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Florencia Bonfiglio

Tampoco en Ariel se identifica verdaderamente a los Estados Uni-


dos con Calibán o a este con el pueblo/la democracia, sino que el
esclavo shakespeariano representa la tendencia materialista hege-
mónica observada tanto en las multitudes cosmopolitas, como en
las mayorías “civilizadas y cultas” (Rodó, 1957: 210); Calibán, como
antítesis de Ariel, es símbolo del sometimiento al utilitarismo y al
mercantilismo, pero el Próspero de Rodó ni siquiera condena el
afán material per se: “Sin la conquista de cierto bienestar mate-
rial es imposible, en las sociedades humanas, el reino del espíritu”
(1957: 236). Rodó critica explícitamente el argumento aristocrático
de Renan de que la idealidad fuera opuesta al espíritu democráti-
co: “Según él, siendo la democracia la entronización de Calibán,
Ariel no puede menos que ser el vencido de ese triunfo” (1957: 219).
Como observara oportunamente Gordon Brotherston (1967), Rodó se
apropia, más bien, de la condena de Alfred Fouillée al pesimismo y al
elitismo del Caliban de Renan en L’idée moderne du droit en Allemagne,
en Angleterre et en France (publicada también en 1878), crítica a la que,
a su vez, Renan respondiera en 1880 con L’eau de Jouvence. Suite de
Caliban. Rodó no cita a Fouillée en el contexto de su propio juicio del
Calibán renaniano, pero al igual que él, sugiere que Ariel y Calibán
son dos tendencias en pugna en el individuo y en la sociedad. Desde
el inicio del ensayo, Rodó efectúa de hecho una lectura errónea de
Shakespeare cuando afirma que Ariel representa, en el simbolismo
de La tempestad, “la parte noble y alada del espíritu […] el término
ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre
superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y
de torpeza, con el cincel perseverante de la vida” (1957: 202-203). El
vocabulario proviene del darwinismo social, pero Rodó desvía la in-
terpretación racialista en boga a una culturalista y axiológica, y se
separa a lo largo del ensayo del antidemocratismo reaccionario de
las autoridades francesas: “La crítica de la realidad democrática ad-
quiere formas severas en la generación de Taine y Renan” (1957: 222).
Al cierre del discurso, el “Así habló Próspero”, claro eco del “Así habló
Zaratustra”, es una explícita respuesta al antiigualitarismo europeo
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(Comte, Baudelaire, Ibsen), especialmente, al “reaccionario espíritu”


de Nietzsche (Rodó, 1957: 225). Aunque con herramientas ciertamen-
te difusas –la educación estética schilleriana, la moral cristiana, el
heroísmo emersoniano, el simbolismo modernista–, Rodó intenta
en Ariel rectificar las ideas hegemónicas sobre la democracia. Ariel,
como símbolo antitético de Calibán, se transforma en una idea-fuer-
za (Fouillé) libertaria para la juventud latinoamericana, que es la des-
tinataria del discurso de Próspero para, contra todo determinismo,
reafirmar la agencia de lo humano en lo histórico.
Como bien ha destacado la crítica, el latinismo espiritualista y an-
tiyanqui de Darío, al igual que el de Rodó y el Modernismo en general,
no era fruto de un análisis agudo del imperialismo o del neocolonia-
lismo (fue Martí, en efecto, quien “opuso el relato de emancipación
más moderno y contundente entre los hispanoamericanos en el fin
de siglo”, Colombi 2004: 50). Sin embargo, el ideologema finisecular
de Calibán y las plurales visiones contemporáneas de los Estados
Unidos están sustentados en diversas concepciones del latinismo,
las cuales determinan, en consecuencia, diferentes autorrepresen-
taciones identitarias: mientras el Calibán de Paul Groussac implica
a fin de cuentas una condena elitista, eurocéntrica y racista de las
democracias americanas, la reivindicación de lo latino (el espíritu/
Ariel) en Darío y Rodó autoriza, especialmente desde el 98, un discur-
so antiimperialista e hispanoamericanista en la senda martiana, que
habilitará décadas más tarde su reapropiación por Fernández Reta-
mar desde el pensamiento revolucionario cubano.

