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© Privado

Sarah M. Eden es una de las autoras más vendidas del USA Today.
Escribe romántica histórica y lo hace con encanto e ingenio. Ha
ganado el premio INDIE en la categoría de romance con Forget Me
Not y fue finalista de los premios Holt Medallion de 2020 con Healing
Hearts. Ha ganado la medalla de oro Best of State tres veces, en la
categoría de ficción, y también el premio Whitney, otras tres veces.
Aparte de gustarle la Historia y los relatos románticos, busca crear
personajes profundos y ambientar bien las historias en la época en
que esté narrando. Es licenciada en Investigación y se pasa las
horas en la biblioteca de su localidad buscando libros.
Una joven bella y pobre y un noble arisco y rico. Una historia
que recuerda a La Bella y la Bestia ambientada en la Regencia
que hará las delicias de las lectoras más románticas.

Perséfone Lancaster recibe una propuesta de matrimonio del duque


de Kielder, un hombre con fama de tener mal genio y ser arisco, así
que la rechaza. Sin embargo, la delicada situación financiera de su
familia hace que reconsidere su decisión, pues ese matrimonio les
salvaría de la ruina. Así que acepta.
Al llegar al castillo del duque, un edificio frío y oscuro como su
propietario, rodeado de un bosque tenebroso plagado de lobos,
descubre que el hombre tiene la mitad de la cara desfigurada. Y que
no solo tiene cicatrices en la cara, sino en el alma. No obstante, ella
espera, con su amabilidad y su encanto, romper la coraza con la
que el duque protege su corazón. Pero, una y otra vez, recibe
rechazos y desaires. Sin embargo, cuando un grave peligro la
acecha, el duque se dará cuenta de que, si no admite que la ama, la
perderá y, en realidad, ya no puede vivir sin ella. ¿Lo hará?
En busca de Perséfone

Originally published in English under the title


Seeking Persephone
Copyright © 2011 Sarah M. Eden
Spanish translation © 2021 Libros de Seda, S.L. Published under license from
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© de la traducción: Cecilia González Godino

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Primera edición digital: mayp de 2022

ISBN: 978-84-17626-68-6

Hecho en España – Made in Spain

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Capítulo 1

Northumberland, Inglaterra, finales de agosto de 1805

–¿E sduque
ese el futuro duque de Kielder? —Adam Boyce, el actual
de Kielder, observó cómo aquel primo no lo
suficientemente lejano para su gusto emprendía la retirada.
—El presunto heredero —respondió el señor Josiah Jones, su
hombre de confianza.
—Es un idiota —afirmó Adam.
—Sí, excelencia. —El gesto de conformidad de Jones fue
inmediato, como solía ocurrir alrededor del duque.
—No hay forma alguna de que lo desherede, ¿no es cierto?
—No, excelencia —dijo Jones. Aunque era hombre de pocas
palabras la mayor parte del tiempo, Jones se volvía
extremadamente hablador respecto a asuntos legales—. La
sucesión es específica: el título puede pasar a la línea femenina si
no existe un heredero varón en la línea de sucesión masculina,
como es su caso.
—Bien. Entonces, antes de morir, mi intención es quemar hasta
los cimientos del castillo de Falstone —declaró Adam—. Con un
poco de suerte, el bosque de Falstone arderá también en llamas y el
señor Gordon Hewitt, con su maldita línea de sucesión femenina,
heredará nada más y nada menos que lo que es capaz de gestionar:
un montón de cenizas.
Adam notó que Jones palidecía. No dudaba de que el duque
cumpliría su amenaza. Y lo haría. Adam no tenía intención alguna
de entregar el castillo y las tierras que habían pertenecido a la
familia Boyce durante más de seiscientos años al repelente insecto
de Gordon Hewitt y no le importaban en absoluto sus ridículos
derechos sobre la línea Boyce. Sin embargo, parecía que no había
otra opción.
—Y pienso viajar a la ciudad y apostar medio millón de libras a
una carta —añadió Adam—. Varias veces. Dejaré a Hewitt en
bancarrota.
—Espere mejor a que se acerque el final de su propia vida —
sugirió Jones.
Adam entrecerró los ojos en señal de desaprobación.
—No pretendía aconsejarle, excelencia —se apresuró a
enmendar Jones.
Adam apartó la mirada del carruaje, que desaparecía a lo lejos, y
la volvió hacia la incomparable vista que ofrecían las ventanas del
primer piso del castillo de Falstone. Un bosque de una belleza
imponente se extendía ante él. Los antepasados de Adam habían
plantado aquellos árboles, cambiando para siempre lo que antaño
había sido un páramo interminable, y él, como heredero, había
continuado la tradición. Sobre la colina occidental había un lago
cristalino, y el camino que se alejaba del castillo de Falstone
desaparecía rápidamente entre los árboles y dejaba tras de sí un
pacífico silencio y aislamiento.
Su familia había vivido en aquel preciso lugar durante más de
veinte generaciones y él mismo era el decimoquinto duque de
Kielder y decimoséptimo conde de Falstone. Henry, el tercer conde
de Falstone, se había ganado el favor del rey Eduardo III después
de luchar con valentía en la guerra de los Cien Años. Como
resultado, le había sido concedido el título de marqués de Kielder.
Menos de un decenio después fue nombrado duque de Kielder. La
línea Boyce se había mantenido intacta desde entonces, durante
más de cuatrocientos cincuenta años.
—¡Maldita sea! —Junto a la ventana, Adam golpeó la pared de
piedra con el puño e hizo retumbar la antigua vidriera y sobresaltar a
Jones, que estaba a su lado—. Prefiero acabar con la vida de Hewitt
antes que dejarle un solo centímetro de las tierras de Falstone.
—No creo que el asesinato sea la solución a sus problemas,
excelencia.
—Podría hacer que pareciera un accidente. —Adam se alejó de
la ventana y avanzó a largas y rápidas zancadas por el pasillo,
dejando atrás los tapices y las armaduras que había visto toda su
vida. Si cualquier detalle del castillo de Falstone cambiaba lo más
mínimo, él se daría cuenta. Así de familiares le resultaban aquellas
paredes.
—El siguiente en la línea de sucesión sería George Hewitt. —
Obviamente, Jones lo había seguido por el pasillo—. El hermano
pequeño del señor Hewitt.
—Tampoco es que mejorara mucho la situación —refunfuñó
Adam mientras se dirigía a su biblioteca, un santuario que ni
siquiera Jones tenía permiso para franquear.
Adam abrió la puerta de golpe y se dirigió directamente a su
escritorio. Jones, por su parte, se detuvo en el umbral.
—Deja de revolotear y entra —le espetó Adam con impaciencia.
Jones entró de puntillas y se sentó con cautela en el borde de la
silla situada en el lado opuesto de la gran habitación.
—¿Cuántos herederos de reserva tienen los Hewitt? —preguntó
Adam.
—Cuatro varones, excelencia. —La incomodidad de Jones
flotaba en el ambiente, seguramente anticipando la reacción de
Adam ante las noticias—. Gordon, al que acabamos de ver partir.
George, que es el siguiente…
—Otro idiota, sin duda —murmuró Adam.
—Gary es el tercero. Y el último es Gerald.
—El señor y la señora Hewitt, al parecer, no conocían la
existencia de otra letra que no fuera la G —observó Adam con
sequedad—. Dominar el alfabeto debería ser un requisito previo
para convertirse en duque.
—Sí, excelencia.
—Lo más probable es que Hewitt ni siquiera sea capaz de
calcular el valor de mis posesiones. —Adam apretó el puño al
recordar la imagen de su primo—. Me pregunto qué valor
concedería a mis pistolas de duelo.
—¿Ha visto sus pistolas de duelo, excelencia? —Jones sonaba
nervioso.
—Es difícil no verlas.
—No le habrá apuntado con alguna, ¿verdad?
Jones se había puesto pálido. Y tenía motivos para preocuparse,
reconoció Adam en silencio, sonriendo con disimulo. Adam era
conocido por sacar sus pistolas sin previo aviso, a lo que se sumaba
el miedo que él mismo se había esforzado por infundir en quienes
no le importaban lo más mínimo.
—Por supuesto que no —respondió Adam—. Simplemente las
limpié en su presencia. Varias veces al día durante la semana que
pasó aquí.
—No es de extrañar que haya salido corriendo.
—Es un idiota y un cobarde.
—No son rasgos apropiados para un heredero —dijo Jones.
—Entonces, ¿qué crees que debo hacer?
—No me atrevería a aconsejarle, excelencia.
—¡Hazlo! —ordenó Adam—. O quizá me olvide de pagar tu
salario.
Jones se aclaró la garganta.
—En realidad, solo existe una forma de evitar que el señor Hewitt
herede el título y las tierras.
—Sí, pero no es posible que viva para siempre, Jones —replicó
Adam—. Me sorprende que incluso tú creas los rumores de que he
vendido mi alma al diablo.
—Más bien, los rumores afirman que es usted el mismo diablo. —
El hombre esbozó una sonrisa torcida.
Adam hizo caso omiso a aquel arrebato de ingenio.
—Supongo que tendré que incendiar este viejo montón de
piedras, después de todo.
—Existe otra opción, excelencia.
—¿Y a qué esperas? No tengo paciencia para escucharte
balbucear.
—No, excelencia. Quiero decir, sí, excelencia. Es que…
—Jones.
El abogado, nervioso, se aclaró la garganta de nuevo.
—Podría contraer matrimonio, excelencia —propuso Jones en un
susurro.
—¡Has perdido la maldita cabeza!
Jones emitió un grito ahogado. Si el hombre no fuera un genio
con los números y en cuestiones de Derecho, Adam lo habría
despedido hace diez años. Estuvo tentado de hacerlo en aquel
momento.
—¿Qué te hace pensar que me plantearía alguna vez tener una
esposa?
—Para engendrar un heredero, excelencia —musitó Jones—.
Para dejar al señor Hewitt fuera de la línea de sucesión.
—Pareces tan idiota como el señor Hewitt. ¿Qué dama querría
comprometerse conmigo?
—Podría suponer una gran cantidad de dinero para la familia de
ella —sugirió Jones con tono tentativo.
—¿Hablas de «comprarla»?
La escalofriante calma de la voz de Adam hizo que Jones volviera
a temblar y dejó escapar un sonido de afirmación apagado.
—Deja ya de temblar —le soltó Adam—. Esta vez no voy a
dispararte.
—Es un alivio oírle decir eso. —Pero no cabía duda de que su
alivio momentáneo no era suficiente para evitar su temblor de voz.
—Entonces… —aventuró Adam con algo de sarcasmo—, podría
ofrecer a un caballero empobrecido una pequeña fortuna a cambio
de la mano de su desesperada hija. Jones, ¿cuánto tiempo crees
que tardará en cambiar de parecer? ¿Una hora o quizá menos de
treinta minutos?
Los ojos de Jones se dirigieron al lado derecho del rostro del
duque y después los retiró con rapidez, pero el gesto no pasó
desapercibido para Adam. Sabía exactamente lo que su hombre de
confianza veía al mirarlo; él mismo lo veía a menudo… Conocía de
sobra los gestos de repulsión que había detectado durante años.
Adam había nacido con un trozo indefinido de piel en el lugar
donde debía tener la oreja derecha y, en un vano intento por
localizarla, convencidos de que la oreja debía de estar por debajo,
una larga serie de cirujanos sin escrúpulos se habían pasado la
mayor parte de sus primeros años de vida descuartizándolo y
dejándole cicatrices que le atravesaban el rostro desde el lugar
donde debía hallarse la oreja —que nunca llegó a localizarse—
hasta el pómulo y otras más pequeñas que subían por la sien y
terminaban en la mandíbula.
Hacía ya tiempo de aquello, pero su aspecto no había mejorado
mucho. Más bien al contrario. Su madre lo había mirado con lástima
durante sus seis primeros años de vida, lloriqueando por su «pobre
muchacho» hasta que se había mudado a Londres. Adam solo la
veía cuando debía ocupar su asiento en la Cámara de los Lores,
algo que hacía solo por su sentido del deber, no por el placer de la
compañía. La alta sociedad que él conocía tan bien no se
diferenciaba tanto de los habitantes de Harrow y era más bien poco
tolerante ante cualquier deformidad.
Ya nadie mencionaba sus cicatrices, de eso se había encargado
él mismo. Se había ganado una reputación que infundía un miedo
atroz en las almas más cobardes —según él, prácticamente todos
los seres sobre la faz de la Tierra— y, aunque solían dejarlo solo,
nunca se le dejaba de prestar atención. Ni siquiera los padres más
ambiciosos habían tratado de convencerlo para que bailara con
alguna de sus hijas.
—Nadie está tan desesperado —respondió Adam a su propia
pregunta, y el sonido de sus pasos resonó en la habitación mientras
se dirigía a las puertas de cristal instaladas por su abuelo,
empotradas directamente en la pared exterior del castillo.
La puerta daba a la parte trasera de los jardines formales de
Falstone, una elegante composición de setos que sería la envidia de
toda Inglaterra de no ser porque Adam no permitía las visitas.
Situado en la misma frontera con Escocia, antes de dejar atrás las
tierras inglesas, el castillo de Falstone no era precisamente un
destino para viajeros.
—Si supiera de una familia de buen linaje con medios muy
limitados y con más hijos de los que se pueden mantener… —
aventuró Jones, con tono aprensivo— … y con una hija en edad de
casarse, ¿consideraría usted la posibilidad?
—¡Que te parta un rayo, Jones! —Adam se volvió repentinamente
para encarar aquella temblorosa gelatina humana—. Por tu bien,
espero que no hayas tenido la audacia de actuar sin mi permiso…
—¡No, excelencia! Por supuesto que no, excelencia. —El rostro
de Jones se tornó blanco como la leche—. Simplemente había
pensado…
—No te pago para que pienses.
—¡Claro que no, excelencia!
—¿Has sido tan necio como para contactar con alguna familia?
—Todavía no, excelencia.
—¿«Todavía»? —tronó Adam—. ¿Tenías planeado hacerlo?
—Solo si su excelencia así lo desea —insistió Jones con la frente
invadida de gotas de sudor.
—Creo que lo mejor es que tomes un poco el aire, Jones —dijo
Adam, entrecerrando los ojos—. Sal a tomar aire fresco.
—¿Aire fresco…?
—Mis pistolas se guardan en esta habitación, Jones, y en este
momento estoy muy tentado de hacer algo más que limpiarlas.
Pudo oír cómo Jones tragaba saliva desde el otro lado de la
habitación.
—Saldré a dar un paseo y a tomar un poco de aire fresco,
excelencia. —Se deslizó casi imperceptiblemente de su silla y se
escabulló caminando de espaldas a la puerta.
—Un largo paseo, Jones. Muy largo.
—Sí, excelencia. —Y, tras decir aquello, desapareció.
—Cobarde —murmuró Adam.
Por lo menos no era tan estúpido como Gordon Hewitt. Pensar en
aquel debilucho pariente lejano hizo que la sangre de Adam volviera
a hervir. No dejaría Falstone en manos de aquel descerebrado. Solo
la idea le resultaba nauseabunda. ¿Pero y la idea del matrimonio?
Adam notó que sus músculos se tensaban al imaginarlo. Ella,
quienquiera que fuera la joven desesperada y empobrecida,
recorrería —a pie, si fuera necesario— todo el camino de vuelta a su
destartalada casa antes que comprometerse con él. Una mirada a
su rostro marcado bastaría para suscitar en ella la conocida
expresión de repulsión; tal vez, incluso se desmayaría. No sería la
primera vez. No se sometería a aquello de nuevo. Ni siquiera por un
heredero.
La imagen de Gordon Hewitt vendiendo los tapices de Falstone a
un detestable prestamista londinense, del bosque de Falstone —
fruto del esfuerzo de tantas generaciones de su familia— arrasado y
del lago drenado apareció en su mente en aquel instante. No
pondría nada de aquello en manos del señor Hewitt.
Adam no podía impedir que el señor Hewitt heredara sus
posesiones, a menos que proporcionara un heredero legítimo que
usurpara los derechos del presunto heredero. Pero, para ello,
tendría que casarse. Una impresionante retahíla de maldiciones
salió de su garganta, desperdiciadas porque nadie estaba tan cerca
como para oírlas y sentirse intimidado.
Ella huiría. Él le propondría matrimonio, ella viajaría hasta
Falstone y, luego, huiría.
Eso si (enmendó Adam ante el repentino despertar de una idea)
tenía la oportunidad de huir. Simplemente debía encontrar a alguien
tan desesperada como para no echarse atrás.
—¡Jones! —rugió Adam, sabiendo que algún sirviente no tardaría
en localizarlo.
«Desesperada —se dijo a sí mismo—. Para vestir santos… Pobre
y más bien hogareña». De hecho, lo mejor sería que fuera sencilla,
poco atractiva. A Adam le desagradaba mucho la gente guapa.
Entonces, él tendría su heredero, y quienquiera que se casara
con él obtendría su título y una pequeña fortuna para su familia. Y, lo
mejor de todo: aquel insecto necio y cobarde de Gordon Hewitt
nunca tendría la oportunidad de tocar un solo tapiz del castillo, ni un
solo árbol de las tierras de Falstone.
Perfecto.
Capítulo 2

Shropshire, Inglaterra

–¿Q ué ocurre, papá? —preguntó Perséfone Lancaster al


detectar la mirada preocupada de su padre—. ¿Evander?
¿Linus?
—No, no. —Su padre sacudió la cabeza—. Los chicos están bien.
Perséfone suspiró, notablemente aliviada. Sus dos hermanos, de
trece y catorce años respectivamente, trabajaban como peones en
la Marina Real, una de las pocas opciones para los hijos del hijo
menor de un barón de bajo nivel. Las hijas del nieto de aquel barón
no tenían tampoco posibilidad de contraer matrimonio. La mayor,
Perséfone, y sus hermanas estaban destinadas a convertirse en
solteronas sin dinero y a subsistir gracias a la caridad de sus
vecinos, que era más bien cuestionable.
—Acabo de recibir una carta de lo más desconcertante. —El
padre no ofreció más explicación que aquella.
Perséfone esperó con paciencia, pues su padre era propenso a
evadirse mental y físicamente y ella había aprendido con los años a
darle tiempo, espacio y silencio para que volviera en sí. Él continuó
recorriendo la sala de estar y la cruzó varias veces, lo cual, teniendo
en cuenta las dimensiones del único espacio común con el que
contaban, se hacía en cuestión de segundos.
Tras numerosas lecturas de la misiva que tenía en las manos, el
padre miró a su hija mayor, que lo observaba con desconcierto.
—Cariño, has recibido una proposición de matrimonio.
—¡¿Una qué?!
—Una proposición. —Ambos se encontraban en el más profundo
estado de estupefacción.
—¡Cielo santo!
—Es increíblemente rico y posee un antiguo y prestigioso título.
—¡Cielo santo! —Perséfone se dejó caer sobre la silla más
cercana.
—Ya has dicho eso antes —dijo su padre mientras desenfocaba
la mirada como solía hacer cuando sus pensamientos se desviaban
de repente—. ¿No podrías pensar en otra respuesta más
apropiada?
—No por ahora… —murmuró Perséfone.
Algo brilló en el fondo de la mirada de su padre, que recuperó la
atención.
—Lo que no logro entender es por qué el duque se ha fijado en ti.
Ni remotamente conoce a nuestra familia.
—¿El «duque»? —La situación era cada vez más extraña.
—Por supuesto, querida —contestó su padre sin recordar que no
había desvelado aquella información antes—. El duque de Kielder.
—¿El duque de Kielder ha pedido mi mano? —La joven no podía
creer una sola de las palabras que salían de la boca de su padre.
Después de todo, no conocía a su excelencia. Ni a ninguna
excelencia, para el caso.
—La carta es muy específica al respecto. —El padre comenzó a
leerla en voz alta—: «Señor Lancaster, deseo solicitar la mano de su
hija mayor en matrimonio. Estoy dispuesto a pagar veinte mil libras
para la dote de cada una de sus tres hijas restantes y cincuenta mil
más para contribuir a su bienestar y al de sus hijos. La ceremonia
tendrá lugar el uno de octubre en la capilla de Falstone. Por favor,
responda con prontitud. Suyo, etc. Kielder».
No era la más halagadora o romántica de las proposiciones, de
eso no cabía duda. Más bien era notablemente presuntuosa y
arrogante. «La ceremonia tendrá lugar…». Ni siquiera admitía la
más mínima posibilidad de que la oferta pudiera ser rechazada.
Sus pensamientos sobre el estilo de escritura del duque se
diluyeron cuando Perséfone calculó la asombrosa suma de dinero
que se les ofrecía.
—Son más de cien mil libras.
Su padre solo asintió por respuesta.
—¿Qué vamos a hacer? —La mente de Perséfone daba vueltas y
más vueltas ante la conmoción que aquello le estaba causando.
—Analicemos la cuestión con lógica —contestó su padre, tal y
como solía hacer hacía unos años, cuando la «lógica» formaba
parte habitual de su comportamiento y de su carácter—. Kielder
ofrece una fortuna por encima de lo imaginable que, además,
dejaría a tus hermanas en una posición privilegiada para casarse,
algo de lo que nos quedaban ya pocas esperanzas.
—Eso es cierto —admitió Perséfone—, pero no me siento
precisamente cómoda ante la idea de que me vendan.
—Y yo aborrezco la idea de venderte —añadió su padre—. No lo
vería de esa forma, aunque admito que guarda semejanzas con una
negociación mercantil, ¿no es cierto?
Perséfone asintió con pesadumbre. Su padre estaba caminando
de un lado a otro de nuevo y ella permitió que afloraran sus propios
pensamientos. ¡Cien mil libras! Era una suma descomunal, sobre
todo para un acuerdo de matrimonio entre dos desconocidos.
Hacía tiempo que había decidido el tipo de caballero con quien
desearía casarse, si tenía la suerte de encontrarlo. Su padre era un
erudito, de eso no cabía duda, o lo había sido en algún momento,
como demostraban los nombres de sus hijos: Perséfone, Atenea,
Evander, Linus, Dafne y Artemisa. El señor Lancaster tenía especial
predilección por la mitología griega. Aunque Perséfone admiraba el
intelecto de su padre —y ansiaba un marido que tuviera más que
hollín en el cerebro—, encontraba su actividad y distancia mental
agotadora. Podía pasarse horas, días a veces, absorto en su
estudios, ajeno a su entorno y a la hija que hacía las veces de
madre de sus cinco hermanos, pues la señora Lancaster no había
sobrevivido el nacimiento de la última de sus hermanas, que ahora
tenía ocho años.
No, Perséfone deseaba un marido atento, un compañero. Alguien
con quien pudiera hablar sin pelearse en términos de mitos, filosofía
e inquietantes fantasmas del pasado. Después de ocho años
tomando sus propias decisiones, deseaba un marido fuerte y firme
para organizar sus asuntos, para gestionar su vida y su casa sin
poner todo el peso sobre los hombros de Perséfone.
—¿Cómo es el duque de Kielder? —preguntó a su padre
mientras este seguía recorriendo la estancia.
—¿Cómo es? —repitió el señor Lancaster—. No sabría decir. No
conozco al muchacho personalmente.
—¿Muchacho? —De alguna forma, Perséfone sospechaba de
aquella descripción. Lo más seguro es que su padre recordara al
duque en su juventud y que, en aquel momento, su mente no
estuviera reconociendo el paso del tiempo. Por lo menos, podía
constatar que su excelencia era más joven que su padre.
—¿Y cómo era su padre? —Perséfone sabía por experiencia que
un hijo podía ser muy diferente a sus progenitores, pero no
encontraba otra vía por la que conseguir información sobre su futuro
prometido.
—Aburrido como una ostra —respondió su padre—. Pero su
madre era muy activa.
Habría hecho más preguntas, pero la mirada del hombre cada
vez estaba más perdida y ella sabía que estaría perdido en su
mundo durante horas, incluso días.
Perséfone pasó el resto del día cavilando acerca del extraño giro
de los acontecimientos. Su opinión cambiaba repetidamente. Por
una parte, no podía evitar dejarse persuadir por los claros beneficios
que una alianza de tal calibre traería a su familia. Tendrían fondos
suficientes para vivir con comodidad, algo que ella se había
esforzado por lograr durante los últimos ocho años, a veces sin
éxito. Sus hermanas podrían pasar una temporada en Londres y
accederían a los círculos de la alta sociedad; tendrían la oportunidad
de elegir a su compañero de vida.
Pero aquello le recordaría inevitablemente que ella no había
tenido ese privilegio. De hecho, de aceptar la proposición del duque
de Kielder, elegiría a su marido sin saber nada de él, aparte de su
situación financiera y de su título. Podría ser un idiota o, peor aún,
un loco. Y la naturaleza de la carta volvía esto último más que
plausible. Podría resultar ser tan desatento como podía serlo su
padre a veces. Pero su padre era un buen hombre, se recordó
Perséfone. Podía toparse con algo mucho peor.
Entonces, se preguntó si el duque de Kielder sería un buen
hombre o si tendría propensión a la violencia o a los ataques de mal
genio. Una mujer casada quedaba a merced de su marido por
completo. ¿Ejercería el duque de Kielder ese poder sobre ella?
Podría —y seguramente así sería— hacer de su vida una verdadera
miseria.
No tenía esperanza alguna de recibir otra oferta, de eso no cabía
duda. Y, sin las cien mil libras que ofrecía el duque de Kielder, sus
hermanas tampoco tendrían opciones de casarse ni sus hermanos
tendrían la posibilidad de un futuro lejos de la difícil y a menudo
peligrosa vida de la Marina.
A la mañana siguiente, después de recibir la proposición, aún
seguía debatiendo consigo misma. Si aquella boda tenía como
fecha de celebración el uno de octubre, las amonestaciones
deberían publicarse pronto. Perséfone tenía una importante decisión
que tomar sin tiempo suficiente para decidir. Y no tenía ni idea de
qué camino elegir.
Capítulo 3

Capilla de Falstone, Northumberland, 1 de octubre de 1805

T
oda familia de alta alcurnia del norte de Inglaterra había
acudido a la capilla de Falstone para la boda, a Adam no le
cabía la más mínima duda, pero aquella situación no le
gustaba nada.
—¿Quién ha invitado a toda esta gente? —refunfuñó mientras
perforaba con la mirada a lord Hettersham cuando el barón tuvo la
desfachatez de mirarlo con la boca abierta. Hettersham bajó
rápidamente los ojos, temblando ligeramente mientras se alejaba.
—Yo los he invitado —explicó su madre con un gesto de
invariable calma—. No todos los días contrae matrimonio mi pobre
muchacho.
Adam apretó la mandíbula al oír aquel odioso epíteto.
—Le aseguré a la novia —la palabra aún se revolvía incómoda en
sus labios— que tendríamos una ceremonia sencilla. No creo que la
señorita Lancaster haya invitado a nadie aparte de a su familia
inmediata.
—No era mi intención causar incomodidad, Adam —explicó su
madre—. Solo quería celebrarlo como es debido.
No obstante, Adam no tenía muchas ganas de celebraciones. Se
encontraba de pie, delante de la capilla, esperando la llegada de la
novia. Todavía no conocía a la mujer que se convertiría en la futura
duquesa de Kielder, pues había sido muy explícito en su deseo de
que ella no visitara Falstone hasta el mismo día de la boda. Barton,
el mayordomo del castillo, le había asegurado que la señorita
Lancaster había llegado aquella mañana, tal y como se le había
indicado.
Cualquier mujer que estuviera dispuesta a casarse con él debía
de estar desesperada. Lo más probable es que fuera mayor que el
duque; una dama era considerada una solterona a partir de los
treinta años, y él tenía veintisiete. Aunque sabía que la situación
financiera de los Lancaster no daba pie a grandes pretensiones, con
toda seguridad sería una joven poco atractiva, ya que un rostro
bonito solía invitar a los caballeros a pasar por alto la falta de dote.
Así pues, estaba a punto de casarse con una pobre y vulgar
solterona. Nada que no pudiera soportar.
—Me pregunto si la muchacha se presentará. —Aquel comentario
salió de la boca del señor Adcock. Adam reconocería sus gimoteos
en cualquier parte.
El duque se volvió ligeramente hacia la izquierda y dedicó una
mirada de advertencia a la comitiva. Detuvo los ojos en los de
Adcock al tiempo que sacaba de su vaina la empuñadura de su
espada de gala. Las espadas no solían utilizarse, pero Adam
siempre llevaba una y Adcock lo sabía, como también sabía que
Adam podría —y lo haría— usarla.
Adcock se aclaró la garganta con gesto ansioso y se guardó
cualquier otro comentario para sí mismo. El resto de los invitados se
removieron nerviosos en sus asientos, tras lo cual Adam devolvió la
espada a su vaina. Por su parte, el anciano vicario, el señor Pointer,
que conocía a Adam desde niño, no parecía intimidado; más bien,
algo divertido. Adam nunca había logrado intimidar a aquel hombre.
¿Dónde diablos se habría metido la señorita Lancaster? Cinco
minutos más e iría a buscarla él mismo. No sería el mejor comienzo
para su matrimonio, pero Adam no era un hombre paciente.
—Procura no atravesar a ninguno de los invitados de la boda —
susurró el señor Pointer.
El anciano clérigo era una de las dos únicas personas que no
reprimían su insolencia al dirigirse a Adam. La otra era su amigo
Harry Windover, que se reía desde su asiento de primera fila. Adam
no dudaría en atravesar a Harry con su espada si este no se
controlaba.
De pronto, los murmullos se detuvieron y un silencio sepulcral
envolvió los muros de la capilla.
«Ha decidido presentarse, después de todo», pensó Adam,
manteniendo la mirada fija en el vicario y oyendo el movimiento de
distintos pares de zapatos, seguido por el distintivo sonido de dos
pares de pasos al compás… Sin duda, se trataba de la señorita
Lancaster y su padre. Adam no se volvió, sino que esperó a que ella
se acercara.
Tras un momento interminable, la señorita Lancaster llegó a la
capilla y dio comienzo a la ceremonia. El señor Pointer sonrió a la
novia, pero el vicario también solía sonreír a Adam, por lo que nadie
podía fiarse de su criterio; habría esbozado una sonrisa aunque la
señorita Lancaster tuviera los rasgos de un caballo.
Aquel pensamiento fue suficiente para que Adam volviera la
mirada hacia la señorita Lancaster. Estaba preparado para una
novia poco atractiva, pero no para una novia con rasgos equinos…
Pero en aquel momento su expresión se tornó de piedra: su
solterona poco atractiva, entrada en años y hogareña no tendría
más de veinte años y su aspecto no era nada desagradable. No
podía decirse que fuera una belleza, pero era indudablemente
bonita. Y una novia «bonita» era lo último que Adam buscaba.
El duque maldijo en voz baja y volvió la mirada al vicario. El señor
Pointer debió de oírle, pues se detuvo brevemente con una ceja
alzada. Adam no se disculpó y la ceremonia siguió adelante. No oyó
un solo ruido proveniente de la señorita Lancaster, pero lo más
seguro es que ella hubiera oído sus comentarios.
Era una muchacha tranquila, entonces. Aquello le sería de gran
ayuda, sin duda. Adam se movió un poco, asegurándose de
mantenerse de perfil a la señorita Lancaster. Ella se puso de pie a
su izquierda, lo que la mantendría ahí el tiempo suficiente para
completar sus votos. Después, no tendría más remedio que
aprender a vivir con el rostro de su marido.
En su mente, Adam maldijo a Josiah Jones con todos los
tormentos imaginables por sus garantías de que la señorita
Lancaster sería la novia perfecta. Solo una dama sin expectativas
de ningún tipo ni cualidades fuera de lo común se habría ajustado a
sus requisitos, habría estado dispuesta a conformarse con aquella
proposición… y no culparía a Adam de arruinarle la vida.
Sin embargo, la señorita Lancaster, tan joven y de aspecto
agradable, podría haber encontrado otras opciones.
Adam casi esperaba que ella objetara cuando el señor Pointer
preguntó si alguien conocía razones o impedimentos por los cuales
no debía celebrarse tal unión. Nadie más se atrevería, pero sabía
más bien poco de su futura esposa. No obstante, ella se mantuvo en
silencio e inmóvil.
—Adam Richard Boyce, duque de Kielder, marqués de Kielder,
conde de Falstone… —Adam se contuvo para no poner los ojos en
blanco ante la larga lista que constituía su nombre legal. Ridículo—.
¿… hasta que la muerte os separe?
—Sí, quiero.
—Perséfone…
¿Perséfone?
—Qué nombre tan ridículo —susurró Adam entre dientes.
Por el rabillo del ojo, percibió que la señorita Lancaster giraba un
poco la cabeza hacia él, el primer reconocimiento de su presencia
que detectó por su parte, así como de sus comentarios. Adam dirigió
los ojos a la novia lo suficiente como para observar su reacción.
La señorita Lancaster parecía confundida, pero no dijo una
palabra y rápidamente volvió la mirada hacia el señor Pointer antes
de contestar al vicario:
—Sí, quiero.
Adam sintió cómo su cuerpo se ponía rígido al darse cuenta de lo
que seguía a continuación. En cuestión de segundos, el señor
Pointer colocó la mano derecha de Adam en la de la señorita
Lancaster, lo que dificultó notablemente que volviera la cabeza para
evitar que ella viera las cicatrices del lado derecho de su rostro.
Seguramente no tenía que haberse molestado, pues los ojos de
la señorita Lancaster no se levantaron en ningún momento por
encima de su corbata, confirmando su impresión inicial sobre la
timidez y la impasibilidad de la joven. Por desgracia, también pudo
corroborar que era tan bonita como parecía cuando caminaba hacia
él, y Adam se sintió mucho menos atractivo que de costumbre.
Odiaba aquella sensación, razón por la cual hacía todo lo posible
por evitar a quienes le hicieran sentirse así.
«Esto nunca va a funcionar», pensó.

Perséfone se las arregló para mantener una sonrisa en el rostro


mientras ella y su flamante marido caminaban entre la multitud de
invitados reunidos en el exterior de la capilla. Obviamente, la idea
que tenía el duque de una ceremonia pequeña y tranquila difería en
gran medida de la de la bisnieta de un barón insignificante.
—Señora —dijo una voz profunda y retumbante por delante de
ella.
Perséfone devolvió su atención a lo que ocurría delante y cayó en
la cuenta de que su marido se ofrecía a subirla al carruaje. Él no la
miraba, algo que había evitado hacer durante toda la ceremonia.
Qué extraño.
—Gracias.
Puso la mano sobre la de él y colocó el pie en el escalón del
elegante carruaje, que tenía el techo abierto. Se sentó en el asiento
orientado hacia delante y se arregló rápidamente la falda, nerviosa
de repente ante la idea de estar a solas con su marido durante
menos de diez minutos, aunque solo fuera por la duración del paseo
en carruaje. Él se subió tras ella y se sentó a su lado sin mirarla.
El carruaje comenzó su viaje y Perséfone pudo entrever al duque
saludando con la cabeza a los invitados, por lo que ella misma
sonrió mientras se alejaban. La mayoría se reuniría con ellos en el
castillo de Falstone para el banquete, por lo que no era necesario
despedirse.
Perséfone observó a su marido mientras se alejaban del patio de
la iglesia. Lo poco que había podido ver de él hasta entonces no era
desagradable. Tenía el pelo oscuro, un poco largo, que caía
formando ondas alrededor de su rostro, cubriendo completamente
sus orejas. Sus rasgos eran marcados, insinuando gran fuerza de
carácter y determinación, y su constitución, la de un hombre activo.
Perséfone se preguntó entonces cómo pasaría sus días, si preferiría
la equitación o la esgrima.
Al cabo de un momento, percibió que el duque dirigía breves
miradas en su dirección y dejó caer los ojos sobre su regazo,
avergonzada ante la idea de haber sido descubierta estudiándolo.
Continuaron en silencio unos minutos hasta que el duque intervino
con brusquedad.
—¿De verdad te llamas Perséfone? —No elevó lo suficiente la
voz como para que el conductor lo oyera por encima del ruido de los
cascos.
—Así es —respondió manteniendo el tono susurrante, y lo miró
de nuevo.
Él observaba el paisaje con el rostro ligeramente alejado de ella.
—¿En qué pensaban tus padres cuando eligieron ese nombre?
Aquello corroboraba lo que había oído durante la ceremonia. Al
principio se había convencido a sí misma de que no había descrito
su nombre como «ridículo» mientras completaban sus votos, pero
ahora parecía lo más probable momentos después de murmurar una
maldición a un volumen suficiente como para hacer que el vicario se
detuviera a mitad de una frase.
—Mi padre es un erudito con predilección por la mitología griega.
—Demasiada predilección, al parecer —contestó el duque—. ¿Y
el resto de tus hermanos sufren la misma aflicción?
—¿Aflicción? —Perséfone se negó a reconocer aquel gesto de
menosprecio sobre su querido padre.
—¿Qué nombres absurdos asignaron tus padres al resto de los
miembros de tu familia? —Su tono indicaba sin el menor atisbo de
duda que no le había impresionado la destreza mental de la joven.
—Atenea es un poco más joven que yo; Evander tiene catorce
años; Linus, trece; Dafne cumplirá doce a finales de año y la más
joven es Artemisa.
—Que el destino nos proteja de eruditos tan cortos de miras —
murmuró el duque entre dientes.
Sin duda alguna, su hermana Artemisa habría considerado al
duque un «gruñón», uno de sus calificativos favoritos. Perséfone no
había conocido nunca a nadie que encajara con tanta precisión en
aquella descripción.
Observó a su nuevo marido mientras se adentraban en un denso
bosque en el que la carretera constituía la única separación visible
entre los árboles.
—¿Tienes un segundo nombre? —preguntó el duque, como si
fuera muy poco probable.
Perséfone reprimió una sonrisa irónica.
—Sí, lo tengo.
—Supongo que sería demasiado desear que sea un nombre
corriente. —Él seguía sin mirarla.
—Ifigenia —respondió Perséfone.
La cabeza del duque se volvió hacia ella con una expresión que
registraba la incredulidad de la sorpresa, tal como ella intuía que
reaccionaría. Él la miró de frente por primera vez y Perséfone
apenas se las arregló para no mirar. El lado derecho de su rostro,
desde la línea del cabello hasta el rabillo del ojo, era una telaraña de
cicatrices, no atroces, ni siquiera aterradoras, pero absolutamente
imposibles de pasar por alto.
—¿Perséfone Ifigenia? —preguntó el duque con un tono parecido
al asombro, aunque nada halagador. Devolvió la mirada al paisaje
—. ¿Y nunca nadie te ha llamado de otra manera?
—Solo señorita Lancaster.
—Bueno, pero yo no puedo llamarte así —replicó el duque con un
tinte de evidente ironía en la voz—. Supongo que tendré que
conformarme con Perséfone.
—Eso parece.
Perséfone estaba desconcertada. Nunca había conocido a nadie
como el duque de Kielder. Era un hombre rudo y nada agradable,
pero podía percibir inteligencia e ingenio en su conversación, lo que
lo volvía un poco intrigante. Y luego estaban las cicatrices, que
hacían que cualquiera se preguntara qué le habría ocurrido, que
cualquiera quisiera saber más de su historia.
—Por supuesto, tú me llamarás Kielder.
—No te llamaré Kielder —respondió Perséfone casi de inmediato.
—Todo el mundo me llama Kielder. —La tensión en su mandíbula
era evidente incluso de perfil.
—¿Kielder? —Perséfone negó con la cabeza—. Parece que te
estoy acusando de un crimen.
Killed her. Así era exactamente como sonaba el título en inglés.
Los labios del duque parecieron crisparse durante una fracción de
segundo antes de recuperar su comportamiento indiferente.
—Sin duda, preferirías Agamenón o Apolo, o algo por el estilo.
—Ciertamente, sería del agrado de mi padre.
El duque casi esbozó una sonrisa. Al parecer, tenía sentido del
humor, casi lo había visto sonreír. Tal vez no fuera tan irascible
como daba a entender y aquel comportamiento menos que ideal
proviniera de los mismos nervios con los que Perséfone había
estado lidiando toda la mañana.
—¿Cómo pretendes llamarme, entonces? —preguntó el duque
con impaciencia.
Perséfone recordó haber oído su nombre de pila durante la
ceremonia.
—¿Adam? —sugirió.
—Nadie me llama Adam.
—¿Nadie? —Era imposible. Por lo menos, su familia y sus
amigos cercanos lo llamarían por su nombre de pila.
—Bueno, Harry, sí —admitió el duque, obviamente a
regañadientes.
—¿Harry?
—Un amigo —respondió en tono cortante—. Uno que se toma
demasiadas libertades.
El viaje continuó en silencio. El duque parecía concentrado en
observar el paisaje que iban dejando atrás, así que Perséfone optó
por hacer lo mismo. A pesar de ser de madrugada, el bosque seguía
en la más profunda penumbra y muy poca luz lograba filtrarse a
través de la espesa copa de los árboles. Dejaron atrás la luz del sol
para internarse en un hermoso túnel natural formado por una
combinación de árboles de hoja perenne y arbustos que teñían el
entorno de diversos tonos de verde. ¿Cómo de profundo era aquel
bosque?, se preguntaba. ¿Qué clase de animales vagaban en su
interior?
Perséfone podía imaginar un lago cristalino escondido en algún
lugar o, tal vez, un río de aguas turbulentas. Había tanto que
deseaba saber… Pero no se sentía cómoda preguntando. Hasta
que no comprendiera mejor al duque, no estaría segura de si sus
preguntas serían bienvenidas, ni mucho menos respondidas.
El carruaje realizó el giro que Perséfone recordaba de su llegada
aquella mañana, y el bosque dio paso repentinamente a un claro en
cuyo centro se distinguía un grueso muro de piedra almenado de
unos tres metros de altura custodiado por un enorme portón de
hierro. Tras el muro fortificado había un castillo como aquellos que
los niños veían en los libros ilustrados de cuentos de hadas: torres
con banderas heráldicas ondeando en la brisa fresca, torretas y
saeteras cubiertas de ventanas y vidrieras. Una vez pasada la
muralla, dejaron atrás los establos, la cocina y los jardines,
adentrándose bajo el arco del muro interior y rodeando los jardines
formales.
«Y ahora soy dueña de todo esto», pensó Perséfone con un
asombro que dio paso rápidamente a la aprensión cuando el
carruaje se detuvo justo delante de la casa que ahora era suya.
—Siglo xiv o xv —había dicho su padre aquella mañana mientras
Perséfone y sus hermanas contemplaban, con la boca abierta, los
imponentes muros.
Perséfone no había prestado demasiada atención a la explicación
del señor Lancaster sobre la edad del castillo; se había limitado a
mirar, tal y como hacía en ese mismo instante.
Las cuatro torres exteriores se elevaban ante ella, conectadas
entre sí y con la torre del homenaje —el ala central— por medio de
estrechos pasillos elevados varios pisos por encima del suelo y
apoyados sobre arcos de piedra. Era intimidante, desalentador,
mucho más de lo que jamás se hubiera imaginado.
Un lacayo vestido con librea roja y dorada, los mismos colores
que lucían las banderas, los recibió en la puerta principal y sacó el
escalón del carruaje. El duque bajó primero, se volvió ligeramente
hacia ella, y Perséfone cayó en la cuenta de que trataba de dejar la
mitad de su rostro, la que tenía cicatrices, fuera de su vista.
El duque le tendió la mano. Con una mirada nerviosa puesta en la
fila de inmaculados sirvientes y otra en la abrumadora residencia
que se alzaba ante ella, Perséfone se tragó su aprensión y colocó
su mano algo temblorosa sobre la del duque. Él la ayudó a bajar sin
dirigirle una sola mirada, sin siquiera volver el rostro hacia ella.
«Esto nunca va a funcionar», se dijo Perséfone. No había salido
nunca de su humilde casa, que no ocupaba ni por asomo uno de los
pisos de cualquiera de las torres del castillo. Ella no estaba hecha
para la vida que se le avecinaba.
El duque posó el brazo sobre el suyo y caminó, todo dignidad y
seguridad aristocrática, hacia el castillo. Perséfone lo miró,
esperando recibir una pequeña muestra de reconfortante
amabilidad. Vio que sus ojos se dirigían brevemente hacia ella antes
de volverse en dirección a la casa.
—Adam está bien —dijo el duque, todavía mirando al frente.
Luego, casi como si acudiera con retraso, añadió—: Perséfone.
No era lo que se dice un principio de cuento de hadas, pero era lo
único que tenía.
Capítulo 4
–¿Q ué le has hecho a Jones? —preguntó Harry, observando la
cobarde retirada del hombre de la biblioteca con la cabeza
gacha.
—Lo he despedido —dijo Adam.
—¿Otra vez?
Adam no contestó y mantuvo la mirada fija en el crepitante fuego
desde su sillón preferido.
—¿Cuántas veces has despedido al pobre hombre? —Harry se
dejó caer en la silla opuesta a la de Adam. Se sentía muy cómodo
en la biblioteca, y eso volvía al duque completamente loco.
Adam se encogió de hombros.
—Seis, siete… Y todas ellas se arrastra como una babosa
saliendo del castillo.
—Esta vez no le has amenazado con una de tus pistolas,
¿verdad?
—Nunca he amenazado con una pistola a Josiah Jones —replicó
Adam con sequedad. Harry parecía dudoso—. Puede que le haya
puesto la espada en la garganta un par de veces, pero nunca ha
estado en peligro real.
—¿Y él sabía que no lo estaba? —preguntó Harry levantando
una ceja.
—Quizá se haya visto obligado a operar bajo falsas suposiciones.
—Adam inclinó la cabeza hacia atrás con indiferencia y cruzó los
pies, calzados, sobre el taburete donde los tenía apoyados—. No se
me ocurre por qué.
—Tal vez tenga algo que ver con tu cuestionable reputación,
Adam. Se rumorea que has atravesado a unos cuantos hombres
con tu espada…
—Se rumorean demasiadas cosas. —Adam puso los ojos en
blanco.
—Que te batiste en duelo en la Cámara de los Lores, por ejemplo
—recordó Harry.
—Ridículo.
—Que disparaste a las manos de un hombre para desarmarlo en
un duelo sin siquiera rozarle —continuó Harry.
Adam asintió.
—Dos veces.
—Que venciste a lord Jackson…
Adam sonrió al recordar aquello. Había sido muy gratificante.
—Que le partiste la nariz a Poisenby en un baile… —Harry
sonreía. Él mismo había asistido a aquella ya famosa escena.
—Se rompió la nariz —corrigió Adam.
—Que saliste de la Cámara de los Lores en medio de un discurso
de Addington…
—Qué caballero tan obtuso… —recordó Adam.
—Era el primer ministro —señaló Harry.
Adam se limitó a encogerse de hombros. Después de su brusca
salida de la Cámara de los Lores aquel día, los periódicos no
hablaron de otra cosa durante semanas. Pero lo importante era que
había dejado claro su punto de vista.
—Y te preguntas por qué Jones se pone en lo peor cada vez que
te enfadas con él —dijo Harry con un gesto irónico en la boca.
—Se recuperará.
—Odio tener que preguntar… —aventuró Harry.
—Entonces no lo hagas —concluyó Adam.
Harry, como siempre, hizo caso omiso.
—¿Por qué lo has despedido esta vez?
—Al parecer, ha perdido la cabeza.
—¿Por qué lo dices?
—¿Por qué eres tan entrometido?
—Porque eres un rompecabezas constante —respondió Harry—.
¿Y qué te ha llevado a cuestionar la capacidad mental de tu hombre
de confianza?
—Me dio un consejo…
—Ah. —Harry sacudió la cabeza a modo de falsa desaprobación.
—… que resultó ser increíblemente estúpido —terminó Adam.
—¿Tan estúpido como pasar tu noche de bodas sentado en la
biblioteca con un amigo? —Un brillo irónico iluminó los ojos de Harry
—. Porque, Adam, con esto has alcanzado un nivel de idiotez muy
por encima de lo normal.
Adam apretó la mandíbula. Pasaría su noche de bodas donde él
eligiera pasarla.
—He aguantado la ceremonia, he soportado el banquete de
bodas y he pasado una velada interminable con un rebaño de
nuevas cuñadas.
—¿Te miraron fijamente? —preguntó Harry, sin dejarse amilanar
por la fría mirada que le dedicó Adam—. En realidad, es
comprensible… Nadie les había avisado.
—¿Debería haber escrito, entonces? —Adam no escondió el
sarcasmo en su tono—. Supongo que debería haber incluido una
posdata en la proposición. «Por cierto, tengo el rostro mutilado y te
verás obligada a verlo todos los días durante el resto de tu vida.
Espero que no suponga un problema».
—Tal vez no con esas precisas palabras. —Harry tuvo la audacia
de sonreír divertido—. Más bien, pensaba en algo del tipo: «Tengo
mal carácter y probablemente me irrite con los detalles más
insignificantes. Lo mejor sería que vinieras a Falstone con un día o
dos de antelación para verme bien antes de comprometerte de
forma irrevocable conmigo». Hubiera sido una buena idea.
—¿También crees que debería haber posado para una miniatura?
Harry asintió.
—Tu perfil derecho al completo. Y deberías haber enviado una
lista de todos los rumores que circulaban sobre ti, indicando cuáles
son ciertos, cuáles mera exageración de la verdad y cuáles
completamente absurdos.
Adam permitió que sus labios se curvaran un poco.
—Pocos de esos rumores son completamente absurdos.
—Debería haberlo sabido de antemano. —Harry casi parecía
estar sermoneándole—. Hubiera sido lo justo.
—Debes saber que ella tampoco fue del todo sincera conmigo.
—¿Olvidó mencionar algo importante? —inquirió Harry—. ¿Otro
marido, tal vez? ¿Un tercer miembro?
—Se llama Perséfone. —Adam concedió a tal revelación todo el
énfasis que se merecía. Para su satisfacción, Harry pareció
sorprendido—. Un hombre debería saber un detalle así sobre su
futura esposa. Perséfone Ifigenia. Qué nombre más ridículo para
una hija.
—¿Así que vas a pasar tu noche de bodas sentado en un sillón
de la biblioteca porque los padres de tu nueva esposa tenían un
gusto demasiado clásico en lo que respecta a los nombres de sus
hijos? —Harry sacudió la cabeza, incrédulo—. Estoy empezando a
pensar que Addington no es el único caballero obtuso de Inglaterra.
A Adam no le afectó aquella insinuación.
—Mis pistolas están guardadas en esta habitación, ¿sabes?
—¿Tengo cara de preocupación? —fue la frívola respuesta de su
amigo.
Harry nunca se había visto afectado por las amenazas de Adam,
y eso le resultaba exasperante.
—Hoy he tenido la oportunidad de conversar brevemente con tu
flamante esposa, Adam. Es encantadora. Tal vez un poco tímida,
pero era de esperar, teniendo en cuenta los cambios que su vida ha
sufrido en los últimos tiempos. Confieso que esperaba una mujer
menos agradable, menos encantadora, si te soy sincero.
—Yo también —refunfuñó Adam.
—Pero es atractiva —continuó Harry—. Joven y bastante
bonita…
Harry se detuvo de repente y dirigió una mirada escrutadora a
Adam, que le devolvió el gesto desafiándolo a articular cualquier
comentario, pero Harry no se dejó amilanar; nunca lo hacía.
—Esperabas una mujer desesperada, poco atractiva y menos
aún deseable. En cambio, tu novia resulta ser mucho más que
pasable. —Harry sacudió la cabeza—. Supongo que no es
exactamente lo que esperabas.
Adam volvió la mirada hacia el fuego y mantuvo la mandíbula
apretada. No honraría aquel comentario con una respuesta. Su
matrimonio no era de nadie más que de él mismo.
—Así que, porque es joven y tiene buen aspecto, además de un
carácter afable, la pobre chica está arriba, sola, probablemente
preguntándose qué ha hecho mal, mientras tú estás aquí abajo
rumiando. Adam, no se puede ser más torpe…
—Debería retarte en duelo por decir algo así.
—Cierto —respondió Harry—. Pero esta noche no. Estoy
cansado. —Harry se puso de pie—. Rétame mañana, ¿quieres? Lo
más probable es que elija un duelo de revólver, por cierto. Tengo
muchas ganas de ver ese truco de desarmar al contrincante del que
tanto te enorgulleces.
—Debería encerrarte en el calabozo —murmuró Adam mientras
Harry se dirigía a la salida.
—Deberías —corroboró Harry, acercándose a la puerta—. De
nada sirve tener una mazmorra si nadie es consignado a sufrir en
ella.
—Recoge tus pertenencias. Te quiero fuera del castillo al
amanecer. —La demanda de Adam fue perdiendo fuelle.
—¿Se supone que ahora debo irme de aquí encorvado y
derrotado? —Harry se volvió para mirar a Adam desde el umbral—.
No creo que yo desempeñara ese papel tan bien como Jones.
—No te burles de mí.
Harry sonrió.
—Buenas noches, Adam.
—Buenas noches. —Maldito presuntuoso.
—Oye, ¿Adam?
—¿Qué? —le espetó.
—Dale una oportunidad a la pobre chica —dijo Harry—. No es
culpa suya que no desees renunciar a la idea de esposa perfecta de
todo hombre. Si se lo pides amablemente, estoy seguro de que se
esforzará por ser un incordio poco atractivo.
Como respuesta, Adam le lanzó un libro. La risa de Harry resonó
en el pasillo vacío mientras caminaba hacia la habitación que
siempre ocupaba cuando lo visitaba.
—No sé por qué sigo invitándolo a venir —murmuró Adam.
Harry tenía la molesta costumbre de interferir en la vida de Adam.
Él nunca encontraba al duque ni remotamente desagradable y se
reía de cualquier amenaza que formulara contra su persona.
Además, era exactamente el tipo de caballero que Adam evitaba a
toda costa: sociable, bien posicionado, guapo, seguro de sí mismo…
Si hubiera sido un idiota, Adam lo habría despreciado. En realidad,
ni siquiera sabía por qué no le disgustaba del todo, pero aquella
noche había traspasado una línea…
De pronto, se encontró a sí mismo pensando en Perséfone. Qué
nombre tan ridículo. Tal vez se estaría preguntando dónde estaba,
aunque lo más probable era que se sintiera agradecida por haberse
librado de verlo, y Adam no tenía ninguna intención de obligarla.
Se levantó de la butaca. Estaba cansado, tenía que admitirlo, y la
idea de pasar la noche en aquel sillón, por muy cómodo que fuera,
no le atraía en absoluto. Salió en silencio de la biblioteca, subió un
tramo de escaleras y dejó atrás tapices, armaduras y mesas que
habían presenciado la vida de múltiples generaciones de Boyce.
Despidió a su criado en el acto, pues prefería desprenderse de la
ropa de boda por su cuenta. El atuendo le había resultado casi
asfixiante. «Jones debería haberlo sabido», pensó por enésima vez
ese día. Adam había sido muy específico en sus requerimientos:
alguien que necesitase su dinero; alguien sin expectativas ni
pretensiones; una mujer que agradeciera hasta un marido horrible. Y
Jones había elegido nada más y nada menos que a Perséfone
Ifigenia Lancaster.
Maldijo por lo bajo. Era un precio demasiado alto incluso para
desheredar al señor Gordon Hewitt. Una esposa joven y bonita no
querría tener nada que ver con un hombre como él. Los ojos de
Adam se desviaron, sin poder evitarlo, hacia la puerta que
conectaba su alcoba con la de la nueva duquesa.
«Parece que te estoy acusando de un crimen». Adam estuvo a
punto de sonreír al recordar sus palabras. Él había entendido
inmediatamente lo que ella quería decir: killing her. Era cierto que su
nombre sonaba así, pero nadie se lo había dicho antes. Por encima
de todo, era inteligente. Inteligente, ingeniosa y hermosa.
Y estaban atrapados el uno en la vida del otro.
Capítulo 5
–¡N o quiero irme!
Perséfone reconoció la voz angustiada de Artemisa y se
le partió el corazón al oírla. Se volvió hacia las enormes puertas de
madera del castillo de Falstone, donde Atenea trataba de obligar a
su hermana menor a subir en el carruaje que las esperaba.
—Déjame hablar con ella. —Perséfone ocupó el lugar de Atenea
al lado de Artemisa y tomó la pequeña mano de la niña, de ocho
años, entre las suyas—. Vamos a caminar unos minutos.
Artemisa asintió, y Perséfone la condujo por los escalones de
piedra hasta el camino de grava. Su padre pareció entender lo que
sucedía e indicó al conductor que esperara un poco más. Entonces,
Perséfone y Artemisa abandonaron el camino y se dirigieron a la
hierba que rodeaba uno de los elegantes jardines de Falstone.
Cuando estaba lo suficientemente lejos del carruaje como para no
ser vista, Perséfone se arrodilló, sin prestar atención al desperfecto
más que probable que aquello causaría en su vestido, y miró
fijamente a Artemisa.
—Oh, mi querida niña. —Rozó el rostro de la pequeña con la
mano—. Estás llorando.
—¡No puede obligarte a quedarte aquí! —Artemisa se arrojó a
Perséfone y le rodeó el cuello con los brazos. Sin duda, se refería a
Adam. Debía de haber resultado muy difícil de entender para una
niña tan pequeña ver cómo su hermana, que era más una madre
para ella, dejaba su hogar para siempre. Un nudo doloroso se formó
entonces en la garganta de Perséfone, que devolvió el abrazo a la
niña apretando quizá más de lo debido.
—Nadie me obliga a quedarme aquí. —Perséfone se esforzó
para que en su voz no se detectara atisbo alguno de duda o de
vacilación—. El castillo de Falstone es mi hogar ahora. Pero te
escribiré a menudo. Y puede que incluya una guinea bajo el sello…
—El soborno no logró aflojar el abrazo de Artemisa—. Y nos
visitaremos mucho. Podrás venir aquí y exploraremos juntas el
castillo.
—Él no me va a dejar venir —replicó Artemisa con petulancia.
—Por supuesto que sí, y viviremos grandes aventuras. Quizás
encontremos un lugar en la torre donde podamos imaginar todo tipo
de historias maravillosas, como siempre hacíamos en casa.
—¿Lo prometes? —preguntó Artemisa dejando escapar un
hipido.
—Lo prometo.
—¿Y quién cuidará de mí cuando tú no estés? —La niña dio un
paso atrás y se limpió las mejillas con el dorso de la mano.
—Me imagino que papá contratará una institutriz para ti y para
Dafne. —Perséfone trató de parecer alentadora. Ahora, su padre
podía permitirse una institutriz, y la joven esperaba que no se le
olvidara—. Y una doncella para Atenea cuando todos estéis en la
ciudad.
—¿Nos visitarás allí?
—Por supuesto.
Un leve crujido justo detrás de Artemisa atrajo su atención. Adam
estaba allí, observando con una mirada de interés mezclada con
cierta impaciencia, similar a la que había visto en su rostro el día
anterior. Perséfone se obligó a concentrarse en Artemisa a
sabiendas de que la niña necesitaba sentirse tranquila.
—¿Perséfone? —preguntó Artemisa con un jadeo.
—¿Sí, querida?
Artemisa extendió la mano y tocó la mejilla de Perséfone, un
gesto que había repetido desde que era muy pequeña, como si
necesitara el contacto humano.
—¿Y quién cuidará de ti?
El nudo que Perséfone tenía en la garganta se endureció y se le
anegaron los ojos. Atrajo a su hermana hacia ella y la abrazó con
más fuerza.
—¿Serás feliz aunque nos vayamos? —preguntó Artemisa con la
cabeza apoyada en el hombro de Perséfone.
—¿Cuándo he sido yo infeliz? —respondió Perséfone.
Eso le valió un nuevo abrazo de su hermana.
—Entonces, yo también estaré feliz —declaró la niña con voz
decidida, y se apartó de Perséfone con una mirada tan feroz que
resultaba cómica—. Pero, si no me voy ahora, volveré a llorar, y no
quiero llorar más.
—Está bien, prometámonos la una a la otra que no lloraremos —
sugirió Perséfone.
Artemisa asintió y se mordió el labio inferior, que aún temblaba.
—Te veré pronto —dijo Perséfone—. Pórtate bien con papá.
—Lo haré —prometió Artemisa.
—Te quiero, mi querida niña.
—Yo también te quiero, Perséfone —respondió Artemisa con la
voz rasgada por un temblor traicionero—. Eres la mejor madre que
he tenido.
Rodeó el cuello de Perséfone con los brazos una vez más antes
de apartarse bruscamente y de correr hacia el carruaje que la
esperaba. Perséfone se incorporó y comenzó a caminar en su
dirección, se detuvo en el borde de la hierba y despidió a su familia
con la mano hasta que desaparecieron bajo el arco de piedra. Solo
cuando estuvo segura de que se habían perdido de vista permitió
que una lágrima se deslizara por la mejilla, seguida de otra.
—Creía que no debías llorar —intervino una voz masculina no
muy lejos de ella.
Perséfone casi se había olvidado de Adam en su angustia por
calmar a Artemisa.
—No me cabe duda de que Artemisa también está llorando. —
Perséfone se secó las lágrimas.
—Entonces, ¿para qué sirve la promesa?
Por el sonido de la voz de Adam, Perséfone supuso que estaba
poniendo los ojos en blanco, pero prefirió no devolverle la mirada
para comprobarlo.
—Para aplacar un poco su angustia —respondió Perséfone—. Si
mi hermana supiera que estoy llorando, le rompería el corazón.
—Pero sabes que está llorando —señaló Adam, aún detrás de
ella. Perséfone no podía recordar la última vez que había tenido una
conversación con alguien en esa posición.
—La conozco mejor de lo que ella me conoce a mí.
—Ah, sí. La mejor madre que ha tenido.
¿Por qué Artemisa había tenido que decir aquello? Podría haber
soportado cualquier cosa que no fuera el recordatorio de que debía
separarse de la niña a la que había tratado y considerado como su
propia hija. Perséfone la había criado desde el día en que nació.
Nunca se habían separado.
De pronto, le golpeó la enormidad de lo que suponía haber
aceptado la proposición de Adam. Aunque había aceptado casi
exclusivamente en beneficio de su familia, al hacerlo no había
comprendido que tendría que dejarlos, que tendría que dejar a
Artemisa.
Las lágrimas se deslizaban a un ritmo alarmante por su rostro.
—He perdido a mi bebé —musitó en un susurro de angustia.
Perséfone sabía que, si no luchaba por controlar sus emociones,
se echaría a llorar sin remedio, pero no podía permitirse que aquello
ocurriera, a menos que se encontrara sola, lejos de la vista del arco
y el camino de carruajes, ahora vacíos.
Se volvió hacia Adam para ofrecerle sus excusas, para pedirle
perdón antes de salir huyendo, pero él ya se había marchado. En
toda su angustia, ni siquiera lo había oído irse, pero tampoco había
dicho una palabra antes de desaparecer.
Su garganta luchó contra el sollozo que pugnaba por salir y,
desesperada por no derrumbarse delante del personal que iba y
venía constantemente del castillo y a sabiendas de que no llegaría a
su habitación a tiempo —aún le costaba encontrarla—, Perséfone
echó a correr, cruzó los setos y se dirigió al primero de los jardines
formales de Falstone.
Corrió desesperadamente, girando en rincones elegidos al azar e
internándose cada vez más entre los arbustos y los setos, hasta que
sus pulmones y sus pies no pudieron llevarla más lejos. En un
pequeño parterre rodeado de arbustos que seguramente se llenaría
de flores al llegar la primavera, encontró un pequeño asiento de
piedra. Se sentó, hundió el rostro entre las manos e hizo algo que
no había hecho desde la muerte de su madre: lloró con tanta fuerza
que sintió cómo su corazón casi se rompía del esfuerzo.

