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Sucede siempre
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Una carta de Jenny
Agradecimientos
Créditos
Capítulo 1
Les costó un par de horas recoger la decoración y las luces, descolgar los
calcetines, arrastrar al exterior el arbolito y la vegetación de la repisa de
la chimenea, colocarlo todo dentro del coche y también encima, empaquetar
los regalos, preparar las maletas y hacer el viaje.
La cabaña estaba justo al final de una carretera sinuosa que partía de un
pueblecito de las montañas llamado Leiper’s Fork, conocido por la
hospitalidad sureña de sus habitantes aficionados a las botas, por sus
galletas de suero de mantequilla calentitas, las ocasionales apariciones de
músicos famosos y sus galerías de arte. De camino hasta allí, las carreteras
fueron traicioneras. La previsión del tiempo de la radio les informó de que
la situación iba a empeorar y de que debían prepararse para pasar la
Navidad en casa, advirtiéndoles de que muchas carreteras no serían
transitables. Holly se lo creyó. Estaba nerviosa por tener que maniobrar con
el coche, que patinaba en todas las direcciones. En silencio, rezó para que
no les pasara nada a aquellas horas de la noche en medio de aquella
carretera oscura y nevada que conducía hasta la cabaña.
Cuando llegaron al camino de acceso cubierto de hielo, ya era pasada la
medianoche. Cuando al fin frenó y apagó el motor con las llaves de la
cabaña en la mano, exhaló sin estar muy segura de cuánto tiempo llevaba
aguantando la respiración. Tenía los hombros tensos a causa de los
acontecimientos de la noche y estaba impaciente por entrar a la calidez
acogedora que las esperaba.
–Quédate aquí –dijo, abriendo su puerta–. Enseguida vuelvo a buscarte.
Estaba oscuro como la boca de lobo. Encendió la linterna de su teléfono
móvil para poder ver por dónde pisaba, ya que las botas se le hundían en la
nieve esponjosa. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, se
dio cuenta de que lo que en un principio le había parecido hielo acumulado,
hacía que todo el lugar pareciese un paraíso invernal. Sin embargo, sin una
luz en el porche, seguía resultando difícil ver, por lo que volvió la linterna
de su teléfono hacia la puerta de la abuela y tiró de la manilla.
–Vamos a entrar y ya pensaremos después qué vamos a hacer con el
árbol. Probablemente, debería meterlo dentro lo antes posible, ya que sigue
nevando.
La mujer asintió mientras le tomaba la mano y salía del coche con
cuidado. Caminaron juntas hacia el porche y cada uno de sus pasos fue
cauto y laborioso. Lo último que necesitaba la abuela era caerse allí fuera en
medio de una tormenta de nieve.
Para cuando llegaron a la distintiva puerta principal roja que siempre
hacía que se sintiera inundada por el espíritu navideño, Holly temblaba
tanto que apenas pudo introducir la llave en la cerradura. Sin embargo,
consiguió hacerlo y, con un chasquido, giró el pomo y encendió las luces.
–Voy a buscar las maletas –dijo mientras la abuela contemplaba el nuevo
interior.
La tristeza que había aparecido en los ojos de la mujer nada más llegar
seguía presente. No parecía demasiado contenta con las novedades. Era
fácil darse cuenta de que echaba en falta la decoración antigua y familiar.
Detuvo la mirada en una escultura de una guitarra de cristal que Holly,
emocionada por el hecho de poder permitirse pagarla, le había comprado a
un tratante de arte local.
Durante su infancia y juventud, la vieja cabaña siempre había tenido un
lugar especial en su corazón. Había sido un lugar en el que descansar
después de largos días de excursión, de pesca o de sentarse con sus amigos
en torno a una fogata. En invierno,
habían jugado a juegos de mesa, habían colgado guirnaldas de palomitas
de maíz en el árbol de Navidad y el abuelo había escondido los regalos por
toda la cabaña para que los buscaran. En el pasado, había estado decorada
de forma sencilla, con muebles muy básicos y sin florituras. Sin embargo,
ella había cambiado eso. Había pintado el interior, renovado la iluminación,
comprado electrodomésticos de acero inoxidable con un horno doble y
muebles de cocina nuevos, y había instalado suelos de madera y molduras
en el techo. Después, había terminado la renovación con muebles en tonos
crema, una iluminación suave y muchas referencias a Nashville y las zonas
circundantes. Había cubierto las paredes desnudas con arte local y, para
cuando hubo terminado, todo el lugar tenía un toque muy sureño. Era el
lugar de retiro perfecto para atraer a los turistas.
A pesar de todo, entendía cómo se sentía la abuela, ya que a ella le había
pasado lo mismo el primer día que había ido hasta allí para hacer los
cambios. Aquel lugar era en el que los recuerdos del abuelo eran más
fuertes. Recordó cómo la sentaba en su regazo cada vez que se retiraba a
una de las mecedoras del porche para contemplar la puesta de sol y cómo
ella se apoyaba contra él mientras se mecían con el sonido de los grillos
cuando comenzaban su canción en medio del bosque todas las noches. En
aquellas ocasiones se había sentido totalmente a salvo, como si nada malo
pudiera ocurrirle mientras estuviera sentada con él.
–¿Por qué no te relajas en el sofá? –le sugirió a la abuela.
La mujer apartó la vista de la escultura para mirar a su nieta, pero,
cuando sus ojos se encontraron, se dio cuenta de que tenía un gesto de
inseguridad en el rostro. Con las piernas agarrotadas por el viaje, se dio la
vuelta, se acercó al sofá de cuero color crema y pasó una mano arrugada por
la superficie antes de sentarse en el borde.
Subiéndose el abrigo hasta la barbilla para evitar que el frío helador la
asaltase, Holly salió de nuevo y sacó las maletas del asiento trasero antes de
cerrar la puerta del automóvil con el pie. Las subió por las escaleras del
porche, sintiéndose agotada por el peso, y las arrastró por el pasillo hasta el
dormitorio. Se dio cuenta de que la abuela seguía sentada en el borde del
sofá con las manos en las rodillas y el ceño fruncido tan claro como el día.
Tal vez solo estuviese cansada. Dejaría sus cosas en la habitación lo antes
posible para que pudiera descansar. Después de todo, había sido una noche
importante.
Incapaz de arrastrar las maletas ni un solo paso más, las dejó allí mismo,
abrió la puerta del dormitorio y encendió la luz. Para su más absoluta
sorpresa, sus ojos se dirigieron con rapidez al centro de la estancia, donde
un hombre se había incorporado de la cama a toda velocidad antes de
levantarse de un salto, despejado del todo por la sorpresa. Aquello hizo que
Holly gritase aterrada. Él se quedó inmóvil, claramente evaluándola, y pasó
la mirada de su rostro a sus maletas. Cuando a ambos les quedó claro que el
otro no suponía un peligro, el desconocido se pasó la mano por el pelo,
confuso por el sobresalto.
Fue entonces cuando se fijó en su mandíbula cuadrada, la sombra de una
barba incipiente, la oscuridad de sus ojos y el cabello espeso, negro como el
carbón y cortado a la perfección. Parecía el modelo de una revista. Salvo
por el hecho de que llevaba puesto un ridículo pijama plateado de rayas.
Aunque incluso eso le sentaba bastante bien.
–Lo siento..., ¿has alquilado la cabaña esta semana? –le preguntó él.
Holly sacudió la cabeza. Le costaba encontrar las palabras mientras
aquellos ojos, que parecían inquietos y curiosos, la miraban fijamente. Se
aclaró la garganta e intentó centrarse en otra cosa para poder pensar de
forma coherente, pero solo fue capaz de ver la marca de su cuerpo sobre las
sábanas, lo cual hizo que le costase más concentrarse. Había invadido el
espacio personal de aquel hombre, lo había despertado y las mejillas le
ardían por la vergüenza.
–Mi abuela me había dicho que la cabaña no estaba alquilada esta semana
–consiguió decir–. Somos las propietarias.
Él pestañeó de forma excesiva y Holly dudó de si estaba procesando algo
o todavía intentaba despejarse. Al final, el hombre dijo:
–Entonces..., ¿estáis haciendo limpieza entre huésped y huésped o algo
así? ¿A la una de la mañana? ¿Durante una tormenta de nieve?
–¿Qué pasa aquí? –preguntó la abuela tras ella, pillándola por sorpresa–.
He oído un grito.
–Joseph Barnes –dijo él, presentándose.
La mirada de la mujer lo atravesó.
–Vamos a pasar la Navidad aquí.
–Tenía alquilada la cabaña la semana pasada y había pensado en
llamarlas, pero la cobertura de mi teléfono ha sido un poco irregular. El
aeropuerto está cerrado y me han cancelado el vuelo.
«Ah, sí». Holly recordaba haber ayudado a la abuela con aquella reserva.
El hombre estaba allí solo. Era un importante asesor financiero de una
empresa de Nueva York o algo así.
–¿Dónde está tu coche? –le preguntó. De pronto, se dio cuenta de que no
habían visto nada en el camino de acceso que las hubiese alertado de que
tenían un invitado.
–Vine en taxi desde el aeropuerto.
Joseph dio un paso hacia ellas, lo que hizo que Holly retrocediese y
tropezara con las maletas. Él la agarró con un brazo fuerte.
Aturdida, se dedicó a colocar el equipaje contra la pared.
–Había pensado en pagarles el alquiler adicional. Siento mucho haberme
entrometido en su tiempo en familia.
La abuela tomó aire de forma exasperada.
–Bueno, Holly y yo no vamos a marcharnos. No voy a volver a subirme a
un coche con este tiempo ni en broma, así que tendremos que arreglárnoslas
lo mejor que podamos durante un par de días.
–Todo saldrá bien –dijo Holly, aunque no estaba muy segura de cómo iba
a poder hacer un maratón de películas con un desconocido acechando a su
alrededor–. Abuela, tú y yo podemos compartir el otro dormitorio y Joseph
puede quedarse en el que está.
El ceño fruncido de la mujer se profundizó mientras se daba la vuelta y se
dirigía hacia la otra habitación.
–Estoy agotada –dijo–, así que vamos a ponernos en marcha y a deshacer
el equipaje.
Holly se dispuso a recoger las maletas, pero Joseph se inclinó hacia
delante y las agarró primero.
–Por favor –le dijo–, permíteme que te ayude. Lo lamento muchísimo. Es
lo mínimo que puedo hacer.
Se sintió impresionada por aquel gesto. «Qué considerado». Ambos
siguieron a la abuela, que ya había llegado al otro dormitorio y estaba allí
de pie con las manos apoyadas en las caderas.
–¿Qué narices es todo esto?
La habitación estaba llena de cajas de cartón. Joseph pasó junto a la
mujer, las ordenó, las colocó bien y apartó las cosas a un lado de la estancia.
–Son mis cosas –dijo.
Cuando hubieron metido las maletas dentro, mientras la abuela estaba en
el baño privado, preparándose para irse a dormir, el hombre se giró hacia
ella y dijo:
–Una vez más, lo lamento. Me siento fatal...
–¿Qué ibas a hacer? –contestó ella con una sonrisa de consuelo–. No ha
sido culpa tuya.
–¿Necesitas algo más antes de que me acueste? ¿Más equipaje? Pensó en
la nieve que seguía cayendo en el exterior y en el árbol que estaba atado a
su automóvil y se mordió el labio. Tras un día entero en el trabajo y el viaje,
apenas tenía energía para ir a buscar el resto de las maletas y, mucho menos,
el abeto gigante. ¿Debería atreverse a preguntarle?
Joseph se dio cuenta de su indecisión.
–¿De qué se trata? No me importa. Dímelo.
–¿Qué te parece bajar un árbol de Navidad de mi coche?
Claramente, la petición lo sorprendió e hizo que sonriera. La diversión
natural que se reflejó en su rostro no logró más que asentar su opinión sobre
lo guapo que era. De pronto, se había olvidado por completo de lo cansada
que estaba.
Capítulo 3
jem.
–E El sonido se filtró a través del estado de ensoñación en el que Holly
estaba sumida y, por mucho que lo intentara, no podía abrir los ojos, ya que
estaba muy cómoda. Se había quedado despierta hasta muy tarde. Le
parecía que todavía tenía que ser de noche; era imposible que ya fuese por
la mañana.
–¡Ejem!
Definitivamente, aquella era la abuela aclarándose la garganta tal como lo
hacía cuando quería que mirase algo importante pero intentaba ser discreta.
Holly intentó despejarse para ver qué necesitaba, pero sus párpados se
resistían. Sus extremidades eran un peso muerto. Estaba tan agotada que su
cerebro ni siquiera podía localizar los nervios que había en ellas y lo único
que notaba era su peso. Solo quería quedarse un poco más en la cama.
Pero, entonces, cuando la mente empezó a funcionarle, tuvo problemas
para recordar el momento en que se había lavado los dientes, se había
puesto el pijama y se había metido en la cama junto a la abuela. Lo último
que podía recordar era que estaba decorando el árbol de Navidad. Joe se
había dejado caer en el sofá, mirando el árbol, y le había dado una
palmadita al asiento que había a su lado. Con la habitación totalmente a
oscuras y el único brillo de las titilantes luces navideñas, se habían parado a
admirar su obra cuando faltaban apenas un par de horas para que llegase la
luz del día. Sin embargo, por más que lo intentara, no conseguía que su
memoria pasase de ese punto.
De pronto, fue consciente de que tenía un brazo detrás de la cabeza,
sujetándole el cuello, una pierna fuerte entrelazada con la suya y una
respiración suave y regular rozándole la mejilla. Aquella no era la abuela.
Se obligó a abrir los ojos haciendo uso de todas sus fuerzas. Cuando al
fin consiguió que se le movieran los párpados, le costó un minuto abrirlos.
Sin embargo, conforme la imagen fue aclarándose, vio el rostro
deslumbrante de Joe justo frente a ella, con los ojos cerrados y un gesto
pacífico. Detrás de él, desenfocada, estaba la abuela, de pie en medio del
salón. Tenía los brazos cruzados y los labios apretados, pero Holly no podía
moverse. Se movió solo un poco para poder mirar a los ojos a la abuela y,
de inmediato, se encontró con su mirada de desaprobación. Sabía lo que
parecía aquello. Joe era apuesto y amable; era justo el tipo de hombre con el
que ella coquetearía si tuviera la ocasión. Sin embargo, no había hecho tal
cosa. Se había comportado como toda una señorita, y la abuela debería
saberlo. De todos modos, no le iba a mencionar que había pasado por alto la
etapa del coqueteo. La noche anterior había tenido una conversación
auténtica y sincera con aquel hombre y, además, le gustaba.
La idea de que la mujer pensase mal de cualquiera de los dos hizo que se
pusiera tensa y quiso levantarse con rapidez del sofá para explicarse, pero el
cansancio y el miedo la dejaron anclada donde estaba. No sabía qué hacer
porque estaba segura de que, en cuanto él se despertara, caería sobre ellos la
más absoluta humillación por haberse quedado dormidos juntos y haber
pasado la noche acurrucados.
Joe cambió de posición y se acercó más a su cuello, haciendo que una
sensación ardiente le recorriera el rostro. Aquello tenía muy mala pinta...
No quería que la abuela pensase que se había acostado con un tipo
cualquiera la primera noche que habían pasado en Leiper’s Fork. Aquellas
vacaciones estaban centradas en la familia y en hacer que ella se sintiera a
gusto.
Joe tomó aire, relajado y satisfecho. Abrió los ojos y, entonces, cuando se
percató de la situación, se echó hacia atrás y cayó al suelo con un ruido
sordo.
Mientras se esforzaba por ponerse en pie y recuperar la compostura, miró
a Holly con los ojos muy abiertos por el estupor. –Lo siento muchísimo –
dijo a toda velocidad, con la respiración entrecortada y tensa.
Ella hizo un esfuerzo por no mirar el pecho en el que, apenas unos
segundos atrás, había estado apoyada con tanta comodidad. Se puso en pie
frente a él. Estaba tan nerviosa que la energía le recorría las venas y hacía
que cada movimiento fuese más fácil de lo debido después de haber
dormido tan poco.
–No –contestó de forma ansiosa–, ha estado muy bien.
Aquella última declaración sonó casi como un chillido, así que tosió para
intentar ocultarla. ¿«Ha estado muy bien»? ¿Qué había querido decir con
eso? ¿Acurrucarse con él en el sofá la primera noche después de conocerlo
había estado muy bien? No quería que pensara que aquello ocurría a
menudo. Menuda estupidez.
–El árbol ha quedado bonito. –Las palabras de la abuela no destilaban
ninguna emoción. Siguió cada movimiento de Joe con desdén antes de
dirigirse al otro extremo de la estancia y entrar en la cocina. Dado que el
lugar tenía un concepto abierto, solo los separaba la barra–. ¿Alguien quiere
que prepare el desayuno? –preguntó mientras abría la puerta de uno de los
armarios y la cerraba casi de golpe. El sonido hizo que Holly se sintiera más
agitada–. Supongo que necesitaréis café. –Abrió otro armario y, cuando lo
cerró, la puerta golpeó el marco.
–Por favor, señora... –dijo Joe, acercándose a ella con decisión y el rostro
de un rojo encendido.
–McAdams –le espetó la abuela.
–Señora McAdams...
Si bien era evidente que estaba intentando comportarse como un adulto
ante aquella situación, su gesto delataba su vergüenza. Holly veía en él la
misma expresión que tal vez hubiera tenido de niño después de comerse la
última galleta que su madre había estado reservando y no había querido que
se enterara.
–Permítame que prepare el café para todos –dijo él–. Es lo mínimo que
puedo hacer.
Joe seguía pestañeando e intentando ocultar un bostezo. Había hecho un
esfuerzo por no mirar a Holly, que se alegraba de que así fuera, ya que
nunca en su vida se había sentido tan mortificada. Se pasó los dedos por el
cabello castaño enredado y deseó poder peinarse. Ni siquiera quería pensar
en si llevaba la cara llena de rímel. Pero, sobre todo, sabía, sin ningún tipo
de duda, que si él la miraba a los ojos, sería capaz de ver el efecto que tenía
sobre ella.
La abuela lo miró con los ojos entrecerrados.
–¿Lo mínimo que puedes hacer? –dijo lentamente–. Eso suena como si
fueras culpable de algo. ¿Hay alguna cosa por la que tengas que
enmendarte?
Al fin, sus ojos volvieron a dirigirse a Holly, haciendo que el pulso se le
disparara por el pánico. ¿Por qué la miraba después de que la abuela hubiera
mencionado la palabra «culpable»? El más mínimo destello de un
pensamiento se agolpó en su mente: ¿acaso se había sentido tan cómodo
como ella a su lado? ¿O se trataba de algo diferente? Tal vez se sintiera
culpable por hacer que se sonrojara de aquel modo.
De pronto, se dio cuenta de que tenía que intervenir en la situación. Ella
conocía mejor a la abuela y debería ser la otra persona que participase en
aquella conversación.
–Abuela –dijo, dirigiéndose hacia ella y colocándose junto a él–. Estoy
segura de que Joe no quería decir nada con su ofrecimiento.
–¿Joe? –La mujer les dio la espalda y empezó a rebuscar de nuevo en los
armarios–. La última vez, se presentó como Joseph. ¿Ya habéis llegado al
punto de usar los diminutivos?
–Siempre me presento como «Joseph», pero, normalmente, me llaman
solo «Joe». Dado que, anoche, estuve ayudando a Holly con la decoración
durante un buen rato, sugerí que me llamase así. Usted también puede
hacerlo.
–La abuela se llama Jean –dijo ella, intentando reconducir la
conversación hacia un tema más ligero.
El abuelo siempre la había llamado «Jean», excepto cuando había
necesitado que lo ayudase con algo. En tales casos, la solía llamar con un
tono de voz cantarín: «¡Jeany-Lou!».
–Bueno, puedes llamarme «señora McAdams». ¿Dónde está el café? –
preguntó, frustrada, mientras abría otro armario. ¡Pum! Lo cerró de golpe.
–Lo he cambiado al rincón.
Holly se colocó detrás de la mujer y, esquivándola, estiró el brazo, abrió
el armario y sacó el paquete de café. La noche anterior se había dado cuenta
de que estaba casi sin tocar después de una semana y solo en aquel
momento, a la luz del día, pensó que tal vez Joe no tomase café de forma
habitual.
–¿Sueles tomar café? –le preguntó, aliviada por cambiar de tema de
conversación.
Apartó los ojos de él sin esperar a que le respondiera, ya que su sonrisa la
hacía sentirse inesperadamente nerviosa. La noche anterior le parecía un
sueño. Llenó la jarra del agua, sacó el café y lo vertió en la máquina. Por el
rabillo del ojo, vio que Joe se sentaba en uno de los taburetes.
–Normalmente no tomo café. Me cuesta mucho dormir, así que lo último
que necesito es que el café me mantenga despierto. Pero hoy haré una
excepción. Estoy destrozado.
–A mí me parece que duermes a las mil maravillas –dijo la abuela
mientras dirigía la mirada hacia Holly, cuyo cerebro entró en bucle como en
una película antigua, repitiendo fragmentos de la noche anterior una y otra
vez.
No dejaba de pensar en la calidez de su cuerpo, en cómo encajaba junto a
ella y la sensación de absoluta perfección que había experimentado con su
aroma llenándole los pulmones cada vez que respiraba. Había sido
embriagador en el mejor de los sentidos. Todas las noches, en el trabajo y
en la ciudad, conocía a muchas personas, y nunca había conocido a alguien
con quien se sintiera tan cómoda con tanta rapidez. Era solo que le
transmitía cierta sensación... Sus reacciones mutuas eran muy naturales y la
relajaba sin tan siquiera intentarlo. Sabía que era demasiado rápido, que los
sentimientos emanaban de ella con una extraordinaria rapidez, pero no
podía frenarlo. La abuela se agachó y miró bajo el armario.
–¿También has cambiado de sitio las sartenes?
–Sí, lo siento, están junto a la cocina. Ordené todo basándome en la
cercanía a los electrodomésticos. Me parecía lo más lógico. La abuela
resopló, exasperada. Tal vez fuese cosa de la luz del día que se reflejaba en
la nieve y atravesaba las ventanas, pero parecía mucho más mayor en aquel
momento que apenas unos días atrás. Resultaba tan obvio que Holly se
preocupó. Parecía cansada, tenía las arrugas de los ojos propias de la risa
curvadas hacia abajo y los labios fruncidos en aquel gesto que, en los
últimos tiempos, había mostrado más que la sonrisa que tanto le había
gustado de pequeña.
–O, tal vez –dijo la mujer en tono cortante mientras tomaba una sartén y
la colocaba sobre uno de los fogones de la cocina–, los inquilinos podrían
aprenderse dónde están las cosas en cinco minutos y cogerlas de donde
siempre han estado.
Abrió el frigorífico y sacó los huevos.
Era bastante evidente que no estaba de buen humor. Aquel día estaba
especialmente irritable. Al llevarla allí, Holly solo había intentado ayudar.
Después de todo, había sido ella la que había sugerido la idea. Ninguna de
las dos podría haber predicho lo que había ocurrido al llegar, pero tendrían
que sacarle el mayor provecho. También le preocupaba lo que Joe pensase
de la abuela; no quería que creyese que no era maravillosa, porque, desde
luego, lo era.
Antes de que el abuelo muriera, estaba llena de vida. Solía ir bailando por
la casa al son de la música que sonaba en el tocadiscos que tenían mientras
cocinaba. Siempre tenía algo al fuego: estofados en invierno, marisco en
verano y algo dulce en cualquier momento. El plato favorito de Holly era su
pastel de manzana. Solía comprar las manzanas en el mercado local y con
ellas hacían los pasteles más deliciosos, con la cantidad justa de masa.
Además, nadie sabía hacer la corteza trenzada como ella. Le cortaba una
porción enorme con una corteza dorada y hojaldrada y se la servía con una
bola de helado casero de vainilla. Algunos de sus recuerdos favoritos eran
los de aquella época en la que se sentaba a la mesa con sus abuelos, riendo
y contándoles historias mientras comían pastel.
Notó la rigidez de los brazos de la abuela y la tensión en sus hombros
mientras, con el rostro fijo en un gesto de infelicidad, batía los huevos en un
cuenco. Estaba concentrada en el revuelto, pero Holly se preguntó qué le
estaba pasando por la cabeza. Echaba de menos a la abuela que había
conocido mientras el abuelo estaba vivo, la que tarareaba la nana que había
compuesto su marido mientras fregaba los platos y la que la acostaba por
las noches y le preguntaba con qué voz quería que le leyera el cuento. A
veces, si se lo había pedido, le había leído libros enteros con voz de
vaquero. Ahora, el brillo que tuvo en los ojos ya no estaba y tenía el ánimo
triste. Holly deseaba con todas sus fuerzas sacarla de la depresión en la que
se encontraba sumida, pero temía que el único que podría lograr traerla de
vuelta a la vida era el abuelo.
–¿Tenemos leche? –ladró la mujer, interrumpiéndole el hilo de
pensamientos.
Joe se levantó del taburete y se dirigió al frigorífico, pero la abuela se
giró hacia él con el cuenco todavía apretado contra el pecho.
–¡Siéntate! –espetó. Apretó los dientes y, a continuación, habló con un
tono más suave pero igual de enfadado–. Puedo encontrarla yo. Solo estaba
asegurándome de que nos quedaba un poco. –Abrió el frigorífico y sacó la
caja. La agitó arriba y abajo y el sonido de la escasa leche que había en el
fondo reveló que apenas les quedaba–. Tenemos que ir al mercado –señaló–.
Si no podemos sacar el coche, intenta llamar a Buddy. Quizá él pueda venir
a buscarte con el tractor.
