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Clara Álbori

Las hojas de tu ventana

Prólogo

Aquel columpio chirriaba como un demonio y los tímpanos de Kyra estaban


a punto de reventarle con ese horroroso sonido. Bueno, sonido. No era
exactamente el término. Su profesora de música lo habría denominado más bien
ruido, aunque con todo se podía crear maravillas. Salvo ella. Estaba claro que su
don no era el de la música, pero su abuela materna había insistido en apuntarla a
unas clases particulares.

Según ella, era para desarrollar más sus capacidades y potenciar su


hemisferio derecho. Su abuela era una psicóloga ya jubilada, pero amaba la carrera
que había estudiado y no podía evitar tener esa deformación profesional. A Kyra le
explicaba muchísimas cosas, como esa cosa rara del hemisferio derecho, pero ella
no entendía a qué se refería exactamente. Suponía que su abuela quería que
siguiera sus pasos, pero era pronto para saberlo. Al fin y al cabo, ella solo tenía
ocho años y lo que en ese momento deseaba, era ser una niña normal.

Le gustaría llevar a sus pocas amigas a su casa para jugar en su cuarto con
sus muñecas y sus disfraces, pero sabía que no podía hacerlo. Una norma que su
abuela había impuesto desde que se mudó junto con ella y su madre, había sido
prohibir la entrada de otras personas en casa. Kyra era muy pequeña para
entender la situación que la rodeaba, pero sabía que el motivo de esa norma, era
Charlotte: su madre. No era como las otras madres. Ellas eran cariñosas, alegres,
preparaban meriendas sabrosas para sus hijos, les llevaban al parque y por las
noches les leían un cuento para dormir. Charlotte no era así. Bueno, a veces sí que
se encontraba feliz, contenta, eufórica y le regalaba mil cariños a Kyra, pero cada
vez que eso ocurría, en vez de alegrarse, la niña lo que hacía era asustarse porque
sabía qué sucedería después de ese estado: lloros, gritos, amenazas, días sin que su
progenitora saliera de su cuarto y discusiones con su abuela para evitar que su
madre cogiera un cuchillo o se subiera a la ventana para precipitarse por ella.

Kyra no podía decir que fuera una niña feliz. Tenía sus momentos buenos,
como todo el mundo, pero los malos ganaban por goleada. Por ello, había
aprendido a disfrutar y rascar lo máximo posible de esos buenos instantes. Como
cuando su abuela y ella cocinaban galletas o ella le contaba relatos sobre las
heroínas históricas de todo el mundo. Su abuela era una mujer muy inteligente y le
fascinaba todo lo nuevo que conocía. Aquello se lo estaba inculcando a su nieta
que, cuando quería dejar de vivir su realidad, leía libros sobre esas grandes
mujeres de las que su abuela le hablaba. Aquellos libros no eran los más adecuados
para ella, era más, habían pertenecido a su padre antes de que él se fuera, pero le
apasionaban y no había nada malo en ellos.

Ese día era uno de esos en los que necesitaba huir de los problemas, pero no
tenía a mano uno de sus libros, así que había decidido ir al parque abandonado
frente a la gran laguna de la ciudad. Era un lugar precioso, pero la gente de allí, le
había cogido miedo debido a los niños que, durante los años, se habían ahogado en
esas aguas. Finalmente, le habían apodado como la laguna maldita. La gente decía
que, si te acercabas a ella cuando la luna estaba en lo más alto del cielo, ya no
volverías a ver un nuevo amanecer. Y si lo hacías en luna nueva, tu familia también
sería maldita. Esa leyenda tenía ya más de cien años, al igual que ese columpio, así
nadie pisaba ese tranquilo lugar. Kyra lo agradecía, además, ella no creía en esos
cuentos de viejas.

Volvió a impulsarse y frunció el ceño, molesta por el estruendo de aquellas


cadenas oxidadas. Suspiró y clavó su mirada en la funda negra de su viola. No
quería regresar a casa. Sabía qué se iba a encontrar y su abuela la mandaría a su
cuarto para más tarde, subirle la cena. Para estar encerrada, prefería quedarse allí.

Elevó la cabeza y observó la copa del enorme árbol que se encontraba sobre
ella. Sus hojas ya estaban adquiriendo los preciosos colores del otoño y algunas de
ellas ya habían caído dejando en el suelo un manto amarillo, naranja, verde y
marrón. Daban ganas de saltar sobre ellas, parecían mulliditas, pero Kyra sabía
que, si lo hacía, acabaría con un buen golpe.

Sin darse cuenta, se pasó horas observando cómo algunas de esas hojas
caían. Grandes, pequeñas, medianas. Daba igual su tamaño o su color. A todas les
aguardaba el mismo destino, pero no por ello perdían su hermosura. Lo único que
ocurría con ellas era que iban a acabar en un cubo de basura.

Esa realidad, la entristeció, por lo que bajó de un salto del columpio y cogió
su viola para correr hasta donde se encontraban las hojas. Abrió el estuche y
guardó en él todas las que pudo. No sabía muy bien qué iba a hacer con ellas, pero
sentía la necesidad de salvar a algunas de su horrible final. Eran demasiado bonitas
como para dejarlas en el olvido.

El reloj del ayuntamiento sonó dando las siete de la tarde. Debía regresar ya,
pero aquel día lo hacía un poco mejor. Tenía que pensar qué hacer para que
aquellas hojas siguieran tan vivas como cuando estaban a salvo en lo alto del árbol.

En otro lado de aquella ciudad irlandesa, Aidan esperaba que su nueva


familia adoptiva llegara a recogerle. Ya era la cuarta por la que pasaba.

Llevaba desde los tres años yendo de casa en casa, pero sus padres
adoptivos siempre acababan por devolverle. Los primeros meses, todo iba bien. Él
se portaba genial y hacía lo posible para conseguir que esas personas le quisieran.
Pero, después, su comportamiento se volvía más rebelde. Escondía la cartera o las
llaves de su familia, gritaba, saltaba en las camas, rompía cosas… al final, sus
padres adoptivos le volvían a entregar al centro de acogida, pues no podían
soportar esa actitud.

Aidan ya había perdido toda la esperanza de que alguien le quisiera. A sus


diez años, ya no encontraban familias para él. Todas las parejas buscaban bebés
recién nacidos o niños de no más de cinco años. Él ya tuvo su oportunidad, o,
mejor dicho, oportunidades y las había desperdiciado todas. Claro que, antes no
entendía ni sabía qué podía sucederle. Aún se preguntaba por qué se comportaba
mal con sus padres adoptivos si los primeros meses se sentía querido y protegido.

Ya no tenía la esperanza de conseguir estar en un hogar estable, así que


había decidido no hacer ni decir nada y esperar a que la nueva familia volviera a
abandonarle en el orfanato. Era así como se sentía: abandonado y completamente
solo. Al fin y al cabo, nadie le quería. Ni siquiera Mrs. Hayes, su cuidadora. No era
que fuera ninguna bruja mala de cuento, pero tenía menos empatía que un
mejillón. Se mostraba muy pasiva con todos los niños y niñas que allí residían y su
máxima preocupación era buscarles un buen hogar. No les entregaban a la primera
familia que solicitaba una adopción. El proceso era muy largo y los asistentes
sociales debían observar bien su entorno para considerarla adecuada.

Aidan había perdido la cuenta del tiempo que había pasado desde que la
cuidadora le dijo que podían tener a una familia para él, pero al fin había llegado el
día. No sabía mucho de ellos, solo que era un matrimonio de treinta y pico y que
ya tenían dos hijos. El mayor se llamaba Ryan y tenía trece años y la pequeña
respondía al nombre de Erin y por lo que le habían dicho, tenía la misma edad que
Aidan.

El hecho de que esa familia ya tuviera dos hijos biológicos hacía que Aidan
se pusiera más nervioso. Estaba convencido de que él no iba a ser uno más.
Calculaba que, en tres meses, ya estaría de vuelta.

—Aidan —le llamó Mrs. Hayes—. Tu nueva familia ya ha llegado.

Él no dijo nada. Solo asintió y cogió la mano que su cuidadora le tendía para
caminar hasta el hall del centro de acogida. Hizo el corto camino con la cabeza
mirando sus pies y solo la elevó ligeramente para observar a sus nuevos padres.

Ambos le sonreían y parecían amables, pero todos tenían la misma mueca


cuando se producía el primer encuentro, así que no se fiaba demasiado de ese
simpático gesto. Lo que más le llamó la atención fue la mujer que estaba a punto de
convertirse en su madre. Era delgada y algo bajita. Tenía un rostro muy dulce.
Parecía un hada. Su cabello caoba lo llevaba corto y brillaba con la luz del sol del
atardecer que entraba por la ventana. Sus ojos eran grandes y azules y transmitían
mucha confianza.

Por otro lado, su marido también mostraba un gesto amable. Su pelo era de
un color rubio oscuro y poseía unos bonitos ojos verdes. Era muy alto y no parecía
tener ningún gramo de grasa en su cuerpo.

Aidan se encogió y apretó con más fuerza la mochila que sujetaba en las
manos. No sabía qué hacer o qué decir.

—Hola —dijo la mujer sin perder la sonrisa y agachándose para estar a su


altura—. Tú debes ser Aidan. —Él solo asintió con la cabeza—. Mrs. Hayes nos dijo
que eras un niño muy guapo, pero veo que, en realidad, eres guapísimo. —Aidan
se sonrojó y mostró una ligera sonrisa que hizo que sus pómulos se marcaran más
—. Yo me llamo Aisling y él es mi marido, Kellan.

—Hola, Aidan —le saludó Kellan—. ¿Estás listo para venir a tu hogar? Ryan
y Erin, tus hermanos, están deseando conocerte.

Que le integrara tan rápido en la familia pronunciando la palabra


«hermanos» hizo que parte del miedo que sentía se disipara, pero no debía bajar la
guardia. Estaba cansado de sentir que no pertenecía a ningún sitio y no quería
hacerse ilusiones.

—¿Te ha comido la lengua el gato, Aidan? —le animó Mrs. Hayes.

Él siguió sin hablar. Solo negó con la cabeza.


—No suele ser tan callado —explicó la cuidadora—. En cuanto tenga un
poco de confianza, seguro que empieza a entablar conversación. Además, el hecho
de que vaya a convivir con sus hijos, puede ser algo positivo. Les verá más
cercanos a él y se sentirá más a gusto.

—No se preocupe. Seguro que dentro de unos días ya se sentirá en casa. —


Le acarició Aisling con cariño su oscuro cabello—. ¿Nos vamos, Aidan?

Como había hecho anteriormente, Aidan no habló, solo asintió con la cabeza.

Kellan cogió su equipaje y junto a su mujer, guiaron al niño hasta el coche.


El camino lo hizo completamente en silencio, a pesar de los intentos de ambos para
conseguir sacarle una palabra, pero nada daba resultarlo. Decidieron no agobiarle
y darle su tiempo. Esa situación era nueva para él y eran sabedores de que había
pasado ya por varias familias y todas le habían devuelto. Aquello no era nada
positivo para Aidan y probablemente, a causa de ello, le hubieran surgido miedos
e inseguridades. Deberían tener paciencia.

Cuando llegaron a casa ya había terminado de anochecer y Aidan miró el


barrio en el que se encontraban con asombro. Parecía tranquilo y era muy bonito.
Estaba formado por casas individuales blancas y azules en ambos lados de la
carretera. Todo estaba limpio y las farolas blancas lo iluminaban dándole un aire
más hermoso. Él le temía a la oscuridad y aquella estampa le hacía sentir seguro.
No sabía por qué, pero su nuevo hogar empezaba a agradarle.

Aisling se giró desde su asiento para mirarle y sonrió al comprobar que


miraba maravillado el hogar donde viviría. La decisión que su marido y ella
habían tomado de adoptar, la llevaban pensando desde que contrajeron
matrimonio. Ella había sido una niña adoptada que también había pasado por
varios hogares hasta encontrar a su familia. Sabía cómo Aidan se sentía y también
que no todo sería un camino de rosas, pero pensaba darle a ese niño todo el amor
que se merecía como sus padres hicieron con ella.

—Bienvenido a tu nuevo hogar, Aidan —le dijo cuándo Kellan aparcó el


coche en la entrada de su vivienda.

Aidan bajó del vehículo y miró aquella enorme casa blanca con las ventanas
azules. Jamás había vivido en una así y no podía evitar sentirse algo impresionado
por ello.

Aisling le tomó la mano para intentar que se sintiera seguro y cuando


abrieron la puerta, dos niños ya les aguardaban con una pancarta y globos.

—¡¡Bienvenido, Aidan!! —gritaron al mismo tiempo y él dio un paso atrás.

—¡Chicos! Os dije que nada de gritar —les regañó su madre y se fijó en


Aidan—. Le habéis asustado.

—Lo siento —volvieron a decir al unísono.

Aidan se sonrojó al sentirse el centro de las miradas y se fijó en sus dos


hermanos. El mayor tenía el pelo castaño oscuro y los ojos de su padre. Se le veía
simpático. Por el contrario, Erin era rubia con ojos azules y tenía la misma sonrisa
que su madre.

—Recoged esto e id preparando la mesa para cenar. Mientras, yo acompaño


a Aidan a su habitación, ¿vale, chicos?

—Vale, mamá —respondieron.

Aisling y Aidan subieron las escaleras hasta el piso de arriba. Recorrieron el


largo pasillo y entraron en la habitación que se encontraba al lado del cuarto del
baño. Era pequeña, pero muy acogedora. Sus paredes eran blancas y en ellas
colgaban unos pocos cuadros con dibujos asimétricos. La cama individual se
encontraba enfrente de la puerta, pegada a la pared y había un escritorio delante
de la gran ventana que daba a la calle.

—Espero que te guste —le deseó—. Más adelante, si te apetece, podemos


pintarla y colgar en las paredes fotos, cuadros o lo que quieras. ¿Te parece?

Él asintió con la cabeza. Nunca había tenido una habitación propia que
poder adornar. Le gustaría hacerlo, pero Aisling le había dicho que más adelante.
¿Sería porque no estaría segura de que durara en aquel hogar? Bajó de nuevo la
cabeza y se sentó en la silla del escritorio para mirar por la ventana.

Aisling al verle, suspiró. Iba a ser un camino largo y difícil, pero no se


rendiría con ese niño. Ella estuvo igual que él cuando pisó por primera vez la casa
de sus padres y sabía a la perfección que no iba a querer cenar en la mesa con ellos.
De todas formas, se lo propondría, por si había suerte.

—Te dejo que te instales. Luego subiré, ¿vale?


Aidan dijo que sí con la cabeza sin ni siquiera mirarla.

Cuando escuchó la puerta cerrarse, se giró para comprobar que de verdad


estaba solo y expulsó un largo suspiro. Volvió a mirar por la ventana y colocó sus
antebrazos en el escritorio para apoyar en ellos la cabeza, pero volvió a elevarla al
ver movimiento en la cortina de la casa de enfrente.

De detrás de ella, apareció una niña con el pelo oscuro, largo y ondulado. La
vio subirse a una banqueta y comprobó cómo empezaba a pegar algo en el cristal.
Al principio, no consiguió distinguir qué era, por lo que achinó los ojos hasta que
lo reconoció; eran hojas. Hojas amarillas, verdes, marrones, grandes, pequeñas…
hojas de esas que caían de los árboles en otoño. ¿Por qué diablos estaba pegando
hojas en su ventana?

Estuvo varios minutos viéndola colocarlas. Las quitaba y las volvía a poner,
como si buscara su posición exacta. Lo primero que pensó Aidan, era que esa niña
era muy rara, pero se obligó a dejar esos pensamientos a un lado cuando oyó la
puerta abrirse de nuevo.

—La cena ya está lista, ¿quieres cenar con nosotros? —preguntó Aisling,
esperanzada.

Él negó con la cabeza.

—Bueno no pasa nada. —Entró con un plato en las manos. Había sido
previsora—. Puedes cenar aquí, pero espero que algún día quieras acompañarnos.
Estaremos encantados, Aidan. Solo quería que lo supieras —le dijo antes de dejar
el plato en el escritorio y acariciarle con cariño la cabellera—. Si necesitas cualquier
cosa, solo pídelo, ¿vale?

Como era habitual, contestó con un movimiento de cabeza y Aisling decidió


dejarle solo.

Aidan cenó mirando las hojas que estaban pegadas en esa ventana sin dejar
de preguntarse qué razón había detrás de ellas para colocarlas ahí.

El tiempo pasó y Aidan seguía viendo como su vecina continuaba pegando


hojas en su ventana. Las cambiaba cuando algunas de ellas empezaban a romperse
y estas variaban de color según la época del año. Incluso había de toda clase de
árboles. Aquella ventana se había convertido en una especie de exposición.
Por otra parte, en ese tiempo, Aidan había conseguido sentirse acogido en
esa familia. Con sus hermanos era con los que más había encajado, sobre todo con
Ryan. Le había costado soltarse y el día que habló por primera vez, todos se
quedaron mirándole completamente asombrados, pero tras eso, todos le sonrieron
y continuaron hablando con él para que fuera cogiendo más confianza.

Habían tenido sus crisis y sus malos momentos y Aidan siempre acababa
agobiado porque pensaba que todo había acabado y que volvería a estar solo, pero
cuando Aisling le contó su propia historia, todo mejoró en la familia para él. Aidan
por fin sentía que había encontrado su hogar y su familia. Y así fue.
Capítulo 1

11 otoños después…

Aidan se quedó un buen rato absorto mirando la ventana de su vecina. Esa


que le obsesionaba desde que llegó a aquella casa con apenas diez años.

En el tiempo que había pasado, Aidan había aprendido a sentirse un


miembro más y por fin podía decir que pertenecía a un lugar.

En esos once años, la ventana de enfrente siempre había estado adornada


con hojas y todavía no había logrado descubrir por qué la muchacha que ahí vivía
hacía eso. Era una auténtica tontería, pero tenía que averiguarlo, aunque no sabía
muy bien cómo.

En los años que llevaba viviendo en ese barrio, se había cruzado con ella
cuatro veces contadas y nunca habían cruzado una palabra. Por lo poco que veía,
era una chica que no salía demasiado de su hogar y no sabía si tenía amigas, pues
nunca las había visto ir a su casa o acompañarla hasta la puerta a la salida del
colegio o los viernes por la tarde.

Aunque sí le había visto ir acompañada de una anciana. Se notaba que la


quería mucho, pues siempre se estaban sonriendo y se las veía muy unidas. Sin
embargo, hacía meses que no se repetía esa escena. ¿Le habría ocurrido algo?

—Aidan, ¿estás ya? ¡Vamos a llegar tarde!

—Ya voy —le contestó a Erin.

Ese día empezaban un nuevo curso en la universidad y su hermana odiaba


llegar tarde el primer día. Aún no conocía a los profesores y necesitaba analizarles.
O lo que era lo mismo, ver a quién le gustaba la puntualidad y a quién no. Eso y
saber en qué asignaturas podía hacer pellas sin problema.

—¿Otra vez mirando la dichosa ventana? —escuchó la voz de Ryan a su


espalda.

—Sí —suspiró—. ¿Por qué narices pegará hojas en su ventana?

—No sé. Seguro que es alguna chorrada de tías como que le recuerdan a su
novio o que las recogía de niña y le traen recuerdos de infancia.
—Dudo que sea lo del novio. Lleva haciéndolo desde que era una niña. Once
putos años.

—¡Aidaaaaaaaan! —volvió a llamarle Erin desde el piso de abajo.

—¡Que ya va, enana! —le gritó Ryan—. Joder, que voz de pito tiene.

Aidan sonrió y se cruzó de brazos volviéndose a fijar en la ventana.

—¿Por qué no vas y le preguntas directamente?

—Una gran idea. Un desconocido se presenta en su casa y le suelta que por


qué cojones pega esas hojas en la ventana.

—No tan directo. Podría ser más bien algo así: hola, soy Aidan, el vecino de
enfrente. ¿Tienes sal? Es que a mi madre se le ha olvidado comprar. Y ella te dirá
sí, claro, espera. Te la da y cuando eso le das las gracias y ya le sueltas que por qué
cojones pega hojas en su ventana.

Aidan soltó una leve carcajada que calló al sentir una suave colleja en su
nuca.

—Y luego somos las tías las que tardamos. Al final me has hecho subir las
escaleras —le espetó Erin.

—¡Oh, qué drama! —ironizó divertido Ryan.

—Os parecerá bonito; yo esperando abajo a punto de darme un infarto de


los nervios y vosotros dos aquí cotilleando.

—Estamos intentando resolver el misterio de las hojas de la ventana de la


vecina. —la señaló Ryan—. ¿Quieres unirte a la investigación?

Erin puso los ojos en blanco y se asomó por la ventana para ver esas hojas
que tenían completamente obsesionado a Aidan desde que llegó a su hogar. Los
primeros meses se pasaba horas mirándolas. Parecían relajarle. Pero con el tiempo,
su curiosidad fue aumentando y más de una vez les había preguntado si conocían
a esa chica o algo que pudiera serle de utilidad.

—Es una chica muy rara —dijo Erin—. El año pasado la tuve en una
asignatura y sí que tiene su grupito de amigas, pero a veces es como si no
perteneciera a ese grupo. Es bastante callada, no sale, no va a las fiestas de la
universidad… se pasa la vida encerrada en su casa.

—¿La conocías y no dijiste nada? —preguntó Aidan.

—No la conozco. Ni siquiera sé cómo se llama. A esa asignatura apenas iba,


era un coñazo, pero por lo poco que me han contado de ella, no se salta ni una
clase, saca unas notazas que alucinas sin apenas estudiar y cuando le toca exponer,
lo hace como si llevara toda la vida estudiando la carrera de Historia. No es que
sea tímida, habla con las personas, es maja y todo eso, pero no deja acercarse
mucho a la gente. Siempre salvaguarda las distancias. —Los tres se quedaron
mirando la ventana de aquella chica, pero se escondieron tras la pared al ver que la
cortina se abría—. Ella será la loca de las hojas, pero nosotros nos vamos a ganar el
mote de los locos del barrio como nos pillen espiándola. —Miró a Aidan—.
¿Podemos irnos ya?

—Sí. Anda vamos, impaciente.

Erin le sacó la lengua y bajaron para irse. Aisling se despidió de ellos y les
deseó suerte en su primer día. Su hija empezaba su último año, aunque tenía
asignaturas pendientes de los anteriores, por lo que lo más probable era que no
terminara ese curso la carrera, pero sabía que conseguiría graduarse. Por otra
parte, Aidan empezaba su tercer curso de Trabajo Social. En el colegio, repitió un
año debido al leve retraso académico que tenía, pero enseguida se adaptó bien a
todo y sus notas habían sido excelentes.

Por otra parte, Ryan se había graduado hacía dos años en Ingeniería
Informática y trabajaba en una tienda de arreglos.

Tras una pequeña discusión en la puerta de su casa, Erin consiguió que


Aidan la dejara conducir. Le había costado mucho sacarse el carnet y desde que
por fin consiguió aprobar, cada vez que podía cogía el todoterreno para que no se
le olvidara cómo se hacía.

—Este año vamos a preparar una super fiesta en el campus para celebrar el
Samhain —comentó Erin mientras conducía hasta la facultad—. ¿Vendrás a
ayudarnos? Estoy en la comisión que lo organiza y nos vendrán bien más tíos altos
para colgar las luces.

—¿Sabes que existen unas cosas que se llaman escaleras?


—Vengaaa, no seas aburrido. Hasta Kevin va a estar. Así aprovecháis y unís
lazos.

—Tu novio nunca me va a caer bien, Erin. Asúmelo.

—Pero, ¿por qué?

—¿Te parece poco las veces que te ha dejado tirada para ir a emborracharse
con sus colegas? O, mejor, recuerda el día que lo trajiste a casa. Apestaba a maría.
La cara de papá fue épica.

Erin sonrió. Le gustaba escuchar a Aidan llamar mamá a Aisling y papá a


Kellan. Le había costado y más debido a que era un preadolescente cuando llegó,
pero todos se emocionaron cuando utilizó por primera vez esos nombres. Lo hizo
de forma inconsciente, incluso de disculpó, pero Aisling y Kellan le dejaron claro
que ellos estaban encantados de que les llamara así.

—A ver, tiene sus cosas, pero no es malo. Y algún día tendrá que dejarlo,
¿no? Y cuando lo haga, verá que hasta cuando era un capullo yo he estado a su
lado.

—¡Lo ves! Si hasta tú admites que es un capullo. Y si no se pone las pilas, le


van a echar de la universidad.

Erin suspiró y apretó el volante hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
Aidan tenía razón. Kevin estaba a punto de ser expulsado de la universidad por la
falta de créditos y sus padres se negaban a pagarle más matrículas. Aquello a Erin
le preocupaba, pues no quería que fuera uno de esos chicos que ni estudian ni
trabajan y ella convertirse en la idiota que lo mantuviera mientras él bebía y
fumaba maría. Pero quería confiar en que un día se daría cuenta de lo que de
verdad importaba en la vida.

—Bueno, no quiero hablar de Kevin. A lo que íbamos. Necesitamos toda la


ayuda posible. Solo nos dan unas horas para montarlo todo en las instalaciones
exteriores de la facultad y es mogollón. ¿Vendrás? —Le puso ojitos.

Aidan suspiró y finalmente asintió consiguiendo que su hermana sonriera


de oreja a oreja.

—¡Genial! Por eso te quiero.


—¿Me quieres porque me utilizas?

—¡Idiota! —Le dio un manotazo y él sonrió. Jamás pensó que podía sentir
aquello. Sentir que tenía una familia de verdad—. ¿Te dejo en la puerta de tu
facultad?

—Mejor. La tuya está en la otra punta.

—Vale, hoy salgo a las doce, ¿paso a buscarte?

—Salgo a la una, así que pillaré el bus y… ¡Erin, cuidado!

Ella gritó y dio un frenazo evitando llevarse por delante a la chica que
permanecía completamente asustada, con algunos mechones tapándole su rostro y
sus manos apoyadas sobre su pecho, posiblemente para cerciorarse de que su
corazón latía y seguía con vida. La carpeta que llevaba había acabado en el paso de
cebra junto con su bolso y algunos papeles volaban libres y ya bastante lejos de
ella.

Aidan se bajó del coche y fue a socorrerla. Aún parecía algo asustada.

—¿Estás bien?

—Sí, sí, solo, lo siento, iba despistada y no he mirado. Además, este maldito
viento no ayuda. —Se retiró los mechones, pero enseguida estos volvieron a
cubrirle el rostro.

—No te preocupes. ¿Necesitas algo? ¿Quieres que te llevemos a algún sitio?

La chica negó con la cabeza y miró por donde se habían escapado los folios
donde tenía apuntado el horario y las aulas adónde debía acudir. Suponía que no
le iba a quedar más remedio que preguntar en recepción y odiaba eso. Los bedeles
eran unos auténticos bordes, peores que las bibliotecarias y ya era decir.

—No, estoy bien.

—Lo siento mucho —se disculpó Erin—. Estaba despistada y no te había


visto.

—No pasa nada. Se… será mejor que me vaya o llegaré tarde. Adiós.
Aidan y Erin vieron cómo se iba de forma apresurada y evitaba hablar con
aquellas personas que se acercaban a ella para preguntar si estaba bien.

—¿Sabes quién era? —le dijo Erin a su hermano, el cual, negó con la cabeza
—. Nuestra vecina. La loca de las hojas.
Capítulo 2

Kyra aún seguía con el susto en el cuerpo cuando llegó a su primera clase.
Ese día no había empezado nada bien y no dejaba de pensar si debería regresar a
casa o no. Le habían cambiado la medicación a su madre y no sabía si haría el
mismo efecto que la anterior. Le preocupaba que le ocurriera algo.

Ese era su segundo año de carrera y el anterior, no se había saltado ninguna


clase. Le había costado mucho llegar a la universidad como para hacer novillos en
las asignaturas. Los gastos de su familia eran elevados y hasta el último momento,
no supo si podía ir o no. Era más, cuando acabó el instituto, su abuela le preguntó
qué querría estudiar en el caso de que no pudieran costear sus estudios
universitarios.

La primera vez que nombró aquello, no pudo evitar ponerse a llorar. Ella
quería estudiar en la universidad la carrera que soñaba desde que era una niña:
Historia. Su abuela, con sus relatos, había conseguido que, poco a poco, se
apasionara por ello y, además, quería especializarse en la historia de las mujeres.
Estaban muy infravaloradas cuando muchas de ellas habían logrado grandes
cosas.

Pero no se rindió y luchó para que le concedieran una beca y así, poder
entrar en la universidad. Por suerte, la consiguió.

—Hey, ¿estás bien? —le preguntó Shannon.

Shannon fue la primera compañera a la que conoció. Ambas odiaban llegar


tarde e interrumpir en mitad de las clases, así que habían sido las primeras en
acudir al aula el primer día de universidad. Empezaron a hablar de cualquier cosa;
ambas buscaban templar un poco sus nervios y sentirse menos solas en un lugar
desconocido. Más tarde, conocieron al resto que formaban su pequeño grupo: Brea
y Deirdre.

—Sí, es solo los nervios del primer día.

—¡Anda ya! ¡Hemos dejado de ser las novatas! —Se sentó a su lado y le dio
un beso en la mejilla—. Te he echado de menos este verano. Es una putada que los
días que quedábamos tuvieras ya planes.

Kyra se encogió de hombros y no dijo nada, ya que eso no era del todo
cierto. No tenía ningún plan cuando la llamaban, lo que de verdad sucedía era que
no quería dejar sola a su madre. Desde que su abuela falleció hacía seis meses, todo
en su vida se había complicado mucho. Lo pasó fatal cuando ella se fue y su madre
tuvo una crisis por ese acontecimiento. Ahora Kyra también debía ocuparse de lo
que realizaba su abuela en casa. Con los años, su estado de salud había ido a peor y
la situación de su hogar no ayudaba. Finalmente, un simple catarro se la llevó. Su
cuerpo ya no tenía defensas para combatirlo.

—Bueno, sabes que tampoco me va demasiado salir.

—Por la noche. Pero quedábamos por la tarde a tomar algo en cualquier


terraza de la ciudad. Y todas sabemos que te encantan esas pequeñas salidas.

—Sí, eso sí. —Sonrió—. La verdad es que he estado un poco liada estas
vacaciones.

—¿Y eso? —Le dio un suave golpe en el brazo—. ¿Nuevo chico y no nos has
dicho nada?

Kyra le miró con los ojos como platos y tras soltar una leve carcajada, negó
con la cabeza. No quería saber nada de tíos. Prefería no sentir nada por ninguno,
ya que sabía que todos iban a hacer lo mismo que Connor: dejarla en cuanto
conocieran el trastorno de su madre. Nadie quería estar al lado de una persona con
la responsabilidad de estar pendiente de su propia madre durante el resto de su
vida.

Y tampoco era así. Solo había que estar un poco más pendiente en sus
episodios de crisis depresivas.

—Nada de eso —le contestó—. Simplemente, liada.

Se había quedado en blanco. No sabía qué excusa decirle para explicar qué
había sido para ella estar ocupada y sin poder quedar.

—Bueno, y…

—¡¡Holaaa!! —gritaron dos voces a su espalda.

Eran Brea y Deirdre. Como siempre, lucían en su rostro su sonrisa amable


que solo mostraban en épocas buenas y libres de estrés. Una vez llegaban los
momentos de trabajos continuos, exposiciones y demás proyectos, se convertían en
dos ogros a los que era mejor no decirles nada.
—¡Pero bueno! —Rio Shannon—. Si habéis llegado puntuales.

—Probablemente sea el único día. —Besó Brea su mejilla tras apartarse un


mechón de su cabello pelirrojo—. Solo para causar buena impresión el primer día,
pero sabes lo que odio madrugar y las prisas. —Soltó una leve carcajada y pasó por
detrás de la silla de Shannon para saludar también a Kyra.

—Hombre, la desaparecida veraniega —bromeó Deirdre mirándola. Kyra se


fijó en su cabello. Estaba más rubio de lo que recordaba y ese color destacaban más
sus ojos oscuros—. Casi me había olvidado de tu cara.

Todas rieron y Brea y Deirdre tomaron asiento a su lado. Por suerte, era una
mesa para cuatro personas.

—No sé si lo sabéis, pero nuestro grado es uno de los encargados de


organizar la fiesta del Samhain —dijo Brea—. Mañana hay una pequeña reunión
para ver cómo va a ser la organización, adornos y todo esto y el treinta y uno por la
mañana se montará todo. La universidad solo ha dado permiso para organizarlo el
mismo día y recogerlo, como muy tarde, al día siguiente. Nos apuntamos, ¿no?

—¡Claro! —contestaron Shannon y Deirdre al mismo tiempo.

—¿Y tú, Kyra? —quiso saber Brea y al ver su gesto indeciso, continuó—. Es
la primera fiesta de la universidad. No tenemos trabajos ni nada y estaría guay que
hiciéramos algo todas juntas. Solo será un día y te prometo que no te diremos nada
si te quieres ir pronto a casa.

—Sí y, además, nos gustaría que estuvieras con nosotras —dijo Shannon
jugando con un mechón oscuro de su cabello—. Los recuerdos de la universidad
son para toda la vida. Nos haremos mogollón de fotos con nuestros disfraces, lo
pasaremos bien y en unos años, les contaremos a nuestros hijos lo guay que es ir a
la universidad para que ellos también quieran estudiar —rio.

—Vamos, vente —la animó Deirdre—. Ya verás como no te arrepientes,


incluso nos darás las gracias por insistirte.

Kyra se quedó pensativa. No era que le apeteciera demasiado acudir a esa


fiesta, pero le vendría genial desconectar un poco de la realidad y desde hacía
tiempo, ya no podía ir a su particular rincón. Además, el otoño había vuelto y las
hojas iban a empezar a caer. Hacía tanto tiempo que no iba a ver ese pequeño
espectáculo de la naturaleza que se estaba empezando a olvidar de esa sensación
de paz que invadía su ser cuando las veía volar durante unos segundos hasta
posarse en el suelo y formar un precioso manto. Al menos por unos días, hasta que
el servicio de limpieza se las llevaba. Aún seguía salvando algunas para pegarlas
en su ventana. Se quedaba mucho tiempo observándolas como si volvieran a
desprenderse del árbol, solo que, en realidad, estaban inmóviles, pero al menos, le
seguían ayudando a dejar su mente en blanco cuando lo necesitaba.

—Kyra —le llamó Shannon.

—Eh, sí, eh… puede estar bien.

—¡Increíble! —exclamó Brea—. Ha dicho que sí. ¡Esto hay que celebrarlo!
Puede que no se vuelva a repetir.

Kyra negó con la cabeza ante su frase, aunque en realidad tenía más razón
que un santo. Lo más probable era que no se volviera a repetir.

En ocasiones, sentía que no encajaba en su grupo. A sus amigas le encantaba


salir de fiesta y siempre que tenían oportunidad, lo hacían, sin importarles tan
siquiera que al día siguiente tuvieran clase. El año anterior, más de una vez habían
acudido sin dormir y todavía oliendo a sudor y alcohol. Mientras que a ella… no le
gustaba nada salir por la noche. Odiaba pasar frío y sueño a lo tonto cuando
podría estar descansando en su cama tras otro día de mierda. Las discotecas le
agobiaban, las canciones que ponían las odiaba y por no hablar de la gente que
había en ellas que parecían no tener dos dedos de frente. Se lo había comentado en
más de una ocasión a sus amigas y estas siempre la miraban mal. Se sentía la rara
del grupo por no compartir los gustos comunes de la gente de su edad y en más de
una ocasión, había salido por la noche solo para ver si sus gustos cambiaban, pero
nada. Era más, cuanto más salía, menos le gustaba. Ella prefería hacer cosas más
normales como el típico plan de cena y peli. Y lo hacía. Aunque ella sola, encerrada
en su cuarto y mientras su madre dormía como un lirón gracias a los somníferos.

Muchas veces se había sentido sola cuando se encontraba viendo una


película o serie en el portátil, pero seguía prefiriendo eso a acabar borracha y con
una resaca monumental al día siguiente. ¿Se podía saber qué había de divertido en
eso? Ella jamás lo entendería, al igual que nadie la entendería a ella. ¡Pero si hasta a
la gente le resultaba raro que leyera libros de historia! Por Dios, si estaba
estudiando esa carrera, lo que hacía, era lo más normal del mundo.

—¿Y de qué podemos disfrazarnos? —preguntó Deirdre—. Podríamos ir las


cuatro igual. De Brujas, de zombis buenorras, de las niñas de «El Resplandor», o…
¡ya sé! ¡De novias cadáver!

—¿Y por qué no mejor cada una de lo que quiera? Y, además, que sea
sorpresa. Pero tiene que ser algo de miedo, ¿eh? Recordad que es la noche de los
muertos. La noche en la que los espíritus regresan a la tierra y nosotras debemos
pasar desapercibidas entre ellos para que no nos maten —bromeó Brea.

—Me parece bien —apuntó Shannon—. ¿Quién está a favor de que cada una
lleve el disfraz que quiera?

Todas levantaron la mano y callaron cuando el primer profesor del día


apareció por la puerta.

Como todas imaginaron, la hora fue un auténtico coñazo. Solo hizo una
pequeña presentación y la mayoría de los alumnos se estaban quedando dormidos
encima de la mesa. Todos los profesores tenían un auténtico don para irse por las
ramas con el único fin de cubrir su hora. Con lo fácil que era decir, nombre,
despacho, horas de tutorías y temario. Eso se decía en veinte minutos máximo y
después, les podría dejar libres para irse a tomar algo, antes de regresar para el
próximo rollo.

—Kyra, mátame —le susurró Shannon cambiando de postura en la silla.

Ella no dijo nada, solo sonrió y siguió atenta al catedrático que le impartiría
la clase de Historia Medieval, una de las épocas favoritas de Kyra, a pesar de los
grandes desastres que hubo. La gente veía esa época como la de las princesas y los
príncipes, con preciosos vestidos y cabellos largos y bonitos. Pero la realidad, era
otra.

Con suerte, los nobles se bañaban una vez al año y en verano, que era
cuando mejor tiempo hacía. El resto del año, su olor tiraba para atrás y en las
bodas, la novia llevaba un ramo de flores para disimular un poco la peste de los
asistentes. Aunque también era verdad, que, ese evento, se celebraba en verano,
que era cuando, normalmente, más limpios estaban. Y por no hablar de los cuartos
de baños, si es que se le podía llamar así a un agujero en el suelo. En fin, que la
época medieval no era como salía en las novelas, series y películas. Era más, cada
vez que Kyra leía o veía algo relacionado con la historia, no paraba de sacarle
pegas.

—¡Al fin! —exclamó Deirdre cuando el profesor abandonó el aula—. Bueno,


¿a qué hora quedamos mañana para ir a la reunión?

—Es a las cinco, así que quedamos a las cuatro y media en la puerta de la
facultad y de ahí tiramos a la sala donde se haga —dijo Shannon.

—Yo mañana a esa hora estaré ocupada —se excusó Kyra pensando en su
madre—. Si no os importa, ya me diréis de qué se habla.

Kyra se tensó al ver cómo sus amigas la miraban con un gesto en el cual,
mostraban que ya no se sorprendían ante una nueva excusa.

—Está bien —habló Brea sin querer insistirle—. Ya te diremos qué se ha


dicho en la reunión.

Kyra asintió y le mostró una leve sonrisa, aunque por dentro no dejaba de
sentirse mal por no poder ser una joven normal como todo el mundo. Solo tenía
diecinueve años y ya tenía más cargas familiares que una persona adulta. Le
aterraba el futuro que le esperaba, pues, aunque no lo expresara, temía que, dentro
de unos años, ya no le quedara nadie en su vida.
Capítulo 3

Kyra llegó a casa cerca del anochecer. Ese día había tenido lugar la reunión
para la fiesta del Samhain. Había pensado en pasarse, ya que no le apetecía nada
estar encerrada en su cuarto, pero finalmente, decidió pasar de eso e ir a Mick
Park, o, como comúnmente lo conocían allí, el parque maldito. Era increíble que la
gente se creyera esas historias.

Estuvo sentada sobre el manto de hojas durante un buen rato y no pudo


evitar recordar cómo ella rompió el único columpio que había. No era que le
sobraran kilos, pero no era lo mismo su peso de niña que el que tenía en ese
momento. De eso hacía ya tres años, pero aún recordaba cómo hizo el camino de
vuelta a su casa disimulando el dolor que tenía en el coxis. Fue uno de los peores
momentos de su vida y esa pequeña lesión, tardó en desaparecer.

Cuando el sol comenzó a esconderse en el horizonte, Kyra regresó a su


hogar, pero antes de entrar, asomó la cabeza para ver cómo estaba su madre.
Llevaba pocos días con la nueva medicación y le preocupaba que esta no hiciera el
mismo efecto que la anterior. Debido a su bajada de defensas que la otra le
provocaba, su psiquiatra le había recetado una nueva y, aunque Kyra quería
ocultarlo, le preocupaba que no hiciera el mismo efecto.

—¿Mamá? —la llamó.

—En la cocina.

Kyra fue hacia allí y suspiró al ver a su progenitora preparando la cena.


Charlotte escuchó ese suspiro que emitió su hija, por lo que se giró y bajó el fuego
para acercarse a ella.

—Kyra, estoy bien.

—Hoy.

—Hoy, sí. —Bajó la mirada y posó sus manos en sus hombros—. Desde que
la abuela murió, he visto cómo has cambiado conmigo. Antes, vivías preocupada
por mí, pero hacías tu vida. Ahora, te veo siempre con miedo en los ojos. —Le
acarició el óvalo de la cara y Kyra miró sus pies avergonzada—. No sales casi de
casa, siempre estás pendiente de mí y no te vas a la cama hasta que te aseguras de
que he caído completamente rendida. —Hizo una pausa—. Cariño, sé lo que tengo
y soy consciente de lo que he hecho durante estos años por culpa de este trastorno.
Sé que, como tu padre, hay veces que sientes vergüenza de mí, miedo,
preocupación y que, muchas veces, te habrás planteado por qué tu madre no
puede ser como las demás. Te… te oía cuando te desahogabas con la abuela.

—Mamá, yo…

Ni siquiera sabía qué decirle. No podía desmentir eso, cuando, por


desgracia, le había escuchado decirlo, pero ella también tenía sus malos momentos
y sus límites. Necesitaba soltar todo lo que sentía por algún lado y su abuela
siempre había estado allí.

—No te voy a negar que escuchar eso, duele, pero, me pongo en tu lugar y…
creo que me sentiría igual.

—Mamá, yo te quiero muchísimo. Jamás te abandonaría como hizo papá. Sé


que tendrás momentos muy buenos y otros días, muy malos, pero los hemos
superado todos y ya hace mucho que no… que no… ya sabes.

—¿Que no me intento quitar la vida? —Kyra asintió con la cabeza—. Mi


trastorno no tiene cura y me voy a tener que medicar toda la vida. Me costó
asumirlo, cielo. Pero lo he hecho y quiero tener una vida lo más normal posible.

—Tienes una vida normal.

—Se podría decir que sí. —Se sentó en una silla de la cocina—. Salgo a hacer
la compra, hago las cosas de la casa y desde hace unos meses, trabajo de
dependienta en una tienda de ropa. Pero tú, cariño, ¿estás haciendo vida normal?

Kyra se sentó en una silla delante de su madre. Sabía que a veces su mente
exageraba las cosas con respecto a su progenitora y la visualizaba mucho peor de
lo que estaba. Pero, desde que tenía recuerdos, había visto y vivido muchas cosas
que no eran muy normales y eso la tenía asustada.

—Claro que hago vida normal. Me despierto, desayuno, voy a la


universidad, leo, escucho música y…

—Y te pasas el día encerrada aquí. ¿Por qué no sales con tus amigas algún
día?

—Sabes que no me va demasiado salir.


—A mí no me engañas, cariño. Con tus amigas del instituto salías todos los
sábados y lo pasabas bien. Y sé que era porque contabas con la seguridad de la
abuela para… vigilarme. Después, empezó a enfermar y… bueno, todo cambió.

Kyra sabía que su madre tenía razón. Cuando empezó la universidad, a su


abuela le dio una angina de pecho de la que se recuperó, pero a partir de ese
momento, su salud decayó demasiado hasta que un catarro se la llevó. Ver cómo
poco a poco perdía a su abuela también afectó mucho en el cambio de su vida.
Empezó a pasar más tiempo con ella y dejó de salir para ir al cine, a cenar o
simplemente a dar un paseo con sus amigas.

—Dentro de dos semanas, se celebra en la facultad la fiesta del Samhain.


Había pensado que podía ir.

—No puedes ir —le dijo su madre y Kyra le miró, asombrada—. Debes ir.
Disfrázate, ve, diviértete con tus amigas, disfruta, pero por favor, nada de drogas.
Alcohol lo justo, pero drogas no.

—Tranquila, mamá. Sabes que soy de tu opinión. —Sonrió por primera vez
durante la conversación—. Pero prométeme que, si me necesitas o que, si estás
mal, me llamarás. No me importará volver antes de tiempo, aunque bueno,
tampoco es que me vaya a quedar mucho. Sabes que no me gusta pasar frío y no
hay disfraces de franela.

Charlotte sonrió y se acercó a su hija para darle un beso en la frente y


abrazarla. Le gustaba ver que se preocupaba por ella, pero tenía que aprender a
hacer su vida y dejar de intranquilizarse tanto. Eso no era bueno para Kyra y si no
cambiaba, tarde o temprano se arrepentiría. Charlotte quería que su hija fuera feliz
y estaba claro que, si no cambiaba de actitud, jamás lo sería.

Tras cenar y darse una placentera y calentita ducha, Kyra fue a su cuarto
para descansar tras otro largo día. Se sentó frente al tocador y comenzó a hacerse
una trenza francesa para que sus ondas naturales quedaran más pronunciadas.
Mientras se recogía su largo cabello castaño oscuro, se quedó pensando en la
conversación con su madre. En parte, tenía razón. No hacía falta estar pendiente de
ella las veinticuatro horas del día. No era ninguna enferma ni ninguna persona
dependiente. Hacía vida normal, en su trabajo le iba bien y sus caídas depresivas
cada vez eran más inusuales. Claro que seguían presentes. Que desaparecieran, era
algo imposible, pero al menos eran menos graves y su madre estaba aprendiendo a
tratarlas. Se encerraba en su cuarto para llorar o se pasaba horas muertas tumbadas
en el sofá hasta que se le pasaba. En esos días, Kyra se ocupaba de la casa y de todo
lo que podía, ya que, con los estudios, su tiempo era bastante limitado. Sin
embargo, ver a su madre en sus estados depresivos, siempre conseguía que ella
también estuviera emocionalmente mal. Le absorbía la energía y, aunque quería
mostrarse bien ante todo el mundo, por dentro, en realidad, estaba completamente
destrozada.

Kyra suspiró y cogió una goma de pelo para terminar su recogido, pero,
antes de hacerlo, vislumbró algo extraño por el espejo. Frunció el ceño y se giró
hacia la ventana. La cortina estaba medio subida y no cubría por completo el
cristal, por lo que parte de su cuarto, estaba a la vista.

Se levantó y terminó de subirla para abrir la ventana justo en el momento


que veía una sombra esconderse tras la pared de la casa de enfrente. Kyra se fijó
que también tenía la ventana abierta, así que decidió no quedarse callada.

—Te he visto —dijo—. No sé quién eres, pero si querías pillarme en bolas, ya


puedes esperar sentado.

Kyra no conocía a casi nadie del barrio y lo único que sabía de esa casa era
que en ella vivía un matrimonio con tres hijos: dos chicos y una chica. No sabía de
quién sería el cuarto de enfrente, pero la probabilidad de que fuera de uno de los
hijos, era más alta.

Aidan estaba sudando como un auténtico cerdo. Estaba mirando unas cosas
en su portátil cuando se percató de que la luz de la ventana de la chica de las hojas
se prendía. La cortina no estaba del todo bajada, así que pudo verla haciéndose
una trenza. Se quedó completamente embobado observando cómo esas pequeñas
manos se enredaban continuamente en su cabello oscuro y solo bajó de las nubes al
ver que ella se giraba y se quedaba mirando su ventana. Como acto reflejo, se
refugió tras la pared, pero estaba claro que ya le había pillado.

En ese momento, no sabía si aparecer y sincerarse con ella o seguir


escondido como un vulgar cobarde. Lo peor de todo, era que la chica seguía
asomada y gritándole que diera la cara. Si quería huir de su cuarto, tendría que ser
arrastrándose por el suelo para que no le viera.

—¿Qué pasa? ¿Ahora no eres tan valiente? —volvió a escucharla y cerró los
ojos apretando los párpados.

Si seguía gritando, se enteraría todo el barrio de que la estaba espiando,


aunque sin malos fines.

Temblando como un auténtico pollo desplumado, se asomó y apoyó los


brazos en la repisa de la ventana.

—No te miraba a ti, sino… las hojas. —Las señaló.

Kyra giró la cabeza para observar su peculiar ornamentación antes de volver


a fijarse en aquel chico. La oscuridad de la noche no le permitía observar bien sus
rasgos, pero esa cara le sonaba muchísimo.

—Espera, yo te conozco. —Achinó los ojos intentando que sus pupilas se


acostumbraran a la oscuridad—. Pero no sé de qué.

—Soy tu vecino.

—Ja, ja. Muy gracioso. —Puso los ojos en blanco—. Llevo desde que era un
bebé viviendo aquí y jamás he coincidido contigo.

—Bueno, no llevo viviendo aquí tanto como tú. Desde los diez años.

—Y ahora tienes…

—Veintiuno.

Kyra elevó las cejas y sonrió bajando un poco la cabeza antes de volver a
elevarla para mirarle de nuevo.

—Once años y jamás he coincidido contigo. ¿Por qué razón me suenas?

—Porque sí me has visto antes.

La joven puso de nuevo los ojos en blanco. ¿La estaba vacilando? Aunque su
tono era tan amigable y divertido que hacía que no pudiera enfadarse con él. Y eso
que tenía ganas. Primero le pilla espiándola y después le toma el pelo con sus
contestaciones.

—Espera. —Le señaló y se sentó con cuidado en el poyete de su ventana—.


Ya sé quién eres. ¡Casi me atropellas ayer!

—No, no, no, fue mi hermana. Yo no conducía. Hace poco que ha


conseguido aprobar el carnet, pero creo que no deberían habérselo dado.

Kyra rio levemente y negó con la cabeza. Ella sí tenía carnet de conducir,
pero casi nunca se ponía delante del volante. Lo hacía en pocas ocasiones y nunca
sola. Le aterraba que le pudiera pasar algo con él y no saber qué hacer.

—Si no coge el coche, será peor. Déjala que siga practicando.

—¿A pesar de que casi acaba con tu vida?

—No hay que exagerar, además, yo también iba distraída. Siempre miro
bien a ambos lados antes de cruzar. Como los niños pequeños.

Aidan sonrió. Había notado como poco a poco sus nervios habían ido
desapareciendo y ya no temblaba asustado e intimidado, en parte, por aquella
chica. Y lo agradecía. Al fin y al cabo, tenía una reputación que mantener y si
alguno de sus hermanos le hubieran visto con las piernas temblorosas por ella, se
lo habrían recordado durante toda la vida.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Tú pregunta y ya veré si te respondo.

Aidan sonrió y, en parte, se sintió triunfador. Por fin iba a preguntarle sobre
el dilema que le había perseguido los últimos once años. Le había llegado la
oportunidad de averiguarlo y ahora que se había acercado un poco más a su
vecina, iba a aprovecharlo.

—¿Por qué pegas hojas en tu ventana? Llevo desde que llegué a esta casa
viéndote pegarlas. De todos los colores, tamaños, tipos…

—Vale, ¡así que tengo un vecino espía desde hace once años! —exclamó
bajándose del poyete para caminar de un lado al otro de la habitación, pero cerca
de la ventana—. ¡Oh, Dios! Dime, por favor, que no me has visto desnuda. Ni
haciendo el idiota, ni, ni… ¡ni haciendo nada!

—Tranquila, tu cortina hace bien su función. Pero tengo mi escritorio


delante de la ventana. ¿Dónde quieres que mire? Y esas hojas son… como una
adicción. No podía dejar de mirarlas y de preguntarme por qué narices las pones.

—¡Llevas espiándome once años! —gritó apoyando las manos en la repisa


sin escucharle—. ¡Once años y no me he dado cuenta hasta hoy! Y por qué te he
visto por casualidad en el espejo.

—No te comas la cabeza. Jamás te he visto en plan indecoroso. Ni yo ni mis


hermanos.

Kyra al escuchar eso, se quedó unos segundos callada antes de mirarle


fijamente.

—¿Cómo que tus hermanos? ¿¿Ellos también me han espiado?? ¿¡Pero qué
clase de familia sois!?

—Ellos saben de mi puñetera obsesión con tus malditas hojas y, a veces, me


han pillado mirándolas. Así que les he contagiado un poco esa curiosidad.

Kyra rio sin pizca de gracia. ¡Eso era el colmo! Once años siendo la comidilla
de aquella familia solo porque le gustaba pegar hojas en su ventana. SU ventana.
Quería recalcar ese pronombre.

—Esto es de locos.

—Bueno, suena un poco de locos, sí, pero te prometo que no hemos hecho
nada malo.

—Dios… —Aún le costaba creer que durante años había sido observada por
tres personas.

—Bueno, pero, ¿me contestas a la pregunta?

—Por supuesto que no. Es algo personal y ahora mismo, ya siento mi


intimidad demasiado invadida —concluyó antes de cerrar la ventana y bajar las
cortinas.

—¡Hey, espera! —intentó detenerla—. No me dejes con la duda.

Pero de nada había servido su súplica, pues, pocos segundos después de que
bajara las cortinas, la luz se apagó y dejó de ver su sombra a través de ella.

Aidan no sabía muy bien cómo había ido esa primera conversación. Por un
lado, ya se podían saludar por la calle. Habían estado hablando durante veinte
minutos y no había estado del todo mal. Había buen rollo entre los dos, y eso era
bueno. Pero, por otro lado, había conseguido que ella pensara que estaba
completamente loco. Bueno, no era mala combinación: la loca de las hojas y el
vecino chiflado.

Sin poder evitarlo, aquella noche se durmió con una sonrisa en la boca. Esa
chica cada día le caía mejor y estaba dispuesto a descubrir qué misterio se escondía
tras las hojas de su ventana.
Capítulo 4

—Vale, y ahora, ¿cómo bajo de aquí?

Kyra había tenido una idea genial. Bueno, en realidad, ya no le parecía tan
genial, pero estaba aburrida y pensó que podía hacerlo.

Tras ver varios vídeos en YouTube sobre cómo hacer un columpio en un


árbol, decidió intentar reparar el que antes había en el parque donde acudía
bastante a menudo, pero ella no era la más manitas del mundo, así que necesitaba
encontrar un tutorial sencillo. Lo hizo; lo malo era que no le serviría lo poco que
quedaba del antiguo columpio. Tenía que coger un neumático grande y viejo y
unas cuerdas para sujetarlo a la fuerte rama. Y también una especie de anillos que
debía colocar en la rueda para pasar por ellos la cuerda.

Eso no había sido del todo complicado, aunque nunca iba olvidar como casi
se queda sin dedos por culpa de la broca. Ella no tenía demasiada fuerza para
sujetarla y tampoco ayudaba el pequeño miedo que tenía a la hora de usarla.

Preparar la rueda con las cuerdas no había sido complicado. Pero subirse al
árbol para terminar su pequeño trabajo había sido otro cantar. Era buena trepadora
y ese árbol ya lo había escalado bastante durante su corta vida. Si su madre o su
abuela la hubieran visto, le habrían vetado la entrada a ese parque, pero por suerte,
no fue así. Se conocía los pasos que debía realizar para alzarse hasta la rama como
la palma de su mano y ahora que tenía las piernas más largas, fue más fácil que
cuando era niña.

Hizo sin problema el nudo sentada a horcajadas en la gruesa rama, pero le


surgía el mayor problema. ¿Cómo iba a bajar? Solo mirar al suelo le daba miedo y
la rama que le servía de mediadora entre la que estaba y el suelo, no estaba en las
mejores condiciones. Era más, mientras subía, había escuchado como su madera
crujía. No quería arriesgarse.

—Piensa, Kyra, piensa —se dijo mientras apoyaba la espalda en el tronco.

Miró a su alrededor y suplicó para que nadie decidiera aparecer por el


camino de piedra que había. Supuestamente, también estaba maldito y la gente no
se solía ni acercar, pero al igual que ella no creía en esas tonterías, podía haber más
gente con su mismo pensamiento.

Aunque en ese momento, a lo que menos debía darle vueltas, era a esas
historias. ¡Tenía que bajar del maldito árbol! Pensó en descender por las cuerdas
del columpio, supuestamente, aguantarían su peso, pero se dejaría la piel de las
manos en ellas. Solo tenía dos opciones: saltar o volver a apoyarse en la rama. Si
bajaba rápido, puede que aguantara su peso antes de romperse del todo.

Kyra suspiró y comenzó a prepararse para bajar. Sentía su corazón golpear


con fuerza sus costillas, así que esperó unos segundos para calmarse antes de
apoyar un pie en esa rama. Era lo que su abuela siempre le decía: antes de actuar,
piensa y si le temes a lo que estar por llegar, detente y respira, pero hazlo.

—Tres, dos, uno y medio, uno y un cuarto… ¡Por Dios, Kyra, hazlo ya!
Cuánto más lo atrases será peor. Si hubieras sido valiente, ya estarías en el suelo —
se autoregañó—. Tres, dos, uno… ¡Ya!

Con una asombrosa rapidez, Kyra consiguió apoyar los pies de nuevo en la
superficie y a punto estuvo de hacer como el Papa y besarlo. Se giró para observar
la rama y vio que estaba algo más descolgada, pero aún pegada al tronco. Con las
piernas aún algo temblorosas, se acercó hasta su nuevo columpio y se sentó con
cuidado. Cerró los ojos apretando los párpados y separó los pies del manto de las
hojas caídas. Aguantaba. Sonrió triunfadora y se balanceó ligeramente. Estaba
orgullosa de su trabajo.

Se quedó varios minutos allí como cuando era niña. Observando las hojas
caer y las aguas de la laguna moverse. Era la gloria estar en ese precioso lugar. Se
habría quedado allí todo el día, pero la melodía de su teléfono ya le advirtió de que
llegaba tarde.

—Hola, Shannon —dijo al contestar.

—¿Dónde estás? Llegas tarde.

—Lo siento, me he entretenido buscando… adornos —mintió.

—¿Más? Ya compramos el material para adornar la parcela de la fiesta. Pero


bueno, tráelos que los pondremos por algún lado. No tardes, la fiesta es en unas
horas y vamos fatal de tiempo. Necesitamos toda la ayuda posible. Tengo que
seguir. Te dejo. Adiós.

Kyra se apartó el móvil de la oreja y se quedó observando la pantalla. No le


había dado tiempo a decirle la mentira que iba tras la anterior. Que no tenía
adornos.
—¿Y ahora qué llevo?

Se quedó pensando si había alguna tienda abierta a esas horas, pero una
ráfaga de viento le dio la respuesta. Kyra sonrió y bajó del columpio con un
pequeño salto para recoger las hojas que caían. Seguro que algo se le ocurriría.

—Ya era hora —le soltó Brea a Kyra al verla aparecer.

—Siento el retraso, pero he tenido que ir a casa a por bolsas para los nuevos
adornos.

—Hey, hola —la saludó Shannon y le cogió una de las bolsas para abrirla—.
¿Qué has traído? —asomó la cabeza al interior antes de mirar asombrada a Kyra—.
¿Hojas? ¿De verdad?

—Podemos hacer algo con ellas. He pensado en pegar algunas dentro de los
farolillos que colgaremos para que se vea la sombra y con otras, hacer unas hileras
y colgarlas.

—Es la fiesta de los muertos, Kyra. —dijo Brea—. Ya sabes, el Halloween


verdadero. El día en el que los espíritus vuelven a la tierra y nosotros tenemos que
disfrazarnos de muertos para pasar desapercibidos. ¿Qué tienen que ver las hojas
con los muertos?

—Puede que, con los muertos, no, pero sí con el Samhain. La festividad
también representa el fin del verano y la llegada de los días fríos. Y ese cambio de
tiempo se representa en las hojas, ¿no?

—Está bien —comentó Shannon—. Pon hojas donde veas que queden bien y
luego ve con Deirdre. Se está desesperando haciendo las jack-o’-lantern1. A este
paso nos quedamos sin calabazas.

—Voy a preparar las hileras de las hojas para colocarlas entre dos árboles y
pegaré un par de ellas en los farolillos. Mientras, decidle a Deirdre que se encargue
de otra cosa y que cuando acabe, hacemos las jack-o’-lantern entre las dos.

Todas asintieron y se pusieron manos a la obra. La fiesta del Samhain


empezaba a las ocho de la tarde. Les quedaban dos horas para dejarlo todo listo y
otra hora para ir a sus casas y cambiarse de ropa.

—Hey, Kyra —la llamó Shannon y ella se giró—. Me alegro de que estés
aquí.

Ambas se sonrieron y cada una siguió a lo suyo. Kyra se sentó en el suelo a


lo indio y seleccionó hojas pequeñas para los farolillos y otras de varios tamaños
para realizar las hileras. Sacó de otra de sus bolsas aguja e hilo para atravesar con
ello las hojas. Después, las pegaría al tronco de los árboles con cinta aislante.
Esperaba que aguantara. Era lo máximo que había conseguido en tan poco tiempo.

—¡Hojas! ¿Por qué no me extraña? —escuchó una profunda voz a su


espalda.

—Mi vecino espía. —Sonrió antes de volver a concentrarse en su trabajo.

Aidan se sentó a su lado y vio las hojas agrupadas delante de sus piernas
cruzadas. Sin pedir permiso, las cogió para ir pasándoselas y echarle una mano.

—Ya te dije que solo miraba las hojas. No a ti. ¿Por qué las pegas?

—Y yo te dije que era algo personal y que no te iba a contestar.

—¿De verdad me vas a dejar con la intriga? —Le pasó una hoja—. Llevo
once años buscando una respuesta.

—¿Qué haces aquí? —quiso Kyra cambiar de tema—. ¿Estudias también


Historia?

—No. Yo estudio Trabajo Social, pero mi hermana y la que casi te atropella,


sí y me pidió que os ayudara.

—¿Y vas a venir a la fiesta?

—Probablemente. De alguna forma tengo que cobraros mi trabajo y la


bebida gratis suena muy bien —bromeó y ambos sonrieron.

Se quedaron unos segundos en silencio mientras hilaban las hojas. A la luz


del día y más cerca, Kyra se pudo fijar en él mejor. Tenía el pelo negro y unos ojos
grises preciosos. Sus gruesos labios estaban rodeados por una barba de tres días
que le hacían más atractivo y tenía una sonrisa blanca y perfecta que derretiría a
cualquiera. Se incluía a ella, pero solo tenía que recordar que era su espía
particular para no caer en la tentación.
Aidan también se fijó más en ella. Tenía unos ojos color chocolate preciosos
y su cara cubierta por unas adorables pecas que hipnotizaban a cualquiera. No le
importaría estar observándolas durante toda la vida. Su cabello castaño estaba
recogido en una trenza baja y lateral que le llegaba a la altura del pecho. Algunos
mechones ondulados se habían escapado del recogido, pero seguía siendo
preciosa.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Kyra para romper el incómodo silencio.

—Pregunta y ya veré si te respondo —repitió las mismas palabras que ella le


dijo.

—Me dijiste que llevas once años siendo mi vecino, pero… tu familia lleva
viviendo ahí más tiempo. O al menos, eso creía. Cuando era más pequeña me
parecía ver a tus hermanos jugando en el jardín, pero igual eran otros niños… no
sé.