Por un momento, después de despertarse, Perséfone no supo bien


dónde estaba. Se obligó a abrir los ojos a pesar del ardor y se vio a
sí misma acurrucada en aquel asiento de piedra rodeado de setos y
de arbustos. Entonces, advirtió que tenía frío. Algunos destellos de
memoria bombardearon su mente como una nebulosa mientras
reconstruía la mañana. Su familia se había ido y ella había huido al
jardín en busca de refugio.
«Debo de haberme quedado dormida», pensó. Notó rigidez en las
articulaciones mientras se estiraba y estuvo tentada de volver a
cerrar los ojos de tanto que le dolían y le palpitaban, lo mismo que la
cabeza. Había olvidado lo abatida que podía una sentirse tras una
larga sesión de lágrimas.
Respiró profundamente y se abrazó a sí misma para protegerse
de la fría brisa que se filtraba por su pelliza. Debía de estar más
cansada de lo que creía si se había quedado dormida en un banco
de piedra. Claro que no había dormido mucho últimamente, sobre
todo la noche anterior; había esperado a Adam en su noche de
bodas, pero las horas pasaron y él no apareció, ni siquiera para
darle las buenas noches. Y Perséfone esperaba por lo menos eso.
Estuvo esperando hasta que el reloj de su salón dio la una de la
madrugada. Había visto encenderse la luz bajo la puerta que
conducía a la alcoba de Adam. Aun así, siguió esperando hasta que
la luz se apagó por fin y el silencio conquistó todos los rincones del
castillo. Se había sentado en la ventana, vigilando la puerta, y
cuando el reloj marcó las dos se metió en la cama sintiéndose
rechazada y muy sola.
—No eres una cobarde desertora, Perséfone Ifigenia Lancaster-
Boyce —se dijo a sí misma—. Simplemente necesitas tiempo. —
Cuadró los hombros y se levantó, tratando de no prestar atención a
los latidos que palpitaban en su cabeza—. Y no más lágrimas —se
instruyó a sí misma.
Perséfone siempre había sido la más optimista de la familia.
Desde que era muy pequeña, identificaba atisbos de esperanza en
cualquier situación: había perdido a su madre, pero tenía a
Artemisa; los chicos se habían ido al mar, pero ahora eran hombres
fuertes y seguros de sí mismos, más de lo que lo habrían sido de
permanecer en su hogar; estaba casada con un perfecto
desconocido que parecía no querer nada que ver con ella, pero…,
pero…. Pero, se dijo a sí misma, tenía un lugar al que llamar su
hogar y la esperanza de encontrar por lo menos un amigo y, en el
mejor de los casos, un buen marido.
Levantándose con toda la dignidad que le permitía la rigidez de
sus articulaciones, Perséfone se sacudió las faldas e hizo una
mueca al comprobar los estragos que aquella escapada había
causado en su apariencia. Sacudió la cabeza ante su falta de
propiedad.
—Y luego me pregunto por qué mi esposo no tiene interés en mi
compañía… —Poner más atención en su apariencia, en un intento
por resultar atractiva, no dañaría las cosas.
Avanzó por el sendero del jardín con la mente enquistada en
aquel detalle. ¿Qué podía hacer para mejorar la situación? No
podría llegar a conocer a Adam si no se dirigían la palabra, pero lo
cierto era que él no parecía querer intentarlo. Perséfone no tenía
una personalidad demasiado atrevida, pero sí sabía mantener una
conversación.
Después de varios minutos de caminata —con varios giros
equivocados—, llegó por fin a la entrada del jardín de setos. Había
estado dormida más tiempo del que pensaba. El cielo ya se había
oscurecido con la llegada del crepúsculo y el aire se había enfriado.
Consciente de su aspecto desaliñado, subió la escalera de piedra
que conducía hasta la puerta principal del castillo de Falstone, que
se abrió cuando se acercó.
—Excelencia —saludó el mayordomo, Barton, cuyo rostro no dejó
escapar ni el más mínimo gesto de sorpresa al verla aparecer.
—Gracias, Barton —respondió Perséfone con una leve sonrisa,
demasiado cansada para mostrar ni un ápice de entusiasmo.
Cruzó el amplio vestíbulo de entrada, todavía asombrada por la
escala de todo. «Nunca encajaré aquí», pensó en aquel momento.
¿Dónde estaba la decidida duquesa que hacía un instante paseaba
por los jardines? Sin duda, el cansancio la había despojado de su
determinación.
La cabeza le palpitaba a cada paso que daba, los ojos le ardían
de nuevo y sus piernas estaban a punto de rendirse bajo su peso.
Perséfone empezó a subir la amplia escalera decidida a acostarse
por lo menos unos minutos, pero, al llegar al rellano del primer piso,
se encontró cara a cara con la madre de Adam.
—Buenas tardes… —El saludo de la duquesa viuda se
interrumpió se forma brusca—. ¿Te encuentras bien, niña?
—Estoy un poco cansada.
—Por supuesto que sí —respondió ella con gesto de
comprensión—. Ayer fue un día largo y agotador.
Perséfone asintió.
—No te preocupes por la cena, querida —le indicó la viuda—.
Haré que lleven una bandeja a tu habitación. Descansa.
—Gracias. —Con una débil sonrisa, pasó por delante de su
suegra.
Solo tuvo que retroceder una vez antes de encontrar su
habitación. Ni siquiera se molestó en llamar a una criada para que la
ayudara a desvestirse, sino que se dejó caer sobre su cama
completamente vestida.
Las lágrimas amenazaron con derramarse de nuevo, pero
Perséfone las obligó a retroceder. Ya no lloraría más. Después de
una larga y reparadora noche de descanso, se enfrentaría a su
futuro.
Capítulo 6
–T
e pedí que hicieras las maletas y te fueras —refunfuñó
Adam mientras Harry se paseaba por la biblioteca.
—También me dijiste que me retarías en duelo —
respondió Harry—. Pero no ha sido así. Lo cierto es que
siempre he sabido que me tenías miedo.
—He decidido dispararte mientras duermes. —Adam miró, a
través de las puertas acristaladas, el jardín de setos, aunque no era
muy visible aquella noche casi sin luna—. Vete a dormir para que
pueda cargar mis pistolas en paz.
—Tu madre me ha comentado que la nueva duquesa se
encuentra indispuesta esta noche. —Harry, como siempre, no se
dejó afectar por las amenazas—. ¿Alguna idea de lo que eso
significa? —Obviamente, supuso que Adam comprendía lo que su
madre había querido decir.
Y este, de hecho, se hacía una idea muy precisa. Adam había
permanecido en la cristalera tras la cual se encontraba ahora
durante un cuarto de hora aquella mañana observando un pequeño
parterre que se abría paso entre los setos del jardín, el mismo
donde Perséfone se había deshecho en lágrimas. Él sabía que
había estado llorando y le molestaba; en realidad, le molestaba
sobremanera.
Veinticuatro horas después de aquel matrimonio mal concebido
desde sus inicios, su esposa se había ocultado en el fondo del jardín
para llorar. Probablemente, la lacrimosa despedida de su familia
había sido suficiente para convencer a la mitad del personal de que
el duque era una especie de ogro que retenía a la bella doncella
contra su voluntad. Y, entonces, la menor de sus hermanas —
¿cómo se llamaba? Archipiélago, o algo tan tonto como eso…—
casi había desaparecido de tantas lágrimas que había derramado
sobre la hierba del jardín delantero.
—La mejor madre que ha tenido —murmuró Adam.
—¿Cómo dices? —preguntó Harry.
—Nada. —Cualquiera pensaría que se había casado con la
madre de la niña para luego enviarla a algún asilo de huérfanos.
—El viejo Jeb Handly ha pronosticado que el invierno se
adelantará este año. —Harry cambió bruscamente de tema—.
Según él, tendremos un metro de nieve antes de Navidad.
—Mmm —fue la única respuesta de Adam, a pesar de la
legendaria capacidad de Jeb de predecir el tiempo. A sus casi
ochenta años, llevaba sesenta y cinco sin equivocarse—. Dos pies
de nieve deberían ser suficientes para librarnos de tu visita.
—Nací y me crie en Northumberland —se burló Harry.
—Tal vez llegue a los tres metros y no puedas volver.
Adam se alejó de la cristalera y volvió a su sillón junto al fuego.
Harry sonrió.
—No te preocupes, Adam. Con un poco de suerte, habrá tres
metros de nieve antes de que me marche.
—En ese caso, no dudaré en dispararte mientras duermes.
—Mira cómo tiemblo. —Nada más lejos de la verdad.
—Deberías. —Adam lo fulminó con la mirada.
—Y bien, ¿por qué tu nueva esposa no acudió a la cena esta
noche? —Harry fingió un interés repentino por sus uñas.
—Madre dijo que estaba indispuesta. —Adam infundió en su voz
una total falta de interés.
—¿Tampoco bajó a la hora del té?
—Estaba en el jardín.
—¿Y para el almuerzo?
—Harry.
—¿Por la mañana temprano?
—Harry.
—¿Esta tarde?
—Tienes mucho interés. —Adam enarcó una ceja.
—No cambies de tema —dijo Harry—. Ya sabes que tienes esa
mala costumbre.
—También la de romper la nariz de quien me incordia.
—No sería la primera vez, Adam. Cuando teníamos quince
años…
—Entonces te la enderezaré.
—Ya lo hiciste. A los dieciséis.
—Recuérdame otra vez por qué sigues aquí. —Adam se inclinó
de nuevo hacia atrás y clavó la mirada en el fuego.
Harry se encogió de hombros.
—Alguien tiene que matar al dragón.
—¿Te refieres a mí? —preguntó Adam secamente.
—Dragón, león, ogro… Escoge el que quieras.
—No soy un ogro.
—Has convencido a mucha gente de lo contrario.
—Idiotas.
—No sería la primera persona que se esconde de ti.
—¿Te refieres a Perséfone?
—Ciertamente, no me refiero a tu madre —replicó Harry—.
Podrías herir de muerte a un hombre en el salón y ella solo sonreiría
con indulgencia y diría: «Mi…».
—… «pobre muchacho» —terminó Adam por él—. Seguirá
refiriéndose a mí así hasta que cumpla ochenta años.
—Cuando tengas ochenta años, ella no seguirá viva.
—Cállate, Harry.
—Entonces, ¿invitarás al clan Lancaster por Navidad? —
preguntó su amigo. ¿A qué venían aquellos cambios de tema tan
repentinos?
—Estaremos enterrados bajo varios metros de nieve,
¿recuerdas? —Adam cruzó las piernas sobre el taburete.
—También podrían venir antes. —Harry parecía encantado con la
idea—. Podríamos pasar la temporada de nieve todos juntos.
—Nada me atrae menos que la idea de tener tantas personas
merodeando por mi casa. —Adam se puso tenso al pensar en las
miradas y los susurros, en el ruido y en el caos. Prefería disfrutar de
días tranquilos y rutinarios. Harry ya le resultaba bastante molesto.
—¿Ni siquiera por el bien de tu esposa? Estoy seguro de que
ella…
—No soy un monstruo que la mantiene prisionera aquí
obligándola a quedarse contra su voluntad.
—Lo sé, Adam —dijo Harry.
—Ella eligió aceptarme.
—Sí, pero nunca llegó a recibir las posdatas que con tanto
esmero redactamos anoche —señaló Harry—. No estoy seguro de
que se haya dado cuenta…
—¿Crees que ya la he hecho desgraciada? —preguntó Adam con
una penetrante mirada de desaprobación.
—Yo no he dicho eso. —Harry levantó las manos en señal de
inocencia—. Solo digo que le ha resultado difícil despedirse y que,
en mi opinión, deberías haber insistido en que su familia se quedara
más tiempo.
—Yo no los obligué a marcharse.
—Tampoco les pediste que se quedaran.
—Eligieron marcharse —replicó Adam con firmeza.
—¿Y eso es todo? ¿Esa es toda la consideración que le otorgas
a este asunto?
—¿A este asunto?
—¿A este asunto? —Harry repitió sus palabras en un tono de
absoluta incredulidad—. Solo ha pasado un día desde el matrimonio
y ya has confinado a tu esposa en sus habitaciones.
—Yo no la he confinado en ningún lugar —espetó Adam, con la
mandíbula y los hombros tensos—. Está indispuesta.
Harry puso los ojos en blanco.
—¿Crees que no es cierto? —inquirió Adam—. ¿Crees que está
en sus habitaciones temblando en un rincón?
—No sería la primera… No me cabe duda de que Addington se
chupó el dedo durante una semana después de salir de la Cámara
de los Lores. Tienes la capacidad de hundir a la gente.
—Así que ya soy el villano… —Una calma de acero se había
apoderado de la voz de Adam. Sintió una familiar oleada de
determinación y se levantó de repente.
—Bueno, ¿qué otro caballero se te ocurre que haya conseguido
ofender a su esposa en veinticuatro horas? No me sorprendería que
no volvieras a ver a la pobre muchacha durante el resto de tu vida.
En este inmenso montón de roca podría evitarte durante años.
Adam se encajó la mandíbula. ¿Sería la comidilla de toda
Inglaterra? El duque de Kielder se convertiría en el centro de
atención de la sociedad, en los oídos del resto de lores del
Parlamento, suscitaría admiración entre caballeros…, pero su
esposa no le dirigiría la palabra.
Y, entonces, Adam se percató de que estaba enfadado.
—¿Adónde vas? —Harry parecía realmente preocupado por la
actitud de su amigo.
—Mi esposa está indispuesta —le espetó Adam—. Voy a
comprobar por mí mismo que se encuentra bien.
—Adam. —Su voz escondía tanto una advertencia como una
pregunta. Harry se puso en pie.
—No voy a hacer daño a la maldita mujer —gruñó Adam,
mientras ambos abandonaban al biblioteca y se dirigían al pasillo.
—Adam. —Aquel maldito tono.
Adam se volvió bruscamente y detuvo a Harry a mitad de pasillo.
—¿Alguna vez he hecho daño a un mujer? —rugió—. Dime, ¿lo
he hecho?
—No —admitió por fin Harry, esbozando una leve sonrisa.
—Y no tengo intención de empezar ahora. Deja de mirarme como
si fuera a ahogar a un cachorrito.
—¿Has ahogado alguna vez a un cachorrito? —inquirió Harry.
—Cierra la boca, Harry. —¿Por qué se empeñaba en provocarlo?
La mayoría de los hombres de la ciudad advertirían a Harry que
provocar a Adam no era buena idea. Muchos habían fracasado
antes que él.
—¿De verdad es necesario molestarla? —preguntó Harry
tratando de seguirle el ritmo.
—No estoy dispuesto a sentirme un monstruo en mi propia casa.
—Adam.
—No. No uses ese tono conmigo —le espetó Adam, tomando el
pasillo que conducía a sus habitaciones y a las de Perséfone—.
Siempre que crees tener una posición moralmente superior a la mía
usas ese tono; mi «alma torturada», lo llamaba tu hermana. Es
suficiente para alimentar mis ganas de estrangularte.
Agarró el pomo de la puerta que conducía al salón de Perséfone.
—No puedo entrar en las habitaciones de tu esposa —recordó
Harry a su amigo.
—Mejor. —Adam le cerró la puerta en la cara.
—Estaré en mi habitación —contestó Harry desde el otro lado de
la puerta—. Ya sabes, para cuando tengas que dispararme. —El
sonido de sus pasos se desvaneció mientras se alejaba pasillo
abajo.
—Maldito impertinente —gruñó Adam en voz baja.
Se volvió hacia el salón, pero no había rastro de su esposa.
Entonces, se acercó a la puerta de su alcoba pensando que lo más
probable es que la encontrara allí, escondida como un conejo
asustado. Se había casado con una cobarde… Y eso era peor que
el hecho de haberse casado con una joven atractiva. Si llegaban a
presentarse en sociedad, necesitaría mucho más que una cara
bonita para sobrevivir el ritmo de Londres y de la alta sociedad.
Perséfone necesitaba agallas y él tendría que pedirle que
endureciera su carácter para ocuparse de sí misma. Adam lo había
logrado desde que era niño; si se hubiera pasado la vida
autocompadeciéndose, no sería más que el «pobre muchacho» de
su madre.
Adam se recompuso, cruzó el umbral del dormitorio de Perséfone
y registró en primer lugar los rincones más sombríos, donde los
cobardes solían esconderse. Sin embargo, la encontró hecha un
ovillo en su cama. Seguía vestida, con el mismo vestido que llevaba
aquella mañana al despedirse de su familia, el mismo con el que
había recorrido los jardines. Debía de haber vuelto directamente a
su habitación y haberse quedado dormida. Ni siquiera se había
tapado con la colcha, a pesar de que la habitación no estaba
precisamente cálida, aun al suave calor del fuego.
—Rayos y centellas —refunfuñó Adam. Venía preparado para
enfrentarse a una esposa temblorosa y, en cambio, se había topado
con una joven durmiendo, obviamente agotada, que ni siquiera se
había desvestido antes de caer rendida. Lo último que deseaba era
sentir un ápice de compasión por ella, pues sabía por experiencia
que era mejor no mezclar emociones en ninguna interacción.
Se dirigió hacia la puerta que, convenientemente, conducía a su
propia cámara, pero se detuvo con la mano en el pomo. Hacía
demasiado frío para que durmiera sin por lo menos una manta que
la mantuviera caliente.
—Ahora me he convertido en una doncella… —murmuró Adam,
acercándose de nuevo a la cama.
Agarró el cobertor del lado opuesto de la cama y, de un tirón, lo
levantó y lo colocó sobre ella.
La noche siguiente, se dijo a sí mismo, tendría que recordar
meterse bajo la colcha, pues no tenía intención de hacer de nuevo
de niñera.
Capítulo 7
P
erséfone había tomado algunas decisiones. Primero, que no
derramaría más lágrimas por su vida anterior. Se había
permitido sentir cierta compasión por su pérdida, llorar un
poco por tan brusco cambio de vida, pero había llegado el
momento de mirar al futuro y no al pasado.
Esa mañana se había lavado la cara a conciencia, deseando que
sus ojos no estuvieran tan hinchados tras tantas horas de llanto.
Había optado por un sencillo pero favorecedor vestido de mañana
en un precioso tono azulado, decidida a teñir sus ojos con el azul de
la tela, pues sus iris eran de aquel inusual tono avellana que
proyectaba cualquier color que vistiera. Y siempre se había sentido
más segura con los ojos azules. Cuando estaban verdes, se sentía
más abatida, sin duda debido al recuerdo de su madre y de sus ojos
color esmeralda, mientras que el color castaño no evocaba
absolutamente nada en ella.
Sí, se decidió por el color azul. «Azul e hinchada», suspiró para
sus adentros. De cualquier forma, lo intentaría.
En el segundo lugar de su lista de compromisos ineludibles y
necesarios se encontraba el de aprender a ser la duquesa de
Kielder. Encarnaría el papel de dueña del castillo de Falstone,
responsable del personal, del menú, de los gastos de la casa… y de
lo que quiera que entrañara su posición. Pero no tenía ni idea de
cómo emprender aquella tarea: gestionar un pequeño hogar era una
cosa; gestionar un castillo de cuatrocientos años y un personal del
tamaño de un pueblo pequeño era otra muy distinta.
Su esperanza era pedir consejo a la única dama en los
alrededores que podía decirle precisamente lo que se esperaba de
ella: la duquesa viuda de Kielder. Sintiendo que se le revolvía el
estómago mientras bajaba las escaleras, Perséfone se dirigió a la
sala de desayuno, consciente de que lo que se avecinaba no sería
agradable. Ninguna recién casada disfrutaría confesando su
incompetencia a su suegra… Pero Perséfone había elegido aquella
vida e iba a tratar por todos los medios de no resultar un fracaso,
aunque tuviera que pedir ayuda y renunciar a la poca dignidad que
le quedaba.
Pero primero debía averiguar dónde estaba. Perséfone miró a su
alrededor: se encontraba en un pasillo largo y estrecho rodeado de
muros de piedra de donde colgaba algún que otro tapiz. Perséfone
hizo memoria y, según lo que conocía del castillo, concluyó que
podría hallarse en cualquier parte. No era el audaz comienzo que
había imaginado al despertar aquella mañana.
Volvió sobre sus pasos, pero se encontró en otro pasillo, ¿o tal
vez el mismo? No podía decirlo. Después de unos días, quizá
conocería mejor el castillo. Dos pasillos después —o dos veces el
mismo—, Perséfone modificó su predicción de unos días a unos
años.
—¡Oh! —Una exclamación llena de sorpresa la sobresaltó.
Perséfone se volvió. De pie, con los ojos muy abiertos, había una
joven criada, probablemente de no más de trece o catorce años.
—Gracias a Dios —suspiró Perséfone con alivio.
—¡Perdóneme, excelencia! —Hizo una reverencia—. No quería
interrumpir su…, su…
—Estaba intentando encontrar el comedor donde se sirve el
desayuno.
—¿En dirección a la torre norte? —respondió la muchacha con
gesto de evidente incredulidad.
Perséfone se encogió de hombros de la vergüenza y una sonrisa
comprensiva se dibujó en la boca de la criada.
—Yo misma me perdí unas cuantas veces cuando vine por
primera vez —dijo—. El castillo de Falstone es muy grande.
Perséfone asintió.
—Si lo desea, puedo mostrarle dónde está el comedor —se
ofreció la criada.
—No quiero apartarte de tus deberes…, mmm… Me temo que no
sé tu nombre.
—Fanny, excelencia. —Ella se inclinó de nuevo—. Y no me
apartará de mis tareas, excelencia, no si sigo las órdenes de la
señora de la casa.
—Cierto. —Perséfone sonrió ante la ironía de aquella situación.
—Por aquí, excelencia —dijo Fanny, y se giró sobre sus talones
para recorrer de nuevo el pasillo por donde había venido.
Perséfone la siguió a corta distancia y, después de uno o dos
minutos, el pasillo se convirtió en un gran corredor.
—Esto me resulta vagamente familiar —murmuró Perséfone,
sobre todo para sí misma, observando las decoradas paredes y las
ventanas de arco apuntado.
El pasillo desembocaba en el rellano del primer piso, al pie de la
escalera que conducía hasta el vestíbulo de techo abovedado donde
una larga bandera carmesí colgaba justo encima de la doble puerta
de entrada y exhibía lo que Perséfone había concluido que era el
escudo familiar.
Los Lancaster no tenían escudo ni lema ni ninguna de las
distinciones propias de familias como los Boyce que los
diferenciaban del resto de la sociedad. Los Boyce tenían una larga
historia que se remontaba a cientos de años. Sin duda, la familia se
remontaba a siglos antes de que el Libro de Winchester registrara
su linaje, mientras que los Lancaster no habían caminado por la
Tierra más que cuatro o cinco generaciones.
—Soy una intrusa aquí —susurró Perséfone, de nuevo hablando
consigo misma.
—Por aquí, excelencia —dijo Fanny guiándola a través del
rellano.
Cruzaron las puertas del comedor donde se había servido el
banquete de la boda. Fanny se detuvo ante la puerta contigua y, con
un gesto, le indicó a Perséfone que entrara.
—El comedor donde se sirve el desayuno —susurró, como si
aquello fuera un secreto.
—Gracias, Fanny.
La muchacha respondió con una reverencia y se apresuró a
volver por el pasillo. Perséfone respiró profundamente y entró en la
sala.
—¿Quieres explicarle a Harry antes de marcharte que no te vas
porque yo te obligue? —Perséfone distinguió la voz de Adam nada
más cruzar el umbral.
Levantó la vista y lo vio sentado en la mesa redonda del
desayuno, dirigiéndose a su madre, que había tomado asiento frente
a él y le dedicaba una mirada repleta de evidente preocupación
maternal. Adam hablaba por encima de un periódico que solo
dejaba visible la mitad izquierda de su rostro. Perséfone no pudo
evitar recordar el breve instante en que pudo verlo la mañana de su
boda y las cicatrices que marcaban el lado derecho de su cara y se
preguntó si seguiría ocultándolo a propósito.
Adam continuó dirigiéndose a su madre:
—Harry parece creer que recibo a todo el que pasa por aquí con
una guadaña en una mano y una antorcha encendida en la otra.
—Una turba sedienta de sangre compuesta por una sola persona,
eso es lo que eres. —La respuesta de Harry atrajo los ojos de
Perséfone hacia donde se encontraba sentado, a cierta distancia de
Adam—. Deberías pensar en utilizar antorchas cuando…
En aquel momento, Harry levantó la vista y vio a Perséfone.
Entonces, se levantó y se puso de pie bruscamente, reconociendo
su presencia. Perséfone dejó que sus ojos volvieran a posarse en
Adam. Él también se había levantado, pero no miraba en su
dirección; parecía muy interesado en algo que se veía por la
ventana.
—¡Perséfone! —exclamó la duquesa viuda apresurándose hacia
la puerta por donde había entrado la joven.
La madre de Adam se había dirigido a ella por su nombre de pila
desde el principio, pero Perséfone no se atrevía a pensar en la
duquesa como en Harriet.
—¿Te sientes mejor esta mañana?
Perséfone asintió y sus mejillas se tiñeron de color carmesí al
recordar el encuentro con su suegra. Estaba segura de que tenía un
aspecto menos que presentable: ojos enrojecidos, vestido
manchado de barro, arrugas desde el corpiño hasta el dobladillo.
—Ven a tomar el desayuno, querida —le indicó la viuda—.
¿Huevos? ¿Riñones?
—Sí, por favor. —No había comido nada desde el desayuno de la
mañana anterior y tenía un hambre voraz.
—Harry, ¿te importaría…?
—Yo le preparo un plato, madre —interrumpió Adam sin un ápice
de amabilidad en la voz.
—Puedo… —Perséfone comenzó a protestar, pero Adam ya
había llegado al aparador y estaba colocando huevos en un plato.
Perséfone se sentó en el primer asiento vacío que encontró y su
esposo colocó un plato de porcelana frente a ella.
—Gracias, Adam —dijo Perséfone en algo cercano a un susurro.
El duque recogió su periódico, que estaba sobre la mesa, cerca
del brazo izquierdo de Perséfone. Al parecer, había elegido la silla
contigua a la suya. Perséfone le dedicó una sonrisa sin saber si
debería disculparse o mostrarse complacida con el arreglo, pero
pronto percibió que el periódico se arrugaba en la mano de Adam
por la tensión de su puño. Aunque estaba de espaldas a ella,
Perséfone sintió su gesto de desaprobación.
—Lo siento —dijo Perséfone, levantándose apresurada—. Me
sentaré en otro lugar.
—Siéntate —le indicó Adam sin mirarla.
Perséfone obedeció inmediatamente.
—Tal vez deberías cambiarte de sitio, querida —sugirió la viuda.
¡Su lado derecho! Perséfone se maldijo a sí misma. No era la
primera vez que sospechaba de la incomodidad de Adam por sus
cicatrices y estaba segura de que no había apreciado que se
sentara a su derecha. Perséfone se puso de nuevo de pie con su
plato en la mano.
—Siéntate —indicó Adam de nuevo, un poco impaciente.
Pero, cuando se disponía a obedecer, la viuda intervino:
—Estoy segura de que a Perséfone no le importará —le dijo a su
hijo—. No es mucho pedir, mi pobre…
—Me moveré yo. —Adam agarró su propio plato y rodeó la mesa
hasta el asiento más alejado de su esposa.
Perséfone se centró en el desayuno y se recriminó lo ocurrido
con furia. Hasta ahora no había tenido éxito en la consecución de
sus objetivos y dudaba de que Adam hubiera prestado la más
mínima atención a su vestido azul o a su nuevo peinado. No es que
esperara que le recitara sonetos sobre su apariencia, pero habría
agradecido una sonrisa.
Tomó un sorbo de té y, a partir de entonces, se juró que actuaría
con cautela a la hora de elegir asiento para no sentarse nunca a la
derecha de Adam, aunque en realidad le parecía muy triste que sus
cicatrices le condicionaran tanto, pues a ella no le resultaban
desagradables. De hecho, se preguntaba a menudo por la
procedencia de aquellas heridas tan profundas, cavilando sobre si
serían la razón principal por la que él se sentía tan incómodo
cuando ella estaba cerca.
Un nudo se le formó instantáneamente en el estómago al pensar
que era culpa suya que Adam estuviera en el otro extremo de la
mesa y, de repente, no se sintió tan hambrienta.
—¿Vendrás a la ciudad en Navidad? —preguntó la viuda, y sus
ojos se volvieron hacia Adam.
—Por supuesto que no —respondió Adam, levantando una vez
más el periódico—. Nunca voy a la ciudad, a menos que sea
absolutamente necesario.
La viuda dirigió su atención a Perséfone.
—Debes convencer a mi pobre muchacho de aparecer más en
sociedad. Me encantaría teneros a los dos conmigo en Londres.
—Nunca he estado en Londres.
El asombro que siguió a lo que Perséfone había pretendido que
fuera un comentario informal se instaló de manera silenciosa en la
sala. Definitivamente, no había sido una respuesta apropiada a la
invitación de la viuda.
—Bueno, en ese caso —la suegra de Perséfone se recuperó
rápidamente del asombro—, no hay más que hablar. —Su sonrisa
se amplió hasta convertirse en un gesto de ilusión sincera—. Me
encantará llevarte por la ciudad y presentarte a todo el mundo.
Venga, Adam. Podríamos ir todos. Estoy segura de que podrías
hacer rápido el equipaje. Podría retrasar mi salida un día o dos para
marcharnos todos juntos.
—No, madre —fue la implacable respuesta de su hijo—. Ya me
veré obligado a llevarla en primavera.
—¿Obligado? —respondió la viuda con evidente desaprobación
ante su elección de palabra—. La temporada es muy divertida.
¿Cómo puedes decir que irás «obligado»?
—No siento más que desprecio hacia Londres —respondió Adam
—. Pero la reina se ofenderá si Perséfone no es presentada en
sociedad. Y esa es una ofensa que no pretendo añadir a mi lista.
Por lo tanto, me veré obligado a ir a la ciudad.
¿Ofender a la reina suponía poco más que un incordio para
Adam? Perséfone nunca se había sentido de tan baja alcurnia como
en aquel momento.
—No dejes que te cargue sobre los hombros la más mínima culpa
—aconsejó Harry a Perséfone—. Estará ansioso por ir a Londres en
marzo o abril, pues, para entonces, habrá pasado al menos nueve
meses sin insultar a los miembros de la Cámara o de la familia real y
estará deseando tener la oportunidad. Pero, sin duda, tratará de
culparte del viaje.
—Entonces, ¿no debo creer que soy la razón de su incordio? —
preguntó Perséfone.
Harry era de sonrisa fácil e hizo que casi instantáneamente se
formara otra en sus propios labios. Necesitaba a alguien que la
reconfortara.
—Parece que, si Harriet se marcha a la ciudad, nadie podrá
explicar a la nueva duquesa cómo interpretar los engañosos estados
de ánimo de su marido —replicó Harry como si estuviera sumido en
sus pensamientos.
Perséfone tomó un sorbo de té para ocultar su sonrisa.
—Supongo que, como buen amigo de la familia, debo quedarme
y poner mi conocimiento a vuestro servicio. No me siento
amenazado por tus pistolas y me has asegurado que, de hecho, no
blandes tu espada para librarte de huéspedes indeseados. —Harry
se levantó de su asiento y anunció—: Dicho esto, permaneceré en el
castillo de Falstone indefinidamente.
—No te sorprendas si de pronto te lanzan desde la torre sur —
advirtió Adam sin bajar el periódico.
—Estoy empezando a sospechar, Adam, que no soy de tu
agrado. —Harry se inclinó ante la viuda—. Excelencia. —Y luego en
dirección a Perséfone. Finalmente, con una sonrisa, repitió el gesto
ante Adam—. Excelencia.
—Maldito idiota… —refunfuñó Adam.
—Esto puede resultar confuso —dijo Harry mientras se dirigía a
la puerta—. Deberíamos pensar en nombres diferentes para los tres.
Perséfone sonrió de nuevo. Esperaba que Harry se quedara un
tiempo con ellos, ya que su optimismo era contagioso y ella
necesitaba cada pizca que pudiera conseguir.
—No se marche sin despedirse, excelencia —pidió Harry a la
madre de Adam.
—Por supuesto que no, Harry. —La viuda le sonrió.
—Entonces, ¿se marchará? —preguntó Perséfone cuando Harry
hubo desaparecido.
—Más tarde en la mañana —confirmó su suegra.
—Oh. —Eso alteraba sus planes, pues había contado con varias
semanas de instrucción.
—Es muy agradable de tu parte que te veas tan abatida por mi
partida, querida. —La viuda sonrió amablemente—. Pero es lo
mejor. Estoy más cómoda en la ciudad y toda pareja de recién
casados agradece la ausencia de sus padres. —Sonrió a Adam al
pasar junto a él y se deslizó hacia el pasillo con toda la dignidad y la
gracia que una duquesa debe poseer.
Perséfone consiguió contener un suspiro de frustración. Sus
planes acababan de deshacerse por completo: su tan ansiada tutora
volvía a Londres, los intentos de Perséfone por mejorar su
apariencia habían pasado desapercibidos y Adam se había sentado
lo más lejos posible de ella, también ajeno a su presencia.
«¿Y ahora qué?», se preguntó Perséfone en silencio. Pero aquel
dilema no tenía respuesta.
Capítulo 8
–¿N ounos
tienes ningún pariente que esté dispuesto a soportarte
días? —preguntó Adam mientras él y Harry cruzaban
a caballo el portón de Falstone después de una cabalgata de media
mañana particularmente agotadora.
—¿Acaso estás insinuando que mi visita indefinida debe llegar a
su fin? ¿O solo sientes curiosidad por el cariño que me tienen mis
parientes?
—No tengo duda de que ellos están tan hartos de ti como yo,
pero quizá no sientan la necesidad de desenfundar la espada y
descuartizarte a cada momento. Tampoco tienen un calabozo tan
convenientemente ubicado como el mío.
—Me sorprende… —replicó Harry, siguiendo su ritmo mientras
pasaban bajo el arco de la muralla interior de Falstone y detenían la
montura frente a la escalinata del castillo— cómo puedes fingir tal
aversión hacia mí. En general, se me considera un tipo muy
agradable.
Adam desmontó y entregó las riendas de Zeus a uno de los
mozos de cuadra que se habían reunido allí para conducir las
monturas a los establos.
—¿No crees que soy de lo que no hay? —preguntó Harry, con
una carcajada, mientras ascendía los escalones de piedra que
conducían a las puertas delanteras de la torre principal.
—¿Ahora resulta que usas la jerga londinense, Harry? —Adam
despreciaba aquel dialecto tan poco elegante—. Me recuerdas a
esos jóvenes idiotas de la ciudad.
—Y tú cada día te pareces más a mi abuelo.
—Conocí a tu abuelo —le recordó Adam. Harry se echó a reír.
—En otras palabras, te he ofendido.
—Dudo que te recuerde a tu desalmado abuelo en lo más
mínimo.
Adam entregó sus guantes y su sombrero a Barton y accedió al
vestíbulo.
—Ciertamente no en su elección de esposa —dijo Harry.
Adam siguió la mirada repentinamente fija de Harry hasta el
rellano del primer piso: Perséfone, de espaldas a ellos y con la
cabeza inclinada, parecía estar estudiando algo que tenía entre las
manos.
—Mi abuela era una especie de dragón —continuó Harry—.
Apuesto a que nunca dejó a nadie sin aliento.
—No suele ser buena idea decirle a un hombre de naturaleza
irascible que su esposa lo ha dejado sin aliento —le advirtió Adam,
sin explicarse por qué el comentario de Harry lo había puesto en
guardia.
—¿Me dispararía mientras duermo? —aventuró Harry sin
contener apenas la risa.
—Podría dispararte aquí mismo —respondió Adam gruñendo.
—Mmm. —Aquel sonido resultó tremendamente agotador para
Adam, que, sin reconocer siquiera el comentario de Harry, comenzó
a subir la escalera con destino a su biblioteca.
Perséfone oyó que se acercaban y se volvió para mirarlos
escondiendo de forma apresurada algo tras su espalda y sonriendo
con nerviosismo. ¿Qué estaba ocultando?
—Perséfone —saludó Adam con una ligera reverencia.
—Hola, Adam. Señor Windover.
—Ahora somos como hermanos —dijo Harry, casi con tono de
reprimenda—. Puedes llamarme Harry.
Adam notó que los ojos de Perséfone se desviaban hacia él con
inseguridad.
—¿Tienes miedo de que Adam, aquí presente, me inflija algún
castigo terrible por tomarme estas libertades? —adivinó Harry.
Perséfone pareció sonreír un poco—. No te preocupes. Conozco
varios pasajes secretos para salir de las mazmorras.
Perséfone frunció el ceño, se dio la vuelta y miró una vez más el
papel que tenía entre las manos. Adam consiguió no poner los ojos
en blanco al ver que todavía utilizaba aquel maldito mapa. Entonces,
la joven centró de nuevo su atención en Harry.
—Ningún pasaje sale de las mazmorras.
—Son secretos —respondió Harry en voz baja—. No los
encontrarás en un mapa.
Perséfone se sonrojó en el acto y volvió a dirigir la mirada
nerviosamente a Adam.
—Yo… Yo… Yo solo…
—Ya has paseado con la nariz pegada a ese maldito mapa
durante una semana —dijo Adam—. Ciertamente, espero que hayas
memorizado el castillo, llegados a este punto.
—¿Después de tan solo una semana? —Harry tuvo el descaro de
reírse a carcajadas—. Puede que tú y yo conozcamos el castillo de
memoria, Adam, pero prácticamente crecimos aquí.
—Más bien, yo crecí aquí.
—¿De verdad? —Harry fingió estar confundido y Adam reconoció
un destello de picardía en sus ojos—. Estaba seguro de que habías
nacido adulto.
Antes de que Adam pudiera responder, se oyó el timbre de la
puerta principal. El duque extendió la mano y arrebató el mapa de
las desprevenidas manos de Perséfone.
—No siempre podrás recurrir a esa cosa —murmuró—.
Especialmente cuando haya visita.
—¿Te resultaría embarazoso? —preguntó Perséfone en voz baja.
—Me resultaría ridículo.
—Más ridículo es perderme cuatro o cinco veces al día…, como
me ocurría antes de que el ama de llaves confeccionara ese maldito
mapa para mí—. Perséfone señaló el papel que Adam arrugaba con
su puño—. Te agradecería que me lo devolvieras.
—¿Todavía confías en su eficacia?
—No —admitió ella con recelo.
Adam se metió el mapa en el bolsillo del abrigo en el momento en
que el timbre sonaba de nuevo. El duque se volvió hacia el vestíbulo
y clavó la mirada en la puerta principal.
—Más vale que alguien responda a esa puerta antes de que os
despida uno a uno —aulló.
—Por supuesto, excelencia —respondió Barton impasible desde
el pie de la escalera—. Solo estaba esperando para preguntar si se
encuentra o no en casa.
—No —gruñó Adam.
—Muy bien, excelencia. —Barton, con la impasibilidad apropiada
de todo mayordomo, hizo caso omiso a la puerta sin siquiera
pestañear y se dedicó a sus tareas. Aquel hombre sí entendía cómo
se hacían las cosas, cumplía con sus deberes, se tomaba en serio
las amenazas de Adam…, como debía ser.
Harry, como siempre, se echó a reír.
—¿Planeando mi asesinato?
Adam le dedicó una mirada fulminante.
—¿Te importaría posponer mi obviamente merecido homicidio
hasta después de completar mi correspondencia? —pidió Harry con
gesto burlón—. Por desgracia, voy muy atrasado y se me ocurren al
menos media docena de personas a quienes debería responder
antes de redactar mi despedida final.
—Puedes escribir todas las cartas que desees en tu carruaje
mientras se aleja de Falstone —refunfuñó Adam, que pasó por
delante de Harry y de Perséfone y continuó hacia el pasillo que
conducía a su biblioteca.
—No tengo carruaje —replicó Harry a su espalda.
—Te prestaré uno de los míos —respondió Adam sin mirar atrás.
—Sin duda, eres todo un ejemplo de hospitalidad. —Harry siguió
riendo mientras Adam se alejaba por el pasillo.
—¿De verdad te ha ordenado que te marches? —oyó que
Perséfone le preguntaba a Harry con un tono a caballo entre la
confusión y la preocupación.
—No. Solo está de broma.
Adam apretó los puños. ¿Por qué Harry insistía en contradecirle?
—Déjate de tonterías, Harry —le gritó Adam—, y escribe tu
malditas cartas.
Su amigo, por supuesto, respondió con una carcajada. Adam no
se detuvo, sino que continuó hacia su biblioteca.
—¿Adam?
Esta vez, la voz de Perséfone lo obligó a detenerse y dejó
escapar un suspiro de frustración. ¿Es que no podía tener un
momento de paz?
—¿Sí, Perséfone? —Se volvió lo suficiente para verla de reojo.
Estaba a unos pasos de su biblioteca. ¿No podía esperar?
Ella pareció dudar por un instante.
—¿Me devuelves el mapa, por favor?
Otra vez con el dichoso mapa.
—Ninguna dama debería necesitar un mapa para ubicarse en su
propia casa.
—A menos que esa casa sea del tamaño de un pueblo pequeño
—respondió Perséfone con un ápice de exasperación en su voz.
—El castillo de Falstone está dispuesto de forma lógica —replicó
Adam con sequedad. No era tan difícil—. Todas las salas públicas
se encuentran en la planta baja. La primera planta —Adam señaló a
su alrededor— alberga las zonas de estar: el comedor, el salón de
desayunos… En la segunda planta se encuentran las habitaciones
familiares y, en la tercera, las habitaciones infantiles. La cuarta y la
quinta planta, así como tres de las cuatro torres, albergan las
habitaciones de invitados. No es tan confuso como para llevar un
mapa.
—Quizá no después de algún tiempo —insistió Perséfone.
—Conoces el castillo lo suficientemente bien como para moverte
por tu cuenta —se encabezonó Adam, aún sin mirarla de frente—.
Aprenderás el resto mucho más rápido si te ves obligada a
encontrar el camino siguiendo tus propias observaciones y tu
memoria.
—Me sentiría más segura si tuviera el mapa conmigo en caso de
necesitarlo —dijo Perséfone—. No he tenido que utilizarlo hoy, solo
lo revisaba de vez en cuando.
—Entonces ya no lo necesitas.
—¿Por qué es tan importante que no lo utilice? —preguntó
Perséfone, empezando a percibir cierta urgencia en su tono de voz
—. No lo entiendo. Parece una cosa muy trivial.
—¿Usabas un mapa en tu casa de Shropshire? —preguntó
Adam, frustrado ante su insistencia. Estaba acostumbrado a que le
obedecieran, como solía ocurrir con los duques.
—No, por supuesto que no.
—Si uno no conoce su casa, no puede ser su hogar —afirmó
Adam.
—¿Entonces deseas que convierta Falstone en mi hogar, que me
sienta como en casa? —preguntó dubitativa.
¿Sentirse como en casa? Adam sintió cómo se le erizaban los
pelos de la coronilla al instante ante tanto sentimentalismo.
—Mi único deseo es que no destaques —respondió tajantemente
—. Ya hay suficientes razones por las que nuestra situación es… —
De pronto, se esforzó por mantener su compostura, algo que rara
vez hacía, y se volvió lo suficiente como para mirar hacia otro lado—
… ridícula —terminó por fin la frase—. No es necesario enfatizar los
defectos.
Oyó cómo Perséfone respiraba con fuerza, temblorosa.
—Lo he intentado —respondió—, pero hay mucho que aprender.
—Pues tal vez deberías seguir aprendiendo y dejarme tranquilo.
Adam continuó dirigiéndose a ella con la mirada alejada de su
interlocutora.
—¿Excelencia? —Era la voz bien modulada de Barton.
—¿Qué? —soltó Adam.
—El señor Jones está en el vestíbulo. Dice haber recibido una
carta suya en la que se restituye su empleo y desea expresar su
más sincero agradecimiento. —Barton transmitió el mensaje sin
cambiar ni un ápice su expresión.
—Dígale al señor Jones que, si de verdad desea mostrar su
gratitud, puede hacerlo desapareciendo de mi vista.
—Muy bien, excelencia. —Barton ejecutó una elegante
reverencia y volvió sobre sus pasos, sin duda para transmitir,
textualmente, la respuesta de Adam.
Jones se escabulló como un conejo asustado y, por lo menos,
Adam pudo regodearse en aquel detalle. Lanzó una mirada a la
espalda de Barton, pensando en la breve confrontación de la que no
podría ser testigo. Sin embargo, su atención volvió rápidamente al
darse cuenta de que Perséfone seguía cerca de él, con la mirada
clavada en él. No se le miraría con tanto descaro en su propia casa.
—¿No tienes tareas domésticas que atender? —Le dio la espalda
una vez más, acortando la distancia entre él y su biblioteca.
—Varias —oyó que respondía Perséfone con un tono
notablemente cargado de resignación—. Debería haberme ocupado
de ello antes. Otro de mis obvios defectos, supongo.
Aunque dudaba de que la respuesta de la joven tuviera intención
alguna de resultar mordaz, así la recibió Adam. En cualquier caso,
no había pretendido insinuar que ella fuera defectuosa, solo la idea
de un matrimonio entre ambos.
Los pasos de Perséfone se alejaron entonces, silenciados por la
larga alfombra tejida que recorría el largo pasillo de piedra. Adam
volvió el rostro y la vio partir, fijándose en cómo mantenía la cabeza
alta y una postura perfectamente recta. Sin embargo, mientras
observaba su retirada, también pudo percibir cómo Perséfone se
rodeaba la cintura con los brazos, algo que Adam había aprendido a
identificar como un gesto de autoconsuelo.
No había querido hacerle daño y se sorprendió al darse cuenta.
No tanto por la falta de intencionalidad, sino más bien por no
haberse propuesto ese objetivo. Se preguntó en silencio cuándo
había sido la última vez que había conocido a alguien a quien no
había deseado hundir en la miseria. ¿En qué momento se había
vuelto débil y vulnerable?
Las emociones no tenían lugar en su vida. Ningún lugar, ninguno.
Y eso, se recordó a sí mismo, nunca podría cambiar.
Capítulo 9
Querida Perséfone:

Llevamos dos días en casa y estoy casi muerta de


aburrimiento. Atenea se pasa todo el tiempo leyendo
revistas de moda y practicando sus bailes de salón,
aunque sin éxito. Bailando así no creo que encuentre
marido. Ningún caballero querrá casarse con alguien que
baila con la gracilidad de una vaca.

Perséfone sonrió por primera vez desde que había llegado a


Northumberland. Pobre Artemisa… Tener que soportar los
románticos arrebatos de Atenea —que Perséfone podía imaginar
con facilidad—, a la edad de dieciocho años, ilusionada ante la
perspectiva de una temporada en Londres… Atenea siempre había
sido la romántica de la familia. Por su parte, Dafne era tímida y
práctica, incluso a sus once años. Y Artemisa, aunque solo tenía
ocho años, tenía fama de dramática.

Papá ha contratado a una institutriz, pero no llegará hasta


dentro de una semana, así que me dedico a ser un
demonio (eso es lo que dice la dice la señora Russell) y a
aterrorizar al vecindario. Es encantador. Me gustaría que
estuvieras aquí para que pudiéramos ser demonios juntas.
¿Cuándo puedo ir a explorar tus torres? Lo prometiste.
¿Las duquesas deben cumplir sus promesas? Es algo que
me pregunto a menudo. Según Dafne, pasaré mi
cumpleaños en Londres. Creo que podría ser divertido,
pero no estoy segura. Te invitaré. Si el duque quiere venir,
puede acompañarte, aunque no me hablara ni una sola
vez mientras estuve en su castillo.
Por favor, escríbeme. Y asegúrate de poner una guinea
bajo el sello.
Tu hermana,
ARTEMISA

—Pareces estar de buen humor esta tarde.


