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crimen de la noria

Juan M. Méndez Avellaneda

(Juan M. Méndez Avellaneda, Historias de la Ciudad. Una revista de Buenos Aires, Año IV N° 20,
I.S.S.N.: 1514-8793, Buenos Aires, 2003, p.p. 6-21)

La historia de nuestro pasado (y nuestro presente) como el de todos los pueblos, está plagada de críme-
nes, algunos motivados por causas políticas y otros por razones más banales. Este sobre el que va usted a
leer, si bien tiene vetas oscuras no aclaradas, ha sido provocado por la amistad, algo fuera de lo común
para esta clase de entuertos. Lleva además un elemento adicional que lo hace atrayente y es que los cri-
minales pertenecían al círculo calificado como de clase “alta”, de familias ricas de Buenos Aires de co-
mienzos del siglo XIX.
El homicidio fue cometido con cierto grado de sofisticación: la banda lo planificó eligiendo un escenario
adecuado y llevó a cabo con éxito la primera etapa, así como el traslado y la ocultación del cadáver, pero
su ejecución fue algo torpe debido a la inexperiencia de sus autores. De todas maneras se puede decir
que el caso cumple con las reglas de una mediocre novela policial. Los asesinos eran unos novatos (pue-
blerinos no habituados a manejar el cuchillo) imberbes que poco antes habían llegado a la mayoría de
edad; dos de ellos recién casados.
El haber sido el primer homicidio local “moderno” –ocurrió en el año 1828– lo convierte en un caso de
estudio con ciertas vetas propias cargadas de misterio, en un momento en que el país comenzaba su vida
independiente. Estamos hablando de un crimen cometido por gente decente con elementos no muy sofis-
ticados pero suficientes, midiéndolo con los parámetros de la época. Pues, si bien la sociedad rioplatense
no era especialmente inclinada a la violencia, una ciudad como Buenos Aires con una población superior
a las sesenta mil almas se topaba a diario con hechos de sangre (riñas, duelos, peleas entre borrachos,
venganzas).
Lo que diferenció a este de los restantes fue que estuvo rodeado de una serie de interrogantes y detalles
insólitos como la limpieza de la sangre por parte de los criados o la intervención de la prensa con comu-
nicaciones del hermano de la víctima primero, y por uno de los victimarios luego. Los diarios no fueron
ajenos a la repercusión del suceso con sus acusaciones cruzadas según la tendencia política y no faltaron
los clásicos ataques contra el juez y la policía, a tal punto que una de las primeras noticias recordaba los
tiempos de la Inquisición insinuando que en la desaparición de la víctima estaban involucrados agentes
del gobierno. Pero antes digamos dos líneas sobre el primer Álzaga de la historia, padre de uno de los
asesinos.

El alcalde Martín de Alzaga


Producida la Revolución de Mayo con la mínima cuota de fusilamientos, comenzaron los forcejeos y la
lucha por el poder de los diferentes grupos políticos para ver quién conduciría el timón del Estado. Si-
multáneamente, la reacción se manifestó y el grupo español, como no podía ser de otra forma, todavía
poderoso, fragoteó una contrarrevolución encabezada por su líder natural, el alcalde Martín de Álzaga.
Fracasado el intento, Álzaga fue juzgado, arcabuceado y colgado en la plaza Mayor y lo acompañaron en
el evento miembros de su grupo familiar y su director espiritual, Fray José de las Ánimas.
Ese episodio que ocurrió en 1812 sin duda marcó a fuego a los porteños y fue pintado por Ramos Mejía
como parte de “la historia de carne y hueso”, cuyo mentor es Vicente F. López. Refiere que “la rígida fi-
gura de don Martín flotó durante años enteros en la alucinación que persiguió a toda la sociedad, en cuyo
seno tenía tan profundo arraigo”, añadiendo trazos tomados de la Historia de López por demás lúgubres:
“En los días que siguieron a la ejecución, la plaza de la Victoria ofrecía el melancólico espectáculo de
una serie de cadáveres amarrados a la horca y entre los cuales se destacaba el Rico-home que fue a la
vez la trágica figura, el último representante encopetado que tuvieron en Buenos Aires los 3 siglos del
régimen colonial, un poco más allá el del implacable fraile la capucha echada sobre los ojos, por debajo,
larga barba entrecana y la boca firme, sin que el labio tradujera el último gesto de la mortal angustia… Y
fue así que durante 40 días hubo conspiradores colgados en las horcas de la plaza de la Victoria hasta el
número de 41 víctimas” y sigue la narración en ese tono.
Fue un terrible golpe para los Álzaga, familia de gran fortuna y prestigio que ocupaba un primer nivel en
el Buenos Aires colonial, sobre todo para el más pequeño, Francisco o “Pancho” como lo apodaban, aco-
sado en su fuero íntimo por el espectáculo de su padre colgado en la plaza. El ajusticiamiento de Álzaga
fue por causas netamente políticas, a diferencia del que contaremos, un crimen ‘común’ –si así puede ca-
lificarse a estas anomalías de los humanos– pero de facetas totalmente inusitadas. Francisco Álzaga, uno
de sus protagonistas, sino el principal por su rango, debió sentir el peso e influencia del trágico fin de su
padre.

