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(…). Creer es querer creer, no es sentir que creo. Creer es decidir confiar y
remitirse plenamente a Dios, reconocerle tal como se presenta en
Jesucristo: “El camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Del mismo modo, no
se pierde la fe como se pierden las llaves. Un día, se ha decidido, más o
menos conscientemente, no conceder confianza. Bajo el golpe de una
prueba dramática que nos ha trastornado en nuestros fundamentos, o bien
porque un periodo de aridez espiritual nos produce una gran fragilidad,
propicia a la duda que lo invade todo. O incluso, porque estamos
sublevados contra Dios: se piensa así que le “castigamos” dejando de creer.
Se puede también dejar de creer sencillamente por pereza o por cansancio,
porque no se ha alimentado durante mucho tiempo el deseo de creer, ni se
ha renovado esta decisión. Se termina entonces efectivamente por no querer
ya creer. No se pierde la fe a nuestro pesar: no creer ya es también una
decisión.
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nos empuja ese deseo. Pero cuando ese deseo está en baja, ¿se deja por eso
de amar? ¡No! Se decidió amar más allá de los altibajos del deseo.