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RAFAEL VALLADARES (ed.

EL MUNDO
DE UN VALIDO
Don Luis de Haro y su entorno,
1643-1661

Prólogo de
John H. Elliott

Marcial Pons Historia


2016
ÍNDICE

Pág.

PRÓLOGO, por John H. Elliott ................................................................ 11

INTRODUCCIÓN, por Rafael Valladares .................................................. 15

LUIS MÉNDEZ DE HARO (1603-1661). GENEALOGÍA ABREVIADA ................. 23

DON LUIS DE HARO Y CÓRDOBA. BASES SOCIOECONÓMICAS DEL PODER DE


UN VALIDO, por Ángel María Ruiz Gálvez ......................................... 25

LA CÁMARA DEL REY DURANTE EL REINADO DE FELIPE IV: FACCIONES, GRU-


POS DE PODER Y AVATARES DEL VALIMIENTO (1621-1665), por Santiago
Martínez Hernández ......................................................................... 49

ORIGEN Y LÍMITES DEL VALIMIENTO DE HARO, por Rafael Valladares....... 97

HOMBRES DE PRUDENCIA Y «GRANDES PARTES». EL CONDE DE CASTRILLO Y


DON LUIS MÉNDEZ DE HARO, por Óscar Mazín ................................. 153

LA CAPILLA REAL DE PALACIO EN TIEMPOS DEL VALIMIENTO DE DON LUIS


DE HARO (1643-1661), por Juan A. Sánchez Belén........................... 193

«QUERIÉNDOLO DISPONER EL SEÑOR DON LUIS». HARO Y EL «FAVOR PER-


DIDO» DE LOS MEDINA SIDONIA, por Luis Salas Almela .................... 233

INTERCESOR DE ESCRITORES: LAS DEDICATORIAS DE LIBROS A DON LUIS DE


HARO Y SU RELACIÓN CON LOS AUTORES (1625-1662), por Alistair
Malcolm ............................................................................................ 263

«ESTA CASA NO SE ACABA». DON LUIS DE HARO Y EL PALACIO DE UCEDA


EN MADRID, por Miguel Ángel López Millán ................................... 303
10 Índice

Pág.
EL RETRATO DE UN VALIDO: LAS COLECCIONES ARTÍSTICAS DE DON LUIS DE
HARO, por Leticia de Frutos ............................................................. 347

LA SOMBRA DE HARO. MEMORIA DE LINAJE Y ESPEJO DE VALIMIENTO


(1665-1677), por Antonio Álvarez-Ossorio Alvariño...................... 377

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA.......................................................................... 403


Fuentes ............................................................................................. 403
Bibliografía ....................................................................................... 404

ÍNDICE ONOMÁSTICO ................................................................................ 437

ÍNDICE TOPONÍMICO ................................................................................. 453


PRÓLOGO
John H. ELLIOTT

En el mes de mayo de 2014 tuve el placer y el privilegio de


participar en la reunión de un pequeño grupo de historiadores del
siglo XVII español en el Centro de Estudios Políticos y Constitu-
cionales de Madrid organizada por el profesor Rafael Valladares.
Acepté con entusiasmo su amable invitación a actuar como uno de
los comentaristas por tratarse de un simposio sobre un personaje
enigmático, don Luis de Haro, sobrino del conde-duque de Olivares
y su sucesor en el valimiento de Felipe IV, si bien su comportamiento
como valido distaba mucho del de su agresivo y autoritario tío.
Al empezar a redactar mi biografía política del conde-duque me
di cuenta de que, aunque la literatura sobre la primera mitad del
reinado de Felipe IV resultaba defectuosa en muchos aspectos, era
riquísima en comparación con la que existía sobre la segunda mitad
del reinado, un vacío historiográfico casi total. Tradicionalmente los
historiadores habían prestado poca atención a una época en la cual
España iba perdiendo su hegemonía europea y cuando incluso la
supervivencia del conjunto de la monarquía española parecía estar
a veces en juego. Quedaban, pues, muchas preguntas por contestar.
¿Cómo se salvó la monarquía en los años que siguieron a los desas-
tres del año 1640? ¿Qué parte tuvo Haro en la navegación del barco
del Estado por mares turbulentos y peligrosos hasta su llegada a
puerto, más o menos intacto, con la conclusión del Tratado de los
Pirineos en 1659? ¿Cuánto se debe a las personalidades, y especial-
mente a la del valido, en la historia de este relativo éxito y cuánto
12 John H. Elliott

al conjunto de las circunstancias internacionales y domésticas de la


época? Tales preguntas nos llevan al meollo de un gran problema
historiográfico, el del relativo peso que hay que dar a los individuos
en comparación con las fuerzas impersonales, como la geografía, la
economía, las estructuras sociales e incluso el clima.
Eran las fuerzas impersonales las que tendían a predominar en
la interpretación histórica durante las décadas que siguieron a la
Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en años recientes hemos
visto una reacción a esa manera de enfocar el pasado y un creciente
interés en la agencia humana como explicación, por lo menos par-
cial, de los grandes cambios históricos. Este interés se ha reflejado
en la reinstauración de la historia narrativa y política y de la biogra-
fía como parte integral del quehacer histórico. El renovado interés
por la biografía como un enfoque digno de la atención de los histo-
riadores ha llegado algo tarde a España, pero el nuevo Diccionario
Biográfico Español, a pesar de sus notorios defectos, representa un
salto adelante y una muestra más de la nueva importancia que se va
otorgando a los individuos como agentes históricos. Otra muestra
ha sido el simposio de 2014 sobre don Luis de Haro, cuyos frutos
se recogen en este libro.
Ahora bien, gracias a los nuevos métodos y conceptos históricos
de los últimos años, hoy se espera más de una biografía que el puro
relato de una vida. Como siempre, es imprescindible la presentación
equilibrada de una figura histórica dentro de su contexto, escrita
a base de la documentación contemporánea. Sin embargo, en el
pasado, el contexto muchas veces ha sido poco más que el telón
de fondo de la vida y de la actuación del personaje retratado o, al
revés, el personaje se pierde en la detallada narración de los acon-
tecimientos. Desde este punto de vista, la biografía política de Haro
lleva consigo grandes retos, pero también grandes oportunidades.
En cuanto a los retos, la escasez de fuentes directas sobre don
Luis, debida en gran parte a la destrucción o desaparición de sus
papeles, complica enormemente la tarea de redactar su biografía
política, aunque se podría decir lo mismo acerca de sus predece-
sores en el valimiento, Lerma y Olivares. A pesar de la falta de sus
archivos personales, ambos han recibido tratamientos biográficos
gracias a la existencia de otros fondos documentales. Como los
lectores se darán cuenta, los autores que han colaborado en este
libro han aprovechado de la misma manera un gran número de
Prólogo 13

papeles de todo tipo, sacados de archivos españoles y extranjeros,


para llenar los huecos dejados por la ausencia del archivo personal
del valido. Con todo, la actuación de Haro como valido y hombre
de Estado resulta incluso más difícil de elucidar que la de sus pre-
decesores, debido a su propio carácter y a su manera distinta de
concebir y ejercer el poder.
El carácter que se va revelando en las páginas que siguen es
el de un hombre sumamente discreto, cuya preferencia era la de
actuar en la sombra. Sin duda cabe preguntar cuánta parte de su
discreción se debe a las circunstancias políticas del momento y
cuánta a su propia personalidad. Como don Luis fue perfectamente
consciente, lo más importante para ganar y retener el poder en la
época pos-olivarista era distanciarse al máximo de la manera de
actuar y comportarse de su tío, y así evitar el riesgo de parecer su
clon. En consecuencia, desde el principio se impuso la discreción
y la necesidad de actuar a escondidas cuando era posible. Evitaba,
por ejemplo, residir en el Alcázar y, en vez de participar y hablar
en el Consejo de Estado como su tío, solía convocar sesiones de
una Junta de Estado en su casa privada. Sin embargo, la discreción
parece haber estado arraigada en el carácter de este cortesano
perfecto, cuyas ambiciones para sí mismo y su familia hacía tantos
esfuerzos por esconder.
Por estas razones cualquier intento de escribir una biografía
política de don Luis forzosamente tropezará con graves obstáculos.
No obstante, también ofrece grandes oportunidades gracias a su
posición como valido del rey. Como dice Rafael Valladares en su
presentación, el valimiento como tema histórico ha cobrado cre-
ciente importancia desde la publicación en 1963 de Los validos en
la monarquía española del siglo XVII de Francisco Tomás y Valiente, y
este hecho ha proporcionado a los historiadores de hoy un contexto
muy específico dentro del cual se puede colocar la figura de Haro.
Esto, a su vez, abre todo un abanico de posibilidades, ampliamente
demostradas en este libro, para incorporar nuevos enfoques histó-
ricos y renovar los viejos. El valimiento está íntimamente ligado a
la vida de palacio y en este libro, por ejemplo, se hallarán ensayos
que profundizan nuestro conocimiento de la composición y la ma-
nera de funcionar de la cámara del rey y la capilla real. Igualmente,
el valimiento no se entiende sin tomar en cuenta las ambiciones
territoriales y las rivalidades familiares de las grandes casas aristo-
14 John H. Elliott

cráticas, su ansiedad e incluso su obsesión por la cercanía al rey, el


papel del patronazgo y el clientelismo en la adquisición de poder
y reputación. Todos éstos son temas historiográficos muy vivos
hoy en día. Por último, la historia política se ha renovado con la
incorporación de la historia del arte y del libro. Tales enfoques nos
han ayudado a entender cómo los validos hacían uso de la pintura,
la arquitectura y la literatura para construir y proyectar su imagen
en el mundo político y social. Incluso el evitar algunas de las for-
mas tradicionales de auto-proyección que se nota en el valimiento
de Haro puede constituir una afirmación del tipo de imagen que
quería presentar ante los ojos de sus contemporáneos y de futuras
generaciones.
Tales temas y otros igualmente interesantes se encuentran en
este admirable libro, lleno de detalles fascinantes y de exposiciones
innovadoras. Los ensayos aquí publicados van más allá de la mera
exposición. Al abrir nuevas perspectivas invitan a investigar más a
fondo, y no hay duda de que aún queda mucho por investigar. No
obstante, gracias a la iniciativa de Rafael Valladares, a las investiga-
ciones suyas y a las de sus colaboradores, la historia de la segunda
mitad del reinado de Felipe IV ya no es tierra tan incógnita como
antes y se empieza poco a poco a desentrañar sus secretos. Sin em-
bargo, a pesar de todo lo descubierto, es forzoso confesar que don
Luis sigue guardando gran parte de los suyos. Hoy, como antes, se
esconde en la sombra, pero no hay que sorprenderse. Si la discre-
ción tiene nombre, ese nombre es don Luis de Haro.
INTRODUCCIÓN
Rafael VALLADARES

Por diversos motivos, la figura de don Luis Méndez de Haro ha


permanecido en una larga oscuridad historiográfica, prolongada más,
incluso, que la experimentada por los otros dos grandes validos del
siglo XVII, el duque de Lerma y el conde-duque de Olivares. El mé-
rito de tener en cuenta a don Luis de Haro por vez primera cupo a
un jurista, no a un historiador. En su obra de 1963, Los validos en la
monarquía española del siglo XVII, Francisco Tomás y Valiente dedicó
a Haro unas páginas que aún resultan de obligada lectura por su
lucidez y su carácter pionero 1. Tomás y Valiente, además, inauguró
el enfoque del valimiento desde la óptica de la historia del Derecho
y de las instituciones, una visión cuyo más insigne representante hoy
es el profesor don José Antonio Escudero. Entre la obra de Tomás y
Valiente y el libro colectivo Los validos, que vio la luz en 2004 a cargo
de Escudero —con un capítulo dedicado a Haro—, ha transcurrido
el medio siglo de revolución historiográfica más fecundo sobre el
fenómeno del valimiento español y europeo 2.
Entre ambos polos cronológicos, aunque mucho más próximo
al último que al primero, sólo existe una monografía consagrada

1
Francisco TOMÁS Y VALIENTE, Los validos en la monarquía española del siglo XVII,
Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1963, pp. 15-18.
2
Andrés GAMBRA GUTIÉRREZ, «Don Luis Méndez de Haro, el valido encubierto»,
en José Antonio ESCUDERO (ed.), Los validos, Madrid, Dykinson, 2004, pp. 277-310.
16 Rafael Valladares

a Haro. La tesis doctoral del británico Alistair Malcolm, Luis de


Haro and the Political Elite of the Spanish Monarchy in Mid-Seven-
teenth Century, presentada en la Universidad de Oxford en 1999
y lamentablemente aún sin publicar, tendrá siempre el honor de
haber sido el primer estudio científico sobre Haro. Malcolm, cu-
yas fuentes son casi todas indirectas a causa de la desaparición del
archivo personal de don Luis a fines del siglo XVIII, reconstruyó
con éxito los círculos políticos de los que se rodeó el valido para
analizar su modo de gobierno. Este método de trabajo continúa
siendo la base de cualquier aproximación a la figura de Haro, en
la medida en que la escasez de papeles directos del valido nos
obliga a escudriñar su gestión política a través del entorno y de las
referencias generadas en él. Aun así, ha llevado tiempo compren-
der que la «desaparición» —no sólo documental— de don Luis
fue también producto de una discreción deliberada llevada hasta
el extremo por nuestro protagonista, sabedor de que únicamente
así sería valido 3. La tesis de Malcolm fue dirigida por sir John H.
Elliott, que de este modo culminaba su empresa de promover el
estudio del valimiento español del siglo XVII prácticamente en su
totalidad, pues a sus propios trabajos sobre Olivares, culminados
en 1989 con la biografía del conde-duque, también se había su-
mado entonces la ejemplar investigación de Antonio Feros sobre
el duque de Lerma 4. Es, pues, al profesor Elliott a quien debemos
el haber impulsado un capítulo esencial de la historiografía sobre
España y al profesor Malcolm el haber prolongado la reflexión
sobre el valimiento en los todavía oscuros años del segundo rei-
nado de Felipe IV.
Han pasado casi veinte años desde el trabajo fundacional de
Malcolm y nuestro conocimiento sobre el siglo XVII español ha
crecido vertiginosamente. Sin embargo, la figura de Haro y su go-
bierno siguen a la espera de nuevos análisis capaces de aprovechar
tales avances. Mi interés por los validos se remonta al penúltimo

3
Sobre la virtud de ser discreto, sus raíces clásicas y su reformulación en la Edad
Moderna, véase Pierre ZAOUI, La discrétion. Ou l’art de disparaître, París, Autrement,
2013.
4
John H. ELLIOTT, El Conde-Duque de Olivares, Barcelona, Crítica, 1990 (Yale,
1989), y Antonio FEROS, El Duque de Lerma. Realeza y privanza en la España de Feli-
pe III, Madrid, Marcial Pons, 2002 (Cambridge, 2000).
Introducción 17

año de mi licenciatura en Historia en la Universidad Complutense


de Madrid. En 1987 comenté a uno de mis profesores, don José
Alcalá-Zamora, la idea de investigar sobre el valimiento de Lerma.
Eran los años en que cada publicación de Elliott en torno a Olivares
despertaba en nosotros una fascinación sin límites por el siglo XVII
y sus protagonistas, en parte debido a que el retorno de la historia
política, que por entonces tenía lugar, supuso también la vuelta
de un lenguaje historiográfico que respondía a preguntas que los
enfoques meramente sociales o económicos no habían terminado
de resolver. Sin embargo, resultó inevitable —y una suerte para la
historiografía— que dos de mis colegas de generación algo mayores
que yo se interesaran también por Lerma como núcleo de sus res-
pectivas tesis doctorales. Así, mientras Antonio Feros y Bernardo
García García —este último también bajo la dirección de Alcalá-
Zamora— investigaban sobre el valido de Felipe III, yo decidí
centrar mi tesis en don Luis de Haro. La elección no tuvo mérito
alguno desde el momento en que ya no parecía quedar ningún otro
valido disponible en la lista.
La generosidad del profesor Alcalá-Zamora estuvo en el origen
de que en octubre de 1988 aceptara dirigir mi tesis, incluso bajo
un título tan discutible como «La política exterior de Felipe IV
bajo don Luis de Haro, 1643-1661», o algo bastante parecido. En
realidad, este tema había nacido de las clases del profesor Alcalá-
Zamora, en las que reivindicaba la transcendencia del reinado de
Felipe IV, de cuyos últimos veinte años aún sabíamos tan poco. Por
prescripción suya leí una parte de los Estudios del reinado de Feli-
pe IV de Antonio Cánovas del Castillo, el gran pionero de la lenta
recuperación de este monarca para la historiografía, aunque en-
tonces no entendí muy bien por qué una obra de fines del siglo XIX
debía preferirse a otras más recientes 5. Mi capacidad para distinguir
entre lo nuevo y lo innovador debía hallarse en estado embrionario.
En todo caso, de aquel interés inicial por don Luis sólo queda una
comunicación que presenté en un simposio de doctorandos bajo un
título tan imposible como impropio: «La política exterior de la Mo-

5
Antonio CÁNOVAS DEL CASTILLO, Estudios del reinado de Felipe IV, 2 vols., Ma-
drid, A. Pérez Dubrull, 1888-1889.
18 Rafael Valladares

narquía Hispánica en tiempo del conde de Haro (1646-1661)» 6. La


imposibilidad e impropiedad del enunciado obedecían a que nunca
hubo un conde de Haro al timón del gobierno español (ni en esos
años ni en otros), y en lo anacrónico de calificar de «exterior» una
política que, en realidad, convendría llamar dinástica. La prueba
de hasta dónde llegó la indulgencia del público de entonces queda
patente en que no recuerdo a nadie que se escandalizara por haber
hecho conde a don Luis, señal, quizás también, de lo borrosa o
secundaria que era su figura.
Un año de trabajo en los archivos me ayudó a comprender que
mi tesis necesitaba una reorientación. Mi empeño en no abandonar
los años posteriores a Olivares —de nuevo, la sombra de Cánovas—
me condujo de vuelta a los Estudios del reinado de Felipe IV, que esta
vez leí con otros ojos. Me sorprendió especialmente el peso que el
autor daba a la crisis de secesión lusitana como nudo explicativo de
la decadencia imperial española. El mismo libro que dos años antes
había cerrado sin más me mostraba ahora un camino para salir del
atolladero de mi inabarcable proyecto de tesis. De hecho, me consolé
pensando que al menos la rebelión portuguesa de 1640 formaba parte
de mi proyecto de investigación originario. El tema de la Restauración
bragancista me parecía mucho menos ambicioso que el del valimiento
de don Luis (lo cual luego comprobé que no era cierto), pero ofrecía
muchas ventajas: desde una óptica realista, resultaba abarcable en un
plazo moderado y existía al respecto una masa documental ingente,
dos condiciones que ya había verificado como imposibles respecto
de Haro. Más interesante aún fue percatarme de que el estudio de
la crisis de 1640 me ayudaría a conocer mejor la época y el sistema
del gobierno de Haro. No se trataba de renunciar a trabajar sobre
don Luis, sino de esperar pacientemente el momento más oportuno
de afrontar la tarea —si es que ese día llegaba alguna vez—. En todo
caso, su biografía tendría que esperar.
Durante mi tesis y después de acabarla, mis siguientes investiga-
ciones sirvieron para buscar y guardar todos los documentos posibles
sobre Haro. El ambiente historiográfico sobre el valimiento de los

