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Los fantasmas de acción y la práctica psicomotriz
Bernard Aucouturier
1
Génesis de los fantasmas de acción
p. 18 -43
Las interacciones perinatales y los procesos de transformación
El nacimiento no es más que un paso; tal vez no sea un choque tan importante
para el bebé como algunos se complacen en subrayar. ¡Incluso se ha llegado a
decir que el bebé duerme durante el parto!
Aunque duerma, él bebé inicia el parto, es el iniciador de los movimientos
necesarios para su expulsión, y la madre los prolonga con su fuerza y con dolor;
pero también podría ocurrir que el parto de un bebé traumatizado desde el
período prenatal, se viva dolorosamente y esta vivencia de su llegada al mundo
extrauterino puede ser el origen de una angustia ligada al nacimiento.
Thirion (1986) cuyo libro ha sido citado repetidamente en este capítulo
afirma:
El parto es costoso para la madre, pero muy poco para el niño; no es un
tiempo de ruptura sino de cambio, un momento de transición hacia un
nuevo mundo relacional.
La interiorización de la acción
La estructura tonicoafectiva
Los engramas de acción y los engramas de inhibacción, inscritos en el mismo
sistema neurobiológico, se interrelacionan y forman la estructura tonicoafectiva
básica de cada individuo; una estructura en la que afecto de placer y afecto de
displacer son dependientes en una interrelación constante, una estructura en la
que también está presente la estructura tonicoafectiva de la madre.
La estructura tonicoafectiva del bebé es el origen de los hábitos posturales
y motores que persistirán toda la vida a pesar de las posibilidades de adaptación
al entorno.
Es frecuente amalgamar en uno los conceptos de afecto y emoción:
asociando el afecto de placer a la alegría y al bienestar, y el afecto de displacer
al miedo y al malestar. Los afectos de placer y de displacer son el resultado de
los engramas corporales y dependen de la relación con el
«objeto». Permitirán expresar las emociones que se manifestarán en la relación.
Las emociones actualizan los afectos.
Un deseo de protección
Cuando el bebé no siente la seguridad que le garantiza la presencia de la madre,
se crea un deseo de protección –un fantasma de protección– imaginando
acciones ilusorias de su madre que le envolvería con su voz, con su mirada, con
su contacto y también por medio del ritmo de sus manipulaciones, la repetición
de las posturas y la musicalidad de sus palabras.
El bebé se crea una protección imaginaria que es como la que le ha ofrecido
su madre. Utilizando una expresión de Gibello (1995), esta protección «sería
una representación grandiosa y casi delirante que el bebé hace de sí mismo en
los primeros tiempos de la vida».
El bebé actuando sobre la realidad renuncia progresivamente a esta
representación grandiosa, lo que origina el deseo de ser protegido y de proteger.
Se puede constatar que hacia los seis u ocho meses el bebé se toca, se coge las
manos, los pies, se siente feliz de estar entero, unificado: se ocupa de sí mismo
como sus padres se han ocupado de él, se materna como ha sido maternado; se
toca como si simbólicamente fuese tocado por su madre, en definitiva, se
descubre. Con la misma intensidad provoca a sus padres con la voz, la mirada,
la mímica, de la misma manera que él ha sido solicitado. Todas estas acciones
ponen de relieve el éxito de las interacciones entre el bebé y sus padres, prueban
que el bebé ha accedido a un primer grado cualitativo en su unidad de placer.
Cada transformación provocada por una acción, ayuda a construir la
unidad de placer y, a medida que las transformaciones evolucionan, la unidad
de placer se va desarrollando hasta llegar al primer grado cualitativo de la
unidad.
Como describe Haag:
El bebé que se siente un todo puede cruzar las piernas, cogerse una mano
con la otra, tocarse la boca, esta gestualidad corporal parece una señal
de buena integración [...] sosteniéndose se ocupa de sí mismo y al hacerlo
se prepara para su futura individuación...
La unidad fragilizada
Antes de alcanzar este primer grado de unidad, la interiorización de las
experiencias no es suficiente para dar al niño la seguridad de la continuidad de
su unidad y esta falta de permanencia empuja al bebé a intentar asegurarse con
todos los medios corporales que ha engramado, por esto va a reproducir los
engramas de acción que le han hecho sentir placer y le han dado sensaciones de
unificación: chupa en vacío, se chupa el dedo o la sábana, mueve las piernas y
los brazos, intenta darse la vuelta, pone su espalda contra la cuna, empuja con
los pies, pasa la mano por su campo visual, intenta agarrar, sonríe, vocaliza...
