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Un claro ejemplo de que estamos lejos de estar edificando una cultura política plenamente
democrática surge de la patética exhibición mediática de videos, supuestamente
incriminatorios, llevada a cabo recientemente por el gobierno y sus “adversarios”. Este grosero
espectáculo protagonizado, como ocurre en todo circo de carpa que se respete, por payasos y
merolicos ubicados en diferentes pistas, refleja con toda claridad el hecho de que, más que la
aplicación efectiva de la ley y la terminación definitiva del régimen de corrupción e impunidad
que nos ahoga, lo que verdaderamente se pretende con la divulgación y proyección de estos
videos es convertirlos en armas electorales dirigidas a promover el descrédito de diferentes
partidos y actores políticos. Este juego de denuncias e imprecaciones, animado por objetivos
mezquinos, revela con claridad que la idea de “competencia democrática” que existe en la
cultura política de los diferentes partidos y grupos que hoy en día ejercen y buscan ejercer el
poder en México se aparta mucho de los valores éticos y de los principios universales que
deberían configurarla.
Una narrativa semejante dista mucho de ser de carácter democrático ya que traiciona un
principio fundamental de la democracia que es la tolerancia con relación a proyectos de
organización estatal y gubernamental sustentados en diferentes ideologías y visiones de futuro.
En el marco de una auténtica democracia todas las ideologías, salvo aquellas que
expresamente se proponen la abolición de la propia democracia, no solamente caben sino que
deben caber ya que su presencia constituye un factor determinante para construir y preservar
la legitimidad de una forma de organización política que tiene en el pluralismo político e
ideológico uno de sus pilares fundamentales. Como bien expresó el sociólogo británico David
Held, profesor de la London School of Economics, la construcción de la democracia es el
proyecto más importante del mundo moderno ya que la construcción de sistemas socialmente
justos es un proceso que depende estructuralmente de su existencia. En este sentido, un
sistema ideológicamente “cerrado”, es decir, un sistema político-ideológico que rechaza ab
initio la posibilidad de que partidos políticos provistos de diferentes visiones de Estado puedan
alternarse en la conducción del aparato gubernamental no puede ser considerado como
verdaderamente democrático ni como conducente a una sociedad más libre e igualitaria.
López Obrador sustituye el conocimiento y los datos duros, como elementos generadores de
convicción entre electores y ciudadanos racionales, con mensajes demagógicos que apelan a
las emociones y que, en la gran mayoría de los casos, no resisten ninguna forma objetiva o
propiamente científica de análisis. Comparar a los conservadores decimonónicos que apoyaron
el establecimiento del Segundo Imperio Mexicano con los actuales electores panistas de
centro-derecha (la extrema derecha de perfiles ideológicos fascistas —cómo sería el caso de
Vox en España— afortunadamente no existe en México) no resiste el más mínimo análisis
académico.
Desde cualquier punto de vista lógico, y ciertamente desde un punto de vista jurídico, no se
puede hablar de privatización cuando el activo en cuestión se encuentra bajo el dominio
patrimonial del gobierno federal, aun cuando este dominio patrimonial se encuentre sujeto a un
régimen jurídico de carácter privado como resultado de la creación de una empresa paraestatal
que ha adoptado, para fines tácticos, la forma de una sociedad anónima de capital variable. Las
APIS tienen la forma jurídica de sociedades anónimas para facilitar su operación en el ámbito
de un mercado internacional cada vez más complejo y competitivo y no como resultado de un
afán privatizador. Una acción semejante sería, además de irrelevante en términos táctico-
operativos, absolutamente lesiva de la soberanía del Estado y por ende inconstitucional.
