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A propósito de la exposición “Museo”, de Juan Enrique Bedoya

El museo imaginario de Juan Enrique

Por: Yesenia Silva

Vivimos en un mundo museológico. Aprendemos desde muy pequeños a configurar nuestro propio
museo, colecciones de lo que nos parece más significativo, importante, curioso o memorable de
nuestras vidas. Hoy sería impensable un mundo sin museos y, de alguna manera, todo es museable.
Esta es la primera idea que surge al recorrer la muestra de Juan Enrique Bedoya en el MALI. Las
fotografías que cubren las paredes refieren a los libros y objetos dispuestos en las vitrinas, y
viceversa.

En la primera vitrina, frente a la entrada, un libro llama la atención. Es El museo imaginario de


Tintín, parodia de la obra de André Malraux. En su portada, un grupo de personas, liderado por el
protagonista y su mascota Milú, observa una colección de objetos sumamente diverso, cuyos
elementos —a simple vista— no guardan relación entre ellos.

La historia del libro cuenta el robo de un famoso ídolo de barro que aparece en la esquina derecha
de la portada. El mismo se exhibe en esta sala del MALI, en lo alto de una vitrina. Acaso el artista
es también un ladrón, cuya obra se alimenta de lo que él mismo recoge en cada uno de los museos
que visita. La propia historia del arte y de los museos, que se sugiere en la selección de títulos que
nos presenta Bedoya, se construye sobre la base de colecciones que fueron sustraídas de sus lugares
de origen, unas veces robadas, otras veces compradas a traficantes legales e ilegales.

Colecciones y coleccionismo
En la introducción de Relics of the past, Stefanie Gänger (2014) describe el entorno en el que se
desarrollaron los hábitos de coleccionismo de las élites locales en Perú y en Chile, especialmente en
las capitales y otras ciudades importantes de cada país. La autora rescata la importancia de las
grandes colecciones privadas que no solo coexistieron sino que incluso contribuyeron para la
fundación y el abastecimiento de los museos nacionales de ambos países.
En aquel tiempo, las sociedades académicas se unieron a los museos para compartir conocimientos
y estudiar colecciones diversas en distintas partes del mundo. Sin embargo, a medida que el siglo
XIX llegaba a su fin, las colecciones privadas pasaron a formar parte de los museos, dándose a
conocer a un público más amplio. Poco a poco, el coleccionismo se convirtió en una práctica
científica que fue muy valorada, de modo que las figuras de los grandes arqueólogos, como Max
Uhle y Julio C. Tello, oscurecieron a los personajes “menores” y no profesionales que continuaron
contribuyendo de diferentes maneras a la constitución del conocimiento del pasado.

Due to the focus on key figures and a disciplinary framework, historians have tender to dismiss
amateur erudition and private collections prior to the arrival of Max Uhle in Peru: peruvian’s
collections and studies of antiquities have been waved aside as mere ‘entertainment’ for ‘adventurers
and treasure hunters’, men devoted to ‘alchemy rather than archaelogy’ (Gänger, 2014, p. 16).

Gänger relativiza la naturaleza científica del coleccionismo, rescatando así la importancia de esta
práctica como una empresa más bien afectiva; al tiempo que nos permite reconocer que los
coleccionistas crearon sus propias agendas y redes con otras comunidades.

El deseo por coleccionar y su relación con la historia de los museos está también en la primera
vitrina de la muestra de Bedoya, donde encontramos títulos como The Keeper, junto a The Origins
of the Museums y La casa de la vida de Mario Praz. En el mismo grupo, un libro abierto nos deja
leer la historia de Charles Wilson y su “gabinete de las curiosidades”, un antecedente de las grandes
colecciones que darían forma a los primeros museos.

La idea del coleccionismo como empresa afectiva se afirma todavía más en los artículos personales
que se exhiben, como una gran pelota de juguete —que semeja a un aríbalo— y un antiguo maletín,
herencia del abuelo del artista. Así, las curiosidades de una época terminan siendo las reliquias
etnográficas, estéticas o científicas de otra. El medio que facilita la transformación, en este caso, es
el museo.

Modernidad y museos
La colección de imágenes que nos regala Bedoya y la manera monumental de disponerlas en la sala
refiere también a la naturaleza de los museos, que fueron durante mucho tiempo grandes templos de
contemplación silenciosa, que presentaban a los asistentes un conjunto de verdades casi
incuestionable.

La influencia de la ilustración hizo que el museo marcara claramente su alejamiento de los


discursos religiosos y se presentó como el contenedor de los argumentos basados en la razón y lo
verificable. El museo moderno se convirtió entonces en el templo de la razón, y promovió un tipo
de relación con los objetos, basada en la observación pasiva de los grandes relatos científicos que
explican el mundo.

A cambio, Luis Enrique propone una relación sensible con los elementos que expone, basada en la
emoción, el juego y la asociación libre. Los ojos grandes que nos miran desde una pared completan
la imagen del mono ciego que yace en una vitrina. Varias de sus fotografías muestran al museo
como espacio social, donde grupos de personas conversan, se abrazan y fotografían afanosamente
las obras expuestas, con la intención de configurar más tarde, como él mismo hace, su propio
museo.

