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EL SEÑOR DE

LOS VENENOS

(crónicas)
EL SEÑOR DE
LOS VENENOS

Enrique Symns

Orsai
2004, Enrique Symns

Primera edición: Agosto 2022

2022, Editorial Orsai SRL


@editorialorsai

Serrano 1141
1414 CABA
Argentina

editorialorsai.com

Corrección: Manuel Cantón


Arte de portada: Fundie biela

ISBN: 978-84-15525-32-5
Impreso en Argentina
PRÓLOGOS
Los mejores peores años de nuestra vida

Prologar El señor de los venenos es una hermosa responsabili-


dad. Supongo que nos conocemos con Enrique desde hace
cuarenta años, cuando adolescente me asomaba a la sacri-
ficada (primero) y hedonista (después) escena de un under-
ground porteño a punto de asaltar el mainstream o quebrar
en el intento. Durante muchos años, consideramos cónclaves
tres o cuatro encuentros que están comprendidos en este li-
bro, la novela de vida de Enrique Symns y, probablemente, su
libro más reconocido. Pero Enrique nunca se estacionó en los
gremios literarios ni periodísticos, ni en el rock. Era dema-
siado picante y genuino para una editorial o la redacción de
un periódico. La literatura de Enrique, su pensamiento, tiene
las virtudes de la tauromaquia y la música, «pintar un cuadro
y quemarlo después», eso hacemos. Por eso Enrique es dis-
tinto y outsider entre escritores y periodistas: es demasiado
auténtico. Hay que abrazar a Enrique porque es «mi único
héroe en este lío», porque es «el aullido de las mentes más
brillantes de una generación», porque mi madre (de 98 años)
conecta con Enrique y lo cita casi todos los días. Es demasia-
do para el rock de Argentina, el periodismo y la literatura.
Una leyenda que mira todo desde adentro, más adentro de

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lo que nadie tuvo el coraje de entrar. Enrique vio germinar
a la semilla del rock en La Perla, pero era un beatnik y con-
sideraba (a los fundadores) como una reunión blanda de hi-
ppies. Un divulgador literario muy importante, factótum de
la Cerdos & Peces, abrió conciencias como si fueran latas de du-
raznos en almíbar. Y muchas. Alumbrando la oscuridad im-
penetrable, El señor de los venenos recuerda al libro infame de
Truman Capote, a los realistas sucios de la literatura de Es-
tados Unidos y al pensamiento de los pensadores alemanes,
pero la vuelta de tuerca de Enrique, el ejercicio vital, excede la
literatura. Los literatos palidecen sin vivir realmente, mien-
tras Enrique escribe como Sugar Ray Robinson (boxeaba) o
Charlie Parker (reinventaba el jazz). Este libro es indispen-
sable, como si Juan Belmonte hubiera escrito (de su propio
puño) Juan Belmonte, matador de toros, la exquisita biografía de
Manuel Chaves Nogales, el precursor del periodismo litera-
rio, en el freezer durante muchos años hasta que fue redes-
cubierto con asombro por sus crónica preclaras de la Guerra
Civil. Enrique es Belmonte y Chaves Nogales, él se arrimó al
toro como nadie, irrespetando los terrenos, poniéndole pro-
fundidad al embroque, toreando de cerca. Nunca tan cerca.
Ahora que hablamos del Señor, hablemos de los Venenos.
Todo parece indicar que vivimos en el remolino hedo-
nista, a veces en aparentes caminos separados, pero con la
misma búsqueda de la identidad, una raza y un país en extin-
ción. Los cónclaves (encuentros que Los Venenos recopila) son
tres o cuatro. En un festival en Córdoba, donde celebramos
una entrevista para la revista, le hice unos retratos a Enrique
en la piscina del hotel. Lo recuerdo como a Thompson en Las
Vegas. Terminamos de madrugada. La entrevista es infame
porque en ningún momento estoy a la altura de la circuns-
tancia, pero nos hicimos buenos amigos de afecto sincero. El

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segundo encuentro fue en Palermo, en un domicilio, Enrique
vino con dos chicas y presumiendo de traficante de drogas.
Supongo que mi novia (entonces) se sintió amenazada por
la oferta de Enrique, chicas de a dos y traficar cocaína es un
buen negocio para cualquiera. Me quedan dos encuentros
más y suman cuatro… Cuando editan la Rolling Stone argen-
tina, Enrique me acusa de colaborar «con el enemigo». Le
doy la razón desde el escenario con cierta elegancia; si mal no
recuerdo se dirige a mí como «culo blando». Queda el legen-
dario cumpleaños televisado en cable. Estaba Palo, los BV, el
Chango Farías con Jacinto Piedra, y Enrique. En directo por
televisión. Enrique se apareció con un impermeable, aden-
tro tenía fotos pornográficas colgadas en alfileres de gancho,
me hizo una pregunta tan buena que decliné de contestárse-
la. Ahora celebramos juntos los cumpleaños. Solo merece la
pena «celebrar» los años si estamos con los amigos que más
queremos. Este libro destripa al propio Enrique como tes-
tigo y agitador de su propio viaje, no es una autobiografía,
es Symns haciendo lo que mejor hace, vivir y escribir como
Charlie Parker o Sugar Ray Robinson. En esa mesa se sienta
el señor de los venenos.

Andrés Calamaro

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Hampones baratos y agonías subterráneas

Camino del infierno se alcanza a ver el cielo, y es bastante abu-


rrido. Esto parece habernos dicho Enrique todo el tiempo.
Nunca supe cuántos años cargaba, de manera que no
puedo afirmar que es el mejor escritor de su generación. Pero
sí el más inmerso en un submundo pocas veces tan bien re-
tratado como en sus relatos. Ese ambiente de hampones ba-
ratos, de agonías subterráneas, de alucinaciones paranoicas
y miedos totalitarios.
Nos ha entregado casi una autobiografía, dominada
por muchachitas hermosas y sombrías que se sacrificaban
ante un observador inquietante, un bebedor entrenado, un
cronista irónico de repertorio lujurioso que se atrevía a des-
preciar esa «integridad artística» que le provocaba cóleras de
manicomio.
Me atrevo a decir que, sin darse cuenta, ha trabajado
para su nombre sin la esperanza de que algún día su nombre
trabaje para él.
Ha pasado mucho tiempo ya, y nuestras universidades
siguen sin poder pagar los 25.000 dólares que recibían Hoff-
man y Rubin por sus disputas y desacuerdos expuestos fiera-
mente frente al alumnado.
Nuestra graciosa estafa ya no será posible.
Qué pena.
Desde el palacio silente, ¡salud, Enrique!

Indio Solari

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Una selva de palabras

La constitución del objeto es sospechosa: un pedazo de ár-


bol repleto en su interior de unos signos que se asemejan a
un ejército de hormigas negras. Las hormigas negras cami-
nando sobre el árbol constituyen una clave secreta capaz de
transmitir informaciones que ninguna otra especie que no
sea la humana puede comprender y ni siquiera sospechar de
su existencia.
Por otra parte, el libro, como el cuadro, instaura la dic-
tadura cuadrangular y rectangular expulsando del mercado
de las formas la vaguedad itinerante de lo curvo. La indus-
tria de la naturaleza no produce carreteras sino senderos.
Solo el hombre insiste en operar quirúrgicamente lo informe
mediante la prótesis geométrica. Sospechosamente, los úni-
cos entramados completamente geométricos son los virus (a
excepción de los holocoidales que conservan una estructura
femenina con formas caóticamente curvilíneas). Cuando ob-
servás el virus de la poliomelitis parece que estás mirando
un edificio de departamentos icosaédricos con una simetría
compleja y obsesiva. El virus de la gripe es una alucinación
de la NASA: una réplica de la cápsula espacial Apolo 11 y tal
como la legendaria nave, este barco de piratas asesinos arroja

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su ancla sobre la superficie de la célula, introduce su jeringa
letal para estudiar la composición del planeta visitado y luego
iniciar la invasión química. La gripe es el servicio de espiona-
je de los virus y el sida es su infantería.
Estoy convencido de que el hombre, al desplegar sus len-
guajes abstractos, proyecta sobre este mundo la sombra de
una idea alienígena. Yo creo que las naves extraterrestres des-
conocen la existencia del macroespacio. No viajan hacia afue-
ra, sino hacia dentro. Viajan en el cosmos microscópico de las
sinapsis del pensamiento. La invasión despliega su ejército
de ideas sobre esa asquerosa cadena de salchichas asociati-
vas que se retuerce infinitamente en el espacio mental. Algu-
nos telegramas del sol deben estar contaminados por la peste
formateadora.
La etimología de este nombre («libro») señala justamen-
te al producto más virósico y formateador de la historia: el
Hyblos, donde algunos expertos sacerdotes diagramaron ar-
bitrariamente el pasado y hasta se atrevieron a proyectar sus
diseños en el futuro. Ese libro frondoso, que acumula amena-
zas y venganzas tal como Rabelais era capaz de citar comidas,
clasificó fraudulentamente las utopías religiosas de miles de
millones de personas en todo el mundo desde aquellos ignotos
tiempos hasta la actualidad. Fue tan poderosa la brujería de
aquel vudú bíblico que aún hoy, en todo el mundo, con una in-
sensata desfachatez, ni instituciones ni filósofos, ni artistas ni
periodistas desbaratan definitivamente la superchería en ex-
tremo inverosímil de la existencia de dios, fraude tan infantil y
notorio como aquel con el que engañamos vilmente a nuestros
hijos dándoles a conocer el viaje de unos comerciantes deno-
minados Reyes Magos o de ese gordo pedorrero de Papá Noel,
que repartían baratijas. ¿Por qué no celebran todos los años la
aparición del Conejo de Alicia, que nos llevaría a extraviarnos

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en las cuevas lisérgicas del Sombrerero Loco y no a encontrar-
nos en los depósitos de basura de Almacenes París?
Por otra parte, en la niñez no asistí al colegio y por tanto
no recibí ningún tipo de instrucción hasta una edad avanza-
da. Recuerdo que, junto con otros amigos, bajaba al sótano
donde mi tío acumulaba su colección de libros y revistas; y
mientras los demás niños hurgueteaban buscando manuales
de geografía o textos donde, me cago en dios, alguien contara
qué era coger, yo me dedicaba a las revistas, especialmente
aquellas que contenían fotos, dibujos o historietas.
Recuerdo el efecto que me producían aquellas imá-
genes. Una sensación inquietante de aventura surrealista,
como si los personajes enfrentados en una historieta estu-
vieran evitando ser atrapados por el globito lleno de palabras
que siempre flotaba amenazante sobre ellos y que yo no lo-
graba comprender.
Era un niño solitario que espiaba la calle desde los por-
tones de mi casa, que me separaban del misterioso mundo,
o desde la cima de los grandes árboles de ciruelos a los que
ascendía como si fuera el vigía de un barco que vigila los lí-
mites del horizonte. Por las noches sufría unos ataques de
pánico abismal: despertaba de siniestras pesadillas gritando
que mis manos no eran mías. Y en cierta ocasión, en el jardín
de la casa, cuando una señora se detuvo frente a mí y me ha-
bló, yo me largué a llorar. No entendí lo que me había dicho
y tampoco la reconocí: por supuesto, era mi propia madre.
Entretanto, los demás niños empezaban el día y conti-
nuaban la tarde marchando ordenadamente, encerrados en-
tre paredes de horarios, en donde repartían una miserable
porción de exquisito recreo en un menú donde lo que prima-
ba eran las cazuelas de historia y geografía o las tortillas de
botánica.

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Por razones que no merecen ser mencionadas, yo per-
manecía en la casa muchas horas del día sin otra compañía
que un caballo ciego, o el ir y venir paranoico de las gallinas
y los cerdos. Pero no era una casa, era una aventura. Tenía la
amplitud de tres cuartos de una manzana, pero con mucho
relieve. La huerta de mi abuelo era la peligrosa zona de los
agricultores. Los agricultores siempre fueron unos hijos de
puta que expulsaron a los nómades pastores, que al galope de
caballos invisibles machacaban los almácigos de rabanitos o
se echaban una meadita sobre los tomates.
Entre la zona de los gallineros y la cancha de fútbol se
extendía el territorio de los Apaches, que subidos a la copa
de las higueras observaban a los hombres blancos, represen-
tados generalmente por mi tía Angélica, colgando la ropa
lavada. La casa era tan grande y laberíntica, que jugar al es-
condite era una tarea casi imposible para el buscador.
La droga que más consumíamos eran las guaridas.
Días y noches, los arquitectos diseñaban planos de cómo
construir un puente levadizo que conectara el gallinero de las
cluecas con el taller de carpintería de mi tío Horacio. Los ex-
ploradores traían informaciones confusas sobre la existencia
de un pozo tapado cerca del tanque de agua. Construíamos
continuamente guaridas. Eran tantas que a veces se comuni-
caban entre si. Ocultos tras un doble fondo que construimos
en el galpón, aguardábamos el ataque de un enemigo inno-
minado. El enemigo era la Mirada de los adultos. En algún
momento el enemigo llegó, nos arrancó de aquellas guaridas
y nos exhibió pornográficamente como niños envasados en
latas de adultez.
En aquellas guaridas el misterio se manifestó ante no-
sotros y los extraños seres que se ocultaban entre los pas-
tos y yuyos. Cuando la luz dejaba de mentir su claridad nos

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contaron algunos secretos. En esos escondites nos iniciamos
sexualmente. El Josecito y yo realizábamos unas encarni-
zadas luchas: el que perdía tenía que chupársela al otro. En
la guarida casi nuclear que construimos en la zona más pe-
numbral del sótano, Luisito dio una clase de anatomía sobre
el cuerpo desnudo de su hermanita de 5 años y todos noso-
tros exploramos esa piel buscando la presencia de un objeto
llamado Concha que no lográbamos definir por más que se la
estrujáramos.
En aquellos refugios inicié mi carrera de escritor: agu-
jereando la pared del garaje que nos separaba de la fune-
raria Di Lorenzo y su depósito de ataúdes donde yo siempre
contaba que cuando murió la hija de la panadera, una culona
capaz de hacerle parar la pija a Dios, vi al empleado nocturno
desarrollando actividades necrofílicas dentro del culo de aquella
preciosura muerta. Con ese argumento, muchos de nosotros
nos hicimos la paja durante varios años. También servía para
entusiasmar a las chicas y conseguir que se metieran en la
guarida con la finalidad de espiar la funeraria y, aprovechando
el pasivo voyerismo, acosarle sexualmente los calzones meados
a mi prima Marta. A medida que ella y sobre todo sus tetitas
crecían comencé a desarrollar complejos guiones teatrales que
teníamos que representar. Los temas obsesivos eran: la noche
de bodas, el secuestro de la dama, el ataque de una fiera.
Contaba cuentos de terror, y los representaba con tanta
eficacia que los pibes más chicos soñaban con arañas vola-
doras, cuchillos que caminaban, soretes que con un conjuro
cantaban canciones de fantasmas y un bicho especialmente
aterrador llamado El Arbolero que se mimetizaba con la cos-
tra de los árboles y te atacaba cuando pasabas cerca.
No fui al colegio y por lo tanto tampoco a la universidad.
No perdí el tiempo aprendiendo en las aulas interesantes

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pelotudeces para perjudicar al mundo, pero tampoco me en-
trené en cómo levantar minas culonas y de ojos tristes en los
recreos. Así que después de vender helados en La Boca, con-
trolar el tiempo de producción de los obreros de una fábrica
de filtros mecánicos, hundirme como el Titanic tras el escri-
torio de la cervecería Bieckert, asaltar varios negocios a mano
armada con un viejo revolver oxidado, pasar unas vacaciones
en la cárcel de Devoto, vender autos a los turistas gringos,
vender sal de anfetaminas, fundar una compañía que orga-
nizaba Cumpleaños Sorprendentes, organizar una cadena de
saqueadores de monedas en los teléfonos públicos, fracasar
rotundamente en la artesanía, trabajar de mozo en Niza y To-
rremolinos, tomarme junto a mis amigos las mil dosis de LSD
que fui a buscar a Holanda porque a nadie le interesaba hacer
zapping con su propia mente y preferían ser socios perma-
nentes de la telenovela aburrida que es el mundo; entonces,
sorpresivamente, aquellos misterios que aparecieron en las
guaridas de mi infancia me susurraron otra vez aquel secreto
innominado y comencé a construir ese extraño sendero de vo-
ces y de escrituras que me llevaron hasta este libro.
Mi desconfianza por los libros se debe más que nada a
que la mayor parte de ellos se convirtieron en el museo de
la inteligencia y la capacidad de contar robándole a las con-
versaciones la posibilidad de que la magia se esfume junto
a la saliva.
Las reflexiones más asombrosas, las frases más pode-
rosas que iluminan las conversaciones como los rayos en un
bosque, los encuentros más densos y las frases poéticas que
no son interceptadas por las cadenas asociativas nacen del
entramado vital de las charlas de todos los hombres del pla-
neta en cada momento. Digo: es diez mil veces más intere-
sante hablar que pensar, cantar que escribir.

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No puedo demostrarlo técnicamente, pero apuesto que
ninguno de mis compañeros de infancia obtuvo en el cole-
gio un aprendizaje y un conocimiento como el que conseguí
robando de aquí y de allá. Enviar al niño al colegio no tiene
que ver con el aprendizaje de conocimientos. Al adentrarse
en esa nefasta institución que es la educativa el niño se siente
progresivamente dominado por el «a-maestra-miento» insti-
tucional, esa castración aberrante de las travesuras, ese in-
culcamiento criminal de la disciplina. Conocer la extensión
del río Diarrea es una excusa para, a través de las distancias,
alejarte del mundo. Casi todo el resto es historia de militares,
esos maricones disfrazados cuyas marchas me recuerdan
siempre la música de un cortejo fúnebre cósmico. Cualquier
disciplina, cualquier acatamiento incluso del orden familiar
significa un deterioro grave en la vitalidad. La función de la
escuela es asesinar la niñez.
¿Por qué diablos no fui al colegio?
Con el transcurso del tiempo he dado distintas respues-
tas: la ideología anarquista de mis padres, ciertos conflictos
en el interior de mi familia. En realidad, recuerdo el primer
y único día en que mi madre o mi tía me prepararon para ir
al colegio. Tendría cinco años. Cuando me pusieron el delan-
tal y cosieron a mano sobre él, con letras azules, la palabra
«Enriquito», comprendí que algo muy grave iba a sucederme.
Cuando salí a la calle y me subieron sorpresivamente
a una micro escolar entré en pánico. Por primera vez en mi
vida, mi calle, mi casa, se alejaban de mí y los veía perderse
por el vidrio trasero del micro. Nunca había salido de mi ca-
lle, nunca había salido siquiera sin acompañantes familiares
o amigos. ¿Cómo podía ser que me entregasen a unos desco-
nocidos? El nene que estaba sentado junto a mí tenía una ex-
presión ausente y aterrada y un vómito de arroz con leche se

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desplazaba por su pecho. La mayoría lloraba desconsolada-
mente o, los más bravos, permanecían en silencio, mientras
una mujer alta y perversa recorría el pasillo con una mirada
que pretendía ser amable y cariñosa pero cuyo revoque se
caía a pedazos si uno la miraba a los ojos: estaba más muerta
que mi abuelo.
Ese día envejecí para siempre, algo en mí se endureció
y preparó a aceptar del mundo todas las perversas propues-
tas que después, efectivamente, se sucedieron. Nunca más el
mundo pudo afectarme como creyó hacerlo. Un niño hasta
los tres años ha sido eterno, puede haber transcurrido un par
de millones de años en ese lapso. Los reglamentos del tiempo
le fueron enviados ocultos tras los códigos del lenguaje.
Fue tal el grado de ensimismamiento esquizofrénico
que aparenté sufrir en el colegio aquel día, que los maestros
me devolvieron a mi casa asustados y recomendaron una
consulta psiquiátrica urgente. En aquel tiempo hasta los psi-
quiatras eran más simples: un médico dijo que tenía acetona
en la sangre y que todo se trataba de hacer un tratamiento
para disolverla. Y nunca más fui al colegio. Aún hoy recuerdo
aquella jornada con el mismo sereno horror con que transcu-
rrió. Una zona de mi alma jamás salió de ese micro escolar.
Ya con casi diez años aprendí a leer espiando por sobre
el hombro de los que leían. Es muy simple, tienes que mirar
detenidamente esos escuerzos negros que son las letras y un
día, sorpresivamente, la maldita brujería te salta a la cabeza
como una araña rabiosa. El lenguaje es una orden de some-
timiento a lo innominado. Es un látigo golpeando continua-
mente en el lomo de la insensatez.
Ese escuadrón militar de palabras es nieve polar que
solo puede ser combatida por la saliva caliente de nuestras
palabras habladas. El fuego de las palabras dichas incendia el

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aire de las conversaciones. El hielo de la palabra escrita con-
gela los cerebros en esa actitud mezquina de la lectura. La
palabra escrita jamás se modifica a sí misma. Lo peor de todo
es que trata de no equivocarse: como un asesino que esca-
pa del detective, la escritura va tapando continuamente sus
errores alejándose cada vez más de la vida donde el mayor
arte consiste justamente en el error. La palabra escrita mien-
te porque no habla y sin embargo cuenta arrastrándote a la
locura abismal de tu propia mente.
El arte es una coquetería instalada en el código genéti-
co para entretener a un pobre mono usurpado. La cultura es
una bibliotecaria histérica coleccionando recuerdos de una
sin-vida portentosa. Un indio cagando en posición casi zen en
medio de la selva paraguaya es una pintura vital que ningún
cuadro de van Gogh podría siquiera emular. Sé que un cuadro
no existe cuando veo pasar a un gato frente a una pintura de
Picasso sin prestarle la menor atención. No hay nada dentro
del libro Crimen y castigo que pueda siquiera compararse con
los pasos de un asesino caminando hacia su víctima.
Una tortuga nadando por las islas Galápagos sabe tanto
del universo como un filósofo transitando sus reflexiones.
Ningún film podría excitarme tanto como la sonrisa de
una inmensa mujer morena que cierta vez me crucé camino
al cine y ningún recital de rock vale perderme la conversación
con mis amigos en el bar.
Sin embargo, en todos los períodos insoportables de
mi vida luego de abandonar mi pueblito, Monte Grande, y
cuando tuve que deambular por los laberintos pesadillescos
en que consiste la existencia de los adultos, cada vez que que-
ría desaparecer del mundo, ocultarme de los designios del
mañana, borrar los recuerdos maravillosos de la niñez, me
refugié en la lectura.

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Viví casi toda mi adolescencia encerrado en la cárcel de
cuatro paredes de la lectura. Como tenía una inmensa capa-
cidad para robar sin que me atraparan, en la biblioteca del
diario Clarín, me fui apropiando con el correr de los meses de
casi dos mil ejemplares de todos los textos que supuse era ne-
cesario conocer. De toda esa jungla de historias e imágenes
que permití se desarrollaran en mi mente, queda muy poco
recuerdo consciente. Apenas un puñado de libros consiguie-
ron hacerme flotar por sobre la miseria de mis días. Apenas
algunos autores no eran unos vanidosos literatos sino unos
atrevidos exploradores que buscaban más allá de lo que ya
sabían. La mayor parte de los libros transitan por las pulcras
plazas de la civilización, una cantidad bastante menor se
interna en los bosques donde circulan leyendas y fantasías
y solamente un puñado de textos se sumerge en la selva de
lo innominado y nos hace sentir la presencia exuberante y
peligrosa de aquello que crece y se manifiesta lejos de las
ciudades del pensamiento.
Afortunadamente, la vida me arrancó de esas prisiones
literarias y me arrojó sobre las circunstancias.
Los tiroteos, los besos, los cuchillazos, la ingesta de dro-
gas pesadas, los viajes a la selva y la montaña, las amistades
insondables, los amores imposibles, la relación con asesinos,
ladrones y traficantes, mi aparición en los escenarios del rock
and roll, algunas cogidas. Cualquiera de esas historias vale la
quema de la biblioteca de Alejandría. Si la vida me prometie-
ra todavía algunos misterios explorables, me convertiría sin
dudarlo en un soldado anónimo del ejército de incendiarios
de Fahrenheit 451.
Desde el resentimiento y desde la necesidad de encon-
trar algún puerto mental desde donde defenderse del igno-
minioso ataque de los que saben, también desde el misterio

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de los futuros y la pasión por lo sucedido, fui tejiendo los tex-
tos que conforman hoy este libro.
Hay en todos ellos el intento por exponer, consolidar y
defender el territorio de lo legendario. Tal lugar queda en un
espacio remoto y cercano del certero pasado hacia el que va-
mos marchando desde la incerteza del futuro.
Yo regreso a la calle Emilio Castro 64, de Monte Grande,
desde donde partí hacia la incerteza. Esa vieja y maravillo-
sa casona de la niñez ya no existe. Sobre aquellas huertas y
galpones hoy se pavonea un inmenso shopping. En el lugar
donde estaba el sótano, orondo, se alza un negocio de venta
de zapatillas. Pero curiosamente el shopping no ha logrado
borrar de mi memoria la casa en la que nací. Allí, en la fronda
de mi recuerdo, la casa está intacta, con todos sus detalles,
con el olor del árbol de duraznos, la picadura de las ortigas y
el vuelo de las luciérnagas al atardecer. Bajo las tinieblas de
esa tierra, también debe existir el recuerdo de los indígenas
masacrados y el de los mamuts que intentaron hacer su hogar
en el abismo. Y más profundamente, entre las rocas, estará
acosando al presente el recuerdo de las primitivas escupidas
de luz que fueron consolidando el planeta, esa tormenta de
rayos y fuego que fue tallando sobre la dureza de la materia el
rostro basáltico del hombre.
Emilio Castro 64 es el domicilio donde encontrarnos.
Allí los estamos esperando.

Enrique Symns

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«El disidente toxicológico parece anclado a una insatisfac-
ción ante el tipo de existencia propuesto como realidad y
como salud, bifurcada en dos líneas básicas: unos pretenden
huir de la existencia a pesar de ser considerada real y otros
pretenden huir de ella por considerarla irreal, de manera que
si los primeros utilizan drogas ilícitas para escapar hacia una
irrealidad, los segundos las usan para retornar a la realidad
propiamente dicha.
Los primeros son el sector más visible y reducido en nú-
mero y han introyectado los principios de la cruzada y tan
periódica como infructuosamente acuden a servicios de re-
habilitación. Los segundos, menos espectaculares y mucho
más numerosos, encarnan la disidencia en sentido estricto:
consumen drogas moderada o inmoderadamente, pero no
se identifican con el universo de símbolos propuesto por la
cruzada».

Antonio Escohotado

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INTRODUCCIÓN

El hombre del sótano


(Río de Janeiro, 1987)
Conocí a Tostao en una diminuta oficina transformada en
celda gracias a la servicial colaboración de los propios guar-
dianes, en la cárcel de Niteroi, en el estado de Guanabara,
Brasil.
Fue en el año 1987. Me atraparon en la terminal de bu-
ses, en uno de esos típicos controles de pasajeros que reali-
za habitualmente la policía rodoviaria de los brasileños. Mis
datos personales aparecieron de inmediato manchados con
una causa pendiente por tráfico de drogas y una orden de
captura como imputado no procesado en la que quedé invo-
lucrado por pura charlatanería de testigos a quienes los polis,
a trompadas, sacaron una confesión falsa.1

1. En aquella época, era normal señalar a cualquier desconocido y enviarlo


a la cárcel. Te bancabas dos o tres trompadas en la comisaría para que no
sospecharan y luego salías de recorrida en el Falcon de los canas haciendo
el teatro de buscar por todo el circuito de bares al supuesto cómplice, trafi-
cante o ladrón, hasta que encontrabas al sujeto adecuado. Uno de esos tipos
que conociste en un bar y con el que compartiste una conversación idiota
sobre el origen del universo. «Ese flaco barbudo, ese me la vendió...». Es la

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Dos años antes, durante el transcurso de uno de los
recitales de rock más alucinantes que tuve oportunidad de
ver en mi vida, el Rock in Rio de 1985, había conocido a Elis-
se, una marroquí que me flechó sin remedio. Ella era correo
oficial de la embajada de Francia, así que a medida que nos
fuimos involucrando aprovechábamos aquella condición di-
plomática para cruzar desde Río a Buenos Aires una cantidad
razonable de maravilla blanca. Sin embargo, en una requisa
por sorteo, la atraparon en el aeropuerto del Gaviao. La en-
cantadora franco-marroquí fue condenada a siete años de
prisión. La embajada peleó por ella, y consiguió un régimen
de cárcel semidomiciliaria: desde las siete de la mañana has-
ta las siete de la tarde en su hogar y por las noches en la celda.
Ese polvo que ella cruzaba, en realidad, se lo vendía-
mos a nuestra propia nariz y, aprovechando aquella energía,
nos dedicábamos a chupar nuestros mutuos sexos durante
todo el fin de semana, tomando champagne y contándonos
nuestras vidas en los intermedios. Yo estaba completamente
convertido en un adicto al estilo de Elisse para arrancar mis
orgasmos uno tras otro como si fuera un bebé hambrien-
to. La cocaína consumida durante varios días sin dormir ni
comer produce una potenciación orgásmica alucinante: mi
récord ha sido catorce o quince eyaculaciones, durante una
larga jornada de dos días con sus noches. Ella tenía una boca
pequeña como un ano, pero en cuanto empezaba a mamar
se dilataba a extremos increíbles.

única botoneada ética que existe. La excepción a la regla. Nunca se manda


preso a un amigo o enemigo. Para salvarlos a ellos y a vos mismo, denun-
ciás a cualquier huevón que camine por la calle. En un par de días, los canas
se dan cuenta que es un gil, lo sueltan, y el tipo vuelve a su vida de mierda
con una pesadilla educativa de la que, quizás, aprenda algo. Andá a saber.

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Pues bien, dos años después volví a Brasil de paseo, es-
capando de la revista Cerdos & Peces y de una crisis romántica,
y me atraparon.
A esa altura de mi experiencia, las cárceles ya no me
producían tanto pánico. Quince años antes, en pleno vera-
no carioca, había estado preso en la delegación de Leblón,
en una de las experiencias más potentes de hacinamiento y
promiscuidad casi medieval que pueda conocer un hombre
en el siglo XX.
Éramos más de cincuenta tipos encerrados en un pabe-
llón no más amplio que el comedor de una casa; y no todos de
la misma especie: había nueve o diez blanquitos, contándo-
me a mí y al peruano que estaba conmigo, mientras el resto
de la masa humana eran esas panteras con cara de persona
que son los negros brasileños. Hago esa diferencia con todo
desprecio hacia los blancos: las panteras siempre son más be-
llas y poderosas que los ángeles abstractos.
Para dormir se acordaban turnos: la mitad de la gente
permanecía parada hasta las tres de la madrugada mientras
el resto se acostaba. A esa hora se invertían las posiciones.
Durante la noche te cogían, te torturaban o si tenías suerte
te dejaban en paz. Eso dependía muchas veces de la relación
que mantenías con el sherife, el capo de la celda. Yo había lo-
grado ocultar un billete de cien dólares dentro de mi culo y
eso nos permitió a mí y al colega peruano convertirnos en
sus protegidos. El sherife suele ser el tipo más perverso, pero
también el único de los malandras encarcelados que ha culti-
vado cierta prudencia en su conducta y una congelada ama-
bilidad en el trato. El sherife administra todos los bienes de
los reclusos, y los reparte proporcionalmente. De un atado de
cigarrillos, por ejemplo, cinco son para él, tres para sus dos
secuaces matones y el resto para la comunidad. Mi billete de

33
cien dólares alimentó durante dos semanas a la mayoría de
los habitantes de ese infierno. Un sherife inteligente puede ser
ministro de economía de Brasil.
Mi pequeño cuarto en aquel horripilante hotel estaba
ubicado en un ángulo de la celda, junto a un ventanal con rejas
por donde nos llegaba el bendito aire del patio. Dormía ado-
sado como una estampilla al enorme corpachón del sherife.
Gozaba de todo el confort posible: el aire puro que se colaba
por las rejas y atravesaba el poderoso olor a catinga que te pe-
netraba por la nariz como una manada de arañas venenosas;
tenía mis tres cigarrillos diarios, mi tazón de arroz con feijón
y fideos con dos tragos de gaseosa, y hasta un poco de café que
se compraba todas las mañanas a precio de oro. A la siesta,
cuando la temperatura alcanzaba su máxima, había que res-
pirar como si jugaras al ajedrez para no sofocarte. Los cobanis,
con potentes mangueras, echaban chorros de agua a través de
las rejas, que te refrescaban pero también te lastimaban. Los
polis no lo hacían por bondad: el olor era tan hediondo que
llegaba hasta la oficina del delegado. Cada tanto algún preso
asfixiado era sacado de la celda, y ese precioso espacio con-
quistado gracias al desmayo de un infeliz nos daba alegría.
Durante un rato, todos compartíamos la ilusión de que el aire
mejoraba y el espacio crecía. Durante la noche el lugar era un
concierto de ronquidos, pedos, quejidos de algún blanco obli-
gado a succionar media docena de vergas y, por sobre todo, el
sonido de fondo de la mierda y el orín cayendo en el agujero
cavado sobre el piso en el fondo de la celda y apenas separado
del resto por un maltrecho tabique de cartón. Es parecido al
ruido de la lluvia en una tormenta, golpeando sin ritmo en las
tejas de tu chalet en Zona Norte. Cincuenta o sesenta tipos
cagan y mean con tal constancia que prácticamente el baño
permanece ocupado durante toda la jornada.

34
Después de pasar por ese infierno, me consideraba
un tipo más duro. El problema no es el miedo, lo grave es
esa flacidez emocional que se genera cuando no dominás
la adrenalina.
En 1987, mientras me bajaban del micro, me esposa-
ban y me empujaban hacia la furgoneta que me llevaría a la
cárcel de Niteroi, volví a sentir el maldito escaldamiento del
alma: una profunda y peligrosa caída en la depresión que no
te podés permitir. Es como un ascensor vertiginoso que baja
y sube a gran velocidad desde la garganta hasta el estómago,
transportando terror.2
No hay que manifestar ese miedo. El olor te delata, pero
conviene no llorar ni quejarse. Es mejor charlar con los co-
banis que te trasladan de pabellón en pabellón, hablando de
boludeces, mientras vas escuchando detrás el sonido de las
cerraduras que te aleja del mundo cada vez más (la primera

2. A la mayor parte de los iniciados, el paisaje carcelario los escalda. El


miedo se torna tan doloroso que parece imposible soportarlo. Pueden ha-
ber sido valientes en la comisaría, aguantarse los golpes y picaneadas sin
confesar sus delitos y, lo más importante, sin implicar a ningún colega.
Pero el largo viaje desde Tribunales hasta los pabellones de Devoto, Case-
ros, Carabanchel, Auxtierre o Lagoeira son un electroshock aplicado en el
sistema nervioso de todas sus astucias y mentiras. El tipo queda desmon-
tado. Comprueba que su personalidad, su identidad, ese amigo del alma
que creía llevar consigo, no existe, es apenas un montón de conversaciones
bien hilvanadas que ahora hacen silencio y se ocultan. En ese silencio, es
fácil comprobar que el lenguaje es un cuchicheo absurdo flotando entre
las tripas. Al entrar por primera vez en la cárcel, un hombre aprende para
siempre que es un montón de mierda aterrorizada, que se ha defecado por
dentro sobre los cables pelados de su mente. Hay otra raza que no es así.
Son los Bravos, los tipos a los que en las cárceles argentinas llaman «Ojos
de vidrio» (porque tienen la mirada muerta, porque mirar sus ojos es mirar
en los ojos de la mismísima nada). No importa la edad. Los Bravos pueden
tener 17 o 40 años; entran a la cárcel a los empujones, sin bajar la cabeza
ante los canas.

35
vez que fui a la cárcel, en la penitenciaría de Villa Devoto, lle-
gué a contar trece rejas que se cerraron a mis espaldas mien-
tras me conducían a mi nuevo hogar en la cloaca del mundo).
En Niteroi le hice una oferta económica al jefe del pa-
bellón, y gracias a ello me acondicionaron una pequeña y
abandonada oficina llena de baratijas y arañas, pero que de
todas maneras resultaba un salón VIP en comparación con
el resto de las instalaciones. Debía permanecer allí hasta que
Vera Land, en Buenos Aires, consiguiera juntar el dinero que
había ofrecido para conseguir mi libertad.
Disponíamos de una pequeña alacena y de un calenta-
dor para cocinar, y la puerta permanecía abierta durante el
día para ir a cagar, mear o hacernos la paja en el baño de los
oficiales. Mi compañero de cautiverio había nacido en Ma-
riana, un pueblito perdido en el estado de Minas Gerais, y se
hacía llamar Tostao por un vago parecido con el magnífico ju-
gador de la selección brasileña que solo él percibía. Creo que
nunca me dijo su verdadero nombre. Por pura coincidencia,
quedamos en libertad al mismo tiempo en aquella primavera
de 1987, y durante días trotamos juntos por la ciudad.
Por inercia y desamparo, me quedé a vivir un infinito
par de semanas entre los hábitos vertiginosos de Tostao. Nos
la pasábamos viajando en tren de una población a otra, com-
prando bolas de anfeta para revender, robando carteras y me-
tiendo mano en lo ajeno a cada rato; además, Tostao le metía
mano a las púberes. Había estado preso por un confuso inten-
to de violación, y viajando a Campo Grande lo vi en acción. El
tren iba colmado hasta el techo, y él le puso el ojo a una mo-
renita flacucha y bonita de unos dieciocho años, que viajaba
desde el interior de San Pablo con su madre y su abuela.
Compró un sándwich y convidó a la chica. Las seño-
ras sonrieron agradecidas, y mientras conversaban obser-

36
vé cómo Tostao con total impunidad metía su mano bajo
la calza de la muchacha, e introducía uno de sus afilados
dedos en el interior de su trasero. Ella pegó un respingo,
pero de inmediato pareció adaptarse a la violación, ya que
siguió comiendo mientras Tostao acomodaba su mano y
permanecía en su interior hasta la estación de Poa donde
descendimos.
Después de ese episodio, Tostao me confesó su temible
prontuario de violaciones. Aunque parecía mucho mayor,
tenía veintinueve años y había comenzado a violar muje-
res una década atrás. Cuando aspiraba pegamento, o mejor
aún, cuando conseguíamos un frasco de cloruro de etilo, el
champagne de los aspiradores, me narraba minuciosamen-
te aquellos episodios saboreándolos en la memoria y, sobre
todo, intentando transmitirme el deseo y contagiarme el há-
bito. Mi reacción era contradictoria; me apasionaba escuchar
sus relatos, y al mismo tiempo me aterraba involucrarme en
ellos, como si por el solo hecho de escucharlos me convirtiera
en partícipe. Tostao había atacado a una docena de chiquillas
en el término de un mes, siguiendo un recorrido aleatorio
por el barrio de Botafogo en Río de Janeiro. Se inició como
depredador atacando a una turista francesa, a quien levan-
tó en las escaleras del edificio donde pasaba sus vacaciones
y arrastró hasta la caja del ascensor. Le hizo el trabajo com-
pleto. La sometió con violencia por la vagina y el ano, y des-
pués se dedicó durante un buen rato a enseñarle las artes de
la mamada. En las siguientes semanas, como un tigre ceba-
do, atacó a varias colegialas y fue mejorando su técnica para
elegir los sitios donde llevar a las víctimas y mantenerlas más
tiempo en su poder. Me confesó que su primera violación la
cometió a los catorce años, en el sótano de la panadería de
San Pablo donde pasó casi toda su infancia. Los portugueses

37
dueños de la panadería lo habían traído engañado del campo
a los seis años, con falsas promesas de costearle los estudios.
Apenas si aprendió a leer y escribir, y enseguida lo sacaron de
la escuela. En realidad, lo esclavizaron al trabajo y su vida se
transformó en una rutina carcelaria. Se levantaba a las cinco
para trabajar en la cuadra, y al caer el sol lo encerraban en
el sótano. El niño soportó la esclavitud hasta que, poco des-
pués de cumplir los catorce, arrastró al sótano a la hija menor
de los portugueses, una linda y robusta muchachita de diez
años. Según parece consiguió mantenerla allí abajo encerra-
da durante un largo fin de semana, hasta que el secuestro fue
descubierto. El sometimiento de Silviña, la pequeña hija de
sus captores, fue planeado con minuciosidad, y Tostao había
estado anotando en un cuaderno todos los procedimientos
y rarezas sexuales que quería experimentar con su víctima.
Una de sus mayores hazañas consistió en obligar a la niña a
embadurnar su pene con sus propias heces y chuparlas. Fue
una venganza, pero Tostao también descubrió el goce supre-
mo que le deparó aquella múltiple y pesadillesca violación.
—Antes de irme embora eu escribí o número 30 en sua
cara, o número 15 en seu bunda y o 20 encima da buceta
—dijo Tostao, riendo como un chiquillo que recuerda una
travesura.
—¿Qué coisa era eso?
—Para que elos, os pais, supieran as veces que usé seu
corpo...
El recuerdo de aquel sótano donde permaneció durante
casi toda su infancia era como un atardecer invernal cayendo
sobre el rostro de Tostao. Su cara se cubría de una antigua
sombra, y las emanaciones del cloruro de etilo que a veces me
alcanzaban convertían mis ojos en cuchillos que penetraban
la carne de aquella máscara; yo creía vislumbrar la tristeza y

38
la decepción de un hermoso niño atrapado en la jaula de unos
depredadores.
—Vocé teim que probar ese prato —me escupía en la
cara Tostao, refiriéndose al sometimiento de las niñas—. Es
o máis gostoso que teim...
Era además un experto ladrón: domicilio, negocio, esta-
dio o bar por el que pasaba sacaba su tajada. Cuando salíamos
de ronda nocturna, Tostao caminaba por las calles como una
máquina destructora. No solo robaba: rompía todo lo que en-
contraba a su paso. Le daba igual quebrar la rama de un árbol
o los vasos y botellas olvidados por el garzón sobre una mesa
callejera del bar; escupir en la bebida de los parroquianos o
depositar sus mucosidades sobre el vestido elegante de alguna
transeúnte descuidada. Ese era el gran placer de su vida: ha-
cer daño, sabotear, arruinar la pequeña alegría que sostiene el
día a día de sus malditos semejantes. En la iglesia evangélica
donde generosamente lo amparaban dándole techo y comi-
da, cuando entraba en sus frenesíes depredadores defecaba
en los rincones oscuros del templo o generaba cortocircuitos
dentro de los enormes parlantes que se usaban para convo-
car a los feligreses. Su acto preferido era orinar en los enor-
mes botellones de jugo de naranja que el cura preparaba para
apagar la sed de sus fieles, o colocar pequeños trocitos de su
propia mierda dentro de los emparedados de presunto y queijo.
En su rostro yo veía reflejada la maldición sacerdotal
que en algún lugar remoto pero preciso de su pasado lo obli-
gó a humillar para siempre su esencia. Todos los de mi espe-
cie nos hemos encontrado alguna vez con aquellos que nos
han humillado.
Lo menciono en plural porque formamos parte de una
clase perfectamente identificable. Somos una etnia secreta,
una raza original, un modelo genético: somos los depreda-

39
dores, los que atravesamos historias y ciudades, amores y
amistades, disfrazados de alguien que ni siquiera sabemos
quién es. Es un disfraz tan perfectamente diseñado que te
oculta hasta de tu propia mirada. Estamos acicateados por
el cuchillo de la supervivencia. No sabemos trabajar, ni estu-
diar, ni aprender, ni ser amigos de nadie, y hasta nos resulta
insoportable el trabajo de existir. Solo sabemos persistir.
Tostao es el ejemplar más notable, el que quizá nos re-
presente más bestialmente a todos, el que llevaba en su ex-
presión el mejor dibujo, el más perfecto identikit de aquella
presencia sacerdotal nefasta que en su infancia distorsionó
su alma para siempre.3

3. Recuerdo cuando abandoné a Tostao en un garaje desolado que había-


mos convertido en hediondo hogar. Durante todos los días que vagamos
por la ciudad estuve planeando aquel abandono. Él había encontrado un
nuevo sentido a su vida: yo era su amigo. Tostao fue la única persona que
conocí capaz de sobrevivir a tal soledad y al mismo tiempo necesitar tan-
to de un amigo. En la cárcel me habían dado el teléfono de Ronald Biggs,
autor del robo del siglo en Londres, que vivía refugiado en Santa Teresa.
El rumor decía que ayudaba a los tipos inteligentes que salían de la cárcel.
Pero era evidente que no podía acudir acompañado por Tostao. Así que lo
dejé allí. Salí a comprar azúcar o café y no aparecí nunca más por el garaje.
Nunca olvidaré a Tostao. Tenía una capacidad excepcional de hacer cuen-
tas mentales en pocos segundos. Era una obsesión permanente, mientras
caminábamos por las calles de Río buscando alguna casa que asaltar, él me
pedía operaciones:
—548 multiplicado por 6328 —le decía.
—3.367.744 —me respondía Tostao con una sonrisa, mucho antes de que
yo terminara de hacer las cuentas sobre un papel para realizar la corrobo-
ración. Era un genio. Un profesor alemán, en la cárcel, le había enseñado
pacientemente el truco. Fue un alumno ejemplar y después de practicar
años era certero en sus cuentas. Tostao había soñado con ser otro cuando
era muy niño, antes de caer en la red pringosa elaborada por su padras-
tro, obligándolo a vivir en el sótano de una panadería, sin permitirle ir al
colegio ni hacer amigos y ni siquiera jugar. Para Tostao, a los ocho años ya
era demasiado tarde para todo.

40
Reconozco la casta de los desalmados porque uno de
ellos me hizo bajar la cabeza cuando intenté dar un examen
en la universidad, a los diecisiete años. Yo ni siquiera había
terminado el secundario, pero leía y estaba muy informado.
Así que un experto me falsificó un título, y con ese papel tru-
cho me inscribí en la Facultad de Psicología de El Salvador. La
usurpación funcionó durante casi un año, y hasta provoqué
la admiración de algunos profesores por la habilidad para ar-
mar mi discurso. Leía tres páginas de El ser y la nada de Sartre
y de inmediato me convertía en un experto en existencialis-
mo. Leía poemas de Maiacovsky, los distorsionaba un poco,
y luego los recitaba de memoria escupiendo saliva sobre la
oreja de una pecosa tetona. Era un farsante con una capaci-
dad innata que atravesaba todas mis actividades: la velocidad
combinatoria mnemónica.
Hasta que un funcionario me descubrió. Fue una de las
grandes humillaciones de mi vida. Lloré, le rogué que no me
denunciara, le enumeré la serie de catástrofes a las que me
exponía y que efectivamente sucedieron. Inconmovible, con
la mirada cruel de ese mandril que alguna vez, en un pun-
to remoto de la historia, se apropió del poder, el señor Hugo
Solá escuchó atentamente mi descargo, disfrutando de mis
futuros infortunios: «Te la buscaste», me refutaban sus ges-
tos. Durante casi diez años tuve la fantasía de matarlo.
La vida es misteriosa. Cuando después de veinte años
ya me había olvidado por completo de esa experiencia ne-
fasta, participé de un debate sobre la locura realizado por
el Ministerio de Salud Pública en el Teatro San Martín. Los
panelistas eran el ministro de Salud, el legendario psicólogo
Alfredo Moffatt, el terapeuta Hugo Solá y el periodista Enri-
que Symns. Esos debates eran tremendamente aburridos, y
los organizadores me invitaban especialmente para que les

41
pusiera una cuota de caos. Cuando el ministro empezó su
discurso, busqué mi arturito4 en el bolsillo del saco y con la
invulnerabilidad que me caracterizaba apunté el sifón hacia
mi nariz. En ese momento vi los ojos de rata del hijo de puta
que me expulsó de la universidad, y como si se me hubieran
aflojado los esfínteres del alma me largué a llorar.

4. Pequeño sifón de 5 cm de altura, capaz de contener un gramo de cocaína


y de eyectar en la nariz el equivalente a una línea de dicha sustancia. El
nombre se debe a la semejanza del aparato con el robot llamado Arturito
del film La guerra de las galaxias.

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PRIMERA PARTE

¿Qué hubiera sido de mí sin Alma?


(Buenos Aires, 1966-1969)
En la cueva del mago

Después de que me expulsaron de la universidad, se agotó mi


alacena de identidades.
Si me hubieras conocido hace 34 años, no podrías creer
de ninguna manera que ese engendro fuera yo. Simulaba
hasta lo que ni siquiera sabía, la culpa me taladraba pero yo
seguía adelante porque sabía que la vida es humo que se es-
fuma, así que entraba a tu casa y te metía mano.
Robaba libros, botellas de leche, medialunas de grasa,
relojes, encendedores, propinas de los garzones, dinero que
los confiados vecinos dejaban debajo de los sifones, cigarri-
llos, una bufanda, discos, cien gramos de jamón crudo o el
frasco de dulce de leche, el amor de tu hermana o la boca de
tu esposa.
Nunca aprendí a tripular mi personaje. Con dinero era
fuerte, intenso y generoso. Pero cuando comenzaba a pasar
hambre, ya no podía sostener esa personalidad.
Acababa de salir de la cárcel en libertad condicional, y
todo era riesgoso, todo me podía devolver a la mugre de los
pabellones de Caseros. Dormir en las terrazas de los edifi-
cios o en una plaza. Robar el dinero de los sifones o planear
una estafa. Ni siquiera podía caminar tranquilamente por la

45
noche de Buenos Aires. Cada vez que me presentaba ante el
juez, parecía que el tipo hasta me leía los pensamientos.
Trato de recordarme en aquella época y me resulta
grotesco.
No sabía coger ni ganarme la vida, no tenía la menor
idea de cómo pelear con alguien o compartir una mesa con
los artistas que proliferaban por la calle Corrientes. Ni si-
quiera sabía qué ropa usar. Recuerdo mi traje negro, la cor-
bata azul, el pelo muy corto, caminando como un fantasma
entre lobos y chiflados, gente que estaba de vuelta del viaje de
la droga al que yo me iba a introducir.
Como siempre, otra vez, la vida me asfixiaba.
Mi gran consuelo era una rusa alucinante que se llama-
ba Alma. Era la gran pasión de mi vida, aunque jamás cogió
conmigo. Ella se acostaba con hombres recios y golpeadores,
pero disfrutaba de mis relatos y teorías. La larga cabellera
rojiza de Alma llameaba por la calle Corrientes, entrando y
saliendo de los lugares top de la década del sesenta: La Paz,
el Bar Colombiano, Politeama, La Academia y el Bar Cultu-
ral. Extremadamente flaca y decididamente atractiva, con un
misterioso origen familiar que se ocupaba de ocultar con mi-
nuciosa paciencia, estudiante crónica de derecho y filósofa
por vocación, Alma respiraba utopías y amaba a los hombres
capaces de crearlas. Mi mayor placer consistía en que me
cantara canciones rusas al oído hasta hacerme llorar.
Así fue como renací un atardecer de verano en el bar
La Paz, donde antes cada cosa me amedrentaba. Allí todos
eran artistas, pistoleros o guerrilleros. En aquellas mesas
se cocinaban todas las guerras, guerrillas, asaltos a bancos
y películas que después sucedieron. Directores de cine que
organizaban encarnizadas orgías donde como postre se la-
mía el cuerpo de una adolescente, actores que sabían pelear y

46
te orinaban la espalda mientras estabas jugando a los dados
en el bar La Academia, putos legendarios y pistoleros com-
partiendo borracheras, policías disfrazados de personas y
mujeres santas trabajando de putas. La calle Corrientes era
el centro del mundo, la cocina donde se horneaban todas las
almas, el centro de atracción de todos los fugados de la cár-
cel de Olmos y del neuropsiquiátrico Borda, locos y asesinos,
soñadores y psicópatas, artistas y buchones, genios de la re-
tórica y extraterrestres sin rumbo.
Aquella tarde, con un gesto hipnótico Alma puso un po-
rro en mi boca, y sin que mediara resistencia lo encendió.
Yo era un enemigo acérrimo de la marihuana y de cuan-
ta droga prohibida hubiese; las rechazaba como lo haría un
integrante de los Testigos de Jehová. Solo consumía alcohol,
desde los diez años. Todos a mi alrededor fumaban marihua-
na, se tragaban cócteles de trapax o artane y se inyectaban
metedrina o pervitín. Yo, con mi trago de whisky o de gine-
bra, los miraba como un predicador evangelista mira a las
almas quemarse en el infierno.5
En el instante en que inhalé aquel humo, toda mi vida se
esclareció, como si un rayo aterrador iluminase cada instante
de mi historia. Por primera vez desde niño, aterricé de ese
insensato viaje hacia la adultez. Dejé de escuchar la frecuen-
cia mediocre del guion que se oculta en las conversaciones, y
percibí telegramas ocultos entre las oraciones. El insoporta-
ble peso que cargaba desde la infancia se esfumó, y entonces
pude ver.
Alma me tomó de la mano y salimos del bar. Una bo-
canada de gritos del aire me traspasó los pulmones. En esos

5. Ver anexo «Farmacéuticos, los dealers de los años sesenta».

47
tramos de la caminata vomité la angustia que siempre me
había anudado la boca del estómago con la parte baja de los
pulmones; me desaté de una contractura psíquica conforma-
da por cadenas asociativas, temores, culpas y órdenes mal
ensambladas. Me estaba escapando de la trampa.
Guardo un recuerdo confuso y doloroso de aquella épo-
ca. Entraba y salía de los bares coqueteando con proyectos
que no se concretaban, orgías que no disfrutaba y fiestas en
las que siempre quedaba afuera del jolgorio, invisible a la mi-
rada de las mujeres hermosas.
Esa noche, como dos brujos expertos, Alma y yo fuimos
esquivando las vidrieras colmadas del bar Politeama. Mien-
tras flotaba por la calle, comencé a sentirme extremadamen-
te torpe ante aquella sensación inédita de plenitud, y traté de
librarme de ella.6
Me reía de la confusión radiofónica que se había pro-
ducido en mi cerebro. Todas las voces hablaban al mismo
tiempo. Voces familiares se mezclaban con disputas amo-
rosas, y hasta había un locutor que no dejaba de transmitir
viejas conversaciones inconclusas conmigo mismo. Los la-
berintos del cerebro se habían iluminado y cundía el caos.
Fue mi primer descubrimiento: yo no pensaba, no era res-
ponsable de nada que cruzase por mi mente; era el espacio
exterior de todos los sucesos que antiguamente denomina-
ba «yo». Alguien o Algo, un proceso infame y siniestro ha-
blaba consigo mismo en mi cerebro, y construía sin cesar
las madrigueras donde un gusano lleno de dolor y miedo

6. Desde que comencé a consumir drogas, intenté escapar del efecto pla-
centero. No consumo para estar feliz o para sentirme bien. Eso es imposi-
ble, y, por otra parte, arrinconar el placer es bajeza.

48
viajaba hacia la oscuridad. Mi carcajada aterrorizaba al gu-
sano y a las voces. Le dije a Alma:
—Tengo una radio en el cerebro...7
En la esquina del Obelisco me ocurrió por primera vez
una cosa difícil de explicar, y que posteriormente se convirtió
en algo bastante habitual (la lectura de William Burroughs
me permitió elaborar esa experiencia sin caer en el páni-
co). Digámoslo de un tirón: desaparecí del mundo. Por una
fracción de tiempo, no estuve más. Cuando volví, no sabía
dónde estaba ni quién era; desconocía el sentido de las pala-
bras. Miraba el cartel con el nombre de una calle y veía dibu-
jos en sánscrito. Se produjo un silencio inaudito, la actividad
de miles de millones de sinapsis se congeló, y nada ni nadie
pudo hacerse cargo de la identidad de las cosas. El sonido de
la conversación de las personas que conformaban la multitud
era el grito psicótico de un gigantesco sapo rabioso.
Yo era una aparición fulminante estampada como un
grabado prehistórico sobre los pliegues de la vida, como si

7. Esa analogía me persiguió durante el resto de mi vida, y encontré ex-


presiones similares entre los internos de los distintos manicomios que
visité como periodista, y también entre los integrantes de una banda de
hippies que consumían LSD y mescalina en el morro de Santa Teresa, en
Brasil. El percibir «voces ajenas» carece de toda explicación convencional,
y ni siquiera los sofisticados argumentos freudianos pueden explicar tal
fenómeno. Cualquier persona «sana» que se sumerge en la escucha de esa
conversación mental —como si el cerebro fuese una radio cuya perilla es
manipulada por una voluntad ajena y cuya programación es transmitida
desde un sitio remoto e inaccesible y, por sobre todo, escogida por una de-
cisión ideológica— se transforma de inmediato en un paranoico. Esa no-
che, flotando por la calle Corrientes, supe definitivamente de la existencia
de un complot manipulado por una mente global y que atrapaba a todas
las mentes en una especie de pesadilla colectiva conformada por una baba
fina de mandatos filosóficos y conductuales, tal como se caricaturiza en el
film Matrix.

49
nunca antes hubiera existido. Reaparecí repentinamente
dentro de mi cuerpo —que era casi una ropa ajena—, y esa
masa desconocida que era yo estaba de pronto vomitando ju-
gos sobre un semáforo.
Mucho después pude relacionar esa experiencia con un
fenómeno igualmente aterrador que me persiguió durante la
niñez. Se trataba de una pesadilla recurrente que al desper-
tar me dejaba en tal estado de frenesí que obligó a mis padres
a consultar con médicos y psiquiatrones, quienes afortuna-
damente para mi salud mental dieron una explicación senci-
lla del asunto: exceso de acetona en la sangre.
Con el transcurso de los años, el contenido de esa pesa-
dilla se fue borrando, pero quedó grabada a fuego la escena
culminante: una especie de carroza tirada por ocho caballos
avanza frenéticamente, conducida por un cochero apenas vi-
sible. En el interior viaja una pareja de novios vestidos para
la ceremonia del casamiento. El punto de vista del soñador
comienza a remontarse como un barrilete hacia la cima de la
escena, y entonces veo que el camino es apenas un hilo de luz
atravesando una ciénaga hasta hundirse finalmente en ella,
tragado por la oscuridad. El despertar siempre era el mismo.
Gritando como un mamut herido, me agarraba las ma-
nos y decía:
—¡Mis manos! ¡Estas no son mis manos! ¡Me cambia-
ron las manos!
Parecía tan real la percepción de que aquel cuerpo no
era el mío, difundiéndose por toda la piel, que cuando me
traían un espejo para que pudiera reconocerme la sensación
de otredad se hacía aún más intolerable.
Ese retorno al terror infantil me dejó con el culo pelado
en plena calle Corrientes. Intenté hablar, pero al parecer solo
farfullé ridiculeces sin sentido.

50
—Sí, nene —me susurró Alma, acariciándome la nuca
con su voz orgásmica—. Este es el baile...
La grotesca comparación de Alma me sustrajo del ho-
rror, haciéndome vislumbrar las características del «baile» al
que se refería: una danza ejecutada sobre un infinito tonel
lleno de melaza negra, un baile de abstracciones dibujadas
sobre las tinieblas para no perder pie y caer eternamente
contra la nada que articulaba toda la realidad. Miré a la gente
en la calle y vi a los transeúntes patinar sobre el miedo, tra-
tando locamente de creer en algo, aferrados a esa bestial ig-
norancia. Indios bailando una danza vudú para sostener la
brujería de la vida cotidiana, fantasmas de la luz proyectados
desde el fondo del cosmos sobre el escenario grotesco de los
días. Amores y trabajos, odios y rechazos, planes y recuerdos,
cada detalle y cada argumento no eran sino tretas de la mente
para evitar el choque repugnante con el vacío.
En el ascensor de la casa que visitábamos en la calle Tu-
cumán, Alma encendió otro porro y me ordenó fumar. Esa
noche me enseñó a pitar como se debe: a arrancarle el humo
al faso con mordiscos respiratorios que se introducen en tus
pulmones como si el humo aguantara su reacción hasta lle-
gar a la mente y estallar.
Y así fue como comenzó mi otra vida.
Cuando se abrió la puerta del departamento, fui Alicia
entrando a la cueva del Sombrerero Loco.
El hombre hermoso sentado en un sillón como un anti-
guo y sabio rey estaba vestido de manera estrafalaria. Todo
su cuerpo, incluyendo sus pies, estaba cubierto por un tapa-
do de nutria, y llevaba puesto un sombrero de payaso que le
colgaba a los costados dejando apenas a la vista unas faccio-
nes cinceladas por algún instrumento microscópico, porque
cuando ese rostro sonreía parecía una noche estrellada con

51
millones de puntos luminosos titilando en la oscuridad. Eran
definitivamente las facciones de un gnomo o de un genio de
la lámpara. Reinaba sobre la casa y sobre las presencias casi
sin proponérselo. Su figura destilaba luz, aunque él parecía
estar hundido en las sombras en las que nadaba a gusto. A
todo volumen, el lado dos de Abbey Road era una sustancia
lisérgica flotando en el aire. Alrededor de él, y girando en dis-
tintas órbitas, estaban los personajes más alucinantes que
había conocido.
Esteban, con su casaca a rayas rojas frenéticas, solo
utilizaba su droga favorita: supositorios de morfina. Era tan
experto en la tarea de ponerse esos supositorios que lo hacía
sin ir al baño, ante la vista de todos y sin que nadie se perca-
tase. (Al año siguiente, Esteban y yo viajamos juntos a Mar
del Plata).8
Tom y Jerry eran dos hermanos japoneses que jamás
aprendieron a articular dos palabras en castellano, con los
que existía una excelente comunicación inalámbrica a través
de aquel poderoso misil paraguayo que estábamos fumando.
Pero El Rey era el hombre destinado a cambiarme la vida, a
mostrarme otro mundo. Lo llamaban Míster Fu, y era reco-
nocido allí donde lo nombraras.
El porro fumado en la escalera y la repentina irrupción
en aquella casa me deslizaron hacia las profundidades de mi
inconsciente. Alma me contó luego que comencé a describir,
como un técnico experto, los circuitos del mecanismo que
manipulaba mi mente.
Hipnotizado por mis descripciones de ese horroroso
paraje mental, Míster Fu se arrastró desde el sillón como una

8. Ver anexo « Los viajes de Don Serenito».

52
serpiente, se puso de espaldas al espectacular paisaje de la
ciudad tras la ventana, y con elegante tristeza me dijo:
—Yo nunca vi nada misterioso en este mundo...
Y en ese mismo instante, detrás de él, una estrella verde
cayó del cielo y se desintegró.

Acurrucado en un sillón de aquella casa desconocida,


amanezco a la pesadilla de mi guion. Piadosamente alguien
me ha cubierto con una manta. La magia se esfumó, dejando
un recuerdo desagradable. Otra vez el estómago me ordena
sigilosamente convertirme en comadreja.
El departamento es muy grande y caótico. Hay sofisti-
cados equipos de fotografía, escritorios de madera costosa,
arañas de caireles con doce lámparas. El lugar tiene el aroma
de la buena vida, ese olor inconfundible de las cosas caras.
El primer plan es del estómago: asaltar la heladera. La
casa ha sido tomada por un sistema anárquico y promiscuo
de convivencia: todos duermen en cualquier parte, con las
puertas abiertas y amontonados. En la primera inspección
me pierdo en el laberinto de pasillos y puertas, y aparezco en
los aposentos de Míster Fu.
Una puñalada de celos me atraviesa el pecho.
El delicioso y pequeño culo de Alma se asoma entre las
pieles que cubren la cama de Míster Fu. Me quedo mirando la
perfección de ese culo cubierto de una fina lluvia de vello rubio
con la expresión de psicópata sexual. Estoy tratando de regis-
trar fotográficamente la escena, arrancarla de cuajo de esa rea-
lidad, robarme ese culo y esconderlo en la madriguera de mis

53
deseos para cogérmelo ininterrumpidamente durante sema-
nas, hasta agotar la fantasía y que esta adquiera el color gas-
tado de las viejas fotos en mis despiadadas pajas nocturnas.
La envidia sexual siempre es buen acicate para el saqueo.
Robé todas las monedas que encontré en los sacos y
pantalones de los durmientes; la resaca de marihuana con-
duce al consumidor al quinto infierno del sueño, y además
siempre fui muy hábil para eso. Era capaz de revisar un
dormitorio al ritmo de la conversación de los que se despla-
zaban en el comedor. Jamás me pescaron in fraganti. Si a
posteriori descubrían el robo, casi siempre sospechaban de
mí; pero la sospecha jamás inquieta al saqueador. Desde la
cocina, todavía sin moverme, congelado como un iceberg,
hice un mapa mental de la casa para planificar la excursión,
tratando de adivinar los escondites del dinero. El valor de las
cámaras fotográficas montadas en el salón principal me cos-
quilleaba la nuca. Con la venta de esas cámaras podía fugar-
me a Mar del Plata esa misma noche. La traición y el engaño
producen un sentimiento indescriptible de satisfacción. Es
como si el que los comete se fugara del guion amoroso, so-
lidario y deleznable de la vida, y se lanzara al naufragio de
la soledad.
Pero en ese momento la voluntad del universo abortó
mi fuga.
El fantasma de Míster Fu estaba escrutando a mis espal-
das sin que yo lo hubiese percibido. Fue tan grande mi turba-
ción ante su presencia que hasta lancé un gritito histérico.
Nunca me sentí tan desnudo ante alguien. Me habían
atrapado a posteriori de algún robo, y conocía bien la ver-
güenza y la humillación de tales escenas. En cierto sentido,
estaba acorazado. Pero la brujería consiste en que nunca te
atrapen en el acto mismo de robar.

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Míster Fu me dijo:
—Alma me contó que andás sin casa... Si te sirve, podés
quedarte aquí un tiempo. Hay que hacer una copia de la llave
porque yo a veces desaparezco varios días.
Y encendiendo un enorme porro me pidió que lo acom-
pañara a la pieza, donde Alma todavía seguía durmiendo
despatarrada pero con el cuerpo completamente cubierto.
Míster Fu sacó dos grandes maletas que estaban debajo de la
cama, y abriendo una de ellas comenzó a revolver en su inte-
rior con cierta dificultad. Luego se arrodilló y me pidió que
le alcanzara la balanza que estaba junto al velador. Entonces
apareció ante mi vista uno de los tesoros vegetales más sucu-
lentos que yo pudiera imaginar. ¿Cuántos kilos de marihua-
na prensada yacían bajo la cama de Míster Fu? ¿Veinte kilos?
El aroma que se desprendió de ese malezal de alucinaciones
era tan notable como el olor del pedo de un dinosaurio. Mís-
ter Fu arrancó un buen pedazo, lo pesó en la balanza, y luego
de envolverlo con las páginas de un viejo diario Clarín me lo
alcanzó:
—Podés empezar vendiendo esto. Tené cuidado porque
a esta yerba la está buscando toda la policía —me dijo susu-
rrando en un tono risueño, como si me estuviera proponien-
do una travesura—. No es faso... es una araña venenosa.
Míster Fu era uno de los traficantes más conocidos de la
ciudad. Aquel navegante insensato y hermoso que caminaba
por las calles como si delante de él se desenrollase una alfom-
bra, era una especie de leyenda que admiraban hasta los mis-
mos policías de Toxicomanía que lo buscaban. Admiraban
su ingenio para transportar la marihuana, su sabiduría para
ocultarla, su astucia para venderla, y sobre todo su capacidad
para obtener protección legal en su peligroso oficio.
Soy un animal inteligente para asimilar los cambios. Sin

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embargo nunca conseguí dominar una mecánica que suele
envilecer la conducta y hacernos perder el paraíso. Es sinies-
tra la velocidad con la que un indio cazador, que estuvo ace-
chando durante años su oportunidad, acostumbrado como
un talibán a las penurias, cambia de actitud no bien le ofre-
cen una choza y una heladera.
Dos días después, ese ladronzuelo miserable que había
llegado allí por la magia de Alma, ya se consideraba un señor
e instalaba una oficina con cama en la mejor de las habita-
ciones. Al cabo de una semana ya le compraba a Míster Fu
trescientos gramos de marihuana y la distribuía por toda la
ciudad.
Instalé mis puestos de venta en cuatro insólitos luga-
res: en un hotel alojamiento de la calle San José, en un pe-
queño mercadito a dos cuadras del Departamento Central
de Policía, en un kiosco de diarios de la avenida Santa Fe en
Plaza Italia, y en el bar Eros, un sitio legendario ubicado en
Corrientes y Callao. Pero el terror a la policía no me había
abandonado.
La serenidad casi soberbia de Míster Fu para hacer sus
negocios me obsesionaba. ¿Por qué se paseaba en su enorme
y desvencijado Rambler disfrazado como una pesadilla de
Andy Warhol mientras la policía lo acosaba? Se había hecho
tan público que Míster Fu era uno de los principales dealers
de marihuana en Capital Federal que resultaba imposible no
sentirse paranoico.
Fu no tenía cuarto fijo en el departamento de la calle
Tucumán. Allí ninguna de las seis habitaciones se usaba
como dormitorio, comedor u oficina, sino que cada ambien-
te era funcional de acuerdo al día y a los invitados. En el lugar
se entremezclaban palos y trofeos de golf, suntuosos escri-
torios con centenares de cajoncitos y libros encuadernados

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con títulos como Costumbres de las tribus wichis en Ingeniero
Ledesma o Las encrucijadas del Código Penal con equipos de
fotografía y antigüedades. Y en el departamento de la calle
Tucumán la cantidad de marihuana paraguaya nunca era in-
ferior a los diez kilos.
Mi anfitrión desaparecía durante largos períodos, e in-
cluso a veces cambiaba de apariencia y se transformaba en
un elegante muchacho normal. Hasta que un día me dijo
que el dueño del departamento me quería conocer, y poco
después descubrí el misterio de aquella impunidad de que
gozábamos.

