aspecto juvenil de la mujer estaba contraído por la
preocupación. Aquel día, llevaba apartados de la cara los rizos suaves y
castaños que siempre le rozaban las mejillas.
–Algo así –le dijo a la madre de Rhett, que había sido su profesora de
equitación todos los veranos.

Kay Burton tenía tres caballos: Strap, Bo e Imogene. Esta última era la
más tranquila de los tres y Holly había aprendido a cabalgar con ella por los
campos sin montura. La yegua podía frenar en seco y girar mediante
órdenes de voz y una serie de golpecitos con los pies. Los días de verano,
después del entrenamiento, Rhett y ella solían llenar una bolsa de
zanahorias del jardín y se la llevaban a los caballos para alimentarlos
mientras se refrescaban en el granero.
–Bueno, el té de Otis tiene ese efecto en la gente –dijo, guiñándole un
ojo.
–Te he traído galletas de las que hace la abuela.
Holly le tendió la lata. La abuela se había mostrado encantada de
preparar una lata para Buddy que, amablemente, había ido a buscar a Holly
para llevarla a casa de Rhett –y se había pasado todo el camino sonriendo–
y otra para Kay.
–¡Ya sabes que me encanta la repostería de tu abuela! –La mujer la tomó
del brazo y la arrastró al interior–. Entra antes de que pilles un resfriado. –
Después, tal como había hecho a lo largo de los años, gritó en dirección a
las escaleras–. ¡Rhett! ¡Rhett! ¡Holly ha llegado!
La señorita Kay, tal como Holly solía llamarla cuando eran pequeños,
tenía una norma: nada de chicas en el piso de arriba. Así que, cada vez que
iba a visitarlos, la mujer se asomaba a las escaleras para llamar a Rhett, que
las bajaba dando saltos, sonriendo como si supiera algo especial que todavía
no le había contado a ella.
–Ven a la cocina a esperar a Rhett. Prepararé un poco de café. Kay sacó
dos tazas del armario, encendió la máquina y la llenó con el café molido y
el agua.
Holly se acercó al rincón de la habitación en el que estaba la guitarra
Gibson de su amigo, aquella que se había comprado con los ahorros que
había conseguido tras pasarse cinco años cortando el césped por todo
Nashville y arreglando automóviles. Era como su hija. Pasó los dedos por el
mástil y las cuerdas vibraron bajo su toque, pero, por el bien de Kay,
suprimió el dolor que sintió por haber perdido a su mejor amigo. La mujer
le dio una palmadita en el hombro antes de volver a la encimera para
comprobar la jarra que seguía llenándose de café.
–¿Qué has estado haciendo estos últimos años? Me contaron que has
arreglado la cabaña de tu abuelo. ¿Alguna otra cosa emocionante?
La cafetera borboteó mientras Kay se inclinaba sobre la encimera para
coger el azucarero.
–Sí, señora, la he arreglado. El resto del tiempo lo he pasado cuidando de
la abuela y trabajando en la ciudad.
–Ojalá tú y Rhett hubierais podido poneros al día en un par de ocasiones.
Sintió una pequeña punzada de rabia al pensar que, a pesar de lo cerca
que trabajaba de Music Row, él ni siquiera había intentado ponerse en
contacto con ella nunca. Cuando hubiera regresado a casa tras una gira,
podrían haber comido juntos entre las horas de grabación. Aunque, también
sabía que tenía una agenda apretada porque, apenas unos días después de
que sus amigos le contaran que había vuelto para grabar un nuevo disco, lo
había visto en algún programa de televisión en directo en Nueva York.
–Hola.
Rhett apareció al otro lado de la habitación.
–Hablando del rey de Roma... –dijo Kay–. Hoy en día, ¿bebes café
pasadas las nueve de la mañana o eso ha pasado de moda? –le preguntó a su
hijo con una sonrisa burlona.
Sin embargo, él ya tenía los ojos fijos en Holly.
–Estoy bien –contestó–. No necesito tomarme uno, pero gracias, mamá.
Aquella mañana, tenía un aire diferente. Estaba más calmado y su gesto
casi resultaba humilde. Holly supuso que, probablemente, habría tenido que
contestar muchas preguntas después de que ella se marchara. También
parecía un poco cansado, así que imaginó que había pasado la noche
despierto, dando vueltas en la cama como los demás. Volvía a llevar el pelo
normal –aquella mañana, no había ni rastro del peinado estiloso– y un poco
de pelusilla en la cara.
–Te prometo que os dejaré que os pongáis al día, mamá –añadió él–, pero
¿puedo hablar con Holly a solas un momento? Ha pasado mucho tiempo...
–Sí, claro –contestó la mujer con una sonrisa cariñosa–. Saca la leche
desnatada del frigorífico por si quiere echarse un poco en el café. Holly,
¿tomas leche entera o desnatada?
Sonrió. No había tenido la oportunidad de ver a Kay desde que Rhett se
había marchado, pero era agradable tenerla revoloteando a su alrededor de
nuevo. Siempre había sido así: una persona que quiere complacer a los
demás. Le gustaba cuando sus invitados estaban cómodamente sentados,
con una bebida entre las manos y una sonrisa en el rostro. Se pasaba el día
de un lado para otro, atendiendo a todo el mundo, porque eso era lo que más
feliz la hacía.
–Tomaré leche desnatada.
–Entendido.
Rhett despachó a su madre con amabilidad, abrió la puerta del frigorífico,
sacó la caja de leche y la dejó sobre la encimera. Entonces, Kay los
abandonó y subió las escaleras.
Holly, acostumbrada a pasearse por la cocina como si fuera una más de
los hijos de Kay, se lavó las manos en el fregadero y sacó una cuchara del
cajón donde siempre las guardaban. Se sirvió café antes de sentarse frente a
Rhett en la mesa de la cocina. –Supongo que quieres hablar sobre lo que
pasó anoche –dijo él sin rodeos, en voz baja–. Antes de que digas nada, solo
quería decirte que lo siento. No pretendía soltarte todo eso, pero no
esperaba verte allí y me di cuenta de que estabas enfadada conmigo.
Además, viniste con alguien... Me pilló desprevenido, y ya sabes cómo
actúo cuando las cosas me ponen nervioso.
Sabía exactamente a qué se refería. Siempre que algo le preocupaba, se
ponía irritable. Aunque casi se le había olvidado, ya que costaba mucho que
se molestara. Sintió que le ardía la cara al darse cuenta de que lo que sentía
por ella le había afectado de verdad, pero, a pesar de lo tranquilo que estaba
en ese momento y de lo agradable que había sido volver a ver a Kay,
seguía enfadada con él. Removió el azúcar y la leche y rodeó la taza con
ambas manos.
–Gracias por la disculpa, Rhett, pero no es suficiente. Lo de anoche fue
peor por cómo dejaste las cosas cuando te marchaste. Antes de nada,
tenemos que hablar de eso. Sigo pensando que, al menos, tendrías que haber
regresado cuando murió el abuelo. La abuela y yo te necesitábamos y no
paraste ni un solo segundo para estar con nosotras. Después de todo lo que
él hizo por ti, volver era lo mínimo que podrías haber hecho. Él asintió,
pensativo.
–No podía, Holly. Eso me obligaba a verte de nuevo, y lo único que
quería era estar contigo. Temía tener que consolarte por miedo a no poder
contener mis sentimientos con respecto a nosotros. No necesitabas algo así
cuando estabas llorando la muerte del abuelo. –Hizo girar la cabeza sobre
los hombros–. Además, su pérdida me hizo regresar a los días posteriores a
que mi padre... Le estaba costando pronunciar las palabras, lo cual no era
propio de él en absoluto. Siempre sabía qué decir. Sin embargo, lo entendía,
ya que, cuando su padre murió en un accidente automovilístico, él tan solo
tenía cinco años, la edad justa y necesaria para que ya pudiera comprender y
procesar que había ocurrido algo terrible. Kay lo había llevado a terapia
durante años, pero nunca lo había superado del todo porque él y su padre
solían hacerlo todo juntos. Lo único que había logrado que se sintiera un
poco mejor habían sido las visitas del abuelo, así que, cada uno de los días
que el hombre había pasado en Leiper’s Fork, le preguntaba a Kay si podía
ir a buscar a Rhett para llevarlo a la cabaña a pescar en el estanque que
había al pie de la colina, a que le echase una mano para limpiar el coche o
cualquier otra cosa que ayudara al pequeño mientras superaba su pérdida.
Rhett la estaba mirando fijamente con los ojos llenos de lágrimas,
vulnerable.
–Echaba de menos al abuelo del mismo modo que echaba de menos a mi
propio padre y sabía que era mi deber consolarte, pero también sabía que no
sería fuerte cuando me necesitases.
En ese mismo momento, toda la ira abandonó el cuerpo de Holly. Y, ahí
estaba: su mejor amigo.
–Pensé que te habías olvidado de todos nosotros –dijo con la voz
quebrada.
–¿Cómo pudiste pensar eso?
Se inclinó hacia delante hasta que su rostro estaba justo frente al suyo,
con las lágrimas todavía presentes.
–No me diste ningún motivo para pensar lo contrario.
–No manejé la situación nada bien –dijo, sacudiendo la cabeza–. En
absoluto. Mis emociones sacaron lo peor de mí y lo único que puedo hacer
es intentar compensártelo.
Le tomó la mano y ella resistió la necesidad de apartarla, pues, a pesar
del momento que estaban compartiendo, el enfado por su ausencia todavía
seguía en la superficie. Había estado enfadada con él tanto tiempo que le
resultaba difícil sentir cualquier otra cosa.
–Sé que tú también estabas sufriendo, pero actuaste de forma egoísta.
Podríamos haberlo superado juntos. Y fuera lo que fuese que sintieras por
mí, también podríamos haberlo solucionado. Juntos.
–Sea lo que sea lo que siento por ti –la corrigió–. Tendría que haberte
besado antes de marcharme. Quería hacerlo, pero algo me detuvo.
Contuvo las ganas de pasarse las manos por la cara, frustrada. Ni siquiera
le había dado el tiempo suficiente para dejar de estar enfadada con él antes
de atacarla con algo diferente. Anhelaba volver a tiempos más sencillos.
–Estás demasiado metida en tu cabeza –señaló él–. Déjate llevar, Holly. –
Entrelazó sus dedos con los de ella–. Sé lo que deberíamos hacer. Sé que es
lo que mejor se nos da. –Ella lo miró fijamente–. Vamos a escribir una
canción.
No podría haber sugerido nada mejor. Escribir canciones era la manera en
la que él canalizaba sus emociones y ella desconectaba de todo lo demás.
Hacía que dejaran todos los problemas a un lado. La música se abría paso a
la superficie y les ofrecía a ambos un descanso bien merecido de la realidad.
Y, a pesar de que todos sus problemas seguirían allí, Holly quería olvidarlos
durante un instante y estar con su mejor amigo.
Rhett le soltó la mano y se puso de pie para ir a buscar la guitarra.
–Vamos –dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al salón–.
Tráete el café.
Se sentó en el sofá con el instrumento en el regazo. Pasó aquellos dedos
suyos tan reconocibles por las cuerdas, tal como hacía cuando estaba
pensando en escribir.
–¿Podrías sacar mi cuaderno? Está en ese cajón de ahí. –Señaló el
secreter antiguo donde siempre lo guardaba.
La familiaridad del proceso era un cambio agradable con respecto a todo
lo que había ocurrido. Tomó un lapicero y el cuaderno destrozado y lo llevó
hasta donde estaba él. Antes de dejarlo en la mesa, lo abrió por una página
en blanco. Rhett estaba punteando las cuerdas, intentando encontrar el
acorde que haría que todos sus pensamientos se convirtieran en un único
primer verso. Aquel era su método. Escuchar el proceso era como la propia
música: la melodía de sus años de juventud. Él se volvió hacia ella y sonrió
antes de empezar a cantar. «Hay una chica...». Movió los dedos por las
cuerdas, creando unos acordes rápidos muy propios del blues. «Pensaba que
era mía...». Se inclinó sobre la guitarra y garabateó las palabras en su
cuaderno, tarareando la melodía mientras lo hacía. «No sé qué queda de mí
cuando ella no está...». Rasgueó un acorde sonoro, dejando salir su
frustración con la canción. «Y se ha marchado». Sostuvo la última palabra y
posó los ojos en ella, devolviéndola al presente. Los dedos de Rhett hicieron
que las cuerdas chirriaran y la música se detuvo. No anotó el último verso y
Holly supo que su mente lo había derrotado y había hecho que, aquel día,
incluso le resultase difícil escribir.
–Si esta canción trata de mí, espero que sepas que yo no me he ido a
ninguna parte. El que se marchó fuiste tú.
Él sacudió la cabeza.
–Eso no es cierto. Te vi en el granero de Otis. Por la forma en que
mirabas a ese tipo con el que estabas... Ya no estás ahí para mí.
Se quedó sin respiración.
–Estás malinterpretando las cosas –dijo.
Con los brazos colgando por encima de la guitarra, él arqueó las cejas en
señal de duda.
–¿De verdad, Holly?
–Sí.
La palabra sonó como si le estuviera exigiendo que la creyera. –No lo
creo. Él tampoco es que sea especialmente sutil con lo que siente por ti.
Veros juntos es lo que me hizo explotar. Le costaba encontrar una respuesta,
pues el pánico atravesaba cada uno de sus pensamientos. ¿Acaso Joe y ella
tenían algún tipo de química evidente? ¿Lo había notado todo el mundo la
noche anterior?
Pero, entonces, se dio cuenta: Rhett solo estaba fingiendo. Tenía que ser
eso. Estaba tanteando el terreno para ver si debía dar el paso o no. Porque,
si bien a veces era un poco egocéntrico, era una buena persona y, ahora que,
a la luz de la mañana, estaba sobrio, no se interpondría si pensaba que
aquello arruinaría su felicidad.
–Acabo de conocerlo...
Él dejó la guitarra a un lado con un gran suspiro, interrumpiéndola a
mitad de frase.
–¡Qué bien! Acabas de conocerlo y ya estás loca por él.
Tal vez no estuviera fingiendo. Lo había entendido mal, pero, al mismo
tiempo, no le gustaba en absoluto cómo estaba tratando el asunto. ¿Y si de
verdad hubiera estado loca por él? Le habría gustado ver un poco de apoyo
por parte de alguien a quien conocía desde hacía tanto tiempo. Estuviera
celoso o no, debería actuar como un hombre y alegrarse por ella.
–¿Sabes? No tienes en consideración los sentimientos de nadie, Rhett,
solo los tuyos. ¿Cómo crees que me sienta escuchar que no me apoyas en
algo que podría querer? Haces suposiciones y actúas como un llorica. Me
enfada tanto que no lo soporto. ¡Madura!
Él la miró fijamente con la ira aumentando tras sus ojos.
–¿Que madure? ¿Qué te parece el hecho de que te conozca tan bien que
siento que puedo contarte cualquier cosa? Eso no es ser un llorica. Eso se
llama pasión. ¿Alguna vez has sentido lo que es desear algo de verdad,
Holly? ¿Esa sensación que te haría hacer cualquier cosa? Porque eso es lo
que siento por ti. Holly volvió a derrumbarse sobre el sofá. Tenía la mente
tan confusa que no podía hablar. ¿Por qué la vida era tan difícil? Allí estaba
Rhett, diciéndole que estaba enamorado de ella y, aun así, no dejaba de
pensar en los pequeños momentos que había pasado con Joe, que era
inalcanzable en el más permanente de los sentidos. Sobre el papel, Rhett era
perfecto para ella: tenían los mismos intereses, habían crecido juntos, lo
sabía todo sobre él, su familia la quería y era innegable que sentía algo por
ella. Se incorporó y lo miró a la cara, sin saber muy bien qué decir.
–Si algo he aprendido es que, en esta vida, no se puede avanzar sin
arriesgarse y sin determinación. Eso es lo que me ha llevado hasta donde
estoy, así que tengo que confiar en ello.
Le tomó el rostro entre las manos y antes de que pudiera pensar si quería
que lo hiciera o no, posó los labios sobre los suyos y la besó.
Capítulo 19

res un cubito de hielo! –dijo la abuela en cuanto Holly atravesó la


–¡Epuerta.
–He venido a casa andando.
No había esperado a Buddy. Le había dicho a Rhett que le hiciera saber a
Kay que se pondría al día con ella en otro momento y que necesitaba algo
de tiempo. Después, se había marchado. El aire frío le había sentado bien.
Los dientes le castañeteaban y sabía que se le estaba hinchando el tobillo de
nuevo. No tendría que haberse forzado, pero necesitaba salir de allí.
–Sí, lo sé. Kay ha llamado hecha un manojo de nervios. Me ha dicho que
has salido corriendo sin tan siquiera despedirte de ella. Eso no es propio de
ti. –La mujer la ayudó a quitarse la bufanda–. Voy a prepararte un chocolate
caliente y a traerte una manta para que entres en calor y, después, me
encantaría que me dieras una explicación.
Holly escudriñó la habitación en busca de Joe y se alegró al ver que su
puerta estaba cerrada. Se quitó las botas y el abrigo, se acercó arrastrando
los pies hasta el fuego y se sentó frente a él. La abuela le puso una manta
sobre los hombros y fue a la cocina. Cuando regresó y le tendió una taza
llena de chocolate caliente con nata montada, ya empezaba a recuperar la
sensación de tacto en los dedos. Con otra taza en su regazo, la mujer se
sentó en el sillón que había en un rincón con los tobillos cruzados.
Habiendo recuperado el calor suficiente para moverse, Holly se puso en
pie y fue cojeando hasta el sofá que había en el centro de la sala. La
chimenea seguía dirigiendo el calor hacia ella.
–No sé qué hacer, abuela –confesó–. Estoy muy confusa. –¿Sobre qué,
hija mía? –La preocupación de la mujer fue evidente hasta que la taza la
ocultó cuando, con lentitud, le dio un sorbo.
–¿Puedo preguntarte algo? –En realidad, ni siquiera sabía por dónde
empezar, así que supuso que aquel era tan buen punto de partida como
cualquier otro para empezar a encontrar respuestas–. ¿Por qué no estás
enfadada con Rhett por el hecho de que no volviera a casa cuando murió el
abuelo?
La abuela la miró fijamente un segundo, sorprendida por la dirección que
había tomado la conversación, pero, entonces, tomó aire y pareció
recomponerse.
–Me mandó una tarjeta encantadora con una carta. En ella me decía que
lo lamentaba y que no estaba en el país. Si bien me hubiera gustado verlo,
estaba contenta porque estaba por el mundo, haciendo algo con su vida, y
eso me parecía bien.
–¿Te envió una carta?
–Sí. Me decía que me quería y que la situación era muy dura, pero que, si
necesitaba algo, lo llamase.
–¿Por qué no me lo contaste?
–Nunca me preguntaste. Recibí muchas tarjetas de seres queridos.
–Bueno, eso hace que me sienta un poco mejor al respecto, pero me
pregunto por qué no se puso en contacto conmigo. A mí también me
hubiera gustado recibir su apoyo.
La abuela asintió con gesto cómplice.
–Me imagino que, teniendo en cuenta lo que siente por ti, le resultaría
difícil. Las personas sobrellevan el dolor de maneras muy diferentes.
–Supongo, pero, aun así, tendría que haber venido.
–Ahora está en casa. Y tú apenas has pasado unos minutos allí. ¿Me
quieres decir por qué has elegido la hipotermia en lugar de esperar a que
Buddy te trajera a casa?
Se llenó los pulmones con el aire cálido de la cabaña y lo soltó poco a
poco mientras volvía a reproducir en su cabeza los acontecimientos, que
seguían resultándole tan confusos como cuando habían ocurrido.
–Rhett era mi mejor amigo, y estaba tan enfadada con él... –Bajó la vista
al chocolate. Mientras el vapor se abría paso a través de ella, la nata se
había convertido en una capa blanca y fina de burbujas–. Me ha besado.
La abuela abrió mucho los ojos y separó los labios como si quisiera decir
algo pero no encontrase las palabras. Entonces, su mirada se dirigió a un
punto por encima de la cabeza de Holly y sus labios volvieron a fruncirse y
a curvarse hacia abajo. Aquello hizo que Holly se diera la vuelta. Joe había
salido de su habitación y estaba de pie detrás del sofá.
–Lo siento –dijo, incómodo–. No pretendía interrumpir. Me ha parecido
que habías vuelto, pero no he oído el tractor... –Parecía sorprendido, pero no
estaba segura de si era porque había oído lo que le había confesado a la
abuela o por el hecho de que hubiera aparecido sin la ayuda de Buddy. Hizo
una pausa y pareció serenarse–. Si te apetece, había pensado que podríamos
terminar algunos de los asuntos que mencionaste anoche.
–Por supuesto.
–Perfecto. Estaré en mi habitación hasta que estés preparada. –De
acuerdo.
El mero hecho de verlo hizo que la invadiera una oleada de inseguridad.
–Es agradable ver a Rhett ir a por lo que quiere, tal como hace siempre –
dijo la abuela una vez que Joe hubo regresado a su dormitorio, haciendo
caso omiso de su presencia. Para ella, Rhett era un tema de conversación
mucho más interesante.
–¿De verdad? Porque, para mí, resulta bastante confuso.
–¿Qué es lo que te parece confuso de todo esto? –La mujer se inclinó
hacia ella con el ceño fruncido.
–Todo era mucho más fácil cuando los dos estábamos en la misma onda,
pero ahora él lo ha cambiado todo y ha hecho que resulte difícil.
–Tan solo es difícil porque tú haces que lo sea. Si estuvieras enamorada
de él, sería la cosa más fácil que hubieras hecho jamás. Si lo permites,
Holly, el amor surge sin esfuerzos. Sencillamente, los sentimientos te
acompañan como el aire y tú no tienes que hacer nada por ellos.
Sabía exactamente a qué se refería.
La frustración que sentía por aquella situación estaba haciendo que le
doliera la cabeza y no quería seguir hablando de ello.
–Supongo que debería ponerme a trabajar en la organización de la boda –
dijo–, pero, después de eso, tú y yo vamos a hacer algo navideño. Te lo
prometo.
–No te preocupes por mí. Tengo un libro, mis labores y un chocolate
caliente. Estaré bien. Céntrate en la boda. Tienes que hacer que ese chico se
case.
Sabía que iba a estar bien, pero quería que estuviera más que bien. Quería
que aquellas Navidades fueran espectaculares, pero, tal como ocurría a
menudo, la vida se había interpuesto y, ahora, tenía que adivinar cómo
solucionarlo pronto para que ambas pudieran disfrutar de las vacaciones.
Aquel era su principal objetivo.
Llamó a la puerta y Joe la abrió. Cogió su ordenador portátil. –¿Quieres
que trabajemos en esto en la mesa de la cocina? –sugirió.
A ella le gustó la idea ya que, de ese modo, no se vería asaltada por sus
objetos personales y podría concentrarse en la tarea que tenían entre manos.
–Claro. Solo quiero cerciorarme de en qué punto del proceso están las
cosas. ¿Por qué no empezamos por la lista de invitados?
Se abrieron paso hasta la mesa. Él dejó el portátil y colocó dos sillas una
al lado de la otra.
–De acuerdo. Tengo una hoja de cálculo con aquellos que han mandado
la confirmación. Brea sugirió enviar tarjetas de recordatorio.
–Dado que el servicio postal no funciona, no podemos hacer eso, pero
podríamos enviar un correo electrónico breve a los amigos más cercanos y a
la familia.
Se sentó junto a él. El tema del trabajo era una distracción fácil.
–Si es lo que quieres... Veamos... Los nombres de los familiares de Kate
están en azul. –Empezó a deslizarse por la pantalla–. Parece que todos han
contestado.
–¿Y los tuyos?
Sus dedos se detuvieron sobre el teclado.
–No tengo familia a la que invitar. Soy hijo único, ¿recuerdas? Mi madre
ya no vive y no estoy demasiado unido con los parientes de su familia.
–Siento lo de tu madre.
La miró con cariño.
–Cáncer. Hace tres años.
–Mmmm. Entonces, es posible que tu padre sea tu único familiar directo
vivo.
–Sí.
–El hecho de que lo hayas buscado hace que sienta que debería estar
presente. Necesitas familia que presencie este acontecimiento tan
importante en tu vida, Joe. Es algo grande. Vas a casarte... Ese es un cambio
muy importante en la vida de uno. Nunca más volverás a ser tú solo. Seréis
Joe y Katharine para siempre. Joseph y Katharine –se corrigió a sí misma.
Decir su nombre completo le produjo una sensación rara en los labios. Joe
tenía la mirada fija en la distancia. Tal vez estuviese pensando–. Si lo
encontramos, lo peor que podría pasar es que dijese que no.
–Faltan pocos días para la boda. Estamos atrapados en la nieve y ni
siquiera podemos enviar tarjetas a modo de recordatorio. Dudo que
podamos empezar una búsqueda. Pero sí me gustaría que pudiera estar allí...
–Joe se quedó en silencio y la atmósfera que había entre ellos se llenó de
sus pensamientos–. ¿Me ayudarías a buscar en las redes sociales? Tal vez
tenga una página en Facebook.
–Por supuesto. También podríamos escribir un mensaje público para ver
si alguien lo reconoce.
Él sacudió la cabeza.
–¿Qué íbamos a decir? «¿Alguien conoce a Harvey Barnes? No tengo ni
idea de qué aspecto tiene, dónde vive o qué hace con su vida, pero es un
señor de mediana edad...».
–Voy a pensarlo. –Sacó su teléfono y buscó «Harvey Barnes» en
Facebook. Joe se inclinó hacia ella para ver la pantalla. Mientras
contemplaba los resultados, Holly dijo–: Hay muchos. Podría ser ese tipo.
Abrió el perfil. Joe miró la pantalla con los ojos entrecerrados.
–Es criador de razas poco frecuentes de perros.
–Eso tiene sus ventajas.
Volvió a la lista de personas. Las comisuras de los labios de Joe se
torcieron en un gesto de diversión.
–¿Qué te parece ese?
Ella hizo clic en el perfil.
–Es director de un colegio.
–Nunca se sabe.
–Los demás son demasiado jóvenes... –Holly abrió Twitter y buscó el
nombre.
–¡Oh! Aquí hay... un cantante de góspel.
–Podría enviarles un mensaje breve a todos. Solo por probar... –dijo ella
mientras empezaba a teclear en el teléfono.
–Me parece que no tenemos información suficiente para seguir adelante.
Puede que tengamos que pensar en algo diferente. Holly se tomó varios
minutos para enviar un mensaje a los tres hombres. Les dijo que, si
conocían a un tal Joseph Barnes, les agradecería mucho que le contestaran.
Después, dejó el teléfono sobre la mesa.
Antes de hablar, Joe puso un gesto serio para que ella supiera que ya no
estaba bromeando.
–Gracias por intentarlo.
Aquello cambió el tono de su conversación por completo. Por la emoción
que transmitieron sus palabras, Holly supo lo importante que sería para él
encontrar a su padre.

–Ya casi se ha acabado la pila de leña del porche –dijo Holly mientras
atizaba el fuego para que siguiera ardiendo, antes de echar otro leño.
La abuela la observaba desde el sillón del rincón. Tenía un libro abierto
sobre el regazo y las gafas para leer apoyadas en la punta de la nariz para
poder verla.
Tras una hora, Joe y ella habían decidido tomarse un descanso de la
organización. Quería hacer que la habitación resultase agradable y calentita,
encender las luces de Navidad y que de allí salieran unos muy buenos
recuerdos familiares. Tal vez pudieran jugar a un juego de mesa o algo así.
–Hay más leña en el granero de la parte de atrás.
–Te ayudo a traerla –dijo Joe, que ya tenía las botas puestas, pues
acababa de entrar para ellas los últimos trozos de madera del porche.
Holly supuso que quería ayudarla porque parecía dispuesto a hacer
cualquier cosa con tal de no tener que seguir planificando su boda. Había
estado de acuerdo con ella en cada punto y no le había ofrecido demasiadas
opiniones. Era ella la que había hablado todo el tiempo. A cada asunto le
había dicho: «Suena bien. Lo que te parezca». Su comportamiento había
hecho que se sintiera apremiada, como si él no quisiera pensar en nada de
todo aquello. Por eso había sugerido que se tomaran un descanso.
Nunca había visto a dos personas tan desinteresadas en la organización de
su propia boda. Era muy raro y no encajaba para nada con el
comportamiento habitual de Joe. Era tan considerado con todo, tan
cuidadoso... Pero allá cada cual con lo suyo.
Con los dedos fríos, abrió el cerrojo de la puerta del granero y las puertas
dobles se abrieron. La alegraba que Joe estuviera allí para calmarla, porque,
en aquella ocasión, el olor a humedad del granero la asaltó con más fuerza
de lo que había esperado e hizo que se detuviera. Era el aroma de los días
de verano pasados, cuando el abuelo trabajaba allí dentro mientras ella se
sentaba en la hierba del exterior con una limonada. Contempló la cómoda.
La mitad de ella estaba lijada hasta revelar la madera limpia y los tiradores
de los cajones seguían en el banco en el que los había dejado la última vez
que estuvo allí dentro. La lijadora estaba sobre una de las mesas y el polvo
del lijado cubría algunos muebles cercanos. Aquel proyecto la había
entretenido y, ahora, deseaba haber pasado más tiempo limpiando que
restaurando la cómoda. Apenas tendrían espacio para acceder a la pila de
leña.
El abuelo había cortado la madera y la había apilado contra una de las
paredes para protegerla del mal tiempo. Recordó que se había reído de él,
diciéndole que no había razón para llevarla al granero, que tenían
demasiada y nunca iban a necesitarla toda. Sin embargo, él le había dicho:
«Holly, nunca se sabe. Podríamos sufrir el invierno más frío de la historia y
que yo fuera el único que está listo. Tengo que mantener a mi familia
caliente». Él siempre sabía lo que era mejor.
Observó la estancia como si fuera Joe. La lata de gasolina para el
cortacésped del abuelo estaba en la misma esquina de siempre y el dial de
su vieja radio seguía en su emisora de country favorita.
–Te tiemblan las manos –dijo él.
Se acercó a ella como si fuera a rodearla con un brazo para consolarla,
pero pareció pensárselo mejor y dio un paso atrás con el rostro un poco
aturdido durante un instante.
–Ya había estado aquí antes, pero, hoy, por algún motivo, noto demasiado
la presencia del abuelo.
Se acercó hasta el fondo y pasó la mano por las gafas de seguridad que
estaban junto a la sierra. Las sostuvo y sonrió antes de volver a dejarlas con
cuidado. Mientras miraba a su alrededor, Joe permaneció de pie en la
entrada, paciente. Tenía los ojos posados en ella y un gesto tranquilo y
amable, aunque la habitual curiosidad se estaba apoderando de su mirada.
–En realidad, desde su muerte, no había visto sus cosas ni las había
tocado –le explicó–. Tan solo había usado la parte delantera para guardar los
muebles.
Joe entró y se dirigió hacia ella. Se colocó a su lado, como para brindarle
su apoyo silencioso. Las emociones la habían asaltado de repente, pero
siempre parecía pasar lo mismo: aparecían sin previo aviso y sin que ella lo
pretendiera. Le alegraba que él estuviera allí para compartir con ella aquel
momento. Su presencia hacía que fuese más fácil soportarlo. Él dio un par
de pasos y miró a su alrededor con un respeto discreto. Holly se dio cuenta
de que aquella era la primera vez que entraba en el granero para ir a buscar
algo que el abuelo había dejado allí y eso le hizo sentir una emoción
inusitada al pensar que lo echaba de menos y que, una vez que sacaran fuera
la leña, él ya no estaría para reponerla. Ahora, recaía sobre ella la labor de
asegurarse de que había suficiente madera para calentar la cabaña durante
los inviernos. Para poder seguir adelante sin derrumbarse, se concentró en
Joe y en su rostro compasivo mientras se dirigía hacia el fondo de la
estancia.
–¿Qué es eso? –preguntó él, señalando una caja que había debajo del
banco de trabajo del abuelo.
Hasta ese momento, no se había atrevido a permitir que su mirada se
apartara de él y viajase hasta la zona que el abuelo más había frecuentado.
Había sido consciente de que, cuando lo hiciera, su presencia la abrumaría.
En la parte superior de una caja pequeña, garabateado con un rotulador
permanente,
se podía leer: «Para Holly». Una corriente helada de miedo y expectación
le recorrió la columna.
Atónita al ver su nombre escrito con la letra del abuelo, miró hacia abajo.
–No tengo ni idea.
Sacó la caja levantando polvo y la arrastró al centro del suelo. Abrió las
solapas para ver qué había en el interior. Estaba llena de periódicos
arrugados y, sobre ellos, había un sobre que también llevaba su nombre. Lo
cogió y metió los dedos dentro para sacar la carta. El corazón le palpitaba
con fuerza, pues sabía que estaba a punto de leer algo que el abuelo había
querido decirle. Antes de empezar, se sentó en el suelo sucio y Joe, que se
había acercado más a ella y le había ofrecido el apoyo que había sentido al
entrar, hizo lo mismo.
Respirando hondo, leyó la carta.

Mi querida Holly:
Los médicos me han dicho que no estoy muy bien, así que he querido
preparar esto con la esperanza de que haga que las primeras Navidades sin
mí sean más fáciles para tu abuela...

Sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas al pensar que no había


descubierto aquella caja hasta ese día. Si la hubiera encontrado el año
anterior... La abuela no había querido ir a la cabaña y ella se había
concentrado solo en remodelar el interior, así que no había forma posible de
que hubiera podido encontrarla hasta ese instante. Aunque, al mismo
tiempo, era como si, en aquel momento, lo necesitaran más que nunca.
Siguió leyendo.