En otras vitrinas se muestran algunos títulos sobre el expolio del arte de Oriente a través de las
campañas imperiales de Napoleón, así como la abnegada labor de los llamados hombres del
monumento, que lucharon por rescatar muchas de las obras de arte robadas por Hitler durante la
Segunda Guerra Mundial. Fotografías de banderas y uniformes, así como soldados de juguete
terminan por llamar nuestra atención sobre el papel de la guerra en la configuración del museo
occidental.

Es justamente en el periodo posterior a las guerra mundiales cuando los museos deben responder a
las nuevas demandas sociales, que implicaban a su vez nuevos modelos y valores colectivos. Se
inicia la llamada crisis de los museos, que denuncia el elitismo y conservadurismo de esta
institución, así como su complicidad con el poder. Se cuestiona su papel normativo en el campo del
saber, su autoridad para imponer una lectura única de las cosas. El museo pierde legitimidad y se
concibe como un cementerio cultural.

Tras este periodo de crisis, se suceden grandes cambios en los modos de organizar el saber y los
modelos interpretativos que subyacen a toda representación visual. Las colecciones se presentan
bajo nuevos puntos de vista y las prácticas curatoriales se renuevan. Las exposiciones no renuncian
a la perspectiva histórica pero la relativizan, introduciendo conexiones geográficas y planteamientos
temáticos transversales. Algunos ejemplos de estos nuevos modelos aparecen en las fotografías de
la pared derecha, que corresponden a distintos museos de los Estados Unidos. En el tránsito de una
pared a otra, sin embargo, una serie de pequeños animales disecados nos recuerda a la idea del
cementerio cultural, y lo difícil que puede ser escapar del mandato moderno.

Representación y poder
La cantidad de objetos que Bedoya nos presenta puede parecer a veces confusa, más aún cuando los
espacios de exhibición tienden a ponerlo todo en el mismo nivel. Esta idea surge más claramente en
la vitrina que compara tres versiones de un “huaco”. El primero parece un aríbalo mochica. El
segundo tiene la misma forma, pero está hecho de tela y lana. El tercero es una interpretación
moderna, pintada con diseños de color negro sobre la vasija de fondo blanco. ¿Arte o historia? ¿Qué
resulta de juntar sistemas de clasificación tan diferentes?

En “Historias de lo tribal y lo moderno”, James Clifford (1995) critica la exhibición del MoMA de
1984, que pretendió agrupar distintos artefactos indígenas bajo una misma categoría: la de “arte
primitivo”. El autor sostiene que el hecho de equiparar el arte indígena al moderno refuerza tanto el
proyecto modernista como la “otredad”, puesto que los objetos no-occidentales eran exhibidos
como joyas del pasado: atemporales, inmutables y anónimas. Aunque resulta interesante abordar
estos objetos desde otra mirada, el uso de categorías occidentales termina por exotizarlos aún más,
resaltando las diferencias en su propio sistema de clasificación, que es el de la historia del arte.

Pero la herencia del modernismo no termina en el llamado arte primitivo, sino que abarca también
lo que la historiadora de arte Mari Carmen Ramírez llama “lo fantástico”. Tal fue el caso de la
exposición Art of the fantastic: Latin America (1929-1987), en el Museo de Indianápolis, que hizo
eco de una supuesta mentalidad fantástica en toda América Latina, en contraste con aquellos países
que serían “modernos y racionales” (Ramírez, 1992).

Y es eso lo que más llama la atención entre la selección de libros y objetos que hace Bedoya en una
vitrina sobre arte peruano: puntas de lanza, caracoles de mar, un hipocampo, un viejo cuchillo y
algunas piezas dentales, descansan junto a un marciano de juguete y la portada del libro Y
conocimos gente de otros mundos, en referencia a las historias que rodean a las Líneas de Nasca y la
construcción de obras monumentales como Machu Picchu.
Tal parece que superar las limitaciones del museo modernista presenta grandes retos, y prescindir de
las categorías occidentales de conocimiento no siempre ha podido lograrse, menos aún cuando se ha
intentado representar a culturas no-occidentales. Pese a los esfuerzos por insertar la diversidad en
los museos de arte, acomodar perspectivas alternativas sigue siendo una empresa difícil.

La muestra del propio Bedoya es un ejercicio crítico, pero también nostálgico, cómplice de las
categorías que aún rigen el mundo del arte y de los museos. Las lecturas que nos propone con
irreverencia, a través del juego, están inmersas en el ritual contemplativo del museo moderno.

Para cualquier amante de los museos, es grato dejarse llevar por los caminos que sugiere el artista,
estableciendo conexiones entre los distintos objetos que nos muestra, encontrando referencias
conocidas y disfrutando el recorrido. Desde la antropología, en cambio, cabe preguntarnos si es
posible una mirada crítica del mandato del museo desde su corazón mismo, sin cuestionar las reglas
implícitas en su funcionamiento. En todo caso, antes que un cuestionamiento formal al modelo
occidental de museo, el de Bedoya es un repaso reflexivo de su historia, sus inconsistencias, pero
también sus cualidades y los retos que enfrenta.

Bibliografía

Clifford, James (1995). “Historias de lo tribal y lo moderno” en Dilemas de la cultura.

Gänger, Stefanie (2014). Relics of the Past. The collecting and study of Pre-Colombian Antiquities
in Peru and Chile, 1837-1911. Oxford: University Press.

Ramírez, Mari Carmen (1992). “Beyond ‘the fantastic’ Framing Identity in U.S. Exhibitions of
Latin American Art”, en Art Journal, Winter.

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