6
«La política exterior de la Monarquía Hispánica en tiempo del conde de Haro
(1646-1661). Un intento de periodización», en Congreso de Jóvenes Investigadores y
Geógrafos, vol. 2, Madrid, Universidad Complutense, 1990, pp. 137-145.
Introducción 19

años noventa, con el énfasis puesto en los temas políticos y cortesanos


y en el método comparativo como válvula reguladora de excepcio-
nes, invitaba a continuar el proyecto 7. El éxito del Conde-Duque de
Elliott, la publicación de los estudios sobre Lerma de Antonio Feros,
Bernardo García y Patrick Williams 8, la citada tesis de Malcolm y,
sobre todo, la convicción cada vez más profunda de que los años
posteriores a Olivares guardaban muchas claves para entender el
siglo XVII español imposibilitaron que don Luis de Haro cayera en
el olvido. Otro asunto muy distinto era la elección del método para
dar forma a la idea. Dada la escasez de fuentes directas y los huecos
temporales que subsistían para los casi veinte años del valimiento de
Haro —de 1643 a 1661—, el formato biográfico podía no resultar el
más adecuado. Para rentabilizar la información disponible parecía
sensato eliminar la secuencia diacrónica en favor de otra sincrónica.
El sacrificio de la narración en aras del análisis de aquellos asuntos
para los que disponía de material de archivo hundía su raíz también
en mis años de estudiante universitario, cuando no era extraño es-
cuchar a algunos profesores minusvalorar la biografía por su origen
literario y por simbolizar las antípodas de la historia social. ¿Era
factible, pues, escribir algo así como una «historia social del vali-
miento» a través de un solo personaje? Esta pregunta o, más bien,
este oxímoron —que ignoro cómo habrían resuelto mis antiguos
profesores—, creí superarlo proponiendo el estudio del valimiento
como el análisis de las políticas sectoriales de un gobierno más o
menos colectivo, aunque encabezado por la figura del valido, antes
que como la trayectoria ejecutiva de un ministro singular.
En 1998, con ocasión de publicar la correspondencia entre
Olivares y el noble portugués Diogo de Castro, expuse mi crítica a
la estructura narrativa de la biografía del Conde-Duque de Elliott.
En contraposición al relato cronológico propuse un análisis temá-
tico del régimen de Olivares que ayudase a profundizar más en los
problemas generales —o «sociales», como me habían enseñado—

7
John H. ELLIOTT y Laurence BROCKLISS (eds.), El mundo de los validos, Madrid,
Taurus, 1999.
8
Patrick WILLIAMS, El Gran Valido. El duque de Lerma, la corte y el gobierno
de Felipe III, 1598-1621, s. l., Junta de Castilla y León, 2010 (Manchester, 2006), y
Bernardo José GARCÍA GARCÍA, La Pax Hispanica: política exterior del duque de Lerma,
Lovaina, Leuven University Press, 1996.
20 Rafael Valladares

que en una carrera individual 9. Sin embargo, cuando empecé a


ordenar el material que ya había reunido sobre Haro y a medida
que reflexionaba sobre la naturaleza del poder ejercido por don
Luis, me di cuenta de que mi plan alternativo reducía, y tal vez
eliminaba, la posibilidad de reconstruir un sistema político irreduc-
tiblemente personal, como de hecho fueron todos los valimientos.
En un momento dado —creo que hacia 2008— escribí al profesor
Elliott para reconocer que, simplemente, me había equivocado. Su
respuesta, llena de afecto y comprensión, fue el último impulso que
necesitaba para empezar a escribir —esta vez sí— una biografía
política de Haro.
No obstante, ni la acumulación documental procedente de dece-
nas de archivos españoles y europeos ni la reflexión sobre el proyecto
resultaban suficientes. El nuevo obstáculo venía representado ahora
por la complejidad que había adquirido el propio Haro, pero también
el tiempo histórico de Haro. Como sabemos, la crisis de la monarquía
española de 1640 se proyectó en un continuum existencial e identi-
tario de hondísima gravedad hasta muy avanzado el siglo XVIII 10. Por
si no bastara, el propio género de la biografía no había dejado de
aumentar sus exigencias técnicas y de concepto 11. Esta singularidad
convertía automáticamente el valimiento de Haro en una experiencia
ministerial nada común y alérgica a ser asimilada a los casos prece-
dentes, dentro y fuera de España. Haro se había vuelto a escapar.
Era el momento de buscar la generosa colaboración de aque-
llos colegas cuyas investigaciones cubriesen los muchos vacíos del
entorno de Haro antes de atreverme a escribir su biografía, que
espero acabar en los próximos años. La lógica científica imponía
la feliz necesidad de reunir un seminario sobre nuestro valido. La
conclusión era obvia: si Elliott y su Conde-Duque habían marcado
una parte considerable de mi trayectoria, quizás no hubiese mejor
modo de reconocerlo que organizar un encuentro sobre Haro al es-
tilo del que Elliott había celebrado sobre Olivares en Toro en 1989.

9
Rafael VALLADARES, Epistolario de Olivares y el Conde de Basto (Portugal, 1637-
1638), Badajoz, Diputación Provincial de Badajoz, 1998, pp. 12-13.
10
Pablo FERNÁNDEZ ALBALADEJO, La crisis de la Monarquía, Barcelona, Crítica-
Marcial Pons, 2009.
11
Isabel BURDIEL y Roy FOSTER (eds.), La historia biográfica en Europa. Nuevas
perspectivas, Zaragoza, Institución Fernando el Católico-Diputación de Zaragoza, 2015.
Introducción 21

Aquel año se conmemoraba el cuarto centenario del nacimiento del


conde-duque, una excelente coartada de la que nosotros carecía-
mos al desconocer aún la fecha exacta de la natividad de Haro. Sin
embargo, el deseo de saber más sobre el valimiento que encarnó
don Luis nos pareció un pretexto suficiente para reunirnos en el
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid entre el
12 y el 14 de mayo de 2014 y viajar juntos a los años centrales del
siglo XVII, cuando la monarquía de España construyó buena parte
de su historia futura y también de su leyenda.
Gracias a los buenos oficios de don Feliciano Barrios Pintado
esta noble institución nos acogió con una amabilidad encomiable.
La logística del encuentro supuso un reto a causa de mi incorpo-
ración, en marzo de ese mismo año, a la Escuela Española de His-
toria y Arqueología del CSIC en Roma. Sin embargo, el respaldo
incondicional de su director, don Fernando García Sanz, de la
vicedirectora, doña Leonor Peña Chocarro, y de su personal, es-
pecialmente de Javier Salvador, removieron todos los obstáculos.
Durante aquellas jornadas una decena de investigadores tratamos
de aprender unos de otros bajo la exigente pero afable supervisión
de nuestros comentaristas, los profesores sir John H. Elliott, don
José Antonio Escudero y don Xavier Gil Pujol. Nuestro amigo en-
trañable Carlos Gómez-Centurión Jiménez, a quien en gran parte
debemos haber podido celebrar el seminario, hubiera disfrutado
enormemente con nosotros, y por eso su recuerdo nos acompañó
permanentemente aquellos días.
Durante el simposio también tuvimos la excepcional oportuni-
dad de visitar la sede del Consejo de Estado —que fue la residencia
madrileña de don Luis de Haro entre 1644 y 1661— guiados por
don Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín, y la Fundación Casa de
Alba, gracias a don José Manuel Calderón Ortega y a don Álvaro
Romero Sánchez-Arjona, nos abrió las puertas del Palacio de Liria
para poder disfrutar de su colección artística —una parte de la
cual fue escogida por don Luis de Haro—. Por último, don Carlos
Pascual, al frente de la editorial Marcial Pons, nos mostró desde
el principio su caballeroso apoyo a una empresa que ahora llega al
lector convertida en libro. Nuestro agradecimiento al conjunto de
personas e instituciones mencionadas es inmenso. Más personal-
mente, mi marido, José María, ha sido también autor de un capítulo
que no figura en el índice.
22 Rafael Valladares

El título del seminario, y ahora de este volumen, es un doble


homenaje: por un lado, a sir John H. Elliott y Laurence Brockliss,
por haber publicado en 1999 la obra colectiva El mundo de los va-
lidos, y, por otro, a don José Antonio Escudero, que en 2005 editó
Los validos. Ambos libros han supuesto un gran avance al plantear
el estudio comparado de diferentes validos españoles y europeos.
Para mi alivio, comprobé que en el primero de los títulos citados
no había ningún capítulo sobre Haro y que, en el segundo, las
páginas sobre don Luis a cargo de Andrés Gambra aún dejaban
espacio para nuevas preguntas. Tampoco una reciente oleada de
textos sobre el valimiento español aparecidos en Francia cubre el
fenómeno más allá de Olivares 12. Además, un hombre de la talla de
Haro también poseyó un mundo propio y un entorno casi descono-
cidos. Por esta razón me pareció oportuno utilizar el mismo título
del libro de Elliott y Brockliss para restaurar la memoria de Haro
como valido, una memoria que, como sabiamente señaló Elliott du-
rante el seminario, podría resumirse en la célebre frase atribuida a
Olivares y que Haro seguramente hizo suya sin pronunciarla jamás:
«Ahora todo es mío».
Roma, abril de 2016.

12
Paloma BRAVO, L’Espagne des favoris (1598-1645). Splendeurs et misères du «vali-
miento», París, Presses Universitaires de France, 2009; Raphäel CARRASCO, L’Espagne des
validos (1598-1645), Toulouse, Presses de l’Université du Mirail, 2009; Rudy CHAULET
(ed.), L’Espagne des validos (1598-1645), París, Editorial Ellipses, 2009; Ricardo SAEZ
(ed.), L’Espagne des validos (1598-1645), Rennes, Presses Universitaires de Rennes,
2009; Hélène TROPÉ (ed.), La représentation du favor dans l’Espagne de Philippe III et
de Philippe IV, París, Presses Sorbonne Nouvelle, 2010, y los artículos de Dix-septième
Siècle, núm. 256, 2012-2013.
LA CÁMARA DEL REY DURANTE
EL REINADO DE FELIPE IV:
FACCIONES, GRUPOS DE PODER
Y AVATARES DEL VALIMIENTO
(1621-1661)*
Santiago MARTÍNEZ HERNÁNDEZ

Lady Anne Fanshawe, esposa del embajador inglés en Madrid,


recordaba a comienzos de 1665, con una mezcla de asombro y fas-
cinación, que los principales oficiales del servicio palatino de Feli-
pe IV eran Grandes de España y titulados pertenecientes a las más
antiguas y reputadas familias del reino 1. Aquella percepción, acer-
tada sin duda, refleja, en las postrimerías del reinado de Felipe IV,
el alto grado de «aristocratización» de la corte ibérica y el notorio
protagonismo alcanzado por la alta nobleza no sólo en la jefatura
de los distintos departamentos o cuartos de la Real Casa, sino en el
gobierno político de la monarquía. Lejos quedaban los tiempos en
que los Grandes y títulos habían boicoteado reiteradamente los ac-
tos y ceremonias de corte, ausentándose deliberadamente de palacio

*
Este texto forma parte de los resultados de investigación del Subprograma
Ramón y Cajal «Oposición y lucha política en la Europa Moderna: aristocracia y anti-
olivarismo en la Monarquía Hispánica (1621-1643)» (RyC-2010-05863). Igualmente se
inserta dentro del proyecto de investigación «Excesos de la nobleza de corte: usos de
la violencia en la cultura aristocrática ibérica del Seiscientos (1606-1665) (MINECO
HAR2012-31891)». Quiero agradecer a José Antonio GUILLÉN su gentileza al fran-
quearme la consulta de su texto inédito «Los gentileshombres de cámara de Felipe IV»,
publicado posteriormente en José MARTÍNEZ MILLÁN y José Eloy HORTAL MUÑOZ (dirs.),
La Corte de Felipe IV (1621-1655): La Reconfiguración de la Monarquía Católica, Madrid,
Polifemo, 2015.
1
Véase lady Anne FANSHAWE, The Memoirs of Ann, Lady Fanshawe, wife of the
Right Honorable Sir Richard Fanshawe, Londres-Nueva York, John Lane, 1907, p. 166.
50 Santiago Martínez Hernández

y faltando a sus responsabilidades como medida de protesta frente


a las afrentosas políticas del conde-duque de Olivares.
El servicio palatino doméstico que, durante casi un siglo, había
resultado ser para la corona un valiosísimo instrumento político
para «la mejor articulación de los reinos» de la monarquía, en ati-
nada expresión del profesor Martínez Millán 2, permitió igualmente
asimilar a las distintas élites regnícolas y comprometer así su lealtad
a la dinastía, convirtiéndose desde el reinado de Felipe III en indis-
cutible objeto de deseo para las distintas familias y clanes, que se
disputaban el favor regio tras la instauración del «valimiento aristo-
crático» con el duque de Lerma 3. El piadoso monarca había incre-
mentado el número de sus gentileshombres con el fin de responder
a las expectativas de una alta nobleza, que aspiraba a recobrar el
liderazgo perdido en la corte, secular espacio de privilegio del que
había estado casi excluida en vida del difunto Rey Prudente. En
este sentido apuntaba Pedro Salazar de Mendoza cuando recordaba
que «antes no se habían advertido aquellas atenciones políticas en
los Reyes, ni en los vasallos estas conveniencias» 4. El genealogista
Salazar y Castro, que enfatizaba la inédita presencia de tantos Gran-
des en la cámara en tiempos de Felipe IV, insistía sobre lo mismo
al atribuir tal mudanza al hecho de haberse puesto «de moda pedir
y lograr aquel empleo» entre los principales magnates del reino 5.
Aunque con Felipe III los Grandes habían logrado recuperar
parcialmente su preeminencia, las esperanzas depositadas en el
joven Felipe IV se desvanecieron al tiempo que Olivares, y muy
especialmente desde la grave enfermedad del rey del verano de
1627, impuso férreas restricciones de acceso a la Real Cámara,
antaño paso franco para los más eximios magnates. Un asiento de

2
José MARTÍNEZ MILLÁN, «La transformación institucional de la Cámara de la Casa
Real de la Monarquía Hispana durante el siglo XVII», en José Eloy HORTAL MUÑOZ y
Félix LABRADOR ARROYO (dirs.), La Casa de Borgoña. La Casa del rey de España, Lovaina,
Leuven University Press, 2014, pp. 334-335.
3
Véase Adolfo CARRASCO MARTÍNEZ, «Los Grandes, el poder y la cultura política
de la nobleza en el reinado de Carlos II», Stvdia Historica. Historia Moderna, núm. 20,
1999, pp. 77-136, esp. p. 93.
4
Pedro SALAZAR DE MENDOZA, Origen de las dignidades seglares de Castilla y León,
citamos por la edición revisada de Madrid, Oficina de Benito Cano, 1794, p. 88.
5
Luis de SALAZAR Y CASTRO, «Informe sobre la Grandeza de España», Hidalguía,
núm. 27, 1979, pp. 885-892, esp. p. 886.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 51

gentilhombre de la cámara fue, en mayor medida que antes, la única


gracia que podía garantizar una introducción continuada con el rey,
pues incorporaba, a juicio de Salazar de Mendoza, una extraordina-
ria «estimación», que permitía a su afortunado poseedor anteceder
en importancia dentro del Cuarto del Rey a casi todos los demás
oficiales de palacio e incluso «a los mismos Grandes, que de nin-
guna manera se cubren en aquel lugar». Los propios Grandes, «co-
nociendo que es el medio de ascender a los puestos y ocupaciones
públicas la asistencia y servicio a las personas de sus Príncipes», se
afanaron en obtener asiento en la cámara y preservarlo durante ge-
neraciones sucesivas, estrategia que podía permitirles conservar su
ascendiente en la corte 6. Tener «siempre un pie en palacio», como
le aconsejaba Gastón Spinola, conde de Bruay y gentilhombre de la
cámara y primer caballerizo del archiduque Alberto de Austria, al
duque de Aarschot en 1613, a propósito de promocionar a la hija
de éste como dueña de honor de la infanta Isabel, permite imaginar
las expectativas que un nombramiento de esta calidad suponía para
los intereses de una gran casa 7.
La capacidad de los nobles para gestionar sus propias carreras,
aprovechando la oportunidad que representaba gozar eventual-
mente del favor del rey, se veía en muchas ocasiones truncada por
la propia mutabilidad de la corte pero también por los intereses
de linaje o de clan, igualmente transitorios y sometidos a distintas
dinámicas. Una estrategia posibilista, como la que adoptaba la ma-
yor parte de quienes lograban acceder a la cámara del rey o a otros
espacios de reputación, parece haber sido, a la postre, la única que
aconsejaba el arte de la prudencia dentro de palacio. Garantizar la
permanencia del oficio en la familia era una cuestión de reputación
pero también de supervivencia. Administrar la privanza no era des-
de luego una empresa fácil y sólo resultaba viable cuando se hacía
desde dentro. De ahí que, en muchas ocasiones, la llave dorada
fuera conservada en la familia durante generaciones, privilegio
«heredado» que respaldaba la permanencia en la corte en ventajo-

6
Pedro SALAZAR DE MENDOZA, Origen de las dignidades..., op. cit., p. 88.
7
Cita recogida por Dries RAEYMAEKERS, One Foot in the Palace. The Habsburg
Court of Brussels and the Politics of Access in the reign of Albert and Isabella, 1598-1621,
Lovaina, Leuven University Press, 2013, pp. 193 y 226.
52 Santiago Martínez Hernández

sas condiciones. Los marqueses de Castelo Rodrigo, familia que al


igual que los Carpio aspiró en varias ocasiones al valimiento y lo
pudo disfrutar, son un buen ejemplo del efecto de esta provechosa
«retención»: padre (Cristóbal de Moura), hijo (Manuel de Moura)
y nieto (Francisco de Moura) ingresaron en la cámara en distintas
coyunturas, todas ellas favorables para sus intereses (1579, 1615 y
1645, respectivamente).
Los distintos departamentos de la Casa Real conformaban una
estructura fuertemente jerarquizada y sometida al preciso escrutinio
del ceremonial borgoñón, introducido en Castilla por el emperador
Carlos V en 1547, hecho que marcó un punto de inflexión en el pro-
ceso de «curialización» de la nobleza 8. Desde entonces, pero muy
especialmente a partir del reinado de su hijo, con la sedentarización
de la corte en Madrid en 1561, el real palacio se convirtió en lugar
de oportunidad para las principales familias de la monarquía, sobre
todo de Castilla. De entre la multiplicidad de oficios que podía ofre-
cer el servicio palatino doméstico, y por tanto de oportunidades de
influencia y favor, el del monarca — seguido muy de cerca por el del
príncipe de Asturias— era el que, por su preeminencia, ocupaba el
primer lugar en la jerarquía de preferencias de Grandes y títulos. Y
sin duda la cámara del rey era donde convergían las aspiraciones y
ambiciones de la mayoría. Dada su condición de principal espacio de
prestigio de palacio, la competencia entre familias por hacerse con
una de las escasas llaves doradas de gentilhombre de la cámara condi-
cionó, en buena parte, la lucha política en la corte del Rey Católico.
Un equilibrio imposible de intereses, afanes y ambiciones
nunca satisfechas obstaculizaba cualquier posibilidad de integrar
a los principales linajes en la cámara. Muchos fueron ignorados
por el valido mientras que otros se negaron a incorporarse a su
órbita de influencia. Al margen de la cámara, el resto de alter-
nativas no eran, sin embargo, menos acreditadas, especialmente
en el amplio ámbito de la Casa Real, donde numerosas familias
hallaron un espacio adecuado para su promoción cortesana 9. Ma-