Va a estar muy gruñona pero, por favor, tienes que saber que es porque
oculta su preocupación con ira. Y seguro que estará preocupada. Se
preocupa por ti y, sabiendo lo unidos que estábamos tú y yo, sentirá
ansiedad al pensar en tener que llenar ese hueco cuando yo ya no esté.
Habla con ella. Cuéntale cómo te sientes. Confía en ella como confiabas en
mí. Y, si lo haces empezará a sonreír de nuevo. Estoy seguro.
Ahora, pasemos a la parte divertida. Va a sentirse sola, aunque estés con
ella. Sin embargo, yo seguiré aquí. Tu abuela no lo creerá, así que vamos a
ayudarla. Ya sabes que siempre escondo sus regalos de Navidad. He
llenado esta cajita con bastantes cosas para que puedas pasar este año.
¿Los envolverás y los esconderás por mí? Recuerdas cómo solía hacerlo,
¿verdad? La mañana de Navidad, pon el primero en la repisa de la
chimenea con una nota.
Te quiero, Holly. También te conozco bien y, probablemente, hayas
renunciado a muchas cosas para estar con tu abuela. Sin embargo, lo que
más feliz la hará será verte viviendo tu vida. Ella estará bien; es una mujer
fuerte. ¡Disfruta de la vida! No intentes preservar el pasado. Cuando estés
en mi situación, ¿qué será lo que recordarás? Volveremos a vernos, te lo
prometo. Y, cuando lo hagamos ¡quiero que me cuentes muchas historias!
Con amor,
El abu

–Esto es demasiado... –dijo, abandonándose a las lágrimas. Jadeó,


intentando respirar. Le temblaba todo el cuerpo. El papel se arrugó entre sus
dedos y la letra que tan bien conocía se distorsionó. Empezó a llorar y, en
ese momento, no estuvo segura de si sería capaz de parar, pues la ira, el
miedo y la tristeza que había acumulado el último año la habían
sobrepasado y habían empezado a salir al exterior.
Joe la rodeó con los brazos al fin y la atrajo hacia sí. El abrazo fue tan
fuerte que se sintió como si él fuera lo que evitaba que se derrumbara.
Además, calmó sus temblores.
–Es increíble –le susurró él al oído.
Holly dejó caer la carta sobre el regazo y enterró la cara en su pecho,
permitiéndose al fin liberar todos los sentimientos que había estado
conteniendo por el bien de la abuela. El olor de Joe, el roce de su cuerpo, el
lento subir y bajar de su pecho... Todo ello hacía que se sintiera completa.
Estaba muy agradecida de que estuviera allí para ayudarla a superar aquel
momento.
Cuando dejó de llorar, se dio cuenta de que él le estaba acariciando la
parte posterior de la cabeza con una mano y de que tenía el rostro pegado a
su oído. Volvió a aspirar su aroma limpio y especiado y tomó nota de la
facilidad con la que la calmaba. Alzó la vista para darle las gracias y ambos
se sostuvieron la mirada sin decir una sola palabra. Un simple «gracias» no
era suficiente para lo que él le había hecho sentir. Tenían un lenguaje mudo.
Era una sensación indescriptible que le hacía creer que, sin importar cuánto
tiempo estuvieran separados, él siempre sería capaz de hacer que se sintiera
así. Entonces, como si ambos se hubieran dado cuenta a la vez, se
separaron. –Yo puedo llevar la leña –dijo él, dejando de lado por completo
el momento que acababan de vivir–. También puedo distraer a tu abuela. Le
pediré que me diga en qué parte del porche quiere que deje la leña y tú
puedes entrar la caja por la puerta trasera y esconderla en mi dormitorio.
Todavía intentando desprenderse de la sensación anterior, Holly dobló la
carta, la colocó sobre los periódicos y se frotó los ojos. Después, cogió la
caja, pasó los dedos por la parte de abajo y la levantó con facilidad. No
miró a Joe a los ojos por miedo a desvelar lo mucho que su abrazo había
significado para ella.
–¿Y qué pasa si nos ve la abuela? –dijo ella, inquieta, colocándose la caja
en los brazos y dirigiéndose a la puerta a toda prisa, llena de ansiedad.
–Holly –dijo él, interrumpiéndola con amabilidad, tal como había hecho
cuando había notado que estaba preocupado por algo. Esperó hasta que lo
miró a los ojos–. Tan solo hemos venido a buscar leña. Eso es todo. No te
preocupes.
Cuando le dijo que no se preocupara, ella se preguntó si estaba hablando
de algo más que de ocultarle a la abuela los regalos del abuelo, y, en contra
de todo lo que sentía que estaba bien en el universo, tan solo dijo:
–De acuerdo.
Joe recogió la leña y, juntos, regresaron a la casa en silencio. Con cada
paso que daba en la nieve, Holly sentía la necesidad de correr lo más rápido
posible y salir de allí antes de decir algo que podría cambiarlo todo.
Capítulo 20

Holly no había visto a Joe desde el momento que habían compartido el


día anterior. Se había mantenido alejada y había pasado la mayor parte
de la tarde terminando la cómoda en el granero y pensando en su futuro. La
abuela había salido para comprobar cómo estaba en un par de ocasiones,
pero, hasta ese momento, ella no se sentía preparada para hablar.
Cerró la puerta del dormitorio para disfrutar de más privacidad. La abuela
llevaba desde muy temprano en la habitación, limpiando y quitando el
polvo del baño privado, cuando Holly, alentada por la carta del abuelo,
decidió desahogarse.
Una vez que habían guardado la caja sin que la viera la abuela, no había
vuelto a entrar en la habitación de Joe durante el resto de la tarde, y él
tampoco había salido de ella. Dando uso a la distancia que habían creado, se
había tomado un tiempo para digerir lo que el abuelo le había dicho sobre
confiar en la abuela. Había rezado para que fuera lo correcto, pero tenía que
confiar en él, tal como había hecho siempre.
Durante toda la noche y a lo largo de aquella mañana, en lo único en que
había podido pensar había sido en que estaba empezando a sentirse atrapada
con Joe, totalmente consciente de cómo se sentía la gente cuando conocían
a la persona perfecta y sabían que era la respuesta correcta. Cuando sus
amigos le habían contado cosas así, nunca les había creído. Sin embargo,
ahora lo comprendía: entre Joe y ella había una energía clara y evidente. Era
inexplicable e irracional y, aunque lo intentara, no conseguiría describirlo
con palabras. Sin embargo, tenía que intentar explicárselo a la abuela. Tras
haberse pasado las últimas horas planteándose diferentes escenarios, había
tomado algunas decisiones importantes que se sentía obligada a compartir
con ella.
–Tengo que contarte algo –dijo en voz baja mientras se sentaba en la
cama, tan nerviosa que apenas era capaz de articular lo que quería decir.
Antes de aquel momento, no había hecho nada por sí misma, pero a la luz
de su situación presente y las palabras del abuelo, había llegado a algunas
conclusiones firmes.
La abuela dejó de quitar el polvo y se dio la vuelta hacia ella, mirándola a
la cara.
–¿De qué se trata? –le preguntó–. ¿Tiene algo que ver con esa nueva
determinación tuya por quedarte en ese granero?
Asintió.
–Siento... –Miró en dirección a la puerta para asegurarse de que estaba
cerrada. Después, terminó en un susurro–. Siento una conexión con Joe. Me
gusta mucho –admitió al fin. El mero hecho de decirlo en voz alta hizo que
le doliera el corazón y que sintiera una oleada de culpabilidad. Esperaba
que la abuela frunciera el ceño o que saliera de la habitación pisando con
fuerza, pero, en lugar de eso, tenía los ojos llenos de compasión. El abuelo
había estado en lo cierto: la estaba escuchando–. Él no ha hecho nada,
abuela. Tan solo se trata de cómo me siento yo. –Tragó saliva, sintiéndose
avergonzada con cada palabra–. Me preocupa que vaya a romperme el
corazón. De hecho, sé que lo va a hacer. –Sentía como si el pecho fuese a
explotarle a causa de la situación en la que se encontraba–. Es lo bastante
pronto como para poder alejarme, pero me estoy enamorando de él con
mucha rapidez. –Cerró los ojos y, antes de terminar, rezó en silencio para
que la abuela lo encajase bien–. Voy a hacer lo correcto. Terminaré de
organizar la boda y, después, necesito marcharme una temporada para poder
aclararme. Al pensar en las palabras de la carta, escuchó la voz del abuelo:
«¡Disfruta de la vida!».
Ya había pensado en varias opciones para que diferentes personas
cuidaran de la abuela si no quería ir con ella y, con un poco de suerte, se
quedaría en la cabaña. Especialmente dado que, en aquel momento, no
tenían ningún alquiler planificado para el futuro cercano. Otis y Buddy lo
harían, por supuesto. Podía pedirle a Tammy que de vez en cuando le
llevara comida. Sin duda, Kay la llevaría en coche a cualquier sitio que
necesitase. Habían ganado suficiente dinero con los alquileres como para
permitirse sin problemas que se quedara en la cabaña de manera indefinida.
Sin embargo, sabía que no necesitaba explicarse. Con el regreso de Rhett
al pueblo y sus sentimientos por Joe, estaba claro que la abuela comprendía
que marcharse sería lo mejor y, además, lo había pensado detenidamente.
Era lo mejor para todos.
–He llamado al trabajo y les he dicho que lo dejo. –Era evidente que la
abuela estaba esperando a que dijera todo lo que tenía que decir antes de
mostrar ninguna emoción–. Estoy planeando hacer un gran viaje...
Lo que había recibido con la herencia era suficiente como para hacer
frente a un viaje considerable y se aseguraría de que la abuela estuviera bien
atendida.
La mujer asintió.
–Ya sabía lo que sentías por Joe, pero no quería meterte ninguna idea en
la cabeza. –Parecía como si tuviera algo más que decir, pero, entonces, le
preguntó–: ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
–No lo sé. ¿Tal vez un año? No tengo ni idea. Necesito ir a alguna otra
parte, cambiar mi perspectiva y quitarme todo de la cabeza. Después,
cuando me haya despejado, volveré a casa. –Unas vacaciones largas como
aquellas, sin previo aviso, podían ser demasiado para la abuela, pero esa era
la mejor manera que tenía de afrontarlo–. Podrías venir conmigo –le
ofreció, consciente de lo que pensaba de los viajes.
Para su más absoluta sorpresa, la abuela sonrió.
–Creo que es algo que necesitas hacer tú, no yo. Me alegro mucho de que
hayas llegado a esta conclusión sin que haya tenido que regañarte –bromeó
la mujer–. Llevo mucho tiempo queriendo que hagas esto. Hay muchas
cosas en el mundo y temo que te las estás perdiendo por mi culpa. –Le tomó
la mano–. Creo que estás haciendo lo correcto –añadió–. Te mereces a
alguien que caiga rendido a tus pies, y no confiarás en nadie más hasta que
no te encuentres a ti misma. Así que, márchate.
–Gracias, abuela. –Con las emociones a flor de piel, la abrazó con
fuerza–. En cuanto me necesites en casa, volveré. Solo tienes que
pedírmelo.
–Estaré bien, pero prométeme que volverás durante las vacaciones.
–Lo prometo –contestó, sintiendo en su interior la emoción de hacer algo
nuevo.

–Holly. –Aquella voz suave le llegó flotando por encima del hombro.
Joe había tenido la puerta cerrada toda la mañana. Holly había sentido la
necesidad de llamar para decirle que podía sentarse en el salón con ella,
pero había supuesto que estaría trabajando. Dado que la abuela estaba
durmiendo una siesta, ella estaba leyendo en el sofá, despreocupada. Ahora
que había decidido marcharse, sentía una nueva sensación de control sobre
Joe y se había convencido a sí misma de que podría superar con facilidad
las Navidades.
Él se sentó a su lado con gesto preocupado.
–He estado pensando mucho desde que... sacamos la leña del cobertizo.
Había cometido un error al llorar en el granero y permitirle que la
consolara, pero eso no volvería a pasar. Se irguió y se preparó para lo que
estuviera a punto de decirle.
–Ver lo unida que estabas con tu abuelo ha hecho que crezca en mí más
que nunca el deseo de encontrar a mi padre. Creo que plantearme las
posibilidades me está afectando. –Holly soltó un suspiro de alivio–. ¿Te ha
contestado alguien a los mensajes?
–No, lo siento.
Él asintió y extendió una mano, ofreciéndole una fotografía envejecida de
un niño pequeño con el pelo peinado hacia un lado y algunos mechones
sueltos asomando por la parte de atrás. Tenía una mandíbula estrecha y unos
ojos felices.
Holly tomó la foto y la miró con más detenimiento, intentando limpiar
una pequeña mancha de agua que había en la superficie y que había dejado
una marca sobre la cara del niño.
–Tal vez podamos usar esto.
–¿Qué es? –le preguntó ella.
–Cuando le contó que estaba embarazada, mi madre le pidió a mi padre
fotografías de cuando era niño. Quería comprobar si, cuando creciera, me
parecía a él. Se marchó sin dejar rastro pero, un día, mi madre encontró esta
fotografía clavada en el marco de la puerta de nuestra casa. Supo que era él
de inmediato. No me contó nada de todo esto hasta que estuvo enferma de
cáncer. Fue entonces cuando compartió la fotografía conmigo.
–¿Tenían esto los investigadores privados?
Él negó con la cabeza.
–Me la dio varios años después de que los hubiera contratado y sus
investigaciones no hubiesen dado frutos. Pero, para ser sincero, no es como
si todo hubiera dependido de una fotografía antigua de la escuela primaria,
¿no?
–No lo sé –dijo ella con sinceridad–. ¿No encontraron nada de nada? –
Volvió a bajar la vista hacia el niño de la foto.
–Sus padres están muertos. Que sepamos, no tiene familia. Mi madre me
contó que era hijo único, como yo.
–Así que, no tiene a nadie.
–Si es que sigue vivo...
–Y tú tampoco tienes a nadie.
–Exacto.
Alzó la vista hacia él.
–¿No sería maravilloso que lo encontráramos?
Joe se encogió de hombros.
–No estoy seguro, pero me gustaría intentarlo.
–Probablemente, deberías empezar por contarle a Katharine que es
posible que tengas un padre.
Joe se llenó los pulmones de aire.
–Sí, tienes razón. Se lo diré cuanto antes.
Dejó la fotografía en la mesita que había junto a ella.
–Mientras tanto, podríamos subir la fotografía a Facebook y ver si
alguien la reconoce –dijo ella.
–De acuerdo. –Holly tomó una instantánea con su móvil y le devolvió la
imagen–. Tal vez, por algún tipo de magia, tengamos algún amigo en
común.
–Hablas de magia... ¿Significa eso que sí que crees en la magia
navideña?
Él sonrió, sacudiendo la cabeza.
–Tan solo creeré en la magia navideña si de verdad consigues localizarlo.
–Oye –le dijo cuando se dio la vuelta para regresar a su dormitorio. No
era necesario que pasara todo el día en aquel espacio diminuto–, cuando se
levante la abuela, quiero poner a Bing Crosby y cocinar una cena por todo
lo grande. Estás invitado a unirte a nosotras y, además, estaría bien tener un
par de manos más en la cocina.
–Me encantaría –contestó él como si comprendiera aquel acuerdo tácito
de proceder de manera amistosa sin nada demasiado personal.
Tal vez eso era lo que había intentado hacer al preparar el desayuno para
la abuela. ¿Podía sentir también la necesidad de alejarse de ella? Si era así,
en el granero había dado un traspiés. Sin embargo, ahora que ella había
tomado la decisión de no volver a acercarse tanto a él, sería fuerte por
ambos.
Joe regresó a su lado.
–¿Quieres que revisemos la caja mientras tu abuela está durmiendo? –le
preguntó en voz baja–. Puede que sea un buen momento para envolver los
regalos.
–Sí. Déjame que vaya a buscar las cosas para envolverlos.
Tomó un rollo de papel de regalo, unas tijeras y el celo del armario en el
que los había guardado al llegar allí, fue a la habitación de Joe y llamó a la
puerta. Él la dejó pasar, colocó la caja en medio de la habitación y la abrió.
Holly dejó lo que llevaba en brazos y sacó el primer objeto. Se dio cuenta
de que todos estaban numerados. Desenrolló el papel de periódico del
primer regalo hasta que pudo ver lo que era. Se trataba de una caja metálica
antigua, pulida y brillante, de color plateado con flores pintadas a mano en
la parte superior. Para su sorpresa, se trataba de una cajita de música que
reproducía la melodía tintineante de You Are My Sunshine. En el interior
había un trozo de papel con la letra del abuelo que hizo que se detuviera. Se
tranquilizó y leyó el mensaje: «Para tus agujas de coser –decía–. Mira en el
armario de la ropa blanca».
–Siempre está diciendo que necesita un sitio donde dejarlas. –dijo
mientras cortaba un trozo de papel de regalo y colocaba la cajita en el
centro con cuidado. Después, dobló cada uno de los lados y los cerró con un
trozo de celo. Desenrolló un poco de cinta y la cortó, separándola del resto
del carrete. Ató un lazo sencillo en la parte superior y añadió el mensaje en
la parte inferior con otro trozo de celo.
En aquella ocasión, fue Joe el que metió la mano en la caja y le tendió el
segundo regalo. Holly quitó el papel de periódico, sacó un CD y le dio la
vuelta.
–¡Oh! ¡Incluye una de las primeras versiones de Santa Claus is Coming
to Town! –Volvió a darle la vuelta para que él lo viera y la emoción hizo que
se olvidara de cualquier cosa que no fueran las festividades–. Es una
recopilación de música navideña de los años veinte y treinta. Crecí
escuchando esto. –El recuerdo la puso nostálgica–. Hace unas cuantas
Navidades, la abuela no encontraba el disco y no dejó de resoplar mientras
ponía patas arribas todos los armarios para buscarlo. –Sonrió mientras
bajaba la vista hacia la carátula brillante.
Resistió el impulso de poner el CD para escucharlo y se limitó a
envolverlo. La siguiente nota del abuelo estaba metida entre los periódicos.
Decía lo siguiente: «Me apuesto algo a que nunca encontraste el disco,
¿verdad? –Holly podía escucharlo riéndose–. Mira debajo del sofá para
encontrar el siguiente regalo. Si te duele la espalda, que lo haga Holly».
Conteniendo la risa, lo dejó a un lado con cariño, junto con la cajita de
música.
–Estoy impaciente por ver qué más hay ahí dentro –dijo.
La atmósfera navideña se estaba asentando a su alrededor y hacía que
sintiera como si el abuelo estuviera con ellos. Joe tenía los ojos brillantes y
era evidente que él también estaba disfrutando descubriendo los regalos.
–Deberíamos darnos prisa en envolverlos, antes de que se despierte tu
abuela –le advirtió.
–Sí, tienes razón.
Sacó el tercer regalo de la caja. Pesaba más que los otros dos. –¿Guerra y
paz? –Joe apartó la mirada del regalo, confundido. A ella se le escapó una
fuerte carcajada y se llevó la mano a la boca para silenciarla. Sin embargo,
siguió soltando alguna risita mientras contemplaba la novela vieja y
andrajosa del abuelo. Leyó la nota: «Al menos, viene muy bien como
pisapapeles. Aunque te prometo que deberías leerla. Dirígete a la ventana
de la cocina».
–El abuelo solía leer esta novela una y otra vez –le explicó–. La abuela
decía que solo lo hacía para molestarla, ya que la premisa hacía que se
muriera de aburrimiento. Él la perseguía, leyéndole frases en voz alta, y ella
lo ignoraba mientras la seguía por toda la casa hasta que no podía soportarlo
más. Entonces, le tomaba el rostro entre las manos y le daba un beso para
que se callara. Él decía que aquel era el verdadero motivo por el que lo
hacía siempre.
Joe le sostuvo la mirada, introspectivo, pero lo que fuera que estuviese
pensando no resultaba evidente. Entonces, le tendió el cuarto regalo. Era
pequeño y le cabía en la palma de la mano. Quitó el papel de periódico y se
emocionó al ver una cajita de joyería.
–Guau... –susurró.
No podía creerse que aquello hubiera estado en el granero todo aquel
tiempo. Colocado sobre una burbuja de satén blanco había un anillo de plata
con un zafiro enorme y pequeños diamantes rodeando la piedra central. Lo
sacó de la caja y se lo puso en el dedo para contemplarlo.
–Es la piedra natalicia de la abuela –dijo.
La joya resplandecía bajo la luz. Volvió a dejarla en la cajita y leyó la
última nota.

El día de nuestra boda tenías algo viejo, algo nuevo, algo prestado y
algo azul. Quería repetir eso una vez más para que recordaras nuestros
votos y la vida que hemos creado gracias a ellos. El tiempo que hemos
pasado juntos ha sido, simple y llanamente, increíble.
Qué maravilloso es pensar que, cuando volvamos a vernos, podremos
empezar todo de nuevo. Hasta entonces, ¡feliz Navidad! Con todo mi amor,
Art

–Acabo de descubrir ahora mismo cómo se llamaba –dijo Joe, quitándole


la nota para leerla de nuevo.
–Casi siempre lo llamábamos «Art». Es el diminutivo de Arthur. La
abuela lo llamaba «Arthur» cuando le regañaba, pero era Art para todo el
mundo.
–Está claro que la amaba –dijo él, tendiéndole el papel con los labios
fruncidos en un gesto pensativo.
–Siempre me decía: «El amor te ayudará a superarlo todo».
Capítulo 21

Holly ayudó a Joe a subir a Facebook un mensaje público sobre su padre


que incluía la fotografía. En él, comentaban que a Joe le gustaría
encontrar a un viejo amigo llamado Harvey y que agradecerían mucho
cualquier información sobre él. Ella le preguntó si Katharine lo compartiría
por él, pero él le dijo que ella no usaba las redes sociales, ya que estaba
demasiado ocupada. Así que Holly lo compartió en su propio muro con su
dirección de correo electrónico solo para demostrarle lo mucho que quería
ayudarlo.
Después, él se marchó para terminar algunos asuntos del trabajo y ella se
dirigió al granero para ordenarlo y asegurarse de que el abuelo no había
dejado ninguna otra sorpresa. Dado que no había nada más fuera de lo
normal, reagrupó los muebles de forma ordenada y abrió un camino hasta la
leña por si necesitaban ir a por más. Después, volvió a la casa para ayudar
con la cena.
–Hay tres notificaciones en el mensaje sobre Harvey –le dijo Joe sin
preámbulos con el teléfono en la mano–. ¿Quieres echarles un vistazo?
Dejó un cuenco lleno de peladuras de patatas y un trapo de cocina sobre
la encimera y se reunió con ella en medio de la habitación. Por lo visto,
estaba ayudando a la abuela a preparar la cena. Al parecer, estaban haciendo
su famosa cazuela de pollo y calabaza.
Holly se inclinó sobre el teléfono y el aroma de Joe la envolvió.
Empezaba a resultarle reconocible. Era como el olor de la cazuela de la
abuela: cuando estaba frente a él, cocinando, apenas lo notaba, pero al
entrar del exterior lo había perci-
bido de inmediato y había inhalado aquel aroma tan familiar
intencionadamente.
Joe abrió las notificaciones. No eran más que tres «me gusta». Cerró la
aplicación y se encogió de hombros.
–¡Qué le vamos a hacer! –dijo.
–No te desanimes. Todavía es pronto. Solo es necesario que lo vea la
persona adecuada y, entonces, todo puede cambiar. Él le sonrió y volvió a
meterse el teléfono en el bolsillo mientras se miraban con gesto de
solidaridad. Ella fue la primera en apartar la vista.
–¿Es una quitanieves lo que veo por la ventana? –preguntó. Detrás del
vehículo, rugiendo mientras recorría la carretera principal, iba un camión de
sal. La abuela miró a su alrededor, claramente aliviada, y Holly se preguntó
si se alegraría de ver a Joe en la carretera en cuanto los vuelos volvieran a
funcionar. –Las calles seguirán estando cubiertas de una capa de hielo hasta
que les dé el sol mañana –dijo la mujer mientras sujetaba un plato con dos
guantes de cocina puestos–. Pero no pasa nada; mañana es Nochebuena y,
de todos modos, estará todo cerrado. –Metió la cazuela en el horno–. He
invitado a Kay y a Rhett a cenar esta noche –dijo de forma despreocupada,
como si nada.
Holly se horrorizó. Sabía que aquella era la manera de la abuela de poner
más distancia entre ella y Joe y, a la vez, de darle algo diferente en lo que
pensar. Pero ¿no era consciente del drama que causaría tener a Rhett en
casa? No había vuelto a hablar con él desde que la había besado y, en
realidad, todavía no sabía qué decirle. Estaba intentando encontrar una
respuesta, pero Joe intervino.
–Será muy agradable –dijo, aunque ella se dio cuenta de que se le habían
vuelto a tensar los hombros. Pasó unos segundos adicionales doblando el
paño de cocina como si necesitara algo en lo que ocupar las manos mientras
pensaba.
–Me gusta tener invitados –dijo la abuela–. Últimamente, Holly y yo
hemos estado mucho tiempo solas. –La mujer no la miró mientras hablaba,
probablemente porque no quería ver su reacción ante el hecho de que
hubiera invitado a Rhett–. Hay que conseguir que Katharine nos visite lo
antes posible, Joseph. Estoy segura de que querrá conocer a Holly y ver de
primera mano el lugar de la boda.
Hizo aquella sugerencia de manera contundente y directa, como si
quisiera decir: «Será mejor que traigas a tu prometida para que podáis
actuar como una pareja de verdad».
–Sí, tiene razón –asintió él. En ese momento, la atmósfera le recordó al
momento en el que los dos se habían mostrado amables y demasiado
amistosos el uno con el otro cuando Joe le había preparado el desayuno. Sin
embargo, era evidente que les estaba costando cierto esfuerzo mantener la
fachada–. La llamaré pronto.
–Perfecto –dijo la abuela–. Tal vez la invitemos a cenar, pero, por ahora,
será mejor que sigamos con la de hoy. Tenemos visita.
Desde luego, Holly estaba sorprendida por la invitación, pero no iba a
permitir que eso la perturbara. Podría sobrellevar la situación sin problemas,
¿no?

El aire estaba impregnado de los aromas de la cena invernal y el árbol de


Navidad resplandecía en el rincón de la sala de estar. Holly se había
arreglado el maquillaje, se había cepillado el pelo y había escogido un
suéter rojo para ponerse con los pantalones vaqueros. Se sentía nerviosa y,
aunque estaba sentada en el sofá, era incapaz de estarse quieta, así que
había reorganizado varias veces los cachivaches que había encima de la
mesita.
Al día siguiente era Nochebuena. Iban a pasar las Navidades con Joe.
Mientras contemplaba los regalos que había bajo el árbol, se dio cuenta de
que él no tenía ninguno. Deseó poder ponerle algo, pero las calles aún no
estaban lo bastante despe-
jadas como para volver a Nashville. Y, aunque pudiera salir del pueblo,
tampoco sabía qué podría encontrar para él.
Alguien llamó a la puerta principal, haciendo que diera un respingo.
Sabía que se trataba de Rhett y Kay y no podía soportar la ansiedad que le
causaba aquella idea. Se levantó para abrir y se encontró de frente con Joe.
Llevaba una camisa azul y roja y unos pantalones vaqueros, el rostro recién
afeitado y el cabello peinado como siempre. Su aroma especiado atravesó al
aire e hizo que se pusiera más nerviosa. Tan solo pudo dirigirle una mirada
incómoda e ir a abrir la puerta.
–¡Hola, princesita! –dijo Kay, irrumpiendo a través de la puerta y
atrapándola en un abrazo. Su pelo le hizo cosquillas en la nariz.
Quería aferrarse a ella y no soltarla para no tener que enfrentarse a Rhett.
Sabía que él la presionaría en busca de una respuesta acerca de lo que sentía
por él y todavía no estaba preparada para mantener esa conversación. A
partir de ahí, no sabía qué camino se suponía que debían tomar.
Cuando Kay se apartó al fin para presentarse a Joe, Holly se encontró
cara a cara con él. Iba muy arreglado. Se había vuelto a peinar con estilo y,
mientras le tendía una cesta, sus ojos ya estaban repletos de preguntas.
–Comida –le dijo con una sonrisa de medio lado–. Mamá ha preparado
galletas y su famosa salsa de eneldo para untar con verduras. –Le lanzó una
mirada cómplice antes de mirar fijamente a Joe a pesar de seguir
dirigiéndose a ella–. Te hemos preparado pastel de boniato, sé que es tu
favorito. –Pronunció aquella palabra como si él fuera el mayor conocedor
de sus cosas favoritas.
Joe sonrió con educación, sin alterarse.
Kay le arrebató la cesta a su hijo y se dirigió a la cocina mientras él
entraba dentro y cerraba la puerta a sus espaldas.
–¿Dónde está tu abuela? –preguntó sin esperar a una respuesta antes de
empezar a colocar los contenidos de la cesta sobre la encimera.
–Iré a ver si Kay necesita ayuda –dijo Joe, ofreciéndoles un momento
para hablar. Los abandonó sin mediar una palabra más.
–Por favor, no te pases toda la noche soltando comentarios celosos
pasivo-agresivos –le espetó de golpe en un susurro entrecortado. Apenas
había cruzado la puerta cuando dejó caer que sabía cuál era su pastel
favorito. Joe no había hecho nada para merecer aquello.
Él dio un paso atrás con gesto de ofendido. Sin embargo, después, volvió
a animarse. Al parecer, estaba sumido en una montaña rusa emocional.
–No es tu tipo –dijo con una mueca de fastidio. Era evidente que no
soportaba la idea de que Holly pudiera estar con alguien.
–¿Y tú cómo lo sabes? Has estado fuera tanto tiempo que no puedes
afirmar que eres un experto en quién es mi tipo. A menos que des por hecho
que mi tipo es alguien como tú. Él volvió a titubear y Holly fue consciente
de la rapidez con la que podía hacerle daño.
–Podríamos estar muy bien juntos, Holly. Es muy fácil estar contigo –
dijo con la voz más calmada mientras el pasado se colaba entre ellos–. Él
saca lo peor de mí.
Siguió su mirada hasta donde estaba Joe, en la cocina, y vio que él
también la estaba mirando. La abuela se colocó a su lado y, rápidamente, él
se aclaró la garganta y le preguntó si necesitaba algo.
Rhett dio un paso hacia ella. Su alta figura ocupó el espacio que había
entre ellos y su mirada dulce se cernió sobre ella mientras le posaba las
manos con ternura sobre los brazos y le daba un beso en la cabeza.
–Intentaré mantener mis opiniones a raya –dijo–. Lo haré por ti. –
Entonces, dobló las rodillas solo un poco para poder mirarla a los ojos–.
Pero todavía quiero que hablemos sobre nosotros más tarde.
–¿«Nosotros»? –repitió ella, señalándole otra suposición.
Él deslizó las manos por sus brazos y entrelazó sus dedos con los de ella.
–Sí, nosotros. –Le dedicó aquella sonrisa que supuso que derretiría los
corazones de todas las veinteañeras que se apelotonaran contra el escenario
durante sus conciertos–. Puede que estemos en diferentes puntos del
camino, todavía no lo sé, pero cuando pienso en todos los recuerdos que
compartimos, para mí, sin lugar a dudas, hay un «nosotros».
Su determinación titubeó un poco ante aquella confesión porque sabía
con exactitud lo que quería decir. Lo echaba de menos terriblemente.
–Por un rato, ¿podemos ser el «nosotros» que éramos antes y no forzar
las cosas? –le preguntó.
Antes de que él pudiera responder, la abuela apareció tras ellos.
–Estoy poniendo la mesa –les anunció–. Y he abierto una botella de vino.
Creo que sería buena idea que todos bebiéramos un poco.
Cuando Holly llegó a la cocina, vio que la abuela había colocado su copa
de vino favorita –la que tenía el tallo violeta– en un extremo de la mesa y
que tenía a Joe y a Rhett uno a cada lado. El plato de Kay estaba junto al de
su hijo y el de la abuela junto al de Joe.
–Tiene un aspecto delicioso, abuela –dijo Rhett. Cuando dobló la esquina
de la mesa para sentarse junto a su madre, le dio un beso en la mejilla a la
anciana. Su silla chirrió sobre los azulejos nuevos de la cocina.
–Recuerdo a un niñito que ni siquiera quería tocar una cazuela –dijo la
mujer, esbozando una sonrisa poco habitual.
–Holly, ¿te acuerdas de aquel día cuando éramos niños y la abuela nos
hizo comernos aquella cazuela de judías verdes? –Rhett la miró, riéndose–.
Le dijimos que nos la habíamos comido, pero habíamos metido todo en
unas servilletas que nos escondimos en el regazo. Abuela, nos dijiste lo
buenos que éramos por hacer uso de nuestros buenos modales. –Ha-
cía años que Holly no pensaba en ello–. Después de la hora de la comida,
teníamos tanta hambre que cogimos el dinero de las propinas, fuimos hasta
Puckett’s y nos compramos unos pastelitos Moon Pie y RC Cola.
–Llevo años preguntándome qué problema teníais –bromeó la abuela–.
Pero ese es el motivo de que los dos seáis un desastre: comer galletas de
chocolate y beber soda para nutrir el cerebro cuando podríais haberos
comido mi cazuela de pollo y judías verdes... Será mejor que, ahora,
recuperéis el tiempo perdido. Se inclinó hacia delante y sirvió una porción
enorme en el plato de Rhett. Después, lo deslizó hacia el otro lado de la
mesa. Él le lanzó un beso, cautivándola como siempre hacía.
–¿Qué son los pastelitos Moon Pie? –preguntó Joe.
Todos los comensales se volvieron hacia él. Los demás parecían
sorprendidos por su pregunta, pero a Holly le resultó adorable. Quería
levantarse de la mesa en ese mismo instante, cogerlo de la mano y llevarlo a
Puckett’s para comprarle uno. Rhett le lanzó una mirada que decía: «Ya te
había dicho que no es tu tipo».
–Es un sándwich de galletas integrales con un malvavisco en el centro
que se baña con chocolate –contestó ella, intentando no permitir que su
mirada se detuviera en él. Quería beberse su curiosidad y llenarse de ella,
pero sabía que, al igual que el té helado de Otis, no era bueno para ella.
–De todos modos, los hay de diferentes sabores –añadió Kay–. A mí me
gustan los de vainilla. ¿Y a ti, Jean?
La abuela se frotó el rostro, pensativa. Claramente, la decisión era difícil.
–Me cuesta decidirme –dijo.
Rhett estaba callado, lo cual no era en absoluto propio de él. Cuando
Holly se volvió hacia él, se fijó en que los estaba mirando, a Joe y a ella, y
se dio cuenta también de que, a pesar de su aviso interno, había seguido
mirándolo mientras los demás empezaban a hablar. Al menos, el silencio de
su amigo era un paso en la dirección adecuada. No había hecho ningún
comentario sarcástico, pero se sentía avergonzada de que la hubiera pillado
mirando a Joe.
Tras la discusión sobre los pastelitos, se había producido un silencio
palpable –estaba claro que la abuela se había dado cuenta– y la
conversación se había convertido en bocados silenciosos. Comieron juntos,
sin hacer ruido, mientras Kay y la abuela eran las únicas que hablaban.
Llegó un momento en el que resultó insoportable, pero con Rhett y Joe
sentados en la misma mesa, no sabía qué decir. Para mantener la
conversación viva, intentó pensar en todas las cosas que le pasaban en el
trabajo, pero tenía la mente en blanco, así que se limitó a comer.
Dada la falta de conversación, todos comieron relativamente rápido.
–Rhett –dijo al fin la abuela, sin duda para romper el silencio. Estaban
terminando de cenar y Holly rezaba para que pudieran levantarse de la mesa
y encender la televisión o poner música navideña antes de tener que
soportar el postre bajo la misma quietud incómoda–. ¿Qué hay en tu agenda
después de Navidad? ¿Hay canciones nuevas en camino?
Él sostuvo el tenedor con los restos de la cazuela por encima del plato
mientras respondía, dirigiéndose a Holly.
–Voy a estar unos meses de gira por la costa oeste y, después, volveré al
estudio.
–¡Maravilloso! –La abuela la miró, intentando animarla a decir algo, pero
ella no estaba segura de qué quería decir. Con un pequeño suspiro de
frustración dirigido solo a ella, la abuela sonrió y dijo–: ¿Sabes? Holly está
planeando hacer un gran viaje pronto. Tal vez podríais reuniros en algún
sitio.
–¿De verdad? –preguntó él, sorprendido. Como un aguacero en una
noche de verano, un nuevo interés se apoderó del rostro de Joe–. No sabía
que le gustase viajar. –Rhett bajó el tenedor y se apoyó en los codos,
sonriendo.
–Eso estaría bien, Rhett –dijo Kay–. Tal vez podríais pasar Año Nuevo
juntos.
–Holly, para entonces, todavía estaremos organizando la boda –comentó
Joe, que era evidente que estaba preocupado. A Rhett, que tenía los ojos
desorbitados, se le cayó el tenedor, que repiqueteó contra el plato. Estuvo a
punto de decir algo antes de cerrar la boca con fuerza, apretando la
mandíbula. En un intento evidente por controlarse, se puso de pie y recogió
sus platos. –Gracias por una cena deliciosa –dijo. Ella se preguntó si era la
única que podía oír la tensión en su voz–. Tengo la guitarra fuera, en el
camión. Tengo que ir a por ella. Holly, ¿vienes conmigo?
Como no quería que montase una escena con respecto a lo que fuera que
estuviese estresándolo en ese momento, aceptó y lo siguió hasta la puerta
principal.
–Vuelvo enseguida –le dijo a Joe mientras se marchaban. Tenía la
esperanza de que la abuela y Kay lo incluyeran en la conversación.
Apenas salieron y cerraron la puerta, su amigo se dio la vuelta con el
rostro lleno de ira, lo que hizo que ella se tambaleara hacia atrás y tuviera
que recuperar el equilibrio agarrándose al marco de la puerta.
–¿Vas a casarte con ese tipo? –le espetó.
Entonces, todo cobró sentido y dejó escapar una carcajada que solo sirvió
para enfadarlo más.
–¡No! –dijo enseguida para evitar que él perdiera los nervios por
completo. Sin embargo, no conseguía explicarse a causa de la risa. Al final,
se tranquilizó para poder aclarar el asunto–. Rhett, va a casarse con otra
mujer. Yo estoy organizando la boda. Para su sorpresa, la aclaración pareció
dejarlo más confundido que cuando pensaba que era a ella a la que iban a
llevar al altar. La miró fijamente, con los labios un poco abiertos y la piel de
entre los ojos fruncida por la perplejidad.
–¿Qué pasa? –le preguntó ella, molesta por su reacción.
–¿Estás loca por un tipo casado?
–No está casado. Va a casarse, que no es lo mismo. –Supo de inmediato
que se había centrado en el asunto equivocado.
Incluso para ella, la respuesta era endeble y transparente–. Pero no, te
equivocas.
Rhett le escudriñó el rostro, escéptico. La miraba tal como solía hacer
cuando jugaban a juegos de mesa y estaba pensando su estrategia.
–¿No estás loca por él?
–¡Deja de decir eso! –exclamó, empezando a sentirse frustrada–. Y no, no
estoy loca por Joe Barnes.
Tenía la esperanza de que, con el tiempo, pudiera convencerse a sí misma
de aquello. Rhett no parecía convencido todavía, pero su mirada era
desafiante.
–Entonces, ven a California conmigo.
–¿Qué?
–Puedo reorganizar mis planes en torno a esa boda. ¿Cuándo es? –No la
dejó contestar–. No hay nada que te retenga. De pronto, quieres viajar y,
conociéndote, seguro que no has investigado adónde vas. Puedo mostrarte
el país; lo he recorrido al completo.
Un recuerdo inesperado apareció en la mente de Holly: siendo
adolescentes, solían dar caminatas por los bosques de las afueras de
Leiper’s Fork. Ella solía desviarse, perdida, incapaz de encontrar el camino
de regreso, pero Rhett siempre le tomaba la mano y le indicaba el camino,
y, sin importar lo lejos que fueran, siempre que lo seguía, él la llevaba de
vuelta a casa.
–Creo que no.
El objetivo de aquel viaje era despejar la mente y dudaba seriamente que
estar con Rhett fuese a darle la opción de hacerlo. –Sabes que no quieres
viajar sola. En serio, Holly, piénsalo bien.
Estaba intentando pensarlo bien y lo único que le venía a la cabeza era el
verdadero motivo para hacer aquel viaje. No iba a funcionar...
–Me portaré lo mejor posible, te lo prometo. Sé que no te gustan las
multitudes, así que no te obligaré a que vengas a los conciertos. Estaremos
solos, tú y yo, frente a la interminable carretera. Venga, Hol, te prometo que
será como en los viejos tiempos.
Se dibujó una cruz sobre el corazón con una mirada muy parecida a la
que había tenido antes de marcharse. Aquello hizo que anhelase los días que
había pasado con su mejor amigo. Su sinceridad era evidente.
Si apilaba los años de experiencias que habían vivido juntos, superaban
sobradamente el mísero montón de excusas que tenía para ir sola, así que se
preguntó si había descartado la idea demasiado pronto. En realidad, podría
ser agradable tener a Rhett con ella mientras visitaba todo el país. Nunca lo
había pensado, pero, tal como estaba comportándose con ella en aquel
momento, le pareció una posibilidad viable. Podría recuperar a su mejor
amigo...
–Eres consciente de que vamos a hacerlo solo como amigos, ¿verdad? –le
advirtió.
Los ojos de Rhett se llenaron de emoción. La levantó y empezó a girar
con ella allí mismo, en el porche.
–¿Es eso un sí?
Hizo fuerza para separarse de él hasta que, al final, la dejó en el suelo.
–Si me prometes que vas a controlarte. En cuanto me presiones para que
seamos algo más de lo que ya somos, me subiré al primer avión que salga
del aeropuerto.
Él soltó un grito de alegría y salió corriendo hacia la camioneta. En su
euforia, estuvo a punto de resbalar sobre el hielo. –Vamos a pasarlo en
grande –le dijo. Una sonrisa de seguridad se le esparció por el rostro.
–Eso espero –contestó ella.
Lo decía en serio.
Cuando Rhett regresó de la camioneta, volvieron a entrar en la casa. Él
cruzó la puerta abierta balanceando la funda de la guitarra, que tenía
agarrada por el asa, mientras rodeaba a Holly con el otro brazo. Los demás
se habían sentado en el salón y giraron las cabezas hacia ellos.
–Adivinad a quién he convencido para que venga a California conmigo –
dijo Rhett. Le dio un beso en la mejilla y, después, saltó por encima del sofá
y aterrizó, guitarra incluida, justo al lado de la abuela, que se sobresaltó.
La mujer se rio, encantada, y sus ojos se dirigieron hacia su nieta.
De pronto, Joe se puso de pie para avivar el fuego menguante y les dio la
espalda antes de que ella tuviera la oportunidad de captar su gesto. De todos
modos, ¿qué esperaba ver? ¿Por qué iba a tener él una opinión con respecto
a lo que ella hiciera con su tiempo libre? Sería después de la boda, así que
estaba segura de que le parecería bien. Cuando él lo movió, un leño estalló
y soltó chispas con furia. Cuando se dio la vuelta, volvió a sonreír de
manera respetuosa con un gesto totalmente indescifrable. El teléfono le
vibró en el bolsillo y lo sacó para comprobar de qué se trataba. –
Disculpadme un momento, por favor –dijo mientras salía de la habitación
sin ni siquiera mirar a Holly.
Rhett abrió la funda de su guitarra y sacó el instrumento. Incluso en los
vídeos ostentosos que Holly había intentado no ver cada vez que aparecían,
se había dado cuenta de que seguía teniendo la misma guitarra.
Conociéndolo, podía acabar siendo multimillonario y, aun así, no se
compraría una nueva. Para él, era como un miembro más de la familia, un
hermano, una compañera leal que nunca lo abandonaba.
Mientras Kay y la abuela lo miraban, tocó un par de notas de I’m
Dreaming of a White Christmas y, de inmediato, Holly cayó en el trance de
la canción. Regresó a las vacaciones en las que tocaba para ella y a los días
de Navidad en los que aparecía con la guitarra colgada a la espalda y el
nuevo artilugio que hubiese desenvuelto aquella mañana en la mano.
Siempre había sido demasiado impaciente como para esperar a enseñárselo,
así que, a primera hora de la mañana de Navidad, siempre hacía todo el
camino corriendo.
En aquel momento, con la abuela y Kay presentes, las luces del árbol, los
calcetines en la chimenea y Rhett de vuelta en el pueblo, por fin se sentía
como en casa. Y, entonces, se preguntó si tendría que haber aceptado la
última vez que Rhett le pidió que viajase con él. Tal vez aquel fuera su
destino. ¿Acaso estaba luchando contra lo que estaba predestinado? Estudió
a su amigo: aquella forma tan familiar de respirar entre palabras suaves y la
manera en que sus dedos se movían por las cuerdas de aquel modo tan
característico de él. Desde luego, todo sería mucho más fácil si estuviera
enamorada de Rhett; todos sus problemas estarían solucionados.
–Disculpadme –dijo Joe, entrando de nuevo en la habitación e
interrumpiendo el momento de nostalgia y reflexión de Holly. Al fin la miró
a los ojos y Rhett dejó de tocar–. Era Katharine. Mi prometida –añadió por
el bien de Rhett y Kay–. Me ha dicho que el aeropuerto de Nashville vuelve
a funcionar y que ha reservado un billete para el 26 de diciembre. ¿Creéis
que las carreteras estarán lo bastante bien como para traerla hasta aquí? –Iré
a buscarla yo mismo –dijo Rhett.
Al fin, sus palabras sonaron amables, pero Holly apostaba a que, si se
salía con la suya, casaría a Joe y a Katharine en el mismo momento en que
ella pusiera un pie en tierra firme. –O podríamos ir a Nashville para
conocerla –sugirió la abuela. Si Rhett estaba dispuesto a casarlos, la abuela
iba a ser la encargada de desenrollar la alfombra que conducía al altar.
Kay se inclinó hacia delante para unirse a la conversación.
–Creo que mañana y el día de Navidad, las temperaturas máximas van a
estar muy por encima del punto de congelación, así que gran parte de este
desastre se habrá derretido. No debería haber problemas, pero, de todos
modos, la traeremos. Estoy segura de que la echas de menos.
Holly esperó una de aquellas respuestas educadas que tan bien se le
daban, pero nunca llegó. Joe se limitó a asentir con una mirada distante en
los ojos.
Capítulo 22