Aidan nunca había hablado de aquello con nadie. La gente de la universidad


que le conocían, creían que era también el hijo biológico de sus padres. No era que
se avergonzara de no llevar la misma sangre. Los McCarthy eran la mejor familia
que podía haber deseado, pero tampoco quería que la gente le tratara diferente por
ser adoptado.

—Eran ellos, sí, pero cuando tú los veías jugar felices en el jardín, yo estaba
o en el orfanato o en alguna otra casa con otra familia.

Kyra le miró sorprendida y dejó de hacer las hileras. Había perdido todo el
interés en sus hojas y, por extraño que pareciera, quería saber más de su misterioso
vecino.

—Eres adoptado —afirmó—. Bueno, eso no tiene nada de malo. Lo


importante es sentirse querido por la familia.

—Sí. Pasé por varias familias antes de quedarme con los McCarthy. Mi
madre también fue una niña adoptada, entonces comprendía mi comportamiento
cuando ni siquiera yo era capaz de entenderme. Los primeros meses, incluso años,
son los más bonitos y duros a la vez, pero ahora me siento uno más. Me llevo
genial con mis hermanos y adoro a mis padres. Sé que ellos serían capaces de todo
por mí y yo daría también todo por ellos.

Kyra sonrió al escucharle.


—Es genial escucharte. La familia es quien te quiere, no lo determina la
sangre. Mi padre nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo estaba a punto de
cumplir los ocho años. No es que le culpe demasiado. —Suspiró—. La situación en
mi casa no era la más sencilla, armónica y bonita y él decidió que no podía
soportarlo más, así que un día, cogió sus cosas y se fue sin mirar atrás y sin decir
adiós. Me sentí abandonada. Como si no perteneciera a esa familia. —Le miró y
dobló una de sus rodillas—. Por aquel entonces, mi madre no… no estaba bien y
no era capaz de cuidarme. Creo que, si no fuera por mi abuela, al final habría
acabado con los servicios sociales. Y… ¿por qué te cuento esto?

—Porque en el fondo sabes que puedes confiar en mí y también porque


ambos hemos pasado por situaciones parecidas. Podemos entender algo que gente
de nuestro entorno, no lo hace. —Kyra asintió.

—A mis amigas parece que les cuesta entender mi forma de ser por no
compartir sus mismos intereses. Así que no saben nada de mi lado oscuro —
bromeó—. Ni creo que algún día se lo diga, así que espero que mantengas esa
boquita cerrada.

—Lo mismo digo. —Retomó las hileras—. Nadie sabe que soy adoptado.
Eres la primera persona a la que se lo cuento.

—Vaya. Me siento afortunada —rio—. ¿Y no sabes nada de tu familia


biológica?

—No y tampoco me interesa la verdad. Hace tiempo que dejé de querer


saber por qué me dieron en adopción —se sinceró—. Y tú, ¿has vuelto a saber de tu
padre?

—No y ni quiero, la verdad. Sé que me quería. O al menos, eso creía. Me leía


cuentos por las noches, me compraba juguetes… no sé, todo era normal y no
entiendo por qué simplemente no se divorció y no estableció unos horarios para
que yo pasara tiempo con mis dos padres. Lo único que sé de él es que nos envía a
mi madre y a mí una especie de pensión mensual. No quiere que nos falte de nada.
En fin, he aprendido a no echarle de menos.

—En todas las familias hay ovejas negras, ¿no?

—Supongo. —Suspiró y notó como Aidan envolvía su pequeña mano con la


suya en señal de apoyo—. Pero, tranquilo. —Le sonrió—. Estoy bien y no tengo
traumas infantiles ni nada de eso. Tuve una infancia rara, pero no fue del todo
mala. —Se encogió de hombros.

—Me alegra escuchar eso. Y ahora que hemos tenido esta especie de sesión
de terapia el uno con el otro… ¿Por qué pegas hojas en tu ventana?

Kyra rio levemente antes de levantarse con el trabajo que habían hecho entre
los dos para ir a colocarlo en su lugar dejando a Aidan de nuevo con la duda.

Él, con una sonrisa en el rostro, la observó marcharse y se levantó también


para ir a ayudar a su hermana. Se había ausentado un momento de ella al
reconocer a su vecina, a la que, por cierto, todavía no le había preguntado el
nombre.

Regresó con Erin, a quien le revolvió el pelo al verla con un gesto serio.

—¿Y esa cara?

—Nada. Solo que ya me canso de estar aquí. Esta noche pienso beberme
hasta el agua de los floreros.

—Como lo hagas, mamá y papá te matarán. Sabes que se van a quedar


despiertos hasta que volvamos.

Erin asintió sin cambiar su gesto y sin dejar de observar a su vecina de


enfrente, quien, en ese momento, estaba colgando unas hileras de hojas entre dos
árboles.

—Te he visto hablando con ella. —La señaló con la cabeza—. ¿Cuándo os
habéis hecho amigos?

—La otra noche a través de la ventana. Me pilló mirándola a ella y a sus


dichosas hojas y nos quedamos hablando un buen rato.

Erin carraspeó y se giró hacia la mesa para seguir colocando bebidas.

—¿Ya sabes por qué las pega?

—No quiere decírmelo. —Sonrió viéndola subirse a una escalera—. Pero ya


lo averiguaré. Además, me cae bien. Cree que la he espiado durante once años y ha
sido simpática conmigo. Hemos hablado un poco de la vida, la familia… le he
contado que soy adoptado.
A Erin se le cayeron las latas de refresco que llevaba en la mano y se giró
para quedar frente a su hermano.

—¿Qué? Jamás hablas de eso.

—Ya, pero no sé. Ella no es adoptada y ha sentido cosas parecidas a lo que


yo sentía. Que un niño se sienta abandonado… es algo horrible. Dentro de mí, noto
que puedo confiar en ella.

—Las apariencias pueden engañar, Aidan.

—Lo sé, pero no parece mala persona. —Miró a su hermana y vio en su


rostro un gesto de preocupación—. No te preocupes por mí, hermanita. Estaré
bien.

—Solo cuido de ti. Como llevo haciéndolo durante once años y como
siempre haré. —Forzó una sonrisa y le besó en la mejilla—. Y, ¿cómo se llama
nuestra querida vecina?

—No tengo ni la menor idea. Pero esta noche, pienso descubrirlo.

Erin jamás había visto esa sonrisa en su hermano y la verdad, no le gustaba


nada que la causante de ese estado, fuera esa chica.
1 Calabazas talladas a mano. El nombre viene de la leyenda irlandesa de
Sting Jack, un viejo granjero avaro, amante del juego y la bebida quien convenció al
diablo para que subiera a un árbol y lo atrapó tallando una cruz en el tronco. Como
venganza, el diablo le lanzó un conjuro que lo condenó a vagar por la tierra todas
las noches con la única luz que tenía: una vela dentro de un nabo vaciado.
Capítulo 5

Aidan ya había terminado de prepararse para esa noche. Su disfraz no era


nada del otro mundo. Ropas raídas y sucias, una peluca con la que parecía que
había metido los dedos en un enchufe, polvos blancos por la cara y un poco de
sangre falsa por todo el cuerpo.

Erin había insistido en maquillarle mejor, pero él se había negado en


rotundo. Además, lo más probable era que llegara de madrugada y ya le iba a dar
demasiada pereza quitarse del rostro todo lo que se había puesto, como para que
su hermana se pasara una hora maquillándole. Había intentado hacer lo mismo
con Ryan, pero también se había negado a que su hermana pequeña le pusiera la
cara como un cuadro. Era más, seguía encerrado en el baño y no saldría hacia la
fiesta hasta que Erin se fuera. No se fiaba de ella.

Ryan ya había finalizado sus estudios universitarios, pero decía que todavía
colaba como un estudiante más y disfrazado, nadie sabría que, en realidad, no
tenía que estar ahí.

Aidan terminó de recolocarse la peluca y se quedó mirando la ventana de su


vecina, aunque ya había perdido un poco de interés en sus hojas. En ese momento,
sí se podía decir que la estaba espiando, aunque lo único que podía distinguir era
su sombra a través de la cortina. Suponía que se estaba preparando también para la
fiesta del Samhain.

—¿Estás listo? —le preguntó Erin entrando en su cuarto.

—Sí. —Se giró para mirarla—. ¡Madre mía! —Sonrió—. ¿Sabes que es la
fiesta de los muertos? ¿No la pasarela de belleza? —bromeó.

—¡Claro que lo sé! Y lo que pretendo es dejar a más de uno muerto.

Erin dio una vuelta divertida mostrando su disfraz de lo que parecía ser una
dama negra simbolizando la muerte. Llevaba un corsé, una larga falda y un velo
sobre la oscura peluca; todo de color negro. La piel que mostraba estaba cubierta
por polvos blancos y el maquillaje oscuro de su rostro realzaba más la palidez que
quería representar.

—No sé si a Kevin le hará gracia —se refirió a su novio.

—Bueno, no creo que haya problema. —Anduvo para sentarse en su cama


—. Corté con él ayer.

Aidan la miró extrañado y caminó para colocarse a su lado.

—¿De verdad? —Ella asintió—. ¿Por qué no nos lo dijiste?

—Sinceramente, no sabía cómo hacerlo. —Suspiró—. Pero, tenías razón. No


era para mí, no me merecía. No va a cambiar. —Alzó la vista para mirar a su
hermano—. Desde que tuvimos esa conversación, empecé a pensar y a reflexionar,
y decidí que era hora de ser sincera conmigo misma. Me di cuenta de que no era de
Kevin de quien estaba enamorada.

—Pero, ¿estás bien? —se preocupó Aidan.

—Sí, claro. ¿Me ayudarás a decírselo al resto?

—Claro que sí. Además, creo que a papá le darás una alegría —bromeó.

Erin rio levemente y asintió con la cabeza antes de acercarse más a su


hermano para cogerle la mano.

—¿Sabes? Me resulta un poco raro que llames a nuestros padres papá y


mamá. —Aidan frunció el ceño—. Quiero decir, es genial, pero cuando llegaste
aquí no contaba con que los llamaras así y a Ryan y a mí hermanos. No eras muy
pequeño cuando eso, así que, no sé, me resulta raro. Creía que jamás nos
considerarías así, al fin y al cabo… —Hizo una breve pausa—. No somos
hermanos. No compartimos sangre.

—La sangre no hace a la familia, Erin. Y para mí, eres mi hermana.

Ella no dijo nada. Solo sonrió y se levantó de la cama.

—Oye, ya que Kevin y yo no estamos juntos… ¿quieres ser mi pareja esta


noche? No quiero pasarme la fiesta sola con la única compañía de un vaso rojo
lleno del alcohol.

—Será un placer, oscura dama.

Aidan y Erin se despidieron de sus padres y le dijeron a Ryan que le


esperaban allí. Su hermano mayor sería el encargado de conducir en el viaje de
vuelta, ya que al día siguiente tenía que trabajar y no podía beber.
Mientras, en el hogar de los Collins, Kyra observó por la ventana de su
cuarto como su espía particular salía de su casa acompañado de su hermana. Ella,
como se imaginaba, iba despampanante y sexy. Al igual que lo estarían todas las
estudiantes. Por otro lado, él iba vestido de muerto viviente y le había reconocido
por su sonrisa. Hasta con esas pintas estaba muy guapo.

«Oh, por Dios, lo que acabo de pensar», puso los ojos en blanco antes de
apartarse de la ventana para bajar y marcharse a la fiesta, aunque, si era sincera, no
tenía demasiadas ganas.

—Me voy ya, mamá. —Se acercó a ella para darle un beso en la mejilla—.
Llevo el móvil, si te pasa algo, llámame, ¿vale? No me importa dejar la fiesta y…

—Kyra… —Suspiró—. Todo está bien.

—Lo sé, pero…

—Ya me he tomado la medicación y las pastillas para dormir. En media hora


estaré completamente dormida en la cama. Tú pásalo bien y ten cuidado.

—Eso intentaré. —Sonrió—. Adiós.

—Adiós.

No muy tranquila, Kyra salió de casa y caminó hasta la facultad. Por el


camino, sonrió viendo a todas los niños y no tan niños, que iban disfrazados
pidiendo caramelos por las casas.

Veinte minutos después, llegó a la fiesta y comprobó que habían encendido


varias hogueras, como los antiguos druidas hacían para proteger al pueblo de los
espíritus malignos. Sonrió al ver la ornamentación que había hecho: sus hojas.
Habían quedado muy bien.

Se abrió paso entre la gente buscando a sus amigas y se fijó en los


estudiantes que ya había. Casi todas las chicas iban enseñando más de lo que
deberían y la mayoría de los chicos se habían vestido, o de zombis, o del Joker. Al
menos, ella había sido un poco más original.

—¿Kyra? —escuchó a su espalda la voz de Deirdre—. ¿Pero se puede saber


de qué vas disfrazada? ¡Es la fiesta de los muertos!
Kyra se giró y observó a su amiga disfrazada de bruja y con el rostro pintado
de verde.

—Y de eso voy. De muerta. —Sonrió.

—No, vas de guerrero medieval.

—Corrijo. Voy de Juana de Arco y, que yo, sepa, está muerta. La quemaron
en la hoguera.

—A veces no te comprendo. —Suspiró y le cogió del brazo para guiarla


dónde estaban las demás—. Anda, vamos.

Kyra se quedó un rato pensando en la frase que le había dicho su amiga. No


podía tener más razón. A veces, no la comprendían, ni se molestaban en
entenderla. Simplemente, la miraban de forma extraña y cambiaban de tema para
hablar de algo que les interesara. En esos momentos, Kyra no podía evitar sentirse
mal y buscaba cualquier excusa para irse. En ocasiones, le hacían sentir que no era
parte del grupo y esa noche, era uno de esos momentos. Solo había tenido que ver
la cara del resto de las chicas para saber que iban a sentirse algo avergonzadas por
culpa de su disfraz, pero no pensaba cambiar su forma de ser. Su abuela le había
enseñado que no había que cambiar por nadie ni dejar de ser una misma y a ella le
gustaba cómo era. Al fin y al cabo, no hacía daño a nadie.

—Sabemos de tu pasión por las mujeres de la historia, pero, no sé, no pega


con el Samhain —le dijo Brea.

—Chicas, dejadla —intervino Shannon—. Está genial con el disfraz y Juana


de Arco está muerta. Puede que ahora mismo, su espíritu esté a lado nuestro.
Supuestamente, hoy es el día en el que estamos rodeadas de ellos.

—¡Ay!, calla Shannon —le regañó Deirdre—. Sabes que no me gustan esas
cosas, me dan muy mal rollo.

—Y entonces, ¿qué haces aquí? —le preguntó Brea.

—Odio el 31 de octubre, pero entre estar en casa acojonada por lo que pasa
hoy y estar aquí bebiendo, prefiero una borrachera, que paso menos miedo.

Todas rieron y Kyra se alejó de ellas para ir a la mesa de bebidas y


prepararse algo. Si iba a tener que estar allí, necesitaría bastante alcohol. Se
preparó una copa con vodka y refresco de naranja.

—¿Una guerrera en el Samhain? —escuchó una voz masculina a su lado.

Kyra se giró y vio a un chico vestido con ropas raídas, una peluca blanca y el
rostro lleno de polvos blancos y sangre falsa.

—No pienso decirte por qué pego hojas en mi ventana.

—¡Guau! Me has reconocido. Yo que creía que no lo harías…

—No lo hubiera hecho, pero te he visto desde la ventana cuando salías de tu


casa.

—Aaah…, así que ahora eres tú la que me espía.

—¡¿Qué?! ¡No! Yo solo…

—Tranquila, te doy permiso para hacerlo, pero solo durante los próximos
once años. Así estaremos en paz —bromeó y Kyra sonrió.

—Puedes estar tranquilo, no voy a espiarte. —Empezó a caminar para


volver con sus amigas, pero Aidan le retuvo—. Hey, espera. Tengo que
preguntarte algo.

Kyra puso los ojos en blanco y cambió el peso de una pierna a otra.

—No voy a decirte lo de las hojas.

—De momento, pero la pregunta es otra —se detuvo unos segundos—.


¿Puedo saber el nombre de esta guerrera?

—¿De la guerrera o el mío? —Sonrió.

—Ambas. Bueno, creo que sé de qué guerrera vas vestida.

—Sorpréndeme.

—¿Juana de Arco?

Kyra le miró asombrada con los ojos como platos y sonrió antes de reír.
—Premio. Eres el único que ha pillado mi disfraz.

—Bueno, si soy sincero, mujer guerrera solo conozco a la famosa Juana.

—Pues no tienes ni idea de la cantidad de mujeres que han hecho grandes


cosas en la historia.

—No lo dudo y ahora… ¿me dices tu nombre?

Al ver aquellos ojos grises suplicantes, Kyra extendió su mano.

—Kyra Collins. Soy estudiante de segundo de Historia y tu vecina de


enfrente. Me encanta saber más cosas sobre las mujeres que cambiaron el mundo y
también me gustan las hojas del otoño.

—Aidan McCarthy. Estudiante de tercero de Trabajo Social y tu vecino de


enfrente. Me encanta pasar tiempo con mi familia y observar las hojas de tu
ventana.

—Un placer.

—Lo mismo digo.

Ambos se estrecharon la mano con una sonrisa en el rostro. Kyra no daba


crédito a lo que estaba ocurriendo entre ellos dos. Hasta hacía unos segundos, ni
siquiera sabía su nombre, pero con aquel chico, se había sentido más a gusto que
con sus amigas en dos años. Él la entendía más y no le había mirado raro al ver su
disfraz.

—Hey, estás aquí —Se acercó Erin a ellos—. Ryan se ha puesto a ligar con
una de primero y se ha olvidado de mí. Y tú, que se supone que eres mi pareja,
también.

Aidan miró un tanto molesto a su hermana por haber interrumpido.


Observó cómo Kyra daba un paso hacia atrás incómoda y apartaba la mirada.

—Erin, esta es Kyra, nuestra vecina. Kyra, ella es Erin, mi hermana —recalcó
esa palabra sin saber muy bien por qué.

A Erin se le borró la sonrisa al escucharle, pero se obligó a forzar una para


responder a aquella presentación.
—Encantada, Kyra. Si no te importa, me llevo a mi hermano, me encanta
esta canción y quiero que la baile conmigo.

—Sabes que no bailo, Erin.

—Vengaaa, no seas aburrido. —Rio tirando de su brazo para llevarlo a la


improvisada pista—. ¡Ya nos veremos!

Kyra se despidió de ellos con la mano y bebió un buen trago de su copa


antes de regresar con sus amigas.

—¿Y Brea? —preguntó Kyra al reunirse con ellas.

—Ahí. —La señaló Shannon—. Dos bailes y ya le está metiendo la lengua a


ese tío. Que no sé quién es, pero bueno. ¿Cómo lo hace? Siempre liga.

—Aunque no ha sido la única —dijo Deirdre—. ¿Verdad, Kyra? —Le mostró


una mirada pícara.

—¿Qué?

—Te he visto hablando con un chico y parecías estar muy a gusto. Hasta que
ha aparecido la tía esa y os ha cortado el rollo.

—Solo es mi vecino y la chica, es su hermana. Nos estábamos… saludando.

Kyra bebió de nuevo de su copa. Pasaba de hablar del tema de chicos con
sus amigas. Mientras ellas habían tenido muchas experiencias, ella solo tuvo una
que acabó en cuanto su novio se enteró del trastorno de su madre. Básicamente, le
había soltado que no quería tener por suegra a una loca y menos, que su novia
heredase esa locura.

En realidad, fue Kyra quién le dejó tras decir esas palabras. Su madre no
estaba loca. Solo necesitaba más ayuda. Seguía pensando que la bofetada que le dio
había sido una suave caricia en comparación con lo que se merecía.

—Voy a por otra copa —dijo Kyra para huir un momento de ellas.

Poco a poco, Kyra se fue animando. El alcohol ayudaba bastante. Salió a


bailar con sus amigas y cuando no estaban bailando, reía junto a ellas. Si era
sincera consigo misma, no recordaba cuando fue la última vez que se sintió así.
Como una joven más.

Durante la noche, se hicieron muchísimas fotos que repitieron una y otra vez
hasta que todas salieran bien para poder subirla a las redes sociales.

—Kyra, tienes que venir más con nosotras. —Rio Shannon—. ¿Ves como sí
te gusta salir?

Un poco contentilla por el alcohol, Kyra asintió. Desde que su abuela


falleció, había estado tanto tiempo sin salir, que, finalmente, su mente había hecho
que se convenciera de que lo pasaba mejor sola y en su casa. Lo que le gustaba no
era salir de fiesta, beber y bailar. Con lo que de verdad disfrutaba, era pasando
tiempo con sus amigas. Puede que a veces no la entendieran, pero ella tampoco las
comprendía en muchas ocasiones. Sin embargo, su amistad era de verdad y todas
darían todo por otra.

—Uy, Kyra, tu guapo vecino viene hacia aquí —rio Brea señalándolo
disimuladamente.

Kyra se giró y efectivamente. Ahí estaba. Con su gran sonrisa y con su mano
tendida hacia ella.

—¿Bailas con este zombi, Juana de Arco?

—¡Sí, sí! ¡Sí baila! —contestaron sus amigas por ella mientras la empujaban
para que se levantara y fuera con él.

Si las miradas mataran, Kyra se había cargado a todas con una de ellas.

Aidan la llevó hasta la pista y la acercó a él para moverse al ritmo de la


canción que sonaba.

—Creía que no bailabas —le dijo dejándose llevar.

—No lo hago, pero ya que lo he hecho con mi hermana, quería hacerlo


contigo.

—No vas a convencerme para que te cuente mi supersecreto —bromeó.

—No quiero hacerlo, solo estar un rato contigo. —Se inclinó para susurrarle
al oído—. Y librarme un poco de mi hermana. Esta muy pesada esta noche.
Kyra soltó una leve carcajada. No por lo que le había dicho, sino porque le
había hecho cosquillas en la piel cerca de su oreja.

—¿Te hace gracia?

—No, no. —Siguió riendo—. Es que creo que estoy un pelín borracha.

Y no mentía. Era consciente de lo que estaba haciendo, pero el alcohol estaba


haciendo mella en su cuerpo y ya le había pisado más de una vez mientras
simplemente se balanceaba.

—¿Qué te parece si nos vamos a otro lugar? Necesito alejarme de mi


hermana y tú necesitas bajar el alcohol que llevas en la sangre.

Kyra asintió. Además, le estaba dando el sueño y no iba a ser capaz de ir


sola a casa hasta que se encontrara un poco mejor. Era capaz de desplomarse en
una esquina y dormir en ella hasta el amanecer.

Aidan, al ver que parecía algo mareada, la sentó en una silla antes de
acercarse a su hermana.

—Erin, yo me voy ya, pero no voy a casa aún. Quédate con Ryan.

—¿Dónde vas?

—Me voy con Kyra. Tiene que despejarse un poco antes de regresar a casa.

—Pero… pero si no la conoces de nada.

—Por eso me voy con ella. —Le cogió las manos—. Quiero conocerla. Me
gusta, ¿vale? Llevo queriendo conocerla desde hace once años.

—Querías saber el misterio de sus malditas hojas.

—Va ligado si te das cuenta. Las hojas forman parte de ella.

Erin bajó la mirada y se soltó de su agarre.

—Hey, ¿qué pasa?

—Nada. Solo que… no quiero que te hagan daño.


—Hay personas que lo hacen, pero debes pasar por esas malas experiencias
hasta encontrar la buena. Ya he pasado por varias malas y Kyra puede ser una
más, pero también la definitiva. —Le dio un beso en la mejilla—. Nos vemos en
casa.

Erin asintió y se quedó observando a su hermano hasta que se acercó a Kyra


para cogerla de la mano, y así, ayudarla a levantarse para marcharse. Una nausea
le recorrió el cuerpo al ver cómo él entrelazaba sus dedos con los de Kyra y a ella
parecía no importarle. Estaba claro que era una cualquiera que se iba con el
primero que le hacía un poco de caso y su nueva víctima había sido Aidan; su
hermano y el chico del que estaba enamorada.

Al principio, ella se negaba a que fuera amor. ¡Era su hermano! Pero poco a
poco, se había dado cuenta de que hacía años que había dejado de verlo así. Le
costó ser sincera consigo misma, incluso le asustaba lo que su familia iba a pensar a
partir de ese momento. Aidan era ese hombre perfecto que siempre había deseado
tener a su lado. Pensaba luchar. No iba a permitir que esa chica que acababa de
entrar en su vida le arrebatara al hombre que amaba.

Sabía que Aidan tenía una especie de deuda con su familia y esa era su
debilidad. Erin había conseguido que todas las exnovias de su hermano adoptivo
la odiaran y eso había sido el detonante para que Aidan las dejara. Su familia era lo
primero y quien estuviera con él, debía querer primero a quienes le dieron la
felicidad.

—Ryan —llamó a su hermano cuando le encontró—. ¿Nos vamos? Estoy


cansada.

—Claro, peque. ¿Y Aidan?

—No lo sé. Hace rato que me ha dejado tirada. —Se abrazó a sí misma.

—¿Qué? ¿Te ha dejado sola?

—Sí, pero no pasa nada. Habrá conocido a alguna chica y se habrá ido a
pasarlo bien con ella. Sin importarle yo —dijo apenada.

—Mañana hablaré con él. —Rodeó sus hombros con su brazo—. Vamos a
casa.

Erin asintió y se dejó llevar por su hermano hasta el coche con un gesto
apenado, pero, por dentro, sonreía sintiéndose ya triunfadora.
Capítulo 6

—¿Esto no es el parque maldito? —preguntó Aidan.

Kyra asintió y comenzó a desprenderse de la tela plateada de su disfraz que


simulaba la armadura quedando solo vestida con una camiseta de manga larga
negra, las medias y la falda del mismo color. Se quitó el cinturón donde sujetaba la
espada y dejó todo apoyado al lado del tronco del árbol antes de sentarse en su
columpio.

—Sí. ¿Crees en esas cosas? Maldiciones, la laguna que engulle a las personas,
el camino que te lleva a la locura —lo señaló.

—Bueno, no está mal ser precavido. Además, hoy es la noche de los muertos
y hay luna nueva… ya sabes qué significa.

—Prepárate, que, a partir de este momento, nuestras familias están malditas


—bromeó—. Y puede que mañana aparezcamos flotando en las aguas de la laguna.
—Rio—. No sé cómo la gente puede tragarse esas idioteces.

—Bueno, es una leyenda del siglo XIX. —Se acercó a ella y observó el
columpio—. Yo me fiaría menos de este trasto. Tiene pinta de que se va a caer de
un momento a otro.

Kyra le miró y le dio un suave golpe con su pie en la pierna antes de soltar
una leve carcajada y reposar su cabeza en una de las cuerdas. El sueño comenzaba
a vencerle por culpa del alcohol.

—Lo he hecho yo. No te metas con esta obra maestra de la ingeniería.

—¿En serio lo has hecho tú?

—Sí. El anterior se rompió y como bien sabes, este lugar no lo pisa nadie.
Quería mi columpio. —Cerró los ojos—. Es lo único bueno que tengo.

Aidan frunció el ceño y se sentó en el suelo a los pies de aquel columpio en


el que Kyra se balanceaba suavemente.

—¿Un columpio es lo único bueno que tienes?

—No el columpio. —Abrió los ojos y cambió de postura para quedar


sentada en la goma de la rueda.

El alcohol que llevaba encima estaba haciendo que el sueño empezara a


invadir su cuerpo y si seguía medio recostada, se dormiría.

—El lugar. Vengo aquí desde que tenía unos ocho años para estar sola. De
pequeña, no quería volver a mi casa y aquí me sentía segura. —Se apoyó en el
borde de la rueda—. Y como siempre venía después de mi clase de música, a veces,
ensayaba con mi viola.

—¿Sigues tocando?

—¡Qué va! En cuanto pude, lo dejé. La música no era lo mío y, aunque sí


aprendí muchas cosas, no se me terminaba de dar bien.

Aidan rio y comenzó a juguetear con unas pocas hojas que se encontraban
en el suelo. No negaba que ese sitio era sorprendente. Parecía sacado de un libro
con aquella laguna, las hojas caídas y el enorme árbol que, sobre sus cabezas,
parecía abrazarles y protegerles. El camino de piedra aumentaba su hermosura y
estaban alejados del bullicio de la ciudad.

También había unos bancos alrededor de ese paisaje, pero apenas se podía
distinguir su estado debido a la oscuridad de la noche.

—Nadie las levanta —dijo Kyra mirando una hoja en las manos de Aidan.

—¿Qué?

—Las hojas —susurró—. Todo el mundo alaba y disfruta del paisaje que
forman, pero nadie se detiene a pensar en lo que hay más allá de eso. Cada una de
ellas, con sus diferentes características, son preciosas y cuando se caen, no se
pueden levantar. Como muchas personas. —Miró las aguas de la laguna—. Hay
gente que, cuando llega a su límite, cae y no tienen a nadie para levantarlas y
seguir en el camino de la vida. Todo el mundo debería tener a su lado a una
persona que le ayude a continuar. A levantarse y a seguir proporcionando cosas a
la vida: una sonrisa, un abrazo, un beso, una charla… cualquier cosa puede servir
para hacer feliz a otra persona. —Aidan la observaba completamente atento a sus
palabras.

«Las hojas dan vida al otoño. Sin ellas, la estación no sería lo mismo. Bueno,
todas las estaciones. En ellas vemos los cambios, el paso del tiempo, la creación de
vida… y nadie las valora. Así que, cuando era pequeña, dije que yo me encargaría
de rescatar algunas de esas hojas para hacerlas inmortales. Yo las levantaría para
que siguieran mostrando su hermosura, para darles otra oportunidad y evitar que
otros las despreciaran tirándolas a la basura. No me gusta ese destino para ellas.
No… no merecen ese trato cuando todo el mundo las admira. Lo que pasa con las
hojas, es lo mismo que sucede con algunas personas. —Se detuvo durante unos
segundos y soltó una leve carcajada.

«Jamás había dicho esto en voz alta y menos, se lo había contado a alguien.
—Le miró y apoyó sus manos en sus rodillas mientras seguía balanceándose
suavemente—. Por eso las pego en mi ventana. Para que, al menos, unas pocas de
ellas sigan dando vida a un lugar. Me gusta observarlas y sonreír sabiendo que yo
las he «rescatado». —Hizo las comillas con los dedos—. Además, cuando estoy
estresada o necesito transportarme a otro lugar, mirarlas hace que todo parezca un
poco mejor. —Se aclaró la garganta—. En fin, ya ves que el misterio de mis hojas en
realidad es una auténtica chorrada que roza la locura. Ni siquiera mis amigas
saben esto, porque si ya piensan que soy rara, si se enteran, fijo que me expulsan
del grupo por, definitivamente, no ser como ellas.

Aidan no sabía muy bien qué decir. Solo podía mirarla mientras su mente
intentaba analizar y comprender sus palabras. Tras once años, por fin había
descubierto el misterio que esa chica escondía y que revelaba una gran parte de su
forma de ser. Y esa parte, le asustaba. No porque pensara que estaba loca, sino al
contrario. Le asustaba porque le gustaba demasiado. Estaba claro que, cada vez
que viera una hoja, pensaría en ella y lo más probable, era que, tras observar a ese
ser vivo, sonriera con la imagen de Kyra en su cabeza.

—No es una chorrada —respondió al fin—. Me parece increíble y… una


forma de pensar que mucha gente no tiene. La metáfora de las hojas para
representar cómo viven muchas personas, es genial. Hay gente que son como esas
hojas. Que tienen su momento de esplendor en el que todos las admiran, las ven
grandes, inalcanzables en lo alto de la copa del árbol, pero que acaban por caer.
Entonces, la gente que la admiraba, se va disipando y la dejan sola cuando más
ayuda necesita. Pasada la buena época, ya nadie quiere saber nada de ella en los
malos momentos. El interés mueve el mundo, ¿no?

—Por desgracia. ¿Y sabes qué es lo más triste? —Él esperó a que siguiera—.
Que no creo que esto cambie nunca. —Suspiró.

—Creo lo mismo. Pero mis padres me han enseñado que, si alguien necesita
ayuda, aunque esa persona no sea de tu agrado, debes ayudarle, porque si tú
estuvieras en su lugar, querrías que te echara una mano.

—No existen demasiadas personas así…

Kyra no pudo evitar recordar todas las amigas que habían pasado por su
vida y que le habían dado de lado en cuanto conocían el trastorno de su madre.
Cuando era más pequeña, eran sus madres las que les decían que no se acercaran a
la hija de la mujer loca y, a medida que fue creciendo, ya eran ellas mismas las que
no querían acercarse a la hija de la mujer loca. Por ello, con el paso del tiempo,
decidió ocultar esa parte de su vida. No sabía de qué se sentía más avergonzada en
ocasiones. De ella misma por ocultar algo que, en realidad, no era para tanto, o de
su madre por el problema que tenía. Y, a veces, ella necesitaba que alguien
estuviera a su lado en los malos momentos que su madre pasaba, no que la dejaran
tirada para que se levantara sola.

—No, pero creo que si te encuentras con alguien que sí sea así… no debes
dejarla marchar.

Kyra sonrió y fue a contestar, pero lo único que salió de su boca fue un grito.
El nudo de la cuerda que sujetaba el columpio al árbol, había terminado por
deshacerse.

—¡Cuidado! —gritó Aidan mientras sentía el peso de Kyra caer sobre su


cuerpo quedando tumbado en el manto de hojas.

—¡Oh Dios! —Apoyó Kyra su cabeza en su hombro sin levantarse de él—.


Con lo que me costó bajarme del árbol. —Rio y se separó un poco para mirarle.

Sus ojos grises mostraban diversión y estaba completamente adorable y


atractivo. A pesar de que estaba disfrazado de muerto viviente.

—¿Sabes? Nunca he hecho una locura.

—¿De verdad? —Le sonrió un tanto nervioso.

Aidan tenía sus brazos rodeando su cintura tras su suave caída sobre él.
Bueno, en realidad, no había sido nada suave, aún notaba un ligero dolor en la
cadera, pero no se quejaba de tenerla sobre su cuerpo.

—Sip —Rio todavía presa del alcohol. Ella no era así. Si no estuviera bebida,
ya se habría apartado de él como si quemara—. Siempre me he esforzado por ser la
hija perfecta para no darle más disgustos a mi madre de los que ya tenía; sacaba
buenas notas, no me comportaba de forma inadecuada, era obediente, llegaba a
casa media hora antes del tiempo fijado… jamás he hecho una locura y… creo que
ahora quiero hacerla.

—¿Por qué ahora?

—Básicamente, porque sigo un poco borracha, y sobria, no tendré valor.


Necesito hacer una locura por una vez en mi vida. Quiero romper las normas
establecidas en la sociedad para ver cómo se siente.

—¿Te cuento un secreto? Es bueno hacer locuras. Te dan vida, siempre que
no sean dañinas o peligrosas.

Kyra se quedó pensando y se movió un poco para colocar sus brazos a


sendos lados de su cabeza.

—¿Tienes novia?

Aidan frunció el ceño extrañado por esa pregunta. No sabía a qué venía,
aunque lo relacionó un poco con su estado de embriaguez. La bebida conseguía
que las personas dijeran muchas tonterías. A veces, inentendibles.

—No —contestó—. No suelo tener mucha suerte con las chicas.

—Entonces no será una locura dañina —susurró antes de inclinarse más


hacia él.

Aidan se quedó completamente sorprendido cuando los labios de Kyra se


juntaron con los suyos. En un principio no sabía cómo reaccionar. Quería
responder a ese beso, pero no sabía si era lo adecuado, pues estaba borracha y no
quería que después, pensara que se había aprovechado de ella. Aunque, más
adelante, cayó: era su locura.

Kyra temblaba, pero no dejó que el miedo y la incertidumbre la dominaran.


Cuando Aidan empezó a llevar el control de aquel intenso contacto, ella decidió
relajarse y dejarse llevar.

Sus bocas encajaban a la perfección y el frío que Kyra sentía empezaba a


desaparecer para sustituirlo por una maravillosa ola de calor fruto de aquel placer
que sentía en sus brazos.

Kyra necesitaba más. Mucho más. Y, a pesar de que sabía que al día
siguiente se sentiría un poco avergonzada, quería disfrutar de esa locura. Le abrió
la boca con la lengua para profundizar más y expulsó un suave gemido cuando él
subió una mano a su rostro para acariciar su pómulo mientras giraba para dejarla a
ella bajo él.

Aidan le acarició el costado de su cuerpo por encima de la ropa. No iría más


allá de unos besos, pero no podía dejar de tocarla. Se separó de ella un momento
para observarla. Sus ondas oscuras se entremezclaban con las hojas y sus labios
rojos estaban algo más hinchados debido a sus intensos besos. Jamás había
contemplado una imagen más maravillosa que la que tenía delante de él en aquel
momento.

—No pares. Quiero que dure un poco más —susurró elevando su rostro
para volver a atrapar su boca—. Solo un poco más.

Volvieron a besarse. Esa vez, de forma más pausada y degustando el sabor


del otro. Kyra subió las manos a su pelo, pero se topó con esa seca peluca. Se la
quitó para poder enredar sus dedos en su cabello y jadeó cuando Aidan atrapó con
sus dientes su labio inferior y tiró de él suavemente antes de soltarlo.

—Ha sido la mejor locura de mi vida —dijo Aidan con una sonrisa.

—No tiene por qué acabar ahora —afirmó—. Podemos alargarlo unas pocas
horas más. Hasta que el alcohol me abandone.

Ambos rieron.

—No quiero aprovecharme de ti, Kyra. Por ahora, esto es más que suficiente.

—¿Por ahora?

Aidan sonrió y se inclinó para robarle un nuevo y suave beso mientras


atrapaba sus manos para entrelazar sus dedos.

—Por ahora. Hemos iniciado una locura, Kyra. ¿No quieres ver hasta dónde
llega?

Kyra suspiró y apartó la mirada antes de incitar a Aidan a levantarse para


liberarse del placentero aprisionamiento de su cuerpo. Se levantó del suelo y dio
unos pocos pasos en dirección a la laguna. Como había dicho, sí quería alargar esa
locura, pero solo por unas horas. No quería nada más.

—No lo sé —contestó—. Siempre asusta lo nuevo y no sé si esto llegaría


muy lejos. Además, hace poco salí de una relación que no acabó bien. No quiero
pasar por lo mismo y no te conozco lo suficiente para saber si podrías entrar en mi
vida. Si soportarías todo lo que conlleva estar conmigo.

—¿No me darías la oportunidad de conocerme?

Kyra se volteó ligeramente para observarle y le dolió ver el gesto que Aidan
presentaba en ese momento. No sabía muy bien si mostraba tristeza o enfado, pero
fuera lo que fuese, no le gustaba. Volvió a darle la espalda y se acercó más a la
orilla de la laguna.

Aidan se acercó para colocarse frente a ella y posó un dedo bajo su barbilla
para que le mirara.

—Podemos averiguarlo. Nadie sabe cómo saldrá, pero puede merecer la


pena, ¿no crees?

Kyra curvó ligeramente los labios, aunque por dentro, no estaba segura de
esas palabras. En ese momento, no le importaría seguir esa locura, pero al día
siguiente, con la mente más despejada, vería si sería buena idea o no.

Si le había besado, era porque lo deseaba. Aidan era un chico amable,


divertido y muy atractivo. La atracción estaba ahí, pero jamás había besado a un
chico sin haber sentimientos de por medio y en lo más profundo de su ser, quería
experimentar un beso provocado nada más que por la atracción. Se podía decir que
se había aprovechado un poco de él. Y no podía negar que había estado bastante
bien, pero no esperaba que Aidan quisiera ver hasta dónde podían llegar.

—Creo que será mejor que regrese ya. Es tarde y necesito descansar —dijo
Kyra.

No sabía demasiado bien qué decir en esos momentos.

—Está bien. Vamos.

Kyra recogió el resto de su disfraz y miró apenada su columpio caído. No


sabía si merecía demasiado la pena volver a arriesgar su integridad física para
volver a atarlo a la rama del árbol.

Se despidieron en el desvío hacia sus respectivas casas y, a pesar de sus


dudas y sus miedos, Kyra se quedó dormida con una sonrisa en los labios. El final
de aquella noche, había sido perfecto.
Capítulo 7

Lo sabía. Sabía que al día siguiente se iba a sentir avergonzada. Eso fue lo
que Kyra pensó cuando se despertó con las sabanas enredadas en su cuerpo y con
su cabello completamente revuelto.

Había bebido, era cierto, pero no lo suficiente como para sufrir una pequeña
y necesaria pérdida de memoria. Sí, era verdad que había cosas que no recordaba,
como el camino desde la fiesta, hasta Mick Park. De eso, solo tenía unos pocos
flashbacks, pero desde que llegaron hasta que se marcharon, lo recordaba todo.
¡Maldito alcohol! Ya que había sido el principal culpable de la locura, podía
haberla ayudado a no recordar. Ahora no podría mirar a su vecino a la cara.
Además, por si fuera poco, ¡le había pedido intentar algo! ¿O había sido una
alucinación? No, no lo había sido.

No iba a negar que le gustaba un poco, pero pasaba de volver a sufrir lo


mismo que con su ex. No podía juzgar a todos por igual. Sin embargo, las distintas
experiencias de su vida le habían demostrado que sí, que todas las personas eran
iguales. Si empezaba algo con Aidan, tarde o temprano tendría que conocer el
trastorno de su madre y, como todos, lo más probable era que se alejara de ella
para no estar cerca de la mujer loca, como solían dirigirse a su progenitora. ¿Cómo
podían existir todavía personas tan intolerantes? Aunque Kyra lo tenía claro.
Quien quisiera pertenecer a su vida, debía aceptar a su madre. Era lo único que
tenía y no pensaba abandonarla. Sin embargo, sabía que ella debía aprender a no
ver su problema como algo más grave de lo que era.

Volviendo al tema de su locura del día anterior, no se arrepentía. Le había


gustado muchísimo, pero aquello no quería decir que no se sintiera avergonzada.
Ella jamás había sido la que tomaba la iniciativa con los chicos. Siempre había
sucedido al contrario, pero con Aidan sentía una conexión que nunca había sentido
con nadie. Él parecía comprenderla. Y no le había mirado como si estuviera loca o
fuera rara por tener unas aficiones diferentes a las que parecían marcadas por la
sociedad: si eres joven, debes salir de fiesta y beber y si eres un octogenario, tienes
que estar con otros jubilados jugando a las cartas. Si no lo cumples, te tachan de
raro.

Había estado muy a gusto con él, pero no estaba preparada para darle una
oportunidad.

Todavía con mucho sueño y un dolor de cabeza considerable, Kyra se


levantó de la cama, pero se detuvo antes de quedar delante de su ventana. La
cortina estaba medio levantada y la correa para bajarla, se encontraba al otro lado.
Si él estaba asomado a la suya, la vería y no estaba preparada para que la
observara. Y menos, con esas pintas.

Sintiéndose un poco ridícula, Kyra se tiró al suelo para quedarse tumbada y


se arrastró por su alfombra de totora gris para llegar al otro lado sin ser vista y
accionar el mecanismo de la correa. Cuando la cortina bajó, suspiró aliviada.

—Buenos días —le saludó su madre al verla aparecer por la cocina—. ¿Te lo
pasaste bien anoche?

—Buenos días. Sí, la fiesta estuvo… bien.

—¿Solo bien?

—Digamos que mi disfraz no triunfó demasiado y fui el centro de las


miradas. —Rio y aceptó la taza de café que su madre le tendía junto con una
aspirina—. Pero, al menos, yo no pasé frío como otras que enseñaban más de lo
que deberían.

Charlotte sonrió y se dirigió al cajón de la cocina donde guardaba los


medicamentos. Kyra la observó y se levantó para comprobar las dosis que se
ponía. Un síntoma del trastorno bipolar, era el despiste y, si su madre no tomaba la
medicina de forma adecuada, los síntomas podrían volver a aparecer de forma
mucho más grave que antes. Por ello, su psiquiatra le recomendó que contara con
la ayuda de familiares para asegurarse de que todo estaba correcto.

—Está perfecto —dijo Kyra antes de volver a sentarse para seguir tomando
su desayuno—. ¿Te sienta bien la nueva medicación?

—Bueno, al principio me quitaba el apetito, pero ahora parece que todo va


bien.

—La abuela no te controlaba tanto como yo, ¿verdad?

Charlotte sonrió y negó con la cabeza antes de coger una silla para colocarse
a su lado.

—La abuela se mudó con nosotras para ayudarme, sí. Pero más que con mi
trastorno, para ayudarme contigo. Para que no te faltara de nada por culpa de la
ausencia de tu padre. —Le retiró un mechón de cabello tras la oreja—. Es cierto
que tuvo que evitar que hiciera muchas tonterías —dijo refiriéndose a sus
episodios de autoagresiones e intentos de suicidio—. Pero esos… incidentes,
también eran debido a lo que estaba sufriendo en ese momento por culpa del
abandono de tu padre. —Suspiró—. Me llevó mucho tiempo superarlo, porque, no
me lo esperaba, ¿sabes? Él conocía lo que me sucedía y, aun así, quiso estar
conmigo. No le obligué. Sin embargo, creo que, lo que más me dolió, fue que te
abandonara a ti. Me preguntabas por él a todas horas y yo no sabía cómo explicarte
lo que había sucedido. Fue un golpe muy duro que me afectó muchísimo. La
abuela me ayudó y me alegro de que lo hiciera, porque me comporté como una
cría, Kyra. Dejé la medicación y por ello estuve peor de lo que debería, hasta que
mi madre me hizo ver que debía seguir adelante por ti. Se quedó con nosotras para
que no nos faltara de nada y tras ese horroroso suceso, no tuvo que actuar de esa
forma tan extrema.

—La abuela no te trataba como una enferma después de eso… y yo, sí lo


estoy haciendo. —Expulsó un suspiro entrecortado antes de mirarla—. Lo siento
mucho, mamá.

—No te disculpes. La abuela fue nuestro pilar y ahora que no está, creo que
ambas sentimos que debemos cambiar para mantenernos en pie, cuando, en
realidad, podemos hacer una vida normal. Tú estudiando y saliendo y yo con mi
trabajo, las tareas de casa y un añadido extra que me ayuda a estar bien. —Se
refirió a la medicación—. Solo tenemos que aprender a vivir en ese punto de vista.
—Kyra sonrió y asintió. Su madre tenía razón—. Y ahora, será mejor que me vaya
o no llego a trabajar. Nos vemos a la hora de comer. —Se despidió con un beso en
la mejilla.

Kyra se quedó un rato más en la cocina mientras terminaba su desayuno y


reflexionaba sobre esa conversación.

—Una vida normal… —susurró y, de forma inconsciente, miró por la


ventana de la cocina la casa de enfrente.

—¡No me puedo creer que dejaras tirada a Erin en la jodida fiesta!

Aidan no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Su hermano había


entrado como un auténtico torbellino en su cuarto cuando había escuchado que se
levantaba. Ni siquiera le había dado tiempo a ponerse una camiseta y unos
pantalones. Lo había tenido que hacer mientras le gritaba que le parecía increíble
que hubiera dejado sola a su hermana.

—No la dejé sola, Ryan. Estuve con ella prácticamente toda la puta noche.

Erin escuchaba todo tras la puerta mientras abría mucho los ojos para así
conseguir que se le formaran unas lágrimas. Debía hacer su entrada estelar
llorando o Ryan terminaría por creer a Aidan.

—¿Acaso no te fuiste con una tía anoche?

—Sí, pero…

—¡Dejaste sola a Erin para irte a un parque a follarte a una maldita


desconocida!

Aquello a Aidan terminó por cabrearle. No solía enfadarse y mucho menos


con su familia, pero eso había sido demasiado.

—Esto me está empezando a tocar los cojones, Ryan. Para empezar, esa chica
se llama Kyra, no es ninguna cualquiera y no me la tiré. No pasó nada, solo nos
besamos, pero no fuimos más allá de eso. Así que te pido que no le faltes al
respeto, porque ella no tiene la culpa de nada. —Le señaló con el dedo índice—. Y
segundo, antes de irme, fui adónde se encontraba Erin y le dije que me iba y que se
fuera contigo, porque también me preocupo por ella.

—¡¿La estás llamando mentirosa?! —le gritó.

Aidan fue a contestar, pero antes de poder hacerlo, Erin entró por la puerta
llorando y se colocó en medio de sus hermanos.

—Por favor, parad. Vais a conseguir que papá y mamá se enteren.

—¡Pues que lo hagan, Erin! Que se enteren de lo que anoche te hizo Aidan.

Erin miró a Aidan y vio en sus ojos grises una mezcla de enfado y súplica
para que dijera la verdad.

—¿Erin? —la incitó Aidan.


—Da igual lo que pasara —dijo mientras se secaba sus lágrimas—. No
sucedió nada malo y tampoco soy una niña pequeña que necesite de sus niñeros.

—No, Erin, no da igual lo que pasó —contestó Aidan cada vez más
enfadado—. Dile a Ryan la verdad, que te avisé de que me iba, que te dije también
con quién y que te pedí que fueras con él.

Erin empezó a sentir un sudor frío recorrerle el cuerpo entero. Bajó la


mirada a sus pies sin saber muy bien qué contestar. Con los nervios a flor de piel,
miró primero a Aidan y después a Ryan.

—Erin, ¿es verdad lo que dice Aidan? —preguntó Ryan cruzándose de


brazos.

Aisling y Kellan, alertados por los gritos de sus hijos, subieron al cuarto,
pero no dijeron nada. Se quedaron en la puerta esperando a que alguno les dijese
qué estaba ocurriendo.

—Aidan se fue y no me dijo nada. Eso fue lo que sucedió, pero no me pasó
nada. Puedo cuidarme solita —dio el tema por terminado y salió de la habitación
ignorando por completo a sus padres.

Aidan no podía creerse lo que su hermana había dicho. ¿Por qué mentía? No
lo entendía. No se habían peleado ni nada. Estaban bien. ¿Qué razón había detrás
de aquella problemática trola?

—Está mintiendo, Ryan. Sabes que jamás haría algo que os perjudicara a
alguno de vosotros. ¡Joder! ¿Por qué no me puedes creer?

—Porque ella es mi hermana y tú no.

Dolor. Eso sintió Aidan cuando Ryan terminó de decir esa frase. Se había
quedado completamente en blanco. Sin palabras. No sabía qué responderle. En
realidad, no iba a responderle. No podía contradecirle, pues, esas hirientes
palabras, eran muy ciertas.

—Tienes razón. No soy tu hermano. Yo no tengo ni hermanos ni padres. Yo


no tengo familia —dijo antes de salir él también del cuarto.

—Aidan, cariño, ¡espera! —intentó detenerle Aisling, pero él ignoró su


súplica.
—Eso ha estado completamente fuera de lugar, Ryan —le regañó Kellan—.
Sabes lo que Aidan ha pasado durante toda su vida y lo que le costó dejar de
sentirse abandonado.

—Lo sé, lo siento… no… no estaba pensando lo que decía.

—No es a mí a quien tienes que pedir disculpas.

Aidan salió de la casa dando un portazo y se dirigió a la parte de atrás para


saltar la valla y largarse de allí. No quería ser visto por nadie y mucho menos, que
alguien le siguiera. Necesitaba estar solo y aclarar su mente antes de regresar para
mantener una difícil conversación con su her… con Ryan.

Lo que Aidan no sabía, era que unos preocupados ojos castaños le


observaban desde una ventana adornada con hojas caídas.
Capítulo 8

Kyra no se había separado de su ventana en prácticamente todo el día.


Desde que había visto a Aidan salir alterado de la suya, llevaba desde entonces
atenta para ver si volvía.

También se había fijado en su ventana. No parecía haber movimiento y a la


única persona de la familia McCarthy que había visto salir de casa para mirar por
los alrededores, había sido a Erin. Probablemente, también estuviera buscando a
Aidan. Algo había sucedido.

Kyra estaba bastante preocupada. Tanto, que había comido con prisas para
regresar a su cuarto, y así, poder continuar mirando por la ventana.

Ni siquiera tenía su teléfono para saber si estaba bien, así que lo único que
podía hacer, era esperar.

«Pues sí que empezamos bien», pensó. Tras la charla de esa mañana con su
madre, algo había nacido en ella. Quería tener una vida normal, sin preocuparse de
lo que podía pasar en el futuro. Quería pasar más tiempo con sus amigas, ir a la
universidad sin comerse el coco por si su madre necesitaba ayuda, salir algunos
días a correr o en bicicleta, ir de compras con su madre y acudir a su refugio
cuando estuviera estresada por algo. Y si el destino quería poner a alguien más en
su vida, ¿por qué rechazarlo? Claro que estaba asustada y confusa. Apenas sabían
nada el uno del otro, pero si no le daba una oportunidad, nunca se conocerían.

El sol ya llevaba varias horas oculto y Aidan todavía no había vuelto. Kyra
no paraba de dar pequeños paseos por su cuarto. Daba gracias a que los
somníferos que se tomaba su madre antes de dormir fueran lo suficientemente
fuertes como para que ni una bomba la despertara. Si no, ya le habría sonsacado
información con uno de sus terceros grados al escuchar continuamente el sonido
de sus pisadas.

—Las dos de la madrugada —susurró antes de expulsar un suspiro.

No sabía si meterse ya en la cama y pasar mañana por su casa o seguir


esperando. Le gustaba más la segunda opción, ya que no iba a tener el suficiente
valor para presentarse en el hogar de sus, prácticamente, desconocidos vecinos.

Un bostezo escapó de su boca mientras recolocaba una de las hojas. Estaba


completamente agotada y a ese paso, se dormiría de pie.
—Creo que ya es hora de dormir —se dijo.

Se separó de la ventana para ponerse el pijama y prepararse para meterse en


la cama. Una vez lista, apagó su lamparita, pero antes de tumbarse, levantó la
cortina y se asomó por última vez. El corazón le dio un vuelco cuando, en la
oscuridad, le reconoció. Aidan estaba de pie, delante de la valla que separaba la
calle de la parcela de su hogar. ¿Por qué no entraba?

Sin importar sus pintas, Kyra cogió su chaqueta y bajó para salir a la calle. El
frío azotó su cuerpo, pero no le importó. Rodeó su casa para llegar al camino que
se encontraba bajo su ventana y desde donde le había visto.

—¿Aidan? —le llamó. Seguía en el mismo lugar. Parecía que no se atrevía a


entrar en su propia casa—. ¿Estás bien?

Él la miró, pero no le sonrió como solía hacer cuando se encontraban. Se le


veía triste, apagado, como si alguien le hubiera absorbido esa esencia alegre y
bromista que tenía.

—Kyra —susurró su nombre—. ¿Qué haces despierta a estas horas?

—Podría preguntarte lo mismo. —Se colocó frente a él y se abrazó más a sí


misma. Estaba helada—. Te he visto salir a mediodía. Parecías… enfadado. Estaba
preocupada.

Aidan la miró, pero no se acercó a ella. Seguía sin estar de demasiado humor
y no quería que ella lo pagara, pero escuchar eso de sus labios, le gustó. La chica de
las hojas le estaba haciendo perder la cabeza.

—¿De verdad lo estabas?

—Sí —dijo sincera—. Tengo la costumbre de preocuparme por la gente que


me cae bien —intentó bromear y consiguió que él sonriera levemente—. Pero,
además de preocuparme, también me asusto cuando la persona que cumple mis
locuras desaparece durante horas —susurró refiriéndose a su beso—. Porque no
dejo que todo el mundo las cumpla, solo las que se están convirtiendo en alguien
especial para mí.

Kyra temblaba como un auténtico flan y esa vez, no podía echar la culpa al
alcohol de lo que estaba saliendo por su boca. Nerviosa, se acercó más a él y cogió
su mano para entrelazar sus dedos con los de él. No solo deseaba hacer esa
pequeña nueva locura, sino que también necesitaba hacerle saber que no estaba
solo. Porque lo que en ese momento Aidan le estaba transmitiendo con su mirada y
sus hombros caídos, era eso: tristeza, soledad, enfado, incluso, parecía perdido.

—¿Quieres hablar? —le preguntó Kyra— Soy mala dando consejos, pero
buena escuchando.

Aidan sonrió y, por fin, le dio un pequeño apretón en la mano. Aquel gesto
hizo que Kyra se relajara un poco más, pero seguía nerviosa.

—Es tarde y estás congelada, Kyra. Y descalza. —Miró sus pies solo
cubiertos por unos gordos calcetines de andar por casa.

—Sí, no te lo niego. ¡Me muero de frío! Pero podemos entrar en mi casa.


Tengo chocolate caliente, que, para las penas, va de lujo, créeme, lo sé por
experiencia. —Soltó una leve carcajada—. Y, además de eso, tengo una calefacción
que funciona a las mil maravillas. ¿Qué te parece?

—Gran plan, pero son las dos de la madrugada. Podemos despertar a tu


madre.

—Es imposible despertarla. Hazme caso. Se toma somníferos para dormir,


ya que, sin ellos, no pegaría ojo en toda la noche y hasta las siete, no existe nada ni
nadie que pueda sacarla de su profundo sueño.

—No sé, Kyra… —dijo mirando las luces encendidas del cuarto de Aisling y
Kellan y también el de Ryan. Estaban todavía despiertos y sabía que era porque
aguardaban su regreso.

Al ver lo que estaba observando, Kyra pudo adivinar sus pensamientos. Ella
dirigió su mirada a las ventanas encendidas y ciñó más su cuerpo al suyo. Se moría
de frío, pero también le gustaba su contacto.

—¿Les has llamado o mandado un mensaje? —preguntó—. Creo que


también están preocupados.

—No. No… no he tenido valor.

—¿Seguro que no quieres hablar? —quiso saber Kyra ante esa respuesta.

Aidan no contestó. Sacó su móvil y tras teclear algo, lo guardó y tiró de ella
para ir a su casa.

—Espero que tengas nubecitas para ese chocolate.

Kyra sonrió y sacó las llaves del bolsillo de su chaqueta para abrir la puerta
y entrar.

—¿Nubecitas? Menuda reputación de chico duro tienes tú. —Rio—. ¿Has


avisado a tu familia de que estás bien? —preguntó.

—Le he mandado un mensaje a Aisling, mi madre adoptiva.

Kyra solo asintió y le guio hasta la cocina para empezar a preparar el


chocolate. Lo sirvió en dos tazas y sacó la bolsa con las nubecitas. Aidan parecía
estar algo mejor, pero seguía ausente y apagado.

—¿Quieres contarme lo sucedido? Si no lo ves oportuno, no hace falta que


me digas nada, pero como ya te he dicho, el chocolate te subirá un poco el ánimo.
—Sonrió.

Aidan curvó ligeramente los labios. Apenas la había mirado en los minutos
que llevaban juntos. No era una buena señal, pero tampoco podía obligarle a estar
bien de un momento para otro.

—He tenido la mayor discusión con mi familia desde que llegué a esa casa.
Jamás hemos tenido disputas grandes y si veía que se estaba yendo de las manos,
cedía para que no fuera más allá. Sobre todo, cuando era más pequeño. Temía que
ellos también me abandonaran. Es la mejor familia que podía desear. —Se detuvo
unos segundos—. He pasado por varios hogares y siempre terminaban por
devolverme. No era de su agrado. —Suspiró—. Y el hecho de que jamás conociera
a mis verdaderos padres, es algo que me marcó de niño. Lo único que sé es que mi
madre biológica me dio en adopción antes de cumplir los tres años. No me dio
tiempo a conocerla y apenas tengo recuerdos, pero sé que no era ninguna niñata
que se quedó embarazada en plena adolescencia. Era una mujer, con trabajo, con
su estabilidad, así que me imagino que para ella fui un gran estorbo, un quiste del
que se deshizo en cuanto pudo. Lo que no sé es por qué no abortó cuando se enteró
de que estaba embarazada.

—No digas eso, Aidan —dijo Kyra enredando su mano en su corto cabello
—. Tienes un día de mierda, pero no por eso debes pensar que no deberías haber
nacido. Con los McCarthy has sido feliz, ¿no? —Él asintió—. Pues ahora más que
nunca, debes pensar en esos buenos momentos con ellos, no en todas las personas
que te abandonaron. Las que salieron perdiendo fueron ellas.

—La cosa es, que hoy me he vuelto a sentir como ese niño. —La miró—.
Ayer, en la fiesta, sabes que estuve prácticamente toda la noche con mi hermana.
—Ella asintió—. Y, cuando nos fuimos, fui dónde se encontraba para avisarla y que
se fuera con Ryan. Somos demasiado protectores con ella y no queremos que esté
sola en según qué fiestas. —Dio un sorbo a la caliente bebida—. La cosa es que, no
sé por qué, Erin le contó a Ryan que la dejé tirada para irme contigo. He intentado
que mi hermana diga la verdad, que me crean y no ha habido forma. Ya, preso del
enfado, le he preguntado que por qué no me creía. ¿Su respuesta? Ella es mi
hermana, tú no.

A Kyra se le encogió el corazón al escuchar esas palabras. No le habían


gustado, incluso le resultaban muy crueles. Comprendía el dolor que habría
sentido Aidan al oír eso de la boca del que consideraba su hermano.

—Lo siento, Aidan, pero estoy convencida de que lo ha dicho sin pensar y
que estará muy arrepentido.

—Lo sé, pero eso no quita que no sea verdad y que no haya dolido.

—Sí, tienes razón, pero es mejor que esté arrepentido, a que lo piense de
verdad y no esté dispuesto a disculparse. Ese dolor… no sé quita. —Suspiró y
rodeó su taza con sus manos para calentarlas—. Durante toda mi vida me han
dicho cosas como: cuando seas mayor también te volverás loca, no voy a dejar que
mi hija se acerque a ti o la última fue, no quiero que mis hijos acaben en un
psiquiátrico.

Aidan la miraba sin entender a qué venían esas acusaciones tan…


medievales. Así le sonaban.

—¿Por qué te dicen eso?

—Yo no dejo que las personas se acerquen demasiado a mí y a las pocas que
las he dejado entrar de lleno, han huido en cuanto se metieron. He crecido viendo
como otras madres alejaban a sus hijos de mí, con personas que no paraban de
señalarme con el dedo y con otras que el simple hecho de acercarse a mí les
asustaba. Esa gente, jamás se arrepentirá de esos pensamientos. Sin embargo, tu
hermano, creo que sí está muy dolido por lo que ha dicho. Aprovecha eso.
—No me has contestado, Kyra.

Ella suspiró. ¿Debía contárselo? Solo hacía unos pocos días que se conocían
y no era un tema del que ella podía hablar a la ligera. Aunque, si de verdad ambos
querían una oportunidad, era mejor decirlo en ese momento antes de iniciarla para
que después resultara ser igual que los demás.

—Mi madre padece TAB: trastorno afectivo bipolar. —Al ver que Aidan iba
a hablar, le colocó dos dedos sobre sus labios—. Déjame acabar. Luego decides qué
hacer y decir. —Él asintió—. Es un trastorno muy difícil de detectar y hasta los
veintidós años, no lo hicieron. Cuando se lo detectaron, mis padres estaban
prometidos y mi padre, decidió seguir adelante con todo y apoyarla. Con la
medicación, puede tener perfectamente una vida normal, pero tampoco es extraño
que de vez en cuando, sufra crisis. —Expulsó un suspiro entrecortado.