Todos los viernes nos encontrábamos para cenar. Nun-


ca se repetía la rutina. Un viernes comíamos comida árabe
en el Club Honor y Patria y otro las más exquisitas carnes
rojas en El Tropezón. El tipo se llamaba Charly, y eso fue lo
único que sabía de él cuando me lo presentaron. Tenía unos
sesenta años, enorme capacidad para citar frases famosas,
muy entretenido, de modales encantadores y una tristeza
tan profunda que recién con el tiempo llegué a comprender:
estaba completamente desilusionado de la vida, y a ciertos
hombres esa desilusión en lugar de tornarlos cínicos los hace
apasionantes.
Era indudablemente un hombre de alta sociedad, y su
relación con Míster Fu (al que amaba incondicionalmente)
resultaba inexplicable.
—Así que no hay dios... —me decía con una risita seca
mientras mezclaba la ensalada de apio y manzana—. Me en-

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cantó su expresión, Enrique. ¿Cómo es que dijo?... «Dios es
un espantapájaros de ropa vieja colocado en el abismo».
Yo siempre advertía esa ansiedad oculta en la ironía
casi académica que utilizaba Charly para polemizar conmigo
sobre temas filosóficos o teológicos, como si la existencia de
Dios tuviese la misma demostratibilidad que la fórmula quí-
mica del agua.
Durante aquellos años de vagabundeo por la ciudad,
sin oficio ni estudios, sin posibilidad de transformarme en
escritor o en profesional, me dediqué a leer obsesivamente
a filósofos y teólogos, a teóricos del psicoanálisis y estudio-
sos del universo. Y el fraude de dios me resultaba tan inau-
dito como si los creyentes adorasen el edificio del Correo. Me
parecía inconcebible que semejante superchería les sirviera
para escapar del destino.
—¿Me cree si le digo que usted puede sumergirse en el
abismo para ver lo que hay o no hay, y regresar airoso de su
viaje? —le proponía a Charly en mis monólogos.
Charly se alegraba con esa loca propuesta.
—Hay una verdad tan asombrosa y mágica, tan omino-
sa y siniestra, que han tenido que construir todo este maldito
palabrerío griego para sepultarla.
En nuestro tercer encuentro, inesperadamente, Charly
me miró con una ternura conmovedora:
—Decime, Enrique... —y usó mi apellido por primera
vez desde que nos habíamos conocido—. ¿Tenés anteceden-
tes policiales?

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Tres pistoleritos

Desde los catorce años, cuando escapé por primera vez del
horror del hogar, viví acosado por la policía. A los diez, apo-
yé el caño de un rifle de aire comprimido sobre la pierna del
Mudo, un gigante de catorce que peleaba para la pandilla ri-
val, y disparé. El Mudo era malo por ignorante, y le teníamos
terror cuando corría hacia nosotros emitiendo grititos gutu-
rales, producto de su intento imposible por hablar. El disparo
introdujo el balín muy profundo dentro del muslo, y a pesar
de que mi familia pagó la cirugía para extraerle el pedacito de
plomo, no pudieron evitar que realizara mi primera excur-
sión a la comisaría.
Recuerdo la expresión del Turco Sarquís (comisario de
Monte Grande que luego se hizo famoso en el hampa por sus
atrocidades) cuando me vio por primera vez. Con su ojo de-
recho un tanto desviado parecía mirar alternativamente al
rifle y a mis ojos. Bamboleando la cabeza en señal de desa-
probación, me dijo: «Tenés que aprender una cosa, pescadi-
to... No se le tira a la gente...».
Ese antecedente me persiguió durante toda la pu-
bertad. Cada vez que me fugaba de mi casa y la policía me
encontraba en alguna perdida estación de trenes o en un

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piringundín jugando al póquer o al pase inglés, se reflotaba
la historia.
Tenía pesadillas con la policía; y en ellas siempre entra-
ba «la patota» a pedir documentos. Me descubrían en medio
de la multitud (en la calle o en bares), y me llevaban preso.
Dicen que hay que aprender a viajar en los sueños: si uno se
mueve hacia la montaña con paso de hombre, la montaña
avanza con pasos de montaña. Esta ley onírica implica que la
velocidad vertiginosa que se produce en los sueños depende
absolutamente del primer movimiento del soñador. El Soña-
dor y lo Soñado se sueñan mutuamente.
Cuando llegué a la ciudad dormía en obras en construc-
ción o en azoteas de edificios cuyos porteros no cerraban la
puerta a tiempo. Si me desmayaba del sueño sin haber con-
seguido lugar, me arriesgaba a entrar en la estación Consti-
tución. La primera vez que intenté instalarme a dormir en un
vagón, me pegaron dos cachetadas y salí llorando. Me pasaba
todo el día tratando de robar comida, dinero o cualquier cosa
que pudiera ser vendida o empeñada en los comercios tru-
chos de la calle Libertad.
Hasta que un día conocí a una persona entrañable.
Dos muchachos me tenían acorralado entre las vías de la
estación. Me abofeteaban, me empujaban y me acariciaban el
culo al mismo tiempo, sin que pudiera reaccionar. Y de pronto,
como si fuera el Llanero Solitario, apareció Marcelo y me los
sacó de encima a golpes de karate. A partir de ese momento,
nos atrincheramos en una amistad societaria.
Al amanecer recorríamos las calles de San Telmo y de
Barracas robando el dinero que la gente dejaba bajo los sifo-
nes, y los diarios, que revendíamos en el Parque Lezama. Con
esas monedas nos metíamos en los piringundines de La Boca
a tomar vino. Y de a poco fuimos perfeccionando el oficio.

60
Marcelo provenía de una familia chilena muy cuica,
y andaba en la calle por una decisión que nunca entendí y
que él tampoco permitió que investigase. Era muy elegante,
y podía distraer con su retórica a los empleados de los ne-
gocios del barrio mientras yo saqueaba la caja. Nos hicimos
expertos en las registradoras de los pequeños bares, y creo
que aún hoy podría vaciarlas a ciegas. Cuando no conseguía-
mos robar nada, nos íbamos a su casa y nos empachábamos
con medialunas y café con leche que nos preparaba la muca-
ma. Los familiares de Marcelo, es decir, su abuela y su padre,
eran como fantasmas que atravesaban la casa con la mirada
perdida sin prestarnos atención. Antes de irnos robábamos.
Cualquier cosa: un reloj, un billete, alguna alhaja. La última
vez que visitamos esa casona horrible con olor a muerto, lle-
namos una bolsa con panes y salchichas, cigarros cubanos y
botellas de anís, bananas y anteojos de sol, una radio a tran-
sistores y hasta un puñal de colección que el padre guardaba
en su gaveta.
Con ese botín alquilamos dos o tres días en la eterni-
dad. Fumábamos aquellos cigarrones en la terraza de algún
edificio siempre cercano al Parque Lezama (que era nuestro
hogar) hasta embriagarnos con aquel humo y esos tragos de
anís shami, y soñábamos con lo que seríamos algún día.
Al recordar, me parece que esos sueños se cumplieron,
que cada uno fue el héroe que quiso ser. Y que Marcelo, hoy
seguramente encerrado en algún pabellón de la cárcel de
Caseros, cumplió con esos mandatos invisibles que sembra-
mos en lo oscuro de la juventud.
A veces yo volvía a casa, simulando arrepentimiento.
Pero a las tres de la mañana volvía a escaparme del infier-
no del hogar y llegaba como un héroe con lo robado al Bar
Dickens, donde un Marcelo soñoliento suponía que lo había

61
abandonado. Al filo del amanecer, levantando nuestras copas,
nos jurábamos fidelidad eterna en la complicidad del saqueo.
Hasta que en la casa de un tío encontré aquel inolvidable
revólver. Era un 32 corto, bien lustrado y aceitado, con cartu-
chera de cuero y una caja de balas. Me lo llevé sin siquiera
pensarlo, y jamás lo devolví. Fue como si hubiera encontrado
la fuente de la sabiduría.
Dos o tres veces por semana íbamos en tren a Burzaco, y
nos quedábamos a dormir en una obra en construcción en las
afueras del caserío. Practicábamos tiro, sobre botellas o árbo-
les. A Marcelo y Alexis les costaba concentrarse. Yo no tenía
demasiada puntería, pero podía vaciar el cargador a gran ve-
locidad y sin titubear. Sin importarme los riesgos, comencé a
cargar bajo el saco el revólver y la cartuchera.
La aparición de Alexis nos convirtió en un trío, en una
banda. Alexis era un pibe de Burzaco tratando de escapar
de su destino de villero. Era loco por los fierros, y su deporte
preferido consistía en robarse todas las noches un auto y de-
jarlo abandonado al amanecer. Ya conocía el reformatorio, y
eso merecía nuestro respeto.
Después de una larga deliberación en Parque Lezama,
decidimos convertirnos en verdaderos ladrones. Nos reunía-
mos allí todas las noches, intercambiando información sobre
nuestras inspecciones por Barracas, La Boca o San Telmo,
los límites elegidos para nuestro coto de caza. Carnicerías,
bares, tiendas, almacenes, heladerías, cualquier negocio que
pareciera adecuado. Nos preparamos durante días para «el
primer golpe», sin que ninguno de los tres supiera realmente
si lo concretaríamos.
A pesar de ser el más joven (apenas si había cumplido
quince años), Alexis tenía más calle que nosotros. Entre otros
galones, era cliente habitual de un bar en el Doque donde se

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juntaban delincuentes y anarcos, y allí consiguió que le pres-
taran un viejo Dodge del año del pedo.
—¿Y para qué lo querés, pibe? —le preguntaron. Alexis
no les mintió. Les dijo que era para salir a chorear. Para
aquellos locos anarcos que unos pibes comenzaran su vida
de adultos intentando violar la propiedad privada era una
fiesta, así que le prestaron el Dodge. Nos llevó una semana
ponerlo a punto.
Ese sábado, al anochecer, estacionamos el auto en la ve-
reda de enfrente de la heladería gigante que había en la calle
Almirante Brown, en La Boca. Era pleno verano, y suponía-
mos con razón que habría mucha plata en la caja. El movi-
miento de clientes era constante, pero habíamos detectado
que por momentos se producía una pausa en ese flujo de
chupachupas. Ese lapso era el momento en que los toreros
debíamos salir a lidiar.
Y así fue. Como a las once, los heladeros se juntaron
cerca de la caja a chamuyar giladas. Marcelo y yo salimos
disparados del auto; yo con el revólver desenfundado pero
oculto tras un bolso de gimnasia que llevábamos para guar-
dar la plata. Los empleados se dieron cuenta cuando ya era
demasiado tarde. Marcelo saltó al otro lado del mostrador, y
lo que vieron los dos pibes en el nido de arañas de sus ojos los
hizo retroceder unos segundos antes de que yo los encañona-
ra. Recuerdo la expresión del gordo cuando vio mi revólver
amartillado apuntando directamente a su barriga.
El episodio no duró más de dos minutos. Subimos al
Dodge, y Alexis salió picando, mientras imitaba con la boca
el rugido de un motor.
Esa noche nos sentimos invencibles. Éramos un equipo.
Y habíamos juntado una pequeña fortuna de casi quinientos
dólares, más plata de la que yo había visto jamás. Guardamos

63
el auto, repartimos la plata, escondimos el arma, y el mun-
do se hizo por primera vez real y amistoso. Era una noche
potente de verano y fuimos a tomar una cerveza y planear
el siguiente golpe. La confitería estaba llena de estudiantes y
todos ellos, sus conversaciones y cuchicheos, sus manotazos
y coqueteos nos parecían insignificantes: eran el ganado del
mundo, estudiaban porque estaban obligados a ello, se ena-
moraban por los rumores que corrían, tomaban alcohol para
alardear de lo que nunca les iba a suceder. Nosotros ya tenía-
mos un oficio que nos permitiría abandonar el vagón de cola
del gran tren de la felicidad.
El segundo robo, en una perfumería, estuvo mal pla-
nificado, y mientras salíamos zumbando en el Dodge escu-
chamos el sonido aterrador de la sirena policial. Consegui-
mos más plata pero no nos gustó nada. La empleada rubia
demoró en obedecernos, y Marcelo no le pegó un castañazo
tal como estaba planificado. Discutimos a los gritos, ha-
ciendo una crítica casi marxista sobre puntos tan impor-
tantes como dónde y cuándo debe ubicarse el artillero, y
sobre todo dónde estacionar el auto para que nadie identi-
fique la marca.
Nuestro tercer y último golpe exitoso antes del desastre
fue un descaro. Asaltamos un bar muy concurrido cerca del
Hospital Argerich, y salimos huyendo hacia el centro por Pa-
seo Colón con un montón de plata.
Los robos habían salido en los diarios, y todo indicaba
que era hora de tomarnos unas vacaciones. Teníamos más de
mil dólares ahorrados como para resistir. Pero el maldito di-
nero nunca alcanza. Cuanto más tenés más lo gastás.
Fue un verano maravilloso invitando con copas a todos
los vagos y pendejas que nos merodeaban, yendo al hipódromo
a jugar batacazos que casi nunca ganaban. Rompeportones,

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el más inteligente y sensible de los anarcos, nos vino a visitar
al barrio.
—Corten la volada, pibes. Los yutas ya saben que hay
palometas mordiendo la carnada. En todo caso hagan uno
más... Uno más grande, y después se retiran...
Nos pasamos una semana soñando con un golpe más
grande. Pero la letra de la desgracia ya estaba escrita.
Fue culpa de un maldito partido de River con Indepen-
diente, en Núñez. Sí o sí había que ir. Éramos amigos de la
barrabrava de los menores de River, y ese domingo iban todos
con la intención de robarse hasta la pelota. Los goles se grita-
ban solo para poder chorear. Yo era hincha de River, Alexis de
Racing y Marcelo de sí mismo, ya que el fútbol le importaba
tres pijas, pero igual nos metíamos en la barrabrava con el
pulóver anudado de determinada manera en la cintura para
ser identificados por la horda al comenzar los castañazos.
Ya lo habíamos hecho un par de veces: en un partido contra
Boca, Marcelo le arrancó un reloj caro a un gil que manejaba
un Mercedes. El tipo lo alcanzó a manotear, y Marcelo le par-
tió la nariz con el canto de su mano. Era la época dorada del
fútbol, ibas a la cancha a robar y a pegar castañazos.
Alexis y yo nos emperramos en ir a ver el partido a la
platea y abandonar el racimo apretado y maloliente de la ba-
rrabrava. Teníamos plata, pero amarretes por vocación, no
queríamos gastarla.
Así que la noche del sábado, de malhumor, sin planes,
salimos de recorrida. Alexis había instalado en el Dodge una
pasacasetera robada, y escuchamos a todo volumen las Dan-
zas polotvsianas del príncipe Igor, de Borodin. El auto parecía
planear como un pájaro sobre Barracas.
Cansado de la danza, Marcelo se decidió por una car-
nicería ubicada cerca de Puente Avellaneda. Al momento de

65
tomar decisiones, Marcelo era el jefe. Pero por primera vez
me atreví a cuestionarle el privilegio. «Los carniceros son
unos locos amarretes y peligrosos que siempre buscan ma-
notear el cuchillo», le dije. Marcelo evaluó al carnicero, y res-
pondió que antes de que el tipo se tirara un pedo él lo acos-
taba de un castañazo. Así que bajamos del auto y caminamos
hacia nuestro destino.
(Años después, cuando le conté el incidente al Negro
Lito, que era un maestro en todos los senderos y atajos de la
vida de izquierda, me dijo sin titubear: «No era tu oficio...
Pero igual hiciste lo que había que hacer... Hay que tirar; si
los tipos reaccionan siempre hay que darles»).
La huida fue calamitosa. Marcelo cayó de espaldas tras
el empujón del carnicero, y empezó a retroceder como un
cangrejo mientras el tipo blandía un enorme cuchillo, y en
cuanto pudo ponerse de pie corrió hacia el auto tratando de
detener a Alexis que aterrado escapó del campo de batalla
abandonándonos en la calle.
Después de dispararle al energúmeno, entré en estado
de shock. El disparo dejó a la cuadra en suspenso, como si
una pegajosa burbuja de silencio hubiera atrapado a todos
los habitantes de la calle, desde los viejos árboles hasta los
perros vagos que orinaban en la esquina. Fue una rareza que
nadie me viera.
Arrojé el arma por una alcantarilla y me puse a caminar
lo más tranquilamente que pude hasta hundirme en la noche.
Los anarcos me escondieron en la casa del Doque du-
rante varias semanas.
Recuerdo el estruendo que salió de mi mano, fue el
flash de una pesadilla. ¿Quién disparó el arma? ¿Quién or-
denó a mi dedo tirar hacia atrás el gatillo? La bala atravesó la
nalga, y, de refilón, le partió el hueso muy cerca de la cadera.

66
El estúpido carnicero cayó igual que un árbol abatido por el
rayo.
Ahora sí nos buscaban.

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Saliendo de la cueva del mago

Míster Fu leía atentamente la carta de postres mientras


transcurría la eternidad de esos cinco segundos que demoré
en contestar. Era como un venado oteando en el aire el olor
del cazador.
—Sí, estoy en libertad condicional.
Arrojé esa respuesta en la trampa que presentía en el aire.
En mi vida, la paranoia siempre se desarrolló como un arma
defensiva. Jamás mencionaba mis antecedentes, ni siquiera
para alardear, pero esa noche inevitablemente supe que no te-
nía alternativa.
La conversación cambió instantáneamente de rumbo, y
volvió a la reflexión distante y frívola sobre lo que sucede en
la ciudad o en el cosmos y no en tu propia vida.
Cuando salimos del restaurante, viajamos en silencio
hasta el departamento de la calle Tucumán. Míster Fu siem-
pre me llevaba hasta la casa, y luego partía hacia el mundo
desconocido de sus negocios.
—Está todo bien —dijo cuando me bajé, con ese tono
profesionalmente volado de todo marihuanero, como si la
voz tuviera que hacer un largo recorrido por un laberinto de
embudos deformantes.

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A la mañana siguiente, la voz de Charly estaba en el telé-
fono. Más amable y envolvente que nunca, me invitó a su casa
a probar un vino de su bodega.
Vivía en un lujoso departamento en la calle Arroyo, muy
cerca de la legendaria boite Mau. Unos años después, las au-
topistas arrasaron con aquella esquina mágica. Solamente
por acercarse a esa esquina, un visitante de aspecto tan sos-
pechoso como el mío era inmediatamente detenido e interro-
gado por los policías que custodiaban a los ricos del barrio.
Había varios invitados. Tipos de aspecto importante,
vestidos como gente, con ese dibujo altanero e insolente en
el rostro diseñado por una vida acostumbrada al salón VIP.
Antes de la cena Charly me llevó a una pequeña oficina
privada.
—Ayer, cuando te lo pregunté, ¿pensaste que conocía
tus antecedentes? —me dijo. Y agregó sin darme tiempo a
responder—: Imagino que tu vida es difícil.
Le conté que no había podido estudiar ni aprender nin-
gún oficio, y que en realidad nunca me había sentido muy
interesado por nada. Que la policía me había perseguido
desde los trece años. Que conocía los calabozos de todas las
comisarías de la ciudad. Que había zonas enteras que me
estaban vedadas. En la comisaría tercera había un oficial al
que le decían «El alemán», un tipo recio y seductor que cuan-
do me veía inexorablemente me detenía, y antes de encar-
celarme me pegaba un cachetazo en la cara. En la comisaría
quinta, cuyo radio de acción abarcaba toda la zona de los
bares de encuentro con mis amigos, había un oficial cor-
dobés empeñado en reformarme. Ese maldito cordobés me
detenía los viernes obligándome a pasar los fines de semana
enterrado en una celda. Estaba tan acostumbrado a aquella
persecución que ya no me quejaba. Mi libertad condicional

70
empeoraba toda posibilidad de defensa. Cualquier federico
al que le resultara antipático, feo o irrespetuoso, podía man-
darme a la cárcel recurriendo a los viejos edictos policiales:
vagancia, resistencia a la autoridad, alcoholismo.
Charly escuchó indignado. De inmediato sacó del escri-
torio una tarjeta, escribió algo en el reverso y me la entregó.
—Con esto no vas a tener más problemas con ningún
policía —me dijo.
Había escrito: «Ruego al personal policial de cualquier
jurisdicción que bajo mi responsabilidad no interroguen ni
detengan por averiguación de antecedentes al Sr. Enrique
Jorge Symns. Atentamente...».
Sentí una confusa mezcla de terror y alegría cuando leí
que Charly era Carlos Garbán. Recordé su nombre y su foto-
grafía en los titulares de los diarios de unos años atrás. Había
estado a cargo de dos importantes procesos judiciales por
asesinato, y era uno de los jueces penales más prestigiosos.
Durante la década del sesenta, su fama como magistra-
do fue creciendo debido a tres o cuatro casos emblemáticos
de corrupción policial. Pero esa disconformidad con la vida
que lo transformó en lector de la prosa rusa y en estudioso
de Kierkegaard y Heidegger, también lo ubicó en el lugar de
los que esperan un milagro. En el caso de Charly el milagro
consistió en una estudiante de derecho consuetudinaria, una
joven radiante que yo conocía con el nombre de Alma.
Garbán tenía una vida erótica muy limitada. De una
sexualidad compulsiva, guardaba en la caja fuerte del de-
partamento de la calle Arroyo una carpeta VIP de prostitu-
tas para personas VIP como él. Alma le abrió otro mundo. A
las pocas semanas de salir con su alumna, de cenar y beber
tímidos tragos, finalmente probó los jugos de esa mujer.
Y lo más importante: fumó un tremendo porro bañado en

71
aceite paraguayo especialmente preparado por Míster Fu
que cambió su vida radicalmente.
La policía tenía una relación de amor-odio con el juez Gar-
bán. Era un tipo que si lo fastidiabas un poco te jodía un montón.
Podía aparecerse en una comisaría a las cuatro de la mañana
porque habían molestado a un amiguito de su sobrino, o man-
dar a un empleado disfrazado con la misión de ser detenido
para luego testificar contra el maltrato. Cuando tomaba unos
tragos de más, era capaz de cometer una infracción de tránsito
para ofrecerle plata al policía y luego procesarlo por corrup-
ción.9 Mientras regresábamos al salón, Charly se echó a reír.

9. Con el transcurso del tiempo, los avatares de mi profesión de periodis-


ta y también mi progresiva y compleja relación con las drogas prohibidas
me dieron la oportunidad de conocer a otros jueces, políticos y sobre todo
policías de alto rango que tenían la misma actitud con respecto a su oficio:
lo ejecutaban sin estar necesariamente de acuerdo con él. Conocí a un juez
en la provincia de Salta que adhería a las ideas de Proudhon y sostenía que
la propiedad privada era un delito, y con esa consigna juzgaba con mucha
consideración a los ladrones que no cometían homicidios. Conocí al jefe de
Gendarmería de la frontera de Salta con Bolivia, que guardaba en su caja
fuerte una enorme cantidad de cocaína, y convidaba a periodistas y visi-
tantes de confianza para sentirse un poco menos aburrido. En la década
del noventa, como corresponsal de la revista El Porteño, formé parte de un
grupo de sociólogos, jueces, policías y reporteros que viajaron a Bolivia a la
región de Chaparre para entrevistar a un militar boliviano que nos recibió
en su hacienda. El grupo iba a ser adiestrado en el procesamiento químico
e industrial de la cocaína. El primer día, después del almuerzo, un coronel
hizo traer un platillo de plata donde colocó una buena dosis de blanca. Jala-
mos un elixir de los dioses. Uno de los ratis, un subcomisario de Toxicoma-
nía, se puso reloco con el saquetazo y quiso repetir la dosis, pero el coronel
se lo impidió con un gesto severo. «Una línea es placer, dos ya es vicio», dijo
el milico desgraciado que tenía una cara de cocainómano infernal. El con-
sumo de drogas, muy especialmente de cocaína, fusiona individuos, clases
sociales, fenómenos culturales y roles. En un recital de los Redonditos de
Ricota, en Buenos Aires, podías estar bailando con la novia de un diputado
o compartiendo un saque en el baño con el diputado.

72
—¿Me vas a decir que no sabías quién era yo?
Durante la velada estuve flotando en al aire como cuando
una mujer desconocida te da un beso en la boca en el baño de
un tren, o como cuando un LSD te da el primer aviso y el mundo
comienza a estirarse como un chicle. Y seguí flotando cuando
salí a la calle con aquella tarjeta palpitando en mi bolsillo. No
era una tarjeta, era un pasaporte a la libertad, era mi despe-
dida definitiva de las pesadillas policiales. Era un cartucho de
dinamita oculto en la billetera de un mono. Probé sus poderes
mágicos en situaciones inofensivas. La primera vez fue en un
típico procedimiento de Moralidad en el bar La Paz. Ese bar y
esa esquina (Corrientes y Paraná) eran el epicentro de todas las
actividades literarias o delictivas, culturales o revolucionarias
de fines de la década del sesenta. Ese bar era el plato predilecto
de todas las policías. En el mismo día podían aparecer simul-
táneamente las patotas de Moralidad y de Toxicomanía.
Aquella noche inolvidable, ante el terror de mis acom-
pañantes, seguí comentando a los gritos una película de Go-
dard, y para ejemplificar mis ideas azotaba el aire con gestos
amplios y veloces. Era un conejo provocando a un león. Así
que de inmediato los canas estuvieron a mi lado. Les mostré
mis documentos sin interrumpir mi loco monólogo. La frase
sonó como un latigazo a mis espaldas:
—Señor... Va a tener que acompañarnos.
Abrí el compartimiento de mi billetera donde guardaba
la tarjeta mágica, y la mostré con el mismo gesto que un poli
de civil muestra su credencial. Los canas demoraron en reac-
cionar. El cabo se la mostró al oficial, el oficial la leyó varias
veces como si estuviera escrita en sánscrito, y por la motorola
del auto consultó con algún capo. Y por primera vez en mi
vida, un maldito azul me dijo:
—Discúlpenos, señor.

73
Entretanto, mi pequeño negocio de marihuana funcio-
naba con demasiadas complicaciones en las entregas. Tenía
una clientela de pocos recursos, y eso es fatal vendiendo pas-
to. Significa muchos viajes y riesgos proporcionales. Yo no
era del ambiente ni conocía los códigos; el oficio de dealer
seguía siendo extremadamente peligroso a pesar de mis pre-
rrogativas, así que Míster Fu me propuso que me dejara de
chiquiteces. ¿Tenía huevos o no? «Claro que sí», respondí a
ciegas, presintiendo que me metía en problemas.
—En Chile el mercado es excelente; tengo contactos en
Valdivia... ¿Te atrevés a cruzar un lote y entregarlo?
(Ese viaje quedó postergado más de una década, hasta
que volví a encontrar a Míster Fu en 1989 y decidimos hacerlo,
no para trasladar marihuana sino cocaína).
Al poco tiempo, las únicas actividades en el aguantadero
de la calle Tucumán eran fumar marihuana y tirarnos en el
piso a escuchar música de Procol Harun, Génesis y los Beat-
les, como moscas atrapadas en la red letal de la inacción. Hice
un viaje llevando marihuana a Salta, descubrí que el fracaso
en mis negociaciones se debía al exceso de porro. Llegaba tan
idiota y risueño que los transas salteños me pagaban dos ve-
ces con el mismo billete. Entonces decidí dejar de fumar por
un tiempo, y volver a la ginebra.10

10. Comparada con el resto de las plantas mágicas, la marihuana es una


gripe. Su veneno no es demasiado tóxico, y por tanto solo actúa en con-
dición de remedio piadoso. Existe otro problema con la marihuana: se ha
convertido en una droga de diseño. Ya no son esas plantaciones salvajes
que contienen la ponzoña de una serpiente de cascabel creciendo en los

74
Gracias a esa bravuconería que da el aguardiente ho-
landés, recuperé mi destreza. Durante dos meses robé cen-
tenares de libros de la biblioteca del diario Clarín, en la calle
Tacuarí, y los fui vendiendo a los libreros más veteranos de
la calle Corrientes. La estrategia era tan simple como robar-
le un helado a un niño. Me hice socio a través de un amigo
que era cadete del gran matutino, y disfrazado de estudian-
te simulaba ir a estudiar. Empecé saqueando las ediciones
caras de Marcel Proust y terminé vendiendo a precio de
ganga las colecciones de libros de pintura de Picasso y Van
Gogh. Por dos dólares te llevaba a tu casa Henry Miller, Ítalo

morros de Bahía, en Brasil, o de la sísmica yerba paraguaya. La marihuana


comenzó a plantarse en cualquier sitio y por cualquier idiota estudian-
te de botánica. En las macetas de un departamento en San Isidro, en un
jardincito de La Plata, en los fondos de la casa de la tía Adela. Estas ma-
rihuanas, efectivas pero domesticadas, han perdido la furiosa embestida
con que las dotaba la tierra primitiva y la mano inequívoca del traficante.
Nada que crezca en el jardín de la vida tendrá la efectividad de todo aquello
que se desarrolla bárbaro y viril en la salvaje calle. Así será todo: niños y
plantas, colores y artistas, peleadores y perros. Todo lo que crece en el jar-
dín desarrolla el tramado de los virus, la vida le ha sido expropiada y reem-
plazada por un plan, por un Ansia Cobarde. Actualmente nadie consume
marihuana, fuman fotocopias. La cannabis sativa dejó de ser el maravilloso
escalón que te transportaba inmediatamente hacia plantas más poderosas;
se fue transformando a lo largo de los años en el mantel coqueto en el que
psicólogos y rastafaris, amas de casa y toda clase de gente adaptada sirve
su porción de misterio para luego contar con orgullo: «Nos fumamos un
porrito». Por otra parte, la marihuana ha comenzado a tener un notable
índice de adicción. Lamentablemente, es una planta que se parece cada vez
más a las pildoritas psiquiátricas con las que los médicos y psiquiatrones
amansan a la fiera dolida que se despierta en muchos de sus pacientes.
El mejor argumento para defenestrarla lo ha aportado la casta médica de
cierto estado del gran país del Norte: ¡muchos médicos recomiendan la
marihuana como remedio para casi todos los males! Se trata del suicidio
de una planta mágica. El té de los chinos es una clara demostración: de
aquella poderosa fiera alucinógena ha quedado ese gatito ensobrado que
tomamos cuando nos duele la panza.

75
Svevo, Wilkie Collins, Stephen Crane, Nathaniel Hawthorne
o Jean Giono. Pero esa pequeña mina de oro se agotó cuando
los administradores de la biblioteca descubrieron el enorme
faltante y la clausuraron.

Mi Primera Pareja me había perdido los pasos, y pronto


me fasciné con mi Segunda Pareja, una actriz que había sido
a su vez pareja de uno de mis mejores amigos. Conocí a mi
Segunda Pareja durante la luna de miel con mi Primera Pare-
ja. Nos habíamos ido todos a una remota isla en el Tigre. Fue
un mes de pesadilla entre cobras venenosas, arañas gigan-
tes, ataques de avispas y la pésima relación de Rodolfo con la
que luego sería mi Segunda Pareja. Una noche descubrí que
la golpeaba, y tuve que amartillarle el revólver en la nuca para
que dejara de hacerlo. Esa noche se terminó mi amistad con
Rodolfo, y se inició el enamoramiento de mi Segunda Pareja,
que nunca olvidó el gesto.
Mi Segunda Pareja alquiló un departamento en Ba-
rrancas de Belgrano y empezamos a convivir. Pero todo fue
un desastre. Ella era tan sensual que yo no le alcanzaba ni
como aperitivo. Prefería meterme en el hipódromo de Paler-
mo, a pocas cuadras de la casa, acompañado por todos mis
amigos, que en la cama de ella. Todo se reducía a la pavorosa
historia de pasearla con el orgullo del propietario de una ye-
gua campeona.
Llevé allí a todos mis amigos malandrines, que utiliza-
ban el departamento como base de operaciones para salir a
robar pasacasetes, o encerrarse en el baño a inundarse las ve-

76
nas con metedrina y pervitín. Venían a saquear la heladera o
a mirar libidinosamente a mi Segunda Pareja.
Míster Fu y sus maletas hediondas desaparecieron.
Charly Garbán descubrió que Alma era amante de Míster Fu,
y el shock le produjo una enorme decepción. La relación en-
tre el dealer y el juez se enrareció, y con la separación se ter-
minaron las prebendas. Mi tarjeta mágica caducó, y con ella
casi todos los negocios que intentaba. Parecía ser ya dema-
siado tarde para todo. Tal vez eso defina nuestra raza: para
nosotros, siempre y cada vez es demasiado tarde. El tiempo
es nuestro peor enemigo.

77
SEGUNDA PARTE

Un demonio en la lengua
(Río de Janeiro, 1971-1974)
Adiós, realidad

El primer ácido me lo puso en la boca un peruano que era


vecino del cuarto que había arrendado en una enorme casona
en la parte más alta de Almirante Alexandrino, una calle que
trepa sinuosamente el morro del barrio Santa Teresa, en Río
de Janeiro.11
El Peruano me metió en la boca aquel papelito cuadrado
de color rojo, y después nos fuimos todos a un parque de di-
versiones. El Peruano era un salvaje: tomaba ácido como si se
metiera cañonazos en el cuerpo, y luego salía a torear el caos
que le provocaba el trip en la tribuna del Maracaná, en una
final entre el Fla y el Flu. Aprendí que hay gente así de provo-
cadora: les gusta tanto el miedo que salen a pelearlo.

11. En 1971 Río de Janeiro, y muy especialmente aquel barrio, era una de
las centrales de inteligencia de la movida hippie. Desde el Norte se descol-
gaban yanquis y canadienses con sus libros de Gurdjieff y de meditación
trascendental bajo el brazo; suizos con botellas de LSD que venían a vender
a Latinoamérica para pagarse las vacaciones, y, por supuesto, muchos ar-
gentinos. Casi todos los argentinos que emigraron a Río en aquellos años
se dedicaron a hacer artesanía y convivir en grandes casonas que se alqui-
laban a precios irrisorios.

81
Yo ni siquiera tuve miedo cuando engullí aquel demo-
nio químico. No tenía idea de qué se trataba. No hay forma
de explicarle a nadie de qué se trata ese viaje.
Es imposible imaginar lo que puede pasar antes de to-
mar el primer trip. Nadie puede adivinar el argumento de la
película que se te viene encima. Una de las claves seductoras
del film Matrix es que cuando Neo ingiere la pastillita roja
reconstruye fantasiosamente ese descalabro definitivo en la
percepción de la realidad que produce el LSD 25.
Un gustito poderoso a picante químico me invadió el
paladar, y durante un rato no pasó nada. Fue justamente en
la subida de la montaña rusa cuando el ácido lisérgico tomó
contacto con mis terminales nerviosas, y de un plumazo bo-
rró la realidad. Una vez que un LSD 25 desestructura tu mun-
do, este nunca vuelve a ser el mismo. Yo podría dividir mi
vida mental exactamente en aquel verano. Un antes y un des-
pués de febrero de 1971.
Cuando el carrito de la montaña rusa llegó a la cima,
antes de lanzarse al vacío los colores desbordaron los objetos
como si un niño muy pequeño o salvaje estuviera dibujando el
mundo con grandes pinceladas y sin tener en cuenta los lími-
tes que separan a las cosas entre sí. La velocidad del descenso
se produjo en mi cerebro con tal lentitud que me permitía ob-
servar a la ciudad completamente desencajada, como un ani-
mal excitado en una marejada de lava azul rojiza. Si movía las
manos con cierta rapidez, emanaban rayos anaranjados que
envolvían a las personas y bosquejaban a su alrededor un arco
iris. Era imposible hablar o pensar, y las cadenas asociativas
se esfumaban y acallaban toda posibilidad de relato. Quedé
absolutamente asombrado al comprobar que los límites entre
objetos y personas desaparecían y se recobraban siguiendo
el perfil de mi mirada. Si me lo proponía, podía reconstruir

82
fácilmente el mundo tal cual lo percibimos habitualmente,
pero si me entregaba sin miedos a ese nuevo «ver», desapare-
cía la tercera dimensión y el mundo era un pastel de Van Gogh.
Esa noche terminamos en la playa, escuchando el ron-
quido del mar. Por primera vez presentí que el planeta era un
plato de sopa frío, y que aquel sonido terrorífico que produ-
cía el mar era la mayor expresión de soledad y abandono que
podía escuchar un ser vivo. Mirar las estrellas era zambullir-
se en el vacío.
Unos días después, cuando consumí mi tercer o cuarto
ácido, me encerré en una habitación a oscuras, puse Resonan-
cias y Atom Heart Mother, de los Floyd, y me sumergí en el vér-
tigo de la mente.
Volví a recordar mis pesadillas de niño, cuando sentía
que mis manos no eran mías. Las manos dentro de un bal-
de de hielo, como si intentaran congelar la «otredad» que se
apoderaba de mi cuerpo. Todavía hoy miro mis manos con
los ojos de aquel niño que fui y me sobresalto ante el impacto
de esa sensación de que mi piel no me pertenece.
Los Floyd, que tomaban LSD para proyectar en el aire sus
alucinadas melodías, generaban en la oscuridad del encierro
de mi cuarto en Santa Teresa geometrías en permanente
movimiento. Esa lluvia de líneas suele producir pánico en la
mayoría de los viajeros, porque no deja de girar caprichosa-
mente, sin constituir formas reconocibles. Solo el adiestra-
miento en la domesticación del horror me permitió presentir
un mandala esencial, muy parecido a la imagen que en mis
pesadillas veía extinguirse en la oscuridad hasta convertirse
en un punto luminoso. No había paredes, ni techos, ni calles,
ni muebles a mi alrededor; solo existía un paisaje demencial
de átomos, partículas o líneas moviéndose a velocidades in-
creíbles.

83
A partir de ese día me convertí en un predicador en-
tre los hippies. Un predicador de la nada. Aquellas visiones
habían quitado toda importancia a la historia personal, las
angustias y decisiones cotidianas, el amor o la pasión se-
xual. Buscaba otro nivel de realidad.
Mientras tanto, aquella casona gigantesca de la calle Almi-
rante Alexandrino, allí donde terminaba la línea del tranvía, co-
nocida como «La mansión de Luciano» o «La Mansión», alber-
gaba a una pacífica comunidad hippie de «ojos dormidos» (así
llamaban los vecinos del barrio a los que fumaban maconha).
Durante el día, el movimiento de la casa y de sus habi-
tantes era similar a la rutina del resto de los hogares (los hi-
ppies trabajaban en el mismo horario que los vecinos), pero
durante la noche se transformaba en una Central de Inteli-
gencia Sexual.
El LSD es uno de los estimulantes sexuales más podero-
sos, así que la casa era un auténtico banco de ahorro de se-
xualidades contenidas.
Mi amigo el Peruano, por ejemplo, decidió convertirse
en detective privado hasta descubrir quién era el hijo de puta
que cagaba, en el único baño del piso, deslizando sus heces
por las delicadas paredes blancas de la bañera. Para la sensi-
bilidad alucinada de los habitantes de la casa, aquellas caga-
deras descomunales representaban un mensaje maligno de
las fuerzas que se oponían a nuestros viajes astrales.
El Peruano descubrió muy pronto que el culo satánico
que realizaba aquellos repugnantes atentados pertenecía a
Lucy, la hermanita del uruguayo que convivía con nosotros,
quien sufría alucinaciones con abuelas y tías que la culpa-
ban todo el tiempo y le ordenaban ese ritual de expiación. El
Peruano se mostró dispuesto a entender y a no denunciar-
la, siempre y cuando ella estuviese dispuesta a entregarle en

84
ofrenda su trasero, en el momento y lugar en que él se lo or-
denase. Y el Peruano no era el único que atravesaba las som-
bras de la noche en búsqueda de algún amante.

Hasta aquel viaje a Brasil, mi vida sexual había sido una


verdadera pesadilla.
En la niñez creí entender de qué se trataba el sexo, y me
mantenía atento para asaltar por sorpresa a los niños más
pequeños y acariciarlos. En realidad, no tenía la menor idea.
Si lograba acorralar a una chica, intentaba orinarla. O secues-
traba a mi prima Marta, y en una especie de juego literario
de aventuras, la exploraba y la obligaba a explorarme como
si estuviéramos perdidos en una isla de Indochina. Pero me
gustaba la cacería, el zarpazo inesperado a una bombacha.
Todo mi cuerpo se transformaba en una pija erecta cuando la
hembra decía «No».
Sentí vocación de pedagogo desde muy niño. Y cuando
leí al Marqués de Sade a los doce años, siguiendo las ense-
ñanzas de Las 120 jornadas de Sodoma me convertí en el maes-
tro de pajas de todo el vecindario. Hay algo siniestramente
naíf en las propuestas del Marqués, que suele encajar con la
imaginación perversa de los niños. Él nos recuerda siempre
la época legendaria e inexistente en la que fuimos los reyes de
nuestra voluntad.
La maldición familiar puritana terminó violentamente
con esos juegos, y, durante la adolescencia, una cerrada e ig-
norante impotencia asedió mis impulsos. Todos mis noviaz-
gos y relaciones se resumían en chapuceros esfuerzos por

85
dominar esas reglas confusas y esa complicada mecánica: tu
contrincante también es tu amigo, debés desearlo pero tam-
bién amarlo. Amar a tu presa. ¡Un disparate!
Cada vez que conocía a una mujer, intentaba convencer-
me y convencerla de que con ella se desataría mi reprimido
caudal de erotismo. Pero en cada intento terminaba pidiendo
disculpas por un suceso incomprensible que no sucedía. Por
más que rogara a los dioses remotos que vivían en mi pija que
me liberaran de esa condena, nadie me escuchaba. Dios no
tiene domicilio en ninguna parte, y mucho menos en la pija.
«No te conviene estar conmigo, soy impotente», les de-
cía. Pero como es sabido, esta confesión provoca de inmedia-
to en las mujeres el deseo de amarrarte como si fueras una
especie en extinción.

En Brasil, todo el drama se esfumó como una alucina-


ción. En realidad, a partir de aquel momento toda mi vida
anterior me pareció una alucinación.
La primera vez que una negra se metió en mi cama fue
en Belo Horizonte, en una sórdida pensión donde vivía y te-
nía mi pequeño taller de artesanías. Todas las noches, cuan-
do regresaba, encontraba bajo la puerta una notita escrita
con letra despatarrada: «Eu estou apaxionada por vocé».
Un domingo descubrí que mi enamorada era una niña de
catorce años, con curvas descomunales y una boca gigantes-
ca, que había comenzado recientemente a ejercer el oficio de
prostituta. Cuando se metió en mi cama, la atrapé y no la dejé
partir durante todo el fin de semana. Bastaba con introducir

86
mi mano en su bombacha para que se mojara, y como me ne-
gaba a usar condones (jamás usé un condón), no me permitía
eyacular en su vagina. Tuve con ella innumerables orgasmos
mientras consumíamos cachaza y anfetaminas. Cuando me
metía en su boca, podía quedarme a vivir allí adentro sin que
mi enamorada se quejara o advirtiera en ello una forma de
explotación. La obsesión de que tragaran mi semen desapare-
ció gracias a ella. Era como coger con un animal, es decir, con
una hembra despojada de atributos intelectuales y morales, de
todo concepto del pudor y la repugnancia.
Después de haber tenido aquellas visiones sobre la cons-
titución de la materia, que ingenuamente definía como cer-
teras y definitivas, comencé a ejercer cierta influencia sobre
los viajeros lisérgicos, especialmente entre los principiantes,
convirtiéndome en una especie de gurú. Existe una casta de
manipuladores del viaje lisérgico, desde psicólogos hasta
juerguistas, que se divierten guiándote hacia lo que ellos te
dicen que hay. Si bien toda aquella manada de extraviados
compartían el espacio lisérgico y eran modificados por él, no
todos eran atrapados por la curiosidad intelectual. Muchos
viajeros asaltados por el LSD no conservaban otra huella más
que el desbande de colores y cierta hilaridad de la que des-
pertaban como de un sueño ajeno.
Algunos integrantes de la comunidad de Santa Teresa
que viajaban con LSD y tenían más experiencia que yo, com-
partían una alucinación común, a la que llamaban La Red. Con
los años, adopté esa pesadilla comunitaria para intentar des-
cribir el conjuro que obliga a los hombres a sostener con es-
fuerzo y sin lucro esa pantomima cruel denominada realidad.
Mi habitación en «La mansión de Luciano» era una de las
privilegiadas, ya que a través de un gran ventanal podía ver,
desde la cima del morro, Río de Janeiro. Inhalo en el recuerdo

87
el aire denso y lleno de aromas de esa ciudad espléndida, y
escucho el tan tan agitado de la música que se esconde en
cada partícula del aire que se respira, esa promesa de sexo y
aventuras que se agita como un cóctel en los atardeceres de
ese largo verano que es la vida de los cariocas.
En uno de esos atardeceres, Nora entró en mi habita-
ción. No éramos amigos, y prácticamente yo no hablaba con
ella ni con su grupo de brujas psicodélicas. Nora formaba
parte de «el trío de Las Brujas», como solíamos llamar a las
tres argentinas que habían alquilado el cuarto frente al mío, y
que estaban consideradas como las viajeras más expertas de
la mansión. Nora irrumpió sin golpear la puerta, con cierta
violencia decidida que genera la lisergia. Se sentó en el al-
féizar de la ventana, clavando sus ojos en el morro. Allí arri-
ba, a poco más de un kilómetro de nuestra civilizada casa,
se extendía una cerrada selva llena de monos y serpientes,
con sapos martillo que en la luna llena martillaban la noche.
En algún lugar de aquella vegetación se levantaba un templo
budista que muchos viajeros, especialmente yanquis y euro-
peos, solían visitar en un momento u otro de sus viajes con
LSD. Nora había estado merodeando aquel templo.
—Todo el tiempo están dominándonos... cuanto más
los buscás más te ven —comenzó a brujerear, señalando en
dirección al templo—. Cada palabra, cada imagen, cada fra-
se... es de ellos, las digitan, las palpan, las revisan para que
nada se les escape... ¿Te has dado cuenta de La Red?
Así escuché por primera vez una mención directa a la
existencia de La Red.12

12. Los viajeros de LSD pueden dividirse en muchas categorías. Hay tipos
que toman ácido solamente para reírse o para ver colores, como si disfru-

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Nora me asustó mucho, y llegué a considerarla una de-
mente. Cuando sus familiares de Buenos Aires vinieron a
buscarla y se la llevaron con chaleco de fuerza en una am-
bulancia, no hice nada por defenderla. Algún compañero de
viaje, aterrorizado, la había denunciado a su familia, confir-
mando que los brazos de La Red eran mucho más largos de
lo que Nora podía imaginar. Casi treinta años después, sigo
convencido de la existencia de una organización conspirativa
instalada en medio de nuestras vidas.
Desde aquel episodio, el vínculo no volvió a ser el mismo
entre los habitantes de la mansión. La invulnerabilidad su-
puestamente conquistada se disipó en un instante. El secues-
tro de Nora era una evidencia de que seguíamos prisioneros
del manicomio comunitario. Era imposible luchar contra el
orden familiar que la secuestró ante nuestros ojos.

En medio de ese desencanto, en julio de 1973, mientras


asistíamos a la feria artesanal de Ouro Preto, en el estado de
Minas Gerais, Kirk llegó desde Canadá con quinientas dosis
de mescalina sintética.
Kirk era un típico gringo de ojos celestes velados por la
nada, pantalones de explorador y cara angulosa tallada con

taran una película de dibujos animados en el cine del barrio. Actualmente


hay incluso una nueva raza, «los fileteadores», que van cortando la dosis en
filetes y jamás prueban la ración completa. Pero si ya no hay viajeros, con-
fesemos que tampoco existe auténtico LSD. Lo único que se mantiene es
la estricnina, pero el resto es pura anfetamina apenas rociada con LSD 25.

89
un hacha. Vendía a diez dólares una dosis de mescalina. To-
maba agua, comía palta y andaba a pie, ahorrando para se-
guir viaje. Odiábamos ese ahorro, porque veíamos reflejado
en él al Imperio. Afortunadamente, quedó atrapado entre
las artimañas de una carioca que lo mareó moviendo el culo.
Esa morena consiguió que Canadá dilapidara sus ahorros en
tres meses. Kirk tenía algunas nociones de carpintería, y al
cabo de los años se convertiría en un refinado fabricante de
muebles. Cuando lo captaron los sufis, dejó de usar su uni-
forme de gringo y empezó a comportarse con la discreción y
la distancia emocional típica de los integrantes de esa secta,
quienes sostienen la creencia en un origen extraterrestre del
hombre. Mientras tanto, en aquella gloriosa feria artesanal,
Kirk nos vendía esas mescalinas de cien megatones.

Cuando probé la mescalina creí haber encontrado la


droga ideal para mis experimentos. Eran unas pastillas ana-
ranjadas del tamaño de una aspirina, y producían un viaje
tan armónico y manipulable como una nave espacial dirigida
desde tierra por la NASA. Por supuesto, eran mucho más in-
teresantes que el LSD. Me gustaba tripular el viaje, en lugar
de dejarme llevar. Lo que valoraba de aquellas pastillas era el
desarrollo de las visiones en cámara lenta. Un fenómeno muy
común era que el ojo se liberaba de la traición óptica que le
permite existir y si, por ejemplo, un sujeto se levantaba desde
un sillón y caminaba hasta la puerta ubicada a una docena
de pasos, uno veía toda la frecuencia de imágenes desde que
partía hasta que llegaba... ¡en el mismo instante! ¡Todas las

90
imágenes al mismo tiempo! El movimiento tenía la aparien-
cia de un desfasaje entre el espacio y el tiempo que resulta
imposible de observar cotidianamente. Ese descubrimiento
(la inexistencia de coordenadas espacio-temporales) fue uno
de los fundamentos de la filosofía lisérgica surgida en los
años sesenta y setenta.
Kirk venía con las mescalinas en su mochila y un libro
bajo el brazo, como andan siempre los sajones. El libro era
Fragmentos de una enseñanza perdida, del ruso Ouspensky, ca-
becera de playa para que luego desembarcaran todas las sec-
tas que se apoderaron de la mente de mis amigos y colegas
buscadores de la nada.13
La lectura de aquel libro puso fiebre a mis elucubracio-
nes lisérgicas.
La ciudad de Ouro Preto es considerada un monumen-
to histórico en Brasil, y además de tener una gran cantidad
de iglesias, está rodeada por un paisaje exuberante. Así que
una noche decidí tomarme un par de mescalinas y quedarme
meditando en la cima de un cerro de quinientos metros al
que llamaban Ballenato. Los mejores viajes los hice siempre
durante la noche, ya que el día está demasiado controlado y
difícilmente se consigue pescar algo misterioso.
Me despedí de mis amigos de la feria de artesanía, que
me vieron partir casi como un héroe que marcha hacia una

13. Tal como luego harían Alan Watts y D. T. Susuki con el budismo zen,
Ouspenski desembarcó en Occidente el conocimiento secreto de un maes-
tro ruso llamado Gurdjieff, a quien los sufis acusaron de haberles robado
su saber. Ese robo era justamente lo que hacía interesante las enseñanzas
de Gurdjieff: el camino del hombre astuto que no demora semanas, meses
o años para encontrar el saber, sino que en un instante de descuido cósmi-
co roba el tiempo y se ilumina.

91
guerra desatinada. La subida fue accidentada, y varias veces
perdí el rumbo, mientras las implacables mescalinas comen-
zaban su trabajo de erosión sobre la mente. La fatiga se dilu-
yó al alcanzar la cima de esa gigantesca roca desde donde se
veía toda la ciudad.
Muchos años después, cuando la revista El Porteño me
envió a la selva formoseña para vivir un tiempo con los in-
dios wichis, uno de los cazadores de la aldea me habló de la
leyenda del jaguar, una especie en extinción en la selva pa-
raguaya. El jaguar podría ser considerado un psicópata de la
naturaleza. Es uno de los pocos felinos que ataca al hombre,
y no lo hace por hambre sino por odio. Es el animal más te-
mible de la selva; comparado con la agresividad del jaguar, el
puma es un niño enojado. El cazador me contó que cuando
un wichi perseguía a un jaguar, inexorablemente el jaguar
detenía su carrera, daba media vuelta y enfrentaba al caza-
dor. Ambos contendientes se miraban, y en esa mirada se
develaba quién era la presa y quién el cazador. Solo enfren-
tándose a esa mirada era posible que un wichi supiera qué
era ser un hombre.
—Ahora ya no jaguar... ya no hombre... —terminó su
relato el cazador, refiriéndose a la extinción de esa legenda-
ria fiera.
El rugido del jaguar es como un coro polifónico de psi-
cópatas. Ese grito me congeló aquella noche mágica en la
cima del Ballenato mientras las mescalinas escarbaban mi
mente. En la oscuridad, a un centenar de metros de la roca
donde yo estaba en posición de Gandhi, una onza acababa de
acuchillar la noche con los puñales de su voz. Una onza no es
un jaguar. Es más pequeña y quizá no tan maligna, pero allí
estaban esos ojos tenebrosos brillando como dos diamantes
mientras vigilaban mi piedra.

92
Me habían hablado de las onzas, pero los baqueanos me
aseguraron que en el invierno, cuando llegan los turistas, es-
capan alejándose de la civilización.
La onza permaneció inmóvil, y solo podía ver sus ojos
que surgían de entre los riscos como las aletas de un tiburón
en el mar. Y podía escucharla, remoloneando su furia a través
de aquellos pequeños quejidos que perforaban la noche como
el aullido del abismo. Experimentar miedo bajo el efecto de
una sustancia alucinógena es como una catapulta. A los diez
segundos de ese grito dodecafónico ya no sabía quién era ni
dónde estaba. El miedo fue tan intenso que se transformó
en dolor de pecho. Y aunque me encontraba en una ortodoxa
posición de meditación budista, con la lentitud de una ser-
piente la fui desarticulando hasta conseguir sacar una afilada
navaja del bolsillo. Aunque sacar una navaja ante una onza
era más bien un conjuro, un consuelo ante la muerte.
Muchos años después, un chamán14 me explicó que la
mescalina, como la ayahuasca y probablemente otras plantas
mágicas, genera un halo de invulnerabilidad ante el peligro.
Según el chamán, la onza jamás me percibió como una presa,
o siquiera como otro mamífero, y por eso no intentó atacar-
me: «No sintió olor a miedo... Quizá solo curiosidad».
Mis amigos y el resto de los feriantes pusieron en duda
su existencia, y yo mismo, a lo largo de los años, intenté
convertir ese olor espeso a fiera, esos quejidos aterradores
y la sigilosa malignidad de esa mirada en una alucinación
mescalera. Sin embargo, siempre que viajo en el recuerdo a
la cima de aquel penacho rocoso y busco en la oscuridad de la
noche, encuentro la presencia de la onza.

14. Ver anexo«El resplandor del buitre».

93
Bajé del cerro munido de un poder incomprensible
pero real.
Recuerdo el color avejentado que tenía el mundo, como
si durante mi desaparición en la eternidad hubiesen transcu-
rrido miles de años. Bajo el cadáver de un cebú encontré un
nido de alacranes transparentes y gelatinosos, que me que-
dé observando mientras escuchaba a las termitas devorando
las tripas de los árboles. El sonido de las termitas trabajan-
do bajo la corteza de las ramas y los troncos me producía un
pavor más reflexivo que el grito de la onza. Voces secretas
susurraban maldiciones para quien se atreviese a cruzar el
paisaje. Una amenaza demoledora se cernía hacia lo humano
desde la espesura.15
Al retornar a la vida cotidiana, sentí que mi lugar había
desaparecido. Esa noche Brasil terminó su trabajo de vudú
sobre mi alma, y comenzó a patearme el culo hasta expulsar-
me de su mágica concha.

15. El pintor Jorge Pirozzi me contó de un legendario árbol, creo que ubi-
cado al borde del lago Lácar, que tiene más de siete mil años. Llegar a
los pies de él es penetrar en un verdadero templo. Antes de que Moisés
bajara de la montaña o de que Abraham iniciara su peregrinación por el
desierto, ese árbol estaba allí. Ningún edificio construido con ladrillos
y matemáticas puede contener algún misterio. Pero esos árboles, esos
bosques y espesuras, son verdaderas puertas hacia la divinidad. Sea lo
que fuere lo que se oculta tras la apariencia ociosa de las cosas, allí don-
de hay arbustos y vegetación es donde más se presiente la existencia del
misterio.

94
Durante algunas semanas fui «el maestrito de Santa
Teresa». Mi amigo Gabriel Levinas siempre afirmó que uno
ha comprendido solamente aquello que puede explicar con
claridad. En tal caso, yo no había comprendido nada. El flash
de los descubrimientos despertó mi capacidad intuitiva pero
anestesió mi discurso.
Pronto las escuelitas verdaderas se apoderaron de la
ciudad. Desembarcaron los Hare Krishna, los seguidores de
Maharashi, y, especialmente, los sufis, que me robaron todos
los clientes. Mis propios amigos bajaban la vista, tratando de
ocultar el supuesto secreto de la existencia que aquellos la-
drones de almas les susurraban.
Para colmo, perdí todos mis «superpoderes» a fines de la
primavera del 73. Un tipo al que llamaban el Navegante trajo
unos ácidos que, según opinaba, no eran muy potentes. Así
que me tomé tres dosis. Ahora todo el mundo filetea, es decir,
come pedacitos de trips para acompañar su vida cotidiana en
lugar de lanzarse en caída libre. Algunos teóricos afirman que
los ácidos saturan su efecto, que da lo mismo tomarse una
dosis que veinte. Puedo explicarles lo equivocados que están.
Fue un hachazo tan limpio y potente, que en segundos
pasé al otro lado de la matrix. Según me contaron, tomé unas
tijeras de cortar cuero y las alcé en el aire ante un enemigo in-
visible. Todos huyeron de mi cuarto. Aterrado, en el mayor de
los exilios lisérgicos, me desnudé completamente, salté por
la ventana y me perdí entre la vegetación. No sé con quién, ni
cómo, ni dónde estuve toda la noche balbuceando como un
simio. Y se despertaron todas las desgracias.

95
Brasil fue el lugar elegido por los marinos lisérgicos de
casi todo el mundo como el puerto ideal para las expedicio-
nes a un supuesto más allá. La ciudad de Río y el pueblito
costero de Buzios fueron invadidos por una horda de suizos,
americanos, canadienses, alemanes, franceses, italianos,
chilenos y argentinos. Los argentinos fuimos siempre la ma-
yoría étnica de esa inmigración.
El epicentro del bullicioso experimento fue el barrio
de Santa Teresa, al que se tenía acceso mediante el tranvía
que parte desde el populoso barrio de Lapa y sube la lade-
ra del morro en dos direcciones. A mitad de camino, en el
Largo de Guimaraes, el tranvía divide su recorrido; hacia la
derecha se lanza en un vertiginoso zigzag hasta el fondo del
sector denominado Paula Mattos, una especie de San Telmo
o Bella Vista habitado por los personajes menos marginales
del morro; hacia la izquierda trepa a gran velocidad hasta
la cima de la cumbre Dos Irnaos, donde a pocos metros del
final del recorrido los traficantes regenteaban el supermer-
cado de las drogas.
En los recovecos de esas calles que se extienden como
brazos de un calamar irritado, vivían personalidades legen-
darias. Los que estaban de vuelta de la lisergia y los que re-
cién entraban. Los que encontraron la nada y los que habían
dialogado con Buda.
Al pie del morro, en una casa enrejada conocida como
La Jaula, vivía un tipo al que llamaban Satanás. Era un mu-
chacho muy flaco y alto, con una barba al estilo Lincoln y as-
pecto de Dostoievski, aunque era cordobés. Su especialidad
eran los hongos alucinógenos y las anfetas. Estaba poseído
por el demonio, y en varias ocasiones intentó suicidarse con
la finalidad de asesinar a su huésped. Pero su demonio era
bastante sospechoso, y estaba alimentado por las creencias

96
religiosas que Satanás extraía de sus personales lecturas de
la Biblia.
«Baixo astral», llamaban en Brasil a ese tipo de con-
ductas poco creativas de los malucos que tomaban drogas
y usaban los patéticos mitos ficcionados por las religiones
dominantes. Igualmente, Satanás se las ingeniaba para ate-
rrorizar al barrio cuando por las noches salía con sus aero-
soles y pintaba las paredes de su calle con las palabras LORD
666. La paranoia que despertó con sus pintadas fue tal que
hasta el diario O Globo publicó una foto de los graffitis y ti-
tuló la nota con la pregunta: «¿Una secta satánica en Santa
Teresa?».
Esa noche hubo una reunión de emergencia en La
Mansión, y un comando dirigido por el Peruano partió con
la misión de apretar a Satanás para que dejara de hacer
mala publicidad a nuestros viajes astrales. Satanás terminó
vendiendo libros usados en las calles de Buzios. Cada tanto
comete un asesinato, sube el cadáver a un bote, se interna
en alta mar y deja caer el cuerpo para que nadie descubra el
crimen. Al otro día, cuando se encuentra por la calle con el
muerto vivito y coleando, sufre un ataque de pánico por te-
ner que conversar con él, y termina consolado a trompadas
en la delegación de policía, siempre dispuesta a brindar sus
servicios sanitarios a la población.
Nuestro dealer de ácido era el Gitano, un porteño astu-
to que había robado una botella de un litro de LSD holandés
a dos suizos que intentaban venderlo. Andaba siempre con
los dedos rojos, manchados al convertir el precioso líquido
en dosis comerciables. El Gitano afirmaba estar de vuelta
de todo.
—Ya vi los abismos y las geometrías... ¿Qué quieren?
¿Que me haga gurú? ¿Que me vuelva loco?

97
En aquellos tiempos, todos los habitantes de La Man-
sión se consideraban expertos viajeros, pero probablemente
comprendieran tanto de los efectos del ácido como un pig-
meo los mecanismos de un avión.16 Casi todos exageraban,
o racionalizaban una comprensión de la que estaban lejos.
Excepto Lechita.
La primera vez que vi a Lechita, estaba apoyado contra
el portón de un garaje. Su postura era indolente, como si hu-
biera sido escupido por Dios en ese lugar. Cuando se movió
apenas hacia el costado, lo hizo como si tuviera pseudópodos
en lugar de pies. Y además... ¡toda la cuadra se movió con él!
El mundo hizo una torsión, como si alguien montado sobre
la espalda del universo le hubiera pellizcado el culo al cosmos.
Lechita no era artesano ni trabajaba de nada. No tenía
pareja, no cogía ni dejaba de coger. Lechita no vivía en este
mundo, ni estaba de vacaciones. Lechita era una incrusta-
ción lisérgica que alguien había traído desde el mundo de los
sueños y había olvidado devolver.

16. Los expertos en LSD pueden dividirse en cuatro grandes categorías: a)


Los Manipuladores, cuyo trabajo consiste en entrometerse y dirigir el via-
je de los demás, provocando sobresaltos o instancias inesperadas a través
de gestos o comentarios. Estos tipos son carne de los asados espirituales
que preparan las sectas esotéricas; b) Los Buscadores, que utilizan la sus-
tancia para experimentar con su propia mente y con las modificaciones
en la percepción. Si bien viven extraviados, suelen ser gente muy sensible
que luego opera en el arte, o se transforman en chamanes; c) Los Místi-
cos, quienes tripulan sus propias creencias religiosas o teorías esotéricas
para visualizar los fenómenos que experimentan. Estos tipos suelen ser
bastante ciegos, aunque en ocasiones hacen hallazgos interesantes; d) Los
Jugadores, seres de espíritu escéptico y rebelde que juegan al póquer con el
misterio y no pretenden adquirir ningún tipo de saber. Son muy astutos y
perciben más de lo que se atreven a confesarse a sí mismos. Encontré gente
que pertenecía a cualquiera de estas categorías, pero la gran mayoría eran
bravucones que exageraban su poder y sus experiencias.

98
Cuando Lechita prestó atención a mi existencia, yo es-
taba atravesando una de las crisis más severas de las que ten-
ga memoria. Mi pareja y mis amigos me habían abandonado.
No podía fabricar pulseras, ni mucho menos venderlas; no
podía conversar de boludeces con mis colegas sin ponerme a
llorar, exponiéndome a la burla o al desprecio.
El colmo de mis males fue la experiencia que sufrí con
Vicente, un integrante perverso de la secta sufi que, aprove-
chando mi debilidad, me manipulaba groseramente cuando
ingería alguna dosis de mescalina o LSD. Vicente fue la pe-
sadilla de esos meses de sufrimiento insoportable, y Lechi-
ta el héroe que vino a rescatarme. Con la impavidez que lo
caracterizaba, Lechita concurrió a una de aquellas reuniones
masivas de buscadores de lo que no existe, y manipuló el aire,
la escena, las almas y hasta el propio cosmos. Vicente sintió
tanto miedo que a partir de ese día no solo evitó a Lechita
sino que empezó a tratarme con respeto.

99
Un camión lleno de mierda

Jorgito Mambo y el Lacra se conocieron en la plaza General


Osorio de Río de Janeiro, a fines de 1974. En aquella plaza,
todos los domingos desde el amanecer hasta la noche los ar-
tesanos más importantes de Brasil, Argentina, Perú y Méxi-
co vendían su producción mientras una cantidad de dealers,
prostitutas, gurúes, cuenteros, miembros de diversas sectas
y policías disfrazados trataban de hacer su trabajo entre la
desbordante clientela de turistas.
Jorge Mambo era rosarino y había llegado a Brasil poco
antes de Navidad con muy poco dinero, ningún oficio y la in-
tención de quedarse a vivir para siempre en aquel paraíso de
hembras, tierra prometida para los penes mal cogidos de la
Argentina.
En Rosario supo intentar ser un «Ocho Cuarenta», es de-
cir un cafishio. Alto, musculoso, con cara de niño, siempre vi-
vió a costa de las mujeres. Sus últimos dineros los invirtió en
un par de botas costosas, vaqueros del mismo estilo y algunas
camisas. En dos semanas de estadía ya había visitado la cama
de varias brasileras, e incluso de una turista panameña, aun-
que sin conseguir zafar de la indigencia de la calle. Obligaba a
las mujeres a comportarse como perras, como yeguas, o peor

101
aún, como chanchitas. Eran sus tres categorías. A las perras
se las posee por la vagina desde atrás y con violencia, a las ye-
guas se las monta por el culo, y las chanchitas se comen todo
con sus boquitas.
Ese domingo estaba otra vez en la plaza General Oso-
rio del barrio de Ipanema; lustrado, bañado y peinado como
un caballo de carrera. Pero su postura de macho era tan di-
bujada que parecía una caricatura. No fue nada raro que se
pusiera a conversar con el Lacra. Se adivinaron el uno al otro
de inmediato.
El Lacra, tras un período de bonanza durante el cual se
dio el lujo de ser una buena persona gracias a que su compa-
ñera era una excelente artesana, volvió a las andanzas luego
de la tormentosa separación que se produjo cuando ella co-
noció a un tipo apodado el Zorro.
Tres años antes, el Lacra había llegado a Brasil con su
mujer con la misma intención de Jorge Mambo: quedarse
a vivir allí, pero sin tener la menor idea de cómo sobrevivir.
Durante las primeras semanas utilizó un truco muy frecuente
en aquellos tiempos. Se trata de fingir una pequeña tragedia
(«¡Nos robaron todo y quedamos varados en Río!») para bus-
car entablar relación con determinadas personas cuidadosa-
mente elegidas. En el mundo del delito este cuento del tío se
denomina «el falso amigo». Fingir una amistad es un trabajo
formidable. El fingimiento está en la base de todas las accio-
nes, y no por nada la palabra «actuar» tiene ese doble sentido:
realizar una acción y fingir una acción. No hay ningún desliz
ético en el hecho de iniciar una falsa amistad, ingresar en la
vida cotidiana del falso amigo y después saquearlo. Por ese
sencillo procedimiento el Lacra consiguió entrar en la casa de
un piloto de helicópteros, llevarse sus ahorros y embaucar a un
abogado israelí en una supuesta compra de piedras preciosas.

102
Con ese dinero el Lacra y su mujer compraron he-
rramientas e instalaron un pequeño taller de artesanías.
Aprendieron a trabajar el cobre, la alpaca y la resina poliés-
ter, y durante dos años se dedicaron a recorrer las ferias de
la región.
El «Lacra» fue bautizado por su amigo el Zorro. Era un
apodo cariñoso, pero igualmente señalaba una particulari-
dad: el Lacra no sabía fabricar una buena pulsera ni venderla,
y ni siquiera limpiar el cuarto, lavarse la ropa o cocinar. El
Zorro también hacía honor a su apodo. Siempre había algo
escondido detrás de su mirada. Pongámoslo así: el Zorro
siempre estaba observando a las gallinas que ocultabas en tu
mente, y esperaba a que te durmieras para robarlas. La sec-
ta sufi trató de transformarlo, y si bien logró convertirlo en
un discípulo obediente, él no tuvo problemas en enamorar
a la pareja de su amigo y llevársela a vivir consigo. Más allá
de discusiones y falsas proclamas, la mujer del amigo no es
propiedad de tu amigo y por tanto puedes llevártela. Es de
rufián acostarse con las amigas de tu mujer, pero a la vez es
de caballero acostarse con la mujer de tu amigo. ¿Hasta dón-
de pretenden extender el tabú bíblico? Toleramos con cierta
frustración la prohibición de fornicar con nuestra madre y
nuestra hija, aceptamos servilmente la extensión abusiva ha-
cia hermanas, tías y suegras, y también quieren prohibirnos
a las mujeres más apetecibles, que son las que supuestamen-
te pertenecen a los amigos.
El Lacra fingió perdonar al Zorro, y visitó a los felices
tórtolos en su nueva guarida de Belo Horizonte. Simulando
aceptar la culpógena hospitalidad de sus anfitriones, se dedi-
có a saquearles el depósito de artesanías y volvió a Río, donde
su hábito de ladrón se hizo compulsivo. Su fama creció de
ciudad en ciudad y de feria en feria.