Después de que Rhett y Kay se marcharan, la abuela despachó a Holly y


a Joe cuando intentaron ayudarla a limpiar las cosas de la cena. Tras
terminar, la mujer se marchó al dormitorio a leer y relajarse antes de dormir.
Holly le pidió a Joe que se quedara en el salón un poco más para repasar los
detalles de la boda de modo que, cuando Katharine llegase, pudiera tener
respuestas para ella.
–¿Alguno de los dos ha pensado en enviar algún detallito a los miembros
de la comitiva? –le preguntó, mordiendo un lapicero. Holly había cogido la
botella de vino que había sobrado de la cena y Joe sirvió dos copas. El
fuego seguía encendido y se habían acomodado en el sofá con los
ordenadores portátiles en la mesita de café, frente a ellos. Joe dejó la botella
en la mesa y tomó su copa.
–¿Para qué? –preguntó antes de dar un sorbo.
–Bueno, podéis darles un regalito durante el ensayo o hacer que les
envíen algo a casa para demostrarles que os sentís honrados de que
participen. Es como una especie de agradecimiento. Él se inclinó hacia
delante y abrió un buscador en su portátil. –Vamos a buscar una buena
botella de vino para que se la envíen –dijo.
Después, levantó su propia copa como si estuviera haciendo un brindis y
volvió a esbozar aquella sonrisa genuina que hizo que ella deseara haber
podido conocerlo en otras circunstancias. Holly bebió un trago de vino para
no pensar en ello. Se limitó a dejar que aflorara en su mente una imagen de
Rhett llevándola a un bar donde habían pasado la noche para, más tarde,
volver riendo todo el camino hasta el hotel. Él siempre conseguía hacerla
reír. En alguna ocasión, se habían reído tanto que después les dolían los
costados, lo que, a su vez, había hecho que se rieran todavía más. Rhett
formaba parte del entramado de su juventud y hacía que fuera ella misma.
Sí, tenía sus defectos, pero nadie es perfecto.
–Este tiene buena pinta. –Joe repasó todos los vinos antes de hacer la
selección–. ¿Dónde están las direcciones? –preguntó mientras seguía
tecleando.
Holly quitó el clip de los papeles, localizó la lista de invitados y se la
tendió. Él se llevó la mano al bolsillo en busca de la cartera. Sacó una
tarjeta de crédito y la dejó sobre la mesa. Entonces, terminó de introducir la
información para el envío. Tras un rato tecleando, le dio a enviar.
–Hecho.
Se volvió hacia ella como si fuera a decir algo, pero se quedó callado,
atrapado en el momento con todos los músculos del cuerpo relajados. Tenía
los hombros bajos, una sonrisa tranquila dibujándose en la comisura de los
labios y el codo apoyado en el reposabrazos del sofá.
A modo de respuesta, Holly enderezó la columna y se puso manos a la
obra.
–¿Los miembros de la comitiva nupcial tienen ya la ropa y los
accesorios?
–Sí, Brea se encargó de eso. Ya terminaron de hacer los arreglos.
La estaba mirando fijamente. Era evidente que se había percatado del
cambio en su postura. Holly dio otro trago de vino para mantener el control
absoluto de la situación.
–¿Qué me dices del maquillaje, los tratamientos faciales y la manicura de
las damas de honor antes de la boda? ¿Quién se va a encargar? ¿O se lo van
a hacer ellas mismas?
–Eh... Eso tendrás que preguntárselo a Katharine.
–De acuerdo. –Escribió una nota breve junto a aquel punto para acordarse
de añadirlo a la nueva lista de tareas que había preparado para Katharine–.
¿Qué hay del alojamiento?
¿Habéis reservado habitaciones en los hoteles de la zona para los
invitados?
Él tomó aire en silencio.
–Sí. Tenemos habitaciones en el Renaissance de Nashville y en The
Hermitage.
Holly hizo una pausa. El lujo de esos hoteles hizo que se preguntara de
nuevo cómo sería la finca de Brentwood en la que iba a celebrarse la boda.
No podía ser menos que extravagante. Volvió a poner el clip en los papeles
y colocó encima la lista de tareas que había escrito a mano. Marcó como
terminada la casilla que rezaba «comitiva nupcial» y pasó al siguiente
elemento. –¿Habéis asegurado las alianzas o pensáis asegurarlas?
–Sí, ya está hecho.
Joe dio un trago de su copa. Empezaba a tener una mirada distante, pero
ella siguió insistiendo.
–¿Tiene el padrino la alianza de Katharine para la ceremonia? –No, me
los he quedado yo para que estén a salvo. Están en el dormitorio, en mi
maleta –añadió, haciendo un gesto con el pulgar y señalando hacia atrás, en
dirección al pasillo–. Los ataremos al cojín de las alianzas.
Holly tragó saliva. La idea de que las alianzas estuvieran en la casa hacía
que la boda pareciese más real que nunca.
–¿Y dónde está el cojín?
–Lo tiene Katharine. –Otro sorbo de vino.
–De acuerdo. –Tomó una nota–. ¿Quieres que me ponga en contacto con
el fotógrafo, el catering, la floristería, el pastor y los músicos para
asegurarme de que están al tanto de todo? ¿O Brea se encargó de eso?
–No estoy seguro de cómo dejó las cosas, así que, sí, llámalos. Gracias.
Se dio cuenta de que a él ya casi no le quedaba vino y de que se estaba
sirviendo otra copa. Ella apenas había tocado el suyo. Se obligó a darle otro
trago por educación, ya que él le había servido un poco más. Sin embargo,
lo único que quería era seguir adelante, ya que hacer preguntas le resultaba
más fácil que hablar con él de forma distendida. Estaba sentado a su lado y
casi le rozaba la pierna con la rodilla. Aquella simple imagen hacía que
sintiera que estaba haciendo algo malo, así que volvió a concentrarse en la
lista.
–¿Habéis terminado la lista de bodas? –Él asintió–. ¿Habéis confirmado
toda la organización para la luna de miel?
Joe le dio otro trago a su copa.
–Sí...
–¿Tenéis listos los billetes, los pasaportes...?
–Sí. –Respiró hondo y soltó el aire poco a poco.
–¿La licencia matrimonial?
–Sí.
–¿Vais a escribir vuestros propios votos?
–No, vamos a usar los votos tradicionales.
Dejó la copa de vino lentamente sobre la mesa. Aquella mirada distante
que había notado antes se había apoderado por completo de sus ojos.
–Estupendo –dijo, ignorándolo. Después, marcó otra casilla–. ¿Terminó
Brea el menú para el banquete?
Su actitud relajada había desaparecido por completo y tenía el rostro
pálido.
–No estoy seguro. Tendremos que contactar con la finca para
comprobarlo. Si no lo hizo, elige lo que sea que te parezca que va a ser
fantástico. Confío en ti. –Se frotó el cuello y se puso de pie de forma
brusca. Por su gesto, parecía que estuviera asfixiándose–. Lo siento. Me
duele muchísimo la cabeza. Tal vez sea cosa del vino... –Con un pequeño
gemido, se pasó las manos por el rostro como si, así, pudiera quitarse el
dolor–. ¿Tenemos ibuprofeno?
–No lo mezcles con el alcohol. Quizá sea mejor que te tumbes un rato. –
Joe se pellizcó el puente de la nariz con la respiración agitada–. Parece
como si estuvieras teniendo un ataque de pánico –dijo ella mientras se ponía
en pie frente a él, consumida por la preocupación. Era evidente que estaba
abrumado–. Una boda es algo grande. Lo sé –añadió con un tono de voz
suave.
No podía imaginarse la sensación de inmutabilidad que debía inundar a
una persona a punto de dar semejante salto–. Al final –prosiguió, haciendo
acopio de todas sus fuerzas para ofrecerle el apoyo que necesitaba–, esto
pasará y lo único que quedará seréis Katharine y tú pasando el resto de
vuestras vidas juntos. Él abrió los ojos de par en par y la atravesó con la
mirada. Parecía como si estuviera intentando sacar algo a relucir, pero no lo
consiguiera. ¿Acaso quería decirle algo? Abrió un poco la boca para hablar,
pero solo dejó que se le escapara el aliento antes de volver a fruncir los
labios. Como si se sintiera derrotado, bajó la vista al suelo.
–Sí, tienes razón –dijo, aunque era evidente que sus pensamientos
íntimos no concordaban con lo que había dicho en voz alta.
Aunque no creía que, llegado el momento, a ella fuera a pasarle, había
oído hablar de gente que se acobardaba antes de la boda. Joe era una
persona tranquila que no parecía disfrutar de ser el centro de atención y, tal
vez, todo aquello supusiera un reto para él. Le había estado haciendo
preguntas a la velocidad de los fuegos artificiales de Año Nuevo y tal vez
había conseguido abrumarlo. Con cuidado, haciendo uso de todo su
autocontrol para mantener sus acciones separadas de sus sentimientos, le
apoyó una mano en el brazo. Él pasó la mirada rápidamente a su mano y,
después, le escudriñó el rostro. Entonces, Holly se dio cuenta de que tenía
que hacer que se relajara.
–¿Por qué no te sientas un segundo? –le preguntó mientras volvía a
dejarse caer en el sofá.
Él se sentó a su lado de inmediato, mirándola fijamente a los ojos como
si pudiera salvarlo de algo. Sin embargo, no necesitaba que lo salvasen.
Después de todo, se estaba casando con el amor de su vida, ¿no? No le
parecía el tipo de persona que le pediría matrimonio a alguien sin estar
entregado por completo a la relación. Cuando volvieran a hablar de los
detalles de la boda, se reprimiría con las preguntas y le daría más tiempo
para pensar entre una y otra. Pero, por el momento, decidió distraerlo del
acontecimiento durante un rato.
–Vamos a pensar en otra cosa un momento, a evadirnos de la boda. –
Dobló los papeles y los colocó debajo de su portátil. –Sí. –Él soltó un
suspiro y se aclaró la garganta, recuperando el control.
–He estado dándole vueltas a algo –admitió con la esperanza de que el
cambio de tema de conversación le aliviara el dolor de cabeza. Aquellos
ojos oscuros estuvieron a punto de absorberla por completo mientras
esperaba a que terminara de hablar–. Mañana es Nochebuena y no hay nada
para ti bajo el árbol.
Él pestañeó un par de veces y Holly se preguntó si le había sorprendido
con aquella confesión. Entonces, le lanzó una mirada cálida y fuera lo que
fuese que le hubiera estado preocupando, desapareció.
–No pasa nada –dijo con la voz todavía un poco ronca.
–Ya sé que no pasa nada –replicó ella con una sonrisa alegre–. Estoy
segura de que eres un niño grande y puedes soportarlo, pero eso no es
divertido. ¡Es Navidad! Quiero que te sientas incluido cuando la abuela y
yo abramos nuestros regalos.
–Bueno, a menos que empieces a envolver las cosas que hay en la
cabaña, no puedes hacer gran cosa. Además, de verdad que no pasa nada. –
Holly pudo notar cómo habían bajado sus niveles de estrés en un periodo de
tiempo tan corto–. Pero, si vas a envolverme algo, esa vela que hay allí
olería muy bien en mi piso –añadió, bromeando, lo cual fue un alivio.
–¡Ahora ya no puedo regalártela porque no sería una sorpresa! –dijo ella.
–¿Qué te parece si hago una lista? –Miró en torno a la habitación–. Me
gusta ese cuadro que tienes en aquella pared... Al final, se permitió sonreír
un poco, lo cual llenó a Holly de felicidad. Era increíble cómo el cambio de
conversación le había calmado los nervios tan rápido.
–¿Sabes lo que podríamos hacer?
Estaba llena de espíritu navideño y se le acababa de ocurrir la idea. Se
sentó en el borde del sofá y lo miró a la cara. Él sonrió ante su emoción.
–¿Qué? –preguntó él, atrapado por su habitual curiosidad. –¡Podríamos ir
juntos a Puckett’s mañana! ¿Qué te parece si elegimos tres cosas para
regalarle a la otra persona, pero solo podemos escoger de entre las cosas
que haya en los estantes? Se recostó, orgullosa de sí misma ante aquella
revelación. Joe soltó una carcajada.
–¿Quieres que te regale un bote de mostaza?
–La mostaza nunca sobra. –Aquello hizo que él se riera y ella tuvo que
recordarse a sí misma que tenía que poner cierta distancia mental entre
ellos, ya que, cada vez que estaban juntos, podía disiparse en un instante–.
Te sorprendería lo que se puede encontrar allí.
–Trato hecho –dijo él.
En ese instante, Holly supo que había cumplido con su cometido. Joe
volvía a ser la maravillosa persona que era.
Capítulo 23

o mires! –dijo Holly cuando Joe asomó la cabeza por la esquina del
–¡Npasillo de alimentación de Puckett’s. Habían ido hasta allí justo
después de desayunar.
–Solo estoy comprobando cuántos artículos tienes –replicó él–. Yo tengo
dos.
–¡Yo también tengo dos! Necesitamos uno más cada uno. Ahora, vuelve a
tu pasillo antes de que estropees la sorpresa –añadió con jovialidad.
Joe volvió a asomarse por el pasillo y ella se agachó sobre la cesta antes
de que pudiera ver nada. Él se rio desde el otro lado. Desde su mesa, cinco
ancianos los miraron con curiosidad, deteniendo su cháchara por un
instante. Aquella era la mesa que solía estar reservada para los lugareños
que iban allí a tomar café todas las mañanas. Holly los saludó con la mano y
ellos volvieron a sumirse en su conversación.
–En nombre del cielo, ¿qué estáis haciendo? –les preguntó Tammy desde
el mostrador.
–Comprando –le contestó Joe, haciendo énfasis en la palabra como si
fuera allí todos los días. Dándole la espalda a Holly, llevó sus artículos
hasta la caja–. Tammy, por favor, ¿podrías guardar mis cosas rápidamente
en una bolsa doble? Me gustaría ocultarle a Holly lo que he elegido.
La joven examinó las cosas que había en la cesta y arqueó una ceja.
–De acueeeeerdo –dijo mientras pulsaba las teclas de la caja registradora
y colocaba cada uno de los artículos en la bolsa–. Serán once con ochenta y
tres, Joey.
Él le tendió un billete de veinte dólares.
–Te espero fuera –le dijo a Holly mientras ataba la bolsa y se la llevaba
hacia la puerta.
–¡Vale! –contestó ella.
Cuando salió de Puckett’s, no vio a Joe por ninguna parte. Con la bolsa
colgándole del brazo, se calentó las manos en la hoguera cercana. Entonces,
lo vio saliendo de la galería de arte y recordó que, mientras jugaban a contar
dos verdades y una mentira en el granero de Otis, había dicho que
coleccionaba arte.
–Lo siento. –Pareció sobresaltarse al verla–. No pretendía abandonarte,
pero he visto la galería de arte y he pensado en echar un vistazo.
Como solo llevaba la bolsa de Puckett’s en la mano, supuso que no había
encontrado ninguna gran obra maestra que comprar, pero le preguntó de
todos modos.
–¿Has visto alguna obra buena?
–Bastantes, la verdad –dijo con una sonrisa deslumbrante–. Pero, ahora
mismo, no estoy preparado para comprar arte. Tal vez vuelva algún día.
–Claro, puedes venir a visitarnos siempre que quieras –contestó ella,
aunque la esperanza que sintió en el pecho no era sana. Entonces, se le
ocurrió algo–. ¿Le has comprado algún regalo a Katharine? ¿Tienes alguno
en Nueva York?
Él negó con la cabeza.
–Dado que está sumida en la investigación de un caso, terminando un
juicio, y yo estoy aquí, decidimos no celebrar la Navidad este año.
«Eso es terrible», pensó Holly.
–Bueno, cualquiera que se encuentre a tres kilómetros a la redonda de
donde esté yo celebra la Navidad todos los años. No podría sobrevivir sin
ella. La Navidad es el momento en que todo el mundo deja de lado los
problemas y celebra el hecho de estar juntos. Y sé que es posible que no lo
creas, pero, en mi opinión, es el único momento del año en el que la magia
es verdaderamente posible.
Él sonrió y, feliz, Holly se dio cuenta de que, en aquella ocasión, no había
intentado refutar su referencia a la magia.

Buddy había invitado a la abuela a pasar el día en su casa y, puesto que


ya habían echado sal en las calles, había ido a buscarla en su vieja
camioneta Ford. Regresó por la noche, con aspecto de estar más relajada
que antes, y Holly se alegró de que tuviera amigos que la ayudaran a pensar
en algo que no fuera su pérdida.
Mientras la abuela estaba en casa de Buddy, Joe había estado trabajando
desde el sofá y ella había dividido su tiempo entre preparar muffins de
arándanos y contactar con todo el equipo para asegurarse de que todo lo
relacionado con la boda iba sobre ruedas. Lo único que tenía que consultar
con Katharine sobre la finca era su decisión final con respecto tanto al
paquete fotográfico como al arco de rosas que estaban construyendo en la
entrada al lugar. Al parecer, para el número de flores que ella había elegido,
tendrían que emplear a dos floristas más, lo que haría que cambiara el
precio. Holly se sentía realizada y el miedo que sentía a no poder terminar
la boda estaba empezando a desaparecer poco a poco.
En aquel momento, como a ambos les parecía un buen momento para
parar y ya hacía bastante tiempo que la abuela se había ido a dormir, Holly
y Joe decidieron que esconderían los regalos que había preparado el abuelo
y dejarían bajo el árbol los que ellos habían comprado en Puckett’s.
–¿Qué tienes ahí? –preguntó en cuanto Joe hubo sacado sus regalos del
dormitorio.
Intentó tocar uno de los paquetes, que estaban envueltos de forma
descuidada, con mucho celo en los extremos. Él se apartó.
–Ten cuidado –le advirtió mientras los sostenía con firmeza–. Este hay
que meterlo en el frigorífico.
Con la cabeza, señaló un paquete plano que tenía el tamaño de los viejos
discos de cuarenta y cinco revoluciones de la abuela. Una sonrisa se
apoderó del rostro de Holly.
–¿Uno de mis regalos requiere refrigeración?
–Sí. –Él se hizo a un lado para evitarla y se dirigió a la cocina. Metió el
regalo en el frigorífico y cerró la puerta–. No se puede echar un vistazo.
Le guiñó un ojo. Se había desprendido de lo que fuera que le había
causado tanto estrés y era evidente que se había rendido al espíritu festivo
de la Navidad.
Los otros dos regalos eran más pequeños. Lo siguió hasta el salón donde
los dejó con cuidado bajo el árbol, junto a los que ella había dejado para él.
Se agachó para inspeccionarlos. –De eso nada –dijo él, tomándola de la
mano y tirando de ella para que se levantara. El roce de su mano era como
la electricidad, así que se apartó rápidamente y se colocó a su lado–.
Necesitas una distracción. No puedes estar intentando adivinar mis regalos
antes de abrirlos.
Holly se rio.
–Vamos a tomar un chocolate caliente para que no me sienta tentada de
sacudirlos para ver qué hay dentro –bromeó mientras se dirigía a la cocina.
Llenó el hervidor de agua y puso dos tazas con la mezcla secreta y casera
de chocolate caliente que preparaba la abuela. Mientras el agua terminaba
de hervir, encendió las velas de la cocina y del salón. El olor del chocolate
inundó el aire en cuanto lo sirvió en las dos tazas. Aquella era una tradición
que mantenían en Nochebuena. Aquel año, la abuela había dejado pasar la
ocasión, pero sabía que era muy probable que se debiera a que lo estaba
pasando mal por estar en la cabaña sin el abuelo. Por no mencionar que, con
toda seguridad, estar con Buddy la había dejado exhausta.
Para darle un toque navideño, Holly le echó una cucharada de nata
montada por encima y, después, pasó una tableta de chocolate por el
rallador de queso, haciendo que sobre el líquido humeante cayeran como
nieve unas láminas diminutas. Tras limpiar la encimera, colocó un bastón de
caramelo en cada uno. –No me puedo creer que encontráramos esa caja en
el granero justo antes de Navidad –dijo Joe en voz baja, haciendo un gesto
con la cabeza en dirección al dormitorio de la abuela–. ¿Cuántas
probabilidades había? Si no nos hubiéramos quedado sin leña... –Es verdad.
–Le tendió una de las tazas–. Y si tú no hubieras estado allí, puede que no
me hubiera dado cuenta. Estoy casi segura de que el abuelo la dejó en el
granero porque sabía que la abuela nunca iba allí. Si la hubiera escondido
aquí, se arriesgaba a que la descubriera, puesto que no deja que nada salga
de un armario sin que ella dé antes su aprobación. A veces, las cosas salen
así. Cuando era pequeña, el abuelo solía decir que la suerte era magia
disfrazada. De ahí sacamos la idea de la magia navideña... El abuelo
siempre nos hablaba de ella.
Joe sonrió.
–Me encanta que tengas todas estas historias familiares.
–Tú acabarás teniendo las tuyas –le contestó ella de modo alentador. Era
una lástima que no hubiera tenido la misma experiencia familiar que ella.
Volvió a pensar en su padre–. Ojalá hubiera aparecido alguien con
información sobre tu padre. ¿Te han dejado algún comentario en el mensaje
o algo? Él negó con la cabeza.
–Holly, no somos detectives lo bastante habilidosos como para
localizarlo. No ha sido más que una ilusión. Tanto hablar de magia, casi me
convenciste de que era posible –dijo con una sonrisa que la llenó de
felicidad–, pero, si un investigador no pudo lograrlo, sin duda, nosotros no
íbamos a tener esa suerte. Con foto o sin ella. Necesitamos un buen pellizco
de esa magia de la que no dejas de hablar.
–Bueno, si ha de obrarse la magia, será en Navidad, que es cuando
siempre sucede.
Él sacudió la cabeza, divertido. Su curiosidad había regresado con fuerza.
A pesar de la necesidad que tenía de apartarlo, Holly notó cómo aumentaba
el afecto que sentía por él.
Al otro lado de la habitación, su teléfono emitió un pitido que hizo que
apartara su atención de Joe. Se acercó a él y leyó el mensaje que la estaba
esperando. Era de Rhett.

¿Qué haces mañana por la tarde, después de abrir los regalos?

Lo contempló mientras le daba vueltas a la decisión de viajar con él a


California. Rezaba para que, al aceptar, no le hubiera dado falsas
esperanzas. Lo conocía bien: era optimista, estaba seguro de sí mismo y
siempre había creído que podía cambiar el mundo. ¿Acaso pensaba que
podía hacerla cambiar de idea sobre su relación?
–¿Va todo bien? –le preguntó Joe desde uno de los taburetes mientras le
daba vueltas a su chocolate con el bastón de caramelo.
Holly abandonó sus pensamientos.
–¡Ah, sí! Es Rhett –contestó, agitando el teléfono–. Me pregunta qué
hago mañana por la tarde.
–Ya veo.
Joe dio un trago a su taza y no dijo nada más. Perder su atención le dolió.
Anhelaba aquel momento que acababan de compartir, consciente de que
estaba mal desearlo.
Bajó la mirada a la pantalla y tecleó.

H: ¿Por qué?
R: Quiero llevarte a un sitio.
H: ¿En Navidad?
R: ¡En Navidad! Como si fuera una cita...

–Quiere que tengamos una cita –se oyó decir a sí misma. En realidad,
solo había pretendido barajar la idea, no decirla en voz alta.
Todavía estaba pensando en ello cuando se dio cuenta de que Joe no le
había respondido. Alzó la vista hacia él y se fijó en que la atención que
había visto antes en él había desaparecido por completo. Lo único que se le
ocurría era que pensase que sentía algo por Rhett y que estuviese siendo
considerado al distanciarse. Si bien odiaba su falta de interés, sabía que lo
mejor para todos los involucrados era que se mantuviesen en terreno
neutral. Ya lo había intentado antes, pero el hecho de que su amigo le
hubiese pedido una cita podría ser una manera infalible de mantener las
distancias, así que volvió a contestarle.

H: ¿Adónde quieres llevarme? R: ¡Es una sorpresa!

–Rhett quiere que tengamos una cita sorpresa de Navidad –dijo, dándole
más importancia de la que tenía.
Después de todo, ¿por qué no iba a estar alguien interesado en Rhett
Burton? Era divertido estar con él y en cada uno de sus conciertos había
cientos o miles de chicas chillonas de melena rubia teñida y piernas
perfectas que, definitivamente, querrían estar con él.

H: Llámame mañana para darme los detalles.

Después de contestar, dejó el teléfono y volvió hasta donde estaba Joe.


–De todos modos, suele venir de visita el día de Navidad –dijo con
alegría. El papel de interés romántico de Rhett le resultaba fácil de
interpretar. Era sencillo ocultarse detrás de aquel espejismo–. Aunque no
puedo decir que alguna vez haya planeado una cita. Eso es nuevo.
Sacudió la cabeza y sonrió, preguntándose para sus adentros qué habría
planeado su amigo.
De pronto, Joe parecía pensativo y aquella mirada de preocupación había
regresado a sus ojos. Entonces, se puso en pie y Holly se dio cuenta de lo
nervioso que parecía. ¿Acaso el intercambio entre Rhett y ella le había
recordado de algún modo el estrés de la boda? Tal vez el hablar de citas le
hubiese hecho pensar en el gran día... Tenía el mismo aspecto que cuando lo
había agobiado con sus preguntas.
–¿Colocamos ya los regalos de tu abuela? Creo que me voy a ir a dormir
pronto. Todo el trabajo de hoy me ha dejado agotado. –Sí, claro –contestó
ella, confundida por su reacción. No había pretendido molestarle, tan solo
había querido asegurarse de que no se estaba extralimitando.
Quería decirle que todo iba a salir bien, que tenía que confiar en su
corazón, pero se mantuvo en silencio. Joe se dio la vuelta y fue hasta su
dormitorio para buscar los regalos del abuelo, dejando a Holly a solas con el
chocolate caliente y las suaves luces del árbol de Navidad.
Capítulo 24

Holly se inclinó sobre la abuela mientras abría los ojos. El sol entraba
por la ventana, reflejándose sobre el hielo que todavía quedaba en el
exterior. La mujer se incorporó poco a poco, preguntándose claramente por
qué su nieta estaba tan emocionada. Por su aspecto, aquel día, no parecía
sentirse diferente al resto de los otros días. Pero, sabiendo que estaba a
punto de volver a recibir noticias del abuelo, Holly tenía la convicción de
que eso iba a cambiar en breve.
La tomó de las manos.
–¡Abuela! ¡Es Navidad! –le dijo. La emoción de lo que les esperaba hacía
que quisiera explotar, pero se mantuvo calmada–. Volver aquí ha sido duro
para ti –comentó con suavidad. La mujer frunció los labios y asintió. En las
arrugas de su rostro se reflejaba el dolor que sentía–. ¿Recuerdas cómo el
abuelo siempre nos decía que la Navidad era una época mágica? Es cuando
lo imposible se vuelve posible. –Al pensar en ello, la abuela esbozó una
sonrisa pequeña, pero llena de amor–. Si pudieras tener cualquier cosa por
Navidad –susurró Holly de forma dramática–, ¿qué desearías?
La mujer la miró fijamente a la cara mientras la seriedad se apoderaba de
su rostro.
–Me gustaría que tu abuelo estuviera aquí otra vez, ya lo sabes. Así que,
aunque me encanta que estés entusiasmada por este día, para mí va a ser
difícil. Así son las cosas. Pero, por favor, no permitas que te arruine las
vacaciones.
Holly tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no permitir
que se le escaparan las lágrimas y mantener el tono de voz lo más neutro
posible porque, en el fondo,
el abuelo había conseguido cumplir el único deseo de su esposa.
–Dejaré que te asees y te vistas –dijo–. Te esperaré en el salón.
Entonces, cerró la puerta tras de sí y fue a preparar los muffins y el café.