Lo peor del caso es que después de semejante pifia, el Presidente no ha sido capaz de
reconocer su error sino que, por el contrario, ha venido reforzando sistemáticamente el
mensaje de que, con independencia de las formas jurídicas utilizadas, la intención privatizadora
ha estado siempre presente en el caso de la API en cuestión. Incluso, y de manera
absurdamente demagógica, habló de la enorme importancia histórica del heroico puerto de
Veracruz, como si la ciudad entera hubiese sido privatizada. Este es sólo un ejemplo del tipo de
mensajes imprecisos e irresponsables que continuamente lanza en sus conferencias
mañaneras pero que, no obstante su puerilidad y falsedad, cumplen con la función estratégica
de mantener vigente una narrativa en donde privatizar es sinónimo de despojar a la nación de
su patrimonio.
Se trata de mensajes que no van dirigidos a los pocos periodistas que escuchan sus
conferencias de manera presencial sino a los millones de mexicanos que las ven y escuchan a
través de los medios masivos de comunicación. Para los líderes populistas la veracidad
empírica y la consistencia lógica y teórica de los mensajes es irrelevante. Lo importante del
mensaje es penetrar en el espacio emocional de las personas a fin de provocar reacciones
irracionales de apoyo incondicional. Joseph Goebbels sabía mucho al respecto y convirtió la
creación de mitos (la pureza y nobleza supremas de la raza aria y el liderazgo providencial de
su Führer) y de fetiches generadores de todas las desgracias y tragedias del pueblo alemán
(liberales masones, marxistas bolcheviques y comerciantes y banqueros judíos) en poderosos
instrumentos ideológico-discursivos de movilización y control político.
El populista demagógico apela a las masas al igual que el demócrata, en esto no son
diferentes. La diferencia radica en que mientras el primero lo hace a través de argumentaciones
racionales sustentadas en ideas económicas y políticas sobre la organización, regulación y
funcionamiento de mercados, instituciones de gobierno y políticas públicas y, en este sentido,
apela a la inteligencia de sus interlocutores; el segundo lo hace a través de narrativas
centradas en la construcción y proyección de mitos, símbolos e imágenes dramáticas que más
que apelar a la razón de los ciudadanos, apelan a su estructura emocional más profunda. Se
trata de narrativas que a partir de abstracciones como “el pueblo sabio” o “el líder impoluto” (el
ave de blanco plumaje que sobrevuela los pantanos más fangosos sin mancharse) y del
planteamiento de actos heroicos (desterrar la corrupción y salvar a los pobres) y de escenarios
utópicos frecuentemente ligados a visiones míticas de la historia (la construcción de una
democracia plenamente justa e igualitaria que haga realidad los sueños traicionados de los
padres de la patria), buscan articular apoyos incondicionales entre sectores sociales
secularmente oprimidos y comprensiblemente cargados de rencor y deseos de revancha. Es
absolutamente cierto que nuestro país ha acumulado una deuda histórica inmensa con
trabajadores, campesinos y sectores populares urbanos. Sin embargo también es cierto que el
camino para superar nuestros problemas estructurales y rezagos ancestrales no pasa por la
polarización ideológica, la confrontación entre clases sociales y la destrucción de instituciones.
Para conquistar su libertad los pueblos deben seguir el camino de la razón y esto implica
reconocer y rechazar abiertamente el camino alternativo de la irracionalidad. Las narrativas
políticas irracionales deben por lo tanto ser detectadas, denunciadas y desmontadas antes de
que se fortalezcan y penetren la conciencia y, sobre todo, el inconsciente colectivo de las
grandes masas. Esta debe ser una tarea fundamental de toda intelectualidad verdaderamente
comprometida con la construcción, fortalecimiento y desarrollo histórico de la democracia. Es
imprescindible contribuir de manera enérgica a que el pueblo de México cobre conciencia de
que los populismos demagógicos y los sistemas totalitarios y autoritarios de gobierno a que
éstos se encuentran indisolublemente ligados, tanto en el ámbito ideológico de la izquierda
como en el ámbito ideológico de la derecha, son y han sido siempre, como reconoció Georg
Lukács, fuerzas destructoras de la razón y de sus posibilidades históricas. El progreso que
prometen, los sueños de reivindicación social que plantean, se transforman más temprano que
tarde en terribles pesadillas de las cuales resulta sumamente difícil y penoso despertar.
Federico Seyde