Perséfone se volvió para ver a Harry Windover, que debía de
haber entrado en la sala de estar mientras ella leía.
—He recibido una carta de mi hermana menor, señor… —Una
mirada de desaprobación la obligó a corregirse antes de que el
apellido del caballero se escapara de sus labios— … Harry —añadió
con una sonrisa.
—Entonces, ¿eran buenas noticias?
—En realidad, la carta no relata más que problemas y apuros. —
Perséfone sonrió—. Con Artemisa, así se llama mi hermana, cada
pequeño detalle se convierte en un drama. Me ha venido bien que la
carta me lo recordara.
—Extrañas a tu familia. —Lo dijo con naturalidad, como si no
fuera una cuestión de sentimientos.
—¿Y qué hay de ti, Harry? —Perséfone volvió a doblar con
cuidado la carta—. ¿Extrañas a tu familia después de todo el tiempo
que has pasado aquí?
—Adam es como un hermano para mí —respondió Harry—. Estar
aquí es como estar en familia.
Perséfone estudió al caballero, que se encontraba junto a la
chimenea calentándose las manos ante el fuego crepitante.
—¿Cómo es que vosotros dos sois tan amigos?
Normalmente, Perséfone se habría alarmado ante su propia
audacia, pero estaba demasiado perpleja e interesada en su esposo
como para contener su curiosidad.
—¿Parece difícil de creer porque somos muy diferentes?
—Y es especialmente hostil en tu presencia. —Perséfone se
sentó en un sillón frente al fuego, frunciendo el cejo ante tal
confusión.
—Adam es hostil con todo el mundo. —Harry se encogió de
hombros—. Es su forma de ser.
—¿Nunca deja escapar algún gesto cariñoso? —Perséfone sintió
cómo su corazón se hundía con cada palabra. Albergaba cierta
esperanza de que la actitud de Adam mejorara al conocerla más, de
que tal vez se debiera a pura desconfianza, un extraño rasgo de
carácter, admitió, en alguien que había elegido a una desconocida
como esposa.
—¿Gesto cariñoso? —Harry empujó un tronco al fuego con la
punta de su bota—. No en las últimas dos décadas, diría yo.
—¿Y antes de eso? ¿Antes de las dos últimas décadas?
—Conocí a Adam en Harrow —dijo Harry—. Y de eso hace ya
veinte años. No tengo ni idea de cómo era antes.
—Entonces, ¿forjaste una buena amistad con alguien que desde
el inicio era… era…? —¿Cómo podía expresarlo en palabras?
Finalmente se decidió por—: ¿hostil?
Harry sonrió. Pero aquella era una sonrisa diferente a la habitual,
más cariñosa y bañada por los sentimientos, sin risas ni burlas.
—Adam me salvó el pellejo —explicó—. Durante nuestro primer
año en Harrow. Yo era muy bajito para mi edad y los otros chicos
aprovecharon ese detalle para hacerme la vida imposible. Por suerte
para mí, Adam los puso en su sitio.
—¿Y no trataron de hacerle la vida imposible a Adam? —
Perséfone sabía cuán crueles podían llegar a ser los niños.
—Le tenían miedo —respondió Harry—. Ya por entonces… Y
todavía lo tienen. Todos.
—Tendría siete u ocho años… —Perséfone intentó imaginar a un
niño tan fuerte e intimidante a la edad de Artemisa.
—Siete —confirmó Harry—. E incluso entonces destacaba por su
fuerza de espíritu. Supongo que fue el primero de los cascarones
que dirigió la escuela.
—¿Cascarones?
—Los estudiantes de primer año —explicó Harry, y se echó a reír
como si recordara algo de pronto—. Algunos de los chicos, ahora
caballeros bien creciditos, por supuesto, todavía lloriquean cuando
lo ven.
—Pero ser tan intimidante cuando solo era un niño… —Le
resultaba incomprensible.
Tampoco era un detalle demasiado alentador. Tal vez Adam no
tenía una faceta afable, después de todo.
—No era eso, exactamente. —Harry se alejó de la chimenea para
sentarse en el sillón frente a Perséfone—. Era, y sigue siendo,
excepcionalmente inteligente, además de ser autoritario por
naturaleza, el tipo de hombre que poca gente cuestiona. Incluso a
los siete años ya apuntaba maneras. Y no tiene ningún miedo.
—¿Ningún miedo? No creo que nadie pueda vivir sin miedos.
—Apostaría un caballo a que Adam no tiene ni un gramo de
miedo en todo el cuerpo —dijo Harry—. Y, aunque así fuera, lo
destierra con una facilidad alarmante.
—¿No sabes de nada que le asuste? ¿Nada que le resulte
intimidante?
Harry se levantó como para irse.
—No que yo sepa.
Perséfone trató de digerir todo aquello mientras Harry se dirigía a
la puerta: un hombre sin temores, en control de toda situación, que
había resultado intimidante durante toda su vida. Y ella, que había
vivido tranquila y feliz en su casa, soñando con su futura y
acogedora vida familiar, estaba ahora casada con él. ¿Qué le había
hecho creer que un matrimonio así podría llegar a ser remotamente
similar a lo que siempre había esperado?
—¿Y por qué no me mira nunca? —preguntó ella cuando la
pregunta irrumpió en su mente, pero se arrepintió de inmediato de
formularla. Perséfone sintió que se sonrojaba violentamente.
—¿Qué quieres decir? —Harry se detuvo a un paso de la puerta.
—No importa —susurró Perséfone, consciente de que su rostro
ardía como nunca.
—No. Claro que importa. —Harry se volvió y se acercó a ella—.
¿Nunca te mira?
Perséfone negó con la cabeza.
—Y se aleja si me siento cerca de él. Aquella mañana en el
desayuno pensé que sería porque me encontraba a su derecha, por
que no le viera su… —Sintió los nervios a flor de piel.
—Rostro —terminó Harry por ella—. La madre de Adam da
mucha importancia a las cicatrices de su hijo, mucha más de la
necesaria. En Harrow, si otro chico se sentaba a su derecha en el
comedor o en otra parte y se quedaba mirándolas, Adam no se
movía. Hacía que el otro chico se moviera. Y siempre se movían.
—Entonces, ¿no crees que sea por las cicatrices? —Perséfone
sintió que su corazón se desplomaba. Si las cicatrices no eran la
razón, debía de ser ella…
—No sabría decir… —Harry parecía perplejo.
—Oh. —Sus pretensiones de futuro se tornaban cada vez más
oscuras.
—¿Realmente no te mira? —preguntó Harry de nuevo.
Perséfone negó con la cabeza: Adam no había dirigido ni una
sola mirada pasajera en su dirección y se apartaba casi al instante
cuando ella entraba en una habitación.
—Eso es extraño —dijo Harry—. Normalmente se enfrenta de
manera directa a los problemas.
—¿Soy un problema, entonces? —preguntó Perséfone con un
susurro ahogado.
Harry sonrió al oír la pregunta.
—Una mala elección de palabras por mi parte.
Perséfone logró esbozar una ligera sonrisa como respuesta.
—Puede ser que Adam no esté acostumbrado a la idea de una
esposa —aventuró Harry—. Suele comportarse de forma más…
espinosa cuando tiene muchas cosas en la cabeza.
—Entonces, ¿debo darle más tiempo? —Perséfone sintió
regresar un poco de su optimismo natural.
—Definitivamente. Mírame a mí. Si hubiera renunciado a Adam
por su carácter, no seríamos amigos.
—¿Cuánto tiempo tuvo que pasar para que dejara de ser
espinoso contigo? —La joven reconstruía poco a poco su
determinación.
—Todavía lo es. Pero, después de un tiempo, dejó de partirme la
cara cada pocos días. Me imaginé que sería por algo.
—¿«Partirte la cara»? —Perséfone nunca había oído aquella
expresión.
—Es jerga londinense, significa golpear a alguien en la cara.
—Cielo santo —murmuró Perséfone.
—Adam odia que use la jerga. —Harry sonrió con picardía.
—¿Y, aun así, la utilizas?
—Precisamente por eso lo hago. Cada vez que voy a la ciudad,
trato de aprender nuevas expresiones. Le vuelven loco.
—¿Y no te preocupa? Imagina que algún día lleve a cabo alguna
de sus amenazas…
—No lo hará.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Adam nunca lo admitiría —dijo Harry—, pero sabe que las
amenazas no funcionan conmigo, y creo que me respeta por ello.
Aunque sigue intentándolo, en el fondo espera que nunca funcione.
—¿Así que no le gustan las personas que se sienten intimidadas
por él? —Perséfone se puso en pie. Tenía que procesar tanta nueva
información.
—No le suscitan ningún tipo de respeto —corrigió Harry.
—Supongo que son conceptos diferentes…
—Así es, sobre todo para él —afirmó Harry—. Por ejemplo, a
Adam le cae bien su madre.
—¿Pero no la respeta?
Harry sacudió la cabeza con firmeza.
—«Madre Harriet», como me refiero a ella desde que soy niño,
convirtió el compadecerse de Adam en poco menos que un
pasatiempo.
—¿Y eso no le gusta?
—Le toca… —Harry se aclaró la garganta, parecía un poco
avergonzado—. Le resulta tremendamente frustrante.
Perséfone se paseó por la habitación mientras su cerebro
repasaba todo lo que Harry le había contado.
—Si a Adam no le gusta que la gente le tenga miedo, ¿por qué
llega a tales extremos para lograrlo? —Le vinieron a la mente las
historias que había oído de manos del personal sobre el movido
pasado de Adam: duelos, peleas, hombres hechos y derechos
reducidos a lágrimas, mujeres desmayadas…
—Tengo algunas teorías —dijo Harry—. Pero Adam no dudaría
en matarme, esta vez de verdad, si formulara cualquiera de ellas—.
Perséfone se volvió para mirar a Harry esperando verle esbozar
aquella sonrisa bromista que le caracterizaba, pero en esta ocasión
se mantenía serio. Entonces, se encogió de hombros y añadió—.
Quizá «matar» sea un poco fuerte, pero las motivaciones de Adam
no son un asunto que esté dispuesto a discutir.
—Estoy tratando de entenderlo.
—La mayoría de la gente ni siquiera lo intenta. —La sonrisa de
Harry estaba llena de simpatía—. Dale un poco de tiempo. Mi
intuición me dice que se te ocurrirán algunas teorías de tu propia
cosecha.
Se inclinó ligeramente y se dirigió a la puerta. Entonces, a un
paso del umbral, se volvió hacia ella.
—¿Realmente nunca te mira? —preguntó de nuevo.
Perséfone negó con la cabeza.
—Algo en ti le ha perturbado. —Harry entrecerró los ojos un poco
—. Y nada suele perturbar a Adam.
—¿Y eso es bueno o malo? —preguntó Perséfone,
repentinamente preocupada.
—Todavía no lo sé. —Le dirigió una última mirada escrutadora
antes de inclinar la cabeza y salir.
¿Perturbarle? No era precisamente la reacción que la mayoría de
las mujeres desearían despertar en su marido, pero se convenció a
sí misma de que por lo menos no le resultaba indiferente, de que
quizá podría sacar algo de provecho de todo aquello. Rápidamente,
Perséfone revisó la información que había recibido sobre Adam.
—No te dejes intimidar. No te compadezcas de él —susurró para
sí misma. No eran grandes consejos, pero al menos era un
comienzo. Golpeó suavemente la carta de Artemisa contra la palma
de su mano mientras daba vueltas por la sala de estar.
Adam había mencionado algo la mañana anterior, en el pasillo
exterior de la biblioteca, sobre no querer que ella destacara en el
castillo de Falstone, sobre no exponer sus defectos. Las apariencias
parecían ser importantes para él, así que Perséfone debía aprender
a comportarse como una duquesa. Había puesto mucho empeño y
podía mejorar. También había dedicado un poco más de tiempo a
acicalarse por las mañanas, dejando que su criada experimentara
con su aspecto, pero Adam no había dicho nada específico sobre su
apariencia. Aun así, tampoco haría ningún daño.
—No te dejes intimidar —se repitió Perséfone.
Todavía no estaba segura de por qué parecía evitarla ni de por
qué no podía soportar mirarla, pero ya se enfrentaría a ello más
tarde. Por ahora, Perséfone tenía un objetivo: por lo menos, lograría
que Adam la respetara.
Capítulo 10
E
l invierno se había adelantado, tal y como había pronosticado
Jeb Handly. Era la tercera semana de octubre y un viento
helado azotaba los alrededores de Falstone. Pero el frío
ártico no molestaba al fiel caballo de Adam ni a su dueño.
Por desgracia, tampoco intimidaba a Harry.
—El viejo Jeb debería trabajar como pronosticador del tiempo —
dijo Harry mientras cruzaban la puerta principal.
—No existe tal ocupación.
—Si el loco rey Jorge supiera de las habilidades de Jeb, crearía
un trabajo solo para él—insistió Harry.
—Si te oyera llamarle loco, haría que te encerrasen.
Harry se echó a reír. Ni siquiera se tomaba en serio algo tan
grave como la traición.
—Así es, excelencia —resonó una voz en el prado cercano a los
establos—. Está un poco asustada esta mañana, con el frío que
hace.
—¿No hay algún caballo en los establos que no se asuste con el
frío?
La mente de Adam se agitó al oír la voz de Perséfone, pues no la
había visto mucho en los dos días transcurridos desde su encuentro
junto a la biblioteca. En parte, debía reconocer que la había estado
evitando; algo en Perséfone le generaba mucha incomodidad.
Todas las mujeres con las que se había topado en su vida se
horrorizaban al instante o le dedicaban aquella mirada triste que
suele reservarse para cachorritos heridos o niños fatalmente
enfermos. Sin embargo, Perséfone solo había mostrado signos de
confusión cuando estaba en su compañía y Adam aún no había
decidido cómo se enfrentaría a ellos. La indecisión era un
sentimiento totalmente ajeno a su carácter.
—Sí, quizás Atlas —sugirió el mozo de cuadra que se encontraba
junto a Perséfone.
John, lo identificó Adam, John Handly, el hijo de Jeb, un hombre
muy diestro en lo que respecta a caballos. Perséfone había
encontrado a la persona adecuada si buscaba cualquier información
sobre los establos. Chica sabia.
—¿Atlas? —preguntó Perséfone con un atisbo de duda—.
¿Quién le puso ese nombre?
—Su excelencia fue quien lo eligió —afirmó John, casi como si
formulara una pregunta.
Adam estaba lo suficientemente cerca como para atisbar la
sonrisa que se formó en los labios de Perséfone.
—¿Y a su excelencia no le parece un nombre ridículo? —
preguntó ella, casi en tono de burla—. ¿Al ser un nombre griego y
mitológico?
—Supongo que no, excelencia —respondió John—. Su propia
montura se llama Zeus, un dios pagano.
Perséfone pareció contener sus ganas de reír. Y una rápida
mirada en dirección a Harry dejó claro a Adam que su amigo
también estaba disfrutando con la revelación. Se estaban riendo de
él. Adam tensó la mandíbula.
—No son nombres ridículos si son para caballos.
Perséfone se volvió al oír su voz y en su rostro se dibujó una
mirada de sorpresa mezclada con cierta vergüenza. Adam esperó
que bajara los ojos y huyera de ahí, así que se quedó esperando y
observando. Pero Perséfone lo sorprendió. Con la mandíbula
ligeramente desencajada, cuadró los hombros y le devolvió la
mirada con valentía.
—Entonces, lo mejor será que encuentre una hechicera en el
bosque que pueda transformarme en caballo o, de lo contrario, seré
condenada a pasar el resto de mi vida en un estado ineludible de
ridiculez.
Era una trampa, Adam podía intuirlo. Y, sin embargo, no pudo
evitar sentirse impresionado ante aquella muestra de valor.
—Serías un caballo atroz, Perséfone. —Adam desmontó mientras
le daba la espalda de nuevo.
—Entonces, ¿dirías que ese plan tiene algunos fallos?
Otro comentario mordaz. Adam tenía poca experiencia en el
extremo receptor de críticas.
—¿Y por qué has venido a los establos?
Adam cedió las riendas de Zeus a un mozo de cuadra para que lo
llevara de vuelta a los establos y se situó a la derecha de Perséfone.
—Me gustaría volver a montar. —Perséfone lanzó una mirada
hacia Alibi, que corría en movimientos erráticos por el prado.
—¿Y hace cuánto no subes a una silla de montar? —preguntó
Adam.
—Diez años.
—¡Diez años! ¿Y tu intención es volver a montar precisamente en
Alibi?
No era una joven tan sabia, después de todo.
—No, excelencia —se apresuró a intervenir John. Al igual que su
padre, Jeb, John tenía pocos reparos en dirigirse a Adam sin
invitación, una impertinencia que no molestaba a Adam en lo más
mínimo, pues solo interrumpía o hablaba cuando se consideraba un
experto en el tema. El hombre sabía cuándo hacerse valer y cuándo
morderse la lengua—. Su excelencia no tenía intención de montar
en Alibi, pero llegó al prado y preguntó si la potranca estaba
enferma o alterada.
—Alibi es buen caballo cuando el clima es cálido —explicó Adam
a Perséfone, con la esperanza de frenar cualquier decisión
precipitada en consideración. Según su experiencia, las personas
solían hacer cosas estúpidas cuando se enfrentaban a situaciones
que no dominaban—. Cuando hace frío, suele limitarse a trotar por
los establos y el prado.
—Eso me ha explicado John —respondió Perséfone con un tono
que casi rozaba la reprimenda. Adam giró la cabeza lo suficiente
como para mirarla de cerca. Nunca nadie le hablaba en aquel tono
—. Me sugirió a Atlas como una montura más apropiada. Y me
inclino a estar de acuerdo, ya que su nombre me ha hecho sentir un
afecto instantáneo por la criatura. Asumo que es macho, ¿verdad?
Teniendo en cuenta que su tocayo era definitivamente masculino.
—¿Otro dios pagano? —inquirió John con gesto de
desaprobación.
—Decididamente pagano —respondió Perséfone con una sonrisa
creciente.
—¿También su excelencia tiene el nombre de un dios pagano?
—Una diosa, en realidad —asintió Perséfone—. Fue secuestrada
por el dios de los muertos, que la tenía cautiva en el inframundo.
Los griegos creían que, cuando Perséfone se encontraba ahí
confinada, el mundo se sumía en el frío y la oscuridad.
—Rayos… —silbó John a través del hueco que había entre sus
dientes delanteros—. ¿Y cómo cuentan los griegos que escapó?
—Finalmente, se le permitió salir, pero solo durante una parte del
año. Mientras ella era libre, el mundo era bendecido con cosechas,
calor y prosperidad. Durante los meses en que regresaba al
inframundo, la tierra lloraba de nuevo por ella.
—Una triste historia —intervino John.
—No es más que el vano intento de los ignorantes de explicar el
cambio de las estaciones —refunfuñó Adam.
—Siempre me ha parecido una historia muy conmovedora —
replicó Perséfone, en obvio desacuerdo con la insinuación de Adam.
—¿El secuestro de una pobre muchacha? —le preguntó John,
incrédulo.
—Es una historia llena de amor, pues son el amor y el dolor de su
madre lo que hacen que Perséfone vuelva con su familia una vez al
año. Y, cuando regresa junto a sus seres queridos —explicó
Perséfone, con una mirada de anhelo sentimental en su rostro—, su
alegría es tan plena que toda la tierra cobra vida ante la enormidad
de sus sentimientos.
—Rayos, no lo había pensado de esa manera… —reconoció
John—. Hace que uno desee que sus padres hubieran pensado un
nombre con una gran historia detrás. Y la mitología griega debe de
estar repleta de historias interesantes.
—No permitiré que se rebautice al personal de mis establos con
nombres mitológicos. —En aquel momento, Adam parecía
preocupado por que ella eligiera renombrar a John.
Sin embargo, Perséfone se echó a reír, tal y como habría hecho
Harry; tal y como, de hecho, su amigo hizo en aquel momento,
situado junto a la joven. Si Adam no hubiera estado mirando hacia
otro lado, si hubiera girado la cabeza en su dirección, habría visto a
Harry ahí parado y su repentino estallido de risa no le habría
resultado tan inesperado.
—Tonterías, John. —Perséfone se dirigió de nuevo al mozo de
cuadra—. En la Biblia se relata la vida de personas con historias
fascinantes unidas a su nombre, incluido el tuyo.
John pareció reflexionar sobre ello.
—Y esas historias son ciertas —puntualizó, como si descubriera
una ventaja añadida.
—Precisamente —respondió Perséfone—. La historia de mi
nombre puede ser conmovedora, pero no es cierta.
Entonces, John, haciendo gala de sus dientes separados y de su
rostro tostado por el sol, le dedicó a Perséfone una sonrisa tan
cargada de admiración que Adam tuvo que contenerse para no tirar
al mozo de los pelos. Sin embargo, no era culpa del pobre hombre;
una duquesa no debería hablar tan familiarmente con un mozo de
cuadra si no quería confundir las cosas. Y la duquesa de Kielder no
debía ser el tipo de dama que despertara la admiración de todos y
cada uno de los presentes. Si Perséfone se hubiera parecido en lo
más mínimo a lo que él esperaba, la vida de Adam no se habría
visto sumida en oleadas repentinas y constantes de confusión. Pero
John no deshizo su sonrisa.
—¿Vas a ensillar la montura de su excelencia o tengo que
hacerlo yo personalmente? —gruñó Adam.
John pareció reaccionar en aquel instante.
—Mis disculpas. —Se tiró de la coleta para devolver su atención
a los establos—. ¿Cree que Atlas resultaría adecuado, excelencia?
—Sí —se limitó a responder Adam.
John desapareció dentro de los establos y Adam respiró hondo
para recomponerse. Nunca había tenido que esforzarse tanto por
controlar sus emociones. Siempre había tenido unos nervios de
acero.
—¿Así que es verdad que vas a intentar montar de nuevo? —
preguntó Harry a Perséfone.
—Para ser totalmente sincera, no estoy segura de que mi
experiencia previa pueda considerarse montar a caballo. Nuestros
vecinos, los Upton, me permitían montar uno de sus ponis cuando
yo era niña y, si la memoria no me falla, ese animal en particular era
ya anciano y se desplazaba con bastante lentitud.
—Entonces, ¿nunca has montado de verdad? —Harry no pudo
ocultar su asombro.
—Los nietos empobrecidos de barones solo un poco menos
empobrecidos no suelen tener establos, Harry —respondió
Perséfone con gesto irónico.
Condujeron a Alibi o, más bien, la sacaron a tirones del prado
mientras sacaban a Atlas de los establos. Adam le dedicó al caballo
una mirada crítica, reevaluando la situación ahora que sabía que
Perséfone nunca había montado, si su descripción de aquel poni era
exacta. Atlas estaba tranquilo ese día, pero, en realidad, siempre lo
estaba. Era un caballo calmado, de movimientos lentos pero
seguros, más apropiado como caballo de carga que como montura.
Esa era la razón por la que Adam había elegido llamarlo Atlas: el
caballo se movía como si llevara el peso del cielo sobre los
hombros.
El único inconveniente de Atlas era su tamaño. Con una altura de
más de metro y medio, podía resultar demasiado grande para
Perséfone, especialmente ante su falta de experiencia. No obstante,
no había ponis en los establos y el resto de los caballos, como Alibi,
aunque no eran tan grandes, no tenían el temperamento necesario
para un jinete inexperto.
—Que el cielo nos ampare… —gruñó Adam. ¿Cómo es que
Perséfone lo ponía una y otra vez ante situaciones para las que no
encontraba solución? No estaba acostumbrado a sentirse perdido.
—Está tranquilo y calmado, excelencia —reconfortó John a
Perséfone, todavía sonriendo como un animalillo embelesado.
A Adam le pareció detectar que Perséfone respiraba
profundamente, como para infundirse una cierta calma antes de
entrar en el prado. ¿Estaba nerviosa? Los caballos percibían el
miedo, y eso los ponía nerviosos. El plan de Perséfone cada vez le
parecía más arriesgado.
Atlas se estremeció cuando Perséfone se acercó. Ella se detuvo,
rígida, mirando al caballo fijamente.
—No le hará daño. —John animó a Perséfone a seguir adelante.
Adam se preguntó si se atrevería a acercarse, pensando que lo
más probable sería que Perséfone se desentendiera de todo el
asunto y volviera al castillo. En su experiencia, las personas solían
ser muy cobardes.
—¿Puedo darle una zanahoria? —preguntó Perséfone a John
con inseguridad.
—¿Ha traído una zanahoria?
Sus ojos no se desviaban de Atlas.
—Sí, de las cocinas. —Se llevó la mano al bolsillo de su abrigo.
Entonces, Adam reparó en que Perséfone no estaba vestida para
montar. ¿Dónde estaba su traje? ¿Y su fusta? No había duda de
que perdería el sombrero si Atlas se encabritaba.
—Ridículo —murmuró Adam, pero por una vez no se apartó de
algo que encontraba absurdo. Algo en él quería saber si lograría
montar a Atlas, si llevaría a cabo lo que se había propuesto.
—Al poni de los Upton le gustaban las zanahorias —siguió
explicando Perséfone.
—Tal vez el pobrecito paseaba tan lento porque estaba
sobrealimentado —dijo Harry con una risita.
Perséfone le dirigió una mirada divertida y sonrió, la primera
sonrisa verdadera que Adam vio de su esposa. Y era perfecta:
encantadora, simétrica, recta, de dientes blancos, sin cicatrices que
causaran gestos grotescos o fruncidos en su rostro. Era el tipo de
sonrisa ante la cual un hombre caería rendido. Pero Adam solo
sintió una abrumadora ola de frustración al descubrir otra razón más
por la que Perséfone no coincidía en absoluto con su idea de
esposa.
Perséfone estaba riendo, y aquel sonido sacó a Adam de sus
pensamientos.
—No la ha mordido, ¿verdad? —preguntó John.
—En absoluto. —Aún mostraba una radiante sonrisa—. Solo me
ha sorprendido.
—No lleves nada de comida si no quieres que te la arranque de
las manos.
—Lo recordaré, gracias, Harry. —Perséfone puso los ojos en
blanco. Y Adam asintió con aprobación: los consejos inútiles no
merecían atención.
—Se mantendrá tranquilo mientras come. —John señaló con la
cabeza la montura y el escalón, ya colocados sobre el lomo de
Atlas.
Perséfone dudó y le dedicó a Atlas una mirada cargada de
aprensión. Retrocedería, Adam estaba seguro de ello. Uno no debía
acobardarse ante los retos, sino afrontarlos… Entonces, Adam se
apartó de la valla del prado y se dirigió a Harry:
—Si no logra montar en Atlas, encárgate de que John la
acompañe de vuelta al castillo —murmuró, y se dispuso a alejarse.
—¿Ni siquiera quieres ver cómo lo intenta? —La reprimenda
latente en las palabras de Harry era demasiado punzante para el
gusto de Adam.
—Se echará atrás… He visto a demasiadas personas renunciar, y
no quiero presenciar otra vez lo mismo. —El propio Adam detectó el
matiz de amargura en su tono, odiándose por ello.
—Creo que podría sorprenderte.
Adam siguió caminando, pero, tan solo unos pasos después,
ralentizó el ritmo. Entonces, casi contra su voluntad, miró atrás.
Perséfone se había colocado junto a la montura y escuchaba
atentamente las instrucciones de John mientras dos mozos de
cuadra se aseguraban de que Atlas se mantuviera quieto.
Adam se quedó congelado, observando. Había estado nerviosa,
eso era evidente, y, a juzgar por su gesto atento, todavía lo estaba.
Pero no se había dejado intimidar. Tras un momento de vacilación,
Perséfone se colocó en la incómoda silla de montar, tratando de
arreglar sus inadecuadas faldas en un intento de mantener la
compostura. Su agarre de las riendas era quizá demasiado tenso,
pero por lo demás daba la impresión de estar casi a gusto.
—Mmm —gruñó Adam. No había salido huyendo, y eso no se lo
esperaba. No pudo reprimir un gesto de aprobación, pero lo detuvo
casi instantáneamente al distinguir el tobillo de la aspirante a jinete
—. Necesita un maldito traje de montar. —Y se dio la vuelta para
volver a la casa.
No había duda de que Perséfone tenía agallas. Eso era bueno,
pensó Adam. Las iba a necesitar.
Capítulo 11
A
unque sé que os dolerá mi marcha, partiré hacia Hawick
mañana —anunció Harry durante la cena la noche después
del primer intento de Perséfone de montar en más de una
década.
—¿Y no hay forma de que te marches esta misma noche? —
Adam levantó una ceja sin un atisbo de sonrisa jocosa.
El trato de Adam a Harry confundía a Perséfone, incluso después
de la explicación que Harry le había dado días antes. La joven
estaba tentada de hundirse en su silla, pues el tono de Adam seguía
resultándole muy intimidante. «No te dejes intimidar», se recordó a
sí misma.
—¿Vas a Escocia a menudo? —preguntó Perséfone, levantando
la cabeza.
—La hermana de mi madre y su marido viven en Hawick —dijo
Harry—. Siempre insisten en que vaya de visita.
—Y yo siempre insisto en que te vayas de aquí. ¿Cómo es que
sus peticiones son atendidas y las mías no? —preguntó Adam
atravesando a Harry con la mirada y con cuidado de dejar solo una
parte de su rostro visible para Perséfone.
Adam seguía sin mirarla. Aquella mañana se había acercado al
potrero momentos antes de su partida, pero no se había quedado a
verla montar. Perséfone se estaba esforzando por ser valiente, por
no sentirse intimidada y así demostrar a Adam que no era tan
defectuosa como él creía; con un poco de suerte, se ganaría su
respeto. Pero él ni siquiera se había quedado a verla.
Harry se encogió de hombros.
—Porque sé que en lo más interno de tu ser no deseas que me
vaya.
Adam no se molestó en responder, sino que le dirigió una mirada
de irónica incredulidad.
—¿Cuánto tiempo te quedarás en Hawick? —preguntó
Perséfone, recordando que las duquesas no deben sentirse
intimidadas en una conversación.
—¿Deduzco, entonces, que deseas que regrese? —Harry
parecía genuinamente complacido por el sentimiento.
Perséfone lanzó una mirada rápida hacia Adam; no quería
alterarlo ni contribuir a su convencimiento de que no era apta. Los
ojos de Adam se dirigieron rápidamente hacia ella antes de
desviarse con la misma rapidez.
—Harry volverá, sea cual sea tu respuesta —intervino su esposo
secamente—. Es uno de esos amigos que nunca desaparecen por
demasiado tiempo.
Perséfone sonrió un poco al oír a Adam referirse a Harry como su
amigo, a pesar de la desaprobación que teñía su tono. Se preguntó
si él se habría dado cuenta de aquello, pero le dio la sensación de
que no había sido así. Sin embargo, Harry sí parecía complacido e
incluso le guiñó un ojo a Perséfone, como diciendo: «Te lo dije».
—Más te vale estar sufriendo un episodio muscular incontrolable
—refunfuñó Adam, esforzándose por concentrar su atención en la
cena.
—Completamente incontrolable. —La sonrisa de Harry
contradecía sus palabras.
—Bien. De no ser así, habría pensado que le guiñabas un ojo a
mi esposa.
—Y, si ese fuera el caso, te verías obligado a retarme en duelo.
Por desgracia para ti, me marcho por la mañana.
—Querrás decir: «Menos mal que me marcho por la mañana» —
corrigió Adam mientras se llevaba un trozo de carne a la boca.
—Todo lo contrario. —Harry no alteró su gesto despreocupado ni
un ápice—. Prefiero disfrutar de la oportunidad de retarte. Le da a
uno cierta distinción el haber sobrevivido a un duelo con el infame
duque de Kielder.
—¿Y quién dice que sobrevivirías?
Harry no parecía preocupado.
—¿Dispararías al caballero al que acabas de identificar como tu
amigo?
—Nunca te llamaría algo tan «cursi»… —refunfuñó Adam.
—¿Y ahora usas la jerga? —preguntó Harry con fingida sorpresa
—. ¿Te encuentras bien, Adam?
Perséfone creyó distinguir un «Cállate, Harry» que dio por
terminada la conversación y que dejó a Harry notablemente
satisfecho consigo mismo y a Adam tan descontento como siempre.
Perséfone estudió sus reacciones con una falta de comprensión tan
profunda que terminó sintiéndose fuera de lugar por completo.
—Excelencia. —La voz de Barton rompió el silencio cuando iba a
servirse el último plato. Colocó una tarjeta de visita en el brazo
derecho de Adam y Perséfone arqueó ligeramente el cuello con
curiosidad. Aunque estaba demasiado lejos como para leer el
nombre, detectó que una esquina estaba doblada hacia abajo.
¿Recibirían un visitante en el castillo de Falstone?
—¿Dónde le has dejado esperando? —La tensión en la
mandíbula de Adam no presagiaba nada bueno.
—En el salón, excelencia.
—Y, sin duda, ha traído equipaje. —El incordio en el gesto de
Adam no podía ser más evidente. ¿Quién sería aquel visitante?
—Bastante equipaje, excelencia —confirmó Barton.
—¿Está nevando, Barton? —preguntó Adam.
—No, excelencia.
—Entonces échale de aquí. —Adam tiró la tarjeta de visita sobre
la mesa.
—Su transporte le ha dejado en el camino, excelencia —dijo
Barton—, y ya ha partido.
—Pues que se vaya a pie. —Adam no podía hablar más en serio.
«No se atreverá a abandonar a un hombre en plena noche», se
dijo Perséfone.
—Muy bien, excelencia. —Barton le dedicó la correspondiente
reverencia y se volvió para salir de la estancia.
Perséfone se vio invadida por un pánico creciente.
—Barton —lo llamó, deteniéndolo.
—Sí, excelencia. —Barton se volvió hacia ella e inclinó la cabeza.
—¿Quién es el visitante que espera en el salón? —Por el rabillo
del ojo, percibió la mirada de Adam. Si su expresión no estuviera
dominada por la sorpresa, probablemente estaría teñida de
desaprobación. «No te dejes intimidar», se recordó Perséfone.
—El señor Gordon Hewitt, excelencia.
—¿Y cuál es el problema con el señor Hewitt? —preguntó
Perséfone a Adam, girando la cabeza para clavar los ojos en él.
Adam apartó inmediatamente la mirada, sin dignarse a responder.
Entonces, la joven se volvió hacia Harry, esperando alguna
información.
—El señor Hewitt ha tenido el descaro de ser el presunto
heredero de Falstone. —Harry le dirigió un gesto cómplice.
—¿Es de la familia? —preguntó Perséfone, sintiendo cómo crecía
su sorpresa a cada instante.
—Por desgracia —rumió Adam.
Perséfone se sentó, indecisa. No podía imaginarse negando
hospitalidad a un miembro de su familia, pero Adam parecía muy
convencido.
«No te dejes intimidar».
—¿Es absolutamente necesario, Adam, que el señor Hewitt deje
Falstone esta noche? —Perséfone trató de esconder el temblor
nervioso de su voz.
—Es obvio que no conoces al hombre… —Adam no ocultó la
sequedad de su tono.
—¿Sería tan horrible que se quedara aquí una noche? —
Perséfone se obligó a continuar—. Podrías insistir en que partiera
por la mañana.
Un silencio incómodo se extendió por la habitación. Perséfone
apoyó las manos sobre el regazo para detener el temblor nervioso
que amenazaba con dominarla. Nunca le había intimidado tanto un
hombre, pero estaba decidida a no dejar que lo descubriera.
Adam golpeteó la mesa con los dedos. Tenía la boca torcida en
una tensa línea recta y el semblante mostraba un gesto de reflexión.
Perséfone no habría sabido decir si estaba enfadado… Tal vez
Harry estuviera equivocado y las muestras de coraje y de
determinación no se ganaran el respeto de Adam, sino su
animadversión.
«¡Qué he hecho!», se preguntó Perséfone en silencio. Harry y
Barton no parecían afectados en lo más mínimo por la palpable
tensión del ambiente, como si aquello fuera algo habitual en Adam.
Perséfone no tardó en concluir que ese debía de ser el caso.
—Excelente sugerencia, Perséfone —dijo Adam de repente—.
Quizá Hewitt pueda animar el castillo durante la ausencia de Harry.
—Adam se dirigió a su amigo—. ¿Cuánto tiempo piensas estar en
Escocia?
—Una quincena, más o menos. —Harry le mostró una sonrisa
traviesa.
Adam asintió con la cabeza, como si aprobara la respuesta de su
amigo.
—Barton. —La habitual autoridad de Adam dominó la estancia—.
Instala a Hewitt en la cámara naranja.
Barton respondió a la orden con una reverencia y salió del
comedor. Harry no pudo reprimir un balbuceo nervioso en su intento
por reprimir una carcajada.
—Nunca aguantará quince días.
—Aguantará —insistió Adam—. Pero odiará cada minuto. La torre
oeste es casi igual de acogedora que las mazmorras.
—En realidad, siento tener que perderme esta situación —se
lamentó Harry.
—Después de esto, Hewitt no volverá a visitarnos. —Adam
asintió con decisión—. Y se irá de aquí maullando como un gatito
humillado.
Perséfone lamentó haberse entrometido al detectar tanta
satisfacción en el rostro de Adam ante la perspectiva de hundir al
señor Hewitt en la miseria. Solo había empeorado las cosas…

Dos caballeros se encontraban ya en la sala de desayunos cuando


Perséfone bajó a la mañana siguiente: uno era Adam, y al otro no lo
reconoció.
—Perséfone —Adam se puso de pie cuando ella entró en la
estancia—, ven a conocer a nuestro primo, el señor Hewitt.
Le indicó que entrara en la habitación, y ella se acercó con cierta
cautela a donde se encontraba Adam, con el brazo extendido hacia
él.
—Perséfone, te presento al señor Gordon Hewitt de Yorkshire,
primogénito del primo de mi padre. Hewitt, esta es mi esposa, la
duquesa de Kielder.
Un gesto de sorpresa se dibujó en el rostro del señor Hewitt al
tiempo que una mueca de satisfacción afloraba en el de Adam.
—¿Y hace cuánto tiempo se casaron? —preguntó el señor Hewitt
a Perséfone después de que Adam le preparara un plato de comida
y ella se sentara, ante la insólita insistencia de Adam, al lado de su
marido.
—El primero de octubre. —Perséfone se esforzó por fingir un
renovado interés en su tostada.
—Discúlpenme por no asistir —dijo el señor Hewitt—. Me temo
que mi invitación debió de extraviarse.
—Qué trágico —respondió Adam con evidente sarcasmo.
—¿Y de dónde es usted, excelencia? —preguntó el señor Hewitt
a Perséfone.
—Del condado de Shropshire. —Su determinación y su intento
por ser valiente la abandonaron en aquel momento, dejando su
respuesta en el aire, como incompleta. La evidente aversión de
Adam hacia su primo la desconcertaba, aunque no tanto como las
repentinas atenciones de su marido.
No obstante, el señor Hewitt parecía bastante satisfecho con su
respuesta.
—La familia de mi madre vive en Gales, así que he pasado en
varias ocasiones por Shropshire. Diría que es, tal vez, el más bello
de los condados.
Perséfone sonrió al oír aquello.
—Lo es, en efecto. Aunque mi opinión es terriblemente parcial.
—Puede que sea parcial —replicó el señor Hewitt, dirigiéndole
una mirada afable—, pero también es acertada.
Las imágenes de su casa y de los alrededores ocuparon
enseguida sus pensamientos, y Perséfone se encontró a sí misma
suspirando de nostalgia.
—Echaré de menos el río Severn. —La joven no se había
sincerado tanto desde que había dejado el hogar de su infancia.
El señor Hewitt demostró su empatía una vez más.
—Sin duda, dentro de un mes, más o menos, me temo que
también echará de menos el suave clima de Shropshire.
—¿Suave? El clima en Shropshire puede llegar a ser bastante
extremo.
—Puede llegar a serlo —reconoció el señor Hewitt—. En cambio,
el tiempo en Falstone es extremo, sobre todo en invierno.
—Entonces, ¿viene aquí a menudo? —Perséfone sintió que
podría acostumbrarse con facilidad al sencillo estilo de conversación
del señor Hewitt.
—En realidad, no. —Parecía un poco avergonzado—. Vine varias
veces cuando era joven, pero solo he visitado Falstone una vez en
los últimos diez años.
—¿Solo una vez? —Era el presunto heredero. A Perséfone le
parecieron extrañas aquellas visitas tan espaciadas en el tiempo.
—Sí. Después de que el fallecimiento de otro primo le concediera
el puesto de presunto heredero. —Adam hizo aquella observación
en un tono teñido de evidente desaprobación.
El señor Hewitt negó con la cabeza.
—Mi familia no regresó al castillo de Falstone después de la
muerte de mi padre —explicó—. Él era nuestra conexión con los
Boyce, y todos pensamos que sería presuntuoso por nuestra parte
venir de visita sin él.
Esa confesión le tocó la fibra sensible.
—Mi madre falleció cuando yo era joven y ya no vemos a su
familia tan a menudo como antes.
El señor Hewitt asintió.
—Precisamente.
—¿Irás a montar esta mañana? —Adam interrumpió la
conversación dirigiéndose a ella con menos amabilidad que antes,
tan seco como solía ser habitual.
—Sí. —Aunque todavía estaba dolorida por sus intentos del día
anterior, tenía intención de volver a practicar.
—Te acompañaré a los establos. —La oferta sonó más como una
orden.
«No te dejes intimidar», se recordó a sí misma.
—Gracias.
—¿Monta usted, excelencia? —preguntó el señor Hewitt.
—Eso espero —respondió ella.
Adam se aclaró la garganta, pero el sonido se pareció más a una
risa ahogada. Perséfone se volvió hacia él, sonriendo y esperando
verlo sonreír; le había hecho reír, eso tenía que admitirlo. Pero
Adam no parecía divertido ni complacido, sino el mismo de siempre:
indiferente, tal vez incluso despectivo.
Perséfone retuvo una repentina sensación de abatimiento al
recordar que le había hecho reír. Casi. Y ella había demostrado que
podía ser valiente. Adam seguía sin mirarla, salvo de reojo, y ella no
confiaba en la renovada amabilidad que ahora teñía su tono y su
comportamiento, pero se había reído.
Adam ofreció el brazo izquierdo para que Perséfone lo tomara, y
su esposa procedió a levantarse de su asiento y acompañarlo.
—Señor Hewitt. —Se despidió de él con un gesto de cabeza.
—Excelencia. —El señor Hewitt devolvió el saludo—. Ha sido un
placer conocerla.
Adam no dijo una sola palabra mientras la conducía al exterior del
castillo atravesando los jardines formales, pasando por debajo del
arco de la muralla interior y dirigiéndose hacia el prado y los
establos. John Handly los estaba esperando para recibirlos; habría
visto cómo se acercaban desde lejos. Falstone era, sin duda, un
terreno que se expandía hacia el horizonte.
Dos mozos de cuadra sacaron a Zeus y Atlas de los establos y
Perséfone sonrió para sí misma recordando la ironía de los nombres
de los caballos.
—¿Qué tal se comportó Atlas ayer? —preguntó Adam sin
preámbulos.
—¿Quieres saber si trató de tirarme de su lomo?
—No lo hizo, ¿verdad? —Adam parecía realmente preocupado.
¿En algún rincón recóndito de su ser podía llegar a importarle de
verdad?
—Se comportó perfectamente bien —respondió Perséfone—,
aunque es probable que se aburra mucho.
—Entonces, ¿no saltas vallas todavía? —¿Eso que detectaba era
un tono de broma?
—Solo las más pequeñas. —Tomó prestada la réplica ingeniosa
del libro de comportamiento de Harry, quien insistía en que aquel
era el camino hacia el afecto de Adam. Y, ciertamente, su esposo se
había referido a Harry como un amigo—. Esta mañana trataré de
saltar la muralla exterior.
Recibió otro carraspeo sospechoso. Cómo deseaba Perséfone
que él sonriera, un gesto que tan habitual había sido en su propia
casa mientras crecía. Entonces, cayó en la cuenta de algo en aquel
momento: sí, buscaba ganarse el respeto de Adam, pero también
quería verlo sonreír, quería que fuera feliz, pero no tenía ni idea de
cómo conseguirlo.
—¿Te quedarás a observar mis intentos de mantenerme en la
silla de montar?
Perséfone trató de que el ofrecimiento sonara lo más informal
posible.
—Zeus nunca soportaría un espectáculo tan soporífero —dijo
Adam.
—¿Tan soporífero como saltar el muro exterior? —Perséfone
esperaba que Adam percibiera el humor en su respuesta, pero no
fue así.
—Disfruta de tu lección —le respondió en cambio.
Un momento después, su esposo montaba sobre Zeus y salía por
la enorme puerta de hierro que marcaba la entrada a los patios
fortificados del castillo de Falstone.
Los objetivos que Perséfone se había marcado para su
matrimonio no eran fáciles de alcanzar. Solo esperaba que, por lo
menos, fueran alcanzables.
Capítulo 12
–N
o he envenenado el oporto. —La noche siguiente a la
llegada del intruso a Falstone, Adam y Gordon Hewitt
se sentaron en el salón después de la cena, envueltos
por un silencio incómodo—. En realidad, es bastante
bueno.
—Sí, por supuesto. —Hewitt se aclaró la garganta, nervioso, y se
acercó la copa llena de líquido rojo a los labios.
Adam consiguió no poner los ojos en blanco. ¿Cómo era posible
que aquel hombre estuviera remotamente relacionado con él? No
tenía ni una pizca de sangre en las venas.
—Delicioso —rumió Hewitt, sorprendido al comprobar que
efectivamente seguía vivo.
En un aparente esfuerzo por complacer a su anfitrión, Hewitt
vertió en su garganta el resto de la copa y se deshizo en un
espectáculo de espasmos y toses.
—Yo… —carraspeó, con una mueca de dolor—. Está… —se
aclaró la garganta varias veces— … delicioso.
Hewitt se limpió una lágrima de los ojos.
—Delicioso.
—Sí. —Adam asintió, tomando una cantidad más moderada de
su propia copa y observando a Hewitt como si nada fuera de lo
común hubiera ocurrido.
—¿Qué te trae a Falstone? —Adam dejó su vaso sobre la mesa y
volvió su intensa mirada hacia su primo.
Hewitt se puso un poco pálido. «Cobarde», pensó Adam.
—Mi-mi madre. —Su voz se quebró al hablar, a pesar de ser
varios años mayor que Adam—. Me sugirió que me detuviera en mi
camino de regreso a Yorkshire.
—A no ser que volvieras por Escocia, tengo serias dudas de que
Falstone estuviera «de camino» a Yorkshire.
Hewitt se aclaró la garganta con un gesto que casi parecía rogar
por otra copa de oporto, aunque implicara nuevas toses.
—Eso le dije a mi madre. —Hewitt se estiró la corbata—, pero
estaba segura de que no supondría molestia ninguna.
Sin duda, tampoco supondría molestia que Hewitt se llevara
algunas de sus pertenencias de vuelta a su casa.
—¿Te has instalado bien? —Adam apoyó los codos sobre la
mesa, entrelazando los dedos y apoyando la barbilla entre ellos para
mantener la mirada fija en Hewitt. Aquel escrutinio hizo que el
hombre se inquietara, justo lo que Adam venía buscando, sabedor
de que las personas siempre revelan más de lo deseado cuando se
sienten incómodas.
—La cámara naranja es… es muy… —Finalmente, se decidió por
—: ¿tranquila?
Hewitt desvió la mirada. No cabía duda de que aquella habitación
podía resultarle silenciosa, pues era la más remota de las cámaras
de huéspedes del castillo.
—Tiene buenas vistas —añadió Adam. La cámara naranja daba
al patio trasero de Falstone, donde quedaban los restos de una
horca y de un cepo aún utilizables. Adam se preguntó si Hewitt
conocería la utilidad de los artilugios visibles desde la ventana de su
dormitorio.
—Sí —murmuró Hewitt.
Adam se puso de pie.
—Reunámonos con su excelencia en el salón.
Adam dejó por fin que sus cejas se fruncieran mientras salía del
comedor, seguido a pocos pasos de Hewitt. El hombre era tan idiota
como le había parecido en su última visita, aunque se hubiera
abstenido esta vez de recopilar el valor de sus futuras adquisiciones,
probablemente porque no le quedaba nada por valorar.
Un criado abrió las puertas del salón mientras Adam y Hewitt se
acercaban, advirtiendo al mismo tiempo a Perséfone de la llegada
de ambos caballeros. Ella les dirigió una sonrisa cuando cruzaron el
umbral, pero no el gesto radiante que había ofrecido la mañana
anterior. Adam sintió una inexplicable punzada de arrepentimiento.
—Me temo que no tenemos mucho que ofrecer a modo de
entretenimiento —se disculpó Perséfone—. No tengo un gran
talento musical ni tampoco soy una gran conversadora.
La disculpa causó cierta molestia en Adam. Perséfone no debería
sentir la necesidad de disculparse ante Hewitt, pues se trataba de
un intruso, de un huésped sin invitación. Era Hewitt quien debía
justificarse y excusarse con grandes ademanes en su presencia.
Hasta donde Hewitt sabía, la llegada de Perséfone a Falstone
borraba cualquier esperanza de poner las manos sobre el legado de
Kielder.
—Hablemos entonces de Shropshire, excelencia. —Gran parte
del malestar inicial de Hewitt se disipó—. De hecho, pasé por su
condado natal esta misma semana.
—¿Ah, sí? —Los ojos de Perséfone se abrieron de par en par
con evidente alegría—. ¿Y qué le pareció Shropshire? —Hizo un
gesto para que Hewitt tomara la silla contigua al sofá donde estaba
sentada.
Por su parte, en silencio y con gesto desafiante, Adam tomó
asiento junto a su esposa y trató de parecer cautivado ante el
debate sobre los tipos de árboles y la fauna del condado. Y, aunque
pretendía dividir su atención entre Hewitt y Perséfone, su mirada
volvía involuntariamente a ella. No la había visto tan animada en las
tres semanas que llevaba en Falstone y, aunque Harry había hecho
brillar de vez en cuando sus ojos, parecía haber cobrado vida en
compañía de Hewitt. Y eso a Adam no le gustó nada.
—Los dos chicos se encuentran en el Triumphant —dijo
Perséfone a Hewitt.
—¿Los dos juntos?
—Creo recordar que mi abuelo movió algunos hilos —explicó
Perséfone—. Linus era muy joven cuando se marcharon. Todos nos
sentimos más tranquilos sabiendo que Evander estaría con él.
—Dudo que Evander fuera mucho mayor.
Perséfone negó con la cabeza.
—Solo tenía doce años.
—Un poco joven para alistarse en la Marina —reconoció Hewitt.
—Demasiado joven, en mi opinión. —Por primera vez, Adam
detectó preocupación en su tono. Había hablado antes de sus
hermanos, pero nunca con tanto ímpetu. ¿Por qué Hewitt había
inspirado tales confesiones cuando él, su marido, había recibido
poco más que una lista de información sobre su vida y su familia?
«Porque así es como debe ser», se recordó Adam. No esperaba
confidencias de nadie.
—¿Están en el Atlántico, entonces?
Perséfone asintió.
—Las últimas noticias sitúan la embarcación cerca de España.
—Hay mucha actividad en esa parte del mundo en estos
momentos.
—Prefiero no pensarlo… —dijo Perséfone—. Me preocupo por
ellos casi constantemente.
—Por lo menos se tienen el uno al otro. —Hewitt le ofreció una
sonrisa de comprensión—. Y, si lo que dicen de la Marina es cierto,
encontrarán un gran sentimiento de lealtad entre sus compañeros.
—Sí, por supuesto. —Perséfone le devolvió la sonrisa—. Duermo
más tranquila sabiendo que están juntos.
La sonrisa de Hewitt se agrandó hasta que sus ojos se
encontraron con los de Adam, lo que forzó que desapareciera al
instante.
«Mucho mejor», pensó el duque.
Hewitt llevaba tres días en Falstone y Adam solo se abstenía de
estrangular al hombre por pura fuerza de voluntad. Era como un
conejillo asustado cuando se encontraban de tú a tú, pero
recuperaba el equilibrio en presencia de Perséfone.
Adam había buscado hasta el mínimo signo de enamoramiento,
pero ninguna de las dos partes parecía mostrarse interesada en ese
aspecto, por fortuna para Hewitt. De lo contrario, comprendería con
rapidez que no todos los rumores sobre el duque de Kielder eran
exageraciones.
Sin embargo, aun reduciéndose a un sentimiento amistoso, la
comodidad reinante entre Perséfone y Hewitt no era del agrado de
Adam, pues era imposible que el presunto heredero resintiera la
aparición de Perséfone si se llevaban tan bien. Hewitt debía de verla
como una amenaza, como la única persona que podía impedir su
acceso a la herencia, para que, hundido y desconsolado, pudiera
echarlo de sus tierras, sabiendo que nunca volvería a cruzar las
puertas de Falstone.
Adam se había esforzado por tomar asiento al lado de Perséfone
siempre que había podido en presencia de Hewitt y había
descubierto que no era un hábito tan desagradable. De vez en
cuando, ella le deleitaba con una magnífica sonrisa o se reía
felizmente y Adam se veía a sí mismo casi sonriendo en forma de
respuesta. Además, ya dominaba el arte de situarse a su derecha,
en una posición que no expusiera el lado de su rostro marcado por
las cicatrices.
En un par de ocasiones, Adam había reflexionado sobre su
empeño por ocultarle las cicatrices a su esposa, pues se había
esforzado por mostrarlas desde la infancia, decidido a no dejar que
sus deformidades le acobardaran ni que los demás pudieran utilizar
su dolor como arma. Sin embargo, desde que había visto a
Perséfone en la capilla de Falstone, no había querido —ni había
podido— darle la oportunidad de sentir asco o compasión por él. Y
no lo había sentido… todavía.
Mientras caminaba hacia el salón, Adam cayó en la cuenta
entonces de que, en esta ocasión, en su tercera noche como
huésped, Hewitt no se había atragantado con el oporto. Al menos,
había mejorado en un aspecto concreto. Sin embargo, sí había
salido de la sala de estar por la tarde cuando Adam había sacado
sus pistolas de duelo para limpiarlas. «Cobarde», recordó Adam con
una sonrisa.
Al atravesar las puertas del salón, los ojos de Adam buscaron
automáticamente a Perséfone, pero ella no sonrió al verlos, como
era habitual, sino que permaneció sentada, con la cabeza inclinada
sobre un papel que sujetaba entre las manos.
Adam se tensó. No habría conseguido otro mapa, ¿verdad?
Cruzó la habitación decidido a no dejar que Hewitt la viera
estudiando la disposición de su propia casa. Pero, al observarla más
de cerca, se dio cuenta de que aquel papel tenía algo escrito; una
carta, tal vez. Ella pareció darse cuenta de pronto de su proximidad
y levantó los ojos hacia él. Inmediatamente se le llenaron de un
torrente de lágrimas que comenzaron a resbalar por su rostro.
Paseó nerviosa la mirada entre Adam y Hewitt, con gesto suplicante,
pero su esposo no logró adivinar qué era lo que tanto necesitaba.
Una repentina oleada de compasión le cerró la boca. No quería
apegos emocionales, no quería sentir interés o preocupación. Hewitt
habló primero.
—Santo cielo. ¿Qué demonios ha ocurrido?
—Ha habido una batalla. —La voz de Perséfone temblaba.
Sus hermanos.
Adam sintió un nudo en el estómago.
—Hace una semana —continuó Perséfone.
El veintiuno de octubre, calculó Adam.
—Cerca del cabo de Trafalgar. —Las palabras le surgían
vacilantes, difíciles de discernir.
—El Triumphant sufrió grandes pérdidas.
—¿Y qué hay de tus hermanos? —Hewitt pronunció la pregunta
que bailaba en la punta de la lengua de Adam.
Las lágrimas de Perséfone se aceleraron y su barbilla empezó a
temblar. No… Adam se sentó junto a ella en el sofá, perdido.
—Evander ha muerto.
Capítulo 13
S
iete días habían transcurrido rodeados por una bruma de
emoción y dolor desde que se supo de la muerte de Evander
en Trafalgar. También había perecido el gran almirante
Nelson durante la batalla, y las estimaciones situaban el
número de muertos en más de cuatrocientos, con más de mil
doscientos heridos. El nombre de Evander había aparecido en la
primera lista de los caídos que llegó a Londres, donde un familiar del
señor Lancaster lo había visto, tras lo cual había enviado un
mensaje a Shropshire y a Falstone tan pronto como pudo. El
paradero de Linus aún era desconocido.
En la mente de Perséfone, Linus era el mismo niño que se había
marchado con Evander años atrás rumbo al mar, aunque se había
esforzado mucho por parecer valiente, pero sus ojos estaban llenos
de miedo y aprensión. Santo cielo, no era más que un niño de
apenas once años, la misma edad que Dafne tenía ahora. ¿Cómo
había permitido aquello?
Y ahora estaba solo, tras enfrentarse al horror de la guerra,
probablemente habiendo sido testigo de la muerte de su propio
hermano.
Perséfone estaba acurrucada en el rincón del jardín donde había
llorado la noche de su boda, pues sentía que las lágrimas se
agolpaban de nuevo en sus ojos, pero le faltaba energía para
expresar toda la tristeza que sentía. No había acudido allí para
llorar, sino para encontrar un espacio de soledad; desde la noche en
que se supo de Evander, se encontraba en cada rincón con un
empático señor Hewitt y un Adam más silencioso de lo normal.
Estaba harta de ambos, realmente solo quería ver a su familia.
Cerró los ojos, bloqueando la tenue luz invernal que la acechaba.
Su padre debía de estar fuera de sí, carcomido por el dolor, como le
ocurría a ella. Perséfone había criado a Evander desde que tenía
seis años, después de la muerte de su madre, y la tristeza podía con
ella. Ni siquiera podía empezar a imaginar el dolor de un verdadero
padre por su hijo. También las niñas debían de sentirse perdidas,
ninguna con edad suficiente para entender al señor Lancaster, cuyo
talante era a menudo incomprensible. Solía divagar cuando su
mente estaba sobrepasada y se mostraba aparentemente
inalcanzable. Solo ella sabía cómo acercarse a él cuando se
distanciaba tanto del mundo, pero ahora estaba demasiado lejos
para hacerlo. Y Linus… ¿No había nadie que ayudara a Linus?
Una sombra cruzó el rostro de Perséfone y la forzó a que abriera
los ojos un poco. Adam, con un gesto tan desagradable como
siempre, estaba delante de ella, con un paquete largo y estrecho
bajo el brazo.
—Buenas tardes, Adam —dijo Perséfone con desgana. No quería
compañía.
—Perdona la intromisión. —Adam parecía haber leído sus
pensamientos. Señaló el paquete que llevaba en las manos—. Ha
llegado esto para ti, y es necesaria una explicación.
—¿Una explicación?
Adam le tendió el paquete, con la boca torcida en una sombría
línea recta, y ella lo agarró y se lo puso en el regazo. Entonces, el
duque pareció dominado por la incomodidad: la tensión en su
mandíbula iba en aumento y sus ojos se desplazaban sin control del
paquete a un rosal casi desnudo de flores junto a Perséfone, cuya
mirada trataba de evitar por todos los medios.
—Por favor, siéntate, Adam. —Ella misma se sorprendió al oír el
ofrecimiento.
—Estoy bien —respondió Adam con brusquedad.
Por un momento se planteó desistir, pero al fin se convenció de
demostrar un poco de valentía.
—No busco tu comodidad, Adam, sino la mía. No quiero forzar el
cuello en exceso mirando hacia arriba mientras te inclinas sobre mí.
Él levantó una ceja con evidente sorpresa, pero tras un momento
de duda se sentó en el asiento de piedra junto a ella. Perséfone no
se había dado cuenta de lo minúsculo que era hasta que tuvo que
compartirlo con él. Entonces percibió su roce, ya que el asiento era
demasiado pequeño para evitarlo, y le resultó sorprendentemente
agradable; sin duda, necesitaba sentir la presencia de otro ser
humano, necesitaba sentirse menos sola.
—Me he sentado, como has solicitado. Ahora, ¿vas a abrir la caja
de una vez por todas?
Reconoció de nuevo aquel tono de mando. ¿Por qué le hablaría
así? ¿Por qué mandar cuando podía pedirlo amablemente?
Perséfone trató de observarlo con más detenimiento, pero, como
siempre, él no le devolvió la mirada, así que tuvo que conformarse
con recorrer poco más que su oreja y la mandíbula izquierda con los
ojos, aunque con eso le bastó para confirmar que se sentía
incómodo. Si no estuviera segura de lo contrario, Perséfone habría
dicho que en aquel momento Adam sentía vergüenza o incluso…
¿timidez? Pero ninguna de las descripciones se ajustaba al Adam
que ella conocía.
—Dijiste que querías explicarme algo sobre el paquete —le
recordó Perséfone, pendiente de cualquier cambio en su expresión
que denotara su incomodidad.
—Después de abrirlo —murmuró Adam.
Cielos, sí que parecía avergonzado. Perséfone desterró aquel
pensamiento y la confusión que lo acompañaba y tiró del cordel que
sujetaba el paquete. Adam se golpeaba la rodilla con la palma de la
mano, moviendo la mandíbula mientras estudiaba uno de los
arbustos en flor. No solo parecía avergonzado, sino también
nervioso. ¿Qué contendría aquel paquete? Nerviosa, tiró del papel
para abrirlo y distinguió algún tipo de prenda. Pasó el dedo por lo
que parecía ser el cuello, pero, con los guantes puestos, no pudo
identificar la tela o la marca. Se quitó entonces el guante de la mano
derecha y rozó la tela azul con la yema de los dedos. Lana,
concluyó, pero la lana más suave que había tocado en toda su vida.
—Lo pedí antes de que te pusieras de luto. —La voz de Adam
sonaba afilada, lo que podía interpretarse como un gesto de ira,
pero Perséfone creyó que más bien se debía a cierta frustración—.
Teniendo en cuenta la situación, quizá debería haber sido negro,
gris por lo menos.
—¿Encargaste esto para mí? —Perséfone rozó la prenda con los
dedos, aún sorprendida por su suavidad, pero más sorprendida aún
por aquel gesto de amabilidad.
—No se puede montar a caballo sin el traje adecuado. —Adam
empleó aquel tono que utilizaba a menudo y que solía hacerla sentir
bastante tonta.
Perséfone dirigió la mirada hacia él y lo observó detenidamente.
Entonces, Adam posó los ojos un instante sobre el traje y dejó que
se desviaran después hacia la derecha, moviendo también la
cabeza. Sin embargo, sus manos seguían agitadas y su cuerpo
estaba tenso, como si estuviera preparándose para echar a volar.
Sus palabras parecían casuales, con un tono de todo menos
afectado, pero aquella impresión no coincidía con su
comportamiento. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? ¿Era
esto una nueva discrepancia? ¿O simplemente era la primera vez
que se fijaba en ello?
—Un traje de montar —repitió Perséfone en voz baja, acariciando
el cuello y los botones que ahora reconocía como la última
tendencia en moda ecuestre. Recordaba los arrebatos de Atenea
acerca del último número de La Belle Assemble en las semanas
previas a su boda—. Debes de tener una gran confianza en mi
capacidad para aprender a montar. Hasta ahora, no he demostrado
ser una alumna demasiado hábil.
—Ayer vi bastantes mejoras —contestó Adam con la vista
clavada en el horizonte. Perséfone se permitió la más pequeña de
las sonrisas al comprender que él la había estado observando.
Nunca se lo habría imaginado.
—Bueno, creo que es el color perfecto —lo animó Perséfone—.
Quizá no sea negra, pero sí es un azul muy oscuro, casi negro. Y
podré usarlo después de completar mi periodo de luto. Evander… —
Su voz se quebró al pronunciar el nombre—. Era un chico muy
práctico, incluso tan joven. Estoy segura de que le habría parecido
bien.
—Las botas tardarán más en llegar —avisó Adam.
—¿También me has comprado unas botas?
—Tus sandalias no son apropiadas para cabalgar. —Por su tono,
daba la impresión de que acababa de poner los ojos en blanco,
aunque Perséfone no pudo comprobarlo, pues no la miraba a la
cara.
—No he calzado sandalias cuando he ido a montar. —Su voz se
tiñó con el principio de una carcajada y se dio cuenta de que hacía
más de una semana que no sonreía siquiera. ¿Cómo es que su rudo
y normalmente malhumorado esposo casi había logrado arrancarle
una carcajada?
—Sería cuestión de tiempo. Es imprescindible que tengas unas
botas de montar apropiadas. Seguramente lleguen la semana
próxima. Además, Rogers, en York, enviará un sombrero, mientras
que los guantes vienen de Londres, pero no tengo claro cuánto
tardarán en llegar.
—¿Guantes de Londres? —Perséfone nunca había tenido nada
proveniente de la ciudad. Incluso su vestido de novia había sido
confeccionado por una costurera de los alrededores de Shropshire.
—Un buen par de guantes nunca sobran. —Adam se levantó más
bien de forma brusca.
—No se me ocurre qué decir, Adam —susurró Perséfone con una
mano rozando el traje de montar, pero con los ojos fijos en él.
—No es necesario que digas nada. —Mantuvo las manos
apretadas contra el cuerpo—. Solo he querido explicar por qué no
era del color apropiado.
Y, tras decir eso, se marchó, con la frente arrugada y la
mandíbula visiblemente tensa. Perséfone sacudió la cabeza con
incredulidad; nunca hubiera imaginado que Adam encargara un traje
de montar para ella, mucho menos botas, guantes y un sombrero,
además de tomarse la molestia de explicarle por qué no había
tenido en cuenta su repentino estado de luto. En cualquier otro
hombre, habría sido un gesto considerado, pero, viniendo de Adam,
la dejaba sumida en la más absoluta confusión.
Tomó la tela entre las manos y frotó la suave lana contra su
mejilla. Se había sentido incómodo, de eso no había duda, y,
aunque nadie la creería, también parecía avergonzado. El duque de
Kielder —quien, si los rumores y sus propias observaciones eran
ciertos, no se preocupaba en absoluto por su prójimo— se había
sentido incómodo al ser descubierto en un acto de bondad. El
nerviosismo que él mismo había tratado de ocultar con tanto ímpetu
le había recordado mucho a su hermana Dafne, quien había crecido
sintiendo cierto nerviosismo con los demás, pues era una niña muy
tímida.
—Santo cielo —susurró Perséfone. ¿Podía ser que aquel
distante, malhumorado y hosco hombre estuviera encubriendo su
propia timidez? Parecía absurdo y sin embargo…—. ¡Adam! —gritó,
agarrando el traje de montar mientras se apresuraba por el camino
que le había visto tomar—. ¡Adam!
Lo vio a pocos metros de la entrada del jardín de setos. Se había
detenido y miraba por encima del hombro en su dirección.
Perséfone pudo distinguir el borde de las cicatrices que le cruzaban
la mejilla derecha, a pesar de situarse dejando el lado izquierdo a la
vista, como siempre. Estaba avergonzado, pensó regañándose a sí
misma por no haberse dado cuenta antes. ¿Cómo había podido
pasarlo por alto? Al menos, tenía una pizca de timidez, y Perséfone
estaría dispuesta a apostar más de mil libras.
—Adam —dijo ella, con el poco aliento que le quedaba tras la
carrera.
Él no contestó, sino que la observó con la misma expresión
distante que ella ahora sospechaba que fuera completamente
sincera.
—Gracias, Adam —dijo rápidamente—. Por el traje. Yo…
Adam ladeó la cabeza.
—Necesitabas uno. —Desestimó su gratitud—. Ninguna duquesa
debería pasearse por el campo con los tobillos al descubierto.
«Así que le incomodaba la gratitud… Interesante —pensó
Perséfone mientras Adam retomaba su camino hacia la casa—. Muy
interesante».
Aquella noche, durante la cena, y más tarde en la sala de estar,
Perséfone observó detenidamente a Adam, que no mostraba indicio
alguno de incomodidad o vergüenza. ¿Cómo era posible? ¿Solo ella
lo hacía sentirse incómodo? ¿O sería por el regalo? Tal vez incluso
había malinterpretado su estado de ánimo.
Cómo deseaba que Harry estuviera de vuelta. Él podría
aconsejarla.
—Parece distraída, excelencia —dijo el señor Hewitt, rompiendo
sus cavilaciones.
—Supongo que sí.
—¿Tiene noticias de su familia? —Habló con toda la dulzura que
una mujer podría desear ante el doloroso peso de un hermano
perdido y de un marido inalcanzable en su corazón—. Imagino que
debe de desear su compañía en un momento así.
Perséfone se limitó a esbozar una suave sonrisa y retomó el libro
que había fingido leer toda la noche. Aunque apreciaba los intentos
de interés del señor Hewitt, su bondad también precipitaba que sus
ojos se anegaran en lágrimas, y no tenía deseo alguno de llorar en
aquel momento.
—Hewitt, creo que no es momento de angustiar a la duquesa. —
La voz de Adam se impuso en la sala, proveniente de cerca de la
silla del señor Hewitt. Perséfone levantó la vista y comprobó que
Adam estaba de pie junto a él—. Te sugiero que te marches.
El señor Hewitt se aclaró la garganta con nerviosismo y se
levantó apresuradamente de su asiento.
—No es más que un poco de cansancio. —Le dedicó a Adam una
mirada cargada de aprensión—. Quizá debería retirarme por hoy.
—Excelente idea, Hewitt.
El señor Hewitt puso pies en polvorosa…, y a Perséfone no se le
habría ocurrido otra palabra que describiera la forma en que el
hombre huyó de la estancia. Adam tomó el asiento que su primo
había dejado libre, ocupando una silla frente a la de su esposa que
le obligaba a mirarla, según advirtió Perséfone. Ella levantó los ojos
de su libro una vez más solo para encontrar la mirada de Adam,
como siempre, fija en un punto a su derecha.
«¡Mírame!», tuvo ganas de gritar. Estaba a cientos de millas de
su familia, en un castillo que no sentía como su hogar, sin nadie con
quien hablar, con quien establecer una conexión, y su esposo ni
siquiera la miraba. Temblando de frustración en su interior, levantó el
libro y dijo:
—El señor Hewitt estaba tratando de reconfortarme, nada más.
—Te estaba haciendo llorar de nuevo —replicó Adam—. Y me
daba la impresión de que no querías llorar esta noche.
¿Cómo habría llegado a esa conclusión?, se preguntó Perséfone.
Capítulo 14
N
unca debía haberle comprado el maldito traje de montar, se
reprochó Adam mientras abría las puertas acristaladas de su
biblioteca para dejar entrar el frío aire de la noche. No había
sido más que un capricho…, pero no había duda de que ella
lo necesitaba. Aunque también podía haber esperado a que se lo
pidiera. ¿Por qué lo había hecho él mismo? No tenía ni idea y, por
supuesto, se había devanado los sesos para entenderlo.
Ese era el resultado de actuar impulsivamente, de encargarlo el
primer día que su esposa había intentado montar. Ni siquiera había
esperado a ver si continuaba con sus lecciones y, ansioso como
estaba por alimentar su locura, también había pedido botas, guantes
y un sombrero de montar… Una costurera muy conocida en York
había tomado sus medidas por si era necesario confeccionarle
alguna prenda, y aquello había facilitado las cosas.
Sin proponérselo, la imagen de Perséfone rozando el tejido de su
nuevo traje con los dedos conquistó sus pensamientos. Sabía que la
lana era especialmente fina, lo había visto en su último viaje a York.
De hecho, había pedido expresamente que el traje se confeccionara
con aquel tipo de lana. «Es imprescindible estar cómodo para
montar», se dijo Adam con firmeza. Su elección no tenía nada que
ver con el hecho de que sabía, casi instintivamente, que ella
quedaría encandilada ante la suavidad de la tela. Adam jamás se
entregaría a ese tipo de sentimentalismos.
Un aullido rasgó el silencio de la noche. Adam echó un vistazo
hacia el bosque, el hogar de la última manada de lobos salvaje de
Inglaterra, aunque, para ser exactos, aquella manada no estaba
compuesta solo por lobos. A lo largo de los siglos, desde que el
bosque había sido plantado, los lobos se habían mezclado con
perros salvajes que vagaban por los caminos, y los mestizos
resultantes tenían su mismo aspecto y comportamiento. Además, si
había un hombre en Inglaterra que debiera contar con una manada
de lobos, ese era el duque de Kielder, por lo que nunca corrigió a los
lugareños. Lobos quería, así que lobos tenía.
Otro aullido atravesó el frío aire; la manada era más ruidosa en
las noches de invierno que en cualquier otra época del año. Sin
duda, la escasez de alimentos requería cazar más que en las
estaciones más suaves, pero las dimensiones del bosque limitaban
considerablemente su fuente de alimentación, por lo que solían
terminar el invierno con menos integrantes.
Con excepción del viento, que se instalaba en noviembre y no
cesaba hasta despedir el invierno, y de los ocasionales sonidos de
la manada desde el bosque, aquella época del año era muy
tranquila en Falstone. Y las noches, como había reparado hacía ya
un tiempo, podían sumir el castillo en el más profundo de los
silencios.
—Me pregunto qué pensará Perséfone… —En el momento en
que aquel pensamiento salió de su boca, Adam la cerró con fuerza.
¿Es que había perdido la cabeza por completo? ¿En qué momento
le había empezado a importar lo que los demás pensaran de su
casa?
Se dio la vuelta, salió y cerró las puertas. No se convertiría en un
tonto sentimental ni le importaría jamás lo que los demás pensaran
de él, de sus tierras… Nada de lo que se dijera le afectaría lo más
mínimo, como había sido habitual durante años, y eso nunca
cambiaría, se dijo mientras entraba en su dormitorio. Sin embargo,
no podía desterrar de su cabeza el recuerdo de Perséfone
acariciando la tela. Había apreciado el regalo, había apreciado la
suavidad del tejido.
Adam dejó su abrigo en una silla, seguido de su chaleco. El
agradecimiento de Perséfone parecía sincero, aunque él no
buscaba su gratitud, pues sabía que la gratitud podía resultar tan
dolorosa como la compasión. ¿Qué había motivado aquel ridículo
pensamiento?
En algún lugar del bosque de Falstone, otro lobo aulló a la noche.
—Precisamente —gruñó Adam dejándose caer en la cama tras
despedir a su ayudante de cámara, algo que en los últimos tiempos
hacía con más frecuencia. En diez años o más, no había alterado su
rutina, pero ahora compraba ropa a su mujer por capricho, acortaba
su cabalgata matutina para ver las clases de equitación de
Perséfone y se quedaba despierto en la cama, sin molestarse en
ponerse el pijama, escuchando a los lobos romper el silencio de la
noche.
—Estoy perdiendo la maldita cabeza. —Y aquel no era un
pensamiento reconfortante.
Adam cerró los ojos y respiró profundamente para tranquilizarse.
Rara vez necesitaba calmarse a sí mismo, orgulloso como estaba
de su capacidad de control. Aunque pocas personas lo creerían —la
mayoría estaban convencidas de que podía estallar en un ataque de
rabia o de ira en cualquier momento—, no solía perder el control de
sus emociones. Sin embargo, la frustración amenazaba ahora con
abrumarlo: frustración consigo mismo, con la farsa de matrimonio
que él mismo había propiciado, con su propia estupidez al permitir
que el juicio de otra persona sustituyera el suyo propio en un asunto
tan importante como la elección de su esposa…
Su padre no habría hecho algo tan descabellado. El viejo duque,
como la mayoría del personal de Falstone aún se refería al padre de
Adam, tenía un carácter decidido, fuerte e inflexible, y nunca lo
habían visto dudando ante una decisión o acobardado ante la
desaprobación ajena. Los duques, había aprendido Adam desde
niño, eran autoritarios y fuertes, no se preocupaban por caer bien y
no se escondían del mundo, por mucho que lo desearan. Los
duques conocían sus responsabilidades y cumplían con sus
obligaciones al pie de la letra. Atraían atención y nunca eran débiles.
Entonces, ¿por qué, durante la última semana, Adam, al ver el
dolor de Perséfone por la pérdida de un hermano tan joven y
evidentemente querido, se encontraba deseando saber qué decir,
qué hacer cuando las lágrimas se deslizaban por sus ojos o cuando
de pronto se aislaba?
Las lágrimas eran una debilidad, eso se lo habían dicho muchas
veces. Lo volvían a uno débil y vulnerable, y los duques no eran
ninguna de las dos cosas. Las duquesas tampoco, diría él. Adam
nunca había visto llorar a su madre; a pesar de que lo miraba con
marcada lástima, nunca había derramado una sola lágrima, y Adam
había supuesto que Perséfone se comportaría de igual manera.
Pero ahora no sabía cómo reaccionar.
La puerta se abrió de golpe. ¿Habría venido Hewitt a asesinarlo
mientras dormía? Ese pensamiento hizo que Adam esbozara una
sonrisa. Aquel hombre no podía ser más necio… Sin duda, no sabía
que el duque tenía un arma en su habitación.
—¿Adam?
No. Era Perséfone. ¿Qué diablos estaba haciendo ella en su
habitación? Adam se mantuvo inmóvil, sin abrir los ojos y sin revelar
que estaba despierto. Tal vez así se marcharía. Un aullido resonó en
el exterior y tras él le llegó el sonido de una respiración temblorosa.
—¿Adam? —volvió a preguntar ante el silencio.
No respondió, y un segundo aullido llenó el silencio. Adam oyó
los pasos de Perséfone, suaves y silenciosos, y entreabrió los ojos.
¿Se estaba yendo de la habitación? No. Simplemente había cruzado
hasta su ventana para retirar una de las pesadas cortinas de
terciopelo y se había asomado al exterior.
¿Qué estaba buscando? Un tercer aullido contestó a la pregunta
de Adam. Perséfone dejó caer la cortina al instante y contuvo el aire.
—¿Por qué no dejan de aullar? —susurró para sí misma,
verdaderamente preocupada.
¿Acaso tenía miedo de los lobos? No era demasiado razonable…
La manada vivía en el bosque, no entraba en los muros del castillo.
¿Qué daño pensaba que podrían hacerle?
—Estás bien —oyó que se decía Perséfone, y Adam consiguió
detener una sonrisa que clamaba por extenderse por su rostro. La
joven tenía algo de coraje, eso tenía que admitirlo—. Están lejos de
aquí —continuó en voz baja y alentadora, retrocediendo despacio
hacia la puerta que conectaba su dormitorio con el de Adam.
Envuelta como estaba en aquella manta, con los pies descalzos
asomando, parecía más bien una niña, no una duquesa—. No es
posible que...
Otro aullido. Algo parecido a un gemido se escapó de la manta y,
antes de que Adam reparara en lo que estaba ocurriendo, Perséfone
se había subido al lado opuesto de la cama, acurrucándose junto a
él.
Otra mala decisión que añadir a la lista… Si hubiera respondido a
su llamada cuando Perséfone había entrado en su habitación y la
hubiera mandado de vuelta a la suya con tono cortante, no se
encontraría en aquel aprieto. Perséfone había entrado en su
habitación, uno de los santuarios de Adam, uno de aquellos lugares
del castillo donde nadie tenía permitido entrar y, para colmo, estaba
comportándose como una cobarde. Aun así, lo había intentado…,
trató de decirse a sí mismo, pero descartó sus justificaciones con
rapidez.
—Lo siento, Adam —susurró de repente. Por un momento, el
duque pensó que se había dado cuenta de que fingía estar dormido,
y le resultó humillante que lo descubrieran engañando a su esposa,
una sensación a la que no estaba acostumbrado, pero entonces ella
continuó, para alivio de Adam. Más bien, parecía que se estaba
disculpando ante la imagen de su esposo dormido—. Estoy tratando
de ser valiente.
Después de todo, Perséfone no era tan valiente como pensaba.
Permaneció envuelta en su manta en la cama de Adam durante toda
la noche; no le hacía falta comprobar que seguía ahí, pues apenas
había dormido. No estaba acostumbrado al sonido de otra persona
respirando en su habitación, por no hablar de los pequeños ruidos
que hacía mientras dormía y del hecho de que se moviera
ligeramente varias veces cada hora.
En algún momento antes del amanecer, Perséfone se despertó y,
con ella, Adam. Entonces, mientras este fingía dormir, percibió cómo
ella salía lenta y silenciosamente de la habitación, todavía envuelta
en su manta, como si no quisiera que Adam descubriera que había
pasado ahí la noche.
Los lobos estaban por fin en silencio y se preguntó si Perséfone
habría seguido allí con él si hubieran seguido aullando. ¿Tenía
entonces más miedo de ellos que de él? Estaba acostumbrado a ser
temido, pero, inexplicablemente, casi esperaba que los lobos fueran
en aquella ocasión el elemento más temible.