103
Cuando agotó el stock de pulseras y aros robados, en-
tabló amistad con Paolo, un artesano gay con el que planea-
ron irse juntos a Europa. Pero no bien consiguió que Paolo
depositara los ahorros en una cuenta conjunta, lo abandonó
llevándose el dinero. En Buzios saqueó a una turista española
y a su novio. Los invitó a tomar un ácido, y mientras la pareja
se sumergía en la lisergia les robó la cámara fotográfica, la
plata y los pasaportes (los documentos europeos se pagaban
muy caros en el mercado negro de Río). En Isla Bella saqueó a
otro artesano argentino...
Su mala fama fue creciendo, y se transformó en un paria.
En la cumbre del morro de Santa Teresa, donde termi-
na el recorrido del tranvía, había un almacén conocido como
Satori, que marcaba la frontera con la favela. Allí reinaban los
ladrones y los dealers. El Lacra frecuentaba el almacén, don-
de además de desayunar o beber cerveza compraba drogas.
Cuando cayó fulminado por el rayo de la pobreza y el abando-
no, se aferró a ese pequeño terruño, donde entabló amistad
con un tipo al que apodaban Fuego.
Fuego formaba parte de esa delicada y salvaje raza de
dealers legendarios. He comprobado a lo largo de mi vida
que los lazos más entrañables, los vínculos más afectuosos,
pueden entablarse con esta clase de personajes. Generosos
y ambiciosos, matones y poetas, cariñosos y peligrosos, son
comerciantes extraordinarios. Como hacían los turcos y ára-
bes nómades, trabajan en la calle vendiendo la mercadería
más deseada del mundo, arriesgando su vida y su libertad.
Siempre dan crédito, y sin ellos nuestra aventura jamás hu-
biera existido.
—Ey, Lacra...ven acá... —gritó uno de los malandras.
Fuego giró la cabeza, observó la figura casi evanescente
del Lacra, y lo invitó a su casa. Las conversaciones en aquel

104
aguantadero eran como reuniones budistas. Nadie estaba
obligado a escuchar o a responder, o a decir con cortesía:
«¿Qué pasó después?». El que lograba contar algo que convo-
cara la atención de los otros era el héroe de la jornada. Y esa
era la especialidad del Lacra. Fuego lo convirtió en «alguien»,
y obligó a todos a llamarlo por su nombre verdadero.
En aquel morro se vendía marihuana, anfetaminas,
pasta de todo tipo y ocasionalmente cocaína. Fuego empezó
a utilizarlo como mensajero y después como «barrilete», es
decir, el tipo que vigila si viene la yuta y que, aunque lo ali-
menten con cigarros, cervezas y droga, no gana un centavo.
El Lacra ya había decidido volver a Buenos Aires, pero no te-
nía la menor idea de cómo hacerlo.
Una tarde, simulando ir al baño, bajó al sótano y abrió
la enorme bolsa de polvo blanco apenas oculta tras las dama-
juanas de vino. Creyó que era cocaína, aunque en realidad se
trataba de un polvillo muy codiciado en los años setenta: sal
de anfetaminas. Metió la mano un par de veces, y sacó unos
puñados que ocultó en sus pantalones.
Luego, con la serenidad de un conejo que atraviesa el te-
rritorio de una manada de leones, subió al techo a preguntar
si necesitaban cigarros o cerveza. Y simulando ir al kiosco,
enfiló sigilosamente hacia la parada del tranvía.
En el barrio de Lapa, donde tenía un par de amigos
travestis, cambió unos cinco gramos del preciado polvo
por un billete de doscientos, lo suficiente para continuar su
desmañada fuga hasta la plaza General Osorio, donde in-
tentaría librarse de la bolsa por un precio que le permitiera
regresar a Buenos Aires.

105
Al encontrarse, Jorge Mambo y el Lacra se entendie-
ron de inmediato. Ensamblaron en lo que en el lenguaje de
la droga se llama «conversación de los pajaritos» (una digre-
sión tras otra), y cambiaron enseguida un puñadito de esa
bendita sal de anfetas por un manotazo de un porro criminal
al que los bahianos llamaban «infierno negro». Al rato, Jorge
Mambo alucinó que en Poa, un pueblito en las afueras de San
Pablo, les comprarían aquella bolsa llena de oro blanco. El La-
cra, si bien no le creyó demasiado, buscando desaparecer del
radio de acción de Fuego decidió subirse al micro con aquel
desconocido con cara de bobo.
La «conversación de los pajaritos» los sumergió en una
burbuja de desatención no selectiva que les permitió llegar a
Poa, no encontrar a nadie, pasar inadvertidos para la policía
paulista, gastarse los pocos billetes que les quedaban y apa-
recer en la ruta hacia el sur haciendo dedo.
Los levantó una camioneta conducida por el dueño de
una fábrica de bolsas de dormir, de regreso a Assis, una ciu-
dad universitaria a doscientos kilómetros de San Pablo.
«Assis es una ciudad llena de posibilidades laborales,
con un marco natural maravilloso, las mejores puestas de
sol de todo Brasil y las mujeres más ardientes», les dijo el
conductor.
Durante el almuerzo los convenció de que se instalaran
en Assis. Tenía un casco de estancia abandonada donde po-
dían dormir, y hasta les podía conseguir algún trabajo para
que ganaran dinero para regresar a la Argentina.
Jorge Mambo fue el principal responsable del entusiasmo
por aquel after hours. El desvío era considerable (se alejaban
cuatrocientos kilómetros de su ruta), y además, ¿qué posibili-
dades tenían de vender las sales en un pueblito del interior de
San Pablo?

106
Así quedaron atrapados en Assis como en el purgatorio:
el destino decidiría la mecánica del castigo que cada una de
aquellas dos almas perdidas merecía.
La estancia estaba en las afueras de la ciudad, en medio
del bosque. Se había incendiado hacía años, y solo quedaba
en pie parte del casco y una habitación que había sido el gal-
pón de las herramientas. La misma tarde de la llegada, Jorge
Mambo y el Lacra se dedicaron a juntar cucumelos para in-
toxicarse rápidamente con psilocibina.
Los cucumelos son hongos que crecen sobre la bosta del
cebú, el día después de la lluvia, y ocultan en su interior a un
poderoso duende.17
Esa tarde el Lacra comió una docena de duendes vegeta-
les, y al rato el veneno lo obligó a vomitar. Sintió una garra lí-
quida que fue anestesiando su aparato digestivo, y cayó sobre
las ortigas y el resto de los yuyos armados hasta los dientes
que abundan en los bosques paulistas. Luego de esa tarjeta
postal que es la visión artificial de los paisajes inscriptos en
el casillero «belleza», comenzaron a aparecer las garras y los
colmillos de cada yuyo.
Todos y cada uno de los habitantes de esa ciudad invi-
sible que ocupa más del noventa por ciento de la superficie
de nuestro planeta están atentos y despiertos. Nos hemos
acostumbrado a observar el «pasto» de los jardines y a con-
siderarlo como el modelo de la vegetación. Sin embargo el
pasto es apenas un barniz civilizado de los yuyos. En todos
los baldíos veremos esa rebelión insondable de las plantas
que rechazan la intromisión humana. Probablemente so-
mos humanos porque alguna vez, hace centenares de miles

17. Ver anexo «La sombra de la noche».

107
de años, cierta clase de mandril, mono tití, gorila o simio
vagabundo se puso a comer plantas de belladona, hongos
alucinógenos, datura o cactus mescaleros. Y si existen los
dioses, estos seguramente tienen su morada en el mundo
vegetal.
Sobre la pequeña casilla donde dormían se levantaba un
árbol gigantesco. El Lacra nunca supo reconocer marcas de
automóviles ni modelos, y mucho menos diferenciar un árbol
de ciruelas de un álamo. Pero resultaba evidente que aquel
árbol era terriblemente peligroso. Estaba convencido de que
los árboles son los seres humanos del reino vegetal. Aquella
versión aparentemente ingenua que se desarrolla en el argu-
mento de El señor de los anillos es completamente coherente
para cualquier viajero que haya consumido datura, hongos
alucinógenos o mezcal. Los árboles se mueven de manera tan
vertiginosa, que es casi imposible percibirlos.
Durante la noche, cuando la oscuridad borra la línea di-
visoria entre los objetos, el Lacra empezó a advertir que no se
trataba simplemente de un árbol: era la entraña misma del
abismo, un agujero negro por donde les succionaban la ener-
gía a los dos viajeros.
After hours no es un invento de Scorsese. En esa obra
anónima y magistral del haschís que es Las mil y una noches,
los personajes son siempre atrapados por remolinos de
tiempo que arrasan su existencia cotidiana y los envuelven
en situaciones nuevas e insólitas de las que no consiguen
escapar.
A Jorge Mambo y al Lacra los atrapó Assis.
El señor Pintos los contrató para demoler a golpes de
maza un sector de la fábrica de bolsas de dormir que iba a
ser remodelado. Les pagaba con la comida, el alojamiento
en la granja incendiada y unos pesos para que jugaran al

108
billar en el bar de la esquina de la fábrica y se tomaran unos
tragos.
El trabajo era demoledor, desde las ocho de la mañana
hasta las cuatro de la tarde. Terminaban tan cansados, que
para levantar el ánimo empezaron a consumir aquellas deli-
ciosas sales.
El efecto de las sales fue diferente en cada uno de ellos.
Mientras Jorge Mambo se vio acosado por urgencias sexuales
que lo llevaron a frecuentar la zona más violenta de la ciudad,
persiguiendo morenas, rubias y negras, el Lacra consiguió
que lo aceptaran como oyente en el curso de sociología de
tercer año de la universidad. Las dificultades del idioma no
impidieron que volviera a esgrimir su habilidad discursiva,
pero al mismo tiempo las sales le produjeron cierto descon-
trol de gestos y movimientos. Era muy común verlo atravesar
los jardines de la facultad hablando solo y gesticulando como
si charlara con un fantasma.
Los dos argentinos se hicieron demasiado famosos para
una ciudad tan pequeña. Nunca fue posible averiguar cuál
de ellos publicitó el oro blanco que llevaban en una bolsita de
plástico, turnándose para cuidarla. Se acusaron mutuamen-
te de tan peligrosa publicidad. Lo cierto es que al poco tiem-
po eran acosados por docenas de drogadictos de la anfeta, y
la policía empezó a preguntar por ellos.
Jorge Mambo no consiguió culearse a una tremenda ne-
gra a la que persiguió durante días. La sal de anfeta le jugó
una mala pasada a su legendario equipo excavador de la en-
trepierna, y no logró siquiera ganarse la buena voluntad de
los malandras que ordenaron a la negra llevarlo a la cama con
la misión de averiguar el escondrijo de las sales.
Decidido a conservar la calma, el Lacra fijó guardias
nocturnas dentro de la cabaña, escondió la bolsa de sales bajo

109
su saco de dormir, se fumó unos porros y se quedó dormido
leyendo una pila de historietas del Tío Patilludo, Mickey, el
Pato Donald y toda la pandilla de Walt.
Él ya lo había presentido en sus viajes con hongos
alucinógenos: el gigantesco árbol que crecía junto a la
miserable pieza era un asesino psicópata. Leyendo esas
historietas, se quedó dormido con una vela encendida
enganchada a un alambre. Una de las ramas del árbol, que
penetraba por la ventana, hizo caer la vela sobre los bártulos
desparramados y el Lacra se despertó rodeado por el fuego.
Cuando consiguió apagar las llamas, la sal de anfeta se
había derretido completamente, y el billete de cien dólares
que atesoraban prendido con un alfiler de gancho en la cam-
pera de cuero de Jorge Mambo se quemó junto con la prenda.
Cuando lograron recomponerse, llegaron a la siguiente
conclusión:
1) El señor Pintos sabía perfectamente que aquella fazen-
da estaba embrujada por un vudú maldito, y la prueba era
que los incendios se repetían constantemente.
2) Debían huir de allí de inmediato.
3) La pérdida de la sal de anfeta era un típico castigo del
dios de las drogas por haberla robado.
Se despidieron de sus frustradas novias, mendigaron
apenas unos contos para subirse a un tren, y bajo los efectos de
la conjura de ese maldito dios que castiga a todos los ladro-
nes y mentirosos sin vocación, llegaron a un pueblo llamado
Londrina, donde gastaron lo poco que tenían en un desayu-
no. Ya en la ruta, no consiguieron que nadie los levantara, y
las ávidas miradas de la policía los obligó a esconderse en los
vericuetos de la noche.
Es muy difícil soportar los embates del hambre y el
sueño. Si no se satisface alguno, pronto las entrañas y los

110
pulmones empiezan a doler como si les clavaran alfileres.
El Lacra tenía cierto entrenamiento en esas rapsodias, así
que pronto fueron alojados por una misión religiosa donde
les dieron un plato de sopa caliente y una hedionda cucha
donde se tiraron a dormir entre los pedos y ronquidos de do-
cenas de linyeras.

Cuando empieza la debacle, no se detiene. Dios es otro


nombre de la ley de Murphy: el sabor apetitoso que siente
el abismo al masticar la carne de todo lo que existe, la mala
suerte que se ríe del caballo campeón que estás montando
porque observa el final de todos tus recorridos y ve siempre la
derrota, el charco de sustancias desparramándose sobre las
cenizas del mundo que perdiste. Eso era lo que sabía el La-
cra: que hay que aferrarse al bolso de tu novia para robarle las
monedas, traicionar a tu mejor amigo y vender su colección
de estampillas, ir a visitar a tu madre para robarle la última
pulsera de oro que le queda... Para poder sobrevivir hay que
mentir, congraciarse con los otros, aprender poesía, compa-
decerse, ser capaz de llorar y de hacer reír... Hay que hacerse
periodista y monologuista callejero para quedar aferrado a la
cuerda del barco que parte hacia circunstancias y momentos
que jamás podrás disfrutar plenamente. El mundo es algo
que te está vedado. Abandonado en el tren de los aconteci-
mientos, cada tanto un guarda recorre los vagones contra-
tando sonrisas y aspavientos que resulten atractivos en el
verdadero viaje. Allí donde todo está al alcance de la mano: la
mejor concha y la tortuga de Galápagos a la plancha.

111
En Uparatiningá quedaron anclados a orillas del río Ca-
ragua, un estrecho y peligroso torrente merodeado por pes-
cadores ebrios y violentos. Fueron alojados por Antón, un
adolescente convertido en mendigo profesional, en la carpa
donde convivía con su enamorada Paola, una apetitosa niña
de unos catorce años. Él era epiléptico y Paola terriblemente
sensual.
Antón enseñó a los dos viajeros el arte de la superviven-
cia. Aprendieron a rescatar alimentos de entre los hediondos
desperdicios que los vecinos acumulan en enormes piras al
atardecer.
La epilepsia de Antón estaba muy avanzada; y si los ata-
ques se producían adentro de la carpa, la escena era de te-
rror. Pero a pesar del miedo que les producían esos accesos,
Lacra y Mambo se metían en la carpa al anochecer, huyendo
de los pernilongos y las arañas, y especialmente de los bo-
rrachudos, una mosquita muy pequeña cuyo vuelo parece
la danza de un borracho y cuando pica produce una enorme
inflamación. Durante su primer día a la intemperie, Mambo
fue picado por dos o tres de esos asesinos voladores, y estuvo
dos noches inmovilizado mientras Paola le ponía compresas
frías. El romance que surgió entre Paola y Jorge Mambo afec-
tó al Lacra profundamente. Podía ser un canalla pero conser-
vaba una moral sexual ortodoxa, y consideró una vileza de
su compañero aprovecharse de la enfermedad de su anfitrión
y de la ingenuidad de Paola para convertirla en su amante.
Esos secuestros sexuales se producían generalmente cuando
Antón sufría uno de sus ataques.
Antón era de Minas Gerais, y se había escapado de su
hogar siendo niño. A pesar de su condición de habitante per-
manente de la calle, se las había ingeniado para leer a Dos-
toievski, Pushkin y Gogol. En un baile de Carnaval conquistó

112
a Paola, quien se fugó del hogar siguiendo el aroma de sus pa-
labras, tal como lo hacen en los cuentos de hadas las grandes
damas. Pero Antón no consiguió llevar muy lejos a su prince-
sa. Así que mientras escapaban de la mirada obscena de los
pescadores que fantaseaban con violar a la exuberante niña y
matar al asqueroso epiléptico, soñaban con otra vida. Sueños
de libreto muy precario, como son los de los pobres: construir
una choza de madera con dos dormitorios junto a aquel río,
tener hijos y, como si se tratara del mismo asunto, ser felices.
Jorge Mambo fue la serpiente glotona que se comió a
aquellos polluelos. El encantamiento de sus historias era oro
en polvo comparado con la herrumbre de alpaca de las char-
las de Antón.
—Casi todas las mujeres son vírgenes —teorizaba
Mambo—. Nadie se las cogió realmente. Todas tienen la mala
suerte de que las agarra un novio y creen que les enseña a
hacer el amor...
Finalmente, un mes después de partir de Río de Janeiro
rumbo a Buenos Aires, Jorge Mambo y el Lacra consiguieron
cruzar la frontera. El Lacra regresaba al país después de casi
cuatro años, y la pesadilla que iba a encontrar en Argentina
salió a recibirlo en el primer puesto de Gendarmería, en el
pueblo de Jardín América de la provincia de Misiones.
Durante esos cuatro años de ausencia, Argentina se
había convertido en el campo de operaciones de una bata-
lla por el poder, con el peronismo como escenario principal.
La acción de los grupos guerrilleros y de la Triple A había
extendido la paranoia a lo largo y a lo ancho de todo el país.
Los controles de ruta se habían convertido en verdaderas
trincheras armadas que podían ser atacadas en cualquier
momento por comandos Montoneros o del ERP. Así que la
aparición de dos fulanos harapientos, con bolsas hediondas

113
cargadas sobre el hombro, hizo pensar de inmediato a los
gendarmes que aquellos tipos eran guerrilleros camuflados.
Jorge Mambo jamás había estado preso, de modo que
entró a prisión comportándose como todo principiante: llo-
riqueando y pidiendo el teléfono para llamar a su familia. El
Lacra, por el contrario, muy experimentado, se dejó llevar.
Los encerraron en una celda con piso de tierra, junto a dos
paraguayos que estaban allí por robo y homicidio.
El capo de los gendarmes estaba convencido de que
esos dos tipos malentrazados estaban ocultando su con-
dición de terroristas, así que mientras esperaba la llegada
de sus antecedentes desde la Capital, decidió someterlos al
«cepo manso», el tratamiento más duro que se practica en
la prisión sin abandonar del todo la legalidad, y que consis-
te en dificultar al máximo la vida cotidiana del prisionero.
Durante las primeras veinticuatro horas no les permitió ir al
baño, obligándolos a mear en la celda y a contener las heces.
Cuando los sacaron para ir al baño tuvieron que defecar con
la puerta abierta frente al caño de una ametralladora que los
apuntaba.
La relación con los dos paraguayos fue siniestra. Los ti-
pos jamás perdonaron que Jorge Mambo meara en la celda.
El Lacra había esperado a que los paraguayos se durmieran
para orinar al lado de su lecho (en realidad, dormían sobre
sus camisas y pantalones sobre el piso de tierra). Pero Jorgito
no había podido aguantar hasta la noche, y en consecuencia
debió soportar durante toda la estadía el asedio agresivo de
los paraguas. En realidad, agresividad tal se debía a la excita-
ción sexual que les producía el bien conservado culo de Jorge
Mambo. La defensa de la virginidad de ese culo se convirtió
en el único objetivo que mantuvo aliados a los dos argentinos
durante esa pesadilla.

114
En una prisión tan precaria se aprende rápidamente a
cambiar la concepción del tiempo. Se trata de creer que siem-
pre es de noche, que siempre es hora de dormir. Y se sueña,
despierto o dormido, conversando o comiendo; es el primer
recurso que el cerebro aprende a desarrollar: evitar las cade-
nas asociativas que se refieran a lo que está sucediendo. Así
que se vive siempre en un futuro probable o en un incier-
to pasado remoto, aunque la maraña asociativa siempre se
abre paso hasta alcanzar la maldición del presente. Efecti-
vamente, en la cárcel te vas volviendo un poco loco. El Lacra
conservó durante toda su vida ese mecanismo protector de
la cordura que consiste en evitar el procesamiento de datos y
recuerdos sobre los hechos del presente. Pero a Jorge Mambo
no le pasó lo mismo. Cuando finalmente llegó a Rosario, casi
un mes después del encarcelamiento, su cordura lo busca-
ba sin encontrar el domicilio. Jorgito se hizo pincheto y feroz
adicto al pervitín.
Los antecedentes llegados desde Buenos Aires fueron una
decepción para ese comisario de una ciudad perdida que am-
bicionaba integrar el escuadrón del horror. No podía matarlos
ni torturarlos, ya que no había motivos. Si bien el Lacra regis-
traba antecedentes, eran de otro tipo, y nadie lo reclamaba, así
que después de una eterna semana en aquella cárcel los dos
viajeros amanecieron otra vez en la incertidumbre de la ruta.
En Posadas, después de casi todo un día de espera, el
conductor de un camión de ganado que volvía vacío desde
Paraguay los dejó subir, siempre y cuando aceptaran viajar
en la parte de atrás, donde las desafortunadas vacas llevadas
al matadero paraguayo habían desalojado sus intestinos du-
rante las casi veinticuatro horas del último viaje. Utilizando
un envase de cartón que alguna vez había contenido un re-
frigerador, los dos viajeros se apoltronaron contra la caja del

115
camión y aguantaron el viento y el olor a mierda durante toda
una noche, hasta llegar a la ciudad de Santa Fe. Esa mañana
desayunaron medialunas con mate cocido que les convidaron
los camioneros. Y esas medialunas fueron más importantes
que todos los frívolos almuerzos y cenas del pasado.
Se despidieron sin aspavientos. Cada uno quería sacarse
al otro de encima. Serían mutuamente inolvidables, pero en
aquella circunstancia preferirían no haberse conocido nunca.
De Jorge Mambo no sabremos mucho más, pues no via-
jamos en su piel. En cuanto al Lacra, piel en la que habito,
aún le faltaba atravesar la etapa más difícil del regreso.
A medida que se acercaba a Buenos Aires tenía que
construir una nueva respuesta a la pregunta «¿quién soy?».
Los últimos sucesos de su vida lo habían obligado a cambiar
la pregunta por «¿qué soy?».
Otra vez volvía con las maletas de la experiencia vacía.
Ni el encuentro con el jaguar, ni cierta proximidad con los
secretos químicos del universo, ni la plácida bondad que ha-
bía intentado adoptar en la relación con sus colegas lisérgicos
habían conformado una membrana protectora.
Otra vez era un canalla, ahora mentalmente desorga-
nizado.
Sobre las heridas que la lisergia produjo en el tejido de
sus creencias habían crecido vagas y desesperadas nociones
del complot que gobierna el mundo.
Y esa noción conspirativa del universo lo llevó sin es-
calas hasta las puertas del neuropsiquiátrico Borda, donde
trataron de achicharrarle la mente con adecuadas dosis de
artane y halopidol. 18

18. Ver anexo «Belladona: un viaje a los abismos de Lautrémont».

116
TERCERA PARTE

Extraterrestres en Madrid
(1975-1980)
Depredadores

En 1976 viví en Ámsterdan, junto a dos chilenos exilados y un


peruano vagabundo que escapaba de la justicia ordinaria de
su país. Nuestro trabajo consistía en tomarnos el tren todos
los fines de semana hasta la ciudad de Utrech, donde com-
prábamos autos usados en el mercado que manejaba la mafia
gitana. Nos dedicábamos a las combis, que probábamos en
una pista de tierra que por la irregularidad del terreno se pa-
recía al circuito del hipódromo de Viña del Mar. Buscábamos
las más baratas, que no siempre estaban en el mejor estado.
La humedad holandesa les va perforando la carrocería como
una legión de termitas. Un chileno al que no recuerdo por qué
llamábamos Agua, era el experto en mecánica y electricidad.
Luego de que las revisara y les diera el visto bueno, las trasla-
dábamos lentamente en caravana hasta Ámsterdan, tratando
de no llamar la atención de ningún hippie policía holandés,
y allí las refaccionábamos y les instalábamos un catre, una
cocinita y un baño.
Cada combi nos costaba alrededor de quinientos dóla-
res, incluyendo los arreglos. El Peruano era el jefe de la ban-
da y vendía las combis en la puerta del American Express de
Ámsterdan. Ese punto era de lujo y lo codiciaban todos los

119
vendedores marginales de Europa. Al otro chileno, llamado el
Negro Chile, le tocaba el trabajo más difícil: atravesar Suiza
y Alemania, entrar a Italia y venderlas en Milán, donde los
turistas yanquis pagaban el doble. Agua y yo viajábamos con
una combi cada uno hasta París o Madrid, y por lo general
las vendíamos al día siguiente. A excepción del Peruano, lo
único que sabíamos de inglés era decir for sale, y con eso ge-
neralmente alcanzaba para iniciar las tratativas, aguantar
los pichuleos y cerrar el negocio. Los turistas americanos y
australianos pagaban hasta dos mil dólares por aquellos es-
perpentos con motor. Y en Milán, el Negro Chile registró el
récord: ¡tres mil verdes!
Era la época de los viajes mágicos a Katmandú, y el grin-
gaje compraba nuestras combis para ir en bandada a buscar
sabiduría en los mugrientos confines de la India o Paquistán.
En el camino quizá se los culearan los árabes o les robaran
hasta los tatuajes, pero ellos seguían imperturbables has-
ta introducirse en la tarjeta postal esotérica que les habían
vendido tipos grosos como Gurdjieff, Carlos Castaneda, Alan
Watts o, peor aún, atorrantes como Susuki.
Los gringos más pobres viajaban en las compañías de
micros piratas (en aquella época estaban la «Magic Bus» y la
«Black Bus»), que pertenecían a la mafia de los argentinos de
Barcelona; eran ex Montoneros y nadie podía meterse con
ellos sin salir seriamente perjudicado. Un sueco despistado
que subía a esos micros podía demorar hasta sesenta días en
llegar a la India.
Manejábamos el negocio de las combis. Las ventas se
hacían en un rato, en el Correo de cualquier ciudad europea,
con un trámite sencillo que resultaría increíble en Argentina.
Entrabas al Correo con el neocelandés o el californiano que
habías atrapado, el empleado de turno verificaba que el auto

120
no fuese robado, estampaba un sello, y en quince minutos lo
que era mío era tuyo. Estaba prohibido vender autos en un
país donde no lo habías comprado. Pero todo lo que hacía-
mos era ilegal.
El Negro Chile, que había sido abogado en su país hasta
1973, aprovechaba sus viajes a Italia para comprar cupones
de nafta y venderlos en la península. La nafta era más cara en
Italia que en el resto de Europa, excepto para los turistas, de
modo que Chile compraba en el camino cinco o seis mil litros
en cupones y los revendía en las gasolineras italianas.
El Peruano y yo estafábamos a las compañías de seguro
holandesas (en Holanda son tan cachivacheros que aseguran
hasta un paraguas). Cada dos o tres meses «nos robaban» en
una estación de trenes o en el hall de un hotel una cámara
fotográfica, un par de maletas o una guitarra eléctrica, y a
los dos o tres meses los holandas del seguro nos mandaban el
money por correo.
Agua aprovechaba sus viajes para cargar un par de te-
levisores que compraba muy baratos en Andorra y vendía en
Madrid al doble.
Estábamos hartos de vender helados en los trenes suizos
y de limpiar ventanas de los edificios alemanes, de recorrer las
calles de Madrid haciendo encuestas de jabones y mantequilla
o, peor todavía, de caer en la trampa de las vendimias o to-
materas francesas y deslomarnos una temporada recogiendo
fruta para ahorrar unos dólares que nos podíamos ganar en
un rato vendiéndole un auto a un sobrino de Sam.
Y en comparación con otros, éramos bastante ingenuos.
Conocí a un ingeniero chileno que vendía LSD y heroína en
la estación de trenes de Ámsterdan. Y el Floro Anchorena, un
legendario hippie argentino, recorría los bares de sudacas, y
daba lo mismo si le encargabas un trineo o un traje. El tipo

121
entraba a las grandes tiendas, lo robaba, y te lo vendía a mitad
de precio. No pagábamos el diario ni los viajes en bus, robá-
bamos cigarros de las máquinas expendedoras y botellas de
vodka en los almacenes, pedíamos una coca cola en un bar y
nos íbamos charlando sin pagarla, falsificábamos carnets de
conductor argentinos y chilenos y los vendíamos a los exila-
dos que necesitaban el permiso internacional.
Cada tanto debíamos tomarnos vacaciones para evitar
que nos atraparan comerciando o delinquiendo, actividades
igualmente prohibidas. Yo había conseguido un empleo don-
de debía contabilizar a los espectadores que entraban en los
cines, y, munido de un reloj cuentaganado, cumplía con el
trámite para que no sospecharan (los holandeses y los suecos
son muy cuidadosos y contabilizan todo, desde las estrellas
hasta la cantidad diaria de pedos que se tira la población).
Los descansos consistían en comprarnos una placa de
ácidos holandeses (que contienen aproximadamente cien
gotitas de LSD conservadas con estricnina al precio de un dó-
lar la dosis), acondicionar la mejor combi, llenarla de botellas
de ginebra holandesa y vodka finlandés, y partir en patota a
Suiza para ver un recital de Pink Floyd en Basilea. Esa tem-
porada, los Floyd presentaron Animals en la disneylandesca
campiña suiza, con un show alucinante de efectos especia-
les que produjo un terremoto en nuestras miradas lisérgicas.
Recuerdo que al regresar de ese viaje, Agua se empecinó en
conocer a Krishnamurti, que estaba dando unas conferencias
en Berna. El famoso antigurú de la década del sesenta nos
resultó inaccesible. No bien los guardias de seguridad detec-
taron nuestras facciones extraviadas por la psicodelia, nos
echaron del teatro. Para los gurúes de la década del setenta
estaba mal tomar drogas para vislumbrar a Dios o al maldito
agujero infinito de la nada.

122
En Amsterdam no nos perdíamos ningún concierto de
Rod Steward o de Focus. Y cuando los Rolling Stones anun-
ciaron su primer concierto en Barcelona, preparamos tres
combis que llenamos de sudacas y españoles buscavidas. La
noche del recital pasó de todo. El Peruano se agarró a ros-
cazos con un inglés antes de entrar y terminó preso. Por mi
parte, persiguiendo a una catalana tetona por las callecitas
del Barrio Chino, terminé perdiéndome el recital de los Sto-
nes y el viaje de regreso.
El rock and roll fue durante aquellos años el único estí-
mulo que la negrura de la calle había conseguido imponer en
el museo de la cultura establecida. Todos éramos Jim Morri-
son haciendo equilibrio sobre la cornisa. Los ídolos del rock
fueron mucho más necesarios para nuestra generación que
los héroes de guerra o los poetas malditos. Nos gustaba esa
mezcla de deportista, escritor y showman que fusionaban
figuras como Rod Steward, que además de ser un buen juga-
dor de fútbol te cantaba: «Te recuerdo que siempre serás jo-
ven, aun cuando estés perdido en el camino, te recuerdo que
siempre serás joven».
Amaba a los rockers por el veneno que sus canciones me
habían inyectado. Escuchando a aquellas legendarias bandas
de rock, había nacido de nuevo desde el capullo angustioso
en el que me habían encapsulado. Usando LSD y escuchan-
do Atom Heart Mother o Vendiendo Inglaterra por una libra, me
convertí en un filósofo primitivo. Agarraba una piedrita cual-
quiera y azorado, llorando, descubría el origen del universo.
Tipos duros como el Negro Chile o el Peruano lagrimeaban
como niñas cuando escuchaban ese sonido de violín desga-
rrado que brotaba de las cuerdas vocales de Peter Hammill.

123
En España, el descubrimiento del haschís fue una puña-
lada traicionera a los valores establecidos por esa droga jui-
ciosa y casi católica en que se había convertido la marihuana.
El hasch no se anda con vueltas ni modales, y te zarandea
con violencia el culo del piloto automático que conduce tu
nave. Las conversaciones se hacen enrevesadas, pero desa-
parece la angustia respiratoria que habitualmente interfiere
el prana del aire. A los pocos días de ingerir diariamente un
bochín de hasch, te empezás a cuestionar la vida, y, sin darte
cuenta, otra vez te encontrás malandreando.
No fui el primero, pero sí uno de los impulsores más
apasionados de la idea de traficar algunas sustancias de esa
ciudad luz de las drogas que es Ámsterdan hacia París, Ma-
drid, Berlín o Munich y especialmente Milán, la Sodoma y
Gomorra de todas las drogas. La primera intentona casi se
convierte en una pesadilla.
Decidí abandonar a mi cómplice Agua y asociarme con
el Negro Chile, que viajaba a Milán dos veces por mes con las
camionetas. Preferimos no empezar con heroína, sino con
LSD, que nos parecía más difícil de detectar por los con-
troles aduaneros. Compramos diez plaquetas de cien dosis
cada una en un barco que vendía drogas como un almacén
vende sal y azúcar, por el irrisorio precio de medio dólar la
dosis. Con esos bellos corazones rojos podíamos hacer diez
veces más entre los tifossi del Milan y la Lazio. Eran unos
cuatro mil dólares limpios para repartirnos fraternalmente
con el Negro Chile.
Atravesamos Alemania y Suiza probando nuestros sis-
temas de seguridad, y finalmente decidimos cruzar a Italia

124
por la frontera más elevada, la de los Alpes suizos, hasta al-
canzar el pueblo de Donodósolo. Por pura cábala levantamos
en el camino a un scoutista holandés, y cerca de la mediano-
che llegamos al puesto fronterizo en las cumbres. El gendar-
me suizo parecía un doble de Peter Sellers, y enseguida nos
tiró una terrible pálida llamando a los mecánicos para que
colocaran el auto sobre el montacargas para revisarlo meti-
culosamente. Un escalofrío de terror nos recorrió la kunda-
lini al Negro Chile y a mí. Peter Sellers nos llevó hasta una
habitación con todo nuestro bagaje. Estábamos llenos de bol-
sos, y las diez plaquetas de ácido envueltas y atadas en papel
madera reposaban en un bolso de mano sobre un montón de
ropa apretujada. Esa imprudencia fue la que nos salvó. Se-
llers nos revisó desde el culo hasta los zapatos, pero nunca
imaginó que llevábamos la cosa ahí nomás. Así que mientras
él terminaba de revisar un bolso y el Negro Chile y el scout
holandés revoloteaban a mi alrededor, trasladé las plaquetas
desde un bolso no revisado hasta otro revisado sin que Sellers
siquiera sospechara la maniobra.
Nuestro Peter Sellers quedó tan triste y despechado al
no encontrar nada, que nos retuvo haciendo trámites du-
rante un rato. Los carabineros italianos nos recibieron ha-
ciendo bromas:
—¿El loco suizo les revisó el culo? —nos dijo uno de los
oficiales sellando los pasaportes sin siquiera prestar atención
a nuestros bagajes.
El resto del viaje siguió sin incidentes y con un éxito
desbordante. Las primeras dosis las transamos en el Lago di
Como gracias a la ayuda del scout, y al resto las matamos en
Milán. Regresamos turisteando como millonarios por la cos-
ta, y en la ciudad de Loano, antes de Ventimiglia, encontra-
mos a un artesano que nos encargó cien gramos de heroína.

125
Buena parte de los cuatro mil dólares de ganancia murieron
en Niza, durante tres noches de fiesta. Poco después, cuando
hubo que pasar la heroína a Niza, esta vez en tren, cruzando
la frontera de Ventimiglia, no pude controlar los nervios: a
punto de subirme al tren, tuve un ataque de pánico, comencé
a vomitar en la estación y abandoné al Negro Chile, que cruzó
la frontera sin problemas.
La suerte dejó de dar taba y empezó a dar culo todas las
veces, y las finanzas comenzaron a flaquear. Urdí un plan
insensato para estafar en diez mil dólares a otra compañía
de seguros, pero los holandas esta vez sospecharon, con-
trataron a un detective en Buenos Aires para averiguar mis
antecedentes, y al poco tiempo no solo se negaron a pagar
sino que amenazaron con denunciarme por intento de de-
fraudación.
Sobreviví a la crisis gracias al opio.

126
Misteriosos rumbos de la masturbación

Una vez consulté al doctor Rodolfo Lesbot, uno de los mayo-


res expertos argentinos en SIDA y médico al que consultaba
cuando los excesos me llevaban al límite de alguna crisis físi-
ca, sobre mi apego casi adictivo a la masturbación.
—Enrique... —me dijo alargando las pausas, tal como
era su costumbre—, soy bisexual. Me gustan mucho las mu-
jeres y en ocasiones me gustan más los hombres, pero debo
confesarte que lo que más me gusta cuando se va mi amante,
y a veces antes de que llegue, es masturbarme con su ima-
gen... Enrique, nada supera a la masturbación.
Hace veinticinco años, en Madrid, elaboré una peculiar
rutina para alimentar las masturbaciones más turbulentas y
apasionadas. Una ruta muy peligrosa.
A fines de los setenta, mi hogar nómade estaba ubicado
en un territorio muy inestable. En Amsterdam, donde com-
praba por monedas los autos y camionetas usados, vivía en
la casa de un peruano con el que compartí varias instancias
de mi vida, y en Milán, donde vendía las máquinas con una
ganancia del 500%, vivía en la casa de un artesano argentino.
El mejor lugar para hacer negocios era París, que estaba a la
distancia de un brazo, y donde los autos se cotizaban bien.

127
Pero yo detestaba París, y de pura nostalgia me llevaba los au-
tos a Madrid, donde el mercado era muy pequeño.
El último que llevé fue un Fiat 128, de aspecto muy
atractivo, pero que era una matraca. Me había costado dos-
cientos dólares en Utrech y esperaba sacarle al menos mil.
Pero pasaban los días y nada.
Mientras estaba a la espera de hacer la venta, comen-
cé a apasionarme con el opio. La primera probada la hice en
la ciudad de Algeciras, en una casa muy parecida a las que
se ven en las viejas películas sobre los fumaderos de opio de
Hong Kong. La administraban unos ex artesanos, que cuando
fracasaron con las pulseras transformaron el taller en fuma-
dero. Al opio lo traían unos árabes con cara de lobo y corazón
de perrito. Era una casa de dos plantas, con varios cuartos y
muchos colchones tirados en el piso, separados por tabiques
para que el turista tuviera cierta intimidad en sus vacacio-
nes en la fantasía. El opio me dio vuelta como una media. Me
trasladó a un mundo imaginario tan potente y perfecto que
no te daban ganas de salir.19

En Madrid vivía en una pensión cerca de Ventas, y en mi


peregrinaje por el ocio había encontrado un nuevo entreteni-
miento. Todos los días, poco antes del anochecer, me paseaba
en mi 128 por la calle Montejurra, manejando muy lentamen-
te por la violenta bajada del último tramo, antes de alcanzar

19. Ver anexo «Caminando por el sendero de los sueños».

128
la autopista M30. A esa hora, un liceo de señoritas lanzaba
a la calle una jauría de exquisitas cachorras, ninguna ma-
yor de diecisiete años. Generalmente, para que la fantasía
funcionara, elegía una de las que salían atrasadas. Archiva-
ba sus curvas, el tamaño y la forma de su culo y sus tetas, y
de su rostro me robaba especialmente los ojos y la mirada.
Lo más importante era fotografiarle los labios, y si tenía la
suerte de que hablara o bostezara, el interior de esa cavidad
lujosa que, en comparación, deja a la vagina en el lugar de
una humilde casucha.
Mientras observaba el mercado de mujercitas, daba
unas pitadas cortas a mi pipita de opio, y enseguida me iba
volando a la pensión a reconstruir el rompecabezas y armar
mi Mary-Stein. El procedimiento siempre era el mismo.
Cuando la rezagada pasaba junto al auto, que estaciona-
ba en mitad de la bajada tratando de evitar la vigilancia del
conserje del liceo (siempre atento a los lobos que aparecen
donde hay ovejas), abría sorpresivamente la puerta y desde el
asiento del acompañante le susurraba con la mayor maldad
posible: «Subí o te mato», mientras le mostraba un revólver.
Le tomaba una mano y la metía en el auto. Mientras
arrancaba le decía aquellas dos palabras que me endurecían
el pene: «Quedate quieta...».
Bajaba por Montejurra, y el único problema era el semá-
foro de la esquina, que si estaba en rojo le daba a la presa la
posibilidad de escapar; pero en mi fantasía lo dejaba siempre
en verde, y como una flecha hundía el auto en la oscuridad
de la M30. La primera bajada llevaba directamente hasta un
antiguo parque, que el abandono convirtió en un gigantesco
erial lleno de trastos y malezales.
El mejor orgasmo de un masturbador experto es la re-
tención del espasmo, las pausas para que el miembro pierda

129
su tensión y poder empezar de nuevo. Al alcanzar ese extre-
mo, una mirada psiquiátrica descubriría la conducta de un
psicótico. Cerca del éxtasis, hablo con dos voces. La mía, exa-
gerada, ronca y malévola, y la de ella, suave, delicada, que-
jumbrosa.
Yo, con mi voz: —Perra sucia, levantá el culo...
Yo, con la voz de ella: —Sí... sí, fóllame, fóllame... des-
trózame.
Yo, con mi voz: —Te voy a llenar la pancita de semen, vas
a ser mi botellita de leche...
Yo, con la voz de ella: —Qué rico, qué rico...
Así transcurrían aquellas noches, imaginando el basural
y a mis sometidas entrando y saliendo de sus tres misterios.
Cerca del amanecer, eyaculaba y me iba al baño a lavarme,
abandonando a mis víctimas donde siempre estuvieron, en
ninguna parte.

Aquella obsesión, que cada vez elegía mejor sus presas,


fue perfeccionando los tiempos y la vorágine de violencia se-
xual con que las sometía. Era la primera vez que me atrevía
a utilizar la violación como argumento temático del guion
de mis masturbaciones, que siempre fueron narrativamen-
te complejas. Hasta ese momento había elegido casi siem-
pre secuencias donde mis novias y amantes hacían el amor
con mis peores enemigos, con los hombres más detestables,
y aquello que en la vida real me hubiera destruido, en mis
pajas elevaba la calentura a grados insoportables. Mi ética
personal, que condena duramente la violación sexual, había

130
conseguido introducir sus códigos perversos en la selva de las
fantasías.
Así que acicateado por el opio y el relajo evidente de mi
voluntad, decidí abrir la boca del lobo de la caja de Pandora
de los deseos. Nadie me podrá convencer de que con aquellas
pajas le hacía daño a alguien.

131
¿Por qué diablos compré el revólver de juguete?

Eran unos tremendos revólveres calibre 38 largo de plástico


pesado, negros y enormes. De juguete, pero con un diseño
tan perfecto que los compradores dejaron de ser los niños y
debieron prohibir su fabricación ante la cantidad de delitos
cometidos con ellos.
La excusa para comprarme el juguete fue que podía
usarlo para amedrentar a los pesados de Vallecas cuando iba
a comprar opio y haschís. Lo guardaba en la guantera, tal
como solía hacerlo en mis fantasías violatorias. Todos los sis-
temas para pajearse agotan pronto sus recursos. Fracasan los
tiempos. En la realidad, para eyacular en los tres misterios
tardarías un buen rato, mientras que en los escenarios de
la imaginación, a los pocos minutos ya has recorrido el tour
completo y tenés que comenzar de nuevo.
Enseguida me aficioné a la violación fantasiosa. Cuan-
do intentaba otras temáticas todos nos aburríamos, yo y mis
amantes imaginarias. Ninguna mujer que se cruzaba en mi
camino conseguía escapar de mis asaltos sexuales: mis no-
vias fueron sometidas durante años aun después de separar-
nos; la hija del conserje, las esposas, hermanas o madres de

133
todos mis amigos. Tuve temporadas en las que solo secues-
traba negras culonas, y otras en las que atrapaba mujeres que
se acababan de casar o estaban por hacerlo. Las embarazadas
y a punto de parir eran mi debilidad. Pero el tiempo de ellas
terminó rápido, y el de las pendejas también tocaba a su fin.

Aquel atardecer, volvía de Vallecas conduciendo a mil


por hora, quemando a la mala un pedazo de opio y al mismo
tiempo pensando que si no me apuraba me quedaría sin mi
paja nocturna. Llegué muy tarde a la subida Montejurra y la
calle estaba vacía. Las niñas nunca se rezagaban tanto como
para salir desprotegidas o sin la vigilancia del conserje. Igual
me quedé en mi puesto armando un cigarrito, y por el espejo
retrovisor la vi venir. Era una flacucha preciosa, morena, de
boca pequeña pero de labios anchos. Caminaba mirando el
piso, ensimismada. Así son las presas; van distraídas, no ol-
fatean al tigre que las acecha.
Como un experto, abrí la puerta, saqué el revólver, y an-
tes de comprender lo que estaba pasando la flacucha ya esta-
ba a mi lado, acurrucada en el piso del auto. Le dije que no me
mirara. Le miré las tetas latiendo bajo la camisa de colegiala,
y me di cuenta de que no era ninguna flacucha.
El semáforo se puso rojo y me vi obligado a clavar el fre-
no. Fue el minuto más largo de mi vida. Mi nena tenía su úl-
tima oportunidad, pero estaba tan asustada que ni siquiera
alzó la mirada cuando le acaricié la cabeza y empecé a con-
versar para distraer su atención. Y seguí hablando huevadas
hasta que estacioné el auto tras unos escombros del basural.

134
Se llamaba Isabel, estaba por cumplir dieciséis años y
tenía novio. Sin embargo era virgen, y ni siquiera había tran-
sado unos buenos aprietes. Me confesó que apenas si le había
dado besos al asunto de su novio, tratando de despertar mi
compasión y empeorando la cosa.
—Te enseño, y después te lo echás a tu novio —le dije.
En el silencio del basural, le ordené que se quitara la
ropa y la apilara en el asiento delantero. Cuando empezó a sa-
carse el uniforme la empujé apenas, y mientras caía me eché
sobre ella. Me simpatizaba, y no quise someterla a la vieja
mirada sucia que la recorre y le dice lo que va a pasar. Estuve
en su concha por trámite, pero sin descargarme. La desnudé
completamente y fui a lo mío, que era su culo, y allí estuve un
buen rato saboreando el momento. Ella me dijo que era sufi-
ciente, pero no le di tiempo a hacer nada. Me senté sobre sus
tetas y en dos sesiones le enseñé a tragarse la leche.
En algún momento empezamos a hablar. Yo le inven-
té una historia traumática, y le dije que tenía una hija de su
misma edad. «¿Cómo podía hacerle algo tan horrible a una
niña que tenía la edad de su hija?», protestó. «También he co-
mido coños de doce. ¿A quién le importa cuántos años tiene
un coño?», argumenté.
Tuvo un ataque de llanto, y mientras la montaba fui be-
biendo sus lágrimas. También rompí mi promesa de no aca-
bar en su vientre. Mientras se vestía y yo preparaba el auto le
dije que me había gustado mucho, que me gustaría que fuera
mi novia, que entabláramos una relación. Pero apenas sacó el
uniforme del auto, arranqué el motor y la dejé con sus proble-
mas perdida en el basural.

135
Ese es el drama del opio: podés transformarte en una
rata inmunda. A eso me refería antes, cuando hablaba de la
extensión de las masturbaciones.
Con el opio no solo todo lo que uno imagina parece
increíblemente real, sino que además los tiempos también
parecen reales. Isabel fue mi primera paja que no tuvo un
modelo real. Ella salió caminando desde las calles del opio y
luego se esfumó para siempre.
Esa masturbación terminó con todas mis masturba-
ciones.
No me importaba hacerles daños imaginarios a mujeres
reales. Pero esa violación a una hermosa niña inexistente me
provocó un daño irreparable. Durante dos o tres años seguí
buscando a Isabel en la fiebre del insomnio. Pero jamás pude
saber qué hizo mi mujer imaginada en aquel horrible basural
cuando la dejé abandonada a su suerte.

136
Extraterrestres en el hall del hotel

Después de agotadores viajes por Francia, Suiza, Alemania


e Italia investigando instancias de sobrevivencia y siempre
persiguiendo utopías económicas que nunca se concretaban,
finalmente cavé mi madriguera en Madrid.
Madrid me enseñó principios trascendentales para
existir y sobrevivir. Siempre consideré a los pueblos tecno-
lógica y filosóficamente astutos como los más miserables y
cobardes. Con los franceses el rechazo es cuestión de piel:
sus filósofos y narradores me producen náuseas, sus di-
rectores de cine me aburren y los parisinos son una de las
peores frivolidades demográficas del mundo. Y los alemanes
están apestados por un virus de envejecimiento prematuro:
uno ve a los turistas tedescos en las costas del norte de Italia
y parecen zombies, como si hubieran sido fotocopiados por
una máquina serial.
En casi todo el territorio español, a excepción quizá de
Cataluña, donde existe una soberbia injustificada, he visto
palpitar una verdadera pasión existencial, que se hace mani-
fiesta en sus conversaciones. Cierta vez, en la frontera con Por-
tugal, mientras cruzaba temeroso un pequeño contrabando de
piedras semipreciosas, vi a los carabineros discutir a los gritos

137
el resultado de un partido de fútbol sin prestarme la menor
atención. Todos y cada uno de los habitantes del barrio de Va-
llecas, en Madrid, parecían estar fuera del mundo y cumplir
su rol de empleados de banco o de envuelvepollos en el mer-
cado con un enorme distanciamiento emocional. En los bares
de Lavapiés he sostenido con todo tipo de macarras y sinver-
güenzas conversaciones budistas dignas de una antología
del disparate. Toda mi vida había soñado con encontrar a un
montón de náufragos del tiempo navegando en una conver-
sación complicada sobre si el gol del Rayo Vallecano era válido
o no. Había un insólito apasionamiento sobreactuado en los
gestos y hábitos verbales de todos esos tipos, que fueron para
mí una escuela del desafuero del sufrimiento. Me encantaba
ese hablar de nada mientras hablábamos de todo. Ir de tragos
por los bares nocturnos de Madrid y charlar incansablemente
resultaba siempre una expedición refrescante hacia el olvido.

Pero mi llegada a Madrid no fue sencilla, y mis supues-


tos contactos políticos en España no fueron más que el pedo
de una promesa.
Sin estar involucrado de ningún modo con los Monto-
neros, antes de partir de Buenos Aires, a través de algunos
contactos, acepté trasladar a España algunos muebles y ob-
jetos de arte del actor Norman Brisky, que como tantos otros
dirigentes revolucionarios tuvo que exiliarse, luego de esca-
par apresuradamente antes de ser secuestrado.
Brisky era en Madrid una pieza clave de los Montoneros
en el exilio. Su misión consistía en recibir a los compañeros

138
que escapaban de la masacre y hospedarlos, conseguirles tra-
bajo y, en casos extremos, bancarles la sobrevivencia.
Acepté trasladar sus pertenencias con cierto espíritu so-
lidario, pero también apoyado en la idea mafiosa de que hoy
te hago un favor y después me lo devolvés. Debo confesar que
durante todo el viaje, y hasta momentos antes de entregarle
sus pertenencias, estuve tratando de planear una buena his-
toria que me permitiera quedarme con sus cosas, revender-
las en Barcelona y gastarme el dinero en Marbella. Pasados ya
muchos años, no puedo precisar qué me decidió finalmente
a ser honesto.
Pero Brisky nunca pudo evaluar el enorme esfuerzo que
eso significó para mí. Claro, yo no era un militante sino sim-
plemente un emisario, así que me dio las gracias, me invitó a
cenar y me acompañó hasta la puerta de su casa olvidándo-
se inmediatamente de mi existencia. En mi ley mafiosa me
debe un favor que algún día trataré de cobrarle.
Lo único que me llevé de la casa de Brisky fue un dato
sobre un trabajo con un tal Julio Aurelio, otro montonero exi-
lado que buscaba encuestadores para un estudio de mercado.
Así que me legalicé laboralmente en la provincia de Ba-
dajoz, donde Julio Aurelio y Asociados me enviaron a hacer
una encuesta cuyo oculto contenido consistía en investigar
cómo se podía construir una central nuclear en esa remota y
abandonada región sin que sus habitantes protestaran. Así
es el exilio, te inmoraliza. Con tal de ganarte tus veinte pavos
le preguntás a un tipo cualquiera cómo le gustaría que deco-
rasen su tumba a cambio de que se muera rápido. En Bada-
joz, y especialmente en un pueblo cuyo nombre es Malparti-
da, haciendo esa encuesta me convertí en escritor.
Me sentía tan incapaz de desenvolver siquiera aquellas
aburridas cinco carillas ante un muchacho desesperado que

139
abría la puerta y te atendía como si vinieras a condonarle
la pena de existir en aquel horrendo caserío, que en esa en-
cuesta no interrogué a nadie. Me sentaba en el único bar del
pueblo imaginando a cada uno de los personajes. Y no solo
imaginaba a esos supuestos encuestados solteros (menores
de 40 y mayores de 25) y sus ambiciones personales y creen-
cias religiosas o políticas, sino que además me ponía en el
lugar del supervisor, cuya perversa mirada controlaría las
planillas buscando contradicciones.
En las grandes ciudades desarrollaba el trabajo de en-
cuestador de un modo original. Miraba a los ojos al español
que abría la puerta y le decía: «Oye tío, me estoy ganando mis
pesetas con esta mierda de encuesta, joder. No tienes que
contestar estas preguntas gilipollas, y si viene el inspector
dile que la hice completa y mándalo a tomar por el culo». No
encontré nunca un tío o una tía que no se asociara conmigo
en la mentira.
Era hermoso empezar a hacer las encuestas a las diez
de la mañana, y antes de la una estar sentado en un mesón
comiendo tortillas y jamones mientras llenaba rápidamente
los papeles. Me convertí en el mejor encuestador, con el 90%
de eficiencia.
Así que regresé a Madrid con algunas pesetas, y me
nombraron supervisor de un relevamiento edilicio para me-
dir la viabilidad de construir una autopista que atravesaría
como un cuchillo la vida cotidiana y las costumbres de miles
de madrileños. La meta era averiguar cuántos abogados, di-
putados, artistas o empresarios que vivían en determinada
calle se opondrían a que sus hogares fueran arrasados, para
entonces torcer el recorrido un poco más al costado, allí don-
de habías anotado que el tipo más influyente de la cuadra era
un dentista.

140
No sé ni me preocupa si la central nuclear se constru-
yó en Badajoz o si la autopista aplastó sin misericordia las
casas que visitamos. Lo mejor de aquel trabajo fue que me
compraron una moto para que pudiera seguir el recorrido
de cada encuestador. Si quieren regalarme la mejor droga,
denme Una Moto. Cuando me subía a ella y empuñaba las
bridas del acelerador, cuando me convertía en el adversario
del viento y a gran velocidad conseguía hacer desaparecer la
voluntad digestiva de la ciudad, cuando dejaba de ver ferre-
terías y McDonald’s y en lugar de ser un viajero direccionado
era yo mismo el viaje inexplicable del movimiento, la moto
me hacía llorar. Un llanto que, cuando me detenía en los se-
máforos, desconcertaba a peatones y automovilistas por su
aspaviento. Nunca supe bien qué era lo que lloraba en mí sin
recato ni pudor. No había libreto ni motivo.
Y así fue que llorando, cerca del templo de Isis en Plaza
España, conocí a Chema, un hombrecillo pequeño y sonrien-
te como un hobbit, quien me invitó a un hotel cinco estrellas
donde Mario Rodríguez Cobo, alias Silo, el Don de los siloís-
tas, estaba por dar una conferencia.

Desde mis experiencias lisérgicas en Brasil, la búsqueda


de una comprensión mágica del universo se había limitado.
Derivó en la lectura de libros esotéricos y en la búsqueda de
gurúes o sectas que aportaran alguna luz. Pero en los libros
casi nunca hay nada que no sea un mal presentimiento de la
realidad. Las ideas empiezan a morir cuando se congelan en
el frigidaire de un libro. En cada uno de mis naufragios, cada

141
vez que intenté asirme a los conocimientos adquiridos en la
lectura, nunca lograron contenerme.
En cuanto a la escuelas esotéricas, son una auténtica
farsa. Una mezcla de prácticas absurdas destinadas a dis-
traer al creyente con una cháchara mística que apesta. Los
sufis de Río de Janeiro me provocaron verdadera repugnan-
cia, con sus juegos manipuladores del secreto y sus ambicio-
nes económicas desmedidas. Siempre supe que no había en
ellos la menor fibra de sabiduría.
Trabajé varios meses en el movimiento siloísta de libe-
ración dirigido por el mendocino Mario Rodríguez Cobo en
base a las enseñanzas de Gurdjieff; pero al margen de algu-
nas interesantes experiencias grupales, la secta se dedicaba
más a hacer proselitismo captador que a trabajar sobre la
voluntad y el destino de sus adeptos. Coqueteé vagamente
con la meditación caótica en un grupo de Bagwán, y me ilu-
sioné unos meses con su libro I Am the Door. Y en la ciudad
de Alicante fui a ver al gurú Maharashi, verdadero star de la
década de los setenta. El tipo apareció montado en la proa
de un yate de lujo, descendió en la playa repleta de adeptos,
se instaló en su trono, y ante él comenzaron a desfilar cen-
tenares de muchachos que dejaban un regalo a sus pies; un
cheque de diez mil dólares o una flor, un reloj de oro o un bi-
llete de mil pesetas. El gurú los miraba fijo mientras se acer-
caban, hacía algún gesto con la mano y pasaba al siguiente.
Ante aquella mirada algunos se desmayaban o entraban en
un estado de catalepsia religiosa. Una estafa tan obvia que
uno ni siquiera alcanzaba a decepcionarse. A pesar de todo,
el famoso pescador de náufragos, como al gurú le gustaba au-
todenominarse, logró redimir a miles de pinchetos en todo
el mundo. Quizá hoy no sirvan ni para limpiar mierda, pero
están vivos gracias a él.

142
Pero regresemos a esa tarde en Plaza España, donde el
tal Chema me invitó a una conferencia del Negro Silo en un
hotel cinco estrellas. A regañadientes acompañé a mi desco-
nocido amigo, quien en lugar de conducirme al salón de con-
ferencias me fue empujando hacia el hall hasta enfrentarme
con tres individuos que estaban charlando a los gritos, como
en medio de un show. Casi sin darme cuenta, caí en un sillón
y empecé a participar de la conversación.
A partir de esa charla mi vida se iba a modificar sustan-
cialmente, y cierta paz se instaló en mi corazón ante la cer-
teza de haber encontrado finalmente tipos que podrían ser
denominados Maestros, aunque no se declararan como tales
ni hicieran proselitismo de sus ideas. En sus paseos elegían a
una o dos personas y luego desaparecían.
El más alto y elegante, rubio de ojos azules y profundos,
de sonrisa agradable y voz de trueno, se hacía llamar Mei y
llevaba la voz cantante en el trío. El más flaco, morocho, con
aspecto de peruano, de mirada cálida y gestos ampulosos, era
Yos. Y el gordo con cara y ojos de chino y una permanente risa
como una cuchillada que tajeaba el aire era Nau. Poco tiempo
después yo fui bautizado como Fuch (cuya traducción más
aceptable sería «el auriga del viento»), y durante dos años na-
die me conoció por mi verdadero nombre.
Mis maestros eran tal como había imaginado que de-
bían ser los maestros: gente que no tenía aspecto de serlo, ni
fundaba escuelas esotéricas que declaraban pomposamente:
«Yo soy la puerta». Mei era gerente en una empresa de nave-
gación, Yos era psicólogo y Nau comerciante de antigüedades.
Llevaban una vida aparentemente normal, pero en cuanto te

143
sumergías en ella te sentías atrapado por una vorágine de su-
cesos y por una vertiginosa sucesión de enseñanzas. Recuerdo
con asombro la primera vez que entré a la casa de Mei, don-
de me presentó a su esposa y sus dos hijos. Al rato estábamos
fumando una pipa de haschís y oía la voz de Mei flotando en
mis tímpanos mientras su propia familia parecía no escuchar
lo que me decía, como si transmitiese en otra frecuencia de
onda imposible de percibir por los testigos de la escena:
—No tengo esposa ni hijos. Ellos —dijo señalando a
la mujer y los niños— son parte del guion que te impone el
mundo. Nos une el azar y la necesidad, pero este mundo no
me pertenece. Soy un Desconocido, un ausente, no me inte-
resa ningún trabajo, ningún estudio. No amo ni dejo de amar
a las personas, ni tengo patria. Estoy aquí como un extrate-
rrestre imitando comportamientos indescifrables. Imitar
la conducta de los humanos es algo tan complejo, que uno
puede perder toda la vida en ello. Solo hay que aprender los
modales mínimos y, luego, desaparecer, vivir al revés...
Tal como cuentan las leyendas, el encuentro entre
maestros y discípulos es mutuo. Así que mis tres extrate-
rrestres empezaron a perseguirme día y noche hasta trans-
formarme en uno de ellos. En un sentido estricto, si tuviera
que ponerle nombre a este trabajo lo llamaría «la tradición
budista del koan». El koan se refiere al acertijo verbal, a la
milenaria trampa instalada en el río de las palabras para
acorralar con diques y remansos la velocidad del alma.
Aprendí a guiar las cadenas asociativas y a bucear en la os-
curidad del inconsciente.
Trabajábamos en largas y complejas conversaciones pri-
vadas, y también en público, generando actos riesgosos frente
a testigos inesperados y llevando la osadía hasta sus últimas
instancias. Me convertí en un experto en el denominado «dis-

144
curso fugitivo», que escapa a la estupidez del guion enuncia-
tivo y al mismo tiempo ataca eficazmente las fórmulas ad-
quiridas por el hablante. Actualmente, no importa de quien
se trate, al cabo de diez o quince minutos de una charla banal
sé inmediatamente si el tipo es un tonto que cree en lo que
dice, o si hay en él ecos misteriosos de otras voces. Por dar
un ejemplo, sin ánimo de ofender: Ernesto Sabato, con quien
charlé en un par de ocasiones, es un tonto del culo, aburrido
y deprimente, y Borges un auténtico guerrero de la palabra.
La charla entre ellos es un enfrentamiento entre un mandril
y un alienígena.
La mitología que me dieron a conocer tenía origen en
la primitiva Tebas, y no solo era politeísta sino también po-
liyoica.20

20. La mitología tebana está construida por las voces de 42 dioses o enti-
dades primordiales. En El libro de Mut (La guerra de los dioses) se describe la
existencia de un ser difuso, Osiris, que era la conciencia de la oscuridad del
abismo, en el que no se encontraba otra presencia más que la suya. Deses-
perado ante la nada que lo rodeaba, Osiris soñó que había otro, y así nació
Seth, el deseo de Osiris de que haya otro, quien derrota a Osiris hacien-
do que deje de existir; pero Horus (el hijo de Osiris con Isis, la nada), el
aquí-ahora, derrota al deseo; pero Tefnut, el movimiento original, distrae
a Horus y lo derrota, pero Tefnut es derrotada por Kamis, la realidad, y la
realidad es vencida por Bes, la imaginación y la fantasía son derrotadas
por Maat, la verdad, que solo puede ser alcanzada por Heket, el desafío,
que es derrotado por Anubis, el miedo, quien a su vez es atravesado por los
cuernos del toro Min, la osadía, que solo es vencido en su impulso arrasa-
dor por Hathor (castillo de Horus), el amor que se entrega en un abrazo,
pero el amor es derrotado por Kuk, el secreto, y cualquier secreto desinte-
gra el amor, y los secretos son vislumbrados por Sebek, el espía que flota
sobre la piel de los acontecimientos, y la mirada de Sebek es vencida por
Isis, la Nada que despliega su ausencia para que nada sea encontrado. Esta
asombrosa mitología va narrando las increíbles batallas de la conciencia
humana, desplegándolas a nivel cósmico. Para más datos leer El loto blanco,
El libro de Ptah-nun, El sendero de Kons y El libro de Mut, la guerra de los dioses.

145
El universo, como el individuo, estaba constituido por la
pugna incesante de 42 fuerzas, «dioses yoes» o como prefie-
ras denominarlos. El dios Ptah (la palabra) había sido coloca-
do como un guerrero guardián en la frontera entre el abismo
y la pequeña e insignificante isla de la conciencia. Todo lo que
se decía, cada palabra y frase, era un ocultamiento incesante
de las visiones del abismo. Ptah, la palabra, significa exacta-
mente «lo que no se puede decir».
En el origen primitivo de la conciencia cósmica solo se
distinguían tres fuerzas inauditas. Nun, el dios de lo innu-
merable, la voz misma del caos surgiendo en la oscuridad, los
gritos de dolor y terror con que fue abortado el universo, las
innumerables conciencias clamando por comprender dónde
estaban y quiénes eran. Nun era el abismo hecho voz. Porque
el universo es un abismo, y puede caber en el puño de un bebé,
porque allí no hay tiempo ni espacio. Y en el fondo del abismo
de Nun se escucha la voz de Kuk, el secreto, que grita desde
la oscuridad que él es la respuesta pero que esa respuesta no
se puede dar. Y de inmediato, la tercera fuerza primordial,
Huh, el buscador anhelante, se hunde vertiginosamente en
el abismo de Nun buscando a Kuk, pero ese encuentro es im-
posible porque Kuk y Huh son hermanos gemelos, y uno y
otro son el mismo. Y la pregunta y la respuesta jamás podrán
encontrarse porque en ese desencuentro se basa la fundación
del universo. Y allí no había arriba ni abajo ni lados, porque
no existían direcciones ni sentidos, porque la conciencia es
apenas un reflejo de sí misma. Hasta que apareció la miste-
riosa e inexplicable voz de Amón que dijo: «Todo ha de ser
nombrado, y cuando digas su nombre la cosa será, porque
el cielo es azul y el piso es duro porque alguien lo dijo, y no
sería así si no existiese la voluntad de mencionarlo». Y a me-
dida que las primitivas presencias primordiales del abismo
comenzaron a hurgar en él diciendo palabras, se hizo la luz
sobre el abismo. Pero no existe abismo que iluminar ni luz
que proyectar, sino tan solo la voluntad de mencionarlos.

Mis tres maestros conformaban una unidad que ope-


raba como un ataque masivo de tanques arrasando las trin-
cheras de mi conciencia. Usaban varios tipos de sustancias,
especialmente la datura y el peyote.
Yo no tenía muy buena relación con las drogas natura-
les o vegetales. Prefería las drogas de diseño como el LSD, la
mescalina y la psilocibina. En San Pablo había experimen-
tado con el floripondio y especialmente con la belladona, la
famosa sustancia utilizada por Lautréamont. También ha-
bía usado el hongo que crece en la bosta del cebú. Y en casi
todos los casos fueron experiencias aterradoras. Los viajes
con belladona constituyeron una auténtica visita al infierno.
Parte de mi cuerpo quedó completamente paralizado en un
pandemónium de alucinaciones. Apenas si podía arrastrar-
me, y escuchaba mi propia voz distorsionada mientras que
las palabras de los otros penetraban mis tímpanos como si
atravesasen un aserradero.
Así que empecé a ingerir esas repugnantes plantas con
más resquemor que confianza.21 Los viajes lisérgicos tripu-
lados y planificados provocan en los participantes efectos
increíblemente semejantes, como si pudiesen compartir la

21. Ver anexo « Una vaca asesina».

147
misma alucinación. En ocasiones me sentía invadido por mis
tres compañeros de viaje, como si mi mente fuera una habi-
tación a la que tenían acceso cuando se lo proponían.
Esas experiencias perturbadoras, que algunas veces
realizábamos a la intemperie, en las montañas nevadas de
las cercanías de Madrid, me llevaron a describir a través de
alegorías los sitios mentales que recorríamos.
Recuerdo aquella época como el origen de los dos ofi-
cios que luego, durante veinte años, me darían prestigio en el
underground porteño. De las actuaciones callejeras que mis
maestros me obligaban a hacer para superar mis miedos y
confrontar al mundo con mi inteligencia, nació el oficio de
monologuista teatral; y en aquellas crónicas del viaje lisérgi-
co estaban las huellas de mis textos periodísticos.
Pasé más de un año y medio trabajando en Madrid con
mis amigos los extraterrestres. No volví a saber de seres tan
misteriosos. Bastaba que entraran a un cuarto para que to-
das las futilidades del arte o el deporte, el amor de pareja o
los estúpidos hijitos, el libro que estabas leyendo o la tris-
teza que arrastrabas desde hacía años, se esfumaran. Reco-
rríamos los barrios de Madrid observando las escenas de la
vida urbana como científicos que registran las costumbres
de una especie desconocida. Me había encariñado muy es-
pecialmente con Yos, quien fue el primero en percibir mis
secretas reacciones de temor ante el trabajo en cierta forma
incomprensible que estábamos realizando. Intentábamos
formar una gestalt, no tan obvia como la mencionada por
Theodore Sturgeon en Más que humano, pero igualmente
dirigida a extirpar el «yo», instalando una noción grupal
de pertenencia. Mei, el capitán de aquel navío de marinos
extraviados, era el que imponía las consignas de los viajes
que realizábamos utilizando drogas tan complejas como la

148
datura y el peyote. Luego yo intentaba describir esos viajes
en mis relatos.
Recuerdo muy nítidamente uno de esos sueños. Es-
taba recorriendo una exposición de pintura en el Museo de
Arte Moderno junto a Yos y Mei. La galería estaba llena de
gente que hacía todo tipo de comentarios sobre los cuadros
expuestos. Pero los cuadros estaban completamente vacíos.
¿Qué veía aquella gente? Entonces Yos me susurraba al oído:
«Siempre es así... nunca hay nada». Aquella frase me pro-
ducía vértigo, y escapaba por las escaleras hasta llegar a una
torre donde Nau observaba el mundo por un telescopio. Con
su mano libre, me llamaba alborozado para que mirase por
el anteojo. Me dejó su lugar, y al mirar por el telescopio me vi
a mí mismo durmiendo en la cama desde donde estaba so-
ñando ese sueño. Nau me gritaba: «Aquí somos reales, desde
aquí soñamos la vida...».
Cuando desperté tuve la convicción absoluta de que
en la vertiginosa e incomprensible catarata de imágenes de
los sueños se hallaba el origen de alguna probable realidad.
Aquella idea me excitaba y al mismo tiempo me aterraba. Así,
casi sin confesármelo, empecé a pensar en abandonar el gru-
po y volver a Buenos Aires.