Buenos Aires, 1828


Rivadavia, luego del fracaso de la misión García, se vio obligado a renunciar. Fue reemplazado por Ma-
nuel Dorrego, el jefe de la oposición federal quien, en agosto de 1827, fue elegido gobernador por la Cá-
mara de Representantes y pasó a presidir la provincia de Buenos Aires. El conflicto con Brasil y el blo-
queo del Río de la Plata por parte de la flota imperial provocaron un golpe terrible a la economía argenti-
na y la eterna inflación nacional pasó a ser galopante. Las quiebras se sucedieron y el comercio se en-
contró trastornado.
Ya nadie recordaba el ajusticiamiento del alcalde pero la familia Álzaga seguía ocupando un espacio de
importancia en la sociedad porteña. Félix, el segundo de los varones, era uno de los más fuertes comer-
ciantes en la plaza y quien llevaba las riendas de los negocios, aunque una de sus hermanas estaba en
conflicto con él. Fue en ese contexto que un comerciante español llamado Francisco Álvarez, llegado a
Buenos Aires años antes, desapareció y su hermano, luego de concurrir a su negocio situado en la Reco-
va Vieja y encontrarlo saqueado, formuló la denuncia a la policía. ¿Qué relación tenía el desaparecido
con Álzaga?
La historiadora Jimena Sáenz hace muchos años, publicó un excelente artículo titulado El peor de los Ál-
zaga, donde relató la muerte de Francisco Álvarez con todos sus pormenores aunque no hizo referencia
al documento de mayor importancia, que era el expediente criminal, y su sugestiva desaparición del Ar-
chivo Histórico de La Plata.1 Tampoco hay datos en el Archivo de la Policía, salvo la orden para llevar a
cabo la ejecución de los reos. Esto puede deberse a la casualidad, pero lo que sí resulta sintomático, co-
mo veremos, es la morosidad de las autoridades para perseguir a uno de los criminales.
Ante la denuncia de Ángel Álvarez, hermano de Francisco, la policía practicó las primeras diligencias.
Los corrillos hablaban del desaparecido señalando que era visto con frecuencia acompañando a un grupo
de jóvenes que se dedicaban al trago, las mujeres y el juego en los cafés, algo común para la época. Esta
barra de amigos estaba compuesta por Miguel Azcuénaga, Pancho Álzaga, Jaime Marcet, Juan Pablo
Arriaga y quien a la postre sería la víctima, Francisco Álvarez.
Salvo los dos últimos, el resto provenía de familias de prestigio en el Buenos Aires de ese entonces. Az-
cuénaga era hijo de quien integrara la Primera Junta de gobierno en 1810. Vivía frente a la Plaza y se de-
cía que tenía relaciones con una famosa actriz, Trinidad Guevara, promotora poco antes de un conocido
escándalo por llevar colgado a su cuello un retrato de su amante, aunque otras versiones aseveraban que
era su cuñado Olaguer y Feliú, el inspirador de la cómica oriental. Sin embargo Azcuénaga al tiempo del
asesinato estaba distanciado del grupo.
Jaime Marcet era un catalán llegado a Buenos Aires en 1820 que poco después se casó con una mucha-
cha mayor que él, dueña de un buen patrimonio: Jacoba Osandivaras, u Osandavaras. Marcet trabajaba
en la librería de Ezeyza, o más conocida de Osandavaras, situada en la calle del Potosí a media cuadra de
la Manzana de las Luces. A poco de casarse, Jacoba dio a luz una niña que fue bautizada en la Catedral
el 6 de julio de 1827 con el nombre de Dolores.2 La madre de Jacoba era Faustina Argibel –emparentada
con los Ezcurra– que en su testamento mejoró la situación de su hija por el gran cariño que le tenía de-
jándole, entre otras propiedades, su casa morada en pleno centro de la ciudad, en la calle Piedad N° 17
(actuales Bmé. Mitre y Reconquista). Ajusticiado Marcet, esa propiedad estuvo a punto de ser rematada
gracias a las malas artes de su marido, pero Jacoba salvó su techo ayudada por sus amistades, según ve-
remos.
También Francisco Álzaga, el principal protagonista de esta pequeña historia, se había casado poco antes
con Catalina Benavídez y vivía con sus suegros en la calle Belgrano 95 (Av. Belgrano y Bolívar). Ella
era una de las beldades de su tiempo recordada por Calzadilla en una historia por demás fantástica como
“bella entre las bellas”. Catalina, que acababa de dar a luz, era hija del canario Bernardo Benavídez y la
criolla Damiana Costa.
Los Costa eran familia de prestigio y dinero. Don Braulio, su tío, era un conocido comerciante y banque-
ro dado a la especulación y al juego. El general Iriarte lo pintó como un fullero que desplumó al general
Quiroga (y también a Iriarte) con dados trucados. Las Memorias de este militar reflejan esos tiempos de
Dorrego y Lavalle como los de una época de juego desenfrenado en la que las mayores fortunas se des-
hacían en un noche. Menciona apellidos muy conocidos y él mismo confiesa cómo comprometió la dote
de su mujer por quedar envuelto en esa atmósfera irresponsable que portaba cómo telón de fondo, la
eterna lucha entre unitarios y federales.
La guerra de la Argentina contra el Brasil llevaba a toda clase de especulaciones; una típica, era invertir
en el fletamiento de los buques corsarios que debido a la carencia de una flota nacional servían a nuestro
gobierno en la guerra marítima contra el imperio. Marcet era uno de esos especuladores y Bustamante, el
inventor de los dados trucados, su socio. El encargado de negocios de los Estados Unidos, John Murray
Forbes, en uno de los informes a su gobierno los da como autores de una estafa de varios miles de pesos
contra el Tribunal de Presas.3 Como vemos, el ambiente porteño que les tocó vivir a estos jóvenes, no
era de lo más sano y moral.
Arriaga, por último, era un joven cordobés débil de carácter y enamoradizo, llegado de su provincia unos
años antes. No sabemos cómo se relacionó con la banda pasando a ser compañero de juergas. De acuer-
do con datos del censo del año anterior, Arriaga vivía en la calle Plata N° 126 (actual Avda. Rivadavia y
Piedras) como huésped del carpintero Noguera. Solía afeitarse con el pardo Marcelino de la barbería de
Emerejildo Andújar ubicada muy cerca de la librería de Marcet. Así se colige de una de las cláusulas de
su testamento dictado el día antes de subir al cadalso, donde ordenaba a sus albaceas cubrir la deuda con
su barbero. Estos son, a grandes rasgos, los victimarios; la víctima, Francisco Álvarez era un español que
llevaba muchos años en Buenos Aires trabajando como comerciante junto a su hermano Ángel.
La primera noticia sobre el crimen en los diarios, es un aviso en la Gaceta Mercantil del 10 de julio de
1828 encabezado por el siguiente título en grandes letras “Dos mil pesos de Gratificación. Se dan inme-
diatamente al que diese noticias de don Francisco Alvarez ó comunique indicios ciertos de su paradero
pues desde el sábado 5 del corriente a las 8 de la noche ha desaparecido y se cree haya sido asesinado.
En la tienda n° 9 de la Recoba frente al Cabildo vive su hermano D Angel Alvarez quién admitirá el avi-
so y guardará el secreto mas religioso”.
En los cuartos de la Recova Vieja funcionaban las tiendas que el Cabildo alquilaba a los comerciantes
como medio de obtener rentas para el Estado y Ángel Álvarez y su hermano Francisco eran unos de sus
ocupantes desde 1816. Fue construida a mediados del siglo anterior y dividía en aquel entonces por la
mitad la actual Plaza de Mayo.4 En ese entorno hacía sus negocios Francisco Álvarez y a diario se lo po-
día ver conversando con otros colegas en su mayoría comerciantes españoles, en los aledaños de la Re-
cova a la espera de algún cliente. Un hecho que referiremos al término de esta crónica y que quedó docu-
mentado en el Archivo de la Policía, nos dará alguna idea sobre su personalidad, muy diferente a la di-
fundida.