—Por supuesto que debes acudir con tu madre —dijo Perséfone a


Hewitt aquella tarde mientras los criados cargaban uno de los
carruajes de Kielder con montañas de baúles de viaje.
Aparte de la incomodidad sufrida a primera hora de la mañana
cuando se habían encontrado, Perséfone no había dado ningún
indicio de que algo fuera de lo normal hubiera ocurrido la noche
anterior. ¿Es que no pensaba admitir su miedo ni aquel inesperado
remedio? Adam no sabía qué pensar sobre eso.
De pie, junto a Perséfone, escuchó la conversación entre su
esposa y su primo colocándose deliberadamente donde Hewitt
percibiera su proximidad a ella. Era esencial que Hewitt se marchara
con una imagen de felicidad marital, aunque fuera fingida, que le
hiciera sentir incómodo durante todo el camino de vuelta a York.
—Espero que no esté terriblemente enferma —dijo Perséfone.
Hewitt negó con la cabeza.
—Mi madre finge estar enferma cuando me voy más tiempo de lo
esperado.
Por supuesto, Hewitt tenía dificultades para abandonar el nido…
—Sin duda, eso debe de repercutir en su capacidad de viajar
libremente. —Perséfone estaba demostrando bastante empatía ante
la causa de Hewitt, como si no fuera responsabilidad de cada uno
aguantar o no las tonterías de sus padres.
Hewitt asintió, al tiempo que Adam negaba con la cabeza.
—¿Es que ninguno de tus hermanos puede ocuparse de ella? —
Obviamente, Hewitt no se había parado a reflexionar sobre el asunto
y dejó escapar una tos nerviosa. No tenía ni una gota de sangre en
las venas… Solo de pensar en aquel débil insecto como el siguiente
duque de Kielder le provocaba náuseas.
—Sí, sin duda podrían cuidar de ella —replicó Hewitt, sin perder
el habitual matiz de disculpa en su tono—. Pero, como primogénito,
me siento moral y éticamente responsable de su bienestar. Es mi
deber.
Después de todo, Hewitt parecía tener una pizca de
determinación, tuvo que reconocer Adam a regañadientes, decidido
a no negar crédito a quien se lo mereciera. Hewitt seguía siendo un
idiota, como demostraba la patética conversación que habían
mantenido la noche anterior mientras bebían oporto.
—Los bosques de esta parte del país son bastante
impresionantes —había dicho Hewitt—. Es extraordinario pensar
que los druidas pudieron haber caminado bajo esos mismos árboles.
—Siempre que los druidas tuvieran la capacidad de viajar a
través del tiempo… —había respondido Adam secamente—. El
bosque de Falstone existe desde hace solo cuatrocientos años.
¿Cómo era posible que un hombre tan ignorante de las
tradiciones de Falstone y las posesiones de Kielder fuera el primero
en la línea para heredarlas? Maldito idiota.
—Vuelve a visitarnos —oyó que le decía Perséfone a Hewitt y,
antes de aprovechar la oportunidad para retirar la invitación, el
carruaje desapareció bajo el arco interior y salió de Falstone.
Perséfone se volvió hacia Adam con una expresión indescifrable.
—Ya no puede verte.
Adam enarcó una ceja en señal de interrogación. ¿Qué
significaba ese comentario?
—No hace falta que sigas fingiendo que disfrutas de mi
compañía.
Entonces, se volvió y, lentamente, dejando tras de sí un halo casi
tangible de dignidad, atravesó las enormes puertas delanteras del
castillo. Aquella figura temblorosa que se había escondido de los
lobos la noche anterior había desaparecido y, aunque Adam no
podía más que reconocer su determinación —siempre aplaudía las
muestras de espíritu—, la punzante reprimenda que la joven le
había dedicado caló más hondo de lo que él habría esperado.
—Debería haberla tirado de la cama cuando hizo el primer ruido.
—Pero Adam notó en su propia voz un matiz que no había oído en
años: una amenaza nada más y nada menos que vacía.
Capítulo 15
–¿A dam? —Había reinado el silencio durante los tres primeros
platos de la cena y, casi terminado el postre, Perséfone
podía palpar la tensión en el ambiente.
—¿Alguna otra queja, Perséfone? —respondió Adam con una
calma engañosa. Perséfone percibió la ira que acechaba bajo la
superficie—. Me he abstenido de estar cerca de ti todo el día.
¿Cómo había podido perder el control de su lengua aquella
mañana? Por fin había logrado alcanzar un acuerdo tácito con Adam
en el jardín a raíz de su inesperado regalo y, ahora, su esposo
estaba de nuevo en guardia, siempre al borde de la hostilidad y del
cinismo.
—Siento mucho lo que dije. —Perséfone tenía la esperanza de
que él notara la sinceridad en su voz—. No me he sentido yo misma
estos últimos días.
Hacía poco más de una semana que habían recibido las noticias
sobre Evander y Perséfone no lograba levantar cabeza. Un
momento, se sentía tranquila y en control de sus emociones, pero al
siguiente se echaba a llorar con una tristeza insoportable, enfadada
con el destino de su hermano o agotada. Era desconcertante. Pero
lo peor de todo era que se sentía sola por completo con su
sufrimiento.
Ver partir al señor Hewitt, su única fuente de consuelo aquellos
días, la había llevado al límite y a reprocharle a Adam algo que no
había tenido intención de echarle en cara: su esposo se acercaba a
ella cuando el señor Hewitt estaba en la habitación. Al principio,
había llegado a creer que Adam había desarrollado cierta
preferencia por su compañía o incluso ciertos celos, pero pronto se
había dado cuenta de que sus atenciones eran inexistentes cuando
el señor Hewitt no estaba cerca. No le había resultado difícil
entender sus intenciones detrás de aquel extraño comportamiento:
Adam necesitaba convencer al señor Hewitt de que su matrimonio
era feliz antes de destruir sus derechos al título de Kielder, y
Perséfone no era más que una marioneta en el continuo esfuerzo de
Adam por molestar y menospreciar a su primo.
—Hoy hemos recibido una carta de Harry —Adam intervino como
si la disculpa de Perséfone no flotara aún en el aire.
Ella posó los ojos sobre su regazo.
—Espero que esté bien. —Consiguió deshacer el nudo que se le
había formado en la garganta.
Allí estaban sus emociones de nuevo, oscilando como un
péndulo. No era la primera vez que Adam la castigaba con su
indiferencia, ¿por qué aquel momento concreto de frialdad le
afectaba tanto? Perséfone no podía explicárselo.
—Se quedará en Escocia una semana más de lo previsto —dijo
Adam.
—Debe de estar disfrutando de la visita con sus tíos. —Su voz se
redujo a poco más que un susurro mientras trataba de reunir un
poco más de fuerza, consciente de que subir el volumen la
conduciría directamente a las lágrimas.
Ya se había disculpado, no había nada más que pudiera hacer.
¿Es que ni siquiera iba a tener la cortesía de reconocerle eso?
Adam continuó comiendo sin mostrar ni un ápice de incomodidad,
indiferente a la tensión del ambiente, sin dejarse afectar por el
asunto. ¿Era este el mismo hombre que el día anterior le había
resultado amable y tímido bajo su fría apariencia? ¿Cómo había
podido estar tan ciega, cómo podía ser tan crédula?
¿Por qué había tenido que dejar Shropshire? En aquel momento,
podría estar en casa con su familia, con un hombro compasivo
sobre el que llorar, rodeada de personas que se tenían cariño las
unas a las otras.
Perséfone se puso de pie apresuradamente, luchando contra un
torrente de amargas y solitarias lágrimas.
—Discúlpame —murmuró, con voz temblorosa, y salió corriendo
de la habitación de una forma muy poco femenina.
Una de las primeras cosas que había aprendido sobre el castillo
era cómo salir de él. Cuando estaba fuera, podía orientarse mucho
más fácilmente que muros adentro, pero aquello no era
precisamente lo que tenía en mente mientras huía de la
impasibilidad del castillo de Falstone hacia el jardín de setos que ya
se había convertido en su santuario. Era el único lugar que había
reclamado en secreto para sí, y aquel verde rincón conocía sus más
profundas penas transcurrido su primer mes como duquesa de
Kielder. Ningún ser humano podía aspirar a un nivel tan alto de
comprensión en las pocas semanas que llevaba en el castillo.
Se dejó caer sobre la tierra que había delante del banco, apoyó
los brazos en el asiento de piedra y posó la cabeza entre los brazos.
—Solo quiero irme a casa —gimió—. Necesito a mi familia.
Como si no hubiera llorado más veces de las que querría
recordar durante la última semana, Perséfone se permitió sollozar
sentada en la fría y húmeda tierra. Evander era demasiado joven
para morir, ni siquiera había cumplido los quince años. Alguien
debería haberlo cuidado, haberlo mantenido a salvo. Sus únicas
amenazas deberían haber sido las de exámenes y profesores,
debería haber estado en la escuela.
Perséfone había aceptado aquel matrimonio para asegurar el
bienestar y la fortuna de su familia, pero ¿de qué le servía aquello
ahora? Le ardía la garganta y sus pulmones se estremecían con
cada respiración; ni siquiera podía recuperar el control de sus
sollozos.
Algo cayó bruscamente sobre el banco de piedra, cerca de ella,
produciendo un chasquido. Perséfone levantó los ojos y distinguió
una pila de tela marrón. Apoyó la cabeza de nuevo sobre los brazos,
mirando el bulto a través de las lágrimas, que se deslizaban
incansables por su rostro.
—No trajiste abrigo. —El tono cortante de Adam era fácilmente
reconocible.
El bulto de lana era, en realidad, su abrigo marrón. Su respiración
seguía siendo agitada, no podía articular palabra.
—Eso es todo. —Y pudo distinguir el sonido de sus pasos
alejándose.
Incluso aquel gesto de amabilidad estaba cargado de frialdad.
Cualquiera de los miembros de su familia la habría obligado a volver
a casa, le habría ofrecido palabras de aliento o simplemente se
habría sentado junto a ella en un silencio comprensivo. Perséfone
apartó la mirada de aquel bulto, el único gesto de consuelo de
Adam: un abrigo que había tirado en el asiento de al lado.
—Quiero irme a casa —murmuró Perséfone para sí misma con
agonía.

Adam se volvió y comprobó que Perséfone seguía sentada en la


tierra, con la cabeza apartada del abrigo que él le había llevado, sin
intención aparente de ponérselo.
—No te servirá de nada en el banco —susurró al aire. No los
separaban más que veinte pasos, lo suficientemente cerca como
para ver cómo se estremecía.
Ya le había llevado un abrigo. ¿Qué más quería? Ni siquiera
sabía por qué se había ido…, por qué había huido, aunque intuía
que estaba molesta por algo. Y al verla en el jardín donde solía
llorar, por la noche, sin abrigo y en el suelo, él había hecho un
esfuerzo. Pero ella ni siquiera se había molestado en ponerse el
maldito abrigo.
—¿Qué más quieres? —murmuró Adam para sí mismo. Pero
sabía la respuesta, la había oído unos momentos antes.
Perséfone quería volver a casa. Sin duda, quería estar con su
familia para procesar su dolor. Durante un breve instante, Adam se
preguntó si su propia madre se afligiría de forma tan desmedida en
caso de que su vida… encontrara un final prematuro. No tenían una
relación muy estrecha, así que no sabría decirlo, y aquel
pensamiento le generaba mucha incomodidad. ¿Lloraría alguien por
él como Perséfone había llorado por su hermano?
—Hewitt no, de eso puedo estar seguro —murmuró Adam.
Todos y cada uno de los hermanos Hewitt se regocijarían si a
Adam lo alcanzara un rayo. Quizá Harry extrañara su presencia de
vez en cuando, pero no sucedería lo mismo con Perséfone, con
excepción de la ocasional ronda de aullidos de los lobos de
Falstone. Quizá pensara en él entonces.
Los ojos de Adam se posaron de nuevo sobre Perséfone. No se
había movido ni un milímetro ni se había puesto el abrigo.
—Chica tonta… —murmuró Adam mientras se encaminaba hacia
donde estaba sentada.
Sus sollozos habían cedido un poco, y Adam sintió una oleada de
alivio al comprobar que su respiración era ahora más firme, sin duda
porque le disgustaban sobremanera los lloros, se dijo a sí mismo.
—Vas a causarte una infección de pulmón —le dijo a Perséfone
después de varios momentos de inseguridad e incomodidad a su
lado—. Y todos en Londres me acusarán de haberte envenenado.
Una especie de risa estrangulada rompió el silencio de
Perséfone, y Adam se esforzó por recordar la última vez que había
hecho reír a alguien que no fuera Harry. Pero su amigo se reía por
todo, mientras que Perséfone parecía más selectiva con su risa.
Entonces, tuvo el repentino e impulsivo deseo de envolverla con
el maldito abrigo, de llevarla de vuelta al castillo y de dejarla sana y
salva al calor del fuego más reconfortante que pudiera encontrar. Y,
aunque sacudió la cabeza con la esperanza de desprenderse de sus
propios deseos, no logró descartar aquellas ideas.
Entonces, decidido a encontrar una solución, Adam levantó el
abrigo —que parecía bastante práctico, sin duda un recuerdo de sus
días de pobreza— del banco.
—Te sentirás mejor dentro del castillo —terminó diciendo, pero, lo
que en voz de cualquier marido decente habría resultado una gentil
invitación, viniendo de él se pareció más a una orden.
Sin embargo, Perséfone parecía dispuesta a obedecer. Se movió
y se sentó en el banco, sin mirarlo.
—Ahora que Hewitt y Harry no están, el castillo se mantendrá
tranquilo. —Adam templó su tono de una manera que no había
hecho en mucho tiempo y que no pensaba volver a utilizar pronto—.
Seguro que puedes encontrar un... lugar privado y... hacer... lo que
sea que hagas después de llorar.
—Suelo dormir —respondió Perséfone en voz baja—. Y me
despierto con dolor de cabeza.
—Suena horrible.
Ella asintió y se levantó despacio. Adam le entregó el abrigo, pero
ella solo se lo echó ligeramente por encima de los hombros.
—Entonces, ¿de qué sirve llorar? —Parecía una pregunta
bastante ridícula, sobre todo sabiendo de antemano la respuesta.
—En general, no puedo evitarlo. —Perséfone se limpió la mejilla
con la palma de la mano.
Sin duda, no dominaba como él el arte de levantar una barrera
alrededor de sus emociones.
—Volvamos, entonces. —Adam se sentía cada vez más
incómodo ahora que la luz tenue de la luna y la que bañaba el jardín
desde las ventanas del castillo iluminaba la cascada interminable de
lágrimas de Perséfone. La condujo hacia la salida, sintiendo sus
pasos detrás de él.
Era consciente de que debería haber dicho algo, pero no se le
ocurría nada que valiera la pena expresar con palabras. Algún
comentario sobre la valentía o el heroísmo de su hermano no
aliviarían su dolor y decirle que sabía cómo se sentía no sería más
que una despiadada mentira, lo mismo que cualquier gesto de
cariño o de ternura. Adam no se preocupaba por nadie y nadie se
preocupaba por él.
La hermana pequeña de Perséfone, la más pequeña, Artemisa,
había preguntado quién cuidaría de Perséfone antes de partir a
Shropshire. La respiración agitada de la joven que le seguía hizo
que se imaginara la cara de la pequeña, tan parecida a la de su
hermana, su boca torcida en una línea de desaprobación y el ceño
fruncido de preocupación ante la situación. Aparentemente, nadie se
preocuparía ni cuidaría de Perséfone.
Capítulo 16
E
ra bueno que Adam tuviera el sueño tan profundo, pensó
Perséfone a la mañana siguiente mientras desayunaba. Los
lobos no habían sido particularmente ruidosos la noche
anterior, pero no se había sentido bien. Tal y como había
previsto, le había empezado a doler la cabeza poco después de
retirarse a su habitación y, aunque las lágrimas hubieran cesado,
aún sentía un dolor en su corazón que seguramente no
desaparecería.
Se había dirigido despacio y en silencio hasta la puerta que
comunicaba sus habitaciones, como la noche anterior, pero Adam
tampoco respondió esta vez cuando susurró su nombre. Lo intentó
varias veces y, convencida de que él dormía, repitió la maniobra:
envuelta en una manta, se subió a su cama con cuidado de no
despertarlo.
Lo más extraño era lo rápido que se dormía junto a él. Perséfone
siempre había compartido habitación con Atenea, tal vez solo
añoraba la familiaridad de estar con otra persona en la habitación.
Sin embargo, por reconfortante que fuera en el momento, no le
cabía duda de que, si Adam la descubría allí, no encontraría su
intrusión bienvenida.
—Has faltado a tu clase de equitación esta mañana. —La voz de
Adam se impuso de repente desde la puerta de la sala de
desayunos y Perséfone levantó la vista, alarmada por un momento.
Sacudió la cabeza para sus adentros; él no podía entrar en sus
pensamientos.
Cuando recobró el sentido, forzó una respuesta.
—Me temo que me quedé dormida. —Había vuelto de puntillas a
su habitación a primera hora de la mañana, decidida a marcharse
antes de que Adam se diera cuenta de su presencia.
—¿Y cómo está tu cabeza esta mañana? —Adam seguía de pie
en la puerta con la mirada ligeramente desviada hacia las ventanas
que había detrás de ella.
—¿Mi cabeza?
—Anoche dijiste que te dolía la cabeza después de llorar.
¿Se acordaba de eso?
—Me duele un poco —admitió ella, sorprendida, pero en el buen
sentido.
—Hay un boticario en Sifton —respondió Adam—. Podría enviar
a uno de los mozos a comprar unos polvos para el dolor de cabeza.
Demasiado sorprendida por la imprevista oferta como para
verbalizar una respuesta, Perséfone negó con la cabeza. Adam
permaneció ahí un rato más, como si tratara de decidir su siguiente
acción. ¿Había visto a Adam inseguro antes? La respuesta le llegó
en forma del recuerdo de los dos sentados en el banco del jardín de
setos, cuando Adam le había regalado el hábito de montar. Sin
duda, ahí se había sentido inseguro e incómodo, con una actitud
similar a la que ahora le consumía.
—¿Recurres a ese boticario a menudo? —Perséfone hizo la
primera pregunta que le vino a la mente.
—Casi nunca estoy enfermo —declaró él como si fuera una
cuestión de orgullo, un logro imbatible—, pero sí lo utiliza el personal
cuando alguien no se encuentra bien.
—¿Sifton está cerca, entonces? —preguntó Perséfone, alargando
la conversación con la esperanza de que Adam entrara del todo en
la habitación e incluso llegara a sentarse a su lado. Aún no se había
acostumbrado a comer sola y, tenía que admitirlo, él la intrigaba. La
noche anterior, en el jardín, había sido educado y estrictamente
civilizado. En ese momento, parecía casi humano.
—Sifton está a casi una hora de viaje —dijo Adam—. Kielder
Village está más cerca, pero no hay boticario ni doctor.
—¿A qué distancia está el doctor más cercano?
Adam aún evitaba mirarla, vacilante.
—Hay un cirujano que vive en Hawick. —Su respuesta fue
característicamente corta—. En Sifton también hay un médico, pero
es un inútil.
Otra persona evaluada, juzgada y despedida por Adam. Lo más
probable era que aquel médico no fuera del todo inútil. En el último
mes, Perséfone se había dado cuenta de que la dureza de las
opiniones de Adam solía sobrepasar la realidad.
Había descrito a Harry como un amigo que se tomaba
demasiadas libertades. Hasta cierto punto, esa afirmación era cierta,
pero Harry era su amigo y, en comparación con cualquier otro
conocido de Adam, se sentía extremadamente cómodo con él.
Aunque Adam parecía no entender que el comportamiento de Harry
era normal y aceptable en un amigo.
Perséfone había oído a Adam describir al señor Hewitt como un
«idiota sin carácter». Una vez más, la etiqueta resultaba más dura
de lo que la realidad llegaba a justificar, aunque debía admitir que,
en comparación con Harry, el señor Hewitt se dejaba intimidar con
demasiada facilidad. Además, Perséfone había comenzado a darse
cuenta de la agudez afilada de Adam, mientras que el señor Hewitt
no parecía excesivamente inteligente.
—En los establos, John me ha asegurado que puede ensillar a
Atlas cuando desees tener tu lección de equitación —añadió Adam,
rompiendo el silencio que se había hecho en la sala—. Aunque todo
apunta a que lloverá pronto en Falstone, incluso nevará si la
temperatura sigue bajando.
—No estoy segura de tener ganas de montar hoy.
—¿Estás segura de que no deseas unos polvos? —Por un
momento, sus ojos se posaron en el rostro de Perséfone. Parecía
verdaderamente preocupado.
Aquella pregunta sobresaltó a Perséfone. Había sido, sin duda
alguna, la señal más alentadora por su parte en mucho tiempo.
—Solo necesito descansar. Pero gracias por la oferta. —Ella
sonrió, esperando atravesar su gélida armadura.
Una vez más, su gratitud pareció inquietarle. Agitó ligeramente la
cabeza antes de salir por la puerta y desaparecer por el pasillo.
Perséfone dejó la servilleta sobre la mesa y se levantó de la silla,
deshaciendo el breve camino hacia la puerta. Sabía que Adam ya
no estaba allí y que se habría retirado a su biblioteca, pero no pudo
evitar dirigir la mirada al pasillo vacío por donde se había marchado,
preguntándose si sería consciente de lo desconcertante que le
resultaba su carácter.
¿Por qué se distanciaba de la gente? ¿Por qué se esforzaba
tanto por parecer indiferente cuando en dos ocasiones había
demostrado que ella le importaba, al menos un poco? ¿Y ese
mínimo interés no era razón suficiente para tratar de que aquel
matrimonio funcionara?
Un débil golpe resonó en las paredes de piedra del pasillo.
Perséfone nunca había vivido en una casa tan grande, donde una
simple llamada a la puerta principal hacía retumbar los muros, como
poco más que ratones en las paredes. Inmediatamente después,
oyó un repique casi frenético de la aldaba.
Perséfone se dirigió rápidamente hacia el vestíbulo y vio a Adam
en lo alto de la escalera observando cómo Barton abría la puerta
principal.
—Mensaje urgente para su excelencia —dijo una voz sin aliento.
Perséfone volvió la vista hacia Adam. Su expresión no había
cambiado, pero algo en su postura denotaba una tensión que antes
no existía. A pesar de aquel sutil detalle, Adam se mantenía
tranquilo y en control.
—Excelencia. —Barton se inclinó y le entregó a Adam la misiva.
El duque asintió y Barton se dirigió escaleras abajo. Perséfone
observó cómo Adam leía la carta y lo vio apretar con fuerza la
mandíbula. En menos de un minuto, había terminado.
—¡Barton! —gritó. El mayordomo apareció al pie de la escalera al
instante, esperando instrucciones—. Avisa a los establos para que
preparen el carruaje de inmediato. —Adam bajó los escalones con
determinación y Perséfone lo siguió de cerca, mientras su
preocupación aumentaba—. Y envía a alguien a Sifton, que traigan
al doctor Johns.
—Sí, excelencia. —Con solo una mirada, Barton puso en marcha
a los criados que esperaban en la puerta para entregar el mensaje.
—¿Te marchas, Adam? —preguntó Perséfone desde el final de la
escalera.
—Casi de inmediato. —Y dirigiéndose a Barton, añadió—: Avisa a
la señora Smithson para que prepare la habitación habitual del
señor Windover.
—¿Harry? —El corazón de Perséfone latía con fuerza—. ¿Le ha
ocurrido algo a Harry?
Adam se volvió hacia ella olvidando, quizá fruto de la ansiedad,
que no solía mirarla.
—Se ha puesto enfermo en una posada que queda entre
Falstone y Hawick.
—¿Es serio?
—Parece ser que sí.
Ella reprimió una oleada de pánico.
—¿Qué piensas hacer?
—Ofrecerle mi ayuda, por supuesto. —Sus palabras eran cortas y
transmitían su tensión—. Si es que los establos mandan mi carruaje
—suspiró, caminando hacia una ventana frontal y asomándose con
impaciencia.
—Estoy segura de que se están dando toda la prisa posible. —
Cruzó la habitación hasta la ventana y miró hacia fuera—. Ha
empezado a nevar —constató, alarmada.
—Precisamente por eso quiero marchar de inmediato.
—¿Pero es seguro el viaje en estas condiciones? —Perséfone
observó los copos de nieve, que se posaban en el suelo, a la deriva
—. Si la tormenta empeora, podrías quedarte atrapado.
—Llegaré a la posada antes de que eso ocurra. —Adam se volvió
hacia Barton, que traía su capa de viaje.
—Pero podrías quedarte atrapado bajo la nieve. —La simple idea
la alarmaba. ¿Y si la posada no estaba bien aislada? ¿Y si no
llegaba a tiempo? Su corazón se estremecía solo de pensarlo.
Adam se encogió de hombros.
—¿Cómo sabré que estás a salvo? —Un sinfín de posibles
escenarios se le pasaron por la mente.
—Si no estoy de vuelta por la noche, puedes dar por hecho que
me habré refugiado en el mesón infestado de pulgas donde Harry ha
decidido enfermar.
—No daré tal cosa por hecho. —Perséfone se apartó de la
ventana para mirarlo fijamente. ¿Cómo podía pensar que aquello la
apaciguaría?—. Si no regresas, no sabré nada de ti. Podrías acabar
medio congelado al lado de algún camino o devorado por los lobos o
incluso enfermo.
—He conducido por estas carreteras durante años —replicó
Adam con cierto desprecio—. Y nunca he tenido un accidente.
—Entonces, prométeme que tendrás cuidado. —Perséfone se
sorprendió ante la insistencia de sus propias palabras.
—Perséfone —rebatió Adam a modo de censura, pero parecía
más sorprendido que molesto.
—Si no me lo prometes, me preocuparé. —Pero ya estaba
preocupada. Quizá no fuera el marido de sus sueños, pero sí que le
importaba su bienestar y, a pesar de su rudeza, ella sabía que era
amable y gentil, por lo menos a veces. Le había traído un abrigo, le
había comprado un hábito de montar, se preocupaba por su salud…
—¿Por qué te preocupas por mí? —Cuando el carruaje se detuvo
frente al castillo, Adam se dirigió a la puerta principal.
—¿Por qué no iba a hacerlo?
El duque se volvió hacia ella una vez más, dirigiéndole una
mirada real por segunda vez en cuestión de minutos. Es cierto que
parecía confundido ante aquella muestra tan básica de compasión.
—Nadie nunca se ha preocupado por mí, Perséfone. —Fue una
declaración sencilla, sin indicio alguno de autocompasión, sin
amargura ni resentimiento.
—Pues ahora sí —replicó Perséfone.
Con las cejas fruncidas, sus ojos traicionaron su confusión.
—Pues no lo hagas. —Perséfone sonrió un poco ante aquella
especie de orden.
—Me temo que no puedo evitarlo.
—¿Como llorar? —inquirió, con un ligero tono de agudeza.
Perséfone asintió, recordando su conversación de la noche
anterior.
—La preocupación solo empeorará tu dolor de cabeza —le
advirtió Adam cuando Barton abrió las puertas delanteras.
—Ahórrame entonces tanto dolor de cabeza y prométeme que
serás precavido. —Ella lo siguió fuera, donde el gélido aire heló sus
huesos en el acto.
Adam volvió la vista mientras bajaba los escalones hasta el
carruaje.
—Seré cauteloso —dijo.
Aunque parecía un poco molesto, aquella concesión se quedó
grabada en la mente de Perséfone a medida que transcurrían las
horas. Quizá no había reconocido su preocupación, pero tampoco la
había descartado por completo. Había prometido tener cuidado y
Perséfone estaba segura de que, una vez Adam daba su palabra,
podía confiar en que la cumpliría.
El crepúsculo los sorprendió sin señales aún de Adam o de Harry.
El señor Johns, el boticario de Sifton, había llegado a tiempo para la
cena y, a medida que las horas se sucedían y la nieve se
acumulaba, resultó evidente que no podría partir de Falstone aquella
noche.
—Oh, Adam —susurró Perséfone, sintiendo que las lágrimas
inundaban sus ojos una vez más. Observaba el camino de entrada
desde las altas ventanas de la biblioteca; la nevada se había
acelerado y el viento soplaba con más fuerza. Adam no había
vuelto.
¿En qué momento debería dejar de mirar? Perséfone no sabía a
qué distancia se encontraba la posada ni cuánto tiempo debía
llevarle el viaje. ¿Y si Adam se había quedado atrapado en la
oscuridad de la noche a solo unas millas de Falstone? Era una
noche muy fría. Y había lobos.
—Por favor —suplicó en voz baja en dirección al cielo—. Te has
llevado a Evander. Por favor, no te lleves a mi marido también.
Como respondiendo a su plegaria, la silueta apenas distinguible
de un carruaje recorrió el camino de entrada en dirección a la
escalinata del castillo y, segundos después, la tibia luz que salía por
las ventanas le permitió distinguir la figura de Adam.
Mientras respiraba aliviada, Perséfone se apartó de la ventana,
salió rápidamente de la biblioteca y recorrió el pasillo del primer piso
a gran velocidad para llegar a tiempo de ver a Adam en el vestíbulo
dando órdenes a dos criados que le seguían. Se había preocupado
por él más de lo que nunca hubiera imaginado y lo había echado
mucho de menos, a pesar de que lo más probable era que él no
hubiera pensado en ella ni un instante del tiempo que había estado
fuera.
—Llévenlo directamente a sus aposentos —ordenó Adam a los
mozos—. ¿Ha llegado el señor Johns?
—Sí, excelencia —respondió Barton.
—Envíenlo a los aposentos del señor Windover.
Al trasladar a Harry, pálido e inerte, hacia su habitación,
Perséfone pudo asomarse para verlo; parecía más enfermo de lo
que ella esperaba.
Ni siquiera la visión de Harry siendo transportado a su habitación
impidió que la mirada de Perséfone regresara a Adam. Él también
estaba un poco pálido.
Los ojos de Adam se alzaron hasta encontrarse con los suyos por
un momento. Perséfone creyó oír un largo y tenso suspiro, un sutil
indicio de vulnerabilidad que rasgó su corazón. Por fin, Adam le
había mostrado levemente que podría necesitarla.
—Te dije que tendría cuidado. —Su habitual brusquedad casi
había desaparecido, dispersa en el agotamiento de su tono.
—Supongo que debería haberte creído. —Perséfone deseaba
que estuvieran lo suficientemente cómodos el uno con el otro como
para acercarse a él, para consolarlo del mismo modo que haría con
cualquier otro miembro de su familia.
—Sí, deberías haberlo hecho.
—¿Tienes frío? —tanteó Perséfone. ¿Por qué la conversación
entre ellos tenía que ser tan incómoda?
—Me estoy congelando.
—Deberías cambiarte, ponerte algo caliente y seco.
—Harry…
—El señor Johns se ocupará de Harry.
—¿Te has convertido en la voz de mi razón? —inquirió Adam,
casi riéndose. Alargó una mano y le rozó la mejilla.
Fue tan inesperado que Perséfone se estremeció
involuntariamente. Adam retiró la mano en el acto y tensó la boca.
—Tu mano estaba fría —se justificó Perséfone, deseando que él
se acercara de nuevo.
—Discúlpame —replicó con cierta formalidad—. Si no te importa,
me han dicho que debería quitarme esta ropa fría y húmeda.
—Me alegro de que hayas regresado, Adam —dijo Perséfone
cuando él pasó por su lado. La mano de la joven se dirigió
inconscientemente a la mejilla, al lugar donde él la había tocado.
Era la primera vez en un mes que alguien, aparte de los mozos
que la ayudaban a montar, la había tocado intencionadamente.
Hasta aquel momento, no había caído en la cuenta de lo mucho que
anhelaba el contacto humano, de lo mucho que había echado de
menos un gesto tan simple.
Adam había sido tan gentil, tan amable, en aquel momento tan
breve. Ojalá, pensó, pudiera comportarse así más a menudo.
Capítulo 17
A
dam arrojó su corbata húmeda a su ayuda de cámara. Las
botas habrían sido lo primero que se había quitado. En aquel
momento, recordó vagamente unos pantalones de lana que
su enfermera solía ponerle en las frías mañanas de invierno.
¿Qué habría sido de la enfermera Robbie? Hacía muchos años que
no pensaba en ella. Cuando era pequeño, solía cantarle una ridícula
canción sobre un niño del tamaño de un cardo. Él le pedía que se la
cantara una y otra vez, y ella siempre lo complacía.
«¿Qué habría inspirado aquel recuerdo?», se preguntó Adam
mientras se abotonaba un chaleco limpio. Había sido una cavilación
más sentimental de lo que solía permitirse a sí mismo.
Adam se lo quitó de la cabeza. Su ayuda de cámara se acercó
con un traje de color burdeos, un Weston del que estaba
particularmente orgulloso. A menudo elegía aquella prenda cuando
iba a la ciudad. Era el último corte y la última moda, pero bastante
incómoda. En general soportaba de buen grado su capacidad
reducida de movimiento a cambio de exhibir una buena imagen de
sí mismo: las impresiones lo eran todo en la sociedad londinense.
Pero, por primera vez desde que tenía uso de razón, no le importó
en absoluto su imagen.
—El de color burdeos no, Hansen. —Casi sonrió al ver la cara de
asombro del hombre, que había sido su ayuda de cámara los
últimos diez años—. Prefiero el de lana marrón.
Los ojos de Hansen se duplicaron en tamaño y Adam no pudo
evitar sonreír ante aquella reacción. Entonces, Hansen permaneció
un instante aturdido y boquiabierto, ante lo cual Adam negó con la
cabeza, conteniendo la risa.
—A Harry no le importa lo que llevo puesto —le hizo saber Adam,
sin saber por qué sentía la necesidad de explicarse—. Y la lana será
más cálida.
Hansen asintió en silencio y volvió al armario para buscar la
prenda que solía pasar por alto.
De camino a la habitación de Harry, Adam se sentía
extremadamente satisfecho con su elección; así lograría calentarse
tras tantas y tan largas horas conduciendo para llegar hasta donde
estaba su único amigo.
—Parece muy enfermo. —Distinguió la voz de Perséfone dentro
de la estancia.
Adam se acercó lentamente a la puerta y en su mente apareció el
recuerdo de Perséfone de pie, en lo alto de la escalera, aliviada al
verlo.
—El señor Windover se recuperará pronto —aseguró el señor
Johns—. He pedido que suban una tisana de cocina.
Adam estaba en la puerta de la habitación de Harry, observando
a Perséfone.
—Entonces, no hay duda de que se recuperará —dijo Perséfone
—. Mi esposo ha expresado su confianza en sus habilidades, doctor.
Esta misma mañana, de hecho, me habló muy bien de usted.
—¿En efecto? —El señor Johns parecía genuinamente
sorprendido por el elogio.
A Adam también le sorprendió un poco. Quizás hubiera
expresado su confianza en el boticario, pero no esperaba que
Perséfone repitiera sus palabras.
—Es mucho decir. —El señor Johns todavía parecía un poco
sorprendido—. Su excelencia no es conocida por deshacerse en
alabanzas.
—No, en efecto —confirmó Perséfone.
—Mmm —murmuró el señor Johns, dejando escapar un ruido
entre la risa y la sorpresa.
Cuando el boticario volvió a acercarse a la cama de Harry para
ofrecer instrucciones precisas a su ayuda de cámara, Adam entró en
la habitación.
—Adam. —No pudo distinguir por el tono de Perséfone si estaba
contenta de verlo o no. Un rubor se extendió por su cara y bajó la
mirada casi de inmediato.
Adam atribuyó su incomodidad a cuando momentos antes la
había tocado. No había sido su intención. Había sido un impulso, un
impulso muy inusual. Ella se había estremecido y había rehuido de
inmediato su contacto. Aunque se había justificado diciendo que su
mano estaba fría, Adam estaba seguro de que esa no era la
verdadera razón.
—El señor Johns me ha asegurado que Harry se recuperará —
dijo Perséfone.
—Eso es muy tranquilizador.
Aunque se esforzó por dirigir la mirada a Harry, descubrió que
deseaba seguir mirando a Perséfone. ¿Qué sentiría ella al verlo a
él? ¿Miedo? ¿Repulsión? ¿Indiferencia? Por alguna razón, no se
imaginaba a Perséfone actuando de forma indiferente ante nadie. A
diferencia de él, parecía sentir algo por todas las personas que
conocía.
—Su fiebre no es peligrosamente alta —reafirmó el señor Johns
—. También le he administrado algunos polvos que deberían ayudar
a su recuperación.
—Gracias, señor Johns.
Adam no recordaba la última vez que el boticario le había
hablado con tanta soltura, sin tartamudear. El señor Johns sonrió
como si Adam acabara de hacerle un cumplido.
—Un par de días en cama y se recuperará del todo. Ya he
explicado a su criado el tratamiento que deberá seguir y la correcta
administración de la tisana.
Adam nunca había visto al señor Johns tan seguro de sí mismo.
¿Podía un simple cumplido, oído de segunda mano, cambiar tanto a
un hombre?
—Deberíamos dejar que el criado del señor Windover se ocupara
de él —sugirió Perséfone.
—No he tenido oportunidad de examinarlo yo mismo.
—Creo que puedes confiar en el señor Johns, Adam. Traer a
Harry a Falstone fue una decisión acertada. —Ella se colocó
directamente a su lado, mirándolo a la cara, y Adam apartó la
mirada sabiendo lo que ella vería si no lo hacía—. Ahora, lo mejor
es dejarlo descansar.
—¿De verdad cree que se recuperará? —preguntó Adam al
señor Johns.
—Absolutamente.
—Bueno, entonces supongo que haré bien en escuchar a mi
esposa y dejarlo dormir. —Adam sacudió la cabeza ante su propia
docilidad: normalmente no se dejaba guiar.
—Sí, yo también he descubierto que escuchar a mi mujer es
siempre lo más aconsejable —respondió el señor Johns con una
sonrisa.
¿El señor Johns estaba casado? El boticario llevaba ya ocho
años o más acudiendo a Falstone, pero Adam acababa de descubrir
la existencia de su esposa.
—Has estado todo el día expuesto al frío, Adam —dijo Perséfone
—. Tú también deberías descansar.
Para sorpresa de Adam, Perséfone tomó su mano entre las suyas
y lo condujo con suavidad afuera de la habitación. Como si fuera un
niño, Adam la siguió sin protestar de vuelta a su alcoba.
—Haré que la cocina te suba una cena caliente. —Perséfone dio
un paso hacia la puerta.
Adam no pudo procesar una respuesta a tiempo. Deseaba que lo
tomara de la mano, que no se alejara de él. Nunca había extrañado
la proximidad de alguien. ¿Qué le estaba ocurriendo? Él, que nunca
necesitaba a nadie, que mantenía el resto del mundo a una
distancia prudencial, deseaba que Perséfone se quedara. Había
pasado la mayor parte de su viaje hasta El Jabalí y la Daga
pensando en las palabras de despedida de Perséfone; ella le había
hecho prometer que tendría cuidado. Y lo había tenido. En otra
ocasión, le habría pedido a James, el conductor, que acelerara todo
lo posible con la esperanza de llegar a Harry más rápido. En su
lugar, habían optado por un ritmo más tranquilo.
Perséfone había ocupado sus pensamientos en el viaje de vuelta,
cuando Harry dormía a su lado. La había imaginado esperando su
regreso en la puerta principal, feliz de verlo de nuevo, incluso
saludándolo con el brazo. Aunque era una imagen demasiado
exagerada y completamente irreal, no desaparecía de sus
pensamientos y se había sentido decepcionado cuando Barton
había abierto las puertas del castillo de Falstone y Perséfone no
estaba allí. Sin embargo, a los pocos instantes, la había visto en el
rellano y había bajado corriendo las escaleras.
¿Quién podría culparlo por acercarse a ella? Aunque había sido
una estupidez, lo reconoció con un movimiento frustrado de cabeza.
Después de horas bajo una tormenta de nieve para ayudar a su
amigo, que había resultado estar más enfermo de lo previsto, el
cansancio y el agobio le habían jugado una mala pasada. «Una
buena noche de sueño», se dijo. Eso era lo único que necesitaba.
Por la mañana, volvería a ser él mismo.
Capítulo 18
U
n aullido largo y agudo atravesó la oscuridad por tercera vez
en solo unos minutos. Adam contuvo la respiración. Al
parecer, la luna se había abierto paso entre las nubes,
proporcionando algo de luz a la manada.
—Cómo puedes ser tan endeble… —se dijo a sí mismo, mientras
sus ojos se dirigían de nuevo a la puerta que conectaba su
habitación con la de Perséfone.
Debía de ser casi la una de la madrugada. Lo más probable era
que Perséfone se hubiera dormido ya y ni siquiera hubiera oído
aquel ruido que solía revolucionar sus nervios. De haber sabido que
la manada se mantendría tranquila durante la noche, no habría
insistido en volver a Falstone tan pronto después de llegar al Jabalí
y la Daga.
No había encontrado la posada tan deteriorada como había
previsto, a pesar de que el criado tenía razón en su carta acerca de
lo avaricioso y deshonesto que era el posadero. Adam había tenido
suficiente con aquel hombre por un día y tenía intención de que se
investigaran las prácticas comerciales del señor Smith. Cualquier
posadero que exigiera una cuota extra para permitir que un enfermo
mandara a buscar a un médico no era en absoluto el tipo de hombre
de negocios que Adam deseaba en la vecindad.
Sin embargo, el señor Smith y sus turbios negocios no fueron la
única razón que tuvo Adam para volver a Falstone con tanta
presteza. Tampoco su preocupación por el bienestar de Harry ni la
ventisca que se estaba formando. Había sido Perséfone y esos
ridículos lobos. No es que hubiera creído que la manada fuera a
devorarlos en su viaje de vuelta, como ella había predicho, sino que
todo el camino de ida y de vuelta a la posada sus pensamientos
habían estado conquistados por el miedo de Perséfone a la jauría y
sus aullidos. Y, por alguna inexplicable razón, parecía menos
asustada con él cerca.
Adam sacudió la cabeza, extrañado ante sus propios actos. Su
miedo era irracional, completa y absolutamente irracional. Debería
haberla enviado de vuelta a su habitación la primera noche y
haberla obligado a enfrentarse al miedo. Una persona no podía vivir
aterrorizada por cosas que no eran verdaderas amenazas. A largo
plazo, se lo habría agradecido. Los ojos de Adam se dirigieron a la
puerta, aún cerrada: si volvía a entrar, se lo diría, la enviaría de
vuelta a su cama con instrucciones para poner a prueba su
fortaleza.
Entonces, Adam oyó cómo se abría la puerta y cerró los ojos al
instante. ¿Por qué, en nombre del cielo, se sentía tan nervioso?
—¿Adam?
Se recordó a sí mismo su intención de enviarla de vuelta a su
habitación, pero las palabras no le salieron. Los pasos de Perséfone
rompieron suavemente el silencio mientras cruzaba la habitación.
«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó Adam. Había tomado una
decisión, había elegido un curso de acción, pero no era capaz de
atenerse a él. Nunca cambiaba de opinión después de haber llegado
a una conclusión.
La cama se movió ligeramente y Adam supo que Perséfone se
había tumbado a su lado de nuevo, igual que las noches anteriores.
Si abría los ojos, la vería envuelta en su manta, hecha un ovillo,
durmiendo a su lado.
Un lobo aulló desde el bosque lejano y Adam distinguió un
suspiro, esta vez, teñido de alivio.
—Oh, Adam —susurró ella y, de alguna manera, Adam supo que
no estaba dirigiéndose a él—. Te has casado con una cobarde.
Adam quiso asegurarle que no era tan cobarde como se retrataba
a sí misma. La había visto montar a Atlas sin experiencia y había
convivido con él durante semanas sin deshacerse en temblores. Y
esos logros eran poco comunes.
Sí, era cierto que su temor a los lobos no tenía mucho sentido,
pero Perséfone había encontrado una manera de lidiar con su
miedo, lo que denotaba una notable inteligencia, un rasgo de
carácter que Adam valoraba mucho. Perséfone no era exactamente
lo que había esperado de una esposa, pero tenía sus puntos
fuertes.
Llevaba menos de cinco minutos en la habitación cuando Adam
se dio cuenta de que se había quedado dormida. A pesar de que
Perséfone parecía relajarse a su lado, la situación solo tensaba los
nervios de Adam. Tal vez tenía que ver con que los hábitos de
sueño de la joven no eran tranquilos; se movía con frecuencia y lo
acompañaba de unos ruiditos.
—Al menos no ronca —susurró Adam al silencio de la noche.
No podía hacer nada más que intentar dormir. Abrió los ojos y
giró la cabeza en dirección a Perséfone, que era poco más que un
montón de mantas. Dormía a su lado, como siempre, de espaldas a
él, y Adam no podía distinguir más que su pelo castaño, demasiado
oscuro como para definirlo como rubio. Su propio cabello era negro,
lo que le parecía una combinación apropiada, tan buena como
cualquier otra.
Adam sacudió la cabeza y exhaló un suspiro de frustración. ¿Por
qué estaba analizando el color de sus cabellos? ¡Estaba perdiendo
la cabeza! Se movió de forma que quedó frente al dosel que colgaba
sobre su cama, cerró los párpados y se ordenó dormir. Y, como
cualquiera que recibiera una orden del duque de Kielder, obedeció.
No esperaba ceder tan rápidamente al sueño y menos aún a las
imágenes que se le aparecieron. Adam nunca tenía pesadillas.

La niebla era densa y cortante, una niebla heladora que se


extendía por todas partes. Adam montaba a Zeus y los
cascos del caballo crujían sobre una capa de nieve
congelada del día anterior. En la distancia, un aullido
resonó entre los árboles y Adam pudo oír a la manada en
movimiento. Sin duda, la nieve había motivado que las
presas se escondieran, y la manada, hambrienta, se volvía
más agresiva por momentos. Sus aullidos sonaban más
cerca del castillo.
—Vamos, Zeus —instó al inusualmente esquivo
semental. Todavía les separaban muchas millas de
Falstone y nada le apetecía menos que perderse en el
bosque con la niebla.
Un gruñido resonó en las copas de los árboles y pronto
se formó un coro. Luego, ladridos.
—La manada está cazando —murmuró Adam para sí
mismo. La idea lo puso inquieto, nervioso. Iba armado, por
supuesto... Adam siempre iba armado.
A un largo y escalofriante aullido se unieron un sinfín de
llamadas idénticas y, en algún lugar en medio de aquel
terrible coro, Adam oyó un resoplido que reconoció de
inmediato como equino, seguido de un caballo relinchando
como harían dos sementales agresivos que se encuentran
en el prado. Era un sonido de lucha.
A Adam no le gustó. Y a Zeus tampoco. Su montura
estaba luchando contra su voluntad mientras Adam
trataba de dirigirlo en dirección al coro de hostiles aullidos
para localizar el caballo que relinchaba frenéticamente y
que Adam estaba seguro de encontrar entre los lobos. No
había razón alguna para que un caballo se adentrara en el
bosque, sin embargo. Los establos más cercanos se
encontraban en Falstone y los mozos de cuadra nunca
perdían de vista a un animal tanto tiempo como para que
se alejara. La capilla de Falstone se hallaba a unas pocas
millas de distancia, pero el señor Pointer guardaba sus
animales en el interior del granero de la vicaría cuando no
lo utilizaba.
El corazón de Adam empezó a latir con fuerza. Algo no
iba bien. Espoleó a Zeus.
Los aullidos dieron paso a ladridos, gruñidos y otros
sonidos de depredadores cazando. Y percibió que los
sonidos que dejaba escapar el caballo se volvieron más
erráticos, menos agresivos y más asustados.
—¡Adelante, Zeus! —Pero el caballo se resistía.
Por entre los árboles, a través de la niebla, Adam siguió
los ruidos, que iban en aumento, mientras su corazón latía
con fuerza. Por primera vez en años sintió miedo, pero no
se permitió a sí mismo dar la vuelta. Siguió adelante tan
rápido como la niebla y el inusual nerviosismo de Zeus le
permitían.
De repente, el ruido le llegó de todas partes. La
manada lo había rodeado. Podía oírlos, pero no podía ver
a ningún lobo a través de la niebla creciente. Un murmullo
que Adam reconoció como una respiración estrangulada
se unió a los otros ruidos que invadían el aire. Era un
caballo, no le cabía duda.
Obligó a Zeus a situarse lo suficientemente cerca como
para ver a pesar de la niebla y vio que un caballo luchaba
de pie, ensangrentado y respirando con dificultad. Estaba
ensillado, pero no había rastro de su jinete.
Los ojos de Adam se movían frenéticos de un lado a
otro, pero la niebla no le permitió distinguir nada a su
alrededor. Se acercó aún más. ¿Cuándo había perdido el
caballo a su jinete, antes o después de que él hubiera
llegado hasta donde se encontraba la manada?
De repente, a Adam le entró el pánico. Había
reconocido al caballo, Atlas, y distinguió su silla de montar.
—¡Perséfone!
Adam se incorporó en la cama. El corazón le palpitaba con fuerza y
su respiración era tan pesada y agitada como si hubiera recorrido a
la carrera el perímetro de Falstone.
—Perséfone —pronunció su nombre sin fuerzas, en un aliento
débil entremezclado con el pánico, que aún no había disminuido.
No estaba donde debía estar, tumbada a su lado.
—¿Perséfone? —la llamó un poco más alto, buscándola por la
habitación, que le pareció extrañamente iluminada y brillante.
Entonces, saltó de la cama y se dirigió rápidamente a la puerta
que conectaba sus habitaciones. La abrió de un tirón, sintiendo una
tensión casi dolorosa en los hombros.
—¿Perséfone? —Tampoco estaba en su dormitorio—. ¡Persé...!
—¿Adam? —Perséfone apareció en la puerta de su vestidor,
preparada para el desayuno.
El duque recorrió la distancia que los separaba en unas pocas y
largas zancadas y le agarró los brazos, manteniéndola inmóvil
mientras la miraba con detenimiento, todavía medio convencido de
que la encontraría magullada, quizás ensangrentada. Aparte de un
gesto de sorpresa, casi de alarma, parecía estar ilesa.
Por primera vez desde que había visto a Atlas en su sueño sin
ella en su lomo, Adam sintió cómo su tensión se disipaba. Nunca se
había asustado tanto por otra persona… Y todo por culpa de un
estúpido sueño.
Adam soltó los brazos de Perséfone.
—Ridículo —murmuró para sí mismo y se marchó. ¡Un sueño!
Nunca lo había inquietado un sueño en toda la vida. Adam cerró de
un portazo y se encontró solo en su dormitorio—. ¡Ridículo!
¡Completamente ridículo! —Habría golpeado algo si algún objeto de
la habitación no hubiera sido de piedra sólida o de madera dura.
Romperse los huesos de la mano no cambiaría el hecho de que
acababa de actuar como un maldito idiota. Y como un cobarde, por
supuesto, permitiendo que un sueño lo asustara tanto. No era susto,
se dijo, solo era preocupación. Preocupación. Él nunca se asustaba
por nada. Nunca.
—¿Adam? —Una oleada de alivio recorrió su cuerpo al oír la voz
de Perséfone tras la puerta cerrada. No era solo preocupación lo
que había sentido,
—¿Qué? —espetó con frustración en su dirección.
Ella no respondió inmediatamente, pero Adam percibió su titubeo.
Ella rara vez parecía intimidada por él, debería habérselo tomado
como una victoria. No lo hizo.
—Harry parece sentirse un poco mejor esta mañana. —La
incertidumbre se había apoderado de su voz, tan quebradiza que
apenas atravesaba la puerta que los separaba.
Adam dejó escapar un suspiro de frustración. Sabía que no le
estaba diciendo lo que deseaba decirle. Recorrió la distancia que lo
separaba de la puerta cerrada.
—Me alegro de que esté mejorando. —Adam se apoyó en la
pared, pero no abrió la puerta.
—Yo también. —Sin embargo, Perséfone no se movió. Adam se
la imaginaba al otro lado del muro.
—¿Piensas salir a montar esta mañana? —preguntó, cerrando
los ojos.
—Creo que sí.
—Preferiría que no lo hicieras —dijo.
—Pero…
—Preferiría que no lo hicieras. —Forzó su tono para sonar severo
e inflexible y después aguantó la respiración mientras esperaba
respuesta.
—No lo haré, si eso es lo que deseas. —Percibió que su
respuesta estaba teñida de interrogantes. Sin duda, era una petición
irracional, causada solo por un sueño, aunque uno muy vívido. Sin
embargo, se sintió aliviado al oír que no saldría a montar; de hecho,
empezó a respirar de nuevo.
—Estoy perdiendo la maldita cabeza —refunfuñó Adam y se alejó
de la puerta.
Capítulo 19
P
erséfone se encontraba ante el espejo de cuerpo entero de la
habitación de Harry. Había acudido a ver cómo estaba, pero
dormía profundamente. Inclinó la cabeza hacia un lado,
escudriñando cuidadosamente su reflejo, buscando un
defecto obvio que ella parecía no detectar.
Tal vez fuera el vestido negro… Sus ojos se tornaban marrones
cuando vestía de negro. Sin embargo, sus ojos habían sido
marrones antes y no le habían parecido tan horribles como
entonces. Quizá sus ojos no fueran el problema.
Se acercó más al espejo e inclinó y giró la cabeza en varias
direcciones. Su nariz era un poco pequeña… «Adorable», solía decir
su madre, de quien la había heredado. Pero se suponía que las
duquesas no debían tener una nariz adorable.
Entonces, su atención se centró en las pecas. No existía remedio
casero alguno que pudiera borrarlas de su rostro. Perséfone
siempre las había considerado un detalle sin importancia, nunca un
defecto que no pudiera pasarse por alto.
Dejó escapar un suspiro de frustración. Era fácil encontrarse
defectos si se miraba de cerca. Tal vez tuviera más que la mayoría
de la gente. Un gesto de desaprobación cruzó su rostro.
—Estoy acostumbrado a que me miren así —dijo una voz débil y
áspera detrás de ella.
Se dio la vuelta.
—¿Harry?
Parecía estar mejorando, pero aún se le veía pálido y enfermo.
Intentó sonreír, pero la debilidad de su expresión informó a
Perséfone de su verdadero estado de salud.
—Estábamos preocupados por ti. —Se acercó a él y aprovechó
para tirar de la cuerda de la campana al pasar para avisar al mozo
encargado de Harry de que había despertado.
—No ha sido más que una estratagema para llamar la atención
—carraspeó Harry incorporándose un poco, pero la tos interrumpió
cualquier comentario.
Perséfone le sirvió un vaso de agua de una jarra que había en la
mesa y esperó a que tomara un sorbo.
—¿Por qué estabas tan disgustada… —preguntó Harry después
de un sorbo; tomó otro y luego terminó—: … cuando te mirabas en
el espejo?
Ella recuperó el vaso vacío y lo ayudó a recostarse.
—No es nada. —Sacudió la cabeza y volvió a dejar el vaso sobre
la mesa.
—Algo tenía que ser —susurró.
Bendito Harry. Incluso cuando estaba terriblemente enfermo,
trataba de ayudar.
—¿Crees que soy ridícula? —Formuló la pregunta antes de que
pudiera detenerla en su garganta.
—¡Al diablo…! —Harry dejó escapar aquella maldición casera
casi como un risueño susurro que terminó en tos. Su ayuda de
cámara entró en la habitación a tiempo y se ocupó inmediatamente
de él. Mientras lo asistía, el hombre logró articular unas palabras—.
Adam una vez describió el palacio de St. James como «ridículo». Es
su palabra favorita.
—Necesitas descansar —dijo Perséfone. Se volvió al mozo—. Si
el señor Widover necesita cualquier cosa, venga a buscarme de
inmediato.
—Por supuesto, excelencia.
Su palabra favorita. Mientras se alejaba hacia la sala de estar,
aquellas palabras resonaban en los pensamientos de Perséfone.
Nunca había visto St. James, pero dudaba seriamente de que
«ridículo» fuera un adjetivo apropiado para el palacio. Sin embargo,
no le cabía duda de que Adam podría haber encontrado su
impresionante estructura totalmente insatisfactoria.
No era de extrañar, entonces, que ella también entrara en aquella
categoría. Esa mañana, el encuentro con Adam la había dejado
completamente desarmada… Repasó en su mente el momento en
que había abandonado la habitación a primera hora. ¿Habría
delatado algo su presencia allí? ¿Adam se habría dado cuenta de lo
que había estado haciendo las últimas noches? ¿Estaría enfadado?
Él la había agarrado, casi frenéticamente, como si estuviera
estudiándola con una minuciosidad enfermiza. Y Perséfone se había
quedado quieta, paralizada por la intensidad de su evaluación. ¿Qué
estaba buscando? Él mismo había respondido a su pregunta al
instante, «¡Ridículo!».
—Excelencia. —La voz de Barton interrumpió sus pensamientos
—. Ha recibido una carta.
—Gracias —respondió Perséfone automáticamente. Barton
sostuvo la misiva en la bandeja de plata que siempre utilizaba para
entregar el correo.
Alargó la mano hasta la carta y la colocó en su regazo sin mirarla.
Harry había tratado de decirle que lo que Adam consideraba
ridículo no siempre coincidía con las impresiones del resto del
mundo, pero aquello no aliviaba su consternación; fuera como fuera,
Adam la había mirado a los ojos y no le había gustado lo que había
visto.
¿Dónde estaba el Adam que le había regalado aquel hermoso
traje de montar? ¿Dónde estaba el Adam que le había traído un
abrigo cuando la vio salir al frío sin nada que la cubriera? ¿Dónde
estaba el Adam que la había tocado tan suavemente la tarde
anterior? En esos momentos, siempre dolorosamente breves, había
sido el hombre con el que ella había soñado casarse.
La carta, que seguía sobre su regazo, atrajo su atención.
Reconoció la escritura al instante, la de Artemisa, y no pudo evitar
suspirar; ni siquiera se había dado cuenta de lo repentinamente
liberada que se había sentido. Artemisa llevaba semanas sin
escribir, antes incluso de que la noticia del destino de Evander en
Trafalgar llegara a Falstone.

Querida Perséfone:
Ojalá no estuvieras tan lejos.

Las lágrimas inundaron sus ojos. Fiel a su carácter, Artemisa había


prescindido de las esperadas galanterías sociales y había ido
directamente al corazón del asunto.
—Ojalá —susurró Perséfone.

Todo el mundo está triste. Sé que, si estuvieras aquí,


podrías hacerles sonreír de nuevo. Verlos tan tristes me
pone triste a mí. No recuerdo mucho a Evander. Atenea
dice que no debería decir eso porque suena insensible.
¿Cómo puede ser la verdad insensible? Me gustaría que
estuvieras aquí para explicarme eso. Nuestra nueva
institutriz no aprueba la lectura sobre castillos encantados.
No me cae bien.
¿Está tu castillo embrujado? ¿Cuándo puedo ir a ver
las torres? La institutriz dice que tu casa no debería seguir
un luto tan estricto como la nuestra porque Evander no era
hermano del duque. ¿Es eso cierto? Ojalá pudiera ir allí.
Estoy harta del luto y de la gente que llora todo el rato.
¿Eres feliz? A veces me lo pregunto.
Papá quería escribirte algo en mi carta, pero no puede
recordar lo que era. Dice que te escribirá más tarde.
Te echo de menos. Dime cuándo puedo ir.
Todo mi cariño y un abrazo,
ARTEMISA
«¿Eres feliz?». Por supuesto, su hermana Artemisa debía hacerle
una pregunta tan punzante… Con todas las dificultades que tenían
en casa y la agitación que parecía sacudir sus vidas, era importante
que Artemisa no descubriera que la vida de su hermana (de su
madre, prácticamente) era a veces dolorosa y se sentía cada vez
más sola.
Sostuvo la carta en la mano mientras se dirigía hacia las
escaleras para volver a sus aposentos. ¿Papá iba a escribirle?
Perséfone esperaba que lo hiciera, pero sabía que debía ajustar sus
expectativas. ¿La mente errante de su padre habría descuidado a
su familia? ¿Sería capaz de cuidar de ellos?
Sentada a la mesa de escribir de la sala de estar, sopesando el
dilema que tenía entre manos, concluyó que no recurriría a
mentiras, ya fueran piadosas o no. Pero si escribía a Artemisa y le
decía que sus días se encontraban a caballo entre la resignación y
la infelicidad, no solo le rompería el corazón, sino que la preocuparía
por siempre.

Querida Artemisa:
Qué feliz me ha hecho recibir tu carta.

De hecho, sí se había alegrado mucho al saber de su querida


hermanita. Perséfone se mordió los labios, pensando.

No te preocupes por tus recuerdos de Evander. Eras muy


joven cuando se fue de casa. Si lo deseas, puedo
compartir mis recuerdos contigo y, entonces, podrás
conocerlo tan bien como yo.

Perséfone parpadeó para quitarse las lágrimas que habían vuelto a


brotar. El dolor de la pérdida de su hermano seguía demasiado vivo
y toda mención de Evander traía consigo una oleada de
preocupación por Linus.

No sé cuándo podrás venir a visitarme al castillo de


Falstone, querida. Tengo entendido que el clima en
invierno es bastante impredecible. Quizás en primavera, o
después de que la temporada de Londres llegue a su fin.
Imagino que los veranos en Northumberland son
magníficos.

Artemisa no podría visitarla pronto. Cualquier ilusión que la niña


pudiera albergar sobre la felicidad de su hermana se vería en serio
peligro cuando la expusiera a los cambios de humor de Adam e
incluso a sus propios sentimientos de confusión y de frustración.
Perséfone no podía permitir que la niña regresara a Shropshire
preocupada por su situación en Falstone. ¿Qué podía decir para
tranquilizar a Artemisa?

Tengo mi propio caballo para montar. Se llama Atlas. Es


bastante grande, pero también muy dócil. Monto casi
todos los días y estoy empezando a sentirme más segura
en la silla de montar.
Adam me compró mi propio traje de montar, el más
bonito que he visto nunca. Y también voy a tener botas de
montar de Londres.

Perséfone arrugó la frente. ¿No les dejaría tranquilos si les hacía


saber, aunque no fuera del todo verdad, que se encontraba
felizmente casada? Un miembro menos de la familia del que
preocuparse resultaría beneficioso para todos.
Últimamente hemos tenido compañía. De hecho, Falstone
ha recibido muchos visitantes este último mes.
Acostumbrada a nuestro barrio, he podido disfrutar mucho
de la sociedad local.

Perséfone se estremeció ante aquella exageración tan


desproporcionada. Las visitas del señor Hewitt y de Harry
difícilmente podían describirse como «sociedad». Antes de perder
los nervios, terminó rápidamente su carta.

Los jardines son preciosos, te los enseñaré cuando nos


visites.
Por favor, vuelve a escribir pronto. Te echo de menos.
Por favor, diles a Atenea, a Dafne y a papá que los quiero
y los extraño. Sé buena con tu institutriz y no te preocupes
por los castillos encantados. Cuando estemos juntas de
nuevo, hablaremos de nuestro amor por las cosas
embrujadas.
Te quiero, mi querida Artemisa.
Con cariño, tu hermana,
PERSÉFONE

Se sentó de nuevo en la silla, sintiendo un profundo agotamiento y


pesadez.
—Perdóname estas mentiras —rezó en silencio—. Pero no puedo
ver infeliz a mi hermana.