Se trata de un sistema para poder esperar que se produzcan las transformaciones
en el cuerpo, pero su eficacia tiene un límite temporal, lo que hace precaria esta
unidad.
En nuestra opinión, en los primeros meses, el bebé utiliza los reflejos
motores para evitar las angustias arcaicas: por ejemplo el reflejo de Moro y el
de «grasping» son medios para evitar la angustia de caída, lo mismo ocurre con
el reflejo de succión, de «enterramiento»9 y con el de la marcha. Se trata de una
nueva manera de entender los reflejos de supervivencia del bebé y su evolución.
Lacan (1985) se pregunta al reflexionar sobre el cuerpo:
La angustia de caída
El bebé experimenta desde el nacimiento el miedo a caer, debido a la pérdida
del sostén que había tenido en el saco uterino y a la intensidad del peso que le
aplasta y le precipita al vacío, por lo que necesita sentirse bien sostenido y
protegido para continuar desarrollando sus competencias sensoriales, motrices
y relacionales. El reflejo de Moro sería una respuesta innata al miedo al vacío;
en efecto, el bebé puesto en situación de caída reacciona con el reflejo de
extensión braquial vertical, como si buscara aferrarse a un soporte que ya no
existe, lo que le lleva a iniciar un mecanismo de defensa motriz. Después el
bebé se hará sensible a la pérdida de apoyos y al desequilibrio, por lo que
necesitará ser animado cuando se esfuerce en buscar la estabilidad postural.
Los niños que no se han sentido bien sostenidos, ni protegidos,
experimentan el miedo a caer, a precipitarse al vacío o al abismo y a
descoyuntarse. Aterrorizados por la angustia de caída se aferran al cuerpo
perdido con sus «ventosas sensoriales», como dice Bick, para evitar perderse en
el vacío y para sustraerse a la desintegración. Se contienen «colgándose», por
ejemplo, de los olores, especialmente de sus olores corporales, de algunos
sonidos, de algunas voces o ritmos, de determinadas fuentes luminosas o de
estímulos bucales provocados al meterse todos los dedos en la boca y en muchos
casos manteniendo en sus manos un objeto duro del que no pueden separarse.
Estos niños y niñas lastimados suelen sentirse como si estuvieran inmersos
en situaciones catastróficas: edificios que se desmoronan, aparcamientos
subterráneos inundados en los que se ahogan, naufragios, inundaciones,
terremotos. También se sienten fascinados por la muerte y hablan de ella sin
emoción, como si sus propias emociones, sus sentimientos se hubieran
congelado, petrificado, a causa del miedo.
El niño ante una caída no tiene solamente el miedo a caer, sino que «se
deja caer» afectivamente; por lo que el psicomotricista, jugando a caerse con el
niño, mientras le mantiene bien sujeto en sus brazos, le manifiesta que se puede
disociar la angustia de caer del juego de caer. Solo entonces podrá experimentar
la posibilidad de caer, de dejarse ir, manteniéndose unido y contenido en su
angustia.
La angustia de explosión
En las sesiones de terapia psicomotriz hemos podido observar la angustia de
explosión manifestada por el miedo a explotar uno mismo o el miedo a que
cualquier cosa pueda explotar.
El niño puede caer en un estado de pánico por miedo a que exploten las
pelotas de goma, a los fuegos artificiales o a los truenos «que parecen
representar la violencia de sus pensamientos, de sus fantasmas, de sus deseos»
(Houzel, 1985). También puede sentir fascinación por las escenas de guerra y
por la destrucción.
Estos niños sólo podrán evolucionar proyectando su violencia en un lugar
transformable lo que, con la ayuda del psicomotricista, le permitirá descubrir
que el cuerpo puede ser fuente de placer y de unidad.
El niño autista pasa gran parte de su tiempo con la cabeza inclinada hacia
la izquierda, sobre el tronco, rodeándola con su brazo izquierdo, mientras
que el brazo derecho permanece balanceándose a lo largo del lado
derecho que no parece bien integrado. Yo denominaría a este cuadro
hemiplejía autista [...] Respecto a esto, recuerdo una declaración de
Tustin: los esquizofrénicos estallan en pedazos, los autistas se parten en
dos mitades.