–¿Por qué estás sonriendo como una tonta? –le preguntó la abuela cuando
al fin salió del dormitorio. Miró a Joe en busca de una respuesta, pero él se
encogió de hombros como si fuese un misterio para él.
Holly colocó en la mesa un muffin y una taza de café para la mujer, lo
cual era otra de sus tradiciones navideñas. Siempre comían lo justo para
aguantar hasta haber terminado de abrir los regalos y, después, ponían
música navideña y entonces preparaban un gran desayuno para celebrar el
día.
–Gracias, querida, pero no tengo hambre –le dijo la abuela, dejando a un
lado el muffin–. Si vosotros dos ya habéis comido algo, podemos pasar
directamente a los regalos.
Holly sabía que no le gustaba comer cuando estaba preocupada o triste y
era evidente que echaba de menos a su marido. Las Navidades eran un
momento difícil, así que esperaba que el gesto del abuelo sirviera para
aliviar el vacío que sentía sin él.
–¿Estás segura? –le preguntó.
–Sí, querida, estoy segura.
–De acuerdo. –Se acercó hasta ella y la tomó de la mano–. Necesito que
cierres los ojos. –La abuela la contempló sin intentar ocultar que estaba
tratando de adivinar qué era lo que pretendía–. Confía en mí. Abandónate a
la magia.
La mujer tenía un ligero gesto de desaprobación, pero cerró los ojos y
permitió que Holly la guiara por el salón hasta colocarla justo delante de la
chimenea.
–Ya puedes mirar.
La abuela abrió los ojos y vio el regalo al instante, lo que hizo que se
emocionara de inmediato. Soltó a Holly y juntó las manos como si estuviera
a punto de rezar. Cada centímetro de su cuerpo estaba alineado directamente
con el pequeño paquete que había sobre la repisa.
–Tu abuelo siempre solía dejar ahí mi primer regalo –dijo con la voz
temblorosa–. Después, escondía los demás... ¿Te acordabas de que hacía
algo así?
–Claro que me acuerdo. Y lo ha vuelto a hacer –le susurró al oído–. Una
última vez. Solo para ti. –Se abrazó a ella aunque, en aquella ocasión, lo
hizo para ofrecerle algo de apoyo ella misma. Perpleja por el comentario de
su nieta y con los dedos temblorosos, la abuela extendió la mano y cogió el
regalo con cuidado. Holly apenas podía tragar saliva, ya que tenía un nudo
en la garganta. Por el rabillo del ojo, vio que Joe cambiaba de posición y se
sorprendió al darse cuenta de que también estaba emocionado.
Con movimientos lentos, la mujer quitó el celo con el que habían cerrado
el papel y sacó la cajita del envoltorio.
–Es preciosa –dijo al abrirla.
Pero, entonces, se paró en seco. Mientras encontraba la nota del abuelo y
contemplaba su letra, el único sonido que se oía en la habitación era el
tintineo de la música que surgía del interior de la cajita.
La abuela estaba quieta, con la cajita metálica abierta entre las manos
envejecidas, y empezó a temblarle todo el cuerpo. Se volvió hacia Holly en
busca de respuestas, con los ojos muy abiertos y llenos de asombro.
–Me dejó una caja en el granero. No supe que estaba allí hasta que Joe la
encontró.
La mujer se giró hacia él con la misma mirada que si acabara de salvarle
la vida y, en cierto modo, Holly pensó que lo había hecho. La abuela se
dirigió hacia él y le dio un gran abrazo, estrechándolo con fuerza, tal como
hacía cuando abrazaba a la familia. Luego, volvió a mirar la nota. Con
ternura, se la acercó al rostro e inspiró, probablemente con la esperanza de
poder captar todavía su olor. Con los ojos cerrados, una lágrima le resbaló
por las mejillas llenas de surcos que todos aquellos años de risas le habían
dejado en el rostro. Cuando abrió los ojos, Joe le tendió un pañuelo de papel
mientras la miraba con cariño. Holly estaba muy contenta de que estuviese
allí.
–Gracias –le dijo la abuela. Soltó un leve suspiro y se secó los ojos–. ¿De
verdad hay otro regalo en el armario de la ropa blanca? –preguntó. Tenía los
ojos muy abiertos por la emoción. Aquella era la misma mirada que solía
mostrar cuando el abuelo la cogía en brazos y la hacía girar mientras ella
hacía las tareas domésticas.
Holly asintió, sintiéndose como si estuviera presenciando un milagro.
Con pasos ágiles, la abuela se dirigió hasta el armario que había en el
pasillo y en el que se encontraba el segundo regalo. Holly lo había colocado
sobre las toallas de invitados que había comprado para los huéspedes. Abrió
la puerta de golpe, metió la mano en el interior para hacerse con el regalo y
lo desenvolvió con rapidez, tal como ella misma solía devorar sus propios
regalos cuando era niña.
–¡Es nuestra canción navideña favorita! ¡Santa Claus is Coming to Town!
–dijo, emocionada, a medio camino entre la risa y el llanto–. La mañana de
Navidad, el abuelo solía susurrarme al oído esa parte de la letra en la que
dice: «Te observa cuando duermes...». –Contempló la nota–. ¡Tiene razón!
Nunca encontré ese disco. Creo que él mismo lo llevó por error a la tienda
de segunda mano –añadió de forma dramática como si estuviera aireando
algún secreto–. Siempre estaba limpiando y deshaciéndose de cosas viejas.
–Le dio vueltas al CD en la mano–. ¡Quiero ponerlo ahora mismo!
Joe se inclinó hacia ella y le hizo un gesto para que se lo diera de modo
que pudiera quitarle el celofán con el que estaba envuelto. Con manos
ansiosas, se lo dio y, en aquella ocasión, le sonrió con amabilidad.
–Esta nota dice que si me duele la espalda te haga buscar el siguiente
regalo –dijo la abuela, ondeando el trozo de papel en el aire mientras seguía
a Holly de vuelta al salón.
Joe puso el CD en el reproductor y lo encendió. Con la música y la
abuela feliz, toda la estancia parecía festiva, como en los viejos tiempos.
–Ojalá el resto de la familia pudiera ver esto –dijo Holly.
La abuela le dedicó una mirada pensativa. Ella se agachó junto al sofá
para rescatar el tercer regalo y entregárselo.
Desenvolvió Guerra y paz y puso los ojos en blanco mientras echaba la
cabeza hacia atrás y se reía.
–¡Quiere matarme de aburrimiento incluso ahora! –Pasó las páginas,
dedicándole un poco más de tiempo a la primera. Holly se preguntó si, al
fin, iba a darle una oportunidad al libro solo por el abuelo–. El último regalo
está en la ventana –dijo, leyendo el mensaje. Por cómo dudó, Holly notó un
atisbo de miedo–. Voy a esperar un poco. –Por el gesto que tenía en el
rostro, era evidente que estaba saboreando el momento.
–De acuerdo, abuela.
La entendía perfectamente. Mientras observaba la cajita del anillo, aquel
último regalo que estaba en el alféizar de la ventana, sintió como si el
abuelo todavía estuviera allí, cuidando de ellas.
–¿Y si abrís vosotros dos algún regalo? He estado acaparando la mañana
–dijo la mujer, aferrando el viejo libro entre sus manos como si fuese un
salvavidas.
–Diría que tienes permiso para hacerlo –replicó Holly con una
carcajada–. Pero sí que tengo algunos regalos para Joe.
–Sí –añadió ella mientras la piel entre los ojos se le arrugaba un poco
más–. Me muero por saber qué es lo que hay en el frigorífico.
–Ese es el último regalo que tiene que abrir Holly –dijo Joe, despertando
su interés todavía más.
Con la música todavía sonando, la abuela fue hasta el sofá con el libro y
se sentó.
–Holly, ¿por qué no empiezas tú?
Ansiosa por ver a Joe desenvolviendo los regalos, no se quejó y fue
directa a por el primero. Se sentó junto a él y se lo tendió. Con una sonrisa
breve, él tomó el presente que le había comprado en Puckett’s y lo abrió.
–Ah, un Moon Pie. –La abuela se rio. Él tiró de cada lateral del
envoltorio–. ¿Debería probar este manjar de tu infancia? –¡Sí! Y, si no te
gusta, no me ofenderé. Me encargaré de él yo misma con mucho gusto. –Joe
lo abrió y le dio un bocado. Masticó poco a poco, como si quisiera tenerlo
un momento en el paladar para disfrutar de todo el sabor–. No es tan
sofisticado. Mastícalo y trágatelo sin más.
Cuando terminó con el primer bocado, dijo:
–Lo he disfrutado, gracias. –Cerró el envoltorio y lo dejó en la mesa–.
Voy a guardar el resto para más tarde. No quiero perderme el desayuno.
La abuela volvió a reírse.
–Creo que los de vainilla son mis favoritos. Kay tiene razón en eso.
Holly estaba encantada de ver a Joe y a su abuela hablando como si
hubieran sido amigos todo el tiempo.
–Me siento honrado de que Holly tenga tan buena opinión de mí como
para querer que lo probara.
Le guiñó un ojo y el corazón le dio un vuelco. Desde luego, aquel año, la
magia de la Navidad estaba por todas partes.
–Déjame que te dé tu primer regalo –le dijo él mientras se levantaba y
rebuscaba bajo el árbol. Después, le colocó en el regazo una caja que
pesaba un poco.
Era lo bastante pequeña como para poder rodearla con las manos.
Empezó a desenvolverlo y su cariño por Joe volvió a aumentar al ver de
nuevo todo el celo que había utilizado en los extremos. Cuando hubo
quitado todo el papel de regalo, tenía entre las manos una taza de café
blanca que, en letras negras, rezaba: EN LEIPER’S FORK, ALGUIEN ESTÁ
PENSANDO EN TI. La «O» de «Fork» era un corazón rojo.
–No podía ponerme quisquilloso con las opciones –dijo él–. Era lo único
que tenían. Pero, la otra mañana, tu abuela me pidió que le llevara una taza
del ajuar familiar. –Le hizo un gesto a la mujer con una mirada de alegría–.
Me contó una historia sobre cada una de las tazas, pero no mencionó que
hubiese ninguna debajo del armario que fuese solo tuya. Ahora, ya la tienes.
–Me encanta –dijo Holly, cautivada por lo considerado que era.
–Tenéis que acabar de abrir todos los regalos –intervino la abuela–. Es
muy divertido veros.
Holly tomó de debajo del árbol otro de los regalos que había comprado
para Joe y se lo dio. Él le quitó el papel.
–¡Ajá! –Sacó una gorra de béisbol con un parche de la bandera
estadounidense en la parte delantera.
–Es perfecta, Joe –comentó la abuela. Holly tomó nota de que había
utilizado su apodo–. Es muy apropiada para ti –se burló–, aunque Holly no
tendría por qué haberte comprado una. Estoy segura de que Buddy y Otis
tienen suficientes para compartir. –Me estaba costando encontrarte algo –
dijo ella con una risita–. Pensé que podrías ponértela para la próxima fiesta
en el granero.
–¿La próxima? –preguntó él. En su tono había un entusiasmo que no
podía negar. Le gustaba aquel lugar.
–Puedes venir siempre que quieras –dijo la abuela. Después juntó las
manos–. Ya basta de cháchara. ¿Qué más le has comprado a Holly? Esto es
mejor que uno de esos maratones que ponen en la televisión.
Él se puso en pie y le dio su segundo regalo. Como tenía menos celo, lo
abrió con facilidad. Mientras pasaba el dedo bajo el pliegue del papel, se
dio cuenta de que él estaba sonriendo mientras la miraba. ¿Qué había
encontrado que le hiciese tan feliz? Holly bajó la vista y ahogó un grito
cuando vio lo que había bajo el envoltorio. Era un lienzo diminuto, del
tamaño de la tapa de una caja de zapatos, y en él, había una preciosa
acuarela de Times Square.
–Guau... –masculló mientras asimilaba todos los detalles.
–Pensé que me habías pillado –dijo Joe–. Después de dejarte en
Puckett’s, fui a la galería de arte para buscar algo para ti. Cuando lo vi, no
podía creérmelo. Un artista local había hecho varios cuadros con lugares de
todo el mundo. Es un original, único. –Se inclinó hacia ella para poder
contemplarlo juntos. En aquella cabaña renovada, su presencia se había
convertido en una parte de sus Navidades tanto como las velas de vainilla y
el abeto. Sabía que, al año siguiente, lo iba a echar de menos–. Me dijiste
que, algún día, te gustaría ir a Nueva York. –Entonces, dio un golpecito en
un punto a la izquierda del cuadro–. Ahí está Rona’s, la cafetería que te
mencioné. Sé que vas a ir a California con Rhett, pero espero que también
vayas a Nueva York, ya que es el lugar que siempre has querido visitar.
Había sido tan considerado que le estaba costando contener sus
emociones, pero iba a ser fuerte.
–Hay uno más para ti –dijo, tomando el regalo más pequeño. Joe lo abrió
y se lo puso en un dedo de modo que colgara frente a sus ojos. Era un
llavero con letras regordetas que decía: JOEY. El pecho se le hinchó con la
risa. Ella agradeció la oportunidad de reírse porque sus emociones la
estaban sobrepasando.
–Así, nunca te olvidarás de eso –dijo con la esperanza de que no lo
hiciera.
–No. Nunca lo olvidaré.
En aquel momento, pareció muy sincero, pero ¿de verdad no lo
olvidaría? ¿O el tiempo que había pasado allí se desdibujaría hasta
convertirse en un viejo recuerdo? ¿Volvería a su vida en algún ático de lujo
en la ciudad, con Katharine revoloteando por allí todas las mañanas con su
albornoz de seda mientras él recogía el periódico y hablaba de la subida de
las acciones?
De todos modos, así era como los imaginaba. Pronto, cuando Katharine
llegase al día siguiente, descubriría si se equivocaba o no. Pero, por el
momento, apartó de la mente ese pensamiento para poder disfrutar de la
Navidad.
–De acuerdo. Tu último regalo. –Se puso en pie y fue hasta el
frigorífico–. Señora McAdams –le dijo a la abuela desde el otro lado de la
habitación–, le debo un tubo de glaseado.
–Llámame «abuela». Todos los jóvenes de por aquí me llaman así.
Él asintió con cariño.
–Lo siento –añadió, mientras regresaba junto a ellas–. He usado el
glaseado que encontré en la despensa. Supongo que era tuyo porque
apareció después de que llegarais. Compraré más. –No pasa nada, querido.
–¿Me has hecho una tarta? –preguntó Holly, incapaz de dejar de sonreír.
Él negó con la cabeza mientras dejaba el paquete sobre la mesa. –No lo
vuelques.
La abuela se inclinó hacia delante para ver lo que era. Con cuidado,
Holly lo abrió y levantó la tapa de la caja.
–Pastel de boniato...
En letras blancas y temblorosas se podía leer: «Feliz Navidad». «Se ha
acordado...», pensó.
–Gracias –dijo. Tenía ganas de abrazarlo, pero se contuvo. Aquellos
regalos habían sido de los mejores que había recibido jamás y era incapaz
de imaginar un día de Navidad mejor.
Cuando miró a la abuela, la mujer tenía una expresión extraña mientras
contemplaba a Joe. Era como si estuviera intentando encajar las piezas de
un puzle. Sin embargo, parpadeó y aquella mirada desapareció. Apartó la
vista de Joe y de su pastel y contempló la ventana de la cocina en la que
estaba el último regalo de su marido.
–¿Qué os parece si abro el último del abuelo? –preguntó, poniéndose en
pie.
–Por supuesto.
Holly fue detrás de ella hasta el regalo y Joe las siguió. La abuela retiró el
paquete del alféizar y lo sostuvo entre las manos, apreciando el deleite que
le causaba, aunque Holly sabía que, al mismo tiempo, estaría pensando en
que aquel iba a ser su último contacto con el hombre al que amaba. La
mujer apartó el papel poco a poco y abrió la cajita. Entonces, cuando vio el
anillo, se le paralizó todo el cuerpo. Sin mostrar ninguna reacción todavía,
leyó el precioso mensaje que lo acompañaba. Después, dobló la última nota
y se la apretó contra el pecho mientras intentaba mantener la calma. Alzó la
mirada como si pudiera verlo. Entonces, se puso en el dedo el anillo que,
incluso con la artritis, encajaba a la perfección.
–Creo que lo que el abuelo quiere que sepas es que se te permite ser feliz
–dijo Holly, poniéndole una mano en el brazo y frotándoselo arriba y abajo
con afecto. Después, le cogió la mano–. Ninguno de sus mensajes menciona
el hecho de que ya no está; todos ellos hablan de la felicidad que compartió
contigo.
Tras un largo momento en el que permaneció pensativa, con la mirada
fija en el anillo y los ojos llenos de lágrimas, la abuela habló al fin.
–¿Sabes por qué el abuelo solía esconder los regalos? –le preguntó. Ella
sacudió la cabeza–. Porque siempre decía que la vida es como la Navidad.
Puede que cualquiera que mire bajo nuestro árbol solo vea un espacio vacío
y, a veces, pensamos lo mismo de nuestras vidas cotidianas: ignoramos las
riquezas que nos rodean. Pero, en la vida, si los buscamos, podemos
encontrar tesoros escondidos por todas partes, en los lugares más
inesperados. –Sus ojos se desviaron hacia Joe y le dedicó otra mirada
afectuosa, claramente encantada con el hecho de que hubiese traído al
abuelo de vuelta aunque solo hubiese sido un momento–. ¿Sabes? He estado
pensando mucho en tu madre y en tu padre, en tu hermana, en la pequeña
Emma... Hasta ahora, he estado demasiado afligida como para volver a la
cabaña y siento que los he alejado de mí.
–No, abuela; no puedes pensar así.
–No pasa nada. Además, estábamos alquilándola. Si bien ya nada se
parece a lo que teníamos el abuelo y yo, ahora sí que le siento en esta casa.
Aquí puedo ver a sus amigos, sigo sacando sus tazas de los armarios y
tengo sus cosas en el granero. Pero también tengo el regalo que nos hizo de
un nuevo lugar en el que reunirnos; un hogar maravilloso y precioso en el
que podemos celebrar la Navidad. La familia no cabía al completo en mi
casa de Nashville y no tenían otro sitio al que ir... Ahora, me pregunto si
debería quedarme en la cabaña. Así podríamos pasar aquí las vacaciones de
Navidad todos los años. Me gustaría volver a invitarlos.
–Creo que es una gran idea.
–¿Por qué no les preguntas hoy, cuando les llames para felicitarles la
Navidad?
Entonces, de forma inesperada, le dedicó la mayor sonrisa que le hubiera
visto en años y, justo en ese momento, Holly supo que nunca olvidaría
aquellas Navidades.
Capítulo 25

Habían abierto todos los regalos. El papel y los lazos seguían esparcidos
por toda la habitación y los platos del desayuno de Navidad estaban
apilados y vacíos en el fregadero. La abuela, Joe y ella se sentaron en la
mesa de la cocina con un pedazo de pastel.
Mientras cocinaban, Holly había fregado la taza que le había regalado Joe
y estaba bebiendo en ella. La satisfacción de la sonrisa de la abuela, al
parecer permanente, y el hecho de que, por primera vez, estuvieran los tres
hablando con tanta facilidad la envolvió como un abrazo enorme.
–Doy las gracias por la tormenta de nieve –dijo la abuela–. Sin ella, nada
de esto habría sido posible.
Antes de que pudiera responderle, la interrumpieron unos suaves golpes
en la puerta.
–Ya abro yo –dijo, poniéndose de pie.
Cuando abrió, se encontró a Rhett. O, más bien, lo que, a juzgar por las
extremidades que asomaban detrás de un regalo enorme, creía que era
Rhett.
–No podía esperar hasta más tarde –dijo él mientras atravesaba la puerta
y dejaba el paquete en el suelo nada más entrar.
–Algunas cosas nunca cambian –le dijo la abuela a Joe en la cocina–.
¡Feliz Navidad, Rhett!
–¡Hola, abuela! –exclamó. Después, empujó el regalo hacia Holly
mientras centraba su atención en ella–. Las calles estaban bastante
despejadas, así que hoy he podido ir a Nashville y te he comprado una cosa.
–¿No estaban las tiendas cerradas?
–Le mandé un mensaje a la propietaria de una tiendecita y le pregunté si
abriría para mí. Me dijo que lo haría si me sacaba una fotografía delante del
escaparate para que pudiera compartirla en las redes sociales. Lo que haga
falta, ¿no? –Se rio–. Venid con nosotros –les dijo a la abuela y a Joe,
haciéndoles un gesto para que se acercaran como si estuviera en su propia
casa. Holly no pudo evitar sonreír; había echado de menos aquello. –
¿Quieres un trozo de pastel? –le preguntó.
–¡No, no quiero pastel! –contestó él con una sonrisa resplandeciente.
Estaba acelerado por la emoción, como todas las mañanas de Navidad–.
¡Quiero que abras mi regalo–. Ella se rio, pues su entusiasmo era
contagioso–. Abuela –añadió cuando la mujer se acercó hasta allí mientras
Holly arrastraba el regalo al centro de la habitación–, ¡no me he olvidado de
ti! Tengo tu regalo en la camioneta. En cuanto Holly abra el suyo, te daré el
tuyo.
Joe se sentó en el sofá, contemplando el regalo de Rhett. Holly deseaba
poder decirle que, sin importar lo que fuera aquella monstruosidad que su
amigo le había comprado y sin importar el montón de dinero que
probablemente se habría gastado, seguía prefiriendo su taza, un pedazo de
pastel de boniato y aquella preciosa acuarela de un lugar sacado de sus
sueños. –¿Te vas a limitar a mirarlo o vas a abrirlo? –bromeó Rhett. Rasgó
el papel y arrancó una tira larga de la parte delantera, revelando una maleta
de diseño. Según la etiqueta que asomaba bajo el resto del papel de regalo,
era resistente a los arañazos y estaba fabricada con policarbonato. Era de
color azul cobalto con unas franjas blancas en los laterales.
–¡Para cuando viajes conmigo! –dijo, pasándole los brazos por la cintura
y levantándola del suelo. Ella se sacudió hasta liberarse–. Tengo el resto en
la camioneta. Solo quería envolver una.
–¿Las demás?
–Sí, te he comprado el set completo. No estaba seguro de qué ibas a
necesitar. Las entraré después. –Empezó a dar vueltas por la habitación
como un niño distraído–. ¡Abuela! Estoy seguro de que estás impaciente por
ver lo que te he comprado, ¿verdad? –Le dio un beso en la mejilla y ella
puso los ojos en blanco de forma juguetona mientras soltaba una
carcajada–. ¡Ahora mismo vuelvo!
Se marchó para buscar los regalos y pareció como si se hubiera llevado
todo el sonido de la habitación con él. Su personalidad ruidosa y
carismática los dejó a todos pensativos y en silencio, y Holly se preguntó en
qué estaría pensando Joe. Estaba sentado en el sillón del rincón,
contemplando el fuego.
Antes de que pudiera planteárselo de verdad, su amigo había regresado
con un ramo de flores en la mano. Se preguntó con quién habría tenido que
posar para conseguirlas. Le tendió a la abuela aquel ramo de rosas rojas y
blancas, velo de novia y hiedra en miniatura.
–Para usted, preciosa dama –dijo mientras le entregaba las flores a la
mujer.
–Son preciosas, Rhett.
La abuela las llevó hasta la cocina y las dejó sobre la encimera, donde
solía dejar los ramos de flores silvestres que Holly le regalaba de pequeña.
–No son tan preciosas como tú –le dijo él cuando regresó, haciendo que
se riera por su dulzura empalagosa. Rhett siempre exageraba para sonrojar a
la abuela, pero ella lo disfrutaba todas y cada una de las veces–. Si te parece
bien, me gustaría llevarme a Holly un par de horas.
–¿Se trata de nuestra supuesta cita?
–Sí. –Arqueó las cejas mirando a la abuela, visiblemente ansioso–. Ponte
el abrigo. Tengo la camioneta en marcha.
–Nos colmas de regalos y, después, sales corriendo –bromeó la mujer.
Su amigo se encogió de hombros, juguetón, como si no tuviera otra
opción. Joe se puso en pie.
–Disculpadme –dijo de forma educada–. Tengo que... –Señaló en
dirección a su dormitorio, pero no terminó la frase. Holly se preguntó qué
tendría que hacer el día de Navidad. Seguro que no se trataba del trabajo.
Tal vez fuese a llamar a Katharine–. ¡Feliz Navidad! –le dijo a Rhett.
Entonces, recorrió el pasillo hasta su habitación y cerró la puerta tras de sí.
–Abuela, ¿te parece bien que me vaya? –preguntó Holly, apartando la
vista del dormitorio de Joe, que estaba al otro lado del pasillo.
–Claro, querida. Diviértete. Si me aburro, molestaré a Joe.
Aquella broma la sorprendió, pero estaba encantada de que estuviera
empezando a tenerle cariño.
–De acuerdo –dijo–. ¡Volveré pronto!
Cogió su abrigo y siguió a Rhett al exterior. Su camioneta habitual había
sido sustituida por una imponente y flamante Chevrolet Silverado que
ronroneaba en el camino de acceso. –¿Camioneta nueva? –le preguntó
mientras abría la enorme y brillante puerta negra y subía dentro.
–Sí, aunque todavía tengo la vieja. Está en el garaje. También sigo
teniendo el viejo todoterreno que te gusta –contestó él mientras ella se
abrochaba el cinturón–. Pero, hoy, para mi chica, solo quería lo mejor.
Cerró la puerta y rodeó el vehículo hasta llegar a su lado. Entró, se
abrochó el cinturón y pisó el acelerador.
«Mi chica». Holly tenía la esperanza de que se tratase de un término
cariñoso y que no estuviera haciendo el uso posesivo que solía tener aquella
frase. No era «suya» de ninguna forma, y creía haberlo dejado bastante
claro.
Cualquiera que los viera juntos se preguntaría por qué no quería ser la
media naranja de Rhett. Tenían un pasado en común, podía confiarle su
vida, era una persona honorable que nunca le haría daño de forma
intencionada, conseguía que se riera y la abuela lo adoraba. Sin embargo,
estaba ocupado. Estaba ausente la mayor parte del tiempo. Que estuviera
presente todos los días en Navidad daba una idea equivocada, porque, en
cuanto se acabaran las vacaciones, volvería a desaparecer, dejando atrás a
todo el mundo. Y, después del viaje a California,
se marcharía de gira por otro sitio. Holly no quería llevar esa vida para
siempre. Quería estabilidad, largas horas en el porche, mañanas envuelta en
las mantas con la persona a la que amaba bajo la luz temprana de la mañana
y compartir cenas caseras cuando las estrellas brillaran en el cielo.
Cuando al fin se centró en el asfalto, se dio cuenta de que no estaban en
una carretera, sino en un camino oculto de gravilla que serpenteaba por las
colinas. Se agarró a la manecilla de la puerta mientras las enormes ruedas
de la camioneta avanzaban dando botes sobre la superficie irregular. Bajo
las copas de los árboles, la tierra todavía estaba cubierta por bastante nieve.
Finalmente, cuando estaba tan desorientada que habría sido incapaz de
encontrar el camino de vuelta, Rhett aparcó en un claro pequeño y cubierto
de nieve en medio del bosque. –¿Qué es esto? –le preguntó, contenta de
conocerlo tan bien. De lo contrario, se habría preocupado por el sitio que
había elegido para la cita.
–Ahora todo esto es mío. Treinta hectáreas –contestó él mientras apagaba
el motor.
Así que había empleado bien su dinero y se había comprado un buen
terreno en Leiper’s Fork. No podía imaginar nada mejor para él.
–¿Vas a construir algo aquí?
–Ya lo he hecho.
Salió de la camioneta y caminó hasta su lado, pero, cuando llegó, Holly
ya se había bajado de un salto. Él cerró la puerta y se giró hacia el claro.
Ella miro a izquierda y derecha, pero no había nada. ¿Iban a tener que dar
una caminata hasta donde fuera que quería ir? Sin duda, no pretendía
someterla a aquel frío helador. No se había llevado ni los guantes ni la
bufanda. Rhett se colocó detrás de ella y le puso las manos en los hombros.
–Mira –le dijo al oído.
Entonces, señaló la copa de los árboles y ella, sorprendida, inhaló una
bocanada de aire helado.
Se trataba de una casa en un árbol, aunque no se parecía a ninguna de las
que había tenido de niña. Aquello era una casa de verdad, pero construida
en los árboles. Oculta entre las ramas y las hojas perennes, jamás se habría
dado cuenta de que estaba allí, pero, ahora podía ver la luz dorada de las
ventanas y las mecedoras que había en una terraza con vistas a un arroyo
que pasaba por otro claro que había más abajo.
–¿Cómo subimos ahí arriba? –le preguntó sin aliento.
Rhett le tomó la mano.
–Sígueme.
La condujo hasta un grupo cercano de árboles y, allí, totalmente ocultas
del camino de acceso, había unas escaleras que se enroscaban en torno al
tronco de uno de los robles. Mientras cada paso le ofrecía unas vistas
mejores, Holly siguió a su amigo hacia arriba hasta que llegaron al porche
que rodeaba toda la casa. El paisaje de las montañas y los valles, de los ríos
que serpenteaban por ellos y de los restos de nieve espolvoreados por todas
partes como si fueran una especie de pintura al óleo la dejaron deslumbrada.
A su espalda, oyó un maullido suave y algo se restregó contra su pierna.
–Anda, mira –dijo Holly, agachándose y levantando a un gatito diminuto
que era blanco y esponjoso con manchas blancas. El animal ronroneó en sus
brazos, le acarició el rostro con el hocico y le lamió la barbilla con su
lengua rasposa.
–¿Qué demonios...? –exclamó Rhett, riéndose–. Me costó conseguir que
esa gata se acercase a mí. La encontré en un callejón de la ciudad. No me
parecía que fuese una gata callejera de ciudad, así que la traje aquí y
empecé a dejarle comida y leche hasta que confió en mí. Pero supongo que,
ahora, confía en todo el mundo.
–¿Tiene nombre? –Sujetó a la gata a cierta distancia y la miró a los ojos,
azules, mientras se removía para volver a acercarse a ella. –La llamo Hattie.
–Extendió su mano fuerte y la pasó por la delicada cabecita de la gatita–. La
encontré detrás de Hattie B’s,
el restaurante. Me la llevé directamente a casa sin pedir nada de comida,
y ya sabes lo que me gusta su pollo picante.
Holly sonrió.
–No quiero preguntar por qué estabas en el callejón trasero de Hattie B’s.
–Era la única manera de poder entrar y comer sin que me acosaran.
Se puso seria. No podía imaginarse algo así.
La gatita hizo fuerza para separarse de ella, así que la dejó vagar por el
porche y miró a su alrededor. Pasó los dedos por una de las mecedoras que
se encontraba de cara al paisaje. Eran robustas, hechas de ramas de árbol sin
pulir, pero lo bastante lijadas como para que resultasen cómodas al tacto.
–Esto es maravilloso –dijo.
Rhett pasó las manos a lo largo de la barandilla, contemplando las vistas
con el aliento flotando en el aire.
–No es una porquería, eso seguro. –Se dio la vuelta, impaciente–.
¡Déjame que te muestre el interior!
Pasó junto a ella y abrió la puerta de cristal. Holly se dio cuenta de que,
justo al lado, había una gatera para Hattie. Eso la hizo sonreír.
–Después de ti –dijo él, haciendo un gesto teatral con el brazo para
permitirle la entrada.
El fuego rugía en una chimenea de piedra más alta que ellos y que cubría
toda una pared hasta las vigas del techo abovedado. Rhett había encendido
unas velas y las llamas, junto con el resplandor de las lámparas, llenaban la
habitación. Una enorme manta de cuadros cubría un sofá de cuero que
estaba orientado hacia una pared con ventanales. Enfrente, había un viejo
tronco que usaba como mesita de café y sobre el que había esparcidas varias
revistas locales.
Mientras Holly contemplaba lo que la rodeaba, Rhett se dirigió a la
cocina que se orientaba hacia la zona del salón. Como la cocina estaba
abierta al salón, pudieron seguir hablando.
–¿Qué te parece? –le preguntó mientras descorchaba una botella de
champán. El sonido hueco llenó el espacio. Sirvió dos copas y las burbujas
danzaron sobre cada una de ellas.
–Estoy sin palabras... –contestó–. Es increíble.
–Aquí, nadie puede encontrarme –dijo él mientras rodeaba la barra y le
tendía una de las copas. Dejó la suya en el tronco y se dejó caer en el sofá,
poniendo los pies en alto. En cuanto estuvo sentado, Hattie se subió sobre él
y encontró un lugar cómodo en su regazo–. Puedo ser yo mismo. –Le dio
una palmadita al cojín que tenía al lado mientras acariciaba a la gatita.
–¿Es una locura ser Rhett Burton, la estrella?
Se sentó a su lado, con las piernas dobladas y subidas en el sofá. Hasta
ese momento, no lo había pensado, pero, para muchas personas, Rhett no
era el chico que ella conocía, sino una caricatura exuberante del verdadero
Rhett Burton. Lo había visto en la televisión: sus fans agolpándose contra
vallas improvisadas, agitando papeles y bolígrafos frente a él y apuntándole
los teléfonos a la cara mientras les firmaba autógrafos antes de subir
corriendo al escenario para actuar, cantando por encima de sus gritos.
–Sí –contestó él–, pero es una locura en el buen sentido. Me gusta.
Aunque no puedo hacerlo las veinticuatro horas del día, los siete días de la
semana, ¿sabes? A veces, necesito volver aquí y estar con la gente que sabe
quién soy...
Holly sí sabía quién era el verdadero Rhett Burton. Lo sabía todo sobre
él. Y, justo entonces, un viejo recuerdo apareció en su mente.
–Claro –comentó ella–. Está bien volver a casa con la gente que te
conoce. Como la gente que sabe que tienes un miedo terrible a las abejas...
–Ocultó su sonrisa tras la copa.
Él le lanzó una mirada desafiante, pero juguetona.
–¡Me picó en el culo!
Holly estuvo a punto de escupir el champán con una carcajada y las
burbujas le llenaron la nariz. Se llevó la mano a la boca para contener la risa
mientras el pecho se le sacudía ante el recuerdo. Le costó un momento,
pero, al final, se recuperó lo suficiente para intentar parecer seria.
–No tenías ninguna marca –dijo ella, soltando una risita de nuevo.
–No, no había marca, pero sí había un aguijón. Y, con trece años, fue muy
humillante tener que quitármelo detrás de un árbol mientras tú mirabas.
–¿Te acuerdas de que Buddy te dijo que le pusieras tabaco encima? –
Volvió a reírse, a punto de escupir de nuevo–. Nos juró que así dejaría de
dolerte.
–Por si no me sentía lo bastante humillado, ¡viene Buddy con una lata de
tabaco de mascar y me dice que me lo frote en el trasero delante de una
chica!
Holly empezó a reírse tanto que no podía parar. Casi llegó a un punto de
histeria al recordar, como si hubiera ocurrido el día anterior, a Buddy
persiguiendo a Rhett, mientras se agarraba una nalga corriendo por todo el
patio y gritando: «¡Qué dolor!». Una vez que las carcajadas disminuyeron,
se enjugó los ojos. –Qué tiempos más divertidos, ¿verdad?
Él le dedicó una sonrisa de medio lado.
–Sí, desde luego que sí. –Rhett bajó los pies del tronco y se inclinó hacia
ella con una sonrisa amplia. Hattie saltó al suelo y se dirigió a la cocina–. Y
ahora sé que jamás debo dejar que se te acerque un periodista. –Entonces,
su sonrisa desapareció–. Echo de menos aquellos tiempos. –Holly asintió–.
A veces, parecen muy lejanos. –Se puso de pie y se acercó a la ventana con
las manos metidas en los bolsillos de los pantalones–. Me gusta la versión
de mí que soy cuando estoy contigo –dijo, sin darse la vuelta.
–La persona que eres cuando estás conmigo es quien eres de verdad,
Rhett. No dejes que nadie te diga lo contrario. No tiene nada que ver
conmigo.
Al final, se volvió hacia ella y se quedó mirándola un buen rato. –Tal vez
debería llevar siempre un poco del mejunje de Buddy en el bolsillo trasero
para que me lo recuerde.
–Y si siempre llevas un poco encima, cuando estés presente, Buddy no
tendrá que preocuparse si se olvida el suyo.
Ella le restó importancia, pero sintió el peso de lo que había dicho. Él
sacudió la cabeza y soltó una carcajada.
–Me alegro de que vengas conmigo a California.
Fue entonces cuando Holly se preguntó si, tal vez, se convertiría en ese
símbolo del hogar que quería llevar en el bolsillo trasero; el recordatorio
constante de quién era, ya que parecía muy fácil olvidarse de ello cuando
estaba en la carretera. ¿Era ese el verdadero motivo por el que necesitaba
que estuviera con él? No iba a pensar en eso en aquel instante. Tan solo
tenía que disfrutar del momento.
Capítulo 26

Holly se rascó la cabeza a través


intentando concentrarse mientras,
del pelo despeinado. Bostezó,
situada detrás de la abuela,
rebuscaba su taza de café nueva. El día anterior, Rhett y ella se habían
bebido dos botellas de champán y, después, habían pasado al vino. Habían
hablado durante tanto rato que ambos habían perdido la noción del tiempo y
él se había ofrecido a prepararle la cena. Holly no había comido en todo el
día, así que había aprovechado la oportunidad de que cocinara para ella,
recordando lo bien que se le daba preparar una parrillada al aire libre. De
este modo, impávido ante el aire invernal, encendió el fuego y preparó para
ambos un festín de filetes, verduras y patatas. Comieron en la mesa nueva
estilo granja bajo un candelabro de techo antiguo. Todas las ventanas les
ofrecieron una vista hipnotizante del cielo nocturno. Cuando ella insistió en
regresar a casa por si la abuela necesitaba ayuda, Rhett se comportó como
un auténtico caballero: la arropó y la acompañó a casa. Sin embargo, no
tenía ni idea de a qué hora habían llegado a la cabaña.
–¿Dónde está Joe? –preguntó, sintiéndose mal por apenas haberlo visto el
día anterior.
Aunque aquello estaba bien, ya que haber estado fuera tanto tiempo hacía
que pareciera que Rhett y ella eran pareja, que era exactamente lo que
quería que pareciera.
La abuela encendió la cafetera con un chasquido y fue entonces cuando
Holly se dio cuenta de que ya estaba vestida, que se había peinado con esos
ricitos que solía hacerse y que llevaba puestos los pendientes de perlas.
–Ha ido a buscar a Katharine al aeropuerto. Llamó a un taxi hace unas
horas.
La adrenalina le recorrió las venas
–¿Sabes cuánto falta para que lleguen?
La mujer le dio la vuelta al relojito de oro que llevaba en la muñeca.
–Nos dimos el número de teléfono antes de que se marchara. Puedo
llamarlo...
–¿Le has dado tu número de teléfono a Joe?
Cómo habían cambiado las cosas entre ellos...
–Hace diez minutos me mandó un mensaje para decirme que había
conseguido un coche de alquiler para los próximos días y que venían de
camino, así que tardarán unos cuarenta minutos más. –¡Abuela!
Balanceando la taza vacía, se lanzó hacia la cafetera, pero todavía no
había producido el líquido suficiente para llenar una taza entera. Se volvió
hacia la abuela, pero se pensó dos veces lo de perder el tiempo en discutir si
tendría que haberla avisado con más tiempo y se dirigió hacia el pasillo.
–¿Por qué no me has despertado? –exclamó desde la habitación mientras
rebuscaba en su maleta como una excavadora a toda marcha.
No conseguía encontrar sus mejores pantalones vaqueros, los de diseño,
que eran los que más le estilizaban la figura y los que la hacían parecer tan
sofisticada como probablemente sería Katharine. Escudriñó la habitación.
–Anoche os vi a Rhett y a ti subiendo las escaleras –dijo la mujer,
dejando una taza de café llena sobre la cómoda sin dar importancia al
pánico de su nieta–. Me quedó claro que tenía que dejar que durmieras la
mona.
–¡Sí, pero tengo que causar una buena impresión! –Volvió a lanzarse de
cabeza sobre la maleta–. ¿Dónde están mis pantalones vaqueros?
La abuela los cogió de la silla y se los tendió. En cuanto los rozó, la
mujer los apartó de su alcance.
–Relájate, querida. Respira hondo. –Sabía que, con aquellas palabras, la
abuela quería decir mucho más. Era evidente que sabía que sus
preocupaciones abarcaban más que el hecho de no estar arreglada a
tiempo–. Todo va a salir bien. –Volvió a tenderle los pantalones–. Tómate el
café, dúchate y relájate. Yo entretendré a Joe y a Katharine hasta que tú
estés preparada.