—Harry estaba tan impertinente como de costumbre cuando lo visité


hace una hora, más o menos —intervino Adam por la noche,
mientras masticaba el pescado de su plato—. Parece una indicación
fiable de que se está recuperando.
Perséfone asintió en silencio, pero estaba profundamente
nerviosa. Había intentado mejorar su aspecto, aunque no podía
deshacerse del negro. Si el color de su vestimenta había sido el
culpable del ridículo, no podía hacer nada al respecto.
Adam, al parecer, había agotado su reserva de temas de
conversación, por lo que la comida continuó en silencio. ¿Cómo
interpretaría su familia aquellas incómodas comidas cuando la
visitaran en Falstone? ¿Cómo las había descrito en su carta? «Nos
sentimos lo suficientemente cómodos como para pasar una tarde
tranquila en casa en compañía del otro». La mentira estaba
cobrando vida, pero sabía que no podía ser sincera con su familia.
—Hoy he recibido una carta de mi hermana —dijo Perséfone en
medio del silencio.
—¿De cuál de ellas?
Perséfone se sintió muy tentada de no continuar. ¿Por qué nada
parecía interesarle?
—Artemisa —respondió en voz baja.
—¿La más joven? —Adam se concentró de nuevo en su plato de
comida. Al menos había recordado cuál de sus hermanas era
Artemisa, se dijo Perséfone.
—Sí.
Adam siguió comiendo. Fingiendo que había mostrado interés,
Perséfone continuó.
—No le gusta su institutriz, pero no me ha dado ninguna razón
legítima. Me temo que se siente un poco agobiada por el continuo
estado de luto en la casa. Ha solicitado, de nuevo, poder venir a
visitarnos.
Adam se puso rígido ante aquella revelación. Aparentemente,
aquella visita no le complacía.
—Le sugerí que viniera en primavera o en verano —continuó
Perséfone.
Pero Adam solo dejó escapar un murmullo muy poco prometedor.
Quizá los planes de Artemisa de explorar las torres de Falstone
habían estado condenados desde el principio al fracaso.
—Por supuesto, no hay nada planeado. —Perséfone intentó
evitar la decepción en su voz. Ya vería a su familia en la ciudad, se
recordó a sí misma, dentro de solo cinco meses.
Cinco meses. Perséfone dejó escapar un suspiro. ¿Cómo podría
sobrevivir casi medio año tan sola como hasta ahora?
Capítulo 20
–¿Q ué es ese ruido infernal? —refunfuñó Adam
impaciencia, de pie en el rellano del primer piso.
con

—Creo que podría describirse como una conversación animada,


excelencia.
La respuesta de Barton le llegó con aparente seriedad, pero a
Adam no se le escapó el tono de ironía. Barton nunca se había
permitido una incorrección.
—¿Y quién es el responsable de tan animada conversación? —
quiso saber Adam con severidad.
Una carcajada resonó en el vestíbulo, un sonido al que Adam no
estaba demasiado acostumbrado. Enarcó una ceja y Barton se
aclaró la garganta, casi como si estuviera conteniendo la risa.
—La señora Pointer. —Casi logró que su respuesta sonara seria.
—Y, sin duda, el vicario también está aquí —dijo Adam.
—Sin duda. —De nuevo, pudo detectar un toque de humor seco
en el tono del mayordomo.
¿Qué extraña maldición había poseído a su mayordomo?
—¿Se encuentra bien hoy, Barton? —Adam se preguntó si el
mayordomo estaría un poco cansado después de tanto trabajo.
Debía de rozar los sesenta años y había trabajado en Falstone
desde que Adam era niño. Cuando el duque estaba en Harrow,
había sido ascendido a mayordomo.
—Le aseguro que me siento mejor que en años, excelencia. —
Algo en la expresión de Barton remarcó su respuesta.
Otro grito les llegó desde abajo.
—Suena como si Falstone estuviera infestado de pájaros… —
murmuró Adam.
En ese momento, la señora Smithson, el ama de llaves, seguida
por un criado y por dos sirvientas, se asomó a las puertas del salón
de abajo. El camarero cargaba una gran bandeja de plata repleta de
todo tipo de bocadillos y pasteles, y el ama de llaves había
dispuesto el servicio de té de plata.
—¿Un servicio de té completo? —preguntó sorprendido Adam,
quien llevaba sin ver tal cosa en Falstone desde antes de que su
madre fuera una invitada más en el castillo—. ¿Para los Pointer? —
Parecía un despliegue un poco exagerado para tan solo dos
invitados.
—Creo que está excepcionalmente emocionada ante la
perspectiva de preparar una bandeja de té una vez más —respondió
Barton—. Ha pasado mucho tiempo, excelencia.
Sus palabras rezumaban censura, pero Barton sabía cómo solían
funcionar las cosas en Falstone.
—¿Y cómo es que el vicario y su esposa han aparecido en mi
salón?
Adam utilizó el tono al que su madre solía referirse como «voz de
duque». Lo había perfeccionado en algún momento alrededor de los
siete años y nunca fallaba, excepto con Harry. Pero Harry era la
excepción a la mayoría de las normas.
—No recuerdo haber modificado mis órdenes: a todos los
visitantes se les debe informar de que no estoy en casa.
—El vicario preguntó específicamente por su excelencia. —No
había descaro en la voz de Barton, pero tampoco estaba temblando
de preocupación.
A Adam siempre le había gustado aquello de Barton: sabía
exactamente cómo actuar y no se dejaba amedrentar.
—Cuando presenté a su excelencia y al señor Pointer se me
ocurrió que quizás huiría escaleras arriba, pero parecía contenta de
tener visita.
Adam sintió una punzada momentánea de culpabilidad al oír
aquello. Siguiendo sus órdenes, Barton había rechazado las visitas
y Perséfone tampoco había tenido compañía. Quizás anhelaba
relacionarse con otras personas… Una imagen de los salones de
Falstone llenos a rebosar de la élite del barrio, curiosos y apenas
tolerables, cruzó su mente. No, eso no ocurriría.
—¿Cuánto hace que llegaron los Pointer? —preguntó Adam
mientras bajaba la escalera con lentitud dirigiéndose a Barton, que
todavía rondaba cerca.
—Hace tan solo unos minutos, excelencia.
—Unos minutos es más de lo que la mayoría consigue… —Adam
no recordaba la última vez que alguien había tomado el té en
Falstone. Falstone era su hogar, donde él ponía las reglas, y hacía
ya tiempo que había decidido que no habría más visitas, ni
llamadas, ni tés formales para vecinos que escondían en sus
cortesías el deseo de saciar su sed de chismes y de mirar fijamente
sus cicatrices.
—Sí, con leche, por favor. —La voz del señor Pointer atravesó la
puerta del salón cuando Adam entró.
Perséfone llenó la taza de té del vicario y se la entregó. El señor
Pointer percibió la presencia de Adam y sonrió, una de las pocas
personas que se atrevían a sonreír aun sabiendo las estrictas reglas
de Adam. Este le dirigió una mirada de advertencia que no tuvo
efecto alguno.
—¿Quieres una taza de té, Adam? —preguntó Perséfone al verlo
entrar.
Adam se volvió para mirarla.
—No —contestó, incapaz de esconder la exasperación de su voz.
Perséfone le devolvió una sonrisa serena, volvió a sus funciones
de anfitriona y colocó una pequeña porción de pastel de limón en un
plato que a continuación tendió al señor Pointer. Algo en su
comportamiento parecía diferente, pero Adam no supo identificarlo.
—Es un placer verle de nuevo, excelencia —intervino el señor
Pointer.
—Lo dudo mucho.
El señor Pointer sonrió con gesto divertido, pero la señora Pointer
parecía a punto de desmayarse. La taza de té que sujetaba entre las
manos había empezado a traquetear. Con suerte, la apoyaría en la
mesa antes de que se estrellara contra el suelo, se dijo Adam.
—¿Y cuál es el motivo de su presencia en Falstone? —Adam se
colocó frente a los visitantes, con la boca formando una línea recta,
seria e interrogativa.
—Una visita social, por supuesto —respondió el señor Pointer.
—¿Por supuesto? —repitió Adam, enfatizando sus dudas—.
¿Debería resultarme evidente, señor Pointer? En los quince años
que ha servido como vicario, ¿cuándo ha recibido visitas el castillo
de Falstone?
—Ni una sola vez, excelencia. —El vicario parecía entretenido
con la conversación.
—¿Y qué le ha llevado a creer que algo había cambiado?
—¿Esperanza? —aventuró divertido el señor Pointer.
—El castillo de Falstone no recibe visitas. —La tensión de Adam
ante la idea de hordas de invitados temblorosos en Falstone se
infiltró en su tono—. Ni hoy ni en el futuro.
—¿El castillo no recibe visitas, excelencia? —inquirió el señor
Pointer, como si estuviera preguntando por el clima—. ¿O es usted
quien no las recibe?
—Es lo mismo.
—Disculpe mi atrevimiento, pero no es lo mismo. —Y, dicho esto,
el señor Pointer se levantó y colocó su taza y su platillo sobre una
mesa cercana—. Gracias por su hospitalidad, excelencia.
Pero ya no se dirigía a Adam, sino a Perséfone. El duque siguió
al hombre con la mirada. No había sido capaz de identificar lo que le
parecía diferente en su rostro, pero entonces lo vio claramente: el
brillo que antes iluminaba su cara, más viva y menos atormentada,
había dado paso al aura de tristeza que parecía envolverla
últimamente.
—Por favor, vengan de… —Perséfone se detuvo a mitad de la
frase, sus ojos se desviaron ansiosamente hacia Adam y luego
hacia el vicario—. Gracias por… —Se detuvo de nuevo. Con una
mirada de decepción, finalmente se conformó con—: Le veré el
domingo.
El señor Pointer le dirigió una mirada llena de cariño.
—Sonríe, niña.
Perséfone obedeció, pero una sonrisa no debería estar teñida de
infelicidad.
—Un momento —refunfuñó Adam, molesto consigo mismo por
dejarse influenciar, algo inusual en él—. Pueden quedarse y
terminar su té. —Sabía que no sonaba acogedor, pero no le
importaba. Podría evitar la salida dramática que el señor Pointer se
preparaba a hacer, aunque no le quitaría el sueño, pero Perséfone
parecía estar a punto de llorar, y hacía días que no lo hacía—. La
cocinera se ofenderá si devolvemos la bandeja sin tocar.
Esperaba que el señor Pointer respondiera con una sonrisa, pues
era lo suficientemente parecido a Harry. El vicario parecía intrigado,
quizás incluso un poco sorprendido, pero no distinguió en él una
sonrisa de satisfacción, como si aquello fuera exactamente lo que
esperaba. La señora Pointer estaba medio dentro, medio fuera de
su asiento, con el trasero sobresaliendo con torpeza del sofá
tapizado de color rojo intenso.
—¿Le gustaría probar alguno de estos finos pasteles? —El señor
Pointer se movió con bastante despreocupación hacia el asiento que
había dejado libre junto a su esposa—. O una taza de té.
—Un trago de brandy me resultará más útil —musitó Adam entre
dientes.
—Siéntate, querida —pidió el señor Pointer a su esposa, sin
hacer caso al comentario de Adam—. Y prueba la tarta de limón.
Está deliciosa.
Perséfone no perdió un instante y, con una cortés sonrisa, le
ofreció un plato con una porción del elogiado pastel a la esposa del
vicario.
—Gracias. —La voz de la señora Pointer vibraba temblorosa.
Adam casi deseó que se deshiciera en una de sus gorjeantes
carcajadas. La gente que temblaba en su presencia perdía
rápidamente su atractivo.
Perséfone se acercó a él.
—¿Estás seguro de que no te apetece un poco de té? —Adam
sacudió la cabeza. Cuanto antes terminara aquella visita, mejor.
Todavía no podía creer que lo hubiera permitido. Nunca permitía
visitas.
—No lo sabía, Adam —se justificó Perséfone, apenas más alto
que un susurro. Sus ojos se dirigieron rápidamente a los Pointer
antes de volver a él—. Si prefieres que se vayan...
—Deja que terminen su té. —Sacudió ligeramente la cabeza al
ver que seguía comportándose con una falta total de lógica. Ella le
había dado la oportunidad perfecta para echarles como había
previsto originalmente. Sin embargo, cuando ella recompensó su
momento pasajero de locura con una brillante sonrisa, Adam se
sintió casi feliz de haber dejado atrás sus instintos por un día.
—Pensé que nadie tendría interés por conocerme. —Perséfone
siguió susurrando, haciendo todo lo posible por mantener su
conversación en un tono tan suave que el vicario y su esposa no la
oyeran—. Esperaba alguna visita por las nupcias, pero pensé que
nadie deseaba venir. No sabía que las rechazaban.
Su tono podría haber resultado acusador, pero parecía aliviada.
—Probablemente tampoco habrían venido. —Adam se sorprendió
a sí mismo discutiendo la situación tan a gusto. ¿Qué le importaba a
él cómo se sentía Perséfone con respecto a sus normas? Pero eso
era falso. Quería que ella lo entendiera, quería que ella supiera que
no había sido rechazada. Era un impulso extraño, pero siguió
adelante—. Todas las familias de los alrededores saben que
Falstone está cerrado a los visitantes.
Perséfone lanzó otra mirada a los Pointer antes de decir, en voz
baja:
—Pero podría ir a visitar a nuestros vecinos.
El estómago de Adam se encogió al instante.
—No… Se esperaría que devolvieran la visita.
—Pero yo…
—No permitiré que Falstone sea invadido por gente.
Perséfone dudó, con una guerra de emociones desarrollándose
en sus ojos: confusión, indecisión, frustración. Al final, logró
mantenerse neutral.
—Por supuesto que no. Gracias por permitir que los Pointer
permanezcan aquí esta tarde. He disfrutado de su visita.
Adam se sentía como un ogro. La ley le otorgaba el derecho de
decidir sobre su propiedad, pero su conciencia parecía determinada
a decretar lo contrario. Perséfone había aceptado, obviamente, a
regañadientes.
¿Por qué le sorprendía que deseara visitas de sociedad? Ella no
tenía nada que temer, ninguna razón para rechazar la compañía de
desconocidos. Él, en cambio, sabía exactamente lo que se sentía
cuando lo miraban fijamente, igual que se sentían los animales de la
Royal Menagerie de la Torre de Londres, como un espectáculo para
los más insensibles y curiosos.
—Por supuesto, deberás visitar a la señora Pointer —concedió
Adam, aún inseguro al percibir que su mirada abatida le deshacía
por dentro y al darse cuenta de que los Pointer aún estaban en la
misma habitación. Esas conversaciones debían llevarse a cabo tras
puertas cerradas y sin testigos—. Tengo entendido que entretienen
a la mitad del condado de forma habitual.
—Podría conocer a nuestros vecinos de esa manera, entonces.
—El tono de Perséfone se mantuvo vacilante y cauteloso, casi como
si estuviera haciendo una pregunta en lugar de afirmando un hecho.
—Si así lo deseas… —Adam se encogió de hombros. Conocía a
los vecinos y no se sentía particularmente impresionado.
La sonrisa volvió a su rostro, y Adam tuvo que forzar otra como
respuesta. Sabía bien que sus cicatrices se acentuaban cuando
sonreía; la asimetría las hacía dolorosamente evidentes.
Para cuando los Pointer se marcharon, Adam ya no tenía ganas
de sonreír. Se habían acomodado rápidamente, parecían a gusto y
entretenidos. Si tenían cualquier intención de volver, tendrían que
lidiar con la decepción. La señora Pointer había llenado los oídos de
Perséfone con noticias del barrio. Se rumoreaba que fulanita había
engordado de nuevo y que fulanito había redecorado su salón al
estilo francés… ¿No era eso terriblemente antipatriótico? Un
profundo aburrimiento había invadido el cuerpo de Adam durante la
visita.
Su comentario de despedida, sin embargo, dejó a Adam con una
mueca de dolor.
—Esperamos contar con su asistencia en las asambleas,
excelencia. —La señora Pointer sonrió a Perséfone—. Cuando haya
pasado su periodo de luto, por supuesto. —La esposa del vicario
señaló el vestido negro de Perséfone con gesto amable—. Hace
treinta años que no tenemos un duque o una duquesa de Kielder en
nuestra asamblea.
En ese momento, Adam estuvo tentado de empujar a la mujer a
su carruaje. Había aceptado la visita de los Pointer, pero bailar era
otro cantar.
Capítulo 21
–Y
la señora Adcock también creció en Shropshire —
comentó Perséfone a Harry cuando se sentaron en la
sala de estar después de la cena una semana después
de la visita de los Pointer a Falstone. Harry, aunque
todavía no había recuperado del todo su energía habitual, se había
repuesto lo suficiente como para sentarse con ella y con Adam en
las comidas y dar cortos paseos durante el día.
—¿Has conocido a la señora Adcock? —Adam intervino en la
conversación. No parecía demasiado complacido.
—En la vicaría. —Había recorrido los casi cinco kilómetros hasta
la vicaría dos veces durante la última semana. En su primera visita
había conocido a muchas señoras y más de una docena la habían
recibido aquella tarde—. Nos invitó a cenar con ellos.
Adam reaccionó con su habitual carácter explosivo.
—Me pareció que esperaba que yo rechazara la invitación —
añadió Perséfone rápidamente—. Así que no me fue difícil hacerlo.
Adam se relajó un poco y Perséfone trató de mantener oculta su
decepción. Los Lancaster cenaban a menudo con las familias del
condado. Echaba de menos esa interacción, saber que tenía amigos
cerca.
—¿Y quién más estaba en la vicaría? —preguntó Harry.
Agradecida por la aprobación que detectó en su tono, Perséfone
respondió:
—La señora Milston y su hija, lady Hettersham.
Adam murmuró algo ininteligible al oír aquellos nombres. Por lo
menos estaba prestando atención, se dijo Perséfone.
—Y la señorita Greenburrough.
La puerta del salón se abrió, interrumpiendo la lista que
Perséfone había comenzado a recitar, y apareció Barton con su
conocida bandeja de plata, sobre la que llevaba una gruesa carta.
¿Sería de Artemisa? ¿O de papá, quizá? Perséfone se mantuvo a la
espera con ansiosa expectación. Barton se detuvo al lado de Adam.
Después de todo, no venía de su casa… La joven trató en vano de
lidiar con la decepción; cuanto más tiempo pasaba lejos de su
familia, más los echaba de menos.
—¿Y bien? ¿Qué te pareció nuestra solterona? —preguntó Harry.
Por un momento, Perséfone sopesó la pregunta, pero luego se
dio cuenta de que se refería a la señorita Greenburrough, a quien
había conocido durante la visita de la tarde.
—Estuvo muy silenciosa, no pude crearme una gran opinión de
ella. —Pero los cabellos grises de la señorita Greenburrough le
habían recordado tanto a su abuela que estaba segura de que le
caería bien.
—Perséfone. —Adam interrumpió la conversación y le tendió la
carta.
—¿Es para mí?
—Está dirigida a mí —respondió—, pero explica la otra carta.
—¿La otra carta?
Adam dejó caer la carta sobre el regazo de Perséfone; junto a la
hoja de pergamino de alta calidad había una segunda carta sellada.
Comenzó por leer la misiva oficial.

Excelencia:
Lord Barham, primer lord del Almirantazgo, me ha
transmitido sus preguntas sobre dos guardiamarinas a
bordo del HMS Triumphant. Como capitán del Triumphant,
haré todo lo posible para proporcionarle la información que
busca.
El guardiamarina Evander Lancaster, como se le ha
informado, no pudo sobrevivir las heridas sufridas en
Trafalgar y, como la mayoría de los caídos, fue enterrado
en un cementerio de Gibraltar junto a sus compañeros.
El guardiamarina Linus Lancaster…

Perséfone contuvo la respiración. Cuánto tiempo había esperado


tener noticias de Linus… Las averiguaciones de su tío no habían
resultado en nada, así que la joven se lo había imaginado perdido
en el mar, horriblemente herido o enfermo. Ya no habría más
incertidumbre, y aquello la asustaba.
—Continúa, Perséfone. —Adam había percibido su vacilación,
pero su voz no denotaba impaciencia—. No son malas noticias.

... El guardiamarina Linus Lancaster solo sufrió heridas


leves en la batalla y permanece a bordo del Triumphant.
Por supuesto, se le concederá un permiso de tierra al
regresar a puerto. Además, nuestro navegante ha
comenzado a dar clases al joven Lancaster, ya que ha
descubierto que el muchacho tiene una aptitud natural
para las matemáticas náuticas.
El Almirantazgo ha dado orden de que, si el
guardiamarina Lancaster desease dejar la Marina y volver
con su familia, se le permitiría hacerlo mediante una baja
honorable de la Marina Real. Sin embargo, se me ha
informado de que, si permanece en el servicio, se le
ofrecerá la tenencia a los seis años.
Puede encontrar adjunta una breve misiva de Lancaster
a su hermana, la duquesa de Kielder. Me complace haber
servido de esta manera a su excelencia y es mi profundo
deseo seguir sirviéndole.
Su humilde servidor,
Capitán GREGORY HATTFIELD,
HMS Triumphant
Perséfone se lanzó entonces sobre la carta sellada y la depositó en
su regazo. Estudió la letra, pero no le resultaba familiar,
seguramente porque Evander siempre escribía en nombre de
ambos. ¿Sería realmente una carta de su hermano pequeño?, ¿de
aquel hermano que durante semanas parecía haberse perdido para
siempre? Apretó la carta contra su pecho, luchando contra un nuevo
torrente de lágrimas. Hacía días que no lloraba.
—Creí que habías dicho que eran buenas noticias —oyó que
Harry le susurraba a Adam.
—Oh, lo son —se precipitó a responder Perséfone en su lugar—.
Estoy… abrumada, supongo. Mi hermano Linus está vivo, está
bien…, después de todo.
Harry le dirigió una sonrisa.
—Qué buenas noticias.
—Es muy probable que llore como un bebé cuando lea su carta
—los puso sobre aviso Perséfone con una suave risa provocada por
la sorpresa de tener una carta de Linus entre sus manos, como si
hubiera regresado de entre los muertos. Se puso en pie, agarrando
la carta como si sostuviera su vida—. Si me disculpáis, prefiero
hacerlo sin testigos.
Harry y Adam se levantaron al mismo tiempo, y solo entonces se
dio cuenta Perséfone de que la carta del capitán Hattfield había
caído al suelo cuando se había levantado. Ella la recogió.
—Lo siento, Adam —se disculpó, poco consciente de la mueca
de felicidad que se había grabado en su rostro—. He dejado caer tu
carta.
El omitió su disculpa.
—Es más tuya que mía, en realidad.
En ese instante, cayó en la cuenta de que aquello era
completamente cierto. Según la carta, Adam había escrito al
Almirantazgo preguntando por sus hermanos. ¿Cómo había sabido
que los intentos de su tío estaban siendo infructuosos? ¿Qué le
había inspirado a hacer tal esfuerzo? Las autoridades del
Almirantazgo se habían involucrado, y así había logrado aquel
preciado pedazo de papel que Perséfone atesoraría por siempre.
Adam se sentía incómodo con la gratitud; Perséfone lo había
notado. Pero no podía dejar pasar un gesto tan desinteresado sin
reconocérselo. Se sintió casi mareada por el alivio y la alegría
incipiente.
—Esto es, con diferencia, lo más amable que alguien ha hecho
por mí.
Perséfone sabía que se estaba entusiasmando, pero no podía
evitarlo. Sabía que a Harry no le importaría, que probablemente se
limitaría a sonreír. De hecho, se había dirigido a una ventana lejana,
lo que le permitió ofrecer su gratitud en relativa privacidad.
—Gracias, Adam. —Trató de pasar por alto el gesto despectivo
de su esposo—. Muchas gracias.
Tenía ganas de saltar, como cuando era pequeña y ganaba a los
bolos. Entonces, saltaba y chillaba de felicidad y su padre la
levantaba en sus brazos exigiendo un beso como recompensa por
haber sido derrotado de forma tan contundente. En ese momento,
Perséfone sintió la misma sensación embriagadora de triunfo, llena
hasta rebosar de gratitud hacia el caballero que tan a menudo
parecía no preocuparse ni un ápice por ella. Pero sí lo hacía. Ella
sabía que la tenía en consideración, que le importaba lo suficiente
como para escribir una carta, una carta que le había hecho llegar la
segunda que ahora apretaba contra su pecho.
—Gracias —repitió una vez más, acercándose adonde estaba él,
y le besó suavemente la mejilla izquierda con la mano apoyada en el
pecho de Adam.
Sintió que su rostro se encendía ante tal gesto de gratitud, pero
no se arrepintió de su acciones. Necesitaba que él supiera que lo
que había hecho iba más allá del educado interés ordinario que la
mayoría de la gente solía ofrecer ante el sufrimiento de los demás.
Aliviada de que ver que, por lo menos, no se había opuesto al gesto
de agradecimiento, Perséfone sonrió con timidez y se alejó, decidida
a correr hasta su habitación para leer la carta de Linus.
Sin embargo, no había dado un paso hacia la puerta cuando
Adam la tomó de un brazo, algo que nunca había hecho antes, y tiró
de ella hasta colocarla de nuevo junto a él con una mirada de
intensa determinación, hasta que la mano de Perséfone volvió a
apoyarse sobre el pecho del duque. Entonces, la besó. No en la
mejilla, ni como un saludo amistoso, sino un tipo de beso que no
había experimentado antes, y todo se vio enfatizado por lo
inesperado del gesto. Perséfone tenía la certeza de que, incluso en
la oscuridad de la noche, durante el invierno, si Adam volviera a
besarla de esa manera, ella no sentiría ni una pizca de frío. Le
resultó cálido, reconfortante, inquietante.
Tan bruscamente como la había atraído hacia él, Adam la soltó,
dando un paso atrás. Parecía sorprendido, incluso confundido.
—Lo haces muy bien… —se oyó susurrar Perséfone. Luego,
mortificada por haber expresado aquel pensamiento en voz alta, se
alejó más de él—. Yo… mmm… Creo que me voy a retirar para…
leer mi carta.
—Buena idea. —Adam sonaba extrañamente distraído.
Perséfone no necesitó que se lo dijeran dos veces. Salió de la
sala de estar sintiendo cómo su cabeza daba vueltas y el corazón
martilleaba en su pecho.
De repente, Perséfone entendió por qué su querida amiga Harriet
Upton había permitido que su amigo de toda la vida, George
Sanford, la besara bajo el manzano del huerto tres años atrás.
Tampoco era de extrañar que Harriet se hubiera casado con él
pocos meses después, se dijo mientras el calor se extendía por sus
mejillas. Si en aquella ocasión George había besado a Harriet como
Adam la había besado a ella, era una maravilla que hubiera tenido la
capacidad de hablar con suficiente claridad para aceptar su
propuesta.
Adam se dejó caer en la silla en el momento en que Perséfone
abandonó el salón. ¿Qué diablos le había ocurrido? Acababa de
besarla. Y por ninguna razón en particular, aparte de desearlo con
todas sus fuerzas. Y ni siquiera podía explicarse eso a sí mismo.
Sí, en realidad, sí. Ella le había dado un beso a él. Nadie lo había
besado nunca, con excepción de la enfermera Robbie cuando era
niño. Pero ¿por qué aquella efusión de agradecimiento le había
inspirado a devolverle el gesto? No le gustaba no saber
exactamente qué había motivado sus acciones; si no lo entendía,
existía la posibilidad de que volviera a hacerlo.
—Acabo de besar a Perséfone —murmuró Adam para sí mismo,
demasiado confundido para articular algo más.
—Eso parece.
Adam miró a Harry con desaprobación.
—Se suponía que debías mirar a otra parte. —¿Por qué Harry
siempre era testigo de los momentos más funestos de Adam?
—Creo que Perséfone también se ha dado cuenta del beso. —
Harry hizo caso omiso al gruñido de Adam—. Lo cual es positivo,
por cierto. Si no se hubiera dado cuenta de que la estabas besando,
uno empezaría a cuestionar tu técnica.
—Cáll…
—Lo sé, «Cállate, Harry». —Se rio.
Adam se había arrepentido de enviar aquella carta al
Almirantazgo casi desde el momento en que la había mandado. Si el
tío de Perséfone hubiera podido proporcionarle aunque fuera un
poco de información sobre sus hermanos, entonces no habría tenido
que intervenir, aunque eso no explicaba, por supuesto, su
ofrecimiento al Almirantazgo de comprar una tenencia para Linus
cuando llegara el momento. Con Adam como su patrocinador y el
apoyo del Almirantazgo, Linus podría acceder a una buena carrera
en la Marina, si así lo deseaba.
Tenía sentido. Pero Adam todavía no podía explicarse por qué se
había involucrado.
—Perséfone parecía feliz de haber recibido la carta —Harry
interrumpió sus pensamientos.
«Sí, parecía feliz», pensó Adam, sonriendo.
—Teniendo en cuenta que tú se la entregaste, asumo que no era
una carta de amor de un admirador secreto para un encuentro
clandestino.
—Era una carta de su hermano.
—¿El más joven, el que estaba perdido?
—No, Harry —respondió Adam con sarcasmo—, el que falleció…
Obviamente, sí, del más joven.
—¿No crees que tu tono es un poco duro, teniendo en cuenta
que hablas con alguien que solo hace tres días estuvo en su lecho
de muerte? Además, he mirado educadamente por la ventana
mientras besabas a tu esposa.
—Ni has desviado la mirada ni estuviste a punto de morir a causa
de aquel resfriado. Si pensara por un minuto que un resfriado podría
acabar contigo, te habría empujado personalmente al lago de
Falstone durante una tormenta de nieve.
—Un baño refrescante podría ser agradable —replicó Harry.
¿Por qué aquel hombre nunca se tomaba en serio las amenazas
de Adam?
—Voy a suponer, basándome en la calidez de la respuesta de
Perséfone, que las noticias sobre su hermano no solo eran buenas,
sino que han llegado aquí gracias a ti, de una forma u otra.
—En un momento de locura, envié una carta —refunfuñó Adam.
—Conociéndote, te dirigiste directamente al Almirantazgo. —
Harry se echó a reír, pero se detuvo casi de inmediato—. Lo hiciste,
¿me equivoco? Me atrevo a decir que eso dio resultado. Incluso la
Marina Real se inclina ante el duque de Kielder.
—Decir algo así es traición, Harry.
—Pero es cierto. Con solo una carta del duque de Kielder se
podría alborotar un reino. —Harry parecía divertido—. Eso es lo que
ocurrió con El Jabalí y la Daga, ¿no es cierto? He oído que Smith, el
posadero, no estaba muy contento.
—Es un sinvergüenza —corrigió Adam—. Cualquier hombre que
cobre una libra por la pluma, la tinta y el papel que necesita un
enfermo para pedir ayuda a un médico y luego no proporcione
alimento alguno al enfermo durante la espera no debería dirigir una
posada.
—Por lo que he oído, estaba lívido cuando el magistrado cerró la
posada —apuntó Harry.
Adam se encogió de hombros. El señor Smith, el posadero del
Jabalí y la Daga, no era la primera ni la última persona a la que
dejaría lívida.
—Como he dicho —continuó Harry con una sonrisa—, el duque
de Kielder podría dirigir el país con un simple chasquido de dedos.
Adam nunca lo habría dicho en voz alta, pero Harry estaba en lo
cierto. Si así lo quisiera, Adam habría podido utilizar su influencia en
la guerra con Francia y habría pasado por encima del rey e incluso
del Parlamento. Pero ya tenía bastantes problemas. Por un lado,
había descubierto que le gustaba besar a su esposa…, una
complicación que no tenía prevista. Su intención inicial era que su
esposa le afectara o lo perturbara tan poco como los demás. Y, sin
embargo, se sentía confuso e indeciso. No encontraba una razón
lógica para haber besado a Perséfone ni sabía lo que haría al
respecto, excepto mantener una distancia prudencial.
Capítulo 22
T
anto hablar de distancia… La manada de lobos había
comenzado a aullar temprano esa noche. No sabía si el
nerviosismo de Perséfone lo habría confundido, pero los
lobos parecían más cerca del castillo que de costumbre y
estaban más ruidosos que antes. También Perséfone estaba más
cerca de él que antes. Había entrado de puntillas por la puerta hacía
solo unos instantes y, después de su habitual susurro
—«¿Adam?«—, se había apresurado a subir a la cama junto a él.
Un aullido particularmente amenazador conquistó el aire y Adam
pudo oír a Perséfone gemir en silencio.
—Cada vez se oyen más —susurró para sí misma.
Esa era la razón precisa por la que había decidido alejarse de su
esposa. Al notar la angustia en su voz, Adam se sintió muy tentado
de extender la mano y tocarla. Entonces, se preguntó si ella sentiría
menos miedo si le sostuviera la mano, pero descartó ese
pensamiento de inmediato; lo más probable sería que huyera de la
habitación tan rápido como sus piernas le permitieran.
Adam sintió que la cama se movía ligeramente mientras
Perséfone cambiaba de postura, algo que se repetía varias veces
durante la noche. Al principio, le había resultado molesto, pero las
últimas noches se despertaba si ella llevaba ya un rato sin moverse.
Convencido de que se había ido a su habitación, comprobaba para
su alivio que aún descansaba entre la maraña de mantas. Después,
se acostaba de nuevo, asegurándose de que seguía respirando…
Estaba perdiendo la cabeza. Solo un idiota podría pensar algo tan
descabellado.
—Gracias por la carta, Adam —susurró Perséfone. El duque
percibió que se había vuelto hacia él, algo que normalmente no
hacía.
Se sintió tentado de abrir los ojos. ¿Cómo era posible? Había
decidido mantener la distancia…, pero ¿a cuánta distancia podía
aspirar junto a alguien durmiendo profundamente?
—Linus parece feliz —continuó Perséfone, sin elevar la voz por
encima de un susurro—. No mencionó a Evander, lo que me
preocupa un poco. Así es como solía evitar los temas que le
preocupaban, pero ha prometido que me escribirá de nuevo.
¿Por qué Perséfone se sentía más cómoda hablando con él
cuando estaba dormido?
—Espero que Linus escriba a papá. Todos en casa estarán
preocupados por él.
Adam sintió cómo se movía de nuevo y, entonces, un puñado de
mantas le rozaron la mano. La distancia parecía ir reduciéndose.
—Gracias, Adam —repitió una vez más—. Sé que no te gusta
que te agradezca lo que haces por mí, pero te estoy realmente
agradecida.
Perséfone pareció acomodarse después de eso, con la única
salvedad de colocarse a su lado. ¿En qué momento había
empezado a oler a lavanda? ¿Y en qué momento había aprendido
Adam a identificar el olor de la lavanda? Perséfone no tardó en
articular aquellos ruiditos que le avisaban de que dormía. Adam
abrió los ojos y la vio a pocos centímetros de él.
Lavanda. Adam negó con la cabeza. Jamás habría pensado que
se daría cuenta de algo así. O que notaría que un mechón de pelo le
había caído rebelde sobre el rostro. Aquello tenía que estar
volviéndola absolutamente loca… ¿Pero en qué estaba pensando?
Perséfone estaba dormida, claro que no estaba pendiente de su
pelo. Sin embargo, Adam parecía hechizado; el pelo de Perséfone
brillaba, reflejando el tenue resplandor que proyectaban las brasas
de la chimenea.
Lentamente y con cautela, alargó la mano y rozó el mechón
salvaje, apartándoselo de la cara. Sabía que ella era demasiado
guapa como para estar casada con él. ¿Se arrepentiría de haber
aceptado su mano? Esperaba que no.
Había dicho que había disfrutado besándolo. Aunque esas no
habían sido exactamente sus palabras, reconoció… Había dicho
que besaba bien. «Muy bien», se corrigió Adam. Y quería besarla de
nuevo.
Adam se volvió bruscamente y se acercó al borde de la cama.
«Distancia», se recordó a sí mismo, eso era vital. Perséfone tenía la
extraña habilidad de forzar en él pensamientos y acciones que de
otro modo nunca pensaría ni haría. Y su mente había comenzado a
detenerse en ella más de lo estrictamente saludable.
Tan incómodo como estaba, se prometió mantener la distancia
entre ellos, por lo menos durante el día. Después de todo, no podía
evitar que los lobos la asustaran. Tendría que dormir al borde de la
cama hasta que la manada aprendiera a guardar silencio.
Una parte de él esperaba que aquello no llegara nunca.