Corpus delictis
Como ya señalé, el expediente criminal, archivado en el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos
Aires, en La Plata, ha desaparecido y hasta la fecha no ha sido hallado. Esto nos mueve a pensar que no
es casual el extravío si tenemos en cuenta la gran influencia que poseía la familia Álzaga. Esta pérdida
nos impide acceder a importante información sobre las causas que llevaron a estos personajes a matar a
su amigo y deja en la penumbra ciertos detalles macabros, como el degüello del pobre Álvarez o el tras-
lado de su cadáver a través de la ciudad, por parte de sus compañeros de juerga. Sin embargo, nada con-
creto es posible decir al respecto. Recordemos que un suceso aún más conmocionante ocurrió en Monte-
video unos años más tarde al ser asesinado, también a puñaladas, –arma muy frecuentada en esa época–
el periodista Florencio Varela. El expediente criminal desapareció del Archivo de los Tribunales de esa
ciudad y se tejieron toda suerte de teorías y veladas acusaciones contra el general Oribe, instigador del
crimen, pero un siglo después fue encontrado por un periodista en el mismo Archivo, aventando la tesis
de haber sido la familia del general, de gran influencia en Uruguay, la que hizo desaparecer el expedien-
te y con ello la prueba del delito. Así que nada podemos decir en este caso; sólo sabemos que las pruebas
acumuladas en el proceso demostraron la culpabilidad de Marcet, Arriaga y Álzaga a tal punto que fue-
ron sentenciados a la última pena, condena que el Tribunal Superior ratificó. Los dos primeros fueron
ajusticiados y el prófugo Álzaga lo fue in absentia. Como en el caso Varela, es posible que el expediente
sea hallado algún día; hasta entonces nos guiaremos por otra información, tales como los relatos de los
periódicos, pleitos y escrituras.
El 10 de julio de 1828, Ángel Álvarez publicó el aviso ofreciendo una recompensa y denunciando que el
día 5 de ese mes en horas de la noche había desaparecido su hermano Francisco. Ese 5 de julio era sába-
do y en Buenos Aires la única novedad ocurrida era que la elección de 2 representantes para la legislatu-
ra, había sido prorrogada por una semana. La siguiente noticia de la Gaceta es del 17 con un título alusi-
vo a la Santa Inquisición. Ya han pasado doce días y la desaparición del comerciante español adquiere
un tinte sombrío pues se empieza a hablar del “horroroso asesinato” pese a que aún no hay cadáver. El
suelto periodístico alude a dos desapariciones (lo propio dice El Liberal) pero no sabemos si se está refi-
riendo a Francisco Álzaga, ya prófugo, pues no da el nombre del segundo de los desaparecidos.
Las noticias se concentran en el resultado de las elecciones consignando los candidatos más votados. La
cifra de votantes no era significativa y el partido unitario impugnó el comicio. Los diarios traslucían en
sus notas la lucha política que se avecinaba entre unitarios y federales y que culminará con más derrama-
miento de sangre. Lo que tiene cierta significación y nos sirve para ambientarnos en el crimen son las
quejas por la deficiencia del alumbrado y los problemas con el estado de las veredas para transitar de no-
che. La siguiente noticia sobre el caso, es del día 21 cuando se informó que el Ministerio de Gobierno
hacía saber que la causa Álvarez había pasado al juzgado del Dr. Bartolo Cueto, un excelente magistra-
do. Ese mismo día se publicó la lista de suscriptores de una colecta para premiar al almirante Brown y
entre los donantes se encontraban dos de los indirectamente involucrados: Miguel Azcuénaga y Félix Ál-
zaga con una contribución de mil pesos cada uno, cifra no superada por ningún otro contribuyente.
A su vez, El Tiempo también se ocupa de la desaparición de Álvarez señalando que la policía debía diri-
gir sus pesquisas a las “casas habitadas por mujeres infames” y pasaba a enumerar luego todos los robos
habidos en las últimas semanas. Este periódico –opositor a Dorrego– formula algunas insinuaciones con-
tra el juez Cueto pues “ciertos rumores” lo señalan como poco diligente. Pero, típico, en el ejemplar del
1º de agosto, cuando el caso está aclarado, alabará la eficacia y celeridad del juez Cueto.
El 24 de julio apareció finalmente el cadáver del español en la noria abandonada de una quinta “bien co-
nocida en el país” junto al Riachuelo. El comunicado era del alcalde de Barracas explicando que, en vir-
tud de la circular librada por la policía solicitando información sobre el paradero de Francisco Álvarez,
se conoció la noticia dada por unos chicos que cazaban pajaritos junto a una vieja noria y al asomarse
vieron flotando en el agua una mano. “A las 4 de la tarde” extrajeron el cuerpo y lo condujeron en un ca-
rro “donde fue puesto en el patio de la casa central de policía y previo reconocimiento de los facultativos
y aún de la población, se vio hasta la evidencia ser el mismo Álvarez”. El cuerpo, si se tiene en cuenta el
tiempo que pasó hasta su hallazgo, se encontraba en buen estado.
Señala el periódico que la quinta resultó ser la del alcalde Álzaga, situada a inmediaciones del puente de
Gálvez cerca del Riachuelo (Se anexa un plano de la época archivado en los folios del Registro del Es-
cribano n° 6 del año 1831 y hallado y fotografiado por el investigador Eduardo Oliver). Allí estuvo ocul-
to en 1812 Martín Alzaga pocos días antes de ser aprehendido y ejecutado. Esa quinta, algo desmembra-
da, fue vendida medio siglo después, en las últimas etapas del trámite sucesorio del héroe de la Recon-
quista.
Volviendo a la crónica periodística diremos que el Tribunal Superior en dos oportunidades urgió al juez
a sustanciar lo más rápido posible el proceso; la opinión pública estaba soliviantada. Cueto respondió
que ya había tomado declaración a más de 40 testigos, algunos en dos oportunidades. Al comentar la len-
titud del juicio, el periódico local inglés British Packet del 30 de agosto observaba que el proceso en In-
glaterra, al ser oral, era mucho mas rápido y expeditivo y lo comparaba a otro muy reciente habido en
Londres (caso Thurtell) al cual Quincey hace alguna alusión.

Rastros de sangre
¿Cuál fue el móvil y cómo se cometió? Se tejieron varias teorías al respecto; la principal fue el dinero,
pues una vez que se desembarazaron del cuerpo saquearon la tienda de la Recova y robaron dinero y jo-
yas. Sin embargo, como veremos más adelante, al analizar el perfil social familiar de estos individuos,
ese motivo no resulta suficientemente convincente y hace pensar en otros móviles. Así lo dice también el
hermano de la víctima cuando publica su panegírico necrológico. Pero veamos antes cómo fue cometido
el crimen.
Marcet, Alzaga y Arriaga planean y deciden la muerte de su amigo Alvarez. Enterados de que se alquila
una casa de altos en la calle Esmeralda N° 7, “frente al hospital de mujeres” Arriaga es encargado de tra-
tar con la propietaria que le facilita las llaves para mostrarla a un supuesto interesado (el coronel Dehe-
sa). Teniendo a su disposición un escenario apropiado, Arriaga es enviado por sus socios para atraer a
Alvarez al lugar con una excusa –un piano a la venta– y logra hacerlo concurrir a la casa deshabitada. Ya
era de noche y en el lugar se encontraban los dos cómplices armados ambos con sendos puñales. La ver-
sión corriente afirma que Marcet es el primero en herirlo con su puñal; Alvarez aterrado no se resiste y
Alzaga, alcoholizado y acuciado por aquel, termina degollándolo. La víctima pierde abundante sangre
manchando el piso y las paredes mientras arrastran su cuerpo hacia el “común” (baño) para que se de-
sangre. El joven cordobés es un espectador pasivo y sólo colaboró para buscar el birlocho donde fue
subido Álvarez, ya cadáver. Simularon que venían de parranda y cargaron y colocaron a su víctima en el
vehículo sentándolo entre ellos, como si estuviera borracho. Parten “los 4 amigos”, al decir de Jimena
Sáenz, hacia Barracas.
Es noche cerrada y fría y los serenos y vigilantes descansan en las pulperías, refugio obligado de los tras-
nochadores, así que nadie los detiene llegando sin obstáculos a la quinta de Álzaga que se encuentra
abandonada. Atan una piedra al cuerpo y el difunto es arrojado al pozo de la noria. Vuelven a la ciudad y
registran la tienda de la Recova llevándose joyas y dinero. Al día siguiente enviarán a la casa de la calle
Esmeralda a sus criados que borran las huellas del crimen y lavan las paredes cubiertas de sangre ( todo
parecido con la actualidad es mera coincidencia). El pardo Pascual, esclavo de doña Jacoba será injusta-
mente acusado por esa circunstancia.
El genio del catalán Marcet es el que ha planeado la escena final (y al parecer todo el crimen) con un
buen resultado inicial. Logran atraer y matar a Alvarez y lo trasladan luego a un lugar adecuado sin des-
pertar sospechas contra ellos. Tres semanas transcurren sin que la policía dé con ninguna pista hasta que
finalmente el cuerpo es hallado por casualidad por unos chiquilines aventureros de caza menor y de una
mano que emerge del agua, y la buena suerte abandona a los homicidas. ¿Serán estos muchachos de la
misma calaña que los cazadores de pajaritos que describe Hudson, el padre de las aves? 5