Buddy Lane era un buen amigo del abuelo y había pasado muchas noches
en el porche con ellos. Tenía una pequeña granja a unos pocos kilómetros,
siguiendo la carretera. Holly sabía que Buddy haría todo lo que estuviese en
sus manos para ir a buscarla, pero fuera estaba helando. No podían recorrer
todo el camino hasta el pueblo en la cabina del tractor o, de lo contrario, se
habrían congelado antes de llegar. Sin embargo, no le dijo nada de todo
aquello a la abuela. Asintió, se sentó junto a Joe y le pasó la leche y el
azúcar que seguían en la encimera desde la noche anterior.
–Tendremos que conformarnos con unas tostadas hasta que pueda
conseguir suero de mantequilla suficiente para hacer mis galletas –dijo la
abuela, bajando la temperatura de los huevos para que terminaran de
cocinarse. Después, buscó la tostadora. –La abuela hace galletas de suero de
mantequilla –le dijo a Joe, esperando subirle el ánimo a la mujer. ¿Qué le
pasaba aquella mañana?–. Nunca he comido unas mejores que las suyas.
La miró, pero la mujer parecía impasible. Era evidente que no estaba
contenta con la situación que se había encontrado al llegar a la cabaña.
¿Acaso había empeorado las cosas al llevarla allí?
Capítulo 5
Holly miró por la ventana, sintiendo cada vez más calor. La abuela había
encendido el fuego y ella llevaba puesto el abrigo de invierno con la
capucha de piel y un gorro tejido debajo. También llevaba una bufanda, los
guantes con unas manoplas por encima, los pantalones de yoga que se había
llevado pensando que, cada mañana, podría hacer uno de esos
entrenamientos de televisión, unos pantalones vaqueros, dos pares de
calcetines y las botas de nieve. Tan tapada como iba, si no salía pronto al
exterior, moriría de un ataque al corazón, pero la sola idea de poner un pie
fuera con semejante frío hacía que quisiera olvidarse de todo aquel asunto.
–Vas a tener que ir andando hasta el pie de la colina, Holly –le dijo la
abuela–. Buddy no podrá subir el tractor por el camino de acceso con todo
ese hielo.
Sabía que tenía razón. Bajar por el camino que se extendía en una
pendiente inclinada hacia la carretera no sería tarea fácil. La noche anterior,
apenas lo había conseguido con el coche y había temido tener que bajarse y
empujarlo. Se había alegrado mucho cuando los neumáticos se habían
adherido a la nieve y las habían llevado hasta la cima. Y en aquel momento,
después de que hubieran caído otros quince centímetros de nieve durante la
noche, bajar parecía una tarea abrumadora. Podía ver la calle a través de los
árboles y no había ni rastro de una quitanieves. Tampoco habían esparcido
sal por las carreteras. Tendrían suerte de encontrarse con alguien en medio
de aquel caos.
Buddy se había mostrado encantado de ayudarlos a llegar hasta Puckett’s
para que comprasen provisiones para pasar los siguientes días, pero a Holly
le preocupaba que las tiendas estuvieran todas cerradas. Normalmente no
nevaba tanto, por lo que no estaban preparados para algo así. Cerraban todo
cuando caían apenas tres centímetros, ¿qué no iban a hacer ante semejante
nevasca? Un frente había entrado en la zona y las condiciones eran
perfectas para esas Navidades blancas que el área de Nashville apenas había
experimentado. Lo más cerca que habían estado de tener la misma magnitud
de nieve en Navidad había sido tiempo atrás, en 1963. Holly no lo había
visto nunca jamás. Hasta aquel momento.
Joe salió de su dormitorio vestido con una gabardina azul marino de
confección impecable, una bufanda a juego y unos guantes negros de cuero.
Llevaba el espeso pelo negro perfectamente peinado y se había afeitado.
Parecía listo para deambular por las calles de Manhattan con la excepción
de las botas de nieve de suela gruesa que le asomaban por debajo de los
pantalones.
–¿Vas lo bastante abrigado? –le preguntó, manifestando su preocupación
a modo de pregunta.
–Estaré bien –le contestó él con tono tranquilizador. La miró de la cabeza
a los pies–. Estoy acostumbrado a este tiempo.
Tal vez eso fuera cierto, pero nunca había tenido que viajar en el tractor
de Buddy. Holly tenía recuerdos borrosos de cuando era niña y, en aquel
entonces, la máquina era mucho más nueva. Se había subido a ella un
verano en los campos. Había corrientes de aire en el interior, mucho ruido y
el calor se había colado a raudales, haciendo que los mechones de pelo que
se le habían escapado de la coleta se le pegaran al cuello debido al sudor.
Solo de pensar en ese calor convertido en un frío helador hizo que sintiese
un escalofrío.
–¿Bajamos por el camino para reunirnos con él tal como nos ha
recomendado tu abuela? –preguntó Joe.
Ella asintió a regañadientes. Había sugerido ir a comprar sola pues, tras
haberle despertado la noche anterior, no quería molestarlo más. Sin
embargo, él había insistido en hacerse cargo de la cuenta del supermercado
dado que las había inco-
modado y, además, había dicho que también quería comprar un par de
cosas en la tienda, así que los dos habían acabado preparándose para salir y
la abuela había llamado a Buddy para que los recogiera.
Joe abrió la puerta y, justo en ese momento, una ráfaga de viento helado
se coló en el interior, haciendo que se le congelase la nariz antes siquiera de
haber puesto un pie en el porche. Con una mueca, salió fuera y él la siguió
sin inmutarse. Aunque ella sí se inmutó cuando él le puso una mano en la
espalda para estabilizarla mientras bajaba los escalones congelados. Un
cosquilleo le recorrió toda la columna vertebral.
–Lo siento –dijo él, aunque no apartó la mano.
Sin embargo, por su expresión, Holly sabía que era consciente de por qué
se había estremecido y pensó que, tal vez, la inesperada noche que habían
pasado en el sofá y la facilidad con la que habían conversado habían sido
igual de importantes para él. La cabeza le dio vueltas solo de pensarlo.
Cuando llegaron a la falda de la colina, la cabaña llamó su atención.
–¡Oh! –exclamó–. Nunca la había visto así.
Las dos buhardillas que sobresalían del tejado de chapa cubierto de nieve
estaban envueltas en un manto blanco y todas las barandillas del porche
alargado se perfilaban con una nieve esponjosa. A la chimenea de piedra, la
puerta roja y los leños que conformaban las paredes exteriores se habían
pegado volutas de nieve recién caída.
–Es preciosa.
Joe sonrió, pero tenía los ojos fijos en ella más que en la casa. Tal como
la estaba mirando, era probable que pensase que nunca había visto la nieve,
lo cual era verdad hasta cierto punto, ya que jamás había visto una nevada
semejante en Tennessee. Holly se dio la vuelta para contemplar el bosque
que ocultaba la carretera que corría colina abajo. La única forma que tenía
de distinguir el camino de acceso era por la pequeña franja blanca que
serpenteaba entre los árboles. Todavía no había cambiado aquello, pero lo
tenía en la lista de renovaciones. El camino estaba tal como el abuelo lo
había cavado originalmente. Los árboles parecían oscuros bocetos a lápiz
contra el cielo blanco y sus ramas desnudas sostenían la nieve que se había
posado sobre ellas. Se tropezó, pero consiguió mantenerse en pie. Era una
cuesta empinada e, incluso con las botas de nieve, le costaba adherirse al
suelo.
Joe aminoró el ritmo para seguirle el paso, pero ella volvió a perder el
equilibrio. Sus botas no podían contra tanta nieve y resbalaban al entrar en
contacto con la tierra a cada paso que daba. Se colocó de medio lado y
siguió adelante, pero eso no pareció ser de mucha ayuda, así que volvió a
darse la vuelta.
Tan solo consiguió dar un par de pasos más antes de meter el pie sin
querer en un agujero que estaba cubierto de nieve. De pronto, notó cómo se
caía y cómo el suelo se acercaba a su cara más rápido de lo que tardó en
reaccionar. Además, la punzada de dolor que sintió en el tobillo nubló todo
lo demás. Estiró los brazos hacia el suelo para detener la caída, pero nunca
llegó a sentirla porque Joe la sujetó en un abrir y cerrar de ojos. Se aferró a
él, apoyando todo su peso en el tobillo bueno y tratando de despejar la
mente lo suficiente como para darse cuenta de lo que estaba pasando. Sin
embargo, le resultó difícil con aquel aroma especiado envolviéndola y sus
brazos rodeándola para evitar que volviera a caerse.
–Supongo que mis botas no son tan buenas –dijo.
Joe estaba inspeccionando el camino y ella recordó con exactitud dónde
había metido el pie. Se trataba de la zona justo por debajo de los árboles
donde la lluvia había trazado su propio sendero en el camino de acceso que
transcurría colina abajo y había hecho un agujero en un gran trozo de tierra.
Tras el primer año de renovación, había ahorrado buena parte del dinero que
el abuelo le había dejado para contratar a alguien que instalase una tubería
de drenaje, volviera a rellenar el hueco y pavimentase el enorme camino de
acceso. Sabía que tendría que haberlo hecho antes, pero se había centrado
en el interior y, ahora, tendría que esperar a que hiciera más calor. Menos
mal que nadie más se había caído allí o estaría enfrentándose a una
demanda y, desde luego, la abuela no necesitaba tener que encarar algo así.
Agarrándose todavía a uno de los brazos de Joe, Holly intentó dar otro
paso, pero el dolor le recorrió la pierna e hizo que se encogiera antes de
poder remediarlo. Él la miró, preocupado.
–¿Qué ocurre?
–Nada –mintió.
Al dar otro paso, el dolor hizo que le cediera la rodilla. Se mordió el labio
para evitar gritar de angustia. Joe volvió la mirada hacia la casa, pero ya
habían recorrido la mitad del camino y sabía lo que estaría pensando:
necesitaban comida para pasar la semana y, si habían llegado hasta ahí, bien
podían seguir. Pronto estarían en el tractor de Buddy y podría sentarse y
darle un descanso al tobillo.
–Te llevaré de vuelta a la cabaña y volveré yo solo –sugirió él frunciendo
las cejas mientras le miraba el pie–. ¿Por qué no te subo a caballito?
–Porque nos caeríamos hacia atrás e iríamos dando tumbos hasta no ser
más que una bola de nieve gigante que se precipita hasta los pies de la
montaña. –Dio un par de insoportables pasos más y volvió a perder el
equilibrio, tambaleándose hacia delante. Joe la sujetó–. Y no voy a volver a
la casa. Haré la compra de la abuela. Sé las cosas que le gustan y es muy
exigente. –Le sonrió, pero eso no pareció disminuir la aprensión del
hombre.
–Entonces, iremos muy despacio –dijo, tomándola del brazo con cuidado.
Holly se lo permitió, segura de que no la dejaría caerse.
Cuando llegaron al final del camino de acceso, sentía las mejillas
entumecidas, tenía las orejas frías bajo el gorro tejido y estaba segura de
que, en aquel momento, tendría la nariz de un tono violeta oscuro a causa de
la congelación que debía de estar apoderándose de ella. Además, si no se
sentaba, iba a desmayarse por el dolor del tobillo.
El rugido del motor de Buddy llenó el aire mientras llegaba hasta ellos
justo a tiempo. El viejo tractor verde seguía con vida y en buen estado. El
poco calor que pudiera proporcionarles era un faro de esperanza. Buddy los
saludó desde el interior de la cabina y Holly se deleitó con la familiaridad
de su rostro envejecido por el tiempo. Cuando visitaba al abuelo, siempre
había sido muy amable. Mientras los otros amigos del abuelo solían hablar
de fútbol o del estado desconcertante en el que se encontraba el mundo, él
le preguntaba cómo le había ido el día y siempre aplaudía cuando le
mostraba cómo daba volteretas con una sola mano.
El hombre se inclinó y quitó el seguro de la puerta. El fino metal se abrió
con un traqueteo, pues el motor hacía que se sacudiera sobre los goznes.
–¡Santo cielo! –dijo el hombre mientras la miraba de arriba abajo–. ¡Eres
la viva imagen de tu madre!
Llevaba puesta una vieja gorra de béisbol con el logo de Budweiser y un
abrigo grueso marrón con unos botones tan desgastados como las viejas
tablas de madera deformada procedentes del granero que el abuelo solía
amontonar como leña después de haberlas cambiado. Buddy sonreía de
oreja a oreja. Unas arrugas profundas le recorrían el rostro, desvelando la
gran frecuencia con la que sonreía. Eso hizo que se sintiera reconfortada.
Entró en el tractor apoyando primero el pie bueno y tomando la mano de
Joe, que la ayudó a subir. De inmediato, se sintió defraudada de que la
temperatura del interior no fuese mucho mejor que la del exterior, pero el
alivio que sintió en el tobillo hizo que todo le pareciera bien. Joe se subió
tras ella y cerró la puerta.
–¿Estás bien? –le preguntó Buddy con su marcado acento sureño
mientras bajaba la vista hacia su pie.
–Estoy bien, Buddy, es solo que me he torcido el tobillo, pero hay
toneladas de nieve para ponerle encima cuando llegue a casa. –Se removió
en el sitio, incómoda–. ¿Cómo estás tú?
–Yo estoy bien, señorita Holly. Había oído que estabas por aquí
arreglando la cabaña. Tu abuelo siempre pensó que podría alquilárselo a esa
gente elegante. –El hombre le guiñó un ojo antes de posar la mirada en Joe.
Tras mirarlo bien, Buddy se quedó en silencio. Claramente, se había dado
cuenta de que, en ese mismo instante, estaban en presencia de uno de esos
clientes elegantes. Se aclaró la garganta y puso en marcha el tractor–. ¿Vais
a Puckett’s?
Ella asintió.
–Antes he pasado por delante y está abierto. Eso es significativo, ¿no? –
Joe lo miró, interrogante–. Los de por aquí cuidamos los unos de los otros.
Los sitios tienen que estar abiertos si es posible. No estamos acostumbrados
a este tiempo. Estoy seguro de que ni una sola persona de Leiper’s Fork
tiene suficiente suero de mantequilla para pasar el temporal.
Por el rabillo del ojo, Holly vio que Joe sonreía; estaba disfrutando de
todo aquello.
–No pretendo ser maleducado al preguntar esto –dijo–. De hecho, me
interesa bastante. Sé que la abuela de Holly lo usa para hacer galletas, pero
¿para qué más se usa el suero de mantequilla?
El tractor se desvió un poco cuando Buddy miró a Joe como si se hubiese
vuelto loco. Le ofreció una sonrisa de consuelo justo antes de una risita de
incredulidad.
–Holly, ¡tu abuela tiene que cocinarle algo a este! –Se inclinó un poco
hacia delante, con ambas manos llenas de callos todavía apoyadas en el
volante mientras avanzaban dando tumbos por la carretera cubierta de nieve
y pasaban por delante de viejos graneros cuya madera pintada de un tono
burdeos y cuyas grandes coronas navideñas colgadas de la parte más alta
del tejado contrastaban con las colinas blancas–. Mi esposa Freda usa el
suero de mantequilla para muchas cosas: para el pan de maíz, las tortitas, el
adobo del pollo frito, el puré de patata, los muffins, el aliño de la ensalada...
Pero te diré para qué es mejor y, así, podrás compartir el secreto con tus
amigos. –Holly sabía exactamente lo que iba a decirle, porque ya se lo
había dicho en otras ocasiones–. Si te tomas una taza antes de dormir,
estarás tan sano como un toro y dormirás como un tronco. Te quita todo el
estrés. ¡Te sentará bien!
–¿De verdad? –dijo Joe, mostrando interés.
Buddy asintió de forma categórica.
–Así es como vivimos tanto tiempo los viejos como yo. –Dobló hacia
Old Hillsboro Road, la calle principal de Leiper’s Fork–. ¡Ah! –dijo
mientras se acercaban al puñado de edificios que bordeaban la carretera
estrecha antes de que se perdiera de nuevo en dirección al campo–. La
civilización... –Cambió de marcha para bajar la velocidad del tractor–. Pero
no pestañees o te la perderás.
Entonces, se rio de su propio comentario.
Aquel pequeño tramo de carretera parecía sacado de un cuento
ambientado en un pueblecito. El único color de la calle era el de las casitas
de madera natural pintada en diferentes tonos y cuyos tejados estaban
cubiertos de nieve. Cada una de ellas tenía una corona navideña en la puerta
y mecedoras en el exterior para los visitantes. Aquel día, los viejos
ventiladores de aspas de los porches, que en verano no hacían más que
mover el aire caliente de un lado a otro, permanecían quietos en medio del
silencio invernal. En el exterior de la galería de arte local, que estaba
enmarcada por las ramas desnudas de unos robles ancianos, había una pila
de madera escarchada y una hoguera encendida con unos cuantos pinchos y
un frasco de cristal lleno de malvaviscos a disposición de cualquiera que
pudiera salir en medio de aquel desastre. Holly captó la curiosidad de Joe
mientras los contemplaba.
Buddy aparcó el tractor frente a Puckett’s, aunque era imposible
distinguir la zona de aparcamiento de la carretera. Tan solo podía discernir
dónde comenzaba el patio por la zona de la barbacoa y los árboles de
Navidad cubiertos de nieve que sobresalían de la masa blanca. Ambos
hombres se bajaron del vehículo y ayudaron a Holly a descender hasta la
nieve.
Buddy levantó la mano en dirección a la joven que estaba en la caja
registradora cuando ella abrió la puerta para darles la bienvenida. Cuando
vio de quién se trataba, a Holly se le escapó la más grande de las sonrisas.
La muchacha les estaba saludando con la mano y llevaba la larga melena
rubia, que le surgía desde debajo de una gorra de béisbol de Puckett’s,
recogida en una única trenza que le recorría la espalda.
–¡Hola, Tammy! –exclamó Buddy–. ¿Mucho trabajo hoy?
–No. Ni un alma hasta que habéis llegado vosotros. –Volvió a saludar a
Holly con gran entusiasmo con la mano–. ¡Hola, Holly! ¡Hace un siglo que
no te veía! ¡Entrad, entrad! Os ofrezco café gratis.
–Aquí hay alguien que necesita una silla –dijo Buddy, señalándola con el
pulgar.
–¡También tenemos muchas! –Mantuvo la puerta abierta mientras ellos
entraban. El calor rodeó a Holly e hizo que se estremeciera–. ¿Qué te ha
ocurrido en el pie?
–Lo he metido en un agujero –contestó ella, dándole un abrazo.
Cuando eran niñas, habían pasado muchos veranos juntas, corriendo por
los campos, trepando a los árboles y cogiendo gusanos junto al puente de
Johnson.
–Ha pasado demasiado tiempo... ¡No te había visto desde que planificaste
mi boda! Hiciste un trabajo maravilloso... Me sentí como una princesa. –
Tammy se pasó los dedos largos y finos por la trenza antes de llevarse las
manos a las caderas–. ¿Y a quién tenemos aquí?
–Hola, soy Joseph Barnes –dijo Joe con un gesto amistoso y dando un
paso al frente. Le tendió una mano a modo de saludo, pero ella se la agarró,
tiró de él hacia ella y le dio un abrazo mientras le lanzaba una mirada
emocionada a Holly por encima del hombro. Después, se separó de él.
–Bueno, Joey, me alegro de que hayas venido a pasar las Navidades con
Holly. ¡Suena adorable! Joey y Holly...
Con gestos, intentó transmitirle a Tammy que estaba equivocada con
respecto a la situación, pero se le estaba encendiendo el rostro por la
vergüenza y tuvo que darse la vuelta. Cuando por fin consiguió retomar el
control de sí misma, intentó clarificar el asunto.
–En realidad...
–¡Es absolutamente adorable! –dijo Tammy, terminando su frase, aunque
eso no era lo que había pensado decir. La chica empezó a arrastrar sillas
hacia una de las mesas–. Id a buscar lo que necesitéis y yo prepararé café
para todos.
El concepto que se escondía detrás de Puckett’s era tan único como el del
propio Leiper’s Fork. Al frente había un escenario con cuatro micrófonos y
una batería que, aquel día, estaban vacíos. Sin embargo, todos los jueves a
las seis de la tarde había micro abierto y todo el mundo se quedaba allí de
pie excepto el grupo que se reunía en un círculo de sillas en el exterior, en
torno a la hoguera. Las viejas paredes de madera, pintadas del mismo color
rojo que los graneros, estaban cubiertas por una bandera estadounidense,
algunos recuerdos y unas cuantas guitarras que casi ocultaban el letrero
retro de Coca-Cola que había junto a un gran cartel de madera con las letras
originales descoloridas y un poco amarillentas que rezaba: «PUCKETT’S
BROS». Al fondo, detrás del montón de mesas y sillas desparejadas y al lado
de una gramola verde oliva en la que se podía escuchar a artistas como B.
B. King, Elvis Presley o Hank Williams, había una pequeña tienda de
comestibles. Usar el término «pequeña» era ser generoso, ya que se
componía de tres pasillos que medían de largo lo mismo que Holly de alto.
Mientras Tammy llenaba cuatro vasos desechables en el lugar del mostrador
donde normalmente estaba la comida caliente como los huevos revueltos,
las patatas fritas o las galletas, Holly se sacó del bolsillo la lista arrugada
que había hecho la abuela y se dirigió cojeando a la parte trasera,
desestimando los gestos protectores de Joe para que se sentara. Agarró una
bolsa de harina, azúcar moreno, un bote de avena y un par de latas de
verduras. Al fondo, al lado de las cervezas, había unas cámaras frigoríficas
de las que sacó una botella de leche y otro recipiente de suero de
mantequilla. Joe, que conforme ella sacaba las cosas de las estanterías las
iba dejando en el mostrador frente a Tammy, volvió para echar un vistazo.
Era evidente que no sabía qué comprar. Se inclinó hacia uno de los paquetes
que había expuestos.
–«Rebozado de pescado del Viejo Sur» –dijo, frunciendo las cejas.
En los labios se le dibujó una sonrisita y ella no pudo evitar pensar de
nuevo que parecía estar disfrutando.
–¿Por qué sonríes? –le preguntó mientras miraban la mercancía.
Él apartó la vista de una lata de judías que tenía en la mano como si le
hubieran atrapado haciendo algo.
–Ay, no lo sé.
–No pasa nada por sonreír, ¿sabes?
Volvió a dejar la lata en la estantería.
–Supongo que esto es tan diferente de cualquier cosa de las que veo en
casa que me resulta... divertido.
–«Divertido».
Joe le dedicó esa sonrisa tan suya y, en aquella ocasión, no ocultó nada de
cómo se sentía en ese mismo instante.
–Por ejemplo... ¿Usáis esto? –dijo, cogiendo el rebozado para pescado.
Holly se rio.
–Solo cuando no estoy contando las calorías. Pasas el pescado por eso y
lo fríes. En verano, solíamos ir al río, pescábamos siluro y lo llevábamos a
casa. El abuelo lo fileteaba y lo limpiaba y, después, lo rebozábamos con
eso antes de cocinarlo en una vieja sartén de hierro sobre una hoguera en el
patio trasero. Todavía recuerdo el olor del aceite al calentarse. –La
curiosidad había regresado a Joe, pero no dijo nada–. ¿No te encantan ese
tipo de recuerdos de la infancia? ¿Los de toda una estación en la que
pasabas los días descalzo, jugando en columpios construidos con
neumáticos viejos y en la que te quedabas fuera de casa hasta que había
tantos mosquitos que tenías que meterte dentro?
Él frunció los labios y sacudió la cabeza con lentitud y una falta de
entendimiento en los ojos.
–Estuve en un internado que funcionaba durante todo el año y tenía unas
normas muy estrictas.
–Venid y bebeos el café antes de que se enfríe –les dijo Tammy, que se
había sentado con Buddy en una de las mesas. Miró fijamente a Joe
mientras daba una palmadita al asiento que había junto a ella. De forma
juguetona, él le lanzó a Holly una mirada de recelo e hizo que se riera.
La música estaba a bajo volumen. Era música country. Tim McGraw
sonaba sobre ellos con suavidad y a Holly se le ocurrió que las cosas que
eran normales en su vida no eran tan normales para Joe. Estaba dispuesta a
apostar a que la vida de él constituía un mundo totalmente diferente al suyo.
Capítulo 6
–Oh,Holly
no –dijo Joe en un susurro lo bastante bajito como para que solo
lo oyese cuando aparcaron frente al granero. Con la cabeza,
hizo un gesto en dirección a la puerta desde la que Tammy, con una sonrisa
en el rostro, los saludaba con gran entusiasmo con la mano.
–A ella también le gusta bailar... –comentó Holly, bromeando y haciendo
que él se riera.
Verlo sonreír hizo que sintiera un golpe de felicidad. A veces, tenía un
aire algo triste o ansioso (no lo conocía lo suficiente como para darle
nombre al sentimiento), pero, entonces, sonreía y el ambiente mejoraba de
aquella forma gloriosa.
Joe abrió la puerta del tractor y, a través de las paredes del granero, Holly
oyó la vibración de una guitarra en un amplificador y supo que se trataba de
Rhett. Se le tensaron los hombros y sintió una punzada repentina en la sien
izquierda. Se quedó contemplando el enorme granero rojo, cuya pintura
estaba algo descolorida, aunque aún seguía brillando sobre la nieve, y los
recuerdos empezaron a colarse en su memoria más rápido de lo que podía
alejarlos. Intentó concentrarse en otra cosa. A través de las puertas abiertas,
le pareció ver que habían colgado guirnaldas de lucecitas parpadeantes y
también pudo vislumbrar el destello amarillo de las estufas de propano.
El sonido de alguien aclarándose la garganta hizo que volviera en sí
misma y, finalmente, comprendió que se trataba de Joe, que estaba de pie en
la nieve con una mano extendida, mirándola con curiosidad. Se dio cuenta
de que, durante un segundo, se había perdido en el tiempo y, justo en ese
momento, vio que Tammy ya había llegado hasta ellos, había rodeado a la
abuela con un brazo, la había llevado hasta la puerta y la estaba
conduciendo al interior.
–¿Estás bien? –le preguntó Joe.
Asintió y le tomó la mano. Él la sujetó con fuerza, haciendo que no
perdiera el equilibrio sobre la nieve resbaladiza al bajar del tractor. Holly se
giró hacia Buddy.
