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La Destrucción de la Razón

El tránsito a la democracia en México ha sido un camino lleno de espinas y abrojos que a la


fecha ha dejado más pasivos que activos. Nuestro país es hoy en día mucho más desigual,
injusto y violento de lo que era cuando Vicente Fox ganó la Presidencia de la República en el
año 2000.

A veces me pregunto si intelectuales, hoy tristemente ausentes, de la talla de Daniel Cosío


Villegas y Octavio Paz, que con tanta energía promovieron en el ámbito de las ideas el tránsito
del régimen autoritario basado en la hegemonía del PRI al actual sistema de competencia
política entre partidos, no estarían desilusionados si pudieran ver lo que ocurre en el México
actual. Yo sinceramente creo que estos lúcidos pensadores estarían profundamente
decepcionados y, muy probablemente, estarían de acuerdo con quienes consideramos que lo
que actualmente está ocurriendo en México, a partir de la evidencia empírica disponible y más
allá de la narrativa oficial, no es un proceso de consolidación democrática sino un proceso de
restauración populista.

Un claro ejemplo de que estamos lejos de estar edificando una cultura política plenamente
democrática surge de la patética exhibición mediática de videos, supuestamente
incriminatorios, llevada a cabo recientemente por el gobierno y sus “adversarios”. Este grosero
espectáculo protagonizado, como ocurre en todo circo de carpa que se respete, por payasos y
merolicos ubicados en diferentes pistas, refleja con toda claridad el hecho de que, más que la
aplicación efectiva de la ley y la terminación definitiva del régimen de corrupción e impunidad
que nos ahoga, lo que verdaderamente se pretende con la divulgación y proyección de estos
videos es convertirlos en armas electorales dirigidas a promover el descrédito de diferentes
partidos y actores políticos. Este juego de denuncias e imprecaciones, animado por objetivos
mezquinos, revela con claridad que la idea de “competencia democrática” que existe en la
cultura política de los diferentes partidos y grupos que hoy en día ejercen y buscan ejercer el
poder en México se aparta mucho de los valores éticos y de los principios universales que
deberían configurarla.

La evidencia actualmente disponible revela que el movimiento de transformación encabezado


por Andrés Manuel López Obrador dista mucho de ser el proceso de profundización y
consolidación democrática y republicana que seguramente esperaban ver muchos mexicanos
que votaron por él. El líder de MORENA se jacta recurrentemente de ser un ferviente admirador
de Juárez y Madero pero su estilo personal de gobernar contradice muchos de los principios
que guiaron el pensamiento y la acción de estos grandes políticos mexicanos. Resulta
claramente contradictorio el que, por un lado, continuamente presente a Carlos Salinas de
Gortari como el padre político e ideológico del neoliberalismo mexicano, una estrategia de
desarrollo que en el marco de su narrativa es responsable del empobrecimiento y despojo de la
gran mayoría de los mexicanos y que, por otra parte, el operador del fraude electoral que le
llevó al poder ocupe en la actualidad un cargo de enorme relevancia estratégica en su
gobierno.
La forma en que ha venido actuando el gobierno federal durante los últimos veinte meses
ofrece clara evidencia de que el objetivo, al menos inmediato, de la denominada “cuarta
transformación” no es consolidar la democracia en México. Se trata más bien de un proyecto
estratégicamente dirigido a recrear el régimen populista, corporativo y clientelista que
estructuró Lázaro Cárdenas en la segunda mitad de la década de los treintas. Una clara
manifestación de lo anterior radica en el hecho de que, en el marco de la narrativa política de
López Obrador, las opciones políticas de centro-derecha, o “conservadoras” como él les llama,
son esencialmente inmorales y por lo tanto deben ser radicalmente desterradas del futuro
político de México. En otras palabras, en el marco de su imaginario político, México será
democrático en la medida en que sea un país dirigido por fuerzas progresistas de izquierda.

Una narrativa semejante dista mucho de ser de carácter democrático ya que traiciona un
principio fundamental de la democracia que es la tolerancia con relación a proyectos de
organización estatal y gubernamental sustentados en diferentes ideologías y visiones de futuro.
En el marco de una auténtica democracia todas las ideologías, salvo aquellas que
expresamente se proponen la abolición de la propia democracia, no solamente caben sino que
deben caber ya que su presencia constituye un factor determinante para construir y preservar
la legitimidad de una forma de organización política que tiene en el pluralismo político e
ideológico uno de sus pilares fundamentales. Como bien expresó el sociólogo británico David
Held, profesor de la London School of Economics, la construcción de la democracia es el
proyecto más importante del mundo moderno ya que la construcción de sistemas socialmente
justos es un proceso que depende estructuralmente de su existencia. En este sentido, un
sistema ideológicamente “cerrado”, es decir, un sistema político-ideológico que rechaza ab
initio la posibilidad de que partidos políticos provistos de diferentes visiones de Estado puedan
alternarse en la conducción del aparato gubernamental no puede ser considerado como
verdaderamente democrático ni como conducente a una sociedad más libre e igualitaria.