La ejecución
No he encontrado en las crónicas de los diarios ningún relato sobre la captura de los criminales o versio-
nes de la fuga de Álzaga. El Tiempo publicó un edicto del juez citando a este a comparecer so pena de
declararlo rebelde. En el periódico inglés, se informa que declararon 93 testigos y que Álzaga –Frank
(Pancho)– desapareció luego de confesar su crimen a Carlos Terrada y sus amigos. Finalmente La Gace-
ta del 29 de agosto de 1828 comunica el fallo del Juez Cueto que condena a muerte a los tres reos, Álza-
ga, Marcet y Arriaga, el primero in absentia.
El pedido del fiscal Planes de una condena de azotes es desechado. En el ejemplar de ese mismo día se
informaba que don Lucas Obes “va comisionado por el gobierno al Ejército”. Es muy probable que en la
tropa en que viajaba fuera oculto el prófugo Álzaga según se desprendía de ciertas noticias que nos da el
coronel Pueyrredón, tema que veremos luego.
Apelado el fallo por los defensores Ocampo y Agrelo, el 13 de septiembre la Cámara del Crimen confir-
mó la sentencia de muerte. Los esclavos Pascual y Agustín, sirvientes de Marcet que fueron encargados
por este de borrar las huellas del crimen, son declarados inocentes. Un comunicado del Ministro de Go-
bierno José M. Rojas dispuso que “sean ejecutados en la Plaza de la Victoria poniéndose sus cadaveres
en la horca a la Pública expectación” y prevenía al Jefe de Policía para que se pusiera a disposición del
juez de la causa para prestar los auxilios que en tal caso corresponden y la sentencia sea executada”. Esta
se lleva a cabo inmediatamente, el día 16, y el British Packet relata los pormenores del fusilamiento y al-
gunos tramos del juicio.
El teniente coronel Manterola con sus cívicos y colorados sacó a los reos de la cárcel del Cabildo y los
conduce a la Plaza pasando por la Recova. Arriaga marcha adelante y le sigue Marcet, muy pálido, lle-
vando ambos en sus manos un crucifijo. El catalán se abraza con algunos amigos y pide que no le apun-
ten a la cabeza, son sentados en sus banquillos y el sacerdote dice una plegaria. El pelotón abre fuego –
Arriaga cae primero y Marcet segundos después– y luego sus cuerpos son suspendidos a la expectación
del público. Señala el periodista (Mr. Love) que una turba inmensa presenció la ejecución, sobre todo
muchas mujeres en los balcones y azoteas. Los cuerpos fueron conducidos más tarde a la Recoleta.6
Describe a Marcet como un hombre alto y buen mozo.
Por manía pedagógica, los escolares fueron llevados a presenciar el fusilamiento. Eso afirma Calzadilla
en Las Beldades de mi Tiempo, su obra famosa –y única– divertida y algo novelesca. Cuenta que los
cuerpos “permanecieron colgados en las horcas todo ese día, para desagravio del pueblo que había pre-
senciado el horrendo crimen contra la amistad y la moral”. La palabra amistad volverá a repetirse como
epitafio en el monumento que el hermano de Alvarez hará construir en la Recoleta.
En la misma crónica del periódico inglés se consigna que Azcuénaga también iba a ser víctima de sus ex
amigos, pero Arriaga se resistió. Su actitud lo volvió sospechoso ante sus compinches que planearon en-
venenarlo pero los hechos se precipitan y es arrestado. Mr. Love transcribe una frase terrible de Álzaga
oída por 2 testigos: “Qué pueblo tan italiano este que hace tanto escándalo por la muerte de un miserable
gallego!” calificativo que curiosamente Mármol en su novela Amalia pone en boca de Dorrego. Informa
por último que lo robado eran unos 7000 dólares y termina la crónica diciendo que la noche anterior a la
de la ejecución se le suministró una dosis de opio en la cárcel a Arriaga para que pueda dormir.

Nuevos hallazgos
Las líneas precedentes cuentan una hecho conocido que tiene pocas aristas novedosas. Pero el hallazgo
de ciertos documentos en el Archivo General de la Nación que hasta ahora no han sido publicados, ex-
plica el interés por esta vieja historia, fundamentalmente una escritura fraudulenta que destacaría la per-
sonalidad criminal del catalán Marcet y confirmaría la creencia generalizada de haber sido él el cerebro.
Otra escritura suscripta por Álzaga aleja las veladas acusaciones de Calzadilla hechas contra su mujer “y
su pasión desmedida por el lujo y las joyas”. Una tercera escritura, curiosamente, enfoca en la personali-
dad de una de las Álzaga y su excesivo interés por las joyas. Por último, la búsqueda de otros datos trajo
a la luz un viejo y estropeado expediente que reflejaba el conflicto entre las familias Costa y Benavídez,
aportando elementos insospechados sobre la existencia de un grave conflicto al tiempo de producirse el
asesinato. Toda esta documentación que era desconocida justifica rememorar este viejo asunto, aunque,
como en ciertas novelas policiales (y en la vida real) la incógnita permanece. El expediente criminal, si
es hallado, aclarará estas lagunas.
¿Cuáles fueron los motivos que impulsaron a estos muchachos a reunirse y planear un crimen de tamaña
naturaleza, tan inexplicable cómo el de elegir como víctima a un amigo y compañero de farras? Parece
dostowieskiano pero en asuntos macabros se plantean cosas extrañas, insólitas, como el que hemos teni-
do en Buenos Aires estas navidades en que las crónicas policiales nos hacen conocer día a día el asesina-
to de una señora con ciertos detalles muy similares a los del crimen de la noria (el crimen del baño en es-
te caso). Toda una familia de gente “bien” si así puede calificárselos, y adinerada, fue capaz de complo-
tarse para ocultar la muerte violenta de la dueña de casa y principal miembro de ella. La similitud es
asombrosa en ciertos detalles como el de encargar a los sirvientes que limpien la sangre y eliminen las
huellas del crimen.
Pero es mejor internarnos en el viejo Buenos Aires. Ya dijimos que el saqueo de la tienda en la Recova
la misma noche del crimen hace pensar en el dinero como móvil principal, pero un personaje de la posi-
ción de Álzaga, ¿necesita tan desesperadamente el dinero que lo lleva a planear y cometer un crimen con
sus propias manos? A asesinar a un extraño vaya y pase, ¿pero a un amigo? Es posible que los dos res-
tantes socios de la banda estuvieran tan necesitados que llegaran a pensar en matar, pero no es el caso de
Pancho Álzaga cuya familia poseía una de las mayores fortunas de entonces. Menos si acababa de em-
bolsar una cuantiosa suma poco antes del crimen, según se comprueba por los datos que he tomado de
uno de los registros de escribanos del año 1828.
En efecto, a comienzos de ese fatídico año, Francisco Álzaga concurrió en dos ocasiones al registro del
escribano Mogrovejo en busca de dinero. Lo hizo el 9 de enero para hipotecar primero, y un mes más
tarde, directamente para vender uno de sus campos. Los capitalistas norteamericanos Dana y Carman le
facilitaron en préstamo 25.000 pesos pero un mes después, como si esa suma no le fuera suficiente, los
comerciantes Rexach y Díaz le compraron su estancia de Fortín de Areco –previa cancelación de la hi-
poteca– por la suma de 52.500 pesos moneda corriente. La estancia de Francisco Álzaga tenía una super-
ficie de diez leguas cuadradas, extensión usual para la época, y la había adquirido en enfiteusis al hacen-
dado y comerciante Juan Henríquez Peña. Incluye la venta, las haciendas, poblaciones, carretas, útiles de
labranza y hasta dos negros esclavos (uno fugado).
Es demasiado dinero para pensar que lo hace para satisfacer los antojos de su esposa por una joya, como
dijeron algunas crónicas. No por ser la belleza que describe Calzadilla, sea cierta “su pasión desmedida
al lujo y las joyas”. Ese autor, además de equivocar nombres y fechas, fabula una muerte horrible para
ella. Catalina Benavídez de 18 años de edad y con un bebe de un mes, ¿poseía tamaña influencia que lle-
vara a su esposo a tales extremos? Es dudoso y más remoto aún si tenemos en cuenta que su atractivo no
fue suficiente para que él la abandonara a su suerte. Recordemos además, que Catalina debió pensar en
el futuro de su pequeño hijo, que para seguir la tradición familiar terminó años más tarde trágicamente.
Otros móviles deben haber pesado para llegar al extremo que llevó a Alzaga al despilfarro de su patrimo-
nio y al crimen, móviles que destrozaron a su familia. Hemos recordado al comienzo cómo en las Me-
morias de Iriarte (que pinta también a Félix Álzaga, el hermano, con trazos nada halagüeños) el juego
había invadido la sociedad porteña. Según analizamos su conducta, es evidente que tanto él como Mar-
cet, “padecían una disposición feroz” (diría Darwin) y estos muchachos no eran ese “triunvirato social
que pertenecía a la más escogida sociedad” que nos pinta Calzadilla, de buen tono y recitando poemas a
las chicas de Barquín (“las tengo en el corazón/ las Barquines de almidón/ las tengo en el corazón”). Re-
cordemos que nada los detenía; también planearon el próximo crimen en cabeza de Azcuénaga. Es Pan-
cho Álzaga, al fin de cuentas, el único de la banda que salió con vida y no tuvo remordimiento alguno
según cuenta el coronel Pueyrredón en sus Memorias. Tampoco tuvo empacho en fundar una nueva fa-
milia en la provincia de Corrientes y abandonar la legítima a su suerte.

