Está en la página 1de 4

Tú propósito, tu muerte.

Dicen que nacemos y vivimos por una razón, que se nos da un propósito, que
estamos aquí por algo. Anteriormente no supe por qué había nacido, no
comprendí cuál era mi propósito. Era invisible para el resto, y nunca logré sentirme
amado. Culpé a mi apariencia, mi poca gracia, mi cuerpo escuálido y mi color
pálido no me ayudaban mucho. Mis ojos carecían de atractivo y mi cabello se veía
seco y sin vida. Sin embargo, con el tiempo, logré entender que no era mi
apariencia lo que hacía que mi familia me despreciara, sino que había algo dentro
de mí que lo impedía.

Vivir sin ser amado era como sufrir heridas sin cura que ardían y me impedían el
movimiento. Así fue mi anterior vida y por eso decidí poner fin a mi sufrimiento. No
hubo nada que pudiese cambiar, y me sentía agobiado, el dolor era lo único que
permanecía siempre, las noches sin dormir pensando incansablemente porqué
había nacido parecían eternas y cuando acababan solo daban paso a más
preguntas y a más dolor. No aprendí a dejar ir el sufrimiento, nada iba a cambiar,
yo sabía que no podía hacer algo para dejar de sufrir, entonces entendí que eso
duraría tanto como mi existencia.

Cumplí 17 años en agosto, era verano y el sol brillaba intensamente,


lastimosamente esa luz radiante nunca logró penetrar mi corazón en constante
oscuridad, la felicidad de las personas a mi alrededor tampoco me contagiaba. Así
que mi decisión estaba tomada. Caminaba por las bulliciosas calles de Cádiz, la
ciudad que fue el escenario de mi desgraciada vida, los niños corrían comiendo
helado, se veían grupos de amigos disfrutando de su tiempo juntos, los carros
pasaban, los pájaros cantaban alegres, el césped se veía más verde que nunca,
todo se veía feliz y yo, yo continuaba siendo incapaz de encontrar la alegría que
rebosaba el mundo.

Alrededor de las 5 de la tarde llegué a mi destino: el acantilado de Barbate, iba a


atardecer y mi decisión seguía en pie, no viviría más. Nadie me extrañaría, nadie
notaría mi ausencia, nunca nadie se disculpó por hacerme tanto daño, así que
decidí que el atardecer sería el temporizador, y que al llegar a 0 mi vida acabaría.
Quisiste abrazarme, aunque no mostrabas sorpresa, o tristeza, o alguna otra
emoción. Me mirabas tranquilamente, sentada abrazando tus piernas, el viento
ondeando tu cabello, tu respiración acompasada con el suave murmullo de las
olas. Yo también hubiese deseado abrazarte, y hubiese deseado que no nos
hubiésemos amado, porque ahora estoy aquí sin ti en una eternidad que no tendrá
final, porque significaste el inicio de mi eterna soledad.

Atardeció y me tiré del acantilado con la esperanza de que por fin cumpliría con mi
destino, de que algo mejor llegaría para mí. Mientras caía sonreía como nunca lo
había hecho porque sabía que el dolor por fin terminaría. Pero para mí triste
sorpresa, no morí como esperaba hacerlo, en su lugar fui condenado a llevar una
existencia diferente. Cuando mi cabeza golpeó el asfalto mis ojos se cerraron,
cuando todo estuvo oscuro escuché una voz que me dejó petrificado:

- Un propósito, una misión, tú propósito, tu misión. La muerte no te librará.


Un alma en pena eterna, un cuerpo aparentemente común, una condena
eterna sin contacto físico. Tu propósito, tu muerte.

Luego abrí mis ojos abruptamente y durante minutos intenté entender qué había
sido eso. Me levanté y aparentemente todo seguía igual, yo seguía igual. Entré en
desespero y sentí que enloquecería, empecé a llorar desconsoladamente.
Entonces apareciste caminando tranquilamente, y al verme te dirigiste a mi lugar e
intentaste abrazarme. No acepté tu abrazo porque lo que había escuchado de esa
extraña voz volvió: “una condena eterna sin contacto físico” y no quería asustarte.
Sin embargó, lo entendiste, te sentaste junto a mí y empezaste a hablarme como
si no me hubieses visto a punto de enloquecer. Después de unos minutos, ya me
había reído como nunca antes, y ya había guardado tu voz como mi sonido
favorito.

