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Despedida

“Me voy a Formosa a probar suerte con un negocio forestal.”


¿Por qué papá se va?. Mamá no sabe bien que contestarme. Por su cara me doy cuenta
que quizás sabe pero no puede decirlo. O, también, que no sabe pero intenta que
nosotros pensemos que sí sabe.
Tengo treinta años, pero parezco muchos menos. Mi hermana tiene veinte, pero, es casi
obvio decirlo, parece mucho más.
Papá es médico y contrajo pancreatitis trabajando en un hospital de Paraná, en la
provincia de Entre Ríos. El no habla nunca de su enfermedad, pero Ana y yo siempre
revisamos su escritorio y así descubrimos que en un libro de tapas negras y letras
doradas que dice Medicina Interna, papá señala con papelitos blancos diversas páginas
que tienen en común la palabra pancreatitis. En una nota marginal, con una flecha que
sale de un párrafo del libro, papá anotó con su letra legible, para un médico, algo que
decía “de dos a tres año de sobrevida”.
Papá es flaco, alto y moreno. Tiene las manos suaves y los dedos largos y finos.
Siempre huele a alcohol. Alcohol de pasarse por las manos. Es, como si le hubiera
quedado como un tic, toca algo y busca el frasco de alcohol Grimaldi y se echa un
chorrito en las manos y se las frota hasta que le quedan secas.
Mamá es muy linda. Nació en Misiones, en un pueblo cercano a Posadas. Su papá, el
abuelo Borsha, vino de Polonia y después de sufrir unos meses en la ciudad del ruido y
el humo, se tomó un tren y llegó al pueblo para nunca más irse. El abuelo conoció a la
abuela a orillas del río, un día de mucho calor. La pidió esa misma tarde y se la llevó
con él con la intención de hacerla su mujer. Con la exactitud de un reloj, mi mamá nació
a las 36 semanas de ese mismo día, de esa misma noche.
Mamá es tan rubia como lo fue el abuelo Borsha. Y tan linda como la foto que el abuelo
Borsha mostraba de su mamá Zonka. Mamá es tan blanca como papá es cobrizo. Yo soy
tan blanco como mamá y Ana, tan cobriza como papá. Los dos, dicen todos los que nos
conocen, somos hermosos. Ana, tiene una cintura que mide las dos manos mías
ajustándola. Unas caderas del tamaño de la silla de paja de la cocina. Unos ojos verdes
que se ven grises cuando va a bañarse al río al caer la tarde. Yo no. Mis ojos son
marrones como los del gato que siempre duerme la siesta arriba del techo del cobertizo.
De nada sirve todo esto. Ni nuestra extrema belleza. Ni la de mamá. Ni la historia del
abuelo. Nada sirve porque papá tiene pancreatitis, una enfermedad que, como dice la tía
Tina, se lo lleva más rápido que darse vuelta cuando alguien te llama.
Papá es médico, pienso mientras escucho como mamá llora en el baño pensando que no
estoy en la puerta escuchándola. Papá es médico y los médicos, como saben de
medicina, tardan más en morirse. Por algo son médicos, pienso.
Ana me interroga como si fuera el mayor, pero sabiendo que pienso y actúo como si
fuera mucho más chico. Yo no se bien de que se trata, pero cuando me miro al espejo y
me veo como me veo, pienso que debo ser tonto, o retrasado. Ana me consuela
diciéndome que poco a poco voy a ir creciendo y que cuando ella sea vieja yo ya voy a
estar grande.
Todos, sin decirnos nada, nos preguntamos si papá se va a Formosa para morirse sin que
nosotros estemos presentes o si realmente va a trabajar en negocios forestales. Todos
nos preocupamos cuando vimos que al preparar sus maletas ponía poca ropa pero se
llevaba muchos libros como los de tapa negra y letras doradas.
Papá, que era muy flaco como ya dije, estaba más, mucho más flaco aún en el momento
en que me abrazó para despedirse. Sentí sus manos, suaves, apretando mi nuca. Tanto
me apretó que me dolía. No dije nada porque pensé que no lo hacía a propósito, sino de
pura emoción, sabiendo que era una despedida para siempre. Ana también lo apretó tan
fuerte como él a ella. Mamá fue la única que lloró y no pudo despedirse. Se dio vuelta y
entró a la casa. La tía Tina apretó la mandíbula y le dio una fuerte palmada en la
espalda. Papá se dio vuelta y empezó a caminar rumbo a la estación de tren.

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