Huída
¿Cómo escapó Francisco Álzaga? El coronel Pueyrredón en sus Memorias da la clave. En su relato sobre
la campaña militar de Misiones en donde sirvió a las órdenes del general Fructuoso Rivera en el año
1828, refiere que marchaba a la frontera con el Brasil junto con el Dr. Lucas Obes, secretario del general
oriental, y al llegar a una hacienda llamada San Rafael, cerca de la costa del río Uruguay, vio un grupo
de personas entre las cuales se encontraba Pancho Álzaga “vestido de seda con el mayor lujo posible”.
Al negarse Pueyrredón a incorporarse al grupo, el dueño de la hacienda –el Sr. Abreu– lo interrogó pues
nada sabía de lo sucedido en Buenos Aires, respondiéndole Pueyrredón ante su insistencia, que le dijera
a Álzaga “que no sea cobarde, que se trague el cañón de una pistola que es lo único que le resta que ha-
cer en este mundo”.
Consigna líneas antes que el Dr. Obes tuvo que dormir la siesta el día anterior en el mismo cuarto que el
asesino y en respuesta a las expresiones de Obes sobre la repugnancia que sintió de dormir con Pancho
Álzaga, Pueyrredón le respondió: “Es cosa particular que ud. haya tenido miedo de dormir en un mismo
cuarto con el que ha vivido y viajado muchos días cuando le llevó a Santa Fe oculto”.
Obes, que como vimos, salió de Buenos Aires pocos días después de descubierto el crimen enviado al in-
terior por el gobernador Dorrego, trató de justificar su conducta anterior diciendo que “entonces lo con-
sideraba inocente”. Fue Obes, amigo íntimo de Dorrego, quien ayudó a escapar al prófugo Álzaga. Algo
fácil de lograr si recordamos que no hubo instrucciones a los comisarios de campaña ni partes con la fi-
liación del prófugo en los archivos de la policía.

Los Benavídes y don Braulio Costa


Se han dado diferentes versiones sobre la mujer de Álzaga y su relación con su familia política, se la ha
pintado en sus últimos años como una mendiga y Calzadilla noveló su fin, afirmando que Catalina Bena-
vídez fue enterrada viva en la Recoleta. Sin embargo, una lectura muy distinta nos dan los pocos datos
que hay sobre ella y, en contraposición a esa imagen calzadillesca tenemos un Pancho Álzaga nada do-
minado ni bondadoso. Lo cierto es que, ateniéndonos a los documentos de la época, tanto por su padre
como por su familia materna, los Costa, la situación económica de Catalina no era la de una persona que
termina en la mendicidad así que resulta poco creíble esa historia. Pero el padre de Catalina sí se encon-
traba en conflicto con Braulio Costa.7
Bernardo Benavídez era natural de las Islas Canarias y al tiempo del casamiento de su hija poseía un pa-
trimonio, casa y esclavos, ejerciendo el comercio con dos dependientes a su cargo. Poseía además una
quinta en el bañado de Barracas que vendió pocos días antes del crimen. Luego de enviudar siguió vi-
viendo con su hija y su nieto Martín Álzaga Benavídez en la calle Cuyo 288 (Sarmiento y Cerrito) según
consta en el censo llevado a cabo en el año 1855. Los Costa a su vez, que en algunos negocios fueron so-
cios de Álzaga y Benavídez, poseían también su patrimonio pero esa sociedad finalizó en malos térmi-
nos según nos lo cuenta un viejo y deteriorado expediente.
La década que va del 20 al 30 sobre todo en sus estertores, no fue muy pacífica según vimos. Rivadavia,
Dorrego, Lavalle y finalmente Rosas subieron y bajaron al escenario político y Braulio Costa ascendió y
descendió como buen aventurero que fue, hasta terminar en el exilio. Cuando comenzaba el siglo XIX su
hermana se casó con el canario Benavídez y ello le significó a Braulio –entonces no era don Braulio sino
un joven ambicioso “dependiente de Manuel Carranza”– que su pariente político Benavídez lo habilitara
en una de sus tiendas y de los 6 pesos que ganaba en un mes (versión Benavídez) pronto pasó a codearse
con los especuladores ingleses y gracias a ello enganchó la comisión del famoso empréstito de la Baring
Brothers. La fortuna le sonrió hasta que uno de los tantos vuelcos políticos lo llevó finalmente a exiliarse
cuando su amigo Facundo cayó asesinado en Barranca Yaco y Juan Manuel pasó a ser el amo indiscuti-
do.
Pero no nos interesa la historia de don Braulio sino su relación con Benavídez. En ese olvidado expe-
diente descubrimos cómo a fines del año 1827 y comienzos del 28, merced al intercambio de letras, pa-
garés y compromisos de pago, aquél le fue facilitando a Benavídez varios miles de pesos. Pintan un pa-
norama financiero muy comprometido para Benavídez, asociado –según afirma Eduardo Costa, el hijo
de Braulio– a su yerno Francisco Álzaga. Las fojas de ese pleito, que finalizará 30 años más tarde, mues-
tran un prolongado encono familiar y una serie de acusaciones donde vemos a la política y al dinero en-
tremezclados. Demuestran también cómo, en los días previos al asesinato de Francisco Álvarez, el padre
de Catalina movió todos los hilos en busca de dinero así que no era sólo Pancho Álzaga sino también su
suegro quien se encontraba en apuros. Lo que sí podemos presumir es que la deuda no nació de un anto-
jo por una joya sino que ambos estuvieron embarcados en una voluminosa especulación. Al carecer de
documentos de familia o de correspondencia particular, no podemos penetrar en las causas de este en-
frentamiento entre los Costa y Benavídez que duró un cuarto de siglo y que, por las fojas que ponen tér-
mino al juicio, tuvo un final feliz, de reconciliación, en 1857. De todas maneras, Martín Álzaga Benaví-
dez, el nieto, heredó parte de la fortuna de su abuelo, el alcalde Álzaga, si bien algo disminuida por los
pleitos e incidentes que se cruzaban entre Félix Álzaga, albacea de su madre, y dos de sus hermanas. De
acuerdo con el trámite sucesorio la situación patrimonial de Catalina y su hijo no era comprometida. La
famosa quinta de Álzaga ubicada en Barracas, la quinta de la noria como fue conocida, finalmente se re-
mató en 1867 y Martín cobró su parte: una considerable suma de dinero para esa época ($ 115.000). Me-
jor dicho, ese dinero lo cobró su madre pues él ya había sido declarado insano.
Entrar en los vericuetos de la sucesión del alcalde y sus familiares tornaría muy extensa esta crónica,
pues el patrimonio de este, uno de los más elevados de Buenos Aires y del país, y los conflictos e inci-
dentes entre los familiares, sobre todo con Narcisa, viuda de Cámara, (el yerno ajusticiado junto con el
alcalde) se sucedieron durante casi medio siglo. Para que se tenga una idea de la fortuna que dejó Martín
Álzaga, las rentas producto de los alquileres de las propiedades, en el período 1846 a 1849, superaban
los 430.000 pesos.8
Diremos tan sólo que en el año 1845 Catalina inició, patrocinada por Lorenzo Torres, primero y por
Ocampo más tarde, un incidente reclamando alimentos para su hijo Martín. Al comienzo no tuvo mucho
éxito por la renuencia de los Álzaga y la desidia del juez Gaete a su pretensión, hasta lograrlo finalmente
después de Caseros.
También surge por diversos trámites y notificaciones que su hijo Martín Álzaga Benavídez, viajó a Co-
rrientes a ver a su padre que, como es sabido no había tenido empacho en formar nueva familia. Diga-
mos por último que, así como Pancho Álzaga tuvo hijos adulterinos en Corrientes, Catalina también los
hubo en Buenos Aires y esa tal vez sea la razón de que ella sufriera el menosprecio social de sus cuña-
das, algo típico en el Buenos Aires de la época. Al parecer repugnaba menos un hermano prófugo por
asesinato y desinteresado de su familia que la cuñada amancebada.
Digamos para terminar con los Álzaga que luego de la muerte del alcalde las hijas mujeres permanecie-
ron solteras, habitando la casa paterna de la calle de la Universidad (Bolívar) con su madre –según lo re-
gistran los sucesivos censos– y continuaron habitándola luego de la muerte de doña Magdalena acaecida
en 1833. En sus testamentos, dos de ellas mejoraron con algunos legados a su sobrino Álzaga Benavídez,
así que podemos suponer que con el tiempo el viejo rencor fue superado y pudo más el vínculo de la san-
gre.

