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adolescente
Peter Blos
ASAPPIA
Amorrortu editores
The adolescent passage. Developmental issues, Peter Blos
© Peter Blos, 1979
Traducción, Leandro Wolfson
ISBN 84-610-4059-7
x Dos poemas
1 Palabras preliminares
viil
(lUty 09 ( í l ) El concepto de actuación (acting out) en relación
con el proceso adolescente .
228 13. La concreción adolescente. Contribución a la teoría
de la delincuencia ';•>'.' •
248 14. El niño sobrevaloradq.
Y fui al museo
y a un montón de doctores.
so
sión adolescente específica de la fase, en caso de no encontrar
un adecuado apoyo social o una oportunidad razonable para
un progreso evolutivo sostenido, llevará al adolescente a adop-
tar una raison d'étre por vía de la polarización respecto del
mundo que antecedió a su propia individualidad floreciente.
Para quienes arriban a esta etapa con capitales insuficiencias
yoicas, el grupo de pares se convierte en heredero directo de la
descartada envoltura familiar, sin cumplir, empero, esa fun-
ción positiva para el desarrollo que han mantenido en gran me-
dida y por doquier las formaciones grupales juveniles.
Una última reflexión sobre este tema: el efecto positivo del
"ambiente facilitador", que depende de los requisitos normati-
vos del desarrollo adolescente, presupone que el niño ya ha in-
teriorizado, antes de llegar a la adolescencia, aquellos aspectos
del ambiente que durante este último período jamás podrán
pasar a formar parte de aquel. En otras palabras, si el adoles-
cente tiene expectativas o demandas inadecuadas para su edad,
nuevamente se producirá una disrupción entre el organismo y
el ambiente. Se llegará a este callejón sin salida cuando los
logros esenciales del proceso de individuación queden deplo-
rablemente incompletos (véase el capítulo 8). Se supone que to-
da suerte de expectativas infantiles han de cumplirse en el en-
torno de manera constante y atemporal si son activadas por el
estado de necesidad y de deseo del niño. La sociedad —o su
institución representativa— se trasforma en el progenitor idea-
lizado, y torna emocionalmente perimido y vano al progeni-
tor real.
En casos de esta índole solemos observar que el conflicto edí-
pico ha sido débil y su resolución incompleta. El progenitor fo-
menta este resultado cuando trata de ahorrarle al niño la an-
gustia conflictiva de la fase edípica y calma la desilusión que
este siente por su insuficiencia y pequeñez con profusas afirma-
ciones acerca de su perfección y promesas de su grandeza futu-
ra (véase el capítulo 14). Tales gratificaciones narcisistas suelen
demorar el ingreso en el período de latencia, o lo tornan imita-
tivo y deficiente.
En el caso del varón, por ejemplo, observamos en forma retros-
pectiva que ha contado con un monto insuficiente de agresión
en relación con el padre edípico. En consecuencia, la resolución
del conflicto edípico por medio de la identificación careció de
vigor e independencia. Dicho de otro modo, el complejo de
Edipo negativo siguió siendo el conflicto central de su depen-
dencia objetal hasta la adolescencia tardía. Esta excesiva e in-
mitigada conducta agresiva hasta la adolescencia tardía es, en
muchos casos, una defensa contra deseos pasivos o contra la ho-
mosexualidad. Esta situación no excluye la posibilidad de que
una demorada erupción del conflicto de ambivalencia respecto
del padre edípico libere al niño, al menos parcialmente, de la
detención de su desarrollo psicosexual. En suma, si hay una
cuota excesiva de cuidados y dependencias nutrientes preedípi-
cos vinculados al padre edípico, el self no consigue afirmarse y
tiene lugar una regresión a la constelación edípica pasiva.
Tendrá que lanzarse una embestida contra alguna autoridad
interna o externa a fin de afianzarse mejor, tardíamente, en el
plano edípico positivo y, en forma concomitante, consolidar
una identidad masculina, por poco firme que esta sea.
Los adolescentes que se ven trabados en este impase siguen,
por lo general, dos caminos alternativos: uno lleva a retraerse
en un "exilio" de corte personal, dentro de una regresión narci-
sista, a menudo autista; el otro reafirma la necesidad de pose-
sión del objeto mediante la conquista violenta, resistiéndose de
ese modo a la fusión regresiva. El comportamiento agresivo
protege a este tipo de adolescentes de recaer en las dependencias
infantiles; sus exteriorizaciones tienden una cuerda salvadora
hacía el mundo de objetos que está a su alcance. De estos dos
caminos, y siempre y cuando existan las condiciones previas y
elementos antecedentes que hemos analizado, el de la interac-
ción agresiva con el ambiente augura una solución adaptativa
más favorable... una vez pasada la tormenta. Sin embargo, si
se da frente a esta cuestión una respuesta demasiado apresura-
da, podría soslayarse el núcleo del problema, que no radica ni
en la psicología del individuo ni en los malestares sociales de
nuestra época, sino en sus interacciones y expectativas mu-
tuamente anacrónicas. Un enfoque verdaderamente organís-
mico del comportamiento humano debe considerar a individuo
y entorno como sistema unitario. No hay etapa de la vida hu-
mana en que esto se exprese más dramáticamente que en la
adolescencia, con su turbulencia agresiva.
3. Prolongación de la adolescencia
en el varón*
Formulación de un síndrome
y sus consecuencias terapéuticas
2 Clara Thompson (1945) ha expresado una idea similar acerca del uso limi-
tado de la trasferencia: "Por ejemplo, una persona subyugada por un padre
prohibidor presenta, sin insight una actitud sumisa ante el terapeuta, probable-
mente basada en el miedo. El hecho de que el terapeuta sea en realidad más per-
misivo y tolerante significa que el paciente se encuentra en un medio más favo-
rable y puede desarrollarse hasta cierto punto, aunque no se haga nada para do-
minar su tendencia. Seguirá siendo una persona sometida, pero, por así decir, se
habrá puesto bajo la guía de un tirano benévolo, y en sus empeños por compla-
cer a este nuevo padre tal vez logre para sí cierto crecimiento válido. Es pro-
bable que nunca llegue a ser una persona independiente, pero bajo esta autori-
dad podrá gozar de mayor libertad que bajo la antigua" (pág. 276).
un apreciable número de casos el asesoramiento psicológico só-
lo consiste en tornar aceptable para el alumno alguna forma de
psicoterapia. De ahí que el asesor evite participar de las ma-
niobras del estudiante para subestimar una dificultad actual.
(Esas maniobras, que simulan un progreso y mejoría, son a me-
nudo notables. Un estudiante, por ejemplo, se sobrepuso a su
depresión y a su síntoma de conversión histérica tan pronto el
asesor le mencionó la posibilidad de que recibiera ayuda psi-
quiátrica.)
Antes de pronosticar la conveniencia del asesoramiento psi-
cológico es necesario evaluar el malestar o complejo sintomáti-
co tomando en cuenta sus elementos transitorios y permanen-
tes; en otras palabras, hay que estimar los componentes madu-
rativos (instintivos) y ambientales del desajuste, así como los
neuróticos o psicóticos. Si los síntomas han adquirido rigidez y
repetitividaa neuróticas, el asesoramiento psicológico no logra-
rá ninguna mejoría fundamental; pero resultará eficaz si el
conflicto no ha sido plenamente interiorizado y los denomina-
dos síntomas obedecen en gran medida a presiones amenazado-
ras y exasperantes desde el exterior (ambiente) o el interior
(ello, superyó). En ningún momento se pasa por alto que los
conflictos inconcientes desempeñan su papel en todo trastorno
de personalidad, lo cual determina que el asesoramiento psico-
lógico aborde su tarea con limitados objetivos.
El siguiente ejemplo ilustrará una situación en que el aseso-
ramiento psicológico estaba contraindicado. David fue deriva-
do por el consultorio médico porque en un examen de rutina se
mostró tenso, nervioso y aprensivo. Ante el asesor psicológico,
David habló con toda libertad; dijo que la entrevista con él le
había complacido "más de lo previsto" y prontamente concertó
un horario para volver. Este estudiante se considera un intro-
vertido que mantiene poco contacto con la gente y no busca ese
contacto. Vive en el mundo de sus ideas, se siente superior a los
demás y no le interesa compartir con nadie sus "intereses bási-
cos primitivos", como la cinematografía, los deportes o las
muchachas. Se ha habituado tanto a la compañía imaginaria
que puede prescindir sin dificultades de las personas reales. Los
espíritus afines a él en cuya proximidad se mueve son, entre
otros, Nietzsche, Rimbaud, Baudelaire, Kierkegaard, Proust.
Sostiene que "todos ellos vivieron dentro de un caparazón".
Su único lamento es que se siente "completamente improducti-
vo". No le importan su aislamiento social, su desinterés por la
gente ni la distancia que lo separa de ella. En su hogar se siente
incomprendido: "Soy una anomalía en mi familia".
David es hijo único. Sobreprotegido por su madre, hasta los
ocho años no se le permitió jugar con otros niños a menos que
estuviera bajo la vigilancia de alguien. Aún recuerda cuando
desde la puerta de su casa, vestido con pantalones cortos y con
las manos recién lavadas, miraba hacia afuera y veía a los chi-
cos más libres que él. David ansiaba poder hablar con el asesor,
pero a lo largo de varias entrevistas su actitud fue siempre la
misma: distante, apagado, amistoso pero levemente condes-
cendiente, verborrágico y repetitivo. Debía convencer al asesor
de que él, David, era uno de los tantos "genios neuróticos in-
comprendidos". "Yo soy como ellos", era su explicación estere-
otipada. Su aislamiento era su sello de distinción y la prueba de
su superioridad. Obtenía excelentes calificaciones.
Se juzgó a este caso inapropiado para el asesoramiento psico-
lógico porque el conflicto estaba completamente interiorizado
y las construcciones de la fantasía habían remplazado a todas
las relaciones personales. La historia del alumno y sus síntomas
actuales indicaban una grave perturbación neurótica (neurosis
obsesivo-compulsiva), posiblemente con tendencias esqui-
zoides. El asesor se mantuvo informado sobre él a través de
periódicas entrevistas de seguimiento, esperando que manifes-
tara su necesidad de ayuda psiquiátrica, como se le explicó en
diversas ocasiones.
La línea divisoria entre el campo del asesoramiento psicoló-
gico y otras disciplinas terapéuticas vecinas no es tan neta co-
mo uno desearía. En primer lugar, este campo es nuevo y aún
no está bien definido; además, hay que recordar que los adoles-
centes presentan complejos sintomáticos que se considerarían
mucho más serios si apareciesen a otra edad. Sus reacciones
frente a la tensión madurativa son a menudo difíciles de dife-
renciar a primera vista de las afecciones neuróticas o psicóti-
cas. Sylvan Keiser (1944) ha formulado claramente lo que la
experiencia le ha enseñado al clínico que trabaja con adoles-
centes: "Creemos que muchas reacciones psicopatológicas be-
nignas del período adolescente son incorrectamente diagnosti-
cadas como esquizofrénicas. Un buen número de ellas repre-
sentan estados reactivos, que dependen del recrudecimiento en
la adolescencia de conflictos infantiles" (pág. 24). Sin embar-
go, la historia del alumno, la duración del conflicto manifiesto
o del síntoma, el grado de actividad aloplástica del yo, junto
con los fenómenos trasferenciales, ayudarán a evaluar el
cuadro agudo frente al cual el estudiante busca ayuda, y deter-
minarán si está o no indicado el asesoramiento psicológico. Por
lo general, no puede arribarse a esta decisión si no se realiza
una cierta cantidad de entrevistas exploratorias.
El asesoramiento psicológico, tal como aquí se lo expone, se
basa en la aplicación de la psicología psicoanalítica. Con su
técnica particular, debe estar fundado en un sistema o teoría
psicológica coherente, que provea al asesor de las herramientas
conceptuales para comprender los problemas dinámicos y eco-
nómicos de cada caso. El hecho de que el asesor deba diferen-
ciar entre aquellos clientes que pertenezcan a su jurisdicción y
aquellos que precisan otro tipo de ayuda —y que por ende esta-
rán mejor sin ningún asesoramiento psicológico— plantea
muchos interrogantes en materia de formación y supervisión
del terapeuta. Además de su capacitación técnica en psicolo-
gía, considero que el asesor psicológico debe someterse a un
psicoanálisis como requisito profesional para este tipo de labor.
Una extensa supervisión realizada en su lugar de trabajo es otro
aspecto esencial de su formación. Una afirmación tan superfi-
cial como esta exigiría mayores puntualizaciones, pero la fina-
lidad de este capítulo es otra y, por consiguiente, sólo men-
ciono al pasar el problema de la capacitación.
Como síntesis, podríamos decir que la prolongada adoles-
cencia de los jóvenes universitarios tiende a precipitar trastor-
nos de personalidad de tipo reactivo, que estorba seriamente el
éxito que pueden lograr en sus estudios y en su vida social. Esas
perturbaciones madurativas sólo se detectan en una etapa
temprana cuando dentro del recinto universitario existen servi-
cios de asesoramiento psicológico y se ha implantado un simple
pero eficaz sistema de derivación de pacientes.
5. La imago parental escindida en las
relaciones sociales del adolescente*
Una indagación de psicología social
Supuesto básico
El convertirse en un ser humano depende del contacto e inte-
racción con otros seres humanos. Mientras que la morfología de
la especie humana es el resultado de un proceso de evolución,
el desarrollo psicológico de cada individuo es determinado y es-
tabilizado, en esencia, por un proceso social, por un sistema
que suelda uno al otro al organismo y su entorno. La contrapo-
sición de individuo y ambiente tiende ya sea a sobrestimar la
independencia del primero respecto de su matriz social, o a su-
bestimar su dependencia del medio social que lo envuelve
—tanto si se considera que este es la familia, o el ambiente so-
cial más amplio—. Este hecho tiene claridad meridiana para
nosotros a partir de las investigaciones en niños pequeños, que
nos han enseñado a concebir la unidad madre-bebé como una
ligazón del bebé con el entorno, o, en otras palabras, como un
sistema (Sander et al., 1975). Winnicott ha expresado epigra-
máticamente esta idea al decir: "No existe eso que se llama un
bebé" (James, 1970, pág. 81).
61 u
Sabemos que originalmente en. la mente del niño la madre
"buena" y la madre "mala" no son un objeto idéntico; cada
una de ellas es diversa y separada de la otra, una cosificación
de sensaciones a lo largo del espectro placer-dolor. Aún no son
audibles las voces de la memoria y de la cognición discrimina-
toria. Sólo con la formación del objeto y la constancia del self
se vuelve factible la síntesis de los objetos parciales, y puede
emerger el objeto total. Sin embargo, a lo largo de la vida nun-
ca se extingue del todo la posibilidad de que, en situaciones de
stress, este proceso se revierta; este hecho debe ser considerado
parte de la condición humana. Mahler, Pine y Bergtnan
(1975), con una argumentación parecida, sostienen que las ba-
tallas de la escisión apuntan a "numerosos problemas y dilemas
específicamente humanos, que a veces no pueden resolverse
por entero en todo el ciclo de la vida" (pág. 100).
En el análisis de adolescentes, a menudo atribuimos a un
conflicto de ambivalencia lo que resulta ser de origen preambi-
valente. La transitoria dialéctica adolescente del "o bien... o
bien. . se remonta a los signos preverbales del "sí" y el "no".
El movimiento cefalógiro y el gesto del "no", descritos por
Spitz (1957), hacen su aparición alrededor de los quince meses
de edad. Una fuente anterior aún de polaridades básicas radica
en el estadio simbiótico de la infancia, cuando el niño no sólo
extrae una sensación de omnipotencia al compartir con la
madre su todopoderoso estado, sino que concomitantemente está
en constante peligro de perder esta fuente vital de bienestar.
La elevada posición de la madre es mantenida primero me-
diante la escisión y luego mediante la idealización. Las distor-
siones de la realidad inherentes a ambas reaparecen en la ado-
lescencia, con la idealización transitoria del self y el objeto. A
la postre, si esta idealización es atemperada por la razón y el
juicio, se aparta del self y el objeto y halla permanente mora-
da en el ideal del yo maduro (véase el capítulo 15).
Dentro de la cosmovisión antitética de la adolescencia, el or-
den más alto de absolutos y de opuestos se halla en la polaridad
de masculino y femenino, activo y pasivo, interior y exterior,
yo y tú, bueno y malo. Estos emblemas básicos se adscriben al
mundo de las representaciones. Así, por ejemplo, para una
muchacha adolescente cualquier libro científico, o simplemen-
te cualquier volumen de gran tamaño, puede ser masculino, en
tanto que las novelas o los libros de arte portan un rótulo feme-
nino; de manera análoga, tal vez conciba como femenino
entregarse a ensoñaciones o comer bocados a deshora, y como
masculina toda actividad intelectual o ejercicio físico. La vi-
vencia del self dentro de esas antítesis globales tiende a promo-
ver oscilaciones extremas del talante. La tendencia del adoles-
cente a la polarización y su intolerancia de las gradaciones y
transacciones se refleja en las peculiaridades semánticas de esta
edad. Por ejemplo, todas las personas (incluido uno mismo) son
brillantes o estúpidas, interesantes o aburridas, amistosas u
hostiles, sensuales o asexuadas, activas o pasivas, buenas o ma-
las, generosas o avaras, atractivas o feas, creativas u ordina-
rias, introvertidas o extravertidas. Ninguna persona (incluido
uno mismo) es "poco amistosa" o "no tan amistosa"; las formas
adverbiales "poco", "no tanto", etc., que indican gradación en
el significado, rara vez o nunca forman parte del lenguaje del
adolescente, a menos que el savoir faire lleve a ocultar gentil-
mente en público los crudos extremos de la emoción y el pensa-
miento.
En general, estamos habituados a esta clase de polarización
en la conducta adolescente. Anna Freud (1958) ha hecho refe-
rencia al "adolescente intransigente", en tanto que yo he
empleado en mis escritos la expresión "totalismo adolescente"
(Blos, 1962). Estas expresiones aluden a un proceso defensivo,
del mismo modo que la conducta opositora y el retraimiento,
que son características normales de las relaciones objetales du-
rante el segundo proceso de individuación de la adolescencia
(capítulo 8). Lo que aquí observamos forma parte de una si-
tuación conflictiva normativa. La polarización a que me re-
fiero en esta exposición es genéticamente diferente, puesto que
hunde sus raíces en la etapa preambivalente de la infancia,
cuando la vivencia de la escisión del objeto constituye una sen-
sación preconflictiva normativa del organismo somatopsíquico
inmaduro.
Individuo y ambiente
La materialización del medio autoplástico trae consigo su
propia destrucción; dicho de otro modo, se elimina a sí mismo
a través del proceso de consolidación de la adolescencia tardía.
No obstante, el resultado de este proceso no depende por entero
de la historia del individuo, sino que, en alguna medida intrín-
seca, está codeterminado por las circunstancias externas, como
las oportunidades, costumbres y expectativas prevalecientes en
el ambiente social. No hay duda alguna de qüe los patrones de
conducta interiorizados inmunizan al niño contra el comporta-
miento antisocial y autodestructivo, pero la experiencia nos en-
seña que el umbral de atractivo y contagio puede ser peligrosa-
mente rebajado por las influencias sociales.
Redi (1956) ha descrito en forma amplia la dinámica del
"contagio" en el comportamiento de niños y adolescentes. Le
Bon (1895) ya había hecho uso del término en su estudio sobre
la conducta de las multitudes. Nadie discute, en principio, que
los niños deben ser protegidos contra las influencias dañinas
para su desarrollo. Lo que se debate es hasta qué punto de la
adolescencia ha de mantenerse esta tutela personal e institu-
cional (de la escuela, la Iglesia, los tribunales, etc.). Aquí sur-
gen dos cuestiones: una de ellas se refiere a la oportunidad y el
grado en que los padres o instituciones deben renunciar a su
presencia protectora y reguladora; la otra, a la elección de los
hábitos de crianza que mejor aseguren la conservación autóno-
ma de la integridad personal en momentos de stress.
Durante los últimos años hemos comprobado en un número
impresionante de adolescentes con cuánta frecuencia se elude
el arduo proceso de la individuación sustituyendo el cambio in-
terior (vale decir, psíquico) por la acción y el pensamiento
concreto. En esta sustitución podemos ver un reflejo grotesco
de las características predominantes en la llamada "generación
mayor", que ha conferido un valor supremo a la superioridad
competitiva y al éxito material, como elementos de los que de-
pende básicamente el sentido de dignidad personal. La discre-
pancia generacional con estos ideales puede observarse en su
periódica inversión de contenido y valencia. Así nació el an-
tihéroe adolescente, que en modo alguno pertenece a la misma
especie que los antihéroes de Sartre, Beckett o Pinter. El acto
heroico del antihéroe adolescente consiste en vilipendiar la tra-
dición y desentronizar los valores absolutos. La atención con-
suetudinariamente prestada al aseo y el embellecimiento per-
sonal, la pulcritud en el vestir, la instrucción, la fidelidad se-
xual (por mencionar tan sólo unos pocos valores), se convierte
en la preocupación por los valores contrarios, a los que se
adhiere con un riguroso conformismo, que cimenta los diversos
grupos juveniles en cónclaves "antiheroicos" o contracultura-
les. Bajo la influencia de esta inversión de valores, ser expulsa-
do de la universidad o vivir desenfrenadas experiencias se-
xuales —hacer "lo de uno", en suma— se ha convertido para
muchos jóvenes en el símbolo de status de la madurez. Helene
Deutsch (1967) ha dedicado a este tema una monografía en que
investiga la influencia y presión social de la cultura de los pares
sobre el comportamiento sexual de las muchachas universita-
rias. Destaca el peligro de infantilización emocional que en-
gendra esta clase de acatamiento al código moral del grupo. El
abandono provisional y episódico que hace el individuo de su
sistema de valores en aras de la aceptación del grupo se paga
con un sentimiento de alienación y de difusión de la identidad
(Erikson, 1956).
Observaciones finales
Una psicología social psicoanalítica de la adolescencia deberá
aclarar algún día cuál es el ambiente "suficientemente bueno"
para esa etapa de la vida o, al menos, delinear las categorías
con las cuales puede describirse y estudiarse este problema. En
forma análoga a las investigaciones sobre la infancia y la niñez
temprana, en que el sujeto y su entorno son concebidos como
Epílogo
En la década de 1920 llegó a conocimiento de Freud un "sis-
tema caracterológico multidimensional" en el cual se habían
embarcado algunos colegas más jóvenes. Esto ocurrió, según
nos narra Robert Waelder (1958), en una de las habituales
reuniones celebradas en la sala de espera de Freud; este abrió
la sesión diciendo que se sentía "como el capitán de una barca-
za que siempre había navegado cerca de la costa, y ahora se en-
teraba de que otros, más aventurados que él, se habían lanzado
al mar abierto. Les deseaba la mejor suerte, pero ya no podía
participar en su aventura". Y cerró su comentario con estas pa-
labras: "No obstante, soy un viejo marinero de la ruta costera y
seguiré fiel a mis rías azules" (pág. 243).
Siento que aquí me he aventurado lejos en el mar abierto,
con un navio que tal vez no tenga el calado requerido; pero no
emprendí el viaje sin antes instalar, precavidamente, aparatos
que me mantienen en comunicación —vía satélite— con el fir-
me tráfico costero que se desplaza por canales de navegación
probados y seguros. Hasta ahora, las olas marinas no me han
provocado pánico, pues el contacto con algunos de los con-
fiables capitanes de las aguas conocidas se ha preservado no-
tablemente bien.
Segunda parte. Las etapas
normativas de la adolescencia
en el hombre y la mujer
Habitualmente se utiliza la palabra "adolescencia" como si
un conjunto de características unitarias definiera ese tramo de
la vida, que abarca aproximadamente la segunda década; no
obstante, todo el mundo sabe que no es así. Con demasiada fre-
cuencia el énfasis recae en lo que es típico, a grandes rasgos, de
los adolescentes de ambos sexos, en tanto que los amplios
contrastes en los estadios evolutivos de uno y otro, así como las
diferencias que su sexo determina, se dan por sentado sin más
examen. Los comienzos de la pubertad en el varón y la niña no
son sincrónicos, su respectiva maduración y desarrollo no
avanzan a ritmo parejo ni tampoco son de naturaleza total-
mente comparable. Sea cual fuere la posición psicosexual y
yoica en que se hallen temporariamente situados la muchacha
o el muchacho adolescentes —ya se trate, verbigracia, de una
chiquilla marimacho o de un joven misógino—, ello siempre es
un preámbulo a la formación definitiva de su yo y su identidad
sexual. Cualesquiera que sean los acomodamientos sociales en
que durante un tiempo se empeñe el adolescente, siempre
representan el preludio de la formación de una identidad so-
cial. Ambas cosas determinan, en última instancia, el sentido
adulto del self.
La contribución que ha hecho el psicoanálisis, con su parti-
cular metodología de indagación, a este problema ha consisti-
do en establecer las etapas evolutivas y normativas, fijando así
una pauta epigenética de progresión ordenada desde la infan-
cia hasta la adultez que incluye a la adolescencia. Estudiando
las similitudes y diferencias en el desarrollo de los adolescentes
de ambos sexos yo me he empeñado, con mi labor, en tornar a
éste esquema más comprehensivo y completo. Los puntos de
vistá genético y evolutivo, como conceptos rectores, han regi-
do mis investigaciones sobre los orígenes, integraciones y tras-
formaciones que tienen lugar a lo largo del proceso adolescente.
Mi estudio de las secuencias evolutivas se organizó finalmente
merced a la delineación y definición de fases (preadolescencia,
adolescencia temprana, adolescencia propiamente dicha, ado-
lescencia tardía, posadolescencia) y sus características en cuan-
to al desarrollo. La utilidad de estas diferenciaciones se hizo
sumamente evidente en la patología, pues no sólo contribuye-
ron a aclarar la etiología y la dinámica sino también a localizar
aquellos puntos del proceso en que tuvo lugar, en un caso de-
terminado, un crítico "descarrilamiento" respecto del de-
sarrollo corriente. En este sentido he hablado de "puntos de fi-
jación" adolescentes.
En la construcción de secuencias evolutivas ha resultado de
máximo provecho el estudio de la regresión que, de una mane-
Ta u otra, siempre se produce durante el desarrollo adolescen-
te. Su función como fenómeno no defensivo ha conferido a este
proceso en apariencia infantilizador el carácter de un suceso
normativo. La regresión adolescente hace que puedan aplicar-
se las facultades avanzadas del yo a aquellas vicisitudes infanti-
les que sólo podían ser abordadas de manera inadecuada e in-
completa durante los primeros años dé vida. Este aspecto típi-
co de la adolescencia me permite afirmar que el progreso evo-
lutivo de esta depende de la capacidad de regresión. A esta for-
ma normativa, no defensiva, de la regresión adolescente la he
llamado "regresión al servicio del desarrollo".
Sólo puede darse con éxito este peligroso paso adelante en la
evolución —que aparentemente es un retroceso— cuando el
ambiente brinda apoyo y facilitaciones; estas últimas incluyen,
en este contexto, no sólo aquello que reduce la tensión, ofrece
gratificación o apacigua los estados disfóricos, sino igualmente
lo que expone a los conflictos y frustraciones específicos de la
edad, a la angustia y la culpa como retos para los ajustes adap-
tativos y la resolución de las dificultades. Como cualquier otra
etapa del desarrollo, la adolescencia está signada por conflictos
típicos, externos e internos, que por su propia índole pro-
mueven el avance progresivo. Por consiguiente, no se atiende a
los mejores intereses del desarrollo si se elude el conflicto entre
las generaciones o entre el" adolescente y su ambiente. A la ge-
neración de los padres y a los planificadores sociales les incum-
be mantener las consecuentes constelaciones tensionales dentro
de los límites de la tolerancia y la capacidad de adaptación de
los adolescentes.
La regresión adolescente es el tema central de mi ensayo "El
segundo proceso de individuación de la adolescencia" (ca-
pítulo 8). Los peligros potenciales de esta regresión obligatoria
torna a los adolescentes sumamente propensos al estallido de la
enfermedad emocional. En los dos extremos, la evitación de la
regresión (huida a roles adultomorfos) y la perseverancia en el
nivel regresivo (psicosis) representan estados patológicos bien
conocidos. En ambos casos, se ha descarriado la función de la
regresión específica del adolescente.
