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IDENTIDAD DEL PSICOTERAPEUTA PSICOANALÍTICO1

Un terapeuta psicoanalítico es alguien que interpreta los


enigmas sin ser mago ni sacerdote, que devela con palabras lo
oculto sin ser artista ni adivino, que cura el sufrimiento sin ser
médico ni hechicero y que hace el bien sin ser santo.

A mis terapeutas, Raúl Squarza y Fanny Schkolnik


A mis supervisores, Víctor Raggio y Gladys Franco

Más que un trabajo científico en el sentido estricto del término me propongo aquí
proporcionar una serie de reflexiones en torno a la identidad profesional del terapeuta en
la clínica psicoanalítica. Estas reflexiones espigan lecturas diversas y no muy deliberadas
en torno al tema, reflejan el diálogo con mis colegas en los diferentes espacios de
intercambio de AUDEPP y dan cuenta de una experiencia personal. No tienen más valor
que el proponerse como estímulo para la discusión que después tendrá lugar en los
talleres. Cabe aclarar que se centran en la clínica con pacientes individuales, recorte que
se justifica solamente porque es desde donde me siento en condiciones de hacer mi
aporte. Sin embargo no podemos olvidar que la psicoterapia ha ido ocupando otros
escenarios. En una de las actividades preparatorias de estas Jornadas, Elina Carril decía:
“ La clínica psicoanalítica nació con el trabajo con pacientes individuales neuróticos y hoy
de despliega en un número mayor de patologías, así como también en diferentes
abordajes: multipersonales, intervenciones focalizadas en torno a situaciones de crisis
vitales, violencia doméstica y familiar, abuso y maltrato infantil, psicoprofilaxis quirúrgica,
trabajo con pacientes terminales... la enumeración no es exhaustiva, sino que intenta
mostrar que esta ampliación de la clínica y de nuestras intervenciones es producto de la
interrogación y el cuestionamiento teórico constante y de la necesidad de actualizar
nuestras herramientas frente a los cambios en la subjetividad.”
Acompaño a Elina en la idea de que es a partir de los cuestionamientos surgidos
por los cambios en la subjetividad y por la forma en que los conceptualizamos,
incluyendo variables no percibidas en el esquema tradicional, que se fueron gestando
los nuevos escenarios de la psicoterapia. Podría entonces caber la pregunta:
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Conferencia dictada en las Jornadas Científicas de AUDEPP Ser Psicoterapeuta en junio de 2005.
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¿cambian los factores que definen la identidad del terapeuta al cambiar la forma como
trabaja? Creemos que no, que existe un núcleo común en la identidad del terapeuta
psicoanalítico relativamente independiente de las especializaciones y campos de
intervención. Las complejidades de los nuevos abordajes solo pueden enriquecer este
núcleo identitario, el que intentaremos especificar en este recorrido.
Comencemos por el marco institucional, desde el cual se ha ido definiendo una
caracterización del rol a lo largo de más de veinte años. Decíamos en otro lugar:
“Desde su fundación ... AUDEPP ha trabajado la teoría y la clínica psicoanalítica
con un enfoque abierto, no dogmático y a menudo centrado en aspectos
específicamente terapéuticos. Desde su constitución se ha planteado la
institucionalización de una práctica (preexistente) : la psicoterapia psicoanalítica. Y a
partir de ese objetivo central, generador de una identidad profesional definida, se ha
abierto un ancho campo de investigación en la teoría y en la técnica. En particular nos
hemos ocupado de la relación con el llamado psicoanálisis clásico en cuanto al
encuadre, la regresión, el manejo de la transferencia y los objetivos del tratamiento. La
psicoterapia psicoanalítica y en consecuencia la identidad profesional del
psicoterapeuta no se construyen por defecto, en relación a un modelo de análisis que
no sería accesible para ciertos pacientes, por sus características de personalidad ni
para ciertos terapeutas por falta de formación, o de análisis personal... En un sentido
positivo ser psicoterapeuta psicoanalítico es trabajar con las hipótesis psicoanalíticas
acerca del psiquismo, en un marco transferencial y con el objetivo de resolver una
consulta que se hace a partir de un sufrimiento psíquico concreto. Es un modo de
pensar y leer la conducta sintomática, tratando de entender lo que a la subjetividad
del paciente se le aparece como ajeno a sí misma por estar enraizado en lo
inconsciente. La frecuencia de las sesiones, la duración del proceso, el uso o no del
diván para favorecer la regresión y las formas concretas que adopta la regla de
abstinencia y los modos de intervención del terapeuta, más o menos activos, son
elementos accesorios y no centrales del trabajo.
A lo largo de esta evolución institucional AUDEPP ha procurado mantener una
relación dialéctica con los datos de la realidad, en sus dimensiones económicas,
científicas, sociales y culturales. No se trata meramente de adaptar recursos técnicos ante
(los cambios) y las dificultades, o de generar teoría a partir de la frustración de un
supuesto ideal psicoanalítico que (para algunos) ya habría sido vencido por las
neurociencias en el plano epistémico y por las crisis económicas en su (capacidad de)
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influencia efectiva. Se trata de distinguir lo accesorio de lo permanente, o como dice


Freud: “Como estamos dispuestos a renunciar a buena parte de nuestros deseos
infantiles, podemos soportar que algunas de nuestras expectativas demuestren ser
ilusiones.”
Detengámonos ahora en los aspectos que han permanecido en la práctica clínica,
más allá de todos los cambios. Para este enfoque rescatamos el viejo aforismo freudiano
que define al psicoanálisis como “tratamiento del alma”. La preguntas vienen solas: ¿Qué
es el alma? y ¿Cómo es posible curarla?

Toda práctica humana sea científica, técnica, estética o religiosa, descansa sobre
ciertos supuestos que consciente o inconscientemente dan forma a su despliegue. El
protocolo, el método o el ritual tienen un sentido que a veces se olvida entre los afanes de
la práctica. En el caso de la psicoterapia un primer supuesto consiste, a nuestro
entender, en la existencia de lo que podríamos pensar como una capacidad auto curativa
en el interior del psiquismo, cuya potencialidad creativa es lo que la psicoterapia
precisamente busca estimular o despertar. (Jiménez, p.39) Vinculamos esta idea al
concepto de “fuerza vital” de Winnicott , como motor de la vida que al decir de Rafael
Sibils (p. 9) “tiende a su cometido usando todo aquello que se presenta para sus fines”:
una madre al comienzo de la vida, un terapeuta en el marco de la regresión transferencial.
En este orden, Freud al asignar un sentido posible a los síntomas de todas las
manifestaciones psíquicas incómodas para la comprensión racional creó un campo nuevo,
el de la psicoterapia secular (Yalom p. 232), separándolo del territorio contiguo de la
sugestión de raíz religiosa o mágica. La comprensión del sentido del síntoma abrió la
perspectiva del cambio psíquico, centro del objetivo terapéutico. Freud sintetizó bien el
programa: “hacer consciente lo inconsciente”. Pero aquí se nos aparece un segundo
supuesto: alguien debe “traducir”, analizar, el síntoma para que el cambio ocurra. El
cambio se opera en el interior de un sujeto que padece, pero es mediado por la labor de
otra persona: el terapeuta. Pero ¿quién es el terapeuta?
La pregunta sobre la “Identidad del psicoterapeuta psicoanalítico”, no se responde
fácilmente a partir de las evidencias. Es una pregunta que insiste desde fuera de nuestros
círculos porque más que por una profesión lo que se indaga es la naturaleza de nuestra
práctica. Nacida por un lado de las técnicas persuasivas, y por el otro tributaria de la
medicina, la terapia analítica transcurre en una doble vertiente que es a la vez fuente de
su riqueza y de su problematicidad.
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Por un lado es una hermenéutica, una disciplina encuadrable dentro de las