Marcet
Pero si Álzaga decidió vender poco antes de cometer el crimen la estancia de Fortín de Areco para ha-
cerse de una importante suma de dinero, Marcet no le fue en zaga, pero con un agregado que nos lleva a
meditar sobre su criminal personalidad. A través de un gestor, como era (y es) de práctica, el librero con-
siguió un préstamo por parte de don Domingo Matheu, otro catalán involucrado involuntariamente en es-
te asunto. Para ello debió conseguir en garantía una hipoteca y no encontró nada mejor que dar la propie-
dad de su mujer y sede del hogar conyugal. Ante el despistado escribano Mogrovejo –el mismo que Ál-
zaga utilizó– concertó la operación y el día de la escritura, con la excusa de encontrarse su mujer enfer-
ma, le requirió al escribano que concurriera a su hogar para que doña Jacoba firmara ya que él carecía de
poder para administrar los bienes de su cónyuge, algo corriente en la época pero inviable para semejante
personaje.
A esa altura del partido Marcet ya se encontraba en concurso de acreedores y acosado por ellos, cosa que
Mogrovejo y Matheu ignoraban. El escribano llegó con el protocolo a la casa de la calle Piedad y Marcet
le requirió su entrega con la excusa señalada, entró a la habitación y a los pocos minutos regresó con la
firma de su esposa puesta al pie de la escritura. Volvieron ambos a la escribanía, firmaron los testigos –
que nada vieron según declarararían más tarde– y Marcet también, dando la venia como marido como es
de práctica, recibiendo a cambio los 10.000 pesos que era la cantidad otorgada por el crédito. Toda esta
maniobra sería descubierta un año más tarde, ya difunto Jaime Marcet, generando un juicio que haría
roncha en los Tribunales de aquel tiempo, pero curiosamente ignorado hasta hoy.
Existe una serie de pormenores que hacen dudar sobre el comportamiento de doña Jacoba Usandivaras, y
también el de los dos Agrelos, muy amigos de esta; tal vez ella –nunca lo sabremos– fue cómplice de esa
maniobra. El escribano Mogrovejo en cambio, sufrió serias consecuencias y finalmente la justicia decla-
ró nula la escritura. Matheu, por su parte, nunca recobró su dinero falleciendo un par de años más tarde.
El caso fue único en su tiempo y el juicio se prolongó por más de un año con la declaración de numero-
sos testigos –amigos de Marcet y doña Jacoba, tales como Esnaola y el otro Agrelo– y la designación de
dos peritos calígrafos para establecer la autenticidad de la firma de Jacoba Usandivaras. Fueron ellos los
“maestros en primeras letras” Juan Andrés de la Peña y Juan Montero que en base a un informe suma-
mente modesto declararon que era falsa. Uno de los argumentos fue la connotación del apellido Osando-
varas.
Los móviles de Jaime Marcet son más transparentes que los de sus compañeros como vemos. Su falta
absoluta de moral está claramente pintada en la triquiñuela de que se valió para lograr el dinero con esa
escritura tramposa que pergeñó no importándole que su hija recién nacida corriera el riesgo de perder el
techo. También desfalcó en esos mismos días con su socio Bustamente al Tribunal de Presas en varios
miles de pesos, según consta en el informe del encargado de negocios de Estados Unidos, John Murray
Forbes y lo corrobora la noticia dada en los periódicos British Packet y El Tiempo.
Además, todas las versiones lo dan como el planificador del crimen y es quien asestó la primera puñala-
da al infeliz Álvarez y, luego de ser condenado y poco antes de ser ajusticiado, cuando dictó su testa-
mento en la cárcel no demostró signos de arrepentimiento. Instantes antes de morir, según el periodista
del British Packet, pidió que las balas fueran dirigidas a su cuerpo. Ese gesto nos hace recordar, guardan-
do la distancia de las personalidades, al de don Martín que, momentos antes de ser arcabuceado, limpió
con su pañuelo el asiento del banquillo. Era la misma plaza y el populacho era el mismo de todos los
tiempos, ávido por ver el espectáculo.

Juan Pablo Arriaga


Este joven cordobés que completaba el trío, sin duda por su débil personalidad, fue obligado por sus
compinches a intervenir en el crimen. Arrepentido de su conducta dejó a su confesor, el cura del Soco-
rro, una carta implorando perdón. Era amigo de Azcuénaga y le entregó un par de pistolas advirtiéndole
el peligro que corría, cuando Marcet y Alzaga planeaban también matar a aquél. Su padre, al conocer su
prisión, se apresuró a venir de Córdoba e intentó ayudar a su hijo.
La prensa habla con simpatía de él calificándolo de “generoso padre” y es Félix Frías padre quien presta
la fianza en ayuda de su amigo cordobés. Su abogado Gabriel Ocampo, realizó una brillante defensa del
joven Arriaga, pero el Juez Bartolo Cueto, cuya semblanza damos en un documento anexo, lo incluyó en
la condena a muerte, como las leyes de la época lo imponían. Arriaga estaba enamorado de una joven a
quien –por intermedio de su confesor– dejó “su retrato y varias cartas” prohibiéndole “pueda revelar este
secreto que lo hago ya como a mi director espiritual”.
Curiosamente fue Arriaga el que en una actitud por demás extraña, muy poco antes de encontrarse el
cuerpo de Álvarez, publicó un AVISO en los diarios los días 14 y 16 de julio en el que, abriendo el para-
guas antes de tiempo, declaró su inocencia y afirmó que no ha tenido “relación íntima con el desgraciado
Álvarez” consignando que “el día de su desaparición ha estado en casa de personas respetables”. La
coartada eran sus vecinos que lo estimaban y trataron de ayudarlo pero sin resultado. Después de cum-
plida la sentencia el mismo Correo Político y Mercantil dio a conocer por medio de su confesor espiri-
tual el cura Ladrón de Guevara, la carta del condenado escrita en capilla “media hora antes de salir al su-
plicio” donde exculpa su conducta diciendo que fue “efecto de malas compañías”. Y sin duda lo fue.
La opinión pública pesó más que las influencias, y los pretendidos azotes del fiscal Planes (no confundir
con López y Planes) fueron sustituidos por un condigno castigo, aunque el principal autor del crimen es-
capó.
Para finalizar con las noticias de la prensa diremos que también Ángel Álvarez publicó en grandes letras
un aviso que titula HOMENAJE A LA GRATITUD DE LA HUMANIDAD en que agradecía al pueblo
de Buenos Aires, pero incurrió, curiosamente, en la omisión de no nombrar al asesino prófugo cuando
mencionó a Marcet y Arriaga como autores del hecho. El crimen de la noria, como fue conocido, no
afectó en Buenos Aires la influencia que poseía la familia Álzaga, al menos en los medios políticos y fi-
nancieros. Digamos también que, pese a que su hermano acababa de ser condenado por asesinato in ab-
sentia y llevaba un mes prófugo, Félix Álzaga fue elegido el 6 de septiembre, presidente del Banco Na-
cional (Casa de Moneda).
Después de la ejecución Ángel Álvarez siguió en Buenos Aires ejerciendo su comercio en su tienda de la
Recova Vieja. Terminemos esta historia publicando un documento hasta ahora inédito sobre un episodio
protagonizado por la víctima con un irlandés un año y medio antes donde se lo muestra con rasgos muy
diferentes al supuesto “gallego” timorato difundido en los folletines.