El Calibán revolucionario desde los años 60/70


en América Latina y el Caribe

Fue el ensayo Calibán de Roberto Fernández Retamar, publicado


originalmente en 1971 en la revista Casa de las Américas –dirigida,
al igual que la institución homónima, por el propio autor–, el que,
reapropiando las figuras shakespearianas desde la perspectiva
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revolucionaria cubana, otorgó al personaje del nativo Calibán una


nueva función como símbolo identitario latinoamericano. En rigor,
Fernández Retamar propone la identificación colectiva con el “escla-
vo salvaje y deforme” ya en 1969, en “Cuba hasta Fidel”, una confe-
rencia originalmente dictada en francés en las Semanas Cubanas de
Grenoble y luego publicada en la revista Bohemia, donde recupera
el juego anagramático Calibán-Caníbal y las fuentes caribeñas de La
tempestad inglesa para jjustificar su reapropiación como figura del
indígena/caribe colonizado, nutrido tanto del ideario antiimperia-
lista martiano como del anticolonialismo francófono de Aimé Césai-
re y Frantz Fanon. Pero es en 1971 cuando esta lectura se vincula de
modo explícito, por un lado, con las identificaciones Calibán-coloni-
zado motivadas, luego de la Segunda Guerra Mundial, por los pro-
cesos de descolonización: la interpretación del psicoanalista francés
O. Mannoni –su Psycologie de la colonisation (1950) cuestionada por
Fanon en Peau noire, masques blancs (1952)–, la del inglés John Wain,
la de George Lamming –a la que Fernández Retamar le otorgará más
tarde su justa importancia– y la reivindicación definitiva de Cali-
bán en 1969 “por tres escritores antillanos, cada uno de los cuales se
expresa en una de las grandes lenguas coloniales del Caribe”: Aimé
Césaire en Une tempête, Edward Kamau Brathwaite en el poema “Ca-
liban” (Islands), y el propio autor en el mencionado “Cuba hasta Fidel”
(2006: 30). Por otro lado, esta lectura, que lo religa con otras tradicio-
nes culturales (las Antillas francófonas y anglófonas, la Negritud (v.
negritud), el tercermundismo anticolonialista), lleva a Fernández
Retamar a una revisión de la tradición latinoamericana, y, en tal sen-
tido, ofrecerá una informada genealogía, comenzando por el Cali-
ban de Renan, antecedente de las figuras post-98 de Groussac y Rodó
(no menciona aún las de Darío), y, en la propia Francia, antecedente
también de Caliban parle (1928), de Jean Guéhenno, quien ofrecía por
primera vez “una versión simpática del personaje” como representa-
ción del pueblo (2006: 26). Más interesante, sin embargo, resultaba la
respuesta a Renan ofrecida por el marxista argentino Aníbal Ponce
en “Ariel o la agonía de una obstinada ilusión”, ensayo de 1938 que
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integraba el libro Humanismo burgués y humanismo proletario, edi-


tado en 1962 por la Imprenta Nacional de Cuba con prólogo de Juan
Marinello, donde se abordaba el problema de los intelectuales bajo
el comunismo y el modo en que el “humanismo proletario” relevaría
al “humanismo burgués”. La versión de Ponce, ciertamente afín a la
perspectiva revolucionaria y al radicalizado antiintelectualismo del
contexto de Calibán, que era, como se sabe, el caso Padilla y la nue-
va política cultural que afectaba a Casa de las Américas, es entonces
reapropiada por Fernández Retamar, quien acuerda que Calibán re-
presenta a “las masas sufridas” y Ariel al intelectual, “atado de modo
‘menos pesado y rudo que el de Caliban, pero al servicio también’ de
Próspero”, el tirano ilustrado. Fernández Retamar agrega que el aná-
lisis de Ponce de la concepción humanista-renacentista del intelec-
tual (“mezcla de esclavo y mercenario”), habituado “a desinteresarse
de la acción y a aceptar el orden constituido” y que es hasta hoy, en
los países burgueses, “el ideal educativo de las clases gobernantes”,
es uno de los más agudos sobre el tema (2006: 27). De esta lectura
ponceana deriva entonces la emblemática definición de Fernández
Retamar, y su distanciamiento de las figuraciones de Rodó: “Nuestro
símbolo no es pues Ariel, como pensó Rodó, sino Caliban”. La tempes-
tad ofrece, en efecto, la metáfora más acertada de la situación cultu-
ral de “los mestizos que habitamos estas mismas islas donde vivió
Caliban: Próspero invadió las islas, mató a nuestros ancestros, escla-
vizó a Caliban y le enseñó su idioma para entenderse con él: ¿Qué
otra cosa puede hacer Caliban sino utilizar ese mismo idioma para
maldecir, para desear que caiga sobre él la “roja plaga”?” (2006: 31-32).
No obstante el desvío de Rodó, Fernández Retamar, como se lee,
afilia su reapropiación con el anticolonialismo tercermundista, en
una línea de continuidad con el antiimperialismo hispanoamerica-
no, inflexión en verdad ausente del ensayo de Aníbal Ponce. El exa-
men de Ponce, como bien lamenta Retamar, “aunque hecho por un
latinoamericano, se realiza todavía tomando en consideración ex-
clusivamente al mundo europeo” (2006: 28). Por el contrario, preci-
samente por su espíritu latinoamericanista, es posible justificar al
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decimonónico Rodó y reivindicar su Ariel: “Si es cierto que equivocó


