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1. CRI SI S DEL ANTI GUO RÉGI M EN Y REVOLUCI ÓN EN ESP AÑA


(1808­1843).

2. EL ESTADO LI BERAL Y LA AP ERTURA CAP I TALI STA EN ESP AÑA


(1843­1874).

3. RESI STENCI AS OLI GÁRQUI CAS Y OFENSI VAS


M ODERNI ZADORAS EN LA ESP AÑA DE LA RESTAURACI ÓN
(1874­1923).

4. ESP AÑA ENTRE DOS DI CTADURAS: EL FALLI DO I NTENTO DE


CONSTRUI R UN ESTADO SOCI AL Y DEM OCRÁTI CO (1923­
1939).

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1. CRI SI S DEL ANTI GUO RÉGI M EN Y REVOLUCI ÓN EN ESP AÑA
(1808­43)

1.1. Antecedentes de la crisis del Antiguo Régimen. Los límites del


reformismo ilustrado y el impacto de la revolución francesa en
España
1.2. Guerra y revolución (1808­14): los antecedentes del levantamiento
popular; el levantamiento popular y la ocupación francesa; el
escenario bélico y las estrategias de la guerra; las juntas de
resistencia; las cortes de Cádiz y los orígenes del
constitucionalismo español; a modo de balance
1.3. El reinado de Fernando VII y la crisis del Antiguo Régimen: el
regreso desde Bayona; la crisis de la monarquía absoluta durante
el sexenio absolutista (1814­20); el trienio liberal (1820­23); la
década ominosa (1823­33)
1.4. La Regencia de María Cristina (1833­40) y la transición a la
monarquía constitucional: fases; el conflicto carlista; la irrupción
del liberalismo y la dialéctica moderados versus progresistas
1.5. La Regencia de Espartero y la división de los progresistas (1841­43)
1.6. Las bases de la reforma agraria liberal (desamortización eclesiástica,
abolición del régimen señorial y desvinculación) y su incidencia en
España
1.7. Controversia historiográfica sobre la revolución liberal­burguesa en
España
1.8. La revolución y la lucha por la independencia en Iberoamérica: los
imperios español y portugués en América a principios del s. XIX;
la sociedad criolla y los orígenes del movimiento emancipador;
modelos regionales y sociales del proceso independentista (Nueva
España, Nueva Granada, Río de la Plata y Banda Oriental; el caso
brasileño); el nacimiento de los nuevos estados y el balance sobre
el proceso emancipador; las repercusiones internacionales

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1.1. ANTECEDENTES DE LA CRI SI S DEL ANTI GUO RÉGI M EN. LOS
LÍ M I TES DEL REFORM I SM O I LUSTRADO Y EL I M P ACTO DE
REVOLUCI ÓN FRANCESA EN ESP AÑA
Los signos de agotamiento de la sociedad tradicional eran claros
antes de la coyuntura de crisis de Carlos IV. Por otra parte, las estructuras
tradicionales convivían con una serie de factores de cambio. En esto
tampoco era España una excepción respecto a Europa, donde también los
antecedentes de la crisis del Antiguo Régimen deben buscarse en los años
sesenta del siglo XVIII. Las causas de esta crisis son de índole diversa (en
especial, políticas, económicas, sociales e ideológicas).
Desde el punto de vista político, a fines del Antiguo
Régimen se apreciaba una evidente quiebra
institucional. La concepción patrimonial del Estado (todo el
poder para el rey, ejercido a través del gobierno y la
administración) no había podido impedir que persistieran,
en la práctica, una serie de particularismos (fueros
territoriales y personales) que escapaban al gobierno real,
así como una gran diferenciación entre el centro y la
periferia. A esto hay que añadir el creciente desprestigio de la
M onarquía absoluta bajo el reinado de Carlos I V (1788­1808).
Desde que los ecos de la revolución francesa llegaron a la
península, se puso fin a la política reformista de Carlos III,
uniendo así al nuevo rey, Carlos IV, con la nobleza y la
Iglesia para terminar con las reformas ilustradas.
Aunque continuó Floridablanda como Secretario de Estado
(cargo en el que llevaba desde 1777) hasta 1792, sin
embargo, cerró la frontera con Francia en 1790 a modo de
“cordón sanitario” e impulsó una política dura y autoritaria.
La política de su sucesor, Aranda, Secretario de Estado
durante algunos meses en 1792, buscó inútilmente una política de
apaciguamiento y aproximación a Francia que echó por tierra la
proclamación de la República en el país vecino. Lo sustituyó ese mismo año
un joven protegido suyo, Godoy, que había ascendido vertiginosamente en
apenas unos años de guardia de Corps a primer ministro. Godoy impulsó
una política interior represiva (despotismo ministerial) y puso la política
internacional española al servicio de los intereses napoleónicos,
abandonando la tradicional política atlántica con América. La alianza con
Francia se tradujo en una guerra con Portugal (1801) y dos guerras contra
G. Bretaña (1802 y 1805), la segunda de las cuales condujo al
aniquilamiento de la flota española (derrota francoespañola de Trafalgar,
1805).
El desprestigio político del absolutismo estuvo unido a la crisis
financiera, relacionada con las dificultades del mercado colonial y los
crecientes gastos que tuvo que afrontar el Estado por la política exterior
belicosa, mientras se estancaban los ingresos por la ausencia de una
reforma fiscal. El aumento de la Deuda obligó al Estado a recurrir al crédito,
a la emisión de títulos de la Deuda (vales reales) que se depreciaron y a

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una primera desamortización eclesiástica (de Hospitales, Hospicios,
Cofradías, Casas de Misericordia, Obras Pías, Patronatos legos, etc.)
impulsada por Godoy. Esta crisis financiera agravaba la situación económica
si tenemos en cuenta el agotamiento del sistema económico­social
tradicional, dada la escasa capacidad de acumulación de capital de la
agricultura, ya que 2/3 de la propiedad territorial estaba amortizada (fuera
del mercado), en manos de la Iglesia y los municipios, o vinculada en
mayorazgos. Esta forma de tenencia relegaba, por otra parte, a gran parte
de la población a una miseria permanente, salvo en determinadas variantes
regionales.
Por otro lado, una estructura social propia de una sociedad
estamental (mantenimiento de los privilegios y el poder de la nobleza y la
Iglesia) se acompañaba de una serie de factores de movilidad social,
que permiten hablar de una sociedad de transición. Las estructuras de
poder a escala local (tanto respecto a las oligarquías dominantes como de
las formas de ejercicio de poder) no estuvieron estáticas durante el XVIII.
En este sentido, ha sido destacada la identidad de intereses entre las elites
de poder local (terratenientes, principales arrendatarios y campesinos
acomodados, que se habían beneficiado del crecimiento económico) con la
alta nobleza, polarizándose la sociedad entre estos notables y los
campesinos sin tierra y, por tanto, declinando el estamento frente a la
riqueza como verdadero elemento de unión. Dicha comunión de intereses se
relacionaba también con factores coyunturales, como la crisis del comercio
colonial y la crisis fiscal.
Por último, las ideas ilustradas se tradujeron un programa
reformador, básicamente de carácter agrario (en relación al acceso a la
tierra o a su integración al mercado) y eclesiástico (crítica al clero y al
excesivo número de clérigos) antes de la revolución francesa. Y, desde la
crisis de los años noventa, se radicalizaron los postulados ilustrados y, con
la penetración de la propaganda de agentes franceses, se difundieron las
teorías revolucionarias en la península, que cuajarían en 1808 en un
programa político liberal coherente.

1.2. GUERRA Y REVOLUCI ÓN (1808­14)


El tratamiento historiográfico tradicional y en los fastos oficiales
ha sido, por lo general, de honor, como la gran fecha patriótica, buena para
charanga y discurso. Pero en los últimos años se está viendo la
complejidad que tuvo. La propia denominación de la guerra difiere
según los rasgos que quieran destacarse: guerra de la independencia
(historiografía liberal), guerra del francés (sobre todo, en el ámbito
catalán), guerra napoleónica de España (historiografía francesa), o guerra
peninsular (historiografía británica).
Parece evidente que no fue sólo una invasión que produjo un
levantamiento. Fue, en parte, espontáneo y, en parte, inducido por agentes
ingleses.
Tuvo una vertiente internacional. Se encuadra en el contexto de
las guerras nacionales europeas de liberación, ante el despertar del espíritu
nacional frente a la dominación napoleónica. Y en la dirección y desenlace
de la guerra fue fundamental el papel británico.

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Tuvo también una serie de características peculiares. Las masas
que lucharon contra el invasor fueron heterogéneas y con distintos
planteamientos; por un lado, la defensa de la patria y sus valores
tradicionales (ante el vacío de poder de la monarquía); por otro, como
ocasión de exteriorizar el descontento y las aspiraciones de renovación. El
protagonista de la guerra fue el pueblo (depositario de la soberanía
vacante), que se atribuye la facultad de declarar la guerra a los franceses.
La sustitución de la legitimidad monárquica por la popular y la lucha
mediante guerrillas supone una evidente ruptura con el pasado. Aunque
se ha mitificado el papel de los guerrilleros, aparecen las masas españolas
en la escena política (GIL NOVALES).
Las consecuencias fueron de diverso tipo. En primer lugar, hay que
hablar de las destrucciones, tanto en cuanto a la pérdida de vidas
humanas (entre medio millón y un millón) como a la pobreza material. Se
ha destacado su papel para la caída del I mperio napoleónico, pues
obligó a Napoleón a desviar tropas y sufrir graves pérdidas y demostró a
Europa que Napoleón no era invencible. Por otra parte, en clave interna,
fue uno de los fenómenos decisivos para la crisis del Antiguo
Régimen en España, pues mostró la fragilidad del Estado absoluto y
posibilitó la introducción de reformas dentro del marco de las revoluciones
liberales (MOLINER), de modo que guerra y revolución fueron dos procesos
complementarios. Dicho de otra manera, la revolución vino a
consecuencia de la guerra, aunque favorecida por una serie de factores
previos que hemos resumido en páginas anteriores. Pero, fruto de esa
ambivalencia comentada, a la vez que supuso el punto de arranque de la
revolución, también se utilizó el conflicto para acabar con todo intento
de modernización del Estado, por una parte. Por consiguiente, la salida
de la guerra será tanto la monarquía restaurada como la revolución de
1820.
a) Antecedentes del levantamiento popular
La firma del Tratado de Fontainebleau por Carlos IV y Napoleón (27­
10­1807) respondía a la política francesa de completar el bloqueo
continental contra el Portugal anglófilo, pues necesitaba introducir tropas en
España para cerrar las costas de Portugal al tráfico con Inglaterra. De este
modo, se aceptaba el paso de las tropas francesas por España para poder
llevar a cabo un verdadero reparto de Portugal (del que se beneficiarían el
propio Godoy y la familia real). Desde entonces, los franceses ocuparán
plazas estratégicas en N. de España. En un primer momento no fueron
mal recibidas las tropas francesas, pues algunos sectores esperaban que
Napoleón les librara del valido Godoy y diera el trono al príncipe de
Asturias. Pero los planes de Napoleón iban en otra línea; las tropas
francesas no abandonarían las plazas que iban ocupando en España y
Napoleón estaba dispuesto a proclamar a Carlos IV soberano del todo el
centro de Portugal a cambio de que todo el territorio español entre los
Pirineos y el Ebro pasarían a Francia. Al conocer estos planes, Godoy
propuso que la mejor solución sería la huida de la familia real y los órganos
de gobierno a América.
En este contexto estalló el motín de
Aranjuez (17­3­1808) Los partidarios de
Fernando movilizaron al pueblo de Aranjuez; fue,

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por tanto, un motín popular pero instigado (revuelta de palacio y
amotinamiento popular), dirigido contra el despotismo ministerial de Godoy
y un rey impopular, en la creencia que Fernando sería diferente. Las
consecuencias de los sucesos de Aranjuez fueron diversas. En primer
lugar, cayó Godoy y el rey abdicó en su hijo Fernando, que adoptó medidas
populares, como la condonación de determinados impuestos. La confusa
situación política apresuró la llegada de Murat a Madrid para posesionarse
de la capital del Reino.
Napoleón atrajo a la familia real a Bayona (abril 1808) para arbitrar el
pleito sucesorio. Padre e hijo acudieron separadamente. Mientras Fernando
VII buscaba la protección de Napoleón, su padre se retractó de su
abdicación y pidió al emperador ser reconocido como rey. Era la
oportunidad que buscaba Napoleón para sustituir a los Borbones por su
hermano José; consiguió primero la cesión de los derechos de Carlos IV y
después, mediante amenazas, que Fernando devolviera la corona a su
padre. Con las abdicaciones de Bayona, España entraba en una de las
crisis más grandes de su historia.
b) El levantamiento popular y la ocupación francesa
En pocos días se pasa del tumulto al enfrentamiento popular.
En efecto, el 2 mayo de 1808 se inició en Móstoles y se extendió a Madrid
un tumulto popular contra las tropas napoleónicas allí
estacionadas, mientras llegaban confusas noticias desde
Bayona. Este levantamiento significó el divorcio entre la
autoridad oficial (sujeta a Murat) y el pueblo , que se
negó a obedecer a la Junta Suprema de Gobierno y al
Consejo de Castilla (máximas instituciones políticas de la
Monarquía en ausencia del rey), sometidas a Napoleón. La
insurrección espontánea contó con la colaboración de
algunos militares (como Daoíz y Velarde) que murieron en
la acción. Los días 2 y 3 de mayo, son fechas marcadas por
la represión y los fusilamientos por parte de las tropas
de Murat. Las noticias de la renuncia a la Corona de
Fernando y la abdicación de Carlos en Napoleón
(producidas formalmente el 5 de mayo), la extensión de la
intervención francesa y los ecos del sucesos de Madrid
dieron paso en los días siguientes a la creación de J untas
Locales de Defensa o de Resistencia en varias ciudades
españolas, que consolidaron un nuevo poder revolucionario,
en medio de un clima de hostilidad antifrancesa. Así, el
levantamiento dio paso a una guerra cruel y
devastadora, reflejada en la serie de estampas grabadas de Goya “los
desastres de la guerra”.
La crisis dinástica y el levantamiento popular provocaron el colapso
de la autoridad del Estado, un gran vacío de poder y la ruptura del
territorio español. En la zona de ocupación francesa, el decreto de 6
de junio nombraba a J osé Bonaparte rey de España y las I ndias. José
I asumió la Corona española con el propósito de modernizar el país en el
marco legal del Estatuto de Bayona, que juró antes de establecerse en
Madrid el 20 de julio de 1808, y apoyándose en los afrancesados. Pero,

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considerado un “rey intruso”, tuvo un sombrío recibimiento al llegar a
España y fue apodado “Pepe Botella” por sus detractores.
El Estatuto de Bayona (6­7­1808), en realidad, no llegó a entrar en
vigor. No fue una constitución sino una “Carta Otorgada”, aprobada por la
Asamblea de Bayona (a la que apenas acudieron 65 representantes, la
mayoría nobles) pero redactada por un francés residente en España (M.
Esmenard) y revisada por Murat y Napoleón. Contenía bases de reforma
política y social. No era excesivamente liberal (no se mencionaban la
Inquisición o los señoríos), pero se protegían los derechos individuales.
Tenía elementos para desarrollar el comercio, disminuir el poder de la
nobleza, potenciar la burguesía y modernizar justicia y fiscalidad. Y
establecía la confesionalidad católica, para ganarse al clero y nobleza.
En realidad, en las zonas ocupadas
por franceses, José I reinó de iure, que no
de facto, pues estuvo mediatizado por
Napoleón y obstaculizado por generales
franceses. Tuvo que abandonar
momentáneamente Madrid tras batalla de
Bailén. Napoleón vino a España y se puso
a reorganizar el país sin consultar con José.
En 1809, en su reencontrada capital, José
siguió su misma política (supresión de las
órdenes monásticas y de la Grandeza de España, asumiendo el papel de
heredero de la revolución francesa. El papel de instrumento en manos del
emperador que representó José se volvió a evidenciar en 1809, cuando
Napoleón decretó que todos los territorios situados a la izquierda
del Ebro se incorporaban a Francia (provincias vascas, Navarra, Aragón
y Cataluña), sin respetar las obligaciones contraídas con su hermano y con
afrancesados).
Desde 1809 a 1812 es el período de ocupación francesa, donde
se estableció una estructura bifronte, con dos autoridades, la militar (en
manos de franceses) y la civil, dirigida por los afrancesados, cuyo peso fue
debilitándose progresivamente y cuya política reformista estuvo
condicionada por las necesidades de la guerra. Eran llamados
afrancesados los españoles colaboracionistas que apoyaron a
Napoleón, reflejo la fractura interna que la guerra había producido también
entre los españoles. Su número fue amplio, pues se cifran en más de cien
mil los españoles colaboracionistas y en más de dos millones los que
prestaron juramento a José Bonaparte. Hay visiones encontradas sobre
ellos, desde una literatura hostil, mayoritaria, que los consideraba
“traidores”, hasta una literatura favorable. En parte, está relacionado con
los diversos motivos que llevaron a dicho colaboracionismo; una minoría
fueron por convicción ideológica (opción política reformista frente al
inmovilismo del Antiguo Régimen y la alternativa rupturista liberal) o
cultural; pero los demás lo hicieron por miedo o por oportunismo,
aceptando la dictadura militar napoleónica (como dice GIL NOVALES).
También fue diverso su perfil sociológico: políticos, funcionarios (civiles y
militares), eclesiásticos, aristócratas, hombres de letras, negociantes y
propietarios, incluso hombres de extracción humilde.

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Pero la ocupación militar no pudo ser total, limitándose a los más
importantes núcleos de población, las vías de comunicación y otras zonas
de interés estratégico. Los franceses dejaron libres las zonas más
alejadas e inaccesibles, que siguieron controladas por las J untas de
Resistencia y las guerrillas.
c) El escenario bélico. Varias fases:

1) Campaña del verano de 1808: el levantamiento se transforma en


guerra nacional
· Fracaso del plan del norte (para favorecer comunicaciones
Francia/meseta)
· Fracaso del plan del sur: es frenado el avance en la decisiva batalla
de Bailén (julio 1808)
· Las tropas francesas tuvieron también que evacuar P ortugal
2) P redominio francés (1808­09): Napoleón tomó personalmente
el mando de las tropas francesas y desplaza a España un ejército de
300.000 hombres
· Victorias francesas en todas las oportunidades sobre los españoles:
es repuesto José I, tras entrar en Madrid las tropas francesas el 4­12­
1808.
· Expulsión de británicos que habían desembarcado en Galicia
· Forzó la huida de la Junta Central a Sevilla
3) Ofensivas y ocupación francesas (1809­11): guerra de
desgaste

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Fracasaron varios contraataques españoles para reconquistar Madrid.
A fines de 1809 la superioridad francesa era incontestable y los
·

ejércitos españoles estaban gravemente quebrantados


· 1810­11: las tropas francesas extienden su dominio por España
· Los franceses sólo fracasaron en Portugal, donde no pudieron
expulsar a los ingleses. Desde 1810, Portugal fue una base de
operaciones inglesas
4) Ofensiva hispano­inglesa (1812­14):
· Napoleón retira las tropas de elite hacia Rusia
· Desde Portugal, W ellesley (W ellington) pasó a la contraofensiva
· Victorias decisivas de Vitoria (21­7­1813) y San M arcial (Irún) (31­
8­1813)
· Fines 1813: los ejércitos de Wellington ocupan territorio francés
· 1814: Soult y Souchet ordenan la evacuación de las plazas ocupadas
en Península
d) Estrategias de guerra:
El plan de operaciones del ejército francés, basado en una
estrategia de ocupación rápida y sin apenas resistencia, acabó fracasando
por varios motivos. En primer lugar, porque tuvo que abandonar España sin
haberla conquistado realmente. Cometió, además, el error militar de
dispersar sus fuerzas para ocupar todas las provincias. Por otra parte, se
tuvo que enfrentar a una nación en armas: la resistencia de las ciudades
inmovilizó y desvió tropas que se hubieran batido con éxito en batallas de
estrategia nacional y los ataques guerrilleros acabaron demostrando que los
franceses no sabían enfrentarse con un “tipo de guerra” frente a la que no
existía entonces estrategia. A los anteriores hay que sumar la ayuda
exterior inglesa y, por último, la desastrosa campaña de Rusia.
El ejército español mantuvo una estrategia defensiva, ante la
superioridad del ejército francés en campo abierto. Su inoperancia en
múltiples ocasiones explica el elevado porcentaje de deserciones (alrededor
del 20%). Por otra parte, fueron frecuentes sus conflictos con la población
civil, debido a los abundantes abusos militares, los recursos extraordinarios
que recaían en los campesinos para financiar la guerra así como la larga
duración del conflicto. Desde 1810, muchos de sus miembros engrosaron la
guerrilla y otros se pusieron bajo las órdenes de las tropas anglo­
portuguesas de Wellington, que reorganizó nuevos cuerpos del ejército
español y los guió a la victoria tras el reajuste de las tropas francesas a raíz
de la campaña de Rusia. La ayuda británica, cuyas tropas estaban
acantonadas en Portugal y controlando el mar, resultó así fundamental
desde 1812, momento a partir del cual, se fue abandonando
progresivamente la anterior estrategia defensiva.
Importante resultó la aportación militar de la guerrilla, la forma de
participación popular en la guerra ante la resistencia a encuadrarse en el
ejército de buena parte de la población. Formada por pequeños grupos,
sobre todo en el mundo rural, de ex oficiales y ex soldados, voluntarios
civiles, campesinos y bandoleros, llegaron a ser unos treinta mil. Apoyados
en el ataque por sorpresa, el conocimiento del terreno y el apoyo de la
población civil, y contando con la ayuda y la regulación de la Junta Central,
sus principales objetivos eran el desgaste y el hostigamiento, con el fin
de desconcertar al ejército invasor y obstaculizar las comunicaciones así

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como fijar e inmovilizar las tropas francesas en las ciudades. De todos
modos, ha sido objeto de una evidente mitificación historiográfica que
ha extendido la imagen del supuesto entusiasmo guerrero de todos los
españoles, cuando, en realidad, en esta como en todas las guerras, hubo
sus aprovechados, (como reconoce AYMES); por otra parte, la guerrilla
carecía de capacidad suficiente para operaciones convencionales y
decisivas; y, por último, de sus filas saldrán en años posteriores, tanto
revolucionarios y liberales como feotas y carlistas.
e) Las J untas de resistencia
Dentro del escenario bélico nació la revolución. El pueblo,
protagonista de la guerra, toma conciencia de su soberanía. La ocupación
francesa, el levantamiento popular y la propia guerra acabaron destruyendo
el viejo orden político y social del país. Muchos observadores de la época
vieron en aquellos acontecimientos la materialización de la revolución
española, pero, como dice FUSI, sólo era la primera de las tres etapas que
pasaron hasta su consolidación en torno a 1840. Las dos bases de esta
primera etapa revolucionaria fueron las Juntas de Resistencia y la labor de
las Cortes de Cádiz.
Las J untas de Resistencia de Defensa surgieron, de manera
provisional, ante el vacío existente por la ausencia de un poder legítimo,
para armar los ejércitos y a los guerrilleros y se extendieron por el territorio
nacional, perviviendo durante la guerra adaptándose al territorio no
ocupado por los franceses. Ha sido comparado su significado en el orden
político con el de la guerrilla en el militar. Su tipología es triple: locales,
provinciales y Central.
Las J untas Locales nacen en el mismo momento del levantamiento,
de manera espontánea y estuvieron, en un principio, carentes de
organización. Sus proclamas mostraban los particularismos locales y la
conflictividad social del levantamiento popular. Los problemas se agravaron
cuando las Juntas formadas en las capitales se convirtieron en provinciales,
asumiendo la representatividad del resto e incorporando algunos de sus
vocales. Las J untas P rovinciales o Supremas, a su lado, venían a ser
una especie de gobierno provisional a través del cual el pueblo expresaba
su voluntad y actuaba ejerciendo su soberanía. Rivalizaron por hegemonizar
la formación de un Gobierno Central o por establecer un gobierno federativo
apoyado en las juntas provinciales.
Como instrumento unitario, tras superar no pocas tensiones, surgió el
25 de septiembre de 1808 la J unta Central Suprema y Gubernativa del
Reino, con la finalidad principal de atender las necesidades bélicas.
Presidida por Floridablanca y compuesta por 34 representantes de las
Juntas Provinciales, se ubicó primero en Aranjuez, desde fines de 1808 en
Sevilla y, en enero de 1810, en Cádiz, donde se disolvió (tras perder
credibilidad ante las continuas derrotas y disensiones internas), para ceder
el poder a un Consejo de Regencia de cinco personas que preparó la
reunión de las Cortes de Cádiz.
La pregunta que surge es: ¿fueron revolucionarias las Juntas?.
Téoricamente, por su origen, podría haber sido un poder revolucionario,
pues el pueblo asumía la soberanía para delegarla en una Junta elegida por
él. Pero, en la práctica, no fueron revolucionarias, según FUSI, por varios

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motivos: por su composición social, se estructuraron de manera estamental
y supusieron un papel de control y hasta de traición al propio pueblo, al
estar en manos de las clases más altas (nobles, militares, eclesiásticos,
magistrados, letrados, etc.); y, por otra parte, no hubo proyectos ni ideas
claras, más allá de su identificación con la legitimidad fernandina. Y al
surgir la Junta Central, la pérdida de poder popular fue aún mayor,
pues fue la antítesis de un Gobierno revolucionario pese a haber en su
burocracia significados radicales.
f) Cortes de Cádiz y Constitución de 1812
Suponen el verdadero comienzo de la
revolución española, pues arremetió contra
los presupuestos básicos del Antiguo Régimen
amparándose en la representación nacional
para iniciar una obra legislativa que se coronó
con la constitución de 1812. Sus importantes
reformas políticas, sociales y económicas iban
encaminadas a transformar España en una monarquía liberal y
parlamentaria.
Los reveses militares y el contexto ideológico incidieron en la
novedad revolucionaria que suponía que no eran Cortes estamentales,
sino una Asamblea Nacional unicameral.
Sus componentes fueron elegidos por sufragio universal masculino
indirecto (sin ley electoral, bajo la presión de la guerra y de forma caótica),
por representación geográfica (1 cada 50.000 habitantes), y se admitió el
sistema de suplentes (dada la situación del país). En la práctica, muchos
suplentes españoles sustituyeron a los americanos y, por otra parte, las
suplencias beneficiaron a los diputados de la periferia y liberales. Pero la
progresiva retirada de los franceses favoreció, desde 1812, la incorporación
de los diputados titulares, de talante menos radical, por lo que la
correlación de fuerzas cambió a favor de los absolutistas de 1813­14. En
cuanto a su origen social, formaron un grupo social heterogéneo; aunque
se consideran representantes del pueblo frente a los privilegiados, estaban
lejos de reflejar la situación real de la sociedad española, pues
predominaban los funcionarios y abogados y había un elevado número de
eclesiásticos y de militares, en contraste con el escaso de la burguesía
comercial. Los principales grupos ideológicos que componían las Cortes
eran tres: absolutistas (defensa de soberanía real y sociedad estamental);
jovellanistas, renovadores o moderados (consideraban necesarias las
reformas, pero conjugando la soberanía del rey y de acuerdo con la
tradición española); y revolucionarios, innovadores o liberales
(propugnaban la soberanía de la nación y la creación de una sociedad nueva
y sin privilegios).
Reunidas por primera vez el 24 de septiembre de 1810 con el
carácter de generales, hispanoamericanas y extraordinarias, asumieron la
tarea de reestructurar el país sobre un nuevo modelo político y
social. Por iniciativa de los liberales (que, aunque no tuvieron la mayoría,
estaban mejor organizados y se habían beneficiado de las suplencias), las
Cortes se autoconstituyeron en Asamblea Constituyente.

12
Su labor legislativa aniquiló las bases sobre las que sustentaba la
sociedad estamental y creó los fundamentos para una nueva basada en la
igualdad legal, la ampliación del número de propietarios y el acceso de los
más capaces según el ideal meritocrático de la época).
La Constitución (aprobada el día de S. Jose de 1812, de ahí el
apelativo de “La Pepa”) puso los cimientos para edificar el nuevo
Estado. A partir de una doble base (Constitución francesa de 1791 y
referencias históricas españolas), supuso un compromiso entre liberales y
absolutistas, aunque favorable a liberales por la situación política. Su labor
reformadora abarcó el ámbito político (soberanía nacional, separación de
poderes, derechos y libertades), religioso (pese a su confesionalidad, lass
Cortes vinieron a modificar las relaciones Iglesia­Estado), administrativo
(tanto municipal –ayuntamientos electivos—, provincial –origen de las
diputaciones— y militar –Milicia Nacional y servicio militar obligatorio),
social (igualdad ante la ley, abolición de privilegios, supresión del diezmo) y
económico (desamortización y supresión de la Mesta, gremios y aduanas
interiores). Esta constitución ha sido valorada de distinta manera por los
diversos autores, que han hecho hincapié bien en el llamado “radicalismo
gaditano” o su equiparación a la constitución francesa de 1791, o bien en su
conservadurismo y en el “espejismo revolucionario”, así como en su poca
capacidad para ser puesta en práctica.
Tras unas elecciones (mediante un sistema de elección indirecto,
como establecía la Constitución, para evitar un excesivo democratismo) que
le otorgaron una mayoría conservadora, las nuevas Cortes se reunieron el
15 de enero de 1814. Pero su labor fue destruida por Fernando VII al
regresar a España

1.3. EL REI NADO DE FERNANDO VI I Y LA CRI SI S DEL ANTI GUO


RÉGI M EN
En su reinado se desarrollaron tres grandes
procesos: la definitiva crisis del Antiguo
Régimen, el desenvolvimiento de la revolución
burguesa y el comienzo de la construcción del
estado liberal.
Pero las esperanzas nacidas del triunfo y
depositadas en su rey (El Deseado ) no
tenían base sólida. La guerra había dividido
a los españoles en distintas tendencias
ideológicas (conservadores, innovadores y
renovadores). A su regreso asumió el poder
de manera personal para acabar con la obra
constitucional pero hay que distinguir en su
reinado tres etapas básicamente: Sexenio
absolutista (1814­20) o primera restauración absolutista; Trienio
Liberal o Constitucional (1820­23), período crucial en el proceso de la
revolución liberal; y Década ominosa (1823­33), en la que el
absolutismo restaurado se vio abocado a reformas.
a) El regreso desde Bayona
Mediante el Tratado de Valençay (dic. 1813), Napoleón devolvía la
condición de rey a Fernando VII sin contar con las Cortes, en un intento

13
desesperado para librarse del tema español y esperar que Fernando
aceptara una neutralidad frente a Francia.
Previamente, la Cortes de Cádiz habían dictado medidas para
evitar un posible absolutismo real. El Decreto de 1­1­1811 negaba la
validez de cualquier acto del monarca prisionero de Napoleón; y el Decreto
de 2­2­1814 inhibía al rey en el ejercicio de sus funciones hasta jurar la
Constitución y le marcaba un itinerario a Madrid. Sin embargo, en su
regreso a España (el 22 de marzo de 1814), Fernando empezó por no
respetar el itinerario fijado por las Cortes. Fue recibido con aclamaciones
populares porque significaba el fin de la pesadilla de la guerra, no porque
los españoles prefiriesen el absolutismo (GIL NOVALES), pero los
absolutistas quisieron capitalizar este entusiasmo. A su regreso vaciló si
enfrentarse o no al régimen que ejercía el gobierno desde su marcha. Pero
decidió volver al estado anterior a 1808 mediante un golpe de estado
por varias causas: en primer lugar, porque estaba convencido de la escasa
legitimidad de las Cortes de Cádiz y de su gran popularidad; pero, sobre
todo, por el ambiente previo de la Europa de la Restauración y la
plasmación de una serie de textos absolutistas en su itinerario de vuelta, en
que recibía el apoyo de mandos militares y de un número considerable de
diputados. Estos textos absolutistas son básicamente dos: la alocución
del general Elío (reflejaba el malestar por verse desatendidos y ultrajados
los ejércitos y confiaba en que Fernando haría justicia); y el manifiesto de
los P ersas (12­4­1814, un documento muy polémico, basado en
pensamiento tradicional español y dirigido al rey por 69 diputados de Cortes
Ordinarias, aunque su autor real era Bernardo Mozo de Rosales), que
declaraba nulos los acuerdos de las Cortes de Cádiz y, por supuesto, la
Constitución, y prometía tratar con los procuradores en Cortes legítimas. La
consecuencia fue el Real Decreto de 4­5­1814 (considerado como el
primer pronunciamiento de la historia de España), que abolía la obra de las
Cortes de Cádiz, olvidando promesas anteriores y volviendo al absolutismo.
Según FUSI, quedaba en evidencia la fragilidad de la primera revolución
española pues el autogolpe del Rey no halló una gran oposición.
b) La Crisis de la monarquía absoluta. El sexenio absolutista
(1814­20)
La vuelta de Fernando VII significó también la restauración del
absolutismo. El rey va a gobernar de manera absoluta, sin limitación
constitucional, volviendo a las antiguas instituciones, restableciendo el
poder real, la Inquisición y el régimen señorial, recuperando el
protagonismo socioeconómico de la nobleza y el clero y todo ello en un
marco represivo que condujo a la primera oleada de exiliados políticos de la
España contemporánea.
Desde un primer momento, la restauración del absolutismo encontró
importantes apoyos (como demuestra la destrucción en muchos lugares de
las lápidas constitucionales a principios de abril de 1814). Sin embargo, en
lugar de ser una época para saborear las mieles del triunfo, será una etapa
plagada de problemas económicos y políticos. Desde el punto de vista
político, se habla de una degeneración del poder, pues el rey fue incapaz
de dar una dirección política coherente a la gobernación del país,
nombrando y cesando a su arbitrio y haciendo del capricho una forma de
gobierno, además de rodearse de una camarilla envuelva en un ambiente

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de intrigas. A ello se añadió la ruina de la Hacienda, pues a la devastación
de la guerra de independencia se sumaba la sublevación de las colonias
americanas, que dejaron al país sin los recursos ultramarinos cuando más
los necesitaba. La consecuencia de todo ello fue la quiebra de las
estructuras económicas y la carencia de un aparato estatal mínimamente
eficaz que, por otra parte, imposibilitaba la contención de la lucha
independentista americana.
El ámbito de la política internacional, España quedó relegada a una
nación de segundo orden, de escasa influencia en el mundo y replegada en
sus problemas internos. En el Congreso de Viena, España no figurará en la
pentarquía de potencias pues, pese a la resistencia española a la invasión,
pues no había participado en ninguna coalición antinapoleónica, ni había
firmado la Paz de París, ni tenía reivindicaciones territoriales sobre Francia,
y ninguna potencia tenía interés en atraérsela a su órbita, dada su poca
fuerza operativa.
Por su parte, el orden colonial no pudo sobrevivir a la crisis por la
ocupación francesa. Desde mediados del XVIII fue cristalizando entre los
criollos un sentimiento de nacionalidad diferenciadas y aunque al principio
de la invasión napoleónica de la península, las colonias fueron fieles a
Fernando VII y luego aceptaron la autoridad de la Junta Central, sin
embargo la Regencia a dicha Junta Central, el dominio español se
derrumbó, asumiendo las Juntas Locales americanas el poder; algunas de
ellas fueron independentistas (Caracas, Cundinamarca), otras ejercieron la
soberanía de hecho (Buenos Aires) y la mayoría fueron sólo autonomistas o,
como en el caso de Perú, Centroamérica, Cuba, Puerto Rico, fueron fieles a
España y sirvieron de base a reacción española. Aunque en 1815 (salvo en
Río de la Plata) parecía que España restablecía su poder, sin embargo, la
lucha por la independencia rebrotó en 1816­17 debido a varios
factores: en primer lugar, los éxitos militares de los patriotas
americanos como Bolívar (Colombia, Venezuela, Bolivia) o San Martín
(Chile, Perú); en segundo lugar, la referida quiebra financiera y política
de la monarquía española, pues carecía de recursos económicos y
militares para frenarla y el rey no quería concesiones ni negociar un nuevo
Pacto colonial; y, por último, la también comentada postergación
internacional española, pues las potencias europeas se mantuvieron
neutrales ante la rebelión colonial, mientras G. Bretaña obstaculizó
cualquier intento para que España recupera sus colonias. Al final, la
revolución española de 1820 acabó desacreditando definitivamente
a la metrópoli en ultramar y debilitó sensiblemente su acción militar, por
lo que la independencia hispanoamericana pudo culminar su victoria en
1824­25.
La Restauración nació también con ansias represoras,
emprendiendo una severa depuración de afrancesados y liberales. A la
antinomia patriota­afrancesado del periodo anterior, sucede ahora la de
absolutista­liberal. Pero el creciente malestar ante los problemas descritos
fue capitalizado por la oposición liberal, que, aunque carecía de apoyo
significativo, estaba compuesta por la débil clase media ligada a actividades
intelectuales o comerciales, el clero con formación ilustrada y algunos
militares descontentos con la política de ascensos tras la Guerra. Su único
recurso frente al absolutismo era la conspiración militar (instrumentalizada
por sociedades secretas) y explicable por la doble experiencia de guerra

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regular y guerrillas en la guerra de Independencia. De esta manera hacía
su aparición en la España deciminónica el espectro del pronunciamiento
militar. Fracasaron los pronunciamientos de antiguos guerrilleros
ascendidos a generales, como Espoz y Mina (Pamplona, sept. 1814), Díaz
Porlier (La Coruña, sept 1815), Richart y Renovales (“Conspiración del
Triángulo”, 1816), Vidal (Valencia, dic. 1819) o Francisco Milans del Bosch.
Pero acabó triunfando la sublevación de Riego, que pondrá fin a la primera
etapa del reinado fernandino y certificando la crisis de la monarquía
absoluta.
c) El Trienio Liberal o Constitucional (1820­23)
El primer día de enero de 1820, se sublevó una parte
del ejército (que se concentraba en Cádiz para ir a
combatir a los rebeldes americanos) reclamando la
Constitución de 1812. El complot revolucionario fue
instigado por la masonería y acaudillado por el
comandante Riego, que proclamó la Constitución de
Cádiz desde el sevillano pueblo de Cabezas de S. Juan e
inició una marcha por Andalucía, cuyos ecos,
convenientemente exagerados, provocaron
levantamientos sucesivos de otras guarniciones en medio de la indecisión
de las autoridades realistas. Los revolucionarios apoyaban las pretensiones
de los independentistas americanos (afinidades con la revolución) pero tras
su triunfo se desdijeron.
La revolución de 1820 produjo una amplia movilización social y política a
través de formación de juntas en los principales núcleos urbanos. El 9 de
julio de 1820, el mismo rey que la había derogado seis años antes, se veía
obligado a jurar la constitución, sin que pudieran evitarlo algunas
intentonas absolutistas. El triunfo del pronunciamiento de Riego (debido
más al fracaso del Estado absolutista que al impulso revolucionario) fue
incruento y abrió una segunda etapa en el proceso revolucionario
español de gran resonancia internacional (revoluciones de 1820)
Antes de trazar sus distintas etapas, conviene resumir las
características del Trienio. La primera es la escasa base social con que
contó la revolución, que no fue resultado de un amplio movimiento de
opinión, sino hecha “desde arriba” y, aunque contará con el apoyo de
determinadas capas populares urbanas, sin embargo, la timidez de las
reformas emprendidas impidieron que hubiera mayor resistencia a la nueva
invasión francesa en 1823 de los Cien Mil Hijos de S. Luis. La segunda, y no
menos importante, es la división en el seno del liberalismo entre
doceañistas (moderados , partidarios de la reforma de la Constitución de
Cádiz) y veinteañistas (exaltados , que defendían la Constitución tal como
estaba redactada y querían trasladar la revolución del papel a la realidad),
en torno al modelo de Estado, la participación popular en el proceso político
y el modelo constitucional; se trataba de criterios políticos, no de índole
socioeconómica, pues ambos grupos liberales coincidían en la
transformación del régimen de propiedad a partir de la desamortización y la
desvinculación. Se habla también de un cierto dualismo de poder,
representado, por un lado por el propio Rey, el Gobierno y las Cortes (de
mayoría moderada) y, por otro, de un contrapoder compuesto por el
ejército de Riego, las sociedades secretas (masones, comuneros,

16
carbonarios) y las sociedades patrióticas (lugares públicos de debate
político), depositarias de la legitimidad revolucionaria. Por último, en esta
caracterización del Trienio no puede faltar el programa de modernización
estatal, con reformas administrativas, económicas (espíritu
proteccionista y fomento agrario e industrial, herencia del espíritu ilustrado)
y religiosas (desamortización, abolición de la Inquisición, supresión de la
Compañía de Jesús y de las órdenes monacales, hospitalarias y militares y
cierre de los conventos de menos de doce religiosos), lo que provocó un
incremento de la dialéctica clericalismo/anticlericalismo.
A la división de los liberales y la falta de apoyo suficiente, otras causas
se sumaron para impedir la consolidación definitiva del liberalismo
durante el Trienio, como el contexto internacional (dominado por los
principios de la Restauración y el concierto europeo, que dio lugar a la
intervención exterior en 1823) y la propia reacción interna
contrarrevolucionaria, a través de alzamientos realistas. Éstos últimos,
impulsados por círculos palaciegos, clero, notables rurales, contaron con
apoyo de sectores populares de la ciudad y el campo, canalizando así el
tanto el descontento de los intereses económicos en peligro como el
desconcierto ante la pérdida de identidad y el desclasamiento, inquietudes
compartidas por diferentes sectores de la sociedad del Antiguo Régimen y,
en particular, por los más débiles de las clases populares.
Pero la primera experiencia constitucional española pasó por distintas
fases:
c.1.) P rimera (marzo 1820, julio 1822): gobiernan los
moderados.
El primer gobierno moderado fue presidido por E. P érez de Castro.
Aunque emprend¡ó algunas medidas radicales (desamortización, supresión
de mayorazgos y de órdenes monacales o la reforma de las órdenes
regulares), desde septiembre, se producirá la ruptura con los exaltados,
debido a la disolución del ejército de Riego y la prohibición de algunas
significadas Sociedades Patrióticas.
Desde oct. 1820­jun. 1822 se produjeron innumerables roces tanto
entre moderados y exaltados como entre liberales y realistas, entre
liberales y el rey, o entre el gobierno y la Iglesia. El segundo gobierno
liberal, presidido por Bardají desde marzo de 1821, era aún más moderado
que el primero y fue tachado de traidor a la revolución por parte de los
exaltados. Mientras se produjo la ruptura total entre el gobierno y la base
popular del liberalismo y se ahondaban las divisiones entre liberales, los
absolutistas se dedicaban a conspirar. El tercer gobierno moderado,
presidido por M artínez de la Rosa desde febrero de 1822, fue tan
reaccionario e impopular como el anterior y pese a preparar nuevos
proyectos (instrucción pública, Código Penal, división provincial y reforma
presupuestaria) se vio incapacitado para gobernar debido a la inestabilidad
política, aprovechada por los absolutistas para intentar un golpe de
Estado (del 2 al 7 de julio de 1822), sofocado por la Milicia Nacional y la
intervención de paisanos armados. Como consecuencia, dimitió Martínez de
la Rosa, que fue sustituido por el exaltado Evaristo S. Miguel.
c.2.) Segunda fase, transcurre desde el 7 de julio de 1822 hasta
abril de 1823, con los exaltados en el poder.

17
Pero el gobierno de Evaristo San M iguel fue incapaz de gobernar un
país en bancarrota, sometido al hostigamiento absolutista (bien visto por el
rey, apoyado por el clero y respaldado por masas campesinas que se han
visto perjudicadas por los problemas agrarios). En el verano 1822, los
absolutistas controlaban la zona norte y proclamaron la Regencia de Urgel
que, compuesta por personalidades del tradicionalismo absolutista, declaró
nulo todo lo actuado por la revolución. Aunque el gobierno la reprimió
duramente, las potencias extranjeras decidieron intervenir. De manera que
el régimen liberal no fue derribado por la contrarrevolución interna, sino por
una invasión extranjera, de los Cien M il Hijos de San Luis (7­4­1823), al
mando del duque de Angulema y compuesta por 65.000 franceses y 35.000
voluntarios españoles. Curiosamente, en 1823, los franceses no fueron
considerados invasores por los “patriotas” antiliberales.
Terminaba así la experiencia del Trienio, pero ¿para que sirvió?. La
segunda fase revolucionaria no fue sólo un paréntesis y transformó la
vida pública más que las Cortes de Cádiz. En primer lugar, permitió que
el liberalismo accediera al poder por primera vez. Por otra parte,
revitalizó y socializó la vida política, pues e país se familiarizó con las
prácticas constitucionales (elecciones, Cortes) y permitió la extensión de la
nueva cultura política (a través de las Sociedades Patrióticas, sociedades
secretas, la Milicia Nacional, el desarrollo de la prensa política, etc.),
además de asimilar de forma irreversible el principio de soberanía nacional
y de implantar el arquetipo revolucionario: pronunciamiento, juntas y
Constitución de 1812. Y, por último, revitalizó la vida cultural, con la
creación de la Universidad Central de Madrid (1822) y el germen de
numerosas sociedades culturales de iniciativa privada (Ateneos).
d) La década ominosa (1823­33)
El decreto de 1­10­1823 reimplantó el régimen absolutista. De
nuevo aparece el control policial, una represión durísima y la censura
intelectual, de la mano de Calomarde (ministro de Gracia y Justicia, desde
1824 hasta 1833) y ejecutada por los Voluntarios Realistas (cuerpo
paramilitar surgido de las partidas realistas sublevadas en el Trienio y
encargados de la defensa del absolutismo, entre quienes algunos de los
futuros carlistas). El resultado fue la depuración y ejecución de cientos de
oficiales, políticos y funcionarios, así como el exilio de varios miles de ellos
(entre ellos, Mendizábal, Istúriz, Calatrava, Toreno, Argüelles o Martínez de
la Rosa)
Pero el régimen absolutista sólo se reimplantó parcialmente, pues su
reformismo moderado le otorgó una apariencia cualitativamente distinta al
Sexenio de 1814­20. Aunque se restablecieron los mayorazgos y señoríos y
se produjo una restauración religiosa muy intensa (se devuelven los bienes
expropiados al clero durante el Trienio, se anularon sus disposiciones
antieclesiásticas del Trienio, se restablecieron los diezmos y los obispos
volvieron a sus diócesis), sin embargo, se admitieron ciertas reformas.
Sintomático es que no se restableciera la Inquisición, si bien los obispos
crearon, como alternativa, los Tribunales de Fe diocesanos.
La tarea de gobierno fue superior a la etapa del sexenio
absolutista: en primer lugar, se creó el Consejo de Ministros (como órgano
principal del poder ejecutivo), así como el Ministerio de Fomento (para
impulsar y coordinar la acción del Estado en materia de gobernación,

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educación, obras públicas y desarrollo económico); por otra parte, hay una
cierta recuperación económica que, no obstante, no permite salir de la
postración; en tercer lugar, se intenta poner en orden la maltrecha
Hacienda (Luis López Ballesteros); también se reorganiza el Ejército con
criterios más profesionales que ideológicos y se crea el cuerpo de
Carabineros en 1829 para perseguir el contrabando; y, por último, se
reorganiza la administración, reduciendo gastos y moralizándola. Todo ello
llevó a Larra en 1833 a hablar de la “mudanza prodigiosa” producida.
De todos modos, los males básicos del país seguían sin resolverse.
Desde el punto de vista económico, la Hacienda seguía con amenaza de
quiebra a pesar de las reformas de Ballesteros, los caminos y carreteras
seguían en pésimo estado y la agricultura y ganadería seguía sumida en
una crisis endémica. En el ámbito social, cabe destacar la persistencia del
bandolerismo. La administración (tanto la central, como la local y la de
justicia) seguía desorganizada. Y el ejército seguía con sus carencias
gravísimas. De especial gravedad serán también los problemas políticos,
en especial relacionados con una verdadera visión del Estado, la
inestabilidad ministerial y la pérdida de apoyos. Para llevar a cabo las
reformas necesarias, llegó a recurrir a antiguos afrancesados y a liberales
moderados, en especial en los últimos años, pero esto no contentó a los
liberales y provocó la división de los absolutistas en moderados (por un
lado) e intransigentes, ultra­absolutistas o
apostólicos (por otro), caracterizados por su
oposición al reformismo gubernamental. Precisamente
fue la derivación a posiciones reformistas la que hizo
surgir un grupo radical en torno a don Carlos, cuya
actuación más representativa fue la revuelta dels
agraviats o malcontents (primavera de 1827), que
se extendió en zonas montañosas y rurales catalanas
en torno a Voluntarios Realistas, clero rural y
campesinado, y que desembocó en una verdadera guerra. También hubo
conspiraciones liberales desde el exilio, de menor alcance que las
realistas y que también fracasaron, siendo fusilados sus protagonistas,
como ocurrió con la de Torrijos en Málaga a fines de 1831.
La situación en torno a 1830 ha sido definida como de
constitucionalismo impracticable y de absolutismo inviable. La revolución
francesa de 1830 reavivó la doble conspiración de ultras y liberales. El
conflicto estalló en torno a 1830 a raíz de un pleito dinástico. La
Pragmática Sanción (marzo de 1830), anulaba Ley Sálica y permitía, por
tanto, que la hija del rey, Isabel (nacida en octubre fruto del cuarto
matrimonio del rey, con María Cristina de Borbón) fuera la heredera al
trono, generando un problema sucesorio al privar de sus derechos a su tío
D. Carlos. El pleito culminó en los sucesos de La Granja (septiembre de
1832): aprovechando la grave enfermedad del rey y ante la impopularidad
de la Pragmática, hubo presiones de ultras (como Calomarde) para
derogarla, pero el golpe palaciego de La Granja lo impidió, recuperando el
rey su poder y expulsando del gobierno a los ultras.
Desde entonces (1832­33), el sector moderado del absolutismo
controló el poder y Fernando VII buscó un acercamiento hacia los
liberales moderados que, introducidos en el gobierno y administración, van
preparando la transición política. Bajo la presidencia de Cea Bermúdez, se

19
emprende una política tendente a evitar que los partidarios de don Carlos
pudieran llegar al poder. Para ello, nombró nuevos capitales generales,
disolvió a los Voluntarios Realistas, concedió un indulto general y logró
reconciliar a los liberales con los interese monárquicos de Isabel.
La valoración de esta década ha sido diversa. Algunos autores han
destacado el régimen de clandestinidad y terror (GIL NOVALES) y otros han
resaltado los aspectos reformistas. Como resume MOLINER, pese al fuerte
carácter represivo del absolutismo restaurado, éste se vio abocado a
reformas para evitar una nueva situación revolucionaria como en 1820,
pero las medidas tomadas fueron insuficientes para evitar la quiebra del
sistema, dividieron a los absolutistas y no pudieron contener la doble
conspiración ultra y liberal.

1.4. LA REGENCI A DE MARI A CRÍ STI NA (1833­1840) Y LA


TRANSI CI ÓN A LA M ONARQUÍ A CONSTI TUCI ONAL
La muerte de Fernando VII el 29 de septiembre de 1933, cuando la
heredera al trono (como así confirmó el testamento del rey) apenas
contaba tres años de edad, supuso el inicio de la Regencia de María
Cristina de Borbón, la madre de Isabel, desde 1833 hasta 1840, un
período clave para la transición al liberalismo. La guerra civil (carlista) y
la desamortización serán las dos bases más destacadas de esta última
fase de la revolución liberal, caracterizada por cambios económicos y
políticos fundamentales.
El Estado cristino siempre estuvo mediatizado por la guerra
carlista (pues la mayoría de los recursos económicos iban dirigidos a
financiar el Ejército, que aumentó su poder mientras el Estado sólo existía
sobre el papel) y por su frente abierto en su retaguardia, representado por
las juntas revolucionarias de las ciudades. Guerra y revolución
marcharon juntas de nuevo en los años treinta, pues el liberalismo
avanzado no renunció a la opción revolucionaria de ruptura con el Antiguo
Régimen, aun a riesgo de perder la guerra (algo que parecía iba a suceder
hasta 1837). Las ciudades fueron el campo privilegiado de acción política de
los liberales, ámbito en el que se aprecia el peso social y político del
liberalismo revolucionario y su penetración en la población, de ahí que
fuera decisivo el control de las instituciones locales y provinciales, como
demostró el movimiento juntista de 1835­36.
a) Fases
Frente al Antiguo Régimen, representado por don Carlos, María Cristina
no fue capaz de expresar claramente el liberalismo y, por tanto, los ocho
años de su Regencia están plagados de vaivenes y de una cierta
ambigüedad. Pero la complejidad del período y la diversidad de elementos
sociales y políticos que confluyen, no impiden trazar una serie de etapas. En
líneas generales, se puede decir que el fracaso del sistema político
transaccional y la estrategia militar moderada buscada en los primeros años
de la Regencia condujo a un protagonismo creciente de los progresistas
frente al carlismo, apoyados en los distintos alzamientos de la Milicia
Nacional y la formación de juntas revolucionarias.
a.1.) 1833­36. La primera fase vino marcada por el fracaso de la
transición controlada al liberalismo, proyectada desde 1832, que

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imposibilitó una solución pactada como salida final de la crisis del
Antiguo Régimen.
Tras la muerte del rey, se creó un Consejo de Gobierno para asesorar
a la Regente y fue confirmado en su puesto Cea Bermúdez, que, hasta
1834, emprenderá un reformismo moderado, propio de la vieja clase
dominante, que intentará no enajenarse a los absolutistas.
Pero la Regente deberá apoyarse en los liberales para salvar la
corona de I sabel. Carlos María Isidro se había autoproclamado rey (Carlos
V) desde Abrantes a principios de octubre de 1833) y ello supuso el
comienzo de la guerra civil carlista. Ello forzó a los partidarios de la
Regente a aliarse con el Ejército y los liberales para salvar el trono,
acelerando el proceso de liberalización política, reuniendo las Cortes para
realizar reformas efectivas y emprendiendo una rápida acción militar para
liquidar la rebelión.
En este contexto, los sectores reformistas de la vieja clase dominante
buscaron el entendimiento con algunos liberales moderados. Como señala
MOLINER, las oligarquías propietarias se alarmaron ante las fuerzas
populares movilizadas por el carlismo, y el conflicto dinástico obligó a
entenderse a los defensores del reformismo absolutista con los más
moderados del liberalismo español, en una especie de tercera vía. El
resultado fue el régimen semirepresentativo del Estatuto Real de
1834, del que fue artífice M artínez de la Rosa, sin duda, un paso
importante al liberalismo. El Estatuto Real era una especie de Carta
Otorgada de inspiración francesa y suponía una tímida liberalización
frente al absolutismo anterior. Sus objetivos principales eran la
convocatoria a Cortes bicamerales (Próceres y Procuradores)
basándose en las leyes tradicionales (Partidas y Nueva Recopilación) para
organizar un régimen político oligárquico.
La labor de gobierno de Martínez de la Rosa (en el que continuaba
del anterior gabinete Javier de Burgos, el ministro que llevó a efecto la
división provincial a fines de noviembre de 1833, que, con algún pequeño
retoque, aún persiste en la actualidad) fue poco brillante. Bajo su mandato
se extendió la guerra y su debilidad se apreció cuando fue incapaz de
resolver los desórdenes en Madrid que culminaron con el degüello de 75
frailes en julio de 1834. Por otra parte, la opinión pública le exigía más de lo
que concedió, pues a pesar de la recuperación parlamentaria y de prensa y
de los primeros embriones de partidos, el Gobierno suspendió periódicos y
se obstinó en impedir el desarrollo liberal del régimen. En
consecuencia, los liberales emprendieron la lucha (por vía legal o ilegal)
para imponer la ruptura con el Antiguo Régimen y ampliar el marco
político del Estatuto hacia un régimen de liberalismo avanzado,
auténticamente representativo. Las pulsaciones revolucionarias estallarán
en dos veranos consecutivos, de 1835 y 1836.
El fugaz gobierno del conde de Toreno (junio­septiembre de 1835)
será incapaz de resolver la situación bélica, y se verá desbordado por una
oleada de disturbios provocados por la carestía de la vida y los impuestos
de puertas y consumos, que los liberales trataron de canalizar a través de la
una insurrección urbana e interclasista, el movimiento juntista. Algunas
juntas (Barcelona, Cádiz o Málaga) asumieron el poder local en el verano de
1835 y exigieron la convocatoria de Cortes Constituyentes.

21
Cuando el país parecía abocado a la revolución, la Regente
encargó la formación del gobierno al progresista M endizábal (sept.
1835­mayo 1836), que había regresado del exilio londinense rodeado
del mayor prestigio liberal. Mendizábal integró pronto las juntas
revolucionarias en las Diputaciones, emprendió la reforma (que no la
sustitución) del Estatuto Real, proyectó ampliar el cuerpo electoral (lo
que provocó la oposición de los moderados) y se propuso acabar con
los dos problemas más graves, la guerra civil y el hacendístico. Para
encauzar la guerra, prometió reforzar el Ejército con cien mil hombres
(aunque la cifra se quedó al final en la mitad) y conferir su jefatura a
generales progresistas. Para reformar la Hacienda y liquidar la Deuda
Pública, puso en marcha medidas desamortizadoras de bienes eclesiásticos
(R.D. 19­2­1836, 5 y 9­3­1836). Pero teoría y práctica fueron
contradictorias. Mendizábal fue cesado a mediados de mayo de 1836 por
varias razones. En primer lugar, porque sus reformas parecieron
insuficientes al sector más avanzado de los liberales (que, por otra parte,
querían restablecer la Constitución de Cádiz) y porque no contribuyó
mejorar ni la situación económica ni la bélica a corto plazo. Pero la razón
última era el deseo de la Regente de desembarazarse de él a toda costa
porque le parecía demasiado liberal. Sin embargo, en realidad, Mendizábal
tenía tanto miedo a los tintes democráticos y populistas consiguientes a la
revolución liberal como a los moderados.
La Regente nombró entonces a I stúriz, un antiguo veinteañista
reconvertido al ahora al moderantismo, lo que motivó las protestas desde la
prensa y el Estamento de lo Procuradores. Cuando el progresista Joaquín
María López (el más estrecho colaborador de Fermín Caballero) consiguió
que se aprobara un voto de censura contra su gestión, la respuesta de
Istúriz fue la disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones
para julio. Sin embargo, este proceso electoral no pudo completarse por el
estallido del proceso revolucionario de julio­agosto de 1836, en un
contexto que condujo a la formación de juntas (entre ellas, en Cuenca) en
la mayoría de las capitales y culminó con la sublevación de La Granja. La
suma del movimiento juntista y el pronunciamiento militar obligó a Istúriz a
huir a Francia, cuando apenas hacía tres meses que presidía el Gobierno.
María Cristina se vio obligada a jurar la Constitución de 1812 y a nombrar
un nuevo Gobierno, presidido ahora por el progresista Calatrava y en el que
López era ministro de Gobernación.
a.2.) El resultado del movimiento revolucionario del verano de 1836 fue el
control del poder por parte de los progresistas. El gobierno de José Mª
Calatrava, entre los meses de agosto de 1836 y 1837, inauguró una
segunda fase, que se abre con el proceso constituyentes de 1836­37 y que
consolidará la ruptura definitiva con el Antiguo Régimen. Durante este
período se convocaron Cortes Constituyentes y se sancionó la
Constitución de 1837, además de emprender un mayor esfuerzo
financiero a la guerra y emprender una sólida tarea reformista.
El nuevo Gobierno aceptó el restablecimiento temporal de la
constitución gaditana mientras se redactaba otra nueva. En las nuevas
Cortes, en las que Caballero era secretario, López participó activamente en
las discusiones sobre el texto constitucional. Pero más que adecuar la de
Cádiz a los nuevos tiempos, las Cortes Constituyentes sancionaron una
Constitución nueva, de origen popular, más precisa, flexible, condensada,

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moderna y sistemática que aquélla. Con el intento de reconciliar a las
distintas facciones liberales (progresistas y moderados), resultó ser un texto
transaccional de monarquía constitucional que conciliaba la soberanía
nacional con el pragmatismo del liberalismo doctrinario imperante en
Europa. Sus principios doctrinales se pueden resumir en los siguientes:
vuelta (matizada respecto a 1812) a la soberanía nacional, la división de
poderes y la afirmación de derechos individuales; se preveía que las leyes
ordinarias regularían las instituciones y derechos (así serviría para gobernar
tanto progresistas como moderados). Aunque se establecían viejas
aspiraciones progresistas (como la Milicia Nacional, jurados y libertad de
imprenta), los órganos constitucionales resultaban ser menos radicales
que en 1812: Cortes bicamerales (Senado y Congreso), como concesión a
los moderados; aumento de poderes del monarca (se reserva el poder
ejecutivo y tiene el poder legislativo junto a las Cortes); y cambia el
sistema electoral establecido en 1812 por un sufragio censitario limitado a
las clases propietarias y sectores de la burguesía profesional, comercial,
agraria e industrial (unos 265.000 electores). Pero, pese a las concesiones,
esta Constitución de 1837 no fue aceptada por los moderados y provocó
también la crítica de los sectores liberales más radicales, que seguían
abanderando la Constitución de 1812.
A diferencia de los gobiernos anteriores, el de Calatrava fue eficaz y
salvó la situación. Por un lado, dedicó un mayor esfuerzo financiero a la
guerra que se vio compensado con la victoria de Espartero en Luchana,
aunque la irrupción en la vida pública de altos mandos militares (generales
de prestigio, no sargentos como los de La Granja) como árbitros de la
situación, alteró el proceso político en lo sucesivo. Por otro lado, pudo
realizar la obra reformista liberal (local, agraria y religiosa) en plena
guerra civil con los carlistas. Así, agudizó la política antieclesiástica de
gobiernos anteriores, convocó elecciones municipales según las normas de
1812 (lo que permitió la formación de ayuntamientos mayoritariamente
progresistas) e impulsó la reforma agraria liberal para restaurar el
principio de la propiedad burguesa: Mendizábal, ministro de Hacienda,
relanzó la desamortización y se pusieron en vigor los decretos del Trienio
Liberal que abolían los señoríos y suprimían los mayorazgos.
a.3.) Alternancia en el poder de moderados y progresistas (1837­
40). Se sucederán numerosos gobiernos efímeros de ambos matices, por
enfrentamientos entre liberales, mediatizados al entrar militares (el
progresista Espartero y el moderado Narváez) en la vida política. Sirve para
cancelar el proceso revolucionario liberal y perfilar un primer
sistema de partidos antagonistas.
Las elecciones de octubre de 1837 dieron el triunfo a los moderados. El
partido progresista (que defendía la Constitución del 37, mayor atención a
la guerra y proseguir las reformas anteriores) obtuvo sólo 60 escaños frente
a los 150 moderados. MARICHAL explica la derrota progresista por su falta
de organización y propaganda y, sobre todo, por la ley electoral, que
permitía la participación de una mayor proporción de terratenientes y
arrendatarios prósperos.
Tras las elecciones de enero de 1840, que otorgaron una clara mayoría
moderada en un ambiente de presiones gubernamentales y manipulación
electoral denunciado por los progresistas, el Gobierno moderado de Pérez

23
de Castro pudo introducir reformas que limitaron los poderes de dos de los
pilares progresistas, la Milicia Nacional y los municipios y que suponían un
cambio encubierto el régimen constitucional. Fue entonces cuando Fermín
Caballero dio el salto a la política municipal madrileña, como alcalde tercero
de una corporación presidida por su amigo Olózaga.
b) El estallido de la primera guerra carlista (1833­40)
Mientras se sucedían los cambios políticos, continuaba la
guerra carlista. Se trata de un conflicto ideológico, más
que un pleito dinástico, que marcó el desarrollo de la
revolución liberal.
En puridad, el carlismo no se puede simplificar
identificándolo sin más con el absolutismo, ya que fue un
movimiento más complejo de resistencia antiliberal, en
conexión con los movimientos de resistencia a las
revoluciones liberales europeas, que desaparecieron a
mediados del XIX. Por tanto, representa básicamente el tradicicionalismo
absolutista y el Antiguo Régimen social, pero no exclusivamente, y se fue
transformando en un movimiento político y social amplio, cuya ideología
tradicionalista y antiliberal admitía cierto pluralismo antirrevolucionario.
Hay que distinguir el carlismo como movimiento político del problema
de su apoyo popular en las diversas zonas geográficas. Había gran
heterogeneidad en su composición sociológica. Predomina el
campesinado, expulsado de sus tierras por la disolución del sistema señorial
y amenazado por el nuevo sistema fiscal y la crisis agraria, que buscarán
una salida en el bandolerismo. El clero carlista defendía el catolicismo más
rancio y apoyaba el retorno al absolutismo. También apoyaban el carlismo
algunos sectores de la nobleza, clases medias y artesanales urbanas. Y, en
el Norte, lo apoyaban los defensores de los fueros, pues garantizaban
privilegios fiscales, autogobierno, exención del reclutamiento militar y otras
peculiaridades. Esta complejidad interna se reflejará en sus diversas
posiciones: izquierda (transaccionistas), próximos al constitucionalismo
moderado; centro, que sólo querían el regreso de la monarquía absoluta y
que llegarían a prescindir de don Carlos llegado el caso; y derecha
(apostólicos netos), partidarios de la teocracia pura, opuestos “a ceder ni
una coma a las exigencias del siglo”.
Geográficamente se centró básicamente en Navarra, Euskadi,
Maestrazgo, Cataluña y Levante, aunque también las zonas más
montañosas del centro de la Península (como ocurrió en nuestra región en
la serranía de Cuenca, los montes de Toledo o las estribaciones de Sierra
Morena y la Sierra de Alcaraz), protagonizaron algunos de los episodios
guerrilleros, en especial desde 1835.

24
Aunque los efectivos militares carlistas eran menos
numerosos, la inicial idea de que el levantamiento sería
sofocado en poco tiempo dio paso a la realidad del
fortalecimiento carlista debido a la incapacidad del gobierno
(sobre todo en el Norte), las tensiones políticas y la
incompetencia militar. Mientras el ejército carlista,
comandado por Zumalacárregui, centró sus operaciones en
el Norte (principalmente en el área vasconavarra), la táctica
de guerrillas predominó en el centro. Frente a la estrategia
carlista, el ejército cristino opuso una táctica equivocada (persecución
desordenada y cacería sin cuartel de las partidas sublevadas) hasta que
Espartero cambia el signo de la guerra tras la victoria de Luchana.
Esta guerra, como otras calificadas de civiles, también tuvo una
vertiente internacional. Gran Bretaña y Francia apoyaron al liberalismo
moderado español con armas, hombres y acciones diplomáticas (firma en
1834 de la Cuádruple Alianza). Por su parte, las potencias absolutistas
ayudaron a los carlistas aunque de manera insuficiente.
En su desarrollo, cabe establecer algunas fases.
La primera etapa (desde octubre de 1833 a julio 1835) fue de
iniciativa carlista. Mientras los cristinos destinaban parte de sus tropas a
guarnecer ciudades, Zumalacárregui iba consiguiendo sucesivas victorias en
plazas menores. Necesitado de un triunfo en una gran plaza, D. Carlos
decidirá el asedio o sitio de Bilbao, una operación no grata para
Zumalacárregui por su debilidad artillera y que acabará mal, pues morirá el
propio Zumalacárregui (julio 1835), lo que supondrá un grave revés para
los carlistas.
En su segunda etapa (hasta octubre 1837), el conflicto buscará
alcanzar un nivel nacional. Los carlistas proyectarán una nueva estrategia

25
que sobrepasa los límites regionales, iniciándose así las grandes
expediciones más allá del Ebro. Las columnas carlistas consiguieron
éxitos tácticos (pues recorren el país sin ser vencidas) pero fracasan
estratégicamente, ya que no alcanzan sus objetivos y obtienen una
decepción política, por el escaso arraigo del carlismo al S. del Ebro. La
expedición de Gómez, que atravesó España desde Euskadi a Cádiz, no
consiguió levantar en armas a nuevas provincias ni llevar al Norte masas de
nuevos voluntarios. Y la expedición real (mayo­oct. 1837), con participación
del ejército de Cabrera y dirigida por D. Carlos, fue a Arganda pero no atacó
Madrid.
La tercera etapa comenzó con el segundo sitio de Bilbao (oct.­dic.
1836), en el que Espartero consiguió la ya mencionada victoria de Luchana,
fruto del esfuerzo financiero que impulsó el gobierno Calatrava. La iniciativa
de Espartero se produjo en el momento en que las filas carlistas
evidenciaban el cansancio de la guerra; pese a éxitos aislados (como la
toma de Morella por Cabrera), era imposible su victoria. Se produjo
entonces una crisis interna del carlismo: intransigentes apostólicos
(navarros y alaveses, que contaron con el apoyo del propio D. Carlos) y
transaccionistas (castellanos, vizcaínos y guipuzcoanos, apoyados por el
general Rafael Maroto). El fin del conflicto vino marcado por el convenio
de Vergara (31­8­1839), negociado entre Espartero y Maroto, que fue
visto como una traición por los intransigentes. Dicho convenio se basaba
en la propuesta a las Cortes de la concesión o modificación de los fueros y
el reconocimiento de grados, empleos y condecoraciones de los carlistas.
Aunque Cabrera continuó sus correrías por Aragón y Cataluña durante diez
meses, en julio de 1840 cruzaba la frontera y concluía la guerra. También
en Cuenca hubo correrías hasta 1840.
Las principales consecuencias de la guerra son las siguientes:
murieron alrededor de doscientas mil personas (en un país de unos trece
millones); aunque España vivirá en un absoluto desorden administrativo, el
liberalismo triunfará sobre el Antiguo Régimen y se implantará un régimen
constitucional; el carlismo, aunque derrotado, era una fuerza que quedaba
latente y echó fuertes raíces en algunos territorios, reapareciendo años
después como expresión del tradicionalismo y el pensamiento reaccionario;
y selló el compromiso entre ejército y liberalismo, haciendo del
intervencionismo militar un factor esencial de la vida política hasta 1876
c) La irrupción del liberalismo y la dialéctica moderados versus
progresistas
El triunfo liberal en 1840 supuso el asentamiento del régimen
constitucional, que, tras una breve Regencia de Espartero (1840­43), el
general que lo había hecho posible en buena medida, tuvo su desarrollo en el
largo reinado de Isabel II (1843­68). Junto a la Corona y el ejército, otra de
sus instituciones principales fueron los partidos liberales (moderado y
progresista), cuyas diferencias (aunque a veces son más bien de matiz),
estaban relacionadas básicamente con el modelo de Estado y la conformación
del cuerpo electoral, como resume el siguiente cuadro:

P OSTULADOS I DEOLOGI COS M ODERADOS P ROGRESI STA S

Soberanía Compartida Nacional


26
Sufragio Restringido Ley electoral más amplia
En realidad, el partido progresista nació a partir de la minoría
exaltada de las Cortes de 1834 y contaba con un órgano de expresión
dirigido por el conquense (de Barajas de Melo) Fermín Caballero, el Eco del
Comercio. Pero la delimitación definitiva entre moderados y progresistas
(tiende a desaparecer entonces el término genérico de exaltado para
referirse más bien a un sector dentro del partido) se efectuará claramente
en las Cortes de 1836­37, en relación a los problemas del gobierno y de la
guerra. Ya en el congreso constituyente de 1836­37 se perfiló un ala más
conservadora y otra más avanzada.
Más coherente doctrinal y políticamente era el partido moderado
cuyos representantes gobernaron desde fines de 1837 hasta 1840,
intentando controlar el Congreso y Senado para paralizar la aplicación de
las leyes de los progresistas.

