Está en la página 1de 8

1

Entre la tecnocracia y el
populismo
1 AGOSTO, 2018

Jesús Silva-Herzog Márquez


https://www.nexos.com.mx/?p=38733#ftn4
564

Si hacemos caso a cierta literatura, las democracias liberales


están tocadas de muerte. Los títulos que aparecen en estos días
compiten en gravedad apocalíptica. Parece haber un consenso
funerario en los trabajos académicos, en los panfletos políticos y
en las crónicas de lo reciente. Algo agoniza. Algo ha muerto.
Steven Levitsky y Daniel Ziblatt buscan lecciones en la historia
para entender cómo mueren las democracias y encontrar
advertencias para nuestro tiempo. David Runciman no se deja
engañar por los falsos paralelos, subraya las novedades del
presente pero coincide en el peligro existencial. Esta no es una
crisis más. La amenaza que vivimos es inédita y mucho más
grave que todas las anteriores. Es revelador que el título de estos
dos libros sea casi el mismo. Uno recela cómo mueren las
democracias y el otro cómo terminan. How Democracies Die, How
Democracy Ends. En ambos se advierte la sombra trágica del final.
La misma alarma se activa en la portada del libro reciente de
Yascha Mounk: la libertad, corre peligro: el pueblo le ha declarado
la guerra a la democracia. Para William A. Galston la amenaza es
el antipluralismo. Para Timothy Snyder es algo mucho peor. El
enemigo que puede derrotar a la democracia es, ni más ni menos,
la tiranía. Hannah Arendt nos advertiría que la renuncia al
2

pensamiento nos hace cómplices y víctimas de un nuevo


despotismo. Masha Gessen, en su admirable mosaico de la Rusia
contemporánea, advierte la sombra viejo totalitarismo. Y Nadia
Urbinati, en el trabajo intelectualmente más fino de esta legión,
advierte una democracia deforme hasta la monstruosidad. Una
democracia que ha mutado hasta volverse irreconocible. 1

El manifiesto político liberal para estas fechas exige llorar la


muerte inminente de la democracia y ligar el futuro con alguna
abominación despótica. No debe hablarse de la crisis de las
democracias sino de su agonía. Llama la atención el cambio de
tono. En una generación hemos ido del triunfalismo más ingenuo
al pesimismo más delirante. Hoy se lamenta una hecatombe pero
ayer se cantaba la gloria eterna de la democracia parlamentaria y
la promesa de su reinado universal. No había alternativa
imaginable. El enemigo había sido derrotado definitivamente en
1989 y no era previsible su resurrección. La política se perfilaba
finalmente a la gran convergencia universal: en todos los rincones
del planeta habría competencia de votos, parlamentos
representativos, Estado de derecho, libertades, debate público,
controles al poder.

De aquella arrogancia proviene seguramente la incapacidad del


liberalismo para entender los desafíos contemporáneos. El
liberalismo ha entrado en pánico. El miedo domina su juicio.
Denuncia la traición del presente y grita la amenaza del futuro.
Aquella arrogancia se expresa como inseguridad. Proscribe todo
lo que no entiende, denuncia todo lo que lo reta, desoye lo que lo
interpela. Es un liberalismo que se ha vuelto dogmático,
nostálgico y regañón. Es indispensable volver a su raíz crítica y
aprovechar el estímulo de la urgencia.
3

El historicismo liberal fue la primera traición. Se había revelado ya


el cuerpo del futuro. El presente, en consecuencia, no tenía más
opción que acatar el libreto de la razón esclarecida. Por esa vía
llegó a la persuasión de que cualquier lógica ajena al guión era el
fastidio de lo póstumo. Las identidades eran vistas como
adhesiones moribundas; se confiaba en que la razón lograría la
doma de las pasiones, que las reglas instalarían el reinado de la
imparcialidad y que la competencia permitiría felizmente la
corrección del régimen y el despunte de los mejores. Era la
fantasía de una democracia sin adversarios. Maquiavelo sigue
riéndose: la sorpresa se burlará de cualquier profeta.