Durante un instante, Perséfone no sintió nada más que


conmoción… Llevaba ya rato montando.
—¿Perséfone? —La voz de Adam le llegó desde lo que le pareció
una gran distancia.
Parpadeó varias veces. No lograba enfocar la mirada a su
alrededor.
—¿Perséfone? —El tono de Adam transmitía mucha urgencia.
—¿Adam? —Tras parpadear un par de veces más, pudo
distinguir sus rasgos. Se arrodilló junto a ella, lo que significaba que
estaba tumbada en el suelo, y la miró con preocupación—. ¿Qué ha
pasado?
—Honeycake te tiró al suelo —explicó Adam—. ¿Te has hecho
daño? ¿Puedes sentarte?
—No lo sé. —Perséfone se sentía muy confundida. No podía
decidir si su desconcierto provenía de una caída que recordaba con
vaguedad o del hecho de que Adam le estuviera tocando la cara y la
mirara con un auténtico gesto de preocupación.
—Deja que te ayude —dijo Adam.
Nunca se había ofrecido a hacer nada por ella. Una vez le había
llevado un abrigo, pero casi se lo había lanzado. En esta ocasión,
Adam deslizó una mano por debajo de su cuerpo y la levantó sin
ningún esfuerzo visible hasta dejarla sentada, sin soltarla.
—¿Te duele algo?
Perséfone sacudió la cabeza, incapaz de apartar la mirada de él.
Nunca lo había visto así, tan preocupado y nervioso.
—¿Por qué montabas a Honeycake? —Adam le pasó una mano
por el brazo, comprobando si se había roto algún hueso—.
Honeycake es menos dócil que Atlas. Aún no estás preparada para
montar en un caballo tan desafiante.
—Atlas se ha torcido una rodilla. —John la había avisado cuando
llegó para su paseo diario.
—¿Y tú? ¿Crees que te has torcido algo? ¿Estás herida?
—Ya me lo has preguntado antes.
—He oído hablar de personas que han muerto tras ser arrojados
de un caballo… —Adam la ayudó a levantarse.
—No al paso. —A medida que su cabeza dejaba de dar vueltas,
empezó a notar cómo volvía su ingenio.
—No, supongo que no.
Adam nunca había sonado tan distraído. No había desviado la
mirada tampoco. Después de seis semanas viendo solo un lado de
su rostro, de repente, Adam la miraba fija y directamente. Le tocó el
rostro de nuevo, tan gentil, tan cariñoso, y Perséfone cerró los ojos.
¿Por qué no podía ser siempre así?
—¿Estás segura de que no estás herida?
—Imagino que algo me dolería. —Apoyó la cara en la palma de la
mano de Adam.
—No quiero que vuelvas a montar a Honeycake —susurró Adam
en su oreja izquierda. La última vez que había estado tan cerca de
ella, la había besado. Perséfone sintió cómo se sonrojaba al
recordarlo—. No montarás hasta que Atlas vuelva a estar disponible.
—Excelencia —los interrumpió la voz de John Handly.
Perséfone dejó escapar un suspiro de frustración, pero, para su
sorpresa, Adam no se apartó, sino que la rodeó aún más con el
brazo y la acercó a él. Entonces, abrió los ojos y se encontró el
hombro de Adam a la altura de su mirada. No dejó pasar la
oportunidad y apoyó la cabeza, sorprendida al sentir que la
abrazaba con más fuerza.
—¿Se encuentra bien su excelencia? —preguntó John.
—No quiero que mi esposa monte más a Honeycake —ordenó
Adam, recurriendo a su habitual tono de autoridad.
—Honeycake suele ser muy tranquila. No lo entiendo… Algo
debió de asustarla.
—No quiero a su excelencia montando a Honeycake.
—Sí, excelencia. —John inclinó respetuosamente su sombrero.
Perséfone cerró los ojos una vez más, saboreando la sensación
de estar sostenida. Siempre había imaginado la comodidad de estar
en brazos de su marido, pero pocos, o ninguno, de sus sueños de
colegiala se habían cumplido en aquellas primeras semanas de su
matrimonio. Estaba decidida a prolongar el momento todo lo posible.
—Encárgate de Honeycake —indicó Adam a John. Luego,
agachando la cabeza hacia Perséfone, dijo—: Tu doncella te
preparará un baño caliente, eso debería ayudar.
—En realidad no hay necesidad de tanto alboroto —musitó
Perséfone, que estaba disfrutando de cada instante del alboroto.
—No dirás lo mismo cuando la tensión de tu cuerpo no te permita
bajar a cenar. —Adam la acompañó hasta el castillo desde el prado.
—Es muy amable por tu parte, Adam.
—Tonterías —desestimó su gratitud, tal y como Perséfone
esperaba que hiciera.
Su brazo permaneció alrededor de la cintura de la joven.
—Te has caído del caballo, Perséfone. Cualquier caballero
decente estaría preocupado.
—Entonces, gracias por ser un caballero decente. —Se apoyó en
él mientras caminaba.
—De nada —musitó Adam con notable malestar. Pero Perséfone
se dio cuenta, con una sonrisa, de que él no había rechazado su
gratitud. No era un paso enorme, pero era algo.
—Su excelencia ha tenido un accidente —informó Adam a Barton
en el momento en que atravesaron las puertas del castillo—. Que le
preparen un baño caliente en sus habitaciones y que la cocinera le
prepare una pomada para los moratones.
—Por supuesto, excelencia. —Barton se apresuró a seguir las
órdenes.
Cuando llegaron a su habitación, Perséfone sonreía. Aparte de la
carta de Linus del día anterior, rara vez había sonreído desde que
llegó a Falstone.
—Te subirán una bandeja desde la cocina si prefieres no bajar
para la cena. —Entonces, se distanció de ella.
—¿Adam? —Perséfone levantó la vista hacia él, pero Adam
apartó la cara—. Cuando Atlas esté bien de nuevo, ¿podría salir a
cabalgar contigo y con Harry?
—Atlas no puede seguir el ritmo de Zeus —dijo Adam.
—¿No podrías frenar un poco el ritmo de Zeus? O quizá dejar
que me una al paseo al final, cuando la velocidad haya disminuido.
—Es mejor que no salgas del prado. —Adam retrocedió un poco.
Perséfone lo siguió, tratando de mantenerse cerca de él. Él la
había abrazado con tanto cariño, con tanta ternura. ¿Por qué se
alejaba ahora? Quería que la abrazara de nuevo para hacerla sentir
deseada y necesitada, amada, incluso.
—Me gustaría probar a cabalgar —dijo—. Atlas no me tirará
como lo hizo Honeycake.
—Prefiero no arriesgar.
—Pero tú estarías allí. —Ella extendió la mano, colocándola
sobre su pecho.
Adam se puso rígido, pero Perséfone se obligó a quedarse como
estaba, a pesar de la decepción que sintió ante su aparente
desagrado. ¿Por qué se había distanciado tan repentinamente?
¿Habría sido todo fruto de su imaginación?
—Eso no garantiza…
Algo en aquella frase, en la vulnerabilidad de su voz, le dio un
vuelco al corazón. Levantó la cabeza y posó un suave beso en sus
labios. Aunque no se apartó, Adam tampoco pareció devolverle el
gesto.
Esperanzada, deseando que su desinterés fuera fingido,
Perséfone se acercó y le rozó el rostro con la mano. Rápido como
un relámpago, Adam le agarró la muñeca y apartó la mano de su
cara. La joven se separó de él, sorprendida y profundamente
decepcionada.
—Lo siento —susurró ella, dolida ante tanto rechazo.
Adam le soltó la muñeca y se dio la vuelta.
—Un baño caliente debería ayudar —murmuró mientras se
alejaba de ella—. Y el ungüento.
—Adam —llamó Perséfone tras él.
Pero no se volvió. Perséfone dejó escapar un suspiro, pensando
que había malinterpretado su preocupación, incluso el beso del día
anterior. Lo que ella creía un tierno sentimiento no había sido más
que un beso, y había quedado claro en aquel rechazo tan evidente.
En esos breves momentos en los que Adam la había abrazado
después de su accidente, una ola de afecto había atravesado a
Perséfone, pero él la había alejado, y ahora no sabía qué pensar de
Adam e incluso de su matrimonio. Siempre había tenido esperanza
en que su relación fuera creciendo, en que aquella ternura fuera
aumentando. En cambio, Adam seguía tan distante y frío como
siempre. Perséfone se había arriesgado, se había acercado a él,
pero solo había encontrado rechazo.
Aunque no estaba en su naturaleza rendirse, no podía evitar
sentirse desanimada.
Capítulo 23
A
dam apartó la manta y se sentó en la cama. Los lobos
llevaban aullando ya casi una hora. ¿Dónde diablos estaba
Perséfone? Se levantó de la cama. Debería haber entrado
ya… Nunca tardaba tanto. Se dirigió hacia la puerta que
conectaba las dos habitaciones, pero se dio la vuelta a tiempo.
Estaba haciendo el ridículo. Perséfone probablemente estuviera
durmiendo. Ni siquiera había bajado a cenar, quizá la caída había
sido más grave de lo que pensaba. Volvió a acercarse a la puerta,
pero se detuvo de nuevo. Si Perséfone quisiera entrar, lo haría, pero
no le gustaría que él invadiera su espacio. Negó con la cabeza y
volvió enfurecido a la cama.
—Ridículo —se espetó a sí mismo, tumbándose. Cerró los ojos,
decidido a quedarse dormido, pero no podía quitarse a Perséfone de
la cabeza. Le había dado un susto de muerte. Harry y él habían
vuelto de su paseo y, en lugar de ir directamente al castillo, como
debería haber hecho, había decidido quedarse a ver montar a
Perséfone.
Le había impresionado verla en una montura más difícil que
Atlas, pero entonces aquel maldito caballo la había tirado. Adam no
había corrido tan rápido en toda su vida; cuando no la vio levantarse
de inmediato, había entrado en pánico.
Qué estúpido había sido. Debería haberla dejado en manos de
los mozos de cuadra, debería haber guardado las distancias, como
se había propuesto el día anterior, pero no había podido evitar un
gran sentimiento de preocupación.
Adam volvió a abrir los ojos, era inútil fingir que podría dormirse.
La imagen de Perséfone no lo dejaba en paz. Verla tirada e inmóvil
en el prado le había resultado más inquietante que la carta sobre la
enfermedad de Harry. Se había asustado más incluso que con la
vívida pesadilla de los lobos.
Ella lo había besado. Lo había besado. En un primer momento, la
sorpresa había paralizado cualquier respuesta de su cuerpo, salvo
reconocer su olor a lavanda, pero entonces ella lo había tocado,
había tocado esas malditas cicatrices, tal y como su madre hacía
cuando era pequeño, recorriendo la herida más grande, la que le
cruzaba la mandíbula. «Mi pobre muchacho», solía decir.
Adam no deseaba la compasión de nadie.
«Lo siento», había murmurado Perséfone, pero lo mismo habría
sido que dijera «Mi pobre muchacho». Un hombre acude a socorrer
a su esposa después de que esta se caiga del caballo ¿y qué
obtiene a cambio? Lástima. La había acompañado a sus
habitaciones, pero Perséfone no lo veía como un héroe; lo único que
ella veía en él eran las cicatrices.
—Hay demasiado silencio aquí —refunfuñó Adam, sentándose de
nuevo. Un aullido resonó fuera. Adam miró la puerta, pero no se
abría—. Esto es ridículo. —Adam se levantó de nuevo. No podía
dormir y sabía perfectamente que era porque Perséfone no estaba
allí.
No había sufrido de insomnio desde su infancia, desde aquellas
primeras semanas en que su madre se mudara a Londres. Nada
que la enfermera Robbie dijera o hiciera había ayudado, pero con el
tiempo aprendió a obligarse a sí mismo a dormir, una hazaña nada
fácil para sus seis años.
Aunque su madre nunca volvió, Perséfone sí volvería. Adam se
dirigió a la puerta y la abrió. No estaba dormida, percibió Adam al
ver la cama vacía, y la encontró sentada en el alféizar de la ventana,
sosteniendo las delgadas cortinas azules y mirando hacia la
oscuridad.
—Perséfone —mantuvo un tono distante y neutral.
Ella se sobresaltó al oír su voz.
—¡Adam! —Se volvió para mirarlo, dejando caer la cortina.
—¿No estás dormida? —preguntó Adam, sintiéndose aún más
estúpido después de formular una pregunta tan obvia.
—No puedo dormir.
—¿Te duele el cuerpo por la caída? —El recuerdo de su
accidente le vino rápidamente a su pensamiento.
Perséfone negó con la cabeza. Entonces, un aullido rasgó la
noche y la joven se puso visiblemente tensa. Se dirigió a la ventana
y volvió a apartar la cortina.
—Esta noche, la manada está más ruidosa —afirmó Adam.
Perséfone asintió en silencio.
—¿Cuánto tiempo piensas permanecer en esa ventana
preocupada por los lobos? —Adam luchó contra una oleada de
empatía hacia Perséfone. Sabía lo nerviosa que la ponían los
aullidos.
—Hasta que no los oiga más —contestó con voz ahogada.
¿Tenía intención de sentarse allí toda la noche en lugar de entrar
en su habitación, donde solía poder dormir? No tenía sentido que
ambos estuvieran despiertos. Adam fue a la cama y agarró la
manta. Se acercó a la ventana y se la colocó sobre los hombros.
—¿Adam? —Perséfone lo miró, obviamente confundida.
—Deberías haber venido cuando empezaron a aullar los lobos —
murmuró de camino a la puerta.
—¿Venir? —repitió ella.
—A acurrucarte en la cama. —Se detuvo en la puerta y se volvió
hacia ella, imperturbable.
—¿Lo sabías? —susurró Perséfone, su rostro palideció
notablemente—. Yo… Pensé… Pensé que estabas dormido.
—¿Dormido? —respondió Adam, levantando una ceja con ironía
—. Precisamente ese es el problema.
—¿Problema?
—Ahora no puedo dormir. —Sacudió la cabeza ante lo ridículo del
asunto—. Has arruinado la habitación para mí.
—¿Qué quieres decir con que la he arruinado? —Su frente se
arrugó de la confusión.
—Mi dormitorio solía ser un lugar tranquilo hasta que llegaste con
tus ruiditos.
—¿Ruiditos?
—Cuando duermes.
—¿Hago… ruidos? —Notó cómo sus mejillas se encendían.
—Y te mueves —añadió Adam—. Constantemente.
—Cielo santo —susurró, apretando las manos contra las mejillas.
La manta se deslizó hasta el suelo.
Adam dejó escapar un suspiro frustrado y volvió a acercarse a
ella.
—Nunca me he sentido tan avergonzada en toda mi vida. —
Perséfone se alejó de él—. Estaba tan segura de que estabas
dormido. —Adam recuperó la manta del suelo y la envolvió con ella.
Lavanda. Entonces, dio un paso atrás. «Distancia», se recordó a sí
mismo—. Debes de pensar que soy una absoluta cobarde —susurró
Perséfone—. Y presuntuosa. Y… y…
Adam le tendió la mano. Ella se quedó allí, en silencio, con la
vista clavada en su mano, y Adam la dejó caer. Obviamente,
Perséfone no quería su compañía más que su propia madre, más
que cualquier otra persona que había conocido.
Adam se alejó dirigiéndose a la puerta. Nunca debería haber ido,
el duque de Kielder no pedía favores a nadie. Una vez había
aprendido a forzarse a sí mismo a dormir, así que lo haría de nuevo.
¡Y no le importaba!
—¿Adam?
Se detuvo en el acto.
—¿De verdad hago ruidos mientras duermo?
Asintió con la cabeza.
—¿Muy fuertes? —Sonaba incómoda.
—No. —Se metió las manos en los bolsillos de la bata—. Como...
como un cachorro. Son ruidos suaves.
—¿Y no te molesta? —Estaba envuelta en su manta, como hacía
cada noche.
—Me he acostumbrado. —Se encontró demasiado incómodo con
la conversación como para seguir mirándola.
—No quiero molestarte. —Se acercó.
—No lo harás.
—Muy bien.
—¿Muy bien? —Adam la miró por encima del hombro.
—Los lobos no me asustan tanto en tu dormitorio. —Perséfone
sonrió un poco y entró en la habitación.
—¿Es que se oyen menos ahí dentro? —Adam la siguió por la
puerta.
—No —respondió ella—. Mi plan es que, si la manada realmente
entra al castillo, te comerán primero.
Adam agradeció caminar detrás de ella, pues el comentario había
dibujado una sonrisa en su rostro antes de ser capaz de detenerla.
Pero una sola mirada a su sonrisa desfigurada y volverían al «lo
siento» y al «pobrecito».
Un minuto después, recreaban la rutina de cada noche.
Perséfone yacía a su lado, acurrucada en un ovillo, bien envuelta en
sus mantas. Adam sintió que el sueño lo envolvía. ¿Cómo es que en
solo unas semanas había llegado a depender de ella para algo tan
vital como dormir? Se había prometido a sí mismo, tras el perpetuo
abandono de su madre, que nunca dependería de nadie.
Su padre solía decir: «El pueblo depende de los duques. Los
duques no dependen del pueblo». Pero eso fue después de que su
madre se mudara a la ciudad.
—Buenas noches, Adam —susurró Perséfone desde su usual
pelotón de mantas.
La enfermera Robbie solía decirle eso: «Buenas noches,
pequeño Adam». Nadie más lo había hecho nunca. Adam cerró los
ojos. Casi podía imaginársela meciéndose junto a su cama. ¿Por
qué le asaltaban precisamente ahora los recuerdos de su antigua
enfermera? En veinte años, no había pensado en ella ni una sola
vez y, en el pasado mes, esos recuerdos afloraban sin cesar.
—Buenas noches, Perséfone —murmuró Adam en respuesta.
¿Qué le estaba ocurriendo? Había hecho el ridículo ante la caída
de Perséfone, debería haber mantenido la calma y el desapego. Y
ahora la estaba persiguiendo, prácticamente rogando por su
compañía. La necesitaba cerca incluso para dormir y un recuerdo de
su infancia había hecho aflorar sentimientos en él. Adam se frotó los
ojos. Quizás estaba sufriendo una enfermedad temporal que pronto
se le pasaría.
—¿Adam?
¿Por qué cuando Perséfone decía su nombre así, en silencio y de
manera incierta, su corazón latía con más fuerza…? Movió los ojos
lo suficiente como para atisbar las mantas y, como de costumbre,
desvió la mirada.
—¿Qué? —preguntó él, procurando que su frustración no se
reflejara en su tono.
Ella dudó. Por un momento, Adam pensó que la había ofendido y
se molestó. Antes, nunca le habría molestado ofender a alguien.
¿Qué demonios le estaba sucediendo?
—¿Por qué decidiste casarte? —susurró, sin lágrimas, sin
estallido alguno de emociones. Parecía casi como si de verdad
tuviera curiosidad por su motivación matrimonial.
—En ese momento, me pareció una buena idea.
—¿Te lo parece ahora?
¿Cómo se suponía que debía responder a eso? En muchos
sentidos, había resultado una idea horrible, pues la vida matrimonial
no era lo que él había previsto. Sus planes de buscar una esposa lo
suficientemente desesperada por casarse para que no le importara
el carácter o la apariencia de su marido habían fracasado. Habría
sido fácil corresponder a ese tipo de sentimientos y, sin embargo, se
había comprometido con Perséfone. En lugar de vivir su rutinaria
vida en Falstone, ahora pensaba en ella y se preocupaba
constantemente por ella. Se suponía que debía haber sido sencilla y
poco atractiva, pero era bonita, más que bonita, en realidad.
También la rodeada un aura de alegría que no se parecía a nada
que hubiera presenciado antes: sonreía entre lágrimas, se levantaba
ante la adversidad, no se dejaba amedrentar ni intimidar…
Perséfone no era lo que él había querido. Una dama como ella,
había ido descubriendo con el tiempo, no era fácil de pasar por alto.
—La señora Adcock dijo que lo harías. —La respuesta de
Perséfone sorprendió a Adam. En su reflexión, casi se había
olvidado de que estaba allí.
—¿Dijo que haría qué? —Se sentía extraño hablando a una
maraña de mantas.
—Arrepentirte de casarte conmigo. —Adam sintió cómo su
mandíbula se tensaba—. En casa de los Pointer, hace varios días, la
señora Adcock le dijo a la señorita Greenburrough que la mayoría
de los caballeros que pagan por una esposa se arrepienten al final
de su compra. Y me resultó evidente que se refería a nuestro
acuerdo matrimonial.
Todo el cuerpo de Adam se tensó. Sabía que el señor Adcock era
un idiota…, pero no se había dado cuenta de lo apropiada que era
su mujer para él.
—La señora Adcock había mencionado su considerable dote al
menos una docena de veces, así que se me ocurrió preguntarle a la
señorita Hettersham, lo suficientemente alto para que la señora
Adcock me oyera, si le parecía o no extraño que algunas damas
encontraran necesario ofrecer dinero a un futuro novio para atraerlo.
Ningún caballero aceptaría un caballo con tan poca disposición
como para que sea necesario sobornarlo para que lo acepte.
Se rio. Adam Boyce, duque de Kielder, realmente se rio a
carcajadas. No recordaba haber reído a carcajadas en los últimos
veinte años.
—Pensé que le saldría el té por las orejas de lo lívida que se
puso —Perséfone también se rio—. La señora Pointer trató por
todos los medios de no cambiar el semblante y, más tarde, confesó
que la señora Adcock se había sentido especialmente orgullosa de
su dote durante años. La señorita Hettersham duda mucho que la
señora Adcock lo mencione de nuevo, al menos entre las damas del
barrio.
—¿La comparaste con un caballo? Ni yo mismo habría recurrido
a una réplica tan cortante. —Volvió a reírse—. Bien hecho,
Perséfone.
—No había discutido con nadie en años —Perséfone soltó una
risita.
¿Una risita? Por algún motivo, Adam nunca había imaginado que
ese sonido pudiera provenir de una mujer adulta, pero lo más
extraño de todo fue que sonrió como respuesta.
—Me sentí como una guerrera. —Su tono se llenó de aquel gesto
risueño—. Quizá la próxima vez que vaya a la vicaría debería
probarme una de las armaduras. Y podría buscar una lanza en la
armería para desbancar a mis adversarios al llegar a la vicaría.
Sería el terror del barrio.
Se echó a reír, y Adam se unió a ella. Hasta ese momento, no se
había dado cuenta de lo bien que podía sentirse simplemente al
echarse a reír. ¿Y de qué? De una imagen fantasiosa de su esposa
cabalgando por el vecindario, derribando a la gente de sus caballos.
—Si tu gesta se convierte en un combate, no dudes en avisarme.
—Adam detectó un tono risueño en su propia voz—. Soy bastante
hábil con la ballesta.
Perséfone se echó a reír, y Adam sintió una oleada de
satisfacción al saber que él era el causante de aquella risa.
—Tal vez Harry podría ser nuestro escudero. Podríamos
conquistar la hacienda de los Adcock.
—Harry sería un escudero terrible. —Adam negó con la cabeza
—. Aunque sí se puede confiar en él con un hacha de batalla. —
Fue, sin duda, la conversación más extraña que Adam había tenido
nunca: tumbado en la oscuridad, hablando con una dama envuelta
en mantas, planeando un asedio al estilo medieval a la finca de los
vecinos.
—Quizás el señor Hewitt pueda ser nuestro escudero —propuso
Perséfone, y luego se echó a reír.
Adam sonrió en la oscuridad.
—Por fin una ocupación en la que podría sobresalir.
—Los cuatro formaríamos un equipo verdaderamente temible —
musitó Perséfone, dejando escapar algo entre un suspiro y un
bostezo—. Verás, Adam, casarte conmigo podría no ser tan terrible
para ti, después de todo.
No tenía respuesta para eso.
Capítulo 24
E
n algún momento entre que Adam se negó a devolverle el
inoportuno beso y su notablemente inusual conversación
nocturna planeando asediar la hacienda Adcock, Perséfone
cayó en la cuenta de algo que antes solo había sospechado:
estaba tratando de conseguir que su matrimonio se ajustara a los
sueños que había albergado durante años para su futuro.
Había pasado incontables horas, como todas sus amigas,
imaginando a un apuesto caballero cabalgando por el vecindario
que caía desesperada y maravillosamente enamorado de ella. Le
ofrecería su corazón, su hogar, su devoción… Habría amor y
ternura, serían grandes amigos y formarían una familia, quizás
incluso con gallinas. No estaba segura de por qué veía gallinas en
su futuro, pero siempre cacareaban alegremente por el patio cuando
se imaginaba su futuro hogar. Y, por supuesto, estarían rodeados de
amigos y familiares.
En los casi dos meses que llevaba en Falstone, no había
experimentado nada de aquello y la espera, teñida de esperanza, la
hacía miserable. No podía lograr que Adam se enamorara de ella ni
podía transformarlo en el hombre que siempre había deseado, un
hombre que algunas veces había visto en Adam. Pero tampoco
podía pretender que el castillo de Falstone se convirtiera en un lugar
cálido y acogedor. Nunca recibiría visitas, las gallinas estarían lejos
de ella, al otro lado del muro y, a juzgar por el tiempo que había
vivido ahí, tampoco tendría hijos. Su matrimonio había sido una
transacción, tal y como la señora Adcock había insinuado, pero
Perséfone ni siquiera sabía con seguridad sus intenciones, aparte
de amenazar la herencia del señor Hewitt, un papel que no
satisfacía demasiado a la joven.
Así que Perséfone había tomado una decisión. La única parte de
sus sueños de infancia que aún podía hacer realidad era la amistad,
y la noche anterior había supuesto un avance significativo. Adam se
había levantado a buscarla a su habitación y, a pesar de la
mortificación inicial al descubrir que la veía entrando a escondidas
en su habitación cada noche, se había dado cuenta de que su
presencia allí era un paso en la buena dirección.
Perséfone recordó con una punzada de dolor que él había
admitido lamentar haberse casado con ella, que no veía su
matrimonio como una buena idea, algo que aparentemente sí había
pensado antes de conocerla.
Pero se había reído. Se había reído con ella por un tema absurdo
y desenfadado que podría ahora constituir una broma entre los dos.
Ese tipo de conexión podía crear y reforzar amistades. Sin embargo,
a pesar de su razonamiento, Perséfone cayó en la cuenta de que no
solo buscaba su amistad; todavía anhelaba un marido cariñoso, una
familia, un hogar. Anhelaba amor. Aparte de su familia, que vivía en
un lejano condado y cada día le parecía más distante, no le parecía
una meta muy probable. «Tendría que ser suficiente con su
amistad», se dijo con firmeza.
—La rodilla aún no está lo suficientemente bien como para que lo
monten, excelencia —le indicó uno de los mozos de cuadra,
sacando a Perséfone de sus pensamientos.
—Pobre Atlas —murmuró Perséfone como respuesta.
El mozo le dedicó lo que parecía ser un gesto de aprobación,
pero mantuvo la cabeza baja. Perséfone no sabía nada particular de
aquel joven; las pocas veces que se había encontrado con él, se
había mostrado tímido y silencioso.
—¿Está mejor, por lo menos?
El mozo asintió de nuevo
—Sí, excelencia.
—Bueno, entonces, espero que...
Un ruido de cascos atrajo su atención hacia el portón principal,
donde Adam y Harry se habían detenido y se disponían a
desmontar. Harry tenía mejor aspecto. Perséfone sonrió a los dos
caballeros cuando se acercaron y Harry le devolvió el gesto,
mientras que Adam se limitó a inclinarse lo suficiente como
reconocer su presencia con un leve movimiento de cabeza. «Es
cortés saludarse entre amigos», se recordó a sí misma cuando sintió
un fuerte deseo de huir.
—Bienvenidos —anunció cuando se acercaron. Adam no se
había alejado de ella, así que decidió verlo como un gesto alentador.
—Buenos días, Perséfone —Harry le ofreció una informal
reverencia.
—Buenos días, Adam. —Perséfone lo observó atentamente.
¿Sería hoy el Adam amistoso o el hombre malhumorado? Era casi
imposible de predecir.
—Buenos días. —Adam no la miró en ningún momento. ¿Por qué
haría eso? ¿Se daría cuenta de lo frustrante que le resultaba?
—¿Cómo se encuentra Atlas esta mañana?
Contuvo un suspiro.
—Me temo que todavía no está para salir de paseo. —Perséfone
se dirigió hacia el mozo con el que había hablado, pero este se
había marchado a continuar con su trabajo—. Supongo que nos
veremos obligados a posponer nuestro asedio.
Los labios de Adam se crisparon. Si Perséfone no hubiera estado
observándolo de cerca, ni siquiera se habría dado cuenta. Aunque
no esperaba un reconocimiento de la conversación nocturna, se
sintió agradecida por aquella mínima reacción.
Los ojos de Harry fueron de uno a otro y su rostro se crispó ante
la confusión.
—¿Estáis planeando un asedio?
Perséfone permitió que sus ojos se dirigieran a Adam, pero este
parecía distraído…, muy interesado en observar el tenso baile entre
John y Buttercup. Estaba decidida a sacar algo más de él. Aunque
sus sueños se habían reducido a una mera amistad…, tendría que
ofrecerle más que silencio.
Entonces, los ojos de Adam se dirigieron brevemente a ella y
Perséfone pudo ver en sus labios la más leve y fugaz de las
sonrisas. Antes de poder registrar lo que había percibido, Adam se
volvió de nuevo hacia la potra y el prado, pero aquel gesto fue
suficiente para hacer que la joven sonriera a su vez.
—¿Por qué tengo la sensación de que mi presencia no es
especialmente bienvenida ahora mismo? —intervino Harry de
nuevo, divertido.
—Estoy seguro de que debes de sentirte así a menudo, Harry —
respondió Adam secamente, y se alejó del prado caminando—. Si te
vas ahora, tendrás tiempo suficiente para hacer la maleta.
—Ah, pero me echarías de menos. —Harry soltó una carcajada y
siguió a Adam hacia el castillo.
—Yo nunca echo de menos a nadie. —El duque no se detuvo ni
volvió la mirada ni pareció preocuparse por si Harry lo seguía.
No le cabía duda de que a ella no la echaría de menos, pensó
Perséfone mientras era testigo de cómo la distancia entre ambos
aumentaba. Incluso George Sanford, uno de sus mejores amigos de
la infancia, le ofrecía su brazo. Ni una sola vez había dejado que
Perséfone caminara sola detrás de él. La joven dejó escapar un
suspiro, sintió la nariz fría, probablemente rosada, y se volvió hacia
el prado. Buttercup seguía haciendo de las suyas, pero John Handly
parecía más bien satisfecho dejando que el animal descargara su
frustración.
Aquella potranca era muy afortunada. Por lo menos, podía
resoplar y golpear las pezuñas contra el suelo en señal de
frustración. Perséfone no podía hacer mucho más que permanecer
en el frío y preguntarse si el día que aceptó el traje de montar de
Adam había sido su perdición.
—Parece una potra infeliz, ¿no crees?
Perséfone levantó la vista para encontrarse con un rostro
vagamente familiar que le sonreía de lado y mostrando la dentadura
mientras observaba a Buttercup pataleando y resoplando.
—Ciertamente lo parece. —¿Por qué ese hombre, vestido de
jardinero, le resultaba tan familiar? Observó a Buttercup, que le
enseñaba los dientes a John—. Quizá no está dispuesta a dejarse
domesticar.
El hombre tensó los músculos de la mandíbula y sacudió su pelo
blanco.
—Llegó aquí hace unos meses. Fue maltratada. No confía en la
gente. Si recibió malos tratos una vez, cree que los recibirá de
nuevo.
—Pero John nunca le haría daño. —Perséfone observó cómo
Buttercup insistía en atacar.
—Eso ya no importa. —El anciano aspiró una bocanada de aire a
través de sus escasos dientes—. No le dará una oportunidad.
Luchará contra él hasta la perdición.
Perséfone se sonrojó un poco ante aquella selección de palabras.
—Parece una causa perdida. Me pregunto por qué John sigue
intentándolo, entonces. —Buttercup lanzó una coz a John, que logró
esquivarla por poco.
—No existen las causas perdidas, excelencia —replicó el
hombre, mirándola a los ojos. Su rostro estaba delineado, pero sus
ojos eran brillantes—. Toda criatura puede salvarse si tiene voluntad
de salvarse. ¿Por qué tenía Perséfone la sensación de que faltaba
algo vital en aquella extrañísima conversación?
—Entonces, ¿qué es lo que mueve a Buttercup? ¿El miedo o la
ira?
—El miedo —el hombre asintió para enfatizar sus palabras—. Ha
tenido miedo durante años.
—Pensé que solo llevaba unos meses aquí.
—Antes era diferente. —El hombre se volvió hacia el prado una
vez más—. No se enfrentaba a todo el que se acercaba. Era muy
amistosa.
—¿Qué ocurrió?
¿Cómo sabía tanto sobre Buttercup? ¿Había acogido al caballo
después de sus anteriores dueños?
—Quedó destrozada. La abandonaron. —El hombre se apoyó en
la valla y observó la lucha que se desarrollaba en el prado—.
Decidió morder antes de que alguien la mordiera primero.
—Qué historia tan trágica.
John se acercó a la criatura más que hacía unos minutos, lenta y
cautelosamente, como llevaba haciendo durante semanas.
—Sí.
La conversación terminó ahí. Se quedaron en silencio, el uno al
lado del otro, observando cómo John y Buttercup se peleaban entre
ellos. Qué extraña pareja… tanto los combatientes como su público.
«Toda criatura puede salvarse si tiene voluntad de salvarse».
Perséfone volvió a mirar a su compañero. Aquello le parecía una
absurda observación filosófica viniendo de un hombre que, a
primera vista, daba la impresión de no tener mucho dinero ni de
contar con la educación adecuada.
—John está haciendo un buen trabajo con Buttercup. —
Perséfone se volvió tan rápidamente al oír la voz de Adam que sintió
que se desplomaba. Él extendió la mano y la enderezó.
—La nieve hace que el suelo sea resbaladizo —explicó Adam en
voz baja, incómodo. Sus manos se detuvieron un instante en la
cintura de ella.
Perséfone solo pudo asentir. Había distinguido en él una mirada
que ella conocía bien, pero que nunca había reconocido antes en
Adam, una mirada que la perseguía cada mañana en el espejo tras
la muerte de su madre. La comadrona le había entregado el bebé,
Artemisa, y supo en ese momento que había perdido algo. Más que
una madre, había perdido su infancia. Ese día se había recogido el
pelo, un gesto que la mayoría de las mujeres retrasaban unos años.
Enfrentada a su reflejo, Perséfone recordaba haberse sobresaltado
por la crudeza de su expresión, el dolor, el miedo, la incertidumbre.
—¿Te encuentras bien? —le susurró Adam, obviamente
confundido.
Perséfone solo pudo devolverle la mirada. Esa mirada le era
familiar… ¿Siempre había estado ahí? ¿Cómo había podido pasar
por alto algo que conocía de primera mano? «¿Qué te ha
ocurrido?», preguntó en silencio.
—Tal vez hace demasiado frío para ella. —Perséfone casi había
olvidado la presencia del hombre—. Se ha levantado un viento
gélido.
—Puede que tengas razón, Jeb —Adam asintió. Pareció sonreír
un poco, casi alentándola—. He vuelto con la intención de
acompañar a su excelencia al castillo.
—¿Es eso cierto? —inquirió Perséfone en voz baja, estudiando
esos ojos que no recordaba haber admirado antes.
—Antes de desaparecer, mi madre me enseñó algunos modales
—Adam se encogió de hombros, tendiéndole el brazo.
Aquella momentánea intensidad en sus ojos lo decía todo.
Perséfone deslizó su brazo por debajo del suyo, con los
pensamientos girando vertiginosamente. ¿Desaparecer? Perséfone
había visto a la madre de Adam en la boda, no había desaparecido.
¿Qué habría querido decir con eso?
—Una buena taza de té le devolverá el calor —respondió Jeb.
Adam asintió con un movimiento de cabeza.
—Que tenga un buen día, Falstone —se despidió Jeb,
concentrando su atención en John y Buttercup.
Adam condujo a Perséfone fuera del prado, hacia el muro interior
y por el camino que llevaba de vuelta al castillo.
—¿Falstone? —preguntó Perséfone, confundida.
—Antes de que mi padre falleciera, yo era lord Falstone. —El
malestar en su voz aumentó visiblemente—. Un título de cortesía.
—¿Jeb te conocía entonces?
Adam asintió.
—Ha vivido en Falstone casi toda su vida. Fue jefe de jardinería
durante muchos años.
—¿Y ahora?
—Sufre de reumatismo —explicó Adam—. Todavía se ocupa del
jardín de setos. Y ayuda a su hijo en los establos de vez en cuando.
—John —murmuró Perséfone, comprendiendo de repente: la
familiaridad de su cara, su conocimiento sobre John y sobre los
caballos. Jeb era el padre de John.
—¿Los otros mozos han estado también tanto tiempo en
Falstone? —Su mente no podía despegarse de Adam, incluso
cuando trataba de hablar. ¿Qué habría ocurrido con su madre?
¿Qué era lo que provocaba la tristeza en sus ojos? Todavía estaba
allí, oculta detrás de una mirada de indiferencia.
—La señora Smithson comenzó como doncella. —Adam
caminaba muy rígido, con un tono de desinterés que habría sido
aplaudido en sociedad—. Pero eso fue hace ya tiempo. Y Barton
lleva aquí al menos tanto tiempo como yo.
El interés de Adam seguiría resultándole un misterio. Perséfone
ya no confiaba en su propio criterio a la hora de interpretar el
comportamiento o el tono de su esposo, pero sí sabía que su propio
interés crecía cada día. Barton, el mayordomo, conocía a Adam
desde niño, igual que Jeb y puede que la señora Smithson. Si
alguien podía entender el enigma que Adam le planteaba, eran
ellos. Pero ¿se atrevería a preguntarles semejantes dudas?
«Disculpen, ¿podrían explicarme a mi marido?». No, jamás haría
eso.
Perséfone miró de reojo a Adam, que tenía la mirada clavada al
frente. Ella caminaba a su lado izquierdo, un detalle que le parecía
ya planeado, pues se repetía cotidianamente. Estaba segura de que
sus cicatrices eran como puertas a su carácter, igual que aquel
inexplicable comentario sobre su madre.
Lo que necesitaba era alguien que la ayudara a interpretar
aquellas pistas. Lograría descifrarlas, eso lo sabía. Y, en el fondo de
su corazón sabía que era esencial hacerlo.
Capítulo 25
S
u madre tenía facilidad de palabra. Según su querida
progenitora, el nombre de Adam estaba en boca de todos los
miembros de la alta sociedad. Esta vez, habían optado por
entretenerse especulando sobre su reciente matrimonio.
Hay quien dice que Perséfone ya te ha dejado.
—Gracias, madre —murmuró Adam, arrojando la carta sobre su
escritorio.
Su madre debía de pensar que Adam añoraba los cotilleos
malintencionados de la sociedad. A diferencia de ella, él prefería
mantenerse lo más lejos posible de Londres, a excepción de las
sesiones de la Cámara.
Su padre había devorado las primeras cartas que ella había
enviado a Falstone después de haberse mudado a Londres. Adam
lo había visto leerlas, conteniendo la respiración y esperando que se
volviera para decirle que su madre volvía a casa. Después de seis
meses, Adam perdió toda esperanza y su padre comenzó a quemar
las cartas sin siquiera abrirlas.
—Estamos bien sin ella —solía decirle su padre—. No la
necesitamos aquí.
No necesitaban a nadie. Adam pasaba los días detrás de su
padre, aprendiendo las tierras de Falstone palmo a palmo: dónde se
replantaba el bosque, dónde se encontraba la manada en cada
estación, dónde estaban las casas de los arrendatarios y quiénes
las habitaban, los nombres de los sirvientes, las familias que habían
servido en Falstone durante generaciones… Su padre le había
enseñado a ser duque, a cumplir con su deber. Y no necesitaban a
nadie más que a sí mismos.
Entonces su padre murió y, a los siete años, Adam heredó el
título de duque de Kielder. Su madre había acudido al funeral,
genuinamente afligida, y se había quedado mucho tiempo en el
castillo, el suficiente para ayudar a la enfermera Robbie a
empaquetar los efectos personales de Adam y agitar su pañuelo
mientras el carruaje lo conducía a Harrow.
Adam se frotó los ojos, recostándose en el sillón que siempre
ocupaba cuando estaba solo en su biblioteca. Parecía que no podía
detener aquellos recuerdos que no tenía deseo alguno de revivir.
Harrow había sido una tortura las primeras semanas, cuando hacía
solo un mes que su padre había fallecido. Adam llevaba un
brazalete negro alrededor de la manga de su uniforme escolar y,
abrumado por su dolor, se había resistido a llorar, mordiéndose el
interior de las mejillas hasta hacerlas sangrar. Se había
acostumbrado al sabor metálico de su sangre en esos primeros
meses, pero no lograba aceptar algo que no había previsto: las
miradas, los susurros. Sabía que tenía el rostro lleno de cicatrices,
sabía lo que los cirujanos le habían hecho, pero nadie en Falstone lo
miraba, nadie se preocupaba, aparte de su madre y su incesante
«mi pobre muchacho».
—No te compadezcas de él, Harriet —insistía su padre cada vez
que ella se dirigía a él con su apodo favorito—. Adam será Kielder
algún día. Tiene que aprender a librar sus batallas.
Jeb Handly y su padre se habían encargado de su educación
desde el principio, enseñándolo a luchar en el patio trasero de
Falstone, y Harrow le había proporcionado numerosas
oportunidades para poner a prueba esas habilidades. Gracias a su
aire de autoridad y a su potente voz, armas que había heredado de
su padre, así como a su habilidad para cumplir con sus amenazas,
los otros chicos habían aprendido a tomar en serio al duque de
Kielder. Lo dejaban solo y, en su soledad, Adam pensaba en
Falstone y en su padre, concentrándose en no recordar a su madre.
Su aislamiento había durado solo dos trimestres, pues terminó de
forma brusca el día en que un grupo había decidido maltratar a un
niño escuálido de la escuela. Adam ya había visto a su víctima antes
y siempre le había parecido demasiado pequeño, demasiado
indefenso. A pesar de estar en inferioridad numérica y de su
enclenque constitución, había sabido defenderse con una
determinación que Adam no podía dejar de admirar, así que el futuro
duque se unió a la lucha. Solo tenía siete años, pero la dinámica de
esa pelea cambió en el momento en que él peleó junto al niño. Todo
Harrow sabía que él no se peleaba educadamente, para él no
existían barreras a la hora de luchar y ninguna parte del cuerpo
estaba fuera de los límites. Era implacable y, a veces, despiadado.
Al final de su primer año en Harrow, Adam ya no necesitaba
pelearse. Se había convertido en una leyenda, y tenía una sombra.
Aquel escuálido muchacho no lo había dejado solo desde el día en
que Adam le rompió la nariz a dos de sus asaltantes y casi le partió
el brazo al tercero. De hecho, el mismo Harry, que ya no era tan
escuálido, se encontraba en la biblioteca de Adam en aquel mismo
momento. Era la única persona que se había quedado con él.
«Hay quien dice que Perséfone ya te ha dejado». Adam lanzó
una mirada hacia la carta de su madre, que seguía desechada en su
escritorio. Desde el principio, su plan era casarse con una dama que
deseara marcharse y cuya ausencia no le molestara lo más mínimo,
una mujer con quien funcionara la distancia, a quien no necesitara.
Pero la idea de Perséfone apartada de su lado le revolucionaba los
nervios.
Adam se levantó de repente y se acercó a la chimenea. Su madre
se había quedado en Falstone durante años hasta trasladarse para
siempre a la ciudad. Antes de su partida definitiva se marchaba a
menudo, normalmente cada vez que llegaba un nuevo cirujano. Ella
le decía que fuera valiente, le aseguraba lo mucho que lo sentía y
luego se iba. Y Newcastle había sido uno de sus destinos favoritos.
Cuando sus heridas se habían curado lo suficiente como para que el
dolor fuera soportable, ella volvía.
—Mi pobre muchacho —eran siempre sus palabras de saludo.
¿Qué diferencia habría si Perséfone decidiera pasar semanas,
meses, lejos de Falstone? ¿O cuando finalmente se fuera del todo?
Adam se apartó de la chimenea y se acercó a las puertas de cristal
que daban al jardín. Había empezado a pensar en el jardín de setos
como algo que pertenecía a Perséfone, pues ella pasaba mucho
tiempo allí leyendo, sentada, caminando. La había visto llorando dos
veces en aquel banco de piedra en la esquina trasera.
¿Qué diferencia habría si lo abandonaba? Más de lo que hubiera
supuesto cuando escribió su oferta por primera vez. Por lo pronto,
sabía que no lograría dormir y, el día anterior, había descubierto que
le gustaba caminar con ella. Aunque el camino de los establos al
castillo era corto, le había gustado llevarla del brazo. Y ella lo había
hecho reír. De hecho, todavía sonreía cuando recordaba su
conversación nocturna. En su mente, se imaginaba junto a ella,
vestidos con una armadura completa y tratando de tomar la
hacienda, reclamándola para Kielder. ¿Con quién se reiría si ella se
iba? Adam negó con la cabeza. No tenía sentido negar lo evidente.
Si Perséfone se marchaba, Adam la echaría de menos. Él, que
nunca había echado de menos a nadie, lo haría.
Su mirada cruzó la habitación hasta detenerse en el cuadro que
colgaba sobre la chimenea. Era el último retrato que se había
pintado de su padre, menos de tres meses antes de morir, en lo que
se suponía que sería una sesión familiar, pero su madre no había
vuelto. Adam sabía que ella y su padre habían intercambiado
acaloradas cartas sobre el tema y que la madre había insistido en
que el artista pintara al niño sin sus cicatrices, pero su padre
reclamaba lo contrario. Y allí estaba Adam, con casi siete años y las
cicatrices a la vista de todos, junto a su padre, completamente ajeno
a la cruel mano que pronto le traería el destino. La imagen de su
padre atrajo la mirada de Adam. ¿Habría echado de menos a su
madre? Echando la mirada hacia atrás, ahora con la perspectiva de
un adulto, Adam se dio cuenta de que era muy probable.
—¿Adam? —Sus ojos se dirigieron a la puerta. Perséfone estaba
de pie bajo el marco con una carta en las manos—. ¿Tienes un
minuto?
Adam asintió, sintiéndose ridículamente incómodo. Inmerso como
estaba en sus confusos pensamientos sobre ella, le resultó
desconcertante verla aparecer en carne y hueso. Perséfone entró y
Adam sintió que su pulso se aceleraba, algo que últimamente se
repetía de forma constante, sin explicación aparente. Era como si
ella lo pusiera nervioso. Nadie lo ponía nervioso.
—Esta habitación es muy bonita —observó Perséfone, mirando a
su alrededor—. La señora Smithson no me la enseñó cuando me
mostró el castillo. Creo que nunca he estado aquí.
—Aquí nunca viene nadie. —Adam se sentía inexplicablemente
apagado e inquieto ante aquella invasión de su espacio privado.
—Oh. —Ella dio un paso atrás. Adam se preguntó si había sido
un movimiento involuntario, ya que apenas parecía ser consciente
de su retirada—. ¿Te estoy importunando, entonces?
Era la oportunidad perfecta para decirle que se fuera, para
reclamar su santuario. Además, ya había invadido su habitación…
Sin embargo, descubrió que no quería que se fuera. No había visto
a Perséfone en todo el día, y era pasado el mediodía. John le había
informado de que Atlas aún no podía pasear. ¿Qué había hecho
Perséfone entonces, si su salida habitual se había cancelado? Se
preguntó cómo pasaría el tiempo, en qué pensaría. Era una
sensación extraña para él pensar en la vida de otra persona tanto
como en la suya.
—En absoluto —se oyó contestar, e incluso le hizo un gesto para
que se adentrara en la habitación.
Perséfone se dirigió a los sillones más cercanos a la chimenea
con los ojos todavía recorriendo la habitación. ¿Por qué le intrigaba
tanto su biblioteca? Adam la estudiaba tan intensamente como ella
estudiaba la habitación. Él mismo había seleccionado cada mueble,
había elegido dónde colgar cada cuadro. ¿Aprobaría sus
elecciones? Nunca le había importado la aprobación de nadie.
Un repentino recuerdo le hizo retroceder veinte años.
—Muy bien, hijo. Muy bien —lo había felicitado su padre por un
cuadro que Adam había dibujado de Falstone. Había trabajado
durante días en él, desesperado por perfeccionar todos los detalles,
y aquel «muy bien» era exactamente lo que pretendía oír, lo que
deseaba oír con desesperación. Su padre, recordó Adam, era la
única persona con quien podía contar para recibir cumplidos.
Adam se sacudió el recuerdo de encima y vio cómo Perséfone
observaba el retrato sobre la chimenea. Se sintió inquieto, nervioso.
Tal vez el artista debería haber pintado sobre las cicatrices. Los
retratos de la infancia de Perséfone serían probablemente como
esas pinturas de querubines sonrosados que tanto inspiran a los
niños.
—¿Quién está a tu lado, Adam? —preguntó Perséfone,
inclinando la cabeza, como si estudiara el cuadro más de cerca.
—Mi padre. —Resistió el impulso de acercarse a ella.
—Eso me parecía. Te pareces mucho a él.
—¿Eso crees? —Nadie se lo había dicho antes.
—Mucho —confirmó ella—. Tienes los mismos ojos… Hay algo
muy similar en la boca y en la forma de la cara. Y, por supuesto, los
dos tenéis el pelo negro.
—Supongo que existe un parecido. —Adam se acercó,
buscándolo.
—Tienes la nariz de tu madre. —Perséfone desvió su mirada del
retrato al propio Adam—. Me di cuenta la primera vez que os vi
juntos.
Tampoco nadie le había mencionado ese parecido, pero rara vez
se les veía a su madre y a él juntos y dudaba de que alguien se
hubiera fijado en su nariz, dadas las circunstancias.
—¿Te pareces a él en el carácter también? —Perséfone miró una
vez más hacia el cuadro.
—¿A mi padre?
Ella asintió.
—Eso espero —contestó Adam en voz más baja de lo que
pretendía, y Perséfone reaccionó posando sus ojos en los del
duque. ¿Cómo no se había dado cuenta antes del color de sus
ojos? Adam cambió de tema—. ¿Querías hablarme de algo?
Entonces, se alejó bruscamente, aunque no le fue de demasiada
ayuda. Su presencia era tan poderosa a su lado como lejos de ella.
—Sí —el entusiasmo volvió a colorear su voz—. He recibido una
carta de Atenea.
Atenea. Era la mayor de las hermanas de Perséfone. Diecisiete o
dieciocho años, si Adam recordaba correctamente.
—Han recibido noticias de que el Triumphant llegará a puerto la
última semana de noviembre y de que a Linus se le han concedido
tres semanas de permiso. ¿No es maravilloso?
Ella sonrió ampliamente, sus ojos brillando como no lo habían
hecho desde que se casara con él. Su rostro se iluminaba cuando
hablaba de su familia. ¿Sería feliz en Falstone?
—El Triumphant atracará en Newcastle. Si Linus me avisa de su
llegada, quizá podría verlo antes de que parta hacia Shropshire.
—¿Verlo allí? ¿En Newcastle? —Adam sintió que se le tensaban
todos los músculos.
—No está tan lejos…
«Newcastle no está lejos, mi pobre muchacho».
—No estaría fuera más de un día o dos…
«Volveré antes de que tengas tiempo de echarme de menos».
—Por supuesto, me gustaría despedirlo también, lo que
significaría volver a Newcastle cuando el Triumphant levante el
ancla.
«Sé que acabo de volver, pero mamá tiene muchas cosas que
hacer cuando está lejos».
—No puedes irte. —Al pronunciar aquellas palabras, Adam pudo
escuchar su propia voz infantil como un eco en su memoria.
Entonces, Perséfone palideció y su sonrisa desapareció en un
instante. Su gesto no era de incredulidad ni de conmoción, sino de
decepción.
—Por favor, Adam —le suplicó—. Solo serían unos días.
Se sintió como un ogro de nuevo. Sabía lo devastadoras que
habían sido las últimas semanas para Perséfone, que había llorado
la pérdida de un hermano y la falta de noticias del otro. ¿Cómo
podía negarle la oportunidad de ver por sí misma que Linus estaba
bien? Pero ¿y si se iba y no volvía? Su madre había encontrado
cientos de razones para prolongar sus estancias en Newcastle a lo
largo de los años. Y lo mismo con Londres. Al final, simplemente no
volvía.
—Podrían pasar años antes de volver a verlo —la voz de la joven
se resquebrajó al pronunciar aquellas palabras.
—Tráelo aquí, entonces —ofreció Adam.
—Pero no permites visitas.
Adam se encogió de hombros ante lo extremadamente lógico de
aquel argumento: si no permitía visitantes, ¿por qué acababa de
invitar al hermano de Perséfone?
—Es más lógico que venga aquí y no que viajes a Newcastle.
Linus podría venir aquí antes de ir a ver a tu familia.
—¿Lo dices en serio?
Perséfone parecía completamente sorprendida, como si no
esperara tales amabilidades por parte de su marido. Era un milagro
que no lo hubiera dejado, como le hacía saber su madre.
—Nunca digo nada que no quiera decir.
—¿Y no sería una imposición demasiado grande?
—Me gustaría conocer al chico yo mismo.
—¿De veras? —Perséfone se permitió la más pequeña de las
sonrisas.
—Linus podría ser buen escudero. —Adam se encogió de
hombros, sorprendiéndose a sí mismo con su propio arrebato de
humor—. Hewitt probablemente se desmayaría o caería muerto tras
el primer grito de guerra. Sería prudente tener una segunda opción.
La sonrisa de Perséfone creció y, por un momento, creyó que se
acercaría a él. Sin embargo, aquel instante pasó de largo, como si
se hubiera recordado a sí misma que no debía. Adam se preguntó
por qué, sobre todo porque ella lo había besado solo unos días
antes, dos veces en menos de veinticuatro horas. ¿Querría
mantener ahora una distancia civilizada entre ellos?
—Gracias, Adam —dijo ella, dirigiéndose a la puerta de la
biblioteca.
Adam rechazó aquel gesto de agradecimiento. No había hecho la
oferta buscando su gratitud, sino por razones terriblemente egoístas,
para que ella no lo dejara, para no echarla de menos. Y, sin
embargo, habría más oportunidades, otras razones para su partida,
que no podría impedir eternamente. No siempre habría un
argumento que la mantuviera en Falstone y él no deseaba
convertirse en un custodio. Debería asegurarse de que se quedaba
por otros medios… ¿Pero cómo podía arreglárselas para que
Perséfone se mantuviera felizmente instalada en el castillo, sin
necesidad de viajar a otros condados? Adam no tenía ni idea. Nada
del hogar donde había crecido había atraído a su madre a quedarse.
—Perséfone parece estar de buen humor.
No necesitó volverse para saber quién había hablado.
—Entra, Harry.
Si alguien sabía quedarse a su lado, ese era Harry. Y Adam
necesitaba algunos consejos de experto.
Capítulo 26
–¿N ocaermeenvassu asillapedir que haga las maletas? —Harry se dejó
habitual—. ¿Te encuentras bien, Adam?
—¿Por qué no te vas nunca? —Adam decidió abordar el tema sin
tapujos.
—Sabía que era demasiado bueno para ser verdad. —Harry
suspiró y se levantó de su asiento con una chispa de humor en los
ojos.
—Siéntate y responde a la pregunta, Harry.
—¿Es esto un mordaz interrogatorio o una retorcida discusión
intelectual?
Harry recuperó su asiento.
—Discusión intelectual.
—¿Qué por qué no me voy nunca? ¿En serio?
—Sí, en serio.
Harry se encogió de hombros.
—Me gusta Falstone.
—¿Por qué?
—Hay comida gratis.
—Responde a la pregunta con sinceridad, Harry. —Adam se lo
estaba pensando mejor.
—La comida de Falstone no se puede despreciar, Adam. La
cocinera hace milagros… Pero, aparte de eso, Falstone me resulta
familiar, supongo. Cómodo.
Familiar. Cómodo. Adam dudaba de que Perséfone describiera
Falstone de la misma manera.
—¿Y sientes lo mismo por la casa de Londres? Pasas mucho
tiempo allí también. Y has ido conmigo a Kent varias veces. Y en el
yate...
—Esto es un interrogatorio mordaz, ¿no es así? —Harry clavó la
mirada en su amigo—. Si estás tratando de decirme que me vaya
ahora que estás casado, lo entiendo perfectamente, Adam.
—No es eso en absoluto.
—¿Entonces qué ocurre?
—Solo quiero saber por qué te has quedado conmigo todos estos
años. —Adam retomó su paseo por la habitación. ¿Era tanto pedir
que respondiera a sus preguntas?
—Somos amigos, Adam. —Harry pronunció aquellas palabras
como si fuera lo más obvio del universo—. Los amigos no
abandonan el barco.
—Creo que tu respuesta sobre la comida era más sincera.
—¿Se te ha ocurrido alguna vez, Adam, que sinceramente te
considero mi amigo? Mi mejor amigo, de hecho.
—¿Por nuestro tiempo en Harrow? —Adam se detuvo, con la
mirada clavada en el marco de la ventana, detestando la idea de
que Harry hubiera pasado veinte años a su lado por obligación.
—Puede que empezara ahí —confesó Harry—. Me salvaste el
pellejo, así que durante años desarrollé una gran admiración por ti,
como un ídolo que podía alejar a los malos espíritus, supongo.
Adam sonrió un poco al oír aquello. Harry lo había perseguido
durante aquellos primeros meses de amistad con un fanatismo
desmedido. «Amistad», repitió para sí mismo, sintiéndose bien ante
aquella descripción. Nunca se había considerado el tipo de persona
que tiene amigos. De hecho, su padre no tenía muchos, aunque su
madre tenía demasiados y siempre tenía a quién visitar.
—Pero entonces me golpeaste por algo estúpido que hice o
dije…
Adam recordaba bien aquella pelea, aunque ya no recordaba por
qué habían discutido. En aquel momento, tenían ocho años, y la
pelea había sido muy violenta. Era como si algo dentro de Adam se
hubiera roto; no habría reaccionado con tanta violencia si hubiera
luchado por salvar la vida. Y Harry se había defendido con valentía.
Cuando el director de la escuela disolvió la pelea, ambos estaban
ensangrentados y agotados. Luego recordó que en aquella ocasión
había llorado; sollozado, para ser sincero, sin ser capaz de parar.
Nadie, excepto Harry y el director, había presenciado su crisis y
nadie lo había mencionado nunca.
—Y nos expulsaron —continuó Harry—. Mis padres estaban
fuera, de vacaciones, así que te acompañé a Falstone, y fue en
esas dos semanas de expulsión cuando conocí a Adam Boyce. El
duque de Kielder todavía me asusta, pero Adam Boyce era solo un
chico como yo.
Había sido entonces cuando Harry había empezado a llamarlo
Adam. Hasta esas dos semanas de castigo, que en realidad habían
sido los días más felices de su vida desde que su padre había
muerto, Harry, como todos los demás, se había referido a Adam
como Kielder, «excelencia» o «el duque», como único duque en
Harrow. Pero entonces se había convertido en Adam y nunca se
había detenido a pensar qué habría provocado aquel cambio.
—Recuerdo que Jeb Handly me enseñó algunos golpes muy
efectivos en el patio trasero para que no me golpearas tan fuerte la
siguiente vez.
—¿Efectivos? —respondió Adam secamente—. Te enseñó a
pelear sucio.
Harry sonrió ante eso.
—Como tú. Supongo que, cuando las lecciones se imparten a la
sombra de una horca, no hay más opción que jugar sucio.
—Pensé que te ibas a desmayar como una colegiala cuando viste
por primera vez la horca. —Adam se rio al recordarlo.
—Al menos no me hiciste dormir en la cámara naranja.
Aquellas dos semanas habían dormido en el ala infantil.
—¿Te acuerdas de la enfermera Robbie?
—¿La que solía cantar aquella canción…? —preguntó con un
repentino gesto de cariño—. La del niño que era tan pequeño como
un diente de león o algo así.
—Como un cardo.
En ese momento, un movimiento llamó su atención. Perséfone
estaba paseando por su jardín. ¿Por qué llevaba aquel viejo abrigo
marrón otra vez ahora que tenía dinero para comprarse uno nuevo?
Debería llevar algo cálido pero a la moda, como se vestían las
damas en Londres. Su vestido negro asomaba bajo el largo abrigo,
un recuerdo perpetuo de su dolor. ¿Se habría retirado al jardín para
dar rienda suelta a otro ataque de llanto? Adam la observó más de
cerca, esperando no verla deshecha en lágrimas.
—¿A qué viene este repentino interés por nuestra infancia? —
inquirió Harry, situándose al lado de Adam.
Adam se encogió de hombros, observando a Perséfone avanzar
lentamente por los setos. Podía ver su aliento condensándose en el
frío, incluso desde tan lejos. Debía de estar helada… Si enviaba un
mensaje a la cocina, le tendrían preparada una tetera o un chocolate
cuando volviera.
—Parece que hace mucho frío ahí fuera, ¿verdad? —apuntó
Harry.
—Así es.
—Debe de gustarle mucho ese jardín para estar ahí en vez de al
calor del interior —musitó Harry.
—¿Por qué hará eso? —murmuró Adam para sí mismo, sin
pensar particularmente en el jardín.
—Si hay algo que nunca entenderé, Adam, es a las mujeres.
¿Por qué pasea por el jardín con el frío que hace? No lo sé. Debe
de haber algo que le guste, por lo que merezca la pena estar ahí
fuera.
¿Qué hacía que el jardín de setos fuera tan atractivo para
Perséfone?, se preguntó Adam. Salía ahí a diario y Adam la había
visto vagar por el jardín cuando debería estar ocupándose de los
asuntos de la finca. Algo la atraía al jardín día tras día. Si Adam
lograba averiguar el qué y lo mantenía en Falstone, Perséfone
nunca querría irse.
—¿Qué aman tanto las mujeres de los jardines? —Harry parecía
haber leído los pensamientos de Adam.
—No tengo la más mínima idea.
—Mi madre pasaba horas en su jardín cuando mi padre estaba
fuera. —Harry sacudió la cabeza—. ¿Por qué, si se sentía sola, no
visitaba a los vecinos, en vez de a los arbustos?
—¿El jardín le hacía compañía? —preguntó Adam con gesto
dudoso.
—Como he dicho, no entiendo a las mujeres. —Harry se alejó de
las puertas de cristal y, mientras se dirigía al otro lado de la
habitación, añadió—: Perséfone parece tener frío, Adam. Deberías ir
a mantenerla caliente.
—¿Mantenerla…?
—El hecho de que mi sugerencia te confunda no augura nada
bueno, amigo —le dijo Harry despidiéndose.
—No me confundas —murmuró Adam, volviéndose a mirar a
Perséfone. No podía imaginar que ella deseara aquel tipo de
atención por su parte.
Parecía tener frío. Entonces, ¿qué la mantenía ahí fuera? La
madre de Harry se sentía sola. ¿Podría ser esa también la razón de
Perséfone? Adam pensó en la visita del vicario… Se había
decepcionado tanto cuando creyó que Adam interrumpiría la visita.
Había ido a casa de los Pointer dos veces por semana con el único
pretexto de conocer a las mujeres del lugar y había visto cómo se le
iluminaba el rostro con cada carta de su familia.
—Está sola —dijo Adam con resignación. Observó a Perséfone
doblar otra esquina del jardín, caminando. Adam apreciaba su
aislamiento, pero Perséfone no era como él.
«Necesito gente a mi alrededor, Joseph —le había dicho su
madre a su padre muchas veces, aunque Adam no había pensado
en esas conversaciones durante años—. Hay más personas en un
solo barrio de Londres que en todo Falstone».
Su padre organizaba innumerables bailes y cenas para que su
madre recibiera visitas todos los días durante horas. Aun así, lo
había dejado docenas de veces, siempre cuando Adam más la
necesitaba. Ni siquiera estaba en Falstone cuando Adam y Harry
fueron expulsados. Jeb Handly y la enfermera Robbie habían
cuidado de ellos.
Adam volvió la cabeza y miró el rostro fosilizado de su padre.
—Los bailes no funcionaron —murmuró, como si su padre no se
hubiera dado cuenta de que la interminable diversión que trataba de
proporcionarle a su esposa no servía de nada—. Yo… —las
palabras se atascaron, pero Adam las soltó. Siempre podía hablar a
su padre— no quiero que Perséfone me deje.
De alguna manera, admitirlo en voz alta hizo que las palabras
fueran ciertas. La idea de que Perséfone lo abandonara de la misma
forma en que lo había hecho su madre le formaba un nudo en el
estómago, aunque pensar en cientos de personas merodeando por
el castillo de Falstone, ya fuera para un baile, una cena o una
invasión social, tampoco le hacía sentir bien.
—¡Maldita sea! —Adam se acercó a la chimenea y se dejó caer
sobre un sillón. Estar casado no debería ser tan complicado.
Un lobo aulló, algo fuera de lo común durante el día.
Normalmente, los ruidos de la casa ahogaban los aullidos, pero
aquel parecía inusualmente cerca del castillo. ¡Perséfone! Estaría
volviéndose loca de miedo. Adam se levantó de un salto y se dirigió
a la ventana, pero no pudo verla en el jardín.
Un segundo aullido rasgó el silencio y Adam la distinguió
corriendo de vuelta al castillo. Estaba frenética, advirtió, así que
atravesó rápidamente la habitación y salió al pasillo. Un momento
más tarde, desde el rellano, observó cómo Perséfone atravesaba
como un rayo la puerta principal, dejando a Barton evidentemente
confundido, pero Perséfone no pareció darse cuenta. Adam se
acercó a ella a mitad de la escalera. Después de casi golpearlo del
susto, se arrojó a sus brazos y enterró la cara en su solapa. Estaba
temblando. Él también, pero probablemente sus motivos eran
diferentes.
—¡Los he oído, Adam! —su gritó se quebró por efecto del miedo
—. Los lobos están dentro de Falstone.
—Eso no es posible, Perséfone. —Adam la mantuvo más cerca
de él. Se había quedado fría.
—No sé cómo, pero deben de estar dentro —su voz sonaba
alarmada—. Se oían cerca.
—No están dentro de los muros del castillo, Perséfone.
—¿Estás seguro? —Ella enterró su cabeza más profundamente
en el regazo de él.
—Sí. —Adam percibió la presencia de Barton, que observaba
aquel intercambio a corta distancia; demasiado corta, para el gusto
de Adam—. Barton, ¿podrías subir el té a la biblioteca?
—Sí, excelencia. —Así se desharía del mayordomo durante un
rato.
Adam mantuvo un brazo alrededor de Perséfone y la condujo
escaleras arriba.
—Sus aullidos sonaban tan cerca —susurró.
—Haré que el administrador compruebe el estado de la manada
—le aseguró Adam—. Siempre evitan el castillo.
Adam la acompañó directamente al sillón más cómodo de la
biblioteca, agradecido de que estuviera tan cerca del fuego después
de tanto tiempo expuesta al frío—. El té debería llegar pronto.
—Gracias, Adam. —Perséfone le sonrió mientras se sentaba,
pero todavía parecía preocupada.
—¿Perséfone?
—¿Sí, Adam?
—Creo que... Creo que deberíamos organizar un baile.
—¿Un baile? —No podía parecer más sorprendida. Aunque
Adam también estaba un poco sorprendido.
—A menos que no quieras. —Adam dirigió una mirada al retrato
de su padre. Debería saber que los bailes no eran buena idea.
—Supuse que tú no querrías —se excusó Perséfone—. Implicaría
demasiada gente en el castillo.
—Todas las novias deberían organizar un baile —murmuró Adam.
—Todavía estamos de luto —replicó ella.
—Creo que un baile de bodas sería apropiado. —Además, todo lo
que el duque de Kielder hacía debía considerarse apropiado. Nadie
se atrevía a contradecirle.
—¿De verdad? —El toque de esperanza en su voz arrancó una
sonrisa en los labios de Adam.
—De verdad. —Permitió que la sonrisa permaneciera, por
pequeña que fuera.
Entonces, una sombra cruzó el rostro de Perséfone y de nuevo le
pareció que estaba reteniendo algo dentro de sí, una palabra, un
gesto. Al final, simplemente sonrió.
—Creo que un baile podría ser una buena idea.
Capítulo 27
H
arry tuvo que sentarse.
—¿Adam fue quien lo sugirió? —Sacudió la cabeza casi
convulsivamente—. ¿Adam? ¿El Adam que conozco?
—Yo tampoco lo entiendo —admitió Perséfone—. Nunca
habría pensado que Adam fuera capaz de sugerir un baile en el
castillo de Falstone.
—No lo mencionó en la cena de anoche. —Harry continuó
moviendo la cabeza—. ¿Cuándo propuso este plan?
—Ayer por la tarde. Supongo que cambiará de opinión.
—Sin duda… —La expresión de Harry se tornó grave—. Aunque
Adam ha hecho algunas cosas inusuales últimamente, ahora que lo
pienso.
—¿Sí? —Sus intentos por entender mejor a Adam solo la habían
dejado más confundida que antes. Con suerte, Harry podría
proporcionarle algo de perspectiva.
—Ayer mismo, en su biblioteca, de hecho. —Le dirigió una mirada
irónica—. Durante veinte minutos, me habló de nuestra época en
Harrow y de su vieja enfermera, la enfermera Robbie. Me
preguntaba una y otra vez por qué no lo había dejado, como el
resto. Adam no habla de esas cosas. No habla de temas
remotamente personales.
Aquellos detalles eran los que andaba buscando. Era cierto que
daba mucho que pensar, pues Adam nunca hablaba de asuntos
personales, como Perséfone había podido comprobar. Sin embargo,
recientemente el duque había insistido en esos temas, si Harry
estaba en lo cierto. Aquello suponía un comportamiento muy poco
propio de él y le resultaba intrigante saber qué habría instigado
aquella repentina necesidad en Adam.
No le cabía duda de que Adam había hablado con Harry sobre
esos temas porque lo necesitaba por una u otra razón. Artemisa
hacía eso a veces; en general, prefería no hablar de la madre que
nunca conoció y siempre se mantenía callada o distante cuando se
comentaba el asunto. Perséfone sospechaba que Artemisa se
culpaba en silencio de la muerte de su madre, que había sido
durante el parto, pero en otros momentos la niña solo necesitaba
hablar de ella, oír hablar de ella. Y solía ocurrir cuando Artemisa se
sentía más vulnerable, cuando estaba enferma, molesta o asustada.
¿Por qué se sentía Adam vulnerable?
—Barton asegura que la cocinera está llorando. —Fue una
entrada inusual para Adam, que, por lo general, elegía un enfoque
más formal e impersonal. Enarcó una ceja, como hacía siempre que
encontraba algo remotamente divertido, porque nunca se reía.
Excepto cuando planearon un asalto ficticio en el barrio, recordó
Perséfone con una sonrisa furtiva.
—¿Qué le has hecho? —inquirió Harry.
—No he hecho nada. —Adam se dirigió a la ventana, de espaldas
a ellos—. Se le informó sobre el próximo baile.
—¿Y eso la ha alterado tanto? —El corazón de Perséfone se
hundió.
—Está muy contenta —corrigió Adam—. Está llorando en la mesa
de la cocina.
—¿Cómo ha reaccionado el resto del personal? —Perséfone
agradeció divertida la reacción de la cocinera.
—La señora Smithson se ha puesto en marcha con una urgencia
excesiva, como si el baile fuera esta noche y no dentro de tres
semanas, y Barton ahora sonríe cuando piensa que no lo veo.
—¿Tres semanas? —Perséfone se puso en pie mientras hablaba
—. Pero, Adam, se supone que Linus vendrá dentro de tres
semanas. Por favor, dime que no has cambiado de opinión sobre su
visita. —Se quedó mirándolo, consciente de que su rostro habría
palidecido de forma poco halagüeña.
Adam parecía casi herido por sus palabras. ¿Herido? Nunca se
había imaginado que pudiera sentirse herido a causa de las
palabras de otro ser humano.
—Por supuesto que no, Perséfone. —La miró, y la joven sintió
una punzada de vergüenza por haber dudado de él al ver reflejado
su dolor de forma tan evidente en su rostro—. Pensé que a Linus le
gustaría participar de la celebración. —Adam desvió la mirada—.
Aunque es un poco joven para participar en el baile, su presencia
sería bienvenida.
—Creo que Linus apreciará mucho la invitación —respondió
Perséfone, viendo cómo Adam volvía a alejarse de ella.
Deseaba entablar una amistad con Adam, pero hasta ahora solo
había logrado alejarlo aún más. El silencio en la habitación se hizo
pesado y Perséfone percibió en el rostro de Harry una perplejidad
que no presagiaba nada bueno: si incluso el amigo más cercano de
Adam encontraba su comportamiento confuso, Perséfone no tendría
ninguna posibilidad de entenderlo. Buscó rápidamente un tema
adecuado y recordó el comentario de Harry sobre que percibía en
Adam un nuevo interés por su infancia.
—¿Habrías disfrutado de un baile cuando tenías trece años? —
preguntó Perséfone.
—Ni siquiera los disfruta ahora —apuntó Harry.
Perséfone le dedicó una mirada de frustración a Harry.
—Entonces, ¿por qué este repentino deseo de entretener, Adam?
—Harry había llegado a su límite de comprensión, quería
respuestas. Adam se acercó a la ventana, pero no respondió—. Has
invitado al hermano pequeño de Perséfone y, para el baile, Falstone
acogerá a las grandes familias de Inglaterra al mismo tiempo. —
Aquellos comentarios no estaban teniendo un efecto positivo en el
estado de ánimo de Adam—. Es precisamente lo que te hace
desdichado.
—¿Desdichado? Yo no quiero que seas desdichado, Adam —se
precipitó a añadir Perséfone, con su atención totalmente centrada
en él.
—No me sentiré desdichado —refunfuñó.
Pero ya lo parecía.
—Simplemente harás que el resto de nosotros seamos unos
desdichados —dijo Harry—. Tal vez deberías cancelar todo el
asunto y ahorrarnos el sufrimiento.
¿Cancelar? ¿No extender las invitaciones? ¿Incluyendo la de
Linus? Perséfone notó que sus ojos no se separaban de Adam. ¿Lo
haría? No lo haría, ¿verdad?
—Yo, por mi parte, estoy a favor de mantener Falstone tan
tranquilo y sin perturbaciones como sea posible. Así, tú estarás
tranquilo y sin ser perturbado tanto tiempo como sea posible, y eso
es lo mejor para todos —continuó Harry.
Perséfone podía sentir cómo su alarma crecía. ¿Y si se las
arreglaba para convencer a Adam de que retirara su oferta?
—Además, ninguna de las invitaciones se habrá enviado todavía
—añadió Harry—. No será muy complicado evitar que Falstone se
alborote con tanta visita.
—Cállate, Harry —Perséfone apenas reconoció su propia voz,
ahogada por un repentino flujo de emociones. Los ojos de ambos
caballeros se volvieron hacia ella, los de Harry teñidos de
desconcierto y los de Adam denotando una mezcla de sorpresa y
diversión—. Si lo convences de que retire la invitación a mi
hermano, haré que preparen la horca para ti —le aseguró con un
tono de voz inusualmente autoritario.
—No olvides mi ballesta, Perséfone. —Adam se puso en pie
directamente a su lado—. Sería un medio eficaz para silenciarlo.
—Pero la horca es más cruel —murmuró ella, bajando los ojos
para ocultar la repentina ola de lágrimas que se había formado en
ellos.
Perséfone se dio cuenta en ese momento de que, a pesar de sus
intentos por no ilusionarse, deseaba con todo su corazón ver a su
hermano. Si Adam se retractaba de su oferta, ella quedaría
devastada.
—No tenía idea de que mereciera tan cruel destino.
Perséfone miró fijamente a Harry, pero no pudo evitar un tenue
temblor en su barbilla.
—Harry no es tan persuasivo como para convencerme de
cancelar la visita, Perséfone. —Su tono parecía algo frustrado.
Perséfone lo escuchó sin levantar la vista—. Ya he dicho con
anterioridad que no digo aquello que no deseo decir, y dije
claramente que Linus vendría a Falstone. No hay necesidad de
preocuparse por ello.
—Pero sí hay necesidad. —Se volvió hacia él, con su propia
frustración casi hirviendo—. Me pides que confíe en ti, pero no sé si
puedo. No entiendo nada de ti, Adam. No tengo ni idea de qué clase
de hombre eres. Y eso... eso me asusta.
—¿Te asusto? —preguntó con un hilo de voz y una mirada llena
de inquietud.
—Eso no es lo que he dicho.
—Es cierto, no lo es —confirmó Harry.
—Cállate, Harry —espetaron al unísono Perséfone y Adam.
Sonrió como si le divirtiera la situación.
—Me hace feliz sentirme una fuerza unificadora.
Aquello era demasiado. Sintiendo que su resolución se
desmoronaba, Perséfone se alejó de ambos y emprendió la huida
hacia la puerta. Sin embargo, una mano la agarró por la muñeca sin
permitírselo y, al mirar hacia atrás, sorprendida, confundida y
ligeramente preocupada, vio a Adam sosteniendo su mano, con la
frente arrugada en aparente frustración.
—No te vayas —le pidió, su voz teñida de mando y de autoridad.
Perséfone intentó liberarse, pero él la sujetó.
—Déjame...
—Por favor, no te vayas —enmendó.
Perséfone dejó de resistirse en el momento en que lo miró a la
cara. De nuevo esa mirada, la que ella hubiera jurado que provenía
del dolor o del miedo, o de ambos. Era sutil, casi se perdía en la
distancia y en la sensación de superioridad que emanaba de él. En
algún punto del camino lo habían herido y no podía deshacerse de
ese dolor. Era en esos raros momentos en los que un Adam más
amable emergía a través de la superficie endurecida que Perséfone
creía ver quién era realmente.
—Ahora sería el momento perfecto para una oportuna salida,
Harry. —Adam no miró a su amigo. Seguía sujetando a Perséfone
por la muñeca, pero sin un ápice de agresividad.
—Mensaje recibido. —Harry hizo una exagerada reverencia antes
de salir de la habitación.
—Ahora, escúchame, Perséfone Ifigenia. —Adam le dirigió una
mirada muy decidida, una mirada casi feroz, acompañada de un
tono que no admitía discusiones—. Tengo defectos, como cualquier
otro hombre, pero no soy un mentiroso. He prometido que tu
hermano te visitará y nadie, ni siquiera Harry, puede convencerme
de no cumplir con mi promesa. ¿Está claro?
Sintió que le temblaba la barbilla mientras asentía y, en aquel
instante, el duque pareció desvanecerse, y ella sintió que miraba a
un hombre común y corriente.
—Por favor, no llores —le pidió, confuso y nervioso al mismo
tiempo.
Con su mano libre, Perséfone detuvo una lágrima furtiva.
—Supongo que no me di cuenta de las ganas que tenía de ver a
mi hermano hasta que tuve miedo de no poder hacerlo.
Adam pareció estudiarla por un momento. Un torrente de
vacilación le atravesó los ojos.
—Perdóname —murmuró Adam incómodo mientras le soltaba la
muñeca.
Perséfone rechazó la disculpa. Ninguno de los dos se movió,
pero se encontraban muy cerca el uno del otro y sus miradas
vagaban por la habitación, encontrándose ocasionalmente, pero sin
permanecer en ese vínculo más tiempo que un breve instante. No
era un silencio cómodo. El aire a su alrededor, en cambio, se
revolvía nervioso y ansioso.
—¿Has paseado hoy por tu jardín? —la voz de Adam le llegó
irreconociblemente suave.
—¿Mi jardín?
—El jardín de setos —corrigió torpemente e incluso algo
avergonzado.
Él también lo consideraba su jardín, pensó Perséfone con
asombro, pero ¿entendería por qué se había vuelto tan importante
para ella? ¿Por qué atesoraba sus paseos ahí con tanto fervor?
—Ha estado nevando —respondió ella a su pregunta.
Adam le devolvió una sonrisa verdadera.
—Esto es Northumberland. —Cielos, parecía mucho más
agradable cuando sonreía. Esta vez, la sonrisa había alcanzado sus
ojos azules, tan divinamente azules—. Va a nevar durante meses.
—En otras palabras, necesito acostumbrarme a la nieve. —Ella le
devolvió la sonrisa.
Asintió en silencio, estudiándola como ella lo estudiaba a él.
Cómo deseaba Perséfone en aquel momento que el luto permitiera
el azul… Se sentía más guapa con un reflejo azul en los ojos y no
podía recordar un momento en el que hubiera querido encontrarse
más guapa que aquel.
Ese pensamiento la golpeó con fuerza y cerró los ojos para no
dejar que creciera dentro de ella. Si Adam seguía siendo amable y
gentil, y si ella no tenía suficiente cuidado, estaría en peligro real de
desarrollar sentimientos por él, sentimientos que iban mucho más
allá de la amistad. Y un amor unilateral no era precisamente lo que
andaba buscando.
Capítulo 28
A
dam se quedó sin palabras. Nunca se quedaba sin palabras.
Al entrar en el comedor para cenar, se había encontrado a su
madre compartiendo sofá con Perséfone.
—Buenas noches. —Su madre sonrió esgrimiendo la
misma sonrisa de compasión de siempre—. Pareces un poco
indispuesto, pobrecito.
—Estoy bien. —Adam se alejó de ella. En realidad, ni siquiera
esperaba que su madre acudiera a Northumberland para el mal
concebido baile de bodas, pero debería habérselo imaginado. Los
bailes no le hacían quedarse en Northumberland, pero siempre la
habían traído de vuelta: de vuelta de Newcastle, de vuelta de Leeds,
de vuelta de Londres.
—Le estaba hablando a Perséfone de los maravillosos bailes que
solíamos organizar aquí en el castillo. —El tono de su madre se
volvió melancólico, nostálgico—. Todos los periódicos de Londres
recopilaban los detalles de esas noches: los asistentes, la
decoración, el menú… Los bailes de Falstone eran legendarios.
—Y completamente inútiles —añadió Adam en voz baja. Sabía
que su padre montaba aquellos monumentales entretenimientos
para su madre, que se iba de todos modos.
—Estoy segura de que nuestro baile será mucho menos
sofisticado. —Ninguna disculpa colgaba del tono de Perséfone ni
había decepción alguna, solo constatación. Adam se lo agradeció
silenciosamente. De alguna manera, no podía soportar la idea de
que se sintiera decepcionada con su baile de bodas o con cualquier
otra cosa, con él mismo. Si se lo pedía, Adam le daría la más
extravagante de las veladas.
—Oh, pero podría serlo —aseguró la madre a Perséfone—. Unos
pocos cambios en el menú, tal vez un esquema de decoración más
elaborado…
—No —la interrumpió Perséfone—. Le aseguro que mis gustos
son mucho más simples. La señora Smithson y yo hemos acordado
ya el menú y decidido los preparativos y estoy bastante satisfecha.
—Satisfecha y complacida no son la misma cosa —señaló la
madre.
¿Estaba disgustada, entonces? Adam miró a Perséfone de reojo
y percibió su nerviosismo. Entonces, se acercó a la ventana. El
salón informal daba a la torre y al jardín norte, la única zona de
Falstone donde se permitía un descontrol salvaje. Siempre le había
gustado considerar aquel lugar la única parte de su casa que no
estaba planificada.
—Estoy satisfecha y complacida —insistió Perséfone.
Adam se preguntó si lo decía en serio. Su esposa era
precisamente el tipo de persona que aceptaba menos de lo que
quería por complacer a otros, por mantener la paz y la armonía.
Pero él no quería que se conformara, no la quería simplemente
contenta. Adam quería que fuera feliz, que Falstone fuera su hogar y
que tuviera todo lo que deseaba.
Frotándose la frente con la mano, Adam dejó escapar un largo y
silencioso suspiro. «Sueno igual que mi padre…», se dijo. Por
primera vez en su vida, no estaba seguro de que heredar un rasgo
de su padre fuera algo positivo. El viejo duque había pasado los
primeros años de vida de Adam atendiendo obsesivamente a su
madre, tratando de colmar sus deseos, pero no había servido de
nada. Con una punzada de dolor, Adam comprendió que su padre
había quedado destrozado, deshecho ante la deserción de su
esposa y su propia incapacidad de complacerla.
Y ahora Adam intentaba hacer lo mismo, pretendiendo mantener
a Perséfone en Falstone mediante sobornos, agasajos, visitas…, lo
que fuera que ella quisiera—. «Nunca funcionará» —se dijo a sí
mismo—. «No lo hizo antes, no lo hará ahora».
—Debes dejar que te ayude a organizar el próximo baile —oyó
decir a su madre cuando devolvió su atención a la conversación de
las damas—. Podría recomendarte algunas personas a las que
deberías considerar incluir. —Su entusiasmo aumentaba con cada
palabra. Adam sintió que se ponía rígido por la tensión—. Algunos
amigos míos que son encantadores.
¿Los mismos amigos de su madre que habían poblado los
pasillos del castillo antes de alejarla de él? Después de todo lo que
su padre había hecho, después de todo el tiempo que el propio
Adam había pasado rezando, rogándole que se quedara, ¿por qué
aquel repentino interés por permanecer en Falstone? Y quería traer
con ella a quienes la habían separado de su familia cuando Adam
era solo un niño.
—Disculpadme —intervino con un tono lo suficientemente severo
como para cortar la conversación.
Ambas damas se volvieron a mirarlo. Era la oportunidad perfecta
para terminar con los planes de su madre; le diría que no habría
más eventos una vez hubiera terminado aquel maldito baile.
Pero algo en él lo devolvió a sus cinco años, corriendo a las
puertas principales porque su madre había regresado,
prometiéndole portarse bien si se quedaba un rato. Se aferraba a su
falda y le rogaba que le hablara de sus excursiones, que fuera a
leerle a la enfermería. Su padre sonreía, saludándola con un beso
en la mejilla, y le decía lo feliz que estaba de que hubiera regresado.
Enviarla lejos sería como defraudar a su padre, lo que no tenía
sentido, pues su padre ya no estaba allí, como tampoco lo estaba
aquel niño pequeño. Pero Adam sabía distinguir el dolor en su rostro
cuando su madre se alejaba de nuevo.
—Disculpadme —su voz surgió más suave que antes y caminó
hasta la puerta del salón.
—Pero la cena… —protestó su madre.
Al menos había dejado de lado su tradicional «mi pobre
muchacho».
—No tengo mucha hambre, madre. —Sintió una oleada de ira,
pero no pudo explicarse por qué.
—Estás enfermo, mi pobre…
—No estoy enfermo —espetó—. Simplemente, no tengo hambre.
—Saltarte una comida no es sano. —La madre utilizó el tono que
empleaba cuando Adam todavía era niño.
—Adam es perfectamente capaz de decidir lo que es bueno para
él —intervino Perséfone, acallándola con suavidad.
—Gracias, Perséfone. —Su tensión no hizo más que aumentar
mientras se encontraba junto a la puerta—. Disculpad que me retire
—repitió y, tras una leve pero estrictamente apropiada inclinación,
salió de la habitación.