llamadas ciencias humanas cuya finalidad es la interpretación, no solo como
descubrimiento de los sentidos ocultos sino también, y a la vez, como producción de los
sentidos posibles. Como todo lo que refiere al área de lo simbólico esta perspectiva
vincula, en la interdisciplina, al psicoanálisis con las otras ciencias humanas que estudian
la cultura y la sociedad, como ejemplarmente el propio Freud lo practicara.
Pero además el psicoanálisis es una terapia, una práctica que apunta a aliviar un
sufrimiento. Como tal guarda una vinculación con la Medicina, relación que de ningún
modo es fácil de conceptualizar. Desde el “Proyecto de Psicología para neurólogos” hasta
hoy, quedan abiertas numerosas cuestiones en las que se ha avanzado mucho, pero en
las cuales queda mucho más por avanzar. No obstante el eje de todas ellas sigue siendo
el mismo ¿Cómo juega la base somática, concreta y tangible del ser humano cuando se
trata de su expresión sufriente en el área que llamamos psíquica? Sabemos que Freud
partió de una convicción científica de tipo positivista y desembocó en formulaciones
metafóricas (cuya cúspide son las tópicas). Estas estructuras metafóricas, tomadas de los
modelos de la física de su tiempo, tenían finalidad descriptiva y a la vez permitían operar
en el campo. Sin embargo ni para Freud ni para sus seguidores más lúcidos han dejado
de ser lo que eran: armazones conceptuales provisorias. Es paradójico que se ataque al
psicoanálisis, y más aún que se lo defienda, identificándolo con lo que por su propia
función es accesorio y no constituye su columna central. En esta dirección, el
psicoanálisis es demandado por la interdisciplina desde el lado de las ciencias biológicas,
y actualmente en particular por las neurociencias.

Demos un paso más en la dilucidación de la identidad del terapeuta psicoanalítico


pensándola ahora desde dentro de nuestra propia teoría y pertenencias institucionales.
Esta puede pensarse desde dos perspectivas complementarias que vamos a tocar
sucintamente. Por un lado como identidad psicológica personal, concepto que desde el
punto de vista psicoanalítico podemos relacionar con las identificaciones. Por el otro
como identidad profesional, más del lado de lo social, de lo colectivo, tanto en su
dimensión amplia, como en la más restringida pero muy influyente de lo institucional.
Manuel Laguarda, en su conferencia de mañana, va a referirse con más profundidad a
estos puntos. Por ahora detengámonos en el área institucional ya que es AUDEPP quien
nos reúne.
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Sostenemos que el lento desarrollo del concepto, la práctica y la validación de la