149
El último viaje

Era un típico atardecer incendiado sobre el horizonte cuando


los tripulantes descendieron sobre el paraje elevado sobre el
valle. El capitán Mei, con su figura refulgente, encabezaba la
columna del grupo expedicionario que descendía velozmen-
te por la ladera hacia la ciudad que yacía en el fondo del valle.
Titilaban ya las primeras luces, y, muy cerca del capitán, el
cartógrafo Yos y el astrólogo Nau formaban una sombra pro-
tectora. Cerrando la marcha iba Fuch, el cronista de a bordo.
Era una ciudad bastante pequeña, y desde lo alto daba
la impresión de que todos sus habitantes habían salido a las
calles y recorrían los barrios entrando y saliendo de cines,
bares y mercados. Pero a medida que los viajeros iban des-
cendiendo por la ladera, esa primera impresión de rutina-
ria vida ciudadana se les fue apareciendo como una danza
precisa y ejecutada con destreza matemática, como si cada
pierna y cada brazo, cada saludo y cada gesto fueran conse-
cuencia de una fórmula escrita sobre la pizarra de las calles
y veredas. Era una danza simétrica y de cierta ritualidad ma-
lévola, una danza vudú bailada simultáneamente por miles
de personas con una sincronicidad matemática. Todos fin-
gían comprar y caminar, acariciar a los niños o insultar a un

151
conductor, todas las conversaciones y maniobras eran una
simulación realizada con tal sincronicidad que solo podía
responder a un plan.
Los viajeros fueron entrando a la zona iluminada y se
introdujeron en ese vudú. Pero a medida que sus cuerpos ro-
zaban a los habitantes, se iban dando cuenta de que no eran
seres reales. Eran fantasmas, imágenes proyectadas desde
algún lugar inaccesible. Los expedicionarios atravesaron los
cuerpos hechos de puro aire, como si no existiesen, como si
toda la ciudad fuese una gigantesca película tridimensional.
Nada era real: ni los hombres, ni las casas, ni las calles, ni el
viento.
El capitán Mei comprendió de inmediato que habían
caído en una trampa del mundo de las Proyecciones, y que
ellos mismos, desde ese instante, también eran fantasmas,
millones de puntos luminosos unidos por una voluntad ajena
y sostenidos en el vacío. Enseguida el capitán dio sus órdenes:
—Hemos caído en la trampa del mundo de las Proyec-
ciones. Corremos el riesgo de dejar de existir y de olvidar
nuestra verdadera identidad. Debemos separarnos y en-
contrar la ubicación del mecanismo proyector que nos está
estampando en esta pantalla... Tenemos que apresurarnos,
porque la imagen viaja a la velocidad de la luz, y pronto, a la
velocidad del sonido, llegarán las palabras, llegará el guion
que nos engullirá y lo olvidaremos todo...
Apenas con un saludo de despedida, el grupo se separó
a los pies de la montaña y cada uno partió en una dirección
distinta.
El capitán Mei subió nuevamente la montaña hasta al-
canzar la cima, y desenvainando su cuchillo de combate se
arrojó al abismo. Fue cayendo hasta quedar flotando en la
negrura; frente a él se abrió una caverna de luz, y desde allí

152
surgió una réplica idéntica a sí mismo, que sonriendo salió a
enfrentarlo.
—Vengo a sustituirte —le advirtió su réplica—. Te ma-
taré, y sin que lo sepa nadie pasaré a reemplazar tus decisio-
nes y a corromper tus sueños...
El capitán Mei se arrojó sobre su enemigo, y será lo últi-
mo que sabremos de él.
El cartógrafo Yos, cuya función en los viajes era exten-
der los mapas que posibilitaran las decisiones del capitán, se
ocultó en la espesura, y cerró los ojos en actitud meditativa
hasta que advirtió que en su mente surgía un punto lumi-
noso. Sin hesitar, se arrojó sobre ese punto y penetró de ese
modo en la nave espacial que había aterrizado en la hipófisis
de todos los hombres. Empezó a recorrer el navío hasta ubi-
car la cabina desde donde proyectaban todas las escenas de
su propia vida y las del resto de la tripulación, y eso será lo
último que sabremos de Yos.
En cuanto al astrólogo Nau, cuya función en los via-
jes era otear presagios y advertencias del futuro para que
se pudieran cumplir las decisiones del capitán, se arrojó a
las profundidades del mar. Cuando volvió a emerger en la
playa, una mujer y unos niños desconocidos comenzaron a
llamarlo con un nombre desconocido. Fue secuestrado por
esa mujer y esos niños que reclamaban ser su esposa y sus
hijos, y, ante su negativa a reconocerlos, fue encerrado en
un hospicio y declarado loco y amnésico, y eso será lo último
que sabremos de él.
Finalmente el cronista Fuch, cuya única función era na-
rrar y dejar constancia de las aventuras transcurridas a bordo
del navío, se quedó paralizado en la ciudad y fue alcanzado
por la violenta ráfaga del guion; así que olvidó para siempre
su verdadera naturaleza extraterrestre, y haciéndose llamar

153
Enrique volvió a Buenos Aires donde se hizo actor y periodis-
ta, olvidando que el capitán estaba peleando consigo mismo
en el abismo de su conciencia, que el cartógrafo estaba ob-
servándolo desde su propia mente por el resto de la vida, y
que el astrólogo se había escapado del hospicio y estaba bus-
cando reunirlos otra vez. Y eso será lo último que sabremos
de Fuch.

154
CUARTA PARTE

Los años locos


(Buenos Aires, 1982-1997)
Damas y caballeros... Su Majestad, el jale

Cerdos & Peces nació en el laboratorio fotográfico de El Por-


teño, en los baños de los bares de San Telmo. Nació adentro
del arturito que me regaló mi amigo el Colombiano, entre
tormentas mentales y delicadas conversaciones, entre via-
jes continuos al laboratorio fotográfico para introducir en
la nariz aquella misteriosa sustancia blanca que provoca-
ba un pequeño e inmediato ardor, molestia que era rápi-
damente enmascarada por una contundente recuperación
del ánimo. Eso es la cocaína, un resurrector instantáneo de
la continua muerte que nos provoca el mundo. Un polvillo
mágico y brutal que te da acceso repentino al mundo perdi-
do, a la edad de oro. Así que nos fuimos haciendo adictos al
resurrector.
—Hola, pescadito —te susurra el polvillo en las entra-
ñas de la conciencia—. Librate del anzuelo y desaparecé en el
mar de lo indistinto...
Duele la cocaína, y a medida que pasa el tiempo y se au-
menta el consumo, duele más porque anestesia el dolor. Due-
le la angustia de ese recuerdo permanente que te queda de la
eternidad cuando pasa el efecto y caés en paracaídas sobre la
vida irreparable que has construido.

157
El primer saque de mi vida me lo embutió en la nariz, en
el otoño del 82, Dany Govinda, un tipo exquisito que se pasea-
ba como un duende por los pasillos de la revista Pan Caliente,
dirigida por Jorge Pistochi (mitológico creador de revistas al-
ternativas), que funcionaba en la calle Gascón. Govinda era
un juglar profesional, un niño eterno que coqueteaba con la
vida como si fuera una novia que no lo atraía demasiado. Era
la sal y la pimienta de nuestra jornada cotidiana en la revista.
Mi nueva existencia estaba por comenzar cuando me
metí en el pequeño camarín de la redacción, con la idea de
salir a hacer un monólogo. Govinda entró como una ráfaga
y me introdujo la sustancia en la nariz. Quedé boqueando, y
salí a hacer una de las peores actuaciones de mi vida. Me sen-
tía sepultado adentro de esa masa de gestos y palabras que
hacía y decía el fantoche que actuaba y proclamaba ser yo. Y
cuando volví al camarín maldije la cocaína.
Dos años después era un cliente habitual de los baños
de las casas de mis amigos y de todos los bares de la calle Co-
rrientes, de San Telmo y de Once. Eran los viajes que Javier
Lebonas denominaba «ir a buscar inteligencia al baño».
Entre los olores pestilentes que emanaban de las cloacas
del bar La Ópera, del bar Leo o de las inmundas letrinas de
Cemento, me salpicaba con dioses los pulmones, respiraba
tesoros de lucidez en la cueva de Alí Babá y salía a navegar en-
tre los pequeños sismos que la vida provocaba todo el tiempo
a mi alrededor. Cada visita al baño era una inmersión en las
montañas de hielo del bajo fondo de la conciencia.
Yo era un auténtico consumidor. Comenzaba gene-
ralmente el lunes o el martes a la mañana. Descansaba el
domingo, como hizo el maldito dios de los mitos, y a veces
le agregaba el lunes, que era en realidad un soberano pedo
del domingo. El lunes nunca fui más que un mayordomo

158
inepto de Dios. Empezaba aspirando despacito después de
desayunar, el siguiente saque cerca de la hora del almuer-
zo, y así iba subiendo progresivamente la dosis hasta llegar
a la noche. Los que saben tomar cocaína cuidan su ración de
las inclemencias del deseo. Hay muchos adictos ineptos que
no soportan un papel llenito palpitando en un bolsillo sin
tomárselo todo. El verdadero viaje de la cocaína es hacerse
amigo, dejarse acompañar continuamente por la sustancia
durante un tiempo determinado y preferentemente sin dor-
mir: entre tres y cinco días. El quinto día sin dormir andás
por la calle como un orate, tus cadenas asociativas se pelan
entre sí, y podés ver el nervio desnudo del complot insertado
en tu glándula pineal.
El primer día aspirás poco menos de un gramo, el se-
gundo un gramo y medio, el tercero y cuarto dos gramos, y el
quinto dos gramos y medio. En total la caravana insume ocho
gramos. Te anticipo: si no tenés una bolsa de diez gramos ni
intentés acercarte a la cocaína. Tomar un gramo no alcanza
ni para empezar. En algunas ocasiones, cuando el dinero no
sobra, soy un verdadero economista y con cinco gramos atra-
vieso cinco noches con sus días. Todo depende de la cantidad
de acción que haya. Si tu única actividad es mirar televisión
y hacerte la paja, estás jodido y no hay bolsa que aguante. Lo
ideal es una combinación de trabajo intelectual o estético con
joda nocturna, bailongo, navajazos y cogidas o pajas, y con
mucha iluminación budista al amanecer. Cuando pasaste
una semana sin dormir y casi sin comer, ya sos un dios.
Es la invulnerabilidad eternizadora. Mientras la pa-
yasada del circo duerme y se agita entre pedos y ronquidos
sobre la fláccida cama de la adaptación forzosa, como un
astuto genio de la lámpara seguís correteando sobre la su-
perficie del misterio. No importa el nivel de la aventura: una

159
dama abandonada que encontraste en la avenida, un borra-
cho perdido que te cuenta que es un ex policía que traicionó
a su amigo, o simplemente rondar como un vampiro por la
oscuridad de tu casa. No importa cómo gastés tu tiempo. Ese
es tu trabajo: sentarte frente a las puertas de la eternidad a
perder el tiempo.
Todo lo que te sucede es único y distinto. Mientras la
mansa tropa humana descansa de la demolición continua
que significa existir, aspirás el prana del aire, masticás tu
propia persona comiéndote a ti mismo sin hartarte.
Por fin, podés abandonar esa trampa que colocó Dios
sobre tu paladar y tu estómago, ya no tenés hambre, y el
apetito es algo que se esfuma en la memoria de tu aparato
digestivo. No dependés de la ingestión de groseras molécu-
las de fideo o asado. Solo la digna sed te acompaña. La sed,
todos lo sabemos, es mucho más hermosa y estética que el
hambre.

Cerdos & Peces se transformó en mi fortaleza. A sus pági-


nas trasladé los muebles de mi hogar imaginario, mis besos
apasionados. No era un periódico ni un trabajo; era nuestra
trinchera, laboratorio, aguantadero, albergue transitorio, di-
rección postal y cósmica. La sala de reunión VIP de las mentes
más interesantes que he conocido, la cueva de los ladrones y
la sala de conferencias de los estetas, un bar y un barco. Des-
de la revista espiábamos la vida de la gente y disparábamos
nuestros misiles de palabras para atentar contra ese orden
instituido en los hogares y las calles, tratábamos de hundir

160
el Titanic que era el mundo donde todos viajaban instalados
en una pesadilla cuyo apestado guion rastreábamos en las
otras pesadillas, las de William Burroughs, Antonin Artaud
y Gurdjieff.
En el transcurso de los años la revista se fue mudando:
de Cochabamba y Chacabuco, en San Telmo, donde nació en
1984, a Sarmiento y Paraná; luego a Corrientes y Uriburu y,
finalmente, se trasladó a Lavalle y Pueyrredón, en el Once,
donde atravesó la etapa más alucinógena y combativa.
En aquellos días yo vivía en estado de éxtasis. Una no-
che, en el bar Leo, me acerqué a la mesa de dos caballeros que
estaban tratando pésimo a una joven, y les indiqué a punta
de navaja que nunca más debían tratar así ni a ella ni a nin-
guna otra mujer. Sentía que cualquier niño es tu maldito hijo
y cualquier mujer tu bendita novia, porque somos una legión
de mismidades inexploradas.
Conocí a fondo el mundo de los mozos y los cajeros de
bar. Manolo, el mozo del bar Británico, que desde hace trein-
ta y cinco años lleva su bandeja sin descanso, es como el Bor-
ges de la gastronomía. «Los argentinos cuando tienen son
generosos y cuando no tienen son peligrosos», sentenció Ma-
nolo una de esas noches. Manolo te avisaba que se te había
caído el papel de cocaína, o si la policía andaba cuatrereando
la calle. Y los mozos del bar Leo eran una pandilla de matones
dispuestos a pelearse por un buen cliente. En los atardeceres
de ese bar brillaron nuestros mejores sueños y nuestras peo-
res pesadillas. En cada una de sus mesas enamoré a alguna
lectora o redactora, planeé robos y extorsiones, entrevisté a
rockeros y ladrones, asesinos y jueces, traficantes, mendigos,
putas y poetas. Llorábamos o nos reíamos por cualquier in-
significancia, y nos emborrachábamos sin pudor, custodia-
dos por la insobornable lealtad de los mozos.

161
Siempre jalando. Nos parecía imposible existir sin aspi-
rar. El solo hecho de que un amigo tocara el timbre me lleva-
ba a darme un saque, salir a buscar merca, planear un fin de
semana agitado. Vivía en un sobresalto permanente, tratan-
do de escaparme de la paranoia.
Aquello duró tanto que terminó por convertirse en el
verdadero tiempo de nuestras vidas. Era imposible volver a
someterse a las leyes en las que las mañanas son del maña-
na y a la tarde siempre es tarde para todo. El escritor Quique
Morwill, mi maestro en las artes de jalar, ya me lo había ad-
vertido. «Ahora llega la tontería, ungue ungue —payaseaba
Morwill imitando a un mono—. Yo ser ahora tonto, sigo to-
mando para ponerme idiota... ungui ungui».
Aun así, con ese dolor que había quebrado mi actitud
invulnerable de combate ante los farsantes del periodismo,
ante esa roca inconmovible que suelen ser los gestos y expre-
siones de los intelectuales y artistas que me rodeaban, había
que continuar buscando ese venenoso polvillo para seguir es-
capando al futuro que como un perro faldero que no puede
vivir sin nosotros, como una novia loca a la que abandona-
mos, nos persigue.
Cuando recuerdo al duende Govinda metiéndome en la
nariz aquella primera dosis, imagino que todos los drogones
somos un virus que va contagiando lo fantástico de alma en
alma. Nos resulta ineludible compartir el espacio abando-
nado de la vida legendaria: aquella que estalla todos los días
como un sol, aquella vida animista de los primitivos cuando
se desplazaban sobre un mundo de tormentas tratando de
hacer pie sobre la nada. Virus angustiantes que protegen la
memoria del goce aterrador de existir.
Jamás olvidaré esa mañana del año 82, cuando en la
puerta de la redacción de Pan Caliente, trepado sobre su moto,

162
Govinda abrió el papelito de cocaína y me convidó un saque.
Nos reímos por nada, por esa alegría insensata y cómplice
que produce, y con un gesto le hice saber que era poco. La
segunda dosis fue poderosa, estalló en la boca del estómago
y nos subió como un ruidoso helicóptero hasta el cerebro lle-
nándonos de euforia. Fue la última vez que lo vi. Ese mismo
día se estrelló con la moto.
Una tristeza infinita agobió a los integrantes de la re-
dacción. Nuestra existencia como revista era tan frágil que
cualquier desequilibrio podía quebrarnos, y la muerte de Go-
vinda significaba mucho más que un desequilibrio. Al princi-
pio me resistí a asistir al funeral, pero finalmente fui. Nunca
había visto un muerto, con una sola excepción. Un anochecer,
a los dieciséis años, estábamos caminando por Barracas con
un amigo, cuando sentimos una especie de estallido sordo,
como si un higo de cien kilos hubiera caído desde un árbol
gigante estallando a pocos pasos. En unos segundos llegamos
hasta el cuerpo de la vieja. Se había tirado desde el balcón;
tenía un ojo estallado, caído a pocos centímetros de la cara, y
desde el otro ojo todavía nos miraba con tristeza, como con-
tándonos su penas parecidas a las nuestras.
Me acuerdo de la cara blanquecina de Govinda sobre-
saliendo del ataúd, vacía de toda alma. Y recuerdo que, de
espaldas a los demás, me di un terrible saque y el pesar desa-
pareció en la misma nube en la que se esfumó mi amigo.

163
Con los ojos ciegos bien abiertos

Conocí a la Negra Poli en un espectáculo que organicé en


el Centro Cultural Congreso, en Bartolomé Mitre casi Ca-
llao; un antro de resistencia cultural que en 1980, en plena
dictadura, coordinaba un alucinado dirigente peronista.
Recién llegado de España, yo estrenaba mis nuevas artes
de monologuista en un espectáculo llamado Recuerdos de un
vagabundo.
Cuando bajaba del escenario, acariciado por la lluvia de
aplausos, la vi entre el público: esa mirada altiva y desafiante
que me enamoró de inmediato. La saliva de los aplausos moja
todas tus heridas y las cicatriza, especialmente cuando lo que
estás haciendo en el escenario se relaciona más con las primi-
tivas técnicas del chamanismo que con las prestidigitaciones
del arte. El arte es un concepto decadente, en el que se admi-
ra y se rinde culto a cierto aspecto conmovedor de la perso-
nalidad de los que ofician el rito. El actual, sin embargo, está
más vinculado con el mundo del espectáculo que con los pa-
rajes estremecedores del misterio y conduce inexorablemen-
te a ese cementerio de la vitalidad que es el «muestrismo»,
transformando al oficiante en un sacerdote que reproduce
los mecanismos de manipulación masiva. El chamanismo es,

165
por el contrario, un resplandor que se da misteriosamente en
el oficiante e ilumina el campo de acción.
Poco tiempo antes de esa noche en que conocí a la Tur-
ca, acicateado por mis amigos ante el repentino faltazo de la
compañía de teatro convocada en un centro cultural de Tem-
perley, con la sala llena y empujado por un presentimiento
insensato, me metí en el camarín, reuní unas ropas viejas,
tomé un paraguas y con un mínimo guion improvisado salí a
lidiar con el toro del público.
Nunca había hecho teatro ni estudiado arte dramático.
Increíblemente, el efecto que produjo mi intervención
(de la que no recuerdo absolutamente nada) fue tan intenso
que el público me ovacionó. Hoy, cuando el rock and roll y
los excesos con la cocaína terminaron haciéndome perder
el rumbo, recuerdo con nostalgia la sensación de plenitud
y de ciega confianza que me iluminó en el escenario. Ha-
bía conseguido rasgar las facciones del muñeco embrujado
que había sido hasta ese momento. Finalmente, después de
casi treinta y cinco años deambulando sin rumbo y rapi-
ñando mi subsistencia, había encontrado un oficio, cierta
manera de presentarme ante el mundo que me resultaba
conmovedora.
Desde esa presentación en Temperley no paré de re-
correr escenarios. Bibliotecas, centros culturales, pequeños
teatros, bares y plazas fueron los centros operativos de mis
puestas teatrales. La dictadura se mantenía firme en el po-
der, y la necesidad de respirar convertía a los pocos oficiantes
que recorrían la ciudad alegorizando la opresión en auténti-
cos manantiales de luz.
A Recuerdos de un vagabundo le siguió Un extraño día (fue-
ron mis monólogos más ambiciosos), y luego La pecera envene-
nada, otro monólogo, más sofisticado. Eran mis caballitos de

166
batalla, y con ellos hacía mi gira por la provincia de Buenos
Aires todos los fines de semana.
Esa noche en el Centro Cultural Congreso, la Negra Poli
me envolvió con sus gestos hipnóticos y me propuso que me
incorporara a un grupo de rock llamado Patricio Rey y los Re-
donditos de Ricota.
Todos sabemos que las brujas no existen pero que la
vida cotidiana está plagada de ellas. La Negra Poli fue una
de las más ortodoxas y encantadoras que conocí. Verdade-
ra peleadora callejera, con una adrenalina psicótica capaz de
encajarte un botellazo y después cortarte la cara con el filo
del vidrio roto, manipulaba su entorno sin esconder sus es-
carceos hipnóticos.
Unos meses después, cuando me desempeñaba como
editor de la revista Pan Caliente, volvimos a encontrarnos en
un espectáculo donde hice mis monólogos junto al Fontova
Trío. La Negra Poli trajo especialmente a dos tipos para que
me vieran. Uno de ellos, con cara de extraterrestre y ojos de
ángel, era el talentoso violero de la banda. Se llamaba Skay
y era el amante, el esposo, el novio o en una de ésas el hijo
de la Negra, ya que nunca tuvimos mucha información sobre
las coordenadas de esa relación. Todas las parejas inevita-
blemente muestran el campo de acción de la batalla, y basta
observarlos un rato para saber cuáles son las estrategias, los
secretos, los pactos y las prohibiciones. Pero la Negra y Skay
eran la excepción a la regla. El otro sujeto, el más sospecho-
so, un pelado bajito y patotero de ojos chispeantes donde se
mezclaban tristeza y picardía, era el cantante, el Indio Solari.
A partir de ese encuentro fui abandonando poco a poco
mi trabajo callejero, y, seducido por estos tres reyes magos
del destino, me entregué a esa confusa pero estimulante
convocatoria a «perder la forma humana» y realizar eventos

167
mágicos, fiestas paganas destinadas a generar alegría, en-
cuentros sexuales y mucho frenesí, distanciándome del
monstruo de mil cabezas del espectáculo que solo visualiza
en el escenario un horizonte de éxito comercial.
Mi trabajo no era fácil. Ya no se trataba de repetir monó-
logos, sino que en cada evento tenía que improvisar nuevas
propuestas. Logré niveles de intensidad en algunas partici-
paciones, como en la legendaria No me miren, pero también
me expuse a dolorosos fracasos. Por supuesto, no lo hacía-
mos por plata; después de haber actuado junto a las bandas
más exitosas y de superar las quinientas representaciones,
nunca gané lo suficiente como para alquilar un sótano ni si-
quiera en Fuerte Apache. Es más, cada vez que me ofrecieron
participar en algún evento pago, el precio puesto a mi trabajo
pesaba negativamente en mi intervención.
Pero en aquellos tiempos éramos ángeles de intestinos
llameantes, y el dinero, ese poderoso y miserable caballero,
tenía la entrada prohibida en nuestros trabajos actorales o
musicales. Prefería ganarme la vida honradamente vendien-
do merca o metiendo mano en ciertos bolsillos, sabiendo que
ese dinero también había sido robado. Nos sentíamos parte
del viento que iba empujando la peste inoculada por la dicta-
dura, y que se respiraba en todos los acontecimientos cultu-
rales y cotidianos. No éramos artistas sino agentes sanitarios
combatiendo el tifus espiritual. En tiempos de guerra, a la
vez que la especie desnuda su calaña depredadora, también
la pureza se manifiesta en conductas heroicas y solidarias.
Hasta el amor, ese rictus contracturado de la pasión, te impe-
le a ser un constructor de puentes. En la paz solo hay conver-
saciones de almaceneros y atrincheramiento hogareño del
viejo mandril agricultor.

168
Los Redonditos de Ricota representaban el mismo idea-
rio nómade que yo vislumbraba como futuro decisivo del ofi-
cio de actor, de poeta o de músico de rock, desalojando las
salas de teatro y los estadios. Nunca íbamos a abandonar la
calle, ese era el juramento. Se trataba de ir gestándolo, a pe-
sar de no saber bien cómo hacerlo, más que acumulando ex-
periencia para perfeccionar las intervenciones.
Tal como me había sucedido con mis amigos extrate-
rrestres de Madrid, en cuanto conocí a los Redonditos sentí
que había encontrado otros compañeros de mi secta imagi-
naria, y comencé a ensayar con ellos en la ciudad de La Plata
mientras era testigo de la lucha de poderes que había signi-
ficado mi arribo a la banda. La Negra Poli tenía como obje-
tivo desalojar a Mufercho, el monologuista, a quien yo iba a
desplazar, y también al hermano de Skay y al grupo de sufis
que había construido un entorno casi imprescindible para la
banda, especialmente alrededor de la figura del Indio Solari.
Durante varios años fui el presentador oficial de los
shows de los Redonditos de Ricota. Aquello dejó para mí de
ser actuación y se convirtió en misa pagana. Fui adecuando
mi lenguaje a la ideología anarquizante de la banda. Los Re-
donditos también estaban aprendiendo mientras convoca-
ban a aquellas fiestas. Eran tecnológicamente primitivos, y
en sus planteos musicales no existía el menor rastro del vir-
tuosismo que yo tanto detestaba.
Involucrarme con ellos fue una decisión excesiva, apa-
sionada y en cierto sentido injusta para conmigo mismo, ya
que prácticamente abandoné mi camino de monologuista
solitario y pasé a ser una figura del rock and roll. Y si bajo el

169
aburrido techo azul del mundo existe un fenómeno que es
pura ficción y nada de nervio de antílope es el rock and roll.
Una vez que te acostumbrás a la idolatría de la admiración
del escenario e ingresás a los camarines, a las salas de ensayo
y a la vida privada de estos hedonistas encarnados en mito-
lógicos héroes de la modernidad, entonces, muchacho, estás
verdaderamente extraviado.
De pronto, en un complot premeditado y con visibles
estrategias represivas, los Redonditos fueron empujando
lentamente hacia afuera a todos los integrantes de la com-
parsa. El último fui yo. Sin saber cómo, un día ya no me deja-
ron entrar siquiera al camarín.
Mi relación con los integrantes del trío se hizo compleja
y compulsiva.
Por un lado, con el Indio habíamos desarrollado una
amistad cocainómana y febril. En su casa sosteníamos ago-
tadoras maratones conversacionales, en las que él era un ex-
perto ajedrecista. Yo estaba recién iniciado en las artes del
consumo de cocaína, e ignoraba que uno de sus peores efec-
tos consiste en esas conversaciones absorbentes que pare-
cen construir una escalera al cielo y en realidad te hunden en
el sótano de tus vilezas y debilidades. Confesás tus traicio-
nes y engaños, pero para mejorar las estrategias llorás; para
blanquearte triturás el tiempo con tus zambullidas afecti-
vas, pero te congelás; lo decís todo para que nada se escuche.
«Me cogí a tu hija» tiene el mismo valor que «Hoy te quiero
mucho». Pero así como el acto preferido de Don Juan, el per-
sonaje diseñado por Carlos Castaneda, era reír; el del Indio
era hablar de sí mismo, desarrollar sus ideas y creencias, y
sobre todo desplegar los pentagramas de su dolor como un
general que prepara las estrategias de un ataque definitivo
contra los enclaves del enemigo. Yo lo escuchaba como si

170
en cada conversa él estuviera a punto de develar un secreto,
un gran misterio que iluminaría el río subterráneo de mis
propias penurias. Porque inexorablemente, no importaba si
pato o gallareta, si un viaje a Suiza o al infierno, llegaba al
nervio vivo del dolor, y esa obsesión de auto dentista era lo
más enternecedor que tenía: el tipo se escarbaba los nervios
y no le esquivaba el bulto al dolor.
El Indio, con una capacidad admirable para escribir las
letras de rock más bellas de la historia del género en Suda-
mérica, en su vida privada era un reducidor implacable de
la experiencia; llevaba una vida cotidiana tan domesticada
que resultaba casi imposible moverlo de su rutina hogare-
ña. Había tomado algunas decisiones fundamentalistas, y
se apegaba furiosamente a ellas. Jamás se aprovechó de las
ventajas eróticas que facilita el escenario, y nunca le fue infiel
a su compañera. Jamás pudo aceptar los condicionamientos
de la fama, tal como lo hicieron Charly García o Fito Páez: era
un tipo que no soportaba estar comiendo una milanesa en
un restaurante mientras le pedían un autógrafo. Pero a dife-
rencia de Fito Páez, que hoy vive en un viejo edificio de San
Telmo, sin que le importe el riesgo de que lo secuestren en la
escalera de su casa, el Indio se encerró, como Macri o cual-
quier otro magnate, en el Parque Leloir, apartándose de los
olores del mundo que impregnan sus canciones, tan lejos de
su poética y de las emociones que fue capaz de provocar que
me resulta imposible identificarlo con ellas.
El cariño que sentí por el Indio en aquellos días no ha
desaparecido del todo. Sus miserias personales, su incapaci-
dad de ensuciarse con la roña de la calle, su inesperada trai-
ción a los principios de nuestra tarea cuando un muchacho
llamado Walter Bulacio fue asesinado por la Policía Federal en
uno de sus recitales (convirtiéndose en el primer crimen de la

171
historia del rock argentino, y que el Indio no solo no denun-
ció sino que tampoco asumió), jamás consiguieron borrar el
efecto sedante que me producía su sonrisa irónica, su mirada
permanentemente llorosa que transparentaba una desolación
tan lacerante como asumida. Quizá para los demás pasaran
inadvertidas las lágrimas que brotaban de su sonrisa; para
mí se constituyeron en un aliento indispensable para poder
respirar entre las muecas esculpidas como epitafios del mo-
numento en que casi todos los rostros que me rodeaban se
habían convertido.
Recuerdo con escéptica nostalgia esas noches en que me
tomaba el tren en Once para internarme en su casa de Ramos
Mejía. Eran sacrificios voluntarios que hacía, renegando de
mi deseo permanente de flotar con astuta frivolidad entre
una situación y otra. Como un perseguido por la ley del des-
tino, evitaba ser acorralado por los sucesos y quedar sin esca-
patoria. Y eso era una casa, un lugar sin escapatoria, donde
los acontecimientos estaban acotados por la legislación que
rige las pantomimas hogareñas, y donde el milagro del en-
cuentro está absolutamente prohibido. El hogar es la cons-
trucción más siniestra que ha impuesto la casta sacerdotal a
través de la historia.
Por otra parte, con la Negra Poli y con Skay yo tomaba
cocaína para salir de ronda por los bares, que es lo que aún
hoy más me gusta de la vida. Creo que las situaciones más
descabelladas y temibles vividas públicamente con la cocaí-
na fueron acompañando a la Negra Poli en sus desplantes
nocturnos. En la caída del viaje de la noche, a las ocho de la
mañana, después de haberse tomado ocho fernets con soda,
ella era capaz de enfrentarse, con una botella en la mano y
acuchillando el aire con sus gritos, a todos los comedores de
medialunas de un bar para defender a una vagabunda ebria

172
del intento de los mozos de llamar a la policía para expulsar-
la. La Negra era uno de los mejores animales de la fauna mi-
lagrosa que habitábamos. Sus ojos olían a peligro, y yo me
pasaba noches enteras mirándolos, porque en ellos se espeja-
ba el hombre que me hubiera gustado ser. He visto a la Negra
partiendo con perfección experimentada una botella sobre
la barra del bar, para lanzar un tajo mortal sobre la cara del
Petiso González, el manager de Los Piojos, en el bar Hipo-
pótamo de San Telmo. Nunca tuvimos un romance explícito,
pero yo necesitaba más su cercanía que la de cualquiera de
los múltiples idilios que sostenía.
En aquellas jornadas épicas donde parecía que a cada
rato nos jugábamos el destino del mundo, y que en cada acto
definíamos la esencia de nuestra debilidad, yo que era un co-
barde y a la vez un tipo peligroso, un cagón que arrugaba en
las peleas mínimas y que sin embargo era capaz de posar la
mirada del demonio ante el ojo negro de una 9 milímetros
apuntando a mi cara, yo mismo, ante la Negra Poli, me sentía
un niño tímido y desconsolado que perdía todo el dominio
adquirido en escenarios y conferencias.
Ella era mi ángel guardián, mi demonio particular, mi
aliado profundo. Cuando me abandonó, muchos años des-
pués de todas las trifulcas que nos enfrentaron, sentí que se
aposentaba un enorme vacío en el mapa de mi destino.
Durante varios años, Cerdos & Peces y los Redonditos de
Ricota fueron aliados y hermanos en aquella asonada subver-
siva que ambos intentaban producir en ese museo de la cul-
tura que era Buenos Aires. Pero como siempre sucede, tras la
belleza que enuncia los ideales se esconde, subrepticio y aga-
zapado, el estómago de una bestia que, lenta y metódicamen-
te, va manipulando las acciones de los convocantes al mila-
gro. Cuando estalló la crisis que nos separó definitivamente,

173
ambos grupos nos sentimos traicionados. La revista porque
se creyó abandonada cuando se atrevió a hacer la primera
crítica profunda a los idearios de la banda. Los Redonditos
porque consideraron esa crítica como una traición, una in-
justa declaración de guerra. Cerdos & Peces, remontando cier-
to ideal artaudiano, reinvidicaba un sometimiento textual a
las leyes de la sinceridad pública y la abdicación de todo éxi-
to. Los Redonditos, adjudicándose cierta leyenda del espíritu
del rock, se aglutinaron en ellos mismos, realizaron un golpe
de Estado, echaron a todos los diletantes y artistas que par-
ticipaban de sus shows y partieron en soledad hacia el éxito
masivo que los aguardaba a la vuelta de la esquina de aque-
llos días prehistóricos.
El ser humano no es como la perca, ese pez inverosímil
que convive con sus antepasados más antiguos. El hombre
necesita eliminar a los testigos de su pasado. Jorge Lanata
nunca manifestó públicamente ningún tipo de gratitud a ese
proyecto editorial que fue El Porteño, inventado por Gabriel
Levinas, y que le permitió proyectar sobre el mundo su ta-
lento. Los Redonditos, con una escrupulosa crueldad, nunca
reconocieron ni económica ni artísticamente los esfuerzos
de docenas de músicos, actores, plomos, técnicos, personajes
del underground y hasta cocineros, que los proyectaron como
la gasolina de un cohete sobre el espacio masivo. Amigos para
la conversa, pero con el billete en la caja fuerte. No son poe-
tas, son cuentapropistas. No son aprendices de Artaud sino
clientes de Versace. Generalmente, los rockeros gastan el
dinero del mismo modo que cualquier integrante de la sec-
ta millonaria a la que incluso denuncian en sus canciones.
Piletas de natación con cámaras de video en las puertas de
sus casas para espiar los bolsillos del visitante. Los mejores
vinos y las peores compañías; no es la soledad del corredor de

174
fondo sino el apuro solitario de un ahorrista preocupado por
los porcentajes.
Tal como lo hizo William Burroughs, Skay, millonario
de nacimiento, abdicó de la fortuna familiar y fue el más
desinteresado en cuanto al éxito comercial de la banda. Re-
cuerdo, sin embargo, una embarazosa conversación en el bar
Británico, en los últimos tiempos de nuestra amistad, cuan-
do ya se presentía la llegada de los millones.
Yo le preguntaba qué haría con el dinero. ¿Iba a malgas-
tarlo en sí mismo o a invertir en la desesperación de los de-
más? Skay dibujó en el aire una idea alocada pero que parecía
brillar con la verdad en su mirada: «Quiero comprar un lugar,
algo así como un pueblo para todos nosotros».
Por supuesto que ese pueblo jamás se construyó, son ilu-
siones del viajero que se aproxima al puerto y que ni siquiera
sabe que allí anclará sus sueños y merodeos turísticos por la
utopía. No sé dónde tiene su dinero Skay; seguramente lo es-
conde como las urracas ocultan el producto de sus saqueos.
Al Indio, en cambio, que se definía como un tanito des-
esperado con alma de pobre, siempre se le notó el soutaque de
la ambición. Se reflejaban en su mirada el anhelo por el sabor
de los buenos quesos y el brillo de los vinos caros; siempre se
vio a sí mismo abriendo la puerta de la disquería donde iba a
comprar los doscientos discos que haría girar en su cerebro
durante quinientos inútiles días rodeado de guardaespaldas
que juegan al pool con sus escopetas. Siempre fue un agricul-
tor soñando con el progreso de sus cosechas.
La Negra Poli, en cambio, permaneció igual, tanto en
su reticencia como en su ambición. De ella guardo el mejor
recuerdo. A pesar de que los peores guisos de la miseria se
cocían en sus acciones, de su descaro al atentar contra las ra-
zones de los demás y de su desprecio absoluto por aquellos

175
que la ayudaron a alcanzar el éxito, siempre hubo en ella una
zona oscura y sin modales.
No por nada fue la Negra quien dijo, en una conversa
de hace muchos años, esa frase que a todos nos atraviesa y
que nos perseguirá hasta el final de nuestras vidas: «Puede
ser que olvidés los sueños, pero los sueños jamás se olvidan
de vos».

176
La guerra de los vecinos

No hay paredes.
W. BURROUGHS

La única manera de terminar


con la esclavitud es no respetar
jamás la ley de la hospitalidad.
F. NIETZSCHE

El departamento que alquilé en la calle Castelli, en pleno ba-


rrio del Once, era asfixiante e incómodo. Te tirabas un pedo y
el de al lado te felicitaba. Los baños del edificio estaban espe-
cialmente diseñados con un sistema estereofónico que per-
mitía a los vecinos escuchar con fidelidad de graves y agudos
el sonido de todas las defecaciones, meadas o pajas que sus
habitantes realizaran a cualquier hora.
No era un departamento, era una maldita jaula de dos
ambientes, con cocina inexistente y el baño ya mencionado.
No llegaba ni la bella luz del mundo ni el horrendo fragor de
hacinamiento humano que caracteriza a ese barrio que ya a

177
fines de los años ochenta comenzaba a inundarse de corea-
nos. Los judíos no lograron contener la invasión, y pronto, en
una auténtica guerra de precios, la mayoría de ellos fueron
desalojados.
En aquella época sagrada nosotros no éramos mamífe-
ros, ni siquiera seres humanos. No estábamos condenados
por las tres leyes burroughianas que caracterizan al mono
depredador (buscar techo/buscar alimento/buscar satisfac-
ción sexual), sino por sus contrapartes (salir a explorar —ser
generosos— proporcionar satisfacción). Éramos aprendi-
ces del arte de existir, es decir, el material que amasábamos
consistía en cierta expectativa en aguardar pacientemente lo
inevitable, y los instrumentos del oficio eran nuestra propia
percepción alucinada por las drogas.
Ninguno de nosotros tenía un hogar, esa maldición he-
reditaria que ha convertido a los hombres en refugiados del
miedo a sí mismos. Todos estábamos de paso, y, tal como lo
había ordenado Cristo, nadie le daba bola a su familia. Ha-
bitábamos en laboratorios, nuestras casas eran trincheras y
aguantaderos, bares con las puertas abiertas las veinticuatro
horas para los amigos y también para los peligrosos amigos
de nuestros amigos y las encantadoras novias y amantes de
nuestros amigos y enemigos. Ya se lo había explicado a su
nueva esposa Javier Lebonas, quien vivía sobre la calle Paso, a
pocas cuadras de mi casa, el día que ella se mudó con él: «Esta
casa es nuestra casa y además es el bar de Enrique. Él entra y
sale de aquí cuantas veces lo necesite...».
En todos mis años de periodismo en Buenos Aires ja-
más conseguí alquilar una buena casa o departamento. Dor-
mía donde me pescaba la noche y comía exquisiteces y por-
querías en todos los restaurantes y bares donde los caminos
de la investigación existencial me llevasen.

178
El departamento de Castelli y Sarmiento me lo alquila-
ron unos amigos, ofreciéndose ellos como garantía. Quedaba
a apenas cinco cuadras de la redacción de Cerdos & Peces, en
Lavalle y Pueyrredón, a menos de diez de Ave Porco, el prin-
cipal antro del universo, y ahí nomás de todos los bares y jo-
diendas de la calle Corrientes.
Era la tercera redacción de la revista. La primera se ha-
bía aposentado en el barrio de San Telmo, en la calle Chaca-
buco, en el año 1984, cuando Gabriel Levinas comprendió que
yo era un enviado de los bajos fondos del panteón de las le-
yendas y me permitió desarrollar el proyecto en las entrañas
de la prestigiosa revista El Porteño. En el segundo intento, en
1987, junto a Fernando Almirón, instalamos unas oficinas co-
quetas en un edificio de Corrientes y Uriburu, justo la fron-
tera entre el barrio del Once y el Centro.
Yo no dormía nunca, excepto los domingos, jornada en
que me desplomaba en el abismo de la digestión onírica y me
dejaba absorber por el remolino de poderes que obligaba a
cerrar sus compuertas a mi formación reticular articulada.
El resto de la semana hacía un largo peregrinaje por los mis-
teriosos senderos de la cocaína.
Hasta ese año todavía manipulaba una fórmula mágica,
una combinación perfecta entre las dosis de alcohol y cocaí-
na que me permitía mantenerme despierto y sin consumir
alimentos durante cinco días con sus noches, como ya dije en
otra parte. Todas las semanas de todos los meses de todo el
maldito año.
Junto con Willy Crook, el saxofonista de los Redonditos
de Ricota, estábamos preparados para competir en las pri-
meras jornadas internacionales del insomnio forzado que
los rusos o los checos iban a organizar cualquier año de esos.
Willy, con una buena preparación, una coca punto ocho y un

179
entrenador de mi categoría, podía batir perfectamente el ré-
cord mundial: había pasado ocho días, seis horas y algunos
minutos antes de desmayarse.
Si resultaba difícil alquilar un bulo en Buenos Aires, era
todavía más complicado mantenerlo sin que los vecinos te
expulsaran con la presión de sus denuncias. Desde los ini-
cios de la democracia, con el gobierno de Alfonsín, cuando el
consumo de cocaína rompió los diques del ghetto y se fue ex-
pandiendo como un verdadero alud sobre todos los estratos
sociales, la guerra de los vecinos se había planteado a todos
los niveles y hasta la batalla final.
La guerra la inició mi amigo Carlos Panata, que era un
periodista de la revista El Porteño y vivía en un departamen-
to en Barrancas de Belgrano, en la esquina de Soldado de la
Independencia y Federico Lacroze. Le mandaron la policía
en la primera fiesta escandalosa que realizó. Panata planeó
su venganza minuciosamente, y una noche de terror, con un
sistema de poleas hizo bajar por su ventana los dos parlantes
de su monstruoso equipo de sonido hasta alcanzar la venta-
na del dormitorio del maldito sapo que lo había denuncia-
do. A las tres o cuatro de la mañana, mandó a todo volumen
los gritos tremendos que se escuchan en Resonancias de Pink
Floyd, y luego izó el armatoste. Esa fue la medicina que curó
todos los males; una vez por semana enviaba aquellos gritos
de pajarracos cósmicos picoteando la nada por la ventana
del vecino aterrorizando a su esposa, a sus dos niños y al pe-
rrito pekinés.
Eran los primeros versículos de la imprescindible apre-
tada que había que hacer contra las leyes de la normalidad.
Aquella consigna que le permitió a Ron Dumbo, unos me-
ses después, preguntarle al vecino que le tocó el timbre para
quejarse del volumen de la música aduciendo que tenía que

180
levantarse temprano para trabajar: «¿Y quién le ha dicho a
usted que el trabajo tiene más derecho a obtener ventajas que
el placer de escuchar música a todo volumen?».
Esa era la pregunta que había que atreverse a hacerle al
mundo representado por la liga de personas decentes: ¿por
qué las malditas rutinas de tu vida, que no llevan más que a la
reiteración de un mundo aburrido y sin éxtasis, necesitan que
nosotros bajemos los decibeles de nuestros gritos mientras
cogemos?
En la calle Brasil, la Croata, que cumplía todas las no-
ches su servicio de locutora de pijas profesional, recibía a tra-
vés de las paredes los puñetazos y patadas de un descomunal
y agresivo vecino que no soportaba los gritos eyaculativos de
su afortunada clientela. Así que armamos un escuadrón de
apriete, y en la esquina de Carlos Calvo agarramos al gran-
dote y le dimos tal paliza que no le quedaron ganas de inte-
rrumpir las cogidas.
La omnipotencia que suele provocar la cocaína favore-
ció la resistencia. Se intentaba institucionalizar el jolgorio,
fomentar la diversión y la fiesta, generar una corriente de
opinión que condenara la denuncia y no el delito.
En pleno auge de aquella política drogona y fiestera, mi
departamento de la calle Castelli, sin proponérmelo, se con-
virtió en el bastión de esa batalla contra la Salud Pública y las
Buenas Costumbres. Y aquel fastidioso espacio de paredes de
cartón se transformó en una especie de discoteca privada.
En las mejores noches (normalmente los drogones de-
testan el viernes y el sábado y sus principales días de opera-
ción son el miércoles y el jueves, haciendo rotar el calendario
sobre los ejes Mercurio y Júpiter y abandonando el viejo me-
lodrama de Venus y Saturno) se agrupaban unas veinte per-
sonas, cada una intentando hacer lo suyo al máximo.

181
Eso coincidió con una serie de quilombos en la ciudad.
En el primer piso del edificio que está frente al parque Le-
zama, sobre la calle Colón, Daniel Riga no tenía un departa-
mento ni un bar. Su casa era una discoteca-albergue transi-
torio-cocainomanería de 24 horas. Allí te encontrabas a las
tres de la tarde a Celeste Carballo cantando algún blues o a
Charly hablando en inglés a las cinco de la mañana y escon-
diendo su merca en los rincones para no convidar a nadie.
Fontova y hasta el grupo chileno La Ley (que en aquellos
tiempos no la respetaban mucho) improvisaron conciertos
en ese departamento.
La vecina del segundo piso odiaba aquellas festicho-
las de Daniel. No tanto por el ruido sino por la jerigonza de
lenguajes, no por el escándalo sino por el delicioso aroma a
coño recién horneado que se escapaba por la ventana. Así
que una mañana, apenas amaneciendo el jolgorio, fue rom-
piendo el techo con un hacha hasta formar un agujero lo su-
ficientemente grande como para dejar pasar el cuello de una
manguera e inundar el departamento. Cuando subimos en
patota a pegarle una apretada, nos sacó corriendo por la es-
calera con aquella horrenda hacha. Al mediodía flotaban por
el lugar papeles y dibujos, medias viejas y pantuflas. Y por
la noche el olor a humedad comenzó a revelar la putrefac-
ción de nuestra guarida. Le teníamos miedo a la demente,
pero no tanto como para no planear una venganza. Se nos
ocurrió desde rociarle el palier con nafta e incendiarlo, has-
ta mandar directamente a Dany Riga a seducirla y a pegarle
una buena cogida.
Poco tiempo después, Javier Lebonas, en su departa-
mento de la calle Paso, realizó una de las epopeyas reivindi-
cativas más legendarias de la historia de la secta blanca en
pleno barrio del Once. Con la excusa de una despedida a un

182
gran amigo que se iba de la ciudad, un lunes a la noche Le-
bonas desató un infierno que terminó recién el martes cerca
del mediodía.
La batalla se inició a la medianoche con un bombardeo
de huevos (Lebonas compró diez docenas) a los techos de pa-
trulleros y algunos autos de civiles que pasaban por el lugar.
Aquellas orgías se realizaban con la luz apagada, apenas una
iluminación a vela para poder aspirar merca y tomar whis-
ky mientras nos arrastrábamos por el suelo para evitar que
nos vieran desde otros pisos. Cerca de la madrugada, se pro-
cedió a disparar por el balcón y hacia el cielo seis tiros del
revólver Magnum que Lebonas atesoraba en su caja fuerte.
Esos estampidos eran como una advertencia del dios Thor,
aterrorizando a los ciudadanos que traicionaban la consigna
de hacer quilombo que cunde por todo el universo.
Al amanecer, Lebonas colocó en el balcón los tremendos
parlantes de su equipo de sonido, hizo algunas conexiones, y
la Radio Concha empezó a transmitir su programación ma-
tutina en el barrio del Once. La emisión era tan potente (lo
comprobamos bajando a la calle y alejándonos de la fuente
emisora) que llegaba casi hasta la calle Pueyrredón por un ex-
tremo y hasta Uriburu por el otro.
Radio Concha transmitía rock sinfónico y heavy metal,
y sobre todo programas de educación sexual del tipo «Diez
consejos para una efectiva succión de clítoris» o «Instruccio-
nes para la higiene del sexo grupal», con libretos que escribía-
mos febrilmente, imprimíamos, e íbamos leyendo por turno
como si se tratara de un golpe de Estado mientras las calles
eran recorridas por policías de civil y de uniforme y los chicos
del barrio se reían como locos ante esa sarta de lujurias.
Pero la guerra contra los vecinos, como la de los palesti-
nos con los israelíes, es siempre una guerra perdida.

183
Mi departamento de calle Castelli fue defendido duran-
te varios meses como la ciudad oculta de Zión en el film Ma-
trix. El vecino que firmaba cualquier denuncia en la adminis-
tración recibía de inmediato la visita de un desconocido que,
sin mencionar el tema, le pegaba una apretada amenazante
al sapo de turno. Los ascensores eran orinados y las puertas
de los vecinos escupidas. Las orgías que se hacían en mi casa
fueron produciendo sucesivas mudanzas de vecinos que eran
inmediatamente reemplazados por otros que sufrían el mis-
mo proceso de desgaste.
Por nada del mundo íbamos a dejar de coger, drogar-
nos, bailar, hablar hasta por los codos, llorar estrepitosamen-
te, jugar al póquer, filmar videos porno, contratar a mujeres
hermosas para que nos hicieran shows, escribir textos con-
movedores, pelearnos a los gritos, reírnos estrepitosamente,
vender y comprar cocaína, esconder las pistolas y escopetas
de caño recortado de nuestros amigos los bandoleros y can-
tar las canciones maravillosas de nuestros ex amigos los Re-
donditos de Ricota.
Todo siguió así hasta ese maldito amanecer en el que
nos quedamos encerrados con la casa llena de amigos y de-
mentes. El Nene, que era nuestro junior de la revista, salió
a comprar cigarrillos, cerró la puerta con la única llave, y no
volvió más. En los instantes posteriores al descubrimiento,
todo fue broma y maldiciones. Tres horas después, aquel de-
partamento de dos ambientes se convirtió en una incómoda
celda del pabellón de una cárcel que cada uno de los invitados
construía en su imaginación. Mi antigua pero amplia expe-
riencia carcelaria me remitió inmediatamente a un recuerdo
de los pabellones pequeños donde se amontonan decenas de
tipos. En esos sitios campea la claustrofobia: los movimien-
tos rápidos, los gestos exagerados o las conversaciones en voz

184
muy alta de los demás presos te provoca paranoia. Así que
opté por sentarme quietecito en un rincón, hablar muy sua-
vemente, y expresar opiniones optimistas del tipo de: «Es un
lindo día para estar juntos todos los amigos. Y el encierro es
una buena excusa para conocernos más...».
Ese amanecer habían quedado entumbados junto a mí
Javier Lebonas, el Petiso González y su esposa, dos amigos
de la ciudad de Azul que tenían pasaje de vuelta al mediodía,
tres señoritas que no conocíamos mucho y que habíamos sa-
cado del bar Saturno, el Negro Chupete, que era una especie
de chofer y guardaespaldas del Petiso González y que siempre
andaba calzado. Éramos diez presidiarios encerrados bajo el
mismo techo. Y en algunos de ellos la paranoia del encierro
empezó a socavar seriamente el sentido común.
Pasados de merca, Lebonas y el Negro Chupete empeza-
ron a manipular la cerradura, primero con tarjetas de crédito
y destornilladores, y después usando la culata de la 9 milí-
metros de Chupete como martillo. Fue el inicio de un alud
de acontecimientos desgraciados al intentar salir de aque-
lla trampa. A media mañana, luego de intentar desarmar y
posteriormente derribar la puerta desde adentro sin suerte,
el Petiso González, en pleno brote psicótico, empezó a pedir
auxilio por el portero eléctrico y luego gritando y arrojando
objetos por la ventana. Naturalmente, eso provocó la llegada
de los uniformados.
Fue una larga mediación a través de la puerta, inten-
tando convencer a los federales de que no éramos un grupo
de ladrones encerrados en pleno robo sino los inquilinos,
y que por lo tanto llamaran a un cerrajero. Entretanto, las
mujeres, encabezadas por la esposa del Petiso, escondían la
matraca de Chupete y limpiaban meticulosamente los restos
de cocaína que se esparcían por todo el lugar. Era tan grande

185
la cantidad de cocaína que se caía o quedaba olvidada en los
rincones más insólitos, que cuando se acababa yo cosechaba
casi un gramo recorriendo alfombras, mesadas y pisos.
Pasado el mediodía, el bendito cerrajero consiguió abrir
la puerta, y los azules ingresaron a mi hogar para constatar
nuestras identidades. Quisieron llevarse detenidas a las tres
muchachas por ejercicio ilegal de la prostitución, pero Javier
negoció hasta conseguir que los muchachos de la redada se
fueran con las manos vacías.
Aquel evento, los destrozos causados y el estado público
del escándalo con el conocimiento de la comisaría de la zona,
provocó el desenlace de la guerra.
Una semana después salí de viaje para realizar una in-
vestigación periodística. Durante mi ausencia, una patota
entró al departamento luego de violar la cerradura, y desvali-
jaron lo poco que había de valor. En la pared escribieron con
un aerosol «Drogadictos hijos de puta».
Sin que hubiera jefes que capitularan y sin firmar acuer-
dos, nos entregamos para siempre a ese silencio sepulcral
que rige en los edificios donde ahora vivimos.
Abandoné mi guarida en el barrio del Once, y huyendo
cobardemente me instalé en casa de un amigo en Palermo
Viejo.

186
Rajen del cielo

Verano de 1988.
Fue de película, el último verano loco de toda locura.
Villa Gesell se convirtió en el Katmandú de los peregri-
nos de las drogas, el sexo y el rock and roll. Fueron todos.
Pistoleros y dealers, rockeros y vagabundos, amigos y ene-
migos, princesas y brujas. Ese verano fuimos convocados por
los demonios, como si el paraíso hubiera sido asaltado por
los piratas, como si el mundo nos reuniera a la primera or-
gía multitudinaria de la historia. En la playa se iba a librar
una auténtica y definitiva batalla entre los locos y drogones
y los policías y administradores de la ciudad, quienes com-
batieron a los vagos y pendejos calle por calle, procedimiento
por procedimiento, con la anuencia de los dueños de bares
y boutiques de la calle 2. Villa Gesell siempre fue un lugar
maldito, un montón de arena muerta sobre la que se cose-
chó dinero, una ciudad engendrada por agricultores me-
diocres cuyo estigma terminó impregnando la belleza del
paraje. Nada floreció exuberante, a excepción de la ambición
de sus comerciantes, que decidieron edificar una especie de
Disneylandia de las vacaciones. Una estúpida película de la
década del sesenta, Los inconstantes, fomentó su frívola fama

187
existencialista. Hoy la habitan los que abandonaron su bús-
queda de aventuras imposibles y confiesan públicamente que
su recompensa es un lugarcito milagroso frente al Señor Sol
y la Señora Mar. Como si el huevo frito que nos ilumina y el
sabor de esa sopa fría que es el mar constituyesen una res-
puesta válida para nuestra existencia.
Mi llegada a Villa Gesell estuvo especialmente manipu-
lada por las maniobras de una hermosa bruja que conocí en
Mar del Plata mientras daba una de mis conferencias sobre el
origen de las palabras. Se llamaba admonitoriamente Moira
(destino), y era una belleza morena e indomable, que desen-
mascaró las técnicas machistas de mi tecnología seductora.
Era tan atractiva que neutralizó todas mis estrategias hasta
transformarme en un tipo «Pis con Puré», categoría que había-
mos inventado en aquellos años para encasillar a los machos
que se dejaban atrapar por la potencia erótica de alguna mujer.
Mientras los planes editoriales de Cerdos & peces reco-
mendaban que me fuese a Chile para abrir el mercado edito-
rial y expandir el flechazo que estaba produciendo la revista
en los lectores de Uruguay y Chile, los pelos insensatos del
alma de aquella mujer maravillosa me arrastraron como un
mediocre buey hacia la ciudad donde ella había decidido tra-
bajar de mesera durante aquel verano.
El uso indiscriminado de la cocaína estaba en su apo-
geo. Tanto los excursionistas timoratos como los veteranos
alpinistas habían decidido tirar por la borda el manual de
instrucciones sobre cómo escalar las alturas incaicas. Todas
las recetas y sistemas graduales de las dosis fueron manda-
dos a la mierda. Tanto los que compraban un gramo y lo esti-
raban toda una noche como los que proclamaban con sober-
bia que manipulaban el poder de la cocaína desbordaron los
límites del consumo.

188
Durante ese verano, me hundí como una daga de carne
sobre los sucesos que me implicaban. Un auto robado por el
Petiso González nos trasladaba todo el tiempo desde la casa
del Indio Solari en Valeria del Mar hasta la de Ron Dumbo en
Cariló, transportando siempre a pistoleros con cara de Billy
the Kid y a hermosas adolescentes de larga cabellera que nos
cogíamos en el trayecto. Con idéntica pasión llegaba apurado
hasta el Galgódromo a jugar una fija que me había dado el
Petiso González o me instalaba durante toda una noche en el
bar donde mi mesera encantada me demostraba que nunca
iba a entregar los misterios que ocultaban sus hechizos.
Una de esas noches, el Petiso me pidió que actuara como
presentador de unos pibes alucinantes que tenían una banda
de rock y decían admirarme. El evento era en un barsucho in-
mundo ubicado frente a la playa, un canuto bien delincuente,
lleno de pesados y de princesas, tipos oscuros que te taclea-
ban camino a la barra para robarte el trago o te enganchaban
en una conversa insoportable con la sola intención de que los
insultes y entonces romperte la cara. La banda se llamaba Los
Piojos, y esa noche subí al escenario a producir mi pequeño
shock en el alma de los contribuyentes del rock.
El cantante y capo de la banda se llamaba Ciro. De en-
trada te resultaba demasiado agradable; intoxicaba de torti-
lla de papas a la española tu percepción hasta que te decías:
«Qué rico que parece este tipo».
En realidad, con el tiempo descubrías que Ciro era un
empleado de banco que al estilo de Robert De Niro en Taxi
Driver ensayando su masacre frente a la tele, se la pasaba pre-
parando frente al espejo de su alma una versión casi perfecta
de Jim Morrison.
No había sido contagiado por el zarpullido del rock and
roll, sino que tenía un maldito plan. Porque has de saber que

189
todos los planes están malditos, que han sido engendrados
por el vudú de una brujería muy antigua que descree del mis-
terio, que desprecia la espontaneidad de los acontecimientos.
Así Ciro comenzó a encuadrarse en el escenario. Lo me-
jor que tenía su grupo era un violero sensacional al que luego
le dieron el pase a Los Caballeros de la Quema, y una tecla-
dista portadora de unas tetas tan alucinantes, que hasta a ella
misma le producían timidez. Cada vez que veo teclados, es
inevitable que los asocie con aquellas tetas tristes y tumul-
tuosas que se desplomaban como lágrimas de carne sobre el
piano. Eso eran Los Piojos en su origen: la lucidez de un em-
pleado bancario con un plan inexorable e inteligente, un par
de tetas desencadenándose como una catarata de afecto so-
bre el teclado, y los viajes de un lado a otro del escenario de un
tipo fantástico que tocaba la viola. De esa trilogía solo quedó
la fascinación morrinsoniana de Ciro, ya que la tecladista y el
violero pronto fueron expurgados de la formación.
Mi decepción con los Redonditos de Ricota me había
dejado un tanto resentido. El resentimiento, como la ven-
ganza, es una palabra sagrada: bajo la ciénaga de sus efectos
operan viejos mandatos de conducta. La casta de los resen-
tidos está conformada por una multitud de traicionados y
desengañados, tipos que creyeron alguna vez en el saber de
un profesor o en las promesas de un amigo que los estafó,
tipos que no saben que están condenados genéticamente a
mirar las vidrieras de la felicidad, tipos convocados por la
fortuna y posteriormente abandonados —como el Petiso
Gordo Rubén de los Bersuit Vergarabat o el Syd Barret de los
Pink Floyd— porque su actitud no sintonizaba con el pro-
yecto, porque su excelsitud expresiva no se adaptaba a los
planes discográficos, porque hay que asistir al curso de bue-
nos modales para ser aceptado en el club de las sonrisas, y

190
porque hay que seguir adelante sin llorar a los muertos, sin
siquiera enterrarlos.
Sin embargo, a pesar de los recelos, yo me había aficio-
nado al placer de subir al escenario con la certeza de que al
bajar encontraría una lisonja, o la mirada hambrienta de una
mujer que soñaba con mis palabras un destino imposible. Ni
bien el Petiso González decidió cambiar su oficio de malan-
dra para hacerse manager de Los Piojos, más por fidelidad al
Petiso que a los muchachos piojosos, me convertí otra vez en
el presentador oficial de una banda de rock.
Cuando aquel verano terminó, y regresamos a Buenos
Aires todavía salpicados por la plenitud de los sucesos vi-
vidos en la playa, traté de iniciar con Los Piojos una rela-
ción similar a la que había tenido con los Redonditos; pero
resultaba muy difícil. Los muchachos de Patricio Rey eran
fenotípicamente diferentes; siempre los comparé con mis
maestros españoles: bajo la apariencia de una conducta
normal, uno sospechaba que eran invasores, tipos que no
querían perder la forma humana sino más bien adquirirla.
Habían sido adiestrados por las vicisitudes de la larga calle
del misterio en cierta especie de demencia. Uno puede ser
leal con tipos jodidos pero dementes, nunca con empleados
bancarios del rock and roll.
Además Ciro no se drogaba ni emborrachaba, y en aque-
llos tiempos eso resultaba muy sospechoso. Yo no aguantaba
estar ni cinco minutos con alguien que no estuviera quími-
camente excedido con alguna sustancia. Por otra parte, la
música de Los Piojos nunca me fascinó, e incluso a medida
que fue evolucionando hasta convertirse en una de las ban-
das más exitosas del medio, su producción me pareció de una
obviedad expresiva irritante, aunque no exclusiva de Los Pio-
jos; era el síndrome de una involución generalizada del rock

191
nacional. No solo las bandas han involucionado, también lo
ha hecho el consumidor de cultura. Hace un par de décadas,
y hasta los años noventa, podías escuchar a una banda que
te sorprendiera con sus investigaciones insólitas, con algún
loco que metería la mano en la negrura del silencio para robar
un nuevo sonido estremecedor que te rompiera los candados
de la cordura. Pero hoy nadie quiere escuchar el sonido que
adviene de lo no escuchado; todos están complotados con el
pasado del sonido, con la reiteración tediosa de una emoción
sin misterios. No hay diferencia alguna entre rezar el Padre
Nuestro y repetir de memoria una canción.
Con Los Piojos hicimos una serie de recitales por la pro-
vincia de Buenos Aires, especialmente en Quilmes, donde gra-
cias al buen gusto del Petiso González me instalé en un motel
con todo pago durante casi un mes. Fue mi único premio.
Poco después, González decidió que Los Piojos no eran
un buen negocio, rompió el contrato que lo unía a la banda y
empezó a trabajar de manager de JAF. Me fui con JAF a Tren-
que Lauquen, llevando una cocaína que me había regalado el
Viejo Felman y que en realidad debía ser detergente en polvo,
porque casi nos provocó la muerte. Y los paisanos de Trenque
Lauquen por poco me matan cuando les quise vender el polvo
fatal: tuve que devolver el dinero y salir huyendo de la ciudad.
Hace muchos años que no veo al Petiso González, pero
me comentan que no hay mañana que, al despertar, no se
maldiga por cancelar sin costos el contrato a Los Piojos que
hoy son millonarios.

192
El gol

Su apellido era Felman; rosarino, kinesiólogo de profesión,


lector apasionado de Cerdos & Peces, estaba enojadísimo por
una entrevista realizada a un sociólogo yanqui llamado Steve
Rivas, invitado al encuentro de filósofos y pensadores deno-
minado Grupo de Investigación de Ideologías Alternativas
organizado por el FPD (Frente de Pensamiento Disidente). En
esa entrevista, el yanqui reveló algunos vectores para la com-
prensión de esa causa perdida que es Occidente, y el espacio
otorgado a Papá Norteamérica enfureció a Felman.
La carta que mandó era inteligente, así que se lo invitó
a visitar la redacción. Era muy común convocar a todo tipo
de patanes y poetas, sujetos que decían ser periodistas o ase-
sinos, prostitutas que querían organizar gremios, tipos que
habían encontrado un montón de huesos humanos en el jar-
dín de su casa, locos escapados del manicomio que asegura-
ban tener una radio en el cerebro o presos recién salidos del
matadero de almas, y afortunadamente también iban doce-
nas de muchachitas que casi siempre terminaban acostándo-
se en el baño de la revista.
Felman era un hombre de casi dos metros y unos sesenta
y cinco años muy bien conservados. Y con una voz inolvidable,

193
aguardentosa, de locutor de radio reventado. Llegó a la redac-
ción de Corrientes y Uriburu y puso una bolsa de diez gramos
sobre el caballete donde yo apoyaba mi máquina de escribir.
Ese día se le explicó que Steve Rivas no existía; que la re-
vista había iniciado una etapa de periodismo ficción, donde
se irían inventando personajes alucinantes que expresaran lo
que había que decir sobre el mundo, en lugar de entrevistar a
psicoanalistas y analistas políticos, o críticos de arte y exper-
tos en todo tipo de sandeces que nos obligaban a arrastrarnos
penosamente entre las carreteras del calendario. Se le explicó
que tampoco existían esos «encuentros alternativos», y que
inventarlos era perfectamente posible porque la cultura en
Buenos Aires era tan frívola que a cada rato se hacían jorna-
das de Vaticinadores de La Nada, Saltimbanquis del Tercer
Mundo o Frecuentadores del Paroxismo; de modo que difí-
cilmente alguien se molestaría en averiguar si determinado
congreso existía o no.
Cerdos & Peces iniciaba un viaje sin retorno hacia la in-
vención de la realidad, superando el avejentado formato del
periodismo objetivo —esa antigualla consagrada— para es-
cribir guiones de ciencia ficción sobre los acontecimientos
de mierda de la vida cotidiana de la ciudad, para tocar una
música en la que lo principal no era la melodía central sino
el sonido de los tan tan de los cuerpos danzando sobre el
aburrimiento.
Felman quedó fascinado con la idea, y a su vez los inte-
grantes del staff quedaron fascinados con su estampa.
A partir de ese momento, el rosarino comenzó a viajar
en mi órbita. Yo acababa de alquilar un departamento en la
calle Sáenz Peña, frente al Departamento Central de Poli-
cía, en un sexto piso que enfrentaba directamente al tercero
de los canas, donde, según creo recordar, funcionaban las

194
oficinas y celdas de Robos y Hurtos. Los muchachos de RH
suelen ser los peores representantes de la especie humana;
tipos violentos y a menudo cagones, dispuestos a matarte
con toda frialdad y a torturarte impiadosamente. Yo ya no
robaba, de modo que creía no tener riesgos. Mi problema
era que compraba cocaína, y para poder consumirla tam-
bién la revendía, obteniendo una ganancia suficiente como
para tenerla gratis y tomar además mensualmente un par de
docenas de botellas de champagne y whisky. Había decidi-
do correr ese riesgo siguiendo la teoría expuesta por Edgar
Allan Poe en su cuento «La carta robada». Si el mejor lugar
para esconder un libro es una biblioteca, vender cocaína en
las fauces del represor otorga un manto de invisibilidad. Los
polis nunca molestan a los vecinos, y jamás imaginarían que
ese tipo con cara de sándwich de salame y queso que los sa-
ludaba todas las noches estaba traficando. Así que en aquel
bulo se vendía, se tomaba y se enfiestaba mucha gente, sin
que nunca se produjese un inconveniente.
El rosarino comenzó a viajar hacia mi vida, introdu-
ciéndose en mi intimidad. Era bastante frecuente que los
desconocidos entraran en tropel a mi vida. En mi fuero ínti-
mo detestaba la intimidad; mis casas siempre habían sido un
bar abierto a toda clase de excesos y parroquianos, no siem-
pre con resultados positivos para el bar, para el dueño del bar
y menos aún para los parroquianos.
Felman se fue quedando, rinconeando, apelando a la
calidez sugestiva de su voz, al afecto instantáneo que provo-
caba su presencia, como los perros vagos a los que les tirás
unas migas y simulando masticarlas se van quedando enre-
dados entre tus piernas. Si yo iba a Ramos Mejía a visitar a mi
amigo el Indio Solari para pasar una tempestuosa noche de
conversas aspirando cierta belleza, Felman, con su enorme

195
cuerpo de niño bueno, me acompañaba prometiendo volver-
se al llegar a la estación de trenes, aunque solo lo hacía ante
las puertas de la casa del cantante de Los Redonditos. Días
después, con total desparpajo, le tocaba el timbre al Indio
diciéndole que llegaba con un mensaje mío, y le vendía sus
cócteles. Porque Felman vendía marihuana y cocaína. Aun-
que no siempre lo que te daba eran precisamente marihuana
o cocaína, sino atroces émulos que él combinaba como un
aprendiz de alquimista. Se alojaba en el Hotel Presidente en
una lujosa suite, y allí programaba sus estafas.
Su método era muy similar al del sistema postal de en-
viar cien cartas y enganchar una red de clientes: Felman co-
nocía gente para conocer a los amigos de esa gente, y luego a
los amigos de esos amigos de esa gente, y en algún momento
del complejo sistema progresivo pegaba el manotazo.
Cuando le presentaron al Borracho y a Dany, a quienes
todos conocían como el Dúo Galope, y que eran conocidos
peronistas, Felman prometió conseguirles un par de kilos
de buen fumo paraguayo. Días después se tomó el colectivo
hasta Florencio Varela, y llegó al comité de los pesados peron-
chos con un paquete de faso bien oloroso. Según la balanza
del Borracho, pesaba como un kilo; lo lamentable era que es-
taba relleno con dos docenas de balas de fusil. Los peronchos
no lo mataron porque no podían creer que un tipo con esa
cara de pelotudo tipo Antonio Carrizo fuera un trucho.
Felman desapareció durante un par de años, hasta que
el dealer César murió.
Murió fulminado por un rayo invisible dentro de su pro-
pio cerebro mientras hablaba por teléfono con Ron Dumbo.
Una chispa traicionó sus planes y ambiciones, y dejó junto a
su cuerpo inerte a una amante hermosa y el destino de sus
dos hijos adolescentes.

