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2 De allí que para Hayek el liberalismo como elemento constitutivo del programa civilizatorio era
naturalmente anterior a las diversas formas de representación y organización política que fue quistando
el mismo una vez definido como campo doctrinario (Hayek, 1976, 1990, 1991).
promueve el proceso civilizatorio, cuya existencia depende de individuos dispuestos a superar
sus impulsos naturales e instintivos.
En rigor, el concepto de sociedad hayekiano coincide con la noción de proceso civilizatorio,
siendo este último expresión de una dinámica superadora de la mentalidad y el orden salvaje
(colectivista) propio de las hordas primitivas3. En su versión tribal el hombre no construye
sociedades, apenas comunidades gregarias fundadas en principios atávicos. Superar ese estado
de salvajismo es la precondición necesaria para el desarrollo del orden civilizado. De allí que ni
el hombre primitivo puede ser liberal, ni el liberalismo coincidir con el orden instintivo que
domina las pequeñas agrupaciones de humanos en estado salvaje. No existe “sociedad” sin
liberalismo, no existe “liberalismo” sin sociedad. Naturalmente, los llamados Estados de
Bienestar, a pesar de su calificativo “social”, serán considerados por Hayek como “asociales”, en
la medida en que, paradoja o no tan paradójicamente, acaban reconstruyendo la trama de un
solidarismo comunitarista basado en un falso altruismo igualitario y en un amenazador
anti-individualismo propio de la lógica colectivista tribal y contradictorio don del orden extenso
de la civilización humana competitiva. La socialdemocracia y, de forma mucho menos
disfrazada, el socialismo, constituyen, desde esta óptica, concepciones primitivas y gregarias
del orden social.
Entre tanto, Hayek reconocerá que la construcción de un orden civilizatorio nunca es producto
de la voluntad ni del racionalismo prometeico (el fracaso de los regímenes comunistas y de los
Welfare States será, para él, una clara expresión de ello). La sociedad no es obra de la ingeniería
mental de los hombres que se reconocen dispuestos a “construirla”. El orden extenso se
fundamenta en una serie de “normas regulatorias del comportamiento humano, plasmados por
la vía evolutiva (y especialmente, las que hacen referencia a la propiedad plural, al recto
comportamiento, al respeto a las obligaciones asumidas, al intercambio, al comercio, a la
competencia, al beneficio y a la inviolabilidad de la propiedad privada), las que generan tanto
la íntima estructura de ese peculiar orden como el tamaño de la población actual. Tales
esquemas normativos se basan en la tradición, el aprendizaje y la imitación más que en el
instinto y consisten fundamentalmente en un conjunto de prohibiciones (‘no se debe hacer tal
cosa’), en virtud de las cuales quedan especificados los dominios privados de los distintos
actores. La humanidad accedió a la civilización porque fue capaz de elaborar y de transmitir –a
través de los procesos de aprendizaje– esos imprescindibles esquemas normativos
(inicialmente limitados al entorno tribal, pero extendidos más tarde a espacios cada vez más
amplios) que, por lo general, prohibían al hombre ceder a sus instintivas apetencias y cuya
eficacia no dependía de la consensuada valoración de la realidad circundante. Esas normas
constituyen una nueva y diferente moral (para las que, en mi opinión, debería reservarse dicha
denominación) encaminada a reprimir la ‘moral natural’, es decir, ese conjunto de instintos
capaces de aglutinar a los seres humanos en agrupaciones reducidas, asegurando en ellos la
cooperación, si bien a costa de entorpecer o bloquear su expansión. (Hayek, 1990, pp. 42‑43)
La “verdadera” democracia sólo puede convivir en dicho orden civilizatorio. En rigor, según
Hayek, no existe posibilidad de democracia liberal en regímenes cuya distribución de bienes y
3 En rigor, Hayek siempre tuvo una gran desconfianza hacia el uso “abusivo” de la palabra “sociedad”. El
adjetivo “social”, dirá, “aniquila totalmente el significado del sustantivo al cual se aplica”, por ejemplo,
“justicia social”, “democracia social”, “Estado social” (Hayek, 1990, p. 188).