los símbolos, como se ha dicho, no es menos cierto que supo seña-
lar con claridad al enemigo mayor que nuestra cultura tenía en su
tiempo –y en el nuestro–, y ello es enormemente más importante”
(Fernández Retamar, 2006: 33).
Precisamente al cumplirse el centenario del natalicio de Rodó en
1971, Fernández Retamar actualiza el Ariel uruguayo al anticolonia-
lismo de la hora, en sintonía con las relecturas de la tradición moder-
nista de esos años, impulsadas asimismo desde el semanario Marcha,
por el círculo de intelectuales amigos de la Revolución: Benedetti (ya
residente en Cuba), Ángel Rama, Real de Azúa, Arturo Ardao. El pri-
mero de los Cuadernos de Marcha (mayo de 1967) había sido dedicado
al cincuentenario del fallecimiento de Rodó y el número 50 (junio
de 1971) fue un nuevo homenaje en el centenario de su nacimiento.
Pero la entrega anterior, el número 49, había abordado “Cuba. Nueva
política cultural. El caso Padilla”, y allí Ángel Rama, especialmente,
manifestaba sus discrepancias con la Revolución, clara señal de la
ruptura de la “familia intelectual” (Gilman, 2003) y de las redes lati-
noamericanistas establecidas hasta entonces con la Casa de las Amé-
ricas, bajo el impulso del propio Fernández Retamar.
La reflexión cultural en torno de Ariel, en efecto, era en Calibán
el pretexto para la diatriba que, en la coyuntura del caso Padilla, el
ensayo también constituyó. Mientras el antiimperialista Rodó era
integrado a la tradición calibánica, una larga lista de intelectuales
“colonialistas” representaban la “cultura de la anti-América”: todos
aquellos que, históricamente, y ahora ante el caso Padilla (silenciado
en el texto, pero claro disparador), habían optado por servir a Prós-
pero. Calibán radicalizaba el discurso en concordancia con la doxa
oficial revolucionaria e injuriaba a quienes eran considerados lisa y
llanamente cómplices del imperialismo: desde escritores reconoci-
dos como Jorge Luis Borges o Carlos Fuentes, hasta críticos como el
uruguayo Emir Rodríguez Monegal, a la sazón, el editor de las Obras
completas de Rodó, por entonces repudiado por sus vínculos con fun-
daciones estadounidenses a través de Mundo Nuevo (Morejón Arnaiz,
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2010, Mudrovcic, 1997) y un claro blanco de ataque de los intelectua-


les de izquierda como Ángel Rama que, hasta el caso Padilla, habían
sido cercanos a la Revolución y a la Casa de las Américas, en uno de
los más intensos momentos de religaciones latinoamericanas.
Teniendo en cuenta esta trama intelectual y afectiva, y por el re-
verso del endurecimiento ideológico que caracteriza el ensayo de
Retamar, puede leerse, en efecto, un intento por recomponer los vín-
culos con aquellos amigos que entonces rompían el Frente de apoyo
a Cuba, mediante la apelación a tópicos y principios del discurso la-
tinoamericanista forjado en red desde el inicio de la Revolución. La
figura de Calibán, por cierto, adaptaba el panfleto al diapasón de la
izquierda latinoamericana. A las tantas acusaciones y cartas envia-
das (públicas y privadas), Retamar respondía con nuevos símbolos
afiliativos: no el etéreo Ariel, sino el descolonizador Calibán, un Cali-
bán leído a partir de Martí, y también del antiimperialismo de Rodó,
una versión revolucionaria del canon con la cual los intelectuales la-
tinoamericanos podían volver a coincidir. Leyendo más allá de esta
convocante mitología, empero, despuntaba la inquietud mayor del
autor cubano en torno de Ariel como figura del intelectual, ante un
clima de sospecha respecto de la condición revolucionaria de quie-
nes experimentaban –como el propio Retamar, y como analizara
Ponce– la “transición” del humanismo burgués al proletario. El mito
de la transición, tramitado en la poesía contemporánea de Retamar
(Gilman, 2003: 150 y ss.), se emplaza aquí en la figura de Ariel.
Luego de su publicación Calibán no logró, sin embargo, reanimar
polémicas ni restaurar sensibilidades. En el mismo 1971 el ensayo
fue reeditado como libro, en México, con el subtítulo Apuntes sobre
la cultura en Nuestra América, y, mientras comenzaba el Quinquenio
gris en Cuba y en el continente se clausuraban los largos y eferves-
centes sesenta con el inicio de las dictaduras, los exilios, las muertes
y persecuciones, el panfleto pasó a ser leído como un ensayo cultural.
La figura del indígena colonizado, metáfora de “Nuestra América”
en la formulación retamariana, obtuvo una creciente resonancia
como símbolo de la identidad mestiza latinoamericana y caribeña
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siendo asimilada por intelectuales y escritores de la región, y en el