1.5. LA REGENCI A DE ESP ARTERO Y LA DI VI SI ÓN DE LOS


P ROGRESI STAS (1841­43)
En 1840, las posiciones políticas de la Regente, María Cristina, y del
héroe de la guerra, el general Espartero (Duque de la Victoria) estaban
encontradas en torno, principalmente, a la ley de Ayuntamientos que el
gobierno presentó a las Cortes y que la Regente ratificó el 15 de julio. Se
trataba de una ley municipal centralista y que acababa con la
elección popular de los alcaldes, lo que motivó las protestas de
muchos ayuntamientos (entre ellos el de Madrid, que firmó un
manifiesto encabezado, entre otros, por Fermín Caballero y Joaquín
María López) así como la radicalización del partido progresista, que
puso en marcha un plan para derribar la situación al que se sumó
Espartero. El plan culminó a principios de septiembre, con la caída
de la Regente María Cristina y el ascenso al poder (desde
septiembre de 1840 en una etapa de interinidad al frente del
gobierno y desde mayo de 1841 como Regente) del espadón del
progresismo, iniciando la presencia de militares en la dirección política.

27
Baldomero Espartero, el “general del pueblo” (según Romanones) y
el “español más popular del siglo XIX, recurso de emergencia de tantas
crisis de gobierno y aun de Estado, prototípico ‘salvador de la Patria’ y
‘espada de la revolución’” (según el historiador ESPADAS BURGOS) había
forjado su carrera militar en América aunque su mayor prestigio lo adquirió
durante la guerra carlista. Con fama de “pacificador” y la convicción de que
debía intervenir en política como símbolo de unión de los españoles,
Espartero intentó resolver en la vida civil cuestiones importantes con
métodos expeditivos y se rodeó, para ello, de fieles compañeros de armas
que habían luchado con él en América (los criticados ayacuchos), en lugar
de buscar el apoyo de los parlamentarios progresistas más prestigiosos,
como Olózoga, Mendizábal, López o Caballero. No debe extrañar que se
produjeran divisiones entre las filas progresistas, que se agravaron con el
tiempo.
No es extraño que surgieran luchas internas entre los distintos sectores
del progresismo, primero entre el sector de los unitarios (liderado por
Olózaga) y el de los trinitarios (encabezado por Caballero y López). Mientras
los primeros apostaban por la Regencia única y no avanzar en las reformas
sociales, los segundos querían una Regencia compartida, con el fin de
limitar el poder de Espartero y proseguir las reformas económico­sociales.
Ahora bien, no cabe identificar ambos sectores con derechas o izquierdas ni
hay detrás de estas posturas un pensamiento elaborado, según GÓMEZ
URDÁÑEZ. De todos modos, esta división fue, a la postre, fatal para el
partido. Ganaron los primeros y, por ello, el duque de la Victoria, un
manchego nacido en una familia de labradores y artesanos carreteros,
accedía nada menos que a la Regencia de España en mayo de 1841.
La política de Espartero se basó, en distribuir empleos y prebendas a
su camarilla, sin emprender ninguna reforma de importancia, según
MOLINER. Su fama se fue volatilizando en pocos años debido a su gestión
personalista y autoritaria, que culminó con la disolución repetida de las
Cortes y el bombardeo de Barcelona en noviembre de 1842 con el fin de
acabar con un heterogéneo movimiento popular y republicano contrario a
sus medidas librecambistas. Instruido, como estaba, en la guerra, Espartero
aplicó la “receta” que mejor conocía y que solía usar para resolver los
conflictos militares, la vía represiva.
El sector de Caballero y López, que criticaba la falta de reformas del
Gobierno, se había ido distanciando profundamente del Regente. Desde
enero de 1842 se distinguían tres sectores progresistas: de González
Infante (ministerial), de Olózaga (legales) y de López (puros). Con las
Cortes repetidamente clausuradas, la oposición se hizo a través de la
prensa. Desde del Eco del Comercio, se apoyó una coalición periodística
contra Espartero que contó con buena acogida entre diversos sectores de la
prensa independiente. Fueron los acontecimientos de Barcelona de
noviembre de 1842 los que precipitaron la definitiva ruptura entre
esparteristas y progresistas, creando una coyuntura favorable a la alianza
de éstos con los moderados con el fin de poner fin a la Regencia.
La convocatoria de nuevas elecciones en marzo de 1843 puso de
manifiesto la desintegración del partido progresista. Cada una de sus
sectores (ministeriales, legales y puros) publicaron sus listas y sembraron la
confusión al organizar por separado su propia propaganda electora. La

28
candidatura de los puros defendía, entre otras medidas, la estricta
observancia de la constitución, el cese de la Regencia en octubre de 1844
(al cumplir Isabel los catorce años), la reducción del número de miembros
del ejército, la protección de la Milicia Nacional, la reforma del sistema
tributario, la disminución de la deuda del Estado (adecuando los gastos a
los ingresos), la articulación de una ley de ayuntamientos y diputaciones de
acuerdo con la constitución, el fomento de los establecimientos de
beneficencia y las escuelas de primaria, así como la protección de la
agricultura, la industria y el comercio.
El resultado de las elecciones complicó la formación del gobierno a
Espartero. La mayor parte del progresismo, con Olózaga y López a la
cabeza, estaban contra el Regente. Al abrir las Cortes, en abril, López
arremetió contra la manipulación gubernamental del proceso electoral.
Pero, tras fracasar el Regente con otros candidatos, tuvo que ofrecer la
jefatura del ejecutivo, en mayo de 1843, a López.
La pregunta que surge es cómo pudieron pactar dos partes tan
enfrentadas. Según ARTOLA, a Espartero no le quedó más remedio que
confiar el gobierno a los progresistas puros (el segundo en importancia de
los grupos parlamentarios) tras fracasar el intento de atraer al bando
ministerial a los legales). Y MOLINER defiende que López tuvo que aceptar
por las presiones de su grupo, aunque era consciente de no tener ni el
carácter ni la ambición adecuadas para dicho cargo. Pues bien, López
nombró a Fermín Caballero como ministro de la Gobernación, cargo que
desempeñó durante tan sólo diez días (del 9 al 19 de mayo de 1843). La
brevedad del gabinete se debió a la negativa del Regente a disolver su
camarilla de ayacuchos, pese a haber aceptado muchas de las exigencias
programáticas de López.
La gestión personalista y, en ocasiones, autoritaria de Espartero, junto
a la política librecambista (que le enfrentó a los industriales catalanes, en
especial) acabaron provocando su caída. Sus opositores eran tantos que
abarcaban desde el sector más avanzado del progresismo hasta el cada vez
más fuerte partido moderado. Según GÓMEZ URDÁÑEZ, Olózaga consiguió
unir a los detractores de Espartero bajo el lema de acabar con su autoridad.
Los moderados, que durante el trienio esparterista habían utilizado la
vía conspirativa, financiada desde París por María Cristina, van a participar
en un pronunciamiento con otras diversas fuerzas entre mayo­julio
de 1843. Estarán presentes en este pronunciamiento jefes militares rivales
(Serrano, O’Donnell, Narváez), tanto moderados como progresistas. El
papel de las juntas revolucionarias (animadas por la coalición en el
Congreso y por la prensa) será, de nuevo, fundamental en el ámbito
provincial; controladas por militares contrarios al Regente y representantes
de la burguesía, apoyaban el programa del gabinete López. El proceso
revolucionario culminará con la caída del Regente en el mes de julio, la
formación de un Gobierno P rovisional presidido de nuevo por López y la
convocatoria de elecciones que distribuyeron equitativamente los escaños.
El movimiento triunfante era muy heterogéneo. La situación era muy atípica
porque López gobernaba en nombre de la nación sin que lo hubiera
nombrado rey o regente aguno. En estas circunstancias no eran extrañas
las peticiones de formar una Junta Central que convocara Cortes
Constituyentes.

29
Pero la actuación política del gabinete López demostró su evolución –o
mejor dicho, su involución— hacia posturas más moderadas, poniendo en
evidencia que su radicalismo era meramente verbal. Como resume
MOLINER, “el tribuno de 1834, el demagogo de 1836, el revolucionario de
1839 se había convertido, sin apenas notarlo sus amigos, en el hombre de
orden, de tolerancia y de gobierno”. De todos modos, la situación política
era muy frágil y el Gobierno, transitorio. La coalición de progresistas y
moderados, una vez caído Espartero, obligaba a los compromisos. Las
medidas gubernamentales fueron contradictorias e incluso
anticonstitucionales. En primer lugar, desarmó la Milicia Nacional, pese a
haberla apoyado en el programa de mayo de 1843. Por otro lado, disolvió
tanto el ayuntamiento como la diputación madrileños, amén de no cumplir
sus promesas de constituir una Junta Central. Y su actuación provocó una
revolución de contenido popular y obrerista en Barcelona (y, en menor
grado, en otras ciudades) que quiso contrarrestar bombardeando la ciudad
de manera todavía más brutal que la de Espartero en 1842.
En el Gobierno Provisional había dos conquenses, Mateo Miguel Ayllón
(ministro de Hacienda) y Fermín Caballero (que volvió a desempeñar la
cartera de Gobernación desde el 24 de julio al 24 de noviembre) y que, en
calidad de Notario mayor del Reino, dio fe de la ceremonia del 8 de agosto
que declaraba mayor de edad, con antelación, a la Reina Isabel, con el fin
de salir de una situación de provisionalidad ante la ausencia de un
representante de la Corona.
La gestión del gabinete López ha sido muy criticada tanto por sus
contemporáneos (que lo acusaron de haber entregado el poder al partido
moderado) como por muchos historiadores, que lo han calificado de
oportunista. Sin embargo, la acusación de haber entregado el poder a los
moderados no se sostiene porque, al ser cesado, López pidió ser
reemplazado por Olózaga, que, a su vez fue destituido unos días después
por una intriga de la camarilla palaciega de la Reina, que nombró en
diciembre de 1843 jefe del Gobierno a González Bravo, dando inicio con él a
la década moderada. De manera que, aunque la revolución que derribó a
Espartero había sido de moderados y progresistas, fueron los primeros los
que se hicieron con el poder durante diez años (1844­54).
No parece apropiado acusar de “traidor” a López, y, sin embargo,
resulta más lógico considerarlo poco apto para gobernar, al mostrar escasas
cualidades al respecto. En todo caso, es evidente su evolución ideológica
hacia posturas cercanas al moderantismo, hacia el “orden” en 1843 y
representa el prototipo de la contradicción de su partido. Algo parecido cabe
decir de su ministro, el conquense Fermín Caballero.

1.6. LAS BASES DE LA REFORM A AGRARI A LI BERAL Y SU


I NCI DENCI A EN ESP AÑA
En primer lugar, conviene precisar qué se entiende por reforma agraria
liberal y quienes están detrás de la misma. La reforma agraria se refiere
fundamentalmente a los cambios en la propiedad de la tierra y en la
distribución del producto agrario. Y es liberal en el sentido de su
titularidad, porque habrá libertad para comprarla y venderla, pasando de
“manos muertas” (instituciones como la Iglesia, los municipios o las órdenes
militares, que no podían poner en venta sus bienes raíces, pues constituían

30
su patrimonio permanente) a una propiedad particular, como si fuera una
mercancía. Pero ni es una reforma agraria “social” porque no implica
reparto, ni tampoco una revolución agrícola, porque ésta última se relaciona
con cambios en los rendimientos (por nuevos cultivos, técnicas, maquinaria,
abonos, etc.).
En consecuencia, puede decirse que las cuatro primeras décadas del
XIX asisten en España a unos cambios jurídicos respecto a la tierra
(desamortización, desvinculación y abolición del régimen señorial) y a la
distribución de la producción agraria (abolición del diezmo y reforma de la
Hacienda) que acabarán con los últimos obstáculos para el triufo del
capitalismo agrario y conciliarán la propiedad real con la propiedad de
uso . La tesis clásica de su carácter transaccional lo resume FONTANA al
hablar de alianza entre la burguesía (entendiendo como tal a los rentistas,
labradores ricos, profesionales liberales y comerciantes) con la aristocracia
latifundista, teniendo a la monarquía como árbitro, cuyo resultado será una
consolidación del latifundismo que no irá acompañado de una mejora de la
productividad y que aparca cualquier contenido social.
Por ello, los principales beneficiarios fueron los campesinos
acomodados, profesionales, comerciantes y rentistas, mientras que las
víctimas fueron la Iglesia, los municipios, los campesinos pobres y los
jornaleros (pues perdieron la posibilidad de tener la “caridad” del uso de
propiedades eclesiásticas o de aprovechar pastos y montes comunales y
sufrieron la amenaza de una nueva fiscalidad).
a) Las desamortizaciones
La desamortización consiste en la nacionalización por parte del Estado
de bienes raíces (inmuebles: tierra, solares, edificios...) amortizados
(vinculados a manos muertas, y, por tanto, fuera del mercado) para
ponerlos en venta en pública subasta. Desarrolladas en varias etapas
(véase el cuadro siguiente), las leyes desamortizadoras seguirán en grandes
líneas el modelo de la revolución francesa, aunque en Esaña no se busca la
distribución de la tierra entre los desheredados ya que, a diferencia de
Francia, los campesinos no protagonizaron el proceso revolucionario.

De Godoy (1798): primeras apropiaciones de bienes de la


Iglesia para asignar el importe de la venta a la redención de
·

títulos de la Deuda.
De José Bonaparte: de bienes del clero y aristócratas (para
comprometer a los adictos).
·

De Cortes de Cádiz: decreto general de desamortización


(13­9­1813) (no se aplicó)
·

Del Trienio Liberal


De Mendizábal/Espartero (1836­41): de los bienes
·

eclesiásticos
·

De Madoz (1855): Ley de Desamortización General (1­5­


1855), que afectó, principalmente, a bienes de propios
·

(aquéllos que los municipios alquilaban para atender sus


gastos) y bienes comunales (propiedad municipal pero
susceptibles de uso por sus vecinos)
Las principales son las de Mendizábal/Espartero (eclesiástica) y la de
Madoz (civil). Los fines principales de las mismas fueron de dos tipos:

31
paliar la crisis de la Hacienda y conseguir el apoyo social de los
compradores a la causa liberal, a la vez que el debilitamiento económico de
los enemigos de la revolución (en particular, la Iglesia, aunque no tanto los
clérigos, pues algunos de ellos fueron compradores a título personal).
Nos centraremos, a continuación en la de M endizábal y dejaremos el
análisis de la de Madoz para un próximo tema. Mendizábal realizó la
desvinculación de las propiedades eclesiásticas en tres fases, mediante
sucesivos decretos desde fines de 1835 a principios de 1836. Primero
suprimió todas las órdenes religiosas no dedicadas a la beneficencia o a las
misiones en ultramar. Segundo, declaró “bienes nacionales” todas las
propiedades de los conventos y comunidades suprimidas. Tercero, sacó
dichos bienes a pública subasta, admitiendo el pago en Títulos de la Deuda
(medida fiscal que beneficiaba a las clases medias y alta).
Las consecuencias más evidentes fueron, desde el punto de vista
socioeconómico, la concentración y el cambio de titularidad de la propiedad,
pero no en la estructura, de manera que se creó una clase muy poderosa
de terratenientes que se aprovechó de las gangas para quienes tenían
títulos de la Deuda; paralelamente, provocó la creciente proletarización del
sector, conforme creció el número de campesinos sin tierras; y
políticamente consolidó la revolución liberal, pero sólo fue un éxito
relativo para los progresistas, ya que los nuevos propietarios engrosaron
pronto las filas del partido moderado.
En consecuencia, ¿cabe mantener la tesis clásica de ocasión
perdida para un cambio en las estructuras agrarias y en las condiciones
sociales del campo?. La historiografía más reciente, sin perder de vista las
cuestiones de justicia social y de rentabilidad económica, sin embargo no
comparte la tesis de ocasión perdida y hace hincapié más en la coherencia
que tuvo con los objetivos que se proponía. Puesto que no tenía una
finalidad social ni tampoco pretendía impulsar una revolución agrícola ni
trasvasar excedentes de capital a la industria, sino disminuir la Deuda,
consolidar la revolución e implantar un nuevo sistema de propiedad libre e
individual, historiadores como ARTOLA, FONTANA o TOMÁS y VALIENTE
concluyen que no sólo no fue un fracaso, sino que fue coherente y cumplió
sus objetivos.
b) Abolición del régimen señorial
Aunque es un tema mucho menos estudiado en España que la
desamortización, se puede decir que refleja de manera claro pacto entre la
burguesía revolucionaria y la aristocracia terrateniente, pues posibilitaba
legalmente a los señores el reconocimiento de la propiedad de la tierra que
disfrutaban desde hacía varias generaciones y, a veces, era de sospecha
procedencia. De este modo, la aristocracia terrateniente renunciaba a sus
preeminencias jurisdiccionales a cambio de integrarse como propietaria (con
propiedad real, no de uso) y superar el trance revolucionario.
c) Desvinculación
Otorgaba la calidad de mercancía de libre disposición a las propiedades
que, como el mayorazgo, habían sido hasta entonces inalienables e
inconfiscables por diversos regímenes viculares.
d) Otros

32
Cabe aquí incluir otros cambios jurídicos respecto a la tierra como la
abolición de los privilegios mesteños (sancionando así la decadencia de la
trashumancia), la abolición de la prohibición de los cercamientos o la
protección de los derechos de los propietarios frente a servidumbres
colectivas. Y también los cambios jurídicos sobre la distribución agraria,
como la abolición del diezmo (reformado en el Trienio Liberal y suprimido en
1841) o la reforma de la Hacienda (que culminará con el nuevo sistema
fiscal de Mon y Santillán en 1845, del que hablaremos en otro tema).

1.7. CONTROVERSI A HI STORI OGRÁFI CA SOBRE LA REVOLUCI ÓN


LI BERAL­BURGUESA EN ESP AÑA
Dejaremos de lado la terminología burguesa/liberal que se ha visto ya
en otros temas porque nos llevaría a un debate nominalista y poco
fructífero. Es mejor centrarse en sus características.
La tesis tradicional que negaba la revolución burguesa en España ha
sido superada. No se puede mantener en la actualidad la excepcionalidad
española en este aspecto, aunque eso no impide resaltar las
características peculiares de la revolución liberal o burguesa
española.
a) Se llevó a cabo en varias etapas (1808­13; 1820­23 y 1833­40).
Los cambios habían sido preparados en las últimas décadas del XVIII
y se desarrolló en contextos de excepción, lo que explica su
largo proceso (guerra, represión y exilio). Conllevó dos largas
guerras (1808­13 y 1833­39), vio la alternancia de etapas
constitucionales y contrarrevolucionarias y se consolidó en 1840 tras
la derrota carlista.
b) En relación con lo anterior, el ejército fue el verdadero
instrumento de la revolución liberal (no la sociedad) y
condicionó la significación histórica de la misma.
c) Otro de los elementos básicos del liberalismo viene representado por
la M ilicia Nacional, estudiada por Pérez Garzón. Se trata de
unidades militares compuestas por personal civil (ciudadanos a los
que el alcalde convocaba) y cuyos gastos eran sufragados por el
Ayuntamiento. En ciertos casos, los alcaldes la utilizaban para
participar en alternativas políticas y conducir la revolución liberal.
Fueron disueltas en períodos absolutistas o moderados.
d) Los pronunciamientos liberales tenían dos objetivos: imponer al
monarca de la constitución de 1812 y crear condiciones
revolucionarias que permitieran establecer las juntas en las
provincias y luego la Junta Central (con funciones de Gobierno
Provisional). Por tanto, el juntismo resultará ser otro elemento
consustancial de la revolución española. Las juntas (surgidas
durante la guerra de la Independencia) supondrán la implicación de la
sociedad civil en las coyunturas revolucionarias, en apoyo,
normalmente, de la sublevación militar, lo que alejará la revolución
liberal española del modelo estrictamente militarista. Como ocurre
con la Milicia, son también contradictorias, produciéndose una lucha
en su seno entre las clases dominantes y los movimientos populares.

33
e) Relacionado con lo anterior, cabe decir que las ciudades fueron el
campo privilegiado de acción política de los liberales. Por eso
fue decisivo el control de las instituciones locales y provinciales
f) En perspectiva comparada, MOLINER considera que la revolución
en España supuso una ruptura violenta y desde abajo con el Antiguo
Régimen, cuya crisis (pese a dilatarse en el tiempo) tiene rasgos
específicos más cercanos a la Francia revolucionaria de 1789 que a
los de Alemania o Italia del XIX.

34
1.8. LA REVOLUCI ÓN Y LA LUCHA P OR LA I NDEP ENDENCI A EN
I BEROAM ÉRI CA

Como complemento a este tema, aunque excluido de evaluación, se


acompaña un guión de la revolución e independencia de Hispanoamérica
que, no obstante, para un mejor conocimiento, se puede consultar el libro
de LYNCH que se adjunta en la bibliografía recomendada.

Significación: independencia y movimiento revolucionario


(incluido en revoluciones burguesas)
·

· Dio nacimiento a varios Estados


· Alteró la estructura sociopolítica y destruyó el sistema
administrativo tradicional
· Abrió el camino a transformaciones económicas, sociales y olíticas
a) Los imperios español y portugués en América a principios del s.
XI X
Desde el XVI hasta comienzos del XIX, España y Portugal mantienen
sus respectivos Imperios coloniales sin grandes cambios ni
·

dificultades: quedaban amplias regiones internas sin explorar


(habitadas por indígenas)
I mperio español: desde el S. de América del Norte (Florida,
Luisiana, Texas, Nuevo México y Alta California) hasta Tierra de
·

Fuego: 13,5 millones habitantes


· Virreinatos (capital)
· Nueva España (México): el más importante en
población (6 millones) y en riqueza (agropecuaria
y minera) y principal mercado colonial español
· Nueva Granada (Santa Fe de Bogotá):
englobaba
también el
reino de
Quito (1,8 millones
habitantes)

P erú (Lima): 1,3 millones habitantes


·

Río de La P lata (Buenos Aires): 1,1, millón habitantes (7


·

provincias, 4 gobernadores)
·

Otros territorios y organismos administrativos y de


gobierno
·

· Capitanías generales:
· Guatemala (1 millón habitantes)
· Venezuela (1 millón habitantes; riqueza de cacao)
· Cuba (Antillas; medio millón de habitantes)
· Chile (medio millón habitantes)
· Audiencias (ej. Charcas)
· Cabildos

35
I mperio portugués: virreinato de Brasil (organizado en capitanías
generales): 4 millones habitantes + producción agrícola tropical +
·

acentuado carácter esclavista


b) La sociedad criolla y los orígenes del movimiento emancipador
Causas de la independencia
1) Económicas: explotación económica en beneficio de la
·

metrópoli (s.t. tras el Pacto Colonial del XVIII)


· Nivel de desarrollo muy desigual
· El comercio estaba sometido al monopolio impuesto por
metrópoli, aunque se consentía el contrabando
· Los criollos querían una mayor libertad económica para que la
explotación económica fuera en beneficio propio y no de la
metrópoli
2) Sociales
· Clases altas: predominantes
· Aristocracia peninsular: monopolizaba los cargos políticos y
administrativos
· Criollos: los ayuntamientos eran sus verdaderos portavoces
· Tenían el poder económico: propietarios de haciendas,
plantaciones, minas
· Se sentían postergados ante los peninsulares: no tenían
proyección política y les interesaba la independencia
para buscar el poder político
· Clase culta y refinada
· La mayoría de la población restante vivía en condiciones de
miseria, atraso y sometimiento o marginación: grupos
descontentos e inquietos
· Indios y negros esclavos: sometidos
· Mulatos y mestizos: marginados
3) P olítico­administrativas:
· Administración española anticuada y pésima
· Inmoralidad y corrupción administrativa
· Acaparamiento de cargos por peninsulares: más preocupados
por enriquecerse que por el gobierno
4) I deológicas: formación de una conciencia emancipadora entre
criollos debido:
· Cultura e ideología española del XVIII
· Difusión y extensión de ideas revolucionarias de pensadores
europeos
· Influencia de ejemplos de independencia americana y
Revolución Francesa
· Apoyo y ayuda de ingleses y norteamericanos
5) Situación de la metrópoli: invasión francesa y vuelta de
Fernando VI I : será el disparador que activará as fuerzas de
revolución e independencia
· La invasión de la Península supondrá la instalación de la
Corte portuguesa en Brasil
· Para colonias españolas es el inicio de un debate sobre
quién debe gobernarlas estando el rey Fernando VII
prisionero en Francia

36
P recedentes y precursores: desde fines del XVIII hay un
movimiento revolucionario activo, aunque con escasos triunfos, por
·

parte de los precursores


· Sublevación de Tupac Amaru en Perú (1780­81)
· Conspiración de Picornell (1797)
· Independencia de Haití (1804) de Francia (lucha de razas)
· Destaca el caraqueño Francisco de Miranda (1806): este criollo
caraqueño (había visitado EEUU tras su independencia y había
viajado a Europa) intentó sublevar Venezuela pero fracaso
Los inicios del movimiento emancipador (1808­15): primeros
levantamientos debido a los sucesos ocurridos en España (invasión
·

napoleónica y coronación de José I)


· Los criollos forman Juntas en la América hispana de carácter
liberal y con tendencia a la autonomía
· Se ven en la necesidad de constituir órganos de gobierno para:
· Suplantar la ausencia del titular de la Corona
· Que recaben margen de autonomía (pues puede ser
discutida la autoridad de los gobiernos provisionales de la
Península)
· Identidad en los orígenes y fines de criollos americanos con
los liberales españoles que se levantan contra Napoleón
· La anómala situación permite que se ensayen propuestas
dispares y abre las puertas al choque entre inmovilistas e
innovadores
· Pronto muestran su sentido revolucionario e independentista:
· Levantamientos armados contra autoridades españolas,
sobre todo a partir de 1810
· Actitud generalizada de descontento que mueve a muchos
ciudadanos a hacerse cargo del gobierno de varias
provincias deponiendo a las máximas autoridades
· Cuatro focos independentistas:
· M éxico: movimientos populares de curas Hidalgo (desde
Dolores) y Morelos
· Miguel Hidalgo (cura de Dolores): grito de insurrección (16­
9­1810): revuelta social y racial que provocó el rechazo de
peninsulares y criollos y duró poco (fue asesinado en
enero)
· José María Morelos proclamó la independencia en 1813,
pero en 1815 fue derrotado definitivamente el foco rebelde
· Caracas:
· Se proclama la independencia nacional en 1811 (Miranda) y
una Constitución, pero en 1812 las tropas realistas acaban
con República venezolana
· En 1813 fracasa un segundo intento de independizar
Venezuela por parte de Bolívar (desde Nueva Granada)
· En torno a Lima:
· Movimientos iniciados en las Juntas de Bogotá, Quito y
Chile
· Perú se transforma en el núcleo de resistencia española
· Buenos Aires (donde actúa San Martín): se proclama la
independencia de Provincias Unidas del Río de La Plata (salvo

37
Montevideo y Paraguay) (1810) al constituirse la Regencia en
Cádiz
P ero la restauración absolutista de Fernando VI I devuelve
el predominio español en casi todos los territorios
·

americanos:
· Son sometidas casi todas las Juntas criollas y enviados varios
ejércitos españoles (una vez terminada la guerra de la
independencia) a América
· El principal foco de resistencia contra España son los territorios
del Río de la Plata
· 1811: P araguay proclama su independencia
· En 1810 Paraguay había decidido mantenerse fiel a la
Regencia
· Buenos Aires envía una expedición para imponer su
voluntad y huye el gobernador español de Asunción
· Los paraguayos rechazan las tropas porteñas y declaran
la independencia
· Sólo Uruguay permanece fiel a España
c) Modelos regionales y sociales del proceso independentista
1816­1825 fue fase decisiva y de radicalización de los
movimientos de independencia, que triunfan frente a la
·

resistencia de la metrópoli y dan nacimiento a nuevos Estados


independientes
· Se reinicia la resistencia del nacionalismo criollo (revolucionario y
liberal) contra el absolutismo fernandino y la represión española
· Victorias sucesivas de San Martín (desde el Sur) y Bolívar (desde
el Norte de Sudamérica)
· Hay cuatro corrientes revolucionarias hispanoamericanas (C. M.
RAMA):
· Burguesa conservadora: quiere mantener el status quo
· Liberal: reformismo moderado y monárquico
· Criolla­republicana: fue la dominante y la que le dio la
orientación general al movimiento
· Revolucionaria democrática o jacobina
· El golpe de Riego en España provoca el desmoronamiento rápido
del imperio
· Los realistas se sienten desautorizados al tener que servir a un
régimen que odiaban
· Los líderes insurgentes no se sienten impulsados a someterse a
la metrópoli a pesar de aplicarse la Constitución de Cádiz
Síntesis de los procesos de independencia:
· No forman un proceso unitario: brota de diversos focos de rebeldía
·

diferentes y distantes y sólo tardía y parcialmente coordinados


· Es la reacción de la metrópoli y de sus autoridades delegadas en
América lo que confiere unidad a estos movimientos dispares
· Sudamérica:
· 1816: Declaración formal de independencia de las P rovincias
Unidas del Río de La P lata (reunidas en el Congreso de
Tucumán) (Argentina)

38
Desde 1810 los territorios de La Plata se habían sublevado
contra autoridades españolas, pero hasta 1816 no se
·

declaró su independencia
· La declaración de independencia no resolvió el problema de
la unidad
· 1817­18: el general San Martín y O’Higgins avanzan desde la
región de la Plata: tras las victorias de Chacabuco y Maipú
proclaman la independencia de Chile. Otras consecuencias:
· Consolida la independencia de las provincias rioplatenses
· Sitúa a San Martín en el umbral del Perú (corazón de la
resistencia realista)
· 1819: Bolívar avanza en el norte desde Jamaica, entra en
Nueva Granada (centro de resistencia realista) y proclama
(tras la victoria de Boyacá) la independencia de Colombia
· 1821: Bolívar proclama la de Venezuela tras la batalla de
Carabobo
· 1822:
· Ecuador obtiene su independencia tras la victoria de
Pichincha por Sucre (lugarteniente de Bolívar)
· Entrevista de Guayaquil entre Bolívar y San Martín
· Bolívar es presidente de la Gran Colombia: incluye
Venezuela, Panamá y Ecuador (incluyendo Guayaquil,
ciudad disputada por Perú)
· 1824: P erú es independiente, al acabar Bolívar y Sucre con la
resistencia española en la victoria de Ayacucho
· Perú, en manos del virrey Abascal, fue la posición más
sólida de los realistas en todo el continente
· En 1820, el sucesor de Abascal, Pezuela, pierde apoyo
social: es aprovechado por San Martín (primero) y luego
Bolívar
· La división de jefes realistas produjo la destitución de
Pezuela + problemas para hacer frente al ejército de Bolívar
· 1825: Bolivia (Alto Perú) obtuvo la independencia de manos
de Sucre
M éxico y América Central: entre 1821­23
· 1821: la independencia se realiza casi sin violencia en M éxico,
·

llevada por quienes se habían opuesto a ella antes de iniciarse


el Trienio Liberal
· P lan de I guala establece la independencia: tras llegar a un
acuerdo el general Agustín Itúrbide con el dirigente popular
Guerrero (fórmula de compromiso para conciliar diversos
intereses)
· Agustín Itúrbide asumió el gobierno, primero como Regente
y luego como emperador (que incluía Centroamérica)
mediante un gobierno dictatorial (hasta su destitución en
1823 tras un golpe de estado)
· 1821: Guatemala se independiza de España y se incorpora a
México
· 1823: se independizan de México (experiencia de
confederación) las P rovincias Unidas de Centroamérica

39
Brasil: se produjo pacíficamente y mantuvo su unidad tras su
independencia: no tuvo ningún parecido con la independencia de
·

colonias españolas
· La familia real portuguesa residía en Brasil desde invasión
francesa de 1808 y establecen la capital del imperio lusitano en
Río de Janeiro: desde entonces, se reactivó la vida cultural
brasileña e incrementó sus relaciones comerciales
· 1815: el Regente Juan concede el título de dominio dentro del
Imperio a Brasil
· 1816: muere la reina y el Regente se convierte en rey Juan VI
· La familia real no tenía intención de regresar a Portugal a pesar
de haber sido expulsados ya los franceses
· Al constituirse una Regencia en Portugal, Juan VI tiene que
regresar (abril 1821) para no ser depuesto
· Dejó encomendado el gobierno de Brasil a su hijo (D. Pedro)
con el título de Regente
· Es reclamada la presencia del Regente en Portugal, pero se
opone (“grito de Ypirangá” en Sao Paulo (7­9­1822): D. Pedro
es nombrado emperador de los brasileños al proclamarse la
independencia casi sin lucha
· 1824: Constitución del Imperio de Brasil
· 1825: el Imperio es reconocido por Portugal
d) El nacimiento de los nuevos estados y el balance sobre el proceso
emancipador
Con la obtención de la independencia, las naciones iberoamericanas
empiezan una nueva fase en la que no se van a encontrar soluciones
·

a los problemas existentes (empiezan décadas de confusión al menos


hasta 1870)
Cuestiones planteadas tras la independencia
· Búsqueda de formas idóneas de organización política:
·

· Formas híbridas, indefinidas de gobierno (triunviratos,


directorios, consulados)
· Sistemas centralizados
· Monarquías
· Estructuración estatal: centralismo frente a federalismo
· Transformación de viejas estructuras económicas y sociales: se
adaptan los principios del liberalismo por las burguesías
dominantes
· Delimitación de las propias entidades nacionales (a pesar de
rasgos culturales comunes heredados de su pasado colonial, había
diferencias regionales decisivas)
· Constante modificación de fronteras nacionales hasta su definitiva
delimitación
· Pugna entre intentos de unificación (Bolívar) y proyectos de
federación y tendencias separatistas
Nueva configuración continental: en los nuevos países
independientes predominan las tendencias regionalistas
·

disgregadoras frente a las unitarias a escala continental:


· Predominio de las Repúblicas (optaron entre sistemas centralista
y federal)

40
No se realizaron los proyectos de Bolívar de crear una gran
federación de naciones hispanoamericanas, capaz de resistir las
·

crecientes presiones inglesas y norteamericanas: el Congreso de


Panamá (1826), que pretendía la confederación
hispanoamericana, fue un fracaso
Se produce la fragmentación de Hispanoamérica y la
consolidación de nuevas naciones (tendencias centrífugas):
·

se pasa de ocho países en 1825 (México, Centroamérica, Gran


Colombia, Perú, Bolivia, Chile, Argentina y Paraguay) a once en
1830 (se añaden Uruguay, Venezuela y Ecuador ) y quince en
1844 (Guatemala, El Slvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica)
· 1823: Independencia de Provincias Unidas de Centroamérica
(cae Agustín I)
· 1824: M éxico pone fin al régimen imperial y proclama
República Federal
· 1828­30: Uruguay se independiza de Brasil
· 1830: ruptura de la Gran Colombia, dando nacimiento a las
Repúblicas de Colombia, Venezuela y Ecuador
· 1838­44: fragmentación de Centroamérica en cinco
Repúblicas: Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua
y Costa Rica
Surgen rivalidades fronterizas en algunas regiones de América
del Sur
·

e) Las repercusiones internacionales


Supuso el primer fracaso a escala mundial de la política de Santa
Alianza
·

Gran Bretaña mantuvo una actitud de mediación, reconocimiento y


apoyo de las nuevas naciones independientes en beneficio de su
·

intervención económica
La actitud de USA fue también decisiva, pues apoya a
hispanoamericanos desde el principio, apoyo que se concretó en la
·

formulación de la Doctrina Monroe (diciembre 1823) (“América para


los americanos”). Buscaba:
· Distanciar a nuevas naciones hispanoamericanas de su relación
con Europa
· Disponerlos a una creciente intervención y dependencia
neocolonial de USA (auténticos dominadores del continente
americano desde entonces)

41
Textos para el comentario

Constitución española de 1812


En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
Autor y Supremo Legislador de la sociedad.
Las Cortes generales y extraordinarias de la nación española, bien
convencidas, después del más detenido examen y madura deliberaci6n, de
que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de
las oportunas providencias y precauciones, que aseguren de un modo
estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente
el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de la
nación, decretan la siguiente Constituci6n política para el buen gobierno y
recta administración del Estado:
Art. 3. La soberanía reside esencialmente en le nación, y, por lo
mismo, pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes
fundamentales.
Art. 4. La nación está obligada a conservar y proteger por leyes
sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos
de todos los individuos que la componen.
Art. 6. El amor a la patria es una de las obligaciones principales de
todos los españoles, y así mismo el ser justos y benéficos.
Art. 12. La religión de la nación española es y será perpetuamente
la católica, apostólica, romana, única Verdadera. La nación la protege por
leyes sabias y justas, y prohibe el ejercicio de cualquier otra.
Art. 14. El Gobierno de la nación española es una Monarquía
moderada hereditaria.
Art. 15. La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el
Rey.
Art. 16. La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el rey.
Art. 17. La potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y
criminales reside en los tribunales establecidos por la ley.
Art. 34. Para la elección de los diputados de Cortes se celebrarán
juntas electorales de parroquia, de partido y de provincia.
Art. 35. Las juntas electorales de parroquia se compondrán de to­
dos los ciudadanos avecindados y residentes en el territorio de la parroquia
respectiva, entre los que se comprenden los eclesiásticos seculares.
Art. 38. En las juntas de parroquia se nombrará, por cada 200
vecinos, un elector parroquial.
Art. 45. Para ser nombrado elector parroquial se requiere ser
ciudadano, mayor de 25 años, vecino y residente en la parroquia.
Art. 75. Para ser elector de partido se requiere ser ciudadano que
se halle en el ejercicio de sus derechos, mayor de 25 años, y vecino y
residente en el partido, ya sea del estado seglar o del secular, pudiendo
recaer la elección en los ciudadanos que componen la junta o en los de
fuera de ella.
Art. 91. Para ser Diputado de Cortes, se requiere ser ciudadano que
esté en el ejercicio de sus derechos, mayor de 25 años, y que haya nacido
en la provincia o esté avecindado en ella con residencia a lo menos de 7
años, bien sea del estado seglar o del eclesiástico secular; pudiendo recaer

42
la elección en los ciudadanos que componen la junta o en los de fuera de
ella.
Art. 92. Se requiere además, para ser diputado de Cortes, tener una
renta anual proporcionada, procedente de bienes propios.
Art. 104. Se juntarán las Cortes todos los años en la capital del
reino, en edificio destinado a este solo objeto.
Art. 106. Las sesiones de las Cortes en cada año durarán tres
meses consecutivos, dando principio el día primero del mes de marzo.
Art. 108. Los diputados se renovarán en su totalidad cada dos años.
Art. 110. Los diputados no podrán volver a ser elegidos si no
mediando otra diputación.
Art. 131. Las facultades de las Cortes son:
(...) Décima: Fijar todos los años, a propuesta del Rey, las fuerzas de
tierra y de mar, determinando las que se hayan de tener en pie en tiempo
de paz y su aumento en tiempo de guerra
Undécima: Dar ordenanzas al Ejército, Armada y Milicia Nacional en
todos los ramos que los constituyen
(...) Decimatercia: Establecer anualmente las contribuciones e
impuestos.
(...) Vigesimasegunda: Establecer el plan general de enseñanza
pública, en toda la Monarquía y aprobar el que se forme para la educación
del príncipe de Asturias.
(...) Vigesimacuarta: Proteger la libertad política de la imprenta.
Vigesimaquinta: Hacer efectiva la responsabilidad de los Secretarios del
Despacho y demás empleados públicos.
(.....) Art. 157. Antes de separarse las Cortes nombrarán una
Diputaci6n, que se llamará Diputación Permanente de Cortes, compuesta
de siete individuos de su seno, tres de las provincias de Europa, y tres de
las de Ultramar; y el séptimo saldrá por suerte entre un diputado de
Europa y otro de Ultramar.
Art. 159. La Diputación Permanente durará de unas Cortes ordinarias
a otras.
Art. 160. Las facultades de esta Diputación son: Primera, velar sobre
la observancia de la Constitución y de las leyes para dar cuenta a las
próximas Cortes de las infracciones que hayan notado.
(...) Art. 309. Para el gobierno interior de los pueblos habrá
Ayuntamientos compuestos del Alcalde o alcaldes, los regidores y el
procurador síndico, y presididos por el jefe político, donde lo hubiere, y en
su defecto, por el alcalde o el primer nombrado por éstos, si hubiere dos.
(.....) Art. 312. Los alcaldes, regidores y procuradores síndicos se
nombrarán por elección en los pueblos, cesando los regidores y demás que
sirvan oficios perpetuos en los Ayuntamientos, cualquiera que sea su título
y denominación.
(.....) Art. 324. El gobierno político de las provincias residirá en el
jefe superior, nombrado por el rey en cada una de ellas.
Art. 325. En cada provincia habrá una Diputación llamada Provincial,
para promover su prosperidad, presidida por el jefe superior.
Art. 326. Se compondrá esta Diputación del presidente, del inten­
dente y de siete individuos elegidos en la forma que se dirá sin perjuicio de
que las Cortes, en lo sucesivo, varíen este número como lo crean
conveniente, o lo exijan las circunstancias, hecha que sea la nueva división
de provincias, de que trata el artículo.

43
(...) Art. 362. Habrá en cada provincia cuerpos de Milicia nacionales,
compuestos de habitantes de cada una de ellas, con proporción a su
población y circunstancias.
(...) Art. 365. En caso necesario podrá el rey disponer de esta fuerza
dentro de la respectiva provincia; pero no podrá emplearla fuera de ella sin
otorgamiento de las Cortes.

Fernando VI I anula la obra de Cádiz


“Las Cortes, en el mismo día de su instalación, y por principio de sus
actas, me despojaron de la soberanía, poco antes reconocida por los
mismos diputados, atribuyéndola nominalmente a la nación para
apropiársela a sí ellos mismos, y dar a ésta después sobre tal usurpación las
leyes que quisieron, imponiéndole el yugo de que forzosamente las
recibiese en una nueva Constitución, que sin poder de provincia, pueblo ni
junta, y sin noticia de las que se decían representadas por los suplentes de
España e Indias, establecieron los diputados, y ellos mismos sancionaron y
publicaron en 1812. Este primer atentado contra las prerrogativas del trono,
abusando del nombre de la nación, fue como la base de los muchos que a
éste se siguieron; y a pesar de la repugnancia de muchos diputados, tal vez
del mayor número, fueron adoptados y elevados a leyes, que llamaron
fundamentales, por medio de la gritería, amenazas y violencia de los que
asistían a las galerías de las Cortes, con que se imponía y aterraba; y a lo
que era verdaderamente obra de una facción, se le revestía del espacioso
colorido de “voluntad general”, y por tal hizo pasar la de unos pocos
sediciosos, que en Cádiz, y después en Madrid, ocasionaron a los buenos
cuidados y pesadumbre(...)
Conformándome con las decididas y generales demostraciones de la
voluntad de mis pueblos, y por ser ellas justas y fundadas, declaro que mi
real ánimo es no solamente no jurar ni acceder a dicha constitución ni a
decreto alguno de las Cortes generales y extraordinarias, y de las ordinarias
actualmente abiertas, a saber los que sean depresivos de los derechos y
prerrogativas de mi soberanía, establecidos por la constitución y las leyes
en que largo tiempo la nación ha vivido, sino el declarar aquella constitución
y tales decretos nulos y de ningún valor ni efecto...”
(Fernando VII: Real Decreto, 4 de mayo de 1814)

El M anifiesto de Abrantes
“No ambiciono el trono; estoy lejos de codiciar bienes caducos; pero
la religión, la observancia y cumplimiento de la ley fundamental de
sucesión, y la singular obligación de defender los derechos imprescindibles
de mis hijos y todos los amados consanguíneos me esfuerzan a sostener y
defender la corona de España del violento despojo que de ella me ha
causado una sanción tan ilegal como destructora de la ley que
legítimamente y sin interrupción debe ser perpetua.
Desde el fatal instante en que murió mi caro hermano (Q.S.G.H.),
creí se habrían dictado en mi defensa las providencias oportunas para mi

44
reconocimiento; y si hasta aquel momento habría sido traidor el que lo
hubiese intentado, ahora lo será el que no jure mis banderas, a los cuales,
especialmente a los generales, gobernadores y demás autoridades civiles y
militares, haré los debidos cargos, cuando la misericordia de Dios, si así
conviene, me lleve al seno de mi amada patria, y a la cabeza de los que me
sean fieles. Encargo encarecidamente la unión, la paz y la perpetua caridad.
No padezca yo el sentimiento de que los católicos españoles que me aman,
maten, injurien roben ni cometan el más mínimo exceso. El orden es el
primer efecto de la justicia; el premio al bueno y sus sacrificios, y el castigo
al malo y sus inicuos secuaces es para Dios y para la ley, y de esta suerte
cumplen lo que repetidas veces he ordenado.”

(Abrantes, 1º de octubre de 1833. Carlos María Isidro de Borbón.)

El Estatuto Real, 1834


“El Estamento de próceres del Reino (como guarda permanente de
las leyes fundamentales, interpuesto entre el Trono y los pueblos)
comprenderá en su seno a los que se aventajen y descuellen por su elevada
dignidad o por su ilustre cuna, por sus servicios y merecimientos, por su
saber y sus virtudes: los venerables Pastores de la Iglesia; los Grandes de
España, cuyos nombres despiertan el recuerdo de las antiguas glorias de la
Nación; los caudillos que en nuestros días han acrecentado el lustre de las
armas españolas; los que en el noble desempeño de la Magistratura, en la
enseñanza de las ciencias o en otras carreras no menos honrosas, hayan
prestado a su Patria eminentes servicios, granjeando para sí merecida
estima y renombre, hallarán abiertas las puertas de este ilustre estamento,
el cual debe ser esencialmente conservador por la naturaleza de los
elementos que lo constituyen.”

(Fragmento de la Exposición preliminar al Estatuto Real de 1834)

CONSTI TUCI ON DE LA M ONARQUI A ESP AÑOLA


(18 de junio de 1837)

DOÑA ISABEL II, por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía


española, Reina de las Españas; y en su Real nombre, y durante su menor
edad, la Reina viuda su madre doña María Cristina de Borbón, Gobernadora
del Reino; a todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: Que las
Cortes generales han decretado y sancionado, y Nos de conformidad
aceptado, lo siguiente:

Siendo la voluntad de la Nación revisar, en uso de su Soberanía, la


Constitución política promulgada en Cádiz el 19 de marzo de 1812, las
Cortes generales, congregadas a este fin, decretan y sancionan la siguiente

TÍTULO II
DE LAS CORTES

Art. 12. La potestad de hacer las leves reside en las Cortes con el Rey.

45
Art. 13. Las Cortes se componen de dos cuerpos colegisladores, iguales en
facultades: el Senado y el Congreso de los Diputados.

TÍTULO III
DEL SENADO

Art. 14. El número de los senadores será igual a las tres quintas partes de
los diputados.

Art. 15. Los senadores son nombrados por el Rey a propuesta, en lista
triple, de los electores que en cada provincia nombran los diputados a
Cortes.

Art. 16. A cada provincia corresponde proponer un número de senadores


proporcional a su población; pero ninguna dejará de tener por lo menos un
Senador.

TÍTULO IV
DEL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS

Art. 21. Cada provincia nombrará un Diputado a lo menos por cada


cincuenta mil almas de su población.

Art. 22. Los diputados se elegirán por el método directo, y podrán ser
reelegidos indefinidamente.

TÍTULO VI
DEL REY

Art. 44. La persona del Rey es sagrada e inviolable, y no está sujeta a


responsabilidad. Son responsables los ministros.

Art. 45. La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el Rey, y su


autoridad se extiende a todo cuanto conduce a la conservación del orden
público en lo interior, y a la seguridad del Estado en lo exterior, conforme a
la Constitución y a las leyes.

Art. 46. El Rey sanciona y promulga las leyes.

TÍTULO VII
DE LA SUCESIÓN DE LA CORONA

Art. 50. La Reina legitima de las Españas es doña Isabel II de Borbón.

TÍTULO VIII
DE LA MENOR EDAD DEL REY Y DE LA REGENCIA

Art. 56. El Rey es menor de edad hasta cumplir catorce años.

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Bibliografía básica:
ARTOLA, M. La burguesía revolucionaria (1808­1874). Madrid: Alianza,
1990.
CASTELLS, I. y A. MOLINER, A. Crisis del Antiguo Régimen y Revolución
Liberal en España (1789­1845). Barcelona: Ariel, 2000.
FONTANA, J. La crisis del Antiguo Régimen, 1808­1833. Barcelona: Grijalbo,
1983.

Bibliografía complementaria:
ARTOLA, M. Antiguo Régimen y revolución liberal. Barcelona: Ariel, 1978.
–– Los afrancesados. Madrid: Alianza, 1989.
AYMES, J. R. La guerra de la independencia en España, 1808­1814. Madrid:
Siglo XXI, 1974.
CASTRO, C. de. La Revolución liberal y los municipios españoles (1812­
1868). Madrid: Alianza,1979.
DONÉZAR, J. Las revoluciones liberales: Francia y España. Madrid: EUDEMA,
1992.
FERNÁNDEZ DE PINEDO, E. (et al.). Centralismo, Ilustración y agonía del
Antiguo Régimen (1715­1833). Barcelona: Labor, 1980.
FONTANA, J. La quiebra de la monarquía absoluta, 1814­1820. Barcelona:
Ariel, 1971.
–– Hacienda y Estado en la crisis final del Antiguo Régimen español: 1823­
1833. Madrid: IEF, 1973.
–– La revolución liberal: política y hacienda ( 1833­1845). Madrid: IEF, 1977.
GIL NOVALES, A. El Trienio liberal. Madrid: Siglo XXI, 1980.
GÓMEZ URDÁÑEZ, G. Salustiano de Olózaga: élites políticas en el
liberalismo español (1805­1843). Logroño: Universidad de La Rioja,
1999.
LYNCH, J. Las revoluciones hispanoamericanas, 1808­1826. Barcelona: Ariel,
1976.
MARICHAL, C. La revolución liberal y los primeros partidos políticos en
España, 1834­1844. Madrid: Cátedra, 1980.
MOLINER PRADA, A. Joaquín María López y el partido progresista, 1834­1843.
Alicante: Instituto de Estudios Juan Gil Albert, 1988.
PÉREZ GARZÓN, J. S. Milicia nacional y revolución burguesa. El prototipo
madrileño (1808­1874). Madrid: CSIC, 1978.
RUEDA, G. La desamortización de Mendizábal y Espartero en España. Madrid:
Cátedra, 1986.
SEBASTIÁ, E. La revolución burguesa. Valencia: Historia Social, 2001, 2 v.
STEIN, S. J. y STEIN, B. H. La herencia colonial de América Latina. Madrid:
Siglo XXI, 1978 (10ª ed).

Enlaces en Internet
http://www.historiasiglo20.org/enlaces/esp1800­1814.htm
http://www.historiasiglo20.org/enlaces/esp1814­1833.htm
http://www.historiasiglo20.org/enlaces/independenciaiberoam.htm

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2. EL ESTADO LI BERAL Y LA AP ERTURA CAP I TALI STA EN ESP AÑA
(1843­1874)

2.1. Características políticas del período isabelino


2.2. La década moderada (1844­54): bases políticas y programáticas;
las principales realizaciones y los primeros problemas; el
autoritarismo sin control parlamentario de Bravo Murillo; la
corrupción y la preparación del alzamiento
2.3. El bienio progresista (1854­56):modernización y problemas
sociales y políticos
2.4. De la Unión Liberal a la crisis del sistema (1856­68): el bienio
moderado; el pragmatismo de la UL; la crisis del sistema
2.5. Transformaciones económicas y contornos de la sociedad liberal:
los factores del atraso de la industrialización; la apertura
capitalista; la nueva oligarquía; clientelismo y miseria de la
sociedad campesina. El sistema educativo. La contraposición de
modelos de administración local
2.6. Significación del Sexenio Democrático o Revolucionario: la
prolongación de la revolución liberal en revolución democrática;
¿revolucionario o democrático?; levantamiento militar y apoyo
popular de la Gloriosa
2.7. De la Revolución a la Regencia de Serrano (1868­70)
2.8. La monarquía democrática de Amadeo I (1871­73) y sus
obstáculos
2.9. La I República (1873): bases ideológicas; las jefaturas de
Figueras, Pi, Salmerón y Castelar y sus dificultades; el modelo
federal de constitución
2.10. El final del Sexenio: la interinidad de Serrano o la República
unitaria (1874)

2.1. Características políticas del período isabelino


La inestabilidad política había obligado al Gobierno Provisional a
adelantar a fines de 1843 la mayoría de edad de Isabel, cuando apenas
contaba trece años de edad. Se inició así un reinado que se extendió
durante un cuarto de siglo, hasta septiembre de 1868 en que fue depuesta,
y en el que pueden distinguirse las siguientes etapas:
Ø Década moderada (1844­54)
Ø Bienio progresista (1854­56)
Ø Unionistas y moderados en el poder (1856­68)
o Bienio moderado (1856­58)
o El “gobierno largo” de la Unión Liberal: el pragmatismo político
o La crisis del sistema
§ Gabinetes moderados (1863­65)
§ La crisis de la Unión Liberal (1865­66)
§ Autoritarismo, crisis política y crisis económica (1866­
68)
El triunfo liberal supuso el asentamiento del régimen constitucional,
estructurado en torno a tres instituciones (Corona, ejército y partido

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moderado, sobre todo, con el soporte socioeconómico de los nuevos grupos
dominantes y la puesta en marcha de un aparato centralista. Aunque
simbolizaba la bondad del liberalismo, su reinado transcurrió agitaciones
sociales, cambios políticos y económicos y escándalos cortesanos.
Respecto a la Corona, los historiadores han sido, por lo general, muy
críticos. Isabel II no estuvo a la altura de las circunstancias históricas que
España atravesaba y tuvo un papel político mucho más intervencionista en
la vida política que la británica Reina Victoria. Su primera decisión infantil
fue destituir al jefe de Gobierno y entregar el poder a los moderados, que,
desde entonces, dominaron la vida política salvo cortos períodos. Por otra
parte, la imagen de La Corte de los milagros (título de una obra de Valle
Inclán en la que satirizaba el final de su reinado) reflejaba precisamente la
idea de la Corte como nido de corrupción y de caprichos. No debe extrañar
así que durante su reinado hubiera una treintena de gobiernos diferentes,
pues sus prerrogativas constitucionales le permitían cesar y nombrar a jefes
de Gobierno sin control parlamentario.
En cuanto a los partidos políticos liberales (moderado y
progresista, de los que ya se trazaron sus diferencias en un tema anterior)
eran, en realidad, simples grupos de notables , sin una estructura definida,
que casi reducían su actuación a las convocatorias electorales y cuya
extracción social provenía en ambos casos de la clase alta terrateniente, la
nobleza y clases medias profesionales vinculadas a las anteriores por
negocios, intereses o matrimonios. Pero la apuesta de la Corona por los
moderados y la notable restricción del sufragio impidió una
verdadera alternancia al estilo británico y empujó a los progresistas,
marginados políticamente, a la conspiración para acceder al poder, como
sucederá en 1854 (dando inicio al bienio progresista progresista) y 1868 (que
pondrá fin al reinado isabelino).
El protagonismo de tales episodios recaerá en los militares, un grupo
social de escaso número pero de gran relevancia política, debido a su
vocación liberal y a la presencia constante de la guerra desde 1808 que
culminará con el conflicto carlista. Militares serán no sólo los cabecillas de
levantamientos, sino también los jefes de partidos y presidentes de
gobiernos. Sus altos mandos solían alcanzar títulos nobiliarios y se
integraron en la oligarquía dominante. Este será el caso, por ejemplo, del
progresista Espartero, el moderado Narváez o el unionista O’Donnell, cuyo
prestigio y carisma les convirtió en piezas centrales de la vida política.
En consecuencia, algunos historiadores han insistido en la debilidad
del liberalismo español debido a varios factores. En primer lugar, a causa
del militarismo, porque es el ejército, y no la mecánica electoral y
parlamentaria, el elemento esencial del cambio político. En segundo lugar, y
relacionado con lo anterior, por la fragilidad del sistema de partidos, que el
pensador católico Jaime Balmes relacionó con un poder militar fuerte como
consecuencia de la ineficacia de los partidos como instrumentos de acción
política. En tercer lugar, la altísima inestabilidad gubernamental y la
constante disolución de Cámaras. Por último, hay que destacar el peso del
catolicismo como elemento definidor de la nacionalidad, cuyo peso
condicionó la evolución del liberalismo español (cultura, educación, valores,
etc.).

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Por otra parte, el mayor peso electoral de las zonas rurales frente
a las urbanas, supuso el arranque del caciquismo , dado que estas zonas
eran políticamente mucho más controlables y retraídas. De manera que fue
en el segundo tercio del XIX, coincidiendo con la configuración de un
régimen parlamentario estable y el pacto social entre viejas y nuevas elites
en la España rural cuando se origina aunque se generalizará y desarrollará
en toda su extensión a partir de la Restauración.
No menos importante es otra de las novedades, la creación de un
aparato centralista, para que el Estado liberal pudiera extender sus
tentáculos (a través de los gobernadores) a todos los rincones del país,
aunque ello implicara una costosa burocracia y no pocos problemas.
Pero, por otra parte, la implantación del nuevo Estado liberal
coincidió con la modernización de la economía e importantes
cambios sociales. Aunque continuaba el retraso respecto a otros países,
fue una etapa de equipamiento industrial y de crecimiento espectacular,
favorecido por una coyuntura alcista y basada en tres ejes: la
generalización del tendido ferroviario, la intensificación de la explotación
minera, el afianzamiento de la industria y la reducción del peso del sector
agrario. En consecuencia, se consolidan una oligarquía dominante,
formados por la oligarquía agraria, los empresarios de la minería (en
Vizcaya, Asturias, Andalucía y Cartagena), los industriales de Cataluña, la
burguesía financiera y especuladora (banqueros y hombres de negocios),
sus abogados y militares. Y, la otra cara de la moneda será el nacimiento
del proletariado urbano, cuya voz se oirá en la huelga de 1855 y durante
el Sexenio.

2.2. La década moderada (1844­54)


a) Bases políticas y programáticas: el liberalismo doctrinario
Fueron los moderados quienes mayor tiempo estuvieron en el poder
(desde 1844 hasta 1854
ininterrumpidamente y varias veces entre 1856 y
1868. Durante estos años, la base política de
su actuación vino marcada por la Constitución
de 1845, que rompía el consenso
constitucional de 1837 y, a modo de “traje a
medida” para los moderados, institucionalizaba
el liberalismo doctrinario ; de este modo, la Corona adquiría un lugar
preeminente (poder moderador entre el legislativo y ejecutivo), limitaba los
derechos y libertades populares y restringía el voto a los más pudientes. A
partir de esta formulación política, pusieron en práctica un programa basado
en: a) la centralización administrativa (ley de ayuntamientos y ley
provincial, 1845); b) la defensa del orden y la propiedad, con dos medidas tan
destacables como la creación de la Guardia Civil (1844) y la reforma de
la Hacienda (Mon y Santillán, 1845); y c) las buenas relaciones con la Iglesia
(olvidando pasadas disputas y frenando el proceso desamortizador), que
culminó con el Concordato de 1851. En consecuencia, la política
moderada pretendió consolidar los cambios suscitados tras la destrucción del
Antiguo Régimen, tranquilizar a los sectores más reaccionarios y garantizar
el orden público. De manera que su pretendidas reformas modernizadoras
condujeron a limitar los cambios en beneficio de una oligarquía

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formada por los sectores sociales más conservadores beneficiarios del
proceso revolucionario.
Por otra parte, ejercieron el poder de forma arbitraria
(recurriendo a la manipulación electoral e, incluso, con Bravo Murillo, al
cierre de los Cortes y al gobierno por decreto) y excluyente (no sólo
excluyeron a los progresistas del poder, sino de actividad política) aunque
divididos en clientelas y tendencias personales que impidieron dar
estabilidad política al país. Por consiguiente, pese a la fuerte personalidad
del general Narváez, dentro del moderantismo se podía observar una
aparente heterogeneidad política, relacionada con los distintos bandos en
liza: a) izquierda (puritanos, de Pacheco e Istúriz), defensores de la
reconciliación con progresistas; b) la derecha (desde grupo de Vilumá a
neocatólicos de Donoso Cortés y los reaccionarios, cercanos al absolutismo,
de Bravo Murillo); y c) polacos del conde de San Luis, sin más programa
que la mera adhesión personal a Narváez. Por tanto, conviene establecer
algunas etapas diferenciadoras.
b) P rimera fase. Las principales realizaciones (1844­48)
El nuevo hombre fuerte es Narváez (el espadón de Loja), rival de
Espartero, que puso en marcha un régimen autoritario y represivo para
afianzar el nuevo sistema burgués. Junto a González Bravo (1843­44), los
gobiernos de Narváez (1844­46 y, salvo breves períodos, entre 1847­51)
reprimieron a la oposición progresista, cuyos principales líderes optaron por
el exilio. En realidad, González Bravo se había limitado a preparar el
advenimiento al poder de Narváez (el 3 de mayo de 1844) que en su
primera etapa gobernó de manera dictatorial (aunque con la autorización
de las Cortes). En esta línea de defensa de la ley y el orden, la primera
medida de Narváez fue la reorganización definitiva de la Guardia Civil
(13­5­1844), instituto creado por su antecesor como un cuerpo de policía
de naturaleza paramilitar, con mandos y según criterios militares (su
primer director fue el duque de Ahumada) que sustituía a la Milicia
Nacional. A la Guardia Civil se encargará la defensa de la propiedad privada
(recientemente consolidada por la reforma agraria liberal), y el control del
orden público, obsesión de cualquier buen conservador.
Las siguientes medidas más representativas del programa moderado
serán de cariz claramente centralista. Se trata de la ley de
Ayuntamientos (8­1­1845) y, unos meses más tarde, otra sobre el
gobierno político de las provincias (2­4­1845). La ley de
Ayuntamientos, que los dejaba en manos del poder central y de las minorías
oligárquicas locales, establecía los principios más significativos del municipio
moderado son: centralización, dependencia jerárquica y restricción del
principio electivo. De este modo, la Corona nombraba a los alcaldes de las
capitales de provincia y de las cabeceras de partido, dejando los del resto
de municipios a la designación del gobernador. Por otro lado, reducía el
número de electores sólo a los mayores contribuyentes. En cuanto a la
nueva legislación sobre el gobierno de las provincias, otorgaba mayor
importancia otorgada al jefe político (llamado gobernador general, desde
septiembre de 1847, y, definitivamente bajo la denominación de
gobernador civil desde fines de 1849), alrededor del cual giraban todos los
órganos de la administración provincial, cuyas atribuciones eran de amplio
calado: presidía las diputaciones, representaba los intereses generales,

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administraba los asuntos provinciales y era agente de jurisdicción
administrativa. La centralización en el gobierno provincial quedaba más
patente con la figura de un gobernador ejerciendo el poder supremo en la
provincia, fruto de merma en las atribuciones y la capacidad de decisión de
las diputaciones, que quedaban bajo la dependencia del poder central.
El 23 de mayo de 1845 veían la luz dos de los estandartes de su
gobierno, la Constitución y la reforma hacendística. La constitución de
1845 sustituía el principio de soberanía nacional por el de soberanía
compartida (Corona y Cortes), incrementando el poder real (que podía
nombrar ministros, disolver las Cortes y sancionar las leyes). Confirmaba un
sistema bicameral en el que el Senado se convertía en Cámara de la
aristocracia, de nombramiento exclusivo por parte de la Corona (frente a la
elección mixta establecida en 1837), con carácter vitalicio y de número
ilimitado (para garantizar una mayor sumisión a la Corona). Por otra parte,
se reducían algunos derechos y libertades y se restringía el cuerpo
electoral a los mayores contribuyentes, para garantizarse así el triunfo
electoral. Para certificar las medidas de orden público y de ámbito local,
suprimía la Milicia Nacional y modificaba las competencias de los
ayuntamientos, reforzando el poder del Gobierno. En definitiva, esta
constitución, pese a su larga vigencia (incluso su modelo será seguido, en
buena manera, durante la Restauración), se aplicó habitualmente en un
contexto represivo y sirvió para impedir la alternancia política y contribuyó
a acrecentar la corrupción electoral y la falsificación del sufragio.
De gran calado será también la reforma de la Hacienda de M on y
Santillán (23­5­1845), que venía a culminar las transformaciones
jurídico­institucionales y económicas de la revolución burguesa. Con la
finalidad de equilibrar el presupuesto (y acabar con el déficit crónico del
Estado) y suprimir los privilegios regionales (para vertebrar España como
nación), se racionalizaba el sistema tributario, pasando de un sistema de
impuestos múltiples a otro más uniforme, basado en un triple capítulo de
ingresos: monopolios (tabaco, loterías, etc., arrendados a particulares);
impuestos indirectos (transmisión de bienes, consumos); e impuestos
directos (contribución territorial; industrial; y de comercio). Pero el fracaso
relativo de la contribución territorial (hoy más conocida como rústica y
urbana), debido al ocultamiento y falseamiento continuo de datos (pues su
cobro se hacía de acuerdo con los amillaramientos y las cartillas evaluatorias,
de poca fiabilidad en cuanto que se basaban en declaraciones juradas de los
propietarios y las estimaciones de los ayuntamientos), supuso la potenciación
de los impuestos indirectos como el de consumos, que va a centrar las
protestas populares en todos estos años, especialmente en los años cincuenta
y sesenta.
En la vía de modernización se inscriben otras reformas moderadas en
ámbitos tan diversos como la educación (P .J. P idal, 17­9­1945), la justicia
(nuevo Código P enal, 1848, de Manuel Seijas Lozano), el ejército
(reconstrucción de la Marina, destruida desde Trafalgar, y reforma de las
academias militares) y los pesos y monedas.
c) Los principales problemas, 1846­49
Pero la hegemonía moderada iba a provocar el descontento político
tanto de carlistas como por progresistas, así como el nacimiento de nuevas
organizaciones políticas.

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Los carlistas volvieron a la lucha armada entre 1846­49, en la
llamada Guerra de los Matiners , que tradicionalmente se ha considerado
como una “segunda guerra carlista”, aunque no fuera en realidad sino una
reaparición de la lucha de guerrillas, sobre todo en Cataluña, aunque también
tuvo un limitado impacto en nuestra región.
Por otra parte, el ostracismo de los progresistas les obligó a recurrir a
la conspiración. Sin embargo, éstos no tuvieron protagonismo en los leves
conatos insurgentes en torno a 1848, promovidos tan sólo por algunos
pequeños grupos que defendían ideas relacionadas con el socialismo utópico y
el radicalismo democrático, sin apenas apoyo popular, y que Narváez reprimió
con dureza, por lo que apenas repercutió la “primavera de los pueblos” en
España. Ahora bien, sirvió para que se formaran nuevos grupos políticos más
a la izquierda, entre los que se encontraban los demócratas (1849) así como
los republicanos y los primeros socialistas. Hombres como Fernando Garrido
y Sixto Cámara denunciaban en la prensa las intrigas de los viejos partidos a
la vez que criticaban el sistema de propiedad y la organización social.
d) La segunda fase. El autoritarismo sin control parlamentario
de Bravo Murillo (enero 1851­dic. 1852)
Si la dictadura de Narváez se había hecho con el apoyo
parlamentario, Bravo Murillo fue aún más allá, pues cerró las
Cortes y gobernó por decreto. Calificado como
ultrarreaccionario por J. P. FUSI, Bravo Murillo defendía
posiciones cercanas al absolutismo y sus proyectos políticos
suscitaron una fortísima oposición y dividieron a los
moderados. Sin embargo representaba, por otra parte, a un
sector político cansado de la supremacía militar y preocupado especialmente
por el progreso material (gobierno de técnicos). Sus dos principales
iniciativas fueron el Concordato con la Santa Sede y el intento de reforma
constitucional.
El Concordato de 1851, vigente durante un siglo, devolvía al
catolicismo su papel central en la vida española a cambio de que la la
Iglesia se descolgara del Antiguo Régimen y legitimara el
nuevo Estado burgués. En síntesis, la Santa Sede
renunciaba a reclamar las propiedades desamortizadas y
aceptaba el nombramiento estatal de los obispos
(“derecho de Patronato Real”) a cambio de que el Estado
mantuviera los edificios religiosos y los estipendios del
clero (presupuesto de culto y clero), se reafirmaba la
confesionalidad del Estado y la enseñanza católica en las escuelas públicas. La
reafirmación de la influencia católica, simbolizada en el pensamiento de
representantes del pensamiento católico más conservador, como J aime
Balmes (sacerdote y ensayista español, defensor de la monarquía,
pretendía conciliar a carlistas e isabelinos a través del semanario El
Pensamiento de la Nación, que él fundó y redactó en solitario), Donoso
Cortés o Antonio Mª Claret, fue inmediata y poderosa. De esta manera, los
años 1856­68 vieron una convivencia óptima entre Iglesia y Estado.
Y, fruto de su pensamiento reaccionario, Bravo Murillo intentó (sin
éxito, pues encontró la oposición de las Cortes e irritó al propio Narváez)
reformar la Constitución en 1852 (imitando el ejemplo de Luis Napoleón
en Francia, que acababa de dar un golpe de estado para poner fin a la II

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República). Ratificaba el predominio del ejecutivo sobre el legislativo (reducía
las Cortes a meras cámaras consultivas) y limitaba el sufragio a los 150
ciudadanos más ricos de cada distrito para poder gobernar sin el acoso
parlamentario.
e) El fin de la década moderada: corrupción y preparación del
alzamiento
La tercera fase (1853­54) de la década moderada estará marcada
por gobiernos anodinos y mediocres. El último estuvo presidido por Luis
J osé Sartorius (conde de San Luis), de ascendencia polaca, fundador de
una dinastía política vinculada a los distritos de Huete y Priego y uno de los
mayores representantes de la corrupción electoral a gran escala. Sartorius
gobernó con las Cortes cerradas y la prensa amordazada, pues se vio
salpicado de escándalos relacionados con las concesiones de contratos
ferroviarios.
La suspensión de las Cortes (que se habían negado a respaldar el
proyecto de ley de concesiones ferroviarias de Sartorius, el objeto preferido
de especulación) provocó una crisis parlamentaria (enero de 1854) que
llevo a más de doscientos senadores y diputados pedir a la reina que
solucionara la crisis. La falta de resultados originó un movimiento
revolucionario (que seguía el clásico modelo de pronunciamiento
militar acompañado de levantamiento urbano) que acabará con la época
moderada y dará paso al período conocido como bienio progresista.
El pronunciamiento militar (conocido como la Vicalvarada , debido
al enfrentamiento de tropas en Vicálvaro el 30 de junio de 1854) fue
dirigido por los generales O’Donnell, Dulce y Serrano. Querían imponer un
cambio de gobierno pero era un golpe indeciso. Necesitaban radicalizar su
lenguaje y apelaron al país con el M anifiesto de Manzanares (redactado,
en realidad, por Cánovas del Castillo y no por O’Donnell), que contenía una
serie de reformas queridas por los progresistas: instauración de la Milicia
Nacional; reducción de impuestos; cierta descentralización
administrativa;cese del favoritismo gubernamental (crítica de las
camarillas); ampliación del sufragio electoral; puesta en marcha de la ley de
imprenta; y convocatoria de Cortes Generales. Para secundar el
pronunciamiento, se generalizan una serie de revueltas populares (que
reclaman “pan, trabajo y Espartero”) en las principales ciudades, asumiendo
el poder las J untas de Salvación, que se atribuyen la voluntad popular. En
estas circunstancias, Isabel II acaba cesando a Sartorius y encargado a
Espartero la formación de un gobierno de coalición progresista­
moderada (con O’Donnell).