psicoterapia psicoanalítica, por lo menos en nuestro medio, ha dado numerosos frutos
técnicos y teóricos al psicoanálisis a secas. Esta afirmación podría delimitarse con la
precisión que merece a través de una investigación sistemática de las diferencias y los
cambios introducidos en la práctica clínica a lo largo de los últimos treinta o cuarenta
años. Otra aproximación a estos cambios, menos sistemática pero muy esclarecedora,
puede relevarse en la lectura diacrónica de la publicaciones institucionales de AUDEPP.
A modo de ilustración en el Número Uno de la Revista de Psicoterapia Psicoanalítica,
editado en diciembre de 1982, en su editorial y presentación puede leerse: “La necesidad
de delimitar su campo (el de la psicoterapia) genera una inquieta búsqueda en los
integrantes de AUDEPP, no con la pretensión de inventar fronteras artificiales, sino con el
intento de investigar la existencia de semejanzas, coincidencias y diferencias con la
práctica teórica clásica, tratando a través de todo ello de crear una teoría de la técnica
que caracterice los fenómenos que se producen en un ámbito amplio y complejo como es
el de la psicoterapia psicoanalítica.” Es en el marco de estas definiciones originales que
adquiere sentido la publicación en ese mismo número de una traducción de un texto de J.
J Kress acerca de la formación de psicoterapeutas en psicoterapia analítica. Allí se intenta
una definición: “El procedimiento psicoterapéutico consiste en invitar al paciente a que
hable libremente, sentado, de frente al psicoterapeuta, quien mantiene un relativo silencio.
La frecuencia de las sesiones es menor que la de la práctica analítica corriente.” (p. 67)Si
bien el texto se refiere a una experiencia formativa concreta y no pretende ser taxativo
con respecto a qué es una psicoterapia, no deja de ser ilustrativo con respecto a cómo se
concebía la identidad del terapeuta en contraste con la que se suponía propia del analista.
Más adelante en el mismo artículo se leen algunas reflexiones que amplían la afirmación
inicial acerca del “relativo silencio del terapeuta”. Debe considerarse que este trabajo se
inscribe en la formación para lo que posteriormente se llamó terapias focales. De ahí que
diga: “La psicoterapia, en relación con el análisis, aparece como urgidora, presurosa, ...,
deseosa de obtener un resultado. En psicoterapia existe un estrabismo de intenciones:
dejar venir el material y analizarlo, pero también actuar con mayor rapidez de lo que
permitiría el proceso del análisis.... La regla del silencio aparece también adaptada.... La
tendencia al apresuramiento que mueve a la psicoterapia es no solamente un deseo de
comprender inmediatamente de cotejar, de imaginar construcciones. Es también un
apuro, un deseo de interpretar enseguida, de comunicar al paciente un pensamiento
desde que éste toma forma y aparece como más o menos coherente. ...La dificultad en la
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formación consiste pues en saber cómo ubicarse entre el silencio y la expectativa, únicas
actitudes que permitirían al inconsciente manifestarse, y aquella tendencia psicoterápica a
traducir en un acto interpretativo el material así obtenido.” (p.69) Seguramente hoy no
publicaríamos este texto.
Nótese cómo la atribución de una intención central de curar, conllevaba para este
autor una pérdida de fineza y precisión en la técnica. Por ejemplo en el uso del silencio.
Nosotros, por el contrario, postulamos que el desarrollo de la psicoterapia, con un
empleo más flexible del encuadre, antes que propiciar un actuar interpretativo, ha
contribuido a desarrollar un uso más apropiado del silencio en la clínica, evitando los
extremos persecutorios que puede adoptar en marcos demasiado rígidos, presididos por
una postergación de la función terapéutica en aras de un supuesto despliegue más amplio
del inconciente.
Pero en realidad me detuve en ese texto de nuestra primera publicación no tanto
para discutir sus contenidos sino para ilustrar el modo cómo se iban dando entre nosotros
hace casi 25 años las primeras definiciones del campo psicoterapéutico psicoanalítico.
En cambio en 1998 en la misma publicación, en el número dedicado a recoger
gran parte de los materiales presentados a nuestro 3er. Congreso (“La práctica
psicoanalítica en un nuevo contexto”) hay un trabajo de Rosario Allegue en el que se
puede leer: “La tercera constancia que quiero señalar implica en sí misma un
cuestionamiento presente en todas las épocas, intrínseco a todo psicoterapeuta: se trata
del cuestionamiento de la identidad del terapeuta: ¿quiénes somos terapeutas? En
primera instancia los que se forman para serlo: el análisis personal, la formación teórico
clínica, las supervisiones. Y en segundo lugar, en igual nivel de importancia, los que
ponen en juego esa formación psicoanalítica y la concepción del encuadre en el
encuentro con el o los pacientes dejando que se desarrolle la transferencia, percibiendo la
resistencia, interviniendo en el tratamiento de forma adecuada. Considerado de este
modo, la denominación de psicoanalista y lo que hace a su identidad, se independiza a mi
entender de las pertenencias institucionales.”
Como se ve en este trabajo y siguiendo explícitamente a Edgar Morin la identidad
del psicoterapeuta psicoanalítico se define a partir del núcleo y no de la frontera, a partir
de lo que constituye el mínimo común denominador de toda práctica clínica encuadrada
en el psicoanálisis y no como veíamos en las publicaciones iniciales que intentaban
deslindar un territorio, casi diríamos una provincia, dentro del reino psicoanalítico.
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Ahora bien, cabe preguntarse ¿es lo mismo una psicoterapia psicoanalítica que un
psicoanálisis? Y en caso de reconocerse diferencias entre ambos, ¿requieren
formaciones diferentes también? ¿Es el terapeuta el que deslinda el campo entre
psicoterapia y psicoanálisis? ¿o es el paciente, con sus posibilidades y limitaciones el que
define la naturaleza del proceso? Y de ser así, ¿cuáles son los indicadores objetivos para
establecer el deslinde? Creemos que si bien estas preguntas y otras de similar tenor se
han formulado en el pasado, el modo cómo se las ha discutido no ha resultado muy
productivo y más diría, ha sido francamente estéril, tal vez porque se discutía desde
apriorismos ideológicos en el peor sentido de la palabra, y a menudo reflejando intereses
institucionales. Ya en 1989 Enrique Restaino escribía (en la misma Revista (T3, nº1) en
un artículo titulado precisamente “La identidad del psicoterapeuta”): “Todo un siglo de
pensar psicoanalítico ha producido cambios no sólo en el psicoanálisis sino en la
psicoterapia psicoanalítica. Hoy en día las diferencias entre ambos no son tan claras y
parece forzado, artificial insistir en ellas. Estas diferencias pasan quizás más por la
capacidad y formación del terapeuta , así como por la posibilidad y capacidad de análisis
del paciente, que por la técnica en sí misma.” Y apoya estas afirmaciones citando a
Joyce Mc Dougall que en 1985 nos había visitado: “El objetivo en el psicoanálisis o en la
psicoterapia es el mismo, llevar, conducir al paciente tan lejos como quiera ir en la
exploración de sí mismo.”
Por supuesto que otros visitantes de aquellos años dijeron cosas diversas. Así R.H.
Etchegoyen, recién investido presidente de la IPA, al hablar en nuestro 1er. Congreso, en
1991, dijo refiriéndose al lugar de la transferencia en la clínica. “Yo creo que en esto
estriba la diferencia entre psicoterapia psicoanalítica y psicoanálisis, en cuanto a que la
psicoterapia psicoanalítica puede utilizar, y es legítimo que utilice la transferencia, pero sin
llegar a las raíces infantiles, utilizará algunos aspectos de la transferencia para resolver
los conflictos que se van presentando. El psicoanálisis en cambio, el p.a. estricto, digamos
así, a partir de una actitud de más neutralidad con respecto a los fenómenos de
transferencia, puede perseguirlos hasta los últimos objetivos. En ese sentido es el
tratamiento más largo, más difícil, más vidrioso, pero también a mi juicio el más
eficaz:”(p30))

No comparto casi nada de lo contenido en esta cita, en la que subyace la


comparación freudiana del oro puro del análisis frente a la aleación de la psicoterapia.( )
No obstante hay que decir que su autor fue muy honesto ante el auditorio y coherente con
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lo que ya había escrito en su tratado sobre técnica. Además la cita tiene la virtud de situar
el problema donde corresponde: en la transferencia. A ella nos vamos a referir.

TRANSFERENCIA
No hay tema más básico que este para delimitar nuestro ámbito de trabajo clínico.
Por algo nuestro primer Congreso institucional estuvo dedicado a la transferencia.
En “La transferencia en la psicoterapia“ (1985) E. A. Schawber dice: “La
transferencia se encuentra en el corazón del psicoanálisis y fue uno de los
descubrimientos de Freud más importantes y creativos. Es un concepto contundente que
se refiere a la esencia del inconsciente (el pasado oculto dentro del presente) y de la
continuidad [existencial] (el presente formando un continuo con el pasado).” (en M. Khan,
p 207) Pero a la vez, agregaríamos nosotros, es el instrumento del cambio, de la
modificación del futuro implícita en el contrato terapéutico psicoanalítico. En efecto, la
expectativa de cura se monta sobre el establecimiento de la transferencia. La
actualización de afectos que ella implanta es responsable de la instauración del
tratamiento y el destino de estos afectos transferenciales a lo largo del trabajo terapéutico
anuncia su éxito o su fracaso.
La identidad del terapeuta recorre en el área de la transferencia un itinerario
paradojal dado que por un lado esa identidad se construye en ella ( ser terapeuta
psicoanalítico es antes que nada prestarse a la transferencia del paciente), y al mismo
tiempo – abstinencia mediante – se difumina en ella como identidad de una persona real .
A la vez que no somos lo que el paciente espera, teme, o desea que seamos, vamos
siendo para él, justamente quién hemos acordado ser. Mal puede distinguirse entonces,
como se ha intentado hacer, el trabajar en transferencia del trabajar la transferencia, o
sea interpretarla. Si hay trabajo psicoanalítico hay trabajo de la transferencia, es más, no
interpretarla cuando sea oportuno constituye una omisión que cuestiona los logros del
tratamiento en tanto, el terapeuta que a sabiendas priva al paciente de esta porción de
sentido en su mundo psíquico se abrogaría un poder que no está legitimado en el
contrato. Y por añadidura podría estar perpetuando una adhesión afectiva, más allá de los
límites de la terapia que es, por lo menos, inconveniente, cuando no lisa y llanamente
iatrogénica.