Caribe francófono y anglófono por importantes autores como Geor-
ge Lamming, Kamau Brathwaite y Édouard Glissant. Las recepciones
críticas desde la academia, a su vez, se multiplicaron especialmente
desde los años ochenta de modo inflacionario, agrupando el ensa-
yo de Retamar en un mismo bloque, con las diversas apropiaciones
periféricas de Calibán, en sintonía con lecturas poscoloniales de La
tempestad de Shakespeare, hasta alcanzar la atención de reconocidos
intelectuales extranjeros como Gayatri Chakravorty Spivak (“Three
Women’s Texts and a Critique of Imperialism”, 1985), Fredric Jameson
–quien escribió el prefacio de la traducción al inglés de 1989, Caliban
and Other Essays– y Edward Said (Culture and Imperialism, 1993).
Paradójicamente, como Fernández Retamar lamentara del Ariel
de Rodó, al cual consideraba en primer término una reacción al 98,
su Calibán, “arrancado de su contexto” (2004: 101), devino para mu-
chos una meditación sobre la identidad latinoamericana. Como pro-
puesta identitaria, fue tanto asimilada productivamente por autores
como Richard Morse (1982) y Leopoldo Zea (1988), como juzgada des-
de diversos paradigmas críticos (posestructuralismo, poscolonialis-
mo, estudios subalternos, feminismo), por su noción esencialista/
racista de mestizaje (v. mestizaje), por su implícito androcentrismo,
por la actitud subalternizante implicada en su enunciación intelec-
tual/letrada. De allí, los sucesivos retornos de Fernández Retamar en
ensayos que fueron recopilados hacia el fin de siglo bajo el título Todo
Caliban (1998, 2000), en los que justificó y rectificó errores, realizó
nuevas asociaciones –por ejemplo, caníbal-Antropófago brasileño (v.
antropofagia)– y actualizó su planteo a los debates “post”, acusando
especial recibo de críticas posestructuralistas y feministas.
Crecientemente, mientras reconoció su autoidentificación con
Ariel, Fernández Retamar borró de su “concepto-metáfora” (Spivak,
1991) toda inflexión étnica, genérica y hasta cultural para metafori-
zar en Calibán cierta “existencia” representativa de los pobres (Martí)
o condenados de la tierra (Fanon), en un mundo donde seguían exis-
tiendo “subdesarrollantes” y “subdesarrollados” (2006: 147). Mientras
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calibán

para críticos como Ruffinelli (1992) o Jáuregui (2005), Calibán devino


demodé en medio de la desilusión de la izquierda, el posmodernismo
y la fractura de las metanarrativas luego de la caída del Muro de Ber-
lín, en la literatura latinoamericana y caribeña la figura no perdió su
potencial simbólico y religador y fue reapropiada, para mencionar
apenas unos ejemplos del nuevo cambio de siglo, en la ensayística
de la diáspora cubana (Iván de la Nuez), en la novela Inglaterra del
argentino Leopoldo Brizuela y en la crítica del uruguayo Hugo Achu-
gar, cuya pregunta, “¿De cuál Calibán estamos hablando?” dio cuenta
de una extensa y vigorosa tradición.

Lectura recomendada

Ardao, Arturo (1978) [1971]. “Del Calibán de Renan al Calibán de Rodó”. En


Estudios latinoamericanos de historia de las ideas (pp. 141-168). Caracas: Mon-
te Ávila Editores.

Bonfiglio, Florencia (2020). The Great Will/El gran legado: pre-textos y comien-
zos literarios en América Latina y el Caribe. Madrid: Iberoamericana-Vervuert.

Colombi, Beatriz (2004). Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en


América Latina (1880-1915). Rosario: Beatriz Viterbo.

Jáuregui, Carlos (2005). Canibalia. Canibalismo, calibanismo, antropofa-


gia cultural y consumo en América Latina. La Habana: Fondo Casa de las
Américas.

Lie, Nadia y Theo D’Haen (eds.) (1997). Constellation Caliban: Figurations of


a Character. Amsterdam/Atlanta: Rodopi.

Rodríguez Monegal, Emir (1978). “Las metamorfosis de Calibán”. Vuelta,


3(25), diciembre: 23-26.