196
Fue uno de los mejores y más simpáticos proveedores
que conocieron los drogones de Cerdos & Peces. Los dealers de
cocaína de las décadas del ochenta y noventa estaban divi-
didos claramente en dos razas. Entre los drogones muy lo-
cos de clase media que habían descubierto el negocio y no
tenían antecedentes en el delito, algunos dejaban de aspirar y
se hacían ricos, y otros, la gran mayoría, entraban en la locu-
ra maniacodepresiva que significa vender y drogarse. La se-
gunda raza estaba conformada por los dealers que venían de
la villa y sus alrededores, los que habían delinquido en otros
rubros y repentinamente descubrían que el tráfico de drogas,
a pesar de estar fuertemente penalizado, ofrecía vericuetos
legales para atrincherarse, y, por sobre todo, que la policía de
Toxicomanía era, con respecto a la de Robos y Hurtos, como
un grupo de ballet comparado con la Gestapo. Toxicomanía
puede apretarte y hasta darte un par de combos; muestran
pistolas y te asustan, pero rara vez matan a alguien; y lo más
importante: están dispuestos a negociar. En cambio, Robos y
Hurtos es la gerencia de la muerte.
Y César también fue uno de los primeros tipos del bajo
fondo que comprendió que el verdadero negocio era conec-
tarse con artistas, periodistas, abogados, empresarios, roc-
keros y demás diletantes. Su muerte significó un verdadero
dolor para sus clientes (Cerdos & Peces le rindió un homenaje
en sus páginas), y dejó un hueco difícil de llenar. El adicto
se aficiona tanto a la sustancia como al tipo que la trae, a la
puntualidad o el retraso, a los horarios del dealer y al lugar de
encuentro. El dealer es fundacional en la adicción, y la deli-
cadeza o grosería de su alma importan tanto como la calidad
del producto. Para el buen consumidor es muy importante
la puntualidad y el escenario de la entrega. La perfección ab-
soluta de la entrega de merca se alcanzó recién a mediados

197
de los años noventa, con el teléfono celular: un tipo que anda
yirando por la ciudad, al que llamás al celular y viene hasta
donde estés, a cualquier hora y en cualquier circunstancia.
Felman no conocía a César, pero estuvo deambulando
entre todas las conversas fúnebres hasta averiguar la direc-
ción del extinto dealer. Entonces compró un par de pollos,
unas cajas de ravioles, queso rayado y unas botellas de vino
tinto y enfiló hacia Villa Urquiza.
Gato y El Tolo, los hijos de César, todavía eran menores
de edad. César incluso había utilizado a Gato, de dieciséis
años, para zafar de una causa. Gato ocupó su lugar en la cár-
cel, sabiendo que los abogados lo sacarían en un par de sema-
nas. El estilo de César, como el de los árabes, era torpedear a
los niños con la responsabilidad de la supervivencia.
Cuando Felman golpeó la puerta de la casa, los mucha-
chos estaban atravesando un mal momento. Felman se pre-
sentó y desplegó sus manjares. Después de comer, se queda-
ron mirando por la tele un partido de River, y él se quedó en
la casa. Adoptó a los chicos y los administró como dealers.
Como padre sustituto, había muchas ventajas a favor
de Felman. Mientras que César, siguiendo el código lumpen,
había formado a los muchachos en el rigor, Felman les hizo
vivir «la buena vida». César los había adiestrado como nego-
ciantes de la coca; Felman les permitió sacudirse de encima
todas las fantasías adolescentes y cumplirlas.
Pero lo más importante fue que, a diferencia de César,
que había sido hincha de Independiente, al igual que Gato y
El Tolo, Felman era fanático de River. Aquel campeonato llegó
a su culminación en una final entre River Plate y Vélez Sars-
field. En la anteúltima fecha, River se jugaba toda su chance
en la cancha de Racing contra la Academia. Si ganaba, prác-
ticamente era campeón.

198
Gato y El Tolo estaban preocupados por la salud de Fel-
man, que sufría de grave taquicardia por sus excesos con la
cocaína. Habían acordado que solo tomarían los fines de se-
mana, pero en los días de partido se liquidaban una bolsa.
Ese domingo sacaron las entradas, almorzaron en el restau-
rante que está en la calle Vieytes junto al puente Avellaneda y
enfilaron para el estadio.
Muchas veces intenté imaginar la mejor de las muertes
—si es que tal cosa existe—, considerando sobre todo que el
hospital es uno de los peores aeropuertos para partir hacia la
nada. En la década de los setenta, mi época hippie, imagina-
ba la mejor de las partidas rodeado de amigos y consumien-
do una sopa de ácidos, despidiéndome entre besos y abrazos.
Y El Tanga, uno de los más maravillosos pistoleros que cono-
cí, me regaló una de las mejores imágenes: «Morir corriendo
hacia una bala pero tratando de esquivarla».
Creo que Felman tuvo esa tarde, según testimonios de
Gato y El Tolo, una de las mejores despedidas de este mundo.
Promediando el primer tiempo, River hizo un gol, y Fel-
man se levantó como un resorte a festejarlo. Porque un gol
no es solamente un gol, y cuando es un gol de tu equipo es
también una puteada contra la mala leche de la propia vida;
y un gol de campeonato es la cima de la venganza. En aquel
grito, Felman se esfumó en la nada. Jamás llegó a saber que
Racing empató, y que ese año Vélez Sarsfield fue el campeón.
Sumergido en la espuma de alegría imaginaria de aquel mal-
dito gol que lo mató como un balazo de fusil, murió creyendo
que el campeón era River.

199
El club de los negocios turbios

Los simuladores

Te ponés un blazer rojo, una gorrita deportiva y, con cierta


indolencia, jugás con el encordado de una raqueta de tenis,
si es posible enfundada en su estuche. Ya estás listo para salir
con tu disfraz a la calle. Sea cual fuere tu plan, asaltar un ban-
co o violar a un anciano, cada transeúnte y cada policía creerá
que sos un adicto a la pelotita. Si querés probar mi teoría,
viajá en subte con una campera negra y una guitarra entre las
piernas (mejor con estuche), y con cara de estar pensando en
las Variaciones Goldberg empezá a rasgar distraídamente las
cuerdas imaginarias... El enjambre de ojos que te rodea solo
verá a un inofensivo rockero en ruta hacia su ensayo.
La gente mira pero no ve. No sé si conocés la diferencia,
pero un jugador de póquer la conoce. Y un pintor talentoso
también; cuando mira un árbol, ve una batahola de líneas y
colores que nada tiene que ver con ese árbol instalado en la
tarjeta postal que es la realidad de los ciegos que miran sin
ver. Hacé la siguiente prueba: empezá a mirar a tu alrede-
dor, y si lo que ves es un cenicero, una silla, el humo de un
cigarrillo, una mujer cruzando la calle o un niño tomando

201
la mamadera, es porque sos ciego. Solo ves palabras, lo que
ellas te dicen que existe. El pintor Jorge Pirozzi, uno de los
tipos más talentosos que he conocido, consiguió arrastrarme
hasta una de las grandes peceras que instaló en su casa para
que observara. Pasó un buen rato hasta que logré ver tan solo
unas manchas de color. Y él insistió en que tampoco era eso.
Hasta que por un instante, menos de la mitad de la mitad de
un instante, vi lo que era aquello, y nunca pude ponerlo en
palabras. Por eso existe la pintura, porque puede destruir el
mundo que las palabras laboriosamente construyen.

Desde que empecé a usar cocaína supe de inmediato


que el acto de consumirla se convertiría en un problema de
exposición social, especialmente cuando estás en la calle, en
un bar o en un concierto.
Soy un enemigo del recurso de ir al baño; me parece
fraudulento, y te obliga a repetir la parodia excretora una
y otra vez ante los mismos testigos. Actualmente, en cier-
tos bares nadie va al baño, así que es el mejor lugar para ser
avistado por los vigías sapos o por los interesados en que
les convides. Como un prestidigitador, me gusta hacerlo
públicamente, incluso delante de la persona con la que es-
toy hablando en la mesa, sin que ni esa persona, ni ninguna
otra, se percate de mi gesto. En eso soy un verdadero artis-
ta, y creo que se debe a ciertos recursos de observación que
aprendí con los extraterrestres de Madrid. Existe una estra-
tegia de gestos y movimientos que genera una niebla alrede-
dor de la propia intención, una desaparición de la presencia

202
que obliga al interlocutor a aferrarse a la percepción de sí
mismo, o a distraerse con el entorno. Así que apostaba a que
podía meterme los polvos en la nariz frente al jefe de Toxi-
comanía sin que el tipo se diera cuenta, y hoy te apuesto el
doble a que lo consigo. Con el paso del tiempo, disgustado
con el mundo o quizá conmigo mismo, comencé a mostrar
mi gesto y hacer público mi consumo. Fue un ademán noble
pero soberbio: «Me importa un carajo. Llevame preso, hijo
de puta —decía mi actitud—. Contale a tus amigos que soy
un adicto».
Pero lo importante fue aplicar esos conocimientos elusi-
vos cuando fundamos nuestra humilde compañía de insigni-
ficantes estafas, pequeños robos y otras apropiaciones de ca-
pital ajeno. Quizás estén de acuerdo conmigo en que el único
delito que existe es la propiedad privada, y que por lo tanto,
aunque legalmente ilícito, es éticamente lícito avasallarla.

Por más espectacular que fuera el éxito de mis partici-


paciones en los recitales de rock, donde yo era para algunos
una especie de William Burroughs o de Bukowski, nunca re-
caudaba más que pocas monedas para amanecer con cierta
dignidad. Y pese al impacto editorial de la revista, la plata
siempre era de otros y la pobreza se cernía a diario como la
sombra de un buitre acechando el menor despilfarro. Si hay
un grave error en el consumo de cocaína es su enorme costo.
En cierta ocasión comparábamos el valor de cada gramo con-
sumido (aproximadamente veinte dólares en aquella época)
con el equivalente al de un gramo de oro. Si esa comparación

203
no fue errónea, mi nariz consumió en todos estos años apro-
ximadamente siete kilos de ese metal precioso.
La idea surgió cuando fui contratado como experto en
drogas por Fernando Ayala para su film Sobredosis. Para «ins-
truirlo en el mundo de las drogas» lo llevaba a los boliches de
rock, le mostraba los camarines, le aconsejaba que contrata-
ra a Los Violadores para musicalizar las escenas rockeras y le
presentaba a mis amigos reventados a los que les pedía que
cuando hablaran con él exageraran, que imitaran un poco a
los drogones de las películas yanquis porque era eso lo que
Ayala buscaba.
En sus estudios cinematográficos también se filmaban
escenas con extras argentinos para películas yanquis, así
que me alucinaba drogarme en el bar acompañado de sol-
dados romanos y espectaculares esclavas culonas. Durante
la filmación tuve que hacer cosas de lo peor: enseñarles a los
actores a armar un porro, a inyectarse las venas, a abrir el
papel de la merca y a aspirarla haciendo los gestos típicos de
un drogón. Lo terrible del asunto es que técnicos y actores
asistían a esos cursos con una actitud seria y concentrada,
como si verdaderamente estuvieran aprendiendo el len-
guaje de un mundo desconocido, mientras que a la noche,
en algunas habitaciones del hotel de Villa Gesell donde se
filmaron muchas escenas, se desternillaban de risa imitán-
dome mientras jalábamos una exquisita merca proveniente
del Perú.
La película fue un engendro bastardo. Nadie muere de
sobredosis de cocaína. Yo no conozco a ninguno. Dejando de
lado, por supuesto, al club de los pinchetos, donde el peligro
es habitual. La muerte por sobredosis es parte de esas cam-
pañas que parecen diseñadas por los propios carteles de la
droga. La cocaína, a diferencia de la heroína, no mata a nadie,

204
o lo va haciendo muy lentamente, como la vida. Ayala y su
guionista querían un estereotipo, y yo les di lo que querían.

Poco tiempo después del estreno de Sobredosis, se pro-


dujo un escándalo internacional al trascender que una agen-
cia laboral que funcionaba cerca del Congreso contrataba a
chicas para supuestos trabajos actorales en el extranjero, y
que en realidad eran mandadas como prostitutas a Turquía.
El asunto nunca quedó completamente esclarecido, pero Fer-
nando Ayala me volvió a llamar para presentarme a un direc-
tor cuyo nombre ni siquiera recuerdo. Era un tipo concheto,
que hacía películas clase zeta para el mercado hispano, y que-
ría filmar una basada en esos casos.
Necesitaban una prostituta que hubiese trabajado en
esos siniestros lupanares, y como yo era un periodista expe-
rimentado capaz de conseguir ese tipo de testimonios como
quien entra a un supermercado y elige mantecol, se com-
prometieron a pagarme una importante suma de dinero por
conseguir a aquella mujer. Otra suma similar se le pagaría a
la prostituta, y el propio Ayala fue el garante de aquel contra-
to de palabra.
Conseguí a la prostituta esa misma noche. Se llama-
ba Beatriz y era una gran amiga a la antigua, es decir, no se
acostaba conmigo, sino que nos contábamos sin pudor to-
das nuestras insatisfacciones, y soñábamos juntos un futuro
que no llegó. Beatriz no era puta sino estudiante de teatro.
Le propuse que compusiera el papel, y cuando le mencioné
la cantidad de dinero que le pagarían, aceptó el trabajo sin

205
vacilar. Fuimos a una biblioteca y fotocopiamos el escaso ma-
terial que encontramos sobre geografía, historia, religión,
costumbres, tipos de comidas y bebidas y hasta arquitectura
turcas para inventar con cierta coherencia el edificio donde
supuestamente había estado encerrada. Como estudiantes
a punto de dar examen, repetíamos de memoria esos datos
hasta incorporarlos. Beatriz tuvo que aprenderse además una
veintena de frases turcas, que necesariamente debería haber
asimilado de tanto escucharlas en el burdel. Aduciendo mo-
tivos de seguridad personal, redactamos un contrato donde
quedaba asentado que las grabaciones no serían utilizadas
periodísticamente, ni para ningún otro fin que no fuese la
elaboración del guion.
Dos semanas después, Beatriz se presentó en los es-
tudios. La prostituta que compuso era tan linda, sensual,
dulce e inteligente, que el director no solo quedó magneti-
zado. Ni siquiera se preocupó por constatar la verosimilitud
de los datos, ya que su único objetivo desde aquel día fue
cogerla.
A pesar de mis advertencias y consejos sobre cómo sa-
lir del apuro en caso de ser acosada sexualmente, cuando el
sujeto le ofreció una suma de dinero (creo que doscientos dó-
lares) para que se acostara con él, Beatriz, demasiado iden-
tificada con su rol de prostituta, accedió a la encamada. La
confidencia de Beatriz me quitó buena parte del placer de la
estafa. Curiosamente para ella, que no era una mujer fácil de
llevar a la cama, la experiencia no fue traumática ni mucho
menos; lo tomó como parte de su trabajo.
De modo que a partir de aquel éxito comercial nos
dedicamos a buscar clientes para teatralizar sus deseos. Si
un pajero drogón y millonario buscaba una dosis de burun-
danga, la poderosa droga hipnótica de origen colombiano,

206
porque había leído en una nota periodística que era capaz
de hipnotizar a una mujer y convertirla en esclava sexual du-
rante cuarenta y ocho horas sin que luego recordara nada,
por quinientos dólares le ofrecíamos una dosis de un polvo
marrón, seco e inmundo, muy parecido a la bosta de caballo,
y para convencerlo lo llevábamos al departamento de Beatriz.
Mi amiga, vestida de esclava dark, con un enterizo apreta-
do que dejaba al descubierto sus orificios y sus tetas, fingía
estar en estado de hipnosis. El novio de Beatriz, otro actor
descarado y sinvergüenza, hacía el papel del que utilizaba la
droga, y en cuanto llegaba nuestro cliente le daba a Beatriz
unas cuantas órdenes insensatas («Hoy quiero que me lamas
el culo después de cagar») y se la llevaba al cuarto. El clien-
te compraba un par de aquellos polvos repugnantes y se iba
contento.

El mejor trabajo fue una estafa periodística realizada en


1986. Debido a la pequeña fama obtenida en El Porteño, Blo-
tta, el director de las revistas Satiricón y Eroticón compró mi
pase, y durante algunos meses me desempeñé en esa sinies-
tra editorial, donde, al estilo yanqui, los periodistas y creati-
vos son empleados de tiempo completo, marcando tarjeta y
obligados a diario a demostrar su eficiencia.
Al principio, logré que Blotta me permitiera esconder
mi botella de ginebra en el escritorio, y además lo convencí
de que no iba al bar de la esquina para joder sino para inspi-
rarme. Hasta que dejó de soportarme y amenazó con despe-
dirme. Como mi ética personal me impide asumir el rol de

207
empleado, renuncié sin cobrar indemnización. En el diario
Sur, unos años después, adopté la misma actitud.
Pero gracias a un conocido periodista de Satiricón, me
enteré de que estaba por llegar un equipo de la televisión ho-
landesa con la misión de entrevistar a algún torturador que
hubiese cumplido su tarea en algún reconocido chupadero.
Era la época del destape de la perversidad demencial ejercida
por los militares contra los detenidos en los chupaderos, así
que buena parte de los medios estaba detrás de la carroña de
los torturadores.
Lo más interesante era que los holandas estaban dis-
puestos a pagar dos mil dólares a quien consiguiera la en-
trevista y otros ocho mil al torturador que aceptara una fil-
mación de una hora, interrogado por un periodista holan-
dés, un intérprete, y la presencia de mi contacto en Satiricón
como garantía de seriedad. La revista El Porteño, donde yo ya
no trabajaba, ofreció sus oficinas para que la entrevista se
hiciera allí.
«Cortále el pelo al ras a un tipo con cara de loco —me
dije—, ponéle un traje gris o negro, un bulto sospechoso
bajo el sobaco y tenés un torturador». Pero no elegí a un ac-
tor sino a Chupete, un malandra merquero que conocí en
Quilmes. Era inteligente pero perezoso, y no le entraba en la
cabeza la idea de que teníamos que estudiar juntos el guion,
desarrollar la escenografía del chupadero, inventar descrip-
ciones de captores y prisioneros, y, sobre todo, dos o tres his-
torias con color que son las más convincentes en cualquier
película o en cualquier estafa. Tuve que subir mi oferta para
que el poder luminoso de la cifra convirtiera a Chupete en un
universitario obsesivo preparándose para hacer su tesis.
Esta vez no iba a ser un trabajo colectivo, solamente es-
taríamos implicados el actor y el director. Chupete y yo.

208
En varias oportunidades discutí con algún amigo ínti-
mo la ética o falta de ética de aquella escenificación. En prin-
cipio, los holandas fueron durante gran parte de su historia
unos piratas depredadores y desalmados que se robaron todo
lo que encontraban a su paso para construir su coqueta e in-
dulgente sociedad actual. Robarle a un holandés es recuperar
parte de lo que ya te robó algún antepasado suyo. Y con res-
pecto a los derechos humanos, no hacíamos más que ayudar
a denunciar el siniestro operativo que los militares habían
diseñado. No mentimos en nada, porque armamos el guion
fusionando distintos artículos y declaraciones ya publicadas.
¿Qué diferencia había entre un torturador en serio y un actor
que lo representaba, cuando la intención no era mandarlo
preso sino hacer una nota para tranquilizar la conciencia de
los ciudadanos holandeses?
Llegó el día del debut. Con Chupete habíamos pasado la
noche despiertos, tomando moderadamente merca con la fi-
nalidad de que llegara medianamente sacado, paranoico, en
pleno mono. Y gracias al aporte de otro amigo entrañable de
Quilmes, a último momento, temerosos de la frágil memoria
de nuestro torturador, que repasaba continuamente los textos,
incorporamos un elemento escenográfico impactante: una
granada de mano. Una de esas latitas españolas cuya espoleta
se activa como si destaparas una cerveza. El otro quilmeño,
que era ladrón y también anarquista, la tenía guardada des-
de hacía años, y ni siquiera sabía si funcionaba. Con aquella
peligrosa latita en el medio, discutimos toda la noche sobre
la conveniencia de usarla o no. Al principio me parecía que
nos exponíamos a una exageración dramática, pero imagi-
né que si su sola presencia en la mesa me ponía nervioso, a
los holandas les produciría diarrea. Al amanecer, ensayamos
varias veces el momento en que Chupete la sacaría del bol-

209
sillo, la depositaría sobre el escritorio y diría: «Estoy jugado
al estar acá... La tengo para protegerme, me estoy jugando
la vida...».
Esa mañana, la redacción de El Porteño fue un hervidero.
Afortunadamente no integré el grupo que ingresó al
teatro de operaciones. Me mantuve en la retaguardia. Mi ta-
rea era acariciar el cheque al portador en el bar de la esquina
de la calle Sarmiento, frente al Teatro San Martín, sentado
como un rehén junto al holanda encargado de los pagos hasta
que dieran el visto bueno para cobrarlo.
Mi colega de Satiricón me contó después que el interro-
gatorio fue muy obvio y farragoso, empeorado por el páni-
co del traductor ante la presencia de aquella latita sobre la
mesa, muy cerca de la mano de Chupete, cuya actuación fue
bastante mediocre.
Una semana después, instalado en el mejor hotel de
Porto Seguro, en Brasil, todavía mantenía mis reservas so-
bre la posibilidad de que el embuste fuera descubierto. Pero
no fue así. El único que supo inmediatamente que se trataba
de un fraude fue mi colega. Pero entre perder mil dólares y
asumir una actitud ética, decidió extorsionarme. Le prometí
dos mil dólares más, pero por supuesto jamás se los pagué.
Nunca hay que dejarse chantajear.

El sorteo

A principios de 1988 supe de la existencia de otro grupo de


saqueadores, que trabajaba con una metodología mucho más
descarada que la nuestra. Se dedicaban a saquear redaccio-
nes, agencias de publicidad y editoriales. Creo que este gru-
po fue el responsable de un robo importante de dinero que el
Partido Comunista había aportado para la salida de la revista

210
que dirigía Vicente Zito Lima y en la que yo además trabaja-
ba. El robo se produjo durante el transcurso de una fiesta que
organizó la revista, y unas semanas después descubrí a sus
autores. Pero a pesar de mi cariño y respeto por Zito Lima, la
ética depredadora impide cualquier tipo de botoneada. Ade-
más, hoy me callo por vos y mañana mirás para otro lado por
mí. En cambio, en la sustracción de una importante suma
de dinero que desapareció de la carpa instalada en el Parque
Lezama cuando El Porteño y Cerdos & Peces apoyaron la candi-
datura de Augusto Comte para diputado, delito del que fue
inculpado Miguel Abuelo, el responsable fui yo, junto con dos
socios. En realidad, no perjudicamos la campaña; era una
suma sobrante, y el objetivo político se consiguió, así que ese
saqueo fue más bien un «tomo lo que me corresponde». No
estoy justificando mi actitud, estoy explicando que si no sa-
cabas por tus propios medios lo que te correspondía, ellos no
te lo iban a dar.
Volví a encontrar a nuestro grupo competidor en el dia-
rio Sur, en el año 1988. Yo había abandonado mi compañía de
estafas, y me dedicaba a revender droga en el bar que esta-
ba enfrente de la redacción. Era perfecto para mis transas, y
además conquistaba casi todas las semanas a alguna hermo-
sa princesa con la que compartíamos fragores eróticos en un
hotel de la Avenida de Mayo. Eduardo Luis Duhalde, director
del diario, quien recientemente fue nombrado secretario de
Derechos Humanos por el gobierno de Kirchner, sabía de
mis actividades, pero no las juzgaba mientras se realizaran
fuera de la redacción. Así que me liberó de cumplir horario
y marcar tarjeta. Duhalde, un sexópata exuberante en su in-
timidad, fue un auténtico caballero, y no tuvo nada que ver
con mi despido del diario cuando me acusaron de hacer apo-
logía de la drogadicción en una columna de opinión.

211
A todo esto, mis competidores habían organizado un
robo hormiga de teléfonos, máquinas de escribir y otros
elementos que iban sacando del diario para revenderlos.
En alguna ocasión intentaron robar la caja chica durante el
transcurso de una de esas aburridas y cotidianas reuniones
sindicales, pero el plan fracasó.
Fue el año del furor de mejicanear cocaína. Tenías que
tener un ojo siempre en la espalda y no hacer comentarios de
ningún tipo porque te caían encima sin ningún pudor para
saquearte tu cocaína. A un conocido fotógrafo que tenía su
estudio en la calle Rodríguez Peña, le cayeron unos amigos
míos disfrazados de policías.
La cocaína, al mismo tiempo que generaba cierto tipo
de lucidez cada vez más escasa, producía también una adic-
ción hedonista, de modo que el envilecimiento de nuestras
conductas se fue haciendo evidente.
Fui víctima de varias sustracciones, pero también trai-
cioné en Valdivia, Chile, a un socio español con el que ha-
bíamos planeado un sistema casi perfecto para mandar la
sustancia a Madrid y ganarnos de una vez por todas unos
buenos dólares. El procedimiento era muy complicado, y
mis estadías en Valdivia donde operaban los cocineros se
fueron volviendo demasiado largas y paranoicas, así que un
buen día me escapé con la mercadería y jamás rendí cuentas
a mi socio.
Habíamos formado un grupo de analistas que estudia-
ba el mejor sistema para contrabandear cocaína a Europa y
salir definitivamente de la pobreza. Así conocí a un escritor
que confeccionaba tableros de ajedrez para ocultar medio
kilo, y a un productor de rock que diseñó ejemplares de un
Martín Fierro en cuyas tapas podía introducirse una canti-
dad similar. Era una locura colectiva, porque se trataba de

212
personas famosas o incluso adineradas que, imantadas por
la marginalidad de la sustancia que consumían, jugaban el
rol de traficantes como si se tratara de un astuto partido de
ajedrez contra los controles. Otro conocido fotógrafo llevó a
Milán un cuarto de kilo, utilizando el siniestro mecanismo
de comerse las bolitas de merca empaquetadas en plástico
de guantes de cirujano.
Finalmente decidimos realizar una inversión conside-
rable y mandar a Madrid un kilo utilizando a un burro igno-
rante; es decir, a alguien que no sabía lo que estaba llevando.
Uno de mis socios ofreció a su tía. Fuimos a su casa a
estudiarla, y finalmente le dimos el visto bueno. La tía ardía
de deseos de viajar, era viuda y mantenía relaciones poco
cordiales con el resto de la familia, incluyendo a su sobrino
traidor. Este, acuciado por cierto sentimiento de culpa, se la
pasaba argumentando sobre la viabilidad del proyecto: es-
taba convencido de que nunca la atraparían, y de que si eso
llegaba a suceder, su inocencia resultaría tan palmaria que la
dejarían en libertad.
Así fue que una mañana la tía Eugenia, repentina y má-
gicamente, ganó un concurso telefónico de preguntas y res-
puestas, en el que su número fue supuestamente sorteado
entre otros miles de llamados. El premio consistía en un via-
je de una semana a Madrid, con todo pago, y además... una
hermosa valija en cuyo interior también viajarían convenien-
temente ocultos los mil gramos de la hermosa porquería que
en las calles de Madrid costaba casi cien mil dólares.
Nuestros contactos en España estaban avisados, y uno
de nosotros tenía que viajar en el mismo avión sin que la mu-
jer supiera de su existencia. Una vez sorteados los controles
aduaneros, doña Eugenia sería introducida en un taxi, su va-
lija cambiada y el negocio realizado.

213
Apenas dos días antes del viaje, nuestra organización
entró en crisis.
La maleta preparada especialmente no daba garantías
de seguridad. El reparto de las ganancias se había compli-
cado notablemente, no solo por los gastos requeridos, sino
también por la cantidad de participantes en el operativo. Y
nadie se ponía de acuerdo sobre cuánto le correspondía a
cada uno. El primero en retirar su pequeña parte en el ne-
gocio fui yo. No presioné en absoluto a mis compadres, y me
quedé con mis 100 gramos para consumir tranquilamente
sin el cuello de una señora en mi conciencia.
Finalmente, todos terminaron desistiendo. Las pérdi-
das fueron asimiladas por los que tenían una mejor posición
económica, y la merca revendida apenas si dio para que doña
Eugenia pudiera concretar su soñado viaje y todavía hoy re-
cuerde con delectación una maravillosa semana en España
que se ganó telefónicamente.

214
Fucking Rolling Stone

La última vez que vi a Iván Noble fue en la fiesta de lanza-


miento de la revista Rolling Stone, a fines de 1997, cuando él
aún era una estrella del rock y conductor de una banda po-
tente, Los Caballeros de la Quema, con la que también par-
ticipé en reiteradas ocasiones improvisando letras de can-
ciones y monologando, generalmente en oscuros sótanos o
en ruinosos pubs donde para conseguir un trago gratis había
que amenazar con suspender el recital o agarrarse a piñas
con el barman.
Al recordar las vicisitudes de aquella noche de fiesta no
me resulta sorprendente que en la actualidad Iván se haya
convertido en un nuevo habitante de esa siniestra comparsa
VIP constituida por actores, locutores, periodistas y músicos
que se premian y se felicitan entre ellos, se chupan sus pro-
pias pijas y conducen o animan programas que constituyen
un auténtico despliegue de perversa señalización de la mo-
ral pública. Todos los mundos soñados por los poetas y los
guerreros, las invenciones de los chamanes y los viajeros, se
someten a ese Mordor catódico. El último anillo de poder ha
sido encontrado por los orcos y ellos manipulan la mente del
mundo. Me avergüenza encontrar en la pantalla el rostro de

215
algunos amigos, sobre los que yo había proyectado mi propia
rebeldía, sometiéndose a las reglas infames de los enemigos
de siempre. Sin embargo, en Iván la previsibilidad de ese in-
greso tampoco lo condenaba espiritualmente.
No era un rocker al viejo estilo. Que no se drogara, cu-
riosamente, no lo perjudicaba. Por su porte, por el brillo ho-
nesto de su mirada, Iván era pura transparencia. Pero tam-
bién era aburrido que no se drogara. Además de a los ami-
gos, yo necesitaba para flotar en las caravanas (largos días
consumiendo cocaína sin dormir) de compañeros de viaje
con los que compartir búsquedas y hallazgos, repantigarse
en la serenidad y darse mutua protección ante el peligro. No
hay nada peor que viajar con un mal consumidor de los si-
guientes tipos:
a) Momia egipcia. Endurecimiento absoluto de la con-
ducta, contracturación de gestos y actitudes, mirada hundi-
da en sí misma como una daga, oscurecimiento de toda luz
interior.
b) Palabrófagos. Son como buitres masticando el cadá-
ver de una conversación, son capaces de contarte con lujo de
detalles cómo piensan decorar su casa, obligándote a reco-
rrer metro a metro su inmundo hogar imaginario. Quieren
contar historias que ya se las contaron tipos a los que se las
habían contado, guiones de películas, anécdotas del pasado
supuestamente compartidas con vos y que vos has olvidado
por completo.
c) Integrantes del Clan del Ropero o de la Secta de la
Mirilla. Los del ropero, como Daniel Aráoz, son capaces de
esconderse dentro de un lavarropas con un hacha en la mano
tal como solía hacerlo el hijo de la Gorda Lucy, el inefable
dueño de El Marquee. Los de la Mirilla se la pasan espiando y
escuchando porque la policía los persigue. Es el síndrome del

216
helicóptero del film Buenos muchachos de Scorsese. Los para-
noicos de la merca son insoportables.
Hay que viajar con tipos finos como Walter Sidotti con el
que en Mar del Plata, después del recital, salíamos a cazar se-
ñoritas y conversas. Lo quise mucho a Walter aun cuando a él
quizá le pareció excesiva mi pasión nocturna. En Rosario vivi-
mos una desopilante aventura en un prostíbulo donde yo me
hice pasar por el gurú de los Redonditos. Nos cagamos literal-
mente de risa mientras con unas enormes piedras estuvimos
a punto de destrozar el ventanal de la boite donde no dejaban
entrar a nuestras amigas las putas. Más tarde, disfracé a una
hermosa rosarina tratando de tornarla parecida a la Negra
Poli y conseguir llevármela a mi habitación. Esas noches en
Rosario fueron excepcionales. Encerrado en el departamen-
to de una adolescente increíblemente hermosa y a punto de
comérmela comencé a recibir amenazas de muerte por telé-
fono y llegué a conectar un cable eléctrico en el picaporte de la
puerta para asesinar al psicópata que me perseguía.
Walter era un auténtico caballero con las damas, era ele-
gante en su juego erótico y no se las trincaba bestialmente
como el Pelado de la Bersuit Vergarabat y sus adláteres que
en los camarines de la disco Cemento se han apoderado del
culo de pendejas vírgenes como si fueran lechones que car-
neaban sin esfuerzo antes de salir a tocar.
El mejor compañero de caravanas fue, por lejos, Willy
Crook, campeón mundial de los carretes, el hombre más her-
moso que he conocido, un muchacho con el que hemos com-
partido hogares y amores, desopilantes recorridas por Villa
Gesell y noches terribles en los barrios bajos de Buenos Ai-
res. Willy era un peleador callejero de primer nivel, capaz de
boxear con siete u ocho tipos, y que no se descuidaran porque
los ponía a todos.

217
Fue protagonista de peleas memorables defendiendo a
Miguel Abuelo, y antes de que lo internaran en el neuropsi-
quiátrico Borda casi destroza una comisaría.
Willy, una noche aciaga en la playa de Villa Gesell, liberó
a una muchacha que estaba siendo violada por dos bestias:
les partió los dientes a culatazos con su pistola, los obligó a
meterse desnudos en el mar y luego enterró sus ropas en la
arena para que tuvieran que volver a la ciudad destrozados y
desnudos.
Él era «Mi héroe del whisky» (canción que el Indio me
dedicó). La última vez que lo encontré en un camarín de La
Batuta, el único bar de rock que hay en Santiago de Chile,
me miró como si yo fuera un japonés desconocido y me sacó
cagando del camarín. Esa noche me destrozó el corazón, me
fui llorando a consolarme en los labios de una desconocida.
El violero de Los Piojos y luego de los Caballeros también
era un maravilloso salvaje noctámbulo. En nuestros derrapes
de la noche nos sentíamos tan hermanados y compenetra-
dos por el mutuo cariño que nos profesábamos que aquellas
horas compartidas eran el más fino champagne. Siempre
he amado a mis amigos y amigas con más creatividad y ex-
pectativa que a mis novias. El único escape que le queda a
ese laberinto de rutinas despiadadas que es el mundo de los
hogares, los trabajos y los planes son esos rodares nómades
entre colegas.
Así que esa noche en el lujoso loft donde se realizaba el
evento rollingstonesco, donde había buenas bebidas gratis y
mala cocaína cara, lo vi a Iván entre los famosos y me presentó
a Burgos y a Sorín, mis ídolos deportivos; el arquero y el me-
diocampista riverplatenses eran tipos que yo nunca iba a tener
oportunidad de conocer. Esa noche Gloria Guerrero me contó
del intento de violación que sufrió por parte del bastardo de

218
Pappo, el blusero. El ataque aconteció aprovechando la sole-
dad del bus en el que realizaban una gira. Gloria se defendió
y el maldito gusano le partió la cara a puñetazos. Esa rata
inmunda de Pappo ya violó a una gran amiga mía hace mu-
chos años. El único tipo que lo ponía en su lugar era siempre
Alejandro Medina, el bajista de los Manal. Alejandro es otro
tremendo peleador y en el baño del bar La Cueva le zampó un
mamporro que lo incrustó contra los inodoros.
Esa noche, ubicados con Vera Land en una mesa vecina
a la de los redactores de Los Inrrockuptibles, brindamos junto
con nuestros competidores por el fenecimiento de nuestros
proyectos. La Rolling Stone era la infantería de Bush desem-
barcando en las playas del under para masacrar a nuestras
revistas. Rolling Stone era la sepultura de la alternatividad.
Nunca se le puede ganar al enemigo. Siempre vuelve y se re-
plica y es más fuerte.
Esa noche me acerqué al escenario y le recordé a Cala-
maro, mientras estaba tocando, que él no era ningún rocker,
que era un colaborador insensato de aquella plaga que se
avecinaba.
—Calamaro, mentiroso... culo blando —le grité y le hice
el gesto del fucking.
Él, impecable, con una mueca oculta de dolor, contestó
simplemente:
—Aquí está Symns que tampoco sabe como tampoco sé
yo qué estamos haciendo todos aquí...
Me fui sin despedirme de nadie. Han pasado muchos
años de esa noche. Iván se casó con la hija de Palito Ortega,
Julieta, una joven actriz. Regresé a Buenos Aires y veo las rui-
nas de la batalla. Me acuerdo de una frase maravillosa que me
dijo un anarquista observando otras ruinas en Roma: «Todo
lo que la pasión construye, el conocimiento lo destruye».

219
Estofado de princesas

Si tenés una mujer estás en un


problema, pero si hacés el amor
con varias estás en el infierno.
CHARLES BUKOWSKI

Entró a la redacción apantallando su cuaderno de poemas y


canciones, y cuando me vio tropezó con un escritorio, pidió
disculpas y su rostro redondo se sonrojó. Habíamos compar-
tido siete u ocho años tras el escenario de un bar nocturno,
ella cantando blues y yo haciendo mis monólogos. Era una de
esas mujeres que si la veías una sola vez de cerca, su imagen
se te pegaba como una liendre a la piel de la memoria. Pero
nunca me hubiera atrevido a intentar un approach con ella.
Fui condenadamente tímido y pusilánime en mis relaciones
amorosas ocasionales.
Siempre supe que el verdadero viaje del enamoramiento
y el erotismo eran las aventuras circunstanciales, los encon-
tronazos sorpresivos e irremediables con mujeres desconoci-
das, los amores de un día, los combates nómades del deseo, los
aprendizajes desesperados a la luz de una única oportunidad.

221
Es cierto que mis novias y esposas habían sido siempre
mujeres atractivas, pero eran eso irremediablemente: mis
novias y esposas. El amor de pareja es la culminación triun-
fante de las estrategias de sometimiento por parte de la casta
sacerdotal que gobierna nuestras vidas desde que un mono,
al querer eructar, se sorprendió emitiendo una palabra. El
amor es el odio de los dioses, y la convivencia conyugal es la
digestión de la bestia.
Creo que aquella mañana, en la redacción de Cerdos &
Peces, debuté en esa magia eventual con Besos Flotadores.
La invité a tomar un trago en el antiguo León Paley de
Corrientes y Ecuador, y leí su cuaderno mientras la espiaba
por sobre los versos escritos prolijamente a máquina en unas
coquetas páginas amarillas.
Pocas veces puedo vislumbrar si un poema es bueno o
malo. Siempre relaciono la poesía con lo verbal, con un fo-
gonazo de palabras que se entrometen salvajemente en esa
conspiración malévola que son las conversaciones y las fra-
ses correctamente hilvanadas. Algo tan mágico y revelador
de la realidad no puede ser un género literario. Tiene que
ser más bien un milagro saneando esa enfermedad que es el
lenguaje, una excepción que imposibilita toda clasificación,
todo contacto con el invento de Gutenberg.
Sin embargo, cuando leo unos versos, sé valorar el
candor, el dibujo impreso de algún tipo de combate con las
cadenas asociativas y con el hedonismo narcisista. Y eso es-
taba inscripto en aquellos textos.
Mientras la espiaba, ella también me espiaba; mis co-
mentarios sobre sus poemas parecían importarle muy poco.
Tenía el cabello corto, enormes ojos verdes y una boca que
parecía una muchacha independiente de ella. Su boca era
una estudiante de teatro ensayando todo el tiempo gestos

222
provocativos, y cuando sonreía parecía estar besando a un
ser imaginario oculto en el aire. Me encantaban sus titubeos,
su andar a la deriva en la conversación, y, sobre todo, el fondo
sin armas de su mirada.
Y así fue que cuando salimos del bar, de vuelta a la re-
dacción, aquella niña me susurró con una voz ronca y que-
brada por la emoción: «¿Puedo darte un beso antes de llegar
a la esquina?».
Caminé con taquicardia aquella calle que desembocaba
en Lavalle, y poco antes de llegar a la esquina ella me dio un
beso como yo no recordaba haber recibido nunca. Me hizo
flotar en el aire, y todo su rubor impregnó mis mejillas como
un carbón encendido. Luego mi cenicienta desapareció co-
rriendo por la calle Corrientes.
Una semana después me estaba esperando bajo la llo-
vizna, a la entrada de la galería ubicada justo al lado de las
escalinatas de la redacción. Sin decir palabra, me fue em-
pujando hacia el fondo de la galería, donde había un recodo
oscuro detrás de un kiosco. Ese gesto me encantó: había es-
tado estudiando el terreno para el secuestro. Y otra vez me
atrapó la boca con un beso suave y salvaje. En el erotismo
no hay nada —ninguna pirueta, ninguna práctica— que se
pueda comparar con uno de esos besos. El beso de las bocas
es la acción donde se hace más evidente la existencia de algo
parecido al alma de otro ser rozando tenuemente tu piel.
Dos días después, Besos Flotadores, sentada recatada-
mente en el sillón de mi departamento de la calle Castelli, me
contó un sueño muy confuso que tuvo antes de venir a visi-
tarme la primera vez.
Estaba paseando por un bosque en una época medie-
val, o dibujada sobre la postal de los cuentos de Perrault o
los hermanos Grimm. Ella era ella misma y también era otra.

223
Repentinamente fue interpelada e hipnotizada por un vie-
jo mago que con sus conjuros le ordenó entregarle su boca
para satisfacer sus impulsos sexuales. El Mago necesitaba de
aquellas descargas para hacer sus encantamientos, y además
le ordenó que gozara sin límites de aquellas tragadas (Besos
Flotadores me contó el sueño de manera más delicada que
como lo estoy haciendo ahora).
Nunca había recibido una oferta de sexo oral tan bella-
mente expresada, y esa misma tarde decidimos que la profe-
cía de su sueño se cumpliera. Muchas mujeres me comieron
el pene de diversas maneras igualmente maravillosas, y po-
dría escribir un catálogo de estilos sorprendentes, adictivos,
perversos y creativos. Pero el de Besos Flotadores era único.
Me chupaba como si con ello se nos fuera la vida.
No le importaba el estado en el que se encontraba mi
aparato genital debido a las incursiones en la cocaína. Como
todos los consumidores saben, la cocaína produce efectos de-
vastadores sobre la sexualidad de las personas, sobre todo en el
pene. A menudo cuesta mucho inflamarlo y erguirlo y en otros
casos conseguir la eyaculación resulta una tarea imposible.
Besos Flotadores quebraba todos aquellos conjuros quí-
micos, y no se amedrentaba ante ninguna flaccidez o demo-
ra. Se lo introducía completamente en la boca, sin importarle
la turgencia, y no volvía a abrirla hasta que la última gota de
semen hubiera llegado a su estómago. Durante algunas se-
manas fue nuestra única práctica, además de besarnos apa-
sionadamente en la boca. Ella no se dejó chupar hasta no es-
tar completamente rendida a mis pies.
Su boca era mi droga. Tan intenso era mi deseo que a
veces, reunidos con otros redactores en el bar Leo prepa-
rando el sumario de la revista, empezaba a hacerle señas
desesperadas. Besos Flotadores, respirando agitadamente,

224
se levantaba, y nos escapábamos a alguno de los escondites
que teníamos en la zona.

En esos días apareció Rebeca, que había ganado el con-


curso erótico organizado por la revista, cuyo premio consistía
en la publicación de su texto y en una cena con las «estrellas»
de la redacción. Tenía dieciséis años y era un montoncito de
carne exquisita, además de una eficaz escritora. También era
una niña fascinante y soñadora, de la que traté por todos los
medios de no enamorarme. En cuanto conseguí apartarla de
la mano de su novio, la llevé a mi departamento, y empeza-
mos a charlar tomando cocaína.
Confieso que nunca tuve la voluntad definida de sedu-
cir a Rebeca. Pero como era incapaz de recibir un «no» como
respuesta a alguna demanda, exponía muy levemente mis
deseos.
Por esa época había empezado a comprender un extra-
ño fenómeno erótico que muchos expertos navegantes de la
coca sabrán reconocer. Además del poco o mucho atractivo
personal y de la seducción que ejercía sobre ciertas mujeres
la leyenda que (sin proponérmelo al principio, asumiendo
el riesgo posteriormente) rodeaba mi figura, la cocaína que
consumía producía un extraño magnetismo inductor de con-
ductas eróticas en las mujeres que se me acercaban. Una vie-
ja máxima egipcia dice que no hay que escapar ni perseguir
al caballo del deseo, solo hay que cabalgarlo. La ingestión de
cocaína me producía, entre otros efectos, un desapego abso-
luto de mis deseos, aspiraciones y tendencias.

225
Mientras los demás hombres concurrían a los bares
nocturnos y discotecas para conseguir una mujer y exponían
aparatosamente y sin dignidad sus deseos, yo entraba a esos
sitios verdaderamente extraviado, me depositaba sobre la
barra como si todo aquello fuera un sueño y me dejaba sedu-
cir por los sucesos que se aproximaban.
Esa noche, en mi casa, Rebeca, quebrando su destino
estipulado (el novio que la esperaba ansioso en alguna parte
para casarse con ella unos meses después e inundarla de hi-
jos el resto de su vida), se quedó conmigo, y también las dos
noches siguientes.
Debido a una atávica obsesión, docenas de mujeres a lo
largo de mi vida me han contado minuciosamente sus expe-
riencias sexuales más íntimas. Gracias a aquella inclinación
confesional que despertaba en las mujeres, siempre corría el
riesgo de convertirme en «el mejor amigo» de una chica y, por
tanto, jamás gozar de sus fragancias y temblores. Soy una es-
pecie de arduo lesbiano que desea a las mujeres casi como si
yo mismo fuera una mujer.
Durante el transcurso de esas noches, Rebeca me con-
tó una y otra vez, con increíble minuciosidad, los detalles de
las violaciones a las que había sido sometida por un tío suyo
durante la pubertad. Como me sucedía todas las veces con
la narración de aquellas apropiaciones traumatizantes que
significan siempre las violaciones, el relato me espantaba y
me excitaba al mismo tiempo, despertando un combate épi-
co entre mi moral y mis impulsos repudiables espejados en
aquellos hombres fantasmales y ausentes.
Así que, influido por aquella indecisión, me dediqué
durante aquel fin de semana a comerme el coño pequeño y
virginal de aquella niña, una y otra vez, atrapando su tajito
en un beso eterno que duró dos o tres noches mientras ella

226
continuaba relatando exhaustivamente las humillaciones y
depredaciones a las que había sido sometida.

A partir de Rebeca y casi sin percatarme de la trans-


ferencia del contenido erótico, empecé a degustar aquellos
besos sobre la intimidad de una mujer con mucho más ape-
tito y goce que esa obsesiva y mendiga adicción en que se
había convertido mi necesidad de ser chupado.
Según una encuesta que he realizado en todos los países
y ciudades del mundo que visité, la verdad desnuda es que a
la mayoría de los hombres lo que les gusta es que se la chupen
y que lo que más les gusta, si es posible, es que se lo traguen.
Te lo cuenta el jefe de una gavilla de violadores en San Pablo:
«O cherife se come a boca da mulher, el lugarteniente face a
bunda (el trasero) y la tropa ranga el coelho (la vagina)». Lo
dicen las encuestas realizadas por el doctor Serrano Vincens
entre estudiantes madrileños y también te lo cuentan las
prostitutas de Las Condes en Santiago de Chile o lo confir-
man las charlas con todos los amigos y amigos de los amigos
que he tenido en cualquier parte.
Así que ante tal conocimiento, sin dejar de realizar la
práctica, fue inevitable cuestionarme el vicio. Sobre todo la
actitud de inacción y entrega en la que se ubica la succión
más que las consideraciones del pudor y la repugnancia que
rondan desgraciadamente esa actividad. Es una pasividad en
la que la mujer habitualmente no queda implicada pasional-
mente en el evento, se transforma en una especie de sacerdo-
tisa que manipula a su arbitrio la virilidad del macho.

227
Aquella versión pasiva que yo tenía de la fellatio me la
quebró algunos meses después Claudia Nurdes, el último
amor de mi vida, una morocha bocona fugada de una alu-
cinación sexual, dulce y frágil como una niña pero potente-
mente imaginativa, una de las pocas mujeres de las que he
estado activamente enamorado y a las que al mismo tiempo
he deseado desesperadamente.
A poco de transcurrir nuestro amantazgo, un día se abu-
rrió de mis pérfidos titubeos cada vez que nos encontrábamos.
Es que era inevitable que no importara si en un bar, en
su casa o en una plaza, si bailando, conversando o trabajando,
a los dos o tres minutos de saludarla yo me deshiciera de ganas
como un árabe libidinoso por meterme en su boca. Era una ac-
titud miserable de mi parte y encima, tras el consumo excesivo
de cocaína, se transformaba en un subtexto pegajoso e inelu-
dible de nuestra relación, restándole creatividad y fluidez. Fue
una de las tantas mujeres a las que nunca poseí por la concha.
Claudia Nurdes, un día, en casa de Daniel Riga, me
arrastró a una oscura alacena que había en la cocina, se arro-
dilló entre mis piernas y me dijo:
—No quiero chupártela, te doy mi boca, pero cogémela.
Usame la boca como si fuera la concha, por dios...
Y así fue como me monté sobre su cara y me la cogí.
Claudia me enseñó distintas posturas. Ella arrodillada,
con su cabeza apretada contra una pared, y yo de pie mo-
viéndome acompasadamente hasta hundirme del todo en su
cara. Acostada en una cama mientras yo sentaba mi culo en-
tre sus tetas tratando de alcanzar el fondo de su garganta. O
ella encima mío, yo atrapando con violencia sus cabellos con
mis manos (un gesto considerado de poca elegancia por to-
das las chupadoras) y moviendo su rostro de acuerdo al ritmo
que me conviniese.

228
Pero aquella adicción a la oralidad eyaculativa se debió
especialmente a una de mis alumnas del taller de periodis-
mo. Graciela fue y es una apasionada y reconocida groupie
de escritores y periodistas que inició conmigo su gira por los
senderos de la literatura y devoró las ansias de periodistas y
escritores más talentosos que yo, hasta casarse con uno de los
más exitosos, que vive en los Estados Unidos.
Me propuso ser mi esclava sexual. Y para demostrarme
que no era una pura charlatanería de merqueros, redactó un
contrato en el que se especificaba con mucho detalle lo que
yo podía hacer con su cuerpo todas las veces que me viniera
en ganas. Debo admitir que no fui un amo muy imaginativo
y que, inducido probablemente por el dominio subliminal de
la voluntad de mi esclava, me dediqué solamente a dejarme
devorar una y otra vez por su boca. Graciela tenía un estilo
excepcional, además de una boca lo suficientemente amplia
y gimnasta, como para despertar rápidamente el deseo de
penetrarla.
Era como una serpiente, mordiendo y retrocediendo, al-
canzando cimas de voluptuoso fragor y repentinamente des-
cendiendo al sutil merodeo de pequeños y torturantes besos.
Sobre todo me enloquecía recitando sobre mi pene los textos
más tortuosos de Pessoa y Michaux.
Cuando un hombre está bien chupado, de inmediato
despierta el deseo de otras bocas femeninas por apropiar-
se del tesoro. Así que mientras Graciela me perseguía con-
tinuamente tratando de descubrir si le era fellatoriamente
fiel, yo la traicionaba una y otra vez casi sin proponérmelo.
A ella no le importaba si yo me cogía el culo de Dios y la va-
gina de María Santísima, solo me reclamaba exclusividad
para aquellos besos. Y lo lamentable fue que Rosa, una ro-
sarina que conocí en un recital y que cuando tenía seis años

229
le chupaba el pene a su padre, o Ximena, una rubia despam-
panante que era novia de un locutor de Rock and Pop y que
se llamaba a sí misma Garganta Profunda, o Antonia, una
pintora depresiva que en sus ataques de llanto solo podía
consolarse sorbiendo mi pene, o Lobita, una mujercita inol-
vidable de boca pequeña y modales de muñeca, me atrapa-
ban continuamente con sus bocas jugosas, a veces un poco
secas, desalivadas por el consumo de merca, con labios no
siempre aptos pero con una recia decisión por satisfacerme,
excesivamente impacientes en determinadas circunstancias
y a veces laboriosamente metódicas, siguiendo paso a paso
una cierta fórmula, en ocasiones reprimiendo las arcadas y
en otras exagerando el suspiro de satisfacción cuando el lí-
quido impactaba en sus gargantas, pero siempre evitando
el desgraciado gesto de asquito, con sus ojos felinos persi-
guiendo mi propia mirada para atrapar mi alma en el mo-
mento del orgasmo u ocultándose tras sus cabellos para que
yo no percibiese la abstracción, su necesidad de pensar en
otra cosa o las ganas de darse otro saque.
Así eran aquellos tiempos.
En el asiento delantero del auto de una psicóloga, en los
inmundos baños del tren que me traía desde Mar del Plata,
en la oscuridad de un ómnibus que volvía desde Villa Gesell,
en el baño de mi revista y en el del bar Gracias Nena, en la
caja de un ascensor, en una terraza, muchas veces en la playa
y hasta en los lugares más oscuros de Cemento y sobre todo
de Ave Porco, me zambullí en el océano de piel misteriosa de
mujeres desconocidas.
El goce era un manantial siempre cercano. La cocaína
había diseñado un plan de fuga increíblemente eficaz para
escapar de ese nosocomio en que consiste la monogamia per-
manente.

230
Una noche perfecta y terrible en Villa Gesell, estaba com-
pletamente trastornado por una mujer que se llamaba Moira.
Me mareaba tanto su presencia que me comportaba ante ella
como un estúpido macho insensible. Cuanto más me gusta
una mujer, más torpe e incomprensible es mi conducta. No
sabía cómo hacer para que no mis palabras sino mis actos le
manifestaran la necesidad imprescindible que tenía de estar
con ella. Moira era mesera de uno de los bares de la costa y
trabajaba hasta la madrugada. La noche de año nuevo que-
damos en encontrarnos en una fiesta que se realizaba en un
boliche en uno de los extremos más lejanos de la ciudad. Lle-
gué muy temprano a aguardarla. Estaba otra vez posesiona-
do por esa fiebre dolorosa y espléndida que consiste en espe-
rar a la mujer de tu vida.
Eran muchas horas de acecho hasta que ella terminara
su turno, y me distraje.
En lugar de concentrar mi expectativa en una actitud
visible que demostrara el ardor que me consumía, monté un
disperso monólogo para llamar la atención de la clientela y, al
terminarlo, casi sonámbulo, olvidado de mi destino, cuando
Moira entró a la fiesta me encontró trastabillando entre las
tetas de una admiradora.
Recuerdo la expresión desolada de su rostro y luego su
súbito gesto de despedida. Salió corriendo hacia la playa y se
perdió en la oscuridad.
No sé cuántas horas caminé buscándola por aquellas
playas hasta llegar casi al amanecer al centro del balneario.
Traté de despertar a los dueños de la pensión en donde ella
pernoctaba y fui expulsado con amenazas.
Como un zombi fui de nuevo a la playa y me eché a llorar
oculto entre las dunas. Y no sé dónde, como una aparición,
como un regalo telepático de mis amigos extraterrestres,

231
como un signo de la fatalidad que me aguardaba, apareció
Natalia, una paraguaya pequeña y esmirriada, de ojos esqui-
vos y bondadosos, que me preguntó qué me pasaba.
¿Cómo contarle que todo lo que había obtenido en mi
vida se había ido escurriendo mientras lo disfrutaba? Que
la última vez que Besos Flotadores vino a visitarme a mi
nueva casa en San Telmo para presentarme a su novio, con
un engaño la conduje hasta el baño y sentado en el inodoro
me derramé por última vez en su boca mientras el llanto de
su novio en el comedor la hizo decidir su futuro y la arrancó
para siempre del magnetismo que ejercía sobre su voluntad
la pija del viejo mago; que Rebeca un día se cansó de mis
besos profesionales sobre la tersura de su pubis adolescente y
se casó con un tipo que le prometió cuidarla de sí misma para
siempre y se la llevó a vivir a Bariloche; que traicioné y ultrajé
la conciencia de mi esclava Graciela; que Ximena y Lobito y
Rosa y Antonia nunca más me visitaron; que Claudia Nurdes
tenía a su hombre elegido mucho antes de conocerme; que
el sida fue como un cañonazo del espanto que impactó en
la santa promiscuidad de nuestras vidas y que cada una
de aquellas aventuras románticas o eróticas no eran ahora
nada más que recuerdos, tumbas condecoradas de una vida
abandonada, canciones lateras de una década fantasmal.
La paraguaya, casi sin escucharme, se inclinó entre mis
piernas y me desabrochó las calzas. Antes de hundirse en
aquel hueco oscuro, dijo, casi disculpándose:
—No te preocupés, podés pensar en lo que quieras...
Y se tragó los vientos de mi desesperación.

232
Fuera de aquí, la policía...

Conocer al Pelado Cordera y al Gordo Rubén, cantantes de la


banda Bersuit Vergarabat, fue la experiencia más refrescante
de todo mi recorrido por el mundo del rock.
He escrito la biografía de Fito Páez y la del grupo chileno
Los Tres, y a punto estuve de contar la vida de Jorge González,
el cantante de la banda chilena de rock más importante de
la historia: Los Prisioneros. Pero si se tratara de narrar las
innumerables historias que a lo largo de los años el Pelado
y sus adláteres fueron viviendo, podría escribir un auténtico
libro de aventuras.
Desde el fallido robo de los equipos de la banda Los
Twist practicado por el Pelado (en un histórico caso en el que
los ladrones deciden devolver los equipos robados) hasta las
infernales batallas en el Halley cuando en la puerta del local le
rompieron la cara a Roberto Dagemblomer y nosotros enton-
ces rompimos camarines y equipos de sonido desatando una
histórica batahola, todo entraría en ese libro.
El camarín de los Bersuit era el más rockanrolero de
los que tengo memoria. Hemos cogido a veces bestialmen-
te, casi siempre con premura desesperada, otras atrapados
en las redes de pequeñas turbas de sátiras, con docenas de

233
adolescentes y muchachas, sociólogas o decoradoras, pros-
titutas del Doque o abogadas, estudiantes secundarias y
periodistas, garzonas nocturnas o dueñas de un kiosco que
nos arrinconaban y nos violaban, o a veces haciéndolo fe-
rozmente detrás de un decorado mientras alguien distraía
al novio de la muchacha, en hediondos baños o en rincones
oscuros del fondo del escenario, en zaguanes y automóvi-
les. En ocasiones tres o cuatro mujeres nos la chupaban la
misma noche o nos enamorábamos de alguna desconocida
y nos casábamos con ella por dos o tres días. Pero siempre
juntos, sin rinconear ni esconder la conchita conquistada,
jalando moderadamente antes de subir al escenario y luego
devorándonos papeles, eternamente sin una maldita mone-
da. El Gordo Rubén era elegante y generoso con su tiempo,
a veces rodeado de unos marginales tan desmesurados que
hasta Tanguito podría ser considerado un profesor universi-
tario comparado con ellos, otras acompañado por diputados
verdes italianos o famosos cantantes de ópera, haciendo ne-
gocios e invitando a cenas y jaranas.
Atrincherados en el edificio Marconetti, frente al Par-
que Lezama, gracias a la inventiva del Pelado organizábamos
eventos para sacar revistas que fracasaban.
Yo había enterrado Cerdos & Peces en el año 91 y estaba
viviendo las consecuencias anímicas de aquella defunción.
Fuera de esa fortaleza protectora que era el Marconetti, otra
vez volvía a ser nadie. Ya no actuaba ni hacía periodismo, no
tenía dinero ni proyectos y encima estaba adiccionándome
de la peor manera con la cocaína, aumentando las dosis y
usando los efectos solo para hundirme en los pantanos de mi
propio sufrimiento.

234
No hay paredes

El recital en el que le cerraron el ojo de un buen piñazo al pe-


riodista Roberto Dagemblomer, más conocido en el ambien-
te como «Patán», fue el de la Bersuit Vergarabat, en Halley, la
discoteca ubicada en plena calle Corrientes.
Los dueños de Halley eran, en el buen sentido, un tanto
pistolerachos, y los tipos que tenían en la puerta parecían ex-
tras de una película de la mafia.
Dagemblomer había descubierto, inesperadamente,
casi sin ninguna experiencia previa, unos cuantos meses
atrás, que era un gran peleador callejero. A pesar de su cor-
ta estatura, de la dimensión mansa a la que te trasladaba su
mirada, cuando alzaba los puños era cosa seria, tenías que
seguírsela hasta matarlo porque el tipo no se rendía. En la
puerta de una discoteca, cuando hay pelea no hay quien tiene
razón y quien no la tiene, pero más allá de los motivos, el ojo
de Dagemblomer quedó completamente cerrado.
Tres días antes de aquella riña, reunidos en la casa del
B.ode, en San Telmo, nos tomamos unas dosis de éxtasis con
Dagemblomer. Yo estaba dispuesto a realizar mis demostra-
ciones mágicas luego de haber corroborado repetidas veces
la capacidad adivinatoria del libro Expreso Nova, de William

235
Burroughs. Con el uso de la cocaína había conseguido utili-
zar algunos libros como exploradores del futuro, al estilo del
consagrado I Ching. Primavera negra, de Henry Miller, había
funcionado a las mil maravillas durante un par de años, pero
sus respuestas eran demasiado espirituales, te sumergían
en los ríos interiores de tu propia conciencia y no te ayu-
daban en absoluto a acertar a la quiniela. El Expreso Nova,
uno de los libros más atrevidos que he tenido oportunidad
de leer en mi vida, era un puro oráculo. Usando técnicas de
cut up y collage, William había armado aquel rompecabezas y
luego, en el libro de entrevistas El trabajo, dio algunas claves
sobre cómo proceder para realizar una indagación profética
del futuro.
Aquella tarde en casa de B.ode, munido de mi corres-
pondiente tomo de Expreso Nova, le dije al B.ode, que se iba
a mantener al margen de la experiencia y no iba a viajar con
nosotros, que buscara en sus bolsillos algún boleto de bon-
di. Sumamos todos los números y dio como resultado el 23.
Así que abrí el libro en esa página y allí aparecieron, increí-
blemente, como un digno truco de Mandrake, las siguientes
frases, con citas al pie de página que anunciaban que habían
sido escritas en castellano en el original:
—Ojo Patán...
Y un par de líneas más abajo, también en castellano en
el original:
—Enrique... no hay paredes.
Luego de la golpiza recibida por Patán y cuando este
recordó el certero presagio anunciado por el libro, no se sin-
tió inclinado a darle importancia al fenómeno. En cambio,
yo quedé profundamente alterado por aquellas manifiestas
expresiones del futuro. Por supuesto que las paredes habían
sido una obsesión en mi vida. Nunca soporté las casas, en

236
especial los departamentos; desde niño me sentí atraído por
la vida a la intemperie. En los departamentos, tres dictado-
res, la mesa, la silla y la cama, deciden las rutinas y los mo-
vimientos del animal atrapado. El complot entre la mesa y
la silla dobla el cuerpo del mamífero para luego insertarlo
entre ambos mobiliarios y la cama, quizá la enemiga más
siniestra de nuestra especie, que agarra al hombre, lo hori-
zontaliza hundiéndolo en las viscosidades de su inconscien-
te, mimetizándolo con la forma de su opresora.
Un hombre dentro de un departamento es un animal
encerrado en un zoológico, un prisionero de una cárcel abs-
tracta. Los cuartos son nichos y el comedor es una excusa
atolondrada para realizar esas expediciones anodinas de
la cocina al baño y del baño a la cocina rotando alternati-
vamente entre cargas y descargas con el movimiento de un
reloj de péndulo.
Después de aquella afirmación contundente de Wi-
lliam —Enrique, no hay paredes—, decidí escaparme de
todas las viviendas. Fueron dos o tres años de deambular
gitano; prefería quedarme dormido junto a mi máquina de
escribir —o luego mi computadora— antes que recurrir al
difuso rito de trasladarme hasta una remota cama. La acu-
mulación de objetos y valores en las casas de mis amigos
nunca dejaba de sorprenderme; como urracas viciosas to-
dos ellos guardaban fotografías y discos, revistas y libros,
mesadas y cuadros, placares repletos de ropas y zapatos,
docenas y en algunos casos centenares de utensilios de
baño y de cocina en una demostración insondable de absur-
do coleccionismo.
Pero mi obsesión fugitiva acerca de las paredes y su con-
tenido malévolo no fue tan importante como mi inquietante
apego al número 23.

237
Cada vez que aparecía tal cifra, ya fuera en una entrada
de cine, en una butaca o en cualquier circunstancia, me sentía
invadido por una especie de fiebre alucinatoria y bastaba que,
posteriormente, en una entrevista realizada a un psicólogo,
cuando yo le preguntaba qué era la catatonia, él me respon-
diera: «Una danza inmóvil...», para que una hora después,
en otro bar, una joven me invitara a un recital donde tocaba
la banda Danza Inmóvil.
La ley de Murphy había aterrizado sus maleficios en
nuestras costumbres y todos los integrantes de la secta
blanca veían sus movimientos interferidos por los nefastos
designios de Míster Murphy. No era solo que si se te caía el
arturito este rodaba a esconderse en el lugar más remoto
de tu campo perceptivo y en el último sitio donde irías a
buscarlo; además tus llaves nunca estaban cuando resulta-
ba imprescindible utilizarlas. Ron Dumbo era quien más se
sentía perseguido por la manipulación que Míster Murphy
realizaba con sus llaveros. Salía de su casa con las llaves
en la mano, pero en el ascensor descubría que faltaban las
del auto, así que subía a buscarlas y cuando llegaba al auto
comprendía que las de su propia casa habían quedado so-
bre la mesa del comedor y que ahora tendría que llamar a
un cerrajero para poder regresar a su hogar. El olvido más
legendario, digno de quedar consignado en el Libro Guinness
de los récords, fue el de Alejandro Medina, el bajista de Ma-
nal, cuando a la salida de un recital se tomó el tren hacia su
casa en el lejano oeste y descubrió en su campera las llaves
del auto que acababa de dejar olvidado en la puerta de la
discoteca.
Uno de los efectos más notables de la cocaína es esa po-
tenciación extrema de la desatención y la consiguiente pér-
dida de memoria.