Para lograr desvincularse de los objetos infantiles interiori-
zados es menester completar, merced a la regresión, la re-
estructuración psíquica. He resumido esto diciendo que la for-
mación de la personalidad posadolescente depende de que se
llegue a la adultez mediante un rodeo regresivo. Las trasfor-
maciones psíquicas siempre incompletas —aunque viables—
que tienen lugar desde la niñez hasta la adultez encuentran en
las estabilizaciones caracterológicas una estructura que las
apuntala. He formulado la opinión de que la formación del ca-
rácter recibe su impulso decisivo y su perdurabilidad durante
el período adolescente.
6. Organización pulsional
preadolescente*
Ejemplo
Ejemplo
Otro ejemplo
Nancy, una chica de trece años, era una "delincuente
sexual"". Mantenía relaciones sexuales en forma indiscrimina-
da con muchachos adolescentes, y atormentaba a su madre con
el relato de sus hazañas. Culpaba a esta última de su infelici-
dad; desde la infancia había experimentado sentimientos de so-
ledad. Nancy creía que su madre nunca la había querido tener
como hija, y que las incesantes exigencias que le planteaba
eran ilógicas. Nancy estaba obsesionada por su deseo de tener
un bebé; todas sus fantasías sexuales apuntaban al tema de la
"madre-bebé" y, básicamente, a una abrumadora voracidad
oral. En uno de sus sueños, mantenía relaciones sexuales con
varios adolescentes, y luego concebía 365 hijos, uno por cada
día del año, de uno de ellos, a quien mataba de un tiro tras
lograrlo.
Su actuación sexual cesó por completo tan pronto se hizo
amiga de una joven y promiscua mujer casada de 22 años, que
tenía tres hijos y estaba nuevamente embarazada. En la amis-
tad con esta novia-madre, Nancy encontró gratificación para
sus necesidades orales y maternales, al par que era protegida
contra su capitulación homosexual. Hacía el papel de madre de
los hijos de su amiga, los cuidaba con devoción mientras esta
callejeaba. A los quince años, Nancy emergió de esta amistad
convertida en una persona narcisista, bastante pundonorosa; le
El caso de "Dora"3
Conclusiones
En esta breve comunicación me he centrado en la organiza-
ción pulsional de la preadolescencia, a partir de la cual el
derrotero conduce a alteraciones en dicha organización que
arraigan cada vez más firmemente en la innovación biológica
de la pubertad: el establecimiento del placer del orgasmo. Esta
innovación biológica requiere un ordenamiento jerárquico de
las numerosas posiciones infantiles residuales que, por razones
individuales, han permanecido investidas y presionan para su
continua expresión y gratificación. Tal ordenamiento da por
resultado, en definitiva, una pauta sumamente personal de
placer previo. El concomitante desarrollo yoico parte, como
siempre, de la organización pulsional existente y de su interac-
ción con el ambiente. En consecuencia, podemos observar que
en la adolescencia priva asimismo la tendencia hacia un orde-
namiento jerárquico de la organización yoica; en verdad, si es-
te no se produce, sobrevendrá en el individuo una carencia ge-
neral de propósitos y de recursos propios, que en muchos casos
impide adaptarse a un trabajo estable. Es mi experiencia que
en estos casos hay que prestar cuidadosa atención a la patología
de la organización pulsional, lo cual puede requerir un largo
período de indagación clínica y de trabajo analítico.
Abandonaré aquí esta idea, antes de que me haga desbordar
los límites del presente capítulo. Si he enfocado un pequeño as-
pecto dél problema total de la psicología adolescente, ha sido
en la creencia de que, a su turno, las grandes cuestiones y aspi-
raciones de la adolescencia serán mejor comprendidas. Desde
la época de los "Tres ensayos" (Freud, 1905¿»), la intelección
psicoanalítica de esta etapa de la vida creció en forma sosteni-
da. No obstante, aún merecen repetirse las palabras de Freud
en la sección de ese trabajo titulada "Las metamorfosis de la
pubertad": "Vemos con toda claridad el punto de partida y la
meta final del curso de desarrollo que acabamos de describir.
Las transiciones mediadoras nos resultan todavía oscuras en
muchos aspectos; tendremos que dejar subsistir en ellas más de
un enigma" (pág. 208). Hoy, con la misma urgencia que enton-
ces, lo que clama por nuestra atención es el problema de las
"transiciones mediadoras".
7. La etapa inicial de la
adolescencia en el varón*
Preadolescencia en el varón
Partamos de los comienzos de la adolescencia y dirijamos
nuestra atención a la fase de la preadolescencia en el varón. Lo
más notable que se observa en él es su decidido apartamiento
del sexo opuesto tan pronto como los primeros impulsos pube-
rales incrementan la presión pulsional y trastruecan el
equilibrio entre yo y ello prevaleciente durante el período de
latencia. Las gratificaciones de la libido de objeto parecen blo-
queadas, y, de hecho, a menudo son resistidas con violencia.
La pulsión agresiva se vuelve predominante y halla expresión
ya sea en la fantasía, la actividad lúdica, el acting out o la con-
ducta delictiva.
Ustedes reconocerán de inmediato a esta clase de chico si les
recuerdo las numerosas sesiones en cuyo trascurso él dibujaba
o personificaba batallas y bombardeos, acompañando sus ata-
ques con un cañoneo de ruidos onomatopéyicos repetidos hasta
el infinito. Es el niño que ama los dispositivos y artefactos me-
cánicos; inquieto y saltarín, suele estar ansioso por expresar su
queja respecto de lo injusta que es su maestra, quien se ha pro-
puesto —nos asegura— acabar con él. En su conducta, len-
guaje y fantasías es fácil comprobar el resurgimiento de la pre-
genitalidad. Un chico de once años que había iniciado su análi-
sis a los diez ilustró muy bien este proceso al decir: "Ahora mi
palabra favorita es «mierda». Cuanto más crezco, más sucio
me vuelvo".
La conducta descrita apenas logra ocultar el permanente te-
mor a la pasividad. Objeto de este temor es la madre arcaica,
la activa (domesticadora) y preedípica madre que ha servido
de arquetipo a las brujas del folklore. El temor gira en torno al
sometimiento a esa madre arcaica, y los salvajes impulsos agre-
sivos apuntan a la avasalladora y ominosa mujer gigante. En el
nivel genital de la prepubertad, esta constelación se vivencia
como angustia de castración en relación con la mujer, la madre
preedípica. El pene erecto investido de impulsos agresivos evo-
ca, en esta etapa, el temor de que la destrucción alcance una
intensidad incontrolable. En el papel contrafóbico de los acci-
dentes y acciones físicas temerarias suele verse un claro esfuer-
zo de apaciguar el temor a la castración: "Nada me acontecerá,
saldré ileso". Es sorprendente notar cuán poco de este temor se
vincula en esta fase con el padre; de hecho, la relación del niño
con él suele ser llamativamente huena y positiva. Aunque no
haya entre ambos gran intimidad ni afinidad, por lo común
tampoco hay temor, competitividad ni hostilidad.
En 1963, en una clínica psiquiátrica infantil de Suecia, me
mostraron —en términos descriptivos (o sea, estadísticos) y en
modo alguno dinámicos— que los chicos de once a trece años
presentan predominantemente problemas de agresión contra
su madre, en tanto que en los de catorce a diecisiete esa agre-
sión se desplaza al padre. Esta observación concuerda bien con
mis formulaciones teóricas, basadas en una muestra compara-
tivamente pequeña de varones adolescentes. El niño preadoles-
cente percibe a su padre (a quien a menudo ha engrandecido) o
a otros hombres como aliados más que como rivales. Suele ha-
ber una llamativa discrepancia entre la flaqueza del padre y la
imagen que el hijo tiene de él. Sólo después de que esa idealiza-
ción defensiva del padre se ha desmoronado llegamos a adver-
tir que el hijo extraía un enorme confortamiento, frente a la
angustia de castración, de un padre en apariencia fuerte al que
nadie había debilitado, degradado o dominado —o sea, que no
había sido castrado por la madre "bruja"—.
El varón preadolescente no tiene cabida para los sentimenta-
lismos femeninos; preferiría rporir antes que someter sus senti-
mientos (y por ende su self corporal) a las trampas y tretas del
cariño, la ternura y la amatividad de las mujeres. El es un
hombre entre los hombres. Lincoln Steffens (1931) nos ha deja-
do un delicioso relato de esta etapa de la vida de un niño:
"Uno de los males que sufren los varones es que son amados
antes de amar. Reciben tan temprana y generosamente el afec-
to y la devoción de sus madres, hermanas y maestras que no
aprenden a amar; y así es que cuando crecen y se convierten en
amantes y en maridos se vengan en sus novias y esposas. Como
nunca tuvieron que amar, no pueden hacerlo: no saben cómo
se hace. Yo, por ejemplo, fui criado en una atmósfera de amor;
mis padres me querían mucho. Por supuesto. Pero cuando des-
perté a la vida conciente ya me habían amado durante tanto
tiempo que mi amor recién nacido no tenía ya posibilidades.
Comenzó, pero nunca pudo ponerse a la par. Vinieron más tar-
de mis hermanas, una tras otra. También a ellas se las amó des-
de que nacieron, y lo lógico sería que se hubieran quedado a la
zaga como yo, pero las chicas son diferentes; mis hermanas pa-
recen haber nacido amando, y no sólo amadas. Sea como
fuere, lo cierto es que mi primera hermana, aunque era menor
que yo, me amó (por lo que recuerdo) mucho antes de que yo
siquiera advirtiese su presencia; y nunca olvidaré la perpleji-
dad y humillación que me produjo descubrir sus sentimientos
hacia mí. Se había ido cierta vez a Stockton, a visitar a la fami-
lia del coronel Cárter, y a la semana sentía tanta nostalgia de
mí que mi padre y mi madre tuvieron que tomarme consigo e
ir a buscarla. Ese era el propósito de ellos; el mío era ver al
gran conductor de la caravana en que mi padre había cruzado
las praderas, y hablar con él sobre cuestiones de ganado.
Pueden ustedes imaginar cómo me sentí cuando, al subir los
peldaños que conducían a la casa, se abrió la puerta principal y
mi pequeña hermana salió corriendo, me arrojó los brazos al
cuello y gritó —de verdad, gritó— mientras las lágrimas le
caían por las mejillas: «¡Mi Len, mi Len!».
"Yo no tuve más remedio que aguantarlo, pero, ¿qué pensa-
rían el coronej Cárter y sus hijos?" [pág. 77],
r
105
^¿JUÉLU •SR
/|\ particularmente notorio en el ámbito de la idoneidad social, en
las hazañas físicas en contiendas de equipo, en una competen-
cia de meta inhibida entre varones, en la conciencia de proba-
das destrezas corporales que otorgan libertad de acción e in-
ventiva e instan a practicar osados juegos; en suma: en la
emancipación del cuerpo respecto del control, cuidado y pro-'
tección de los padres, en especial de la madre. A partir de estas
diversas fuentes el niño va adquiriendo el sentido de una total
potestad sobre su cuerpo, que nunca había experimentado en
igual grado —salvo, quizá, cuando comenzó a caminar—.
A fin de abordar un aspecto elusivo de la preadolescencia,
me embarcaré ahora en un tour de forcé. No es menester exten-
derse en cuanto a que la actividad delictiva durante la puber-
tad suele evidenciar una detención del desarrollo emocional o
una fijación en el nivel preadolescente. Esto es igualmente váli-
do para varones y mujeres. Ahora quisiera llamar la atención
de los lectores sobre un hecho clínico bien conocido por todos
los que trabajan con adolescentes: la observación de que entre
los varones la delincuencia se manifiesta primordialmente en
una lucha agresiva con el mundo objetal y sus figuras de auto-
ridad representativas, en tanto que entre las mujeres suele
incluir el acting out sexual (véase el capítulo 11).3 La universa-
lidad de este hecho clínico es notable; en un viaje de estudios
realizado en 1963, me fue corroborada por todos los observa-
dores interesados en el fenómeno de la delincuencia desde
Oslo, a través de todo el continente europeo, hasta Jerusalén.
La explicación que más comúnmente se da afirma simplemente
que este hecho clínico es resultado del doble patrón de conduc-
ta, o que se debe a la ausencia de toda protección jurídica de la
virginidad del varón; ambos argumentos constituyen una peti-
ción de principio. Por cierto, no puede aducirse un razona-
miento análogo para tornar más inteligible otro hecho clínico
conexo, a saber, la relativa frecuencia, durante la adolescen-
cia, del incesto entre padre e hija por contraste con la casi ine-
xistencia del incesto entre madre e hijo.
La observación nos fuerza a concluir que el varón delincuen-
te posee mayor capacidad qué la mujer delincuente para la ela-
boración psicológica de su pulsión sexual. Por ende, en el caso
del primero asistimos al remplazo de la exteriorización genital
directa por acciones simbólicas como comportamiento regula-
dor de la tensión. Atribuyo este repertorio mucho más diversi-
tificado de conducta delectiva en el varón a su mejor acceso a
la pregenitalidad, o a su investidura regresiva de esta. En
3 Los cambios habidos en los últimos veinticinco años en la conducta sexual,
las costumbres y la moral han conferido un valor diagnóstico y pronóstico total-
mente distinto al comportamiento sexual adolescente. Me he ocupado de esta
cuestión en mi "Posfacio" de 1976 al capítulo 11.
contraste con ello, la muchacha resiste con mucho mayor de-
terminación el impulso regresivo hacia la madre preedípica.
Huye del sometimiento a la pasividad primordial volcándose a
un acting out heterosexual, que en está etapa debería ser lla-
mado, con más propiedad, "mimoseo". Parecería que en el ca-
so del varón la regresión a la pregenitalidad no es tan peligrosa
para el desarrollo propio de su sexo, ni tan violentamente resis-
tida, como lo es en la mujer. La conducta regresiva del varón
preadolescente es expuesta por él a la vista de todos; la niña, en
cambio, la mantiene envuelta en el secreto (p. ej., sus raterías
en-negocios), detrás de bien guardadas puertas.
En el varón púber, la excitación sexual se manifiesta en la
activación de los genitales, la erección y el orgasmo con eyacu-
lación. En esta etapa, el orgasmo contiene la amenaza de un
estado de excitación psicomotriz incontrolada e incontrolable,
y enfrenta al yo con el peligro de que irrumpan impulsos agre-
sivos primitivos. Hay indicios de una desmezcla de pulsiones.
Sea como fuere, observamos que el niño busca, con ingenio y
persistencia, canales de descarga para su pulsión agresiva me-
diante el desplazamiento o la sustitución. No existe una si-
tuación análoga en la muchacha delincuente, quien nunca ex-
perimenta el orgasmo en sus relaciones sexuales regresivas (o
sea, en su "mimoseo"). Ella encuentra amplia salida para sus
impulsos agresivos en la conducta provocadora, seductora, vo-
luble y exigenjte que la caracteriza en general, y especialmente
en su relación de pareja.
Para el varón, no hay ninguna modalidad pasiva de descar-
ga somática de las pulsiones que concuerde con el funciona-
miento masculino adecuado a su sexo. En los albores de la ado-
lescencia, el falo sirve como órgano inespecífico de descarga de
la tensión proveniente de cualquier fuente, y es investido en es-
ta fase con una energía agresiva que se refleja en fantasías sádi-
cas salvajemente agresivas. En los comienzos de la pubertad,
las sensaciones genitales y la excitación sexual, incluido el or-
gasmo, pueden provenir de cualquier estado afectivo (temor,
conmoción, ira, etc.) o ruda actividad motora (luchar cuerpo a
cuerpo, correr detrás de otros niños, trepar a la cuerda, etc.);
con frecuencia las producen una combinación de ambas cosas.
La pulsión agresiva o, más bien, sádica asociada al falo puede
inhibir su empleo heterosexual al suscitar una angustia por la
represalia. Debe recordarse que en esta etapa del desarrollo
adolescente el genital masculino aún no se ha convertido en el
portador de las sensaciones específicas que forman parte de las
emociones interpersonales posambivalentes. Sólo a través de la
participación gradual en una relación afectuosa y erótica (real
o imaginaria) podrá domesticarse el componente agresivo
de la pulsión sexual. Sólo entonces la meta libidinal, la preser-
vación y protección del objeto de amor, apartará a la pulsión
agresiva de la persecución directa de su meta primitiva, y se
obtendrá una gratificación mutua. Antes de alcanzar esta eta-
pa, empero, normalmente el varón elabora representaciones
simbólicas de su pulsión sexual que de hecho envuelven expre-
siones tanto activas como pasivas de la gratificación instintiva.
No es preciso que nos detengamos en el prominente papel que
cumple el sadismo en esta edad; el comportamiento del varón
preadolescente, así como el del joven delincuente, hacen que
aquel sea bien conocido.
Los varones en los comienzos de su adolescencia revelan de
continuo en las sesiones terapéuticas la proximidad emocional
de sus impulsos libidinales y agresivos, y pasan rápidamente
de unos a otros. Relataremos un incidente típico, que ilustrará
brevemente el pasaje abrupto de la preocupación sexual a la
activación de fantasías agresivas destructivas. Chris, un niño
de trece años que se hallaba en psicoterapia por su conducta
exhibicionista y su inmadurez social, le estaba describiendo al
terapeuta sus "sueños de mojadura" y sus teorías sexuales in-
fantiles —que habían sobrevivido por detrás de una fachada de
conocimiento de los hechos reales—. Para él, en el coito "el
hombre orina dentro de la vagina", y se aventuró a preguntar
si las mujeres tenían ert verdad testículos y un pene. En este
punto, su creciente excitación quedó de pronto'envuelta en el
silencio, hasta que estalló en una vivida descripción de una
nueva arma de fuego "que no desintegraría a la persona, pero
quemaría sus ropas, su cuerpo y aun la dejaría ciega". Frenan-
do sus fantasías agresivas, de manera abrupta pasó a sugerir
que los científicos deberían encaminar sus esfuerzos hacia obje-
tivos pacíficos, como la invención de un aparato de rayos X que
predijera inmediatamente después de la concepción si el bebé
sería varón o mujer.
La violencia desenfrenada de los impulsos fálicos sádicos de
esta fase puede investigarse mejor en adolescentes mayores que
están fijados al nivel preadolescente y continúan librando una
implacable batalla contra la madre (arcaica) preedípica. Por lo
común, descubrimos en tales casos fantasías de ira que elabo-
ran la agresión destructiva y mutiladora contra el cuerpo de la
mujer cuya protección se desea y cuya dominación se teme.
Desde el punto de vista diagnóstico, es importante que el clíni-
co determine hasta qué grado esos afectos, fantasías y actitudes
derivan de las imagos maternales escindidas infantiles —la
madre "buena" y la madre "mala"—, y por ende pertenecen a
la etapa preambivalente de las relaciones objetales. Por otro la-
do, hay que cerciorarse de la medida en que esa cólera es gené-
ticamente un resto de sadismo oral y anal, que en la fase geni-
tal de la preadolescencia y bajo el impacto de la maduración
sexual se presenta en la modalidad del sadismo fálico. Este
tiene un aspecto positivo; reconocemos en él un empeño qué
nos es familiar desde etapas anteriores y que a menudo sólo ha
sido consumado de manera parcial: el empeño de lograr auto-
nomía con respecto a la zona erógena que ha adquirido predo-
minio en una etapa particular del desarrollo psicosexual.
Cuando esta fase se atraviesa sin tropiezos, los conflictos, pro-
pensiones pulsionales y empeños yoicos de la preadolescencia
apenas se evidencian borrosamente, pero toda vez que en la
etapa inicial de la adolescencia del varón hay una falla en el
desarrollo reconocemos ep todo ello fuentes de angustia especí-
ficas de la fase.
El caso de Ralph
Antes de pasar a la próxima fase del desarrollo adolescente,
será útil quizás ejemplificar con datos clínicos nuestra concep-
tualización de la preadolescencia. Además de ilustrar la teoría,
la casuística sirve también como un conveniente puente de
enlace con la fase posterior a la preadolescencia que aún forma
parte de la etapa inicial de la adolescencia en el varón.
Ralph, de doce años de edad, es un pendenciero crónico.
"Los líos me siguen a todas partes como una sombra", dice de
sí. Se siente víctima: el mundo entero es injusto con él, todos se
abusan de su benevolencia y lo ponen en dificultades acusán-
dolo indebidamente de fechorías que jamás ha cometido. Es ún
niño sensible que no puede tolerar la mínima crítica. Intimida
con sus bravatas a sus compañeros y controla a sus padres con
histriónicas exhibiciones de su talento. Tiene una sed insa-
ciable de reconocimiento y de obtener poder sobre la gente. A
lo largo de los años, se ha perfeccionado en dos roles sociales: el
bromista fastidioso y el tramposo embustero. Recurre a ambos
de manera compulsiva e indiscriminada para lograr dominar a
los demás y atraer sobre él* las candilejas. En la escuela consti-
tuye un grave problema de conducta; es por entero indiferente
a los castigos o a la amabilidad con que lo traten. Sus tretas ex-
citan la ira de sus compañeros cuando se vuelven francamente
sádicas. En una ocasión, sintió que el chico que estaba sentado
al lado suyo en el ómnibus no hacía caso de él, absorto en la
lectura de un periódico; entonces, para llamar su atención,
Ralph sacó un fósforo y prendió fuego a este último. Las bro-
mas que les gasta a los maestros, en cambio, suelen contar con
la entusiasta aprobación de sus camaradas; por ejemplo, cierta
vez, para evitar que el maestro les tomara una prueba que les
había anticipado, Ralph comenzó a hablar de un tema que, se-
gún sabía, a aquel le interesaba en forma personal, y mediante
este ardid consiguió que pasara la hora.
A Ralph lo fascinan el fuego, los petardos y los sangrientos
accidentes de tránsito en que alguna víctima queda destripada
o mutilada. Nunca —protesta— haría él la broma de "poner
petardos en la boca de una rana o de quemarle la cola a un ga-
to". En las chanzas y bromas de Ralph es evidente su sadismo,
como lo es su temor de ser atacado, de sufrir un daño corporal,
de ser dominado o subyugado. Estos temores son especialmente
intensos en relación con su madre y sus maestras. Fantasea ven-
garse de las mujeres mediante torturas sádicas como arran-
carles el cuero cabelludo o hacerlas sangrar punzándoles las
manos. En su presente combate por eliminar a la madre ar-
caica castradora a través de sus figuras sustitutivas, Ralph ha
convertido a su padre en un aliado insistiendo en que es un
hombre fuerte e inteligente —lo cual, en verdad, no es cierto, y
de seguro no lo es a ojos de su esposa—. Ralph justifica las os-
curas maniobras comerciales de su padre (p. ej., la compra y
venta de artículos robados) diciendo que se trata de notables
muestras de astucia y de coraje. La identificación con él ha
hecho de Ralph un delincuente que, verbigracia, fabricó con
extraordinaria habilidad un pase de ómnibus que no le corres-
pondía. Este niño fue incapaz de contemplar en forma realista
o crítica a su padre hasta que pudo resolver el conflicto con su
madre preedípica; entonces, y sólo entonces, la delincuencia
de Ralph pasó a ser prescindible y desapareció.
El abordaje terapéutico de este problema se centró en las
quejas de Ralph acerca de la integridad física de su cuerpo. La
angustia de castración y la ambivalencia hacia la madre se ha-
bían organizado en torno de un trauma de la niñez temprana.
Ralph introdujo el trauma del daño corporal al referirse a una
gran cicatriz que tenía en su bajo abdomen y sus muslos como
consecuencia de una quemadura de tercer grado que había
sufrido cuando, contando él quince meses de edad, lo habían
dejado sobre un aparato de calefacción. Más tarde se compro-
bó que su relato de los hechos era correcto, aunque la madre no
recordaba todos los detalles. Ralph lo concluyó diciendo que
tenía "un agujero en la pierna" causado por la quemadura, y
asegurando al terapeuta que "habían dejado que su piel se cha-
muscara sobre el calefactor". Ahora continuamente se cortaba
los dedos por accidente, o se arrancaba las costras de sus heri-
das cicatrizadas y las hacía sangrar de nuevo. En un arranque
de furia impotente increpó al terapeuta: "¿Dónde estaba mi
madre cuando yo me quemé?". Cuando finalmente reveló que
durante su infancia ella le había prohibido comer azúcar para
que no se convirtiera en diabético, ya estaba preparada la esce-
na para familiarizar a Ralph con el hecho de que su madre te-
nía ideas extravagantes, ideas que habían pasado a formar par-
te de la realidad del niño; y él se defendía contra su avasallado-
ra influencia, sus distorsiones de la realidad y sus temores mór-
bidos. Llegó a ver a su madre como la extraña, mentalmente
enferma, persona que en verdad era. El desenmascaramiento
de la madre-bruja facilitó la indagación de las distorsiones de
la realidad en que el propio niño incurría, así como de los pe-
ligros catastróficos por los que se sentía rodeado en un mundo
hostil —el mundo de una imago materna destructiva, que no le
ofrecía protección—
Dos cambios se manifestaron en la terapia luego de recondu-
cir a su núcleo central el temor a la mujer (temor y deseo de
castración): se volvió crítico respecto de su padre delincuente,
y se trasformó en un consumado mago profesional, llegando
incluso a imprimir y distribuir tarjetas de propaganda y ac-
tuando en reuniones sociales a cambio de una remuneración.
El bromista y tramposo se había socializado. El uso de sus ma-
nos cobró relieve, asimismo, al interesarse por la fabricación de
joyas, en lo cual llegó a adquirir gran habilidad —ante el des-
dén de su padre, que quería que él "trabajase con el cerebro y
no con las manos"—. Venció este mandato paterno (que en su
inconciente equivalía a la prohibición de masturbarse), pero
no logró éxito como artesano ni una verdadera satisfacción por
sus realizaciones. Ralph condenó la corrupción moral de su
padre y los valores vulgares a que este adhería enfrentándolo
airadamente en el pensamiento y la acción, y se sintió comple-
tamente derrotado cuando aquel se mostró renuente a refor-
marse y a vivir de acuerdo con el ideal de su hijo. A causa de
ello, Ralph comenzó a tener frecuentes depresiones y a viven-
ciar el rechazo de sus deseos por parte del padre como una he-
rida deliberada que este le infligía, y que le dejaba la sensa-
ción de que lo menospreciaba, hacía caso omiso de él,- no lo
amaba.
Luego de cuatro años de terapia se hizo evidente que se ha-
bía conseguido evitar una carrera delictiva y perversa, res-
taurando en el niño su sentido de integridad corporal, redu-
ciendo en grado apreciable su temor a la mujer y manteniendo
vigente su desarrollo adolescente progresivo. No obstante, la
desilusión respecto del padre seguía siendo para él una fuente
de disforia y desaliento; el Intento del hijo por convertir al
padre a su modo de vida era un deseo inútil pero al que nunca
renunció, confiriendo así limitadas probabilidades a la pers-
pectiva de alcanzar la madurez emocional, o predestinándola
al fracaso.
Adolescencia temprana
Si se repasa este caso atendiendo a la secuencia de manifesta-
ciones clínicas y a sus cambios, quedan pocas dudas de que la
investidura de la imago del "padre bueno" —el engrandeci-
miento del padre y el concomitante reflujo de la marea, la
lucha conflictiva con él— representa una típica operación de-
fensiva del varón preadolescente. El engrandecimiento del /f\
padre atenúa la angústia de castración del niño en relación con
la madre arcaica, y por ende apenas guarda semejanza con el
complejo de Edipo positivo. En este contexto, puede hablarse
de una defensa edípica, o, si se prefiere, de una formación
seudoedípica. La defensa edípica del niño se observa clínica-
mente de dos maneras. Una está dada por la obstinada perseve-
rancia de la posición edípica negativa, que, por su propia índo-
le, entraña una idealización exagerada del padre y una genera-
lizada actitud pasiva-femenina. La otra se manifiesta en la ex-
cesiva preocupación del adolescente por su virilidad, su posesi-
vidad tierna o sensual de la madre (o de las mujeres en
general), que él verbaliza con demasiada locuacidad y a la que
se aferra como defensa contra la regresión a la pregenitalidad y
a la imago materna arcaica y castradora. Sin embargo, he lle-
gado a darme cuenta de que el contenido sustancial de este
conflicto no es ta constelación edípica, pese a su similitud con
ese cuadro clínico. La confusión proviene de la conducta mani-
fiesta del muchacho: su admiración y envidia del padre y el
aparente freno que pone a su amor posesivo por la madre edípi-
ca. Toda vez que la terapia yerra la esencia de este conflicto se
encuentra en un callejón sin salida. En el caso de Ralph vimos
que, con la resolución del conflicto vinculado a la madre ar-
caica, se hizo evidente un progreso en dirección al padre edípi-
co. Este avance en el desarrollo psicosexual está signado por el
abandono de la madre fálica y el ascendiente que cobra la
madre femenina. La envidia de esta y la identificación con ella
son típicas de una etapa de transición, al final de la preadoles-
cencia. Es muy probable que este aspecto del desarrollo pre-
adolescente precipite en esta fase la elaboración conflictiva del
complejo de Edipo negativo. El derrotero de la constelación
pulsional pasiva conduce al conllicto central de la adolescen-
cia temprana en el varón, basaremos a ocuparnos ahora dé los
destinos de las pulsiones y del yo característicos de esta fase.