La segunda traición fue el éxito —o la ilusión del éxito. Un


pensamiento hecho para la sospecha se sintió triunfante.
Confundió la derrota de su enemigo como victoria. Permitió que
los poderes establecidos hablaran en su nombre y que declararan
la conclusión de la aventura. La discusión que antes se celebraba
como sinónimo del temperamento liberal se convirtió en letanía:
había que repetir una y mil veces la misma canción y hacerlo, por
supuesto, cerrando los ojos. Ignoró las exigencias de igualdad, de
pertenencia, de emoción. El liberalismo abandonó su sentido
crítico cuando dejó de aplicar la sospecha a sí mismo, a sus
recetas y a sus resultados.

Y la tercera traición fue su encogimiento. Los economistas (o,


debería decirse mejor, cierta escuela de economistas)
secuestraron su discurso.2 El liberalismo político, subversivo
siempre, se subordinó a una doctrina fatua con humos de ciencia.
La verdad demostrada en pizarrón no podía someterse al
chantaje de los ignorantes. Se defendió así, implícitamente, una
epistocracia, un gobierno de los que sí saben. Adquirió legitimidad
un paternalismo que negaba la democracia por vía doble. Por una
parte, reconocía la democracia solamente si el voto no confería
4

poder. Las decisiones deberían reservarse a los conocedores. Por


la otra, dejaba sin sentido la deliberación pública: poco hay que
discutir si pocos son los que realmente saben. El resto, a
aprender las lecciones de su docta conducción y esperar, con
paciencia, los regalos que la triste e infalible ciencia nos tiene
prometidos.

La democracia es un compuesto inestable. Camina siempre en


direcciones opuestas. Es confianza y recelo; es una mecánica y
una ética, un procedimiento y una civilización. Es el debate y el
decreto. Es la elección que recoge la voz de la mayoría y el
tribunal que defiende al más débil. Es el espacio donde todo es
cuestionable, donde nada puede imponerse como sagrado. Es un
espejo, un foro, una batalla, un látigo, un número. Una garantía
de decepción.

La palabra, siendo una pareja de voces, deja a su mitad fuera.


Demo-cracia: al pueblo, poder. Un sujeto y su imperio. Se deja
fuera de las sílabas el complemento indispensable: las
limitaciones que restringen el poder. Cuando hablamos de
democracia hablamos, en realidad, de una demo-limi-cracia.
Gobierno popular y limitado. Poder de una mayoría que no puede
aniquilar a la minoría. Hablamos de una democracia liberal porque
es la única que puede ser fiel a su promesa: conocer al pueblo es
permitir la aparición de sus contrarios, es garantizar el derecho de
una minoría para abrirse paso, poner a prueba a quien pretende
hablar en nombre de otros. Democracia liberal: ¿delimicracia?

La historia de la democracia liberal es una historia de


desencuentros y rivalidades. La hostilidad entre sus impulsos es
5

irremediable. La democracia constitucional es, fatalmente, tensión


entre la apuesta por lo popular y la desconfianza en lo político.
Una fe en la voluntad popular, por una parte y una confianza en
las reglas, por la otra. El debate, por supuesto, no es reciente.
Hemos sabido, desde el primer momento que la simetría es
imposible. El régimen contradictorio no tiene más alternativa que
reconocer las fricciones que lo constituyen. Digo fricciones porque
nunca embonarán con tersura los componentes de la democracia
templada. Digo fricciones porque en esa tensión está la salud del
régimen. La amenaza es el extremo que se olvida de su contrario.
Es el sueño de Rousseau que se convertiría en una pesadilla: un
pueblo soberano que debe liberarse de los egoísmos y arrasar
con el estorbo de los derechos individuales. Es también la
soberbia de los elitistas que convertirían la democracia en farsa.
Gobierno representativo, si y sólo si, los representantes son
intérpretes que pulen la tosquedad de la expresión popular. En la
democracia liberal han de reconciliarse impulso y freno, el poder y
su límite.

El populismo es la cara visible del antiliberalismo


contemporáneo. La cara oculta es la tecnocracia. Son los
gemelos enemigos de la democracia liberal. El primero se planta
explícitamente como alternativa al proyecto liberal. El segundo se
anuncia como su vehículo exclusivo. Ambos niegan la diversidad,
corroen el pluralismo, deslegitiman la representación democrática
y asumen el monopolio de una razón histórica. Los populistas
hablan en nombre de un Pueblo infalible. Los tecnócratas nos
aleccionan en nombre de una Razón incuestionable.
6

El historiador Pierre Roisanvallón3 identifica tres notas


características del populismo.