–Gracias por venir a buscarnos –le dijo.
–A sus órdenes, señora –contestó el hombre como si aquel hubiera sido
su deber–. Tengo que ir a buscar a unas cuantas personas más y después
entraré ahí dentro a bromear con Jeany un poco más.
Holly se rio.
–Estoy segura de que la abuela lo estará esperando.
Mientras hablaba, se dio cuenta de que ya no se escuchaba el sonido de la
guitarra. La simple idea de que Rhett estuviera por allí, en las cercanías,
hizo que las pulsaciones se le aceleraran. Aquella noche, no tenía ganas de
mantener ninguna conversación incómoda; tan solo quería disfrutar y
divertirse un poco.
Atravesando el campo, el tractor de Buddy se encaminó hacia la carretera
mientras Holly y Joe se abrían paso hacia la fiesta. –¿Cómo está tu tobillo?
–le preguntó él, agachando la cabeza para mirarla.
–Bien. Ahora puedo apoyarlo para andar sin necesidad de cojear. Eso es
buena señal, aunque todavía me duele un poco. Creo que, sencillamente, me
lo torcí bastante.
–Me he dado cuenta de que caminabas mejor. Me alegro. –Tenía aquel
brillo en los ojos que siempre aparecía justo antes de que fuese a hacer una
broma y que ella estaba empezando a reconocer–. Tammy va a necesitar a
alguien que la mantenga ocupada en la pista de baile.
–Oh, seguro que te encantaría practicar un poco del clásico baile en línea.
A Joe se le desorbitaron los ojos.
–¿Bailarán eso?
–Si beben suficiente té helado de Otis, es posible –contestó ella, riendo–.
Si alguien te ofrece un tarro de conservas que haya servido él, huye en
dirección contraria.
–Muy bien. ¿Algo más que tenga que saber antes de que entremos?
Holly no pudo responder, puesto que Tammy ya se había abierto un
hueco entre ellos y había entrelazado los brazos con ambos.
–He llevado dentro a tu abuela. Está sentada en una de las mesas.
–Gracias –replicó ella.
Cuando notó el calor de las estufas, empezó a sentirse con ganas de
fiesta.
El granero estaba lleno de mesas con sillas y, aquellas que no tenían un
mueble en el que sentarse, estaban rodeadas de balas de heno. Había velas
decorativas colocadas en viejos tarros de mermelada por todas partes y de
todas las superficies colgaban luces de Navidad. Un abeto larguirucho, que
estaba sujeto con ladrillos y adornado con cintas de cuadros rojos y verdes,
ocupaba un rincón. Holly siguió las luces con la mirada y, cuando se detuvo
en el escenario, un escalofrío helador se apoderó de ella al ver la guitarra
que le resultaba tan familiar junto al micrófono. Mantuvo la vista fija en
ella, ya que le daba demasiado miedo seguir mirando alrededor y encontrar
a Rhett. El dolor que le había causado su ausencia hizo que quisiera volver
corriendo a las montañas. Por fin había vuelto a sentirse bien sin él. Le
había costado bastante, pero lo había logrado y, ahora, ya no le parecía
extraño no tenerlo a su lado. Al menos, no hasta ese momento.
–Si estás buscando al músico –le dijo Joe al oído, haciendo que se
estremeciera–, está hablando con tu abuela.
Apartó la mirada de la guitarra y, poco a poco, se dio la vuelta para
encontrarse con la mujer, que estaba sonriendo mientras hablaba con Rhett.
Parecía... sano y feliz. Se había dejado crecer un poco la barba y llevaba el
cabello arreglado en la parte delantera de tal manera que parecía
despeinado. Tenía los dedos metidos en los bolsillos traseros de sus
pantalones y una sonrisa torcida mientras negaba con la cabeza ante algo
que la abuela le estaba diciendo. Una oleada de ira le burbujeó en el
estómago. Rhett había llegado como si nada y había conseguido que la
mujer sonriera en el primer intento.
A mitad de una frase, él la vio y dejó de hablar de golpe. La abuela
también la miró. No estaba muy segura de qué era lo que se apoderó de ella
(tal vez fuese el dolor de tobillo o tal vez un intento por no caerse al ver al
músico), pero cuando su viejo amigo se apartó de la abuela y comenzó a
dirigirse hacia ellos, agarró el brazo de Joe y se aferró a él, lo que hizo que
Rhett se detuviera y se fijara en su presencia.
Antes de que pudieran decir nada, Tammy colocó un tarro de conservas
entre los tres.
–¿Quién quiere un poco del té helado de Otis? –Se giró para mirar a
Holly y le susurró–: Chica, será mejor que te tomes el primer trago...
Con la mano libre, tomó el tarro y el olor ácido del alcohol inundó el aire
que había frente a su nariz. ¿Cómo era posible que el abuelo hubiese bebido
algo así? Se inclinó y dio un trago. El líquido ardiente le bajó por la
garganta y le hizo entrar en calor de inmediato por el whisky. El brazo de
Joe se tensó bajo su agarre y, sin tan siquiera mirarlo, pudo sentir su
preocupación. –Hola, Holly –dijo Rhett. Su tono de voz era precavido–.
Tienes buen aspecto.
–Gracias –contestó ella.
El dolor que sentía se filtró en aquella única palabra y él lo entendió a la
perfección. Lo supo por cómo, durante un instante, bajó la mirada al suelo.
La cosa era que no estaba enfadada porque se hubiera marchado para
perseguir su sueño; estaba enfadada porque su mejor amigo se había
marchado sin mirar atrás ni una sola vez. Podría haberle mandado algún
mensaje de texto, pero no lo había hecho. Había tenido la esperanza de que
fuera él el que contactase con ella para decirle que la echaba de menos, pero
aquel mensaje nunca había llegado.
Tammy les tendió tanto a Rhett como a Joe una jarra de whisky y,
después, desapareció a la velocidad de la luz. Era evidente que había notado
la energía que había en el aire entre ellos y, probablemente, se había
marchado para hablar del asunto con alguna tercera persona inocente.
–¿Qué has estado haciendo? –le preguntó él como si solo hubieran estado
separados un par de días en lugar de años.
Quería gritarle. Quería agarrarlo y sacudirlo. El abuelo había sido como
un abuelo para él y, cuando había muerto, la abuela habría necesitado otro
hombro sobre el que llorar. Recordó el primer día tras su muerte: había
encendido la televisión y había encontrado a Rhett tocando en un programa
matinal y la angustia de haber perdido al abuelo y de no tener a su amigo
para apoyarla cuando a cada segundo se sentía a punto de derrumbarse la
había asaltado como un torrente ardiente. –Tal vez debería ir a comprobar
cómo está tu abuela –dijo Joe, mirándola en busca de una respuesta. Estaba
claro que le estaba dando la oportunidad de hablar a solas con Rhett, pero
ella le estrujó el brazo.
No sabía por qué, pero, aferrada a él, se sentía más fuerte. Aun así, seguía
resultándole difícil enmascarar el dolor en el rostro cuando miraba a su
antiguo amigo. Sin embargo, no pensaba darle la satisfacción de ver su
debilidad, así que lo contempló con furia y agarró el brazo de Joe con más
fuerza.
El granero se estaba llenando de gente y sus conversaciones inundaban el
aire, pero no podía oírlas mientras rumiaba el dolor que Rhett le había
causado a su corazón. Y aún tenía el valor de preguntarle qué había estado
haciendo como si no hubiera pasado nada. Tenía que ser consciente de lo
que le había hecho. Había sido su mejor amigo y se había marchado sin tan
siquiera mirar atrás.
Rhett y el abuelo tenían una conexión única con la música, por lo que
habían sentido una comprensión mutua de inmediato.
Era como si hubieran tenido un lenguaje silencioso propio que seguía el
ritmo de las melodías. Pero eso no era lo único que habían compartido. El
abuelo había sido la primera persona que había llevado a Rhett a pescar
cuando cumplió los seis años. Le había enseñado a conducir el tractor y
había sujetado el asiento de la bicicleta mientras le enseñaba a montarla. El
hombre había llenado de felicidad todos los momentos que había podido
después de que el padre del niño hubiese muerto en un accidente de
automóvil cuando tenía cinco años.
Rhett había abandonado a Holly y a la abuela, pero lo peor era que
también había abandonado al abuelo porque, ante el rostro de la muerte, el
hombre había dado un paso al frente por él, pero él no había hecho lo
mismo. Cuando el abuelo murió, el chico llevaba fuera tan solo un par de
meses y estaba en Europa cuando celebraron el funeral.
–¡Rhett! –Lo llamó Tammy desde el escenario, interrumpiendo sus
pensamientos y evitando que tuviera que contestar. La joven sostenía la
guitarra con una sonrisa–. ¿Vas a tocar esta noche o no? ¡No solemos tener
una superestrella por aquí en Navidades!
La atención de Rhett se posó en la mano que Holly tenía apoyada en el
brazo de Joe. Después, incómodo, alzó la vista hacia sus ojos.
–Tammy me está llamando –dijo, como si ella no la hubiese oído–.
Supongo que... te veré luego.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia el fondo con el whisky en la mano y,
antes de subir los escalones del escenario, le dio un trago.
Holly se mordió el labio para mantener la ira en su interior. Después,
también le dio un trago al whisky de Otis y dejó que el líquido le abrasara la
garganta antes de que empezaran a brotarle las lágrimas.
–¿Quieres hablar de ello? –le dijo Joe al oído con suavidad. Entonces, se
dio cuenta de que seguía agarrándole el brazo y se lo soltó.
–No hay nada de que hablar –mintió.
Era consciente de que, si intentaba explicárselo, en primer lugar, solo
conseguiría arrastrarlo a una noche de drama y, además, era probable que
acabase llorando, cosa que quería evitarle a toda costa. Cuando lo miró a los
ojos, él la estaba contemplando con ese gesto de curiosidad que mostraba
tan a menudo.
La pequeña multitud se había reunido en torno al escenario y Rhett se
pasó la correa de la guitarra por la cabeza. Tras haber dejado el whisky junto
a un viejo taburete de madera, tal como hacía siempre, se llevó la mano al
bolsillo de la chaqueta para sacar la púa. Colocó la mano izquierda en torno
al mástil del instrumento, buscó con los dedos la posición del primer acorde
y tocó la primera nota de su gran éxito A Girl Like You.
Holly dio otro trago de aquella mezcla de whisky para calmar los nervios.
Reconoció la canción al instante.
–Esta canción se la dedico a Holly –oyó a través de los altavoces. Un par
de cabezas se giraron hacia ella.
¿De verdad creía Rhett que el hecho de que apareciera después de tanto
tiempo y le dedicara una canción iba a borrar toda la frustración que había
sentido por su ausencia?
«Esta noche, hay luz en la oscuridad...». La voz familiar de su viejo
amigo flotó en el aire y las palabras sonaron tan suaves como si las
estuviera susurrando, tal como había hecho cuando se sentaron juntos
mientras él la escribía. «No puedo distinguir el bien del mal...».
Mientras seguía cantando, Holly dio la espalda al escenario y se dirigió
hacia la abuela. Cuando llegaron a la mesa, Joe sacó una silla, se la ofreció
y, después, se sentó a su lado. La abuela estaba sujetando una taza de café y
su gesto, que parecía un poco más animado gracias a la canción de Rhett,
solo consiguió que se sintiera más molesta. Quería preguntarle por qué no
estaba enfadada con él, pero aquella era la primera vez que la mujer parecía
verdaderamente feliz, así que se quedó callada.
–¡Jeany! –exclamó Buddy detrás de ellos antes de posar ambas manos
sobre los hombros de Holly–. ¿Estás lista para bailar? –Le dio unas
palmaditas en los brazos y se dirigió hacia la abuela.
–Buddy, ni siquiera has bebido nada todavía y ya me estás molestando...
–le contestó la mujer, bromeando. Sin embargo, para sorpresa de su nieta, se
estaba removiendo en la silla para ponerse en pie.
–¿Vas a bailar con Buddy? –le preguntó.
La incredulidad resultó evidente en su tono de voz. No había pretendido
que sonara así. Sencillamente, no había visto a la abuela tan vivaracha
desde la muerte del abuelo. La mujer tomó la taza de café de la mesa y se
colocó junto a Buddy.
–Si cuida sus modales, tal vez lo haga, pero, ahora mismo, voy a buscar
una silla más cerca del escenario para poder escuchar a Rhett. Deberías
venir conmigo. Ha pasado mucho tiempo desde que tuvimos la oportunidad
de oír cantar a nuestro chico.
«Nuestro chico».
Desde luego, no era su chico de ninguna forma posible. Ya no. Pasó el
dedo por el borde de su vaso mientras se concentraba en su respiración para
calmarse. No era propio de la abuela estar tan deslumbrada como para
olvidar lo que había hecho. ¿Por qué no estaba tan furiosa como ella?
Mientras la abuela y Buddy se abrían paso hacia una fila de sillas que había
junto al árbol de Navidad, Holly sacudió la cabeza y notó un mareo a causa
del alcohol. Sería mejor que bajara el ritmo.
–Debéis de tener un pasado en común –dijo Joe, que tenía la bebida
frente a él, pero no la había tocado. Aquellos ojos la consumían, pues su
habilidad para descifrar sus emociones era evidente.
–Sí –dijo al final, cediendo–. Se llama Rhett Burton. Lo conozco desde
que éramos niños.
–Rhett Burton... –repitió Joe, escudriñando el aire como si hubiese
información flotando a su alrededor. El mero hecho de que otra persona
pronunciara su nombre completo hizo que la cabeza empezara a dolerle de
nuevo. Era como si acabase de ponérselo enfrente con luces brillantes y
parpadeantes–. ¿No sale en la radio? –Holly asintió, concentrándose en la
amabilidad del gesto del joven para que la ayudara a relajarse–. Debe de ser
genial conocer a alguien famoso.
Era evidente que estaba intentando animar el ambiente y ella se sintió
fatal por el hecho de no estar pasándoselo mejor. La presencia de Rhett le
había arruinado la noche y solo entonces fue capaz de recomponerse lo
suficiente como para darse cuenta de que había dejado de lado al pobre Joe.
Pero, en aquel momento, se le ocurrió algo que la hizo despertar de su
estado mental durante un instante.
–¿Acabas de decir «genial»?
Al fin, se permitió sonreír. En sus labios, la palabra había sonado
demasiado informal. ¿Estaba empezando a relajarse en aquel entorno?
Joe, obviamente aprovechando la ligera mejora en el estado de ánimo,
fingió avergonzarse de forma juguetona.
–¿Qué pasa? Siempre uso la palabra «genial».
–No parece una palabra que uses a menudo.
Por el mero hecho de hablar con él, el dolor de cabeza había empezado a
remitir.
–Entonces, ¿qué palabra debería usar?
Holly frunció los labios y se apoyó sobre las manos para pensar. –Eh...
Tal vez... ¿«fascinante»?
–¡Jamás usaría la palabra «fascinante» para eso!
Él se rio y un cosquilleo en el estómago la atacó con fuerza. Quizá se
trataba de que disfrutaba de la atmósfera alegre que creaba. Incluso cuando
estaba serio, siempre lograba que se sintiera más contenta, tal como se
suponía que debía sentirse en Navidad y tal como uno se sentía cuando veía
a familiares que hacía mucho tiempo que no había visto...
–A lo largo de tu vida, ¿para qué otras cosas has usado la palabra
«genial»? –lo retó.
Él alzó el vaso y dio un trago al té helado de Otis. Resultó obvio que tuvo
que hacer un esfuerzo para tragárselo.
–No se me ocurre nada a bote pronto.
–¡Porque no la usas! –le dijo ella con una risita antes de dar otro sorbo a
su bebida–. ¿Quieres ver algo genial de verdad? –Se puso de pie. Tenía el
tobillo perfecto gracias a la magia del whisky–. Ponte el abrigo. Vamos a
salir de aquí un momento. Mientras lo pensaba, el rostro de Joe mostró
incertidumbre, aunque no sabía por qué, ya que no le había pedido que
condujera ni nada por el estilo; tan solo iban a dar un paseo. Sin embargo,
se puso en pie. Mientras él recogía los abrigos, se acercó rápidamente a la
abuela y le dijo que volvería en un momento y que, si necesitaba algo, le
mandase un mensaje. La mujer le respondió frunciendo el ceño, pero sabía
que solo se debía a la aprensión que sentía por Joe. No tenía de qué
preocuparse, ya que jamás se pasaría de la raya.
–Buddy, ¿tienes un mechero?
El hombre se llevó una mano al bolsillo y sacó un mechero para
cigarrillos plateado y rojo. Siempre llevaba uno encima. –¡Gracias!
Lo tomó y se lo metió en el bolsillo trasero de los pantalones vaqueros.
Después, se acercó a Joe para ponerse el abrigo y él se lo sujetó para que
pudiera meter los brazos. Mientras caminaban hacia la puerta, echó un
último vistazo al escenario. Rhett seguía cantando, pero tenía los ojos fijos
en ella, contemplando cómo se marchaba.
Capítulo 14
hett! –lo llamó Tammy con las manos puestas en altavoz mientras él
–¡Rafinaba su guitarra–. ¡Tómate un descanso y ven aquí!
Sirvió a todo el mundo que estaba sentado en la vieja mesa de madera
otro vaso del vino que había llevado de la trastienda de Puckett’s. Por toda
la superficie había esparcidas varias botellas. El fuego de la chimenea de
piedra que había en el exterior del granero, allí donde Otis siempre cocinaba
los filetes y las costillas, ardía con ganas y el olor de la madera llenaba el
aire. Junto con la nieve y el alcohol del vino, transmitía la sensación única
de la época navideña en Leiper’s Fork.
Las mejillas de la abuela estaban sonrosadas y tenía las comisuras de los
labios curvadas hacia arriba, lo que hacía que Holly estuviera muy feliz.
Buddy estaba junto a la mujer y tenía las manos en torno a una jarra del té
helado de Otis. Todos los demás habían bebido más de un vaso de vino y
Holly se sentía bastante relajada. Con el paso de las horas, su fachada de
profesionalidad se había desvanecido.
–¿Qué clase de vino es este? –preguntó Joe con los hombros relajados y
sueltos mientras pasaba los dedos por la etiqueta y contemplaba las letras
con los ojos entrecerrados.
–Es vino de muscadinia –le contestó ella.
–El sabor no se parece a nada que haya probado antes. Está...
saturándome el paladar.
Miró su vaso y, mientras hacía girar su contenido, la piel de entre los ojos
se le arrugó de forma encantadora. Ella se volvió hacia la botella para evitar
la diversión que le produjo aquella evaluación del vino. Cuando se hubo
recuperado, se explicó:
–No tiene la mejor de las reputaciones, pero creo que su fama es
inmerecida –dijo mientras se le escapaba una carcajada–. Es un vino sureño.
Él se llevó el vaso a los labios y dio otro trago, intentando procesar los
sabores distintivos que solo ofrecía la muscadinia. Cuando volvió a dejarlo,
la miró. A Holly le gustaba cómo sonreía cuando había bebido un poco,
pues lo hacía de forma lenta pero deliberada, con los ojos más soñolientos y
la respiración regular y pausada. Ella también había bebido lo suficiente
como para sentirse un poco mareada, pero, si era sincera, Joe podía lograr lo
mismo sin la necesidad del alcohol. Qué cruel era el mundo al poner en su
camino a alguien tan maravilloso pero tan fuera de su alcance. Dados los
pensamientos que tenía, ni siquiera deberían estar sentados en la misma
mesa. El instinto le decía que se levantara y huyera de aquella situación,
pero no podía obligarse a mover un solo músculo. Permitió que el recuerdo
de sus brazos en torno a ella se colara en su mente, consciente de que se
regañaría a sí misma una vez que se le hubiera pasado el efecto del alcohol.
–¿Vais a seguir mirándoos fijamente toda la noche o vais a contestar mi
pregunta? –dijo Rhett, apartando de Joe la atención de Holly.
El comentario había sido duro, haciendo que sintiera una oleada de
culpabilidad, pero, cuando se encontró con la mirada de su viejo amigo, él
estaba sonriendo.
–¿Qué es lo que has preguntado?
Toda la mesa estaba mirándola y acababa de darse cuenta. La sonrisa de
la abuela se había torcido en un gesto de advertencia y se le encendieron las
mejillas por el remordimiento ante lo que había estado pensando. Tenía que
ser más sensata y, además, se merecía algo mejor que fantasear con el
hombre de otra mujer. –Me preguntaba si deberíamos hacer una noche de
juegos, tal como solíamos hacer.
–Eh... –masculló, intentando encontrar algo coherente que decir–. Sí,
claro.
–¿Qué os parece si jugamos a «dos verdades y una mentira»? –dijo Rhett.
–Muy bien, empiezo yo –dijo Holly. Después, dio otro trago al vino
mientras intentaba agudizar su concentración. En realidad, le alegraba que
Rhett hubiese escogido aquel juego porque era una buena manera de
distraerse de las cosas que le habían ocupado la cabeza aquella noche–. Me
gustan los gatos. Soy más bajita que mi hermana. Mi comida favorita son
las hamburguesas con queso.
Su cara de póker era insuperable.
–¿Puedo intentarlo? –preguntó Joe, inclinándose hacia delante para
participar. Los demás presentes le animaron a continuar–. Entonces, ¿tengo
que escoger la que creo que es mentira?
–Sí –contestó ella.
Él la miró con los ojos entrecerrados, estudiando su rostro como si
pudiera desvelarle la respuesta. Sin embargo, a ella se le daba muy bien
aquel juego.
–Creo que te gustan más los perros.
Volvió a recostarse en su silla, complacido consigo mismo. Y tenía
derecho a estarlo, porque estaba en lo cierto. Nunca habían hablado de las
mascotas, pero él había adivinado con bastante facilidad que le gustaban los
perros.
–¿Cómo lo has hecho? –Él le dedico una sonrisa torcida. Era evidente
que el vino le estaba afectando–. La suerte del principiante –le dijo ella,
bromeando–. Te toca. Me apuesto algo a que puedo adivinar tu mentira.
Joe soltó una carcajada.
–De acuerdo... –agarró la botella de vino y se llenó el vaso–. Soy hijo
único. Mi comida favorita es... la pizza. Colecciono obras de arte.
–Me lo has puesto fácil –dijo, riéndose de él–. Lo he adivinado porque
has dudado. ¡Este juego se te da fatal! –Ver la diversión en el rostro de Joe
hizo que se sintiera bien consigo misma y, además, le gustaba cuando le
permitía bromear con él–. ¿No te gusta la pizza? ¿A quién no le gusta la
pizza?
–Me gusta la pizza –replicó él–, pero no es mi comida favorita. –¿Cuál es
tu comida favorita? –Holly se dio cuenta de que se estaba apoyando mucho
sobre una mano, resistiéndose al sueño que quería apoderarse de ella, así
que se incorporó. Sentía la cabeza más confusa que con la bebida de Otis.
–Me toca –dijo Rhett con brusquedad, haciendo que su voz resonara entre
ellos y dejando sin respuesta la pregunta que le había hecho a Joe.
Se volvió hacia él lentamente. Por cómo tenía la mandíbula de apretada,
sabía lo que pensaba de ella y de Joe, pero era un malentendido. Era
probable que Tammy le hubiera contado un simple chisme, ya que Holly
nunca le había llegado a decir que no eran pareja. Aun así, se le ocurrió que
los pensamientos que había tenido sobre él durante aquella velada la
perseguirían a la luz del día en cuanto acabase la noche.
–Ahí van mis tres afirmaciones. ¿Estáis listos? Porque no estoy seguro de
que lo estéis. –Aun así, Rhett fue directo al grano–. Todas mis canciones
hablan de Holly. Todas. Estoy enamorado de ella. Por eso no podía volver a
casa.
¿Cuál era la mentira? ¿La segunda? Holly rezó para que fuese la segunda.
Sintió el ardor del alcohol, el corazón quería salírsele del pecho y, en la
cabeza, como si fuera una bala perdida que no encontrara el camino de
salida, le rebotaba un dolor punzante. Si la segunda era una verdad, Rhett se
estaba adentrando en un territorio en el que ella ni siquiera quería pensar. Ya
estaba furiosa con él, pero la realidad era que, aunque estaba
tremendamente enfadada, seguía echándolo de menos. En el fondo, eso era
lo que tanto le había molestado: que lo echaba mucho de menos. Y no se
había dado cuenta hasta ese momento. Consciente de pronto de que tenía
lágrimas en los ojos, se las enjugó mientras le temblaba el labio.
–Uy –dijo su amigo en tono monocorde con los ojos azules clavados en
ella–, he olvidado decir una mentira.
Tammy ahogó un grito mientras los demás los miraban, estupefactos.
Holly sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago. Le
costaba respirar y la asaltaron las lágrimas, que le caían por el rostro más
rápido de lo que ella podía enjugárselas. Una vez más, Rhett solo había
pensado en sí mismo, desbaratando toda la noche y arruinando un momento
navideño agradable y feliz con sus amigos para anunciar aquella noticia de
forma dramática como si ella fuese a lanzarse a sus brazos. Por no
mencionar que Tammy le había contado que ella y Joe eran pareja... ¿Qué
habría pasado si aquel cotilleo hubiese sido verdad? Qué osado por su parte
pensar que podía aparecer después de tanto tiempo sin dirigirle la palabra,
proclamar frente a todos que la amaba y que ella se alejaría de la persona
con la que había ido para estar con él. ¿Tenía algún tipo de consideración
por lo que Joe y ella pudieran pensar al respecto? La mesa se había quedado
en silencio. Se podría haber oído el ruido de un alfiler al caer al suelo. La
abuela se puso en pie. –Rhett, querido mío, me voy a ir a casa. Estoy
cansada. –Su voz cortó la tensión como un cuchillo ardiente la compota de
manzana. Él se volvió hacia ella, claramente conmocionado por su propia
confesión. La mujer continuó–: Creo que tal vez prefieras bajar el ritmo con
el té helado –añadió, pronunciando las palabras «té helado» con los dientes
apretados. Fue entonces cuando a Holly se le ocurrió que su amigo llevaba
toda la noche calmando los nervios con alcohol–. Estoy convencida de que
a Holly le encantará ir a verte mañana. Siento que no podamos ver a tu
madre. Seguro que quiere ponerse al día con mi nieta en algún momento.