«Desde pequeña, he crecido viendo esos estados, lo tengo interiorizado ya


como algo normal, pero la gente, cuando se entera, creo que se imagina a mi madre
con una camisa de fuerza, todo el día chillando y comportándose de forma
agresiva. —Rio sin gracia—. Y en realidad, no es así. Tú la ves y no pensarías que
padece un trastorno. La cosa es, que mi vida, todo es normal, todo va bien, hasta
que la gente averigua el gran secreto y me tratan como si tuviera la peste. Se alejan
de mí para no tener que lidiar con mi madre. Todo el mundo al que he dejado
entrar en mi vida, se ha ido por esa razón. Ni siquiera le dieron una oportunidad a
mi madre… no es mala persona, es… es alguien normal, no está loca, solo necesita
un poco de ayuda, nada más. —Suspiró.

«Yo también me he sentido abandonada cuando esas personas que decían


quererme o que me juraban ser superamigas, me dejaban de la noche a la mañana.
Sé lo que es sentir soledad. Sé lo que es sentirse abandonada. Sé lo que es mirar por
la ventana esperando que pase como en las películas y aparezca una persona
cuando, en realidad, jamás volverá. —Se refirió a su padre—. Pero, como te decía, a
diferencia de lo que te ha ocurrido hoy a ti, nadie se arrepiente del daño que
durante toda la vida nos han hecho a mi abuela, a mi madre y a mí. —Apartó la
mirada antes de levantarse para dejar su taza en el fregadero—. Ya puedes hablar.
Di lo que tengas que decir.

Aidan estaba todavía analizando esas palabras. Ambos se habían sentido


abandonados, de distinta manera, pero el sentimiento causado por diferentes
personas, era el mismo. La miró. Le daba la espalda y podía leer sus pensamientos.
Estaba esperando a que él fuera como el resto y acabara por huir.
—La gente es idiota, Kyra. —Se levantó para colocarse a su lado. Al sentirle
junto a ella, giró el rostro para que no la viera—. Hey, mírame.

Aidan colocó las manos en su cadera consiguiendo que un escalofrío


recorriera el cuerpo de la chica. Volvía a temblar como un flan, pero ya no era de
frío. Poco a poco, se fue girando para quedar frente a él. Abrió los ojos y alzó la
cabeza para entrelazar sus miradas. Aidan vio que tenía los ojos húmedos, pero no
lloraba.

—¿Qué estás pensando, Aidan?

—Estoy pensando, que los dos hemos tenido la mala suerte de cruzarnos con
tantos capullos en la vida. —Ella rio—. Pero, que también somos afortunados
porque el destino haya decidido que nos conozcamos —susurró inclinando
ligeramente la cabeza—. ¿Tu madre está bien? —Ella asintió con la cabeza—. ¿Tú
estás bien?

—Ahora mismo, creo que estoy mejor que nunca —dijo abrazándose a su
cintura para que sus cuerpos se juntaran más.

—Pues eso es lo importante, Kyra. No pienses en nada más, ignora a toda


esa gente que necesitan mucha más ayuda que tu madre con esa mente que tienen
y quédate con quienes estén a tu lado para lo bueno y para lo malo.

—Eso haré y creo que voy a empezar a hacerlo ahora mismo.

Kyra subió sus brazos hasta rodear su cuello antes de atraerle hacia ella para
besarle. Al estar solo con los calcetines, tuvo que ponerse de puntillas para llegar a
su altura.

Aidan le devolvió el beso con pasión y la cogió de las nalgas para sentarla en
la encimera y que quedara más a su altura. Le abrió la boca para que le diera
acceso a su interior y cuando le permitió aquella invasión, la saboreó. En esos
momentos, ninguno de los dos buscaba dulzura, solo una liberación que solo
podían alcanzar con la ayuda del otro.

Aidan introdujo una mano bajo la larga camiseta de su pijama y comenzó a


acariciar la piel de su cintura. Kyra se estremeció ante su contacto y gimió contra
su boca antes de enredar sus piernas entorno a sus caderas para atraerle más a ella.

—Espera —susurró Kyra en su boca con la respiración entrecortada.


—¿Quieres que pare?

—No, pero este no es el mejor lugar. No podemos dejar pruebas. —Rio y


saltó de la encimera para cogerle la mano y tirar de él—. Ven.

Entre risas y más besos, llegaron al cuarto de Kyra, donde, tras cerrar la
puerta, Aidan la aprisionó sobre esta para volver a devorarle la boca mientras ella
tanteaba la pared buscando el interruptor de la luz. Cuando consiguió accionarlo,
Aidan la cogió en brazos y la sentó en el tocador que tenía para comenzar a
desnudarla. Se desprendió de esa larga camiseta y gruñó al ver que no llevaba
sujetador.

—¡No me mires así! El 95% de las tías nos quitamos el sujetador para
dormir. No sabes lo molesto que resulta a veces.

—No tengo queja alguna.

Retomaron los besos y Aidan volvió a tomarla entre sus brazos para llevarla
a la cama. Kyra le desprendió de su camiseta y se deleitó en tocar y besar cada
centímetro de su piel desnuda. Primero, recorrió su caliente espalda y sus
marcados pectorales con las manos antes comenzar a besar su cuello mientras sus
dedos acariciaban las líneas de sus abdominales. No podía dejar de tocarle. Ni de
besarle.

Él hizo otro tanto con ella y empezó a dejar un reguero de besos por su
cuello en dirección descendente hasta alcanzar sus pechos. Kyra se mordió el labio
para no gritar cuando su lengua comenzó a mimar sus erectos pezones.

Sin dejar de saborear la piel de su areola, Aidan atrapó con sus grandes
manos la goma de su pantalón de pijama para deshacerse de él junto con la ropa
interior. Estaba tan excitado como lo parecía estar ella. Los preliminares no
durarían mucho más.

—Te prometo que las próximas veces serán mil veces mejor, pero ahora
mismo, te necesito, Kyra —declaró con voz ronca mientras él mismo se desprendía
de la ropa que le quedaba—. ¿Tienes preservativos?

—Sí, espera —dijo completamente excitada mientras alargaba el brazo hacia


el cajón de su mesilla.

Sacó toda la ropa del cajón para atrapar la caja que se encontraba al fondo de
este. Necesitaba con urgencia ese condón, pues empezaba a sentir en sus partes
una pequeña molestia.

Cuando lo consiguió, se lo tendió a Aidan, quien, tras colocárselo, comenzó


a hundirse en ella con cuidado. Su deliciosa cavidad era muy estrecha y debía
darle tiempo a su cuerpo para que se adaptara a él.

—¡Oh, Dios! —gimió hundiendo su boca en su cuello para no gritar—.


Muévete, Aidan… por favor.

Él no contestó con palabras, sino que atrapó sus manos para entrelazar sus
dedos y colocar sus brazos por encima de su cabeza antes de entrar completamente
en ella. Kyra cerró los ojos y ahogó un gemido sobre su piel antes de rodearle con
las piernas su cintura para que el ángulo fuera más placentero.

Durante toda la noche, disfrutaron del cuerpo del otro y se olvidaron de sus
problemas para vivir una de las mejores locuras de sus vidas con las hojas del
otoño siendo testigos del inicio de algo mágico.

—Aidan —susurró Erin.

Llevaba horas dando vueltas en la cama sin conseguir dormir, por lo que
había decidido levantarse e ir a su cuarto. Todavía no había vuelto y estaba muy
asustada por si no regresaba por culpa de su mentira. Le necesitaba cerca. Ya no
podía retener más los sentimientos que albergaba su corazón.

Se acercó a su armario y sacó una de sus camisetas para ponérsela. Olía a él.
Cerró los ojos para imaginar que estaba a su lado. Abrazándola mientras le
susurraba al oído que él también sentía lo mismo por ella. Le amaba tanto…

Sin embargo, se obligó a bajar de su fantasía. Caminó por su habitación


acariciando los muebles, pero se detuvo al ver por el rabillo del ojo como la luz de
la ventana de enfrente se prendía. La cortina estaba levantada y pudo ver a su
vecina, la loca de las hojas, pasarlo bastante bien con un chico moreno. Desde la
distancia, no se apreciaba bien quién era, pero cuando el joven la cogió en brazos
para llevarla al tocador, pudo verle la cara.

—Aidan… —repitió Erin su nombre al borde del llanto.


No podía soportar verlo con ella y cuando observó cómo empezaba a
desnudarla, salió corriendo de la habitación para ir al baño y vomitar. Aquello
había ido ya demasiado lejos en tan pocos días. Tenía que pararlo ya, antes de que
fuera demasiado tarde.
Capítulo 9

—Aidan, Aidan… —balanceó Kyra su cuerpo—. Debes marcharte. Mi


madre no tardará en despertarse.

Aidan no sabía si seguía soñando o de verdad la chica que en esos


momentos estaba entre sus brazos era Kyra. Abrió sus ojos somnolientos y tuvo
que esperar a que su mente supiera dónde se encontraba. Cuando vio las hojas
pegadas en la ventana, enseguida lo supo y sonrió recordando lo sucedido hacía
unas pocas horas.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las seis y diez. Va a amanecer enseguida —contestó mientras le colocaba


bien unos mechones cortos de su oscuro cabello.

—Creo que jamás he madrugado tanto un domingo. —Sonrió antes de


levantarse para vestirse.

Mientras lo hacía, Kyra se colocó su larga camiseta y la ropa interior antes de


salir también de la cama.

—Te acompaño hasta la puerta.

Aidan la miró de arriba abajo. Sus preciosas piernas estaban al descubierto y


lo único que cubría el resto de su cuerpo era una camiseta de manga corta.

—¿Así? No tengo queja, pero te vas a helar.

—Solo serán unos segundos y no grites tanto. Por si acaso.

Él asintió y juntos bajaron en silencio y cogidos de la mano. Las calles del


barrio aún estaban iluminadas por las luces blancas de las farolas, pero por el
horizonte ya se podían ver los primeros rayos del sol.

—¿Estarás bien? —se preocupó Kyra.

Aidan, al ver cómo se encogía por el frío, la abrazó para darle calor.

—Sí —Le besó en la frente—. Pero creo que estaré mejor si me das tu
número de teléfono.
Kyra rio y se separó de él para colocar la palma de su mano bocarriba.
Aidan, al entender lo que quería, le tendió su móvil para que añadiera su número.

—Listo. —Se lo devolvió—. Suerte con tu familia, aunque creo que no la


necesitarás. —Pasó los brazos por su cintura—. Te quieren, Aidan. No lo dudes.

Aidan asintió y se quedó unos segundos admirando las pequeñas pecas que
adornaban su rostro. Eran completamente hipnóticas y le encantaban.

—Te escribo después con las novedades. —Sonrió y se inclinó sobre ella
para darle un último beso en los labios—. Hasta pronto.

Kyra se despidió de él y se quedó unos segundos apoyada en el marco de su


puerta hasta que vio como Aidan entraba en su casa. Esperaba que todo fuera bien.

Cuando Aidan entró, lo hizo con el máximo sigilo posible. La casa estaba
sumida en el más completo silencio y oscuridad. Dejó sus llaves en el cuenco de la
entrada sin saber muy bien si ir a su cuarto, o esperar en el salón a que el resto se
despertara. Le encantaría meterse en la cama y descansar, apenas había dormido,
aunque esa falta de sueño, había merecido la pena.

Decidió aguardar a que se levantaran y después, ir a descansar. Caminó al


salón para esperar en el sofá, pero se quedó parado en la entrada al ver a Aisling
allí. Estaba completamente dormida con un libro abierto sobre su pecho. Con
cuidado, se acercó a ella para quitárselo y taparla con la manta. Sin embargo, se
despertó al sentir movimiento.

—¿Aidan? —dijo al reconocerle.

—Sí.

—Oh, cielo. —Le abrazó y él se sentó a su lado para devolverle el gesto—.


Estábamos muy preocupados por ti. ¿Estás bien?

Aidan cerró los ojos y aspiró su aroma a melocotón que su madre siempre
había tenido y que le trasladaba a las noches en las que ella dormía con él cuando
tenía pesadillas. Se despertaba con ese olor y antes de abrir los ojos, se sentía
seguro.

—Ahora sí.
Aisling deshizo el abrazo y posó su mano sobre su mejilla para acariciársela.

—Sabes que Ryan no piensa eso, ¿verdad? Ninguno lo hacemos, Aidan. Eres
nuestro hijo, tanto como lo son Erin y Ryan.

—Lo sé. Siento mucho haber estado desaparecido, pero…

—Lo sé, lo sé. —Le sonrió al borde de las lágrimas—. Sabes que te entiendo
más que nadie.

Aidan asintió y ambos se levantaron para ir a desayunar a la cocina. Él


necesitaba hablar antes con su madre y así, estar preparado para la conversación
de después con el resto de su familia. Siempre se había sentido más unido a
Aisling. Probablemente, fuera porque ella pasó por lo mismo que él. Le
comprendía mejor que nadie.

Una hora después, Kellan fue el primero en levantarse y abrazó a Aidan


nada más verle. Se sintió aliviado al verle y comprobar que estaba bien. Había
pasado una de las peores noches de su vida.

Minutos después, Erin y Ryan aparecieron por la cocina y también corrieron


para recibirle como se merecía, aunque su hermano mayor se permitió el lujo de
darle una suave colleja por darles ese susto.

Erin apenas se separó de él. Se había abrazado a su cintura y no se soltó


hasta que Ryan le pidió a Aidan que salieran al porche de la parte trasera. Se
sentaron en el escalón de madera y el mayor de los McCarthy se encendió un
cigarrillo.

—Lo siento mucho, Aidan —se disculpó—. Aunque no compartamos


sangre, para mí eres mi hermano, al igual que Erin. Y siempre lo serás. Estaré ahí,
tanto para ti como para Erin, durante toda la vida.

—Lo sé, Ryan. Sabes que todos vosotros sois muy importantes en mi vida.
Sois mi familia.

Ryan asintió y le dio una calada a su cigarrillo.

—No sé qué pasó en la fiesta. —Rompió el silencio—. Cuando te fuiste,


hablé con Erin y volvió a contarme lo que pasó. La primera vez que lo hizo, me dijo
que te habías ido sin avisarla y que creía que te habías ido con una tía y la segunda
vez, ya bastante cabreado, le grité que me dijera la verdad. Acabamos los dos
gritando y me contó con esa voz chillona que tiene, que ella decía la verdad, que te
había visto marcharte con la vecina de enfrente y que no la avisaste. Que la dejaste
sola para ir a tirártela porque seguías obsesionado con ella por culpa de sus hojas.
—Dio una nueva calada y expulsó el humo—. Versiones parecidas, pero no
iguales. En la primera parecía desconocer qué había pasado y en la segunda, ya
sabía con quién te fuiste. No mencioné nada de su ligero cambio de versión, pero
algo se encendió dentro de mí.

—No mentí, Ryan. La avisé. Pero no importa, será mejor que lo dejemos.

—Sí, es lo mejor. Pero creo que debemos vigilar a Erin. Ella no es así y si ha
mentido y se ha comportado de esa forma, es porque algo le sucede.

—Podemos hablar con ella e intentar que nos lo diga.

—Ya la conoces. Para ciertas cosas, es muy reservada. Nos lo contará con el
tiempo, pero es mejor que sepa que estamos ahí para lo que necesite.

Aidan asintió con la cabeza. No era nada propio de Erin comportarse así. No
solía mentir. Sí que había dicho más de una mentirijilla, pero eran piadosas. Sin
embargo, esa última, era dañina y había provocado una fuerte discusión que, por
suerte, se había solucionado. Algo estaba pasando y esperaba que su hermana
confiara en ellos para ayudarla antes de que sucediera algo peor.
Capítulo 10

Ya había pasado un mes desde la noche del Samhain y esos días, Aidan los
había sentido un poco agridulces. Por una parte, estaba feliz. Su relación con Kyra
iba bien, aunque al principio la veía algo tensa y asustada, sobre todo, el día que le
presentó a su madre.

Kyra le había hablado de él y Charlotte quería conocer al chico con el que su


hija estaba saliendo, así que, días atrás, los tres comieron juntos en su hogar. Ese
día, Kyra lo pasó con los nervios a flor de piel, y, por más que Aidan intentó
tranquilizarla, solo lo consiguió cuando ella vio cómo su madre y él se llevaban
bien.

Aidan jamás habría descubierto el trastorno de Charlotte si no fuera porque


Kyra se lo dijo. Su madre no mostraba ningún síntoma gracias a la medicación. Era
una persona completamente normal y, si la expareja de Kyra no quiso verlo, era
problema suyo.

Pero, por otra parte, estaba muy preocupado por Erin. Llevaba un mes
esquivándole, apenas le miraba cuando estaban en la misma sala y buscaba
cualquier excusa para irse pronto. Además, cada vez que su familia le preguntaba
por Kyra, Erin no le dejaba contestar y comenzaba a hablar de cualquier tema.
Había intentado aclarar las cosas con ella y que le contara qué era lo que sucedía,
pero Erin no decía nada.

Ese nuevo día, había comenzado igual que el resto. Todos se habían
levantado al mismo tiempo, pero Erin se había excusado para marcharse nada más
vestirse. Decía que había quedado a primera hora con una compañera para
adelantar un trabajo, pero Aidan sabía que era mentira, ya que, cuando él llegaba
con el coche, la veía en la cafetería desayunando.

—¿Sabes ya qué narices le pasa a Erin? —quiso saber Ryan cuando él y


Aidan salieron de casa.

—No. Por más que intento hablar con ella, desde la noche de la fiesta ha
cambiado mucho.

—Conmigo está igual y cada vez estoy más convencido de que me mintió
esa noche, pero no quiero volver a sacar ese tema.

—Ni yo. —Miró su reloj— Hoy intentaré volver a hablar con ella. Nos
vemos después —se despidió de él montándose en el coche que compartía con su
familia, salvo con Ryan, ya que él tenía coche propio—. ¿Te acerco al trabajo?

—No me jodas, Aidan. Trabajo a diez minutos de aquí y este cuerpo. —


Golpeó su abdomen—. No se mantiene solo.

Aidan rio y subió al todoterreno para conducir hasta la facultad. Cuando


llegó, pasó por la puerta de la cafetería y, como se imaginaba, allí se encontró a su
hermana desayunando y con cara larga. Suspiró. Le gustaría que Erin confiara en
Ryan y en él para ayudarla.

Tras acabar su primera clase, Aidan aprovechó su hora libre para ir a por
dos cafés. Kyra entraba a esa hora y sabía lo bien que le iba a venir esa dosis de
cafeína para hacer desaparecer su cara de sueño. Además, su hermana tenía
pendiente esa misma asignatura. Podría intentar hablar con ella.

Llegó al edificio donde se encontraban los estudiantes del grado de Historia


y subió hasta la segunda planta. Sonrió al ver a Kyra saliendo del ascensor. A esas
horas, estaba tan cansada que era incapaz de subir a pie los dos pisos.

—Creo que necesitas esto —habló a su espalda.

—Dios, ¡qué susto me has dado! —se sobresaltó al escuchar su voz.

—Yo también me alegro de verte. —Le tendió el café antes de robarle un


beso—. ¿Qué tal ayer?

Kyra suspiró y se recolocó el bolso en su hombro. El día anterior, había


pasado seis horas en la biblioteca con sus amigas haciendo un trabajo que debían
entregar al día siguiente. Nada más llegar a casa, había caído rendida en la cama,
pero seguía mentalmente agotada.

—Horrible. Y esta tarde nos espera lo mismo. —Le dio un sorbo al café—.
Odio hacer vídeos. Prefiero trabajos de cien páginas.

Aidan pasó su brazo por sus hombros y la incitó a caminar por el largo
pasillo hasta la puerta de su aula.

—¿Quieres que hable con mi hermano para ver si os puede echar una mano?

—No creo que tu hermano quiera pasar sus pocas horas libres trabajando. —
Sonrió— No te preocupes, creo que ya hemos pillado el truco al programa.

—Está bien. —La liberó de su abrazo y le cogió la mano que tenía libre—.
¿Te apetece hacer algo este fin de semana? ¿Cine y cena?

—Sí, por Dios, necesito desconectar un poco de todo.

—Pero esta vez, elijo yo la película.

Kyra rio sabiendo por qué decía eso. La última vez, le hizo tragarse la
película más ñoña de la cartelera. A ella no es que le fueran demasiado las de
romance, pero esa en concreto, estaba basada en una novela que había leído y tenía
curiosidad por ver cómo la habían adaptado al cine. Aunque le gustó, se quedaba
mil veces con la historia del libro.

—Me parece justo —dijo antes de ponerse de puntillas para alcanzar sus
labios.

Un carraspeó hizo que se separaran y miraran a la persona que les había


interrumpido: Erin. Kyra también había conocido a la familia de Aidan. Más en
concreto, lo había hecho hacía tres días, en una cena. Los padres de Aidan eran
geniales, al igual que su hermano mayor, Ryan. Le habían caído muy bien, pero
Erin había sido otro cantar. No le había hablado en toda la noche y Kyra juraría
que no le había dejado de lanzar miradas asesinas. No se había sentido nada
cómoda con su presencia y las pequeñas sonrisas que a veces había mostrado, le
habían resultado muy falsas.

—Hola, Erin —la saludó su hermano.

—Hola —le devolvió el saludo y, como aquella noche, fulminó a Kyra con
una mirada rápida—. ¿Qué haces aquí? No estudias en este edificio.

—He venido a traerle un café a Kyra y a hablar contigo.

—Mi clase empieza en cinco minutos y al profesor Murphy no le gusta la


impuntualidad, ¿verdad, Kyra? —La miró.

—Verdad —contestó con firmeza y sosteniéndole la mirada.

Tenía una mala sensación con esa chica, pero no podía prejuzgarla. Aún no
la conocía.
—Pues nos vemos luego —se despidió Aidan de ellas y le dio un ligero
apretón a Kyra en la mano antes de soltarla.

Aidan caminó hacia la salida, pero se giró para observar a su hermana.


Estaba muy preocupado por ella. Sin embargo, frunció el ceño al ver cómo quitaba
la tapa del vaso de su café y fingía tropezar para tirarle la caliente bebida a su
novia.

—¡Joder! —maldijo Kyra al sentir como la espalda de su blusa se empapaba.


Se giró enfadada hacia Erin—. ¿Pero a ti qué demonios te pasa conmigo?

—¡Me he tropezado! Lo siento. Discúlpame. —Puso su cara más inocente.

Kyra se fijó en sus manos. En una, sostenía el vaso vacío y unas gotas de café
se posaba en su piel. Y, en su otra mano, sujetaba la tapa de plástico. Si pensaba
que había sido un accidente, es que no la conocía. No era tonta y, antes, cuando
hablaban con Aidan, había visto que la tapa estaba colocada donde debería. Lo
había hecho a propósito y empezaba a pensar que lo que le sucedía a aquella chica,
era que no le gustaba que saliera con su hermano.

—¿Estás bien, Kyra? —preguntó Aidan acercándose hacia ellas. Se


desprendió de su cazadora para poder quitarse la sudadera y tendérsela a Kyra—.
Toma, cámbiate.

—Aidan, debajo solo llevas una camiseta de manga corta, te vas a resfriar —
le recriminó Erin, molesta por ese gesto.

Kyra, al ver como Aidan miraba a su hermana, se colocó en medio de los dos
hermanos y cogió la sudadera que él le tendía.

—No te preocupes. Solo ha sido un accidente. —No pensaba acusar a Erin.


Caería por su propio peso si seguía así—. Gracias por la sudadera. Te la devolveré
mañana sin falta.

Aidan asintió y Kyra le sonrió antes de girarse hacia Erin para demostrarle
con una sola mirada que, a ella, no la engañaba. Se metió en el baño para
cambiarse antes de entrar en clase.

Erin se dio la vuelta para marcharse, pero su hermano la detuvo cogiéndola


del brazo.
—Te he visto, Erin. No sé qué te ocurre, pero te has comportado como una
niña malcriada. No estamos en el instituto. Tienes veintiún años. Ya tienes una
edad como para hacer estas cosas, ¿no crees?

Erin le sostuvo la mirada sin saber qué contestar. Se desprendió de su agarre


con un tirón y entró en el aula sin contestar a su hermano. Se fijó en que solo había
dos sitios libres y una sonrisa apareció en su boca. A Kyra no le quedaría más
remedio que sentarse a su lado. Sacó de su bolso su botellín de agua y esperó.

Como se imaginaba, a la chica no le hizo ninguna gracia ver que deberían


compartir mesa, pero no dijo nada. Erin vio que llevaba puesta la sudadera de su
hermano y maldijo en silencio. Le encantaría que fuera ella a quien le dejara su
ropa. A quien besara, a quien tocara… haría cualquier cosa para conseguirlo.

Miró de reojo como su compañera sacaba su portátil y conectaba un USB.


Sin que se diera cuenta, observó las carpetas que contenía mientras ella buscaba el
documento que requería. Erin cogió su botellín y bebió un poco antes de colocar el
tapón. Observó el USB y lo golpeó con la botella haciendo que se partiera. Miró la
pantalla del portátil y sonrió al ver en ella un cuadro informando que no había
nada conectado.

Kyra se quedó en shock. Había escuchado el crash de su Pen Drive. Lo miró y


vio que parecía haberse partido en dos. Desesperada, lo quitó y lo colocó varias
veces con la esperanza de que funcionara, pero, por dentro, estaba destrozado.
Notaba las piezas moverse. Se giró levemente para mirar, primero la botella y
luego a Erin.

—No te saldrás con la tuya. Sé lo que estás haciendo —le espetó—. Por mi
vida han pasado demasiadas malas personas. Sé reconocer a una.

Erin, se acercó a ella para susurrar algo que solo quería que Kyra escuchara.

—No sabes cómo me arrepiento de no haberte atropellado aquel día.

Kyra negó con la cabeza y se marchó en mitad de la clase. No estaba


dispuesta a soportar a esa chica y tenía que preocuparse de algo más importante.
Recuperar la información del USB.
—Madre mía, pero ¿qué le has hecho a este pobre pequeño? —le peguntó
Ryan.

Kyra había ido a la tienda donde el hermano de Aidan trabajaba. Él sabría


qué hacer.

—Lo golpeé con la mano sin querer —mintió.

—Pues menuda hostia le has dado, cuñada. —Rio—. Lo malo, es que ha


muerto, lo bueno, es que la memoria está bien y puedo recuperarlo todo.

—¿De verdad? —preguntó ilusionada y él asintió—. Uff, pues no sabes


cómo me alegras. Tengo ahí el maldito vídeo que tenemos que entregar mañana y
como lo pierda, primero me muero y después me matan.

—Puedo tenerlo en un par de horas.

—Y, ¿cuánto costará?

—De normal, cuatrocientos pavos. —Kyra palideció—. Pero por ser tú,
considéralo un regalo. Me encanta ver a Aidan con esa cara permanente de idiota.

—¿No te meterás en líos?

—No tienen por qué enterarse. —Le guiñó un ojo—. Pásate a mediodía con
otro USB.

—Gracias, Ryan. Te debo una muy gorda.

Él rio y se despidió de ella. Tenía trabajo que hacer.


Capítulo 11

Erin se encontraba tumbada en la cama con los pies apoyados en la pared


mientras escuchaba música con sus cascos. Ryan y Aidan estaban más pesados con
ella que de costumbre, aunque, era lógico. Se lo había ganado.

Había escuchado a Aidan comentar a sus padres lo sucedido en la


universidad, pero no con tono de reproche, sino de preocupación. Sin embargo, a
ella no le valía que su hermano adoptivo mostrara preocupación por ella. Quería
que sintiera lo mismo que ella sentía por él. Desde que se había sincerado consigo
misma, se había permitido el lujo de imaginarse cómo sería su vida si Aidan y ella
fueran pareja. Incluso, a veces, le había parecido que le miraba de forma distinta.
Creía que era la suya. Pero esa maldita chica se interpuso en su camino
estropeándolo todo y sus pequeñas jugarretas no parecían dar resultado. Era más,
durante la comida, Ryan había comentado que había ido a su tienda para que le
reparara el USB. Al preguntarle cómo lo había roto, él le contestó que le había dado
un golpe sin querer. No la había delatado y eso no le gustaba demasiado. Si Kyra
no iba contra ella, Aidan no la dejaría. Necesitaba que ella entrara en su guerra
para que su hermano le diera la patada en el trasero, pues, quien quisiera estar con
él, debía aceptar a su familia.

—¿Erin? —la llamó su madre entrando en su cuarto.

No la escuchó, pero sí vio como la puerta se abría. Se quitó los cascos y se


colocó bien en la cama.

—¿Pasa algo?

—Dímelo tú, hija. —Se sentó a su lado—. Todos sabemos que algo te sucede,
pero no dices nada. ¿No confías en nosotros? —Erin apartó la mirada—. Aidan y
Ryan están muy preocupados y ya no saben cómo comportarse contigo. Además,
sé lo que ha pasado hoy con Kyra.

—Ha sido un accidente, mamá.

Aisling suspiró. No lo había sido. Y, al igual que en ese momento mentía,


sabía que la noche de la fiesta también lo hizo. Conocía a cada uno de sus hijos y
Aidan jamás haría eso.

—No lo ha sido, Erin. Aidan te ha visto. —Su madre fue a cogerle de la


mano, pero ella rechazó su contacto—. Tengo una hipótesis y si es acertada, no sé
cómo sentirme al respecto.

—¿Qué hipótesis? —preguntó comenzando a ponerse nerviosa.

—En la cena con Kyra, te mostraste muy esquiva con ella y tú no eres así.
Eres una chica alegre, amigable, siempre estás sonriendo y tienes muy buen trato
con casi todo el mundo. Y, el otro día, me quedé pensando otras veces en las que te
has portado de forma más fría y poco amistosa. —Se detuvo unos segundos—.
Solo te has comportado así con las parejas de Aidan. Y, casualmente, siempre
ocurría algo en el cual acababas enemistada con ellas. Era como si iniciaras una
guerra por tu hermano, sabiendo que saldrías victoriosa porque, tarde o temprano,
esas chicas llegaban al punto de decirle a Aidan que tenía que elegir: o ellas, o tú.
Como era de esperar, siempre te elegía a ti y siempre lo hará.

Un sudor frío comenzó a recorrer la piel de Erin y tragó saliva. No le


gustaba por donde estaba yendo esa conversación. Al ver que su hija parecía
haberse quedado muda, Aisling prosiguió:

—Aidan cortaba con ellas y tú volvías a ser la Erin que todos conocemos: la
Erin feliz. Ahora Kyra está en su vida, es una buena chica y le niegas una
oportunidad cuando tú no eres así.

—¿Qué estas queriendo decir, mamá? —preguntó con un hilo de voz.

—Me cuesta mucho pronunciar esto, cariño, pero quiero que seas sincera.
¿Estás enamorada de Aidan?

El corazón de Erin comenzó a latir de una forma tan fuerte que lo sentía
chocar contra sus costillas. Incluso parecía oírlo. Había palidecido y sentía un
ligero mareo.

—Erin, dime la verdad, por favor —le pidió calmada. No quería enfadarse
con ella.

—Sí, mamá. Lo estoy, ¿contenta? Al principio creía que eso que sentía solo
era una unión especial entre hermanos, pero cada vez que veía a Aidan con una
chica, me entraban ganas de vomitar. —Suspiró y se levantó para comenzar a
andar de un lado a otro de la habitación—. Me ha costado admitirlo, pero sí: estoy
enamorada de él desde hace años.

—Erin…—Miró a su hija como si tuviera lástima de ella—. Es tu hermano.


—No. ¡No lo es! No… no compartimos sangre ni nada.

—Lo sé, pero para Aidan, sí eres su hermana.

—¡Pero yo no quiero que me vea así! —gritó con las lágrimas asomando por
sus ojos—. Le quiero, mamá. Y no sabes cómo duele verle con otra. No lo soporto y
dentro de mí… siento la necesidad de que debo hacer algo para deshacerme de
este dolor que tengo —dijo furiosa.

Al ver cómo apretaba la mandíbula, Aisling se asustó. Era como si su hija no


fuera la que tenía delante.

—Erin, no quiero que hagas nada, ¿me oyes? —Se levantó como un resorte
—. Aidan ahora está con Kyra y es feliz con ella. Eres mi hija y siempre estaré a tu
lado, pero no pienso permitir que te interpongas en medio de su relación. No me
obligues a contarle esto a tu padre y a Aidan.

—¡No, no lo hagas! Por favor… —suplicó.

—Estoy aquí para ti, mi vida. Y voy a ayudarte, pero debes dejar a Aidan y a
Kyra en paz. No quiero que vuelvas a tocar a esa chica, ¿entendido? La que peor
puede acabar eres tú.

—Pero ella no le va a amar tanto como yo —susurró apretando los puños.

—Eso no lo sabes. —Se dirigió a la puerta, aunque antes de salir, dijo—: Sé


que te sientes dolida, cielo, pero es mejor que lo dejes estar y que cada uno hagáis
vuestras vidas. Si sigues así, lo único que conseguirás será que ni tú ni Aidan seáis
felices. Y no quiero eso para mis hijos.

Erin le dio la espalda y Aisling salió de la habitación. Esa situación era muy
complicada, pero haría lo que hiciera falta para que su hija fuera feliz. El amor era
algo muy complicado y sabía que Aidan jamás sentiría lo mismo que ella. Para él,
Erin siempre sería su hermana. Nada más.

—Él no es tu hijo —susurró Erin y descorrió las cortinas para mirar la casa
de su vecina.

No pensaba rendirse y haría lo que fuera necesario para que Kyra saliera de
la vida de Aidan. Que su madre se hubiera puesto de su lado, era algo que odiaba
y una sed de venganza empezó a crecer en su interior. No pensaba ser ella la
perdedora.

Caminó al cuarto de Aidan aprovechando que este se estaba duchando y


cogió su móvil. En unas horas, todo acabaría.
Capítulo 12

Kyra se estaba quedando helada en ese banco. Se encontraba encogida y con


las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Tanteó en uno de ellos su móvil y lo
sacó para releer el mensaje que Aidan le había mandado:

Ella le había respondido con un simple ok, pero estaba muy preocupada. La
hermana de Aidan no estaba bien y, a pesar de que no le cayera en gracia, si
necesitaba su ayuda, no se la negaría.

Miró la hora en la pantalla y vio que pasaban quince minutos de las nueve.
Aidan jamás era impuntual. ¿Habría sucedido algo?

Estaba a punto de llamarle cuando vio a lo lejos los faros de un coche. Al


reconocerlo, se puso en pie y esperó a que se acercara, pero un escalofrío le recorrió
al ver como el todoterreno no se detenía, sino que aceleraba hacia ella como si
fuera un objetivo al que eliminar. Kyra no sabía de dónde había sacado las fuerzas
para saltar a un lado y así, evitar el impacto. Escuchó el estridente sonido de las
ruedas al frenar y un fuerte golpe después.

Kyra se levantó del suelo y giró la cabeza para observar como el todoterreno
se había estrellado contra un árbol.

Aún estaba muy confusa. No sabía qué había ocurrido hacía unos segundos,
pero su pulso se había acelerado. Había estado a punto de morir. No, en realidad,
habían estado a punto de matarla.

En ese instante, tendría que estar llamando a la policía, pero en lugar de eso,
Kyra empezó a acercarse al coche, aunque se detuvo en mitad del camino al ver la
puerta del piloto abrirse.
—¡Tendrías que estar muerta! —le gritó Erin.

Kyra dio un paso hacia atrás. ¡Esa chica había perdido completamente la
cabeza! Sus ojos azules la observaban con una furia que jamás había visto en otra
persona. Un hilo de sangre le recorría la mitad del rostro desde la ceja hasta la
barbilla y en su mano derecha apretaba un objeto brillante. Kyra intentó averiguar
qué era. Si tenía un arma, estaba perdida, pero suspiró al ver que se trataba de las
llaves del coche.

«Las llaves», pensó. Debía quitárselas antes de que volviera a intentarlo.

—Erin, no hagas algo de lo que luego te puedas arrepentir —le dijo desde la
distancia—. Prometo no contar nada de esto. Vete a casa.

Erin soltó una risa irónica y lanzó las llaves unos pocos centímetros al aire
para cogerlas al vuelo. Las admiró como si fueran el arma más mortal del mundo.

—Jamás me arrepentiré, Kyra. —La miró y dio unos pasos hacia ella, pero
sin acercarse demasiado—. No tenías suficiente con quitarme a Aidan… ahora toda
mi familia te quiere más que a mí —le espetó.

—Eso no es cierto, Erin. —Intentó hacerla entrar en razón—. Y tú lo sabes.


Vuelve a casa. Es lo mejor.

—Sí, tienes razón. —Bajó la cabeza a sus pies—. Será mejor que regrese. —
Kyra asintió y suspiró aliviada, pero esa sensación desapareció al ver el gesto de
Erin—. Después de acabar contigo.

Al ver que regresaba al coche, Kyra corrió tras ella y de un empujón, la hizo
caer al suelo. Las llaves escaparon de su mano, pero no lo suficientemente lejos
como para que no volviera a atraparlas. Presa del pánico, a Kyra solo se le ocurrió
darles una patada antes de comenzar a correr.

—¡Hija de puta! —escuchó gritar a Erin y se giró para verla recuperar las
llaves.

Estaba tan aterrada que las piernas le temblaban y esa patada, no había sido
la mejor del mundo. Se sentía una estúpida por no haberlas cogido con la mano.
Por haberse dejado llevar por el miedo y haber actuado sin pensar.

Se introdujo por el camino que llevaba al parque maldito. No sabía dónde


más ir. Erin estaba más que dispuesta a acabar con ella y si se dirigía a su casa, la
atropellaría antes de llegar. Y en ese parque no había carretera para que entrara
con el coche.

Con las manos temblorosas, sacó su móvil y le mandó un mensaje a Aidan.


No era capaz de escribir, por lo que le envió su ubicación junto con la palabra
«socorro». Rezaba para que lo viera y fuera a por ella cuanto antes. Podía dar la
vuelta a la laguna y salir por el otro lado, pero estaba tan asustada, que temía que
Erin estuviera esperándola.

Se sentía una estúpida quedándose ahí parada esperando a que la


rescataran. Sabía que no era del agrado de Erin, pero no se esperaba que llegara a
tales extremos.

El móvil le vibró en la mano y vio que Aidan le había respondido:

Kyra suspiró, pero los diez minutos que había en coche desde su casa hasta
allí, se le iban a hacer eternos.

Sin embargo, su rescate podría no servir de nada. Kyra escuchó el motor del
todoterreno acercándose a ella y comenzó a correr al visualizarlo.

«¡Date prisa, Aidan!», suplicó quedándose parada en la orilla de la laguna.

Se dio la vuelta y vio como Erin detenía el coche y volvía a bajarse de él.

—¿Cómo has podido entrar aquí? —le gritó Kyra.

—Querida, puede que no haya carreteras que den acceso, pero no por eso un
coche no puede entrar aquí. ¿No debe? Pues no. Pero por poder… se puede.

—Tú me mandaste el mensaje desde el móvil de tu hermano.

—¡Aidan no es mi hermano! —chilló—. Y sí, lo hice y después, lo borré para


que él no lo viera. Solo tenía que hacerte venir al lugar más solitario de la ciudad y
acabar contigo. Un plan sencillo, pero me lo estás poniendo muy difícil.
—No te vas a salir con la tuya. —Le sostuvo la mirada.

Estaba aterrada, pero no pensaba mostrárselo.

—Se acabó, Kyra —le dijo—. No puedes escapar. Puedes correr por todo el
parque, incluso puedo ser buena y darte ventaja. —Rio de forma maléfica—. Pero
jamás podrás huir de lo que te espera.

Erin volvió a subir al coche y pisó varias veces el acelerador para


intimidarla. Al ver que Kyra no se movía, Erin asomó la cabeza por la ventana.

—Tienes diez segundos para correr. Después, iré a por ti sin importarme las
consecuencias.

—Pues adelante.

Kyra se colocó recta y se enfrentó a ella. No pensaba correr. No le daría ese


gusto, pero tampoco iba a permitir que la atropellara. En esos diez segundos, se
quitó el abrigo con el móvil en su interior y lo lanzó a un lado. Lo iba a necesitar
más tarde.

Erin no sabía qué estaba haciendo, pero le daba igual. Iba a acabar con ella.
Iba a hacer que desapareciera para siempre de la vida de Aidan y después, ella
estaría ahí para consolarle. Le demostraría que nadie le amaría tanto como ella a él.

Los diez segundos acabaron y Erin aceleró sin dudar. Kyra sonrió y le hizo
un saludo militar a modo de despedida antes de lanzarse a las frías aguas de la
laguna. Buceó por aquella oscuridad hasta llegar a una zona profunda donde ella
no se podría meter con el vehículo.

Erin frenó y golpeó furiosa el volante.

—¡No pienso moverme de aquí, Kyra! —le gritó—. Si no te mato yo, lo hará
la laguna. ¿Acaso crees que aguantarás mucho ahí metida?

Kyra no podía hablar. Le tiritaban los dientes. El agua estaba congelada y la


temperatura de la calle no superaba los cinco grados. Sentía cientos de pinchazos
de dolor por todo el cuerpo a causa del frío y también comenzaba a cansarse al
tratar de mantenerse a flote.

Los minutos pasaban y Kyra comenzaba a sentir sus extremidades


entumecidas y cómo iba perdiendo la conciencia. Ya no vislumbraba con claridad
nada de su alrededor. Todo comenzaba a verse borroso, todo empezaba a volverse
negro.

—¡Kyra! —le pareció escuchar su nombre.

—A… A… Aidan —susurró antes de cerrar los ojos.

Kyra sintió un tirón en su brazo y como alguien rodeaba su cintura. Intentó


abrir los párpados y lo consiguió levemente.

—Kyra, ¿me oyes? —preguntó Aidan una vez de nuevo en la orilla.

Estaba congelado y muerto de miedo. La joven temblaba sin control y sus


labios azules y su piel blanca le hacían saber que necesitaba ir a un hospital.

—¡Ryan! —gritó el nombre de su hermano que en esos momentos sujetaba a


una descontrolada Erin mientras ambos hermanos se chillaban—. ¡Ryan, llama a
una puta ambulancia! ¡¡Joder!! —maldijo desesperado.

Aidan comprobó cómo Kyra intentaba señalar algo a su lado con el dedo.
Giró el rostro hacia el lugar y vio cerca de la orilla su abrigo. Lo atrapó antes de
desnudarla para colocarle la única prenda seca que tenía.

—Aguanta, Kyra. Aguanta.


Capítulo 13

Ese pitido era de lo más molesto y taladraba la cabeza de Kyra. Con pesadez,
abrió poco a poco los párpados. Hasta eso le costaba. La luz blanquecina la
deslumbró y giró la cabeza.

No sabía muy bien dónde estaba ni qué había pasado, pero no se encontraba
nada bien. Sentía todo su cuerpo entumecido y apenas podía moverse. Observó su
brazo y vio que de la parte posterior del codo salían unos cables. Miró la cama
donde estaba tendida y reconoció el nombre del hospital de la ciudad.

Pero lo que de verdad le llamó la atención de esa fría habitación, fue la


ventana. Se quedó mirándola y admirando las hojas que en ella había pegadas.
Quiso alargar la mano para tocarlas, pero apenas levantó un palmo del cochón.

—Kyra… estás despierta —oyó una voz cerca de ella.

Muy lentamente, ya que sus movimientos estaban limitados, giró la cabeza


en el momento en el que Aidan le cogía de la mano y entrelazaba sus dedos con los
de ella.

—Las… las hojas… ¿has sido tú?

Aidan no pudo evitar reír y le acarició el óvalo de la cara con ternura.

—Más de un día durmiendo y lo primero que me preguntas al despertar es


por tus hojas.

—¡¿Más de un día?! —se sorprendió e intentó levantarse.

—Hey, ¿adónde vas?

—Mi madre. Aidan, debo… estará… ella…

Al ver que quería salir de la cama, Aidan la detuvo e hizo que se tumbara de
nuevo.

—Tranquila, ella está bien. Te lo prometo, cariño. —Le cogió las manos para
besárselas.

—Siento lo que ha pasado, Aidan —se disculpó, recordando lo sucedido—.


Sabía que Erin no me tenía en gran estima, pero no creí que… en ese momento, no
supe muy bien cómo debía actuar.

—Lo hiciste genial, Kyra y… yo sí que lo siento. Ryan te acompañó en la


ambulancia y yo llevé a Erin a casa y conté todo lo sucedido. La chica a la que vi…
no era mi hermana. —Suspiró—. Perdió los nervios y tuvimos que llamar a otra
ambulancia. La ingresaron en la planta de psiquiatría y le curaron la herida que
tenía en la frente. Después, fui a tu casa y le conté a tu madre lo sucedido. La calmé
todo lo que pude y aunque tuvo que ser atendida cuando llegamos, ahora está
bien.

Kyra se quedó algo más calmada.

—¿Qué le pasa a Erin?

—Mi madre nos contó que… —Se detuvo y expulsó el aire retenido—. Me
cuesta decirlo porque aún estoy un poco en shock. —Kyra le dio un ligero apretón
para infundirle ánimo—. Erin lleva años enamorada de mí y… con el paso el
tiempo ha desarrollado una obsesión. Los psicólogos lo llaman limerencia, más
conocido como la enfermedad del amor. Deben tratarla, porque, aunque suene
como una tontería, puede resultar peligrosa para los demás y para ella misma.

Kyra se quedó callada. Ella había experimentado de primera mano el peligro


de la enfermedad, pero tenía clara una cosa: no pondría una denuncia. Al igual que
su madre, Erin necesitaba ayuda y no podían dejarla sola y de lado cuando más
necesitaba el apoyo de su familia.

Miró las hojas que había pegadas en la ventana y curvó ligeramente los
labios. Siempre conseguían hacer magia sobre ella. La llevaban a un estado de
calma inmediato.

—Ahora ella os va a necesitar a todos. No la dejéis sola, no la… abandonéis


—le pidió recordando a toda la gente que había aparecido en su vida tan rápido
como se había ido.

—Jamás haríamos eso.

Ella asintió y un ligero temor la azotó. Quizá ahora que Erin estaba así,
Aidan decidía acabar con su relación para concentrarse en su hermana. Miró sus
manos entrelazadas y acarició con el pulgar sus nudillos.
—Normalmente, la gente trae a los hospitales flores, bombones, peluches…
y tú me has traído hojas. —Sonrió queriendo cambiar de tema.

—Pensé que te gustaría más ver que yo he rescatado algunas para dar vida y
belleza a este lugar. Y porque quiero ayudarte a levantarte de nuevo. Tú rescatas a
las hojas y les das una nueva oportunidad. Ahora quiero demostrarte que yo no
seré una hoja de esas que vuelan lejos cuando un fuerte viento llega. Soy de esas
hojas que se quedan al lado de otras cuando peor se ponen las cosas. Estaré aquí
para ti, Kyra. Estoy aquí para ayudarte a levantarte de nuevo. Para que la chica de
la que me estoy enamorando se recupere y siga queriendo estar conmigo.

Kyra sonrió emocionada y alzó el brazo para acariciarle el rostro. El pequeño


temor que le había invadido, se había disipado.

—Ahora necesito que te acerques, ¿o pretendes que no te bese después de


esto que me has dicho?

Aidan rio y se sentó en el borde de la cama para inclinarse y atrapar sus


labios en un tierno beso. Pero Kyra tenía otros planes y profundizó aquel contacto
rodeando con sus brazos su cuello. Disfrutó de él y sonrió sobre sus labios dando
gracias al destino por ponerle en su camino, aunque se regañó a sí misma
mentalmente por no haber conocido antes a ese maravilloso chico. Llevaba años
delante de sus narices y no se había dado cuenta. ¡Qué ciega había estado!

—Veo que ya estás mucho mejor, cuñada —dijo una voz desde la puerta.

Ambos se separaron y vieron a Ryan y Charlotte entrar por la puerta.

—¡Me has dado un susto de muerte! —exclamó su madre acercándose a la


cama para abrazarla.

—Lo siento, mamá. Pero estoy bien, de verdad.

—Ahora, pero has sufrido una hipotermia moderada. ¿Sabes lo peligroso


que hubiera resultado si Aidan no te hubiese encontrado?

—Y eres famosa —intervino Ryan— Saliste en el periódico. La laguna


maldita vuelve a las andadas. Una joven casi muere ahogada en las aguas del
parque maldito —leyó.

—No está maldito. Me tiré yo y ya veis que no me engulló ni nada parecido.


Todos negaron con la cabeza y Kyra se encogió de hombros. Seguía
creyendo que ese lugar no tenía nada de malo, pero tras lo que acababa de suceder,
no sabía cuándo podría volver a pisarlo.

Sin embargo, no quería pensar en eso. Miró a las tres personas que había en
esa habitación y sonrió. Más tarde, sus amigas y los padres de Aidan fueron
también a visitarla. Se sentía afortunada por tener a personas maravillosas en su
vida. Por primera vez, se sentía completa y segura.
Epílogo

Dos otoños después…

—Aidan, me voy a caer —se quejó Kyra mientras caminaban.

—Si me dejaras llevarte, no te tropezarías tanto.

Ya habían pasado dos años desde el incidente que ocasionó Erin, si es que se
podía llamar así. Desde ese día, algo había cambiado en la familia McCarthy. La
tensión se palpaba en el ambiente y, a pesar de las sesiones a las que Erin acudía,
no parecía haber mejora. Por ello, pocos meses después, decidieron que lo mejor
para ella sería continuar su rehabilitación lejos del hogar. Todos estuvieron de
acuerdo, incluso Erin pidió marcharse cuanto antes. Se arrepentía de lo que había
hecho, pero eso no quería decir que, de la noche a la mañana, Kyra le gustara.

Dos años después, Erin apenas mantenía el contacto con Aidan. Le costaba
hablar con él y mirarle a la cara y todavía seguía sintiendo lo mismo. Su psicólogo
le advirtió que esa enfermedad podría durar años. Seguiría luchando, pues lo
único que deseaba era curarse y regresar a casa con su familia. No era que viviera
mal en Londres junto con su tía, pero necesitaba volver a ser la que era.

—¿Todavía no hemos llegado? —le preguntó Kyra a Aidan dejándose llevar


por él.

—Eres una impaciente.

Aidan quería darle una pequeña sorpresa, pero se había olvidado de coger el
antifaz que tenía preparado para que no viera nada, así que no le había quedado
más remedio que taparle los ojos con la mano.

—No soy impaciente. Sé dónde estamos —le dijo— Puedo notar las hojas —
susurró disfrutando de su agradable tacto en el dorso de sus pies.

Hacía poco que el otoño había llegado de nuevo y el buen tiempo seguía
resistiéndose a abandonarles. Aquel día, era uno de esos que Kyra consideraba
perfectos: el color del otoño y el buen tiempo de la estación anterior. Una
combinación perfecta para poder ponerse sus bailarinas y, gracias a ellas, poder
disfrutar de su estación favorita con otro sentido: el tacto.

—Pero no sabes por qué te he traído aquí.


—Hum… —Se quedó pensando sin dejar de caminar—. ¿Para celebrar que
te has graduado?

Aidan suspiró y le dio una ligera palmada en el trasero.

—Odio cuando intentas descubrir las sorpresas. A este paso, voy a dejar de
preparártelas.

—¡No, no! —Rio—. Ya me callo.

Aidan siguió su risa y le dio un beso en la mejilla. Continuaron caminando


por ese manto de hojas de todos los colores y tamaños.

A Kyra le había costado volver a pisar su refugio desde lo ocurrido con Erin.
Al principio, era como si ya no se sintiera segura en ese lugar. Le asustaba ir allí y
que un gran todoterreno invadiera la zona para ir a por ella. Estuvo todo un año
sin ir y, a pesar de que con Aidan lo intentó varias veces, era pisar la entrada del
camino y dar marcha atrás. Se sentía una estúpida y una cobarde, pero no se
rindió.

El día del aniversario del incidente, por fin pudo regresar a aquel lugar. Lo
hizo sola y, cuando Aidan se enteró de eso, se sintió orgulloso. Sabía que su chica
podía con todo.

A pesar de haber tenido un año difícil, Kyra no había renunciado a seguir


recogiendo las hojas para pegarlas en su ventana y Aidan siempre la contemplaba
embobado cuando, como decía ella, las rescataba.

—Ya hemos llegado —anunció apartando la mano de sus ojos.

Kyra miró y abrió la boca estupefacta ante lo que veía antes de girarse hacia
su novio.

—¡Has arreglado mi columpio! —exclamó entusiasmada mientras daba un


pequeño saltito.

—Sí, y este es más seguro que el que tú hiciste.

—Oye, para haber sido mi primera vez, no estaba tan mal.

—Eso es discutible. —Rio—. Aunque me gustó mucho que se cayera.


—¿Y eso por qué? —Sonrió Kyra.

—Porque acabaste justo donde quería: en mis brazos. —La abrazó y se


inclinó para besarla—. Me encantó cumplir tu locura.

—Y pensar que yo no quería alargarla… —dijo recordando lo poco que


deseaba tener algo con él. ¡Qué equivocada estaba!

—Rectificar es de sabios, ¿no?

Ella asintió y, cogidos de la mano, fueron hasta el columpio. El primero en


sentarse fue Aidan, quien le tendió la mano a Kyra para que se colocara en su
regazo pasando sus piernas por sendos lados de su cadera.

—¿Seguro que no se romperá y no nos caeremos los dos?

—Segurísimo —dijo convencido comenzando a balancearse ligeramente.

Kyra se dejó llevar y alzó la cabeza al cielo para admirar con una sonrisa
como las hojas caían de la copa de ese enorme árbol. Jamás pensó que un día
podría compartir algo que era tan especial para ella con alguien. Siempre creyó que
la tomarían por una loca, pero eso era antes de conocer a Aidan. Sin duda, ese
chico era lo mejor que le había pasado y no pensaba renunciar a él. Su relación
había pasado por muchos momentos, más buenos que malos, por suerte. Los
peores, habían sido por Erin. Aidan, las primeras semanas, había pasado por
muchos estados emocionales, pero habían podido con ello. Además, Kyra, de una
manera más indirecta, había ayudado a los McCarthy en todo lo que había podido
con el tema de su hija. Quería que la chica se recuperara, pero no sabía si algún día
podrían tener una buena relación.

—¿En qué estás pensando? —quiso saber Aidan—. No dejas de sonreír.

—En muchas cosas. En todo lo que hemos pasado y si sonrió es, porque, a
pesar de eso, cada día te quiero más. Volvería a pasar por todo lo que tuvimos que
superar si la recompensa es estar aquí y ahora contigo.

—Yo también te quiero, mi chica de las hojas.

Sellaron esa promesa con un nuevo beso y sonrieron sobre los labios del
otro. Aidan se quedó embelesado observándola y sonrió al darse cuenta de que,
gracias a su curiosidad, se había enamorado de la maravillosa chica que pegaba
hojas en su ventana.

Fin
Paula Gallego
Nuestros días en Bravelands

Ama tu ritmo y ritma tus acciones


bajo su ley, así como tus versos;
eres un universo de universos
y tu alma una fuente de canciones.

La celeste unidad que presupones


hará brotar en ti mundos diversos,
y al resonar tus números dispersos
pitagoriza en tus constelaciones.

Escucha la retórica divina


del pájaro del aire y la nocturna
irradiación geométrica adivina;

mata la indiferencia taciturna


y engarza perla y perla cristalina
en donde la verdad vuelca su urna.

Ama tu ritmo…

Las ánforas de Epicuro.

Prosas profanas, Rubén Darío, 1896.


Prólogo

La gente que llega a Bravelands suele hacerlo por dos motivos: porque huye
de algo, o porque lo busca.

En el tiempo que llevo aquí, he aprendido que así es más o menos con todos.
Puedes distinguir a la gente que ha nacido a orillas de este lago de los forasteros
con una sola mirada. Cuando ves sus ojos, te das cuenta de que falta algo en ellos.

De todas formas, nadie suele quedarse mucho por aquí: unas semanas, unos
meses, quizá un par de estaciones… y regresan a sus vidas.

Así se suponía que iba a ser conmigo; pero hace ya tres años que encontré
este sitio por casualidad, y aquí sigo. Eso sí, para todos sigo siendo la forastera.

Ni siquiera yo sé si escapaba o buscaba algo; quizá fue un poco ambas cosas.


Tampoco recuerdo bien cómo decidí venir a este lugar. Creo que acabar aquí fue
resultado de un cúmulo de casualidades. Pero a una parte soñadora de mí le gusta
creer que, quizá, el destino tuvo algo que ver.

Se suponía que, a estas alturas, tendría que estar en mi tercer año de carrera,
a unos quinientos kilómetros de aquí, y no en Bravelands trabajando en esta
posada.

Pero la vida es caprichosa, y ahora soy la mejor empleada que tienen Olle y
Martha; la mejor, y la única, todo hay que decirlo, aunque me gusta pensar que la
entrañable pareja me aprecia bastante.

El Refugio es la única posada que hay en Bravelands, que no tiene más de


1000 habitantes, y que en sus mejores meses los turistas hacen ascender al doble
esa cifra.

Es un pueblo antiguo, construido a orillas de un gran lago custodiado por


altos picos cuyas cumbres siempre están nevadas. No hay casas que tengan más de
tres pisos, y todas comparten una extraña armonía de colores ocres y pardos.

La posada está casi a un kilómetro del pueblo; es una de las construcciones


más cercanas al lago. Antes, debía de haber más casas pegadas a sus orillas, pero
las nuevas normas de construcción han hecho que el núcleo del pueblo crezca algo
lejos de aquí, donde las carreteras son más regulares y el terreno menos farragoso.
Hace un par de semanas que entramos en otoño, y los veraneantes
habituales que quedaban por aquí se marchan junto con los últimos rescoldos de
calor.

Los otoños son fríos en Bravelands, muy fríos. Sin embargo, eso no impide
que siga llegando gente de cada rincón del país atraída por la naturaleza salvaje
que rodea el pueblo: las calles irregulares, las casitas pintorescas, los árboles altos y
esbeltos… y, ahora, los cálidos colores terrosos de la estación.

Tengo la sensación de que durante los años que llevo aquí, algo en mi
interior ha cambiado, reorganizando los horarios de sueño de mi reloj interno, y
haciendo que despierte siempre al amanecer.

Hoy, el cielo sigue teniendo un bonito color azafranado cuando me levanto.


Mi habitación da al lado este, justo al otro lado del lago. Las primeras semanas
Martha se dedicó a enseñarme cuartos que daban al lago; pues, para ella, esas son
las mejores vistas. Pero a mí me gusta el bosque.

Desde aquí, veo el largo camino empedrado que se pierde entre los árboles
de ramas bajas y cobrizas, los helechos oscuros y la fina niebla que se posa sobre el
lago cada mañana.

Cuando abro la ventana y dejo que el aire otoñal me reciba, revolviéndome


el cabello cobrizo, Pucca, mi preciosa rottweiler de tres patas, salta sobre la repisa
de la ventana y se agazapa, escudriñando las sombras del bosque.

En realidad, no es mía. Es de Martha y Olle, pero Pucca llegó poco después


de mí, y la he visto crecer desde que apenas era una bolita de pelo, muerta de
miedo, cuando la pareja de abuelitos la encontró abandonada en un contenedor
por su deformidad y la trajo a casa.

Este lugar no es solo un refugio para las personas; tenemos varios perros,
unos cuantos patos, un caballo con cataratas, una burrita patizamba, cabras medio
locas y un número ingente de gatos.

De verdad, puede que haya un millón de gatos.

Sigo la dirección de la mirada de Pucca, y busco aquello a lo que mira con


tanta atención mientras mueve la cola. Quizá haya visto alguna ardilla o, tal vez,
haya encontrado algún zorro o corzo pequeño.
Durante la noche los animales suelen bajar al lago desde las montañas a
beber agua, y no sería la primera vez que nos encontramos cara a cara con uno.

Sin embargo, no es eso a lo que Pucca mira. Descubro que alguien se acerca
por el camino cubierto de hojas perennes, en dirección a la posada, con andar
rápido y sigiloso.

Desde aquí no lo veo bien, pero parece un hombre. Lleva una gran mochila
echada al hombro y ni siquiera repara en el paisaje mientras se acerca.

De pronto, Pucca comienza a ladrar y yo doy un respingo, sobresaltada.

El intruso también la escucha.

Maldita sea. La han escuchado en quince kilómetros a la redonda.

—Pucca, calla —la regaño, acariciando su hocico y tirando de ella para que
se aparte de la ventana.

Cuando vuelvo a mirar, descubro que el recién llegado se ha quedado


mirándonos en medio del camino. Esbozo una sonrisa de disculpa, aunque no creo
que pueda verla, y alzo la mano para saludarlo.

Él ladea la cabeza, curioso, y me contempla unos instantes más antes de


seguir caminando, con la vista fija en el suelo.

Pucca salta, aterrizando sobre sus tres patas, entusiasmada, y da un par de


vueltas sobre sí misma antes de marearse y detenerse mientras me mira,
expectante.

La acaricio entre sus orejas y me preparo con rapidez; vaqueros ceñidos,


jersey holgado y botas negras. Estoy despeinada, y probablemente tenga pelos de
loca, pero si el visitante quiere que alguien lo reciba tendrá que soportar mis rizos
rebeldes.

Para cuando bajo las escaleras, procurando no hacer ruido, y Pucca me sigue
con el cuidado de un elefante dentro de una cacharrería, él ya está frente al
mostrador.

La perrita me adelanta y pasa junto a mí como una exhalación. Me pongo un


poco nerviosa, y espero que el cliente no sea demasiado asustadizo, porque he de
reconocer que si un ejemplar como Pucca viniese hacia mí con ese tamaño y esa
velocidad, me pensaría dos veces si viene a jugar. Pero en realidad es más mansa
que un corderito.

Escucho cómo Pucca patina sobre el suelo de madera, extasiada, y decido


bajar más rápido por si acaso.

No queremos que nadie se ponga a gritar desde tan temprano.

Cuando llego al primer piso, descubro que todo está bajo control, y me
relajo.

El recién llegado ha dejado su equipaje junto al mostrador, y ahora está


agachado mientras atiende a la perrita, que reclama su atención mientras da
vueltas sobre el suelo y exige caricias.

Se me escapa una risa cuando la veo y, entonces, él alza sus ojos hacia mí.

Son del color de una tempestad, y de una calidez insólita e inesperada. Dos
cejas largas y gruesas enmarcan una mirada poderosa y salvaje, y unas tupidas
pestañas hacen que resulte un poco más dulce.

Lo que más me llama la atención de sus ojos, sin embargo, es el gran


moratón cárdeno que cubre su ojo izquierdo: es oscuro e irregular, y un abanico de
colores rojizos y violáceos lo adornan.

El joven se pone en pie despacio. Es alto, ancho de hombros y esbelto de


cintura. Bajo el cuello de su jersey gris se adivinan las líneas de un tatuaje y lleva el
pelo oscuro, ondulado, cubierto por un gorro negro.

Cuando clava sus ojos en mí, no puedo evitar pensar que hay cierto halo
emocionante e inhóspito que lo rodea. Los tatuajes, los mechones oscuros que caen
sobre su frente, el ojo amoratado y el labio inferior partido… todo le da un aire
problemático muy logrado.

Y es bastante imponente.

Ladea un poco la cabeza, sin dejar de mirarme y, de pronto, caigo en la


cuenta de algo.

Lo conozco.
Conozco a este hombre.

Hace años que no lo veo, pero sé que fuimos al mismo instituto. Era mayor
que yo; creo que se graduó un par de años antes. Ha llovido mucho desde
entonces… quizá hayan pasado más de cinco años; ahora él debería tener unos…
¿veintitrés?

Está más alto, sus rasgos se han endurecido y tengo la impresión de que no
había tatuajes asomando por el cuello de su camiseta la última vez que lo vi. Pero
sé que es él. Ese aspecto es difícil de olvidar.

He debido de quedarme mirando más de la cuenta, porque antes de que lo


salude como es debido, es él quien habla con voz grave, pero melódica.

—¿Os quedan habitaciones?


1
Ama tu ritmo y ritma tus acciones

Tardo unos segundos en responder.

