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La transición

adolescente
Peter Blos

ASAPPIA
Amorrortu editores
The adolescent passage. Developmental issues, Peter Blos
© Peter Blos, 1979
Traducción, Leandro Wolfson

Unica edición en castellano autorizada por el autor y debida-


mente protegida en todos los países. Queda hecho el depósito
que previene la ley n° 11.723. © Todos los derechos de la edi-
ción en castellano reservados por la Asociación Argentina de
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cenamiento y recuperación de información, no autorizada por
los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización
debe ser previamente solicitada.

Industria argentina. Made in Argentina.

ISBN 84-610-4059-7

Impreso en los Talleres Gráficos Didot S.A., Icalma 2001, Bue-


nos Aires, en abril de 198 O
Tirada de esta edición: 3.000 ejemplares.
A la memoria de mi padre, médico y filósofo.
Indice general

x Dos poemas
1 Palabras preliminares

3 Primera parte. La influencia mutua del adoles-


cente y su entorno
5 Introducción
11 1. Realidad y ficción de la brecha generacional
21 2. Reflexiones sobre la juventud moderna: la agresión
reconsiderada
32 3. Prolongación de la adolescencia en el varón. Formu-
lación de un síndrome y sus consecuencias terapéuticas
45 4. Asesoramiento psicológico para estudiantes universi-
tarios
57 5. La imago parental escindida en las relaciones sociales
del adolescente: una indagación de psicología social

83 Segunda parte. Las etapas normativas de la


adolescencia en el hombre y la mujer
85 Introducción
89 6. Organización pulsional preadolescente
99 7. La etapa inicial de la adolescencia en el varón
118 8) El segundo proceso de individuación de la adoles-
cencia
141 9. Formación del carácter en la adolescencia
158 10. El analista de niños contempla los comienzos de la
adolescencia

177 Tercera parte. Acting out y delincuencia


179 Introducción
183 11. Factores preedipieos en la etiología de la delincuen-
cia femenina
203 Posfacio (1976)

viil
(lUty 09 ( í l ) El concepto de actuación (acting out) en relación
con el proceso adolescente .
228 13. La concreción adolescente. Contribución a la teoría
de la delincuencia ';•>'.' •
248 14. El niño sobrevaloradq.

255 Cuarta parte. Enfoque evolutivo de la forma-


ción de la estructura psíquica
, 257 Introducción
( ^ ^ f ] 261 La genealogía del ideal del yo
302 16. La epigénesis de la neurosis adulta
327 17.. ¿Cuándo y cómo termina la adolescencia? Criterios
estructurales para establecer la conclusión de la adoles-
cencia

341 Quinta parte. La imagen corporal: su relación


con el funcionamiento normal y patológico
343 Introducción
347 18. Comentarios acerca de las consecuencias psicológi-
cas de la - criptorquidia: un estudio clínico

379 Sexta parte. Resumen: Contribuciones a la teo-


ría psicoanalítica de la adolescencia
381 Introducción
383 19. Modificaciones en el modelo psicoanalítico clásico
de la adolescencia

403 Referencias bibliográficas


Cuando tenía catorce años iba caminando
por la calle oscurecida
con un muchacho a quien había desvestido torpemente.
Como yo, el pobre chico estaba incómodo
pero miró.
Espero, dijo,
mirándome de soslayo,
que no aguardarás nada más de eso...
Apartó la vista
y todos lo supieron.

Yo sangré y sangré y sangré.

Era como una negra habitación


y resplandecientes carbones rojos.

Yo finjo que todos ellos son reales.

Cuando acabó el verano nunca había ningún lugar.


En el otoño yací entre quebradizas hojas.
En Navidad fui a un departamento nuevo
y a una cama con flores azules
y él se quejó de mi edad
como todos ellos.

Y fui al museo
y a un montón de doctores.

Y mi madre dijo lo mismo que


el hombre malo
pero, al igual que él,
ella jamás me llevó realmente
llorando en sus brazos.

Jessica R., dieciséis anos


Intrusión
Incrustadas en el pensamiento
demasiado montañoso para ser quebrado a golpes de pico
las explicaciones lógicas tratan de abrirse camino
a través de una mente con infinitas obstrucciones
empujadas por un perpetuo dolor
hecho de abatimiento, desánimo y desesperación
de desconocidas propuestas futuras
que aguardan pacientemente ser liberadas •
de una batahola de ensordecedora confusión
sólo para ser negadas al precio de sufrir
piadosamente a los pies de dios
ser liberadas en un movimiento de avance
arrastradas por mareas de la fortuna
ignoradas por los malignos demonios siempre listos
para castrar la magnificencia de un segundo advenimiento

John B., dieciséis años


Palabras preliminares

La psicología de la adolescencia despertó mi interés en los


inicios de mi vida profesional, pero no fue el campo hacia el
cual se dirigieron mis primeros intereses científicos, ni tampoco
el campo en que yo suponía que habría de trabajar.
Comencé como estudiante de biología, y obtuve el doctora-
do de esta disciplina en la Universidad de Viena, en 1934. No
obstante, mi dedicación a la biología sufrió un desafío cuando
me vinculé con el psicoanálisis, que infundió la vida de las
emociones humanas al estudio del organismo, su estructura,
función y evolución. La práctica del psicoanálisis, y en parti-
cular del análisis de niños, puso orden y disciplina en la
confluencia de las dos ciencias. Hice, pues, del psicoanálisis mi
profesión; el análisis de adolescentes pasó a ser mi interés fun-
damental y mi principal campo de investigación.
Rememorando los comienzos de mi labor psicoanalítica,
quiero dejar consignada aquí la influencia personal que August
Aichhorn ejercí*) en mi vida profesional. En la década de 1920
este hombre notable había adquirido fama internacional por
su trabajo con delincuentes. Su intelección psicoanalítica del
comportamiento delictivo y su técnica de rehabilitación y so-
cialización del adolescente asocial abrieron un ámbito entera-
mente nuevo para el tratamiento y la teoría, basado en la psi-
cología psicoanalítica. Mi vinculación con este dinámico inno-
vador y gran maestro dejó en mi espíritu una huella indeleble.
Mi identificación inmediata con él determinó, gradual pero
firmemente, mi interés por la adolescencia y mi dedicación a la
terapia de los adolescentes. A medida que trascurrió el tiem-
po, estas primitivas influencias generaron empeños más especí-
ficos en mis estudios sobre los adolescentes, relacionados y
orientados por oportunidades felices que se presentaron en mi
camino. Las sensibilidades, predisposiciones y aptitudes perso-
nales cumplieron un papel decisivo en la elección temática de
mis proyectos de investigación.
Este volumen reúne el fruto de esas investigaciones. Su fuer-
za propulsora ha sido mantenida, a lo largo de varias décadas,
merced a mi fervor por ampliar y profundizar la comprensión
del proceso del adolescente.

Holderness, New Hampshire, I o de enero de 1978.


Primera parte. La influencia mutua
del adolescente y su entorno
Esta nota preliminar no tiene por objeto resumir el conteni-
do de los cinco capítulos a los que sirve de introducción. Es, an-
te todo, un intento de reflejar conceptos básicos que extraje de
mi labor clínica y que, a lo largo del tiempo, han condicionado
mi manera de observar el comportamiento humano y de con-
templar su naturaleza y desarrollo. Así pues, las siguientes
puntüalizaciones deben considerarse como una tentativa de
evocar la corriente esencial de opinión y de ideas que ha dado
upa fisonomía particular a todos los problemas clínicos estu-
diados -por mí. He traducido en términos conceptuales las
impresiones clínicas que cada vez me resultaban más convin-
centes, por ser esta la forma más confiable de verificar su vali-
dez teórica y su utilidad práctica.
El organismo humano emerge del útero equipado con deter-
minadas capacidades biológicas de regulación que requieren
un entorno providente para su funcionamiento y crecimiento
adecuados. La supervivencia depende del apoyo que reciban
necesidades biológicas y de contacto humano, de naturaleza
tanto física como emocional, y que se sintetizan en la reciproci-
dad de la conducta vincular. Las variantes constitucionales del
organismo en materia de adaptabilidad, así como la presencia
empática de la persona que brinda los cuidados maternos du-
rante el progreso madurativo del bebé, determinan un
equilibrio óptimo. Desde el comienzo de la vida el organismo
humano es un animal social. Con la interiorización del entor-
no, facilitada por la maduración del sensorio y personalizada
por las facultades receptivas y expresivas de un ser afectivo y
conciente de sí, tiene lugar en su debido momento una declina-
ción de la dependencia total respecto del entorno. El avance
hacia la etapa de la autonomía se funda en la formación de la
estructura psíquica; este proceso representa la trasformación
de las influencias vivenciales —introducidas discriminadamen-
te en la vida del niño por su entorno, y a las que aquel responde
de manera selectiva— en una realidad interior dotada de un
orden legal propio. Aludimos a este principio de organización
de la mente en términos de "instituciones" o "sistemas", los
cuales comprenden el ello, el yo, el superyó y el ideal del yo.
El organismo humano no puede, entonces, lograr o de-
sarrollar una presencia psíquica sin interferencias sistemáticas
del mundo exterior. El distingo entre un mundo exterior y un
mundo interior —en cuanto entidades delimitadas, separa-
das— sólo evoluciona lentamente en el tercer año de vida.
Suele sostenerse que el logro de la individuación, la interioriza-
ción y la estructura psíquica resguarda automáticamente, por
sí solo, el funcionamiento óptimo del organismo psíquico. Da-
mos fácilmente por sentado el papel del entorno. Debe conside-
rarse, empero, que las permanentes interferencias procedentes
de este último —y que en parte emanan de la solicitación del k
niño— son estímulos indispensables para promover el creci-
miento y sostener la vida anímica. En su activación recíproca,
estas excitaciones aferentes y eferentes mueven al pequeño a
hacer elecciones y practicar evitaciones, aunque estas no son
concientes ni deliberadas. El proceso recíproco de "ajuste" es-
tablece entre el self y su entorno una pauta de interacción que
poco a poco va conformando la individualidad y la singulari-
dad personal. Este proceso de armonización existe siempre pre-
cariamente entre las alternativas críticas de la total dependen-
cia del objeto y la autosuficiencia nárcisista. En este hecho ve-
mos la intrínseca y precaria limitación de la autonomía indivi-
dual a la que suele denominarse "condición humana".
La experiencia nos dice que el efecto inexorable de las
influencias ambientales —de los nutrientes sociales y senso-
riales, si se prefiere— se vuelve a lo largo de la vida un requisi-
to imprescindible para el mantenimiento de un funcionamien-
to organísmico (o sea, somático y psíquico) óptimo. Al afirmar
que el entorno ejerce un influjo esencial, perpetuo y, en ver-
dad, nutriente sobre el individuo, no sólo me refiero al am-
biente humano sino también al ambiente abstracto que opera a
través de las instituciones sociales, las simbolizaciones compar-
tidas, los sistemas de valores y las normas sociales. Su conteni-
do, modo de uso y complejidad, desde el punto de vista comu-
nitario y personal, están en flujo constante, independiente-
mente de que los veamos desde una perspectiva histórica o in-
dividual. La autonomía psíquica y la madurez emocional se
logran merced al uso selectivo que hacen el niño y el adolescen-
te de sus particulares elementos ambientales y constitucionales
dados, que con el tiempo configuran pautas adaptativas pecu-
liares. Sea cual fuese la pauta adaptativa en un nivel cual-
quiera, ella es escogida y organizada activamente (aunque no
necesariamente de manera conciente y deliberada) por el niño
en crecimiento a fin de proteger su integridad psíquica, su sen-
sación de bienestar, y mantener intacto su cuerpo y alerta y
sensible su mente.
Es inevitable que toda vez que perturbaciones emocionales
impidan el uso nutriente del ambiente, se vean afectados en
grado crítico el funcionamiento y desarrollo normales. La ca-
pacidad del organismo psíquico para utilizar los elementos am
bientales dados en un proceso anabólico (vale decir, integrati-
vo) apunta a una analogía biológica, a saber, la ingestión de
sustancias que conservan la vida y su conversión en tejido vivo.
Si este proceso opera bien en todas sus etapas, puede conside-
rárselo el indicador fundamental y garantizador de la normali-
dad y la salud, según lo demuestran notoriamente los períodos
de rápido y vigoroso desarrollo y adaptación (p. ej., la niñez
temprana y la adolescencia). Por supuesto, aquí se da por des-
contado que existe siquiera en pequeña medida el "ambiente
facilitador" o la "madre suficientemente buena" de Winnicott.
Una vez definido el punto de vista básico de los cinco capítu-
los que siguen, debemos examinar su importancia para la ado-
lescencia. En los términos más simples, podemos decir que con
el advenimiento de la maduración sexual se tornan no sólo fac-
tibles sino imperiosos los saltos cognitivos a niveles superiores y
nuevas aptitudes físicas, un desprendimiento de las dependen-
cias infantiles de la familia en busca de un medio social más
amplio. El ambiente del niño y el niño mismo se vuelven más
complejos a medida que pasan los años y a medida que en-
cuentran un mundo, en permanente expansión, de fuerzas in-
teractuantes que se provocan, se rechazan y se neutralizan mu-
tuamente. Entre la gama de influencias que constituyen la
matriz familiar de la cual emerge cada individuo adolescente
puede siempre descubrirse un conjunto de vivencias prototípi-
cas singularmente consecuentes. La posibilidad de combinar
estas influencias en una totalidad unitaria decisiva, a la que
suele titularse "identidad y carácter", dependerá del grado de
integración y diferenciación de que sea capaz el yo adolescen-
te. El hito del "yo" y el "no-yo", establecido en la niñez
temprana, abarca en la adolescencia una gama infinita de al-
ternativas físicas y psíquicas.
No es que el adolescente carezca de preparación para el ale-
jamiento emocional de su matriz familiar. Anteriores disrup-
ciones en su desarrollo lo llevaron, por etapas, a una creciente
dependencia de yoes auxiliares. Teniendo en cuenta el factor
temporal de estas trasformaciones psíquicas, parecería que el
ritmo de cambio es lento, o, en otras palabras, que para su
completamiento se requiere un lapso prolongado. Al menos tal
parece ser el caso en el mundo occidental contemporáneo, a di-
ferencia de lo que ocurre en las llamadas sociedades primitivas,
donde los ritos de iniciación expulsan al adolescente, con la ra-
pidez de un parto, hacia la posadolescencia y la participación
en la comunidad. No importa en qué dirección avance la ado-
lescencia, pronto podemos observar que el nuevo entorno del
adolescente, más vasto y de hecho menos familiar, hereda fun-
ciones y significados que antaño pertenecieron a la matriz fa-
miliar de la niñez, y que en la adolescencia son sometidos a mo-
dificación por rechazo parcial o absoluto, transitorio o perma-
nente —proceso al que denomino aquí "la modulación
idiosincrásica y la selectividad crítica" del adolescente—. Sólo
utilizando un entorno social más amplio, como continuación,
rechazo o revisión de las pautas familiares habituales, adquiere
el adolescente pautas propias estables, duraderas, acordes con
su yo, y se convierte en adulto.
Los comentarios que hemos hecho hasta ahora sientan las
bases conceptuales generales de la primera parte de esta obra.
Hagamos breve referencia a los problemas de que se ocupa. El
primer capítulo de esta parte introduce, en vasta escala, una
variante del antiguo tema de la separación y polarización entre
las generaciones. En las décadas de 1950 y 1960 se produjo,
dentro de un sector norteamericano predominantemente cons-
tituido por personas blancas de clase media, un desquicio endé-
mico de los procesos normativos de desarrollo adolescente. Me
impresionó en esos días la línea divisoria que estaba trazando
la juventud entre ella y sus mayores —"los de más de
treinta"—, exigiendo que la generación de los adultos, la de los
padres, se hiciera a un lado y admitiera su futilidad en el nuevo
mundo bravio. La insistencia de los jóvenes en que la vieja ge-
neración se declarase perimida y renunciara a sus privilegios
por considerarlos anacrónicos, desplazó la responsabilidad de
los adolescentes por su independencia a la generación de los
padres, en calidad de garantizadores de la libertad juvenil y de
la condición de adulto. Esta actitud delataba que la involucra-
ción de estos jóvenes con su familia seguía siendo intensa y no
había menguado; "dependencia negativa" podía ser un buen
rótulo para ella. Terminé por reconocer en este malestar una
lucha en pro de la autonomía llevada a cabo por jóvenes inca-
paces de lograrla sin el apoyo y la servicial ayuda de la genera-
ción de sus padres.
En este fenómeno de la época podemos ver un reflejo de una
crisis política y de pensamiento universal, que en sus peores as-
pectos morales se sintetiza- en la guerra de Vietnam, y en los
mejores, en el Movimiento por los Derechos Civiles. En este
sentido, no debemos pasar por alto que el blanco y culto joven
alienado de quien aquí hablamos era el producto marginal o
cabal del estilo hiperracional de crianza implantado en la dé-
cada del cincuenta, y elaborado e influido por la mentalidad
de la "sociedad opulenta".
A este primer capítulo sobre la emancipación adolescente de
las dependencias familiares merced a la identificación con las
realidades más vastas y urgentes de la época le siguen investi-
gaciones de problemas más limitados, y de sus consecuencias
teóric as. Cada una de ellas es un ladrillo para la construcción
de una teoría comprehensiva de la adolescencia; en su conjun-
to, conforman las líneas de desarrollo de la adolescencia nor-
mal, y, en el campo de la patología, ofrecen puntos de referen-
cia teóricos que pueden contribuir a restringir y hacer más ri-
gurosas las afirmaciones y predicciones. En la evaluación de la
conducta y los estados emocionales del adolescente, el clínico se
ve asediado siempre por diversas incertidumbres. Conside-
rarlos aspectos normales del proceso adolescente o, por el
contrario, identificarlos como signos patológicos, le plantea un
dilema para resolver el cual siente mucho la necesidad de con-
tar con los criterios diferenciadores provenientes de la investi-
gación. La prosecución de este objetivo recorre como un hilo
rojo todas las investigaciones de las que informamos en este vo-
lumen.
La inestabilidad y vulnerabilidad psíquicas del adolescente
son bien conocidas. Esta labilidad hace posible que un de-
sarrollo anormal se torne permanente, pero también que se su-
peren potencialidades anómalas anteriores ya sea compensan-
do su influjo debilitador o aislando sus penosas interferencias.
En los últimos tiempos se ha encuadrado estas clases de ajuste
bajo el título de "mecanismos de confrontación". Los residuos
de la historia infantil de la formación de la estructura psíquica
permanecen activos en todos los estadios de desarrollo subsi-
guientes y adquieren, en verdad, una urgencia extrema duran-
te la adolescencia, cuando las alteraciones estructurales abren
camino hacia la adultez. La elucidación de este proceso re-
quiere una descripción dinámica y genética de las dependen-
cias generacionales y de los movimientos de ruptura —emo-
cional, social, de pensamiento— que caracterizan al proceso
adolescente.
Se sabe desde siempre que los adolescentes participan inten-
sa y apasionadamente en su ambiente global, y en las rela-
ciones con sus pares en particular. En este aspecto, la teoría
psicoanalítica de la adolescencia ha tendido a poner de relieve
las vicisitudes del hallazgo de objeto fuera de la familia. En las
investigaciones psicoanalíticas propiamente dichas, los proble-
mas de la psicología de grupo han constituido un tema tangen-
cial. He tratado de ampliar estos estudios en mi capítulo "La
imago parental escindida en las relaciones sociales del ado-
lescente". Lo que en este sentido me importaba era el papel
que cumplen las relaciones con los pares como función del en-
torno, y el empleo singular que el adolescente hace de ellas.
Como he estudiado estos procesos dentro de Un encuadre psico-
analítico, resulta lógico que mis observaciones y conclusiones
sean nítidamente distintas —a causa de la metodología utiliza-
da— de las del estudio habitual del comportamiento grupal.
Ambos enfoques (la indagación intrapsíquica del individuo y la
indagación psicológica de este como parte de un grupo) se
complementan bien entre sí. En lo tocante a mi propio trabajo,
por extrapolación he hecho inferencias pertinentes para ciertas
clases de conducta grupal. Esta argumentación lleva a la pro-
puesta de que la involucración sociocéntrica del adolescente en
las relaciones con los pares no sólo contiene metas de libido de
objeto, sino que representa, además, un esfuerzo por llegar a
una conciliación con los restos interiorizados de la escisión in-
fantil preambivalente en objetos "buenos" y "malos". La tarea
evolutiva que se exterioriza en estas particulares relaciones de
objeto del adolescente es de cambio estructural más que de gra-
tificación de la libido de objeto.
1. Realidad y ficción
de la brecha generacional*

De tiempo en tiempo, aparecen en nuestra lengua nuevas


expresiones que adquieren, insidiosamente, vida propia, se ge-
neralizan en demasía y pasan a ser excesivamente utilizadas.
En este proceso llegan a servir como rótulos convenientes y
explicaciones fáciles de todo lo que sea similar; en suma,
quedan desgajadas de su contexto de origen. Expresan entonces
ora más, ora menos de lo que se pretendió que expresaran
cuando por vez primera brotaron de algún hablante creativo.
Una de esas expresiones es "brecha generacional": va en vías de
adquirir el estatuto de verdad y realidad eternas, semejante al
de un astro recién descubierto en el espacio exterior. La brecha
generacional es un memorable fenómeno que despierta nuestra
curiosidad analítica. A fin de asignar a esta nueva expresión su
marco de referencia apropiado, la deslindaré de otra frase usa-
da como sinónimo: el "conflicto generacional".
La creación de un conflicto entre las generaciones y su poste-
rior resolución es la tarea normativa de la adolescencia. Su im-
portancia para la continuidad cultural es evidente. Sin este
conflicto, no habría reestructuración psíquica adolescente. Es-
ta afirmación no contradice el hecho obvio de que el comporta-
miento adolescente contrasta, universal y radicalmente, con el
de los años precedentes de la niñez. No debemos olvidar, ver-
bigracia, que la maduración sexual o pubertad progresa en for-
ma independiente del desarrollo psicológico. Es por esta razón
que toda clase de pulsiones y necesidades infantiles pueden
hallar expresión y gratificación en la actividad genital. Nuestra
labor clínica nos ha permitido averiguar que la conducta se-
xual genital es un indicador muy poco confiable para evaluar
la madurez psicosexual: no existe correlación directa entre la
actividad genital per se y la genitalidad como etapa del de-
sarrollo. El énfasis actual en la libertad sexual (o sea, genital)
de acción me mueve a destacar esta diferencia desde el comien-
zo, pues puede sostenerse, con sólidos fundamentos clínicos,
que la conducta adultomorfa precoz como tal, y en especial la
* Conferencia del Premio a los Servicios Ilustres, pronunciada en Miami, Flo-
rida, el 4 de mayo de 1969, en la reunión anual de la American Society for Ado-
lescent Psychiatry. Publicada originalmente en S.C. Feinstein, P. Giovacchini y
A.A. Miller, eds., Adolescent Psychiatry, Nueva York: Basic Books, 1971, vol.
1, págs. 5-13.
conducta sexual, a menudo impide el desarrollo progresivo en
lugar de promoverlo. Quiero decir que este desarrollo progresi-
vo sólo puede ser evaluado si se lo conceptualiza en términos de
cambios internos y de desplazamientos internos de investidu-
ras. Estos procesos internos no son necesariamente advertibles
en lo exterior por el observador casual o por el ambiente; no
obstante, intrapsíquicamente tienen lugar disloques revolu-
cionarios, que remplazan a los antiguos regímenes por otros
nuevos. La intensidad de los signos visibles —el "ruido
público", digamos— rara vez ños informa de manera segura
sobre el tipo de acomodamiento psíquico que el adolescente es-
tá iniciando o consolidando.
Difícilmente ocurran en las secretas honduras del alma cam-
bios psíquicos revolucionarios sin originar excesos en la acción
y el pensamiento, manifestaciones turbulentas, ideas ico-
noclásticas, tipos especiales de conducta de grupo y de estilos
sociales. Se ha considerado que todos estos fenómenos son típi-
cos de la transición de la niñez a la adultez.
Trascribiré a continuación un pasaje escrito algún tiempo
atrás por Aristóteles, un agudo observador de la naturaleza hu-
mana. En su Retórica dice acerca de la adolescencia:

"Los jóvenes tienen fuertes pasiones, y suelen satisfacerlas de


manera indiscriminada. De los deseos corporales, el sexual es el
que más los arrebata y en el que evidencian la falta de auto-
control. Son mudables y volubles en sus deseos, que mientras
duran son violentos, pero pasan rápidamente [...] en su mal ge-
nio con frecuencia exponen lo mejor que poseen, pues su alto
aprecio por el honor hace que no soporten ser menospreciados
y que se indignen si imaginan que se los trata injustamente. Pe-
ro si bien aman el honor, aman aún más la victoria; pues los jó-
venes anhelan ser superiores a los demás, y la victoria es una de
las formas de esta superioridad. Su vida no trascurre en el re-
cuerdo sino en la expectativa, ya que la expectativa apunta al
futuro, el recuerdo al pasado, y los jóvenes tienen un largo fu-
turo delante de ellos y un breve pasado detrás. [...] Su arrebato
y su predisposición a la esperanza los vuelve más corajudos que
los hombres de más edad: el arrebato hace a un lado los temo-
res, y la esperanza crea confianza; no podemos sentir temor si a
la vez sentimos cólera, y toda expectativa de que algo bueno
sobrevendrá nos torna confiados. [...] Tienen exaltadas ideas,
porque la vida aún no los ha humillado ni les ha enseñado sus
necesarias limitaciones; además, su predisposición a la espe-
ranza les hace sentirse equiparados con las cosas magnas, y esto
implica tener ideas exaltadas. Preferirán siempre participar en
acciones nobles que en acciones útiles, ya que su vida está go-
bernada más por el sentido moral que por el razonamiento, y
mientras que el razonamiento nos lleva a escoger lo útil, la
bondad moral nos lleva a escoger lo noble. Quieren más que los
hombres mayores a sus amigos, allegados y compañeros, por-
que les gusta pasar sus días en compañía de otros. Todos sus
errores apuntan en la misma dirección: cometen excesos y ac-
túan con vehemencia. Aman demasiado y odian demasiado, y
así con todo. Creen que lo saben todo, y se sienten muy seguros
de ello; este es, en verdad, el motivo de que todo lo hagan con
exceso. Si dañan a otros es porque quieren rebajarlos, no pro-
vocarles un daño real [...] Adoran la diversión y por consi-
guiente el gracioso ingenio, que es la insolencia bien educada"
[págs. 323-25].

Esta descripción da testimonio de la uniformidad de las eta-


pas de desarrollo, que están cronológicamente reguladas y de-
terminadas por procesos biológicos de maduración, propios de
la especie. En contraste con ello, las formas en que los procesos
psicobiológicos se traducen en expresiones psicosociales han
cambiado amplia e interminablemente a lo largo de los tiem-
pos históricos. El conflicto generacional es esencial para el cre-
cimiento del self y de la civilización.
Podemos afirmar con certeza que este conflicto es tan anti-
guo como las generaciones mismas; y no podría ser de otro mo-
do, porque la inmadurez física y emocional del niño determina
su dependencia de la familia (nuclear o extensa) y, consecuen-
temente, establece los modelos esenciales de relaciones de obje-
to. Las instituciones psíquicas (yo, superyó, ideal del yo) se ori-
ginan en la interiorización de las relaciones de objeto y, de
hecho, son una manifestación de estos orígenes cuando se ins-
taura la individuación adolescente. En ese momento, los
conflictos suscitados por las adaptaciones regresivas y progresi-
vas enfrentan al niño en proceso de maduración sexual con de-
safíos, y alternativas abrumadores. Allí radica el conflicto entre
las generaciones. En lo fundamental, es generado por una des-
vinculación emocional respecto de lo antiguo y un acercamien-
to a lo nuevo, que sólo puede alcanzarse a través de la gradual
elaboración de una solución transaccional o trasformación: la
estructura psíquica no se modifica, pero en cambio se alteran
radicalmente las interacciones entre las instituciones psíquicas.
El superyó sigue existiendo y funcionando, pero la influencia
crítica- del yo y su creciente autonomía alteran el absolutismo
superyoico y modifican su cualidad así como su influjo en la
personalidad. Estos logros del desarrollo estabilizan la autoes-
tima en consonancia con la condición física del individuo, su
capacidad cognitiva y un sistema de valores que trasciende la
ética familiar buscando una base más amplia para su concre-
ción en la sociedad y en la humanidad.
El conflicto generacional ha sido conceptualizado en torno
de diversos puntos nodales de diferenciación psíquica: Anna
Freud (1958) habla del aflojamiento de los lazos objetales in-
fantiles, y Erikson (1956), de la crisis de identidad; por mi par-
te, describo eso mismo en términos del segundo proceso de indi-
viduación de la adolescencia (véase el capítulo 8). Todas estas
formulaciones tienen un supuesto básico común: sólo a través
del conflicto puede alcanzarse la madurez. Podríamos dar un
paso más y sostener que el conflicto en el desarrollo nunca apa-
rece sin un correlato afectivo, como la tensión, en general, y
más específicamente la angustia y la depresión. La tolerancia
frente a estos afectos dolorosos no puede adquirirse en la ado-
lescencia, así como nada se consigue si se corre a comprar un
extinguidor de incendios cuando la casa ya está envuelta en lla-
mas. Nuestra concepción genética nos dice que la etapa para
adquirir dicha tolerancia es el período de Iatencia. Es en esta
etapa donde tantas perturbaciones adolescentes son quemadas
en el bendito olvido.
Antes de proseguir debo definir la postura desde la cual con-
templo al joven malquistado y hostil. El hecho de que vivamos
en medio de una revolución social no es en absoluto obra de la
juventud, aun cuando esta sea la portadora del impulso para
poner en práctica el cambio. A la hostilidad juvenil debe yux-
taponérsele la mentalidad adulta. Gran parte de la filosofía ac-
tual de los adultos me recuerda al doctor Pangloss, el personaje
de Voltaire. Pangloss, el omnisciente tutor de Cándido, envía a
su brillante e inquisitivo pupilo a viajar por un mundo de du-
dosa calidad humana. A las inteligentes preguntas de Cándido
acerca de los muchos absurdos de la conducta del hombre,
Pangloss replica una y otra vez, con la perenne sofistería y ver-
bosidad que dieron origen a su nombre, que el mundo en que
vivimos, pese a todas las apariencias en contrario, es "el mejor
de los mundos posibles".
Es deplorable que sólo a través de la violencia pueda sacarse
de su letargo y mover al cambio a las instituciones responsables
de la sociedad. A mi juicio, este hecho no justifica que los jóve-
nes se arroguen el exaltado privilegio de acudir a la violencia
cada vez que algo los disgusta o incomoda. Aprecio cabalmente
el lugar que ha de asignársele a la violencia en la desesperada
búsqueda de una salida frente al marisma social de nuestra
época. Sé que estos problemas no deben simplificarse atribu-
yéndolos a la brecha generacional. Más bien es al revés: los jó-
venes que creen en la brecha generacional abordan estas vastas
cuestiones sociales, y su sentido de distanciamiento personal y
discontinuidad cultural queda imbuido así de una ideología
viable y de un marco de referencia emocional.
Para continuar con mi tema, debo reducirlo a proporciones
manipulables y prescindir de la dudosa valentía consistente en
avanzar a campo traviesa bajo el fuego cruzado de disciplinas
como la sociología, la educación, la teoría política y la historia,
todas las cuales ponen su grano de arena para comprender a la
juventud actual. No soy Lord Raglan ni estoy ansioso por vol-
ver a combatir en una nueva batalla de Balaklava. Todo cuan-
to hago es apuntar mis observaciones clínicas relacionadas con
el problema de la brecha generacional. No pretendo que mi ex-
posición sea pertinente para la revuelta juvenil actual en su
conjunto; ella se centra en una sola forma de desarrollo adoles-
cente anómalo, que a todos nos es familiar. Unas pocas viñetas
clínicas aclararán esto.
Tuve hace poco una charla con un muchacho de diecisiete
años, estudiante del primer año universitario, que había sido
suspendido luego de participar en la ocupación de un edificio
con manifestaciones de protesta y actos vandálicos. Me explicó
que la universidad "separaba la emoción de la acción", dando
en su lugar "acción y pensamiento". Había esperado que le
brindase "algo así como un sentido, una significación". No lo
recibió. A continuación pasó a describirme con gran detalle la
interminable serie de recriminaciones entre "nosotros" y
"ellos". Lo interrumpí recordándole la conversación telefónica
en que habíamos acordado vernos. Le había dicho entonces
que yo sabía qup su madre sugirió que él hablase conmigo, pero
quería averiguar por qué motivo él deseaba verme; y él respon-
dió: "Tengo un problema de comunicación con mi padre".
Cuando ahora le traje a la memoria esta charla telefónica, me
contó que le había escrito una carta a su padre desde el colegio,
pidiéndole "que me dejara vivir, que no discutiéramos más, y
comprendiera que yo tengo que hacer lo que hago". En este
punto, le dije: "Ya veo. . . Tú provienes de una familia en la
que hay mucha intimidad", tras lo cual sus ojos se empañaron,
y replicó: "Sí, mi madre siempre me decía que yo tengo un es-
píritu muy bueno, que tengo un libro en germen en mi
cabeza". Este muchacho esperaba recibir de la universidad
"sentido y significación" como una continuación directa del
apoyo de los padres; en otras palabras, deseaba que la universi-
dad lo liberase de la servidumbre de su infancia, así como ha-
bía deseado que su padre le ahorrase las agonías del conflicto
generacional. En su hogar, la vida le había sido presentada en
los términos más amables, pero ya había dejado de ser su pro-
pia vida. El verse obligado a abandonar la universidad le daba
un sentimiento de libertad, independencia e identidad que le
permitía soportar pasajeramente su sentimiento de culpa, en-
gendrado por su estallido de agresión y de destructividad de-
senfrenada.
Una chica universitaria relataba su exquisito sentimiento de
exaltación mientras participaba en una manifestación de pro-
testa. La gran decepción se produjo cuando las autoridades de-
cidieron no expulsar a los estudiantes rebeldes. Luego de con-
tarme esto, la muchacha exlamó: "¡Quisiera que me hubieran
expulsado! Odio la facultad". Cuando le pregunté si no podía
dejarla por propia voluntad, me frenó enseguida diciéndome:
"¡Oh, no! Eso sería una desilusión para mi madre. Jamás
podría hacerlo".
Una muchacha de diecinueve años debió abandonar sus es-
tudios universitarios a causa de síntomas de angustia. Se es-
tableció en un vecindario conocido corno "indeseable" con su
novio, quien gozaba a sus ojos del mérito de ser de clase baja.
Ella, que provenía de una "buena" familia de clase media, se
sentía un ser excepcional entre sus pares por vivir con su novio;
ello le daba una sensación de madurez, superioridad e inde-
pendencia. A través de su novio pasó a formar parte de un gru-
po de extremistas a quienes ella idealizaba como los heroicoj
protagonistas de la creación de un nuevo orden mundial, o,
más bien, del repudio —ya que no la destrucción— del antiguo
orden mundial en que había sido criada. Sin embargo, nunca
pudo confiar plenamente en la sinceridad de ellos ni en la suya
propia. Actuar como extremista le ofrecía la oportunidad de
ser belicosa y hostil, y esto la hacía sentirse "bien" y
"auténtica". Los irregulares hábitos laborales de su novio la
complacían porque de ese modo ella podía gozar de su compa-
ñía constante. Aceptaba el dinero de sus padres sin pensarlo
dos veces, desde luego. Tras una ardua tarea analítica, ella pu-
do reconocer que sentía repulsión por el acto sexual, al cual se
sometía debido a su temor al abandono y a su incapacidad de
estar sola. Durante toda su niñez y adolescencia, esta chica sólo
había tenido una amiga: su madre. Un poderoso impulso
regresivo hacia la madre preedípica fue contrarrestado por el
desplazamiento y el sometimiento heterosexuales. La aparente
emancipación ocultaba la perpetuación de la dependencia in-
fantil.
Estos tres adolescentes provenían de hogares de. gente blan-
ca, de clase media adinerada, donde la vida giraba en torno de
los niños. Las familias como estas siempre hacen las cosas jun-
tos, comparten libremente sus mutuos sentimientos y analizan
sus problemas de manera racional. Los padres, con frecuencia
peligrosamente, se amoldan a las necesidades de sus hijos
mucho después todavía de que estos hayan dejado atrás la in-
fancia, a lo largo de toda su adolescencia. No toleran bien la
ira, angustia o culpa de esos hijos. La tensión, el fracaso o la
desilusión, de los que ningún niño se ve librado, son pronta-
mente neutralizados mediante una corriente continua de estí-
mulo y aliento. Podría pensarse que una estima tan abundante
durará toda la vida; a menudo ocurre exactamente lo contra-
rio. Esto se debe a que en la adolescencia el self ilusorio alimen-
tado por los padres a lo largo de los años de la latencia es final-
mente rechazado, en un empeño por lograr una definición más
adecuada de uno mismo.
Los actos de rebeldía o de independencia, desde la desobe-
diencia civil hasta la libertad sexual, son con frecuencia resul-
tado de rupturas violentas de las dependencias, más que seña-
les madurativas de la elaboración o resolución del conflicto.
Los tres adolescentes a que nos hemos referido rechazaron a sus
familias por considerar que estaban irremediablemente a
contramano de la época, que carecían de toda comprensión de
las motivaciones de sus hijos y eran incapaces de decirles algo
significativo. Estos jóvenes sentían agudamente la brecha ge-
neracional. En lo subjetivo, se utiliza esta brecha como un me-
canismo de distanciamiento, merced al cual los conflictos inte-
riores y el desapego emocional son remplazados por separa-
ciones espaciales e ideológicas. El resultado es una detención
en el nivel adolescente, a causa de la evitación del conflicto; se
pierde así la maduración a que da lugar la resolución del
conflicto. Pero no todos los adolescentes que sostienen la exis-
tencia de una brecha generacional están evitando el conflicto;
muchos deben adoptar esta postura para seguir siendo parte
del grupo que estiman; aceptan el código del grupo sólo con re-
servas internas y una actitud contemporizadora. •
Ya insinué antes que los hijos de estos hogares de clase media
por lo general liberales o progresistas cargan el peso de lazos fa-
miliares que es difícil alterar de modo gradual. Estos lazos
afectivos hallan permanente expresión, desde la niñez tempra-
na hasta la pubertad, en una intimidad demostrativa y en la
pronta gratificación de las necesidades. Este tipo de crianza, a
menudo recomendada por los psicólogos o por la opinión popu-
larizada y mal entendida de los especialistas, obstaculiza el
normal desarrollo de la latencia. Los avances del yo, caracte-
rísticos de esta etapa, nunca se desprenden lo suficiente de las
relaciones de objeto y en consecuencia nunca adquieren una
autonomía esencial. En otras palabras, las relaciones objetales
no son resignadas y remplazadas por identificaciones —no al
menos en medida tal que la acometida de las pulsiones pubera-
les no fuera tan devastadora o desorganizadora—. Esos niños
carecen totalmente de preparación para abordar la regresión
normativa adolescente porque viven con un temor mortal a
quedar sumidos en la regresión. No tienen otra opción que la
ruptura total con el pasado, el autoexilio espacial y el absolutis-
mo opositor. Las drogas y la libertad sexual adquieren una im-
portante función en este "impase" del desarrollo, al impedir la
disolución regresiva de la personalidad. La incapacidad para
hacer esta regresión hace que no puedan rectificarse los rema-
nentes infantiles del desarrollo defectuoso, y torna incompleto
el proceso adolescente. El sentimiento de una brecha genera-
cional y de una alienación representa la conciencia subjetiva
de dicho impase como un abismo infranqueable.
Irónicamente, este callejón sin salida se ha convertido entre
los jóvenes en una marca de distinción. No hace mucho Erik H.
Erikson me comentaba acerca de una charla que había tenido
con un estudiante que lo detuvo en los patios de Harvard, y que
después de prepararlo convenientemente le declaró que estaba
en busca de su identidad. Erikson le preguntó: "¿Se está usted
quejando o jactando?" Hoy vemos a muchísimos jóvenes que
portan su crisis de identidad como un emblema de honor, que
les conferiría inmunidad diplomática en el territorio extranjero
de sus mayores. Esto me lleva a otro aspecto de la brecha gene-
racional, a saber, la contribución de la sociedad adulta y sus
instituciones a la erosión de los vínculos entre las generaciones.
El verano pasado visité en su casa de campo a un viejo ami-
go, cuyo hijo de dieciséis años pensaba en términos de la
brecha generacional. El muchacho me saludó cordialmente,
pero yo hice a un lado sus saludos con una mueca de disgusto y
le dije: "Yo no hablo con nadie que tenga menos de treinta
años". Su respuesta fue rápida: "¡Ah, de modo que estás envi-
dioso de nosotros!'.' Esta pequeña anécdota sirve para ilustrar-
nos acerca de los motivos que, según suponen los jóvenes, go-
biernan las actitudes de los adultos hacia ellos. Es innegable
que hay en esto gran parte de verdad. La obsesión del adulto
norteamericano por la juventud, la explotación comercial de
los estilos de indumentaria que los jóvenes han creado, la popu-
larización y mercantilización de lo "suyo", despoja a los jóve-
nes de su legítimo monopolio.
Los adultos miran fascinados a los jóvenes, prontos a imi-
tarlos —marginalmente, por supuesto— con el fin de evitar el
envejecimiento. Uno puede observar el efecto recíproco del jo-
ven alienado y el adulto desasosegado: el actor ostentoso y el
espectador ambivalente. Existe en los jóvenes una compulsiva
necesidad de despertar la atención dei mundo adulto, del or-
den establecido, en todas sus formas. Y a la inversa, en el adul-
to de mentalidad "juvenil" hay un compulsivo deseo de
mostrar comprensión frente a los jóvenes aceptando sus más
disparatadas demandas y sus desaires. La situación más des-
concertante se presenta cuando algún joven rebelde que cree
en la brecha generacional se encuentra con un adulto de men-
talidad realmente abierta y dispuesto al diálogo. Tan pronto
como surge una discrepancia, el totalitarismo juvenil se afirma
en esta alternativa: o se está a favor de los jóvenes o se está en
contra de ellos. Con su exagerado deseo de simpatizar, al ave-
nirse a esta dicotomía el adulto elude el conflicto generacional.
Cada vez que confraterniza con el adolescente, borra las cues-
tiones generacionales, intrínsecas y esenciales, y transa. Los jó-
venes perciben esta actitud del adulto que se dice comprensivo
e igualitario como una renuncia a la vez bienvenida y decep-
cionante. En todo caso, ella evita a jóvenes y viejos la agonía
del conflicto y de las divisiones emocionales. Pero dicha dáten-
te priva a los jóvenes de su legítimo territorio, demarcado por
impugnaciones mutuas —el territorio en que el adolescente de-
be consolidar su self dividido en el camino hacia la madurez
emocional—.
Lo que el adolescente quiere es que el adulto estereotipado
admita su equivocación, su egoísmo y su incompetencia.
¡Cuántas veces hemos escuchado en nuestro consultorio a un
adolescente descargar su rabia contra los padres diciendo: "¡Si
tan sólo admitieran que están equivocados!"! Por supuesto, to-
do esto tiene validez únicamente para aquellos jóvenes que ex-
perimentan una brecha generacional, lo cual por definición in-
dica su incapacidad de experimentar el conflicto generacional.
Esta definición restringe el uso de la expresión "brecha genera-
cional", porque adscribe a ella ciertas precondiciones evoluti-
vas y por consiguiente le confiere significado psicológico.
Mucho escriben hoy en día sobre la juventud adultos que só-
lo pueden apreciar los efectos visionarios, reformistas y libera-
dores, que ella tiene en lá sociedad. Esa apoteosis de idolatría
de los jóvenes es una cuestión sumamente personal, y tales
abrazos entusiastas ocultan, como en la mayoría de las genera-
lizaciones, los elementos contradictorios y heterogéneos ope-
rantes. Contemplando el problema como yo lo hago, o sea, psi-
cológicamente, no puedo ser un cabal apologista y admirador
de todos los liberadores e iconoclastas juveniles. Tampoco ha
sido mi intención abarcar en esta exposición la situación total
de la juventud de nuestros días; más bien, he dirigido mi empe-
ño hacia una definición de los términos, y, en consecuencia,
hacia la delincación de un tipo psicológico. Este tipo —"el jo-
ven que cree en la brecha generacional"— constituye, sin lu-
gar a dudas, una minoría: pero, ¿acaso nuestra profesión no se
ha dedicado siempre a las minorías y a las formas inadaptadas
de vida?
Dentro de las definiciones que he expuesto, es posible resu-
mir mi tesis. Cuando Se establece la brecha generacional como
mecanismo prolongado de distanciamiento, en términos de un
desapego total del individuo respecto de su contexto original, el
conflicto generacional resulta débil, carente de estructura y de
elaboración. Si, en cambio, se afirma este conflicto, que actúa
con miras a la individuación y la diferenciación, la brecha ge-
neraeional, en cuanto estilo de vida, no encuentra terreno fér-
til en el cual crecer y sostenerse. En tales condiciones, es transi-
toria y tiende a su autoeliminación. Los extremos de ambas ca-
tegorías son fácilmente reconocibles, mientras que los estadios
intermedios, que contienen ingredientes de ambas, suelen car-
gar de dudas e incertidumbres nuestra valoración clínica. Defi-
nir los extremos a fin de reconocer lo que se aproxima a ellos
puede ser provechoso. Sólo mediante este laborioso proceso de
evaluación podremos calibrar la utilidad que le prestamos al
adolescente que cree en la brecha generacional. Toda vez que
seamos capaces de descifrar el mensaje que su acción contiene,
podremos alentar la razonable esperanza de q u e él comprenda
lo que nosotros le decimos.
2. Reflexiones sobre la juventud
moderna*
La agresión reconsiderada