Holly sintió los latidos del corazón en la garganta y los dedos le
temblaron mientras apoyaba la oreja contra la puerta de su dormitorio.
Escuchó una risa femenina –educada y suave– y supo que se trataba de
Katharine. Bajó la vista hacia su atuendo. Tal vez debería haberse arreglado
un poco más y mostrarse más profesional. Sin embargo, aquella era su casa,
por lo que podría resultar extraño. Escuchó la voz de la abuela y, después,
otra vez la de Katharine, aunque estaban amortiguadas y no podía distinguir
lo que estaban diciendo.
Estaba paralizada y era incapaz de mover las extremidades. La realidad
de tener a la prometida de Joe sentada en su salón la había convertido en
piedra. Aquella era la mujer con la que iba a trabajar codo con codo, la
mujer que recorrería el camino hasta el altar hacia Joe y le prometería
amarlo hasta que la muerte los separase. Estaba a punto de ver un destello
del mundo y la vida de aquel hombre. Sentía mucha curiosidad por saber
cómo se comportaban el uno con el otro. ¿Estaba Joe sentado junto a ella,
invadiendo su espacio con la rodilla tal como había hecho cuando se había
sentado junto a Holly? ¿Tendría el mismo interés en la mirada?
Armándose de valor, se obligó a agarrar el pomo de la puerta. El
chasquido que emitió sonó tan fuerte que, probablemente, fue suficiente
para alertarlos de que ya salía. Canalizó la parte de sí misma a la que se le
daba tan bien mantener el control. Después, irguió la espalda y se dirigió al
salón para saludar a la futura esposa de Joe.
La mujer se levantó del sofá. Era impresionantemente guapa. Llevaba el
pelo castaño oscuro recogido en un moño y tenía los ojos grandes y atentos.
Holly pensó en lo intimidante que debía de ser aquella mirada en un
tribunal pero, cuando le tendió una mano imponente su sonrisa era genuina.
–Katharine Harrison –dijo, dándole un apretón firme–. Me han dicho que
eres la nueva organizadora de mi boda.
–Sí –contestó, manteniendo la calma–. Hasta ahora, Brea ha hecho un
gran trabajo, pero me alegro de poder terminar de organizar todo para
vosotros.
–Puf, Brea... –comentó Katharine mientras cierta intensidad parpadeaba
en sus ojos–. Sin tu ayuda, esto podría haber acabado siendo un completo
desastre. ¡Cuánto me alegro de que Joseph te encontrara!
Mientras miraba a Joe con una sonrisa, Katharine estaba rodeada por un
aire de seguridad que giraba en torno a ella como un torbellino. En ese
momento, quedó claro que Holly no se parecía en nada a aquella mujer.
Katharine tenía confianza en sí misma y era reservada y, en cada uno de sus
movimientos, resultaba evidente que había crecido en un entorno adinerado.
Estaba dispuesta a apostar algo a que jamás había trepado hasta la copa de
un árbol o a que no había pasado su niñez buscando tréboles de cuatro hojas
para, después, al encontrar uno, correr descalza durante al menos un
kilómetro por un camino polvoriento para enseñárselo a su familia.
Katharine se acercó al fuego y se frotó las manos. En un dedo llevaba un
diamante del tamaño de una roca que, obviamente, Joe le había regalado.
Holly dirigió la vista hacia él y, por su mirada, supo que se había dado
cuenta de que había estado evaluando a su prometida. Su gesto casi parecía
de disculpa, pero no había nada de lo que disculparse. Las diferencias entre
su vida y la de Katharine eran más grandes que el Gran Cañón. No era de
extrañar que Joe hubiese sentido tanta curiosidad por ella. Era probable que
ella fuese como un perrito callejero y Katharine como un galgo de carreras.
Sin embargo, tenía que recordar que sus diferencias no la hacían menos
mujer.
–Muchas gracias por recibirme –dijo Katharine–. Me encantaría
quedarme, pero sé que Joseph ya se ha entrometido lo suficiente en vuestras
vacaciones. –Sus palabras con respecto a Joe fueron amables y más una
broma que una acusación–. Así que os quitaré ese peso de encima. –Dejó
escapar una risita ante su propia frase sin saber que permitir que Joe se
marchara era lo último que Holly quería–. He reservado una habitación en
Brentwood. Holly, supuse que tú y yo podríamos repasar juntas rápidamente
los últimos detalles antes de que nos marchemos y, después, te libraré de
todo el caos de mi boda para que tú y tu abuela podáis disfrutar.
–No me gusta pensar que habéis tenido que buscar alojamiento por no
molestarnos –dijo la abuela, que había permanecido sentada en el sofá, en
silencio–. Si queréis quedaros, sois más que bienvenidos.
–Gracias por su hospitalidad, señora McAdams –dijo Katharine. Sus
zapatos de tacón desentonaban con el tiempo y era probable que hiciesen
que pareciera más imponente de lo que de verdad era–. Sin embargo, estaré
muy ajetreada con la investigación, así que mi compañía no sería muy
divertida. Además, estaría bien estar más cerca de la finca. Me gustaría
tomarme un descanso del trabajo para ir a visitarla y que, después, Joseph
me lleve a cenar a Nashville. –Le lanzó una sonrisa a Joe–. He estado tan
ocupada que no he tenido ni un momento para relajarme, así que me
gustaría robarle unas cuantas veladas libres a mi agenda antes de lanzarme
de lleno una vez más. –Dándole la espalda a la abuela, dijo–: Joseph, ¿por
qué no te encargas de empaquetarlo todo? Yo me sentaré con Holly para
planificarlo todo.
Él se puso en pie y salió de la habitación. Holly deseó poder seguirlo y
pasar sus últimos minutos juntos hablando, pero sabía que no era posible.
De forma inesperada, al imaginárselo saliendo de la cabaña para no
regresar, sintió como si tuviera un bloque de hormigón en el pecho. Se
sentía culpable por haber pasado tanto tiempo con Rhett la noche anterior,
pero no había sido consciente de que sus días imprevistos de estar
atrapados juntos en la nieve habían llegado a su fin.
Era probable que fuese mejor así. Le daría tiempo para pasar página y
seguir con su vida, ya que no se estaba haciendo a sí misma ningún favor al
sentir lo que sentía por él. Sencillamente, no podía ignorar aquel
sentimiento involuntario de saber sin ninguna duda que podría ser alguien
importante en su vida y de que nunca sabrían lo que podría haber sido. Si
iba a romperle el corazón, era mejor que lo hiciera ya, lo más rápido
posible. Cuanto más pensaba en ello, con los recuerdos de lo bien que lo
había pasado con él dándole vueltas en la cabeza como una noria, era mejor
que se marchara pronto. Quería más tiempo para conocerlo, para descubrir
las cosas que le gustaban, las cosas que odiaba y las que lo volvían loco.
Quería volver a ver esa mirada que mostraban sus ojos siempre que lo
sorprendía con algo que había dicho.
–¿Te parece bien, Holly?
El rostro de Katharine apareció frente a ella y, cuando volvió en sí
misma, se dio cuenta de que seguía mirando con fijeza la puerta de Joe, al
fondo del pasillo.
Esbozó un gesto agradable dedicado a la joven, y arqueó las cejas en
fingido interés mientras los labios formaban la misma mueca acogedora que
cuando tenía un cliente rebelde; estaba dejándose guiar por aquel viejo
dicho que afirma que «el cliente siempre tiene la razón».
–Lo siento –dijo, poniendo una excusa–. Estaba ya enumerando cosas en
mi cabeza. Déjame que vaya a buscar el portátil y los papeles, y hablaremos
un poco en la mesa de la cocina. Abuela, ¿necesitas algo antes de que
empecemos?
–No necesito nada, querida –contestó la mujer, dedicándole una mirada
cómplice que hizo que apartase la vista.
–Estupendo –contestó–. Vuelvo en un segundo.
Cuando regresó, la abuela se había acomodado en el salón con su libro.
Katharine estaba sentada en la mesa de la cocina con la columna recta, un
espacio entre la espalda y el respaldo de la silla y las piernas cruzadas con
delicadeza. Parecía sentirse tan cómoda en aquella postura que era evidente
que así exactamente era como se sentaba la mayoría de los días. Sacó un
cuaderno y un bolígrafo del bolso Louis Vuitton que había junto a su
asiento. Holly dejó una pila desordenada de papeles sobre la mesa y estiró
las esquinas que se habían doblado mientras trabajaba en la planificación.
–He comprobado los paquetes fotográficos –empezó a decir–. Necesitan
saber cuál es la decisión final con respecto al cuadro al óleo para la pared
del retrato nupcial. Si escoges esta opción, se darán prisa con ello para
tenerlo listo el día de la boda, ya que piensan que quedaría bonito si se
expone en la entrada para que lo vean los invitados. –Comprobó los
tiempos–. Veo que tienes otra prueba del vestido. Pero ya te han tomado las
fotografías, ¿no?
Katharine estaba escribiendo en su cuaderno.
–Tengo una prueba más para unos últimos retoques en la cintura y el
dobladillo. Tenía que asegurarme de que, el gran día, me queda como un
guante, así que les pedí una prueba adicional justo antes de la boda. Ya que
estoy en la ciudad, he cambiado la cita a mañana. Han enviado el vestido
con entrega inmediata desde la tienda de Nueva York a la de Nashville.
¿Vendrás conmigo para asegurarte de que todo vaya bien? Y, después,
¿podrás llevar el vestido a la finca?
–Por supuesto. Entonces, ¿qué hacemos con las fotografías? –Holly tomó
otra nota, preguntándose si de verdad podría soportar aquello.
–Está todo controlado. Ya me hice las fotografías –contestó la joven sin
levantar la vista–. Han retocado cualquier imperfección que hubiese en el
vestido. Diles que adelante con el óleo. –De acuerdo. –Apuntó que debía
llamar al fotógrafo–. Por otro lado, los floristas no tienen flores suficientes
para el arco que has escogido. Van a necesitar que intervengan otras dos
floristas. Les di el visto bueno, ya que supuse que no querrías un arco con
decoración escasa.
–Estupendo –asintió Katharine–. Si son fáciles, puedes tomar tú sola
cualquiera de esas decisiones. Ponte en contacto conmigo solo para aquellas
cosas que no puedas solucionar sin mí. Confío en ti. Joseph me dijo que
eres increíble.
–¿De verdad? –La palabra «increíble» quedó suspendida frente a ella,
haciendo que se emocionara, pero, a la vez, causándole una sensación de
vacío en el pecho, como si estuviera perdiendo algo. Sin embargo, cuando
se dio cuenta de que Katharine la estaba mirando, se aclaró la garganta y
continuó–: ¿Qué zapatos vas a ponerte? ¿Tacones?
–Sí. Son unos Jimmy Choo –contestó ella, animándose un poco al
mencionarlos.
Holly se alegró de haber cambiado de tema con tanta rapidez y se
prometió a sí misma no volver a dejar que se entrevieran sus emociones.
–Maravilloso –dijo, volviendo a pensar en los zapatos–. ¿Has empezado a
ponértelos por casa para ensancharlos? No queremos que te salgan ampollas
mientras estés dando vueltas en la pista de baile.
Pensó en Joe haciéndola girar mientras el vestido se abría en abanico a su
alrededor.
–Buena idea –dijo Katharine como si acabase de salvarle la vida–.
Además, eso me dará la oportunidad de llevar más tiempo esos zapatos.
Holly sonrió.
–Ya he recogido mis cosas –dijo Joe, dejando la maleta a su lado con un
golpe. Dirigió la mirada a Holly–. Empezaré a traer las cajas de la boda.
–Estupendo –le contestó Katharine mientras salía de la habitación–. Solo
vamos a tardar unos minutos más. Podemos mandarnos por mensaje todo lo
demás. Además, estoy segura de que Holly pasará conmigo la mayor parte
de la semana que viene.
¿Se mantendría Joe alejado de ella la semana siguiente y la dejaría
concentrarse en su trabajo? ¿Sabría de forma instintiva que debía hacerlo
por ella? Porque, al verlo en aquel momento, con la maleta reposando
solitaria en el centro de la cocina, ya lo echaba de menos. Extrañarlo era
parte del proceso, pero tener que pasar tiempo con él era otro asunto. Solo
hacía que superar sus sentimientos fuese más difícil.
–¿Llamarás mañana a la oficina para ver si podemos entrar en la finca? –
preguntó Katharine–. Joseph me ha dicho que eres muy detallista, y me
gustaría consultar contigo un par de cosas. Joe apareció de nuevo con los
brazos llenos de cajas. Atravesó la habitación y salió por la puerta delantera.
–Por supuesto. –Anotó algo y se frotó la nuca.
Joe volvió a entrar, dando un portazo.
–Ya está todo en el coche –anunció.
Y así, sin más, no quedó nada de él en la cabaña. Como el resto de los
huéspedes que había pasado por allí antes que él, había hecho las maletas e
iba a marcharse. Katharine cerró el cuaderno y lo metió dentro de su bolso.
La abuela, que había permanecido en silencio todo aquel tiempo, se levantó
de su asiento para despedirse.
–Vamos a divertirnos un poco –le dijo a Joe su prometida mientras se
acercaba a él y lo tomaba del brazo–. Lo necesito. He encontrado un
restaurante precioso en The Gulch con una carta de bebidas tan larga como
Long Island. Sirven cóctel Frosé. Joe no miró a Holly a los ojos y a ella le
preocupó que pudiera notar el dolor que sentía al verlo partir. Tragó saliva,
sintiendo como si tuviera cemento en la garganta.
–Me alegro mucho de que Joe te encontrase, Holly. No me cansaré de
decirlo –dijo Katharine, que estaba junto a él–. Es un placer que formes
parte de nuestra boda.
Ella forzó una sonrisa, abrumada por la ironía de aquellas palabras.
–Gracias por... todo –dijo Joe, mirándola finalmente a los ojos y
volviéndose después hacia la abuela.
–Esto va a estar muy tranquilo sin ti –dijo la mujer–. He disfrutado de
que pasaras las Navidades con nosotras.
Él sonrió.
–No lo olvidaré. –Volvió a lanzarle una mirada rápida–. Supongo que
esto es un adiós. Al menos, por ahora.
Asintió, incapaz de pronunciar una sola palabra.
Katharine se abrió paso hacia la entrada y Joe la siguió para abrirle la
puerta. Le colocó la mano en la parte baja de la espalda para que saliera al
porche de forma segura.
–Pasadlo bien en Nashville –dijo la abuela, despidiéndose con la mano.
Holly se mordió el labio mientras contemplaba cómo se marchaban.
Capítulo 27

la mañana siguiente, Holly paró frente a la tienda de novias de Green


AHills, una zona conocida por sus increíbles comercios y por ser el hogar
del famoso Bluebird Café y algunos de los inmuebles más codiciados de la
ciudad.
Se había levantado más pronto de lo normal para prepararse y conducir
hasta Nashville. Estaba contenta de que la nieve se hubiera derretido lo
suficiente como para que, por el camino, le diera tiempo a parar en una
cafetería gourmet. Había pedido un café para ella y otro para Katharine
junto con una bandeja de galletas saladas y queso. Los años trabajando en el
restaurante le habían enseñado que un cliente tal vez no recordase la comida
o la conversación, pero sí recordaría el trato recibido. Si quería organizar
bien aquella boda, tenía que hacerlo con clase. Sujetando con una mano la
bandejita de los cafés en el asiento del copiloto, aparcó su Honda junto a un
resplandeciente Range Rover negro del que, cuando ella salió del
automóvil, se bajó Katharine.
–Buenos días –dijo la mujer, que estaba junto al vehículo, levantando la
mano para saludarla. Todo lo que hacía era de manera controlada.
–Buenos días. –Antes de cerrar la puerta, se inclinó sobre su asiento y
cogió la bandeja con los dos cafés y la bolsa con los aperitivos–. Te he
traído un latte con vainilla y leche de almendras y algo para quitarte el
gusanillo si la prueba se alarga más de lo esperado –dijo–. Espero que te
guste.
–¡Eres mi heroína!
Katharine se acercó a ella por la acera, haciendo que repiquetearan contra
el suelo unos zapatos tan puntiagudos y con un tacón tan alto que Holly se
preguntó cómo podía soportar el dolor. Se recolocó el bolso de diseño que
le colgaba del hombro y se puso bajo el brazo una caja de zapatos que,
presuntamente, contenía los Jimmy Choo para la boda.
–Este es uno de los mejores cafés de Nashville –le dijo con una sonrisa,
tendiéndole la taza–. Aunque dudo que sea mejor que el de Rona’s.
–¿Qué es Rona’s? –preguntó Katharine.
–La cafetería de Nueva York... –le aclaró ella.
Había intentado darle un toque familiar a la conversación. Había sido un
poco arriesgado, ya que no conocía bien a Katharine, pero dado que a Joe
parecía gustarle tanto aquella cafetería, hubiera jurado que ella también
había estado allí. Él había pintado el establecimiento como un lugar tan
romántico que supuso que le habría hablado del sitio a su prometida. Pero
tal vez fuese ella la que le hubiera dado ese toque romántico sin que lo
tuviera en realidad. Tal vez Joe solo se dejaba caer por allí durante las horas
de la comida o algo así.
–¿Es buena? Nunca he oído hablar de ella –dijo Katharine, dándole un
sorbo a su café.
–Eh... Me han dicho que es increíble, sí –contestó, sin querer darle más
importancia de la que tenía. Había malinterpretado las palabras de Joe
cuando le había hablado del lugar, lo que no era propio de ella–. Está cerca
de Times Square.
–Es bueno saberlo. –La mujer dio otro largo trago a su café–. Ayer,
después de la cena, estuve toda la noche trabajando en el caso. Esta mañana,
antes de que me levantara, Joseph ha salido a correr y casi me he quedado
dormida. He venido aquí directamente. No he comido nada.
–¿Sale a correr? –Cerró la boca de golpe, pues se le había escapado
aquella pregunta sin pretenderlo. Sin embargo, sentía una extraña emoción
por descubrir algo nuevo sobre él. Era probable que, con toda aquella nieve,
no hubiera podido ir a correr hasta entonces, pero ni siquiera lo había
mencionado.
–Creo que es un hábito nuevo que está adquiriendo. Tal vez sea un
propósito anticipado de Año Nuevo. No lo sé. –Agitó las manos bien
cuidadas en un gesto de desdén y volvió a coger el café. Cambió de
posición la caja de zapatos que tenía bajo el brazo y Holly se la aguantó
para echarle una mano–. Cuando me he marchado, todavía no había vuelto.
–Agradecida, dio un sorbo a su bebida y se dirigió hacia la tienda.
Holly abrió la puerta, que era demasiado grande, y la siguió al interior. La
boutique parecía sacada de una revista de bodas. Todo era blanco: los
suelos, las rosas y sus jarrones curvilíneos y los vestidos de raso ondulante
y pedrería que estaban colgados uno tras otro como hileras de cortinas
celestiales. El único color que había en todo el lugar era la pared de ladrillo
visto que había al fondo y el logotipo plateado que había sobre ella y que
rezaba: DIAMOND.
Una mujer vestida con una americana muy entallada y unos pantalones a
juego las saludó y se acercó a la entrada con pasos pequeños y rápidos.
Cuando llegó hasta ellas, se inclinó y besó a Katharine en ambas mejillas.
–Querida –dijo, con un leve acento sureño emergiendo entre un tono de
voz demasiado trabajado. Tenía un gesto tan animado que parecía que fuese
ella misma la que fuese a casarse–. ¿No estás a punto de desfallecer? ¡Tan
solo quedan unos días para la boda! –Katharine ni siquiera había contestado
la pregunta todavía cuando la mujer tomó aire y continuó–: ¿Dónde está
Brea? –preguntó, dirigiéndose a la futura novia pero mirando a Holly de
reojo.
Enderezó la espalda y alzó la barbilla para demostrar su seguridad y,
antes de que Katharine pudiera explicarlo, contestó ella misma.
–Hola. Soy Holly McAdams y soy la encargada de planificar el resto de
la boda. Encantada de conocerte, Diane.
En su fuero interno, se felicitó a sí misma por haber recordado la nota en
la hoja de cálculo de Joe que indicaba el nombre de la costurera de
Nashville: Diane Long. Nadie podía meterse con sus habilidades como
camarera de lujo, ya que era capaz de recordar el nombre de un cliente
durante años. Los etiquetaba según alguna característica concreta –las cejas
pobladas, los dientes torcidos, las pecas...– y, así, nunca los olvidaba.
Con aspecto de estar un poco aturdida, Diane le dedicó una sonrisa
resplandeciente y dijo:
–Bueno, es un placer conocerte. ¿Empezamos la prueba?
Las condujo al fondo de la tienda y, girando a la izquierda, entró en una
habitación que se parecía a un estudio de danza en miniatura con los suelos
brillantes, una iluminación impecable y las paredes cubiertas de espejos.
En el centro, bajo un foco de luz suave y romántica, y dirigido hacia los
espejos, había un único maniquí plateado con el vestido de novia más
increíble que Holly hubiese visto jamás. Tenía un corte sencillo, el escote
recto, mangas tres cuartos, una cintura sin costuras y una falda de satén
blanco que caía con elegancia hasta el suelo y formaba una cola ligeramente
adornada con pedrería que arrastraría tras la novia.
Diane apartó el velo, que estaba adornado con pedrería a juego y cuya
tela vaporosa surgía con delicadeza de una tiara de diamantes. Después,
empezó a desabrochar la parte trasera del vestido. Había tantos botones que
parecían un collar de perlas estirado. Le llevó un rato terminar, pero, cuando
desabrochó el último botón, les dijo:
–Os dejaré para que habléis entre vosotras y, después, podéis decirme los
últimos retoques que serán necesarios. He descubierto que es de mucha
ayuda que yo no esté presente para que podáis hablar con libertad de lo que
queréis que se haga. Volveré en unos minutos. –Mirando a Katharine,
movió las cejas delineadas–. Estoy impaciente por verte con ese vestido –
dijo de forma teatral–. Estarás deslumbrante. –Entonces, mientras salía,
señaló un mueble que parecía una cómoda pequeña–. La ropa interior está
en el cajón de arriba. Katharine se quitó el abrigo y los zapatos de tacón y
los colocó al lado del pequeño escenario que había frente al espejo triple.
Se acercó hasta el vestido, contemplándolo en toda su gloria, en silencio.
Por primera vez desde que se habían conocido, parecía pensativa, como si
no supiera qué decir, lo cual era muy probable, ya que el vestido era
impresionante. Holly intentó encontrar una sola puntada, pero cada uno de
los pliegues y las dobleces ocultaba cualquier rastro de hilo, como si todo
fuese una única pieza gigante de tela confeccionada a medida que estuviese
mágicamente unida por todos los botones con perlas de la espalda.
Lo miró con fijeza y la idea de lo que representaba la golpeó con fuerza.
Ya podía imaginarse a Katharine vestida con él y de pie junto a Joe mientras
se prometían amor eterno. No parecía lo correcto, como si fuesen dos piezas
de un puzle que no terminase de encajar, pero tenía que recordarse a sí
misma que el Joe que había conocido podía no ser la misma persona que era
en su día a día.
–Solo tuve que hacer una llamada para que enviaran esto desde la tienda
de Nueva York –dijo Katharine en voz baja mientras pasaba la mirada arriba
y abajo por el satén–. Ahora que el vestido está aquí, en Nashville, parece
muy real.
Como si la misma prenda pudiera hechizarla, había pasado de ser la
mujer jovial y parlanchina que sujetaba una caja de zapatos que había sido
al llegar para convertirse en alguien silencioso y pensativo cuya aura se
había reducido a un tamaño más normal. En aquel instante, Holly sintió que
era una persona con la que podía hablar. Sin embargo, parecía que
necesitase un minuto y, de todos modos, no la conocía lo suficiente como
para sentir que tenía que ayudarla a vestirse, así que le dijo:
–Me quedaré justo al otro lado de la puerta. Avísame cuando quieras que
entre y te ayude con todos esos botones.
Cuando salió, la joven seguía con la mirada fija en el vestido. Diane
revoloteaba por la parte delantera de la tienda, montando un expositor
nuevo. El sol entraba por las grandes ventanas y hacía que toda la estancia
brillara como si estuviese alimentada por una corriente eléctrica. Diamond
era una empresa hermanada con otra de Nueva York y, según las notas de
Brea que Joe tenía en su ordenador, Diane y la persona encargada del asunto
en la Gran Manzana, habían estado colaborando en aquel vestido como un
proyecto especial. Todo parecía muy formal, pero aquella no era en absoluto
la imagen que ella tenía de Joe, lo cual le hizo preguntarse si de verdad
había llegado a conocerlo.
Se dio cuenta de que ya llevaba un buen rato fuera de la habitación.
Preguntándose si Katharine estaría teniendo algún problema al vestirse,
asomó la cabeza y, para su sorpresa, la encontró con el vestido puesto y la
espalda abierta, sentada en el borde del taburete con las rodillas dobladas y
los brazos alrededor. –¿Qué ocurre? –le preguntó mientras entraba a toda
velocidad. ¿Acaso no le parecía bien el vestido? ¿Tenía algún defecto?
Katharine alzó la vista con los ojos muy abiertos y mirada de impotencia.
–No sé si está bien –dijo.
Era ya un poco tarde para escoger otro vestido.
–Es un vestido precioso –dijo Holly rápidamente–. ¿Hay algo que
podamos cambiar para hacer que te sientas más cómoda con él? Estoy
segura de que Diane...
–No me refiero a eso –la interrumpió Katharine. Ahuecó el vestido y, con
el aire que había debajo, el satén se infló y, después, volvió a desinflarse
sobre sus piernas–. El matrimonio. No sé si estoy haciendo lo correcto al
casarme con Joseph. Me preocupa que las cosas no salgan bien entre
nosotros; que acabemos dentro de ese cincuenta por ciento de parejas que
no sale adelante. Eso es la mitad... Uno de cada dos matrimonios acaba en
divorcio.
Holly la contempló, boquiabierta. ¿Qué se suponía que debía contestar a
eso? Estaba claro que Katharine era una mujer segura de sí misma e
inteligente, y si se había comprometido con Joe, no habría tomado la
decisión a la ligera. Jamás podría perdonarse a sí misma si no hablara con
ella al respecto para intentar ayudarla.
–¿Recuerdas cómo se declaró Joe? Perdón, Joseph. –Katharine asintió y,
mientras afloraba el recuerdo, parte de su fuerte presencia pareció regresar–.
En aquel momento, ¿sentiste que podías pasar el resto de tu vida con él?
–Sí. –Pasó las uñas, que llevaba arregladas con una manicura francesa,
por el borde de la tela, claramente regresando a aquel día.
–Canaliza eso y sigue tu instinto. –Holly quitó la tiara del maniquí y, con
el velo cayéndole sobre el brazo, se lo llevó–. Por lo que sé, dado todo el
trabajo que tienes, organizar esto ha sido una sobrecarga para ti. –Katharine
alzó la vista, escuchándola–. Sin embargo, es un día de celebración, un día
para disfrutar de la persona que tienes a tu lado y ser consciente de que,
juntos, lo superaréis todo. –Le colocó la tiara en la cabeza–. ¿Por qué no
dejas que me encargue de todos esos botones y vemos cómo te queda el
vestido?
Tras una pausa larga y pensativa, Katharine se puso en pie y, poco a
poco, se dio la vuelta para colocarse frente a los espejos, pasándose la
melena y el velo por encima del hombro. En silencio, Holly empezó a
abrocharle los botones de perlas.
Capítulo 28

Tras la prueba del vestido, Holly arregló todo para que les abrieran la
finca y pudieran ver la propiedad. Katharine estaba callada, pero sus
comentarios parecían decididos, haciendo que Holly se preguntara si estaba
preparándose mentalmente para el gran día. Después de todo, dado que era
abogada, su vida laboral al completo se basaba en prepararse para cualquier
cosa que le pusieran por delante. Tal vez aquel fuese el motivo de su titubeo
durante la prueba del vestido: no estaba acostumbrada a tener que depender
de otros. Para que un matrimonio funcionase, hacían falta dos personas, por
lo que no tenía control sobre Joe. Para ella, eso tenía que ser difícil.
Una vez terminados los últimos retoques del vestido, era el momento de
plantear la colocación de la comitiva nupcial, de los músicos, el arte y las
diferentes mesas.
Tenían varias horas libres, así que Holly decidió comer temprano y, tras
decirle a Katharine que se reuniría con ella en la finca, la futura novia
regresó a su hotel.
Mientras mordisqueaba un sándwich en un restaurante local de comida
para llevar, se dio cuenta de que tenía una notificación. Se trataba de un
correo electrónico con el asunto «El niño». Lo abrió con curiosidad. Se
trataba de un correo sin firmar y escrito desde una dirección tan críptica
como el mensaje: 786@hb.com. Leyó lo que decía.

Reconozco al niño de la fotografía que compartiste en Facebook. Puedo


entregarle un mensaje. ¿Qué quieres que le diga?

Contempló la pantalla, paralizada. ¿Y si no era más que una broma?


¿Cómo lo sabría? ¿Se trataba de un simple desconocido o aquello era cosa
de la magia navideña del abuelo? Dejó los dedos suspendidos sobre la
pantalla mientras decidía qué responder.
Tecleó una respuesta:

¡Hola!
Muchas gracias por tu correo. Me gustaría que le dijeras que a Joe
Barnes le encantaría conocerlo. ¿Puedes darme algún tipo de información
para demostrarme que lo conoces de verdad?
Muchas gracias,
Holly McAdams

Envió el mensaje mientras una oleada de nervios le recorría las manos.


¿Debería contactar con Joe y decirle que había recibido un mensaje? No,
quizá todavía no. No quería darle esperanzas. Decidió que esperaría hasta
haber obtenido algún resultado. Probablemente, aquello no fuese nada.
Tras salir del restaurante, intentó olvidarse del mensaje hasta que
recibiera una respuesta con más información. Durante todo el camino,
centró su atención en la boda que tenía que terminar. En la finca, paró el
automóvil frente a unas puertas de hierro ornamentadas y colosales, y
presionó el botón.
–Holly McAdams. Vengo por los preparativos de la boda de los Barnes.
Tras un zumbido, las enormes puertas de hierro se abrieron poco a poco.
Avanzó hacia el camino de acceso circular que había en la parte delantera y
aparcó el coche. Cuando bajó, se apoyó las manos en las caderas y
contempló las vistas. La casa se alzaba ante ella como un monumento a los
ricos y famosos. Una enorme masa blanca con un porche que se apoyaba
sobre columnas más grandes que robles de doscientos años de antigüedad se
cernía sobre ella. Todo aquello yacía sobre un amplio terreno que conseguía
mantener la hierba verde incluso en invierno. No había ni rastro de nieve en
ninguna superficie. ¿Cómo lo habían logrado?
Justo en ese momento, el Range Rover paró al lado. Holly se dio la vuelta
para saludar a Katharine a través de la ventanilla, pero se detuvo cuando vio
que era Joe el que iba conduciendo. Él la miró a los ojos, aparcó y salió del
vehículo.
–Hola –dijo. Aquella única palabra parecía tener mucho más significado
que un mero saludo. ¿Acaso se lo estaba imaginando?
–Hola.
Tras saludar, se dio cuenta de que se estaba mordiendo el interior del
labio y se obligó a parar para acabar con cualquier muestra de emoción, por
muy pequeña que fuera. La boda iba a ocurrir independientemente de cómo
se sintiera ella y, además, tenía un trabajo que hacer.
Katharine salió por el lado del copiloto y rodeó el automóvil para
saludarla.
–¿Listos? –preguntó mientras tomaba a Joe de la mano.
Holly apartó la vista de ellos y la dirigió hacia un banco vacío que había
bajo un arce enorme. En invierno, con los asientos vacíos y las ramas del
árbol desnudas, parecía frío y árido, pero podía imaginárselo en plena
primavera, rodeado por el brillo del sol y en todo su esplendor. El crujido
suave de la gravilla bajo sus pies desvió su atención de nuevo hacia la
pareja de la boda. Habían comenzado a andar, así que ella los siguió y se
colocó al otro lado de Joe, preparada para trabajar. Él se merecía una boda
increíble y ella iba a dar lo mejor de sí misma. Subieron las escaleras
gigantes que conducían a unas puertas dobles que, cuando estuvieran
abiertas, tendrían un tamaño equiparable al de una pared completa en su
propia casa. Cuando llegaron, se abrió la puerta de la izquierda y un hombre
vestido de traje les dio la bienvenida.
–Hola. Ustedes deben de ser el grupo Harrison-Barnes –dijo con un gesto
de la cabeza–. Me llamo Jay Woodson y soy el gerente de la casa. Por favor,
pasen.
Cuando hubieron terminado las presentaciones, el señor Woodson los
invitó a echar un vistazo y les dijo que, si tenían alguna duda, estaría en su
despacho, junto al salón. Después, mostrando su amabilidad, abandonó la
sala.
Holly se puso manos a la obra de inmediato.
–Este es un buen lugar para que los invitados firmen en el libro, dejen los
abrigos... –Atravesó el suelo de baldosas blancas y negras, pasó por debajo
de una araña de cristal del tamaño de un piso pequeño y señaló con los
brazos las amplias escaleras que flanqueaban la habitación–. He estado
mirando fotografías de los interiores en Internet y tengo algunas ideas. He
pensado que, junto a estos escalones, podríamos poner vuestro retrato. Nos
interesa que esté lo bastante lejos de la puerta como para atraer a los
invitados hacia el interior de modo que dejen espacio para los recién
llegados. –Joe siguió sus pasos con la mirada, callado–. Y a lo largo de
aquella pared, podríamos poner la mesa con los detalles para los invitados,
los adornos con forma de copo de nieve. –Al recordar el momento en el que
había planificado aquello con él, sintió un pequeño arrebato de afecto, pero
lo ignoró–. ¿Crees que quedaría bien, Joe?
–¿Qué? –Pasó los ojos entre ellas con la mirada perdida.
–Los detalles –señaló Katharine, mirándolo con curiosidad. Él pareció
volver en sí–. Tú me hablaste de ellos, ¿te acuerdas? –insistió, asintiendo.
–Ah, sí –dijo él, tomando aire–. Perfecto.
¿Acaso se estaba sintiendo abrumado como cuando lo había presionado
demasiado? Sin embargo, aquel era su trabajo, así que prosiguió. Desde que
Joe se había marchado de la cabaña, había estudiado el plano del edificio y
había investigado mucho, así que estaba en su salsa y ellos necesitaban que
fuese así.
–A través de la entrada que hay allí, se llega directamente al salón
principal. –Se giró hacia las puertas dobles delanteras–. Esperad un
segundo. Dejadme que compruebe una cosa. –Se acercó a ellas y tiró de las
enormes manecillas de latón hasta abrirlas de par en par. La luz del sol
invernal entró a raudales desde el exterior. Entonces, dio un paso atrás,
pensativa–. Siempre y cuando no mantengamos las puertas abiertas todo el
día, el frío no se notará en una habitación tan grande como esta... –Se
dirigió hacia el gran salón y entró. Después, se giró hacia ellos, esbozando
una sonrisa–. Eso pensaba. Venid aquí. Katharine, haciendo resonar sus
tacones sobre el suelo y con Joe a su lado, entró en el gran salón donde se
llevaría a cabo la ceremonia. Cuando se giró hacia la entrada, ahogó un
grito. El acceso a la finca era tan grande que, cuando las puertas estaban
abiertas, creaba un marco perfecto en torno a la entrada al gran salón y
ofrecía como telón de fondo los exuberantes jardines de un verde invernal.
Además, la luz del sol iluminaba todo el recorrido hasta allí.
–Es como un foco natural –dijo Holly–. Vas a estar resplandeciente. En
sentido literal. Si tenemos bastante suerte como para que haga sol, los rayos
se reflejarán en cada uno de los diamantes de la tiara y en toda la pedrería
de la cola. Además, el blanco inmaculado del vestido resaltará sobre el
paisaje perfecto que hay ahí fuera mientras apareces ante los invitados por
primera vez. Justo después de la marcha nupcial, cerraremos la puerta del
gran salón y, cuando todo el mundo se ponga en pie, haremos que los
acomodadores las abran a la vez que las de la entrada y, ahí estarás tú, como
si fueras una princesa. –Señaló el marco de la puerta–. Me gustaría ver las
rosas aquí en lugar de en el exterior. Creo que les daríamos un mejor uso si
las pusiéramos como añadido al marco visual de esa primera aparición tuya
con el vestido.
–Dios mío, Holly, eres maravillosa. La atención que le pones al detalle es
asombrosa. Joseph tenía razón: eres increíble.
Se emocionó ante aquel comentario.
–Gracias –dijo con una sonrisa de seguridad. Disfrutaba mucho
organizando bodas–. Cuando empieces a caminar, cerraremos las puertas de
la entrada de inmediato para que no se cuele el frío –continuó, dándoles la
espalda y dirigiéndose hacia la parte delantera de la casa.
Cuando llegaron a la entrada, se dio cuenta de que Joe la contemplaba
con atención, con una mirada muy diferente a la que conocía. Eso le
recordó a cómo se habían reído de las ridículas gafas de sol, a cómo la había
rodeado con los brazos en la pista de baile del granero de Otis o a la sonrisa
atenta que había mostrado mientras desenvolvía el llavero que le había
regalado y que decía «Joey». Para ella, era Joey. Joe. Nunca Joseph. Nunca
aquel hombre que llevaba callado todo el rato. Cerró las pesadas puertas y
se volvió hacia ellos.
–Si ponemos las rosas en el interior y usamos los tonos rojos oscuros y
blancos, la alfombra roja que he escogido destacará con el vestido. También
me gustaría poner pequeños ramos de rosas al final de cada fila, en el lado
de la alfombra. Ya lo he hablado con la floristería usando las fotografías de
la finca que había en la página web. Colocaremos las sillas plegables
blancas a partir de aquí. –Al pasar, rozó sin querer el brazo de Joe y notó su
aroma familiar, que la hizo sentirse sorprendentemente tranquila, tal como
siempre había hecho–. Acabarán ahí, más o menos a medio metro del fondo
de la habitación, por donde entrarás.
Katharine asintió, concentrada en las indicaciones. Holly estaba
encantada de que aquella persona, que había parecido tan poco interesada
en su propia boda, estuviese tan cautivada con sus instrucciones. Se sentía
más motivada que en años y, por primera vez, se hizo una idea de lo que
Rhett debía sentir al actuar. Le resultaba muy natural y espontáneo y, cuanto
más interés mostraba la novia, más motivada se sentía.
–Los músicos podrían situarse aquí, en el lateral. Los instrumentos de
cuerda podrían colocarse en esta plataforma y las flautas justo debajo. –Al
fin miró a Joe, que le estaba sonriendo. ¿Acaso se daba cuenta de lo mucho
que estaba disfrutando con aquello?–. Joe, tú te pondrás aquí –le dijo,
colocándose en posición en la parte delantera, centrando la atención en el
punto exacto del suelo–. La comitiva nupcial podría desplegarse a cada
lado.
–Maravilloso –dijo Katharine. Pasó la mano por debajo del brazo de Joe
y lo entrelazó con el suyo.
–Todo suena fantástico, Holly –dijo él al fin, cuando hubo terminado. El
sonido de su voz la hizo feliz.
–Voy a ir un momento al servicio –dijo Katharine–. Después, Joe y yo
nos marcharemos. Espero que disfrutes del resto del día, Holly. Hace un
poco de frío, pero la luz del sol es gloriosa. –Holly asintió y Katharine soltó
el brazo de Joe–. Vuelvo enseguida.
Se alejó, dejándolos solos en la entrada. De inmediato, se hizo el silencio
entre ellos.
–Yo... Eh... –empezó a decir Holly, intentando llenar el vacío a pesar de
que era consciente de que nada de lo que dijera iba a funcionar en aquella
situación–. Yo...
–Holly –dijo él con suavidad, haciendo que cada nervio de su cuerpo
respondiera.
Deseaba poder decirle que sin importar cómo acabaran siendo sus vidas,
le importaba de verdad. Le importaba saber si conseguía encontrar a su
padre o no, si iba a la cafetería que le gustaba cerca de Times Square o si
había tenido la oportunidad de volver a ser Joey por un día, dado que
parecía haberlo disfrutado.
Los dos permanecieron allí de pie, totalmente absortos en el espacio que
los separaba, como si todo lo que los rodeaba hubiera desaparecido y solo
existieran ellos dos. Ninguno dijo nada. ¿Qué podían decir en aquella
situación? Holly se convenció a sí misma de que lo que habían vivido en la
cabaña no era la vida real. Aunque, desde luego, para ella sí lo había sido.
Tan real que notó cómo empezaban a brotarle las lágrimas, así que pestañeó
para deshacerse de ellas. Tal vez estuviese un poco emotiva dado que eran
las primeras Navidades desde que había muerto el abuelo en las que se
había divertido. Al menos, eso era lo que pensaba decirse a sí misma.
Organizar aquella boda había sido uno de aquellos regalos ocultos de los
que había hablado su abuelo, uno de esos tesoros que había que buscar para
encontrar. Estaba segura de que la vida le tenía preparadas más sorpresas.
–Gracias por esperar. –La voz de Katharine se coló en su cabeza.
Se alegraba de que ninguno de los dos hubiera dicho nada, porque no
habría salido nada bueno de todo aquello. Además, aquel día no tenía nada
que ver con ella. Iba a ser un día para crear grandes recuerdos que durarían
generaciones. En cierto sentido, podía entender la falta de interés de
Katharine en los detalles de la boda. Cuando las rosas hubieran
desaparecido y hubieran guardado el vestido, lo único que quedaría sería la
promesa que Joe y ella iban a hacerse el uno al otro; una promesa que
duraría el resto de sus vidas; una promesa que él le había hecho a su
prometida mucho antes de poner un pie en la cabaña aquellas Navidades.
Aquello era lo más importante: el amor. ¿Cómo podía interponerse en su
camino? Sin embargo, sabía cómo mostrarle a Joe que le importaba:
encargándose por ellos de todos los detalles. Eso se le daba muy bien.
–Me alegro de que os hayan gustado mis ideas –dijo. Se apartó de él y se
volvió hacia Katharine–. ¿Hay algo más que quieras que repase? ¿Alguna
pregunta que sigas teniendo tras haber visitado la finca?
–Nada que se me ocurra ahora mismo. Parece que lo tienes todo
controlado –contestó ella.
Le gustaba oír aquello.
–Muy bien. Disfrutad del día y mandadme un mensaje si necesitáis
alguna cosa.
Entonces, se apresuró a salir por la puerta. Estaba impaciente por contarle
a la abuela todos los planes que había hecho aquel día y lo feliz que se había
sentido al hacerlos.
Capítulo 29

Aquella mañana, Holly estaba ya en el granero cuando el sol asomó por


el horizonte. Hacía frío incluso con el calor de la caldera. Incapaz de
seguir durmiendo, se había levantado y se había puesto a trabajar en la
cómoda, dándole una capa fina de blanqueador. Mientras se secaba, lijó los
viejos tiradores y los frotó con vinagre de manzana para envejecerlos.
Después, volvió a la cabaña para desayunar.
La abuela estaba en su sillón, leyendo. Habían pasado la noche anterior
jugando a juegos de mesa y Holly le había contado todos los detalles de la
boda. A pesar de la distracción, había pasado la noche dando vueltas y, por
la mañana, se había levantado antes de que saliera el sol.
El zafiro del abuelo relucía en el dedo de su esposa, que estaba sentada
en silencio, pasando las páginas del libro. La mujer la miró, indicando que
había notado su presencia pero, después, volvió a centrarse en el texto con
las gafas de leer en la punta de la nariz. Holly sonrió cuando se dio cuenta
de que el libro que tenía en el regazo era Guerra y paz.
–¿Cómo va la lectura? –le preguntó.
–Es como estar dentro de la cabeza de tu abuelo –contestó ella–. No es
que sea de mi estilo, pero si él dice que tengo que leerlo, es mejor que lo
haga, porque, cuando vuelva a verlo, me preguntará. Lo sé. –Puso los ojos
en blanco con cariño. Después, colocó un dedo en el libro y lo cerró un
segundo–. Rhett me ha mandado un mensaje. Dice que ha intentado
contactar contigo pero que no le has contestado. Quiere pasarse por aquí
dentro de un rato. –Ay, es que no llevaba el teléfono encima. Estaba en el
granero –contestó.
Estaría encantada de sumergirse en lo que fuera que Rhett quisiera hacer.
Aquellas Navidades habían vuelto a unirlos y casi había olvidado lo
divertido que podía llegar a ser. Así que, una hora después, cuando llamaron
a la puerta, fue corriendo a abrirla.
–¡Hola! –Rhett pasó a su lado y, mientras se abría paso hacia dentro, le
dio un beso en la mejilla. Ella cerró la puerta–. Abuela, hoy estás
encantadora. –La mujer sonrió, sacudiendo la cabeza. Él se dio la vuelta
parar mirar a Holly del mismo modo que un niño responde cuando su madre
lo llama con brusquedad. Sin embargo, ella no había dicho nada–. Tú tienes
un aspecto horrible.
–Gracias.
–Eres preciosa –se explicó él–, pero parece como si te hubiera pasado por
encima una apisonadora. ¿Has salido de fiesta sin mí? –Le lanzó una mirada
burlona.
–No he dormido muy bien esta noche.
–¿Probaste el remedio de Buddy del suero de mantequilla y todo eso?
Al parecer, el hombre también había compartido con su amigo aquella
información.
–No. Tal vez tendría que haberlo intentado.
–O, tal vez, solo necesitas pasar más tiempo conmigo. Me apuesto algo a
que la otra noche, después de estar en mi casa, dormiste como un bebé.
–Así es –intervino la abuela–. No se movió en toda la noche y, a la
mañana siguiente, se le pegaron las sábanas.
–Entonces, eso tiene fácil solución. –Abrió los brazos como si estuviera a
punto de darle a Holly un abrazo de oso–. ¡Estoy a sus órdenes!
Ella se rio y lo apartó, ignorando su gesto.
–Ese es tu problema, Rhett Burton: crees que puedes hacer cualquier
cosa.
–¿Que lo creo? –Sin previo aviso, la levantó del suelo y se la colgó del
hombro–. Sé que puedo hacer cualquier cosa. –Mien-
tras cogía su abrigo, que estaba colgado junto a la puerta, dijo–: ¡Abuela,
la traeré de vuelta antes de que oscurezca! ¡Un beso!
Si hubiese sido cualquier otra persona, le habría dado un puñetazo por
levantarla sin su permiso, pero Rhett y ella tenían un tipo de relación
diferente. Podían pelearse como hermanos y habían compartido tantas
experiencias que, con él, podía ser ella misma por completo y, además,
sabía que él se sentía igual. No la dejó bajar hasta que llegaron a su
vehículo, cuyo zumbido traqueteante era como música para sus oídos. Al
verlo, Holly sintió una oleada de nostalgia.
–Has traído el todoterreno.
Él respondió a su afirmación con una sonrisa, le abrió la puerta y la
ayudó a acomodarse. Había dejado el coche en marcha, así que el interior le
resultó calentito y cómodo. Rhett tenía aquel todoterreno desde los dieciséis
años. Lo había restaurado él mismo y lo había mantenido en
funcionamiento y en muy buenas condiciones. Allí dentro tuvieron muchas
conversaciones de adolescentes sobre la vida, antes de que ninguno de los
dos supiese en realidad a qué se estaban enfrentando, habían comido helado
mientras veían las antiguas películas del autocine que había a las afueras del
pueblo y habían escuchado su primer single en la radio, antes de que
muriera el abuelo, chillando de emoción.
Rhett rodeó el vehículo y entró en él dando un salto.
–¿Adónde vamos? –le preguntó.
–A Nashville.
Colocó la palanca en la posición de conducción y se dirigió colina abajo
hacia la carretera.