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ciudad letrada
Clara María Parra Triana

Este concepto metáfora tiene su origen en la obra de Ángel Rama, La


ciudad letrada, aparecida de manera póstuma en el año 1984, siendo
su primera edición la de Hannover, New Jersey, Ediciones del Norte.
A más de treinta años de su aparición, este concepto ha sido uno de
los que mayor recepción ha tenido dentro de la teoría crítica latinoa-
mericana y dentro de la obra de Rama –solo equiparándose, quizá a
“transculturación narrativa” (v. transculturación)–, pues incluso se
reconoce que ha dado pie a debates inter y transdisciplinarios, como
los asociados a la historia de los intelectuales en América Latina, las
trayectorias de la letra en esta América, las disputas entre oralidad y
escritura, los desencuentros entre lo culto y lo popular y, más recien-
temente, las relaciones problemáticas entre letra e imagen en el orbe
cultural latinoamericano. Hablamos de este concepto como “concep-
to-metáfora”, por cuanto su sentido y configuración semántica se
deben tomar en la asociatividad de sus dos componentes: la “ciudad”
y lo “letrado”, entendidos en su carácter historizante y localizado,
asociado a las dinámicas culturales propias de la sociedad colonial
latinoamericana, los procesos independentistas, el advenimiento
de las ideas y prácticas modernizantes, así como de los convulsos
movimientos revolucionarios que ganan protagonismo durante el
siglo XX latinoamericano. Por lo tanto, su sentido no se puede des-
ligar de la obra que le da origen y del uso particular que su autor le
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Clara María Parra Triana

otorga para la comprensión y explicación de las agencias letradas,


aun cuando su uso hoy en día se haya convencionalizado como una
frase nominal que denomina el poder diferencial que los hombres de
letras (letrados, intelectuales, escritores) ostentan en medio de la so-
ciedad que los sostiene, además de la relación problemática y contra-
dictoria que la letra –en tanto dispositivo– establece con las fuerzas
de control, emancipación, liberación y/u oposición a los centros de
poder. Esto último permite apreciar que la ciudad letrada no puede
comprenderse sin su obligado correlato en la dinámica política que
sustenta las prácticas de la letra. De modo que hablar de ciudad letra-
da obliga, entre otras cosas, a dimensionar los alcances políticos de
la letra en su uso y en su régimen, ya que el mismo Rama calificó este
texto como “ensayo que explora la letrada servidumbre del poder”
(1998: 14).
Antecedente inmediato de esta entrada es el texto de Juan Pablo
Dabove (2008) “Ciudad letrada”, en el que el autor nos ofrece una des-
cripción del concepto, así como de su recepción dentro del ámbito
crítico latinoamericano. Allí encontramos la explicación del concep-
to en tres dimensiones: en tanto “conjunto de instituciones”, “grupo
de individuos” y “prácticas discursivas”, lo que la haría una “noción
híbrida, ya que conjuga à la Foucault diversos niveles de análisis en
una totalidad dinámica” (56). Esta descripción, por lo demás plausi-
ble, sobredimensiona la presencia de Foucault en la escritura de La
ciudad letrada, lo que de alguna manera determina la lectura del tex-
to en cierta mecánica del poder y del signo, soslayando la heteroge-
neidad de fenómenos que los planteos de Rama vislumbran, aunque
no necesariamente desarrollan. La sobrestimación de la presencia
de Foucault en el texto de Rama ha sido un problema acusado por
la crítica al concepto y al texto, tanto como lo ha sido la sobrestima-
ción del proyecto racionalizante sobre el que dice basarse el planea-
miento de las ciudades latinoamericanas. Es de considerar que estos
planteos solo buscan explicar las razones por las que ese grupo de in-
dividuos denominado “letrados” poseyó tanta influencia, a pesar de
no ostentar más que el poder de la palabra administradora, ejecutora
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ciudad letrada