238
Quiero decir, en el funcionamiento normal de los pro-
cesos mentales, tu mente está continuamente colgada de
insignificancias tales como recordar en qué bolsillo pusiste
el pañuelo. Muchos de nosotros ocultábamos los sobrecitos
de cocaína y una hora después estábamos desarmando la
casa entera buscando el maldito escondrijo que te resultaba
imposible de ubicar. La pérdida de esa memoria obsesiva y
minuciosa en que consiste nuestra vida cotidiana es una de
las obras maestras del desarticulamiento que realiza la diosa
inca. Sentís un alivio inmenso cuando no solo te olvidás del
ordenamiento de tus rutinas y sus ritos almacenadores sino
también de su importancia.
Es una consecuencia inmediata perder los modales y
casi toda consideración sobre las reacciones del entorno ante
nuestras acciones. Hablar solo y hasta gritar, realizar largos
y gestuales circunloquios ante testigos, llorar en la vía públi-
ca, extraer enormes y repugnantes cangrejos mucosos de la
nariz y depositarlos contra la corteza de un árbol o peor aún
bajo la mesa, interrumpir las conversaciones de los demás
y realizar demandas a viva voz, manifestar las quejas más
simples pero con un tono de «salí a la calle a pelear», se va
constituyendo en una modalidad de conducta que tarde o
temprano nos depara distintos tipos de conflictos familiares,
laborales o amorosos. El hecho de que debas convertirte en
Batman, es decir en un tipo con dos identidades, te expone a
continuos errores y señalamientos sociales.
Antes de que aquella feroz persecución se desatase yo
decidí convertirme públicamente en un disidente toxicológi-
co y no simular más mi condición de consumidor cotidiano
de cocaína.
Las escandalosas historias de los balcones asesinos (la
caída desde un balcón del actor cómico Alberto Olmedo luego

239
de una noche de carrete y el asesinato cometido en otro bal-
cón por el boxeador Carlos Monzón, quien bajo los efectos de
la cocaína arrojó a su pareja) nos pusieron a todos los consu-
midores ante la ominosa mirada de la moral pública.
Cualquier mamá comenzaba a sospechar que el resfrío
de su hijito era de origen boliviano y que esas biromes desar-
madas, pajitas recortadas o billetes enrollados que aparecían
ocasionalmente en su mesa de luz no eran excentricidades
de su hijito sino pruebas definitivas de su adicción. Las espo-
sas revisaban las carteras de sus maridos y encontraban un
húmedo pastiche blanco en el borde de sus tarjetas de crédi-
to. Ya no podías sonarte la nariz en la oficina emitiendo un
sonido de mamut herido sin que una docena de miradas te
clavara contra el muro de las sospechas. Una casta maldita
de psicólogos, psiquiatras, médicos, especialistas y expertos
invadió los medios de comunicación con la amenaza terrible
de la drogadicción para la sociedad entera. Cualquier pelo-
tudo con carnet o sotana te convertía en un leproso. Nos ha-
bíamos transformado en los malditos judíos de fin de siglo
acosados en los campos de concentración de la moral públi-
ca. Perdida la invisibilidad, expuestos a la temible radiación
del miedo colectivo, nuestra omnipotencia creativa fue per-
diendo su poder.
Mis contactos con William Burroughs no se interrum-
pieron casi hasta el final de aquel ciclo. Antes de salir de la
cueva donde había pernoctado, me bastaba con abrir Expre-
so Nova en cualquiera de sus páginas, rescatar alguno de sus
textos y salir a la calle arrojado como un bólido dispuesto a
chocar contra la ley de gravedad de cualquier suceso. Poco
antes de la invasión a Kuwait por parte de Saddam Hussein,
me encontré con William Burroughs en un bar de San Telmo
ubicado en la calle Estados Unidos. En ese bar, cuyo dueño

240
era un fan de Aldo Rico y del rock and roll, habíamos reali-
zado una especie de show con los Redonditos de Ricota y el
dueño me amaba por las ganancias que había obtenido en
aquella inolvidable noche. Me concedió entonces Licencia
para Loquear y no importaba el cariz que adquirieran mis
conductas en aquel bar, siempre me sentía protegido. Esa
mañana un coro polifónico de admoniciones se manifestó
desde el momento en que salí de la casa de Vera Land. Una
mariposa de color violeta me persiguió durante dos cuadras
y cuando entré al bar se apoyó contra el vidrio que elegí para
ubicarme. Lo vimos al mismo tiempo, Vera y yo, al viejo Wi-
lliam, entrar al bar, su rostro semioculto bajo el sombrero de
alas anchas, portando su largo bastón estoque; se ubicó en
una mesa diagonal a la nuestra y, simulando concentrarse
en la lectura de un libro, nos acechó con su mirada insonda-
ble de lobo.
Unos minutos después, la voz de Eva Perón se disparó
desde los parlantes de la radio del bar. Estaban retransmi-
tiendo su ya legendario discurso de renuncia a la vicepresi-
dencia de la Nación. Y en medio del discurso, el viejo William
interceptó la emisión y yo escuché entonces aquel mensaje
casi telegráfico que me atravesó el cuerpo como una dosis li-
viana de electroshock:
—Oh, Enrique —me dijo la voz telegráfica—, ten cuida-
do, Enrique, cuídate de este dolor...

241
Un iraquí en el barrio de Once

La mañana en que el diario Clarín anunció que la guerra se


había desencadenado, yo estaba en otro bar de San Telmo
devorando una inmunda milanesa con papas fritas y reco-
rriendo la cuadrícula del próximo número de Cerdos & Peces.
El mundo se estaba poniendo pésimo en todas las latitudes y
el menemismo recién desembarcado en el gobierno estaba a
punto de arrojar su temible infantería sobre todas las calles
espirituales por donde yo transitaba. Unos años después casi
todos mis amigos periodistas y artistas iban a ser duplica-
dos, fotocopiados impiadosamente, abortadas sus misiones
legendarias, abandonadas sus funciones sanitarias, olvida-
dos sus principios mágicos. El olor hediondo del dinero y de
sus promesas de confort fue instalándose en nuestras calles.
Pero esa mañana todavía no estaba todo perdido: un tal
Saddam Hussein había lanzado su ofensiva sobre Kuwait ini-
ciando un conflicto bélico de impredecibles resultados. In-
mediatamente me sentí regocijado por aquella novedad. El
Clarín nunca traía buenas noticias. Siempre ganaba el ene-
migo, inexorablemente los discursos eran enunciados por los
peores tipos, en sus páginas rockers y literatos siempre eran
enemigos; era un comix de la globalización que se preparaba.

243
De inmediato diseñé la tapa de la revista. Los Freak
Brothers iban corriendo fumando un narguile y gritando
«Vamos a Kuwait». El editorial se llamaba «Un francotira-
dor en el techo del mundo». Aquel texto fue decisivo para
nuestro futuro como revista. En la cancha de Boca y de River
las hinchadas coreaban el nombre de Saddam con la misma
pasión que el de sus ídolos deportivos. Todas nuestras con-
versaciones estaban atravesadas por los sucesos de aquella
invasión que se había constituido en el último reto contra
el inconmovible imperio. No sabíamos quién era Hussein y
desconocíamos la condición real de los habitantes de Irak.
Las adhesiones que recibimos no alcanzaron a cubrir
los daños que nos provocó aquella alocada decisión editorial.
Nuestra redacción estaba ubicada en plena Tel Aviv
porteña, en el barrio de Once, así que pronto comenzamos a
recibir las consecuencias de nuestra adhesión editorial a los
iraquíes. No solo renunciaron un par de colaboradores judíos
sino que además recibimos varias amenazas telefónicas que
incluían la posible colocación de una bomba.
Pero ninguna de aquellas potenciales amenazas me
provocó más que la soberbia certeza de que mi decisión era
la adecuada. Nunca fui antisemita; tal posibilidad resulta ab-
surda, mi familia es de descendencia siria, es decir, soy se-
mita. Sencillamente era antiisraelita, esa quintaesencia del
imperialismo yanqui.
El verdadero riesgo fueron las invasiones de la negrura
vudú sobre mi vida cotidiana en el barrio de Once. Mis viajes
alucinatorios que transcurrían tranquilamente entre la redac-
ción, ubicada en Pueyrredón y Lavalle, y mi casa, en Castelli y
Sarmiento, a pocas cuadras de distancia una de otra, comen-
zaron a ser reiteradamente interferidos por la brujería in-
consciente pero letal de la pesadilla colectiva que me rodeaba.

244
El horror se desencadenó una noche de fines del verano,
cuando ya Saddam había comenzado a demostrar su incapa-
cidad en el combate y sus tropas se encontraban asediadas
por la infantería americana.
Karina Suber estaba en el dormitorio de mi departa-
mento de Castelli, y yo en el comedor desarrollaba una com-
pleja ejercitación con ciertas cábalas numéricas que Javier
Lebonas me había enseñado.
Recuerdo con difusa claridad la gran cantidad de ope-
raciones matemáticas que yo dibujaba sobre mi cuaderno de
apuntes. Repentinamente, el aire pareció iluminarse con una
extraña coloración naranja que emanaba de los zócalos y los
bordes del techo. Mis cadenas asociativas, como infectadas
por un virus informático, fueron borradas de un zarpazo
digital, y frases ajenas a mi memoria, transmisiones de FM
ajenas a mi propia programación mental comenzaron a ser
emitidas. Sin poder controlar mis movimientos, me derrum-
bé de la silla. Desde la habitación, mucho más distante que lo
que correspondía, como si la casa se hubiera arrojado hacia
atrás, escuché la voz lejana de Karina:
—Henry... ¿Qué pasa? Estoy mareada.
En los posteriores relatos sobre aquella agitada noche,
muchas veces tuvimos que repetir ante diversos testigos que
la llave de gas estaba apagada, que Karina no había consumi-
do ninguna droga y que la similitud de nuestras respuestas
ante aquella invasión naranja solo era posible de ser men-
surada si éramos capaces de aceptar que «algo» desgarró las
fronteras de lo real y nos atacó.
Nunca nos creyeron. Unos años después nosotros mis-
mos le quitamos importancia a aquella aparición fantasmal
que vino a cobrarnos la vida en aquel departamento.
Es más, hace unos días, transcurridos casi catorce años

245
de aquella noche, sentados con Karina junto a una venta-
na del bar Británico, comentábamos la absurda y repentina
muerte de Pinchevsky, asesinado por una bicicleta. Recorda-
mos nuestro encuentro inesperado con él en un bar de Porto
Seguro, en el norte de Brasil, donde estuvo rasgando su violín
sin detenerse durante casi una hora a pesar de los reproches
quejosos de la clientela, que intentaba vanamente expulsarlo
del escenario. También recordé una noche en Cézanne, don-
de me subí al escenario a recitar junto a Skay en guitarra, Ale-
jandro Medina en bajo y el violín de Pin. Todos nos fuimos
bajando del escenario y solo Pin se mantuvo allí rompiéndole
las pelotas al aire con su desgarrado estilo.
—No tenía derecho a joder así con su violín —le dije a
Karina.
Y en ese mismo instante ambos escuchamos el des-
garrado violín de Pinchevsky sonando a nuestras espaldas.
Sonó durante unos seis o siete segundos y luego se apagó.
«Yo toco cuando quiero», nos dijo por última vez Pin
desde las sombras de la nada.
Ambos nos reímos mientras nos estremecíamos.
—Es el chirrido de la puerta del bar —le dijo a Karina el
tipo que antes no era yo y que ahora me reemplazaba.

246
Una tarde en las carreras

Hay un comedia hollywoodense que nunca me canso de ver


en las repeticiones usuales de Space o I-Sat. Se llama Un día
de suerte, está interpretada por ese buen comediante que es
Richard Dreyfuss y trata de la historia de un jugador empe-
dernido que accidentalmente recibe un dato infalible para la
primera carrera del día siguiente. El jugador atraviesa toda la
jornada en el hipódromo cruzándose con cualquier clase de
hermosos estereotipos del turf, y al final del heroico lance ha
acertado... ¡todas las carreras, convirtiéndose en millonario!
Es el sueño de todo jugador. Veo el film reiteradamente
porque me recuerda con nitidez mi gran tarde en el juego de
los tungos.
A fines de la década del ochenta comenzó a insinuarse
una trágica resolución en la vida de la mayoría de los inte-
grantes de la secta blanca que habíamos establecido como
Zona el barrio de San Telmo. La central de operaciones esta-
ba concentrada en unas pocas calles: Bolívar desde Caseros
hasta Brasil; Defensa desde Garay hasta Brasil, y toda la calle
Brasil desde Bolívar hasta el bajo. Las ramificaciones se ex-
tendían hasta los alrededores del hospital Argerich y ciertas
calles ominosas de La Boca donde solamente se atrevía a ir el

247
Gordo Rubén, cantante de Bersuit Vergarabat. El territorio
del ghetto incluía el edificio Marconetti, sobre Paseo Colón,
frente al Parque Lezama, inolvidable refugio de la secta.
La revista Cerdos & Peces se cayó a pedazos mutilada por
el presidente Menem justamente en el año nuevo de 1989,
cuando la última devaluación nos robó todo lo que teníamos.
Con los 12.000 ejemplares que vendíamos un mes antes, no
podíamos siquiera comprar el papel para el próximo núme-
ro. Repentinamente empobrecido, deambulé por varias zo-
nas de la ciudad y paré fugazmente en la casa que arrendaba
el B.ode de junto a su novia demente en la esquina de Bolívar
y Caseros. La Demente nos dejó la casa con la consigna de
que debíamos cuidar al perro y pagar el alquiler. No pudimos
pagarlo nunca y los Bersuit Vergarabat tuvieron que hacer un
recital para recaudar el dinero de la cuenta de luz que llevá-
bamos cortada desde hacía varios meses. En cuanto al mal-
dito perro, no podías culear o ponerte a chupar una sabrosa
entrepierna sin que comenzara a aullar como un lobizón y a
arañar las puertas de tu pagoda afrodisíaca hasta destrozar-
las. En cuanto sentía el aroma delicioso de la intimidad de
una mujer compartiendo fragores con los aromas masculi-
nos, quería participar.
Una mañana cualquiera, cuando todavía no regresába-
mos de un carrete, la Demente entró por la fuerza a la casa y
nos puso en la calle. Robó lo que pudo para cobrarse los al-
quileres atrasados y lo demás lo tiró por la ventana. Aterri-
cé en el piso primero del Marconetti en el departamento de
Daniel Riga. Yo estaba sufriendo un siniestro bajón, extraño
a mis estados de ánimo habituales. Era el primero de una lar-
ga cadena de bajones que todavía no ha terminado, aún hoy,
mientras escribo esta historia. Creo que desde principios de
la década del noventa hasta estos días una zona de mi alma

248
jamás me ha dejado de doler. En ocasiones trato de recordar
la ausencia del dolor y recibo la confusa información de que
no existen registros de tal estado.
En el departamento de Riga vivimos una etapa de de-
cadencia prodigiosa; en el término de seis meses hicimos la
revista El Cazador, cogimos y chupamos docenas de conchas
y fuimos chupados por una cantidad aun mayor de bocas fe-
meninas.
Sin embargo, a pesar de aquel maná glorioso goteando
permanentemente sobre nuestras vergas y a pesar de la ex-
celente cocaína que Daniel estaba transando en aquellos días
y que le compraba a un boliviano ex jugador de Ferrocarril
Oeste que vivía en La Boca, a pesar de toda aquella felicidad
espontánea y natural, estábamos hundidos hasta el cuello del
culo en la angustia más desesperada.
Jugábamos a la Gran Lotería. Este juego consiste en no
dejar de tomar cocaína hasta el final. Sobre ese final nin-
guno de nosotros hablaba y creo que ni siquiera teníamos
mucha idea de qué se trataba.
Yo tenía algunos flashes cuando miraba el Parque Leza-
ma por las ventanas del Marconetti luego de varias noches de
caravana. Un presentimiento me mordía la conciencia todas
las mañanas: estábamos en plena temporada de extinción y
si no escapábamos de aquel coto de caza de la muerte sería-
mos alcanzados. No era suicidio, en ningún momento hice
planes en tal sentido. Tenía la sensación de estar inexistiendo
aun cuando cumpliera con los requisitos de todo ser vivo.
Varios integrantes de la secta de amigos recibieron dis-
tintas advertencias sobre aquel final que se avecinaba y que
estalló como una bomba fragmentadora en el verano del 92.
Daniel Riga, a quien llamábamos King Kong, estaba pre-
ocupado por ciertas manchas que le aparecían en distintas

249
partes de su inmenso cuerpo. Su ex pareja, Liliana Maresca,
había muerto ese invierno víctima de la misma enfermedad
que padecía Daniel. Durante un par de años ambos habían
estado picándose con cocaína y no habían tenido el suficiente
cuidado con la limpieza de las jeringas. El pánico cundió por
el barrio sexual; temíamos el contagio —que luego supimos a
través de Clara Nylon y de Piero Morullo— que efectivamente
existía, pero que no era mortal.
Clara y Piero tomando cocaína se ponían relocos sexual-
mente y se cogían a todo lo que caminara por la ciudad: ami-
gos y amigas propios y ajenos, parejas de amigos y de amigas,
taxiboys, prostitutas y travestis que contrataban a mansalva.
Sin embargo, a pesar de ensuciarse la sangre con esa maldi-
ta enfermedad, ambos repusieron su sistema inmunológico
hasta prácticamente curarse.
Lo cierto es que en aquellos días nadie sabía a ciencia
cierta si por chupar la pija y tragarte el semen o por chupar la
concha y tragarte el flujo podías contagiarte.
La Croata lloraba todos los días como si estuviera anti-
cipadamente participando de su propio funeral. Había orde-
ñado las vergas de casi todos sus amigos, así que su paranoia
era máxima en aquella época desinformada.
Daniel Aráoz se metía cotidianamente dentro del pla-
card de la cocina de la casa de King Kong y no quería salir de
allí dentro. La locura del ropero es muy peligrosa, y aunque
Danielito es bastante bueno e ingenuo siempre nos daba
cierto terror encontrarlo escondido en el placard. Es un
gran actor y por lo tanto estaba bastante loco. José Sbarra
también lloraba todos los días y ninguno de nosotros con-
siguió imaginarse que él también se había pegado la maldi-
ción sidótica y no lo quería confesar. Claudia Nurdes sufría
unas crisis ininteligibles que me daban escalofríos porque

250
siempre estuve enamorado secretamente de ella sin poder
expresárselo correctamente.
Fabio Soldán se había robado un auto en Olavarría y
cuando llegó al Marconetti tenía tantas ganas de tomar co-
caína que lo cambió por diez gramos. Fabio era uno de mis
mejores amigos, un tipo de un alma tan elegante que la co-
caína nunca logró transformar sus modales.
Nos salvaban las hermosas damas que nos visitaban
continuamente y nos daban un baño de saliva completo to-
das las mañanas, tardes y noches de las largas semanas de
aquellos meses.
José Sbarra había comprado aquel revólver 38, que deja-
ba siempre visible sobre la mesa de su cuarto y sala de ensayo
en el teatro Baruch de San Telmo. Era increíble observar la
mirada de todos los visitantes clavada en el asombroso ins-
trumento de la muerte y sin hacer siquiera un comentario.
Era muy evidente y casi no tuve que esperar la respuesta
cuando le pregunté qué hacía eso ahí. José había decidido
suicidarse y todas las noches en sus excesos de consumo in-
tentaba apretar el gatillo sin conseguirlo. Un par de noches
practicamos y yo le explicaba la conveniencia de llevar el
percutor a su posición fatal para luego dejar el dedo apenas
suavemente depositado en el gatillo. De esa manera casi por
descuido la bala iba a iniciar su viaje hacia el cerebro. Por lo
menos es lo que desearía yo en caso de querer decididamente
suicidarme, que alguien me ayudara a hacerlo y no se dedi-
cara a contrariar mi decisión. Lamentablemente Sbarra no se
suicidó y terminó despidiéndose del mundo en un espantoso
pabellón de hospital, acusado de enfermo.
Una noche, Karina Suber me obligó a modificar aque-
lla actitud de abandono y paulatina decrepitud de las ins-
tancias mágicas. La revista El Cazador no vendía. El clima de

251
desgracia rondaba el Marconetti y sus aledaños como una
tormenta a punto de descargarse, y repentinamente una
madrugada del mes de febrero de 1992 decidimos escapar-
nos a Necochea, a la casa del amigo Ledo y su cuchicuchi
Adriana. Juré ante los dioses misteriosos que habitaban en el
fango de mi conciencia que jamás volvería a probar un saque
de cocaína.
Fue uno de los jamases más largos de todos los que lue-
go se sucedieron.
En Necochea, en un paraíso, viví mi propio infierno.
Ante los ojos ciegos de mi nueva conciencia descocainoiza-
da, desfilaron todos los sucesos vividos durante más de diez
años bajo la influencia de la planta inca. Fue un sufrimiento
degradante, como si un recaudador de impuestos o el conta-
dor de una empresa en quiebra fuera detallando los deterio-
ros y fragantes cometidos durante un largo período en el que
la empresa estuvo administrada por un depredador.
La manera de conseguir una licencia de un año sin ob-
tener dinero y al mismo tiempo habitando un departamen-
to frente al mar, tomando los mejores licores y comiendo lo
suficiente era recurrir a los otros sistemas de supervivencia
que existen:
1) Trabajar.
2) Prostituirse.
3) Robar.
4) Mendigar.
De modo que confeccioné una lista de famosos adinera-
dos que habían sido amigos o conocidos míos y envié a Ledo
y a Karina Suber como embajadores plenipotenciarios del
mendigaje. Esto fue lo que recolectaron:
El actor Miguel Ángel Solá: 100 dólares.
Los Redonditos de Ricota: 700 dólares.

252
Juez Garbán: 400 dólares.
Cantante Fontova: 400 dólares
Cantante Luis Alberto Spinetta: 200 dólares
Cantante Fabiana Cantilo: 100 dólares
Total: 1900 dólares
Pero el que rompió el borderau sentando un precedente
alucinante en la historia del rock argentino fue Fito Páez, a
quien no habíamos incluido en esa lista de andrajoso pedi-
güeño pero que estando en España habló con Daniel Aráoz
por teléfono, se enteró de mi desgracia y en un acto de ge-
nerosidad sin límites le entregó pocos días después a Karina
Suber un paquete de billetes que sumaban 5000 dólares.
Fue así que, colorín colorado, no pude impedir decidir
arruinarlo todo.
Voy a contarles un pequeño cuento sufi de mi propia in-
vención:

El sendero del error

El día que el príncipe del acaudalado reino estaba por


coronarse rey y al mismo tiempo casarse con la mujer
más bella de la región, se asomó por los ventanales de
su palacio para tomar una bocanada del aire de aquel
mundo del que iba a ser el dueño. Entonces, un men-
digo andrajoso, extendiendo la mano, le solicitó una
moneda:
—Dame una moneda para tomarme un trago —le
dijo.
—Lo que te voy a dar son unos azotes, vagabundo
desvergonzado —le contestó el príncipe, y de inmedia-
to, como en un sueño, desapareció el palacio y el prínci-
pe apareció en una posada; ya no era un noble señor sino

253
un humilde posadero que se hallaba aseando el mostra-
dor de su negocio. Sin tiempo para reponerse del shock,
vio entrar al mismo mendigo que insistió con su ruego:
—Dame un trago.
—Una paliza es lo que voy a darte, maldito hechicero.
Y en ese mismo momento despertó dentro de una
celda donde estaba encerrado luego de ser sentenciado
a muerte por un crimen terrible. A través de las venta-
nas de su prisión, escuchó la voz del mendigo:
—Dame una moneda y te juro que te sacaré de allí,
necesito un trago.
—Vete a la mierda —gritó el príncipe y de inmediato
despertó dentro de un ataúd, muerto. El mendigo gol-
peó la madera desde el otro lado:
—Te devuelvo la vida y tu reino, si me das una mone-
da para tomar un trago...
—En el infierno te espero con ese trago —gritó otra
vez el príncipe e inmediatamente despertó asomado a
los ventanales de su palacio. El mendigo, que en reali-
dad era un maestro sufi, le dijo entonces:
—Has hecho lo correcto, una vez que te equivocas
debes seguir haciéndolo. El camino del error, mientras
nunca se abandone, te lleva al lugar correcto.

Confío ciegamente en la moraleja de ese cuento que


inventé. Así que en esos días, atrapado en la trampa del
arrepentimiento que es una maldición (la palabra culpa
significa deuda), decidí pagar mi deuda. La única manera
de no retroceder era ganar mucho dinero para alquilar una
hermosa casa en las playas de Buzios, el mejor balneario del
mundo, y llevar a todos mis amigos. Suficiente plata para
comprar mucha cocaína, marihuana y ácidos, y también

254
algunas muchachitas bien jóvenes de no más de dieciséis o
diecisiete años para que frecuentaran los pitos de mis ami-
gos las veces que ellos lo desearan. Y todo eso, calculaba, eran
unos 70.000 dólares, así que me compré la revista de turf y
me preparé para dar el gran golpe.
Lo intenté una media docena de veces en mi vida y una
sola acerté. Fue en el año 1968, junto a mi padre, en el hipó-
dromo de Palermo.
Cada jugador tiene su sistema utópico de ganarle al hi-
pódromo. Mi método es muy rústico y lo heredé de mi pa-
dre. Se trata de acertar el ganador de tres o cuatro carreras,
pero no en la triple, que son carreras continuadas y que no
te permiten elegir correctamente, sino elegir tres ganadores
a lo largo de toda la jornada. Agarrar toda la plata ganada en
determinada carrera y ponerla en la siguiente y así sucesiva-
mente. Esa tarde, con mi padre le jugamos una cantidad de
boletos importante a un caballo que se llamaba Huaylas y que
lo corría Aníbal «Bracito Fuerte» Etchart y que ganó por los
palos tranquilo y pagó diez pesos. Todo eso se lo jugamos al
caballo Lustrando del cuidador Giovanetti, que era amigo de
mi papá, y que ganó conducido por Sauro por varios cuerpos y
pagó cinco, así que todo lo ganado y acumulado se lo pusimos
a un caballo que se llamaba Kromprinz y que corría Torres.
Era uno que siempre entraba segundo en el marcador, salía a
chuparse los vientos y sacaba diez cuerpos, pero a pocos me-
tros del disco lo agarraban, así que ese día pagaba quince pe-
sos. Y salió a comerse los vientos nuestro héroe Kromprinz y
cuando dobló el último codo de los 1800 metros, todos creían
que se iba a caer como siempre, pero ganó cómodamente. Así
que nos llevamos un montón de plata. Vivimos varios meses
gratis a pesar de que después seguimos perdiendo en el hipó-
dromo durante algunas semanas.

255
Mi amigo Javier Lebonas (que también fue jugador y en
la ruleta de Uruguay se ganó el equivalente a un yate junto
a su primo jugando a pleno al número 36 y unos meses des-
pués, practicando buceo en alta mar con ese mismo primo
en el yate comprado con la ganancia, este fue tragado por el
océano y nunca volvió) siempre dice que el jugador pusilá-
nime pone mucha plata cuando está perdiendo y muy poca
cuando va ganando. Que siempre hay que escaparse de esa
maldición del juego.
Esa tarde en Necochea, acompañado por Karina Suber,
cómplice de mi inaudita decisión, después de estudiar toda
la noche los aprontes y demás chirimbolos que las revistas
publican, entré al teletrak con una especie de cosquilla en las
palmas de las manos que auguraban éxito; esa cosquilla decía
que íbamos a cruzar el gran torrente.
Nos sentamos como antiguos aristócratas de la mise-
ria, pedimos champagne y cuando llegó el turno de la cuarta
carrera, fui a la ventanilla y le puse 2000 dólares al caballo
Flechazo, que era el recontrafavorito. No me gustan los fa-
voritos, pero a veces es imprescindible recurrir a ellos para
asegurarse un buen comienzo. Era una carrera de perdedo-
res, 1000 metros, y en el debut Flechazo entró tercero con un
montón de tropiezos; agarró la punta a los 100 metros de la
largada y no la largó hasta el final. Pagó 2,70 y ahora tenía
algo más de 4000 dólares para seguir mi juego. A todo esto,
camareras y clientes me miraban como si fuera un jeque ate-
rrizando en ovni sobre las playas de Necochea. Por lo que la
siguiente jugada en la sexta carrera tuve que hacerla en el filo
de los últimos dos minutos para que mi caballo no recibie-
ra una súbita lluvia de boletos. Los jugadores necochenses
podrían creer que yo tenía alguna fija imperdible. Le jugué a
Washington Square en una carrera de 1600 metros que elevó

256
a tal punto la adrenalina que Karina prefirió no presenciar
los casi dos minutos de locura en que consiste la competen-
cia. Washington Square se mantuvo cuarto y quinto hasta
promediar la recta final, y atropelló por afuera, ganando por
cuerpo y medio y pagando 4 pesitos. Ya tenía las 15 lucas ne-
cesarias para dar el batacazo.
Para la tercera apuesta había que esperar hasta la no-
vena carrera. Mientras tanto me embriagué; no estaba acos-
tumbrado a beber alcohol sin cocaína. La cocaína me había
convertido en un bebedor insaciable de whisky que consumía
mañana, tarde y noche sin que tan siquiera alterara mi com-
postura. Pero aquella tarde me embriagué.
Durante el transcurso de esa espera gasté como 500 dó-
lares invitando con champagne a todo el mundo y jugando
huevadas fantasiosas que nunca acerté.
En la novena le jugué todo mi dinero a Manuelita, una
yegua que en sus épocas de oro había ganado varias carreras
y ahora estaba ya en la curva final de su trayectoria. Pero co-
rría contra una sarta de mediocres y pagaba como seis pesos.
Los dos favoritos no existían, eran un invento de las revistas.
Así que Manuelita arrancó bebiéndose los vientos y
cuatrocientos metros después fue doblegada por el batacazo
que ganó ese día y que pagó una cifra de cinco números y mi
maldito sueño de irme a Buzios con mis amigos, intento des-
esperado por no caer en manos del arrepentimiento y evitar
el maldito destino que después llegó, naufragó en el tercer
lugar del marcador.
Fue entonces por culpa de Manuelita que tuvimos que
empezar de nuevo con Karina a conseguir el dinero perdi-
do. Increíble y generosamente, Fito Páez, quien nunca supo
que gran parte de su aporte había sido devorado por la in-
sulsa carrera que hizo Manuelita, me entregó otros cinco

257
mil dólares, y ahí sí me arrepentí como todos querían. Y me
puse a comer fideos y a tomar agua mineral, y a hacer esos
trotes de mierda que hacen todos los boludos del mundo, no
corriendo como un negro keniata para escaparse de un león
o cazar un venado, sino solamente para vivir un poco más.
Y corrí, y leí libros y puse el cable y vi televisión sin parar
y me dediqué durante todo un año a hacer las malditas imbe-
cilidades en que consiste la vida.
Por suerte, un par de años después, aquel plan se echó
a perder y empecé a drogarme de nuevo. Nunca podré estar
seguro de si esa suerte fue mala o buena.

258
Un día perfecto

A la esposa del cantante de Perdón Amadeus, productora de


un canal de cable, se le ocurrió que yo entrevistara a Andrés
Calamaro para un programa de rock que salía en vivo. Era el
año 1997 y Andrés ya estaba considerado unánimemente por
la crítica como el número uno del rock argentino, luego de los
largos reinados de Charly García y Fito Páez.
Guardaba un recuerdo hermoso de Andrés en el hotel de
La Falda, en Córdoba, creo que en 1984, en el famoso y contro-
vertido festival donde se concentraban rockers y periodistas
durante los dos o tres días que duraba el singular evento or-
ganizado por Mario Luna. Mejor que los recitales era volver al
hotel y encontrarlo a Nito Mestre en bolas, arrodillado en la
calle frente a la puerta del hotel, realizando una complicada
danza india para convocar a la lluvia. O que una hermosa fotó-
grafa de grandes tetas y cara de once años se deslizara subrep-
ticiamente en mi habitación y me despertara gimiendo como
una vaca y con mi pequeño asunto adentro de su conchita.
Charly merodeaba por ahí y siempre evitaba cruzarse
conmigo; sabía que yo era un hueso duro de roer. Tampoco
simpatizaba con mi escandalosa tendencia a implicar a los
rockers en el consumo de cocaína. La primera noche de es-

259
tadía, Alfredo Rosso lo sentó en mi mesa y cuando comencé
a escarcearlo con mi conversa tomó un cenicero de metal, lo
arrojó con violencia contra un vitraux y me dijo, mientras es-
tallaban los cristales:
—Vos no podés seguirme a mí...
Unos años después, en el legendario bar Caras Más Ca-
ras, cuando Charly llegó a la barra, puse una raya gigantesca
y bien evidente de cocaína y le grité para que lo oyeran hasta
los policías sapos disfrazados de personas:
—Vos no podés seguirme a mí.
Y me la jalé. Charly salió echando puteadas de aquel lu-
gar. En esos tiempos todavía no había decidido convertirse
en un disidente toxicológico y tomar cocaína en todas partes,
hasta en la casa de Menem.
Andrés Calamaro, esa noche en Córdoba, me invitó a su
cuarto, me sacó una foto con una polaroid y me dijo cosas
hermosas sobre mi persona y mi escritura. Un mes después
me invitó a su casa y yo llegué con mis dos hermosas novias
de aquella época, Vera y Perla. Ya no lo vi tan convencido de
mi belleza espiritual, así que nos fuimos al toque. Recuerdo
que enfrente de su casa debutaba esa noche una banda que se
llamaba Los Ratones Paranoicos. Entramos y no demoramos
ni cinco minutos en juzgar sus cualidades. Karina, que solo
escuchaba en aquellos tiempos a Suicidal Tendences o Dead
Kennedys, sintetizó nuestra opinión:
—Esos chicos son una pura mierda.
El tiempo demostró que no se equivocaba.
Pero esos dos encuentros con Andrés habían sucedido
catorce años atrás. A veces uno guarda memorias que para el
otro son cenizas de un pedo.
La noche de la entrevista el estudio del canal era fiesta
pagana, se aspiraba cocaína por todos los rincones y algunos

260
personajes del rock andaban en los baños toqueteándose. Fa-
biana Cantilo ya lo había dejado todo y había decidido aceptar
el término Enfermedad. Por allí andaban los Bersuit y muchos
otros rockeros conocidos.
Yo llegué completamente loco. Me había confeccionado
un piloto largo y oscuro y adosado al forro de la prenda había
clavado fotos pornográficas con la intención de mostrárse-
las a Andrés mientras le preguntaba cualquier cosa sobre el
amor. Las preguntas que tenía pensadas eran un disparate
del tipo:
—¿Creés como Stonehaun que los músicos son postes
de telégrafo que captan mensajes cósmicos?
Yo había pedido la escenografía de un bar. Pero el canal
era un quilombo. Se habían colado más de doscientos pibas
y pibes que gritaban enloquecidos mientras nosotros inten-
tábamos hablar. Ni Calamaro me escuchaba a mí ni yo a él.
Andrés, tal como sospeché antes, no se acordaba de
nuestro encuentro en Córdoba y no tuvimos la menor onda
durante el transcurso de aquellos infernales minutos. Ter-
miné contando un chiste incomprensible sobre un partido
de fútbol que se estaba jugando en la nada. La formación del
cuadro nuestro era: Daniel Riga, Batato Barea, Néstor Per-
longher, el Vasco, Miguel Abuelo, Tanguito, Federico Moura
y Luca Prodan. Pero faltaba un delantero, y yo terminaba
diciendo:
—Indio Solari, ¿no tenés ganas de irte a jugar un parti-
dito al infierno?
La salida fue calamitosa. Fui tras Andrés Calamaro con
la intención de hablar con él. Pero afuera había un amasijo de
carne formado por más de un centenar de niños y niñas, y Ca-
lamaro empujado por sus guardaespaldas se subió a la limu-
sina y partió. Un patrullero estacionado estaba recolectando

261
presas para la cárcel, así que yo pegué mi cara a la del oficial
y le dije:
—Negro, bajá a esos pibes del patrullero.
—¿Cómo dijo?
—Te dije que bajés a esos pibes.
No sé de dónde apareció ni cómo, pero enseguida tuve a
mi lado al Gordo Rubén, mientras yo sacaba mi cocaína y me
la jalaba delante del yuta.
—Andá negro —le gritaba—, lleváme también.
El Gordo Rubén, mascando servilletas de papel y escu-
piéndolas, dijo simplemente:
—Cuidado... él es famoso.
Esa noche me convertí por un rato en Nippur de Lagash.
Acorralamos a los canas en el patrullero y en cuanto los
pibes reaccionaron comenzamos a levantar el auto con la in-
tención de darlo vuelta. Rompimos los vidrios y pateamos
cabezas por la ventanilla y mientras los yutas huían pidiendo
auxilio por la motorola, durante una cuadra fuimos campeo-
nes mundiales del rock and roll, me levantaron en andas y al
llegar a la esquina nos esfumamos como cucarachas entre los
vericuetos oscuros de la ciudad.
Y así, carne de neuropsiquiátrico o de balazo, fui des-
pidiéndome de la ciudad antes de irme a vivir a Chile. Inte-
rrumpía detenciones policiales en plena calle y me cortaba
con mi propia navaja la cara o los brazos para que no pudie-
ran detenerme. En la Comisaría 14 me consideraban un loco
y tenían prohibido detenerme.
Ya no era periodista, ni monologuista, ni conferencian-
te, ni rocker, sino un demente tirado en la calle, esperando un
cliente para su navaja.

262
QUINTA PARTE

La ciudad congelada
(Santiago de Chile, 1998-2002)
Desembarco en Liguria

Todos los profesores egresados de la universidad de la des-


esperación y todos los maestros en la destreza de la cace-
ría de oportunidades te recomiendan que cuando llegués a
una ciudad desconocida no pierdas tu tiempo visitando a los
contactos que te trajiste anotados en un papelito, ni mucho
menos recurras a los avisos clasificados para buscar casa o
trabajo.
Tenés que elegir un bar e instalarte allí permanecien-
do agazapado durante semanas si es necesario. La elección
del bar es muy importante, no debés equivocarte en eso que
puede decidir tu destino. Pero una vez instalado, has de per-
manecer hasta conocer a tu primer amigo o a tu primera
amante. Llegás a un país no en la fecha que señala tu pasa-
porte sino cuando el corazón de una amante o el de un amigo
te ceden paso y te lo permiten. He conocido tipos en España
y en Brasil que habían permanecido años en esos países sin
haber llegado nunca.
Es muy difícil equivocarse en la elección de un bar en
Santiago de Chile, cuya movida es muy reducida. Por tanto,
en los tan tan de cualquier boca a boca, te llega la informa-
ción necesaria.

265
El bar se llamaba Liguria y estaba en la calle Providen-
cia, en la esquina de Manuel Montt, un lugar estratégico.
Symns nuevamente huía de la catástrofe que lo per-
seguía en todas las circunstancias y en cada ciudad; fue-
ra ladrón o periodista, ídolo del under o chantajista, esta
siempre lo alcanzaba y cada vez lo hundía en un lugar más
profundo.
Fue a Chile con un plan precario pero potente.
Recordaba su llegada a Madrid justo con la muerte de
Franco, y la transformación mágica que sufrió la sociedad
cuando de un convento pasó a ser un burdel psicodélico de
experimentaciones. Había sido tan feliz en aquellos años que
se trasladó a Chile con la ingenua creencia de que asistía a los
últimos años de Augusto Pinochet, el último genocida sud-
americano que aún seguía insertado en la sociedad chilena,
manipulando poder.
Ingenuamente creía que si el dictador fallecía, de ser
posible en una extenuante agonía, los chilenos iban a pegar
un reviro violento del cartuchismo más hermético a la conga
más promiscua. Estaba convencido de que la figura de Pino-
chet era un emblema de la brujería que había congelado el
alma apasionada del pueblo chileno. Los chilenos que había
conocido en el exilio eran tipos locos y cuando comparaba
esas almas con la fuente genética que las había producido
no encontraba la correspondencia. El objetivo combativo
de Symns consistía en desbaratar aquel horrendo plan que
había atrapado las rutinas cotidianas de todos los chilenos y
que se llamaba «vida de supermercado».
Artistas y panaderos, drogones y amas de casa, literatos
y delincuentes, todos querían tener una vida normal, hoga-
reña, e ingresaban alimentos en su heladera como quien pro-
vee de misterios el futuro.

266
El fondartismo (la premiación económica por parte del
Estado a ciertos proyectos estéticos presentados) convertía
a todos los artistas chilenos en mendigos desvergonzados,
que adaptaban generalmente la ética e ideología de sus pro-
yectos a la mentalidad del jurado. El Estado y el artista son
como uranio y culo.
Ese era el plan de Symns, desbaratar todos aquellos in-
tentos por pagarse el arriendo. Sabotear los amarres, abrir la
caja de Pandora de los secretos sórdidos que sustentaban la
existencia de un periodismo servil.
En el bar Liguria, regenteado por un tipo encantador al
que llamaban Soprano por su identificación absoluta con el
personaje de la famosa serie de HBO, Symns instaló su cuar-
tel general. Puso toda su energía en construir una postura
entre triste y distante, como un boxeador que está preparado
para pelear por el título y nadie lo sabe. Llevaba varios años
interdictado por todos los medios de comunicación trasan-
dinos, castigado no por su escritura sino por el estilo de su
desborde existencial.
Sus primeros escarceos en Chile fueron una ráfaga de
acciones que lo instalaron en el lugar VIP del éxito y de la re-
compensa económica, en apariencia sin tener que abdicar de
sus ideas ni convicciones.
Claro que la cocaína fue tras sus pasos como un perro
faldero.
La cocaína se infiltró en la sociedad chilena en los úl-
timos años de la dictadura militar y tuvo su apogeo en los
primeros de la democracia. El consumo, tal como sucedió en
la primavera democrática alfonsinista en Argentina, se fue
expandiendo desde la cima de la pirámide social (artistas,
deportistas, periodistas, lúmpenes de la noche, empresarios,
etc.) hasta ir descendiendo por la escala social y llegar a las

267
bases. No solo en el bar Liguria la consumían todos los músi-
cos, actores, periodistas y amigos que lo frecuentaban, sino
que además en The Clinic, la revista que el Pato Fernández in-
auguró en sociedad con Symns, aquel compartía cierta forma
de consumirla con la intención de despertar inteligencia más
que derroches emocionales y descargas conversacionales.
El Liguria fue el búnker de Symns, su hogar, su paraíso.
Los mozos chilenos deben ocupar el último lugar en la aten-
ción de los clientes en el ranking de toda Sudamérica. Están
siempre del lado del patrón y no del cliente. Un buen camare-
ro no defiende su puesto de trabajo sino que trata de reivin-
dicar el prestigio de su oficio. Symns le devolvió con creces al
Liguria su hospitalidad. Un argentino inteligente y peligroso
no es habitual en Chile. Así que el bar se convirtió en un zoo-
lógico y Symns en una de sus principales fieras de atracción.
Los argentinos viajeros detestan Chile. Es muy difícil
que algún buscador de nuevos horizontes elija cruzar la cor-
dillera, porque además es dogma que los residentes chilenos
odian a los argentinos y en cuanto pueden los traicionan.
El bar Liguria comenzó a llenarse de estrellas que lo vi-
sitaban para conocer al argentino anarquista y drogón que
escribía notas sobre ese bar en cuanta ocasión tuviera. Fut-
bolistas famosos y actrices invitaban a Symns a tomarse unos
tragos en su mesa, además de políticos y rockstars y, sobre
todo, bellas damas que Symns siempre arrinconaba en algún
lugar y besaba arduamente sin que mozos ni clientes se atre-
vieran nunca a interrumpirlo.
Todos los famosos tomaban cocaína con discreción en el
salón VIP o en el baño tratando de no alertar a Soprano, que
también consumía pero perseguía al resto.
La vida de Symns en el Liguria consistía en romances
continuos, conversaciones ocasionales y propuestas de trabajo

268
interesantes. Si había líos los garzones lo defendían y si había
merca se la regalaban. Su otra sede era una lujosa champag-
nería en la esquina de Obispo Donoso y Providencia, donde
también se jalaba a menudo. El triángulo se cerraba con el
único y último boliche de rock que existe en Santiago, La Ba-
tuta, en Plaza Nuñoa.
A los pocos meses de su permanencia en Santiago, Sym-
ns ya era un columnista estrella en los diarios Últimas Noticias
y El Metropolitano. El Rumpy, prestigioso locutor radial, cuyo
programa «El chacotero sentimental» se había transformado
en un fenómeno de masas, lo invitó a participar en un proyec-
to narrativo de la Editorial Sudamericana como autor de las
historias que él capturaba de sus oyentes en la radio. Primero
Plaza Italia, el programa más exitoso de la TV Cable en Chile, lo
contrató como comentarista de libros, y posteriormente en las
mismas mesas del Liguria realizó una serie de exitosas entre-
vistas televisadas a las estrellas de rock. El propio Jorge Gon-
zález, el cantante de Los Prisioneros, la banda más prestigiosa
del rock chileno, se prestó a que Symns construyera un libro
de conversaciones que luego de terminado se negó a editar
indemnizando al argentino con casi 4500 dólares. Pero sobre
todo el increíble éxito de la revista The Clinic, que editó junto al
Pato Fernández, lo proyectó a cierta zona del reconocimiento
masivo que era desconocida hasta ese momento para él.
Le pedían autógrafos por la calle; en cierta ocasión el
carro de bomberos pasó a su lado y lo saludaron haciendo so-
nar la sirena con cierto código; en el recital masivo de Bersuit
Vergarabat fue invitado al escenario a recitar sus poemas, y
el público lo ovacionó. Las muchachas jóvenes se esforzaban
por mantener algún tipo de romance con él y los muchachos
se disputaban las conversaciones etílicas al borde del amane-
cer en el barrio de Plaza Italia.

269
Symns alcanzó finalmente el reconocimiento que mere-
cía y los beneficios económicos que tanto había despreciado
durante largos años de underground.

270
Todo lo tuyo cabe en una sola maleta

Fue increíble observar, con unos ojos paralelos y ajenos


a los míos, en cada una de mis aventuras cotidianas, cómo
lo obtenido en un período tan breve lo fui perdiendo en otro
aún más breve, casi en un solo round y por nocaut.
Recuerdo brumosamente los primeros indicios de mi
hundimiento. Cuando el propio Dardo, el dealer que en esos
días en Chile me llevaba una de las más ricas cocaínas obte-
nidas en los últimos años, me advirtió sobre lo que se venía22:
—Te estás quedando solo... ten cuidado, te tienen mie-
do y te van a joder.
Me emborrachaba a menudo, de una manera lúcida y
agitada, y por primera vez desde que me había iniciado en el
consumo perdía la memoria sobre ciertos eventos aconteci-
dos durante las refriegas nocturnas.
—Ayer en el Liguria insultaste a Solari, el ministro de
Trabajo, y además lo echaste de la mesa —me decía el Pato
Fernández.

22. Ver anexo «El Dardo, un malo entre los malos».

271
Solari era un aliado protector del proyecto The Clinic y
supuestamente no había ningún motivo para insultarlo y
mucho menos para echarlo de una mesa de bar siendo que él
podía perfectamente echarme a mí del país.
—Merecido se lo tendría —dije altivamente—, además
es algo que podré contar a los nietos que nunca tendré... El
abuelo echó a un ministro de su mesa...
En la feria del libro de Santiago, para defender a Roberto
Brodsky de las acusaciones que había realizado en su contra
un escritor y periodista de derecha, invité a los gritos a este
sujeto a pelear en la calle, pero él no fue capaz de responder
a mi feroz ataque.
Una de esas noches, se estaban realizando las elimina-
torias del Mundial de Francia y Argentina estaba jugando con
Paraguay, en Asunción. Entré a ver el partido a un bar al que
llamábamos el Tuguria, en alusión directa a su estilo total-
mente opuesto al Liguria, que se encontraba a pocos metros
de este. Era un boliche más salvaje, con clientes ebrios y be-
licosos. Así que cuando grité el gol de Argentina y escuché:
—Argentino culeado maricón... —fui hasta la mesa del
tipo ocultando un tenedor que había levantado de otra mesa
y se lo puse apretado contra el cuello:
—Oye, chileno del orto, no te metas conmigo.
El tipo estaba acompañado por varios colegas que de-
clararon en huelga su valentía cuando lo vieron en proble-
mas, pero en cuanto salí del bar descuidado y bravucón, me
embocaron un par de piñas terribles y terminé en el piso, cu-
bierto de sangre. Como un autómata, me levanté, tomé una
enorme piedra y seguí a la pequeña pandilla que se tomó un
taxi y se fue a La Batuta, en la Plaza Nuñoa.
Yo los seguí en otro taxi y cuando los vi entrar, arrojé la
piedra, pasé los controles y busqué un enorme cenicero de

272
vidrio macizo que había sobre la barra para usarlo de porra.
Así me encontraron Soprano y el Gonza, dueño de La Batu-
ta, y me encerraron en una oficina, donde destrocé la mesa
de vidrio del propio jefe, hasta que consiguieron subirme al
taxi y mandarme a mi casa. Durante varios días permanecí
indignado, en lugar de estar agradecido con mis salvadores
que me habían librado de una zurra mayor o, en todo caso,
de una denuncia por uso de elemento contundente en pelea
pública.
Con el Pato Fernández también mantenía habitualmen-
te discusiones de tono subido por su manera de llevar la re-
vista adelante. Siempre he sido un buen editor, en el sentido
de que hago real el diseño teórico que el director de una pu-
blicación ha propuesto. Nunca traicioné al Pato a ese respec-
to, pero con el correr del tiempo me fui dando cuenta de que
él no tenía ningún reconocimiento ni económico ni amistoso
para mí. Así que en las reuniones de redacción a las que so-
lían asistir Rafael Gumucio, Pablo Azocar, Roberto Brodsky,
Nibaldo Muchati y Guillermo Hidalgo, yo lo enfrentaba a los
gritos denunciando sus decisiones unilaterales y su falta de
interés por propuestas que le realizábamos.
Por otra parte, la biografía de la banda de rock Los
Tres, que estábamos redactando en conjunto con Vera Land,
arrostraba todo tipo de problemas económicos y también de
investigación. Debo reconocer, sin embargo, que mi enfren-
tamiento final con Álvaro Henríquez, a diferencia de otros
combates, como los que me llevaron a pelearme duramente
con The Clinic, fue absoluta responsabilidad mía. Álvaro era el
que me había contratado para realizar el trabajo y, si bien a
la larga no se sintió identificado con la línea escogida por los
biógrafos, no por ello dejó de cumplir luego con las promesas
realizadas.

273
Por otra parte, la manipulación de los dineros en The Cli-
nic ya resultaba evidente. Alejandra Bergman y el Pato Fer-
nández organizaron un par de eventos con la intención de
aumentar sus propios fondos, pero dejándonos a todos los
participantes de los mismos fuera de la recaudación. Duran-
te el transcurso de las famosas fiestas de la Independencia,
que se festejan en Chile como si fueran los carnavales cario-
cas, organizaron una ramada espantosa en un viejo teatro y
allí participé actuando junto a Álvaro Henríquez, Jorge Gon-
zález y el Cuti Aste, sin que siquiera nos convidaran un trago
de algún buen whisky. Pero el hecho más grave aconteció en
el fin de año del 2001, en un festejo organizado por Alejandra
Bergman en la cárcel vieja de Valparaíso. Volví a embriagar-
me. Utilicé el micrófono ubicado en el escenario para denun-
ciar el hecho de que se organizara tal festejo sobre la tumba
de los fantasmas de tanto sufrimiento, y además denuncié
que ni el cantante Buddy Richards ni yo teníamos whisky en
el camarín. Esa noche encontré a un muchacho dándole una
paliza a su novia en una de las celdas poco iluminadas. Con
un adoquín le partí la cabeza y salí huyendo junto mi amigo
el poeta Roberto Mahler.
Ya de madrugada, en la terminal de ómnibus de Valpa-
raíso, Mahler y yo intentamos romper a patadas las vidrieras
de un boliche donde no querían atendernos, y tuvimos que
salir huyendo antes de la llegada de los pacos.
En el diario Últimas Noticias, donde mi aparición siem-
pre despertaba manifestaciones de alegría, pronto comencé
a notar actitudes más recatadas y distantes, como si todos
los empleados hubieran recibido una circular avisando de mi
próximo desenganche con esa empresa.
Mi vida cotidiana todavía mantenía su ritmo fastuoso
de consumo de cocaína, ingesta de buenos whiskies y rones,

274
alquiler de películas, escritura incesante, visitas de amigos y
de alumnos de periodismo y salidas nocturnas.
Por otra parte casi todas las pandillas, ya sea de rockers
o de periodistas, estaban atrapadas por la versión más metá-
lica del sexo congelado. Recuerdo siempre la desesperación
inaudita de Jorge González, el cantante de Los Prisioneros,
cuando se jalaba en pocos minutos dos o tres papeles para
viajar a toda velocidad a su pequeña cárcel de contracturas,
donde la sexualidad más ominosa ocupaba el trono de su os-
curidad.
Desnudo en mi cama, que yo le prestaba para que se
masturbara mirando mi colección de videos porno, cada tan-
to me rogaba desconsolado:
—Henry... necesito que me penetres un poco, que me
entres por el culo... es una fantasía que tengo, necesito te-
ner piel con las personas que quiero —me rogaba Jorge, con
la pija erecta en la mano y los ojos hundidos en el desierto
de su fantasía.
En la casa de un conocido arquitecto que visitábamos con
mi amigo Manuel, el sujeto contrataba travestis todas las no-
ches. Manuel y yo nos manteníamos ajenos a aquellas fiestas;
mientras los demás cogían, nosotros jugábamos al ajedrez o
charlábamos serenamente sobre el futuro. Pero el arquitecto,
casado felizmente con una periodista que estaba de vacacio-
nes fuera del país, ensartaba el culo del pequeño travesti, y le
masajeaba la pija, o se la metía en la boca y resistía las arcadas
cuando el travesti se la empujaba hasta la garganta.
Parecían dos gimnastas de lo orgiástico, dos actores re-
presentando una tragedia insondable. La sexualización ex-
trema de las vidas de casi todos los cocainómanos responde a
un fenómeno que mi amigo Guillermo Montserrat ha deno-
minado «Efecto Brumoline».

275
Personalmente me mantuve ajeno lo más posible a
aquella enajenación colectiva que, por un lado, rompía los có-
digos morales que reprimían los deseos más recónditos, pero
por otro generaba comportamientos viles y desconsiderados.
Nadie fue nunca testigo de algún acto de depredación
sexual hacia ninguna prostituta, travesti o mujer de la noche
por parte mía. Prefería acorazarme en mi propia concupis-
cencia masturbatoria. Mientras realizaba tareas periodísti-
cas o simplemente literarias, o mientras estaba acompañado
de amigos en pleno carrete nocturno, mediante un control
muy sutil de mi mente yo evitaba todo contacto mental con
ese ardor denso y pegajoso que empieza a montarse sobre tu
zona genital. Pero al caer la noche y en la soledad de mi cuar-
to comenzaba a masturbarme siguiendo una metodología
antigua que fui perfeccionando con el tiempo:
a) Evitar la eyaculación hasta puntos extremos.
b) Mantener la excitación mediante un recambio con-
tinuo de fantasías y un perfeccionamiento del guion en que
estas están incluidas.
c) Desarrollar la acción imaginaria utilizando el tiempo
cinematográfico: mi compañera imaginaria y mi yo mismo
imaginario pueden encontrarse en distintas instancias del
día o de las semanas antes de explotar el orgasmo.
e) La identidad de uno y otro puede variar infinitamen-
te, mi compañera imaginaria puede ser otra mujer y yo mis-
mo puedo ser otro hombre cualquiera.
El goce incomparable que me producían estas pajas fue
alcanzando su mayor grado de intensidad hasta producir un
hecho completamente nuevo: estar encerrado hasta vein-
ticuatro horas en mi cama masturbándome una y otra vez;
llegué a tener hasta ocho orgasmos diarios en el transcurso
de ese período.

276
Aquel frenesí sexual, que en ocasiones me producía se-
veras heridas en el pene y sus adyacencias, fue afectando mis
relaciones laborales y personales con el entorno. Ese mun-
do imaginario necesita de mucha energía para conservarse
«casi real», así que no solo sos más hosco y desagradable, sino
que además deja de interesarte hablar, trabajar y hasta tener
encuentros inesperados con hermosas damas.

277
Un campeonato de fútbol

Quizá el último evento en el que Symns participó exitosa-


mente antes de que se desatara el temporal que terminaría
por expulsarlo de Chile, fue el campeonato de fútbol que or-
ganizaba Soprano, el dueño del bar Liguria, entre el personal
de todos sus bares de Santiago y Viña del Mar. Lo realizaba
todos los años, en una especie de camping en las afueras de
Santiago, con la participación de todos los garzones, lavaco-
pas, cocineros y personal administrativo de sus varios locales.
Además, invitaba a sus clientes más reconocidos y famosos.
Se trataba de una auténtica bacanal que incluía asados,
fiambres de todo tipo, consumo indiscriminado de vino y
otras bebidas y... el torneo.
El premio, además de medallas y una bonita copa, con-
sistía también en una importante suma de dinero. Cuando
los equipos se preparaban resultó que faltaba uno para po-
der sortear las parejas de equipos, así que Soprano solicitó
a sus amigos clientes que formaran uno. Todos los jugado-
res disponibles (actores, abogados, arquitectos, periodistas,
empresarios) eran drogones, y el director técnico que los co-
mandaba era el propio Symns.
Y así se inició el campeonato.

279
El inverosímil equipo de clientes fue bautizado con el
nombre de Deportivo Toxicosis y todos estaban convencidos
de que serían rápidamente eliminados. El primer rival de To-
xicosis llegó a la cancha con el rostro y el cuerpo pintados con
colores de guerra como si se tratase de los Springboks de Sud-
áfrica, dispuestos a arrasar a aquellos muchachitos cuicos.
Toxicosis se impuso con toda comodidad por 3 a 0. El
segundo equipo resultó aún más fácil y entonces se impuso
por un categórico 5 a 0.
En las semifinales se enfrentaron al rival más difícil;
eran todos grandotes y la movían bastante bien, así que ape-
nas si empataron 2 a 2, y en los penales, Toxicosis se impuso
por un score de 4 a 2.
Aquellos insólitos resultados demostraban que el tra-
bajo nunca es bueno para el desarrollo de las artes y el buen
juego y que la drogadicción y la mala vida no siempre son es-
cuela del desastre.
La final de aquel campeonato fue durísima. En el equipo
contrario, el que se había mostrado como el mejor del torneo,
jugaba casi la totalidad del Liguria de Manuel Montt, es decir
todos los garzones y personal de cocina y de barra que habi-
tualmente atendían a sus rivales. El DT Symns discutió con
los integrantes de su equipo la conveniencia o inconveniencia
de vencer en aquella final: podían ganarse la antipatía defini-
tiva de sus proveedores, que incluso podrían depositar mu-
cosidades en la comida en venganza por una derrota.
—Por lo menos eso es lo que haría yo —confesó Symns.
Pero los integrantes de Toxicosis querían imponerse
de cualquier modo ya que habían llegado a aquella instancia
decisiva. Ninguno de ellos había ganado ningún premio ni
torneo de nada. Era la oportunidad de tomarse revancha con
el destino.

280
El partido fue vibrante y luego de que el dominio del
juego fue cambiando de mano, volvió a terminar empatado
2 a 2. De común acuerdo, se decidió evitar los penales y jugar
dos pequeños tiempos cortos y liquidarlo por gol de oro. Es
decir, el que metía el primero era el campeón.
Terminó el primer cortito y cuando ya se acercaba el fi-
nal del segundo, una combinación perfecta entre los jugado-
res de Toxicosis acabó con un impresionante gol. Los gana-
dores dieron su vuelta olímpica ante la decepción y el oculto
resentimiento del personal de todos los bares Liguria.
El DT Symns, a todo esto, víctima de una reacción con-
tradictoria que lo hacía sentir alegría por el triunfo y tristeza
por la derrota de los rivales, se ocultó en un galpón abando-
nado donde fue encontrado por Sonia, una hermosa camare-
ra completamente ebria que se arrodilló ante él y mirándole
los dedos de los pies que estaban al desnudo le dijo:
—Usted tiene las mismas uñas gastadas de mi padre...
yo las veía casi todos los días
—¿Por qué las veías? —le preguntó excitado Symns.
—Porque cuando yo tenía diez u once años, casi todos
los días mi padre acostumbraba a arrodillarme entre sus
piernas y a hacer que se la chupara y mientras se la chupaba
yo me quedaba mirando sus uñas detalladamente...
Y allí mismo, cayendo el atardecer sobre la fiesta, Sym-
ns experimentó las agradables sensaciones que muchos
años antes había obtenido el padre de la muchacha. Fue uno
de los últimos días de auténtica camaradería con el elenco
estable del bar.
Pocas semanas después estaba en el Liguria con dos
amigos, el escritor Pablo Azocar y el periodista Andrés
Aguirre, cuando estos fueron atrapados en el baño de caba-
lleros jalando cocaína. Sacados de allí con evidente actitud

281
hostil y a punto de ser expulsados del bar, Symns hizo un es-
cándalo de los mil demonios. Se jaló una línea en público y
acusó de sapos a todo el personal (incluyendo a Soprano, en
ese momento circunstancialmente ausente).
Aquella incontinencia verbal le costó el despido definiti-
vo de ese bar donde había constituido su hogar nómade.
A partir de esa noche, las desgracias comenzaron a su-
cederse.

282
Manuel

Estaba completamente seguro de que todas las tormentas del


mundo se desencadenarían sobre el inestable rumbo de mi
viaje en cuanto Manuel se fuera de Chile. Durante casi dos
años habíamos sido tan compinches que yo, a través de su
presencia, había olvidado todas mis decepciones anteriores.
Manuel fue uno de los tipos más sólidos que tuve opor-
tunidad de conocer en Santiago. Él había sido un guerrillero
decepcionado, un combatiente duro y atrevido que nunca
le escapó al peligro en auténticos enfrentamientos con la
dictadura. Posteriormente al desencanto político, se hizo
asiduo consumidor de cocaína. Y comenzó a frecuentar los
barrios más marginales de la ciudad hasta transformarse en
un auténtico choro, un justiciero callejero, un tipo capaz de
sacarle la cresta al rival más pintado. Como dos náufragos
sociales recorríamos distintos ambientes, bares y fiestas,
artistas y delincuentes, sin sentirnos afines a ninguno. Éra-
mos dos extranjeros recorriendo las calles y pasadizos de un
país de pasiones estranguladas y coartadas inverosímiles,
ajeno a sí mismo, incapaz de espejarse en el accionar de sus
protagonistas. Manuel, chileno que siempre había vivido en
Santiago, se sentía mucho más extranjero que yo. Todas las

283
actitudes hostiles de los santiaguinos hacia mi persona lo
herían como si fuera el blanco de aquellos ataques.
En la ocasión en que, en el bar Tuguria, tres descono-
cidos me dieran una paliza durante el desarrollo del partido
Argentina—Paraguay, Manuel me volvió loco obligándome a
recorrer noches y bares en busca de los sujetos para darles su
merecido.
Cierta vez, muy tarde, nos encontrábamos en el Prozit,
uno de los pocos boliches en Plaza Italia que permane-
ce abierto toda la noche; estaba lleno de serenos travestis
y tipos pesados que buscaban camorra con los clientes sin
motivo alguno. Se encontraban arracimados en una mesa
en diagonal a la nuestra y eran cinco o seis además de dos
muchachas que los acompañaban intentando ganarse la
vida. Repentinamente, uno de ellos reconoció mi rostro y
comenzó a hacerme señales con su lengua en una evidente y
directa provocación que por supuesto yo obvié atender ante
el aspecto y cantidad de los pendencieros.
Pero Manuel se había percatado de mi malestar y con un
gesto brusco, giró su cuerpo y pudo observar el gesto con que
mi enemigo eventual se complacía en humillarme. Se arregló
la corbata frente a un espejo invisible (a Manuel le encanta-
ba andar trajeado, disfrazado bajo un aspecto de empleado
público o gerente administrativo) y, guiñándome un ojo, se
levantó y pidiendo permiso se sentó a la mesa de los sujetos,
enfrentado al tipo de los gestos.
La música del local sonaba muy fuerte y no llegué a es-
cuchar la conversación, pero sí pude observar la expresión de
pavor de Míster Lengua, mientras Manuel simplemente le
hablaba y mantenía abrazados a los otros sujetos que lo ro-
deaban con tal fuerza que estos apenas si podían respirar. La
escena en sí duró un minuto o dos. Míster Lengua enseguida

284
vino hasta mi mesa acompañado por Manuel y se deshizo en
disculpas.
Manuel y yo planeamos en varias ocasiones nuestro es-
cape de Chile, pero nunca llegó a concretarse. Yo estaba cla-
vado en mi legendario lugar de contestatario mediático y él
comenzó a montarse casi sin darse cuenta en un romance
fatal con una amiga en común con la que lenta pero vigorosa-
mente comenzaron a organizar su escapada de Chile.

285
Un día en la vida

ESCENA 1 — Panorámica de la ciudad, amanecer.

Amanece sobre la ciudad de Santiago, el sol recién se perfila


por sobre la cordillera. Sus rayos se reflejan sobre los vidrios
del ventanal del departamento de Manuel, en el barrio de
Nuñoa.

ESCENA 2 — Interior. Departamento de Manuel.

Es la habitación de Manuel, que vive en un departamento


amplio; su cuarto parece encontrarse ordenado, pero en rea-
lidad ha sido peinado superficialmente luego de una noche
de masacre. Sobre la cama y desperdigadas por el piso des-
cansan, algunas abiertas y otras cerradas e hinchadas, las
valijas preparadas para ser llevadas al aeropuerto; también
hay una variedad de objetos en fila (anotadores, máquinas de
afeitar, juego de ajedrez, naipes, etc.) que aún no han encon-
trado lugar en las maletas y bolsos. Manuel está sentado en la
cama semivestido hablando por el celular mientras juguetea
con un sobre de donde ha sacado documentos y pasajes y los
revisa. El reloj de la mesa de luz marca las siete. Tiene una

287
respetable resaca, pero el viaje que le aguarda lo mantiene
en tensión.

Manuel (por el celular): Sí, nena, la estoy viendo aquí mismo,


tan dormido no estoy, las estoy viendo, están las visas, no sé
cómo se coló la tuya en este sobre pero está aquí, engancha-
da con un clip... Voy a comprar los dólares ahora en cuanto
abran los bancos, Henry conoce un tipo en un hotel que nos
puede pagar unas monedas más. ¿Al cambio de hoy? No sé...
¿Cinco mil dólares? Dime, no es por interés sino por avaricia,
¿te dio el cheque tu padre, cierto? Podríamos delirarnos un
par de días en Ibiza... Ya sé, Susi. Es la fuerza de la costum-
bre, no podemos delirarnos...

Mientras habla, Manuel se reincorpora, va al baño, encien-


de la luz y se observa en el espejo haciendo muecas. En un
momento determinado y sin dejar de hablar, se observa más
obsesivamente, como en un ejercicio de evaluación profunda
que suele realizar, y juzga la catástrofe; finalmente se hace
una seña aprobatoria. Continúa hablando, entra al comedor
y allí se encuentra con las auténticas huellas de la guerra noc-
turna; es un caos completo, cigarrillos apagados en la alfom-
bra, vasos derramados, decenas de disquetes desparramados
por el piso, botellas. En un sofá, desnudo y frente a la pantalla
de la TV se ha quedado dormido Henry acariciándose el pene
con una película porno superdark que Manuel se queda mi-
rando unos segundos mientras habla. Luego empuja con el
pie a Henry que se despierta, paranoico, de un salto.

Manuel (por el celular): Guardé toda la ropa de invierno en


la valija grande de tu mamá, me parece un disparate llevar
ropa de invierno y de verano en lugar de... Ya sé que me lo

288
explicaste muchas veces, pero hay cosas que por más que me
las expliquen me parecen un disparate, andar como gitanos,
cargados como camioneros... Bueno, está bien, no te vuelvas
loca, no es que quiera discutir... ¿Mi hermana, Gladys? ¿Qué
huevadas quería decirte esa perra?... Sí, será mi hermana,
pero, ¿es una perra o no es una perra?... Como quieras, esa
perra de mujer que es mi hermana no quiere que viajemos,
qué tiene que contarte nada de mamá. Mamá se va a poner
mejor, es todo una cuestión psicológica esta recaída, porque
nos vamos... No, no le dije que era para siempre ni nada de
eso, pero viste como es mamá, algo se imagina, a los ochenta
años a una persona le dices tres o cuatro años y le parece para
siempre. Joder, tres o cuatro años es para siempre.

ESCENA 3 — La cocina del departamento de Manuel.


Amanecer.

Manuel ha entrado en la cocina y con el celular enganchado


en el hombro trata de preparar café, buscando entre el caos
tazas, cucharas y demás implementos.

Manuel: Sí, te paso a buscar por tu casa a las cuatro de la ma-


ñana así vamos juntos al aeropuerto y, de paso, me despido de
tus padres... ¿Qué? Dijimos que no, que nada de despedidas.
¿Por qué ese cambio de planes, qué tienen que venir tus pa-
dres al aeropuerto si quedamos que nada de despedidas? Ni
siquiera a mis amigos les permití que vinieran con lloraditas y
huevadas al aeropuerto... Odio esa tarjeta postal cartucha de
los parientes inundando el aeropuerto de sonrisas lloronas.

En ese momento, buscando la azucarera entre la montaña


de loza, decide abrir la puerta de la alacena. Adentro está

289
Daniel Aráoz, apretujado contra el fondo, en pleno ataque
de pánico. Manuel sufre un terrible susto y da un grito; Da-
niel adentro de la alacena también grita. Manuel tapa la bo-
cina del celular.

Manuel (retrocede y casi por impulso busca un cuchillo en la


pileta): ¿Quién mierda eres? (Gritando.) ¡Henry, hay un tipo
en la alacena!

Henry, ya semivestido, aparece caminando con suma tran-


quilidad, se asoma a la alacena y sonríe cuando ve a Aráoz.

Henry: Dany... ¿Qué hacés acá?

Daniel: No sé...

Henry (a Manuel): Es Dany.

Manuel: ¿Y qué hace acá? No lo conozco...

Henry (a Daniel): ¿Cómo llegaste acá, Dany?

Dany: No me acuerdo...