8
Charles C. NOEL, «La etiqueta borgoñona en la corte de España (1547-1800)»,
Manuscrits, núm. 22, 2004, pp. 139-158.
9
Véase José MARTÍNEZ MILLÁN, «La transformación institucional de la Cámara...»,
op. cit., p. 335. También, Félix LABRADOR ARROYO y Alejandro LÓPEZ ÁLVAREZ, «Las
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 53

yordomos, gentileshombres de la boca, caballerizos y capitanes


de las Guardas, entre otros, fueron el destino natural para un alto
número de miembros de casas tituladas que o bien no disponían de
representación directa en la cámara o bien habían sido excluidos
deliberadamente de ella.
Con el nombre de Real Cámara, cámara del rey o simplemente
cámara, se identificaba el espacio físico y simbólico más inmedia-
to a la persona del monarca, aquel que acogía su privacidad, y,
por tanto, semioculto y restringido. Lo conformaba una sucesión
de espacios —articulada en torno a un sistema de círculos con-
céntricos— cuya proximidad o lejanía al núcleo central (alcoba
o dormitorio real) determinaba la importancia o irrelevancia de
quienes transitaban por ellos. La diferencia entre quienes podían
franquearlos sin restricciones y los que sólo podían hacerlo hasta un
punto determinado. La cámara del rey reunía, pues, dos naturalezas
diferenciadas aunque paralelas: la que definía el conjunto de estan-
cias reservadas a proteger la intimidad del soberano, el denominado
«espacio del rey», y la que distinguía al conjunto de servidores que
asistían al monarca del resto de criados en aquel reducto en el que
habitualmente transcurría la casi totalidad de su existencia 10.
Una llave de bronce sobredorada, introducida en tiempos
de Felipe el Hermoso 11, era la «insignia» que identificaba a su
portador como gentilhombre de la cámara del rey. Todos sus pro-
pietarios debían «vestirla» bien visible durante su ejercicio, bien
en la pretina, de la que a menudo sólo sobresalía el anillo o el
paletón, o prendida al cuello de una cadena o cordón. Su posesión
(y ejercicio), sin duda una de las mayores expresiones de la gracia
real, se convirtió en un símbolo incontestable de privanza, en la
medida en que sus titulares, como apuntó Núñez de Castro, «por
ser del cariño del Rey» habían sido expresamente escogidos por

caballerizas de las reinas en la Monarquía de los Austria: cambios institucionales y


evolución de las etiquetas, 1559-1611», Stvdia Historica. Historia Moderna, núm. 28,
2006, pp. 87-140.
10
Para el caso francés, remitimos a William RITCHEY NEWTON, L’espace du roi. La
cour de France au château de Versailles 1682-1789, París, Librairie Artheme Fayard,
2003.
11
Gil GONZÁLEZ DÁVILA, Teatro de las Grandezas de la Villa de Madrid Corte de
los Reyes Católicos de España, Madrid, Tomás Junta, 1623, p. 315.
54 Santiago Martínez Hernández

el propio soberano de entre «los primeros personajes en sangre


y grandeza» 12.
Lógicamente la semiótica otorgaba un papel relevante a la llave.
El simbolismo de este objeto viene determinado por su principal
utilidad, que es la de abrir cerraduras, franquear la entrada a espa-
cios vedados. No en vano, en la tradición cristiana emanada de los
Evangelios, Jesucristo confió a san Pedro las llaves del Reino de los
Cielos. En la iconografía cristiana, el primero de los apóstoles figura
siempre con este atributo específico y reconocible. Igualmente era,
y es, el principal elemento de la heráldica pontificia 13. La entrega de
llaves se erigió en la Edad Media en un acto ceremonial de fuerte
sentido simbólico al representar «la cesión de poderes jurídicamen-
te vinculante» 14, como en el caso de la rendición de una ciudad. Del
mismo modo, conformaba un ceremonial, institucionalizado desde
antiguo, que expresaba la sumisión de una ciudad a la obediencia
del rey cuando éste la visitaba 15. Hoy en día se utiliza como uno de
los mayores reconocimientos que una ciudad concede a sus hués-
pedes más ilustres.
En la cultura cortesana, donde «la dimensión visual del
poder» 16 rozaba el paroxismo 17, la llave dorada, dotada de una
suerte de teúrgia áulica, se convirtió, especialmente a lo largo del
siglo XVII, en expresión de privanza política, en ostensible símbolo
del favor real. Pero, sin duda, era durante el tránsito regio cuando

12
Alonso NÚÑEZ DE CASTRO, Libro histórico político, Solo Madrid es Corte y el
cortesano en Madrid, Barcelona, Vicente Suria, 1698, p. 161
13
Véase Stanley CHODOROW, Christian Political Theory and Church Politics in
the Mid-Twelfth Century, Berkeley-Los Ángeles, University of California Press, 1972,
pp. 168-169. Sobre la heráldica pontificia, remitimos a Ricardo NIZETICH LÓPEZ, «Tradi-
ción e innovación en el escudo de armas de Su Santidad Benedicto XVI», Anales de la
Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía, núm. 9, 2005-2006, pp. 461-489.
14
Udo BECKER, Enciclopedia de los símbolos, Barcelona, Robinbook, 1996, p. 255.
15
Antonio FEROS, El Duque de Lerma. Realeza y privanza en la España de Feli-
pe III, Madrid, Marcial Pons, 2002, pp. 154-155. También María José del RÍO BARREDO,
Madrid, Urbs Regia. La capital ceremonial de la Monarquía Católica, Madrid, Marcial
Pons, 2000, p. 43.
16
Fernando BOUZA, Papeles y opinión. Políticas de publicación en el Siglo de Oro,
Madrid, CSIC, 2008, p. 73.
17
Cfr. Adolfo CARRASCO MARTÍNEZ, «Fisonomía de la virtud. Gestos, movimientos
y palabras en la cultura cortesano-aristocrática del siglo XVII», Reales Sitios, núm. 147,
2001, pp. 26-37.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 55

la sublimación del simbolismo de la llave alcanzaba su plenitud.


La ceremonia del traspaso de papeles se producía en presencia del
agonizante soberano y de su heredero (como le ocurrió a Felipe II)
o de su flamante sucesor (como fue el caso de Felipe IV). El 13 de
septiembre de 1598 y el 31 de marzo de 1621, don Cristóbal de
Moura y el duque de Uceda franquearon al marqués de Denia
y a don Baltasar de Zúñiga, respectivamente, los escritorios que
contenían la documentación de Estado más sensible 18. En sendas
ceremonias, bien conocidas, se repitió la misma escena: el nuevo
privado recibía de su antecesor las llaves dobles y maestras de las
estancias reservadas del rey así como las de los escritorios, convir-
tiéndose a ojos de todos en el principal acreedor de la gracia del
rey y en depositario de su confianza.
En atención al valor intangible que proporcionaba tan preciado
(y paradójicamente vulgar) metal, podía incluso llegar a equiparar-
se a la Grandeza de España, identificando en ella hasta tres tipos,
con una jerarquía similar a las tres clases de Grandes 19. En función
del nivel de entrada y de servicio, tres categorías identificaban a
sus portadores: con ejercicio, sin ejercicio y ad honorem o de llave
capona.
La primera, «de la llave con ejercicio», suponía la máxima mo-
dalidad, la «superior por la entrada, y honores de que goza». La
segunda, «sin exercicio, y que tiene entrada hasta donde el Rey se
viste, pero no llega a su persona, ni hace más que mirar y estarse
arrimado». Y la tercera y última, denominada «ad honorem» y
vulgarmente conocida como «capona, sin ejercicio ni gajes, llevaba
asociada únicamente la entrada en la Cámara del Rey, pudiendo
alcanzar su poseedor el dormitorio del rey «quando no se halla en

18
Para todo lo relativo al ascenso de Zúñiga remitimos al imprescindible y re-
ciente estudio de Rubén GONZÁLEZ CUERVA, Baltasar de Zúñiga. Una encrucijada de la
Monarquía Hispana (1561-1622), Madrid, Polifemo, 2012. Sobre la interpretación de
la privanza de Zúñiga como un valimiento de transición, veáse Alain HUGON, «Baltasar
de Zúñiga et le valimiento: la question de la transition», Dix-septième siècle, núm. 256,
2012-2013, pp. 439-457.
19
Cfr. Alonso CARRILLO, «Origen de la dignidad de Grande de Castilla», en Pedro
SALAZAR DE MENDOZA, El Origen de la dignidades seglares de Castilla y León, edición y
estudio preliminar de Enrique SORIA MESA, Granada, Universidad de Granada, 1998
(facsímil ed. 1794). También Jaime de SALAZAR Y ACHA, Los Grandes de España (si-
glos XV-XXI), Madrid, Ediciones Hidalguía, 2012.
56 Santiago Martínez Hernández

la cama». Cualquiera de ellas, no obstante, era «pretendida de los


mayores Señores de la Monarquía, como merece la estimación que
se hace de tales puestos» 20.
Las llaves eran fundidas, labradas y sobredoradas. Igualmente
eran numeradas para tener un control efectivo sobre su uso, en
atención a que franqueaban el acceso a las diversas estancias del
Cuarto del Rey. También el sumiller de corps, como primer gen-
tilhombre, portaba una, en su caso además «maestra», que abría
todas las estancias bajo su custodia. Fuera de la cámara, únicamente
el mayordomo mayor y el caballerizo mayor podían disponer de
sendas llaves. Y, por supuesto, el rey tenía en su poder la «llave de
tercera suelta» 21.
La regulación y funcionamiento de la cámara del rey privilegia-
ba a los gentileshombres con ejercicio sobre los demás, más nume-
rosos (sin ejercicio y ad honorem) y que habían recibido sus llaves
honoríficas en atención a sus servicios pero sin la responsabilidad
que implicaba el servicio. Sólo los primeros gozaban de acceso di-
recto y permanente a la persona del monarca, un privilegio antaño
reservado a los Grandes y restringido por Olivares, que siempre
adujo que el protocolo «estaba relajado y perdido el uso de las ce-
remonias», siendo además «terrible que un Rey estuviese expuesto
a todos cuantos le quisieren ver» 22. En la obsesión reglamentista
de Felipe IV se encuentra el origen de las distintas normativas
que se aprobaron para regular escrupulosamente el tránsito de los
distintos oficiales por las estancias inmediatas a la Real Cámara. A
ella, por ejemplo, sólo podían acceder los Grandes cuando el rey no
estaba presente. Mayores limitaciones, sin embargo, afectaban a los
primogénitos e hijos segundos de Grandes o al resto de titulados 23.

20
Se ocupa de la distinción Gil GONZÁLEZ DÁVILA, Teatro de las Grandezas...,
op. cit., pp. 315-316.
21
Véase Antonio RODRÍGUEZ VILLA, Etiquetas de la Casa de Austria, Madrid, Im-
prenta de Medina y Navarro, 1876, pp. 45-47.
22
Matías de NOVOA, Historia de Felipe IV, Rey de España, en Colección de docu-
mentos inéditos para la historia de España, vol. 77, Vaduz, Kraus, 1966 (Madrid, Miguel
Ginesta, 1881), p. 109.
23
José MARTÍNEZ MILLÁN, «La transformación institucional de la Cámara...»,
op. cit., pp. 326-328. Sobre el concepto de acceso, véanse también Carlos GÓMEZ-
CENTURIÓN JIMÉNEZ, «Etiqueta y ceremonial palatino durante el reinado de Felipe V: el
reglamento de entradas de 1709 y el acceso a la persona del rey», Hispania, núm. 56,
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 57

La cámara funcionó, en la práctica, como una entidad autóno-


ma y casi independiente del resto de la Casa Real, al menos hasta
las reformas de Felipe IV. A pesar de que el mayordomo mayor
del rey era el más alto oficial del servicio palatino, las distintas
etiquetas le otorgaron suficiente autonomía al sumiller de corps
como jefe de la cámara y máxima autoridad en ella. El ascendiente
que proporcionaba la posesión de este oficio no era una novedad,
considerando que, tras la introducción del ceremonial de Borgoña
en 1547 en la casa del príncipe Felipe (futuro Felipe II), la figura
del camarero mayor, antaño de indudable influencia en la Casa de
Castilla, quedó fagocitada por el oficio flamenco 24. Sólo se recuperó
efímeramente cuando, entronizado en 1598, Felipe III compensó
a don Cristóbal de Moura por la pérdida de la sumillería de corps,
que pasó a manos del entonces marqués de Denia (el 1 de febrero
de 1599), otorgándole un oficio despojado de funciones 25. Olivares
lo recuperaría en 1636 para garantizarse el control sobre la cámara,
en ausencia de su yerno, el duque de Medina de las Torres, sumiller
desde 1626.
La elección de los miembros de la cámara era una de las empre-
sas más complejas y relevantes de cuantas atendía personalmente
el soberano. La selección era a voluntad suya y por ello no atendía
a criterios preestablecidos. El rey privilegiaba a aquellos caballeros
con los que mantenía algún tipo de relación, bien fuera por haberse
criado con él durante su infancia o juventud (caso muy frecuente)
o por servicios propios o de sus antepasados dentro o fuera de la
corte dignos de reconocimiento. En cualquier caso, fueran previos
o posteriores a la consecución de la llave, los vínculos personales
que se establecían entre el rey y sus gentileshombres permiten, en
muchos casos, cifrar el verdadero poder político de los afectos 26.

1996, pp. 965-1005, y Brian WEISER, Charles II and the Politics of Access, Woodbridge-
Suffolk, Boydell Press, 2003.
24
Para este significado oficio en la Casa de Castilla, véase Gonzalo FERNÁNDEZ DE
OVIEDO, Libro de la Cámara Real del príncipe don Juan, edición de S. FABREGAT BARRIOS,
Valencia, Publicacions de la Universitat de València, 2006, pp. 93-100.
25
Pedro SALAZAR DE MENDOZA, Monarquía de España, Madrid, Joaquín de Ibarra,
1770, p. 17.
26
Remitimos al magnífico análisis de Pedro CARDIM sobre la trascendencia polí-
tica de los «afectos» en, «O poder dos afectos. Ordem amorosa e dinâmica política
no Portugal do Antigo Regime», Lisboa, Universidade Nova de Lisboa, 2000 (tesis
58 Santiago Martínez Hernández

Los monarcas prestaron siempre, como recordaba Salazar de


Mendoza, especial cuidado a la «asistencia de sus personas». El
«trato doméstico» que facilitaba el servicio de los «mayores Señores
de sus Coronas» les permitía, asimismo, «sondar y reconocer sus
talentos», aprovechando sus capacidades para distintas misiones y
responsabilidades. El conocimiento que tenía el soberano de sus
gentileshombres convertía a la cámara en una suerte de «seminario
de los mayores Ministros de la Monarquía» 27. En la corte española,
y muy especialmente desde que Felipe II institucionalizase un insó-
lito y controvertido modelo de majestad basado en la ocultación y la
impenetrabilidad de la persona del rey —al que sin duda coadyuvó
el desarrollo del ceremonial de Borgoña—, los contados servidores
que gozaban de acceso franco a su intimidad tenían a su alcance
una capacidad de influencia muy notable, mucho mayor incluso
que la que pudiera ambicionar cualquier Grande o prelado 28. Esta
dinámica la acentuó el Rey Prudente con su habitual parsimonia,
cuando no racanería, a la hora de cubrir las vacantes que se iban
produciendo en los principales oficios de su casa. Dilatar un nom-
bramiento o sencillamente no proveerlo distorsionaba el horizonte
de expectativas y acentuaba la polarización de fuerzas en la corte,
en la que un selecto grupo de servidores estaba en contacto perma-
nente y directo con el soberano en el interior de sus residencias.
Aunque durante los desplazamientos eran los caballerizos los
que asumían casi todo el protagonismo, durante las jornadas en los
espacios específicamente habilitados para ello, los gentileshombres
de la cámara seguían desempeñando su oficio en similares condi-
ciones y con inmutables privilegios. A excepción del sumiller de
corps, por su condición de primer gentilhombre (o más antiguo)
y jefe de la cámara del rey, sólo el mayordomo mayor disponía
de entrada franca en la real alcoba, santuario vedado al resto de

doctoral inédita), especialmente el capítulo 7, «A corte régia e o sistema político do


Antigo Regime», pp. 477-465.
27
Pedro de SALAZAR DE MENDOZA, Origen de las dignidades..., op. cit., p. 88.
28
Véase Fernando BOUZA, «La majestad de Felipe II. Construcción del mito real»,
en José MARTÍNEZ MILLÁN (dir.), La Corte de Felipe II, Madrid, Alianza Editorial, 1994,
pp. 37-72, y John H. ELLIOTT, «La Corte de los Habsburgo españoles: ¿una institución
singular», en John H. ELLIOTT, España y su mundo (1500-1700), Madrid, Taurus, 2007,
pp. 185-207.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 59

servidores 29. Los gentileshombres de la cámara recibían sus llaves


una vez juraban sus oficios en manos del mayordomo mayor del
rey y tras satisfacer la correspondiente media annata. Durante el
juramento, que les tomaba el mayordomo mayor sentado y cubier-
to, permanecían de pie, alzando los dedos índice y corazón de la
mano derecha y pronunciando el voto que comprometía su lealtad
al servicio y secreto y protección de la real persona. Sólo entonces
eran consignados en el libro registro que llevaba el grefier (en aquel
tiempo, Carlos Sigoney). Percibían 36 placas de gajes al día y entre
otros privilegios gozaban de casa de aposento, médico, botica y
60 hachas al año 30. Otros servidores que igualmente disponían de
llaves eran los secretarios de cámara y los ayudas de cámara, en el
caso de estos últimos «negras» o pavonadas, indispensables para
prestar servicio en el interior del Cuarto del Rey y con un acceso
muy similar al de los gentileshombres, privilegio que dio lugar a
numerosos conflictos de jurisdicción 31. Los gentileshombres con
ejercicio, siempre celosos de sus prerrogativas, sostenían su peculiar
enfrentamiento con sus homólogos sin ejercicio o de llave capona,
quienes a menudo abusaban de su condición para acceder allí
donde no les correspondía. Traída en lugar bien visible, reputaba
a su portador como principal «criado del rey» y beneficiario de su

29
Véase al respecto Carlos GÓMEZ-CENTURIÓN JIMÉNEZ, «Al cuidado del cuerpo
del Rey: Los sumilleres de corps en el siglo XVIII», en Cuadernos de Historia Moderna.
Anejo II. Corte y Monarquía en la España Moderna, Madrid, Universidad Complutense,
2003, pp. 199-239.
30
Para todo lo relativo a sus competencias, gajes y privilegios, remitimos a la indis-
pensable contribución de Rubén MAYORAL LÓPEZ, «La Cámara y los oficios de la casa»,
en José MARTÍNEZ MILLÁN y Maria Antonietta VISCEGLIA (dirs.), La monarquía de Feli-
pe III: la Casa del Rey, 4 vols., Madrid, Fundación Mapfre, 2008, vol. 1, pp. 549-552.
31
En mayo de 1626, como gentileza a su ilustre visitante, Felipe IV otorgó llaves
doradas a varios gentileshombres del séquito del cardenal legado Barberini, «y negras
a los Ayudas, en la forma que las traen los de Su Magestad»; Jerónimo GASCÓN DE TOR-
QUEMADA, Gaçeta y nuevas de la Corte de España desde el año 1600 en adelante, edición
de Alfonso CEBALLOS-ESCALERA Y GILA, marqués de la Floresta, Madrid, Real Academia
Matritense de Heráldica y Genealogía, 1991, p. 239. Sobre privilegios y preeminencias
de los secretarios, véase Francisco BERMÚDEZ DE PEDRAZA, El secretario del rey, Madrid,
Luis Sánchez, 1620, fols. 70-80v. Agradezco esta última referencia a Rafael Valladares.
Sobre las competencias de los ayudas de cámara, véase Feliciano BARRIOS PINTADO,
«Diego Velázquez: sus oficios palatinos», en Carmen IGLESIAS (ed.), Velázquez en la
corte de Felipe IV, Madrid, Fundación Santander Central Hispano-Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, 2003, pp. 75-78.
60 Santiago Martínez Hernández

gracia. Habida cuenta de su valor alegórico no es de extrañar que


al poderoso vicecanciller de Aragón, Cristóbal Crespí de Valldaura,
estrecho colaborador de Felipe IV, le motejasen en la corte, como
recordaba el marqués de Osera, de «llave maestra, pues dicen abre
y cierra cualquier puerta» 32.
Las llaves debían ser devueltas al sumiller de corps cuando el
gentilhombre cesaba en su oficio o ejercicio (bien por cese o falle-
cimiento), compromiso que adquirían igualmente los caballeros del
Toisón de Oro con el preciado collar del que eran depositarios. En
la práctica, algunas no eran reintegradas al sumiller bien por extra-
vío bien por negligencia, o por ambas causas, como ocurrió en el
caso del marqués del Carpio. Con ocasión de su óbito en Nápoles,
en 1687 el duque del Infantado, sumiller de corps de Carlos II, re-
clamó su llave, preciado metal que al parecer don Gaspar de Haro
había dejado de lucir en sus ropas y que no fue hallado entre sus
bienes 33.
La gentilhombría era una distinción privativa de favor otorgada
directamente por el monarca, en tanto resultado de una escrupu-
losa elección personal. El rey se tomaba demasiadas molestias en
escoger cuidadosamente a los criados con los que iba a compartir
buena parte de su existencia, por lo que los gentileshombres de la
cámara constituían un grupo privilegiado entre el resto de altos
oficiales de la Real Casa. El ascendiente del valido sobre el rey po-
día ser un factor determinante en esta selección, al condicionar los
nombramientos para privilegiar sus propios intereses familiares o
de facción, pero no siempre su parecer era atendido 34.