—Eh… sí.

Cuando logro reaccionar, rodeo el mostrador y enciendo el pequeño monitor


del ordenador.

Lo miro de reojo.

Me sorprende un poco que no me haya reconocido. No es que nos


moviéramos en los mismos círculos. Vamos, solo hay que verlo para saber que no
estaba en el cuadro de honor del instituto. Pero yo sí que me acuerdo de él.

Se llama William.

Vuelvo a mirarlo y le dedico una sonrisa.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

—Bastante —responde, escueto.

Lo intento otra vez.

—Tengo que hacer una reserva en el programa, no puedo dejar algo


indefinido —le explico.

—Entonces, una semana.

Asiento y comienzo el registro.

—William, ¿qué más? —pregunto, amable, usando su nombre a propósito.


Tal vez así me recuerde.

Él me observa frunciendo el ceño. Pucca sigue correteando entre sus piernas,


nerviosa, pero ya no le presta atención.

—¿Cómo sabes quién soy?

—Fuimos al mismo instituto —le digo—. Izzy —continúo, llevándome una


mano al pecho—. Estaba un par de cursos por debajo… Mi amiga Ellen salía con
uno de los chicos de tu grupo… aquel que jugaba en el equipo de… —Me detengo.

William asiente despacio. Está claro que no tiene ni idea, y mentiría si dijese
que eso no me molesta bastante.

—Bueno, ¿cómo te apellidas? —insisto, tirando la toalla.

William se inclina un poco sobre el mostrador, apoyando sus fuertes


antebrazos en él, y continúo con las preguntas rutinarias mientras me cuestiono
cómo no puede acordarse de mí.

No me parecería mal que no recordase mi nombre. Pero, ¿ni siquiera mi


cara? ¡Yo me acuerdo de él! Además, estamos a quinientos kilómetros de casa, y
ver una cara conocida no suele ser habitual. ¿No debería, al menos, esforzarse un
poco por hacer memoria? No parece ni lo más mínimamente interesado en ello.

Cuando terminamos, tomo la llave de su habitación y me dirijo hacia las


escaleras.

—¿Necesitas que te ayude con eso? —pregunto, señalando el pesado fardo


que ha dejado contra el mostrador.

Por toda respuesta, se agacha y se lo echa al hombro. Yo suspiro.

No parece muy hablador nuestro William.

Enfilo las escaleras, mirando hacia atrás para asegurarme de que me sigue, y
me giro un poco hacia él sin llegar a detenerme.

—¿Vienes a relajarte?

Enarca una ceja.

—La gente suele venir a desconectar de todo el caos de la ciudad. Aquí hay
paz; nada de coches, ruido o aglomeraciones. ¿Vienes a hacer una pausa?

—Algo así —responde, sonriendo levemente.

Pucca nos sigue de cerca, enredándose entre nuestras piernas, y temo que
nos haga caer en cualquier momento. Seguimos subiendo hasta el segundo piso y
aguardo hasta que llega a mi lado para seguir caminando junto a él.

Empiezo a recitar la misma cantinela aprendida que me toca murmurar con


cada nuevo cliente.

—Los desayunos son a las siete, las comidas a la una del mediodía y las
cenas a las ocho de la tarde. No hace falta que avises antes si vas a aparecer; aquí
siempre hay comida de sobra. —Espero a que asienta, y continúo—. Limpiamos la
habitación todos los días, y también cambiamos las toallas que dejes en el suelo.

Cuando llegamos a su puerta, introduzco la llave y hago girar el picaporte


mientras empujo.

Las habitaciones son parecidas. Esta de aquí da al lago. Hay una bonita
chimenea en una de las paredes, un sillón blanco frente a esta y la cama de sábanas
blancas más al fondo. Al otro lado de la habitación está el baño.

Los suelos son de madera, y los muebles blancos. El conjunto posee cierto
encanto hogareño que me enamoró la primera vez que lo vi; y las vistas son
sencillamente impresionantes.

Entro y me acerco al ventanal para descorrer las cortinas y dejar que vea el
lago.

—Los dueños de la posada son Martha y Olle. Siempre andan por aquí;
supongo que pronto los verás. —Lo sigo con la mirada cuando se acerca a la
cómoda y deja que sus cosas caigan al suelo—. Si necesitas cualquier cosa, puedes
contar con ellos o conmigo. Solemos estar por las zonas comunes, pero si es tarde y
tienes una emergencia puedes llamarme a mí. Mi habitación es la 23.

Por primera vez desde que he empezado a hablar, siento que hay reacción
en su expresión.

Se gira hacia mí, enarcando una ceja mientras la comisura de su boca se


inclina ligeramente hacia arriba. Pero es breve. Pronto, vuelve a adoptar una
actitud de lo más serena.

Si tenía algún comentario burlón, se lo ahorra.

Yo voy hasta la puerta.


—Organizamos actividades todas las semanas… —empiezo a decir—.
Aunque no creo que sean de tu estilo, siempre eres bienvenido.

—¿Por qué no crees que sean de mi estilo? —pregunta, y estaba tan


convencida de que me iba a marchar después del monólogo más largo de la
historia de la humanidad, que me sorprendo al escuchar su grave voz.

—Bueno, es que son actividades muy familiares. Damos paseos por el lago,
hacemos excursiones por la montaña, recolectamos hojas, enseñamos a preparar
infusiones…

William camina hasta mí y se me queda mirando desde su metro noventa


con las manos en los bolsillos. Pucca, que ha entrado en la habitación, se dedica a
husmear cada rincón.

—Lo de las infusiones suena bien.

Lo dice tan serio que, durante un instante, lo creo. Luego sus tatuajes, su
pose arrogante y su pelo rebelde me traen de vuelta a la realidad.

Se me escapa una sonrisa.

—Entonces te avisaré cuando organicemos algo así. No lo hacemos todas las


semanas, pero quizá puedas disfrutarlo antes de irte —le digo, divertida—.
También hacemos manualidades y talleres de cocina con los niños del pueblo.

—Me muero de ganas —comenta.

De nuevo, lo dice tan serio que no estoy segura de sí bromea. Su serenidad


solo hace que mi sonrisa crezca aún más, tentándome a seguir por el mismo
camino.

—Estás de suerte, porque eso lo hacemos todos los viernes por la tarde.

—No me lo perdería por nada del mundo.

Me muerdo los labios y, esta vez, sí que veo una sonrisilla cuando las
comisuras de sus labios se elevan un poco hacia arriba.

Guau. Tiene una sonrisa bastante impresionante.


—Creo que eso es todo —le digo, retrocediendo y saliendo de la habitación.
Él da dos pasos hacia mí, apoyándose en el marco de la puerta mientras los
músculos de sus brazos se flexionan bajo el jersey—. Si te hace falta cualquier
cosa… —empiezo y, de pronto, me doy cuenta de algo—. Si necesitas que alguien
te eche un vistazo a eso, estamos equipados y Olle y yo tenemos un curso de
primeros auxilios. —Le informo, señalando su ojo amoratado.

—Sí que estáis bien preparados. No te preocupes; todo está en su sitio —me
dice, esbozando una media sonrisa.

—Cómo quieras. Pero si necesitas algo, no dudes en pedírmelo. —Me echo a


un lado y me asomo un poco—. ¡Pucca, vamos! —la llamo, y ella sale disparada,
patinando por el suelo, hasta que llega al pasillo y emprende la carrera hacia uno
de los lados.

Voy a despedirme cuando vuelve a hablar.

—¿En qué habitación me has dicho que te quedas? —pregunta, tranquilo. Y


hay algo peligroso en su voz que hace que a la mía le cueste un poco salir.

—23.

William recorre el pasillo con la mirada, fijándose en los números que hay
grabados sobre las puertas, y asiente para sí mismo.

—Parece que te tengo bastante cerca —comenta, volviendo a clavar sus ojos
azules en mí—. Si necesito algo de ti… ¿puedo avisarte a cualquier hora? —Su voz,
grave y masculina me atraviesa como una daga.

Asiento, repentinamente ruborizada, y me apresuro para escapar de una


situación que, de pronto, me pone un poco nerviosa.

—Espero que disfrutes de tu estancia y tus días en el Refugio sean felices…


—murmuro, avergonzada por primera vez de lo que tengo que decirles a los
huéspedes.

Él me obsequia con una última y sutil sonrisa, apenas perceptible, y yo doy


media vuelta mientras Pucca regresa del pasillo y me acompaña escaleras abajo.

William no vuelve a dar señales de vida en todo el día. No se presenta a la


hora de la comida, y tampoco a la hora de la cena. Ni siquiera lo veo salir de su
habitación, y yo sigo con mi trabajo de siempre.
2
Bajo su ley, así como tus versos

Todavía falta un poco para que Olle y Martha se despierten y empiecen a


preparar el desayuno. Hasta entonces, me encargo de la rutina de todos los días.
Adecento un poco mi cuarto y salgo con Pucca a la calle, en dirección a la granja,
que está solo a unos metros de la posada, y es allí donde duermen el resto de
animales.

Dejo salir a los perros, que se ponen como locos cuando me ven llegar, y
hago lo mismo con las tres cabras que saltan dentro de su recinto y los patos que
juegan al escondite con los gatos.

Saco a Tirso, el caballo con cataratas, de su cuadra y guío a Penélope, la


burrita patizamba, hasta el exterior.

El Refugio es un lugar libre de vallas. Los animales no se marchan. Pueden


alejarse durante el día, pero por la noche regresan. A veces, vuelven más de los que
se fueron, y Olle y Martha siempre tienen sitio para uno más, así que la familia
crece rápido.

Cuando termino y parece que la posada ya tiene un poco más de vida,


vuelvo a subir a mi cuarto y me doy una ducha rápida. Pucca se queda abajo, y se
pierde en el bosque con el resto de su manada.

Para cuando salgo de mi habitación, ya escucho jaleo en la cocina. Bajo con


el pelo aún mojado, y saludo a Olle, que ya está al otro lado del recibidor.

—¡Buenos días, Olle!

—Buenos días, Izzy —me responde, afable—. Ayer registraste a alguien


nuevo… ¿no? —inquiere, separándose un poco las gafas del rostro e inclinándose
sobre la pantalla del ordenador.

Se me escapa una risa. Olle aún no se ha familiarizado con las nuevas


tecnologías. El año pasado informatizamos el sistema de registros y aún no le ha
pillado el truco.

—Sí. Se queda en la segunda planta; una semana, de momento —le digo,


tranquilizadora.
—Ah, así que he acertado —bromea, volviendo a colocarse las gafas, y me
dedica una sonrisa.

Cuando me despido, cruzo el comedor hasta llegar a la cocina y descubro


que Martha ya ha hecho casi todo. En verano, cuando esto está a rebosar, solemos
ofrecer los desayunos en el salón de fuera. Pero, ahora que hay espacio suficiente,
los desayunos son aquí dentro.

Hay una gran mesa de madera de roble, un poco vieja y picada, pero con
encanto, varias sillas y un sinfín de útiles de cocina desperdigados por las
estanterías.

—Buenos días, Martha —la saludo, asomándome para ver qué está haciendo
—. ¿Te ayudo?

—¡Ah, Izzy! —exclama, al verme. —Mete los croissants en el horno, por


favor.

Obedezco y me quedo unos instantes mirando qué está haciendo, pero


Martha no me deja tocar nada. Como la mesa está puesta y lista para cuando
empiecen a bajar los huéspedes, no hay mucho que hacer, y ambas nos sentamos
frente a un plato con galletas mientras charlamos.

Pronto, los visitantes comienzan a presentarse. Entre semana no hay muchos


en la casa, y la posada está tranquila. Me quedo aquí, prácticamente sin hacer nada
más que zamparme las galletas y los croissants de Martha, hasta que ÉL aparece
por la puerta.

Es William.

Se aproxima, un poco somnoliento, vacilante.

En cuanto lo ve, la mujer se presenta, tan cariñosa como siempre, y yo no


puedo evitar sorprenderme un poco. No parece la clase de chico a la que le vayan
los desayunos en familia.

Sin embargo, aquí está. Con unos pantalones negros gastados, una camiseta
de manga larga que se ciñe a su cuerpo y el pelo despeinado y revuelto.

Toma asiento frente a mí y, cuando Martha lo libera de sus afectuosas


atenciones, saluda al resto de huéspedes; pero enseguida se olvida de ellos y se
centra en su desayuno.

Intento seguir la conversación de Martha, que habla sobre su nieta con una
pareja que acaba de bajar a desayunar, pero William me distrae.

Está comiendo en silencio, abstraído. Se ha servido unas galletas y se las


come a grandes bocados. De vez en cuando, se lleva los dedos a la boca para
chupar el azúcar que ha quedado en ellos.

No puedo evitar pensar que William ha cambiado.

Cuando estábamos en el instituto, todas nos moríamos por las atenciones de


su grupo de amigos. Guapos, atléticos, y un poco arrogantes. Se daban aquel aire
de chico malo muy logrado que nos hacía enloquecer a todas.

Ahora, ese aire de chico malo sigue estando ahí. Pero es algo más que eso.
Esa altura impresionante, los pómulos prominentes, la línea de su mandíbula, la
barba de dos días y los tatuajes que asoman por el cuello de su camiseta… Ya no es
solo un chico. Dios. No lo es. Es un hombre, con todas las letras.

No sé muy bien por qué, pero de pronto siento que el calor asciende a mis
mejillas.

Por aquel entonces yo también me dejaba encandilar por los encantos de ese
tipo de chicos. Una no es de piedra, y con dieciséis años aún no sabes demasiado
sobre la vida, o sobre chicos. Pero aprendí. Lo hice por las malas, pero conseguí
comprender que no merecen la pena.

—¿Te gusta algo de lo que ves? —pregunta William, arrancándome de mis


cavilaciones.

Cuando me doy cuenta de que me he quedado mirándolo embobada, de


nuevo, me sonrojo aún más. Se lleva los dedos a los labios y los lame con lentitud.
Ese gesto tan condenadamente sexy parece deliberado, y eso me cabrea un poco.

—¿Cómo te lo hiciste? —pregunto, señalando su ojo amoratado.

Mientras me doy palmaditas en la espalda por mi rápida respuesta para


salvar la situación, observo cómo William se reclina en su asiento y cruza los
brazos ante el pecho.
—Una pelea de bandas —dice, con su habitual tono templado y tranquilo.

Río, pero me detengo cuando comprendo que aún no he aprendido a


distinguir cuando habla en serio y cuando bromea.

La verdad es que parece salido de la peli Rebeldes, y no me extrañaría nada


que tuviese por costumbre meterse en problemas de ese tipo.

—Solo bromeaba —dice, de pronto—. Dios, chica, no me mires así.

Me avergüenzo un poco y esbozo una sonrisa de disculpa.

—¿Cómo fue, entonces? —insisto.

—¿Quieres que te lo cuente? —pregunta, arqueando una ceja oscura y


espesa. Yo asiento, impaciente. Él se inclina sobre la mesa, acercándose a mí, y yo
hago lo propio—. ¿Me guardarás el secreto? —pregunta.

Vuelvo a asentir y me acerco aún más cuando mira a ambos lados y me hace
un gesto. Nuestros rostros quedan a tan solo unos centímetros de distancia, pero
no creo que ninguno de los que están en la cocina nos esté prestando atención.

—Está bien —acaba diciendo él, en un murmullo, y su aliento acaricia mis


labios, haciendo que un hormigueo se desate por toda mi columna—. Durante las
noches hago algo —explica, bajito, y hace una pausa dramática. Tanta ceremonia y
tanto misterio me mosquea un poco; pero estoy más intrigada de lo que me
gustaría admitir—. Por las noches… —dice, a tan solo un palmo de mí—, lucho
contra el crimen.

Una lenta sonrisa se extiende por sus labios cuando ve mi expresión


consternada y yo me aparto de él, irritada. Me cruzo de brazos.

—Qué gracioso.

—A mí me lo parece —replica él, sobradamente encantado. Vuelve a


reclinarse en su asiento y toma su taza entre las manos para darle un sorbo.

—¿No me lo vas a contar?

—Me parece que no.


—¿Por qué no?

William frunce levemente el ceño.

—No te recordaba tan curiosa.

—Creía que no te acordabas de mí —replico.

—Puede que haya hecho memoria.

Se pasa la lengua por los labios. William sigue comiendo tranquilamente, sin
apartar los ojos de mí. Al cabo de un rato, vuelve a hablar.

—¿Es que vas a seguir mirándome?

—Tienes el pómulo abierto —observo. —Está incluso peor que ayer.

—Se está curando —objeta.

—Si con curando te refieres a desarrollar gangrena… sí, se está curando a la


perfección.

—No se te puede gangrenar la cara. Además, está perfectamente.

—¡Tonterías! —Martha irrumpe en la conversación con entusiasmo,


haciendo que me sobresalte—. ¡Tienes la cara fatal, muchacho! —le dice, apoyando
una mano sobre su hombro e inclinándose un poco sobre él para verlo mejor—.
Deberías ir al médico. ¿Necesitas un plano? Te indicaremos por dónde se va.

—Es muy amable, señora, pero no necesito ir al médico —le dice él, serio.

—Entonces llamaré a Olle para que te eche un vistazo. Tiene un curso en


primeros auxilios —insiste, alegre, y a mí se me escapa la risa al ver la expresión
consternada de William—. ¡Olle! —empieza a gritar—. ¡Olle! ¿Dónde estás?

—No es necesario, de verdad —se apresura a decir, nervioso.

—¡Olle! —Martha se asoma hacia el salón y sigue llamándolo desde ahí—.


¡Olle!

Aprovecho para ponerme de pie y le hago un gesto con la cabeza a William.


—¿Vienes o esperamos a que aparezca Olle?

Él me dedica una mirada incendiaria, pero no necesita pensárselo mucho


para darse cuenta de que soy su mejor opción, y acaba poniéndose en pie también,
echando la silla hacia atrás.

Paso al lado de Martha, que sigue llamando a su marido, y William me


imita.

—Ya me encargo yo —le aseguro y ella asiente, satisfecha, dejando a Olle


tranquilo. Cuando paso a su lado, me guiña un ojo. Creo que William no se da
cuenta del gesto.

Voy hasta el almacén, saludando a los huéspedes con los que me cruzo por
el camino, y espero a que él entre para cerrar la puerta y abrir el botiquín que
cuelga tras esta.

Mientras busco lo que necesito, veo que se pasea por el pequeño cuarto, con
las manos en los bolsillos, curioseando las esquinas.

—Siéntate —le pido, señalando la vieja mesa sobre la que descansan decenas
de cajas apiladas.

William está a punto de decir algo, pero obedece. Aparta las cajas a un lado
y toma asiento en la mesa. Yo dejo lo que he cogido sobre esta y humedezco una
gasa con agua oxigenada.

Me acerco a él tanto como soy capaz sin sentirme incómoda y tomo su


mentón entre los dedos para hacer que alce el rostro.

En cuanto la gasa toca su piel amoratada, deja escapar un quejido y me


detengo.

—Ay. Eso ha dolido un poco.

Las comisuras de su boca se elevan hacia arriba y yo pongo los ojos en


blanco. Continúo a lo mío.

—Parece bastante reciente. Como mucho tiene un par de días —comento,


aunque no espero que responda.
—Eres bastante testaruda, ¿no?

—Bastante. —Sonrío—. Y bien, ¿qué plantes tienes?

—¿Sobre el futuro, la vida…?

—Sobre el tiempo que te quedes en Bravelands. Has venido solo, ¿no?


¿Vienes a visitar a alguien?

—Estoy solo —responde, y vuelve a hacer un aspaviento cuando aprieto un


poco su herida—. Eso ha vuelto a doler.

—Quejica —contesto.

Me hago con una pomada antiinflamatoria y empiezo a repartirla con


suavidad sobre su pómulo con cuidado de no tocar la herida.

—Esto debería bajarte la inflamación —murmuro.

De pronto, siento calor sobe mi cintura y me doy cuenta de que, en algún


momento, he debido de acercarme más a William, porque estoy lo suficientemente
cerca como para que rodee mi cintura con sus manos sin el menor esfuerzo.

Desvío la vista hacia sus dedos, pero él no parece darle importancia al gesto,
y decido hacer lo mismo. Sigo aplicando la crema; esta vez, un poco más nerviosa.

—Espero que mereciera la pena.

—¿A qué te refieres? —inquiere, mirándome a los ojos.

—Que te partieran la cara así. No se me ocurre nada que lo merezca, pero


espero que para ti valiera la pena.

William frunce un poco el ceño y se echa ligeramente hacia atrás,


apartándose de mis manos, que quedan en el aire, suspendidas entre los dos.

—Crees que soy un cliché andante, ¿no?

—No… —respondo, quizá demasiado rápido.

—Oh, venga —protesta—. Creía que estabas por encima de las apariencias.
Enarco las cejas, sorprendida.

—Claro que estoy por encima de ellas.

—¿Sí? —inquiere—. ¿Y por qué tengo la impresión de que ya me has


colocado la etiqueta de tío problemático?

Me quedo en silencio y tomo la caja con las tiras adhesivas para cerrar
heridas. Le quito la película de plástico a la primera, y me acerco más a él para
ponérsela sobre la herida.

—No te he puesto ninguna etiqueta.

—Ya —contesta, con cierta rabia.

Sigue mirándome, y yo lo miro a él mientras mis dedos se deslizan sobre su


rostro, buscando cerrar su herida. Siento cómo sus manos descienden un poco
sobre mi cintura, y me revuelvo, inquieta. No soy capaz de contenerme más
tiempo.

—¿Qué haces con las manos, William?

—No sabía dónde ponerlas. Estaba incómodo. —Se encoge de hombros—.


¿Qué? ¿Te molestan?

Decido no responder y me concentro en terminar mi tarea.

—Ya está —le digo, cuando acabo, y me separo de él con suavidad, haciendo
que me suelte.

Comienzo a recoger todo mientras él me mira de hito en hito. Me doy cuenta


de que he hecho mil preguntas que han quedado sin responder y tengo la
sensación de que es plenamente consciente de ello. No conocía mucho a William,
así que no sé si siempre ha sido tan enigmático.

Está bien. Último intento.

Cuando recojo todo, él se pone en pie y me sigue, me detengo en seco y me


apoyo en la puerta, con las manos tras la espalda.

—Dime solo una cosa.


—¿Qué quieres? —pregunta, con esa voz grave y templada que lo
caracteriza.

—Las personas que llegan a Bravelands vienen huyendo de algo o


buscándolo. ¿Qué haces tú aquí?

Una lenta sonrisa se dibuja en su boca, provocadora.

Vale, he de reconocer que tiene una sonrisa espectacular.

—¿Le haces este interrogatorio a todos los huéspedes o solo a los que tienen
pinta de tipos malos?

Me quedo callada. Quizá haya sido demasiado insistente; tal vez piense que
no me fío de él. Pero solo tengo curiosidad… Se presenta aquí con las primeras
luces del alba, sin dar explicaciones, con la cara destrozada y ese rollito misterioso.
Es normal que quiera saber de qué va todo esto.

William no parece la clase de chico que vendría a una posada familiar para
disfrutar de su ambiente hogareño.

Abro la boca para decir algo, pero tardo unos instantes en responder y él
aprovecha para rellenar el silencio.

—Relájate un poco. No tengo malas intenciones… —Hace una pausa y se


inclina sobre mí, llenando todo mi espacio con su presencia—. A menos que tú
quieras que las tenga. En ese caso, estaré encantando de dejar de ser un buen chico.

Una descarga desciende por mi columna y tardo una milésima de segundo


en darme cuenta de que eso está mal; muy mal.

Me escabullo de entre sus brazos y tiro de la puerta para salir del almacén,
poniendo un espacio muy necesario entre los dos.

—Está bien, Ponyboy, se acabó el interrogatorio. Eres libre.

Se le escapa una risa y sale detrás de mí.

—¿Cómo acabas de llamarme?

Empiezo a caminar hacia atrás, alejándome con rapidez.


—Si necesitas algo, ya sabes dónde estamos —le hago saber, ignorando su
pregunta.

Cuando vuelve a hablar su voz suena más baja, oscura y peligrosa.

—Habitación 23 —murmura, mientras sonríe.

Me doy la vuelta y me muerdo los labios. Empiezo a pensar que haberle


dado el número de mi habitación, quizá, no haya sido tan buena idea.
3
Eres un universo de universos

Hace cuatro días que William apareció en el Refugio. El día después de


llegar lo vimos en el desayuno, y eso ha sido todo hasta ahora.

Martha debería haberse encargado de su habitación estos días, y me ha


dicho que cada día ha encontrado el cartelito de no molestar en su puerta, así que
ninguno tenemos ni idea de qué hace ahí dentro o si sale en algún momento.

Por lo que sabemos, bien podría estar muerto.

Espero sinceramente que no sea así.

Hoy esa sección de la posada me toca a mí y, cuando finalmente llego frente


a su puerta y encuentro el maldito cartelito, tomo la decisión de ignorarlo
deliberadamente.

—¿Hola? —empujo la puerta con prudencia, tampoco quiero asustarlo,


encontrármelo en bolas o a punto de entrar en la ducha, y me aseguro de que sepa
que estoy entrando—. ¡Soy Izzy!

La estancia está en penumbra. Hoy no ha amanecido un día demasiado


soleado pero, además, las cortinas están echadas y toda la habitación parece más
triste de lo normal.

Las sábanas de la cama están revueltas, y hay ropa tirada por el suelo.
Pronto, veo movimiento en el sillón del fondo y me giro hacia allí como movida
por un resorte. Cuando veo que William se pone en pie y que lleva una camiseta,
me relajo un poco. Luego, mis ojos descienden hasta sus bóxer negros y me doy la
vuelta con rapidez.

—¡Lo siento! —me disculpo, y cierro la puerta. Me quedo de espaldas a él.

—¿No has visto el cartel? —pregunta, y su voz suena ronca.

Me planteo la posibilidad de mentir, pero decido que será mejor no hacerlo.

—El cartel lleva ahí tres días. Creíamos que habías muerto.

Silencio. No puedo ver qué expresión tiene porque no puedo girarme.


Espero que tenga sentido del humor.

—Así que has venido para asegurarte de que estaba vivo.

—Básicamente —contesto, más relajada.

—¿Y qué habrías hecho si hubieses encontrado mi cuerpo? —pregunta,


divertido.

—Dios, no quiero ni pensarlo.

Se le escapa una risa ahogada.

—Puedes darte la vuelta, Izzy.

Tomo aire y decido hacer lo que me dice, concentrándome en mirarlo a los


ojos. Cuando lo hago, no puedo evitar hacer una mueca.

—Tienes un aspecto horrible —se me escapa.

—Vaya, gracias.

Sin contar con su ojo amoratado, que no presenta mucho mejor aspecto que
hace unos días, tiene el pelo despeinado, está pálido y hay profundas ojeras bajo
sus ojos. Parece muy cansado.

—¿Estás bien?

—Estupendamente.

—¿Y por qué parece que te acaba de pasar un camión por encima? —
pregunto, sin poder contenerme.

—¿Tan guapo estoy? —pregunta, ignorando mi preocupación.

Vuelvo a mirar a mi alrededor.

—¿No has salido de aquí en todos estos días?

—¿Por qué? ¿Me has estado esperando?

Lo miro a los ojos. Incluso si sigue bromeando, sé que bajo esa fachada de
conquistador está ocurriendo algo. No nos conocemos mucho; prácticamente nada.
Pero no puedo evitar pensar que es bastante extraño llegar a Bravelands,
encerrarse en una habitación y tirar la llave. Por muy acogedor que sea este sitio,
no es normal, ni sano, quedarse aquí dentro más de tres días.

Me doy cuenta de otra cosa.

—¿Acaso has comido algo?

—Traje algo de comida.

—Si ha aguantado tres días, no era comida de verdad —le recrimino,


empezando a preocuparme de verdad.

Vuelvo a mirarlo de nuevo. Su camiseta de manga corta deja al descubierto


parte de los tatuajes que hasta ahora solo veía asomando por el cuello. Hay mucha
tinta en su piel. Aunque no tengo tiempo para seguir los intrincados diseños y
admirar los trazados, parecen bonitos.

Tomo una decisión. Quizá me esté extralimitando, pero lo que voy a hacer
no es nada que Martha u Olle no harían, y me convenzo a mí misma de que
simplemente estoy siendo una buena anfitriona.

—Vale, haremos una cosa —le digo—. Te vas a dar una ducha, te vas a vestir
y vamos a bajar a desayunar.

—La hora del desayuno ha pasado hace rato.

—No importa —le aseguro—. Luego te enseñaré la posada, ¿de acuerdo?

—Ya he visto la posada.

—No toda —replico, con una sonrisa—. Te enseñaré sitios reservados solo
para los huéspedes más importantes.

William arquea una ceja oscura lentamente.

—Debo de ser muy especial.

Se me escapa una risa y me tomo la libertad de dar un paso adelante para


empujarlo suavemente de los hombros y llevarlo en dirección al baño.
—Mientras te duchas, adecentaré esto un poco —le hago saber.

—No me molesta el desorden —replica, de lo más tranquilo, dejándose


llevar al baño.

La verdad es que si quisiera podría plantarse en seco y no le costaría el más


mínimo esfuerzo detenerme. Me alegro de que se muestre colaborador.

—Es lo que hacemos en el Refugio. Mantenemos las habitaciones limpias. —


Le recuerdo—. Dúchate, ¿vale? Te espero aquí, y luego te enseñaré esto.

William se detiene frente a la puerta del baño, apoyándose sobre un costado


contra el marco, y se muerde el labio inferior.

—No tienes por qué esperar fuera —me dice, de pronto, con calma—. La
ducha es grande.

Dejo de respirar.

Me mira de arriba abajo sin el más mínimo pudor, con descaro, y siento esa
mirada como una caricia que me desnuda.

Mientras intento recobrar el aliento, pienso que es guapo; increíblemente


guapo, de una belleza dulce y salvaje, y cuando sus ojos se oscurecen de esa forma
siento que mi sangre se convierte en lava fundida.

Durante un instante mi mente me juega una mala pasada; imagino cómo


sería cometer una locura, una locura con él, en esta habitación, en esa ducha, y me
tiemblan las rodillas.

Pero la razón se impone.

William es un regalo para los ojos, sí; pero también es un desconocido, un


hombre con el que jamás he compartido más de unas cuantas frases y del que no sé
absolutamente nada.

Aparto imágenes que no deberían estar ahí, y me recompongo, deseando


que William no se haya dado cuenta de mi azoramiento.

—Ni siquiera voy a responder a eso —suelto, y me felicito a mí misma por lo


firme que ha sonado mi voz.
Él cruza los brazos ante el pecho y me dedica una mirada pensativa, pero yo
no le doy tiempo a que encuentre una nueva forma de provocarme y vuelvo a
empujarlo dentro del baño.

—¡Venga! —lo apremio.

Él suspira y acaba obedeciendo, y yo aprovecho para hacer lo que le he


dicho. Dejo que entre un poco de luz y abro las ventanas. Hago la cama y recojo las
camisetas que hay tiradas por el suelo para dejarlas sobre el sillón.

Cuando me acerco, me doy cuenta de que estaba leyendo un libro.


Probablemente lo he interrumpido cuando he entrado a traición. Aún escucho el
sonido de la ducha dentro del baño, así que no puedo resistirme.

Lo cojo con cuidado y le doy la vuelta para leer los rótulos de su lomo.
Cuando lo hago, descubro un libro que acaba recordándome a una persona.

Se está leyendo una edición antigua de las Prosas profanas de Rubén Darío.

Me cuesta un poco procesarlo, porque William no parece la clase de chico


que lee libros, y menos obras de poesía. Pero el mundo está lleno de sorpresas
fascinantes.

Vuelvo a dejarlo en su sitio y me doy una vuelta por la habitación mientras


termina de ducharse.

Todo lo demás está bastante ordenado. Hay algo de ropa sobre la cómoda,
unos envoltorios de aquello con lo que ha debido de estar alimentándose y… ¿eso
es un móvil?

Tengo que acercarme para verlo, porque hacía tanto que no veía uno de
estos que me cuesta creerlo. Es un móvil de tapa, pequeño, de esos con teclas. Ni
siquiera sabía que siguiesen fabricándolos.

¿Qué hace William con un trasto así?

Antes de que pueda seguir preguntándomelo, escucho que el agua de la


ducha se cierra y, al cabo de un rato, sale del cuarto de baño. Me doy la vuelta
hacia él, sonriente, y estoy a punto de hablar cuando lo veo.

Guau.
William lleva solo una toalla alrededor de la cadera que deja más al
descubierto de lo que tapa. Agarra sus bordes con las manos, aun poniéndosela
bien, mientras camina hacia aquí, distraído.

Me cuesta moverme y, ya de paso, respirar.

Era evidente que William estaba bueno, pero no imaginaba… esto. Todo su
torso está al descubierto, dejando entrever una serie de músculos que parecen
esculpidos en mármol. Su estómago se contrae mientras hace malabarismos con la
toalla que cuelga de su cadera, y algo en mi interior se revuelve cuando llega hasta
mí el aroma que desprende.

Madre mía…

Se me seca la garganta.

William es puro sexo. Destila sensualidad por todos y cada uno de los poros
de su piel y es difícil ignorar el hecho de que parece perfectamente consciente de
cómo usar ese don.

Alza los ojos hacia mí, azules como el cielo antes de una tormenta, y durante
un instante me pierdo en ellos.

—¿Me dejas? —pregunta, señalando la cómoda que hay detrás de mí con un


gesto.

Estoy tan fuera de juego, que tardo unos instantes en darme cuenta de lo que
me está pidiendo.

Me disculpo, sintiendo que me pongo de mil colores, y doy un paso atrás


para dejar que se vista.

—Te espero abajo, ¿de acuerdo?

William me dedica una mirada incendiaria y una sonrisa un poco canalla.

—Puedes quedarte, si quieres.

—Prefiero no hacerlo —contesto, y mentiría si dijese que todo esto no me


divierte un poco.
—Tú te lo pierdes —contesta, encantado, y me doy la vuelta justo a tiempo
para evitar ver cómo se deshace de la toalla con descaro.

¿Es que tiene alguna clase de trastorno exhibicionista?

Cierro la puerta de la habitación sin mirar atrás y me apresuro a bajar hasta


la primera planta.

No puedo evitar pensar en el aspecto que tenía; en sus ojeras, en el peso


invisible que parecía haber sobre sus hombros, y en los envoltorios de porquerías.
Tampoco puedo evitar recordar el libro de Rubén Darío y el móvil anticuado.

¿Por qué habrá venido hasta aquí para encerrarse en una habitación? ¿Estará
esperando algo, o a alguien? ¿Qué hay en Bravelands que necesite?

William parece guardar muchos secretos.


4
Y tu alma una fuente de canciones

Después de improvisar un desayuno tardío y ver cómo William lo devoraba


en cuestión de segundos, nos hemos puesto en marcha hacia el edificio junto a la
posada.

La hojarasca cubre el paseo empedrado y una brisa muy suave arrastra las
hojas más livianas por el suelo. El ambiente es templado, pero el cielo oscuro
declara a gritos que pronto se desatará una tormenta.

—Esta es la granja —le digo, señalando las puertas abiertas.

Esta mañana he sacado a todos los animales, pero muchos se suelen quedar
por aquí, y Penélope se acerca en cuanto nos escucha llegar. Acaricio su hocico con
cariño y ella se pega un poco más a mí.

—Te presento a Penélope —le digo a William, que nos observa con una
expresión indescifrable.

—¿Esto era eso tan especial que ibas a enseñarme?

Asiento y le hago un gesto invitándolo a seguirme. Algunos de los patos


siguen en su pequeño corral, dormitando sobre la paja, y Tirso sigue en su
cubículo.

—Tenemos patos, cabras, perros, gatos… Y este es Tirso. El pobre no suele


salir mucho porque se está quedando ciego —le explico, con lástima, y me acerco
para acariciar la grupa del animal.

William se aproxima también, curioso, y lo rodea por el otro lado para


acariciarlo también.

—El perro del otro día…

—Pucca —lo ayudo.

—Y el burro.

—Penélope. Y es hembra —le hago saber.


—Sí. Bueno, todos tienen algún problema.

Asiento despacio. Voy hasta el fondo del cubículo y me hago con el cepillo
de Tirso para desenredar sus crines plateadas.

—Olle y Martha adoptan a los animales que no quieren en otros sitios. Hay
muchas granjas por estas tierras y cuando los animales no sirven para trabajar
suelen sacrificarlos. Así que, cuando se enteran de que va a ocurrir algo así…

—Ya —dice, pensativo.

Nos quedamos un rato en silencio. Yo, cepillando a Tirso; y él acariciándolo


distraído. Cuando termino, es él quien sale del cubículo para pasear hasta el final
de la granja.

Cuando acabamos la visita guiada, bordeamos el edificio y caminamos por


la orilla del lago hasta llegar al embarcadero.

El ambiente es cada vez más tormentoso. Se escuchan truenos a lo lejos y el


viento revuelve mi cabello sin tregua. Nos sentamos en el borde, con las piernas
colgando al otro lado, mientras nos perdemos en las vistas que se abren ante
nosotros.

Por mucho que mire estas montañas, por mucho que admire su inmensidad,
siempre me parecen impresionantes; demasiado imponentes. Nubarrones grises se
arremolinan sobre sus cumbres y una gran sombra se cierne sobre las aguas ahora
oscuras del lago.

—¿Por qué no has salido de tu habitación en todo este tiempo? —le digo,
rompiendo un silencio tranquilo.

Sé que William se gira hacia mí, pero yo no me vuelvo hacia él.

—Me gusta mi habitación.

—A nadie le gusta tanto una habitación como para encerrarse 72 horas en


ella.

Él se encoge de hombros con indolencia, restándole importancia.

—¿Puedes permitirte estar aquí conmigo? —pregunta, cambiando de tema


—. No me malinterpretes, la visita guiada me está gustando pero, ¿no tienes que
trabajar?

—Siempre estoy trabajando. De hecho, esto es parte de mi trabajo.

Esta vez sí que lo miro, y veo cómo enarca las cejas.

—Y yo que creía que estabas aquí por el simple placer de conversar


conmigo.

—Bueno, William, la verdad es que no eres muy hablador.

Suelta una risa ahogada y se echa hacia atrás, apoyando todo el peso de su
cuerpo en los codos.

—No tengo un horario fijo ni nada por el estilo —le explico—. Simplemente
me toca hacer algunas habitaciones y me encargo de los animales de vez en
cuando, porque me gusta. El resto es ayudar cuando necesitan ayuda:
reparaciones, cocina, huéspedes, talleres…

—Oh, sí —dice, esbozando una sonrisa—. Los famosos talleres de


infusiones.

Esta vez soy yo la que ríe.

—Espero verte allí.

—Allí estaré —confirma, solemne, y yo sacudo la cabeza. Nunca sé cuándo


este chico habla en serio.

Nos quedamos unos instantes más en silencio. Está claro que él no me va a


contar el motivo de su extraña visita, ni el porqué de su encierro. Así que decido
seguir hablando.

—¿De verdad que no te acuerdes de mí?

William ladea la cabeza. Un mechón oscuro cae sobre su frente con gracia.
Sus ojos azules parecen dos astros helados.

—Quiero decir… Es posible que no te acuerdes de mi nombre. Vale, eso lo


acepto. Pero, ¿ni siquiera sabes quién soy? Hubo un tiempo en el que nuestros
amigos empezaron a quedar juntos. Mi amiga Ellen salía con uno de vuestros
chicos y…

—Y tú salías con Kev.

Me detengo; dejo que siga hablando.

—No recuerdo haber hablado nunca contigo en el instituto. Pero quedamos


un par de veces; todos mis amigos, con tus amigas. Kev os invitó una noche a la
bolera y después salimos de fiesta. —Hace una pausa, sigue mirando hacia el lago,
sin mudar su expresión—. Esa fue la única vez que hablamos.

—¿Hablamos? —me extraño, frunciendo el ceño.

—Estabas fuera del local, llorando. Yo te dije que Kev era un capullo y que
no merecía la pena.

Abro la boca para decir algo, pero no sé muy bien el qué.

—No… no lo recuerdo.

—Yo sí. Sí que me acordaba de ti, Izzy.

Me sostiene la mirada durante una eternidad y, después, esbozo una sonrisa


nostálgica.

—Debí hacerte caso.

—¿Seguiste saliendo con él?

—Más o menos. —Me paso una mano por el pelo, apartándome un rizo
rebelde y cobrizo de la cara—. Esa noche dejamos de tener nada serio, pero
estuvimos viéndonos intermitentemente hasta que terminó el instituto y me vine
aquí.

—Eso es mucho tiempo para estar con un capullo.

Se me escapa la risa.

—¿No era tu amigo? —pregunto, divertida.


—Y aún lo es; uno de los mejores.

Enarco las cejas, sorprendida.

—Me alegra ver que os lleváis bien —comento, sarcástica.

—Que lo aprecie como colega no significa que apoye todo lo que hace —
replica—. La forma en la que trata a las mujeres es una de las cosas que no
comparto. No sé qué te hizo a ti, pero seguro que no fue bonito.

Suspiro.

—¿Puedes culpar a alguien por no quererte?

William me mira, atento.

—Puedes culparte a ti por no buscar a alguien mejor que sí lo hiciera.

Durante unos segundos, siento que el aire escapa de mis pulmones. La


forma en la que lo ha dicho… esa sinceridad, cruda y brutal, es tan sencilla y cierta
que asusta. ¿Hasta qué punto fue aquello mi culpa? Yo tenía el poder, siempre tuve
la última palabra, y me costó demasiado tiempo darme cuenta de que quería algo
más que un chico malo que apareciera en mi vida de vez en cuando.

La magia de las primeras veces a su lado fue genial. Las noches que se
colaba en mi cuarto o aquel fin de semana que fingí ir a casa de una amiga y me
escapé con él… todo aquello era increíble. Los besos, las caricias furtivas y el resto
de experiencias que viví con él por primera vez me abrieron las puertas al amor.

Pero luego llegaban largos periodos sin hablar; semanas enteras sin saber de
él, meses durante los que no sabía si teníamos algo, si se había acabado o si nunca
había llegado a comenzar.

Al final acabé comprendiendo que lo nuestro era solo diversión. Me propuse


atesorar aquellos instantes excitantes, la intensidad de los momentos que
compartimos, para olvidarme de él cuando desaparecía.

Un día, fui yo la que desapareció. Él no me buscó. Yo no lo eché de menos.

De pronto, un trueno rasga el silencio, y el suave repiqueteo de la lluvia


sobre el lago nos embarga. Siento la primera gota sobre mi nariz y, después, es
instantáneo. Comienza a llover con fuerza, con una rabia que asusta un poco,
mientras el cielo se ilumina con la luz de los relámpagos y las ramas de los árboles
crujen bajo el impulso del viento.

Antes de que ninguno de los dos tenga que decir nada, nos ponemos en pie
y salimos a la carrera, deshaciendo el camino del embarcadero, por la orilla del
lago, bordeando el edificio de la granja y llegando a la posada.

Entramos corriendo, exhaustos y jadeantes. William viene tan rápido que


cuando me detengo prácticamente se abalanza sobre mí, incapaz de detenerse a
tiempo.

Rodea mi cintura con las manos y articula una leve disculpa que no llego a
entender bien mientras retoma el aliento. Cuando me giro hacia él, descubro que
sonríe, y me parece una sonrisa mucho más dulce que cualquiera que me haya
dedicado hasta ahora. No solo más dulce; sino más real, más sincera…

Una gota de lluvia se desprende de uno de los mechones oscuros de su


frente y me acaricia la mejilla. Estamos empapados; de los pies a la cabeza.

—Correr no ha servido de nada —dice, sin soltarme.

Siento el calor de sus manos a través de la tela de mi jersey, y su suave


aliento contra mis labios. Un escalofrío desciende por mi espalda y, casi sin darme
cuenta, me pego un poco más a él. Ni siquiera sé por qué lo he hecho; mi cuerpo ha
tomado esa estúpida y extraña decisión.

Él recibe el gesto como una invitación para rodearme con más fuerza,
subiendo sus manos por mi espalda. Me sostiene como si temiera que fuese a
caerme, como si me fuese a romper. Me agarra con decisión, pero con delicadeza y,
de pronto, el humor desaparece de su rostro.

—Antes no me refería a que tuvieses la culpa de lo que te hizo Kev —


murmura, con gravedad.

—Lo sé —respondo—, pero, aun así… Es verdad. Yo sabía que él no buscaba


lo mismo que yo y me conformé con estar juntos solo cuando a él le venía bien.

—Pero no fue culpa tuya que ocurriera.

—No, pero sí fue culpa mía no detenerlo. Podía hacerlo, pero no quise.
William sigue sosteniéndome entre sus brazos. Ya no tiene mucho sentido
que estemos así; podría dar un paso atrás y librarme de su abrazo, pero su calor me
envuelve y es tan maravilloso…

—Siento que te hiciera daño —dice él, rompiendo el silencio.

—Yo no —respondo, muy segura—. No todo fue malo. —Intento sonreír—.


Además, aprendí qué es lo que no quiero de una relación.

Nos quedamos así unos instantes. Tengo las manos sobre su pecho, y siento
cómo se mueve al compás de una respiración un poco agitada. Gotas despistadas
de agua siguen precipitándose desde su pelo negro y despeinado, y sus mejillas se
han teñido de rubor por la carrera.

Vaya…

Desde cerca, desde esta distancia… es aún más guapo.

William aparta una de sus manos de mi espalda y una parte de mí se siente


terrible y preocupantemente desilusionada. Sin embargo, cuando comprendo qué
se propone hacer, mi corazón se salta un latido.

Sus dedos vuelan hasta mi rostro y, de pronto, toman uno de mis rizos para
colocarlo con cuidado tras mi oreja. Su tacto es suave, delicado y lento, y consigue
derretirme.

Trago saliva y me muerdo los labios sin poder evitarlo, mientras él los mira
y yo tengo la certeza de que esto es muy raro, de que no está bien, y de que me da
absolutamente igual.
5
La celeste unidad que presupones

El insistente repiqueteo sobre la madera del suelo, que suena cada vez más
rápido, próximo e intenso, hace que William rompa el contacto un segundo; tan
solo un segundo… Y es suficiente para que mi parte racional vuelva a hacerse con
el control.

Me aparto de él a tiempo de ver cómo Pucca se presenta ante nosotros, con


la lengua fuera, nerviosa y reclamando nuestra atención. También está empapada
y llena de barro, y ninguno de los dos puede evitar que se alce sobre sus dos patas
y apoye la patita en el regazo de William, zalamera.

Observo cómo llena sus pantalones de barro y me muerdo los labios


mientras espero su reacción.

Sin embargo, él deja escapar una risa suave y clara, tan pura como el aire, y
se agacha junto a Pucca sabiendo que ya no hay nada que hacer. La acaricia entre
sus orejas y sus caricias calman un poco el hiperactivo ir y venir del animal.

—Me parece que voy a darme una ducha de nuevo —comenta, aún sin
levantarse.

Sonrío ante el gesto y me agacho junto a ellos.

—Le gustas —murmuro.

—¿Y a quién no? —pregunta, torciendo un poco su sonrisa.

Después de aquello, no volví a ver a William en todo el día y temí que,


quizá, había vuelto a su reclusión. Sin embargo, aquella noche se presentó en la
cena.

Se sentó en una de las pequeñas mesas del salón y yo me ofrecí a servir la


comida aquel día, aunque no me tocase a mí, porque quería hablar con él.

A esta posada llegan parejas, matrimonios con hijos, grupos de amigos y


familias enteras. Pero pocas veces encontramos a alguien completamente solo.
William lo está y algo me dice que no es simplemente soledad exterior lo que hay
en él. Es algo más profundo, intrínseco y oscuro, aferrado a alguna parte
importante de él.

Para cuando terminé de servir a los huéspedes, mientras algunos se


machaban ya y los más rezagados terminaban el postre, tomé dos helados de
chocolate y los llevé hasta su mesa.

Devoramos las bolas de helado mientras hablábamos; hablamos más que


nunca y, aun así, al acabar la noche tuve la sensación de que seguía sin saber quién
era realmente William. No sabía qué había estado haciendo durante los últimos
cinco años, qué había estudiado o si trabajaba. No sabía dónde vivía ahora ni por
qué había venido a Bravelands.

No sabía absolutamente nada.

Hoy nos espera un largo y ajetreado día por delante. Después de dar un
baño muy necesario a Pucca para que pueda corretear dentro de la posada sin
llenarlo todo de barro, cumplo con la rutina de siempre y termino con todas mis
tareas antes de que den las cuatro de la tarde.

Para entonces, me doy una ducha, me pongo un jersey cómodo y liviano y


me recojo el pelo en un moño.

Cuando bajo al salón principal, me encuentro con William. Parece estar


buscando algo, despistado. Llego justo a tiempo de ver cómo se asoma a la cocina y
vuelve a girarse sin dar con lo que buscaba, hasta que nuestras miradas se
encuentran.

—¿Buscas algo?

—¿Dónde está Martha? —pregunta.

—Ha salido al pueblo.

—¿Y Olle?

—También —contesto. —¿Qué necesitas?

Él sacude la cabeza y se pasa una mano por el pelo oscuro.


—Nada importante. ¿Cuándo volverán?

Miro el reloj. Casi es la hora.

—Olle no tardará en llegar. —Me quedo un rato mirándolo, expectante—.


¿Seguro que no puedo ayudarte en algo?

—No lo sé —dice, y una lenta sonrisa se dibuja en sus labios—. ¿Puedes?

Pongo los ojos en blanco y decido ignorarlo, aunque la forma en la que zanja
conversaciones me divierte bastante.

Voy hasta la cocina y comienzo a prepararlo todo sobre la vieja mesa de


madera mientras William me sigue con la mirada.

—¿Qué haces?

—Hoy es viernes —le explico—. ¿No se te habrá olvidado? Teníamos una


cita —lo acuso, encantada.

—¿Una cita?

Él se acerca un poco más hasta mí y observa las cosas que he ido dejando
sobre la mesa, curioso. Hay harina, mantequilla, azúcar, chocolate…

—El taller con los niños —adivina.

—Te quedarás, ¿no? Vamos a hacer galletas.

Se le escapa una carcajada y me mira.

—Ya te dije que no me lo perdería por nada del mundo.

Le devuelvo la sonrisa y continúo preparando todo, antes de que los


pequeños aparezcan. Cuando escucho cómo se abre la puerta de la entrada y sus
voces infantiles llegan hasta nosotros, salgo disparada hacia allí para recibirlos
antes de que Pucca baje corriendo y asuste a más de uno con su efusividad.

Olle trae a once niños de la escuela de su nieta. Todos tienen entre cuatro y
cinco años. A veces llegan más. Pero en esas ocasiones Martha está para ayudar a
que no me vuelva loca. Así que agradezco que hoy no sean demasiados.
Olle tiene trabajo administrativo que hacer, y sé que hoy no podrá ayudarme
tampoco; así que me las tendré que apañar sola.

Cuando saludo a los niños y le doy una abrazo a la nieta del matrimonio,
dejamos sus abrigos y mochilas en una de las mesas del salón y los llevo a todos a
la cocina entre risas y grititos entusiastas.

Al entrar, sin embargo, me detengo. Los niños toman asiento alrededor de la


mesa y comienzan a manosearlo todo. Yo frunzo el ceño, clavando los ojos en la
figura que hay al otro lado de la estancia, apostada junto a la pared.

—¿William? —pregunto.

—¿Izzy? —responde, a su vez.

Lo miro de hito en hito, intrigada.

—Vamos a empezar ya —murmuro, señalando en dirección a los niños.

Ignoro el hecho de que uno tenga la cara llena de harina. Ya. Antes de
comenzar. Guau. Creo que eso ha sido un tiempo récord. ¿Cómo narices lo ha
hecho?

—Estupendo —comenta, tranquilo y se acerca a la mesa.

Coge una silla y toma asiento entre dos niños. A mí me entra la risa.

—¿Qué haces?

—Eso mismo me gustaría saber. —Dedica una mirada a su alrededor—.


Tengo la sensación de que nos estamos poniendo un poco nerviosos.

Me muerdo el labio, pero tiene razón. Si no empiezo a hablar pronto, los


pequeños se van a descontrolar antes incluso de haberlo intentado. Así que le
dedico una última mirada interrogante a William, que parece de lo más seguro y
tranquilo ahí sentado, y me aclaro la voz para decirles que hoy haremos galletas.

Divido a los niños… y a William, en dos grupos y dejo que empiecen a llenar
los recipientes con los ingredientes de la mezcla mientras me paseo entre ellos para
asegurarme de que ninguno se traga una cuchara o algo así.
Nunca se sabe.

De vez en cuando me permito observar a William, que hace exactamente lo


mismo que yo sentado en su asiento. Da instrucciones a los niños, los ayuda con
los utensilios, y hace su trabajo cuando se necesita más fuerza o habilidad.

Todos los niños están de rodillas sobre sus sillas, o inclinados sobre la mesa,
más atentos a lo que dice o hace William que a lo que hago yo.

Llega un momento en el que Sara, la nieta de Olle y Martha se levanta,


intentando ver mejor qué hace, y se acerca a él con curiosidad. Entonces, ocurre
algo extraño. Él echa la silla un poco hacia atrás, le dedica una sonrisa a la pequeña
y, sin mediar palabra, ella se cuela bajo sus brazos, se encarama a la mesa y trepa
por la silla hasta sentarse sobre su regazo.

Se queda allí, entre sus brazos, viendo qué es lo que hace para partir mejor el
chocolate y yo contemplo la insólita estampa desde el otro lado de la mesa.

Parece muy cómodo. Casi sin darme cuenta, toma mi puesto organizando el
trabajo de los niños. Sabe perfectamente qué pasos seguir para continuar la receta y
cómo conseguir que le hagan caso.

No puedo evitar reparar en que tiene unas manos hábiles. Sus largos dedos
se mueven con delicadeza cuando comienza a amasar la mezcla y todos los niños
están pendientes de él.

Yo acabo tomando asiento enfrente. Cojo el otro recipiente con la mezcla y


hago lo que me dice.

En ese instante, él alza la cabeza hacia mí, sin dejar de dar instrucciones a los
pequeños, y me mira como si acabase de darse cuenta de que seguía aquí. Le
dedico una sonrisa sincera, impresionada, y él me la devuelve.

Durante un breve instante, me quedo sin aliento.

Es una sonrisa… increíble. Y esta no me la conocía. Es sutil, casi como si


fuera un poco tímida, y hay dulzura en la forma en la que las comisuras de su boca
se elevan hacia arriba.

Seguimos en el taller, y dejo que William se encargue prácticamente de todo.


Los niños parecen conformes con que sea él quien mande aquí, y a mí me parece
estupendo.

Es un poco extraño verlo tan despreocupado en este ambiente, dedicándoles


palabras pacientes, enseñándoles despacio qué es lo que tienen que hacer.

Ahí está él, rodeado por una decena de niños que lo miran con devoción, se
ríen de sus bromas y lo obedecen. Hace rato que se ha quitado su jersey, y ahora
los tatuajes de sus brazos están al descubierto. Hay más en su brazo derecho que
en el izquierdo, pero la tinta está por todas partes.

Uno de los tatuajes le llega al cuello, hasta la parte posterior de su oreja,


donde los mechones oscuros de pelo se curvan formando bonitas ondas.

Uno de los niños le pregunta por su ojo amoratado. Está mucho mejor que
hace unos días, cuando llegó, pero aún llama bastante la atención. Él responde que
se lo hizo luchando contra un dragón y todos se ríen con la ingenuidad de alguien
que no se lo cree, pero al que le gustaría hacerlo.

Las horas vuelan con rapidez. Las galletas no tardan demasiado en hacerse
y, al cabo de un rato, los padres de las criaturas empiezan a llegar para llevarse a
los niños, que se llevan consigo paquetes de galletas calientes que aún no se
pueden comer.

Para entonces, él ya se ha levantado de su asiento, y se ha retirado a una


esquina de la cocina. Con su metro noventa, los fuertes brazos cruzados frente al
pecho, el pelo revuelto y la mirada del color del mar después de una tormenta,
cualquiera diría que es el mismo que ha tenido a Sara en su regazo, dejando que
apoyase su cabecita en él y se recostara contra su pecho mientras él le hablaba con
ternura.

Cuando los padres entran en la cocina, les dan un beso a los niños, me
saludan con cariño y se giran para mirar a William con cierta desconfianza.

Ese gesto me parece un poco triste. Pero supongo que yo he pensado lo


mismo durante todo este tiempo. Nadie diría que un tío como William tiene mano
para los niños. Y seguro que muchos se preguntan qué hace aquí.

Cuando por fin se marchan todos y Olle viene a por Sara, esta se despide de
mí con rapidez para salir disparada hacia William. Él descruza los brazos cuando
la ve llegar y la niña tira de una de sus manos para hacer que se agache un poco y
poder darle así un beso en la mejilla.
William parece un poco sorprendido, pero le deja hacer y permanece
agachado hasta que se marcha mientras sus coletas danzan tras ella. Olle sonríe y
se despide de nosotros antes de volver al pueblo.

Nos quedamos a solas en una cocina que parece salida de un campo de


batalla. Harina por todas partes, trozos de chocolate sobre la mesa, recipientes con
los ingredientes que han sobrado, cubiertos manchados…

Y hablando de estar manchado.

Miro a William, que ha vuelto a erguirse y se apoya sobre la pared con aire
meditabundo, y se me escapa una risa.

—¿Qué? —inquiere, un poco combativo.

Yo me acerco despacio. Me detengo frente a él y alargo el brazo para


deslizar los dedos sobre su mejilla, donde la incipiente barba me arranca un
cosquilleo que se propaga por mi antebrazo y recorre el resto de mi cuerpo.

William aguarda, expectante, y tengo la extraña sensación de que contiene el


aliento. Me mira fijamente a solo unos centímetros de distancia, sin articular
palabra, mientras yo continúo.

—Te ha dejado una marca de chocolate —le digo, divertida.

Una sonrisa se dibuja en sus labios, pero no dice nada. No parece importarle
demasiado.

Con un suspiro me giro hacia la mesa revuelta y me preparo para recoger.


William me imita y, juntos, avanzamos más rápido.

—Me alegra que te hayas quedado —le digo.

Él no responde. Simplemente me mira con ese aire pensativo, como ausente,


y una suave sonrisa en los labios.

—Aunque creía que era broma.

—¿Por qué? —inquiere, y sé por su expresión que no necesita que se lo


explique. Pero, aun así, lo hago.
—Bueno, no pareces la clase de chico que disfrute haciendo galletas por las
tardes; y menos rodeado de niños.

—Me gustan los niños —responde, al instante, y eso provoca que yo alce la
cabeza hacia él.

Nunca sé si bromea o no.

—Lo digo en serio —dice, sereno.

La duda sigue danzando en mis labios. Cuesta un poco creer lo que dice
pero, aun así, decido hacerlo.

—Parece que se te dan bien. A Sara le gustas.

—Tengo cuatro hermanos pequeños —explica, pasando un trapo sobre la


mesa distraídamente—. He cuidado de ellos desde siempre.

Me quedo en silencio, esperando que diga algo más. Tengo la impresión de


que es la primera vez que habla realmente sobre él, y aguardo a que siga
haciéndolo, pero parece que eso ha sido todo.

Terminamos de recoger en silencio y, cuando lo hacemos, me siento en la


mesa con el bol del chocolate entre las manos y le hago un gesto, invitándolo a que
se acerque.

—Gracias por quedarte hoy —le digo, tomando una pepita de chocolate
entre los dedos—. Sin ti, probablemente me habría vuelto loca.

—Probablemente —afirma, divertido, mientras sigue el movimiento de mis


dedos con los ojos.

—Martha u Olle suelen ayudarme, ¿sabes? O, más bien, soy yo la que los
ayudo a ellos. —Me río—. A mí no se me dan tan bien los niños. ¿Cuántos años
tienen tus hermanos? —sigo preguntando, esperando que vuelva a hablar.

—Algunos cuantos menos que yo —responde, escueto, sin apartar los ojos
de mis manos.

Ladeo la cabeza ante la insistente dirección de su mirada.


—¿Quieres? —pregunto, ofreciéndole el bol.

William asiente. Creía que era obvio que podía comer. Se aproxima aún más
a mí, hasta ponerse entre mis piernas, y se inclina un poco hacia delante para…
¿Qué demonios…?

William apresa una de mis muñecas con su mano y se acerca para morder el
chocolate que tengo entre los dedos. Al hacerlo, se mete mis dedos en la boca sin
pudor alguno y una descarga desciende por mi columna cuando siento su lengua
sobre mi piel.

Se aparta, y soy incapaz de moverme. El rubor asciende por mis mejillas.

—¿Qué acaba de pasar? —le pregunto, intentando decidir cómo debería


sentirme.

—Me has ofrecido chocolate, y lo he cogido —contesta, resuelto.

Parece sereno, pero el brillo travieso de sus ojos lo delata. Apoya una mano
en mi rodilla y alza la otra para coger otro pedazo de chocolate.

—¿Qué? —pregunta, retándome a que le explique por qué lo que acaba de


hacer está mal en todos los sentidos.

Una chispa de rebeldía se apodera de mí cuando veo la media sonrisilla en


sus labios, disfrutando de mi azoramiento, y decido devolvérsela.

Me inclino hacia delante con rapidez, paso una mano tras su cuello y me
como el chocolate que hay en sus dedos a solo unos centímetros de sus labios.

William tarda unos instantes en volver a cerrar la boca, como si intentara


asimilar lo que acabo de hacer. Me mira con una expresión indescifrable mientras
mastico el chocolate, sintiéndome victoriosa.

De pronto, se gira hacia sus dedos vacíos como si acabase de comprender lo


que ha pasado y se los lleva a la boca, lamiendo lentamente los restos de chocolate
mientras clava sus ojos turbulentos en mí.

Ay, madre…

—¿Y tú? ¿Qué acabas de hacer? —pregunta, con voz grave.


Desciende sus dos manos sobre mis rodillas y las desliza por mis muslos.
Podría ser un gesto inocente, totalmente descuidado, pero la forma en la que me
mira…

Quizá no haya sido tan buena idea comerme el chocolate.

—Hay que ser más rápido —le digo.

—Más rápido —repite, con una cadencia oscura, y da un paso más hacia mí
—. A lo mejor sí que tengo que ser más rápido —murmura, tan cerca de mí que
siento el sabor a chocolate en su suave aliento.

Me quedo en silencio. No sé qué responder a eso. Mierda. Ni siquiera sé si


tengo que responder a eso. Me revuelvo bajo su mirada, inquieta; resulta
abrasadora y empiezo a ser consciente de cada centímetro entre los dos, de cada
parte de mi cuerpo que está en contacto con el suyo.

Sin previo aviso, mis dedos vuelan hasta su mejilla. No me doy cuenta de lo
que hago hasta que siento el tacto áspero de su barba incipiente. Recorro su rostro
con los dedos, descendiendo lentamente hacia su cuello mientras él no aparta sus
dos astros azules de mí.

Acaricio su tatuaje, las líneas oscuras que asoman bajo su camiseta y él me


permite seguir, inmóvil.

El corazón me late a mil por hora y creo que he dejado de respirar hace un
par de segundos. Bajo la mano por su hombro, y deslizo los dedos sobre su piel
mientras siento el tacto de sus fuertes músculos bajo mis dedos.

Cuando estoy llegando al antebrazo, no obstante, un ruido proveniente del


salón hace que de un respingo y aparte las manos de William. Él también me
suelta, y da un paso atrás, igual de sobresaltado que yo, mientras los dos miramos
hacia la puerta.

Martha entra alegre, con algunas bolsas de la compra bajo los brazos, sin ser
consciente de que acaba de interrumpir algo… ¿pero el qué? Mientras la mujer
habla, me giro hacia William y por su expresión sé que está tan aturdido como yo.