En el punto de viraje hacia la adolescencia temprana, el de-
sarrollo progresivo de Ralph llegó a un impase, a causa de su
imposibilidad de mantener la discordia con el padre y su extra
ñamiento respecto de este en el plano de un método de vida y
de acción que abarcase las ideas, la moral, las actitudes y la vo-
cación. Era incapaz de forjarse un ideal del yo que pudiera
existir y funcionar independientemente de un objeto amoroso
en el mundo exterior. Ralph procuró modelar a su padre para
hacer de este su compañero ideal en la vida real. Dicho de otro
modo: no logró extraer suficiente libido narcisista de objeto del
padre edípico, que le permitiera, a su vez, mantener un ideal
del yo impersonal. En consecuencia, el ideal del yo jamás
quedó consolidado como institución psíquica (véase el capítulo
15). Los ecos de este fracaso eran claramente visibles en todos
sus empeños de reestructuración psíquica. Una fijación en la
adolescencia temprana es la causante del aspecto psicopatoló-
gico específico que quedó irresuelto en el caso de Ralph.
El progreso terapéutico descrito es a menudo todo cuanto la
terapia puede conseguir en esta etapa de la adolescencia.
Cabría preguntar si es nuestro conocimiento de la teoría y de la
técnica el que nos enfrenta con limitaciones similares a las evi-
denciadas por el análisis de niños, o si estas limitaciones no for-
marán acaso parte inherente del tratamiento cuando este se lle-
va a cabo durante una fase de activo desarrollo. La experiencia
nos dice que una gran proporción de niños pone fin a sus aná-
lisis luego de haber alcanzado considerables beneficios, pero
deben retomarlo en una edad más avanzada (por lo común en
la adolescencia tardía o la posadolescencia), cuando una nueva
oleada de insuperables dificultades emocionales amenaza otra
vez sumir sus vidas. En los casos de adolescencia prolongada,
la terapia misma se convierte en. una actividad de holding,
pues representa la promesa de que las fantasías narcisistas
pueden tornarse realidad merced a la acción mágica del trata-
miento, vale decir, merced a la benévola voluntad de los pro-
genitores (véase el capítulo 3). El estancamiento a que llegó el
desarrollo adolescente de Ralph requerirá, sin duda alguna,
que retome el tratamiento más adelante. A mi juicio, ese mo-
mento llegará cuando sus fracasos en la relación con ambos se-
xos, así como las frustraciones y la vacuidad de su vida profe-
sional y social, movilicen una crisis de gravedad mayor que la
usual en la adolescencia tardía o poco después de esta. La tera-
pia realizada en la fase inicial de la adolescencia de Ralph evi-
tará que este recaiga en el acting out; además, se ha establecido
una condición para la interiorización que, por así decir, ha
sentado un promisorio fundamento para la continuación futu-
ra de la labor terapéutica.
Ya estamos en condiciones de ocuparnos de la adolescencia
temprana, que se inicia en el plano pulsional por ciertos cam-
bios característicos (Blos, 1962). Uno de ellos consiste en que
del acrecentamiento pulsional meramente cuantitativo propio
de la preadolescencia se pasa al surgimiento de una nueva vida
pulsional, cualitativamente distinta. Se torna evidente un
abandono de la posición regresiva preadolescente. La pregeni-
talidad pierde cada vez más, con frecuencia de manera lenta y
sólo gradual, su función saciadora; al quedar relegada —men-
tal y físicamente— a un papel subordinado o preliminar, da
origen a una nueva modalidad pulsional: el plácer previo. Esta
mudanza de la organización pulsional eleva a la genitalidad, a
la postre, hasta un lugar preponderante. Tanto la organización
jerárquica de las pulsiones como su carácter definitivo e irre-
versible constituyen una innovación que influye de manera de-
cisiva en el desarrollo yoico. El yo toma como señal indicativa,
digamos así, las alteraciones en la organización pulsional y ela-
bora dentro de su propia estructura una organización jerár-
quica de funciones yoicas y de pautas defensivas. Volveré luego
sobre esto.
En la adolescencia temprana se inicia la prolongada tentati-
va de aflojar los primeros lazos objetales. No es sorprendente,
entonces, ver que surgen una serie de difíciles situaciones vin-
culadas a las relaciones objetales, y, en verdad, una concentra-
ción cada vez menor en estas transacciones. Suponemos que este
proceso ha de seguir las líneas ontogenéticas de relaciones obje-
tales con que ya nos encontramos en la preadolescencia, cuan-
do la ambivalencia del niño respecto de la madre preedípica
era fuente de angustia y constituía el principal conflicto que
había que dominar.
Por lo corriente, la maduración puberal fuerza al niño a
abandonar su autosuficiencia defensiva preadolescente y su in-
vestidura pulsional pregenital. Advertimos que el avance de la
libido de objeto conduce, en su forma inicial, a una elección de
objeto acorde con el modelo narcisista. La historia de las rela-
ciones objetales en cada individuo trae a la mente de inmediato
aquel aspecto de la constelación edípi,ca que sufre la más pode-
rosa represión en el varón, a saber, su apego pasivo al padre, el
complejo de Edipo negativo. La posición edípica del niño
puede parafrasearse así: "Amo a aquel que es como yo quiero
ser"; esta posición es remplazada de manera gradual, y rara
vez completa, por esta otra alternativa: "Me convertiré en una
persona igual a aquella que envidio y admiro". Este paso de-
semboca en la disolución del complejo de Edipo positivo y con-
solida a los precursores del superyó en la formación de este últi-
mo como institución psíquica. Una vez que esta estructura ha
sido completada, o al menos está en vías de serlo, el niño ingre-
sa en el período de latencia, sólo para volver a enfrentar, en las
diversas fases de la adolescencia, la temática preedípica y edí-
pica. Unicamente entonces, y de acuerdo con una cierta se-
cuencia de reestructuración psíquica, se lleva a su disolución
definitiva el complejo de Edipo.
Según mi experiencia, el desarrollo pulsional de la adoles-
cencia temprana refleja el empeño del niño por llegar a una
conciliación con el padre como su objeto de amor edípico. En
mi labor analítica con varones adolescentes he hallado en esta
temática una permanente fuente de conflicto, que exige los
mayores esfuerzos a fin de' hacerla accesible al proceso tera-
péutico. Me inclino a opinar que el despliegue de la libido de
objeto en el varón adolescente se topa con su primer (y a menu-
do fatal) impase cuando la escena emocional está dominada
por el recrudecimiento del apego pasivo al padre edípico. Des-
de luego, reconocemos de inmediato en la exacerbación excesi-
va de esta difícil situación la resolución incompleta de la pre-
adolescencia, que culmina en la resistencia contra la regresión
a la pasividad original. Si se siguiera la tendencia regresiva, se
agravarían profundamente los conflictos y trabas que son as-
pectos normales del desarrollo en la adolescencia temprana.
El estudio de la adolescencia prueba con suma claridad que
el dominio o resolución del complejo de Edipo positivo y nega-
tivo no se logra por completo en la niñez temprana, sino que es
tarea de la adolescencia, o sea, de la fase genital. El período de
latencia intermedio desempeña un importante papel económi-
co, que es decisivo para el resultado. El enorme aumento de su
expansión y autonomía que obtiene el yo durante ese período
proporciona los recursos estructurales esenciales para hacer
frente a la pubertad. Un período de latencia abortado impide
el despliegue de la adolescencia y conlleva una reactivación
violenta de la sexualidad infantil (perversiones). Es obvio que
estas tempranas modalidades pulsionales se manifiestan én el
plano de la maduración puberal y buscan gratificación bajo la
égida de esos recursos yoicos adquiridos durante los años inter-
medios del desarrollo.
Para sintetizar: Luego de la posición regresiva de la preado-
lescencia en el varón, el avance de la libido de objeto lleva, en
su primer paso, a la elección narcisista de objeto. No ha de
sorprender que esta elección quede dentro de los límites del
mismo sexo. La adolescencia temprana es la época de las amis-
tades teñidas de inequívocos matices eróticos, ora atenuados,
ora vivenciados más o menos concientemente. La masturba-
ción mutua, la práctica temporaria de la homosexualidad, las
recíprocas gratificaciones voyeurísticas, las trasgresiones o de-
litos compartidos, las idealizaciones, el arrobamiento y la exal-
tación en presencia del amigo: he ahí experiencias en que se po-
ne de manifiesto la elección narcisista de objeto. Por lo demás,
ellas suelen provocar una terminación súbita de la amistad to-
da vez que la intensidad de la moción pulsional genera el páni-
co homosexual o, más concretamente, moviliza deseos pasivos.
La fijación en esta fase nos es conocida por el análisis de varo-
nes adolescentes mayores cuyas relaciones objetales se hallan
perturbadas, y que se "enamoran" (a menudo, sólo en una efí-
mera fantasía) de cada uno de sus compañeros o de cada
hombre adulto cuyas facultades mentales o físicas envidian en
ese momento. Lo que aquí nos interesa es el curso que sigue es-
te desarrollo, o sea, los acomodamientos pulsionales y yoicos
que facilitan o impiden el desarrollo progresivo.
Sostengo que la fase de elección narcisista de objeto es fini-
quitada mediante un proceso de interiorización, dando lugar
al surgimiento dentro del yo de una nueva institución: el ideal
del yo. Tal como aquí lo concebimos, este es heredero del
complejo de Edipo negativo. Las identificaciones transitorias
de la adolescencia cumplen un papel primordial en conferirle
nuevo contenido y una dirección determinada. Desde luego, el
ideal del yo puede reconocerse en estadios previos que se re-
montan a la niñez temprana, pero su primer avance resuelto
hacia la consolidación como institución psíquica coincide con
la adolescencia temprana, o, más concretamente, con el fin de
esta fase. Mientras ella se va diluyendo, la libido de objeto
narcisista y homosexual es absorbida y ligada (neutralizada)
en la formación del ideal del yo. De esta fuente deriva su ina-
gotable vitalidad y fortaleza. El sometimiento al ideal del yo
—o más bien la afirmación de este— convierte a cualquier pa-
decimiento, aun la muerte voluntaria, en una opción inelu-
dible. El establecimiento de dicha instancia atenúa el predomi-
nio del superyó, haciendo que el individuo confíe en un princi-
pio orientador tácitamente acorde con el yo, sin el cual la vida
pierde dirección, continuidad y significado. Las trasgresiones
contra una y otra institución son seguidas ora de culpa (super-
yó), ora de vergüenza (ideal del yo). Cualquier discrepancia
entre el ideal del yo y la representación del self se siente como
un menoscabo de la autoestima o provoca vergüenza, contra lo
cual el sujeto se resguarda mediante defensas "paranoides", tí-
picas de los adolescentes en esta etapa (Jacobson, 1964). El
hecho de que el ideal del yo incluya no sólo un elemento indivi-
dual sino también un componente social, según señaló Freud
(1914&), hace de él una instancia de control particularmente
apropiada para el proceso adolescente de desvinculación res-
pecto de las dependencias familiares.
En mi estudio de la formación del ideal del yo durante la
adolescencia temprana en el varón, y, en especial, de la patolo-
gía del ideal del yo, comprobé que la formulación que con refe-
rencia a esto hace Freud en el trabajo citado es fundamental
para una comprensión de la adolescencia. Tengo presentes los
siguientes pasajes: "Grandes montos de una libido en esencia
homosexual fueron así convocados para la formación del ideal
narcisista del yo, y en su conservación encuentran drenaje y sa-
tisfacción" (pág. 96). "Donde no se ha desarrollado un ideal
así, la aspiración sexual correspondiente ingresa inmodificada
en la personalidad como perversión" (pág. 100). En otras pa-
labras, la perseverancia en la temprana posición adolescente
impide el avance de la libido hacia el hallazgo de objeto hete-
rosexual. En tales circunstancias, nunca se alcanza la fase si-
guiente, la adolescencia propiamente dicha, aunque puedan
imitarse, siquiera por un tiempo, las formas sociales de una
conducta propia de una posición más madura.
En la adolescencia temprana, la patología del ideal del yo
—prefigurada, sin duda, por condiciones antecedentes— llega
a un estadio de especificidad dinámica. El caso de Ralph nos
ofreció una vislumbre. Dentro del cuadro clínico total, no
siempre se pone claramente de manifiesto el aspecto específico
que procede del fracaso de la consolidación de esta instancia.
De hecho, según mi experiencia, es a menudo empañado y
apartado de la vista por una maniobra seudoedípica, una pre-
ocupación defensiva con la heterosexualidad, o la declarada
impaciencia por crecer y hacer cosas importantes en la vida.
Puestas a prueba, esas aspiraciones con frecuencia se vienen al
suelo como un castillo de naipes, según lo demuestra el caso de
Ralph. Atrapado en este impase, el adolescente busca en forma
desesperada un sentido a la vida, o al menos intenta (mental-
mente o a través del acting out) mantener el resultado de este
impase dentro de los confines de sus propias capacidades, su
decisión y su arbitrio. Mi experiencia con casos de adolescencia
prolongada me ha enseñado que la crisis a que asistimos con
tanta frecuencia en la adolescencia tardía del varón enraiza en
postergaciones o resoluciones incompletas de las tareas evoluti-
vas que corresponden a la fase inicial de la adolescencia.
Con esto llego al final de mi empeño por esbozar, dentro de
esa fase, los conflictos, tareas, así como fracasos en términos de
organización pulsional y yoica, que le son inherentes. Si consi-
deramos estos fracasos y su catastrófico influjo en el desarrollo
como puntos de fijación, sus ecos se observan en la psicopatolo-
gía de muchos varones en su adolescencia tardía o de muchos
jóvenes incapaces de poner fin al proceso adolescente. En la
mayoría de los casos, advertimos la lucha que se ha librado en
esa etapa inicial y comprobamos que ella contenía obstáculos
que probaron ser insuperables, constituyendo así una barrera
permanente contra el desarrollo progresivo. Por consiguiente,
el estudio de esta etapa permite comprender mejor los fracasos
evolutivos del varón adolescente, al par que arroja luz sobre un
problema más vasto: el de los destinos de la pulsión agresiva,
que por lo común cumple un prominente papel en el cuadro
clínico del varón adolescente.
8. El segundo proceso de
individuación de la adolescencia*
Las ideas aquí reunidas han confluido hacia una meta con-
vergente porque tienen el común objetivo de elucidar los cam-
bios que la maduración pulsional produce en la organización
yoica. Las investigaciones clínicas del proceso adolescente han
puesto convincentemente en claro que tanto la desvinculación
de los objetos primarios como el abandono de los estados yoicos
infantiles exige un retorno a fases tempranas del desarrollo.
Esa desvinculación sólo puede lograrse merced a la reanima-
ción de los compromisos emocionales infantiles y las concomi-
tantes posiciones yoicas (fantasías, pautas de confrontación,
organización defensiva). Este logro gira, pues, en torno de la
regresión pulsional y yoica; ambas introducen en su decurso
una multitud de medidas que, en términos pragmáticos, son
inadaptadas. De un modo paradójico, podría decirse que el de-
sarrollo progresivo se vé impedido si la regresión no sigue su
curso apropiado en el momento apropiado, dentro de la se-
cuencia del proceso adolescente.
Al definir la individuación como el aspecto yoico de la tarea
regresiva de la adolescencia, se torna evidente que el proceso
adolescente instituye, en esencia, una tensión dialéctica entre
la primitivización y la diferenciación, entre las posiciones
regresivas y progresivas; cada uno de estos elementos extrae su
ímpetu del otro, a la vez que lo torna viable y factible. La con-
secuente tensión que implica esta dialéctica somete a un esfuer-
zo extraordinario a las organizaciones yoica y pulsional —o
más bien a su interacción—. A este esfuerzo le debemos las nu-
merosas y variadas distorsiones y fracasos —clínicos y subclíni-
cos— que sufre la individuación en esta edad. Gran parte de lo
que a primera vista parece defensivo en la adolescencia debería
designarse, más correctamente, como una condición previa pa-
ra que el desarrollo progresivo se ponga en marcha y prosiga su
curso.
9. Formación del carácter
en la adolescencia*
La segunda individuación
La primera de esas condiciones previas abarca lo que se ha
dado en llamar "el aflojamiento de los lazos objetales infanti-
les" (A. Freud, 1958), proceso que, en sus más vastos alcances,
he conceptualizado como el "segundo proceso de individuación
de la adolescencia" (véase el capítulo 8). La tarea del de-
sarrollo radica aquí en el desasimiento de las investiduras libi-
dinales y agresivas respecto de los objetos de amor y odio infan-
tiles interiorizados. Sabemos que las relaciones objetales infan-
tiles están íntimamente entramadas con la formación de la
estructura psíquica, según lo demuestra, verbigracia, la tras-
lormación del amor de objeto en identificación. No necesito re-
cordar que las relaciones objetales activan y conforman nú-
cieos yoicos en torno de los cuales se aglutinan las experien-
cias posteriores, ni que inducen y agudizan sensibilizaciones
idiosincrásicas, incluidas las preferencias y evitaciones indivi-
duales. La formación más dramáticamente decisiva que deriva
de las relaciones objetales es el superyó. Los conflictos de la in-
fancia y la niñez dan origen a los numerosos rasgos de carácter
y actitudes que, en esta etapa, es fácil observar in statu nas-
cendi.
En el desasimiento de los lazos objetales infantiles vemos la
contraparte psicológica del logro de la madurez somática, pro-
ducida por el proceso biológico de la pubertad. Las forma-
ciones psíquicas que no sólo derivaron de las relaciones objeta-
les sino que mantienen, en mayor o menor medida, firmes la-
zos instintivos con las representaciones de objeto infantiles son
afectadas, a menudo de manera catastrófica, por la segunda
individuación adolescente. El superyó vuelve a poner de mani-
fiesto, por el grado de su desorganización o desintegración en
la adolescencia, la afinidad afectiva de esta estructura con los
vínculos de objeto infantiles. Aquí sólo puedo insinuar que
muchas funciones de adaptación y control pasan del superyó al
ideal del yo, o sea, a una formación narcisista. El amor del be-
bé por sus progenitores es sustituido, al menos en parte, por el
amor a sí mismo o a su perfección corporal. 1
La reestructuración psíquica, implícita en lo anterior, no
puede alcanzarse sin regresión. El impulso irresistible hacia
una creciente autonomía por vía de la regresión nos obliga a
considerar que esta regresión de la adolescencra está al servicio
del desarrollo más que al servicio de la defensa. De hecho, el
análisis demuestra a carta cabal no sólo que el adolescente se
defiende contra la regresión específica de la fase, sino también
que la tarea del análisis es facilitar dicha regresión.
La regresión adolescente es, además de inevitable, obligato-
ria —o sea, es específica de la fase—. La regresión adolescente
al servicio del desarrollo pone en contacto a un yo más evolu-
cionado con posiciones pulsionales infantiles, con antiguas
constelaciones conflictivas y sus soluciones, con las tempranas
relaciones objetales y formaciones narcisistas. Podría afirmarse
que el funcionamiento de la personalidad que resultaba ade-
cuado para el niño protoadolescente sufre una revisión selecti-
va. Y a esta tarea se vuelcan los mayores recursos del yo.
En el curso de la reestructuración psíquica adolescente el yo
trae hacia su propia jurisdicción las propensiones pulsionales y
las influencias superyoicas, integrando estos elementos dispares
en una pauta adaptativa. La segunda individuación procede
Traumas residuales
Continuidad yoica
Identidad sexual
A fin de completar el conjunto de prerrequisitos que pro-
mueven la formación del carácter adolescente, hay que men-
cionar, en cuarto lugar, el surgimiento de la identidad sexual.
Si bien la condición de varón o mujer es establecida a tempra-
na edad, he sostenido que la identidad sexual con sus límites
definitivos (o sea, irreversibles) sólo aparece en fecha tardía,
como proceso colateral a la maduración sexual de la pubertad.
Antes de alcanzar la madurez física en el plano sexual, los lími-
tes de la identidad sexual son fluidos. En verdad, una identi-
dad sexual cambiante o ambigua, dentro de ciertos límites, es
la regla más que la excepción. Y esto es más evidente en la niña
que en el varón. Basta recordar el grado de aceptación social e
individual de que goza la "etapa varonera" de la niña, y la pro-
funda represión de la envidia del pecho en el varón preadoles-
cente. De todos modos, la pubertad establece una línea demar-
catoria, más allá de la cual las adiciones bisexuales a la identi-
dad de sexo se tornan incompatibles con el desarrollo progresi-
vo. Clínicamente, es fácil observar esto en la creciente capaci-
dad del adolescente para el hallazgo de objeto heterosexual y
en la merma de la masturbación, hechos ambos que avanzan
de manera paralela a la formación de la identidad sexual.
No es mi propósito rastrear aquí el origen o la resolución de
la bisexualidad, pero hay que señalar que en la medida en que
perdura la ambigüedad —o ambivalencia— de la identifica-
ción sexual, el yo no puede dejar de ser afectado por la ambi-
güedad de las pulsiones. Las exigencias madurativas de la pu-
bertad estimulan, por lo general, procesos integrativos de
complejidad cada vez mayor, pero en tanto y en cuanto preva-
lece la ambigüedad sexual estos procesos pierden empuje, di-
rección y foco; o sea: la maduración es derrotada en toda la lí-
nea. El adolescente vivencia esto subjetivamente como una cri-
sis o difusión de su identidad, para emplear la terminología de
Erikson (1956). En la prosecución de nuestro tema, concluire-
mos diciendo que la formación del carácter presupone que la
identidad sexual ha avanzado a lo largo de un sendero que se
va estrechando, y que conduce a la identidad masculina o fe-
menina.
En esta coyuntura observamos, en la adolescencia tardía y la
posadolescencia, con qué persistencia han sido excluidos de la
expresión genital y absorbidos en la formación del carácter los
más exactamente, con la descripción de la totalidad en térmi-
nos de la función de sus constituyentes. A partir de estas apre-
hensiones fragmentarias puede luego armarse la totalidad
como entidad psíquica (Lichtenstein, 1965) . Se nos abren así
dos caminos para la indagación: 1) estudiar las funciones ob-
servables a fin de atribuirles una estructura (principio dinámi-
co, económico), y 2) rastrear el crecimiento de una formación
psíquica y ver cómo llega a ser lo que es (principio genético).
Estos caminos no son el fruto de una elección arbitraria, sino
que nos son impuestos por la naturaleza de nuestra materia.
Hablando en términos generales, la formación del carácter es
un proceso integrativo, y como tal propende a la eliminación
del conflicto y del surgimiento de angustia. Recordemos lo que
afirmaba Anna Freud (1936): no puede estudiarse al yo cuando
se encuentra en armonía con el ello, el superyó y el mundo ex-
terior; sólo revela su naturaleza cuando prevalece la desarmo-
nía entre las instituciones psíquicas. En el estudio del carácter
enfrentamos un dilema similar: podemos describir con clari-
dad la formación del carácter patológico, en tanto que el pro-
ceso típico normal se nos escapa. En el análisis de adolescentes
no podemos dejar de observar de qué callada manera cobra
forma el carácter, cómo se consolida proporcionalmente al
rompimiento con los lazos infantiles y la disolución de estos,
del mismo modo que un ave fénix que surge de las. cenizas.
Retomemos esta pregunta: ¿Por qué la formación del carác-
ter se produce en el período de la adolescencia, o, más bien, a
su término? En general, reconocemos el progreso evolutivo por
la aparición de nuevas formaciones psíquicas como consecuen-
cia de procesos diferenciadores. La maduración pulsional y
yoica conduce siempre a una nueva y más compleja organiza-
ción de la personalidad. El avance pulsional del adolescente
hasta el nivel de la genitalidad adulta presupone un ordena-
miento jerárquico de las pulsiones, tal como se refleja en la or-
ganización del placer previo. La maduración yoica, netamente
influida (aunque no totalmente determinada) por el progreso
pulsional, se traduce en avances cualitativos de la cognición,
según han descrito Inhelder y Piaget (1958). Si contemplamos
el desarrollo y la maduración como procesos diferenciadores e
integrativos, cabe preguntar: ¿Cuáles de estos procesos son
condición previa, en la adolescencia, de la formación del ca-
rácter?
Abordaré este problema indagando ciertos aspectos de los
progresos pulsionales y yoicos típicos del adolescente, que tor-
nan no sólo posible sino imperativa la formación del carácter
para estabilizar la nueva organización de la personalidad al-
canzada en la adultez. Sise pudiera describir el carácter en tér-
minos de funciones observables, y la formación del carácter en
términos de las condiciones previas, o de secuencias epigenéti-
cas, o de etapas de desarrollo que quedaron atrás, la meta de
esta indagación estaría más próxima. Zetzel (1964) ha subraya-
do el aspecto evolutivo de la formación del carácter y se refiere
a una tarea evolutiva que, a mi juicio, corresponde a la fase de
la adolescencia tardía. Es notable la forma en que Zetzel
amplía la definición de la formación del carácter; dice así: "La
formación del carácter [...] abarca toda la gama de soluciones,
adaptadas ó inadaptadas, frente a demandas evolutivas reco-
nocidas" (pág. 153).
La segunda individuación
La primera de esas condiciones previas abarca lo que se ha
dado en llamar "el aflojamiento de los lazos objetales infanti-
les" (A. Freud, 1958), proceso que, en sus más vastos alcances,
he conceptualizado como el "segundo proceso de individuación
de la adolescencia" (véase el capítulo 8). La tarea del de-
sarrollo radica aquí en el desasimiento de las investiduras libi-
dinales y agresivas respecto de los objetos de amor y odio infan-
tiles interiorizados. Sabemos que las relaciones objetales infan-
tiles están íntimamente entramadas con la formación de la
estructura psíquica, según lo demuestra, verbigracia, la tras-
formación del amor de objeto en identificación. No necesito re-
cordar que las relaciones objetales activan y conforman nú-
cieos yoicos en torno de los cuales se aglutinan las experien-
cias posteriores, ni que inducen y agudizan sensibilizaciones
idiosincrásicas, incluidas las preferencias y evitaciones indivi-
duales. La formación más dramáticamente decisiva que deriva
de las relaciones objetales es el superyó. Los conflictos de la in-
. fancia y la niñez dan origen a los numerosos rasgos de carácter
\ y actitudes que, en esta etapa, es fácil observar in statu nas-
cendi.
En el desasimiento de los lazos objetales infantiles vemos la
contraparte psicológica del logro de la madurez somática, pro-
ducida por el proceso biológico de la pubertad. Las forma-
ciones psíquicas que no sólo derivaron de las relaciones objeta-
les sino que mantienen, en mayor o menor medida, firmes la-
zos instintivos con las representaciones de objeto infantiles son
afectadas, a menudo de manera catastrófica, por la segunda
individuación adolescente. El superyó vuelve a poner de mani-
fiesto, por el grado de su desorganización o desintegración en
la adolescencia, la afinidad afectiva de esta estructura con los
vínculos de objeto infantiles. Aquí sólo puedo insinuar que
muchas funciones de adaptación y control pasan del superyó al
ideal del yo, o sea, a una formación narcisista. El amor del be-
bé por sus progenitores es sustituido, al menos en parte, por el
amor a sí mismo o a su perfección corporal. 1
La reestructuración psíquica, implícita en lo anterior, no
puede alcanzarse sin regresión. El impulso irresistible hacia
una creciente autonomía por vía de la regresión nos obliga a
considerar que esta regresión de la adolescencia está al servicio
del desarrollo más que al servicio de la defensa. De hecho, el
análisis demuestra a carta cabal no sólo que el adolescente se
defiende contra la regresión específica de la fase, sino también
que la tarea del análisis es facilitar dicha regresión.
La regresión adolescente es, además de inevitable, obligato-
ria —o sea, es específica de la fase—. La regresión adolescente
al servicio del desarrollo pone en contacto a un yo más evolu-
cionado con posiciones pulsionales infantiles, con antiguas
constelaciones conflictivas y sus soluciones, con las tempranas
relaciones objetales y formaciones narcisistas. Podría afirmarse
que el funcionamiento de la personalidad que resultaba ade-
cuado para el niño protoadolescente sufre una revisión selecti-
va. Y a esta tarea se vuelcan los mayores recursos del yo.