–¿Broadway? –preguntó Holly cuando Rhett frenó el automóvil y aparcó


en paralelo junto a una de las zonas de locales nocturnos más concurrida de
la ciudad.
Cuando abrió la puerta, de todas las direcciones empezaron a llegarle
melodías de estilo blues. Situada en Lower Broadway, en aquella parte de la
carretera había un bar tras otro y de todos ellos surgía música en directo
todos los días, lloviese o tronase. Estaban frente a uno de los bares más
grandes. Su cartel de neón resplandecía en tonos rojos y amarillos contra el
cielo azul inmaculado. Muchas de las superestrellas más renombradas del
country habían actuado allí. Acababa de abrir las puertas y el portero estaba
frente al local.
–¡Ay, Dios mío! –Un grito que sonó a sus espaldas hizo que se dieran la
vuelta–. ¿Rhett Burton? –Una joven de unos veinte años, teñida de rubio,
con ojos de gacela y unos dientes blancos y resplandecientes estaba dando
saltitos mientras tomaba fotografías con manos temblorosas, ocultando su
rostro de forma intermitente tras el teléfono–. ¡Nadie se lo va a creer! –dijo
casi chillando mientras seguía disparando la cámara. Cuando hubo obtenido
suficientes fotografías para inundar Internet ella sola, bajó el teléfono a un
costado y preguntó–: ¿Me firmarías un autógrafo?
Mientras Rhett tomaba uno de los folletos que tenía el portero y la chica
buscaba un bolígrafo en su bolso, un murmullo empezó a rodear a los
transeúntes. Empezaron a reducir el paso, tomando fotos, revoloteando por
la zona mientras buscaban trozos de papel y bolígrafos para conseguir un
autógrafo como la chica afortunada que los había parado. Holly se quedó
allí de pie, sintiéndose invisible para todo el mundo y muy sorprendida por
el espectáculo que su amigo estaba causando. Era consciente de su
popularidad pero, de algún modo, hasta que no lo vivió en primera persona,
no le había parecido real. Antes de que se diera cuenta, aquella zona de la
calle estaba llena de gente que se abría paso hacia ellos y, tomando a Holly
de la mano y señalando la puerta, Rhett tuvo que decirles educadamente que
tenían que entrar. En la marquesina que había sobre ellos aparecía su
nombre, parpadeando sobre una pantalla de fuegos artificiales que
deletreaban la palabra
«Nochevieja». Algunos de los curiosos los siguieron hacia el interior y el
portero tuvo que hacer de escudo entre ellos para darles algo de espacio.
–Siento mucho lo que ha pasado –le dijo mientras la llevaba a una de las
mesas y le ofrecía una silla. Hizo un gesto a uno de los gerentes, que estaba
colocando una hilera de guitarras junto a las mesas–. Pensaba que habíamos
llegado lo bastante pronto y que había aparcado lo bastante cerca como para
evitar el caos, pero parece que siempre me encuentran.
La gente les estaba tomando fotos mientras hablaban, lo que hacía que
Holly estuviera nerviosa. El gerente se acercó y se presentó, pero ella no se
enteró de su nombre a causa de toda la conmoción. El hombre le tendió a
Rhett un rotulador permanente y, después, le dijo algo sobre artículos
promocionales. Otro de los curiosos le sacó una foto. No es que ella
quisiera que hubiera fotos suyas por ahí sueltas, pero su amigo no parecía
molesto en absoluto. ¿Acaso estaba acostumbrado a aquella locura?
Él la condujo hasta las guitarras y garabateó su firma en la parte delantera
de cada una de ellas. Después, cogió una, la levantó y se dirigió al gerente,
que parecía encantado de ver lo que Rhett haría con ella. Tomó a Holly de
la mano y la subió con él al escenario.
–¿Qué te parece todo esto? –le preguntó.
Apartó su atención de la muchedumbre, que había aumentado en número,
y contempló el gran número de luces y altavoces, así como los soportes de
los micrófonos que quedaban empequeñecidos por la amplitud del
escenario. De una pared de ladrillos blancos que había detrás colgaba una
bandera estadounidense y, en los laterales, en diferentes lugares, había
barriles de whisky que suponía que servirían para que la gente pudiera
escuchar música mientras bebía. También había una hilera de cajas abiertas
llenas de camisetas grises con el nombre de Rhett en letras rojas.
–Está bien.
–¿Que está bien? ¡Es increíble! ¿No te parece?
–Lo siento. Sí, es increíble. –Le sonrió–. Es que esa gente me está
distrayendo.
–Oh, no dejes que te molesten. Solo están emocionados. Al principio me
sorprendía mucho cuando la gente me paraba de ese modo. Para que todo
tuviera sentido, tuve que crear dos mundos: está el suyo, el que ellos ven, el
de las fotografías que le toman al chico de la radio; después, está el mío, el
que yo tengo frente a mí. –Se llevó dos dedos a los ojos y después los
dirigió hacia ella–. Quédate en mi mundo –le dijo.
Volvió a tomarla de la mano y la condujo al centro del escenario,
haciendo que los teléfonos móviles se volvieran locos. Holly intentó
ignorarlos, tal como él le había indicado. Su amigo le ofreció un taburete de
madera junto al suyo y ella se sentó a su lado mientras él se acomodaba la
guitarra. Para deleite de la multitud, se la apoyó sobre una rodilla. Entonces,
volvió a llevarse los dedos a los ojos y a señalarla después.
«La gente dice que algún día...», empezó a cantar y, de improvisto, el
local empezó a llenarse. Algunos silbaron mientras se apresuraban a
acercarse al borde del escenario, pero Rhett le sostuvo la mirada. «Pero yo
digo que ahora mismo...». Rasgó los acordes y la canción empezó a tomar
ritmo, haciendo que se le acelerara el corazón. Fue entonces cuando sintió
lo que él acababa de explicarle. La gente se sabía la letra porque la habían
escuchado en la radio o habían visto a Rhett interpretando la canción en la
televisión. Sin embargo, no sabían que la había escrito el día que, con
catorce años, mientras se comían una de las hamburguesas a la parrilla del
abuelo, había decidido que algún día sería famoso y emprendería el camino
en ese mismo momento.
Aquel verano, mientras pintaban la valla de madera de su madre,
cubiertos de motas blancas, había empezado a tararear aquella melodía.
Como siempre, las notas habían surgido de él gracias a alguna fuerza
creativa cósmica. La había agarrado del brazo con la mano manchada de
pintura y habían vuelto corriendo a la casa para buscar un lapicero y su
cuaderno para que pudiera escribir las palabras que habían anidado en su
mente. El abuelo les había obligado a cenar para que no se quedaran en los
huesos.
–Algún día, cantaré esto en un escenario –le había dicho Rhett. Y allí
estaban.
Al terminar la canción, le dio las gracias al público y, con el lugar lleno,
dejó la guitarra y condujo a Holly a una habitación trasera en la que los
músicos debían prepararse antes de las actuaciones. Se sentó en un sofá
cubierto de piel de vaca que estaba frente a un mostrador y una pared
repleta de espejos. –Voy a ser el cabeza de cartel de este local en
Nochevieja –dijo él mientras se dejaba caer a su lado y la rodeaba con un
brazo. –¡Guau! ¡Nochevieja en Broadway! Rhett, eso es lo que siempre has
querido. Estoy muy contenta por ti.
Podía agotar él solo las entradas de todo un estadio, así que Holly solo
podía imaginarse el pandemonio que causaría en un local tan pequeño.
–¿Vendrás a verme? Me encantaría que lo hicieras.
Aparte de lo que acababan de vivir y la noche en el granero de Otis,
nunca lo había visto actuar en público. Sabía lo mucho que aquella
actuación significaba para él. Aquel era su hogar y todos sus amigos
estarían entre el público. Había actuado por todo el mundo pero, para él,
Nashville era diferente. No quería meter la pata y era evidente que le estaba
pidiendo su apoyo.
–Me encantaría –contestó ella.
–Un conductor me dejará en la puerta trasera la noche del espectáculo
antes de que empiece a llegar el público. Después, puedo hacer que vaya a
buscarte. A lo mejor es demasiado para la abuela, pero si quiere verlo,
puedo conseguirle un par de auriculares y sentarla en la parte trasera, junto
al escenario. Aquella idea le resultó divertida.
–No se quedará despierta hasta tan tarde, pero le encantará saber que has
pensado en ella.
Hizo una pausa, asimilando la mirada intensa que Rhett le estaba
lanzando.
–Me encanta tenerte aquí, conmigo –dijo de pronto–. Holly, quiero
besarte ahora mismo.
–Rhett... –contestó lentamente mientras sacudía la cabeza.
–De acuerdo. –Él apartó la mirada, resignado.
–Al menos, esta vez me has preguntado –dijo ella con una media sonrisa.
Él volvió a mirarla y esbozó una sonrisa enorme.
Capítulo 30

Los días siguientes, Holly se mantuvo ocupada con los últimos


preparativos para la boda de Joe y Katharine, dando la última mano de
barniz y los últimos retoques a la cómoda y entreteniendo a la abuela. Por
suerte, había terminado todo lo referente a la boda a través de llamadas y
mensajes, por lo que no había vuelto a ver a Joe y, si bien notaba su
ausencia en la casa, había conseguido concentrarse en las cosas
maravillosas que la rodeaban.
La abuela se mostró encantada con el aspecto de la cómoda una vez que
hubo terminado con ella. Holly podía imaginársela con un espejo, una
lámpara flanqueando cada uno de los lados, un jarrón pequeño con flores...
–Podrías abrir una tienda de muebles restaurados –le dijo la mujer al
verla.
–Es posible –contestó ella.
Se había sorprendido a sí misma. Le encantaba el mueble y estaba
impaciente por empezar a pensar lo que quería hacer con él.
A lo largo de los últimos días, habían comido con Kay y habían ido a
visitar a Otis. La abuela volvía a sonreír. Aunque pareciera increíble, había
llegado a leer dos tercios de Guerra y paz y, juntas, habían terminado un
puzle. Holly también había estado en la casa de los árboles de Rhett.
Incluso habían escrito una canción nueva, como en los viejos tiempos.
Había abrazado a Hattie, mostrando su preocupación por quién cuidaría de
la gatita cuando se marcharan a California. Sin embargo, él le había
asegurado que Kay se encargaría de ella y la abuela se había ofrecido como
refuerzo por si la necesitaban.
La suave corriente de normalidad había empezado a asentarse una vez
más en la cabaña cuando la abuela soltó la bomba.
–Ayer hablé con Joe –le dijo por encima del hombro. Holly, que había
estado recogiendo la colada y se dirigía al dormitorio, se detuvo en el salón,
cargada con la cesta de ropa blanca, y la miró fijamente–. Katharine y él
van a ir esta noche a ver la actuación de Rhett por Nochevieja.
–¿Qué? –fue lo único que pudo decir, aunque fue suficiente para que la
abuela le contestara.
–Me llamó por teléfono mientras estabas con Rhett. Me dijo que no podía
encontrar una de las listas con las direcciones de los miembros de la
comitiva nupcial. –Se levantó de su sillón y se dirigió hacia ella. Le quitó la
cesta de los brazos y la dejó sobre la mesita de café–. Al final, la encontró
entre sus cosas, pero estuvimos hablando un rato. Comentó que no tenían
planes para Nochevieja, así que le sugerí que fuese a ver la actuación con
Katharine.
–Pero abuela, tenía la esperanza de no tener que verlo de nuevo antes de
la boda –dijo ella.
Por sus venas corría una mezcla de entusiasmo por volver a ver a Joe en
una atmósfera festiva y relajada y de pánico ante el hecho de que Katharine
fuese a estar con él.
–No estoy segura de que sea una buena idea, querida.
La abuela empezó a doblar la ropa de la cesta, haciendo pequeñas pilas
sobre la mesita de café.
–¿Por qué no?
–Creo que necesitas enfrentarte a esto. Tienes que ver a esos dos juntos
para quitarte de la cabeza al Joe que conociste. Es importante que llenes tus
pensamientos con imágenes de la vida real. No va a atravesar esa puerta,
Holly. Tú pones buena cara, pero te conozco demasiado bien y, en secreto,
eso es lo que esperas que ocurra.
El dolor que sentía en el pecho cada vez que pensaba en él regresó con
fuerza.
–Abuela, tienes razón, pero también necesito cortar por lo sano. Si Joe va
a casarse con Katharine, entonces, tiene que hacerlo y yo tengo que dejar
que lo haga. –La idea le había rondado por la cabeza pero, hasta ese
momento, no había tomado la decisión definitiva–. Joe me dijo que solo
tenía que colocar en sus sitios a los miembros de la comitiva nupcial y que,
después, se encargarían los empleados de la finca. Voy a decirle a Rhett que
intente reservar los billetes a California para el mismo día de la boda, ya
que no voy a quedarme. Necesitaré algo que me distraiga de todo. Dado que
ya ha empezado a recibir las diferentes opciones para el calendario de la
gira, Rhett se muere por tener una fecha definitiva para viajar, así que estará
encantado.
–Para eso quedan dos días –dijo la abuela, pensativa. Sin embargo, estaba
claro que estaba dispuesta a permitir que Holly lidiara con aquello como
necesitara hacerlo–. Sé que harás lo correcto. Estoy orgullosa de ti, Holly.
Su teléfono, que estaba en la encimera de la cocina, emitió un pitido,
interrumpiendo el momento. Cuando se acercó y vio el correo electrónico,
se vio consumida tanto por la curiosidad como por el miedo. «El niño».
–Abuela, ¿te importa que me ocupe de esto? –le preguntó, agitando el
teléfono e intentando no montar mucho revuelo hasta que estuviera segura
de qué iba todo aquello.
–Claro que sí, cariño.
La mujer regresó a su sillón y ella dejó la colada abandonada para abrir el
mensaje.

Querida Holly:
Puedo decirte que Joe nació el 8 de julio de 1986. Espero que eso sea
suficiente de cara a la verificación.

No sabía cuándo era el cumpleaños de Joe, así que podría ser cualquier
cosa... Miró fijamente la fecha, pensando que, si era cierta, le alegraba
conocerla. Era un bebé del verano, como ella. El 8 de julio... Repasó la
fecha mentalmente: Ocho. Siete. Ochenta y seis. Hizo una pausa y volvió a
mirar la dirección de correo electrónico. «786@hb.com». ¿Ese «786» hacía
referencia a julio del 86? Entonces, se fijó en las letras de la dirección:
«hb». Harvey Barnes. Había configurado el mensaje para que fuese público,
así que podría tratarse de cualquier persona y, además, había mucho loco
por ahí suelto. Podría ser una broma. Parecía demasiado fácil. Leyó el resto
del correo.

Me sorprende que Joe quiera conocer a Harvey. Le he trasladado el


mensaje. Si Joe dice en serio lo de reunirse con él, puede que se lo piense.

Una vez más, no llevaba firma.


Holly tenía que andarse con pies de plomo. No quería embarcar a Joe en
una misión imposible justo antes de su boda. Por cómo se había comportado
mientras la organizaban juntos, estaba claro que ya estaba un poco
abrumado a nivel emocional. Tenía que estar segura del todo de que aquella
persona conocía a Harvey antes de involucrar a Joe.
Escribió una respuesta.

Antes de que sigamos adelante, necesito algo más para estar convencida.
Lo siento, pero tengo que ser cuidadosa, ya que encontrarlo no es algo que
Joe se tome a la ligera.

Le dio a la tecla de enviar.


Su teléfono volvió a sonar con la llegada de un mensaje y el corazón
estuvo a punto de salírsele por la boca. Tomando aire para calmarse, lo
abrió. Era de Rhett. En él, le decía que el coche pasaría a buscarla a las siete
y media y que estaba impaciente por verla. Le respondió.

¡Nos vemos luego!

El mensaje de su amigo hizo que pasase a pensar en aquella noche y en lo


bien que iba a estar verlo tocar y compartir aquel momento con él. Llevaba
décadas planeando aquello y ella había estado a su lado todo ese tiempo.
Sin embargo, no tuvo mucho tiempo para pensar en él antes de recibir otro
correo electrónico con el asunto: «El niño». Mientras lo abría, el corazón le
palpitó con fuerza.

Pregúntale por Rona’s.

Aquel era el nombre de la cafetería de Nueva York; aquella que a Joe


parecía encantarle pero que no había compartido con Katharine. También le
había dicho que nunca había hablado con su padre. Entonces, ¿qué era lo
que sabía Harvey sobre Rona’s? Estaba claro que él y su hijo no habían
estado allí juntos nunca. Sin embargo, aquella persona le estaba pidiendo
que le preguntara al respecto.
Escribió una respuesta:

¿Que le pregunte qué?

Dejó el teléfono en la encimera y esperó.


–¿A qué hora vas a ir a ver a Rhett? –le preguntó la abuela. –A las siete y
media –le contestó sin apartar los ojos de la pantalla vacía del teléfono.
–Son casi las seis. Deberías comer algo antes de empezar a arreglarte.
–Ajá –replicó, distraída.
«Vamos», instó a su teléfono para que volviera a sonar. Si aquella
persona le dijera algo más, tal vez podría reconocer lo que le estaba
insinuando y no tendría que esperar para contárselo a Joe. Podrían pasar
directamente a planificar un encuentro. Sabía que se emocionaría mucho al
recibir la noticia.
Dado que, tras unos minutos, no volvió a recibir nada en el teléfono, se
preparó un sándwich sencillo. Después, fue a arreglarse mientras se
preguntaba qué podía decirle a Joe para sonsacarle la información sin
preocuparlo con el hecho de que alguien se había puesto en contacto con
ella. ¿Tendría que contárselo? ¿Debería hacerlo?

Las calles ya estaban cortadas, cada centímetro abarrotado con multitud


de personas que llenaban las zonas cerradas de la carretera como rebaños de
ovejas. Iban vestidos con gorros y abrigos, preparados para soportar el frío
con tal de tener el honor sin par de haber estado en Broadway en
Nochevieja. Rhett había enviado el coche a buscarla justo a tiempo y el
chófer había maniobrado entre el caos con bastante facilidad. Holly barajó
la idea de que, con la cantidad de gente presente, había una posibilidad real
de que no se cruzara con Joe y Katharine en medio de la multitud, lo cual le
parecía bien. Todavía estaba intentando decidir si preguntarle o no sobre
Rona’s y, dado que no sabía si le había contado a Katharine algo sobre
Harvey, tampoco sabía cómo conseguir hablar a solas con él. Desde luego,
aquel no era el lugar adecuado para ese tipo de conversación.
El chófer se detuvo junto a una de las zonas cerradas, detrás de una
pantalla enorme apta para proyectar los conciertos en la calle, y le mostró su
identificación a un guardia de seguridad, que se comunicó con alguien por
radio y, después, los dejó pasar. El automóvil avanzó a trompicones por un
callejón y se detuvo en la parte trasera del bar en el que iba a tocar Rhett.
Colgando de su dedo, balanceándose, el conductor le colocó frente a la cara
un cordón con su pase. Lo tomó y se lo pasó por la cabeza, dejando que
reposara sobre su abrigo. Entonces, salió del vehículo y se tambaleó sobre
el pavimento irregular con los zapatos de tacón. Mientras pensaba cuál sería
la mejor manera de entrar en el edificio, la puerta trasera se abrió y otro
guardia de seguridad la escoltó hacia el interior.
–¿Holly McAdams? –le preguntó con prisa y en tono serio mientras
comprobaba su identificación en lugar de mirarla a la cara en busca de una
respuesta. Una banda estaba tocando, lo que hizo que el hombre tuviera que
gritar por encima del ruido de la música y el público a pesar de que estaban
en la parte trasera, lejos del escenario–. Rhett te está esperando. Te llevo a
su habitación.
Si aquello se parecía en algo a sus conciertos habituales, no era de
extrañar que hubiese decidido construir una casa en medio de la
tranquilidad de los bosques de su hogar. Holly ya era consciente de que,
para el final del día, estaría exhausta.
Recordaba la habitación pequeña a la que la condujo el guardia: era en la
que habían entrado la última vez en que estuvieron allí. Abrieron la puerta y
ver el rostro familiar de su amigo en medio de todo aquello fue muy
reconfortante. Él le dedicó una de sus sonrisas torcidas, le dio las gracias al
guardia de seguridad y cerró la puerta, lo que amortiguó el sonido a unos
niveles que resultaban soportables.
Se quitó el abrigo, revelando el vestido negro que había reservado para
alguna ocasión especial y, de inmediato, Rhett la devoró con los ojos.
–Guau –dijo antes de mirarla a los ojos–. Estás increíble.
–Gracias. Tú también.
Iba vestido con unos pantalones vaqueros y una camiseta ajustada. La
única parte de su atuendo que reconocía eran sus viejas botas. Se sentó en el
sofá y le dio una palmadita al asiento que había a su lado.
–Ahí fuera es una locura, ¿eh?
Estaba muy animado, entusiasmado y emocionado, totalmente en su
salsa. La alegraba verlo tan contento. Aquello era lo que él había soñado
toda su vida y ella no podía hacerse a la idea de cómo debía ser levantarse
todos los días para hacer lo que más te gusta. Para él, tenía que ser increíble.
–Sí, una locura.
En todo el tiempo que llevaba viviendo en la zona, jamás había estado en
Broadway durante Nochevieja. Solían celebrar fiestas en casa o, lo que era
mejor, preparar palomitas, sacar unas cervezas, ver por televisión cómo caía
la bola en Nueva York y, después, irse a dormir pronto dada la diferencia
horaria entre Nashville y la costa este.
–Me alegro de no haber traído a la abuela. No habría conseguido llegar
viva al final de la noche.
–Bah, habría estado bien. Creo que, en secreto, le gustan los suelos
pegajosos llenos de bebidas derramadas y las muchedumbres odiosas. Se lo
está perdiendo. –Holly se rio–. ¿Te quedarás en el escenario conmigo? Hay
una zona detrás de la pared lateral desde la que puedes ver, pero el público
no puede verte a ti. Me encantaría que estuvieras conmigo –dijo él.
–Si es lo que quieres...
–Es lo que quiero. Quiero que estés conmigo todo el tiempo. –La rodeó
con un brazo.
–He estado pensando... –dijo ella, dándose la vuelta hacia él–. ¿Por qué
no nos vamos a California cuanto antes? Sé que puede que tus actuaciones
tarden un poco más en empezar, pero ¿por qué no nos marchamos
igualmente?
Rhett se irguió.
–¿Cuándo?
–¿Pasado mañana?
A punto de estallar de emoción, su amigo le puso las manos en la cara y
dejó escapar un gruñido grave.
–¡Quiero besarte ahora mismo! –La soltó y volvió a recostarse en el
sofá–. Pero estoy intentando demostrarte lo mucho que respeto tu decisión,
a pesar de que pienso que es totalmente ridícula.
Empezó a hacerle cosquillas, provocando que soltara un gritito y se
pusiera de pie.
–Vas a estropearme el vestido –le dijo mientras intentaba no reírse.
–¡A mí me parece bien!
–Ya basta. –Dio un paso atrás–. Me lo prometiste, Rhett. Solo amigos.
Cuando te comportas así, me haces replantearme el viaje. Quiero pasar
tiempo contigo, no que esto se convierta en una especie de batalla constante
sobre nuestra relación.
–No es una batalla –la tranquilizó él–. ¡Es un compromiso de por vida
para que te des cuenta de que soy perfecto para ti! –Sonrió, consciente de
que la estaba presionando. Se puso de pie de forma abrupta–. Pero tendré
que convencerte más tarde. Me quedan dos minutos para salir. Vamos.
La condujo por el pasillo. En sus oídos, el ruido era como una
interferencia que silenciaba todo lo demás. Había una silla justo al lado del
escenario desde la que se veía toda la banda. Habían ocupado sus lugares
ante el rugido de la multitud. El batería estaba tocando el bombo central,
haciendo que aumentara la expectación con cada golpe. Las luces la
deslumbraron y, cuando empezaron a sonar las guitarras, se apagaron.
–Deséame suerte –dijo Rhett. Después, le dio un beso en la mejilla.
–Buena suerte –le replicó, pero él ya había salido corriendo a la parte
delantera del escenario, causando un alboroto entre el público.
Había chicas apretadas contra las barreras delanteras. El pelo les flotaba
en torno a las diademas con purpurina que rezaban FELIZ AÑO NUEVO
mientras alzaban y movían las manos. La masa de gente se había convertido
en un océano de luces procedentes de los teléfonos móviles. Todo el mundo
intentaba conseguir la mejor perspectiva mientras Rhett se colocaba en su
posición frente al micrófono y la banda aumentaba el ritmo.
–¿Qué tal estáis pasando la noche, Nashville? –gritó su amigo en el
micrófono. El público se volvió loco. Allí arriba, no parecía fuera de lugar,
como si llevara toda la vida actuando frente a grupos de gente de aquel
tamaño–. ¡Es Nochevieja! ¿Estáis preparados para pasároslo bien? –añadió,
y otro estruendo de vítores se dirigió hacia él.
Holly tomó asiento en el taburete que había junto a la pared que la
ocultaba del público, pensando en lo irreconocible que se había vuelto la
vida de su amigo. No es que fuese algo malo, tan solo diferente, una especie
de existencia surrealista. Justo cuando creía que había visto un atisbo de lo
que era estar en su posición, la había sorprendido con algo más grande y
desproporcionado. Su popularidad la abrumaba.
Estaba tan ocupada pensando en aquello que casi no se dio cuenta de que
Katharine y Joe estaban en primera fila. No podían verla por el ángulo en el
que se encontraban, pero ella sí podía verlos a ellos. Katharine estaba
sonriendo, moviendo la cabeza al ritmo de la música. Joe estaba quieto. Así
se había dado cuenta de que estaban allí: porque Joe era la única persona
que no se movía. Su gesto era placentero, pero tenía los ojos fijos en Rhett.
Katharine se inclinó hacia él y le dijo algo al oído. Él asintió y esbozó una
sonrisa educada. Para Holly, aquel mero intercambio fue como sentir una
piedra en el estómago, así que permitió que sus ojos desdibujaran la imagen
y volvió a mirar a su amigo. Sin embargo, mientras él repasaba su lista de
canciones, les lanzó alguna mirada en contra de su voluntad. La mayor parte
del tiempo, no hubo nada que ver, pero, de vez en cuando, se reían juntos o
Katharine alzaba la vista hacia él, obligando a Holly a volver a centrarse en
el escenario. En un par de ocasiones, Rhett se tomó un descanso, dejando
que tocasen otras bandas. En esos momentos, iba corriendo hasta ella y
ocupaba toda su atención. Había tanto ruido que no podían mantener una
conversación de verdad, pero le gustaba ver lo mucho que se estaba
divirtiendo.
Joe se abrió paso entre la multitud varias veces y regresó con bebidas
para Katharine y para él y, tras haber tomado varias copas, empezó a
moverse al ritmo de la música. Aquello hizo que Holly pensara en el día en
que habían bebido mucho champán; en cómo se había recostado con un
gesto muy relajado. En medio de aquel recuerdo, antes de que fuera
consciente de lo que estaba ocurriendo, Rhett la arrastró a la parte delantera
del escenario. El público empezó la cuenta atrás al unísono y los números le
resonaron en los oídos.
Justo cuando estableció contacto visual con Joe, Katharine le pasó los
brazos por el cuello, reclamando su interés. Aquello, unido al hecho de que
se encontraba en el foco de atención, fue más de lo que Holly pudo soportar.
Apartó los ojos de ellos y se centró en Rhett, que estaba gritando en el
micrófono.
–¡Cinco! ¡Cuatro! ¡Tres! ¡Dos!
Hubo una erupción de vítores y, mientras llegaba el Año Nuevo, su
amigo cedió en su autocontrol. Era obvio que la atmósfera le estaba
ofreciendo el valor y la esperanza en el nuevo año que se abría ante ellos
como un papel en blanco. Atrajo a Holly hacia sí una vez más y la miró a
los ojos antes de besarla como nunca jamás la había besado. Al principio,
quiso resistirse. ¿Cuántas veces le había dicho que no lo hiciera? Pero,
entonces, se preguntó: ¿por qué debería resistirse?
Había pasado la noche pensando en un hombre que jamás podría tener
cuando tenía a otro justo al lado que quería serlo todo para ella. Intentó
dejarse llevar por el beso para ver si había alguna posibilidad de que su vida
se volviera más fácil. Debería sentirse afortunada de tener el afecto de
Rhett. Le devolvió el beso, entregándose a aquel momento único y real,
mientras sus labios se movían al unísono y sentía su aliento cálido.
Los fuegos artificiales crepitaron en sus oídos y las miles de personas que
había en la calle vitorearon por la oportunidad de empezar de cero una vez
más.
Cuando Rhett se apartó, bajó la vista hacia ella antes de acercarse a su
oído.
–Feliz Año Nuevo –le dijo–. No volveré a besarte hasta que seas tú la que
lo inicie.
La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí. Estaba claro que sabía que
aquella había sido la última vez que lo daba todo. Se volvió hacia el público
y aquel comportamiento tierno que conocía tan bien, volvió a transformarse
en el del Rhett de los escenarios que había presenciado toda la noche.
No pudo evitar pensar en lo inapropiado que le había parecido el beso.
Para ella era como un hermano. ¿Por qué él no sentía lo mismo? Entonces,
se acordó del tabaco que había dicho que debería guardarse en el bolsillo
trasero para que le recordara a la gente que de verdad lo conocía... No podía
seguir negando que era posible que no estuviera enamorado de ella, sino de
la familiaridad que representaba y del hecho de que nunca lo traicionaría.
Tenía la esperanza de que, con el tiempo, se diera cuenta de que podía
seguir estando ahí para él como su mejor amiga. No tenían que ser pareja.
Esperaba que el tiempo que pasarían viajando juntos lo ayudara a darse
cuenta de eso.
Volvió la vista hacia la muchedumbre para buscar a Joe, pero, cuando
escudriñó los rostros, todos le resultaron desconocidos. Entonces, al fondo
de la masa de asistentes al concierto, lo encontró. Joe estaba de espaldas y
salía por la puerta con Katharine.
Capítulo 31

–Rhett me ha besado. Otra vez –le contó Holly a la abuela a la mañana


siguiente mientras estaban sentadas tomando café. Dobló las
piernas sobre la silla de la cocina y se las rodeó con los brazos mientras el
café humeaba en la nueva taza de Leiper’s Fork que Joe le había regalado.
Le dio la vuelta para apartar de su vista la parte que rezaba: «En Leiper’s
Fork, alguien está pensando en ti».
–A veces, puede ser un poco creído –contestó la abuela, aunque el afecto
que sentía por él era evidente–. Ya sabes que te adora. Quiere que las cosas
funcionen entre vosotros.
–Pensaba que las cosas ya estaban funcionando. ¿Por qué tiene que
complicarlo todo con ese tipo de sentimientos hacia mí?
–No podemos elegir de quién nos enamoramos –dijo la mujer, lanzándole
una mirada cómplice. Aquello hizo que se callara. La abuela se inclinó
frente a ella–. No tienes que tener todo planificado. Ve con Rhett a
California y espera a ver dónde te lleva la vida. Nunca sabes cómo puede
cambiar tu mundo. Contempló el café que estaba dentro de la taza de Joe
mientras pensaba en las palabras de la abuela. Era una mujer muy sabia y
era consciente de que, probablemente, tenía razón.
–¿Estás preparada para el ensayo de la boda de esta noche? –Lo más
preparada que estaré nunca.
–Tan solo piensa que es en los momentos difíciles cuando apreciamos los
fáciles. Esto pasará y serás más fuerte gracias a ello. Al final, cuando tengas
mi edad, echarás la vista atrás y todo tendrá sentido.
–Te creo, abuela.
–Me alegro. –La mujer dejó la taza–. Ahora, vamos a echar una partida
de cartas y a olvidarnos de todo durante un ratito. –Es la mejor idea que has
tenido.

