Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Dicen que nacemos y vivimos por una razón, que se nos da un propósito, que
estamos aquí por algo. Anteriormente no supe por qué había nacido, no
comprendí cuál era mi propósito. Era invisible para el resto, y nunca logré sentirme
amado. Culpé a mi apariencia, mi poca gracia, mi cuerpo escuálido y mi color
pálido no me ayudaban mucho. Mis ojos carecían de atractivo y mi cabello se veía
seco y sin vida. Sin embargo, con el tiempo, logré entender que no era mi
apariencia lo que hacía que mi familia me despreciara, sino que había algo dentro
de mí que lo impedía.
Vivir sin ser amado era como sufrir heridas sin cura que ardían y me impedían el
movimiento. Así fue mi anterior vida y por eso decidí poner fin a mi sufrimiento. No
hubo nada que pudiese cambiar, y me sentía agobiado, el dolor era lo único que
permanecía siempre, las noches sin dormir pensando incansablemente porqué
había nacido parecían eternas y cuando acababan solo daban paso a más
preguntas y a más dolor. No aprendí a dejar ir el sufrimiento, nada iba a cambiar,
yo sabía que no podía hacer algo para dejar de sufrir, entonces entendí que eso
duraría tanto como mi existencia.
Atardeció y me tiré del acantilado con la esperanza de que por fin cumpliría con mi
destino, de que algo mejor llegaría para mí. Mientras caía sonreía como nunca lo
había hecho porque sabía que el dolor por fin terminaría. Pero para mí triste
sorpresa, no morí como esperaba hacerlo, en su lugar fui condenado a llevar una
existencia diferente. Cuando mi cabeza golpeó el asfalto mis ojos se cerraron,
cuando todo estuvo oscuro escuché una voz que me dejó petrificado:
Luego abrí mis ojos abruptamente y durante minutos intenté entender qué había
sido eso. Me levanté y aparentemente todo seguía igual, yo seguía igual. Entré en
desespero y sentí que enloquecería, empecé a llorar desconsoladamente.
Entonces apareciste caminando tranquilamente, y al verme te dirigiste a mi lugar e
intentaste abrazarme. No acepté tu abrazo porque lo que había escuchado de esa
extraña voz volvió: “una condena eterna sin contacto físico” y no quería asustarte.
Sin embargó, lo entendiste, te sentaste junto a mí y empezaste a hablarme como
si no me hubieses visto a punto de enloquecer. Después de unos minutos, ya me
había reído como nunca antes, y ya había guardado tu voz como mi sonido
favorito.
Al día siguiente volví a caminar por donde te vi llegar después de haber intentado
acabar con mi existencia, preguntándome por qué habías llegado allí, luego sentí
tus pasos y te vi ahí. De nuevo duramos horas hablando, y antes de decir adiós
acordamos ir allí cada día. Y así fue durante semanas, que pronto se volvieron tres
meses; había encontrado una razón para vivir cada día, había empezado a sentir
cosas lindas, extrañas, cosas que nunca había sentido. Me enamoré de ti, aún sin
tocarte, sin abrazarte, sin tomar tu mano, sin sentir tus labios, te convertiste en mi
felicidad.