En el curso de la reestructuración psíquica adolescente el yo
trae hacia su propia jurisdicción las propensiones pulsionales y
las influencias superyoicas, integrando estos elementos dispares
en una pauta adaptativa. La segunda individuación procede
Traumas residuales
Continuidad yoica
Identidad sexual
A fin de completar el conjunto de prerrequisitos que pro-
mueven la formación del carácter adolescente, hay que men-
cionar, en cuarto lugar, el surgimiento de la identidad sexual.
Si bien la condición de varón o mujer es establecida a tempra-
na edad, he sostenido que la identidad sexual con sus límites
definitivos (o sea, irreversibles) sólo aparece en fecha tardía,
como proceso colateral a la maduración sexual de la pubertad.
Antes de alcanzar la madurez física en el plano sexual, los lími-
tes de la identidad sexual son fluidos. En verdad, una identi-
dad sexual cambiante o ambigua, dentro de ciertos límites, es
la regla más que la excepción. Y esto es más evidente en la niña
que en el varón. Basta recordar el grado de aceptación social e
individual de que goza la "etapa varonera" de la niña, y la pro-
funda represión de la envidia del pecho en el varón preadoles-
cente. De todos modos, la pubertad establece una línea demar-
catoria, más allá de la cual las adiciones bisexuales a la identi-
dad de sexo se tornan incompatibles con el desarrollo progresi-
vo. Clínicamente, es fácil observar esto en la creciente capaci-
dad del adolescente para el hallazgo de objeto heterosexual y
en la merma de la masturbación, hechos ambos que avanzan
de manera paralela a la formación de la identidad sexual.
No es mi propósito rastrear aquí el origen o la resolución de
la bisexualidad, pero hay que señalar que en la medida en que
perdura la ambigüedad —o ambivalencia— de la identifica-
ción sexual, el yo no puede dejar de ser afectado por la ambi-
güedad de las pulsiones. Las exigencias madurativas de la pu-
bertad estimulan, por lo general, procesos integrativos de
complejidad cada vez mayor, pero en tanto y en cuanto preva-
lece la ambigüedad sexual estos procesos pierden empuje, di-
rección y foco; o sea: la maduración es derrotada en toda la lí-
nea. El adolescente vivencia esto subjetivamente como una cri-
sis o difusión de su identidad, para emplear la terminología de
Erikson (1956). En la prosecución de nuestro tema, concluire-
mos diciendo que la formación del carácter presupone que la
identidad sexual ha avanzado a lo largo de un sendero que se
va estrechando, y que conduce a la identidad masculina o fe-
menina.
En esta coyuntura observamos, en la adolescencia tardía y la
posadolescencia, con qué persistencia han sido excluidos de la
expresión genital y absorbidos en la formación del carácter los
remanentes de la orientación bisexual. El importante, decisivo,
papel que cumple el ideal del yo, heredero del complejo de
Edipo negativo, en este punto de viraje de la adolescencia tar-
día sólo puede ser mencionado aquí al pasar (para una exposi-
ción completa sobre esto, véase el capítulo 15).
155 f
vivencia, esencialmente idéntica, ha sido derivada en la ni-
ñez de las constantes del ambiente: su confiabilidad y su in-
mutabilidad.
El adelanto de la pubertad
Resumen
Al ocuparme del niño que se halla en los comienzos de su
adolescencia, he descrito su desarrollo psicológico en términos
de reorganización psíquica. He mostrado los acomodamientos
de las pulsiones al estado de la pubertad e indicado el surgi-
miento de aptitudes yoicas que corren paralelas a la madura-
ción física y al cambio de status social.
Hemos extraído la conclusión de que la etapa inicial de la
adolescencia decide de manera crítica el curso que seguirá esta.
Se han expuesto los motivos que abonan una prolongación,
más que una abreviación, de la adolescencia temprana, pese al
hecho de que la maduración física se va produciendo a edades
cada vez menores. Hemos aducido que en la transición de los
lazos de dependencia familiares a la condición de miembro de
la sociedad cumplen un prominente papel las estructuras so-
ciales y su relación con las estructuras psíquicas individuales.
En todo este artículo, mi propósito ha sido explicitar los
principios del desarrollo y la localización de las situaciones cru-
ciales que promueven o impiden el proceso adolescente. Esto
me ha exigido prestar atención expresa al estadio del cual pro-
viene el preadolescente, así como a aquel al cual tiende. No he
dedicado parejas consideraciones al adolescente que se en-
cuentra en la mitad del tránsito, el adolescente por antonoma-
sia de catorce a dieciséis años de edad (la adolescencia pro-
piamente dicha). Preferí centrarme en la preadolescencia y en
la adolescencia temprana porque estas etapas son las más deci-
sivas y menos comprendidas de todas las que abarca el proceso
adolescente. En esencia, mi objetivo ha sido exponer un pun-
to de vista evolutivo que ofreciera marcos de referencia pa-
r a l a coordinación del progreso adolescente normativo, así co-
mo para las medidas de apoyo y criterios que debe adoptar el
ambiente.
Tercera parte. Actíng out
y delincuencia
Al abordar el problema de la delincuencia, nos enfrentamos
con una de las situaciones de "impase" en el desarrollo adoles-
cente que nos indican que el proceso ha fracasado o está por
fracasar. La conducta delictiva puede ser una señal de zo-
zobra o bien un particular estilo de adaptación —de inadapta-
ción, a ojos del observador— en el cual es sintomática la exte-
riorización del conflicto.
Ya en otros lugares de este libro (especialmente en la primera
parte) me he ocupado del adolescente y su entorno, apuntando
de qué manera ambos se modelan uno al otro en una acción
circular. Me empeñé en establecer que las dos órbitas tienen
influencias recíprocas y están inextricablemente entrelazadas;
en el caso del niño preedípico, describí estas órbitas como la de
la autonomía individual, por un lado, y la de la matriz social,
por el otro. Cualquier referencia a estas órbitas coexistentes co-
mo entidades cuasi-aisladas es un artificio conceptual. Tenien-
do presentes estas salvedades, el estudio de los procesos indivi-
duales y socioculturales por separado se justifica y, en verdad,
es provechoso a los fines del examen y la clarificación.
La exploración de la delincuencia plantea problemas muy
distintos de los que dieron origen a los interrogantes preceden-
tes. Aquí estamos frente a los usos especiales que el individuo
hace de su entorno. En este sentido, atrae nuestra atención el
sistema de acción, su significado y función dentro del proceso
adolescente. La conducta delictiva pasajera durante la adoles-
cencia está indicando una crisis psicológica, pero en sí misma
no es un suceso patológico. Es siempre esencial evaluar de ma-
nera diferente cada comportamiento delictivo. Descubriremos
que algunos de los usos inadaptados que hace el adolescente de
su ambiente representan frenéticos esfuerzos por superar obstá-
culos que interfieren la maduración, la socialización o, funda-
mentalmente, el segundo proceso de individuación. Esos es-
fuerzos frenéticos se ponen de manifiesto en la conducta ina-
daptada en general, y en particular en la formación aloplástica
de síntomas. La conducta delictiva promueve una detención en
el desarrollo, que, aun cuando sólo sea transitoria, puede im-
pedir seriamente y hasta abortar el proceso adolescente y ad-
quirir la inflexibilidad de un síntoma.
Cualquier observador, profesional o lego, de la conducta
adolescente conoce bien los extremos del desarrollo inadapta-
do, que sus manifestaciones polares revelan con máxima clari-
dad. Por un lado, tenemos la falta de respuesta emocional del
adolescente y su desapego estático respecto del mundo que lo
rodea; en contraste con ello, asistimos por otro lado a su parti-
cipación incontenible, indiscriminada, explotadora y ego-
céntrica en el mundo de lps objetos y de las personas. El pri-
mero es el estado de retraimiento emocional; el segundo, el
del acting out o actuación. Este último es el que ahora nos
interesa.
En las tendencias asocíales preexistentes juegan dos compo-
nentes del desarrollo normal: la desmezcla de las pulsiones bá-
sicas, libido y agresión, y la intensificación madurativa del sis-
tema de acción. A la luz de la desmezcla de las pulsiones bási-
cas en la adolescencia, comprobamos que la mezcla de las pul-
siones en la niñez temprana representa uno de los pasos más
notables y decisivos hacia la humanización y la socialización.
En el varón, por ejemplo, observamos durante su preadoles-
cencia —la etapa en que suelen aparecer las conductas delicti-
vas— cómo irrumpen ciertas manifestaciones típicas de la pul-
sión agresiva. Me he referido a ellas denominándolas "sadismo
fálico" y considerando que su surgimiento es resultado de la
regresión y la desmezcla pulsional. Sólo la "re-mezcla" de las
pulsiones reintegrará esos afectos primitivos preambivalentes
dentro de relaciones objetales maduras. Pese a las primitivi-
zaciones regresivas, no debemos perder de vista que la intensi-
ficación del sistema de acción apuntala el avance hacia la auto-
nomía y el distanciamiento afectivo del self respecto de los ob-
jetos de su dependencia.
Por desgracia, el término "acting out" insinúa toda suerte de
connotaciones peyorativas, con la consecuencia de que a me-
nudo se pasa por alto su aspecto potencialmente positivo. Este
estrecho punto de vista tiene sus raíces en la historia del con-
cepto, por lo cual me he empeñado en rastrearla y actualizarla.
A partir de mi propia labor clínica, emergió una nueva y más
compleja conceptualización de dicho término, que da cabida a
fenómenos de acting out radicalmente distintos de la formula-
ción corriente. Lo tradicional es que se considere el acting out
una descarga impulsiva que obedece a una fallida estructu-
ra superyoica y a un defectuoso sistema de control de los impul-
sos. Lo que me pareció significativo, dentro del cuadro total
del acting out, fueron las distintas formas en que se manifiesta
la intensificación del sistema de acción en la delincuencia mas-
culina y en la femenina. Aquí intentamos conceptualizar estas
diferencias, observadas en la clínica y documentadas en la ca-
suística.
Con el propósito de ampliar y enmendar el concepto vigente
de acting out, algunos de los estudios que siguen se centran en
la conducta de acting out como una forma altamente organiza-
da de comunicación por la vía del sistema de acción. De-
mostraremos que, en los casos en consideración, el adolescente
ha perdido parcialmente el sistema simbólico del lenguaje y el
pensamiento como instrumento expresivo de sus ideas y senti-
mientos, empleando por lo tanto una modalidad particular de
comunicación codificada, a través de la acción. Ciertos casos
de delincuencia y de adicción inadaptada a la acción en gene-
ral se someten a una investigación detallada como casos de "ac-
ting out al servicio del desarrollo". Se examinarán algunos
ejemplos en que la presunta delincuencia o acting out —que en
parte no entra en colisión con la ley— se presenta como un re-
suelto y deliberado esfuerzo por resistir a la regresión y detener
una inminente pérdida de la identidad (desintegración yoica).
Indicaré de qué manera el desciframiento del lenguaje de la ac-
ción logró elevar la conducta inadaptada, destructiva del self y
del objeto, hasta un nivel más alto de funcionamiento psí-
quico, tornándola así gradualmente innecesaria. Recordamos
aquí las enigmáticas palabras de Hipócrates, acerca de las
cuales se han interrogado a través de las épocas los practicantes
del arte de curar: "La enfermedad es la cura". Ciertas varian-
tes de acting out que describiré en detalle dan nueva significa-
ción a estas palabras. En estos casos de delincuencia, el tera-
peuta presta oídos (e imaginación) al lenguaje de la acción a fin
de resolver, allí donde se presenta, la paradoja de hacer lo in-
correcto por el motivo c^recto.
11. Factores preedípicos
en la etiología de la delincuencia
femenina*
183 !
convincente si aceptamos la opinión sustentada por Healy,
Aichhorn, Alexander, Friedlander y otros, de que "las diferen-
cias en la conformación psicológica del delincuente y del no de-
lincuente son de índole cuantitativa más que cualitativa"
(Friedlander, 1947).
En los últimos tiempos hemos asistido también a un cambio
en el cuadro sintomatológico de las neurosis; la clásica histeria
de conversión predomina menos en la actualidad, cediendo su
lugar a otras formas de trastornos de la personalidad, que
pueden sintetizarse como patologías del yo. La ansiosa "pronti-
tud para la gratificación" de sus hijos que muestran los padres,
y aun su gratificación anticipada de las necesidades instintivas
de estos cuando ya han dejado atrás la etapa infantil, parece
ser el motivo de muchos casos de escasa tolerancia a la frustra-
ción y alto grado de dependencia presentes en muchos niños.
Contribuye a esta confusión el hecho de que los progenitores
renuncien a su propio saber práctico intuitivo entregándose a
lós consejos publicitarios y pronunciamientos de los especialis-
tas. En tales circunstancias, el yo del niño queda expuesto a
una estimulación insuficiente e incongruente (positiva y nega-
tiva), con el resultado de que sobrevienen defectos yoicos más o
menos permanentes; estos se tornan más evidentes en la mal-
formación de las funciones de postergación y de inhibición. El
fuerte impulso a la descarga inmediata de la tensión es típico
del delincuente, y la edad en que se incrementa la tensión ins-
tintiva es la pubertad. En esta época el individuo por lo general
vuelve a representar su drama personal en el escenario más
amplio de la sociedad, y es desde luego en esta coyuntura del
stress madurativo que se torna notoria la insuficiencia yoica.
Si comparo los casos de delincuencia que acuden hoy a
nuestras clínicas con los que recuerdo de mi labor conjunta con
Aichhorn en Viena en la década del veinte, me sorprende la di-
ferencia que existe —el predominio actual de fallas en la in-
tegración yoica y de trastornos de los impulsos—. El consejo
clásico de Aichhorn (1925) de que se convirtiera primero al de-
lincuente en un neurótico para hacerlo accesible al tratamiento
parece aplicarse en nuestros días sólo a un pequeño sector de la
población delincuente.
El estudio de la psicodinámica de la delincuencia ha tenido
siempre propensión a quedar envuelto en una maraña de for-
mulaciones generales y totalizadoras. Las ideas prevalecientes
en el ámbito de la conducta y la motivación humanas tienden a
proporcionar el "plan magistral" para su solución. De hecho,
los determinantes etiológicos cambian según cuál sea la inda-
gación psicoanalítica que predomine: la teoría de la gratifica-
ción de los instintos, así como la del superyó faltante, han
quedado atrás, pasando a primer plano las consideraciones re-
r
lativas a la patología del yo. No pongo en tela de juicio que la
opinión de Kaufman y Makkay (1956), para quienes un "tipo
infantil de depresión" que obedece a una "defección efectiva o
emocional" es un "elemento predisponente y necesario de la
delincuencia", es correcta, pero igualmente correcto es afirmar
que en todos los tipos de trastornos emocionales infantiles hay
elementos depresivos. Lo que más nos intriga en el delincuente
es su incapacidad para interiorizar el conflicto, o más bien su
ingeniosa evitación de la formación de síntomas mediante la
vivencia de la tensión endopsíquica como un conflicto con el
mundo exterior. El uso exclusivo de soluciones antisociales
aloplásticas es una característica de la delincuencia que la
aparta de otras formas de fracasos adaptativos. Contrasta cla-
ramente con las soluciones psiconeurótica o psicótica, la prime-
ra de las cuales representa una adaptación autoplástica, y la se-
gunda, una adaptación autista.
Hasta cierto punto, todos los casos de delincuencia exhiben si-
militudes psicodinámicas, pero me parece más redituable estu-
diar sus diferencias, único método para penetrar en los aspec-
tos más oscuros del problema. Al formular esta advertencia,
Glover (1956) se refiere a "clisés etiológicos" tales como el "ho-
gar quebrado" o la "angustia de separación", y continúa di-
ciendo: "No exige gran esfuerzo mental suponer que la separa-
ción en los primeros años de la infancia debe ejercer un efecto
traumático, ppro convertir este factor ambiental en un deter-
minante directo de la delincuencia es soslayar la propuesta
central del psicoanálisis, según la cual estos elementos predis-
ponentes adquieren fuerza y forma patológicas de acuerdo
con el efecto que tiene su tránsito por las diversas fases de la.si-
tuación edípica inconciente" (págs. 315-16). Mis puntualiza-
ciones clínicas y teóricas parten de este punto, sobre todo en la
medida en que las fijaciones preedípicas impiden que se conso-
lide la etapa edípica y, por lo tanto, impiden la maduración
emocional.
187 l
pone fin a la temprana fase de la pasividad primordial. Apun-
temos que ya en esta coyuntura se prefigura una bifurcación en
el desarrollo psicosexual del varón y la niña. Esta se vuelca po-
co a poco hacia la pasividad, en tanto que el vuelco primero
del varón hacia la actividad es absorbido más tarde por la iden-
tificación que habitualmente establece con su padre. De ello
no debe inferirse que feminidad y pasividad, o masculinidad y
actividad, son términos sinónimos. Lo que se destaca es una
tendencia —que por lo tanto no es de orden dualista absoluto
sino de orden potencial y cualitativo— intrínseca a ambos se-
xos y característica de ellos.
La temprana identificación con la madre activa llena a la ni-
ña, por vía de la fase fálica, a una posición edípica inicial acti-
va (negativa) como paso típico de su evolución. Cuando luego
vuelca sus necesidades de amor hacia el padre, existe siempre el
peligro de que sus impulsos pasivos hacia él vuelvan a activar la
primitiva dependencia oral; el retorno a esta pasividad pri-
mordial impedirá el avance exitoso hacia la feminidad. Toda
vez que un apego excesivo al padre signe la situación edípica de
la niña, podemos sospechar que por detrás de eso hay un exce-
sivo apego, profundo y duradero, a la madre preedípica. Sólo
si la niña logra abandonar el lazo pasivo con la madre y avanza
hasta una posición edípica pasiva (positiva) podrá ahorrársele
la regresión adolescente a la madre preedípica.
2 No hay duda alguna de que el medio social actúa sobre el desarrollo adoles-
cente acelerándolo o retardándolo. Por lo tanto, sólo es posible establecer una
comparación significativa de pautas evolutivas entre varones y mujeres de un
medio similar.
tiene como tema central "el bebé y la madre", la recreación de
una unión en que ambos estaban confundidos. Las actitudes
que exhiben hacia sus hijos las adolescentes que, siendo solte-
ras, devienen madres ofrecen amplia oportunidad para estu-
diar este problema. Una chica de diecisiete años me dijo, des-
pués de haber tenido un aborto, que hacía cosas extrañas en la
casa cuando se encontraba sola; caminaba por todas partes di-
ciendo "Mamita" con angustiada voz de bebé apenas audible.
Y añadió: "Debo de estar loca". Huelga decir que en su vida
emocional predominaba un agitado conflicto con la madre.
En contraste con la condición prevaleciente en la mujer,
quiero apuntar brevemente cuál es la muy otra situación del
varón. Puesto que este preserva a lo largo de toda su niñez el
mismo objeto de amor, no se ve enfrentado a una necesidad de
reprimir la pregenitalidad que iguale en aproximación sumaria
a la de la niña. Ruth Maclc Brunswick (1940), en su trabajo clá-
sico sobre "La fase preedípica del desarrollo de la libido", dice:
"Una de las mayores diferencias entre los sexos es el enorme
grado en que se reprime en la niña la sexualidad infantil. Salvo
en estados neuróticos profundos, ningún hombre recurre a una
represión similar de su sexualidad infantil" (pág. 246).
El varón adolescente que regresa, episódicamente, a gratifi-
caciones pulsionales pregenitales aún se halla en relativa armo-
nía con el desarrollo progresivo propio de su sexo, y en todo ca-
so no está en una oposición fatal a este, por cierto. Los trastor-
nos de conducta provenientes de estos movimientos regresivos
ño son por fuerza tan dañinos para su desarrollo emocional co-
mo lo son, a mi juicio, en el caso de las niñas. "Paradójicamen-
te, la relación de la niña con su madre es más persistente, y a
menudo más intensa y peligrosa, que la del varón. La inhibi-
ción que ella enfrenta al volcarse hacia la realidad la retrae a
su madre durante un lapso signado por mayores y más infanti-
les demandas de amor" (Deutsch, 1944).
4. De lo anterior se desprende que hay básicamente dos tipos
de delincuentes femeninas: las que han regresado a la madre
preedípica y las que tratan en forma desesperada de aferrarse a
la etapa edípica. En ambos casós, él principal problema vincu-
lar es la madre. Estos dos tipos de muchachas delincuentes co-
meterán trasgresiones que parecen idénticas, y de hecho lo son
ante la ley, pero que son esencialmente diferentes en cuanto a
su dinámica y estructura. En un caso tenemos una solución
regresiva, en tanto que en el otro prevalece una lucha edípica
que, por cierto, no alcanzó jamás ningún grado de interioriza-
ción o resolución.
Consideraciones teóricas tienden a abonar la tesis de que la
delincuencia femenina es precipitada a menudo por el fuerte
impulso regresivo hacia la madre preedípica y el pánico que tal
sometimiento infunde. Es fácil ver que para la chica que
enfrenta uh fracaso o desilusión edípicos que ella es incapaz de
superar, hay dos soluciones posibles: o regresar en su relación
objetal a la madre, o mantener una situación edípica ilusoria
con el solo propósito de resistir la regresión. Esta lucha defensi-
va se manifiesta en la necesidad compulsiva de crear en la re-
alidad un vínculo en que ella sea necesitada y querida por su
pareja sexual. Estas constelaciones constituyen las condiciones
previas paradigmáticas de la delincuencia femenina.
Ejemplo clínico
Las consideraciones teóricas que han ocupado nuestra aten-
ción hasta el momento deben ser ahora reintegradas al caso in-
dividual en que se las estudió originalmente. El resumen que
sigue corresponde al historial de Nancy, una chica en los co-
mienzos de su adolescencia. 3 No registraremos aquí los aspectos
terapéuticos, sino que prestaremos oídos al lenguaje de la con-
ducta.
Cuando Nancy tenía trece años de edad, su familia y las
autoridades de la escuela a la que asistía se vieron ante un
problema de delincuencia sexual que fue llevado a los tribuna-
les; los hurtos de la niña sólo eran conocidos por su madre. En
el hogar, Nancy era una chica incontrolable y suelta de lengua:
empleaba un lenguaje obsceno, maldecía a sus padres y hacía
lo que le venía en gana sin tomar en cuenta para nada cual-
quier interferencia de un adulto. "¡Los insultos que Nancy me
dirige son tan sexuales... 1", se lamentaba repetidamente la
madre. Pese a su aparente independencia, Nancy no dejaba
nunca de contarle a esta sus proezas sexuales, o al menos se las
dejaba entrever lo suficiente como para despertar su curiosi-
dad, ira, culpa y solicitud maternal. Le mostraba con regocijo
3 Tuve a mi cargo la supervisión de la terapeuta de Nancy.
historias que había escrito y que consistían en su mayoría en
frases obscenas. Nancy era ávida lectora de "sucios libros se-
xuales", para comprar los cuales le robaba dinero a la madre.
Esta se hallaba dispuesta a dárselo, pero, como Nancy le expli-
có a su terapeuta, "Yo quería tomar ese dinero y no que me
fuera dado".
Nancy culpaba agriamente a su madre por no haber sido fir-
me con ella cuando era pequeña: "Mamá debió saber que yo
actuaba con el fin de llamar su atención y para que los adultos
se ocupasen de mí". Jamás se casaría —afirmaba Nancy— con
un hombre que sólo supiera decir "querida, querida"; prefería
a alguien que la abofeteara cuando cometiese algún error. Co-
mo es obvio, la crítica implícita en esta observación iba dirigi-
da al padre, un hombre débil a quien ella no reprochaba care-
cer de instrucción ni ganar un sueldo modesto, sino su indife-
rencia y el ineficaz papel que cumplía en la familia.
Nancy creció en un pequeño departamento situado en un po-
puloso barrio urbano. Su familia quería que ella tuviese "las
mejores cosas en la vida", y encontró la manera y los medios
para pagárselas; así, Nancy recibió lecciones de acrobacia,
ballet y declamación. Al llegar a la pubertad, todos estos refi-
namientos terminaron.
A Nancy le interesaba el sexo hasta el punto de excluir cual-
quier otra inquietud. Ese interés alcanzó proporciones anor-
males poco después de su menarca, a los once años. Se jactaba
de salir con muchos muchachos y mantener relaciones sexuales.
Pidió a sus compañeras de colegio que se sumaran a su "club se-
xual". Sólo le gustaban los "muchachos malos", aquellos que
robaban, mentían, tenían antecedentes criminales y "sabían
cómo conseguirse una chica". También ella quería fumar y ro-
bar, pero no acompañaba a sus amigos en sus incursiones delic-
tivas porque "podía ser atrapada". Una cosa que la intrigaba
era que siempre podía conquistar a un muchacho si otra chica
andaba tras él, pero no en caso contrario. Se había hecho res-
petar entre las demás chicas porque enseguida las desafiaba a
una pelea a golpes de puño: "Tengo que mostrarles que no les
temo", decía.
Nancy admitió ante la terapeuta que deseaba mantener rela-
ciones sexuales, pero negó haber cedido jamás a su deseo; dijo
que únicamente usaba su cuerpo para atraer a los muchachos.
Sin embargo, en una oportunidad la encontraron "atontada,
desgreñada y mojada" tras haber estado en intimidad con va-
rios muchachos sobre el techo de una casa. Fue entonces que el
caso se llevó a los tribunales; se le concedió la libertad bajo
fianza a condición de que se pusiera bajo tratamiento. Ante la
evidencia, ya no pudo negar a la terapeuta que había tenido
relaciones sexuales. En ellas no experimentó ninguna sensación
genital ni placer sexual. Expresó su esperanza de tener un bebé
y manifestó que lo que pretendía con esas relaciones era ven-
garse de su madre. Sostuvo que si naciera una criatura, se
quedaría con ella y se casaría con el muchacho. Estaba conven-
cida de que su madre no había querido que ella, Nancy, na-
ciera, y que en verdad nunca había querido tenerla junto a sí.
Por esta época tuvo un sueño en el que mantenía relaciones con
adolescentes y nacían 365 bebés, uno por cada día del año, hi-
jos de un muchacho a quien ella abandonaba luego de conse-
guir esto.
Nancy pasaba mucho tiempo en ensoñaciones; sus fantasías
se vinculaban con el matrimonio, y la consumía el deseo de te-
ner un bebé. Temía no resultar atractiva a los muchachos y no
poder casarse. Nancy tenía un buen desarrollo físico para su
edad, pero estaba insatisfecha con su cuerpo, en especial con su
piel, cabello, estatura, ojos (usaba anteojos) y orejas (tenía los
lóbulos pegados al rostro). En'su hogar era extremadamente
púdica; nunca permitía que su madre la viese desnuda. Según
ella, sólo existía una razón para todas sus tribulaciones, decep-
ciones y angustias: su madre; ella era la "culpable de todo
cuanto la hacía infeliz". La acusaba de quitarle sus amigos
(muchachos y chicas), de retacearle la alegría que ella sentía al
encontrarse con sus amistades, de ponerle una traba al teléfono
para aislarla del mundo. Nancy decía que necesitaba amigas
íntimas que fueran sus hermanas de sangre; ella y otra chica
llamada Sally se grabaron mutuamente sus iniciales en el brazo
con una navaja- como prueba de amistad eterna. Cuando
Nancy mostró las cicatrices a la madre, esta la regañó, lo cual
para aquella fue otra prueba de que la madre no quería que tu-
viese amigas íntimas. Desilusionada, intentó huir de la casa,
pero, como siempre, el lazo con la madre probó ser demasiado
fuerte, y al poco tiempo retornó.
Pese a su vehemente rechazo de la madre, Nancy necesitaba
su presencia a cada instante. Insistió, por ejemplo, en que la
acompañara a sus sesiones terapéuticas. Como le resultó muy
difícil encontrar un trabajo para la temporada de verano, pen-
só que la madre podría emplearse como asesora de un campa-
mento y ella trabajaría en calidad de asistente suya. Nancy no
se daba cuenta en absoluto de que su madre no era idónea para
esa tarea, ni tampoco podía evaluar razonablemente su propia
capacidad.