Su pecho se mueve de forma irregular y sus hombros forman una línea


rígida. Sin embargo, esa expresión perdida pronto da paso a una más natural. Las
comisuras de su boca provocadora se alzan hacia arriba y, antes de marcharse, me
guiña un ojo.
6
Hará brotar en ti mundos diversos

Hace más de dos semanas que William llegó. El día que quiso hablar con
Martha y con Olle, el día de las galletas, quería pedirles trabajo.

Parece que eso de que se quedaba de forma indefinida es real y, a cambio de


un techo bajo el que dormir y un plato de comida caliente frente a la mesa, se ha
ofrecido a hacer cualquier cosa.

No creo que necesitásemos un empleado más. Es decir, tenemos bastante


trabajo, pero funcionamos bien. Sin embargo, Martha y Olle sienten especial
debilidad por los animales heridos… Y ahora William se dedica a hacer parte de
mi trabajo.

Es un poco extraño, pero no voy a negarlo, me gusta tenerlo por aquí.

Incluso si en el pasado no llegamos a tener una amistad, es agradable


encontrarse con alguien conocido. Además, me gusta William.

Es discreto, y no le gusta demasiado hablar. A veces se queda en silencio,


mirándote, y es difícil imaginar qué se le está pasando por la cabeza. Siempre lo
rodea un aire meditabundo, sereno… que hace que cueste adivinar cómo y por qué
recibió ese puñetazo que casi ha desaparecido por completo de su rostro. Ahora,
como recordatorio solo le queda una fina marca rosácea allí donde tenía el corte.

Yo, en cambio, estoy algo más magullada. Esta mañana, mientras herraba a
Tirso, se ha puesto nervioso por la tormenta que había fuera. Se ha encabritado, se
ha revuelto, ha tirado de las riendas y he tenido que meterlo en su cuadra para que
no saliese corriendo y se hiciera daño. En el proceso ha estado a punto de
aplastarme contra la pared, pero me he apartado a tiempo; aunque no lo suficiente
como para evitar que me aplastase la mano.

He sentido como si mil agujas metálicas se clavasen en mi piel, ardiendo, y


desde hace un rato el dolor punzante ha desaparecido; pero la tirantez sigue ahí y,
cada vez que intento tocar algo, noto un dolor agudo extendiéndose por todos mis
nudillos.

Aún no he terminado de ordenar las cosas por allí abajo, pero con la mano
en mi estado no creo que pueda hacer mucho por hoy, así que me acerco a buscar a
William.
Lo encuentro subido a una de las mesas del salón, estirado hacia una de las
lámparas que cuelgan del techo. Una franja muy apetecible de su abdomen queda
al descubierto, mostrando una hendidura en forma de uve demasiado
provocadora.

—¿Querías algo? —pregunta, cuando repara en mí y se da cuenta de que no


he hablado.

Debe de ser consciente de que suelo hacer eso bastante. Debería plantearme
dejar de quedarme mirándolo como si estuviera ida.

—¿Te importa hacer mi parte de la granja? —pregunto.

William termina lo que está haciendo y baja de la mesa de un salto limpio y


elegante.

—¿Por qué?

—Tirso se ha asustado… —Alzo la mano para que la vea, pero vuelvo a


bajarla enseguida—. Ahora mismo me cuesta levantar peso. Haré tu parte del
trabajo mañana —le aseguro.

William se mueve tan rápido como una sombra, busca mi muñeca y alza
ante él la mano herida.

—Mañana esto va a seguir igual de mal —comenta, frunciendo levemente el


ceño.

—Oh, vaya, gracias. Es un alivio saber que…

—Ven —me interrumpe, tomando mi mano ilesa y tirando de ella.

Sus dedos rodean los míos con firmeza, se entrelazan, y una dulce descarga
se extiende por todo mi brazo. Pienso que eso es extraño. A ver, puedo entender lo
de quedarme embobada mirando sus abdominales, o la fascinación por la tinta de
su piel. Pero… ¿por cogerme la mano?

Cuando abandonamos el salón y nos internamos por un pasillo oscuro,


comprendo a dónde vamos y suspiro. Me planto en seco.

—Estoy bien, William.


—Tienes la mano destrozada.

—No es para tanto —le digo—. No hay nada roto, ninguna fractura… Solo
es inflamación.

—¿Vienes por las buenas o por las malas? —pregunta, sin soltar mi mano,
ignorando todo lo que acabo de decirle.

Una parte imprudente y temeraria de mí quiere descubrir cómo sería


exactamente ir por las malas, pero me contengo y sigo andando hacia el almacén.
Una vez dentro, William cierra la puerta y se dispone a rebuscar en el botiquín.

A mí me entra la risa.

—¿De qué te ríes? —inquiere, llevando algunas cosas consigo hasta la mesa
de atrás.

—Las tornas han cambiado —le digo, divertida.

Una sutil sonrisa se dibuja en sus labios.

—Te darás cuenta de que es un poco absurdo que quieras curarme cuando
tú, con una avería bastante más importante, no querías ni que te tocara.

—Yo siempre quiero que me toques —replica—. Siéntate —dice, con tono
autoritario.

Arqueo una ceja y, antes de que me dé cuenta, se agacha, me agarra por la


cadera con fuerza y me coloca en la mesa.

—Así está mejor —dice, satisfecho, y yo le dedico una mirada incendiaria—.


Dame la mano —me pide, y yo se la tiendo.

Sus dedos sostienen mi palma con infinita delicadeza y pronto comienza a


examinarla igual que he hecho yo antes. Me sorprende un poco que sepa cómo
buscar fracturas, pero no digo nada, le dejo hacer.

—Entonces, ¿ha merecido la pena? —pregunta.

—¿El qué?
—Ya sabes, la paliza. ¿A quién le has partido la cara y por qué?

—Ya te he dicho que ha sido Tirso con…

Una lenta sonrisa se dibuja en sus labios, y lo entiendo. Me pongo roja y me


muerdo los labios. Sé que hay una crítica implícita en sus palabras, y puede que me
lo merezca.

—Si no me dices qué te pasó, es normal que crea que fue por una pelea —le
digo.

—¿Por qué? —pregunta, y casi puedo sentir el reto en su tono de voz.

—Es… lo que pensaría la gente.

—¿Por qué? —insiste—. Yo no pensaría eso de ti.

Sigue sosteniendo mi mano, pero se ha detenido y ahora me mira con


intensidad. Sabe lo que pienso, sabe de sobra lo que voy a decir.

—Pareces la clase de chico que se mete en peleas —confieso, y una punzada


de culpabilidad me atraviesa cuando veo cierta decepción brillar en sus ojos claros.

Asiente con una sonrisa un poco canalla, pero también un poco triste, y
vuelve a concentrarse en mi mano.

—Tienes los nudillos raspados —murmura, y comienza a desinfectarlos con


sumo cuidado. Aún me sigue sorprendiendo el mimo con el que mueve sus fuertes
manos sobre las mías, que parecen diminutas y frágiles a su lado.

Toma la crema antiinflamatoria y comienza a masajear en círculos, con


destreza.

—Quizá te duela un poco, pero te hará bien —me dice, aplicando un poco
más de presión.

Sí que duele, pero no digo ni mu. Sus manos son ásperas, un poco duras y,
de pronto, imagino esas mismas manos fuertes acariciando mi piel, ascendiendo
por las piernas, subiendo por mis muslos y…

Retiro la mano e inspiro con fuerza.


—¿Te he hecho daño? —pregunta, y creo advertir cierto deje de
preocupación en su tono de voz.

—No —murmuro, y vuelvo a entregarle la mano.

Él me mira con cierto recelo, pero no insiste y se concentra en su labor


mientras yo procuro que no me tiemblen las rodillas.

Vamos, soy lo suficientemente madura como para reconocer que he


fantaseado un par de veces con sucumbir a las provocaciones de este dios griego.
Pero también tengo suficiente experiencia como para desconfiar de esa idea.

Kev también era puro sexo, pero lo conocí cuando la inocencia me hacía ver
las cosas de otra forma. Fue mi primer novio; mi primera vez en casi todo.

Él, por supuesto, tenía mucha más experiencia que yo en ese campo; pero no
parecía importarle que yo no tuviera ni idea de lo que hacía. Mi primer beso fue
para él. También fue el primer chico en verme desnuda.

Una parte de mí siempre supo que Kev no era para mí; que no era para
nadie. Pero otra creía que, algún día, quizá volvería para quedarse. Soñaba que era
especial, que quizá yo era diferente al resto de chicas con las que estaba, porque
sabía que estaba con más chicas…

Cuando comprendí que yo no era diferente, me partió el corazón.

Cuando miro a William, los tatuajes que cubren su piel, el pelo ondulado y
la mirada enturbiada, mi cuerpo tira en una dirección peligrosa. Pero, además de
Kev, no ha habido ningún otro chico en mi vida, y junto con la excitación de pensar
«¿y si…?» el miedo se escurre entre mis venas.

—Izzy —su voz me trae de vuelta a la realidad, donde ya ha terminado de


curar mis magulladuras y ahora me mira con la expresión del desconcierto pintada
en su semblante—. ¿Estás bien?

—Sí —contesto, sintiéndome un poco avergonzada.

—Digo que deberías ponerte hielo.

Mierda. ¿Es que ha hablado?


—Lo haré —respondo.

—Quizá, podrías hacerlo luego —tantea, y veo la indecisión ardiendo en sus


ojos—. ¿Tienes… algo que hacer?

—Si me ayudas con mi parte de la granja, no. He terminado por hoy.

Se lo piensa.

—¿Me acompañarías al pueblo?

—¿Al pueblo? —repito.

—Tengo que hacer un recado.

Lo observo con curiosidad. Estoy a punto de preguntar, pero sé que será en


vano. Así que contesto sin pensar.

—Claro. Te acompaño.
7
Y al resonar tus números dispersos

Creo que esto era lo último que esperaba.

Resulta tan obvio que ni siquiera me lo había planteado.

Hemos venido andando, dando un paseo a través del bosque mientras yo


hablaba y él escuchaba y evitaba mis preguntas, como de costumbre. Después de
caminar hasta el centro del pueblo, de seguirlo a través de las calles con curiosidad,
nos hemos detenido frente a un taller.

Y ahora aquí estamos, en la parte trasera, delante de una Harley Davidson


Sportster no sé qué más que está haciendo que se me disparen las pulsaciones.
Bueno, yo estoy frente a la moto; él, ya se ha montado con la más absoluta
elegancia y me insta a que lo haga también.

Resulta que llegando a Bravelands se le averió y la dejó en el taller del


pueblo; donde no han conseguido arreglarla hasta hoy.

—Venga —me apremia.

—No pienso montar sin casco —le digo, aunque mi piel cosquillea al
imaginar lo que tiene que ser montar en una.

—Te dejo el mío —dice, y me lo tiende con despreocupación.

—Nos pueden multar.

—No nos va a ver nadie, Izzy —me dice, paciente.

—Te podrías matar.

—Te prometo que no moriré en la moto… Hoy. —Esboza una sonrisa y


alarga el brazo hacia mí, tendiéndome el casco oscuro—. No me hagas ir a por ti.
Será peor.

—Está bien —acabo cediendo. Camino hasta la moto y me subo a ella


mientras hago malabarismos para no caer—. Montaré sin casco —sentencio.

—No. De eso nada.


William se da la vuelta con agilidad, haciendo que quedemos frente a frente,
mientras sus rodillas rozan las mías y todo mi cuerpo responde a la peligrosa
cercanía en la que de pronto estamos.

Me echa el pelo hacia atrás y me pone el casco sin esperar mi aprobación.

—Tienes razón, podrías matarte. No me gustaría ver tus sesos por ahí
tirados.

—Oh, ¿pero sí quieres que yo vea los tuyos?

—Tendrás que vivir con ello —dice, despreocupado, y termina de


abrocharme el casco.

Se gira en su asiento de nuevo y arranca la moto en un parpadeo. En cuanto


lo hace, me abrazo a su cintura con fuerza y veo que esboza una media sonrisa.
Antes de darme cuenta, la moto sale rugiendo de la calle trasera y se interna en el
escaso tráfico del pueblo.

La falta de circulación hace que no tenga que detenerse en ni un solo paso de


cebra y, a medida que nos alejamos del centro, William acelera cada vez más.
Llegamos al bosque en un parpadeo y se interna por la carretera que lleva a la
posada a la velocidad del rayo.

Siento el viento en la piel que queda expuesta, la velocidad arrastrando mi


cabello y los maravillosos músculos del abdomen de William, que se tensan de una
forma deliciosa bajo mis manos.

Hay cierta intensidad mezclada con miedo, con un miedo dulce y excitante,
que se propaga a través de mí mientras nos movemos con destreza.

El paseo es corto, tan corto que no puedo evitar esbozar una mueca de
decepción cuando detiene la moto y me quito el casco.

Creo que no tengo que decírselo pero, aun así, lo hago.

—Ha sido una pasada —confieso.

William se gira hacia mí y me observa, ladeando la cabeza, divertido. Por la


forma en la que me mira, parece estar pensándose algo.
—Vuelve a ponértelo —me pide.

Lo miro a él, y miro a la posada, que está a quince metros de nosotros. Pero
obedezco.

Me pongo el casco, lo abrocho, y vuelvo a abrazar a William mientras la


emoción burbujea en mi sangre.

Esta vez, conduce aún más rápido, y yo me agarro a él aún más fuerte. Sale
disparado por la misma carretera por la que hemos llegado, pero no toma el
camino hacia el pueblo. Gira a la izquierda, rodeando la posada, y enfilando una
carretera ascendente, plagada de curvas que me roban el aliento y hacen que el
corazón me lata más fuerte.

Me pego a él y disfruto de la increíble sensación mientras William toma las


curvas con destreza. Estamos subiendo la montaña, uno de los caminos que
ascienden hasta lo alto de los riscos que custodian el lago. No está asfaltada, pero
él sabe cómo evitar los baches del camino sin que salgamos volando por los aires.

Seguimos subiendo prácticamente a la misma velocidad de vértigo, y estoy


casi segura de que nos vamos a salir de la carretera en un par de curvas.

Cuando William sale del camino principal y conduce la moto a una


velocidad normal hasta uno de los miradores naturales que se abren cada pocos
kilómetros a través de las montañas, yo tengo el corazón a mil por hora.

Apaga el motor y se baja con seguridad, tendiéndome la mano cuando me


quito el casco y lo dejo sobre el asiento.

—¿Qué tal? —pregunta.

Le respondo con una sonrisa que creo que me llena la cara.

—Tengo la sensación de que hemos estado a punto de morir unas tres veces.

William ahoga una risa y sigue mirándome, encantado.

—De verdad. Creía que el hecho de ir sin casco te iba a disuadir de ir tan
rápido.

—Si me hubiese caído sin casco, a no ser que fuese a 20 kilómetros por hora,
me habría matado igual. —Hace una pausa y se acerca un poco a mí—. Parece que
te ha gustado.

Asiento fervientemente y tomo su mano para llevarla hasta mi pecho.

—Se me va a salir el corazón —le digo.

—¿Sí? —pregunta, y siento que hace un poco más de presión con su palma,
aunque no la mueve del sitio—. No lo noto —murmura, y obviamente miente.

Me sonrojo, pero no pienso dejar que me lleve por ese camino y doy un paso
atrás justo cuando empezaba a sentir el calor de su piel abrasando la mía a través
de la ropa.

Mientras intento que el corazón vuelva a latir a un ritmo normal, me giro


hacia el acantilado y contemplo las vistas.

He subido cientos de veces aquí arriba, y nunca me canso de verlas.

—Es increíble —murmura William, a mi lado.

—Lo es —coincido.

Antes de que me dé cuenta, él se ha sentado ya sobre la hierba y yo hago lo


propio a su lado. De pronto, siento una punzada de dolor que antes no había
estado ahí y me masajeo la mano herida.

—¿Te duele?

—Creo que ha sido al hacer fuerza para sujetarme.

William le dedica una mirada a mi mano y luego alza sus ojos azules hacia
mí.

—Volveré más despacio —asegura—. Luego te ayudaré a ponerte hielo.

Estoy a punto de decir que nadie necesita ayuda para ponerse hielo, pero me
detengo, porque una parte de mí da saltitos cuando piensa que William cuidará de
mí.

Estamos un rato en silencio, hasta que es él quien lo rompe.


—Llegar aquí fue una casualidad, ¿sabes? —pregunta, mirando al frente—.
Se me estropeó la moto de camino a donde iba y tuve que parar en el pueblo. Así
que busqué un lugar dónde quedarme.

—Entonces, ¿no venías a Bravelands? —Espero a que él sacuda la cabeza—.


¿Y por qué te has quedado?

—Este sitio es tan bueno como el lugar al que iba; al menos para lo que yo
busco.

Lo miro, curiosa, pero no pregunto. Sé que con él eso sirve de poco. Sin
embargo, esta vez es él quien me sorprende hablando.

—Vine huyendo.

—¿Cómo?

—Dijiste que la gente llega huyendo o buscando algo. Yo vine huyendo.

—¿De qué? —quiero saber.

—Me metí en problemas —explica, y durante un segundo creo que la


conversación va a acabar ahí—. Una pelea —continúa, y esboza una media sonrisa
mientras me mira, pero es breve; luego, vuelve a mirar al frente—. Unos tíos se
metieron con uno de los nuestros, unos cuantos fueron a defenderlo y todo se les
fue de las manos. Cuando quisimos darnos cuenta, aquello era un caos; estábamos
todos dentro, la gente se puso nerviosa. Alguien rompió una botella, y todo se
descontroló en cuestión se segundos. —Hace una pausa larga y cierra los ojos unos
instantes—. Uno de los tíos del otro grupo acabó gravemente herido, otro llegó tan
mal al hospital que tuvieron que inducirle el coma.

Abro los ojos como platos. Me quedo helada.

—Aunque yo no empecé la pelea, todo el asunto me salpicó demasiado.


Estaba cerca cuando se rompió aquella botella y uno de los tíos del otro grupo cayó
al suelo inconsciente. Así que esa noche algunos tuvimos que desaparecer.

—Desaparecer —repito, intentando asimilarlo.

—Dejamos la ciudad hasta que se calmaran las cosas. Cada uno nos íbamos
a una punta; hasta que se me estropeó la moto y acabé aquí. —Se encoge de
hombros—. Por eso te he dicho que Bravelands es tan bueno como cualquier otro
sitio. —Se gira hacia mí y me mira largamente—. Quizá más.

—Pero, lo que ocurrió no fue…

—No. No fue culpa mía, Izzy. Yo no rompí la botella, ni pegué a nadie hasta
dejarlo inconsciente. Solo intentaba que los otros no hicieran daño a los míos, pero
eso da igual. Estaba allí, y eso es suficiente para que me busquen y quieran que
hable. Hay gente que me conoce, que sabe quién soy, y que estaría dispuesta a
asegurar que fui yo quien rompió esa botella.

Asiento, consternada. Él deja escapar una risa amarga.

—Resulta que sí soy el tipo problemático que creías que era.

—No lo eres —digo, sin pensar—. Tú no querías… tú no tienes la culpa. Solo


defendías a tus amigos. —El hecho de que haya dos chavales en estado crítico
sigue rondándome sin piedad—. Si volvieses y se lo contases a la policía, si les
dijeras la verdad…

—No —sentencia, autoritario—. Las cosas no funcionan así, Izzy. No todo es


tan fácil. No lo entenderías —dice, girándose de nuevo hacia el acantilado.

De pronto comprendo el porqué de ese móvil tan anticuado. Probablemente


dejó el suyo antes de huir, para que nadie pudiese localizarlo. Entiendo también la
reticencia a hablar sobre su ojo hinchado y su pómulo partido. Y puedo imaginar
por qué, después de llegar, estuvo tanto tiempo encerrado en su habitación.

Estaba hecho polvo. Puede que aún lo esté.

—Creo que sí lo entiendo —le digo, bajito.

—¿Lo entiendes?

Asiento.

—No te juzgo. Comprendo… que estés aquí.

Hay algo, fugaz y sutil, que se transforma en sus ojos ante los míos. Quizá
sea esperanza; quizá, consuelo.
—Me alegra que se te averiara la moto —confieso, con una sonrisa.

William sonríe también, y es una sonrisa auténtica. Se pasa la mano por el


pelo y sus dedos se hunden en sus ondas oscuras.

—A mí también.

Una suave brisa, que huele un poco a lluvia y a otoño, me revuelve el pelo.

—Me gustas, Izzy —suelta, de pronto, y lo dice tan serio que tardo unos
instantes en asimilarlo—. Y no solo de la forma que es obvia —explica—. Siendo
sincero, desde que llegué aquí no pienso en otra cosa que en desnudarte y meterte
en mi cama. Pero si tuviera que renunciar a eso para poder seguir pasando tiempo
contigo, lo haría sin pensarlo. —Me mira y hay algo oscuro y pecaminoso ardiendo
en su mirada; pero también hay algo más, más puro y sincero—. Y créeme, estaría
renunciando a mucho.

Creo que he dejado de respirar.

Ni siquiera sé cómo volver a hacerlo.

El corazón me martillea con tanta fuerza contra las costillas que siento una
punzada de dolor. Lo que acaba de decir ha sido tan crudo, tan… descarnado, que
todas y cada una de sus palabras se han clavado en mi piel.

—Creía que el tiempo que pasamos juntos no era muy importante para ti.

—Me gustar estar contigo. Eres buena persona, Izzy. Transmites… paz.
Hablar contigo es fácil.

—Hasta hoy solo hablaba yo, tú escuchabas.

—Pero es importante —dice, seguro—. Lo es para mí. —Echa la cabeza hacia


atrás, perdiendo sus ojos en un cielo que comienza a oscurecerse por momentos,
un cielo que refleja el color de sus ojos turbulentos—. Quizá deberíamos volver.

Coincido y asiento, poniéndome en pie cuando él lo hace también.

Un silencio extraño se ha impuesto entre los dos, llenándolo todo. Me siento


distinta cuando monto tras él en la moto, me pongo el casco y lo abrazo.
Esta vez, descendemos mucho más despacio, y yo echo de menos la
velocidad que antes se deslizaba sobre mi piel.

Cuando detiene la moto y la pone a cubierto, resguardándola de la


inminente tormenta que comienza a dejarse sentir en el ambiente, nos
encaminamos hacia la puerta de la posada sin decir nada.

Tengo un nudo en el estómago; un nudo de emociones que se retuerce y se


contrae haciendo que mi cabeza dé vueltas con fuerza. No puedo dejar de pensar
en lo que me ha contado, en la pelea que dejó a dos chavales heridos de gravedad,
ni tampoco puedo quitarme de la cabeza sus palabras.

Cada vez que recuerdo la forma en la que me miraba cuando ha dicho que
quiere desnudarme y meterme en su cama un escalofrío me atraviesa la columna y
hace que mis piernas tiemblen.

Nos despedimos también en silencio, con las emociones a flor de piel,


zumbando en mi interior. Y, una vez en mi cuarto, me desnudo, me doy una ducha
y procuro no pensar demasiado en William.
8
Pitagoriza en tus constelaciones

Son más de las diez cuando alguien llama a mi puerta. El viento azota con
fuerza las ramas de los árboles del exterior, y una profunda cortina de lluvia cubre
el bosque a lo lejos.

Me pongo en pie, estirándome los calcetines hasta las rodillas, y


asegurándome de que el jersey que llevo cubra mis braguitas, y voy a abrir la
puerta.

Mi corazón da un saltito cuando me encuentro a William al otro lado,


apoyado en la pared de en frente, con las piernas cruzadas y aire distraído.
Empieza a caminar hacia mí y pasa a mi lado sin esperar siquiera a que lo invite a
entrar.

—Traigo hielo —explica y solo entonces recuerdo a qué se refiere.

Pasa dentro, cierro la puerta y veo que se pasea hasta llegar a la chimenea.
Frente a esta, hay varios cojines en el suelo, una manta enredada y un libro abierto
por la mitad.

Se sienta allí, y yo lo sigo.

—No tenías por qué —le digo, quedándome frente a él—. Ya casi ni me
duele.

Por toda respuesta, alarga el brazo y toma mi mano con delicadeza. La estira
sobre su palma, inspeccionando mis nudillos magullados y la hinchazón cárdena
que empieza a propagarse.

Coge esa bolsita con hielo que ha traído y la presiona con suavidad sobre mi
mano, sin soltarla. Al cabo de un rato, despega los labios.

—Lo que te he contado antes…

—Tranquilo, no se lo voy a decir a Martha y a Olle. —No creo que les


importase. Son la pareja de abuelitos más entrañable que he conocido jamás. Y no
conozco a nadie que crea más en las segundas oportunidades que ellos. Pero, por si
acaso, se lo hago saber—. Tu secreto está a salvo conmigo.
Niega con la cabeza.

—No te iba a decir eso.

—¿Qué ocurre?

Me mira unos instantes y, después, aparta la mirada.

—¿Qué piensas de mí, Izzy?

La pregunta me toma un poco por sorpresa, pero no me cuesta responder.

—Sé que eres buena persona —le digo, porque intuyo qué es lo que le
preocupa—. A pesar de esos tatuajes, y ese rollito oscuro y misterioso, sé que no
eres malo. —Sacudo la cabeza, recordando el día de las galletas y esta misma
mañana, cuando ha curado mis nudillos—. Mírate, no puedes ser malo si estás
aquí para ponerme hielo en la mano. —No intento ocultar una sonrisa.

Las comisuras de su boca se elevan también, pero su sonrisa es más fría, más
torcida, más peligrosa…

—Intento ser buena persona —confirma—, pero que esté aquí no tiene nada
que ver con eso.

Guardo silencio, sin comprender. William vuelve a centrarse en mis


nudillos. Sin embargo, parece juzgar que estoy demasiado lejos. Me agarra por el
tobillo y tira de mí, acercándome aún más a él.

Estoy a punto de perder el equilibrio, pero me recompongo mientras bajo el


borde del jersey.

—Alguien indiferente no se preocuparía por mi mano —lo contradigo.

Él sacude la cabeza.

—No, no lo haría. Pero te digo que no estoy aquí por eso.

De pronto, siento una punzada de frío atravesando mi piel, y desciendo los


ojos hasta nuestras manos para observar que ya no hay bolsita con hielos entre sus
dedos, sino un pedazo de hielo puro.
—¿Y por qué estás aquí? —pregunto, en un susurro.

Lo miro mientras recorre mis nudillos con absoluta delicadeza, y un


escalofrío me atraviesa la columna. Sin embargo, no es el hielo lo que lo desata.
Son sus palabras, el tono grave y profundo de voz.

—Creo que ya lo sabes.

Sus dedos vuelan sobre mi muñeca, arrastrando el hielo a su paso. Asciende


por mi antebrazo, subiendo el jersey, hasta que se encuentra de nuevo con el borde
y aparta el hielo… solo para subirlo por mi cuello.

Ahogo una exclamación y echo la cabeza un poco hacia atrás, con el corazón
latiéndome a mil por hora.

—Antes te he dicho que quería desnudarte y meterte en mi cama, y creo que


a ti te ha encantado la idea —murmura.

Dios. Sí que me ha encantado. Pero eso no estaría bien, no sería…

Una fina capa de agua helada, deslizándose a través del cuello del jersey y
llegando hasta mi pecho, interrumpe mis pensamientos. Me muerdo los labios con
tanta fuerza que temo hacerme sangre.

—Dime que no es verdad y paro ahora mismo.

Me quedo mirándolo. Hay algo primitivo y salvaje que arde en su mirada


mientras sostiene la mía, y ese calor me abrasa y hace que me estremezca.

Aunque no hablo y permanezco en silencio, paralizada, él parece tomar una


decisión. Abandona el hielo y desliza sus dedos helados sobre mi pierna,
desatando una corriente que me atraviesa sin piedad.

Incluso sin el hielo, sus dedos están congelados, y el efecto es el mismo. Sube
la mano por mi rodilla y por el muslo, y toda mi piel vibra cuando la introduce
bajo el jersey y sus dedos están a punto de llegar a una zona peligrosa.

Pero se detiene ahí. Su cuerpo un poco inclinado sobre el mío, sus ojos a
unos centímetros de los míos, y sus dedos a unos milímetros de hacerme perder la
razón.
—Quieres que siga. —Su voz, serena y grave, reverbera a través de todo mi
cuerpo. No es una pregunta.

Y en ese instante, cuando leo el hambre en su mirada, cuando siento el deseo


zumbando en cada poro de mi piel, decido que la sensatez, las dudas y el miedo no
me importan nada.

—Sí —contesto, con la emoción palpitando en cada fibra de mi ser.

Algo en su expresión se transforma. La sorpresa llena sus ojos, pero hay algo
más… hay lujuria y un anhelo que me sobrepasa.

William se echa hacia delante, llenando todo mi espacio, y pasa una mano
por mi espalda para mantenerme cerca de él mientras se inclina sobre mí, ladea la
cabeza y, de pronto, siento sus labios sobre los míos.

Sabía lo que iba a hacer y, sin embargo, no estaba preparada. Incluso si me


hubiese preparado durante años, jamás habría estado lista para un beso así. Su
boca se mueve sobre la mía con lentitud, con el tacto de una pluma. Es lento, y
suave, terriblemente blando, hasta que sus labios buscan separar los míos, siento
su lengua deslizándose sobre ellos, y el beso se vuelve devastadoramente
hambriento.

Gimo contra sus labios, y en un abrir y cerrar de ojos, se detiene.

—¿Paro? —murmura, con una cadencia tan oscura que me pierdo en su voz.

Me muerdo los labios, anhelando morder los suyos y, por toda respuesta,
deslizo la mano tras su nuca y lo acerco a mí para ser yo quien lo bese.

Un sonido profundo y masculino surge de su garganta cuando siente mi


lengua y sus manos rodean mi cintura con fuerza mientras me empuja hacia abajo
y quedo atrapada bajo su cuerpo.

Una de sus manos se desliza entre mis piernas, y sube por ellas con lentitud
mientras me devora a besos. Esta vez, cuando llega a terreno peligroso, no se
detiene. Sus dedos acarician mi sexo por encima de las braguitas y una oleada de
calor se propaga por todo mi cuerpo.

Su boca abandona la mía para besar mi cuello. Lo hace con ansia, mordiendo
y succionando mi piel mientras mis sentidos están abrumados. El tacto de sus
manos sobre mi piel, su olor almizcleño y dulce, y la imagen de un William que
empieza a perder la cabeza por completo hacen que me cueste pensar.

Dejo escapar un gemido que suena demasiado alto cuando sus dedos se
cuelan bajo mis braguitas y él alza la cabeza para disfrutar de mi expresión. Me
muerdo los labios, un tanto avergonzada.

—Vuelve a hacer ese ruidito y seré totalmente tuyo —murmura, encantado.

Cierro los ojos cuando gira la muñeca y sus dedos empiezan a moverse con
destreza. No sé cuánto tiempo estamos así. Es una eternidad y, al mismo tiempo,
dura lo mismo que un parpadeo.

Arqueo la espalda cuando una sensación abrasadora se concentra entre mis


piernas, liberando una descarga deliciosa por todo mi cuerpo que me hace gemir y
retorcerme bajo sus caricias.

—Joder, Izzy —murmura, con voz ronca.

Me aparta un mechón cobrizo del rostro y se acerca para robarme un beso


entre jadeo y jadeo.

—Eso ha sido lo más jodidamente sexy que he visto nunca —declara, sin
dejar de mirarme.

Mis músculos se aflojan y un cosquilleo muy agradable se extiende por todo


mi cuerpo mientras recobro el aliento.

—Pero ha estado mal; muy mal. Aquí, en el suelo… —Sacude la cabeza y se


pasa la lengua por los labios—. Podría haberlo hecho mejor. —Sus ojos arden y ese
brillo me pierde—. Quiero verlo otra vez. Déjame ver cómo te vas de nuevo,
preciosa; en esa cama, bajo mi cuerpo…

William me contempla con intensidad, y tras unos segundos, comprendo


que me está pidiendo permiso.

—Vamos a la cama —le pido, totalmente perdida.

Él sonríe, hace que rodee su cadera con las piernas y me levanta del suelo
con insultante facilidad hasta que me deja caer sobre la cama.
Entonces, contemplo cómo tira del cuello de su camiseta y se deshace de
ella, dejando al descubierto todos y cada uno de sus tatuajes. Las vistas son
impresionantes, y el pulso se me dispara cuando veo cómo sus músculos se
contraen al desabrochar el cinturón de sus pantalones.

Tira de mis calcetines sin miramientos, dejando mis piernas al descubierto.


Luego arrastra mis braguitas por mis muslos y las arroja al suelo. Me pongo de
rodillas y él me quita el jersey, haciendo que quede completamente desnuda.

Durante unos instantes, no dice nada. Tan solo me observa, con una mirada
cargada de deseo, hasta que se inclina sobre mí y me agarra por la cadera mientras
atrapa uno de mis pezones entre sus labios.

Es rápido y fugaz y vuelve a incorporarse antes de que me pueda dar


cuenta, embargado por un anhelo que enturbia su mirada. Me tumba con
delicadeza y observo, absorta, cómo se deshace de sus bóxer negros.

—No puedo esperar más tiempo —declara, con la voz ronca, y se inclina
sobre mí para besarme.

Sin embargo, antes de que continúe, apoyo las manos sobre sus hombros
para detenerlo.

—Espera.

—Lo digo en serio —murmura, con una nota de humor en su voz—. No creo
que pueda esperar.

Sacudo la cabeza y decido decirlo sin pensarlo demasiado, como cuando se


arranca una tirita.

—Soy virgen.

Primero, frunce el ceño. Luego, lentamente, se aparta un poco de mí.

—¿Qué quieres decir? —inquiere, sin duda sorprendido—. Estuviste con


Kev. Creía que él y tú…

—Hicimos otras cosas, pero no cruzamos la última línea.

William arquea mucho las cejas. Siento que estoy siendo una corta rollos
total, pero no podía dejar que siguiera adelante sin saberlo.

Me preocupaba que fuera demasiado brusco, y ahora temo que el nuevo


descubrimiento enfríe el fuego que arde en su mirada. Seguro que no le hace
mucha gracia que hablemos de su amigo ahora mismo.

—¿Y quieres cruzarla ahora? —pregunta, con un brazo a cada lado de mi


cabeza.

Asiento.

—Sí.

—¿Conmigo? —se asegura, prudente.

—Contigo —respondo.

William me observa, ladea la cabeza y esboza una sonrisa tranquilizadora.

—Seré suave, lo prometo —me dice, y se inclina para darme un beso


delicado en los labios.

Continúa besándome un buen rato, haciendo que las dudas se disipen poco
a poco, hasta que se aparta de mí para buscar en el bolsillo de sus pantalones y
sacar un condón.

Se lo pone despacio, sin dejar de mirarme, y vuelve a inclinarse sobre mí. Me


besa.

—Si quieres que pare, dímelo.

Asiento.

—Quiero que me lo digas —insiste, realmente serio—. Quiero saber que si te


hago daño o algo no te gusta, me dirás que pare.

—Lo haré —le aseguro.

Mueve la cabeza, conforme, y poco a poco siento su cuerpo sobre el mío,


acomodándose sobre mis caderas.
—¿Estás preparada? —susurra, tan bajito que apenas lo escucho.

—Sí —murmuro, contra sus labios y, entonces, siento cómo se desliza en mi


interior.

Es lento. No mueve sus caderas. Simplemente me besa y aguarda y vuelve a


repetir lo mismo mientras me acostumbro a la nueva sensación. Entra dentro de mí
con delicadeza, conteniéndose y, lentamente, comienza a moverse.

—¿Bien? —pregunta.

En lugar de responder, entrelazo los dedos tras su nuca y tiro de él para


beber de un beso largo. Sus movimientos son cada vez más rápidos y concisos,
cada vez más profundos.

Bebo de la expectación, del peso de su cuerpo sobre el mío de y de la forma


en la que encajan nuestras caderas a la perfección.

William decía la verdad; es suave y lento, y yo me derrito bajo esos


movimientos acompasados hasta que, poco a poco, pierdo la cabeza y sé, por su
sonrisa, qué él lo sabe.

Empieza a moverse con más fuerza, con intensidad, abandonándose poco a


poco al ritmo que le exige su cuerpo. Me agarro a las sábanas, pero él busca mi
mano y entrelaza sus dedos con los míos por encima de mi cabeza.

Entre beso y beso, entre caricias, siento que una sensación vibrante y plena
me llena y me embarga por completo. De nuevo, vuelvo a dejarme llevar cuando
un torrente de calor se expande desde el centro de mi cuerpo y se propaga por
cada fibra de mi ser.

Siento cómo William se pierde conmigo y se deja llevar y cada sonido


masculino que sale de su boca se extiende por mi piel para quedarse grabado en
ella a fuego.

Exhausta, me abandono a la dulce sensación que recorre mi cuerpo, y


apenas siento cómo sale de mí y se pone en pie para ir al baño. Antes de que quiera
darme cuenta, lo noto de nuevo a mi lado y me doy cuenta de que desliza el
edredón sobre mí; sobre nosotros.

Sus dedos se enredan en mi pelo mientras me observa de medio lado.


—¿Qué tal he estado? —pregunta, como si realmente necesitara escuchar la
respuesta.

Fuera aún llueve, y el viento otoñal golpea las ventanas.

—Muy bien.

—¿Te he hecho daño?

Sacudo la cabeza con decisión y me giro hacia él.

—Absolutamente nada.

Asiente, satisfecho, y se muerde un poco el labio inferior.

—Después de esto, no saldrás corriendo, ¿no?

—¿A qué te refieres?

—¿Seguiremos pasando tiempo juntos?

Frunzo un poco el ceño. Es una pregunta un tanto extraña.

—Claro —respondo, sin comprender muy bien a qué viene esto.

Quizá sea el cansancio, o lo que acabamos de hacer, pero todo mi cuerpo


grita que cierre los ojos y me abandone al sueño. Además, los dedos de William
siguen acariciando mi sien y la sensación es deliciosa.

De pronto, siento sus brazos rodeándome y, cuando quiero darme cuenta,


estoy apoyada sobre su pecho, entre sus fuertes brazos. Su piel desprende un calor
maravilloso que me envuelve y me transporta lejos de aquí.

Antes de quedarme dormida, se me ocurre algo.

—Tú tampoco saldrás corriendo, ¿no? —murmuro.

Durante unos instantes, silencio.

—Procuraré no hacerlo.

Luego, dejo que Morfeo me abrace y me rindo a él, abrumada por la flojera
de mis piernas y el dulce cosquilleo que se propaga por todo mi ser.
9
Escucha la retórica divina

Cuando despierto un olor que empieza a resultar familiar me embarga,


llenando todos mis sentidos. Mientras me desvelo, los recuerdos de la noche
anterior vuelven a mí con intensidad.

Recuerdo los nudillos inflamados, el hielo, los besos, la línea que crucé con
William…

William. Está aquí, a mí espalda. Siento el peso de su brazo sobre mi cintura,


que me envuelve en afán protector. Pesa un poco, pero es un peso reconfortante.
Empiezo a ser consciente de cuanto me rodea, de su respiración en mi nuca, del
calor de su cuerpo contra el mío, y…

Ay, Dios…

Cuando siento sus caderas contra mi espalda, y noto esa reacción tan natural
de su cuerpo, una oleada de calor se propaga por mis venas, y mis mejillas se tiñen
de rojo sin poder evitarlo. Me muevo un poco, intentando decidir qué debería
hacer ahora. Tal vez, debería meterme en la ducha y darle tiempo para que se
levante antes de que salga. Tal vez…

—Buenos días —murmura, contra mi pelo.

Su voz ronca, un poco áspera, cala en mi pecho.

—Hola —murmuro, un poco cohibida.

William se revuelve un poco, estrechándome con más fuerza contra su


pecho.

—Ayer caíste seca en cuanto terminamos.

Me ruborizo.

—Estaba cansada y…

—Lo sé —me interrumpe y, de pronto, siento sus labios sobre mi hombro—.


Mmmh… —William ronronea, y ese sonido termina de hacer que cada músculo de
mi cuerpo entre en tensión.
—¿Qué pasa?

—Te quedaste dormida desnuda —murmura, contra mi cuello.

—Fuiste tú quien me quitó la ropa —replico.

Una risa escapa de sus labios y reverbera contra mi piel.

—Y me encantó.

Siento cómo se mueve a mi espalda, y estoy convencida de que se va a


apartar de mí cuando, de pronto, me da la vuelta hasta que quedo apoyada sobre
el colchón y se coloca sobre mí.

Su mirada cargada de malas intenciones me recorre de arriba abajo,


abrasándome lentamente, y su sonrisa provocadora hace que mi corazón se salte
un latido.

—Deberías haberte vestido —me suelta, bajito.

—¿Por qué? —me atrevo a preguntar, aun sabiendo qué tipo de respuesta
me dará.

—Porque me gusta desnudarte —murmura, agachando la cabeza hacia mí y


dándome un beso muy suave en mi pecho izquierdo—. Aunque estas vistas no
están nada mal… —Ladea la cabeza—. De hecho, creo que te prefiero sin ropa.

Se me seca la boca.

Él no está completamente desnudo. Volvió a ponerse sus bóxer y ahora


puedo ver en ellos todo lo que se le está pasando por la cabeza. Además, la imagen
de sus brazos a cada lado de mi cabeza, sus pectorales cubiertos de tinta y los
músculos de su estómago contraídos, es suficiente para hacer que me dé un mini
infarto.

—Tengo que volver a preguntártelo —me dice—. ¿Te gustó lo de ayer?

—¿No se notó? —pregunto.

Una media sonrisilla se dibuja en esos labios sugerentes.


—Entonces, esto te va a encantar —suelta y se inclina sobre mí para llenar
mi cuello de besos cálidos y rápidos—. Ayer me contuve, ¿sabes? —susurra, sin
apartarse de mí.

Me muerdo los labios y deslizo las manos sobre su pecho, recorriendo esos
dibujos tan sexys.

—¿Te gustan? —pregunta.

Se me escapa una risa.

—Pareces un poco obsesionado con lo que me gusta.

William frunce un poco el ceño, divertido, y vuelve a inclinarse sobre mí


para atrapar mi labio inferior entre los dientes y darle un mordisco juguetón.

—Quiero hacerte tantas cosas… —murmura, enredando sus dedos en mi


pelo—. Y tengo tantas ganas de volver a escuchar esos gemidos…

Y pasa a la acción. Planta una mano a cada lado de mi cabeza y desciende su


boca por mi pecho, llenándolo de besos hasta que su lengua se desliza sobre uno
de mis pezones, traviesa, y se lo mete en la boca.

Recorre mi estómago, mis curvas y continúa bajando más abajo, sobre mi


vientre, mientras yo me estremezco y siento que pierdo completamente la cabeza.

William acaricia mis caderas con las manos y, de pronto, siento su


respiración en el interior de mi muslo, haciendo que me dé vueltas la cabeza
mientras todo mi mundo gira.

Su lengua se desliza sobre mi sexo, haciendo que una descarga de placer me


recorra de arriba abajo y arqueo la espalda mientras procuro permanecer quieta.

William se ríe. Y continúa.

Nos perdemos en el mismo juego que ayer, abandonándonos al deseo. Sin


embargo, no volvemos a cruzar la última línea, porque ayer gastamos el único
preservativo que él trajo a la habitación y yo no tengo más.

Aun así, es maravilloso, estupendo, y un poco abrumador al mismo tiempo.


No he estado de esta forma con más chicos además de Kev, y nunca habría
imaginado que podría hacer… todo esto tan rápido con nadie.

El primer beso con William ha llegado el mismo día que la primera vez, y la
velocidad que está tomando esto asusta un poco; pero ayer no me habría gustado
estar en ningún otro lugar, y hoy tampoco.

Hay ternura en sus manos cuando acaricia mi piel, y un deseo devastador en


sus ojos azules cuando me recorre de arriba abajo. También hay cierto cariño en el
tono de su voz cuando me dice que no tengo por qué hacer nada, que puede
esperar hasta la noche, cuando consigamos un preservativo.

Pero yo quiero hacerlo. Me sorprende un poco mi determinación, porque ni


siquiera sabía que sería capaz de hacer algo así la segunda vez que… que comparto
la cama con alguien.

Bebo de su expresión cuando me arrodillo frente a él, en la cama, y mi


corazón da un saltito cuando escucho un gemido que llena toda la habitación.
Saber que yo estoy provocando eso, que yo estoy desatando ese deseo en él me
embarga de una forma indescriptible, y las dudas se disipan poco a poco.

Cuando termino y William se deja caer sobre la cama, exhausto, yo no


necesito preguntar si le ha gustado.

Sonrío, encantada y me recuesto a su lado para descansar un rato antes de


volver a la vida real.

Cuando salgo de la ducha, William ya no está aquí. Voy un poco tarde; así
que me pongo en marcha enseguida. Cumplo con mi rutina y me reúno con
Martha en la cocina para ayudarle a preparar el desayuno.

Los huéspedes van llegando mientras continuamos cocinando, y los sirvo a


todos en la misma mesa que usamos para hacer galletas con los niños.

Al cabo de un rato, William atraviesa la puerta. Se ha cambiado de ropa y se


ha puesto una camiseta de manga corta que le sienta demasiado bien como para
que sea legal. Me pregunto si no tendrá frío.
Saluda a los huéspedes y se sienta en una esquina. Cuando Martha se acerca
para saludarlo yo me vuelvo discretamente hacia él y me guiña un ojo.

Guau. Eso ha sido muy, muy sexy.

Sigo a lo mío mientras esos dos hablan sobre no sé qué asunto de la granja y
me acerco a él cuando sacamos una bandeja de pastelitos recién hechos del horno.
Les advierto que deben esperar un poco y, antes de irme, William mete los dedos
dentro de la cinturilla de mis vaqueros y tira de mí hacia atrás.

—¿No me das los buenos días? —pregunta, en un tono bajo de voz.

—Creía que eso habíamos hecho antes.

Una risa grave escapa de su boca y a mí se me aflojan un poco las rodillas


cuando pienso en ella contra mis muslos.

—¿Qué vas a hacer hoy?

—Tengo un par de recados que hacer en el pueblo y luego voy a pasarme la


tarde desmontando la pared de atrás de la granja.

Enarco un poco las cejas, pero prefiero no preguntar.

—Te deseo suerte, entonces —le digo, con una sonrisa.

Voy a volver a dejar la bandeja vacía en la encimera pero, antes de llegar a


marcharme, William vuelve a tirar de mi cinturilla y baja la mano hasta mi culo.

—Cuando acabe iré a darte las buenas noches, no te preocupes —me dice,
esta vez en voz alta, y un escalofrío baja por mi columna.

Me da un suave apretón y me suelta con una media sonrisa que promete


perversión.

Ay, Dios… Espero que Martha no lo haya visto.

Durante el resto de la mañana, William desaparece como había prometido y


yo ayudo a Olle a ponerse al día con el sistema informático de registros.

Durante la tarde me dedico a diseñar un folleto informativo para la


temporada de invierno y, mientras tanto, veo a William desde la ventana del salón
principal haciendo viajes desde la vieja camioneta de Martha, cargando con tablas,
sacos y otras cosas que desde aquí no alcanzo a ver bien. Creo que ha hecho como
veinte viajes desde la camioneta a la parte trasera de la granja cuando por fin
termina.

Hay un momento, entre el formato tipográfico que se cambia solo y el


párrafo que se queda sin justificar, en el que estoy tan concentrada que
prácticamente salto de mi asiento cuando escucho el timbre de la puerta y, un
instante después, salgo disparada hacia la entrada.

—¡Voy yo, Olle! —le aviso. Por hoy el pobre hombre ya ha tenido suficiente
de nuevas tecnologías.

Salgo al vestíbulo, en dirección a la recepción, y esbozo una sonrisa cuando


veo al recién llegado.

—¡Bienvenido al Refugio…! —digo, y mi voz se va apagando según me


detengo y reconozco al huésped.
10
Del pájaro del aire y la nocturna

—¿Izzy? —Una sonrisa auténtica aparece en su rostro—. ¿Eres tú?

Me quedo plantada delante de él como una tonta, mirando esos pómulos


marcados, la barba rubia de dos días cubriendo su poderosa mandíbula y los ojos
del color del café templado apuntando en mi dirección.

Tardo unos instantes en reaccionar, pero consigo reponerme y carraspeo,


mientras paso junto a él y me meto tras el mostrador.

—Hola, Kev —le digo, en el tono de voz más neutro que soy capaz de
utilizar.

—Guau. Realmente eres tú —dice él, acercándose al mostrador.

Reparo en que no lleva maletas, ni bolsas de viaje. Se ha presentado aquí con


su metro ochenta, la chupa de cuero que cubre sus anchos hombros y los tejanos
gastados que cuelgan sobre sus caderas.

—El mundo es muy pequeño —digo.

Recuerdo que William me dijo que seguían siendo amigos, y supongo


enseguida que estará aquí por él. En realidad, encontrármelo aquí no es tan raro.

—¿Cuántas noches te quedas?

Me mira unos instantes antes de responder. Una chispa peligrosa brilla en


sus ojos oscuros.

—Una, de momento —responde.

Empiezo a hacer la reserva mientras siento que él sigue observándome.


Reconozco que eso me pone un poco nerviosa, pero no dejo que se me note.

—¿Qué haces aquí?

—Trabajo aquí —respondo.

—¿Qué ha sido de ti durante estos años? ¿Cuánto tiempo ha sido? ¿Dos,


tres…?

—Tres años —respondo, sin apartar la vista del ordenador.

La verdad es que mirarlo a los ojos sigue resultando algo impresionante.

—Lo último que supe de ti es que ya no estabas en casa. Te envié un mensaje


y dijiste que te habías mudado.

Y ahí acabó todo. Es cierto que ya no vivía allí, y que sabía que lo mío con
Kev había terminado, pero esperaba un poco de interés. Ni siquiera preguntó a
dónde me había mudado, o por qué… Habría estado bien alguna pregunta, incluso
si fuera por compromiso. Habría estado bien saber que se preocupaba por mí,
aunque solo fuera un poco.

La campanita de la puerta de la entrada suena, pero ni siquiera la miro.


Intento acabar la reserva lo antes posible.

—Vaya, Izzy, estás… —Hace una pausa y veo cómo sacude la cabeza—. Has
crecido —dice—. No me puedo creer que seas tú, que realmente seas la pequeña
Izzy, mi Izzy.

—Kev.

Una voz grave y masculina hace que despegue la vista de lo que estoy
haciendo. William está plantado junto a la puerta, con los hombros rígidos y una
expresión indescifrable en la mirada.

—¡Mírate! —grita Kev—. Pero si estás vivo.

Se acerca a él y le da un corto y efusivo abrazo seguido de una palmada en el


hombro que, seguro, ha tenido que doler. ¿Darse tan fuerte es necesario?

—Eso intento —contesta, escueto.

De pronto, Kev se vuelve hacia mí y me señala.

—¿La has visto? ¡Es Izzy! Salimos con los chicos y ella un par de veces, es…

—Sé quién es, Kev —lo interrumpe.


Kev nos mira alternativamente y me sonrojo. Parece encantado,
entusiasmado por el insólito reencuentro. Yo, sin embargo, cada vez estoy más
tensa. Cuando anoche pasó lo que pasó con William ni siquiera me planteé que era
uno de los mejores amigos de Kev, del chico con el que había llegado casi tan lejos
como con él.

—Parece que hayas visto un fantasma —comenta, de pronto—. ¿Es que no te


alegras de verme? —me dice, dicharachero.

Antes de que tenga que responder, William se adelanta y se pone entre los
dos.

—¿Qué haces aquí? —interviene.

Kev cambia su expresión entrañable por una más grave. Se pasa una mano
por el pelo y me dedica una mirada prudente.

—Quería ver cómo estabas; qué tal iban las cosas.

William asiente y señala la puerta con la cabeza.

—Fuera.

Kev comprende, asiente, y ambos se encaminan hacia la puerta sin mediar


palabra. Antes de salir, sin embargo, Kev se vuelve un poco hacia mí y me dedica
una sonrisa amable.

—Es genial volver a verte, Izzy.

Antes de que tenga que responder, ambos desaparecen y se pierden en el


frío otoñal del exterior.

El resto de la tarde es extraña. No puedo evitar sobresaltarme cuando me


encuentro a Kev en los pasillos o me asomo por los grandes ventanales del primer
piso y lo descubro junto a William, colaborando en la nueva reforma de la granja.

También es surrealista la hora de la cena, cuando ambos se sientan en una


de las mesas más apartadas y discretas del salón y veo cómo cambian de tema de
conversación cada vez que me acerco. Sus miradas son graves, el tono de su voz
bajo y, al instante, hay una sonrisa en la boca sensual de Kev y una máscara de
despreocupación cubriendo sus hermosas facciones.

La noche llega casi con demasiada rapidez. Yo me retiro a mi cuarto con


Pucca y, antes de echar las cortinas, veo a través de la ventana cómo los dos han
vuelto a salir fuera.

William tiene las manos en los bolsillos mientras se mira las botas oscuras y
una chispa azafranada brilla en la penumbra cuando Kev se enciende un cigarrillo.

Me pregunto a qué viene tanto misterio, qué es eso tan importante de lo que
tienen que hablar que ni siquiera pueden hacerlo dentro de la posada.

Puede que tengan que hablar del incidente; puede que haya noticias.

Se me encoge el estómago cuando pienso en lo que William me contó, en la


brutalidad de aquello en lo que se vio inmerso, y deseo que todo vaya bien. Él no
necesita más tristeza en su mirada.

Cuando estoy a punto de abandonar el libro que tengo entre las manos, solo
por esta noche, alguien llama a la puerta y Pucca reacciona alzando
momentáneamente sus orejas y volviendo a bajar su cabecita peluda. Está muy
cansada.

Dejo el libro sobre la cama y camino hasta la puerta. El corazón empieza a


martillearme con fuerza cuando imagino que podría ser William, que vuelve a
para cumplir todas y cada una de las promesas silenciosas que me hizo esta
mañana.

Pero no es él.

Recibo a Kev con una sonrisa robada, que no era para él, y no tengo más
remedio que echarme a un lado para dejarlo pasar cuando irrumpe en el cuarto sin
pedir siquiera permiso.

—Buenas noches —comenta, mirando a su alrededor—. Una habitación


preciosa.

—Gracias —digo, sosteniendo la puerta. Tal vez, la excursión acabe pronto


—. ¿Necesitas algo?
Se vuelve hacia mí.

—No lo sé. —Se encoge de hombros—. Solo… quería hablar. Ya sabes,


ponernos al día, recordar viejos tiempos…

—Estoy un poco cansada, Kev. Podemos hablar mañana en el desayuno.

—En el desayuno habrá gente.

Suspiro. Precisamente por eso prefiero hablar con él mañana. Me paso una
mano por la mata de pelo rebelde, retirando un par de rizos de mi frente y me
muerdo los labios, intentando encontrar una forma educada de hacer que salga de
la habitación.

—No me mires así, muñequita. Solo vengo a hablar, nada más. Sin segundas
intenciones —asegura, alzando las manos.

Yo sé que ese gesto inocente no es garantía de nada.

Me doy por vencida, y le señalo el sillón frente a la chimenea. Él, sin


embargo, parece preferir la cama. Se sienta en el borde y me dedica una sonrisa. Yo
tomo asiento a su lado, a una prudente distancia.

—¿Trabajas aquí desde hace mucho? —pregunta.

—Desde que me marché.

Asiente, pensativo.

—Te creía en la universidad, convirtiéndote en alguien importante.

—Una carrera no determina tu valor como ser humano.

Kev se vuelve hacia mí y sonríe. Asiente lentamente, como si lo hiciera para


sí mismo.

—No has cambiado mucho, Izzy.

—Procuro no hacerlo.

—Siempre has sido tan… buena. —Se centra en Pucca y se queda un rato
mirándola—. Siempre has protegido a los demás; siempre has cuidado de ellos.
Incluso de mí.

Enarco un poco las cejas, sorprendida. Él deja escapar una risa.

—Bueno, ¿y qué has hecho durante todo este tiempo?


11
Irradiación geométrica adivina

La noche es mucho más agradable de lo que habría imaginado. Kev se porta


increíblemente bien y, poco a poco, empiezo a recordar qué es lo que me gustaba
de él. Sin embargo, esta vez soy capaz de ver todo eso de otra forma, como parte
de un viejo amigo, de alguien de mi pasado.

En un rato Kev se marcha. Es educado, no hay insinuaciones, ni intenta dar


pie a nada más. Y lo cierto es que tratándose de él me sorprende.

Por la mañana, William no aparece por el salón y Kev llega un poco tarde;
despeinado y somnoliento, con ese aire de despreocupación que parece seguirlo
allá donde va.

Vuelvo a sentarme con él cuando desayunamos, y charlamos un rato. Él ha


seguido haciendo lo mismo de siempre. Lo contratan en trabajos temporales, nada
serios, él tampoco busca nada permanente y sigue andando con los mismos chicos
de siempre.

Después del desayuno subo a buscar a William, pero no abre la puerta e


intuyo que, quizá, esté trabajando. Me extrañó un poco que ayer no se pasara por
mi habitación como dijo; pero entiendo que, quizá, con Kev aquí habría resultado
un poco… raro.

No lo veo en todo el día, ni siquiera a la hora del almuerzo. Es ya por la


tarde cuando la partida del sol ha teñido el horizonte de colores azafranados y el
frío otoñal empieza a dejarse sentir con más fuerza, cuando escucho su voz en el
pasillo.

Suena seca, un poco autoritaria, cuando responde a alguien.

Aún estoy ordenando algunas cajas en el almacén, así que me apresuro por
terminar lo que estoy haciendo antes de que pase de largo. Estoy a punto de abrir
la puerta para saludarlo cuando, de pronto, escucho mi nombre.

Me detengo y contengo la respiración, procurando no hacer ruido. La puerta


entornada deja un resquicio por el que lo escucho. Me acerco en silencio y
descubro que está con Kev al otro lado del pasillo.

—Es suficiente —le escucho decir a William, molesto, que le dedica una
mirada cargada de gravedad a su amigo.

—Ey, ¿qué te pasa? Solo he dicho que estuvimos hablando.

Él deja escapar una especie de gruñido ronco. Parece que quiere seguir
andando, pero Kev no se mueve del sitio.

—¿Estás bien, tío? Desde que volví estás más borde de lo normal. Entiendo
que este sitio sea aburrido de narices y que estés frustrado, pero…

—No estoy frustrado —le responde.

—Entonces, ¿qué te pasa conmigo?

William acorta la distancia que los separa en dos grandes zancadas.

—Deja de hablar de ella como si fuerais viejos amigos —le suelta.

¿Están hablando de mí? El tono gélido, cortante y oscuro de William hace


que un escalofrío recorra mi espalda y aguardo, en tensión.

—Es que somos viejos amigos —responde Kev, calmado.

—No has cambiado en absoluto —le espeta William, con rabia.

Hace un amago de proseguir con su camino, pero Kev vuelve a quedarse


quieto, reteniéndolo.

—¿De qué mierdas vas? —le suelta, haciendo que se gire hacia él—. No sé
qué te he hecho. Yo no tuve la culpa de que tuvieras que irte, me ofrecí a
acompañarte y no quisiste, aun así estoy aquí para ver cómo estás… Y no sé qué
cojones te pasa. Lo único que he hecho ha sido mencionar a Izzy y…

—Estuviste en su cuarto —gruñe—. Anoche.

Se me hace un nudo en el estómago. Quizá no sea muy ético escuchar esta


conversación si estoy implicada. Pero incluso si quisiera dejar de hacerlo, ya no
hay vuelta atrás.

—Sí —responde él—. ¿Y?


William sostiene su mirada, apretando la mandíbula.

—Sigues diciendo que es una amiga.

Kev frunce el ceño y sacude levemente la cabeza, sin comprender.

—Es una amiga… —dice, despacio, enarcando las cejas—. Sigue siendo la
misma de siempre. Es dulce y encantadora y la verdad es que sigue estando como
un…

—Kev —lo interrumpe y su voz suena gélida. Desde aquí puedo ver cómo se
transparentan sus nudillos—. Aléjate de ella.

Él parpadea. Levanta las cejas, despacio, y esboza una sonrisa incrédula.

—¿Perdona?

—Si te acercas a ella y le haces daño… Si le haces más daño —matiza—, te


partiré las putas piernas. Me da igual que seas como un hermano para mí. Te las
partiré, ¿lo entiendes?

—¿De qué va todo esto?

—Izzy no es para ti —dice.

Una mueca divertida se forma en sus labios.

—¿Y para ti sí? —cree comprender—. Ah, ya lo pillo. Te quieres acostar con
ella. Te has encaprichado.

—Tampoco es para mí —suelta y esas cuatro palabras golpean con fuerza


contra mi pecho—. No es para ninguno de los dos.

Doy un paso atrás sin saber muy bien por qué y contengo el aliento.

—No entiendo qué…

—No tienes que entender más que una cosa, Kev. Izzy es buena y, si le haces
daño, te daré la paliza de tu vida.

—Vale… —murmura el otro, intentando decidir si está molesto o divertido.


El asombro baña sus bonitos rasgos.

Yo también estoy un poco sorprendida, y algo inquieta. Ambos echan a


andar otra vez y yo me pego a la pared para que no me vean al pasar.

Cuando me aseguro de que están lejos, salgo del almacén, un poco turbada,
y no puedo dejar de preguntarme qué quería decir con esas palabras. ¿Qué
significa que no soy para él?

Un nudo se forma en la boca de mi estómago cuando pienso que, tal vez, la


magia que compartimos hace unos días se ha desvanecido. Tal vez, no había
magia, tal vez volví a idealizar un sentimiento.

Salgo del almacén y me pierdo en otra tarea antes de que mi cabeza empiece
a pensar demasiado.

Cuando el sol ya se ha marchado, el ajetreo vuelve a dejarse sentir en la


posada: gente que regresa de sus excursiones, familias que se preparan para la
cena, nuevos huéspedes que llegan hoy… Y Kev se acerca al mostrador con andar
tranquilo.

—¿Te marchas ya? —pregunto, y él asiente despacio—. ¿William lo sabe? —


inquiero, mirando hacia las escaleras.

No lo veo desde lo del almacén, y no hay ni rastro de él por aquí cerca. ¿Que
no haya venido a despedirse querrá decir que está enfadado con él?

—Sí. Ya le he dicho que me iba —murmura—. De todas formas, nos veremos


pronto.

Ladeo la cabeza.

—¿Pronto?

—Parece que él tampoco se va a quedar mucho tiempo —explica.

Si no va a quedarse mucho, eso quiere decir que las cosas se han calmado
por allí; que ya no tiene por qué seguir escondiéndose. Sin duda, Kev no sabe que
estoy enterada de todo lo que ocurrió en aquella pelea, y yo decido no contárselo
por si acaso.
Kev deja la llave de su habitación sobre el mostrador y me dedica una
sonrisa.

—Me ha alegrado verte y saber que todo te va bien.

—Lo mismo digo —respondo, y lo digo en serio.

Cuando alargo los dedos para tomar la llave, él es más rápido y me coge de
la mano. Se inclina un poco hacia delante, hasta que estamos más cerca.

—¿Desde hace cuánto conoces a William? —pregunta, de pronto, y yo


parpadeo, desconcertada.

—Desde que te conozco a ti, más o menos.

—¿Y desde hace cuánto que sois amigos?

—Desde principios de otoño —contesto y frunzo el ceño, intentando


averiguar a dónde lleva todo esto.

Un brillo astuto se aloja en la mirada oscura de Kev.

—¿Sabes que me ha amenazado con partirme las piernas si volvía a hacerte


daño?

Me quedo completamente en blanco, incapaz de encontrar qué decir. Abro la


boca, aunque no digo absolutamente nada.