2.3. EL BI ENI O P ROGRESI STA (1854­56)


a) El programa modernizador
Frente a la inercia de los moderados, la labor política realizada durante
el bienio progresista (1854­56) por el gobierno presidido por Espartero
supone un programa modernizador en torno a una nueva tarea
constitucional y la consolidación de reformas económicas de gran calado
La resurrección del programa progresista supuso un intento de
ampliar los derechos políticos y libertades, recogidos en la Constitución de
1856 que, no obstante no va a llegar a tener vigencia (de ahí su calificativo

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de nonata). Sus principales novedades eran: la vuelta a la soberanía
nacional; la regulación de los derechos individuales; la libertad de
conciencia (libertad religiosa, a la que se opondrán las fuerzas
confesionales); limitación de las facultades de la Corona; mantenimiento del
sistema bicameral, pero reforzando la autonomía de las Cortes y pasando el
Senado a ser enteramente electivo; vuelta a la Milicia Nacional; y
ampliación del sufragio hasta casi 700.000 electores.
La consolidación de reformas económicas tiene tres bases
fundamentales: a) la desamortización general de Madoz (1855); b) el impulso
a la construcción de la red ferroviaria (ley de ferrocarriles, 1855); y c) el
desarrollo de la banca (ley de banca, 1856).
La ley de Desamortización General de M adoz (1­5­1855)
pretendía completar la ley de Mendizábal y dar un nuevo impulso a la venta
de bienes nacionales. Aunque es de carácter general, es sobre todo una
desamortización civil, pues afecta básicamente a los bienes de propios y
tierras comunales. Fue hecha a medida de terratenientes y de la burguesía
urbana y, aunque favoreció la modernización y la eficiencia agrícola, supuso
un enorme despojo pues desheredó definitivamente al campesinado pobre.
Mediante la ley de ferrocarriles (1855), se generaliza el tendido
ferroviario. Fue un gran negocio que procuró sustanciosas ganancias a
constructores y propietarios de vías férreas. Como complemento, la ley de
banca (1856) venía a darle el fundamento financiero que permitió crear
sociedades de crédito y nuevos bancos a la vez que sirvió también para
canalizar el dinero hacia el negocio ferroviario.
b) P roblemas sociales e inestabilidad política
El descontento social creció desde 1855, pues se disparó la
inflación en un contexto de creciente influencia de ideas revolucionarias y
socialistas, conforme aumentaba la toma de conciencia de un emergente
proletariado. La inflación, junto a la descapitalización interna y el descenso
de producción fueron, en buena parte, producto de las medidas
librecambistas y la aceptación de las condiciones puestas por países más
avanzados (como Gran Bretaña, Francia o Bélgica). El malestar estalló en
Barcelona, originando la primera huelga general obrera en España.
La inestabilidad política fue fruto de la contradicción inherente a
una revolución nacida de la convergencia de un pronunciamiento y de un
movimiento popular, que desembocó en un gobierno heterogéneo (presidido
por el ídolo progresista, que descartaba cualquier alianza con los
moderados, a diferencia de O’Donnell, que buscaba amalgamar a
moderados y progresistas) que se enfrentó a agitaciones en diversas partes
del país y la inquietud de los demócratas (izquierda) y carlistas (derecha).
Por otra parte, las relaciones diplomáticas con Roma se suspendieron, por el
malestar de la Santa Sede por el artículo de la libertad religiosa recogida en
la nueva constitución.
El fin del bienio se desencadenará cuando en julio de 1856,
O´Donnell es llamado a formar gobierno, a quien apoyará la reina en
detrimento de Espartero. O´Donnell endurecerá la represión mediante el
ejército, prohíbe las asociaciones de trabajadores, disuelve las Cortes y
arrincona la nueva Constitución, que asustaba a los moderados.
Restableció la Constitución de 1845 y le añadió un acta adicional (15­9­

55
1856) de dudosa legalidad, que recogía la existencia de jurado para los
delitos de imprenta.

2.4. DE LA UNI ÓN LI BERAL A LA CRI SI S DEL SI STEMA (1856­68)


Pese a las buenas “relaciones” de O’Donnell con la reina, ésta
nombrará de nuevo a formar gobierno a Narváez en octubre de 1856,
produciéndose la vuelta al moderantismo, turnándose con la Unión
Liberal, siendo ambos partidos los pilares del reinado isabelino.
En un contexto en que los progresistas se retraían a participar en la
vida política, la Unión Liberal, liderada por O’Donnell, representaba una
especie de fuerza de centro que, alejada de cualquier radicalismo, quería
obtener el apoyo de los distintos sectores liberales con el fin de estabilizar
el sistema. Se trataba de un conglomerado político de ideario vago que
aglutinaba tanto a la izquierda moderada (antiguos puritanos como Ríos
Rosas, Pacheco, Borrego, Alonso Martínez) como a progresistas templados
(San Miguel, Cortina, Prim o Modesto Lafuente, entre otros). De todos
modos, algunos de ellos se acabarán desencantando y abandonando la
Unión Liberal con el paso del tiempo, como Ríos Rosas o Prim.
a) El Bienio moderado (1856­58): Narváez
Narváez, tras recuperar la presidencia del Consejo de Ministros,
suspendió toda la legislación progresista y anuló el acta adicional de
O’Donnell y añadió una reforma (la ley constitucional de 17­7­1857) que
afectaba al Senado en la línea propuesta por Bravo Murillo en 1852. Con
ello, se atrajo a los sectores más reaccionarios (neocatólicos, carlistas
reciclados y conservadores en general).
Lo más destacable de este bienio son dos novedades
administrativas. La ley M oyano (1857), reflejo de la importancia del
sistema educativo para el nuevo aparato estatal, y el censo de 1857, que
iniciaba la época estadística, de acuerdo con lo que era habitual en otros
países europeos, por la gran importancia del recuento de ciudadanos y sus
características para controlar mejor los recursos del Estado liberal).
La caída de los moderados estará relacionada con las agitaciones
sociales y las repercusiones políticas a consecuencia de la crisis
económica de 1857 (de subsistencias al principio y que se complicó con
problemas financieros y comerciales a fines de ese año) y sus secuelas
demográficas. La Unión Liberal recuperaba el poder y disfrutaba de unos
años de relativa bonanza económica y tranquilidad política.
b) El Gobierno Largo de la Unión Liberal (1858­63)
La Unión Liberal de O’Donnell va a tener su segunda oportunidad de
gobernar y ahora lo va a hacer en un contexto más propicio y, por tanto,
más longevo. Representaba la expresión política de los deseos de orden y
estabilidad, flexibilidad y tolerancia. Por tanto, respetarán las reglas de
juego y, a diferencia de los moderados, gobernarán sin suspender el
Congreso.
Desde luego, se verán beneficiados por una fase de crecimiento
económico. Se trata de una verdadera época de los negocios ,
caracterizada por la continua expansión del ferrocarril, de las obras
públicas, de las áreas cultivadas, de minas, bancos y textiles catalanes. En

56
pocos años salieron a la venta gran cantidad de bienes desamortizados
(pues se restableció la Ley Madoz) y se liberalizó el mercado de la
propiedad (Ley Hipotecaria, 1858; Ley de Minas, 1859). Pero no
desaparecen las agitaciones sociales, sobre todo en el campo, como la
“revolución de Loja”.
El relativo dinamismo económico, permitió emprender una política
internacional de prestigio . Se resucitan sueños de grandeza imperial y
España se lanza, de la mano de Napoleón III, a buscar mercados y zonas de
influencia para dar salida al excedente de mano de obra y afirmar posición
española en el mundo (a modo de una especie de empresa nacional) con
resultados, no obstante, dudosos, pues son acciones ocasionales e
improvisadas y de escasos resultados económicos. Destacan la expedición
a Cochinchina (agosto de 1858), que no pasó de una escaramuza sin
sentido; la guerra de África (1859­60), dirigida por O´Donnell y Prim,
que desembocó en ciertas concesiones territoriales a España (como Ifni,
pero no Tánger), garantías sobre Ceuta, Melilla y tratamiento de nación más
favorecida; la incorporación efímera (desde 1861 a 1864) a España de
Santo Domingo (1861­64), a iniciativa del gobierno dominicano; y la
expedición a Méjico (1862), dirigida por Prim, y que acabó siendo un
fiasco para España.
Las principales causas de la caída del gobierno de la Unión
Liberal hay que buscarlas, según FUSI, en el propio eclecticismo ideológico
del partido y la frágil unidad interna, que no pudo superar el desgaste tras
cinco años de gobierno y las arbitrariedades de la Corona
c) La crisis del sistema
A partir de 1863 volverán a ser los moderados quienes monopolicen
básicamente los últimos gobiernos isabelinos (salvo en el bienio 1865­66). La
Reina seguirá siendo el principal obstáculo para el desenvolvimiento
constitucional normal. No obstante, buena parte de la legislación
modernizadora del bienio progresista (como la desamortización o el
ferrocarril) se mantuvo, con leves modificaciones, en estos años.
Entre 1863 y 1865 se sucederán varios gabinetes moderados,
presididos por Miraflores, Arrazola, Mon, Narváez. Serán los incidentes de la
noche de San Daniel (10­4­1865) los que provoquen la caída de Narváez y
el regreso de O´Donnell. Empieza así la última etapa de gobierno
unionista (1865­66) que no sólo no logrará atraerse a los progresistas,
sino que irá quedando progresivamente al margen del sistema. Serán ya
años difíciles, pues entre 1865 a 1868, la crisis económica se sumará
al colapso político. Y el malestar generalizado favoreció las diferencias
políticas y creó una vinculación entre burguesía y clases populares.
La crisis económica tuvo una triple base, financiera, textil y de
subsistencias. La quiebra financiera se inició en 1866 debido a la crisis en
las inversiones del ferrocarril, en especial, que acabó desilusionando a
algunos políticos y a los hombres de negocios, que se irán alejando del
régimen establecido. En esta coyuntura, el hambre de algodón provocado
por la Guerra de Secesión (1861­65) en Estados Unidos vino a agravar la
situación, pues el encarecimiento de las materias primas condujo a la crisis
de las fábricas textiles. Por último, entre 1867 y 1868, la crisis de
subsistencias, ante la caída de la producción agrícola (y

57
fundamentalmente de cereales) provocó una subida brutal de los precios del
trigo que, sumado al incremento de la presión fiscal (simbolizada en los
odiados consumos) se tradujo en una creciente hostilidad popular al régimen
manifestada a través de motines y algaradas. Como dice Nicolás SÁNCHEZ
ALBORNOZ, aunque la crisis de subsistencias no causó la revolución, sirvió
para nutrir un clima donde pudo estallar y ganar aceptación como
demuestra la sensación de alivio con la que se recibió la caída de Borbones.
La crisis económica coincidirá con un clima de descomposición
política e institucional. Desde 1866, los gobiernos moderados darán
nuevas muestras de autoritarismo. Las Cortes dejaron de funcionar
como verdadero y legítimo órgano depositario de la soberanía nacional
(aunque fuese censitaria) y el decreto­ley se impondrá como norma para
legislar. La desaparición de Narváez (que gobernó desde 1866 hasta su
muerte en abril de 1868) se vino a sumar a la de O’Donnell, muerto en
noviembre de 1867, con lo que desaparecían los dos apoyos más firmes. A
Narváez lo sucedió González Bravo, cerrando el círculo del período
isabelino pues fue el primer y, prácticamente, el último presidente de Isabel
II. Mientras González Bravo llegaba a pensar en ejercer una dictadura
apoyada por el ejército, la oposición se organizaba y sentaba las bases para la
revolución.
La política moderada acabó forzando alianzas opuestas al
sistema empujando a la revolución como respuesta al autoritarismo y a
desnaturalización del sistema liberal. Los progresistas, que se habían
abstenido de participar en la política nacional debido al control caciquil de los
procesos electorales, se radicalizaban ahora y unían sus fuerzas a los
demócratas (un partido de amplio y coherente programa) para poner fin al
reinado isabelino. Por otra parte, tras el destierro de los presidentes del
Congreso y del Senado en diciembre de 1866 (Ríos Rosas y Serrano) y la
muerte de O’Donnell, la mayoría de generales unionistas (Serrano, Dulce,
Zavala, Echagüe) se enfrentaron al gobierno de González Bravo y acabaron
uniéndose a los conspiradores.
Tras fracasar varios pronunciamientos militares en los primeros
meses de 1866, en el verano de ese año se reunían en una ciudad belga los
partidos desfavorecidos por el régimen. El P acto de Ostende reunió a los
progresistas de Prim y a los demócratas para sentar las bases de la
revolución. Más tarde se unieron los unionistas. Los firmantes estaban
muy distantes entre sí pero eran conscientes de la necesidad de colaborar
pues el régimen no podía ser derrocado sólo por un puñado de soldados. El
apoyo del ejército estaba garantizado pues el general Prim, pieza clave de
la conspiración contra la reina, estaba presente en ese acuerdo. El
programa acordado se basaba en la supresión del régimen isabelino, un
Gobierno Provisional y unas Cortes Constituyentes.
La ocasión se produjo en septiembre de 1868, aprovechando el
desgaste moderado, la oposición creciente a la “camarilla de la reina” y el
descontento popular. El ejército volverá a ser de nuevo el instrumento
del cambio político. Bajo el lema ¡Viva España con honra; abajo los
Borbones! (pronunciado por el almirante Topete el 17 de septiembre de
1868) se inició la revolución y esta vez llevó al cambio de dinastía.

58
2.5. LAS TRANSFORM ACI ONES ECONÓM I CAS Y LOS CONTORNOS
DE LA SOCI EDAD LI BERAL
a) ¿Fracaso o atraso industrializador?

La publicación hace tres décadas del libro titulado El fracaso de la


revolución industrial en España supuso un verdadero éxito de ventas para
su autor, Jordi Nadal, que sacó varias reediciones en los años siguientes.
Venía a reafirmar la tesis tradicional de excepcionalidad española también
en el ámbito económico. Sin embargo, los estudios de Prados de la Escosura
vinieron a matizar la idea de “fracaso” y sustituirla por la de “atraso”. De
esta manera, la industria española decimonónica, por ser raquítica y
anticuada, quedaría en una situación de atraso porque fue incapaz de
insertar la economía española en la mundial de una forma no dependiente.
Y, por ello, la economía española permaneció mayoritariamente agraria
hasta bien entrado el S. XX.

Ahora bien, eso no significa que el estancamiento fuera total, pues


hubo una incipiente industrialización en algunas regiones, como Cataluña
(textil algodonera), Andalucía (altos hornos en Málaga, aunque utilizaban
carbón vegetal) y Asturias y el País Vasco (empresas mineras y siderúrgicas
desde la época isabelina). Por tanto, habría que hablar de un proceso de
industrialización español con características propias (mayor importancia
de la industria alimentaria) y de manera más tardía. Y, España, como
Italia o Portugal, quedaría entre un grupo de “rezagados europeos”.

A lo largo del s. XIX, se distinguen varias fases en el desarrollo


económico español: 1) desde 1800 hasta 1840 (final de I Guerra Carlista),
la economía permaneció virtualmente estancada; 2) en los decenios
centrales del siglo (entre 1840­1860), hubo una lenta recuperación; 3) y en
las últimas cuatro décadas (1860­1900) se aprecia un proceso de
progresivo crecimiento que gana velocidad al aproximarse el s. XX.

b) Los factores del atraso de la industrialización


Varios son los factores del atraso industrial. En primer lugar, los
relacionados con el transporte, debido a los condicionantes geográficos,
en general, y orográficos, en particular. El programa de construcción de
carreteras a partir de 1840 resultó insuficiente y la construcción de red
ferroviaria, (con mayor incidencia en la transformación del transporte
terrestre que las carreteras) tuvo una serie de deficiencias que más
adelante se detallarán.
En segundo término, habría que mencionar los recursos mineros y
energéticos. Durante la mayor parte del XIX, la explotación de las riquezas
mineras españolas permanecieron poco explotadas y, por consiguiente,
contribuyeron poco al desarrollo del país; de igual manera, la escasez de
recursos energéticos resultó ser un obstáculo para el crecimiento.
En tercer lugar, habría que situar el atraso del sistema bancario y,
con él, la falta de una financiación suficiente. A estos factores habría que
añadir, en cuarto lugar, el factor empresarial, relacionado con la debilidad
del espíritu de empresa español; en este sentido los empresarios españoles
estaban más atentos a reclamar medidas proteccionistas y a manipular el

59
mercado para obtener pingües ganancias que a aumentar su competitividad
y actuar con una visión a largo plazo. También hay que considerar, en
quinto lugar, el factor estatal, debido al déficit crónico del Estado, que
utilizó el proteccionismo también como instrumento fiscal (recaudador).
Y, en definitiva, hubo desconexión entre los distintos sectores.
c) La apertura capitalista y sus características
Será con la implantación del nuevo Estado liberal cuando se
emprenda la modernización de la economía y la apertura capitalista.
La economía española parecía entrar en el camino de la prosperidad
conforme aparecían nuevos bancos y empresas ferroviarias y la industria
textil catalana experimentaba un cierto auge. Sin embargo, tanto la apuesta
privada (de empresarios catalanes, en especial) como la pública (sobre todo
por parte del partido progresista, primero en el bienio 1854­56 y luego
durante el Sexenio) para fomentar una base industrial quedaron
malogrados por los factores antes referidos.
La industria textil se consolidó en torno a Barcelona tras la primera
guerra carlista y, aunque a la zaga de la británica, creció su producción y
mecanización hasta la década de los cincuenta. Pero la guerra de Secesión
americana y la escasa demanda interna impidieron un mayor desarrollo.
La industria siderúrgica y la minería del carbón en Asturias y
Euskadi recibieron una importante inyección de capitales ingleses, franceses
y españoles durante la época isabelina, produciéndose un proceso de
cambio en la localización de la siderurgia en España. Así, la hegemonía
siderúrgica andaluza (que utilizaba carbón vegetal, escaso y menos
rentable) empezó a declinar en torno a 1860 conforme se impuso la
“localización racional” asturiana (con cuencas de carbón mineral) y vasca
(con abundante mineral de hierro, que exportaba a G. Bretaña para
importar coque británico).
Mención aparte merece el ferrocarril. Puede decirse que la
construcción de red ferroviaria no sólo fue tardía (dos décadas de retraso
respecto a G. Bretaña) sino que no contribuyó tan decisivamente como en
otros países al desarrollo industrial por varios motivos. En primer lugar,
porque fue utilizado como instrumento de especulación y de trampolín para
la vida política, sacrificándose la planificación racional en aras de la rapidez
y el beneficio. Y, además tuvo, deficiencias de financiación y de
infraestructura, adoptando un ancho de vía distinto (1.660 m.m., frente a
los 1.435 m.mm. europeos), lo que resultó un error; resulta poco
convincente el argumento de que obedecía a una forma de protección frente
a una posible invasión francesa; se han apuntado también argumentos más
técnicos relacionados con las fuertes pendientes de los trazados en España
(que exigirían que las locomotoras, para aumentar su potencia, tuviesen un
cajón de fuego más amplio que el resto de las europeas, lo que obligaría a
ensanchar el conjunto mecánico y, por tanto, la vía).
Los gobiernos moderados impulsaron una generosa legislación de
concesiones provisionales a aquellos solicitantes de “conocido arraigo” y que
tuvieran la “estima” del gobierno, que fomentó el favoritismo y la
corrupción (que provocó, entre otras razones, la caída del gobierno
Sartorius). La primera línea ferroviaria en España (Barcelona­M ataró)
data de 1848, de unos 29 km, que fue inaugurada el 28 de octubre de ese

60
año. Un año después la reina Isabel II inauguraba la línea Madrid­Aranjuez,
promoción del marqués de Salamanca (un banquero especulador al que se
le había concedido esta línea por orden de 31­12­1844), tramo que suponía
los primeros 45 km de la concesión de la línea Madrid­Alicante. El ferrocarril
siguió extendiéndose en España de forma que en menos de dos décadas
estaban concedidas, y varias en explotación, la mayoría de las líneas
fundamentales de la red española. Una ordenación adecuada no se alcanzó
hasta la ley general de ferrocarriles de 1855 (que posiblilitó la
formación de sociedades anónimas, el pago de subvenciones estatales y la
garantía de inversiones frente a riesgos así como la desgravación de la
importación de material). Entre 1855 y 1866, la construcción de nuevas
líneas dió un salto espectacular, y la red española pasó de un total de 305
km a cerca de 5.000 km. Pero el decenio posterior a 1866 fue dramático por
problemas financieros. Su construcción no se reanudará hasta el último
cuarto de siglo, mediante la concentración, fortaleciéndose las grandes
compañías (en especial la MZA y la Norte) en detrimento de las débiles.
Se apreciará también una fase expansiva de la agricultura entre
1830 y 1880, cuyas causas se relacionan con el incremento demográfico, la
creciente integración del mercado interior y una mayor demanda externa.
Las consecuencias serán la expansión de sectores como la patata, el maíz,
el aceite y la vid. No obstante, la expansión fue desigual a nivel regional y
no conllevó transformaciones técnicas de consideración. Además, tanto el
sector forestal como el ganadero se verán perjudicados en esta etapa.
c) Los cambios sociales: nueva oligarquía, crecimiento
urbano, clientelismo y miseria de la sociedad campesina
En las primeras décadas del XIX fueron desapareciendo las
diferencias estamentales, sustituidas las por nuevas bases para el
desarrollo de la sociedad clasista, a saber: la igualdad jurídica entre
todos los individuos y una nueva diferenciación social entre las clases
derivadas de la desigualdad económica y no de los privilegios. Este cúmulo
de transformaciones dio paso a una sociedad abierta, de mayor movilidad
social; las posibilidades de promoción quedaban abiertas a todos (en
teoría) si poseían recursos económicos o conocimientos necesarios para
acceder a los altos cargos administrativos o militares.
La I glesia y el estamento eclesiástico fueron los principales
perjudicados, pues perdió su patrimonio, su sistema fiscal y sus facultades
jurisdiccionales y se redujeron notablemente sus efectivos. Habrá que
esperar a la Restauración para que consiga recuperar la mayor parte del
papel perdido.
Por su parte, la nobleza no fue expropiada y se adaptó sin dificultad
a la nueva situación, diluyéndose en el nuevo bloque de poder oligárquico.
Aunque perdió sus atributos señoriales, no sólo conservó sino que, incluso,
consiguió incrementar sus tierras y siguió teniendo una participación
privilegiada en la vida política.
Los grandes favorecidos (por la eliminación de las trabas para su
enriquecimiento) fueron los propietarios rurales o urbanos, la naciente
burguesía. Los grandes perjudicados fueron la mayoría de los
campesinos y los trabajadores de las ciudades, debido a la aparición de

61
nuevas formas de propiedad y nuevos tipos de propietarios, no limitados
por las trabas de carácter paternalista del Antiguo Régimen.
Hay, por tanto, una simbiosis activa entre la nobleza y la alta
burguesía tras el desmantelamiento del Antiguo Régimen, que ha
mantenido un debate tradicional en la historiografía española, entre
aquellos que se han centrado más en el aburguesamiento del
estamento nobiliario (“integración” en la sociedad burguesa para formar
junto a otros grupos sociales una nueva clase de propietarios de la tierra,
dentro de la cual la posesión de títulos sólo es un motivo de prestigio social)
y quienes han insistido más en la tendencia al ennoblecimiento burgués
(la burguesía se integró, por su notoria debilidad, en las filas nobiliarias con
la obtención de títulos y una endogamia creciente, de manera que no llegó
a alterar la “hegemonía de la nobleza” hasta la II República); de acuerdo
con esta última interpretación, la sociedad española del XIX sería formal y
predominantemente clasista, pero con una amplia gama de elementos
incorporados procedentes de una sociedad estamental.
En relación al debate anterior, nos aparece de nuevo la dificultad para
precisar la composición y el perfil socioeconómico de la alta burguesía.
Convendría incluir aquí no sólo a los empresarios del comercio y la
industria, sino también a financieros y contratistas del Estado. Frente a la
debilidad de principios del XIX (sólo merece la pena destacar los núcleos de
burguesía industrial en Cataluña y de burguesía mercantil, en especial, en
algunas ciudades del litoral andaluz), en las décadas centrales del XIX se
constituyó una burguesía de los negocios y contratistas del Estado
(inversiones en tierras, construcción, ferrocarriles, finanzas) que levantaron
unos patrimonios que superaban en los años setenta los de destacados
nobles.
La imagen de la prosperidad de la época isabelina y de
ennoblecimiento burgués la daban banqueros y empresarios, altos cargos
del ejército, la política y la administración, propietarios y profesionales de
éxito que retrataban los pintores de moda, como Federico Madrazo. Un
ejemplo al respecto es José de Salamanca que, tras salir de su Málaga
natal buscando nuevos horizontes se convirtió en un importante hombre de
la política y los negocios y para redondear su ascenso social, compró el
título nobiliario de marqués de Salamanca. Tras ser serle concedida la
línea Madrid­Zaragoza­Alicante en 1844, fue nombrado ministro de
Hacienda en el Gabinete Pacheco (1847) y poco después tuvo que huir a
Francia acusado de corrupción, de donde regresó en 1849. Desde entonces
dejó de participar en la política activa para dedicarse por entero a sus
asuntos financieros y empresariales que, en definitiva, son los que lo
convirtieron en un personaje histórico y que se ennobleciera. En los inicios
del capitalismo salvaje, este revolucionario venido a menos se movió con
extraordinaria soltura. Como empresario sus negocios principales fueron los
relacionados con los ferrocarriles (línea MZA) y la construcción. A él se debe
el nombre del barrio de Salamanca de Madrid. Aunque hizo inmensos
negocios, a la vez también se arruinó en más de una ocasión. En la banca
no fue muy afortunado; en enero de 1844 participó en la creación del Banco
de Isabel II cuya situación fue de mal en peor hasta producirse su
desaparición. Acabó sus días arruinado.

62
Claro que la mayor parte de la burguesía no se incluía en esta
oligarquía dominante. Había una burguesía media, formada propietarios
de empresas familiares (poco numerosos salvo en Cataluña) y una
pequeña burguesía tradicional, compuesta básicamente por artesanos y
dueños de pequeños talleres y comercios. El peso de esta pequeña
burguesía era aún en estos años importante en relación al aún naciente
proletariado urbano, cuyo crecimiento era lento y con diferencias
regionales.
Pese al relativo crecimiento urbano decimonónico, la mayoría de la
población española siguió siendo rural en el XIX. En este ámbito, la
diferencia fundamental era la que separaba a propietarios y no
propietarios de tierras, aunque seguía existiendo una capa intermedia
de arrendatarios. Pero las diferencias entre los propietarios eran grandes,
pues a un Norte de numerosos pequeños propietarios y arrendatarios se
contraponía un Sur dominado por la gran propiedad (en poder de una
oligarquía agraria muchas veces absentista). Con los procesos
desamortizadores y el paso del tiempo la desigualdad no sólo no se atenuó
sino que, incluso, se agrandó, lo que incidió en el arranque del caciquismo,
fenómeno que refleja las relaciones sociales de una España rural
(donde la estructura agraria estaba polarizada entre los grandes latifundios
y la pequeña propiedad) y que supone el dominio de la oligarquía agraria
sobre la población campesina.
Los más perjudicados por los cambios sociales decimonónicos serán,
junto al proletariado urbano, los campesinos, los jornaleros y los
artesanos, desposeídos de fórmulas de protección (bienes comunales o
estructuras gremiales), que comenzaban a sufrir las consecuencias
negativas de unas nuevas relaciones de producción basadas en la
explotación por los todopoderosos propietarios agrícolas o industriales. Esto
se traducirá en conflictividad social tanto en el campo como en las ciudades.
En el mundo urbano, las luchas sociales protagonizadas por los
sectores populares (tanto pequeño­burgueses como obreros) adquieren
diversas modalidades. Por un lado, continúan existiendo, como en el
Antiguo Régimen, repetidos motines de subsistencia (de hambre)
durante la primera mitad del XIX, como protesta ante los acaparadores.
También se detectan conflictos políticos que, tras establecerse el sistema
constitucional en 1837, son protagonizados por los sectores marginados,
que actuarán mediante revueltas callejeras espontáneas en apoyo a
pronunciamientos militares (en 1854 y 1868) o que derivarán en 1873 hacia
un republicanismo popular, pero que, en cualquier caso, se trata de una
participación popular poco estructurada hasta el fin del Sexenio. Por último,
también las ciudades serán escenario de una creciente conflictividad
laboral (más intensa en Cataluña) desde los años cuarenta y cincuenta (en
especial, destaca la huelga de 1855, reprimida por los progresistas quienes,
paradójicamente habían autorizado un año antes las asociaciones obreras
ilegalizadas por los moderados) y que incrementará su tono durante el
Sexenio (y, sobre todo, entre los años 1872 y 1873) conforme el
movimiento obrero deje su anterior vinculación al republicanismo
democrático y se consolide impregnándose de las doctrinas
internacionalistas.

63
Si en la primera mitad del siglo, el malestar campesino se había
traducido en protestas contra la pervivencia de cargas señoriales, primero,
y contra la reforma agraria liberal, después (encauzado con al apoyo al
carlismo), será en la segunda mitad del XIX cuando el descontento
campesino se generalice, pues la situación de los jornaleros empeoró tras la
venta de propios de desamortización de Madoz.
En definitiva, estamos en presencia de una sociedad clasista
piramidal, marcada por profundas desigualdades sociales (procedentes de la
propiedad de los medios de producción) y de distintos niveles de participación
política ya que, a través del sufragio censitario, se margina políticamente a
buena parte de la población. Los resultados de este proceso serán, por un
lado, el caciquismo y la aparición de una oligarquía agraria que falsificó
muchos de los principios liberales. Y, por otro, fenómenos de conflictividad
social.
d) El sistema educativo
El Estado liberal tendrá que asumir, pese a su pretendida inhibición
teórica, determinados servicios públicos como la promoción de obras
públicas, la asistencia social o la educación. El sistema educativo liberal se
apoyará en dos grandes reformas (1845 y 1857) que respondían a la utilidad
que tenía para el buen funcionamiento del aparato estatal y del sistema
económico. Por otra parte, el proceso de nacionalización de los ciudadanos,
paralelo a la construcción estatal, conllevaba en España (como en otros
Estados­nación) el uso de la educación como instrumento para enseñar una
historia nacional (la “gestión de la memoria”, parafraseando a PÉREZ
GARZÓN) y una lengua común (el castellano) que se impusiera como idioma
oficial más allá de cualquier particularismo lingüístico regional. También
conviene advertir que el triunfo de los moderados otorgó una importancia
creciente a las enseñanzas de carácter religioso.
La reforma educativa de P . J. P idal (17­9­1845) reglamentaba y
colocaba la enseñanza bajo el control estatal, poniendo en marcha un
verdadero sistema nacional de educación secundaria y universitaria. Fijaba
en diez el número de universidades, regularizaba los cuerpos docentes y
creaba los institutos, las escuelas especiales (ingeniería, arquitectura, etc) y
las Escuelas Normales de Magisterio (que luego completaría Moyano en
1857).
La siguiente reforma (ley Moyano, de 9­9­1857) fue de aún más
calado y su vigencia se prolongó durante mucho tiempo después. Aunque
confirmaba la dirección estatal y secular de la enseñanza, establecía el
derecho de los obispos a velar por la ortodoxia de la doctrina. Las escuelas
quedaban bajo responsabilidad de los ayuntamientos, los institutos bajo la
de las diputaciones y la universidad dependía del Estado. Establecía, por
consiguiente, una organización rígidamente jerarquizada en la que cada una
de las sucesivas autoridades (director general, rector, gobernador civil,
alcalde) era asesorada por el correspondiente consejo (consejo de
instrucción pública, consejo universitario, junta provincial de instrucción
pública y junta local de primera enseñanza, respectivamente) y distinguía
dos niveles, al poner la primera y segunda enseñanza bajo control de los
alcaldes y gobernadores civiles.
Pero de la ley a la práctica había un abismo, pues el mayor

64
problema era la falta de medios económicos y la principal víctima, en este
sentido, será la enseñanza primaria. Su aplicación tuvo una eficacia limitada
en la base porque el analfabetismo siguió siendo una característica
dominante de la población española, entre otras cosas porque los gastos de
enseñanza (incluida la retribución del maestro) corrían a cargo del
presupuesto de los municipios (sin que se previesen en el presupuesto
Estatal más que un millón de reales anuales para atender a los pueblos sin
recursos suficientes). No puede extrañar que el nivel de enseñanza no
rebasara en la inmensa mayoría de los casos la primaria elemental, lo que
provocaba un estrangulamiento brutal a partir de la primaria superior y aún
mayor en la segunda enseñanza.
e) La contraposición de modelos de administración local
La racionalización administrativa vino a ser, junto a la división de
poderes, uno de los pilares en que se apoyó la revolución liberal. Debían
desaparecer los regímenes especiales y aplicar un uniformismo
administrativo (que continuaba la labor del reformismo ilustrado) que,
también en este ámbito, suponía una continuación institucional de la
eliminación de las diferencias jurídicas personales. Ahora bien,
Basada en el encuadre de las instituciones locales (municipios y
provincias) en el régimen administrativo general de manera jerarquizada, el
modelo constitucional nacido de la constitución de Cádiz establecía dos
órganos de representación local: el ayuntamiento (para los municipios), a
cuyo frente estaría el alcalde; y la diputación provincial (para las
provincias), a cuyo frente estaría el jefe político. Ambos órganos estarían
articulados jerárquicamente, pues aunque el alcalde tenía carácter electivo,
dependía del jefe político y, por tanto, era derivación del poder central.
El modelo moderado vino a corregir, desde los años cuarenta, el
modelo constitucional en un sentido aún más centralista y anuló los
aspectos más democratizadores y participativos del anterior (al suprimir la
elección de los alcaldes, que serán designados directamente por la Corona o
por el jefe político o los gobernadores). Paradójicamente, pese a su
aparente incompatibilidad con un régimen liberal y fruto de la transacción
que supuso el final de la guerra carlista, persistieron las diputaciones forales
vasco­navarras hasta 1876.
Frente al anterior, el modelo progresista (puesto en marcha en el
bienio progresista y, sobre todo, durante el Sexenio Revolucionario) supuso
un intento por aflojar la tensión centralista, ampliando las competencias de
la administración local (y, sobre todo, la provincial), y aportar una
descentralización más administrativa que política. Pero sólo la efímera
experiencia federalista de la I República vino a ser una alternativa
diferenciadora del Estado centralista y uniformista.

2.6. SI GNI FI CACI ÓN DEL SEXENI O DEMOCRÁTI CO O


REVOLUCI ONARI O
El Sexenio representa el afán de cierta burguesía radical para
democratizar el sistema liberal. La revolución significaba la posibilidad
pasar de un régimen liberal (basado en una monarquía constitucional y un
sufragio restringido) a uno democrático, pero acabó frustrándose. En
puridad, no habría que hablar tanto de revolución como de “revoluciones”

65
distintas. La que triunfó no fue propiamente ni tan revolucionaria ni tan
democrática, pues no persiguió la revolución social. Se limitó a un
programa de gobierno sin atacar los problemas socioeconómicos de fondo.
La revolución llevó al poder a un conglomerado heterogéneo de fuerzas
políticas unidas por la hostilidad a la monarquía borbónica y la defensa de
un ideal político formalmente democrático.

LAS FUERZAS P OLÍ TI CAS EN EL SEXENI O REVOLUCI ONARI O

Extr. I zquierda I zquierda Centro­izquierda Centro Derecha Extr. Derecha


Movimiento Unión
Republicanos Demócratas Progresistas Carlistas
obrero Liberal
P rogresistas.
Posición política: Centro Junto con los demócratas, son una de las pricipales fuerzas qu
Líder: General Juan Prim. actúan en la Revolución de 1868. Acaudillados por el Gral. Prim, so
·

Apoyos: Burguesía urbana. una mezcla de todos los liberales que actúan guiados por e
·
pragmatismo más que por una ideología, de la que en realida
·
carecen. Profundamente desunidos, sólo Prim aglutina el partido.
Unión Liberal.
Posición política: Derecha Se acabaron inclinando a la conspiración tras ser desterrados lo
oligárquica. presidentes del Congreso y Senado (Ríos Rosas y Serrano) en dic
·

Líder: Leopoldo O’Donnell de 1866 (que querían reabrir las Cortes) y en jul. de 1868 a vario
Apoyos: Oligarquía terrateniente y generales del partido (Serrano, Dulce, Zavala, Echagüe, etc.)
·

colonial. Negreros. Poder económico Intentan evitar todo tipo de reformas y apoyan cualquier solució
·

tradicional. Iglesia. monárquica continuista, por lo que tras la Gloriosa apoyan a Prim
posteriormente, a Serrano
P artido Demócrata.
Posición política: Centro­izquierda Hasta la aparición del partido Republicano y de un movimient
Líder: Grupo de intelectuales. obrero fuerte, fueron la tendencia izquierdista y hasta radical de l
·

Apoyos: Pequeña Burguesía. política española. Reivindicaban la abolición de las quintas, e


·

(Obreros, Campesinos). sufragio universal, libertades de expresión, prensa, asociación


·
reunión y culto; el juicio por jurado, la elección democrática de lo
cargos municipales. Eran partidarios de la soberanía nacional y e
parlamento unicameral. Fueron una de las fuerzas principales de l
revolución de 1868.
P artido Republicano.
Posición política: Izquierda Dividido entre republicanos unionistas y federales. Su
moderada. planteamientos ideológicos son similares a los del P. Demócrata
·

Líderes: Emilio Castelar, Pi y Además abogan por el fin de la Monarquía y la instauración de un


Margall. República Española. Los Republicanos Federales pretenden crea
·

Apoyos: Pequeña Burguesía. una República formada por diecisiete Estados (incluyen Cuba y P
Obreros. Campesinos. Rico) más varios territorios de Ultramar.
·

M ovimiento obrero
(Federación Regional Española de la I
Internacional).
Posición política: Izquierda radical. El movimiento obrero surge a partir de 1846 y pronto se afiliará a l
Líderes: Varios. Internacional. La división de ésta entre marxistas y bakuninistas s
·

Apoyos: Obreros. Campesinos. reflejará en España en la creación de dos tendencias distintas: e


·
socialismo y el anarquismo (1872). Sólo en 1879 se creará e
·
Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y en 1882 la Unió
General de Trabajadores (UGT), liderados por Pablo Iglesias, qu
posteriormente llegarían a tener gran influencia. Los anarquistas n
crearán una estructura estable en forma de partido ni de sindicat
hasta 1910 (Confederación Nacional del Trabajo, CNT)
Carlistas.

· Posición política: Extrema derecha. Permanecerán en una estrategia legalista, de participación

66
Líder: "Rey" Carlos VII electoral hasta agosto de 1872, en que vuelven a empuña
Apoyos: Oligarquía terrateniente. las armas y enfrentarse abiertamente a la monarquí
·

Iglesia. Campesinado rico de democrática, primero, y a la I República, después


·

Navarra, País Vasco, Galicia, partes


de Cataluña, Valencia y Castilla.
Aunque la experiencia resultó frustrante (por no poder consolidar
este proyecto democratizador) fue trascendente, al permitir salir a la luz
una serie de tensiones políticas y sociales, nuevas (regionalismos,
anarquismo) y viejas (carlismo), gracias al clima de libertades públicas
(asociación, reunión, imprenta, expresión) que propició. En realidad, se
puede hablar de un auténtico frenesí electoral (nacionales en 1869, 1871,
abril de 1872, agosto de 1872 y 1873; también provinciales y locales)
mediante sufragio universal masculino; aunque esto suponía un hecho
revolucionario, su frecuencia provocó hastío en el electorado.
Es interesante resaltar las interacciones del Risorgimento con la
España del Sexenio, estudiadas por Isabel M. PASCUAL. Si hasta 1848 era
la España constitucional la que aportaba un modelo a seguir a los liberales
italianos, a partir de 1860 el proceso es al contrario. Así, cuando en España
se buscaba una alternativa al régimen isabelino, los distintos grupos
políticos volvieron la vista a Italia buscando varios modelos: los progresistas
colaboraron con la destra storica y admiraban la dinastía de Saboya (por
eso elegirán a Amadeo como rey para España); los demócratas fomentaron
vínculos con el partido de Acción y la izquierda fuera del régimen; el ideario
mazziniano influyó en los republicanos federales (y su federación de los
pueblos libres de Europa); incluso los carlistas colaboraron con los
legitimistas italianos y miraban al magisterio papal (encíclicas Quanta Cura
y el Syllabus errorum).
Estos seis años se inician y concluyen con sendos alzamientos
militares. Entre ambos aparecen varias fases: a) Gobierno Provisional y
Regencia de Serrano (oct. 1868­dic. 1870); b) Monarquía democrática de
Amadeo I de Saboya (hasta feb. 1873); c) I República (1873) federal, que
termina con el golpe de Pavía; d) régimen de interinidad o República
autoritaria de Serrano hasta el golpe de Martínez Campos.

2.7. DE LA REVOLUCI ÓN A LA REGENCI A DE SERRANO (1868­70)


a) El Alzamiento (17 sept. 1868): “La Gloriosa”
Siguió el esquema clásico (sublevación militar y formación de
Juntas Revolucionarias), aunque los elementos diferenciadores fueron tanto
la trama política que lo alentó como el apoyo popular que tuvo
inmediatamente. Por tanto, se trata de un proceso revolucionario alejado
del modelo estrictamente militarista.
El levantamiento militar del 19 de septiembre de 1868 fue

protagonizado por los generales Prim, Serrano, Dulce y el almirante Topete.

67
Iniciado en Cádiz, se extendió rápidamente por Andalucía y otras ciudades
peninsulares hasta que las tropas gubernamentales (comandadas por Pavía)
fueron derrotadas por las de Serrano en la batalla de Alcolea del Pinar
(Córdoba, el 28 de septiembre), que decidió el triunfo de la revolución. La
reina (que veraneaba en San Sebastián) salió del país camino del exilio en
Francia.
La sublevación se acompañó de la formación de J untas
Revolucionarias (entroncando así con la trayectoria juntista
decimonónica) y el resurgimiento de la Milicia Nacional (denominada ahora
Voluntarios de la Libertad) para defender la revolución. Tuvo un amplio
apoyo social, uniendo sus fuerzas la burguesía acomodada (opción
monárquico­radical) a las sectores que padecieron más las consecuencias
de las duras condiciones de vida, como las clases populares urbanas, la
pequeña burguesía y el campesinado (opción democrático­republicana).
La Gloriosa Revolución proclamó todos los principios fundamentales
de la democracia, fue bien recibida, en principio, por los gobiernos de las
principales potencias y revitalizó la vida intelectual del país. Sin embargo,
topó con numerosos problemas. El principal problema fue de tipo político,
de legitimidad, por la falta de consenso. Por otro lado, nació condicionada
por la sublevación independentista cubana y las expectativas generadas
se fueron desvaneciendo conforme surgieron nuevos conflictos (segunda
guerra carlista y agitación cantonal). Por último, tampoco el contexto
internacional (marcado por el final del II Imperio, la culminación de las
unificaciones italiana y alemana y la represión de la Comuna de París)
ayudó a consolidar un régimen que pretendía profundizar en las reformas
democráticas.
b) El Gobierno P rovisional de Serrano (oct. 1868­jun. 1869)
Presidido por Serrano y formado sólo por unionistas y
progresistas (quedaron fuera los demócratas), la finalidad de
este Gobierno Provisional era estabilizar la situación y construir
el primer régimen democrático en España. Quedaba aplazada la
cuestión de la forma del nuevo régimen hasta las próximas
elecciones.
Como primeros pasos, los poco radicales Serrano y Prim
(ministro de Guerra) se apresuraron a desarmar a los Voluntarios de la
Libertad y a disolver las Juntas Revolucionarias, cuyos programas (en
algunos casos con un lenguaje más radical) reivindicaban derechos políticos
(cortes constituyentes, sufragio universal, libertades de asociación, reunión,
imprenta, religiosa y de enseñanza) y sociales (supresión de quintas y de
pena de muerte, así como de impuestos de puertas y consumos) e, incluso,
la supresión de la Guardia Civil y del Ejército.
El Gobierno Provisional dio satisfacción a los derechos políticos
reclamados por las ya disueltas Juntas, pero pospuso las reivindicaciones
sociales y militares,
En las elecciones a Cortes Constituyentes triunfó la coalición de
centro formada por progresistas, unionistas y demócratas, que eran
partidarios de una monarquía democrática, quedando en minoría tanto las
derechas (isabelinos y carlistas) como la izquierda (republicanos federales).
Elegidas por primera vez por sufragio universal (por los varones mayores

68
de 25 años), se optó por el distrito uniprovincial (principio progresista) y
vinieron a suponer una especie de plebiscito sobre el sistema de gobierno.
Aunque la implicación gubernamental en la campaña se hizo notar, hubo, en
general, limpieza en el proceso electoral.
Las Nuevas Cortes (reunidas por vez primera el 11 de febrero de
1869) emprendieron una tarea legislativa progresista (libertad de prensa
y de asociación), una legislación económica librecambista y una
racionalización del sistema monetario (con la peseta como moneda
nacional).
Como constituyentes que eran, la labor fundamental de las nuevas
Cortes fue la elaboración y aprobación de la constitución de 1869
(aprobada el 1 junio), que apostaba por una monarquía parlamentaria y
democrática, recogía una amplísima declaración de derechos individuales,
confirmaba el sufragio universal masculino (conquistado en jornadas
revolucionarias), reconocía la libertad de cultos (aunque manteniendo el
presupuesto estatal de culto y clero) y una clara separación de poderes. A
diferencia de las constituciones precedentes, el centro del poder residía
ahora en las Cortes (control del gobierno, iniciativa legislativa y
nombramiento de su propia mesa), elegidas por sufragio universal directo
(Congreso de los Diputados) o indirecto (Senado).
En consecuencia, era un texto democrático y muy superior
técnicamente a los anteriores. El sufragio universal y el derecho de
asociación contribuyeron a la politización de los trabajadores, que dejaron
su subordinación a progresistas o republicanos. Pero la constitución satisfizo
a pocos, pues pareció muy avanzada para los católicos y poco avanzada
para los republicanos (por ser monárquica).
c) Regencia de Serrano (jun. 1869­fines 1870)
Tras aprobar Constitución, Serrano fue elegido Regente (en espera de
elegir la candidatura al trono más adecuada) y P rim de jefe de gobierno
desde el 18 de junio de 1869. A la guerra de Cuba (que se arrastraba
desde 1868) se añadieron otros graves problemas a la Regencia. Uno de
los más importantes fue la búsqueda del candidato al trono, que devino en
un problema internacional que prolongó la propia Regencia. Entre
los distintos candidatos (Espartero, Fernando Coburgo, el duque de
Montpensier, Leopoldo de Hohenzollern y Amadeo de Saboya) las Cortes
acabaron eligiendo a éste último, apuesta personal de Prim, por exigua
mayoría; en el camino se había abandonado la candidatura prusiana
(Hohenzollern) ante las presiones de Luis Napoleón. No menos importante
era dar satisfacción a las demandas populares (abolición de impuestos y
quintas, demandas obreras y hambre de tierras de campesinos), pero la
falta de respuestas provocó protestas sofocadas sangrientamente.
Para solucionar los diversos problemas era imprescindible la unión de
la coalición de fuerzas de la revolución (progresistas, unionistas y
demócratas). Sin embargo, la elección de Amadeo resultó fatal porque
provocó nuevas facturas en la coalición del 68, que acabó rompiéndose
(sirvió para unir en torno a Prim la coalición progresista­derecha demócrata
pero contrarió a los unionistas, mientras la izquierda demócrata optó por el
republicanismo), mientras supuso un desafío a la Santa Sede, según FUSI.
d) Las complicadas relaciones con la I glesia durante el Sexenio

69
Tras estallar la revolución, una parte del episcopado español mantuvo
una inicial postura expectante. Pero tras los primeros decretos de algunas
juntas pasó a mantener una postura más activa y militante; la Iglesia
consideraba que la política religiosa revolucionaria conducía al indiferentismo
religioso, al relativismo doctrinal y al laicismo.
El conflicto Iglesia­Estado rebrotó cuando las Cortes plantearon la
cuestión religiosa en los debates de la Constitución; los diputados eclesiásticos
(como Antolín Monescillo) defendieron con ahínco y pasión la idea de unidad
católica. Tras reconocer la libertad de cultos, la Constitución de 1869
rompió con la tradicional confesionalidad del Estado. Roma receló del
gobierno revolucionario y apenas hubo diálogo, aunque no se rompieron las
relaciones. Posteriormente, la iniciativa de la constitución republicana de
separar Iglesia y Estado y la secularización total de la vida civil quedó en
simple proyecto.

2.8. LA M ONARQUÍ A DEM OCRÁTI CA DE AMADEO I (1871­73) Y SUS


OBSTÁCULOS
Amadeo I fue el primer rey de España por designio del
P arlamento (frente a los Borbones, apoyados en la tradición)
iniciándose un reinado de dos años basado en una intachable
actuación parlamentaria. Pero se enfrentó a multitud de problemas
desde el principio que, a la postre, provocaron su abdicación en
febrero de 1873.
Precisamente, el mismo día que desembarcaba en Cartagena,
el 30 de diciembre de 1870, moría P rim (a raíz de las heridas del atentado
que sufrió tres días antes), quedándose sin su principal valedor. Por otra
parte, no consiguió consolidar un sistema moderno de partidos,
encontrándose con la oposición de muchas fuerzas y la división del bloque
progresista­demócrata, lo que generó una gran inestabilidad política. A
los problemas anteriores, se sumó un nuevo conflicto carlista desde
mediados de 1872. Y, en definitiva, su mayor problema era el escaso
apoyo popular.
La oposición a Amadeo incluía muchas fuerzas, desde la derecha a
la izquierda: a) alfonsinos, en torno a Cánovas, que aglutinaba la vieja
nobleza hostil al rey extranjero y a la oligarguía de banqueros, industriales
y terratenientes; b) carlistas, que tras participar en los procesos
electorales al principio, se preparaban para volver a empuñar las armas; c)
los republicanos federales, frustrados por una constitución monárquica y
que promovían protestas; d) la I glesia, opuesta a una constitución no
confesional y que arremetía contra el hijo de un monarca sacrílego
(considerado usurpador de los Estados Pontificios); e) el movimiento
obrero, influido por el anarquismo, no confiaba ni siquiera en el
republicanismo y despreciaba el juego político.
Por otro lado, el asesinato de Prim dejó a la monarquía amadeísta
sin liderazgo y precipitó la escisión del bloque progresista­demócrata en
dos partidos:
Ø Constitucional (liderado por Sagasta, foto de la derecha), que quería
tender puentes a los unionistas.

70
Ø Radical (liderado por Ruiz Zorrilla, foto de la izquierda), que
representaba la izquierda del sistema

Reestructuración izquierda y centro

Bloque progresista­demócrata Republicanos e izquierda demócrata


(progresistas y derecha de demócratas) (oposición a monarquía democrática
(en torno a Prim: monarquía democrática)

Radicales Constitucionalistas
(Ruiz Zorrilla ) (Sagasta)
Buscan acercamiento a republicanos Buscan acercamiento a unionistas

Para documentar la inestabilidad política valgan los siguientes


datos: 6 gabinetes (destacan los presididos por Sagasta, Serrano o Ruiz
Zorrilla) y 3 elecciones legislativas, reguladas por una nueva ley electoral
que volvía a la idea moderada de división de provincias en múltiples
distritos electorales, lo que posibilitó una mayor mayor manipulación
gubernamental que los años anteriores (como en tiempos del moderado
Sartorius o del unionista Posada Herrera). En marzo de 1871, el gobierno
de Serrano consiguió la victoria a pesar de alianza opositora (republicanos,
montpensierístas, moderados, absolutistas­carlistas); en abril de 1872
ganaron los conservadores o adictos (unionistas y constitucionales) frente a
la Coalición Nacional (radicales de Ruiz Zorrilla, republicanos, moderados,
grupo carlista favorable a lucha parlamentaria), pero fue una legislatura
muy breve; en agosto 1872 hubo nuevos comicios, con menos corruptelas
electorales, en las que los carlistas no participaron y en las que arrasaron
los radicales, mientras los sagastinos retrocedían.
Desde mayo de 1872, los carlistas creyeron había llegado su hora y
reemprendieron la lucha armada. El nuevo pretendiente, Carlos VII, que
había entrado en España por Vera de Bidasoa, dirigió las operaciones
militares personalmente. Estableció una administración en Estella y dominó
el espacio no urbano en Navarra y País Vasco. Partidas carlistas operaron
también en Cataluña y el Maestrazgo. La rebelión empezó a tomar mayores
proporciones en 1873 y continuará otros tres años más.
Con todos estos problemas de base, varios fueron los disparadores
de su caída. En primer lugar, la negativa de Amadeo a emprender una
política de dureza (como pedían Sagasta y Serrano), por lo que en los
momentos finales, sólo era sostenida la monarquía por los radicales de Ruiz
Zorrilla. A esto se añadió el conflicto del gobierno con el arma de
artillería, que hubiera sido fácilmente resuelto en otras circunstancias,
pero que se complicó en esta coyuntura; tras disolver el cuerpo Ruiz
Zorrilla, Amadeo aprovechó para abdicar el 11 de febrero de 1873,
demostrando un escaso afán por conservar un puesto en el que se sentía
incómodo y sin suficiente apoyo. La abdicación creaba un gravísimo
problema de régimen, un vacío de poder que Congreso y Senado
pretendieron solucionar proclamando la I República.

2.9. LA I REP ÚBLI CA (DEM OCRÁTI CA Y FEDERAL)


(1873)
La proclamación de la República el 11 de febrero

71
de 1873 venía a ser “la revolución en la revolución”. Pero nació hipotecada
por unas Cortes en las que el republicanismo era minoría y en las que la
mayoría correspondía a los radicales de Ruiz Zorrilla (favorables, en todo
caso, a una República unitaria (FUSI).
En realidad, la República fue proclamada por tres diferentes causas:
a) la ausencia de un candidato monárquico, pese a estar vigente una
constitución monárquica; b) la presión popular; y c) tras fracasar la
monarquía democrática quedaba por ensayar el régimen republicano.
La decisión a favor de la República vino a darles el poder
inesperadamente a los republicanos “cuando más lejos estaban de
conquistarlo” (en palabras de ARTOLA). “Llegó como una necesidad, de una
manera ordenada y pacífica, dispuesta a impedir que la violencia echara a
perder un logro tan inesperadamente conseguido y a demostrar a los
asustados conservadores que era compatible con el orden y la propiedad”
(LÓPEZ CORDÓN) pero los hechos fueron otros.
a) Bases ideológicas y posición de los distintos grupos
políticos
Tanto carlistas (enfrentados en guerra) como los sagastinos y los
alfonsinos se retrayeron de participar por ser contrarios al régimen. Los
radicales empezaron apoyando el nuevo régimen pero acabarán aliándose
a la Guardia Civil.
Sólo los republicanos participarán en el gobierno, pero estaban
divididos entre unitarios y federales. El republicanismo defendía la
articulación de una sociedad desde una lectura radical de los principios de
libertad, igualdad y fraternidad. El programa de los republicanos (sobre todo
los federales) se convirtió en sinónimo de revolución social, al plantear el
reparto de tierras, exigir justicia distributiva a través de los impuestos y
estructurar el Estado en federación democrática de poderes, desde los
municipios hasta la nación española como conjunto.
b) Los presidentes del poder ejecutivo
No hubo ningún presidente de la República, sino del Poder Ejecutivo,
porque no llegó a ponerse en vigor la constitución republicana): Estanislao
Figueras, Francisco Pi i Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar

72
E. Figueras (febrero­marzo 1873)

F. P i i M argall (marzo­julio 1873)

N. Salmerón (julio­septiembre 1873)

E. Castelar (sept.­diciembre 1873)

c) Gobiernos
1) Entre febrero y marzo, Figueras va a presidir un gobierno de
coalición de radicales y federales, que va a emprender medidas
populares que no pudieron llevarse a cabo durante la monarquía, como la
amnistía, la supresión de consumos y quintas o los intentos de mejora de
situación de clases populares. Pero fue un gobierno débil, desbordado por la
guerra carlista (que rebrotó con fuerza), la división de los republicanos y el
cambio de actitud de los radicales.
2) Desde marzo a julio va a ser P i y Margall el que encabece un
gobierno de republicanos federales solamente. Emprende un programa de
gobierno ambicioso, basado en la enseñanza gratuita, la separación Iglesia­
Estado y la convocatoria de elecciones constituyentes (en mayo) con
afán de fidelidad electoral, aunque no hubo realmente competencia electoral
(pues casi sólo acudieron candidatos republicanos). Pero se encontró con
problemas muy serios, como la actitud del movimiento obrero (declara la
huelga general revolucionaria) y la insurrección cantonalista, que acabó
provocando su dimisión.
De esta manera, el que era el principal ideólogo del republicanismo
federal no pudo ver satisfechas sus esperanzas de aprobar una Constitución
federal por culpa del movimiento cantonalista que partía de un régimen
federal distinto (la libre federación de cantones y municipios) del propuesto
por el gobierno de la República (basado en diferentes Estados). Se trataba
de una insurrección confusa (mezcla de federalismo extremo, mesianismo

73
social y tradición juntista), que estalló en Valencia, Cartagena (resistió
hasta 1874), Murcia, Alcoy, Córdoba, Jerez, Cádiz, Sevilla y Granada, mal
preparada y descoordinada (por su localismo), que acabó desacreditando el
federalismo.
3) La Asamblea Constituyente se reunió en julio de 1873 y presentó
un proyecto de constitución de carácter federal precisamente cuando estaba
herida de muerte la República federal, aislada internacionalmente y con tres
frentes abiertos (guerra de Cuba, carlista y cantonal) y la tendencia unitaria
y autoritaria de la República ganaba peso mientras culpaba a los partidarios
de Pi de la insurrección cantonal.
Entre julio y septiembre, el gobierno de Salmerón supondrá una
desviación hacia el moderantismo. Su labor de gobierno se centró en el
restablecimiento del orden: destituyó a las autoridades que simpatizaban
con el cantonalismo, movilizó a unidades seguras, a la Guardia Civil y llamó
a ochenta mil reservistas para luchar contra los carlistas. Pero acabó
dimitiendo por motivos de conciencia, al negarse a firmar unas penas de
muerte.
4) Lo sustituyó al frente del gobierno Castelar, entre septiembre y
diciembre, que apuesta por una república conservadora y autoritaria,
basada en la suspensión de las garantías para mantener el régimen. Llamó
al ejército para dominar la insurrección, impuso la dictadura de prensa,
suspendió las Cortes para evitar obstáculos internos, reanudó relaciones con
la Santa Sede y consiguió importantes empréstitos nacionales y extranjeros.
Pero cuando reabrió las Cortes (el 2 de enero de 1874) e iban a ser
revocados los poderes extraordinarios del Presidente (por la alianza de las
izquierdas, dirigida por Pi), fueron disueltas por las tropas de P avía. Su
golpe, que apenas encontró resistencias (por las contradicciones y desunión
de las propias fuerzas revolucionarias), acabó con la primera experiencia
republicana española, que apenas duró once meses, aunque, de derecho, el
régimen se prolongara un año más (interinidad de Serrano).
d) P royecto de Constitución Federal de 1873
El texto de la primera constitución republicana, que no dio tiempo a
ser aprobado por la propia dinámica de los hechos, establecía novedades
muy interesantes. Su declaración de derechos era similar a la de 1869, pero
añadía de manera explícita (por primera vez en España, la mención a la
soberanía popular. Desde el punto de vista territorial, suponía el primer
intento de descentralización, con una federación compuesta de diecisiete
Estados (trece de ellos, peninsulares, que coincidían con las regiones
históricas, salvo León; dos insulares y otros dos americanos, Cuba y Puerto
Rico) y varios territorios coloniales. Por otra parte, a los tres poderes
clásicos se añadía el del Presidente de la República (poder relacional).
Aunque las Cortes eran bicamerales, el Congreso tenía más poderes que el
Senado. Y se apuesta por el juicio por jurados.

2.10. EL FI NAL DEL SEXENI O. LA I NTERI NI DAD DE SERRANO O


LA REP ÚBLI CA UNI TARI A (1874)
El golpe de Pavía traducía el rechazo de las clases dominantes hacia
la I República. Tras el golpe, reunió a los notables de los viejos partidos; de
aquella reunión salió nombrado Serrano como jefe de un gobierno sólo

74
republicano en las formas.
La intervención militar se realizó sin más alternativa política que la
conservación del orden público. No degeneró en un régimen militar, sino en
una nominal República unitaria. Se trataba de un régimen sin definición,
sólo sostenido por el partido constitucional de Sagasta y el radical de Ruiz
Zorrilla, y justificado porque en Francia existía un régimen similar, dirigido
por Mac Mahon.
Lo más urgente era acabar con la guerra civil. Para ello, la labor de
gobierno se basó en una política de mano dura: dio la espalda a las
libertades democráticas, disolvió la Internacional, persiguió a los
republicanos y reestructuró el ejército para hacer frente a la guerra carlista,
asumiendo Serrano personalmente el mando de las operaciones. A pesar de
las tomas carlistas de Cuenca (provocó un baño de sangre el 15 de julio de
1874) o Seo de Urgel, sus partidas no mostraban suficiente entidad militar
ni apoyo popular fuera de Navarra o País Vasco.
La interinidad de Serrano suponía, en realidad, el ensayo del único
sistema que faltaba por ensayar, la falta de sistema y un paréntesis hacia la
vuelta de la monarquía El siguiente paso será la Restauración borbónica (la
opción preferida por las clases dominantes), que vendrá al año siguiente.
El 1 de diciembre de 1874, el futuro Alfonso XII se dirigía desde
Sandhurst (Inglaterra) a los españoles, en un manifiesto redactado,
realmente, por Canovas, asegurándoles que estaba al servicio del pueblo y
que gobernaría de forma liberal y apoyado en Cortes. Pero un nuevo golpe
de Estado, ahora del general M artínez Campos en Sagunto, acelerará la
llegada de Alfonso XII al país a principios de 1875. Aunque Cánovas hubiera
preferido una entronización pacífica, el golpe es aceptado por el ejército y el
gobierno sin resistencia. Cánovas se puso al frente del ministerio­
regencia. Todas las potencias europeas y Santa Sede reconocieron al nuevo
régimen, al tiempo que abandonaban la causa perdida de carlistas. Las
clases dominantes podían estar ahora tranquilas. Se ponía fin así al ciclo
revolucionario de la burguesía española para consolidar un Estado liberal
que diera entrada a sus demandas sociales, políticas y económicas.

75
Textos para el comentario

SI ETE LLAVES AL SEP ULCRO DE I SABEL I I

En abril de 1904 murió en París la destronada reina de España Isabel


II. Con tal motivo, algunas voces mejor intencionadas que informadas han
sugerido que se conmemore públicamente este centenario. La historia de
Isabel II no merece muchas celebraciones y su persona, tanto la pública
como la privada, está mejor para estudiada y sopesada en los libros de
historia que para aireada y paseada en andas. Ello por varias razones.

Se han traído a colación, de manera un tanto superficial, los


adelantos económicos y administrativos que tuvieron lugar bajo su reinado
(1843­1868). Yo mismo tengo algún conocimiento de ellos, porque fueron el
tema de mi tesis doctoral. Es cierto que durante las décadas centrales del
siglo XIX tuvo lugar lo que se ha dado en llamar la "revolución liberal"
española, con una respetable medida de modernización social. Puede
citarse, por ejemplo, la densa legislación progresista del famoso "bienio"
(1854­1856), con sus leyes de Bancos, de Sociedades de Crédito, de
Ferrocarriles, de Desamortización General, hitos muy importantes en el
tránsito de una sociedad arcaica a una más acorde con los progresos de la
época. Pero sería absurdo atribuir a la reina esta legislación porque tuviera
lugar durante su reinado. Lo cierto es que ella vio todo esto con muy poca
simpatía, y tan pronto como pudo (julio de 1856) se puso de acuerdo con el
unionista Leopoldo O'Donnell para derrocar a los progresistas de Baldomero
Espartero, lo que dio lugar a una serie de gabinetes reaccionarios que
congelaron la desamortización y desvirtuaron las leyes de bancos y
ferrocarriles de modo que, en una orgía de construcción mal planeada y
financiada, se abocó a la pavorosa crisis de 1864­1868, que al cabo terminó
por desencadenar la revolución que puso fin a su reinado. Otros aciertos
tuvieron otros gobiernos en su época (la tan celebrada reforma de la
Hacienda de 1845, comúnmente llamada de Mon­Santillán), pero también
pueden citarse errores de bulto en política económica, como la creación del
semi­ilegal Banco de Isabel II, la restrictiva Ley de Sociedades por Acciones
de 1848, la fusión de los Bancos de Isabel II y San Fernando, que a punto
estuvo de hundir al futuro Banco de España, la conversión (más bien
repudio) de la Deuda de Bravo Murillo en 1851, el ancho de vía diferente al
de los ferrocarriles europeos, y tantos otros. Sería injusto atribuir los
errores gubernamentales a la reina; igualmente injusto sería atribuirle los
aciertos. No es por la labor de sus gobiernos como debe valorarse a un
monarca moderno, sino por su papel de árbitro constitucional. Y aquí es
donde la ejecutoria de Isabel II fue, sencillamente, desastrosa.
Tampoco la vida privada de doña Isabel fue de una ejemplaridad edificante,
y cierto es que, como no podía ser de otra manera, estos escándalos de
alcoba son los que más se recuerdan y más se esgrimen en su desdoro. No
voy a entrar en ellos aquí por no conocer yo lo bastante el tema ni
parecerme de importancia primordial, aunque en su época sí la tuvo y
mucha, entre otras cosas por aquello de que en lo tocante a la honestidad
de la mujer del César las apariencias son tan importantes como la realidad
(a mayor abundamiento, siendo el César y su mujer la misma persona).

76
Pero lo realmente imperdonable en la ejecutoria de doña Isabel fue
su radical incapacidad para actuar con una mínima competencia como reina
constitucional, con lo cual trabó continuamente el sistema político que la
había encumbrado. Desde el día en que fue declarada reina a los 13 años,
la doblez y la parcialidad de doña Isabel se pusieron de manifiesto con la
famosa "crisis del papelito", en la que mendazmente acusó al progresista
Salustiano Olózaga de haberla violentado para hacerla firmar su encargo de
formar gobierno. A partir de aquel episodio, que por poco costó la vida del
pobre Olózaga, Isabel sistemáticamente obstaculizó el acceso del Partido
Progresista al poder, con lo que éste se veía empujado al retraimiento y la
conspiración, con grave quebranto de la paz civil y del normal
funcionamiento de las instituciones. A punto estuvo ya de ser destronada en
la revolución de 1854; la salvó la ingenua magnanimidad de Espartero, a
quien dos años más tarde pagó el favor con el derrocamiento a que antes
hice referencia. De este episodio dice Raymond Carr: "Isabel debió sus doce
últimos años de reinado a la indecisión o lealtad de Espartero. La
recompensa para éste fue la muerte política".

Su inepcia y su duplicidad reiteradas fueron causa de que en


septiembre de 1868 (la "Gloriosa Revolución") apenas tuviera quien la
defendiera. Abandonó España desde San Sebastián, donde veraneaba, y
nadie se acordó más de ella si no fue para denostarla. Su falta de
popularidad era tal que cuando en 1875 tuvo lugar la Restauración de la
dinastía nadie pensó en llamarla, a pesar de que no tenía más de 44 años.
La Restauración se hizo en la persona de su hijo, Alfonso XII, a quien
Antonio Cánovas del Castillo, inspirador y alma del nuevo sistema, procuró
educar en Inglaterra y mantener apartado de las malas compañías
representadas por su madre y su camarilla de París. Cánovas, mientras
vivió, hizo todo lo posible por evitar que doña Isabel se estableciera en
Madrid, por el daño que eso pudiera hacer a la Monarquía en la persona de
Alfonso XII y más tarde de doña María Cristina de Habsburgo­Lorena, su
viuda. Doña Isabel, por supuesto, detestaba a Cánovas, pero por fortuna el
desprestigio de la señora la privaba de influencia. Por cierto, si se quiere
hacer homenaje a una reina del siglo XIX, la única candidata seria es doña
María Cristina, la dignísima viuda de Alfonso XII y madre de Alfonso XIII.

España no debe nada a Isabel II; al contrario, es su acreedora


preferente, como ya pusiera de manifiesto Emilio Castelar en 1866, cuando
la señora "donó" a la Nación parte de unos bienes del Patrimonio,
quedándose ella con otra parte. A Castelar aquel artículo, titulado El rasgo,
le costó la cátedra. Así se las gastaban los gobiernos de la señora cuando
creían que debían salir en su defensa.

Fueron tantos los "rasgos" de Isabel II desde aquella famosa "crisis


del papelito" hasta su muerte hace ya casi cien años, que es mejor
relegarlos piadosamente a los libros y a las aulas. Bien están las
celebraciones; pero antes de organizarlas reflexionemos un instante y
estudiemos con un poco de seriedad si hay algo que celebrar. Y, sobre todo,
no confundamos la conmemoración con la hagiografía. La pobre doña Isabel
fue un obstáculo permanente al progreso de la España de su época; no
abramos la caja de Pandora y dejemos que la buena señora descanse en
paz.

77
(Gabriel Tortella. El País, Sábado 13­IX­2003, p. 11)

DEFENSA DEL SUFRAGIO RESTRINGIDO


Yo reconozco que debe haber una perfecta igualdad al concederse los
derechos civiles. Yo reconozco que el último mendigo de España tiene los
mismo derechos para que se respeten los harapos que lleva sobre sí, que el
que puede tener un potentado para que se respeten los magníficos muebles
que adornan su palacio... pero en los políticos no. Los derechos políticos no
se conceden como privilegios a toda clase de personas, no; son un medio
para atender a la felicidad del país, y es preciso que se circunscriban a
aquellas clases cuyos intereses, siendo los mismos que los de la sociedad,
no se puedan volver contra ella.

Discurso de Calderón Collantes 1844

LA CONSTI TUCI ON ESP AÑOLA DE 1845


TÍTULO I. De los españoles
Artículo 2. Todos los españoles pueden imprimir y publicar libremente
sus ideas sin previa censura, con sujeción a las leyes.
Artículo 11. La religión de la nación española es la católica,
apostólica, romana. El Estado se obliga a mantener el culto y sus ministros.

TÍTULO II. De las Cortes


Artículo 12. La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el
Rey.
Artículo 13. Las Cortes se componen de dos Cuerpos colegisladores,
iguales en facultades: el Senado y el Congreso de los Diputados.

TÍTULO III Del Senado


Artículo 14. El número de senadores es ilimitado. su nombramiento
pertenece al Rey.
Artículo 15. Sólo podrán ser nombrados senadores los españoles que,
además de tener treinta años cumplidos, pertenezcan a las clases
siguientes:
Presidentes de alguno de los Cuerpos colegisladores. Senadores o
diputados admitidos tres veces en las Cortes. Ministros de la Corona.
Consejeros de Estado. Arzobispos. Obispos. Grandes de España. Capitanes
generales del Ejército y Armada. Tenientes generales del Ejército y Armada.
Embajadores. Ministros plenipotenciarios. Presidentes de Tribunales
Supremos, Ministros y fiscales de los mismos.
Los comprendidos en las categorías anteriores deberán, además,
disfrutar de 30000 reales de renta.

