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dos de los días de búsqueda

a eso de las 15.30 del jueves agarramos el auto para salir por
ovidio lagos. la tía chola siempre decía ovidios lago. bla por
instagram nos había armado el recorrido paso por paso (bastante
sencillo), aclarando que teníamos que tener cuidado con los
chacareros porque arrancan a los tiros. los honguitos debían estar
entre villa amelia y acebal, dos pueblos pequeñísimos.
primero pasamos por el almacén del plata, conocido por los
lugareños como perezini. ahí le preguntamos al señor que atendía:
¿usted ha visto hongos que brillan en la oscuridad? él negó, la
pregunta lo dejó confundido. afuera dos señores entre cincuenta y
sesenta años tomaban unos porrones. también les preguntamos.
uno medio atragantado por lo del brillo nos miró como si
fuéramos de marte, atinadamente preguntó: ¿para fumar? no,
claro que no, señor, decía santiago, somos alumnos de la facultad,
queremos estudiarlos, son hongos… que brillan. acá no hay de
esos, dijo el otro tipo, pero si quieren ver bosques hay dos: uno
para acá le mandás derecho hasta la primera que no es de tierra,
doblás a la derecha, después a la izquierda y estás; el otro entrás
acá te metés para la izquierda al fondo, es más grande el primero,
te conviene ir por ahí, este es seco. dimos las gracias y olvidamos
las recomendaciones de bla, para seguir estas.
pasamos por el bosque, era muy difícil entrar, así que optamos por
seguir hasta villa amelia, preguntar. en villa amelia había muy
pocas casas, no menos que en monte flores, donde perezini
estratégicamente ubicó su almacén. desde las últimas o primeras
casas, con una calle en el medio, empezaba un enorme campo de
soja y al costado de la ciudad había un bosque mínimo. primero
fuimos por ahí, el mosquito más chiquito medía dos metros y
había huesos, que recogí en mi mochilita. después decidimos
inspeccionar el otro bosque. las vías del tren cruzaban al medio el
campo y después de aproximadamente cuatro kilómetros cortaban
el riachuelo, que estaba a un nivel mucho más bajo que el campo
y lindaba con un bosque alargado y espeso. había que meterse ahí.
los muchachos del taller mecánico de villa amelia nos dijeron
mucho cuidado con los pumas. el atardecer se hizo rápido, así que
comimos un sánguche mirando las pocas casas, muchas viejas,
algunas abandonadas, medio perdidas aun en la cercanía. el
atardecer en el pueblo es siempre una maravilla, se ven mejor los
colores. pasa eso con las zonas más rurales, el intermedio entre el
día y la noche dura más.
la noche nos agarró caminando por una ruta rodeada de árboles
frondosos. habremos caminado unos cinco kilómetros. el cielo
estaba iluminado por muchas estrellas, una cantidad guasa de
estrellas impensadas en la ciudad. hermoso. hipnótico, o con algo
ligado al trance, el paisaje te llevaba a la quietud, a la serenidad,
de a ratos te quitaba la lengua, entonces no se podía más que
caminar despacito y enamorarse, uno del otro, como si fuera una
conducta natural de la noche el enamoramiento. y aun así la noche
era un espacio de ciertos salvajismos, de indefinición. quise
registrarlo, pero los registros no servían, era eso, ahí. las chicas de
ciudad hemos ido al campo contadas veces o a lugares más
silvestres a distender y romantizar, seguramente, comer honguitos
y hacernos las hippies. pero ahí, ese jueves, íbamos al campo a
estar en el campo y pedirle cosas que no sabíamos si nos podía
dar… o si quería. entonces los ruidos nos asustaban, los bichos
nos molestaban, los árboles adquirían aspectos fantasmáticos y
esa serenidad no tenía nada que ver con el confort. empezamos a
notar que algo nos seguía, no hicimos caso a los muchachos que
advertían de los pumas, no llevamos palo ni nada más que el
cuerpo para hacer frente a un animal. prendíamos cada par de
minutos la linterna para ahuyentar a lo que fuere nos seguía hasta
que su insistencia nos hizo pegar la vuelta. un camino hecho lento
para no enojar a la criatura, con un susto bárbaro, tardamos
mucho en llegar al auto y cuando llegamos: salió de entre los
pastos (que eran de nuestra misma altura) una liebre.
volviendo por otra ruta más desolada, santiago dijo que la noche
era profunda. respondí que lo profundo era la negrura, porque el
negro por lo general abisma. paseamos un rato hasta una estación
de servicio creemos abandonada, tenía una luz prendida, de a
ratos parpadeaba, había en la escena un dejo de peli terror
suspenso así que decidimos bajar, hacer aventura. hacia atrás,
bastante más lejos, había una casilla con la luz encendida,
también bastante tétrica, y más atrás la llanura iniciaba otro
campo sojero. un tiempo largo estuvimos ahí, inspeccionando,
contando historias de terror, y al final curioseamos un poco
también cerca de la casilla, total, éramos dos personas parando a
descansar de un viaje, inocentes pensamos que teníamos cubierta
nuestra seguridad. claro que mientras más nos acercábamos al
campo de soja nos preguntamos si saldría de la casilla algún señor
con arma y perros, pero no pensábamos ingresar de lleno, solo
mirar de cerca. crack, pisé una rama, él un poco más atrás. de re
lejos nos sorprende el ladrido de un perro, lo vemos correr a toda
velocidad hasta nosotros, en un segundo me pongo atrás de
santiago, le aprieto el brazo, él quieto, mudo, el perro, negro,
grandote, enojado, estaba a cuatro metros en cosa de dos
segundos, lo aprieto más fuerte, santi suelta un juiiiiira muy
seguro. el perro tira un llantito y pega la vuelta. teníamos las caras
del color de una hoja de papel, volvimos al auto, santi decía mirá
los lugares a los que me traés.