—Con esto quiero decir que… lo siento —suelta y se encoge de hombros—,


realmente no sabía que te había hecho daño.

Suena despreocupado. No hay resignación, ni vergüenza en sus palabras. Y


lo creo cuando dice que no lo sabía.

—No pasa nada, Kev. Tú sabías lo que querías, yo no —le digo—. Fue hace
mucho, y está olvidado.

Él asiente, satisfecho. Aún no ha soltado mi mano.

—Entonces, espero que podamos ser amigos.


—Claro. Si vuelves a pasar por aquí, cogeré la tarde libre para ponernos al
día de nuevo.

Él me dedica una sonrisa genuina, de las de verdad y vuelve a asentir.


Parece contento de verdad. Suelta mi mano y da la sensación de que está
preparado para irse cuando vuelve a acercarse a mí.

—Ah. Otra de las cosas de las que me he dado cuenta con esa amenaza, es
que a William le importas.

—Lo sé —contesto, con un nudo en la garganta, y ni siquiera yo sé muy bien


de dónde ha salido esa seguridad con la que he respondido—. También él a mí.

Una sonrisa ladeada se dibuja en sus labios; pero es entrañable.

—Me alegra oír eso. Es un tío legal. —Hace una pausa y da dos pasos atrás
—. Recuerda que se marcha pronto.

Alza la mano para despedirse y da media vuelta mientras yo todavía me


estoy despidiendo, un poco sorprendida por su último recordatorio.
12
Mata la indiferencia taciturna

Anoche William no vino a visitarme, y tampoco lo vi durante el resto del


día. Sé que ha estado ocupado con la reforma de la granja; haciendo viajes a la
ciudad, llevando material de un lado a otro y ampliando el espacio para los
animales. Pero ni siquiera apareció en la cena.

Esta mañana me he despertado con las primeras luces del amanecer, como
de costumbre. Me he preparado mientras Pucca correteaba a mi alrededor y
después me he abrigado para el paseo por las inmediaciones del lago que organiza
la posada.

A estas horas, el frío otoñal es aún más acusado. Me he puesto unas botas
para la lluvia, un abrigo y un gorro que me resguarden del viento helado, y me he
echado una mochila al hombro mientras esperaba a todos los inscritos fuera de la
posada.

Pucca ladra, juguetona, a dos niños que la provocan y ríen como locos
cuando salta hacia ellos una y otra vez. Se ha formado un grupo bastante grande:
tres familias con niños y algunas parejas. Estoy a punto de echar a andar y pedirles
que me sigan cuando la puerta principal de la posada se abre y William sale de ella
con las manos en los bolsillos y andar tranquilo.

Lleva una cazadora de cuero, el gorro que traía el primer día y un jersey
oscuro que oculta la mayor parte de sus tatuajes. Se acerca hasta donde estoy yo.
Sin embargo, hasta que lo tengo delante, no me mira a los ojos ni una sola vez.

Solo cuando estamos frente a frente alza levemente la mirada y se pasa la


lengua por los labios.

—Yo también voy —me dice, despacio y bajito.

—Te va a gustar —le aseguro, y le hago un gesto para que me siga cuando
emprendemos el camino.

Las hojas de tonos cobrizos se deslizan sobre el camino, haciéndolo


resbaladizo en algunos tramos. Cerca del lago surgen rocas enormes de la tierra
oscura; todas ellas tomadas por el musgo, y el viento balancea las ramas de los
árboles sobre nuestras cabezas.
Los niños se adelantan a veces, pero nunca demasiado, y Pucca siempre los
sigue, como si quisiera protegerlos y cuidar de ellos.

Bordeamos el lago y los llevo a través de uno de los caminos que ascienden
un poco hasta la montaña, hasta uno de los miradores más bajos que se abren al
otro lado.

Durante ese tiempo me paro brevemente a explicarles la historia del lago, a


contarles anécdotas o a decirles para qué sirve cierto helecho que crece a sus
orillas. William no habla mucho. Solo me mira cuando hablo para todos y asiente,
interesado, mientras seguimos andando.

El regreso es mucho más rápido. Ya no hay que dar explicaciones y la gente


sabe por dónde volver, así que yo ya no encabezo la marcha. Dejo que sean ellos
los que decidan a qué ritmo andar, cuándo detenerse a sacar fotos o a tomar
aliento, y William y yo nos quedamos atrás, rezagados.

En una de las ocasiones en las que se detienen a admirar el paisaje, alargo la


mano y tomo a William de la suya para impedir que se acerque más al resto.

Él se vuelve hacia mí un instante, desconcertado, y ladea la cabeza,


aguardando con curiosidad.

—Kev me dijo ayer que te marchas pronto.

Asiente. Nubes tormentosas arremolinándose en sus ojos.

—¿Eso quiere decir que todo se ha calmado por allí?

—El chico en coma despertó hace unas semanas. Parece que han encontrado
culpables y por el momento han cerrado la investigación.

—Así que ya no tiene mucho sentido quedarse aquí.

—Solo un poco más —dice—. Por si acaso. Pero la tormenta ya ha pasado.

Pucca se ha sentado a descansar sobre las raíces de un gran árbol cuyas


ramas se curvan hacia el cielo oscuro. Parece que dentro de poco lloverá. Tiro de la
cremallera de mi abrigo y me acomodo el gorro.

Nos quedamos en silencio y, antes de que los huéspedes vuelvan a echar a


andar, William se reúne con ellos. Yo los sigo.

Cuando regresamos, me despido de todos, que parecen encantados con la


excursión y espero mientras entran.

—William —lo llamo, antes de que siga al resto al interior de la posada.

Se da la vuelta hacia mí, con las manos en los bolsillos de los vaqueros, y
espera hasta que me acerco a él.

Hay una parte pequeña de mí, valiente y audaz, que decide ponerse de
puntillas, rodear su fría mejilla con la mano y darle un beso muy suave en los
labios.

Él responde sin moverse. Apenas saca una mano del bolsillo para pasarla
por mi cintura con delicadeza mientras el beso es blando, sutil y algo perezoso.

Me gusta cómo saben sus labios, la tibieza de su piel, su respiración cerca de


mí, el aroma que lo envuelve. Sin embargo, se aparta apenas hemos empezado.

Me retira con delicadeza y da un paso atrás, volviendo a meter las manos en


los bolsillos. Me mira con gesto grave, sin decir nada, y después desciende la vista
a sus botas negras.

—¿Qué pasa? —pregunto, con dulzura, porque sé que pasa algo.

William parece pensárselo; parece preguntarse si ser directo o no. Y yo


adivino, por la forma en la que me mira, que decide serlo.

—Vi a Kev entrar en tu cuarto —me dice, solamente, y yo guardo silencio.


Me quedo mirando esos ojazos azules, el frío que se refleja en sus mejillas
sonrosadas, y los labios sensuales rojizos, dubitativos—. Sé que lo nuestro acababa
de pasar, y que no hemos hablado de lo que teníamos…

—De lo que tenemos —lo corrijo, entendiéndolo todo de golpe.

William me mira apenas sin parpadear. Alza los ojos hacia el cielo, cada vez
más oscuro.

—Izzy, no sé si me siento cómodo sabiendo que Kev y tú…


—Es cierto que estuvimos juntos —le explico—. Hace mucho; tres años. El
otro día en mi cuarto no pasó nada. Solo quería hablar.

Enarca las cejas.

—Nunca he oído que Kev haya entrado en el cuarto de una chica para
hablar.

—¿Crees que te miento? —pregunto, seria.

Sostiene mi mirada, pensativo, y finalmente sacude la cabeza despacio. Pero


la duda sigue danzando en el azul de sus ojos. Vuelvo a salvar la distancia que nos
separa, y sé que hace un esfuerzo por no volver a dar un paso atrás. Parece tenso.
Subo las manos por su pecho y vuelvo a rodear sus mejillas. La barba de dos días
me pincha en las palmas.

—Está bien querer que lo que hay entre los dos sea solo de los dos —le digo
—. Y está bien que la idea de creer que no es así te enfade. Pero no ha pasado. No
lo ha hecho. Seguimos siendo solo tú y yo —murmuro, contra sus labios.

William contiene el aliento, pero siento cómo parte de la tensión abandona la


rígida línea de sus hombros. Lo miro, suplicante, hasta que un atisbo de emoción
surca su semblante.

—No tienes que fingir que no te importaría. Está bien que te duela
pensarlo… A mí me dolería —aseguro—. Querría que lo que tenemos siguiera
siendo solo nuestro. —Hago una pausa, intentando leer en su expresión—. Pero no
tienes de qué preocuparte, porque no ha pasado nada —insisto.

—No quería ser un gilipollas, pero imaginarte con Kev me estaba matando
—confiesa.

—Solo hablamos.

—Lo sé —dice, finalmente—, ahora lo sé. Pero creía que él y tú, con vuestro
historial, os habríais… acostado.

No espera que yo responda, porque ya sabe la respuesta.

—Mierda. Casi le parto las piernas —dice, y se pasa una mano por el gorro,
quitándoselo y volviendo a ponérselo.
Una suave sonrisa, un poco divertida, surca su mandíbula.

—Está bien que quiera que esto siga siendo solo nuestro —murmura. No es
una pregunta, pero lo parece. Hay cierta duda bailando en sus palabras. Y una
timidez inusitada impregnada en su ritmo que hace que me tiemblen un poco las
rodillas.

—Está bien —confirmo, sintiendo que una chispa se prende y oscila en mi


interior.

—Está bien que desee que no acabe —susurra, cada vez más bajito.

—Yo tampoco quiero que acabe.

Mi voz también suena más suave, más leve. Sus manos rodean mi cadera, se
quedan ahí, sosteniéndome con firmeza.

Nos quedamos unos instantes mirándonos, diciéndolo todo, sin decirnos


nada.

—¿Quieres volver dentro? —pregunto.

Él sacude la cabeza. Desliza el pulgar sobre mi labio inferior, haciendo que


una descarga recorra mi espalda.

—¿Por qué no damos otro paseo? —murmura.

Un trueno rasga el silencio del cielo, como una advertencia que ambos
decidimos ignorar.

—Vamos —sentencio, y lo cojo de la mano mientras volvemos a perdernos


por uno de los senderos del bosque.

Me gusta la suavidad del viento revolviendo su cabello, la electricidad que


se desliza sobre mi piel anunciando una tormenta. Me gusta caminar de su mano,
sentir su presencia cerca de mí, y que a los dos nos dé igual que esté a punto de
llover.

Nos desviamos del camino, subimos por una de las peñas que bordean el
lago y me aferro a sus brazos cuando me ayuda a subir.
Nos besamos en la cima, y cuando bajamos. Nos besamos bajo las ramas
desnudas de los árboles y bajo aquellas que aún conservan algunas hojas cobrizas.
Nos perdemos entre caricias sobre una cama de hojas secas y blandas. Nos
bebemos el deseo a besos, cada vez más cerca el uno del otro.

Él desliza sus manos sobre mi cuerpo, desatando mi abrigo y hundiendo sus


fríos dedos bajo mi jersey. Yo busco enredar los míos en su pelo, moviendo un
poco su gorro, y atrayéndolo hacia mí, cada vez más, hasta que cedemos al deseo y
volvemos a la posada bajo un fino manto de lluvia helada.

Corremos hasta resguardarnos en su cuarto. Nos besamos en las escaleras, y


junto a la puerta, mientras William busca en el bolsillo de sus pantalones y mete la
llave en la cerradura.

Caemos contra la pared en cuanto la puerta se cierra y yo abandono mi


mochila. William devora mi boca y yo me dejo arrastrar por esos besos posesivos y
anhelantes mientras deslizo las manos sobre sus hombros para librarme de su
cazadora de cuero. La dejo caer al suelo y hundo las manos bajo su jersey para
quitárselo también.

Nos desnudamos en un silencio solo interrumpido por nuestras


respiraciones agitadas, esos sonidos graves y masculinos que hacen que cada parte
de mi cuerpo entre en tensión, y los gemidos que William me arranca mientras
juega a provocarme con su boca, lamiendo mi cuello y mordiendo mi pecho
mientras lo oprime con cierta dureza.

Sigue adorando mi cuerpo mientras yo adoro el suyo, perdiéndome en besos


y caricias, abandonándome a la necesidad de estar cerca de él.

Saca un preservativo del bolsillo, se deshace de las botas y los pantalones y


vuelve a pegarse a mí mientras se lo pone.

Su cuerpo junto al mío, desnudos, mientras fuera llueve con intensidad y el


frío araña el cristal de las ventanas.

Aún nos estamos abrazando cuando clava sus dedos en mi cadera y me alza
contra la pared. Lentamente, se hunde en mí, haciendo que eche la cabeza hacia
atrás, ahogando un gemido.

Me muerdo los labios, pero no sirve de mucho; en la siguiente embestida


dejo escapar un jadeo y arqueo la espalda, acostumbrándome a un ritmo mucho
más impetuoso que la primera vez.

Es dulce y lento al principio, pero sus movimientos son cada vez más
profundos y menos comedidos. La ternura deja paso a una pasión salvaje y
primitiva mientras se mueve contra mi cuerpo y el movimiento de sus caderas me
llena y me abruma.

Mis brazos alrededor de su cuello, mis piernas rodeando su cadera y mi


cabeza lejos, lejos de aquí. Lo beso con pasión, y es un beso hambriento,
desesperado, tanto que resulta caótico y torpe, pero lleno de anhelo.

William hace que mi cuerpo se retuerza y que suplique y ruegue, sin saber
muy bien para qué, mientras su nombre está en mis labios, como una plegaria, y la
lujuria brilla en los suyos, en una sonrisa, hasta que acepta mis súplicas y es aún
más intenso, más rápido y sus movimientos más poderosos.

Me dejo arrastrar a un instante de absoluta locura, y él se deja arrastrar


conmigo, todavía contra la pared, piel con piel, compartiendo una misma
respiración.
13
Y engarza perla y perla cristalina

Sé que William se marcha y, sin embargo, no lo siento en sus besos ni en sus


caricias. Tampoco en sus abrazos, cuando rodea mi cintura por las noches o
cuando me acerca a él y me acomoda sobre su pecho. No lo siento en el latir de su
corazón, ni en su cálido aliento.

Sé que se va y, no obstante, no puedo pensar en ello.

Estar juntos se ha convertido en algo fácil, algo natural y casi necesario. Nos
buscamos durante el día, dedicándonos miradas discretas y guiños que pasan
desapercibidos cuando estamos delante de los huéspedes o de Martha y Olle, y
somos más atrevidos cuando nos quedamos solos.

A menudo buscamos algún rinconcito en la posada en el que escondernos


unos minutos, lo justo para hacer que mi corazón lata a toda potencia y la sangre
de mis venas arda.

Los besos de William hacen que me tiemblen las rodillas. Hay cierta dureza
tierna y blanda en ellos, que me derrite.

Sus manos, que parecen tan duras y ásperas, recorren todo mi cuerpo con
infinito cuidado. Incluso cuando clava sus dedos en mi piel, anhelante, hay
delicadeza en ellas.

Volvemos a hacer el amor cada noche; a veces, también por las mañanas.
Cada día, durante unas horas, nos perdemos en la piel del otro. Lo hacemos en la
ducha, y en la cama, sobre el sillón en el que William lee las Prosas profanas de
Rubén Darío, o enredados entre mantas y cojines en el suelo, frente a la chimenea.

He aprendido a adorar sus tatuajes, igual que él adora mi piel cuando la


besa con veneración, cuando desliza su lengua o sus dientes sobre ella y hace que
me retuerza bajo su cuerpo.

Pero también he aprendido a amar la forma en la que sus ojos brillan cuando
hace carantoñas a Pucca, o acaricia las grupas de Tirso y Penélope.

Durante más de dos semanas no hablamos del futuro, ni siquiera del


presente. Nos lo bebemos en cada caricia, en cada suspiro.
William está enfrascado en la remodelación de la granja. Cada vez falta
menos para que termine. El resto del tiempo, cuando no está haciendo eso, me
ayuda con los animales y se encarga de aquellas tareas en las que soy
definitivamente mala. Martha está encantada de que la ayude a preparar la comida
alguien que sepa cocinar.

El tiempo vuela, y el otoño se desliza perezoso entre las hojas que caen y el
viento que las levanta. Cada vez tarda más en amanecer y menos en llegar el
atardecer. Los días son más cortos; y las noches, más largas.

Hoy estoy enredada entre las sábanas blancas de la cama de William cuando
un sonido estridente hace que abra los ojos y me revuelva, inquieta.

Él se pone en pie, y lo veo caminar hasta la cómoda, donde descuelga su


teléfono. En todo el tiempo que llevo aquí no lo he visto usarlo ni una sola vez. Su
voz, grave y un poco áspera, recibe a quien quiera que esté al otro lado.

Asiente, con gesto grave, incluso si nadie además de mí puede verlo. Me


dedica una mirada significativa y camina hasta el baño, apartándose de la cama,
haciendo que sea cada vez más difícil escucharlo.

No oigo qué responde, incluso si sus respuestas son escuetas y sencillas.


Tampoco habla durante mucho más tiempo. Enseguida se queda en silencio,
parece conforme con lo que le dicen, y acaba colgando para volver a la cama junto
a mí.

Un nudo se forma en mi estómago antes incluso de que me plantee


realmente lo que significa esa llamada.

El colchón se hunde bajo el peso de su cuerpo. Su piel, aunque desnuda,


sigue caliente y todo mi cuerpo me pide que me acerque más a él.

Algo me oprime el pecho, atenaza mi corazón con dedos gélidos mientras


las telarañas del sueño abandonan mi mente y empiezo a ser consciente de lo que
seguramente ha hablado por teléfono.

Su mano se desliza sobre mi cintura, sobre las sábanas, y la oprime con


suavidad.

—Buenos días —murmura, apoyándose de costado. El codo sobre el


colchón, la cabeza sobre la mano.
—Hola —respondo, con voz un poco ronca.

Sus dedos se deslizan sobre mi cabello, retirándolo hacia atrás, y haciendo


que un cosquilleo muy agradable me inunde cuando lo hace.

—¿Has dormido bien? —pregunta.

Asiento, y decido hacer la pregunta que me quema los labios con rapidez,
sin pensarlo.

—¿Cuándo te marchas? —suelto.

El corazón golpeando mis costillas con fuerza, su mirada, que se endurece,


clavada en mí.

—El viernes —responde. Todo humor ha desaparecido de su tono de voz.

—Dentro de dos días —comprendo, intentando hacerme a la idea.

Él asiente y vuelve a alzar la mano para enredar los dedos en mi pelo.

Dos días… dos días para que deje el Refugio, y Bravelands. Vino huyendo
de algo que ha desaparecido, y ya no hay nada que lo retenga aquí.

Sabía, desde hacía mucho, que este día llegaría y, aun así, no puedo evitar
que una punzada de dolor se deslice a través de mis venas, gélida, como un
torrente de hielo que enfría todo mi ser, mi alma y mis huesos.

Como si William se diese cuenta, me acerca a él y me envuelve en sus fuertes


brazos llenos de tinta mientras hunde la cabeza en el hueco de mi cuello.

No dice nada, y yo tampoco lo hago. Quizá sea mejor así, guardar silencio.
Imaginar que yo le diría que lo voy a echar de menos, y que contestaría que él
también a mí. Tal vez sea mejor imaginar que la primera noche, al volver a casa y
al caer rendido, dedicará los últimos minutos antes de dormir a pensar en mí y en
mis besos. Y que cada mañana, al despertar, me echará en falta a su lado; y ese
hueco, en su cama y en su corazón, será difícil de llenar.

Tal vez sea mejor así.

Yo misma me libero de esos pensamientos inclinándome sobre él para


besarlo. Lo empujo con suavidad hasta que queda completamente tendido sobre el
colchón, y retiro las sábanas para ponerme a horcajadas sobre él mientras sus ojos
se iluminan y una mezcla de anhelo y perversión danza en ellos.

Recorro su pecho con las manos mientras él agarra mi cadera y comienzo a


moverme con suavidad. Al instante, William se incorpora para poder besarme, y
rodea mi espalda con los brazos, acercándome más a él mientras gime contra mis
labios.

Desliza los dedos bajo mis braguitas y juega a hacerme perder la razón
mientras sé, por cómo me mira, me abraza y me acerca a él, que también la ha
perdido.

Hacemos el amor y esta vez deja que yo marque el ritmo, que mis caderas se
muevan sobre él. Me abandono a su respiración, a sus besos apremiantes cuando
apresa mi boca y sus manos recorriendo mi cuerpo con devoción.

Cuando me dejo caer en la cama a su lado y me acerca a él, cuando me da un


beso muy suave en los labios, otro en la nariz y un último en la frente, durante
unos instantes pienso que, tal vez, él vaya a echar esto de menos igual que lo haré
yo.

Pensar así es más bonito, más fácil.


14
En donde la verdad vuelva su urna

Cuando llega el viernes, Martha y Olle dejan cuanto estaban haciendo para
despedir a William. Él ha esperado a que llegasen los niños y ha estado dos largas
horas en un taller con ellos. Incluso si lo conozco, sabiendo que bajo esos músculos
y esa tinta se esconde un alma sensible, aún resulta algo impresionante verlo
arrodillado frente a uno de los pequeños, hablándole con paciencia o atando los
cordones de sus zapatos con destreza.

Me mantengo un poco al margen cuando los dos abuelitos se despiden de él


y Olle lo envuelve en un fuerte abrazo.

Martha le dice que siempre habrá una habitación en el Refugio para él, y que
siempre tendrá trabajo allí, y el joven asiente y se lo agradece.

Cuando terminan, intuyen que necesitamos unos instantes a solas, y se


pierden en la posada para continuar con sus tareas. Me pregunto hasta qué punto
imaginan lo que hay entre los dos… lo que había.

No nos quedamos en el vestíbulo. Salimos del edificio y lo bordeamos hasta


la parte trasera de la granja, donde William ya ha terminado de expandir la
propiedad. Allí, su moto descansa junto a la pared, lista, dispuesta a partir.

No puedo evitar recordarlo el primer día, silencioso, taciturno, con sus


vaqueros, el gorro que cubría su pelo ondulado y aquel ojo amoratado que tanto
llamó mi atención.

Ahora ya no hay ojo amoratado, ni mirada distante. Sus ojos se han llenado
de calor y su media sonrisa provocadora parece más amable. Pero los tatuajes
siguen ahí, la chupa de cuero, las botas de combate…

Tal vez no haya cambiado mucho. Tal vez, la que ha cambiado sea yo. Ahora
lo veo de forma diferente, porque lo conozco.

Nos detenemos frente a su moto. Deja la mochila de equipaje, y se deshace


del gorro para volver a ponérselo enseguida, nervioso.

—Debería marcharme ya —me dice.

—Va a anochecer enseguida —comprendo.


Él asiente, pero no parece preocupado por ello. Así que no le ofrezco
quedarse una noche más, porque él ya sabe que puede hacerlo. Si no lo ha
decidido, tendrá sus motivos.

—Entonces, ¿ya es seguro volver?

—Eso dicen los chicos —afirma, y se mete las manos en los bolsillos,
inquieto. Se mira las puntas de las botas y pasa un rato hasta que vuelve a alzar la
vista—. Me alegro de haberte conocido… conocido de verdad —dice, de pronto, y
a mí me sorprende el tono bajo de su voz.

Levanta una mano y acaricia mi mejilla con los nudillos. Es suave, lento, y
cierro los ojos para disfrutar del contacto.

—A mí también… No eres como pensaba —contesto, cuando vuelvo a abrir


los ojos.

Una sonrisa ladeada se dibuja en sus labios.

—Así que no soy un cliché.

—Eres de todo menos corriente, William.

La sonrisa se desvanece. Pero hay una chispa, suave y brillante, que


permanece en sus ojos tormentosos. El azul parece más azul que nunca, más vivo,
más eléctrico.

Durante un instante creo que va a decir algo. Hay tanta emoción contenida
en su semblante como seguramente haya en el mío. Abre la boca, pero no llega a
pronunciar palabra. En lugar de eso, salva el espacio que nos separa, me agarra de
la cintura y me da un beso que me deja sin aliento.

Un poco brusco, impetuoso, lleno de hambre y deseo.

Es rápido, fugaz, y se aparta con la misma impulsividad. Se aleja hasta la


moto, se sube a ella con elegancia y se pone el casco.

Solo me mira una vez después de arrancarla y ponerla en marcha. Se aleja


sobre el camino del bosque, hacia el pueblo, despacio, mientras algo se retuerce en
mi pecho con violencia y yo me pregunto si algún día dejará de doler.
Me quedo allí plantada, escuchando el sonido del motor mientras se aleja,
sabiendo que el beso que hemos compartido será el último. La última caricia, el
último abrazo, la última vez que hacemos el amor…

Sigo allí de pie, intentando comprender por qué me duele el pecho, por qué
siento ardor en los ojos, cuando me doy cuenta de que el sonido del motor deja de
alejarse para volver a sonar cerca, cada vez más cerca.

Mi corazón se salta un latido cuando comprendo que no lo estoy


imaginando; cuando veo aparecer a William entre la espesura, deshacer el camino
que había recorrido, esta vez más rápido.

Contengo la respiración. Él se acerca, deja la moto a unos metros de


distancia y se quita el casco mientras yo lo observo con el corazón en un puño.

Salva el espacio que nos separa con dos largas zancadas. Se detiene frente a
mí, de pie, imponente, llenando todo mi espacio. La emoción brilla en sus ojos.
Hay duda, indecisión y un poco de miedo en ese bello rostro. Y yo me pregunto:
¿miedo a qué?

Me agarra por los hombros y me contempla de cerca, con expresión grave,


serena.

—¿Y si me quedo?

—¿Qué? —logro musitar.

—¿Qué pasa si me quedo en Bravelands?

Mi corazón deja de funcionar con normalidad para saltarse varios latidos


antes de empezar a latir a toda potencia.

—¿Hoy? —pregunto, intentando asegurarme de que lo estoy entendiendo


bien.

William sacude la cabeza y siento que el aire vuelve a mis pulmones.

—Esta semana, este mes… Hasta que te marches tú.

—Hasta que me marche yo… —repito.


Seguro que parezco tonta, pero estoy intentando asimilar todo esto.

William me sostiene por los hombros con más fuerza. Espera una respuesta.

—¿Y si me quedo contigo?

Una pregunta sencilla, que esconde otras más complejas, difíciles de


responder.

En otro tiempo, me habría costado hacerlo. No sé si podría haberlo hecho.


Ahora, con él, lo veo todo muy claro y, en cuando consigo reponerme, asiento
fervientemente y rodeo sus mejillas con las manos.

—Quédate —le pido, emocionada—. Quédate conmigo.

William rompe la tensión dándome un beso largo y profundo. Cuando se


aparta, no se va muy lejos. Sigue sosteniéndome entre sus brazos, y yo sigo
rodeando sus mejillas.

—Quieres que me quede contigo —dice. No parece una pregunta, pero sé en


lo más hondo de mi corazón que sí lo es.

Ahí está la duda, el miedo, la incertidumbre que comienza a transformarse


en otra cosa, en algo bueno.

—Sí. Quiero… quiero seguir conociéndote.

William apoya su frente sobre la mía y ríe contra mis labios. Su risa inunda
mi ser. La alegría palpita bajo mi piel.

—Aun así, voy a tener que marcharme unos días para poner todo en orden
—me advierte—. El piso, mi familia, mis hermanos… los chicos.

—Esperaré el tiempo que haga falta.

—No tardaré mucho —se apresura a decir—. Tan solo unos días, como
mucho un par de semanas.

—Creo que podré soportar un par de semanas.

William me mira y se muerde los labios. Saber que la misma emoción


burbujea en su sangre me hace feliz de una forma que me cuesta comprender.

—Yo no sé si podré soportarlo —dice, divertido, y me toma entre sus brazos


para acercarme a él y llenarme de besos, mientras río y me revuelvo, porque me
hace cosquillas.

Cuando me suelta, me toma de las manos.

—Díselo a Martha y a Olle. Diles que volveré y que necesitaré un trabajo —


me dice.

Asiento, conteniendo la respiración.

—Menos mal que has dicho que quieres que me quede —confiesa, con
sinceridad y cierta timidez, mirándome con intensidad—. Porque estoy bastante
enamorado de ti, Izzy.

Esta vez soy yo quien lo besa, quien bebe de sus labios con verdadera
necesidad. Algo dentro de mí se quiebra, algo que no sabía que estaba hasta que se
ha roto. Se deshace con lentitud, entre sus brazos, entre sus besos, hasta que solo
queda polvo y ceniza y mis labios se mueven solos cuando digo:

—Yo también estoy enamorada de ti, William.

Ni siquiera me había permitido pensarlo, y la confesión me pilla tan por


sorpresa a mí como a él. Pero es cierto. Aún tengo que entender muchas cosas,
entenderme a mí misma y la forma en la que funcionan mi cabeza y mi corazón.
Pero sé que hay algo, nuevo y salvaje, que ha nacido en mi pecho y florece con
lentitud.

Quiero descubrir a dónde nos lleva eso, seguir esa descarga que se expande
por mi cuerpo cuando me roza o nuestras miradas se encuentran. Quiero
descubrirlo, conocerlo, y ahora que William nos ha regalado tiempo, no tengo
miedo.

William vuelve a besarme en los labios. Me toma entre sus brazos y da una
vuelta conmigo, haciéndome reír y gritar de felicidad.

Entonces, me deja en el suelo, me promete que volverá, y se aleja de aquí.

Esta vez, no hay opresión en el pecho, ni ardor tras los ojos. En lugar de eso,
un sentimiento nuevo, vivo, se mueve bajo mi piel, inundando cada fibra de mi ser,
llenándolo todo a su paso.
15
Epílogo

Olle y Martha estuvieron encantados con la noticia de que William volvería


para quedarse. Yo también.

En toda mi vida una espera no se me había hecho tan larga. Y cuando llega
el día, cuando me levanto con las primeras luces del amanecer y abro la ventana
para dejar que la brisa revuelva mis cabellos, mi corazón sigue latiendo con la
misma impaciencia que el día que prometió volver.

Y ahí está. Su figura recortada contras los tonos anaranjados de la mañana.


Sus botas caminando con elegancia sobre el camino de hojas caídas. El frío, el sol
templado del final del otoño, y la misma imagen que hace unos meses.

Pucca se asoma por la ventana. Ladra, ladra de felicidad porque lo conoce y


le quiere, y probablemente lo haya echado tanto de menos como yo. Esta vez no
tengo que pedirle que se calle, es ella la que abandona la ventana para dirigirse
hacia la puerta y dar vueltas frente a ella, esperando que la abra para poder salir al
encuentro de William.

Yo suelto una risa, y me giro de nuevo hacia la calle para descubrir que
William, el forastero, se ha detenido en medio del camino.

Juraría que sonríe.

Me muerdo los labios y me apresuro a abandonar mi cuarto.

Bajo en pijama; unos pantalones cortos y una camiseta demasiado liviana


para salir así del calor de mi habitación. Pero no me importa.

Pucca me adelanta en las escaleras y escucho cómo patina sobre sus tres
patitas cuando llega al suelo de madera del vestíbulo.

Me los encuentro en una imagen conocida. La mochila de William contra el


mostrador, él arrodillado frente a la perrita, y está moviendo su cola, contenta.

Se pone en pie lentamente. Su altura sigue impresionando. Bajo el cuello de


su jersey pueden verse las líneas de sus tatuajes, ondulantes, sobre su cuello.

Lleva el mismo gorro con el que llego hace semanas. El pelo oscuro, rebelde,
se arremolina bajo este. El mismo halo salvaje e imponente lo envuelve. Y sigue
teniendo ese aire problemático muy logrado.

Pero esta vez, cuando ladea la cabeza y sonríe, cada parte de mí reconoce esa
sonrisa, y mi corazón responde a ella latiendo más fuerte.

—¿Os quedan habitaciones? —pregunta, con una sonrisilla.

—Sí —contesto, incapaz de contener la alegría.

Da un par de pasos hacia mí, como si también a él le costara mantenerse


alejado estando tan cerca.

—¿Cuánto te quedas? —pregunto, igual que pregunté la primera vez que


estuvimos de pie en este vestíbulo.

Él sonríe.

—Bastante. —Se muerde los labios—. Puede que para siempre.

Me gusta cómo suena ese para siempre. Me gusta tanto que corro hasta sus
brazos y rodeo su cuello. Nos besamos mientras nos fundimos en un abrazo.
William se agacha, rodea mis caderas con las manos y me levanta para que rodee
su cintura con las piernas.

Abandona su equipaje y echa a andar escaleras arriba sin dejar de besarme.


Apenas aparta el rostro de mí, entre risas, para asegurarse de que no nos matamos,
mientras hace malabarismos hacia mi cuarto.

Mi puerta está cerrada cuando llegamos. Introduce una mano en mi bolsillo


y se detiene más de la cuenta en él antes de encontrar la llave. Abre la puerta, la
empuja y entramos dentro.

Caemos en la cama entre besos y risas y caricias urgentes.

Ha vuelto, y ha vuelto para quedarse.

Puede que sea nueva en esto. Él también lo es. Quizá no tenga las cosas
claras, ni sepa a dónde llega este camino que hemos decidido recorrer. Pero
tenemos tiempo para descubrirlo, y estamos juntos.
Aunque el otoño esté llegando a su fin, siempre será mi estación favorita,
porque me trajo a William.

Entre beso y beso, cuando sus dedos ya han volado bajo mi camiseta y la
suya ha desaparecido hace un par de caricias, se aparta un poco de mí.

—Llegué a Bravelands huyendo de algo —murmura, ronco—. Tú dijiste que


la gente llega escapando o buscando algo. Yo creía que huía. Estaba roto. Y, sin
embargo, te encontré a ti —confiesa.

—Gracias por encontrarme —murmuro, contra sus labios.

Y vuelve a besarme. Yo me pierdo en ese beso, tan intenso, tan profundo…

Algo cálido se desliza bajo mi piel, una sensación nueva, desconocida, tan
viva que asusta y, aun así, estoy deseando explorarla.

Estoy deseando explorarla con él.


Norah Carter
Como un cuento de otoño

Capítulo 1
Promesa sobre las hojas

La dulce brisa veraniega soplo tras las orejas de Dafne mientras que esta se
dirigía lentamente hacia el enorme árbol que se hallaba frente a ella. Ciertamente el
viejo Sherman se veía imponente en el centro de aquel parque comunitario, después
de todo, no muchos árboles podían presumir casi cincuenta metros de altura y una
edad mayor a cien años.

—Y aquí es donde la magia ocurre… Incluso a mí me cuesta creerlo.

Susurré por lo bajo mientras me acercaba cada vez más hacia el roble. Yo era
lo más alejado posible a una persona crédula y fácil de impresionar, pero debo
admitir que era la primera vez que una tradición de alguna índole captaba mi
atención.

—Recuerda, debes subir por la escalera, elegir una hoja y escribir la


respuesta a la pregunta que te gustaría que el viejo Sherman te hiciera, es muy
importante…

—Es una tradición bastante extraña, Laurel.

—¿Quieres conseguir un novio perfecto o no? Eso es lo que yo pediré…

Aunque pueda sonar extraño, Laurel me había convencido de participar en


esta extraña tradición que llevaban a cabo los habitantes del pueblo todos los años
en el último día de verano.

New Heaven era un pueblo pequeño, teníamos al viejo Sherman, el hospital


St. Raven y eso era todo. De esto solo podíamos presumir de tener la tasa más alta
de personas mayores viviendo en el pueblo. New Heaven no era un sitio donde
quisieras vivir si eres un joven adulto, sin embargo, es un paraíso para los
jubilados que buscan una vida pacífica y sin exabruptos.

Pero esta época era diferente.

Justo antes de comenzar el otoño cientos de parejas jóvenes acudían en


éxodo al pueblo a ser parte de la tradición en la cual yo estaba a punto de
participar. Un rito que databa de al menos cien años antes, las parejas iban hasta el
viejo Sherman a renovar sus votos o hacerse cursis promesas de amor. Era un hecho
de bastante trascendencia mediática, no era extraño ver a los reporteros fracasados
de pequeñas televisiones locales hacer sus estúpidos reportajes.

Por mi parte solo estaba a modo curiosa, yo no quería ser parte de ese
repulsivo circo de melómanos que se juraban amor eterno. Me atraía más la idea
de probar la magia del viejo Sherman con una petición más seria.

—¡Dafne! ¿Me estas escuchando? Ya va a ser nuestro turno…

Asentí efusivamente al escuchar la voz de mi mejor amiga tan cerca de mi


oído. No se podía negar que ella estaba mucho más entusiasmada que yo por el
hecho de participar en la vieja tradición, sus motivos: el amor de Danny Mcgregor,
el hombre más «suculento» del pueblo, y bastante mayorcito para ella. Pero
siempre le habían gustado los hombres maduritos.

—Vamos Sherman… Espero que este año sí me funciones.

Escribió un enorme «sí» en la hoja del roble y la dejo allí, sin arrancarla.
Justo como pedía la tradición, si Sherman estaba de acuerdo en cumplir su deseo
entonces la hoja caería al suelo en alguno de los días siguientes.

—Ahora es tu turno cariño, ya sabes… No vayas a malgastar tu deseo esta


vez con algo como la paz mundial o salvar a las ballenas.

Laurel bajo de la escalera y me dejo el paso libre para ascender por ella y
cumplir con misión de esa noche: desempeñar mi rol como curiosa empedernida y
continuar con la tradición que todo habitante de New Heaven debía practicar al
menos una vez en su vida. Di un par de pasos sobre los escalones de aluminio y
me detuve cuando llegué al tope.

Tomé un segundo para echarle un vistazo al ambiente que me rodeaba. El


parque estaba atestado con personas que obviamente no vivían en el pueblo y que
solo habían acudido para la celebración, el noventa y ocho por ciento eran parejas,
probablemente recién casados o quienes estaban a punto de lanzarse al agua.

Sentí un nudo en el estómago por un segundo.

A pesar de que lo negara con toda la fuerza de la lógica y la razón, me


hubiera encantado que algo así me pasara. ¿Dónde estaba mi príncipe azul? ¿Era
un sapo al que no había besado? Sea cual fuera la causa lo único que sabía es que él
no estaba allí. Y yo tenía que aceptarlo, suspiré.

Desde hace algún tiempo iba madurando en mi mente la idea de que quizás
ese no era el destino que la vida me depararía a mí, y empezaba a darme cuenta de
que eso probablemente sería lo mejor.

—¡Apresúrate!

Laurel gritaba desde la base de la escalera apurándome a terminar de una


vez con el ritual.

Saqué mi lapicero y empecé a buscar con la mirada una de las hojas que se
adecuara a mi deseo, era puro capricho pues se suponía que cualquiera servía,
pero yo siempre estaba determinada a salirme con la mía, así que debía elegir la
hoja perfecta. Algunas estaban demasiado verdes aún, y otras marrones y
quebradizas. El efecto del otoño se estaba haciendo sentir en las hojas de Sherman.
Por fin di con la hoja perfecta para escribir en ella mi respuesta, la tomé en mis
manos y sentí un ligero cosquilleo en ellas, era perfecta.

Ahora era el momento en el que hacía en mi mente una pregunta bastante


seria en forma de deseo, el abanico de posibilidades era muy amplio, algo para mi
futuro, un deseo altruista, o simplemente simular que pedía un deseo y bajarme de
la maldita escalera para que Laurel dejara de gritar a viva voz que me apresurara.

Pero era una noche especial, y el ambiente, aunque cursi y un tanto


sentimental para mi gusto me estaba poniendo susceptible a redescubrir un lado
tierno que habría jurado ya no existía en mi interior. Fue entonces cuando por una
milésima de segundo mi corazón reemplazó a mi cerebro en la toma de decisiones.

—¿Conoceré al verdadero amor?

Por alguna extraña razón mis manos temblaban más que nunca,
dificultándome la tarea de escribir el «sí», pero después de unos segundos
conseguí escribir mi respuesta.

—Bien, misión cumplí…

¿Saben ese momento específico en donde todo se va literalmente hacia el


suelo?
Mi pie se resbaló sobre la lisa superficie del escalón y perdí el equilibrio,
aunque era poco lo que me separaban del suelo, era una altura considerable. Tal
vez no moriría, pero sí que me iba a dar un muy fuerte golpe. Mi grito se
confundió con el de Laurel y creo que con el de varias chicas más que estaban
alrededor del árbol.

Todo el tiempo se desaceleró a medida que mi cuerpo se precipitaba hacia el


suelo, cerré los ojos esperando lo peor, apenas fueron un par de segundos…

Pero el golpe nunca llegó. Por increíble que parezca mi caída fue
desacelerada por algo bastante suave, que se quejaba al ser golpeado por una chica
de cincuenta kilos cayendo desde un árbol.

—¡Joder! ¿Es temporada de chicas tan pronto?

—Lo siento…

Me di la vuelta lo más rápido que pude para disculparme con el pobre


hombre que había amortiguado mi caída con su cuerpo.

—Gracias por…

Alto, sonrisa de un millón de dólares, barba de varios días bien cuidada,


cabello rebelde y desliñado, y los ojos más marrones que jamás hubiera visto en la
vida. Me miraba con una mezcla de confusión y preocupación, sus labios se
movían y fue la única forma de darme cuenta de que me estaba hablando a mí.

—¿Estas bien? ¿Me escuchas?

—Yo… Bien… Estar.

—¡Ah! ¿Fanática de Star Wars? Caer desde un árbol no debes, si a Travis


golpear no quieres…

—¿Qué?

—Lo siento… Soy Travis.

Arregló el nudo de su corbata y noté que llevaba una grabadora en su mano.


No tenía que ser Albert Einstein para adivinar que este tipo era uno de esos
reporteros que acudían todos los años a cubrir la tradición del viejo Sherman.
—Me llamo Dafne, es un placer conocerte… Disculpa haberte golpeado.

—¡Dafne! ¿Te encuentras bien? Tropezaste y… ¿Quién es tu amigo?

La mirada de Laurel debería haber sido considerada acoso sexual, la forma


en que miraba se confundía entre lujuria e interés. Sabía que mi amiga era bastante
lanzada, pero en esta ocasión para dispuesta a romper sus propios estándares.

—Travis Spencer, New York Post.

Él sonrió y puedo jurar que en ese momento mis piernas temblaron.

—Yo soy Laurel, es todo un placer conocerte guapo. ¿Estás haciendo un


reportaje o algo? Puedes entrevistarme a mí si deseas, o lo que quieras…

—¡No gracias! Estoy interesado en tu amiga.

Las palabras de Travis me sorprendieron mientras que Laurel quedaba


hecha con un palmo de narices ante el desplante del atractivo reportero.

—¿Qué? ¿Interesado en mí?

—Sí, me gustaría hacerte unas cuantas preguntas y escribir mi reportaje


acerca de ti, es curioso que hayas caído sobre mí.

Laurel me dio un codazo de forma disimulada invitándome a aceptar la


propuesta de Travis.

—Bueno… Supongo que podría responder un par de preguntas.

—Sí, sí, de todas formas, yo tenía que ir a terminar algo…

Laurel se dio la vuelta, no sin antes guiñarme un ojo de forma cómplice y


hacer un gesto obsceno con su mano que por suerte Travis no alcanzó a observar.

Empezamos a caminar rodeando al viejo Sherman buscando un lugar donde


no hubiera tanto ruido, él quería utilizar su grabadora para registrar mis
respuestas y luego poder escribir un buen artículo.

Alcanzamos un pequeño claro en el parque, suficientemente alejados del


ruido que provocaban las parejas que rodeaban al viejo Sherman y continuaban
escribiendo sobre las hojas.

—¿Es algo maravilloso verdad?

—¿Qué cosa?

—Esto. El árbol, la tradición…

—Ah, te refieres a escribir sobre las hojas… No lo sé, lo he visto tantas veces
que ya no me sorprende. Creo que la primera vez puede resultar interesante, pero
si has pasado toda tu vida en New Heaven no significa gran cosa.

—Sí bueno, en New York no tenemos arboles como ese de ahí, ni


celebraciones como estas… El encanto natural de este pueblo es innegable.

—¿Es la primera vez que vienes?

Travis bajo la mirada e hizo un silencio, me pareció que estaba tratando de


ignorar la pregunta así que cambié de tema. Estuve respondiendo a sus preguntas
acerca del viejo Sherman y desde cuándo celebraban la tradición en el pueblo.
Después de un buen rato él ya tenía la información que necesitaba y yo había
pasado un buen momento estando con él.

—Gracias…

—¿Por qué? No ha sido nada… Es lo menos que podía hacer por alguien que
evito que me hiciera puré contra el suelo.

Travis rio divertido, su risa tenía algo especial. Estaba llena de inocencia,
como la de un niño. No pude evitar sonreír yo al verlo.

—Voy a estar un buen tiempo en el pueblo… Al menos hasta que termine el


otoño.

—¿En serio? Eso es genial…

—Me gustaría conocer un poco más este pueblo, estoy trabajando en un


proyecto personal, crónicas, historias… Creo que puedo sacar algo bueno de esto.
¿Te gustaría ser mi guía durante el tiempo que este aquí?

—¡Me encantaría! Digo… Sí, bueno, creo que podría sacar algo de tiempo.
Mentí para parecer calmada e interesante, pero la verdad era que la idea de
pasar más tiempo junto a Travis me parecía excelente.

La noche ya había caído y el cielo se había teñido de luna y estrellas.


Caminamos por el sendero del parque mientras hablábamos de todo un poco. Nos
detuvimos de nueve frente al viejo Sherman y Travis se detuvo para contemplarlo
mejor.

—No recordaba que fuera tan grande…

Eso me causo curiosidad. ¿Cómo recordaba el árbol si era la primera vez que
venía? Al menos eso era lo que yo suponía.

—Tiene más de cien años… Y todas las promesas de amor en el mundo que
podrías imaginar.

—¿Estabas poniendo la tuya cuando caíste?

—Sí.

Me sonrojé un poco al recordar el penoso accidente que me había llevado a


aterrizar sobre él.

Travis se paró frente al árbol y echó su cuello hacia atrás en un intento de


alcanzar con la mirada la altísima copa del roble.

—¿Has pensado en que lo hizo crecer tanto?

—Nutrientes, creo…

—Creo… Que quizás este árbol se nutre del amor de todos aquellos que
vienen a escribir en sus hojas. No vayas a pensar que soy cursi por favor.

Realmente sí sonaba un poco cursi, pero no por eso dejaba de ser interesante
su teoría. No pensaba que los reporteros de historias sociales fueran tan profundos,
fue una agradable sorpresa.

—El amor… ¿Y si acaso esas promesas no fueron más que eso? Palabras
vacías que nunca llegaron a hacerse realidad.

Corté de forma tajante, más que una respuesta era una prueba.
—Las promesas de amor son solo tan fuertes como el corazón que las
respalda… De todos los años en que los miles de personas han venido a hacer una
promesa, al menos una sola de ellas debe haber cumplido con lo que prometieron.
Es un triunfo.

Ambos sonreímos al mismo tiempo, no pude evitar sentirme satisfecha con


su respuesta. Había pasado la prueba. Travis se recostó contra el tronco del viejo
Sherman y pude ver el contraste de sus ojos con el tallo del roble.

Sus ojos eran marrones como las hojas de otoño que tanto amaba ver caer.

—Creo que es una señal… Yo no he escrito mi respuesta.

Travis alcanzó una de las escaleras que no habían recogido del parque, era la
única forma de alcanzar las hojas del árbol. Trepó rápidamente por los escalones y
llego al tope. Sacó de sus bolsillos un lapicero, tomó una hoja entre sus manos y
cerró los ojos. Luego de unos segundos empezó a escribir sobre la hoja. Cuando
hubo terminado bajo de la escalera y se detuvo frente a mí.

—¿Qué tal tu primera vez?

—Al menos no me dolió… ¿Se supone que la hoja debe caer en los próximos
días verdad?

—Si Sherman cumple tu deseo… Aunque quizás no debas esperar mucho…


Es solo una tradición, no significa que vaya a cumplirse.

Travis me miro por un segundo.

—Quiero darme la oportunidad… Mi deseo fue importante. Creo que el


viejo Sherman se apiadara de un tipo como yo.

—¿Un tipo como tú?

—Uno que aún creé en el amor.

Ambos hicimos silencio.

—Creo que es hora de irnos, es bastante tarde ya…

—Sí.
Caminamos hasta la salida del parque, la brisa del último día de verano traía
consigo aromas de todo tipo, perfume de flores que se mezclaba con el smog de los
autos. Una combinación extraña.

—Bueno… Me voy por aquí.

—Yo por allí…

Nuestros destinos se repartían en polos opuestos de New Heaven.

—Supongo que te veré por el pueblo…

Travis sonrió y asintió lentamente.

—Hasta entonces Dafne…

Empezó a caminar en dirección hacia su destino, de un momento a otro se


detuvo y giró su rostro hacia mí.

—Me alegro de haberte encontrado otra vez.

Y con esa declaración que parecía carecer de sentido, se alejó de mí.

Mi corazón se aceleró sin saber el porqué, mientras Travis se marchaba, al


igual que el verano y mi miedo al romance.
Capítulo 2
Pequeña Esperanza

—Entonces el buen Willheim caminó por el bosque buscando un buen árbol


donde atar su caballo…

—¿Willheim es un buen chico verdad?

—Sí, Hope. Willheim es un buen chico, es el héroe.

—No, no quise decir eso…

Ella se acomodó sobre su cama y se acercó aún más a mí.

—Willheim es un buen chico, por su corazón. No tiene nada que ver que sea
un héroe, o que sea guapo, no… Lo que más me gusta de él es su nobleza.

Hice silencio por un minuto mientras analizaba lo que Hope acababa de


decir. Ciertamente ella era la niña más madura que yo hubiera conocido jamás,
probablemente la causa de precoz madurez fuera su enfermedad, el dolor siempre
nos hacía madurar más rápido.

—Tienes razón, Willheim es un buen chico. Nada que ver con esos típicos
príncipes azules presumidos y clasistas…

Ella me devolvió una sonrisa indicando que no podía estar más de acuerdo
con mi argumento. Yo la veía como mi hermana menor, éramos muy parecidas en
todo.

—Bueno, continúo… Willheim estaba en la búsqueda de un buen árbol lo


suficientemente fuerte y robusto para poder amarrar a su corcel y adentrarse en lo
profundo del bosque a buscar la guarida de la temible bruja… Empezó a guiarse
por las hojas que habían caído al suelo, la señal de que el otoño había llegado a esa
región…

—¿Cómo mi cabello? Creo que mi cabeza también tiene sus estaciones, y


ahora mismo es otoño.

Tragué saliva y sentí como un nudo empezaba a formarse en mi garganta.


No sabía cómo responderle a eso, ni tampoco quería tener que respondérselo, una
niña no debía enfrentarse a cuestiones como esas, debía disfrutar, sonreír, jugar,
crecer… Algo que Hope probablemente no podría hacer nunca.

St. Raven era un hospital pediátrico para pacientes terminales.

Yo trabajaba como voluntaria en el hospital, con casi treinta años, soltera y


sin ningún plan de futuro no había concebido otra forma de sentirme útil para mí y
para el mundo que ayudando a esos niños.

Hope era un caso especial, le habían diagnosticado cáncer de pulmón a los


siete años, ahora tenía trece y había estado viviendo desde los diez con la
advertencia de que cada año podía ser el último para ella. Sus padres habían
muerto en un accidente de tránsito cuando ella tenía apenas tres años, así que
había pasado prácticamente toda su infancia sin conocer el amor paterno, eso me
rompía el corazón. En los últimos meses se había estado sometiendo a un agresivo
tratamiento de quimioterapia, lo cual había provocado que empezara a caer su
cabello.

—Eso solo quiere decir que en un momento llegara la primavera, tu cabello


volverá a crecer y será tan largo y hermoso como el de una princesa.

—Me gustaría más que fuese como el tuyo.

—Bien, será como el mío.

Dejé el libro sobre la cama, le quité con mucho cuidado el gorro que usaba
para cubrir su cabeza y empecé a peinar delicadamente su cabello, el poco que aún
permanecía en su cabeza.

—Ya verás que en menos de lo que esperas estaremos viajando a New York,
recuerda que iremos a conocer la estatua de la libertad…

—Eso me gustaría… Dafne…

—¿Dime?

—Eres lo más cercano que tengo a una mama, te quiero mucho.

Hope se giró hacia mí y me rodeo con sus brazos. Su mirada a pesar de lucir
cansada y ojerosa, refulgía con un hermoso brillo de felicidad y esperanza. Ella
siempre encontraba la forma de enseñarme grandes lecciones, como por ejemplo
estar agradecida por las pequeñas cosas, y por seguir con vida. Le abracé con la
misma fuerza que ella me transmitía, por un segundo todo estaba bien.

—¿Qué es lo que más te gusta del otoño?

—Mmm… Ir a recoger manzanas, Halloween y el día de acción de gracias.


¿Y a ti?

—Ver caer las hojas, los colores, el aroma a tierra mojada… Y los cambios…

—¿Cambios?

—Sí, después que la primavera y el verano hacen su trabajo llega el otoño…


Todo cambia, todo se transforma. Es cuando nos preparamos para el invierno,
llenos de esperanza o de tristeza, depende de nosotros…

Hope me apretó la mano con fuerza como si aquellas palabras hubieran


recalado con fuerza en su interior, no me cabía duda de que ella hubiera podido
interpretar lo que acababa de decir.

—Yo quiero cambiar… Quiero volver a estar bien.

—Lo estarás Hope, lo estarás.

Estábamos paseando por el parque cuando a Hope se le antojo ir a echarle


un vistazo al viejo Sherman, no le tenían permitido salir a menos que fuera
conmigo, así que no había podido acudir a la noche de tradición, pero aun así tenía
muchas ganas de ver el emblemático árbol del pueblo.

Apenas lo divisamos varios metros al frente de nosotras Hope soltó mi


mano y echó a correr con todas sus fuerzas hasta el roble. Yo tuve que poner mis
pies en acción para poder alcanzarle, ella estaba llena de energía, a diferencia de
mí.

Estábamos tan distraídas riendo que no nos dimos cuenta de que no éramos
las únicas que habían acudido a la sombra del árbol para descansar y disfrutar de
su magnífica e imponente presencia.

—Sigo diciéndolo, el otoño es la temporada de las chicas bonitas.


—Estoy empezando a pensar que me sigues a todas partes.

Travis lucía sonriente. Hope lo miró con curiosidad.

—¿Y quién es esta pequeña princesa? Hola, ¿de qué cuento de hadas
escapaste?

—¡Soy Hope!

—Es un lindo nombre para una niña linda.

Hope se escondió detrás de mí sonriendo, estaba un poco sonrojada por lo


que Travis acababa de decirle, hacía mucho tiempo que no la veía comportarse así
y realmente me ponía feliz verla divirtiéndose.

—Y hablando de chicas lindas… Hola de nuevo.

—Hola… ¿Qué te ha traído de nuevo a los pies de Sherman? ¿No me digas


que estas revisando a ver si tu hoja ya cayó?

—No, solo quería dar un paseo y tomar un poco de aire fresco… ¿Y ustedes?

—Hope quería venir.

—Me gusta mucho el color de las hojas, es marrón, como mi cabello… Antes
que se me cayera por la quimio.

El tono de voz despreocupado y jovial de Hope me hacía pensar en que ella


seguía siendo muy inocente, o probablemente ya había aceptado lo que significaba
someterse a un tratamiento como ese, de cualquier forma, ella era mucho más
valiente que yo para afrontar ese tema.

Travis me miro de forma preocupada como buscando corroborar lo que


acababa de decir. Simplemente asentí de forma leve y desvié la mirada hacia otro
sitio.

—Pues a mí también me gusta el otoño… Y apuesto a que me va a gustar


mucho tú cabello cuando vuelva a crecer…

Recogió una de las hojas que había caído desde la copa del viejo Sherman, la
dobló con cuidado y la coloco delicadamente tras su oreja, como si de un adorno
de flores se tratase.

—¡Ah! No pensé que realmente pudieras ser más hermosa de lo que ya eras
antes. Pero me equivoque estrepitosamente. ¡Mírate!

Hope volvió a esconderse tras de mí.

—Eres bueno con los niños y los reportajes. ¿Qué otra cosa debería saber de
ti?

Le pregunté con tono sarcástico.

—Tengo un detector de sarcasmos y grandes niveles de paciencia.

Hope volvió a reír y dio un paso adelante.

—Eres gracioso, y guapo… ¡Te pareces a Willheim! ¿Verdad que sí, Dafne?

—Sí, creo que se parece un poco a él.

Travis nos miró confundido pero divertido al mismo tiempo.

—Habla de su personaje favorito, Willheim Wallace, es el héroe del libro que


estamos leyendo.

—¿Las maravillosas aventuras de un valiente testarudo?

Hope asintió efusivamente.

—Yo conozco al escritor, fue compañero de trabajo en el New York Post hace
unos años… ¡Voy a conseguirte una copia autografiada por él!

El rostro de Hope se iluminó y en su cara se dibujó la sonrisa más amplia y


bonita que le hubiera visto poner alguna vez, ella no cabía en sí de tanto júbilo. La
alegría que ella estaba sintiendo también había conseguido contagiarme a mí por lo
que sin darme cuenta yo también estaba sonriendo ampliamente.

—Eres una caja de sorpresas Travis Spencer.

—Más de lo que podrías imaginar.

Nos contemplamos a los ojos por un segundo y debo admitir que me perdí
en su mirada, marrón como aquellas hojas de otoño que empezaban a caer sobre el
suelo. Debimos parecer un par de tontos, mirándonos sin decir nada hasta que
Hope decidió tomar la iniciativa.

—Dile de la fiesta… —susurró detrás de mí.

—¿Cuál fiesta?

Sonrojada me aclaré la garganta para disimular el hecho de que me había


quedado como lela contemplando el rostro de Travis.

—Todos los años, el primer día de otoño el hospital St. Raven celebra una
fiesta de caridad para conseguir fondos, todo el dinero recabado ayuda a comprar
medicamentos y otros insumos que se necesitan para ayudar a los niños.

A Travis se le iluminó el rostro al escuchar acerca de la fiesta.

—¡Genial! ¿Y puedo ir yo?

—¡Sí! Yo quiero que vayas… ¡Y estoy segura de que a Dafne también le


gustará que vayas a la fiesta! Seguro que le pareces guapo…

—¡Hope!

Apreté su mano para que cortara ya el rollo. En ese momento mi cara estaba
tan roja como un tomate. Mientras que Travis solo sonreía visiblemente divertido
por la situación que estaba ocurriendo.

—No es como ella dice, en fin, la fiesta es a las siete. Te estaremos esperando,
solo pregunta en cualquier lugar del pueblo y te dirán como llegar.

—¡Adiós Travis! ¡Espero que vengas a la fiesta!

Hope y yo nos giramos y empezamos a caminar hacia el sendero que nos


llevaría a la salida. Aún estaba ruborizada y con el pulso acelerado por lo que
había ocurrido.

—¡Espera!

Travis gritó mientras echaba a correr hacia nosotras.


—¿Qué pasa?

—Tú también me pareces guapa…

Dijo esto al momento en que colocaba una hoja tras mi oreja, similar a como
lo había hecho antes con Hope.

Nuestras miradas volvieron a cruzarse por un segundo. Y entonces sentí un


pequeño cortocircuito recorriéndome por dentro. No pude hacer otra cosa que
sonreír y volver a sonrojarme.

—Adiós Travis, nos vemos esta noche…

Mi voz sonó más risueña de lo que hubiera querido expresar y el solo asintió
sonriente. Lo dejamos atrás mientras tomábamos nuestro camino para volver a St.
Raven pero ahora, mucho más felices de lo que habíamos estado antes de llegar.

—Me gusta… Seguro que es Willheim.

—Sí, seguro que es un buen chico.

Mi corazón empezó a acelerarse al recordar la mirada indómita de aquel


buen chico.
Capítulo 3
Lo que quiere el corazón

—A ver, date una vuelta para que pueda verte bien.

—¿De verdad crees que me queda bien este vestido? Hace un par de años
que no me lo pongo, creo que he engordado un poco…

Laurel estaba cumpliendo su papel de fashionista ayudándome a elegir el


vestido que usaría para la fiesta de esa noche, no quería admitirlo frente a ella
porque temía desencadenar una larga y molesta conversación del tipo «cuéntamelo
todo», pero sí, la verdad era que quería impresionar a Travis.

Di una vuelta de bailarina para complacer las exigencias de Laurel y que por
fin pudiera emitir una opinión sincera de mi aspecto, el solo hecho de que me
dijera que no parecía un cerdito y maquillaje era ya un triunfo.

—¡Estas preciosa! ¡Oh dios mío! Quiero hacerte fotos.

Laurel empezó a tomarme fotografías con su movil por un buen rato, yo solo
podía reír ante las ocurrencias de mi mejor amiga, sin embargo, ella era uno de mis
principales apoyos en la vida y en cualquier situación que se me presentara.

—¿Y tú que vas a usar para la fiesta? Estoy segura que Danny McGregor
estará allí, esta fiesta siempre termina por atraer a los cincuentones acaudalados
del pueblo…

—Lo sé, y es por eso que tengo un as bajo la manga, bueno, un vestido bajo
la manga.

Laurel se apartó de la cama y empezó a rebuscar en su maleta de mano hasta


que extrajo una fina pieza de tela que pude adivinar se trataba de su vestido. Lo
puso sobre su cuerpo para que yo pudiera detallarlo bien. Intenté contener la risa,
pero a pesar de mis esfuerzos una pequeña carcajada se me escapo.

—¿Qué pasa? Es muy guapo y apuesto a que Danny McGregor no me


quitará los ojos de encima esta noche.

—No dudo que lo sea, y tampoco que quite sus ojos de ti… Sobre todo,
porque ese escote es casi tan amplio como el agujero en la capa de ozono pero…
Está bien.
Ambas empezamos a reír divertidas por mi propio chiste malo. Me acerqué
hasta el borde de la cama y me senté junto a ella.

—Eres bastante guapa. No necesitas exhibirte como mercancía para que un


hombre se vuelva a mirarte… Aunque sea un madurito como Danny McGregor.
Apuesto a que si dejaras de prestarle atención él vendría directo a ti como mosca
sobre la miel.

—No me molestaría que esa mosca diera un paseíto por mi miel… —


respondió Laurel con el típico tono de picardía que solo ella era capaz de manejar
con tanta maestría.

Volvimos a reírnos con fuerza mientras ella se encargaba de arreglar mi


cabello, después de un rato de estar bajo la mano experta de Laurel me puse de pie
para mirarme al espejo y ser testigo de primera mano del trabajo que había hecho
conmigo.

Por un momento tuve la duda de si realmente esa mujer que me devolvía


una mirada de asombro total desde el espejo se trataba de mí. Era como si hubiera
ido en un viaje relámpago a los confines del universo y haciendo parada en la vía
láctea, y que en medio de ese fugaz viaje hubiera tomado en mis manos las
estrellas, luceros, cometas y cualquier otro adorno del infinito cosmos para
agregarlos a mi atuendo y adquirir el aspecto que ahora tenía.

Mi vestido era de un blanco claro con pequeños bordados de piedras, estos


reflejaban la luz de la habitación y emitían pequeños destellos que hacían una
reminiscencia de las estrellas, a pesar de que mi figura nunca hubiera tenido las
medidas perfectas de sesenta, noventa y sesenta ese vestido resaltaba mi cuerpo a
la perfección. Sumado a todo eso Laurel había hecho un trabajo magnifico con mi
cabello, me había peinado con un moño que recogía mi pelo y dejaba caer el resto
sobre uno de mis hombros, yo sonreí como una niña pequeña al verme en ese
espejo. No había forma alguna de que no impresionara a Travis esa noche en el
baile.