32
Véase Santiago MARTÍNEZ HERNÁNDEZ, Escribir la corte de Felipe IV: el diario del
marqués de Osera, 1657-1659, Madrid, Fundación Cultural de la Nobleza Española-
Centro de Estudios Europa Hispánica-Doce Calles, 2013, pp. 1193.
33
«He procurado saber con particular diligencia saver donde para la llave de
gentilhombre de la cámara de Su Excelencia (que aya gloria), pues en Italia no se la vi
puesta, y solo Miguel Alemán, ayuda de cámara, da alguna noticia de ella y dice que
quedó en uno de los cofres que se dejaron en Cartagena donde el tenía alguna ropa».
Archivo Histórico Nacional, Sección Nobleza, Toledo, Fondo Osuna, CT. 250, D. 33,
carta de Diego Ortiz de Zárate al duque del Infantado, Nápoles, 6 de febrero de 1688.
34
La selección para los principales cargos áulicos no estaba exenta de contro-
versia. Sobre la elección del marqués de Velada como mayordomo mayor del futuro
Felipe III, véase Santiago MARTÍNEZ HERNÁNDEZ, «Pedagogía en palacio: el marqués de
Velada y la educación del Príncipe Felipe (III), 1587-1598», Reales Sitios, núm. 142,
1999, pp. 34-49.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 61

Quienes pertenecían a la cámara eran, por tanto, aquellos que


gozaban del favor y del afecto del monarca. Siendo «los más in-
mediatos a su persona», como enfatizaba Núñez de Castro, tenían
a su alcance un potencial de privanza muy notorio 35. El contacto
habitual con el rey suponía, en la mayoría de los casos, hacerse
merecedores de su gracia perpetua.
El cronista Matías de Novoa, ayuda de cámara del rey y buen
conocedor de los entresijos de la Cámara, reconocía lo que otros
antes que él habían destacado: que el oficio de sumiller de corps,
en puridad el primero de los gentileshombres con ejercicio, «ver-
daderamente pertenece al que posee el lugar de la privanza» 36.
Como toda máxima tenía una excepción, que se cumplió con don
Luis de Haro, quien, como es bien sabido, nunca lo desempeñó,
dejando Felipe IV que el duque de Medina de las Torres, caído ya
en desgracia su suegro, lo conservase a perpetuidad.
Si echamos la vista atrás, el príncipe de Éboli, don Cristóbal
de Moura, los duques de Lerma y Uceda, el conde-duque de
Olivares y el duque de Medinaceli (con Carlos II) gozaron del
oficio, garantizándose con él la conservación de un valimiento
que, en mayor o menor medida, ya gozaban con anterioridad.
La concesión del oficio a Denia en 1598 sólo vino a confirmar el
valimiento que había alcanzado previamente con Felipe III, du-
rante su etapa de heredero. Una constatación de que lo relevante
en la génesis de estas privanzas fue la introducción previa que
lograron gracias a sus llaves de gentileshombres. La sumillería
les garantizaba en el futuro el control sobre el resto de posibles
rivales de la cámara y, lo que es más importante, las ventajas de
poder tratar con el monarca en la mayor intimidad y sin la con-
currencia de extraños.
La elección de los miembros de la cámara estaba sometida,
como hemos insistido, a la discrecionalidad del rey, de manera que
no debía completarse un cupo específico. Su número, simplemente,
dependía de las necesidades del propio monarca. El Rey Prudente,

35
Alonso NÚÑEZ DE CASTRO, Libro histórico político..., op. cit., p. 161.
36
Matías de NOVOA, Historia de Felipe III, Rey de España, en Colección de do-
cumentos inéditos para la historia de España, vol. 60, Vaduz, Kraus, 1966 (Madrid,
Imprenta de Miguel Ginesta, 1875), p. 58.
62 Santiago Martínez Hernández

por ejemplo, había utilizado la llave dorada para asimilar a las élites
de la monarquía incorporándolas al servicio palatino. Si en una pri-
mera etapa, coincidente con sus primeros años de reinado, el perfil
político de estos altos oficiales había sido muy acusado, a medida
que avanzó su reinado este componente se difuminó, coincidiendo
además con la jibarización del séquito del rey, quien acostumbró
en sus últimos años a valerse de muy pocos servidores, dejando sin
cubrir las vacantes y compartiendo oficiales con su hijo y heredero,
el futuro Felipe III.
A diferencia de la Casa Real, especialmente entre los mayordo-
mos, donde prevaleció la nobleza originaria de Castilla, Felipe II
dio entrada en su cámara a caballeros portugueses, flamencos y
aragoneses. De hecho, el primero y el último de sus sumilleres de
corps fueron lusitanos, Rui Gómez de Silva, príncipe de Éboli, que
llegó a servir casi dos décadas (1554-1573) y Cristóbal de Moura
(1592-1598). La promoción de este último como gentilhombre de
la cámara y posteriormente como sumiller fue muy contestada entre
la aristocracia castellana, refractaria a la admisión de un caballero
extranjero en semejante posición de privilegio, habiendo candidatos
supuestamente de mayor calidad 37.
El número de gentileshombres durante todo el reinado de Fe-
lipe II ascendió a veinticinco, de entre los cuales ningún Grande
de España tuvo llave a excepción del marqués de Denia, siendo
la mayoría titulados de la mediana nobleza, señores de vasallos y
caballeros de hábito. Nueve eran los que, por turnos, atendían al
Rey Prudente en 1597, una cifra muy similar a la empleada por su
nieto, tras la reforma de la cámara emprendida en 1636. Durante
el de Felipe III el incremento fue muy notable con respecto al de
su padre. En tan sólo veintitrés años de reinado, la mitad que el
de Felipe II, el número de gentileshombres de la cámara alcanzó
la treintena. Apenas conservó a su antiguo sumiller de corps, de
su etapa de heredero (1589-1598), don Cristóbal de Moura (que
lo había sido simultáneamente de Felipe II entre 1592 y 1598),

37
Santiago FERNÁNDEZ CONTI, «La nobleza castellana y el servicio palatino», en
José MARTÍNEZ MILLÁN y Santiago FERNÁNDEZ CONTI (dirs.), La Monarquía de Felipe II:
La Casa del Rey, 2 vols., Madrid, Fundación Mapfre-Tavera, 2005, vol. 1, pp. 545-644,
pp. 568-572.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 63

más allá de unos pocos meses, cediendo la jefatura de su cámara


a su favorito, el futuro duque de Lerma —que la desempeñó casi
veinte años (1599-1618)— y después al hijo de éste, el duque de
Uceda (1618-1621). Ambos oficios, de gentilhombre de la cámara
y de sumiller de corps, habían permitido a Moura consolidar su
privanza con el viejo Felipe II en la década de 1590 (como, por
otro lado, anteriormente había hecho el príncipe de Éboli en la de
1560 con un Felipe II más joven) 38. Al duque de Lerma, sumado
al de caballerizo mayor, le sirvieron para idénticos propósitos con
suma efectividad 39.
Por otro lado, el perfil de los gentileshombres de la cámara de
Felipe III cambió sustancialmente con respecto al de su predecesor.
Abundan Grandes y títulos, en su inmensa mayoría de estirpes cas-
tellanas, tituladas recientemente o reclutadas entre las principales
del reino. Destacan de entre todos ellos los miembros de la extensa
red familiar y clientelar de los Sandoval (Uceda, Saldaña, Villami-
zar, Altamira, Lemos, San Germán, Laguna, etc.) y de casas afines
o asimiladas mediante alianzas matrimoniales, caso de los duques
de Medina Sidonia, Infantado, Medinaceli, Peñaranda de Duero y
Medina de Rioseco (almirantes de Castilla) y del adelantado ma-
yor de Castilla (condes de Buendía) 40. Un porcentaje muy elevado
desempeñó altas responsabilidades de gobierno, lo que, en la prác-
tica, convirtió la cámara en un espacio, al menos al comienzo del
reinado, fuertemente polarizado entre los viejos oficiales del difunto
rey (que Felipe III había incorporado a su servicio) y los parientes
y partidarios del valido.
Si la naturaleza de la cámara durante el reinado de Felipe IV fue
fiel reflejo de las tensiones cortesanas que se sucedieron durante los
valimientos de Olivares y de Haro, su composición es la consecuen-
cia lógica de la evolución de este espacio áulico desde la adopción

38
James M. BOYDEN, The courtier and the King: Ruy Gómez de Silva, Philip II
and the Court of Spain, Berkeley-Los Ángeles-Londres, University of California Press,
1995, pp. 16 y 63.
39
Antonio FEROS, El Duque de Lerma..., op. cit., p. 177.
40
Santiago MARTÍNEZ HERNÁNDEZ, «Los cortesanos. Grandes y títulos frente al
régimen de validos», en José MARTÍNEZ MILLÁN y Maria Antonietta VISCEGLIA, La mo-
narquía de Felipe III. Corte y reinos, 4 vols., Madrid, Fundación Mapfre, 2008, vol. 3,
pp. 435-582.
64 Santiago Martínez Hernández

del modelo borgoñón, que modificó sustancialmente la estructura


de la antigua cámara real de Castilla 41.
Este monarca redujo y estabilizó el número de sus gentileshom-
bres, restaurando la pauta impuesta por su abuelo. Aunque en las
Ordenanzas generales de 1624 remitidas por Felipe IV al entonces
mayordomo mayor, el duque del Infantado, se estipuló que el nú-
mero de gentileshombres de la cámara de servicio de Su Majestad
fueran ocho «y este número se reducirán como fueren vacando» 42,
el contralor Jean Sigoney afirmaba que nunca hubo un número fijo,
siendo «los que Su Majestad gusta de hacer esta merced» 43. No
obstante, con la reducción en el número de gentileshombres de la
cámara ordenada por Felipe IV para restablecer las cifras del rei-
nado de su abuelo y reducir los gastos que generaba 44, se acrecentó
notablemente la competencia por el acceso al restringido y privado
reducto de intimidad del monarca, estableciéndose incluso entre
los gentileshombres con ejercicio dos categorías separadas por la
antigüedad en el ejercicio del oficio que prevaleció durante todo
el reinado de Felipe IV: los que integraron la primera casa del rey,
cuando era príncipe de Asturias, en 1615 y que al constituirse la
nueva en 1621 conservaron su posición y antigüedad, precediendo
al resto; y los que accedieron a la cámara con la entronización del
monarca, entre los que se contaban el almirante de Castilla, don
Luis de Haro y su padre, el marqués del Carpio.
La asimilación de los gentileshombres que habían servido al rey
durante su etapa de príncipe de Asturias fue una práctica introducida
por Felipe II que desarrollaron ampliamente sus descendientes 45.

41
Remitimos a Jaime de SALAZAR Y ACHA, La Casa del Rey de Castilla y León en la
Edad Media, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000.
42
«Reformación de la Casa Real hecha en el año de 1624», Madrid, 7 de febrero
de 1624, Biblioteca Nacional de España (en adelante, BNE), ms. 18716 (43). Véase
también Rubén MAYORAL LÓPEZ, «La Cámara y los oficios de la casa», op. cit., p. 551.
43
Etiquetas generales que se han de obserbar los criados de la casa de su madg.
en el vso y exeercicio de sus oficios, Archivo Histórico Nacional, Madrid, Consejos,
libro 1189, fol. 141v.
44
José MARTÍNEZ MILLÁN, «La transformación institucional de la cámara...»,
op. cit., pp. 313-315.
45
Ocurría igualmente con otros altos oficios de confianza, como los mayordomos.
Felipe IV promocionó a los suyos en detrimento de los de su padre. Rubén MAYORAL
LÓPEZ, «La Cámara y los oficios de la casa», op. cit., p. 482.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 65

Muy excepcionalmente —y debido a las resistencias que ocasio-


naba— el nuevo rey incorporaba a su cámara a algunos de los
oficiales que habían servido en la de su progenitor. Felipe IV sólo
demostró semejante deferencia con el almirante de Castilla, único
(a excepción del conde de Olivares) de los gentileshombres del
difunto Felipe III que conservó su estatus con el nuevo rey, y que
había sido agraciado con la llave en abril de 1619 46, el mismo día
que fue honrado don Baltasar de Zúñiga como ayo del príncipe, en
plena jornada real a Portugal.
Las tensiones generadas entre las distintas facciones o familias
en la corte condicionaron en buena medida el desarrollo de la po-
lítica cortesana del reinado. Sólo después de la caída de Olivares,
en tiempos de don Luis de Haro, se constata cierto equilibrio en la
cámara —que a pesar de todo aún preservará una notable impronta
olivarista— con la entrada de miembros de linajes y casas enfrenta-
das al desaparecido valido. En este sentido, el reinado de Felipe IV,
como el de sus antecesores, no puede entenderse en gran medida
sin reconocer la importancia que tuvo la Real Cámara como espacio
de oposición política en la génesis y posterior configuración de los
valimientos del conde-duque de Olivares y de don Luis de Haro 47.
Profundizar en su funcionamiento y estructura, en el origen y fluc-
tuación de sus miembros a lo largo de aquellos cuarenta y cuatro
años, contribuirá, a nuestro juicio, al conocimiento de las dinámicas
cortesanas que rodearon la práctica política de la privanza. Asu-
miendo que la escasez de fuentes primarias dificulta el análisis, se
propone una aproximación general desde la que desarrollar algunas
reflexiones sobre la significación e influencia de la cámara del rey,
en el contexto que define la pervivencia del valimiento frente a la
beligerancia aristocrática.
La génesis del valimiento del conde-duque Olivares, como es
bien sabido, estuvo definida por la relación de intimidad y con-

46
Juró el 22 de abril de 1619, y con él el duque de Cea y el marqués de Peñafiel.
Archivo General de Palacio, Madrid (en adelante, AGP), Personal, caja 315, 3. Jeróni-
mo GASCÓN DE TORQUEMADA, Gaçeta..., op. cit., p. 61.
47
Para todo lo relativo al contexto palatino en el que se forjó el valimiento de
Haro, véase Alistair MALCOLM, «Don Luis de Haro and the Political Elite of the Spanish
Monarchy in the Mid-Seventeeth Century», Oxford, Universidad de Oxford, 1999 (tesis
doctoral inédita), a quien agradezco su consulta.
66 Santiago Martínez Hernández

fianza mutuas que establecieron el joven príncipe Felipe y uno de


sus gentilhombres de la cámara 48. A nadie se le escapaba que el
celo que demostraba en el ejercicio de su oficio favorecía no sólo la
pretendida estrechez con el heredero («assiste sempre alla persona
del Re») 49, sino apartar de sí a posibles rivales.
La crisis del valimiento lermista que colapsó el clan Sandoval en
octubre de 1618 y que se materializó en la denominada «revolución
de las llaves», conllevó un relevo en la privanza y la salida traumáti-
ca de palacio de varios gentileshombres de la cámara del príncipe y
del rey, todos ellos muy próximos al príncipe. La retirada de Lerma
y el ascenso del duque de Uceda generaron una mudanza que modi-
ficó sustancialmente el equilibrio de poderes en palacio: el conde de
Lemos (gentilhombre de la cámara del rey), don Fernando de Borja
(comendador mayor de Montesa), don Diego d’Aragona Tagliavia
Pignatelli (conocido como Diego de Aragón) y don Manuel de
Moura (marqués de Castelo Rodrigo), estos tres últimos gentiles-
hombres de la cámara del príncipe, fueron obligados a abandonar
palacio y a renunciar temporalmente a sus oficios 50. Borja entregó
su llave a Uceda, perdiendo con aquel simbólico gesto —como el
resto— toda posibilidad de disputar el favor del futuro rey. El
conde de Olivares, sin embargo, mejoró su posición en palacio al
ser promocionado a la cámara del rey desde la del príncipe. Pocos
podían aventurar entonces que aquel extrañamiento, seguido tres
años más tarde por la inesperada muerte del rey en marzo de 1621,
iba a dejar desembarazado el camino al conde.
Durante su largo reinado, sirvieron al Rey Planeta un total de
treinta y ocho gentileshombres de la cámara con ejercicio, cifra que
supera levemente la de su venerado abuelo (cuyo reinado sobrepasó
en dos años). Casi dos tercios fueron nombrados durante la hégira