Estas consideraciones últimas nos llevan al tema del poder y la autoridad del
terapeuta, y por ese camino al lugar de la interpretación.
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LA AUTORIDAD DEL TERAPEUTA Y EL PODER DE LA PALABRA


LA INTERPRETACIÓN
Entre la muchas paradojas del psicoanálisis S. A. Mitchel ha señalado una de las
más significativas. Freud fue por un lado una voz en contra del autoritarismo de su tiempo.
Y lo fue tanto delante de la Medicina que desestimaba el sufrimiento de las histéricas,
como delante de la religión, que tendía a perpetuar y reforzar la represión, manteniendo
en estado de inmadurez neurótica a los sujetos, ajenos a comprender la naturaleza de sus
propias inclinaciones anímicas. Algunos autores atribuyen una finalidad política al énfasis
en lo sexual de Freud, énfasis que llevó a que la teoría p. a. recibiera la conocida
acusación de pansexualismo. Para Loewald, por ejemplo, la insistencia de Freud en la
centralidad de la sexualidad fue producto de una táctica, ciertamente provocativa, para
obligar a prestar atención a uno de los aspectos del mundo psíquico más resistidos por la
moral dominante (Loewald, p171 rCh). Pero entre la ciencia y la política, el propio Freud
estableció de modo bastante deliberado las bases de una nueva forma de autoridad no
del todo dependiente de la validación científica de su teoría. En realidad la ambivalencia
del cientificismo freudiano es una de las contradicciones que ha traído no pocos dolores
de cabeza a los teóricos del psicoanálisis, en particular en los últimos 30 años en los que
se ha insistido, sobre todo en Norteamérica, en cuestionar su cientificidad. Según Mitchell
la pregunta acerca de cuál es la fuente de autoridad con la que el terapeuta ensaya sus
interpretaciones para el paciente es de suma importancia teórica. Si se esperara que el
terapeuta supiese porque es un “conocedor de la mente”, un científico según el modelo de
las ciencias naturales, como de algún modo lo preconizaba Freud, las debilidades de la
epistemología freudiana amenazan la fortaleza de todo el edificio psicoanalítico. Si por el
contrario se esperara que la autoridad del analista derivara exclusivamente de la posición
de poder y de la confianza que el paciente le confiere, poco habríamos avanzado desde
las antiguas técnicas sugestivas y toda nuestra teoría no sería más que ingeniosa
fraseología. De hecho los más radicales e inteligentes detractores del psicoanálisis como
Adolf Grunbaun (filósofo norteamericano, ver Roudinesco), usan esa clase de
argumentos. Para ellos, sin la validación experimental, estadística, exigible a las otras
ciencias, el psicoanálisis habría perdido su posible estatus científico con el abandono del
Proyecto..., es decir, habría muerto antes de nacer. Pero Mitchell se pregunta si es la
mente algo que descubrimos o algo que construimos. Porque si no hablamos de un
objeto del mundo natural a descubrir, mal podemos analizarlo con los criterios de las
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ciencias naturales. Efectivamente se pronuncia por la segunda opción, por considerar a la


mente como una construcción intersubjetiva, y desde allí pretende dilucidar la cuestión de
la autoridad del analista.
Por un lado, la autoridad que el paciente atribuye al terapeuta al inicio del
tratamiento (derivada de lo que el terapeuta sabría acerca de la mente) en la mayoría de
los casos caería rápidamente si ateniéndose a la ética y al encuadre necesarios el
terapeuta no incentiva la sugestión. Pero por otra parte, sí es posible verificar en la
mayoría de los pacientes que han transitado con éxito una psicoterapia un reconocimiento
de autoridad al terapeuta. Esta autoridad, teñida de afecto, no se rinde tanto a la
sabiduría objetiva del terapeuta, sino que es producto de la experiencia del tratamiento.
Si la mente del paciente no es concebida como algo preformado sino como un sistema
abierto que se reconfigura en la terapia, el paciente valorará los nuevos sentidos
adquiridos en el tratamiento y las perspectivas acerca de sí que estos le abren. La
autoridad reconocida al terapeuta parte de esa fuente. Dice Mitchell (p 180): “No
considero el entendimiento del analista de la mente de su paciente como la mejor
conjetura desde un punto de vista objetivo, sino como la (adivinanza) hipótesis mejor de
ese analista en particular, basado en la experiencia de ese analista y en el contexto de
configuraciones transferenciales – contratransferenciales predominantes.” (en ese
tratamiento)

Ahora bien, esta reconstrucción y las hipótesis bajo forma de interpretaciones que la
posibilitan, serían singulares de cada tratamiento y ocurren en el campo del lenguaje.
Andrée Green (P369) quien participa de la tradición lacaniana que ha puesto de relieve la
importancia de la teoría del lenguaje en la cura analítica, sostiene que la regla
fundamental del psicoanálisis supone extender hasta donde sea posible la tolerancia a la
desorganización del discurso. Esta desorganización no se produce experimentalmente, se
la acoge en la terapia, pero viene dada por la angustia del paciente. La angustia, como
agudamente lo advirtió Freud, pone de relieve el problema de la traducibilidad de los
códigos. En primer lugar la traducción intrapsíquica, la del sujeto que siente angustia y
que al tratar de comunicarla ensaya en el lenguaje nuevas formas de conocerse. En
segundo lugar es problemática para el terapeuta, quien participa también a través de la
atención flotante de cierta forma de desorganización. El terapeuta debe entender el
lenguaje que comunica la angustia y sobrepasando el borde de la comprensión racional,
límite en el que se detendría una epistemología neurocientífica, recurriendo a la lectura
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de su propia respuesta anímica, propone la interpretación. Como se ve la interpretación


construye sentido y la finalidad de esa construcción de sentido es proporcionar al paciente
nuevas formas de organización del pensamiento y de la relación que existe entre la
autopercepción y el lenguaje.
Compartimos esta concepción del trabajo terapéutico, pero hay en ella la atribución
de un clima ciertamente oniroide a la sesión analítica que llama la atención sobre
problemas que no se pueden obviar. El par dialéctico Asociación libre – Atención flotante
constituye una ruta de trabajo que, contra el horizonte del proceso primario, debe
transitarse con cautela para asegurar el movimiento de ida y vuelta por la misma. ¿Cómo
evitar los riesgos de que la desorganización consentida en el lenguaje caiga en el delirio?
¿De qué herramientas deberá estar dotado el terapeuta para controlar el grado la
regresión que su paciente puede tolerar?, y lo que es más importante ¿cómo asegurar
que el terapeuta no participe en un delirio a dúo bajo la apariencia de una terapia? Esta
cuestión, ciertamente compleja, incluye un aspecto que nos interesa particularmente en
el contexto de esta exposición: tal es el problema de la salud mental del terapeuta.