—Bien… Creo que estamos listas.

Laurel y yo llegamos un rato después de que la fiesta ya hubiera dado


comienzo, era increíble ver como habían transformado los exteriores de St. Raven
para darle el toque elegante y fiestero al patio exterior. Una gran cantidad de sillas
y mesas habían sido colocadas de forma que pudieran recibir a todos los invitados
que se presentarían al baile. Habían elaborado un gran árbol con cartón y papel
maché del cual colgaban hojas de papel con mensajes positivos e inspiradores en
una clara reminiscencia del viejo Sherman.

—¡Esto sí que está muy bien decorado! Esta vez se han superado.

—Aún recuerdo el pésimo baile del año pasado, me sorprende que esta vez
hayan aprendido de sus errores.

—¡Dafne! ¡Tía Laurel!

Hope corrió hacia nosotras antes de lanzarse a mis brazos y apretarme con
fuerza, obviamente me había extrañado mucho. Después de saludarnos con
grandes y tiernos besos en la mejilla se paró frente a nosotras e hizo una reverencia
mientras nos mostraba su vestido de princesa.

—¡Dios mío! ¡Que hermosa estas Hope! Eres la princesita más hermosa que
han visto estos ojos.

—Por supuesto, ella es la niña más bella de todas.

Hope se sonrojó de nuevo y se abrazó a mis piernas.

—¿Ya ha llegado Travis?

—¿Quién?… Espera… ¿Travis? ¿El suculento reportero que conocimos la


noche de la tradición? ¿Ese Travis?

—Sí Laurel, ese Travis…

—A Dafne le gusta, es muy lindo. Y es un buen chico.

—Ya lo creo que le gusta, es que ese cabello, y esos ojos, y ese…

—¿Laurel? ¿No es Danny McGregor ese de allá en la zona de donaciones?

—¡Por supuesto que lo es! ¡Niñas deséenme suerte!

Y entonces arregló su escote con sus manos de forma coqueta antes de partir
al encuentro de su madurito, suspiré aliviada, así no había forma de que siguiera
pervirtiendo la mente de Hope con sus explicitas y detalladas pláticas acerca de los
chicos.

—¿De verdad crees que vaya a venir?

—Espero que él venga… Dijo que lo haría…

Hope y yo tomamos asiento frente a una de las mesas más alejadas y


empezamos a conversar un poco acerca de todo, después de un rato me dijo que
tenía sed, me levanté a buscar una bebida para ella. Cuando venía de regreso noté
un alboroto junto al árbol de decoración, había un grupo de personas a su
alrededor de forma muy alegre, un hombre se encontraba de espaldas y se había
subido a una de las plataformas que habían sido usadas para colocar la decoración.
Él estaba tomando fotografías del lugar, no le presté demasiada atención y decidí
seguir con mi camino.

Justo cuando iba pasando frente al árbol el hombre que había estado
tomando fotografías resbalo y cayó desde la plataforma. Por suerte no era
demasiada la altura y solo terminó dándose un buen golpe contra el suelo.

—¡Dios! ¿Está bien señor?

El hombre giró y fue entonces cuando pude ver su rostro.

—No tan bien como lo estás tú, pero me recuperaré.

—Vaya… Supongo que estamos en la época de los chicos lindos.

—Nah, solo quería demostrarte que me tienes a tus pies.

Sonreí y le di la mano a Travis para ayudarlo a levantarse, cuando estuvo de


pie me dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Él estaba guapísimo, sonrió de
nuevo y mi piel hizo un millón de malabares.

—¿Por qué cada vez que nos vemos alguien siempre debe salir lastimado? Y
por alguien me refiero a mí…

—Creo que es porque siempre estás en el lugar equivocado, en el momento


equivocado.
—Cualquier lugar donde estés tú no puede ser el lugar equivocado.

Él clavó su mirada sobre mí y sonrió yo solo pude sonrojarme y devolverle


la sonrisa. Empecé a arreglar su cabello y su corbata, ambos se habían desordenado
con su caída.

—Ya, guapo y agradable, como un buen chico.

—Gracias.

—Ven… Hay alguien que te está esperando.

Travis me siguió durante todo el camino, en el trayecto pude ver a lo lejos


como en la zona de donaciones Laurel estaba parada tras Danny McGregor sin
atreverse a dirigirle la palabra. Le hice un gesto para animarla a que le hablara a su
madurito soñado antes de seguir mi camino y llegar a nuestra mesa. A Hope se le
ilumino el rostro apenas vio a Travis.

—¡Willheim! ¡Has venido!

—Claro que vine, no me iba a perder esta fiesta por nada del mundo.

La levanto en brazos y la hizo girar por el aire mientras ella reía divertida.
Después la devolvió a su asiento y los tres nos sentamos a disfrutar del ambiente y
unas bebidas.

—¿Y qué tal le parece el pueblo hasta ahora señor Travis? ¿Lo encuentra
menos agradable y colorido que la gran manzana?

—No, la verdad es que me gusta más. Es mucho más tranquilo, en New


York todo parecer plástico, pre fabricado y ficticio. Aquí en New Heaven al menos
se respira paz…

—¿Oye, que es eso de una gran manzana?

—Es como le llaman a la ciudad donde vivo. Pero créeme, no es tan bueno
eso de ser la ciudad que nunca duerme.

—¡Ah! Yo quisiera ir algún día. ¿Me llevarás Willheim?

—Por supuesto.
—¿Escuchaste eso Dafne? ¡Willheim me llevará a New York! ¿Vamos a ir de
viaje los tres?

Miré la cara de felicidad de Hope y no pude evitar contagiarme también yo


con un poco de esa felicidad, a pesar de que el fondo sabía que tal vez ese viaje
jamás podría ocurrir, pero eso no era motivo suficiente para no aferrarme a la
esperanza.

Estuvimos conversando por lo que pareció convertirse en horas y horas, la


fiesta se había tornado mucho más amena y colorida, los invitados acaudalados
habían pasado a dar sus discursos comunes cuando daban una donación, en un
momento escuché la voz exaltada de Laurel por sobre todo el coro de aplausos y
vítores cuando Danny McGregor subió a la palestra a expresar su apoyo para con
St. Raven y anunciar una donación por veinte mil dólares.

Después de todo el protocolo relacionado con las donaciones y las


presentaciones de los invitados la música comenzó a sonar nuevamente. Un vals
muy bonito empezó a tocar desde la orquesta.

—¡Quiero bailar! ¿Sabes bailar Willheim?

—Yo… Ehmm…

—¿Acaso el señor reportero no sabe bailar? No creo que vayas a rechazar la


petición de una pequeña.

—No dije eso… Es solo que no soy muy bueno bailando.

—Bueno, ponte de pie y veamos que puedes hacer.

Hope tenía su mano estirada sobre la mesa y la abría y cerraba con


insistencia. Travis la contemplaba con nerviosismo hasta que en un mero impulso
de valentía la tomó y se levantó a bailar con ella.

—¡Es fácil solo debes seguir el ritmo!

Le grité desde mi silla a Travis para darle un poco de ánimo.

Se le veía un poco nervioso, pero al mismo tiempo divertido. Supuse que ya


había dejado de lado el hecho de que no tenía que ser un gran bailarín para pasarlo
bien y complacer el deseo de Hope. Empezó a tomar el ritmo poco a poco y
después de unos minutos ya se estaba moviendo con suma fluidez como si hubiera
pasado toda su vida practicando para ese momento en especial.

Hope puso sus pies sobre los de Travis para que este no perdiera el ritmo y
entonces empezaron a danzar por toda la pista. No podía decir cuál de los dos se
veía más feliz: si Travis con su sonrisa de oreja a oreja totalmente a gusto con la
situación, como si fuera la primera vez que bailara en su vida y lo estuviera
pasando a tope, o si Hope y su iluminado rostro al estar bailando con quien ella
consideraba era la personificación viviente de su héroe favorito, sin importar si le
llamaba Travis, o Willheim, ella estaba feliz y eso era lo que realmente importaba.

Verlos allí me provocaba felicidad a mí también. Resultaba increíble como


algo tan simple como bailar podía darles tanta alegría. Me hicieron señas para que
me acercara a bailar con ellos. Podía ser una idea tonta, pero no me importaba,
también quería ser parte de ese momento, después de todo, solo de eso se
componía la vida. Momentos.

Me acerqué hasta ellos en la pista de baile y cada uno me ofreció una de sus
manos empezamos a danzar los tres mientras reíamos divertidos. De vez en
cuando uno erraba un paso y los otros dos debíamos apresurarnos a cubrirlo, pero
no importaba, nos estábamos divirtiendo. La gente a nuestro alrededor empezó a
observarnos y aplaudir, entonces Travis cambiaba de pareja conmigo y con Hope,
así estuvimos por un buen rato, mucha gente también empezó a imitarnos y en
unos minutos toda la pista de baile estaba llena de tríos que danzaban al suave
ritmo del vals.

—¡No quiero que este momento termine nunca!

Exclamo Hope mirándonos a ambos con una enorme sonrisa pintada en su


rostro, su alegría era tanta que yo pude sentirla, desbordándose desde su ser y
llenándonos a ambos, contagiándonos de su sonrisa y su esperanza, el fervor de su
admiración por la vida era tan fuerte que se hacía un hogar en nuestros corazones.

Y en ese momento, éramos infinitos.

—Hace apenas un rato era un terremoto, y ahora está tan quieta.

Susurró Travis por lo bajo, no queríamos despertar a Hope. La dejé sobre su


cama, acomodé su almohada y la arropé con sumo cuidado, asegurándome de
dejarla bien tapada. «A prueba de monstruos» como ella solía decirme.

—Así es ella… Es la niña más tierna que conozco.

Travis la contemplo por unos instantes, sonrió y acerco su rostro hasta el de


ella.

—Buenas noches, dulce princesa.

Besó con ternura su frente procurando no alterarla en lo más mínimo. Un


extraño, pero reconfortante sentimiento nació en mi pecho. ¿De dónde había salido
este hombre tan dulce y por qué había tardado tanto en llegar a conocerlo? En ese
momento empecé a pensar que quizás él era la respuesta que me había dado el
viejo Sherman. Nunca me había considerado de esas chicas cursis que gustan del
rosa y los amores platónicos. Yo prefería la realidad, lo sincero, lo imperfecto. Pero
no podía negar que me estaba encantando la idea de que por primera vez en la
vida estaba atestiguando algo de ello.

Salimos de la habitación de Hope sin hacer mucho ruido, después de


despedirnos de las enfermeras del hospital y los trabajadores y voluntarios que
aún permanecían retirando las mesas y la decoración que había sido usada en el
baile. Intenté buscar a Laurel, pero no di con ella o su madurito, me regodeé en la
idea de que quizás esta hubiera sido por fin su noche de suerte.

—Ven… Quiero que me acompañes a un lugar.

—Bueno…

Travis tomó mi mano y sentí como un ligero cortocircuito recorría todo mi


cuerpo dándome una descarga de electricidad. El tacto de su piel contra la mía me
resultaba sumamente incitante, me sentía feliz.

Y así, tomados de la mano empezamos a recorrer las oscuras calles de New


Heaven, a pesar de que sus senderos normalmente llevaban a casas, plazas, tiendas
y espacios sumamente comunes. La presencia de Travis a mi lado parecía
transformarlo todo. Era una metamorfosis invisible la que él provocaba en mí. La
calle se volvió entonces un sendero de estrellas, y la oscuridad a nuestro alrededor
era solo la luz que no veíamos, demasiado ocupados el uno en el otro, tomados de
la mano… Así, justo como quería el corazón.
Capítulo 4
Magia bajo el roble

Travis y yo caminamos un buen rato tomados de la mano recorriendo las


calles del pueblo, habíamos estado hablando de que tal le había parecido la fiesta y
cuanto le encantaba el pueblo. El tiempo se nos pasó volando y cuando menos lo
esperábamos ya la media noche había llegado.

—Quiero que veas algo, es importante.

—¿En el parque? ¿Qué puede ser tan importante y a esta hora?

—Vamos, confía en mí. Te gustará.

Entramos al parque y empezamos a recorrer el sendero que llevaba al claro


central, el mismo lugar donde se encontraba el viejo Sherman. Debo admitir que
fue una agradable sorpresa descubrir lo que él había preparado allí, supuse que tal
vez por eso había llegado tarde a la fiesta del hospital. Sobre el suelo había una
manta, una botella de vino y un par de copas.

—Vaya, que apropiado. ¿Debo suponer que aparecieron allí por arte de
magia?

—Te juro que yo no lo hice, pero sería una lástima desperdiciar un buen
vino.

Travis se adelantó y empezó a servir una generosa cantidad de vino antes de


ofrecerme una copa.

—¿Por qué brindamos?

—Por el amor… El otoño…

—Por el viejo Sherman, y Hope…

—Por que hayas caído sobre mí.

—¡Salud!

Reímos y bebimos un rato hasta que la botella empezó a descender a niveles


preocupantes, antes de que pudiera decir algo ya Travis estaba sacando otra desde
su pequeño escondite.

—Un hombre precavido vale por dos.

—Nunca pudiste haber estado más en lo cierto Travis…

—¡Mira!

Travis señalo con su dedo hacia el cielo, no lo había notado a primera


instancia, pero esa noche el firmamento lucía extremadamente despejado, la luna
llena brillaba con mucha intensidad, su luz alumbraba toda la oscuridad dándole
un aspecto onírico al paisaje.

—Es hermoso…

—Es la segunda cosa más hermosa de la noche… Tú eres la primera.

—Eso es una mentira y lo sabes. Mira esa luna, es perfecta. No hay punto de
comparación…

—Pienso lo contrario, idealizamos que la luna es perfecta porque eso es lo


que nos han enseñado toda la vida, pero creo que las personas que implantaron ese
concepto nunca estuvieron tan cerca de ti como lo estoy ahora.

Sus ojos brillaban con un resplandor más álgido que el que ofrecía la luna, y
me estaban mirando a mí. Aún no sabía bien quien era este «buen chico» que había
aparecido de forma tan repentina en mi vida, después de todo, yo era solo una
chica más. Pero en cada uno de los momentos en los que estaba junto a Travis me
sentía como la mujer más importante del mundo.

—¿Cómo puedes decir todo eso? Mírame… Ni siquiera soy bonita.

—Esa sí que es una jodida mentira. Eres hermosa.

No pude evitar sonrojarme y desviar la mirada de vuelta al firmamento, en


el cielo se reflejaba el brillo de la mirada de Travis. Las estrellas eran opacas
comparadas con su mirada risueña y llena de pasión.

Puso su copa sobre el suelo y se recostó boca arriba cruzando sus brazos tras
su cabeza. Parecía bastante cómodo así que yo también lo imite.
—¿Ves esas estrellas allá? Se llaman Píramo y Tisbe… ¿Ves cómo están muy
cerca la una de la otra, pero sin llegar a tocarse?

—Las veo…

—Ese es su destino, amarse, pero jamás encontrarse…

—¿Te estas inventando eso verdad?

—¡Para nada! Una vez conocí a un fotógrafo ciego que me contó acerca de
esas estrellas… ¿Y ves ese par de allá que parecen estar bajo la luna? Son Psique y
Eros, se supone que son estrellas gemelas, pero cada vez más se alejan un poco…
Eso lo escuché cuando entreviste a un escritor que me hablo de su novia
Mishelle… Pero no importa.

Me quedé en silencio contemplando aquellas estrellas y escuchando los


cuentos de Travis. Imaginaba que algún día una de esas estrellas llevaría mi
nombre o al menos estaría conectada a mi historia. No tenía que ser una historia
perfecta, ni sobresaliente, solo esperaba que esa historia tuviera un final feliz.
Verlas en el cielo, apenas moviéndose a millones de años luz sobre nosotros. Si el
amor tenía que ser como algo, que fuera como las estrellas. Brillante y duradero.

—¿Crees en que el amor perdura a través del tiempo?

La voz de Travis se escuchaba como una mezcla de seriedad y nostalgia, no


sabía si el vino estaba empezando a hacer efecto sobre él, pero me parecía una
pregunta interesante.

—Le preguntas a la mujer equivocada… Soy la persona menos indicada para


opinar acerca de la trascendencia del amor.

Travis suspiró.

—¿Sabes? Una vez amé a una chica… Creo que es la única vez que
realmente amé a una.

—¿Ella te amó también?

—Si lo hubiera hecho yo no estaría aquí… En fin, supe que era amor desde el
primer momento en que la vi. Tenía diez años apenas, hace veinte de eso. A pesar
de no ser más que un niño pude entenderlo al instante… Solo una vez en la vida te
enamoras, pero de verdad, algunas veces amas, o sientes un cariño profundo. Pero
solo una vez en la vida te enamoras…

—¿Qué paso con la chica?

Travis suspiró de nuevo, adiviné que se trataba de un recuerdo doloroso.

—Ella nunca supo que existí.

—Lo siento… No debí preguntar.

—No, tranquila. Creo que hablar de ella es una forma de desahogarme.


¡Dios! No sabes cuánto me hubiera gustado que al menos hubiera notado mi
presencia… Era otoño, lo recuerdo bien. La primera vez que la vi, no había nada
más en el mundo, solo ella y yo. Hubiera podido morir un segundo después de
haber cruzado la mirada con ella y yo sería feliz… Pero las cosas no fueron como
yo esperaba, y en vez de estar juntos por siempre fue algo más como alejarnos de
inmediato.

—Debió ser muy duro…

—Puedes apostarlo, no hubo otra cosa en mi mente por los siguientes veinte
años que no fuera su mirada… Conservo intacto el recuerdo de su rostro en mi
memoria y cuando estoy triste acudo a él… Entonces sonrió, ese es mi truco, esa es
su magia.

Mi piel y mi corazón fueron víctimas de un sismo de gran magnitud al


escuchar esas palabras y no pude sentir algo más que ternura. Travis Spencer tenía
un corazón de oro. Realmente Hope no se había equivocado al compararlo con su
héroe favorito, el hombre que tenía a mi lado era la definición exacta del término
«Buen Chico». Me hubiera gustado que alguien alguna vez hablara acerca de mí de
la misma forma en la que él lo hacía de su amor de la infancia.

—Se nota que realmente amaste a esa niña… ¿no intentaste buscarla de
nuevo? Quizás esta vez pueda resultar distinto…

No puedo negar que en ese momento también me sentía un poco estúpida,


estaba dándole consejos al chico que me atraía para que él buscara a alguien más…
Supongo que el amor nunca podía ser justo.

—Lo intenté, regresé cada uno de los años siguientes al mismo lugar. Unas
veces la veía, otras no, ella se ponía mucho más hermosa con el paso de los años.
Lo único que no cambiaba era lo que yo sentía por ella, ni la indiferencia e
ignorancia de ella hacia mí.

—¿Quieres decir que pasaste veinte años de tu vida detrás de alguien quien
probablemente no sabe siquiera que existes? Dios… No puedo discernir si eso es
romántico, tonto o muy triste.

—Quizás es una mezcla de todas, ¿pero sabes algo? Creo que volvería
hacerlo cada vez de nuevo… Además, este año me siento con suerte. Solo espero
que la magia del viejo Sherman funcione.

—No quisiera matar tus esperanzas, pero… Quizás no deberías aferrarte


únicamente a una vieja leyenda de pueblerinos para proteger tu corazón. Date otra
oportunidad, conoce nuevas personas, no te limites… Todos merecemos ser
amados.

Travis giró su rostro hacia mí y me dedicó la mirada más tierna que haya
visto alguna vez.

—Tú eres quien merece ser amada.

Esa frase me desarmó por completo.

—Sí… Pero no podemos tener todo aquello que queremos… Sin embargo,
así estoy bien…

—¿Segura?

—Sí.

Mi voz encerraba más dudas de las que yo intentaba enmascarar con mi


respuesta. ¿Pero que podía hacer? Decirle que mi corazón no era más que el
despojo de un árbol que había perdido todas sus hojas en un otoño interminable no
era una opción. Y sí, quizás toda mi vida solo era un grito silencioso pidiendo ser
amada, pidiendo que mi corazón volviera a sentir algo… Pero eso no era problema
de nadie, y nunca alguien se tomaría la molestia de intentar solucionarlo, había
vivido por bastante tiempo con esa filosofía y ya me había acostumbrado.

—Dafne… Mereces que alguien te miré a los ojos y te diga que su vida ha
sido un infierno sin ti. Mereces que alguien tome tus manos entre las suyas y las
atesore como si de una reliquia se tratara. Mereces que te toquen el alma y besen tu
mente. Mereces amor, del más puro, del más real… Mereces eso.

Ambos hicimos silencio que se extendió por unos cuantos segundos, lo


único que se escuchaba en la quietud de la noche eran los latidos acelerados de mi
corazón.

—Gracias…

—No lo decía como una forma de hacerte sentir mejor… Era una declaración
de intenciones… Después de todo, no habría mejor lugar que este, al igual que lo
fue la primera vez…

—¿Qué?

Un momento… ¿A qué se refería Travis con declaración de intenciones? ¿Y


cómo que este había sido el lugar de la primera vez? A pesar de que el vino había
tenido cierto efecto en mí aún estaba lo suficientemente estable como para poder
replicar. Pero él pareció obviar lo que yo acababa de decir, estaba lista para volver
a preguntar cuando entonces…

—¡Dafne mira!

En el cielo una estrella fugaz pasó a toda velocidad dejando una estrella de
luz singular tras de ella. Era la primera vez que veía una, ¿qué suerte podía ser
como para toparme con una de esas en ese momento determinado? La respuesta
vino de la misma forma inesperada en que había surgido la pregunta: otra estrella
fugaz, luego otra, y otra, y otra… ¡Era una lluvia de estrellas!

—¡Es increíble!

Me puse de pie de un salto demasiado emocionada como para importarme


que no habría gran diferencia entre estar parada o sentada, quería sentirme lo más
cerca posible del maravilloso espectáculo que estaba presenciando. Travis también
se puso de pie justo a mi lado.

—Se llama «El llanto de Orión», es un fenómeno astronómico sumamente


extraño y especial, ocurre en otoño cada diez años y cada ocasión cambia el sitio
desde donde puede verse debido a la rotación natural de la tierra con respecto al
sol… Investigue acerca de ella y me pareció maravilloso que ocurriera esta noche.
Espero que te guste…
—¿Qué si me gusta? ¡Esto me encanta! ¿Cómo supiste que podríamos verlo
desde aquí?

—Nunca lo supe… Solo tenía la esperanza de que ocurriera.

Esperanza, porque de eso se trataba todo.

Era el aliciente perfecto para el amor. De todas las cosas que podían haber
ocurrido, el cielo pudo nublarse, llover, o simplemente ninguno de los haber ido al
parque. Pero no. Todos los factores que podían haber jugado en contra de la
esperanza de Travis por mostrarme una lluvia de estrellas no lo hicieron.

Las estrellas fugaces parecían danzar en el cielo, como si fueran acróbatas en


un circo del firmamento y hubieran decidido que esa noche nos darían su mejor
espectáculo. Me sentí inmensa y a la vez diminuta al atestiguar las grandes
maravillas con la que solo podemos soñar… Pero era real, y estaba pasando ahí al
frente de mí.

Sin embargo, Travis parecía no estar tan interesado en la lluvia de estrellas


como yo lo estaba. Me miraba a mí y luego sonreía, repetía ese proceso varias veces
mientras yo seguía extasiada con el espectáculo del llanto de Orión.

—¿No vas a verla? ¡Van a pasar diez años más para que puedas volver a
verlo! Y eso contando con que todos los planetas se alineen y tengas la mejor suerte
del mundo… ¿Realmente quieres perderte este espectáculo?

El simplemente me miró y sonrió de nuevo ampliamente. Me estaba


desesperando su actitud, él había tenido ese maravilloso gesto conmigo, quería que
lo compartiéramos, o que al menos él no se lo perdiera.

—Dafne… Tengo una mejor manera de ver las estrellas.

—¿Cuál?

Dio un paso al frente con tanta ligereza que ni siquiera parecía que hubiera
estado lejos de mí. Cruzó sus brazos sobre mi cintura y me acercó mucho más a él.
Sus labios y los míos se juntaron, atrayéndose al instante, eran polos opuestos que
buscaban unirse a toda costa. ¿Quiénes éramos nosotros para oponernos a las leyes
de la física?

Cerré los ojos y el tiempo se detuvo. Mi corazón parecía querer salirse de mi


pecho al momento en que la boca de Travis hacia alquimia perfecta con la mía.

Agujeros negros, meteoros, quásares, galaxias siderales, el sol, la luna, un


par de cometas y muchas, muchas estrellas me rodeaban en ese instante cuando
todo me supo a cielo. El firmamento y el cielo cambiaron de lugar y yo seguía en
medio.

Esperanza, porque de eso se trataba.

Esa noche fue maravillosa, y el viejo Sherman había hecho su magia. Una
que era intangible y ancestral, romántica, efímera… Inefable.

A pesar de que el llanto de Orión había finalizado hacía unos segundos,


seguían lloviendo estrellas a mí alrededor.
Capítulo 5
¿Por quién doblan las campanas?

—¡Dios mío! Eso se escucha como algo muy hermoso. ¿Te besó justo
después de la lluvia de estrellas?

—Durante y después.

—Espera… ¿Realmente te besaste con él?

—Sí, Hope… Travis y yo nos besamos.

—¡Awwwww!

Hope y Laurel exclamaron al unísono, creo que en sus mentes ellas estaban
imaginando como había ocurrido ese momento.

—Solo fue un beso, no es motivo para hacer tanta fiesta…

Mentí mientras trataba de disimular el hecho de que mis mejillas estaban tan
rojas como un tomate. A pesar de que yo quería mantener reservado lo que había
ocurrido con Travis la noche anterior en el parque, Laurel y Hope habían estado
preguntándome con tanta insistencia que en un momento ya no pude obviar más
sus preguntas.

Estábamos en medio de una reunión de solo chicas, Laurel estaba


peinándonos y maquillándonos, de vez en cuando nos gustaba tener un día solo
para nosotras, para ponernos bonitas y hablar de todo un poco.

—Entonces… ¿Te gusta este chico?

—¿Qué? No… Sí… Bueno… No lo sé… ¡Ahhh! Es muy confuso. Apenas le


he visto un par de veces, pero de alguna forma extraña me parece como si ya lo
hubiera conocido mucho tiempo atrás. No puedo explicarlo, me encanta. Aunque
no lo sé…

Hope me miraba con una expresión que rayaba entre lo divertida y


confundida. Probablemente estuviera dándole vueltas en su cabeza a cómo era
posible que los chicos nos causaran tal desastre emocional.

—Pero él es un buen chico…


—Sí, no digo que no lo sea… Es solo que es complicado nena.

—¿Por qué es complicado? Creo que el amor es bastante simple, son las
personas quienes lo complican.

Laurel miró a Hope y luego a mí dándole la razón a ella.

—Si él te gusta, y tú le gustas a él… ¿Por qué simplemente no se lo dices?


Pareciera que están perdiendo el tiempo solo por no atreverse a decirse las cosas de
una forma clara y directa.

Por increíble y muy poco probable que sonase, ahí estaba yo: una mujer de
veintinueve años recibiendo consejos de amor de una niña de trece, que hasta
donde yo tenía conocimiento sus únicas experiencias con el amor eran las que leía.

—Ella está en toda la razón Dafne… Estamos en el siglo veintiuno, eso de


quedarse esperando para que él de el primer paso es una costumbre obsoleta… Por
ejemplo, mírame a mí, Danny McGregor es todo un bombón, y aun así siempre se
ha sentido apenado para coquetear conmigo, y esa es la razón por la cual soy yo
quien le corteja. Mi vida es la de una triunfadora.

—¿En serio?

—No, pero solo estoy tratando de motivarte. ¡Ay! No tienes nada que
perder, creo que deberías buscarle y decirle cómo te sientes… Eso no implica que
tengan que empezar a salir o ser pareja. Solo vas a decirle como te hace sentir y
preguntarle de que forma él te ve a ti. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

Hope tomó mi mano entre la suya y asintió fervientemente, al parecer ambas


estaban de acuerdo en que la única forma de resolver este desbalance emocional
que Travis me provocaba era lidiando directamente con él. Había que tomar al toro
por los cuernos.

Me dejé caer sobre la cama y suspiré con fuerza. Debía valorar los pros y los
contras de atreverme a confesarle a Travis que me sentía atraída por él. Pero
simplemente no era tan sencillo como ellas lo planteaban. Mi corazón había estado
cerrado por tanto tiempo que ya me había acostumbrado a no sentir nada por
nadie, salvo el cariño verdadero que tenía por Laurel y Hope, pero en cuestiones
románticas debo admitir que mis sentimientos habían sido clausurados desde hace
mucho.
Entonces, de la nada aparecía este hombre magnifico. Desbalanceando mi
mundo y cautivándome con su sonrisa.

Travis Spencer era ese hombre que todas las mujeres soñamos tener a
nuestro lado algún día. Y al parecer ese día parecía muy cercano en mi calendario.
Aún no terminaba de entender que podía ver alguien como el en una chica como
yo, bien, no era un monstruo, pero tampoco me consideraba Michelle Pfeiffer, no
era fea pero tampoco muy bonita. Mi cabello no era extremadamente liso, y mis
ojos destellaban como pozos de luz artificial. Mi sonrisa no valía un millón de
dólares y mi cuerpo podía definirse apenas como pasable.

Y aun así… Él me había besado. Realmente lo había hecho, y me trataba de


una forma que me hacía sentir sumamente especial. Toda la vida había escuchado
decir que el amor era ciego y desinteresado, si eso realmente era cierto entonces no
existía una prueba más fidedigna de ello que lo que me estaba pasando con Travis.

Mi mente era una bomba de pensamientos en ese momento, unos me


gritaban que fuera corriendo tras de él, que le abrazara y le dijera lo que él me
provocaba. Otros, por el contrario, que todo aquello no había sido más que un
desliz, que no debía hacerme ilusiones con alguien como él porque nunca sería
para mí.

La mente de las mujeres es un sitio lleno de complejos y dudas. Es triste


admitirlo, pero era la verdad.

—Bien… Voy a pensarlo. No tomaré ninguna decisión apresurada. Solo no


quiero hacerlo en este momento… ¿No se les antoja ahora mismo ir por un enorme
tazón de helado de chocolate? Vamos al centro comercial, esta vez yo invito.

—¡Sí!

—Nunca puedes decirle que no al helado de chocolate… Está en la biblia.

Hope y Laurel me abrazaron con fuerza y me hicieron sentir mucho mejor,


las dudas que habían estado rondando por mi cabeza hasta hace apenas unos
minutos ya se habían despejado. Al menos por el momento.

Media hora después estábamos sentadas en una de las mesas en la terraza


del centro comercial frente a un enorme plato de helado de chocolate que parecía
mucho más grande de lo que en verdad pudiéramos comer.

—Si hay algo mejor para las penas del alma que el helado del chocolate no
quiero saberlo.

—Amen a eso. Literalmente, ¿existe algo mejor que el helado de chocolate?

Hope que estaba sentada frente a nosotras estaba mirando detrás de mí,
parecía más preocupada en lo que fuera que hubiera del otro lado del centro
comercial que de degustar el helado.

—¿Pasa algo nena? Casi no has probado el helado ¿No te gusta? ¿Querías de
vainilla?

—No, no es nada de eso tía Laurel.

Laurel se encogió de hombros y siguió conversado conmigo y comiendo del


helado, sin embargo, Hope aún seguía concentrada en aquello que estaba detrás de
mí, me parecía extraño que actuara de esa forma, cuando sentía que yo la veía
agachaba la mirada o simplemente giraba su rostro en otra dirección.

Yo intenté ver que era lo que la tenía tan distraída, pero a pesar de que miré
en todas direcciones no pude ver nada que pareciera extraño. Supuse que quizás
estaba pensando en otra cosa y por eso se encontraba tan distraída.

Después de diez minutos Hope volvió actuar de la misma manera que antes
pero ahora incluso se había levantado de su silla para tener un mejor ángulo de
visión.

—¿Entonces cuando piensas hablar con él?

—No lo sé, Travis debe estar ocupado, últimamente solo me he encontrado


con él por casualidad. Pero no dudes que apenas lo encuentre hablaré con el…

—Podrías ir a decírselo ahora. ¡Mira allá esta Willheim! Ahí saliendo de


aquella tienda.

—¿Qué dices?

Giré sobre mi silla justamente para encontrarme con una escena que nunca,
ni siquiera en mis más pesimistas ideas pensé atestiguar.

Si alguna vez en la vida deseé no haber visto algo, era esa ocasión.

Travis salía desde Madame Kia’s la boutique de modas del centro


comercial… Nada de eso hubiera sido grave ni capaz de entristecerme como lo
acababa de hacer… Si no hubiera sido por el hecho de que en esa tienda solo
vendían vestidos de novia… Y porque él estaba tomado de la mano de una
hermosa chica.

Crack…

Esperaba que ese sonido que sentí en mi pecho hubiera sido solo mi
imaginación. Pero el dolor que empezaba a sentir en él era bastante real.

—Dios no…

Laurel susurró por lo bajo tan dolida como yo mientras que la pobre Hope
parecía no haberse dado cuenta todavía de lo que estaba pasando.

—¿Por qué Willheim esta con esa chica y…?

Como si hubiera sido una respuesta a su pregunta la mujer apretó a Travis


entre sus brazos y lo hizo girar en medio del abrazo cambiándolo de posición.
Ahora ella estaba de espaldas a nosotras y el de frente. Ella le plantó un enorme y
muy apasionado beso en los labios que el también respondió.

Crack…

Para ese momento un rio de lágrimas ya estaba corriendo cuesta abajo por
mis mejillas. No pude soportarlo más, no quería seguir siendo testigo de esa
escena… Mi corazón acababa de romperse en apenas dos segundos. Travis abrió
los ojos justo a tiempo para verme, su mirada era de sorpresa y miedo. Aquella que
en un momento me había transmitido tanta calidez y esperanza, ahora no era más
que un frio puñal que sentía clavárseme en el pecho y hacerme sentir un profundo
dolor. La mirada que había amado por recordarme al invierno ahora solo era
merecedora de mi odio y decepción.

Salí corriendo de ese lugar sin mirar atrás.

Recorría el trayecto de vuelta a casa a toda la velocidad que mis pies me


permitían, pero no era suficiente. Ya ni siquiera sentía tener control sobre ellos,
detrás de mí pude escuchar de forma distorsionada la voz de Laurel y Hope
llamándome, pero no me importaba. No quería que me alcanzaran, no tenía el más
mínimo ápice de valentía para poder mirarlas a los ojos después de lo que acababa
de ocurrir.

Me dejé caer sobre una acera cercana y empecé a llorar como una
magdalena.

No tenía excusa alguna, yo misma me había puesto en esa situación. ¿Por


qué había dejado de lado mi filosofía de ser precavida en el amor? ¿Por qué había
dejado que sus malditamente hermosos ojos color marrón me hubieran seducido el
alma? Era solo mi culpa, atreverme a esperar algo más del amor que no fuera una
decepción absoluta.

Y es que ese era el gran problema con el amor, podía elevarte hacia la
estratosfera en apenas un segundo, y al segundo dejar que te estrelles de lleno
contra el suelo. Y el dolor, era insoportable. Sentía como si me doliera el solo
respirar.

Laurel y Hope al fin me alcanzaron ambas se sentaron junto a mí y


empezaron a consolarme, pero nada de lo que pudieran decirme haría efecto en mi
roto corazón. Travis Spencer, ese al que había considerado un buen chico, ese
mismo que la noche anterior me había dado la sorpresa más hermosa que alguna
vez alguien hubiera hecho por mí… Ese mismo hombre que me había besado bajo
una lluvia de estrellas, me había mentido.

Iba a casarse.

—Oh nena, lo siento muchísimo… De verdad lo siento…

Laurel me abrazaba y besaba mi frente en un intento de hacerme sentir


mejor, pero no funcionaba. Alcé la mirada para encontrarme con el rostro triste de
Hope, creo que la traición nos había afectado a ambas, me pregunté si aún lo
consideraba la representación de su héroe… Si aún seguía siendo Willheim para
ella.

—¿Por qué?

Fue lo único que la niña alcanzo a preguntarme antes de que su voz se


quebrara en un hilo de tristeza, casi de la misma forma en que se rompía mi
corazón con cada segundo que pasaba recordando en mi mente la triste escena.

—No lo sé nena… Supongo que así es la vida.

Volví a romper en llanto, pero esta vez por suerte no estaba sola. Laurel y
Hope me rodearon con sus brazos y lloraron junto a mí.

Yo y el otoño éramos lo mismo, de los árboles caían hojas, y de mi rostro


lágrimas.

¿Esperanza? No, tristeza, porque de eso todo se trataba.


Capítulo 6
No todo puede llamarse amor

Había pasado exactamente una semana desde aquel triste día en el que
había visto como mis ilusiones románticas se hacían añicos antes de incluso
empezar. Travis era un mentiroso y probablemente un mujeriego, no podía decir
que me dolía más, si el hecho de que me hubiera mentido todo el tiempo o el hecho
de que se comportara como un idiota teniendo novia, posiblemente prometida, a
pesar de que yo no conocía a esa chica ninguna mujer merecía ser engañada ni la
segunda opción de ningún hombre.

Todos los días desde entonces Laurel traía consigo a Hope y juntas me
hacían compañía, eso era lo único que me estaba ayudando a mitigar el dolor que
sentía por dentro. Estaba intentando dejar de pensar en Travis y creo que poco a
poco iba lográndolo.

Desde mi ventana podía ver el paisaje del porche, varios árboles que
decoraban mi jardín exhibían ahora el color y follaje característico del otoño, había
llovido los últimos dos días así que todavía podía sentir el petricor del exterior. A
pesar de la sublime belleza que traía consigo esta estación yo no evitar estar
nostálgica y sensible, más aún con lo que había pasado.

Por alguna razón el otoño siempre resultaba ser la época más dura del año,
al menos para mí. Todos los años mi corazón se sentía desbordado e indeciso, pero
nunca antes como estaba sucediendo en la actualidad. Travis me había tomado por
sorpresa, ni siquiera esperaba sentirme atraída por el así que no había posibilidad
alguna de que me hubiera podido preparar contra el eventual golpe que
representaba su mentira.

Estuve sumida en una de mis depresiones diarias hasta que Laurel y Hope
hicieron su aparición esa tarde, venían cargadas con chocolates, películas
románticas, flores y muchas otras cosas que habían pensado podían hacerme sentir
mejor. Fue entonces cuando nos dedicamos a nuestra maratón de películas para
llorar, es curioso como cuando se está triste por alguna razón nos gusta ponernos
aún más tristes, supongo que nos gusta ser masoquistas en algunas situaciones
determinadas.

—¿Por qué los hombres hermosos siempre son gays o están comprometidos?
Oh, Di Caprio… Lo que te haría a ti…
Laurel tenía una fascinación por Leonardo DiCaprio así que ese día
habíamos decidido ver todas las películas donde pudiéramos darnos un gustazo
con su bello rostro. Hope también estaba muy impresionada con el hermoso
aspecto del icónico actor, así que juntas suspirábamos cada vez que aparecía en
pantalla y soltaba un agudo y romántico dialogo con su pareja de turno.

—Los chicos como ese solo existen en las películas… Míralo, es un sueño.

—Es hermoso…

—Pues a mí me parece atractivo y todo eso, pero…

—¿Pero qué cariño?

—No, nada…

Hope bajó la mirada y nuevamente quedó en silencio. A pesar de que ella no


se atreviera a decírmelo yo sabía lo que eso significaba, ella se sentía herida al igual
que yo, y también extrañaba a Travis, o mejor dicho a Willheim, la ilusión que
representaba el para ella. No podía culparla, había estado sola durante casi toda su
vida, nunca había tenido la oportunidad de desarrollar vínculos a excepción de con
Laurel y conmigo. Era entendible que cuando un hombre llegara a su vida y la
hiciera feliz ella lo viera como un «Buen chico» y se sintiera apegada a él.

Entonces me dolía más verla a ella en ese estado, yo podía aceptar lo que él
había hecho, podía aprender a vivir con ello, no era la primera y ciertamente no
sería la última vez en la que alguien me decepcionara, pero ella era diferente, con
su enfermedad eran muy pocas las posibilidades de que su vida le permitiera
conocer a tantas personas como lo había hecho yo, para ella era literalmente una
cuestión de vida o muerte.

Estaba en medio de mi profunda meditación cuando entonces escuché aquel


ruido. Era como un golpeteo leve pero constante. Había venido desde justo detrás
de nosotras.

—¿Qué es eso?

—¡Dafne!

—¿Acaso…?
Hope se apresuró a asomarse a la ventana. Su rostro se iluminó por un
segundo antes de girarse de nuevo hacia nosotras.

—¡Es Travis!

—¡No puede ser tan descarado de acercarse por aquí!

Laurel se levantó de golpe y abrió la ventana para constatar que realmente


se trataba de él.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Acaso eres tan cínico como para
venir a buscar a Dafne después de lo que sucedió?

—¡Por favor! Tienen que dejarme hablar con ella. Necesito explicarle qué es
lo que pasa.

Yo me escondí debajo de las sabanas, demasiado confundida para pensar


con claridad, el solo hecho de haber escuchado su voz había hecho que revivieran
en mi interior aquellos sentimientos que el mismo había despertado aquella noche
en el parque. Pero de la misma manera también venía a mi mente aquel punzante
dolor que había sentido al verlo besar a la otra chica. ¿Para qué había venido? ¿A
qué se refería con que debía explicarme lo que sucedía? Para mí todo estaba muy
claro, él me había mentido. Era tan simple como eso.

—¡No vas a ver a Dafne! Mejor te vas de aquí antes de que llame a la policía.

—¡No voy a irme hasta que me dejes hablar con ella!

—Perfecto.

Laurel fue corriendo hasta el baño de mi habitación y empezó a llenar con


agua una cubeta, Travis seguía llamando por mí mientras Hope me veía a mí como
si estuviera preguntándose qué es lo que pasaría a continuación.

—¡Esto significa que te vayas al diablo!

Laurel arrojó sobre Travis el contenido de la cubeta dejándolo empapado y


sin poder creerse lo que acababa de pasar.

—¡Regresaré!
—¡Volveré a bañarte cada vez que vengas por aquí idiota!

—Se fue…

Añadió Hope con tristeza.

Las tres intercambiamos una mirada de preocupación, aunque cada una de


nosotras lo veía desde una perspectiva distinta: Laurel se preocupaba por el hecho
de que Travis realmente regresara a mi casa e intentara hablar conmigo, Hope
parecía más intrigada por el hecho de que él quería ofrecer una disculpa, sé que en
el fondo ella seguía confiando en él. Por mi parte yo estaba hecha nuevamente un
desastre emocional, el solo hecho de que se hubiera presentado allí indicaba que
tenía agallas, había que reconocer eso, sin embargo, aún seguía molesta por lo que
había pasado y una simple disculpa no sería suficiente para hacerme cambiar de
opinión.

—Tranquila cariño, voy a ahuyentar a ese desgraciado cada vez que venga.

Laurel volvió a sentarse a mi lado y pasó su brazo por sobre mis hombros.

—Pero… ¿Y si está diciendo la verdad? ¿Qué tal si es solo un malentendido?


Tal vez deberíamos escucharlo…

—No nena, los hombres siempre actúan como inocentes corderitos cuando
saben que han metido la pata, pero apenas se dan cuenta de que tienes un ápice de
compasión por ellos mudan de piel y se transforman en lobos. Dafne esta mejor sin
él.

—Ya… No quiero hablar más del tema.

—Pero…

—Nena, basta… Ya no hablemos más de Travis.

Hope frunció el ceño, cruzó los brazos y se dejó caer pesadamente sobre la
cama de nuevo, era obvio que no le había caído nada bien mi intento por cortar el
rollo y pasar de página, ella aún creía en Travis, y buscaría la forma de hacernos
cambiar de parecer a Laurel y a mí.
Lo que había comenzado como un hecho aislado continuó repitiéndose los
días siguientes, Travis había regresado a mi casa cada uno de los días y siempre
era despachado por Laurel hecha una fiera quien últimamente se encontraba
innovando formas de hacerlo marcharse, de haberse tratado de mí creo que
hubiese desistido al primer minuto.

Seguir aferrado a la idea de querer disculparse conmigo le había ganado


recibir cubetazos llenos de basura, de agua fría, tomates, y cualquier cosa que se
encontrara a la mano de Laurel cuando él decidía aparecerse por allí. El resultado
siempre era el mismo, un Travis con la moral por el piso y su ropa hecha un asco
prometiendo que volvería hasta que lo dejaran hablar directamente conmigo.

Debo admitir que la situación me estaba pareciendo bastante cómica, y


empezaba a compadecerme un poco de él. No podía evitar sentir empatía por un
hombre que parecía no desanimarse a pesar de que todo estaba en su contra.

Pero entonces todo cambió…

Ese día Laurel había tenido que trabajar tiempo extra así que no había
podido ir a mi casa, eso nos había dejado solas a mí y a Hope. Estábamos
pintándonos las unas y arreglando un poco la habitación cuando entonces
volvimos a escucharlo.

—¡Dafne!

Hope y yo intercambiamos una mirada rápida. Ninguna de nosotras había


hablado con Travis en las ocasiones que venía, esa misión siempre había recaído en
Laurel, pero como no se encontraba dependía de nosotras ahuyentarle, o
confrontarle de una vez por todas. Creo que la niña debió notar la indecisión en mi
rostro porque apenas un segundo después salió disparada por las escaleras con
dirección hacia la puerta.

—¡Hope no!

Le grité, pero ella no me hizo caso, estaba decidida a ser ella quien atendiese
a los gritos de Travis, salí corriendo detrás de ella pero asegurándome de que el no
pudiera verme. Hope abrió la puerta mientras yo me escondía tras la escalera de la
planta baja.

—¡Hola princesa!
—Hola…

—¿Esta Dafne en casa?

—Dafne no está… Tuvo que salir.

—Vaya…

—¿Por qué lo hiciste Willheim? ¿Por qué mentiste?

La voz de Hope se escuchaba indudablemente herida.

—Es una larga historia Hope… Discúlpame. Tuve que haberles dicho la
verdad desde el primer momento.

—¿Entonces es cierto? ¿Vas a casarte con esa mujer?

—Sí.

Se hizo un silencio entre ellos seguido por un largo suspiro de Hope. Yo


sentí como se revolvía mi estómago. A pesar de que estaba casi segura de que
había tenido razón necesitaba escucharlo de su boca, necesitaba que él lo
admitiera.

—Vaya… Eso no es algo de un buen chico. La lastimaste. Y a mí también…

—Yo… No quise hacerles daño Hope… Soy un idiota, lo sé…

—Creo que no es a mí a quien debes decirle eso… Quizás deberías irte


ahora. No sé a qué hora Dafne regrese. Adiós.

—Hope espera…

Pero Hope no esperó. Simplemente cerró la puerta sin decir una palabra
más. Cruzó miradas conmigo por un segundo. Pude verlo en sus ojos, el dolor de
cuando te rompían el corazón. Debía ser la primera vez que lo sentía, y sin
embargo lo manejaba mucho mejor de lo que aún yo con toda mi experiencia podía
hacerlo.

No era tristeza, simplemente decepción. Era una lástima que de todas las
cosas que pudiera experimentar en su corta vida, fuera eso lo que le tocara. Una
gran felicidad conllevaba irremediablemente a un gran dolor en algún punto.

Esa tarde fui yo quien tuvo que consolarla a ella.

La noche había caído trayendo consigo su velo azabache sobre el cielo.

Había llevado a Hope de vuelta a St. Raven hace un par de hora, al menos ya
parecía un poco menos triste cuando la deje en su habitación del hospital y le
prometí regresar pronto para jugar con ella. Para ese momento ya había asimilado
la respuesta que Travis le había dado a Hope, estaba aceptando la realidad. Era lo
único que podría hacer.

Escuchaba un poco de música ligera y bebía a sorbos de mi taza de


chocolate. Poco a poco iba dejando a un lado todo el problema con Travis y me
dedicaba a pensar como seguir adelante.

Escuché unos ruidos afuera de mi ventana, agucé mi oído para descubrir de


que se trataba, pero después de unos segundos habían cesado así que decidí no
prestarles atención.

—Bien entonces…

Crack.

Los sonidos ahora provenían del árbol que estaba frente a mi ventana. Algo
estaba moviéndose entre las ramas. Me levanté de mi cama y encendí las luces de
la habitación para poder ver mejor que era lo que estaba sucediendo. Nuevamente
las ramas del árbol se sacudieron, ¿podría tratarse tal vez de algún animal
nocturno? ¿Un búho en busca de alguna presa quizás?

—No vayas a gritar por favor…

Tuve que llevarme las manos a la boca para no dejar escapar un desgarrador
grito que hubiera alertado sin duda alguna a los vecinos. Travis estaba
balanceándose muy peligrosamente sobre una de las ramas del árbol, la cual se
encontraba bastante débil y resquebrajada producto del efecto de otoño.

—¿Qué diablos estás haciendo allí arriba?


—¿Conoces la definición de persistencia?

—Una excusa para ser molesto y no aceptar un no por respuesta.

—No, seguir con el curso de acciones determinadas para la consecución de


un propósito establecido sin importar los obstáculos y fracasos previos…

—Travis, bájate de allí ¿Estás loco? Podrías…

Y como si mis palabras hubieran tenido la carga profética de un


Nostradamus la rama sobre la que Travis se encontraba cedió bajo su peso. Nadie
era invulnerable a las leyes de la física, ni siquiera él. El pobre hombre cayo
pesadamente desde el árbol amortiguando su caída apenas por la montaña de
hojas secas que había juntado en la base del árbol.

—¡Travis!

Bajé corriendo a toda velocidad por la escalera y salí a mirar como se


encontraba, era una caída de casi tres metros y podía haberse lesionado de
gravedad. Lo encontré gimiendo de forma lastimera mientras se llevaba las manos
a la cabeza y se quejaba del dolor.

—¡Dios! ¿Estás bien Travis? ¡Estás loco! ¡Pudiste haberte matado! ¿Qué rayos
estabas pensando cuando subiste ahí?

—Que necesitaba verte.

—¡Pero pudiste haberte matado!

—No hablar contigo es algo peor… No era una elección tan difícil.

Me arrodillé junto al montón de hojas y empecé a revisar que no se hubiera


lastimado de gravedad, tenía un enorme chichón y un par de cortes en el rostro
producto de haberse raspado contra las ramas, pero del resto estaba bien.

—Eres un idiota Travis… Además, no entiendo por qué has venido hasta
aquí… No necesito explicaciones de ningún tipo.

—No, tampoco me las has pedido… Pero yo quiero hacerlo. Por favor solo te
pido que me escuches… Si después de eso aún sigues odiándome lo aceptaré y no
te molestaré de nuevo. Lo juro.
—¿Odiarte? ¡Ja! Te equivocas, eso sería darle demasiada importancia a
alguien que no la merece.

—Solo escúchame por un minuto, solo eso…

—Lo tienes.

Travis dio un profundo y largo suspiro antes de hablar.

—Sí, voy a casarme. Estoy comprometido con esa chica desde hace un año.
La última vez que vine al pueblo, de hecho. Ese día estábamos buscando su vestido
de novia. La razón por la cual voy a quedarme por todo el otoño es que mi boda se
celebra el último día. Después de eso nos iremos de luna de miel…

—Adiós…

—¡Espera! Aún no has oído todo… ¡Algo cambió dentro de mí esa noche que
nos besamos! No puedo explicártelo ahora, pero realmente pude sentirlo. Todo lo
que te he dicho en todo este tiempo ha sido verdad Dafne… Todas y cada una de
mis palabras no guardan más que mis verdaderos sentimientos. Estoy confundido
en cuanto a mi matrimonio, no puedo negar eso… Pero lo que te dije era verdad.

Sentí como mis ojos empezaban a humedecerse.

—¿Por qué no fuiste sincero conmigo desde un principio?

—No quería asustarte o perderte… No esta vez.

—¿Esta vez? ¿Qué quieres decir con eso?

Él hizo un silencio y desvió la mirada.

—No puedo decírtelo ahora… Pero debes confiar en mí. Dafne… Estoy
sintiendo algo por ti. Por favor… No me castigues con tu indiferencia.

—¿Indiferencia? Travis… En verdad me importabas. Estaba decidida a


decirte lo que sentía por ti hasta que me encontré con esa linda escena… ¿Cómo
puedes pedirme eso?

—Porque te necesito.
Esas palabras tuvieron un efecto poderoso sobre mí. Sentí como mi corazón
se aceleraba al escuchar eso.

—¿Por qué?

—Porque me acostumbre a verte y estar contigo, siento que cuando estas


lejos ya no puedo respirar o simplemente el mundo deja de tener sentido. Esa
noche que pasamos en el baile y luego en el parque ha sido la maldita mejor noche
de toda mi vida. Y sería un imbécil aún más grande de lo que soy si fuera tan tonto
como para perderte… Y Hope… También necesito su perdón.

Miré al hombre que me hablaba, allí tendido sobre un montón de hojas


secas, con ese enorme chichón en la cabeza y los cortes en su rostro. Un hombre
herido, golpeado y a punto de la derrota. Pero a pesar de todo… Arrepentido. Un
hombre que se aferraba a un sentimiento que yo le había provocado. A pesar de
que las palabras algunas veces ocultaran mentiras tras de ellas, lo que Travis decía
venia directamente de su corazón. Y si había algo que no podía ser engañado era
eso. Suspiré y le devolví una sonrisa.

—Bien…

—¿Eso significa que me perdonas?

—No lo sé… Significa que por ahora quiero que salgas de mi patio y me
dejes ir a descansar… Y tú también.

Le ofrecí mi mano y lo ayudé a ponerse de pie. Acomodé su camisa e intenté


hacer algo con su cabello que extrañamente siempre estaba desordenado. El me
miró como un niño pequeño que mira a su madre esperando un regaño.

—¿Entonces…? ¿Amigos?

—Amigos…

Me di la vuelta y lo dejé ahí de pie sobre el montón de hojas en mi patio. La


brisa de otoño soplaba dulcemente tras mis orejas y traía consigo el aroma del
petricor y las hojas secas. Caminé de vuelta hasta mi casa y por el rabillo del ojo
pude ver como el «buen chico» Travis me contemplaba alejarme con una sonrisa,
yo también sonreí. Quizás de eso se trató todo desde un principio, quizás lo que
realmente nos unía era la amistad.
Y no significaba que fuera una pérdida o una derrota para mi corazón y mis
esperanzas sentimentales.

En ese momento entendí, que no todo puede llamarse amor.


Capítulo 7
El regalo prometido

Se podía decir que ya había superado mi fase de enamoramiento repentino


por Travis. A pesar de que el sentimiento había sido realmente fuerte e inesperado
tenía que aceptar que este chico ya había hecho planes para casarse y yo no podía
interferir en algo como eso, mi corazón no lo soportaría, y mi dignidad como mujer
no lo iba a permitir. Entonces decidimos ser amigos. Fue un proceso complejo
convencer a Laurel de que Travis me había pedido perdón y yo lo había aceptado,
ella aún seguía un poco molesta por el hecho de que él no hubiera hablado de su
compromiso antes.

Con Hope fue más fácil, a pesar de que ella también se había sentido herida
por la mentira, su admiración y empatía con Travis al asemejarlo a Willheim le
permitía ser más compasiva. Aún puedo recordar lo emocionada que se puso
cuando le comenté que Travis y yo volvíamos a ser amigos.

Con el asunto de Travis despejado de mi cabeza ahora podía concentrarme


en otras cosas que requerían de mi interés, como por ejemplo la delicada salud de
Hope. Estaba empeorando, lo últimos días no le habían permitido salir de St.
Raven porque estaba empezando a complicarse. Justo en ese momento estaba de
camino para ir visitarla, pero mi acompañante se estaba tardando más de la cuenta.
Estaba contemplando mi reloj cuando…

—Vale, vale sé que me tardé un poco, pero es que esa oficina de correos
tiene un servicio bastante deficiente…

—¿Lo tienes?

—Sí, te dije que lo conseguiría para ella. Nunca incumplo una promesa.

—Me alegra escuchar eso…

Empezamos a caminar en dirección a St. Raven. El viento soplaba con fuerza


y arrastraba con él las hojas sueltas que caían de los árboles. El aroma otoñal era
sumamente magnifico, la mezcla de la tierra mojada y el ambiente húmedo me
hacía sentir de muy buen humor.

—¿Cómo van los preparativos?

—Bien… Ya sabes cómo son las chicas en esas situaciones… Está actuando
como toda una «Noviazilla», creo que le importa más cómo va a salir la ceremonia
que cómo me siento yo. Te lo juro que a veces no entiendo a esa mujer…

—Debes tratar de comprenderla, toda chica quiere tener una boda de


ensueño. Es normal que actúe de forma controladora y un poco estresante, solo
quiere asegurarse de que todo salga bien… Creo que es lo que yo haría de estar en
su lugar.

—¿Tú quieres tener una boda de ensueño?

—Mejor no hablemos de eso…

Un silencio incomodo se hizo entre nosotros revelando que no había sido


precisamente una buena pregunta para hacerme tomando en cuenta nuestra
situación.

—Lo siento… No debí haber preguntado eso, por favor discúlpame.

—No te preocupes Travis, no es como si fuera a matarte solo por haber


preguntado eso. Y sí… Sí me gustaría casarme y ponerme un hermoso vestido y
que Laurel y Hope sean mis damas de honor y todo eso… Pero ya sabes… No todo
en la vida se puede tener.

Travis suspiró.

—Algún día, créeme. Cuando menos lo esperes alguien llegará y será justo
como lo has soñado todo este tiempo.

—¿No vas a ponerte sentimental ahora verdad?

Travis rio a carcajadas y me dio un leve codazo por haber cortado la charla
sentimental. La verdad era que solo como amigos nos llevábamos bastante bien.

—¿Y cómo está ella?

—No tan bien como me gustaría… Pero sigue luchando, al menos aún tiene
fuerza para eso. Creo que verte a ti la hará sentirse mejor. Por favor no lo arruines.

—Copiado. Además, creo que esto de aquí va a ponerla de muy buen


humor.
Respondió el dándole un golpecito a la caratula del libro que llevaba en su
otra mano.

—Eso espero… De verdad que no sé qué más puedo hacer por ella. Te lo
juro que quisiera ser yo quien estuviera enferma y no ella, Hope no se merece algo
como eso…

—Tranquila… Ya verás que mejorará muy pronto. Tiene nombre de


esperanza, así que debemos confiar hasta el final.

Travis me dedicó una cálida sonrisa y me sentí un poco mejor, era increíble
la facilidad que él tenía para hacerme sentir bien. Era como un resplandeciente día
que nacía de su sonrisa y me envolvía con su calor y felicidad. Era difícil no adorar
a este chico.

—¿Sabes que ella siempre te compara con el protagonista de ese libro no?
Incluso ya te ha cambiado el nombre.

—Sí, me he dado cuenta de que cada vez que hablamos me llama de esa
forma…

—Según ella lo ve, eres justo como Willheim, un héroe de buen corazón
cuyo único objetivo es ayudar a los demás sin esperar nada a cambio. Ella piensa
que eres un buen chico.

—Vaya… ¿Crees que soy un buen chico?

—Ja… Creo que eres dulce, y amable… Y también te pareces un poco a


Willheim… Sí, sí creo que eres un buen chico Travis Spencer.

Después de unos cuantos minutos más de camino por fin llegamos a St.
Raven. Las enfermeras y encargadas del hospital se sorprendieron al verme llegar
con Travis. Todas ponían caras complicidad y susurraban entre ellas, supongo que
era normal, después de todo él era un hombre muy atractivo y ellas nunca me
habían visto frecuentar ese lugar acompañada de otra persona que no fuera Laurel.
Una de ellas nos guio hasta la habitación de Hope. El solo verla provoco que se me
humedecieran los ojos: estaba conectada a varias máquinas para medir su ritmo
cardiaco y otra para ayudarle a respirar, verla postrada en esa cama, de esa
forma…

—Por favor no la alteren demasiado, debe descansar.

Nos dijo la enfermera antes de retirarse para permitirnos estar a solas con
ella.

La niña tenía los ojos semi cerrados y parecía estar dormida, o al menos
descansando.

—Hey… Buenos días princesa.

—Dafne…

Hope se despertó y retiró con mucha delicadeza la mascarilla sobre su


rostro, podía respirar sin ella, y además le dificultaba para hablar. Cuando vio a
Travis en su cara apareció una expresión de sorpresa que lentamente se transformó
en alegría. Su mirada, aunque débil y cansada empezó a brillar por el simple hecho
de que frente a ella se encontrara ese buen chico a quien tanto admiraba.

—¡Willheim!

Travis se acercó hasta el borde de la cama y apretó a la niña contra su pecho.


Se abrazaron como si no se hubieran visto en una década y podría jurar que a
Travis se le salieron un par de lágrimas cuando tenía a Hope entre sus brazos.

—¡Hola pequeña princesa! ¿Cómo has estado?

—No muy bien, me cuesta respirar y tengo mucho dolor… Pero al menos
me han dejado tener mis peluches y libros… ¿Ustedes son amigos de nuevo?

—¡Sí! Dafne y yo somos amigos de nuevo.

—Eso me alegra mucho, temía que no volvieran a hablarse y ya no


pudiéramos volvernos a divertirnos como aquella noche en el baile… ¿Cuándo me
recupere podemos ir a bailar de nuevo?

Sentí un fuerte pinchazo en el pecho y un nudo en la garganta. La inocencia


perduraba en su alma y a pesar de su situación mantenía con vida los sueños de
recuperarse y seguir adelante. Ella era mucho más fuerte y valiente que yo, era
digna de eso y mucho más.
—Por supuesto que sí, nena… Iremos a bailar de nuevo y luego de eso nos
iremos de viaje a New York. ¿Recuerdas? La gran manzana.

—¡Sí! Willheim también vendrá con nosotras… Será muy divertido. Ya


quiero recuperarme para que podamos salir a disfrutar…

A pesar de que no habláramos una mirada bastó para confirmar que Travis
estaba pensando lo mismo que yo, supongo que a pesar del poco tiempo que
llevaba conociéndola se había encariñado mucho con Hope. Sus manos temblaban
ligeramente como si estuviera demasiado nervioso para controlar el involuntario
movimiento de las mismas.

—De hecho, Travis te ha traído algo que seguro te va a encantar… ¿Verdad


que sí, Travis?

—¡Ah! Sí, sí, es cierto… Esto me lo envió mi amigo desde New York. Está
autografiado y dedicado especialmente para la niña más hermosa del planeta.

Travis le extendió la copia personalizada de su libro favorito: «Las


maravillosas aventuras de un valiente testarudo». Se trataba de una edición
especial con una cubierta variante donde aparecía Willheim sosteniendo su espada
en alto a punto de combatir con un enorme dragón. Le eché un rápido vistazo y
entonces no pude estar más de acuerdo con Hope en el hecho de que Travis se
parecía demasiado a ese personaje, físicamente eran una copia exacta el uno del
otro.

—¿En serio es para mí? ¡No puedo creerlo, gracias Willheim!

Hope abrió emocionada el libro que Travis acababa de obsequiarle y se


encontró con la agradable sorpresa de una fotografía firmada y una dulce
dedicatoria por parte del autor. Unas lágrimas de felicidad empezaron a correr por
sus mejillas, dejó el libro a un lado y abrazo a Travis con todas sus fuerzas.