–Voy a poner en marcha el tractor –dijo Buddy poniéndose en pie
mientras buscaba las llaves.
Nadie más dijo ni una sola palabra.
Holly seguía sin hablar. Estaba aturdida y confusa. No dejaba de pensar
que no debería haber ido. En cuanto le habían dicho que Rhett había
regresado, tendría que haber salido corriendo en dirección contraria. Tan
solo había querido que la abuela pasara un buen rato, pero él también lo
había arruinado. Quería hablar con él, disponer de un momento en el que
ambos estuvieran calmados para comentar todo lo que había ocurrido, pero
sabía que aquella noche no era la noche adecuada. Tendría que haberle
dicho todo aquello antes de marcharse, no en aquel momento.
Ambos necesitaban dormir la mona y tener la mente despejada antes de
poder discutir el asunto en condiciones.
–Pasaré a verte mañana –le dijo al fin.
El cansancio de la noche le recorrió cada centímetro del cuerpo e hizo
que sintiera que llevaba tres días sin dormir.
Para entonces, Rhett se había relajado y parecía mucho más sereno tras
haberse quitado aquello de encima. Asintió sin dejar de mirarla fijamente.
Holly se volvió hacia Joe, que ya se había puesto en pie y estaba
ayudando a la abuela a ponerse el abrigo. Se sintió fatal por haberlo puesto
en aquella situación y pensaba disculparse en cuanto hubiesen regresado a
la tranquilidad de la cabaña. Él se giró hacia ella y le dedicó una pequeña
sonrisa de consuelo que le permitió relajarse un poco.
–¿Estás lista? –le preguntó. Su voz suave la calmó.
–Sí.
Se despidió con la mano de los que estaban sentados a la mesa mientras
ellos no dejaban de mirarla boquiabiertos. Después, los dejó con el
murmullo cada vez más fuerte de su cháchara mientras la abuela, Joe y ella
salían del granero.
Capítulo 17
Hacía tanto que no lo veía, que Holly casi se había olvidado de que el sol
pudiese brillar de ese modo. Se estiró hacia el lado de la cama donde
solía dormir la abuela y se dio cuenta de que estaba sola. Cuando apoyó los
pies en el suelo frío, le dolió todo el cuerpo. Miró por la ventana. El sol
brillaba sobre la nieve acumulada como si allí fuera hubiera diamantes y el
cielo estaba de un color azul eléctrico. El reloj marcaba las 9:18 h de la
mañana. Pensó que, como se estaba despertando después de las nueve,
debería sentirse descansada, pero solo había dormido unas seis horas.
Aún no había superado la confusión mental de la noche anterior, pero
sabía que, si era capaz de organizarse el día, podría mantenerse centrada en
una lista de tareas, completándolas una tras otra. En primer lugar, iría a ver
a Rhett. Le pediría que fuese a buscarla con el tractor. Seguro que Buddy se
lo prestaría. Después de eso, haría algunas cosas para la boda de Joe y
Katharine. Tal vez él le diese permiso para hacer una publicación en
Facebook sobre su padre... Más tarde, por la noche, quería pasar un rato con
la abuela. Después de todo, ¡era Navidad! Tal vez pudiera sacar el último
puzle de mil piezas que había comprado. Era un dibujo de Papá Noel
bajando por la chimenea con sus enormes pies cubiertos por botas de cuero
negro suspendidos sobre la leña y el gorro rojo y blanco colgando de una de
las botas.
Alguien llamó a la puerta, haciendo que se sobresaltara. Los goznes
chirriaron mientras Joe asomaba la cabeza.
–Estás despierta –dijo, abriendo más la puerta–. He preparado huevos
revueltos y tostadas. Tu abuela ya se ha comido tres y se ha tomado una
taza de té.
Sonrió y ella se estremeció de emoción. ¿Acaso la abuela se había
encariñado al fin con él? Se pasó los dedos por el pelo alborotado.
–De acuerdo –dijo.
Estaba todavía tan adormilada que apenas se dio cuenta de que Joe ya se
había aseado. Llevaba el cabello peinado y el rostro afeitado y se había
puesto ropa limpia.
–También he preparado café –le dijo, guiñándole un ojo.
¿Por qué se mostraba tan animado aquella mañana? ¿Había cocinado para
la abuela? ¿Le había preparado café a pesar de que a él no le gustaba
mucho? Desde luego, no se quejaba, pero le resultaba un poco extraño.
Se lavó los dientes y la cara, se puso las zapatillas peludas que llevaban
rayas y parecían bastones de caramelo y abrió la puerta. En el aire flotaba
música navideña. ¿Bing Crosby? Antes de que pudiera ponerse a cantar, una
taza apareció ante sus ojos. La abuela estaba en la mesa, tejiendo y
tarareando al ritmo de la música y, durante un instante, Holly se preguntó si
estaba en medio de alguna ensoñación navideña. Sin embargo, cuando Joe
se acercó un poco más a ella para tenderle la taza de café, la preocupación
surcó el rostro de la mujer y supo que estaba despierta.
–Le he puesto una cucharada de azúcar y nata –le dijo Joe–. Es lo que
sueles tomar, ¿no?
–Sí –contestó con cautela. ¿Se lo había dicho la abuela o había sido él
mismo el que había recordado cómo se preparaba su propio café? La abuela
tenía las manos quietas y estaba mirándolo–. ¿Podemos ocuparnos de la
planificación de la boda dentro de un par de horas, después de que haya ido
a ver a Rhett?
Pronunció el nombre de su amigo con amabilidad, como un mensaje
subliminal para que la mujer dejara de preocuparse. Se preguntó si
mencionarlo también serviría para acabar con cualquier aprensión
persistente que sintiera hacia Joe. Se sentó a la mesa.
–Claro –contestó él.
Fue hasta la encimera donde estaba la sartén y, con la espátula, puso una
ración de huevos revueltos en un plato. Ella lo miró mientras le colocaba el
plato enfrente. Joe le puso dos tostadas junto a los huevos y le pasó la
mantequilla.
–Las seis horas de sueño han debido sentarte bien –le dijo, todavía
tomándose con cautela el ambiente alegre que había en el aire.
La abuela había vuelto a dar sorbos a su café.
–Sí –replicó él con una sonrisa.
Sin embargo, ahí estaba. Ya conocía esa sonrisa. En ese gesto había
permitido que se abriera una grieta en su fachada. Era aquella sonrisa falsa
que usaba cuando no se sentía muy cómodo. ¡Ja! ¡Lo había pillado! En ese
momento, le surgieron más preguntas: ¿por qué intentaba parecer tan
alegre?, ¿se sentía incómodo por el arrebato de Rhett o trataba de animar el
ambiente por la abuela? No era como si la mujer no supiera lo que estaba
pasando con Rhett. Después de todo, ella había estado presente también, así
que no había motivos para fingir.
–¿Lleváis mucho rato despiertos? –les preguntó, aunque le dirigió la
pregunta a la mujer.
–Lo bastante como para tener una buena charla sobre la boda de Joe. Le
he dicho que estaré encantada de que Katharine venga a visitarnos a la
cabaña en cuanto se derrita la nieve.
–De todos modos, es probable que tengáis que reuniros en algún
momento para dar los últimos retoques una vez que todo esté en marcha –
añadió él–. Se te están enfriando los huevos.
Holly intentó descifrar su mirada, pero no pudo extraer nada de ella.
–Lo siento –dijo mientras cogía el tenedor–. Abuela, en un momento iré a
casa de Rhett. ¿Quieres que les lleve algunas de las galletas de Navidad que
has preparado?
Probó los huevos mientras, con la otra mano en el teléfono, mandaba
mensajes sin parar. No le gustaba aquel nuevo am-
biente y necesitaba empezar de inmediato a poner distancia con Joe.
El mensaje decía:
Estoy impaciente. Si puedo dar con él, enviaré a Buddy con el tractor. Te
mantendré informada.
Joe vio el mensaje antes de mirarla a los ojos. Cuando lo hizo, le dedicó
una de aquellas sonrisas artificiales.
¿Por qué tenía Holly la sensación de que se iba a complicar el día?
Kay Burton tenía tres caballos: Strap, Bo e Imogene. Esta última era la
más tranquila de los tres y Holly había aprendido a cabalgar con ella por los
campos sin montura. La yegua podía frenar en seco y girar mediante
órdenes de voz y una serie de golpecitos con los pies. Los días de verano,
después del entrenamiento, Rhett y ella solían llenar una bolsa de
zanahorias del jardín y se la llevaban a los caballos para alimentarlos
mientras se refrescaban en el granero.
–Bueno, el té de Otis tiene ese efecto en la gente –dijo, guiñándole un
ojo.
–Te he traído galletas de las que hace la abuela.
Holly le tendió la lata. La abuela se había mostrado encantada de
preparar una lata para Buddy que, amablemente, había ido a buscar a Holly
para llevarla a casa de Rhett –y se había pasado todo el camino sonriendo–
y otra para Kay.
–¡Ya sabes que me encanta la repostería de tu abuela! –La mujer la tomó
del brazo y la arrastró al interior–. Entra antes de que pilles un resfriado. –
Después, tal como había hecho a lo largo de los años, gritó en dirección a
las escaleras–. ¡Rhett! ¡Rhett! ¡Holly ha llegado!
La señorita Kay, tal como Holly solía llamarla cuando eran pequeños,
tenía una norma: nada de chicas en el piso de arriba. Así que, cada vez que
iba a visitarlos, la mujer se asomaba a las escaleras para llamar a Rhett, que
las bajaba dando saltos, sonriendo como si supiera algo especial que todavía
no le había contado a ella.
–Ven a la cocina a esperar a Rhett. Prepararé un poco de café. Kay sacó
dos tazas del armario, encendió la máquina y la llenó con el café molido y
el agua.
Holly se acercó al rincón de la habitación en el que estaba la guitarra
Gibson de su amigo, aquella que se había comprado con los ahorros que
había conseguido tras pasarse cinco años cortando el césped por todo
Nashville y arreglando automóviles. Era como su hija. Pasó los dedos por el
mástil y las cuerdas vibraron bajo su toque, pero, por el bien de Kay,
suprimió el dolor que sintió por haber perdido a su mejor amigo. La mujer
le dio una palmadita en el hombro antes de volver a la encimera para
comprobar la jarra que seguía llenándose de café.
–¿Qué has estado haciendo estos últimos años? Me contaron que has
arreglado la cabaña de tu abuelo. ¿Alguna otra cosa emocionante?
La cafetera borboteó mientras Kay se inclinaba sobre la encimera para
coger el azucarero.
–Sí, señora, la he arreglado. El resto del tiempo lo he pasado cuidando de
la abuela y trabajando en la ciudad.
–Ojalá tú y Rhett hubierais podido poneros al día en un par de ocasiones.
Sintió una pequeña punzada de rabia al pensar que, a pesar de lo cerca
que trabajaba de Music Row, él ni siquiera había intentado ponerse en
contacto con ella nunca. Cuando hubiera regresado a casa tras una gira,
podrían haber comido juntos entre las horas de grabación. Aunque, también
sabía que tenía una agenda apretada porque, apenas unos días después de
que sus amigos le contaran que había vuelto para grabar un nuevo disco, lo
había visto en algún programa de televisión en directo en Nueva York.
–Hola.
Rhett apareció al otro lado de la habitación.
–Hablando del rey de Roma... –dijo Kay–. Hoy en día, ¿bebes café
pasadas las nueve de la mañana o eso ha pasado de moda? –le preguntó a su
hijo con una sonrisa burlona.
Sin embargo, él ya tenía los ojos fijos en Holly.
–Estoy bien –contestó–. No necesito tomarme uno, pero gracias, mamá.
Aquella mañana, tenía un aire diferente. Estaba más calmado y su gesto
casi resultaba humilde. Holly supuso que, probablemente, habría tenido que
contestar muchas preguntas después de que ella se marchara. También
parecía un poco cansado, así que imaginó que había pasado la noche
despierto, dando vueltas en la cama como los demás. Volvía a llevar el pelo
normal –aquella mañana, no había ni rastro del peinado estiloso– y un poco
de pelusilla en la cara.
–Te prometo que os dejaré que os pongáis al día, mamá –añadió él–, pero
¿puedo hablar con Holly a solas un momento? Ha pasado mucho tiempo...
–Sí, claro –contestó la mujer con una sonrisa cariñosa–. Saca la leche
desnatada del frigorífico por si quiere echarse un poco en el café. Holly,
¿tomas leche entera o desnatada?
Sonrió. No había tenido la oportunidad de ver a Kay desde que Rhett se
había marchado, pero era agradable tenerla revoloteando a su alrededor de
nuevo. Siempre había sido así: una persona que quiere complacer a los
demás. Le gustaba cuando sus invitados estaban cómodamente sentados,
con una bebida entre las manos y una sonrisa en el rostro. Se pasaba el día
de un lado para otro, atendiendo a todo el mundo, porque eso era lo que más
feliz la hacía.
–Tomaré leche desnatada.
–Entendido.
Rhett despachó a su madre con amabilidad, abrió la puerta del frigorífico,
sacó la caja de leche y la dejó sobre la encimera. Entonces, Kay los
abandonó y subió las escaleras.
Holly, acostumbrada a pasearse por la cocina como si fuera una más de
los hijos de Kay, se lavó las manos en el fregadero y sacó una cuchara del
cajón donde siempre las guardaban. Se sirvió café antes de sentarse frente a
Rhett en la mesa de la cocina. –Supongo que quieres hablar sobre lo que
pasó anoche –dijo él sin rodeos, en voz baja–. Antes de que digas nada, solo
quería decirte que lo siento. No pretendía soltarte todo eso, pero no
esperaba verte allí y me di cuenta de que estabas enfadada conmigo.
Además, viniste con alguien... Me pilló desprevenido, y ya sabes cómo
actúo cuando las cosas me ponen nervioso.
Sabía exactamente a qué se refería. Siempre que algo le preocupaba, se
ponía irritable. Aunque casi se le había olvidado, ya que costaba mucho que
se molestara. Sintió que le ardía la cara al darse cuenta de que lo que sentía
por ella le había afectado de verdad, pero, a pesar de lo tranquilo que estaba
en ese momento y de lo agradable que había sido volver a ver a Kay,
seguía enfadada con él. Removió el azúcar y la leche y rodeó la taza con
ambas manos.
–Gracias por la disculpa, Rhett, pero no es suficiente. Lo de anoche fue
peor por cómo dejaste las cosas cuando te marchaste. Antes de nada,
tenemos que hablar de eso. Sigo pensando que, al menos, tendrías que haber
regresado cuando murió el abuelo. La abuela y yo te necesitábamos y no
paraste ni un solo segundo para estar con nosotras. Después de todo lo que
él hizo por ti, volver era lo mínimo que podrías haber hecho. Él asintió,
pensativo.
–No podía, Holly. Eso me obligaba a verte de nuevo, y lo único que
quería era estar contigo. Temía tener que consolarte por miedo a no poder
contener mis sentimientos con respecto a nosotros. No necesitabas algo así
cuando estabas llorando la muerte del abuelo. –Hizo girar la cabeza sobre
los hombros–. Además, su pérdida me hizo regresar a los días posteriores a
que mi padre... Le estaba costando pronunciar las palabras, lo cual no era
propio de él en absoluto. Siempre sabía qué decir. Sin embargo, lo entendía,
ya que, cuando su padre murió en un accidente automovilístico, él tan solo
tenía cinco años, la edad justa y necesaria para que ya pudiera comprender y
procesar que había ocurrido algo terrible. Kay lo había llevado a terapia
durante años, pero nunca lo había superado del todo porque él y su padre
solían hacerlo todo juntos. Lo único que había logrado que se sintiera un
poco mejor habían sido las visitas del abuelo, así que, cada uno de los días
que el hombre había pasado en Leiper’s Fork, le preguntaba a Kay si podía
ir a buscar a Rhett para llevarlo a la cabaña a pescar en el estanque que
había al pie de la colina, a que le echase una mano para limpiar el coche o
cualquier otra cosa que ayudara al pequeño mientras superaba su pérdida.
Rhett la estaba mirando fijamente con los ojos llenos de lágrimas,
vulnerable.
–Echaba de menos al abuelo del mismo modo que echaba de menos a mi
propio padre y sabía que era mi deber consolarte, pero también sabía que no
sería fuerte cuando me necesitases.
En ese mismo momento, toda la ira abandonó el cuerpo de Holly. Y, ahí
estaba: su mejor amigo.
–Pensé que te habías olvidado de todos nosotros –dijo con la voz
quebrada.
–¿Cómo pudiste pensar eso?
Se inclinó hacia delante hasta que su rostro estaba justo frente al suyo,
con las lágrimas todavía presentes.
–No me diste ningún motivo para pensar lo contrario.
–No manejé la situación nada bien –dijo, sacudiendo la cabeza–. En
absoluto. Mis emociones sacaron lo peor de mí y lo único que puedo hacer
es intentar compensártelo.
Le tomó la mano y ella resistió la necesidad de apartarla, pues, a pesar
del momento que estaban compartiendo, el enfado por su ausencia todavía
seguía en la superficie. Había estado enfadada con él tanto tiempo que le
resultaba difícil sentir cualquier otra cosa.
–Sé que tú también estabas sufriendo, pero actuaste de forma egoísta.
Podríamos haberlo superado juntos. Y fuera lo que fuese que sintieras por
mí, también podríamos haberlo solucionado. Juntos.
–Sea lo que sea lo que siento por ti –la corrigió–. Tendría que haberte
besado antes de marcharme. Quería hacerlo, pero algo me detuvo.
Contuvo las ganas de pasarse las manos por la cara, frustrada. Ni siquiera
le había dado el tiempo suficiente para dejar de estar enfadada con él antes
de atacarla con algo diferente. Anhelaba volver a tiempos más sencillos.
–Estás demasiado metida en tu cabeza –señaló él–. Déjate llevar, Holly. –
Entrelazó sus dedos con los de ella–. Sé lo que deberíamos hacer. Sé que es
lo que mejor se nos da. –Ella lo miró fijamente–. Vamos a escribir una
canción.
No podría haber sugerido nada mejor. Escribir canciones era la manera en
la que él canalizaba sus emociones y ella desconectaba de todo lo demás.
Hacía que dejaran todos los problemas a un lado. La música se abría paso a
la superficie y les ofrecía a ambos un descanso bien merecido de la realidad.
Y, a pesar de que todos sus problemas seguirían allí, Holly quería olvidarlos
durante un instante y estar con su mejor amigo.
Rhett le soltó la mano y se puso de pie para ir a buscar la guitarra.
–Vamos –dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al salón–.
Tráete el café.
Se sentó en el sofá con el instrumento en el regazo. Pasó aquellos dedos
suyos tan reconocibles por las cuerdas, tal como hacía cuando estaba
pensando en escribir.
–¿Podrías sacar mi cuaderno? Está en ese cajón de ahí. –Señaló el
secreter antiguo donde siempre lo guardaba.
La familiaridad del proceso era un cambio agradable con respecto a todo
lo que había ocurrido. Tomó un lapicero y el cuaderno destrozado y lo llevó
hasta donde estaba él. Antes de dejarlo en la mesa, lo abrió por una página
en blanco. Rhett estaba punteando las cuerdas, intentando encontrar el
acorde que haría que todos sus pensamientos se convirtieran en un único
primer verso. Aquel era su método. Escuchar el proceso era como la propia
música: la melodía de sus años de juventud. Él se volvió hacia ella y sonrió
antes de empezar a cantar. «Hay una chica...». Movió los dedos por las
cuerdas, creando unos acordes rápidos muy propios del blues. «Pensaba que
era mía...». Se inclinó sobre la guitarra y garabateó las palabras en su
cuaderno, tarareando la melodía mientras lo hacía. «No sé qué queda de mí
cuando ella no está...». Rasgueó un acorde sonoro, dejando salir su
frustración con la canción. «Y se ha marchado». Sostuvo la última palabra y
posó los ojos en ella, devolviéndola al presente. Los dedos de Rhett hicieron
que las cuerdas chirriaran y la música se detuvo. No anotó el último verso y
Holly supo que su mente lo había derrotado y había hecho que, aquel día,
incluso le resultase difícil escribir.
–Si esta canción trata de mí, espero que sepas que yo no me he ido a
ninguna parte. El que se marchó fuiste tú.
Él sacudió la cabeza.
–Eso no es cierto. Te vi en el granero de Otis. Por la forma en que
mirabas a ese tipo con el que estabas... Ya no estás ahí para mí.
Se quedó sin respiración.
–Estás malinterpretando las cosas –dijo.
Con los brazos colgando por encima de la guitarra, él arqueó las cejas en
señal de duda.
–¿De verdad, Holly?
–Sí.
La palabra sonó como si le estuviera exigiendo que la creyera. –No lo
creo. Él tampoco es que sea especialmente sutil con lo que siente por ti.
Veros juntos es lo que me hizo explotar. Le costaba encontrar una respuesta,
pues el pánico atravesaba cada uno de sus pensamientos. ¿Acaso Joe y ella
tenían algún tipo de química evidente? ¿Lo había notado todo el mundo la
noche anterior?
Pero, entonces, se dio cuenta: Rhett solo estaba fingiendo. Tenía que ser
eso. Estaba tanteando el terreno para ver si debía dar el paso o no. Porque,
si bien a veces era un poco egocéntrico, era una buena persona y, ahora que,
a la luz de la mañana, estaba sobrio, no se interpondría si pensaba que
aquello arruinaría su felicidad.
–Acabo de conocerlo...
Él dejó la guitarra a un lado con un gran suspiro, interrumpiéndola a
mitad de frase.
–¡Qué bien! Acabas de conocerlo y ya estás loca por él.
Tal vez no estuviera fingiendo. Lo había entendido mal, pero, al mismo
tiempo, no le gustaba en absoluto cómo estaba tratando el asunto. ¿Y si de
verdad hubiera estado loca por él? Le habría gustado ver un poco de apoyo
por parte de alguien a quien conocía desde hacía tanto tiempo. Estuviera
celoso o no, debería actuar como un hombre y alegrarse por ella.
–¿Sabes? No tienes en consideración los sentimientos de nadie, Rhett,
solo los tuyos. ¿Cómo crees que me sienta escuchar que no me apoyas en
algo que podría querer? Haces suposiciones y actúas como un llorica. Me
enfada tanto que no lo soporto. ¡Madura!
Él la miró fijamente con la ira aumentando tras sus ojos.
–¿Que madure? ¿Qué te parece el hecho de que te conozca tan bien que
siento que puedo contarte cualquier cosa? Eso no es ser un llorica. Eso se
llama pasión. ¿Alguna vez has sentido lo que es desear algo de verdad,
Holly? ¿Esa sensación que te haría hacer cualquier cosa? Porque eso es lo
que siento por ti. Holly volvió a derrumbarse sobre el sofá. Tenía la mente
tan confusa que no podía hablar. ¿Por qué la vida era tan difícil? Allí estaba
Rhett, diciéndole que estaba enamorado de ella y, aun así, no dejaba de
pensar en los pequeños momentos que había pasado con Joe, que era
inalcanzable en el más permanente de los sentidos. Sobre el papel, Rhett era
perfecto para ella: tenían los mismos intereses, habían crecido juntos, lo
sabía todo sobre él, su familia la quería y era innegable que sentía algo por
ella. Se incorporó y lo miró a la cara, sin saber muy bien qué decir.
–Si algo he aprendido es que, en esta vida, no se puede avanzar sin
arriesgarse y sin determinación. Eso es lo que me ha llevado hasta donde
estoy, así que tengo que confiar en ello.
Le tomó el rostro entre las manos y antes de que pudiera pensar si quería
que lo hiciera o no, posó los labios sobre los suyos y la besó.
Capítulo 19
–Ya casi se ha acabado la pila de leña del porche –dijo Holly mientras
atizaba el fuego para que siguiera ardiendo, antes de echar otro leño.
La abuela la observaba desde el sillón del rincón. Tenía un libro abierto
sobre el regazo y las gafas para leer apoyadas en la punta de la nariz para
poder verla.
Tras una hora, Joe y ella habían decidido tomarse un descanso de la
organización. Quería hacer que la habitación resultase agradable y calentita,
encender las luces de Navidad y que de allí salieran unos muy buenos
recuerdos familiares. Tal vez pudieran jugar a un juego de mesa o algo así.
–Hay más leña en el granero de la parte de atrás.
–Te ayudo a traerla –dijo Joe, que ya tenía las botas puestas, pues
acababa de entrar para ellas los últimos trozos de madera del porche.
Holly supuso que quería ayudarla porque parecía dispuesto a hacer
cualquier cosa con tal de no tener que seguir planificando su boda. Había
estado de acuerdo con ella en cada punto y no le había ofrecido demasiadas
opiniones. Era ella la que había hablado todo el tiempo. A cada asunto le
había dicho: «Suena bien. Lo que te parezca». Su comportamiento había
hecho que se sintiera apremiada, como si él no quisiera pensar en nada de
todo aquello. Por eso había sugerido que se tomaran un descanso.
Nunca había visto a dos personas tan desinteresadas en la organización de
su propia boda. Era muy raro y no encajaba para nada con el
comportamiento habitual de Joe. Era tan considerado con todo, tan
cuidadoso... Pero allá cada cual con lo suyo.
Con los dedos fríos, abrió el cerrojo de la puerta del granero y las puertas
dobles se abrieron. La alegraba que Joe estuviera allí para calmarla, porque,
en aquella ocasión, el olor a humedad del granero la asaltó con más fuerza
de lo que había esperado e hizo que se detuviera. Era el aroma de los días
de verano pasados, cuando el abuelo trabajaba allí dentro mientras ella se
sentaba en la hierba del exterior con una limonada. Contempló la cómoda.