TÍTULO IV. Del Congreso de los Diputados


Artículo 20. El Congreso de los diputados se compondrá de los que
nombren las juntas electorales en la forma que determine la ley. Se nombrará
un diputado a lo menos por cada cincuenta mil almas de la población.
Artículo 22. Para ser diputado se requiere ser español, del estado

78
seglar, haber cumplido veinticinco años, disfrutar la renta precedente de
bienes raíces o pagar por contribuciones directas la cantidad que la ley
electoral exija.
(Constitución española de 23 de mayo de 1845.)

(En LÓPEZ CORDÓN, M. C. Y MARTÍNEZ CARRERAS, J. U. Análisis y


comentario de textos históricos, II. Edad Moderna y Contemporánea.
Madrid: Alhambra, 1990, pp. 257­258)

M ANI FI ESTO FUNDACI ONAL DEL P ARTI DO DEM ÓCRATA. 1849

El Estado debe reconocer y garantizar a todos los ciudadanos como


condiciones primarias y fundamentales de la vida política y social: la
seguridad individual; la de manifestar, transmitir y propagar su
pensamiento...el derecho de petición... el derecho a la instrucción primaria
gratuita; el derecho a una igual participación de todas las ventajas y
derechos políticos ... el de ser juzgado o condenado por la conciencia
pública (jurado popular).

Partiendo de estos principios fundamentales:

1º. Reformaríamos la Constitución del Estado en Cortes Constituyentes,


convocadas bajo las fases de elección directa, sufragio universal...

2º. Armaríamos, desde luego, la Milicia Nacional, organizada de manera que


sin ser un embarazo para el Gobierno, conservase las instituciones y el
orden público...

3º. Declararíamos la imprenta libre...

EL CONCORDATO DE 1851
Art.1º. La religión católica, apostólica, romana... se conservará siempre en los
dominios de S.M católica con todos los derechos y prerrogativas de que debe
gozar según la ley de Dios y lo dispuesto por los sagrados cánones.

Art2º. En consecuencia, la instrucción en las Universidades, Colegios,


Seminarios y Escuelas públicas o privadas de cualquiera clase, sería en todo
conforme a la doctrina de la misma religión católica...

Art.3º. Tampoco se pondrá impedimento alguno a dichos prelados ni a los


demás sagrados ministros en el ejercicio de sus funciones, ni los molestará
nadie bajo ningún pretexto...; antes bien cuidarán todas las autoridades del
reino de guardarle y de que se les guarde el respeto y consideración
debidos..., principalmente cuando hayan de oponerse a la malignidad de los
hombres que intentan pervertir los ánimos de los fieles y corromper las
costumbres, o cuando hubiere de impedirse la publicación, introducción o
circulación de libros malos y nocivos.

79
M ANI FI ESTO DE LA “ VI CALVARADA” DE 1854
Señora. Los generales, brigadieres, coroneles y demás jefes que
suscriben, fieles súbditos de V. M. llegan a los pies del trono y con profunda
veneración exponen: que defendieron siempre el augusto trono de V. M. a
costa de su sangre, y ven hoy con dolor que vuestros ministros
responsables, exentos de moralidad y de espíritu de justicia, huellan las
leyes y aniquilan una nación harto empobrecida, creando al propio tiempo
con el ejemplo de sus actos una funesta escuela de corrupción para todas
las clases del Estado.
Tiempo ha, Señora, que los pueblos gimen bajo la más dura
administración, sin que se respete por los consejeros responsables de V. M.
un solo artículo de la Constitución; lejos de esto, se les ve persiguiendo con
crueldad a los hombres que mayores servicios han prestado a la causa de V.
M. y las leyes sólo por haber emitido su voto con lealtad y franqueza en los
cuerpos colegisladores.
La prensa, esa institución encargada de discutir los actos
administrativos y derramar luz en todas clases, se halla encadenada, y sus
más ilustres representantes ahogan su voz en el destierro los unos, y los
otros, protegidos por alguna mano amiga, viven ocultos y llenos de
privaciones, para librarse de la bárbara persecución que esos hombres
improvisados han resuelto contra todos.
Los gastos públicos, que tantas lágrimas y tanto sudor cuestan al
infeliz contribuyente, se aumentan cada día y a cada hora, sin que nada
baste para saciar la sed de oro que a esos hombres domina; así, mientras
ellos aseguran su porvenir con tantas y tan repetidas exacciones, los
contribuyentes ven desaparecer el resto de sus modestas fortunas.
Mas no para aquí, Señora, la rapacidad y desbordamiento de los
ministros responsables; llevan aún más allá la venalidad y la ambición. No
han concedido ninguna línea de ferrocarril algo importante sin que hayan
percibido antes alguna crecida subvención; no han despachado ningún
expediente, sea éste de interés general o privado, sin que hayan tomado
para sí alguna suma, y hasta los destinos públicos se han vendido de la
manera más vergonzosa.
No ha sido tampoco el ejército el que menos humillaciones ha
recibido: generales de todas graduaciones, hombres envanecidos en la
honrosa carrera de las armas, que tantas veces han peleado en favor de su
Reina, viven en destierros injustificables, haciéndoles apurar allí hasta el
último resto del sufrimiento, y presentándoles a los ojos de V. M. como
enemigos de su trono.
Tantos desmanes, Señora, tanta arbitrariedad, tan inauditos abusos,
tanta dilapidación, era imposible que a leales españoles se hiciera
soportable por más tiempo, y por eso hemos saltado a defender incólumes
el trono de V. M., la Constitución de la Monarquía que hemos jurado
guardar, y los intereses de la nación, en fin.
[ ...] . Guarde Dios dilatados años la importante vida de V. M.

80
Alcalá de Henares, 28 de junio de 1854. Domingo Dulce, Leopoldo
O'Donnell, Antonio Ros de Olano, Félix María de Messina, Rafael de
Echagüe, etc.. etc.
(En LÓPEZ CORDÓN, M. C. Y MARTÍNEZ CARRERAS, J. U. Análisis..., p. 260)

EL M ANI FI ESTO DE M ANZANARES (1854)


ESPAÑOLES: La entusiasta acogida que va encontrando en los
pueblos el Ejército liberal; el esfuerzo de los soldados que le componen, tan
heroicamente mostrado en los campos de Vicálvaro; el aplauso con que en
todas partes ha sido recibida la noticia de nuestro patriótico alzamiento
aseguran desde ahora el triunfo de la libertad y de las leyes que hemos
jurado defender. Dentro de pocos días, la mayor parte de las provincias
habrán sacudido el yugo de los tiranos; el Ejército entero habrá venido a
ponerse bajo nuestras banderas, que son las leales; la Nación disfrutará los
beneficios del régimen representativo, por el cual ha derramado hasta ahora
tanta sangre inútil y ha soportado tan costosos sacrificios.
Día es, pues, de decir lo que estamos resueltos a hacer en el de la
victoria. Nosotros queremos la conservación del Trono, pero sin la camarilla
que le deshonra; queremos la práctica rigurosa de las leyes fundamentales,
mejorándolas, sobre todo la Electoral y la de Imprenta; queremos la rebaja
de los impuestos, fundada en una estricta economía; queremos que se
respeten en los empleos militares y civiles la antigüedad y los
merecimientos; queremos arrancar los pueblos a la centralización que los
devora, dándoles la independencia local necesaria para que conserven y
aumenten sus intereses propios, y como garantía de todo esto, queremos
plantearnos la Milicia Nacional.
Tales son nuestros intentos, que expresamos francamente, sin
imponerlos por eso a la nación. Las Juntas de gobierno que deben irse
constituyendo en las provincias libres; las Cortes generales que luego se
reun[ir]án; la misma nación, en fin, fijará las bases definitivas de la
regeneración liberal a que aspiramos. Nosotros tenemos consagradas a la
voluntad nacional nuestras espadas, y no las envainaremos hasta que ella
esté cumplida.
General Leopoldo O’Donnell

LA DESAM ORTI ZACI ÓN ESP AÑOLA DE 1855


PROYECTO DE LEY PARA LA DESAMORTIZACION GENERAL DE LOS BIENES
DE MANOS MUERTAS
TÍTULO PRIMERO
Bienes declarados en estado de venta y condiciones de su enajenación
ARTÍCULO PRIMERO. ­Se declaran en estado de venta, con arreglo a las
prescripciones de la presente ley, y sin perjuicio de las cargas, y
servidumbres a que legítimamente estén sujetos, todos los predios rústicos
y urbanos, censos y foros, pertenecientes:
Al Estado.

81
A los propios de los pueblos A la Beneficencia.
A la Instrucción pública.
Al Clero.
A las Ordenes Militares de Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa y San
Juan de Jerusalén.
A Cofradías, obras pías y santuarios.
Al secuestro del ex Infante don Carlos.
Y cualesquiera otros pertenecientes a manos muertas, ya mandados vender
por leyes anteriores.
ART. 2º­ Exceptúase de lo dispuesto en el artículo que precede:
1º. Las fincas y edificios destinados al servicio público.
2º. Los edificios que ocupan hoy los establecimientos de beneficencia.
3º. Los montes y bosques cuya venta no crea oportuna el Gobierno.
4º. Las minas de Almadén.
5º. Las salinas.
6º. Los terrenos que son hoy de aprovechamiento común, previa declaración
de serlo en efecto, oyendo al Ayuntamiento y Diputación Provincial
respectivos.
7º. Y por último, cualquier edificio o finca cuya venta no crea oportuna el
Gobierno por razones graves
ART. 3º. ­Se procederá a la venta de todos y cada uno de los bienes
comprendidos en el artículo 1º de esta ley, sacando a pública licitación las
fincas o sus suertes, a medida que lo reclamen los compradores, y no
habiendo reclamación, según lo disponga el Gobierno; mas siempre por
partes, porciones o suertes, procurando precisamente la mayor subdivisión
de las fincas. [...].
ART. 6º. ­Los compradores de las fincas o suertes quedan obligados al pago
en metálico de la suma en que se les adjudiquen, en la forma siguiente.
1º. Al contado, el 10 por 100
2º. En cada uno de los dos primeros años siguientes, el 8 por 100.
3º. En cada uno de los años subsiguientes, el 7 por 100.
4º. Y en cada uno de los diez años inmediatos, el 6 por 100.
De forma que el pago se complete en quince plazos y catorce años. [. .].
(En ROIG, J. Y ORTEGA, R. Historia moderna y contemporánea. Barcelona:
Teide, 1974, p. 389)

LEY GENERAL DE FERROCARRI LES, 1855


Art.8. Podrá auxiliarse con los fondos públicos la construcción de líneas de
servicio general:

­Ejecutando con ellos determinadas obras.

Entregando a las empresas en períodos determinados una parte del capital


invertido...

Art.20. Se conceden desde luego a todas las empresas de ferrocarriles:

­Los terrenos de dominio público que haya de ocupar el camino...

82
­ El beneficio de vecindad para el aprovechamiento de leña, pastos...

­ La facultad de abrir canteras...

­ La facultad exclusiva de percibir... los derechos de peaje y de transporte...

­ El abono, mientras la construcción y diez años después, del equivalente de


los derechos marcados en el Arancel de Aduanas... todo lo que constituya el
material fijo y móvil que deba importarse del extranjero...

CONSTI TUCI ÓN DE LA M ONARQUÍ A ESP AÑOLA, 1856, NO


PROMULGADA
Artículo 1º. Todos los poderes públicos emanan de la Nación, en la que
reside esencialmente la soberanía, y por lo mismo pertenece
exclusivamente a la Nación el derecho de establecer sus leyes
fundamentales (...)
Art. 3º. Todos los españoles pueden imprimir y publicar libremente sus
ideas sin previa censura, con sujeción a las leyes.
No se podrá secuestrar ningún impreso hasta después de haber empezado a
circular.
La calificación de los delitos de imprenta corresponde a los jurados (...)
Art. 5º. Unos mismos Códigos regirán en toda la Monarquía y en ellos no se
establecerá más que un solo fuero para todos los españoles en los juicios
comunes, civiles y criminales.
Art. 6º. Todos los españoles son admisibles a los empleos y cargos públicos,
según su mérito y capacidad.
Para ninguna distinción ni empleo público se requiere la calidad de nobleza
(...)
Art. 11º. No se podrá imponer la pena capital por delitos meramente
políticos. (...)
Art.14. La Nación se obliga a mantener y proteger el culto y los ministros de
la religión católica que profesan los españoles.
Pero ningún español ni extranjero podrá ser perseguido por sus opiniones o
creencias religiosas, mientras no las manifieste por actos públicos contrarios
a la religión.
(TIERNO GALVAN, E. Leyes políticas españolas fundamentales. Madrid:
Tecnos, 1979, pp. 100­101.)

P ROCLAMA DE LA J UNTA DE GOBI ERNO DE LA P ROVI NCI A DE


M ÁLAGA. 27 SEP TI EM BRE 1868
Aspiramos a la libertad de conciencia (...). Vamos, pues, a establecer de
derecho la libertad de cultos.
Aspiramos a la libertad del sufragio (...) proclamamos el sufragio universal.

83
Aspiramos a la libertad de la razón, y queremos la enseñanza libre, y que el
pensamiento escrito circule sin traba. (...)
Aspiramos, en fin, a la libertad económica y de asociación. (...)
Negamos al poder público el derecho sobre la vida, y abolimos la pena de
muerte.
Negamos al Estado el derecho de imponer contribuciones sobre los
elementos de subsistencia del pueblo, y anulamos la contribución de
consumos.
Negamos el deber de servir al Estado forzosamente, suprimiendo las
quintas y matrículas de mar.
Queremos Cortes Constituyentes, expresión fiel de la soberanía de la Nación,
para que promulguen una Constitución. (...)
Queremos que la justicia sea una verdad, desapareciendo todos los fueros
privilegiados, incluso el eclesiástico.
Queremos la descentralización, la reducción de provincias y de obispados, el
matrimonio civil y los tribunales colegiados, el jurado para lo criminal y la
inviolabilidad del domicilio. (...)
Ciudadanos. ¡Viva la libertad! iViva la Soberanía Nacional! iAbajo los
Borbones!

CONSTITUCIÓN DE 1869

La Nación española, y en su nombre las Cortes Constituyentes, elegidas por


sufragio universal...

Art 32.­ La soberanía reside esencialmente en la Nación de la cual emanan


todos los poderes

Art 34. La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes. El Rey sanciona
y promulga las leyes.

Art. 33.­ La forma de gobierno de la Nación española es la Monarquía...

Art. 35.­ El poder ejecutivo reside en el Rey, que lo ejerce por medio de sus
ministros.

Art. 36.­ Los tribunales ejercen el poder judicial.

Art 3. Todo detenido será puesto en libertad o entregado a la autoridad


judicial dentro de las veinticuatro horas siguientes

Art 17.­ Tampoco podrá ser privado ningún español de derecho de emitir
libremente sus ideas y opiniones, del derecho de reunirse pacíficamente, del
derecho de asociarse para todos los fines de la vida humana

84
Art 21.­ La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la
religión católica. El ejercicio público o privado de cualquier otro culto queda
garantizado a todos los extranjeros residentes en España (...) Si algunos
españoles profesaren otra religión que la católica es aplicable a los mismos
todo lo dispuesto en el párrafo anterior.

EXTRACTOS DE UN P ERI ÓDI CO RADI CAL DOS DÍ AS ANTES DEL


ASESI NATO DEL GENERAL P RI M
No le bastaba a ese grande reo de lesa­revolución que se llama
gobierno Septembrista haber negado los derechos individuales, disputar la
Soberanía del pueblo con la soberanía de un tirano extranjero, inviolable,
indiscutible, inamovible y hereditario; desmoralizar la administración,
desangrar a todas las clases de la sociedad, oprimir al pueblo y amordazar
la prensa; era necesario algo más, y para que nada faltara a sus traiciones,
a sus crímenes y perjurios, ha concluido por sancionarlos con el voto de una
[Asamblea] Constituyente facciosa, que con la vergüenza y el vilipendio de
la nación española, ha votado su muerte, que está reclamando su más
pronta e inmediata ejecución. […]
Ciudadanos españoles, sin distinción de clases ni de partidos
políticos: el rostro de nuestra madre la patria ha sido escupido y
abofeteado, su altivez humillada y su honor difamado por un intruso, por un
TIRANO EXTRANJERO. ¿Qué hacemos? ¿A qué aguardamos?
¿Consentiremos que un tirano de Italia esclavice al valeroso pueblo español,
a la España con honra, libre e INDEPENDIENTE? […]
Ciudadanos españoles: la patria está en peligro. Cuando el tirano
extranjero coloque su inmunda planta en tierra española, que esta afrenta
sea para todos la señal de exclamar con el coraje de los pueblos ultrajados:
¡AL COMBATE!
¡ABAJO LO EXISTENTE!
¡VIVA EL EJÉRCITO ESPAÑOL HONRADO!
¡VIVA LA SOBERANÍA NACIONAL!
¡VIVA LA REVOLUCIÓN!
(El combate, Madrid 25 Diciembre de 1870)

PROYECTO DE CONSTITUCIÓN DE 1873

La nación española, reunida en Cortes Constituyentes, deseando


asegurar la libertad, cumplir la justicia y realizar el fin humano a que está
llamada la civilización, decreta y sanciona...

Art 39. La forma de gobierno de la Nación española es la República federal

Art 40... El poder de la Federación se divide en poder legislativo, poder


ejecutivo, poder judicial y poder de relación entre estos poderes..

Art 50.­ Las Cortes se compondrán de dos Cuerpos: Congreso y Senado

85
Art.34.­ El ejercicio de todos los cultos es libre en España.

Art 35. Queda separada la Iglesia del Estado.

Art 36.­ Queda prohibido a la Nación o al Estado federal, a los Estados


regionales y a los Municipios subvencionar directa ni indirectamente ningún
culto...

LA VI GENCI A DE P I Y M ARGALL

Terminó el año 2001 sin que, en las costumbres conmemorativas del


Estado y del mundo académico, se haya hecho justicia con el centenario de
la muerte de uno de los estadistas y pensadores más relevantes de la
España contemporánea. Salvo el estudio de J. Casassas y A. Ghanime
(Homenatge a Pi i Margall. Intel.lectual i polític federal, Barcelona, 2001), el
que fuera presidente de la Primera República, Francisco Pi y Margall, no ha
merecido la atención debida de los sectores políticos que ahora se
encasquillan por adueñarse del concepto de 'patriotismo constitucional'.
Cuando tanto preocupa a los políticos organizar centenarios (desde Carlos V
a Alfonso XIII, por ejemplo), y cuando las editoriales se solapan con esas
conmemoraciones ideológicas o con la exaltación de las vidas de las reinas,
entonces el olvido de figuras como Pi y Margall revela que hay una criba de
hechos, momentos y personas, y también el propósito deliberado de darle
cierto sesgo a la memoria colectiva de nuestra sociedad. Así, es significativo
que fueran editoriales y personas comprometidas en el restablecimiento de
la democracia las que en los años finales de la dictadura y en la transición
estudiaron y reeditaron las obras de Pi y Margall. Por eso, utilizar de nuevo
los calificativos de estadista y pensador influyente para definir la figura y la
obra de Pi supone exhumar las abundantes razones con que se pueden
argumentar ambas catalogaciones.

En efecto, la lucha por construir un Estado democrático en España no


se comprende sin la infatigable actividad desplegada por los republicanos
del siglo XIX, quienes en todo momento respetaron el liderazgo político e
intelectual de Pi i Margall, aunque no siempre siguiesen sus propuestas. Eso
lo han estudiado historiadores prestigiosos como A. Jutglar, A. Elorza, J.
Trías y J. Solé Tura. Aunque todas las comparaciones son discutibles, se
podría establecer que así como Azaña fue el referente político e intelectual
de la II República, la difícil tarea de Pi de construir el primer partido de
masas en España lo ha convertido en eje para comprender la primera
experiencia democrática de nuestra historia, la que transcurrió entre 1868 y
1874. No es momento de resumir la complejidad de aquellos años que
desde ciertos sectores se empeñan en recordar como turbulentos y
caóticos. Efectivamente, se perturbaron los equilibrios amasados entre los
sectores privilegiados, quienes a sí mismos se calificaban como 'clases
conservadoras', con Cánovas a la cabeza. De por sí, el sufragio universal
masculino y la abolición de la esclavitud ya suponían la alteración del orden
político y social que defendía el tan conmemorado Cánovas, pero además la
organización de España como federación de pueblos quebraba el

86
centralismo de un Estado bajo cuya sombra se acumulaban importantes
redes de poder y de fortunas. El federalismo significaba en el siglo XIX no
sólo devolver la soberanía a los individuos y a sus instituciones
representativas más inmediatas, sino que también exigía abordar las
necesarias reformas sociales. Era así tarea prioritaria del Estado la de
'subordinar la propiedad a los intereses generales', en palabras de Pi, hasta
acelerar 'la elevación del proletario a propietario', porque, en definitiva, sin
independencia económica no puede desplegarse la libertad y la
autorrealización individual. ¿No encajan acaso estas cuestiones en el actual
debate sobre el republicanismo y no sería útil rescatar el debate que
nuestros antepasados demócratas realizaron en aquel sexenio, aunque
también recordemos a Harrington y la tradición whig del XVIII anglosajón?.

Excepto para una restringida minoría intelectual que se mueve en los


contenidos exactos de este concepto, en España se corre el peligro de
relegar el término de republicanismo a una alternativa de escaso contenido
político y social, como si sólo se constriñera a la formalidad organizativa de
la máxima instancia estatal. Por eso, complementario a tal debate
intelectual y político es la reivindicación de que en la historia de España el
antagonismo entre monarquía y república se refirió ante todo a programas
de organización del Estado nítidamente diferenciados, porque el
republicanismo significó en nuestra tradición política la articulación de una
sociedad desde una lectura radical de los principios de libertad, igualdad y
fraternidad. En esa dirección, el pensamiento de Pi fue tan individualista
como solidario, tan partidario de la autonomía de los pueblos como defensor
de un Estado 'garante de la justicia'. De hecho, el programa de los
republicanos ­también llamados 'los federales'­ se convirtió en sinónimo de
revolución social, al plantear el reparto de tierras, exigir justicia distributiva
a través de los impuestos y estructurar el Estado en federación democrática
de poderes, desde los municipios hasta la nación española como conjunto.

La organización de la soberanía por pueblos federados fue una


bandera que legítimamente levantó Pi tanto para solucionar las tensiones
internas que provocaba el Estado unitario español como para el futuro de
Europa, cosa que él mismo, visto desde 1877, cuando escribió Las
nacionalidades, reconocía como propuesta utópica. Esta obra de Pi revalida
con justicia su carácter precursor para la construcción de Europa, bastante
más que los anacrónicos europeísmos atribuidos, por ejemplo, a un belicoso
emperador como Carlos V. Es legítimo recordar las palabras finales de dicha
obra, porque en ellas se comprueba la actualidad de su pensamiento: 'Los
hechos ­escribía Pi­ a que dieron recientemente origen la insurrección de
Herzegovina y la guerra de Serbia revelan sobre cuán falsas bases
descansan Europa y sus distintos pueblos. Gracias al sistema político
preponderante viven todos sin relaciones orgánicas de ningún género, y, ya
que no como enemigos, se miran como extraños. Uno tiende siempre a
subordinar a los demás... demuestran los sucesos una vez más que
necesitamos cambiar de sistema y adoptar un principio que por su propia
virtualidad reconstituya sin esfuerzo desde el último municipio hasta la
misma Europa'. Y ese principio, lógicamente, era el de la federación. La
lectura de Pi debería ser motivo de reflexión para quienes debaten
actualmente el modo de organizar el futuro político de Europa y la

87
subsiguiente articulación interna de las regiones o pueblos que la integran,
más allá de las lindes de los Estados­nación al uso.

Por otra parte, el actual mapa de las comunidades autónomas, que


pareciera haber surgido de un consenso concebido desde la nada, sin
embargo respondía de modo tácito a una tradición federal comprobable
igualmente en Pi y en los federales. Así, la organización que se desarrolló a
partir del título VIII de nuestra actual Constitución, en gran medida estaba
en el proyecto de Constitución federal de la República Española de 1873. En
casi todo coincidía con el actual mapa autonómico, aunque haya las lógicas
diferencias debidas a las distintas situaciones históricas. Por lo demás,
releer hoy aquel proyecto de Constitución, elaborado en la tensa coyuntura
de 1873, puede servir para conocer cuánto de nuestro actual patrimonio
democrático debemos a aquellas personas que, sin embargo, gran parte de
los libros de historia los caricaturiza o los tergiversa. También es necesario
reivindicar que Pi y Margall fue un ministro de Gobernación ejemplar en la
limpieza de los procesos electorales celebrados bajo su mandato, a pesar de
las difíciles circunstancias. Pero de Pi no sólo es destacable su actividad
política (en la que también sufrió el exilio), o su constante e influyente tarea
de escritor y polemista, sino que además fue pionero en la historia de la
pintura y del arte, en la que su estilo literario fue destacado por Azorín. En
cualquier caso, no es justo que en Barcelona (su ciudad natal) la plaza que
recordaba su memoria, y que el franquismo borró, se rebautizara en la
transición con el nombre de Juan Carlos I, o que en Madrid, la ciudad en la
que vivió y murió, no exista recuerdo de una personalidad tan
excepcionalmente honrada.

(J. S. Pérez Garzón. El País, martes, 15­I­2002, p. 12)

88
Bibliografía básica:
BURDIEL, I. (ed.). La política en el reinado de Isabel II. Madrid: Marcial Pons,
1998 (Ayer, núm. 29).
JOVER ZAMORA, J. M. (dir.). La era isabelina y el Sexenio democrático (1834­
1874). Madrid: Espasa­Calpe, 1981.
PIQUERAS ARENAS, J. A. La revolución democrática (1868­1874). Cuestión
social, colonialismo y grupos de presión. Madrid: Ministerio de Trabajo,
1992.

Bibliografía complementaria:
ARTOLA, M. La burguesía revolucionaria (1808­1874). Madrid: Alianza,
1990.
COMELLAS, J. L. Isabel II: una reina y un reinado. Barcelona: Ariel, 1999.
DONÉZAR, J. M. La Constitución de 1869 y la Revolución burguesa. Madrid:
Fundación Santa María, 1985.
JOVER ZAMORA, J. M. La civilización española a mediados del siglo XIX.
Madrid: Espasa­Calpe, 1992.
LLORCA, C. Isabel II y su tiempo. Madrid: Istmo, 1984.
LÓPEZ CORDÓN, M. V. La revolución de 1868 y la 1ª República. Madrid: Siglo
XXI, 1976.
LÓPEZ GARRIDO, D. La Guardia Civil y los orígenes del Estado centralista.
Barcelona: Crítica, 1982.
MARTÍNEZ GALLEGO, F. A. Conservar progresando: la Unión Liberal (1856­
1868). Alzira: UNED, 2001.
PÉREZ GARZÓN, J. S. (et al.). La gestión de la memoria. La historia de
España al servicio del poder. Barcelona, Crítica, 2000.
PIQUERAS ARENAS, J. A. La revolución democrática (1868­1874). Cuestión
social, colonialismo y grupos de presión. Madrid: Ministerio de Trabajo,
1992.
SÁNCHEZ ALBORNOZ, N. España hace un siglo: una economía dual. Madrid:
Alianza, 1977.
TORTELLA CASARES, G. al.). Revolución burguesa,
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VALLS, J. F. Prensa y burguesía en el XIX español. Barcelona: Anthropos,
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VILAR, J. B. La primera revolución industrial española (1827­1869). Madrid:
Istmo, 1990.

Enlaces de interés
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http://www.artehistoria.com/frames.htm?http://www.artehistoria.com/historia/personajes/6
589.htm

89
http://www.ih.csic.es/lineas/jrug/diccionario/gabinetes/m2_isabel2.htm (ministerios)
http://www.juntadeandalucia.es/averroes/iescasasviejas/cviejas1/histo2/actxisii.htm
(fuentes)
http://www.elarca.com.ar/arca50/arca5003/isabel.htm (vida privada de Isabel II)

90
3. RESI STENCI AS OLI GÁRQUI CAS Y OFENSI VAS
M ODERNI ZADORAS EN LA ESP AÑA DE LA RESTAURACI ÓN
(1874­1923)
3.1. Significado, antecedentes y debates historiográficos en torno a la
Restauración. Los protagonistas, Canovas y Sagasta
3.2. Fases y evolución de los acontecimientos: Alfonso XII (1875­85);
Regencia de María Cristina de Habsburgo (1885­1902); la monarquía
constitucional de Alfonso XIII (1902­23)
3.3. El sistema canovista: la configuración del nuevo sistema político, la
Constitución de 1876 y el turnismo; el funcionamiento del sistema,
caciquismo y manipulación electoral
3.4. Las limitaciones del sistema: la crisis colonial, la cuestión social; los
nacionalismos periféricos; la cuestión militar; la cuestión religiosa; la
administración local y los intentos de reforma
3.5. Republicanos y socialistas, la oposición política en los márgenes del
sistema
3.6. El crecimiento capitalista. Sindicatos obreros y patronal
3.7. La recomposición del sistema con Maura y Canalejas
3.8. La crisis de la Restauración (1913­23): el impacto de la Gran Guerra;
la fragmentación de los partidos políticos; la crisis de 1917; la guerra
de Marruecos

91
3.1. SI GNI FI CADO Y ANTECEDENTES
Dos golpes de estado, encabezados por Martínez Campos en los últimos
días de 1874 y por Primo de Rivera en septiembre de 1923, jalonan,
respectivamente, el inicio y el fin de un período de la historia de España en
el que, paradójicamente, los militares pierden protagonismo en la vida
política del país y que ha suscitado en los últimos años un interés
historiográfico renovado.
Fue una “restauración” en varios órdenes. P olítica, por la vuelta a la
monarquía y a la dinastía Borbón (en este caso en el hijo de Isabel, Alfonso
XII). Social, pues el “bloque de poder oligárquico” (la gran burguesía y la
aristocracia agraria, junto con la burguesía mercantil, industrial y de
negocios antillanos) corregía el signo democrático que había supuesto el
Sexenio y que les había desbordado. Y también religiosa, pues la Iglesia
recuperaba posiciones tras el desgaste sufrido por la revolución liberal.
Ahora bien, hay que hacer dos puntualizaciones importantes. La primera
es que no fue una “ restauración total” , pues se implantó un sistema
político que pretendía corregir algunos de los vicios fundamentales del
reinado isabelino. La segunda es que se trata de un régimen liberal,
constitucional, pero no democrático ni verdaderamente
parlamentario.
a) Antecedentes
Varios fueron los ¡mpulsores del cambio de régimen. Por un lado, los
círculos cortesanos isabelinos, con prisa para lograr su objetivo, apelaban al
golpismo. Por otro, la iniciativa canovista, que preparaba la restauración
borbónica en la persona de Alfonso sin apresuramientos y asumiendo
algunos elementos de cambio (los menos revolucionarios) del sexenio 1868,
que prefería que el nuevo régimen se implantara sin la intervención militar,
con el fin de relegar a los militares a los cuarteles dejando la vida política
para los civiles. Hasta que se impuso el criterio de Cánovas hubo intrigas en
torno a la exiliada Isabel, pero ésta abdicó
Mediante un manifiesto firmado el 1 de diciembre de 1874 desde
Sandhurst por Alfonso de Borbón (pero redactado en realidad por Cánovas
del Castillo), aseguraba que estaba al servicio del pueblo y que reinaría de
forma liberal y apoyado en Cortes.
Ahora bien, pese a los esfuerzos de Cánovas para preparar la
Restauración de manera pacífica, el desenlace tuvo una solución militar no
querida por él. Se volvía a repetir el recurso al ejército para emprender el
cambio político. M artínez Campos (que había censurado a Cánovas su
inhibición tras el golpe de Pavía), contrario a la táctica política, encabezó
con éxito un golpe militar en Sagunto (culminando proyectos
conspiratorios anteriores aplazados y sin consentimiento de Cánovas) el 29
de diciembre de 1874 que acelerará la llegada de Alfonso XII al país a
principios de 1875.
El golpe fue aceptar aceptado por el ejército sin resistencia. Y tuvo éxito
porque Cánovas (admitiéndolo como hecho consumado) se puso al frente
del ministerio­regencia y decidió ensanchar la base política mediante el

92
consenso, la cancelación del pasado y la reconciliación ante el futuro. Todas
las potencias europeas y Santa Sede reconocieron al nuevo régimen, al
tiempo que abandonaban la causa perdida de carlistas. Las clases
dominantes podían estar ahora tranquilas. Se ponía fin así al ciclo
revolucionario de la burguesía española para consolidar un Estado liberal
que diera entrada a sus demandas sociales, políticas y económicas.
b) Figura central de la Restauración: Antonio Cánovas del
Castillo.
Este político e historiador malagueño (1828­97) será el verdadero
hacedor del nuevo régimen, de modo que se califica también como
canovista al período de la Restauración. En el pasado, este político e
historiador malagueño había tenido un papel destacado en 1854
(manifiesto de Manzanares), fue ministro en tiempo de Isabel II por la
Unión Liberal y volvió a aparecer en los años del centrales del Sexenio
como dirigente alfonsino (opuesto a la monarquía de Amadeo I).
Aunque era contrario al exclusivismo del partido moderado, tampoco era
partidario de las libertades reconocidas en el Sexenio. Llegó a la conclusión
de que la única salida a la agitada política española del XIX, salpicada de
pronunciamientos y revoluciones y con un predominio del partidismo
excluyente, era articular un sistema político en que las oposiciones pudieran
ocupar el poder por vías pacíficas. A este sistema se le conoció como
turnismo. Entre las características de su pensamiento destacan las
siguientes:
Ø Continuar la historia de España, “logrando una síntesis de tradición y
modernidad”
Ø Pesimismo: responde al ejercicio de la crítica histórica que él practicó
Ø Pragmatismo: partidario del consenso
Ø Eclecticismo: su doctrinarismo liberal bebió en fuentes francesas e
inglesas
Ø Fundamentó su actividad política sobre una base de pensamiento
providencialista: la nación era cosa de Dios, no una intervención
humana, y la soberanía nacional estaba fuera de lugar
Ø Equilibrio de fuerzas opuestas
c) El co­ejecutor del sistema: P ráxedes M ateo Sagasta
Este riojano es la figura contrapuesta pero, a la vez, paralela de
Cánovas. Se opuso también a cualquier extremismo y compartía por igual
su sentimiento de la autoridad y la libertad. Considerado una especie de
Talleyrand español, pasó de ministro del Sexenio a alternativa liberal de
Restauración. Fue siempre un liberal con poca doctrina, pero mucha
convicción y, por tanto, era más un hombre de acción que de reflexión,
más pragmático que dogmático y falto de preocupación social. Defendió, no
obstante unos principios invariables: monarquía, soberanía nacional y
libertades individuales sin menoscabo del orden.
d) Los debates historiográficos en torno a Cánovas y al
canovismo

93
d.1.) Evolución de las distintas interpretaciones sobre la
Restauración:
A principios del XX destaca la crítica de los regeneracionistas al
sistema, abordando la modernización de España desde posiciones
nacionalistas y un elevado tono moralizante. J oaquín Costa sintetiza las
posiciones regeneracionistas identificando el sistema político de
Restauración con los términos oligarquía y caciquismo. La nación española
yacía inerme ante la acción rapaz de los caciques, que saqueaban sus
riquezas en beneficio propio. La existencia del caciquismo era el principal
problema del país porque estaba íntimamente unido a la supervivencia de la
oligarquía gobernante, beneficiaria última del sistema y el obstáculo que
impedía el progreso de todos manteniendo el país atrasado.
Los intelectuales de la generación siguiente siguieron
considerando el caciquismo como una de las enfermedades más
graves de la política española. El diagnóstico venía a ser el siguiente: el
pueblo rural en España era ignorante en su mayor parte y vivía
desvinculado de las instituciones públicas a causa de personajes que no
representaban a nadie (caciques y oligarcas), que protagonizaban una
farsa. Pero los remedios para combatirlo variaban sustancialmente, según
sus autores. Mientras J . Ortega y Gasset abogaba por el liderazgo elitista,
M. Azaña lo hacía por la revolución democrática. Las puyas de los
intelectuales calaron en algunos dirigentes políticos monárquicos (como
Maura), que emplearon un lenguaje más propio de los opositores al régimen
con el fin de regenerarlo.
En los años 50 y 60, los hispanistas e historiadores españoles se
volvieron a plantear la preocupación por el retraso español respecto a otros
países más desarrollados y pusieron la mirada al comportamiento político
durante la Restauración. En los años 70 el fenómeno caciquil se analiza sin
la argumentación moralista finisecular: se describen los principales
elementos del sistema y sus conexiones mutuas, relacionándolo con otros
regímenes liberales europeos basados en relaciones de patronazgo a través
de partidos de notables.
Al asentarse la democracia, una vez pasados los cincuentenarios de
la II República y la guerra civil, los historiadores contemporaneistas se
han volcado en el estudio de la Restauración bien para explicar las
causas más lejanas de la guerra, o bien para incorporar a la memoria
colectiva una época de estabilidad política bajo el régimen liberal más
duradero de nuestro pasado común.
Actualmente, el estudio de la Restauración se ha enriquecido por
el acercamiento a otras ciencias sociales (sociología, política, antropología)
y el creciente interés por los estudios locales (que analizan sus múltiples
implicaciones). Y existe entre ciertos historiadores una particular obsesión
revisionista por “rehabilitar” el período, valorando como inevitable y
necesario el caciquismo.
d.2). P olémica historiográfica actual (I ): aspectos positivos
del canovismo desde la perspectiva “ revisionista” (J. P. FUSI, A. de
BLAS GUERRERO,)

94
ü Esta época está unida a la creación del Estado moderno español, la
estabilización de la política, la alternancia en el poder y la
superación del pronunciamiento liberal
ü Cánovas fue un liberal conservador que convivió con un régimen de
naturaleza caciquil que falseaba los resultados, pero eso era similar
a lo que se hacía en otros países europeos en esa época y las
trampas existieron antes y después
ü Supuso un esfuerzo de integración en la vida del sistema de cuantas
fuerzas políticas pudieran coincidir en un espacio liberal: atrajo al orden
constitucional al grueso del liberalismo del sexenio y a parte de la
España tradicional
ü Estableció un nivel de disfrute de derechos y libertades homologable
a los más avanzados de Europa (libertad de prensa, de asociación,
tolerancia religiosa)
ü Se desarrolló en un clima de paz social, triunfo del civilismo y
superación de la guerra civil que posibilitaron una coyuntura
económica favorable en la que se reanudó la construcción ferroviaria,
se aceleró la inversión extranjera y se incrementaron notablemente las
exportaciones
ü Hay que valorar la intención del sistema que montó Cánovas
porque en 1875 la democracia en España era imposible y la alternativa
de derechas era el carlismo o la dictadura militar al estilo Narváez. Si
veinte años antes se había construido un Estado, la generación de la
Restauración hizo posible un sistema político para todos
d.3.) P olémica historiográfica actual (I I ): aspectos negativos
del canovismo (A. ELORZA, D. LÓPEZ GARRIDO) desde la perspectiva
no revisionista
Cánovas encarna lo que para la derecha es un bien en sí mismo, la
larga duración del régimen por encima del precio que se pagara en
Ø

términos de libertad o progreso


Cánovas fue un reaccionario que hizo un régimen representativo en
la forma pero vacío desde dentro por la oligarquía (que ejerce el
Ø

poder de manera estable) y recondujo el liberalismo a una


orientación defensiva. Creía a fondo en las soluciones de fuerza y
frente al conflicto, Cánovas impuso la actitud defensiva y la represión
El único derecho que el Estado debía proteger por encima de todo es la
propiedad
Ø

A pesar de hablar de soberanía compartida entre el Rey y las Cortes, en


la práctica se subordinaba el P arlamento y la soberanía nacional a
Ø

la Corona
El sistema se apoyaba en la corrupción y la manipulación (desde el
vértice de poder social representado por los caciques) y era
Ø

irreformable. El pragmatismo permitió aceptar retoques, como el


sufragio universal (falseado inmediatamente) y el control relativo del
Ejército

95
El régimen fue incapaz de integrar los impulsos de una
burguesía renovadora (catalana) o de un obrerismo democrático
Ø

Al abolir los fueros hizo nacer el mito de que se alimentó el


independentismo vasco. Y cerró los vehículos de nacionalización (que en
Ø

Europa del XIX eran el servicio militar y la enseñanza generalizados), lo


que sumado a la crisis colonial provocó una crisis aún más profunda
del Estado­nación que aún arrastramos
La Restauración canovista fue una fórmula para retroceder y romper
abruptamente con el sexenio democrático. No sólo era suficiente
Ø

acabar con la democracia: hacía falta también mantener y


desarrollar el pujante orden social conservador
Cánovas resumió el entramado ideológico de las clases dirigentes en
una triple alianza: con el liberalismo, la religión católica y la
Ø

monarquía constitucional
La comparación con otros regímenes políticos es esperpéntica,
pues los límites de la vida política eran intraspasables. El incipiente
Ø

socialismo y el sindicalismo se vio casi siempre fuera de la política legal


(a diferencia del esquema de poder de Inglaterra, Francia o Italia)
El régimen se fue distanciando de la realidad social y territorial
(centralismo): la supuesta estabilidad del canovismo pagó ese precio
Ø

tan alto en términos políticos y culturales que nos dificultó el acomodo


en el XX

3.2. FASES Y EVOLUCI ÓN DE LOS ACONTECI M I ENTOS


a) Alfonso XI I (1875­85)

GOBI ERNOS

Antonio Cánovas del Conservador. Impulsor del sistema.


Castillo (1875; 1875­79;
1879­81; 1884­85)

J oaquín J ovellar (1875) Conservador

Arsenio Martínez Conservador


Campos (1879)

96
P ráxedes Mateo Liberal. Alter ego de Cánovas y del
Sagasta (1881­83) turnismo pacífico

J osé de P osada Herrera Liberal (especie de gobierno de


(1883­84) transición)

P eríodo Acontecimientos
enero 1875 ­ 1874. 29 de diciembre: Pronunciamiento de Martínez Campos, militar monárquico, en
octubre 1885 Sagunto. Proclamación de Alfonso XII. 29 de diciembre: Ministerio­regencia de
Ø

Cánovas.
1875. 14 de enero. Alfonso XII entra en Madrid. Febrero: Reconocimiento internacional
de Alfonso XII.
Ø

1876. 2 de julio. Promulgación de la Constitución de 1876.


REI NADO DE
1878. 23 de enero: Alfonso XII se casa con María de las Mercedes de Orleáns, que
Ø
A LFONSO XI I
fallece meses más tarde.
Ø

8 de noviembre: Ley electoral canovista que vuelve al sufragio restringido,


abandonando el universal, implantado durante el Sexenio revolucionario
1879. 29 de noviembre: Nuevo matrimonio de Alfonso XII con María Cristina de
Habsburgo­Lorena.
Ø

1880: Manifiesto de Salmerón y Ruiz Zorrilla (1 de abril), tras la organización del


Partido Democrático Progresista. 23 de mayo: Fundación del Partido Liberal Fusionista
Ø

por Práxedes Mateo Sagasta, fusión de centristas, como Alonso Martínez, Martínez
Campos y Vega de Armijo.
1881. 8 de noviembre: Gobierno de Sagasta: primera etapa liberal de la Restauración.
Primeras Cortes con mayoría liberal (20­IX al 31­XII­84).
Ø

1882. Octubre: Disidencia radical en el bloque "fusionista". Surge la izquierda


dinástica, desplazando a Sagasta de la jefatura de las izquierdas liberales.
Ø

1883. 13 de octubre: Gobierno de José Posada Herrera.


1884. 18 de enero: Gobierno de Cánovas.
Ø

1885. Ante la gravedad del estado de salud del rey, Cánovas y Sagasta acuerdan el
Ø

turno de los partidos. Es el mal llamado Pacto de El Pardo (24­XI).


Ø

Los años comprendidos entre 1875­81, prácticamente


monopolizados por Cánovas (salvo la esporádica entrada de Jovellar y
Martínez Campos) se lleva a cabo el establecimiento del régimen. Lo más
destacable es la pacificación interior, con el fin de la guerra carlista en
1876 y la firma de la paz de Zanjón en 1878 (que pone fin de momento
al levantamiento cubano). Desde el punto de vista de la política interior,
destaca la promulgación de la Constitución de 1876 y, la vuelta al
sufragio restringido en 1878. Por otra parte, es una fase de reflujo
obrerista y republicano así como de retraimiento diplomático en relación a
Europa.
Desde 1881 a 1885 se empieza a practicar el turnismo entre
conservadores (Cánovas, 1884­85) y liberales (Sagasta, 1881­83)
separados por el gobierno de transición de uno de los mayores
representantes del régimen isabelino (Posada Herrera). Son años en que se
potencia la obra codificadora, cuyos resultados más visibles son la ley de
Enjuiciamiento Civil (1881), de Enjuiciamiento Criminal (1882) y el Código
de Comercio (1885), obra codificadora que se rematará unos años más
tarde con el Código Civil (1889).
En 1885, estando Cánovas como presidente del gobierno, muere
Alfonso XI I cuando aún no estaba totalmente consolidado el sistema. Es

97
por ello que Cánovas y Sagasta firman el P acto del P ardo, que reforzará el
turnismo para permitir la sucesión tranquila de Alfonso XII.
La pacificación interior de estos años se vio acompañada de una
coyuntura económica alcista de 1876­86 (fiebre del oro) motivada por
fuentes inversiones extranjeras por una coyuntura internacional depresiva
b) Regencia de María Cristina de Habsburgo (1885­1902)

GOBI ERNOS

Antonio Cánovas del Castillo Conservador. Asesinado en 1897


(1890­92; 1895­97 )

P ráxedes Mateo Sagasta Liberal


(1885­90; 1892­95; 1897­99;
1901­02)

Marcelo de Azcárraga y Conservador


P almero (1897; 1900­01)

Francisco Silvela y le Conservador. Sucede a Cánovas


Vielleuze (1899­1900) como jefe del partido conservador

P eríodo Acontecimientos
octubre 1885. 25 de octubre: Muerte de Alfonso XII. María Cristina, Reina Regente hasta la
1885 ­ mayo mayoría de edad constitucional del heredero o heredera. Se encuentra embarazada,
Ø

1902 por lo que habrá que esperar hasta el parto para saber quién va a ser rey o reina de
España. Gobierno de Sagasta, primer gobierno liberal de la Restauración (27­XI).
1886. Nace Alfonso XIII (17­V). Sublevación republicana del brigadier Villacampa, que
fracasa. Es el último intento de golpe encabezado por un militar progresista (19­1X).
Ø

1887. Ley de asociaciones (30­VI).


1890. Se reintroduce en España el sufragio universal (9­VI). Se aprueba el Código
Ø
REGENCI A
Civil.
Ø
DE MA RÍ A
1892. Ruptura entre Cánovas y Silvela (6­XII)
CRI STI NA
1893. Proyecto de Maura para la reforma de la Administración cubana (3­VI).
Ø

1895. Gobierno de Cánovas (23­III).


Ø

Rey: Alfonso 1896. Cortes con mayoría conservadora (11­V al 26­II­98).


Ø

XI I I 1897. Asesinato de Cánovas y gobierno de Azcárraga (8­VIII). Gobierno Sagasta (4­X).


Ø

Fco. Silvela funda la Unión Conservadora (31­XII).


Ø

1898. 15 de febrero: Explosión del buque estadounidense Maine en La Habana (15­II).


25 de febrero: Inicio de la guerra hispano­norteamericana: primero, en Filipinas, y
Ø

luego, en Cuba, que dura unos meses.


Ø

Ø 1899. Gobierno de Silvela (4 de marzo). Se crea el Ministerio de Instrucción Pública.

98
Cortes liberales (20 IV al 16­XI­99).
1900. Formación de la Unión Nacional, a iniciativa de J. Costa, S. Alba y B. Paraíso.
Deslinde de posesiones españolas y francesas en África (27­VI). ­ Gobierno de
Ø

Azcárraga (27­1). Legislación en seguridad social. Ley de accidentes del trabajo. Ley
de trabajo de mujeres y niños,
1901. Declaración de Estado de guerra en diversas provincias para reprimir las
agitaciones obreras (26­feb.). ­ Ministerio de Sagasta (6­mar.). Cortes liberales (11­VI
Ø

al 26­III­1903).
Una vez firmado el Pacto del Pardo, Cánovas dimitió y la Regente, aún embarazada, llamó al
gobierno a Sagasta a fines de noviembre de 1885. En mayo del año siguiente, nacía Alfonso XIII, lo que
venía a salvar la situación sucesoria. El tur nismo continuar á hasta el asesinato de Cánovas en 1897
(Sagasta, 1885­90 y 1892­95; Cánovas, 1890­92 y 1895­97). Como hechos más destacados, estará la
vuelta en 1890 del sufr agio univer sal (obra de los liberales) y el desastr e del 98, que provocó la caída
de Sagasta en 1899.
Se produce entonces el relevo generacional de los hombres que habían posibilitado la Restauración.
La muerte de Cánovas da entrada a un nuevo conservadurismo representado por Silvela (presidente del
gobierno entre 1899­1900 y 1902­1903) cuyo mayor rival en las filas de su propio partido será Maura.
Sagasta volverá al gobierno entre 1901 y 1902 pero va a morir en 1903 (poco después de la mayoría de
edad de Alfonso XIII). Durante estos años, la cuestión social se convierte en argumento central del debate
político. Y España entra en el XX inmersa en problemas económicos, políticos, sociales, morales.
c) La monarquía constitucional de Alfonso XI I I (1902­1923)

Francisco Silvela y le Conservador. Disputa el


Vielleuze (1902­03) liderazgo del nuevo
conservadurismo
regeneracionista a Maura
Raimundo Fernández Conservador. Pugnaba por el
Villaverde (1903; 1905) liderazgo con Maura

Antonio Maura y Conservador (lidera el


Montaner (1903­04; conservadurismo de corte
1907­09; 1918; 1919; regeneracionista)
1921­22)
Marcelo de Azcárraga y Conservador
P almero (1904­05)

Eugenio Montero Rios Liberal


(1905)

Segismundo Moret y Liberal


P rendergast (1905­06;
1906; 1909­10)

99
J osé López Domínguez Liberal
(1906)

Antonio Aguilar y Liberal


Correa, M arqués de la
Vega de Armijo (1906­
07)
J osé Canalejas y Liberal (el problema religioso
Méndez (1910­12) fue el mayor al que se
enfrentó). Asesinado en 1912
por un anarquista
Manuel García P rieto, Liberal
Marqués de Alhucemas
(1912; 1917; 1917­18;
1918; 1922­23)
Álvaro Figueroa y Liberal
Torres Mendieta, Conde
de Romanones (1912­
13; 1915­17; 1918­19)
Eduardo Dato y I radier Conservador. Antagonista de
(1913­15; 1917; 1920­21 Maura. Su llegada al poder
entrañó la división definitiva del
partido conservador. Asesinado
Joaquín Sánchez de Toca Conservador
(1919)

M anuel A llendesalazar Conservador


(1919; 1921)

José Sánchez Guerra (1922) Conservador

P eríodo Acontecimientos
mayo 1902­ 1902 Mayo 17 Mayoría de edad de Alfonso XIII.
septiembre
1923 1903 Abr. 23 Fundación del Instituto de Reformas Sociales.
1905 Ag­Sep. Motines de jornaleros en paro en el sur.
1906 Feb. 11 Organización de Solidaridad Catalana.
REI NADO DE Dic. 14 Comisión para la reforma del impuesto de consumos:
A LFONSO XI I
se inicia la “reforma tributaria silenciosa”
1907 En. 25 Gabinete de Maura.
Oct. 25 Legislación agraria maurista.
Nov. 27 Ley para la renovación de la escuadra.
1909 Jul. 12 Inicio del embarque de soldados para Marruecos.
Jul.6­31 Semana Trágica de Barcelona.
Jul. 27 Desastre del Barranco del Lobo, en Marruecos.

100
1910 Dic. 23 Ley del candado, restringiendo la fundación y activi­
dades de congregaciones religiosas.
1911 Nov. Formación de la Confederación Nacional del Trabajo;
huelgas obreras en toda España.
Oct. 17 Aprobación de las bases de la Mancomunidad de
Cataluña.
1913 Dic. 18 Creación de la Mancomunidad de Cataluña.
1914­18 Neutralidad española: crecimiento económico y presiones
inflacionistas.
1916 Jul. 18 Huelga general.
1917 Jun. 1 Manifiesto de las Juntas militares de defensa.
Jul. 16 Las Diputaciones vascas piden autonomía.
Jul. 19 Asamblea de parlamentarios en Barcelona.
Ag. 19 Huelga general revolucionaria en toda España.
1918 Oct. Se extiende la epidemia de gripe.
1919 Nov. Cierre patronal en Cataluña. Lucha violenta entre pa­
tronos y obreros.
1920 Nov. 3 Ilegalización de la C.N.T.
1921 Jul. 22 Desastre español en Marruecos: derrota de Annual.
1923 Sep. 13 Golpe de estado de Primo de Rivera.

Durante estos años, se intentan dejar atrás las dificultades


heredadas del final del XI X. De esta manera, se pretende una revisión
del turno, la reforma de la administración local y la reorganización de los
partidos dinásticos. P ero los intentos de renovación fracasarán por
varios motivos. En primer lugar, porque chocan, dada la incapacidad del
régimen para autorregenerarse, con las inercias del pasado (clientelismo,
patronazgo). Por otro lado, la descomposición de las fuerzas del turno
provoca grandes dificultades para construir mayorías parlamentarias
coherentes y alienta un pretorianismo militar. Por último, el temor a la
creciente fuerza de fuerzas políticas no gubernamentales (socialismo,
republicanismo y nacionalismos vasco y catalán) impedirá una verdadera
renovación desde dentro del sistema.
Desaparecidos Cánovas y Sagasta, serán nuevos líderes quienes hagan
viable el sistema hasta 1912: M aura (conservador) y Canalejas
(liberal).
Habrá varios gobiernos conservadores entre 1902­05 y 1907­09,
presididos por tres rivales del mismo partido: Silvela, Fernández
Villaverde y M aura, que se acabará haciendo con el liderazgo
conservador. La Semana Trágica y el desastre del Barranco del Lobo
convertirán a julio de 1909 en un mes conflictivo.
Los gobiernos liberales vendrán, alternativamente, entre 1905­
07 y 1910­12. Tras varias presidencias breves (Montero Ríos, Moret, López
Domínguez y Armijo) será Canalejas quien se haga con las riendas del
partido (apostando por una estrategia anticlerical) hasta su asesinato por
un anarquista en 1912. Entre las leyes más destacadas están la de ley de
jurisdicciones (1906, Moret), que sometía a los tribunales militares los

101
delitos contra el ejército (incluidos los de opinión) y la ley del Candado
(1910, Canalejas), que prohibía la entrada de nuevas órdenes religiosas.
A partir de 1912, la muerte de Canalejas y el ostracismo de
M aura pondrá punto final a los intentos regeneracionistas. Desde
1913 a 1923 habrá gobiernos débiles, de corta duración, que caerán
desbordados por algún problema. Los conservadores estarán presididos
sucesivamente por Dato (antagonista de Maura, cuya llegada al poder
entrañó la división definitiva del partido conservador), M aura,
Allendesalazar, Sánchez de Toca y Sánchez Guerra.
Entre los liberales apuntan las figuras de García Prieto y, sobre todo,
de Álvaro de Figueroa (conde de Romanones). Romanones es la imagen
más representativa de la época como maniobrero y paradigma de las elites
y oligarquías de la época de Alfonso XIII; su labor de gobierno (que presidió
varias veces entre 1912­13, 1915­17 y 1918­19) siguió los moldes del
liberalismo de forma impecable, intentando someter las actividades de la
Iglesia a la primacía del poder civil y abogando a favor de los aliados
durante la I Guerra Mundial.
Como datos más significativos destacan: a) la neutralidad durante la
I Guerra M undial, aunque no puede evitarse una especie de beligerancia
social debido a la división entre germanófilos y aliadófilos; b) la crisis de
1917, con una triple base (Asamblea de parlamentarios, huelga general de
agosto y Juntas de Defensa) que desemboca en la ruptura definitiva del
sistema de partidos; c) los graves problemas económicos, sociales,
militares, políticos entre 1918­23, que desembocan en la Dictadura de
Primo de Rivera (1923­30).

3.3. EL SI STEM A CANOVI STA


a) La configuración del nuevo sistema político
La Restauración borbónica suponía un sistema nuevo, una época de
“normalidad” sin precedentes, debido a su dilatada vida y a la estabilidad
constitucional. El edificio político de la Restauración descansaba en tres
pilares: el turno de partidos políticos, entre conservadores y liberales; el
monarca, como verdadero actor decisivo del turno de partidos y no el
electorado; y la ausencia de electorado libre.
El turnismo
Elecciones P artidos vencedores
1876 Conservadores
1879 Conservadores
1881 Liberales
1884 Conservadores
1886 Liberales
1891 Conservadores
1893 Liberales
1896 Conservadores
1898 Liberales
1899 Conservadores
1901 Liberales
1903 Conservadores
1905 Liberales

102
1907 Conservadores
1910 Liberales
1914 Conservadores (Dato)
1916 Liberales
1918 Liberales
1919 Conservadores (M aura)
1920 Conservadores (Dato)
1923 Liberales
a.1.) La pacificación interior
Uno de los empeños que más energía acometió Cánovas en sus
primeros gobiernos fue la pacificación interior, tarea que culminó entre
1876 y 1878 con la derrota de dos de los conflictos aún pendientes desde
tiempos del Sexenio, el carlista y el cubano.
En febrero de 1876, cuando aún no se había aprobado el nuevo marco
constitucional, se consumó la derrota carlista. Si ya la Restauración
monárquica en diciembre de 1874 les había privado de parte de la
hipotética legitimidad que esgrimían durante el sexenio, las derrotas de los
focos carlistas catalanes en 1875 (por las tropas de Martínez Campos y
Jovellar) y, meses después, la operación convergente en Vizcaya y
Guipúzcoa puso fin a la guerra en el Norte.
Justo dos años después, en febrero de 1878, la P az de Zanjón puso
fin a una década de guerra y aplazó durante otras dos el arreglo definitivo
del problema colonial. Martínez Campos puso fin a la insurrección
cubana mediante la combinación de la acción militar (aisló a la guerrilla
cubana, unos 7.000 hombres) y una serie de concesiones políticas entre las
que destacan reformas administrativas, el indulto a rebeldes y la abolición
de esclavitud (aprobada finalmente en 1880)
a.2.) La Constitución de 1876
La Constitución de 1876, que reflejaba las ideas de Canovas, ofrecía
el cuerpo legal al sistema. Se basaba en los principios del liberalismo
doctrinario y en los intereses de las burguesías. No era democrática,
no tanto por su origen (pues fue elaborada por unas Cortes Constituyentes
elegidas por sufragio universal), sino por no contemplar la soberanía
nacional. Su larga duración se explica, entre otras cosas, por ser breve y
flexible, dejando para su regulación por leyes ordinarias aspectos tan
importantes como el sufragio.
Como pretendía superar los problemas de la España precedente, la
constitución de 1876 era una especie de síntesis de los principios
constitucionales de los textos de 1845 y 1869 (aunque mucho más
parecida a la primera): de la constitución moderada de 1845 tomaba, entre
otras cosas, la concepción de la soberanía y el papel de la Corona; respecto
a la carta magna de 1869 sólo se acercaba en cuanto a la regulación de
derechos.
Sus instituciones más destacadas son la Corona y las Cortes
bicamerales (Congreso y Senado). En este sentido, ha sido definida como
una “constitución de notables”, debido a las prerrogativas reales
(soberanía compartida entre el rey y las cortes), la naturaleza del senado
(de composición mixta, la mitad nombrado por el rey y la otra mitad electo
por corporaciones del estado, diputaciones y compromisarios nombrados

103
por ayuntamientos y mayores contribuyentes de los pueblos) y el sufragio
censitario (hasta 1890) para la elección del Congreso.
a.3.) Nueva alianza I glesia­Estado
Otro de los elementos a destacar de la Constitución de 1876 es su
carácter confesional, otorgando, de nuevo, a la I glesia una función
legitimadora del régimen. El art. 11 reconocía el catolicismo como religión
oficial del Estado. Aunque la Iglesia vio con recelo la tolerancia de cultos,
esto no significaba una verdadera libertad religiosa ni una efectiva libertad
de conciencia y sólo estaba permitido (y mantenido por el Estado) el culto
católico.
Por otra parte, el sistema canovista entregó a la I glesia el control de
la educación. El Papa León XIII reforzó aún más la alianza con el
reconocimiento de los poderes constituidos. De esta manera, la La Iglesia
adquirió un gran poder social

a.4.) Turnismo y bipartidismo


El sistema canovista apostaba por un poder civil prestigioso (esto es, de
gobiernos civiles, poniendo fin al intervencionismo militar, aunque pero
los militares seguirán siendo un fuerte grupo de presión) que se apoyaba en
partidos políticos sólidos y fuertes, capaces de alternar en el gobierno; este
equilibrio de fuerzas contrapuestas es lo que se conocerá como turnismo
(“invención” de Cánovas, en gran medida, y establecido con nitidez en el
P acto del P ardo , al morir Alfonso XII en 1885) a partir de dos grandes
partidos, el liberal­conservador (liderado por el propio Cánovas hasta su
muerte en 1897) y el liberal­fusionista (heredero del régimen de
libertades del sexenio, liderado por Sagasta hasta el inicio del reinado de
Alfonso XIII).
A estos dos grandes partidos les correspondía agrupar el mayor número
posible de grupos y facciones, con el único requisito de aceptar la
monarquía alfonsina. Por este motivo, se les conocía como partidos
dinásticos. Los partidos del Gobierno y la oposición actuaban en nombre del
régimen, sin combatirlo. De esta manera, la principal fuerza de oposición
(ligada al sistema) dejaba de ser revolucionaria y pasaba a ser una fuerza
constructiva, garantizando así un régimen de libertad y concordia (FUSI).
Aunque había discrepancias entre los dos partidos (como en el tema del
sufragio universal), eso no obstaculizó un funcionamiento razonable; cada
partido intentó desarrollar su programa sin modificar bruscamente la tarea
de Gobierno del adversario. El resultado fue un sistema político asentado
sobre una política de “centro”
Estos dos partidos se “turnarían” en el poder. A cada mandato de un
partido le sucedía un gobierno del otro. De esta forma, se garantizaba una
importante estabilidad, que se tradujo en la larga duración del régimen.
Pero el precio que se tuvo que pagar para dicha estabilidad y un régimen
representativo fue la de impedir cualquier democratización del régimen
mediante la manipulación electoral y el clientelismo y excluyendo del
sistema a las minorías carlista, republicana, socialista o regionalista.
a.5.) I deario y evolución de los partidos del turno

104
Como hemos dicho, los dos grandes partidos (y únicos que gobernaron)
de la Restauración fueron el P artido Liberal­Conservador y el P artido
Liberal Fusionista, conocidos respectivamente como “conservadores” y
“liberales”.
No se trataba de partidos modernos de masas, tal como los conocemos
hoy, con sus sedes, agrupaciones, y afiliados. Se trataba de partidos de
notables, es decir, la reunión de varios líderes políticos con sus respectivas
clientelas, sus órganos de prensa, sus apoyos locales. Así, cada uno de
estos políticos lideraba una facción. La misión del líder era mantener unidas
a las diferentes facciones del partido, y repartir los beneficios del poder
equilibradamente entre ellos. Si un partido perdía la unidad interna
mientras estaba en el gobierno, el rey podía quitarle su confianza y llamar a
la oposición para que formara nuevo gobierno y convocara las elecciones,
mediante lo que se conocía como “decreto de disolución”. Por ello, era
necesario que el líder del partido fuera una figura con el carisma suficiente
como para aglutinar en su torno a todas las facciones. Durante el último
cuarto de siglo, Cánovas y Sagasta fueron los líderes indiscutibles, pero tras
su muerte se sucedieron las divisiones internas a sus respectivos partidos.
El P artido Liberal­Conservador fue el primero de los dos que se
constituyó. Su líder era Antonio Cánovas del Castillo, quién intentó
aglutinar en su seno a las fuerzas derechistas del sistema: a) los
antiguos moderados partidarios de Isabel II (aunque anulándolos
políticamente); b) los miembros de la Unión Liberal, incluidos aquellos que,
como Romero Robledo, apoyaron la revolución de 1868; c) personalidades
destacadas, como el general Martínez Campos (aunque luego pasó a las
filas liberales); y d) también ingresaron en su seno grupos cercanos al
carlismo pero que aceptaban la legitimidad alfonsina, como la Unión
Católica de Alejandro Pidal.
El conservador era el partido que buscaba garantizar los intereses
sociales y políticos de las burguesías conservadoras. Desde el punto de vista
económico, eran proteccionistas (por exigencias de las burguesías catalana,
vasca y progresivamente las del centro y sur peninsular). Durante sus
varios mandatos entre 1875 y 1897, Canovas, dejó en manos de sus
ministros de gobernación, en especial de Francisco Romero Robledo, la
política “menuda”, a l que no era nada aficionado. Pero sí orientó la
actuación del partido en relación con los grandes temas de política
económica (en favor de un moderado proteccionismo), relaciones exteriores
(una política de recogimiento, sin planteamientos audaces) y la política
hacia las colonias (orientada a su conservación y asimilación al territorio
metropolitano). Tras la muerte de su líder, el partido tuvo dificultades para
encontrar su relevo, y comenzaron divisiones internas entorno a figuras
emblemáticas del partido: Silvela, Maura, Dato...
El partido Liberal Fusionista (conocido como “liberal”) concentraba las
fuerzas de la izquierda del sistema y surgió más tarde, ya que las facciones
que lo iban a componer estaban desorganizadas tras el fracaso del Sexenio.
El proceso no fue fácil y no se consolidó hasta 1881, cuando accedieron al
poder bajo la dirección de Sagasta, su líder durante el último cuarto de
siglo. Su programa fundamental se basaba en desarrollar los derechos y
libertades del Sexenio y posibilitar el modelo capitalista de desarrollo
económico. En el fusionismo se fueron dando cita los diferentes partidos

105
monárquicos del Sexenio: constitucionalistas, radicales... En su política de
atracción hacia la izquierda también absorbieron a finales del XIX a los
posibilistas de Emilio Castelar.
Pese a representar las utopías e ideales del 68, los liberales (con una
composición muy heterogénea) mantendrán una práctica constitucional tan
degradada y adulterada como la de los conservadores, y tan distanciados
como ellos de las reivindicaciones populares. En relación a su política
económica, pasaron de una la orientación librecambista inicial a un
progresivo proteccionismo. Su obra legislativa más importante está
representada por los códigos de Comercio (1885) y Civil (1889), la ley de
Asociaciones (1887), la ley del Jurado (1888) y la aprobación del sufragio
universal (1890). Al igual que ocurrió con los conservadores, la muerte de
Sagasta supuso la división interna de las diferentes facciones. A ello se
sumó el hecho de que su programa político estaba agotado a la altura del
cambio de siglo, por lo que fueron desarrollando nuevos rasgos en su
identidad, como el anticlericalismo.
En sus dimensiones económicas y sociales, liberales y conservadores
se complementaron. En relación a la primera, ambos partidos acabaron
defendiendo el proteccionismo (los liberales se sumaron a su defensa,
hecha antes en solitario por conservadores). Y, en su dimensión social,
ambos iniciaron una vía de reforma social (aunque con gradaciones propias
de cada estilo y programa) que se plasmó en la Comisión de Reformas
Sociales (1884) y en el Instituto de Reformas Sociales (desde 1904). En
cuanto a la cuestión religiosa hubo discrepancias: al carácter católico y
protector de la Iglesia (conservadores) se opuso, desde principios del s. XX,
el componente secularizador y anticlerical, en defensa de la neutralidad el
Estado, con los liberales Moret y Canalejas a la cabeza.
Los “ terceros partidos” tuvieron una vida efímera (pues Cánovas
y Sagasta se esforzaron por reformar la unidad de los partidos
dinásticos y afirmar la autoridad de su liderazgo). En 1886 se
constituyó un partido reformista (de Romero Robledo y López Domínguez),
que intentó sin éxito el papel de “tercera vía”. Otro partido (Izquierda
dinástica), liderado por el general Serrano, tampoco tuvo éxito y acabó
ingresando en el partido liberal. Y tampoco pudo arraigar la formación de la
Unión Nacional (liderada por Joaquín Costa y Santiago Alba, como
movimiento declaradamente regeneracionista) como tercera fuerza en el
tránsito del XIX al XX porque la política se impregnó de regeneracionismo.
b) El funcionamiento del sistema: caciquismo y manipulación
electoral
b.1.) Algunas consideraciones acerca del caciquismo y la figura
del cacique
El fenómeno del caciquismo no era nuevo. La palabra cacique tiene
reminiscencias americanas y el fenómeno caciquil llegó a ser tenido en la
época por una especie de “nuevo feudalismo”, aunque esta expresión es
conceptual e históricamente incorrecta. En realidad, hunde sus raíces en la
época isabelina, pues los procesos desamortizadores ayudaron a la
configuración de este sistema de relaciones sociales, gracias a la
concentración de la tierra (sobre todo en el sur peninsular) y a la
proletarización del campesinado. Sin embargo es durante la Restauración

106
cuando adquiere su verdadera dimensión, con la asociación orgánica del
cacique con la elite política.
Convertido en el rey de la picaresca de la Restauración, el cacique
representaba los intereses del gran terrateniente o él mismo lo era, y de él
dependía la vida económica del pueblo, el trabajo de los jornaleros y a
veces hasta los más insignificantes detalles
de la vida cotidiana.
El caciquismo es el nombre que recibió
el entramado de relaciones sociales que
definían la vida política durante la
Restauración. Extiende su ámbito explicativo
más allá de los estrictos mecanismos
políticos; en realidad, la concreción electoral
del cacicato era tan sólo una de las múltiples
formas de manifestarse la influencia de los
caciques en una sociedad de clientelas. Se
puede apreciar, por tanto, una doble
perspectiva del caciquismo.
Por un lado, refleja las relaciones sociales de una España rural, con
una estructura agraria polarizada entre latifundios y pequeñas propiedades,
en la que el sistema caciquil suponía el dominio de la oligarquía agraria
sobre la población campesina. En esta línea, la historiografía tradicional veía
en el caciquismo un instrumento de dominación socioeconómica, que se
servía del atraso para acrecentar la explotación y obstaculizaba el progreso
social y político. Y en los últimos años (paralelamente a su dimensión
política) otros autores han destacado la función del caciquismo en el
mantenimiento del orden social establecido y la pervivencia de
determinadas estrategias de poder de los sectores oligárquicos locales.
Desde esta perspectiva, es una forma de dominio social que descansa en el
control de la propiedad.
Y, por otro lado, el caciquismo remite a una estructura política,
pues como base del sistema electoral, como red clientelar garantizaba su
funcionamiento pues aseguraba los pactos necesarios entre gobierno y
poderes locales. Desde esta última consideración, se ha venido a revalorizar
en los últimos años el papel funcionalista del caciquismo para garantizar
el sistema, evitar luchas y repartir prebendas. La “nueva historia
política”, ha interpretado el fenómeno en clave de comportamiento político­
electoral en el que el cacique desempeña una función de intermediación
entre una sociedad poco articulada y un Estado liberal que dispone de un
sistema de representación inadecuado al grado de desarrollo de aquélla. Los
gobiernos cedieron parte de su poder a las redes caciquiles existentes no
para “hacer las elecciones” (que el encasillado garantizaba en la mayoría de
los distritos) sino para evitar su exclusión (de ahí el uso alternativo de los
recursos que proporcionaba el poder estatal). Desde esta perspectiva
revisionista, el cacique desempeñaría un papel funcional de un proceso
de modernización imperfecta. De manera que, aunque impidió la
democratización del sistema, le proporcionó, en cambio, una estabilidad
sin precedentes anteriormente.
Los caciques podían pertenecer a cualquiera de las dos familias
políticas, conservadora o liberal, o podían pasar por ambas. Lo esencial no

107
era su filiación política, sino sus intereses de clase que, sustancialmente,
coincidían, al margen de la elección partidista. Incluso la decantación por
una u otra opción en algunos casos se debía más a antagonismos locales
entre las diferentes familias que a convicciones ideológicas.
b.2.) P ráctica electoral
El carácter representativo del régimen canovista no implicaba ni
mucho menos el respeto a las más elementales reglas del juego
democrático. Antes al contrario, la práctica electoral de la Restauración fue
la negación misma del juego democrático debido a la ausencia de un
cuerpo electoral libre y la manipulación electoral. La figura de
Romero Robledo destaca como el gran manipulador de la Restauración.
Aunque en otros países existía también corrupción electoral, ya aludimos
en un tema anterior cómo en Italia se daba el clientelismo pero el peso del
fraude fue menor debido a la necesidad en España de atender las
necesidades del turno. Las consecuencias serán nefastas, pues impidió
un auténtico aprendizaje político que, a la larga, será muy perjudicial para
el país, llegando a luchas fratricidas.
Las elecciones al Parlamento estaban mediatizadas por las prácticas
caciquiles y el gran pacto entre los partidos turnantes, de manera que
siempre ganaban las elecciones el partido que las convocaba. Si en un
sistema democrático, el partido que gana las elecciones forma el gobierno,
en el canovista, en cambio, el rey nombraba el gobierno, y después se
hacían las elecciones para que ese gobierno tuviera una mayoría
parlamentaria con la que gobernar. Por consiguiente, no eran las elecciones
las que provocaban los cambios en la presidencia del Gobierno, sino los
gobiernos los que, manejando las elecciones, construía mayorías
parlamentarias afines.
El fraude (por la exclusión que origina) es obvio en el caso del sufragio
censitario, pero seguirá conservando su sentido tras reimplantarse el
sufragio universal masculino en 1890, ya que las elecciones
continuaron siendo objeto de constantes manipulaciones. Sólo que para
poder controlar el voto de un electorado cinco veces mayor a partir de
1890, se requería una maquinaria electoral aún más adiestrada. En efecto,
tras disolver el rey las Cortes y encargar la formación de nuevo gobierno a
un partido dinástico, se ponían en marcha varias formas de
manipulación.
Se empezaba por el encasillado . Su nombre está en relación con las
“casillas” que iba rellenando el ministro de la Gobernación con los
nombres de los candidatos que serían elegidos y los distritos por los que lo
harían. El partido del turno se garantizaba primero una cómoda mayoría
para gobernar y luego negociaba el resto de los diputados con el partido de
la oposición, e incluso podía dejar algún escaño a los republicanos. En todo
el sistema el papel de los gobernadores civiles fue esencial; para ello
se convertía en el mediador directo entre el Gobierno y los caciques locales,
sirviéndose también del control sobre los alcaldes para que toda la
maquinaria administrativa se pusiera al servicio de los deseos de Madrid. Si
era preciso, mandaba a la Guardia civil para ejercer todas las coacciones
que fueran necesarias. El gobernador se convertía en el verdadero hacedor
de las elecciones puesto que debía asegurar el triunfo de los candidatos

108
gubernamentales. El encasillado era, pues, fruto de una imposición, pero
también de complicadas negociaciones entre partidos y entre sus facciones.
Con la reimplantación del sufragio universal, se tuvo que recurrir a otras
formas de manipulación que acabaron por provocar la crisis del sistema,
como la rotura de urnas, las coacciones físicas o económicas o el
falseamiento de las actas. El término pucherazo , tan ligado al sistema
electoral de la Restauración, deriva del empleo de pucheros como urnas
electorales (no era el recipiente más adecuado para salvaguardar la libertad
individual de voto). Pero, además, en los distritos rurales con localidades
pequeñas fue bastante habitual el uso directo de la violencia física, o al
menos de la coacción por medio de la presencia en los colegios electorales
de personal armado. También se empleaba la coacción económica o la
compra de votos, pues del cacique local dependía el trabajo de muchos
jornaleros y la amenaza del paro podía ser suficientemente convincente.