al día siguiente la búsqueda fue más precisa. hacia el lado de
rosario se formaban nubes de tormenta, pero en los campos
todavía el cielo estaba despejado. decidimos no hacer la caminata
por las vías del tren para llegar a inspeccionar antes de la lluvia,
así que cuando encontramos un lugarcito que parecía seguro,
cortamos camino y nos adentramos al bosque. lleno de cardos,
ambos pinchados, santi con todo su instinto paternal los corría,
eran altos como nosotros, y sin querer al soltarlos terminaba
golpeándome. no podíamos movernos mucho, así que todo se dio
con mucha lentitud. cada centímetro de tierra tenía alguna planta
de dos metros para arriba o árboles o en todo caso cactus y cardos
de variados tamaños. al llegar a las vías del tren ya el cielo estaba
nublado. caminando por las vías, había muy pocos lugares donde
bajar al bosque, que estaba en un terreno más bajo, las bordeaban
cactus, árboles y plantas de choclo. cada un par de metros
podíamos bajar, pero era poco lo que lográbamos adentrarnos
porque el bosque húmedo tiene algo de selvático, es difícil el
ingreso. insistentemente empecé a decirle a santiago que si venía
el tren no sabíamos qué hacer, el respondía pah loca no va a venir,
nos tiraremos por acá. otra vez notamos que algún animalejo nos
seguía por ahí donde nos costaba caminar y casi al mismo tiempo,
una llovizna tranca nos mojó las cabezas y fue haciéndose más
fuerte con mucha rapidez. cuando ya llovía, aun despacio,
decidimos volver porque no veíamos nada. pero no era solo eso,
todavía no llovía fuerte y sin embargo los truenos eran súper
estridentes: a lo lejos, en un campo un poco más alejado, caía un
rayo. ambos nos miramos. dije los árboles los atraen, bah, la
verticalidad, acá no hay un pararrayos ni a palos. evaluamos la
situación, seguir caminando y salir de la parte boscosa implicaba
un tramo muy largo de caminata, volver era más sencillo, pero
teníamos que meternos en el bosque del principio, sin ver nada,
mucho cactus, la tormenta oscurecía al toque en pleno día. fueron
minutos de extrema preocupación, con los corazones a mil y las
caras pálidas… vimos caer otro rayo a lo lejos. sin decir nada
arranqué a correr por las vías, él me siguió. corríamos con los ojos
casi cerrados porque la lluvia se había hecho fuerte y nos nublaba
la vista. así sorteamos las trampas naturales, cardos, fósiles,
ramas, por una cuestión de puro instinto. eso que nos seguía
quedó lejano. el camino que habíamos hecho en dos horas duró
unos minutos, quizá media hora o un poco más, pero poquísimo.
llegamos al punto que tenía salida a la ruta, ahí donde las vías se
hacían puente sobre un riachuelo sucio que bordeaba el bosque,
alargado y angosto. volvimos a meternos entre la vegetación, más
en la oscuridad, que todavía no era nocturna, sin encender las
linternas porque aun cubiertos de plantas y árboles caía bastante
agua. agarramos ramas grandes, medio podridas, y corrimos con
rapidez los cardos para pasar casi sin apoyar los pies. en un
periquete estábamos entrando al auto, la lluvia era torrencial. él
corrió el auto hacia la parte más llana del campo y paró ahí,
porque era muy difícil ver algo por la tormenta. estuvimos en
silencio un rato largo, mirando, trueno, rayo, trueno trueno, súper
rayo, trueno trueno trueno y al tercer rayo nos reímos.
/
texto
hay un gesto, algo, que excede lo autobiográfico y está ahí, en un
vínculo de mucha desprolijidad con el entorno: es el costado
porque el que se desliza una misma, muy a pesar de sí misma y
precisamente por eso. si la desprolijidad es joven, adolescente en
un tiro, también la ansiedad es joven. pero la ansiedad es prolija, o
intenta. son contradicciones. eso es el gesto quizá, ese intento que
a nuestras generaciones se les transforma por mera necesidad de
aparecer en alguna parte: en arte. e incluso así marcan una
ausencia, o la suplen. ya dirá lacán el arte está para velar la falta,
por eso la solemnidad o no de estas palabras puede afirmar ciertas
importancias (digo importancias relativas), por ejemplo, de las
búsquedas, de la aventura, del cotorreo amoroso, del dinamismo
infantil, los trabajos de la minucia cuando sin querer comienza a
virar hacia lo tosco: lo inmenso y ¡lo chiquito! como encontrar en
la oscuridad de un bosque húmedo poco conocido una luz tenue
del tamaño de la muñeca de una mano flacucha. el gesto de la
negrura acá es el abismo. sin embargo, persiste en otra urgencia,
que no sabemos, la luz podría ser lo que llega sin aviso y con
cautela, en la edad, en los procesos, una cosa viva, que en las
pequeñas sorpresas pasaría desapercibida, pero una influencia
serena por inercia la recoge…

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