48
John H. ELLIOTT, El Conde-Duque de Olivares, Barcelona, Crítica, 1991,
pp. 61-67.
49
Archivio di Stato di Firenze (en adelante, ASF), Mediceo del Principato, Spag-
na, filza 4949, fols. 843r-844r, despacho del embajador toscano, Madrid, 17 de abril
de 1621.
50
Véase Bernardo J. GARCÍA GARCÍA, «Honra, desengaño y condena de una pri-
vanza. La retirada de la Corte del Cardenal Duque de Lerma», en Pablo FERNÁNDEZ
ALBALADEJO (ed.), Monarquía, Imperio y Pueblos en la España Moderna, Alicante, Caja
de Ahorros del Mediterráneo-Universidad de Alicante-AEHM, 1997, pp. 679-695.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 67

olivarista, mientras el resto recibieron sus llaves una vez Haro tomó
el relevo como valido. No obstante, y dado que servían por sema-
nas, raramente coincidían todos al mismo tiempo. Abundan, como
en época de su padre, Grandes y títulos, en su mayoría castellanos
aunque con una representación regnícola destacable (portugueses,
aragoneses, catalanes y flamencos) y, al igual que entonces, vincu-
lados en su mayor parte, en especial desde comienzos de la década
de 1630, al círculo familiar del conde-duque. Hay una característica
muy apreciable en la naturaleza de esta cámara y es el elevado perfil
político de sus miembros. En su mayoría ocuparon altas responsa-
bilidades de gobierno en la corte y en el exterior, en mucha mayor
medida que en reinados anteriores.
Entre los más favorecidos por Felipe IV estuvieron los gen-
tileshombres con ejercicio con los que se había criado desde la
constitución oficial de su casa en octubre de 1615. Al cabo de ser
entronizado ordenó que se les conservase la «antigüedad que tenían
conforme a su asiento», de manera que precedieran jerárquicamen-
te a quienes se incorporaban por vez primera a la cámara de Su
Majestad. El monarca siempre mostró un especial afecto por estos
primeros servidores, que fueron y por este orden: el marqués de
Castelo Rodrigo; don Juan de Borja; don Diego de Aragón (duque
de Terranova desde 1624); el marqués de Flores Dávila (†1631) y
los condes de Santisteban (†1640) y de la Palma. Los tres primeros
constituyeron, junto a don Juan Alonso Enríquez de Cabrera, almi-
rante de Castilla, y don Luis de Haro (juraron en agosto de 1621 y
noviembre de 1622, respectivamente), el selecto grupo de criados
del estrecho círculo de confianza de Felipe IV 51. El propio Oliva-
res, que había formado parte de la primera cámara del príncipe,
sucedió al duque de Uceda en el oficio de sumiller de corps del rey
el 17 de abril de 1621.
La traza original de la cámara, que tuvo su origen en el otoño de
1615, se vio alterada en varias ocasiones, pero sin duda fueron las
trascendentales mudanzas que acontecieron entre 1618 y 1628 las
que condicionaron su naturaleza hasta al menos la caída de Oliva-

51
AGP, Sección Administrativa, leg. 633, sin foliar. La relación completa de los
gentileshombres de la cámara con ejercicio de Felipe IV procede del «Libro de Asien-
tos» del grefier Carlos Sigoney.
68 Santiago Martínez Hernández

res. Amenaza constante para la estabilidad del valimiento de Uceda


y Olivares respectivamente, buena parte de sus más renombrados
miembros fueron orillados en esa década: el conde de Lemos, re-
conocido lermista, gentilhombre de Felipe III, renunció a la presi-
dencia del Consejo de Indias por solidaridad con su primo Borja y
acabó sus días en Monforte; el marqués de Belmonte (heredero de
su hermano, el duque de Maqueda) pasó varios años desterrado;
Borja, extrañado de la corte en 1618, ocupó sucesivamente los vi-
rreinatos de Aragón y Valencia (1621-1640); Terranova fue alejado
a distintos destinos de gobierno y diplomáticos en Mesina, Viena
y Roma; y, finalmente, Moura, expulsado de palacio en 1628, no
retornó hasta 1648, después de su peculiar Grand Tour por las le-
gaciones de Roma y Viena y el gobierno general de los Países Bajos.
Paradójicamente los itinerarios de los tres últimos convergieron
de nuevo en la corte en distintos momentos de la década de 1640,
recobrando entonces parte de la influencia perdida.
La súbita entronización de Felipe IV favoreció el regreso a la
corte de los ilustres egresados que habían sido expulsados de la
corte en 1618, aunque no todos fueron acogidos con igual suerte.
Mientras Castelo Rodrigo regresaba de Portugal llamado por el rey
para recobrar su lugar en la cámara y ser agraciado con la Grandeza
de España, don Diego de Aragón, recién llegado de Italia y confiado
en su buena estrella, comenzó a servir aunque brevemente, ya que
fue amonestado para que retornase al lugar del que había vuelto
«por hallarse allí [S. M.] bien servido dél» 52.
Conocemos los pormenores de la marcha de don Diego de
Aragón en el verano de 1621 gracias a los despachos del embajador
toscano, quien aseguraba que había renunciado al cargo de general
de las galeras de Sicilia que tenía su tío Ottavio d’Aragona, con la
pretensión de permanecer en la corte «a servire como Cameriero».
Interpretaba el futuro duque de Terranova que el rey le favorecía
de similar manera que cuando era príncipe, pero Olivares descon-
fiaba («piu entrato in gilosia») de él. Finalmente logró alejarle de
la corte aduciendo que había regresado a ella «senza licenza» y que
no resultaba apropiado que un «forastiero» desempeñase el oficio

52
Jerónimo GASCÓN DE TORQUEMADA, Gaçeta..., op. cit., p. 105.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 69

de camarero mayor del rey. Además, se le recordó que su matrimo-


nio en 1619 con la marquesa del Valle, y condesa de Priego, doña
Estefanía Cortés de Mendoza, «no havese buoni principio mentri
ella era dama di Palazzo» 53.
En aquellos primeros años de reinado, la competencia en el seno
de la cámara se acrecentó con la incorporación de media docena de
gentileshombres con ejercicio, casi todos ellos titulados. En julio de
1621 juraron el duque del Infantado (†1624), por entonces caballerizo
mayor del rey tras cesar el conde de Saldaña; el conde de Peñaranda
(†1622); el marqués del Carpio (padre de don Luis de Haro); don
Manrique de Silva, conde de Portalegre (marqués de Gouveia desde
1625); don Jaime Manuel de Cárdenas (hermano del duque de Ná-
jera y Maqueda), marqués de Belmonte en 1622, y Philippe Charles
d’Arenberg, duque de Aarschot. Don Agustín Mexía y don Luis de
Haro lo hicieron en 1622. Poco después, y con el fin de reemplazar las
primeras bajas, recibieron sus llaves dos fieles hechuras del valido, su
primo y su yerno, respectivamente. Don Diego Mejía Felípez de Guz-
mán, que fue agraciado con el marquesado de Leganés en 1627, juró
el 27 de julio de 1624 en manos del conde-duque de Olivares. Poco
después, el 10 de septiembre, don Ramiro Núñez Felípez de Guzmán,
marqués de Heliche (futuro duque de Medina de las Torres), hizo lo
propio ante su suegro. Dos años más tarde, el 16 de agosto de 1626,
Heliche era aupado a la jefatura de la cámara como sumiller de corps,
previa renuncia de Olivares, en medio de una gran conmoción, cau-
sante de la posterior escisión de la cámara en 1627-1628.
El conde-duque —como le había ocurrido anteriormente al
duque de Lerma y aún antes a don Cristóbal de Moura— com-
prendió que su privanza dependía de su capacidad para gestionar
y controlar el acceso al rey, no en vano ya había aplicado similar
estrategia entre 1618 y 1621 54. Es bien cierto que el privilegio de

53
ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filza 4949, fol. 939r, despacho de Giu-
lino Medici, Madrid, 1 de agosto de 1621. El laconismo de Gascón de Torquemada
retrataba con acierto la determinación del rey en este sentido: «Este día, haviendo
venido de Italia Don Diego de Aragón, Gentilhombre de la Cámara del Rey, y haviendo
empeçado ya a servir, le embió a mandar Su Magestad, se fuese a Ytalia, por hallarse
allí bien servido dél», Madrid, 15 de julio de 1621; Jerónimo GASCÓN DE TORQUEMADA,
Gaçeta..., op. cit., p. 105.
54
Para el caso de Lerma, Antonio FEROS, El Duque de Lerma..., op. cit., pp. 90-91.
70 Santiago Martínez Hernández

entrada en la Real Cámara no siempre era un factor determinante


en la consecución del poder político. Su impacto era relativo y de-
pendía de otros condicionantes ya mencionados y que interesaban
especialmente al universo íntimo de los afectos 55.
La consolidación del valimiento y su posterior continuidad es-
tuvieron condicionados por una estrategia deliberada de control de
la persona del monarca, emulando la práctica iniciada por Lerma.
Preservar el poder se convirtió en una obsesión que requería, entre
otros muchos frentes, atender al más inmediato y relevante, el real
palacio 56. Como ya hicieran otros antes que él, procuró hacerse
con los principales oficios del servicio palatino doméstico, situando
en ellos a familiares, deudos y criaturas que atendieran a sus pro-
pósitos con sumisión y obediencia, o alejando de ellos a posibles
adversarios. No obstante, también logró ganarse partidarios oca-
sionales, como le ocurrió al contemporizador duque del Infantado
(1621-1624), asociado a los Sandoval, y a quien promocionó a la
mayordomía mayor del rey en 1622. Sin embargo, como le ocurriese
con Felipe III al mismo Lerma en el caso del marqués de Velada,
Felipe IV impuso su criterio cuando el oficio vacó, sucediéndose
en él tres magnates, notorios por ser antagonistas declarados de
Olivares: el duque de Alba (1625-1639) y, tras la caída del valido, el
almirante de Castilla (1645-1647) y el marqués de Castelo Rodrigo
(1648-1651).
Lo más relevante de este caso, el de la mayordomía mayor, es
que, pese a su influencia, el oficio quedó durante todo su valimien-
to fuera del alcance de la acción del conde-duque y por tanto deli-
beradamente relegado a un segundo plano. Los dos últimos nom-
bramientos, realizados con Haro al frente del primer ministerio de

55
Al respecto John ADAMSON, «The Tudor and Stuart Courts 1509-1714», en
John ADAMSON (ed.), The Princely Courts of Europe: Ritual, Politics and Culture under
the Ancien Régime 1500-1750, Londres, Weidenfeld & Nicolson, 1999, pp. 95-117,
p. 109. Para todo lo relativo a la Cámara de los archiduques, véase Dries RAEYMAEKERS,
«El poder de la proximidad: la cámara de Alberto e Isabel en su corte de Bruselas»,
en Cordula VAN WYHE (ed.), Isabel Clara Eugenia: soberanía femenina en las cortes de
Madrid y Bruselas, Madrid, Paul Holberton Publishing-Centro de Estudios Europa
Hispánica, 2011, pp. 258-279.
56
John H. ELLIOTT, «Conservar el poder: el Conde-Duque de Olivares», en John
H. ELLIOTT y Lauren BROCKLISS (dirs.), El mundo de los validos, Madrid, Taurus, 1999,
pp. 165-179.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 71

la monarquía, sugieren quizá que Felipe IV continuaba decidido a


mantener cierto equilibrio de poderes en palacio con la intención
de evitar las nefastas consecuencias de la acumulación de oficios
en las mismas manos que había caracterizado la etapa de Olivares.
En este sentido apunta la reforma de la cámara, auspiciada por
el propio rey en 1650 (que modificaba las instrucciones de 1636
que habían sublimado el oficio de camarero mayor), y que privaba
de facto al sumiller de corps de la jurisdicción absoluta sobre la
cámara, confirmando la capacidad del monarca para nombrar al
gentilhombre de la cámara que sirviese en ausencia del caballerizo
mayor, competencia antes exclusiva del sumiller, y supeditando
a éste a la autoridad del mayordomo mayor. Felipe IV ignoró
entonces las quejas de Medina, determinado a dejar bien clara su
voluntad con respecto a la posición de la cámara y de su máximo
responsable, reafirmando al mayordomo mayor como principal
oficio de su Real Casa. Esta decisión situó al mayordomo mayor o,
en su defecto, al mayordomo más antiguo por encima del sumiller
de corps, preeminencia que durante el resto del reinado quedó sin
efecto al decidir el rey no cubrir la vacante dejada por la muerte
del marqués de Castelo Rodrigo en 1651. Felipe IV resolvió emu-
lando a su abuelo, quien, desde el óbito del viejo duque de Alba en
1582, prescindió de mayordomo mayor (oficio que desempeñó en
funciones, hasta 1598, el conde de Fuensalida, como mayordomo
más antiguo, nacido en 1527 al igual que el rey, con quien se había
criado) 57.
Pero volvamos a la cámara y a una década que puede conside-
rarse clave en la evolución posterior del valimiento de Olivares y
de su sobrino. En efecto, las convulsiones que sacudieron la cámara
desde mediados de los años 1620 demostraron que una gestión
negligente en el control de la misma había dejado un margen de
maniobra lo suficientemente amplio como para que opositores y
rivales tratasen de socavar su autoridad desde dentro, en palacio,
donde en apariencia su poder parecía incontestable. Tal vez Oliva-
res, convencido de su propia fuerza, menospreciase la capacidad
desestabilizadora de la cámara, aunque no es creíble que quien se

57
Santiago FERNÁNDEZ CONTI, «La nobleza castellana...», op. cit., pp. 556-558.
72 Santiago Martínez Hernández

había fajado en la crisis de 1618 ignorase las señales de alarma,


como bien tuvo ocasión de comprobar en los años siguientes.
Palacio y el servicio doméstico del rey y de sus hermanos de-
mostraron ser un semillero de intrigas, ambiciones y rencores indi-
simulados hacia la persona del valido. Pese al extremado cuidado
que puso el conde-duque en intervenir sobre los nombramientos de
los altos servidores de la real familia, Felipe IV impuso su criterio a
la hora de escoger a su satisfacción a sus candidatos preferidos, des-
pojando al valido de tan valiosa herramienta. Pesaban demasiado las
relaciones y estrechos vínculos establecidos entre el rey y quienes
habían sido sus primeros criados durante su infancia y adolescen-
cia. Esa dependencia se percibe con claridad en la continuidad de
muchos de estos servidores, en su mayoría émulos declarados del
valido, durante los primeros años de reinado.
En este tiempo todavía la cámara del rey y los cuartos de los
infantes acogían los despojos del clan sandovalista, liderado por
el arrogante almirante de Castilla, que ejercía de ufano heredero
político del cardenal duque de Lerma (estaba casado con su nieta,
doña Luisa de Sandoval), en ausencia del cabeza de linaje, el segun-
do duque. Por su parte, el duque del Infantado, que obtendría la
mayordomía mayor del rey, era otro de los destacados lermistas que
mejor había sabido distanciarse del anterior régimen para sortear
las previsibles mudanzas de abril de 1621 58. Igualmente dos sobri-
nos del cardenal duque de Lerma, don Antonio y don Melchor de
Moscoso, hijos del conde de Altamira, eran estrechos confidentes
de los infantes, a cuyo servicio habían sido incorporados por el
propio Olivares.
Felipe IV inauguró su reinado con una lluvia de mercedes, nom-
bramientos y gracias sin precedentes, que beneficiaron ampliamente
los intereses del clan Zúñiga-Guzmán-Haro 59. En pocas semanas, su

58
Un estudio sobre su breve mandato como mayordomo mayor de Felipe IV en
Alejandro LÓPEZ ÁLVAREZ, «El duque del Infantado, mayordomo mayor de la Casa
de Castilla y caballerizo del Rey (1621-1622)», en Andrés GAMBRA GUTIÉRREZ y Félix
LABRADOR ARROYO (eds.), Evolución y estructura de la Casa Real de Castilla, 2 vols.,
Madrid, Polifemo, 2010, vol. 2, pp. 837-900.
59
Una lectura detenida a las relaciones de Almansa y Mendoza nos aproxima a tal
contexto; véase, por ejemplo, Andrés de ALMANSA Y MENDOZA, Obra periodística, edi-
ción de Henry ETTINGHAUSEN y Manuel BORREGO, Madrid, Castalia, 2001, pp. 177-414.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 73

Real Cámara ya estaba formalmente constituida. Con la complacencia


del rey, Olivares retuvo para sí, como ya había hecho el duque de
Lerma dos décadas atrás, los oficios de sumiller de corps y caballerizo
mayor del rey —tras ser obligados a renunciar el duque de Uceda y
su hermano el conde de Saldaña— reservándose así la potestad sobre
los espacios, desplazamientos y jornadas del monarca dentro y fuera
de palacio. Olivares demostraría su autoridad en 1626 al ceder la su-
millería de corps a su yerno, el marqués de Heliche-duque de Medina
de las Torres, una decisión que fue ampliamente contestada y que
contribuyó a acrecentar las filas de los agraviados del conde-duque.
La inesperada y controvertida promoción generó grandes tensiones
en la Real Cámara, al preceder el joven marqués (que era gentilhom-
bre sólo desde 1624) en rango y jerarquía al resto de gentileshombres
de la cámara con ejercicio. Los principales ofendidos fueron Castelo
Rodrigo y el almirante de Castilla, tenidos por más antiguos y, por lo
tanto, con mayor y fundado derecho para ocupar el primer lugar de
la cámara. Desde luego, parece haber sido el «negocio del sumiller»,
si creemos a Novoa, donde se había gestado «el gusano» que había
descompuesto a unos gentileshombres con otros 60.
Sin duda, el año 1626 marcó un punto de inflexión en la tra-
yectoria de una cámara que aún conservaba un amplio margen de
maniobra para erigirse en espacio desde donde combatir al valido.
El desafuero cometido por el almirante, al negarse a servir con
ocasión del lavatorio de Jueves Santo de ese año por precederle en
la ceremonia Heliche, siendo menos antiguo, provocó una crisis
cuyas repercusiones hallaron su eco hasta comienzos de la década
de 1630. El acto de desagravio que protagonizó el almirante al de-
volver su llave al rey y las enérgicas protestas que se sucedieron por
el nombramiento de Medina de las Torres habían descompuesto la
cámara hasta el punto de que Felipe IV se vio obligado a censurar
severamente semejantes insolencias. El soberano, que definió la
temeridad del almirante como «el mayor desacato que se ha hecho
jamás», recordó a algunos de sus dolientes e ingratos gentileshom-
bres que les había hecho «en todo tan extraordinario favor» y que
sólo él era el «dueño de los officios» que tanto se disputaban.

60
Matías de NOVOA, Historia de Felipe IV..., op. cit., núm. 69, p. 94.
74 Santiago Martínez Hernández

El incidente de Semana Santa vino precedido en unos días por


otra descortesía de don Juan Alonso, igualmente ofensiva para el
rey, al negarse a apearse del carruaje real — resolviendo «contra mi
voluntad a meterse» en otro coche — para ceder su sitio dentro de
él al duque de Cardona, a la salida del monasterio de Santa María
de Valldonzella, cerca de Barcelona. Estos hechos evidenciaban las
tensiones creadas en la cámara por la decisión de Felipe IV de promo-
cionar al marqués de Heliche a su gobierno, ignorando los supuestos
derechos de otros pretendientes. El real «enfado» no sólo apartó tem-
poralmente al almirante de la gracia real, sino que hizo recaer sobre
el resto de los quejosos la sombra de la sospecha y desconfianza. La
estrecha relación que desde antiguo unía al almirante con el monarca
había quedado seriamente comprometida tras ser informado «secreta-
mente» Felipe IV de que el joven magnate vivía con gran «escándalo
en este viaje». El propio soberano reconocería su honda decepción,
recordando cuánta merced le había dispensado a su casa, más «que
ninguno de mis ascendientes», que hasta le permitía acompañarle
«hordinariamente... en mi coche, cossa que ni mi Padre ni mi agüelo
la hicieron jamás con ninguno de quantos Grandes ay en Castilla».
El castigo por su desafección fue una larga pena de destierro
de la corte que le mantuvo aparentemente alejado de ella cerca de
un lustro. La severidad de la condena sugiere que Felipe IV con-
cedió mayor importancia a otras «acciones poco advertidas» de
don Juan Alonso que a osadías propias de un «pobre moço» que,
aunque censurables, no dejaban de ser consecuencia de «haberse
descaminado tanto» por su corta «edad, experiencia y caudal». Al
rey, como al valido, le inquietaban más las «acciones» encaminadas,
sin disimulo, a tratar de «granjearse valimientos secretamente y no
conmigo», en clara alusión a sus hermanos, los infantes don Carlos
y don Fernando. Las ofensas de 1626 obligaron al rey a hacer «de-
mostración grande» con el magnate, a quien motejaba de «pobre
cavallero mal enseñado», reacción similar a la que se siguió apenas
dos años después con otro de los gentileshombres predilectos del
rey, el marqués de Castelo Rodrigo 61.