La mitad de ella estaba lijada hasta revelar la madera limpia y los tiradores
de los cajones seguían en el banco en el que los había dejado la última vez
que estuvo allí dentro. La lijadora estaba sobre una de las mesas y el polvo
del lijado cubría algunos muebles cercanos. Aquel proyecto la había
entretenido y, ahora, deseaba haber pasado más tiempo limpiando que
restaurando la cómoda. Apenas tendrían espacio para acceder a la pila de
leña.
El abuelo había cortado la madera y la había apilado contra una de las
paredes para protegerla del mal tiempo. Recordó que se había reído de él,
diciéndole que no había razón para llevarla al granero, que tenían
demasiada y nunca iban a necesitarla toda. Sin embargo, él le había dicho:
«Holly, nunca se sabe. Podríamos sufrir el invierno más frío de la historia y
que yo fuera el único que está listo. Tengo que mantener a mi familia
caliente». Él siempre sabía lo que era mejor.
Observó la estancia como si fuera Joe. La lata de gasolina para el
cortacésped del abuelo estaba en la misma esquina de siempre y el dial de
su vieja radio seguía en su emisora de country favorita.
–Te tiemblan las manos –dijo él.
Se acercó a ella como si fuera a rodearla con un brazo para consolarla,
pero pareció pensárselo mejor y dio un paso atrás con el rostro un poco
aturdido durante un instante.
–Ya había estado aquí antes, pero, hoy, por algún motivo, noto demasiado
la presencia del abuelo.
Se acercó hasta el fondo y pasó la mano por las gafas de seguridad que
estaban junto a la sierra. Las sostuvo y sonrió antes de volver a dejarlas con
cuidado. Mientras miraba a su alrededor, Joe permaneció de pie en la
entrada, paciente. Tenía los ojos posados en ella y un gesto tranquilo y
amable, aunque la habitual curiosidad se estaba apoderando de su mirada.
–En realidad, desde su muerte, no había visto sus cosas ni las había
tocado –le explicó–. Tan solo había usado la parte delantera para guardar los
muebles.
Joe entró y se dirigió hacia ella. Se colocó a su lado, como para brindarle
su apoyo silencioso. Las emociones la habían asaltado de repente, pero
siempre parecía pasar lo mismo: aparecían sin previo aviso y sin que ella lo
pretendiera. Le alegraba que él estuviera allí para compartir con ella aquel
momento. Su presencia hacía que fuese más fácil soportarlo. Él dio un par
de pasos y miró a su alrededor con un respeto discreto. Holly se dio cuenta
de que aquella era la primera vez que entraba en el granero para ir a buscar
algo que el abuelo había dejado allí y eso le hizo sentir una emoción
inusitada al pensar que lo echaba de menos y que, una vez que sacaran fuera
la leña, él ya no estaría para reponerla. Ahora, recaía sobre ella la labor de
asegurarse de que había suficiente madera para calentar la cabaña durante
los inviernos. Para poder seguir adelante sin derrumbarse, se concentró en
Joe y en su rostro compasivo mientras se dirigía hacia el fondo de la
estancia.
–¿Qué es eso? –preguntó él, señalando una caja que había debajo del
banco de trabajo del abuelo.
Hasta ese momento, no se había atrevido a permitir que su mirada se
apartara de él y viajase hasta la zona que el abuelo más había frecuentado.
Había sido consciente de que, cuando lo hiciera, su presencia la abrumaría.
En la parte superior de una caja pequeña, garabateado con un rotulador
permanente,
se podía leer: «Para Holly». Una corriente helada de miedo y expectación
le recorrió la columna.
Atónita al ver su nombre escrito con la letra del abuelo, miró hacia abajo.
–No tengo ni idea.
Sacó la caja levantando polvo y la arrastró al centro del suelo. Abrió las
solapas para ver qué había en el interior. Estaba llena de periódicos
arrugados y, sobre ellos, había un sobre que también llevaba su nombre. Lo
cogió y metió los dedos dentro para sacar la carta. El corazón le palpitaba
con fuerza, pues sabía que estaba a punto de leer algo que el abuelo había
querido decirle. Antes de empezar, se sentó en el suelo sucio y Joe, que se
había acercado más a ella y le había ofrecido el apoyo que había sentido al
entrar, hizo lo mismo.
Respirando hondo, leyó la carta.
Mi querida Holly:
Los médicos me han dicho que no estoy muy bien, así que he querido
preparar esto con la esperanza de que haga que las primeras Navidades sin
mí sean más fáciles para tu abuela...
Va a estar muy gruñona pero, por favor, tienes que saber que es porque
oculta su preocupación con ira. Y seguro que estará preocupada. Se
preocupa por ti y, sabiendo lo unidos que estábamos tú y yo, sentirá
ansiedad al pensar en tener que llenar ese hueco cuando yo ya no esté.
Habla con ella. Cuéntale cómo te sientes. Confía en ella como confiabas en
mí. Y, si lo haces empezará a sonreír de nuevo. Estoy seguro.
Ahora, pasemos a la parte divertida. Va a sentirse sola, aunque estés con
ella. Sin embargo, yo seguiré aquí. Tu abuela no lo creerá, así que vamos a
ayudarla. Ya sabes que siempre escondo sus regalos de Navidad. He
llenado esta cajita con bastantes cosas para que puedas pasar este año.
¿Los envolverás y los esconderás por mí? Recuerdas cómo solía hacerlo,
¿verdad? La mañana de Navidad, pon el primero en la repisa de la
chimenea con una nota.
Te quiero, Holly. También te conozco bien y, probablemente, hayas
renunciado a muchas cosas para estar con tu abuela. Sin embargo, lo que
más feliz la hará será verte viviendo tu vida. Ella estará bien; es una mujer
fuerte. ¡Disfruta de la vida! No intentes preservar el pasado. Cuando estés
en mi situación, ¿qué será lo que recordarás? Volveremos a vernos, te lo
prometo. Y, cuando lo hagamos ¡quiero que me cuentes muchas historias!
Con amor,
El abu
–Holly. –Aquella voz suave le llegó flotando por encima del hombro.
Joe había tenido la puerta cerrada toda la mañana. Holly había sentido la
necesidad de llamar para decirle que podía sentarse en el salón con ella,
pero había supuesto que estaría trabajando. Dado que la abuela estaba
durmiendo una siesta, ella estaba leyendo en el sofá, despreocupada. Ahora
que había decidido marcharse, sentía una nueva sensación de control sobre
Joe y se había convencido a sí misma de que podría superar con facilidad
las Navidades.
Él se sentó a su lado con gesto preocupado.
–He estado pensando mucho desde que... sacamos la leña del cobertizo.
Había cometido un error al llorar en el granero y permitirle que la
consolara, pero eso no volvería a pasar. Se irguió y se preparó para lo que
estuviera a punto de decirle.
–Ver lo unida que estabas con tu abuelo ha hecho que crezca en mí más
que nunca el deseo de encontrar a mi padre. Creo que plantearme las
posibilidades me está afectando. –Holly soltó un suspiro de alivio–. ¿Te ha
contestado alguien a los mensajes?
–No, lo siento.
Él asintió y extendió una mano, ofreciéndole una fotografía envejecida de
un niño pequeño con el pelo peinado hacia un lado y algunos mechones
sueltos asomando por la parte de atrás. Tenía una mandíbula estrecha y unos
ojos felices.
Holly tomó la foto y la miró con más detenimiento, intentando limpiar
una pequeña mancha de agua que había en la superficie y que había dejado
una marca sobre la cara del niño.
–Tal vez podamos usar esto.
–¿Qué es? –le preguntó ella.
–Cuando le contó que estaba embarazada, mi madre le pidió a mi padre
fotografías de cuando era niño. Quería comprobar si, cuando creciera, me
parecía a él. Se marchó sin dejar rastro pero, un día, mi madre encontró esta
fotografía clavada en el marco de la puerta de nuestra casa. Supo que era él
de inmediato. No me contó nada de todo esto hasta que estuvo enferma de
cáncer. Fue entonces cuando compartió la fotografía conmigo.
–¿Tenían esto los investigadores privados?
Él negó con la cabeza.
–Me la dio varios años después de que los hubiera contratado y sus
investigaciones no hubiesen dado frutos. Pero, para ser sincero, no es como
si todo hubiera dependido de una fotografía antigua de la escuela primaria,
¿no?
–No lo sé –dijo ella con sinceridad–. ¿No encontraron nada de nada? –
Volvió a bajar la vista hacia el niño de la foto.
–Sus padres están muertos. Que sepamos, no tiene familia. Mi madre me
contó que era hijo único, como yo.
–Así que, no tiene a nadie.
–Si es que sigue vivo...
–Y tú tampoco tienes a nadie.
–Exacto.
Alzó la vista hacia él.
–¿No sería maravilloso que lo encontráramos?
Joe se encogió de hombros.
–No estoy seguro, pero me gustaría intentarlo.
–Probablemente, deberías empezar por contarle a Katharine que es
posible que tengas un padre.
Joe se llenó los pulmones de aire.
–Sí, tienes razón. Se lo diré cuanto antes.
Dejó la fotografía en la mesita que había junto a ella.
–Mientras tanto, podríamos subir la fotografía a Facebook y ver si
alguien la reconoce –dijo ella.
–De acuerdo. –Holly tomó una instantánea con su móvil y le devolvió la
imagen–. Tal vez, por algún tipo de magia, tengamos algún amigo en
común.
–Hablas de magia... ¿Significa eso que sí que crees en la magia
navideña?
Él sonrió, sacudiendo la cabeza.
–Tan solo creeré en la magia navideña si de verdad consigues localizarlo.
–Oye –le dijo cuando se dio la vuelta para regresar a su dormitorio. No
era necesario que pasara todo el día en aquel espacio diminuto–, cuando se
levante la abuela, quiero poner a Bing Crosby y cocinar una cena por todo
lo grande. Estás invitado a unirte a nosotras y, además, estaría bien tener un
par de manos más en la cocina.
–Me encantaría –contestó él como si comprendiera aquel acuerdo tácito
de proceder de manera amistosa sin nada demasiado personal.
Tal vez eso era lo que había intentado hacer al preparar el desayuno para
la abuela. ¿Podía sentir también la necesidad de alejarse de ella? Si era así,
en el granero había dado un traspiés. Sin embargo, ahora que ella había
tomado la decisión de no volver a acercarse tanto a él, sería fuerte por
ambos.
Joe regresó a su lado.
–¿Quieres que revisemos la caja mientras tu abuela está durmiendo? –le
preguntó en voz baja–. Puede que sea un buen momento para envolver los
regalos.
–Sí. Déjame que vaya a buscar las cosas para envolverlos.
Tomó un rollo de papel de regalo, unas tijeras y el celo del armario en el
que los había guardado al llegar allí, fue a la habitación de Joe y llamó a la
puerta. Él la dejó pasar, colocó la caja en medio de la habitación y la abrió.
Holly dejó lo que llevaba en brazos y sacó el primer objeto. Se dio cuenta
de que todos estaban numerados. Desenrolló el papel de periódico del
primer regalo hasta que pudo ver lo que era. Se trataba de una caja metálica
antigua, pulida y brillante, de color plateado con flores pintadas a mano en
la parte superior. Para su sorpresa, se trataba de una cajita de música que
reproducía la melodía tintineante de You Are My Sunshine. En el interior
había un trozo de papel con la letra del abuelo que hizo que se detuviera. Se
tranquilizó y leyó el mensaje: «Para tus agujas de coser –decía–. Mira en el
armario de la ropa blanca».
–Siempre está diciendo que necesita un sitio donde dejarlas. –dijo
mientras cortaba un trozo de papel de regalo y colocaba la cajita en el
centro con cuidado. Después, dobló cada uno de los lados y los cerró con un
trozo de celo. Desenrolló un poco de cinta y la cortó, separándola del resto
del carrete. Ató un lazo sencillo en la parte superior y añadió el mensaje en
la parte inferior con otro trozo de celo.
En aquella ocasión, fue Joe el que metió la mano en la caja y le tendió el
segundo regalo. Holly quitó el papel de periódico, sacó un CD y le dio la
vuelta.
–¡Oh! ¡Incluye una de las primeras versiones de Santa Claus is Coming
to Town! –Volvió a darle la vuelta para que él lo viera y la emoción hizo que
se olvidara de cualquier cosa que no fueran las festividades–. Es una
recopilación de música navideña de los años veinte y treinta. Crecí
escuchando esto. –El recuerdo la puso nostálgica–. Hace unas cuantas
Navidades, la abuela no encontraba el disco y no dejó de resoplar mientras
ponía patas arribas todos los armarios para buscarlo. –Sonrió mientras
bajaba la vista hacia la carátula brillante.
Resistió el impulso de poner el CD para escucharlo y se limitó a
envolverlo. La siguiente nota del abuelo estaba metida entre los periódicos.
Decía lo siguiente: «Me apuesto algo a que nunca encontraste el disco,
¿verdad? –Holly podía escucharlo riéndose–. Mira debajo del sofá para
encontrar el siguiente regalo. Si te duele la espalda, que lo haga Holly».
Conteniendo la risa, lo dejó a un lado con cariño, junto con la cajita de
música.
–Estoy impaciente por ver qué más hay ahí dentro –dijo.
La atmósfera navideña se estaba asentando a su alrededor y hacía que
sintiera como si el abuelo estuviera con ellos. Joe tenía los ojos brillantes y
era evidente que él también estaba disfrutando descubriendo los regalos.
–Deberíamos darnos prisa en envolverlos, antes de que se despierte tu
abuela –le advirtió.
–Sí, tienes razón.
Sacó el tercer regalo de la caja. Pesaba más que los otros dos. –¿Guerra y
paz? –Joe apartó la mirada del regalo, confundido. A ella se le escapó una
fuerte carcajada y se llevó la mano a la boca para silenciarla. Sin embargo,
siguió soltando alguna risita mientras contemplaba la novela vieja y
andrajosa del abuelo. Leyó la nota: «Al menos, viene muy bien como
pisapapeles. Aunque te prometo que deberías leerla. Dirígete a la ventana
de la cocina».
–El abuelo solía leer esta novela una y otra vez –le explicó–. La abuela
decía que solo lo hacía para molestarla, ya que la premisa hacía que se
muriera de aburrimiento. Él la perseguía, leyéndole frases en voz alta, y ella
lo ignoraba mientras la seguía por toda la casa hasta que no podía soportarlo
más. Entonces, le tomaba el rostro entre las manos y le daba un beso para
que se callara. Él decía que aquel era el verdadero motivo por el que lo
hacía siempre.
Joe le sostuvo la mirada, introspectivo, pero lo que fuera que estuviese
pensando no resultaba evidente. Entonces, le tendió el cuarto regalo. Era
pequeño y le cabía en la palma de la mano. Quitó el papel de periódico y se
emocionó al ver una cajita de joyería.
–Guau... –susurró.
No podía creerse que aquello hubiera estado en el granero todo aquel
tiempo. Colocado sobre una burbuja de satén blanco había un anillo de plata
con un zafiro enorme y pequeños diamantes rodeando la piedra central. Lo
sacó de la caja y se lo puso en el dedo para contemplarlo.
–Es la piedra natalicia de la abuela –dijo.
La joya resplandecía bajo la luz. Volvió a dejarla en la cajita y leyó la
última nota.
El día de nuestra boda tenías algo viejo, algo nuevo, algo prestado y
algo azul. Quería repetir eso una vez más para que recordaras nuestros
votos y la vida que hemos creado gracias a ellos. El tiempo que hemos
pasado juntos ha sido, simple y llanamente, increíble.
Qué maravilloso es pensar que, cuando volvamos a vernos, podremos
empezar todo de nuevo. Hasta entonces, ¡feliz Navidad! Con todo mi amor,
Art
o mires! –dijo Holly cuando Joe asomó la cabeza por la esquina del
–¡Npasillo de alimentación de Puckett’s. Habían ido hasta allí justo
después de desayunar.
–Solo estoy comprobando cuántos artículos tienes –replicó él–. Yo tengo
dos.
–¡Yo también tengo dos! Necesitamos uno más cada uno. Ahora, vuelve a
tu pasillo antes de que estropees la sorpresa –añadió con jovialidad.
Joe volvió a asomarse por el pasillo y ella se agachó sobre la cesta antes
de que pudiera ver nada. Él se rio desde el otro lado. Desde su mesa, cinco
ancianos los miraron con curiosidad, deteniendo su cháchara por un
instante. Aquella era la mesa que solía estar reservada para los lugareños
que iban allí a tomar café todas las mañanas. Holly los saludó con la mano y
ellos volvieron a sumirse en su conversación.
–En nombre del cielo, ¿qué estáis haciendo? –les preguntó Tammy desde
el mostrador.
–Comprando –le contestó Joe, haciendo énfasis en la palabra como si
fuera allí todos los días. Dándole la espalda a Holly, llevó sus artículos
hasta la caja–. Tammy, por favor, ¿podrías guardar mis cosas rápidamente
en una bolsa doble? Me gustaría ocultarle a Holly lo que he elegido.
La joven examinó las cosas que había en la cesta y arqueó una ceja.
–De acueeeeerdo –dijo mientras pulsaba las teclas de la caja registradora
y colocaba cada uno de los artículos en la bolsa–. Serán once con ochenta y
tres, Joey.
Él le tendió un billete de veinte dólares.
–Te espero fuera –le dijo a Holly mientras ataba la bolsa y se la llevaba
hacia la puerta.
–¡Vale! –contestó ella.
Cuando salió de Puckett’s, no vio a Joe por ninguna parte. Con la bolsa
colgándole del brazo, se calentó las manos en la hoguera cercana. Entonces,
lo vio saliendo de la galería de arte y recordó que, mientras jugaban a contar
dos verdades y una mentira en el granero de Otis, había dicho que
coleccionaba arte.
–Lo siento. –Pareció sobresaltarse al verla–. No pretendía abandonarte,
pero he visto la galería de arte y he pensado en echar un vistazo.
Como solo llevaba la bolsa de Puckett’s en la mano, supuso que no había
encontrado ninguna gran obra maestra que comprar, pero le preguntó de
todos modos.
–¿Has visto alguna obra buena?
–Bastantes, la verdad –dijo con una sonrisa deslumbrante–. Pero, ahora
mismo, no estoy preparado para comprar arte. Tal vez vuelva algún día.
–Claro, puedes venir a visitarnos siempre que quieras –contestó ella,
aunque la esperanza que sintió en el pecho no era sana. Entonces, se le
ocurrió algo–. ¿Le has comprado algún regalo a Katharine? ¿Tienes alguno
en Nueva York?
Él negó con la cabeza.
–Dado que está sumida en la investigación de un caso, terminando un
juicio, y yo estoy aquí, decidimos no celebrar la Navidad este año.
«Eso es terrible», pensó Holly.
–Bueno, cualquiera que se encuentre a tres kilómetros a la redonda de
donde esté yo celebra la Navidad todos los años. No podría sobrevivir sin
ella. La Navidad es el momento en que todo el mundo deja de lado los
problemas y celebra el hecho de estar juntos. Y sé que es posible que no lo
creas, pero, en mi opinión, es el único momento del año en el que la magia
es verdaderamente posible.
Él sonrió y, feliz, Holly se dio cuenta de que, en aquella ocasión, no había
intentado refutar su referencia a la magia.
H: ¿Por qué?
R: Quiero llevarte a un sitio.
H: ¿En Navidad?
R: ¡En Navidad! Como si fuera una cita...
–Quiere que tengamos una cita –se oyó decir a sí misma. En realidad,
solo había pretendido barajar la idea, no decirla en voz alta.
Todavía estaba pensando en ello cuando se dio cuenta de que Joe no le
había respondido. Alzó la vista hacia él y se fijó en que la atención que
había visto antes en él había desaparecido por completo. Lo único que se le
ocurría era que pensase que sentía algo por Rhett y que estuviese siendo
considerado al distanciarse. Si bien odiaba su falta de interés, sabía que lo
mejor para todos los involucrados era que se mantuviesen en terreno
neutral. Ya lo había intentado antes, pero el hecho de que su amigo le
hubiese pedido una cita podría ser una manera infalible de mantener las
distancias, así que volvió a contestarle.
–Rhett quiere que tengamos una cita sorpresa de Navidad –dijo, dándole
más importancia de la que tenía.
Después de todo, ¿por qué no iba a estar alguien interesado en Rhett
Burton? Era divertido estar con él y en cada uno de sus conciertos había
cientos o miles de chicas chillonas de melena rubia teñida y piernas
perfectas que, definitivamente, querrían estar con él.
Holly se inclinó sobre la abuela mientras abría los ojos. El sol entraba
por la ventana, reflejándose sobre el hielo que todavía quedaba en el
exterior. La mujer se incorporó poco a poco, preguntándose claramente por
qué su nieta estaba tan emocionada. Por su aspecto, aquel día, no parecía
sentirse diferente al resto de los otros días. Pero, sabiendo que estaba a
punto de volver a recibir noticias del abuelo, Holly tenía la convicción de
que eso iba a cambiar en breve.
La tomó de las manos.
–¡Abuela! ¡Es Navidad! –le dijo. La emoción de lo que les esperaba hacía
que quisiera explotar, pero se mantuvo calmada–. Volver aquí ha sido duro
para ti –comentó con suavidad. La mujer frunció los labios y asintió. En las
arrugas de su rostro se reflejaba el dolor que sentía–. ¿Recuerdas cómo el
abuelo siempre nos decía que la Navidad era una época mágica? Es cuando
lo imposible se vuelve posible. –Al pensar en ello, la abuela esbozó una
sonrisa pequeña, pero llena de amor–. Si pudieras tener cualquier cosa por
Navidad –susurró Holly de forma dramática–, ¿qué desearías?
La mujer la miró fijamente a la cara mientras la seriedad se apoderaba de
su rostro.
–Me gustaría que tu abuelo estuviera aquí otra vez, ya lo sabes. Así que,
aunque me encanta que estés entusiasmada por este día, para mí va a ser
difícil. Así son las cosas. Pero, por favor, no permitas que te arruine las
vacaciones.
Holly tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no permitir
que se le escaparan las lágrimas y mantener el tono de voz lo más neutro
posible porque, en el fondo,
el abuelo había conseguido cumplir el único deseo de su esposa.
–Dejaré que te asees y te vistas –dijo–. Te esperaré en el salón.
Entonces, cerró la puerta tras de sí y fue a preparar los muffins y el café.
–¿Por qué estás sonriendo como una tonta? –le preguntó la abuela cuando
al fin salió del dormitorio. Miró a Joe en busca de una respuesta, pero él se
encogió de hombros como si fuese un misterio para él.
Holly colocó en la mesa un muffin y una taza de café para la mujer, lo
cual era otra de sus tradiciones navideñas. Siempre comían lo justo para
aguantar hasta haber terminado de abrir los regalos y, después, ponían
música navideña y entonces preparaban un gran desayuno para celebrar el
día.
–Gracias, querida, pero no tengo hambre –le dijo la abuela, dejando a un
lado el muffin–. Si vosotros dos ya habéis comido algo, podemos pasar
directamente a los regalos.
Holly sabía que no le gustaba comer cuando estaba preocupada o triste y
era evidente que echaba de menos a su marido. Las Navidades eran un
momento difícil, así que esperaba que el gesto del abuelo sirviera para
aliviar el vacío que sentía sin él.
–¿Estás segura? –le preguntó.
–Sí, querida, estoy segura.
–De acuerdo. –Se acercó hasta ella y la tomó de la mano–. Necesito que
cierres los ojos. –La abuela la contempló sin intentar ocultar que estaba
tratando de adivinar qué era lo que pretendía–. Confía en mí. Abandónate a
la magia.
La mujer tenía un ligero gesto de desaprobación, pero cerró los ojos y
permitió que Holly la guiara por el salón hasta colocarla justo delante de la
chimenea.
–Ya puedes mirar.
La abuela abrió los ojos y vio el regalo al instante, lo que hizo que se
emocionara de inmediato. Soltó a Holly y juntó las manos como si estuviera
a punto de rezar. Cada centímetro de su cuerpo estaba alineado directamente
con el pequeño paquete que había sobre la repisa.
–Tu abuelo siempre solía dejar ahí mi primer regalo –dijo con la voz
temblorosa–. Después, escondía los demás... ¿Te acordabas de que hacía
algo así?
–Claro que me acuerdo. Y lo ha vuelto a hacer –le susurró al oído–. Una
última vez. Solo para ti. –Se abrazó a ella aunque, en aquella ocasión, lo
hizo para ofrecerle algo de apoyo ella misma. Perpleja por el comentario de
su nieta y con los dedos temblorosos, la abuela extendió la mano y cogió el
regalo con cuidado. Holly apenas podía tragar saliva, ya que tenía un nudo
en la garganta. Por el rabillo del ojo, vio que Joe cambiaba de posición y se
sorprendió al darse cuenta de que también estaba emocionado.
Con movimientos lentos, la mujer quitó el celo con el que habían cerrado
el papel y sacó la cajita del envoltorio.
–Es preciosa –dijo al abrirla.
Pero, entonces, se paró en seco. Mientras encontraba la nota del abuelo y
contemplaba su letra, el único sonido que se oía en la habitación era el
tintineo de la música que surgía del interior de la cajita.
La abuela estaba quieta, con la cajita metálica abierta entre las manos
envejecidas, y empezó a temblarle todo el cuerpo. Se volvió hacia Holly en
busca de respuestas, con los ojos muy abiertos y llenos de asombro.
–Me dejó una caja en el granero. No supe que estaba allí hasta que Joe la
encontró.