3.4. LAS LI M I TACI ONES DEL SI STEM A


a) Crisis colonial
La primera guerra con Cuba había concluido, teóricamente, con la Paz
de Zanjón de 1879, pero retoñó esporádicamente en años sucesivos. Para
JOVER ZAMORA, “faltó imaginación y sobraron intereses creados para que
pudiera hacerse de la paz de Zanjón fundamento de una renovada
convivencia entre cubanos y españoles”. Pero la guerra sirvió para madurar
la personalidad nacional cubana, que va a desarrollar, a partir del “grito de
Baire” de febrero de 1895, una nueva insurrección por toda la isla.
Los insurgentes cubanos (liderados por figuras como las de Máximo
Gómez, Antonio Maceo o José Martí) contaron pronto con la ayuda de los
Estados Unidos, que deseaban una Cuba independiente para que su
capital monopolizara su rica producción azucarera, aunque no entraron
abiertamente en el conflicto hasta abril de 1898.
La guerra se extenderá en agosto a Filipinas, en donde los
insurgentes serán liderados por José Rizal. En este archipiélago, la Iglesia
era la principal terrateniente y la lucha por la independencia va a ir de la
mano de la causa anticlerical. Las tropas españolas (comandadas por el
general Polavieja, primero, y Fernando Primo de Rivera, luego) controlaron
la rebelión y en diciembre de 1897 se pudo firmar una paz
precaria.
El caso cubano evolucionó de otra manera. El gobierno
español, primero con Cánovas y luego con Sagasta, se
opusieron a su independencia, pero siguieron una estrategia
distinta. En abril de 1895 fue nombrado capitán general de
Cuba el militar español más célebre, M artínez Campos, que
emprendió una “guerra suave”, pues era consciente de la
mala preparación de sus tropas y el apoyo popular de los insurrectos. Tras
su negativa a actuar con amplios poderes en Cuba, lo sustituyó en
enero de 1896 el general W eyler, cuya misión era acabar rápidamente
con la insurrección antes de que los norteamericanos interviniesen. El
tiempo apremiaba y los sistemas de campos de concentración y la
represión de Weyler provocaron que se le conociera como “el

109
carnicero”. Si embargo, las tácticas de Weyler (“a la guerra con la guerra”)
desprestigiaron la acción española y consiguieron el efecto contrario, pues
precipitaron el intervencionismo americano y se oficializó el reconocimiento
de beligerancia cubana.
Tras el asesinato de Cánovas en agosto de
1897, asumió al poder Sagasta, que cambió de
planes. Retiró a Weyler y concedió una amplia
autonomía a la isla, una solución que no
convenció a estas alturas a casi nadie. El gobierno
norteamericano estaba buscando una excusa para
declarar la guerra a España e intervenir ya
directamente en el conflicto y ésta llegó con el hundimiento del crucero
“M aine” con su tripulación a bordo. Aunque no había pruebas, se achacó a
un sabotaje español. Ya en los meses previos, los periódicos
sensacionalistas (sobre todo New York Journal de Hearst) se encargaron de
preparar un clima belicista y antiespañol en la opinión pública. En este
ambiente, el Presidente republicano M cKinley, conocido intervencionista,
se negó a investigar, dio por buena la versión del sabotaje y, aunque no las
tenía todas consigo (pues era consciente que las potencias internacionales
no admitirían de buen grado el engrandecimiento de su país) y hubo
esfuerzos diplomáticos para evitarla, acabó declarando la guerra a España
el 23 de abril de 1898.
A partir de la declaración de la guerra comenzaron manifestaciones
populares por toda España y se hicieron más evidentes las muestras
externas de “patriotismo”.
Pero la rendición de Cavite (mayo de 1898) dará paso, poco después,
al dominio del archipiélago filipino por la insurrección tagala. Y en junio, la
escuadra española estaba prácticamente destruida en Cuba. Después de los
desastres fueron muchas las voces que se levantaron para buscar la paz,
tras una victoria demasiado fácil para los norteamericanos, que había
causado alrededor de cien mil muertos españoles. En agosto, el Gobierno de
Madrid firmó un protocolo solicitando el fin de la guerra.
Aunque todavía hubo algunos incidentes, el proceso de paz era
irreversible y culminó con la firma de un tratado de paz en P arís el 10
de diciembre de 1898, por el cual España renunciaba a Cuba (que pasaba
a ser independiente aunque siguió un tiempo bajo administración
norteamericana), mientras Filipinas y Puerto Rico eran cedidas a los Estados
Unidos. La liquidación del imperio español se completaba con la cesión
de las Carolinas, Marianas y Palaos tras una transacción financiera. Para
FUSI, “España se convertía en una modesta nación, sin apenas influencia en
la esfera internacional (...) a la que sólo restaban de su formidable pasado
colonial unas pocas posesiones en África”.
El desastre de 1898 no sólo provocará la pérdida de las últimas
colonias que conservaba España, sino que dará paso a un amplio
sentimiento de regeneración en el país. Tras el descalabro, se levantaron
voces por doquier pidiendo responsabilidades y culpables. El 98 reveló las
limitaciones de la Restauración y fijó una parte sustancial de la agenda de
cuestiones que interesarían a los españoles en buena parte del s. XX.

110
La pérdida de las colonias provocó también una serie de cambios
socioeconómicos (que no hay que considerar como crisis económica)
entre los que destacan la reinversión de los capitales repatriados, una
nueva orientación industria (la crisis en la pequeña empresa favoreció la
concentración) y una nueva política agraria. Y generó la irrupción de los
nacionalismos periféricos en la política española además de reabrir la
polémica clericalismo/anticlericalismo. De ello hablaremos a continuación.
Pero antes nos detendremos en los intentos revisionistas.
b) Los intentos revisionistas
El impacto moral, religioso e intelectual será aún más fuerte que
el material. Esta crisis toma forma de manera destacada en la clase
obrera, que empieza a cobrar protagonismo social en las zonas industriales
a través de formulaciones socialistas (PSOE) y sindicalistas (UGT, CNT). La
profunda crisis de la conciencia nacional fue el marco en el que se nutrió
la generación del 98, un grupo intelectual que abrió la crítica despiadada
al régimen canovista y pondrá sobre el tapete el llamado “problema de
España”. Unamuno, Baroja, Azorín, Maeztu, Valle­Inclán o Machado en la
literatura y Zuloaga en la pintura son sus mejores exponentes, y estará
también en la base del pensamiento de epígonos del 98 como Ortega,
Marañón, Azaña, Pérez de Ayala. Todos ellos buscarán la regeneración del
país con nuevas fórmulas, que se pueden resumir en dos: la afirmación
nacionalista (hispanidad) o la internacionalista o europeista.
La vida política se impregnó de estas exigencias de cambio de corte
regeneracionista, ante el fracaso del sistema canovista, buscando nuevas
bases sobre las que asentar la vida del país. Los movimientos
declaradamente regeneracionistas culminaron en la formación de un
movimiento populista muy crítico con el sistema y de vida corta, la Unión
Nacional (encabezada por Santiago Alba, Basilio P araíso y Joaquín Costa),
dirigido a encuadrar a la pequeña burguesía y que planteó intensas
campañas de reforma electoral, de descentralización administrativa y
económica, de grandes reformas en el campo, de reformas del servicio
militar y del sistema educativo, etc. Pero sus tres líderes tenían diferencias
ideológicas insalvables: mientras Costa quería convertirlo en partido político
de nuevo corte y cercano al republicanismo, los otros preferían mejor que
fuera un movimiento de presión y, tanto Alba como Paraíso, acabarán
ingresando en el partido liberal.
También desde dentro del sistema se levantaron voces de corte
regeneracionista, que se concretó en la creación del Ministerio de
Instrucción Pública (1899), la aprobación de primeras leyes sociales (1900)
o la reactivación de la política exterior, entre otros. Francisco Silvela fue
quien encabezó de manera más visible esta la voluntad de cambio de los
políticos “profesionales” con el fin de afrontar la resolución de los problemas
nacionales que habían congelado Cánovas y Sagasta. Apodado “la daga
florentina”, Silvela, un hombre inteligente, culto y buen conocedor de la
historia de España, había dado un toque de atención el mismo mes de la
derrota con su artículo “Sin pulso”, publicado en El Tiempo. Como
representante de la austeridad y decoro políticos en las filas conservadoras,
Silvela será quien lidere el partido conservador a la muerte de Cánovas,
gobernando en los primeros tiempos de Alfonso XII hasta caer ante el
impulso del nuevo líder conservador (y también regeneracionista), Antonio

111
Maura. Pero el afán de reformas desde dentro del sistema se topó con los
problemas presupuestarios.
c) La crisis el Estado­nación y el auge de los nacionalismos
periféricos
El desastre del 98 reveló la mala vertebración de la organización
territorial del Estado centralista y provocó la irrupción de los
nacionalismos periféricos en la política española, naciendo así uno de los
elementos perturbadores de la España del s. XX.
Vascos y catalanes serán los que representen de manera más visible
este punto de referencia común sobre la crisis del Estado­nación a fines del
XIX. A diferencia de lo que ocurría al otro lado de los Pirineos, donde
también hay catalanes y vascos pero no fracasaron los mecanismos de
integración, en España hubo una eclosión de movimientos nacionalistas.
Pero seguirán caminos diferentes, pues responden a procesos dispares de
transición a la modernidad. Como señala ELORZA, mientras en Cataluña, la
temprana industrialización generó una comunidad de intereses regionales
compatible con la conciencia de una necesaria pertenencia (como mercado
reservado) a un Estado español lejano y, en cierta forma, despreciado por
su atraso, en las provincias vascas se vivió una transición más violenta del
Antiguo Régimen a la sociedad industrial, con la pérdida de los fueros y la
inmigración como referentes de un rechazo más radical de su inserción en
España. Por eso, el catalanismo no será mayoritariamente independentista
en sus orígenes y se nutrirá de un discurso modernizador, mientras el
nacionalismo vasco será separatista y tendrá un marcado sesgo
integrista.
El nacionalismo catalán nació antes del desastre del 98, pero se
intensificó a raíz de éste, pues con las colonias se perdieron mercados
protegidos. Su primera formulación destacada fue la Unió Catalanista
(1891), que buscaba la restauración de las instituciones históricas del
Principado y un traspaso de amplias competencias públicas y
económicas. Pero su mayor referente político será la Lliga
Regionalista de Catalunya (1901, liderada por Prat de la Riba y
Cambó), representante de un catalanismo conservador y burgués cargado
de pragmatismo, que aspiraba a intervenir en la política española
orientándola en función de los intereses de la burguesía catalana; su
irrupción rompió el bipartidismo en Cataluña y sus relaciones con los
partidos dinásticos se movió entre la tensión (como ocurrió con Solidaridad
Catalana en 1906 o en su participación en la Asamblea de Parlamentarios
en 1917) y el pacto (tras su incorporación al gobierno de Maura en 1918).
De esta manera, la cuestión catalana vino aportar a la política nacional la
necesidad de reforma de la administración local y obligaba a repensar la
naturaleza del Estado­nación forjado a lo largo del XIX.
Distinta será la naturaleza del nacionalismo vasco. No era pactista y al
carecer de dimensión española no buscó la integración de la sociedad vasca.
Sus orígenes hay que situarlos tras la abolición de los Fueros en 1876, que
provocó una intensa reacción cultural en defensa de las instituciones
suprimidas y, por extensión, de la lengua y la cultura vascas. En los años
noventa, Sabino Arana (1865­1903) redefinió el fuerismo como
nacionalismo y fundó el P NV en 1895, entrando en la Diputación de
Vizcaya en septiembre de 1898. Arana identificó fueros con códigos de

112
soberanía nacional vasca y reintegración foral con la devolución de la
soberanía “perdida”. Además de idealizar el mundo rural y tradicional vasco,
en pleno proceso de industrialización acelerada, afirmó que los vascos, por
su raza y religión, eran una nación (Euskadi, neologismo acuñado por él
mismo) y convirtió el eusquera (lengua perdida en gran parte de Álava y
Bilbao) en la lengua nacional, a la vez que se propuso reuscaldunizar una
sociedad ampliamente castellanizada. Hasta 1910 el nacionalismo vasco fue
un fenómeno estrictamente vizcaíno.
Mucho menos peso tendrá el galleguismo, que fracasó políticamente
hasta 1931.
d) La cuestión militar
Como ya se ha dicho anteriormente, el sistema canovista supuso el fin
del intervencionismo militar y la formación de gobiernos civiles,
intentando relegar al Ejército a los cuarteles, aunque no por ello
permanecerá al margen.
Pero la crisis colonial, primero, y la guerra de M arruecos, después,
van a otorgar protagonismo a la cuestión militar, donde se deben
considerar varios factores. En primer lugar, esta iniciativa colonial estaba
alejada de las aspiraciones populares y el sistema de reclutamiento era
injusto (por el sistema de redención en metálico). En segundo lugar, más
que para defensa nacional, las fuerzas armadas representaban un
instrumento garante de los derechos e intereses de la burguesía. Por
último, el ejército se mostró contrario a los distintos proyectos de cambio y
profesionalización presentados por Martínez Campos (1879), Cassola
(1888) y López Domínguez (1893).
Desde el movimiento obrero, el ejército era considerado un enemigo
social, por ser mantenedores del orden social e incapaces de soportar la
crítica de la prensa republicana, anarquista, socialista o nacionalista. La
tensión entre algunos sectores de opinión (sobre todo catalnistas) y el
Ejército se acentuó tras el desastre del 98.
En este clima de crítica respecto a la milicia, la aprobación en 1906 de la
ley de jurisdicciones (aprobada por el gobierno del liberal Moret) vino a
echar más leña al fuego, pues los delitos de opinión que afectasen al
Ejército serían sometidos a la jurisdicción de tribunales militares. Si su
tramitación parlamentaria había provocado un duro enfrentamiento (con
Cambó como principal crítico) su aplicación posterior volvió a provocar
nuevas reacciones parlamentarias, en medio de una reconversión grande
que afectó al conjunto de la política restauracionista, tanto a liberales y
conservadores, como a nacionalistas, pues se vio quebrada la Solidaridad
Catalana (abriéndose paso un espacio de izquierdas que contrastó en las
décadas siguientes con el nacionalismo conservador de la Lliga). La
aplicación del Código de Justicia Militar en los años siguientes dio lugar a
más de doscientos consejos de guerra ordinarios, que afectaron a 1.725
paisanos, con varias condenas a muerte, entre ellas la de Francisco Ferrer
(considerado autor intelectual de la Semana Trágica), en medio de una
campaña internacional y nacional que centró la política del
“¡Maura no!”.
La Semana Trágica tuvo lugar en julio de 1909.
Iniciada como protesta ante la “campaña de Melilla” (dado el

113
sesgo que los conservadores estaban dando a la política africana) produjo un
movimiento hostil al gobierno con repercusiones de ámbito religioso (quema
de varias decenas de conventos y edificios religiosos a modo de “rito
purificador”) y puso fin a la tentativa reformista del conservador Maura.
Aunque se ha discutido su pretendido carácter “anticapitalista”, hay cierto
consenso entre los historiadores sobre la escasa rentabilidad política que las
agresiones antieclesiales tuvieron contra los intereses del capitalismo.
Ocho años después, en 1917 el malestar del Ejército estalló,
reapareciendo en la vida pública, como veremos más adelante.
e) La cuestión religiosa
Durante la Restauración, la Iglesia recuperó parte del poder perdido
anteriormente y fue una de las bases del sistema. Las relaciones se hicieron
aún más estrechas durante la Regencia de la devota María Cristina.
Por eso, ante la guerra colonial, la I glesia apoyó al gobierno
español y se opuso a la causa de los independentistas. No faltaban
razones para que el Vaticano apoyara a Madrid. En primer lugar, porque
España era el último bastión católico para Roma, pues su legislación
religiosa favorecía sus intereses. En segundo lugar, porque la rebelión
filipina lo era también contra los intereses económicos de la Iglesia y estaba
atribuida a la masonería. Por otra parte, el apoyo al gobierno dinástico era
también una muestra de que Roma no veía con buenos ojos las tentativas
carlistas.
No obstante, conviene distinguir algunas fases en este apoyo, con
características propias. En una primera fase (agosto 1895­mayo de
1898) es tan notoriamente claro el respaldo institucional de la Iglesia al
Gobierno que algún autor ha calificado la postura de la jerarquía católica como
“organismo de legitimación de la política oficial cuando no ya partícipe directo
de los esfuerzos bélicos”. El apoyo a esta guerra santa se ofrecía no sólo a
través de rogativas, procesiones, oraciones o bendiciones a las tropas cuando
salían a las colonias, sino también promoviendo organizaciones laicas para
que se manifestaran en apoyo de la guerra y no se admitieran concesiones;
incluso conforme se iba complicando la situación para la metrópoli, la
predicación religiosa se radicalizó y la Iglesia se involucró aún más
directamente con donativos para la formación de Batallones de Voluntarios.
Pero el desastre de Cavite marca el inicio de una segunda fase en la
que el alto clero se manifestó a través de posturas divergentes; mientras
algunos obispos (como el de Segovia) aún hablaban de guerra santa, el de
Barcelona defendía la paz desde junio de 1898.
También la pérdida de las colonias repercutió en las relaciones
I glesia/ Estado, sobre todo por un doble motivo: por el regreso de miles de
eclesiásticos españoles procedentes de Cuba, Filipinas y Puerto Rico; y porque
las acusaciones de complicidad clerical en la pérdida de las colonias ayudaron
a crear un ambiente propicio al anticlericalismo. Ambos hechos (sumados a
otros factores que veremos a continuación) fueron determinantes para
explicar los dos fenómenos más destacados de la Iglesia española en el
tránsito de un siglo a otro: la reclericalización, por un lado, y la polémica
clericalismo­anticlericalismo, por otro.
e.1.) La reclericalización

114
Las manifestaciones prácticas de esta recuperación religiosa o
reclericalización de la sociedad española se pudieron apreciar de manera
evidente desde 1900 en varios ámbitos. En primer lugar, en el citado
incremento del clero regular, merced al establecimiento de nuevas
comunidades religiosas así como a la llegada de monjes procedentes de las
colonias y de Francia y Portugal (de donde habían huido ante las disposiciones
anticlericales de sus respectivos gobiernos). En segundo lugar, el creciente
poder social de la Iglesia se plasmó en grandes convocatorias (misiones
populares, peregrinaciones, jubileos) y la celebración de seis congresos
católicos entre 1889­1902, encaminados (especialmente los dos últimos) a
movilizar a los católicos. Y, relacionado con esto último, en tercer lugar, en el
intento de recristianizar el país reaccionando contra las libertades modernas
con el impulso del asociacionismo católico y de la participación de los
católicos en política.
En orden a la participación política de los católicos, La Santa Sede no
quería partidos confesionales en España (no era preciso, dado el marco
político canovista) y prefería la integración de los católicos en el régimen
restaurado. De ahí la entrada en el Partido Conservador del grupo Unión
Católica, encabezado por Pidal. Tras la muerte de Cánovas, la jerarquía
eclesiástica apostó por el liderazgo de Maura, pues su contrincante Fernández
Villaverde quería limitar los privilegios fiscales del clero.
Por último, la reclericalización impulsó el uso de la prensa católica con
fines propagandísticos, en plena disputa clericalismo/anticlericalismo. Así
nació la buena prensa (cuya Asociación de la Buena Prensa nació a fines de
siglo), como enemiga de la denominada “mala prensa” (la liberal).
e.2.) La polémica anticlerical
El anticlericalismo tenía una larga tradición en España, pero tras unas
décadas de letargo, volverá a despertar a fines del XIX como una más de
las consecuencias principales de la crisis ideológica subsiguiente al 98. El
conflicto entre clericales y anticlericales dduró más de una década y la
prensa fue uno de sus vehículos difusores más destacados. La postura
más extendida es la que considera que la reacción católica trajo
consigo el anticlericalismo, como respuesta defensiva al confesionalismo
que aglutinaba a tradicionalistas y conservadores contra liberales.
Los anticlericales culpaban a la I glesia de la pérdida de las
colonias, sobre todo en Filipinas, por la mala administración de las islas por
parte de los misioneros había provocado la sublevación tagala. La entrada
de significados católicos como Polavieja y Pidal en el gabinete de Silvela en
marzo de 1899 intensificó las movilizaciones callejeras. Y el anuncio de la
boda de la princesa de Asturias (hermana del rey) con un familiar del
pretendiente carlista (conde de Caserta) caldeó aún más el ambiente.
Algunos acontecimientos extranjeros (en especial la legislación anticlerical
de los gobiernos fronterizos de Portugal y Francia) vinieron a incentivar esta
polémica. De ahí que el sector liberal encabezado por Canalejas, hiciera
del anticlericalismo el rasgo de distinción y supervivencia del partido
respecto a los conservadores.
Las manifestaciones anticlericales fueron más aisladas pero de mayor
violencia entre 1903 y 1913, coincidiendo con la pretensión del partido
liberal de controlar a la I glesia por vías legales frente a la apuesta

115
clerical y reaccionaria del “gobierno largo” del conservador Maura. Los
principales hitos internos de esta polémica serán la regulación del
matrimonio civil (Romanones) y la respuesta airada de obispos (1906); la
mencionada quema de conventos y edificios religiosos en Barcelona durante la
Semana Trágica (julio de 1909); y, sobre todo, la “Ley de Asociaciones”
(conocida popularmente como ley del candado , en 1910) impulsada por
Canalejas, que tanta alarma suscitó entre católicos porque prohibía la entrada
de nuevas órdenes religiosas en España.
Ahora bien, las medidas anticlericales de los liberales quedaron muy lejos
del radicalismo de las disposiciones laicizadoras francesas (expulsión de casi
veinte mil religiosos, clausura de tres mil escuelas católicas y separación de la
Iglesia y el Estado).
También los anticlericales utilizaron la prensa como uno de los
medios más eficaces de propaganda. Si el anticlericalismo había estado
presente durante los años noventa en la prensa republicana de la metrópoli
(sobre todo en relación al tema de Filipinas), se convirtió en campaña violenta
desde 1898
f) La administración local y los intentos de reforma
En el ámbito local, se puede hablar de una continuidad esencial entre el
modelo de administración de la Restauración y de la época moderada
isabelina. Las leyes sobre los municipios (1877) y las provincias
(1882) son una reforma de la legislación local de 1870 con elementos de la
legislación moderada. Se inicia así la legislación de más larga duración
en lo relativo a la administración local española contemporánea y su
impronta permanece aún en la actual. Pero esta longevidad no se debe a su
excelencia sino a los sucesivos fracasos de los intentos de reforma.
Se trata de un modelo centralista, dominado por la subordinación al
poder central, la jerarquización administrativa y la falta de autonomía local.
Por otro lado, el cambio de régimen supuso la extinción de los regímenes
forales y, con ello, se cerró el proceso de uniformización político­
administrativa en España; no obstante, los conciertos económicos de 1878
y 1887 (renovados en 1904­06 y 1925) resultaron beneficiosos para un País
Vasco en pleno proceso de despegue industrial.
Pese a su longevidad, este modelo de administración local apenas tenía
defensores al morir Cánovas. Por eso, los intentos de reformar el
régimen local se multiplicaron en la última década del siglo y en los
primeros años del XX (suscitando grandes pasiones políticas) con el fin de
impulsar una mayor descentralización política y administrativa, un
exponente más del regeneracionismo imperante. Pero en todos los casos,
los intentos de reforma acabaron fracasando.
La interpretación de la descentralización difería según partiese de los
conservadores o los liberales. Los liberales preferían una moderada
autonomía municipal, sin tocar demasiado una legislación provincial que
ellos mismos regularon y que les favorecía. Por su parte, el nuevo
conservadurismo, representado por Silvela o Maura (a quien se atribuye el
proyecto más ambicioso de reforma) será menos centralista, más
regionalista y querrá reformar la administración local en su conjunto, con la
finalidad de acabar con el caciquismo. Aunque, más bien, habría que hablar
de su interés por eliminar una de sus manifestaciones, la que más les

116
interesaba: si el control de los resortes administrativos y del poder
provincial favorecía a los liberales, la mayor autonomía municipal
redundaría en beneficio de los conservadores, pues las grandes
personalidades locales tendrían más margen de maniobra. De todos modos,
cuando se analizan detenidamente proyecto a proyecto, no son tan claras
las diferencias entre los planteamientos conservadores y los liberales, y se
detecta gran dosis de personalismos.
Frente a los primeros intentos de reforma (ligados en parte a la
liquidación del caciquismo), los de la segunda década del XX irán de la
mano del regionalismo catalán. La aprobación en 1913 de la ley de
mancomunidades (proyecto defendido hasta su muerte por el liberal
Canalejas pero retomado y aprobado bajo la presidencia del conservador
Dato) supuso la “catalanización” de la reforma. Aunque contemplaba la
formación de mancomunidades (como asociación voluntaria de provincias,
con un carácter meramente administrativo) en todo el país, sólo se
acogieron a la misma las diputaciones catalanas. El 26 de marzo de 1914
nació la mancomunidad catalana, presidida por P rat de la Riba, como
primer paso del regionalismo catalanista, aunque claramente insuficiente
para los republicanos y nacionalistas radicales.
Los intentos de descentralización, siempre frustrados por el particular
funcionamiento del sistema parlamentario español de la Restauración y los
enfrentamientos entre las distintas facciones de los partidos dinásticos no
se materializarán hasta la dictadura de Primo de Rivera, pues en este nuevo
marco no había obstáculos políticos que lo impidiera. Pero la propia
dinámica de la dictadura los acabará convirtiendo en papel mojado, además
de poner fin a este germen de regionalismo con la disolución de la
mancomunidad catalana.
3.5. REP UBLI CANOS Y SOCI ALI STAS, LA OP OSI CI ÓN P OLÍ TI CA EN
LOS MÁRGENES DEL SI STEM A
Como ya se ha comentado, en el sistema canovista quedaron fuera los
enemigos (carlistas, republicanos, socialistas y regionalistas). De
esta manera, no hubo una verdadera oposición o fue muy débil
La característica fundamental del republicanismo, o mejor dicho, de
los republicanismos, fue precisamente su división y fue cayendo en una
creciente marginalidad. Los más conservadores eran los posibilistas de
Castelar, que terminaron en el partido liberal. La facción más numerosa, y
la que contaba con una mayor implantación popular, era el partido
republicano federal, liderado por Francisco Pi i Margall. Si bien denunciaron
el caciquismo en múltiples ocasiones, no acaban de escapar a él. Tampoco
eran partidos de masas, aunque su sustento popular era mayor,
especialmente en las ciudades.
Durante la Restauración, el carlismo estaba en franca decadencia tras
su derrota militar en 1876 y la alianza entre Iglesia y Estado. Tardó en
reorganizarse, y no participó apenas en las elecciones anteriores a 1890. A
partir de ese momento, sólo tuvo cierta fuerza en las provincias forales
(Álava, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya), aunque en ocasiones se ha
sobrevalorado su implantación en aquéllas. El carlismo también sufrió
divisiones, la más importante de las cuales dio lugar al partido integrista.

117
El P SOE, fundado en 1879 por P ablo I glesias, tuvo un lento
desarrollo y hasta 1910 no tuvo representación parlamentaria. Tras salir
de la clandestinidad en los años ochenta, limitó su presencia durante las
primeras décadas de su existencia a determinadas zonas (Madrid,
Vizcaya y Asturias). Sus problemas eran el escaso desarrollo industrial
del país, la fragmentación, localismo y debilidad de la propia clase
trabajadora así como la rigidez doctrinal del partido, inspirado en
una ideología rigurosamente obrerista (marxista con apelaciones
morales) que lo aisló políticamente respecto a las restantes fuerzas
políticas; no tuvo programa agrario específico hasta 1918 ni entendió
(ni tampoco la UGT) la problemática laboral de Cataluña. La situación
empezó a cambiar a partir de 1917, bajo la dirección de Julián
Besteiro, Largo Caballero y P rieto, aunando una doctrina revolucionaria
con una práctica política moderada y una concepción accidentalista en
cuanto a formas de gobierno, pues deberían pasar décadas de educación
socialista mientras España pasaba por su fase de “capitalismo burgués”. En
estos años se convirtió en el principal partido de la oposición antisistema,
tras conseguir seis actas de diputados en 1918 y siete en 1923.
La relación entre republicanos y socialistas fue variando con los años,
pasando del recelo inicial a un cambio de orientación tras la represión que
siguió a la Semana Trágica, a través de la Conjunción Republicano­
Socialista (1909), fórmula de oposición al sistema político y a la Monarquía
que llegó a su término en 1919.

118
3.6. EL CRECI M I ENTO CAP I TALI STA Y LA CUESTI ÓN SOCI AL
a) El crecimiento capitalista
Durante la Restauración, hubo una lenta aunque sólida transformación
de la base económica y social del país. La economía creció
sostenidamente desde 1869 y aceleró el ritmo tras la I Guerra Mundial,
profundizando el cambio estructural y la diversificación industrial.
La formación de una base industrial se basó en varios factores. En
primer lugar, la difusión de nuevas fuentes de energía (petróleo y
electricidad) permitió superar uno de los principales obstáculos de la etapa
anterior (la carencia de carbón de calidad). En segundo lugar, la transición
demográfica, iniciada a fines del XIX, que se tradujo en un intenso
descenso de las tasas de mortalidad y de natalidad, aunque en comparación
con otros países fue más débil. Y, en tercer lugar, las mejoras en la
cualificación educativa, básica para el crecimiento económico, pasando
de tasas de analfabetismo del 70% en 1870 al 30% en 1930, aunque, de
nuevo en este sentido, el avance fue desigual en función del desarrollo
económico de las diversas regiones españolas y resultó, en todo caso,
sensiblemente inferior a otros países, pues en Francia, Inglaterra o
Alemania, el analfabetismo casi había desaparecido en 1900.
En relación a la industria, se puede decir que la ausencia de un
proceso de industrialización puntero en el XI X no es un elemento
singular español, pues la mayor parte de países europeos quedaron
rezagados respecto a Alemania, G. Bretaña o Francia. En líneas generales,
la industrialización española empezó por las industrias de consumo y con
el tiempo adquieren más importancia las industrias de equipo o de capital.
De todos modos, la industria pesada del norte tuvo una buena coyuntura
desde 1876­86, alrededor de los filones de hierro bilbaíno (que fomentaron
la industria siderúrgica) y en torno al aumento de la extracción de hulla en
Asturias. También progresó la industria textil catalana, al modernizar su
equipo fabril.
Pero fue en el primer tercio del siglo XX cuando se produjo un más
rápido crecimiento que llevó a que la economía española recuperara
parte del terreno perdido respecto a Europa. Naturalmente, esto se
tradujo en tensiones sociales y políticas, pues todo crecimiento
económico tiene su “coste social”, que provocó repetidos conatos
revolucionarios (1917, 1936) pues fueron años de expansión pero no de
prosperidad general.
Pero antes de entrar en el análisis de este crecimiento, conviene
preguntarnos sobre el papel del proteccionismo en el mismo. Aunque fue
una política generalizada en la Europa de entresiglos, en el caso español el
arancel fue especialmente alto por la presión tanto de los terratenientes
como de los empresarios textiles y siderúrgicos; sus consecuencias se
apreciaron en un incremento de la inflación y una distribución desigual de la
renta, primando la acumulación sobre el consumo. En lo que ya no se ponen
de acuerdo los economistas es en su valoración. Frente a los que, como
TAMAMES consideran que favoreció la industrialización, los economistas
liberales como TORTELLA lo ven más como un obstáculo para la misma.
Otro de los elementos a analizar es el papel de la pérdida de las
colonias. En este sentido, se puede decir que no tuvo consecuencias tan

119
catastróficas. Fue un duro golpe para la industria textil, pero al provocar
la repatriación de capital, surgió una importante red financiera catalana. La
pérdida del mercado cubano aumentó la presión proteccionista y surgió una
nueva burguesía que no vivía del comercio ultramarino ni del latifundio.
Conviene distinguir, no obstante, una serie de fases. Hay una etapa
brillante durante la I Guerra M undial, que dará lugar a una temporal
acumulación de capital (no en todos los sectores industriales), aunque
España perdió la ocasión de modernizar su estructura económica. Le
sucedió la crisis de posguerra, pues nadie se había preocupado del
“después”, evidenciándose la falta de competitividad de la economía
española. Se recuperó con vigor durante los años veinte y volvió a
descender con la Gran Depresión (en menor grado en el caso de la
industria textil), para producirse una cierta recuperación entre 1934­35 que
se truncó durante Guerra Civil.
Entre las consecuencias económicas de este rápido crecimiento
pueden destacarse las siguientes: 1) pese a todo, España siguió rezagada
en el concierto internacional porque el hecho de que se redujera la
inferioridad industrial española no significa que la tasa de crecimiento
siguiera siendo suficiente para acortar distancias con G. Bretaña, Francia o
Alemania; 2) se consolidaron gran parte de los desequilibrios y
tensiones en relación a los niveles de industrialización regionales,
consolidándose Cataluña, el País Vasco y Madrid como los núcleos más
industrializados; 3) hubo importantes movimientos migratorios de las
regiones más atrasadas hacia las más industrializadas y hacia el exterior
(especialmente a Francia e Hispanoamérica); y 4) siguió la dependencia
externa debido a la escasez de capitales propios y al constante recurso a
las inversiones extranjeras.
b) La cuestión social
A finales del siglo XIX, los trabajadores eran cada vez más dependientes
del trabajo asalariado y menos integrados en empresas familiares, pues
estaban inmersos en los cambios laborales producidos por la maquinaria y
las nuevas formas de organización. Fueron los trabajadores urbanos, de
oficios, los que formaron las primeras organizaciones obreras que
empezaron a sentir la pérdida de control sobre su trabajo e iniciaron una
defensa de su “dignidad” frente a patronos que exigían un rendimiento
excesivo.
Pero no será hasta el inicio del siglo XX, cuando el Estado se convierta
en un actor protagonista e inicie su etapa intervencionista que durará hasta
el estallido de la Guerra Civil. Las Leyes Dato ­ley de accidentes y
reguladora del trabajo de menores y mujeres­ significaron el inicio del
intervencionismo del Estado en la cuestión social.
b.1.) El movimiento obrero
La dinámica económica estaba cambiando la estructura laboral de
la sociedad española y el avance industrial llevó al movimiento obrero
a adquirir fuerza e influencia desconocidas.
Las condiciones de vida de los obreros y clases populares en la España
de fines del XIX eran pésimas: sin derecho a retiro de vejez, ni seguro por
accidentes de trabajo, ni asistencia médico­farmacéutica gratuita, tenían

120
largas jornadas laborales, un nivel de vida (vivienda, dieta,
esperanza de vida, atención sanitaria, educación) y salarial
muy bajos, con tasas de analfabetismo eran muy altas y el
paro estacional, muy elevado. El vacío que dejaba el Estado
en cuanto a la protección social lo tenían que intentar llenar
(de forma insuficiente) las distintas sociedades obreras.
Bajo la Restauración, el activismo obrero adquirió
una paulatina definición. El proletariado (que había
confiado en los políticos de la revolución de 1868) buscaba ahora conseguir
la revolución desde abajo, por medios surgidos del mismo proletariado,
siguiendo dos vías diferentes: la anarcosindicalista y socialista.
La línea anarcosindicalista, atravesó dificultades internas (conflictos
ideológicos) y externas (prohibiciones y persecuciones) hasta el nacimiento
y consolidación de CNT. Según ÁLVAREZ JUNCO, la ideología del
anarquismo español se apoya en la idea de libertad y la creencia
en la bondad natural, la razón y el progreso; a su crítica del
sistema económico capitalista, del poder político, de los
privilegiados, del nacionalismo y del militarismo contrapone un
ideal de sociedad basado en una organización no autoritaria de la sociedad,
la colectivización de la propiedad y un apoliticismo visceral. Su táctica fue
variando, pasando de la lucha revolucionaria alimentada por clandestinidad
(1874­81) a la confianza en la propaganda de las ideas (1881­88) y al
atentado (1893­1906). Pero hay que esperar a 1910 para el nacimiento en
Barcelona del principal referente anarquista, la Confederación Nacional
del Trabajo (CNT) a partir de diversos núcleos anarquistas catalanes. Con
una doctrina apolítica y contraria a cualquier tipo de Estado, adoptó una
estrategia basada en la huelga revolucionaria y la acción directa. Fue la
organización obrera más importante en las primeras décadas del XX debido
a sus grandes éxitos de afiliación (sobre todo Cataluña, Levante, Aragón y
Andalucía rural) y su capacidad confederal para reconstruir la organización
pese a las persecuciones.
Frente a la línea más radical y opuesta a la negociación, la línea
socialista de la UGT representaba un modelo de sindicalismo de gestión,
más moderado en sus planteamientos y actuaciones. Aunque nació en
Barcelona (1888) por la agudización de crisis industrial de 1887, no llegó a
cuajar en Cataluña pero sí lo hizo entre los tipógrafos madrileños, mineros
asturianos y metalúrgicos vascos. En 1910 la filiación de UGT era aún
exigua (unos 40.000 en 1910). Hasta 1918 no tuvo una clara
adscripción política (pese a estar dirigida por socialistas) y priorizaba la
búsqueda de las mejoras laborales y conquistas sociales de los
trabajadores.
Aunque con diferentes vías de actuación, como se ha comentado, la
sociedad española se familiarizó con el lenguaje de clase y los conflictos
tanto en el ámbito rural como urbano, más frecuentes desde principios
del siglo XX y, sobre todo, tras 1914, que fueron violentamente
reprimidos.
b.2.) Las respuestas del sistema
El sistema necesitaba contener un movimiento obrero que
cuestionaba el orden social recurriendo a diversos medios: a las

121
fuerzas del orden (Guardia Civil o ejército), a una dura legislación
penal, a organizaciones sociales alternativas (bajo la férula de la
Iglesia o de organizaciones patronales) y campañas de
deslegitimación en la prensa.
Pero nos interesa destacar en este apartado otro tipo de respuesta, el
intervencionismo estatal, que puso en marcha la Comisión de Reformas
Sociales (1883, que sirvió para manifestar la situación de la “España real”)
y una legislación laboral tímida, insuficiente y, a menudo, incumplida a
partir de 1900: ley de accidentes del Trabajo y ley del Trabajo de mujeres y
niños (1900); creación en 1903 del Instituto de Reformas Sociales (para
impulsar la legislación social); ley de descanso dominical (1904); regulación
de la inspección de trabajo (1906); creación de tribunales industriales para
dirimir los conflictos (1908); ley de huelgas y creación del Instituto Nacional
de Previsión (1909); prohibición del trabajo nocturno de la mujer (1912); y
jornada laboral de ocho horas (1919).

3.7. LA RECOM P OSI CI ÓN DEL SI STEM A CON M AURA Y CANALEJ AS


Tras la muerte de Canovas y Sagasta, el mecanismo del turno de
partidos empezó a resentirse conforme se incrementaban las facciones
personalistas. Los liberales sufrieron una doble crisis a principios del XX,
tanto de liderazgo (tras la muerte de Sagasta, en 1903), como de identidad
(tras asumir la bandera del anticlericalismo). También los conservadores
sufrieron crisis de liderazgo y entre los sucesores de Canovas, como se ha
comentado ya, se levantaron voces regeneracionistas, primero con Silvela
(legislación social, proyectos de descentralización administrativa, ajustes
presupuestarios) y, sobre todo, con Antonio Maura.
No obstante, hasta 1912, tanto el conservador M aura como el
liberal Canalejas hicieron viable el sistema con liderazgos
indiscutibles, partidos fuertes y mayorías parlamentarias homogéneas.
La revolución desde arriba de M aura equivalía a la creación de un
Estado fuerte y capaz de gobernar, que reformando la administración
local (la misma idea que Silvela) terminase con el caciquismo y
articulase la sociedad en partidos fuertes y apoyados en la opinión
(que él pensaba era mayoritariamente católica y conservadora). Para
ello, era precisa la movilización política de las clases neutras, la sinceridad
electoral, el voto obligatorio, la autonomía municipal y la posibilidad de
reconocimiento de las regiones (en sintonía con las propuestas de la Lliga
de Cambó), la reactivación del Parlamento, el intervencionismo estatal y el
apoyo decidido a la producción nacional. Ahora bien, en la práctica, Maura
acabó echando mano de la estructura caciquil de su partido en 1907 y llegó
a hacer uso de la “presión gubernamental” que él criticaba cuando lo
necesitó en 1919. Por otra parte, sus dos proyectos más ambiciosos
tuvieron diferente éxito: la ley electoral 1907 (establecía la obligatoriedad
del voto y la proclamación automática de los candidatos sin elección si no se
presentaban más candidatos que los asignados por la ley), en vez de
reducir el abstencionismo contribuyó a favorecer el caciquismo; y la ley de
reforma de la administración local, su más ambicioso proyecto porque
suponía una verdadera reforma constitucional) no pudo ver la luz porque
Maura cesó antes de que se aprobara.

122
De todos modos, Maura había cambiado la política y obligó a
cambiar al propio Partido Liberal. Canalejas, cabeza visible del sector
liberal de la izquierda dinástica, gobernó con programas, ideas,
voluntad reformista y regeneracionista no inferior a la de Maura, y con
sentido de Estado. Así, redujo el impuesto de consumos, introdujo el
sistema militar obligatorio (enero 1912, suprimiendo la redención en
metálico, reemplazada por sistema de cuotas o sorteo), reestructuró la
financiación de los ayuntamientos, reguló las condiciones de trabajo en
minas, mujeres, etc. En realidad, Canalejas no sólo intentó encajar la
cuestión religiosa (con el anticlericalismo como rasgo de distinción del
partido), sino que buscó contentar al catalanismo y asimilar al
republicanismo en el sistema político. Su asesinato en 1912 fue un duro
golpe para la regeneración del sistema desde dentro, que quedó dañado
definitivamente cuando Maura se negó a seguir el “turno” con los liberales y
le desagradó el nombramiento de Dato como Presidente de Gobierno
(1913).

3.8. LA CRI SI S DE LA RESTAURACI ÓN (1913­23)


España entra en el XX con una serie de problemas económicos, sociales,
militares y políticos, que se agudizaron desde 1913­14, tras la muerte de
Canalejas y el estallido de la I Guerra Mundial.
a) Los problemas sociales y económicos
Desde el punto de vista económico, la neutralidad española en la I
Guerra Mundial (probablemente por impotencia y debilidad) dio paso a una
temporal acumulación de capital en algunos sectores que produjo algunos
efectos positivos (benefició las exportaciones de materias primas, y productos
agrícolas e industriales a los beligerantes, posibilitó la nacionalización de la
deuda externa y favoreció un notable incremento de las reservas de oro),
pero que acabó sumiendo a la economía española en un círculo inflacionista
sin precedentes, perdiendo además la ocasión para una verdadera
modernización económica, como se demostró en la inmediata posguerra,
cuando la escasa competitividad de la economía española la hizo entrar
en crisis.
A los problemas económicos se sumaron los sociales, pues la nueva
realidad social desbordó los límites previstos por el canovismo. A las
convulsiones en el campo se sumaron las huelgas y agitaciones urbanas. En la
posguerra, cerraron muchas compañías beneficiarias del desarrollo económico
del conflicto bélico y miles de obreros quedaron en la calle, reavivándose la
protesta social. Desde 1919 España experimentó niveles de conflictividad
social desconocidos, con atentados seguidos de una dura represión y que
generó una violencia callejera bajo la dinámica del pistolerismo (sobre todo en
Barcelona, por la capacidad ofensiva de la CNT y la intransigencia patronal)
que causó más de dos centenares de víctimas, entre las que se incluye el
presidente del gobierno Eduardo Dato, asesinado en 1921 por un anarquista
en Madrid.
b) La crisis política
Desde 1914 se evidenció también la crisis política del sistema
canovista, pues afectó a dos de las bases del régimen: el sistema de
partidos se fragmentó y la inestabilidad gubernamental se hizo

123
endémica, mientras permanecía el problema de la representatividad del
sistema. Para explicar esta crisis política hay visiones diferentes: 1) por
la esclerosis de la política (la España oficial estaba radicalmente
divorciada de la España real y las nuevas generaciones eran extrañas a la
vida oficial, según Ortega); 2) era el dinamismo de la política, no su
esclerosis, lo que estaba quebrantando el bipartidismo y polarizando la vida
pública durante estos años (FUSI). Vamos por partes.
El partido conservador quedó escindido (y prácticamente roto) entre
idóneos (de Dato, que creyó que la actitud de Maura era peligrosa para el
sistema) y mauristas. Y el partido liberal casi inutilizado como instrumento de
gobierno debido a la pugna entre los barones del Partido (Romanones, García
Prieto, Alba) para suceder a Canalejas.
La inestabilidad gubernamental se generalizó porque ningún partido
logró reunir la mayoría absoluta para gobernar, a pesar de recurrir al fraude
electoral. Hubo quince gobiernos en estos años con una duración media de
cinco meses; algunos de ellos fueron meras improvisaciones
administrativas, salidas de urgencia (sin más programa que la aprobación
de los presupuestos) y frecuentemente se recurrió a medidas de excepción
y a la suspensión del Parlamento.
Mientras tanto, en la segunda década del s. XX permanecía el problema
de la representatividad del sistema y el caciquismo no había desaparecido,
pese a que la sensibilidad de la opinión pública ante el fraude aumentase y
fuese mayor el número de distritos donde la lucha electoral se hacía más
reñida.
Pero es que no sólo estaba en crisis el sistema, también la
oposición republicana, tras el retroceso del republicanismo y el giro a
la derecha del P artido Radical de Lerroux. Fundado en 1908, Lerroux
se mostró favorable a los sucesos de la Semana Trágica de Barcelona de
1909 y huyó a Inglaterra. Pero desde 1910 evolucionó a un
republicanismo moderado, dejando atrás la demagogia populista que le
había hecho granjearse el sobrenombre de “emperador del paralelo”. Por
su parte, el P artido Reformista (de Melquíades Álvarez, un liberal,
antipopulista, moderado, con prestigio en medios intelectuales pero poco
apoyo popular) prefirió la unión con la izquierda dinástica a colaborar con
republicanos o socialistas y participó en el último gobierno constitucional.
En este contexto, se produjo el crecimiento del P SOE, que desde la
crisis de 1917 se convirtió en el principal partido de la oposición, con el
nuevo liderazgo de Julián Besteiro, Largo Caballero y Prieto, combinando
una doctrina revolucionaria con una praxis más reformista.
Fue la citada crisis de 1917 la que provocó la ruptura definitiva del
sistema de partidos, dando paso a un sistema de gobiernos de
concentración. Vamos a analizarla.
c) La crisis de 1917
Se manifestó de tres formas. En primer lugar, a través de las J untas
de Unión y Defensa del Arma de I nfantería. Hay que advertir que no
era un movimiento revolucionario (pues el ejército español era
mayoritariamente conservador) sino más bien responde a una defensa
corporativa. Los oficiales de rango medio e inferior estaban descontentos

124
por la inadecuación de sus ingresos, la estructuración interna de las
distintas armas y, sobre todo, porque no veían con buenos ojos los
ascensos por méritos de guerra, que obligaban a los militares a servir en
Marruecos. Fue el intento de disolverlas por parte del gobierno del liberal
García Prieto lo que produjo un manifiesto de la Junta de Infantería de
Barcelona culpando de los males del país y del ejército al gobierno. La
situación provocó la dimisión de García Prieto (cuyo gobierno apenas duró
unos meses, desde abril a junio de 1917) y la formación de un nuevo
gobierno conservador de Dato, que aceptó las condiciones de las Juntas
ante al temor de un pronunciamiento militar.
La reaparición del ejército en la vida pública hizo pensar que las
circunstancias eran propicias para una “renovación del país”. Venía a
sumarse al profundo malestar en la oposición (republicanos, socialistas y
regionalistas) desde la presidencia del gobierno de Romanones, pues había
venido gobernando por decreto y prescindido de las Cortes entre 1916 y
1917. En este contexto, se reorganizará dicha oposición, que amenazará al
gobierno (presidido ahora por Dato) con reunir una Asamblea de
P arlamentarios al margen de las Cortes que impulsara reformas políticas.
Aunque en Madrid no se llegó a hacer, sí que salió adelante la Asamblea de
Parlamentarios catalanes, que se reunieron en Barcelona el 19 de julio de
1917, a iniciativa de Cambó, para promover una reunión de Cortes
(Congreso y Senado) con carácter constituyente. Pero la crisis social, el
temor a la huelga general y la prohibición gubernamental les llevó a
disolverse.
Aprovechando la crisis política y como culminación de las agitaciones
sindicales, los nuevos dirigentes socialistas promovieron una huelga
general revolucionaria el 17 de agosto para provocar el colapso del
régimen y la abdicación del rey. Convocada como huelga pacífica por los
socialistas (para evitar la represión) fue, sin embargo, secundada por los
cenetistas, que no respetaron la consigna de no violencia y provocaron
incidentes en las grandes ciudades, lo que aprovechó el gobierno para
recurrir al ejército para reprimirla. Pero el miedo a la revolución social
obligó a los militares a dejar de lado sus peticiones y sofocar la rebelión
proletaria, a la vez que los parlamentarios se asustaron y obedecieron la
orden de disolución.
En consecuencia, la crisis terminó en nada, el sistema de partidos y la
dinámica del turnismo se rompió definitivamente y todas las reformas
necesarias quedaron pendientes. Los sucesivos gobiernos de
concentración fueron tan heterogéneos que resultaron incapaces de
plasmar un programa coherente más allá de una actitud defensiva frente a
las fuerzas marginadas. La crisis también afectó a la monarquía;
Alfonso XIII estuvo a punto de abdicar, y va apoyar el giro autoritario de la
dictadura de Primo de Rivera. Por otra parte, el problema regional siguió
sin resolver, pues no hubo reforma territorial ni se ampliaron las
concesiones hechas a Cataluña hasta lograr la plena autonomía, como
espera Cambó a cambio de la colaboración del regionalismo catalán con el
gobierno
d) La acción española en Marruecos y los problemas militares
La Conferencia de Algeciras confirmó en 1906 que España iba a estar
presente en el reparto de Marruecos, proceso que culminó en 1912,

125
superada la crisis de Añadir, con su reparto en sendos protectorados
(francés y español), con territorios ya claramente definidos. Pero España,
como Francia, no esperó a la proclamación del protectorado para iniciar la
ocupación. Aprovechando la guerra civil que se vivía en ese territorio, los
españoles iniciaron la ocupación de la zona norte ya en 1908, partiendo
desde Melilla, para proteger intereses mineros en la zona. España iniciaba
así otra aventura colonial con el fin de olvidar el fiasco del 98 y nada hacía
presagiar que se convertiría en uno de los principales problemas de los años
siguientes.

El ejército español vio la oportunidad de restaurar el prestigio perdido


en Cuba. La acción colonial española creó las bases de una mentalidad
militarista (Franco, Goded, Mola, Millán Astray, Orgaz, Varela) que convirtió
la vida militar y el patriotismo en formas superiores de vida y el ejército en
la encarnación de la esencia histórica de la nación, por lo que toda muestra
popular de oposición era mal vista.
Por el contrario, el movimiento obrero se mostró muy crítico ante esta
ocupación y esta oposición aumentó con episodios luctuosos como los del
Barranco del Lobo (612 muertos) en julio de 1909. El incremento del
descontento popular (ante la movilización de tropas) fue aprovechado por
las organizaciones obreras para emprender una campaña contra la guerra
de Marruecos que tuvo a fines de julio de 1909 su momento culminante (la
Semana Trágica de Barcelona).
El ataque de las tropas rebeldes de Abd el­Krim
sobre la posición de Annual en julio de 1921 provocó
nueve mil muertos y la pérdida de las principales
posiciones españolas. Este desastre de Annual en
julio de 1921 reabrió la cuestión del sentido y alcance
de la acción española en Marruecos y suscitó el
debate sobre las responsabilidades militares y
políticas. Generó una amplia campaña de oposición
(liderada por socialistas) en la calle y el parlamento
contra la monarquía y en apoyo del abandono de
Marruecos. Esto creó una creciente hostilidad entre el
poder civil y el militar. El Parlamento creó una comisión de investigación
sobre las responsabilidades hasta entonces encomendada a la justicia
militar al general Juan Picasso. Por su parte, el ejército culpaba a los

126
políticos del desorden público y del problema regionalista y fue la chispa
que convenció a la cúpula militar de la posibilidad de hacerse con el poder
como intérpretes de la voluntad nacional.

127
Textos e imágenes para el comentario

M ANI FI ESTO DE SANDHURST


He recibido de España un gran número de felicitaciones con motivo de mi
cumpleaños, y algunas de compatriotas nuestros residentes en Francia. Deseo que
con todos sea usted intérprete de mi gratitud y mis opiniones.
Cuantos me han escrito muestran igual convicción de que sólo el
restablecimiento de la monarquía constitucional puede poner término a la
opresión, a la incertidumbre y a las crueles perturbaciones que experimenta
España. Díceme que así lo reconoce ya la mayoría de nuestros compatriotas, y
que antes de mucho estarán conmigo los de buena fe, sean cuales fueren sus
antecedentes políticos, comprendiendo que no pueda tener exclusiones ni de un
monarca nuevo y desapasionado ni de un régimen que precisamente hoy se
impone porque representa la unión y la paz.
No sé yo cuándo o cómo, ni siquiera si se ha de realizar esa esperanza. Sólo
puedo decir que nada omitiré para hacerme digno del difícil encargo de restablecer
en nuestra noble nación, al tiempo que la concordia, el orden legal y la libertad
política, si Dios en sus altos designios me la confía.
Por virtud de la espontánea y solemne abdicación de mi augusta madre, tan
generosa como infortunada, soy único representante yo del derecho monárquico
en España. Arranca este de una legislación secular, confirmada por todos los
precedentes históricos, y está indudablemente unida a todas las instituciones
representativas, que nunca dejaron de funcionar legalmente durante los treinta y
cinco años transcurridos desde que comenzó el reinado de mi madre hasta que,
niño aún, pisé yo con todos los míos el suelo extranjero.
Huérfana la nación ahora de todo derecho público e indefinidamente privada
de sus libertades, natural es que vuelva los ojos a su acostumbrado derecho
constitucional y a aquellas libres instituciones que ni en 1812 le impidieron
defender su independencia ni acabar en 1840 otra empeñada guerra civil.
Debióles, además, muchos años de progreso constante, de prosperidad, de crédito
y aun de alguna gloria; años que no es fácil borrar del recuerdo cuando tantos son
todavía los que los han conocido.
Por todo esto, sin duda, lo único que inspira ya confianza en España es una
monarquía hereditaria y representativa, mirándola como irremplazable garantía de
sus derechos e intereses desde las clases obreras hasta las más elevadas.
En el intretanto, no sólo está hoy por tierra todo lo que en 1868 existía, sino
cuanto se ha pretendido desde entonces crear. Si de hecho se halla abolida la
Constitución de 1845, hállase también abolida la que en 1869 se formó sobre la
base inexistente de la monarquía.
Si una Junta de senadores y diputados, sin ninguna forma legal constituida,
decretó la república, bien pronto fueron disueltas las únicas Cortes convocadas
con el deliberado intento de plantear aquel régimen por las bayonetas de la
guarnición de Madrid. Todas las cuestiones políticas están así pendientes, y aun
reservadas, por parte de los actuales gobernantes, a la libre decisión del porvenir.
Afortunadamente la monarquía hereditaria y constitucional posee en sus
principios la necesaria flexibilidad y cuantas condiciones de acierto hacen falta
para que todos los problemas que traiga su restablecimiento consigo sean
resueltos de conformidad con los votos y la convivencia de la nación.
No hay que esperar que decida ya nada de plano y arbitrariamente, sin
Cortes no resolvieron los negocios arduos de los príncipes españoles allá en los
antiguos tiempos de la monarquía, y esta justísima regla de conducta no he de
olvidarla yo en mi condición presente, y cuando todos los españoles estén ya

128
habituados a los procedimientos parlamentarios. Llegado el caso, fácil será que se
entiendan y concierten las cuestiones por resolver un príncipe leal y un pueblo
libre.
Nada deseo tanto como que nuestra patria lo sea de verdad. A ello ha de
contribuir poderosamente la dura lección de estos últimos tiempos que, si para
nadie puede ser perdida, todavía lo será menos para las hornadas y laboriosas
clases populares, víctimas de sofismas pérfidos o de absurdas ilusiones.
Cuanto se está viviendo enseña que las naciones más grandes y prósperas, y
donde el orden, la libertad y la justicia se admiran mejor, son aquellas que
respetan más su propia historia. No impiden esto, en verdad, que atentamente
observen y sigan con seguros pasos la marcha progresiva de la civilización.
Quiera, pues, la Providencia divina que algún día se inspire el pueblo español en
tales ejemplos.
Por mi parte, debo al infortunio estar en contacto con los hombres y las cosas
de la Europa moderna, y si en ella no alcanza España una posición digna de su
historia, y de consuno independiente y simpática, culpa mía no será ni ahora ni
nunca. Sea la que quiera mi propia suerte ni dejaré de ser buen español ni, como
todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente
liberal.
Suyo, afmo., Alfonso de Borbón.
Nork­Town (Sandhurst), 1 de diciembre de 1874

LA CONSTI TUCI ÓN DE 1876


Don Alfonso XII, por la gracia de Dios, Rey constitucional de
España: a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed:
Que en unión y de acuerdo con las Cortes del Reino actualmente
reunidas, hemos venido en decretar y sancionar la siguiente
CONSTITUCIÓN DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA
TÍTULO I. De los españoles y sus derechos
Artículo 11. La Religión católica, apostólica, romana, es la del Estado.
La nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será
molestado en territorio español por sus opiniones religiosas, ni por el
ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral
cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni
manifestaciones públicas que las de la religión del Estado.
Artículo 13. Todo español tiene el derecho: de expresar libremente
sus ideas y sus opiniones por medio de la palabra, de la escritura, por
la vía de la imprenta o por cualquier otro procedimiento análogo sin
someterse a la censura previa; de reunirse pacíficamente, de
asociarse para un fin temporal, de dirigir peticiones individuales o
colectivas al Rey, a las Cortes y a las autoridades. El derecho de
petición no podrá ser ejercido colectivamente por ningún Cuerpo de
las Fuerzas Armadas. Los que formen parte de las Fuerzas Armadas
no podrán ejercer el derecho individual de peticiones, debiendo
conformarse a las leyes militares especiales [...].
TÍTULO II. De las Cortes

129
Artículo 18. La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el
Rey.
Artículo 19. Las Cortes se componen de dos Cuerpos colegísladores,
iguales en facultades: el Senado y el Congreso de los Diputados.
TÍTULO III. Del Senado
Artículo 20. El Senado se compone: 1º. De senadores por derecho
propio. 2.° De senadores vitalicios nombrados por la Corona; 3º De
senadores elegidos por las corporaciones del Estado y mayores
contribuyentes en la forma que determine la ley. El número de los
senadores por derecho propio y vitalicios no podrá exceder de ciento
ochenta. El número de los senadores electivos será el mismo.
TÍTULO IV. Del Congreso de los Diputados
Artículo 27. El Congreso de los Diputados se compondrá de los que
nombren las juntas electorales, en la forma que determine la ley. Se
nombrará un diputado, a lo menos, por cada cincuenta mil almas de
población.
Artículo 29. Para ser elegido diputado se requiere ser español, de
estado seglar, mayor de edad y gozar de todos los derechos civiles.
TÍTULO V. De las sesiones y de las atribuciones de las Cortes
Artículo 32. Las Cortes se reúnen todos los años. El Rey tiene
derecho de convocarlas, de prorrogarlas, de cerrar sus sesiones, de
disolver simultáneamente o por separado la parte electiva del Senado
y de la Cámara de Diputados, con la obligación de convocar y de
reunir otras de nuevo, en los tres meses siguientes desde el día de la
disolución […]
Artículo 39. Las dos Asambleas legislativas no pueden deliberar
unidas ni en presencia del Rey.
Artículo 40. Las sesiones del Senado y de la Cámara son públicas,
salvo en los casos que sea necesario tenerlas secretas.
Artículo 41. La iniciativa de las leyes pertenece al Rey y a cada una
de las dos Asambleas legislativas.
TÍTULO VI. Del Rey y sus ministros
Artículo 48. La persona del Rey es sagrada e inviolable.
Artículo 49. Son responsables los ministros. Ningún mandato del Rey
puede llevarse a efecto si no está refrendado por un ministro, que por
sólo este hecho se hace responsable.
Artículo 50. La potestad de hacer ejecutar las leyes reside en el Rey
[…]
(Constitución de la Monarquía española de 30 de junio de 1876)

130
En QUEROL INSA, M. P. y CEBOLLADA LANGA, R. Documentos para la
comprensión de la historia contemporánea. Zaragoza: ICE de la
Universidad, 1982, pp. 274­275

CÁNOVAS, EN BLANCO Y NEGRO. El P aís , 24­8­1997


El P P reivindica la controvertida figura del artífice de la
Restauración en el centenario de su muerte
Adalid de las libertades para unos, autoritario y corrupto para otros, el PP reivindica
la figura política de Antonio Cánovas del Castillo, el artífice de la Restauración española, al
cumplirse el centenario de su muerte, el pasado día 8. Dos expertos evalúan en esta página
su trayectoria política desde ángulos opuestos. Andrés de Blas destaca el auge económico, la
paz social y el amplio clima de tolerancia auspiciados por el que fuera presidente del
Gobierno con Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo. Por el contrario, Antonio Elorza
recuerda su conservadurismo autoritario y la corrupción que emponzoñó su mandato.

Un recuerdo tranquilo
ANDRÉS DE BLAS GUERRERO
Aunque la cuestión estaba en parte planteada en el debate
historiográfico y politológico, no deja de sorprender que el aniversario
de la muerte de Cánovas del Castillo se haya traducido en un
estallido de aplausos y pitos en los medios de comunicación. Incluso
me pareció leer hace unos días en este mismo periódico una carta de
los lectores en que poco menos que se jaleaba el execrable asesinato
del que fue, de pleno derecho, uno de nuestros más importantes
hombres públicos del siglo pasado.
Hay zonas de sombra en la vida política e intelectual de Antonio
Cánovas del Castillo. Tanto Antonio Elorza como Santos Juliá nos lo
han recordado con detalle en estas páginas. Es verdad también que
su comprensible escepticismo conservador se deslizó más allá de lo
debido por la pendiente del pesimismo. Pero sean cuales sean sus
defectos y las exageraciones de sus admiradores parece injusto
regatear a Cánovas el reconocimiento de sus activos.
Pienso que una vida nacional razonablemente reconciliada con
su pasado demanda que el recuerdo de un hombre de su significación
esté por encima de acaloramientos de signo político. Tanto Cánovas
como el régimen que ayudó a crear son un importante lugar de
nuestra memoria colectiva.
Si hubiera que señalar algunos aspectos claramente positivos
de su vida política, quizá pudieran destacarse cuatro.
1. El régimen de la restauración, bajo la inspiración de
Cánovas, realizó un encomiable esfuerzo de integración en la vida del
sistema de cuantas fuerzas políticas pudieran coincidir en un espacio
liberal entendido dentro del contexto de la vida europea del
momento. Su capacidad para atraer al orden constitucional al grueso
del liberalismo del sexenio democrático y a una no pequeña parte de
la España tradicional constituyó una empresa valiosa en sí misma y

131
notablemente superadora de la anterior experiencia moderada de la
derecha española.
2. La restauración estableció un niyel de disfrute de los
derechos y libertades civiles homologable a los niveles más
avanzados de la vida europea. La libertad de prensa e imprenta o la
evolución del derecho de asociación son datos ilustrativos al respecto,
tanto por lo que hace a su regulación legal como a su práctica
jurisdiccional y administrativa. La tolerancia religiosa, pese a su timi­
dez, constituye otra manifestación de un ánimo liberal llevada
adelante por Cánovas en unas difíciles circunstancias.
3. El clima de paz social, el triunfo del civilismo y la definitiva
superación de la guerra civil forman la plataforma sobre la que pudo
desarrollarse una coyuntura económica favorable. La reanudación de
la construcción de los ferrocarriles; la aceleración de la inversión
extranjera, el impresionante incremento de la exportación de
materias primas industriales o el inicio de una exportación
significativa de productos agrícolas son circunstancias todas ellas
favorecidas por el clima político y social creado por Cánovas y su
régimen.
4. La obsesión de Cánovas del Castillo con las decadencias de
diferente naturaleza, a la que se ha referido recientemente José María
Jover, no le impidió desempeñar su apetecido papel de continuador
de la historia de España mediante el intento de buscar unas bases
sólidas para la comunidad nacional. Su crítica a los planteamientos de
E. Renán a este respecto, su desinterés por concepciones nacionales
de signo étnico y su matizada identificación con una idea de nación
política entendida como precipitado de la acción de la historia y del
Estado constituyeron un interesante e informado intento, lo ha
recordado C. Dardé, de reafirmar la idea moderna de nación española
surgida en el siglo XVIII.
El juicio sobre Cánovas del Castillo a partir del 98 ha tendido a
estar dominado, no sin significativas excepciones, por un exceso de
pasión crítica de muy compleja naturaleza. Incluso un espectador tan
informado y ponderado como José Ortega y Gasset se sumó en este
punto a los excesos regeneracionistas. Aunque solamente sea por lo
que nos tocó en suerte después, quizá merezca la pena abandonar
definitivamente la pasión a favor de perspectivas más sosegadas en
la valoración de un personaje tan importante de nuestra historia
contemporánea.
Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la
UNED.