Henry (a Manuel): No se acuerda, Dany es así. (A Dany) No


tenés que tomar merca, Dany, te hace mal. (A Manuel, suave
y cariñosamente) Es Daniel Aráoz, el actor argentino, miralo
bien, Dany es del clan del closet, ¿entendés? Se pone loquito
y se esconde en los roperos... es inofensivo... (A Dany) ¿Tenés
un saque? (Daniel niega con la cabeza y con la misma tran-
quilidad, Henry sale de la cocina).

290
Manuel recuerda el celular y vuelve a hablar con Susana.

Manuel: Nada mi amor, estoy muy nervioso y sonó el portero


eléctrico y me pegué un susto... es el portero que quiere subir
a dejar en claro las cuentas de los gastos comunes durante
este año, ya le dije que el departamento queda en manos de
la perra de mi hermana pero tú sabes cómo es Jacinto de ob-
sesivo... ¿Tengo que jurarte? Nena, ¿crees que estoy tan loco
como para seguir jodiendo con la suerte y ponerme loco el
último maldito día en Chile? (Eufórico) ¡Susi, nos vamos de
este país de mierda, amor, nos vamos!... Te llamo más tarde
nena, un beso.

ESCENA 4 — Departamento de Manuel. En el comedor.

Están Manuel, Henry y Daniel sentados en el sillón donde


dormía Henry. Están vestidos y preparados para salir aunque
la decisión de exponerse a la luz del día es difícil. Henry hojea
obsesivamente una revista Hustler capturando tetas, culos y
vaginas con su mirada ávida. Daniel está colocado como si
fuera un niño o un robot en el sillón tratando de parecer nor-
mal. Henry y Manuel no le prestan mucha atención.

Manuel (apurando a Henry): ¿A qué hora podemos ir a com-


prar los verdes?

Henry: Me voy a poner gordo como Maradona y me van a


internar en Cuba... una noche de estas me voy a hacer tanto
la paja que el pico me va a estallar... tengo diez kilos de tris-
teza que son como una grasa que me presiona el corazón...
y un huevón traidor que era mi amigo lo único que quiere es
una huevada de dólares para escaparse a España...

291
Manuel: Siempre fuiste panzón, siempre fuiste pajero y
siempre estuviste triste. Tengo un día superdifícil... no lo
hagas más difícil. ¿O lo que quieres es ponerte maricón el
último día?

Henry: ¿Qué? ¿No vamos a hacer el carrete de despedida?

Manuel: Ya hicimos siete fucking despedidas, Henry.

Henry: ¿Tenés un saque para salir?

Manuel: No tengo ningún maldito saque y además no pien-


so traicionar mi decisión, ninguna fucking despedida más.
Ningún jale nunca más...

Henry: ¿Sabés algo de magia?

Manuel hace gestos de no entender. Henry se levanta y em-


pieza a recorrer el departamento como un sabueso, simulan-
do estar siguiendo una pista, abre y cierra cajones, Manuel lo
persigue tratando de detenerlo. Henry entra al baño y revisa
minuciosamente bajo la repisa del espejo, luego sale del baño
y se encamina al dormitorio, observa dubitativamente entre
los libros de una pequeña biblioteca. Ahora Manuel está real-
mente sorprendido, lo sigue atentamente. Henry recorre los
libros con un dedo hasta que finalmente abre Pulp, de Charles
Bukowski, y adentro encuentra un diminuto papel.

Manuel: ¿Qué mierda es eso?

Henry (desenrollando con cautela el papelillo, con una pícara


sonrisa): Esto es tu motivo para irte a España.

292
Manuel: No me digas, hijo de perra, que tienes un escondite
de merca en mi casa.

Henry: Tengo un escondite de merca en todas las malditas


casas, en Buenos Aires tengo uno en la casa de mi mamá que
me está esperando hace dos años y también tengo un escon-
dite en la casa del amigo traidor que se va para siempre (jala
cocaína y luego da un gran suspiro de tranquilidad, su rostro
se pacifica).

Manuel: ¿Siempre tuviste un escondite de merca en mi casa?

Henry: Llegó la hora de las confesiones de despedida. Siem-


pre no... hace como tres meses. Lo voy cambiando de lugar
para que nadie lo encuentre...

Manuel (se pone histérico al ver la merca): ¡Por esto me voy


a la mierda!... ¿Qué hay que hacer en Santiago? ¿Quemar la
libreta de teléfonos porque todos los que están en la libreta
toman merca? ¿Cuántas veces dijimos que había que dejar la
merca, Henry? Estuve a punto de perder a Susana, mi madre
estuvo enferma todo el año y ¿cuántas veces fui a verla? ¡Nun-
ca! ¡Me pasé cada día del año esperando al dealer! (Bajando la
voz). Dime, ¿cómo está ese jale?

Henry (extendiéndole el papelillo): Riquísimo...

Manuel pone las manos adelante protegiéndose de la oferta.


Daniel tímidamente se aproxima asomándose y extiende la
mano pidiendo.

293
ESCENA 5 — Departamento de Manuel.

Henry y Manuel ya están vestidos elegantemente, listos para


salir.

Manuel: ¿Y Daniel, qué hacemos con Daniel?

Henry: No puede salir en ese estado a la calle... tenés que de-


jarlo adentro.

Manuel (bajando la voz): ¿Pero este tipo no está un poco chi-


flado? ¿No hizo desastres en Buenos Aires?

Henry: Dany es un santo...

Manuel y Henry se acercan a observar a Daniel que mira te-


levisión en el sillón, zapeando sin parar, saltando de canal
en canal.

Manuel: ¿Y por qué mierda tienen que caer estos locos de atar
en mi casa?

Daniel lo mira apenado.

Henry: Pedile disculpas, huevón... Es Dany. Dany es una ins-


titución....

Manuel mira estupefacto a Henry y luego a Dany. Henry le


hace una seña para que lo haga.

Manuel: Danielito, discúlpame si te ofendí... Cuida la casa,


no atiendas el teléfono ni el timbre.

294
ESCENA 6 — Exterior. Auto. En la calle, avanza la mañana.

Henry va manejando un auto grande y viejo bastante estra-


falario, en el stereo hay una ópera que canturrea mientras
mueve en el aire la mano libre. Manuel está hablando por el
celular.

Manuel (por el celular): Sí, mamá, voy a ir almorzar, por fa-


vor no me pidas que te diga una hora porque estoy haciendo
todos los trámites del mundo... Pastel de humita está bien
mami, no creo que Susi pueda venir a almorzar, está muy
ocupada también... No, mamá, no me vuelvas loco: Susana
te quiere, cómo no te va a querer. Lo que pasa es que este viaje
es muy loco... Sí, mamá, puse el poncho de la tía Ivonne, me
ocupa toda la valija pero lo puse.

Henry hace unas maniobras bruscas y mientras conduce con


una mano con la otra abre el papelillo y se da otro saque y
convida el papelillo a Manuel, que se niega rotundamente.

Henry (hablando en voz alta): Así es como terminan todos los


partidos, con el dictador invitado al estadio, el nene hablan-
do por teléfono con su mamá, un tipo solitario preparándose
para largos y fríos inviernos en soledad y una merca delica-
dísima como el choro de una colegiala desperdiciada por el
amigo traidor.

Manuel (a Henry): ¿Quieres cortarla? (Al celular) Mamá, me-


jor hablamos personalmente, voy a ir a almorzar, te lo juro,
te llamo un ratito antes así calientas la comida, mami, por
favor, no quiero comer mucho, sabes que los viajes en avión
me descomponen... ¡Los aviones chilenos no se caen, mamá!

295
Manuel corta el celular, abre un sobre lleno de dólares y se
pone a contar.

Manuel: Así que conseguiste un buen cambio...

Henry: No tengo la menor idea.

Manuel: Qué me dijiste, que conocías a un tipo... (Se inte-


rrumpe, vuelve a contar). Acá hay 4800 dólares... Faltan por
lo menos 200.

Henry: Sí, dejé 150.000 pesos aparte, el dealer se pone ner-


vioso con los dólares...

Manuel (gritando): ¡¿Vas a comprar merca con la plata de


mi viaje?!

Henry: ¿Vamos a despedirnos y yo voy a pagar el festejo?

ESCENA 7 — Exterior. Plaza Nuñoa. Cerca del mediodía.

Henry está sentado en un banco de la plaza hojeando los


desnudos de la Hustler con absoluta tranquilidad mientras
Manuel se pasea nerviosamente.

Manuel: Tú estás completamente loco. Se nos fue la mañana


y estamos esperando al ácrata de Yhony.

Henry: ¿Y qué son las tantas cosas que tenés que hacer en este
hermoso e inolvidable día?

Manuel: Tengo que... tengo... tengo que no hacer nada, tengo

296
que estar tranquilo esperando que pase de una vez el maldito
día y llegue la asquerosa noche y pase la estúpida madrugada
y me suba al maravilloso avión.

Henry: Además no estamos esperando a Yhony. Yhony últi-


mamente está vendiendo mierda y cortona.

Manuel: ¿Y a quién esperamos?

Henry: Gente fina... Washington.

Manuel: ¡Washington! Volviste a comprarle a ese demente,


ese tipo es un circo ambulante con los leones sueltos y a ti se
te ocurre comprarle a Washington.

Henry: Tendrá los sesos un tanto quemados, pero tiene una


merca tan fina como un paisaje de van Gogh.

Manuel (grita mientras se aleja de la plaza): ¡Los paisajes de


van Gogh son una pesadilla!

ESCENA 8 — Exterior. Vereda y vidrieras.

Manuel cruza la calle vertiginosamente y se enfrenta a una


vidriera donde simula contemplar artículos hasta que, cuan-
do cree que nadie lo observa, ve su reflejo en la vidriera. Ve
su rostro distorsionado por el vidrio y se asusta un poco. Se
hace una severa advertencia con la mano. Un viejo lo está ob-
servando y Manuel simula saludar a alguien dentro del nego-
cio. Sin dejar de observarse, se separa de la vidriera y vuelve
a buscar a su amigo.

297
ESCENA 9 — Exterior. Calle y plaza. Mediodía.

Cruza la calle y mientras se acerca a la plaza observa a Henry


que está escuchando atentamente a Washington. Washing-
ton es un personaje estrafalario, no parece en modo alguno
un dealer, más bien un gurú o un adepto a una secta religio-
sa, su manera de vestir y su actitud callejera son muy flower.

Washington (sin interrumpirse ante la llegada de Manuel a


quien saluda con un abrazo): Cuando sintonizas cierta fre-
cuencia lamentablemente quedas atrapado en las redes de
la Red...

Manuel: ¿La Red? ¿Qué coño es la Red?

Henry: La Red, hombre... la Red es la Red (hace gestos de se-


guirle la corriente a Washington).

Washington: Nunca en tu vida viste por la calle un auto francés


Renard, modelo 1999, ¿no es cierto? Ni nunca lo vas a ver, pero
lo que pasa cuando te compras un Renard es que a cada rato
te cruzas por la calle con otros como el tuyo, incluso puedes
cruzarte con un Renard exactamente igual al tuyo. Lo mismo
pasa cuando te cruzas con ciertos pensamientos en tu cerebro,
entonces cuando piensas esas cosas raras te encuentras en la
Red: son los controladores aéreos de todos los vuelos mentales
de todos los locos del mundo... Hace un rato cuando me llamó
Henry al celular estaba entrando a un bar y me atrapó la Red...

ESCENA 10 — Exterior. Por la calle.

Washington se está acercando a un bar cuando suena el celular.

298
Washington: Sí, aquí Washington. ¿Qué haces, Henry, qué
necesitas? ¿Ostiones o locos...? Locos, bueno. ¿Cuántos lo-
cos? Cinco locos, okey, ¿dónde estás?

Washington entra al bar y a partir de ese momento se escu-


cha su voz en off mientras interactúa con los clientes.

ESCENA 11 — Interior. Bar.

Washington (en off): Es el Baamonde, voy todos los días al


Baamonde, es un lugar agradable, tranquilo, familiar, me
siento como si volviera al reposo de la niñez cada vez que
entro ahí.

Se ve el bar mañanero, con los clientes amables, el mozo


simpático pone una sonrisa servida en plato en primer pla-
no, el dueño del bar también sonríe y ofrece un trago desde
la barra.

Washington (en off): Pero esta mañana fue una pesadilla...

ESCENA 12 — Interior. Bar.

Se repite la conversación telefónica con Henry.

Washington: Sí, aquí Washington. ¿Qué haces, Henry, qué


necesitas? ¿Ostiones o locos...? Locos, bueno. ¿Cuántos lo-
cos? Cinco locos, okey, ¿dónde estás?

Entra al bar, todavía hablando por el celular. El lugar es si-


niestro, lleno de sombras, el mozo se oculta tras el teléfono
con expresión de desconfianza y lo espía, los parroquianos se

299
dan vuelta y lo miran duramente, inmóviles, el dueño del bar
hace un gesto reprobatorio con la cabeza como condenándo-
lo, todo el bar queda en suspenso, mientras por el televisor
del bar se ven las imágenes del noticiero.

Voz del locutor: «El narcotraficante, responsable de la des-


trucción del cerebro de quizá más de mil chilenos, algunos
de ellos menores de edad, otros hombres casados y con hijos,
también jóvenes promesas del rock y del deporte, el desal-
mado narco utilizaba el bar de su infancia para vender sus
mortales drogas... ».

Mientras la voz del locutor de TV continúa con su discurso,


todo el bar se cierne sobre la endeble figura de Washington
que está paralizado y apenas si puede moverse en cámara
lenta.

Washington (en off, superpuesta a la voz del locutor): Que-


dé paralizado como si una mano cruel se hubiera clavado en
las raíces de mi espina dorsal, estaba metido en la situación
como un insecto atrapado en la tela invisible de los fantasmas.

Voz del locutor: «El narco, que se disfrazaba de buen vecino


y de persona normal, utilizaba las más astutas e impiadosas
estrategias para vender la droga y con ello lucrar con la des-
trucción de todas esas almas atrapadas por la enfermedad
delictiva y pecaminosa de la droga...».

Washington consigue desasirse de la parálisis y estalla ante el


asombro de los parroquianos a quienes ahora se ve normales
y sonrientes como la primera vez.

300
Washington: ¿Qué les pasa? ¿Quiénes se creen que son?
¡Zombies! Duermen encerrados en esos ataúdes que ustedes
llaman vida y me ven a mí aquí, llameante, porque eso es lo
que vendo, vendo fuego, vendo llamas, ¿se dan cuenta?, eso
es lo que vendo. ¡Vendo fuego! Vendo fuego para calentar este
maldito invierno chileno...

ESCENA 13 — Exterior. Plaza Nuñoa. Mediodía.

Washington ha terminado su relato. Se produce un silencio


total. Manuel y Henry se miran estupefactos.

Henry: Y... decime, Washington... cuando entraste al bar y


armaste todo ese tremendo quilombo... ¿habías tomado un
poquito de eso que nos venís a vender?

Washington: Sí, un poquito me tomé, un poquito de fogo-


nazos.

Manuel y Henry (al unísono): ¡Diez gramos! ¡Danos diez!

ESCENA 14 — En el auto. Mediodía.

Van los dos recolocados, duros, con la mirada perdida en el


placer de su viaje mental. Están escuchando un rock and roll
poderoso de Dream Theater. Están esplendorosamente co-
nectados entre sí.

ESCENA 15 — Teletrack. El reloj marca las 2.30 p.m.

La acción transcurre en un teletrack, la carrera en la que Ma-


nuel y Henry han apostado está por disputarse. Henry está

301
frente a la pantalla, muy duro, esperando la largada, mien-
tras Manuel a un costado habla por el celular.

Manuel (por el celular): Tuve unos pocos gastos a último mo-


mento en el departamento, nena; unos pocos pesos, sí, unos
doscientos dólares que le dejé a Jacinto para los gastos del
año de la Gladys que, como tú dices, al fin y al cabo es una pe-
rra, pero es mi hermanita. Yo me peleo mucho con ella pero,
mierda, es mi hermana, ¿o no?

En ese momento se larga la carrera y se va escuchando la


transmisión. Manuel y Henry han apostado al caballo núme-
ro 8, La Red.

Voz del locutor: «Largaron, en los primeros tramos, por los


palos, va primero el 6, Humanitario; segundo por afuera el 1,
Viajante Tom; en tercer lugar se coloca el numero 11, Fintoso,
mientras que en el medio se ubica el 8, La Red...».

Henry (agitando la mano): ¡Vamos, La Red!

Manuel (por el celular): Son los ruidos de la calle, mi amor...


mejor te llamo luego... ¿Que dónde estoy? (Enojándose).
¿Pero qué mierda de pregunta de mierda es esa? (Dándose
cuenta del error). Perdóname mi amor, son los nervios del
viaje, no nos pongamos locos...

Voz del locutor: «Los competidores están por tomar la última


curva, en el primer lugar se ubica ahora Viajante Tom, tres
cuerpos de ventaja sobre el 8, La Red, que comienza a atrope-
llar por afuera…».

302
Henry (gritando desaforadamente): ¡La Red para todo el
mundo! La Red, vamos Castillo, empuje Castillo, empuje.

Manuel (mirando la carrera y entusiasmándose): Mi amor,


estamos nerviosos, no nos peleemos por teléfono, te llamo
en un rato. ¿Cómo «qué mierda es un rato»? Un rato quiere
decir una mierdita de tiempo... (Corta).

Voz del locutor: «Continúa Viajante Tom en la punta, lo va al-


canzando en los últimos cien metros el número 8, La Red...».

Henry y Manuel (gritando como locos): ¡Vamos La Red!...

El caballo número ocho atraviesa ganador la llegada y los


amigos se abrazan alborozados.

ESCENA 16 — Interior de un burdel, después del mediodía.

Un típico bar-departamento de putas y copetes, con un pe-


queño escenario en donde bailan mujeres que van desnu-
dándose. La música está bastante fuerte. El ambiente es
bien duro. Las putas son de calidad, no hay muchas y casi
todas merodean las dos o tres mesas ocupadas que hay en
el local, pero especialmente la de Manuel y Henry que han
demostrado gastar bien el dinero. La mesa en donde estos se
encuentran está llena de copas y tragos. Ambos están super-
merqueados. Henry coquetea con las chicas y observa obsesi-
vamente el show del escenario, mientras Manuel habla como
una ametralladora en una especie de soliloquio alucinado.

Manuel: No llevamos mucho dinero, pero tampoco necesita-


mos tanto, con lo que la universidad de Valladolid le paga a

303
Susana por hacer la especialización en partos conflictivos po-
demos vivir perfectamente. Me refiero a tener pagos la casa y
la comida y yo, por fin, voy a poder dedicarme de una vez por
todas a completar mi estudio sobre la historia de las narrati-
vas violentas e irrupcionales, desde el Marqués de Sade hasta
American Psycho. Por otra parte seguramente podremos con-
solidar nuestra pareja pero siguiendo caminos heterodoxos,
¿se entiende, no? Es decir, una pareja antisimbiótica, fugada
del circuito cerrado enajenado de la convivencia, nos crea-
remos mutuos espacios de proyección individual, ¿cachai?
España es un país extraordinario, de una inteligencia excep-
cional para vivir la intensidad de la existencia.

Henry (que ha seguido el monólogo aburrido y disgustado):


¿En Valladolid? Viví varios años en España... En Valladolid,
según las estadísticas, el último pedo que se tiraron con olor
fue en el año 1956... ¿Con qué carajo te vas a sacudir en Valla-
dolid cuando te aburras del choro de Susana?

Manuel: Henry, la coca es una mierda, Tú sabes que es una


mierda, cuántas células grises estamos quemando y cuántas
más vas a seguir quemando cuando me vaya... Cada día esta-
mos menos inteligentes.

Henry: Y para qué carajo quiero yo unas piojosas células


grises que lo único que saben hacer es conversar huevadas
mientras mi mejor amigo se va para siempre. Me paso la
vida yéndome de un país a otro, viendo cómo mis amigos
se van...

En forma repentina, Henry se larga a llorar. Manuel mira


para todos lados avergonzado, mientras los clientes y los

304
mozos no dejan de mirarlos. Tratando de simular y al mismo
tiempo emocionado, Manuel le agarra la mano.

Manuel: Te vas a venir a vernos a España, hombre... renuncias


a The Clinic, le pides unos pesos al Pato y te vienes, un hombre
de recursos como tú. Si es necesario te arreglo el pasaje desde
allá que me va a salir más barato... Vamos, hombre.

Henry (cortando violentamente su llanto, con una sonrisa cí-


nica): La cocaína en España vale cien dólares la dosis, ni en
pedo voy a España... Huevón, no te habrás creído que estoy
llorando, estoy haciendo circo para las Tetas Brincantes de la
mesa de atrás...

Hace un gesto risueño y saluda moviendo los dedos. La rubia


de pechos grandes de la mesa de atrás sonríe.

Manuel (sonriendo seductoramente a la rubia): ¡Eres un pajero!

Henry: En esa boca entran siete pingas...

Manuel: Cuando tomas merca tu pico tiene el tamaño de una


lenteja.

Henry: Pero caliente como una brasa.

Manuel: Finito como un fideo.

Henry: Truculento como un asesino.

Manuel: Blando como la caca.

305
Henry: Habilidoso como Maradona.

ESCENA 17 — Baño del burdel.

Manuel está en el baño, abre el papelillo sobre el retrete, saca


un poquito de polvo con la tarjeta, lo pica sobre el retrete, lo
afina con la tarjeta. Lo extiende, abre un billete y jala mien-
tras trata de disimular haciendo con la boca ruido de cagar y
tirando de la cadena. Luego de guardar todo, sale energiza-
do y erguido, pero antes de salir es atrapado por la imagen
del espejo.

Manuel (al espejo): Ya sé de mi juramento, pero es mi despe-


dida de Chile. Tengo que irme de Chile tal como viví en Chile,
¿o no? Va a estar todo bien, es el último día, el último maldito
día en Chile, ¿o no?

ESCENA 18 — La mesa del bar.

La mesa del bar está llena de copas y latas de cerveza, la rubia


de pechos grandes está sentada con los dos amigos, hablan
precipitada y excitadamente. Henry, muy exagerado, casi
como actuando, oferta sus expresiones más desaforadas de
deseo hacia la rubia, que coquetea con Manuel pero sin de-
jar de jugar también con Henry, a quien considera propietario
de la cocaína.

La Rubia (a Manuel): ¿Tú también quieres que te la chupe?


(Manuel niega nerviosamente). (A Henry). Tu amigo es como
todos los merqueros, con el romanticismo de un hipopóta-
mo. (A Manuel). No te ofendas, mi amor. ¿Qué les pasa a los
hombres cuando toman pala? Todos se ponen obsesivos con

306
las chupadas, se ponen superfemeninos, quieren besitos,
chupaditas...

Henry: Y decime, qué tiene de malo que nos pase eso...

La Rubia: ¿De malo? No, de malo nada. Yo al principio me la


pasaba chupando picos, fue como una moda, no sé. Yo y mis
amigas chupábamos picos todo el día y a cada rato. Nos lla-
mábamos «estómagos de lata».

Manuel: ¿«Estómagos de lata»?

La Rubia: Porque te la tragas y no te da asco... (ríe a carcaja-


das). Me acuerdo que íbamos a El Túnel y siempre terminá-
bamos chupando picos en el baño...

ESCENA 19 — De noche, en una discoteca.

La Rubia está bailando con un par de amigas al ritmo frené-


tico del tecno. Un morocho grandote y algo trash no deja de
hacerle señas grotescas con su lengua, ella lo enfrenta bailan-
do y lo torea con su cuerpo. El morocho desaparece entre la
multitud y ella lo va siguiendo sin que él lo perciba.

La Rubia (en off): Era tan bueno estar tan borracha y ver todo
ese brillo. No me importaban los hombres, me importaban
sus picos.

El morocho está orinando en el baño, la Rubia entra y se que-


da mirándolo y sin aguardar que termine de orinar se agacha
y se mete entre sus piernas.

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La Rubia (en off): Sentirse tan libre de las baratijas del asco...
Odio el pudor, detesto el asco.

ESCENA 20 — En el auto.

Manuel se baja del auto mientras Henry estaciona y la Rubia


que ha viajado con ellos dormita en el asiento trasero. Ma-
nuel entra en la casa de su madre. Henry se repantiga en el
asiento delantero preparándose para la larga espera.

ESCENA 21 — El comedor de una casa, la tarde del mismo día.

La casa de la madre de Manuel. Una casa antigua y medio


destartalada que muestra también el pasado de Manuel
donde seguramente han transcurrido su infancia y adoles-
cencia. Están sentados almorzando en un clima de tensión
e histeria que parece a punto de estallar a cada momento.
Juana, la madre de Manuel, es una señora de avanzada edad
que mira dolorosa y cariñosamente a su hijo, que está sen-
tado frente a ella. En el otro extremo de la mesa está Gladys,
la hermana de Manuel, quien observa críticamente a su her-
mano. Es joven y atractiva pero parece demasiado señora.
Manuel atraviesa uno de los peores momentos de la inges-
tión de cocaína. Está duro, con la cara contracturada, una
expresión salvaje y la boca con un cierto rictus. No consigue
tragar los bocados.

Juana: ¿No te gusta la humita?

Manuel: Está riquísimo, mamá. Son los nervios del viaje, me


tienen el estómago cerrado...

308
Gladys (cínicamente): Sí, mucho viaje haces tú todos los días,
¿dime cuándo comes tú, durante las vacaciones?

Juana: ¡Gladys! Déjalo tranquilo.

Gladys: Sigue tan loco como siempre, ningún viaje lo va a


cambiar, si se la pasa viajando desde hace diez años.

Manuel: Loca estás tú, qué fue eso que le dijiste a Susi, que a
mamá le había dado un infarto. ¿Por qué tienes que volverme
loco a mí y a los que me quieren? ¿Qué te crees, la reina de la
decencia, la mujer maravilla?

Juana (que no entiende mucho la conversación): Gladys, ¿por


qué no traes el champagne para celebrar que el Manu está
apurado?

Gladys: Madre, usted no puede tomar alcohol.

Juana: Hoy se va mi hijo, ¿no es así?, un hijo que no voy a vol-


ver a ver nunca más, ¿no es cierto?

Manuel: Eso es trampa, mamá, no me puedes despedir así.


¿Qué quieres que haga? ¿Que no me vaya? ¿Quieres que me
quede? Me quedo. Devuelvo el pasaje, Susana se pierde la
beca, y seguimos nuestra miserable vida en Santiago (apro-
vecha la oportunidad para empujar el plato y sacarse la comi-
da de encima. Cuando Gladys se levanta para ir a la cocina,
suena el celular).

Manuel: Hola, Susi, nena... (exasperado). Otra vez dónde es-


toy. ¿Dónde crees? Estoy en la morgue y me están haciendo

309
una autopsia, ahora que me doy cuenta tengo unas tripas
bastante asquerosas... No, me equivoqué, estoy en el zooló-
gico y me están alimentando con maníes... Susi, Susi... estoy
almorzando con mamá que por suerte está un poco sorda y
no entiende nada de lo que digo.

Juana: ¿Es Susi? Dame con la Susi, por lo menos me voy a


despedir de ella por teléfono.

Manuel: Está todo en orden nena... ya cambié el dinero, las


maletas están hechas, contraté el remisero del barrio que va
a pasarme a buscar como un reloj, qué más quieres que te
diga... ¿No puedes tenerme un poco de confianza? Me pones
loco... Bueno, amor, te doy con mami que quiere despedirse
de ti...

Pasa el celular y aprovecha para levantarse y dirigirse a la co-


cina; en el camino, se da un jale violento con los dedos, bien
sucio, llenándose de polvo blanco la nariz.

ESCENA 22 — Habitación típica de motel. Oscuridad.

Susana habla por el celular con Manuel. Está semidesnuda,


usa una ropa interior muy sexy. Está en la cama, con las pier-
nas cruzadas, provocando con su abierta entrepierna al Abo-
gado que está desnudo en el otro lado de la cama. Este acaba
de peinar una raya mientras Susana termina de hablar. El
Abogado jala, respira hondo y luego descubre la posición de
Susana y va deslizando su mano, moviendo los dedos como
hormiguitas, como si fuera un juego, hasta alcanzar la pro-
fundidad de la entrepierna.

310
Susana: Muchísimas gracias, Juana... Nunca pudimos hablar
lo suficiente, pero la quiero mucho y con Manu siempre ha-
cemos planes para llevarla a Valladolid cuando nos instale-
mos (se estremece con las caricias del Abogado). Nos va a ir
muy bien, Juanita, estoy segura que Manu va encontrar su
camino en España... Tengo que dejarla ahora, estoy haciendo
compras de último momento, pero cuando llegue a casa... la
llamo... Hasta pronto, un gran beso...

Tira el celular y se transa en lucha con el Abogado, se hacen


mutuas cosquillas. La lucha termina repentinamente cuan-
do cruzan sus miradas. Se dan un beso, pero la sombra de la
tristeza aparece en el rostro de ambos.

Abogado: Está por llegar el momento que nadie quiere que


llegue y por tanto vamos a pasarlo lo más rápido posible.

Susana (riendo): Huevón... los momentos no son un auto,


no tienen velocidad. Los huevones como tú, cuando se asus-
tan, ponen el acelerador en su mente para atravesarlos sin
mirar por la ventanilla. Esto es una despedida, Andrés...
Mírame, es la última vez. Y caminando despacito, despaci-
to, hacia tu boca va yendo mi último beso.

Abogado (enciende un cigarrillo y sale de la cama, descorre


unas cortinas de la ventana y mira la ciudad): Mañana todo
esto estará igual pero sin alma, ya me imagino desde tem-
prano en Tribunales organizando una burbuja que tiene que
durar varios meses para no pensar en ti.

Susana (desde la cama lo captura): Déjate de gilipolladas...


por suerte no te crees nada de lo que dices.

311
Caen en la cama.

ESCENA 23 — La cocina de casa de la madre de Manuel.

En la cocina, Gladys está descorchando una botella de cham-


pagne y ve entrar a su hermano notando de inmediato el pol-
vo blanco que quedó en la parte exterior de su nariz.

Gladys (limpiándole la nariz con cierta violencia y luego mos-


trándole el dedo): Así que nervios, aquí tienes los nervios...
Sigues igual que siempre. Eres un drogón y no vas a cambiar
nunca, tienes a todos engañados pero no a mí.

Manuel (atrapando el dedo de su hermana y chupándolo con


descaro erótico): ¿Sabes una cosa, Gladys? Tienes unas teti-
tas encantadoras que hacen pin para un lado y pin para otro
como dos colegialas jugando en el sube y baja, pin pin pin
pin. Tienes un culito anticuado pero elegante, eres piernuda
y te imagino bastante velluda. Es más, a veces en medio de
mis frondosas masturbaciones, cuando la excitación es tan
fuerte que el orgasmo se niega a arrojarse al abismo y queda
atascado dolorosamente, cuando tengo que forzar la ferre-
tería de la imaginación, te imagino en manos de un enorme
negro baboso que te tiene aferrada del culo y te sumerge su
enorme pinga en la boca y ahí, Gladys...

Gladys permanece paralizada y se produce un silencio tenso


mientras descaradamente Manuel saca su papel de cocaína y
se da un saque espectacular.

Manuel (suspirando con placer): Y ahí, Gladys, me acuerdo


que eres mi hermana, mi hacendosa y brillante hermana, mi

312
respetable chilenita, estudiosa y gendarme hermana, mi que-
rida y desértica hermanita... (Sirve dos copas, levanta una y
brinda ante el asombro y la estupefacción de Gladys) Así que
me voy a ir a España, van a pasar muchos años, tú te vas a ca-
sar con un periodista cartucho de El Mercurio y vas a tener una
hija que cuando yo vuelva de España va a andar por los trece
años y entonces, querida Gladys, voy a terminar esa maldi-
ta paja pero imaginando el culito parado de tu hermosa hija
lleno de la leche del negro. Chin chin... brindo por ese polvo.

ESCENA 24 — En la calle.

Manuel sale de la casa, se abraza a su madre, la besa, le acari-


cia la cabeza. La madre está llorando y se sostiene la cara con
la mano con una expresión sumamente dolorosa. Manuel se
aleja saludando y sube al auto donde lo están esperando Hen-
ry y la Rubia. Y parten.

ESCENA 25 — Viajando en el auto.

Van los tres sentados en el asiento delantero, la Rubia en el me-


dio. Están en silencio. Unas lágrimas van cayendo lentamente
por las mejillas de Manuel.

Manuel: Tiene razón...

Henry: ¿Quién?

Manuel: Mi madre... tiene razón, no voy a volver a verla viva.


Es cruel. La vida es muy cruel. Tienes razón, Henry, soy un
hijo de perra.

313
Henry: ¿Tengo razón en que sos un traidor?

Manuel: Sí, soy un traidor.

Henry: La traición es la única aventura posible de la lealtad.

Otra vez el silencio vuelve a imponerse. La tristeza embar-


ga a los dos amigos. Repentinamente la Rubia retoma su
relato.

La Rubia: Me llamaban la Locutora.

Los dos amigos desanimados no saben qué decir, la miran.


Transcurren unos instantes mientras ella espera que le pre-
gunten.

La Rubia: Por la forma que chupo el pico. Soy mucho más que
una profesional, soy una artista de la transmisión. Transmito
partidos de fútbol. Si me caes más o menos te la chupo como
si estuviera transmitiendo un partido de segunda división,
ponle entre Colchagua y Temuco. Mucha cosa recia, mucha
fricción, poco talento, mucho juego de medio campo y el gol
que no llega nunca...

ESCENA 26 — En la disco.

Un hombre grande, rubio, con aspecto de vikingo y expre-


sión demudada, como si sufriera mucho, aguantando la
respiración, sentado en una mesa oscura. Alguien está de-
bajo y vemos la mano de la Rubia tanteando sobre la mesa
a la búsqueda de una copa que alcanza y desaparece bajo la
mesa.

314
ESCENA 27 — En el auto.

Los dos amigos se muestran ahora súbitamente interesados


en el relato.

La Rubia: Si eres mi amigo o me simpatizas bastante o estás


muy triste, te hago una transmisión de una final de campeo-
nato entre Colo Colo y la «U». Gran partido, mucha emoción,
jugadas de riesgo frente a las porterías, el golazo que llega en
cualquier momento... ¿Quién prefieres que convierta el or-
gasmo, Zamorano o Salas?

ESCENA 28 — En la disco.

La cara del vikingo está a punto de explotar, se cae hacia atrás


en el sillón de la disco y vemos entre sus piernas, sumergida
completamente, a la Rubia.

ESCENA 29 — En el auto.

La cara de los dos amigos ahora es muy similar a la del vikin-


go y le miran los labios a la Rubia mientras ella sigue hablan-
do, moviendo la boca libidinosamente.

La Rubia: Ahora, si eres bien guapo, si me enterneces, si me


amas un poquitito, entonces transmito la final del campeo-
nato mundial de fútbol entre Argentina y Brasil. Fútbol de
alto nivel, jugadas de lujo, sombreritos, gambetas, bicicletas,
túneles, amagues, grandes pases, y finalmente un gol olímpi-
co y la pelota que se introduce hasta el fondo de la red. ¿Pelé
o Maradona?

315
ESCENA 30 — En la disco.

El vikingo se agita como una bestia y pega un grito de la


selva impresionante. Es un grito y un llanto desesperado,
a la vez.

ESCENA 31 — En el auto.

Los dos amigos han quedado paralizados y Henry está tan


excitado que no puede evitar tocarse.

Henry: Y... decime, ¿nosotros no podemos escuchar un par-


tidito de esos?

La Rubia (riendo cristalinamente): Detén el auto en esa gale-


ría... (A Henry). Contigo podríamos hacer un entrenamien-
to a ver qué pasa. (Mira a Manuel). Tú puedes elegir, buen
mozo... (Sale del auto).

Henry: Nos dejás así...

La Rubia: Voy a buscar a un par de amigas, me gusta hacer


show, sin mis amigas no me entusiasmo. El sexo sin testigos
es una mierda.

ESCENA 32 — Frente a la galería.

La rubia sale y va contoneándose hasta entrar en la galería.

Manuel (mirando nervioso el reloj): Son las seis de la tarde...,


me tengo que ir a casa.

316
Henry: Estás reloco... Chile ha decidido por unos instantes
mágicos levantar la cortina de hielo del cartuchismo, nos
otorga una coca que es un pis de dios, nos regala unas con-
chas infernales y el señor anda preocupado con su relojito de
mierda.

Manuel: No entiendes nada, Henry, tú no tienes que subirte


a un avión.

Henry (luego de unos instantes): ¿No me dijiste que el avión


sale a las siete de la mañana?

Manuel: Pero tengo que estar en el aeropuerto creo que a las


cinco... A ver, voy a fijarme.

Manuel busca el sobre con los pasajes y los dólares que ha


dejado supuestamente bajo el asiento del acompañante. Re-
pentinamente se pone muy nervioso. Sigue revisando.

Henry: ¿Qué pasa?

Manuel: ¡No encuentro el sobre!

Manuel se agacha en el asiento. El pánico se acrecienta. Am-


bos salen del auto y revisan en la calle una y otra vez obsesi-
vamente.

Manuel (agitado, al borde de la desesperación): No está... No


están los dólares, ni los documentos, ni los pasajes...

Henry: Tranquilo, nunca perdemos nada, acordate que nun-


ca perdemos nada, ni nunca sale nada mal...

317
En un momento los dos amigos detienen la búsqueda y se
miran con pavor.

Manuel: ¡La Rubia!

El ataque de pánico de Manuel estalla. Casi como un niño co-


mienza a llorar y a balbucear incoherencias. Henry sale del
auto y se echa a correr. Desaparece en la galería.

ESCENA 33 — En el auto.

Manuel y Henry en pleno ataque de paranoia hablan al mis-


mo tiempo por sus celulares.

Henry: ¿Cachi?

Manuel: ¿Álvaro? Alvarito, Alvarito, no sabes lo que pasó, una


tragedia total...

Henry: Cachi, tenés que estar urgente en el departamento de


Manuel. Nos cagaron, Cachi, traete un par de pesados de la
Legua, tenemos que atracar al dueño de La Nube, sí... Nos
cagaron un toco de dólares...

Manuel: Álvaro, tú eres cantante, eres millonario... Necesito


un préstamo, me voy a suicidar.

Henry: Me da por favor con Turdo... (Aguarda unos segun-


dos). Aló, Turdo. No te puedo explicar en el quilombo que nos
metimos. Reuní a la pandilla: una puta nos robó todo...

Manuel: Para denunciar un robo... Sí, me acaban de robar

318
un dinero, pasaporte y pasajes... Aquí en Apoquindo... (Mira
para todos lados). Frente a la galería Axel.

Henry: ¿Qué hacés? (Le arranca el celular y corta desespera-


damente). ¿Llamaste a los pacos?

Manuel: ¿Y qué quieres que haga, si acabo de perder mi viaje


a España, a Susana, mi futuro? Es la maldita cocaína.

Henry: ¿Les diste tu nombre? ¡La merca! Tenemos que tirar


la merca.

Manuel toma la bolsa, se dan un violento saque, Henry sale


del auto, tira la bolsa detrás de un árbol y cuando vuelve tie-
ne el rostro estupefacto. Desde la galería viene caminando la
Rubia junto a dos chicas despampanantes. Henry vuelve co-
rriendo al auto, en un acto de inspiración abre la guantera y
allí está el sobre. Manuel mira asombradísimo.

La Rubia: Aquí están los dos divinos...

En ese mismo momento suena el celular.

Manuel: Sí... sí, señor... (Corta aterrorizado). ¡Los pacos, vie-


nen los pacos!

Todo sucede aceleradamente, las chicas suben al auto, el auto


arranca levantando polvo. De repente se detiene y regresa
bruscamente con las ruedas chirriando en el asfalto. Henry
baja corriendo y recoge la bolsa de cocaína mientras se escu-
cha la sirena de la policía muy cercana. Vuelven a acelerar y a
gran velocidad se escapan.

319
ESCENA 34 — En el avión.

Susana y Manuel están volando hacia España. Una intensa


lluvia cae sobre el avión. Susana duerme contra la ventanilla
y apenas se puede distinguir su rostro. Manuel luce impeca-
ble, vestido con ropa sport de calidad. Todavía se encuentra
bajo los efectos de la cocaína, entre excitado y feliz. Bebe un
whisky y cada tanto espía los muslos de Susana. Pierde la
noción acerca de dónde se encuentra. Levanta el vestido de
Susana e introduce profundamente su mano en la entrepier-
na. La pasajera contigua lo observa con disgusto. Él sonríe.
La pasajera se enfurruña en la lectura de una revista. Repen-
tinamente algo atrae la atención de Manuel en la revista que
lee su vecina. El titular es: «¿Existe La Red o es una proyec-
ción psicótica?». Se escucha un extraño sonido muy fuerte,
pero ningún pasajero parece percibirlo. Manuel cree escu-
char un murmullo fuerte cerca de la cabina y se asoma entre
los asientos sin descubrir a los que susurran.

La voz susurrante: No funciona... por más que lo intento...


es una catástrofe.

Al escuchar el susurro, Manuel entra, otra vez, en un estado


de pánico, la realidad parece deformarse. Aterrorizado, ob-
serva que la azafata se acerca y aproxima a sus oídos.

Azafata (en voz baja): ¿Usted es Manuel?

Manuel: Sí.

Azafata: Por favor, señor, el capitán quiere verlo en la cabina...

320
Manuel: ¿Qué pasa?

Azafata: Nada grave, señor, por favor, acompáñeme.

En una especie de burbuja demencial, Manuel sigue a la aza-


fata por el pasillo y entra en la cabina.

El capitán: Por favor, deme un viagra, necesitamos urgente


un viagra...

Manuel observa detenidamente y ve a Henry manejando el


avión.

ESCENA 35 — Baño del departamento de Manuel. La noche del


mismo día.

Manuel despierta de su sueño, está en la bañadera dándo-


se un baño de inmersión y el agua de la ducha cae sobre su
cabeza, mientras Henry lo sacude ofreciéndole una línea de
cocaína.

Henry: Ey, huevón, necesito un viagra urgente.

Manuel (sonriendo de felicidad por salir de la pesadilla):


¿Henry? ¿Tú crees que conseguiré tomar ese avión?

Henry: ¿De qué hablás? No se me para el pico, eso es un dra-


ma y vos me salís hablando del maldito avión...

Se abre violentamente la puerta del baño y se produce un es-


tallido de ruidos, música de rock, conversaciones, risas, gen-
te recorriendo el departamento. Entra el Abogado llamado

321
Cachi portando una copa de whisky. El Abogado, el mismo
personaje que estaba en el albergue transitorio con Susana,
es carismático, elegante, muy merquero y acostumbrado al
ambiente lumpenal.

Abogado: ¿Así que fue solamente otro ensayo general del de-
sastre que nunca sucede? (Estrecha la mano de Manuel que
se siente inhibido dentro de la bañadera). Otra alucinación
marca Merk (dibuja en el aire una publicidad): «pierda su
dinero, su pasaje a Europa, su querida polola por una raya
más...». (Se da vuelta y señala a dos pesados de la Legua que
se ven desde lejos en el comedor). Esos también te están bus-
cando. Y hablando de rayas, ¿dónde está el paquete que trajo
Washington?

Manuel (poniéndose de pie y cubriéndose con una toalla):


¿Que trajo qué quién?

Henry: No te pongas pegajoso...

Detrás del Abogado aparece la Rubia y sus amigas, el baño se


congestiona. Henry y el Abogado se ponen a discutir a los gri-
tos. Manuel sale de la bañadera, cubierto con la toalla y, con
mucha lentitud, casi pidiendo permiso, pasa entre los cuer-
pos de los ocupantes del baño y se adentra en la sala. La casa
es un pandemónium, una chica baila semidesnuda en me-
dio del living mientras en el sillón discuten acaloradamente
cuatro o cinco intelectuales que apenas si lo saludan con un
gesto. Sobre la mesa de vidrio, abierto y desparramado, un
gran paquete de unos treinta gramos de cocaína se yergue
majestuoso.

322
ESCENA 36 — En un sillón del departamento, en medio de la fiesta.

Washington ha sido rodeado por los pesados de la Legua y


están sentados en un sillón. Lo tienen acorralado y tratan de
hablar sin que nadie los oiga. Son tipos bien pesados, jóvenes
y con señales inconfundibles de la violencia con la que han vi-
vido. Yhoni es musculoso, atlético, está vestido con elegancia
barrial, en un estilo heavy. Blue, que parece más peligroso a
pesar de ser más esmirriado, es simpático y tranquilo.

Yhoni: Dime, es buena la merca esta... ¿dónde la compras?

Washington (desconfiado): Eso nunca se dice.

Blue: Míranos, Washin, no andamos por los lugares cuicos


que tú andas, no vendemos papeles truchos de diez lucas...
¿te parece que vamos a competir contigo?

Washington: Les compro a unos maricones preciosos ahí por


la Reina...

Yhoni: ¿Maricones? Este negocio da para todos, ¿te haces cu-


lear por unos mogras?

Washington (riendo): No los conocí por esos lados. No son


pescados grandes, son revendedores chicos pero lo que tie-
nen es bueno, son medio cuicos y yo creo que más que vender
por plata lo hacen para culearse chicos y para tomarla gratis.
Hacen unas fiestas estupendas con mucha merca y copete
gratis. Se llevan muchachos de las discotecas, pero son sa-
nitos, no se pasan con los chicos si ellos no quieren, les gusta
estar rodeados de ellos solamente...

323
Blue: ¿Estás seguro que no hay gente pesada en la casa?
Yhoni: ¿Y dime qué habrá en esa casa, medio kilo?

Blue: ¿Es una casa o un departamento?

Washington: Paren, paren... ¿No estarán pensando en una...


en una... mejicaneada?

Blue y Yhoni hacen silencio.

Washington: No me parece correcto...

Silencio.

Washington: ¿Y si les doy la dirección... yo voy en algo?

ESCENA 37 — Calle, frente al departamento.

Un patrullero de carabineros se detiene frente a la puerta.


Bajan dos policías, uno de ellos mira la hora. Es la media-
noche. De inmediato, se dirigen al edificio y tocan el timbre
de la portería. Mientras el portero les abre, dos tipos terri-
blemente sacados pasan entre ellos con evidentes signos de
paranoia y se dirigen al ascensor.

ESCENA 38 — Dentro del departamento.

Suena el timbre, Washington abre la puerta, los dos tipos en-


tran desorbitados.

Uno de los tipos: ¡Los pacos, los pacos! Están abajo pregun-
tando por Manuel...

324
Adentro del departamento se produce un revuelo, todos co-
rren, la chica desnuda se esconde en el baño, Blue y Yhoni
atraviesan la casa y entran en la cocina. En la cocina se escu-
chan gritos de terror.

ESCENA 39 — En la cocina.

Entran Manuel y Henry corriendo, Yhoni y Blue están enca-


ñonando a Daniel Aráoz que se encuentra dentro de la alace-
na. Todos gritan y hablan al mismo tiempo.

Henry: No pasa nada, es Daniel Aráoz, el actor. Es Dany...

ESCENA 40 — En el pasillo del departamento.

Se abre la puerta del ascensor y salen los pacos, miran las


puertas de los departamentos y tocan el timbre. Luego de
unos segundos se abre la puerta y aparece el Abogado. El de-
partamento está silencioso y luce impecable.

Abogado: Buenas noches.

ESCENA 41 — En el dormitorio de Manuel.

En penumbras, amontonados y apretados, tratando de con-


servar la calma y el silencio, todos los integrantes de la fiesta
están ocultos y espían. Se escucha el rumor de la conversa-
ción del Abogado con los pacos. En un rincón, sentado en el
suelo, Manuel, con el rostro demudado, trata de decir algo.
A su lado, Henry le hace señas de silencio con las manos; in-
tenta hacerle creer que está todo bien, que no pasa nada.

325
ESCENA 42 — En la puerta.

Los pacos dialogan con el Abogado. Mientras la charla está


sucediendo, los pacos ven entrar a Daniel Aráoz que sale
del baño llevando en las manos un enorme sorete de color
marrón. Tiene las manos completamente enchastradas de
mierda y el rostro atravesado por una grotesca expresión de
tristeza.

Abogado: Fue una falsa alarma, no hubo ningún robo. El se-


ñor Lobos creyó haber perdido sus documentos y el dinero
para el viaje. Fue un error, el señor Lobos estaba muy nervio-
so, está por ir a Europa en un viaje de negocios y seguramente
se trató de una equivocación. Lamento mucho que se hayan
molestado, y fue indudablemente una desconsideración por
parte del señor Lobos no haberles avisado... (Se interrumpe
y mira hacia atrás y ve pasar a Aráoz). (Al Oficial). Es el actor,
¿lo conoce?

Oficial: Ah sí, el cómico, es Aráoz, Daniel Aráoz. ¿Y qué lleva?


Lleva mierda en las manos.

Daniel (extendiendo las manos para mostrar el terrible so-


rete): Pobrecito... qué sería antes de esta calamidad... ¿Sería
un conejito? ¿Se llamaría Carlitos? ¿Le gustaría pasear por el
bosque y dejarse acariciar por el sol?

Oficial (sonriendo incrédulo): ¿Está haciendo un monólogo?

El otro paco: No es mierda en serio, oficial... es teatro.

Daniel (apretando más el sorete): ¿Quién se lo comió?

326
¿Quién fue el maldito psicópata que mató a Carlitos y se lo
comió?

Abogado (haciendo señas violentas a Aráoz): Danielito, ven a


saludar al oficial...

ESCENA 43 — En la habitación.

Desde la puerta entornada del dormitorio, Henry y Manuel


espían y observan a Daniel Aráoz saludando a los oficiales
que salen huyendo ante la sola idea de tener que estrechar las
manos del famoso actor.

Henry: Te dije que Dany es una institución...

Suena el celular del Abogado y este mira la pantalla y se reti-


ra hacia el baño para contestar. Comienza a cuchichear y la
puerta del baño se abre, entra Henry con cara de pocos ami-
gos, cierra la puerta y sentándose en el inodoro, se cruza de
brazos y observa al Abogado.

Abogado (al celular): Enseguida te llamo. (Corta. A Henry).


¿Qué mierda te pasa?

Henry: ¿Me prestás el celular?

Abogado: ¿No ves que estoy hablando?... ¿Por qué no usas


el tuyo?

Henry: No quiero hablar... quiero mirar en la pantalla las úl-


timas llamadas recibidas...

327
Abogado: ¿Estás loco?

Henry: No, no estoy loco....

Se miran en silencio. El abogado finalmente cede y baja la


vista.

Abogado: ¿Cómo supiste?

Henry: Es Chile, Rafa, es Chile. Todos saben menos el que de-


bería saber. Porque además los amigos culeados no le cuen-
tan al que debería saber.

Abogado: ¿Y tú quién eres? ¿Dios?

Se produce otro silencio.

ESCENA 44 — En el balcón.

Son las tres o cuatro de la madrugada. Escondido en el bal-


cón, en una posición casi fetal, tomando un trago, Manuel ni
siquiera atina a contestar el teléfono celular que no cesa de
sonar durante toda la escena. Aparecen Henry y el Abogado y
muy delicadamente, para no interrumpir el viaje de su ami-
go, se instalan sobre el parapeto y miran la ciudad.

Henry (en un susurro): Todavía hay tiempo...

Manuel: Todavía hay... ¿Te parece?

Quedan en silencio. El celular vuelve a sonar.

328
Henry: Washington tiene una reservita de cinco mogras...
¿Los pegamos?

ESCENA 45 — Amanece sobre la ciudad.

Washington va caminando junto a Yhoni y Blue por una calle


de Las Condes. Al llegar a una casa, los dos muchachos de
La Legua, se preparan, sacan sus pistolas y se colocan a cada
lado de la puerta mientras Washington, alegremente, como
si fuera un juego, toca el timbre.

ESCENA 46 — En el baño del departamento de Manuel.

La Rubia que han traído con ellos desde el burdel está ayu-
dando a lavarse las manos a Daniel Aráoz que finalmente ha
arrojado la enorme deposición y tirado la cadena luego de
despedirse con tristeza de «Carlitos».

La Rubia: Me excitó mucho la escena que hiciste con esa


mierda embadurnada en tus manos.

Daniel: Era Carlitos.

La Rubia: Yo te voy a enseñar ahora a consolarte, precioso...

ESCENA 47 — Amanece.

Un remise se detiene frente a la puerta del departamento de


Manuel, baja el chofer y mirando la dirección anotada en un
papelito toca el timbre del portero eléctrico.

329
ESCENA 48 — En la cocina.

La casa esta en silencio, casi todos se han fugado a alguna


fiesta, Manuel y Henry están hablando acaloradamente
mientras beben whisky. El portero eléctrico no deja de sonar
pero ninguno de ellos parece escucharlo.

Henry: Yo descubrí la soda de adolescente, tardíamente, pero


recuerdo la sorpresa salvaje de mi garganta y de mi boca ante
la irrupción descabellada de esa catarata de sensaciones que
son las burbujas.

Manuel: ¡Eso! No entiendo a alguien que puede beber agua a


secas, es como tomarse un laguito manso y light, el agua con
gas es un río tumultuoso que arrasa con la sed.

Henry (bebiendo un trago): Es acá, ¿has observado? (Se acari-


cia la garganta). Es acá.

Manuel: Yo retengo el trago en la garganta, dejo que la vaya


atravesando como si fuera un tren de carga cruzando un tú-
nel muy oscuro.

Henry: Tragos cortos, densos.

Manuel: La Cachantún es más light, tiene sabores laterales


muy interesantes pero la densidad de la burbuja es demasia-
do fina.

Henry: La Vital es más barrio chino, la burbuja es gorda y ás-


pera, es una burbuja tetona, tiene un burbujeo casi sólido.

330
Manuel: Ahora, hablando en serio... No hay como el sifón ar-
gentino, es más artesanal, más violento y cada chorro con-
serva el poder original, no se va desgastando.

Henry: Imagino que probaste la Perrier. Para mí hay dema-


siado plan, demasiados expertos en el diseño de la burbuja.

Manuel: Pero el fondo mineralizado se siente con el tiempo,


hay que tomar mucha Perrier para comprender la Perrier.

Henry: Insisto en que la Perrier no es para ese ataque de fue-


go del infierno de una terrible resaca a la mañana. No hay
como un largo trago de una poderosa Straach holandesa. Pa-
rece que cien mil enanitos se hicieran la paja en tu garganta.

Manuel: Sí, la Perrier es ideal para la primera raya de merca


al atardecer. La Perrier está hecha para los merqueros, la bur-
buja de agua se desliza como un tiburón por entre los ana-
queles de esa farmacia en que se convierte la boca cuando te
das un saque y lo cubre con un manto inocuo de serenidad.

Henry: No compro botellas grandes de agua mineral, com-


pro dos o tres docenas de botellitas chicas, de vidrio, tienen
que ser de vidrio. Ojalá hicieran botellitas más chicas, cuanto
más concentrada, mejor.

Manuel: Te despiertas luego de una pesadilla en medio de la


noche y te zambulles en una Straach no muy helada.

Henry (soñador): Después llega el maldito invierno, no hay


tanta sed, hay que provocarla.

331
Manuel: Un whisky bien duro.

Henry: Cogidas violentas.

Se abrazan llorando. Fin de la escena.

332
Solo contra todos

Mi nombre y mi fotografía estallaron como un tomate podri-


do en la primera plana de casi todos los diarios de Santiago a
través de dos escándalos periodísticos que se sucedieron en
el lapso de algunos meses.
El primero de ellos se debió a que el Pato Fernández,
mi socio en The Clinic, decidió darme una patada en el culo y
echarme de la publicación utilizando para ello toda la fuerza
de la legalidad y la extorsión amistosa. Yo estaba práctica-
mente en la ilegalidad en todos mis trabajos y nadie me había
querido extender un contrato. Del mismo modo, unos me-
ses antes se habían librado de mí los diarios El Metropolitano
y Últimas Noticias, sin poner un solo peso para efectivizar el
despido. Las leyes laborales chilenas son criminales y el sin-
dicalismo es inexistente. Así que el Pato me dio un empujón y
me dejó fuera de la revista que yo le había ayudado a inventar.
De haberse encontrado Manuel en Santiago mi plan
inmediato hubiese sido pedirle que me acompañase hasta
la redacción de The Clinic para romperles los huesos a todos
sus redactores. Como en un film de Tarantino, me imaginé
varias veces a Manuel y a mí entrando sonrientes, saludan-
do alegremente a Alejandra, la secretaria; y mientras Manuel

333
se hacía cargo rápidamente de dos o tres tortazos a Gusta-
vo Hígados y a Andrés Cascavide o a algún otro patán que
quisiese interponerse, yo me dedicaba a romper cada uno de
los dientes del Pato Fernández. Solamente un tipo impecable
como Manuel me hubiera acompañado en una misión de na-
turaleza vengativa. Soy de los que creen que los amigos están
para ir a patear los dientes de quien es tu enemigo, tengas o
no tengas razón en el combate. La razón la decide un juez,
el amigo te acompaña hasta el infierno sin hacer preguntas.
Pero la partida a Madrid de Manuel fue decisiva en mi
vida. Por primera vez en mucho tiempo me sentí auténtica-
mente solo, con la guardia baja, y no me creí capaz de actuar
con ese imprescindible grado de violencia que es necesario
para ejecutar una venganza. Tuve miedo de los pacos y hasta
de la posibilidad de que me dieran una paliza entre todos si
iba solo a la redacción.
Así que, erróneamente, me decidí por enfrentar a mis
enemigos a través de las páginas de los diarios. Mi denuncia
en contra de The Clinic, efectuada en la «Zona de Contacto»
del diario El Mercurio, fue casi beneficiosa para The Clinic y de-
sastrosa para mi ya alicaído prestigio personal.
Al ese escándalo con The Clinic lo sucedió el de la publi-
cación de la biografía del grupo de rock Los Tres, donde tuve
una exposición mediática excesiva debido, en gran parte, a las
declaraciones de los propios músicos que involucraban a la
cantante Javiera Parra en una serie de episodios eróticos muy
divertidos. Los medios no leyeron siquiera la biografía sino
que simplemente se dedicaron a explotar el escándalo sexual.
Los programas masivos de la televisión, asumiendo la postu-
ra de defensa de la cantante, me crucificaron. Ella, según
todas las versiones recogidas en la investigación, se había
entreverado con los penes de todos los músicos de rock del

334
ambiente musical chileno pero, en lugar de asumirlo como
una auténtica rocker, decidió salvar su buen nombre negando
los dichosos entreveros. El escándalo duró varias semanas,
el libro fue pirateado y las ventas no le alcanzaron probable-
mente a la editorial para cubrir los gastos de la inversión rea-
lizada en la investigación.
En el transcurso de todos estos hechos yo había acaba-
do con todos mis ahorros. El dinero que Jorge González me
había dado como indemnización para que no publicara los
textos de nuestras conversaciones fue dilapidado mientras
intentaba vanamente conseguir nuevos contactos, nuevas
propuestas de trabajar en algún medio. El último escándalo
se produjo a raíz de mi denuncia en la revista El periodista de
la reconocida pero siempre negada pedofilia del pintor y es-
critor Adolfo Couve que, durante muchos años y hasta suici-
darse, mantuvo en cautiverio a un niño que recogió de la calle
y con quien sostenía relaciones sexuales permanentemente.
Lo curioso fue la reacción que produjo mi artículo, que des-
nuda el funcionamiento de la sociedad chilena en sus estra-
tos más altos: nadie salió a responderme. Ni la familia me
llevó a tribunales para acusarme de injurias ni ningún otro
periodista publicó nota alguna negando o desvirtuando los
hechos por mí investigados.
Creo que ese artículo fue la última palada de tierra arro-
jada sobre la tumba de mis oportunidades profesionales en
Chile. Jamás volvería a trabajar allí en ningún medio.

335
Entre tinieblas

Primero le cortaron el teléfono en su hermoso departamento


con vista a la playa en la ciudad de Viña del Mar. Le siguió la
luz y posteriormente el agua. El gas, inexplicablemente, se
atrasó y recién fue cortado cuando ya Symns había abando-
nado la ciudad para trasladarse a una pensión en Plaza Italia
arrendada por su amigo Donald.
Mientras permaneció en Viña del Mar, algunos días sin
comer y bebiendo mucha agua tal como había aprendido en
sus días juveniles en la calle, Symns mantuvo un firme com-
bate con la culposa idea que lo asediaba en el sentido de ha-
cerlo absolutamente responsable de su propia caída. Si bien
el porcentaje de odio y rencor que descargaron sobre él tipos
que habían sido sus aliados y hasta sus amigos correspondía
con exactitud a esa sospecha que tienen muchos argentinos
que visitan Chile de que casi todo chileno es un traidor po-
tencial de un argentino, la mayoría de aquellos desastres pu-
dieron ser evitados manteniendo una actitud más fría y unos
modales más razonables. Los excesos verbales, producidos
por la ingestión continua de cocaína lo fueron acorralando
hacia ese exilio que lo dejó marginado de cualquier oportu-
nidad. En la pensión de Plaza Italia, con un presupuesto de

337
monedas, en una de las peores noches de su vida, se enteró
de que su madre había muerto el día anterior. Durante se-
manas había recibido mensajes que le informaban que la an-
ciana deseaba despedirse de él, y que hasta último momento
reclamaba su presencia. La muerte de su aún más anciano
padre, tres meses después, no lo afectó tanto como la des-
aparición de aquella buena señora que durante toda la vida
lo había amado despiadada e incondicionalmente. Durante
todos aquellos meses de pobreza absoluta podría haber in-
tentado viajar a visitarla, pero comprendía que en tal caso
jamás podría regresar a Chile. Es un mecanismo siniestro el
que se cierne sobre el alma de muchos inmigrantes: se nie-
gan a volver desde el fracaso absoluto. Buenos Aires es una
mala ciudad para el dolor y la mayoría prefiere convertirse en
mendigos en Taiwán antes que regresar.
Durante varios días, la pena de aquella desaparición su-
mergió su conciencia en una oscuridad cerrada a la que casi
consiguió llevar a su mínima expresión, mientras no cesa-
ba de llorar y de autolacerarse. Sabía perfectamente que su
madre ya no existía y que, por lo tanto, todo dolor o reclamo
habían desaparecido definitivamente del cosmos como si
jamás hubiesen existido. Pero también sabía que el lamento
de su madre podía quedar asido a los cimientos oscuros de
su propio inconsciente y operar ahora sobre su destino con
una metodología invisible. Gracias a la comprensión de Blue
y Yhoni obtuvo un crédito de cocaína (que jamás pudo pagar)
y utilizó aquella sustancia por primera vez para anestesiar
el dolor, para ahuyentar los presagios de mayores desastres,
para involucrarse forzadamente en un nuevo intento por
emerger de las ruinas.
Cuando recibió el importe de la devolución anual que
el Estado realiza a todos los contribuyentes, arrendó un de-
partamento en la Villa Portales, detrás de la Estación Cen-
tral, un barrio aislado y abandonado. Pero al mes de estar
instalado allí, sin trabajo ni promesas de conseguirlo, nue-
vamente comenzó la rutina de los cortes de luz y de agua. Se
había formado una cadena de manos amigas que le traían
comida o monedas que lo ayudaban a sobrevivir. Pero aque-
lla ayuda empeoraba la situación, ya que no le permitía en-
durecer su postura ante la fatalidad. Cada vez que le traían
comida, al otro día tenía más hambre y comenzaba a exigir
a sus benefactores que mantuviesen su alacena llena. O co-
menzaba a utilizar estrategias de víctima, sobreactuando su
sufrimiento y exagerando las penurias. El hecho de perma-
necer largas horas en la oscuridad, solo iluminado por la luz
de las velas, aguardando el amanecer, aumentaba aún más
su afán dramatizador.
Creo que muchos asesinos y suicidas empiezan por re-
presentar actoralmente el desenlace tímidamente deseado.
Imitan tan bien el acto que no están convencidos de realizar
que, finalmente, casi sin proponérselo, lo cometen siguiendo
el modelo de sus fantasías.
Symns estuvo cerca de construir una buena escena sui-
cida durante el transcurso de aquellos meses. Para colmo
de males, su departamento era asediado día y noche por los
dueños, que querían cobrar los alquileres atrasados y lo ame-
nazaban con todo tipo de violencias físicas o legales.
Cuando murió su padre, desgraciado suceso del que
también se enteró por teléfono, tuvo la crisis que quizá lo sal-
vó de llegar a la peor de las caídas. Pero, ¿dónde queda el fon-
do de una caída? Durante el transcurso de su vida consciente
había vislumbrado la innumerable cantidad de pequeñas
desgracias que conformaron su estado de permanente sufri-
miento, casi como si el placer hubiera sido una adaptación al
dolor. ¿Qué había conseguido con aquella estrategia de eva-
sión que lo había llevado a quedarse solo, lejos de su familia
original y sin jamás pergeñar el plan de una nueva?
Esa noche vendió unos cuantos objetos de valor que aún
le quedaban de su reciente época de prosperidad, se compró
un par de papeles de cocaína y una botella de whisky y salió a
que la calle se lo devorara de una vez por todas.
No había escape. Jamás se iba a atrever a regresar a Bue-
nos Aires en esas condiciones, cuando además sus padres
eran ya fantasmas recorriendo los pasillos de su memoria.
Mientras se acercaba a la Estación Central bebiendo lar-
gos tragos directamente del cuello de la botella, comprendió
que el peor de los males es ir preso, así que ocultó las botellas
en unos pastizales de la Villa Portales. La Estación Central
lo azotó con sus incordios nocturnos. Todas las estaciones
guardan tras su apariencia tranquila las historias más densas
y despreciables. Al rato, llorando intermitentemente, apenas
controlando su andar, fue cercado por una pandilla de mu-
chachos salvajes. Lo rodearon como suelen hacerlo los cha-
cales cuando merodean a una presa fácil. Symns alcanzó a
ver una botella rota y también la punta de una navaja apenas
insinuada en la mano de uno de los muchachitos. Siempre
había sentido intenso miedo en situaciones similares. En la
Barra de Guaratiba, un pueblo de pescadores cercano a Río
de Janeiro, muchos años atrás, su cabaña había sido asaltada
por una manada de negros encapuchados dispuestos a matar
a todos los hombres de la casa, y él se sintió tan aterrorizado,
tan humillado por el miedo que se arrojó por una ventana,
rodó por una ladera y dejó abandonados a su suerte a los de-
más habitantes de la cabaña. Ahora por primera vez sentía
un gran alivio. ¿Qué más podía pasarle? ¿Que le cortaran la
cara? ¿Que lo apagaran de un certero tajo? Se entregó a los

340
muchachos que empezaron a empujarlo hacia la zona más
oscura del lugar. Lo revisaron bruscamente sin encontrar
más que algunos pocos pesos. Repentinamente, uno de los
muchachos dijo:
—¿Usted no es el tipo que salía en la tele?
—Tengo una botella de whisky escondida por aquí cerca
—respondió Symns.
—Este es el tipo que hizo la biografía de Los Tres —ex-
clamó excitado el muchacho que lo había reconocido—, es un
tipo choro...
La hostilidad se transformó en un abrazo protector y
esa noche terminó con sus nuevos amigos cantándole a la
luna, bebiendo de la botella y jalando los restos de los papeli-
tos que casi todos ocultaban en sus ropas. Esa noche fue casi
feliz hasta el amanecer.
Mientras se quedaba dormido cerca de las escaleras del
edificio de su casa, creyó comprender que estaba en manos
de un destino muy peculiar, que era inútil intentar escapar de
esos designios. ¿Qué era lo que había perdido en realidad?
La amistad de tipos realmente despreciables como el Rumpy
o el Pato Fernández, la suerte de pertenecer a una secta de
corazones innobles que acumulaban dinero y éxito como si el
mundo se tratara de una comilona en la que ellos se apodera-
ban de las vidas ajenas como si fueran manjares. ¿Era el éxito,
el bienestar económico, el reconocimiento de sus supuestos
pares en la profesión lo que había salido a cazar en el mundo
cuando empezó a trabajar en esas lides? ¿Había ido a Chile a
jubilar sus ansias o a renovar los bríos de sus desesperadas
convicciones? Por supuesto, al otro día las preguntas laceran-
tes del hambre lo instalaron nuevamente sobre el auténtico
mapa de sus desgracias.