La mujer se giró hacia él con la misma mirada que si acabara de salvarle
la vida y, en cierto modo, Holly pensó que lo había hecho. La abuela se
dirigió hacia él y le dio un gran abrazo, estrechándolo con fuerza, tal como
hacía cuando abrazaba a la familia. Luego, volvió a mirar la nota. Con
ternura, se la acercó al rostro e inspiró, probablemente con la esperanza de
poder captar todavía su olor. Con los ojos cerrados, una lágrima le resbaló
por las mejillas llenas de surcos que todos aquellos años de risas le habían
dejado en el rostro. Cuando abrió los ojos, Joe le tendió un pañuelo de papel
mientras la miraba con cariño. Holly estaba muy contenta de que estuviese
allí.
–Gracias –le dijo la abuela. Soltó un leve suspiro y se secó los ojos–. ¿De
verdad hay otro regalo en el armario de la ropa blanca? –preguntó. Tenía los
ojos muy abiertos por la emoción. Aquella era la misma mirada que solía
mostrar cuando el abuelo la cogía en brazos y la hacía girar mientras ella
hacía las tareas domésticas.
Holly asintió, sintiéndose como si estuviera presenciando un milagro.
Con pasos ágiles, la abuela se dirigió hasta el armario que había en el
pasillo y en el que se encontraba el segundo regalo. Holly lo había colocado
sobre las toallas de invitados que había comprado para los huéspedes. Abrió
la puerta de golpe, metió la mano en el interior para hacerse con el regalo y
lo desenvolvió con rapidez, tal como ella misma solía devorar sus propios
regalos cuando era niña.
–¡Es nuestra canción navideña favorita! ¡Santa Claus is Coming to Town!
–dijo, emocionada, a medio camino entre la risa y el llanto–. La mañana de
Navidad, el abuelo solía susurrarme al oído esa parte de la letra en la que
dice: «Te observa cuando duermes...». –Contempló la nota–. ¡Tiene razón!
Nunca encontré ese disco. Creo que él mismo lo llevó por error a la tienda
de segunda mano –añadió de forma dramática como si estuviera aireando
algún secreto–. Siempre estaba limpiando y deshaciéndose de cosas viejas.
–Le dio vueltas al CD en la mano–. ¡Quiero ponerlo ahora mismo!
Joe se inclinó hacia ella y le hizo un gesto para que se lo diera de modo
que pudiera quitarle el celofán con el que estaba envuelto. Con manos
ansiosas, se lo dio y, en aquella ocasión, le sonrió con amabilidad.
–Esta nota dice que si me duele la espalda te haga buscar el siguiente
regalo –dijo la abuela, ondeando el trozo de papel en el aire mientras seguía
a Holly de vuelta al salón.
Joe puso el CD en el reproductor y lo encendió. Con la música y la
abuela feliz, toda la estancia parecía festiva, como en los viejos tiempos.
–Ojalá el resto de la familia pudiera ver esto –dijo Holly.
La abuela le dedicó una mirada pensativa. Ella se agachó junto al sofá
para rescatar el tercer regalo y entregárselo.
Desenvolvió Guerra y paz y puso los ojos en blanco mientras echaba la
cabeza hacia atrás y se reía.
–¡Quiere matarme de aburrimiento incluso ahora! –Pasó las páginas,
dedicándole un poco más de tiempo a la primera. Holly se preguntó si, al
fin, iba a darle una oportunidad al libro solo por el abuelo–. El último regalo
está en la ventana –dijo, leyendo el mensaje. Por cómo dudó, Holly notó un
atisbo de miedo–. Voy a esperar un poco. –Por el gesto que tenía en el
rostro, era evidente que estaba saboreando el momento.
–De acuerdo, abuela.
La entendía perfectamente. Mientras observaba la cajita del anillo, aquel
último regalo que estaba en el alféizar de la ventana, sintió como si el
abuelo todavía estuviera allí, cuidando de ellas.
–¿Y si abrís vosotros dos algún regalo? He estado acaparando la mañana
–dijo la mujer, aferrando el viejo libro entre sus manos como si fuese un
salvavidas.
–Diría que tienes permiso para hacerlo –replicó Holly con una
carcajada–. Pero sí que tengo algunos regalos para Joe.
–Sí –añadió ella mientras la piel entre los ojos se le arrugaba un poco
más–. Me muero por saber qué es lo que hay en el frigorífico.
–Ese es el último regalo que tiene que abrir Holly –dijo Joe, despertando
su interés todavía más.
Con la música todavía sonando, la abuela fue hasta el sofá con el libro y
se sentó.
–Holly, ¿por qué no empiezas tú?
Ansiosa por ver a Joe desenvolviendo los regalos, no se quejó y fue
directa a por el primero. Se sentó junto a él y se lo tendió. Con una sonrisa
breve, él tomó el presente que le había comprado en Puckett’s y lo abrió.
–Ah, un Moon Pie. –La abuela se rio. Él tiró de cada lateral del
envoltorio–. ¿Debería probar este manjar de tu infancia? –¡Sí! Y, si no te
gusta, no me ofenderé. Me encargaré de él yo misma con mucho gusto. –Joe
lo abrió y le dio un bocado. Masticó poco a poco, como si quisiera tenerlo
un momento en el paladar para disfrutar de todo el sabor–. No es tan
sofisticado. Mastícalo y trágatelo sin más.
Cuando terminó con el primer bocado, dijo:
–Lo he disfrutado, gracias. –Cerró el envoltorio y lo dejó en la mesa–.
Voy a guardar el resto para más tarde. No quiero perderme el desayuno.
La abuela volvió a reírse.
–Creo que los de vainilla son mis favoritos. Kay tiene razón en eso.
Holly estaba encantada de ver a Joe y a su abuela hablando como si
hubieran sido amigos todo el tiempo.
–Me siento honrado de que Holly tenga tan buena opinión de mí como
para querer que lo probara.
Le guiñó un ojo y el corazón le dio un vuelco. Desde luego, aquel año, la
magia de la Navidad estaba por todas partes.
–Déjame que te dé tu primer regalo –le dijo él mientras se levantaba y
rebuscaba bajo el árbol. Después, le colocó en el regazo una caja que
pesaba un poco.
Era lo bastante pequeña como para poder rodearla con las manos.
Empezó a desenvolverlo y su cariño por Joe volvió a aumentar al ver de
nuevo todo el celo que había utilizado en los extremos. Cuando hubo
quitado todo el papel de regalo, tenía entre las manos una taza de café
blanca que, en letras negras, rezaba: EN LEIPER’S FORK, ALGUIEN ESTÁ
PENSANDO EN TI. La «O» de «Fork» era un corazón rojo.
–No podía ponerme quisquilloso con las opciones –dijo él–. Era lo único
que tenían. Pero, la otra mañana, tu abuela me pidió que le llevara una taza
del ajuar familiar. –Le hizo un gesto a la mujer con una mirada de alegría–.
Me contó una historia sobre cada una de las tazas, pero no mencionó que
hubiese ninguna debajo del armario que fuese solo tuya. Ahora, ya la tienes.
–Me encanta –dijo Holly, cautivada por lo considerado que era.
–Tenéis que acabar de abrir todos los regalos –intervino la abuela–. Es
muy divertido veros.
Holly tomó de debajo del árbol otro de los regalos que había comprado
para Joe y se lo dio. Él le quitó el papel.
–¡Ajá! –Sacó una gorra de béisbol con un parche de la bandera
estadounidense en la parte delantera.
–Es perfecta, Joe –comentó la abuela. Holly tomó nota de que había
utilizado su apodo–. Es muy apropiada para ti –se burló–, aunque Holly no
tendría por qué haberte comprado una. Estoy segura de que Buddy y Otis
tienen suficientes para compartir. –Me estaba costando encontrarte algo –
dijo ella con una risita–. Pensé que podrías ponértela para la próxima fiesta
en el granero.
–¿La próxima? –preguntó él. En su tono había un entusiasmo que no
podía negar. Le gustaba aquel lugar.
–Puedes venir siempre que quieras –dijo la abuela. Después juntó las
manos–. Ya basta de cháchara. ¿Qué más le has comprado a Holly? Esto es
mejor que uno de esos maratones que ponen en la televisión.
Él se puso en pie y le dio su segundo regalo. Como tenía menos celo, lo
abrió con facilidad. Mientras pasaba el dedo bajo el pliegue del papel, se
dio cuenta de que él estaba sonriendo mientras la miraba. ¿Qué había
encontrado que le hiciese tan feliz? Holly bajó la vista y ahogó un grito
cuando vio lo que había bajo el envoltorio. Era un lienzo diminuto, del
tamaño de la tapa de una caja de zapatos, y en él, había una preciosa
acuarela de Times Square.
–Guau... –masculló mientras asimilaba todos los detalles.
–Pensé que me habías pillado –dijo Joe–. Después de dejarte en
Puckett’s, fui a la galería de arte para buscar algo para ti. Cuando lo vi, no
podía creérmelo. Un artista local había hecho varios cuadros con lugares de
todo el mundo. Es un original, único. –Se inclinó hacia ella para poder
contemplarlo juntos. En aquella cabaña renovada, su presencia se había
convertido en una parte de sus Navidades tanto como las velas de vainilla y
el abeto. Sabía que, al año siguiente, lo iba a echar de menos–. Me dijiste
que, algún día, te gustaría ir a Nueva York. –Entonces, dio un golpecito en
un punto a la izquierda del cuadro–. Ahí está Rona’s, la cafetería que te
mencioné. Sé que vas a ir a California con Rhett, pero espero que también
vayas a Nueva York, ya que es el lugar que siempre has querido visitar.
Había sido tan considerado que le estaba costando contener sus
emociones, pero iba a ser fuerte.
–Hay uno más para ti –dijo, tomando el regalo más pequeño. Joe lo abrió
y se lo puso en un dedo de modo que colgara frente a sus ojos. Era un
llavero con letras regordetas que decía: JOEY. El pecho se le hinchó con la
risa. Ella agradeció la oportunidad de reírse porque sus emociones la
estaban sobrepasando.
–Así, nunca te olvidarás de eso –dijo con la esperanza de que no lo
hiciera.
–No. Nunca lo olvidaré.
En aquel momento, pareció muy sincero, pero ¿de verdad no lo
olvidaría? ¿O el tiempo que había pasado allí se desdibujaría hasta
convertirse en un viejo recuerdo? ¿Volvería a su vida en algún ático de lujo
en la ciudad, con Katharine revoloteando por allí todas las mañanas con su
albornoz de seda mientras él recogía el periódico y hablaba de la subida de
las acciones?
De todos modos, así era como los imaginaba. Pronto, cuando Katharine
llegase al día siguiente, descubriría si se equivocaba o no. Pero, por el
momento, apartó de la mente ese pensamiento para poder disfrutar de la
Navidad.
–De acuerdo. Tu último regalo. –Se puso en pie y fue hasta el
frigorífico–. Señora McAdams –le dijo a la abuela desde el otro lado de la
habitación–, le debo un tubo de glaseado.
–Llámame «abuela». Todos los jóvenes de por aquí me llaman así.
Él asintió con cariño.
–Lo siento –añadió, mientras regresaba junto a ellas–. He usado el
glaseado que encontré en la despensa. Supongo que era tuyo porque
apareció después de que llegarais. Compraré más. –No pasa nada, querido.
–¿Me has hecho una tarta? –preguntó Holly, incapaz de dejar de sonreír.
Él negó con la cabeza mientras dejaba el paquete sobre la mesa. –No lo
vuelques.
La abuela se inclinó hacia delante para ver lo que era. Con cuidado,
Holly lo abrió y levantó la tapa de la caja.
–Pastel de boniato...
En letras blancas y temblorosas se podía leer: «Feliz Navidad». «Se ha
acordado...», pensó.
–Gracias –dijo. Tenía ganas de abrazarlo, pero se contuvo. Aquellos
regalos habían sido de los mejores que había recibido jamás y era incapaz
de imaginar un día de Navidad mejor.
Cuando miró a la abuela, la mujer tenía una expresión extraña mientras
contemplaba a Joe. Era como si estuviera intentando encajar las piezas de
un puzle. Sin embargo, parpadeó y aquella mirada desapareció. Apartó la
vista de Joe y de su pastel y contempló la ventana de la cocina en la que
estaba el último regalo de su marido.
–¿Qué os parece si abro el último del abuelo? –preguntó, poniéndose en
pie.
–Por supuesto.
Holly fue detrás de ella hasta el regalo y Joe las siguió. La abuela retiró el
paquete del alféizar y lo sostuvo entre las manos, apreciando el deleite que
le causaba, aunque Holly sabía que, al mismo tiempo, estaría pensando en
que aquel iba a ser su último contacto con el hombre al que amaba. La
mujer apartó el papel poco a poco y abrió la cajita. Entonces, cuando vio el
anillo, se le paralizó todo el cuerpo. Sin mostrar ninguna reacción todavía,
leyó el precioso mensaje que lo acompañaba. Después, dobló la última nota
y se la apretó contra el pecho mientras intentaba mantener la calma. Alzó la
mirada como si pudiera verlo. Entonces, se puso en el dedo el anillo que,
incluso con la artritis, encajaba a la perfección.
–Creo que lo que el abuelo quiere que sepas es que se te permite ser feliz
–dijo Holly, poniéndole una mano en el brazo y frotándoselo arriba y abajo
con afecto. Después, le cogió la mano–. Ninguno de sus mensajes menciona
el hecho de que ya no está; todos ellos hablan de la felicidad que compartió
contigo.
Tras un largo momento en el que permaneció pensativa, con la mirada
fija en el anillo y los ojos llenos de lágrimas, la abuela habló al fin.
–¿Sabes por qué el abuelo solía esconder los regalos? –le preguntó. Ella
sacudió la cabeza–. Porque siempre decía que la vida es como la Navidad.
Puede que cualquiera que mire bajo nuestro árbol solo vea un espacio vacío
y, a veces, pensamos lo mismo de nuestras vidas cotidianas: ignoramos las
riquezas que nos rodean. Pero, en la vida, si los buscamos, podemos
encontrar tesoros escondidos por todas partes, en los lugares más
inesperados. –Sus ojos se desviaron hacia Joe y le dedicó otra mirada
afectuosa, claramente encantada con el hecho de que hubiese traído al
abuelo de vuelta aunque solo hubiese sido un momento–. ¿Sabes? He estado
pensando mucho en tu madre y en tu padre, en tu hermana, en la pequeña
Emma... Hasta ahora, he estado demasiado afligida como para volver a la
cabaña y siento que los he alejado de mí.
–No, abuela; no puedes pensar así.
–No pasa nada. Además, estábamos alquilándola. Si bien ya nada se
parece a lo que teníamos el abuelo y yo, ahora sí que le siento en esta casa.
Aquí puedo ver a sus amigos, sigo sacando sus tazas de los armarios y
tengo sus cosas en el granero. Pero también tengo el regalo que nos hizo de
un nuevo lugar en el que reunirnos; un hogar maravilloso y precioso en el
que podemos celebrar la Navidad. La familia no cabía al completo en mi
casa de Nashville y no tenían otro sitio al que ir... Ahora, me pregunto si
debería quedarme en la cabaña. Así podríamos pasar aquí las vacaciones de
Navidad todos los años. Me gustaría volver a invitarlos.
–Creo que es una gran idea.
–¿Por qué no les preguntas hoy, cuando les llames para felicitarles la
Navidad?
Entonces, de forma inesperada, le dedicó la mayor sonrisa que le hubiera
visto en años y, justo en ese momento, Holly supo que nunca olvidaría
aquellas Navidades.
Capítulo 25
Habían abierto todos los regalos. El papel y los lazos seguían esparcidos
por toda la habitación y los platos del desayuno de Navidad estaban
apilados y vacíos en el fregadero. La abuela, Joe y ella se sentaron en la
mesa de la cocina con un pedazo de pastel.
Mientras cocinaban, Holly había fregado la taza que le había regalado Joe
y estaba bebiendo en ella. La satisfacción de la sonrisa de la abuela, al
parecer permanente, y el hecho de que, por primera vez, estuvieran los tres
hablando con tanta facilidad la envolvió como un abrazo enorme.
–Doy las gracias por la tormenta de nieve –dijo la abuela–. Sin ella, nada
de esto habría sido posible.
Antes de que pudiera responderle, la interrumpieron unos suaves golpes
en la puerta.
–Ya abro yo –dijo, poniéndose de pie.
Cuando abrió, se encontró a Rhett. O, más bien, lo que, a juzgar por las
extremidades que asomaban detrás de un regalo enorme, creía que era
Rhett.
–No podía esperar hasta más tarde –dijo él mientras atravesaba la puerta
y dejaba el paquete en el suelo nada más entrar.
–Algunas cosas nunca cambian –le dijo la abuela a Joe en la cocina–.
¡Feliz Navidad, Rhett!
–¡Hola, abuela! –exclamó. Después, empujó el regalo hacia Holly
mientras centraba su atención en ella–. Las calles estaban bastante
despejadas, así que hoy he podido ir a Nashville y te he comprado una cosa.
–¿No estaban las tiendas cerradas?
–Le mandé un mensaje a la propietaria de una tiendecita y le pregunté si
abriría para mí. Me dijo que lo haría si me sacaba una fotografía delante del
escaparate para que pudiera compartirla en las redes sociales. Lo que haga
falta, ¿no? –Se rio–. Venid con nosotros –les dijo a la abuela y a Joe,
haciéndoles un gesto para que se acercaran como si estuviera en su propia
casa. Holly no pudo evitar sonreír; había echado de menos aquello. –
¿Quieres un trozo de pastel? –le preguntó.
–¡No, no quiero pastel! –contestó él con una sonrisa resplandeciente.
Estaba acelerado por la emoción, como todas las mañanas de Navidad–.
¡Quiero que abras mi regalo–. Ella se rio, pues su entusiasmo era
contagioso–. Abuela –añadió cuando la mujer se acercó hasta allí mientras
Holly arrastraba el regalo al centro de la habitación–, ¡no me he olvidado de
ti! Tengo tu regalo en la camioneta. En cuanto Holly abra el suyo, te daré el
tuyo.
Joe se sentó en el sofá, contemplando el regalo de Rhett. Holly deseaba
poder decirle que, sin importar lo que fuera aquella monstruosidad que su
amigo le había comprado y sin importar el montón de dinero que
probablemente se habría gastado, seguía prefiriendo su taza, un pedazo de
pastel de boniato y aquella preciosa acuarela de un lugar sacado de sus
sueños. –¿Te vas a limitar a mirarlo o vas a abrirlo? –bromeó Rhett. Rasgó
el papel y arrancó una tira larga de la parte delantera, revelando una maleta
de diseño. Según la etiqueta que asomaba bajo el resto del papel de regalo,
era resistente a los arañazos y estaba fabricada con policarbonato. Era de
color azul cobalto con unas franjas blancas en los laterales.
–¡Para cuando viajes conmigo! –dijo, pasándole los brazos por la cintura
y levantándola del suelo. Ella se sacudió hasta liberarse–. Tengo el resto en
la camioneta. Solo quería envolver una.
–¿Las demás?
–Sí, te he comprado el set completo. No estaba seguro de qué ibas a
necesitar. Las entraré después. –Empezó a dar vueltas por la habitación
como un niño distraído–. ¡Abuela! Estoy seguro de que estás impaciente por
ver lo que te he comprado, ¿verdad? –Le dio un beso en la mejilla y ella
puso los ojos en blanco de forma juguetona mientras soltaba una
carcajada–. ¡Ahora mismo vuelvo!
Se marchó para buscar los regalos y pareció como si se hubiera llevado
todo el sonido de la habitación con él. Su personalidad ruidosa y
carismática los dejó a todos pensativos y en silencio, y Holly se preguntó en
qué estaría pensando Joe. Estaba sentado en el sillón del rincón,
contemplando el fuego.
Antes de que pudiera planteárselo de verdad, su amigo había regresado
con un ramo de flores en la mano. Se preguntó con quién habría tenido que
posar para conseguirlas. Le tendió a la abuela aquel ramo de rosas rojas y
blancas, velo de novia y hiedra en miniatura.
–Para usted, preciosa dama –dijo mientras le entregaba las flores a la
mujer.
–Son preciosas, Rhett.
La abuela las llevó hasta la cocina y las dejó sobre la encimera, donde
solía dejar los ramos de flores silvestres que Holly le regalaba de pequeña.
–No son tan preciosas como tú –le dijo él cuando regresó, haciendo que
se riera por su dulzura empalagosa. Rhett siempre exageraba para sonrojar a
la abuela, pero ella lo disfrutaba todas y cada una de las veces–. Si te parece
bien, me gustaría llevarme a Holly un par de horas.
–¿Se trata de nuestra supuesta cita?
–Sí. –Arqueó las cejas mirando a la abuela, visiblemente ansioso–. Ponte
el abrigo. Tengo la camioneta en marcha.
–Nos colmas de regalos y, después, sales corriendo –bromeó la mujer.
Su amigo se encogió de hombros, juguetón, como si no tuviera otra
opción. Joe se puso en pie.
–Disculpadme –dijo de forma educada–. Tengo que... –Señaló en
dirección a su dormitorio, pero no terminó la frase. Holly se preguntó qué
tendría que hacer el día de Navidad. Seguro que no se trataba del trabajo.
Tal vez fuese a llamar a Katharine–. ¡Feliz Navidad! –le dijo a Rhett.
Entonces, recorrió el pasillo hasta su habitación y cerró la puerta tras de sí.
–Abuela, ¿te parece bien que me vaya? –preguntó Holly, apartando la
vista del dormitorio de Joe, que estaba al otro lado del pasillo.
–Claro, querida. Diviértete. Si me aburro, molestaré a Joe.
Aquella broma la sorprendió, pero estaba encantada de que estuviera
empezando a tenerle cariño.
–De acuerdo –dijo–. ¡Volveré pronto!
Cogió su abrigo y siguió a Rhett al exterior. Su camioneta habitual había
sido sustituida por una imponente y flamante Chevrolet Silverado que
ronroneaba en el camino de acceso. –¿Camioneta nueva? –le preguntó
mientras abría la enorme y brillante puerta negra y subía dentro.
–Sí, aunque todavía tengo la vieja. Está en el garaje. También sigo
teniendo el viejo todoterreno que te gusta –contestó él mientras ella se
abrochaba el cinturón–. Pero, hoy, para mi chica, solo quería lo mejor.
Cerró la puerta y rodeó el vehículo hasta llegar a su lado. Entró, se
abrochó el cinturón y pisó el acelerador.
«Mi chica». Holly tenía la esperanza de que se tratase de un término
cariñoso y que no estuviera haciendo el uso posesivo que solía tener aquella
frase. No era «suya» de ninguna forma, y creía haberlo dejado bastante
claro.
Cualquiera que los viera juntos se preguntaría por qué no quería ser la
media naranja de Rhett. Tenían un pasado en común, podía confiarle su
vida, era una persona honorable que nunca le haría daño de forma
intencionada, conseguía que se riera y la abuela lo adoraba. Sin embargo,
estaba ocupado. Estaba ausente la mayor parte del tiempo. Que estuviera
presente todos los días en Navidad daba una idea equivocada, porque, en
cuanto se acabaran las vacaciones, volvería a desaparecer, dejando atrás a
todo el mundo. Y, después del viaje a California,
se marcharía de gira por otro sitio. Holly no quería llevar esa vida para
siempre. Quería estabilidad, largas horas en el porche, mañanas envuelta en
las mantas con la persona a la que amaba bajo la luz temprana de la mañana
y compartir cenas caseras cuando las estrellas brillaran en el cielo.
Cuando al fin se centró en el asfalto, se dio cuenta de que no estaban en
una carretera, sino en un camino oculto de gravilla que serpenteaba por las
colinas. Se agarró a la manecilla de la puerta mientras las enormes ruedas
de la camioneta avanzaban dando botes sobre la superficie irregular. Bajo
las copas de los árboles, la tierra todavía estaba cubierta por bastante nieve.
Finalmente, cuando estaba tan desorientada que habría sido incapaz de
encontrar el camino de vuelta, Rhett aparcó en un claro pequeño y cubierto
de nieve en medio del bosque. –¿Qué es esto? –le preguntó, contenta de
conocerlo tan bien. De lo contrario, se habría preocupado por el sitio que
había elegido para la cita.
–Ahora todo esto es mío. Treinta hectáreas –contestó él mientras apagaba
el motor.
Así que había empleado bien su dinero y se había comprado un buen
terreno en Leiper’s Fork. No podía imaginar nada mejor para él.
–¿Vas a construir algo aquí?
–Ya lo he hecho.
Salió de la camioneta y caminó hasta su lado, pero, cuando llegó, Holly
ya se había bajado de un salto. Él cerró la puerta y se giró hacia el claro.
Ella miro a izquierda y derecha, pero no había nada. ¿Iban a tener que dar
una caminata hasta donde fuera que quería ir? Sin duda, no pretendía
someterla a aquel frío helador. No se había llevado ni los guantes ni la
bufanda. Rhett se colocó detrás de ella y le puso las manos en los hombros.
–Mira –le dijo al oído.
Entonces, señaló la copa de los árboles y ella, sorprendida, inhaló una
bocanada de aire helado.
Se trataba de una casa en un árbol, aunque no se parecía a ninguna de las
que había tenido de niña. Aquello era una casa de verdad, pero construida
en los árboles. Oculta entre las ramas y las hojas perennes, jamás se habría
dado cuenta de que estaba allí, pero, ahora podía ver la luz dorada de las
ventanas y las mecedoras que había en una terraza con vistas a un arroyo
que pasaba por otro claro que había más abajo.
–¿Cómo subimos ahí arriba? –le preguntó sin aliento.
Rhett le tomó la mano.
–Sígueme.
La condujo hasta un grupo cercano de árboles y, allí, totalmente ocultas
del camino de acceso, había unas escaleras que se enroscaban en torno al
tronco de uno de los robles. Mientras cada paso le ofrecía unas vistas
mejores, Holly siguió a su amigo hacia arriba hasta que llegaron al porche
que rodeaba toda la casa. El paisaje de las montañas y los valles, de los ríos
que serpenteaban por ellos y de los restos de nieve espolvoreados por todas
partes como si fueran una especie de pintura al óleo la dejaron deslumbrada.