Una pasión excesiva


ANTONIO ELORZA

132
Era de esperar una cálida celebración conservadora del
centenario de Cánovas, pero no que el PP llegase a convertirle en el
Gran Precursor de su corriente política. Tal decisión hubiera sido muy
propia de Fraga, cantor desde hace tiempo de las excelencias de la
personalidad de Cánovas. José María Aznar parecía buscar aguas de
centro. Sin embargo, ahí le tenemos encabezando el manifiesto coral
canovista, en el Abc del 8 de agosto, con un lamento hagiográfico por
“la pérdida” del político malagueño.
Opción curiosa y significativa la de Aznar, ya que por mucho
que se dore la píldora, el lugar histórico de Cánovas se encuentra
más cerca del conservadurismo autoritario que del liberalismo
modernizador. Si llevamos la adhesión de Aznar al presente, el enlace
adquiere un sesgo aún menos favorable, teniendo en cuenta que la
llegada de Cánovas al poder se tradujo en una amplia supresión de
periódicos de izquierdas como paso previo para unas elecciones
manipuladas. Cabría pensar en cuanto hoy ocurre en los campos de
la justicia y de las comunicaciones. Cánovas y Romero Robledo, álter
ego del Monstruo para los asuntos sucios, son malos patronos de la
libertad.
Las razones de la fascinación que la figura de Cánovas ejerce
sobre los populares son de distinta índole. Para empezar, se da un
enlace sociológico entre el tipo de político de la Restauración, y
quienes hoy ejercen el poder. Incluso esa continuidad encarna
emblemáticamente en un órgano de prensa: es la España de Abc.
Monárquica, pero sobre todo de Orden, con mayúscula, fiel en todo
momento, con una adhesión casi religiosa, al Ejército y a la Guardia
Civil, en su calidad de bastiones que garantizan su posición social
dominante. En un cuadro de finalidad estática que Cánovas encarna a
las mil maravillas, al proporcionar lo que para la derecha es un bien,
en sí mismo, la larga duración del régimen por encima del precio que
para ello deba pagarse en términos de libertad o de progreso. Según
propone el politólogo Joan Antón, Cánovas fue un reaccionario que
supo percibir la ¡nevitabilidad de un marco liberal y dar a ese
contrasta una fórmate política: un régimen ­representativo en la
forma, vaciado desde dentro por la oligarquía que ejerce el poder de
manera estable. Quizás éste sea el sueño de quienes viniendo desde
una derecha profunda ejercen el poder en la democracia.
Cánovas acertó a dar coherencia, en las palabras y en las
obras, a esa dualidad de fines. Su vocabulario político es el del
liberalismo, pero cada concepto es moldeado, reconducido a una
orientación defensiva. En El liberalismo doctrinario. Diez del Corral se
preguntaba por la contradicción entre la profesión de fe individualista
de Cánovas y su intervencionismo estatal: todo encaja si pensamos
en términos de propiedad, sustancia de ese individualismo y único
derecho que el Estado ha de proteger por encima de todo. Está
también la soberanía de la nación, pero la nación es una forma de

133
dominación y de obediencia consolidada en el tiempo, y ello de­
semboca en la supremacía del Rey, clave de bóveda del orden social
estable —la sociedad de los propietarios— y a cuyo poder se
subordina el Parlamento, aun cuando se hable de soberanía com­
partida de Rey y Cortes. Bajo ese control superior cabe, y aun es
imprescindible, el juego político. Los jugadores deben respetar las
reglas, trampas incluidas, ya que las impone quien cuenta con la
confianza regia. Rigidez de fondo, pragmatismo en la aplicación
concreta. Se da un ajuste pleno, en la ayuda de la manipulación, al
sistema de poder social desde el vértice al entramado de los caciques
locales. El pragmatismo permitió aceptar retoques formales, como un
sufragio universal, inmediatamente falseado, o la libertad de
expresión que sirvió de marco a una vida intelectual muy activa (tras
un comienzo con cierre de diarios y expulsión de catedráticos li­
berales). El Ejército quedó bajo relativo control, con estallidos
periódicos que anunciaban el futuro.
Sólo que la dinámica política prevista por Cánovas hace posible
girar en torno a un eje, pero no permitió los desplazamientos. El
sistema, basado en la manipulación y en la corrupción a todos los
niveles, era irreformable. Podía saltar por los aires o dar paso, como
ocurrió, con un intermedio republicano, a una sucesión de dictaduras
militares, dado el papel de dique supremo que ya Cánovas asignara al
Ejército: manteniendo en la base al contrapoder de la corrupción, la
España de Franco y de Juan March será su desembocadura lógica.
El régimen de la Restauración fue incapaz de integrar los
impulsos de una burguesía renovadora, como la catalana y tampoco
los del obrerismo democrático. Frente a la complejidad y al conflicto,
Cánovas impuso la actitud defensiva y la represión. Ante el
movimiento obrero, el aplastamiento del Primero de Mayo de 1891
abrió el camino al terrorismo y a los procesos de Montjuíc. Ante la
insurreción cubana, “derramar ríos de sangre” fue su receta política.
Cánovas creía a fondo en las soluciones de fuerza, basando en ello su
estrategia de aislamiento en política internacional. Suprimió los
fueros e hizo nacer el mito de que se alimentó el independentismo
vasco. Y, en fin, al cerrar también el paso a los vehículos de
nacionalización que fueron en la Europa del XIX el servicio militar y la
enseñanza generalizados, sentó las bases para una convergencia con
la crisis colonial de la que surgió una crisis aún más profunda, la del
Estado­nación cuyas consecuencias arrastramos. La foto fija fue un
éxito; la película distó de tener un final feliz.
Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la
Universidad Complutense de Madrid.

OLI GARQUÍ A Y CACI QUI SM O

134
No es, no es nuestra forma de gobierno un régimen parlamentario, viciado
por corruptelas y abusos, según es uso entender, sino, al contrario, un régimen
oligárquico, servido, que no moderado, por instituciones aparentemente
parlamentarias. O, dicho de otro modo, no es el régimen parlamentario la regla, y
excepción de ella los vicios y las corruptelas denunciadas en la prensa y en el
Parlamento mismo durante sesenta años; al revés, eso que llamamos desviaciones
y corruptelas constituyen el régimen, son las misma regla...

Oligarcas y caciques constituyen lo que solemos denominar clase directora o


gobernante, distribuida o encasillada en “partidos”. Pero aunque se lo llamemos, no
lo es; si lo fuese, formaría parte integrante de la Nación, sería orgánica
representación de ella, y no es sino un cuerpo extraño, como pudiera serlo una
facción de extranjeros apoderados por la fuerza de los Ministerios, Capitanías,
telégrafos, ferrocarriles, baterías y fortalezas para imponer tributos y cobrarlos.

Contener el movimiento de retroceso y africanización absoluta y relativa que


nos arrastra cada vez más lejos, fuera de la órbita en que gira y se desenvuelve la
civilización europea; llevar a cabo una total refundición del Estado español sobre el
patrón europeo, que nos ha dado la historia y a cuyo empuje hemos sucumbido...
o, dicho de otro modo, fundar improvisadamente en la Península una España
nueva, es decir, una España rica y que coma, una España culta y que piense, una
España libre y que gobierne...

Joaquín Costa, 1901

¿QUÉ ENTENDER P OR CACI QUI SM O? UN I NCI SO M ETODOLÓGI CO


Mientras la historiografía tradicional, emparentada con la crítica
regeneracionista, veía en el caciquismo un instrumento de
dominación socioeconómica, que se servía del atraso para acrecentar
la explotación y obstaculizaba el progreso social y político, una
poderosa corriente, autocalificada de “nueva historia política”, se ha
abierto paso de veinticinco años a esta parte. La nueva historia
política ha interpretado primero el fenómeno en clave de
comportamiento político­electoral para privilegiar, más adelante, el
sentido clientelar en dos direcciones opuestas pero complementarias:
en una prevalece el significado administrativo sobre el político y el
cacique es presentado como un proveedor de bienes y servicios (a
cambio de votos), mientras una segunda subcorriente destaca el
valor político del cacique, convertido en conducto de intervención del
Estado central en los más recónditos y aislados lugares del país y, en
cuanto tal, agente funcional de un proceso de modernización
imperfecta; en ambos casos, el cacique desempeña una función de
intermediación entre una sociedad poco articulada y un Estado liberal
que dispone de un sistema de representación inadecuado al grado de
desarrollo de aquélla.
“Los pueblos tienen el sistema electoral que se merecen”, es la
conclusión a la que llega Raymond Carr después de examinar el
caciquismo en España, que entiende fruto de dos circunstancias: la
aplicación de amplios derechos electorales a una sociedad atrasada

135
que manifestaba poco interés por los asuntos nacionales y la
absorción del sistema preexistente de clientelas “en forma de política
local del gobierno representativo”, lo que condujo a prácticas
electorales impropias mezcladas con la “aceptación acostumbrada del
predominio de las familias locales por parte de un mundo agrario
estable”; el régimen únicamente “se hizo falso” cuando este mundo
de influencias se disolvió. En suma, la escuela que en lo interpretativo
nace con Carr –alimentada más adelante del diálogo con la ciencia
política, no siempre bien digerido­, sin dejar de señalar los excesos e
ilegalidades del sistema, comprende el caciquismo entre las
manifestaciones del liberalismo en una época en la que la sociedad
estaba poco dispuesta a reclamar y amparar la democracia de masas,
quizá porque el insuficiente desarrollo del capitalismo impedía la
formación de clases sociales estables y de intereses corporativos que
dirimieran sus diferencias mediante una democracia parlamentaria.
La Restauración, con el poder de las oligarquías y los procedimientos
conocidos, es presentada por estos historiadores como el régimen
adecuado al momento de la vida española del último cuarto del siglo
XIX, hasta el punto de que consiguió mantenerse, se dice, con un
bajo nivel de represión y movilización partidaria y, sobre todo, con la
desmovilización política de la población, haciendo posible el
reconocimiento de las libertades básicas y proporcionando estabilidad
liberal al precio de sacrificar la democracia pero también poniendo
coto a la contrarrevolución.
Esta interpretación conservadora se compadece del sistema y
hasta pretende hallarle utilidad pública cuando el Estado desatendía
las obligaciones básicas hacia la población.
Para ello minimiza sus consecuencias: la institucionalización y
generalización del sistema al que aludimos supuso la anulación de la
voluntad soberana de la ciudadanía, el descrédito popular del
parlamentarismo, el encarecimiento de los servicios públicos en la
medida que respondían a un juego de influencias particulares antes
que a necesidades colectivas, la corrupción política y económica y, en
suma, la desaparición del estado de derecho, formalmente regulado
pero convertido en ficción desde el instante en que las instituciones
fundamentales ­el gobierno, la judicatura, la corona y las fuerzas
armadas­ estaban al servicio de un funcionamiento viciado de la
representación política y del ejercicio del derecho electoral como
expresión de la soberanía nacional.
En los últimos años viene desarrollándose una nueva línea
interpretativa que recupera la dimensión no exclusivamente política
del caciquismo y deslinda lo que es meramente formal en el ejercicio
del cacicato, la gestión e intermediación entre administración y
clientela, de las funciones que cumple el cacique y el sistema
clientelar en la reproducción social de la comunidad en la que se
inserta. Desde esta última perspectiva se destaca su función en “el

136
mantenimiento del orden social establecido así como el de su propia
clientela, a la vez que la pervivencia de determinadas estrategias de
poder de los sectores oligárquicos de la localidad”, en la
caracterización de Cruz Artacho. El espacio local cobra así la máxima
importancia en la fundamentación social del caciquismo, entendido
como expresión de una realidad sociopolítica de raíz clientelar en el
mundo rural, en el que la tierra es el principal factor que articula la
vida pública y privada de la comunidad. Los vínculos clientelares
aparecen entonces regidos “por la necesidad de reproducir las
condiciones mínimas de subsistencia material” y la acentuación del
diferente nivel de acceso a los recursos dentro de la propia
comunidad rural viene marcada “por el creciente recurso a la violen­
cia física como mecanismo con el que perpetuar determinadas
estrategias de poder”
(J. A. PIQUERAS. “Un país de caciques. Restauración y caciquismo
entre naranjos”. En Historia Social, núm. 39, 2001 (I), pp. 8­10)

ULTI M ÁTUM DEL CONGRESO DE LOS EEUU A ESP AÑA. 20 DE ABRI L


DE 1898

Considerando que el aborrecible estado de cosas que ha existido en Cuba


durante los tres últimos años, en isla tan próxima a nuestro territorio, ha herido el
sentido moral del pueblo de los Estado Unidos, ha sido un desdora para la
civilización cristiana y ha llegado a su periodo crítico con la destrucción de un barco
de guerra norteamericano y con la muerte de 266 de entre sus oficiales y
tripulantes, cuando el buque visitaba amistosamente el puerto de la Habana; el
Senado y la Cámara de Representantes, reunidos en Congreso, acuerdan:

1º.­ Que el pueblo de Cuba es y debe ser libre e independiente.

2º.­ Que es deber de los Estados Unidos exigir que el gobierno español renuncie
inmediatamente a su autoridad y gobierno en la isla de Cuba y retire sus fuerzas de
las tierras y mares de la isla.

3º.­ Que se autoriza al Presidente de los Estados Unidos, y se le


encarga y ordena, que utilice todas las fuerzas militares de los
Estados Unidos para llevar a efecto estos acuerdos.

ESP AÑA SI N P ULSO

Los doctores de la política y los facultativos de cabecera estudiarían, sin


duda, el mal; discurrirán sobre sus orígenes, su clasificación y sus remedios; pero
el más ajeno a la ciencia que preste atención a asuntos públicos observa este
singular estado de España; dondequiera que se ponga el tacto, no se encuentra el
pulso...

Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que abandonar las
vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la
vida nacional sobre los cimientos, modestos, pero firmes, que nuestros medios nos

137
consienten, no sobre las formas huecas de un convencionalismo que, como a nadie
engaña, a todos desalienta y burla...

El efecto inevitable del menosprecio de un país respeto de su poder central


es el mismo que en todos los cuerpos vivos produce la anemia y la decadencia de la
fuerza cerebral; primero, la atonía, y después, la disgregación y la muerte...

Si pronto no se cambia radicalmente de rumbo, el riesgo es infinitamente


mayor, por lo mismo que es más hondo, y de remedio imposible, si se acude
tarde...

F. Silvela. Artículo aparecido en el Tiempo, 16­08­1898

138
DESPUÉS DE CÁNOVAS
ANTONIO Cánovas del Castillo había desempeñado un papel clave en la
Restauración de la monarquía de Alfonso XII, efectuada en diciembre de 1874.
Tanto en los trabajos preparatorios de la misma ­para crear una corriente de
opinión favorable y un partido político adicto­, como en la organización de la nueva
monarquía, después de que el general Arsenio Martínez Campos proclamara rey, en
Sagunto, al hijo de Isabel II. Un procedimiento que Cánovas condenó porque no
quería que la monarquía que debía acabar con los pronunciamientos militares
naciera ella misma de un golpe militar; pero no pudo frenar la impaciencia del
general moderado.
Cánovas fue el arquitecto del sistema político de la Restauración, plasmado en la Constitución de
1876, y el maestro de obra que dirigió su construcción. Por supuesto que no todo se le puede
atribuir exclusivamente. Sus ideas y proyectos ­de carácter liberal conservador­, tenían hondas
raíces en el pensamiento europeo y español, y precedentes históricos. Pero Cánovas supo hacer
realidad los deseos de varias generaciones que le precedieron, que habían tratado de conciliar la
libertad y el orden. Su caso es una buena ilustración de cómo algunos individuos juegan un papel
clave en la historia, canalizando y dando forma a las aspiraciones sociales.

Entre 1875 y 1897 Cánovas fue presidente de diversos gobiernos, al frente del partido liberal­
conservador, durante unos 12 años. No era nada aficionado a la política menuda, que dejó en manos
de sus ministros de gobernación, en especial de Francisco Romero Robledo. Pero sí orientó la
actuación del partido en relación con los grandes temas de política económica ­en favor de un
moderado proteccionismo­, relaciones exteriores ­una política de recogimiento, sin planteamientos
audaces­, y la política hacia las colonias ­orientada a su conservación y asimilación al territorio
metropolitano­.

El asesinato de Cánovas, el 8 de agosto de 1897, tuvo consecuencias importantes respecto a la


política que España seguía en Cuba, donde la guerra independentista se desarrollaba desde hacía
dos años y medio: El gobierno liberal de Sagasta, que al poco tiempo sucedió al conservador,
concedió inmediatamente la autonomía a la isla. También tendría consecuencias destacadas el
relevo en la dirección del partido liberal­conservador; su nuevo jefe, Francisco Silvela, fue el
iniciador de un proyecto reformista, de revolución desde arriba que sería continuado por Antonio
Maura en la primera década del siglo XX.

En lo fundamental el sistema político de la Restauración resistió perfectamente la violenta y


repentina desaparición de su principal artífice. Y no sólo eso, también resistió sin quiebras la derrota
del año siguiente frente a EEUU y la pérdida de las colonias españolas en el Caribe y el Pacífico: el
fin del Imperio. Tendrían que pasar 25 años ­llenos de cambios, en el mundo y en España­ para que,
en 1923, el sistema entrara definitivamente en crisis.

¿A qué se debió la extraordinaria solidez del edificio levantado por Cánovas? En absoluto a razones
de fuerza. Cánovas no tenía tendencias autoritarias; era, por el contrario, un liberal intelectual,
escéptico, con un sentido del humor que podía llegar a ser corrosivo; un conservador que hacía gala
de su conocimiento y adaptación a la realidad. Dio por supuesto que la sociedad requería orden, y
que lo establecería de cualquier forma, y trató, por encima de todo, de salvar la libertad en el
ambiente reaccionario que predominaba en Europa a mediados de los años 70 del siglo pasado, tras
la experiencia de la Comuna de París.

El sistema canovista se basaba fundamentalmente en el acuerdo, en el pacto entre las fuerzas


políticas existentes. Consistió en asegurar a todos ­siempre que estuvieran dispuestos a respetar las
reglas­ el disfrute alternativo del poder, gracias al cual podían realizar sus ideales teóricos, al mismo
tiempo que satisfacer las necesidades de sus clientelas. Dado que no existía un cuerpo electoral
independiente que pudiera servir de árbitro de la alternancia, esta función le fue asignada a la

139
Corona, verdadera clave de toda la construcción.

Pero aquel sistema también tenía su contrapartida, su efecto no deseado. Si funcionaba sin electores
¿para qué molestarse en conseguirlos? ¿Qué necesidad tenía un partido dinástico de lograr votos
cuando sabía que alcanzaría el poder, independientemente de los mismos, por la voluntad de la
Corona? ¿Para qué iba un candidato a gastar energías y dinero ­que salía de su propio bolsillo­
tratando de convencer a los electores, si podía conseguir su acta de diputado gratis y sin moverse
de Madrid, gracias a ser encasillado y gozar de la protección oficial? Movilizar suponía un esfuerzo ­y
para políticos conservadores, un peligro­ cuya recompensa, a corto plazo, no se veía por ninguna
parte; más valía respetar el turno del contrario y esperar el propio.

Fue así como al favorecer el pacto a costa de la competencia, el sistema encontró grandes
dificultades para incorporar a nuevas fuerzas sociales y evolucionar hacia formas menos imperfectas
de democracia.

Carlos Dardé es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Cantabria. El Mundo, 9­8­


1997

Weyler Cartoon in an American Newspaper

140
141
Bibliografía básica:
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http://www.historiasiglo20.org/enlaces/esp1902­1931.htm
http://www2.uah.es/1898

142
4. ESP AÑA ENTRE DOS DI CTADURAS: EL FALLI DO I NTENTO
DE CONSTRUI R UN ESTADO SOCI AL Y DEMOCRÁTI CO
4.1. El golpe de Estado. Características generales de la Dictadura de
Primo de Rivera y sus relaciones con el fascismo
4.2. El Directorio Militar (sept. 1923­dic. 1925): el papel de los
gobernadores; la reforma de la administración local y el
anticatalanismo; el Somatén y la Unión Patriótica; el final de la guerra
de Marruecos
4.3. El Directorio Civil (dic. 1925­enero 1930): la Asamblea Nacional
Consultiva; el intervencionismo económico; la política social y las
relaciones con las organizaciones sindicales; las estrechas relaciones
con la Iglesia; la crisis de la Dictadura
4.4. El camino hacia la República (1930­1931): el “error Berenguer” y la
reorganización del republicanismo; el almirante Aznar y la
convocatoria de elecciones municipales
4.5. La proclamación de la II República y su significado. El mapa electoral
y las fuerzas en presencia
4.6. Gobierno Provisional y bienio reformador (1931­1933): las elecciones
constituyentes y la Constitución republicana; las principales reformas
(laboral, agraria, educativa, militar); el voto femenino; la cuestión
nacional y la configuración autonómica; la cuestión religiosa. Las
dificultades: reorganización derechista, impaciencia revolucionaria,
conspiración militar (sanjurjada) y ruptura del bloque gobernante. De
la dimisión de Azaña a la convocatoria electoral
4.7. El bienio rectificador (1933­1936): la victoria del heterogéneo bloque
radical­cedista; la paralización de las reformas; las respuestas y
reorganización del centro­izquierda; la revolución de octubre de 1934
y sus consecuencias; los escándalos políticos y la caída del gobierno;
Frente Popular versus bloque contrarrevolucionario y fracaso del
portelismo
4.8. Del gobierno del Frente Popular a la insurrección militar (1936): la
victoria electoral, la formación del gobierno y la presidencia de la
República; la reactivación de las reformas. La polarización social:
hostilidad anarquista y división socialista; la radicalización derechista
y el ascenso del falangismo; la violencia política. Los preparativos del
golpe
4.9. La historiografía y la guerra civil: la polémica sobre sus orígenes. El
conflicto bélico. La internacionalización de la guerra de España.
Cultura y vida cotidiana en un país desgarrado
4.10. La España republicana: respuesta popular, violencia y estallido de la
revolución; el poder republicano, de Largo Caballero a Negrín; la
organización de la producción; el golpe de Casado y el fin de la
República; el exilio y el drama de la derrota
4.11. La España rebelde: militarismo y caudillaje; la Iglesia legitimadora; la
organización de la producción; la configuración del Nuevo Estado y la
maquinaria represiva

143
4.1. EL GOLP E DE ESTADO. CARACTERÍ STI CAS GENERALES DE LA
DI CTADURA DE P RI M O DE RI VERA Y SUS RELACI ONES CON EL
FASCI SM O
a) El golpe de Estado (13­9­1923)
El sistema político de la Restauración quedó truncado con el golpe
de Estado lanzado desde Barcelona por el capitán general de
Cataluña, Miguel P rimo de Rivera. En el manifiesto justificativo del
golpe (firmado el mismo día 13­9­1923) Primo de Rivera hacía especial
hincapié en el orden público, la lucha contra el separatismo catalán y
medidas de política económica.
El golpe concitó cierta unanimidad en el Ejército y contó con el
beneplácito de Alfonso XI I I . Las distintas facciones lo prepararon haciendo
frente común para abortar las pretensiones del Gobierno de exigir
responsabilidades militares por el desastre de Annual. Hay que recordar que
la ineptitud del Comandante en Jefe de Marruecos, general Dámaso
Berenguer, y los numerosos casos de falta al deber militar de muchos
oficiales habían dado lugar a la lógica investigación de los hechos por parte
del general Picasso y que sus conclusiones fueron devastadoras, e incluso
parecían mostrar la implicación del propio Alfonso XIII. Pero no llegaron al
gran público porque fue parada por el golpe de Estado.
Fue acogido con indiferencia por las clases populares pero con
esperanza por amplios sectores del campo económico, del catolicismo
y de las fuerzas moderadas. La patronal aplaudió dicha acción. La Iglesia
mostró (a través de pastorales y de la prensa afín) su simpatía por los nuevos
gobernantes y el Ejército. Algunos políticos, incluso liberales, mostraron su
satisfacción. La mayoría de la población se mantuvo en silencio, mostrando
escaso interés por lo acaecido, pues en el contexto de una política dominada
por los notables (locales, provinciales y nacionales) había poca cultura de
participación o, dicho de otra manera, había una escasa conciencia de que
podían intervenir en los asuntos públicos. Sólo se opusieron desde el principio
algunos intelectuales (Blasco Ibáñez, Unamuno, Pérez de Ayala, Azaña).
b) Características generales de la Dictadura de P rimo de Rivera
Si lo comparamos con los precedentes, no fue una nueva
versión de pronunciamientos decimonónicos, pues tras
reconocer el golpe, fue el Ejército como institución (no unos
generales al frente de partidos políticos) quien asumió el poder,
instaurándose un régimen estrictamente militar (Directorio militar)
hasta diciembre de 1925, en que comienza el llamado Directorio civil.
En relación al contexto internacional, coincidió con la proclamación
de regímenes autoritarios en otros países europeos; no obstante, el
régimen de Primo de Rivera tuvo características propias, pues
nació más por circunstancias españolas que como parte de una
evolución o tendencia europea.
Desde el punto de vista ideológico, no fue un régimen fascista. FUSI lo
define como una “dictadura autoritaria (aunque benévola) (sic), paternalista,
tecnocrática y, a su modo, regeneracionista y condicionada, desde luego, por

144
la propia personalidad del dictador”. Tuvo, eso sí, una serie de elementos
comunes con el fascismo: 1) las instituciones de carácter corporativo; 2) el
dictador y sus ideólogos (Aunós, Pemartín, R. de Maeztu) exaltaron el
fascismo italiano; 3) hizo de la unidad nacional, el nacionalismo económico y
la evocación del pasado imperial español las piezas esenciales de legitimación;
y 4) emprendió medidas represivas como la suspensión de las Cortes, acabó
también con la libertad de expresión y decretó la censura de prensa, ilegalizó
algunos partidos políticos y organizaciones obreras y destituyó los
ayuntamientos anteriores.
Pero contó con una serie de elementos característicos. No era un
nuevo orden (a diferencia del fascismo italiano) ni tampoco planteó (al
menos al principio) la creación de un nuevo Estado, pues el general Primo de
Rivera era un hombre de ideas simples que se limitaba a actuar con rapidez
en la solución de los problemas, para lo que requería gobiernos fuertes que
actuaran con eficacia: él mismo pensaba ser el cirujano de hierro del que
hablaba Joaquín Costa a principios de siglo para regenerar la vida política.
Tampoco se produjo, en palabras de FUSI, “la conquista del poder por un
partido ultranacionalista, antiparlamentario y de masas, con estilo, retórica y
acción ritualizados y violentos” (FUSI), pues el partido que creó, la Unión
Patriótica (UP) no fue fascista.
En sintonía con lo anterior, cabe decir que la dictadura primorriverista
careció de una ideología elaborada y nació como un régimen
autoritario transitorio. La idea era permanecer poco tiempo en el poder
hasta resolver los problemas urgentes de orden público, sociales, económicos,
militares, bélicos, de separatismo y caciquismo. Para ello, pretendía conectar
con amplias masas sociales recuperando la tradición decimonónica de hacer
del Ejército el intérprete de la soberanía nacional junto al rey: monarquía y
ejército serían las dos instituciones para encauzar los problemas del país que
no habían solucionado unos políticos “ineficaces”, según el dictador.
El problema es que no fue transitorio como prometía y se vinculó
estrechamente a la figura del rey, Alfonso XI I I , que no puso ningún
obstáculo a la suspensión de la Constitución y a disolución de las Cortes;
aunque, en la práctica, el Rey perdía gran parte del poder que le reconocía la
constitución de 1876, aceptó la situación sin grandes conflictos y apoyó al
dictador en varias ocasiones, pues consideraba que resolvía los problemas de
orden público y estimulaba el desarrollo económico; no obstante, desde 1928
se fue distanciando, al entrar en crisis el entramado político de la Dictadura.
En definitiva, fue una dictadura autoritaria (pero no totalitaria), represiva
pero no sanguinaria, que restableció la normalidad y paz sociales, con la
aquiescencia (lo que no implica necesariamente apoyo activo) de gran parte
de la opinión pública durante unos años, pues liquidó con éxito la guerra de
Marruecos (asumiendo planteamientos del africanismo) y se desenvolvió en
un contexto de aparente prosperidad económica (sustentada en una mejora
de la coyuntura económica internacional, aunque el régimen lo atribuyó a su
política económica), expansión industrial, estabilidad y aumento del empleo.
Pero ni resolvió el problema del caciquismo (que consiguió sobrevivir a través
de las propias organizaciones del régimen), ni tampoco el catalán (lo agudizó
aún más), e, incluso, con su clericalismo militante, situó en el primer plano de
la actualidad el conflicto clericalismo/anticlericalismo.Tampoco fue un régimen
transitorio y la creciente conflictividad y desconfianza sobre la capacidad del

145
régimen para garantizar su institucionalización y su continuidad se hizo
patente desde 1928, pero la vuelta a la normalidad constitucional se pospuso
hasta después de la caída del dictador y, entonces, resultaba ya inviable.

4.2. EL DI RECTORI O M I LI TAR (SEP T. 1923­DI C. 1925)


No se trataba propiamente de un Gobierno, pues sus
miembros no tenían capacidad resolutiva. Miguel Primo de
Rivera actúa como ministro único asesorado por un Directorio
de militares (con representación de todas las Armas y
Regiones Militares) sin poder ejecutivo.
a) El papel de los gobernadores
La supresión del sistema democrático obligó a una nueva articulación para
designar a los responsables políticos provinciales y locales cuyo cargo
quedaba supeditado al Gobernador civil o militar. En los primeros meses
(entre septiembre de 1923 y abril de 1924), los gobernadores militares
realizaron las funciones de los gobernadores civiles. Pero, tras un breve
tiempo en el cargo, fueron cesados porque algunas de sus medidas irritaron a
la burguesía (como sucedió en Albacete). Los gobernadores civiles no
llevaron una vida fácil, lo que provocó una escasa estabilidad en el cargo
(una media nacional de 17 meses); su posición resultaba en ocasiones
sumamente delicada pues debía contentar a los nuevos políticos y a algunos
caciques incorporados a Unión Patriótica.
b) La reforma de la administración local y el anticatalanismo
En los días posteriores al golpe, los ayuntamientos fueron destituidos
y, tres meses después, las diputaciones provinciales. Ambas instituciones eran
consideradas bases del caciquismo y fueron sustituidos por gestoras. Se
pretendía situar en su lugar a nuevos hombres que no estuvieran vinculados a
la vieja política, pero esta tarea resultó imposible de cumplir en la práctica.
El R.D. 30­9­1923 disolvía los ayuntamientos y sustituía sus miembros
por otros afines llamados “vocales asociados”, elegidos por sorteo entre los
mayores contribuyentes, industriales o profesionales, que, a su vez, elegían
a los alcaldes en votación secreta. Sin embargo, el sorteo provocó
situaciones paradójicas, como fue la elección de algunos miembros
republicanos y socialistas o la abundancia de representantes de la oligarquía
en la que se asentaba el caciquismo rural.
Poco después, el R.D. 12­1­1924 disolvía las diputaciones provinciales
(salvo las vascas y navarra) y encargaba a los nuevos gobernadores
civiles la designación directa de los diputados provinciales entre los
grandes contribuyentes o representantes de intereses corporativos.
Para controlar más estrechamente el poder local, desde finales de 1924, se
exigió la militancia política en la Unión Patriótica para poder acceder a un
puesto político, por lo que, tanto ayuntamientos como diputaciones
provinciales, pasaron a ser regentadas exclusivamente por políticos del
partido creado por el dictador.
b.1.) La reforma de la administración local
Los intentos de descentralización, siempre frustrados
por el particular funcionamiento del sistema parlamentario

146
de la Restauración, se materializaron en la dictadura de Primo de Rivera. Es
curioso que hubiera que aguardar a una dictadura para que se plasmara
legalmente un modelo descentralizado de administración local (tan querido
antaño por los progresistas y más recientemente por los conservadores)
pero en este nuevo marco habían desaparecido los obstáculos políticos que
la impidieron. Fue un antiguo maurista, José Calvo Sotelo, quien impulsó
esta reforma (estatutos municipal y provincial) con el propósito teórico de
acabar con el caciquismo saneando la vida local.
Las características generales de la reforma de la administración
local se pueden resumir en las siguientes. En el plano teórico, el modelo de
administración local de la dictadura introdujo un nivel de autonomía
superior a sus antecesores; por otra parte, hay un vuelco en la relación
entre las diputaciones y los ayuntamientos, pues frente a la dependencia de
éstos respecto a aquéllas desde 1812, ahora las provincias eran
agrupaciones de municipios y las diputaciones estaban aparentemente
subordinadas respecto a los ayuntamientos. Sin embargo, se pueden
apreciar contradicciones evidentes, sobre todo en el ámbito regional y, en
general, entre la teoría y la práctica, pues sus planteamientos más
novedosos quedaban en puro papel mojado: las mayores novedades no
llegaron a ponerse en práctica ya que el régimen no fue tan transitorio
como se presumía y ni se celebraron elecciones ni los referenda
anunciados; además, este modelo se consolidó por la ausencia de
controles sobre las nuevas corporaciones, como se puso de manifiesto en
las convocatorias de comisiones de investigación sobre las
responsabilidades de ayuntamientos y diputaciones precedentes en los años
treinta.
El Estatuto M unicipal de 1924 reflejaba más el ideario de Calvo Sotelo
que el de Primo de Rivera. Su mayor novedad radicaba en la autonomía
municipal en los ámbitos financiero (al contar con más medios), orgánico
(superiores competencias y posibilidad de fijar su propia estructura
elaborando una carta municipal) y funcional (rebaja los controles de su
actuación y el alcalde era elegido por concejales). Pero sus aspectos
supuestamente democráticos (sufragio femenino, concejo abierto en
pueblos menores de quinientos habitantes, reducción de la edad electoral
de los 25 a 23 años o convocatoria de referenda para asuntos importantes)
hay que ponerlos en duda debido a la representación corporativa (que
suponía un tercio) y, sobre todo, porque no llegó aplicarse pues la UP no se
consideraba tan fuerte para afrontar las elecciones. Y, precisamente el
incremento de la autonomía, las competencias, el gasto y el relajamiento de
los controles van a explicar las irregularidades denunciadas en la gestión de
muchos municipios por las corporaciones republicanas.
El Estatuto P rovincial de 1925 incidía en uno de los principios más
deseados a lo largo de las últimas tres décadas de sistema parlamentario, la
autonomía provincial. El aparente sentido regionalista de las primeras
semanas se contradijo con declaraciones posteriores de Primo de Rivera y
con la disolución de la mancomunidad catalana (que disgustó al regionalista
Calvo Sotelo). El estatuto defendía la provincia y rechazaba por artificiosa
cualquier organización regionalista, aunque su preámbulo no descartaba la
posibilidad regional. Como ya se ha dicho, el estatuto significaba la
preeminencia del tema municipal, pues se concebían las provincias
como agrupaciones de municipios y las diputaciones dejaban de ser órganos

147
superiores jerárquicos de los ayuntamientos. Sobre la organización
provincial, sus características descentralizadoras se plasmaban en la
reducción del papel de los gobernadores civiles (no tenían voto y sólo
presidían las reuniones poco importantes), la elevación a la presidencia de
un diputado y el aumento de su ámbito competencial. De esta manera,
nacía la figura del presidente de la diputación. Otros elementos
demostraban un afán menos democratizador: junto a los diputados de
elección directa (por sufragio universal, incluido el femenino), se
nombraban otros de carácter corporativo (en igual número que aquéllos)
por los ayuntamientos entre sus propios concejales (de duración más
corta).
De todos modos, durante la llamada Dictablanda los estatutos fueron
considerados inválidos por no haber guardado los trámites legales precisos
para su aprobación
b.2.) El anticatalanismo
El golpe había contado con el apoyo de amplios sectores de la burguesía
catalana (encuadrados en la Lliga y el Fomento del Trabajo), tras años de
enfrentamiento con los sindicatos únicos (pistolerismo, 1918­22). Pero
Primo de Rivera practicó una política contraria al catalanismo político y
cívico (al suprimir la Mancomunidad de Cataluña e impedir que el catalán se
empleara en actos oficiales, escuelas o predicaciones religiosas), lo que
provocó una progresiva separación de la Dictadura respecto a la Lliga y la
sociedad catalana así como al incremento de los adeptos a los grupos
catalanistas más radicales (como el Estat Català, de Macià).
c) Las organizaciones al servicio de la dictadura: el Somatén y la
UP
El somatén (nombre tomado de una institución histórica catalana
de apoyo al orden público que ahora se extiende al resto de España)
era la organización de carácter social del régimen, con una función
auxiliar de la Guardia Civil, y, por tanto, dedicada a la salvaguarda del
orden público y el control social. Se extendió sobre todo por los
municipios rurales, quedando bajo el control de los propietarios.
La Unión P atriótica (U.P .) tenía una cariz político. Era una especie de
partido único y gubernamental, cuya misión era darle apoyo social al
régimen y reclutar una nueva cantera de políticos para sustituir a los caducos.
Pero no se puede comparar con el Partido Nacional Fascista italiano o el Nazi
alemán porque se toleraron otras fuerzas políticas y porque la U.P . no pudo
cristalizar como partido por sus indefiniciones ideológica y funcional.
Desde marzo­abril de 1924, la U.P. se fue extendiendo por la geografía
española, con el respaldo directo de Miguel Primo de Rivera y estimulado por
los gobernadores civiles. Si bien pretendía captar nuevas personalidades y
prescindir de la vieja clase política caciquil (en este sentido, se incorporaron
nuevas personalidades que habían estado al margen de la política
anteriormente), en la práctica, tuvieron que aceptar a muchos monárquicos
influyentes en el partido ante la deficiente afluencia de personas de cierta
valía. Su afiliación, por tanto, fue heterogénea, incluyendo a mauristas,
propagandistas católicos, conservadores, tradicionalistas, funcionarios, clases
medias neutras y antiguos caciques reciclados. Su organización se apoyaba
en comités provinciales con estrecha dependencia de los poderes

148
gubernamentales, pero al constituirse el Directorio Civil su estructura será
más autónoma.
La conexión entre Somatén y U.P. fue muy estrecha, pues la mayoría de
sus afiliados pertenecían a ambas organizaciones.
d) El final de la guerra de M arruecos
El problema de Marruecos duraba desde 1908. Y desde la derrota
española de Annual, sólo Melilla quedaba en manos españolas, mientras el
resto del Rift constituía la autodenominada República del Rift, especie de
estado independiente bajo el mando de Abd­el­Krim, quien reformó la
estructura tribal tradicional y la modernizó en parte. Pero él también
contaba con problemas: los poderosos tradicionales, que se resistían a
ceder su cuota de poder y las penosas condiciones económicas que
atravesaba, condujo a Abd el­Krim a atacar el Sur, hacia Fez, donde se
enfrentó a los franceses en abril de 1925.
La posición de P rimo de Rivera respecto a la guerra de Marruecos fue
cambiante. Aunque años atrás había sido uno de los pocos generales
críticos con la expansión de la guerra y defendía el abandono del territorio,
sin embargo, cambió de opinión tras los triunfos de Abd­el­Krim, y la
presión de los militares africanistas para que extendiera la dominación
sobre el N. de África. Constituyó una de las primeras preocupaciones del
dictador al llegar al poder (recordemos que fue una de las principales
causas del golpe) y asumió (en oct. 1924) la Alta Comisaría de zona
marroquí. Al final, acabó liquidando la guerra de Marruecos asumiendo los
criterios del africanismo.
Las claves para el éxito militar español hay que buscarlas tanto en el
error de Abd­el­Krim de extender la guerrilla al Marruecos francés como en
la coordinación de la actuación militar por parte de España y Francia, que
concluyó en septiembre de 1925 en el desembarco anfibio hispano­
francés de Alhucemas (llave del Rift) que pudo pacificar la zona: Abd­
el­Krim se rindió a Francia en 1926 y en julio de 1927 Sanjurjo (jefe del
Ejército de África) anunció el fin de la guerra.

4.3. EL DI RECTORI O CI VI L (DI C. 1925­ENERO 1930)


Tras afianzarse en el poder, Primo de Rivera quiso estabilizar el
régimen con una alternativa a lo que había sido el sistema
constitucional de 1876. Volvió a recuperar el Consejo de Ministros, de
manera que eran los ministros (Hacienda: José Calvo Sotelo; Fomento:
Rafael Benjumea, conde de Guadalhorce; Trabajo: Eduardo Aunós,
etc.), no los subsecretarios, quienes dirigían los asuntos ministeriales.
a) La Asamblea Nacional Consultiva
Para consolidar el régimen, el dictador ordenó la realización de un
plebiscito nacional que expresase el apoyo popular alcanzado (fijado
entre el 11 y el 13 de septiembre de 1926). Se constituyeron las mesas
formadas por personas adictas al sistema donde los ciudadanos firmaban. El
sistema no era muy fiable en cuanto al respeto a la voluntad y secreto del
elector. Algo más de la mitad de los ciudadanos con derecho a firma

149
cumplieron con su obligación, lo que no significaba un gran éxito para el
régimen. En él iba incluido apoyar que se constituyera una Asamblea.
La Asamblea Nacional Consultiva comenzó sus sesiones en octubre de
1927. Se trataba de un pseudoparlamento (sólo consultivo y deliberante),
pues para el dictador éste resultaba nocivo para los asuntos públicos. Sus
miembros eran nombrados en su mayoría por el Gobierno y el resto por
representantes de los municipios y provincias. Sus fines eran representar a la
nación y elaborar un nuevo proyecto constitucional en sustitución del texto de
1876, lo que constituyó una iniciativa inútil y un error político. Los debates se
centraron en temas jurídicos (reforma de código penal y civil) y económicos.
El proyecto constitucional de 1929 (la soberanía radicaba en el
Estado, el ejecutivo no era responsable y la mitad de los representantes a
Cortes eran designados desde arriba o elegidos por las corporaciones, no
por sufragio universal directo) diseñaba un régimen autoritario, conservador,
católico, corporativo, intervencionista, que provocó incluso disensiones entre
los hombres del régimen y encontró un amplio rechazo entre conocidas
personalidades políticas y en el seno del PSOE­UGT.
b) El intervencionismo y nacionalismo económico
Las principales características de la política económica de la Dictadura
pueden resumirse en las siguientes: 1) expansión industrial mediante el
aumento del gasto público, con medidas proteccionistas de apoyo a
industriales vascos y catalanes, en detrimento de los sectores exportadores
agrícolas; 2) política de financiación de obras públicas (sobre todo de
carreteras, construyendo 9.500 kms de nuevas carreteras y mejorando los
firmes y trazados de carreteras principales); 3) creación de multitud de
órganos consultivos (sin función específica), a cuyo frente estaba el
Consejo Nacional de Economía, que autorizaba la creación de industrias; 4)
fueron monopolizados sectores como el petróleo (CAMPSA, monopolio
estatal con capital privado suscrito por un grupo poderoso de bancos
españoles), Tabacalera y la Telefónica (para impulsar decididamente el
desarrollo de la red telefónica nacional por todo el país); 5) se instituyeron
las Confederaciones Hidrográficas para coordinar todas las actividades de
la ordenación y aprovechamiento (construcción de embalses,
encauzamientos, saltos de agua, canales, etc.) de las cuencas en un mismo
organismo con el fin de extender los regadíos y el desarrollo energético; 6)
creación de Iberia, para iniciar la aviación comercial española.
A corto plazo sus resultados fueron brillantemente efectistas, pero, a
medio plazo, fueron negativos para la economía, pues no se hizo nada en
política fiscal y las inversiones se asumieron con cargo a la Deuda Pública, lo
que implicó una fuerte expansión de la banca y entidades de crédito.
c) La política social y las relaciones con las organizaciones
sindicales
La política social se apoyó en el corporativismo. El intervencionismo
estatal culminó con la creación (decreto 26­11­1926) de la Organización
Corporativa Nacional del Trabajo por Aunós. El Estado era concebido
como el instrumento de integración de las fuerzas sociales (capital y trabajo),
al servicio de los intereses superiores de la nación.

150
El instrumento básico de la política social eran los comités paritarios,
organismos integrados por vocales nombrados por obreros y patronos de
forma paritaria, junto a representantes del ministerio de trabajo M. de
Trabajo. Sus funciones eran regular las relaciones laborales, aprobar y
elaborar la legislación pertinente y resolver conflictos y huelgas. Sus
miembros eran elegidos por sus organizaciones respectivas
La relación con las organizaciones obreras fue diferente con los dos
sindicatos mayoritarios. Como no creó sindicatos oficiales (a diferencia del
fascismo italiano o luego en el franquismo), intentó atraerse a la UGT (que
aceptó los comités paritarios, pese a estar moral y políticamente muy
alejada del régimen), a Sindicatos Libres y al sindicalismo católico pero
reprimió a la CNT (aunque siguieron editándose algunas publicaciones
libertarias).
La CNT fue la contrarréplica de UGT y PSOE: se opuso al golpe desde el
principio, pero fracasó en la articulación de una huelga general. Algunos
grupos anarquistas protagonizaron actos terroristas en 1924, a consecuencia
de los cuales murieron varios guardias civiles y tres cenetistas fueron
ajusticiados, quedando paralizada la actividad sindical de CNT. Como algunos
líderes cenetistas (Peiró, Pestaña) quisieron aprovechar las oportunidades
legales (como los comités paritarios), los más anarcosindicalistas fundaron la
FAI en 1927 para marcar una orientación anarquista al sindicalismo cenetista.
Los socialistas mantuvieron una posición confusa respecto a la
Dictadura. A la mayoría de sus dirigentes el sistema primorriverista les
resultaba tan espúreo como el de la Restauración. Aceptaron las reglas del
juego, en un principio, debido a la escisión reciente del Partido Comunista
y la disminución de sus efectivos políticos y sindicales. Los ugetistas
continuaron su actividad sin la competencia de CNT y sus representantes
participaron en diversos organismos. Largo Caballero aceptó su
nombramiento de vocal obrero del Consejo de Estado. Sólo Indalecio Prieto y
Fernando de los Ríos se opusieron radicalmente a Dictadura. Sólo cuando
Largo Caballero rompió tácticamente con las posiciones besteiristas y se
acercó a las prietistas, el PSOE pasó a oponerse claramente al régimen. Los
congresos extraordinarios de UGT y PSOE rechazaron los escaños ofrecidos en
la Asamblea Nacional Consultiva por no ser electiva y, frente al proyecto
constitucional, publicaron un manifiesto a favor de una República democrática
d) Las estrechas relaciones con la I glesia
Durante la Dictadura, las relaciones I glesia­Estado volvieron a
los mejores tiempos constantinianos , destruyendo el relativo equilibrio
que había procurado mantener la Constitución de 1876 (conservadora pero
aplicada muchas veces liberalmente). La I glesia recibió al dictador
como a un salvador, volviéndose a la simbiosis perfecta Altar­Trono,
Iglesia­Patria (ideologizada por El Debate y demás periódicos católicos).
Las causas de esta adhesión al régimen fueron variadas: en primer
lugar, a la Iglesia española no le gustaban las pasadas alternativas, que a
veces la situaban en posición de favor muy señalado (con Maura y sus
seguidores) y otras veces la trataban de manera menos placentera (con
Canalejas y otros jefes liberales); por otra parte, eran momentos de
expansión del movimiento obrero y estaba aún reciente el asesinado del

151
cardenal Juan Soldevila y Romero en Zaragoza (4­6­1923) en un atentado
anarquista.
Mientras tanto, la Santa Sede ahogó gran parte del nuevo clima
triunfalista que, difundido por obispos y clero, comenzaba a invadir el
país, pues Pío XI era partidario de un catolicismo renovado y no compartía
la política anticatalanista (también en el ámbito religioso) del Gobierno. No
obstante, Roma acabó apoyando los candidatos propuestos por el gobierno
de la dictadura a la sede barcelonesa, que tanto molestó al clero y católicos
catalanes. El cardenal de Tarragona, Vidal i Barraquer, se acabó
enfrentando de manera cada vez más enconada con Primo de Rivera ante
su política de castellanizar la Iglesia catalana.
Las consecuencias de esta política religiosa fueron graves, pues si por
un lado provocó una actitud hostil por parte de la jerarquía catalana (debido
a la prohibición de las lenguas vernáculas en liturgia y la persecución de
clérigos catalanes), por otro, azuzó aún más los sentimientos anticlericales
que, tras la Dictadura cogió nuevos bríos.
e) La crisis de la Dictadura
Desde el principio, la Dictadura había encontrado la incomprensión de
algunos intelectuales como Azaña, Unamuno (fue desterrado) o Valle Inclán
(cuyos esperpentos caricaturizaban la España de su tiempo). En 1926, las
tensiones con el arma de artillería (contraria al sistema de elección en los
ascensos por méritos de guerra y no por antigüedad) resurgieron tras el
cambio de actitud de Primo de Rivera de apoyar las posiciones de los
militares africanistas, dando lugar a la sanjuanada , un levantamiento
artillero encabezado por antiguos generales como Aguilera y Weyler, que se
apoyaron en políticos de la Restauración y que acabó fracasando. Y el intento
de invasión de Cataluña desde el Pirineo francés por el minúsculo e
independentista partido Estat Catalá liderado por Macià fue frustrado por la
policía francesa.
Desde 1927 P rimo de Rivera fue perdiendo apoyos políticos y
sociales. El Rey no era partidario de crear un régimen distinto al de la
Constitución de 1876. Algunos políticos de la Restauración pedían la vuelta a
la normalidad constitucional. Algunos intelectuales (como Ortega y Gasset)
hasta entonces tibios con el régimen alzaron sus críticas. Y republicanos de
todas las tendencias se conjuraron para unir sus fuerzas y participar en
alianzas y conspiraciones (así, en 1926 nació la Alianza Republicana, entre la
Acción Republicana de Azaña y el Partido Radical de Lerroux).
No obstante, se puede decir que, hasta 1928 los problemas de la
Dictadura no habían tenido trascendencia política inmediata. Pero entre
1928 y 1930 la decadencia se hizo evidente, debido a la crisis
económica y política y a la reaparición de la conflictividad militar y
social. Aunque no fueron conflictos excepcionalmente graves por separado,
sirvieron para generar una creciente desconfianza sobre la capacidad del
régimen para garantizar su institucionalización y su continuidad y erosionaron
su legitimidad. A ello se añadió como decisivo el fracaso político de la
UP para cristalizar como partido. El régimen fracasó porque no supo crear
un partido político propio que cristalizara, debido a su indefinición en el
terreno ideológico (pues careció de una elaboración teórica consistente, más
allá de un genérico antiparlamentarismo y de vagas apelaciones de carácter

152
social) y funcional (ya que no tuvo una función específica en el entramado
político del sistema y se limitó a orquestar la propaganda del régimen y
proporcionarle algunos de sus cargos y cuadros en los niveles provincial y
local). El dictador estaba cansado y su régimen era impopular, pero
continuaba en el poder.
1929 fue un año muy especial: el crack de la bolsa de Nueva York, el
intento de golpe de estado de los artilleros, la protesta estudiantil y la caída
de la peseta y la pérdida de colaboración, en general, de la Iglesia. Además,
el divorcio entre el Rey y el dictador se fue haciendo cada vez más evidente y
la Iglesia pasó a adoptar una cierta indiferencia, mientras la catalana y la
vasca adoptaba una posición más hostil.
En 1929 nuevamente se volvía a conspirar contra la Dictadura. A
partir de un pacto cívico­militar (dirigido por personalidades moderadas como
Miguel Villanueva, el general Aguilera y José Sánchez Guerra), se acordó un
levantamiento armado seguido de una movilización popular. La iniciativa
correspondía a los militares, destacando la artillería, y contaba con la
colaboración civil (Alianza Republicana, CNT y catalanistas de izquierdas). Se
acordó que las guarniciones comprometidas se levantarían en la madrugada
del 29 de enero de 1929. La trama insurreccional contó con el sostén
republicano en Ciudad Real (los artilleros fueron los protagonistas) y Albacete
(la acción fue de un grupo de republicanos y masones que sirvieron de enlace
con Valencia y trasladaron al general Queipo de Llano desde Madrid a Murcia
para ponerse al frente de regimiento de artillería). Malogrado el movimiento,
la acción punitiva se extendió: fueron encarcelados los conspiradores y se
disolvió el cuerpo de artillería, provocando su distanciamiento de la
monarquía. El proceso contra Sánchez Guerra se convirtió en un proceso a
la Dictadura y en un acta de acusación contra el propio rey.
Ese mismo año, se agudizaron también los conflictos estudiantiles,
tras mostrar la nuevas generaciones de universitarios su rechazo a la
Dictadura. Tras el conflicto de orden público en que había degenerado la
revuelta estudiantil dirigida por la FUE (Federación Universitaria Española,
contraria a las concesiones ministeriales a las universidades de la Iglesia),
Primo de Rivera cerró la Universidad Central de Madrid en marzo de 1929 e
impuso duras sanciones a varios estudiantes, lo que provocó la dimisión de
sus cátedras de conocidos catedráticos.
A lo anterior, se sumaba la caída de la peseta en el último trimestre de
1929 por el excesivo aumento del gasto público, que acentuó las dificultades
de la balanza comercial. Si su fortaleza anterior había sido presentada como
símbolo del resurgir económico español, los intentos del gobierno para
sostener su cotización no impidieron que su caída
fuera imparable a fines de año.
Tras darle la espalda Alfonso XIII (que temía que
su Corona sufriera el mismo desenlace que el dictador)
y consultar (lo cual resultaba insólito) a los capitanes
generales de las regiones militares si debía o no seguir
en el poder, Primo de Rivera presentó su dimisión el
28 de enero de 1930 y se retiró a vivir en París,
donde murió unos meses después.

153
4.4. EL CAM I NO HACI A LA REP ÚBLI CA (1930­1931): LA
DI CTABLANDA
a) El “ error Berenguer”
Tras aceptar la dimisión de Miguel Primo de Rivera, el rey designó
como jefe de gobierno a Dámaso Berenguer para que restableciese el
orden constitucional (como si nada hubiera pasado). Pero este intento de
volver a poner en marcha una monarquía constitucional terminó
en un sonoro fracaso. La solución Berenguer (o el “error Berenguer ”
como definió Ortega) fracasó porque no se podía reiniciar, como si nada
hubiera sucedido, una experiencia constitucional ya caduca convocando
nuevas elecciones legislativas.
Hay que tener en cuenta que, durante la dictadura, las maquinarias de
los antiguos partidos del turno se habían oxidado. Dicho de otra manera, el
monarquismo estaba políticamente desvertebrado y persistían las
pugnas personalistas: sólo algunos liberales (Romanones, García Prieto)
hablaban de la necesidad de reorganizar los viejos partidos y cambiar la
política; Alba y Cambó, que podían ofrecer alternativas plausibles, se
mantuvieron al margen; y destacados políticos monárquicos se colocaron en
la frontera entre monarquismo y republicanismo (Sánchez Guerra,
Melquíades Álvarez y otros formaron el Bloque Constitucional) o hicieron
público su paso al republicanismo (Alcalá Zamora, Maura). Por otra parte, el
Gobierno (que tenía conciencia de interinidad y careció de liderazgo político
y de ideas) actuó con mucha lentitud (tardó un año en convocar las
elecciones anunciadas) y esa lentitud en la vuelta a la legalidad
parlamentaria benefició a la oposición, que dispuso de tiempo para
crear nuevos comités e iniciar un proceso propagandístico, organizativo y de
movilización (con la finalidad de desacreditar al régimen y ganar adeptos
entre las clases medias) así como para trazar una trama conspiratoria de
carácter cívico­militar.
Al final, las elecciones generales no se celebraron, al negarse a
participar no sólo los liberales, sino también los constitucionalistas, los
reformistas, los republicanos y los socialistas. Berenguer tuvo que tirar la
toalla.
b) La reorganización del republicanismo y de otras fuerzas
antimonárquicas (1930­31)
Como bien señala GIL PECHARROMÁN, a pesar de que aún en 1930 los
republicanos estaban divididos, a diferencia de los monárquicos, habían
forjado lazos de solidaridad en la lucha contra la Dictadura. Había varias
formaciones republicanas: Acción Republicana (Azaña) y el Partido
Republicano Radical (Lerroux) habían formado años atrás la llamada
“Alianza Republicana”; a su izquierda, se situaba el Partido Republicano
Radical Socialista (Marcelino Domingo); a su derecha, la Derecha Liberal
Republicana (Alcalá Zamora y Miguel Maura) incluía a antiguos monárquicos
que ahora abogaban por la República; el republicanismo catalán radical se
unificó en torno a Esquerra Republicana de Catalunya (Macià, anterior líder
del ahora disuelto Estat Català) en marzo de 1931; mucho más moderados
eran los republicanos gallegos, cuyo referente político principal fue el
autonomista y galleguista ORGA (Organización Republicana Galega
Autónoma, dirigida por Casares Quiroga).

154
En el P SOE (que rechazó la solución Berenguer de inmediato), Prieto y
Fernando de los Ríos fueron conduciendo al partido a colaborar con los
partidos republicanos (pese a la prevención de Besteiro, partidario de
preservar la independencia del PSOE y la UGT.
Entre 1930­1931, tanto los republicanos como los socialistas
aumentaron su poderío; ingresaron afiliados en los comités existentes y
se crearon otros nuevos, incrementándose también su impacto social con la
acción proselitista impulsada por los periódicos recién editados, mítines y
conferencias. Fruto de la colaboración de republicanos y socialistas fue el
P acto de San Sebastián (17­8 1930), el acuerdo que unió a los diversos
partidos republicanos (AR, PRR, PRRS, ORGA, Acció Catalana, Acció
Republicana de Catalunya, Estat Cátala) además de algunos republicanos
como Felipe Sánchez Román a título individual y al socialista Prieto para
impulsar un movimiento político (legal y revolucionario) contra la Monarquía
para establecer mediante un golpe de fuerza militar y popular la República,
cuya definición se dejaría para unas Cortes Constituyentes. Tanto el PNV
(que se había reunificado en 1930 tras su escisión de 1921) como la CNT se
mantuvieron al margen del citado Pacto de San Sebastián.
Tras el Pacto de San Sebastián, la hipótesis de normalizar la vida política
dentro de la Monarquía resultaba irrealizable, reforzándose la idea
insurreccional. El Comité Revolucionario acordó poner en funcionamiento
la trama conspiradora cívico militar para el día 15 de diciembre de 1930, a
partir de la iniciativa golpista de oficiales jóvenes que iría seguida de una
huelga general. Pero la insurrección fracasó por un fallo clamoroso de
organización. La guarnición de Jaca, a las órdenes del capitán Galán y de
García Hernández, se adelantó a la fecha fijada (iniciando el movimiento el día
12), y siendo fusilados el día siguiente. Después del fracaso de la insurrección
de Jaca cundió el desánimo entre los militares y fuerzas antimonárquicas,
aunque mantuvieron la trama conspiradora. Largo Caballero dio la orden de
comenzar la huelga el 15 en Madrid y mandó delegados a las provincias con
las mismas instrucciones, sin embargo, la UGT no llegó a declarar la huelga
general en Madrid. Y el mismo día 15, el levantamiento de Cuatro Vientos
fracasó al no ser secundado por sus promotores (Ramón Franco, Queipo de
Llano, que se habían presentado en la base aérea de Cuatro Vientos para
iniciar desde allí un pronunciamiento en Madrid, optaron por refugiarse en
Portugal).
El fracaso de la insurrección provocó la declaración del Estado de Guerra
en toda España para abortar la conspiración y la detención del Comité
Revolucionario. Pero los fusilamientos, primero, y luego el juicio a los
responsables políticos (Alcalá Zamora, M. Maura, F. de los Ríos, Álvaro
de Albornoz, Largo Caballero, Casares Quiroga y otros) popularizaron la
causa republicana. La agitación universitaria (que rebrotó en 1931 en
demanda de amnistía para los presos políticos) derivó en confrontación entre
los estudiantes y la Monarquía.
c) El almirante Aznar y la convocatoria de elecciones municipales
Tras rechazar Sánchez Guerra, hombre de prestigio por su oposición a
la Dictadura, el encargo de formar Gobierno (después de consultar con los
líderes del movimiento republicano en la cárcel), el encargo recayó en el
almirante Aznar (febrero 1931).

155
El último Gobierno de la Monarquía (que incluía entre sus miembros a
Romanones, Bugallal, García Prieto, La Cierva y Gabriel Maura ) carecía de
autoridad y prestigio. Se vio desbordado por la agitación estudiantil y no supo
impedir que el juicio contra los responsables del movimiento se convirtiera en
un juicio a la Monarquía.
Descartada la convocatoria de unas elecciones generales (que habían
supuesto la caída de Berenguer) Aznar convocó elecciones municipales el
día 12 de abril de 1931 para que sirvieran de rodaje a la deteriorada
maquinaria electoral monárquica con el fin de celebrar luego unas
generales. Pero el resultado no fue el previsto. Los monárquicos acudieron a
las elecciones disminuidos, en crisis y sin moral, mientras la oposición (unida
en la conjunción republicano­socialista) actuó con determinación y consideró
los comicios como un plebiscito contra la Monarquía. Los resultados fueron
contundentes. Los concejales monárquicos, que superaban en el conjunto
de España claramente a los conjuncionistas, debían su victoria en las
localidades menores de 10.000 habitantes a la ausencia de votaciones en
muchas de ellas (el art. 29 de la ley electoral proclamaba automáticamente
a los candidatos cuando sólo concurría una candidatura) o al control de
viejas redes caciquiles, mientras en el ámbito urbano, donde el electorado
estaba menos presionado, la conjunción republicano­socialista resultó clara
ganadora.

4.5. LA P ROCLAM ACI ÓN DE LA I I REP ÚBLI CA Y SU SI GNI FI CADO. EL


M AP A ELECTORAL Y LAS FUERZAS EN P RESENCI A
a) La caída de la monarquía y la proclamación de la República
El amplio apoyo urbano conseguido por la candidatura republicano­
socialista en toda España desconcertó al Gobierno y a la oposición, dudando
ambos la estrategia a seguir. El Gobierno buscaba una salida que salvase la
monarquía, pero el paso del tiempo jugaba en su contra, conforme se ponía
de manifiesto su desorganización y desánimo.
El Comité Revolucionario solicitó a la Monarquía, el día 14 (fecha clave),
que se “sometiese a la voluntad popular” expresada en las urnas
abandonando el país y a primeras horas de la tarde, instó a sus
correligionarios de las diversas provincias a que se manifestasen en la calle.
Ya a primera hora de la mañana se había proclamado la República en Eibar y
otras ciudades siguieron su estela a lo largo de la mañana. Pero fue por la
tarde cuando se extendió la insurrección popular por las principales ciudades
españolas.
En Madrid, entre las 6 y las 8
de la tarde del 14 de abril se
vivió una dualidad de poderes:
el Gobierno seguía siendo
monárquico, pero el control de
algunas localidades y capitales era
de los republicanos. La insurrección
popular urbana aprovechó unas
horas de una especie de vacío de
poder para acabar con el gobierno del almirante Aznar que, con él, arrastró
al Rey.

156
Romanones
negoció la salida
hacia el exilio de Alfonso
XIII y aquella misma tarde
del 14 de abril se
proclamó la
República, dirigida
por un Gobierno
P rovisional
presidido por el
católico Alcalá
Zamora (ex ministro liberal de García Prieto en 1917 y 1922 y ahora
líder de la Derecha Liberal Republicana) y completado por otros
líderes republicanos (Miguel Maura, del partido del Presidente;
Alejandro Lerroux, del histórico Partido Republicano Radical; Manuel
Azaña, de Acción Republicana; o Marcelino Domingo, del aún más
izquierdista Partido Radical Socialista) y socialistas (con Indalecio Prieto,
Francisco Largo Caballero o Fernando de los Ríos).
La República no se originó, pues (a diferencia de los cambios políticos
decimonónicos) a través de un golpe militar con apoyo civil, sino de manera
pacífica (como en la I República allá en 1873), aunque ahora en medio de
una gran “fiesta popular”, algo de lo que había carecido la primera experiencia
republicana. Después de múltiples experiencias, fue la insurrección popular
de las ciudades la que acabó con la monarquía, como lo reconoció días
después el propio Alcalá Zamora al asegurar que “los de las provincias son los
que han traído la República”.
b) El significado de la I I República
Con la proclamación de la II República en abril de 1931 se abrían
inmensas perspectivas de cambios políticos, económicos y sociales,
pospuestas durante decenios. A diferencia de lo sucedido en 1868, no sólo
se pretendían reformas políticas, sino que también se quería atacar el
problema de fondo, mediante un cambio profundo de las estructuras
sociales, económicas y culturales. Las expectativas que suscitaba el nuevo
Gobierno entre los sectores populares (la llamada “esperanza
republicana”) no tendría parangón en ningún momento anterior de nuestra
historia contemporánea, pero, precisamente por eso, era muy difícil poder
dar cumplida satisfacción a las mismas.
Era necesario, pues, poner en marcha un ambicioso programa de
reformas (demasiadas a la vez) que, en sentido figurado, lograra poner en
hora las manecillas de un reloj que atrasaba demasiado. Sin embargo, no
era especialmente adecuado el contexto internacional (dominado por
los fascismos y sistemas autoritarios así como por una depresión económica
internacional cuyas consecuencias estaban aún en pleno auge) y los
obstáculos fueron superiores al ímpetu de las reformas. Dichos
obstáculos fueron de orden interno y, sobre todo externos.
Los internos están relacionados, por un lado, con la falta de un
programa claro de desarrollo de los ritmos y de la amplitud de dichas
reformas y, por otra parte, con una puesta en práctica errónea, bien por su
timidez, bien por su radicalidad. Pero, por encima de aquéllos, fueron
factores externos los que terminaron frenando los procesos de

157
transformación estructural. Entre éstos últimos destacan dos: la difícil
situación socieconómica (huida de capitales al extranjero, depreciación de la
peseta, caída de las exportaciones, recesión industrial y recelo de los
terratenientes) que incidía en menores recursos económicos (agravados por
el empeño gubernamental en mantener el presupuesto equilibrado) y en el
aumento del paro; y los extremismos de derecha (monárquicos, falangistas
y tradicionalistas, y con ellos a los sectores del gran capital y la oligarquía
agroindustrial dominante hasta entonces), para quienes las reformas eran
excesivas, y los de izquierda (en especial, los cenetistas, izquierda ugetista
y socialista y catalanistas radicales), que las consideraban demasiado
timoratas y abogaban por la ruptura (revolución o independencia).
Todo ello convirtió a la II República no sólo en el más claro precedente
del sistema democrático actual (por muchas que sean sus diferencias), que
ofrecía notables avances respecto a los niveles de bienestar y libertad
anteriores, sino también en uno de los períodos más conflictivos de la
historia española contemporánea e, incluso, de la europea. Aunque también
hay que resaltar que los elementos que estaban en lucha en la España de
entonces (reacción, reforma y revolución) eran los mismos que, en distinta
medida, estaban afectando a la mayor parte de los países europeos y, sin
embargo, el desenlace fue distinto, pues no acabó en un conflicto civil
armado.
c) Las fuerzas en presencia:
c.1.) Derechas no republicanas. Según FUSI, se frustró la posibilidad
de que cristalizara una derecha conservadora pero republicana y
democrática (objetivo de Maura), “lo cual dañó gravemente la estabilidad
política de la democracia española”.
El primer partido de la derecha no republicana nacido ya en el nuevo
régimen fue Acción Nacional (AN), un comité electoral creado en abril de
1931 (con vistas a participar en las elecciones constituyentes de junio)
por Ángel Herrera Oria y jóvenes de la Acción Católica Nacional de
Propagandistas, que pasó a llamarse Acción P opular (AP ) en 1932 y
que constituyó el núcleo principal de la CEDA (nacida en marzo 1933),
tras el abandono de los monárquicos de Renovación Española de AP en
febrero de 1933. La CEDA (Confederación Española de Derechas
Autónomas), liderada por José M aría Gil Robles, unía diversos grupos
de la derecha católica y se declaraba accidentalista en cuanto a la forma
de gobierno. Dentro había distintas tendencias, desde sectores
democristianos a otros fascistizantes).
Renovación Española (RE) era el partido de la derecha monárquica,
autoritaria y nacionalista. Estaba liderada por Antonio Goicoechea y, tras
volver de su exilio, por José Calvo Sotelo. Entre sus miembros figuraban
también los que habían fundado en diciembre de 1931 la asociación política
y revista denominada Acción Española (Maeztu, Vegas Latapié, Pemán,
Sainz Rodriguez, etc.).
Si RE aglutinaba a los monárquicos seguidores de Alfonso XIII, la
Comunión Tradicionalista (nacida en octubre de 1931, tras la
reunificación de las tres ramas carlistas) era un movimiento de la
ultraderecha autoritaria y nacionalista, en torno al pretendiente carlista
(Alfonso Carlos de Borbón) y lideraba por el conde de Rodezno (estaba al

158
frente de la Junta Nacional de la CT). Su feudo principal estaba e Navarra y
País Vasco, pero pronto surgió un núcleo andaluz fuerte dirigido por Fal
Conde.
Durante el segundo bienio (concretamente en febrero
de 1934), nació la Falange Española (FE) de las J ONS,
liderada por José Antonio P rimo de Rivera. En
realidad, se trataba de la fusión de las J untas de
Ofensiva Nacional­Sindicalista (J ONS), grupúsculos
nacionalsocialistas y fascistas (alguno anterior a la
República) que se unieron en octubre de 1931 bajo la
dirección de Ledesma Ramos y Enésimo Redondo, y la Falange de José
Antonio (fundada a fines de octubre de 1933). La FE de las JONS era el
partido que representaba más genuinamente el fascismo en España. Para
José Antonio, el fascismo suponía “la entrada crucial de cada nación sobre
su propia historia”. Se declaraban a favor de la violencia y llevaron a cabo la
“ley de la represalia” contra las acciones de los jóvenes socialistas,
actividades que los colocaron al margen de la ley durante algún tiempo.
Defendían el Estado totalitario y a España como “unidad de destino en lo
universal”. En su fundación colaboraron los monárquicos (para usarlos de
fuerzas de choque). De hecho, a principios de 1934, varios monárquicos se
unieron a ella (sobre todo Ansaldo), pero José Antonio se negó a declararse
monárquico, sus relaciones se volvieron tirantes con Calvo Sotelo y, en julio
de ese año, fue expulsado Ansaldo. Muchos de sus militantes eran jóvenes
estudiantes.
Aparte de los anteriores, hay dos partidos difícilmente encuadrables,
aunque situados en posiciones ideológicas cercanas a las derechas no
republicanas: el PAE y el PNV.
El P artido Agrario Español (P AE) (arranca a fines de 1933 y liderado
por Martínez de Velasco), se declaraba republicano (por eso ocho diputados
agrarios, entre los que se encontraba el general Fanjul, no ingresaron en
él). Sus dirigentes eran ex albistas liberales y era el partido de los
acomodados castellanos. Nació con la pretensión de ser un partido nacional
que derogara las leyes agrarias y de enseñanza.
El P artido Nacionalista Vasco (P NV) se reunificó (tras la escisión de
1921) en su congreso de noviembre de 1930. Era un partido de derechas,
católico y nacionalista (incluido en la minoría vasconavarra). Aunque se
opuso a las reformas republicanas, había un sector democristiano liderado
por jóvenes (como Aguirre, Irujo o Leizaola), que llevaron a evolucionar el
partido a posiciones alejadas del integrismo carlista e independiente de la
autoridad eclesiástica. Durante el bienio negro, el nacionalismo vasco (herido
por la represión gubernamental) se separó del conjunto de las derechas. En
las elecciones de 1936, el PNV ocupaba una posición de centro, seguidores del
programa social del New Deal. La posición política de los nacionalistas vascos
durante la guerra (al lado del Gobierno del Frente Popular) estaba propugnada
por el sector más joven del PNV y fue más fruto de la guerra que de la
evolución ideológica.
c.2.) P artidos Republicanos de derecha y centro­derecha
Cuando se proclamó la República, el sector más conservador del
republicanismo español estaba representado por Derecha Liberal

159
Republicana (DLR), nacida en julio 1930 por antiguos monárquicos, y
dirigida por Alcalá Zamora y Miguel Maura. Aportó a la causa republicana
“cabezas y figuras de suficiente prestigio para inspirar confianza a las clases
medias conservadoras” (en palabras de Maura). Cambió el nombre a
P artido Republicano P rogresista (P RP ) en agosto 1931. Tras ser
nombrado Alcalá Zamora Presidente de la República, su figura quedó
inmovilizada y el partido sin líder.
Fue entonces como, tras una escisión del anterior, M .
M aura fundó el P artido Republicano Conservador (enero
1932), tras abandonar el Gobierno en disconformidad con el
planteamiento de cuestión religiosa. Era el partido de la
derecha conservadora pero republicana y democrática, que
defendía a ultranza el principio de autoridad y de orden a
todo trance.
El mejor representante del centro­derecha dentro del republicanismo
era el P artido Republicano Radical (P RR), partido histórico liderado
desde su fundación en 1908 por Alejandro Lerroux, que había
evolucionado desde posiciones extremistas en lo social y anticatalanistas a
principios de siglo y que se fue moderando y derechizando desde 1931.
Tenía la segunda mayor implantación territorial en España (tras el PSOE) en
1931. Predominaban los valores personales sobre los colectivos (a escala
local y nacional había algún personaje que, prescindiendo de su cargo, era
esencial en aquella zona). Tuvo dos fases durante la II República: durante
el primer bienio compartió tareas gubernamentales los primeros meses,
pero pasó a la oposición desde diciembre de 1931; y durante el segundo
bienio fue el partido que lideró la coalición gubernamental de centro­
derecha con la CEDA y el PAE, lo que pagó con una pérdida de militantes y
escisiones en su seno.
Completa el espectro republicano de centro­derecha el P artido
Republicano Liberal Demócrata (P LD) de Melquiades Álvarez), nueva
denominación del antiguo partido reformista, y que desapareció de la
escena política en 1932.
c.3.) P artidos republicanos del centro­izquierda e izquierda
El grupo más veterano de este espectro político era la Acción
Republicana (AR) de Manuel Azaña, cuyos orígenes databan de 1925,
aunque como partido político nace en mayo de 1931, tras celebrar su
Asamblea Nacional. Su mayor interés se centraba en actuar de punto de
encuentro de las diversas tendencias del republicanismo y de puente a la
colaboración con organizaciones obreras. Su programa se resumía, según J.
AVILÉS, en los siguientes puntos: “la democracia parlamentaria, la
autonomía municipal, el reconocimiento de la personalidad jurídica de las
regiones, el pacifismo, la reducción del Ejército, la desgravación fiscal del
trabajo, el impuesto progresivo sobre rentas y patrimonios, el laicismo
estatal, la secularización de instituciones y órdenes religiosas, el monopolio
estatal de la enseñanza, la función social de la propiedad, el divorcio, la
asistencia social y la reforma agraria”. Fue la formación de la izquierda
burguesa más sólidamente implantada. Contaba además con destacados
intelectuales y profesionales en sus filas (Giral, Pérez de Ayala). Y, pese a
ser uno de los partidos gubernamentales en el primer bienio, no sufrió
escisiones en su seno.