Después de horas de charla, ambos agitamos nuestras manos como señal de


despedida. Luego de eso, la incertidumbre volvió, mi mente seguía dando vueltas
alrededor de esa voz, de lo que había hecho, yo deseaba morir. Y esa voz, esa
extraña voz y esas palabras seguían en mi mente. ¿Acaso no podía morir antes
de cumplir mi propósito? ¿Cuál se supone qué era? Decidí tocar a mi mascota, y
cuando la toqué no sentí su pelaje, la seguí tocando desesperadamente y seguía
sin sentirlo, él tampoco sentía que lo tocaba, seguía emocionado esperando una
caricia. ¿Qué había pasado? ¿A eso se refería a una condena eterna sin contacto
físico? ¿era mi castigo?, ¿Me he convertido en un fantasma que puede ser visto o
un alma con la misma función?, entonces entendí que nunca podría volver a sentir,
a tocar, que nunca podría abrazar, que mi vida no acabaría hasta lograr cualquiera
que sea mi propósito. Lloré desconsoladamente toda la noche.

Al día siguiente volví a caminar por donde te vi llegar después de haber intentado
acabar con mi existencia, preguntándome por qué habías llegado allí, luego sentí
tus pasos y te vi ahí. De nuevo duramos horas hablando, y antes de decir adiós
acordamos ir allí cada día. Y así fue durante semanas, que pronto se volvieron tres
meses; había encontrado una razón para vivir cada día, había empezado a sentir
cosas lindas, extrañas, cosas que nunca había sentido. Me enamoré de ti, aún sin
tocarte, sin abrazarte, sin tomar tu mano, sin sentir tus labios, te convertiste en mi
felicidad.

Tú entendiste mi propósito, incluso primero que yo. Te conocí y lograste hacerme


entender para qué vivía, y luego me lo quitaste, yo deseaba encontrar paz,
deseaba que fueras feliz.

Te traje a la playa, el único lugar donde podía ir a recoger esperanza y tranquilidad


antes de conocerte. El mar era el único que me hacía sentir que no había un dolor
que fuese tan grande como él, tan fuerte y feroz. Y sentados en la arena te estaba
contando mi historia. Te narré mi historia, consciente de que nuestros mundos se
entrelazaban, pero nuestras realidades jamás podrían tocarse.

Mis manos temblaban, mi respiración se cortaba, seguías mirándome como si


quisieras guardar la imagen de mi rostro por siempre, mis lagrimas por fin cayeron,
aunque frente al imponente mar fueran nada. Te levantaste y recitaste las palabras
más hermosas que jamás hubiese escuchado: “Te amo y te amaré toda la
eternidad, es una promesa”. Desearía que esas palabras jamás se hubieran
escapado de tus labios, que ese sentimiento no hubiese existido, aunque tú me
amaste, aunque yo te amaba. Te levantaste de la arena, me miraste por última
vez, y cuando quisiste acariciarme, volteaste la mirada y caminaste hacia el mar,
las olas se movían con braveza anunciando un adiós que significaría mi vida
eterna, y la luna fue el único testigo de tus últimos respiros, de mis inútiles pasos
desesperados por salvarte, de las lágrimas que no hacían ninguna diferencia
porque moriste intentando estar conmigo toda la vida, quizás una eternidad, pero,
al contrario de lo que fue mi suerte, lograste que tuviera que vivir en condena
apenas acompañado de mi dolor porque mi alma estará en constante pena debido
a tu pérdida, porque solo pude ser feliz contigo. Entonces, fue justo, allí, que
descubrí que mi propósito era encontrar el amor y ser feliz, te encontré y te fuiste
antes de por fin completar el propósito que me trajo a la vida; el tuyo era amar a
quien careciera de amor, inocentemente moriste habiendo ya cumplido tu
propósito arrebatándome el final, dejándome con dolor eterno.

También podría gustarte