61
Copia de la relación que Felipe IV remitió al Consejo de Castilla, 9 de abril de
1626, Archivo Valencia de Don Juan, Madrid, envío 109, caja 153, doc. 91, citado en
John H. ELLIOTT, El Conde-Duque..., op. cit., p. 270.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 75

Desde 1626, pero probablemente mucho antes, Felipe IV y


Olivares conocían el tenor de las «acciones» del almirante e implíci-
tamente de otros «malquistos» que, como los marqueses de Castelo
Rodrigo y Belmonte o los hermanos Moscoso, se movían con total
libertad en la pequeña corte de los infantes, espacio donde parecían
desarrollar su oposición a resguardo de la acción olivarista.
La supuesta enfermedad del rey, en el verano de 1627, sirvió de
providencial telón de fondo para que fraguase una conspiración pala-
ciega destinada a conculcar las últimas voluntades testamentarias del
monarca y alejar al valido de cualquier posibilidad de gobernar una
hipotética regencia. Los principales conjurados eran, paradójicamen-
te, miembros de la cámara, todos ellos antagonistas del conde-duque,
por distintos motivos, que incluso habían amenazado con poner
término a su vida. Entre los culpados de participar en la supuesta
conjura se contaban Castelo Rodrigo, el almirante, el marqués de
Belmonte y don Antonio de Moscoso. Las represalias contra todos
ellos se sucedieron en pocos años. El restablecimiento del soberano
a comienzos de septiembre desactivó el que puede ser considerado el
primer gran desafío aristocrático contra Olivares, fracasado en buena
medida por la inexistencia de una oposición unida y articulada en
torno a un proyecto común alternativo al olivarismo.
Durante aquellos días de conmoción, el conde-duque había
restringido al máximo la entrada a la cámara del rey, por temor a
que sus contrarios pudieran mantener comunicación directa con el
monarca y conspirar contra él. Estableció limitaciones de acceso
sin precedentes, privando temporalmente a los gentileshombres de
la cámara de su ejercicio en el cuarto del rey y negando su intro-
ducción a los Grandes. Sólo permitió la asistencia del sumiller de
corps, su yerno, de dos ayudas de cámara y de los galenos del rey 62.
Semejantes medidas agitaron aún más los enardecidos ánimos de
quienes, en alto número, repudiaban la «violenta natura» del valido,
como definió el embajador toscano su conocido desabrimiento 63.

62
Nos ocupamos de esta crisis en «Los más infames y bajos traidores...: el desafío
aristocrático al proyecto olivarista de regencia durante la enfermedad de Felipe IV
(1627)», Investigaciones históricas, núm. 34, 2014, pp. 47-80.
63
ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filza 4949, fol. 998r, Madrid, 20 de sep-
tiembre de 1621.
76 Santiago Martínez Hernández

Entre los Grandes, el duque de Feria fue el más estuoso de todos,


escandalizado de que un advenedizo como Olivares revocase su pri-
vilegio de entrada. Algunos de ellos ya habían mostrado sobrada y
públicamente su reprobación al régimen en 1626 con ocasión de la
visita del cardenal legado Francesco Barberini. Durante una de las
jornadas en Madrid, los duques de Lerma (y Uceda), Feria, Alcalá
y Maqueda y los marqueses de Castelo Rodrigo y Villafranca se ne-
garon a cumplimentar al ilustre huésped del rey aduciendo sentirse
ofendidos por el protocolo impuesto por Olivares 64.
Es bien cierto que hasta los sucesos de 1627 el conde-duque
no tuvo argumentos de peso para presentar al rey la necesidad de
expurgar su cámara de presencias indeseables. La oposición de los
miembros más antiguos a la entrada de criaturas de Olivares obligó al
rey a intervenir. El regio espaldarazo facilitó las cosas al valido, quien
a partir de entonces pudo intervenir con mayor autonomía sobre el
nombramiento futuro de los gentileshombres de la cámara.
La anunciada promoción del condestable de Castilla como
gentilhombre de la cámara con ejercicio desencadenó una nueva
crisis. Su casamiento en 1624 con doña Isabel de Guzmán, herma-
na del duque de Medina de las Torres, había permitido a Olivares
integrar a los Velasco en el amplio círculo familiar de los Guzmán,
reforzando así sus lazos de sangre con la aristocracia de Castilla.
En abril de 1628 se publicaron las mercedes que el rey otorgaba
al condestable. No solamente percibía la llave, sino «las ausencias
del Conde Duque en el oficio de caballerizo mayor» y el de mon-
tero mayor (tras la promoción del marqués de Alcañices a cazador
mayor) 65. La noticia, interpretada en clave de agravio, fue respondi-
da con inusitada celeridad. En esta ocasión fueron Castelo Rodrigo,
el conde de Portalegre, el marqués del Carpio y su hijo, don Luis
de Haro (cuñado y sobrino carnal respectivamente de Olivares),
quienes elevaron una sonora protesta al rey.
La participación de los Carpio sólo puede entenderse desde el
calculado distanciamiento del círculo de Olivares iniciado en 1624.
El casamiento de la única hija del valido, doña María de Guzmán,

64
Cassiano del POZZO, Diario del viaje a España del cardenal Francesco Barberini,
edición de Alessandra ANSELMI, Madrid, Doce Calles-Fundación Carolina, 2004, p. 307.
65
Jerónimo GASCÓN DE TORQUEMADA, Gaçeta..., op. cit., p. 284.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 77

con el marqués de Toral —y a pesar de que la repentina muerte de


aquélla en 1626 había convertido a don Luis en «heredero forzoso»
de su tío— provocó un cisma familiar que contribuyó a debilitar
la posición del valido en la corte. El embajador florentino señalaba
que, no obstante las mercedes concedidas al flamante viudo, Feli-
pe IV no ocultaba su inclinación por el joven Haro («bien visto del
Rey», añadía Novoa) 66, avivando con ello los celos del valido y de su
exyerno, situación que había «condotto le cose a rompimento quasi
aperto» en el seno del clan Guzmán 67. En pocos días se sucedieron
«disgusti molto grave» entre Olivares y los Carpio, pareciendo al
valido que ambos «pretendissero d’insinuarsi in virtu propria nella
grazia di Sua Majestà». A juicio del enviado de Toscana, «la corda
piu sottile di questi del Carpio» había comenzado a romperse «co-
minciando a sentirse allontanar dalla Corte» 68.
Desde luego si concedemos credibilidad al relevante aunque
sesgado y ambiguo testimonio de Matías de Novoa, don Luis no
ocultaba su desprecio «por la primacía» que había asumido su
primo don Ramiro en la cámara del rey, posición de ventaja que
había sido deliberadamente reforzada por Olivares en contra de
los intereses de los Carpio, a quienes había exhortado «a la obe-
diencia del de [He]liche y a que [le] reconociesen [...] cabeza de
las familias de Guzmán» 69. La incorporación del condestable y las
condiciones óptimas en las que lo hizo vinieron a desequilibrar aún
más la balanza de poderes en detrimento de los Haro. Su alinea-
miento en estas circunstancias con dos destacados antiolivaristas
podría entenderse como una acción temeraria de desagravio, que
sin duda estaba inspirada, a riesgo de frustrar sus aspiraciones de
futuro, por una sincera demanda de restitución de la antigüedad
y preeminencia usurpadas con el nuevo nombramiento. Aquel pe-
queño pero relevante conato de rebelión de la cámara precipitó la
marcha de Castelo Rodrigo y dañó la posición de los Haro. Parece
evidente que la participación del portugués en la conjura de 1627

66
Matías de NOVOA, Historia de Felipe IV..., op. cit., núm. 77, p. 112.
67
ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filza 4955, sin foliar, carta de Averardo
de Medici a Andrea Cioli, Madrid, 19 de agosto de 1626.
68
Ibid., carta de 10 de septiembre de 1626.
69
Matías de NOVOA, Historia de Felipe IV..., op. cit., núm. 69, pp. 52-53.
78 Santiago Martínez Hernández

le dejó al pie de los caballos, pero hubo quien atribuyó la «causa de


su desgracia con el conde-duque» a la irreverencia protagonizada
por él y sus prosélitos con ocasión del nombramiento del condes-
table de Castilla para la cámara «con autoridad y precedencia a los
demás». Sin lugar a dudas, el marqués, como decano en ejercicio, se
dio por mayor «perjudicado y quexoso», manifestándolo así al rey,
quien amenazó con despojarle de la llave a él y a sus compañeros de
atrevimiento, como había hecho con el almirante en 1626.
Desde entonces sobre algunos de los gentileshombres más anti-
guos se cernió la sombra de la deslealtad en tanto «poco afectos del
conde [duque]». Probablemente el rey intercedió por Haro y su
padre pero desatendió las súplicas de los demás. Castelo Rodrigo
fue convocado a Aranjuez para dar explicaciones de su proceder.
Allí Felipe IV le exigió la entrega de su llave, a lo que el marqués
se negó aduciendo que el rey sólo podía negarle su uso pero no
despojarle de ella, porfiando en que fuera sometido a visita si se
le hacía «culpado en alguna materia» 70. El rey no le privó de ella
aunque en la práctica no le sirvió para evitar su controvertida e
inmediata salida de palacio. Para evitar que «con brevedad» vol-
viese a «caer en mortales inconvenientes, en revueltas y disgustos
más peligrosos», a finales de mayo el portugués y toda su casa de-
jaban Madrid con destino a Lisboa 71. Las desavenencias entre los
adversarios de Olivares en el seno de la cámara ciertamente fueron
un recurso tan valioso como inesperado para la estrategia del va-
lido. Tras lo ocurrido en 1627, Castelo Rodrigo y el almirante de
Castilla, antaño inseparables aliados, habían acabado acusándose
mutuamente de traición, pugna que también alcanzó al marqués de
Belmonte y a don Antonio de Moscoso, enfrentados por el favor
de los infantes.

70
Biblioteca del Palacio de Ajuda, Lisboa, mss. 51-VI-2, fols. 131r-v, aviso anóni-
mo, Madrid, 12 de mayo de 1628.
71
Matías de NOVOA, Historia de Felipe IV..., op. cit., núm. 69, p. 69. Sobre los
pormenores de la expulsión de Castelo Rodrigo, véase Santiago MARTÍNEZ HERNÁNDEZ,
«En los maiores puestos de la Monarchia: don Manuel de Moura Corte Real, marqués
de Castelo Rodrigo, y la aristocracia portuguesa de Felipe IV. Entre la fidelidad y la
obediencia (1621-1651)», en Pedro A. CARDIM, Leonor Freire COSTA y Mafalda Soares
da CUNHA (eds.), Portugal na Monarquia Hispânica. Dinâmicas de Intregração e de Con-
flito, Lisboa, CHAM-CIDEHUS-Red Columnaria, 2013, pp. 451-456.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 79

A priori podría pensarse en la existencia de concordancias entre


los gentileshombres con ejercicio que integraban la cámara del rey y
las alianzas cortesanas entre familias que se fraguaban en palacio. Sin
embargo, lo cierto es que la perdurabilidad de los vínculos entre los
«camaristas» fue excepcional, pues sus relaciones eran —a pesar de
que muchos historiales de servicio eran prolongados— circunstan-
ciales. Novoa, al recordar los sucesos de 1627, insistía sobre la arrai-
gada costumbre entre los gentileshombres de «no ser compañero
con otro» evitando así posibles «contagios» en caso de desgracia 72.
Aprovechándose de su desunión y con el concurso del rey, Olivares
consiguió frustrar cualquier amago posterior de rebelión en la cá-
mara, toda vez que los que se habían significado abiertamente en su
contra acabaron amonestados o alejados de la corte.
En ausencia de Castelo Rodrigo y del almirante de Castilla, y
con la muda sumisión de los Carpio, Olivares pudo manejar los
nuevos nombramientos de gentileshombres a su antojo. El embaja-
dor toscano aseguraba que no sólo la noticia de la salida de Moura
«ha fatto parlar assai per la Corte», sino las mudanzas que se anun-
ciaron y que suponían la remoción de otros gentileshombres de la
cámara «non accetti al presente governo» 73. En los años siguientes,
el conde-duque, con el beneplácito del rey, renovó la cámara fa-
voreciendo la incorporación de partidarios y contemporizadores.
Con la excusa del deterioro del servicio en la cámara, Olivares
llegó, si creemos a Novoa, a nombrar tres «gentileshombres censo-
res» que «estuviesen en todo y se hallasen a todo e inquiriesen las
ceremonias de los ayudas de cámara» 74, el conjunto de servidores
inmediatamente inferiores a los gentileshombres, de los que igual-
mente recelaba y sobre los que igualmente estableció un cerco. No
hay que olvidar que Matías de Novoa, cronista oficioso del reinado
de Felipe IV, como antes lo había sido del de su padre, era criado
favorecido del almirante de Castilla y muy probablemente escribiera
la relación por su comisión. Él mismo reconoce que Olivares le
introdujo inicialmente en la cámara con el propósito de que «me

72
Matías de NOVOA, Historia de Felipe IV..., op. cit., núm. 69, p. 43.
73
ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filza 4956, fol. 123r, despacho de Averar-
do de Medici al secretario Andrea Cioli, Madrid, 12 de junio de 1628.
74
Matías de NOVOA, Historia de Felipe IV..., op. cit., núm. 77, p. 109.
80 Santiago Martínez Hernández

digáis lo que pasa» 75 en ella. Novoa, decepcionado por la falta de


lo que esperaba recibir por su confidencia, cambió de bando.
En los meses posteriores a la convalecencia del monarca, y a
instancia de Olivares, se constituyó una junta secreta para juzgar los
excesos y «dos mil enredos» cometidos por algunos «camaristas»
contrarios al valido y porfiados en introducirse con los infantes
don Carlos y don Fernando. Las tensiones generadas en la cámara
del rey durante los primeros años de privanza de don Gaspar de
Guzmán, a consecuencia de las distintas rivalidades y competencias
que enfrentaban entre sí a los gentileshombres del rey, alcanzaron
su clímax en aquellas semanas de zozobra, en las que peligró la vida
del monarca y la continuidad de su valido.
Desconocemos la composición de la junta —aunque Olivares
mencione su intención de «haze oyr» al fiscal Diego del Corral y al
confesor de rey— y el alcance global de sus indagaciones, pero sí
sabemos, aunque parcialmente, el resultado de sus deliberaciones
con respecto a uno de los miembros más destacados de la cámara,
el marqués de Belmonte, gracias al hallazgo de una copia de la con-
sulta que Olivares elevó al rey. Las acusaciones contra don Jaime
Manuel de Cárdenas, hermano y heredero del duque de Maqueda
y Nájera, se sustanciaron en un proceso breve pero efectivo por
conspiración. Lo que rebela el documento, más allá de las particu-
laridades del caso, es la capacidad de la cámara para desestabilizar
el valimiento.
A Cárdenas se le imputaron graves delitos, entre ellos calumniar
y desacreditar a la persona del rey. Se aseguraba que, precipitado
de la «pasión», trasladaba «a Sus Altezas chismes de Su Majestad».
Felipe IV respaldó las conclusiones de la junta, refrendando de este
modo la posición política de Olivares al frente del primer minis-
terio. El conde-duque quizá apreciase sólo entonces, tras la trau-
mática experiencia de 1627, que era prioritario expurgar la cámara
del rey y asegurarse su control efectivo. Las decisiones posteriores,
concretadas en distintas medidas de desigual alcance, demostraron
su determinación en este sentido. El rey atendió a sus demandas,
favoreciendo las mudanzas emprendidas por el valido y que afec-

75
Ibid., p. 4.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 81

taron a la continuidad e influencia de algunos de sus gentileshom-


bres de la cámara predilectos, favoritos a los que Felipe IV había
privilegiado en exceso sobre el resto. Olivares creía firmemente
que, pese al secreto con el que se llevaba el asunto, llovería sobre
él toda la responsabilidad de la acción punitiva contra don Jaime.
Mientras aconsejaba «severa demostración» con él, el monarca,
sin embargo, «se contentaba» por el momento con que Belmonte
«se retirase con poco rruydo» de la corte «a algún lugar suyo o de
su hermano», con la esperanza de que «este desvío» mejorase su
situación a fin de que en el futuro «le hiziese merced de servirse dél
fuera de aquí» 76. La salida de la cámara del marqués de Belmonte
y su inmediata expulsión de la corte, a mediados de abril de 1630,
pasaron casi inadvertidas en medio de los numerosos nombramien-
tos que se sucedieron en el siguiente lustro, «escogidos», a juicio de
Novoa, «muy a propósito» por Olivares 77. El embajador toscano no
erraba en sus pronósticos cuando apuntó, en su despacho de 1628,
a las inminentes investiduras que se sucedieron tras la marcha de
Castelo Rodrigo y el destierro del almirante. En octubre de ese año,
el marqués de Astorga recibió su llave dorada, mientras en los dos
años siguientes juraron el condestable de Castilla (17 de octubre de
1629) y el conde de Alba de Liste (25 de abril de 1630), todos afines
al valido, especialmente el primero y el último, a quienes Olivares
favoreció tras los sucesos de 1627 78.
La década de 1630 se caracterizó por una nueva generación
de honrados con la llave, numerosos de ellos cercanos al valido:
el marqués de Santa Cruz (3 de julio de 1629), quien a finales de
1632 fue además nombrado mayordomo mayor de la reina; los
condes de Egmont, Bucquoy, Añover (hijo del conde de los Arcos,
primer mayordomo del rey) y de Ricla (estos dos últimos el 18 de
noviembre de 1629). Ricla era el heredero del marqués de Camara-