1. El pueblo es un sujeto evidente.

2. El sistema representativo ha sido corrompido por las elites

3. La identidad del pueblo se fragua en la enemistad.

Estas tres simplificaciones pueden encontrar con facilidad


paralelo en el modelo tecnocrático.

1. La ciencia económica es un saber incuestionable.

2. El sistema representativo es secuestrado por agentes políticos.

3. La modernidad debe vencer las resistencias atávicas.

Este esquema de paralelos ilustra la pulsión antipluralista de


enemigos de la democracia liberal. El populismo reenciende la
potencia de la política. Es una venganza frente a quienes
sentenciaron que las opciones han desaparecido y que lo único
que le queda a la política es admitir su sumisión ante las fuerzas
impersonales del mercado y las imposiciones de la globalización.
El populismo revive la pasión y el conflicto que los tecnócratas
pretenden someter a un saber frío y objetivo. A los gobiernos
corresponde únicamente la aplicación puntual de un recetario. La
negociación es, para ambos, traición. Su efecto constitucional es
idéntico: al parlamento corresponde aplicar el rodillo contra el
antipueblo y la anticiencia.

Bien dice Jan-Werner Müller que la característica central del


populismo no es tanto la emoción antielitista sino la convicción de
que el pueblo forma un cuerpo homogéneo que es, además,
moralmente superior a su enemigo.4 El populismo reivindica el
7

monopolio moral de la representación. Los enemigos del Pueblo


no están equivocados, están podridos. Los enemigos del Pueblo
no tienen información distinta, defienden intereses repugnantes.
Se entenderá que, bajo este horizonte, no tiene mucho sentido
conversar con putrefactos. El bien ha de imponerse sin
concesiones. La verdad científica no se discute, dirán, desde la
trinchera opuesta, los tecnócratas. Imaginan otro monopolio: el
del conocimiento. Los críticos de su modelo no defienden una
alternativa legítima y atendible: sostienen la ignorancia.
Analfabetas, los llaman. Estarán convencidos, por lo tanto, de que
negociar con ignorantes es poner a subasta la verdad. Vestirán
así su intransigencia como si fuera un compromiso ético con la
razón.

Timothy Garton Ash pronunciaba recientemente una


conferencia admirable por su pertinencia y por su honestidad. El
liberalismo está obligado a reconocer sus errores si quiere volver
a ser guía para una sociedad de derechos. Debe advertir las
raíces de la rabia, las razones de la inconformidad, la insuficiencia
de sus argumentos. Para ser fiel a su proyecto de autonomía
debe distanciarse de sus dogmas, dialogar con sus críticos,
reinventarse.

Jesús Silva-Herzog Márquez


Profesor de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de
Monterrey. Entre sus libros: La idiotez de lo perfecto y Andar y ver.
8

1 Los libros a los que me refiero son estos: Steven Levitsky,


Daniel Ziblatt, How Democracies Die (Crown Publisher, 2018);
David Runciman, How Democracy Ends (Basic Books, 2018);
Yasha Mounk, The People vs. Democracy. Why Our Freedom is in
Danger & How to Save it(Harvard University Press, 2018); William
A. Galston, Anti-Pluralism. The Populist Threat to Liberal
Democracy (Yale University Press, 2018); Timothy Snyder, On
Tiranny, Twenty Lessons From the Twentieth Century (Tim Buggan
Books, 2017); Masha Gessen, The Future is History: How
Totaliotarianism Reclaimed Russia (Riverhead Books, 2017 y
traducción de Turner, 2018); Nadia Urbinati, Democracy
Disfigured (Harvard University Press, 2014).

1 Ver Se
supone que es ciencia. Reflexiones sobre la nueva economía,
de Fernando Escalante (El Colegio de México, 2016).

2 “Pensar el populismo”, en Este país, enero de 2012.

3 Jan-Werner Müller, ¿Qué es el populismo? (Grano de sal, 2017).


Relacionado

También podría gustarte