Para poder ser calificado de auténticamente demócrata, un político de izquierda no debe


descalificar a sus adversarios de derecha con diatribas centradas en una supuesta superioridad
moral de la izquierda o relacionándolos con personajes pertenecientes a un pasado histórico
cabalmente superado. Este tipo de descalificaciones solamente son congruentes en el marco
de un discurso de confrontación política de carácter populista. En una democracia avanzada la
confrontación política tiene lugar comparando las virtudes y defectos de diferentes estrategias
de desarrollo y modelos de gobernanza a partir de interpretaciones teóricas, argumentaciones
académicas y datos sólidamente sustentados en evidencia empírica. En gran medida las
democracias avanzadas implican la existencia de una “sana competencia electoral” y de una
sana “alternancia en la conducción del gobierno” entre políticos liberales provistos de
conciencia social y políticos socialistas provistos de convicción democrática.

López Obrador sustituye el conocimiento y los datos duros, como elementos generadores de
convicción entre electores y ciudadanos racionales, con mensajes demagógicos que apelan a
las emociones y que, en la gran mayoría de los casos, no resisten ninguna forma objetiva o
propiamente científica de análisis. Comparar a los conservadores decimonónicos que apoyaron
el establecimiento del Segundo Imperio Mexicano con los actuales electores panistas de
centro-derecha (la extrema derecha de perfiles ideológicos fascistas —cómo sería el caso de
Vox en España— afortunadamente no existe en México) no resiste el más mínimo análisis
académico.

López Obrador, más que un verdadero estadista, es un político populista en permanente


campaña que sistemáticamente subordina la realidad a los requerimientos estratégicos de su
discurso. Un claro ejemplo de esto lo encontramos en las recientes imprecisiones en las que
incurrió cuándo utilizó, en una de sus conferencias mañaneras, el caso de la “Administración
Portuaria Integral” (API) de Veracruz, una empresa paraestatal organizada jurídicamente como
sociedad anónima de capital variable, para denunciar una estrategia de privatización,
supuestamente basada en la suscripción de contratos “leoninos” claramente contrarios al
interés de la nación, seguida por varios gobiernos “neoliberales”.

Desde cualquier punto de vista lógico, y ciertamente desde un punto de vista jurídico, no se
puede hablar de privatización cuando el activo en cuestión se encuentra bajo el dominio
patrimonial del gobierno federal, aun cuando este dominio patrimonial se encuentre sujeto a un
régimen jurídico de carácter privado como resultado de la creación de una empresa paraestatal
que ha adoptado, para fines tácticos, la forma de una sociedad anónima de capital variable. Las
APIS tienen la forma jurídica de sociedades anónimas para facilitar su operación en el ámbito
de un mercado internacional cada vez más complejo y competitivo y no como resultado de un
afán privatizador. Una acción semejante sería, además de irrelevante en términos táctico-
operativos, absolutamente lesiva de la soberanía del Estado y por ende inconstitucional.

Lo peor del caso es que después de semejante pifia, el Presidente no ha sido capaz de
reconocer su error sino que, por el contrario, ha venido reforzando sistemáticamente el
mensaje de que, con independencia de las formas jurídicas utilizadas, la intención privatizadora
ha estado siempre presente en el caso de la API en cuestión. Incluso, y de manera
absurdamente demagógica, habló de la enorme importancia histórica del heroico puerto de
Veracruz, como si la ciudad entera hubiese sido privatizada. Este es sólo un ejemplo del tipo de
mensajes imprecisos e irresponsables que continuamente lanza en sus conferencias
mañaneras pero que, no obstante su puerilidad y falsedad, cumplen con la función estratégica
de mantener vigente una narrativa en donde privatizar es sinónimo de despojar a la nación de
su patrimonio.