La víctima
Patrick Island, o Patricio Islas, era un irlandés venido al Río de la Plata en tiempo de las invasiones in-
glesas y radicado luego en nuestra tierra. De su pago de San Antonio de Areco donde había sido elegido
alcalde, en el verano de 1826 bajó a la capital a presentarse a la comandancia. Al cruzar la plaza –luego
de haber recorrido varios locales de bebidas– interpeló de mal modo a Francisco Álvarez que platicaba
en la puerta de su negocio con su paisano Mele y el escribano Reynal junto a la Recova. El español que
no era tímido, respondió de igual forma. A fin de identificar al oficial lo siguió pese a las amenazas que
este le profería empuñando su sable y “dándole de cintarazos”. Islas, de la Policía se dirigió rumbo al ho-
tel de mister Faunch, ubicado en ese tiempo sobre la calle Plata a un centenar de metros sobre la vereda
norte de la plaza, siempre seguido por Álvarez que perseveraba en su cometido de “denunciarlo ante au-
toridad competente”. Inmediato a la fonda había una pulpería concurrida por numerosos soldados que, a
la voz de orden de Islas salieron “sable en mano” y aprisionaron a Álvarez y “a empellones lo conduje-
ron a la policía” entregándolo al celador Falcón. Reynal y Mele denunciaron el atropello al jefe de poli-
cía Miguel A. Sáenz, uno de los mejores funcionarios que esa institución ha tenido, quien ordenó la in-
mediata libertad de Álvarez.
Todo esto ocurrió “a presencia de un numeroso Pueblo que se hallaba presente con motivo del ejercicio
que se estaba efectuando en la Plaza 25 de Mayo”. Al parecer el irlandés tenía “faltas de razón originada
de la bebida aunque es ad tempus” y eso decidió a que después del episodio el ministro ordenara su des-
titución del cargo de alcalde de San Antonio de Areco. Años más tarde el irlandés acriollado fue ejecuta-
do en Catamarca en uno de los tantos episodios de nuestras guerras civiles.
Digamos para terminar que los acusados fueron defendidos por dos abogados de fuste y sus alegatos, así
como los del fiscal Acosta, fueron impresos y eran vendidos ¡nada menos que en la librería de la viuda
de Marcet! Francisco Laplaza en su excelente trabajo sobre los antecedentes de nuestro periodismo fo-
rense, afirma que, de acuerdo con una nota colocada a lápiz por Ángel Justiniano Carranza en uno de
esos impresos que obraban en su poder, el prófugo Álzaga muchos años más tarde seguía dando que ha-
blar en Corrientes.
El crimen de Francisco Álvarez sin duda conmovió a la opinión pública de su época y han abundado las
crónicas y folletines sobre este caso que, curiosamente, en la actualidad adquiere eco en otro episodio de
nuestra historia forense. Aquel se resolvió pese a las falencias de una justicia muy poco experimentada,
si bien el joven ‘decente’ y de fortuna evitó padecer el mismo suplicio de su progenitor. Que no se repi-
ta.

Juan M. Méndez Avellaneda


Abogado – Historiador

Notas
1. En el Catálogo de la Real Audiencia de ese Archivo figura el expediente “Marcet Jame, Arriaga Juan
Pablo y Álzaga Francisco por robo y asesinato a don Francisco Álvarez” pero en la ubicación consigna-
da (7.2.99.11.) sólo se encuentra un incidente de recusación a uno de los camaristas, el Dr. Tomás Valle,
por parte del fiscal Acosta. Son 4 fojas que finalizan con la decisión de Valle de excusarse. Dice Acosta
para fundar su recusación que la denuncia proviene de una persona anónima pero de “elevado caracter”
(sic) que acusa a Valle de favorecer a Marcet en un pedido de presas por 17.000 pesos cuando aquel fue
miembro del Tribunal de Presas. Sugestivamente, treinta años antes, Valle, como abogado defensor de
los acusados en la supuesta conspiración de los franceses pergeñada por el alcalde Álzaga, enfrentó va-
lientemente a este (ver su biografía en Cutolo). En ese proceso Álzaga no tuvo empacho en utilizar la
tortura al interrogar a los involucrados.
2. En los Libros de Defunción del Cementerio de la Recoleta hay un vacío en los registros que abarca el
lapso comprendido entre mayo de 1828 y junio de 1829. Lamentablemente, al concurrir a la parroquia de
la Merced para tratar de subsanar este inconveniente, no se me permitió consultar sus libros.
3. En enero de 1827, un año y medio antes de que su marido ejecutara el crimen, conociendo que estaba
embarazada, Jacoba Usandivaras y Argibel dicta su testamento “en perfecta salud y sin más riesgo que el
de la preñez de meses mayores”. Instituye heredero a su futuro hijo y entre los bienes que enumera men-
ciona a la librería dejada por su difunto hermano a la cual su esposo (Marcet) aportó como 4.000 pesos.
Menciona a su casa de la calle Piedad “con altos” entre los bienes heredados de su madre y allí seguirá
viviendo con su hija hasta su muerte en abril de 1871, ocurrida durante la epidemia de fiebre amarilla
que hacía estragos en la ciudad. Dolores Marcet y Juanita Sosa son mencionadas en las crónicas de la
época de Rosas como las amigas íntimas de Manuelita.
4. La actual Plaza de Mayo se encontraba en ese entonces dividida en dos por la Recova, construida a
mediados del siglo XVIII, a la altura de las actuales calles Defensa y Reconquista. El sector de la plaza
que se encontraba inmediato al Fuerte llevaba el nombre de plaza 25 de Mayo y el inmediato al Cabildo,
plaza de la Victoria. Ya en el año 1817 Francisco Álvarez y su hermano Ángel ocupaban un cuarto como
dependientes y el primero, ante la actitud autoritaria del funcionario del Cabildo que pretende confiscar
las llaves de los cuartos de los que no acatan el aumento del alquiler fijado por el Ayuntamiento, es lle-
vado a prisión junto con el cabecilla rebelde, el comerciante “americano” Manuel Rubio. El abuso pro-
voca un escándalo donde el Cabildo sale mal parado por haber violado “el precioso vellocino de la segu-
ridad individual”. Esos “quartos” –que sumaban 40– estaban compuestos por 4 paredes desnudas cuyos
“mostradores, armazones y altillos en que dormir y sus puertas” eran costeados por los tenderos. Los
más cotizados eran los que miraban al Oeste, es decir los que estaban frente al Cabildo (A.G.N. Trib. Ci-
viles C-15). Después del asesinato de su hermano, Ángel Álvarez sigue ocupabndo su tienda en la Reco-
va Vieja cuarto n·° 9 (atención Eduardo Oliver). Recordemos que en aquella época en un sector de la
plaza funcionaba un mercado donde concurrían los vecinos a hacer sus compras. De allí el valor comer-
cial estratégico que tenían esas “desnudas paredes” de los cuartos. Se pasó a llamar Recova Vieja cuando
se construyó la llamada Recova Nueva (expósitos) sobre la valle Victoria, entre Defensa y Bolívar.
5. En sus vagabundeos a orillas del río, por la Alameda, cuando era muy pequeño, Hudson cuenta la im-
presión que tuvo una tarde en que observó a un misterioso personaje vestido de caballero –”usaba som-
brero de copa, pantalones negros a la moda y chaleco colorado”– que con una especie de honda cazaba
con guijarros pajaritos que guardaba en el bolsillo del chaleco. Afirma que le extrañó tal conducta pues
los “nativos” no persiguen a los pajaritos y mientras lo ve alejarse “hacia el suburbio de Palermo” fanta-
sea sobre la causa de esa actividad imaginando que “alguna mujer sin alma ni corazón de quien estaba
enamorado lo habría impuesto esa fantástica tarea”.
6. Por haberse omitido anotar los entierros ocurridos entre mayo de 1828 y junio de 1829 en los Libros
de Defunciones del Cementerio de la Recoleta, existe un vacío en los registros de ese lapso. Lamentable-
mente, al concurrir a la parroquia de la Merced para tratar de subsanar este inconveniente, se me negó el
acceso a sus libros.
7. En los protocolos de escribanos de los años 1827, 1828 y 1829 se registra un sinnúmero de protestos
de letras, poderes, así como operaciones de venta y préstamos de los Costa, los Álzaga, Benavídez, Bus-
tamante, Marcet e incluso Arriaga, que es imposible detallar en tan corto espacio. Están también los tes-
tamentos de Arriaga (Registro n° 2, año 1828, f° 365) y Marcet dictados cuando son puestos en capilla.
El primero nombra a Josefa Galarza junto a sus padres, como heredera universal de sus bienes. El segun-
do, que se lo dicta al escribano Agrelo, no deja constancia alguna de la defraudación cometida pese a es-
tar a punto de perder la vida. Sin embargo, al prestar testimonio ante el juez en el juicio que promueve
Matheu para intentar el cobro del préstamo, Agrelo muy suelto de cuerpo declara que al ir a la cárcel a
redactar la última voluntad de Marcet, este pretendió dejar constancia de haber falsificado la firma de la
hipoteca, pero Agrelo se opuso ante el “temor” de que luego el testamento pudiera ser tachado de nulo, y
su hermano corrobora sus dichos. Ambos eran íntimos amigos de doña Jacoba. Lo cierto es que Matheu
fue burlado en su buena fe. Jaime Marcet y José L. Bustamante fueron los armadores del corsario “Rayo
Argentino”. Protagonizaron una polémica con su capitán Antonio Cuyas, que se publicó en los diarios.
Esa fue otra de las defraudaciones en que Marcet se vio involucrado.
8. Al tiempo de ser ajusticiado, Martín Álzaga, o de Álzaga, era uno de los comerciantes más ricos y de
mayor influencia de esta parte de América. Su viuda, Magdalena de las Carreras –o Carreras– madre de
una numerosa prole cuyo hijo menor era Francisco, debió hacerse cargo de innumerables asuntos pen-
dientes al tiempo de morir aquel pero, ayudada por Miguel Martínez de Hoz, albacea administrador y
amigo, pudo ir sorteándolos. El que más provocó sus disgustos, además del habido con el comerciante
Haedo, fue el tenido con 2 de sus hijas, en especial con Narcisa, la viuda de Matías de la Cámara, ejecu-
tado días antes que Álzaga, acusado de ser cómplice de este. Narcisa, empeñada en resarcirse de la pér-
dida –pérdida en ambos sentidos– provocó numerosos incidentes, entre otras razones por unos cientos de
onzas de oro que su padre había enterrado en su quinta antes de ser capturado. Al morir la viuda en
1833, en su testamento ordena a su albacea, su hijo Félix, que “con motivo de la desgracia mercantil
(sic) sobrevenida a Francisco, le suministre “en el destino donde se halle los auxilios que necesite para
su subsistencia” agregando que ya le había socorrido antes con fondos, y se les impute a su hijuela. Félix
Álzaga es quien agrupa a la mayoría de sus hermanas en esta guerra sorda por el patrimonio familiar.
Muere en 1841, sumamente rico –propiedades por 4 millones de pesos– pero con todos sus bienes em-
bargados por Rosas por la intervención que le cupo a sus hijos en la revolución del Sud. Su hijo Martín
se casa años más tarde con Felicitas Guerrero (otro asesinato famoso) pero muere sin dejar descendencia
legítima. Tuvo sí varios hijos con la francesa María Caminos.