Holly pasó el tiempo jugando a las cartas con la abuela y buscando en


Internet tiendas de muebles que pudieran estar interesadas en la cómoda que
había restaurado. Encontró algunas buenas opciones, las anotó y les dejó un
mensaje telefónico. Después, salió al granero, tomó fotos del mueble y se
las descargó en el ordenador. Por diversión, también buscó ideas para el
desarrollo de una página web. Cuando hubo procrastinado lo suficiente, fue
a cambiarse para el ensayo. Volvió a arreglarse y se puso un vestido azul
marino que le llegaba justo por debajo de las rodillas. Se recogió el pelo y
se puso más sombra de ojos de lo habitual.
–Estás preciosa –le dijo la abuela desde su sillón del rincón. –Gracias,
abuela. ¿El fuego aguantará encendido mientras no esté?
–Sí, cariño. De todos modos, no querría que te estropearas el vestido con
la leña. Si necesito algo, llamaré a Buddy.
–De acuerdo. Solo serán un par de horas.
–Intenta disfrutar.
–Lo haré –contestó, consciente de que sería imposible pasarlo bien.
Estaba dividida entre el deseo de querer mantenerse lo más lejos posible de
Joe y la necesidad de encontrar un momento para hablar a solas con él y
preguntarle por Rona’s.
Cogió las llaves y salió por la puerta.
Cuando llegó a la finca de Brentwood y entró, la mansión estaba repleta
de trabajadores. Los floristas estaban ocupados creando el arco antes de la
ceremonia, que sería al día siguiente a las once de la mañana. Acababan de
hacer la entrega del vino y la cerveza y estaban entrando las mesas
adicionales que necesitaban para la entrada. Los miembros de la comitiva
nupcial estaban reunidos en la puerta del gran salón donde se celebraría la
boda, pero ninguno de ellos había visto todavía a Joe o a Katharine.
–Soy Holly, la organizadora de la boda –le dijo al grupo–. Vamos a
empezar. ¿Pueden las damas y los caballeros formar parejas, por favor?
Entonces, se fijó en que había un niño de cabello rubio cobrizo y un
puñado de pecas en la nariz. Pasaba de darse tirones del cuello de la camisa
a dar golpecitos en el suelo con los pies.
–Hola –le dijo mientras se acercaba a él y se agachaba para estar a su
altura–. ¿Eres el encargado de llevar las alianzas?
Él miró a su madre en busca de apoyo antes de contestarle. Su madre
esbozó una sonrisa cariñosa y se lo presentó.
–Este es Toby –dijo.
–Hola, Toby –replicó Holly con una sonrisa resplandeciente. –Y yo soy
Sarah. –Una niña con zapatitos plateados y un vestido digno de la mejor de
las bailarinas de ballet se acercó a ella dando saltitos y con los rizos
castaños recogidos con una horquilla–. Soy la chica de las flores.
Le tomó la mano y alzó la vista hacia ella, sonriendo. La niñita tenía unos
ojos inocentes enmarcados por unas pestañas largas y rizadas. El rostro de
Holly se iluminó por el bien de Sarah y le estrechó la mano entre las suyas.
–Me apuesto algo a que se te da muy bien lanzar pétalos de rosas. Lo sé
por tus dedos. Son perfectos para unas flores tan delicadas.
La niña hinchó el pecho en señal de orgullo.
–Sí, se me da muy bien.
Holly le hizo un gesto a Toby para que se acercara.
–Toby, tú estarás aquí. –Señaló el lugar para el pequeño–. Y, Sarah, en
cuanto hayas recorrido el pasillo, puedes colocarte aquí. –La niña se acercó
dando saltitos y se colocó donde le habían pedido.
–Siento llegar tarde –dijo Katharine casi sin aliento mientras entraba en
la estancia.
Le lanzó una mirada a Joe con algún tipo de mensaje, pero Holly no fue
capaz de descifrarlo. Él, serio, estaba a su lado, saludando con calma a las
personas de la comitiva nupcial. Después, la miró a ella.
Sarah abandonó su posición y fue corriendo hasta la pareja de la boda
mientras exclamaba el nombre de Joe. Casi saltó a sus brazos y le rodeó el
cuello, haciendo que le cambiara el semblante serio.
–¡Hola! –le dijo él, arrugando la nariz en una mueca graciosa.
–Papá me ha dicho que está enfadado contigo –le explicó ella con una
risita, retorciendo los dedos con pintaúñas brillante tras su cuello y
mirándolo a los ojos.
Joe la sujetaba con un brazo con facilidad.
–¿De verdad?
Buscó al padre de la niña y lo saludó con una mano. Por la forma en que
interactuaron, era evidente que eran buenos amigos. –Sí. Siempre vienes a
casa a ver el partido de fútbol, pero la semana pasada te lo perdiste.
Él asintió.
–Es cierto. Lo lamento mucho.
–Bueno, yo no estoy enfadada contigo –le dijo ella con una sonrisa.
Después, le llevó los labios diminutos al oído y añadió–: En realidad, papá
tampoco está enfadado contigo. Solo está bromeando.
Los ojos de Joe se cruzaron con los de Holly y ella le sonrió. Él le
sostuvo la mirada un momento y, después, la bajó hacia Sarah hasta que
volvió a tener los pies en el suelo. Había algo extraño en aquellos ojos, pero
no era capaz de saber de qué se trataba.
–De acuerdo –continuó, ahora que todo el mundo había llegado–. Joe, tú
estarás junto a los músicos, centrado frente al altar. Toby y Sarah, seguidme.
–Le dio la espalda a Joe y se colocó frente a los niños–. Vosotros dos
entraréis despacio, caminando juntos.
Se concentró en el trabajo que tenía entre manos. Las tareas le resultaban
sencillas. Era como si hubiera sido diseñada para construir cosas desde
cero. La capacidad de ver lo que había que hacer le resultaba tan clara y le
requería tan poco esfuerzo que no podía creerse que no hubiera tomado un
rumbo creativo antes. Cuántas noches había malgastado trabajando de
camarera... No volvería a permitir que eso ocurriera.
–La primera pareja –dijo desde la parte delantera de la estancia. Hizo un
gesto para que se acercaran a ella, y ellos empezaron a caminar–. Cuando
lleguen más o menos a la altura de la tercera fila de sillas, la siguiente
pareja puede pasar al frente. Cuando todos hubieron caminado hasta el altar
y se hubieron colocado en sus posiciones, Holly se dirigió al fondo. Había
asumido por completo su lado profesional y había dejado de lado todo lo
que no fuera el trabajo.
–Katharine, tu permanecerás oculta hasta que la comitiva nupcial haya
ocupado sus puestos. Entonces, te colocarás frente a las puertas. Tendremos
acomodadores que las abrirán y, entonces, disfrutaremos del momento más
álgido.
–Perfecto. –Katharine miró a Joe, pero Holly se dio cuenta de que él tenía
la mirada perdida en algún punto de la distancia. –¿Alguna pregunta? –les
dijo. Cuando nadie respondió más que sacudiendo la cabeza con educación,
añadió–: Entonces, vamos a probar a hacerlo de principio a fin. Si
conseguimos hacerlo a la primera, ¡podremos irnos pronto a cenar!
Cuando terminaron el ensayo, dejó a los novios sonriendo y charlando
con sus amigos. Había decidido no asistir a la cena de prueba. Estar sentada
junto a Joe mientras su padrino brindaba por su nueva vida con Katharine le
resultaba tan agradable como caminar sobre brasas. Además, tenía que ir a
la casa que la abuela tenía en Nashville a recoger las cosas que necesitaba
para terminar de preparar la maleta para el viaje a California del día
siguiente.
Había pensado que, probablemente, debería llamar a Joe para informarle
de su plan de no quedarse a la ceremonia. Y, tras darle muchas vueltas,
había decidido que también podría ser un buen momento para mencionarle
el asunto de los correos electrónicos. Merecía formar parte de la
conversación y, a esas alturas, la mención a Rona’s había dejado bastante
claro que 786@hb.com era una fuente de información creíble. Nunca se
perdonaría a sí misma haber tenido la oportunidad de reunir a Joe con su
padre y no haberlo hecho por ocultar la correspondencia que había recibido.
Esperaba que a Joe le pareciera bien que se marchara antes del fin de la
ceremonia. Rhett había reservado billetes para un vuelo a la una y media.
Con rapidez, hizo un repaso mental del horario. Quería estar en el
aeropuerto un par de horas antes para comer algo y sentarse un rato antes de
que se desatara la locura del viaje hasta la otra punta del país. Una vez que
la boda comenzara a las once, tan solo se quedaría media hora y, entonces,
tendría la excusa perfecta para marcharse. Con sus obligaciones cumplidas,
podría dejar que los trabajadores de la finca tomaran las riendas del asunto,
tal como Joe le había dicho que harían. Aquello le daría el tiempo suficiente
para poner la boda en marcha y, además, todo el mundo estaría demasiado
inmerso en la ceremonia como para darse cuenta de que ella se marchaba.
Le había dicho a su amigo que recogiera sus maletas en casa de la abuela
y que estuviera en la puerta de la mansión a las once y cuarto. Le había
dado su nombre al guardia de seguridad para que lo dejara pasar una vez
que hubieran cerrado las puertas de la finca al comienzo de la ceremonia.
Entonces, con un nuevo año por delante, emprendería el camino hacia una
vida totalmente nueva.

Holly se tumbó en la cama en la que había dormido Joe. Había cambiado


las sábanas y había limpiado el polvo, así que no quedaba ni rastro de él.
Como era probable que la cena de ensayo hubiese terminado ya, le mandó
un mensaje preguntándole si podía llamarle. Él le respondió de inmediato y
le dijo que le diera cinco minutos y, entonces, la llamaría.
Mientras esperaba, se planteó diferentes escenarios de cómo se
desarrollaría aquella conversación. No quería darle esperanzas por si todo
acababa en nada. La persona que había contactado con ella podría no saber
dónde estaba Harvey en aquel momento. Sin embargo, en sus entrañas había
algo que le decía que tenía que contárselo todo.
El teléfono sonó.
–¿Hola? –dijo al descolgar.
–Hola. –La voz de Joe hizo que se sintiera reconfortada.
–Oye, necesito que hablemos sobre la boda, pero, antes, tengo que
compartir contigo una noticia –dijo, yendo directa al grano.
–¿Sí?
–Aunque, antes de contártelo, necesito hacerte una pregunta. –De
acuerdo.
Intentó tranquilizarse y cerró los ojos. Sacar el tema la ponía nerviosa.
–¿Rona’s tiene algo que ver con tu padre?
Al principio, Joe no contestó y Holly esperó ansiosa a lo largo de cada
segundo de silencio.
–¿Por qué? –le preguntó él al fin.
–Contéstame primero –insistió ella con suavidad.
Él se aclaró la garganta.
–En Rona’s mis padres solían quedar para tomar café. Es donde se
enamoraron.
–Creo que he encontrado a alguien que conoce a tu padre –espetó de
forma abrupta.
No quería pensar en por qué le había hablado a ella de aquella cafetería,
pero no se la había mencionado a Katharine. Si había alguna especie de
motivo cósmico para que se lo hubiera contado, era para que pudiera
ayudarle a encontrar a su padre. Lo sentía en las entrañas.
–¿Qué? –preguntó él, sorprendido–. ¿Cómo?
–Alguien respondió al mensaje de Facebook que compartí. Me mandaron
un correo electrónico.
–¿Y qué decía?
Sonaba como si le faltara el aliento y Holly podía sentir a través de su
pregunta la necesidad que tenía de saber algo de su padre. Estaba dispuesta
a apostar que aquello lo había carcomido durante años y no se lo había
contado a nadie.
–No demasiado. Era algo críptico... ¿Naciste el 8 de julio?
–Sí.
–¿De 1986?
–Sí, ¿por qué? ¿Qué decía el mensaje, Holly? –Su tono de voz era suave
pero insistente.
–Ay, Dios mío... –Se llevó una mano a la boca–. Creo que es posible que
haya estado hablando con tu padre. Su dirección de correo electrónico era
786@hb.com. Piénsalo. –Cuando él no respondió, añadió–: Me dijo que te
preguntara por Rona’s, que así sabrías que su mensaje era real.
Podía oír su respiración, lenta y profunda como siempre, y se acercó el
teléfono a la oreja con ambas manos, deseando poder abrazarlo. Al fin, él
dijo:
–Mándale un mensaje. Dile que venga mañana a la boda. Quiero que esté
presente.
–¿Y si está lejos?
–No le he pedido nada en toda mi vida. Excepto esto. A ver qué dice.
–De acuerdo. –Se mordió el labio–. Te mandaré un mensaje en cuanto me
responda.
–¿Qué más ibas a decirme?
–¿Eh?
Había olvidado el otro motivo de la llamada. Hablar con él, lo
solidarizada que estaba con aquel asunto, la suavidad de su voz... Todo
había hecho que perdiera el hilo del resto de sus pensamientos.
–Querías decirme algo sobre la boda.
«¡Oh, no!». ¿Y si Harvey le decía que sí podía ir a la boda? ¿Qué pasaría
si aparecía de verdad? ¿Cómo quedaría ella si salía corriendo del edificio
sin tan siquiera preocuparse por el encuentro entre Joe y su padre? Eso sería
horrible. Él había confiado en ella y lo habían llevado a cabo juntos. No
podía marcharse sin más...
Sin embargo, necesitaba ser sincera con él. Todo lo sincera que pudiera
ser sin arruinarlo todo.
–Me dijiste que, una vez que empiece la ceremonia, el personal de la
finca se encargaría de todo, ¿verdad?
–Sí. Una vez que hayamos llegado al altar, no tendrás que hacer nada
más.
–He pensado que no voy a quedarme toda la boda. Voy a marcharme a
California un poco antes de lo esperado. Pero si Harvey aparece...
–No, no, no –la interrumpió él–. Por favor, no cambies tus planes por mí.
Dijo aquellas palabras, pero Holly hubiera jurado que había notado cierta
decepción en ellas, lo cual hizo que se sintiera muy culpable. Pero ¿cómo
iba a saber que tal vez la necesitase? «Basta», se dijo a sí misma. Joe tenía
el apoyo de Katharine. Estar presente en su boda solo había sido un favor
que había aceptado. Tenía toda su vida por delante, empezando por el vuelo
con Rhett. Joe no había frenado su vida por ella y, ahora, ella también tenía
que seguir adelante. Sin embargo, eso no cambió cómo se sentía.
–Joe...
–Por favor –dijo él, como si supiera lo que estaba pensando–. Márchate.
Sigue tu corazón.
¿Quería que se fuera?
–De acuerdo –dijo, decidida a sacar el máximo partido a la situación.
Aquello era lo que Joe quería para ella y sabía que tenía razón.
Capítulo 32

Holly había respondido al remitente misterioso invitando a Harvey a la


boda. Le había dado la hora y el lugar e incluso había incluido su
nombre en la lista de invitados, pero no había recibido ninguna respuesta.
Nada. Cuando por la mañana temprano informó a Joe de la situación, él le
había dado las gracias por intentarlo y le había dicho que la vería en un par
de horas. Aquella mañana, cuando estaba a punto de marcharse para recoger
el vestido de Katharine en Diamond y llevarlo a la finca, se sintió
especialmente emotiva al despedirse de la abuela. Con las maletas
preparadas y listas junto a la puerta, la estancia parecía vacía. Nunca había
dejado sola a la mujer. Dado que el calendario de alquileres estaba
despejado para un futuro cercano, aquella sería la primera vez que viviría
sola del todo, y eso la preocupaba.
–¿Tienes suficientes cosas para estar entretenida sin mí? –le preguntó.
–Por supuesto. Nunca en toda mi vida he podido hacer lo que yo quería
sin tener que pensar en nadie más. Tal vez ponga la música a todo volumen
y vaya bailando por la casa. –A pesar de su miedo a dejarla sola, Holly se
rio–. Y, en el peor de los casos, aún tengo Guerra y paz.
La mujer parecía estar llevando muy bien la partida de su nieta, pero ella
no. No estaba segura de si se trataba de que había reprimido la tristeza por
la boda de Joe, si es que le preocupaba que no pudiera conectar con su
padre, si estaba intranquila por el viaje con Rhett o si seguía angustiada por
la abuela. Tal vez fuese todo a la vez. La cuestión es que, cuando tuvo que
marcharse para asistir a la boda, lloró sobre el hombro de su abuela.
Sin embargo, estaba segura de que cuidarían de ella. Kay le había dicho
que pasaría por allí por la tarde y Tammy le haría la compra y se la llevaría
a la cabaña de forma semanal. Tanto Otis como Buddy le habían prometido
ir a visitarla cada pocos días. Iba a estar bien.
Con gran esfuerzo, dejó de lloriquear y se empolvó la nariz. Entonces,
salió para ir a Diamond y, después, a la boda. Sería la última vez que vería a
Joe antes de que se separaran para siempre. Estaba preparada.
Cuando llegó a la finca, era la única presente. Colgó el vestido con
delicadeza junto al espejo de cuerpo entero de la suite nupcial de Katharine
y, después, fue a comprobar que todo estuviese en orden. El retrato ya
estaba en el caballete y era absolutamente impresionante. Se fijó en el rostro
de Katharine, cuyo gesto había sido captado a la perfección. En aquel
momento, su sonrisa había mostrado cierta inocencia controlada que Holly
nunca le había visto, y parecía tan nerviosa y feliz como cualquier otra
novia. Encantadora.
Cuando llegaron los miembros del personal, fue capaz de saludarlos con
una sonrisa de confianza a pesar de su estado de ánimo.
Katharine llegó a la finca en medio de un revuelo de gente. Iba rodeada
de sus damas de honor que, con las manos llenas de bolsas de ropa y cajas
de zapatos, no dejaban de charlar mientras la llevaban con rapidez hacia la
suite nupcial. Mientras contemplaba cómo se alejaban, Holly enderezó el
libro de visitas que había en la mesa de la entrada.
Poco después, llegó Joe con sus acompañantes y el padrino, que se
estaban riendo de algo y dándole palmaditas en la espalda. Seguía vestido
con ropa de calle, tal como lo había visto mientras aún estaba en la cabaña
y, de pronto, sintió un arrebato de miedo ante la idea de que aquellos fuesen
sus últimos momentos con él. Se había mentalizado para aquello, había
hecho planes para evitar la mayor parte, pero nada la había preparado para
cómo se sintió al verlo en aquel momento. Con la mirada fija en él, se
fundió con el entorno para dejarlo pasar. Iba hablando con uno de sus
amigos pero, entonces, aminoró el ritmo y miró a su alrededor. Encontró a
Holly con la mirada y, cuando la vio, esbozó una enorme sonrisa, cálida y
amistosa, que logró, por un lado, que su corazón dolorido anhelase pasar
más tiempo con él y, por otro, sintiese una corriente de emoción ante la idea
de que hubiese pensado en buscarla. La saludó con la mano. Ella hizo
acopio de todas sus fuerzas para devolverle la sonrisa y, después, se
sumergió en los detalles de la boda.
Le costó un momento llegar a un punto en el que estuviese segura de
tener los sentimientos controlados. En cuanto hubo terminado con los
últimos preparativos, tuvo las tareas completadas y la finca era la viva
imagen de la perfección, se dirigió a la habitación trasera en la que se
habían reunido la novia y las damas de honor. Katharine llevaba el vestido
puesto y una de sus amigas estaba terminando de abrocharle los botones. En
aquella ocasión, tuvo la oportunidad de fijarse en su cabello. Lo llevaba
peinado en un recogido pero, aquel día, no estaba perfecto. Tenía un aire
romántico y fluido y algunos mechones le enmarcaban la cara, resaltando
sus ojos y su tez blanca.
Katharine se dio la vuelta para contemplar su reflejo en el espejo justo
cuando entró su padre, que iba vestido con un esmoquin bien planchado y
unos zapatos relucientes y que mostraba un gesto de cariño y adoración en
el rostro. Los ojos se le llenaron de lágrimas al contemplar a su hija y el
esplendor del satén blanco que caía hasta el suelo dibujando una línea
perfecta y sin costuras. La novia miró el vestido durante el tiempo
suficiente para que Holly se preguntara si se estaba acordando del día que
habían hecho la última prueba. Entonces, Katharine la vio a través del
espejo y abandonó cualesquiera que hubieran sido sus pensamientos. Le
sonrió con las cejas arqueadas como si quisiera decirle: «¡Aquí estamos!».
–Estás espectacular.
Katharine se volvió hacia ella.
–Gracias. –Ahuecó el vestido para no pisárselo al andar.
–Casi es la hora –le dijo, poniendo buena cara.
No dejaba de pensar en cómo tan solo quedaban unos pocos minutos y,
después, podría seguir adelante con su vida. Sin embargo, en aquel
momento, sentía como si llevara toda la mañana conteniendo el aliento y
como si, en cuanto se subiera a la camioneta de Rhett, fuese a jadear sin
parar en busca de aire. Todavía no había visto a Joe con el esmoquin y
pensó que, a continuación, debería ir a echar un vistazo para asegurarse de
que tenía todo lo que necesitaba, tal como haría cualquier organizadora de
bodas. Sin embargo, había estado postergando el momento. Tampoco dejaba
de mirar su teléfono con la esperanza de haber recibido un mensaje, dado
que, entre los invitados, no había aparecido nadie con el nombre de Harvey
Barnes. Su correo electrónico seguía en silencio y deseó que las cosas
hubiesen podido salir de otro modo. Tal vez Harvey estuviese en la otra
punta del mundo con mala cobertura telefónica y hubiese perdido la señal.
O, tal vez, sencillamente, había decidido no asistir.
Aun así, seguía sin estar preparada para ver a Joe, así que decidió que, si
necesitaba algo, iría a buscarla.
–Voy a echar un vistazo fuera para asegurarme de que todos están en el
gran salón y preparados para la ceremonia –le dijo a Katharine–. No
queremos que entre nadie mientras abrimos las puertas y se produce el gran
momento, ¿no?
–Muy buena idea.
–Vuelvo enseguida. –Miró su teléfono móvil para comprobar la hora–.
Empezaremos en un momento.
Después, salió para echar un último vistazo a los terrenos y asegurarse de
que no hubiera ningún rezagado.
Los músicos estaban interpretando la música que habían elegido para que
se sentasen los invitados y las últimas personas en llegar estaban ocupando
sus asientos gracias a los acomodadores. Holly abrió las puertas dobles que
daban al exterior y salió al porche. Se llevó una mano a la frente para
protegerse los ojos de la luz y asegurarse de que todo el mundo estaba
dentro antes de empezar. La buena noticia era que, a las once en punto,
cerrarían el acceso a la propiedad para que nadie, salvo el personal
autorizado, pudiese entrar. Lo último que necesitaban era que alguien fuese
taconeando por aquellos largos pasillos, haciendo que el eco llegase hasta
los asientos. En cuanto la ceremonia hubiese terminado, los empleados
volverían a abrir el acceso para el banquete.
Alzó la vista hacia el cielo azul y despejado que había sobre ellos. La luz
del sol era casi cegadora. Sin embargo, la confusión se apoderó de ella
cuando vio a un hombre mayor sentado en el banco que había bajo el arce.
Los demás invitados estaban todos dentro. ¿Se había perdido? ¿No había
acudido con alguien que pudiera ayudarle a encontrar su sitio? O... ¿No
podía ser...? Comenzó a caminar hacia él y él se puso en pie, mirándola. No
parecía senil o perdido. Su gesto dejaba claro que era perfectamente
coherente. Había algo en él que, sin duda, le resultaba reconocible, pero no
era capaz de señalar el qué.
–Hola –dijo. Cada centímetro de su cuerpo estaba alerta. El hombre
asintió con la cabeza hacia ella para responder a su saludo–. ¿Ha venido
para la boda de la pareja Harrison-Barnes? Abrió la boca como si fuese a
decir algo, pero no pronunció una sola palabra. Al fin, asintió. Lo miró a la
cara y, cuanto más lo miraba, más sentía que aquel hombre tenía algo
diferente. No era un invitado cualquiera de la boda. Había tanta emoción en
su semblante que parecía a punto de estallar.
–Por favor, venga dentro. La ceremonia está a punto de comenzar.
Él miró hacia la puerta y, cuando sus ojos volvieron a posarse en ella,
Holly se dio cuenta de qué era lo que le resultaba tan familiar: era la misma
curiosidad que ya había visto antes. Se le heló la sangre porque, en ese
momento, supo sin ningún atisbo de duda de quién se trataba. Con su
capacidad para fijarse en los detalles funcionando a toda marcha, escudriñó
el rostro tostado del hombre y, cuanto más se acercaba a él, con mayor
exactitud podía señalar a quién se parecía. Tenía una pequeña mancha de
nacimiento en la parte superior del pómulo derecho. Holly la miró fijamente
durante un buen rato antes de recordar algo. Abrió la boca casi de par en
par. Lo que había visto en la fotografía de Joe no había sido una mancha de
agua. Con cautela, decidió probar a decir su nombre para ver su reacción. –
¿Harvey Barnes?
Al oír aquello, el hombre abrió mucho los ojos y se puso tenso. Fue
entonces cuando Holly supo que la magia estaba ocurriendo justo frente a
ella.
–Venga dentro –le indicó.
Él sacudió la cabeza y empezó a alejarse. El pánico se apoderó de ella.
No podía dejar que se marchara. Nadie había sido capaz de encontrarlo, así
que volverían a perderle la pista.
–¡Espere!
Salió tras él, asustada. Iba dando trompicones con los tacones sobre el
terreno desigual y los brazos le temblaban, ya que no llevaba abrigo. Lo
persiguió a través del jardín hasta que, al final, lo agarró del brazo. Él se dio
la vuelta.
–Espere –insistió con más suavidad, casi en un susurro, respirando con
dificultad–. Joe quiere verle. Le pidió que asistiera a la boda y usted ha
venido. ¿Por qué no entra?
Aquella curiosidad que conocía tan bien se convirtió en un interés
intenso. La determinación del anciano estuvo a punto de flaquear antes de
que recuperara la compostura y comenzase a alejarse de nuevo.
–He cambiado de idea –masculló con los ojos asustados mientras la
miraba por encima del hombro.
–No se marche –le rogó con la voz quebrada.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, lo cual sorprendió a ambos, pero él
no se detuvo.
En ese momento, se percató de que Joe había hecho muchas cosas por
ella. Le había enseñado lo que quería en una pareja, lo que se sentía al estar
con alguien que de verdad le importaba, había ayudado a la abuela a superar
el dolor de pasar las Navidades sin el abuelo y a ella le había dado la
oportunidad de darse cuenta de que podía hacer uso de sus talentos y
cambiar su futuro. Aquella era su oportunidad de devolverle el favor y
pensaba luchar por conseguirlo. Lo único que quería era que fuese feliz.
–Por favor –insistió con un sollozo. Lo reprimió y respiró hondo.
Harvey se detuvo. Era evidente que quería descubrir cuál era el motivo
de que estuviera tan emocionada. Sin embargo, justo en ese momento,
apareció Rhett, que tocó ligeramente el claxon y la saludó con la mano.
«Oh, Dios mío». ¿Qué hora era? A esas alturas, los músicos debían de
estar improvisando. Tenía que dar comienzo a la boda. Saludó a Rhett, pero
toda su energía estaba canalizada hacia Harvey Barnes. Se acercó a él.
–Por favor, entre y siéntese al fondo. Vea a su hijo casarse. Merece que su
padre esté presente en su boda. Sé lo mucho que desea que esté aquí. Me lo
dijo él mismo. Es lo mínimo que puede hacer. –El hombre pareció atónito
por sus palabras, pero, al mismo tiempo, la verdad era evidente en su rostro
y agachó a vista, avergonzado. En aquel momento, parecía roto y triste–. No
se vaya a ningún sitio –le dijo.
Después, fue corriendo hasta Rhett que, con la camioneta ronroneando,
bajó la ventanilla.
–¿Puedes esperarme? Es posible que tarde un poco más de lo previsto.
Tengo que acompañar dentro a este hombre.
–Tengo dos cafés calientes para que nos mantengan hasta que podamos
comer juntos –le dijo él, emocionado, señalando con el pulgar el portavasos
que había junto a la guantera central–. No tardes tanto como para que se
enfríen.
Holly sabía que estaba tan ansioso por emprender el viaje que se
impacientaría.
–Lo intentaré.
Cuando volvió junto al hombre, se alegró de que no se hubiera movido.
Con cuidado, lo tomó del brazo y lo condujo al interior. Él la siguió,
dubitativo. Lo llevó a la entrada, tiró de las puertas enormes para cerrarlas y
lo guio a través de los suelos resplandecientes hasta el gran salón para
buscarle un asiento. Como era de esperar, los músicos seguían tocando,
pero, con los ojos llenos de preguntas, miraron a Holly que, con un gesto de
la cabeza, les indicó que continuaran mientras acomodaba a Harvey.
–Puede sentarse aquí –le dijo–. Por favor, quédese. Joe está impaciente
por conocerlo.
Después, salió en silencio y recorrió el pasillo hasta los aposentos del
novio a toda velocidad, irrumpiendo por la puerta. Joe se dio la vuelta e
hizo que ella frenara en seco. Estaba increíble con su esmoquin. Llevaba el
cabello perfectamente peinado y el rostro bien afeitado. Nunca había visto a
nadie tan guapo en toda su vida y, al verlo así, empezó a darle vueltas a la
cabeza de nuevo, lo cual le desgarró el corazón. Estaba solo en la
habitación, con las manos en los bolsillos y una mirada de preocupación.
–¿Qué ocurre? –le preguntó.
Holly tuvo que abrirse paso a la fuerza entre sus recuerdos para poder
responderle.
–Tu padre está fuera.
–¿Qué? –Él arrugó el rostro, incrédulo.
–No estoy bromeando.
Se colocó frente a él y alzó la vista para mirarlo a los ojos. Su aroma
embriagador hizo que quisiera salir corriendo de inmediato y subirse a la
camioneta de Rhett antes de que acabara derrumbándose por completo. Sin
embargo, sabía que aquello era importante. Tenía que sobreponerse a sus
sentimientos y asegurarse de que aquel encuentro se produjera.
Joe le puso las manos en los brazos con afecto y ella estuvo a punto de
caerse al suelo.
–Holly –dijo con dulzura–, ¿cómo puedes estar tan segura? –Él mismo ha
reconocido que es Harvey Barnes, pero no era necesario. Tiene tus ojos –
dijo mientras las lágrimas empezaban a acumulársele en los suyos–. Se
parece mucho a ti, Joe. Estaba sentado fuera, en un banco, pensando en
asistir a la boda en medio de este frío helador. Me pregunto si le da miedo
que no vayas a perdonarlo.
Él tomó aire, llenándose el pecho, y empezó a deambular de un lado a
otro de la habitación.
–¿Podrías informar a todos de que la boda empezará pronto? A Katharine
dile... lo que sea. Y después, tráelo aquí. No puedo esperar a después de la
boda.
–Haré que los acomodadores repartan copas de vino y les diré a los
músicos que sigan tocando. –Él asintió. Era evidente que la ansiedad de ver
a su padre por primera vez en la vida lo había dejado sin palabras–. ¿Qué le
digo a Katharine?
Apretó la mandíbula, pensativo.
–Eh... Dile que he recibido un visitante inesperado de fuera de la ciudad y
que quiero asegurarme de que está acomodado antes de que empiece la
boda.
–¿Todavía no le has hablado de tu padre?
–Holly –dijo él, de aquella manera tan suya, en un tono entrecortado y
dulce, haciendo que se le erizara el vello de los brazos. –De acuerdo.
Pensaré en algo.
Mientras recorría el pasillo, su teléfono le notificó que había recibido un
mensaje. Bajó la vista para mirarlo.

¿Vienes ya o no?

Rhett.
Tecleó en la pantalla mientras sus pies se movían a una velocidad récord.

Iré enseguida. Te lo prometo. No dejes que se enfríen ni el coche ni el


café.

Él respondió:

Si no te das prisa, me beberé tu café.


Se metió el teléfono en el bolsillo. Encontró a Katharine en la habitación,
esperando con sus damas de honor y con un gesto aprensivo en el rostro.
–Lo siento –dijo mientras entraba–. Un familiar de Joe acaba de llegar
desde muy lejos. No esperaba que viniera. No se habían visto desde... Eh...
Bueno, Joe quiere asegurarse de que el hombre esté cómodo antes de que
empiece la boda y está encantado de que su... familiar pueda veros caminar
hasta el altar.
La novia la contempló con escepticismo. Los ojos se le llenaron de
incertidumbre y Holly se sintió como si estuviera delante de un tribunal. Se
acercó a ella.
–Es algo muy importante –le dijo con sinceridad–. Estoy segura de que
Joe te pondrá al día en cuanto pueda y la boda seguirá adelante tal como
habíamos planeado. Voy a decirle a todo el mundo que vamos a tardar un
poco en empezar. Los acomodadores van a repartir bebidas para
mantenerlos ocupados. Katharine se recompuso y recuperó la entereza.
–Que no tarde demasiado –dijo–. No me gustaría tener esperando a los
invitados.
–De acuerdo. Volveré a buscarte.
Entonces, Holly volvió a recorrer el pasillo a toda prisa. Cuando hizo el
anuncio, hubo un murmullo entre los asistentes y, en cuanto ofreció vino
para todos, los acomodadores se pusieron manos a la obra.
Aliviada al descubrir que Harvey seguía allí, corrió hacia él. –Joe quiere
verte –le dijo en voz baja mientras todo el mundo empezaba a charlar y a
inspeccionar los programas.
Poco dispuesta a esperar a que tomara una decisión, lo agarró de la mano
y se dirigió a la habitación del novio.
Capítulo 33

Holly no dio tiempo a Harvey a que se repensara la situación antes de


abrir la puerta de la sala en la que Joe estaba esperando. Inmóvil, el
anciano se quedó mirando fijamente a su hijo desde la entrada. Notó que el
hombre estaba temblando y solo entonces se percató de que seguía
agarrándole el brazo. La emoción se había apoderado de todo su cuerpo y
las lágrimas le llenaban los ojos al contemplar a su única familia. Joe no se
movió.
Poco a poco, Holly empujó a Harvey hacia delante, lo hizo pasar y cerró
la puerta.
–Ya te había visto antes –dijo Joe–. A veces estás en la tienda de
sándwiches a la que voy de vez en cuando durante la hora de la comida.
Siempre me saludas.
Harvey se dirigió a él.
–Quería estar cerca de ti –dijo al fin. Holly se dio cuenta de lo parecida
que sonaba su voz a la de Joe.
Joe asintió como si ya se hubiera cuestionado con anterioridad la
presencia del hombre de la tienda de sándwiches.
–Desapareces durante largos periodos de tiempo y, entonces, apareces de
nuevo y te veo durante un par de semanas. –Se estaba comportando con
cautela, con la mirada intensa y sin acercarse demasiado a su padre–.
¿Adónde vas durante ese tiempo?
–Vivo en un pueblecito costero de México, pero vuelvo para echarte un
ojo y asegurarme de que estás bien.
Joe dirigió la mirada hacia él rápidamente.
–¿Por qué? –Su ira quedó manifiesta en aquellas palabras–. Nos
abandonaste a mi madre y a mí.
Holly soltó a Harvey y se colocó junto a Joe, ya que sentía que necesitaba
darle apoyo emocional tal como él había hecho en algunas ocasiones en la
cabaña. Si bien se mantenía al margen y mostraba una apariencia calmada,
podía sentir cómo los años de frustración y resentimiento salían a la
superficie con sus palabras. Se lo había buscado por no hablarle a nadie de
su padre desaparecido, pero no era algo a lo que debiera enfrentarse solo.
Bajó la vista hacia ella antes de regresar a su pregunta original.
–Amaba a tu madre –dijo Harvey.
–Y un cuerno.
El hombre se enjugó una lágrima con rapidez.
–Hijo –dijo, dando un paso hacia él–. A mí no me criaron como a ti. Mis
padres no eran personas cariñosas. Apenas los conocí. Pasé la mayor parte
del tiempo con niñeras y muchas de ellas ni siquiera eran amables.
–Nada de eso es excusa para lo que nos hiciste. Nos abandonaste.
Harvey fijó los ojos en el suelo y los mantuvo allí mientras seguía
intentando explicarse.
–Cuando tu madre me dijo que estaba embarazada, fui presa del pánico. –
Entonces, miró a Joe a los ojos–. Solo había dos cosas de las que no tenía
ninguna duda. La primera era que tu madre sería la mejor madre. No
dudaba ni de su capacidad para amar, ni de su amabilidad. Pero la otra cosa
de la que estaba seguro era de que no sería un padre lo bastante bueno para
ti. Nunca había tenido a nadie que me mostrara cómo hacerlo. Imaginé que,
al nacer, serías un bebé perfecto, puro y adorable... No quería arruinarte la
vida tal como me la habían arruinado mis padres. –Con las rodillas
temblando, se sentó en un banco que había cerca de la puerta–. Lo vendí
todo y saqué todo el dinero de las cuentas. Le di a tu madre dinero para ella
y para ti y me llevé el resto a México, que era lo más lejos que podía irme,
para no interferir en tu vida. Eso era lo mejor que podía darte: mi dinero.
Tengo un amigo con el que mantengo el contacto y,
tras marcharme, le hice prometerme que no le diría a tu madre que sabía
dónde estaba. Cuando, hace tres años, me contó que había muerto, regresé
para asegurarme de que estabas bien... –No necesitaba un padre perfecto –
dijo Joe–. Tan solo necesitaba alguien que estuviera ahí.
–Yo...
–Alguien con quien pudiera contar.
–Lo sé. –Harvey agachó la cabeza–. Cuando fui lo bastante mayor para
darme cuenta de eso, pensé que era demasiado tarde y que nunca me
perdonarías.
Joe no dijo nada. Holly sabía que el hombre había dicho aquello con la
esperanza de que su hijo lo perdonara de verdad, y ella esperaba que lo
hiciera. No tenía por qué aferrarse a la ira del pasado. Harvey estaba
intentando mostrarle su apoyo de la mejor manera que sabía y él solo tenía
que mostrarle cómo hacerlo. De pronto, el teléfono le sonó en el bolsillo,
interrumpiendo el momento. Lo silenció rápidamente. Estaba casi segura de
que se trataba de Rhett, que la esperaba fuera. Joe la miró y, entonces, al fin
se dirigió a su padre.
–No tenemos que hacer esto ahora mismo. Quédate. Podemos hablar más
tarde.
Por su tono de voz, Holly supo que había empezado a perdonarlo. Miró el
reloj: eran las once y media.
–Joe tiene razón. Los invitados llevan esperando media hora. Tenemos
que empezar. –Se acercó a Harvey–. Lo acompañaré a su sitio. Joe, ve al
salón de la ceremonia y ocupa tu puesto. Sin embargo, justo cuando estaba a
punto de abrir la puerta, alguien llamó. La abrió con cuidado y asomó la
cabeza por si se trataba de Katharine, ya que el novio no podía verla antes
de la boda para que no les trajera mala suerte. Sin embargo, no se trataba de
ella. En su lugar, se encontró a Rhett sujetando dos tazas de café.
–Están vacías –dijo mientras ella abría un poco más la puerta–. Me he
bebido las dos. Tú me pediste que estuviera aquí. ¿Va todo bien? Tenemos
que subirnos a un avión.
Holly se giró hacia el novio y lo miró de forma protectora, rezando para
que no le pareciera que Rhett o ella estaban siendo insensibles. Aquel no era
en absoluto el motivo para marcharse en ese momento. Observó los ojos
intensos de Joe, sus hombros anchos, la forma en que tenía los labios un
poco separados mientras miraba a su amigo. En ese momento, supo que le
costaría mucho olvidarlo.
–Voy a salir ya –dijo, mirándola de soslayo–. Lleva a Katharine a la
puerta y puedes marcharte para llegar al vuelo. Todo irá bien. –Entonces, se
inclinó un poco para ver mejor a Rhett–. Siento haberla entretenido –
añadió. Sin decir nada más, salió por la puerta trasera de la habitación,
llevándose el corazón de Holly con ella.
No tenía por qué lamentarlo. Era su boda y su amigo se estaba
comportando de forma impetuosa. Aunque, en su defensa, había que decir
que él no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo. –Rhett, es culpa mía –
dijo. Había pasado a su lado y, en aquel momento, recorría el pasillo con él
y Harvey pisándole los talones–. Quédate aquí y volveré tan pronto como
pueda. Te explicaré todo de camino al aeropuerto.
Asomó la cabeza por la habitación de Katharine y le dio el visto bueno.
Entonces, la novia se dirigió a su escondite y las damas de honor empezaron
a ocupar sus puestos junto a los acompañantes del novio con los que las
habían emparejado. Fue entonces cuando se dio cuenta de que, cuando
había ido a buscarlo, Joe estaba solo.
–¿Por qué no estabais con Joe? –le preguntó a uno de ellos. –Nos ha
pedido que le diéramos un minuto –contestó otro–, así que hemos venido
todos aquí. ¿Va todo bien?
–Sí –les aseguró.
Tal vez había necesitado un momento para pensar. Además, no parecían
gustarle demasiado las multitudes.
Para cuando hubo acomodado a Harvey, los invitados ya se habían
levantado de sus asientos porque Joe había ocupado su puesto. Katharine
estaba esperando a que le diera la entrada,
así que Holly les hizo una señal a los músicos, que empezaron a tocar la
música de la comitiva nupcial. Los padres del niño de las alianzas y la niña
de las flores estaban allí, esperando, y los niños comenzaron a recorrer el
pasillo. De dos en dos, las damas de honor y los acompañantes del novio se
abrieron paso hacia el altar. Entonces, los acomodadores cerraron las
puertas. Había llegado el momento de la aparición de Katharine. Holly salió
corriendo a toda velocidad e hizo una señal a los empleados para que
abriesen las puertas frontales de la mansión.
–Ha llegado el momento –le dijo a la novia, forzando una sonrisa y
tendiéndole el ramo de flores.
Había llegado el momento en muchos sentidos. Ahuecó la cola del
vestido y la extendió por el suelo. Katharine le dedicó un gesto nervioso
pero de agradecimiento.
La música que anunciaba la entrada de la novia comenzó a sonar y los
acomodadores abrieron las puertas. Los invitados soltaron un suspiro y se
pusieron de pie al ver a Katharine que, siguiendo el ritmo de la música a la
perfección, se abrió paso hasta el altar y se colocó junto a Joe. Holly sintió
como si la habitación se estuviera quedando sin aire.
Nada parecía estar bien. Se le rompió el corazón. Se dio la vuelta,
incapaz de soportarlo. No quería tener aquella imagen entre sus recuerdos.
Mientras todos los ojos estaban puestos en la novia, agarró la mano de Rhett
con rapidez y salió corriendo hacia la puerta, alejándose de Joe.