Continuando con sus acusaciones, aseguraba que si la madre
hubiera tenido, no un solo hijo (¡y para colmo mujerl), sino va-
rios, la vida de ella (de Nancy) habría tomado un curso dife-
rente. En la primera entrevista con la terapeuta, al inquirirle
esta en tono amistoso qué propósito perseguía al venir a verla,
Nancy mantuvo al principio un largo y hosco silencio, y de
.> 'L
pronto empezó a llorar. Sus primeras palabras fueron para ma-
nifestar su abrumadora necesidad de ser amada: "Como hija
única, siempre estuve tan sola...". Siempre había querido tener
un hermanito o hermanita, y se lo había pedido a la mamá. En
uno de sus sueños, estaba cuidando bebés, que eran en realidad
los hijos de su amiga (véase más adelante), y su madre decía:
"Es una vergüenza que chicos tan monos no tengan una madre
como la gente que los cuide. ¿Por qué no los adoptamos?".
Nancy estaba llena de júbilo en el sueño, y corría a lo de su te-
rapeuta para contarle que estaban por adoptar unos bebés. Co-
mo la terapeuta le replicase que eso les iba a costar mucho di-
nero, Nancy le espetó: "¿Pero usted no sabe que estamos podri-
dos en plata?". Al despertar, Nancy pidió a su madre que adop-
tase un chico. "Tendrá que ser un varón", le dijo, "porque sólo
sé poner pañales a los varones". Se imaginó a sí misma cuidan-
do chicos de una familia campesina durante el verano. Poco
más tarde, cuando tuvo catorce años, realmente trabajó un ve-
rano como ayudante en el jardín de infantes de una comuni-
dad. Fue allí una niña más entre los niños, una hermana mayor
que enseñaba a jugar a los más pequeños. Siempre le gustó
cuidar criaturas, en especial si eran muy pequeñas; le encanta-
ba sostenerlas en brazos. En cierta ocasión en que su prima
quedó embarazada, comenzó a hacer planes para atender al
bebé, pero añadiendo: "Lo cuidaré gratis durante tres meses;
eso es macanudo, pero después tendrán que pagarme".
En estos años de preocupaciones sexuales, Nancy se vinculó
con una mujer de veinte años que se había casado a los dieci-
séis, había tenido tres hijos, y, en ausencia del marido, vivía de
manera vagabunda y promiscua. Cuando Nancy la conoció,
ella estaba embarazada. Nancy compartió vicariamente la vi-
da sexual y la maternidad de esta mujer, haciéndose cargo de
los niños cuando ella estaba fuera de casa. En casos en que no
regresaba durante uno o dos días, ello le exigía quedarse a dor-
mir en casa de ella, con lo cual Nancy comenzó a faltar a la es-
cuela. En una de las escapadas de su amiga, que duró tres días,
Nancy llevó consigo a los tres niños a su propio hogar. En las ri-
ñas entre su amiga y el marido —de quien, según ella decía,
había estado una vez enamorada—, tomaba partido ardorosa-
mente por su amiga. También rechazaba con violencia las acu-
saciones que le hacía la madre respecto de la amiga, comentan-
do a la terapeuta: "Mi madre tiene la mente como una cloaca".
Nancy se sabía comprensiva con su amiga; sabía que esta era
desdichada porque su padre había muerto cuando ella era chi-
ca, y jamás había amado a su madre. "Discutir con mamá no
lleva a nada", decía Nancy, y sintetizaba la situación diciendo:
"Mi madre y yo simplemente no nos entendemos". Después de
esas disputas, de pronto Nancy sentía miedo de haber agravado
la enfermedad de su madre (quien sufría de alta presión arte-
rial) y de causarle tal vez la muerte.
En el hogar de su amiga casada, Nancy había encontrado un
refugio temporario, aunque peligroso. Se sentía segura en la
intimidad de esta madre embarazada que conocía el modo de
atraer a los hombres y tener muchos bebés. También le causa-
ba placer provocar la celosa ira de su madre, que desaprobaba
dicha relación. "Ahora —pensaba Nancy—, tengo una amiga-
madre con quien puedo compartirlo todo". En esta época co-
menzó a apartarse de las chicas de su edad, sintiendo que ya no
tenía más nada en común con ellas. Embarazoso testimonio del
hecho de que hubiera dejado atrás a sus compañeras fue la res-
puesta que dio a un grupo de ellas que estaban conversando
sobre ropa; cuando alguien le preguntó: "¿Cuál es la ropa que
más te gusta?", Nancy le espetó: "La de las mujeres embaraza-
das". Incidentes como estos la unían más profundamente aún a
la vida familiar ficticia que había construido con su amiga, a
quien amaba y de quien en una oportunidad dijo a la tera-
peuta: "No puedo sacármela de la cabeza".
En su relación con la terapeuta, Nancy fluctuaba entre la
proximidad y la distancia; esta inestabilidad está bien expresa-
da en estas palabras suyas: "Cuando pienso que debo venir al
consultorio, no quiero hacerlo; pero cuando estoy aquí me
siento contenta y tengo ganas de hablar". Admitió finalmente
que le agradaría ser confidente con ella, pero la puso sobre
alerta confesándole que era en realidad "una mentirosa com-
pulsiva". Le sugirió que se revelasen mutuamente sus secretos,
así podrían aprender una de otra. La necesidad de intimidad,
que era el impulso emocional que la llevaba a la terapeuta,
resultaba, por oposición, la responsable de sus repetidas hui-
das de esta.
A la postre llegó a repudiar a los "burdos, groseros adoles-
centes" y su fantasía se encaminó hacia la actuación teatral,
apoyándose en intereses y actividades lúdicas de sus años de la-
tencia. Al principio tenía infantiles y extravagantes ensueños:
se encontraba con actores de cine, se desmayaba y descubrían
en ella a una nueva estrella; más tarde, esto cedió lugar a la
idea más sensata de estudiar teatro. Pensaba que el teatro la
"convertiría en una dama", con lo cual quería significar que
tendría buenos modales y su conversación y conducta serían
delicados; estaba segura de que entonces la gente la querría.
Cuando había comenzado a menstruar su madre le explicó:
"Ahora serás una dama".
Nancy se aferró al teatro durante toda su adolescencia, y a
los dieciséis años obtuvo en realidad un modesto reconocimien-
to al participar en una obra en la temporada veraniega. La es-
cena $e volvió el legítimo territorio en que se permitió a su im-
pulsividad expresarse en todas direcciones y donde sus impulsos
exhibicionistas fueron poco a poco domeñados por el propio có-
digo de la actuación. A la sazón, Nancy se había vuelto algo
mojigata, era sociable con sus pares, pero al solo fin de promo-
ver su propio interés en las producciones teatrales. Tan buena
manipuladora como su madre, se vinculó ahora de manera
narcisista con su ambiente y aprendió a sacar provecho de los
demás. El interés por el teatro pasó a ser el foco de su identi-
dad, en torno del cual cobró forma la integración de su perso-
nalidad. El núcleo de esa identidad tenía su origen en "las me-
jores cosas de la vida" que la madre siempre había querido pa-
ra ella. En la adolescencia Nancy retornó a estas aspiraciones,
que le habían sido instiladas por las lecciones de declamación y
expresión corporal que recibiera durante sus años de latencia.
Este empeño artístico fue precisamente el que en la adolescen-
cia le sirvió como camino para sublimar la irresuelta fijación a
la madre. La identidad vocacional la rescató de la regresión y
de la delincuencia, pero también le impidió avanzar hacia re-
laciones objetales maduras; después de todo, seguía siendo el
deseo de la madre el que ella continuaba satisfaciendo median-
te su actividad artística. Cuando en una oportunidad, contan-
do ella dieciséis años, se le recordó su anhelo de tener bebés,
respondió bruscamente, disgustada: "Los bebés son cosa de
chicos".
Es apenas necesario destacar aquellos aspectos del caso que
ilustran la importancia etiológica de la fijación a la madre pre-
edípica en el comportamiento delictivo de Nancy. Su seudohe-
terosexualidad aparece claramente como una defensa contra el
retorno hacia la madre preedípica y contra la homosexualidad.
La única relación segura que encontró fue una folie á deux con
una amiga-madre embarazada; este vínculo y esta identifica-
ción transitoria tornaron prescindible por un tiempo el acting
out sexual. No obstante, no pudo avanzar en su desarrollo emo-
cional hasta que hubo arraigado firmemente en ella el vuelco
hacia un empeño sublimado: el de convertirse en aotriz. Este
ideal del yo —adolescente, y probablemente pasajero— dio
por resultado una representación del self relativamente más es-
table, y abrió el camino para la experimentación adolescente y
para los procesos integradores del yo.
La conducta delictiva de Nancy sólo puede entenderse en
conjunción con el trastorno de personalidad de la madre. Una
inspección más atenta de la patología familiar nos permite re-
conocer —citando a Johnson y Szurek (1952)— "el involunta-
rio empleo del niño por parte del progenitor para que actúe
sus propios impulsos prohibidos y deficientemente integrados
en lugar de él". El diagnóstico y tratamiento de este tipo de
acting out antisocial se ha vuelto consabido para aquellos clíni-
eos cuyo entendimiento se ha aguzado gracias a las investiga-
ciones que vienen realizando en los últimos quince años John-
son y Szurek. En el caso de Nancy, el "tratamiento en colabo-
ración" siguió el esquema trazado por ellos.
Otra serie de hechos despiertan mi curiosidad. Por el análisis
de padres adultos conocemos sus fantasías delictivas, perversas
y desviadas inconcientes, y también sabemos con qué frecuen-
cia el progenitor está identificado con el niño y la vida pul-
sional de este a determinada edad. Sin embargo, muchos hijos
de tales progenitores no muestran tendencia alguna al acting
out de los impulsos delictivos, perversos y desviados de sus
padres; más aún, muchos revelan en este aspecto una resistivi-
dad que en el caso de Nancy faltaba por completo. Normal-
mente los niños buscan en su ambiente experiencias que les
compensen hasta cierto punto las deficiencias de la vida emo-
cional de su familia; esto es particularmente válido para los ni-;
ños que se encuentran en el período de latencia, pero también
lo es para niños más pequeños, que establecen significativas re-
laciones con sus hermanos mayores, vecinos, parientes, amigos
de la familia, maestros, etc. En contraste con ello, niños como
Nancy son por entero incapaces de suplementar sus experien-
cias emocionales en el ambiente que los rodea, y continúan de-
sarrollando una pobre vida social dentro de los estrechos confi-
nes de la familia.
Parecería, pues, que debe operar una clase especial de inte-
racción entre el progenitor y el niño a fin de impedir que este
desarrolle progresivamente una vida más o menos indepen-
diente. Este particular carácter del vínculo progenitor-hijo re-
posa en un esquema sadomasoquista, que no sólo ha impregna-
do la vida pulsional del niño sino que además ha afectado de
manera adversa su desarrollo yoico. La ambivalencia primor-
dial que deriva de la etapa del mordisco de la fase oral consti-
tuye un núcleo a partir del cual surge una pauta duradera de
interacción entre la madre y el niño, pauta que recorre como
leit motiv todos los estadios del desarrollo psicosexual. Las po-
laridades de amor-odio, dar-tomar, sumisión-dominación per-
duran en una ambivalente dependencia recíproca de madre e
hijo. Esta modalidad sadomasoquista desborda poco a poco
hacia todas las interacciones del niño con su ambiente, y a la
postre influye en el desarrollo yoico por vía de la introyección
de un objeto ambivalente. Como consecuencia de ello, las fun-
ciones inhibitorias se desarrollan en grado insuficiente y la to-
lerancia a la tensión es baja. El hambre de estímulos de estos
niños representa la expresión más perdurable de su voracidad
oral. Acaso la impulsividad que observamos en el acting out de
Nancy constituya un carácter esencial de una organización
pulsional sadomasoquista que lo ha impregnado todo. Recor-
demos aquí lo señalado por Szurek (1954): "Ambos tactores, las
fijaciones libidinales y la interiorización de las actitudes de los
padres, determinan qué impulsos del niño se han vuelto acor-
des con el yo y cuáles han sido reprimidos. En la medida en que
estos factores interfieren la vivencia de satisfacción del niño en
cualquiera de las fases del desarrollo, las actitudes interioriza-
das son vengativamente (o sea, sádicamente) caricaturizadas y
los impulsos libidinosos son masoquísticamente distorsionados;
vale decir, la energía libidinal tanto del ello como del superyó
se funde con la cólera y la angustia derivadas de la repetida
frustración" (pág. 377).
El caso de Nancy resulta de interés a la luz de estas conside-
raciones. Abordaremos ahora, por consiguiente, sus primeros
años de vida en busca de las experiencias que cumplieron un
papel primario y predisponente en términos de la fijación sado-
masoquista a la madre preedípica y el eventual fracaso adapta-
tivo en la pubertad. El significado transaccional de la conduc-
ta delictiva no carece de implicaciones para la técnica tera-
péutica, pero esto constituye un problema que no podemos de-
sarrollar aquí.
Nancy era hija única y había nacido dos años después de
contraer matrimonio sus padres. La madre, que deseaba tener
muchos hijos, había querido tenerla. El padre pretendía espe-
rar diez años; incapaz de soportar esta postergación, su mujer
había hecho los trámites para obtener un hijo adoptivo, pero su
solicitud fue denegada. Al poco tiempo quedó encinta.
Nancy tomó el pecho durante seis meses; a los cuatro comen-
zó a morder el pezón, causando considerable dolor a su madre.
Pese a las protestas de esta, el médico insistió en que siguiera
amamantándola; dos meses más tarde, cuando el amamanta-
miento se había convertido ya en una experiencia penosísima,
le permitieron destetarla. Así pues, durante dos meses madre e
hija estuvieron empeñadas en una batalla de chupar y morder;
de ofrecer y retirar el pezón. Puede advertirse el perdurable
efecto de este período en el persistente rechazo de Nancy a be-
ber leche. A los tres años comenzó a chuparse el pulgar, lo cual
le fue violentamente sofocado mediante el uso de guantes. Ca-
be presumir que la lactancia temprana brindó a Nancy sufi-
ciente estimulación y gratificación. Comenzó a hablar alrede-
dor del año y caminaba bien a los dieciseis meses.
Interesan especialmente algunos sucesos de la vida de esta
niña. Cuando ingresó al jardín de infantes, vomitaba todos los
días antes de entrar, síntoma que desapareció tras varias sema-
nas de asistencia forzada. La maestra observó entonces que
Nancy hacía caso omiso de su presencia, de un modo que suge-
ría audición defectuosa; no obstante, las pruebas audio-
métricas demostraron que esta suposición era incorrecta. Al
iniciar el primer grado escolar, Nancy tuvo pataletas y trató de
escapar de la escuela. La madre se quedaba en las proximida-
des para espiar lo que sucedía y la obligaba a volver al aula;
después de unas semanas sus escapadas cesaron para siempre.
A partir de ese momento su comportamiento en la escuela fue
causa de continuas quejas. Durante todo su período de latencia
Nancy fue una chica "terca, irritable, gruñona y quejosa".
Durmió en la habitación de sus padres hasta los ocho años,
momento en que le dieron un cuarto propio. Comenzó entonces a
tener pesadillas y a trasladarse al cuarto de aquellos. Ninguna
medida disciplinaria logró impedir que perturbara el sueño de
sus padres, hasta que una vez la madre la hizo sentarse y per-
manecer en una silla toda la noche en el dormitorio de ellos.
Luego de esta severa prueba la niña se rindió, quedándose en
su propia habitación, y nunca más volvió a quejarse de tener
pesadillas.
Nancy conocía muy pocos chicos y rara vez jugaba con ellos;
prefería estar en compañía de su madre. Durante toda su niñez
temprana, y probablemente durante la latencia, tuvo "compa-
ñeros imaginarios"; en su adolescencia temprana todavía solía
hablarles cuando estaba en la cama, prohibiéndole a su madre
que la escuchase. La madre tenía tanta curiosidad por conocer
la vida íntima de Nancy como esta la tenía de conocer la suya.
Con referencia a su falta de amigos, la madre señaló: "Nancy
pretende demasiado amor".
Dos factores complementarios de la temprana interacción
madre-hija parecen haber predispuesto a Nancy y a su madre
para su duradero vínculo ambivalente. La madre quería tener
hijos para gratificar sus propias necesidades infantiles, en tanto
que Nancy —tal vez dotada de una pulsión oral inusualmente
intensa— le exigía a la madre cosas que ella, a su vez, no era
capaz de cumplir. Esta batalla por los intereses respectivos que
ninguna de ellas toleraba en la otra estaba destinada a conti-
nuar ininterrumpidamente y sin solución hasta la pubertad de
Nancy. Su sumisión a la cruel disciplina materna, su renuncia
a los impulsos orales a cambio de gratificaciones masoquistas,
revela la integración progresiva de una relación objetal sado-
masoquista que impidió el despliegue exitoso de la indivi-
duación; por el contrario, desembocó en un estrecho enredo
simbiótico de la niña con la madre arcaica.
Las tentativas de separación de Nancy en su niñez temprana
y pubertad son evidentes en su creación de "compañeros imagi-
narios" y en su vinculación con la amiga-madre a los trece
años. Estos intentos de liberación fueron infructuosos; la
seudoheterosexualidad era el único camino abierto a esta niña
impulsiva para satisfacer su voracidad oral, vengarse de la
madre "egoísta" y protegerse de la homosexualidad.
Habiendo reconducido la conducta delictiva de Nancy a los
antecedentes predisponentes de la segunda fase oral (sádica), el
círculo parece completo. Materia de esta indagación genética
fue una configuración típica de personalidad que conduce a
una conducta delictiva en la pubertad. El examen teórico pre-
cedente aludió a otras configuraciones que no fueron ilustra-
das, empero, con material clínico. El caso de Nancy tiene que
considerarse representativo de un solo tipo de delincuencia
femenina.
Posfacio (1976)
Siempre es un sensato ejercicio rever un artículo que uno ha
escrito una veintena de años atrás y examinarlo a la luz de la
realidad contemporánea. Esta segunda mirada es particular-
mente útil si el artículo proponía formulaciones teóricas acerca
de un determinado tipo de conducta asocial femenina, con el
propósito expreso de dar un abordaje significativo —o sea, clí-
nicamente eficaz— a la terapia de esas adolescentes. Una reva-
loración de las ideas relacionadas con la delincuencia sexual fe-
menina parece revestir especial urgencia en la actualidad,
cuando la escena social de la adolescencia ha sufrido cambios
tan radicales en cuanto a costumbres, valores y expresiones en
la conducta —todo aquello a lo que se suele llamar "modo de
vida"—.
La delincuencia siempre tiene un marco de referencia social
y, por ende, tiene que ver con la desviación respecto de las nor-
mas sociales o las expectativas predominantes en materia de
comportamiento. El sistema individual de motivaciones (o la
configuración dinámica) de la delincuencia siempre es influido
por la tradición y el cambio social. Al decir esto no hacemos si-
no repetir las primeras oraciones de mi artículo original, donde
afirmábamos que al ocuparnos de la conducta delictiva tene-
mos que tomar en cuenta los factores predisponentes y psicodi-
namicos en correspondencia con las normas sociales del medio
en cuestión.
Es obvio que lo que denominamos "acting out sexual" en la
década del cincuenta no es igualmente aplicable al comporta-
miento sexual del adolescente en 1976. En la década actual, la
actividad sexual (genital) se ha vuelto la forma legítima de con-
ducta de los jóvenes desde la preadolescencia hasta la adoles-
cencia tardía. Hemos asistido en el curso de estos años a la de-
saparición casi total de la privacidad o intimidad en materia
sexual. Al observador de los adolescentes, la franqueza de sus
relaciones heterosexuales le suena a una declarada insistencia
en que la generación de los progenitores participe, de manera
positiva o negativa, de la conducta sexual de los jóvenes.
Observamos, además, que la tradicional ritualización de la
conducta según el sexo se ha extinguido en gran medida, o ha
sido decididamente arrasada, con planeado celo, por la joven-
cita. Como resültado de ello, la franca y resuelta iniciativa de
las chicas en materia de seducción —sobre todo de las que se
hallan en los comienzos de la adolescencia— suele superar hoy
a la proverbial iniciativa sexual que antaño le correspondía al
varón. El rótulo "acting out sexual" ha perdido gran parte de
su significado debido a que en buena medida esta conducta de-
jó de estar "en abierto conflicto con la sociedad". Toda vez que
una variedad de comportamiento considerada anómala o des-
viada gana aceptación dentro de un sector importante de la
población, el estigma de la anomalía se esfuma, y la exteriori-
zación en la conducta —en nuestro caso, la actividad genital
de la joven— se vuelve un indicador cada vez más falible de
desarrollo anormal.
Se ha inquirido con frecuencia de qué manera y hasta qué
punto el comportamiento sexual de la adolescente ha sido
influido por la pildora anticonceptiva y el Movimiento de Li-
beración Femenina. En mi opinión, estas dos innovaciones
—tecnológica la una, ideológica la otra— tienen muchas más
consecuencias entre las adolescentes mayores, en especial entre
la población universitaria, pero su gravitación en las preado-
lescentes, o, en términos generales, entre las alumnas del cole-
gio secundario, es insignificante. Ser sexualmente activa y ha-
cérselo saber a los pares y a los adultos se ha convertido en un
símbolo de status a lo largo de la escala de maduración. En el
caso extremo —y este extremo ha cobrado los rasgos de un mo-
vimiento social— la sexualidad ha sido equiparada a la mera
acción o experiencia, dejando de vinculársela con una relación
personal significativa en el plano emocional (o sea, con una re-
lación íntima) que trasciende el acto sexual y la dependencia
gratificatoria. La soltura y libertad, en apariencia carente de
conflictos, con que la adolescente consuma el acto sexual está
diciendo a viva voz que para ella el juicio reprobador de los
padres —con más frecuencia de la madre— no hace sino
mostrar su anticuada y total ignorancia respecto de la impor-
tancia de la experiencia sexual.
Las madres cultas de clase media, sintiéndose impotentes
frente a la revolución sexual, vuelcan sus cuidados en la pre-
vención del embarazo y le sugieren a sus hijas que tomen la pil-
dora o practiquen algún otro procedimiento anticonceptivo.
De este modo, la pildora ha sustituido a la anticuada "moral";
una buena y segura preparación anticonceptiva ha tornado
prescindibles "el buen juicio y la inhibición" en lo tocante a las
relaciones sexuales. Desde tiempos inmemoriales, los adoles-
centes se han dejado arrastrar por los experimentos sexuales ca-
rentes de toda participación personal o romántica; lo que hoy
contemplamos es la práctica de tales experimentos como un fin
en sí mismos, y la extensión de esta etapa de la conducta sexual
hasta la adolescencia tardía bajo la protección de la pildora.
¿No deberíamos extrapolar, en este punto, teniendo en cuenta
los estudios sobre el desarrollo en general, y recordar que la
perseveración en una etapa cualquiera del desarrollo más allá
de las edades en que es normativa incita potencialmente a un
progreso evolutivo anómalo o unilateral? Volveremos más ade-
lante a esta cuestión.
Hay un rasgo peculiar de la pildora que pertenece por entero
a la psicología: ella permite una temporaria disociación entre
el acto de tragarla y el acto sexual mismo. Todos los otros mé-
todos anticonceptivos exigen la manipulación de los genitales,
en tanto que la pildora es tan inocua como una cápsula de vita-
minas. El hecho de que sea administrada por vía oral ha gravi-
tado sutilmente en la actitud, no sólo de los padres, sino tam-
bién del público en general, hacia la conducta sexual de la ado-
lescente.
Con la pildora a su alcance, muchachos y chicas están en un
pie de igualdad en el libre y desembarazado camino hacia el
logro de la experiencia sexual y el particular placer a ella vin-
culado. Lo que en un pasado no muy distante se decía acerca
de la masturbación del adolescente, a saber, que representa (en
especial para el varón) un método voluntario no específico de
regulación de la tensión en general, puede hoy aplicarse
ampliamente a la función que cumple el coito en esa edad. El
tema del sexo, difundido por los carteles publicitarios, el cine-
matógrafo y las obras impresas, se ha convertido en una suer-
te de panacea, y su ejercicio equivale per se a la madurez
emocional.
El grupo de pares llama "maduros" a los muchachos y chi-
cas que son sexualmente activos; en otras palabras: con su ca-
racterístico auspicio del conformismo, equipara el comporta-
miento heterosexual adolescente con la independencia, el indi-
vidualismo y la adultez. Este precepto ha remplazado casi por
completo a los ritos de iniciación de antaño, y en la actualidad
es impuesto por los propios adolescentes o por la llamada "cul-
tura de los pares" sin la participación de los adultos ni los ri-
tuales tradicionales. Como en toda conducta estandarizada, no
es sólo el deseo personal el que mueve a la elección y decide la
forma de expresión emocional o sexual, sino que la persuasión
del medio social significativo es un determinante igualmente
notorio.
Sometidas a los apremios de la pubertad, los medios de co-
municación de masas y las presiones del código de los pares,
muchas adolescentes "dan los pasos" conducentes a "hacer el
amor" en consonancia con las expectativas sociales, pero sin
participar emocionalmenté. En su búsqueda desesperada de fe-
licidad a través de la promiscuidad, el acto sexual, como medio
de alcanzar un sentimiento de realización y de pertenencia al
grupo, lleva a muchas de ellas a la frustración y la decepción.
Podemos llamar a esto la dicotomización psicosocial del acto
sexual. Esta postura es bastante normal como transición tem-
poraria y experimental, pero si se la practica como "modo de
vida" durante toda la adolescencia, arroja sombras sobre la fu-
tura vida sexual del adulto. Esto se torna evidente en la persis-
tente dificultad o imposibilidad para integrar el acto sexual fí-
sico con respuestas emocionales maduras. Pretender abreviar el
desarrollo emocional adolescente apoyándose en la actividad
genital o dependiendo de ella, o, dicho de otro modo, preten-
der eludir la reestructuración psíquica recurriendo habitual-
mente a la satisfacción sexual como sustituto de la resolución
de los conflictos internos, deja su huella en el desarrollo psico-
sexual. La frigidez y el infantilismo emocional, esbozados am-
bos en un momento anterior de la vida, suelen alcanzar su ina-
movilidad definitiva con la dicotomización psicosocial adoles-
cente. El carácter incompleto de la experiencia sexual es, tal
vez, lo que ha otorgado a las "técnicas sexuales" un lugar tan
influyente y destacado en la conducta sexual contemporánea
de adolescentes y adultos.
De todo esto se desprende que las actuales tendencias del
comportamiento sexual adolescente han hecho que carezca de
sentido hablar de "delincuencia sexual". Se ha vuelto en extre-
mo difícil para el clínico evaluar la "normalidad" de la con-
ducta heterosexual de la joven cuando el coito es de rigueur en
un sector cada vez mayor de la población adolescente femeni-
na, desde la adolescencia temprana hasta la tardía. En tales
circunstancias, tenemos que reorientarnos dentro de un nuevo
contexto, en cambio permanente, de tecnología biológica (mé-
todos anticonceptivos), costumbres adolescentes, elecciones
personales, etapas del desarrollo y elementos madurativos in-
natos.
Al dejar de lado las perimidas expresiones "delincuencia se-
xual femenina" y "acting out sexual", propondré a conti-
nuación una serie de distinciones que permitan evaluar si la
conducta sexual de la adolescente actual es adecuada a la fase.
Describiré tres categorías o tipos, que en realidad se mezclan
en variadas proporciones, pero que permiten contar con un
marco de referencia a los fines de la evaluación.
Material clínico
La presentación de material clínico relativo a ciertos adoles-
centes actuantes cumple dos finalidades. Por un lado, ese ma-
terial ofrece evidencias concretas de acting out, al par que de-
muestra la dificultad intrínseca de subordinar cómodamente
los datos al concepto corriente de actuación. Nos vemos ante
un dilema: o ampliamos el concepto, o adscribimos ciertos
hechos clínicos a otras categorías. Hay una tercera posibilidad:
considerar la actuación como un mecanismo transitorio típico
del proceso adolescente, que debe su prominencia al pasajero
debilitamiento de las fuerzas inhibidoras y represivas, y, por
añadidura, al predominio de las posiciones libidinales y yoicas
regresivas.
Los casos de actuación adolescente al servicio de la gratifica-
ción pulsional son bien conocidos; típica de esta clase es la
seudoheterosexualidad de la muchacha, que tanto puede ser un
retorno a la madre preedípica por la vía de una pareja sustitu-
tiva como una acción vengativa y rencorosa dirigida contra la
madre edípica. En el capítulo 11 he descrito ya esta categoría
de actuación que está al servicio de la gratificación pulsional.
Por lo demás, estamos bien familiarizados con aquellos casos
en que el adolescente actúa los deseos inconcientes del progeni-
tor. Por contraposición con esto, he escogido material clínico
que no pertenece a ninguna de estas categorías y al cual se le ha
prestado escasa atención en la bibliografía. Los casos que si-
guen ejemplifican la actuación adolescente al servicio del de-
sarrollo progresivo, o, más concretamente, al servicio de la sín-
tesis del yo.