de leyes y procuradora de cierto orden dentro de las sociedades co-


loniales, pues como bien lo señala Hugo Achugar, en el prólogo de la
edición de Arca (1998): la ciudad latinoamericana se levantó más so-
bre el deseo del orden que sobre la consolidación de dicho precepto.
Para explicar el concepto, es preciso decantar la distinción sobre
la que Rama realiza su propuesta. Dicha distinción opera en una tria-
da: la ciudad real, la ciudad letrada y la ciudad ideal. Es en este orden
en el que se presentan, siendo la segunda deudora de la anterior y así
sucesivamente. Para Rama, en la construcción de la ciudad real se
constituye paulatinamente la ciudad letrada, definida por la acción
a partir del uso de los signos (1998: 32) creadores de mensajes y de
modelos culturales basados en la comunicación social y en la rigidez
de la norma lingüística fijada en la escritura, cuyo circuito se hizo
cada vez más reservado. A medida que avanza la argumentación de
Rama, la ciudad letrada se va oponiendo radicalmente a la real, por
cuanto de esta última parecen surgir las variaciones, la fluidez y las
innovaciones no solo lingüísticas sino también sociales, políticas
y económicas: “La ciudad real era el principal y constante opositor
de la ciudad letrada, a quien esta debía tener sometida: la repentina
ampliación que sufrió bajo la modernización y la irrupción de las
muchedumbres, sembraron la consternación, sobre todo en las ciu-
dades de importante población negra o inmigrante, pues en la Amé-
rica india el antiguo sometimiento que la iglesia había internalizado
en los pobladores seguía sosteniendo el orden” (76). De allí que la ciu-
dad letrada se levante desde la ciudad real y rápidamente se opon-
ga, por plegarse a la norma de las minorías letradas que buscarán
el imperio de la letra por sobre la realidad de la palabra hablada. El
curioso giro de esta dinámica lo observa Rama en el advenimiento de
la actividad emancipadora de inicios del siglo XIX, cuando la lengua
del orden da paso a las revoluciones independentistas. Para este mo-
mento, el anhelo de la ciudad ideal, el proyecto de ciudad organizada
bajo el signo del orden se ha convertido en una especulación, cada
vez más distante de la ciudad real expansiva, heteróclita y creadora;
por lo tanto, lo que elabora Rama en su texto es la pujante lucha de
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Clara María Parra Triana

la ciudad letrada (en tanto sujeto y en tanto espacio simbólico) por


contrarrestar la proliferación de la ciudad real y proyectar al mismo
tiempo la ciudad ideal.
De esta manera, se presenta a continuación el planteamiento so-
bre el que Rama se acerca a una definición de “ciudad letrada”, arri-
ba diferenciada de sus opositoras complementarias: “Pero dentro
de ellas siempre hubo otra ciudad no menos amurallada ni menos
sino más agresiva y redentorista que la rigió y la condujo. Es la que
creo debemos llamar la ciudad letrada, porque su acción se cumplió
en el prioritario orden de los signos y porque su implícita calidad
sacerdotal, contribuyó a dotarlos de un aspecto sagrado, liberándo-
los de cualquier servidumbre con las circunstancias.”(32). “La ciudad
letrada quiere ser fija e intemporal como los signos, en oposición
constante a la ciudad real que solo existe en la historia y se pliega a
las transformaciones de la sociedad.” (52, destacado en el original).
Como se observa en el fragmento citado, la ciudad letrada es figu-
rada de manera análoga a la espacialidad de la ciudad real (con el
trazo de sus límites y con la ofensiva pretensión de oponerse a su
radical contrario: el espacio rural); pero para su constitución como
metáfora-concepto, su figuración se expande de manera contigua de
su apariencia a su acción, a su práctica, y es así como se comprende
que la ciudad letrada es definida por cierto tipo de habitantes que
operan a partir del ejercicio diferenciador que le otorga poder y do-
minio sobre ciertos saberes ajenos para el resto de la población de
la ciudad real. Estos habitantes procuran conservar tal dominio me-
diante la perpetuación de su condición y de sus prácticas; pero las
fuerzas socioeconómicas ejercidas por impulsos históricos de crisis
y cambios profundos harán que ese orden intemporal estatuido sea
constantemente convulsionado, dinamizando las acciones letradas
–sus alcances y transformaciones– más allá del ejercicio del poder
para ubicarse incluso en el lado de la resistencia a este.
De lo anteriormente expresado se colige cuál ha sido la mayor di-
ficultad que ha enfrentado la recepción crítica del texto de Rama y
de su elaboración metafórico-conceptual. Esta dificultad se aprecia
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ciudad letrada

en el empeño que los críticos han realizado para acatar la presencia


foucaultiana en la argumentación de Rama, así como la referencia
al concepto de signo entendido desde Port-Royal y la postura carte-
siana; pues lo que ha ocurrido es que en este empeño se ha otorgado
más fuerza hermenéutica a la visión racionalizante del signo/letra
que a su capacidad de transformarse de dispositivo de control a dis-
positivo de confrontación e incluso de reconocimiento (ejemplo de
este tipo de lectura es la que Dabove nos ofrece y que referenciamos
párrafos arriba). Frente a este empeño, críticas como la de Françoise
Pérus se pronuncian de manera fehaciente, poniendo en discusión la
centralidad epistémica de orden francés que, para el caso de la ciu-
dad letrada, habría que pensar en el orden de la expresión española,
con sus políticas de la lengua y de su perspectiva geolingüística co-
lonial; en otras palabras, Pérus analiza los entramados del texto de
Rama para indicar que:

No se trata propiamente de una investigación histórica, ni de la cons-


trucción rigurosa de un instrumental conceptual que abriera paso al
análisis ceñido de realidades concretas, sino de una textualización
imaginativa y laxa de referencias históricas sueltas y de nociones
abstractas e imprecisas. Por lo mismo, cualquier tentativa de (re)
construcción histórica concreta, y cualquier elaboración teórica em-
peñada en discernir entre los niveles y los ámbitos de pertinencia
de las nociones traídas a colación por el autor, corren el riesgo de
contrarrestar el vuelo imaginativo que busca suscitar la poética del
texto (2005: 368).