recompensas se basan en criterios comunitaristas y socializantes4. Una democracia mínima sólo
es posible en un estadio superior del proceso civilizatorio: una sociedad de hombres libres,
responsables, competitivos y egoístas5. Esto supone que ella, en tanto mecanismo
jerárquicamente inferior al orden espontáneo del cual se deriva, no puede pretender
imprimirle al mismo una intencionalidad predeterminada. La naturaleza espontánea del orden
social transforma a la propia democracia en una herramienta sin objetivos propios; esto es, en
un mero mecanismo procedimental orientado a la elección, renovación y control de aquellos
que tienen por actividad profesional ejercer las necesariamente limitadas funciones de
gobierno.
El mercado es la expresión emblemática de dicho orden espontáneo. Allí se realizan los
intercambios individuales y fluyen las informaciones necesarias para la toma de decisiones que
permiten que la sociedad avance. Siendo así, no puede haber, en la perspectiva hayekiana,
democracia sin mercado. Al ofrecer la democracia un marco procedimental para la elección
individual, la negación del mercado (esfera esencial para el ejercicio de dicha libertad) acaba
suponiendo la inexorable negación de la misma.
La conclusión de Hayek es importante, aunque tiene sentido unívoco. Afirmar que no existe
democracia sin mercado no supone, recíprocamente, afirmar la imposibilidad del mercado sin
la consecuente existencia de la democracia. La “verdadera” democracia precisa del mercado;
mientras que el mercado no precisa inevitablemente de ella. A pesar de su declarado interés
por los mecanismos democráticos, Hayek enfatizará que la cuestión central, en una sociedad
verdaderamente libre, no es la democracia, sino la existencia del mercado, en tanto que allí es
dónde se realiza la posibilidad empírica de la libertad y, consecuentemente, se crean las
condiciones propicias para la realización de los procedimientos electorales mediante los cuales
son elegidos los representantes políticos.
Al mismo tiempo, Hayek reconocerá que una cierta distorsión de la democracia (una ampliación
irresponsable de sus límites) puede poner en riesgo al propio mercado y, de esta forma,
volverse, ella misma, una amenaza contra la libertad.
“La arbitraria opresión a nivel democrático, es decir el uso de la coerción por parte de los
representantes de la mayoría más allá del marco establecido por el Derecho, no tiene más
justificación ética que pueda tener el arbitrario comportamiento de cualquier otra fuerza social.
En lo que al presente análisis atañe, poco importa que se acuerde quemar o descuartizar a
alguna víctima o que simplemente se le niegue al sujeto el derecho a hacer el más oportuno uso
de su propiedad. Y aunque haya buenas razones para preferir un gobierno democrático limitado
a otro no democrático, confieso sin reservas que prefiero uno de esta última especie, sometido
a la ley, que otro de la primera que, por el contrario, no está sujeto a ella, es decir, un aparato
gubernamental que pueda incontroladamente hacer uso de un poder ilimitado” (Hayek, 1985,
p. 9)
8Es esta la justificativa que lleva a los neoliberales a considerar el voto popular como “un mal menor”.
(Honiderich, 1993; Filler, 1987).
justo título para determinar el grado de su competencia. No hay razón para que se hagan cosas
que nadie tiene el poder de hacer.” (Hayek, 1991, pp.131‑132)
En la perspectiva doctrinaria del neoliberalismo, “el acuerdo al cual precisan llegar los
hombres” está predeterminado por un contenido que escapa a la decisión de las mayorías. En
suma, las mayorías tienen derecho a elegir siempre y cuando su elección no extrapole una serie
de límites previamente determinados. Por eso, dirá Hayek (1.991, p.143), “no es
‘antidemocrático’ tratar de persuadir a la mayoría de la existencia de límites más allá de los
cuales su acción deja de ser benéfica y de la observancia de principios que no son de su propia
y deliberada institución. La democracia, para sobrevivir, debe reconocer que no es la fuente
original de la justicia y que precisa admitir una concepción de esta última que no se manifiesta
necesariamente en las opiniones populares sobre la solución particular de cada caso. El peligro
estriba en que confundamos los medios para asegurar la justicia con la justicia misma. Quienes
se esfuerzan para persuadir a las mayorías para que reconozcan límites convenientes a su justo
poder son tan necesarios para el proceso democrático como los que constantemente señalan
nuevos objetivos a la acción democrática”.