Frank, el obrero
Cari, el criminal
Discusión y conclusiones
Repasemos una vez más la situación del adolescente. Su
proclividad a la acción es obvia; además, en el tratamiento de
algunos adolescentes actuantes se pone de manifiesto que el ac-
ting out no es un elemento integrante de la personalidad, sino
que, una vez superado, no deja ulteriores huellas en el compor-
tamiento del adulto. En otros casos, prueba ser una reacción
habitual frente a la tensión, revelando así su componente de
predisposición. La actuación no puede considerarse en sí mis-
ma un obstáculo insuperable para el tratamiento de adolescen-
tes, ya que su forma auténtica constituye un mecanismo especí-
fico de la fase dentro del proceso adolescente.
Como señalé al comienzo de este capítulo, entiendo que la
proclividad del adolescente a la acción está determinada por
Eddy
Eddy, de quince años de edad, era un ladrón de automóvi-
les, un "rabonero" crónico, un salvaje incontrolable para sus
padres, quienes, desesperados, llevaron el caso a la justicia
cuando Eddy chocó con un auto robado y estuvo a punto de
matarse. (Ya antes había hablado de suicidarse). Al referirse a
su accidente, Eddy adoptó una actitud indiferente y divertida:
le gustaba jugar a cortejar a la muerte. Poco tiempo atrás ha-
bía conseguido una llave maestra de la casa de departamentos
en que vivía, y pensaba usarla con fines de robo.
Con los hilos aislados de información que aportó cada
miembro de su familia (madre, padrastro y hermana mayor)
pudo tejerse arduamente la trama total de la historia de Eddy.
Al entrelazar esos hilos aleatorios surgió un cuadro final que ilu-
minó el comportamiento del muchacho con una imprevista
perspectiva de continuidad histórica.
El padre de Eddy había muerto cuando este tenía dos años y
medio. A lo largo de los años se le dieron muchas versiones
sobre esa muerte, en ninguna de las cuales él pudo creer total-
mente; en otras palabras, el niño sabía inconcientemente que
nunca se le había dicho la verdad. Sólo una certidumbre tenía
Eddy sobre su padre: que estaba muerto. Ignoraba la profesión
de este y sus antecedentes familiares; tampoco conocía a sus
parientes paternos actuales, ni sabía dónde estaba la sepultura
de su padre.
Los hechos pertinentes de la vida del padre de Eddy pueden
resumirse así: Era una ladrón profesional especializado en
violación de domicilios; trabajó en un hotel, donde se procuró
una llave maestra para entrar en las habitaciones. Un día,
mientras conducía mercadería robada en su automóvil, fue ca-
sualmente seguido por un coche policial; le dio pánico, trató de
acelerar el vehículo para huir, perdió control sobre él y se
estrelló contra un muro de piedra, hallando la muerte.
Comparando la carrera criminal del padre con las activida-
des delictivas del hijo, nos sorprende la réplica de detalles deci-
sivos de los que este último, supuestamente, no tenía conoci-
miento. Aunque nunca le fueron relatados los hechos, sin duda
percibió que estos eran el tipo de cosas acerca de las cuales no
se debe hablar ni pensar. Pero aquí debemos recordar que esas
desmentidas o represiones no son nada raras en la vida dé los
niños; ¿por qué, entonces, invadieron con fuerza tan compulsi-
va el sistema dé acción del adolescente Eddy que ningún poder
exterior que se le interpusiera podía afectarlo?
He tenido siempre la impresión que hay dos tipos cualitati-
vamente distintos de secretos que los padres mantienen respec-
to de sus hijos. La diferencia esencial radica en el grado de re-
alidad que el propio progenitor atribuye a los hechos que silen-
cia. Al niño le resulta más fácil vérselas con prohibiciones y ta-
búes, que con contradicciones, confusiones e incoherencias. El
caso de Eddy demuestra hasta qué punto los enclaves de des-
mentida de la madre habían infiltrado el sentido de la realidad
que ella tenía, impidiendo al niño abordar jamás de manera
integrativa la vida y muerte de su padre. La madre no podía
brindar al niño ni una convalidación consensual de las percep-
ciones de este, ni una refutación congruente. Así pues, no ha-
bía modo de ajustar cuentas intrapsíquicas con la catástrofe; el
lenguaje de la acción era la única modalidad comunicativa me-
diante la cual mantenerse en contacto con el recuerdo. Consi-
dero que este empeño del yo fue la fuerza pulsionante de la
conducta inadaptada de Eddy, y, por ende, adjudico en este
caso un papel secundario al proceso identificatorio.
Esto nos lleva a considerar las relaciones objetales de Eddy.
Tan pronto nos encontramos ante este muchacho se ños hizo de
inmediato evidente que estaba apasionadamente ligado a los
miembros de su familia. El sostenía que el comienzo de sus ac-
tividades delictivas había sido coincidente con una de las mis-
teriosas ausencias de su padrastro, que solía irse de la casa du-
rante varios meses; sólo la madre sabía que era un jugador y
que se iba de "gira". El muchacho se quejaba de la ausencia
paterna y acusaba a la madre por perdonarlo. Este endurecido
delincuente afirmaba con ternura: "Yo pensaba que mi padre
[el padrastro] nos dejaba porque no nos quería. ¡Anhelaba
tanto que él fuera mi verdadero padre!". El niño había corteja-
do a este nuevo padre desde que su madre se volvió a casar,
cuando él tenía cuatro años; usaba el apellido de aquel aun
cuando no había sido reconocido legalmente por él. Eddy era
un niño huérfano en busca de padre. Uno de los requisitos de la
adolescencia es hacer las paces con el padre edípico, tarea para
la cual es condición previa que se establezca la continuidad his-
tórica del yo con independencia de las sanciones y complemen-
taciones de los progenitores. He aquí, pues, el punto en que se
puso de manifiesto un temprano y catastrófico obstáculo al de-
sarrollo.
A través de sus actos, el muchacho hizo público que él cono-
cía, aunque fuera de manera inconciente, todos los hechos per-
tinentes en torno de la vida y muerte de su padre. Quedó con-
firmado este conocimiento cuando se lo puso al tanto de la his-
toria de aquel. Reviste particular interés de qué manera afectó
su conducta este compartido conocimiento y la convalidación
implícita desús velados recuerdos. Sus concreciones, sus juegos
suicidas con la muerte y su conducta provocativa declinaron en
forma marcada; también se advirtieron cambios en su vida
afectiva. Mencionaré entre estos el surgimiento en él de senti-
mientos tiernos hacia su padre natural, su pena y compasión
hacia ese hombre que, según él sostenía, no había sido amado
lo suficiente para valorar la vida más que la muerte. Por propia
iniciativa, redescubrió a la familia del padre, supo dónde esta-
ba su sepultura, se empleó en el negocio de un tío paterno, se
mudó al hogar de una tía, y se enamoró de una chica de su
nuevo vecindario. Trató de asimilar, a través de la acción más
que del insight, su pasado no consumado. Con la exuberancia
propia de los adolescentes, se volvió hacia el medio que lo rode-
aba para que apoyara sus empeños adaptativos.
La concreción, por su propia naturaleza, implica una de-
pendencia infantil del ambiente. Parafraseando a Spitz (1965),
podemos decir que las acciones de Eddy constituían un diálogo
permanente entre su self y su entorno. La concreción represen-
ta siempre una forma primitiva de adaptación; en consecuen-
cia, que este impase evolutivo se pueda superar, y llevar ade-
lante el detenido proceso de interiorización, depende de que el
ambiente sea sensible y coopere en el momento de crisis.
Aquellos padres cuya necesidad de recurrir a la desmentida no
está fijada de modo inalterable contribuirán, por lo común de-
cisivamente, al desarrollo progresivo del adolescente; pero en
casos semejantes al de Eddy su participación en un proceso re-
novado de crecimiento nunca será espontánea. La madre, que
en dos oportunidades había escogido un marido con inclina-
ciones asocíales, era incapaz de participar en la socialización
de su hijo. El padrastro mantenía con este una relación sado-
masoquista que entró en crisis cuando la pubertad añadió una
amenaza homosexual a las antiguas inclinaciones perversas la-
tentes de aquel.
Los cambios adaptativos en la vida de Eddy se vieron brus-
camente interrumpidos cuando su novia lo dejó. Sintió enton-
ces que se había equivocado y buscó una reparación; para ello,
se volvió hacia su familia, y tomó como lema su derecho natu-
ral al amor y la aceptación incondicionales. Sucedió entonces
lo inevitable: reincidió en su comportamiento asocial, llaman-
do a sus padres con arrogancia los verdaderos "villanos" y con-
siderándose su víctima. La justicia debió intervenir nuevamen-
te cuando la madre encontró en el bolsillo de su saco unas "pil-
doras" (Metedrina); llamó a la policía, y Eddy, que a la sazón
contaba diecisiete años, fue remitido a la prisión municipal de
la isla de Riker. Me tocó visitarlo allí, luego de dos meses de
cárcel, para determinar si debía recomendarse al tribunal a un
centro de internación terapéutica en Manhattan.
Lo que me resultó llamativo en mi charla con él fue que su
preocupación por su padre muerto y la idealización que de este
había hecho fueron sustituidas por la idealización de sus proge-
nitores actuales. No tenía nada que reprochar a su madre, res-
ponsable directa de que él estuviera en prisión; al menos —de-
cía— se había interesado por él. Recordaba perfectamente
bien el egoísmo de sus padres y la ambigüedad con que se
expresaban, pero me aseguró que todo eso era cosa del pasado,
insistiendo en que mental y emocionalmeñte ambos habían
cambiado. Esta firme creencia realzaba su necesidad de padres
"todo buenos", que lo protegieran de la reanimación de su co-
dicia y su cólera infantiles, las cuales habían terminado por po-
nerlo entre rejas. En este punto su examen de realidad probó
ser defectuoso, a causa de su ambivalencia primitiva y de su
creencia mágica. Es característico del adolescente concretante
que su tensión de necesidad invente la imaginaria correspon-
dencia ambiental que mantendrá dicha tensión dentro de lími-
tes tolerables. La estrategia de rehabilitación proyectada.se
fundó en la compulsiva tendencia a la inadaptación que tan
convincentemente me trasmitió cuando conversé con él en la
cárcel.
Mi labor con delincuentes concretantes y casos de mitos fa-
miliares me llevó a la conclusión de que, allí donde la comuni-
cación verbal no consigue influir en la conducta y la cognición,
una concreción bien escogida, propuesta por el terapeuta,
puede remplazar al lenguaje simbólico. El terapeuta se comu-
nica provocando una acción específica. Debe tenerse presente
que el extravío de la función del lenguaje es en estos casos sólo
selectivo, así como la desinvestidura de la atención, y en modo
alguno constituye una anormalidad generalizada del lenguaje
o un trastorno del pensamiento. Sea como fuere, se me ocurrió
que a través de una concreción inducida podía tenderse un
puente hacia las percepciones y afectos que no habían llegado
hasta las representaciones de palabra, o bien habían sido
excluidas de estas por detención o disociación. Examinaré aho-
ra un caso en que apliqué el principio de la concreción inducir
da o, si se me permite la expresión, de la "actuación orientada".
Mario
Steve
Steve, un muchacho de catorce años, fue llevado a la justicia
por "atacar a una mujer con un arma peligrosa". Había tocado
el timbre de su vecina cubriéndose la cabeza con una funda de
almohada y exhibiendo un cortaplumas abierto en la mano; la
vecina, aterrorizada, quiso apartar la mano que empuñaba el
arma y al hacerlo se tajeó. Steve aseguró que lo único que
quería era darle un susto. Este acto demostró ser la concreción
de un hecho impensable, que esbozaré brevemente.
El abuelo materno de Steve, postrado en cama desde hacía
un tiempo, vivía tres pisos más arriba del departamento de la
mujer elegida como víctima. Lo atendía una enfermera con la
cual el padre de Steve entabló una relación amorosa. Steve y su
padre siempre habían sido camaradas; ambos pertenecían a un
grupo de boy scouts del que el padre era jefe. El cortaplumas
empleado era el que el padre usaba en ese grupo. La infideli-
dad y deslealtad del padre, vagamente percibidas por Steve, lo
afectaron más allá de lo tolerable; la degradación de aquel me-
noscabó la autoestima del muchacho hasta un punto en que es-
talló desesperado, con el propósito de salvar a su ideal del yo
—su padre—, quien corría peligro de ser aniquilado por una
mujer rapaz. Aquí se reafirmó un interés yoico adolescente al
que asigno un alto puesto en la jerarquía de los determinantes.
De todos modos, este muchacho no era un maníaco homicida
que debiera ser aislado de la sociedad, sino un chico que recla-
maba a su amado padre. Una vez que se ayudó a Steve a reco-
nocer lo impensable, salvó con bastante rapidez la brecha entre
la concreción y el pensamiento verbalizado. A causa de ello,
solicité al tribunal qye cerrara el caso por falta de méritos. A
fin de neutralizar la concreción antisocial, la intervención pre-
ferible parecía ser la psicoterapia. Dos años de tratamiento
corroboraron esta expectativa.
Formulaciones teóricas
Antes de proseguir con las implicaciones teóricas de lo que
he afirmado hasta aquí, debo decir algunas palabras sobre la
idealización adolescente en general. Estos comentarios se apli-
can en igual medida a los jóvenes de ambos sexos, aunque sus
idealizaciones difieren en contenido y cualidad. Hay una
buena razón para distinguir entre la idealización del self y el
ideal del yo propiamente dicho. Si bien las idealizaciones
tienen sus raíces en el narcisismo infantil, no podemos ignorar
que al producirse la maduración sexual estas formaciones nar-
cisistas tempranas son absorbidas por el tumulto instintivo de
la adolescencia. Aquí las encontramos ya sea en el área de las
relaciones objetales o en una intensificación regresiva del nar-
cisismo, tal como ocurre en las idealizaciones del self. Estas
formaciones son inestables y se hallan sujetas a rápidas fluc-
tuaciones; son reguladores primitivos de la autoestima. La idea-
lización del self puede proporcionar, al menos tempora-
riamente, una gratificación similar a la de una necesidad in-
fantil. Por el contrario, el ideal del yo sólo proporciona aproxi-
maciones a la realización; implica dilación y un estado de ex-
pectación; es un viaje incesante sin punto de llegada, una lucha
de toda la vida en pos de la perfección. Las exigencias del su-
peryó pueden satisfacerse, con la consiguiente sensación de
bienestar. Las aspiraciones del ideal del yo son imposibles de
cumplir; de hecho, lo que proporciona una sensación de
bienestar es el sostenido esfuerzo en pos de la perfección.!
Las raíces más profundas del ideal del yo se hunden en el
narcisismo primario. No obstante, cada etapa del desarrollo
subsiguiente amplía su alcance en cuanto a su contenido y a su
función. Tanto el ideal del yo como el superyó comienzan a de-
senvolverse en una época temprana de la vida, mucho antes de
. Mí,
blanco de la ira y las recriminaciones infantiles, como lo pu-
sieron en evidencia los ataques verbales, simbólicos, y concre-
tamente anales. La negativa de aquella a gratificar las necesi-
dades de sus hijos adoptivos se tomó literalmente, sin conside-
rar un momento que ella estaba nutriendo (amamantando) la
mente y que por lo tanto no estaba en condiciones de gratificar
las necesidades de un modo instantáneo. Por supuesto, estas
observaciones se aplican sólo a un sector determinado de los ac-
' tivistas y rebeldes fanáticos de las universidades. Lo que consi-
deraban culpas de los padres se les aparecían magnificadas has-
. ta el punto de configurar ultrajes llenos de vileza o maldad. En
algunos de los jóvenes revolucionarios3 la lógica política o his-
tórica se halla distorsionada por los "absolutos" o directamente
no existe, debido a su imperiosa creencia en la perfección. L e -
jos de originarse en un espejismo, este tipo de conducta y de
pensamiento refleja la exteriorización de la perfección parental
perdida; además, demuestra cuán extraordinariamente dolo-
roso es el esfuerzo para trascender a la pérdida del self o del ob-
jeto idealizados.
La teoría psicoanalítica siempre hizo hincapié en la estrecha
conexión entre el ideal del yo y las pérdidas narcisistas de la in-
fancia. En consonancia con su origen, que también influye
sobre su función, el ideal del yo es básicamente hostil a invo-
lucrar la libido objetaj; como señalamos antes, sus raíces se
"hunden en el narcisismo primario. Perpetúa, por decirlo así,
una eterna aproximación a la perfección narcisista de la infan-
cia. Si seguimos el curso del ideal del yo desde la infancia hasta
la adultez, podemos registrar una permanente adaptación de
su función básica al sistema cada vez más complejo mediante el
cual el self se mide a sí mismo, a medida que progresa a lo largo
de líneas evolutivas. Por lo tanto, el ideal del yo se aleja cada
vez más de aquellos esfuerzos primitivos que aspiran a una res-
titución narcisista absoluta. De hecho, el ideal del yo funciona
como instancia psíquica, al menos en su forma madura, sólo en
I la medida en que su meta se halle fuera de su alcance. Cuales-
quiera sean los logros del hombre, la imperfección continúa
siendo un perpetuo componente de sus esfuerzos; no obstante,
este hecho nunca le ha impedido renovarlos. Mientras que el
superyó es una instancia de prohibición, el ideal del yo es una
instancia de aspiración. "Mientras que el yo se somete al super-
yó por temor al castigo, se somete al ideal del yo por amor"
(Nunberg, 1932, pág. 146). Unas'décadas después leemos
>ÍM . .-.JBÜi
los actos encaminados a alcanzarla eran provisorios,
contraproducentes y errátiles.
El análisis pronto reveló que la representación del self del
paciente era sumamente lábil, oscilando entre la grandiosidad
y la denigración de sí mismo. Sus esfuerzos por agradar a
hombres importantes, incluyendo el analista, se revertían fá-
cilmente toda vez que su servilismo alcanzaba un püntó críti-
co; entonces recurría al negativismo, la rebeldía y la dilación.
Cada vez que intentaba liberarse de su entrega pasiva a los ob-
jetos idealizados podía advertirse su alejamiento emocional;
buscaba entonces refugiarse en la idealización narcisista del
self. El self grandioso de la niñez revivía regresivamente y por
un tiempo servía como regulador de la autoestima. Durante ta-
les episodios, su sentido del tiempo, así como su juicio respecto
de los otros y del self, se hallaban perturbados. Las palabras
—en cuyo uso confía el- análisis— se convertían en máscaras,
escudos o armas.
Durante la adolescencia, cuando la formación de la identi-
dad sexual se encamina hacia su etapa definitiva, es muy co-
mún que la polaridad implícita en la bisexualidad contamine
los ámbitos cognitivo y perceptual. Lo que observamos es una
tendencia, a menudo obsesiva, de asignar a los. opuestos la con-
notación de femenino o masculino. En este paciente dichos
conflictos bisexuales se presentaban en el análisis a través de sus
retoños en el campo intelectual y conductal. Los estudios aca-
démicos exitosos recibían inconscientemente, una designación
masculina, mientras que obrar de acuerdo con las reglas del es-
tudio representaba la contraparte femenina. El temor y la irri-
tación conducían al paciente a todo tipo de distracciones. La
fijación en el complejo de Edipo negativo lo inducía reiterada-
mente al fracaso y, en consecuencia, al deseo y el temor de
castración, con el pánico concomitante. El deseo de ser amado
por el padre perpetuaba la añoranza preedípica de la-madre y
la decepción ante ella; estas habían sentado las bases duraderas
de su miedo a las mujeres y de su creencia en la intención malé-
vola que las animaba. Ciertas exploraciones sexuales realizadas
en su hermanita, en particular respecto de sus incomprensibles
genitales (un estudio que fue interrumpido por el período de la-
tencia), dejaron en el pequeño una imagen confusa, vaga, algo
vertiginosa de la "vagina". Su primera explicación del hecho
de que la niña no tuviera pene fue: "Ella se lo comió". El pene
se había vuelto invisible. El niño esperaba que su investigación
le daría el poder de controlar a la mujer castrada y ominosa, o,
más exactamente, le permitiría obtener el poder que imputaba
a aquella y de este modo dominar sus propios impulsos, deseos,
gratificaciones y temores. Aquí debía buscarse el eslabón que
llevaba a su identificación parcial con la mujer. Cuando esta
investigación temprana, con su resolución no adaptativa, se re-
anudó en la adolescencia tardía, primó sobre toda otra curiosi-
dad intelectual o académica. El hecho de que el complejo de
Edipo se hallaba incompleto quedó de manifiesto, y lo mismo
ocurrió con la reinstintivación adolescente de aquellas directi-
vas internas mediante las cuales identificamos al superyó y al
ideal del yo.
Las oscilaciones entre las posiciones masculina y femenina,
así como los desplazamientos entre las idealizaciones del self y
del objeto, continuaron reiterándose tenazmente bajo distintos
disfraces. De hecho,-su circularidad daba la impresión de que
se alimentaban mutuamente. Los ataques contra la idealiza-
ción narcisista del self debidos a las decepciones propias de la
realidad despertaban, a su vez, la necesidad de la idealización
del objeto; mediante este desplazamiento, la gratificación nar-
cisista se restablecía compartiendo la perfección del objeto y
siendo amado por él. Por ejemplo,-cuando el paciente perdía
algunas sesiones abrigaba la fantasía de que su ausencia pro-
porcionaría al analista tiempo para trabajar en un libro; por lo
tanto, el analista se convertiría más rápidamente en un hombre
famoso y, a su vez, en una fuente más rica de gratificación nar-
cisista para el paciente, que después de todo había sido un pro-
motor silencioso del triunfo.
Cuando el paciente por último superó sus inhibiciones se-
xuales, reformuló con convicción su meta vocacional. No obs-
tante, este progreso de nuevo cayó en un impase debido a la
persistente instintivación del ideal del yo. El trabajo analítico \
reveló una paradoja. Como ya lo señalamos, el vínculo objetal
preedípico con la madre estaba impregnado de decepción,
agresión y miedo; estos afectos, que conservaban toda su fuerza
infantil, buscaban un alivio mediante el vuelco de libido obje- j
tal preedípica sobre el padre y la identificación del paciente j
con la madre sumisa y denigrada, el padre no sólo se convirtió
en el destinatario de la idealización edípica, sino que además
continuó siendo el objeto de las idealizaciones preedípicas de la
madre omnipotente. Todo lo malo y dañino fue escindido de la
representación del objeto idealizado y adjudicado a la mujer,
especialmente a sus genitales. El ideal del yo, en esta etapa,
reflejaba, de modo comparable, dos orientaciones distintas ha-
cia la perfecta autorrealización, es decir, las que correspondían
a los impulsos masculinos y femeninos.
El análisis de la neurosis de trasferencia dio como resultado
que el paciente reconstruyera y volviera a experimentar la am-
bivalencia infantil, que, en el nivel adolescente, tomó la forma
de fantasías homosexuales y heterosexuales. Entre estas, un
sueno tuvo particular importancia porque reveló el deseo y la
repugnancia, por parte del paciente, de que el padre lo acepta-
ra como mujer. Hasta que no se analizó la fijación en el
complejo de Edipo negativo, los principios concientes que
guiaban al paciente, sus ambiciones y metas no adquirieron
una constancia a la cual no afectaran las exigencias emociona-
les o circunstanciales. La necesidad de una idealización del self
instantánea como respuesta a la tensión fue reemplazada por
un esfuerzo sostenido y bastante uniforme hacia una meta que
en ningún momento sería alcanzada, pero que se acercaría a
cada momento. La desexualización del ideal del yo infantil en
la adolescencia tardía hizo posible este cambio en el funciona-
miento del ideal del yo. En el trascurso de este cambio pudo
observarse el surgimiento de una consolidación caracterológica
que tendía, de hecho, a integrar y automatizar la influencia
del ideal del yo maduro sobre el funcionamiento de la perso-
nalidad. El logro de la identidad sexual constituye en este pro-
ceso un requisito previo para la formación de un ideal del yo
maduro.
Es interesante señalar que sólo después de disuelto el
complejo de Edipo negativo el paciente pudo encarar sus con-
fusos vínculos emocionales con la madre de la niñez temprana.
Para sorpresa del analista y, más tarde, del paciente, hasta este
momento aquellos habían desempeñado un papel muy insigni-
ficante en el tratamiento. Por último, aparecieron con toda su
fuerza, por medio de repeticiones e intentos de corrección, en
una relación amorosa. Esta relación fue la primera que no bus-
caba una explotación sexual de la mujer, sino que tenía un ca-
rácter afectuoso y solícito, a pesar de los defectos de la compa-
ñera. Estos defectos eran reconocidos con desazón, pero no
convertían a la mujer en un ser menospreciado y repugnante.
El ideal del yo maduro proporcionaba al joven constancia para
autorrealizarse y, en el ejercicio concomitante de la lucha por la
perfección, había hallado una independencia razonable del
objeto y del self idealizados. La clara distinción entre la reali-
dad y la fantasía había cerrado suavemente la puerta y dejado
atrás el mundo de la infancia.
Epílogo
Al utilizar la palabra "genealogía" en el título de este ensayo
tuve en cuenta una doble referencia. Un aspecto nos remite a
las fuentes' desde las cuales emerge el ideal del yo maduro du-
rante la adolescencia tardía, y el otro tiene que ver con el
rastreó, en la bibliografía psicoanalítica, de los antecedentes
del concepto tal como hoy lo conocemos. Estas dos explora-
ciones, ontogenética e histórica, no dejan duda en cuanto a la
complejidad tanto de la formación de la estructura psíquica
como del concepto en sí. De hecho, su complejidad desafía to-
do resumen o condensación. No obstante, puedo enunciar cuál
ha sido el objeto de mis esfuerzos, a saber, presentar una con-
cepción evolutiva del ideal del yo tal como puede ser recons-
truido en su forma primitiva y como puede observarse in statu
nascendi en su estructuración madura durante la reorganiza-
* ción psíquica de la adolescencia. Las observaciones clínicas
sobre jóvenes contemporáneos en su adolescencia tardía pro-
porcionan amplias evidencias de que la patología del ideal del
yo constituye, en la mayoría de los casos, un sector conside-
l rabie de cualquier perturbación en esta edad. Erróneamente,
los retoños de la patología del ideal del yo son incluidos, en
muchos casos, entre las desviaciones del yo y del superyó. Si el
concepto "ideal del yo" puede definirse con la suficiente especi-
ficidad para ser útil como indicador e instrumento teórico, es
posible que ello dé como resultado un refinamiento y una pro-
fundización del análisis y la psicoterapia adolescentes; el pro-
pósito de ésta investigación ha sido delinear el concepto hacia
dicho fin.
El estudio del ideal del7 yo me ha despertado pensamientos
especulativos; lo cierto es que nadie que se ocupe del concepto
de ideal del yo podrá evitarlos. El ideal del yo abarca en su ór-
bita desde el narcisismo primario hasta el "imperativo categó-
rico", desde la forma más primitiva de vida psíquica hasta los
logros más elevados del hombre. Cualesquiera sean estos
logros, ellos tienen su origen en la paradoja que consiste en la
imposibilidad de alcanzar la satisfacción o la saciedad codi-
ciadas, por un lado, y su búsqueda incesante, por el otro. Esta
búsqueda se proyecta hacia un futuro ilimitado que se confun-
de con la eternidad. De este modo, el temor por la finitud del
tiempo, el miedo a la muerte mismá, dejan de existir, como
ocurría en el estado del narcisismo primario.
En su forma madura, el ideal del yo debilita el poder puniti-
vo del superyó v_asumiendo algunas de sus funciones; análoga-
mente, ciertos aspectos del yo se colocan a su servicio. La esfera
del ideal del yo se halla, para decirlo con palabras de Nietzs-
che, más allá del bien y del mal. Piers y Singer (1953) se re-
fieren al ideal del yo como una "creencia mágica en la propia
invulnerabilidad o inmortalidad, que induce al coraje físico y
que ayuda a contrarrestar el temor realista al daño físico y a la
muerte" (pág. 26). Potencialmente, el ideal del yo supera a la
angustia de castración, impulsando así al hombre a realizar ac-
tos increíbles de creatividad, heroísmo, sacrificio y desinterés.
Uno muere ppr su ideal del yo antes que dejarlo morir. "Estoy
aquí, y no puedo hacer otra cosa", fueron las palabras de Lute-
ro en la Dieta de Worms, cuando se lo instaba a retractarse de
sus creencias, con gran peligro para su vida si no lo hacía. El
ideal del yo ejerce la influencia más intransigente sobre la
conducta del individuo maduro: su posición es siempre ine-
quívoca.