Ambos se fundieron en un abrazo largo y lleno de cariño, como si estuvieran


diciéndose con ese gesto todo lo que las palabras no podían expresar. Entonces
volví a sentir por Travis el mismo cariño de antes, era imposible no hacerlo.
Después de todo él tenía la extraña habilidad de hacer que todos se sintieran mejor
estando junto a él, yo lo sabía por experiencia propia. No pude hacer más que
sonreír al verlos compartir ese emotivo momento, después de separarse Hope le
pidió a Travis que por favor le leyera el libro desde la parte donde ella y yo nos
habíamos quedado.
—Bien…. Entonces tenemos al valiente pero testarudo Willheim
abandonando el bosque de los cien acres porque no había podido dar con el
escondite de la malvada bruja Elvira…

Hope se había recostado de nuevo en la cama y había vuelto a colocarse la


mascarilla para ayudarse a respirar.

Estaba parada recostada contra la puerta de la habitación cuando esta se


abrió de repente.

—Oh, vaya así que estaban visitando a Hope… Espero no haberlos


interrumpido en nada. ¿Puedo hablar con alguno de ustedes? Es algo importante.

—Sí, claro, hablemos doctor…

Travis asintió desde la silla indicándome que él se quedaría con Hope para
que yo pudiera atender la charla con el doctor. Salimos de la habitación para tener
un poco más de privacidad, el doctor se sentó en una de las sillas de espera que se
encontraban en el pasillo y me pidió a mí también que tomara asiento.

—¿Cómo esta Hope doctor? ¿Hay esperanzas de que se mejore?

El doctor cruzo sus manos y juntó sus pulgares antes de hablar. Como si
estuviera preparándose para dar una charla importante a sus alumnos en una
facultad de medicina.

—Empeorando… Las terapias de quimioterapia, aunque en un principio


mostraron ciertos indicios de ayudar a mejorar su estado de salud ahora no están
teniendo mucho efecto, las nuevas irradiaciones solo le causan dolor y dañan aún
más las células sanas… Las pocas que le quedan.

—¿Qué? Pero si hace apenas un par de semanas estaba más sana de lo que
no la había visto en mucho tiempo, ¿cómo puede decir eso?

Mi voz se empezaba a quebrar en un hilo de tristeza producto de las


terribles noticias que me estaba dando el doctor. No quería oírlas, no si se trataban
de cosas tan terribles como esas.

—Lo lamento… Le juro que hemos hecho todo lo que está a nuestro alcance
para ayudarla a mejorarse, pero nuestros esfuerzos han sido en vano hasta ahora…
—¿Va a morir?

Pregunté con lágrimas corriendo por mis mejillas.

—Hizo metástasis…

Sentí como mi corazón se rompía de nuevo. Era peor de lo que hubiera


imaginado. El cáncer había empezado a extenderse por todo su cuerpo, era lo
mismo que decir que sus probabilidades de recuperarse eran prácticamente nulas.
El doctor seguía hablando, pero sus palabras ahora llegaban de forma difusa a mis
oídos, como si fuera el eco en una cueva gigantesca, estaba demasiado concentrada
en Hope y en el sufrimiento que ella pudiera estar pasando en ese mismo
momento, y aun así…

—Le doy mi palabra de que haremos nuestro mayor esfuerzo por


ayudarla… No voy a descansar hasta agotar cualquier posibilidad…

Simplemente asentí, no podía hablar. No en ese momento. El doctor se


levantó y sacó de su bolsillo lo que parecía ser un rosario. Algo sumamente extraño
teniendo en cuenta que él era un hombre dedicado de lleno a la ciencia. Lo puso en
mi mano y lo apretó entre ellas.

—Sonará extraño viniendo de mí, pero en estos momentos debe tener fe…
Confié en un poder superior. Quizás nos ayude más de lo que podemos esperar.

Y diciendo eso se alejó nuevamente con rumbo a otra habitación.

Me puse de pie y sequé las lágrimas que me corrían por las mejillas, no
quería que Travis se alarmara ni que Hope me viera así, tenía que tratar de
transmitirle la seguridad suficiente para que ella siguiera manteniendo ese espíritu
de lucha que siempre había tenido. Atravesé el umbral de la puerta con una amplia
sonrisa, aunque por dentro mi corazón lloraba desconsoladamente.

—¡Dafne! Te perdiste de la mejor parte, Willheim se encontró con los trolls,


los venció a todos, y pudo rescatar a una de las princesas… ¡Es el mejor!

—Eso es genial cariño…

—¿Está todo bien?

Preguntó Travis intentando disimular la preocupación en su voz.


—De maravilla.

Sonreí de nuevo para ambos.

Aunque tuviera noventa y nueve problemas en la mente, verlos a ambos allí


eran mi razón para sonreír. Hope…

Esperanza, era lo último que me atrevería a perder.


Capítulo 8
Siempre hay una primera vez

Yo estaba pasando el otoño más duro de toda mi vida. Era como si todas las
situaciones que pudieran llegar a salir mal se estuvieran juntando todas al mismo
tiempo para complicar mi existencia de formas más que creativas. Sin embargo, no
quería darme por vencida, simplemente no podía. Tenía que dar lo mejor de mí
para seguir adelante, aún tenía la esperanza de que todo mejorara.

Estaba tratando de despejar mi mente lo más posible ese día cuando recibí
una llamada que, aunque inesperada, resulto muy gratificante.

—¿Hola?

—Sí, hipotéticamente, conoces a un hombre que es genial, divertido,


inteligente y guapo, y además interesante, valiente, amigable, caballeroso y por
sobre todas las cosas, humilde…

Una sonrisa se pintó en mi rostro apenas escuchar la voz de Travis.

—Entonces digamos que este hombre está a las puertas del matrimonio,
pero aun no comprando su esmoquin…

—Le respondería que nos veríamos en treinta minutos en el centro comercial


para ayudarlo a elegir un traje que no lo haga lucir como un payaso…
Hipotéticamente claro.

—Oh, genial. Hipotéticamente entonces la vería allí… Hasta luego.

Apenas había cortado la llamada cogí mi cartera y salí de inmediato hacia el


centro comercial. La idea de ayudar al hombre por el que me había sentido atraída
a escoger su traje para que contrajera matrimonio con otra mujer me resultaba en
extremo irónica, pero no significa que fuera muy alejada de mi realidad. Era el tipo
de cosas que solían pasarme a mí. Nunca iba a ser la mujer vestida de novia, nunca
iba a ser aquella que dijera «sí, acepto». Mi vida estaba más inclinada a ser un
aparato de la felicidad para ayudar a que todos los demás se sintieran mejor
consigo mismos, y después de casi treinta años, puedo decir con toda seguridad
que ya estaba acostumbrada a ello.

¿Qué podía esperar? Un hombre como Travis no estaba destinado para


alguien como yo. Era simple, quizás era algo muy bonito de imaginar y todo eso,
pero la vida real no funcionaba de esa manera. Él se casaría en apenas un mes,
tendría una ceremonia hermosa y digna de recordar, luego tomaría un vuelo lejos
de allí junto a su nueva esposa e irían a tener una hermosa luna de miel,
recorrerían el cabo y alguna paradisiaca isla del Pacífico donde beberían cocteles y
tomarían el sol en la playa. Yo por mi parte, permanecería allí, en el mismo pueblo
donde había pasado toda mi vida, un otoño terminaría y al año siguiente sería lo
mismo, era lo único que podía esperar.

Los árboles y yo éramos lo mismo, ellos dejaban caer las hojas secas, y yo,
los años de mi vida. Pueden llamarle otoño para que se escuche bonito, pero no
significa otra cosa que no sea, preámbulo de una vida triste y solitaria.

Llegué al centro comercial justo a tiempo para encontrarme con un


pensativo Travis contemplando las vidrieras de la tienda. Estaba mirando con
mucho detenimiento un hermoso traje de tres piezas.

—No creo que el morado sea precisamente el color que debas llevar a tu
boda.

Dije llegando desde tras él en ese instante, el simplemente me miró y volvió


de nuevo su atención a los trajes que se exhibían delante de él.

—No, a menos que todos crean que soy un excelente proxeneta.

—Puede que no sea la imagen que quieras dar…

Travis sonrió y giró hacia mí, me abrazó con fuerza y me dio un beso en la
mejilla.

—Gracias por ayudarme… Realmente no sé qué haría sin alguien como tú a


mi lado en este momento.

—No te preocupes, estoy para evitar que hagas alguna tontería.

Empecé a arreglar su cabello, ya había perdido la cuenta de cuantas veces


había intentado que su peinado permaneciera en un solo sitio, era en extremo
difícil porque su atractivo residía en estar siempre desarreglado.

—Ahora vamos allí adentro y consigamos algo bonito para ti.

Entramos en la tienda y nos atendió una muy amable señora, apenas nos vio
Travis puso una sonrisa de complicidad, a pesar de que no sabía de qué se trataba,
estaba segura de que él estaba tramando algo.

—Es otra dependienta… Sígueme la corriente.

Me susurró de forma baja al oído.

—Ah, ¿qué tenemos aquí? Una pareja joven… ¿Están buscando algo en
específico?

—¡Un vestido de novia y un traje para mí por favor!

—¿Qué…?

—Mi novia está un poco renuente a la idea de que falte tan poco para la
boda y aún no tenga su vestido, ni yo mi traje, pero estamos aquí para resolver eso,
¿podría buscarnos algo bien bonito para ella y un traje serio para mí?

—Eso es muy adorable, descuida querida voy a conseguir algo para que te
veas preciosa en tu día especial.

La amable señora se puso en movimiento de inmediato dejándome a mí con


un palmo de narices mientras rebuscaba entre unas cajas y otras para dar con un
vestido de novia que me gustara. Travis contemplaba la escena divertido como si
hubiera planeado esto desde hacía tiempo y ahora solo estaba viendo su plan
ponerse en marcha.

—¿Cómo es que voy a casarme dentro de poco y ni siquiera lo sabía?

—Bueno, comprar un traje para tu matrimonio no es divertido si no puedes


ver a tu novia luchando para entrar en el vestido de novia.

—Yo no soy tu…

—Lo serás por este par de horas… Vamos.

Antes de que pudiera responderle a Travis, la dependienta regresó trayendo


en sus brazos un par de cajas grandes donde traía los vestidos, los extrajo ambos
de la caja y los dejó sobre uno de los muebles aparadores mientras iba de regreso
por el traje de Travis.
—Pruébatelos querida, ahora regreso contigo para que podamos adecuarlos
para ti. Ahora voy a por el traje de este guapetón de aquí.

Tomó del brazo a Travis y se lo llevo con ella al otro lado de la tienda, yo
cogí el primero de los vestidos y lo alcé frente a mí para poder contemplarlo bien.
Decir que era sumamente hermoso era poco, era tan blanco como la nieve y estaba
cubierto de hermosa pedrería. Apenas lo tuve entre mis dedos sentí un escalofrió
recorrer ligeramente mi espalda y hacer que mi piel se erizase.

No podía creer que estuviera allí, a punto de probarme un vestido de novia.


Pero contra todo pronóstico, estaba resultando cierto. Al menos en esta tonta
broma de Travis éramos la pareja que acudía a buscar su ropa para el gran día. Yo
no podía evitar sentirme especial. Era la magia que tenía este hombre para
hacerme sentir siempre como si fuera la mujer más importante del mundo.

Me metí dentro del probador y me coloqué el vestido, increíblemente me


quedaba perfecto. Era como si hubiese sido hecho especialmente para mí. Estuve
unos minutos ajustando el corsette y la falda, cuando todo estuvo listo me coloqué
el velo.

Afuera podía escuchar a Travis quejarse de que la ropa le estaba dando


quebradero y a la dependienta responderle que parecía un niño grande por
quejarse tanto. Quería sorprenderlo. Abrí la puerta del probador y salí de él aún
con el velo puesto.

—¿Qué tal?

Travis y la dependienta se quedaron boquiabiertos al momento de verme. Él


estaba sencillamente guapísimo, el negro era un color sumamente elegante y a
pesar del carácter torpe y aspecto desarreglado que era tan natural en él, le sentaba
a la perfección. El color hacia que se acentuaran los matices de su piel y le daban el
aspecto de ser uno de esos modelos de revistas famosas. Además, se ajustaba
perfectamente a su figura y resaltaba muy bien su cuerpo. Nunca antes lo había
visto tan atractivo, su novia realmente debía ser una mujer muy afortunada.

—¡Mi niña! Ese vestido te queda perfecto. ¡Y justo al primer intento!


Realmente es el destino que hayas decidido probarte ese en especial.

—Dafne… Estas…

—¿Qué? ¿No te gusta cómo me queda?


—No, no, al contrario… Estas preciosa.

—Gracias.

Respondí con la voz quebrada por la timidez que provocó aquel inesperado
pero gratificante cumplido.

—Quiero verte sin el velo.

Empecé a retirarlo de mi rostro, pero entonces Travis dio un par de pasos y


se colocó al frente de mí y con las manos temblando ligeramente termino de quitar
el velo.

Fue apenas un par de segundos aquellos en los cuales nuestras miradas


hicieron contacto directo. El me veía como si estuviera contemplando una obra de
arte, y yo no pude evitar sonrojarme. Su mirada marrón clara era tan cálida y
penetrante al mismo tiempo que me sentía examinada por rayos equis. Con la
misma delicadeza de antes apartó mi cabello y lo colocó hacia un mismo lado junto
a mi cuello.

—Se supone que todo se vuelve menos atractivo mientras más de cerca lo
mires… Pero tú eres la excepción a esa teoría. Podría estar aquí durante horas
mirándote y no me cansaría…

—Travis…

—No, quiero decir… ¿Cómo es posible que seas tan hermosa? Eres un
ángel…

Mi cara ya había adquirido el característico tono rojo del rubor. Las palabras
de Travis estaban haciendo que mi corazón latiera como loco. Estaba haciendo un
trabajo digno de cualquier actor de cine haciendo su papel como mi novio… ¿Lo
estaba fingiendo? En ese momento no podía discernirlo. Pero me encantaba.

—Ustedes se ven geniales juntos. Apuesto a que va a ser una boda


maravillosa…

La dependienta nos interrumpió de forma inesperada y rompió el trance del


hermoso momento que estaba compartiendo con el buen chico Travis.

—Puede apostar que sí…


Después de un rato donde nos tomó las medidas exactas e hizo los arreglos
pertinentes tanto al traje de Travis como al vestido que yo había elegido los colocó
a ambos en unas cajas de la tienda y luego las guardo en un par de bolsas. Miré a
Travis como instándole a que terminara de una vez con su broma y le dijera a la
dependienta que le pusiera fin a su broma y le dijera que no íbamos a llevar el
vestido de novia.

Pero no sucedió.

Lo vi sacar su tarjeta de crédito y pagar un par de miles de dólares por su


traje y un vestido que quizás nunca fuera a utilizar en mi patética vida. Era una
absoluta locura que hiciera eso, sin embargo, él se veía feliz y sonriente. Le dio las
gracias a la dependienta quien nos deseó una feliz boda por enésima vez antes de
salir de esa tienda.

—¿Por qué hiciste eso Travis? Llegaste demasiado lejos y…

—Es para ti.

Travis me extendió la bolsa donde estaba el hermoso vestido que había


tenido la dicha de probarme, a sabiendas de que nunca iba a poder usarlo. Era una
cruel pero hermosa manera de recordarme que no siempre todo sale según lo
planeamos.

—No puedo aceptarlo…

—¿Por qué? Te ves muy hermosa con ese vestido puesto. Sería un crimen
que otra mujer lo comprase, nadie podría verse igual de preciosa como lo haces tú
con él. Acéptalo como un regalo.

Suspiré pesadamente mientras él continuaba con su mano extendida hacia


mí sosteniendo la bolsa donde estaba el vestido.

—Tienes que dejar de seguir diciéndome cosas como esas Travis… No es


correcto, tú vas a casarte y yo…

—Lo único incorrecto sería el hecho de olvidarnos de este momento… Te


prometo que ese vestido te resultara útil en alguna ocasión. Puedes estar segura de
ello.

No. Así no era como resultarían las cosas. No…


A pesar de que Travis había dicho eso con buena intención y con los ánimos
de hacerme sentir mejor aceptando un carísimo vestido de novia que nunca debí
probarme las cosas no serían tan sencillas.

—¡Basta! Deja de aparentar que todo es tan fácil ¿Quieres? Mi vida no es un


cuento de hadas donde conozco a un tipo encantador y tengo una boda de ensueño
y soy feliz para siempre… Eso es una mentira. Las mujeres como yo no nos
casamos con hombres como tú. No salimos de luna de miel y nos mudamos a New
York para vivir rodeada de lujo y alegría… No Travis… Las cosas no son así. Las
mujeres como yo contemplamos la felicidad desde lejos y nos alegramos por el
hecho de que alguien más lo ha logrado, pero solo eso.

Travis hizo unos segundos de silencio mientras me miraba de forma muy


seria. Pensé que iba a gritarme o molestarse por todo lo que le había dicho, pero en
vez de eso sonrió, alzó de nuevo la mano donde sostenía la bolsa del vestido y la
colocó en mi mano.

—Es para ti y…

—¡Así que aquí estabas! Estuve buscándote por todo el centro cariño, no me
habías dicho que vendrías por tu traje…

La inesperada voz nos tomó por sorpresa al momento de que una hermosa
mujer apareció justo detrás de nosotros y se abrazó a la cintura de Travis.

Entonces lo comprendí todo.

—Holly…

—Ah. ¿Quién es tu amiga Travis?

—Yo…

—Hola, soy Holly. La prometida de Travis.

—Dafne, yo soy Dafne y…

La chica entonces me dejó hablando sola y como si no le importara que yo


estuviera allí le planto un enorme beso a Travis. Uno como aquel que nos
habíamos dado antes alguna vez…
Sentí como si el cielo se viniera encima de mí. Mi boca aún estaba abierta
pero no era capaz de pronunciar palabra alguna. El aire comenzaba a faltarme, el
pecho a dolerme, y por mucho que quisiera evitarlo, mis ojos se humedecieron…
Quería llorar, ahí mismo sin importar si la estúpida Holly se daba cuenta, o si el
idiota de Travis se daba cuenta de que me estaba partiendo el corazón por enésima
vez al verlo besarse con una mujer que no era yo.

Mis manos se cerraron con más fuerza sobre el asa de la bolsa donde
reposaba el vestido de novia que Travis acababa de regalarme apenas unos
minutos apenas, quise sacarlo de ahí y lanzárselo contra el rostro. Quería que
supiera que me estaba sintiendo como una basura.

Pero no.

Simplemente salí corriendo de ese lugar aun sosteniendo la estúpida bolsa


con el vestido. Igual que aquella vez anterior en la cual lo había visto con aquella
mujer cuyo nombre ahora conocía. Todo daba vueltas a mi alrededor a medida que
iba recorriendo a la velocidad que mis piernas me permitían las calles de New
Heaven.

Mis ojos llorosos dejaban caer lagrimas rio abajo por mis mejillas, bien
podíamos estar en otoño, pero en mi mirada se había asentado un triste invierno.
El monzón de lágrimas era indetenible, y como una precipitación de tormenta las
gotas daban de lleno contra el suelo, mojando los lugares que recorría con esos
pequeños rastros de tristeza.

No soy consciente de en qué momento pude llegar a mi casa, ni cuánto


tiempo había pasado desde que había abandonado el centro comercial huyendo de
una escena demasiado triste e insoportable para mi desdichado corazón.

Arrojé sobre uno de los muebles la bolsa con el vestido de novia sin
importarme mucho si terminaba revolviéndose o cayendo al suelo, lo menos que
quería saber en ese momento era acerca de las nupcias o de cualquier cosa que se
tratara de ello.

Rebusqué como loca en los cajones de mi mesita de noche el pequeño frasco


de vidrio donde guardaba mis píldoras para dormir, en ese momento solo quería
olvidarme de todo. Quería cerrar los ojos y transportarme a un mundo en donde el
hombre al que quieres no termina enredado en los brazos de otra mujer mientras
se besan apasionadamente.
Al fin pude dar con el escurridizo recipiente, lo abrí y cogí de el unas
cuantas pastillas, la dosis recomendada era de una sola, pero las advertencias de
una prescripción médica jamás habían sido racionadas a mí mismo nivel, yo
necesitaba de una dosis más potente para poder estar en calma conmigo misma.

Tome cinco pastillas en mi mano y las contemple por un segundo. Me tomé


un par de ellas y luego un sorbo bastante generoso del vaso de agua que siempre
mantenía sobre mi mesita de noche, valoré las cosas por un momento… Luego de
eso tomé las otras pastillas seguidas de otro gran trago de agua.

Empecé a sentirme confusa y mareada. El vaso de agua se escurrió de mi


mano y fue a dar al suelo, por suerte cayendo sobre mi mullida alfombra evitando
que se rompiera en pedazos.

Contemple mi imagen en el espejo de enfrente.

Pude ver a una mujer triste, derrotada. Una mujer que había sufrido
decepciones a lo largo de su vida y cuyas únicas alegrías se reducían a efímeros
momentos junto a su mejor amiga y su hermanita adoptiva del alma. Pero nunca
junto a un hombre que la quisiese… Eso no era para alguien como yo.

La mujer en el espejo sonrió entonces, su sonrisa se curvaba más hacia un


lado que al otro, el efecto que producía la borrachera o una muy alta dosis de
somníferos de prescripción. La mujer en el espejo se tambaleaba levemente de un
lado al otro, como si ya le fuera imposible mantenerse estable en una sola posición.
Llevó una mano a su rostro para palparse las mejillas, pero le fue imposible sentir
tacto alguno.

Me devolvía una triste mirada que de vez en vez se nublaba por la presencia
de lágrimas que se habían hecho un hogar en esos ojos tan bonitos… Estaba triste,
desilusionada y con el corazón hecho pedazos. Intentó llevar las manos hacia su
cabeza para recogerse el pelo y apartar aquel que se le enmarañaba frente al rostro
y sobre la frente, pero sus movimientos eran erráticos y carecían de cualquier tipo
de coordinación.

La mujer levanto la mirada, y esta vez yo sentí un miedo muy humano


desbordándose de mi pecho. Quizás había cometido un error…

Yo era la mujer en el espejo, y estaba viendo el reflejo de lo que una muy


mala decisión impulsada por el dolor y la auto medicación podía provocar.
Nuevamente, sentí miedo… Quería llamar a Travis, a Hope o a Laurel…
Quería estar con alguien. No quería estar sola, ni ahora ni nunca. Intenté moverme,
pero mis piernas se sentían como de plomo, estaban dejando de responder.

Con un esfuerzo sobre humano y una convicción de la cual solo los que
están agonizando pueden hacer gala logre despegar mis pies del suelo por una
fracción de segundo. ¿El resultado? Darme un golpe de lleno en el rostro que fue
apenas amortiguado por la mullida alfombra que decoraba el suelo de mi
habitación…

—Travis…

Fue lo último que susurré antes de que todo se volviera oscuro.


Capítulo 9
Sueño de una noche de otoño

Sopla una suave brisa traída por los deseos de Eolo, en su canción de viento
acarrea susurros dulces de una historia que narran las musas y escuchan las ninfas.

En el cielo nuevo, en una noche de otoño, un amor naciente se enfrenta a las


vastas dificultades que el mundo le aguarda, bajo un viejo roble cuya edad
sobrepasa al tiempo mismo tiene su comienzo este cuento.

Confundida y aún soñolienta se levanta la doncella.

—¿Dónde estoy, óomo he llegado hasta aquí?

—¡Ah! Dafne, dulce princesa del bosque, llegas justo a tiempo…

El mítico ser que frente a ella se encontraba, no era otra sino Laurel la reina
de las hadas.

—Creo que realmente ha llegado un tanto tarde, ya la luna se pasea muy


alto en el cielo pero… ¡Hola Dafne!

Revoloteando justo a un lado, otra hada más pequeña, danza de un lado a


otro, al mismo ritmo de esa canción que transporta el viento.

—¿Hope? ¿Qué es esto?

—¡Silencio! Es tiempo ya de dar inicio a esto… ¡Mira!

La reina de las hadas señala con su mano hacia el frente donde un apuesto
joven camina pensativo con la mente perdida en el recuerdo de su doncella.

—¿Acaso ese es?

—Aja, es Trav…

—¡Silencio!

El joven pensativo se detiene en medio del claro del bosque y después de


unos segundos se dirige hacia el roble donde las hadas y la doncella le miran
curiosas. Este sin embargo parece no ser consciente de su presencia, son invisibles
a sus ojos. El joven se esconde detrás del árbol y continúa con su mirada clavada en
el claro del bosque, expectante a la llegada de una doncella…

—¿Acaso eso es un narrador? ¿Qué alguien me explique qué es esto?

—No te preocupes, es solo un sueño revelador. Una epifanía, ya sabes…

Respondió la más pequeña de las hadas dedicándole una cálida sonrisa a la


doncella.

—¿Vendrá esta vez? ¿Me atreveré a hablarle? Que inclemente destino aquel
que me mantiene tan cerca y a la misma vez tan lejos de mi doncella amada.

Exclamo de forma lastimera el apuesto muchacho junto a ellas que no podía


verlas, obviamente era una versión bastante más joven de Travis, y según lo que
decía se encontraba esperando a alguien.

Dafne alzó su mirada para contemplar el árbol que les servía de escondite, la
luz brillante de la luna servía para iluminar a plenitud el claro del bosque donde se
encontraban en ese momento. Las hojas secas capturaban y reflejaban el
maravilloso resplandor que ofrecía el astro lunar. Sobre ellas se podían ver una
especie de glifos, runas y letras de un prehistórico alfabeto.

—¿El viejo Sherman? ¿Qué significa esto?

—Mira, quizás eso te de una pista.

Laurel, la reina de las hadas revoloteaba también con sus alas separándose
lo suficiente para no tocar el suelo. De su piel se emitía un ligero resplandor
dorado, típico de todas las hadas. Dafne aguzo su mirada y entrecerró los ojos para
concentrarse en lo que Laurel acababa de señalar y que estaba a punto de ocurrir.

Como si fuera la respuesta a una pregunta silenciosa, en el sendero del claro


del bosque, el mismo lugar donde el joven Travis había aparecido, una chica de
aspecto juvenil también hizo acto de presencia.

—Tienes que estar jodiendome…

Se trataba de ella misma. Dafne estaba recorriendo el mismo camino que


antes había visto transitar a Travis, ella a diferencia del muchacho lucía
despreocupada y risueña, contemplaba el viejo roble, las flores, y se maravillaba
con las hojas secas que caían desde los árboles.

—Dafne… Si tan solo pudieras verme.

Susurró Travis con voz lastimera desde su escondite tras el roble.

—Apuesto a que esta vez sí va a hablarle…

—No, ya verás que no lo hará.

El par de hadas cuchicheaban entre ellas mientras que Dafne intentaba tocar
a Travis para auparlo a que le hablara a su recién llegada versión más joven, pero
le fue imposible, ella simplemente no podía tocarlo.

—Es inútil… En este momento solo eres una espectadora.

Le susurro la pequeña hada Hope.

—¿Pero qué significa todo esto? ¿Por qué Travis está buscándome?

—Está enamorado… ¿Qué esperabas? El pobre chico viene aquí todos los
años esperando a que tan siquiera lo mires y tú nunca lo haces… Es una suerte que
no terminara como ese pobre de Píramo…

La joven Dafne que paseaba en el sendero estaba demasiado distraída


cortando flores y deleitándose en la intrínseca belleza que solo el otoño podía
ofrecer, pero el joven Travis estaba más preocupado en otra belleza, la de Dafne,
detrás del roble contemplaba a la chica jugar en medio de las flores y las hojas,
pero era demasiado cobarde para acercarse a hablarle. Después de un rato la joven
Dafne se cansó de estar en ese lugar, camino lentamente hasta el viejo roble y
empezó a admirar sus hojas. Travis detrás del árbol empezó a actuar de forma
nerviosa y a respirar agitado. La joven Dafne escuchó entonces la extraña
respiración del chico que permanecía oculto y entonces, presa del pánico decidió
abandonar el claro.

—¡Espera, por favor no te asustes!

Pero resultó en vano, la chica se movía con tanta ligereza como un ciervo,
además estaba decidida a no volver atrás, probablemente temerosa de que se
tratara de algún animal feroz o alguien que pudiera hacerle daño.
—No te vayas… Por favor no…

El joven Travis salió de su escondite y cayó de rodillas al suelo


lamentándose la marcha de la hermosa joven que había robado su corazón. Juntó
un montón de hojas secas que habían caído desde el roble y empezó a buscar
alguna en particular, a pesar de que todas parecían iguales a simple vista.

—Por favor…

Pero al parecer no tuvo éxito en su búsqueda. El joven Travis se dejó caer


hacia un lado y empezó a llorar de forma desconsolada.

—Esta parte es muy triste… La detesto.

—No lo sé, creo que ha tenido momentos más tristes… ¿Recuerdas esa
ocasión?

Dafne escuchó nuevamente a las hadas cuchichear entre ellas y empezó a


perder la paciencia, le molestaba el hecho de que ellas parecieran entender mucho
mejor la situación a pesar de que el sueño, o recuerdo, lo que sea que fuera eso era
de ella. Miró al pobre chico llorando desconsolado echado sobre las hojas secas y se
sintió muy identificada con él, ella también sabía lo que eso se sentía, irónicamente
había sido el quien le había provocado ese sentimiento, bueno, el Travis real para
ser exacta.

—¿Podrás verme algún día Dafne? ¿Podrás darte cuenta de que te amo?
Quisiera que supieras que siempre he estado justo aquí, esperando por ti…
Quisiera que me notaras…

El joven Travis volvió a sollozar de forma lastimera tirado sobre las hojas, su
llanto se sentía tan real que incluso Dafne pudo sentir como su corazón se
estrujaba dentro de su pecho, le hubiera gustado reconfortar al muchacho, pero
ella era invisible para él y además no podía tocarlo.

Una fuerte brisa volvió a soplar en el claro del bosque e hizo que muchas
hojas del roble cayeran desde su copa, eran tantas que empezaban a nublar la
visión de Dafne, la brisa seguía soplando con tanta fuerza que hacía a las hojas
secas danzar a su alrededor, después de un segundo todo había desaparecido.

Una oscuridad incipiente se había adueñado de la noche y ahora era


imposible ver cualquier cosa.
—¿Dónde estamos ahora? ¿Qué fue lo que paso?

—En el mismo sitio, un otoño después…

Le respondió Laurel la reina de las hadas mientras que Hope agitaba una
pequeña varita resplandeciente y volvía a otorgarle luz al paisaje, todo lucía
exactamente igual a lo que habían visto antes, salvo que ninguno de los jóvenes
estaba a la vista.

Nuevamente como había pasado antes el joven Travis apareció en el sendero


del claro del bosque, esta vez llevaba en sus manos un ramillete de hermosas flores
que había recogido en el trayecto hasta ese lugar, igual a como había hecho la vez
anterior se ocultó detrás del roble, pero en esta ocasión dejo el ramillete justo al pie
del árbol. Nuevamente se ocultó detrás del mismo y esperó…

—¿Por qué vino de nuevo?

—Ya te lo dije… Está enamorado.

En el sendero del claro volvió a aparecer la joven Dafne, y al igual que el año
anterior continuaba maravillada y despreocupada. Iba de un lado a otro viendo el
hermoso paisaje de otoño cuando de pronto se fijó en las flores que estaban al pie
del roble.

—Dios mío… ¡Que flores tan hermosas! ¿Pero quién las habrá dejado en un
lugar tan solitario como este?

La joven Dafne se puso de rodillas y levanto el ramillete de flores, lo acercó


hasta su nariz y se deleitó con el suave aroma que ofrecían las plantas.

—Hola…

Dijo el joven Travis escondido detrás del roble. La joven Dafne se sobresaltó
y asustó un poco.

—¿Quién está allí?

—Por favor no te asustes… Solo quiero hablar contigo.

—¿Dónde estás? ¿Por qué no puedo verte?


Dafne vio al joven Travis desesperarse y empezar a ponerse nervioso, quería
tomarlo del brazo y sacarlo de detrás del roble para que por fin pudiera
encontrarse con su versión más joven, pero el chico estaba demasiado temeroso
como para actuar.

—¿Tu eres quien has traído las flores? ¿Son para mí?

—¡Sí! Yo sé que son tus flores favoritas, te he visto como las miras, y como tu
rostro se ilumina de alegría cuando sientes su olor…

—¿Me has visto? ¿Eso quiere decir que me has estado espiando? ¡Seguro
eres un maleante!…

—¡No! No pienses de esa forma. Si te he visto, desde hace tiempo… Creo


que eres la mujer más hermosa del mundo. Desde tus ojos hasta la punta de tu
cabello, eres perfecta. Realmente siempre he querido acercarme a ti, pero me da
mucha pena… Es por eso que siempre vengo a buscarte aquí a la sombra de este
viejo roble a contemplar en silencio tu belleza, esperando que alguna vez logres
darte cuenta que siempre he estado aquí.

La joven Dafne sé quedo pensativa durante unos segundos, internalizando


lo que la anónima voz que parecía provenir desde el viejo Sherman le acababa de
decir.

—Eso es una locura… ¡Deja de seguirme! ¡No me espíes de nuevo! Eres un


loco degenerado y psicópata. No sé quién demonios eres y tampoco me interesa.
Creo que lo mejor que puedes hacer es ir a un doctor a que te examine. ¡Loco!

La joven Dafne arrojó el ramillete de flores contra el suelo y salió huyendo


nuevamente por el mismo sendero del claro por donde había llegado.

—Dios mío… Era una maldita perra. ¿Por qué le dije eso?

Susurró Dafne por lo bajo mientras contemplaba al joven Travis acercarse en


silencio hasta el lugar donde habían quedado las flores y recogerlas con mucha
delicadeza. Las olió y después de unos segundos decidió marcharse de allí. Al
igual que había pasado antes una fuerte brisa empezó a soplar e hizo que las hojas
del árbol se desprendieran y los cubrieran, unos segundos después y todo era
oscuridad.

—Creo que lo entiendo… ¿La chica de la historia de Travis siempre fui yo


verdad? Fui yo a quién buscaba todos los años… Dios…

—Exactamente… Claro que nosotras solo sabemos la historia que Travis te


contó porque somos la representación que quiere dar tu mente a este sueño, pero
no cambia el hecho de que ese chico siempre ha estado enamorado de ti.

Respondió Laurel la reina de las hadas.

—¿A pesar de todo esto?

—Oh querida, eso es apenas la punta del iceberg, podría estar aquí por
mucho tiempo mostrándote todo lo que ha pasado ese pobre chico y creo que
nunca terminaríamos, así que voy a acelerar un poco las cosas y mostrarte algo
muy interesante. Hope, haz lo tuyo nenita.

—¡A la orden!

Hope, la pequeña hada volvió a sacudir su varita y entonces todo regreso a


como era antes, aunque esta vez el paisaje había cambiado un poco. A diferencia
de las dos veces anteriores no era la luna sino el sol el que esta vez se encargaba de
iluminar el ambiente.

—Pasaron ocho años desde lo último que viste, Travis no dejó de venir ni un
solo otoño a las faldas del viejo Sherman esperando verte a ti, y si alguna vez
llegabas a notar que él existía. No abandonó sus esperanzas en ningún momento a
pesar que siempre era un desplante diferente. De hecho…

Justo ahí a nuestros pies estaba un hombre en quien ni siquiera me había


fijado por estar atendiendo lo que las chicas estaban diciendo, me agaché junto a él
para poder verlo más de cerca y entonces me llevé una muy grande sorpresa. Se
trataba de Travis, pero no de un Travis joven, sino de uno como el que yo había
conocido, maduro, guapo, sonriente y con su perfecta mirada color marrón.

Tenía una libreta en sus manos y estaba escribiendo algo en ella, la gente
pasaba a su alrededor pero él estaba absorto en lo que fuera que estuviera
escribiendo en ese momento.

—¿Travis? ¿Puedes escucharme?

Pero el simplemente seguía sonriendo mientras escribía en su libreta. Me


senté junto a él e intenté tocar su rostro para que se diera cuenta de que yo estaba
allí… Pero él no podía verme.

Entonces entendí de qué se trataba todo.

Así mismo es como él se había sentido durante tantos años intentando


llamar mi atención, el solo quería que yo lo notase, que supiera que existía. Pero
había sido tan idiota y egoísta como para dejarlo pasar… Él había sido siempre un
buen chico después de todo.

—Bueno Dafne…

—¡Me escuchaste! ¿Dime Travis?

Una enorme sonrisa apareció en mi rostro al escucharle decir mi nombre,


después de todo era un sueño, mi sueño, así que si quería que él me escuchase solo
debía imaginarlo, esas eran las reglas que se aplicaban en el onírico mundo de los
sueños… O algo por el estilo. Pero mi felicidad duró apenas unos segundos…

—No está hablando contigo, lo lamento, pero no puedo oírte ni verte… Solo
observa.

Interrumpió Laurel la reina de las hadas.

—… Con este se cumplen dieciocho años desde la primera vez que te vi,
aunque tú no hayas podido verme en todo ese tiempo, he seguido viniendo todos
los otoños a este mismo sitio, a la sombra del viejo Sherman esperando que esta
vez sea aquella donde por fin puedas mirarme… Se supone que la tercera es la
vencida, pero tengo mucha confianza en que la décimo octava también es muy
buena…

Continuó hablando Travis con él mismo pero en voz alta. Suspiró


profundamente antes de seguir con su monologo.

—… Voy… Voy a ser sincero, ya no sé qué más tenga que hacer, o si esto no
es más que una falsa esperanza a la que me estoy aferrando. Pero… Creo que esta
es mi última oportunidad… Si esta ocasión resulta como todas las anteriores y
simplemente no da resultado, creo que significará que es la señal de que debo
marcharme a New York. Pase lo que pase he decidido resguardar lo que he sentido
por ti para que nunca se pierda ni pueda olvidarlo… Encontré una representación
perfecta en las palabras del bardo del romanticismo… Mario Benedetti.
Travis se aclaró la garganta y como si fuera una respuesta silenciosa del
mundo a nuestro alrededor una suave brisa de otoño sopló con delicadeza
haciendo que las hojas del viejo Sherman se sacudieran y algunas de ellas cayeran
sobre nuestras cabezas.

—Dice…

Quién hubiera creído que se hallaba

sola en el aire, oculta,

tu mirada.

Quién hubiera creído esa terrible

ocasión de nacer puesta al alcance

de mi suerte y mis ojos,

y que tú y yo iríamos, despojados

de todo bien, de todo mal, de todo,

a aherrojarnos en el mismo silencio,

a inclinarnos sobre la misma fuente

para vernos y vernos

mutuamente espiados en el fondo,

temblando desde el agua,

descubriendo, pretendiendo alcanzar

quién eras tú detrás de esa cortina,

quién era yo detrás de mí.

Y todavía no hemos visto nada.

Espero que alguien venga, inexorable,


siempre temo y espero,

y acabe por nombrarnos en un signo,

por situarnos en alguna estación

por dejarnos allí, como dos gritos

de asombro.

Pero nunca será. Tú no eres ésa,

yo no soy ése, ésos, los que fuimos

antes de ser nosotros.

Eras sí pero ahora

suenas un poco a mí.

Era sí pero ahora

vengo un poco a ti.

No demasiado, solamente un toque,

acaso un leve rasgo familiar,

pero que fuerce a todos a abarcarnos

a ti y a mí cuando nos piensen solos…

Laurel y Hope, las hadas suspiraron al unísono al escuchar las tiernas


palabras que Travis había elegido para referirse a lo que él sentía por mí, yo
tampoco pude permanecer invulnerable a aquella demostración de sentimientos
tan pura y sincera, y a pesar de que nunca antes me había considerado como una
de esas mujeres que se derretían por los detalles cursis… En ese momento el buen
chico Travis Spencer estaba tocando mi corazón.

Me acerqué un poco más hasta él y recosté mi cabeza sobre su hombro. A


pesar de que el no supiera que yo estaba ahí, quería quedarme con él.
—…

Hemos llegado al crepúsculo neutro

donde el día y la noche se funden y se igualan.

Nadie podrá olvidar este descanso.

Pasa sobre mis párpados el cielo fácil

a dejarme los ojos vacíos de ciudad.

No pienses ahora en el tiempo de agujas,

en el tiempo de pobres desesperaciones.

Ahora solo existe el anhelo desnudo,

el sol que se desprende de sus nubes de llanto,

tu rostro que se interna noche adentro

hasta solo ser voz y rumor de sonrisa…

Travis se detuvo para tomar aire y recuperar el aliento, fue entonces cuando
levantó su mirada y una expresión de asombro y tristeza apareció en su rostro.
Con mis ojos seguí la misma trayectoria que habían dibujado los suyos solo para
darme cuenta de que lo que él estaba viendo era algo que nos rompería el corazón
a los dos.

Ahí, en el mismo sendero por donde había visto ir y venir a la joven yo,
nuevamente aparecía mi versión más joven pero no estaba sola: caminaba tomada
de la mano con otro hombre, alto y fortachón, el hombre de vez en cuando besaba
las mejillas de mi joven yo y luego sonreía.

—Oh dios… No.

Dijo la pequeña hada Hope con la voz quebrada de tristeza.

—Robert…

El hombre en cuestión se trataba de Robert England, un maldito idiota que


se había hecho pasar por un hombre amable, tierno, cariñoso y que realmente
estaba enamorado de mí solo para acostarse conmigo, lo sabía porque el mismo me
lo había confesado sin un ápice de vergüenza al momento que lo había descubierto
siéndome infiel. Eso había ocurrido justamente hace un par de años, así que eso
que estábamos viviendo en el sueño debió haber pasado solo un poco antes.

Los ojos de Travis se humedecieron pero aun así no fue suficiente para que
su hermosa y cálida sonrisa disminuyera.

De vuelta en el sendero Robert ahora abrazaba a mi versión más joven y la


giraba hacia él para plantarle un enorme y nada tierno beso en los labios. Me sentí
como una maldita… A pesar de que yo no podía saberlo en ese momento, pero
había estado ignorando durante prácticamente toda una vida a un hombre que
realmente me amaba y hubiera estado dispuesto a dar su vida por mí, por estar
cegada a las mentiras de un idiota que no era diferente a cualquiera de los hombres
que solo buscaban ilusionarte, acostarse contigo y luego seguir su camino, como si
tú solo fueras una atracción de pueblo, una que es tan aburrida que solo provoca
ser visitada una vez antes de que te hartes y decidas nunca volver de regreso a ese
lugar.

Travis seguía con la mirada clavada en la triste escena que tenía lugar frente
a él. Quería decirle que por favor ya no mirara, que solo estaba haciéndose daño a
sí mismo y que para mí no había significado nada.

Pero él no podía escucharme, no podía verme. Ahora era yo quien estaba en


el lugar donde yo tantas veces lo había puesto a él. Contemplamos por unos
segundos más la escena donde Robert me besaba con intensidad y muy poco
decoro, con sus manos recorriendo mi pecho y a veces mi trasero. Solo podía
imaginar lo que el pobre Travis debió estar sintiendo en ese momento, y entonces
recordé: ¿Cómo podía yo haberme indignado porque él estuviera a punto de
casarse cuando yo lo había puesto en una situación tan dolorosa?

—… Bueno. Al menos eres feliz…

Susurró Travis por lo bajo secándose las lágrimas con la manga de su


camisa.

—Puedes querer el alba cuando ames.

Puedes venir a reclamarte como eras.


He conservado intacto tu paisaje.

Lo dejaré en tus manos cuando estas lleguen, como siempre, anunciándote.

Puedes venir a reclamarte como eras.

Aunque ya no seas tú.

Aunque mi voz te espere sola en su azar quemando

y tu dueño sea eso y mucho más.

Puedes amar el alba cuando quieras.

Mi soledad ha aprendido a ostentarte.

Esta noche, otra noche tú estarás

y volverá a gemir el tiempo giratorio

y los labios dirán:

esta paz ahora esta paz ahora.

Ahora puedes venir a reclamarte, penetrar en tus sábanas de alegre angustia,


reconocer tu tibio corazón sin excusas, los cuadros persuadidos, saberte aquí.

Habrá para vivir cualquier huida y el momento de la espuma y el sol que aquí
permanecieron.

Habrá para aprender otra piedad y el momento del sueño y el amor que aquí
permanecieron.

Esta noche, otra noche tú estarás, tibia estarás al alcance de mis ojos, lejos ya de la
ausencia que no nos pertenece.

He conservado intacto tu paisaje, pero no sé hasta dónde está intacto sin ti, sin que
tú le prometas horizontes de niebla, sin que tú le reclames su ventana de arena.

Puedes querer el alba cuando ames.

Debes venir a reclamarte como eras.


Aunque ya no seas tú, aunque contigo traigas dolor y otros milagros.

Aunque sea otro rostro de tu cielo hacia mí.

Travis se levantó después de terminar de declamar su poema aún sonriendo,


y contempló por una última vez el sendero del claro. Después de eso se dio la
vuelta y se marchó.

—Travis… Por favor… Por favor mírame. No te vayas.

Pero era inútil. Él no podía oírme, mucho menos verme. Estaba sintiendo lo
mismo que él había sentido durante dieciocho años, y en todas y cada una de las
veces que yo simplemente había pasado de él.

Una fuerte e inesperada brisa de otoño soplo en el lugar y las hojas del viejo
Sherman nos envolvieron a Hope, a Laurel y a mí… Todo se volvió oscuridad y
después de eso no había más. Esta vez Hope no movió su varita, ni aparecieron las
estrellas, ni el sol o la luna nos brindaron luz alguna. Solo quedaba la oscuridad, la
soledad.

—Entonces de eso se trataba todo… Siempre fui yo. El corazón de Travis


siempre estuvo corriendo detrás del mío, y yo corriendo detrás de otros que nunca
valdrían la pena.

—No te tortures tu misma. Eso paso hace ya algún tiempo… El tiempo


puede curarlo todo.

Laurel la reina de las hadas intentó consolarme, pero yo sabía que eso no era
cierto. No era como todo el mundo quería pintarlo. Las heridas del corazón no
sanaban de esa forma, aunque pasaran miles de años. Seguiría doliendo igual que
al principio.

—Bueno… Ya tenemos que irnos.

—¿A dónde van? Por favor no me dejen aquí… No quiero estar sola.

Les suplique a las hadas que se quedaran junto a mí, en aquella incipiente
oscuridad me sentía presa del dolor y la angustia, la soledad y la tristeza.

—Pero tenemos que irnos… Lo siento.


—¿Por qué?

—Tienes que despertar Dafne… Aún tienes que enterarte de algo más.

La voz de Laurel la reina de las hadas se escuchaba demasiado seria y


nostálgica para mi gusto. Su tono encerraba una noticia más grave, podía sentirlo.
¿Había sido esta epifanía solo el preámbulo de algo mucho peor?

—Te quiero mucho. Hasta luego.

La pequeña hada Hope desapareció seguida inmediatamente por Laurel, la


reina de las hadas. Dejándome a mí en soledad y en medio de aquella oscuridad
que reptaba hacia mí como una noche eterna.

Entonces lo entendí… El lugar donde estaba era mi propio corazón. Y la


soledad y la oscuridad no eran más que de lo que yo misma me había encargado
de llenarlo durante toda mi vida.

Entonces eso era lo que había conseguido a lo largo de mis casi treinta años
de vida, dejar a un lado aquello que realmente valía la pena por considerarlo poco
más que un simple capricho y estupidez.

Recordé entonces a Travis llorando y sonriendo a la misma vez solo por


haber sido capaz de verme en su último año antes de viajar a New York. Recordé
cada una de las tiernas palabras que había declamado en su último intentó por
hacerse notar de mí, aunque en esa ocasión solo el viejo Sherman hubiera sido el
inanimado espectador que pudo deleitarse con el hermoso poema de aquel buen
chico.

—Travis… Yo… Quisiera quedarme contigo.

Como si solo pronunciar esas palabras hubiera tenido un efecto mucho


mayor de lo que yo hubiera podido imaginar la incipiente y desesperante
oscuridad empezó a ser reemplazada lentamente por luz y calidez. No podía
discernir desde donde venía, pero estaba cambiando el ambiente muy poco a poco.

—Dafne… Mereces que alguien te miré a los ojos y te diga que su vida ha
sido un infierno sin ti. Mereces que alguien tomé tus manos entre las suyas y las
atesoré como si de una reliquia se tratara. Mereces que te toquen el alma y besen tu
mente. Mereces amor, del más puro, del más real… Mereces eso.
Giré la cabeza de inmediato al reconocer la voz de Travis. Entonces lo vi, de
forma traslucida diciéndome nuevamente aquellas tiernas palabras que había
dicho en la noche donde vimos la lluvia de estrellas.

Una lágrima de felicidad empezó a bajar por mi mejilla.

—Las promesas de amor son solo tan fuertes como el corazón que las
respalda… De todos los años en que las miles de personas han venido a hacer una
promesa, al menos una sola de ellas debe haber cumplido con lo que prometieron.
Es un triunfo.

—Creo que es porque siempre estás en el lugar equivocado, en el momento


equivocado.

—Cualquier lugar donde estés tú no puede ser el lugar equivocado.

—¿Por qué?

—Porque me acostumbre a verte y estar contigo, siento que cuando estas


lejos ya no puedo respirar o simplemente el mundo deja de tener sentido. Esa
noche que pasamos en el baile y luego en el parque ha sido la maldita mejor noche
de toda mi vida. Y sería un imbécil aún más grande de lo que soy si fuera tan tonto
como para perderte… Y Hope… También necesito su perdón.

—¡Willheim es un buen chico!

Frente a mí se alzaban todos los recuerdos felices que tenía. Travis


hablándome junto al viejo Sherman, nuestro beso bajo la lluvia de estrellas, las
cálidas charlas esperanzadoras con Hope, nuestra poco ortodoxa forma de bailar
en St. Raven… Todo.

Estaba llenándome de nuevo de todo aquello que era realmente importante:


Esperanza, felicidad y amor. La verdadera santa trinidad.

Mi corazón volvía a llenarse de luz, y poco a poco la tristeza y la soledad


que se había transformado en oscuridad se marchaban de nuevo.

Eso era lo que importaba, de eso se trataba todo. Mi epifanía no había sido
más que un grito desesperado para recordarme todo aquello que yo misma había
dejado atrás. Era momento de recuperar todo eso y no volver a soltarlo… Era el
momento de vivir.
—¡Dafne! ¡Dafne despierta! ¡Dafne!

La voz de Travis se escuchaba cada vez más fuerte, como si se hubiera


adueñado por completo de mi sueño… Pero al abrir los ojos de nuevo y
contemplar su rostro triste y con lágrimas cayendo por sus mejillas… Supe que ya
no era un sueño.
Capítulo 10
La esperanza nunca muere

—¡Dafne! ¿Te encuentras bien? ¿Qué demonios fue lo que te pasó?

—¿Travis? Que pasó… Yo…

Travis me alzó por los hombros y me ayudó a levantarme de golpe. Tomó


un trapo húmedo de la cocina y empezó a pasármelo por el rostro en un intento
por limpiarlo y al mismo momento ayudar a que me despertara del todo.

—Tenemos que ir de inmediato a St.Raven… Hope está muy mal.

Sus palabras llegaban a mis oídos como si me encontrara en una cámara de


eco, distorsionadas, lejanas, imprecisas. Pero a pesar de ello estoy lo
suficientemente concentrada como para entender el nombre de Hope… Nada más
me importa. No tengo idea de la situación ni de cuánto tiempo estuve durmiendo,
solo sé que debo llegar hasta Hope lo más pronto posible.

Travis manejaba a toda velocidad y de vez en cuando hacia maniobras


evasivas para evitar lo que fuese que bloqueaba. Lo escuché murmurar algo en voz
baja. Aún sentía como mi cabeza daba vueltas pero necesitaba entender que era lo
que estaba pasando, me acerqué hasta la ventana y observe un gran número de
ramas, piedras y otros desechos sobre el asfalto.

—¿Qué pasó?

—La tormenta… Causo estragos en el pueblo. No debes preocuparte por eso


ahora.

La voz de Travis encerraba un tono de nostalgia que me estaba poniendo


muy nerviosa. ¿Qué había pasado con Hope?

—¿Qué tiene Hope, Travis?

—¿Por qué estabas desmayada en la alfombra de tu habitación? Maldita


sea… Ya no importa.
Me sentía confusa y mareada, la situación que ocurría a mí alrededor era
demasiado vertiginosa para poder entender en ese estado de lividez en el que me
encontraba.

Travis aparcó con muy poca delicadeza en el primer sitio que consiguió y
bajo del coche y me sacó a mí también de él, empezó a caminar a toda la velocidad
que le permitían sus piernas y que además debía casi sostenerme a mí.

Entramos en St.Raven y las enfermeras me miraron con una expresión de


tristeza que nunca antes había visto en sus rostros. Mi corazón empezó a latir con
muchísima fuerza mientras me imaginaba lo peor, recorrimos los pasillos en busca
de la habitación de Hope y apenas llegamos a la puerta esta se abrió de repente. El
doctor que había charlado conmigo la última vez que había estado en ese lugar
apareció cruzando el umbral, apenas cruzamos miradas por una fracción de
segundo, pero lo que expresaban sus ojos bastaba para hacerme helar la sangre.

Susurró tan bajo que no pude ser capaz de escuchar lo que había dicho, pero
pude leer sus labios a la perfección.

«Lo siento»

Travis evitó chocarse con él y me arrastro tras de sí, alguien estaba llorando
en la habitación. Y era una voz que yo conocía bastante bien. Sus sollozos se
multiplicaban y crecían con cada segundo, pero apenas entramos a la habitación se
hizo un silencio sepulcral.

—La encontré desmayada en su habitación… Creo que fue producto de las


pastillas para dormir, había un frasco tirado…

Travis parecía que estaba conteniendo las ganas de llorar en su voz. Las
luces fluorescentes del hospital estaban afectando mis ojos de increíble manera, ver
me resultaba casi imposible. Sentí como alguien me apretó en sus brazos y luego
posaba su cabeza sobre mis hombros y empezaba a llorar de nuevo. Pero esta vez
su llanto llegaba ahogado hasta mis oídos…

—Dafne… Pensé que no llegarías a tiempo. Ha estado preguntando por ti


desde anoche y ya no sabía que decirle…

Laurel lloraba desconsolada y casi no podía entender sus palabras, pero hice
mi mejor esfuerzo por descifrarla.
—Dafne…

La voz apagada de Hope llegó a mis oídos y me quité a Laurel como pude.
Me abalancé sobre la cama y tomé la mano de la niña entre las mías. Estaba fría y
casi sin fuerza. No podía creerlo…

—¡Hope! Hope mi niña no… Por favor no…

—Dafne… Estoy muriendo, ¿verdad?… Siento como si fuera así…

—No Hope no vas a morir… No estas muriendo… No… ¡Díganle que no


está muriendo!

Les grité a Laurel y Travis para que me respaldaran, pero ninguno de ellos
se atrevió a hablar… Travis se mordió los labios con impotencia y apretó sus
nudillos con fuerza. Laurel volvió a romper en llanto y esta vez no hizo intentó
alguno por contenerse.

—Esta… Está bien… Estoy feliz.

—¿Qué?… Que dices, no…

—Tia Laurel está aquí, y Willheim está aquí… Creí que tú no llegarías
pero… Estas…

El aparato al que estaba conectaba y que era usado para medir su ritmo
cardiaco empezó a emitir pitidos más prolongados. Mi corazón dio un vuelco
sobre mi pecho y pude verlo venir… Podía sentir el dolor arrastrándose desde la
profundidad de mi pecho hasta salir de golpe contra mi corazón.

—¡Hopeeeeee!

Mi grito desgarrador puso en alerta a Laurel y Travis quienes se acercaron


hasta mí y me sostuvieron de las manos…

—Feliz…

El pitido de la máquina que media el ritmo cardiaco se prolongó de forma


indefinida.

Mis ojos se inundaron…


La oscuridad volvió a retomar su lugar y todo se volvió negro… El pitido
interminable retumbaba en mis oídos al momento en que mi consciencia se
apagaba otra vez y un pequeño angelito regresaba a su hogar en el cielo.

Su entierro fue al día siguiente. Acudieron la mayoría de las personas en el


pueblo, New Heaven no era un sitio muy grande y todos los habitantes se conocían
entre ellos. Más aún cuando se trataba de uno de los pequeños residentes de St.
Raven.

Esa no fue la única noticia triste que nos sacudió durante esa semana…
Durante la tormenta que había ocurrido la noche en la que estuve inconsciente un
rayo había caído sobre el viejo Sherman… Lo extinguió.

Lo único que pudimos recuperar de él fueron un montón de hojas


pintarrajadas durante la tradición del árbol, ellas fueron a parar en un árbol
simbólico que trasplantamos desde el parque al sitio donde enterraron a Hope.

Yo fui la única que pudo diferenciar su propia hoja de las demás, la guardé
en mi bolsillo. Tenía que hacerlo.

Después de eventos tan trágicos ya no me quedaba alegría ni esperanza.

Un día antes de la boda de Travis le comunique que no asistiría, y que me


marcharía al día siguiente, el mismo día que él contraería matrimonio a un destino
incierto. Solo quería alejarme de aquel pueblo.

Sus ojos estaban tristes y llenos de lágrimas, pero a pesar de todo ello,
sonrió. Su única respuesta fue entregarme un sobre sellado y posfechado para el
día siguiente, dijo que si el próximo día su recuerdo pasaba por mi mente, aunque
fuera una sola vez que abriera el sobre. En él estaba escrito el reportaje que iba a
publicar en el New York post, el mismo día que se casaría, y por haberle inspirado
quería que tuviera una copia del mismo.

Me dio un beso en la mejilla y se fue.

El buen chico que me había amado con todo su corazón se estaba


marchando.
Y yo no lo detuve.
Epílogo

Llevaba a cuestas solo un bolso no muy grande y lo demás que pude


amarrar a la parte trasera de mi bicicleta. Quería dejar absolutamente todo lo que
estuviera relacionado con mi vieja vida en New Heaven, incluso la ropa.

Me pareció escuchar el leve sonido de unas campanas a lo lejos y pensé en


Travis. Para ese momento ya debería estar casandose… Palpé el bolsillo de mi
pecho y sentí el sobre que había guardado allí esa misma mañana cuando estaba
guardando mis cosas. Me detuve en una orilla de la cera, abrí el sobre y empecé a
leer la carta.

«Cuando las hojas caen: crónica de un amor que no marchita».

New Heaven es un pueblo pequeño, con gente amable y muy tranquila.

El viejo Sherman se alza imponente vigilándolos a todos desde su posición en el


parque comunitario. Un árbol cuya edad puede rivalizar fácilmente con la de cualquier
mítica planta que aparezca en el folclore de los estados unidos.

Cada otoño, sus hojas son pintadas por miles de parejas que acuden a la sombra del
árbol a formar parte de una antigua tradición: renovar sus votos, jurarse amor eterno, o
simplemente pedir por la persona que se ha adueñado de nuestro corazón.

A pesar de ser nativo de este pequeño pueblo, nunca, hasta este mismo otoño fui
participe de tan mítica y romántica tradición, no me enorgullece decirlo, pero los métodos
del viejo Sherman no eran precisamente los que yo denominaría los más efectivos para
conseguir el amor de la persona deseada.

Sin embargo, siempre debe haber una excepción que desmiente la regla, y debo decir
que en esta ocasión esa excepción no se trata de otro que su humilde servidor…

Aquí es donde la situación se sale de lo común y empieza a tornarse más dramática.

Durante dieciocho años de mi vida estuve enamorado de una paisana, era, es de


hecho, la chica más hermosa que hubiera visto alguna vez sobre la faz de la tierra, o incluso
del cielo, aunque fuera uno nuevo.

En esos dieciocho años nunca recibí una sola señal que me indicara que alguna vez
se fijaría en mí, sin embargo, y pese a cualquier fracaso que ocurriera, yo regresaba cada
uno de los otoños a New Heaven con la esperanza de que esta vez fuera distinto…
—¿Jura usted serle fiel y acompañarlo en la salud y en la enfermedad, en la
pobreza y la riqueza?

—Sí, lo juro…

—Travis Spencer, ¿Jura usted…?

—No.

—¡¿Qué?!

—Lo siento Holly… Pero no puedo casarme contigo. Te mentiría a ti, y a


cualquiera de los que están en esta estúpida ceremonia si dijera que quiero estar
junto a ti para el resto de mi vida. Lo lamento, ódienme si lo desean, pero tengo
que irme ahora…

—¡Deténganlo!

—¡Hey! ¡Se escapa! ¡Nadie deja plantada a mi hija el día de su propia boda!

Leí nuevamente el último párrafo de lo que Travis había escrito para ver si
no me había equivocado.

Es por eso que quiero decirlo de esta forma, para que todo el mundo pueda ser testigo
y entiendan lo que yo siento:

Dafne, he estado perdidamente enamorado de ti desde que era un crio. Y ese amor no
ha disminuido ni un centímetro. Lo supe al mismo instante en que nos reencontramos de
nuevo junto al viejo Sherman.

Es por eso que, si lees esto, y aun a pesar de todo lo que ha pasado decides que
quieres cometer la locura más grande que una persona pudo cometer… Te espero allí, en el
mismo sitio…

Tuyo a través del tiempo;


Travis Spencer.

Corrí con toda la fuerza que me daban las piernas y cruce con la velocidad
de un rayo el viejo sendero del parque hacía un enorme grupo de personas junto a
los demás árboles que habían sobrevivido a la tormenta, Sherman tristemente ya
no estaría para contemplar los sueños de amor de las parejas cumplirse producto
de su magia, pero su espíritu seguía presente en el lugar.

Laurel, Danny McGregor, las enfermeras de St. Raven y un montón de


residentes del pueblo aplaudieron al mismo tiempo cuando me vieron llegar a ese
lugar.

No entendí lo que estaba pasando hasta que un hombre vestido con un muy
elegante traje negro se dio la vuelta.

No sé si fue su sonrisa, su mirada marrón como las hojas de otoño que tanto
amaba, o el simple hecho de que él era un buen chico, lo que me hizo que toda una
gama de sentimientos que consideraba extintos renacieran de golpe en mi corazón.

—Viniste…

—No me lo perdería por nada del mundo.

Travis se arrodilló frente a mí y todos los presentes exclamaron expectantes.

—Te voy a pedir que levantes la mirada por un segundo.

Hice caso a lo que Travis me acababa de pedir y entonces me encontré con


una de las cosas más maravillosas y bonitas que alguien pudo haber hecho por mí
en la historia de la humanidad.

Todas las hojas del árbol bajo el que estábamos tenían pintadas la frase
«¿Quieres casarte conmigo?» Quise decir algo, pero estaba demasiado sorprendida
como para articular palabra alguna.

Situaciones extraordinarias requieren respuestas extraordinarias.

Le pedí a Travis que se pusiera de pie y las miradas de todos se convirtieron


en una mezcla de miedo y sorpresa.

—¿Quieres saber que tengo que responder a todo esto?


Travis asintió levemente a la expectativa.

Extraje de mi bolsillo mi reliquia personal, algo que había guardado desde


hacía tiempo y que sabía que en algún momento me seria de utilidad. Le extendí el
brazo y la deposité en su mano.

Sí.

Mi propia hoja de la tradición del viejo Sherman.

Travis y yo nos miramos por un segundo y no hizo falta decirnos una sola
palabra. Esa mirada encerraba en ella todas las palabras de amor en el mundo,
todos los gestos de cariño y la forma de hacerle saber a alguien que querías estar
junto a ella por el resto de tu vida.

Nos besamos…

Nos besamos como si fuéramos a morir al día siguiente, y con el deseo de


vivir para siempre… Juntos.

Una dulce brisa de otoño, aquella que solo sopla en el último día de la
estación a la hora correcta… Hizo bailar las hojas pintadas y estas cayeron sobre
nosotros. La promesa natural de que nuestro amor duraría para siempre.

Que nos amaríamos a pesar de todo obstáculo.

Otoño… Que perfecta estación para enamorarse.

FIN

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