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Del libro de Pierre-Hervé Grosjean, Cómo estar

preparado, Rialp, Madrid 2022, pp. 81-85.

“No sé si creo de verdad...”. Es una frase que oigo a menudo al acompañar


a alguien o en conversaciones. Me parece útil reflexionar sobre los
malentendidos que esas palabras revelan.

En primer lugar, parece sorprendente no saber si se cree. La cuestión es


más bien: “¿Pero tú quieres creer?” La fe es, en efecto, la respuesta libre
del hombre, con la ayuda de la gracia a la revelación de Dios,
reconociéndola verdadera. “La fe es la virtud teologal por la que creemos
en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia
nos propone, porque Él es la verdad misma” (CCE, n. 1814). Es pues al
mismo tiempo un don —Dios nos hace capaces de creer por su gracia, y
nos ofrece la verdad a la que adherirnos—, pero también una decisión libre:
decidimos nosotros adherirnos a lo que nos revela. No saber si se cree es
como no saber lo que se quiere, por no elegir.

(…). Creer es querer creer, no es sentir que creo. Creer es decidir confiar y
remitirse plenamente a Dios, reconocerle tal como se presenta en
Jesucristo: “El camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Del mismo modo, no
se pierde la fe como se pierden las llaves. Un día, se ha decidido, más o
menos conscientemente, no conceder confianza. Bajo el golpe de una
prueba dramática que nos ha trastornado en nuestros fundamentos, o bien
porque un periodo de aridez espiritual nos produce una gran fragilidad,
propicia a la duda que lo invade todo. O incluso, porque estamos
sublevados contra Dios: se piensa así que le “castigamos” dejando de creer.
Se puede también dejar de creer sencillamente por pereza o por cansancio,
porque no se ha alimentado durante mucho tiempo el deseo de creer, ni se
ha renovado esta decisión. Se termina entonces efectivamente por no querer
ya creer. No se pierde la fe a nuestro pesar: no creer ya es también una
decisión.

En este sentido, el paralelo entre la fe y el amor es bastante justo. El amor


no es más que una cuestión de deseo de amar. El deseo amoroso puede
surgir a pesar de nosotros —el flechazo— y sigue siendo fluctuante. Puede
ser ardiente, pero también conocer mínimos e incluso parecer que
desaparece. Amar no es simplemente desear. Amar es decidir amar. Más
allá del deseo, está nuestra libertad. Por supuesto que se va a hacer todo lo
posible para cultivar el deseo amoroso, porque es más fácil amar cuando

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nos empuja ese deseo. Pero cuando ese deseo está en baja, ¿se deja por eso
de amar? ¡No! Se decidió amar más allá de los altibajos del deseo.

(…) Nuestro mundo occidental descristianizado impone haber tomado una


verdadera decisión en cuanto a la fe. No se puede avanzar a contracorriente
si la fe es frágil y si la decisión de comprometer su vida con el Evangelio
no se ha tomado. En una sociedad todavía cristiana, podía uno dejarse
llevar. La fe, el lugar de Dios, su presencia en la vida de cada uno, tenían
algo de evidente o eran en todo caso compartidas por la mayoría de las
personas que nos rodeaban. Hoy, en Occidente tomar la decisión de creer
nos coloca inmediatamente a contracorriente. Eso nos impone una
determinación más grande y una ayuda recíproca para vivir y mantener esta
decisión.

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