16. La epigénesis de la neurosis
adulta*
2 "Sabemos que los niños no pueden recorrer bien su camino de desarrollo ha-
cia la cultura sin atravesar por una fase de neurosis más o menos clara [...]. La
mayoría de estas neurosis de la niñez son superadas espontáneamente en el curso
del crecimiento, en especial las neurosis obsesivas" (Freud, 1927, págs. 42-43).
3 "No existen pautas que permitan medir el potencial patógeno de la neurosis
infantil, salvo los estudios del desarrollo a largo plazo. Debemos tener en cuenta
que cada fase de la maduración crea nuevas situaciones de conflicto potencial y
nuevas maneras de encarar esos conflictos; pero hasta cierto punto también trae
aparejada, por principio, la posibilidad de modificar el influjo de la solución de
conflictos anteriores" (Hartmann, en Kris et al., 1954, pág. 35; véase también
Freud, 1927, págs. 42-43).
ternas. No obstante, el potencial neurótico del individuo conti-
núa existiendo durante toda su vida; puede actuar como factor
incentivador y activante o ser un punto especialmente vulne-
rable. Ambas situaciones, empero, orientan las tendencias
adaptativas del individuo y despiertan su inventiva: en tales
circunstancias, el dominio del trauma original, habitualmente
de naturaleza acumulativa, se trasforma en una "tarea vital"
(Blos, 1962, págs. 132-36). En una carta a Ferenczi, Freud
escribió: No deberíamos tratar de erradicar nuestros complejos
sino de llegar a un arreglo con ellos; son auténticas fuerzas
orientadoras del comportamiento propio en el mundo" (Jones,
1955, pág. 452). Loewald plantea una idea similar cuando
habla de "repetición como re-creación" en contraste con la "re-
petición como reproducción" (1971fo, pág. 60).
Las consideraciones precedentes llevan a la conclusión de
que no existe una concatenación causal rígida entre trauma in-
fantil y enfermedad neurótica ulterior. La causalidad se deter-
mina y verifica en forma retrospéctiva, tal como ocurre en el
trabajo de reconstrucción. Sobre la base del estudio de perso-
nalidades creativas, artísticas y carismáticas hemos llegado a
comprender, en gran escala, las complejas vicisitudes del po-
tencial neurótico. Quizás en una escala menor también opera
una similar imaginación adaptativa que, en circunstancias fa-
vorables, sirve para impedir que el potencial neurótico se con-
solide como enfermedad.
Desde esta perspectiva, la génesis de las neurosis aparece co-
mo un ininterrumpido proceso de elaboración que comienza
con un daño incipiente al organismo psíquico y se establece co-
mo potencial neurótico. Este potencial se conserva desde los
comienzos de la vida y recién más tarde llega su período termi-
nal, bajo la forma de neurosis adulta, cuando ha irrumpido la
enfermedad que en circunstancias ordinarias se mantiene inal-
terable e irreversible. Hemos llegado a considerar la neurosis
infantil como un potencial específico que puede o no llevar a
una enfermedad neurótica en la vida adulta. Podría entonces
cuestionarse la utilidad de postular la existencia de una neuro-
sis infantil cuando nunca llega a materializarse una neurosis
adulta. Pero existe un hecho cierto: la neurosis infantil asume
su estructura y contenido definitivos sólo durante la etapa de
formación de la neurosis adulta, cuando tomamos conocimien-
to cabal de su existencia a través de la neurosis trasferencial; es
decir, sólo durante el tratamiento analítico (Tolpin, 1970,
pág. 277).
El período formativo de la neurosis adulta coincide muchas
veces con la adolescencia, específicamente con la adolescencia-
tardía. A partir de entonces, la neurosis adulta puede hacer su
aparición como un ensamble organizado y selectivo de viven-
cias, impresiones y afectos cruciales y lesivos experimentados
en la niñez temprana; en su conjunto, marcan los puntos de fi-
jación —es decir, las características etiológicas de cada neuro-
sis— y se encuentran comprendidos en el concepto de "trauma
infantil". Greenacre habla de "fijación a una pauta, más que
sólo a una fase" (Kris et al., 1954, pág. 22). Si estas primitivas
interferencias en el desarrollo normal continúan en la etapa
fálico-edípica, pueden llegar a determinar en gran medida la
particular constelación del conflicto triádico que se produce
entonces (pág. 18). Si, por el contrario, no continúan con fuer-
za suficiente, es probable que la neurosis ulterior presente ca-
racterísticas de la etapa preverbal con su conflicto diádico o
que se desarrolle una perturbación emocional de tipo fronteri-
zo. Con el fin de mantener la claridad de mi posición, la he li-
mitado a las neurosis trasferenciales, excluyendo los trastornos
infantiles y adultos debidos exclusiva o predominantemente a
falencias del desarrollo —es decir, a una estructura psíquica
deficitaria— y no a un conflicto interno, a su resolución neuró-
tica o a sus derivaciones debilitantes.
Puesto que la estructuración de las neurosis es el resultado de
un desequilibrio o conflicto entre las instancias psíquicas, de-
pende necesariamente del poder madurativo intrínseco y rela-
tivo de tales instancias. Esta postulación es esencial para la
comprensión de las neurosis, tanto infantiles como adultas. Si
nos detenemos por un momento en la enorme diferencia que
existe entre el yo de la latencia y el de la adolescencia tardía,
no nos sorprenderá descubrir soluciones distintas para un mis-
mo conflicto neurótico básico en cada una de esas etapas.
Cualquiera sea el desenlace, en las soluciones respectivas de las
diferentes etapas evolutivas reconoceremos la historia del yo,
que deja su marca en la estructuración de la solución de todo
estado desequilibrante. La salida adaptativa, tanto neurótica
como sana, si es seguida a lo largo de un continuo evolutivo, no
se mantiene idéntica en todo su trascurso y por lo tanto no
puede ser vista como inalterada o inalterable.
Se ha intentado diferenciar la neurosis del niño de la del
adulto en términos de la naturaleza que en cada caso ad-
quieren la trasferencia, la resistencia y la reelaboración. La de-
pendencia emocional del niño junto con su maduración física
incompleta, necesariamente impone límites a la analizabilidad
del potencial patógeno. El análisis infantil está destinado a
ayudar al niño a recobrar el ímpetu evolutivo correspondiente
a su edad. Por supuesto, el logro de este objetivo no significa
necesariamente una protección contra los azares emocionales
inherentes al proceso de crecimiento. Nunca estamos seguros
de la medida en que el tratamiento eliminó el potencial patóge-
no; de ahí que un número relativamente grande de niños trata-
dos recurra al análisis una vez más al llegar a la adolescencia o
los comienzos de la adultez.
El período de la adolescencia tardía marca la terminación de
la niñez. Como proceso integrativo recapitula, en un nivel su-
perior de funcionamiento psíquico, un avance hacia la inde-
pendencia y autonomía que en otro trabajo definí como el "se-
gundo proceso de individuación" de la adolescencia (véase el
capítulo 8). Recién cuando se ha alcanzado la madurez biológi-
ca y cuando la madurez sexual lleva a un rompimiento definiti-
vo con las posiciones infantiles se produce una reorganización
del potencial neurótico —siempre que todavía posea suficiente
valencia patógena—, en un nivel más alto de integración como
neurosis adulta. Este enfoque de la neurosis adulta hace que el
término "epigénesis" resulte especialmente apropiado, por
cuanto nos recuerda la teoría de Harvey según la cual el
embrión se forma mediante la adición gradual de distintas par-
tes en una secuencia ordenada.de complejidad creciente. A ello
se agrega que, en el proceso, algunas de las partes componentes
pueden atrofiarse, perder su función y convertirse en reliquias
atávicas del pasado. La teoría opuesta, que postula la "prefor-
mación" o el "encapsulamiento", * resulta obsoleta desde el
punto de vista biológico, y sus derivaciones son contrarias a la
naturaleza de la genésis de las neurosis.
Un venerable postulado de la teoría analítica distingue los
estados latente y manifiesto de la neurosis: el primero ha sido
conceptuado como neurosis infantil. Freud (1939) vinculó am-
bos estados en el siguiente pasaje: "Recién después [de la lateri-
cia] tiene lugar la modificación con la cual la neurosis definiti-
va se hace manifiesta como un efecto retardado del trauma.
Kilo ocurre al comienzo de la pubertad o algo más tarde" (pág.
77).4 En la obra de Freud existen frecuentes referencias a la
acometida en dos tiempos de la neurosis, regla a la cual esca-
pun las neurosis traumáticas. Cuando la disposición neurótica
se manifiesta en la adolescencia —es decir, cuando el trauma
infantil impide, distorsiona o desbarata catastróficamente la
conducta correspondiente a la edad del individuo por medio de
lu formación de síntomas—, la enfermedad resultante constitu-
ye la "neurosis definitiva". Se deduce, por lo tanto, que esta es
sinónimo de neurosis adulta y que junto con su formación surge
a la vida —por decirlo así— la neurosis infantil, que adquiere
Ilustración clínica
Un estudiante universitario de dieciocho años comenzó su
análisis después de un total e inexplicable fracaso en sus exáme-
nes: la incapacidad para estudiar había llegado a adquirir la
naturaleza de síntoma; su aparición había sido tan brusca, y
tan grande su gravedad, que se indicó tratamiento analítico.
Una inhibición neurótica del funcionamiento intelectual esta-
ba amenazando arruinar la vida de este inteligente joven. Na-
turalmente, el síntoma inicial sólo encubría las muchas vías in-
ternas a través de las cuales la patología había extendido su
influencia debilitante por toda su personalidad. La inmadurez
emocional se había manifestado en el área que representaba
para el paciente, más que cualquier otra, el logro simbólico de
la madurez y la independencia, es decir, la rivalidad edípica.
Al comenzar el análisis, el joven tenía conciencia de la impo-
sibilidad de encarar por sí mismo el problema del fracaso en los
estudios. Sabía de la evidente irracionalidad de sus posterga-
ciones, de sus permanentes esperanzas de un éxito imposible,
de su despreocupación compulsiva por el paso del tiempo hasta
que ya era demasiado tarde para recuperarlo. Sin quererlo, él
mismo había provocado el fracaso, a pesar de su inconmovible
propósito de estudiar y de la penosa humillación que le acarreó
la expulsión de la facultad. En pocas palabras, comenzó su
análisis con una actitud positiva y un auténtico deseo de resol-
ver un problema agudo. Reconocía la irracionalidad de su con-
ducta y tenía conciencia de su malestar emocional y su deso-
rientación. /
El paciente era lo bastante informado como para aceptar y
obedecer la regla básica. No perdía una sola de las cinco se-
siones semanales; hablaba con facilidad acerca de lo que le
ocurría, de sus fantasías, sueños y recuerdos infantiles; en resu-
men, se comportaba como un buen paciente. Sin embargo, fal-
taba algo, lo cual hacía que el tratamiento se tornara pesado y
vacilante. Si bien es cierto que en el curso del primer año de
análisis se pudo reunir un buen número de recuerdos, fantasías
y datos referentes a su vida cotidiana y su historia personal, no
había surgido aún un "vasto diseño" que otorgara organización
y continuidad —es decir, significado— al flujo de comunica-
ciones del paciente.
Ya en la primera semana se pusieron de manifiesto el área
del conflicto neurótico y la organización defensiva. Un sueño y
una idea obsesiva transitoria servirán de ilustración. El sueño,
aportado en la primera sesión, es el siguiente:
Consolidación de la personalidad
y formación de la neurosis adulta
Conclusiones
Partiendo de observaciones de análisis de pacientes en la
adolescencia tardía, he llegado a la conclusión de que la fase de
consolidación que tiene lugar en dicha etapa constituye el pe-
ríodo de formación de la neurosis adulta. Sólo cuando esta se
ha instalado es posible que se desarrolle, dentro de la situación
analítica, la neurosis trasferencial como forma manifiesta de la
neurosis infantil. Estas consideraciones otorgan una nueva y
especial importancia a esa fase de consolidación. Las indaga-
ciones referentes a la etapa terminal de la niñez —es decir, el
período formativo de la personalidad adulta, tanto normal co-
mo patológica— traen a un primer plano ciertos aspectos espe-
cíficos de la técnica y teoría analíticas. Al ofrecer una concep-
tualización del especial papel que cumple la adolescencia tar-
día en la epigénesis de la neurosis adulta, he procurado abrir
el camino para el examen de este particular campo de investi-
gación desde el punto de vista de la clínica, el desarrollo y
la teoría.
17. ¿Cuándo y cómo termina
la adolescencia? *
Criterios estructurales para establecer
la conclusión de la adolescencia
La continuidad yoica
Me referiré ahora a la segunda tarea o desafío que el adoles-
cente tardío debe encarar a fin de concluir el proceso adoles-
cente. El término que he elegido es "continuidad yoica" y
explicaré qué significa. Para que el niño sobreviva en el mundo
en que ha nacido, necesita durante muchos años del apoyo, la
guía y la orientación proporcionados por las personas que lo
tienen bajo su cuidado. En este amplio ecosistema psicológico
los padres funcionan como extensiones del yo del niño; la ado-
lescencia modifica este estado radicalmente. Durante la ado-
lescencia normal, el niño en crecimiento utiliza su facultad
cognitiva y su madurez somática mayores para obtener inde-
pendencia emocional, moral y física. Esta es la época en que se
forma su propia opinión sobre su pasado, presente y futuro. El
pasado se halla sujeto retrospectivamente a una suerte de exa-
men de realidad histórico. En este momento asistimos al adve-
nimiento del hombre conciente de sí que, por primera vez,
se percata de su vida ordinaria y al mismo tiempo única, que se
extiende entre el nacimiento y la muerte. La denominada "an-
gustia existencial" no puede experimentarse antes de la adoles-
cencia; lo mismo ocurre con el sentido de lo trágico.
Las perturbaciones en la formación de la continuidad yoica
o su patología clínica se reflejan con la mayor claridad en los
casos que presentan un tipo especial de distorsión de la reali-
dad. En estos casos se provocó deliberadamente una represen-
tación defectuosa de la realidad en la mente del niño. Como re-
sultado el niño aceptó como real lo que le dijeron que era real,
sacrificando así la veracidad de su propia percepción y cogni-
ción. Este tipo de distorsión de la realidad debe distinguirse de
la alucinación psicótica o de la contaminación debida a una fi-
gura parental psicótica o al trauma de la escena primaria. El
factor patógeno reside más bien en la imposibilidad de que ac-
cedan al nivel conciente circunstancias que el niño una vez
compartió con otros pero a las que luego se le prohibió (me-
diante gestos o insinuaciones) reconocer como reales. En tales
casos, las perturbaciones en el examen de realidad siempre for-
man parte del cuadro clínico. Una breve referencia a un pa-
ciente mío nos aclarará esto. 2
Un joven delincuente de diecisiete años me fue traído por su
tío materno porque ciertos incidentes (ausencia sin permiso,
ratería en tiendas, falsificación de cheques y mentiras) hacían
temer las más serias consecuencias legales. La actitud del cul-
pable era de resignación ante el hecho de que estaba "destina-
do a convertirse en un criminal". No mostraba en absoluto la
indiferencia agresiva y defensiva ni el oposicionismo declarado
que solemos observar siempre que una actuación se basa, al
menos parcialmente, en una simple descarga de impulsos. El
joven me dijo que no recordaba a su padre porque lo había per-
dido cuando aún era un bebé. Nunca lo había conocido; su
madre le había hablado acerca de su muerte. Por el tío, que se
había interesado paternalmente en su sobrino, conocí un frag-
mento de la historia familiar que contradecía aquellos hechos.
En síntesis: el padre había sido enviado a prisión por malversa-
ción cuando el niño tenía seis años. Con anterioridad a este su-
ceso, padre e hijo habían perdido contacto durante algunos
años luego del divorcio de los padres cuando el pequeño tenía
tres años. Según lo que la madre me había dicho, el padre ha-
bía muerto en prisión y ella era viuda. El niño aceptó este
hecho y nunca más preguntó por su padre. Por su cuenta el niño
había ubicado la muerte de su padre en la época en que era un
bebé, eliminando así todo recuerdo posible de imagen o afecto.
Estos eran remplazados por la sensación de estar destinado a
El trauma residual
La tercera tarea o desafío se relaciona con el concepto de
trauma. Considero axiomático que el trauma —usualmenté
de carácter acumulativo— constituye una experiencia dañina
inevitable en el período infantil. Cualquiera que haya sido la
adaptación a estos choques nocivos, o su neutralización, en el
crecimiento psicológico, de todos modos queda al final de la
adolescencia un residuo que desafía los recursos adaptativos de
lá adolescencia tardía. Las vulnerabilidades idiosincrásicas de-
bidas al trauma residual forman parte de la condición huma-
na. Aun los héroes y semidioses tienen que vivir con ellas:
Aquiles tenía su talón vulnerable, por el cual Tetis lo sostuvo
cuando sumergió al niño en el río Estigio para hacerlo inmune
a toda herida mortal. Otro semidiós, Sigurd, más conocido co-
mo Siegfried, tenía un lugar vulnerable en su hombro, donde
había caído una hoja cuando se bañaba en la sangre de Fafnir,
el dragón muerto. La mitología nos informa que esa protección
extraordinaria contra "las piedras y flechas de una fortuna
atroz" se adquiere sólo durante la infancia y la juventud, y que
nunca falta un accidente menor que hace fracasar la pretendi-
da invulnerabilidad absoluta.
Esto me retrotrae al concepto de trauma residual, es decir,
a ese aspecto del trauma que nunca se resuelve y que, de hecho,
nunca puede resolverse. Lejos de ser un impedimento lamen-
table, esta difícil situación universal proporciona un gran im-
pulso para su manejo. Este incentivo persistente empuja al
adolescente tardío hacia un conjunto de compromisos más o
menos definitivos de índole personal así como impersonal. El
dominio de los residuos traumáticos tiene lugar dentro de la
gama de oportunidades que ofrecen las instituciones y alianzas
sociales, tales como las posibilidades de instrucción, las agru-
paciones laborales, las afiliaciones ideológicas y las relaciones
íntimas de distinto tipo. En este sentido, podemos hablar de
una socialización del trauma residual durante la adolescencia
tardía. Este proceso coincide con la declinante intrusión de las
fantasías infantiles en el sistema motivacional y su trasposición
o relegación al mundo del sueño diurno, los juegos y las aso-
ciaciones comunitarias restitutivas —desde la tauromaquia
hasta la recitación de poesías—. En esencia, el trauma residual
sirve como un organizador que promueve la consolidación de
la personalidad adulta y explica su singularidad. La socializa-
ción del trauma residual es anunciada en terapia cuando el jo-
ven paciente asume la responsabilidad de su propia vida, tole-
rando un mínimo de tensión y dejando de hacer el duelo por
sus fantasías:y expectativas infantiles. La complejidad de este
proceso es de tal magnitud que debo abstenerme de referir un
caso para ilustrarlo; en lugar de ello, sugiero al lector que bus-
que en alguno de sus casos los vínculos pertinentes con la tesis
que he presentado.
La identidad sexual
Me referiré ahora al cuarto y último desafío en mi esquema
de criterios evolutivos sobre la conclusión de la adolescencia: la
identidad sexual definitiva. Este concepto se distingue de la
identidad sexual original [gender identity] que se establece
tempranamente en la vida [cf. pág. 153]. La actividad sexual
no constituye por sí misma un indicio de una conclusión nor-
mal de la adolescencia y no ofrece ninguna garantía de que se
haya logrado la identidad definitiva específica de cada sexo.
La formación de la identidad sexual depende de la trasmuta-
ción del componente de la pulsión sexual inadecuado al sexo en
una nueva estructura psíquica, el ideal del yo (véase el capítulo
15). Es una experiencia usual en la terapia de adolescentes que
este paso hacia adelante se traduzca en un proceso extraordina-
riamente difícil y lento; requiere el abandono de las idealiza-
ciones infantiles del self y del objeto. La persistencia del engran-
decimiento infantil impide la formación de relaciones huma-
nas adultas y estables.
La típica regresión adolescente, que llamé "regresión al ser-
vicio del desarrollo", incentiva la dicotomía infantil entre el
objeto "todo bueno" y el objeto "todo malo". Este estado refle-
ja un vínculo objeta! primitivo, preambivalente. Sólo habrá
una relación adulta duradera cuando el estado de ambivalen-
cia madura se estabilice estructuralmente en la adolescencia
tardía. No es exagerado decir que lá experiencia subjetiva más
angustiante y dolorosa en el contexto de la reestructuración
psíquica adolescente se relaciona con el proceso de desidealiza-
ción. Lo que esta trasformación del self refleja es, por cierto,
un purgatorio a través del cual serpentea el camino que lleva
desde la dependencia infantil hasta la humanización adulta.
En otro lugar (capítulo 5) he examinado en detalle este
complejo tema. Lo que ahora deseo es hacer hincapié en un
punto, a saber, la interconexión intrínseca entre la formación
de la identidad sexual y la desidealización del self y del objeto.
Tengo la certidumbre de que si el lector hace una revisión de
sus experiencias con adolescentes mis proposiciones resultarán
casi evidentes por sí mismas.
Conclusiones
Los cuatro criterios estructurales que he esbozado fueron es-
cogidos en mi trabajo con adolescentes porque con el tiempo
me sirvieron para ordenar mis observaciones clínicas. Debe te-
nerse en cuenta, sin embargo, que los cuatro desafíos o tareas
evolutivas que he definido representan componentes integran-
tes de un proceso total. Los cuatro actúan sinérgicamente y al
unísono; sus resoluciones evolutivas son globales; el uno sin el
otro jamás puede conducir a una conclusión normal de la ado-
lescencia. Debido a esta interconexión entre los cuatro desa-
tíos, es posible estimar a partir de la apreciación de un aspecto
componente el progreso relativo hacia la finalización de la
adolescencia en su conjunto. En última instancia, no obstante,
es la integración de los cuatro desafíos (o la intersección nodal
de las cuatro coordenadas, si se prefiere) lo que nos confirma
con un grado razonable de certidumbre que la etapa evolutiva
de la adolescencia ha llegado a su conclusión. Sé muy bien que
esta formulación mía tiene un carácter ideal, que rara vez o
nunca se traduce en la vida real. Debe considerársela como un
esquema. La experiencia nos demuestra que los problemas psi-
cológicos no resueltos necesariamente subsisten; sin embargo,
es su integración estable en la personalidad adulta —el trabajo
de la etapa de consolidación— lo que proporciona a estos
problemas persistentes una estructura pautada e irreversible.
La estabilidad caracterológica obtenida de este modo indica
que la adolescencia ha terminado.
Quinta parte. La imagen corporal:
su relación con el funcionamiento
normal y patológico
La afortunada coincidencia de tener en tratamiento tres ca-
sos de criptorquidia, cada uno de ellos derivado por ún distinto
trastorno psicológico, me permitió hacer un estudio comparati-
vo en cuanto a la particular influencia de la anomalía anatómi-
ca en el desarrollo de cada niño. Pese a las diferencias indivi-
duales en la psicopatología presentada, surgieron ciertas ten-
dencias relativas a la conducta sintomática, el simbolismo, las
fantasía.1 y los mecanismos reparatorios, que, en su conjunto,
me habilitaron a hacer algunas generalizaciones en torno de la
representación psíquica de un defecto corporal y su relación
con un desarrollo anómalo. Por lo demás, el estudio puso en
claro que ciertas ominosas perturbaciones de la conducta y el
pensamiento se vinculaban directamente con perturbaciones
de la imagen corporal. Hasta tal punto este nexo-demostró ser,
en algunos casos, el condicionante, que la corrección del defec-
to físico, espontánea o por vía quirúrgica, daba por resultado,
si no la desaparición del trastorno psicológico, sí decididamen-
te su analizabilidad. Como muestra el material clínico, en este
proceso la ayuda terapéutica fue esencial. No obstante, el tra-
tamiento fue eficaz con mucho menos labor terapéutica que la
prevista a la luz de la perturbación presentada. Aquello que al
clínico le parecía un comportamiento extravagante y el am-
biente del niño consideraba "loco" tomó una valencia patogno-
mónica por entero diferente una vez que se vincularon los sín-
tomas con la distorsión de la imagen corporal.
Debemos aclarar que cada anormalidad corporal tiene que
ser contemplada y estudiada como una entidad singular. Mi in-
vestigación clínica sobre la criptorquidia ofrece un ejemplo
acerca de cómo una anomalía física afecta el funcionamiento
mental, y por vía de qué procesos psíquicos se produce esto. En
el caso de otra anormalidad, debe elaborarse un sistema de re-
ferencia propio.
Una anécdota ilustrará las puntualizaciones anteriores. Un
terapeuta de niños me contó que uno de sus pacientes, un niñc
de once años de edad con un testículo no descendido, manifes-
taba cierta conducta bizarra que a él lo había intrigado, hasta
que discutimos el caso a la luz de mis indagaciones. Lo que se
presentaba como un síntoma compulsivo cuasi-psicótico tomó
el carácter de un acto sintomático cuyas implicaciones diagnós-
ticas eran mucho menos serias cuando lo contemplamos
dentro del marco de referencia de la criptorquidia. Describiré
la conducta de este chico.
Durante un lapso prolongado se había entregado a un
"juego" repetitivo: cada vez que se encontraba con un hombre
(nunca una mujer) a quien él conocía y que sabía las reglas del
juego, con un rápido movimiento le pellizcaba la mejilla y lo
tenía así hasta que la víctima dijera "la palabra correcta". Si él
le había tomado una sola mejilla, esa palabra era "mejilla"; si
le había tomado las dos, como habitualmente hacía, era "me-
jillas". Sólo lo dejaba ir una vez que le contestaba la palabra
correcta. La metáfora del juego residía en la disyuntiva "o
bien... o bien...", en el número singular o plural y en el despla-
zamiento de abajo hacia arriba. El niño estaba comunicando:
"Díganme, ¿tengo uno o dos testículos?". La similitud de las
mejillas y las bolsas de piel daba al desplazamiento la típica li-
teralidad que solemos observar. Este mismo niño se presentó a
su examen médico contorsionando y escondiendo su brazo de-
recho dentro de la manga del saco, con la mano colgándole fo-
fa. Este incidente tuvo Tugar cuando su testículo derecho esta-
ba en el proceso de descenso.
Agreguemos una nota de interés histórico. El autor de la
marcha utilizada por los soldados británicos durante la Segun-
da Guerra Mundial (citada en el capítulo 18, pág. 369) alude a
que Hitler tiene "una sola pelota grande". Fue después de esto
que la autopsia de Hitler hecha por los rusos reveló que, en ver-
dad, tenía un único testículo. "Podría inferirse que debe de ha-
ber sido de tamaño mayor que el normal por una hipertrofia
compensatoria, ya que los rusos nada dicen en cuanto a haber
hallado un segundo testículo intraabdominal". 1
En relación con los "equivalentes de órgano" que se analizan
vinculados a la criptorquidia, debe mencionarse la peculiar
trasposición de una quintilla jocosa por parte de un antólogo
desconocido. La quintilla reza:
"Un mozo muy raro de Devizes
tenía pelotas de muchos tamaños;
una de ellas tan pequeña era
que a nada de nada se redujo,
pero las demás tenían variado precio"
Material clínico
El caso de Steven
El caso de Larry
El caso de Joe
Joe, un niño negro pero de tez .clara, alto y grueso, con ras-
gos pubescentes manifiestos, tenía nueve años cuando fue deri-
vado a la clínica por la escuela a causa de su intranquilidad, su
jactancia excesiva, sus dificultades de aprendizaje y'sus ensoña-
ciones diurnas. Se comprobó que era un niño solitario y teme-
roso; sus actividades habían sido restringidas hasta los seis años
por un soplo cardíaco congénito, pero su impulso a la acción
venció y se es'tableció una hipermotilidad incontrolable.
La madre, que quería que su hijo fuera suave y de buenos
modales, hacía lo posible para sofocar todas las expresiones de
autoafirmación masculina que en él surgían. A las dos herma-
nas mayores les habían enseñado cómo cuidar al pequeño "in-
válido". El padre estaba decepcionado por la falta de conduc-
tas e intereses varoniles de Joe, y aunque daba buen sustento a
los suyos no pasaba mucho tiempo en casa y no compartía la vi-
da familiar.