Solo quedaban dos semanas para el baile y, desde que había


propuesto aquel descabellado plan, Adam se había arrepentido más
de una vez. Sin embargo, como le había asegurado a Perséfone,
era un hombre de palabra, no lo cancelaría. Todas las invitaciones
que se enviaron regresaron con la confirmación de asistencia,
excepto la de la familia Jonquil, que aún estaba de luto por el
fallecimiento del conde. Sin duda, el baile sería precisamente el tipo
de multitud que Londres idolatraba y que Adam despreciaba.
Se encontraba en su biblioteca, adonde sus pies lo habían
conducido de forma casi automática. Del mismo modo,
inconscientemente, se volvió hacia el retrato de su padre, que
posaba junto al Adam niño. ¿Dónde quedaban sus frases
predilectas? «Los duques no dependen del pueblo» o «Estamos
mejor sin ella»… Si de verdad estaban mejor sin su madre
alrededor, ¿por qué se había esforzado tanto su padre en
mantenerla allí? Adam se quedó mirando el retrato como si el
fantasma de su padre fuera a responder sus preguntas. Su madre
se había marchado y su padre había muerto entre tanta frustración y
soledad, a pesar de los intentos de Adam de funcionar como su
medicina.
Pero no había sido suficiente. No lo había sido para ninguno de
los dos. Su madre lo había dejado y, poco después, su padre
también se fue. Perséfone, estaba seguro, sería la siguiente.
¿Cuántas veces se había dicho a sí mismo que no le importaba, que
no necesitaba a nadie? Ya no era un niño en busca del afecto de su
madre o la aprobación de su padre. Ya no lo necesitaba.
Adam murmuró una maldición y cruzó furioso la habitación hacia
las puertas de cristal. Estaba demasiado oscuro para ver el jardín de
Perséfone, así que quedarse ahí no tenía sentido. Sin embargo, no
se alejó.
¿Qué le estaba ocurriendo? Durante décadas se había
mantenido tranquilo y sensato, sin dejar que nada lo perturbara.
Había mantenido la cabeza fría en todo momento y resolvía los
problemas con rapidez y decisión. Pero, de repente, se encontraba
vagando por su propia casa, confundido y frustrado. No era propio
de él dejarse importunar por sus emociones, pero ahora se sentía
enfadado, tenso, a punto de explotar. Dejando escapar un gemido
de angustiosa frustración, golpeó el puño contra la pared y sintió
una punzada de dolor cuando la carne chocó con la gruesa y sólida
piedra. Otra maldición salió de sus labios, no por el dolor, sino por
no ser capaz ni de controlarse a sí mismo.
Entonces, una mano suave y delicada se deslizó sobre su puño,
que aún yacía contra la pared.
Perséfone.
—Te harás daño en la mano si sigues haciendo eso. —Con
ternura, alejó la palpitante mano de Adam del muro.
No quería que Perséfone lo salvara de sí mismo, otra instancia
más para depender de ella.
—Ve a cenar, Perséfone —murmuró Adam, soltándose de la
mano y dirigiendo la mirada de nuevo a la oscuridad que dominaba
los jardines.
—A eso he venido —anunció ella—. Allí mismo está bien —esto
último se lo dijo a alguien que esperaba en el umbral de la puerta.
Adam miró por encima de su hombro y distinguió a un criado,
acompañado de una camarera, colocando una bandeja muy
cargada de comida sobre el escritorio de Adam. Ambos parecían
ansiosos e inseguros. ¿Y por qué no habrían de sentirse así? No
formaban parte del personal que tenía permitido entrar en la
biblioteca. Después de inclinarse ligeramente en su dirección, los
sirvientes salieron de la habitación a la velocidad de un zorro
durante la temporada de caza.
—Te dije que no tenía hambre —refunfuñó Adam.
—Lo sé. —Perséfone parecía totalmente imperturbable—. Pero
yo sí.
—Mi madre...
—Está cenando con Harry —le cortó Perséfone—. Y yo voy a
comer aquí.
—Nadie come en esta habitación. —Adam recurrió a su voz
autoritaria de duque.
—¿Prefieres que me muera de hambre? —No pudo detectar el
más mínimo temblor en su voz.
Adam se volvió para mirarla. Perséfone estaba de pie, con la
barbilla levantada y la voz decidida, pero sus ojos delataban su
nerviosismo, aquella mirada que había reconocido las últimas
semanas cuando la manada de lobos se despertaba. Estaba
tratando de ser valiente de nuevo.
El mayordomo de Adam había confirmado que la manada se
había acercado al castillo más de lo habitual, algo que los ruidos
nocturnos ya habían puesto de manifiesto. Ambos se habían
turnado para asegurar a Perséfone que no había peligro y ella había
hecho un valiente esfuerzo por aparentar tranquilidad, pero en el
fondo de sus ojos permanecía un gesto receloso.
—Si realmente estás a punto de desfallecer, por supuesto,
aliméntate.
Adam contestó con impaciencia mientras caminaba hacia la
chimenea y se sentaba en su silla habitual. El sonido de un plato y
de los cubiertos conquistó el silencio que reinaba en la habitación.
Esa joven estaba invadiendo cada aspecto de su vida, cambiando
sus reglas, su rutina. Debería sentirse cada vez más enfadado, más
frustrado, y, en cambio, encontró tranquilizantes el ruido, el aroma
de su cena y su simple presencia.
—Maldita sea —murmuró.
—Huele bien, ¿verdad? Es una pena que no tengas hambre.
Adam giró la cabeza lo suficiente para ver cómo llenaba su plato
con una selección de la comida ahí dispuesta. De repente, Adam se
sintió extremadamente hambriento.
—¿Es una indirecta, Perséfone?
—¿Una indirecta? —preguntó ella, con fingida inocencia.
—Estás intentando convencerme para que te acompañe. —Adam
sospechaba de toda aquella situación. ¿Se estaba burlando de él?
Nadie se burlaba del duque de Kielder.
—¿Acompañarme? —repitió—. Ya te he dicho que este plato es
para mí. Si quieres cenar, tendrás que pedir que lo suban de las
cocinas.
Adam miró la comida con recelo. Había más que suficiente para
los dos… No esperaría terminar con todo ella sola.
—¿Piensas comerte un pollo entero?
—No es un pollo entero. —Continuó llenando su plato—. Y no es
tan grande, además. De hecho, me alegro de que hayan servido
más acompañamiento. De lo contrario, correría el peligro de
quedarme en los huesos.
Adam sacudió la cabeza y reprimió una carcajada. Sus
conversaciones eran cada vez más extrañas y, sin embargo, las
disfrutaba. La noche anterior le había hablado con bastante
sequedad de su último problema con Atlas: a los pocos minutos de
montar, el caballo había decidido que prefería estar quieto que
moverse por el prado. El relato le había hecho reír, a pesar de estar
determinado a lo contrario.
Le había dicho varias semanas antes que su presencia en la
habitación ayudaba a que durmiera, pero aquello ya no era cierto.
Cuando no se entretenía escuchando sus historias, la observaba
dormir o pensaba en ella, preguntándose qué más tenía que hacer
para hacerla feliz en Falstone. Un nivel tal de obsesión no podía ser
bueno para un hombre, se había dicho a sí mismo durante días.
Ahora, con el plato de comida colocado en la mesa auxiliar junto a
su silla, Adam desplazó la mirada desde el fuego ardiente hasta
Perséfone, que se encontraba junto a él. ¿Cómo podría ser feliz en
Falstone con él?
Contra todo pronóstico, ella le ofreció una sonrisa amistosa.
—No esperabas que me comiera todo el pollo, ¿verdad?
Le estaba tomando el pelo, pero incluso aquello no logró
interrumpir sus pensamientos. Perséfone seguía a su lado, pero
Adam mantuvo la mirada desviada de su rostro. No quería ver un
gesto de repulsión ahora que se encontraba tan cerca o, peor aún,
de compasión. Se encontró, sin proponérselo, concentrándose en su
mano, que colgaba tan cerca de la suya. Las mujeres siempre
parecían tener unas manos tan pequeñas… Adam levantó los dedos
del brazo de la silla lo suficiente para rozar las yemas de sus dedos
con los suyos. Perséfone se quedó completamente inmóvil mientras
Adam la miraba desde su silla, había algo casi doloroso en su
expresión. Dejó caer los dedos de inmediato.
—Gracias por la cena, Perséfone.
—De nada. —Y, con eso, volvió a la mesa.
Era tan tonto como lo había sido su padre, pendiente de una
mujer que no quería saber nada de él. Pero Adam no cometería los
mismos errores. Quería que se quedara, eso no podía evitarlo, pero
se juró a sí mismo que no se permitiría preocuparse más por ella.
Capítulo 29
–E
s la una de la madrugada, Perséfone.
Parada en el centro del ala infantil, se volvió hacia la
puerta. No esperaba que Adam saliera a buscarla.
Había estado callado y distante durante su cena en la
biblioteca y, aunque esperaba poder acercarse a él como a un
amigo, sus intentos por ser comprensiva y reconfortante no
funcionaban.
Perséfone cerró los ojos mientras el recuerdo de ese ligero roce
en las yemas de sus dedos atravesaba dolorosamente su mente. Si
el suyo fuera el tipo de matrimonio que Perséfone siempre había
deseado..., aquel gesto habría sido de afecto. En cambio, había sido
insoportable, casi un instante de tortura. En aquel momento, la joven
deseaba con todas sus fuerzas tomar la mano de Adam, pero sabía
que aquello solo daría rienda suelta a unos sentimientos que la
perjudicarían al final.
—No puedo evitar pensar que Linus no estará cómodo aquí. —La
joven evitó que su voz reflejara sus emociones, que pugnaban por
salir—. He estado pensando qué puedo hacer al respecto.
—¿Pretendes que un guardiamarina de la Marina Real duerma
en el ala infantil? —preguntó Adam.
—En el fondo, no es más que un niño. —Cruzó la habitación
hacia la puerta, rozando el tablero de una mesa al pasar.
—Un chico de trece años no es un niño —puntualizó Adam—,
especialmente después de dos años en la Marina.
Eso no era lo que ella quería oír. En su mente, Linus seguía
siendo un niño pequeño, el niño cariñoso al que había enseñado a
leer y escribir, el hermano que había insistido en enseñarle a jugar a
los palillos chinos. No estaba preparada para aceptar que hubiera
cambiado tanto. Se sintió inexplicablemente nerviosa ante la idea de
ver a su pequeño Linus de nuevo. ¿Cuánto habría cambiado?
—¿Debería elegir una habitación diferente para él, entonces? —
Perséfone trató de parecer menos afectada de lo que estaba.
Adam se hizo a un lado para permitir que Perséfone pasara por la
puerta.
—Hay muchas habitaciones en el ala familiar —dijo.
—¿Dentro de la esfera de influencia de Harry? —Perséfone
sonrió, avanzando por el pasillo.
—Quizás una habitación en nuestro extremo del ala sería más
apropiada —propuso Adam.
Perséfone se preguntó si estaría sonriendo, aunque fuera un
poco. Caminaba detrás de ella, así que no podía saberlo. Se apretó
la bata con más fuerza cuando el frío del pasillo empezó a filtrarse
por su camisón.
—Me resulta difícil imaginar a Linus mayor.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que lo viste? —
Adam la siguió por las escaleras hasta el ala familiar.
—Quince meses. —Ni siquiera tuvo que detenerse a pensar o
calcular. Sabía exactamente cuánto tiempo llevaba sin ver a sus
hermanos.
—Lo has echado de menos.
—Los he echado de menos a todos —rectificó Perséfone. Un
nudo repentino se le formó en la garganta. Cielo santo, echaba de
menos a su familia… Ella había sido una vez el elemento central de
sus vidas, pero ahora no ya no se sentía parte de nada.
—El señor Pointer se ha ofrecido a traer a Linus desde Newcastle
—informó Adam cuando entraron en la sala de estar—.
Casualmente estará allí ese día por asuntos personales.
Perséfone se volvió rápidamente hacia él.
—Quería esperar su llegada en el Triumphant yo misma.
—Aún hay un baile que planificar, Perséfone —argumentó Adam,
pasando por delante de ella.
—La señora Smithson podrá prescindir de mí durante un día o
dos —insistió Perséfone—. Y tu madre estará más que feliz de
hacerse cargo mientras no estoy.
Perséfone distinguió en Adam una tensión extraña a medida que
caminaba hacia su dormitorio.
—No irás a Newcastle, así que no habrá necesidad de que nadie
se encargue de los preparativos por ti.
Ella lo siguió.
—Pero es mi hermano.
—Y llegará a Falstone con el señor Pointer.
—Un desconocido. —A Perséfone no le gustaba nada la idea.
—Después de estar durante más de dos años en la Marina, dudo
de que Linus se eche a llorar al ver que quien lo espera es un vicario
de sesenta años —replicó Adam con su habitual tono seco y
sarcástico.
—Ahora sí que te estás burlando de mí —murmuró ella,
apartándose de Adam para sentarse en su butaca junto a la
ventana. La decepción y la frustración asediaron su interior. Se
había ilusionado ante la idea de ir a Newcastle, y no solo para dar la
bienvenida a Linus. Perséfone nunca había estado en Newcastle y
tenía curiosidad por ver la ciudad.
—¿De verdad quieres ir? —La voz de Adam temblaba de la
tensión.
—Sí —respondió ella con la mirada fija en el reflejo de la ventana.
Al instante, su rostro se endureció y un brillo extraño en sus ojos
inquietó a Perséfone.
—Ve entonces —le espetó. De repente, el Adam que había
conocido el día de su boda había vuelto: distante, intimidante,
desagradable—. Ve donde quieras. No me importa.
La puerta se cerró de golpe tras él, haciendo vibrar las ventanas y
dejando un halo de inquietud en la habitación. ¿Qué acababa de
pasar? En un instante, el Adam que tanto estaba empezando a
apreciar había desaparecido. Había pasado de sentirse contenta,
hasta feliz, a sentirse muy sola.

Tal vez Harry tuviera razón. Se había negado rotundamente a


acompañar a Adam en su paseo matutino.
—¿Con toda esta niebla? —había preguntado incrédulo—.
Podrías ir en dirección a un árbol y no darte cuenta.
Pero Adam necesitaba salir, escapar del castillo. Sobre todo,
admitió con frustración, necesitaba evitar a Perséfone. Ella quería
abandonar Falstone, lo había reconocido la noche anterior. Solo
serían unos días, por supuesto, pero Adam sabía que eso solo sería
el principio: primero se iría un día, luego una semana, luego un mes,
y ya no volvería.
Se dijo a sí mismo que no le importaba, lo cual constituía, por
supuesto, una mentira descarada. Eso le había dicho a ella, que no
le importaba; aunque le había prometido que nunca le mentiría, no
había podido evitarlo. Y no era de extrañar que deseara abandonar
el barco, como Harry habría dicho.
Podría aprender a vivir sin Perséfone, igual que su padre había
hecho con su madre. Aunque había vivido unos años desdichados,
había seguido adelante. Y Adam había alcanzado hacía ya tiempo el
punto de no necesitar a nadie, aunque la llegada de Perséfone
había revolucionado su determinación. Sin embargo, ya lo había
logrado antes, y lo volvería a lograr. El duque de Kielder era como
una isla, no estaba en deuda con nadie, no dependía de nadie.
Simplemente tenía que convencerse de ello.
De repente, el aire se volvió demasiado frío para respirar con
normalidad. La niebla parecía más espesa por momentos. Era hora
de volver a Falstone. Adam guio a Zeus de vuelta a casa.
—Puedo ser indiferente —se dijo a sí mismo. Lo había sido
durante veinte años, era más que posible repetirlo. Perséfone podría
hacer todos los viajes y excursiones que deseara, y él actuaría
como acostumbraba desde las ausencias de su madre: manejando
los asuntos de la finca, administrando sus finanzas. Estaría bien.
—Maldita sea, está empezando a hacer frío —murmuró Adam.
Como para sumarse a su afirmación, Zeus se estremeció. Bajo
sus pezuñas, una capa de nieve congelada crujió y se rompió. Sí, tal
vez Harry tuviera razón. En algún lugar sonó un aullido, ligeramente
amortiguado por la espesa niebla. Era un sonido inquietante, casi
como una advertencia.
—Continúa, Zeus. —Pero el caballo parecía no oírle.
Unas pisadas más breves, como de un zorro o un perro,
rompieron el silencio. Zeus avanzaba con nerviosismo. Los sonidos,
las sensaciones del momento le resultaban a Adam horriblemente
familiares, aunque sabía que nunca había dado un paseo con una
niebla tan espesa. Un coro de gruñidos resonó a su alrededor.
Era la manada. Hayworth le había informado de que su radio de
caza se había estrechado; se estaban acercando al castillo más que
de costumbre. La mano de Adam se dirigió automáticamente al
revólver de su bolsillo. No tenía planes de usarlo, pero, en el peor de
los casos, estaría preparado.
Una serie de largos y escalofriantes aullidos hizo que Zeus se
inquietara.
—Tranquilo, muchacho —Adam lo instó a seguir.
Oyó un ruido de cascos cerca, quizás acercándose, pero la niebla
hacía que el sonido rebotara de forma poco natural, sin permitirle
ver más allá que unos pocos metros. Mantuvo la mano en el bolsillo,
esperando, anticipándose.
—¡Excelencia! —bramó una voz, buscando a alguien.
¿Había venido alguien a buscarlo?
—¿Excelencia? —repitió la misma persona.
—¿John Handly? —Adam creyó reconocer la voz.
Los golpes de los cascos se hicieron más fuertes, y los aullidos,
más frenéticos. Zeus parecía desesperado por salir corriendo y, en
aquel instante, Adam reconoció a John. Un solo vistazo a su rostro
lo puso sobre aviso de que algo andaba mal.
—¿Ha podido encontrarla? —fue lo primero que salió de la boca
de John.
—¿A quién?
—Entonces, ¿no la ha…? —John parecía envuelto en un
nerviosismo frenético.
—No sé de quién me estás hablando —Adam apenas podía
mantener a Zeus firme, la manada se estaba acercando.
—Excelencia —exhaló John rápidamente—, estábamos
cabalgando hacia casa de los Pointer y Atlas salió disparado sin
razón aparente, solo se desbocó. Todavía no es tan buena jinete y
me preocupa que la haya tirado.
—¿A Perséfone? —Adam no pudo pronunciar una palabra más.
—Y con la manada sonando tan cerca y tan furiosa...
—¡Perséfone! —gritó Adam, pero aquel reclamo teñido de pánico
solo reverberó en el vacío que los rodeaba.
—No contesta a mis llamadas tampoco, temo que haya ocurrido
algo.
—No te atrevas a mencionarlo… —le avisó Adam—. ¡Perséfone!
Los aullidos se habían disuelto en unos pocos ladridos agresivos.
Adam tenía un horrible presentimiento, que transformó en palabras.
—Tenemos que encontrar a la manada.
—Eso mismo había pensado —John sonaba tan preocupado
como Adam.
Habría querido salir disparado, pero la niebla lo hacía imposible.
Solo le quedaba adivinar de dónde provenían los ladridos y aullidos,
pero el ambiente hacía que sus sentidos no fueran fiables.
Entonces, oyó un sonido que le heló la sangre: un caballo,
obviamente dolorido. Era su pesadilla hecha realidad.
—Yo también lo he oído, excelencia. —John debió de reconocer
la tensión en Adam—. Estamos acercándonos.
El corazón de Adam latía con fuerza ahora que los gruñidos y los
sonidos de las zarpas sobre la nieve crujiente llegaban desde todos
los ángulos. Estaban rodeados.
—¡Perséfone! —gritó Adam.
La manada respondió con un temible coro de aullidos.
—¡Allí, excelencia!
Adam volvió la cabeza y trató de localizar con la mirada lo que
John le señalaba. Atlas, ensangrentado y respirando con dificultad,
se encontraba no muy lejos de ellos, pero la silla de montar estaba
vacía. Frenético, el duque buscó a su alrededor, acercándose a la
montura y vigilando que la manada no le atacara. Cuando casi había
llegado hasta Atlas, el caballo relinchó con recelo y, aunque Zeus
retrocedió ligeramente ante aquella reacción, continuó avanzando
por orden de Adam. Entonces, Atlas asumió una postura agresiva,
algo que Adam nunca le había visto hacer… Su carácter dócil era
una de las razones por las que Adam lo había aprobado como
montura para Perséfone.
Como un destello, un lobo se cruzó en el camino de Zeus, y Atlas
inmediatamente cambió de actitud para gruñir al recién llegado. Un
segundo lobo vino por detrás y Atlas le dio una coz. El caballo se
movía desesperado y entonces Adam comprendió la razón de su
frenético comportamiento.
Arrodillada en el suelo, justo detrás de Atlas, estaba Perséfone,
sosteniendo un gran rama de árbol en la mano como un guerrero.
La blandió contra una sombra que al instante se convirtió en un lobo
y Adam tiró de Zeus justo cuando el lobo arremetió. Reaccionó
automáticamente. Su pistola echaba humo antes incluso de darse
cuenta de lo que estaba haciendo.
El lobo yacía inmóvil a los pies de Perséfone. El resto de la
manada pareció asustarse momentáneamente y retirarse.
—Levántala, John —le apremió Adam, pero John ya había
desmontado y ayudaba a Perséfone a ponerse en pie.
Entonces, Adam percibió que estaba herida. Cojeando y
encogida sobre sí misma, apenas logró dar unos pocos pasos hacia
Zeus. John ayudó a Adam a subirla a la silla de montar delante de
él.
—Toma las riendas de Atlas —le instó Adam. John asintió—.
Date prisa, la manada no se retirará por mucho tiempo.
John volvió a montar y se llevó a Atlas tan rápido como la niebla y
las lesiones de los caballos se lo permitían. Adam hizo girar a Zeus
y se acercó a Perséfone.
—¿John? —inquirió Adam al pasar junto a él.
—¿Sí, excelencia?
—Si la manada se pone agresiva de nuevo, deja a Atlas y
refúgiate. ¿Entendido?
John asintió, pero Adam no podía decir con certeza si el mozo
abandonaría en serio a un caballo para salvar su propio pellejo. Le
devolvió el saludo e instó a Zeus a acelerar el paso.
—¿Perséfone? —preguntó mientras sorteaba los árboles y la
niebla.
Ella no contestó.
—¿Perséfone? —repitió con más urgencia—. ¿Te encuentras
bien?
—No —murmuró, dejando escapar un sollozo, pequeño y
silencioso, invadido por el miedo.
Adam la sujetó con más fuerza, dejando atrás los aullidos.
Capítulo 30
–M
aldita sea esta niebla —murmuró Adam, girando las
riendas de Zeus una vez más.
Nunca se había perdido en el bosque de
Falstone… hasta ese día. Apenas podía distinguir los
árboles a su alrededor, y mucho menos cualquier punto de
referencia que pudiera indicarle dónde estaban. La manada se
movía cada vez más cerca de ellos, en algún lugar de la
impenetrable niebla. En un sobresalto, Zeus casi soltó las riendas de
la mano de Adam, y este trató en vano de agarrarlas con más
firmeza.
—¿Perséfone? —cuando ella no respondió, simplemente
continuó—: Necesito agarrar con más fuerza a Zeus o huirá. —
Todavía sin respuesta. Si no hubiera sentido que se movía de vez
en cuando, Adam habría dudado de si estaba consciente—. No
puedo sosteneros a los dos al mismo tiempo.
—¿Me vas a dejar aquí? —su voz se llenó de pánico.
—Por supuesto que no. —¿Cómo podía pensar eso? ¿Qué clase
de monstruo creía que era?—. Vas a tener que agarrarte tú a mí, no
puedo sostenerte yo. —Su inquietud y su ira se vieron reflejadas en
su tono.
—No me grites, Adam.
—No estoy… —pero se interrumpió, trato de inferir cierta calma
en su tono y habló de nuevo—: No estoy gritando.
Guio a Zeus alrededor de un grueso tronco de árbol que apareció
de repente en la niebla frente a ellos y tiró del caballo hasta que se
detuvo. Sosteniendo las riendas con el brazo que antes había
sujetado a Perséfone, deshizo torpemente los botones delanteros de
su gabardina.
—Abrázate a mí, Perséfone —la instó.
Ella obedeció inmediatamente e, ignorando el repentino palpitar
de su corazón, Adam se abotonó el abrigo alrededor de ella. Solo
logró que un botón se abrochase, pero era suficiente para ayudar a
que Perséfone permaneciera en la silla.
—Mantente firme —dijo—. Si encuentro el camino,
cabalgaremos.
Adam sintió lo que parecía ser un asentimiento enterrado en lo
más profundo de su abrigo y cerró los brazos más firmemente a su
alrededor. Debía de estar muy incómoda en aquella posición: de
lado, compartiendo la silla y girada lo suficiente como para rodearlo
con los brazos. Y estaba temblando.
—Maldita sea —refunfuñó Adam. Con ambas manos en las
riendas, dirigió a Zeus en un trote lento.
Un gruñido quejumbroso detuvo su avance al momento. Zeus
estuvo cerca de tirar a Adam. Aunque este logró agarrarse, parecía
como si Perséfone se estuviera deslizando hacia el suelo.
—Agárrate fuerte. —Adam tiró de Zeus justo cuando un lobo
apareció directamente en su camino, gruñendo con agresividad.
Adam esperaba que fuera el único.
Otro miembro de la manada salió de la niebla y se acercó a Zeus,
mientras la sombra de un tercero amenazaba fuera de su campo de
visión. Perséfone parecía más débil a cada instante. ¿Dónde
demonios estaba el camino? Adam desvió a Zeus hacia la derecha,
sorprendiendo a uno de sus perseguidores con la guardia baja y en
retirada. Los otros no se distrajeron tan fácilmente.
—Quédate conmigo, muchacho —le murmuró a Zeus, sintiendo
que el caballo se ponía más nervioso.
Su corazón se aceleró. Nunca había visto a la manada tan
agresiva, pero tampoco se había adentrado nunca en el bosque en
pleno invierno. Adam entendía lo que estaban haciendo. La caza era
su instinto natural, y Adam, Perséfone y Zeus eran su presa.
—Estoy mareada, Adam —la voz de Perséfone sonaba algo
extraña, como si estuviera esforzándose demasiado para formar
cada palabra.
Un árbol partido por un rayo apareció a la izquierda de Adam, con
el tronco carbonizado y nudoso. Conocía aquel árbol, sabía que el
lado más delgado apuntaba hacia las puertas delanteras del castillo
de Falstone. ¿Era posible que estuvieran tan cerca sin ver su
sombra?
Forzó a Zeus a un galope más rápido dirigiéndose hacia lo que
suponía el camino, más o menos a cuatrocientos metros de casa.
Llegarían al camino en pocos segundos si seguían avanzando entre
los árboles.
—Un poco más —animó a Zeus.
En el momento en que alcanzaron el camino, Zeus se dirigió
hacia el castillo como una flecha. Obviamente, conocía el camino a
casa igual que Adam. Oía los gruñidos pisándole los talones…
Nunca había visto a la manada adentrarse en el camino. ¿Qué
diablos estaba pasando en el bosque de Falstone?
Un lobo se detuvo en medio del camino, con los dientes al
descubierto, sin retroceder cuando Zeus se acercó. Adam no
llegaba a su pistola y Perséfone estaba cada vez más inclinada en
su brazo. Si lo retiraba para apuntar, probablemente se caería de la
silla.
—¡Rápido! —instruyó Adam, dando a Zeus libertad para cabalgar
sin límites.
Nunca había sentido tanto agradecimiento hacia una montura,
sabiendo que superaría cualquier obstáculo. Incluso con dos jinetes
en su lomo, Zeus saltó por encima de su asaltante y continuó a todo
galope.
Entonces, Falstone apareció ante sus ojos. La niebla debía de ser
de un grosor sin precedentes para que algo tan imponente como el
castillo permaneciera indetectable desde esa distancia. Atravesaron
la puerta como si se tratara de la última etapa de la carrera de
Epsom Derby y Adam frenó a Zeus una vez llegaron al muro interior,
volviendo la mirada tras de sí, pero la manada no lo había seguido
al interior. Al menos, esa barrera aún no había sido quebrantada.
—Excelencia. —Uno de los criados llegó hasta ellos con la
confusión escrita en su rostro y en su tono.
—Que los mozos de cuadra se armen —gritó Adam—. La
manada está a pocos metros del castillo.
—Lobos —murmuró el joven, palideciendo.
Durante una fracción de segundo, Adam consideró recordarle al
hombre que no eran técnicamente lobos, pensando que quizás eso
aliviara sus preocupaciones, pero aquello no importaba, pues los
animales se estaban comportando como lobos. Adam ahora
pensaba en ellos de esa manera y probablemente no cambiaría
después de aquel encuentro.
—Busca a John Handly —ordenó Adam—. Está en camino…
John atravesó las puertas en ese momento, arrastrando a Atlas y
a su propia montura. Los caballos se detuvieron junto a Zeus,
jadeando y obviamente cansados.
—La jauría me pisaba los talones. —John se esforzó por
recuperar el aliento.
—A nosotros también —corroboró Adam. Ambos hombres
desviaron la mirada hacia la puerta—. He instruido al personal del
establo para que se arme en caso de que la manada traspase los
muros.
John se llevó la mano al sombrero y desmontó rápidamente.
Otros tres mozos de cuadra condujeron a los caballos a los
establos. Adam ayudó a Perséfone a bajar al suelo, apenas podía
mantenerse de pie. A su lado, el duque le pasó un brazo alrededor
de la cintura. John Handly había corrido a los establos, sin duda
para cumplir las instrucciones de Adam.
—Estoy muy mareada —murmuró Perséfone, apoyándose en él
sin fuerzas.
—¿Puedes caminar?
—Creo que sí.
Se las arregló para llegar al interior, donde Barton mantenía la
puerta abierta con el rostro confuso y preocupado. Harry llegó en
ese momento.
—¡Qué…! —Harry interrumpió lo que claramente habría sido una
maldición cuando sus ojos se encontraron con Perséfone. No
necesitaba censurar su palabras, ya que Perséfone había
escuchado una serie interminable de blasfemias durante su vuelta a
Falstone.
—La han atacado —explicó Adam, llegando al final de la escalera
—. La manada, aparentemente, se ha dedicado a cazar presas más
grandes.
—¿Los lobos la mordieron? —Los ojos de Harry se agrandaron.
—¿Parece que la hayan mordido? —se quejó Adam. El peligro ya
no era inminente, y su rabia y frustración habían alcanzado el punto
de ebullición.
—No pretendes que suba esas escaleras, ¿verdad? —preguntó
Harry.
Con la mandíbula desencajada y los hombros tensos, Adam
levantó a Perséfone en brazos y la subió por las escaleras. Ella no
emitió ni un quejido de protesta.
—¿Deberíamos llamar al boticario? —preguntó Harry.
—¿Y que se lo coman vivo a las puertas del castillo?
Aquello terminó de transmitirle a Harry el peligro de la situación.
—¿La manada no ha retrocedido, entonces?
Adam negó con la cabeza.
—He armado al personal del establo.
—¡Caray!
—Basta ya de tanta jerga, Harry. —Llegaron al hueco de la
escalera que conducía al ala familiar—. ¿Dónde está mi madre?
—En la sala de estar, creo.
—Envíala a la habitación de Perséfone.
Sin titubear, Harry se dispuso a cumplir con lo que le había
pedido. Adam sintió cómo sus brazos y sus piernas sucumbían al
cansancio. No recordaba haber estado nunca tan agotado.
Suspirando aliviado, dejó a Perséfone en su cama, y ella mantuvo
los ojos cerrados. Adam se sentó en la cama, junto a ella, a punto
de derrumbarse.
—¿Adam? —oyó susurrar a Perséfone.
Se volvió para mirarla. Bajo la brillante luz de su habitación,
Adam pudo distinguir un enorme hematoma púrpura que se estaba
formando sobre su ojo izquierdo, que había empezado a cerrarse, y
un hilillo de sangre que recorría su frente.
—¿Estamos a salvo ahora? —preguntó Perséfone tan bajo como
antes.
—Sí.
Como para contradecirlo, un aullido, más cercano que cualquiera
que hubiera oído dentro de los muros del castillo, invadió el silencio.
Sin embargo, Perséfone no se estremeció, como Adam esperaba
que hiciera.
—No voy a volver a montar mientras viva —declaró débilmente.
—Lo dudo. —Adam sintió cómo todo su cuerpo se hundía.
—Tenía miedo de que nadie me encontrara.
A Adam le dio un vuelco el corazón. Durante aquel calvario, se
había negado siquiera a considerar lo que podría haberle ocurrido.
¿Y si él si no hubiera salido, si no hubiera encontrado a Perséfone?
Estaría muerta. De repente, perdió las pocas fuerzas que le
quedaban. Adam se dejó caer en la cama, tumbado junto a ella, con
la gabardina colocada sobre los hombros, húmeda por la niebla.
Cerró los ojos y se sumió en un letargo inquieto y sin sueños.
—¡Santo cielo!
Adam se revolvió al reconocer la voz de su madre.
—No están muertos, madre Harriet —intervino rápidamente
Harry.
Adam abrió los ojos y los miró desde el otro lado de la habitación.
—Creo que Adam esperaba que pudieras reconocer a Perséfone.
No podemos llamar a un boticario o a un cirujano con la manada
merodeando todavía por el muro.
—Cielos. —La madre se balanceó un poco.
—Ayúdala a sentarse, Harry. —Adam se incorporó, todavía un
poco aturdido.
Perséfone no se soltó de su mano, apretándola cada vez que él
se movía, y los ojos de Adam no podían evitar volver a ella. Estaba
despierta, sin duda una buena señal, pero su rostro estaba
terriblemente hinchado y el hematoma era cada vez más visible. Ella
levantó la vista hacia él, pero no necesitó palabras para transmitirle
lo que sentía. Adam le apretó la mano y la mantuvo firmemente
contra la suya. Entonces, se movió para sentarse en el borde de su
cama, frente a la silla donde Harry había dejado a su madre. Se
sentía indudablemente indispuesto, pálido e inquieto, con los ojos
ardientes y la cabeza nublada. Nunca había tenido tanta dificultad
para despertarse después de quedarse dormido durante un minuto o
dos.
—Harry, ¿podrías localizar a la doncella de Perséfone, por favor?
Harry se volvió hacia Adam con una mirada de pánico que
rápidamente se sacudió de encima para cruzar la habitación y
cumplir con su cometido. Después de parpadear unos segundos y
balancear los hombros, se sintió más despierto.
—¿Adam? —El duque se volvió hacia Perséfone, girándose para
poder mirarla—. ¿Puedes quitarme la bota? Me aprieta demasiado.
Había cojeado. ¿Cómo lo había olvidado? Podía haberse roto el
tobillo al caerse del caballo y, por supuesto, se habría hinchado.
—¿De qué pie?
—El pie derecho —respondió Harry.
Adam se volvió hacia su amigo, que se encontraba en el lado
derecho de la cama, y siguió la mirada de Harry hacia lo que parecía
una pierna ensangrentada y un hábito de montar desgarrado. Adam
se puso en pie de un salto y fue hacia donde estaba Harry.
—¿Es una fractura con herida abierta? —La alarma llenaba la
voz de Harry.
Adam negó con la cabeza.
—Si fuera una fractura abierta, no podría haber caminado.
—Entonces, ¿por qué hay tanta sangre?
Tiró del dobladillo del hábito de montar de Perséfone. La sangre
empapaba todas las capas que llevaba: botas, medias, enaguas…
Algunas esquirlas y astillas de madera habían quedado incrustadas
en las largas y profundas heridas.
—Necesita un cirujano —apuntó Harry.
—Lo sé —susurró Adam en respuesta, sintiéndose totalmente
inadecuado: lo único que tenía Perséfone era a él.
Capítulo 31
L
a doncella de Perséfone llegó en aquel preciso momento.
—Trae agua hirviendo —le ordenó Adam—. Varios cubos.
Impactada por el espectáculo de sangre que tenía ante ella,
Abigail se esforzó por asentir. Unos cortes largos y profundos,
que a cada momento se hinchaban y sangraban más, recorrían la
pierna de Perséfone. Sin embargo, no eran paralelos, y Adam sintió
un alivio inmediato. Si la hubieran mordido, se verían las marcas.
—Y el brandy más fuerte que Barton pueda encontrar —añadió
Adam, pensando en el barro, la suciedad y las esquirlas.
Adam se quitó la gabardina, la dejó sobre el respaldo de una silla
cercana y trató de quitarle la bota a Perséfone. Su pierna se
hinchaba por momentos, lo que apretaba más la bota. No era capaz
de aflojarla.
—Ayúdame, Harry.
Perséfone gemía de dolor mientras tanto Adam como Harry
intentaban quitarle la bota.
—Tendrás que cortarla —dijo Harry.
—Tijeras, Perséfone —pidió Adam—. ¿Tienes tijeras aquí?
—En la sala de costura. —Mantenía los ojos fuertemente
cerrados, las lágrimas surcando su rostro.
—Madre…
Pero ella estaba sollozando en un rincón de la habitación.
—Yo las traeré —se ofreció Harry.
—Ni siquiera sabes dónde está la sala de costura. —Adam rozó
las mejillas de Perséfone, dejando un rastro de sangre tras de sí—.
Ahora mismo vuelvo.
Ella asintió en silencio.
—Ayuda a mi madre a trasladarse al sofá del salón de Perséfone,
¿quieres, Harry?
Adam se apresuró hacia el cuarto de costura, donde localizó
sobre una mesa varias labores de aguja en distintos estadios de
elaboración. Se limpió las manchas de sangre de las manos en los
pantalones mientras buscaba desesperadamente por la habitación.
Las diminutas tijeras que había sobre la mesa no servirían para
cortar el cuero. Murmuró una maldición; cuanto más tardase, más se
hincharía el pie, eliminando las posibilidades de cortar la bota sin
hacer daño a Perséfone.
—¡Ah! —exclamó, al divisar un par de tijeras en lo alto de un caja
de retazos de tela.
Adam se lanzó sobre ellas y volvió a la habitación, donde Harry,
de pie junto a la cama de Perséfone, sostenía la mano de la joven.
—¿Mi madre?
—Acostada —respondió Harry—. Repetía una y otra vez que lo
sentía.
Adam se remangó las mangas de la camisa, recabando cierta
libertad de movimiento.
—Mantenla quieta —le pidió a Harry, señalando la pierna de
Perséfone—. No quiero cortarle la piel accidentalmente.
Harry asintió y sujetó la pierna de Perséfone contra el colchón.
Ella gritó de dolor.
—Lo siento —musitó Harry.
Adam deslizó la punta de las tijeras de plata por debajo del borde
de la bota y empezó a cortar. Centímetro a centímetro, fue retirando
el cuero con cuidado. La sangre se había filtrado en el interior, pero
las heridas no sangraban; las botas habían hecho las veces de
torniquete.
Adam respiró aliviado cuando liberó el pie por fin. No la había
cortado ni le había hecho más daño. Gran parte del dolor del pie y
de la pierna se calmaría solo con haber quitado la bota.
—¿Puedes traer la palangana, Harry? —Adam detectó el
cansancio en su propia voz.
—¿Te das cuenta de que es la tercera vez en pocos minutos que
me pides algo? —Harry cruzó la habitación hasta el cuarto de baño
de Perséfone.
—Perdóname, Harry. —Pero pudo distinguir el sarcasmo en sus
propias palabras mientras sacaba un paño del cajón—. Como no
hay nadie más por aquí que pueda ayudarme, asumí…
—No me quejo de la carga de trabajo. —Harry dejó la palangana
en la mesita de noche y vertió el agua de la jarra—. Solo
puntualizaba que nunca pides ayuda. Sueles obligar.
—¿Preferirías que te obligara? —Adam sumergió el paño en el
agua helada.
—No, en realidad no.
¿Realmente era tan dictatorial? Sí, sin duda, y su propia
constatación le molestó, aunque no se explicaba por qué. Apartó el
pensamiento de su mente y se dispuso a limpiar toda la sangre que
pudo del pie de Perséfone, que emitió un gesto de dolor.
—Lo siento. Sé que el agua está fría. Falta un buen rato para que
puedan subir agua caliente de la cocina.
Perséfone no respondió, sino que permaneció inmóvil, con los
ojos cerrados por el dolor, y Adam continuó su labor de limpieza. El
tobillo estaba hinchado, había sufrido un esguince como mínimo, tal
vez una pequeña rotura. Aun así, ella había caminado a su lado, sin
quejas, sin una sola lágrima. Y pensar que una vez la consideró una
cobarde…
—Harry… —Adam detuvo las instrucciones que vinieron
inmediatamente a su mente. Por razones que no deseaba pararse a
evaluar, cambió sus palabras por una petición—. ¿Podrías ir a ver si
mi madre necesita algo?
—Por supuesto. —Harry esbozó una sonrisa y salió de la
habitación, justo cuando la doncella atravesaba el umbral.
—Primer cubo de agua caliente, excelencia. —Lo colocó en la
mesa, junto al lavabo.
—Vacía el agua fría, por favor.
Había limpiado casi toda la sangre del pie de Perséfone y se
disponía a hacer lo mismo con el tobillo. Perséfone gimió de forma
casi inaudible.
—Intentaré ser delicado —prometió.
Adam se sentó en la cama, sostuvo el pie con una mano y lo lavó
con la otra. La tarea le resultó extrañamente calmante,
tranquilizadora. Odiaba sentirse inútil y, en ese momento, se sintió
de ayuda. No solo ayudando en un sentido general, sino ayudándola
a ella. De alguna manera, aquello se había vuelto importante para
él.
—Puedo ocuparme yo, excelencia. —La doncella parecía esperar
que él abandonara sus funciones.
Adam negó en silencio con la cabeza, frotando suavemente la
sangre del tobillo.
—No es apropiado que un duque actúe como la doncella de una
dama o como médico, excelencia.
—Tal vez —Adam no apartó los ojos de su tarea—, pero un
esposo debería ocuparse de cuidar a su esposa cuando está
enferma, ¿no es así?
—Sí, excelencia. —La criada parecía inmensamente confusa.
—Entonces, me atrevería a decir que atender a mi esposa es
perfectamente correcto.
Su tobillo estaba terriblemente hinchado y sensible, como
demostraba su mueca continua de dolor.
—Es muy inusual.
—¿Y cuándo le ha importado al duque de Kielder ser «usual»?
No parecía que los huesos se hubieran dislocado; en todo caso,
podría haber una pequeña fisura, pero Perséfone había sido muy
afortunada, por lo menos desde aquella perspectiva.
—Sí, excelencia.
Abigail permaneció en silencio después de aquello,
contentándose con conseguir agujas y pinzas para ayudar a Adam a
limpiar los restos de la herida y con proporcionarle paños frescos
hasta que una segunda doncella llegara con el siguiente cubo de
agua de la cocina. Trabajaron en absoluto silencio, Adam limpiando
los cortes, lavando la pierna y el pie de Perséfone, la doncella
atendiendo la sangre de la cabeza y el ojo hinchado. Perséfone no
dijo nada.
Adam limpió personalmente cada gota de sangre de su pierna,
desde de la rodilla hasta el pie, y contó cuatro cortes profundos,
cada uno de los cuales medía varios centímetros de longitud, aparte
de unas dos docenas de heridas más superficiales. Su tobillo le
preocupaba más, sobre todo porque sabía que no podía hacer nada
al respecto.
Dos criados se ofrecieron para sostener a Perséfone mientras
Adam vertía casi una botella entera de brandy sobre los cortes de la
pierna, y la joven rompió su silencio por primera vez en más de
media hora. No se le escapó palabra alguna, solo un grito
desgarrador de agonía.
Cuando terminó de limpiar las heridas, Adam estaba agotado.
Consciente de su evidente sufrimiento y de que él era el causante,
sin importar lo necesario que hubiera resultado su trabajo, fue
demasiado para él. Colocó las manos sobre la cama y, encorvado,
dejó caer la cabeza. No podía continuar. No tenía fuerza de
voluntad.
—Yo le coseré la herida, excelencia. —Por primera vez desde
que había sido contratada, la doncella de Perséfone habló a Adam
con una amabilidad y un respeto nada fingidos. Antes, parecía más
asustada e impresionada por su título, quizá por su reputación, pero
en aquel momento parecía más impresionada por el propio Adam.
Fue una experiencia nueva para él.
Adam volvió la cabeza lo justo para mirarla y ella le ofreció una
pequeña sonrisa, algo que podría considerarse irrespetuoso
viniendo de una criada, pero Adam solo asintió y se apartó un poco
para permitirle terminar de atender a Perséfone.
La doncella de cámara que les había asistido momentos antes
despejó un gran montón de ropa húmeda y ensangrentada de la
cama y les dirigió también una sonrisa amable. Adam no recordaba
haber recibido nunca tantas sonrisas. Fue desconcertante.
—Ya tiene mejor aspecto —añadió la criada—. No está tan
pálida.
Adam volvió la mirada hacia Perséfone y supo al instante que no
era cierto. Estaba más pálida ahora que antes de que vertiera el
brandy sobre ella y se había sumido en un profundo silencio. Por
bienintencionadas que fueran, nunca había admitido una mentira…
hasta aquel momento. Las necesitaba. La joven doncella, a la que
había visto por el castillo docenas de veces, estaba ofreciéndole
consuelo. Normalmente le hacía una reverencia nerviosa y luego se
escabullía como el resto. Pero allí estaba ahora, sin miedo, sin
temblores, ofreciéndole todo lo que podía para tranquilizarlo.
—Gracias —murmuró Adam.
Le tendió un paño limpio.
—Es agua fresca. —Señaló con la cabeza hacia la palangana—.
Para que pueda lavarse las manos, excelencia.
Adam se miró entonces las manos: cada centímetro de piel
estaba manchado de sangre, de tierra o de suciedad. No podía
hacer otra cosa que mirarlas.
—Se sentirá mejor si se limpia un poco, excelencia —propuso la
criada con suavidad—. A cualquiera se le encogería el corazón al
ver tanta sangre de su esposa.
Adam asintió, acercándose en silencio al lavabo, y deslizó las
manos bajo el agua tibia, que rápidamente se tiñó de rojo con hilos
escarlata que se arremolinaban nublando el color de la palangana.
No sería suficiente con eso. Adam tomó el paño, el único limpio que
quedaba en toda la casa, o eso suponía, y empezó a frotar.
«A cualquiera se le encogería el corazón». Adam no podía
imaginar otra manera de describir lo que sentía. Había salido ileso
de aquel calvario y, sin embargo, no podía escapar de un agudo
dolor interno.
Miró a Perséfone, que tenía una mirada de absoluta angustia.
Pequeños gemidos de dolor escapaban de su garganta mientras su
doncella cosía minuciosamente sus heridas. Adam recordaba ese
dolor, la sensación de ser cosido, un dolor añadido al mismo dolor
de las heridas en que no se había permitido pensar en años, el dolor
de las brutales cirugías a las que se había visto expuesto y de las
largas y difíciles recuperaciones.
Adam se frotó y enjuagó las manos una y otra vez hasta que
estuvieron rojizas no por la sangre, sino por tanta fricción. Sin
embargo, cada pliegue, cada arruga de la piel estaba ligeramente
oscurecida y quedaban residuos bajo las uñas. Necesitaría tiempo
para eliminar el resto por completo, aunque no creía que fuera
posible sacarse las imágenes de las últimas horas de la mente.
—Adam —le llegó como un gemido ahogado.
Se secó rápidamente las manos y se separó del lavabo color
salmón para sentarse junto a Perséfone y entrelazar los dedos con
los suyos. Una lágrima se deslizó por la nariz de Perséfone. Adam
interrumpió suavemente su rumbo.
—¿Ya casi has terminado? —Perséfone se esforzó por
pronunciar cada palabra.
—Casi —susurró Adam.
Parecía aliviada, aunque solo fuera un poco. Adam se imaginaba
que su ojo hinchado no debía de permitirle mucho margen de
visión… y su dolor debía de haber sido casi insoportable.
—¿Adam?
—¿Sí, cariño? —«¿Cariño?». Adam se sintió profundamente
aturdido durante un instante, consciente de lo natural que había
surgido aquel gesto.
—Por favor, quédate conmigo —balbuceó Perséfone.
No sabía qué había provocado aquel impulso, pero se inclinó y la
besó suavemente en la frente, deteniéndose un momento más de lo
necesario.
—Solo si tú te quedas conmigo —murmuró.
Permaneció a su lado hasta que la doncella cosió la última
puntada y la pierna de Perséfone quedó envuelta en tiras de lino
limpias. Unos minutos después, se sentó en el banco, a los pies de
su cama, con Perséfone acurrucada a su lado y apoyada en el
costado de su pecho, rodeándolo con el brazo. Las criadas estaban
cambiando las sábanas de su cama, pues la sangre, el agua y el
brandy habían destrozado las anteriores. Aunque podrían haberse
trasladado al sofá de la sala de estar, Adam había insistido y, en los
pocos minutos que la había abrazado, Perséfone se había quedado
dormida.
Aunque verla dormir se había convertido en un pasatiempo para
él en los últimos dos meses, nunca la había observado con el nivel
de intensidad con que lo hizo en aquel momento. Estaba pálida y
magullada, con el dolor dibujado en el rostro. Hasta que el cirujano
de Hawick o el boticario de Sifton llegaran, no sabrían si tenía el
tobillo roto. Y solo el tiempo le bajaría la hinchazón de la cara.
¿Y si su herida se había infectado? Podría volverse séptica
rápidamente… No, Adam negó con la cabeza. Había usado brandy
como para limpiar las heridas de todo un regimiento del ejército.
¿Pero sería suficiente? Él no era médico.
—¿Excelencia? —Adam se volvió hacia la doncella—. Su
excelencia debería ponerse un camisón limpio.
—Por supuesto. —Adam se inclinó hacia su esposa—.
Perséfone. —La rozó ligeramente hasta despertarla—. ¿Perséfone?
Levantó la vista hacia él, con el cansancio y la confusión
nublando sus ojos.
—Tu doncella va a cambiarte ahora de ropa. Será más fácil si
estás despierta.
Asintió con debilidad, pero aún parecía distante, medio dormida.
Adam miró su propia ropa, salpicada de sangre y barro.
—Yo también debería cambiarme de atuendo.
Perséfone se incorporó un poco más y le ofreció una sonrisa
temblorosa. Evidentemente, su palidez persistía. Adam le tocó
suavemente la mejilla.
—Nos ocuparemos de ella, excelencia —le aseguró la doncella, y
Adam pudo ver al resto de jóvenes asintiendo por el rabillo del ojo.
—¿Mandarán a buscarme si su excelencia necesita algo?
—Por supuesto —respondieron a coro.
Todas las criadas lo miraban con mirada renovada, como si se
tratara de un becerro enamorado: ojos emotivos y sentimentales
acompañados de grandes sonrisas. De repente, Adam se sintió
terriblemente incómodo.
—Intenta descansar —susurró a Perséfone, sin apartar la vista
del resto de jóvenes, y luego abandonó la estancia tan rápido como
se lo permitió su dignidad.
Capítulo 32
E
l administrador de Falstone, el señor Hayworth, se
encontraba en la biblioteca de Adam cuando llegó allí
minutos después de quitarse la ropa ensangrentada. Barton
lo había puesto sobre aviso de que el administrador deseaba
hablar con él.
—Espero que tengas información valiosa para mí con respecto a
la manada. —Adam no se molestó en saludarlo, sino que se dirigió
directamente a su escritorio. Hayworth asintió, con el sombrero entre
las manos, y tomó asiento cuando Adam le indicó que lo hiciera.
—Mi hijo y yo hemos cabalgado por el bosque de Falstone estos
últimos días en busca de respuestas. Hay signos de caza furtiva,
excelencia. Una cantidad muy inusual de caza furtiva.
—¿La manada tiene problemas para encontrar alimento?
—Están ampliando el radio de caza por esa razón —confirmó
Hayworth.
—Incluso en el peor de los inviernos, nunca habían atacado a los
jinetes ni se habían acercado a las puertas del castillo —meditó
Adam—. Hoy han hecho ambas cosas.
Hayworth repitió su característico asentimiento, que solía utilizar
simplemente para corroborar una declaración.
—Un aumento así de la agresividad, especialmente hacia los
humanos, no es buena señal en animales salvajes.
—Créame, Hayworth, soy muy consciente de ello.
—Tengo una sugerencia, excelencia, para empujar a la manada
para que regrese al bosque.
—¿Qué propone?
—Primero, deberíamos reducir la caza furtiva, lo que alejaría a la
manada de las puertas del castillo. Los guardias a lo largo de la
carretera pueden vigilar.
—A menos que la manada devore a los guardias… —musitó
Adam.
—Unos cuantos señuelos los harían volver al bosque. Hay más
caza en el extremo norte. Cuando la manada se dé cuenta, se
quedará allí.
—¿Cómo hacemos para que la manada siga el rastro?
—El olfato —respondió Hayworth—. Los lobos tienen el olfato
muy afilado.
La idea tenía mérito. Los perros sabuesos se entrenaban
mediante el olor.
—Vale la pena intentarlo, al menos —concedió Adam—. Sin
embargo, no olvide las cabañas del bosque, así como la suya
propia. Encuentre un camino que las evite.
—Por supuesto, excelencia.
—John Handly, excelencia —anunció Barton desde el umbral.
Adam levantó la vista y percibió la incomodidad de John. Podía
dejar atrás una manada de lobos hambrientos mientras conducía un
caballo cojo sin siquiera palidecer, pero aquella habitación familiar
del castillo pronto haría que se desmayara.
—Entra, John. —Adam utilizó un tono que exigía obediencia.
Avanzó un paso o dos, pero se quedó cerca de la puerta, con la
cabeza gacha.
—¿Qué ocurre? —preguntó Adam.
John no habría entrado en el castillo ni se habría dejado ver en el
interior, así como Barton no lo habría llevado a la biblioteca, si su
mensaje no fuera urgente.
—Atlas, excelencia —murmuró John.
—¿Qué pasa con Atlas? —¿Las heridas del caballo habrían
resultado fatales?
Aquello rompería el corazón de Perséfone. Adam sintió una
punzada de dolor en el pecho. Había visto a Atlas defender a
Perséfone en el bosque. Sin duda, le había salvado la vida.
—Ya sé… Creo que he descubierto por qué la manada lo atacó.
—¿Además de estar en el bosque en pleno invierno?
John asintió.
—¿Qué has descubierto?
—Estábamos limpiando sus heridas y notamos un extraño olor,
excelencia.
—¿Olor? —Eso sí sonaba extraño.
—Como… Bueno… Como a tocino.
—¿Tocino? —Hayworth se hizo eco de la respuesta de Adam.
—Sí, excelencia. Y me pregunto si eso podría ser la razón por la
que los lobos atacaron a Atlas. No me molestaron a mí, y tampoco a
usted ni a Zeus, en comparación con su comportamiento con Atlas.
Es posible que su excelencia mantuviera aquel olor de alguna forma
y la manada se interesara más por ella como una presa.
—Has hablado de olores, Hayworth. —Adam miró a su
administrador—. ¿Dirías que el tocino es un olor atrayente?
Hayworth asintió en señal de confirmación.
—¿Cómo puede un caballo oler como un trozo de carne? —
preguntó Adam a John.
—Solo se me ocurre que uno de los mozos de cuadra no se
lavara bien después del desayuno o se guardara un trozo de tocino
en el bolsillo para comerlo más tarde. Es la única razón por la que el
olor pudiera quedarse en el caballo o en la silla de montar. —El
acento de John siempre se volvía ligeramente grosero cuando se
enfadaba. La falta de confianza hacia su personal molestaba a aquel
hombre, que se enorgullecía mucho de su establo.
—Eso podría explicar un olor ligero, pero parece que se trata de
algo más fuerte que eso.
John levantó las manos en un gesto de confusión frustrada.
Evidentemente, no sabía cómo explicarlo en detalle.
—¿La manada ha atravesado la muralla? —preguntó Adam.
—No, excelencia —dijo John—. Se quedaron a las puertas y
volvieron a adentrarse en el bosque.
—Es buena señal, excelencia —respondió Hayworth aliviado—.
Parece indicar que no se han vuelto más agresivos, solamente
estaban demasiado tentados como para resistirse.
—Habla con el personal del establo —pidió Adam a John— y
averigua qué sucedió exactamente. Si tuvo algo que ver con el
ataque, no quiero que se produzca el mismo error de nuevo.
—Sí, excelencia. —John se inclinó y salió de la habitación
apresuradamente. A continuación, Hayworth se despidió también,
prometiendo volver al duque al día siguiente con un plan específico
de control de la manada.
Adam apoyó los codos en el escritorio y se frotó la frente con la
punta de los dedos. ¿Podría algo tan simple como un mal lavado
después del desayuno haber creado aquella situación? Apenas
parecía creíble. ¿Cuántas veces había ido Adam a dar un paseo
después de desayunar riñones o jamón? No había garantía alguna
de que fuera lo suficientemente minucioso al lavarse para erradicar
un aroma tan persistente. Sin embargo, la manada nunca lo había
atacado.
Entrelazó los dedos y apoyó la barbilla entre las manos,
reflexionando. John sí tenía razón en un aspecto: la manada se
había interesado más en Atlas que en cualquiera de los otros.
Incluso Perséfone, que se encontraba en medio de todo, había
sufrido más heridas por su caída que por culpa de la manada,
aunque aquello estaba a punto de cambiar cuando Adam había
aparecido.
Entonces, Adam recordó que la manada había vuelto al bosque.
Se puso en pie al instante y cruzó las puertas, dirigiéndose al rellano
del primer piso. O bien Barton o un criado estarían junto a la puerta
principal. Un criado. Adam se detuvo un instante, tratando de
recordar su nombre.
—Joseph. —Este levantó la vista—. Informa a Barton de que
envíe a buscar al señor Johns a Sifton. —Si la manada ya no
suponía una amenaza, había que traer al boticario.
Joseph hizo una reverencia y desapareció para entregar el
mensaje.
—¿Adam? —Era la voz de su madre, extrañamente ahogada,
rota.
Se dio la vuelta para verla de pie justo delante de las puertas del
salón, con un pañuelo arrebujado entre las manos y lágrimas en la
cara. ¿Lágrimas? Adam nunca había visto llorar a su madre. Ni una
sola vez en toda su vida.
—¿Qué ocurre? —Percibió la ansiedad en su propio tono.
—¿Puedo hablar contigo? ¿Por favor? —¿Dónde estaba el tono
de compasión? Se había dirigido a él casi como si fuera un hombre
adulto.
Adam se sintió terriblemente inquieto, entró al salón con cautela y
mantuvo un ojo puesto en su madre, que se estaba comportando de
forma muy extraña, inquieta y nerviosa.
—Quizá deberías sentarte —sugirió Adam.
—Lo siento mucho, Adam. Sé que deseabas que te ayudara con
Perséfone. —Su palidez se acrecentó—. Sé que te he
decepcionado. Debes de sentirte tan decepcionado conmigo…—Su
voz se quebró. Tomó varias bocanadas de aire.
—Siéntate, madre. —Adam la agarró suavemente del brazo y la
guio hasta un asiento.
Ella le sonrió temblorosamente.
—A veces te pareces tanto a tu padre —susurró, con los ojos
empañados—, mi querido esposo.
Los ojos de Adam se duplicaron en tamaño. Su madre nunca lo
había comparado con su padre. Adam no sabría decir si
consideraba aquel parecido algo positivo o negativo.
—¿Te encuentras bien, madre? —Adam la observó alarmado.
—Oh. —Hizo un gesto con la mano, aunque su rostro era un
pozo de emociones desbordadas—. Esperaba que nunca
descubrieras mi defecto más mortificante.
—¿Defecto?
—Siempre he sido… Nunca he estado a la altura cuando alguien
está enfermo. ¡Es horrible, Adam! —Se enjugó los ojos—. Incluso
cuando era niña y uno de mis hermanos venía con un resfriado,
ponía de los nervios a nuestra pobre enfermera. Mi madre siempre
me decía que sería diferente cuando fuera madre, que mi instinto
maternal se impondría.
Adam se sentía completamente perdido. Era obvio que su madre
necesitaba que la calmaran.
—Había mucha sangre en la habitación de Perséfone. No te
culpo por no… estar a la altura.
—Pero estoy segura de que solo empeoré la situación. —La
madre se levantó una vez más y comenzó a pasearse mientras
entrelazaba las manos con nerviosismo—. Como me ocurría antes.
—¿De qué estás hablando? —Adam apenas podía creer lo que
estaba presenciando. Su madre siempre mantenía la calma y la
serenidad, sin dejar que nada la perturbara. La pobre mujer parecía
al borde del colapso. Pobre mujer… Adam sacudió la cabeza.
—El segundo cirujano me envió a la vicaría durante dos días —
explicó su madre ahogando un sollozo que dificultó la comprensión
de las últimas palabras—. Me desterraron de mi propia casa. Me
alejaron de mi pobre hijo.
—Un momento. —Adam sintió cómo se le congelaban los
músculos—. ¿Desterrado? ¿El segundo cirujano?
—Estoy segura de que lo empeoré todo. Estaba tan nerviosa, tan
preocupada en la primera.
—¿La primera cirugía? —trató de entender Adam.
Ella asintió y continuó.
—Pero no mejoró. De hecho, empeoró, y el segundo cirujano me
echó. Los siguientes insistieron en que me fuera antes de que ellos
llegaran. Y… y… —se lamentaba— … me sentí agradecida de irme.
Agradecida. ¿Qué clase antinatural de madre desea dejar a su
hijo en ese momento? La mujer se dejó caer en un sofá, llorando a
mares, y Adam también se sentó. Todas las veces que había
abandonado el castillo durante las cirugías de Adam, lo hizo a
petición del cirujano, por obligación, si sus recuerdos eran ciertos.
¿Podría tener que ver su afán de irse con sus nervios ante la
enfermedad de Adam? Después de todo, siempre volvía una vez
que él estaba bien recuperado y las dificultades y los peligros
habían pasado. Pero en otros momentos había dejado Falstone sin
que la enfermedad, las cirugías o las lesiones estuvieran de por
medio… Al menos, así lo recordaba, pero tal vez había algún
resfriado o algo que le aquejaba el estómago en aquellos momentos
también. Adam no recordaba tampoco que su padre hubiera estado
enfermo.
—¿Excelencia? —preguntó amablemente una voz desde la
puerta.
¿Es que nadie en todo el castillo podía entender que tenía
demasiado en lo que pensar? Cada pocos minutos, lo interrumpían.
—¿Qué? —espetó.
La joven criada se encogió un poco en el umbral. Adam reconoció
a la joven que le había proporcionado agua fresca para limpiarse las
manos y aquellas palabras de ánimo durante el calvario de limpiar
las heridas de Perséfone.
—Su excelencia pregunta por usted —anunció—. Parece un poco
ansiosa.
Adam se puso en pie antes de que terminara la primera frase.
—Discúlpame, madre —se excusó mientras cruzaba la
habitación.
La joven sirvienta se quedó pegada a la puerta cuando Adam
pasó por su lado con los ojos clavados y una expresión de dolor.
—Lamento mi tono —le dijo Adam, sin reconocerse a sí mismo
en aquella disculpa, dirigida nada menos que a una doncella—. He
tenido un día muy duro.
—Gracias, excelencia —respondió ella en un murmullo.
—¿Gracias? —preguntó Adam mientras se dirigía a las escaleras
que conducían al segundo piso, la criada detrás de él.
—Por disculparse —puntualizó ella—. Sé que no tiene que
hacerlo, probablemente no deba tampoco.
Adam se encogió de hombros.
—Probablemente no.
—¿Sabe? Usted no es como la gente dice que es.
—¿A qué te refieres? —preguntó Adam, empezando a lamentar
haberse ablandado.
—Temible y poco amable, pero nunca he visto a un hombre
cuidar de su esposa como usted lo ha hecho con su excelencia. Y
se ha disculpado con alguien a quien realmente no debería prestar
atención. No es lo que la gente esperaría del duque de Kielder.
—Entonces, lo más apropiado será que lo mantengamos en
secreto. —Su tono se había aligerado un poco, ahora que su estado
de ánimo había mejorado ligeramente durante la conversación.
—Sí, excelencia. —La doncella hizo una reverencia cuando
llegaron a la puerta de la sala de estar de Perséfone—. Solo si usted
no le cuenta a la señora Smithson que le he hablado de más,
cuando mi lugar es desaparecer y no intervenir.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber Adam.
—Fanny Handly, excelencia.
—¿Handly? ¿Jeb Handly?
—El tío de mi padre.
—Guardaré tu secreto, Fanny Handly, si tú guardas el mío.
Le dedicó la misma sonrisa que parecía compartir toda la familia
Handly.
Al entrar en la habitación, encontró a Perséfone despierta, incluso
sentada, lo cual le sorprendió sobremanera. Era de esperar que se
mantuviera convaleciente durante unos días, pero ella le sorprendía
cada día que pasaba, no había forma de seguir subestimándola. Sin
embargo, al mirarla fijamente, se detuvo en seco. Parecía
preocupada, incluso asustada.
Adam se sentó en el borde de la cama. ¿Cuándo se había
convertido ese en uno de sus lugares favoritos?
—¿Qué ocurre, Perséfone?
—He estado pensando en mi excursión —dijo en un hilo de voz.
—Seguramente eso puede esperar hasta que estés más
recuperada. —Permitió que sus dedos se acercaran a los de ella.
Deseaba tomar su mano, pero no se atrevía a estirar el brazo,
consciente de que ella se había apartado la última vez.
—Hubo algunas cosas extrañas, Adam. —Él rozó las yemas de
sus dedos, pero Perséfone no pareció darse cuenta—. Cosas que al
principio pasé por alto o consideré rarezas sin importancia, pero…
—Algo la interrumpió y una mueca de dolor dio a entender a Adam
que había sentido una fuerte punzada en la pierna—. Pero es
demasiado, no creo que sea una coincidencia.
—¿Qué quieres decir? —Algo en su tono puso a Adam sobre
aviso de la seriedad de Perséfone.
—No creo que lo ocurrido hoy fuera un accidente.
Capítulo 33
E
l hecho de que Adam la creyera tan instantáneamente
preocupó aún más a Perséfone. Deseaba que sus
sospechas fueran resultado de un golpe bastante
contundente en la cabeza o incluso del dolor punzante de la
pierna.
—¿A qué coincidencias te refieres? —Adam fijó su mirada en la
de ella sin un ápice de incomodidad.
—John no fue quien me ayudó a montar —explicó—.
Normalmente el mozo de cuadra lo espera, pero esta vez no lo hizo
y, aunque John parecía sorprendido, no dijo nada. Además, y sé que
esto es de lo más extraño, el mozo olía a… Bueno, olía a…
—¿Tocino? —terminó Adam por ella. Parecía alarmado.
—¿Cómo lo has sabido?
Adam se levantó de la cama como un resorte, y Perséfone deseó
que no lo hubiera hecho. Había estado jugando con sus dedos, un
gesto inmensamente reconfortante y agradable que ella necesitaba
en aquel momento. Él le había dicho la noche anterior que no le
importaba adónde fuera ni lo que hiciera, pero cuando la tocaba con
tanta suavidad y ternura no podía evitar cuestionar esa aparente
indiferencia.
—¿Era un aroma tenue? —El rostro de Adam se contrajo con una
expresión de concentración.
—No. —Recordó con una oleada de náuseas el repugnante olor
que la había recibido en los establos.
—Al principio pensé que quizás habría estado ayudando con
alguna cura o que habría resbalado en la cocina con manteca, pero
el olor era demasiado fuerte, podía olerlo todavía…
—Mientras estabas montando.
—Exacto.
—¿Recuerdas algo más? ¿Algo inusual? —Adam se paseaba por
la habitación.
Perséfone tragó saliva con dificultad, sus sospechas
aumentaban. Algo había sucedido, algo deliberado, y no le gustaba
la idea de que alguien quisiera hacerle daño.
—Atlas nunca se asusta —afirmó—. El paseo iba de maravilla,
pero entonces me moví un poco en la silla de montar y, de repente,
salió disparado. Fue muy raro en él. No puedo evitar pensar que
algo no estaba bien.
—Es lo más probable —murmuró Adam. Perséfone lo observó
deambular por la habitación. Su aspecto no era el de un hombre
tranquilo y su expresión se había vuelto repentinamente muy
contemplativa—. El mozo que te ayudó a montar, ¿te asiste a
menudo?
—De vez en cuando.
—¿Sabes su nombre?
Perséfone negó con la cabeza. En aquella ocasión, sí le había
parecido extraño. Conocía los nombres de quienes la asistían
habitualmente.
—Llevaba un pañuelo verde alrededor del cuello —recordó en
voz alta—. Nadie más lo lleva.
—John Handly sabrá quién es. —Adam se sentó en el borde de
la cama, de cara a ella.
—¿Vas a hablar con él? ¿Con ese mozo, quiero decir?
—Si tuvo algo que ver con esto, no hablaré con él precisamente.
La idea de que Adam se planteara hacerle daño la inquietó.
—¿Pero y si es peligroso?
—Nadie es tan peligroso como el duque de Kielder.
—¿No tendría yo que hablar con él? —Se encogió ante la idea de
enfrentarse a alguien que podría haber saboteado deliberadamente
su viaje.
—Por supuesto que no, no le permitiré acercarse de nuevo a ti.
Perséfone siempre había soñado con casarse con un hombre que
la liberara de algunas de sus cargas. A su padre nunca se le habían
dado bien las situaciones difíciles, a menudo demasiado
preocupado por el lejano pasado como para ocuparse del aquí y del
ahora. Adam no podía ser más diferente a su padre en ese aspecto.
—Gracias, Adam. —Ella le sonrió.
Le devolvió la sonrisa y el corazón le dio un vuelco.
—¿Cómo está tu pierna? —preguntó.
—Me duele. —La palpitación se acrecentó ante la sola mención
del dolor.
—¿Y tu cabeza? —Sus ojos se detuvieron en la herida.
Le respondió con una mueca. La cabeza le latía con fuerza,
aunque el dolor no era tan agudo como el de la pierna.
—Aún tienes el ojo hinchado. ¿Puedes ver algo a pesar de la
hinchazón?
—Un poco —respondió ella.
Volvió a rozar con sus dedos la mano de ella, que se mantuvo
inmóvil. Si Adam se daba cuenta, probablemente se apartaría, y ella
no quería que se detuviera.
—No parece que tengas fiebre. —Adam la examinó tan
intensamente que Perséfone sintió casi como si le hubiera tocado la
cara. Nunca nadie la había mirado de aquel modo.
Estaba más cerca de ella que hacía solo un minuto.
—He mandado llamar al señor Johns —anunció Adam—. Sin
duda, te administrará un poco de láudano para el dolor.
—Sí, creo que me ayudará. —Se acercó más a ella, inclinándose
mientras hablaba.
—Y revisará tus heridas, para comprobar que se curan sin
complicaciones.
No pudo armar una respuesta.
—También nos dirá cuándo puedes probar a ponerte de pie de
nuevo. —El tono de Adam era tan bajo que apenas era audible. Solo
los separaban unos centímetros y vio que sus ojos se deslizaban
hacia su boca. ¿Podría estar anhelando lo mismo que ella?
¿También a él le dolería hasta el más mínimo de los besos? Su
corazón se aceleró frenéticamente, marcando un ritmo caótico en
sus oídos. No se apartó, no miró hacia otro lado. ¿Por qué no la
besaba en lugar de torturarla de aquella manera?
—Quizás incluso a tiempo para el baile —murmuró, aunque su
mente estaba vacía.
Adam pareció centrar de nuevo su atención.
—El baile. —Suspiró—. Tal vez. Tal vez. —Se levantó,
sacudiendo la cabeza para despejarla, y caminó distraídamente
hacia la puerta—. Ahora voy a ir a hablar con el mozo de cuadra.
—¿Tendrás cuidado, Adam?
Él le devolvió la mirada y, por un momento, se quedó allí, inmóvil,
observándola. Luego asintió y salió en silencio de la habitación.