SALUD MENTAL
Digamos pues dos palabras acerca de él. Desde Freud se ha tenido como un
requisito necesario pero no suficiente que el terapeuta goce de “un grado considerable de
normalidad mental y de corrección” (p114 Erwin Singer) A esta formulación, de 1937,
cabe leerla como una aspiración de que el analista, analizado él mismo, tuviese un
gobierno consistente de sus propias fuerzas impulsivas, y un buen conocimiento de sí
junto a una capacidad de sublimar, sin recurrir mayoritariamente a mecanismos primitivos
como la represión para defenderse de sus propios conflictos. En suma, se concibe a un
terapeuta dueño de cierto bienestar emocional derivado de un deseo razonablemente
satisfecho de autoconocimiento, lo cual -una vez más- implica a uno de los tres pilares
clásicos de la formación analítica: el análisis personal. Así planteadas las cosas
podríamos, voluntariamente o no, contribuir al estereotipo del analista olímpicamente
elevado en la libertad de los sabios. Para bien o para mal, seguramente para bien,
sabemos que las cosas son bien distintas. Para empezar porque frecuentemente
encontramos entre los aspirantes a desarrollar esta carrera a personas que han
transcurrido biografías difíciles, en absoluto exentas de sufrimientos psíquicos. Y si bien la
condición de analizarse previamente (y toda vez que sea conveniente o necesario) llena
un requisito ético y técnico imprescindible, sería ingenuo pensar que solamente podrán a
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su vez ser buenos terapeutas los que han logrado resolver totalmente sus conflictos. Los
Institutos de especialización tienen su propios criterios de formación a través del análisis
(llámese didáctico o no al mismo) así como las instituciones los tendrán de evaluación y
control de sus miembros. Pero es insoslayable decir que la vocación profesional a
menudo es más sólida en personas que han desarrollado a partir de su propia
experiencia la capacidad de empatía con el sufrimiento psíquico de sus pacientes. Lo
decisivo para obtener un desempeño adecuado del rol, tal como lo señala Singer (p.
115), no es tanto “cómo y en qué medida ha resuelto el terapeuta los problemas de su
vida, sino más bien en qué medida se esfuerza sin cesar hacia la comprensión
creciente...” de los mismos. En la comunicación inconsciente que se establece sobre el
eje transferencia – contratransferencia es mucho más importante que el terapeuta sea
percibido como alguien que no ha renunciado a la esperanza de avanzar hacia las
profundidades del mundo psíquico, más que como un persona autosatisfecha y
totalmente libre de conflictos. De esto se desprende una sutil forma de credibilidad, ya que
sólo es posible confiar, y en consecuencia estar disponible para la alianza terapéutica,
con alguien que asume vitalmente la teoría que porta. Extremando el razonamiento podría
decirse que la experiencia como paciente del terapeuta es decisiva para su trabajo en
tanto genera una confianza en la práctica terapéutica que desborda sus convicciones
racionales, pues esa confianza que siente y trasmite no deriva tanto de una meta
alcanzada sino de un trayecto cumplido. Esta es, en última instancia, la dosis de salud
mental con la que sugerimos reinterpretar la premisa freudiana acerca del “grado
considerable de normalidad” exigible al terapeuta.

CONDICIONES PERSONALES
Este capítulo de la salud mental del terapeuta es en rigor un apartado de otro
capítulo que deberemos incluir en estas reflexiones sobre la identidad del terapeuta y que
a su vez será motivo de un trabajo de Nora Pomeraniec [panel(¿?)] en estas Jornadas: el
de las condiciones personales. Como dice Joan Corderch(p. 82): “A diferencia de lo que
ocurre en cualquier otra profesión, la enseñanza informativa y el aprendizaje práctico
constituyen sólo una parte de la preparación teórica y técnica precisa para su preparación.
La otra parte, tan importante como ésta, la constituye la personalidad del terapeuta. Ella
misma es, propiamente, el agente curativo que ha de utilizar en el ejercicio de su
profesión.” Una vez más la necesidad del análisis personal sustenta la legitimidad del
ejercicio profesional, pero más allá de esto ¿es posible indicar qué factores de
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personalidad pueden anunciar un desempeño eficaz? Ya desde Freud se han hecho