Naturalmente, los principios que, según Hayek, surgen mágicamente del orden espontáneo, no
tienen nada de mágico ni de espontáneo. Son principios deliberada e históricamente definidos.
No hay nada de “necesario e inevitable” en la subordinación de la democracia a ellos. Resulta
evidente que dicho “orden espontáneo” puede ser cualquier cosa, menos una entidad
“moralmente indiferente” (como afirma Hayek). La democracia mínima no es éticamente
neutra, así como no son neutras las consecuencias sociales producidas por la supresión
arbitraria y totalitaria de la voluntad de las mayorías.
El desprecio que Hayek sentía hacia cualquier forma de democracia substantiva se refleja en el
hecho de que, para él, la democracia era, en última instancia, apenas una norma “tan valiosa
como la higiene” (Hayek, 1981, p. 25)
¿Qué tiene todo esto que ver con la concertación educativa?
10 Un ejemplo de esto es el debate pre-hegeliano establecido por quienes sostienen la disociación entre
“políticas de Estado” y “políticas de gobierno”, siendo las primeras representativas del “interés común”
y las segundas del “interés particularista” de las administraciones de turno. Como es bien sabido,
semejante explicación no sirve a otros fines que, a justificar, mediante argumentos poco convin-centes,
la participación de ex intelectuales de izquierda en las administraciones neoliberales. (“Trabajo para el
Estado y no para el gobierno”, suele ser una de las más frecuentes explicaciones de quienes se pretenden
funcionarios del interés colectivo).
cómo, a pesar de que los gobiernos neoliberales salen fortalecidos de las experiencias de
concertación, ellos son los primeros en no respetar los “acuerdos” que han impuesto o en
posponer eternamente su realización. El simulacro pseudo democrático neoliberal revela de
esta forma su naturaleza estructuralmente fraudulenta.
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Quizás a esta altura convenga advertir que no me considero un enemigo de los mecanismos de
consenso. Contrariamente, creo que ellos pueden y deben ser un pilar fundamental de toda
sociedad genuinamente democrática. Ocurre que la democracia mínima neoliberal desprecia el
consenso, lo falsifica, tornándolo una herramienta de manipulación. Tampoco creo que
debamos caer en la trampa de pensar que toda crítica a la democracia define el carácter
totalitario de quien la denuncia. La democracia mínima neoliberal debe ser criticada si
queremos defender la posibilidad de un sistema democrático basado en la ampliación de los
derechos sociales y humanos, en la necesaria imbricación entre ética igualitaria y política, entre
solidaridad y comunitarismo, entre bien común y justicia social. Tal como afirma Francisco de
Oliveira (1997, p.34), “la primera tarea intelectual y práctica del campo democrático es
problematizar el concepto y la práctica de esta democracia consensual y hegemónica”.
Totalitario no es discutir la democracia. Totalitario es aceptarla sin reservas como si el modelo
que de ella nos imponen fuera el único que nos merecemos.
Por último, realizar la necesaria crítica a los mecanismos de concertación educativa no supone,
creo yo, desistir del desafío imprescindible de cambiar la escuela que tenemos. Por el contrario,
es aceptar que ese cambio debe ocurrir; aunque sólo será genuinamente democrático si la
política deja de reducirse a un juego de simulacros, volviéndose un mecanismo legítimo de
transformación social y emancipatorio al servicio del bienestar de las mayorías.
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