160
La izquierda burguesa se completaba en el primer bienio
con el P artido Republicano Radical Socialista (P RRS).
Liderado por Marcelí Domingo, nació a fines de 1929, como
la ideología más avanzada del republicanismo (al abandonar
la “Alianza Republicana”, firmada por Azaña y Lerroux, los
elementos más izquierdistas). Su programa representaba el
liberalismo más avanzado: plenamente liberal y democrático,
anticlericalismo rotundo, pacifismo y una posición avanzada en materia
social (pero ajena a la tradición marxista). En realidad, se trataba de un
grupo heterogéneo (de aluvión, con rápido y desordenado crecimiento), con
gran indisciplina entre sus diputados. Se distinguían dos grandes sectores:
el más moderado, de Gordón Ordax, que buscaba el acercamiento al PRR y
su abandono de las tareas del Gobierno del primer bienio; y el más
izquierdista, de M. Domingo, que quería continuar colaborando en Gobierno
con el PSOE. Sufrió muchas disputas y escisiones en su seno: en 1932, se
escinde del PRRS la Izquierda Radical Socialista (de Botella Asensi); y en
septiembre de 1933, nace el Partido Radical Socialista Independiente
(P RRSI ), un partido efímero en el que estaba representado el sector
izquierdista de Domingo tras ser derrotado este sector en el último
congreso del partido.
En el segundo bienio, tras la debacle electoral de la izquierda burguesa
en noviembre de 1933, nació I zquierda Republicana, fruto de la fusión de
la AR de Azaña, el PRRSI de Domingo y el Partido Republicano Gallego de
Casares Quiroga. Nacida en abril de 1934, su programa estaba centrado en
la defensa de la República (que no debía ser regida por sus enemigos de la
CEDA, a la vez que había que disciplinar a Iglesia y al Ejército), una política
económica y social intervencionista (defensora del estado de bienestar).
La otra gran refundación del centro­izquierda fue Unión Republicana,
nacida en septiembre de 1934 tras la fusión del sector más izquierdista del
PRR (representado por Diego Martínez Barrio) y el más moderado del
PRRS (de Gordón Ordax).
c.4.) Otros partidos republicanos
Ø Esquerra Republicana de Cataluña (marzo 1931): fruto de la
convergencia de buena parte del nacionalismo radical (en torno a Estat
Català de Francesc Macià)
Ø ORGA (1930) (luego Partido Republicano Gallego): republicanos
autonomistas y galleguistas de Casares Quiroga (muy afín al
republicanismo español)
Ø P artido Galeguista: expresión del nacionalismo gallego (diciembre de
1931)
Ø Unión Republicana Autonomista (en Valencia)
Ø Agrupació Valencianista Republicà
Ø Agrupación al Servicio de la República (Ortega y Gasset, Marañón,
etc.) (1931)
Ø P artido Republicano Federal (histórico): implantado más en Cataluña
Ø P artido Republicano de Centro (portelista): elecciones de feb. 1936

161
c.5.) P artidos y organizaciones obreras:
La fuerza política hegemónica en la izquierda obrera era el P artido
Socialista Obrero Español (P SOE), un partido que entonces contaba con
medio siglo de historia a sus espaldas, pero que estaba dividido en tres
tendencias: la más derechista de Besteiro, la centrista de Prieto y la
izquierdista de Largo Caballero. Hasta septiembre de 1933, el PSOE
mantuvo su compromiso de gobierno con la izquierda burguesa. Su
radicalización culminó en octubre de 1934 (al ver en la llegada de CEDA al
poder la versión española del ascenso del fascismo). El enfrentamiento
entre las distintas tendencias se hizo aún más patente en diciembre de
1935, con la dimisión de Largo Caballero de la presidencia del partido. No
obstante, las divisiones internas y las reticencias de Largo Caballero no
impidieron que el PSOE suscribiera el pacto del Frente Popular en enero de
1936
J ulián I ndalecio F. Largo
Besteiro P rieto Caballero

El P artido Comunista de España (P CE) había sido un grupo marginal


desde su fundación, con pocos militantes no sólo antes de 1931 sino
también antes de la guerra civil. Intentó cambiar su aislamiento desde 1932
con la sustitución de José Bullejos por José Díaz y se acercó (a instancias de
la URSS) al PSOE y a la izquierda burguesa en 1935 para apoyar la creación
del Frente Popular.
También comunista, pero enfrentado al PCE (por su adscripción
trotskista), estaba el P artido Obrero de Unificación M arxista (P OUM ),
dirigido por Maurín, entre otros.
Aunque no era un partido sino una central sindical, la CNT, que salió de
la clandestinidad en 1931, siguió una política de confrontación laboral
contra la República (debido a sus planteamientos ideológicos contrarios a
cualquier estructura de poder y de Estado), sobre todo a partir de que en
1932 fue controlada por la FAI, relegando a la dirección más moderada y
sindicalista de Pestaña y Peiró. Para los cenetistas, la República significaba
(partiendo de una concepción utópica) la ocasión para poner en marcha la
revolución española.

4.6. GOBI ERNO P ROVI SI ONAL Y BI ENI O REFORMADOR (1931­


1933)
PRESIDENTES DEL GOBIERNO

DEL GOBIERNO PROVISIONAL AL BIENIO


SOCIAL­AZAÑISTA (REFORMISTA)

162
Niceto Alcalá Zamora (14.04.1931­15.10.1931)

Manuel Azaña (15.10.1931­12.09.1933)

a) El gobierno P rovisional
a.1.) Las elecciones constituyentes y la Constitución republicana
El nuevo Gobierno Provisional tenía ante sí el reto de normalizar el
régimen y, para ello, era preciso convocar unas elecciones a Cortes
Constituyentes para elegir democráticamente (con un nuevo marco electoral)
a unos diputados que elaboraran una Constitución que consolidara, por
primera vez en España, un régimen parlamentario y convirtiera al país en un
Estado democrático y socialmente avanzado.
ELECCI ONES CONSTI TUY ENTES DE 28 DE J UNI O DE 1931

Grupo Político Escaños


PSOE 115
PRRS 59
Esquerra 31
AR 28
Al Servicio de la República 13
ORGA 16
PRR 94
DLR 22
Agrarios y PLD 28
Vasco­navarros 15
Monárquicos 1
Varios 48
Las elecciones constituyentes de 28 de junio de 1931, celebradas
con una reformada legislación electoral (de la que luego hablaremos) con la
finalidad de romper con el pasado caciquil, supusieron el triunfo rotundo de
una conjunción republicano­socialista que aún se mantenía unida, frente a
la desorientación de las derechas, que concurrieron a las urnas bajo las
siglas de la recién creada Acción Nacional (una organización de reciente
creación y sin cuadros suficientes para obtener resultados más brillantes) o
con la etiqueta de agrarios y que, junto a los vasconavarros se opusieron a
las reformas gubernamentales y a la constitución que se votó en diciembre
de 1931.
El paso del tiempo, la consecución del programa mínimo que los unió, la
aplicación de las primeras reformas, la contestación subsiguiente y ciertos

163
conflictos religiosos (quema de conventos en mayo) y sociolaborales
impulsados por la CNT (enemiga del sindicalismo de gestión ugetista y del
modelo laboral que impulsaba Largo Caballero desde el ministerio de
Trabajo) fueron el preámbulo de un progresivo enfriamiento de las
relaciones de los socios gubernamentales, cuyas diferencias ideológicas se
mostraron irreconciliables en algunos casos a raíz de los debates, primero, y
de la aprobación de la constitución en diciembre.
La Constitución establecía el marco jurídico y la base
de las reformas. Su artículo 1 afirmaba que “España
es una República democrática de trabajadores de toda
clase, que se organiza en régimen de libertad y de
justicia”. A diferencia de la I República, federal, la
de 1931 reconocía un “Estado integral” pero aceptaba
la autonomía de municipios y regiones, algo básico
para acabar con el modelo centralista impuesto
por el Estado liberal decimonónico y para dar satisfacción
a las reivindicaciones nacionalistas catalanas y vascas, en
especial, pero también a las débiles gallegas o andaluzas. Pero aún si cabe
más trascendentales fueron los artículos relacionados con el ámbito
religioso. El art. 3 era muy escueto pero clarísimo (“El estado español no
tiene religión oficial”), acabando con la confesionalidad precedente; pero el
que más ampollas levantó fue el art. 26, que anunciaba que las confesiones
religiosas serían sometidas a una ley especial, dejarían de estar mantenidas
por el Estado, se les prohibía la enseñanza y cualquier actividad industrial o
comercial (suponía una clara discriminación con respecto al resto de los
ciudadanos) y serían disueltas las órdenes con un voto de obediencia a una
autoridad distinta a la del Estado (en clara alusión a los jesuitas); el art. 27
completaba al anterior y reconocía la libertad de conciencia y el
sometimiento de los cementerios a la jurisdicción civil. Por otro lado
establecía amplias posibilidades para modificar las relaciones
socioeconómicas a través de la expropiación y de la nacionalización, pues
toda la riqueza de la nación estaría subordinada a los intereses de la
economía nacional (art. 44).
a.2.) Las reformas del Gobierno P rovisional
La reforma laboral fue una de las prioridades del Gobierno Provisional.
Impulsada por el ministro Largo Caballero, los decretos laborales
buscaron la extensión al ámbito rural de medidas de protección social antes
limitadas a las fábricas así como la mejora de las condiciones laborales de
los trabajadores. Entre estos decretos están el de términos municipales
(20 abril), que obligaba a los patronos agrícolas a emplear preferentemente
a los braceros vecinos del municipio y que reforzó el poder de los sindicatos
campesinos en la contratación de las tareas agrícolas; el de jurados
mixtos (8 mayo), para arbitrar salarios de industrias y del campo y que
venían a ampliar las funciones de los comités paritarios de la Dictadura; el
de la jornada de 8 horas y salarios mínimos en el campo (julio); o el de
laboreo forzoso, que obligaba a los propietarios a laborar las tierras según
los “usos y costumbres de la región”.
Otro ministro socialista, P rieto, emprendió una ambiciosa política de
obras públicas: extensión del regadío a la España seca (S. Valencia,

164
Murcia, Extremadura, Aragón) mediante un: gran plan de construcciones
hidráulicas.
La reforma educativa y cultural, dirigida por M . Domingo para
acabar con el atraso social y potenciar la modernización en conexión con
las ideas de Institución Libre de Enseñanza. La cultura recibió una atención
preferente (culminó el despertar de la cultura española). Por otro lado, la
creación del Patronato de Misiones Pedagógicas (presidido por Manuel B. de
Cossio) a fines de mayo vino a hacer realidad el sueño de los
institucionistas, de extender la cultura (bibliotecas de préstamo, cine, coros,
conferencias) entre las masas de la población rural. Pero, sin duda, lo más
significativo fue el plan quinquenal para crear diez mil escuelas, habilitar
siete mil plazas de maestros e incrementar su sueldo.
La reforma militar (impulsada por Azaña) fue excelente desde el
punto de vista técnico y respondía a las necesidades básicas del ejército
español, pero no logró culminar sus principales objetivos. Pretendía crear un
ejército profesional y democrático, obediente al poder civil, reducir el
número de oficiales (sobredimensionado en sus mandos por su implicación
en luchas coloniales), racionalizar los ascensos y las escalas y cerrar la
Academia General Militar de Zaragoza. Aunque optaron por el retiro unos
diez mil jefes y oficiales, pero entre ellos no estaban los principales
desafectos; paradójicamente, muchos retirados no eran antirrepublicanos,
mientras que permanecieron muchos militares contrarios a la República.
Miguel Maura puso en marcha una primera reforma electoral que, de
manera provisional (dejará a las Cortes la elaboración de una nueva ley
electoral conforme a la constitución futura), sirviera para elegir a los
diputados de las Cortes Constituyentes. La reforma pone en marcha las
listas abiertas y las circunscripciones provinciales al tiempo que acaba con
las circunscripciones uninominales de la Restauración, el encasillado y el
célebre artículo 29 de la ley de 1907 (que había supuesto la proclamación
automática sin elección de los candidatos presentados si no superaban el
número de puestos a elegir). Por otra parte, si bien se rebaja la edad
mínima para ser elector de los veinticinco a los veintitrés años, sin
embargo, en las elecciones constituyentes aún seguirán excluidas las
mujeres, que votarán por primera vez en España en las elecciones
legislativas de noviembre de 1933.
a.3.) Las primeras dificultades. Los problemas religiosos
El Gobierno Provisional va a encontrar desde las primeras semanas una
serie de dificultades religiosas, sociales y económicas. Los planes
reformistas del nuevo gobierno asustaron a no pocos inversores y
empresarios (que llevarán a cabo una importante repatriación de
capitales), propietarios (ante los planes de reforma agraria), militares,
eclesiásticos, etc. Y la paz social, lejos de quedar garantizada por la nueva
legislación social, aparece desde los primeros momentos amenazada por los
conflictos laborales, como el que se desarrolla en telefónica en julio de
1931. Pero por su interés, haremos una aproximación a las problemas
religiosos de 1931.
Parece evidente, visto con la perspectiva del tiempo, que los
gobernantes republicanos erraron en su política religiosa. Pero las
posiciones intransigentes y extemporáneas del cardenal Segura y el recelo

165
de la mayoría de los obispos con el régimen dieron alas a los más
conspicuos anticlericales para radicalizar aún más sus posiciones. Si la
postura inicial de la conjunción republicano­socialista era limitar la
influencia de la Iglesia, secularizar la vida social y promover una educación
laica, los ataques del primado contra la República, los acontecimientos de
mayo y junio de 1931 y, por último, los tensos debates constitucionales
acabaron suponiendo una especie de venganza “legal” contra la posición de
una Iglesia que había vivido sus mejores momentos durante la dictadura de
Primo de Rivera. Vamos por partes.
La postura mayoritaria de la jerarquía eclesiástica ante la proclamación
de la República fue la de recelo, pues las directrices de Roma, que
apostaban por la aceptación legal no fueron comprendidas por el sector
mayoritario del episcopado. Por otra parte, algunos obispos mostraron
claramente su rechazo, como el obispo Gomá y, en especial, el cardenal
primado, Pedro Segura. Éste último, situado en la sede toledana por el
apoyo de Alfonso XIII, había defendido unos días antes de la celebración de
las elecciones municipales, las candidaturas monárquicas, pues temía que el
triunfo de la conjunción llevara a la descatolización del país. Aunque su
posición no fuera seguida mayoritariamente entre el episcopado, la
trascendencia de sus palabras, dada su condición de primado, era enorme.
Pero, frente a Segura, verdadera contrafigura de Pío XI, el nuevo régimen
podía contar con el hombre de Roma en España, el cardenal de Tarragona,
Vidal i Barraquer, que habiendo sufrido dificultades durante la
Dictadura de Primo de Rivera, estaba dispuesto a encarnar durante
estos años el papel de interlocutor con la República naciente.
En cuanto al posicionamiento de los católicos, la reacción
inmediata fue la de crear una especie de plataforma de “defensa
nacional”, Acción Nacional que, de la mano de Ángel Herrera y la
Asociación Católica Nacional de Propagandistas seguía las
directrices vaticanas de obedecer los poderes constituidos.
El Gobierno Provisional, cuyo anticlericalismo
programático era conocido, interpretó como una
provocación la publicación de una pastoral de Segura
titulada “deberes de la hora actual” el 1 de mayo de
1931, que contenía unos elogios desmedidos a Alfonso
XIII y hacía apología de la unión de la Iglesia y la
Corona. Unos días después, el 10 de mayo,
comenzaron unos incidentes en las calles de Madrid
que culminaron con los incendios de algunas iglesias
y conventos en Madrid el 11 de mayo y su propagación a otras ciudades
españolas del litoral, desde Valencia a Cádiz. El Gobierno de la Generalitat
pudo controlar la situación en Cataluña, pero el Gobierno Provisional se
inhibió y perdió el control de la calle. Aunque no hubo víctimas personales,
la quema de más de un centenar de edificios religiosos (de nuevo volvía a
manifestarse el “rito” purificador del anticlericalismo hispánico) enturbiaron
las relaciones del Gobierno con el episcopado. Y la diversa lectura que hizo
la prensa de los mismos, incrementó tanto la tensión que imposibilitó la
convivencia entre los sectores católicos y republicanos laicos.
La situación se estaba enrareciendo por momentos, sobre todo tras la
expulsión del obispo de Vitoria (Mateo Múgica) y el abandono de España del

166
cardenal Segura el día 13 de mayo (temiendo por
su seguridad personal). La tensión subió con los
decretos anticlericales del 22 de mayo, que
establecían, entre otras medidas, la completa
libertad religiosa o la exclusión del catecismo y de
las imágenes de santos en las escuelas. Frente a la
postura de moderación y colaboración con las
autoridades republicanas mostrada por Vidal i
Barraquer, el cardenal Segura, aprovechaba la
coyuntura para tensionar más el ambiente
publicando de manera extemporánea el 3 de junio en Roma una carta
colectiva de protesta a Alcalá Zamora. Unos días después, al regresar
Segura a España de manera subrepticia, fue detenido y expulsado del
país.
A partir de entonces, el cardenal de Tarragona asumió un papel
protagonista en las negociaciones con el Gobierno. Su primera misión era la
búsqueda de fórmulas de concordia con el ejecutivo, pero las Cortes
mostraron desde el comienzo del debate constitucional que esta tarea era
harto complicada, sobre todo si Segura les daba más excusas para
mantener posturas poco dialogantes. Frente a la discusión del texto
constitucional, la actitud de diálogo mostrada por Vidal iba paralela a la
moderación del socialista Fernando de los Ríos o de los católicos Niceto
Alcalá Zamora y Ángel Ossorio. Pero el anteproyecto de constitución
preparado (reconocía la libertad de culto y la enseñanza religiosa) no fue
aceptado ni por unas Cortes mayoritariamente anticlericales ni por el
episcopado. El proyecto de constitución que se empezaba a elaborar a
continuación partía de criterios más sectarios.
Antes de su debate, la actitud de Segura volvió a complicar aún más las
cosas. Desde Francia publicó la pastoral colectiva de 25 de julio en la que,
con un lenguaje áspero, pedía la oración ante la situación dramática
española, la sumisión filial a la jerarquía y condenaba el modernismo, “el
Estado sin religión” y el “áspid de la mala prensa”. Pese a que el Vaticano
le pedía que se abstuviera de publicar nuevos documentos, el obispo de
Tarazona, I sidro Gomá (futuro sucesor de Segura como primado) criticó
en una pastoral el proyecto constitucional por “anonadar” a Dios.
Segura y Gomá daban argumentos a los parlamentarios para endurecer
sus posturas. Sobre todo cuando en agosto fue detenido un emisario de
Segura con instrucciones para vender propiedades de la Iglesia. Como
consecuencia, el Papa le pidió que renunciara a su cargo (en este aspecto
coincidían los deseos del Gobierno y del Pontífice). En los debates
parlamentarios Fernando de los Ríos intervino intentando salvar las órdenes
religiosas a cambio de sacrificar el presupuesto del culto y clero. Incluso
llegó a recordar la desinteresada labor caritativa de las órdenes religiosas.
Pero en unas Cortes donde los argumentos más anticlericales eran
defendidos, entre otros, por Álvaro de Albornoz y Jiménez de Asúa, la voz
de aquél poco pudo hacer. Entre el 8 y el 14 octubre (durante la “Semana
Trágica de la Iglesia española”, en palabras de ARBELOA), el debate llegó a
su punto culminante. Fue entonces cuando se produjo la criticada frase de
Azaña en la que decía que “España había dejado de ser católica”. No es el
momento de entrar en las interpretaciones que ha tenido la misma, aunque
parece evidente que hablaba en términos culturales. Lo que sí hay que

167
recordar es que, en el mismo discurso, suavizó el radicalismo de algunas
propuestas socialistas y salvó a las órdenes religiosas de su disolución a
cambio de sacrificar a los jesuitas. Se aprobó así una Constitución que, en
su artículo 3 proclamaba la no confesionalidad del Estado y en el 26
sometía a las asociaciones religiosas a una ley especial, les prohibía ejercer
la industria, el comercio y la enseñanza, regulaba la extinción del
presupuesto del culto y clero y disolvía las órdenes que tuvieran un cuarto
voto. En definitiva, reducía una serie de derechos a los eclesiásticos
reconocidos a los demás ciudadanos, pues los socialistas españoles y los
partidos de la izquierda burguesa optaban por acercarse a las posiciones
mantenidas por sus homólogos franceses a principios de siglo, que negaban
el derecho de asociación a las congregaciones, en lugar de optar por la línea
defendida por la socialdemocracia alemana, que abogaba por la libertad de
asociación también para las órdenes religiosas.
b) El bienio reformador o social­azañista : diciembre 1931­
noviembre 1933:
La aprobación de la constitución provocó la dimisión de Maura, que pasó
a la oposición y fundó un nuevo partido (Republicano Conservador). Lerroux
y su Partido Radical hará pronto lo propio. Por otro lado, la derecha no
republicana, que pasará a denominarse Acción Popular (germen de la futura
CEDA) se aferrará al tema religioso y agrario como cuestiones banderizas y,
aunque accidental frente a las formas de gobierno por motivos estratégicos,
no aceptará el marco constitucional.
Frente a ellos se mantenía un Gobierno de coalición republicano­
socialista más reducido e inclinado a la izquierda, encabezado por Azaña,
que se iba debilitando conforme la trascendencia de las reformas iba
provocando divisiones entre quienes las creían tímidas y quienes las
consideraban excesivas. A la P residencia de la República fue aupado el
católico Alcalá Zamora en diciembre de 1931 (dos meses después de
haber dimitido de la presidencia del Gobierno Provisional).
b.1.) Las principales reformas del bienio social­azañista
Los dos años siguientes a la aprobación de la Constitución, verán la luz
las principales reformas de la República. Además de consolidar las
emprendidas en la primavera­verano de 1931, se pusieron en marcha
reformas en ámbitos tan diversos como el administrativo, el religioso, el
agrario o el electoral, sobre todo cuando, el fracaso de la “sanjurjada”, en
agosto de 1932, acelere la puesta en marcha de dos proyectos de gran
calado, el de reforma agraria y estatuto de Cataluña el mes siguiente.
La administración local, tan importante en las luchas políticas del XIX
y primeras décadas del XX, va a pasar a un segundo plano durante la II
República, más preocupada de dar satisfacción a otras reformas pendientes.
Además, el hecho mismo de cambiar el régimen y llegar al poder el centro­
izquierda suponía un golpe al caciquismo más duro que cualquier reforma
administrativa local. Pero será en el ámbito regional en donde se plasme el
aspecto más innovador del régimen republicano, pues se posibilitaban
constitucionalmente, por vez primera, las autonomías regionales,
poniendo fin a la tendencia centralizadora del liberalismo español del XIX,
pero rechazando también un modelo federal que había fracasado en la
primera experiencia republicana de 1873.

168
Parece que puede decirse que la reforma territorial fue positiva, pues
solucionó el problema catalán, encauzó el vasco (su autonomía no culminó
hasta octubre de 1936 por la defección de Navarra y la debilidad
nacionalista alavesa) y casi hizo lo propio con el gallego (el estallido de la
guerra impidió su aprobación por las Cortes, tras haber sido plebiscitado a
fines de junio de 1936), quedando otros más en anteproyecto.
Aunque Cataluña disfrutaba de un régimen de
preautonomía desde la proclamación de la República, no vio
aprobado su Estatuto de Autonomía hasta el 15 de
septiembre de 1932. Presidida por Macià (de
la Esquerra Republicana) hasta su muerte en
diciembre de 1933 y luego por su
correligionario Companys, la Generalitat
recibió amplias competencias que provocaron
no pocos recelos entre amplios sectores de la población
castellana.
La reforma religiosa vino a sumar enemigos a la República. La
aplicación de la legislación anticlerical acabó polarizando aún más las
posturas, de manera que las posiciones conciliadoras del cardenal Vidal i
Barraquer quedaron descartadas por el Vaticano. Roma experimentó un
profundo giro en sus relaciones con el Gobierno de la República hasta
posicionarse de manera claramente hostil contra la República desde 1933.
Este cambio quedó simbolizado con el nombramiento del intransigente
Gomá como arzobispo de Toledo y la publicación de la encíclica Dilectisima
Nobis.
Mientras tanto se había ido consumando la ofensiva anticlerical en
aplicación de la constitución. La primera medida fue el decreto de disolución
(no expulsión) de la Compañía de Jesús (23 de enero de 1932). Casi sin
solución de continuidad, apenas una semana después se aprobó la ley de
secularización de cementerios (30 de enero), que desarrollaba el artículo 27
de la Constitución. Al mes siguiente se legalizaba el divorcio (25 de
febrero), en aplicación del artículo 43. Y en agosto entró en vigor la ley de
matrimonio civil. No podemos aquí analizar esta legislación, pero,
observándola con la distancia del tiempo, se aprecia que su importancia
teórica no se compensó con la práctica, pues no tuvo tanta aceptación
como se esperaba y, sin embargo, hirió los sentimientos de muchos
católicos. De todos modos, lo cierto es que durante buena parte de 1932 el
episcopado estaba más pendiente del fin del presupuesto para mantener el
culto y clero que se avecinaba y reaccionó tarde ante las mismas. La
situación económica de la Iglesia era, pues, su preocupación fundamental.
Un autor tan poco sospechoso de defender posturas católicas, como TUÑÓN
DE LARA, critica duramente la importante reducción de la asignación
destinada al clero en el primer presupuesto de la República pues se granjeó
las antipatías del bajo clero. Probablemente la ortodoxia económica para
mantener el equilibrio presupuestario tuvo mucho que ver en esta premura.
Especial trascendencia tuvo la reforma agraria, largamente esperada
por el campesinado desheredado y sometido a una estructura latifundista
cuyas raíces se hundían en el proceso de repoblación medieval y se habían
consolidado por la reforma agraria liberal decimonónica. Su propósito era
corregir las desigualdades sociales y, a la vez, el atraso del campo español.

169
Sin embargo, su tramitación resultó muy compleja desde el punto de vista
técnico. Varios proyectos y anteproyectos fueron discutidos sin que se
pusieran de acuerdo las posturas de los políticos republicanos (respetuosos
con los cultivadores directos y la propiedad privada) y los socialistas
(partidarios de un proceso de socialización que beneficiara a las
organizaciones de obreros del campo). Fue el fracaso del golpe de Sanjurjo
el que aceleró su aprobación, en septiembre de 1932.
Los fines específicos de la reforma agraria de 1932 fueron la
expropiación de las grandes fincas señoriales o latifundios con propietarios
absentistas para redistribuir la tierra entre campesinos a título individual o
en cooperativas. La expropiación de la Grandeza de España ser haría sin
indemnización, por culpabilizarla de la sanjurjada. Pero su resultado fue
decepcionante, al limitarse a la España latifundista (Extremadura,
Andalucía, La Mancha y la provincia de Salamanca), ignorando los
problemas de la pequeña y mediana propiedad y de los arrendatarios; y su
aplicación tropezó con complicaciones burocráticas y limitaciones
presupuestarias que la ralentizaron. En consecuencia, fue rechazada por las
derechas (que la paralizarán al llegar al poder) y resultó un arma de doble
filo para la izquierda, pues si su promesa le había valido apoyos masivos de
la población campesina y contribuido a la colaboración republicano­socialista
en 1931, su fracaso fue uno de los motivos principales de la agitación social
de 1933­34.
Si en 1931 se había reformado la legislación electoral, la
aprobación de la Constitución va a suponer la concesión del voto
femenino, no sin un cierto debate sobre sus consecuencias que
enfrentó entre sí a tres diputadas como Margarita Nelken, Victoria
Kent y Clara Campoamor (siendo ésta, del PRR, la única que apoyó
en la Cámara la concesión del voto a las mujeres). Pero la nueva ley
electoral de 27 de julio de 1933 no sólo recogerá esta novedad sino
también otra de gran trascendencia: favorecerá las coaliciones de partidos,
lo que incentivará la búsqueda de alianzas o de frentes que, a la postre,
incidieron no sólo en la búsqueda de consenso entre los partidos más
próximos, sino también de enfrentamiento entre los más alejados.
Vista con perspectiva, la legislación electoral de 1931­33 vino a dar una
mayor dosis de limpieza a los procesos electorales, aunque no
desapareciera totalmente ni el fraude ni las presiones de los gobernadores
civiles. Difícil es cómo influyó en los resultados electorales, pero, en
cualquier caso, vino a conceder (con retraso respecto a Europa) la
ciudadanía activa a las mujeres que, por otra parte, veía equiparados sus
derechos con el varón. En cuanto a las listas abiertas, probablemente,
complicaron el voto de un electorado que tenía que elegir entre una sopa de
siglas que no siempre comprendían.
b.2.) Las dificultades del Gobierno de Azaña
A las pocas semanas de formar su Gobierno, Azaña tuvo que afrontar
las primeras huelgas de mineros, primero en Asturias (fines de 1931) en
defensa de mejores condiciones laborales (jornada de 7 horas, pensiones
para la jubilación) que no aceptaban los
propietarios y, poco después, en el Alto Llobregat
(principios 1932), que proclamaron el comunismo
libertario. Por otra parte, fueron frecuentes los

170
enfrentamientos entre campesinos y la guardia civil. Todo ello era
fruto de la gran contradicción existente entre las reivindicaciones obreras y
campesinas (que las estructuras políticas de la República propiciaban) y las
condiciones económicas de los grandes propietarios y empresarios (que no
podían asumirlas por la deficiente tecnificación y capacidad de producción
de las explotaciones y empresas).
Pero más trascendencia tendrá la conspiración militar encabezada
por el general Sanjurjo el 10 de agosto de
1932. Anterior director general de la Guardia
Civil y en esos momentos jefe de los
carabineros, Sanjurjo intentó hacerse con el
mando en Sevilla y extender la sublevación a
otros puntos de Andalucía, pero el Gobierno
(apoyado por fuerzas obreras) lo abortó. Y
su fracaso, como ya se ha visto, aceleró la aprobación
del Estatuto de Cataluña y de la Reforma Agraria.
Precisamente, la aprobación del Estatuto de autonomía para Cataluña
soliviantó las susceptibilidades de aquellos que confundían autonomía con
separatismo, mientras la insatisfacción por la reforma agraria y el
crecimiento del paro obrero incrementaba la protesta sindical cenetista.
La presión sindical cenetista fue subiendo desde 1932 y culminó en
1933 con los sucesos de Casas Viejas. Por su concepción utópica, La CNT
había visto en la República la ocasión para una revolución española. No
aceptaba negociar con los patronos (rechazando, por tanto, los Jurados
Mixtos como solución a los conflictos laborales) y planteaba las
reivindicaciones de una manera directa y sin organismos interpuestos.
Tampoco consideraba que la reforma agraria fuera la solución a los
problemas del campo y, desde luego, tachaba como reaccionaria la división
de los grandes latifundios en pequeñas propiedades pues abogaba por
colectivizar la tierra.
Como medios de protesta, los
cenetistas hicieron uso de medios
diversos (bombas, asaltos a cuarteles, toma
de ayuntamientos, etc.), provocando la
reacción gubernamental para
controlar el orden público. El choque más
trágico sucedió en enero de 1933 en el
pueblecito gaditano de Casas Viejas, en
donde se levantaron los campesinos, que
cortaron líneas telefónicas y cavaron trincheras. La Guardia Civil y la
Guardia de Asalto se apresuraron a dominar la situación, mientras un viejo
anarquista (apodado Seis Dedos) se hizo fuerte en una casa. La asaltaron,
incendiaron y hubo varios muertos, incluido un niño. Las protestas por esta
matanza cundieron por todo el país, siendo exigidas responsabilidades al
Gobierno en las Cortes y decayendo desde entonces el prestigio de Azaña.
A las dificultades sociales y las malas cosechas del verano de 1933
se sumaban las dificultades políticas. En efecto, al comienzo de una
crisis larvada en el seno del P SOE (entre las filas
socialistas iban aumentando los partidarios de romper la
colaboración con los partidos burgueses y pasar a una

171
estrategia más revolucionaria) se sumaba la incomodidad del sector
mayoritario del PRRS con el Gobierno. Paralelamente, se iba consolidando
la alternativa derechista, tras el nacimiento de la CEDA y de Renovación
Española en la primavera de 1933.
b.3.) La dimisión de Azaña: hacia la convocatoria electoral
En estas condiciones, el gobierno de Azaña, cada vez más debilitado
presentó la dimisión. Pero Lerroux fracasó a continuación en su intento de
conseguir el apoyo parlamentario para formar un nuevo gabinete de
concentración republicana. La única salida posible era una nueva
convocatoria electoral y esa fue la misión del radical Martínez Barrio, que
tomó posesión el 9 de octubre de 1933 para disolver las Cortes al día
siguiente, decretando la fecha del 19 de noviembre para la primera vuelta y
el 3 de diciembre para la segunda.
El panorama político electoral era radicalmente distinto al de dos años
antes, pues, en esos momentos, a unas derechas reorganizadas se oponían
unas izquierdas desunidas. Los sucesos de Casas Viejas, la Ley de
Congregaciones Religiosas, la lenta aplicación de la reforma agraria, la crisis
económica y el creciente paro obrero habían ido desgastando la coalición
republicano­socialista gobernante.

4.7. EL BI ENI O RECTI FI CADOR (DI CI EM BRE 1933­


FEBRERO 1936)

PRESIDENTES DEL GOBIERNO

BIENIO RADICAL­CEDISTA (NEGRO O


Diego Martínez RECTIFICADOR)
Barrio (09.10.1933­
26.12.1933)

Alejandro Lerroux y García (12.09.1933­


09.10.1933; 26.12.1933­28.04.1934;
04.10.1934­25.09.1935)

Ricardo Samper (02.05.1934­04.10.1934)

J oaquin Chapaprieta (25.09.1935­14.12.1935)

172
Manuel Portela Valladares (14.12.1935­16.02.1936)

a) La victoria del heterogéneo bloque radical­cedista


A unas derechas reorganizadas en la Unión de Derechas y Agrarios (con
especial peso de la CEDA, agrarios independientes y Renovación Española) se
enfrentaban unas izquierdas desunidas (pues los republicanos iban por
separado de los socialistas) en un marco electoral que por primera vez
posibilitaba el voto femenino y primaba las coaliciones electorales. Los
radicales concurrieron, según las circunscripciones, en coalición con la CEDA y
los agrarios, o con los republicanos de derecha e, incluso, en algunos casos,
con los republicanos de izquierda.
La campaña electoral fue muy apasionada y se desarrolló en un
ambiente muy crispado. Las derechas llevaron a cabo un discurso
antimarxista, condenaron el parlamentarismo republicano e intensificaron sus
llamadas a la lucha religiosa. Los socialistas criticaron la derechización
progresiva del republicanismo. Los anarquistas llamaron a la abstención
electoral. Frente a ellos, la izquierda republicana pretendió justificar su obra
de gobierno, y los radicales hicieron llamamientos a la defensa del orden
social. La abstención fue alta en 1933 (alcanzó el 32,5%, superando así en
más de dos puntos la existente en 1931), sobre todo en el ámbito urbano.
Los grandes triunfadoras fueron la derecha accidentalista y católica (la
CEDA) y los republicanos de centro­derecha (en especial el PRR), mientras las
izquierdas eran las grandes derrotadas. En total, las derechas no republicanas
(CEDA, agrarios, CT, RE e independientes de derecha) sumaban el 43% de los
escaños, el centro el 36% (PRR, PRC, PNV, PLD, Progresistas, Lliga y
republicanos independientes), mientras las izquierdas (PSOE, AR, PRRS,
PRRSI, Esquerra, Federales y PCE) apenas llegaron al 20%; no obstante estos
datos son engañosos, pues éstas últimas cosecharon más votos que el centro,
aunque se vieron perjudicadas por el nuevo sistema electoral, que favorecía
las coaliciones.
Para explicar el vuelco producido hay que recurrir, entre otros factores a
la unión de las derechas (que aparcaron sus diferencias) frente a la ruptura
de la coalición republicano­socialista, a la abstención cenetista, a los errores
de la etapa anterior y al presumible voto mayoritariamente conservador del
electorado femenino.
ELECCIONES LEGISLATIVAS DE 19 DE NOVIEMBRE DE 1933
Grupo Político Escaños
CEDA 115
P RR 104
P SOE 59
Agrarios 36
Esquerra 18
P RC 18

173
RE 16
Nacionalistas vascos 12
AR 5
P RRSI 4
P CE 1
Varios 81

b) La paralización de las reformas


La polarización del electorado había elegido una Cámara
igualmente polarizada que requería de la firma de grandes
pactos para asegurar la gobernabilidad del país. Lerroux
(situado en unas posiciones muy alejadas de las mantenidas
a principios de siglo cuando era apodado el “emperador del
Paralelo”), y los también radicales Samper y Chapaprieta
presidirán gobiernos poco duraderos con el apoyo
parlamentario de las derechas pero en los que no entrará la
CEDA hasta octubre de 1934.
Pero, ¿por qué Alcalá Zamora no encargó presidir el gobierno a la CEDA y
ésta se mantuvo al margen, limitándose a apoyar al PRR en un principio?. Hay
que decir que la CEDA aspiraba no sólo a revisar la legislación del período
azañista, sino a rectificar sustancialmente el cambio de régimen,
transformando el sistema democrático de 1931 en un Estado conservador,
católico, corporativista y autoritario. Por eso, su entrada en el Gobierno sería
vista por la izquierda como una provocación. Pero, el equilibrio parlamentario
hacía imposible gobernar sin la CEDA o contra ella, lo que la obligó a contar
con el PRR de Lerroux. Por otro lado, pese a la habilidad de su líder, la CEDA
no pudo superar sus indefiniciones (monarquía/república; colaboración o no
con la derecha antirrepublicana) ni sus conflictos de intereses e ideológicos.
Cuando la CEDA entre en el Gobierno lo hará primero con tres carteras
(octubre de 1934) y, desde mayo a septiembre de 1935, con cinco.
La política de la nueva etapa se define ante todo por su negatividad (en
palabras de FUSI), pues se produce la paralización de las reformas del
bienio anterior, como se aprecia con la dotación de un presupuesto para el
clero (ley de Haberes Pasivos), la paralización del proceso autonómico (se
suspende, no se deroga, el Estatuto Catalán). Especial significado tuvo la
derogación de la ley de términos municipales y la contrarreforma agraria del
ministro Velayos, que devolvió tierras expropiadas, además de recortar
drásticamente los presupuestos de la reforma, aumentar las indemnizaciones
por expropiación y expulsar a los arrendatarios insolventes. Paralelamente, se
endureció la política de orden público (con la represión de las huelgas
campesinas de UGT) y se aplicó una amnistía a los golpistas de agosto de
1932.
No obstante también hay algunas actuaciones en positivo, como la ley de
arrendamientos rústicos (de Giménez Fernández), que facilitaba el acceso de
los arrendatarios a la propiedad, la política de promoción de la vivienda de
alquiler (ministro Salmon) o la política de “pequeñas” obras públicas (de Luis
Lucía). En cualquier caso, la CEDA no violó (no tenía mayoría suficiente para
hacerlo) la legalidad republicana porque no hubo revisión constitucional, ni

174
tampoco hubo marcha atrás en materia educativa ni militar.
c) Las respuestas y reorganización del centro­izquierda. La
revolución de octubre de 1934 y sus consecuencias
La debacle electoral republicana obligó a una reorganización y
respuesta de los grupos políticos ante la nueva situación. Así, Azaña
y Domingo fusionaron sus partidos (AR y PRRSI) en la Izquierda
Republicana (IR) y Martínez Barrio abandonó el PRR para formar la Unión
Republicana (UR).
Mientras, el triunfo del centro­derecha había acelerado las diferencias
en el seno del PSOE. Y los anarquistas, que seguían oponiéndose al nuevo
Gobierno, también estaban divididos (entre FAI y sindicalistas). La situación
también fue propicia para un cambio en la estrategia del PNV, que aceleró
sus reivindicaciones autonomistas.
Aunque los reestructurados partidos
republicanos opositores (IR y UR) no
quisieron provocar la ruptura, el sector
caballerista de los socialistas consideró
liquidada la etapa de colaboración con la
democracia burguesa y llegado el
momento de la revolución social.
Impulsó así un movimiento
revolucionario en octubre de 1934
basado en la Alianza Obrera de socialistas con comunistas y anarquistas. La
ocasión llegó con la entrada de la CEDA en el Gobierno (aunque no estuviera
su líder, Gil Robles), que fue interpretada como que la República estaba en
manos de sus enemigos, en un contexto internacional marcado además por el
triunfo de Hitler en Alemania, el fascismo italiano o la dictadura de Dollfuss en
Austria. Pero la Alianza Obrera no cuajó, como tal, salvo en Asturias. En
Cataluña no pasó de un mero pronunciamiento civil que apenas duró 10 h.
En Asturias y algunas localidades vascas se produjo un violento movimiento
insurreccional, mientras en Madrid tuvo escasa incidencia.
El movimiento insurreccional de octubre
fue en error estratégico porque dañó la
imagen de la República (al poner de relieve
que no había consenso sobre el régimen) y
provocó una enorme represión (además de los
muertos en Asturias, hay que sumar el
encarcelamiento y huida de líderes
republicanos y socialistas). Su fracaso
tranquilizó a las derechas y sirvió para iniciar
un camino de colaboración de las izquierdas que culminará con el Pacto del
Frente Popular a principios de 1936.
d) Los escándalos políticos y la caída del Gobierno
La caída del Gobierno radical­cedista se debió básicamente a las
diferencias entre los diferentes socios y los escándalos políticos (entre los
que destaca el del straperlo, una ruleta eléctrica inventada por David Strauss
que es autorizada en España, pese a su prohibición en otros países, por el hijo
de Alejandro Lerroux), relacionados con la corrupción en el PRR por haber
acumulado excesivo poder.

175
Tras el desprestigio del PRR por dichos escándalos (que
arrastaron en su caída los gobiernos de Lerroux, primero, y de
Chapaprieta, después), Gil Robles intentó asumir la jefatura de
gobierno aprovechando la disgregación de sus socios. Para
evitarlo, Alcalá Zamora encargó el gobierno de la nación a
Manuel P ortela Valladares el 14 de diciembre de 1935. El 1
de enero, Portela disolvió las Cortes y convocó elecciones
generales para el día 16 de febrero, con una segunda vuelta prevista para el 1
de marzo.
e) Frente P opular versus bloque contrarrevolucionario y fracaso
del portelismo
Con esta maniobra, tanto Alcalá Zamora como Portela pretendían
organizar una fuerza política centrista (los portelistas) que se situara entre
los dos bloques que polarizaban la vida política española (el Frente Popular
y el Nacional), utilizando para ello los aparatos gubernativos provinciales.
Pero en la práctica, no fue así. Sólo en nueve circunscripciones (entre ellas
Cuenca) formaron candidaturas propias. En Lugo se aliaron los centristas a
los izquierdistas. En el resto (cincuenta), se fundieron con las derechas.
Acerca de los dos bloques antagónicos enfrentados, GIL
PECHARROMÁN hace una aclaración oportunísima para evitar caer en la
tentación de realizar una interpretación simplista y justificadora de la
sublevación militar posterior:
“Es muy generalizada la opinión de que en las elecciones del 16
de febrero se midieron dos bloques antagónicos, representativos
de las dos Españas que meses después se iban a enfrentar en
guerra civil. Si nos atenemos al tono dominante en la propaganda
electoral, a los resultados o más aún, a las consecuencias de los
comicios, éstos reflejan, en efecto, la profunda, insalvable división
de gran parte de la sociedad española. Pero a efectos del propio
proceso electoral hay que matizar esta apreciación (…), ni las dos
coaliciones eran tan monolíticas ­la de derechas ni siquiera cuajó­
ni las fuerzas centristas parecían tan incapaces de jugar un
destacado papel”.
Pese a la presencia comunista, el Frente P opular no era
básicamente sino una nueva coalición republicano­
socialista. El pacto del Frente Popular fue suscrito el 15 de
enero de 1936 por I R, UR, P SOE, UGT, las Juventudes
Socialistas, P CE, P artido Sindicalista y el P OUM . Con él
concluyó un proceso muy complejo iniciado a fines de 1934
(como consecuencia de la represión tras el fracaso de la
revolución de octubre) y cuya primera piedra se levantó en
abril de 1935 con el pacto de los republicanos de centro­izquierda. Continuó
con los contactos con los socialistas, divididos entre los prietistas
(defensores de la colaboración con la burguesía progresista) y los
caballeristas (opuestos a ella) y acabó con la incorporación de éstos y los
comunistas (quienes, tras el giro provocado en el VII Congreso de la
Internacional Comunista se convirtieron en partidarios de la colaboración
con la izquierda burguesa). Pero el deseo de desalojar a la derecha del
Poder acabó venciendo todos los obstáculos.

176
El pacto del FP reflejaba un programa “ mínimo” que era moderado, a
desarrollar por un gobierno de republicanos de izquierda con apoyo de la
izquierda obrera (volviendo al espíritu reformista de 1931­33), que se
basaba en una amnistía general, la reforma del Tribunal de Garantías
Constitucionales y la continuación de la legislación reformista del primer
bienio (reforma agraria, estatuto catalán, ampliación de la enseñanza
primaria y secundaria y la modificación de las leyes municipal, provincial y
de orden público).
La candidatura rival, la derechista, era el Frente
Nacional. La unión de las derechas se efectuó en un
ambiente de gran confusión, que se reflejaba en la
ausencia de un comité coordinador nacional (algo que sí
puso en práctica el Frente Popular) para preparar la
contienda electoral. Se formó un Frente Nacional
antirrepublicano en torno a la CEDA que englobaba
también a los monárquicos, republicanos
derechistas ­agrarios y republicanos conservadores­ y
radicales. No obstante, entre éstos últimos hubo bastantes disidencias por
no aceptar esta alianza, de modo que, en algunas provincias, los radicales
presentaron candidaturas independientes. La aparente paradoja de la unión
de monárquicos y republicanos suscitó numerosas críticas de sus
contrincantes políticos. Quedaron fuera de esta unión de derechas los
falangistas y los tradicionalistas. Ante este conglomerado de fuerzas
dispares, recurrieron a pactos provinciales y renunciaron a una coalición
postelectoral y a un programa común que no fuera la denuncia del peligro
revolucionario.

4.8. DEL GOBI ERNO DEL FRENTE P OP ULAR A LA I NSURRECCI ÓN


M I LI TAR (1936)
a) La victoria electoral del Frente P opular
La campaña fue intensa aunque con pocos incidentes
importantes. Las derechas no publicaron ningún manifiesto electoral, pero
utilizaron propaganda abundante y su discurso fue el más extremista. No
obstante, en los mensajes de sus líderes hubo matices; mientras Gil Robles
recurría frecuentemente en sus discursos al miedo a la revolución, los
monárquicos se mostraban más reaccionarios y abogaban por el fin del
parlamentarismo y una salida dictatorial. Por su parte, el Frente Popular,
exceptuando algunas salidas de tono de Largo Caballero, empleó una
propaganda más moderada basada en el miedo al fascismo y en la defensa
de las instituciones democráticas. Por último, los centristas, que se
presentaban como la solución intermedia entre los extremos, solicitaban el
voto para llevar a cabo una tarea de pacificación y reconstrucción nacional.
La participación fue alta. Alrededor del 62% en la 1ª vuelta,
atribuible en parte al voto anarquista, que se había abstenido en 1933 y
que ahora apoyaba al Frente Popular. El triunfó (favorecido por la ley
electoral) correspondió al Frente P opular. Es complicada la atribución
de porcentajes o escaños y los diversos autores no se ponen de acuerdo a
la hora de atribuir unos porcentajes o escaños determinados a las tres
candidaturas principales. El problema principal es la dificultad para clasificar
al centro, que se movía entre alianzas con izquierdas o con derechas.

177
ELECCIONES LEGISLATIVAS DE 16 DE FEBRERO DE 1936
P artidos Escaños
Socialistas 99
CEDA 88
I zquierda Repub. 87
Unión Republicana 39
I zquierda Catalana 36
Comunistas 17
Centristas 16
Bloque Nacional 12
LLiga Catalana 12
Agrarios 11
Nacionalistas Vascos 10
Tradicionalistas 10
P rogresistas 6
Radicales 5
Republ. Conservadores 3
I ndepend. Derecha 3
Otros 19

Si consideramos válidos los datos que aporta GIL PECHARROMÁN, 278


escaños fueron a parar al Frente Popular (58,7%), 124 a las derechas
(26,2) y 51 al centro (10,7%). Por tanto, en comparación con los resultados
de 1933, se había producido un vuelvo espectacular en la representación
parlamentaria, si bien ello no se traducía en una diferencia abismal en el
número de sufragios. Respondía a las características del sistema electoral,
que, igual que benefició tres años antes a las derechas, hizo lo propio ahora
con el Frente Popular.
b) La formación del gobierno y la presidencia de la República
PRESIDENTES DEL GOBIERNO

FRENTE POPULAR

Manuel Azaña (16.02.1936­10.05.1936)

Santiago Casares Quiroga (10.05.1936­19.07.1936)

178
De momento, el Gobierno frentepopulista, presidido
por Azaña, estaba compuesto sólo por republicanos
(apoyado por fuerzas obreras) y su programa
consistía una vuelta a una política reformista de
amplio calado.
Tras constituirse las Cortes el 3 de abril, los
diputados izquierdistas se apresuraron a proceder a un
relevo presidencial. Alcalá Zamora se les presentaba
como un Presidente que tendía a inmiscuirse demasiado
en las labores de gobierno y poco afín con la nueva mayoría parlamentaria.
Como la Constitución establecía un acuerdo de 3/5 de los diputados, se
presentaba un obstáculo casi insalvable para llevarlo a cabo, según la
composición existente en la Cámara en aquellos momentos. Hubo de
recurrirse a un artificio jurídico, declarar que había disuelto dos veces las
Cortes y que la última no había sido necesaria, lo
cual, según el artículo 81 de la Carta Magna,
conducía a una destitución inmediata del
Presidente. El 7 de abril fue destituido Alcalá
Zamora, en lo que sin duda constituyó uno de los
mayores desaciertos del Frente Popular. Fue una
maniobra propuesta por Prieto para que Azaña
fuera nombrado P residente de la República y
él presidiera el Gobierno, pero el sector caballerista
se negó y tuvo que renunciar. Aunque Azaña pasó
a presidir la República y, con ello, quedó limitado en su capacidad de
actuación. El nuevo presidente del Gobierno era un colaborador cercano a
él pero de mucha menor talla, Casares Quiroga.
c) La reactivación de las reformas y la polarización social
La política reformista del Gobierno del Frente Popular disgustó a las clases
adineradas, a un sector del Ejército y a la Iglesia que desde un primer
momento consideraron la necesidad de acabar con aquél.
El clima de tensión que se vivió durante la primavera de 1936 (que en
ocasiones desembocó en enfrentamientos y muertes) fue la clara imagen de
una sociedad española dividida, donde los elementos intransigentes
desestabilizaban la situación, tanto desde la derecha como desde la izquierda.
Ahora bien, como se ha dicho, ni era un panorama muy diferente al de otros
países ni justificaba en sí mismo una ruptura inevitable.
Mientras los sindicatos querían acelerar las reformas, los socialistas
estaban inmersos en una lucha interna sobre la estrategia a seguir (la división
del socialismo, que impidió la opción prietista, era un elemento
desestabilizador). Por su parte, la derrota de la CEDA dejó a la derecha
legalista en retroceso, mientras Gil Robles mostraba una actitud ambigua y se
incrementaba la fuerza de la extrema derecha, ante la apuesta de la opinión
conservadora y católica hacia posiciones fascistas insurreccionales.
La alta conflictividad laboral entre patronal y sindicatos
provocó una escalada de huelgas (a veces secundadas por
UGT) y la radicalización de posturas, con la consiguiente
alteración del orden público. En el campo, la reanudación de la
reforma agraria llevó a algunos propietarios a la paralización

179
de las labores agrícolas; en algunos casos los jornaleros reaccionaron de
forma violenta y hubo muertos (ej. en Yeste, donde la guardia civil mató a
diecisiete campesinos que pretendían recoger madera en una finca particular).
La violencia generalizada condujo a atentados
de ambos signos, culminando con el asesinato del
teniente Castillo por sectores derechistas y de
Calvo Sotelo por izquierdistas. La tensión propició
el clima necesario para que un sector del ejército
(que llevaba planificando el golpe durante meses)
tuviese la excusa para poner fin a la República
mediante la sublevación.
d) Los preparativos del golpe
La historia de las conspiraciones e insurrecciones contra el régimen
republicano es tan vieja como el régimen mismo. Recordemos la que
protagonizó Sanjurjo el 10 de agosto de 1932. Pero no sólo el ejército
conspirata. La propensión de las derechas a operar por la vía extralegal se
acentuó tras la fallida revolución de octubre, tanto por parte de monárquicos,
como de carlistas y falangistas. A fines de 1935, hay contactos entre algunos
militares (Goded, Orgaz, Villegas, Fanjul, Ponte, Varela), tras el agotamiento
de la situación política de centro­derecha
En 1936, las opciones golpistas irán concretándose. Los primeros
contactos se habían iniciado antes de las elecciones de febrero, pero se
agilizaron a raíz del triunfo frentepopulista. Franco y Gil Robles
presionaron sin éxito a Portela para que suspendiera los resultados
electorales. Y entre febrero y abril, fracasan algunos planes de alzamiento
tras la retirada de algunos de sus principales instigadores. Pero la
situación cambió cuando, desde fines de abril de 1936, se puso al
frente de la planificación conspirativa Mola (gobernador militar de
Pamplona). Entre abril y junio, Mola montó un dispositivo militar de
sublevación simultánea en guarniciones con apoyo civil y paramilitar (el
elemento militar era director). Hasta una fase avanzada no se piensa en el
Ejército de África como pieza clave. Obtendrá el apoyo económico de algunos
monárquicos, hombres de negocios (como Juan March) o la Editorial Católica
(a través de Gil Robles). El jefe natural sería Sanjurjo, pero el director sería
Mola (a pesar de ciertas reticencias iniciales de algunos generales) por la
claridad de sus planes. Franco estaba informado pero se mantuvo más pasivo.
En junio, Mola completó la red de conjurados, determinó los cuadros de
mando y consiguió la adhesión definitiva de Queipo de Llano y Miguel
Cabanellas, además de concretar las actuaciones de la Marina y las fuerzas
de África así como la adhesión de carlistas y falangistas
La conflictividad subsiguiente y la violencia les otorgó más
argumentos y el asesinato del líder monárquico Calvo Sotelo el 14 de
julio sirvió para adelantar su inicio, pero Franco ya disponía del avión
(Dragon Rapide) desde el día 11. El 17 de julio se inició un golpe militar
en el Norte de África que se extendió el día 18 a la Península y acabó
provocando una sangrienta guerra civil de tres años, abriendo las
puertas a cuatro décadas de dictadura.
En definitiva, la conspiración de julio de 1936 fue la respuesta de unas
clases privilegiadas que vieron cuestionada su hegemonía político­social por

180
las moderadas transformaciones republicanas. El protagonismo indiscutible
correspondió a una facción del ejército (de la UME) y a sus conexiones con
algunos grupos de presión, partidos y colaboradores civiles. La connivencia
entre elementos civiles y militares era una constante en los levantamientos
militares en España, pero la principal novedad ahora es la planificación como
golpe simultáneo posibilitado por una extensa red de adhesiones (no como un
asalto puntual al centro neurálgico del poder).

4.9. LA HI STORI OGRAFÍ A Y LA GUERRA CI VI L: LA P OLÉM I CA


SOBRE SUS ORÍ GENES
a) La difícil explicación de los orígenes de la guerra
La tesis de los vencedores intentó, a posteriori, justificar su acción
basándose en un mito erróneo: “El alzamiento nacional resultaba inevitable
y surgió como razón suprema de un pueblo en riesgo de aniquilamiento,
anticipándose a la dictadura comunista que amenazaba de manera
inminente”. Pero, según J. ARÓSTEGUI, ni puede calificarse el
pronunciamiento de “alzamiento nacional”, ni era inevitable, ni había riesgo
de aniquilamiento (pues la violencia como umbral de la revolución no es
anterior a la conspiración, sino simultánea o posterior) ni había amenaza
inminente de dictadura comunista, sino la aplicación de un programa
“mínimo” del Frente Popular. Precisamente fue el fracaso global del golpe lo
que provocó la revolución.
El caso español (de tránsito de un régimen liberal a uno democrático, de
uno dominado por el capitalismo agrario a otro que intentaba sustentarse
en nuevas bases de dominación), aunque con raíces propias, tiene
conexiones con la problemática de otros países europeos del período. Pero
ningún país llegó al conflicto armado interno.
b) El conflicto bélico ("Guerra Civil española," Enciclopedia
Microsoft® Encarta® Online 2004. http://es.encarta.msn.com)

Desde el primer momento, el territorio nacional quedó dividido en


dos zonas en función del éxito que obtuvieron los militares sublevados.
Prácticamente se reproducía el mapa resultante de las elecciones de febrero
de 1936; salvo casos aislados, los militares triunfaron en aquellas provincias
donde fueron más votadas las candidaturas de derechas, mientras que
fracasaron en aquellas donde la victoria electoral correspondió al Frente
Popular. El “Alzamiento” (nombre dado por los rebeldes a su levantamiento
contra el gobierno constitucional republicano) comenzó el 17 de julio en la
ciudad norteafricana de Melilla. Las unidades militares destacadas en
Marruecos que no controlaba el gobierno republicano se hicieron pocas
horas después con Tetuán y Ceuta. El general Francisco Franco partió el día
18 desde las islas Canarias hacia Tetuán, en una avioneta privada (Dragon
Rapide). Ese mismo día se sublevaron los mandos militares de otras

181
divisiones peninsulares; sin embargo, el levantamiento fracasó en las
principales ciudades del país. Por otro lado, el 20 de julio de ese mismo
año, recién comenzada la sublevación, falleció en un accidente de aviación
el que había sido designado por los conspiradores jefe de la rebelión, el

general José Sanjurjo.

Desde el día 18, ni el gobierno ni los rebeldes controlaban la totalidad


del país. En un principio, la sublevación dejó en manos de los rebeldes
Galicia, Navarra, Álava, el oeste de Aragón, las islas Baleares (excepto
Menorca) y las Canarias, así como la zona del protectorado español sobre
Marruecos, buena parte del territorio de lo que hoy es la comunidad
autónoma de Castilla y León, casi toda la provincia de Cáceres y algunas
poblaciones de Andalucía. El gobierno republicano conservaba casi toda
Andalucía, el País Vasco (salvo Álava), Asturias (excepto la ciudad de
Oviedo) y Cataluña, así como la isla balear de Menorca y los territorios de
las actuales comunidades autónomas de Cantabria, Castilla­La Mancha,
Región de Murcia y la Comunidad Valenciana. Conforme avanzó la
contienda, el poder republicano perdió zonas que, desde finales de marzo
de 1939, pasaron íntegras a disposición del Ejército
franquista.

Pronto pudo comprobarse que el plan


conspirador había fracasado y que el pretendido
pronunciamiento decimonónico se convertiría en una
guerra larga y cruel de tres años. Durante este
trienio las operaciones militares permitieron
establecer un desarrollo cronológico, a partir del
paso del estrecho de Gibraltar por las tropas del Ejército de África
mandadas por el general Franco (julio­agosto de 1936), con tres fases
principales. La primera muestra la importancia que ambos bandos
otorgaron a la ocupación de M adrid, ciudad que, en consecuencia,

182
pronto fue motivo de asedio por las tropas insurrectas (dando lugar a la
conocida como batalla de Madrid). La estrategia de los sublevados, que
pretendía acceder a la capital desde el norte y desde el sur, fracasó. Una
acción importante en esta primera fase, que en seguida quedaría en el
elenco de “mitos” de la contienda, fue la liberación de los rebeldes
asediados en el Alcázar de Toledo (28 de septiembre de 1936), defendido
desde el 22 de julio por el coronel José Moscardó ante el acoso de las tropas
republicanas. Contando con las fuerzas de África, así como con la ayuda
alemana e italiana, Franco había avanzado previamente sobre Andalucía y
conseguido ocupar en agosto las plazas extremeñas de Mérida y Badajoz,
enlazando de esta manera con los sublevados del norte a lo largo de la

frontera portuguesa. Mola, a su vez, había logrado cortar la frontera


francesa al ocupar la ciudad
guipuzcoana de Irún a principios
de septiembre.

La segunda fase no
abandonó la marcha sobre
Madrid. Pero la batalla de

183
Guadalajara (finales de marzo de 1937) se saldó con el éxito republicano,
que tuvo presente el plan de ofensiva previsto por el general José Miaja
contra las tropas enviadas por Italia. Los alzados decidieron entonces
centrar sus principales operaciones en el norte. Con el apoyo decisivo
de la aviación integrada en la Legión Cóndor alemana, que realizó una
salvaje agresión a la localidad vizcaína de Guernica (26 de abril de 1937),
las tropas rebeldes rompieron las defensas de Bilbao (el llamado “cinturón
de hierro”) el 19 de junio de 1937, pocos días más tarde del fallecimiento
del general Mola en accidente de aviación. En agosto (un mes después de
obtener la victoria en la batalla de Brunete), esas mismas tropas entraron
en Santander y, en octubre, tomaron las ciudades asturianas de Gijón y
Avilés, con lo que los rebeldes completaban la última etapa de la ocupación
de la zona norte.

A partir de finales de 1937 comenzó la tercera fase. Los


republicanos, siguiendo los planes del general Vicente Rojo, conquistaron en
enero de 1938 Teruel, ciudad que no obstante perdieron al mes siguiente.
En julio de ese año comenzó la dura y decisiva batalla del Ebro, en la que
la derrota del Ejército republicano (noviembre de 1938) dejó despejada
la ruta para el avance de los sublevados hacia Cataluña. En los últimos días
de enero de 1939, las tropas franquistas se instalaron en Barcelona, para
avanzar en fechas sucesivas hacia la frontera francesa y ocupar los pasos
desde Puigcerdá hasta Portbou (Girona). La ofensiva final (febrero­
marzo de 1939) tuvo por objeto quebrantar las posiciones republicanas
todavía pendientes, situadas en la zona centro y en el sur peninsular. A
principios de marzo de ese año fracasó el criterio de mantener la
resistencia defendido por el presidente del gobierno republicano, Juan
Negrín, debido a la creación en Madrid del Consejo Nacional de Defensa.
Este organismo, que encabezó el jefe del Ejército del Centro, el coronel
Segismundo Casado, destituyó a Negrín (golpe de Casado) y procuró
alcanzar una paz honrosa con el gobierno franquista de Burgos después
de hacerse con el control de Madrid mediante un cruento enfrentamiento
entre las propias tropas republicanas. Sin embargo, no prosperaron sus
gestiones encaminadas a lograr una paz acordada. Las tropas franquistas
entraron en Madrid el 28 de marzo. Tres días más tarde, el gobierno
republicano perdió las últimas plazas todavía fieles. El 1 de abril la guerra
había terminado, no así las represalias.

c) ¿Antesala de la Guerra M undial?. La internacionalización de la


guerra de España
Ya en su momento se interpretó la guerra civil como el primer acto de la
guerra mundial. Se enfrentaban las mismas fuerzas que disputaban la
hegemonía a escala internacional y estaba en juego el futuro de la
democracia parlamentaria. Ahora bien, se puede concluir que el influjo
exterior en la guerra fue mayor que el de ésta sobre la situación
internacional.
Por desgracia, el mundo se preocupó más de aislar un conflicto que
podía extenderse y esto resultó una farsa. La política internacional de no
intervención se basaba en un doble miedo: a potenciar los fascismos y a
la expansión bolchevique. Francia pasó del apoyo inicial a la República a la
promoción del acuerdo de no intervención, que aceptó Gran Bretaña el 4 de

184
agosto y al que se adhirieron con recelo poco después Alemania, Italia y
URSS y veinte países más. El 9 de septiembre de 1936 se celebró la
primera reunión del Comité de No Intervención (presidido por lord
Plymouth). El resultado no fue el esperado, pues no evitó la presencia
notable de la intervención extranjera y favoreció el triunfo de la rebelión en
España fascistas.
La ayuda al bando rebelde se dio desde el primer momento. El 25 de
julio, Mussolini concedió su ayuda a Franco y al día siguiente lo hizo Hitler.
Los rebeldes gozaron de un trato privilegiado en relación a la ayuda
económica (500 millones de dólares procedentes de Alemania e Italia,
además de créditos de compras de USA y de préstamos de bancos ingleses
y particulares), de infraestructura y de soldados. Y sin la inmediata ayuda
de potencias fascistas, los rebeldes no podrían haber pasado el Estrecho,
que resultó vital para la evolución posterior.
La política de no intervención obligó al gobierno republicano a recurrir
a las reservas del Banco de España. La intervención
soviética (desde octubre de 1936) contribuyó a evitar el
desplome de la República: se ha cuantificado su ayuda (el
llamado “oro de Moscú”) en unos 500 millones de dólares
para pago del armamento. A
ello hay que sumar los 200
millones de dólares de Francia,
parte del cual no se gastó y lo
devolvió a Franco. La
intervención de las Brigadas I nternacionales
no fue suficiente para compensar las deficiencias
del Ejército republicano que, por otra parte, acusó
desde el primer momento la falta de experiencia
militar y de mandos cualificados.
En total, los gastos de guerra se estimaron en unos 1.400 millones de
dólares, de los cuales, unos 715 corresponderían a la zona republicana.
Los acuerdos de M unich (septiembre 1938) relegaron a un
segundo plano del conflicto español. Desde entonces, la disminución de
la ayuda soviética y la potencia franquista en la batalla del Ebro hicieron
que la suerte internacional de la República estuviera echada. Si desde el 18
de noviembre de 1936 había sido reconocido el régimen de Franco por las
potencias fascistas, desde mayo de 1938 se inició una carrera para
reconocerlo por parte de las potencias democráticas.

4.10. LA ESP AÑA REP UBLI CANA


a) La respuesta popular, violencia y estallido de la revolución.
La sublevación fue la que produjo en España el más serio intento
de crear un poder revolucionario en la historia de España
contemporánea desde Napoleón. Entre julio y octubre de 1936
convivieron dos poderes: la legalidad preexistente y la respuesta de
sectores populares.
El Gobierno presidido por Casares Quiroga dimitió al negarse a repartir
armas al pueblo. Lo sustituyó José Giral (de Izquierda Republicana) entre
julio y septiembre, que hubo de entregar armas a las organizaciones

185
obreras y provocó un proceso de transformación de las estructuras del
Estado.
El inicio de la guerra desencadenó la
lucha de clases. En la zona republicana, la
acción represiva se centró sobre los
implicados en la rebelión, destacados
militantes derechistas (Falange,
CEDA...), latifundistas o caciques y el
clero. La violencia se ejerció contra las
personas consideradas reaccionarias y
antirrepublicanas, generalizándose el
terror en los primeros meses. La escasez de fuerzas de seguridad, dio un
especial protagonismo a los grupos de milicianos quienes detenían o
ajusticiaban a personas sospechosas de colaborar con la rebelión o por ser de
ideología derechista. Especial significado fue la brutal
represión contra el clero: MONTERO proporciona la
cifra de 6.832 clérigos muertos (de ellos 4.184
sacerdotes, 2.365 frailes y 283 monjas), que suponían
el 13% de los sacerdotes seculares y 23% de los
regulares.
Después de los primeros meses, la violencia
callejera tendió a desaparecer en la zona republicana al
lograr el Gobierno encauzarla, dando protagonismo al
pueblo en la aplicación de la justicia popular a través de
los Tribunales P opulares que se desglosaron en tres
tipos: Tribunales Especiales Populares, Jurados de Urgencia y Tribunales
Especiales de Guardia. Los primeros se ocuparon de los delitos de rebelión,
sedición, espionaje y militares.
Finalmente es preciso hacer referencia a las depuraciones realizadas en los
centros de trabajo, especialmente en la administración, con la pérdida del
empleo. Los considerados desafectos al régimen fueron apartados de su cargo
como sucedió en los ayuntamientos, diputaciones, centros de enseñanza, etc.
b) El poder republicano, de Largo Caballero a Negrín
PRESIDENTES DEL GOBIERNO DE LA
REPÚBLICA.