algunas reflexiones al respecto. Por supuesto que dichas condiciones deberán
contrastarse con el recorte clínico al que se dedique, tanto por el perfil psicopatológico
que atienda, como por los grupos etarios, la extracción sociocultural de sus pacientes y
toda otra característica que pueda definir especificidades de ellos. Asimismo este factor
de las condiciones personales debe considerarse como un elemento dinámico tanto en el
sentido freudiano de la palabra, como en un sentido más corriente, ya que el terapeuta
como persona evoluciona, envejece, aprende y en general vive los avatares de todo ser
humano que despliega un proyecto vital con éxitos y fracasos que inevitablemente
afectan, para bien o para mal, su labor como terapeuta.
Solo con ánimo de listar algunas de las conclusiones que se pueden leer acá o allí
sobre este punto, propongo agrupar en cuatro categorías las condiciones personales del
terapeuta:
A) Intelectuales: Las derivadas de su inteligencia, formación teórica y técnica y de
su apertura cultural. Incluiríamos aquí las habilidades verbales para comunicar sus
interpretaciones, claramente, sin excesivo intelectualismo y en forma adecuada a las
posibilidades de escucha del paciente. También su disposición a formarse de manera
continua, y no sólo en lo atinente a su profesión, sino en territorios aledaños que
constituyen la realidad que viven y narran sus pacientes y que lo incluyen a él mismo
como persona. En este sentido más que un saber académico deberá poseer un grado
considerable de curiosidad hacia los procesos sociales, el arte, la ciencia y la cultura de
su tiempo.
B) Emocionales: Las derivadas de su capacidad de actuar en un campo de
interacción personal mediado por el encuadre analítico. Esto supone, capacidad de
escucha con atención flotante, manteniendo la abstinencia, esto es: sin reaccionar según
sus propios estados anímicos o juicios de valor. Por supuesto ha de tener la capacidad de
sostener las presiones que comporta la situación analítica (los riesgos del impasse, del
acting, de la regresión terapéutica a veces muy violenta o inesperada, de la reacción
terapéutica negativa, de la erotización de la transferencia, de la transferencia negativa,
etc.) Pero si su actitud se limitara a prevenirse de los riesgos de la situación analítica,
podría llegar a refugiarse defensivamente en la artificialidad de un encuadre demasiado
rígido. Además, ha de ser capaz de sostener, de acoger con calidez e interés al paciente
y sus verbalizaciones, de realizar el holding en términos winnicottianos. Deberá asimismo
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combinar su estilo personal con las necesidades del paciente, por ejemplo en el uso del
humor, o en el suministro de información.
C) Éticas: Las derivadas de su horizonte axiológico. Dentro de los principios que el
terapeuta sustenta cabe esperar los que las regulaciones que consagran el ejercicio de
la profesión establecen en sus diferentes niveles (legales, colegiados o institucionales),
los que deberían estar internalizados. Honestidad, apego a la verdad y capacidad
autocrítica no deben faltar. Pero tampoco debería estar ausente una actitud moral de
profunda humildad, dado que cada paciente representa un desafío profesional novedoso
que no puede solventarse sin una apertura a lo inesperado, a lo que no se deja encerrar
en las fórmulas consagradas por los saberes previos. Por lo demás, en psicoanálisis
existe una afinidad básica entre la ética de la terapia y la ética de la teoría. Al respecto
quisiera agregar unas palabras de Luis Herrera Abad, psicoanalista peruano y militante de
los derechos humanos. “El psicoanálisis supone un cierto criterio ético, puesto que es un
método que busca una verdad oculta, que precisamente se oculta para mantener una
ficción o una suerte de auto engaño, que en el campo de lo clínico se asocia a la
enfermedad. La verdad buscada por lo tanto se relaciona con la salud. Podríamos decir
que al asumirnos como profesionales del psicoanálisis nos adscribimos a la ética que este
supone, es decir a la responsabilidad de ayudar a nuestros pacientes en su proceso de
descubrir su propia verdad interna( p 129).”

D) Experienciales: incluyendo por un lado las que se derivan de su propia curso


vital y por el otro las que provienen de su experiencia profesional.
Quizás de este breve inventario de factores de personalidad la experiencia sea de los que
más tomamos en cuenta a la hora de realizar derivaciones y de los que menos tenemos
teorizados. ¿O acaso no hemos experimentado muchas veces que el haber pasado por
una cierta experiencia vital significativa (enamorarnos, cursar un duelo o una separación,
lograr algún éxito o tener temores económicos, etc.) modifica el modo como escuchamos
a nuestros pacientes que viven experiencias similares? ¿Y cuánto condiciona nuestra
escucha de los futuros pacientes, ampliándola o estrechándola, la experiencia con
pacientes anteriores de similares características de personalidad?
Pero en fin, atentos a no disecar la práctica en un conjunto de rituales y teorías, de
repeticiones y palabras desvaídas, cabría agregar a estos cuatro ejes un factor
transversal que llamaríamos creatividad, entendiéndolo como la capacidad de operar con
satisfacción y eficacia ante lo inesperado que surge con cada paciente y en cada sesión.
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ABSTINENCIA Y NEUTRALIDAD
Con respecto al eje de las exigencias éticas quisiera hacer una reflexión relacionada con
el tema de la neutralidad y el uso terapéutico de la transferencia.
Acerca de la neutralidad del terapeuta, existe un acendrado consenso de que este debe
prescindir de sus opiniones y elecciones personales en el trabajo terapéutico para
favorecer que las reacciones del paciente estén condicionadas por el despliegue de sus
conflictos en la transferencia y no por la confrontación con la persona real del terapeuta.
Pero como dice Coderch (p. 90): “Sería caer en un engaño dejar de ver que esta regla
técnica apunta a una normativa ideal hacia la que debe dirigir sus esfuerzos el terapeuta,
pero de la cual, siempre, por mucho que se empeñe, se mantendrá a una distancia