La dimensión latinoamericana de este ensayo y del concepto metá-


fora que elabora se entroncan perfectamente con el propósito y pro-
yecto intelectual de Rama, resaltado por Jorge Ruffinelli de “leer más
allá de las literaturas nacionales” (2018: 607). Dicho proyecto, cerca-
no al de su antecesor Pedro Henríquez Ureña y al de su interlocutor
más cercano, Antonio Candido, permite leer el influjo trasnacional
de sus propuestas, además de su capacidad para otorgar visiones de
conjunto de macroprocesos tan relevantes como lo fue la instalación

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Clara María Parra Triana

de las modernidades heterogéneas y contradictorias en América


Latina, pues, como bien lo recuerda el mismo Ruffinelli, La ciudad
letrada está directamente emparentada con otro gran texto que pro-
pone una visión de conjunto de los procesos urbanos en el diverso
orden del aburguesamiento latinoamericano, de su mercantiliza-
ción y apertura a occidente como lo fue Latinoamérica: las ciudades
y las ideas (1976), de José Luis Romero. La centralidad de la “ciudad”,
en tanto espacio para relaciones sociales complejas, funciona en la
obra de Rama como una fuerte línea argumental que le permite al
lector moverse a través de las geografías, dando saltos, avanzando y
retrocediendo a voluntad, pero considerando la línea temporal que
va desde la colonia hasta la revolución mexicana, así como el libro de
Romero inicia el trayecto en las actas fundacionales de las ciudades
para llegar a las ciudades masificadas del maduro siglo XX.
La visión de la modernidad en La ciudad letrada no ha estado le-
jos de la polémica, pues algunos críticos han marcado su distancia
con el tono celebratorio que pareciera tener el texto de Rama en rela-
ción con la pretendida autonomía de la racionalidad letrada (Pérus,
2005) y la “museificación de la alteridad” ejercida por la modernidad
racionalizante (Mariaca, 2007). Esta crítica está asociada –como ya
fue señalado– a la lectura de Michel Foucault, en particular de Las
palabras y las cosas (1966), presente en la obra de Rama para exaltar la
centralidad del signo como base de los idearios urbanos latinoameri-
canos. Otros críticos, como Grínor Rojo (2012), se han sumado a esta
discrepancia, por cuanto se observa la “ligereza” con la que Rama
asimila procesos europeos del siglo XVII a experiencias históricas y
epistémicas discordantes desde la perspectiva colonial americana.
Así como el texto de Rama no ha estado exento de críticas y dis-
cusiones, tampoco ha dejado de influir en planteamientos en otros
órdenes como lo ha sido, por ejemplo, la propuesta filosófica de San-
tiago Castro-Gómez sobre la genealogía del latinoamericanismo, cu-
yas bases se encuentran, justamente en los planteos de Rama y su
visión de la ciudad letrada, no como la historia del grupo de letra-
dos sino como la “formación de una sociedad del discurso que opera
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ciudad letrada