A su espalda, oyó un maullido suave y algo se restregó contra su pierna.
–Anda, mira –dijo Holly, agachándose y levantando a un gatito diminuto
que era blanco y esponjoso con manchas blancas. El animal ronroneó en sus
brazos, le acarició el rostro con el hocico y le lamió la barbilla con su
lengua rasposa.
–¿Qué demonios...? –exclamó Rhett, riéndose–. Me costó conseguir que
esa gata se acercase a mí. La encontré en un callejón de la ciudad. No me
parecía que fuese una gata callejera de ciudad, así que la traje aquí y
empecé a dejarle comida y leche hasta que confió en mí. Pero supongo que,
ahora, confía en todo el mundo.
–¿Tiene nombre? –Sujetó a la gata a cierta distancia y la miró a los ojos,
azules, mientras se removía para volver a acercarse a ella. –La llamo Hattie.
–Extendió su mano fuerte y la pasó por la delicada cabecita de la gatita–. La
encontré detrás de Hattie B’s,
el restaurante. Me la llevé directamente a casa sin pedir nada de comida,
y ya sabes lo que me gusta su pollo picante.
Holly sonrió.
–No quiero preguntar por qué estabas en el callejón trasero de Hattie B’s.
–Era la única manera de poder entrar y comer sin que me acosaran.
Se puso seria. No podía imaginarse algo así.
La gatita hizo fuerza para separarse de ella, así que la dejó vagar por el
porche y miró a su alrededor. Pasó los dedos por una de las mecedoras que
se encontraba de cara al paisaje. Eran robustas, hechas de ramas de árbol sin
pulir, pero lo bastante lijadas como para que resultasen cómodas al tacto.
–Esto es maravilloso –dijo.
Rhett pasó las manos a lo largo de la barandilla, contemplando las vistas
con el aliento flotando en el aire.
–No es una porquería, eso seguro. –Se dio la vuelta, impaciente–.
¡Déjame que te muestre el interior!
Pasó junto a ella y abrió la puerta de cristal. Holly se dio cuenta de que,
justo al lado, había una gatera para Hattie. Eso la hizo sonreír.
–Después de ti –dijo él, haciendo un gesto teatral con el brazo para
permitirle la entrada.
El fuego rugía en una chimenea de piedra más alta que ellos y que cubría
toda una pared hasta las vigas del techo abovedado. Rhett había encendido
unas velas y las llamas, junto con el resplandor de las lámparas, llenaban la
habitación. Una enorme manta de cuadros cubría un sofá de cuero que
estaba orientado hacia una pared con ventanales. Enfrente, había un viejo
tronco que usaba como mesita de café y sobre el que había esparcidas varias
revistas locales.
Mientras Holly contemplaba lo que la rodeaba, Rhett se dirigió a la
cocina que se orientaba hacia la zona del salón. Como la cocina estaba
abierta al salón, pudieron seguir hablando.
–¿Qué te parece? –le preguntó mientras descorchaba una botella de
champán. El sonido hueco llenó el espacio. Sirvió dos copas y las burbujas
danzaron sobre cada una de ellas.
–Estoy sin palabras... –contestó–. Es increíble.
–Aquí, nadie puede encontrarme –dijo él mientras rodeaba la barra y le
tendía una de las copas. Dejó la suya en el tronco y se dejó caer en el sofá,
poniendo los pies en alto. En cuanto estuvo sentado, Hattie se subió sobre él
y encontró un lugar cómodo en su regazo–. Puedo ser yo mismo. –Le dio
una palmadita al cojín que tenía al lado mientras acariciaba a la gatita.
–¿Es una locura ser Rhett Burton, la estrella?
Se sentó a su lado, con las piernas dobladas y subidas en el sofá. Hasta
ese momento, no lo había pensado, pero, para muchas personas, Rhett no
era el chico que ella conocía, sino una caricatura exuberante del verdadero
Rhett Burton. Lo había visto en la televisión: sus fans agolpándose contra
vallas improvisadas, agitando papeles y bolígrafos frente a él y apuntándole
los teléfonos a la cara mientras les firmaba autógrafos antes de subir
corriendo al escenario para actuar, cantando por encima de sus gritos.
–Sí –contestó él–, pero es una locura en el buen sentido. Me gusta.
Aunque no puedo hacerlo las veinticuatro horas del día, los siete días de la
semana, ¿sabes? A veces, necesito volver aquí y estar con la gente que sabe
quién soy...
Holly sí sabía quién era el verdadero Rhett Burton. Lo sabía todo sobre
él. Y, justo entonces, un viejo recuerdo apareció en su mente.
–Claro –comentó ella–. Está bien volver a casa con la gente que te
conoce. Como la gente que sabe que tienes un miedo terrible a las abejas...
–Ocultó su sonrisa tras la copa.
Él le lanzó una mirada desafiante, pero juguetona.
–¡Me picó en el culo!
Holly estuvo a punto de escupir el champán con una carcajada y las
burbujas le llenaron la nariz. Se llevó la mano a la boca para contener la risa
mientras el pecho se le sacudía ante el recuerdo. Le costó un momento,
pero, al final, se recuperó lo suficiente para intentar parecer seria.
–No tenías ninguna marca –dijo ella, soltando una risita de nuevo.
–No, no había marca, pero sí había un aguijón. Y, con trece años, fue muy
humillante tener que quitármelo detrás de un árbol mientras tú mirabas.
–¿Te acuerdas de que Buddy te dijo que le pusieras tabaco encima? –
Volvió a reírse, a punto de escupir de nuevo–. Nos juró que así dejaría de
dolerte.
–Por si no me sentía lo bastante humillado, ¡viene Buddy con una lata de
tabaco de mascar y me dice que me lo frote en el trasero delante de una
chica!
Holly empezó a reírse tanto que no podía parar. Casi llegó a un punto de
histeria al recordar, como si hubiera ocurrido el día anterior, a Buddy
persiguiendo a Rhett, mientras se agarraba una nalga corriendo por todo el
patio y gritando: «¡Qué dolor!». Una vez que las carcajadas disminuyeron,
se enjugó los ojos. –Qué tiempos más divertidos, ¿verdad?
Él le dedicó una sonrisa de medio lado.
–Sí, desde luego que sí. –Rhett bajó los pies del tronco y se inclinó hacia
ella con una sonrisa amplia. Hattie saltó al suelo y se dirigió a la cocina–. Y
ahora sé que jamás debo dejar que se te acerque un periodista. –Entonces,
su sonrisa desapareció–. Echo de menos aquellos tiempos. –Holly asintió–.
A veces, parecen muy lejanos. –Se puso de pie y se acercó a la ventana con
las manos metidas en los bolsillos de los pantalones–. Me gusta la versión
de mí que soy cuando estoy contigo –dijo, sin darse la vuelta.
–La persona que eres cuando estás conmigo es quien eres de verdad,
Rhett. No dejes que nadie te diga lo contrario. No tiene nada que ver
conmigo.
Al final, se volvió hacia ella y se quedó mirándola un buen rato. –Tal vez
debería llevar siempre un poco del mejunje de Buddy en el bolsillo trasero
para que me lo recuerde.
–Y si siempre llevas un poco encima, cuando estés presente, Buddy no
tendrá que preocuparse si se olvida el suyo.
Ella le restó importancia, pero sintió el peso de lo que había dicho. Él
sacudió la cabeza y soltó una carcajada.
–Me alegro de que vengas conmigo a California.
Fue entonces cuando Holly se preguntó si, tal vez, se convertiría en ese
símbolo del hogar que quería llevar en el bolsillo trasero; el recordatorio
constante de quién era, ya que parecía muy fácil olvidarse de ello cuando
estaba en la carretera. ¿Era ese el verdadero motivo por el que necesitaba
que estuviera con él? No iba a pensar en eso en aquel instante. Tan solo
tenía que disfrutar del momento.
Capítulo 26
Holly sintió los latidos del corazón en la garganta y los dedos le
temblaron mientras apoyaba la oreja contra la puerta de su dormitorio.
Escuchó una risa femenina –educada y suave– y supo que se trataba de
Katharine. Bajó la vista hacia su atuendo. Tal vez debería haberse arreglado
un poco más y mostrarse más profesional. Sin embargo, aquella era su casa,
por lo que podría resultar extraño. Escuchó la voz de la abuela y, después,
otra vez la de Katharine, aunque estaban amortiguadas y no podía distinguir
lo que estaban diciendo.
Estaba paralizada y era incapaz de mover las extremidades. La realidad
de tener a la prometida de Joe sentada en su salón la había convertido en
piedra. Aquella era la mujer con la que iba a trabajar codo con codo, la
mujer que recorrería el camino hasta el altar hacia Joe y le prometería
amarlo hasta que la muerte los separase. Estaba a punto de ver un destello
del mundo y la vida de aquel hombre. Sentía mucha curiosidad por saber
cómo se comportaban el uno con el otro. ¿Estaba Joe sentado junto a ella,
invadiendo su espacio con la rodilla tal como había hecho cuando se había
sentado junto a Holly? ¿Tendría el mismo interés en la mirada?
Armándose de valor, se obligó a agarrar el pomo de la puerta. El
chasquido que emitió sonó tan fuerte que, probablemente, fue suficiente
para alertarlos de que ya salía. Canalizó la parte de sí misma a la que se le
daba tan bien mantener el control. Después, irguió la espalda y se dirigió al
salón para saludar a la futura esposa de Joe.
La mujer se levantó del sofá. Era impresionantemente guapa. Llevaba el
pelo castaño oscuro recogido en un moño y tenía los ojos grandes y atentos.
Holly pensó en lo intimidante que debía de ser aquella mirada en un
tribunal pero, cuando le tendió una mano imponente su sonrisa era genuina.
–Katharine Harrison –dijo, dándole un apretón firme–. Me han dicho que
eres la nueva organizadora de mi boda.
–Sí –contestó, manteniendo la calma–. Hasta ahora, Brea ha hecho un
gran trabajo, pero me alegro de poder terminar de organizar todo para
vosotros.
–Puf, Brea... –comentó Katharine mientras cierta intensidad parpadeaba
en sus ojos–. Sin tu ayuda, esto podría haber acabado siendo un completo
desastre. ¡Cuánto me alegro de que Joseph te encontrara!
Mientras miraba a Joe con una sonrisa, Katharine estaba rodeada por un
aire de seguridad que giraba en torno a ella como un torbellino. En ese
momento, quedó claro que Holly no se parecía en nada a aquella mujer.
Katharine tenía confianza en sí misma y era reservada y, en cada uno de sus
movimientos, resultaba evidente que había crecido en un entorno adinerado.
Estaba dispuesta a apostar algo a que jamás había trepado hasta la copa de
un árbol o a que no había pasado su niñez buscando tréboles de cuatro hojas
para, después, al encontrar uno, correr descalza durante al menos un
kilómetro por un camino polvoriento para enseñárselo a su familia.
Katharine se acercó al fuego y se frotó las manos. En un dedo llevaba un
diamante del tamaño de una roca que, obviamente, Joe le había regalado.
Holly dirigió la vista hacia él y, por su mirada, supo que se había dado
cuenta de que había estado evaluando a su prometida. Su gesto casi parecía
de disculpa, pero no había nada de lo que disculparse. Las diferencias entre
su vida y la de Katharine eran más grandes que el Gran Cañón. No era de
extrañar que Joe hubiese sentido tanta curiosidad por ella. Era probable que
ella fuese como un perrito callejero y Katharine como un galgo de carreras.
Sin embargo, tenía que recordar que sus diferencias no la hacían menos
mujer.
–Muchas gracias por recibirme –dijo Katharine–. Me encantaría
quedarme, pero sé que Joseph ya se ha entrometido lo suficiente en vuestras
vacaciones. –Sus palabras con respecto a Joe fueron amables y más una
broma que una acusación–. Así que os quitaré ese peso de encima. –Dejó
escapar una risita ante su propia frase sin saber que permitir que Joe se
marchara era lo último que Holly quería–. He reservado una habitación en
Brentwood. Holly, supuse que tú y yo podríamos repasar juntas rápidamente
los últimos detalles antes de que nos marchemos y, después, te libraré de
todo el caos de mi boda para que tú y tu abuela podáis disfrutar.
–No me gusta pensar que habéis tenido que buscar alojamiento por no
molestarnos –dijo la abuela, que había permanecido sentada en el sofá, en
silencio–. Si queréis quedaros, sois más que bienvenidos.
–Gracias por su hospitalidad, señora McAdams –dijo Katharine. Sus
zapatos de tacón desentonaban con el tiempo y era probable que hiciesen
que pareciera más imponente de lo que de verdad era–. Sin embargo, estaré
muy ajetreada con la investigación, así que mi compañía no sería muy
divertida. Además, estaría bien estar más cerca de la finca. Me gustaría
tomarme un descanso del trabajo para ir a visitarla y que, después, Joseph
me lleve a cenar a Nashville. –Le lanzó una sonrisa a Joe–. He estado tan
ocupada que no he tenido ni un momento para relajarme, así que me
gustaría robarle unas cuantas veladas libres a mi agenda antes de lanzarme
de lleno una vez más. –Dándole la espalda a la abuela, dijo–: Joseph, ¿por
qué no te encargas de empaquetarlo todo? Yo me sentaré con Holly para
planificarlo todo.
Él se puso en pie y salió de la habitación. Holly deseó poder seguirlo y
pasar sus últimos minutos juntos hablando, pero sabía que no era posible.
De forma inesperada, al imaginárselo saliendo de la cabaña para no
regresar, sintió como si tuviera un bloque de hormigón en el pecho. Se
sentía culpable por haber pasado tanto tiempo con Rhett la noche anterior,
pero no había sido consciente de que sus días imprevistos de estar
atrapados juntos en la nieve habían llegado a su fin.
Era probable que fuese mejor así. Le daría tiempo para pasar página y
seguir con su vida, ya que no se estaba haciendo a sí misma ningún favor al
sentir lo que sentía por él. Sencillamente, no podía ignorar aquel
sentimiento involuntario de saber sin ninguna duda que podría ser alguien
importante en su vida y de que nunca sabrían lo que podría haber sido. Si
iba a romperle el corazón, era mejor que lo hiciera ya, lo más rápido
posible. Cuanto más pensaba en ello, con los recuerdos de lo bien que lo
había pasado con él dándole vueltas en la cabeza como una noria, era mejor
que se marchara pronto. Quería más tiempo para conocerlo, para descubrir
las cosas que le gustaban, las cosas que odiaba y las que lo volvían loco.
Quería volver a ver esa mirada que mostraban sus ojos siempre que lo
sorprendía con algo que había dicho.
–¿Te parece bien, Holly?
El rostro de Katharine apareció frente a ella y, cuando volvió en sí
misma, se dio cuenta de que seguía mirando con fijeza la puerta de Joe, al
fondo del pasillo.
Esbozó un gesto agradable dedicado a la joven, y arqueó las cejas en
fingido interés mientras los labios formaban la misma mueca acogedora que
cuando tenía un cliente rebelde; estaba dejándose guiar por aquel viejo
dicho que afirma que «el cliente siempre tiene la razón».
–Lo siento –dijo, poniendo una excusa–. Estaba ya enumerando cosas en
mi cabeza. Déjame que vaya a buscar el portátil y los papeles, y hablaremos
un poco en la mesa de la cocina. Abuela, ¿necesitas algo antes de que
empecemos?
–No necesito nada, querida –contestó la mujer, dedicándole una mirada
cómplice que hizo que apartase la vista.
–Estupendo –contestó–. Vuelvo en un segundo.
Cuando regresó, la abuela se había acomodado en el salón con su libro.
Katharine estaba sentada en la mesa de la cocina con la columna recta, un
espacio entre la espalda y el respaldo de la silla y las piernas cruzadas con
delicadeza. Parecía sentirse tan cómoda en aquella postura que era evidente
que así exactamente era como se sentaba la mayoría de los días. Sacó un
cuaderno y un bolígrafo del bolso Louis Vuitton que había junto a su
asiento. Holly dejó una pila desordenada de papeles sobre la mesa y estiró
las esquinas que se habían doblado mientras trabajaba en la planificación.
–He comprobado los paquetes fotográficos –empezó a decir–. Necesitan
saber cuál es la decisión final con respecto al cuadro al óleo para la pared
del retrato nupcial. Si escoges esta opción, se darán prisa con ello para
tenerlo listo el día de la boda, ya que piensan que quedaría bonito si se
expone en la entrada para que lo vean los invitados. –Comprobó los
tiempos–. Veo que tienes otra prueba del vestido. Pero ya te han tomado las
fotografías, ¿no?
Katharine estaba escribiendo en su cuaderno.
–Tengo una prueba más para unos últimos retoques en la cintura y el
dobladillo. Tenía que asegurarme de que, el gran día, me queda como un
guante, así que les pedí una prueba adicional justo antes de la boda. Ya que
estoy en la ciudad, he cambiado la cita a mañana. Han enviado el vestido
con entrega inmediata desde la tienda de Nueva York a la de Nashville.
¿Vendrás conmigo para asegurarte de que todo vaya bien? Y, después,
¿podrás llevar el vestido a la finca?
–Por supuesto. Entonces, ¿qué hacemos con las fotografías? –Holly tomó
otra nota, preguntándose si de verdad podría soportar aquello.
–Está todo controlado. Ya me hice las fotografías –contestó la joven sin
levantar la vista–. Han retocado cualquier imperfección que hubiese en el
vestido. Diles que adelante con el óleo. –De acuerdo. –Apuntó que debía
llamar al fotógrafo–. Por otro lado, los floristas no tienen flores suficientes
para el arco que has escogido. Van a necesitar que intervengan otras dos
floristas. Les di el visto bueno, ya que supuse que no querrías un arco con
decoración escasa.
–Estupendo –asintió Katharine–. Si son fáciles, puedes tomar tú sola
cualquiera de esas decisiones. Ponte en contacto conmigo solo para aquellas
cosas que no puedas solucionar sin mí. Confío en ti. Joseph me dijo que
eres increíble.
–¿De verdad? –La palabra «increíble» quedó suspendida frente a ella,
haciendo que se emocionara, pero, a la vez, causándole una sensación de
vacío en el pecho, como si estuviera perdiendo algo. Sin embargo, cuando
se dio cuenta de que Katharine la estaba mirando, se aclaró la garganta y
continuó–: ¿Qué zapatos vas a ponerte? ¿Tacones?
–Sí. Son unos Jimmy Choo –contestó ella, animándose un poco al
mencionarlos.
Holly se alegró de haber cambiado de tema con tanta rapidez y se
prometió a sí misma no volver a dejar que se entrevieran sus emociones.
–Maravilloso –dijo, volviendo a pensar en los zapatos–. ¿Has empezado a
ponértelos por casa para ensancharlos? No queremos que te salgan ampollas
mientras estés dando vueltas en la pista de baile.
Pensó en Joe haciéndola girar mientras el vestido se abría en abanico a su
alrededor.
–Buena idea –dijo Katharine como si acabase de salvarle la vida–.
Además, eso me dará la oportunidad de llevar más tiempo esos zapatos.
Holly sonrió.
–Ya he recogido mis cosas –dijo Joe, dejando la maleta a su lado con un
golpe. Dirigió la mirada a Holly–. Empezaré a traer las cajas de la boda.
–Estupendo –le contestó Katharine mientras salía de la habitación–. Solo
vamos a tardar unos minutos más. Podemos mandarnos por mensaje todo lo
demás. Además, estoy segura de que Holly pasará conmigo la mayor parte
de la semana que viene.
¿Se mantendría Joe alejado de ella la semana siguiente y la dejaría
concentrarse en su trabajo? ¿Sabría de forma instintiva que debía hacerlo
por ella? Porque, al verlo en aquel momento, con la maleta reposando
solitaria en el centro de la cocina, ya lo echaba de menos. Extrañarlo era
parte del proceso, pero tener que pasar tiempo con él era otro asunto. Solo
hacía que superar sus sentimientos fuese más difícil.
–¿Llamarás mañana a la oficina para ver si podemos entrar en la finca? –
preguntó Katharine–. Joseph me ha dicho que eres muy detallista, y me
gustaría consultar contigo un par de cosas. Joe apareció de nuevo con los
brazos llenos de cajas. Atravesó la habitación y salió por la puerta delantera.
–Por supuesto. –Anotó algo y se frotó la nuca.
Joe volvió a entrar, dando un portazo.
–Ya está todo en el coche –anunció.
Y así, sin más, no quedó nada de él en la cabaña. Como el resto de los
huéspedes que había pasado por allí antes que él, había hecho las maletas e
iba a marcharse. Katharine cerró el cuaderno y lo metió dentro de su bolso.
La abuela, que había permanecido en silencio todo aquel tiempo, se levantó
de su asiento para despedirse.
–Vamos a divertirnos un poco –le dijo a Joe su prometida mientras se
acercaba a él y lo tomaba del brazo–. Lo necesito. He encontrado un
restaurante precioso en The Gulch con una carta de bebidas tan larga como
Long Island. Sirven cóctel Frosé. Joe no miró a Holly a los ojos y a ella le
preocupó que pudiera notar el dolor que sentía al verlo partir. Tragó saliva,
sintiendo como si tuviera cemento en la garganta.
–Me alegro mucho de que Joe te encontrase, Holly. No me cansaré de
decirlo –dijo Katharine, que estaba junto a él–. Es un placer que formes
parte de nuestra boda.
Ella forzó una sonrisa, abrumada por la ironía de aquellas palabras.
–Gracias por... todo –dijo Joe, mirándola finalmente a los ojos y
volviéndose después hacia la abuela.
–Esto va a estar muy tranquilo sin ti –dijo la mujer–. He disfrutado de
que pasaras las Navidades con nosotras.
Él sonrió.
–No lo olvidaré. –Volvió a lanzarle una mirada rápida–. Supongo que
esto es un adiós. Al menos, por ahora.
Asintió, incapaz de pronunciar una sola palabra.
Katharine se abrió paso hacia la entrada y Joe la siguió para abrirle la
puerta. Le colocó la mano en la parte baja de la espalda para que saliera al
porche de forma segura.
–Pasadlo bien en Nashville –dijo la abuela, despidiéndose con la mano.
Holly se mordió el labio mientras contemplaba cómo se marchaban.
Capítulo 27
Tras la prueba del vestido, Holly arregló todo para que les abrieran la
finca y pudieran ver la propiedad. Katharine estaba callada, pero sus
comentarios parecían decididos, haciendo que Holly se preguntara si estaba
preparándose mentalmente para el gran día. Después de todo, dado que era
abogada, su vida laboral al completo se basaba en prepararse para cualquier
cosa que le pusieran por delante. Tal vez aquel fuese el motivo de su titubeo
durante la prueba del vestido: no estaba acostumbrada a tener que depender
de otros. Para que un matrimonio funcionase, hacían falta dos personas, por
lo que no tenía control sobre Joe. Para ella, eso tenía que ser difícil.
Una vez terminados los últimos retoques del vestido, era el momento de
plantear la colocación de la comitiva nupcial, de los músicos, el arte y las
diferentes mesas.
Tenían varias horas libres, así que Holly decidió comer temprano y, tras
decirle a Katharine que se reuniría con ella en la finca, la futura novia
regresó a su hotel.
Mientras mordisqueaba un sándwich en un restaurante local de comida
para llevar, se dio cuenta de que tenía una notificación. Se trataba de un
correo electrónico con el asunto «El niño». Lo abrió con curiosidad. Se
trataba de un correo sin firmar y escrito desde una dirección tan críptica
como el mensaje: 786@hb.com. Leyó lo que decía.
¡Hola!
Muchas gracias por tu correo. Me gustaría que le dijeras que a Joe
Barnes le encantaría conocerlo. ¿Puedes darme algún tipo de información
para demostrarme que lo conoces de verdad?
Muchas gracias,
Holly McAdams
Querida Holly:
Puedo decirte que Joe nació el 8 de julio de 1986. Espero que eso sea
suficiente de cara a la verificación.
No sabía cuándo era el cumpleaños de Joe, así que podría ser cualquier
cosa... Miró fijamente la fecha, pensando que, si era cierta, le alegraba
conocerla. Era un bebé del verano, como ella. El 8 de julio... Repasó la
fecha mentalmente: Ocho. Siete. Ochenta y seis. Hizo una pausa y volvió a
mirar la dirección de correo electrónico. «786@hb.com». ¿Ese «786» hacía
referencia a julio del 86? Entonces, se fijó en las letras de la dirección:
«hb». Harvey Barnes. Había configurado el mensaje para que fuese público,
así que podría tratarse de cualquier persona y, además, había mucho loco
por ahí suelto. Podría ser una broma. Parecía demasiado fácil. Leyó el resto
del correo.
Antes de que sigamos adelante, necesito algo más para estar convencida.
Lo siento, pero tengo que ser cuidadosa, ya que encontrarlo no es algo que
Joe se tome a la ligera.
¿Vienes ya o no?
Rhett.
Tecleó en la pantalla mientras sus pies se movían a una velocidad récord.
Él respondió:
Nueva York era muy diferente al lugar en el que Holly había vivido la
mayor parte de su vida. Había pasado los últimos doce meses viajando
y solo una semana la pasó en compañía de Rhett, a quien le habían bastado
aquellos siete días para darse cuenta de que estaban mejor siendo amigos.
En la última noche del viaje que hicieron juntos, mantuvieron una larga
conversación y jamás olvidaría lo que le había dicho:
–Creo que lo unidos que estamos me ha confundido durante un tiempo.
Te quiero muchísimo. –Le había dedicado una de aquellas sonrisas
contagiosas–. No se parece a ningún otro tipo de amor que haya
experimentado antes. Es diferente al amor que siento por mi madre, por tu
abuelo o incluso por mis exnovias. Cuando encuentre las palabras para
describirlo, escribiré una canción al respecto. –Ella había extendido el brazo
hacia él por encima de la mesa. Jamás se había sentido tan unida a él como
en aquel momento–. Esta semana que hemos pasado juntos, lejos del ruido
de otras personas, de nuestro pasado, de las expectativas y de todo lo que
nos rodeaba, me ha proporcionado mucha claridad. Me ha dado la
oportunidad de revisar concienzudamente qué era lo que quería obtener del
hecho de que estuviéramos juntos. Y ahora sé que estamos mejor siendo
amigos. Solo quiero que seas feliz.