341
EPÍLOGO
Siempre hay que volver

El primer bar que conocí en mi vida estaba frente a la esta-


ción de trenes de Monte Grande, mi pueblo natal.
Tenía doce años y con mi amigo José, que todavía era
más chico que yo, nos escapábamos por las noches. Cuando
mi tía Angélica se quedaba dormida, yo salía por la venta-
na, caminaba por los techos y me encontraba con José en la
escalera del edificio de la panadería donde él vivía con su fa-
milia. Habitualmente nos conseguíamos un trago que robá-
bamos de la alacena de nuestras casas. Quizá empezamos
con oporto, vino moscato o vermouth Cinzano, las bebidas
que consumían en nuestros hogares. Tomábamos aquellas
dosis y nos cagábamos de risa. En reír y tratar de conte-
ner sin conseguirlo aquellas carcajadas consistía nuestra
embriaguez. Fue la primera droga que me ayudó a salir a
explorar el mundo. Para eso están las drogas, para ayudar-
nos a dejar de ver esa obstinada tranquera que nos impide
ingresar en lo desconocido, para obligarnos a ser nosotros
mismos.
Pero José economizaba el tiempo de sus excursiones
nocturnas; no solo era más chico sino que también tenía una
familia que lo controlaba más. Así que yo comencé a extender

345
el territorio de mis excursiones hasta alcanzar la estación de
trenes y ese bar en donde inexplicablemente me dejaban en-
trar por las noches mientras los clientes asiduos jugaban a las
cartas o al dominó. Desde las ventanas miraba el ir y venir de
los trenes y me imaginaba lo que pocos meses después hice:
subirme a uno de ellos y zambullirme en esa fantasía inaudi-
ta que era Buenos Aires.
Recuerdo con nitidez palpitante todos los miedos que
me habitaban. No eran tan intensos los que tenía que ver con
el peligro físico, el castigo familiar o policial, como el miedo a
decepcionarme con el mundo. ¿Y si no hubiera otra cosa más
allá del horizonte de mi vida cotidiana?
A medida que mi conducta se fue haciendo caótica, me
importó cada vez menos que descubrieran mis ausencias y
aun que mi tía me encontrara alcoholizado en mi cama todas
las mañanas.
En el bar había un personaje que admiraba. Era un pe-
tiso malandra y peleador, un auténtico choro experto en to-
dos los trucos de la pelea callejera, un matón, pero chistoso y
hasta cariñoso con sus amigos. El Petiso se había encariñado
conmigo. Yo era un niño muy flaco y esmirriado y en ese lu-
gar eran pocos los que me prestaban atención. Sin embargo,
el Petiso siempre me convidaba.
—¿Querés tomarte un café con leche? —me preguntaba
cada noche con expresión pícara y codeando a sus acompa-
ñantes como si estuviera a punto de mostrarles una gracia.
—No... Prefiero una ginebrita...
Todos se reían y bromeaban con mi exigencia pero, fi-
nalmente, con esa estupenda inmoralidad de los hombres de
la noche, la ginebrita llegaba a mis manos. Yo me la tomaba
casi por asalto y rápidamente quedaba en un estado de éxta-
sis frente a las maniobras de la vida adulta: las bromas, los

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empujones, el lenguaje sexual violento y grosero y a veces
también las peleas.
La fama de peleador del Petiso era muy grande; sin em-
bargo, yo nunca había tenido oportunidad de comprobarlo.
Hasta que una noche, muy tarde, cuando ya había decidi-
do continuar estirando mis horarios de permanencia en el
bar, entró un grandote, un hombre verdaderamente grande,
musculoso, con aspecto de obrero de la construcción o ferro-
viario, de andar fiero y mirada esquiva, que pidió un café.
Enseguida el Petiso se «enamoró» del grandote. Era la pa-
labra que usaban los peleadores para señalar el momento en
que un peleador decide, sin motivo alguno, buscar pelea con
un desconocido. Era el tiempo del famoso «¿Qué me mirás?».
Yo estaba distraído esa noche porque había conseguido
sentarme en la mesa de la ventana, con mi ginebrita, para
mirar el mejor paisaje del universo: la llegada y partida de
los trenes. Así que no fui testigo de los primeros escarceos.
De inmediato el grandote aceptó el reto y salió. Por la ven-
tana, durante casi un minuto, quizá menos, tuve oportuni-
dad de ver la destreza increíble del Petiso para enfrentar al
grandote. Este no tuvo la menor oportunidad de asestarle
una piña que seguramente hubiera noqueado al hombre de
menor envergadura. Una serie de patadas y trompadas ases-
tadas desmañadamente pero a gran velocidad por el Petiso,
que se agarraba al farol de la luz y lo usaba como punto de
apoyo para lanzar sus mandobles y patadas, dieron por tierra
con el rival. El grandote cayó al medio de la calle y allí quedó
repantigado. El Petiso no siguió pegándole; rodeado por sus
amigos, volvió al bar.
El desarrollo de la pelea me había dejado completamen-
te hipnotizado, pero lo que sucedió a continuación fue asom-
broso. Vi por la ventana cómo el grandote se ponía de pie, se

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sacudía las ropas y, con el rostro ensangrentado, volvía a la
puerta del bar e invitaba a su rival a seguir peleando. Afue-
ra se había formado un pequeño tumulto y de hecho yo era
el único que permanecía en el bar ya que el cajero y el mozo
también habían salido a observar la pelea. El grandote volvió
a recibir una terrible paliza y nuevamente regresó por más.
No recuerdo exactamente si fueron tres o cuatro rounds los
de aquella despareja pelea, pero sí la expresión preocupada,
casi con un poco de miedo del Petiso cuando vio regresar al
grandote una vez más. Confuso, se dejó rodear por sus ami-
gos, que hablaban de la policía y de lo peligroso que significa-
ba seguir con aquella riña. Finalmente el Petiso se fue del bar.
El grandote, medio destrozado, se sentó en la misma mesa
en donde estaba su café ya frío y, mientras se limpiaba la san-
gre con la camisa, exigió que le sirvieran otra taza.
Me quedé mirándolo largamente y, cuando le trajeron
el nuevo café, se dirigió al mozo, aunque yo siempre creí que
hablaba conmigo, porque me miraba a los ojos con una ex-
presión risueña, casi de alegría:
—Hay que volver —murmuró—, siempre hay que volver.
Aún hoy escucho a veces esa voz sin terminar de com-
prender qué es lo que quiso decir.
Pero sé que esa frase seguirá resonando siempre, como
un himno guerrero, en mi memoria.

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ANEXOS
Farmacéuticos, los dealers de los años sesenta

En la década del sesenta yo no era adepto a las drogas. Más


grave aún: era casi un cura, un voluntario de los Testigos de
Jehová tratando de salvar almas —hasta que desperté, unos
cuantos años más tarde, yo era un tipo bastante boludo—.
Esa actitud recriminatoria y piadosa se manifestaba espe-
cialmente con los pinchetos, mayoritarios entre mis amigos.
Se picaban dos sustancias que, según decían, eran excepcio-
nalmente «apetitosas»: Methedrine y Pervitin; la perveta y la
metedra en su lenguaje.
Yo le tenía pánico a la jeringa y podía llegar a desma-
yarme con solo observar cómo se pinchaban. Lo hacían lu-
juriosamente, con un alto grado de exhibicionismo, y sobre
todo observando atentamente a los Maestros Pinchadores.
Eran los tipos que encontraban rápido la vena y rara vez se
equivocaban; los que te iniciaban y en ciertas reuniones
pinchaban a todo el mundo. Los principiantes se llenaban
de moretones. Y aunque para los caretas esas escenas apa-
recieran como monstruosas —tal como se empeñaban en
mostrar las campañas publicitarias—, la carnicería resultaba
placentera y hasta bastante estética. Muchos años después,

351
conviviendo con ese genio medio duende que es Willy Crook,
admiraba sus ataques casi epilépticos cuando, voluntaria-
mente, se inyectaba una pequeña sobredosis de cocaína para
experimentar los abismos más profundos del flash.
A pesar de mi pacatería, cada tanto me metía en proble-
mas al consumir algunos jarabes y pastillas de venta libre en
las farmacias.

Polizontes del Parkinson (1962)

El jarabe para la tos llamado Codelasa era mi preferido. Contie-


ne codeína. Cuando me sentía un tanto deprimido me zampa-
ba una botella pequeña (aproximadamente un cuarto litro) del
pegajoso líquido y me hundía en una burbuja de sensaciones
e imágenes que conseguían doblegar ese empeño constante
del sufrimiento por apoderarse de la conciencia. Pero pron-
to me hartó; era bastante asqueroso y los efectos secundarios
(vómito, diarrea, mareos) superaban en exceso sus ventajas.
Finalmente, en una fiesta, atacado por una feroz timi-
dez, mis amigos me convencieron de que tragara tres gra-
geas. Salí a bailar creyendo que aquellas pastillitas me darían
coraje para aproximarme a los seres más temidos de mi exis-
tencia: las muchachas. Yo había consumido, sin saberlo, una
víbora de cascabel para el cerebro.
Se trataba del medicamento antiparkinsoniano llamado
Artane. Al parecer, tomando una dosis normal (media pas-
tilla o hasta una) produce una poderosa excitación, algo de
insomnio, taquicardia e hipertensión. Pero en sobredosis (y
lo fue para mí, aunque mis iniciadores consumían habitual-
mente hasta cinco pastillas sin mosquearse) produce delirio
interpretativo y alucinaciones.

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No fue la experiencia más aterradora de mi vida en
cuestión de drogas (la belladona, la ayahuasca y sobre todo la
datura superaron ampliamente el quantum de terror), pero
sí la primera y, por lo tanto, devastadora. Me salvó recordar
que el escritor alcohólico Edgar Allan Poe, cuando se excedía,
se sentía atacado por millones de insectos repugnantes. Al
parecer, el Artane produce alucinaciones arquetípicas y una
de ellas me hizo salir huyendo de la casa: vi entrar por el ven-
tilete del baño una gigantesca araña peluda de medio metro
de diámetro.
Desperté en un patrullero. Me encontraron hediondo en
el inodoro de un bar legendario llamado Quitapenas, en la
calle Corrientes. El olor a mierda que expelía mi cuerpo me
salvó de la comisaría. Los canas me tiraron en la puerta de mi
casa y se fueron.

El culo de una hermosa gordita (1969)

Recién salido de la cárcel de Devoto, la marihuana me enseñó


rápidamente a quebrar los témpanos de miedo con los que
la experiencia carcelaria había congelado mis ansias vitales.
La cárcel reaviva los mandatos familiares que anidan en las
inverosímiles raíces de la mente. Son esos momentos triun-
fales de Dios, que vuelve a existir en tu conciencia a pesar de
que ya lo asesinaste varias veces.
Enseguida me emparejé con una actriz. Toda ella, des-
de sus ojos hasta sus conversaciones, estaba siempre di-
ciendo: «Soy una concha mojada». Con ella comprendí una
frase de Lacan: «La mujer ama, el hombre desea». Yo era un
pésimo amante pero, en un acto heroico, la había defendido
a mano armada de un amigo golpeador. Ella se enamoró de

353
mi nobleza. Nos mudamos a un departamento en Barrancas
de Belgrano. Yo había conseguido que me despidieran de la
Cervecería Bieckert y me pagaran una buena indemnización.
Fue la última vez que trabajé. La propiedad privada es el úni-
co delito y el trabajo es pura esclavitud. Llamo «trabajar» a
estar atrapado por los grilletes del tiempo. El reloj fue un in-
vento de los esclavistas. Quien no marca tarjeta ni está obli-
gado a llegar a determinado a horario no trabaja, y segura-
mente gana dinero con poco esfuerzo.
Mi flamante pareja pronto se dio cuenta que mi pija,
asustada por su ardor, no se erguía con ella y sí con las mu-
chachitas muy jovencitas y drogonas que me visitaban. Me
abandonó por un tiempo, y al quedarme solo el departamen-
to se llenó de pendejos que se pinchaban. Los había conocido
en el bar Los Leones, en Constitución, y me había enamo-
rado lujuriosamente de una nena recontrapincheta y abun-
dante en carnes. Tenía un trasero enorme y muy bonito que
fue mi obsesión hasta que conseguí maniobrarlo.
Yo me había comprado un inhalador de vidrio que con-
tenía una sustancia llamada cloruro de etilo —para algunos
el champagne de los inhaladores—. Aquellos frascos se con-
seguían sin receta, y que yo sepa nunca se la consideró una
droga peligrosa. Produce una especie de hipoxia cerebral, re-
duciendo considerablemente el oxígeno que llega al cerebro.
Es un sedante muy agresivo de la angustia. Cuando inhalás,
Mr. Hyde tiene libre acceso. Cada inhalación me producía
una inmediata excitación erótica. A la nena eso la divertía,
así que sin titubear se entregaba a mis escabrosas peticiones.
Me habitué a inhalar desde el desayuno, y seguía usán-
dolo hasta en el hipódromo. El maldito etilo es difícil de
manejar. Si no me desmayaba, perdía el equilibrio y me
rompía la cresta en una caída. Según me contaron, a veces

354
tenía convulsiones. Por suerte para mi salud, una noche cayó
la policía a causa de una denuncia de los vecinos y tuve que
darme a la fuga antes que me acusaran de pederasta.

Hipnotizando el amor (1974)

Regresé de Brasil después de una estadía de casi cuatro años,


convertido en un místico fanático. Había consumido más de
cien dosis de LSD y unas cuantas mezcalinas. En el sende-
ro de ese viaje se me cruzaron los libros de Ouspensky y de
Gurdieff, y por primera vez creí comprender el misterio de
la existencia. Esa creencia es una maldición para la mente.
Justo cuando empezabas a liberarte de la prisión de las ideas,
te inventabas una idea inverosímil que te atrapaba. Creen so-
lamente los tontos.
De pronto fui a parar al Borda, donde un psiquiatra de
apellido Varela me diagnosticó «delirios místicos». Me en-
cerraron un par de semanas, transformándome en un robot
con el famoso cóctel de Rohipnol y Halopidol. Me curé muy
rápido: estar loco no es como estar preso, donde si te arre-
pentís no te perdonan. Cuando estás loco te dan de alta con el
simple procedimiento de decirle muchas veces al psiquiatra:
«No doctor, ya comprendí que no soy extraterrestre, ahora sé
que soy un pelotudo como usted». Después de mi breve paso
manicomial, encontré un grupo de pertenencia en una casa
casi derruida que estaba sobre la calle Arévalo y daba a las
vías del tren. El paisaje de mi ventana en el primer piso se
abría al sonido monótono y brutal de los trenes. Allí vivían
poetas y soñadores, duendes y buscadores que escuchaban
todo el día Pink Floyd, Genesis, Yes, Procol Harum y Emer-
son, Lake and Palmer.

355
Yo me había inventado un oficio que merecería figu-
rar en el exquisito El club de los negocios raros de Gilbert Keith
Chesterton. Organizaba fiestas sorpresa el día del cumplea-
ños de cada integrante de la pandilla. Realizaba una mi-
nuciosa y secreta investigación de la vida del cumpleañero
y creaba un guion teatral que traspolaba al terreno legen-
dario: cuentos de hadas y dragones, viajes insólitos a otros
planetas, secuestros imprevistos… Me convertí en director
de aquellas fiestas, y poco tiempo después los que cumplían
años ya eran desconocidos: amigos de amigos de alguien.
No me pagaban: me mantenían.
Lo más interesante de ese breve y sereno período vaca-
cional fue el consumo masivo, durante el fin de semana, de
un remedio llamado Mandrax. En aquel tiempo los médicos
sostenían que la metacualona de ese medicamento era un
tranquilizante menor utilizado para el tratamiento de cier-
tas neurosis relacionadas con la ansiedad y las obsesiones.
Lo que al parecer no sabían era que ingerido en altas dosis
produce un estado hipnótico que anestesia la moral y ge-
nera un dispendio colectivo y promiscuo de energía sexual.
Promiscuidad quiere decir confusión. Siempre sostuve que
así como en la masturbación hay un amante imaginario, en
el coito hetero u homosexual entre dos personas siempre
hay otras presencias imaginarias. La orgía prohibida por el
tabú de la moral retorna desde la espesura del alma al libe-
rar los controles. Entre la masturbación y la orgía, el acto
sexual entre dos individuos es el acto más solitario, deses-
perado e imposible que puede concebirse.
Quiero distanciar aquellas situaciones de esa costum-
bre realmente perversa y burguesa instaurada en los ochen-
ta denominada «swinger», que es un diseño implacable de
la monogamia para simular poligamia. Su proyecto es tan

356
miserable, que desnuda la tragedia básica de la heterosexua-
lidad: la única enfermedad realmente peligrosa, contagiosa y
destructora del erotismo.
Con el Mandrax yo podía despertar en la cama del dueño
de casa y su mujer, desnudo y con el hermoso rostro de la jo-
ven roncando junto a mi verga. Pero nadie lo había planeado.
La culpa, el resentimiento, los celos amanecían junto a noso-
tros, y había que volver a tomar la sustancia para perderse en
un nuevo laberinto hipnótico, siempre con la certeza de que
no había entre nosotros ningún oportunista o manipulador
que se aprovechara de esos estados de gracia para convertir
sus obsesiones en realidad. No nos violábamos. Violábamos
la ley. Nos co-rompíamos; es decir, juntos rompíamos un
acuerdo nefasto que nos ataba a esa maldición sacerdotal
que es la fidelidad. No éramos fieles, éramos leales. En aque-
lla casa y con esa droga pude vencer mi miedo a los cuerpos,
mi rechazo al sabor, al olor y la textura de los cuerpos mascu-
linos, mi envidia secreta a los penes poderosos.

357
Los viajes de Don Serenito

Hasta fines de la década del cincuenta las únicas drogas


transformadoras de la conciencia que consumí fueron algu-
nos libros. Fui un lector ávido y desesperado que exploraba
autores y libros consagrados siguiendo el mapa de lecturas
que había dibujado la mafia de la cultura. Me demoré unos
cuatro años hasta descubrir que así como el mapa no es te-
rritorio ni el menú es la comida la literatura no son los libros.
Detesto el mundo abstracto de la literatura, ese museo
envejecido donde se exponen los cadáveres de la escritura.
Solo amo los libros que me transformaron. Esos libros má-
gicos que, tal como lo hacen las drogas duras, introducen
un peligroso enemigo en tu alma. Henry Miller fue el pri-
mer mago que me impulsó a la fuga. A través de su escritu-
ra desasosegada, él me hizo comprender que era posible la
evasión de esa cárcel monótona y dolorosa en que consistían
las rutinas dolorosas de mi vida. Primavera negra es todavía
hoy mi I Ching preferido. Una de las frases de ese libro de-
cía: «Escribe desde el dolor, habla siempre mal de ti mismo,
cuenta todo, no tengas secretos, haz que te odien». Con esa
frase me atreví a escribir El señor de los venenos. También fue-
ron mis amigos Ernest Hemingway, Charles Bukowski, Fedor

359
Dostoyevski, Albert Camus, Malcolm Lowry, Richard Ford,
Paul Auster y John Fante. Ellos me hicieron ver que yo no era
esa persona gris que me empeñaba en ser, fracasando una y
otra vez en el intento. Yo no era el que era. Yo era un ser des-
conocido y extraviado al que tenía que buscar. Crimen y castigo
o El extranjero no fueron libros que leí, fueron hechos que me
acontecieron con más intensidad que cualquier suceso de mi
propio anecdotario. Pero de todas las artes, la música es la
más extraordinaria ya que no depende de ninguna visualiza-
ción. El ojo es el aposento de los virus, es el cómplice de las
palabras ya que no ve sino lo que las palabras le dicen. La ci-
vilización se construyó sobre las traiciones del ojo. Creo que
fue Heráclito el filósofo que intento pensar a través del «escu-
char» y no del «ver». Pero la música ingresa en nosotros por
las zonas más selváticas y salvajes de la conciencia. Abraxas
de Santana fue la música que me inició en la exploración de
la existencia. Enseguida, desde Liverpool, una rara sustancia
musical se derramó sobre los caminos de mi vida extravián-
dome el mundo para siempre.

Supositorios de serenidad (1965)

En la casa de Míster Fú conocí a Esteban.


Era un personaje insólito y difícil de definir: usaba ca-
misas con dibujos psicodélicos estridentes, cosa que en aquel
medioevo represivo de Buenos Aires era una declaración de
guerra a la moral y a las buenas costumbres. Usarlas signi-
ficaba llamar a la policía para denunciarse uno mismo. Sin
embargo, había algo en el aspecto de Esteban, cierta incom-
prensible invisibilidad que le permitía bailar entre las mi-
radas sin que lo atraparan. Es más, yo siempre iba en cana,

360
pero mientras estaba con él nunca nos detuvo la policía. Lo
mejor de Esteban era su risa contagiosa y su descarada ale-
gría. Cualquier suceso, sobre todo si se trataba de desgracias
ajenas, producía en él una carcajada despiadada. En su deli-
rio, Esteban interpretaba libremente la realidad. Se burlaba
del mundo como si se tratara de una película de Peter Sellers,
una comedia de enredos que finalmente terminaría bien.
Aunque no compartía sus interpretaciones, y a veces
hasta me escandalizaban, siempre terminaba embarcado yo
también en un ataque de risa. La risa es milagrosa. Creo que
hasta puede curar el cáncer.
Esteban, además de fumar marihuana, se metía en el
culo unos supositorios de morfina que en aquella gloriosa
época se conseguían en la farmacia como si fueran aspiri-
nas. Esteban era un experto en ese trámite anal y en oca-
siones, atravesado por la pereza de la serenidad, ni siquiera
iba al baño.
Nos movíamos en un pequeño pero intenso circuito que
se extendía por la calle Rivadavia, desde el Congreso hasta
Plaza Once. En la esquina de Pueyrredón se ubicada La Casa
Rosada de los locos, el legendario bar La Perla hoy conver-
tido en una presumida pizzería. Aquel territorio de almas
descarriadas que la sociedad consideraba como un antro de
depravados, hoy es homenajeado por el Gobierno de la Ciu-
dad con una placa conmemorativa y hay platos que se llaman
«Tanguito a la española».
Hasta conocer a Esteban yo solo había consumido mari-
huana y algunas drogas de farmacia como el jarabe Codelasa.
Fue en el baño de La Perla donde por pura imitación me zam-
pé un supositorio.
La combinación de marihuana con aquellos suposito-
rios me dio un empujón hacia la insensatez, y al rato está-

361
bamos en Constitución, donde tomamos un tren a Mar del
Plata siguiendo un eufórico plan que se me ocurrió: visitar
a mi amigo César (a quien en realidad odiaba, ya que a mis
espaldas se había acostado con mi chica).
Tuvimos suerte. César viajaba ese fin de semana a Neco-
chea por asuntos de trabajo y dejó del departamento a nues-
tra disposición. Fueron dos días de jolgorio y maravillosas
aventuras en el mundo de la serenidad. En la jerga drogona
se bautizó a la morfina como si se tratara de una persona:
Don Serenito. Una aventura guiada por Don Serenito con-
siste en caminar por la playa, sentarse en un bar, hablar solo
boludeces, fumarse un cigarro como si fuera el último de la
vida. Para Don Serenito no tiene que pasar nada para que el
mundo sea perfecto. Solo te exige que no lo abandones, que
cada dos o tres horas te tomes otra dosis. En aquellas jorna-
das el mundo me resultó amigable y las personas hermosas.
Al amanecer del domingo, el infierno volvió a acorralarnos
contra nuestra desdichada vida. Al atardecer, ya sin morfina
ni marihuana ni dinero ni cigarros, siguiendo los consejos
sabios de Don Serenito robamos de la casa un enorme bol-
so donde además introdujimos un equipo de música y doce-
nas de cintas que César utilizaba para ganarse la vida como
disc-jockey. Esteban se llevó además todas las camisas y re-
meras que había en el placard y nos dimos a la fuga.
Esa noche nos colamos en un edificio del centro y dor-
mimos en la cabina de los motores del ascensor, electrocuta-
dos por el frío cruel que azota la ciudad por las noches pero
iluminados por la esperanza de conseguir dinero al día si-
guiente. A primera hora del lunes vendimos el equipo y las
valiosas cintas en un apestoso negocio de la avenida Luro por
una cifra inverosímil, pero que resultó suficiente para com-
prar cuatro cajas de supositorios y un toquito de faso que nos
devolvió la serenidad. Fueron tres o cuatro días de plenitud,
instalados en un camping de malucos en el parque Luro,
donde resultaba imposible que la mano vengativa de César, a
quien le habíamos arruinado la vida, nos alcanzase. Yo había
aprendido la lección y además era un pichi. Como en mi caja
de supositorios quedaron solamente dos dosis de serenidad,
me tomé el tren de regreso a Buenos Aires.
Esteban, en cambio, se quedó. Después me contaron
que pasó allí todo ese invierno hasta que terminó en cana
acusado de robo.
Años más tarde, César me encontró en un bar de la calle
Corrientes.

363
El resplandor del buitre

Un antiguo y preciso sufrimiento se había erguido por so-


bre la trascendencia de mis logros y mis éxitos, como un
viejo monstruo dormido que despertaba. Juntando toda la
plata de una estafa que hicimos al vender Cerdos & Peces al
hijo del dueño de los profilácticos Velo Rosado, abandoné
la conducción de la revista y viajé hasta un pueblo perdido
llamado Mariana. El gurú o chamán o vaya a saber qué del
pueblo de Mariana tenía una potente leyenda detrás suyo.
Era famoso en todo el estado, y además su nombre no des-
pertaba suspicacias entre mis avezados amigos. Por el con-
trario, aun cuando no lo conocieran, ninguno dudaba de su
entereza ética ni de su poder. En el bar-farmacia-almacén
pregunté por El Hermano de la Montaña, que era el nom-
bre mítico con que se lo conocía en todo el estado de Minas
Gerais. Después de muchos rodeos, señalando los cerros me
informaron escuetamente que estaba «arriba», y me aconse-
jaron que para esperarlo me instalara en la hostería, ya que
sus escaladas eran de retorno impredecible. La pensión más
hedionda de Buenos Aires podía considerarse tres estrellas
comparándola con esa covacha. Está rodeada por una selva

365
pegajosa y de malezales retorcidos donde el peligro acecha.
En esas murallas de afiladas garras vegetales anidan enor-
mes arañas, venenosas serpientes, hormigas del tamaño de
una zapatilla, plantas venenosas, alimañas arteras y sobre
todo muchos buitres. Hay buitres en todo Brasil, pero Ma-
riana es seguramente su colonia de vacaciones, porque los
hay por todos lados y de todos los tamaños, y además no
son nada tímidos. Si te quedás un rato quieto, meditando,
ya los tenés cerca, curioseándote. El hambre de un millar
de buitres danzando sobre un poblado de apenas doscien-
tos aldeanos y doscientos perros resulta inquietante. Son
carroñeros, lo sé, pero el hambre es capaz de transformar
a un cobarde en asesino. En esa época del año, pleno in-
vierno, el sonido de las termitas devorando árboles y casas
abandonadas es permanente. El sonido incesante de millo-
nes de termitas no te permite dormir sin embriagarte. En
mi hedionda cama tenían su morada los peores enemigos
del sueño, unas sanguijuelas casi invisibles que se te pren-
den como lunares para succionar tu sangre. En esta primera
noche no conseguí conciliar el sueño, y a la mañana siguien-
te compré unas lunetas relativamente limpias y me eché a
dormir la siesta en el piso de la covacha, siempre con la luz
encendida, entrando y saliendo del sueño para vigilar a una
tribu de alacranes pequeños y transparentes (según los lu-
gareños no eran muy «venenosos») que caían del techo con
una arbitraria intermitencia. Adaptarse a vivir en Mariana
es como hacerse hombre de la noche a la mañana. A pesar de
que se encuentra a solo veinte kilómetros de Ouro Preto, con
sus lujosos hoteles y restaurantes y sus legendarias iglesias y
catedrales, Mariana te demuestra de inmediato que las ciu-
dades del hombre civilizado son solo un oasis de frivolidad
en ese inmenso océano verde que es Brasil.

366
La pesadilla duró dos interminables días con sus noches.
Cuarenta y ocho horas bebiendo cerveza tibia, comiendo un
oscuro potaje y aplastando alacranes o cucarachas gigantes.
Finalmente, el Hombre de la Montaña apareció en el bar. Era
rubio, alto, muy bien alimentado. Con cierta ansiedad y antes
de saludarme, me preguntó:
—¿Cómo va San Lorenzo en el campeonato?
Se llamaba Anselmo, era de Caballito, y tenía un acento
cerrado de porteño ortodoxo, como si jamás hubiera abando-
nado el barrio. Hablaba en castellano hasta con los lugareños.
Si bien en aquellos tiempos el fútbol todavía no formaba par-
te de los calendarios sacerdotales de manipulación colectiva
como lo es en la actualidad, gracias a la ingestión continúa
de cocaína yo había conseguido liberarme de la hipnosis que
enjaula la mirada en la expectación. No había que mirar nada.
Ni espectáculos deportivos, ni exposiciones de cuadros genia-
les, ni recitales de rock, ni películas, ni la cara del presidente.
La mano es más rápida que el ojo y mientras tú miras
ellos te arrancan el alma de cuajo y la tiran por ahí. Así que la
ansiedad de Anselmo por su equipo favorito fue un golpe de
nocaut a mis expectativas.
Quise escapar, pero ya estaba dentro de la trampa. An-
selmo me hizo beber un té repugnante y luego me montó en
la parte trasera de su motocicleta. Había sido un escalador
profesional y aun en aquellos cerros pobretones le gustaba
ejercitarse. Recuerdo vagamente que la droga (nunca supe
si era floripondio, datura o algún otro hipnótico) me dio un
mazazo en la cordura cuando la moto se detuvo. Lo miré fi-
jamente y, sin lugar a dudas, vi su «resplandor». Ya lo había
visto en España en otros hombres.
Trepamos hasta instalarnos sobre una roca de no más
de tres metros de diámetro. A nuestros costados todo era

367
precipicio y el formidable panorama no conseguía distraer-
me del pánico que me producen las alturas.
Intenté hacer una narración sucinta de mi pesar. Lo ha-
bía ensayado durante los días de espera.
De repente, la bruma de mi mente desapareció.
—No te muevas —me dijo Anselmo en un susurro.
Media docena de buitres nos sobrevolaban y en cuanto
nos inmovilizamos, con esa relativa audacia que los caracte-
riza se posaron sobre la roca.
—¿Tenés algo comestible?.
Negué frenéticamente con la cabeza.
—¿No habrá caquita en tu culo? —insistió.
Anselmo revisó su propio ano y con el mismo dedo,
sin la menor muestra de repugnancia, hurgó en su nariz y
consiguió rescatar un oscuro y consistente moco. Extendió
su mano hacia atrás sosteniendo el manjar y permaneció in-
móvil. El buitre devoró el moco con delicadeza y enseguida
se dejó acariciar la cabeza. El animal también resplandeció y
luego me echó la más triste y humana mirada que vi jamás.
Vi en sus ojos la paciencia de un ser muy viejo y atormentado
que lo había visto todo y no había encontrado nada.
No fue simplemente un llanto. Fue un estallido. El dolor
de mi pecho explotó como una granada y enseguida expulsé
por el culo y por la boca toda la maldita mierda en que con-
siste el alimento.
Lloré durante un largo rato abrazado a ese hermoso
hombre. Luego, sin hablar, brillando como duendes, regre-
samos a Mariana.
El dolor, ese dolor, jamás regresó.

368
La sombra de la noche

Su primera experiencia fue en Poa, a pocos kilómetros de San


Pablo. Llevaba una vida idílica; tenía dos o tres novias por los
alrededores del pueblo y vendían sus artesanías en la ciu-
dad. Después de una tupida lluvia salió por primera vez en
su vida a «cazar duendes». Hicieron una respetable cosecha
y un experto se encargó de hacer el preparado. Un brebaje
con miel que no se sabía si era una sopa o un té. El ayuno se
inició al anochecer del día prefijado para el viaje. Es muy im-
portante tener pocas porquerías en el estómago porque con
las plantas el vómito es un convidado de piedra. Al amanecer
se zampó un enorme tazón lleno hasta el borde. Al rato no-
más, la psilocibina lo mordió mientras caminaba por el sel-
vático bosque que rodeaba la fazenda, y como un viejo árbol
podrido El Lacra se derrumbó entre los yuyos. Una fuerza
magnética imposible de resistir y que provenía de la tierra
hundió su conciencia en la espesura. Y la fazenda se sacó de
un manotazo su disfraz. No había fazenda ni paisaje lindo. No
eran amigables árboles bamboleándose con el viento al com-
pás de una simpática rumba. No había plantitas ni pastitos
sonrientes como esas mariconas que quizás tú cultives en tu

369
maceta o jardín. Lo que apareció fue un ejército de seres tre-
mendamente amenazadores con púas erizadas y blandiendo
un miedo más amenazante que el miedo. El fantástico ama-
necer terminó de levantar el telón y una jauría de gritos estri-
dentes explotó en la selva. Todo y cada cosa gemía, gritaba,
llamaba, preguntaba, señalaba, buscaba, como si la voz de
una incógnita imposible de penetrar espantara al silencio de
la nada.
Al anochecer, El Lacra se desplomó junto a la inmensa
laguna que lindaba con la casucha y observó despavorido,
como si se hubiera introducido en un cuento de Lovecraft, a
cientos de enormes sapos (de una especie que en Brasil lla-
man sapo martillo) iniciando un ensordecedor concierto de
alaridos y trompetazos donde se mezclaban quejumbrosos
lamentos de algunos solistas con el rítmico y ajustado cantar
de toda la orquesta. Era un canto entre aterrador y desespe-
rado, eran miles de armas enterradas en el fangoso charco,
que le exigían al abismo que las consolara. En aquel malezal
la amenaza vegetal se ciñó otra vez sobre los despojos huma-
nos del Lacra. Había algo siniestro y alienígena en su propia
presencia. En un pantallazo se vio con los ojos del paisaje.
Era él quien emanaba un aroma repugnante. Era lo que había
bajo el disfraz de su aspecto lo que amenazaba. Como si él
fuera los ojos de un espectador ajeno a sí mismo que lo usaba
para penetrar en el misterio de aquella noche.
Detrás de la laguna vivía un cuidador que tenía un pe-
rro al que adiestraba para espantar a los merodeadores; una
de esas bestias enormes y malditas con expresión asesina.
Unos días antes, Jorge Mambo, que odiaba al cuidador, ha-
bía cavado un pozo bajo la alambrada para que se escapara.
Y esa noche el tremendo animal apareció junto al Lacra con
la cola baja, aturdido como él por el terror de la noche, sin

370
ninguna disposición a seguir aparentando su ferocidad. Sus
ojos lastimeros no lograban consolarse al mirar los del La-
cra. Mientras el misterio salvaje de aquella tierra les cavaba
el alma, se fueron durmiendo juntos, casi abrazados, como
amantes. Pero antes de desmayarse por el exceso de adrena-
lina vio la sombra de la noche levantarse y erguirse sobre él
para excavarlo.
Esa sombra jamás lo abandonó; parte de ella aún vive en
él. Esa noche supo que el abismo y su alma estaban hecho de
la misma sustancia.

371
Belladona: un viaje a los
abismos de Lautrémont

Pocos recuerdan a Isidoro Ducasse, quien murió muy joven


dejando una única y extraordinaria obra: Los cantos de Mal-
doror. En un prólogo de Aldo Pellegrini recuerdo haber leído
que Ducasse escribió su obra inspirado por el consumo de
belladona. Siguiendo la pista de ese recuerdo, en la década
del setenta busqué esa sustancia en mis recorridos por Brasil.
Es lo bello de la juventud: la vida te ama porque corres
riesgos. Hoy, la sola idea de tomar un trip me aterra. De ma-
nera cobarde, cuando alcanza la plenitud, la vida, embrujada
por una promesa fatal de seguridad, desciende con pruden-
cia la ladera de la muerte. La búsqueda de seguridad es el ma-
yor enemigo del amor.

Fantasmas en la Rua Augusta

A fines del año 1975, cuando era artesano, en la playa de Uba-


tuba conocí a Joao, un paulista negro como el carbón, de ojos
tristes, muy joven y con una enorme rabia contenida. Era re-
sentido y peleador, y no conseguía despegarse del signo de

373
las favelas que había rondado desde muy niño. Joao coloca-
ba su paño de artesanías junto al mío y casi nunca conseguía
vender. Era un pésimo armador de pulseras pero un gran
conversador. Me gustaba trotar a su lado.
Joao no era un tipo convencional, como la mayoría de
los artesanos con que me cruzaba en las ferias de Brasil. No
hay mucha diferencia entre el objetivo de un artesano y el de
un almacenero. Adornando sus modales con cierto hipismo,
ciertos toques esotéricos y algunos saberes yogas, los artesa-
nos siempre buscaron secretamente legalizarse en el mundo,
fundar sindicatos, crear sistemas de seguridad que custodia-
ran las ferias expulsando a otros mercaderes. Los artesanos
son ortodoxos cristianos marxistas, vegetarianos que se es-
capaban de su propia animalidad, chicos buenos de vacacio-
nes en la utopía.
Al terminar la temporada, dos surfistas rubios nos le-
vantaron en la ruta y fuimos con ellos hacia playas ignotas.
Eran tipos agradables, pero rubios y adinerados, de modo
que Joao no podía impedir el atigramiento de su mirada cada
vez que se excedía en el trago.
En los sitios donde acampamos se percibía esa potencia
que existe en el paisaje cuando el lugar no fue visitado an-
tes por el hombre. Es fantástico comprobar que por donde
pasa el hombre, el «yuyo» se convierte en «pasto» y todo el
panorama se deja maquillar por la estúpida mirada del tu-
rista que cree vislumbrar belleza donde solo hay terror. Por
donde pasa el turista, el mundo muere aplastado bajo el peso
de esas almas depredadas.
Cuando nos despedimos, uno de los surfers nos escribió
en una tarjeta una dirección y un nombre:
«En este tugurio hay belladona. Pero tengan cuidado
con la dosis», dijo acentuando la advertencia.

374
San Pablo nos tragó en su ensordecedor torbellino. El
primer contacto con esa ciudad siempre es apabullante. Te
sientes asfixiado atravesando sus gigantescas avenidas que
convierten la 9 de julio en una callecita de barrio. El laberinto
de la ciudad es tan descomunal que es difícil encontrar a un
paulista que conozca toda la urbe. Para la mayoría de los ha-
bitantes, ciertas zonas remotas pertenecen al territorio de la
fantasía. Si permaneces allí mucho tiempo, San Pablo te con-
vence de su infinitud; como en un relato de Ballard, es una
ciudad que nunca termina.
Me instalé en una pensión de la rua Augusta, junto a
una enorme plaza... ¡de cemento! Los árboles, el pasto, las
palomas, todo había sido diseñado por artistas plásticos que
creían que el mundo es una exposición de sus ideas. Fue uno
de los lugares donde estuve más cerca del suicidio. Todas las
tardes me instalaba a fumarme un porro en los asientos de
la plaza, esperando el milagro de un encuentro amoroso que
me arrancase de ese dolor que atravesaba mi mente y no me
dejaba respirar. Me sentía tentado a arrojarme desde la plaza
para estallar como un tomate maduro en la autopista.
Me rescataron de esa desolación algunas putas amisto-
sas y un par de locos. En la casa del fotógrafo Roberto Me-
rino conocí al bajista Alejandro Medina, y juntos viajamos a
Campos de Jourdan para zamparnos un ácido. Alejandro era
un hombre hermoso y tierno. Yo no lo reconocí hasta algu-
nos días después del encuentro, y él nunca hizo alarde de su
leyenda como músico. Curiosamente, me amparaba de mi
desconsuelo; yo me sentía protegido por su voz ronca y su
mirada. En aquellos días, a propósito de ciertas cosas que le
conté, me dijo una frase inolvidable: «Si de chico no te pe-
leaste, de grande sos escritor». Años más tarde, volví a en-
contrarlo en las noches frondosas de los ochenta, y fue uno

375
de mis compañeros predilectos de la nocturnidad hasta que,
como casi todo bicho que camina, fue a parar a la parrilla del
matrimonio y dejamos de vernos.
Luego de un par de semanas en aquel infierno paulista
reapareció Joao, que había visitado el tugurio recomendado
por los surfers y hecho el encargo. Supuestamente, el prepa-
rado belladónico estaba listo para que lo consumiéramos.
El tipo que había preparado el repugnante menjunje era
viscoso como una serpiente y tendríamos que haber descon-
fiado.
Era un sujeto muy alto, y tan delgado que sus huesos se
le marcaban en todo el cuerpo. Tenía la piel aceitosa y una
mirada gorgónica, como si muchos ojos te espiaran desde
ese vacío celeste que eran sus pupilas. Sacó de la heladera una
enorme jarra llena de un líquido color marrón, como si fuera
la diarrea de un hipopótamo, y nos sirvió dos tazones:
—Deben beberlo todo —nos dijo.
Estoy convencido de que el exceso de la dosis llevó
al extremo la experiencia psíquica que produce la atropi-
na. Además, el té había sido preparado con las raíces de la
planta, que contienen tres o cuatro veces más veneno que
los frutos. La planta tiene también una importante dosis
de escopolamina, droga capaz de provocar alteraciones en
la percepción. La atropina belladónica era denominada en
la antigüedad «tabaco bastardo», y fue muy utilizada en la
Europa medieval como ungüento para volar. Según ciertas
fuentes, las mujeres italianas la utilizaban como dilatador
de las pupilas para acentuar su belleza: de allí el nombre
Bella Dona. Los griegos ya conocían su magia y agregaban
dosis salvajes a sus potentes vinos. En Marruecos la utiliza-
ron como afrodisíaco y en la medicina nepalí se usó como
sedante.

376
Tengo entendido que en la medicina herbolaria la bella-
dona es muy útil en tratamientos de neuralgias, tos nerviosa,
asma y convulsiones, e incluso llegué a conocer a un epilépti-
co que la consumía diariamente para interrumpir los shocks
eléctricos cerebrales que destripaban su conducta.

Visitando la pavorosa casa de Usher

Salimos caminando lentamente del tugurio esperando que el


efecto nos fuera alcanzando en el camino. Recorrimos las ca-
lles que nos separaban del centro, y treinta minutos después
la droga explotó.
El primero que lo sintió fue Joao. Interrumpió su ca-
minata y empezó a hablar a los gritos con un gigante que le
impedía el paso en plena rua Augusta. Joao quedó atrapado
en la alucinación del gigante y lo perdí de vista. Es el suceso
más desgraciado que puede acontecer en un viaje: la separa-
ción de los viajeros. Recuerdo vagamente haber entrado a un
bar para esperarlo. A pesar de la potente intoxicación pedí un
café con leche, y mientras intentaba beberlo sentí la detona-
ción de la atropina en mi cerebro.
La primera deformación difícil de asumir sin sentirse
escaldado por los escalofríos del terror, es la escisión comple-
ta de la motricidad respecto de su centro de coordinación. Al
intentar enganchar el dedo en el asa de la taza, mi mano erró
por varios centímetros su objetivo. En un segundo intento
volqué la taza con todo su contenido sobre la mesa. Afortu-
nadamente, Brasil es un territorio liberado de la mirada crí-
tica y controladora que habita como un virus enfermizo en la
enfermiza Buenos Aires. El descontrol de la conducta es un
hecho natural para un brasilero. Cuando un brasilero te mira

377
es porque le gustás o le disgustás. Un porteño te mira para
sojuzgarte.
Algo similar acontecía con mis extremidades inferiores al
iniciar el escape del bar. Caminar se transformaba en una tarea
casi imposible de realizar sin tropezarse con los demás tran-
seúntes, enredarse en los propios pies o errar la medición de la
distancia con el empedrado y caer aparatosamente al piso.
Al entrar a la pensión sentí algo aún más aterrador. Los
sonidos se escuchaban completamente distorsionados. Las
voces me llegaban en cámara lenta, como si fuera una gra-
bación frenada, y si el interlocutor hablaba velozmente re-
sultaba imposible descifrar el mensaje. Mi propia voz sonaba
como una emisión de pesadilla. Durante el transcurso de las
dos primeras horas, ese aturdimiento inicial de la conciencia
demoró el advenimiento de las alucinaciones.
¿Qué es una alucinación?
Para la conciencia en sus más profundas inflexiones, no
existe nada que pueda ser considerado una alucinación. Lo
que se percibe está allí, y el hecho de que otros testigos pre-
senciales no lo distingan o que el objeto carezca de condicio-
nes tempo-espaciales para estar ahí, no disminuye en nada la
certidumbre de su existencia.
Cualquier resistencia a percibir el objeto alucinado em-
peora la situación. Por el contrario, si se convive con lo proyec-
tado, pronto se establece una relación afable con el contenido
de la proyección y esta desaparece o se transforma.
Al rato de conseguir recostarme en la cama, mi padre,
que en ese momento seguramente miraba televisión en Ba-
rracas a centenares de kilómetros de San Pablo, entró a mi
pieza, se sentó recatadamente en el borde de la cama y co-
menzó a endilgarme un discurso abrumador sobre mi con-
ducta equivocada.

378
Mi visión había sufrido alteraciones aberrantes, y todo a
mi alrededor era un páramo confuso y desaliñado, como si el
mundo hubiese abandonado sus módulos ordenadores y una
bruma cenagosa se extendiera hasta el límite de mi horizonte
visual. Yo estaba en el interior de un cuento de Edgar Allan
Poe y no en la pensión de San Pablo.
A continuación, un desfile de apariciones sobrenaturales
fueron conformando una ronda de fantasmas. La belladona
consigue fusionar los objetos entre sí y luego darles animación
como en un film de Walt Disney dirigido por David Lynch.
Trozos de pared unidos a una mesita de luz se transformaban
en un andrajoso mendigo que se arrastraba por el piso hasta
hundirse bajo la cama. El color repugnante de la humedad de
las paredes escupía una lluvia de fotones amarronados, como
si los dioses estuvieran cagando una diarrea lumínica sobre
mis ojos. Todo se movía con parsimonia y lentitud, de ningún
modo similar al vórtice torbellinesco de las alucinaciones al-
cohólicas sino siguiendo el ritmo de una danza habitual.
Poco después, mi compañero de cuarto apareció den-
tro de mi cama. El muchachito —no debía tener más de die-
cisiete años— estaba desnudo y tremendamente excitado,
aunque no se atrevía a tocarme. Recuerdo que su cuerpo
desnudo me resultó de una belleza extraordinaria, como si
fuera un animal emanando un calor irresistible. Pero el ero-
tismo que me despertó fue fugaz, el terror consumía todo
contenido. El muchacho y yo estábamos sumergidos en un
pantano de sudor y olor, los rasgos de nuestros rostros des-
aparecían bajo el follaje de apariciones fantasmales, y poco
a poco volvían a surgir tratando de recuperar su identidad.
Después pensé que el muchacho se sintió contagiado por los
efectos de la planta y salió huyendo de la cama y del cuarto.
No volví a encontrarme con él hasta el día siguiente, y jamás

379
recuperamos el coqueteo seductor de ese momento. Por el
contrario, surgió una paranoia sin libreto aunque muy poten-
te: yo empecé a dormir con una navaja bajo la almohada y él
logró que el dueño del pensionado lo cambiará de habitación.
El terror de la experiencia, como suele sucederle a todos
los iniciados, superó mi capacidad de comprensión. Durante
el transcurso de las casi diez horas que duró aquel viaje mal-
dito estuve esperando que el efecto disminuyera. El miedo
es una inyección de miedo que el miedo se da a sí mismo. Así
que finalmente, abrumado por el terror logré descolgarme
hacia la inconciencia. El efecto belladónico no solo duró has-
ta el día siguiente sino que se prolongó un par de días más, en
los que tuve la certidumbre de estar irremediablemente loco.
La normalidad retornó abruptamente una semana después.
Nunca más volví a consumir la sustancia, y cierto miedo in-
sano quedó aferrado bajo la piel de las experiencias posterio-
res con otras sustancias pesadas.
Igualmente creí comprender que si alguien conseguía
domar aquel río de imágenes que derrumbaban la ficción
de la realidad, seguramente podía aprender mucho de la
belladona.
El Conde de Lautréamont es el mejor ejemplo de esa
adecuación y Los cantos de Maldoror una obra construida por
la complicidad entre el alma salvaje de la planta y el alma sa-
grada del artista.

380
Caminando por el sendero de los sueños

Mis amigos artesanos habían abandonado el repujado y la re-


sina polyester. No solo las ganancias resultaba exiguas sino
que además eran perseguidos por los fiscales. En el taller don-
de antes fabricaban y exponían sus trabajos, en sociedad con
dos árabes instalaron un rudimentario fumadero de opio. Los
árabes que se encargaban de traer el opio desde Marruecos y
de manejar las pipas, ya lo dije, eran dos tipos con cara de lobo
y el corazón de un perrito cariñoso. Los artesanos decoraron
los cuartos con diseños un tanto psicodélicos pero pasables.
Tenías una cama muy baja casi al ras del suelo, la pipa a tu
lado, una jarra de agua helada y a tus espaldas un timbre que
apretabas cuando querías repetir la dosis o necesitabas auxi-
lio. Ellos también se encargaban de conseguir la clientela y de
velar por la seguridad el fumadero. Al principio la clientela era
frívola y hippona, pero a medida que se fue corriendo el rumor
por los bajos fondos llegaron los auténticos drogones y hubo
que instalar una sala de espera como en los burdeles, con un
par de jóvenes prostitutas argentinas que trataban de distraer
a los adictos y eventualmente los visitaban durante el viaje.
Mis amigos, muy ocupados con su fructífero nego-
cio y para sacarse de encima mi exuberante sufrimiento,

381
me regalaron una semana de internación en el fumadero.
Fue uno de los mejores regalos que recibí en toda mi vida.
La planta del opio es muy rica en sustancias: tiene más de
veinte alcaloides entre los que se encuentran la papaverina, la
tabaína, la morfina y la noscapina. Pero es indudablemente
la morfina su más preciosa expresión. Todo aquel que haya
consumido morfina en los hospitales sabe de lo que hablo: no
solo elimina de raíz todo dolor físico sino que además eleva el
ánimo a un estado de inolvidable nirvana. La primera jorna-
da fue confusa y mis temores se empecinaron en rechazar la
propuesta narcótica. Hasta que el paraíso abrió sus puertas y
me adentró en un mundo exótico y fantasioso donde el úni-
co trabajo que se puede realizar es organizar a gusto la cam-
biante plasticidad de las imágenes que te invaden. No tengo
una explicación racional, pero el opio es como adentrarse
en los relatos de Lewis Carroll; y como yo consumía todo el
tiempo, a medida que aumentaba la dosis mis recorridos
oníricos eran más amplios y casi reconstruibles. Si hubie-
ra que detallar las leyes que gobiernan el mundo onírico, lo
primero a controlar es el movimiento. En el sueño, mien-
tas uno camina hacia la montaña con pasos de hombre, la
montaña camina hacia nosotros con pasos de montaña. Por
otra parte, es imprescindible controlar los pequeños gestos
que van impulsando el viaje hacia la pesadilla. Si estás en un
hermoso bar de Estambul, con una tremenda turca, debes
hacer desaparecer de tu bolsillo la pequeña dosis de heroína
que repentinamente apareció allí. Si no lo haces, de inmedia-
to entrará al bar una comitiva de siniestros policías. Todavía
te queda un recurso: no los mires, evita que tus ojos los ad-
viertan, concéntrate en los turgentes senos de la turca. Y ellos
seguirán de largo; pero si los miras, en la siguiente secuencia
estarás en una oscura celda de Estambul. Con el opio, estas

382
manipulaciones oníricas son imprescindibles. El opio esfu-
ma los límites y las distancias entre los objetos, destruye la
dictadura de la línea recta curvando el mundo y cada una
de sus expresiones. Las formas curvas son caricias mágicas,
transmiten serenidad, tienen aliento de perfume, hasta pa-
rece que sonaran como una melodía imposible de estructu-
rar, porque carece de notas musicales y de línea compositiva.
Recuerdo que había entablado una diáfana relación
con una de las prostitutas. Se llamaba Celeste y era hermosa.
En el fondo de sus ojos azulados nadaba una niña ingenua
y dichosa. Su cuerpo era sensual y turgente pero ella vivía
en su rostro. Yo no la deseaba ni ella me amaba. Compartía-
mos una conversación animada donde la mayor parte de los
hombres que nos rodeaban eran observados y juzgados como
mendigos, pedazos de carne desalmada. Algunos tenían los
ojos envenenados, miradas de araña. Nos reíamos del mun-
do y de nuestras propias desgracias. Recuerdo una frase in-
olvidable de Celeste: «Las putas somos como los boxeadores;
nos rompen el cuerpo».
No percibí su ausencia. Mi conciencia del mundo ya
no advertía personas, amigos, clientes, transeúntes. Era un
opiómano. Solo vivía entre fantasmas. Después del tercer o
cuarto día de consumo continuo me extravié en el tiempo. La
secuencia antes-ahora quebró las cadenas asociativas que la
ensamblaban, y el tráfico de los hechos se hizo confuso y des-
ordenado, era una autopista atravesada por el caos. No pude
distinguir más las señales que indicaban que viajaba desde el
incierto pasado hacia el certero futuro. La molécula del «aho-
ra» era una fugitiva que intentaba escapar del cementerio del
pasado y de la cárcel del futuro.
La maldita oruga de Lewis Carroll se enroscaba frente a
mí, interrogándome con expresión alarmada:

383
—Y tú, ¿quién diablos eres tú?
Y yo no sabía que responderle. ¿Quién era yo? Un ma-
sajista de tu ego, un aterrorizado insecto erótico. Recuerdo
una de mis fantasías predilectas. No estaba en una casa ni en
un cuarto; se trataba de un escenario y había algunos espec-
tadores. En lugar de interpelarlos, yo seguía simulando mi
vida sobre el escenario como si estuviera solo. Me sentía es-
piado por una mirada que también era la mía. Después pen-
sé: siempre hay alguien que te observa, siempre hay alguien
que observa a quien te observa y no hay nada ni nadie que no
sea mirado. La mirada y el mundo son la misma cosa. Quizá
fue ese día cuando me convertí en escritor. Mis sueños cam-
biaron. Un tipo entraba a una farmacia y el farmacéutico le
daba un mensaje con una cita. Cuando la terminaba de leer,
en lugar de una farmacia era un bar y el mozo le advertía que
no fuera a la farmacia, que era muy peligroso. El hombre
que había ido a comprar remedios se convertía en un ase-
sino y nunca más volvía a encontrar el baño de la farmacia
para salir de él.
Un año después hice algún otro viaje a Algeciras re-
memorando las pipas, pero todo había cambiado. La ley de
Murphy opera con sagacidad en el mundo de las drogas. Sa-
bemos que siempre las cosas tienden a ir mal. Mis amigos
se pelearon por dinero, y habían disminuido notablemente
la calidad del producto. El aroma que despedía el fumadero
cuando entrabas era acre y penetrante como si los muertos
estuvieran orinando en las paredes. Como perdí mi contacto
con el dealer de opio en Vallecas, fue una debacle. La realidad,
la orden del rey, me estaba aguardando impávida queriendo
cobrarme los pagos atrasados y tuve que volver a ser un tonto.

384
Una vaca asesina

Durante los setecientos años del asedio a Constantinopla, el


imperio quedó dividido y al territorio actualmente denomi-
nado Europa dejaron de llegar informaciones sobre Dios. Fue
una época confusa y muy rica en fenómenos sincréticos. El
paganismo se infiltró descaradamente en el monoteísmo y
por eso el nombre de la capital de Francia deviene de la diosa
tebana Iris o Isis, la Diosa de la Nada, o dicho en forma menos
abstracta la Diosa de la Ausencia. Paris, es decir, para Isis.
España fue el país que, casi sin controles, se dejo sedu-
cir por los dioses paganos al punto de que el templo de la Dio-
sa Isis fue transportado íntegro algunos siglos después hasta
la Plaza España de Madrid. Al fondo del pequeño laberinto
del templo está la silla vacía donde la Diosa jamás se sentará.
Hispania se transformó en el reservorio europeo de los
tiempos legendarios, y casi todo su territorio quedó atravesa-
do por las acciones insensatas de brujas y hechiceros. Si eres
un hombre que alguna vez fue afectado por el «resplandor»,
a los pocos días de haberte mudado a España te despiertas.
Realicé varias ingestas de datura a solas con mis tres
guías, y siempre sufrí las puñaladas lacerantes del miedo
antes, durante y después de la experiencia. Ese miedo esta-
ba incorporado a mí como si yo fuera alguien aferrado a una

385
roca y hubiera que soltarse; pero yo era también la roca. En
los momentos previos a la vorágine que se inicia a los pocos
minutos del consumo, me sumergía en el viaje conteniendo
la respiración. Pero de alguna manera aquellas veladas te for-
talecían. Cuando me reponía del tremendo sobresalto, me
sentía como un paracaidista novato tocando tierra. Final-
mente decidimos trasladarnos a una estancia en las afueras
de Madrid, donde todo el grupo consumiría estramonio. Se
preparó una gran cantidad de dosis en una enorme cacerola.
Más que un té, el potaje parecía una sopa espesa. Hicimos
el ayuno correspondiente para evitar el exceso emético. No
solo la preparación estaba excedida sino también el consu-
mo. El plan era dispersarnos en el campo y volvernos a en-
contrar. Pero enseguida aparecieron los toros.
Primero nos otearon a la distancia con indiferencia.
Y al ratito nomás empezaron a avanzar hacia nosotros. Los
dos supuestos baqueanos salieron a enfrentarlos como si
fueran viejos camaradas. No existen toros que no sean de
lidia, y poco a poco los baqueanos fueron intimidados y
arreados hacia los galpones y los perdimos de vista. Yo me
había guarecido tras unos árboles, entre las vacas, pero una
tremenda vaca abrió la boca como un rinoceronte y emitió
una especie de mugido incomprensible pero que me erizó
los pelos de las neuronas. Hace poco, en un canal de cable vi
a una vaca psicótica que me reconcilió con mi grotesca ex-
periencia. Vi a cuatro forzudos vigilantes con palos y redes,
que durante una hora no consiguieron dominar a la temible
vaca que los enfrentó como si fuera una pantera. Pero mi
vaca me corrió con la parada, y cuando percibió mi cobardía
me acorraló entre los árboles hasta que pude treparme a una
rama. Permanecí allí un tiempo eterno, prisionero del efecto
de la datura.
Yo no era una persona, ni Enrique ni nadie. Era un ani-
mal indescriptible, una unión de nervios quemándose en la
oscura fogata del terror. No estaba asombrado. Por el contra-
rio, tenía la convicción que tuve siempre: que yo era un ser
gangrenado, que todo lo demás (la escritura, los amores, los
planes, la búsqueda del saber) no era más que una estrategia
del pavor. Cuando bajé del árbol la vaca había desaparecido
y en la caminata de regreso una brisa fría de la soledad fue
ajando las facciones imaginarias de mi ser. Cuando me reuní
con los compañeros no podía ni reír ni contar ni hablar ni
hacer gestos. Tan visible me parecía mi fantasmitud. Como
si fuera aceite, la maldita planta me siguió escindiendo de mí
mismo toda la noche.

387
El Dardo, un malo entre los malos

Cuando llegué a Santiago después de un año de abstinencia


en Concepción, comencé a buscar a mi preciosa vieja novia. Y
fui víctima de intermediarios que manipulaban groseramente
el contenido de las bolsitas, o en ocasiones me embarcaba en
peligrosos viajes a «las poblaciones» (mote chileno para nues-
tra villa miseria), llevado por algún taxista que también cobra-
ba peaje por hacer de guía. Recién cuando me introduje en el
mundo del rock trasandino pude conectarme con un auténtico
dealer. En las fiestas roqueras siempre había alguien que con
un especie de regodeo erótico decía: «¿Llamamos al hombre
malo?». Esa calificación del dealer termina resultando una iro-
nía de la moral chilena. Es como una confesión pública de que
eres cómplice del mal. Y como todos los chistes, es equívoco.
El hombre malo es el que te trae lo que te hace mal. El primer
hombre malo que conocí fue Washington, un muchacho alo-
cado y salvaje, de buen corazón, aunque algo trastornado por
el consumo. Vendía cosas buenas, pero en la transa la pasabas
mal: largas esperas en una esquina solitaria, viajes agotadores
recorriendo barrios donde había sequía... Finalmente, cuan-
do comencé a ganar buen dinero, me dieron acceso al dealer
más grosso de Chile, que se hacía llamar El Dardo.

389
Una noche espeluznante

Ubicado en la inmediaciones del barrio Plaza Italia (frontera


multirracial y social de Santiago), el bar 777 tenía una bien
ganada fama de tener como clientes a gente ruda y mala. En-
tre otras anécdotas de su nutrido prontuario, allí le rompie-
ron la cabeza de un botellazo al escritor Pedro Lemebel. En
ese antro me encontré por primera vez con Dardo. Yo había
iniciado una nueva sección en la revista The Clinic llamada «La
jungla», en la que pretendía darle voz a mendigos, asesinos,
violadores, prostitutas y ladrones. Así que fui a esa cita como
periodista, y el grabador, que nunca llegué a encender, estuvo
apoyado sobre la mesa ante la mirada desconfiada del tipo.
Manejaba un Mercedes Benz gris y usaba ropa deportiva
cara, pero ni siquiera la sobriedad de sus modales conseguía
ocultar el aroma salvaje que emanaba su presencia. Era un
choro. En Chile, se denomina choro a un hombre bravo, un tipo
que se las banca, uno de esos que preguntan dónde está el
miedo para ir a buscarlo.
Apenas habíamos iniciado nuestra conversa, cuando el
sonido de una tremenda cachetada sonó en el bar como un
escopetazo. En la mesa de la ventana había tres tipos pesa-
dos y uno de ellos acababa de cruzar de un furibundo revés
la cara de una joven que lo acompañaba. El bar entero diri-
gió la mirada hacia la escena y, enseguida, cobardemente,
desoyó las lágrimas y la humillación de la joven muchacha y
siguió generando ese ruido obsceno que producen las con-
versaciones múltiples. Es que los tres tipos exhalaban tal do-
sis de violencia que espantaban. Dardo, en cambio, se erizó
como un felino. Respiró hondo, como si tratara de inhalar
todo el viento de su furia, su cara mutó levemente a bestia, y
después de un breve instante que pareció infinito, sin cruzar

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palabra conmigo se levantó y caminó hacia la puerta con aire
ausente.
Lo que siguió debe haber sucedido en menos de un mi-
nuto, pero lo recuerdo en cámara lenta, como en una película
de Sam Peckinpah. No sé si las cosas pasaron exactamente de
ese modo, pero así se fijaron en la retina de mi memoria. An-
tes de llegar a la puerta, saltando como una pantera, Dardo
tomó por detrás la cabeza del golpeador y la incrustó contra la
mesa de madera con tal fuerza que el tipo, con el rostro ensan-
grentado y deshecho, cayó al suelo desmayado. El más gran-
dote, que estaba frente a su amigo golpeado, apenas amagó
levantarse cuando recibió el primer puñetazo y fue cayendo
de espaldas sobre la mesa de otro parroquiano; allí recibió una
patada tremenda en los testículos y se quedó sin respiración.
Fulminado por la mirada del Dardo, el tercero ni siquiera se
movió. A continuación, haciéndome una seña, Dardo salió del
bar y se ocultó entre el gentío.

Cabalgatas por la selva del alma

El Dardo era el proveedor de cocaína de la mayoría de los


rockers, periodistas y gente importante del ambiente san-
tiaguino. Su mercadería era de excelente calidad. Era la que
tomaba Charly García cuando viajaba a Santiago para repetir
una y otra vez su alucinado show que consistía en no realizar
el show. El Dardo nunca te dejaba esperando. Montado en su
Mercedes Benz, recorría incansablemente la ciudad, como el
proveedor de un supermercado. Si el cliente era famoso y de
alto consumo, era capaz de llevarte el producto al quinto in-
fierno. Recuerdo que en el verano del año 2000, decidimos
con algunos músicos ir a pasar una semana en las playas de

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Las Cruces, a cien kilómetros de Santiago, haciendo vida
sana. Pero en la tarde del segundo día nos dio el ataque de
abstinencia. Ante la incredulidad de todos, Dardo recibió el
llamado y nos mandó a su empleado con la bolsa.
Mi amistad con Dardo se fue gestando no solo sobre la
base de mi admiración por él, sino también por cierta debili-
dad emocional que yo intuía tras la coraza de una amabilidad
que la vida le había ayudado a construir. Pero lo que me abrió
las puertas de su corazón fue el hecho de que lo invitara a mi
casa para que compartiéramos la eternidad de las noches del
jale una vez que bajaba la persiana de su negocio. Me confesó
entonces que se sentía discriminado por los músicos famo-
sos a los que proveía y de los que era un verdadero fan. Jamás
compartían una noche con él, ni se interesaban por conocer
sus sueños y padeceres.
Empecé también a visitar su cueva: un bodegón mi-
tad comedero mitad puterío, del que su madre era dueña.
En el lugar siempre había un elenco estable de «chanchitas»
(pendejas que hacen sexo oral a cambio de merca y que te la
chupan como si estuvieran en la peluquería). Allí me confe-
só algo que yo también intuía: su impunidad estaba garan-
tizada por un alto funcionario policial. Cuando se produjo
mi derrumbe económico, esa confesión se transformó en
una velada amenaza para nuestra imposible amistad. Con
su consentimiento, yo había publicado en «La jungla» una
extensa nota contando su vida. A pesar del disfraz con que
encubrí su identidad (otro nombre, otro barrio, otra edad,
otra descripción física), algunos detalles que ambos descui-
damos pusieron en riesgo su posición ante los capos de la
policía.
Como cliente preferencial, o quizá debido a esa peligro-
sa complicidad en su secreto, Dardo había empezado a utili-

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zar conmigo el sistema del dos por uno. Cada cinco gramos
que le pagaba me daba diez. Y lo que vendía era néctar de
yarará. Así que mis rumbos sociales y laborales se fueron
extraviando a medida que me sumergía en los laberintos
del goce. ¿Si estoy arrepentido de todo lo que perdí en esos
meses (mi credibilidad, mis trabajos, mis amistades, mi
casa y mi futuro en Chile)? Ante el Juez de Instrucción de los
acontecimientos diré siempre que sí. En sus pliegues más
sombríos, mi conciencia todavía se debate por encontrar la
respuesta.
Mientras tanto, Dardo había conseguido tejer una red
de distribución de cocaína que lo elevó al salón VIP de los
narcos. Mantenía tres o cuatro empleados a los que contro-
laba desde el anonimato. La competencia fue pronto elimi-
nada y él finalmente logró emigrar de su país de origen: la
pobreza y el mundo lumpen. Se compró una mansión en un
barrio cuico y empezó a esfumarse tras la cortina de humo
que él mismo echó tras de sí. Su celular dejó de funcionar, y
borró de un plumazo sus huellas con la clientela marginal.
Antes de desaparecer, me visitó un par de veces para adver-
tirme sobre las consecuencias de mi enfrentamiento con los
poderes. Me di cuenta de que me había convertido en un
cliente molesto, de esos que piden continuamente crédito
sin poder garantizar el pago.
Bajo el fragor de esa caldera de terror, descubrí que
el fondo de tu conciencia está constituido por un barro de
palabras, que docenas de voces conversan entre ellas y que
resulta una locura mediocre la idea que tú eres tú. Tu identi-
dad es un maldito chiste.

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El señor de los venenos

Cuando se produjo la debacle y fui expulsado de todos los en-


claves culturales de los que había sido protagonista (colum-
nista de importantes diarios, editor de The Clinic, conductor
de un programa de televisión y showman), me atrincheré en
lo que siempre fue mi último recurso: la escritura. Si no me
iban a permitir ser periodista, intentaría ser escritor. Así que
presenté un proyecto a la editorial Alfaguara para relatar mis
experiencias con la droga a través de los años. Me adelan-
taron 2.500 dólares y en el transcurso de dos o tres meses,
en pleno caos escribí la primera versión de El hombre de los
venenos (titulado luego, por sugerencia de mi editor, El señor de
los venenos).
Cuando terminé el libro y lo presenté a Alfaguara, me
lo devolvieron espantados. «Es impublicable», me dijeron
las Monjas Alfaguarenses. Y ni siquiera me pidieron que les
devuelva el dinero adelantado. Fue así como terminó mi ex-
pedición en Chile. Regresé a la Argentina en el año 2002, de-
rrotado y sin siquiera poder recurrir a la casita de mis padres,
que habían fallecido unos meses antes. Encima Buenos Aires
no era Buenos Aires, era Hong Kong. Por suerte, conocí a Ed-
gardo Russo, primer editor de este libro.

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ÍNDICE

PRÓLOGOS
Los mejores peores años de nuestra vida 9
Hampones baratos y agonías subterráneas 13
Una selva de palabras 15

INTRODUCCIÓN
El hombre del sótano (Río de Janeiro, 1987) 31

PRIMERA PARTE
¿Qué hubiera sido de mí sin Alma? (Bs As, 1966-1969) 43
En la cueva del mago 45
Tres pistoleritos 59
Saliendo de la cueva del mago 69

SEGUNDA PARTE
Un demonio en la lengua (Río de Janeiro, 1971-1974) 79
Adiós, realidad 81
Un camión lleno de mierda 101
TERCERA PARTE
Extraterrestres en Madrid (1975-1980) 117
Depredadores 119
Misteriosos rumbos de la masturbación 127
¿Por qué diablos compré el revólver de juguete? 133
Extraterrestres en el hall del hotel 137
El último viaje 151

CUARTA PARTE
Los años locos (Buenos Aires, 1982-1997) 155
Damas y caballeros... Su Majestad, el jale 157
Con los ojos ciegos bien abiertos 165
La guerra de los vecinos 177
Rajen del cielo 187
El gol 193
El club de los negocios turbios 201
Fucking Rolling Stone 215
Estofado de princesas 221
Fuera de aquí, la policía... 233
No hay paredes 235
Un iraquí en el barrio de Once 243
Una tarde en las carreras 247
Un día perfecto 259

QUINTA PARTE
La ciudad congelada (Santiago de Chile, 1998-2002) 263
Desembarco en Liguria 265
Todo lo tuyo cabe en una sola maleta 271
Un campeonato de fútbol 279
Manuel 283
Un día en la vida 287
Solo contra todos 333
Entre tinieblas 337

EPÍLOGO
Siempre hay que volver 345

ANEXOS 349
Farmacéuticos, los dealers de los años sesenta 351
Los viajes de Don Serenito 359
El resplandor del buitre 365
La sombra de la noche 369
Belladona: un viaje a los abismos de Lautrémont 373
Caminando por el sendero de los sueños 381
Una vaca asesina 385
El Dardo, un malo entre los malos 389
El señor de los venenos 395
Esta 1ª edición se terminó
de imprimir en Pausa impresores,
Anatole France 360, Sarandí,
provincia de Buenos Aires,
en el mes de agosto de 2022.

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