El alarmante aumento de la agresión adolescente en todos


los sectores de la vida, independientemente de la clase social,
nos obliga a reconsiderar aspectos bien conocidos de la teoría
psicoanalítica a fin de determinar su particular pertinencia pa-
ra nuestra comprensión de esta clase de conducta adolescente.
Quizá la entenderemos mejor si centramos nuestra atención en
los destinos de la pulsión agresiva. Esta pulsión aparece con to-
da su intensidad en la adolescencia bajo múltiples y cambian-
tes formas, que van de la mentalización a la acción o, más pre-
cisamente, del sueño y la fantasía al asesinato y el suicidio.
La agresión manifiesta del adolescente ha atraído el interés
del psicoanalista desde mucho tiempo atrás. Su operación, en
términos de sus determinantes endógenos y exógenos, conti-
núa siendo objeto de nuestra curiosidad científica. En la com-
parativamente breve historia del psicoanálisis, la primitiva y
duradera fascinación con los destinos de la libido ha llevado la
delantera. La indagación de esta pulsión'permitió discernir el
conflicto sexual, que sin duda tuvo particular virulencia en el
clima moral de la época victoriana. Lo que engendró a la nueva
ciencia del psicoanálisis fue la sincronía de la era de la repre-
sión sexual con la existencia de un genio como Freud.
Sea como fuere, lo cierto es que sólo a desgano y lentamente
la preocupación por los destinos de la libido cedió lugar a una
inquietud cada vez más profunda por las vicisitudes de la pul-
sión agresiva. En muchos aspectos, el problema de la agresión
continúa siendo oscuro y enigmático, al par que las manifesta-
ciones clínicas de la pulsión agresiva atraen nuestra atención
de manera persistente y creciente. Muchos tabúes sexuales del
mundo occidental se han debilitado o parecen haber desapare-
cido por completo. Si tomamos al pie de la letra la conducta y
lus palabras del adolescente, su angustia conciente y sus senti-
mientos de culpa en relación con la sexualidad (autoerótica y
heterosexual) han declinado notablemente. No obstante, como
finalistas pronto descubriremos que la culpa y la angustia vin-
culadas a la sexualidad no desaparecieron, sino que simple-
* Discurso presidencial pronunciado en la reunión de la American Asso-
(<lntli)ii for Child Psychoanalysis realizada en Hershey, Pennsylvania, el 4 de
M I I I Í I (Ir 1070. Publicado originalmente en Psychosocial Procesxes: Issties in
Chihl Mental Health, vol. 2, n° 1, págs. 11-21, 1971.
mente han sido desalojadas de la conciencia en virtud de que la
sexualidad infantil y adolescente cuenta con la aprobación y el
aliento de los especialistas, los padres y los pares.
No está desvinculada de la llamada "revolución sexual" la
impresión que tenemos (a partir del diván y de la observación
directa) de que la pulsión agresiva persigue sus propias metas
independientes como resultado de una mezcla insuficiente
entre libido y agresión. En los puntos extremos se sitúa la
violencia, apoyada por toda suerte de ideologías y razones, y la
pasividad que es dable apreciar en el estilo de vida de los "hip-
pies". En uno y otro caso, la agresión se vuelve contra uno mis-
mo, contra el objeto o contra el ambiente no humano, indican-
do un desequilibrio o desmezcla fatal entre las dos pulsiones
básicas.
Debo confesar que en mis escritos anteriores atribuí un papel
demasiado grande en la formación del conflicto adolescente a
los impulsos libidinales, relegando la pulsión agresiva casi
exclusivamente a una función defensiva. Con posterioridad he
corregido este descuido: mi actual modelo teórico de la adoles-
cencia descansa en la teoría de las dos pulsiones. La labor clíni-
ca me ha convencido de que en la pubertad (o sea, en la madu-
ración sexual) se intensifican en igual medida las pulsiones
agresivas y libidinales. Sigue constituyendo un interrogante si
la intensificación de las pulsiones que observamos con tanta
claridad en la adolescencia no obedece a una desmezcla de pul-
siones, más que a meros cambios cuantitativos. Además, debe
recordarse que la pulsión agresiva, en su forma primaria no
atenuada, es cualitativamente diferente de la agresión emple-
ada con fines defensivos. Esta diferencia obedece a que para
asumir una función defensiva la pulsión agresiva debe primero
ser modificada y adaptada a los intereses del yo.
Gran parte de la actual agresión acorde con el yo, aun cuan-
do parezca patognomónica a ojos de muchos observadores, de-
be ser evaluada por el psicoanalista de acuerdo con su función.
La agresión es, sin duda, un medio que permite al individuo
injerirse en el ambiente a fin de moldearlo de modo de salva-
guardar apropiadamente su integridad psíquica, su autoestima
y su integración social. Las técnicas y políticas de la conducta
aloplástica deben aprenderse en cada estadio de desarrollo. En
la adolescencia, mucho más que antes, deben hallarse modelos
útiles que trasciendan los límites de la familia, en el medio
más amplio de la sociedad global. Esta formulación destaca el
hecho de que todo investigador de la agresión adolescente debe
entrar, marginal pero implícitamente, en los dominios de la
psicología de grupo, la sociología y la ciencia política. Debe-
mos admitir que la mayoría de los psicoanalistas no se mueven
con soltura o con conocimiento del terreno en tales territorios.
Mis especulaciones han alcanzado un punto en que debo de-
limitar el ámbito desde el cual contemplo el problema de la
agresión adolescente. Ese ámbito es constreñido y específico, y
no puede amoldarse a la totalidad de los fenómenos agresivos
de la adolescencia. No tengo dudas de que la actual inquietud
adolescente es sintomática de anacronismos o colapsos sociales
e institucionales: en relación con el desarrollo adolescente, el
ambiente ha perdido algunas de sus funciones esenciales. Cada
vez que "algo está podrido en el estado de Dinamarca", la ju-
ventud ha sido siempre el más sensible indicador. Con su con-
ducta inadaptada el adolescente nos está manifestando el
caprichoso desorden de las funciones societales al que se suele
llamar "anomia". El adolescente expresa este estado de cosas,
aunque es incapaz de dar expresión a la verdadera naturaleza
de su causa o a las medidas necesarias para la regeneración de
la sociedad. Empero, para el joven deben existir causas básicas
y remedios definitivos; así pues, los infiere de la realidad y de
la ficción, con el urgente propósito de armonizar su self con el
entorno. De este proceso surge una amalgama de innovaciones
constructivas, que a menudo alternan con coléricos desplantes
de iconoclastas. Una de estas tendencias, o ambas, urge a la ac-
ción o bien hace su obra en silencio sin exteriorizaciones tumul-
tuosas visibles. También en este caso, la diferencia depende del
medio social y del estilo predominante de crianza de los niños.
En los últimos tiempos se ha vuelto evidente que las manifes-
taciones por la paz o contra el servicio militar obligatorio, así
como las revueltas universitarias, no son sino los signos decla-
rados de una revolución social moldeada por el hecho trágico
de que sólo la violencia, la destrucción y el terror parecen traer
a la conciencia actitudes, condiciones y costumbres sociales
que ya no resultan tolerables. El fenómeno social de la violen-
cia juvenil (en especial la de los negros) no pertenece en forma
exclusiva a la órbita de nuestra especialidad profesional; las ur-
nas y los tribunales de justicia ejercerán sobre él el efecto más
constructivo y duradero. Estos comentarios quieren trasmitir
mi convicción de que la turbulencia y la violencia adolescentes
tienen vastas implicaciones sociales, con respecto a las cuales el
aporte directo del psicoanálisis es limitado. En lo que sigue,
restringiré mis especulaciones a aquellos aspectos de la agre 1
sión adolescente que pueden ser iluminados mediante la obser-
vación y la intelección psicoanalíticas.
Con el fin de exponer mi tesis, debo volver al problema del
desarrollo adolescente. Un principio aceptado de la teoría psi-
coanalítica de la adolescencia ha sido que el avance hacia la ge-
nialidad saca a la luz los antecedentes pulsionales de la niñez y
sus relaciones objetales predominantes. Entre las relaciones ob-
jétales infantiles reactivadas por la maduración sexual, duran-
te mucho tiempo cumplió un papel cardinal el vínculo edípico
positivo; sólo más tarde y en forma gradual, hallaron un lugar
de singular importancia en la teoría de la adolescencia el-
complejo de Edipo negativo y las relaciones objetales pre-
edípicas.
Hemos llegado a admitir que el desarrollo adolescente
progresivo procede siempre por vías regresivas; en otras pa-
labras, que la genitalidad sólo se alcanza por el rodeo de un ne-
xo de investiduras con posturas pulsionales pregenitales, inclu-
yendo, desde luego, sus respectivas relaciones de objeto preedí-
picas y edípieas. En esta regresión forzosa, sin la cual es impo-
sible alcanzar la madurez emocional, radica el más ominoso
peligro a la integridad de la organización psíquica. Se deduce
esta importante consecuencia: la intensificación de la pulsión
sexual (pregenital y genital) en la pubertad no representa por sí
misma" la fuente exclusiva de los peligros psíquicos conocidos
como angustia edípica y culpa sexual. La singularidad del de-
sarrollo adolescente se destaca plenamente cuando tenemos en
cuenta que. a diferencia de todos los otros períodos anteriores a
la pubertad, ese desarrollo progresivo depende de —y en ver-
dad está determinado por— la regresión, su tolerancia y su
empleo en pro de la reestructuración psíquica.
Las vastas consecuencias de esta formulación necesitan ser
elaboradas. Comenzaré, tras algunas vacilaciones, con un
enunciado rotundo, porque él nos llevará sin demora in medias
res. Normalmente, el avance hacia la genitalidad es acorde con
el yo, y cuenta con el apoyo social de los pares y la sanción del
modelo parental respecto de la unión sexual y la paternidad o
maternidad. En ese camino, los obstáculos están dados por las
fijaciones pulsionales y la angustia superyoica. Estos impedi-
mentos que se yerguen en el sendero de desarrollo son aspectos
universales de la condición humana; tanto la enfermedad co-
mo la salud proceden de ellos. Del éxito que tenga la regresión
adolescente —a la que Anna Freud (1958) llamó "la segunda
posibilidad"— como reparación y restauración depende, en úl-
tima instancia, que una u otra de estas alternativas sea el lega-
do de la adolescencia.
La regresión, en cuanto componente forzoso del proceso
adolescente, constituye inevitablemente una fuente de conflic-
to, angustia y culpa. Como en cualquier otro estado de emer-
gencia psíquica (o sea, cualquier interferencia crítica con la
homeostasis psíquica), también aquí se recurre a medidas de
defensa. Estos acomodamientos autoplásticos y aloplásticos a
un estado de emergencia suelen presentarse en una mezclá de
diversas combinaciones. Dicho de otro'modo, pueden darse co-
mo cambio interno y como acting out. En términos generales,
cabe sostener que la regresión a la pregenitalidad y a sus res-
pectivas relaciones de objeto siempre posee un carácter desa-
corde con el yo; tiende a disminuir la autoestima, a no ser que
alcance el estado de la megalomanía infantil. Tenemos amplia
evidencia clínica del movimiento regresivo en la intensifica-
ción del narcisismo de la adolescencia, el cual provee un asilo y
refugio cada vez que el proceso adolescente fracasa estrepitosa-
mente, o bien es visitado como efímero lugar de descanso. En
uno y otro caso, la regresión adolescente representa un peligro,
que adquiere dimensiones catastróficas cuando el impulso
regresivo a la fusión con el objeto se vuelve demasiado fuerte y
el yo-realidad no puede contrarrestarlo. En tal situación la ani-
quilación de la individualidad llega a su punto culminante y se
torna inminente la disolución de la estructura psíquica; el co-
lapso del examen de realidad es siempre una elocuente adver-
tencia. Por su propia índole, la regresión es ilimitada e intermi-
nable, en tanto que el progreso sólo es asegurado por la cre-
ciente delimitación del self. En su derrotero final, la regresión
da paso a la megalomanía y al narcisismo primario, mientras
que el progreso desemboca en una afirmación del principio de
realidad y en la aceptación de la muerte. No hay que
asombrarse de que los adolescentes cavilen en torno de la
muerte más que las personas de mayor o de menor edad.
Cuando postulé que la regresión es un aspecto forzoso del de-
sarrollo adolescente, tenía presente una función dinámica es-
pecífica que es inherente a dicha regresión. La mejor forma de
describirla es esta: la regresión hace operar al yo evoluciona-
do, dotado de las capacidades propias del período posterior a la
latencia, sobre los conflictos, la angustia y la culpa infantiles
que el débil y limitado yo de años anteriorés era incapaz de re-
solver, neutralizar o despojar de su carácter nocivo. Esas tareas
lian pasado a ser el mandato del yo adolescente. A la inversa,
puede afirmarse que sólo un yo capaz de hacer frente a esas ta-
reas tiene las propiedades de lo que cabe denominar "yo ado-
lescente".
Apenas he insinuado aún las vicisitudes de la agresión en la
regresión adolescente. En términos teleológicos, la regresión
adolescente apunta a resolver las dependencias infantiles por-
que estas son inconciliables con las relaciones objetales adultas
y la autonomía del yo. Sumamente característico de las rela-
ciones objetales infantiles es su ambivalencia, o sea, su natura-
leza afectiva intrínsecamente antitética, que afirma la depen-
dencia del objeto tanto en términos de agresión como de libido.
El temor a la pérdida del amor y la angustia de castración pro-
vocan una tenue mezcla de ambas. Bajo la influencia de la
i egresión adolescente, esta fusión se anula parcialmente, y la
ambivalencia primaria —que incluye el amor incondicional
(posesividad total) y el odio irreconciliable (destructividad to-
tal)— invade las relaciones del adolescente con los objetos, los
símbolos, las representaciones y el self. El "adolescente intran-
sigente" de Anna Freud (1958) utiliza una defensa bien conoci-
da, que puede empero ser considerada como un derivado de
una lucha de ambivalencia que enraiza en las primeras rela-
ciones objetales y en el anhelo de dominio total; los polos
opuestos de esta ambivalencia pueden asumir durante la ado-
lescencia proporciones delirantes sin que ello constituya una
indicación de psicosis.
Los estudios sobre la niñez nos han permitido averiguar que
la mezcla de pulsiones en relación con un mismo objeto puede
ser eludida dividiendo al objeto, o simplemente escogiendo un
objeto parcial para amar y otro para odiar, uno para poseerlo y
otro para destruirlo. Esta solución arcaica del conflicto de am- N
bivalencia durante la adolescencia tiene el efecto (a menos que
sea transitorio) de primitivizar en forma permanente las rela-
ciones objetales. Como siempre, el nivel de desarrollo pulsional
es desviado hacia el yo en términos de los intereses y actitudes
de este; aparece en este caso en la necesidad de objetos de amor
y odio en el mundo exterior. Si la desmezcla pulsional y la am-
bivalencia primaria son duraderas, esta postura en materia de
conducta, de ideas y de moral se torna rígida e inflexible.
Habrá de ser descartado todo aquel que no se adecúe a este mo-
delo, porque no puede tolerarse ninguna necesidad personal
del objeto, o sea, ninguna individualidad en "el otro".
Es posible comprobar que la fácil exteriorización del bebé de
pecho y del que da los primeros pasos se continúa en la convic-
ción que tiene el niño acerca de que la agresión de sus padres es
igual a la suya, vale decir, ilimitada. El niño controla su temor
del progenitor persecutorio mediante represión, sublimación y
mezcla de las pulsiones. Análogamente, el adolescente esperará
tal vez una represalia persecutoria del mundo exterior, y lucha
para librarse de ella con un sentido de realidad extraordina-
riamente menoscabado. Un cuadro clínico como este prueba, a
mi entender, que el yo adolescente no estaba en condiciones de
hacer frente a la regresión. En tales circunstancias, asistimos a
una adolescencia incompleta, o, lo que es peor, abortada.
A esta altura ya debe resultar claro que la regresión, tal co-
mo la concibo en esté contexto, no es de índole defensiva sino
que cumple una función adaptativa. Un yo adolescente será
capaz de cumplir la tarea regresiva si puede tolerar la angustia
resultante de la regresión pulsional y del yo. Y esto sólo es po-
sible si permanece lo suficientemente ligado a la realidad como
para impedir que la regresión alcance la etapa de indiferen-
ciación. Si no está preparado para dicha tarea, por fuerza evi-
tará la resolución regresiva de los conflictos infantiles y, conco-
mitantemente, no podrá consumar el desapego emocional de
los lazos familiares y de las fantasías y simbolismos infantiles,
que sobrevivirán entonces como enclaves dentro del concepto
de realidad. Estas batallas por desasirse de los primeros la-
zos objetales se libran normalmente en la escena psíquica entre
las representaciones del self y del objeto. Por supuesto, tal esce-
nificación únicamente es posible merced al uso de la regresión
como mediadora. Cuando la regresión tiene que evitarse, el
proceso interno se juega sobre el tablado de las realidades efec-
tivas actuales, y en ese caso el adolescente exterioriza y concre-
ta lo que es incapaz de vivenciar y tolerar interiormente como
conflicto, angustia, culpa y depresión.
Si al adolescente le es imposible conciliar e integrar, merced
a la resolución del conflicto —o simplemente "soltándose"—,
las necesidades y deseos anacrónicos del período infantil, ten-
derá a reafirmar su libertad de las dependencias de la niñez por
medio de la acción y la imitación. Ya que no puede entablar
contacto, regresivamente, con su mundo infantil, desplaza el
drama interior al tablado público. La consecuente desmezcla
de las pulsiones aumenta la intensidad de la acción y de la emo-
ción; la resolución del conflicto queda como tarea externa, sólo
consumable mediante cambios exteriores logrados por medio
de un obrar enérgico o bien voluntariamente ofrecidos. Esta
lucha con el ambiente demora o impide la restauración de la
mezcla de pulsiones, y lo que es más importante, perjudica la
concertación de una alianza entre las pulsiones libidinales y
agresivas —condición previa para el logro de la genitalidad—.
En el plano moral o superyoico, las posturas pulsionales irre-
sueltas e inconciliables —infantiles y puberales, dependientes y
autónomas— se presentan bajo la apariencia de elementos ab-
solutos y opuestos: el bien contra el mal, lo nuevo contra lo
viejo, lo hermoso contra lo feo, el compromiso contra la transi-
gencia, la libertad contra la tiranía.
Se ha vuelto una observación corriente que el adolescente
mayor dé clase media, al toparse con los angustiantes y depre-
sivos estados de ánimo de la adolescencia normal, descubre en
los menesterosos y desposeídos un reflejo de la desilusión que él
mismo experimenta con respecto a su propia vida, y, en parti-
cular, a las idealizaciones de sus años precedentes. La adoles-
cencia ha sido siempre un estado de expatriación y de aliena-
ción. En busca de una nueva matriz social de la que puedan lle-
gar a ser parte integrante, muchos adolescentes se vuelven ha-
cia grupos combativos foráneos, sin advertir que sus a menudo
legítimos reclamos y provocaciones realistas no son en su caso
sino una pantalla para mantener fuera de la visión y el contac-
to a sus conflictos interiores.
Es, desde luego, la función social de la adolescencia abrazar,
una ideología, impregnarla de la singularidad de una vida in-
dividual particular, y trasformarla en las manifestaciones so-
ciales y caracterológicas del hombre moral. Aquí, empero, me
estoy refiriendo a los atajos que toma el adolescente cuando
trata de eludir la regresión; lo seducen entonces fácilmente las
causas o grupos sociales que definen para él lo bueno y lo malo,
y él hace suyos los agravios sufridos por esta gente. Precisamen-
te esta tendencia de identificación defensiva es lo que ha movi-
do al militante negro a excluir, como compañero en esta lucha,
al joven blanco de clase media.
Si uno comete actos de agresión y violencia pero es miembro
de un grupo que aprueba la acción, ello tiende a neutralizar su
culpa individual: la vindicación grupal supera sin dificultades
los dictados del superyó. Sé de muchos adolescentes que usan
al grupo como mampara protectora contra los sentimientos
de culpa, santificando así la agresión en nombre de un bien
supremo. Digamos, entre paréntesis, que esta defensa es uni-
versal; opera tanto en el orden establecido como entre quienes
están contra él. En verdad, ninguna sociedad puede existir sin
aquella. Podemos describirla como el aprovechamiento social
de la agresión por prescripción y ritualización de ciertas moda-
lidades definidas y aprobadas de esta, con lo cual se neutraliza
la culpa individual.
Para redondear mí tesis debo pasar ahora a la conceptualiza-
ción que hace el adolescente de su ambiente. Este se destaca,
en agudo relieve, como el blanco de su agresión. No obstante,
distintos adolescentes lo definen de diferente manera y con tér-
minos muy característicos.
Hay que establecer como fundamental este hecho ontogené-
tico sobre el ambiente: la estructura psíquica tiene su origen en
la interacción incesante entre el individuo y su entorno huma-
no y no humano, y necesita ser apuntalada por ella. Dicho de
otro modo, es el reflejo de las influencias ambientales, luego de
que estas han sido selectivamente interiorizadas, integradas y
organizadas en un patrón duradero que se suele designar con el
nombre de "personalidad". Como un proceso metabólico que
sostiene y extiende la vida, esa interacción depende de la re-
ciprocidad de la función: opera como un sistema de realimen-
tación. En esta definición damos por sentado que el entorno
proporciona aquellos ingredientes o nutrientes indispensables
para que el organismo psíquico humano tenga un crecimiento
y desarrollo sólidos. Entre estos ingredientes se incluyen tam-
bién la plétora de estímulos externos cuantitativa y cualitativa-
mente suministrados por el medio cultural según el sexo, la
edad, el lugar y la época. Estos estímulos complementan las
predisposiciones madurativas y las canalizan hacia una estruc-
tura y contenido apropiados, vale decir, hacia sus funciones
personales y sociales. Toda vez que el entorno cae por debajo
de cierto nivel de complementariedad, adquiere un carácter
nocivo y el organismo psíquico que él envuelve sufre un daño.
Winnicott (1965) ha introducido el feliz concepto de "am-
biente facilitador" para designar el hecho de que el desarrollo
humano sólo puede producirse si el organismo cuenta con fuen-
tes externas de experiencias específicas de cada fase. Este hecho
es obvio en el caso de la niñez, pero con relación a la juventud,
ni los psicoanalistas, ni los educadores, ni los hombres de Esta-
do le han prestado seria consideración. Y esta negligencia ha
preservado como estructuras carentes de vida muchas institu-
ciones sociales perimidas o ineficaces.
Es de todos conocido que durante la niñez adquiere singular
importancia la particular naturaleza del entorno —especial-
mente en lo que hace a las relaciones objetales y al sentido de
seguridad física—. Mi propósito es ampliar aquí este concepto
hasta abarcar el período adolescente, en el cual la envoltura de
la familia y el vecindario se despliegan y penetran en el ámbito
más amplio de la sociedad, sus instituciones e historia, su pasa-
do, presente y futuro. Si el entorno carece de las condiciones
esenciales que permiten la articulación de las potencialidades y
aspiraciones de los jóvenes con respecto a algo que realmente
importa —y que importa en una escala mayor que la de cual-
quier preocupación individual—, se verán críticamente perju-
dicadas las interacciones mutuamente beneficiosas entre el
adolescente y su ambiente. La apatía y el caos, la rebelión y la
violencia, la alienación y la hostilidad, son las consecuencias
sintomáticas de un mal funcionamiento del proceso social me-
tabólico, cuya sana actividad es esencial para mantener con-
certados de manera productiva al organismo que crece y su en-
torno.
El empeño del adolescente por cambiar su ambiente es un
afán de establecer armonía y congruencia entre las estructuras
psíquicas y ambientales, para que se soporten una a la otra.
Tengo la impresión de que la actual desorganización de las
estructuras sociales y la cínica corrupción de los ideales profe-
sados por la comunidad en el caso de ciertas figuras públicas
actúan como agentes psicológicos nocivos para la consolidación
de la adolescencia tardía. A la inversa, todo lo defectuoso u ob-
soleto que presentan las estructuras de las instituciones sociales
aparece expuésto en la conducta de muchos adolescentes. Una
desviación o inmadurez yoica que dentro de la estructura fami-
liar permanecía oculta e inadvertida se verá en la adolescencia
fácilmente influida o arrebatada por tendencias y oportunida-
des que ofrece el ambiente, buenas o malas, productivas o inú-
tiles. Todo niño adolescente espera expectante, por así decirlo,
hacer las paces con los asuntos inconclusos de su niñez cuando
ingresa en el tablado social más amplio. Sostengo que la regre-