Joe llevaba tres años de tratamiento cuando su madre men-
cionó como al descuido su testículo no descendido. Sus robos
insignificantes, sus "cuentos", su constante referencia a secre-
tos, su compulsivo balanceo en la silla hasta caerse, se hicieron
inteligibles al relacionarlos con su defecto genital. Se decidió
centrarse en dos áreas: la disfunción del yo (esto es, la dificul-
tad para leer) y la angustia ligada a su defecto. También se re-
solvió tratar de conseguir la cooperación del padre, a pesar de
los enérgicos intentos de Joe para excluirlo del tratamiento.
Las entrevistas que el terapeuta mantuvo con el padre
dieron por resultado que este llevara a Joe al médico: el curso
del tratamiento le fue explicado al niño. El período de inyec-
ciones que siguió fue angustiante para él. El hecho de que "no
pasara nada" después de las inyecciones abrió la temida posibi-
lidad de una operación. Joe se negaba a discutir esto, insistía
en que lo había hablado con sus hermanas y que no había nada
más que decir. Su comportamiento se volvió bastante dañino,
casi delictivo, y él estaba lleno de quejas acerca de su instructor
especial, quien, según decía, era incapaz de ayudarlo.
La inminente operación fue vinculada por Joe con su amig-
dalotomía. El médico podría encontrar que su testículo no ser-
vía, cortarlo y tirarlo. Charló con el terapeuta acerca de su
miedo a la esterilidad, en caso de quedar con un solo testículo
bueno. Ahora Joe se sentía libre de hacer preguntas sobre ello;
a la vez, progresaba en la lectura. Asimismo, su instructor notó
en él una creciente habilidad para aprender y períodos de con-
centración más prolongados. En este momento, Joe introdujo
un nuevo tema en su tratamiento, a saber: sus novias. Una re-
pentina oleada de interés lo había llevado al reino de las emo-
ciones de la adolescencia temprana. Se jactó ante el terapeuta
de que lo sabía todo acerca del sexo.
La desconfianza del padre a los médicos y la impotencia de
la madre para planear la operación ("Sólo sé cuidar nenas")
forzaron al terapeuta a asumir la principal responsabilidad en
las tratativas con el cirujano y el hospital. Joe apreció esta ayu-
da. Sin embargo, por primera vez, en cuanto la operación estu-
vo planeada, emergió la agresión del niño contra su madre:
ella no lo ayudaba, estaba procurando hacer una nena de él; él
no iba a tolerar ser tratado de esa manera. Consideró un insul-
to a su masculinidad que en el hospital lo revisara una médica.
Al mismo tiempo, se expresaba su temor a la castración: a me-
nudo se refería a su amigdalotomía recordando cuando "el
cuchillo resbaló y le hizo un agujero en la garganta".
A medida que se acercaba el momento de la operación,
prorrumpió un enorme interés por obtener información sexual.
La creciente competencia con su padre, combinada con el
usual intento de someterse a su madre, precipitó una aguda
lucha en su identificación sexual, que se vio intensificada por la
inminente operación.
Después que la operación culminara con éxito, el proceso
de convalecencia, junto con la restricción impuesta a sus acti-
vidades, puso a Joe angustiado y colérico. Oscilaba entre sus
tendencias pasivo-sumisas y agresivo-masculinas. Durante es-
te tiempo, la opinión del médico sirvió como criterio para eva-
luar de manera realista su condición. Joe ahora quería apren-
der a nadar, a jugar a la pelota y a pelear. Expresó su deseo de
mejorar en general. Una picazón en la zona genital, que él lo-
calizó en los testículos, abrió el debate acerca de la masturba-
ción y de las poluciones nocturnas. Era esencial para el tera-
peuta, una mujer, ir trasfiriendo gradualmente al padre el
esclarecimiento sexual, porque la excitación relacionada con
este diálogo promovía una atracción erótica demasiado inten-
sa. Mientras tanto, el padre había empezado a aceptar mejor a
su ahora "completo" hijo.
El aprendizaje, que había avanzado mucho desde la opera-
ción, siguió mejorando. Joe podía hacer sus deberes, iba a la
biblioteca, pedía ayuda y opinión al padre en tópicos tales co-
mo las contiendas electorales y las huelgas. La lucha por su
masculinidad dominaba ahora su vida; la terapia entró en un
período prolongado de "reelaboración" [working through], en
el cual los afectos liberados debían ser guiados hacia conflictos
propios de la fase adolescente, tratando de evitar los extremos
del sometimiento o el lanzarse ciegamente a una autoafirma-
ción y rebelión frenéticas.
Epicrisis
La identidad bisexual
Su defectuosa condición genital era percibida por los tres ni-
ños como castración, esto es, como feminidad. En estos casos
de criptorquidia no observamos una genuina identificación fe-
menina; más bien, reconocemos en la imagen de sí un acomo-
damiento de tendencias pasivas femeninas a una realidad fí-
sica genital. Las tendencias pasivas recibieron un poderoso
auxilio del trauma operatorio y una inctesante estimulación por
la criptorquidia misma. En este sentido son pertinentes las ob-
servaciones de Anna Freud (1952&): "Al estudiar los efectos
posteriores de operaciones de la infancia en el análisis de pa-
cientes adultos, encontramos que no es el temor a la castración
sino el femenino deseo de castración en el niño varón el princi-
pal responsable de los serios trastornos o los permanentes cam-
bios de carácter posoperatorios" (pág. 75). A esto cabe añadir
el hallazgo de que en el caso de la criptorquidia, por la realidad
misma del defecto genital, el deseo femenino de castración no
avanzó hacia un estado de representación integrada del self, si-
no que permaneció vinculado al órgano genital en su realidad
física. Por lo tanto, las tendencias femeninas se fueron organi-
zando alrededor del defecto orgánico y quedaron en una si-
tuación de inestabilidad dada la implícita reversibilidad de la
afección. La resultante identidad bisexual se hizo manifiesta en
las producciones lúdicas, las fantasías, la conducta trasferen-
cial y los tests proyectivos.
La confusión de la identidad sexual impedía el desarrollo de
cualquier concepto claro acerca del genital masculino o feme-
nino. Una imagen egomórfica de naturaleza hermafrodita pasó
a ser el esquema corporal universal. Joe expresó esta confusión
diciendo: "¿Quiere decir que yo tengo algo que otros niños no
tienen, o no tengo algo que otros niños sí tienen?".
Se encontró que tener un testículo era idéntico a ser medio
hombre y medio mujer, a la esterilidad o a la feminidad en ge-
neral. Steven le mostró al terapeuta sus muñecos-pacientes con
estas palabras: "Míralos, no parecen nada". Esto expresa mejor
que cualquier otra cosa el sentido del self con el cual Steven te-
nía que lidiar. En tal dilema, una operación era querida y te-
mida; para recuperar el perdido tesoro (el testículo), otro órga-
no (es decir, el pene) tal vez debería ser sacrificado. En la
sobrevalorización de la parte corporal faltante reconocemos un
desbordamiento de investiduras del pene al testículo.
La angustia por la operación fue evitada mediante identifi-
cación, asumiendo un rol activo frente al terapeuta. Larry pi-
dió a su terapeuta varón que fuera su alumno mientras él mis-
mo era la maestra. La misma inversión de roles notamos en
Steven, quien era el cirujano mientras su terapeuta era su en-
fermera. Cuando la operación era inminente, él se sentó en la
silla de su terapeuta mujer y dijo: "Yo quiero ser tú y que tú
seas yo". "Si no es posible que los hombres se hagan mujeres,
¿por qué no hay sólo hombres?", inquiría Steven. Entonces,
podemos agregar, la castración sería eliminada de una vez por
todas. Con su lógica propia, Steven concluía que en ese caso los
hombres tenían que hacer los bebés para que el mundo siguiera
andando. No había, después de todo, una manera de librarse
de la existencia de dos sexos.
Esto nos lleva a equiparar la liberación del testículo (la or-
quidopexia) y el dar a luz. El testículo en el abdomen era
igualado al feto. Steven pensaba que le llevaba veintiún días al
bebé crecer en la panza, exactamente el tiempo que él tenía
que esperar para que lo operaran. La figura de una mujer di-
bujada por Joe mostraba dos pelotas en la región abdominal;
cuando, por sugerencia del examinador, este dibujo fue repeti-
do, las pelotas se fueron desplazando hacia arriba en cada di-
bujo consecutivo hasta alcanzar la ubicación exacta de los
pechos. La asociación del testículo faltante con el órgano feme-
nino, el pecho, sólo sirve para destacar, una vez más, la identi-
dad bisexual que hemos encontrado como característica de los
casos de criptorquidia.
No fue una sorpresa, entonces, comprobar que la orquidope-
xia provocaba un estado de expectativa dual: o lograr la mas-
culinidad o enfrentarse con una castración total. En verdad,
existía una cierta confusión con respecto a la realización si-
multánea de ambas. Esto se manifiesta, por ejemplo, en la idea
de Steven de que el testículo sería empujado desde el "estóma-
go" al pene; el haber logrado dos testículos externos habría
anulado así el uso del pene para orinar, necesitándose otro ori-
ficio para esta función. Tales perturbadoras admisiones eran rá-
pidamente extinguidas por medio.de fantasías de engrandeci-
miento, hasta que el recurso a la castración pasaba otra vez a
primer plano. Estos cambios dieron por resultado un crónico
estado de indecisión y de fluctuante identidad sexual. Fineman
(1959) informó acerca de observaciones similares en un niño de
cinco años y medio con ufl defecto genitourinario congénito:
"El primer intento de presentarle su real afección [atrofia de la
vejiga], a pesar de ser suavizado por la afirmación adicional de
que podía hacer todo lo que hacían los otros varones, fue
enfrentado por él con considerable angustia, que espontánea-
mente puso bajo control jugando a ser la mamá y a cocinar"
(pág. 116). La aceptación de ser un varón tomó primero una
forma exagerada, a saber, "fantasías de ser un cazador podero-
so que mataba leones y tigres con la escopeta del padre o del
abuelo".
El sentido bisexual de la identidad que observamos en los
tres casos presenta algunos problemas teóricos con respecto a la
identificación y a la fijación de las pulsiones. Ninguno de los
tres niños se comportaba, estrictamente hablando, de manera
afeminada o como "nena". Sin embargo, carecían de afirma-
ción masculina y de empeños activos, y huían de la competen-
cia con sus pares del mismo sexo. Todos respondieron positiva-
mente a un cambio de actitud en el padre, cuando este se
mostró más interesado en ellos y reconoció que su propia
influencia era muy importante para encaminar al hijo hacia
una posición más masculina. Después que el padre hubo res-
catado al hijo de la madre castradora, después que se hubo
enorgullecido por las tendencias masculinas de su hijo, surgió
una competencia edípica que fue resuelta mediante la identifi-
cación con el padre. Ninguno de los tres niños se ofrecía como"
un objeto de amor pasivo, según se habría podido esperar de
las tendencias emocionales prevalecientes. La huida hacia una
posición femenina, es decir, castrada, no se apoyaba en una fi-
jación pulsional ni en una identificación femenina estable. Sin
duda, estas tendencias existían, como existen generalmente en
todo niño varón, pero nunca evolucionaron hacia una orienta-
ción homosexual pasiva.
La defensa que consiste en creerse castrado es análoga a la
desmentida, en cuanto el niño niega el defecto genital median-
te una remoción radical de los últimos vestigios de masculini-
dad que dieron origen a la angustia y alteraron su equilibrio
narcisista. "Ser una niña" nunca fue lo suficientemente apoya-
do por una fijación pregenital pulsional o yoica como para evi-
tar un movimiento de progreso de la libido; sin embargo, la in-
tolerable afección genital, junto con la dependencia de una
madre castradora, proveía tendencias femeninas en un flujo
incesante. La perseverancia de la imagen corporal femenina y
la defensa de creerse castrado (renuncia a una parte del cuer-
po) estaban directamente relacionadas con una realidad corpo-
ral más que con una organización pulsional y yoica psicológi-
camente integrada. La identidad bisexual reflejaba una reali-
dad física; consecuentemente, un cambio en la realidad física
llevó a su término el provisional estado de seudobisexualidad.
La restauración de la integridad genital dio a la sexualidad
masculina un empuje decisivo. La dominante cualidad de esta
inequívoca masculinidad recientemente adquirida generaba
empero dudas respecto de un resultado totalmente victorioso.
Volveremos sobre este asunto más adelante.
\
clínico nada nos dice sobre hechos reales o reconstruidos acerca
de ello—.
El frustrado amor de Dora por esas dos mujeres fue enérgica-
mente desalojado de su vida afectiva conciente, en tanto que la
pulsión heterosexual fue histriónicamente empujada al primer
plano de su psique. Freud se refiere a esto diciendo que Dora
"hacía ver ruidosamente que no dejaría que ella [la señora K.]
poseyera al papá, y de ese modo se ocultaba lo contrario: que
no dejaría al papá poseer el amor de esa mujer, que no le per-
donaba a la mujer amada el desengaño que le causó con su
traición" (pág. 63). Con científica objetividad, Freud declara:
"No seguiré tratando aquí este importante tema [...] porque el
análisis de Dora terminó antes que pudiera echar luz sobre esas
circunstancias" (pág. 60). En una opinión final sobre este caso
—que durante tanto tiempo fue el arquetipo de la psicopatolo-
gía de la libido sexual reprimida—, Freud establece que la
mortificación sufrida por la traición de las dos mujeres cuyo
amor maternal ella anhelaba fue una afrenta que "quizá la to-
có más de cerca, tuvo mayor eficacia patógena, que la otra con
que pretendió encubrirla, a saber, que el padre la había sacri-
ficado" (pág. 62). Estas comprobaciones fueron muy tardías y
demasiado pospuestas como para beneficiar a la paciente.
Debo confesar que yo mismo no releí el historial de Dora
desde la presente perspectiva hasta que, gracias a mi propia la-
bor clínica, me percaté de los conceptos anteriormente expues-
tos. Pese a las incidentales observaciones y conclusiones es-
tablecidas por Freud en el caso de Dora, y que yo he intentado
destacar, estas no fueron jamás incorporadas de manera siste-
mática a la teoría psicoanalítica clásica de la adolescencia.
Aquí he expuesto mis propias conceptualizaciones acerca del
desarrollo adolescente, pero también quiero mostrar que algu-
nas de ellas ya estaban contenidas in nuce en el historial de Do-
ra. Para rendir homenaje a Freud he presentado este aspecto
soslayado en él, con la esperanza de estimular a que se lo relea
enfocándolo desde un ángulo distinto, más amplio.
La "nueva visita" al caso de Dora se presta para introducir
un tema que he indágado durante muchos años. Me refiero a
mi empeño de rastrear las líneas evolutivas divergentes en la
adolescencia del varón y la mujer, discerniendo sus similitudes
y diferencias intrínsecas. No me extenderé sobre la constelación
edípica en uno y otro caso, aspecto este bien conocido y es-
tablecido, y que no exige mayores comentarios. Pero sí creo
oportuno agregar algunas palabras sobre el período preedípico
en ambos, dado que las reverberaciones de estas tempranas re-
laciones objetales determinan en muy alto grado los vínculos
concretos que el adolescente entabla con hombres y mujeres,
con sus semejantes en general, así como con el mundo que lo
rodea, el pensamiento abstracto y su propio self.
La labor terapéutica con muchachas adolescentes y mujeres
jóvenes nos ha anoticiado acerca del poderoso impulso regresi-
vo hacia la madre preedípica, que origina la formación de sín-
toma y la actuación. El comer en exceso o a deshora son hábi-
tos muy comunes en la adolescente. Cuando la niña atraviesa
la fase preadolescente, reconocemos en sus relaciones de objeto
las imagos, regresivamente revividas, de la madre buena y la
madre mala. Ecos de esta fase aparecen en las fantasías de fu-
sión y en conductas de violento apartamiento. Su mezcla con
problemas edípicos siempre forma parte del cuadro clínico. El
lazo infantil con la madre constituye, empero, para la niña una
fuente permanente de ambivalencia y ambigüedad, pues por
su propia índole contiene elementos homosexuales, que la pu-
bertad ha de reforzar. Comprobamos en todos los casos que la
actuación heterosexual de la adolescente (sobre todo de la niña
que se encuentra en los comienzos de la adolescencia) persigue
un doble propósito: por un lado, la gratificación del anhelo in-
fantil de contacto táctil; por el otro, el robustecimiento de su
todavía endeble identidad sexual. Estos dos propósitos se
hallan enmarañadamente mezclados en el apego —en un co-
mienzo defensivo— de la preadolescente por el sexo opuesto.
Su avance hacia la genitalidad adulta es gradual y a menudo
permanece incompleto, sin que por ello corra peligro forzosa-
mente la integración sana de la personalidad de la mujer. La
futura capacidad y placer que esta ha de obtener de su condi-
ción de madre se ve en gran medida facilitada si tiene libre
acceso, sin conflictos, a las imagos integradas de la madre
buena-mala. El desarrollo emocional adolescente determina en
grado decisivo este desenlace. En mi opinión, en todo trata-
miento de una adolescente reviste cardinal importancia el im-
pulso regresivo y la lucha ambivalente con la madre de los pri-
meros años. Siempre es posible detectar, en las relaciones de
una mujer con otras, los residuos de ese amor primordial. El
hecho de que la niña, a diferencia del varón, deba mudar en su
vida posterior el sexo de su primer objeto de amor y odio, la
madre, vuelve su desarrollo psicológico más complejo que el
del varón.
En contraste con esto, el lazo infantil del varón con la madre
temprana permanece sexualmente polarizado durante la fase
de la regresión adolescente, y, en consecuencia, da origen a
conflictos en esencia distintos de los de la muchacha. Esta tien-
de a desembarazarse del impulso regresivo que la lleva hacia la
fusión mediante un impetuoso avance hacia el estado edípico.
El varón, en cambio, normalmente atraviesa una etapa en la
que el temor a la madre arcaica castradora —su cuidadora ori-
ginál y la organizadora de todas sus funciones corporales infan-
tiles— constituye el núcleo de su aprensión frente a la mujer.
Esta formación queda convincentemente manifestada en la
preadolescencia, cuando observamos dicha aprensión ya sea en
la evitación del sexo opuesto y la hostilidad hacia las mujeres
en general, o bien en las bravatas sexuales del machismo juve-
nil. Estos conflictos de la niñez temprana y de la adolescencia,
universales como son, nunca cesan de afectar las relaciones
entre los sexos a lo largo de toda la vida. Entre paréntesis, lla-
mo la atención del lector hacia los datos estadísticos *bien cono-
cidos sobre el incesto de adolescentes. Dejando de lado los com-
ponentes edípicos, en el caso de la niña el incesto es una defen-
sa contra la fusión maternal, en tanto que en el caso del varón
representa fusión y disolución yoica dentro de un estadio indi-
ferenciado, ó sea, psicosis. He ahí uno de los motivos de que el
incesto sea más frecuente entre las much'achas que entre los va-
rones adolescentes. Para aquellas, no se vincula necesariamen-
te a la desintegración de la personalidad, mientras que en los
raros casos de incesto de varones adolescentes se comprueba de
manera invariable que esos varones son psicóticos.
Los elementos preedípicos del caso de Dora, que yo he entre-
sacado del contexto más amplio de las reconstrucciones de
Freud, han reunido en la actualidad suficientes pruebas clíni-
cas como para ser considerados un típico paradigma regresivo
adolescente. Por consiguiente, debemos adjudicar un carácter
normativo a la reelaboración, durante la adolescencia, de las
etapas preedípica y edípica del desarrollo. Junto con el crecien-
te reconocimiento de que la labor analítica abarca, legítima-
mente, el contenido psíquico preverbal, debe reconsiderarse
también el papel que le corresponde por propio derecho a la
etapa preedípica en la terapia de adolescentes o en el proceso
normativo de la adolescencia. Esto equivale a afirmar que en
toda patología edípica descubriremos elementos precursores
provenientes del estadio preedípico, y que estos elementos de-
ben ser identificados y abordados terapéuticamente. Por lo ge-
neral, se los aborda junto con los problemas edípicos y yoicos
porque, cuando llega la adolescencia, todos ellos se han entre-
mezclado en una formación patológica abarcativa. Si damos
por sentado que la regresión preedípica es normativa en la ado-
lescencia, este hecho plantea al clínico que trabaja con adoles-
centes un problema particular.
Las fijaciones preedípicas han sido equiparadas a los estados
fronterizos, categoría diagnóstica de validez establecida. No
obstante, en la evaluación de la regresión preedípica adoles-
cente debe hacerse, a mi juicio, una diferenciación esencial.
Dentro del marco de la regresión adolescente podemos recono-
cer un tardío impulso evolutivo hacia el nivel triádico o edípi-
co, o, por el contrario, la regresión puede revelar un impulso
patógeno retrógrado hacia la etapa diádica de la primera in-
fancia. El campo de prueba de estas relatividades, de tan críti-
ca consecuencia para el desenlace del proceso adolescente o pa-
ra la terapia en general, se halla en el ámbito de la trasferen-
cia. Sin entrar en detalles, podemos decir que la necesidad pre-
edípica de dependencia de algunos adolescentes puede ser de
índole tan elemental que durante el tratamiento sólo sea po-
sible alcanzar un limitado progreso evolutivo, y ello principal-
mente a través de la identificación. Una modificación tan favo-
rable de un introyecto arcaico no es un logro de poca monta.
En contraste, el adolescente que gracias a la confianza deposi-
tada en el analista y a sus intelecciones se ha vuelto capaz de to-
lerar las frustraciones y el derrumbe de sus expectativas en la
situación terapéutica (con sus concomitantes afectos de agre-
sión y culpa) nos está diciendo, por eso mismo, que ha alcan-
zado el nivel del conflicto edípico. La diferencia entre la deten-
ción del desarrollo y el conflicto evolutivo es, con suma fre-
cuencia, mucho menos discernible a primera vista, en la eva-
luación y el comienzo de la terapia, de lo que nosotros quisiéra-
mos. Esta ambigüedad define una zona en la cual las investiga-
ciones de la adolescencia pueden avanzar con provecho.
En un momento anterior de esta exposición desplegué los ar-
gumentos clínicos para sostener que el complejo de Edipo posi-
tivo experimenta una disolución, normal o anormal, antes de
que pueda instalarse el período de latencia, mientras que el
complejo de Edipo negativo no llega a una crisis conflictiva ni
experimenta esa disolución normal o anormal hasta la adoles-
cencia. Así pues, podemos hablar de una disolución edípica en
dos tiempos: una en la niñez temprana, la otra en la adolescen-
cia. Desde luego, las influencias .de una y otra sobre la conse-
cuente naturaleza de las relaciones objetales adultas se entrela-
zan siempre y no puede aislárselas claramente; todo cuanto se
puede hacer es decir qué, en relación con los respectivos restos
de las disoluciones preedípica y edípica, hay preponderancias,
predominios y urgencias idiosincrásicas. Este problema merece
nuestra más ponderada atención, ya que la normalidad de las
relaciones objetales adultas gira, fatalmente, en torno de am-
bas disoluciones —la del complejo de Edipo positivo y la del
negativo—, y los elementos básicos de la personalidad, como el
sentimiento adulto del self, la identidad sexual y el ideal del yo
adulto, están determinados por ambas.
Sugerir que la crisis edípica no trascurre en su totalidad has-
ta que se ha completado el proceso adolescente lleva a la
conclusión de que el final de la niñez coincide con el término
de la adolescencia, tras el cual se instaura la etapa de la adul-
tez. Y esta no fes una mera cuestión de palabras. Permítaseme
continuar con una línea de argumentación que descansa en es-
ta propuesta y gravita en nuestra labor clínica.
Si la disolución del complejo de Edipo en su totalidad se pro-
duce en dos tiempos, como he postulado, debemos inferir de
ello que la neurosis infantil constituye una formación psíquica
que excluye, obviamente, el conflicto edípico (específico de la
adolescencia) con el progenitor del mismo sexo, así como su di-
solución. Esto me lleva a afirmar que la "neurosis definitiva"
—para emplear la frase de Freud (1939)— es una formación
psíquica que sólo puede alcanzar su estructura final permanen-
te en la última etapa de la niñez, o sea, en el período de conso-
lidación de la adolescencia tardía. De manera que en este pe-
ríodo se consolida la neurosis adulta o "definitiva" como aspec-
to integral de la estructuración psíquica, anunciando el térmi-
no de la adolescencia.
Estas conclusiones teóricas derivan de observaciones clínicas
de pacientes en su adolescencia tardía cuyos síntomas obede-
cían a conflictos interiorizados, constituyendo así, por defini-
ción, una neurosis. En el análisis de estos adolescentes me en-
contré con tenaces resistencias que no cedían ante ninguna cla-
se de intervención terapéutica, hasta que se desvanecían sin
que yo pudiera atribuirme motivo alguno para ello. Luego de
observar este fenómeno durante cierto tiempo, llegué a la
conclusión de que el aparente desinterés del paciente respecto
del empeño terapéutico, o su retraimiento, revelaba un tipo
particular de psicodinámica que se aparta de la definición
corriente de resistencia. Si esta clase de distanciamiento psico-
lógico o autoincomunicación se trata como una resistencia, los
resultados son nulos. En otras palabras, si las interpretaciones
recurrentes referidas a los llamados "peligros internos" —uno
de ellos, la reacción trasferencial— no logran su cometido,
será conveniente que busquemos otros factores determinantes.
Pienso que la "distracción" del paciente es atribuible a procesos
de organización internos que están estructurando o consolidan-
do la neurosis definitiva. A veces, parecería inevitable que pa-
ciente y terapeuta no lleguen a un entendimiento, porque el
primero está inmerso en la estructuración de sus complejos
neuróticos, en tanto que el segundo procura curarlo de la per-
turbación que motivó su consulta. Paradójicamente, la cura
analítica puede consumarse mejor si hay formaciones neuróti-
cas; no obstante, su período de incubación impide al terapeuta
—en diversos grados, a decir verdad— seguir realizando una
buena labor. Para superar esas situaciones de estancamiento,
es común recurrir a las interpretaciones de la resistencia. Desde
luego, nunca dejan de aparecer resistencias dinámicas o autén-
ticas junto a aquellas que he deslindado como típicas del pe-
ríodo de consolidación de la adolescencia tardía. Estoy lejos de
sugerir que estos fenómenos evoliltivos constituyen una
contraindicación para el análisis de adolescentes; independien-
temente de la silenciosa génesis de la neurosis en ese período, la
terapia sigue abriéndose camino, como de costumbre, desde la
superficie hacia las profundidades. "Lo que aquí propongo es
una modificación en la comprensión de la dinámica de la resis-
tencia dentro del tratamiento analítico, especialmente en la
adolescencia tardía,
Los problemas terapéuticos esbozados, típicos de la adoles-
cencia, ya nos son bien conocidos por el análisis de niños. Debi-
do a la conformación física del adolescente (en particular del
de mayor edad), a sus deseos, ambiciones y roles sociales, ten-
demos a considerarlo un adulto —un adulto al que le falta al-
go—. Puedo asegurar, después de varias décadas de supervisar
a terapeutas, que aquellos que se sienten a sus anchas en el tra-
tamiento de niños suelen orientarse mejor en el mundo del ado-
lescente que aquellos que han trabajado preponderantemente
con adultos.
Un pensamiento más, implícito en las consideraciones ante-
notes sobre el desarrollo, debo hacer explícito en este punto.
Cuando hablo del período de consolidación de la adolescencia
tardía, debe entenderse que las estructuras psíquicas adquieren
en él un alto grado de irreversibilidad. Pierden, por así decir,
la singular fluidez o flexibilidad de la niñez, que facilita, aun
en la adolescencia, las modificaciones adaptativas del pasado.
La estabilización estructural al término de la adolescencia está
sintetizada en la formación definitiva del carácter. Esta ad-
quisición de la personalidad en la adolescencia tardía marca
que la niñez —o sea, en el lenguaje usual, la adolescencia— ya
ha pasado. Pienso, pues, sobre la base de todo lo dicho, que la
adolescencia no puede constituir una etapa evolutiva inconclu-
sa. Su final responde a la ley epigenética del desarrollo; como
todos los otros períodos de la niñez, también la adolescencia
pierde su impulso evolutivo, independientemente de que ha-
yan sido cumplidas o no las tareas o desafíos propios de ella. El
término de la adolescencia se produce en un momento biológi-
ca y culturalmente determinado, sea .de manera normal o
anormal. Parece ser una ley del desarrollo que los puntos de fi-
jación de una etapa cualquiera sean trasladados a la siguiente,
manteniendo vivo de ese modo el empeño del yo por armonizar
las sensibilidades, vulnerabilidades e idealizaciones que con-
forman la esencia del self de cada individuo. En este sentido po-
demos decir, citando a Wordsworth, que "el niño es el padre
del hombre".
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