mediante una racionalidad autónoma y cuya historia no está some-


tida a las biografías, las obras y las intenciones de sus habitantes”
(2011: 114). La lectura de Castro-Gómez realiza una crítica al imperio
de la escritura como práctica garante del ordenamiento autónomo
de los signos sobre el que se consolidó una problemática visión de
lo propio. Pero antes de la propuesta de Castro-Gómez, uno de los
textos más influyentes en el panorama crítico latinoamericano de
finales del siglo XX e inicios del XXI ya había acusado la relevancia
de La ciudad letrada como materia crítica para discutir; me refiero
a Desencuentros de la modernidad en América Latina, de Julio Ramos
(1989), en donde se manifiesta la dificultad de asumir la supuesta
autonomía de la letra en el marco de la “modernidad desigual” lati-
noamericana como un código absoluto adjudicado a los escritores
profesionales. La lectura de Ramos es muy esclarecedora, por cuanto
vislumbra la dificultad con la que el oficio del escritor, en el contexto
de la “división del trabajo”, intenta lograr la autoridad social en me-
dio de condiciones de “imposibilidad” de institucionalización. Esta
es, de alguna manera, una lectura a contrapelo del texto de Rama
y de su concepto de ciudad letrada, pues demuestra que en la lucha
por figurar un espacio (simbólico) de exclusividad para los letrados
en América Latina, las condiciones político-sociales –y no solo de los
saberes– imponen dificultades para su consolidación; pero es justa-
mente en el enfrentamiento de estas condiciones que la palabra lite-
raria gana peso artístico y crítico.
Antes de cerrar, se hace preciso indicar un antecedente del texto
de Rama –con miras a realizar una posible arqueología– en el que se
perfila tanto el concepto-metáfora del que acá nos ocupamos como
las prácticas letradas coloniales en pugna con el espacio no letrado,
indígena, campesino, oral y rural. Se trata del texto de Gabriel René
Moreno, Últimos días coloniales en el Alto Perú, publicado en 1896, en
donde se muestran –a manera de crónica– los entretelones y los an-
tagonismos de esa “cuádruple corte eclesiástica, forense, literaria y
social” (Moreno, 2003: 3) que el autor denominará “ciudad letrada”,
puesto que al relato de la vida ordinaria en la capital altoperuana,
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Clara María Parra Triana

Chuquisaca, le superpone la narración de los eventos que removie-


ron esa pretendida armonía desde el recurso utilitario que de la letra
y la palabra oficiales realizaron sus actores sociales, para así estable-
cer una relación de hechos que exhiben la porosidad de la vida so-
cial, cuya filtración en los eventos oficiales los hizo tambalear, desde
sus bases, hasta provocar esa descarga heterogénea de posiciones so-
ciopolíticas que constituyen la vida histórica en el naciente discurso
emancipador de la corona española.
En Últimos días coloniales en el Alto Perú, se registra la implemen-
tación del concepto de “ciudad letrada” –casi un siglo antes de que
lo hiciera Ángel Rama– como un espacio organizado en torno a un
centro constituido por grupos e individuos que representan el poder
institucionalizado a partir del manejo de la tecnología de la palabra
escrita, su carácter influyente y plenipotenciario. No solo resulta sin-
tomático el uso del sintagma (“ciudad letrada”) de manera tan tem-
prana, sino que el modo como es usado apunta a enunciar el cercado
de las potencias letradas, al mismo tiempo que se señala su funciona-
miento y antagonismo con respecto a otros habitantes de la ciudad,
usuarios de la lengua viva no oficial. Veamos un ejemplo ilustrativo:
“Hemos dicho que el pensamiento revolucionario se abrió especula-
tivamente paso por sí solo en ciertos cerebros de la ciudad letrada;
y este hecho, perfectamente comprobado hoy día, no tiene otra ex-
plicación que la anterior. Si las investigaciones no dan mérito hasta
aquí sino para establecer inductivamente el hecho respecto del siglo
pasado, han podido con todo allegar pruebas bastantes para demos-
trar de una manera indudable su existencia en la alborada del siglo
XIX” (Moreno, 2003: 39).
En el fragmento señalado se indica un peculiar uso del sintagma.
Por una parte, observamos su particularización en tanto comuni-
dad de sujetos que recurren al intelecto (“cerebros”); asimismo, se
les otorga el reconocimiento de hacer fluir las ideas revolucionarias
desde el “terreno especulativo”, es decir, no necesariamente desde el
triunfo de la razón o del imperio de los signos. El modo como figura
la noción en la propuesta del historiador apunta a un singular uso de
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ciudad letrada

la letra: utilización intuitiva que se encuentra en un estadio previo al


razonamiento instrumental. Lo relevante acá es tener en cuenta que
el uso temprano de esta noción ya nos revela la abstracción de los
movimientos letrados hacia la visualización de unas prácticas que,
en su dinamismo, jugaron también a la restricción.

Lectura recomendada

Dabove, Juan Pablo (2008). “Ciudad letrada”. En Mónica Szurmuk y Ro-


bert Mckee Irwin (eds.). Diccionario de estudios culturales latinoamerica-
nos (pp. 55-60). México: Siglo XXI.

Moreno, Gabriel René (2003). Últimos días coloniales en el Alto Perú. Tomos
I y II. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Ramos, Julio (2009) [1989]. Desencuentros de la modernidad en América La-


tina. Caracas: Editorial el Perro y la Rana.

Romero, José Luis (2014). Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Buenos
Aires: Siglo XXI Editores.

Ruffinelli, Jorge (2018). “Ángel Rama”. En Clara María Parra Triana y Raúl
Rodríguez Freire (comps.). Crítica literaria y teoría cultural en América La-
tina. Para una antología del siglo XX. Valparaíso: EUV/Colección Dársena.

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