so
sión adolescente específica de la fase, en caso de no encontrar
un adecuado apoyo social o una oportunidad razonable para
un progreso evolutivo sostenido, llevará al adolescente a adop-
tar una raison d'étre por vía de la polarización respecto del
mundo que antecedió a su propia individualidad floreciente.
Para quienes arriban a esta etapa con capitales insuficiencias
yoicas, el grupo de pares se convierte en heredero directo de la
descartada envoltura familiar, sin cumplir, empero, esa fun-
ción positiva para el desarrollo que han mantenido en gran me-
dida y por doquier las formaciones grupales juveniles.
Una última reflexión sobre este tema: el efecto positivo del
"ambiente facilitador", que depende de los requisitos normati-
vos del desarrollo adolescente, presupone que el niño ya ha in-
teriorizado, antes de llegar a la adolescencia, aquellos aspectos
del ambiente que durante este último período jamás podrán
pasar a formar parte de aquel. En otras palabras, si el adoles-
cente tiene expectativas o demandas inadecuadas para su edad,
nuevamente se producirá una disrupción entre el organismo y
el ambiente. Se llegará a este callejón sin salida cuando los
logros esenciales del proceso de individuación queden deplo-
rablemente incompletos (véase el capítulo 8). Se supone que to-
da suerte de expectativas infantiles han de cumplirse en el en-
torno de manera constante y atemporal si son activadas por el
estado de necesidad y de deseo del niño. La sociedad —o su
institución representativa— se trasforma en el progenitor idea-
lizado, y torna emocionalmente perimido y vano al progeni-
tor real.
En casos de esta índole solemos observar que el conflicto edí-
pico ha sido débil y su resolución incompleta. El progenitor fo-
menta este resultado cuando trata de ahorrarle al niño la an-
gustia conflictiva de la fase edípica y calma la desilusión que
este siente por su insuficiencia y pequeñez con profusas afirma-
ciones acerca de su perfección y promesas de su grandeza futu-
ra (véase el capítulo 14). Tales gratificaciones narcisistas suelen
demorar el ingreso en el período de latencia, o lo tornan imita-
tivo y deficiente.
En el caso del varón, por ejemplo, observamos en forma retros-
pectiva que ha contado con un monto insuficiente de agresión
en relación con el padre edípico. En consecuencia, la resolución
del conflicto edípico por medio de la identificación careció de
vigor e independencia. Dicho de otro modo, el complejo de
Edipo negativo siguió siendo el conflicto central de su depen-
dencia objetal hasta la adolescencia tardía. Esta excesiva e in-
mitigada conducta agresiva hasta la adolescencia tardía es, en
muchos casos, una defensa contra deseos pasivos o contra la ho-
mosexualidad. Esta situación no excluye la posibilidad de que
una demorada erupción del conflicto de ambivalencia respecto
del padre edípico libere al niño, al menos parcialmente, de la
detención de su desarrollo psicosexual. En suma, si hay una
cuota excesiva de cuidados y dependencias nutrientes preedípi-
cos vinculados al padre edípico, el self no consigue afirmarse y
tiene lugar una regresión a la constelación edípica pasiva.
Tendrá que lanzarse una embestida contra alguna autoridad
interna o externa a fin de afianzarse mejor, tardíamente, en el
plano edípico positivo y, en forma concomitante, consolidar
una identidad masculina, por poco firme que esta sea.
Los adolescentes que se ven trabados en este impase siguen,
por lo general, dos caminos alternativos: uno lleva a retraerse
en un "exilio" de corte personal, dentro de una regresión narci-
sista, a menudo autista; el otro reafirma la necesidad de pose-
sión del objeto mediante la conquista violenta, resistiéndose de
ese modo a la fusión regresiva. El comportamiento agresivo
protege a este tipo de adolescentes de recaer en las dependencias
infantiles; sus exteriorizaciones tienden una cuerda salvadora
hacía el mundo de objetos que está a su alcance. De estos dos
caminos, y siempre y cuando existan las condiciones previas y
elementos antecedentes que hemos analizado, el de la interac-
ción agresiva con el ambiente augura una solución adaptativa
más favorable... una vez pasada la tormenta. Sin embargo, si
se da frente a esta cuestión una respuesta demasiado apresura-
da, podría soslayarse el núcleo del problema, que no radica ni
en la psicología del individuo ni en los malestares sociales de
nuestra época, sino en sus interacciones y expectativas mu-
tuamente anacrónicas. Un enfoque verdaderamente organís-
mico del comportamiento humano debe considerar a individuo
y entorno como sistema unitario. No hay etapa de la vida hu-
mana en que esto se exprese más dramáticamente que en la
adolescencia, con su turbulencia agresiva.
3. Prolongación de la adolescencia
en el varón*
Formulación de un síndrome
y sus consecuencias terapéuticas

Al analizar la adolescencia surge una tentación difícil de re-


sistir: la de centrarse en los aspectos de la formación de la per-
sonalidad significativos para la crisis de desarrollo ert su totali-
dad y típicos de los adolescentes en general, varones y mujeres.
El deseo de conferir unidad y orden a esta fase madurativa,
que tan tormentosamente pone punto final a la niñez, llevó a
soslayar las diferencias sustantivas entre las diversas modalida-
des de adaptación que los adolescentes manifiestan durante es-
te período, así como las diferencias que separan a los adoles-
centes masculinos de los femeninos. Este comentario parece
particularmente pertinente en la etapa actual de investiga-
ciones sobre la adolescencia, cuando ya han sido bastante bien
comprendidos los cambios dinámicos y estructurales del proce-
so adolescente típico. Parece ser que el cuadro clínico de la
adolescencia es mucho más rico de lo que nos hicieron presumir
nuestras formulaciones teóricas. Nuestras diversas tentativas
de clasificación del ajuste adolescente (normal y anormal) han
sido hasta ahora notablemente infructuosas; pienso que este
decepcionante resultado obedece a la escasez de estudios clíni-
cos que deliberadamente se limiten a elucidar un fragmento es-
pecífico del proceso adolescente total. Esas tentativas de clasi-
ficación se tornan más inútiles cuanto más se concentran en las
diferencias sustanciales que la observación clínica del proceso
adolescente nos permite aislar. Uno de los enfoques podría
apuntar a las diferencias entre los sexos, ya que de las similitu-
des se ha tratado in extenso. Con esta idea en mente, me he li-
mitado, en esta exposición, al problema de la adolescencia pro-
longada en el varón.
La expresión "adolescencia prolongada" fue acuñada por
Siegfried Bernfeld en 1923. En esa época, el objeto de su inda-
gación era la prolongación de la adolescencia en el varón como
fenómeno social observado en los movimientos juveniles euro-
peos después de la Primera Guerra Mundial. Los integrantes de
estos grupos manifestaban una intensa predilección por la inte-
lectualización y la represión sexual, demorando así la resolu-
ción del conflicto adolescente y, por ende, la consolidación de

* Publicado originalmente en American Journal of Orthopsychiatry, vol. 24,


págs. 733-42, 1954.
la personalidad en la adolescencia tardía. La frase "adolescen-
cia prolongada" lia adquirido con los años una connotación
más vasta, con el resultado de que se ha perdido su especifici-
dad psicológica. "Adolescencia prolongada" es una expresión
descriptiva colectiva, que abarca constelaciones dinámicas he-
terogéneas, entre las cuales he escogido una para su estudio
más detallado. Mis observaciones fueron realizadas en jóve-
nes norteamericanos de clase media, de aproximadamente
dieciocho a veintidós años de edad, que por lo común eran
alumnos universitarios o tenían, en todo caso, ciertas aspira-
ciones profesionales; con frecuencia este hecho los hace depen-
der económicamente de sus familias en los comienzos de su
edad adulta.
El cuadro clínico que bosquejaré a continuación ha sido ob-
servado con asiduidad suficiente como para justificar la pre-
sentación de un resumen sinóptico. 1
Aquí emplearemos la expresión "adolescencia prolongada"
para referirnos a una perseveración estática en la posición ado-
lescente, que en circunstancias normales dura un lapso limita-
do y es de naturaleza transitoria. Se ha convertido en modo de
vida una fase del desarrollo destinada a ser dejada atrás luego
de haber cumplido su tarea. En lugar del ímpetu progresivo
que normalmente lleva al adolescente hacia la adultez, la ado-
lescencia prolongada detiene este movimiento, con el resultado
de que el proceso adolescente no es abandonado sino que queda
abierto. De hecho, el individuo se adhiere a la crisis adolescen-
te con persistencia, desesperación y ansiedad. En este estado
tumultuoso nunca falta un componente de satisfacción. El ob-
servador percibe enseguida el confortamiento superficial pro-
ducido por una condición que mantiene inconcluso el proceso
adolescente. La fervorosa adhesión a la inconstancia de todas
las cuestiones de la vida convierte al progreso hacia la adultez
en un objetivo que casi no merece la pena. Este dilema hace
que se inventen ingeniosas combinaciones de las gratificaciones
infantiles con las prerrogativas adultas. El adolescente se afana

1 Al preparar este artículo para su inclusión en el presente volumen no pude


dejar de observar de qué manera radical ha cambiado la fenomenología de la
adolescencia prolongada en los años que van de 1954 a 1977; pero pese a la auto-
afirmación del "desertor" universitario o a la elección de "otro estilo de vida"
por parte del adolescente mayor, y pese a la aceptación general de la "moratoria
psicosocial" (Erikson, 1956) en sus diversas manifestaciones conductales, queda
en pie el hecho de que para un gran número de gente joven las motivaciones si-
guen siendo similares a las que se describen en este trabajo —en verdad, son las
mismas—. Llamo la atención del lector sobre el "Posfacio" que escribí en 1976
para "Los factores preedípicos en la etiología de la delincuencia femenina" (capí-
tulo 11), salvando esa brecha de veinte años mediante la comparación de las
constelaciones psicológicas con los trascendentales cambios que tuvieron lugar
en la fenomenología de la conducta.
por sortear las opciones terminantes que el final de la adoles-
cencia le impone.
En la luz crepuscular de esta transición detenida en la que
vive, el adolescente actúa con embarazo y vergüenza. Gran
parte de su conducta y de su vida mental tiende a eliminar es-
tos talantes disfóricos. Cuando procura estar solo, se pone in-
quieto y confuso: su incapacidad para la soledad lo obliga a su-
marse a grupos. La compañía lo salva de sus ensoñaciones y de
sus preocupaciones autoeróticas. Su amistad con varones es
transitoria e inestable: siempre existe la amenaza de una rela-
ción homosexual. Si se v incula a una muchacha, se aferra a ella
con devoción y con indigente dependencia. Parece capaz de
entablar una relación íntima y encuentra satisfacción en lo se-
xual: sin embargo, un examen más atento muestra que estas se-
dicentes "relaciones sexuales" son del tipo de placer previo. Va-
le decir, las zonas erógenas pregenitales cumplen el principal
papel en la organización de la pulsión sexual, que, debido a la
maduración puberal. toma como modo de expresión lo genital.
Esta temprana etapa de desarrollo psicose^ual no siempre se
manifiesta en la conducta, pero es discernible en las fantasías,
sueños e inquietudes de índole compulsiva. En la conducta he-
terosexual. la pregenitalidad abarca desde el mero placer en es-
tar desnudos juntos hasta la masturbación mutua, y las prácti-
cas voyeurísticas y exhibicionistas típicas del "mundo del cuar-
to de baño": siempre, empero, encuentran a la postre manifes-
tación genital. Todo esto es normal en las primeras etapas de la
adolescencia, como también lo es que la pregenitalidad alcan-
ce un carácter personal idiosincrásico dentro de los juegos se-
xuales previos en las relaciones adultas. Sólo adquiere carácter
patognomónico si la detención en la posición pulsional preado-
leseente se v uelve permanente y acorde con el yo en la adoles-
cencia tardía. 2
Desde luego, el tipo de relación amorosa que aquí estamos
examinando no tiene en absoluto mero carácter sexual; el com-
partir intereses, ideas e ideales desempeña un importante pa-
pel. No obstante, en la intensa necesidad de compartir, que ca-
si semeja una adicción, discernimos una cualidad de extremo
egocentrismo y exigencia que revela el componente infantil de
la relación. La muchacha elegida es a .menudo un apropiado
reto para el vínculo incestuoso del varón; ella presenta rasgos
de notables diferencias o similitudes con miembros significati-
vos de la familia, ya se trate de la madre, el padre, la hermana
o el hermano. Habitualmente, la familia del muchacho la re-

2 Para una exposición detallada del desarrollo yoico y psicosexual preadoles-


cente, y su importancia respecto del concepto de fijación en la preadolescencia,
véase Blos (1962, p'ágs. 57-71).
pudia. Parecería que, a través de la elección de su objeto amo-
roso, el adolescente ha hecho un desesperado esfuerzo por
arrancarse de un medio infantil que lo envolvía. Esta batalla
emancipadora, en la que la novia es su camarada de armas,
suele continuar durante mucho tiempo. He visto convertirse
esas relaciones en un conveniente matrimonio prematuro, con
o sin intervención de una terapia en el impase de la lucha ado-
lescente por desvincularse de la familia.
Las expectativas exageradas respecto dg sí mismos ocupan
un lugar prominente en la vida de estos jóvenes. Cuando niños,
de un modo u otro mostraron algún talento promisorio; la ma-
yoría de ellos son bastante dotados e inteligentes. Bajo la
influencia de la ambición parental y de la sobrevaloración nar-
cisista, estos niños llegaron a confiar en que sus realizaciones
serían fabulosas (véase el capítulo 14). La fama y la grandeza,
la pasión y la fortuna, la aventura y el frenesí aparecen vivida-
mente en sus fantasías. Los primeros fracasos en una carrera
que supuestamente se tendía ante ellos en forma infalible cons-
tituyen golpes demoledores, por lo general en el período que va
del final de la escuela secundaria a los primeros años de univer-
sidad. En ningún momento deja el joven de percatarse de que
tiene frente a sí el fracaso y el posible desastre. Se siente moles-
to, irritado y ansioso, pero no procura mantener una fantasma-
goría irreal ni de regresar a posiciones infantiles. No busca ali-
vio en un acting out asocial o en una pasividad vengativa. No
ha perdido la capacidad de iniciar una acción por propia vo-
luntad; de hecho, el peligro inminente de derrota moviliza to-
dos sus recursos internos para postergar la étapa final y decisi-
va de la lucha. La vida de estos adolescentes jamás aparece del
todo vacía y caduca; es preciso examinarla más de cerca para
advertir cuán perdidos se encuentran en un vacío de incerti-
dumbre y de dudas acerca de sí mismos. A fin de escapar del
empobrecimiento narcisista, recobran desesperadamente las
fuerzas para continuar con sus intentos de "compensación";
también estos se presentan, ante una mirada más atenta, como
expedientes desmañados y espurios. En medio de toda esta tur-
bulencia nunca se pierde por completo la facultad crítica de
autoobservación, y es fácil provocarla en la terapia con el indi-
cador apropiado. El conocido estado esquizofrenoide de la
adolescencia no forma parte de este cuadro clínico.
Si dejamos de lado por el momento las numerosas similitudes
que el bosquejo anterior presenta con el cuadro de la adoles-
cencia en general, veremos con mayor claridad la diferencia
esencial que distingue a los casos que estamos considerando de
otras formas de turbulencia adolescente. Esa diferencia parece
radicar en una notable resistividad al impulso regresivo, junto
con la persistente evitación de cualquier consolidación del pro-
ceso adolescente. 3 Estos son los rasgos predominantes de la
condición específica denominada "adolescencia prolongada".
Podríamos decir, a la inversa, que esta es expresión de la nece-
sidad interior de mantener inconclusa la crisis adolescente.
En este punto, la sinopsis clínica debe ser complementada
con consideraciones dinámicas. A partir de los Tres ensayos de
teoría sexual de Freud (1905&) sabemos que con el advenimien-
to de la madurez sexual en la pubertad se inicia una nueva
distribución de énfasis en la experiencia sexual, que permite di-
ferenciar entre el placer previo y el placer final y en consecuen-
cia produce un reordenamiento de las metas pulsionales. Las
innovaciones biológicas de la pubertad exigen un reordena-
miento jerárquico de las numerosas posiciones infantiles (mo-
dalidades de gratificación y de resolución de tensiones, así co-
mo identificaciones) que, por diversos motivos, eran indispen-
sables para el funcionamiento de la personalidad y demanda-
ban expresión continuada. Es un hecho bien conocido que las
pulsiones pregenitales vuelven a manifestarse tan pronto como
aparece la pubertad. La urgencia de contar con una organiza-
ción jerárquica definitiva de las pulsiones cobra importancia
con el avance de la adolescencia y suministra un incesante im-
pulso hacia el progreso de la maduración.
Esta necesidad de una organización jerárquica no se restrin-
ge, empero, a las pulsiones sexuales sino que se aplica también
a las funciones yoicas. 4 Puede ilustrárselo mediante una fun-
ción yoica arcaica como el pensamiento mágico. Si este cobra-
primacía en la adolescencia, quiebra la unidad del yo y por en-
de estorba su capacidad para el examen de realidad; pero sí el
pensamiento mágico queda subordinado al reino de la fantasía
y halla salida en el trabajo creador o en algún tipo de "pasa-
tiempo", el yo puede retener su unidad. En tal caso, podemos
decir que la ideación orientada hacia la fantasía se separa de la
dirigida por la realidad y se torna incompatible con ella. Este
proceso de diferenciación amplía dentro del yo la esfera libre
de conflicto.
Puede estimarse que el proceso adolescente ha llegado a su
término cuando se ha alcanzado una organización jerárquica
relativamente inflexible de las pulsiones genitales y pregenita-
les, y cuando las funciones yoicas han adquirido una resistivi-