ADDENDA
a) Otra versión del ajusticiamiento la da el representante del gobierno de Estados Unidos, John M. For-
bes, en uno de sus tantos informes, del 17 de septiembre de 1828: “Por la mañana (de ayer) hubo gran
excitación popular por la ejecución en pleno corazón de la ciudad de 2 personas de cierto rango en la so-
ciedad, condenadas por el más atroz asesinato de uno de sus amigos, también de familia respetable; los
criminales que tan justamente han sufrido la pena son Santiago Marcet y Juan Pablo Arriaga. El primero
era el principal propietario de la Ruth. Por singular coincidencia con la terminación infamante de la ca-
rrera vergonzosa de estos desgraciados, el Sr. Bustamante, el otro armador del corsario se ha fugado ha-
biendo robado antes, se dice, la suma de 15.000 pesos”.
b) Luis Jaillard, el “lapidario” francés encargado de construir el monumento fúnebre de Francisco Álva-
rez a pedido de su hermano Ángel, se vio envuelto en un pleito con este por no haber terminado la obra
en término (ver A.G.N. Tribunales Civiles A-26 año 1829). Se describe el sepulcro como “pirámide edi-
ficada con 2 piedras de mármol gruesas y una reja de madera”. En el Handbook of the River Plate se alu-
de a la famosa frase escrita en el monumento fúnebre: “Sr. Álvarez asesinado por sus amigos” (II parte
pág. 41) que Jimena Sáenz recoge del viajero inglés W. Hinchliff.
c) Según el relato de José Mármol (capítulo IV de la 2° parte) en su novela histórica Amalia, Dorrego, al
hablar en la Legislatura, espeta una frase de desprecio a los italianos igual a la reproducida por el British
Packet en boca de Álzaga.
d) El incidente con el irlandés Islas está archivado en Libros de la Policía n° 14, f° 2. El informe del juez
Cueto se encuentra también en ese mismo archivo. De acuerdo con los datos tomados de los legajos de la
Policía, los cafés más populares de ese entonces, frecuentados sin duda por los 4 amigos, fueron el Café
de Roma, el Café de Echart, el Café de la Victoria y el Café de Marcó (Sala X 35-II-8).

Bibliografía
Periódicos
Gaceta Mercantil, Buenos Aires, 1828.
El Liberal, Buenos Aires, 1828.
British Packet, Buenos Aires, 1828.
El Tiempo, Buenos Aires, 1828.
Correo Político y Mercantil, Buenos Aires, 1828.

RAMOS MEJÍA, José M., Rosas y su tiempo, Tomo I, pág. 147.


IRIARTE, general, Memorias, tomos II, III y IV.
SÁENZ, Jimena, “El peor de los Álzaga”, en Todo es Historia, no 56, diciembre de 1971.
MÉNDEZ AVELLANEDA, Juan, “La vida privada de Trinidad Guevara”, en Todo es Historia, no 311.
Escritos históricos del coronel Manuel A. Pueyrredón, Buenos Aires, 1929.
RODRÍGUEZ VILLAR, Pacífico, Juicio crítico de Florencio Varela. Texto íntegro del proceso judicial
que se instauró con motivo de su asesinato, 1935.
CUTOLO, Vicente, Diccionario biográfico.
FORBES, John M., Once años en Buenos Aires, 1820-1831. Crónicas diplomáticas.
Handbook of the River Plate, 1868.
HUDSON, W. H., Allá lejos y hace tiempo, Emecé.
Revista Penal y Penitenciaria, año X, enero-diciembre de 1945, no 35/38.
Archivo General de la Nación (AGN).
Registros de Escribanía años 1827, 1828 y 1829.
Censo de los años 1827, 1833 y 1855.
Tribunales Civiles M-23 Matheu, Domingo c/ Osandivaras, Jacoba, 1829.
Testamentaría Álzaga, incidentes 3716.
Registro no 6, año 1828, testamento Jaime Marcet, 15.9.1828, escribano Agrelo.
Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires (AHPBA).

Información adicional

Categorías: ACONTECIMIENTOS Y EFEMERIDES, Noticias destacadas, Comercios, PERFIL


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Biografías, Hitos sociales, Mapa/Plano, Política
Palabras claves: fusilamiento, comerciante, polÍtico, terrateniente, Virreinato del Río de la Plata,
Invasiones Inglesas, Virreinato RÍo de la Plata

Año de referencia del artículo: 1828

Historias de la ciudad. Una revista de Buenos Aires


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Ubicación de la quinta de Álzaga donde se escondió el cadáver de Álvarez, en el plano de Sourdeaux


(1850).

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