GUERRA CIVIL
J osé Giral y Pereira (19.07.1936­04.09.1936)

Francisco Largo Caballero (04.09.1936­


18.05.1937)

J uan Negrín (18.05.1937­03.1939)

186
Desde septiembre de 1936
hasta mayo de 1937, Largo
Caballero presidió un gobierno
de concentración en un intento de
detener o encauzar el proceso
revolucionario y recomponer la
legalidad del Estado a base de
incluir todas las fuerzas del
Frente Popular (PSOE, PCE,
republicanos) e incluso
anarquistas. En noviembre de
1936, ante el asedio a la capital
de España, el Gobierno se
trasladó a Valencia.
Pero los sucesos del 17 de mayo de 1937 en Barcelona (que acabaron
liquidando al POUM y redujeron la capacidad de la CNT catalana) entre
anarquistas y poumistas, por una parte, y comunistas y republicanos, por
otro, provocaron la caída de Largo Caballero y la formación (entre mayo
1937 y marzo 1939) del Gobierno Negrín, que excluyó a los anarquistas
mientras ganaba peso el PCE conforme se hacía más necesaria la ayuda
soviética.
c) La organización de la producción
La guerra introdujo importantes cambios en la organización de la
producción, sobre todo en el campo republicano. La resistencia civil y
militar a la sublevación dio un protagonismo sin precedentes a las
organizaciones sindicales y de izquierdas, que impulsaron proyectos de
cambio social basados nuevas formas organizativas de la
producción más acordes con el ideal revolucionario del sindicalismo de
clase.
Entre julio de 1936 y 1938, tanto CNT como UGT favorecieron las
colectivizaciones agrarias en Aragón, Cataluña y Comunidad Valenciana
y, en menor medida, Andalucía y Castilla, mediante un proceso de
socialización de la tierra y de transferencia de la titularidad a los nuevos
poderes locales, encargados de la producción y la comercialización de los
productos. Hubo también colectivizaciones importantes en la industria
(fundamentalmente, la vasca, valenciana y catalana).
De todos modos, se aprecia una disparidad de criterios al respecto entre
comunistas cenetistas. Si para éstos últimos, había que anteponer la
revolución social a la estrategia militar (porque era imprescindible para
ganar la guerra), los comunistas privilegiaron la victoria militar a la
revolución social, porque sin disciplina no era posible vencer una guerra que
se había complicado desde el principio al Gobierno de la República.
d) El exilio y el drama de la derrota
Para eludir la represión había una dolorosa
alternativa, que pasaba por hacer las maletas y
huir (solos o con la compañía familiar) hacia lo
desconocido, dejando atrás su país, sus raíces e
identidad, así como sus pertenencias, con la única
esperanza de salvar la vida. Reaparecía así el

187
fantasma del exilio, con numerosos precedentes en la España moderna y
contemporánea, aunque en ningún caso llegó a los niveles tan profundos
y duraderos anteriormente como el exilio republicano de 1939: cerca
de medio millón de españoles huyeron a Francia, entre quienes se incluían
gran cantidad de mujeres y niños así como la “flor y nata” de la
intelectualidad española (que había protagonizado poco antes la floreciente
“Edad de Plata” de la cultura española).
Pero el exilio había comenzado ya antes de acabar la guerra. Los
primeros salieron al tomar los mal llamados “nacionales” la zona Norte. La
segunda oleada tuvo lugar tras la caída de Cataluña. Los últimos que
abandonaron el país lo hicieron nada más terminar el conflicto, con destino
al Norte de África desde Alicante.
Los exiliados en Francia fueron mal acogidos por un gobierno de
centro­derecha (que los señalaba como “rojos”) y por una opinión pública
en gran parte xenófoba. Su destino pasó por refugios y albergues cuando
no por campos de concentración. La penosa situación llevó al regreso de
casi la mitad de los mismos en los meses siguientes (tras las negociaciones
de los gobiernos de ambos países). Los que permanecieron allí se
beneficiaron, de alguna manera, de los restos de esa tradición francesa que
amparaba el derecho de asilo. El estallido de la II Guerra Mundial llevó a
algunos a tomar las armas. Al cabo de unos meses, sus destinos, aunque
variados, no eran halagüeños: unos habían sido expulsados a España por
Pétain, otros habían encontrado la muerte en el campo de batalla, otros
engrosaron la Resistencia y otros estaban recluidos en campos de
concentración alemanes (ej. el de Mauthausen).
Algunos miles de ellos, gracias a las gestiones del presidente mejicano,
Lázaro Cárdenas, pudieron re­emigrar a México (verano de 1940),
completando así un contingente de exiliados que había comenzado antes
por la buena disposición que Cárdenas había mostrado desde el principio de
la guerra con el Gobierno legítimo de la República. Aunque pedía
fundamentalmente agricultores, México se convirtió en un centro receptor
de exiliados cualificados (militares, médicos, maestros, ingenieros,
abogados, profesores universitarios) que jugaron un papel importante en la
vida intelectual mexicana (con aportaciones tan brillantes como la creación
del Colegio de México o la editorial Fondo de Cultura Económica) y que se
integraron rápidamente en su sociedad (nacionalizándose la mayor parte
durante los años cuarenta) y en su cultura, que contribuyeron a enriquecer
y que, a la vez, sirvió para reorientar sus actividades. Junto a México, otros
países hispanoamericanos fueron receptores de exiliados españoles,
entre los que destaca: Argentina (donde llegó un reducido número, la
mayoría intelectuales) o Chile (gracias a los esfuerzos de Neruda acogió a
un contingente de obreros españoles).
Dispersos en varios países europeos (fundamentalmente Francia y un
número reducido de comunistas en la URSS), Norte de África e
Hispanoamérica, quienes partieron al exilio iban con la idea de
provisionalidad y no pensaban que duraría casi cuatro décadas y, mucho
menos, que buena parte de ellos no regresarían jamás.
Junto a esta desgracia de los vencidos y exiliados hay que sumar la
discordia en sus filas, que continuaba la producida en su seno durante la

188
misma contienda entre comunistas, libertarios o socialistas, entre
negrinistas y antinegrinistas.
Las consecuencias del exilio fueron desastrosas para la cultura
española, que sufrió una merma casi irrecuperable. Pero la labor del exilio
contribuyó a difundir la tradición cultural española por el mundo en unos
momentos en que nuestro país estaba encerrado sobre sí mismo, como
consecuencia de una dictadura impuesta por los vencedores que convirtió
en un “erial” (en palabras de Gregorio Morán) el ámbito de la cultura
española.
Por otro lado, la otra alternativa para evitar la cárcel o la tumba era la
resistencia armada. Pese al triunfo de los rebeldes en la guerra, algunos
españoles no se resignaron y continuaron la lucha a través de los
movimientos guerrilleros. La guerrilla es una forma típica de lucha en la
España contemporánea. fueron llamados terroristas, bandoleros o rojos por
sus enemigos, héroes por sus partidarios, huidos (en la inmediata
posguerra) o maquis (término que se importa desde Francia y se extiende
en los años setenta.
La mayor incidencia del maquis se dio entre 1946­49, coincidiendo con los
años de mayor aislamiento internacional del franquismo. Los guerrilleros
formaban una jerarquía castrense y contaban con el PCE (sobre todo, como
partido e ideología, aunque no exclusivamente), hasta que en 1948 abandonó
la táctica de la guerrilla. Como luchaban también por la supervivencia en el
monte, eran tomados por bandoleros. Sobre la población causaba un fuerte
impacto la política de orden público y la demagogia de los aparatos de
propaganda fascistas que ensalzaban noticias.
En la memoria colectiva pesó más el recuerdo, el miedo y las
represalias: como resultado, el desmantelamiento de la guerrilla se dio a
principios de la década de 1950 iniciándose así una larga historia de
“aceptación” pasiva de la dictadura.

4.11. LA ESP AÑA REBELDE


a) La represión franquista
Apoyándose legalmente en la ley de Responsabilidades Políticas (1939),
la ley de Represión de la Masonería y el Comunismo (1940) y la ley de
Seguridad del Estado (1941), la dictadura surgida de la sublevación del 18
de julio se propuso dos objetivos inmediatos: 1) modificar el aparato del
Estado y la legislación a favor de los grupos que habían apoyado el
levantamiento; y 2) aniquilar toda oposición interior para evitar la repetición
de la experiencia republicana, tan traumática para los intereses de los
grupos anteriores.
La represión (durante la guerra civil y en los primeros años de
posguerra) fue fundamental para la consolidación de la dictadura.
Su tipología abarca desde los paseos a los Consejos de guerra colectivos y
sumarísimos sin garantías procesales ni acceso a defensa.
Las características de la represión franquista se pueden sintetizar en
las siguientes: globalidad (pues alcanzó todos los niveles de la vida pública
y privada, desarrolló una maquinaria implacable para anular cualquier
resistencia y afectó también a los familiares, aunque, en ocasiones, fue

189
también selectiva; brutalidad, ferocidad y represión sistemática; y
también fueron frecuentes las arbitrariedades y delaciones.
La represión se combinó con una política económica intervencionista y
autárquica que actuó como un elemento más de la dialéctica represora. La
pérdida de libertades individuales y colectivas se combinó también con la
abolición de los estatutos de autonomía en las nacionalidades históricas y
de la utilización de sus lenguas (catalán, euskera) y de la cultura catalana
o vasca.
Es complejo calcular exactamente las víctimas. Alrededor de 30.000
ejecutados tras la guerra y tres veces más si incluimos los fusilamientos
durante la guerra en la zona nacional. En campos de concentración, llegó a
haber 250.000 presos en 1939. También hubo trabajos forzados (cuyo
paradigma fue la construcción del Valle de los Caídos). . Fueron obligados a
repetir el servicio militar los combatientes republicanos. Y, por último, se
aplicó una depuración de funcionarios, maestros (7.000), profesores de
universidad, etc. Los hijos de los “rojos” no podían estudiar y a sus mujeres
se le rapaba la cabeza
b) La configuración del Nuevo Estado
Fue el segundo gran objetivo inmediato de la dictadura. Se
justificaba en función de los intereses de los grupos que habían apoyado la
sublevación y para garantizar Franco su permanencia en el poder.
Desde el inicio de la sublevación, el poder dictatorial de los
militares, planteó algunos problemas internos, debido al conglomerado
de fuerzas y planteamientos diferentes: directorio militar transitorio (Mola);
corporativistas; monárquicos; carlistas...
Entre julio­septiembre de 1936, funcionó la Junta de
Defensa Nacional (Burgos), presidida por el general
Cabanellas. Pero el 1 octubre de 1936, la Junta de Defensa
Nacional nombra a Franco Jefe del Gobierno del Estado y
Generalísimo de los Ejércitos, ejerciendo, pues, como
mandatario supremo, el poder militar y político de manera
dictatorial e iniciando el proceso de estructuración del Nuevo Estado. Franco
nombró una Junta Técnica del Estado, de civiles y militares, a modo de
Gobierno.
En su ascenso a la jefatura de los sublevados, Franco se benefició de la
muerte en accidente de aviación de Sanjurjo y adquirió un papel
protagonista al decidir acudir a la salvación de los defensores del Alcázar de
Toledo en lugar de continuar a Madrid desde Talavera. Esa maniobra sirvió
para alargar la guerra y darle un respiro a los defensores de la capital, pero
le proporcionó unos enormes réditos propagandísticos. Y la muerte en otro
accidente de aviación de Mola en la primavera de 1937 lo dejó sin su otro
gran rival.
Las principales características del Nuevo Estado eran
acabar con el alma vieja del XIX (liberalismo, masonería,
materialismo) al que se contraponía el siglo XVI (imperial,
heroico, castellano, caballeresco, etc.) así como la existencia
de una administración totalitaria basada en una ideología
oficial (nacionalsindicalismo), un partido único y un caudillo

190
que concentra todos los poderes del Estado y las Fuerzas Armadas.
Para solucionar conflictos ideológicos y dar contenido al nuevo régimen,
llevó a cabo la unificación política de falangistas y carlistas creando el 19 de
abril de 1937 un partido único, la Falange Española Tradicionalista de
las J ONS, cuya jefatura recaía en el propio Franco (caudillo); fue el
pretexto ideológico para cimentar un poder personal absoluto basado en el
ejército y representativo de los intereses de la oligarquía agraria, financiera
e industrial. La vertebración jurídica del nuevo régimen se completó
con el Fuero del Trabajo (marzo de 938), que reflejaba lo esencial de los
principios sociales del régimen, la Ley de prensa (1938), que instaura la
censura en los medios de comunicación, y la Ley de responsabilidades
políticas (1939), que institucionalizó la depuración de funcionarios
públicos, de partidos y agrupaciones antifranquistas.
Por último, el ejército se convirtió en el valedor del régimen
cuando Franco asumió todos los poderes, mediante sucesivas
maniobras y decretos. Suprimió la Junta de Defensa Nacional, llevó a cabo
una política de ascensos restringida y controlada, promocionando a los
africanistas de la generación de Franco, depuró el ejército, reorganizó la
Guardia Civil y militarizó la administración civil. Todo ello culminó con la
reforma del Ejército en agosto de 1939 (lo redujo en una tercera parte
y disciplinó a los militares para que acataran cualquier decisión superior),
para garantizarse la total sumisión del pilar del nuevo régimen y
convirtiéndolo en una sólida plataforma de poder, muy fiel a su persona y a
los ideales militares de la guerra.
c) Organización de la producción
A diferencia de la zona republicana, en las provincias controladas por los
sublevados, no hubo grandes cambios en este ámbito sino más bien una
vuelta a la situación prerrepublicana, tras anular la legislación republicana.
El intervensionismo en la industria la supeditó a las necesidades del
poder político­militar. Aquí afloró progresivamente el protagonismo de
grupos y clases privilegiadas por la insurrección. Y, mediante el Fuero del
Trabajo, se castigaban los actos individuales o colectivos que impidieran la
producción normal y se consagraba la iniciativa privada.
c) La I glesia legitimadora: la guerra como “ Cruzada”
Aunque no hay pruebas de la colaboración de la Iglesia española
(más allá de posturas individuales) en la conspiración, tanto la
jerarquía como la gran mayoría de los católicos se mostraron
partidarios de los sublevados. La brutal represión contra la Iglesia en la
zona gubernamental les dio aún más argumentos. Por su parte, los
conspiradores (que no habían tenido el aspecto religioso en su mente
al principio), una vez fracasado su proyecto inicial de una victoria
rápida, utilizaron la religión como bandera para legitimar sus
intereses.
Aunque se había sostenido que la toma de postura de la Iglesia
había sido posterior a la represión, ÁLVAREZ BOLADO ha demostrado que
más de una decena de obispos tomaron postura a favor de los sublevados
desde el primer momento e incluso se mostraron contrarios a cualquier
negociación, con el fin de que la guerra significara la recristianización de

191
España.
El término Cruzada, empleado por primera
vez por el arzobispo de Santiago, Tomás Muñiz,
tomó carta de naturaleza en la pastoral Las dos
Ciudades del obispo de Salamanca (y futuro
arzobispo de Toledo tras la muerte de Gomá),
Enrique Plá i Deniel, fechada el 30 de
septiembre de 1936. Aunque no se mencionaba
expresamente en él, el espíritu de Cruzada
estaba presente en otro documento eclesiástico,
el de mayor difusión, la Carta Colectiva del Episcopado español (julio de
1937), de gran repercusión internacional; ésta significaba una especie de
declaración de guerra contra la República, a la vez que mostraba la práctica
unanimidad del apoyo de la jerarquía al bando franquista, comprometiendo
a la Iglesia definitivamente con los vencedores y poniendo las bases del
nacionalcatolicismo.
Por su parte, la actitud del Vaticano fue considerada tibia por la
jerarquía, el clero y los fieles españoles. Aunque apoyaba relativamente al
bando franquista desde septiembre de 1936 (tras conocer la represión
contra el clero) y reconoció su régimen en 1937, sus relaciones no
estuvieron exentas de recelos. Roma no compartía la idea de Cruzada,
debido a la expulsión de Múgica por las autoridades franquistas y al
fusilamiento de más de una docena de sacerdotes vascos por las tropas
franquistas. Este hecho ponía en evidencia que las creencias religiosas eran
un mero instrumento en manos de los sublevados, a los que no les
importaba asesinar a unos sacerdotes partidarios de una República que les
concedió un autogobierno..
No obstante, ni todos los católicos estuvieron en el bando vencedor
ni todos los que se mantuvieron fieles a la República eran
anticatólicos. Grandes generales republicanos como Miaja y Rojo eran
católicos. Por otro lado, la actitud de muchos creyentes vascos o catalanes y
de algunas personalidades como Ossorio y Gallardo demuestra que se podía
estar en el otro bando (o no estar en ninguno y defender una paz negociada)
y mantener sus creencias. La presencia de Manuel de Irujo, un político
católico, perteneciente al sector nacionalista vasco más moderno, (Margenat,
1986), que se guió durante su estancia en los gabinetes de Largo Caballero
(ministro sin cartera) y de Negrín (ministro de Justicia de mayo a diciembre
de 1937 y sin cartera de enero a agosto de 1938) por sus convicciones
religiosas, supuso el intento de poner en marcha una tenue política religiosa
que, pese a contar con la incomprensión de sus colegas, anticipó en varias
décadas la reconciliación entre cristianos y democracia. Tanto Irujo como el
primer lehendakari, Aguirre, otorgaron una consideración social a la guerra y
éste último, llegó asumió su cargo en octubre de 1936 jurando ante “la hostia
consagrada” fidelidad a la fe católica y a Euskadi.
Otros católicos se situaron en una postura crítica contra ambos
bandos y apostaron por la negociación. En este sentido destaca la figura de
Vidal i Barraquer. De fuertes sentimientos nacionalistas, el arzobispo de la
diócesis tarraconense, se había enfrentado a las disposiciones anticatalanistas
en política religiosa de Primo de Rivera, había representado durante la II
República un talante abierto y dialogante (aunque sus ideas teológicas no

192
fueran demasiado avanzadas), se había opuesto a la Carta Colectiva del
Episcopado y, en una posición similar a la del francés Maritain, abogó por una
gestión mediadora para concluir la guerra y evitar más sufrimientos,
demostrando una sensibilidad cristiana más firme que la de otros obispos. La
consecuencia fue, desgraciadamente, la incomprensión tanto de los
republicanos como de los franquistas, y pagó con el exilio esta actitud
pacificadora.

193
Textos y carteles para el comentario
Ortega y Gasset publica el artículo que se hará famoso por la
« Delenda est Monarchia»
EL ERROR BERENGUER
No, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de
historia de España se encuentre un capítulo con el mismo título que
este artículo. El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habrá
advertido que en esa expresión el señor Berenguer no es el sujeto del
error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Berenguer, sino
más bien lo contrario ­que Berenguer es del error, que Berenguer es
un error­. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros
toda una porción de España, aunque, a mi juicio, no muy grande. Por
ello trasciende ese error los límites de la equivocación individual y
quedará inscrito en la historia de nuestro país.
Estos párrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos
posibles, en qué consiste desliz tan importante, tan histórico.
Para esto necesitamos proceder magnánimamente,
acomodando el aparato ocular a lo esencial y cuantioso, retrayendo la
vista de toda cuestión personal y de detalle. Por eso, yo voy a
suponer aquí que ni el presidente del gobierno ni ninguno de sus
ministros han cometido error alguno en su actuación concreta y
particular. Después de todo, no está esto muy lejos de la pura
verdad. Esos hombres no habrán hecho ninguna cosa positiva de
grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas
indiscreciones. Algunos de ellos han hecho más. El señor Tormo, por
ejemplo, ha conseguido lo que parecía imposible: que a estas fechas
la situación estudiantil no se haya convertido en un conflicto grave.
Es mucho menos fácil de lo que la gente puede suponer que exista,
rebus sic stantibus, y dentro del régimen actual, otra persona, sea
cual fuere, que hubiera podido lograr tan inverosímil cosa. Las
llamadas «derechas» no se lo agradecen porque la especie humana
es demasiado estúpida para agradecer que alguien le evite una
enfermedad. Es preciso que la enfermedad llegue, que el ciudadano
se retuerza de dolor y de angustia: entonces siente «generosamente»
exquisita gratitud hacia quien le quita le enfermedad que le ha
martirizado. Pero así, en seco, sin martirio previo, el hombre, sobre
todo el feliz hombre de la «derecha», es profundamente ingrato.
Es probable también que la labor del señor Wais para retener la
ruina de la moneda merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo
ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior, porque
entiendo muy poco de materias económicas, y eso poquísimo que
entiendo me hace disentir de la opinión general, que concede tanta
importancia al problema de nuestro cambio. Creo que, por desgracia,
no es la moneda lo que constituye el problema verdaderamente
grave, catastrófico y sustancial de la economía española ­nótese bien,

194
de la española­. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario y
que el Sr. Wals ha sido el Cid de la peseta. Tanto mejor para España,
y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores
haya cometido este Gobierno, tanto mejor se verá el error que es.
Un Gobierno es, ante todo, la política que viene a presentar. En
nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Se
reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido el señor Berenguer. La
política de este Gobierno consiste en cumplir la resolución adoptada
por la Corona de volver a la normalidad por los medios normales.
Aunque la cosa es clara como «¡buenos días!», conviene que el lector
se fije. El fin de la política es la normalidad. Sus medios son... los
normales.
Yo no recuerdo haber oído hablar nunca de una política más
sencilla que ésta. Esta vez, el Poder público, el Régimen, se ha
hartado de ser sencillo.
Bien. Pero ¿a qué hechos, a qué situación de la vida pública
responde el Régimen con una política tan simple y unicelular? ¡Ah!,
eso todos lo sabemos. La situación histórica a que tal política
responde era también muy sencilla. Era ésta: España, una nación de
sobre veinte millones de habitantes, que venía ya de antiguo
arrastrando una existencia política bastante poco normal, ha sufrido
durante siete años un régimen de absoluta anormalidad en el Poder
público, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie,
así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni
fuera de España, ni en este ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda
muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el
hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya
ocupado en hacer notar a los españoles minuciosamente y con
pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero
sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un
régimen de Poder público como el que ha sido de hecho nuestra
Dictadura en todo al ámbito de la historia, incluyendo los pueblos
salvajes. Sólo el que tiene una idea completamente errónea de lo que
son los pueblos salvajes puede ignorar que la situación de derecho
público en que hemos vivido es más salvaje todavía, y no sólo es
anormal con respecto a España y al siglo XX, sino que posee el rango
de una insólita anormalidad en la historia humana. Hay quien cree
poder controvertir esto sin más que hacer constar el hecho de que la
Dictadura no ha matado; pero eso, precisamente eso ­creer que el
derecho se reduce a no asesinar­, es una idea del derecho inferior a
la que han solido tener los pueblos salvajes.
La Dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no
sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya
establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la
órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo
brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado

195
con mandar a pleno y frenético arbitrio, «sino que aún le ha sobrado
holgura de Poder para insultar líricamente a personas y cosas
colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en que la
Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón. Esa mano ha
hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma
mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo género de
opiniones estultísimas, hasta sobre la literatura que los poetas
españoles. Claro que esto último no es de importancia sustantiva,
entre otras cosas porque a los poetas los traían sin cuidado las
opiniones literarias de los dictadores y sus criados; pero lo cito
precisamente como un colmo para que conste y recuerde y simbolice
la abracadabrante y sin par situación por que hemos pasado. Yo
ahora no pretendo agitar la opinión, sino, al contrario, definir y
razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar
aquí, con sus espeluznantes pelos y señales, los actos más graves de
la Dictadura. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo patético. Aspiro
hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un
mínimum de evidencia lo que la Dictadura fue. Hoy parece un cuento.
Yo necesitaba recordar que no es un cuento, sino que fue un hecho.
Y que a ese hecho responde el Régimen con el Gobierno
Berenguer, cuya política significa: volvamos tranquilamente a la
normalidad por los medios más normales, hagamos «como si» aquí
no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente
anormal.
Eso, eso es todo lo que el Régimen puede ofrecer, en este
momento tan difícil para Europa entera, a los veinte millones de
hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado,
pisoteado, envilecido y esquilmado durante siete años. Y, no
obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos
históricos de esos españoles y de esta España.
Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree
poderse contentar con ofrecer tan insolente ficción.
El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando
un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa,
por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos,
que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo
sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles,
que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general,
públicas, presentan una epidermis córnea. Como mi única misión en
esta vida es decir lo que creo verdad, ­y, por supuesto, desdecirme
tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación­,
no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas
por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues,
que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es
intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón
de más para que la Monarquía, responsable ante el Altísimo de

196
nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extenuado, hora por
hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política
persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión
lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la
Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles,
y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva
comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha
repetido más veces ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es
repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia
española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente
podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.
He aquí los motivos por los cuales el Régimen ha creído posible
también en esta ocasión superlativa responder, no más que
decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el
Gobierno Berenguer.
Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se
contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para
hacer olvidar a la amnesia celtíbera de los siete años de Dictadura.
Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre
las ideas sociológicas, nada equivocadas, que sobre España posee el
Régimen actual, está esa de que los españoles se compran con actas.
Por eso ha usado siempre los comicios ­función suprema y como
sacramental de la convivencia civil­ con instintos simonianos. Desde
que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado
otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios
nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen
castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable
educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que
arrellanarse en la indecencia nacional.
Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Berenguer. Al
cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que
nunca a olvidar la «gran vilt`» que fue la Dictadura. El Régimen sigue
solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre
hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas ­las
cuentas de vidrio perpetuas­, no han servido esta vez de nada. Al
contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de
España empieza ahora, precisamente ahora, y no hace diez meses.
España se toma siempre tiempo, el suyo.
Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la Dictadura
fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. No discutamos ahora
las causas de la Dictadura. Ya hablaremos de ellas otro día, porque,
en verdad, está aún hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el
razonamiento presentado antes la cuestión es indiferente.
Supongamos un instante que el advenimiento de la dictadura fue
inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo más mínimo el
hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y

197
monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa
dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó
obligado, razón de más para que al terminar se hubiese dicho: Hemos
padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la
unión civil de los españoles se ha roto. La continuidad de la historia
legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles:
reconstruid vuestro Estado!
Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa
situación, sino todo lo contrario. Quiere una vez más salir del paso,
como si los veinte millones de españoles estuviésemos ahí para que
él saliese del paso. Busca a alguien que se encargue de la ficción, que
realice la política del «aquí no ha pasado nada». Encuentra sólo un
general amnistiado.
Este es el error Berenguer de que la historia hablará.
Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el
Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada
revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos:
¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!
Delenda est Monarchia.­ José Ortega y Gasset.
(El Sol, 15 de noviembre de 1930).
http://www.arrakis.es/~corcus/republica/documentos/174.htm

PACTO DE SAN SEBASTIÁN

San Sebastián, 18 (10 m.).­ Ayer, a mediodía, acudieron al hotel de Londres


representantes de los distintos partidos republicanos españoles y después de almorzar se
reunieron en los locales de la Unión Republicana.

La reunión duró desde las cuatro hasta las cinco y media, y se distinguió por la
coincidencia fundamental en las cuestiones autonómicas, electoral y revolucionaria.

Al terminar, los reunidos se negaron a hacer manifestaciones concretas,


limitándose a referirse a la siguiente Nota oficiosa.

«En el domicilio social de Unión Republicana y bajo la presidencia de D.


Fernando Sansisin, se reunieron esta tarde don Alejandro Lerroux y don Manuel Azaña,
por la Alianza Republicana; don Marcelino Domingo, don Alvaro de Albornoz y don
Angel Galarza, por el partido republicano radical socialista; don Niceto Alcalá Zamora
y don Miguel Maura, por la derecha liberal republicana; don Manuel Carrasco
Formiguera, por la Acción Catalana; don Matías Mallol Bosch, por la Acción
Republicana de Cataluña; don Jaime Ayguadé, por el Estat Catalá, y don Santiago
Casares Quiroga, por la Federación Republicana Gallega, entidades que, juntamente con
el partido federal español ­el cual, en espera de acuerdos de su próximo Congreso, no
puede enviar ninguna delegación­, integran la totalidad de los elementos republicanos
del país.

198
»A esta reunión asistieron también, invitados con carácter personal, don Felipe
Sánchez Román, don Eduardo Ortega y Gasset y don Indalecio Prieto, no habiendo
podido concurrir don Gregorio Marañón, ausente en Francia, y de quien se leyó una
entusiástica carta de adhesión en respuesta a la indicación que con el mismo carácter se
le hizo.
»Examinada la actual situación política, todos los representantes concurrentes llegaron
en la exposición de sus peculiares puntos de vista a una perfecta coincidencia, la cual
quedó inequívocamente confirmada en la unanimidad con que se tomaron las diversas
resoluciones adoptadas.

»La misma absoluta unanimidad hubo al apreciar la conveniencia de gestionar


rápidamente y con ahinco la adhesión de las demás organizaciones políticas y obreras
que en el acto previo de hoy no estuvieron representadas para la finalidad concreta de
sumar su poderoso auxilio a la acción que sin desmayos pretenden emprender
conjuntamente las fuerzas adversas al actual régimen político.»

Otros pormenor es

San Sebastián, 18 (9 m.).­ A pesar de la reserva guardada por cuantos asistieron


a la reunión de las izquierdas, hemos podido obtener alguna ampliación a los puntos de
vista recogidos en la nota oficiosa facilitada a la Prensa.

El problema referente a Cataluña, que es el que más dificultades podía ofrecer


para llegar a un acuerdo unánime, quedó resuelto en el sentido de que los reunidos
aceptaban la presentación a unas Cortes Constituyentes de un estatuto redactado
libremente por Cataluña para regular su vida regional y sus relaciones con el Estado
español.

Este acuerdo se hizo extensivo a todas aquellas otras regiones que sientan la
necesidad de una vida autónoma.

En relación con este mismo problema se defendió en la reunión que los derechos
individuales deben ser estatuídos por las Cortes Constituyentes, para que no pueda darse
el caso de que la entrada en un régimen democrático supusiera un retroceso en las
libertades públicas.

Tanto para las Cortes Constituyentes como para la votación del estatuto por las
regiones se utilizará el sufragio universal.

Los reunidos se mostraron en absoluto de acuerdo en lo que se refiere a la acción


política solidaria.

(El Sol, 18 de agosto de 1930.)

http://www.arrakis.es/~corcus/republica/documentos/171.htm

DOCUM ENTO DE RENUNCI A DEL REY ALFONSO XI I I

199
«Las elecciones celebradas el domingo, me revelan claramente
que no tengo hoy el amor de mi pueblo. Mi conciencia dice que ese
desvío no será definitivo, porque procuré siempre servir a España,
puesto el único afán en el interés público, hasta en las más críticas
coyunturas.
»Un Rey puede equivocarse y, sin duda, erré yo alguna vez;
pero sé bien que nuestra patria se mostró en todo momento generosa
ante las culpas sin malicia.
»Soy el Rey de todos los españoles y, también, un español.
Hallaría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas, en
eficaz forcejeo con quienes las combaten. Pero, resueltamente, quiero
apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro, en
fratricida guerra civil. No renuncio a ninguno de mis derechos, porque
más que míos son depósito acumulado por la Historia, de cuya
custodia ha de pedirme, un día, cuenta rigurosa.
»Para (1) (espero a) conocer la auténtica y adecuada expresión
de la conciencia colectiva, encargo a un Gobierno que la consulte
convocando Cortes Constituyentes y, mientras habla la nación,
suspendo deliberadamente el ejercicio del poder real y me aparto de
España, reconociéndola así como única señora de sus destinos.
»También ahora creo cumplir el deber que me dicta mi amor a
la patria. Pido a Dios que tan hondo como yo lo sientan y lo cumplan
los demás españoles.»
(BERENGUER: De la Dictadura a la República, Madrid, 1946,
pág. 393.)
http://www.arrakis.es/~corcus/republica/documentos/213.htm

P ROCLAMACI ÓN DE LA REP ÚBLI CA EN M ADRI D


Ayer se proclamó la República en España. El pueblo se entregó a
manifestaciones delirantes de entusiasmo. ¡Viva España con honra y
sin Borbones!
El nuevo Gobierno de la República española
La composición del Gobierno provisional de la República, que, como
es sabido, está formado por los firmantes del manifiesto
revolucionario de diciembre, es la siguiente:
Presidencia: Niceto Alcalá Zamora.
Estado: Alejandro Lerroux.
Gracia y Justicia: Fernando de los Ríos.
Gobernación: Miguel Maura.
Hacienda: Indalecio Prieto.
Fomento: Alvaro de Albornoz.
Instrucción: Marcelino Domingo.
Ejército: Manuel Azaña.

200
Marina: Santiago Casares Quiroga.
Economía: Diego Martínez Barrios.
Trabajo: Francisco Largo Caballero.
(El Socialista, 15 de abril de 1931.)

http://www.arrakis.es/~corcus/republica/documentos/217.htm

DESÓRDENES ANTI M ONÁRQUI COS EN M ADRI D. QUEM A DE


CONVENTOS.
A la una de la madrugada del domingo recibió el ministro de la
Gobernación a los periodistas, a los que hizo el relato siguiente:
«Habían solicitado los de la Acción monárquica independiente
permiso para celebrar una reunión en su local social, que se les ha
concedido dentro de la ley. Nadie tenía noticia de que dicha reunión
se celebraba, y poco después de mediodía, un grupo de jóvenes salió
de dicho domicilio social dando gritos de «¡Viva el Rey!» y «Muera la
República!». Los mecánicos de los taxis que estaban frente a dicho
edificio gritaron «¡Viva la República!» y fueron agredidos por los
monárquicos. La gente se arremolinó y formó un grupo compacto,
que en protesta airada quiso asaltar el edifico. Se cerraron las
puertas y acudieron fuerzas de Seguridad. El grupo llegó a tener poco
más de mil personas, y poco después el ministro de la Gobernación
pasaba por el lugar del suceso y se enteraba de lo ocurrido
»Apenas llegado al ministerio de la Gobernación, dio las
órdenes necesarias para lograr estas dos cosas: que el local fuera
desalojado sin daño para las personas y que fueran detenidos los
responsables del tumulto, que con sus gritos subversivos habían
producido la excitación de los ciudadanos.
»Fueron desalojadas poco a poco las personas del local y
conducidas algunas a la Dirección General de Seguridad en un camión
de este centro. A las cinco de la tarde, el ministro de la Gobernación
volvió al lugar del suceso y dirigió la palabra a la muchedumbre,
rogándole que se retirase y que dejase a la Guardia Civil cumplir su
cometido de conducir a los últimos detenidos a la Dirección General
de Seguridad. La multitud permanecía estacionada en actitud hostil
ante el edificio. A las cinco y media se había disuelto sin más
incidentes que haber quemado dos automóviles, propiedad uno de
don Juan Ignacio Luca de Tena y otro cuyo propietario se ignora.
»A las tres y media de la tarde una manifestación numerosa se
dirigió al periódico ABC en son de protesta, acercándose a la puerta,
llamando para que se les abriera, y parece que intentaron quemarla,
rociándola previamente con algún combustible.

201
«En ese momento, desde las ventanas altas del edificio se
hicieron varios disparos contra la muchedumbre, resultando herido de
un balazo el portero del número 68 de la calle de Serrano, y un
muchacho de trece años. Fueron trasladados a la policlínica de la
calle de Tamayo, donde se le dio la asistencia facultativa necesaria.
»Al tener el ministro de la Gobernación noticia de los sucesos
requirió al fiscal de la República para que a su vez requiriera del juez
un mandamiento judicial para practicar un registro en ABC y en su
caso para la clausura del local.
»Fuerzas de la Guardia civil y comisarios de la Policía, con el
oportuno mandamiento judicial, fueron a ABC y practicaron el
registro, que a primera hora de la madrugada, hora en que el
ministro dicta estas líneas, parece que no ha terminado, pero se han
encontrado, en efecto, algunas armas.
»En vista de esto, el ministro, amparado por la orden del juez,
ha dispuesto que esta misma noche queden clausurados el periódico
y la Redacción y sea detenido don Juan Ignacio Luca de Tena, que,
según noticias que el ministro tiene, quedará a disposición del
director general de Seguridad en plazo brevísimo, dentro de esta
misma noche, y dar comienzo el proceso para indagar las
responsabilidades, no sólo por lo ocurrido hoy, sino también por la
insistente campaña de provocación y alarma que ese periódico viene
realizando.
En todo el resto de la tarde, grupos de ciudadanos han
recorrido las calles de Madrid en manifestación pacífica, salvo algunos
pequeños incidentes que carecen en absoluto de importancia, como
por ejemplo el asalto a una armería, que fue reprimido por la fuerza
pública, que ha causado dos heridos a los asaltantes.
El Gobierno ha mostrado en el día de hoy con su tacto y
prudencia hasta dónde llega en su respeto al deseo legítimo del
pueblo de manifestar su protesta; pero por lo mismo, teniendo plena
conciencia de cuál es su responsabilidad y su deber, tiene derecho a
exigir de todos sus correligionarios, sin distinción de matices, la
confianza en su actuación, y declara que quienes intentaran el lunes
continuar manifestando en forma tumultuaria sus deseos o protestas
no pueden ser servidores de la causa que la República representa,
sino enemigos declarados de ella, que, viniendo de la derecha o de la
izquierda, pretenden socavar su autoridad, y siendo así, está decidido
a no consentir en el día de mañana ningún género de manifestaciones
colectivas en la calle.
»El Consejo de ministros, que se reúne mañana, como estaba
anunciado, adoptará por su parte las determinaciones enérgicas que
procedan para cortar de raíz todo intento, venga de donde viniere, y
el Gobierno sabe de dónde viene, de reacción monárquica o
extremista de la izquierda.

202
»Los detenidos hasta la fecha son alrededor de una docena,
entre los cuales están los jóvenes hermanos Mirallles, que pistola en
mano se dedicaban, tras los árboles de la calle de Serrano, a disparar
contra el pueblo.
»No tiene el ministro en este momento la lista con los nombres
de todos.
El ex ministro señor Matos, que pasaba por la calle de Alcalá en
el momento del tumulto, fue agredido por la muchedumbre, que lo
reconoció, y amparado por el señor Sánchez Guerra padre, primero, y
después por el hijo, el subsecretario de la Presidencia, y custodiado
por la misma masa popular, fue acompañado hasta la Dirección de
Seguridad y quedó allí por su propia voluntad.»
(El Sol, 11 de mayo de 1931.)
De los ciento setenta conventos que existen en Madrid, según
el director de Seguridad, han quedado destruidos seis.
Durante toda la tarde el público ha desfilado por frente a los
conventos incendiados en una incesante procesión de curiosidad.
Desde la terraza del Palacio de la prensa el espectáculo era
extraordinario. Sobre el plano de la población, por encima de los
tejados se divisaban las columnas de humo que despedían los
incendios del colegio de las Maravillas, en los Cuatro Caminos; del
Instituto Católico de la calle de Alberto Aguilera, de los Carmelitas de
Santa Teresa, en la plaza de España, y el de la Residencia de Jesuítas
de la calle de la flor.
A última hora de la tarde el director general de Seguridad
recibió a los periodistas, manifestándoles que en Madrid existían 170
conventos, de los cuales habían sido incendiados el de Salesianos, en
la calle de Villamil; el de Maravillas, en Bravo Murillo; Carmelitas de
la plaza de España, Instituto Católico de Alberto Aguilera y otro de la
calle de Martín de los Heros. También se intentó incendiar, aunque
fueron librados de este peligro, el de los Paúles de la calle de García
Paredes, Trinitarias de Marqués de Urquijo; los Luises, en la calle de
Cedaceros; el de Jesús, en la plaza del mismo nombre; otro de
Carmelitas, en la calle de Ayala; de San José de Calasanz en la calle
de Torrijos; otro de monjas en la calle de San Bernardo, el del Buen
Suceso, el de Caballero de Gracia y otro de la calle de Evaristo San
Miguel.
En el de Trinitarias de la calle del Marqués de Urquijo, como ya
referimos en otro lugar, fueron libertadas por las masas las acogidas
sometidas a corrección en dicho establecimiento. También el público
hizo evacuar un convento de monjas sito en la calle Ancha, 86; el de
San Plácido, en la calle de San Roque, las monjas del Servicio
Doméstico de la calle de Fuencarral, los frailes de la fundación
Caldeiro, las Trinitarias de Lope de Vega y las monjas del Sagrado

203
Corazón. En el resto, hasta el número de 170, que hemos dicho, no
ha ocurrido novedad alguna.
Durante la tarde se pudo ver por las calles a muchas monjas
vestidas con el traje seglar, que se dirigían a diversas casas para
buscar refugio en ellas. El director general de Seguridad manifestó
que las fuerzas del Ejército patrullaban y prestaban servicio de
vigilancia en diversos puntos, y que no ocurrió nada más de
particular, sin que tuviera noticias de que en provincias hubiera
ocurrido anormalidad alguna. A la Dirección de Seguridad llegan
algunas personas de las que tenían algún pariente en los conventos,
y cuyo paradero ignoran de momento, para obtener en este centro
oficial algunas noticias.
(El Sol, 11 de mayo de 1931.)
http://www.arrakis.es/~corcus/republica/documentos/224.htm

LA CONQUISTA DEL VOTO FEMENINO


P ese a los esfuerzos de las primeras sufragistas españolas, la
concesión del voto femenino en nuestro país no puede ser atribuida a la
presión de los grupos feministas o sufragistas. Si bien la movilización
sufragista había alcanzado por primera vez cierta resonancia social, el
sufragio femenino fue otorgado en el marco de las reformas introducidas
en la legislación de la Segunda República española (1931­1936). La
coherencia política de los políticos que se proclamaban democráticos
obligó a una revisión de las leyes discriminatorias y a la concesión del
sufragio femenino.
El proceso, sin embargo, fue bastante complejo y paradójico.
Era opinión general, tanto en los partidos de izquierda como de derecha,
que la mayoría de las mujeres, fuertemente influenciadas por la I glesia
católica, eran profundamente conservadoras. Su participación electoral
devendría inevitablemente en un fortalecimiento de las fuerzas de derecha.
Este planteamiento llevó a que importantes feministas como la socialista
M argarita N elken (1898­1968) y la radical­socialista Victoria Kent (1897­
1987), que habían sido elegidas diputadas a las Cortes Constituyentes de
1931, rechazaran la concesión del sufragio femenino. En su opinión, las
mujeres todavía no estaban preparadas para asumir el derecho de voto, y
su ejercicio siempre sería en beneficio de las fuerzas más conservadoras y,
por consecuencia, más partidarias de mantener a la mujer en su tradicional
situación de subordinación. Clara Campoamor (1888­1972), también
diputada y miembro del P artido Radical, asumió una apasionada defensa
del derecho de sufragio femenino. A rgumentó en las Cortes Constituyentes
que los derechos del individuo exigían un tratamiento legal igualitario para
hombres y mujeres y que, por ello, los principios democráticos debían
garantizar la redacción de una Constitución republicana basada en la
igualdad y en la eliminación de cualquier discriminación de sexo.
A l final triunfaron las tesis sufragistas por 161 votos a favor y 121
en contra. En los votos favorables se entremezclaron diputados de todos
los orígenes, movidos por muy distintos objetivos. Votaron si los
socialistas, con alguna excepción, por coherencia con sus planteamientos
ideológicos, algunos pequeños grupos republicanos, y los partidos de

204
derecha. Estos no lo hicieron por convencimiento ideológico, sino llevados
por la idea, que posteriormente se demostró errónea, de que el voto
femenino sería masivamente conservador.
La Constitución de 1931 supuso un enorme avance en la lucha por
los derechos de la mujer.
A rtículo 23. “ No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la
naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas
políticas, ni las creencias religiosas.”
A rtículo 36. “ Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de veintitrés
años, tendrán los mismo derechos electorales conforme determinen las
leyes.”
La Constitución republicana no sólo concedió el sufragio a las
mujeres sino que todo lo relacionado con la familia fue legislado desde una
perspectiva de libertad e igualdad: matrimonio basado en la igualdad de
los cónyuges, derecho al divorcio, obligaciones de los padres con los hijos...
La ley del divorcio (1932) supuso otro hito en la consecución de los
derechos de la mujer.
El régimen republicano estaba poniendo a España en el terreno legal a la
altura de los países más evolucionados en lo referente a la igualdad entre
los hombres y las mujeres. Sin embargo, en este aspecto como en tantos
otros, la guerra civil y la dictadura de Franco dieron al traste con todo lo
conseguido, devolviendo a la mujer a una situación de dominación en el
marco de una España franquista impregnada de valores tradicionales y
reaccionarios.

http://clio.rediris.es/udidactica/sufragismo2/femespana2.htm

« EL DEBATE» FI J A LA P OSI CI ÓN DE LOS CATÓLI COS ANTE LA


REP ÚBLI CA.
« Siempre que queden a salvo los derechos de Dios y de la
conciencia cristiana los católicos españoles... no pueden
encontrar dificultad... en avenirse con las instituciones
republicanas»

Amigos del actual Gobierno, fervorosos defensores de la República que


quisieran ensanchar su área de sustentación, gentes de izquierdas empeñadas, por el
contrario, en cerrar el camino a las derechas, o en invalidar y quitar eficacia al triunfo
magnífico de éstas, vienen pidiendo, y en los últimos tiempos con apremios reiterados,
que la derecha españo&la defina, con claridad su política. Más precisamente: su
posición respecto de la República. Una vez más debemos decir que no comprendemos,
no podemos comprender por qué se tacha de equívoca una conducta que es la claridad
misma, hoy, y ayer, y desde hace, por lo menos, dos años. Conducta clara, volvemos a
decir. Y agregamos estos calificativos: leal y patriótica.

Conste, ante todo, que cuando hablamos de «política de derechas» queremos


decir «política de católicos, y en cuanto católicos». A nadie pueden extrañar estas
palabras... ¡Si la política del anterior bienio ha versado principalmente sobre materia
religiosa! Los Gobiernos, al dictado de la Masonería, han inferido a la Iglesia todo el
daño que pudieron, aunque, por tales modos, a la vez dañaran al Estado, a la República
y a la Nación. Los católicos españoles, por ello, han tenido que hacer, también, política

205
religiosa: política de defensa de la Iglesia de la convicción católica y nacional,
suborninando a tan primario deber toda suerte de compromisos y particulares opiniones.

Y al proceder así, han seguido fidelísimamente los principios y normas de la


Iglesia, que León XIII precisó y definió en situaciones análogas ­por no decir idénticas­
a la de España en nuestro tiempo, planteadas en el último tercio del siglo XIX en
muchas naciones europeas y americanas; normas y principios repetidos y recordados,
tras el advenimiento de la República, por el Episcopado español y por Su Santidad el
Papa. Una vez más repetiremos los textos:

«Con aquella lealtad, pues, que corresponde a un cristiano, los católicos


españoles acatarán el Poder civil en la forma con que de hecho exista.»

«Aportarán su leal concurso a la vida civil y pública.»

«Aunque no puedan aprobar lo que haya actualmente de censurable en las


instituciones políticas, no deben dejar de coadyuvar a que estas mismas instituciones,
cuando sea posible, sirvan para el verdadero y legítimo bien público.»

«Sin mengua, pues, ni atenuación del respeto que al Poder constituído se debe,
todos los católicos considerarán como un deber religioso y civil... cambiar en bien las
leyes injustas y nocivas, dadas hasta el presente, seguros de que, obrando con rectitud y
prudencia, darán con ello prueba de inteligente y esforzado amor a la Patria, sin que
nadie pueda con razón acusarles de sombra de hostilidad hacia los poderes encargados
de regir la cosa pública » (De la «Declaración colectiva del Episcopado español», de
diciembre de 1931.)

Los católicos españoles han seguido las normas de actuación señaladas en los
párrafos precedentes. Y para honor de ellos ha escrito Pío XI estas clarísimas palabras:

«... la gran mayoría del pueblo español..., no obstante las provocaciones y


vejámenes de los enemigos de la Iglesia, ha estado lejos de actos de violencia y
represalia, manteniéndose en la tranquila sujeción al Poder constituído.»

No se diga que en los textos transcritos se habla del Poder, mas no de la forma
de gobierno. Dícese en uno de ellos: «el Poder en la forma con que de hecho exista».
Pero hay textos harto más precisos y por entero inequívocos y concluyentes, los cuales
hasta la saciedad prueban que la República, por ser República, no puede ni debe inspirar
sentimientos hostiles a la Iglesia ni a los católicos, por ser católicos.

«Todos saben ­dice el Papa actual, en la Encíclica «Dilectissima Nobis»­ que la


Iglesia católica, no estando bajo ningún aspecto ligada a una forma de gobierno más
que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia
cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones civiles, sean
monárquicas o republicanas...»

Los católicos, por tanto, tampoco pueden encontrar dificultar en avenirse con las
instituciones republicanas, y como ciudadanos y como creyentes están obligados a
prestar a la vida civil su leal concurso. Sin duda, puede haber, y en España los hay,
católicos que profesan opiniones políticas, particulares, adversas al régimen

206
republicano. Ello es lícito y respetable; mas ni de su sentir ni de su pensamiento de
católicos podrán derivar esa hostilidad al régimen republicano, ni les será lícito
establecer incompatibilidad de ninguna especia entre los derechos e intereses de la
Iglesia y la forma republicana.

Pero surge una cuestión práctica. Aunque la Iglesia no sea incompatible con la
República ­tampoco, por consiguiente, con la República española­, ¿no será,
precisamente, esta segunda República de España la que se haga y declare incompatible
con la Iglesia católica? ¡Ah! Hasta ahora, la Constitución, las leyes fundamentales y el
espíritu de la obra de gobierno han estado inspirados en un anticatolicismo casi
frenético; de suerte que hay derecho ­dice Pío XI en el documento citado antes­ «a
atribuir la persecución movida contra la Iglesia católica... al odio que contra el Señor y
contra su Cristo fomentan sectas subversivas de todo orden religioso y social...»

Pero faltaríamos a la verdad si dijéramos que son esos los sentimientos de todos
los republicanos españoles, o desconociéramos que no pocos de ellos ­y algunos de los
de mayor relieve­ quieren rectificar la política sectaria; unos, porque sus convicciones
religiosas les hacen desear la paz con la Iglesia; otros, porque patrióticamente anhelan
una concordia nacional. Urge, pues, la demostración, con palabras y actos de Gobierno,
de que dentro de la República española puede la Iglesia vivir vida digna, respetada en
sus derechos y en el ejercicio de su misión divina. Si así se restaura la justicia, y los
católicos españoles pueden eficazmente «trabajar por el honor de Dios, por los derechos
de la conciencia y por la santidad de la familia y de la escuela» ­palabras dichas
anteayer por Su Santidad a unos peregrinos españoles­, seguramente harán «renuncia
generosa ­sigue hablando el Papa­ de sus ideas propias y particulares en favor del bien
común y del bien de España».

Y a tales palabras no queremos añadir sino estas otras:

En resumen, y por emplear las mismas palabras del Papa en la «Dilectísima


Novis», siempre que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana,
los católicos españoles, en cuanto tales, no pueden encontrar dificultad, puesto que el
Papa no la encuentra, en avenirse con las instituciones republicanas.

(El Debate, 14 de diciembre de 1933.)

http://www.arrakis.es/~corcus/republica/documentos/596b.htm

EL SOCI ALI STA» ADVI ERTE A SUS LECTORES: « Transigir con la


CEDA en el P oder es conformarse brevemente con la restauración
borbónica... La CEDA es el desafío a la República y la clase
trabajadora»
¿Está ya resuelta la crisis?
Trabajadores: Hoy quedará resuelta la crisis. La gravedad del
momento demanda de vosotros una subordinación absoluta a los
deberes que todo el proletariado se ha impuesto. La victoria es aliada
de la disciplina y de la firmeza.
Cuando escribimos estas líneas no hay, oficialmente al menos,
Gobierno que reemplace al dimisionario. El señor Lerroux conserva

207
los poderes y se dispone, en el día de hoy, a continuar sus gestiones,
entorpecidas y dificultadas por problemas de segundo y tercer grado.
En efecto, la versión que se facilita a la opinión es que inconvenientes
de poca monta, detalles, han impedido dejar constituído ayer el
Gobierno, cuyos núcleos fuertes serán de un lado los radicales y del
otro los cedistas. Será hoy, pues, cuando el disparate se consume.
Ante semejante contingencia, extremadamente funesta para España,
no nos queda otra posibilidad que ratificar nuestras palabras serenas
de ayer. No hemos perdido el tino ni estamos dispuestos a perderlo.
Ratificando nuestras palabras de ayer nos economizamos formular
otras nuevas. Ahora bien: la versión que de la tramitación de la crisis
se da a conocer, ¿es exacta? Si recogemos la referencia oficial de ella
es porque nos importa enfrentarla con la explicación popular,
extendida por todo Madrid, y que no sería extraño resultase, a la
postre, más verídica que la facilitada por el propio Lerroux, a quien es
fuerza que tengan sobre ascuas las reacciones populares, acusadas
de manera harto visible en la jornada de ayer. En concepto de las
gentes sencillas, y de las que no lo son, el Gobierno está constituido,
ocultándose al país esta circunstancia por una razón de estrategia.
¿Estrategia? Palabra demasiado sospechosa para estos instantes, en
que la República, incluso la tímida República del 14 de abril, parece
jugárselo todo. Por estrategia se da la ocultación de un Gobierno que
parece estar constituido ya y del que subrepticiamente circulan listas
bien detalladas, en las que el coeficiente de error parece muy
pequeño. Tenemos derecho a ponernos serios y preguntar: ¿Está ya
resuelta la crisis? En nuestro concepto, el certero instinto popular
contadas veces se equivoca. Y si a esa circunstancia añadimos otras
más, justificativas de una alarma excesiva, tendremos más de una
razón para creer que ciertamente hay algo que se oculta al
conocimiento público, ocultación que avisa por sí misma la presencia
de algo que se asemeja a un delito de leso republicanismo. Si la
solución a la crisis es cuerda, ¿qué razón hay para ocultarla? Y si está
a falta de cordura, ¿por qué admitirla? Lo que tarde en amanecer
será lo que dure la angustia de España, apesadumbrada por el
augurio de un nuevo Gobierno que amenaza ser culminación de los
pasados errores. Lo que tarde en amanecer... Mas, ¿cuántas horas
van de la noche al día? ¿No son acaso demasiadas?
El certero instinto popular raramente se equivoca. Y es ese
instinto el que difunde la noticia de que el peligro de una regresión al
pasado es inminente. El buen pueblo que saludó emocionado la
victoria del 14 de abril está que no sale de su asombro. ¿Tan breve es
el tránsito de la ilusión a la desesperación? Es increíble. En efecto:
increíble. Mas, ¿qué hacer? Esta es la pregunta que se habrán
formulado a estas horas cientos de miles de españoles: ¿Qué hacer?
Dos son los caminos: el de la resignación, que a nadie aconsejamos,
y el de la oposición, que será el nuestro. No se nos tome en cuenta la
exactitud de las palabras. No podemos usarlas con el rigor que fuera

208
de nuestro gusto. El lector, pues, puede recargar la palabra oposición
con los acentos que le resulten más gratos, en la seguridad de que no
sufrirá engaño. Transigir con la CEDA en el Poder es conformarse
buenamente con una restauración borbónica.
Es admitirla como inevitable. ¿Se avienen a eso los
republicanos? Nosotros, no. Seguimos siendo intransigentes en alto
grado. La CEDA es el desafío a la República y a las clases
trabajadoras. Y nadie puede jactarse hasta ahora de habernos
desafiado con impunidad y sin que le ofreciésemos, inmediata y
eficaz, nuestra respuesta. Recapitulemos un instante: ayudamos a la
implantación de la República, nos avinimos a que se encauzase por
un derrotero democrático y parlamentario, supimos disculparle yerros
de bulto; todo eso hicimos y mucho más. ¿Es que se nos puede pedir
que nos crucemos de brazos ante el peligro de que la República pacte
su propia derrota? Se nos pediría, en tal caso, complicidad con un
delito, y preguntamos: ¿Quién es el que puede hacernos esa petición?
Que se yerga. Que asuma la responsabilidad de tamaña demanda. La
degradación republicana ha llegado al límite previsto, y, asumiendo la
responsabilidad de nuestras palabras y nuestros actos, revaloramos
nuestras palabras de ayer: Ni un paso atrás. Quienes estén en
nuestra línea, que es la línea de todos los trabajadores españoles,
que sumen gozosos sus esfuerzos al esfuerzo socialista. Todavía es
tiempo, o, mejor dicho: ahora es tiempo. Después...; después puede
ser ­con uno u otro resultado­ demasiado tarde.
(El Socialista, de 4 de octubre de 1934.)
http://www.arrakis.es/~corcus/republica/documentos/697.htm

LA I NFLUENCI A DE LA GUERRA CI VI L ESP AÑOLA EN LAS


RELACI ONES I NTERNACI ONALES
[...] Los conservadores británicos querían evitar otra gran
guerra casi al precio que fuese. En julio de 1936 el secretario del
Exterior, Anthony Edén, creía que la mejor manera de mantener la
paz era evitar toda implicación en los conflictos del continente. Para
el gobierno británico, por consiguiente, la noticia del estallido de la
guerra civil española no podía ser un buen augurio, y su reacción
inmediata fue imponer un embargo de armas a los dos contendientes
(31 de julio). Pero la cuestión del futuro de España sí podía, en
cambio, envolver a Francia, Alemania, Italia y la Unión Soviética, e
incluso desencadenar una guerra entre estas potencias. Inglaterra
aspiraba a evitar esta tendencia de Europa a dividirse en bloques
ideológicos y diplomáticos.
Sin embargo, el gobierno británico tampoco podía olvidar los
cuarenta millones de libras invertidas por ciudadanos de su país en
España. Más importancia tenía todavía la conservación de la base
naval de Gibraltar. Por eso el gobierno mantuvo un silencio oficial
sobre si prefería la victoria del gobierno del Frente Popular o la

209
victoria del general Francisco Franco. Muchos conservadores, en parte
por su miedo al bolchevismo, abrigaban la esperanza de que ganara
Franco. La oposición laborista, por otra parte, denunció públicamente
la sublevación de los jefes militares españoles, pues para ellos estaba
claro que los alzados eran antidemocráticos [...].
[...] Los problemas diplomáticos franceses se complicaron
seriamente con la guerra civil española. Por razones geográficas y
económicas, España era para Francia más importante que para
cualquier otra potencia. Una victoria de la República española
dominada por las izquierdas podría poner en peligro los ciento treinta
y cinco millones de dólares invertidos en España. Por otra parte, una
victoria de Franco podría significar una España falangista aliada a la
Alemania nazi y a la fascista Italia, agravando la amenaza sobre las
fronteras francesas en caso de guerra. De añadidura, una España
hostil dificultaría el acceso de ciertas materias primas estratégicas
españolas —las piritas, por ejemplo— que podían desviarse al Reich
alemán [...].
[...] A diferencia de Blum o de Eden, Hitler no se amedrentó por
la peligrosa amenaza a la paz creada en España. Por el contrario,
como soñaba en un imperio pangermánico en Europa oriental,
lógicamente examinó la cuestión española a la luz de estas
preocupaciones. Hitler pudo desvalorizar la alianza franco­soviética
destinada a «rodear» a Alemania calificando de «comunista» al
Frente Popular francés. El prestigio de este Frente Popular «judío» y
antifascista también podía menguarse si Hitler y Mussolini conseguían
con su ayuda destruir el Frente Popular español.
Aunque los gobiernos francés y británico hicieron públicas sus
esperanzas de que las potencias extranjeras no intervendrían en
España, Hitler envió en secreto a este país veintiséis aviones y
ochenta y seis hombres que llegaron al cuartel general de Franco el
29 de julio.»
(R. H. WHEALEY, La intervención extranjera en la guerra civil española
Barcelona, Ariel, 1974. En QUEROL INSA, M. P. Y CEBOLLADA LANGA, R.
Documentos para la comprensión de la Historia Contemporánea.
Zaragoza, ICE, 1982, pp. 332­333)

LA OP I NI ÓN DEL P RESI DENTE DE LA I I REP ÚBLI CA ESP AÑOLA


SOBRE LA GUERRA CI VI L
La moral de la retaguardia y las probabilidades de paz
«Si se confrontan los recursos militares de que disponía la
República y los cada día más fuertes de que iba proveyéndose el
enemigo; si a la inferioridad constante de los medios de resistencia,
se añade el mal uso que en ocasiones se hacía de ellos y el
desperdicio de energías causado por la discordia y la insubordinación,
es asombroso que la guerra haya tardado treinta y tantos meses en

210
decidirse sobre el terreno. Se ha de admitir como parte de la
explicación de ese fenómeno (la otra parte hay que adjudicársela a
los planes del enemigo y a los recursos de que dispusiera), que un
esfuerzo suplementario, un recargo en los sufrimientos de la
población civil y de los combatientes, estuvo supliendo, hasta cierto
día, las deficiencias comprobadas. Es un hecho innegable que la
voluntad de resistencia fue general, mientras las masas creyeron en
la eficacia de resistir para salvar la República. Al abrigo de esa
esperanza, las privaciones más duras y las decepciones más amar­
gas, se soportaron con estoicismo. Era también evidente, y los
hechos vinieron a corroborarlo, que en perdiéndose la esperanza,
nadie podría obtener, ni por la persuasión ni por la violencia, un
sacrificio más. Esto es así, por las condiciones actuales de la guerra,
que no se hace únicamente con los ejércitos en línea, sino con toda la
retaguardia, de cuya moral se alimenta la del soldado. Es necesario
recordar, para levantarla a la altura de su mérito, la abnegación de
una gran masa, clase media y obreros, sacrificando, quién su trabajo,
quién su bienestar, todos la tranquilidad y la alegría, muchos la vida.
De cuanto se ha visto en el campo republicano, eso es lo más puro, lo
intachable sin disputa. Que unos sacripantes, altos o bajos, hayan
realizado, por diversos estilos, un sabotaje siniestro, esclarece la
humilde virtud de los que han cumplido con su deber. Derrumbarse la
República les ha arrancado lágrimas de rabia; una rabia que no se
dirigirá siempre contra los vencedores.
»Las sucesivas pérdidas de territorio no bastaron, durante
algún tiempo, para quebrantar la confianza. Las causas verdaderas,
incurables, de aquellas adversidades, eran ignoradas por la gente
común, y mal apreciadas, cuando no desconocidas también, por
muchos hombres políticos. Siempre había preparada para ellas una
explicación local, demostrativa de que no afectaban al resultado
último de la guerra. Que Madrid no hubiese caído, ni cayera, producía
en la moral pública el efecto de una victoria continuada, por más que
desde marzo del 37 las operaciones en torno de la capital estuvieran
en un punto muerto. «¿Qué van ustedes a hacer si se pierde
Madrid?», le preguntaba yo a un ministro en esa fecha, cuando se
libraba la batalla del Jarama. «¡Reconquistarlo!», me respondió.
¿Espíritu espartano? No. Ignorancia de la realidad de la guerra.»
(AZAÑA, Obras completas, Tomo III, pp. 519. En QUEROL INSA, M. P. Y
CEBOLLADA LANGA, R. Docu­mentos para la comprensión de la Historia
Contemporánea. Zaragoza, ICE, 1982, pp. 331­332.

211
CARTELES FRANQUI STAS S DURANTE LA GUERRA CI VI L

212
CARTELES REP UBLI CANOS DURANTE LA GUERRA CI VI L

213
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civil).
Belle époque (1992), Fernando Trueba (años treinta).
Bicicletas son para el verano, Las (1983), Jaime Chávarri (sobre el
asedio de Madrid y la transformación de la vida de una familia de

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clase media durante la guerra civil. Argumento basado en la
novela de Fernando Fernán­Gómez).
Canciones para después de una guerra, (1976), Basilio Martín Patino.
Caza,La (1965), Carlos Saura.(fábula sobre las viejas rencillas
heredadas de la guerra civil).
Lengua de las mariposas, La (1999), José Luis Cuerda (sobre la vida
rural y la educación en la Galicia de la República y el inicio de la
guerra civil. Basada en tres relatos de Manuel Rivas).
Libertarias, (1996), Vicente Aranda (sobre el anarquismo durante la
guerra civil).
Pascual Duarte (1975), Ricardo Franco. Basada en la novela
homónima de Camilo José Cela.
¿Por quién doblan las campanas? (USA, 1943), Sam Wood (reflexión sobre el
comportamiento humano a partir de un brigadista internacional que se une a
unos guerrilleros republicanos en 1937. Basada en la novela homónima de E.
Hemingway).
Raza, (1941), José Luis Sáenz de Heredia (exaltación “patriótica”
unida al carácter autobiográfico de Franco).
Réquiem por un campesino español (1985), Francesc Betriu. (relato
de un pueblecito aragonés en el primer tercio del XX hasta la
guerra civil. Basada en la novela homónima de Ramón J. Sender).
Retablo de la guerra civil española (1980), Basilio Martín Patino
(documental de reconstitución histórica).
Sierra de Teruel/Espoir, (España­Francia, 1939), André Malraux
(narra varios episodios de la guerra civil relativos, retratando con
un perfil humanístico el pueblo sufriente).
Silencio roto (2000), Moncho Armendáriz (guerrilla antifranquista).
Soldados de Salamina (2002), David Trueba (parte de la
reconstrucción del fusilamiento colectivo de las tropas
republicanas al final de la guerra del que escapa el falangista
Rafael Sánchez Mazas. Argumento basado en la novela homónima
de Javier Cercas).
Tierra y libertad, (Gran Bretaña, 1994), Ken Loach (diferencias dentro
de los defensores de la República entre anarquistas y poumistas,
por un lado, y comunistas y Generalitat, por otro).
Literatura
ALDECOA, J. Historia de una maestra. Barcelona: Anagrama, 1990.
(muestra los cambios educativos y el contraste entre la Dictadura
y la II República)
AUB, M. El laberinto mágico. Madrid: Alfaguara, 1978. (trilogía sobre
la guerra civil compuesta por Campo Cerrado, Campo abierto y
Campo de almendros
AZAÑA, M. La velada en Benicarló. Diálogo de la Guerra de España.
Madrid: Castalia, 1974. (reflexión de moral social sobre la guerra
civil)

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BERNANOS, G. Los grandes cementerios bajo la luna. Madrid:
Alianza, 1996. (reflexión sobre la descomposición europea a partir
de la represión franquista en Mallorca a inicios de la guerra civil).
BLANCO AGUINAGA, C. Carretera de Cuernavaca. Madrid: Alfaguara,
1990 (guerra civil en Euskadi, refugio en Francia y exilio en
México)
CELA, C. J. La familia de Pascual Duarte. Madrid: Salvat/Alianza,
1971 (novela social sobre un campesino extremeño que acaba
siendo ejecutado en 1937)
CELA, C. J. Mazurca para dos muertos. Barcelona: Seix Barral, 1983
(violencia y muerte en la Galicia profunda, alterada por una
tragedia durante la guerra civil)
CERCAS, J. Soldados de Salamina. Barcelona: Tusquets, 2001.
DELIBES, M. 377A, madera de héroe. Barcelona: Destino, 1987
(historia de una familia provinciana desde la Dictadura a la
guerra)
DELIBES, M. Mi idolatrado hijo Sisí. Barcelona: Destino, 1988 (vida
cotidiana y mentalidad burguesa de una ciudad provinciana desde
la crisis de la Restauración hasta la guerra)
FERNÁN GÓMEZ, F. Las bicicletas son para el verano. Madrid: Espasa
Calpe, 1988.
FOXÁ, A. de: Madrid, de Corte a Checa. Madrid: Prensa Española,
1973. (visión de la España de los años treinta desde el punto de
vista de un conocido falangista)
GARCÍA PAVÓN, F. Cuentos. Madrid: Alianza, 1981, 2 v. (interesan
los cuentos republicanos, los liberales y los nacionales, que
transcurren en su Tomelloso natal)
GARCÍA SERRANO, R. Eugenio o la proclamación de la primavera.
Barcelona: Planeta, 1982 (historia de un falangista prototípico)
GARCÍA SERRANO, R. La fiel infantería. Barcelona: Planeta, 1980.
(vida de los soldados franquistas en el frente)
GIRONELLA, J. M. Los cipreses creen en Dios. Barcelona: Planeta,
1953. (contradicciones de la sociedad española a través de una
familia media gerundense durante la II República)
GOYTISOLO, J. Duelo en El Paraíso. Barcelona: Destino, 1979.
(ambientada en los momentos finales de la guerra, ante la
desbandada de las últimas tropas republicanas)
GUTIÉRREZ, B. La última noche del ingeniero Santa Cruz. Comares,
2000 (fue fusilado por las tropas franquisas a comienzos de la
guerra en Granada)
HEMINGWAY, E. ¿Por quién doblan las campanas?. Barcelona:
Planeta, 1978.
HERRERA PETERE, J. Cumbres de Extremadura. Novela de
guerrilleros. Barcelona: Anthropos, 1986 (exaltación de la
resistencia campesina extremeña entre 1936­1937)
LAMANA, S. Los inocentes. Buenos Aires: Losada, 1959 (visión de la
guerra civil desde la óptica de los inocentes que la padecieron)

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LERA, A. M. Las últimas banderas. Barcelona: Planeta, 1967.
(panorama bastante completo de la guerra desde la óptica de los
vencidos)
LLAMAZARES, J. Luna de lobos. Barcelona: Círculo de Lectores, 1985.
(guerrilleros de las montañas leonesas).
MALRAUX, A. La esperanza. Barcelona: Edhasa, 1978 (visión de la
guerra civil desde la perspectiva de un brigadista internacional)
MASIP, P. El diario de Hamlet García. Barcelona: Anthropos, 1987
(relato que recoge los últimos momentos de la República y los
primeros de la guerra civil)
MATUTE, A. M. Primera memoria. Madrid: Salvat/Alianza, 1972
(visión de la sociedad española de 1936 a través de los ojos de
una adolescente)
MUÑOZ MOLINA, A. Beatus ille. Barcelona: Seix Barral, 1986 (retazos
de la sociedad española de guerra y postguerra y ambiente
literario de los años treinta).
OLAIZOLA, J. L. La guerra del general Escobar. Barcelona: Planeta,
1973. (recrea la figura de un alto mando de la Guardia Civil que
permanece fiel a la República)
ORWELL, G. Homenaje a Cataluña. Barcelona: Ariel, 1983. (sobre sus
experiencias en la guerra civil y sus problemas con los
comunistas)
O’SHANAHAN, A. Solsticio de verano. Madrid: Fundamentos, 1989
(guerra civil en Canarias)
PLA, J. El advenimiento de la República. Madrid: Alianza, 1986.
(relata la caída de la monarquía y el nacimiento de un nuevo
régimen por un catalán que asiste en Madrid a los hechos y no
sintoniza ni con Madrid ni con la República)
RODOREDA, M. La plaza del Diamante. Barcelona: Edhasa, 1976.
(novela intimista sobre los sufrimientos de la guerra, aunque
abarca un espacio cronológico mayor)
ROJAS, C. Azaña. Barcelona: Planeta, 1973. (producto apresurado del
autor para obtener un premio literario en los momentos finales del
franquismo).
ROMERO, L. Tres días de julio. Barcelona: Ariel, 1967. (reportaje
periodístico sobre el inicio de la guerra en distintas ciudades y
desde distintas posturas políticas)
SAURA, C. ¡Esa luz!. Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2000 (documento
sobre la guerra a partir de una pareja separada por el frente)
SEMPRÚN, J. La segunda muerte de Ramón Mercader. Barcelona:
Planeta, 1978. (novela de espías y reflexión amarga sobre el
comunismo a partir de acontecimientos como la República, la
guerra civil, el asesinato de Trotsky o los campos de exterminio
nazis).
SENDER, R. J. Contraataque. Salamanca: Almar, 1978 (especie de
reportaje de los primeros momentos de la guerra civil por un
novelista comprometido con la República).

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SENDER, R. J. Réquiem por un campesino español. Barcelona:
Destino, 1975.
SENDER, R. J. Siete domingos rojos. Buenos Aires: Proyección, 1973
(violencia anarquista en los primeros años de la República)
TORRENTE BALLESTER, G. Los gozos y las sombras. Madrid: Alianza,
1971­1972 (trilogía compuesta por El señor llega, Donde da la
vuelta el aire, La pascua triste. Describe el complejo mundo social
de un pueblo gallego imaginario en los años finales de la
República)
TRAPIELLO, A. La noche de los Cuatro Caminos. Madrid: Aguilar,
2001 (guerrilla antifranquista)
ZÚÑIGA, J. E. Largo noviembre de Madrid. Barcelona: Bruguera,
1982. (denuncia antibelicista que recoge la vida cotidiana y las
pasiones del Madrid sitiado durante la guerra civil).

Enlaces en Internet
http://www.amerschmad.org/spanish/ Historia/Hist.htm
http://www.historiasiglo20.org/enlaces/esp1931­1936.htm
http://www.historiasiglo20.org/enlaces/gceindex.htm
http://www.guerracivil.org
http://www.guerracivil1936.galeon.com

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