Tras atravesar el aeropuerto de Nashville a toda velocidad, la carrera


hasta la puerta de embarque había sido una confusión. Habían tenido que
pararse bastantes veces para que Rhett se hiciera fotos y firmara autógrafos
y, si miraba al otro lado del pasillo, estaba casi segura de que estaban
subiendo a Instagram una foto de él de perfil en ese mismo momento.
–Pasajeros, somos los terceros en la cola de despegue –dijo la voz del
comandante a través de los altavoces del avión–. Este vuelo tiene como
destino final Los Ángeles con parada en Denver. Espero que estemos en el
aire dentro de poco. Parece que hoy tendremos un vuelo tranquilo. El cielo
está despejado, así que deberíamos aterrizar en Denver dentro de dos horas
y cincuenta minutos. El servicio de bar estará disponible en cuanto
despegue. Gracias por volar hoy con nosotros.
Mientras el avión comenzaba a recorrer la pista, Holly empujó con el pie
su equipaje de mano situado bajo el asiento. Con las vacaciones, las
opciones habían sido limitadas y, con tan poco tiempo de antelación, Rhett
tan solo había podido conseguir asientos en clase business. Aunque a él no
parecía importarle. Completamente ajeno a los curiosos, se removió a su
lado, con las cejas arqueadas y una amplia sonrisa, haciéndola reír. Eso la
hacía feliz. Por el camino, le había explicado lo del padre de Joe y se había
disculpado por hacerlo esperar. Sin embargo, él se había olvidado del asunto
antes de salir a la carretera y se había ofrecido a comprarle otro café en el
aeropuerto. De todos modos, ella tampoco había querido prolongar la
conversación. Ya era hora de empezar un capítulo nuevo de su vida. Sin
embargo, su amigo debía de haber estado pensando en ello más de lo que
había imaginado porque, en cuanto estuvieron en el aire, le preguntó:
–Dime la verdad. ¿En serio no te gustaba ese tipo?
Por un segundo, Holly sintió la necesidad de ocultar la verdad, pero,
entonces, se le ocurrió que, durante todas las vacaciones, Rhett había sido
muy sincero con ella. Como ya no podía arruinar la relación de Joe, al fin lo
admitió.
–Me gustaba mucho.
–Lo sabía. –Miró más allá de ella, hacia la ventanilla, que estaba sobre el
ala del avión–. Eres como un libro abierto.
Gracias a ese comentario, se preguntó si Joe también había sido
consciente de sus sentimientos.
–Ha sido doloroso verlo casarse con Katharine –le confesó. Después de
todo, Rhett había sido la única persona a la que le había contado ese tipo de
cosas mientras crecían.
–Lo superarás –le dijo él.
Sorprendentemente, le molestó mucho la forma en que le restó
importancia, como si sus sentimientos no significasen nada. Sin embargo,
sabía que era porque estaba celoso.
–¿Cómo lo sabes? –le preguntó, irritada, mirándolo a los ojos–. Es
probable que nunca te hayan hecho daño de ese modo y, dado quién eres, es
probable que nunca te lo hagan.
–¿Qué se supone que significa eso? –le preguntó él en voz baja. –Eres
Rhett Burton, don Buen Tipo, el cantautor sensible. ¿Quién va a hacerte
daño?
–Eso no es cierto. Te comportas como si ser cantante me diese derecho a
alguna especie de vida perfecta. Bueno, pues no es así. ¿Por qué crees que
volví a casa?
–¿Por qué volviste a casa? –le preguntó, ya que su curiosidad era mayor
que la frustración que sentía por su falta de tacto.
–Cuando me marché, conocí a alguien. Vive en Nashville. Es cantante,
aunque le está costando hacerse un hueco en la industria. Fuimos muy en
serio y acabó mal. Me engañó –añadió en un susurro casi inaudible. Cuando
lo dijo, Holly pudo ver que seguía conmocionado. A veces, Rhett podía ser
muy molesto, pero si había algo constante en él, era su sinceridad. Jamás
engañaría a nadie, así que solo podía imaginarse la absoluta incredulidad
que habría sentido cuando alguien le había traicionado de aquel modo–. Fue
entonces cuando supe que el precio que hay que pagar por la fama es que
acabes siendo incapaz de confiar en nadie. Temía que fuese así incluso antes
de marcharme, y eso solo sirvió para confirmarlo. Estuvo conmigo por mi
nombre y mi rostro, no por mí mismo. Fue aterrador. –Miró las nubes que
pasaban frente a la ventanilla–. Después de eso, compré el terreno en
Leiper’s Fork. No quería vivir en otro sitio que no fuese en casa. El hogar
está donde están los que me conocen de verdad. Justo antes de lanzarme a la
carretera, empecé a sentir algo por ti, pero fue tras esa ruptura cuando supe
que eras la persona indicada para mí.
Holly esperó a que esa nueva información se asentara, asimilándola.
–Así que ¿soy la persona indicada para ti porque una mujer de Nashville
te ha engañado? No te entiendo.
–No es eso, Holly. Solo digo que, si tú y yo estuviéramos juntos, sabría
que estás conmigo porque me quieres a mí, no al tipo que se sube al
escenario todas las noches. Sé que puedo confiar en ti.
La azafata se acercó para tomar nota de lo que querían beber. Pensando
todavía en lo que Rhett había dicho, Holly pidió una Coca-Cola. La mujer
le dio una bolsita de cacahuetes, pero ella los dejó en la bandeja. En ese
momento, toda su energía y su atención estaban centradas en su amigo. La
inquietud hizo que se le erizara la piel y sacudió la cabeza. Todo empezaba
a estar claro.
–Rhett, estuvimos a punto de besarnos justo antes de que te fueras y no
dejas de intentarlo, pero no está bien y lo sabes.
Se volvió hacia él y le tomó la mano, no sin antes mirar a su alrededor
para asegurarse de que no aparecería en los titulares del día siguiente. Por
suerte, la chica de Instagram estaba leyendo un libro.
–No, no lo sé. Y no tengo ni idea de por qué crees que no está bien –dijo
él.
–Creo que sí lo sabes, pero no quieres admitirlo.
La azafata regresó y le tendió una servilleta blanca con un vaso pequeño
de Coca-Cola. Las burbujas estallaban contra los cubitos de hielo. Holly lo
tomó y lo dejó sobre la bandeja. Todavía absorta en la conversación, tan
solo reconoció a medias la presencia de la mujer con una sonrisa.
–Somos muy buenos amigos –le recordó–, pero no estás enamorado de
mí. Tan solo tienes miedo de intentarlo de nuevo porque duele que te
decepcionen. –Lo sabía por experiencia propia–. Pero no puedes aferrarte al
pasado y huir de la vida solo para que no vuelvan a hacerte daño.
Rhett echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en el asiento, pensativo. No
estaba del todo segura de que creyera lo que le había dicho, pero sabía que
tenía razón y, en ese momento, se dio cuenta de que estaba preparada para
vivir la vida como si nunca jamás le hubieran roto el corazón. La única
manera de hacer las cosas era lanzarse a ellas de cabeza y sin reservas.
Quería tener historias que contarle al abuelo cuando volvieran a
encontrarse, pues sabía que él le preguntaría.
Ya era hora de que construyera una vida sin arrepentimientos e iba a
comenzar justo en ese momento.
Capítulo 34

Navidad, un año más tarde

Nueva York era muy diferente al lugar en el que Holly había vivido la
mayor parte de su vida. Había pasado los últimos doce meses viajando
y solo una semana la pasó en compañía de Rhett, a quien le habían bastado
aquellos siete días para darse cuenta de que estaban mejor siendo amigos.
En la última noche del viaje que hicieron juntos, mantuvieron una larga
conversación y jamás olvidaría lo que le había dicho:
–Creo que lo unidos que estamos me ha confundido durante un tiempo.
Te quiero muchísimo. –Le había dedicado una de aquellas sonrisas
contagiosas–. No se parece a ningún otro tipo de amor que haya
experimentado antes. Es diferente al amor que siento por mi madre, por tu
abuelo o incluso por mis exnovias. Cuando encuentre las palabras para
describirlo, escribiré una canción al respecto. –Ella había extendido el brazo
hacia él por encima de la mesa. Jamás se había sentido tan unida a él como
en aquel momento–. Esta semana que hemos pasado juntos, lejos del ruido
de otras personas, de nuestro pasado, de las expectativas y de todo lo que
nos rodeaba, me ha proporcionado mucha claridad. Me ha dado la
oportunidad de revisar concienzudamente qué era lo que quería obtener del
hecho de que estuviéramos juntos. Y ahora sé que estamos mejor siendo
amigos. Solo quiero que seas feliz.
Al día siguiente, antes de que saliera para su siguiente vuelo, había vuelto
a besarla, aunque, en aquella ocasión, fue en la cabeza. Después, se llevó
dos dedos a los ojos y la señaló con ellos.
–Me gusta mi mundo –le había dicho.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Holly se volvió por última vez.
–Oye –le había dicho antes de lanzarle una lata. Rhett la había atrapado y
había bajado la vista hacia el paquete de tabaco que tenía en las manos–, lo
he confirmado con Buddy. Es la marca que consume.
Fue en aquel momento cuando su amigo se acercó corriendo hasta ella
para abrazarla.
Holly había decidido utilizar parte del dinero que el abuelo le había
dejado para viajar sola, recorriendo Estados Unidos y Europa. Sin embargo,
dejó para el final el lugar al que siempre había querido viajar.
Todavía pensaba en Joe. No habían vuelto a saber nada el uno del otro,
pero tampoco se había puesto en contacto con él. Hubiese sido demasiado
duro seguir en contacto. Se había planteado volver a casa para estar con su
familia, pero quería aislarse una temporada para encontrarse a sí misma y
plantearse qué era lo que de verdad deseaba en la vida. Ni siquiera le había
contado a la abuela que estaba viajando sola cuando la llamaba
semanalmente.
Durante el viaje, había decidido empezar su propia firma de diseño
especializada en restauración y reutilización creativa de herencias
familiares. También había pensado en organizar bodas, pero decidió que
prefería emplear sus habilidades en una línea de trabajo más tranquila. De
hecho, ya había completado varios trabajos de decoración a lo largo del
país. Se había reunido con los clientes para hacerse una idea de cómo
querían que incorporase los diferentes muebles en su diseño de la estancia.
En Seattle, uno de sus clientes le había pedido que cambiara por
completo un viejo baúl para convertirlo en el armazón de un fregadero de
cocina de estilo rústico. Le habían colocado patas, habían taladrado los
agujeros para las tuberías y el propio fregadero y le habían dado un acabado
brillante desgastado con un barniz muy claro. Después, le habían colocado
encima un fregadero de porcelana y lo habían completado con grifos de
níquel pulido y una encimera de granito. Con un jarrón de flores silvestres
junto al grifo, había quedado digno de las fotografías de una revista. Aquel
había sido su proyecto favorito. En Nashville, no había nada parecido a su
negocio y sabía que encontraría un hueco en el mercado. Planeaba empezar
poco a poco, con una página web sencilla y despejada y dedicándose a unos
pocos proyectos que de verdad la inspirasen. Había subido a la página las
fotografías de los trabajos que había hecho hasta entonces y la nueva cuenta
de correo electrónico que había creado ya se estaba llenando de solicitudes.
Por eso, había creado un cuestionario para que la ayudara a escoger qué
proyectos quería hacer. La primera pregunta era: «¿Hay algún mueble en
concreto que quieras incorporar? Cuéntame cuál es su historia y cómo te
inspira». Aquello era lo que, al fin, había comprendido sobre el abuelo.
Jamás había perseguido el dinero o la «Gran Oportunidad» porque eran las
cosas pequeñas las que lo inspiraban, y de eso trataba la vida en realidad.
Tal como él solía decir, no había trabajado ni un solo día en su vida y eso
había sido posible porque había pasado toda su vida profesional sumergido
en un sueño, tal como estaba ella en aquel momento. No podía imaginarse
nada mejor.
También quería compartir todos los muebles maravillosos de su infancia.
Unos recuerdos así no deberían estar amontonados en un granero. Cuando
estuviera en casa, tenía planeado restaurar algunos otros muebles del
abuelo, presentarlos como opciones únicas de diseño y ofrecer un servicio
de consultoría gratuito en la zona de Nashville sobre cómo colocarlos en
una habitación para asegurarse de que ocupaban el mejor lugar. Estaba
impaciente por ver los muebles del abuelo en sus nuevos hogares, formando
parte de otra generación creando sus propios recuerdos familiares.
También estaba impaciente por contárselo todo a la abuela, pero no desde
Nueva York. Retrasaría la noticia hasta que estuvieran juntas.
–Rhett me ha llamado –le dijo la mujer por teléfono.
Holly dio un sorbo a su latte con chocolate blanco y menta mientras
contemplaba la calle neoyorquina que transcurría frente a Rona’s. La gente
pasaba en medio del bullicio, cargada con paquetes navideños, caminando a
paso rápido con sus botas y zapatos de invierno mientras la nieve caía a su
alrededor. –Supuse que te llamaría por Navidad –le contestó, sujetando la
taza caliente con una mano y el teléfono con la otra.
–Me ha dicho que tomasteis caminos separados.
–Sí. –Holly bajó la vista a la bebida. Las campanitas de la puerta
anunciaron la llegada de otro cliente. Concentrada en la llamada, no alzó la
vista–. Siempre seremos muy buenos amigos, abuela, pero necesitaba algo
de tiempo para mí misma. –Lo sé, cariño.
–Él sabe que lo quiero. Me prometió que me llamaría cuando acabase la
gira.
–Estoy segura de que lo hará. –Holly casi podía notar la sonrisa de la
abuela al otro lado de la línea–. ¿Cuándo llega tu vuelo? –Por la tarde. Sale
a las tres en punto. –Se apartó el teléfono de la oreja para comprobar la hora
y, después, volvió a la llamada–. Me quedan cuatro horas. Volveré a casa
por Navidad, tal como te prometí.
–Mi chica vuelve a casa. ¡Por fin! Estoy impaciente por verte. –Yo
también me muero por verte. ¿Va a ir todo el mundo? ¿Toda la familia?
–Sí. Llegarán en cualquier momento. ¡Tengo la cabaña llena de comida!
–¡Qué emoción! Te llamaré en cuanto aterrice en Nashville, ¿de acuerdo?
–De acuerdo, querida.
Estaría bien ver un rostro conocido. Había pasado toda una semana sola
en Nueva York, haciendo turismo, pero, aquella mañana, su determinación
había flaqueado y había buscado cerca de Times Square la cafetería Rona’s,
aquella de la que Joe le había hablado hacía tanto tiempo. Todavía
conservaba el cuadro que le había comprado en la galería de arte. Lo había
metido en la maleta antes de marcharse con Rhett y lo había llevado
consigo todo aquel tiempo.
La cafetería era un sitio íntimo y confortable, lo bastante apartado de la
calle bulliciosa como para poder entrar en calor junto a la pequeña
chimenea, beberse el café y leer un libro, pero a la vez seguir disfrutando de
una buena vista a través del enorme ventanal enmarcado por guirnaldas
navideñas. El ambiente acogedor y relajado era totalmente de su estilo y
entendía por qué Joe había pensado que le gustaría. Era como un pedacito
de casa en el centro de la ciudad. Podía imaginarse a los padres de Joe
charlando ante unas tazas humeantes, manteniendo conversaciones
silenciosas con los ojos y entreteniéndose porque ninguno de los dos quería
marcharse. El lugar tenía ese tipo de atmósfera.
Tal vez, algún día, tendría la suerte de encontrar a una segunda persona
que iluminase sus días tal como había hecho él. Aquel era el pensamiento
que hacía que conservase el calor en las noches frías, a pesar de que no
siempre creía que fuese posible. Joe era maravilloso de un modo único, por
lo que las oportunidades de encontrar a alguien que pudiera acercarse
siquiera a cómo la hacía sentirse le parecían imposibles.
Si la vida fuese como en las películas, él cruzaría la puerta con ímpetu, la
rodearía con sus brazos y se encaminaría con ella hacia el final feliz. Sin
embargo, mientras miraba a su alrededor y contemplaba todos aquellos
rostros desconocidos, supo que, en realidad, las cosas no ocurren así. Y no
pasaba nada. Ella solo quería que él fuese feliz y que hubiese encontrado en
Katharine a su alma gemela. También se preguntaba cómo habrían ido las
cosas con Harvey. ¿Habrían aceptado el pasado y habrían empezado a
construir un futuro como padre e hijo? Esperaba que sí.
Haber pasado tanto tiempo sola le había enseñado a valorar el tiempo que
pasaba en familia y estaba muy ilusionada por regresar junto a la abuela. La
mujer le había dicho que, al día siguiente, Otis iba a celebrar su habitual
reunión de Nochebuena. Holly podría ver a Tammy, a Kay, a Buddy y a
todos los demás amigos que, para ella, eran como familia. Además, gracias
a la invitación de la abuela, también su propia familia iba a estar presente.
Su madre, su padre, su hermana, Alicia, con su marido, Carlos, y la pequeña
Emma. Todos iban a estar allí. Estaba lista para volver a la vida que tan bien
conocía. Aquel año, echaría en falta que Rhett estuviese presente, pero
estaba segura de que volvería a casa y de que, con el tiempo, pasaría otra
vez las Navidades con ellos, como siempre había hecho. Estaban aún más
unidos. Después de exponerse todo lo que pensaban, su amistad se había
vuelto más fuerte y estaban mejor que nunca. Deseaba que pudiera estar
aquel año, pero estaba siguiendo su corazón, viviendo su sueño allí donde
se suponía que debía estar.
Como la nieve estaba cayendo con más fuerza en Nueva York, se terminó
el café, volvió a meter el libro en la maleta y se incorporó de nuevo al
hermoso caos navideño que solo una ciudad como aquella podía
proporcionar. Recorrió varias calles secundarias hasta llegar al Rockefeller
Center. Allí, echó un último vistazo al árbol de Navidad que deslumbraba a
los transeúntes. Después, cuando sintió que estaba lista para marcharse,
paró un taxi para ir al aeropuerto.

El vuelo hasta Nashville fue bastante tranquilo, pero sintió que el sueño
causado por el viaje se apoderaba de ella. Había sido un año muy largo.
Dejó las maletas en la cabaña. El olor de la comida de la abuela, las maletas
de toda su familia esparcidas por cualquier hueco libre y los juguetes de
Emma casi la hicieron llorar. Se dio una ducha rápida para quitarse de
encima el cansancio del aeropuerto. Después, se puso un conjunto nuevo
que se había comprado en Nueva York y se dirigió al granero de Otis para
ver a la abuela y a su familia.
Como todos los habitantes del pueblo habían acudido aquel año, el lugar
estaba bastante concurrido. Escudriñó los rostros en busca de la abuela,
saludando a la gente con la mano. Kay la abrazó y la pequeña Hattie, la
gatita, correteó a su alrededor con un cascabel en torno al cuello.
–¿Me estabas buscando? –le preguntó la abuela, que estaba detrás de ella.
Holly se dio la vuelta y rodeó a la mujer con los brazos, inhalando su
aroma. La sensación acogedora del hogar le resultó tan fuerte en ese
momento que dudó de si alguna vez podría volver a marcharse. Había
necesitado pasar un tiempo fuera para apreciar de verdad lo que tenía allí y
ahora sabía que aquel era su lugar. Si bien no era como el final feliz de las
películas, era real y maravilloso. Y era suyo.
–Todos te están esperando –dijo la abuela, apartándose de ella y
dedicándole la sonrisa más bonita que le había visto esbozar en años–. Date
la vuelta.
Siguió la mirada de la mujer y soltó un gritito al ver a su hermana Alicia,
a Carlos, a la hija de ambos, Emma, y a sus padres. Todos ellos le sonreían.
Su sobrina corrió hasta ella y le rodeó la cintura.
–¡Qué alta estás, Emma! –le dijo, reprimiendo las lágrimas. Saludó a
todos los miembros de su familia con un abrazo enorme, emocionada de
que todos estuvieran allí.
–¿Quieres que vayamos a una mesa? –sugirió la abuela–. Los pies me
están matando. –Todos se acomodaron y Holly notó el silencio que cayó
sobre ellos–. Tengo una sorpresa para ti.
Y entonces, cuando pensaba que no podría sentirse más feliz, un primer
acorde muy familiar resonó en el escenario, reclamando su atención. Se
llevó las manos a la boca abierta a la vez que Kay se sentaba en una silla
vacía que había a su lado con Hattie en el regazo.
–Se ha tomado dos días libres solo para venir –le dijo la mujer,
rodeándole los hombros con un brazo.
Rhett había cambiado la letra de la canción que habían empezado las
Navidades anteriores, aquella que decía: «Se ha marchado...». En aquella
ocasión, lo que cantó fue: «Se ha marchado, pero me acompaña allá donde
voy. En la carretera, en las frías noches de hotel, su sonrisa es lo que queda.
Mi mejor amiga, mi chica». Le guiñó un ojo y ella usó su viejo gesto,
apuntándose los ojos con dos dedos y, después, señalándolo a él como
símbolo de su unión como amigos y su nueva promesa de siempre estar ahí
para ella.
Cuando todo el mundo se hubo calmado y charlaba tranquilamente, Rhett
empezó a tocar una canción nueva que hablaba sobre el amor y las almas
gemelas.
–Holly, sube aquí –le dijo entre verso y verso.
Se preguntó qué estaba haciendo. Le recordaba demasiado a la última vez
que le había profesado su amor, así que dudó, ya que no estaba segura de
cuáles eran sus intenciones. Sin embargo, era diferente a la última vez.
Sacudiendo los brazos entre acordes para que se acercara, la instó con una
sonrisa a que se uniera a él.
Ella frunció las cejas, intentando mostrar su confusión, pero él le hizo un
gesto con el dedo que quería decir: «Ven aquí». Un cosquilleo le recorrió las
extremidades y se le aceleró el corazón. Lo había entendido, ¿verdad? Le
había dejado claro que solo eran amigos... ¿No iría a decirle que había
cambiado de opinión y que seguía sintiendo algo por ella, no? Él seguía
cantando sobre el amor con los ojos puestos en ella, haciendo que sintiera
un vacío en el estómago por la inquietud. Volvió la vista hacia su familia,
pero todos parecían estar intercambiando miradas que no le desvelaron
nada.
Todo el mundo había dejado de hacer lo que estaba haciendo y las
conversaciones habían cesado. Los ojos de Tammy, así como los de muchos
otros, estaban fijos en ellos. Probablemente, también se estarían
preguntando si aquello iba a ser una repetición del año anterior. Poco a
poco, subió los pocos escalones que había para unirse a él. Otis había
instalado más puntos de luz para ocasiones como aquella y varios haces de
luz blanca la deslumbraron. Con los ojos entrecerrados, miró a Rhett, cuyo
rostro quedaba oculto tras los puntitos brillantes que se habían formado ante
sus ojos. Él terminó la canción. –Tengo un paquete para ti –dijo su amigo.
Su voz resonó a través del micrófono en medio del silencio que se había
hecho en cuanto se subió al escenario con él. De un taburete que tenía
detrás, tomó una caja que parecía contener un pastel–. Ábrela –insistió con
una sonrisa de medio lado.
Con indecisión, Holly alzó la tapa y encontró un pastel de boniato que
llevaba un mensaje escrito con el glaseado: «Creo que podría enamorarme
de ti». El miedo la invadió mientras miraba a Rhett en busca de respuestas.
¿Acaso no habían dejado claro aquel asunto? Y, ahora, todas aquellas
personas los estaban observando. Aquello era horrible.
–¿Qué dice? –preguntó alguien desde el público.
Con el corazón latiéndole como un tambor, buscó una explicación en el
rostro de su amigo, pero él seguía manteniendo aquella sonrisa
desquiciante. Se sentía enferma y mareada. Entonces, el gesto de Rhett se
suavizó, como si quisiera decirle que no pasaba nada.
–Cuando te marchaste tú sola de viaje te dije que tan solo quería que
fueras feliz, ¿te acuerdas?
–Sí.
Sin embargo, tenía que saber que él no era la persona capaz de hacerla
feliz. ¿Cuántas veces tenía que decírselo? «Abu –pensó para sus adentros–,
mándame un poco de magia navideña. Haz que esto sea algo maravilloso y
no algo horrible».
–Como tu mejor amigo, quería estar aquí para ofrecerte mis bendiciones
–dijo él, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la pista que había
frente al escenario.
La luz del foco desapareció, dejando unas manchas más grandes en su
visión mientras intentaba enfocar a la persona que estaba de pie abajo,
frente a ellos. Al principio, no era más que una sombra, pero, cuando su
visión se aclaró, divisó los hombros cuadrados, el cabello perfecto, la
gabardina azul marino... De pronto, toda la imagen se volvió nítida y ahí
estaba. «Joe».
Escudriñó todos los rostros que había frente a ella para asegurarse de que
no estaba soñando. En el centro de la multitud, Tammy estaba extasiada y la
abuela mostraba una sonrisa tan resplandeciente como el sol. Buscó a
Katharine frenéticamente, pero no la encontró. ¿Qué estaba ocurriendo?
Joe subió los peldaños para unirse a ella en el escenario, mirándola
fijamente, y ella sintió como si no hubiera pasado ni un solo día. Estaba tan
feliz de verlo como lo había estado la última vez que estuvieron juntos.
–Te casaste... –dijo. La sorpresa hizo que sus palabras tan apenas fueran
audibles.
Él negó con la cabeza.
–Katharine y yo lo cancelamos juntos. –Dio un paso hacia ella mientras
todos los contemplaban–. No te quedaste el tiempo suficiente para
presenciarlo.
Holly ahogó un grito y se llevó una mano nerviosa a la boca. –Pero... ¿y
la boda? –preguntó entre los dedos.
Él dejó escapar una sonrisa.
–Discutimos antes del ensayo. Cuando tú y yo nos conocimos, estaba
solo en la cabaña porque llevábamos un tiempo discutiendo mucho por
nimiedades y yo no estaba seguro de si debía casarme, así que quise
concederme un poco de tiempo para pensar. Me di cuenta de que debía
hacer lo mejor para ella por cómo mi padre había tratado a mi madre. –Las
luces estaban enfocadas en él y, dado que Rhett se había apartado a un lado,
todo el escenario era suyo, pero a él no parecía importarle–. Le había hecho
una promesa a Katharine y estaba dispuesto a llevarla a cabo, pero, mientras
estábamos cara a cara frente al altar, fue como si ambos entráramos en
razón. Decidimos juntos que ya no nos queríamos. Ambos sabíamos que
casarnos no era lo correcto. –Le colocó las manos en la cintura y la miró a
los ojos–. Hacía tiempo que no amaba a Katharine y ella se sentía igual. Me
dijo que también se había sentido presionada.
–¿Está bien?
–Está muy bien. Creo que, ahora mismo, está saliendo con un abogado
dedicado a la propiedad intelectual –le contestó con una sonrisa.
Le alegraba oír que ella había pasado página, pero esa idea hizo que
volviera a centrarse en Joe y en lo que, claramente, todavía tenía que
decirle.
–¿Y tú? ¿Cómo estás tú?
–Muy bien. –Sus ojos y sus manos, apoyadas con ternura en sus caderas,
decían más que eso–. Holly, no supe lo que era el amor de verdad hasta que
te conocí –dijo–. Lo que me hizo darme cuenta de ello es que, mientras te
veía marcharte aquel día, durante la boda, no podía superar mis
sentimientos por ti. Pero quería estar seguro de que, cuando viniera a decirte
lo que siento, ambos estuviésemos en la situación adecuada para admitir
algo así. –La acercó un poco más a sí mismo–. Las Navidades pasadas, me
enamoré de ti por completo. Me pilló por sorpresa y he pasado el último
año intentando olvidarte. Pero no he podido. –Me ha llamado casi cada día
para preguntar cómo estabas, Holly –dijo la abuela desde su asiento–. Sabía
que sentía lo mismo mientras estuvo en la cabaña. ¡Era evidente! Pero me
guardé el secreto.
El granero de Otis estaba sumido en el más absoluto silencio mientras
todos los miraban.
Holly se enjugó las lágrimas. Por la expresión de la cara de Joe, sabía que
la estaba retando a que le dijera lo que pensaba, pero el nudo que tenía en la
garganta era tan grande que no podía hablar.
–Acabo de darme cuenta de que soy la segunda persona que te declara su
amor en este escenario. –En ese momento, él y Rhett intercambiaron un
gesto de camaradería que hizo que sonriera a pesar de las lágrimas. Joe alzó
un dedo–. Además, yo no sé cantar. Pero sí soy el primero en hacerlo con un
pastel.
Se quitó el abrigo con un movimiento de los hombros y lo dejó en un
taburete. Después, la atrapó entre sus brazos. Holly sollozó y se rio al
mismo tiempo. Cuando al fin fue capaz de hablar, dijo:
–He estado pensando en ti todo el tiempo. No podía quitarte de mi
cabeza.
Él le limpió una lágrima de la mejilla.
–¿Crees que tú también podrías enamorarte de mí?
–Ya lo he hecho.
Aquella curiosidad que consumía sus ojos desapareció de su vista cuando
le tomó la cara entre las manos y posó los labios sobre los suyos. La sangre
le palpitó por todo el cuerpo como si fueran fuegos artificiales y el ritmo de
sus labios moviéndose al unísono le pareció la cosa más perfecta que había
sentido jamás. Todos los presentes en el granero se volvieron locos,
lanzando vítores, pero en lo único en lo que Holly podía fijarse era en lo
absolutamente perfecto que era. El montaje propio de una película volvió a
ella con plena fuerza: la sensación de que sus brazos la rodearan, cómo se
había sentido entrelazada con él aquella mañana en el sofá... Sin embargo,
en aquella ocasión, no tenía que quitárselo de la cabeza; en aquella ocasión,
estaba entre sus brazos y sabía que no era más que el principio...
Cuando al fin ambos fueron conscientes de dónde se encontraban y
redujeron el ritmo a algo más respetable, Joe se apartó y le sonrió.
–¡Ah! ¡Joey y Holly! –exclamó Tammy entre la multitud con una mano
en el corazón–. Hacéis muy buena pareja.
Ambos se rieron.
–Desde luego, soy más «Joey» que «Joseph» –dijo él–. Y esto es lo más
parecido a un hogar que he conocido nunca. –Holly se puso de puntillas y
volvió a darle un beso–. Adivina –añadió él con los ojos resplandecientes–:
Voy a pasar aquí todas las Navidades. Y mira quién ha venido conmigo.
Señaló la mesa en la que estaba sentada su familia y, aunque tuvo que
forzar la vista para ver algo más allá de las luces, vio que, sentado entre su
madre y la abuela, estaba Harvey. Él la saludó con la mano alegremente.
Holly tomó aire, sorprendida, pero feliz por ambos. Estaba impaciente por
que le pusieran al día de las cosas que habían hablado entre ellos. Dejó que
su mente divagara con la gran celebración que iban a suponer aquellas
Navidades con todos presentes: tanto su familia, como la de él.
–Feliz Navidad –le susurró Joe al oído.
–Feliz Navidad. –De pronto, Holly se detuvo–. ¡Oh! Este año tampoco
tienes regalos bajo el árbol.
Él se rio.
–Bueno, siempre nos quedará Puckett’s.
Se llevó la mano al bolsillo y sacó sus llaves, sacudiéndolas frente a ella
con el llavero de «Joey» en el extremo.
–¿Estáis todos listos para bailar? –dijo Rhett, interrumpiéndolos–. Holly,
empezad tú y Joe.
Con la guitarra entre las manos, empezó a tocar Run Rudolph Run de
Chuck Berry. Joe abrió los ojos de par en par.
–Este tema es rápido. ¿Significa eso que tengo que bailar en línea?
–¡Por supuesto! –exclamó ella, arrastrándolo por los escalones hacia la
pista de baile.
Harvey fue corriendo hasta ellos y le tendió a su hijo la gorra de
camuflaje que Holly le había comprado el año anterior. Después, volvió a la
mesa. Joe se la puso en la cabeza e hizo que ella se partiera de risa. Lo tomó
del brazo e hizo que atravesaran la pista de baile hasta detenerse de golpe.
Ella alzó la vista hacia sus ojos en busca de la razón de aquella parada tan
abrupta y su mirada la devoró.
–Tengo que confesarte algo –dijo él. Ella esperó–. Me parece que, por
fin, creo en la magia.
Holly echó la cabeza hacia atrás y se rio antes de que él la abrazara y se
besaran. En aquel momento, hizo que ella también sintiera la magia. Pensó
en cómo la mera mención de su nombre hacía que le palpitase el corazón,
en la explosión de nervios que le producía un roce inintencionado y en
cómo todo el vello de los brazos se le erizaba como respuesta al modo en
que decía su nombre. Aquello no tenía nada que envidiarle a la magia.
Aquella noche, la magia de la Navidad la rodeaba por todas partes.
De pronto, la música se detuvo con un chirrido que hizo que se apartara
de él para mirar a Rhett.
–¡Tenéis que dejar de besaros para bailar! –bromeó su amigo desde el
escenario mientras todo el granero estallaba en carcajadas–. ¿Puede
ayudarlos todo el mundo, por favor? –añadió, dirigiéndose al público.
Poco a poco, todos empezaron a inundar la pista de baile y Rhett
continuó la canción, haciendo que la melodía los envolviera.
–Vosotros dos –dijo Otis, dando golpecitos en el suelo con los pies
mientras la abuela le estrechaba las manos–, vamos a enseñaros cómo se
hace.
Con una gran sonrisa, Holly se inclinó hacia Joe y le robó un último beso
antes de sumergirse en la noche al ritmo del baile.
Una carta de Jenny

uchas gracias por leer Sucede siempre en Navidad! Espero que hayas
¡Mdisfrutado la historia de Holly y que, en ella, hayas encontrado un
reconfortante escondite navideño.
Si te gustaría que te mandase un mensaje cuando salga mi próximo libro,
puedes registrarte aquí mientras te preparas un chocolate caliente:

www.bookouture.com/jenny-hale

No compartiré tu correo electrónico con nadie más y solo te mandaré


mensajes cuando se lance un libro nuevo.
Si has disfrutado de Sucede siempre en Navidad, me encantaría que
escribieras una reseña. Como autora, recibir las impresiones de los lectores
es tan emocionante como abrir un regalo de Navidad gigante. Además,
también ayuda a que otros lectores escojan por primera vez uno de mis
libros.
¡Hasta la próxima!
Besos,
Jenny
Agradecimientos

Debo mandar un cálido agradecimiento a Oliver Rhodes por su guía y


orientación a lo largo de los años. Él fue el primero en insuflar aliento
a mi carrera y me sigue manteniendo firme año tras año. Siempre le estaré
agradecida.
A la maravillosa Natasha Harding, que soporta mis miles de preguntas
cada vez que surge algo nuevo. Las responde todas con elegancia y
amabilidad. Tengo mucha suerte de tenerla de mi parte.
El equipo de Bookouture es inigualable. Doy gracias cada día por haber
encontrado una editorial increíble y por haber sido capaz de crecer con ella.
Muchas gracias al equipo por toda la acción entre bambalinas necesaria
para que mis libros lleguen a manos de los lectores.
No podría hacer nada de todo esto sin mi familia. A Justin, por todas las
tareas domésticas que ha terminado (o que ha hecho él solo), por las noches
en que salimos para celebrar los días importantes o para relajarnos tras los
días difíciles y por ser la persona que siempre me escucha. Estoy muy
agradecida. A mis hijos, que se enteran de primera mano de todo lo que se
pone en mi camino porque arrastro mi ordenador a los parques, las pistas de
patinaje y los parques de camas elásticas. ¡También os doy las gracias a
vosotros!
Todos los días me siento bendecida por formar parte de este sector y no
podría hacerlo sin la oración ni la fe. ¡Menudo viaje!
Este libro es una obra de ficción. Cualquier referencia a acontecimientos históricos, lugares o
personas reales se ha utilizado con fines meramente ficticios. Los nombres, personajes, lugares y
sucesos son fruto de la imaginación del autor y cualquier parecido con personas reales, en vida o
fallecidas, lugares o sucesos es pura coincidencia.

Título original: It Started With Christmas


© Jenny Hale, 2018. First published in Great Britain by Storyfire Ltd trading as Bookouture.
© 2023, de la traducción por Tatiana Marco Marín
© 2023, de esta edición por Antonio Vallardi Editore S.u.r.l., Milán

Todos los derechos reservados

Primera edición en formato digital: noviembre de 2023

Newton Compton Editores es un sello de Antonio Vallardi Editore S.u.r.l.


Av. de la Riera de Cassoles, 20. 3.º B. Barcelona, 08012 (España)
www.newtoncomptoneditores.com
Gruppo editoriale Mauri Spagnol S.p.A.
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ISBN: 978-84-19620-31-6
Código IBIC: FR
DL: B 14.896-2023

Diseño de interiores y composición: David Pablo


Conversión a formato digital: www.acatia.es
Imágenes de cubierta: © Trevillion Images y © Shutterstock

Primera edición en formato digital: noviembre de 2023

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, telemático o
electrónico –incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet– y la distribución de
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