abisal.” Este autor realiza un análisis que compartimos sobre los indicios acerca de la
vida social y privada del terapeuta que el solo hecho de elegir esta profesión permite a
sus pacientes inferir con legitimidad. ¿O acaso no cabe esperar que el terapeuta
precisamente por serlo guarde una visión positiva de las posibilidades de transformación
del ser humano? ¿Y no está diciendo por su profesión misma que es capaz de someterse
a una disciplina de trabajo y a un estilo de vida social integrado? Esta especie de
transferencia remota, o a priori, constituyen un núcleo de expectativas que pueden hallar
diferentes intensidades según las características del paciente que inicia una consulta.
Serán o no corroboradas en el encuentro terapéutico real, e incluso podrán perder toda
importancia cuando la transferencia esté firmemente constituida, pero no pueden
desconocerse so riesgo de que actúen sin que lo advirtamos. Junto a estas inferencias
legítimas los pacientes suelen portar también otras provenientes de los estereotipos
culturales, de sus prejuicios o de sus propias experiencias anteriores dentro de las cuales
imaginan, asimilándola, la experiencia que van a iniciar. En particular es notorio que
muchos pacientes tienden a homologar la situación terapéutica a la situación pedagógica.
Esto, que es particularmente marcado con los adolescentes, ya fue advertido por Freud,
quien insistió en.... en evitar esta confusión. Sin embargo, en 1935 matizó esta afirmación.
Este problema se inscribe dentro de otro más amplio que es el de los criterios de cura en
psicoanálisis y de si se debe o no incluir entre ellos algún grado de normatización. Si
aceptamos, como por ejemplo lo hace entre nosotros Jorge Rosa, que si bien el proceso
terapéutico no es una mera adaptación a las normas, también lo es en alguna medida,
entonces el lugar del terapeuta como modelo adaptativo, más allá de las peculiaridades
transferenciales, constituiría un sitio del que no es posible ni deseable escapar del todo.
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En todo caso, una vez más, hay que recordar que el terapeuta es tal en tanto reconduce
todos los significantes que voluntaria o involuntariamente provoca en el paciente, al
establecimiento y sostén de un vínculo emocional cuya finalidad no es su gratificación
personal o la satisfacción de una sensación de poder, sino la de permitir al paciente una
mirada más completa acerca de sí mismo, de lo que es, lo que ha sido y lo que puede y
quiere llegar a ser. En mantener claro este objetivo consiste el sentido de la abstinencia
ante las manifestaciones transferenciales. En suma, el adecuado análisis de la
transferencia no es una mera desilusión: “Usted me toma por quién yo no soy”, sino algo
mucho más rico. Consiste en que el paciente pueda trazar al cabo de sus amores y odios
desplegados en el tratamiento el mapa de sus deseos, ideales y proyectos. Que el
terapeuta se parezca o no a quien él ha querido ver, es menos importante que el hecho
de haber querido verlo.
Si en este recorrido por la clínica psicoanalítica, nos detenemos ahora en la
encrucijada entre la realidad en sentido amplio cuya inclusión en el tratamiento, según
vamos a sostener un poco más adelante, aparece como uno de los elementos propios de
la práctica actual y la figura del terapeuta como persona real, tal vez podamos dar un
paso más en la dilucidación del distingo necesario entre psicoterapia y otras clases de
vínculos asimétricos, entre los cuales elegiríamos como paradigma el vínculo
pedagógico. La convención propia de la situación analítica, cuya finalidad, hay que
recordarlo siempre, es la de favorecer el despliegue del mundo inconsciente del paciente
sin ofrecer satisfacciones sustitutivas que la obturen, comporta la necesidad de la
abstinencia. Para ello el terapeuta independientemente de su estilo, se abstiene de
comunicar aspectos de su vida personal, de sus opiniones políticas o religiosas, de
acceder a un vínculo extra – consultorio y de ofrecer consejos o sugerir decisiones al
paciente. Freud opinaba que una vez levantadas la represión y las otras formas
defensivas primitivas que conducen a la consulta, el paciente estará en condiciones de
sublimar sus pulsiones orientando su libido hacia mejores y más elevados fines. Pero no
es posible ni ética ni técnicamente enseñar el camino de las nuevas realizaciones
esperadas. Si el terapeuta, acaso movido por el deseo de proteger el resultado de tanto
esfuerzo en el análisis, intentara indicar el camino por donde transitar estos nuevos
modos de aplicación de la libido, podría exigir del paciente más de lo que su personalidad
le permite, dado que “muchas personas han enfermado justamente a raíz del intento de
sublimar sus pulsiones rebasando la medida de lo que su organización les consentía”(T12
p118)
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Pero esto no supone presentarse como una máquina de interpretar. Otto Fenichel dijo: Un
analista que entendiera indebidamente la “regla del espejo” en el sentido de hacerse
inhumano y actuar como un autómata pronto iría por supuesto al fracaso, y con toda
razón,” (p.635)
En un trabajo de 1989 Jorge Rosa estudia la relación entre los conceptos de neutralidad y
abstinencia. Partiendo de la base que el psicoanálisis nace del abandono de la sugestión,
intenta precisar ambos conceptos que serían los que describen los bordes de esa nueva
forma de intervención no sugestiva que el psicoanálisis trajo como novedad. Para él la
abstinencia es un recurso técnico, una posibilidad, mientras que la neutralidad es una
ficción, un imposible vacío ideológico, que con la supuesta intención de excluir la
ideología del analista, la cuela inconscientemente, creando la paradoja de que cuanto
más neutrales creemos ser, lo somos menos. Dice: “Seguramente cada uno de nosotros
en nuestra práctica considera que la curación existe o no, (y que) pasa por determinados
cambios u otros y esto va a estar determinado por la concepción de salud, enfermedad,
adaptación o desadaptación, libertad individual y colectiva, sexualidad, presente en cada
uno de nosotros y estos son elementos cargados de ideología. (...) Por lo tanto para
nosotros no existe interpretación ingenua.”