Se trata de mensajes que no van dirigidos a los pocos periodistas que escuchan sus
conferencias de manera presencial sino a los millones de mexicanos que las ven y escuchan a
través de los medios masivos de comunicación. Para los líderes populistas la veracidad
empírica y la consistencia lógica y teórica de los mensajes es irrelevante. Lo importante del
mensaje es penetrar en el espacio emocional de las personas a fin de provocar reacciones
irracionales de apoyo incondicional. Joseph Goebbels sabía mucho al respecto y convirtió la
creación de mitos (la pureza y nobleza supremas de la raza aria y el liderazgo providencial de
su Führer) y de fetiches generadores de todas las desgracias y tragedias del pueblo alemán
(liberales masones, marxistas bolcheviques y comerciantes y banqueros judíos) en poderosos
instrumentos ideológico-discursivos de movilización y control político.
El populista demagógico apela a las masas al igual que el demócrata, en esto no son
diferentes. La diferencia radica en que mientras el primero lo hace a través de argumentaciones
racionales sustentadas en ideas económicas y políticas sobre la organización, regulación y
funcionamiento de mercados, instituciones de gobierno y políticas públicas y, en este sentido,
apela a la inteligencia de sus interlocutores; el segundo lo hace a través de narrativas
centradas en la construcción y proyección de mitos, símbolos e imágenes dramáticas que más
que apelar a la razón de los ciudadanos, apelan a su estructura emocional más profunda. Se
trata de narrativas que a partir de abstracciones como “el pueblo sabio” o “el líder impoluto” (el
ave de blanco plumaje que sobrevuela los pantanos más fangosos sin mancharse) y del
planteamiento de actos heroicos (desterrar la corrupción y salvar a los pobres) y de escenarios
utópicos frecuentemente ligados a visiones míticas de la historia (la construcción de una
democracia plenamente justa e igualitaria que haga realidad los sueños traicionados de los
padres de la patria), buscan articular apoyos incondicionales entre sectores sociales
secularmente oprimidos y comprensiblemente cargados de rencor y deseos de revancha. Es
absolutamente cierto que nuestro país ha acumulado una deuda histórica inmensa con
trabajadores, campesinos y sectores populares urbanos. Sin embargo también es cierto que el
camino para superar nuestros problemas estructurales y rezagos ancestrales no pasa por la
polarización ideológica, la confrontación entre clases sociales y la destrucción de instituciones.

Después de atestiguar la transformación de la Unión Soviética en una dictadura totalitaria,


Herbert Marcuse, ese gran crítico de la sociedad moderna, concluyó que ni el capitalismo
salvaje de mercado ni de la instauración de la “dictadura del proletariado” son caminos
conducentes a la liberación de los seres humanos. Para el teórico de la Escuela de Frankfurt
cuya vida académica concluyó en los Estados Unidos, la liberación de los seres humanos
implica la superación definitiva de todos los sistemas sociales antidemocráticos, tanto de
izquierda como de derecha, basados en la alienación, la explotación y la opresión. En plena
concordancia con Hegel, Marcuse argumentó que esta liberación solamente será posible como
resultado de la plena reconciliación entre el sujeto y el objeto de la historia, es decir, como
resultado de la plena reconciliación entre los actores sociales y las estructuras económicas y
políticas al interior de las cuales éstos existen y se desarrollan como personas. Esta
reconciliación solamente puede darse a través de la proyección fenomenológica de la razón en
ideas e instituciones democráticas en términos políticos e incluyentes en términos sociales y
económicos.

Para conquistar su libertad los pueblos deben seguir el camino de la razón y esto implica
reconocer y rechazar abiertamente el camino alternativo de la irracionalidad. Las narrativas
políticas irracionales deben por lo tanto ser detectadas, denunciadas y desmontadas antes de
que se fortalezcan y penetren la conciencia y, sobre todo, el inconsciente colectivo de las
grandes masas. Esta debe ser una tarea fundamental de toda intelectualidad verdaderamente
comprometida con la construcción, fortalecimiento y desarrollo histórico de la democracia. Es
imprescindible contribuir de manera enérgica a que el pueblo de México cobre conciencia de
que los populismos demagógicos y los sistemas totalitarios y autoritarios de gobierno a que
éstos se encuentran indisolublemente ligados, tanto en el ámbito ideológico de la izquierda
como en el ámbito ideológico de la derecha, son y han sido siempre, como reconoció Georg
Lukács, fuerzas destructoras de la razón y de sus posibilidades históricas. El progreso que
prometen, los sueños de reivindicación social que plantean, se transforman más temprano que
tarde en terribles pesadillas de las cuales resulta sumamente difícil y penoso despertar.

Federico Seyde

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