Al día siguiente, antes de que saliera para su siguiente vuelo, había vuelto
a besarla, aunque, en aquella ocasión, fue en la cabeza. Después, se llevó
dos dedos a los ojos y la señaló con ellos.
–Me gusta mi mundo –le había dicho.
Mientras se dirigía hacia la puerta, Holly se volvió por última vez.
–Oye –le había dicho antes de lanzarle una lata. Rhett la había atrapado y
había bajado la vista hacia el paquete de tabaco que tenía en las manos–, lo
he confirmado con Buddy. Es la marca que consume.
Fue en aquel momento cuando su amigo se acercó corriendo hasta ella
para abrazarla.
Holly había decidido utilizar parte del dinero que el abuelo le había
dejado para viajar sola, recorriendo Estados Unidos y Europa. Sin embargo,
dejó para el final el lugar al que siempre había querido viajar.
Todavía pensaba en Joe. No habían vuelto a saber nada el uno del otro,
pero tampoco se había puesto en contacto con él. Hubiese sido demasiado
duro seguir en contacto. Se había planteado volver a casa para estar con su
familia, pero quería aislarse una temporada para encontrarse a sí misma y
plantearse qué era lo que de verdad deseaba en la vida. Ni siquiera le había
contado a la abuela que estaba viajando sola cuando la llamaba
semanalmente.
Durante el viaje, había decidido empezar su propia firma de diseño
especializada en restauración y reutilización creativa de herencias
familiares. También había pensado en organizar bodas, pero decidió que
prefería emplear sus habilidades en una línea de trabajo más tranquila. De
hecho, ya había completado varios trabajos de decoración a lo largo del
país. Se había reunido con los clientes para hacerse una idea de cómo
querían que incorporase los diferentes muebles en su diseño de la estancia.
En Seattle, uno de sus clientes le había pedido que cambiara por
completo un viejo baúl para convertirlo en el armazón de un fregadero de
cocina de estilo rústico. Le habían colocado patas, habían taladrado los
agujeros para las tuberías y el propio fregadero y le habían dado un acabado
brillante desgastado con un barniz muy claro. Después, le habían colocado
encima un fregadero de porcelana y lo habían completado con grifos de
níquel pulido y una encimera de granito. Con un jarrón de flores silvestres
junto al grifo, había quedado digno de las fotografías de una revista. Aquel
había sido su proyecto favorito. En Nashville, no había nada parecido a su
negocio y sabía que encontraría un hueco en el mercado. Planeaba empezar
poco a poco, con una página web sencilla y despejada y dedicándose a unos
pocos proyectos que de verdad la inspirasen. Había subido a la página las
fotografías de los trabajos que había hecho hasta entonces y la nueva cuenta
de correo electrónico que había creado ya se estaba llenando de solicitudes.
Por eso, había creado un cuestionario para que la ayudara a escoger qué
proyectos quería hacer. La primera pregunta era: «¿Hay algún mueble en
concreto que quieras incorporar? Cuéntame cuál es su historia y cómo te
inspira». Aquello era lo que, al fin, había comprendido sobre el abuelo.
Jamás había perseguido el dinero o la «Gran Oportunidad» porque eran las
cosas pequeñas las que lo inspiraban, y de eso trataba la vida en realidad.
Tal como él solía decir, no había trabajado ni un solo día en su vida y eso
había sido posible porque había pasado toda su vida profesional sumergido
en un sueño, tal como estaba ella en aquel momento. No podía imaginarse
nada mejor.
También quería compartir todos los muebles maravillosos de su infancia.
Unos recuerdos así no deberían estar amontonados en un granero. Cuando
estuviera en casa, tenía planeado restaurar algunos otros muebles del
abuelo, presentarlos como opciones únicas de diseño y ofrecer un servicio
de consultoría gratuito en la zona de Nashville sobre cómo colocarlos en
una habitación para asegurarse de que ocupaban el mejor lugar. Estaba
impaciente por ver los muebles del abuelo en sus nuevos hogares, formando
parte de otra generación creando sus propios recuerdos familiares.
También estaba impaciente por contárselo todo a la abuela, pero no desde
Nueva York. Retrasaría la noticia hasta que estuvieran juntas.
–Rhett me ha llamado –le dijo la mujer por teléfono.
Holly dio un sorbo a su latte con chocolate blanco y menta mientras
contemplaba la calle neoyorquina que transcurría frente a Rona’s. La gente
pasaba en medio del bullicio, cargada con paquetes navideños, caminando a
paso rápido con sus botas y zapatos de invierno mientras la nieve caía a su
alrededor. –Supuse que te llamaría por Navidad –le contestó, sujetando la
taza caliente con una mano y el teléfono con la otra.
–Me ha dicho que tomasteis caminos separados.
–Sí. –Holly bajó la vista a la bebida. Las campanitas de la puerta
anunciaron la llegada de otro cliente. Concentrada en la llamada, no alzó la
vista–. Siempre seremos muy buenos amigos, abuela, pero necesitaba algo
de tiempo para mí misma. –Lo sé, cariño.
–Él sabe que lo quiero. Me prometió que me llamaría cuando acabase la
gira.
–Estoy segura de que lo hará. –Holly casi podía notar la sonrisa de la
abuela al otro lado de la línea–. ¿Cuándo llega tu vuelo? –Por la tarde. Sale
a las tres en punto. –Se apartó el teléfono de la oreja para comprobar la hora
y, después, volvió a la llamada–. Me quedan cuatro horas. Volveré a casa
por Navidad, tal como te prometí.
–Mi chica vuelve a casa. ¡Por fin! Estoy impaciente por verte. –Yo
también me muero por verte. ¿Va a ir todo el mundo? ¿Toda la familia?
–Sí. Llegarán en cualquier momento. ¡Tengo la cabaña llena de comida!
–¡Qué emoción! Te llamaré en cuanto aterrice en Nashville, ¿de acuerdo?
–De acuerdo, querida.
Estaría bien ver un rostro conocido. Había pasado toda una semana sola
en Nueva York, haciendo turismo, pero, aquella mañana, su determinación
había flaqueado y había buscado cerca de Times Square la cafetería Rona’s,
aquella de la que Joe le había hablado hacía tanto tiempo. Todavía
conservaba el cuadro que le había comprado en la galería de arte. Lo había
metido en la maleta antes de marcharse con Rhett y lo había llevado
consigo todo aquel tiempo.
La cafetería era un sitio íntimo y confortable, lo bastante apartado de la
calle bulliciosa como para poder entrar en calor junto a la pequeña
chimenea, beberse el café y leer un libro, pero a la vez seguir disfrutando de
una buena vista a través del enorme ventanal enmarcado por guirnaldas
navideñas. El ambiente acogedor y relajado era totalmente de su estilo y
entendía por qué Joe había pensado que le gustaría. Era como un pedacito
de casa en el centro de la ciudad. Podía imaginarse a los padres de Joe
charlando ante unas tazas humeantes, manteniendo conversaciones
silenciosas con los ojos y entreteniéndose porque ninguno de los dos quería
marcharse. El lugar tenía ese tipo de atmósfera.
Tal vez, algún día, tendría la suerte de encontrar a una segunda persona
que iluminase sus días tal como había hecho él. Aquel era el pensamiento
que hacía que conservase el calor en las noches frías, a pesar de que no
siempre creía que fuese posible. Joe era maravilloso de un modo único, por
lo que las oportunidades de encontrar a alguien que pudiera acercarse
siquiera a cómo la hacía sentirse le parecían imposibles.
Si la vida fuese como en las películas, él cruzaría la puerta con ímpetu, la
rodearía con sus brazos y se encaminaría con ella hacia el final feliz. Sin
embargo, mientras miraba a su alrededor y contemplaba todos aquellos
rostros desconocidos, supo que, en realidad, las cosas no ocurren así. Y no
pasaba nada. Ella solo quería que él fuese feliz y que hubiese encontrado en
Katharine a su alma gemela. También se preguntaba cómo habrían ido las
cosas con Harvey. ¿Habrían aceptado el pasado y habrían empezado a
construir un futuro como padre e hijo? Esperaba que sí.
Haber pasado tanto tiempo sola le había enseñado a valorar el tiempo que
pasaba en familia y estaba muy ilusionada por regresar junto a la abuela. La
mujer le había dicho que, al día siguiente, Otis iba a celebrar su habitual
reunión de Nochebuena. Holly podría ver a Tammy, a Kay, a Buddy y a
todos los demás amigos que, para ella, eran como familia. Además, gracias
a la invitación de la abuela, también su propia familia iba a estar presente.
Su madre, su padre, su hermana, Alicia, con su marido, Carlos, y la pequeña
Emma. Todos iban a estar allí. Estaba lista para volver a la vida que tan bien
conocía. Aquel año, echaría en falta que Rhett estuviese presente, pero
estaba segura de que volvería a casa y de que, con el tiempo, pasaría otra
vez las Navidades con ellos, como siempre había hecho. Estaban aún más
unidos. Después de exponerse todo lo que pensaban, su amistad se había
vuelto más fuerte y estaban mejor que nunca. Deseaba que pudiera estar
aquel año, pero estaba siguiendo su corazón, viviendo su sueño allí donde
se suponía que debía estar.
Como la nieve estaba cayendo con más fuerza en Nueva York, se terminó
el café, volvió a meter el libro en la maleta y se incorporó de nuevo al
hermoso caos navideño que solo una ciudad como aquella podía
proporcionar. Recorrió varias calles secundarias hasta llegar al Rockefeller
Center. Allí, echó un último vistazo al árbol de Navidad que deslumbraba a
los transeúntes. Después, cuando sintió que estaba lista para marcharse,
paró un taxi para ir al aeropuerto.
El vuelo hasta Nashville fue bastante tranquilo, pero sintió que el sueño
causado por el viaje se apoderaba de ella. Había sido un año muy largo.
Dejó las maletas en la cabaña. El olor de la comida de la abuela, las maletas
de toda su familia esparcidas por cualquier hueco libre y los juguetes de
Emma casi la hicieron llorar. Se dio una ducha rápida para quitarse de
encima el cansancio del aeropuerto. Después, se puso un conjunto nuevo
que se había comprado en Nueva York y se dirigió al granero de Otis para
ver a la abuela y a su familia.
Como todos los habitantes del pueblo habían acudido aquel año, el lugar
estaba bastante concurrido. Escudriñó los rostros en busca de la abuela,
saludando a la gente con la mano. Kay la abrazó y la pequeña Hattie, la
gatita, correteó a su alrededor con un cascabel en torno al cuello.
–¿Me estabas buscando? –le preguntó la abuela, que estaba detrás de ella.
Holly se dio la vuelta y rodeó a la mujer con los brazos, inhalando su
aroma. La sensación acogedora del hogar le resultó tan fuerte en ese
momento que dudó de si alguna vez podría volver a marcharse. Había
necesitado pasar un tiempo fuera para apreciar de verdad lo que tenía allí y
ahora sabía que aquel era su lugar. Si bien no era como el final feliz de las
películas, era real y maravilloso. Y era suyo.
–Todos te están esperando –dijo la abuela, apartándose de ella y
dedicándole la sonrisa más bonita que le había visto esbozar en años–. Date
la vuelta.
Siguió la mirada de la mujer y soltó un gritito al ver a su hermana Alicia,
a Carlos, a la hija de ambos, Emma, y a sus padres. Todos ellos le sonreían.
Su sobrina corrió hasta ella y le rodeó la cintura.
–¡Qué alta estás, Emma! –le dijo, reprimiendo las lágrimas. Saludó a
todos los miembros de su familia con un abrazo enorme, emocionada de
que todos estuvieran allí.
–¿Quieres que vayamos a una mesa? –sugirió la abuela–. Los pies me
están matando. –Todos se acomodaron y Holly notó el silencio que cayó
sobre ellos–. Tengo una sorpresa para ti.
Y entonces, cuando pensaba que no podría sentirse más feliz, un primer
acorde muy familiar resonó en el escenario, reclamando su atención. Se
llevó las manos a la boca abierta a la vez que Kay se sentaba en una silla
vacía que había a su lado con Hattie en el regazo.
–Se ha tomado dos días libres solo para venir –le dijo la mujer,
rodeándole los hombros con un brazo.
Rhett había cambiado la letra de la canción que habían empezado las
Navidades anteriores, aquella que decía: «Se ha marchado...». En aquella
ocasión, lo que cantó fue: «Se ha marchado, pero me acompaña allá donde
voy. En la carretera, en las frías noches de hotel, su sonrisa es lo que queda.
Mi mejor amiga, mi chica». Le guiñó un ojo y ella usó su viejo gesto,
apuntándose los ojos con dos dedos y, después, señalándolo a él como
símbolo de su unión como amigos y su nueva promesa de siempre estar ahí
para ella.
Cuando todo el mundo se hubo calmado y charlaba tranquilamente, Rhett
empezó a tocar una canción nueva que hablaba sobre el amor y las almas
gemelas.
–Holly, sube aquí –le dijo entre verso y verso.
Se preguntó qué estaba haciendo. Le recordaba demasiado a la última vez
que le había profesado su amor, así que dudó, ya que no estaba segura de
cuáles eran sus intenciones. Sin embargo, era diferente a la última vez.
Sacudiendo los brazos entre acordes para que se acercara, la instó con una
sonrisa a que se uniera a él.
Ella frunció las cejas, intentando mostrar su confusión, pero él le hizo un
gesto con el dedo que quería decir: «Ven aquí». Un cosquilleo le recorrió las
extremidades y se le aceleró el corazón. Lo había entendido, ¿verdad? Le
había dejado claro que solo eran amigos... ¿No iría a decirle que había
cambiado de opinión y que seguía sintiendo algo por ella, no? Él seguía
cantando sobre el amor con los ojos puestos en ella, haciendo que sintiera
un vacío en el estómago por la inquietud. Volvió la vista hacia su familia,
pero todos parecían estar intercambiando miradas que no le desvelaron
nada.
Todo el mundo había dejado de hacer lo que estaba haciendo y las
conversaciones habían cesado. Los ojos de Tammy, así como los de muchos
otros, estaban fijos en ellos. Probablemente, también se estarían
preguntando si aquello iba a ser una repetición del año anterior. Poco a
poco, subió los pocos escalones que había para unirse a él. Otis había
instalado más puntos de luz para ocasiones como aquella y varios haces de
luz blanca la deslumbraron. Con los ojos entrecerrados, miró a Rhett, cuyo
rostro quedaba oculto tras los puntitos brillantes que se habían formado ante
sus ojos. Él terminó la canción. –Tengo un paquete para ti –dijo su amigo.
Su voz resonó a través del micrófono en medio del silencio que se había
hecho en cuanto se subió al escenario con él. De un taburete que tenía
detrás, tomó una caja que parecía contener un pastel–. Ábrela –insistió con
una sonrisa de medio lado.
Con indecisión, Holly alzó la tapa y encontró un pastel de boniato que
llevaba un mensaje escrito con el glaseado: «Creo que podría enamorarme
de ti». El miedo la invadió mientras miraba a Rhett en busca de respuestas.
¿Acaso no habían dejado claro aquel asunto? Y, ahora, todas aquellas
personas los estaban observando. Aquello era horrible.
–¿Qué dice? –preguntó alguien desde el público.
Con el corazón latiéndole como un tambor, buscó una explicación en el
rostro de su amigo, pero él seguía manteniendo aquella sonrisa
desquiciante. Se sentía enferma y mareada. Entonces, el gesto de Rhett se
suavizó, como si quisiera decirle que no pasaba nada.
–Cuando te marchaste tú sola de viaje te dije que tan solo quería que
fueras feliz, ¿te acuerdas?
–Sí.
Sin embargo, tenía que saber que él no era la persona capaz de hacerla
feliz. ¿Cuántas veces tenía que decírselo? «Abu –pensó para sus adentros–,
mándame un poco de magia navideña. Haz que esto sea algo maravilloso y
no algo horrible».
–Como tu mejor amigo, quería estar aquí para ofrecerte mis bendiciones
–dijo él, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la pista que había
frente al escenario.
La luz del foco desapareció, dejando unas manchas más grandes en su
visión mientras intentaba enfocar a la persona que estaba de pie abajo,
frente a ellos. Al principio, no era más que una sombra, pero, cuando su
visión se aclaró, divisó los hombros cuadrados, el cabello perfecto, la
gabardina azul marino... De pronto, toda la imagen se volvió nítida y ahí
estaba. «Joe».
Escudriñó todos los rostros que había frente a ella para asegurarse de que
no estaba soñando. En el centro de la multitud, Tammy estaba extasiada y la
abuela mostraba una sonrisa tan resplandeciente como el sol. Buscó a
Katharine frenéticamente, pero no la encontró. ¿Qué estaba ocurriendo?
Joe subió los peldaños para unirse a ella en el escenario, mirándola
fijamente, y ella sintió como si no hubiera pasado ni un solo día. Estaba tan
feliz de verlo como lo había estado la última vez que estuvieron juntos.
–Te casaste... –dijo. La sorpresa hizo que sus palabras tan apenas fueran
audibles.
Él negó con la cabeza.
–Katharine y yo lo cancelamos juntos. –Dio un paso hacia ella mientras
todos los contemplaban–. No te quedaste el tiempo suficiente para
presenciarlo.
Holly ahogó un grito y se llevó una mano nerviosa a la boca. –Pero... ¿y
la boda? –preguntó entre los dedos.
Él dejó escapar una sonrisa.
–Discutimos antes del ensayo. Cuando tú y yo nos conocimos, estaba
solo en la cabaña porque llevábamos un tiempo discutiendo mucho por
nimiedades y yo no estaba seguro de si debía casarme, así que quise
concederme un poco de tiempo para pensar. Me di cuenta de que debía
hacer lo mejor para ella por cómo mi padre había tratado a mi madre. –Las
luces estaban enfocadas en él y, dado que Rhett se había apartado a un lado,
todo el escenario era suyo, pero a él no parecía importarle–. Le había hecho
una promesa a Katharine y estaba dispuesto a llevarla a cabo, pero, mientras
estábamos cara a cara frente al altar, fue como si ambos entráramos en
razón. Decidimos juntos que ya no nos queríamos. Ambos sabíamos que
casarnos no era lo correcto. –Le colocó las manos en la cintura y la miró a
los ojos–. Hacía tiempo que no amaba a Katharine y ella se sentía igual. Me
dijo que también se había sentido presionada.
–¿Está bien?
–Está muy bien. Creo que, ahora mismo, está saliendo con un abogado
dedicado a la propiedad intelectual –le contestó con una sonrisa.
Le alegraba oír que ella había pasado página, pero esa idea hizo que
volviera a centrarse en Joe y en lo que, claramente, todavía tenía que
decirle.
–¿Y tú? ¿Cómo estás tú?
–Muy bien. –Sus ojos y sus manos, apoyadas con ternura en sus caderas,
decían más que eso–. Holly, no supe lo que era el amor de verdad hasta que
te conocí –dijo–. Lo que me hizo darme cuenta de ello es que, mientras te
veía marcharte aquel día, durante la boda, no podía superar mis
sentimientos por ti. Pero quería estar seguro de que, cuando viniera a decirte
lo que siento, ambos estuviésemos en la situación adecuada para admitir
algo así. –La acercó un poco más a sí mismo–. Las Navidades pasadas, me
enamoré de ti por completo. Me pilló por sorpresa y he pasado el último
año intentando olvidarte. Pero no he podido. –Me ha llamado casi cada día
para preguntar cómo estabas, Holly –dijo la abuela desde su asiento–. Sabía
que sentía lo mismo mientras estuvo en la cabaña. ¡Era evidente! Pero me
guardé el secreto.
El granero de Otis estaba sumido en el más absoluto silencio mientras
todos los miraban.
Holly se enjugó las lágrimas. Por la expresión de la cara de Joe, sabía que
la estaba retando a que le dijera lo que pensaba, pero el nudo que tenía en la
garganta era tan grande que no podía hablar.
–Acabo de darme cuenta de que soy la segunda persona que te declara su
amor en este escenario. –En ese momento, él y Rhett intercambiaron un
gesto de camaradería que hizo que sonriera a pesar de las lágrimas. Joe alzó
un dedo–. Además, yo no sé cantar. Pero sí soy el primero en hacerlo con un
pastel.
Se quitó el abrigo con un movimiento de los hombros y lo dejó en un
taburete. Después, la atrapó entre sus brazos. Holly sollozó y se rio al
mismo tiempo. Cuando al fin fue capaz de hablar, dijo:
–He estado pensando en ti todo el tiempo. No podía quitarte de mi
cabeza.
Él le limpió una lágrima de la mejilla.
–¿Crees que tú también podrías enamorarte de mí?
–Ya lo he hecho.
Aquella curiosidad que consumía sus ojos desapareció de su vista cuando
le tomó la cara entre las manos y posó los labios sobre los suyos. La sangre
le palpitó por todo el cuerpo como si fueran fuegos artificiales y el ritmo de
sus labios moviéndose al unísono le pareció la cosa más perfecta que había
sentido jamás. Todos los presentes en el granero se volvieron locos,
lanzando vítores, pero en lo único en lo que Holly podía fijarse era en lo
absolutamente perfecto que era. El montaje propio de una película volvió a
ella con plena fuerza: la sensación de que sus brazos la rodearan, cómo se
había sentido entrelazada con él aquella mañana en el sofá... Sin embargo,
en aquella ocasión, no tenía que quitárselo de la cabeza; en aquella ocasión,
estaba entre sus brazos y sabía que no era más que el principio...
Cuando al fin ambos fueron conscientes de dónde se encontraban y
redujeron el ritmo a algo más respetable, Joe se apartó y le sonrió.
–¡Ah! ¡Joey y Holly! –exclamó Tammy entre la multitud con una mano
en el corazón–. Hacéis muy buena pareja.
Ambos se rieron.
–Desde luego, soy más «Joey» que «Joseph» –dijo él–. Y esto es lo más
parecido a un hogar que he conocido nunca. –Holly se puso de puntillas y
volvió a darle un beso–. Adivina –añadió él con los ojos resplandecientes–:
Voy a pasar aquí todas las Navidades. Y mira quién ha venido conmigo.
Señaló la mesa en la que estaba sentada su familia y, aunque tuvo que
forzar la vista para ver algo más allá de las luces, vio que, sentado entre su
madre y la abuela, estaba Harvey. Él la saludó con la mano alegremente.
Holly tomó aire, sorprendida, pero feliz por ambos. Estaba impaciente por
que le pusieran al día de las cosas que habían hablado entre ellos. Dejó que
su mente divagara con la gran celebración que iban a suponer aquellas
Navidades con todos presentes: tanto su familia, como la de él.
–Feliz Navidad –le susurró Joe al oído.
–Feliz Navidad. –De pronto, Holly se detuvo–. ¡Oh! Este año tampoco
tienes regalos bajo el árbol.
Él se rio.
–Bueno, siempre nos quedará Puckett’s.
Se llevó la mano al bolsillo y sacó sus llaves, sacudiéndolas frente a ella
con el llavero de «Joey» en el extremo.
–¿Estáis todos listos para bailar? –dijo Rhett, interrumpiéndolos–. Holly,
empezad tú y Joe.
Con la guitarra entre las manos, empezó a tocar Run Rudolph Run de
Chuck Berry. Joe abrió los ojos de par en par.
–Este tema es rápido. ¿Significa eso que tengo que bailar en línea?
–¡Por supuesto! –exclamó ella, arrastrándolo por los escalones hacia la
pista de baile.
Harvey fue corriendo hasta ellos y le tendió a su hijo la gorra de
camuflaje que Holly le había comprado el año anterior. Después, volvió a la
mesa. Joe se la puso en la cabeza e hizo que ella se partiera de risa. Lo tomó
del brazo e hizo que atravesaran la pista de baile hasta detenerse de golpe.
Ella alzó la vista hacia sus ojos en busca de la razón de aquella parada tan
abrupta y su mirada la devoró.
–Tengo que confesarte algo –dijo él. Ella esperó–. Me parece que, por
fin, creo en la magia.
Holly echó la cabeza hacia atrás y se rio antes de que él la abrazara y se
besaran. En aquel momento, hizo que ella también sintiera la magia. Pensó
en cómo la mera mención de su nombre hacía que le palpitase el corazón,
en la explosión de nervios que le producía un roce inintencionado y en
cómo todo el vello de los brazos se le erizaba como respuesta al modo en
que decía su nombre. Aquello no tenía nada que envidiarle a la magia.
Aquella noche, la magia de la Navidad la rodeaba por todas partes.
De pronto, la música se detuvo con un chirrido que hizo que se apartara
de él para mirar a Rhett.
–¡Tenéis que dejar de besaros para bailar! –bromeó su amigo desde el
escenario mientras todo el granero estallaba en carcajadas–. ¿Puede
ayudarlos todo el mundo, por favor? –añadió, dirigiéndose al público.
Poco a poco, todos empezaron a inundar la pista de baile y Rhett
continuó la canción, haciendo que la melodía los envolviera.
–Vosotros dos –dijo Otis, dando golpecitos en el suelo con los pies
mientras la abuela le estrechaba las manos–, vamos a enseñaros cómo se
hace.
Con una gran sonrisa, Holly se inclinó hacia Joe y le robó un último beso
antes de sumergirse en la noche al ritmo del baile.
Una carta de Jenny
uchas gracias por leer Sucede siempre en Navidad! Espero que hayas
¡Mdisfrutado la historia de Holly y que, en ella, hayas encontrado un
reconfortante escondite navideño.
Si te gustaría que te mandase un mensaje cuando salga mi próximo libro,
puedes registrarte aquí mientras te preparas un chocolate caliente:
www.bookouture.com/jenny-hale
ISBN: 978-84-19620-31-6
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