LA REALIDAD
Si, como lo recuerda Fanny Schkolnik , en la clínica debemos cuidarnos de la transgresión
sabiendo que la neutralidad es una ficción técnica, cabe preguntarse qué lugar tiene hoy
en día la realidad en nuestros consultorios
Así como con el uso del silencio indicábamos una mayor flexibilidad técnica en la práctica
psicoanalítica debida en gran medida a la mayor audacia en el trabajo clínico que trajo
consigo el desarrollo del concepto y la práctica de la P:P: hay algunos aspectos a nivel de
la teoría que se han enriquecido significativamente con el aporte de una práctica más
abierta. Entre muchos ejemplos ninguno me parece más relevante que la consideración
concedida a la realidad, entendiendo por esta tanto los aspectos inherentes al vínculo
“aquí y ahora” entre terapeuta y paciente, como a los beneficios tangibles para la vida
cotidiana del paciente que se derivan del tratamiento y, por supuesto, los acontecimientos
del mundo más allá del consultorio, los que son narrados por otras voces que no son las
del relato particular del paciente, constituyendo discursos que conforman la cultura en
sentido amplio y que ponen a los dos partícipes en pie de igualdad, como sujetos
históricos que comparten una misma época. Es frecuente, y casi un lugar común, cuando
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se toca este punto evocar a Melanie Klein, ignorando el significado real de las bombas
sobre Londres para interpretarlas en función de la realidad psíquica de su paciente. Sin
perjuicio de que es un facilismo criticar sin tener en cuenta la coherencia interna entre la
práctica y la teoría, kleiniana o la que fuere, tampoco es un hecho evidente por sí mismo
cómo trabajar analíticamente con las “explosiones de la realidad”.
Una mayor consideración de la realidad, entendida como entramado histórico en el
tratamiento puede, por un lado, enriquecer los alcances de la terapia, pero por el otro
exige al terapeuta una actitud vigilante y específica en su rol. Si por una parte nos
acechaba el riesgo de no tomar en consideración sino el mundo psíquico entendido como
un universo cerrado sobre sí mismo, por el otro puede caerse en una lectura de la
realidad en términos de mercado, de tal modo que las exigencias “fast food” de la cultura
posmoderna terminen por ofrecernos un psicoanálisis “descafeinado”, tan inocuo como
libre de resistencias, al que quizás, incluso, cabría denominar de otro modo.
Confrontemos las ideas de dos autores que han criticado el solipsismo psicoanalítico
desde diferentes contextos intelectuales y culturales.
Owen Renik, escribiendo desde la perspectiva de un analista del 1er. mundo dice: “Los
juicios en relación a qué es real en el mundo generalmente son considerados como
irrelevantes a la tarea clínica... Freud llamó al psicoanálisis una de las “profesiones
imposibles” , una formulación irónica que siempre me ha complicado porque sugiere que
consideremos nuestro trabajo como excepcional...Está el peligro de que una sensación de
auto importancia y de aislamiento especial que nos pueda volver complaciantes. ...A
nuestro alrededor – en las tiras cómicas del New Yorker, en televisión, virtualmente en
todas partes excepto en nuestras revistas- vemos cínicos retratos de lo que los analistas
suelen conceptulaizar como la regresión transferencial... La visión popular de la regresión
transferencial es que los pacientes en análisis son incentivados a revolcarse en el pasado
y complacerse en rumiaciones autorreferente, proveyendo en el proceso la renta anual de
los analistas”.. Por supussto que en este contexto Renik acepta que el público tiene razón
si cree que el psicoanálisis tal como se lo practica no le sirve. Y lo dice con crudeza:
“Cuando un producto no se vende, lo primero que lógicamente se debe hacer es
cuestionar la calidad del producto, pero esto es lo último que los psicoanalistas tienden a
hacer...” Y luego de exhortar a modificar la ideología psicoanalítica conservadora,
concluye: “Creo que los psicoanlistas sí tienen un futuro brillante, como sea que
lleguemos a denominarnos. Pero debemos poner los pies en la tierra;” (p168)
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Más cerca de nosotros, alguien que de un modo totalmente diverso también ha sido
disidente del conservadurismo institucional psicoanalítico, Ada Rosmaryn, tomando en
consideración otros elementos destructivos de la vida, tanto como las bombas de la 2ª.
Guerra pero más silenciosos y por lo mismo más ominosamente incrustados en el
inconsciente dice: “Hace ya algunas décadas los analistas percibieron el peso de las
historias que desde un pasado inelaborable se abren paso transgeneracionalmente y
aparecen en el presente psíquico como agujeros, vacío o muerte. Esto condujo a la
mirada psicoanalítica hacia el estudio de lo negativo y los pactos de silencio que impiden
la metabolización de lo traumático y su trasmisión historizada. ...(Pero, ) Mal puede “ver”
(un analista) en el material de un paciente alguna referencia a la realidad traumática, si
todavía sigue fiel al dictamen del “hagamos como si no pasara”, y mantiene al recinto de
la sesión como aquel laboratorio de Newton, donde las experiencias se realizaban fuera
del tiempo y el espacio real”.
Y más adelante agrega: “Existe una transferencia olvidada, que es aquella que espera
encontrar en el analista a un semejante, es decir alguien que no sólo entienda de
pulsiones y de Edipo por estar jaqueado por ello al igual que el analizando, sino que
también comprenda las implicancias de sus subjetividad en las situaciones traumáticas
del tiempo histórico y social que a ambos les toca vivir:” (61)
En este intento por asediar una definición de la identidad del terapeuta, caracterización
que no puede hacerse sin referirla a un contexto, quiero dejar constancia que comparto
plenamente las implicancias teóricas, técnicas y éticas que ineludiblemente se derivan de
estas reflexiones de Ada Rosmaryn. Y esta reflexión nos lleva de la mano al último punto
que quiero tocar en este trabajo.
CONCLUSIÓN
Nuestro recorrido por la identidad del terapeuta psicoanalítico no estaría completo si no
concluyéramos el mismo insertando nuestra práctica en alguna forma de convicción
filosófica desde la cual dar sentido a la elección vocacional. Por supuesto que aquí se
abre el ancho campo de las opciones, motivaciones e identificaciones personales.
Permítaseme, como estímulo a la reflexión posterior de cada uno, decir algo sobre mis
propias convicciones.
En el fondo se trata de preguntarse a qué nos enfrentamos cuando comenzamos
una consulta. Ya hemos dicho que la profundidad de cada trabajo terapéutico depende de
varios factores, pero lo interesante es admitir que a priori no podemos establecer un límite
al deseo del paciente de “ir tan lejos como pueda en el conocimiento de sí mismo” (Mc
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Dougall). En rigor puro, esta perspectiva, bajo el foco de la insatisfacción y acuciada por la
angustia, que son las que regularmente conducen a consultar, nos puede poner ante un
ser humano que vea en peligro la continuidad de su proyecto vital en tanto las ilusiones de
ayer, si las hubo, han devenido en frustración y muchas de ellas son vistas, al cabo del
análisis, como engaño y falsedades, o en el mejor de los casos como sueños realizados y
por ello como motivaciones atrapadas en la nostalgia. Estos bordes dramáticos que se
presienten casi siempre en los tratamientos, son la fuente de las resistencias y el motivo
de muchos de nuestros fracasos. Nuestro campo está definido por una ética que nos
impide proporcionar al paciente convicciones, ideas y proyectos propios como modelos de
cambio. Eso hacen las estrategias de sugestión. Sin embargo hemos dicho, sin ninguna
inocencia, que se trata de curar, que se trata de terapia. Y ahora vemos que se trata de
curar una enfermedad potencialmente mortífera.
Soren Kierkegaard decía que la verdadera enfermedad mortal es la desesperación.
Tomando la idea paradojal del cristianismo para el cual la muerte no es definitiva, sino la
expectativa de una nueva forma de vida, concluye que esta expectativa descansa sobre
una fundamento irracional, derivado de la fe y que es la esperanza. Este pensamiento
desborda el ámbito religioso ya que todo ser humano, aún cuando sustente una posición
materialista, vive sostenido en la esperanza de que su vida tenga un sentido que se
continúe más allá de su propia vida física, y al decir “más allá” aludiríamos no sólo al
aspecto temporal sino al campo del significado. Y el filósofo danés se pregunta si es la
desesperación una ventaja o un defecto, y se responde : “Una y otra cosa en dialéctica
pura” Si bien la deseperación es “la peor de las miserias”, sólo curándose de ella el ser
humano puede dar sentido auténtico a su existencia. O dicho de otro modo, sólo
asumiendo la virtualidad de la desesperación, oculta en los pliegues del psiquismo
inconsciente, se da consistencia al proyecto vital en que todo ser humano aspira a
constituirse. Sabemos que no siempre es posible atravesar el infierno de la psicosis, del
narcisismo y de otras patologías graves, pero como dijimos en otro lugar: “En la síntesis
kitsch de la posmodernidad, que proscribe la angustia ya no se prorcura dar sentido al sin
sentido del morir “aquello para lo cual no hay inscripción”, al decir de Freud. Si el
psicoanálisis renunciara a bucear en la angustia sin límites de la condición humana,
angustia que desborda los avatares de cada historia personal, perdería su puesto
histórico para confundirse con las terapias indoloras que la hora actual parece exigir.”
El mito griego de la caja de Pandora nos cuenta que Zeus para acabar con la
Humanidad, creada por su padre y sustituirala por una raza mejor, envió a esta hermosa
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mujer con una caja que guardaba todos los sufrimientos y males que pueden destruirnos.
Seducido por Pandora, Epimeteo, el que no piensa, abre la caja. Al comprender su error
la cierra, pero ya es demasiado tarde: la violencia, la enfermedad y el sufrimiento se han
liberado para siempre. Luego su hermano gemelo Prometeo, el que piensa, quien ya
había salvado a los seres humanos dándoles el fuego robado a los dioses, vuelve a abrir
la caja maldita encontrando en el fondo el único remedio para aliviar tanto dolor: la
esperanza.
De eso se trata, entonces, de buscar junto a nuestros pacientes en el fondo de su
caja de Pandora, la que han venido a abrir ante nosotros, la esperanza que les permita
vencer la maldición de los dioses.

Psic. Luis Correa Aydo


Carlos Berg 2539; 711 00 17

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