3 El superyó del adolescente se construye, en gran medida, sobre la base de


la identificación con el progenitor idealizador (no el idealizado); esto sustenta
hasta tal punto la autoidealización del adolescente que la evaluación que á
hace de sí mismo resulta desacorde, hasta un grado crítico, con sus realizaciones
efectivas.
4 En otro lugar (Blos, 1962, págs. 174-77) he descrito con mayor detenimien-
to la formación del placer previo durante la pubertad y su influjo en la reestruc-
turación yoica.
dad significativa a la regresión. Hartmann (1950) ha denomi-
nado a esta característica del yo, sea cual fuere la etapa de de-
sarrollo en que se produce, la "autonomía secundaria del yo".
Como es obvio, la sublimación y las defensas desempeñan su
papel en dicho proceso. La adolescencia prolongada, si se la
considera una pausa indefinida en la vía hacia la adultez, da
por resultado (al igual que cualquier otra perseveración excesi-
va en un estadio de maduración) la deformación de los atribu-
tos de la personalidad. En agudo contraste con los procesos de
diferenciación yoica típicos de la síntesis de carácter adolescen-
te, la adolescencia prolongada refleja el fracaso en arribar a
una organización jerárquica estable (inflexible, en verdad) de
las pulsiones y de las funciones yoicas. 5
Durante la adolescencia prolongada, las funciones yoicas
—pensamiento, memoria, juicio, concentración, percepción,
etc.— se ven perjudicadas desde dos fuentes: por una inunda-
ción de pulsiones sexuales y agresivas pertenecientes a todas las
fases del desarrollo, y por el ascendiente que cobran las fun-
ciones yoicas arcaicas y las defensas primitivas. El adolescente
recae en las antiguas modalidades de manejo de las tensiones,
lo cual revela que la latencia ha obrado un magro avance en el
desarrollo yoico así como una renuncia insuficiente a las posi-
ciones yoicas infantiles. En tales casos no hablamos de regre-
sión, sino más bien de una activación de etapas nunca abando-
nadas del desarrollo yoico anterior. Permítaseme ilustrar esta
situación con-un ejemplo típico. Si el estudio crea en el adoles-
cente una tensión que sólo puede aliviar recurriendo a formas
autoeróticas —masturbación, el dormir y comer excesivos,
etc.—, o si aquel está habitualmente asociado a fantasías que
desvían su atención, no podrá mantener la tensión indispen-
sable para comprender y dominar un problema, y todo su em-
peño por estudiar estará destinado al fracaso. En la adolescen-
cia normal estos modi operandi son pasajeros y a la postre se re-
nuncia a ellos, pero en la adolescencia prolongada no sólo no se
persigue esta renuncia, sino que se la evita y contrarresta. 6 Sur-
ge entonces esta pregunta: ¿Cuáles son los factores económicos
que impiden al joven en la adolescencia prolongada buscar una
solución cualquiera (aunque sea abortada) a la crisis ado-
lescente?
Al estudiar este grupo de adolescentes se hizo evidente que
compartían una constelación infantil típica. Ambos progenito-
res, o bien más declaradamente la madre, consideraban que es-
taban destinados a hacer grandes cosas en la vida. Por razones
5 En el capítulo 9 se examinan ampliamente los problemas caracterológicos
que entraña esta organización jerárquica.
6 En el capítulo 16 se presenta el caso de un adolescente mayor que ilustra,
con detalles analíticos, la constelación psíquica a la que aquí nos referimos.
vinculadas con la formación de su propia personalidad, tales
madres son propensas a conferir a sus hijos varones la capaci-
dad para realizaciones extraordinarias, sin tener en cuenta pa-
ra nada el sexo y las reales aptitudes e intereses del niño. Sínte-
sis de esta situación es la historia de la mujer embarazada que,
al comentario de una amiga sobre su situación, replica: "Sí, lle-
vo conmigo a mi hijo el doctor". Los niños que creen en las fan-
tasías que sus padres urden acerca de ellos esperan que la vida
se ha de desarrollar de acuerdo con las promesas y expectativas
del padre o de la madre. Con la adolescencia prolongada se
elude una crisis: la que produce la anonadante admisión de
que el mundo externo a la familia no reconoce el papel imagi-
nario que el niño había representado durante casi dos décadas
de su historia. Cuando las fuentes de la identidad son, en grado
abrumador, externas, el individuo perderá su sentido de la
identidad si se lo separa de su ambiente. Encuéntrese donde se
encuentre, sigue el esquema de la preservación infantil de la
identidad, que reza: "Yo soy lo que los demás creen que soy".
Cuando estos adolescentes tratan de romper con sus dependen-
cias infantiles, pronto advierten que este movimiento va acom-
pañado de un empobrecimiento narcisista para el cual no están
preparados y que les resulta intolerable. Continúan, pues, vi-
viendo con la imagen de sí mismos que sus madres, padres, her-
manas o hermanos crearon para ellos.
De estos jóvenes podría decirse que, cuando alcanzan el
umbral de su condición de hombres, su gran futuro queda tras
ellos; nada que la realidad les ofrezca puede competir con ese
exaltado sentimiento de ser únicos que fácilmente experimen-
taban de niños cuando sus padres derramaban copiosamente
sobre ellos su admiración y su confianza. Ambos progenitores
—cada cual por motivos propios— pasaron por alto en forma
persistente los primeros fracasos del niño, sus inhibiciones, su
nerviosismo o las patéticas formas que adoptaba su auto-
engrandecimiento. La constante e ilusoria confianza de los
padres anulaba la significación del fracaso, y el niño pasó a
sustituir el dominio de la realidad por fantasías narcisistas.
La adolescencia revela finalmente fuera de toda duda, que
nunca se ha separado con claridad la fantasía del pensamiento
orientado hacia la realidad. El sentido del tiempo se ha distor-
sionado por la sustitución continua del futuro por el pasado, y,
amén de ello, por la vaga creencia en que la mera suerte obra-
ría, con el correr del tiempo, lo que de ordinario en la vida de
un hombre lleva años lograr. 7
Si se indagan los comienzos de la vida de estos jóvenes, no
sorprende encontrar llamativas desviaciones respecto del pro-
7 El capítulo 14 está dedicado a esta clase de patología en el caso de un varón
en su adolescencia tardia.
ceso típico de identificación. De niños, carecieron siempre de
afirmación de sí y de autocrítica; plácidamente aceptaron la
enaltecida posición en que sus progenitores, sobre todo sus
madres, los colocaron. En consecuencia, desarrollaron una su-
misa dependencia de adultos aduladores y una autosuficiencia
narcisista —rasgo que a menudo otorga al chico un encanto y
atractivo particulares—. Ya de hombres, estos adolescentes se
sienten cómodos en la compañía de mujeres, pero con frecuen-
cia sienten temor, malestar e inhibiciones en su trato con los
varones. Por identificación, han interiorizado a la madre ide-
alizada y le han conferido permanencia estructural en el ideal
del yo infantil, el self idealizado. Pronto han renunciado a
competir con el padre o con el principio paterno, y así, siempre
están a punto de irrumpir impulsos pasivos. En cuanto adoles-
centes, tienen una afectuosa admiración por sus padres o los
tratan con desprecio y conmiseración, aunque lo más común es
una ondulación ambivalente del afecto, tomada de la actitud
de sus madres. No nos asombra que la revuelta del adolescente,
cuando surge, se dirija casi con exclusividad hacia la madre.
La identificación básica con la madre alcanza un momento
de crisis para el muchacho que crece cuando la pubertad lo
enfrenta con el problema de la identidad sexual. Este dilema
fue muy bien expresado por un adolescente de más edad, quien
dijo: "Hay una cosa que uno debe saber y sentirse seguro de
eso, y es si uno es hombre o mujer". Cuando el conflicto nor-
mal de la adolescencia en torno de la bisexualidad urge una so-
lución definitiva, la adolescencia prolongada da un rodeo per-
severando en la posición bisexual. De hecho, esta posición es
investida con libido, y todo abandono de ella es resistido, en lu-
gar de buscárselo. Las gratificaciones que así pueden obtenerse
hacen el juego a la necesidad de que la vida les ofrezca posibili-
dades ilimitadas, y, simultáneamente, mitigan la angustia de
castración perpetuando la ambigüedad de la identidad sexual.
Esta ambigüedad se refleja en forma significativa en los tro-
piezos y vacilaciones del adolescente en materia profesional o
educativa, su ineficacia y su eventual fracaso.
El niño narcisista siempre tiene a mano una forma de esca-
par a la tensión conflictiva; en verdad, el niño no vivencia un
conflicto interior sino más bien ira y furor debido a la disminu-
ción o privación de los suministros narcisistas. Elude el conflic-
to mediante la desmentida y/o el autoengrandecimiento.
Cuando un niño que ha utilizado predominantemente defensas
narcisistas se aproxima a la adolescencia, no es de sorprender
que los conflictos típicos de esta edad permanezcan fuera de su
experiencia conciente. Un adolescente de este tipo se torna te-
meroso cuando advierte que las exageradas expectativas que
abrigaba sobre sí no se cumplen; ávidamente busca aliento en
el entorno, y en este empeño suele tener éxito, ya que a esta al-
tura se ha convertido, con su encantadora inocencia, en un
maestro del juego que consiste en sacar provecho de los demás.
Ante un aflujo de suministros narcisistas, reacciona con entu-
siasmo y con su acostumbrada evitación de la tensión conflicti-
va. La adolescencia prolongada presenta el cuadro paradójico
de que no hay ningún conflicto que abordar, porque no se vi-
vencia ninguno. A estos adolescentes hay que ayudarlos a al-
canzar el conflicto adolescente propiamente dicho antes de que
puedan ingresar en la fase final de la adolescencia, la de la con-
solidación.
Para algunos de estos muchachos, la adolescencia constitu-
ye un nuevo período, lleno de esperanzas, y en el que se sienten
subjetivamente mucho más competentes que antes. Anna
Freud (.1936) ha destacado que la maduración sexual de la pu-
bertad, como variable independiente, inaugura el predominio
de la masculinidad en el niño pasivo-femenino, haciendo retro-
ceder temporariamente a los impulsos pasivos; créase así una
situación más favorable para un desarrollo potencialmente
progresivo. La inclinación a la desvinculación emocional de los
opresivos lazos familiares cobra primacía por el momento, y en
la medida en que la crisis adolescente continúa el muchacho se
siente esperanzado. La incapacidad para resignar posiciones
infantiles, junto con el deseo conciente de independencia y de
una viril afirmación de sí fuera de los confines de la familia,
son los dos factores que se combinan para hacer de la prolonga-
ción de la adolescencia la única solución a su alcance. Hemos
llegado a entender que la necesidad de mantener inconclusa la
crisis adolescente es una medida de protección contra dos fata-
les alternativas: la regresión y la ruptura con la realidad (solu-
ción psicótica) o la represión y la formación de síntoma (solu-
ción neurótica). Frente a este dilema, el yo adolescente prefiere
evitar ambas opciones modificando su propia naturaleza; se
crea así, a partir de una fase de la maduración, un estilo de vi-
da: "... El yo tendrá la posibilidad de evitar la ruptura hacia
cualquiera de los lados deformándose a sí mismo, consintiendo
menoscabos a su unicidad y eventualmente segmentándose y
partiéndose" (Freud, 1924, págs. 152-53).
Estas limitaciones y esta regresión del yo crean una desarmo-
nía entre el adolescente y las demandas de la sociedad, y perju-
dican las funciones ejecutivas del yo. Las frustraciones resul-
tantes son neutralizadas mediante sobrecompensaciones narci-
sistas, como un exagerado optimismo y gratificaciones fantase-
adas que tienen la índole de las ilusiones. Un poderoso recurso
para el mantenimiento del equilibrio narcisista reside en el
pensamiento mágico, al que no se ha renunciado y que nunca
ha sido sólidamente relegado por el principio de realidad. Los
propósitos y las capacidades potenciales pueden fácilmente
ocupar el sitio de las realizaciones y el dominio real. Una per-
manente corriente subterránea de ansiedad sólo es endicada en
parte por la interposición de medidas defensivas. El desborde
sirve como estimulante para la intensificación de seudoacciones,
que constituyen empeños abortados por trasponer las fantasías
infantiles en actividades adultas. A título de ejemplo: Un estu-
diante universitario que debía preparar un examen de biología
elemental se volcó apasionadamente al estudio de los artículos
más eruditos en ese campo, dejando de lado en cambio su libro
de texto y sus apuntes. Paradójicamente, fue aplazado en el
examen porque, como él mismo explicó, "sabía demasiado".
La angustia conflictiva, que durante la adolescencia normal
activa la reorganización y represión de la libido, tiene ínfima
fuerza motivadora en la adolescencia prolongada en términos
de los procesos de síntesis. La crisis adolescente permanece
abierta merced a los acomodamientos yoicos descritos. Pode-
mos decir que la estructura de la adolescencia prolongada es se-
mejante a la de un trastorno del carácter: en ambos casos, las
actitudes limitadoras del yo no se vivencian como ajenas a este.
Pero en la adolescencia prolongada no se presenta la rigidez de
un trastorno del carácter; lo más habitual es que el proceso ado-
lescente mantenga su fluir y sea accesible a la mediación tera-
péutica. No debe pasarse por alto, sin embargo, que la perseve-
ración en la posición adolescente sólo es factible dentro de cier-
tos límites temporales. A la postre (entre los veinte y los veinti-
cinco años), la adolescencia prolongada desemboca en una
configuración más organizada y rígida; el trastorno narcisista
del carácter es el que mejor describe la tendencia general que
habrá de asumir la evolución patológica de la adolescencia
prolongada.
Por sus condiciones dinámicas y económicas, este cuadro ha-
ce oportuna la intervención terapéutica. El desarrollo de la
personalidad es todavía fluido y posee aún un alto grado de
plasticidad; además, la posición resistiva que mantiene el yo en
dos frentes (contra el progreso y contra la regresión) revela una
fortaleza considerable, que puede emplearse en el proceso tera-
péutico. Cierto es que los jóvenes de este tipo, cuando solicitan
ayuda profesional, lo hacen en la esperanza de restaurar una
existencia narcisista relativamente libre de tensiones, o de que
se facilite, como por medios mágicos, el cumplimiento de sus
contradictorios impulsos, tales como la afirmación de sí y el so-
metimiento. Pero lo que les da el empuje final para solicitar la
terapia es la frustración narcisista debida a las repetidas desilu-
siones o fracasos que sufren en sus actividades profesionales,
educativas y sociales, así como (de manera particularmente
aguda) en su vida amorosa. Comprobamos que en este cuadro
la desilusión tiene un sitio tan prominente a causa de la
flagrante incompatibilidad entre la imagen que tienen de sí
mismos y sus realizaciones reales, entre sus ambiciones y el re-
conocimiento que Ies brinda la gente. Notamos la premiosa ur-
gencia de encontrar rápidamente una salida al intolerable esta-
do de desesperación narcisista. Pero buscaremos en vano la an-
gustia conflictiva como indicador de la lucha intrapsíquica.
Por obra de esta constelación, sigue buscándose en esencia una
solución externa; de ahí que en las primeras etapas de la tera-
pia se hagan demandas continuas de una interpretación totali-
zadora, una revelación instantánea de la vivencia infantil pa-
tógena, una sugerencia o consejo, fórmula o triquiñuela —se-
gún que la idea que tenga el paciente de la terapia sea ingenua
o bien informada—. Cuando se satisface ese reclamo, el ado-
lescente se siente momentáneamente mejor, más esperanzado y
feliz, reacción que concuerda con el mantenimiento acos-
tumbrado de la autoestima durante la niñez.
El hecho de que la tensión no esté estructurada y organizada
en términos del conflicto psíquico apunta en qué dirección de-
be moverse en un principio la terapia: ha de provocar la viven-
cia y tolerancia del conflicto. En otras palabras, debe ayudar
al joven a alcanzar el conflicto adolescente propiamente dicho.
A tal fin, prevalecen dos propósitos terapéuticos: 1) aumentar
la tolerancia a la tensión, y 2) exponer las defensas narcisistas
a través de la autoobservación y la introspección críticas. Esto
vuelve imperativo que el terapeuta se abstenga de toda in-
terpretación "profunda" o "del ello", ya que sólo se conseguirá
que estas interpretaciones sean explotadas por el sistema narci-
sista de defensa. El paciente puede parafrasear dicha explota-
ción diciendo: "Ah, ahora sé el porqué... este problema está
entonces resuelto". La posterior euforia pronto se disipa en de-
silusión, y se acusa al terapeuta porque después de todo nada
ha sucedido ni cambiado. Es imprescindible, pues, que el tera-
peuta se despoje de todas las formas de presunta omnisciencia o
de la posesión de poderes mágicos, tan reconfortantes para
esta clase de pacientes. Al obrar así, aquel se coloca en direc-
ta oposición a la imagen materna que proveía la gratificación
narcisista al permitir que el niño compartiera su grandeza. Pa-
ra el adolescente, es muy irritante que el terapeuta responda a
sus ansiosas preguntas con un "Yo no lo sé", pero, por otro la-
do, el paciente comienza a respetar así su valentía, sinceridad e
incorruptibilidad. No debemos olvidar que el adolescente está
siempre pronto a (y necesitado de) identificarse con un adulto
que posea tales atributos de personalidad, que él desea com-
partir, y que en términos del progreso de su desarrollo son un
apoyo útil. El objetivo del terapeuta es remplazar esa forma
infantil de compartir y de fusionarse por la identificación,
remplazar la búsqueda de fuentes exteriores de autoestima por
el descubrimiento de los recursos interiores. De hecho, gran
parte de la labor terapéutica está constituida por la explora-
ción y verificación, convalidación y diferenciación de estos re-
cursos tal como se reflejan en la conducta cotidiana.
En esta fase inicial de la tarea, es evidente que el adolescente
ve con buenos ojos que el terapeuta penetre a través de la
fachada de sus pretensiones e ilusiones. Ejemplo: Un hombre
de veinte años ha asistido a una conferencia y relata todas las
preguntas estúpidas que el público hacía al conferencista.
Cuando el terapeuta le inquirió qué pregunta le había hecho
él, replicó sin perder la compostura: "Ninguna. ¿Eso qué tiene
que ver?"; al insistir el terapeuta en la pertinencia de saberlo, a
la luz de las críticas que había descargado el paciente sobre los
demás oyentes, este se turbó y confesó su total ignorancia e in-
comprensión del tema tratado, que supuestamente pertenecía
a un campo que le interesaba en especial. Y sin que se le pi-
diera, continuó diciendo que su conversación, erudita y culte-
rana, solía basarse en ideas tomadas hábilmente por él de otras
personas, sin conocer la cuestión de primera mano. No había
leído un solo libro desde el primer año de la escuela secundaria,
pero se las ingenió para ganarse la fama de ser uno de los alum-
nos más leídos. Este comentario basta para ilustrar de qué mo-
do se llevó a la conciencia del paciente en un caso particular la
defensa narcisista. En esta etapa de la terapia, centrada en la
disrupción del sistema narcisista de defensa y la exposición del
yo a la vivencia de la tensión y el conflicto, no nos interesa si el
abandono de la lectura se relaciona con un conflicto infantil.
Cada vez que se renuncia a actitudes yoicas arcaicas y este-
reotipadas, se ensayan nuevas formas de dominio, que se sinte-
tizan en el término general de "experimentación". Esta abarca
el examen de la realidad, del self y de la interacción entre am-
bos. En tal sentido, la experimentación y la diferenciación
progresiva de la imagen del self van de la mano y generan un
funcionamiento más eficaz. El dominio cada vez más apro-
piado pasa a ser una nueva fuente —una fuente legítima, di-
ríamos— de gratificación narcisista. En consecuencia, el man-
tenimiento del equilibrio narcisista queda determinado cada
vez más por los procesos de autogobierno, en lugar de depen-
der de influencias externas. Por ejemplo, ya no es necesario tra-
tar de influir en la impresión que otra gente tiene de uno y
luego tomar sus opiniones como reflejo del auténtico self.
En esta primera fase de la terapia se observa que la vida del
adolescente se enriquece con una experimentación deliberada;
se amplía el alcance de las funciones yoicas autónomas, en tan-
to que los impulsos infantiles poco a poco adquieren un carác-
ter desacorde con el yo y son aislados de su rama ejecutiva. Este
avance es posible por los logros reales y la tolerancia a la ten-
sión. Concomitantemente, los determinantes patógenos se
vuelven más focalizados y cobra forma una perturbación
neurótica organizada (véase el capítulo 16). El paciente viven-
cia el conflicto y la angustia. Esta circunstancia indica que el
próximo paso de la terapia es el psicoanálisis. La conducta más
competente del adolescente, que suele incluir la independencia
económica, hará factible el análisis como empresa de largo pla-
zo. El pasaje de una terapia en que la trasferencia es utilizada
en forma bastante activa a otra en que el vehículo intrínseco
para la reestructuración de la personalidad es la neurosis de
trasferencia vuelve con frecuencia conveniente, aunque no
imprescindible, un cambio de terapeuta. Pero si la capacidad
integradora del adolescente, que ha sido liberada mediante el
tratamiento del callejón sin salida de la adolescencia prolonga-
da, basta para lograr la consolidación final de la adolescencia
tardía, la tarea terapéutica queda completa en este punto.
La decisión de interrumpir la terapia al final de la primera
fase antes descrita depende del balance entre la movilidad
afectiva que se obtuvo en esa primera fase y li inconmovible
fortaleza de las fijaciones no afectadas por aquella. Si se torna
evidente que las fuerzas originalmente responsables de la pro-
longación de la adolescencia siguen haciéndose valer de mane-
ra irremisible, ha de admitirse que, pese a la mejoría en el fun-
cionamiento, a menudo notable, el avance hacia la madurez
emocional sigue siendo una expectativa ilusoria; en tal caso, el
psicoanálisis debe llevar a su término la tarea terapéutica. En
otros casos, en la primera fase se consigue que se resignen las
defensas narcisistas de la adolescencia prolongada, y se movili-
zan y canalizan los recursos afectivos del adolescente hasta un
punto a partir del cual él puede llevar adelante de manera re-
alista el proceso adolescente y, sin necesidad de ayuda, ponerle
término.
4. Asesoramiento psicológico
para estudiantes universitarios*

Nuestra comprensión cada vez mayor de los trastornos de la


personalidad y el creciente reconocimiento de la necesidad de
servicios bien equipados para abordar estós problemas han
traído a la palestra un nuevo campo de actividad terapéutica,
que denominaré "asesoramiento psicológico". En este capítulo
intentaremos diferenciar sus alcances, función y técnica de los
de otros servicios de asesoramiento ya bien arraigados (orienta-
ción vocacional, asesoramiento pedagógico, etc.)
El asesoramiento psicológico se ocupa de situaciones proble-
máticas individuales que obedecen en gran medida a factores
irracionales, en cuyo caso las soluciones racionales (el conver-
sar sobre ellas) o la expresión catártica (el exteriorizarlas ver-
balmente) demuestran no dar resultado y son de poca ayuda.
Dentro de este grupo, sólo sacarán provecho del asesoramiento
psicológico aquellos individuos en los que aún no se ha estable-
cido una pauta neurótica rígida y repetitiva, aunque están
abrumados por agudas presiones internas y externas. Carente
de preparación o capacidad para hacer frente a tales presiones,
el individuo acude a reacciones autoprotectoras. Estas si-
tuaciones reactivas son particularmente frecuentes cuando las
tensiones madurativas, tanto instintivas como ambientales, son
la regla más que la excepción, o sea, durante la niñez temprana
y la pubertad. Como es obvio, los conflictos y crisis madurati-
vos son períodos cruciales para la aparición de dificultades
neuróticas.
Entre los adolescentes mayores, el estudiante universitario se
halla en una posición peculiar. El ha pospuesto, ya sea por pro-
pia voluntad o bajo presiones morales o sociales, el logro pleno
de la adultez en beneficio de progresos educativos o de presti-
gio social. Esta demorada adolescencia, con sus inevitables
efectos sobre la economía psíquica del individuo, sigue siendo
para la psiquiatría y la higiene mental un hijo ilegítimo. Los
problemas creados por la prolongación artificial de un período
madurativo afectan a casi todos los estudiantes en algún mo-
mento de su carrera universitaria. La mayoría puede hácerles
frente, pero un número apreciable de ellos sufren trastornos de