Adam tenía demasiadas cosas en las que pensar: la confesión de su


madre, los continuos recuerdos que le asaltaban tras la huida por el
bosque con Perséfone, la manada, el tocino… Nunca se había
detenido tanto a pensar en tocino y ahora no podía sacárselo de la
cabeza. Su mente se aceleró mientras se dirigía a los establos con
Jeb Handly a su lado.
—¿Cómo se encuentra su excelencia? —preguntó Jeb,
verdaderamente preocupado.
—Dadas las circunstancias, está bastante bien.
Jeb asintió como respuesta.
—Asistir a alguien enfermo siempre fue difícil para su excelencia.
Adam se detuvo y lo miró.
—¿Estás hablando de mi madre?
—Sí —replicó, como si fuera lo más obvio del mundo—. ¿Y cómo
se encuentra su esposa? —continuó Jeb sin inmutarse.
—Tiene algunos dolores, pero está bien, teniendo en cuenta las
circunstancias. ¿Dices que mi madre no podía quedarse en la
habitación con alguien enfermo?
—Sí. Incluso una nariz ensangrentada la hace tambalearse. El
antiguo duque no conseguía convencerla de que no es un horrible
defecto.
¿Por qué nadie le había dicho nunca nada de eso?
—Parece caminar con decisión —apuntó Jeb, cuando se
pusieron en marcha de nuevo.
—Los establos —murmuró Adam como respuesta, dando vueltas
a toda la información que había recibido aquel día—. Necesito
hablar con uno de los mozos.
—¿Cuál?
—No sé su nombre. Lleva un pañuelo verde...
—Se llama Jimmy —respondió Jeb antes de que Adam terminara
con su descripción—. Es nuevo. Muy callado, reservado…
—¿Alguna idea de dónde puedo encontrarle?
Jeb señaló hacia delante con su barbilla, puntiaguda.
—Por ahí viene John. Él lo sabrá mejor que yo.
Caminaron hacia John Handly, que había retomado sus tareas
diarias a pesar de los horrores vividos. Siempre se podía confiar en
él.
—¿Qué puedo hacer por usted, excelencia? —preguntó John.
—Estoy buscando a un miembro del personal de establos. Jimmy.
—¿El del pañuelo verde…? —John se señaló el cuello.
Adam asintió.
—Estará por ahí. —John miró alrededor del prado—. ¿Se ha
metido en algún tipo de problema, excelencia?
—Ayudó a su excelencia a montar esta mañana y Perséfone me
ha asegurado que apestaba a tocino, más de lo que podría
considerarse accidental. —Una punzada de tensión recorrió los
músculos de Adam al pensar que alguien pudiera dañar
intencionadamente a su esposa.
—¿A propósito? —John agudizó la mirada ante aquel giro de los
acontecimientos.
—Eso es lo que quiero averiguar. —Si resultaba ser cierto, aquel
hombre pagaría.
John se dirigió con presteza a los establos, buscando entre los
rostros mientras avanzaba. Adam le seguía el ritmo, con la
mandíbula más apretada a cada paso.
—Estamos buscando a Jimmy —anunció John a un grupo de
mozos de cuadra.
—Hace tiempo que no lo veo —respondió uno de ellos.
—No, yo lo he visto hace un minuto —replicó otro—, en la parte
trasera del establo, llenando una bolsa.
Los ojos de John se detuvieron en Adam un instante y pudo ver
que ambos habían llegado a la misma conclusión. Jimmy pretendía
escabullirse, pasando desapercibido. Nadie huía del duque y
escapaba ileso.
—Es ese, Falstone. —Jeb señaló con un dedo nudoso al prado.
Y ahí estaba, con un pañuelo verde atado aparatosamente
alrededor del cuello y moviéndose con prisa por los establos.
Caminaba con la cabeza gacha.
—¡Jimmy! —gritó John.
El hombre levantó la vista y Adam lo reconoció al instante: el
mozo era nada menos que el posadero del Jabalí y la Daga. Una
oleada de ira estalló en el duque.
—¡Smith!
El hombre echó a correr al instante, pero Adam no vaciló un
segundo.
—¡Detenedlo! —ordenó a los mozos de cuadra.
Todo el personal entró en acción, persiguiendo al hombre. Se
dirigía hacia la entrada principal del castillo de Falstone, con el
bosque, sin duda, como destino. Sería más difícil encontrarlo una
vez que llegara al exterior. Adam corrió rápidamente, incitado por la
ira. Agarraría a aquel hombre y se lo haría pagar.
—¿Y si vuelven los lobos? —logró preguntar John entre resuellos
mientras perseguían a su presa.
—Intentó matar a mi esposa —le espetó Adam—. Si los lobos no
lo hacen pedazos, seré yo quien lo haga.
Ningún mozo del establo podría llegar al portón antes que Smith,
lo alcanzaría antes de que pudieran detenerlo. Entonces, algunos
jardineros se volvieron a mirar, con evidente confusión, y aunque
eran más jóvenes que Smith, tenían palas, picos y hachas de jardín,
armas más que eficaces.
—¡Deténganlo! —aulló Adam.
No necesitaron más instrucciones. Blandiendo sus herramientas,
corrieron a toda velocidad a la entrada y bloquearon el camino de
Smith. Este se desvió, cambiando de dirección, pero supo que no
lograría cruzar los muros del castillo. Estaba atrapado. Bordeó los
jardines exteriores, corriendo a lo largo del muro de piedra para
tratar de llegar a la lechería. Adam no quería ni imaginarse lo que
les haría a las criadas que allí trabajaban. La desesperación lo había
vuelto completamente imprevisible y, por tanto, extremadamente
peligroso.
Hizo un gesto a los mozos de cuadra, que lo seguían de cerca,
para que giraran a la izquierda y voceó sus instrucciones:
—La mitad, paradlo antes de que llegue a la lechería. El resto,
dirigíos directamente hacia él —ordenó Adam. Hizo un gesto a los
jardineros que seguían vigilando la salida—. Vosotros seguidlo, no le
dejéis retroceder.
Todos obedecieron las órdenes sin vacilar. Adam, con John a su
lado, atravesó los jardines cruzando setos y muros bajos. Al ver el
pequeño ejército que se había apostado frente a él y sin poder
volver sobre sus pasos, pues los jardineros bloqueaban su camino,
Adam lo alcanzó y, de un solo golpe y a juzgar por el rastro de
sangre, le rompió la nariz. Después lo agarró por los hombros y lo
inmovilizó contra la gruesa pared exterior de piedra.
—¿Cuánto tiempo lleva esta alimaña trabajando en los establos?
—preguntó a John.
—Un mes, más o menos.
—Su verdadero nombre… —Adam lo empujó con más fuerza
contra el implacable muro de piedra—… es Smith. Es el antiguo
propietario del Jabalí y la Daga, que se vio obligado a cerrar
porque…
—Porque su poderosa eminencia el duque de Kielder postra a
todo el mundo a sus pies —respondió Smith con una sonrisa de
desprecio.
Adam lo agarró por la garganta, sujetándolo lo suficiente como
para hacerle callar, pero sin atentar contra su vida.
—Porque no eres más que un tramposo y un ladrón.
—Su excelencia cree que puede tomar lo que quiera de cualquier
trabajador honrado.
—Precisamente lo que no eres —gruñó Adam—. Y más te vale
tener una buena razón para estar aquí.
Una multitud formada por el personal del recinto y de los establos
se apiñó a su alrededor.
—Me estoy ganando la vida, excelencia. —Al parecer, era posible
dirigirse a un superior por el título apropiado y todavía sonar
condescendiente.
Adam apretó un poco más.
—Entonces, explícame… —Apenas se abstuvo de estrangular al
hombre en el acto— por qué la montura de mi esposa apestaba a
tocino.
Smith se limitó a sonreír, ofreciéndole la misma sonrisa
resbaladiza y aceitosa que Adam tanto había despreciado al llegar
al Jabalí y la Daga en busca de Harry, después de preguntar por
qué nadie había mandado llamar a un médico. Un puñetazo en el
estómago le borró la sonrisa de la cara.
—Esperabas que los lobos la atacaran —gruñó Adam al oído del
hombre.
—Me quitaste lo único que me importaba —Smith escupió cada
palabra—. Solo le estaba devolviendo el favor, jefe.
—¡Te colgarán por eso! —gritó John Handly al hombre.
—Tengo una idea mejor. —Adam empujó a Smith y lo estrelló
contra la pared una vez más.
—¡Deje que nos ocupemos nosotros, excelencia! —gritó un mozo
de cuadra detrás de él.
—¡Nadie hará daño a nuestra duquesa! —gritó otro.
Adam miró fijamente a Smith hasta que vio cómo el miedo se
filtraba por sus ojos y distinguió cómo tragaba saliva con dificultad.
—Pónganlo en el cepo.
—¡Qué! —rugió Smith.
—¡Así se haga! —gritó alguien en la multitud.
—¡No puedes hacer eso! —se revolvió Smith, asustado—. Hay
que consultar la ley.
Adam lo agarró por el cuello una vez más y, con su cara a un
centímetro de Smith, gruñó:
—Soy el duque de Kielder. Yo soy la ley.
Capítulo 34
T
ras menos de dos horas en el cepo, el señor Smith fue
sacado a trompicones del recinto, con una celda en Sifton
como destino final. El hombre fue perdiendo gradualmente su
irreverencia durante su confinamiento, apesadumbrado ante
el cargo por intento de asesinato que amedrentaría incluso a un
criminal empedernido.
El señor Johns, el boticario, llegó a Falstone poco antes de que
Smith partiera, y se quedó tan impresionado al ver el trabajo de
Adam que le sugirió que abandonara su título de duque y se
dedicara a la medicina. También predijo que Perséfone se
recuperaría sin problemas, después de varios días en cama y de
otras muchas semanas de reposo para evitar que las heridas se
abrieran de nuevo. Un bastón, dijo el señor Johns, le sería de gran
ayuda después de una semana.
La vieja duquesa expresó un gran alivio ante el diagnóstico,
aunque Adam percibió que evitaba la habitación de Perséfone casi
religiosamente. No era despreocupación o indiferencia, simplemente
era incapaz de mantener el semblante con dolor o sufrimiento a la
vista.
Sumida en un profundo sueño inducido por el láudano, Perséfone
ni siquiera se movió cuando Adam entró en su dormitorio a última
hora de la noche. Los papeles, pensó irónicamente para sí mismo,
se habían invertido; ahora era él el intruso que se dirigía a ella
buscando consuelo, no por la manada, ni por sus aullidos, sino
porque no podía librarse de la visión de Perséfone en el suelo, con
la cara retorcida de terror, jugándose la vida.
Se sentó un instante al borde de la cama antes de tumbarse junto
a ella, que no emitía sus sonidos habituales, probablemente por
efecto del láudano. Adam dejó escapar un pesado suspiro. Después
de semanas de preocuparse por que ella lo dejara, casi había
perdido a Perséfone ese día, casi se la habían quitado de su lado en
busca de venganza, para hacerle daño a él. Sin duda, Smith pensó
que era un intercambio justo.
«¿Tan diferentes somos?», preguntó una voz en la cabeza de
Adam. Él había utilizado trucos para arrastrar a Perséfone lejos de
su familia, para convencerla de aceptar basándose en la poca
información a la que pudo acceder. Él había extendido una
propuesta de matrimonio sabiendo que no podría rechazarla,
presentando sin escrúpulos una cantidad exorbitante de dinero a
una familia que siempre había estado al borde de la ruina financiera,
garantizando un acuerdo gracias a su desesperación.
¿Y por qué? Solo por molestar a un primo que no le importaba en
absoluto. No había tenido en cuenta sus sentimientos ni los de su
familia, no se había preocupado por lo que ella pudiera sacrificar por
el camino, lo que le costaría tomar aquella decisión. Su familia la
echaba de menos, no había más que prestar atención al constante
bombardeo de cartas que recibía. Ella misma había admitido que
echaba de menos a su familia y Adam incluso la había oído decir, en
un mar de lágrimas, que deseaba volver a casa.
Adam se volvió y la miró. Estaba maltrecha y magullada y, de no
ser por el láudano, el dolor no la habría dejado dormir. Eso es lo que
la convivencia con él le había causado. Estaría mejor lejos de
Falstone y, sin duda, sería más feliz. Pero él no podía soportar esa
idea. A pesar de su determinación para lograr exactamente lo
contrario, Perséfone se había convertido en una parte esencial de
su vida. Se acercó más a ella y le pasó suavemente el brazo por el
costado, con cuidado de no despertarla, mientras le susurraba en el
oído:
—Lo siento, Perséfone. Pero no puedo dejarte ir.
Capítulo 35
–M
e gusta Falstone, Perséfone.
Ella sonrió a su hermano con cariño.
—A mí también.
Linus la estudió con detenimiento mientras se
sentaban en un banco del jardín de setos. El joven había
desarrollado una mirada muy penetrante tras aquellos años en el
mar; antes no habría podido desconcertarla con tan solo una
mirada.
—Entonces, ¿por qué no pareces feliz? —le preguntó.
—Probablemente porque me duele todo el cuerpo. —Intentó
reírse de la pregunta—. No tenía ni idea del tiempo que podían
tardar en curarse unos simples cortes.
—Tengo entendido que no eran nada simples. —Parecía que
estaba hablando con un hombre adulto en lugar de con un niño de
trece años. La vida en el mar lo había obligado a madurar.
—Teniendo en cuenta lo que podría haberme ocurrido, mis
heridas son relativamente simples.
Linus pareció apreciar su sinceridad y asintió, con el cabello
dorado brillando bajo la luz. Perséfone siempre había envidiado sus
rizos dorados. Linus, Atenea y Artemisa habían heredado los
colores de su madre: ojos verdes, piel y cabello claros. Mientras que
Dafne y Evander habían salido a su padre, con su pelo y ojos
oscuros. Perséfone era distinta, en cambio, con una mezcla confusa
de innumerables parientes, tanto lejanos como cercanos.
—Es tan agradable tenerte aquí, Linus. —Resistió el impulso de
abrazarlo como cuando era un niño pequeño y se contentó con
agarrarle una mano mientras estaban sentados el uno al lado del
otro.
—Me alegro de volver a verte. —Le apretó la mano—. Sin
embargo, cada vez que desembarco, me descubro a mí mismo
añorando el mar.
La nostalgia se infiltró en su tono, enfatizando sus palabras.
—Eres más adecuado para la Marina de lo que creímos en un
principio. —Perséfone se sintió infinitamente agradecida de saber
que su hermano era feliz en la ocupación que el destino le había
dictado.
—Eso creo. —Linus sonrió, con sus ojos verdes brillando en la
oscuridad del invierno. Al momento siguiente, su semblante pareció
decaer y, mirando al horizonte, añadió—: Evander no lo era, sin
embargo. Echaba mucho de menos estar en casa.
Respiró lenta e inestablemente.
—Creo que ahora está en casa.
—Y está con mamá —añadió Linus, revelando su edad por
primera vez en las dos horas desde que llegó a Falstone.
Perséfone agarró su mano con más fuerza y se mordió el labio
para detener sus temblores. No quería dedicar ni un solo minuto de
la corta visita de Linus a reflexiones melancólicas.
—Si hubiera sabido, guardiamarina Lancaster, que la intención de
tu visita era hacer llorar a tu hermana, no te habría invitado.
La severa reprimenda de Adam cortó el aire y Perséfone miró
nerviosa a Linus. ¿Se molestaría? ¿Se ofendería? Pero se
sorprendió al ver cómo Linus sonreía a Adam, casi riendo entre
dientes.
—Ha adivinado mis retorcidos planes con alarmante precisión,
excelencia. No hay joven marine que no desee llevar a sus
familiares femeninas al límite de sus nervios, siempre que la ocasión
lo permita.
Adam enarcó una ceja, pero su labio se crispó con una alegría
contenida. Qué extraño que aquellos dos, tan diferentes en tantos
aspectos, hubieran alcanzado un acuerdo mutuo. Linus, tras solo
dos horas en Falstone y una breve conversación con el duque,
había aprendido a no temer a su nuevo cuñado, a devolverle su
propio humor. Perséfone no podía estar más contenta.
—Y aparentemente —continuó Adam— tienes también la
intención de llevar a Perséfone hasta su lecho de muerte.
—Por desgracia, es cierto. —Linus sacudió la cabeza, agitando
aquellos rizos sobrenaturales—. Aunque he olvidado
momentáneamente cómo pretendía hacerlo…
Adam no perdió su oportunidad.
—Manteniéndola quizás en los jardines en una fría tarde, cuando
debería estar dentro, al calor del hogar, y mantener en alto los pies
para acopiar toda la resistencia posible en vistas del baile que
mañana por la noche se ofrecerá en su honor.
—Ah, sí. Ahora lo recuerdo —corroboró Linus—. Aunque
supongo que, ahora que mis intenciones han quedado al
descubierto, deberé renunciar a mi malévolo plan.
—Me temo que era inevitable. —Adam le dirigió a Linus una
mirada de condolencia antes de volverse hacia Perséfone. Ella
sonrió sin apartar la vista de él. Sin duda, debía de ser buena señal
—. Perséfone.
Le tendió la mano, y ella la agarró con decisión. Entonces, tomó
la mano de su hermano, que colocó la suya sosteniéndola para
ayudarla a ponerse en pie. Entonces, su hermano recuperó el
bastón que Jeb Handly había tallado para ella, permitiendo que
ocupara su lugar, y desapareció por la entrada del jardín. En efecto,
había crecido en más sentidos que lo necesario entre los once y los
doce años; lo acompañaba un aire de madurez que iba más allá de
su edad. El uniforme naval, por supuesto, aumentaba aquel efecto.
—Pareces satisfecha —dijo Adam.
Perséfone levantó la vista hacia él, que se había detenido delante
de ella, más cerca que cuando solían estar de pie. Había acortado la
distancia aquella semana, desde el accidentado paseo por el
bosque. En las ocasiones en que se acercaba a ella, Perséfone
debía obligarse a no rodearlo con los brazos para decirle lo mucho
que apreciaba sus cuidados, lo valiente que había sido, lo mucho
que anhelaba su contacto, pero en el pasado la más mínima señal
de intimidad lo había alejado de ella. Y no deseaba por nada del
mundo deshacer el camino que habían recorrido.
—Echaba de menos a mi hermano —respondió.
—Es muy diferente de como lo esperaba. —Adam caminó con
ella en dirección al castillo.
Perséfone lo miró de reojo. Adam parecía estar a gusto con
Linus.
—Tal y como lo describías, esperaba un bebé. —Perséfone tuvo
la sensación de que Adam no podía ocultar su sonrisa—. Imagina mi
sorpresa cuando salió del carruaje sin ayuda, sin niñeras a la vista.
—Adam Boyce, ¿te estás burlando de mí? —Ella esperaba que
su sorpresa sonara lo suficientemente fingida como para no
ofenderlo. Más de una vez, había sido testigo de la reacción de
Adam ante lo que él percibía como una crítica.
—Yo nunca bromeo.
—Tampoco recibes visitas ni organizas bailes y, sin embargo, eso
es precisamente lo que has organizado mañana.
—Empiezo a sospechar que me estoy acercando peligrosamente
a la senilidad.
—Estás de un humor muy extraño esta noche —Perséfone
sacudió la cabeza con asombro.
Adam la miró, obviamente reflexionando sobre algo. El momento
se alargó antes de que apartara bruscamente su mirada.
—No te haces la más mínima idea —murmuró.
El camino de vuelta al castillo fue lento, pues el dolor en la pierna
de Perséfone no permitía gran velocidad, aunque no se arrepentía
de haber llevado a Linus a su jardín, la parte de Falstone que más
suya le parecía. Deseaba que Linus la viera feliz y que transmitiera
aquella impresión al resto de su familia, cuyas últimas cartas
insinuaban cierta preocupación. El lento avance le dio tiempo a
Perséfone para reflexionar sobre aquel giro en los acontecimientos,
del que no tenía queja alguna. Le encantaba aquel imprevisto lado
alegre de Adam, pero también la confundía. Si pudiera entender lo
que había provocado aquel cambio, le resultaría más fácil replicarlo.
Alcanzaron por fin la entrada de Falstone y Perséfone supo que
había sometido a su cuerpo a más esfuerzo del debido. Con la
ayuda de su marido y de su hermano, llegó a la puerta principal.
—Quizá debería retirarme. —Dirigió una mirada derrotada hacia
la gran escalera—. Si no, no sobreviviré al baile de mañana.
—Buenas noches, entonces, hermana. —Linus la besó en la
mejilla, uno de sus gestos característicos y que Perséfone había
recibido todas las noches a la hora de acostarse durante los seis
años transcurridos entre la muerte de su madre y la partida de
Linus. La joven se derrumbó un instante.
—Cómo te he echado de menos, Linus —susurró, con la voz
entrecortada por las lágrimas.
—No llores, Perséfone —Linus se rio—. Tu esposo ya sospecha
que mis motivos son siniestros.
Ella sonrió.
—No me gustaría que Adam te mandara a la horca.
—A mí tampoco me gustaría.
—Si ya habéis acabado con tanto sentimentalismo, creo que
Perséfone necesita descansar —dijo Adam.
Linus se inclinó levemente ante ambos y se dirigió hacia las
escaleras, en dirección a sus aposentos. Una criada se deslizó por
las puertas que daban al gran salón, con cuidado de cerrar detrás
de ella, para que nadie pudiera echar un vistazo al interior.
Perséfone había percibido aquel comportamiento en todos los
criados los últimos días.
—El personal se está comportando con mucha reserva hoy.
—Tienen órdenes de mantener el secreto —explicó Adam—. Tu
salón de baile será una sorpresa.
—¿Mi salón de baile?
—Ciertamente no es mío. Si dependiera de mí, no habría
decoraciones de ningún tipo y solo se serviría un té horriblemente
aguado en tazas de porcelana astillada.
Perséfone se rio ligeramente.
—Nadie volvería a pisar Falstone.
—Precisamente.
En aquel instante, la invadió una profunda sensación de
incomodidad. Adam no disfrutaría ni el baile ni a los visitantes que
este atraería.
—Si realmente prefieres que no...
—No empieces a poner palabras en mi boca —la regañó Adam
con suavidad.
—No quiero que seas infeliz, Adam. —Nunca había sido tan
sincera al expresar un deseo.
—Si no te encuentras lo suficientemente bien mañana como para
asistir y me toca lidiar con todo por mi cuenta, sí seré infeliz, y
mucho.
Perséfone asintió, pero no respondió, y levantó la vista a la
imponente escalera frente a ella. Había estado de pie mucho más
tiempo del que debería, y su pierna protestaba dolorosamente.
—Jeb debería haber tallado un juego de muletas —reflexionó
Adam mientras la levantaba con bastante facilidad, sosteniéndola en
sus brazos—. El bastón parece totalmente inadecuado.
—No digas eso. —Ella pasó el brazo alrededor del cuello de
Adam, consciente de que pocas veces había recibido de él un
contacto tan íntimo—. Pienso guardar ese bastón, es precioso.
Adam cargó con ella escaleras arriba, sin aparente molestia.
—Ahora que no está a cargo de los jardines tiene mucho tiempo
libre.
—Entonces, se emplea sabiamente, diría yo.
Un instante después, llegaron a sus aposentos y Adam la dejó
suavemente sobre la silla de su tocador.
—Llamaré a tu doncella —le dijo Adam antes de desaparecer
hacia el dormitorio.
Se miró en el espejo cuando él salió de la habitación. Cómo
deseaba ser más bonita para que un caballero la admirara. No tenía
la brillante mirada de su madre, y el luto permanente mantenía sus
ojos con un brillo lúgubre. Si al menos hubiera podido bailar al día
siguiente, Adam habría encontrado alguna razón para sentirse
orgulloso de su esposa; aunque Perséfone tenía otros defectos,
siempre alababan sus excelentes dotes de bailarina.
—Me encargaré de que la cocina suba una bandeja —añadió
Adam desde el puerta.
Perséfone asintió con la cabeza sin dejar de escudriñar su reflejo.
Sus frecuentes visitas al jardín habían multiplicado el número de
pecas de su tez, estropeándola. Pero apenas se notaban ahora al
lado de los colores ligeramente verdosos que decoraban su rostro
desde la caída, todavía evidentes en su lado izquierdo. Qué
momento tan poco apropiado para lucir unas lesiones tan grotescas.
Adam iba a ser lo suficientemente infeliz con la siguiente noche. El
reflejo del duque se unió al suyo en el espejo ovalado y sus ojos se
encontraron con los de Perséfone.
—Siento que tu familia no haya podido venir —murmuró Adam
con gesto sincero.
—Está bien, de verdad.
Pero, en realidad, no lo estaba. La carta de Atenea, que había
llegado el día después del desastre en el bosque, la había
devastado. Artemisa y Dafne habían contraído varicela y, aunque
ambas se estaban recuperando sin complicaciones, la familia no
podría viajar a Northumberland por el momento. Linus viajaría a
Shropshire más tarde con un criado de Falstone en uno de los
carruajes de Kielder.
—¿Los echas de menos? —preguntó Adam en voz baja.
Perséfone sintió que le temblaba la barbilla. No había fuerza de
voluntad que le permitiera contener aquella emoción, pero logró
contener las lágrimas. Más que extrañar a su familia, los lloraba, en
cierto modo. Los sentía distantes, lejanos. Si tuviera alguna fecha
futura a la que esperar, sabiendo que el reencuentro ocurriría más
tarde que nunca, la separación no le escocería tanto.
Dejó caer la mirada. En los últimos tiempos habían ocurrido
demasiadas cosas: los lobos, sus heridas, la conmoción y la alegría
por ver a Linus de nuevo y, sobre todo, el cambio tan profundo que
había experimentado Adam. Ahora era atento, amable y tierno de
una forma que Perséfone jamás se habría imaginado. A su manera,
se había convertido en un caballero del que habría soñado
enamorarse y ahora ocupaba un lugar vulnerable en su corazón.
Estaba irremediable e inexplicablemente enamorada de su
marido, aunque tal vez no con la pasión con la que sueñan las
colegialas ni la emoción con la que a menudo se vincula el amor.
Sentía seguridad, satisfacción y una inesperada sensación de
aprecio. Adam la había hecho y la hacía sentir así, pero no se
explicaba cómo. Miradas, palabras, un atisbo de sonrisa, una risa
reprimida, su brazo sujetándola al caminar, sus ojos estudiándola
durante los primeros días de su recuperación, un inmediato cariño
hacia su hermano… Era con las pequeñas cosas.
Debería haberse sentido más feliz, satisfecha ante aquel giro de
su matrimonio, y, sin embargo, le faltaba algo. Se sentía aislada y, a
veces, dolorosamente sola. Aunque había demostrado que, hasta
cierto punto, se preocupaba por ella, Adam no dejaba escapar
ninguna confirmación de que sus sentimientos fueran más
profundos que el cariño. Y Perséfone deseaba más de él.
—La cocinera ha preparado un poco de linimento —dijo su
doncella al entrar al vestidor.
Perséfone levantó la vista, preguntándose qué gesto encontraría
en el rostro de Adam, pero no pudo ver nada; él ya no estaba allí.
Capítulo 36
D
esde el momento en que llegaron los primeros invitados,
Adam percibió que Perséfone se sentía mucho más a gusto
en sociedad que él, a pesar de su prestigiosa posición y del
confinamiento de su esposa en Shropshire.
Su madre había sido una anfitriona ansiosa y enérgica. Asistía a
numerosos eventos en la ciudad y Adam se veía obligado a
comparecer de vez en cuando, siendo testigo de cómo la intensidad
de su madre se infiltraba en las tertulias, una energía apenas
controlada. En cambio, Perséfone exudaba calma y tranquilidad.
Con pocas excepciones, los invitados habían llegado a Falstone
notablemente preocupados, pero la presencia de su esposa los
había relajado casi de inmediato, sin palabras, solo mediante su
calmado comportamiento.
Y estaba muy guapa, a pesar de los moratones. En honor a la
noche, su madre la había convencido de que un medio luto sería
apropiado, y aquel vestido color lavanda se reflejaba con un toque
azul en sus ojos. Su rostro estaba encendido de vitalidad, sonriente
mientras presentaba a su hermano a los invitados. Sus ojos
brillaban al saludar a cada uno de los recién llegados; ella no se
acercaba a ellos, sino que parecía atraerlos.
Adam parecía ser el único que no se divertía. Por una vez, no
eran las miradas y los susurros lo que le molestaba, aunque
ciertamente estaban presentes, sino más bien el recuerdo de la
expresión de Perséfone la noche anterior, cuando le había
preguntado por su familia y ella casi se había deshecho a su lado.
Era infeliz en Falstone. Echaba de menos a su familia, y nada de lo
que hacía parecía aliviar ese anhelo.
A cambio, parecía realmente complacida con la decoración del
gran salón: una tela blanca y transparente cubría el techo y caía
como una cascada por las paredes; habían teñido el suelo con tiza,
dibujando elaboradas flores blancas y hojas de color verde pálido;
ramos de flores del jardín alegraban las esquinas del salón…
Parecía como si hubieran llevado el frío invierno al interior.
—Hermoso —había susurrado Perséfone al asomarse al salón
mientras terminaban con los preparativos en los momentos previos
a la llegada de sus invitados—. Simplemente hermoso.
Sin embargo, una mirada de anhelo no abandonaba el fondo de
sus ojos. Adam se encontraba en un extremo desierto de la terraza
que conectaba con el gran salón, esperanzado ante la idea de que
el baile cambiara la disposición de Perséfone, que una simple
mirada, un gesto, una palabra le demostraran que ella podía ser feliz
en Falstone. Parecía estar disfrutando de la velada, pero él sabía
que aquella no era una felicidad completa.
—Parece que la noche ha sido un éxito. —En las veinticuatro
horas que Linus llevaba en Falstone, Adam había aprendido a
reconocer su voz como la de sus socios más cercanos.
—Efectivamente —contestó sin inmutarse.
Linus, impresionante con su uniforme azul marino, se apoyó en la
barandilla de la terraza con la mirada enfocada en algún lugar entre
el exterior y la cara de Adam.
—Creo que Perséfone se está preguntando dónde estás.
—¿Ha preguntado por mí? —¿Por qué había dejado que la
desesperación se reflejara en su tono?
Linus negó con la cabeza.
—Lo he detectado en su mirada. En los años en que nos cuidó,
siempre podíamos identificar cuándo estaba preocupada.
—¿Tu familia? —Adam ya sabía la respuesta.
—Perséfone siempre fue el vínculo que mantuvo la familia unida
—explicó Linus. El juicioso marinero pareció desvanecerse y Adam
se encontró frente al chico de trece años que le devolvía una mirada
similar a la de Perséfone: preocupada, nostálgica y esperanzadora
al mismo tiempo—. Tras la muerte de mamá, Perséfone se convirtió
en madre, niñera e institutriz, se hizo cargo de las cuentas, lo
asumió todo, pues mi padre nunca logró concentrar su atención en
libros de contabilidad y facturas.
—¿Qué edad tenía?
—Doce años —Linus parecía comprender realmente aquella
carga tan desproporcionada al comparar su propia edad—. Perdió
su oportunidad de actuar como una colegiala, de disfrutar su
infancia.
—Tú tampoco tuviste esa oportunidad —intervino Adam.
—Es por eso, creo, que Perséfone trató de impedir por todos los
medios que nos fuéramos. —El ceño de Linus se arrugó ante tan
difíciles recuerdos. Adam también había vivido su propia cuota de
momentos complicados que no le gustaba revivir—. Mantuvo a la
familia a flote durante años a base de ingenio y sacrificio —continuó
Linus—. Al reducir el personal doméstico, nuestras finanzas
mejoraron, pero aquello significó mucho más trabajo para ella.
Una imagen repentina de Perséfone fregando el suelo, cansada y
desgastada, se formó en la mente de Adam. Cerró los ojos. No
debería haber vivido todo aquello.
—Pero al fin y al cabo aquello tampoco fue suficiente, y no se
podía contar con mi padre para buscar una solución, así que
Perséfone escribió a nuestro abuelo para que pidiera algunos
favores y nos encontrara a Evander y a mí algún trabajo a bordo del
Triumphant.
Linus parecía necesitar hablar de aquello, así que Adam dejó que
continuara.
—Era necesario, era la única manera de que la familia no se
muriera de hambre, pero Perséfone odió todas esas decisiones. Si
hubiera podido hacerlo, habría embarcado en nuestro lugar. Estos
últimos ocho años su vida ha consistido en un sacrificio interminable
por el bien de la familia.
—¿Incluyendo su matrimonio?
Linus no respondió. Permanecieron en la terraza, bañados por el
frío, sin romper el silencio. Al fondo, la música flotaba en el gran
salón convertido en sala de baile, las voces se mezclaban entre las
notas. Eran sonidos de felicidad y de frivolidad desenfadada, pero
ninguno pareció romper la tensión de la terraza.
—¿Sabes por qué mi padre eligió el nombre de Perséfone? —
preguntó Linus inesperadamente.
—¿Por su tóxica obsesión por todo lo griego? —aventuró con
sequedad, molesto ante el hecho de que Linus no hubiera
contradicho su insinuación anterior.
—Aparte de eso —contestó Linus, con la risa a flor de piel.
Adam se mantuvo en silencio.
—La historia de Perséfone es su favorita —corroboró Linus.
—A Perséfone parece gustarle también. —Adam la recordó
hablando del mito—. Un testamento del amor a la familia, creo que
lo denominó. Irónico, supongo…
—No es por eso por lo que a papá le gusta esa leyenda —Linus
hizo una pausa—. Perséfone fue raptada por Hades, que deseaba
una esposa para gobernar el inframundo, pero, debido al miedo
generalizado en torno a su figura, no podía obtener una novia por
medios lícitos, sin engaños.
Adam se movió incómodo. ¿Tendría Linus idea de lo similar que
era su historia al relato?
—Así que Hades se llevó a Perséfone a su reino por la fuerza. —
Linus el marinero apareció de nuevo, como un hombre de veinte
años hecho y derecho y no un niño de trece—. Su madre, según
cuenta la leyenda, se sentía tan angustiada por la pérdida de su hija
que, en su condición de diosa de la tierra, maldijo el mundo con el
hambre. El sufrimiento fue tan grande que Zeus se vio obligado a
intervenir. Los dioses sabían que Perséfone estaba con Hades, pero
este se negó a permitir que se fuera. Era conocido por no permitir
que nadie abandonara su reino.
—Y Perséfone fue sin duda muy desdichada en su matrimonio —
intervino Adam, tratando de encogerse de hombros ante el dolor que
le causaban las palabras de Linus. El mensaje le estaba llegando
con claridad. Él, Adam Boyce, era Hades y Falstone, el inframundo.
Estaba destruyendo a Perséfone tal como había hecho Hades en el
mito—. Esposa del diablo —añadió Adam.
—No dejes que papá te oiga referirte a Hades como el diablo —
Linus parecía divertido—. Él se empeña en decir que son muy
diferentes: Hades gobierna la tierra de los muertos, pero no es
malvado, solo se le teme por su asociación con la muerte y porque
es conocido por ser inflexible y tempestuoso, aunque también es
justo y equitativo.
La conversación se volvía más incómoda por momentos, pensó
Adam.
—¿Y bien?, ¿cómo terminó? —preguntó, deseando acelerar el
relato. Sabía perfectamente cómo concluía la historia, y el final no
hablaba bien de Hades, el Adam del mito griego.
—Hades renunció a su esposa, por el bien de su familia y de la
humanidad —explicó Linus.
—Y por el bien de Perséfone, sin duda —añadió Adam.
—Su familia no podía visitarla en el inframundo y Perséfone no
podía marcharse. Imagino que estaría muy ansiosa por volver a ver
a sus seres queridos, pero Hades no estaba dispuesto a renunciar a
ella ni por un instante.
—Así que la engañó de nuevo con las semillas de granada —
Adam recordaba lo que había aprendido de mitología durante sus
años en Harrow y descubrió que tenía mucho en común con Hades,
aunque no le gustaron la implicaciones de esa observación.
¿Cuántos métodos había empleado en sus intentos de mantener a
Perséfone en Falstone?
—Papá pertenece a una escuela de pensamiento diferente en
ese detalle —explicó Linus—. Algunos estudiosos de los clásicos
creen que Hades no engañó a Perséfone en absoluto, sino que
juntos idearon un plan que asegurara su regreso al inframundo. Los
dioses habían obligado a Hades a liberarla y, por el bien de su
familia, Perséfone cooperó, pero al comer las semillas que Hades le
había proporcionado no tuvo más remedio que volver a él, incluso a
pesar de Zeus.
—¿Por qué iba a querer volver? —Adam sintió que su frustración
bullía. No podía imaginarse a ninguna mujer deseando volver a
aquella prisión y a un marido conocido por su difícil temperamento y
su aislacionismo—. Por fin era libre.
—Perséfone estaba dispuesta a marcharse para consolar a su
familia —explicó Linus—, pero fue el motivo de su regreso lo que
más atrae a mi padre a esta diosa.
—¿Las semillas? —Eso no tenía ningún sentido.
—Las semillas eran simbólicas, excelencia —respondió Linus,
conteniendo la risa.
—¿Símbolo de qué?
Linus le sonrió, se colocó el tricornio en la cabeza y entró de
nuevo en el salón de baile. Adam no tenía duda alguna de que aquel
niño de trece años acababa de superarlo filosóficamente, y supuso
que eso le tocaba por unirse a una familia de eruditos.
Harry encontró a Adam solo unos momentos después de que
Linus desapareciera. ¿Es que no podía aspirar a un momento de
paz en su propia casa? Por eso evitaba ser anfitrión de eventos
sociales. Harry le dio una palmada en la espalda, un gesto habitual
que denotaba las libertades que aquel hombre se tomaba con él.
—Sé que desaparecer en los bailes es uno de tus particulares
talentos, pero no haces quedar bien a tu esposa. Creo que deberías
ir a sentarte junto a ella.
Harry tenía razón, pero a Adam no le gustaba que le señalaran
sus defectos sociales.
—No, debería colgarte de las ventanas de tu alcoba con una
sábana atada a los tobillos hasta que aceptes partir de forma
definitiva.
—Bienvenido, viejo amigo. —Harry se rio—. Últimamente, te
habías ablandado.
—Cállate, Harry. —Adam se alejó de él hacia las puertas que
conducían hasta la gente y el ruido que tanto le desagradaban, pero
solo el hecho de que el rostro de Perséfone se iluminara al verlo
llegar aumentó su comodidad. Un ingenuo caballero ocupaba el
asiento junto a ella, pero Adam resolvió aquella situación con tan
solo una mirada.
—¿Tomando un poco de aire fresco? —preguntó ella con una
sonrisa mientras él se sentaba a su lado.
—Grandes cantidades de aire fresco, de hecho. —Adam intentó
sentirse cómodo en la más incómoda de las situaciones: un
momento de escrutinio en un salón de baile abarrotado.
—No has sido tan desgraciado, ¿verdad? —Perséfone se acercó
a él.
Adam desvió la mirada, su escrutinio lo incomodaba. ¿Acaso
vería a Hades cuando lo miraba?
—Creo que la noche ha ido bien —respondió, esperando desviar
su atención.
—Así es. —Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro.
¿Por qué nunca la veía tan contenta cuando estaban los dos solos?
Comenzó un baile campestre, y las parejas que estaban cerca de
ellos se unieron ansiosamente al grupo que se formaba en la pista.
Perséfone observó cómo los invitados se colocaban en posición de
salida, negociando las parejas y los lugares de cada uno. Parecía
realmente feliz.
—¿Qué simbolizan las semillas de granada? —preguntó Adam
de repente, sin motivo aparente.
—¿Cómo? —reaccionó Perséfone, obviamente sorprendida.
—En el mito de Perséfone —Adam se encontró repentinamente
decidido a obtener la respuesta. Por lo menos, descifraría el misterio
—. Linus dijo que las semillas eran un símbolo.
—¿Ha empezado a filosofar? —Perséfone sonrió—. Ese es un
rasgo que ha heredado de papá.
—¿Qué simbolizan? — insistió Adam.
Perséfone lo miró, confundida, intrigada, pero finalmente cedió,
sin mutar su expresión.
—Según papá, las semillas simbolizan el amor.
—¿Amor? —Adam no se esperaba aquella respuesta.
—El amor de Hades por Perséfone y el amor de ella por él.
—¿Cómo es posible que amara a alguien que la tenía prisionera?
—Papá siempre creyó que ella llegó a conocerlo y a amarlo a
pesar de su temperamento. —Aún parecía totalmente
desconcertada—. Y Hades también se enamoró de Perséfone. Eran
compañeros. Comer las semillas le permitió regresar a él.
—Entonces, ¿por qué no las consumió todas? —Adam la miró
atentamente—. Si estaban tan enamorados, ¿por qué se marchó?
Si hubiera terminado de comer las semillas, se habría quedado para
siempre.
—Papá siempre creyó que Hades no la obligó a permanecer ahí,
para aliviar el dolor de su familia.
Aquello no tenía sentido.
—Linus dijo que Hades nunca permitía que nadie abandonara el
reino.
—Pero Hades amaba a Perséfone —replicó ella.
—¿La dejó ir porque la amaba?
Perséfone asintió.
—Y ella volvió porque lo amaba a él.

Adam se había sentado a su lado durante horas, sonrió al


recordarlo. No podría haber estado más contenta si hubiera bailado
con cien caballeros. Su marido había sido atento y amable,
soportando lo que para él debía de ser un infierno y, en un momento
dado, incluso le había agarrado la mano. Perséfone guardaría ese
recuerdo toda la vida, aunque también lo había notado lejano, con
una extraña sombra en el rostro, a lo que se había sumado aquella
inesperada conversación sobre mitología. Quizá simplemente se
aburría y había buscado cualquier entretenimiento a su disposición.
Aun así, habían progresado. Habían pasado la noche como dos
amigos de toda la vida, sentados en agradable silencio,
compartiendo observaciones, hablando de pequeñas naderías que
suelen llenar las conversaciones entre conocidos. Sí, hacía
semanas que deseaba su amistad, pero ahora quería más.
Estaba segura de que bastaría con un poco de tiempo para
conocerlo mejor, para entender sus estados de ánimo y
pensamientos. En más de una ocasión, la semana anterior,
Perséfone habría jurado que Adam estaba a punto de besarla y
esperaba que, con el tiempo, dejara de luchar contra su instinto. Tal
vez incluso pudiera dejarse llevar por ese amor y esa felicidad.
Perséfone salió de su vestidor, agradecida por su cálida bata de
lana ahora que el invierno había empezado a hacerse notar, pero se
detuvo de inmediato: Adam se paseaba por su dormitorio.
—¿Adam?
Su expresión la preocupó. Algo había ocupado su mente, pero no
parecía un pensamiento agradable.
—Linus se va a Shropshire por la mañana —anunció Adam, sin
mirarla.
—Sí, lo sé. —La visita había sido demasiado corta, pero Linus
solo tenía tres semanas de permiso en tierra.
—Te irás con él —afirmó Adam con decisión.
—¿Ir con él? ¿Qué quieres decir?
—Tu doncella puede preparar tu maleta para que acompañes a
Linus después del desayuno. —Adam se detuvo bruscamente,
vacilante ante las palabras que se habían alojado en su garganta—.
Estoy seguro de que tu familia estará encantada de volver a verte.
—Adam…
—Te dejaré descansar antes de tu viaje. —Y, dicho esto, se
marchó.
Sola en su habitación, con el corazón a la altura del estómago, se
preguntó por qué, después de todo lo que había ocurrido entre ellos,
Adam querría enviarla lejos.
Capítulo 37
–M
e gustaría que consideraras venir a Londres en
Navidad —le dijo su madre mientras subía a su
carruaje.
Adam no tenía intención alguna de trasladarse.
Pasaría el resto del invierno en Falstone, como siempre había
hecho.
—Estoy seguro de que disfrutarás de las fiestas aunque no
cuentes con mi presencia.
—¿Y tú?, ¿disfrutarás de las fiestas? —Su voz se llenó de
empatía—. Cómo debes de echarla de menos. —Lo miró como un
niño pequeño que ha perdido un compañero de juegos.
—Nunca echo de menos a nadie. —Se dio la vuelta y subió los
escalones de vuelta al castillo. Perséfone se había ido hacía una
semana. Él mismo le había dicho que se marchara, la había
liberado, por así decirlo. Y había sido lo más difícil de su vida, pero
una parte de él siempre creyó que no se iría o que, como mínimo, lo
dejaría con una promesa de su vuelta.
Pero no había sido así. Perséfone había desayunado en pesado
silencio y no le había ofrecido más que una torpe y balbuceante
despedida antes de subir al carruaje.
—¿Adam? —oyó cómo le llamaba su madre.
Adam se detuvo en el umbral del castillo, a la espera.
—Adam —repitió ella, ahora a su espalda—. Por favor, ¿puedo
decirte algo antes de que me vaya?
Asintió con la cabeza. Su madre miró entonces a los criados
apostados en las puertas.
—¿En el salón? —pidió ella.
Adam cruzó el vestíbulo y entró en el salón, preparándose para
una efusión de piedad por su inmensa soledad y para asegurarle a
su madre que su «pobre muchacho» estaba bien a pesar del
desastroso resultado de su matrimonio.
—Será mejor que no hagas esperar a los caballos y el carruaje.
—Solo será un momento. —Tomó una bocanada de aire para
reunir fuerzas—. Tu padre y yo tuvimos un matrimonio concertado.
Adam se dio la vuelta. No quería oír hablar de su padre ni de la
mujer que, por su continua ausencia, le había causado tanto dolor
como el que le causaba Perséfone ahora.
—No supimos reconocer las diferencias que tanto nos separaban
—continuó su madre—. Yo me crie en la ciudad, entre la sociedad
londinense, y era lo que conocía y lo que necesitaba. Tu padre, en
cambio, se crio aquí, en la tranquilidad y la soledad de Falstone.
Queríamos cosas muy diferentes en la vida.
Se acercó a la ventana.
—Tu padre era un buen hombre y nos cuidábamos mutuamente.
—La conversación parecía tan incómoda para ella como para Adam
—. Intentamos comprometer nuestros gustos, encontrar un punto
medio, y por eso hubo bailes fastuosos en Falstone. Tu padre los
permitía e incluso participaba en su planificación, pero luego se
pasaba el evento entero en su biblioteca. No asistía a las visitas
conmigo ni aceptaba invitaciones fuera de Falstone.
Adam negó con la cabeza.
—Él no...
—Me mantuve alejada durante tus convalecencias y encontré en
mis amigos de infancia y mi familia el compañerismo que tu padre
parecía incapaz de proporcionarme. Se desenvolvían en la sociedad
tal y como yo deseaba. Durante un tiempo, me bastó con aquellos
viajes ocasionales…
—No deseo escuchar esto…
—El resentimiento crece rápidamente, Adam. Aunque él no
quería que me fuera, yo me encontré con más ganas de
mantenerme alejada.
¿Acaso su madre estaba prediciendo su futuro? ¿Creería que
Perséfone se había ido para siempre?
—¿Y sabes por qué me mantenía alejada? —preguntó.
—Porque no lo amabas. —En la garganta de Adam se atragantó
un «ni tampoco a mí».
—Oh, Adam. —Su madre resopló con tanta tristeza que, muy a
su pesar, el duque se volvió hacia ella y percibió un brillo
humedeciendo sus ojos. Por segunda vez en dos semanas y por
segunda vez en toda la vida de Adam, su madre estaba llorando—.
Por supuesto que amaba a tu padre. Era un buen hombre, a pesar
de su implacabilidad.
—Entonces, ¿por qué te fuiste? ¿Por qué te alejaste?
Una sonrisa terriblemente triste se formó en su rostro.
—Siempre esperé, en lo más profundo de mi corazón, a que
viniera a buscarme. —Una lágrima recorrió su rostro—. Pero nunca
lo hizo.
—¿Alguna vez le dijiste…?
—Por supuesto que no. Estaba segura de que, si le importaba de
verdad, me echaría de menos lo suficiente como para venir a
buscarme. Debería… Deberíamos haber hablado de ello, pero
ninguno de los dos parecía dispuesto a hacerlo.
—Lo vi en tu baile de bodas, Adam. Estás más dispuesto a ceder
de lo que lo estaba tu padre, y Perséfone es más adecuada para
esta soledad y tranquilidad de lo que yo llegaré a serlo. Es una
compañera para ti, Adam. —La madre dio un paso hacia donde él
estaba en la ventana y le puso la mano en el brazo—. No
desperdicies esta oportunidad haciéndole adivinar tus sentimientos.
La madre besó a Adam en la mejilla, un beso afectuoso y
maternal, algo que nunca hacía. Si le hubiera ofrecido un gesto tan
sincero durante su infancia, Adam podría haber crecido sintiéndose
muy diferente con su madre.
—Adiós, Adam. —Por primera vez en más de veinte años, se
despidió sin un «pobre muchacho».
—Que tengas un buen viaje, madre.
—Y tú también —fue su misteriosa respuesta antes de salir de la
habitación.
Adam permaneció apostado en la ventana, observando cómo su
carruaje se alejaba. «Tú también». ¿Qué había querido decir con
eso? No abandonaría los terrenos de Falstone en los próximos
meses, hasta que se lo exigiera la Cámara en Londres. No quería
estar en otro sitio. Era su hogar. Donde debía estar.
—Tiene algo de razón, ¿sabes?
Harry.
Adam se apartó de la ventana para encontrar a su amigo no muy
lejos, sentado a su antojo, con los pies cruzados y apoyados en un
taburete.
—¿Ahora te dedicas a escuchar conversaciones privadas? ¿Es
que no tienes otras formas de entretenimiento?
Harry negó con la cabeza y sonrió con picardía.
—El resto de los invitados han abandonado el castillo, Harry.
¿Por qué sigues aquí?
—Estoy aquí para ser tu conciencia, Adam. Para salvarte de ti
mismo.
—No, gracias. —Adam se dispuso a salir de la habitación.
—Volverá —le aseguró Harry detrás de él.
Adam se detuvo en el umbral. Harry continuó:
—Conozco a Perséfone lo suficiente como para saber que
volverá cuando Linus embarque de nuevo. Y te conozco lo suficiente
como para predecir que harás como si no te importara su regreso,
pero ¿de verdad prefieres que no lo sepa?
—Nada de eso es de tu incumbencia, Harry.
—La echas de menos, Adam. —Harry no parecía en absoluto
preocupado por el tono agresivo de Adam—. Perséfone merece
saberlo.
—Ella es feliz con su familia. Yo solo interferiría en su felicidad.
—Precisamente, debes formar parte de su familia —replicó Harry,
como si la respuesta fuera más que obvia—. Ve a Shropshire.
—No es así como funciona, Harry —masculló Adam y salió del
salón.
Harry lo siguió.
—¿Y cómo funciona, Adam?
—Perséfone recibe su libertad y Hades se queda en el
inframundo esperando a que vuelva —refunfuñó Adam—,
esperando a ver si las semillas funcionan.
—Obviamente, no prestaste demasiada atención a aquella
lección en Harrow. —Harry negó con la cabeza mientras pasaba
junto a Adam y subía las escaleras.
—¿Qué quieres decir? —le espetó.
—Adam —Harry se volvió para mirarlo, con un tono de
inconfundible reprimenda—, Hades no se sentó a esperar a
Perséfone. Cuando llegó la hora de que regresara, él fue a buscarla.
Adam le devolvió la mirada. No lo recordaba así. Harry se echó a
reír.
—Hades no era de los que se sientan a esperar, Adam. Cuando
llegó el momento, se deslizó entre los sabuesos infernales… —Un
aullido se hizo eco de la historia y Harry levantó una ceja en señal
de saludo y ante la ironía de aquel sonido— y se aventuró en el
reino de los vivos para reclamar a su novia.
—No recuerdo eso.
—Búscalo. Hades no era un mindundi, Adam. Y apostaría un poni
a que su Perséfone sabía perfectamente lo que su marido sentía por
ella. —Harry le dedicó una mirada aguda.
A la mañana siguiente, Harry dejó Falstone para visitar a su
familia antes de regresar al castillo, donde pasaría la Navidad. Adam
se quedó solo.
—¿Seguro que no tienes frío? —le preguntó Atenea por enésima
vez esa tarde.
—Atenea —Perséfone se dirigió a su hermana con toda la
paciencia que le fue posible reunir—, vestida con mi abrigo de
Falstone, donde hace mucho más frío que aquí, estoy
perfectamente cómoda.
—Bueno, yo tengo frío —anunció Atenea.
—¿Por qué no entras a calentarte?
—No quiero dejarte aquí sola —dijo Atenea—. Tu pierna aún no
se ha curado completamente.
Perséfone sonrió.
—Dudo mucho que los lobos me hayan perseguido hasta el jardín
amurallado de la casa de mi infancia.
Atenea le devolvió la sonrisa.
—Supongo que no.
—Y soy perfectamente capaz de desplazarme sin ayuda, aunque
no sea a gran velocidad. Pero dentro de un par de semanas será
diferente.
Atenea asintió con un gesto de la cabeza.
—Muy bien. —Se levantó del banco que había compartido con
Perséfone—. Pero no tardes mucho. Los Upton vienen a cenar esta
noche.
Por fin estaba sola. Había tenido muy poco tiempo para
reflexionar desde que dejó Falstone, pues ella y Linus habían
pasado la mayor parte del viaje recordando su infancia y hablando
de lo que había ocurrido en sus vidas desde que se habían
separado.
Al llegar a la casa Lancaster, su vida se había visto invadida por
una ola constante de personas. Perséfone casi había olvidado la
forma en que una familia numerosa en una casa pequeña podía
crear una sensación de caos constante. Le encantaba estar en casa
con su familia, pero se sorprendió anhelando la tranquilidad de su
nuevo hogar.
Pensar en Falstone trajo inevitablemente a su mente a Adam.
Había un pequeño rayo de esperanza en su matrimonio y todavía se
aferraba a él. Si al menos le hubiera dado a entender que añoraría
su presencia o le hubiera explicado su repentina insistencia para
que se fuera. En cambio, había estado obstinadamente callado la
mañana de su partida. No parecía estar molesto por su separación,
solo impaciente por que se fuera, mientras que ella casi se había
atrevido a pedirle que la acompañara. Pero a Adam no le gustaba la
sociedad ni mezclarse con extraños, nunca dejaba Falstone si podía
evitarlo, como le había dejado claro muchas veces. Pedirle que la
acompañara habría sido un esfuerzo inútil.
Pasar las horas reflexionando en el jardín tampoco era
precisamente productivo. Perséfone se puso en pie con la ayuda de
su bastón. Su pierna estaba todavía un poco dolorida, pero
mejoraba cada día, y su padre insistía en que el aire de Shropshire
había acelerado su recuperación. Entró por la puerta trasera de la
casa y recorrió el pasillo a ritmo lento. La casa estaba extrañamente
silenciosa. Artemisa ya se había recuperado lo suficiente de la
varicela como para mantenerse tan silenciosa, aunque Dafne vivía
en un perpetuo estado de tranquilidad, con o sin enfermedad.
¿Habrían salido las chicas? Era demasiado tarde para un pícnic.
Perséfone se acercó a la fachada de la casa. La puerta de la sala
de estar estaba entreabierta y percibió pasos dentro, pesados, como
de botas. ¿Un caballero habría acudido a visitar a alguna de sus
hermanas? Atenea era mayor de edad, se recordó Perséfone. ¿Y su
padre estaría haciendo esperar al potencial pretendiente? Lo más
probable es que se hubiera olvidado por completo de la existencia
de aquel desafortunado joven. Entró en casa, decidida a identificar
al galán y a evaluarlo por sí misma, a sabiendas de que su padre no
siempre era de fiar. Pero, entonces, se detuvo en el umbral, incapaz
de moverse y de respirar.
—Adam —susurró.
Él abrió la boca para decir algo, pero la cerró tras unos segundos.
Perséfone detectó en él una incomodidad que le era totalmente
extraña, una vulnerabilidad que atravesaba cada centímetro de su
rostro.
—¿Has venido para llevarme a casa? —Perséfone esperaba que
así fuera y, al mismo tiempo, que no fuera así. Lo había echado
mucho de menos, pero también estaba disfrutando de la visita a su
familia.
—Solo cuando estés lista —respondió después de un momento
de vacilación—. En realidad, yo… —exhaló un suspiro y continuó—:
quería ver Shropshire, ver dónde te criaste.
—¿Ah, sí? —Su explicación le resultó algo decepcionante.
—Y conocer a tu familia.
«Un poco mejor», se dijo.
—Yo… —Sacudió la cabeza, dejando que la idea quedara
colgando en el aire, y se acercó a ella, con una repentina intensidad
en su mirada—. Hades fue tras Perséfone.
—Sí, así es. —Se acercó a él.
—Esperó lo que pudo esperar —dijo Adam— y luego dejó su
reino y no volvió hasta que la encontró. —Se acercó a una distancia
tal que ella podría haber alzado la mano para tocarlo.
Los pulmones de Perséfone se tensaron ante el giro de los
acontecimientos.
—Hades debía de echarla de menos —masculló, con el corazón
latiendo con fuerza, pero Adam no apartó la mirada ni dio un paso
atrás.
—Él fue consciente en todo momento del tiempo que pasó fuera.
Pero ¿crees que Perséfone estaba tan ansiosa por regresar como él
de tenerla de nuevo junto a él?
—Creo que sí.
Adam alargó la mano y le tocó suavemente la mejilla. Perséfone
cerró los ojos, decidida a no distraerse de la sensación de su tacto.
Podía oírlo, sentirlo acortar la distancia entre ellos. Su corazón se
llenó de nuevas esperanzas y se aferró a ellas desesperadamente.
Adam le dio un beso en la frente.
—¿Por qué Hades fue tras ella? —preguntó en voz baja, con sus
labios rozando su rostro.
Apenas podía concentrarse en seguir respirando.
—Es probable que la amara —susurró ella.
La respuesta de Adam la dejó sin aliento.
—Sí, es probable.
Su otra mano se unió a la primera y sostuvo el rostro de la joven
entre sus dedos. Perséfone abrió los ojos y Adam se encontró con
su mirada.
—¿Pero su Perséfone lo amaba a pesar de su defectos, a pesar
de todo lo que le había hecho?
—Oh, Adam. —Las lágrimas luchaban por salir, su voz temblaba
de emoción.
Adam la atrajo hacia él y sus brazos la envolvieron con firmeza.
—¿Es demasiado tarde? —murmuró con la mejilla rozándole el
pelo—. ¿No hay nada que…? ¿No puedo hacer nada para…?
Perséfone cortó sus balbuceos, consciente de que cualquier
discurso teñido ligeramente de emoción le resultaría difícil. Lo
comprendía, y no necesitaba florituras. Le bastaba con el hecho de
que la abrazara con tanta ternura y persistiera en aquellos intentos
desesperados por expresarse.
—Llevo semanas enamorada de ti, Adam, pero estaba segura de
que no me correspondías.
—¿Qué puedo hacer, Perséfone? —Él la apretó con más fuerza
hacia sí—. ¿Cómo puedo probar…, demostrarte…?
Ella le dirigió una mirada llena de significado.
—Estás aquí. —Era todo lo que necesitaba oír.
—Te he echado de menos —le susurró Adam un instante antes
de besarla.
Solo se habían besado en otra ocasión, sin contar aquel que no
le había devuelto, y había sido una sensación impresionante que
había perseguido a Perséfone durante un tiempo. Este beso, en
cambio, fue diferente. El anterior había sido intenso, este fue
entrañable y tierno. Adam la atrajo a sus brazos como si tuviera la
intención de no dejarla ir nunca, y Perséfone le rozó suavemente la
cara con la punta de los dedos, sin atreverse a creer lo que estaba
sucediendo. Acarició los surcos de sus cicatrices, pero esta vez
Adam no se apartó ni se inmutó al sentir su contacto. Ella deslizó los
brazos alrededor de su cuello y le devolvió el gesto, beso a beso,
caricia a caricia.
—Lo haces muy bien —musitó Adam cuando finalmente se
separaron.
Perséfone sonrió.
—Mi madre nos ha invitado a la ciudad por Navidad —anunció
Adam.
Perséfone era consciente del profundo sacrificio de esa
sugerencia y sacudió la cabeza.
—Prefiero pasar la Navidad en casa. —Un halo de decepción
atravesó los ojos de Adam, y Perséfone supo al instante que no la
había entendido—. En Falstone —aclaró ella—. Contigo.
—Nadie te creería aunque te oyera decirlo en voz alta. —Adam
tomó una de sus manos entre las suyas y se la llevó a los labios.
—Tendremos que convencerlos.
Le besó los dedos.
—Todavía puedo disfrutar de Londres.
—Tu madre estará encantada de oír eso —casi suspiró en voz
alta al sentirse tan cómoda apoyando la cabeza de nuevo sobre su
hombro.
—Necesito pasar un tiempo con mi madre. —Una pizca de
emoción inundó su voz.
—¿Así que todavía piensas que casarte conmigo fue un error?
—Nunca fue un error. Simplemente no lo vi como el milagro que
era en realidad.
—Un milagro —repitió Perséfone con un gesto tranquilo de
asombro.
—¿Significa eso que puedo visitar tu castillo? —preguntó una voz
desde la puerta.
—Artemisa —advirtió Perséfone para sí, apartándose.
Adam la atrajo inmediatamente hacia él y él mismo se dirigió a
Artemisa.
—Nuestro castillo necesita una exploración a fondo —dijo—.
Creo que deberíamos programar una. Tal vez… Si no tienes otros
planes para Navidad, podrías ocuparte tú.
Artemisa sonrió y corrió hacia donde estaban, enroscándose en
las piernas de Adam.
—¡Eres el mejor duque del mundo! —declaró.
—Sí, lo es —Perséfone sonrió a Adam.
Adam no forzó su sonrisa en respuesta:
—Lo soy. Por lo menos, el más afortunado.
Artemisa continuó rodeándolos, soltando grititos mientras lo
hacía, dando las gracias una y otra vez.
—¿Te das cuenta de que la acompañará el resto de la familia y
de que Falstone estará invadido de gente?
Adam asintió.
—Probablemente estaré de mal humor de vez en cuando. —Su
expresión se volvió más seria—. Una vez más, te tocará salvarme
de mí mismo. Ya lo has hecho, sabes a lo que me refiero.
—¿Salvarte?
—Mi querida Perséfone… —le susurró al oído—. Te habría
seguido sin importar lo lejos que estuvieras.
—Hades siempre fue tras Perséfone —repitió.
La besó de nuevo, como un soplo de aire fresco.
—Y siempre volvía a casa.
—Siempre —repitió Perséfone—. Siempre.

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