76
Toda la información sobre este proceso procede de la copia de una consulta
que se encuentra en la BNE, ms. 9926, fols. 195r-200v, citado en John H. ELLIOTT,
José Francisco de la PEÑA y Fernando NEGREDO (eds.), Memoriales y cartas del Conde-
duque de Olivares, vol. 1, Madrid, Centro de Estudios Europa Hispánica-Marcial Pons
Historia, 2013, p. 195.
77
Matías de NOVOA, Historia de Felipe IV..., op. cit., núm. 69, p. 94.
78
ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filza 4956, fol. 123r, carta de Averardo
de Medici al secretario Andrea Cioli, Madrid, 12 de junio de 1628.
82 Santiago Martínez Hernández

sa, primo de Olivares, quien también fue agraciado con este honor
el 18 de noviembre de 1638, un año después de morir su vástago.
El 17 de junio de 1630 recibió idéntico oficio don Gaspar Alonso
Pérez de Guzmán el Bueno, conde de Niebla, heredero del duque
de Medina Sidonia y pariente del conde-duque. Otro miembro del
círculo clientelar del valido, don Juan Ramírez de Arellano, conde
de Aguilar y marqués de la Hinojosa, juró el 25 de mayo de 1632
en manos de Medina de las Torres. Aguilar era yerno del marqués
de la Hinojosa, fallecido en febrero de 1628, quien, a pesar de
su estrecho parentesco con el cardenal duque de Lerma —era su
primo—, había sabido acomodarse con éxito al nuevo régimen
hasta convertirse en pieza clave del sistema. Es muy probable que
la llave fuera el reconocimiento a los méritos del fallecido, cuya
herencia recayó en su única hija. Aguilar venía a ocupar uno de los
dos asientos que habían vacado por las muertes, el marzo anterior,
de los condes de Alba y de Añover. Un año más tarde, el valido in-
corporaba a la cámara al marqués de Mirabel (9 de junio de 1633),
igualmente miembro de su amplia parentela (su esposa era de la
casa de Zúñiga) 79.
En estos años otras bajas tuvieron distinto origen. Una inopor-
tuna pendencia en palacio apartó al conde de Portalegre y marqués
de Gouveia, don Manrique de Silva, de la corte en la primavera de
1636. Una pena de destierro de la corte de seis años y la privación
de su llave acabaron de un plumazo con la trayectoria de uno de los
más significados gentileshombres de la cámara del rey, privando a
Castelo Rodrigo (de quien era cuñado) de un fiel aliado en palacio.
Su hermano, el exgobernador don Diogo de Silva (quinto conde de
Portalegre hasta su renuncia al título a favor de don Manrique) era
cabeza de la «parcialidad» de los llamados «repúblicos o popula-
res», facción beligerante con las políticas del valido en Portugal 80.
El año 1636 fue crucial no sólo en la configuración posterior de
la cámara del rey, sino que marcó el inicio de una nueva escisión

79
Alain HUGON, Au service du Roi Catholique. «Honorables ambassadeurs» et
«divins espions». Représentation diplomatique et service secret dans les relations hispano-
françaises de 1598 à 1635, Madrid, Casa de Velázquez, 2004, pp. 153-154.
80
António de OLIVEIRA, Poder e oposição política em Portugal no período filipino
(1580-1640), Lisboa, DIFEL, 1990, pp. 139-143.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 83

en el seno del clan Guzmán-Zúñiga. La decisión de Medina de


las Torres de volver a contraer matrimonio contra la voluntad de
su suegro dio origen a un paulatino distanciamiento entre ambos.
Olivares ignoraba que el rey había animado al duque a tomar nuevo
estado, favoreciendo el enlace del viudo con la rica Ana Caraffa,
princesa de Stigliano. Felipe IV además defendió la candidatura de
don Ramiro a suceder al conde de Monterrey al frente del virreinato
de Nápoles, aun cuando su forzado relevo implicase la previsible
confrontación entre ambos señores, miembros destacados de la
facción olivarista. Este asunto provocó una grave crisis, una suerte
de «guerra civil», que desbarató la aparente concordia interna de
los Guzmán, al ahondar las diferencias entre el conde-duque y dos
de sus principales aliados 81. No obstante, la marcha de Medina de
las Torres, pese a contar con el beneplácito del rey, no parece, des-
pués de todo, haber sido del agrado del duque. Novoa interpretó
la mudanza como una caída en desgracia. A pesar de que el rey le
acompañó hasta Villaverde y se despidió de él con demostraciones
de afecto, Medina salió de Madrid en el mes marzo «mal herido de
la expulsión» 82.
Coincidiendo con el alejamiento de Medina, Felipe IV resuci-
tó el oficio de «gran chambelán y camarero mayor» (superior en
preeminencia al sumiller de corps), encomendándole al conde-
duque su disfrute y desempeño. Olivares recuperaba así la jefatura de
la cámara, con el encargo del monarca de reformarla, reglamentarla
y restringir su gasto 83. Con esta mudanza, auspiciada por Felipe IV,
que justificó la rehabilitación por «faltar persona que lo ejerciese»,
el valido fortalecía su influencia en palacio. En estas circunstancias,
la eventual ausencia de su exyerno, sumiller de corps desde que en
1626 le cediese el oficio, no privaba al conde-duque de la capacidad
de intervenir sobre la cámara. De hecho, para Novoa, la recuperación
del extinto oficio de la Casa de Castilla era una calculada estrategia

81
Sobre este caso, véase Robert A. STRADLING, Felipe IV y el gobierno de España,
1621-1665, Madrid, Cátedra, 1989, pp. 173-176.
82
Matías de NOVOA, Historia de Felipe IV..., op. cit., núm. 77, p. 147.
83
La recuperación del principal oficio de la Casa de Castilla pretendía igualmen-
te acallar las incesantes críticas que suscitaban los gastos de la Casa de Borgoña. Al
respecto, José MARTÍNEZ MILLÁN, «La transformación institucional de la Cámara...»,
op. cit., p. 314.
84 Santiago Martínez Hernández

del valido para garantizarse el control de la cámara, pues «no acababa


de asegurarse de ninguno de aquel quarto» 84.
La muerte del nonagenario marqués de Gelves el 25 de agosto
de 1636 concedió una nueva oportunidad a los Haro. La capitanía
de la Guarda Española, uno de los más apreciados oficios de pa-
lacio, fue entregada al marqués del Carpio 85. Esta merced podría
entenderse como un acercamiento de Olivares a sus parientes o
simplemente como la prueba de que el rey, a pesar de los conflictos
familiares de los Guzmán-Haro, seguía confiando en la lealtad de
don Diego López de Haro y de su casa 86. Pese a la disminución de
competencias que este cuerpo de escolta real había experimentado
en los últimos años, ser capitán de la Amarilla fortalecía la posición
de los Haro y estrechaba aún más su relación con el monarca al
comprometerse en la salvaguarda de su integridad física y de la
real familia.
En los años siguientes, las investiduras fueron escasas, destacan-
do especialmente la del marqués de Aytona. Muy favorecido por el
rey, don Francisco de Moncada recibió su llave el 27 de marzo de
1638 (y la Grandeza de España dos años más tarde) en atención
a sus servicios, distinción que convirtió al catalán en uno de los
magnates más cercanos a Felipe IV. Finalmente, el valido, en uno
de sus postreros golpes de autoridad, logró introducir en la cámara
del rey a su legitimado bastardo, don Enrique Felípez de Guzmán,
a quien «rara vez se le veía lejos del soberano», obteniendo además
para él el marquesado de Mairena, pocos meses después 87. Juró el
12 de julio de 1642 en manos de su padre, camarero mayor. Un mes
más tarde lo hizo el conde de Grajal, estrecho aliado del valido.
La promoción de Mairena vino precedida de su casamiento con
doña Juana de Velasco, hija del condestable de Castilla (cuñado de
Medina), y poco después de que Olivares hubiera otorgado testa-

84
Matías de NOVOA, Historia de Felipe IV..., op. cit., núm. 77, p. 147.
85
Jerónimo GASCÓN DE TORQUEMADA, Gaçeta..., op. cit., p. 395.
86
Cfr. José Eloy HORTAL MUÑOZ, «Las Guardas Reales de la Casa Real durante
los años centrales del reinado de Felipe IV: la confirmación de la crisis del modelo
Habsburgo», en Andrés GAMBRA GUTIÉRREZ y Félix LABRADOR ARROYO (coords.),
Evolución y estructura de la Casa Real de Castilla, vol. 2, Madrid, Polifemo, 2010,
pp. 989-900.
87
John H. ELLIOTT, El Conde-Duque..., op. cit., p. 617.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 85

mento dejando a su hijo como heredero del ducado de Sanlúcar,


perjudicando deliberadamente las aspiraciones de don Luis de
Haro y socavando con ello las pésimas relaciones entre los Haro
y los Guzmán, tensiones familiares que se pondrían de manifiesto
con ocasión de la caída en desgracia del conde-duque en enero de
1643 y la posterior gestión de su destierro.
En estas más de dos décadas (1618-1643), apeados temporal-
mente del favor Castelo Rodrigo, Borja y Terranova, el único super-
viviente del núcleo fundacional de la cámara en 1621 que gozaba
abiertamente de las preferencias de Felipe IV y que parecía estar a
salvo de las batidas del valido era su sobrino, don Luis de Haro. La
premiosa pero determinada búsqueda de la privanza no fue desde
luego un camino asequible para Haro, considerando la tenaz compe-
tencia ejercida por otros rivales aparentemente más poderosos y me-
jor situados, como el duque de Medina de las Torres o el inesperado
marqués de Mairena. El providencial distanciamiento de la corte
del duque y del almirante de Castilla, ambos con responsabilidades
virreinales en Italia (el segundo, desde Sicilia, relevó al primero en
1644 al frente del gobierno partenopeo), en unos años clave para la
consolidación de su ascendiente sobre el rey (1641-1646), permitió
a don Luis definir su perfil de ministro leal y discreto, sin destacarse
abiertamente y dejando que otros con similares ambiciones, pero
menos prudentes en sus exhibiciones públicas, comprometiesen sus
aspiraciones en la notoriedad de la lucha política cortesana.
Bien informado desde Milán, don Fadrique Enríquez, hermano
de la influyente condesa de Paredes, confidente del monarca, a fi-
nales de abril de 1643, había apremiado sin éxito a los suyos, entre
los que se contaba el marqués de Castelo Rodrigo, para retornar
a la mayor brevedad a la corte, antes de que Felipe IV «se canse
de ser Rey» 88. El marqués continuó alejado de palacio hasta que
concluyó su mandato en los Países Bajos en 1648. El tiempo y la
célebre indolencia del rey jugaron a favor de don Luis.
Haro tuvo además una notable ventaja (para otros hubiera sido
quizá insalvable desventaja) sobre quienes se postulaban a hacerse

88
Biblioteca Ambrosiana de Milán, Fondo Falcò Pio de Savoia, leg. 38, doc. 116,
copia de carta de Fadrique Enríquez al marqués de Castelo Rodrigo, Milán, 4 de no-
viembre de 1643.
86 Santiago Martínez Hernández

con el valimiento vacante. Mientras algunos manifestaban sus ape-


tencias por la sucesión y se destacaban ya como validos in pectore,
Haro aguardó su momento con la serenidad de quien llevaba más
de dos décadas dedicado al rey. Dado que nunca desempeñó res-
ponsabilidad fuera de la corte antes de la remoción de su tío (más
allá de la efímera pero exitosa comisión a las Cortes de Valencia de
1626) 89, pudo garantizarse la permanencia junto al rey ininterrumpi-
damente durante más tiempo del que ningún otro tuvo a su alcance.
Haro aparece, desde la discreción, formando parte imprescindible y
destacada (junto a su padre) del habitual cortejo de caballeros que
acompañaban a Felipe IV en todos sus desplazamientos en estos
años. Pese a la marginación a la que le sometió su tío, en 1639 se
llegó incluso a considerar su candidatura para suplir la vacante que
la muerte del conde de Sástago había dejado en la capitanía de la
Guarda Tudesca. El oficio contaba con numerosos pretendientes y
finalmente recayó en don Pedro de Aragón, marqués de Povar, hijo
del duque de Cardona 90.
Tras la desaparición de Olivares en 1645, el cisma familiar
provocado por el disputado reparto de sus despojos reavivó viejas
tensiones y ambiciones frustradas. Yerno y sobrinos se combatieron
mutuamente con el único propósito de apropiarse de la herencia
patrimonial y política de don Gaspar de Guzmán. De un lado, el
duque de Medina de las Torres; del otro, igualmente enemistados
entre sí, el marqués de Leganés y su hijo don Gaspar, y el marqués
del Carpio, su hijo don Luis de Haro y los hijos de éste (el marqués
de Heliche y el conde de Monterrey), todos ellos gentileshombres
de la cámara. La discordia en el seno del clan Guzmán-Haro-Zúñi-
ga, trasladada a la cámara del rey, restó fortaleza y operatividad a
quien ya se perfilaba como nuevo valido. No era, desde luego, el
mejor escenario posible para la consolidación de una privanza.
Como hemos tenido ocasión de referir, durante los años clave
en la génesis y consolidación del valimiento olivarista, los gentiles-
hombres de la cámara más estrechos y cercanos al monarca, y a los

89
John H. ELLIOTT, El Conde-Duque..., op. cit., p. 166.
90
Madrid, 5 de mayo de 1639. José PELLICER DE OSSAU Y TOVAR, Avisos: 17 de mayo
de 1639-29 de noviembre de 1644, edición de Jean-Claude CHEVALIER y Lucien CLARE,
París, Éditions Hispaniques, 2003, p. 142.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 87

que, conociéndoles desde la infancia, trataba Felipe IV con llaneza


y afecto, acabaron o extrañados de la corte o deliberadamente pre-
teridos dentro de ella, como le ocurrió al desafortunado almirante,
subordinado, desde su regreso a Madrid a finales de 1631, a la
autoridad y a las humillaciones de Olivares y de Medina.
Tanto Olivares como Haro, dada su experiencia de servicio en
la cámara, tenían un amplio conocimiento de sus dinámicas y de
las potencialidades que otorgaba ser portador de la preciada llave
dorada. Ambos, de distinto modo y en coyunturas muy diferentes,
supieron rentabilizar esa cercanía al rey para situarse en el primer
lugar dentro del principal espacio de prestigio. En el caso de los
Carpio además desde una posición excepcional, al coincidir simul-
táneamente en la cámara padre e hijo, circunstancia inédita y que
sólo alcanzaron a gozar los Castelo Rodrigo.
Más acusado en el caso de Olivares, el camino hacia la privanza se
produjo en el contexto de una coyuntura extraordinariamente favora-
ble, tras la crisis del valimiento de 1618 y la súbita muerte del rey en
1621. Mientras el conde-duque alcanzó el valimiento (al menos antes
de lo que él mismo pudiese llegar a imaginar) sin la concurrencia de
contrincantes poderosos y tras la prematura desaparición de su tío,
don Baltasar de Zúñiga, a don Luis de Haro lo escogió personalmente
el monarca. Las circunstancias en las que se produjo la defenestración
de Olivares no vaticinaban nada bueno para sus parientes, hechuras y
criaturas. A don Luis le pudo haber resultado una tarea imposible ser
valido, habida cuenta del número y de la calidad de los postulantes
(Oñate, Medina de las Torres, Monterrey, Castelo Rodrigo, almirante,
Borja, etc.), de no haber sido por la complacencia del rey hacia su
persona. En cierto modo, emulando la práctica de gobierno de su
reverenciado abuelo paterno, Felipe IV había otorgado libremente
(como confesaba a sor María de Ágreda) su confianza a quien «des-
de muchacho se crió conmigo» y «es persona de buena intención»,
encomendándole la resolución de las tareas pendientes 91.
Tener una edad similar a la del rey pudo haber jugado a favor
de Haro. Esta aparente ventaja de don Luis (nacido en 1603) no

91
Carlos SECO SERRANO (ed.), Cartas de Sor María de Jesús de Ágreda y de Felipe IV,
2 vols., Madrid, Atlas, 1958, vol. 1, p. 92, Felipe IV a Sor María de Ágreda, Madrid,
30 de enero de 1647.
88 Santiago Martínez Hernández

la reunían otros gentileshombres y cortesanos que igualmente


gozaban de la condición de favoritos del monarca. Nacidos en
1583 y 1592 respectivamente, tanto Borja como Castelo Rodrigo
superaban al rey en bastantes años; entre ellos y el rey mediaba
hasta incluso una generación. El almirante de Castilla, Medina
de las Torres y Terranova (nacidos hacia 1600) eran más próxi-
mos a Felipe IV y algunos se habían criado con él, cumpliendo
aquella favorable «formalidad». Sin embargo, ellos y otros «pre-
tendientes y ambiciosos» estaban fuertemente «contaminados»
por indisimuladas aspiraciones personales bien conocidas por el
rey, quien aseguraba que con la elección de Haro había intentado
poner fin a las competencias entre cortesanos por ver quien tenía
«más mano de la que en realidad de verdad yo le doy». El rey era
consciente de esta circunstancia cuando aseguraba a la monja de
Ágreda en 1647 que aún en palacio había «emulaciones sobre
quien consigue más gracia con su dueño [...] tropiezo en el que
todos caen» 92.
A pesar de que la jefatura de la cámara, al menos oficialmente,
le otorgaba al duque de Medina de las Torres la supremacía del
principal espacio palatino, lo cierto es que, en ausencia del sumiller
de corps —entonces era virrey de Nápoles—, don Luis pudo con-
solidar su privanza sin la peligrosa injerencia de quien fue hasta su
óbito su mayor antagonista. Don Luis pudo, asimismo, promocio-
narse desde la caballeriza mayor del príncipe don Baltasar Carlos
(1643-1646) a la del rey (1648), merced que recibió al fallecer su
padre, providencial herencia que reforzó su posición en una coyun-
tura crítica para la continuidad futura de su valimiento. A finales
de ese año, tras la conmoción causada por la conjura del duque de
Híjar en el verano 93, Haro lograba introducir en la cámara a su hijo
mayor, el marqués de Heliche. Las espuelas doradas del oficio de
caballerizo y la llave vinieron en parte a retribuir los sinsabores de
la reciente pérdida de su progenitor y a desterrar cualquier rumor
de disfavor.