* Publicado originalmente en American Journal of Orthopsychiatry, vol. 16,


págs. 571-80, 1946.
personalidad, algunos de los cuales son hoy en día susceptibles
de modificación. Este grupo representa un área estratégica en
que debería centrar sus esfuerzos la psiquiatría preventiva.
Teniendo en cuenta estas consideraciones, el Brooklyn
College organizó en 1941 un servicio de asesoramiento psicoló-
gico. Se había vuelto evidente que su plantel de estudiantes
—como cualquier plantel de estudiantes— presentaba trastor-
nos de personalidad que a menudo interferían gravemente con
el trabajo universitario. Esta situación creaba particular in-
quietud cuando un alumno de promisoria capacidad intelec-
tual era incapaz de desempeñarse adecuadamente y parecía
destinado a la mediocridad o al fracaso. Para familiarizarme
con los estudiantes corrientes, dediqué parte de mi tiempo a
una tarea rutinaria de asesoramiento, vinculada con el aban-
dono de los cursos, las faltas excesivas, los cambios de progra-
ma, las amonestaciones de mediados de semestre, etc. Así
comprobé cuán frecuentemente tales situaciones indican una
perturbación remota, y cuán eficaz puede ser el asesoramiento
si se concentra en las dificultades sintomáticas secundarias tan
pronto aparecen.
Dado que el asesor psicológico depende de los pacientes que
se le deriven, es menester que los demás comprendan su labor,
su función y sus responsabilidades a fin de hacer uso de sus ser-
vicios. Con este propósito dicté unos seminarios para el cuerpo
de profesores"}' los integrantes del Departamento de Estudian-
tes durante un período lectivo de un año. Los debates con el
claustro de profesores dieron fruto. Descubrí que la presenta-
ción de casos era la mejor manera de ilustrar a qué estudiantes
había que derivar, y qué podía esperarse razonablemente del
asesoramiento psicológico en cuanto a un cambio o mejoría.
Algunos alumnos evidenciaban un progreso en el curso de unas
semanas, en tanto que a otros les llevaba años mostrar algún
signo de crecimiento.
En el momento de escribir esto, el servicio de asesoramiento
psicológico ya ha sido adoptado en esta universidad, y los mé-
dicos, decanos y profesores requieren su colaboración en todos
los casos que corresponden a su jurisdicción. Sus archivos
tienen carácter confidencial; sus datos no se incluyen en la car-
peta del estudiante ni están a disposición de cualquiera.
Los casos que llegan a conocimiento del asesor psicológico
son tan diversos como puede preverse. Los trastornos mentales
graves se derivan a una clínica o psiquiatra con el consenti-
miento y la colaboración de la familia del alumno. Las afec-
ciones neuróticas también se derivan, en lo posible, para su
tratamiento psicoterapéutico o psicoanalítico. Fuera de estos
casos, quedan gran cantidad de perturbaciones psíquicas que
no se acomodan a ninguna de las clasificaciones habituales de
los trastornos de personalidad. En verdad, al intentar clasificar
387 casos, me asombró descubrir que esa clasificación los obli-
garía a amoldarse, en aras de la nosología, a un lecho de Pro-
custo. Comencé a advertir que la casuística que me ocupaba
era básicamente distinta de la que se ve en una clínica de hi-
giene mental o de orientación infantil, ya que en estos casos no
se había desarrollado ningún complejo sintomático definido.
Había aparecido una disfunción en un ámbito limitado de la
vida del estudiante, que tornaba insatisfactoria a la experien-
cia universitaria.
Esta clase de malestares rara vez llegan a conocimiento de
los servicios psiquiátricos o de higiene mental situados fuera
del recinto universitario, pues el individuo todavía se halla a la
búsqueda de soluciones mediante la manipulación del ambien-
te o el aislamiento de sus conflictos en el proceso de formación
de síntomas. Precisamente en esta etapa del trastorno de perso-
nalidad, cuando el conflicto madurativo se actúa de manera
bastante directa en forma desplazada y el síntoma aún no ha
cristalizado en un complejo sintomático, es necesario el aseso-
ramiento psicológico. En verdad, este tipo de trastorno de per-
sonalidad es su campo de acción legítimo.
Al tratar de agrupar los problemas que han sido objeto de mi
atención en el curso de los años, no he encontrado útiles ningu-
na de las clasificaciones usuales basadas en la dinámica del
trastorno, y en lugar de ello he tenido que referirme al males-
tar manifiesto o dificultad tal como era presentado por el es-,
tudiante. Los siguientes tipos de problemas se encuentran con
regularidad: 1) el alumno que no puede estudiar, que se queja
de su incapacidad para concentrarse; 2) el alumno solitario,
que no puede hacer amigos; 3) el alumno temeroso de los exá-
menes, incapaz de hablar en clase; 4) el alumno carente de to-
do propósito o meta vocacional; 5) el alumno que tiene por há-
bito evadirse del estudio, poner obstáculos y lamentarse; 6) el
alumno que tiene un conflicto agudo con su familia; 7) el
alumno aquejado de un defecto físico; 8) problemas especiales
de los veteranos de guerra. 1 Forzosamente, quienes se hallan
en este estado de disfunción limitada sólo pueden recibir aten-
ción correctiva cuando los servicios de asesoramiento psicológi-
co son internos, vale decir, se hallan dentro del establecimiento
educativo. Unicamente en ese caso las derivaciones se hacen
prontamente, antes de que un número excesivo de profesores
hayan ensayado en el estudiante los frutos de sus últimas lectu-
ras psicológicas. Si dicho servicio forma parte de un consultorio
médico o de un departamento sanitario (dedicado principal-

1 Aunque aquí me refiero a los hombres que participaron en la Segunda


Guerra Mundial, los veteranos de cualquier guerra, y en todas las épocas histó-
ricas, presentan especiales problemas de readaptación a la vida civil.
mente a la atención física de los estudiantes), se levanta una
barrera psicológica que tiende a eliminar aquellos casos que
más se beneficiarían con el asesoramiento. Además, debe ad-
mitirse que la derivación a una clínica o a un psiquiatra es para
la universidad un paso drástico, y atemorizante para el alum-
no. Nadie que pertenezca a una institución educativa tomará
la responsabilidad de dar ese paso a menos que su necesidad sea
evidente. Si los casos de dísfunción limitada, perturbaciones di-
fusas de la concentración, la memoria, las relaciones interper-
sonales, etc., reciben atención correctiva en el momento en
que se vuelven observables y se puede examinar su carácter, el
efecto preventivo de tales servicios sin duda merecerá el esfuer-
zo y ahorrará múltiples costos.
Una ventaja adicional del servicio de intramuros es el fácil
contacto con el asesor psicológico, que puede repetirse en cual-
quier momento. En la mayoría de las situaciones terapéuticas
estamos acostumbrados a pensar en términos de limitaciones
temporales, de la finalización del contacto en un punto deter-
minado del logro terapéutico. El proceso acumulativo del ase-
soramiento psicológico, tal como aquí se lo describe, presenta
problemas técnicos y posibilidades terapéuticas que hasta la
fecha no han sido plenamente explorados. El hecho de que el
contacto con el asesor sea repetible en cualquier momento
tiene una influencia directa en la técnica. Las dificultades
pueden ser abordadas de modo progresivo: un semestre el
problema manifiesto serán los estudios, el semestre siguiente
las relaciones sexuales, el próximo la orientación vocacional,
etc. En cada circunstancia, el asesoramiento sienta las bases
para avanzar hacia la siguiente etapa de la labor.
Mi experiencia con este tipo de asesoramiento me ha dejado
la convicción de que la resolución de un conflicto agudo (v.gr.,
"No puedo hacer la tarea para el hogar porque nunca consigo
hacerla tan bien como mi padre cree que puedo hacerla") esti-
mula la integración del nuevo insight o experiencia de creci-
miento, que hace que la personalidad sea capaz de desplazarse
hacia un nivel superior de autodiferenciación. Esta ganancia
de "movilidad afectiva" (mobilíté affective) como resultado de
ja nueva intelección pone de relieve conflictos de los que el indi-
viduo no era conciente, y puede incluso llevar a que se reanude
el pedido de asesoramiento. Un individuo puede necesitar me-
ses o años para integrar las experiencias terapéuticas o de creci-
miento; a menudo, el asesoramiento se suspende durante ese
lapso. El hecho de que el proceso de asesoramiento, tal como
aquí se lo describe, no termine nunca y pueda reanudarse en
cualquier momento es particularmente importante en aquellos
casos que se centran en torno de conflictos madurativos, como
ocurre la mayoría de las veces con los estudiantes universita-
ríos. Una técnica tan poco ortodoxa plantea de inmediato el
problema de la trasferencia, y de la forma en que esta opera en
un proceso de asesoramiento acumulativo. Más adelante reto-
maremos en detalle este problema.
Un ejemplo servirá ahora para presentar algunos aspectos tí-
picos del asesoramiento psicológico. Stanley, un muchacho de
dieciocho años que cursaba el segundo año de universidad, fue
derivado por el consejero de su clase al asesor psicológico por-
que se quejaba de apatía y de incapacidad para concentrarse.
Stanley es un alumno de muy alto nivel de inteligencia. Sus ca-
lificaciones son buenas pero irregulares, y han decaído en los
últimos tiempos. Se muestra ansioso de recibir ayuda.
Stanley duda de su aptitud intelectual y de cualquier deci-
sión que debe tomar. Se compara compulsivamente con los de-
más y se pregunta si él es normal. Siguiendo los deseos de su fa-
milia, inició estudios universitarios con el propósito de hacerse
cargo de la exitosa empresa de su padre. Luego de ser aplaza-
do en los cursos previos indispensables para la carrera que ha-
bía planeado, decidió abandonarla. Ahora, un año después,
Stanley ha encontrado un campo que le interesa, pero se siente
inseguro en cuanto a la validez de su decisión. Se pregunta si
no debería renunciar a sus propios deseos y atenerse a los de su
padre. En este momento dominan en él la apatía, la distrac-
ción, la falta de concentración y el recelo. "¿Qué debo estu-
diar?", se dice.."¿A qué debo dedicarme? ¿Para qué tengo ta-
lento?"
De niño, Stanley presentaba un panorama promisorio; era
un chico inteligente y sus padres lo admiraban mucho. Declaró
en un comienzo que era hijo único, pero luego de cuatro meses
admitió que tenía una hermana mayor que había estado du-
rante algunos años en un establecimiento para enfermos men-
tales. Su madre lo abrumó con su amante posesividad e inhibió
su desarrollo masculino. Su tendencia a la pasividad y la sumi-
sión era sobrecompensada por una hiperactividad, pero a él es-
to no le causaba ningún placer. En los últimos tiempos, esa hi-
peractividad ha sido sustituida por la sensación de vivir sin fi-
nalidad ni futuro. El deseo y el temor de hacerse cargo de la
empresa del padre dieron por resultado un estado de indecisión
y apatía. El colapso mental sufrido por su hermana cuando te-
nía la edad que él tiene ahora es un factor que intensifica dicho
temor. En aquel momento ella había decidido, contra la vo-
luntad de sus padres, iniciar una carrera escogida por ella.
Tanto Stanley como su hermana habían elegido carreras artís-
ticas. El temor a la insania como consecuencia natural de deso-
bedecer los deseos parentales contribuía al estado de indecisión
de Stanley. Poco antes de iniciar el asesoramiento, Stanley leyó
libros sobre psicopatología, hasta que estas lecturas se vol-
vieron demasiado perturbadoras para él y "sacó todo eso fuera
de [su] mente".
El trastorno de Stanley es resultado de un conflicto interior
que tiene como componente conciente e inconciente el temor
de asumir el papel del padre. El deseo de hacerlo representa,
con su ambivalencia, el recrudecimiento típico del conflicto de
Edipo a nivel adolescente. Pero no debemos pasar por alto las
tendencias, igualmente fuertes, a la pasividad y el sometimien-
to. Como defensa contra ellas, Stanley se impuso un comporta-
miento viril de afirmación de sí que, por ende, no es del todo
genuino. De su flaqueza en la lucha que ahora debe librar
Stanley acusa a su madre, por no haber sido suficientemente
estricta con él cuando era niño. La ilimitada confianza que le
dispensaban los progenitores, y en especial la madre, le dieron
un sentimiento de omnipotencia que le ayudó a tener éxito en
la escuela sin demasiado esfuerzo. En la crisis actual, ha perdi-
do este sentimiento de capacidad incuestionable, y con él, la
confianza en sí mismo. Su actitud actual de ignorar a la madre,
su aparente indiferencia frente a la inquietud de los dos proge-
nitores por su futuro, en suma, su falta de todo sentimiento en
el hogar, junto con su intensa, casi frenética preocupación por
su normalidad y su elección de carrera, indican que ha despla-
zado el conflicto con su familia a la esfera de los estudios y la
vida universitaria.
Merced al proceso de asesoramiento, se conecta entre sí un
material conciente que Stanley ha mantenido cuidadosamente
aislado; por ejemplo, se traen a su conciencia el temor a la in-
sania vinculado con su elección autónoma y su necesidad de ser
tranquilizado en cuanto a su normalidad. Mediante la trasfe-
rencia se afloja su rigidez emocional y se le suministra una
nueva experiencia afectiva, lo cual tiene un doble efecto:
contribuye a fortalecer su débil identificación masculina, y
brinda apoyo a su yo incompetente para que retome una posi-
ción de control y objetividad. Puede, verbigracia, por primera
vez en dos años, informar a su familia acerca de sus deseos vo-
cacionales. Con el tiempo, será capaz de proseguir con menos
angustia esa actividad que acaba de ganar para sí, de entablar
con mayor libertad sus contactos con la gente, y por último co-
menzará a admitir sus problemas sexuales. En el curso del ase-
soramiento, las dificultades de Stanley para concentrarse dis-
minuyen (obtiene en ese semestre un promedio de califica-
ciones "Muy bueno"), se torna más activo y se siente menos
apático. Su comparación compulsiva con los demás, sus dudas
acerca de sus propias decisiones, merman poco a poco, aunque
no desaparecen por entero.
El proceso de asesoramiento puede resumirse así. Se ha
quebrado un callejón sin salida emocional, aun cuando el
conflicto básico perdure; se ha recuperado la capacidad de ac-
tuar, de tomar decisiones; el paciente es ahora menos mórbida-
mente introspectivo y en consecuencia está abierto a nuevas ex-
periencias y puede dar más libre curso a sus afectos inhibidos.
Stanley fue atendido treinta y nueve veces en un período de
tres semestres lectivos. Una entrevista de seguimiento realiza-
da diez meses más tarde muestra que ha conservado su capaci-
dad de actuar, de entablar contactos con la gente, de proseguir
su carrera, y que las calificaciones que obtiene son muy
buenas. Sigue teniendo una sensación de insuficiencia con res-
pecto a su ajuste heterosexual, pero se han reducido marcada-
mente las dudas acerca de sí mismo y la indecisión en torno a su
interés vocacional y a sus ambiciones. Su conducta aún porta el
estigma de la anterior hiperactividad compensatoria y sigue
incluyendo rasgos compulsivos, pero está mejor organizada, es
más realista y estable, y más integrada socialmente. Entre
otras cosas, ha fundado un club para los aficionados a su labor
creativa.
¿Por qué se juzgó conveniente para este caso el asesoramien-
to psicológico? A la vez que respondo a esta pregunta, aclararé
algunos conceptos teóricos sobre este último.
Para empezar, debemos recordar que cada trastorno de per-
sonalidad tiene diferentes estratos, en términos de los cuales
puede ser descrito, evaluado e influido. En el caso de Stanley,
en la base de su,trastorno había un conflicto emocional que
obstaculizaba un adecuado funcionamiento del yo. Al enfren-
tar la necesidad de emanciparse de su familia, su yo resultó
demasiado débil para soportar la consecuente batalla. Pu-
dieron observarse dos reacciones yoicas características ante una
crisis madurativa: la limitación y la regresión. Ambas defensas
son medidas de protección: la limitación del yo sirve para dete-
ner la angustia mediante la inhibición de la función, y la regre-
sión del yo, para dominarla a través de expresiones yoicas ar-
caicas. La limitación del yo se hizo evidente cuando Stanley
fracasó en los cursos previos indispensables para hacerse cargo
de la empresa del padre (y ello a pesar de que en la prueba de
aptitud que se le administró al ingresar a la facultad, sus pun-
tajes en ese campo habían pertenecido al décimo decil). La
regresión del yo se manifestó en su confusión de similitud con
identidad (enfermedad de la hermana) y en su recurso al poder
de la voluntad y el intelecto (pensamiento mágico).
Cierto es que hubo factores reales causantes del estado reac-
tivo descrito, como el colapso mental de la hermana a la misma
edad que él tenía y el afán incansable del padre por lograr el
sometimiento de sus hijos; pero a estos factores no podía consi-
derárselos los únicos responsables de su situación. El recrudeci-
miento de conflictos infantiles (el complejo de Edipo, a todas
luces) determinó su reacción ante un presente perturbador.
Además, Stanley se vio afectado por conflictos madurativos
con relación al desarrollo psicosexual adolescente. Aunque pu-
do mantener exteriormente un equilibrio hasta la adolescencia
tardía, la creciente presión de las demandas pulsionales y am-
bientales le impuso un peso mayor que los recursos con que
contaba su yo. La tarea de asesoramiento se centró en la insufi-
ciencia del yo y no en el conflicto infantil que estaba en el ori-
gen de la situación actual.
El asesoramiento psicológico no trata de resolver conflictos
infantiles inconcientes; evita cuidadosamente entrar en esta es-
fera, que es el reino del psicoanálisis. Se ocupa de las deriva-
ciones de estos conflictos en términos de reacciones yoicas. En
su aspecto interpretativo, se limita al ámbito del yo. En el caso
de Stanley, trajo a la conciencia el vínculo entre hechos aisla-
dos, algunos de los cuales subieron a la superficie con mucha
lentitud. Y al relacionar este material conciente disociado, pu-
do obtenerse una intelección de las defensas yoicas mediante la
interpretación de omisiones, contradicciones, desmentidas, ol-
vidos, etc. Todos estos esfuerzos habrían sido infructuosos sin
un empleo deliberado de la trasferencia. En ella, los conflictos
inconcientes reconocibles durante el proceso de asesoramiento
encontraron un modo de expresión y comunicación, mientras
que las manifestaciones verbales directas habrían sido ob-
viamente insuficientes.
En este sentido, quisiera mencionar que todo trastorno de
personalidad está vinculado, de alguna manera intrínseca, con
conflictos no resueltos en las relaciones personales. Así pues, re-
sulta claro que la relación que se establece en el asesoramiento,
que difícilmente puede eludir el convertirse en una trasferencia
en el sentido apropiado de la palabra, es un instrumento suma-
mente valioso, aunque delicado, para abordar los trastornos
adolescentes de la personalidad. Según el caso, la interpre-
tación, o bien el uso discriminativo y atinado de la trasferen-
cia, o ambas cosas, proporcionará esa experiencia central que
facilita recuperar la movilidad afectiva perdida o detenida.
En el caso presente, el asesor debía eludir una repetición de
la pauta paren tal. Por ejemplo, en los primeros meses Stanley
evidenció un anhelo de comprenderse a sí mismo, una objetivi-
dad para contemplar el problema, una actitud tan aparente-
mente madura, que todo ello bien podría haber sido confundi-
do con una señal favorable; pero la rigidez y frialdad de su ac-
titud traicionaban su carácter defensivo. Era su manera de fre-
nar sus tendencias a la pasividad y el sometimiento respecto del
asesor. Ciertas situaciones fortalecieron su yo disminuyendo su
temor a la pasividad, que asomaba peligrosamente en cual-
quier contexto de aceptación incondicional y total; este fue el
caso cuando el asesor discutió de modo bastante crítico las pro-
ducciones creativas de Stanley en vez de aceptarlas indiscrimi-
nadamente como tentativas de independencia. La experiencia
trasferencial ofreció al muchacho la oportunidad de expresar
emociones positivas y negativas sin tener que volver a vivenciar
la situación familiar, debido a que la actitud del asesor fue de-
liberadamente crítica, aunque benévola. En este aspecto, la re-
lación que Stanley entabló con él fue distinta de todas las que
tuvo en el pasado. Esta extensión del pasado en el presente ejer-
ció, gracias a la mediación del asesor, un efecto modificador en
una pauta emocional que aún se hallaba en estado fluido. 2
Este empleo de la trasferencia difiere, en principio, del que
se hace en psicoanálisis. Como es bien sabido, en este último
caso la trasferencia actúa como una pantalla en la cual se pro-
yectan los conflictos vinculares infantiles. El desarrollo de una
neurosis de trasferencia es, de hecho, la condición previa para
la terapia psicoanalítica. En el asesoramiento psicológico, en
cambio, se impide a toda costa el desarrollo de una neurosis de
trasferencia, porque no se está preparado para afrontar las
consecuencias. Conviene tener presente que los fenómenos
trasferenciales se manifestarán durante el asesoramiento inde-
pendientemente del proceder del asesor. Este no puede eludir
el quedar comprometido. A menudo se pregunta si es prefe-
rible un asesoramiento activo o pasivo, directivo o no directi-
vo. A la luz de lo anterior, la actitud del asesor deja de consti-
tuir una cuestión de principio y pasa a ser una variable depen-
diente de los afectos que están en juego y del propósito primor-
dial del asesoramiento en esa circunstancia. Sólo estos factores
determinan hasta qué punto y de qué manera participará el
asesor en el proceso.
Ya hemos dicho antes que no todos los trastornos de persona-
lidad que llegan a conocimiento del asesor son necesariamente
adecuados a este tipo de terapia. Hay contraindicaciones de
particular importancia, porque su admisión evitará al asesor
pérdidas de tiempo y, lo que es más importante, una experien-
cia negativa al estudiante, que convierta a la terapia durante
un tiempo en algo inaceptable para este. Por consiguiente, en