92
Ibid., p. 92.
93
Sobre la conjuración del magnate aragonés sigue siendo imprescindible la
obra de Ramón EZQUERRA ABADÍA, La conspiración del duque de Híjar (1648), Madrid,
M. Borondo, 1934.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 89

Haro fue la única excepción entre todos los considerados pri-


vados o validos (incluso si nos remontamos al príncipe de Éboli)
que no fue sumiller de corps del rey, circunstancia que, aunque
debilitaba en apariencia su autoridad en palacio, no le privó, sin
embargo, de disponer de acceso directo al monarca en cualquier
circunstancia y en mejores condiciones que sus oponentes. De cual-
quier modo, desaparecidos Haro y Medina, cuando el valimiento
aristocrático comenzaba a ser ya un recuerdo evanescente —tras
las antinaturales experiencias del confesor jesuita Nithard y de
Fernando Valenzuela— el duque de Medinaceli, gentilhombre de
la cámara y sumiller de corps de Carlos II, se aseguraba el primer
ministerio de la monarquía en 1680 consolidando su ascendiente
sobre el rey con su promoción posterior a caballerizo mayor, inevi-
tables referentes de una privanza política que había de consolidarse,
como lo había hecho antes, sobre el control directo de palacio y el
Consejo de Estado.
El mayor émulo de don Luis, el duque de Medina de las Torres,
consiguió retener para sí el oficio de sumiller de corps del rey hasta
su muerte (y con él la primacía de la cámara), pese a formar parte
de la herencia del detestado Olivares. Paradójicamente, el valimien-
to de Haro fue tan distinto en este sentido a los anteriores que ni él
siendo valido fue sumiller de corps del rey, ni el que lo era, Medina,
logró jamás materializar su voluntariosa aspiración a la privanza,
pese a jactarse cínicamente de su manifiesta «incapacidad para el
valimiento» y de haberlo dejado escapar cuando tuvo ocasión «de
haberse adelantado con él» 94.
No cabe duda de que Haro inspiró, manejó o impulsó una
transición de poderes que no resultase traumática ni hostil y
que contribuyera a alejar cuanto antes la aparente situación de
provisionalidad (y precariedad) que afectaba a su posición como
ministro principal. Pero una mudanza cortesana de la escala que
generó el colapso del valimiento olivarista acabó forzando un
reajuste profundo que, sin embargo, no afectó a la totalidad de
«los oficios mayores de Palacio», como había ocurrido en otras

94
British Library (en adelante, BL), Egerton, ms. 338, fol. 492r, borrador de carta
del duque de Medina al barón de Prado, Madrid, 28 de noviembre de 1667. Agradezco
a Felipe Vidales el haberme facilitado una transcripción del documento.
90 Santiago Martínez Hernández

coyunturas similares. Las primeras medidas aplicadas desde


1643 disgustaron enormemente al conde-duque, quien desde su
destierro cermeño rechazó lo que consideraba una usurpación
de sus oficios palatinos y la marginación de sus colaboradores.
Don Luis respondió a su tío con argumentos sólidos, evocando
ejemplos anteriores de «sustituciones más inmediatas». De hecho,
comenzó refrescando la memoria del conde-duque al recordarle
que en 1626 el rey ordenó que Medina de las Torres le reempla-
zase como sumiller de corps durante sus ausencias, aun estando
«dentro de Palacio», contra el parecer de Castelo Rodrigo y
el almirante de Castilla, quienes, como gentileshombres más
antiguos, «mostraron sentimiento», pese a lo cual Felipe IV no
revocó su resolución renunciando Olivares pocos meses después
a su propiedad a favor de su yerno 95.
Otro motivo de queja fue la designación del marqués del Car-
pio como caballerizo mayor, durante la campaña de Aragón de
1644, lo que, además de privar al conde-duque de su ejercicio,
dejaba al conde de Grajal, hechura del viejo valido y primer ca-
ballerizo, muy lejos de satisfacer sus aspiraciones de promoción.
Las quejas del conde-duque y los desencuentros entre Grajal, por
un lado, y Carpio y Terranova, por otro, todos gentileshombres
de la cámara, obligaron al rey a amenazar al conde con retirarle
su llave, desairado por su demostración pública de «sentimiento».
Don Luis justificó el decreto del rey, recordando a su tío que su
extrañamiento de la corte no le había supuesto verse despojado
de su oficio y disponía en Toro de coches, caballos y oficiales de
la Real Caballeriza. Olivares consideró la «novedad» que con él se
hacía un «nuevo deslustre mío», denunciando que se le daba por
«muerto y enterrado» e invocando la responsabilidad de su cuñado,
el marqués del Carpio, para que no aceptase «lo que tanto me ha
ultrajado». Haro respondió igualmente trayendo a la memoria el
caso de don Diego de Córdoba, gentilhombre de la boca y primer
caballerizo de Felipe II, quien, a pesar de haber recibido siempre
«favor particular como se sabe», nunca fue promovido a caballerizo

95
Archivo de los duques de Alba, Madrid (en adelante, ADA), caja 220, núm. 14,
carta original del conde-duque de Olivares a don Luis de Haro, Toro, 17 de mayo de
1644, y copia de la respuesta de don Luis de Haro, Fraga, 21 de junio de 1644.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 91

mayor cuando murió su titular, el prior don Antonio de Toledo, al


decidir el rey no volver a proveer más el oficio 96.
Resulta evidente que durante las dos décadas de su valimiento,
don Luis aprovechó su ventajoso ascendiente para tratar de ganar
espacio de influencia en el entourage del rey, bien conocido por
él y donde parecía flaquear a priori su influencia por el notable
desequilibrio de fuerzas en su contra 97. En estos años accedieron
a la cámara su tío paterno (y sin embargo rival), conde de Castri-
llo (4 de junio de 1646), y sus dos hijos, el marqués de Heliche
(28 de diciembre de 1648) y el conde de Monterrey (22 de octubre
de 1659). Igualmente fue favorecido el conde de Lumiares (20 de
enero de 1645), primogénito del marqués de Castelo Rodrigo, quien
a su vez fue promocionado en 1648 a mayordomo mayor del monar-
ca. Quizá ganase un partidario más al emparentar con el marqués
de Tarazona, que ya era de la cámara desde 1644, y que en 1657 se
convirtió en su consuegro 98.
Los restantes beneficiarios de la preciada llave dorada con
ejercicio durante el ministerio de Haro fueron: el duque de Albur-
querque (8 de mayo de 1644); el conde de Luna, hijo y heredero
del conde-duque de Benavente (2 de octubre de 1644); el duque de
Osuna (29 de agosto de 1646); el duque del Infantado (21 de enero
de 1647); el marqués de Orani (7 de septiembre de 1648); el nuevo
almirante de Castilla (3 de julio de 1649); el duque de Caminha y
conde de Medellín (23 de octubre de 1650); el marqués de Caracena
(16 de noviembre de 1653), y el conde de Talhara (22 de octubre de
1659). Sólo cuatro juraron tras la muerte de don Luis: el conde de
Paredes y el marqués de Villafranca (ambos el 8 de julio de 1665), y el
conde de los Arcos y don Melchor de la Cueva (9 de julio de 1665).
Sobra decir que todos estos nombramientos eran del gusto del
rey y que la influencia del valido, como hemos visto anteriormente,

96
ADA, caja 220, núm. 14, carta original del conde-duque de Olivares a don
Luis de Haro, Toro, 17 de mayo de 1644, y copia de la respuesta de don Luis de Haro,
Fraga, 21 de junio de 1644.
97
El maduro Felipe IV, de nuevo quizá imitando a su abuelo, restringió el número
de gentileshombres con ejercicio, según Alistair MALCOLM, «La práctica informal del
poder. La política de la Corte y el acceso a la Familia Real durante la segunda mitad del
reinado de Felipe IV», Reales Sitios, núm. 147, 2001, pp. 38-48, esp. p. 43.
98
José PELLICER DE TOVAR, Avisos..., op. cit., vol. 1, pp. 503 y 506.
92 Santiago Martínez Hernández

desempeñaba un papel relevante en su elección pero no determi-


nante, pues casi siempre prevalecía el regio criterio. De este modo,
y a falta de evidencias, dependiendo del grado de intensidad que
atribuyamos a la privanza de don Luis de Haro, podremos situar
los nombramientos de la Real Cámara en un extremo u otro del
análisis 99. Así, por ejemplo, la elección del duque de Osuna —hijo
del desafortunado virrey de Nápoles, defenestrado en los comienzos
del régimen olivarista y muerto en oprobiosa prisión en 1624— po-
dría ser interpretada como un gesto de acercamiento del valido a
los poderosos Girón-Sandoval, abiertamente enemistados con los
Guzmán desde la génesis del reinado. Haro a buen seguro que aún
no había olvidado, por lo reciente, la implicación del duque en la
conspiración aristocrática que trató de apartarle del ministerio en
1644. Desde comienzos del reinado de Felipe IV, la casa de Osuna
había reforzado aún más sus estrechos vínculos sanguíneos con
los Sandoval, a través de sucesivos matrimonios con los duques
de Uceda, en una estrategia que la identificaba inequívocamente
como heredera de la memoria política del cardenal-duque de Ler-
ma, patrimonio simbólico que también reivindicaron, en mayor o
menor medida, los duques del Infantado y de Medina de Rioseco
(almirantes de Castilla) 100. Estas dos últimas casas habían destacado
por su militancia en la oposición al ministerio de Olivares, siendo
especialmente armígera la última, cuyo anterior titular, el almirante
don Juan Alonso, había padecido las consecuencias de una severa
marginación política instigada por el valido y su entorno. Tanto el
séptimo duque del Infantado, don Rodrigo Díaz de Vivar Sandoval
y Mendoza, como el décimo almirante de Castilla, don Juan Gaspar
Enríquez de Cabrera, fueron honrados con la llave, como antes lo
habían sido su abuelo y su padre, respectivamente.

99
El sumiller podía favorecer o ignorar peticiones de ingreso. De entre los nu-
merosos casos que podrían documentarse escogemos, por ejemplo, el del marqués
de Camarena, que solicitó al duque de Pastrana, sumiller de corps (desde 1691), su
protección para entrar como gentilhombre en la cámara de Carlos II. Véase Archivo
Histórico Nacional, Sección Nobleza, Toledo, Osuna, ct. 221, doc. 24, Camarena a
Pastrana, Madrid, 13 de septiembre de 1692.
100
La encendida defensa de la memoria política de su abuelo, el duque de Lerma,
en las Cortes de 1638, le supuso a Infantado un destierro. Sobre el posicionamiento de
los Mendoza ante el valimiento Guzmán-Haro, véase Adolfo CARRASCO MARTÍNEZ, El po-
der de la sangre. Los Duques del Infantado, 1601-1841, Madrid, Actas, 2010, pp. 85-87.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 93

La hipótesis más plausible para explicar estos nombramientos


contempla una deliberada estrategia del rey (secundada o auspi-
ciada por Haro) para restaurar los vínculos de la corona con la alta
nobleza del reino, maltrechos tras dos décadas de un valimiento
que se había caracterizado por menoscabar sus privilegios y ero-
sionar su lealtad. Todo apunta a un firme propósito, por ambas
partes, de reconciliación, tras un largo período de profunda y
mutua desafección. La caída de Olivares había propiciado una
escena inédita, la de una decena de Grandes acudiendo, a finales
de enero de 1643, al encuentro del rey, a la altura de Aravaca, para
rendirle obediencia. El embajador modenés recogía las palabras
de don Melchor de Borja, hijo del duque de Gandía, cuando ase-
guraba «che era arrivato il tempo che Sua Maestà conoscerebbe
la vera divozione de Grandi di Spagna verso la Corona», toda una
declaración de intenciones 101.
Es más que probable que Felipe IV deseara recobrar la nor-
malidad, granjeándose de nuevo el necesario compromiso de una
aristocracia que se había distanciado (desde la desobediencia y la
inacción) demasiado tiempo de su rey. Entre los agraciados con la
llave se encontraban algunos de los que, paradójicamente, más se
significaron en sus inicios contra la elección de Haro como valido,
especialmente los duques de Osuna y del Infantado. Ambos inte-
graron la efímera «Junta de la Zarzuela» (1644), como la denominó
el enviado del gran duque de Toscana, junto a los duques de Híjar,
Medinaceli y Montalto, los marqueses de Villena y San Román y los
condes de Lemos, Saldaña y Andrada. Escogieron a Mendoza para
que representase al rey en Zaragoza la conveniencia de renunciar a
la persona de don Luis de Haro, a quien ya identificaban abierta-
mente como el nuevo valido 102.

101
Archivio di Stato de Módena, Ambasciatori, Spagna, busta 53, sin foliar,
Ippolito Camillo Guidi al duque Francesco I, Madrid, 27 de enero de 1643. Estoy
en deuda con Roberto Quirós por participarme esta y otras valiosas referencias de la
correspondencia diplomática del enviado de Módena en Madrid.
102
Sobre la citada Junta, véase ASF, Mediceo del Principato, Spagna, filza 4967,
despacho de Ottavio Pucci, Madrid, 23 de marzo de 1644. A estos hechos también se
refirió, años más tarde, el duque de Híjar. Archivo Histórico Provincial de Zaragoza,
sala 1, leg. 81/9, Copia de papeles escritos a S. M. por el Conde [de Salinas] Duque
[de Híjar], mi señor, años de 1644-1646, Madrid, 28 de marzo de 1646.
94 Santiago Martínez Hernández

Si concedemos crédito al testimonio del embajador toscano, fue


el duque de Terranova quien reveló a Felipe IV el objetivo de la
embajada, delación que perseguía allanarse el camino de la privanza
aprovechándose de la eventual ventaja que le concedía ser el decano
de los gentileshombres de la cámara en ejercicio, ante las ausencias
del camarero mayor y del sumiller de corps. Vana resultó su manio-
bra porque ese mismo año el rey le envió a Viena como embajador
ordinario, alejando de Haro a un peligroso rival 103.
Desde luego, en la cámara del rey, don Luis parecía contar con
más detractores que resueltos partidarios. El duque de Medina, el
marqués de Aytona, el duque de Terranova y don Fernando de Bor-
ja 104, por citar a los más relevantes, eran declarados adversarios, a los
que el rey, sin embargo, gustaba de tener cerca. El monarca «oía con
gusto» a muchos de ellos, sirviéndose de todos aunque desengañán-
doles de cualquier privanza exclusiva. Dos de ellos explotaban abier-
tamente su mayor introducción con el monarca, Aytona y Terranova,
«que están al lado del Rey a todas horas» 105. A finales de la primavera
de 1659, Felipe IV privilegió a Borja y a Terranova, los decanos de la
cámara, al darles entrada en el Consejo de Estado. Entre los afectos
y contemporizadores ocasionales se situaban los marqueses de Cas-
telo Rodrigo (don Francisco de Moura) y Balbases (Filippo Spinola,
gentilhombre sin ejercicio), el almirante de Castilla, don Luis de
Guzmán Ponce de León (capitán de la Guarda Española desde 1649)
y el joven marqués de Leganés (estos dos últimos gentileshombres sin
ejercicio) y, hasta donde se pueda suponer, Carpio y Monterrey, sus
hijos, con los que medió más recelosa distancia que cercanía.
También podríamos situar en la órbita del valido, aunque no
alineados en su facción, al duque de Alba y a su hijo y heredero, el
marqués de Villanueva del Río, quienes desde 1648 habían iniciado un
acercamiento al rey tras largos años de tener «cerrada la puerta de la
gracia». El duque exigía la restitución de la «autoridad que he hereda-
do» para conservarla hasta lo último de sus días, y ser favorecido «más,

103
Ibid.
104
Sobre las pretensiones de los Borja (y su estrecha confidencia con sor María
de Ágreda) y la oposición a Haro, véase Consolación BARANDA LETURIO (ed.), Cartas
de Sor María de Jesús de Ágreda a Fernando de Borja y Francisco de Borja (1628-1664),
Valladolid, Universidad de Valladolid, 2013, pp. 37-47.
105
Santiago MARTÍNEZ HERNÁNDEZ, Escribir la corte..., op. cit., p. 539.
La cámara del rey durante el reinado de Felipe IV: facciones, grupos de poder... 95

pues represento mi casa y todos los que ha avido en ella que han echo
a Vuestra Majestad y a sus gloriosos antecesores tantos servicios» 106.
De aquella estrategia participaba el propio monarca, quien, en 1658,
con ocasión del bautizo del infante don Fernando Tomás y en ausencia
de don Luis de Haro, privilegió públicamente a Alba en detrimento
de Medina de las Torres, sumiller de corps y a quien hubiera corres-
pondido el honor de conducir al vástago real hasta la pila. El propio
duque agradecería a Haro el «fabor que Su Majestad me ha hecho»,
atribuyendo al valido «tanta parte» en la decisión del rey, estimación
muy apreciada por los Toledo, a la que correspondió ofreciendo «su
disposición y obediencia» a don Luis «toda la vida» 107.
El posterior nombramiento del marqués de Villafranca, en julio
de 1665, venía igualmente a restañar las heridas del enconado en-
frentamiento de su casa con Olivares. Su padre, el marqués de Villa-
nueva de Valdueza, fue procesado por desobediencia y desterrado
en 1634, ofensa que fue respondida por los Toledo abandonando
en masa la corte. Años más tarde, en 1642, el viejo marqués de Vi-
llafranca, su propio tío paterno (y a quien sucedió), fue arrestado
por insubordinación y confinado en Villaviciosa de Odón, siendo
liberado por el rey a los pocos días de caer Olivares 108. Los Toledo
retomaban así el largo camino hacia la gracia.
Pero entre las menguadas fuerzas del valido en la cámara tam-
bién había disensiones y posturas encontradas. El almirante, tor-
nadizo e inestable, era enemigo declarado de Medina de las Torres
pero no confraternizaba formalmente con los Haro, aunque cuando
más arreciaban las críticas al valido por su responsabilidad en el
desastre de Elvas (1659) fuese de los pocos que le respaldase en
público 109. Imprevisible y mudable, el almirante destacaba por una
vehemente reluctancia que alcanzaba por igual al marqués de Ai-
tona y a don Luis Ponce, ambos gentileshombres de la cámara, dos

106
ADA, caja 75, sin foliar, copia de carta del duque de Alba a Felipe IV, Alba de
Tormes, 11 de agosto de 1648.
107
ADA, caja 75, sin foliar, copia de carta del duque de Alba a don Luis de Haro,
Madrid (1658).
108
Véase Quintín ALDEA VAQUERO, «Un noble español del Barroco. Don García
de Toledo, VI Marqués de Villafranca (1585-1649)», Cuadernos de Historia del Derecho,
núm. extraordinario, 2004, pp. 15-32.
109
Santiago MARTÍNEZ HERNÁNDEZ, Escribir la corte..., op. cit., p. 113.
96 Santiago Martínez Hernández

relevantes cortesanos señalados como enemigo y estrecho aliado de


Haro respectivamente. Contradicciones todas ellas que nos remiten
a la complejidad de las redes de poder en la corte y a la versatilidad
y fugacidad de los compromisos y alianzas que las sustentaban.
Felipe IV tuvo tres sumilleres de corps y un total de setenta y
tres gentileshombres de la cámara, en sus distintas modalidades
(con ejercicio, sin ejercicio y ad honorem), que se sucedieron en el
servicio durante sus cuarenta y cuatro años de reinado. El induda-
ble valor simbólico y político de la llave adquiere, si cabe, mayor
importancia en cualquier análisis de la lucha cortesana si observa-
mos, con la perspectiva que concede el tiempo, que su posesión
había sido determinante para la consecución del valimiento a lo
largo del Seiscientos pero también en las cuatro últimas décadas del
Quinientos. Los casos del conde-duque de Olivares y de don Luis
de Haro representan un magnífico ejemplo de la trascendencia que
alcanzó el oficio de gentilhombre de la cámara con ejercicio en la
cultura política cortesana del período.
Con indudables concomitancias, los casos de don Cristóbal de
Moura y don Luis de Haro (acaso ya podamos definirlos como el
orto y el ocaso del valimiento durante la soberanía de los Habsburgo
españoles) invitan a evocar a dos monarcas que, en distintas fases de
su vida definidas ambas por su veteranía en la práctica del gobier-
no, escogieron a sus principales ministros, a los que encomendaron
los asuntos de Estado pero sin renunciar al control efectivo sobre
los mismos. Dos hombres cuyos servicios eran estimados y que se
ganaron su confianza desde la intimidad y familiaridad con la que
pudieron tratar con sus monarcas. Don Luis, al igual que don Cris-
tóbal con el Rey Prudente, fue distinguido por Felipe IV del resto
de «favoritos» y consejeros que también disfrutaban de introducción
con el soberano. De entre todos ellos, sólo Haro —surgido de entre
los más «inmediatos» de sus gentileshombres de la cámara, como
acertadamente apuntó, en octubre de 1644, el perspicaz marqués
de Villafranca al duque de Arcos (cuñado del valido)— fue «el lla-
mado» al valimiento 110.

110
Archivo General de la Fundación Casa de Medina Sidonia, Sanlúcar de Barra-
meda, Fondo Villafranca, leg. 1281, sin foliar, carta del marqués de Villafranca al duque
de Arcos, Denia, 15 de octubre de 1644.

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