2 Clara Thompson (1945) ha expresado una idea similar acerca del uso limi-
tado de la trasferencia: "Por ejemplo, una persona subyugada por un padre
prohibidor presenta, sin insight una actitud sumisa ante el terapeuta, probable-
mente basada en el miedo. El hecho de que el terapeuta sea en realidad más per-
misivo y tolerante significa que el paciente se encuentra en un medio más favo-
rable y puede desarrollarse hasta cierto punto, aunque no se haga nada para do-
minar su tendencia. Seguirá siendo una persona sometida, pero, por así decir, se
habrá puesto bajo la guía de un tirano benévolo, y en sus empeños por compla-
cer a este nuevo padre tal vez logre para sí cierto crecimiento válido. Es pro-
bable que nunca llegue a ser una persona independiente, pero bajo esta autori-
dad podrá gozar de mayor libertad que bajo la antigua" (pág. 276).
un apreciable número de casos el asesoramiento psicológico só-
lo consiste en tornar aceptable para el alumno alguna forma de
psicoterapia. De ahí que el asesor evite participar de las ma-
niobras del estudiante para subestimar una dificultad actual.
(Esas maniobras, que simulan un progreso y mejoría, son a me-
nudo notables. Un estudiante, por ejemplo, se sobrepuso a su
depresión y a su síntoma de conversión histérica tan pronto el
asesor le mencionó la posibilidad de que recibiera ayuda psi-
quiátrica.)
Antes de pronosticar la conveniencia del asesoramiento psi-
cológico es necesario evaluar el malestar o complejo sintomáti-
co tomando en cuenta sus elementos transitorios y permanen-
tes; en otras palabras, hay que estimar los componentes madu-
rativos (instintivos) y ambientales del desajuste, así como los
neuróticos o psicóticos. Si los síntomas han adquirido rigidez y
repetitividaa neuróticas, el asesoramiento psicológico no logra-
rá ninguna mejoría fundamental; pero resultará eficaz si el
conflicto no ha sido plenamente interiorizado y los denomina-
dos síntomas obedecen en gran medida a presiones amenazado-
ras y exasperantes desde el exterior (ambiente) o el interior
(ello, superyó). En ningún momento se pasa por alto que los
conflictos inconcientes desempeñan su papel en todo trastorno
de personalidad, lo cual determina que el asesoramiento psico-
lógico aborde su tarea con limitados objetivos.
El siguiente ejemplo ilustrará una situación en que el aseso-
ramiento psicológico estaba contraindicado. David fue deriva-
do por el consultorio médico porque en un examen de rutina se
mostró tenso, nervioso y aprensivo. Ante el asesor psicológico,
David habló con toda libertad; dijo que la entrevista con él le
había complacido "más de lo previsto" y prontamente concertó
un horario para volver. Este estudiante se considera un intro-
vertido que mantiene poco contacto con la gente y no busca ese
contacto. Vive en el mundo de sus ideas, se siente superior a los
demás y no le interesa compartir con nadie sus "intereses bási-
cos primitivos", como la cinematografía, los deportes o las
muchachas. Se ha habituado tanto a la compañía imaginaria
que puede prescindir sin dificultades de las personas reales. Los
espíritus afines a él en cuya proximidad se mueve son, entre
otros, Nietzsche, Rimbaud, Baudelaire, Kierkegaard, Proust.
Sostiene que "todos ellos vivieron dentro de un caparazón".
Su único lamento es que se siente "completamente improducti-
vo". No le importan su aislamiento social, su desinterés por la
gente ni la distancia que lo separa de ella. En su hogar se siente
incomprendido: "Soy una anomalía en mi familia".
David es hijo único. Sobreprotegido por su madre, hasta los
ocho años no se le permitió jugar con otros niños a menos que
estuviera bajo la vigilancia de alguien. Aún recuerda cuando
desde la puerta de su casa, vestido con pantalones cortos y con
las manos recién lavadas, miraba hacia afuera y veía a los chi-
cos más libres que él. David ansiaba poder hablar con el asesor,
pero a lo largo de varias entrevistas su actitud fue siempre la
misma: distante, apagado, amistoso pero levemente condes-
cendiente, verborrágico y repetitivo. Debía convencer al asesor
de que él, David, era uno de los tantos "genios neuróticos in-
comprendidos". "Yo soy como ellos", era su explicación estere-
otipada. Su aislamiento era su sello de distinción y la prueba de
su superioridad. Obtenía excelentes calificaciones.
Se juzgó a este caso inapropiado para el asesoramiento psico-
lógico porque el conflicto estaba completamente interiorizado
y las construcciones de la fantasía habían remplazado a todas
las relaciones personales. La historia del alumno y sus síntomas
actuales indicaban una grave perturbación neurótica (neurosis
obsesivo-compulsiva), posiblemente con tendencias esqui-
zoides. El asesor se mantuvo informado sobre él a través de
periódicas entrevistas de seguimiento, esperando que manifes-
tara su necesidad de ayuda psiquiátrica, como se le explicó en
diversas ocasiones.
La línea divisoria entre el campo del asesoramiento psicoló-
gico y otras disciplinas terapéuticas vecinas no es tan neta co-
mo uno desearía. En primer lugar, este campo es nuevo y aún
no está bien definido; además, hay que recordar que los adoles-
centes presentan complejos sintomáticos que se considerarían
mucho más serios si apareciesen a otra edad. Sus reacciones
frente a la tensión madurativa son a menudo difíciles de dife-
renciar a primera vista de las afecciones neuróticas o psicóti-
cas. Sylvan Keiser (1944) ha formulado claramente lo que la
experiencia le ha enseñado al clínico que trabaja con adoles-
centes: "Creemos que muchas reacciones psicopatológicas be-
nignas del período adolescente son incorrectamente diagnosti-
cadas como esquizofrénicas. Un buen número de ellas repre-
sentan estados reactivos, que dependen del recrudecimiento en
la adolescencia de conflictos infantiles" (pág. 24). Sin embar-
go, la historia del alumno, la duración del conflicto manifiesto
o del síntoma, el grado de actividad aloplástica del yo, junto
con los fenómenos trasferenciales, ayudarán a evaluar el
cuadro agudo frente al cual el estudiante busca ayuda, y deter-
minarán si está o no indicado el asesoramiento psicológico. Por
lo general, no puede arribarse a esta decisión si no se realiza
una cierta cantidad de entrevistas exploratorias.
El asesoramiento psicológico, tal como aquí se lo expone, se
basa en la aplicación de la psicología psicoanalítica. Con su
técnica particular, debe estar fundado en un sistema o teoría
psicológica coherente, que provea al asesor de las herramientas
conceptuales para comprender los problemas dinámicos y eco-
nómicos de cada caso. El hecho de que el asesor deba diferen-
ciar entre aquellos clientes que pertenezcan a su jurisdicción y
aquellos que precisan otro tipo de ayuda —y que por ende esta-
rán mejor sin ningún asesoramiento psicológico— plantea
muchos interrogantes en materia de formación y supervisión
del terapeuta. Además de su capacitación técnica en psicolo-
gía, considero que el asesor psicológico debe someterse a un
psicoanálisis como requisito profesional para este tipo de labor.
Una extensa supervisión realizada en su lugar de trabajo es otro
aspecto esencial de su formación. Una afirmación tan superfi-
cial como esta exigiría mayores puntualizaciones, pero la fina-
lidad de este capítulo es otra y, por consiguiente, sólo men-
ciono al pasar el problema de la capacitación.
Como síntesis, podríamos decir que la prolongada adoles-
cencia de los jóvenes universitarios tiende a precipitar trastor-
nos de personalidad de tipo reactivo, que estorba seriamente el
éxito que pueden lograr en sus estudios y en su vida social. Esas
perturbaciones madurativas sólo se detectan en una etapa
temprana cuando dentro del recinto universitario existen servi-
cios de asesoramiento psicológico y se ha implantado un simple
pero eficaz sistema de derivación de pacientes.
5. La imago parental escindida en las
relaciones sociales del adolescente*
Una indagación de psicología social

Supuesto básico
El convertirse en un ser humano depende del contacto e inte-
racción con otros seres humanos. Mientras que la morfología de
la especie humana es el resultado de un proceso de evolución,
el desarrollo psicológico de cada individuo es determinado y es-
tabilizado, en esencia, por un proceso social, por un sistema
que suelda uno al otro al organismo y su entorno. La contrapo-
sición de individuo y ambiente tiende ya sea a sobrestimar la
independencia del primero respecto de su matriz social, o a su-
bestimar su dependencia del medio social que lo envuelve
—tanto si se considera que este es la familia, o el ambiente so-
cial más amplio—. Este hecho tiene claridad meridiana para
nosotros a partir de las investigaciones en niños pequeños, que
nos han enseñado a concebir la unidad madre-bebé como una
ligazón del bebé con el entorno, o, en otras palabras, como un
sistema (Sander et al., 1975). Winnicott ha expresado epigra-
máticamente esta idea al decir: "No existe eso que se llama un
bebé" (James, 1970, pág. 81).

Psicología individual y social


La discontinuidad perceptual de sujeto y objeto, del obser-
vador y lo observado, de individuo y grupo, fácilmente empa-
ña su intrínseca indivisibilidad. El estudioso del comporta-
miento humano no puede dejar de notar las percepciones
idiosincrásicas de diversos individuos dentro de un entorno en
apariencia homogéneo; el consecuente punto de vista dualista
se refleja en esquemas conceptuales separados, cada uno de los
cuales tiene su propio modelo descriptivo y explicativo. Resul-
tado de esto es que la psicología individual y la psicología social
han llevado a cabo sus investigaciones cada una por su lado.
Esta dicotomía es notoria en el campo del psicoanálisis, pese a
que la importancia del ambiente social y físico para el de-
* Conferencia en memoria de Abraham A. Brill pronunciada en la Academia
de Medicina de Nueva York en 1975. Publicada originalmente en The Psycho-
analytic Study of the Child, vol. 31, págs. 7-33, New Haven: Yale University
Press, 1976.
sarrollo de la mente humana ha tenido siempre pleno reconoci-
miento en la teoría psicoanalítica. Nadie puede enunciarlo con
más claridad que la de estas palabras de Freud: "Hemos debido
insistir repetidamente en que el yo debe su origen, así como
sus más importantes caracteres adquiridos, a su relación con el
mundo exterior real" (1940, pág. 201).
Si consideramos la pavorosa irrevocabilidad con que la con-
ducta social —en sus formas destructivas y creativas— afecta
los asuntos humanos, podemos lamentarnos de que el psicoaná-
lisis, en cuanto psicología general, no haya hecho una contri-
bución mayor a la comprensión de la conducta grupal. Ya en
1944, Heinz Hartmann manifestó su convicción de que los
problemas sociológicos podían ser estudiados a través del análi-
sis individual, y deploró que los psicoanalistas hubieran hecho
tales exploraciones en tan escasas oportunidades.
La primera indagación sistemática de la relación entre el
ambiente social y físico y el desarrollo psíquico fue llevada a
cabo en el estudio del niño pequeño. La observación detallada
de las secuencias normativas desde las relaciones objetales has-
ta las diferenciadas, así como de su influencia sobre la forma-
ción del self, ayudó al analista a entender mejor los movimien-
tos regresivos de niños, adolescentes y adultos. Las formas
extremas que adopta en la época contemporánea la conducta
social adolescente obliga a todo adulto dotado de espíritu inda-
gador a comprender más cabalmente estos fenómenos sociales.
Los aportes del análisis al estudio de la psicología social adoles-
cente han sido aislados y esquemáticos; nunca se incorporaron
de manera natural o duradera al conjunto principal de cono-
cimientos psicoanalíticos, pese a que hubo, esporádicamente,
brillantes comienzos.
Un prominente obstáculo en el camino de la psicología social
y grupal adolescente lo constituye la teoría psicoanalítica sobre
la "recapitulación" adolescente. Esta teoría establece, en lo
esencial, que en la adolescencia se reviven las relaciones objeta-
les edípicas; en ese proceso, se abandonan las dependencias li-
bidinales y agresivas infantiles y se las remplaza por relaciones
objetales con coetáneos ajenos a la familia y por nuevas identi-
ficaciones dentro del ámbito más amplio de personalidades,
valores, ideas y ambiciones, o sea, en términos generales, por
una formación madura del ideal del yo. La teoría de la recapi-
tulación postula que el complejo de Edipo es disuelto, para
bien o para mal, al fin de la niñez temprana y reaparece, esen-
cialmente inmodificado, en la adolescencia. En esta etapa se
procura una nueva disolución del complejo, que sea congruen-
te con la madurez sexual de la pubertad. Es mi impresión que
la disolución del complejo de Edipo al final de la fase fálica es,
por lo común, sólo parcial. En otras palabras, hay una mera
suspensión de ciertos problemas edípicos, una détente que ca-
racteriza al período de latencia. Lo que se observa en la adoles-
cencia es, entonces, una continuación y no sólo una recapitula-
ción del conflicto edípico (Blos, 1962). El locus social en que se
efectivizan tanto la recapitulación como la continuación del
conflicto se aparta, creciente e inexorablemente, de la familia
y se desplaza hacia la vida grupal de los compañeros de madu-
rez sexual, a quienes se suele denominar "los pares".
No es casualidad, por cierto, que gran parte de lo escrito por
los psicoanalistas sobre la psicología de los grupos o masas se
vincule con la adolescencia. Esta edad representa, por antono-
masia, la etapa de la vida en que las relaciones grupales exclu-
sivas con los pares asumen, de manera conspicua y dramática,
una preocupación y dedicación que barren con todas las res-
tantes inquietudes del joven, en una actitud de apasionada uni-
lateralidad. Esos caracteres globales de la conducta no se pres-
tan a indagaciones psicoanalíticas. Al abordar los problemas
de la psicología de grupo adolescente sigo un consagrado prin-
cipio analítico que procura reducir los fenómenos globales del
comportamiento a sus distintos componentes para su estudio
detenido. Sabemos que uno solo de los rasgos de conducta de
los adolescentes, como la rebeldía, puede cumplir una multi-
tud de funciones (Waelder, 1930). Esta mudable función de
una sola faceta del comportamiento social, y su impredecible
alternancia en .cuanto a la valencia, torna al comportamiento
adolescente voluble y caprichoso.
No pretendo aquí proponer una comprehensiva psicología
grupal psicoanalítica. Mi intención es informar sobre observacio-
nes hechas en análisis de adolescentes y sobre ideas de ellas sur-
gidas que tienen relación con los problemas de la psicología de
grupo. Destaco esto porque los datos de la psicología de grupo
y sus formulaciones teóricas se basan habitualmente en los
hallazgos de un observador participante que ha interactuado
con el grupo, ya sea este una pandilla callejera o un refinado
grupo terapéutico. Mis propias indagaciones al respecto, en
cambio, están insertas en la situación de tratamiento analítico,
y por ende representan un aspecto particular —cuya importan-
cia es pareja a la de todos los demás aspectos— de la vida aní-
mica del paciente tal como ella se despliega durante la labor
psicoanalítica.

Los comienzos de una psicología social


psicoanalítica
En este punto se vuelve necesario decir unas palabras sobre
el trabajo de Freud "Psicología de las masas y análisis del yo"
(1921). Cuando Freud ingresó en el campo de la psicología so-
cial con la publicación de "Tótem y tabú" (19136), sintió que
había acometido una nueva empresa de tendido de puentes y
que se había internado en especulaciones de vastísimos alcan-
ces. Era para él evidente que entre la psicología individual y la
psicología social había una clara solución de continuidad, pero
lo era igualmente su esencial complementariedad. El in-
quietante reconocimiento de la separación y la fusión entre
ambas fue expresado por él en una carta a Ferenczi escrita el 30
de noviembre de 1911, por la época en que formuló sus concep-
tos de psicología social para "Tótem y tabú": "Siento, con res-
pecto a todo ello, como si hubiera intentado solamente iniciar
una pequeña aventura amorosa para descubrir luego que, a es-
ta altura de mi vida, tengo que casarme con otra mujer" (Jo-
nes, 1955, pág. 352). Nosotros conservamos todavía esta
aprehensión acerca de la monogamia conceptual. Poco ha im-
portado que Freud afirmara los fundamentos homólogos de
ambas disciplinas, al decir: "En la vida anímica del individuo,
el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como
objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el co-
mienzo mismo la psicología individual es psicología social
en este sentido más lato, pero enteramente legítimo" (1921,
pág. 69).
Freud dio un paso de singular significación cuando extendió
la psicología psicoanalítica. Por supuesto, a la sazón trató de
aplicar a la psicología de las masas [group psychology] la teoría
de la libido, definiendo a la masa dentro de un contexto diná-
mico en que se discernían los miembros de la masa y el conduc-
tor. He aquí la formulación a que arribó: "Una masa primaria
de esta índole es una multitud de individuos que han puesto un
objeto, uno y el mismo, en el lugar de su ideal del yo, a conse-
cuencia de lo cual se han identificado entre sí en su yo" (1921,
pág. 116). Recordemos que en. la época de esta formulación,
"ideal del yo" y "superyó" eran utilizados por él de manera in-
distinta. Lo que en 1921 se trasmitía con la expresión "ideal del
yo" sería atribuido, según la terminología actual, al superyó y
al ideal del yo infantil (véase el capítulo 15). Este último daría
razón de la naturaleza regresiva del comportamiento de la ma-
sa, característica que Le Bon (1895) y McDougall (1920) ha-
bían descrito en detalle y a la que Freud añadió la dimensión
de los desplazamientos intrapsíquicos de investiduras. Para
ejemplificar su tesis, Freud escogió como grupos representati-
vos a la Iglesia y el ejército. Esta limitación excluía necesa-
riamente innumerables tipos de grupos o masas. Redi (1942)
hizo un gran aporte a la diferenciación estructural de estos últi-
mos, muchos de los cuales carecen de conductor y quedan
fuera del modelo freudiano. Es razonable pensar que la restric-
ción conceptual de Freud a un solo tipo de formación de masa
explica por qué su psicología social quedó como un hito mo-
numental más que como una plataforma de lanzamiento para
los estudios en este campo.
Según ocurre tan a menudo, los enigmas sociales contempo-
ráneos han dirigido nuestra atención hacia los antiguos proble-
mas. En época más reciente, los grandes trastornos sociales, su-
mados al comportamiento irracional endémico entre los jóve-
nes, han planteado la cuestión de que las instituciones, cos-
tumbres y principios morales de la sociedad podrían ejercer
una influencia nociva en la personalidad del adolescente. No
tenemos claro en absoluto cómo operan estos fenómenos so-
ciales, pero hay indicios de que no puede relegárselos única-,
mente a la historia ontogenética y su lógica reduccionista. Los
interrogantes que de allí se siguen —vastos, urgentes, in-
quietantes— nos incitan; volveremos a ocuparnos de ellos más
adelante.

La imago parenta! escindidai


Es común observar que los adolescentes tienen tendencia a
ver al mundo y a las personas en términos de "blanco o negro".
Sean cuales fueren los opuestos, por el momento resultan para
ellos inconciliables, separados y absolutos. La moderación o la
transacción son considerados una señal de debilidad o de insin-
ceridad. La imagen del self no está exceptuada de esta manera
radical de ordenar el mundo externo, no obstante la violencia
que ella hace a la percepción y a la razón. El adolescente se per-
cata intermitentemente de que esta división tajante en opuestos
es bastante irreal y no puede ser cabalmente sostenida, pero se
.siente incapaz de atender a esta amonestación. Trata, con1 toda
su voluntad, de contradecir el epigrama de Heráclito: "Uno
nunca entra dos veces en el mismo río". Es como si el adoles-
cente dijera: "Sé que el mundo no se conduce en realidad de ese
modo, pero por ahora tiene que ser como yo digo; debo empe-
zar desde el principio y conformar un nuevo orden, mi nuevo or-
den en mi mundo propio". Con esta disposición anímica, atri-
buye cualidades antitéticas a los objetos en una forma primiti-
va —p.ej., lo "bueno" o lo "malo"—.
1 En la actualidad, la palabra "imago" no es empleada con mucha frecuencia
en la bibliografía psicoanalítica, pese a que su utilidad todavía no se ha agota-
do. Como para entender este capítulo es esencial que esté claro el significado de
este término, creo conveniente dar aquí su definición: "Figura prototípica in-
conciente que orienta la forma en que el sujeto aprehende a los otros; es elabora-
da a partir de las primeras relaciones reales y fantaseadas con el ambiente fami-
liar" (Laplanche y Pontalis, 1973, pág. 211).

61 u
Sabemos que originalmente en. la mente del niño la madre
"buena" y la madre "mala" no son un objeto idéntico; cada
una de ellas es diversa y separada de la otra, una cosificación
de sensaciones a lo largo del espectro placer-dolor. Aún no son
audibles las voces de la memoria y de la cognición discrimina-
toria. Sólo con la formación del objeto y la constancia del self
se vuelve factible la síntesis de los objetos parciales, y puede
emerger el objeto total. Sin embargo, a lo largo de la vida nun-
ca se extingue del todo la posibilidad de que, en situaciones de
stress, este proceso se revierta; este hecho debe ser considerado
parte de la condición humana. Mahler, Pine y Bergtnan
(1975), con una argumentación parecida, sostienen que las ba-
tallas de la escisión apuntan a "numerosos problemas y dilemas
específicamente humanos, que a veces no pueden resolverse
por entero en todo el ciclo de la vida" (pág. 100).
En el análisis de adolescentes, a menudo atribuimos a un
conflicto de ambivalencia lo que resulta ser de origen preambi-
valente. La transitoria dialéctica adolescente del "o bien... o
bien. . se remonta a los signos preverbales del "sí" y el "no".
El movimiento cefalógiro y el gesto del "no", descritos por
Spitz (1957), hacen su aparición alrededor de los quince meses
de edad. Una fuente anterior aún de polaridades básicas radica
en el estadio simbiótico de la infancia, cuando el niño no sólo
extrae una sensación de omnipotencia al compartir con la
madre su todopoderoso estado, sino que concomitantemente está
en constante peligro de perder esta fuente vital de bienestar.
La elevada posición de la madre es mantenida primero me-
diante la escisión y luego mediante la idealización. Las distor-
siones de la realidad inherentes a ambas reaparecen en la ado-
lescencia, con la idealización transitoria del self y el objeto. A
la postre, si esta idealización es atemperada por la razón y el
juicio, se aparta del self y el objeto y halla permanente mora-
da en el ideal del yo maduro (véase el capítulo 15).
Dentro de la cosmovisión antitética de la adolescencia, el or-
den más alto de absolutos y de opuestos se halla en la polaridad
de masculino y femenino, activo y pasivo, interior y exterior,
yo y tú, bueno y malo. Estos emblemas básicos se adscriben al
mundo de las representaciones. Así, por ejemplo, para una
muchacha adolescente cualquier libro científico, o simplemen-
te cualquier volumen de gran tamaño, puede ser masculino, en
tanto que las novelas o los libros de arte portan un rótulo feme-
nino; de manera análoga, tal vez conciba como femenino
entregarse a ensoñaciones o comer bocados a deshora, y como
masculina toda actividad intelectual o ejercicio físico. La vi-
vencia del self dentro de esas antítesis globales tiende a promo-
ver oscilaciones extremas del talante. La tendencia del adoles-
cente a la polarización y su intolerancia de las gradaciones y
transacciones se refleja en las peculiaridades semánticas de esta
edad. Por ejemplo, todas las personas (incluido uno mismo) son
brillantes o estúpidas, interesantes o aburridas, amistosas u
hostiles, sensuales o asexuadas, activas o pasivas, buenas o ma-
las, generosas o avaras, atractivas o feas, creativas u ordina-
rias, introvertidas o extravertidas. Ninguna persona (incluido
uno mismo) es "poco amistosa" o "no tan amistosa"; las formas
adverbiales "poco", "no tanto", etc., que indican gradación en
el significado, rara vez o nunca forman parte del lenguaje del
adolescente, a menos que el savoir faire lleve a ocultar gentil-
mente en público los crudos extremos de la emoción y el pensa-
miento.
En general, estamos habituados a esta clase de polarización
en la conducta adolescente. Anna Freud (1958) ha hecho refe-
rencia al "adolescente intransigente", en tanto que yo he
empleado en mis escritos la expresión "totalismo adolescente"
(Blos, 1962). Estas expresiones aluden a un proceso defensivo,
del mismo modo que la conducta opositora y el retraimiento,
que son características normales de las relaciones objetales du-
rante el segundo proceso de individuación de la adolescencia
(capítulo 8). Lo que aquí observamos forma parte de una si-
tuación conflictiva normativa. La polarización a que me re-
fiero en esta exposición es genéticamente diferente, puesto que
hunde sus raíces en la etapa preambivalente de la infancia,
cuando la vivencia de la escisión del objeto constituye una sen-
sación preconflictiva normativa del organismo somatopsíquico
inmaduro.

Preámbulo a un estudio clínico

Antes de presentar un ejemplo clínico, debo hacer algunos


comentarios sobre el análisis de aquellos pacientes míos que se
hallan en la adolescencia tardía. He notado que la tenaz perse-
verancia de la imago parental escindida sólo se pone claramen-
te de manifiesto hacia la fase terminal del análisis. Para esa
época, los conflictos de ambivalencia edípicos y preedípicos,
los de identidad sexual, y la reverberación de los traumas infan-
tiles, han sido ya analizados y reelaborados. Queda, empero, un
resto de desarmonía interior que sube periódicamente a la su-
perficie, impidiendo la conciliación final de los opuestos y no
permitiendo, en modo alguno, que disminuya el uso exagerado
de los absolutos en la concepción de la realidad, el objeto y el
self en momentos de stress. Parece concebible que estos reduc-
tos de modalidades primitivas de pensamiento y examen de re-
alidad no admiten el cambio o resolución dentro del mismo
ámbito psíquico de labor interpretativa en que el análisis ha
obtenido buenos resultados terapéuticos. Es evidente que el fe-
nómeno clínico residual pertenece a una categoría genética que
difiere fundamentalmente del conflicto neurótico, con el cual
hay que conectarlo. Los reductos remanentes de percepción y
pensamiento primitivos pueden considerarse como el resto
petrificado de la temprana vivencia —normativa, no defensi-
va— de escisión del objeto, que se ha filtrado, a lo largo de los
años de análisis, de la organización neurótica que precipitó la
enfermedad. Distingo aquí entre un componente evolutivo y
otro conflictivo en la disfunción de la personalidad.
El principio de causalidad implícito en el razonamiento ge-
nético no es igualmente aplicable en la esfera de los problemas
conflictivos y las vicisitudes del desarrollo. En verdad, la inter-
vención psicoanalítica clásica demuestra ser inapropiada cuando
ha habido una crítica falta de completamiento del desarrollo o
una grave asincronía en el movimiento de avance hacia la más
temprana diferenciación psíquica. Un retraso en el desarrollo
no es forzosa o primordialmente el resultado de un conflicto in-
terior, pero secundariamente puede dar origen a un conflicto
cuando el niño en crecimiento o, más tarde, el adolescente no
pueden ya ignorar las consecuencias de la traba evolutiva. A
fin de mantener un tolerable equilibrio narcisista, el niño
puede acudir a expedientes restaurativos en la fantasía o en la
acción. Con frecuencia son evidentes las desfiguraciones, gran-
des o pequeñas, de la realidad. Dentro de este ámbito particu-
lar de inmadurez en el desarrollo, el enfoque interpretativo del
analista, tendiente a ayudar al yo aún inmaduro a tomar con-
ciencia del mecanismo de defensa y de aquello de lo cual se de-
fiende, resulta ineficaz, porque no existen determinantes
conflictivos inconcientes que conviertan al funcionamiento
inadaptado en un estabilizador psíquico, y por otra parte esta
clase de estancamiento no ofrece tampoco una ganancia secun-
daria como ocurre en la formación del síntoma neurótico.
Anna Freud (1974) aclaró la diferencia entre la patología del
desarrollo y la del conflicto al afirmar: "En la medida en que el
avance mismo del desarrollo es defectuoso o desequilibrado a
causa de condiciones innatas o ambientales, no podemos espe-
rar que la interpretación cancele el daño, aun cuando ella acla-
re el pasado y pueda ayudar al niño para que encuentre mejo-
res formas de hacer frente a sus consecuencias" (pág. 16).
La línea divisoria entre la patología del conflicto y la del de-
sarrollo no es, por lo común, tan nítida como parecería impli-
car la descripción anterior, en especial en aquellos pacientes
cuyo análisis coincide con exigentes tareas del desarrollo, como
es el caso en la adolescencia. Sabemos que la psicopatología
conflictiva puede introducir el desorden y la confusión en el
progreso del desarrollo. El aflojamiento de las fijaciones a tra-
vés del proceso analítico pondrá nuevamente en marcha el de-
sarrollo, aunque sea a ritmo demorado. Esta activación re-
quiere facilitación y apoyo ambientales, en relación con los
cuales los impulsos propios de la edad, liberados por la labor
terapéutica, pueden ejercitarse y practicarse. Debemos tener
presentes las palabras de Piaget (1954): "La maduración, por sí
sola, no es la causa de nada; ella no hace sino determinar, para
un nivel cualquiera, la gama de posibilidades". Esa ayuda am-
biental es tanto más significativa cuanto más joven es el niño, y
se vuelve comparativamente intrascendente en el análisis de ni-
ños mayores y de adolescentes, cuyos niveles de cognición, abs-
tracción y expresión simbólica más altos trasportan el campo
de la acción, la realidad efectiva y la experiencia a la escena
psíquica y a la situación terapéutica.
El análisis de adolescentes tardíos presenta especiales obstá-
culos, de los que dan cuenta problemas específicos del de-
sarrollo que han dejado una huella duradera en la vida aními-
ca. Lo que parece un déficit del desarrollo, con frecuencia es
un aspecto del desarrollo normal al cual se ha adherido más
allá del momento oportuno; así, continúan existiendo modali-
dades anacrónicas de funcionamiento junto a conflictos nor-
males propios de la fase y a su resolución normal o anormal.
Los déficit de desarrollo a que aludo aquí pertenecen al pe-
ríodo preedípico; sus raíces se hunden en la etapa preverbal.
En vista de la. fenomenología del adolescente típico y normal,
podría preguntarse si esa falta de completamiento (en lo grueso
o en lo fino) de la más temprana formación de estructura no
hace umversalmente su reaparición en esta edad. Aduciré
luego algunas características lingüísticas de la adolescencia en
apoyo de este punto de vista. La tendencia del adolescente a
idealizar o condenar se reconduce, al menos parcialmente, al
temprano mecanismo de escisión, que alcanza una síntesis
viable en el proceso de consolidación adolescente. La desideali-
zación es una tarea capital para este proceso; en verdad, la for-
mación de la personalidad adulta depende del completamiento
de esta tarea de diferenciación psíquica. Aquello que he deno-
minado un obstáculo típico del desarrollo en el análisis de ado-
lescentes tardíos representa, simultáneamente, un fenómeno
regresivo adecuado a la fase. Es el dilema universal de la ado-
lescencia. Como bien nos enseña la experiencia, la "realidad"
se convierte en una "mala palabra" para los adolescentes en es-
te estado de regresión. Se hace evidente una similitud con el
paciente fronterizo, aunque a mi juicio se trata más de una
analogía que de una homología; mucho tiempo atrás, Siegfried
Bernfeld (1923), y más tarde Anna Freud (1936), sostuvieron
que uno de los aspectos de la adolescencia normal se asemeja al
estado de una psicosis incipiente.
Ejemplo clínico

A sabiendas o no, son varias las adaptaciones de la técnica


analítica que se aplican a la etapa adolescente. La validez de
esas divergencias respecto de la técnica canónica durante la ni-
ñez y su estadio terminal, la adolescencia, se calibra de acuer-
do con el nivel madurativo del yo y su grado de dependencia
del ambiente. Estas adaptaciones técnicas no deben confundir-
se con los parámetros determinados por la índole de la psicopa-
tología o por exigencias extraordinarias en la vida del paciente
adulto. Mi estilo personal en el análisis de adolescentes —y ca-
da vez son menos los casos que se prestan a esta forma de tera-
pia— es de adhesión al modelo clásico. Dentro de este en-
cuadre, puede ocurrir que el analista haga espontáneamente
un comentario que provoque en el paciente una reacción fuera
de lo común, suceso que con frecuencia lleva a paciente y ana-
lista a una nueva y sorprendente intelección. Eso que podría
parecer un beneficio gratuito puede muy bien obedecer a que
la intervención ha sido hecha, intuitiva e inconcientemente, en
el momento oportuno.
Fue de este tipo la reacción que suscitó en una paciente mía,
una joven en su adolescencia tardía, el comentario que hice
cuando entró al consultorio cierta vez con un poncho de vivos
colores, que impresionó mi sentido estético como algo singular-
mente hermoso, y así se lo dije. La muchacha, que siempre era
locuaz, guardó un silencio llamativamente prolongado, y al fin
dijo que mi comentario le había hecho sentir una angustia
extrema. La tomó enteramente por sorpresa: de pronto, yo me
había vuelto "real" para ella, aterradoramente real, como los
monstruos nocturnos de su niñez. El consultorio perdió su ca-
rácter de santuario. ¿Acaso mis palabras, como un ataque por
sorpresa, habían despertado el pánico edípico y la huida? Ella
se daba cuenta de que hasta entonces había mantenido alejado
del análisis un fragmento de su realidad interior, impidiendo
asi que yo me contaminara con sus impulsos desagradables,
egoístas, mezquinos y voraces. Siempre había mantenido bajo
un control razonable su ilimitada furia hacia mí, haciendo
prontamente las modificaciones que le dictaba el acatamiento.
En esta oportunidad se refirió a su unidad imaginaria pero
esencial con una madre "buena", en este caso el analista. La
perfección del objeto podía así devolverle a la vida y a su pro-
pio self, en momentos de necesidad, un estado de segura armo-
nía. "Me esforcé tanto para que usted siguiera siendo mujer",
declaró. Las obvias implicaciones edípicas de este incidente
representaban, en esta etapa de su análisis, una defensa contrn
la regresión hacia el temido mundo de la madre "buena" y
"mala", y, pari passu, del self "bueno" y "malo". Su huida ha
cia el nivel edipieo, cuyas excentricidades habían sido extensa-
mente analizadas, la dejó, al ser interceptada, literalmente
muda. Al mismo tiempo, su mente se vio inundada de imáge-
nes—la forma de la mentalización preverbal—. A su conjuro
aparecieron monstruos, brujas y diosas-madres; llevada por
un apremio intenso, se acurrucó en el diván y se durmió.
Cuando la paciente asimiló el hecho de que la "diosa-madre"
analista y la "bruja-monstruo" analista no existían como alter-
nativas tajantes en la realidad, sino que eran, en diversas com-
binaciones, la esencia de la vida e integridad personales, un
nuevo punto focal y un nuevo movimiento revitalizaron el tra-
bajo analítico.
Una de las comprobaciones más dolorosas es que el mundo
de los objetos no se moldeará en respuesta a las necesidades
subjetivas cuando estas se presenten, ni lo hará en consonancia
con ellas. De hecho, a esta comprobación se la ignora en tanto
y en cuanto ello es posible sin precipitar una ruptura del senti-
do de realidad. Michael Balint (1955) ha descrito esta etapa del
tratamiento: "Cuando, por último, estos pacientes se estable-
cen en esta segunda fase, se sienten envueltos en una oscuridad
acogedora, cálida, no estructurada, que los protege del mundo
exterior indiferente e inamistoso, representado con gran fre-
cuencia por el analista. Abrir los ojos en esta etapa significa
destruir la amigable oscuridad y exponerse a ese mundo exte-
rior desagradable, indiferente o tal vez hostil de objetos separa-
dos" (pág. 237).
Incidentes ocasionados por la paciente misma, pero seme-
jantes al que acabamos de referir, se interponían repetidamen-
te frente a su necesidad de vivenciar al analista en el nivel de la
escisión primitiva, de asegurarse de que constituía una unidad
con el objeto bueno. El parcial fracaso del desarrollo en su
avance hacia las representaciones del "objeto total" arrojó
sonibras sobre todas las etapas posteriores, que pese a ello per-
manecieron abiertas y sensibles a la labor analítica. En verdad,
sólo después de que esta última dio a la paciente un firme
urraigo en el nivel edípico, pudo aventurarse una regresión a
etapas anteriores sin el pánico por la reabsorción y pérdida del
M'lf. Se observó entonces cómo el mecanismo infantil de esci-
sión daba paso poco a poco en la trasferencia a la etapa de am-
bivalencia y a la integración de los estados emocionales antité-
ticos en relaciones con objetos totales; este avance facilitó una
muyor tolerancia ante las imperfecciones del mundo de los ób-
lelos. A su debido tiempo, se produjo la unificación del self es-
rlndldo —el malvado y el perfecto—. Las cambiantes rela-
elones entre yo y superyó que tienen lugar junto a este proceso
ilr síntesis nos hablan de la influencia que ejercen, en el fun-
cionamiento del superyó, los restos del mecanismo de escisión
primitivo.
En mi paciente, la resolución de la temprana dicotomía fue
lo que allanó el camino para una nueva ponderación y reorga-
nización de los conflictos edípicos y puberales que tan patológi-
camente habían entorpecido su desarrollo yoico. Esta fase del
análisis de adolescentes suele requerir una prudente interac-
ción transitoria mediante comunicaciones preverbales, a través
de gestos y palabras personalizados. Más adelante puede retor-
narse al riguroso trabajo analítico que facilitó en sus orígenes la
regresión profunda. En este punto queda abierta la posibilidad
de una "re-reelaboración" [reworking through] —si nos es per-
mitido utilizar esta expresión paradójica— de las tomas de con-
ciencia, las síntesis y las resoluciones de conflicto que prece-
den, en el análisis, a la regresión a la etapa de las imagos pa-
rentales escindidas. Una vez que el paciente transita por este
sendero de re-reelaboración, el objetivo analítico de establecer
la continuidad yoica se encuentra al alcance. Se libra al pre-
sente de la pesada carga de repetir el pasado, y, simultánea-
mente, se altera en forma fundamental el futuro. "La nove-
dad de todo futuro demanda un pasado novedoso" (Mead,
1932).

El concepto de medio autoplástico


La unidad diádica entre el bebé y el adulto que lo tiene a su
cuidado, y más tarde su unidad con el ambiente en expansión
en el cual el pequeño articula el proceso de separación-
individuación, ambas dejan un estrecho margen de acción. La
dependencia infantil mantiene restringido el universo de las
posibilidades, y, además, los elementos constitucionales dados
determinan en gran medida la capacidad del bebé para provo-
car de manera activa en el ambiente las respuestas que pro-
mueven su crecimiento físico y psicológico. Cuando el proceso
adolescente revive la etapa temprana de la imago parental es-
cindida, con su característica tendencia ambivalente (Mahler,
Pine y Bergman, 1975), ya ese estadio primitivo se ha entrama-
do con pasiones y angustias edípicas, con las intencionalidades
propias del yo y del ideal del yo, con revisiones superyoicas y
con el dominio de un mundo de objeto más vasto. Todo ello
busca expresión, por así decir al unísono, en el ambiente social
global. La importancia fuera de lo común de la vida grupal es
un sinónimo de la adolescencia. Cualquier cosa que haga un
adolescente, lo hace en forma extrema; con frecuencia en for-
ma episódica, otras veces sin solución de continuidad. Hemos
llegado a considerar el acting out como una variedad de com-
portamiento adolescente específica de la fase (véase el capítulo
12). Este fenómeno bien puede deberse, al menos parcialmen-
te, al hecho de que el adolescente ha revivido en forma regresi-
va la etapa de motilidad expresiva que corresponde a las fases
preverbales y a las primeras fases verbales de la vida. Lo
concreto y su símbolo, el acto y su significado, pierden así su
distintividad, ya sea durante breves instantes o durante largos
períodos de confusión. Es típico de la vida grupal adolescente
ser exclusivista, limitada a los pares, o, en términos generales,
a los de pareja edad. Sabemos bien qué destacado papel
cumplen las relaciones con los pares en el proceso de desapego
emocional respecto de la familia.
Más allá de este aspecto familiar, quiero destacar que la
imago parental escindida del período preedípico es una esta-
ción de paso regresiva universal en la consolidación de la perso-
nalidad adolescente. Mostré un fragmento de análisis de una
adolescente tardía a fin de proporcionar una descripción clíni-
ca de la naturaleza de esa estación de paso y del derrotero por
el cual se llegó hasta ella. ¿De qué manera se infiltra en el siste-
ma interactivo de las relaciones entre los pares la tendencia
ambivalente de la niñez temprana? A este tema, que pertenece
a la psicología social, nos dedicaremos ahora con más deteni-
miento.
Conceptualizando mis observaciones, postulo la tesis de que
los adolescentes exteriorizan dentro del grupo de pares los res-
tos de la tendencia ambivalente preverbal infantil. Emplean,
digámoslo así, un medio social creado por ellos mismos a fin de
moderar y sintetizar las imagos parentales escindidas, que a
menudo están apenas integradas, tratando con ello de separar
su sentimiento de división interior, de desarmonía e incerti-
dumbre, en la medida en que proviene de esta fuente en parti-
cular. Las relaciones sociales dentro del grupo de pares adoles-
cente tienen un sello peculiar, que yo designo mediante la
expresión medio autoplástico; me refiero con esto a la capaci-
dad del adolescente para gestar y promover urt medio social
con el único propósito de integrar y armonizar los residuos de
dicotomías por escisión del objeto. Al revivir sustitutivamente
las imagos escindidas en el medio autoplástico, el adolescente
instituye, de manera autónoma, un sistema social transac-
cional con la finalidad de modificarse a sí mismo pero no a su
ambiente. Los demás pueden modificarse en este proceso, mer-
ced a una complementación no provocada —y es muy pro-
bable que esto suceda siempre—, pero no es esa la función
inherente al medio autoplástico. Si el uso de este tiene éxito, se
produce, siquiera temporariamente, una declinación conside-
rable, aunque circunscrita, del examen de realidad. No obs-
tante, esta fragmentaria regresión yoica no impide que se
abran paso otras clases de adaptación.
Me centraré aquí en las cuasi-relaciones del medio autoplás-
tico, donde el adolescente utiliza a sus pares con vistas a alcan-
zar una unidad interior fundamental. Esta especie particular
de relación entre pares no es auténtica; las relaciones de esta ín-
dole se desvanecen como espectros sin que se sienta su pérdida
ni sobreviva un claro recuerdo de ellas. No debe pasarse por al-
to que muchas otras especies de relación —auténticas, imitati-
vas, exploratorias, etc.— siguen su curso concomitantemente
en esta etapa. De hecho, esos paradójicos paralelismos son mo-
dalidades genuinamente adolescentes de funcionamiento de la
personalidad.
La incapacidad de emplear el ambiente para el desarrollo
propio se considera peculiar del niño pequeño, como lo es del
adolescente. El uso que este último hace del ambiente consti-
tuido por sus pares con este fin particular representa un aspec-
to normativo especial de las relaciones sociales del adolescente.
Asistimos a la moderación y síntesis de elementos vivenciales
dados, tales como los tempranos acomodamientos al placer-
dolor. Uno de estos se retrotrae al primitivo mecanismo de esci-
sión. Desde luego, el desarrollo normal posterior elevó a un ni-
vel simbólico las relaciones objetales infantiles interiorizadas,
promoviendo de ese modo el uso eficaz de los procesos simbóli-
cos, como el lenguaje y el pensamiento, para el avance de la
maduración. Siempre es una delicada tarea, para el observa-
dor clínico de la adolescencia, trazar la línea demarcatoria
entre la repetición y la creación novedosa, entre la mera reedi-
ción de un texto antiguo y su ampliación mediante nuevos
párrafos que lo convierten en un libro parcialmente nuevo.

Dos casos a modo de ejemplo

Un muchacho de diecisiete años fue traído a consulta a causa


de su conducta rebelde e ingobernable, su oposición a las for-
mas convencionales de educación y de enseñanza, su frialdad
emocional y egocentrismo, su arrogancia y la imposibilidad de
persuadirlo mediante razones o castigos. Episódicamente
abandonaba todos estos rasgos para adoptar una conducta de
acatamiento y conformismo excesivos, y luego volvía a su indi-
ferencia irresponsable. La impredecibilidad de este muchacho
brillante y cautivante exasperaba y confundía a sus padres y
maestros, quienes sin embargo le otorgaban siempre el benefi-
cio de la duda.
Este adolescente estaba atrapado en el centro de la tormenta
desatada por su desvinculación emocional respecto de sus
padres. Tendencias opuestas regían su conducta: dominio ver-
sus sumisión, intimidad versus distancia emocional, autome-
nosprecio versus idealización del objeto, autoidealización ver-
sus menosprecio del objeto. Concientemente, el muchacho te-
nía su propia dialéctica, que funcionaba bien: sentía rechazo y
desdén por su madre, que era para él una persona superficial,
egocéntrica, exhibicionista, perseguidora del status, ilógica y
arbitraria. El estaba seguro de que, sean cuales fueren sus pro-
pias realizaciones, ella las utilizaría para pavonearse ante sus
amigas; en otras palabras: se las robaría. A su padre, en cam-
bio, lo veía bajo una luz más favorable; aunque era un hombre
apocado y callado en el hogar, evitaba las rencillas con su espo-
sa y nunca se ponía del bando de su hijo, este lo consideraba un
individuo realista, racional, generoso y capaz. El muchacho
percibía su conflicto en agudas polaridades. Fortificado por su
dialéctica, manejaba su vida con los adultos en un ciclo repeti-
tivo en que pasaba del conformismo a la oposición.
El análisis de las relaciones con sus pares puso al descubierto
en parte la dinámica central del comportamiento inadaptado
de este joven. Era capaz de informar con notable fidelidad
acerca de su pauta de interacción social. En primer lugar, él
mismo señaló que pertenecía a diversos grupos incompatibles
entre sí, al par que emocionalmente no se sentía parte de nin-
guno. Entraba y salía de estos grupos y era conciente de que
pasaba de entablar un vínculo bastante estrecho con sus pares a
cortar con ellos en forma abrupta. También se percataba de su
cínica frialdad y de la imagen efectista que proyectaba. En un
tipo de grupo comenzó a tallar fuerte, hablando con autoridad
y convicción, pero se alejó de él antes de comprometerse de
manera personal y significativa. En otra clase de grupo se
mostraba parco y retraído, proyectando la imagen del pensa-
dor autosuficiente, del filósofo por cuya cabeza pasan muchas
ideas. El percibía el carácter irreal de esta postura social.
"Tengo muchas máscaras", decía; "una para cada grupo, y me
las cambio con toda facilidad".
Sería erróneo atribuir este juego de roles a una ambivalencia
identificatoria en relación con las imagos de su madre y su
padre. Aunque este punto de vista es en parte correcto, las po-
siciones polares reflejan al mismo tiempo las imagos parentales
escindidas, que el muchacho había intentado en vano sinteti-
zar. Su fracaso en tal sentido se ponía de manifiesto en su repe-
titiva conducta inadaptada. La promiscuidad social conse-
cuente lo dejaba solo e insatisfecho. No sabía qué destino darle
al grupo "necio y despreciable", pero estaba indefectiblemente
atrapado por él; al otro grupo, que él tildaba de "agradable y
brillante", lo respetaba, pero lo eludía una y otra vez, temero-
so del poder potencial «|itc (latiría de tener sobre él. Su vaga-
bundeo de un grupo a otro lo dejaba sin un habitáculo social
donde adquirir un sentido de pertenencia.
Los dos grupos polares representan la cosificación social de
las imagos de la madre "buena" y de la madre "mala", viven-
ciadas como una dicotomía en el self. Al muchacho lo impre-
sionó mi comentario de que él parecía desplegar en uno de los
grupos los rasgos que despreciaba, pero secretamente envi-
diaba, en su madre. A esta, su omnipotencia le confería poder
sobre los demás; sobre el padre, como es obvio, y, en el pasado,
sobre su hijo. Si se adhiere a la polaridad básica (vivenciada
como envidia y temor) fuera del momento oportuno, ella ha de
contaminar la formación del complejo de Edipo. En tal caso,
las imagos de la madre "buena" y "mala" se superponen a la
tríada de la configuración edípica, con la consecuencia de que
las figuras edípicas participan del paradigma primordial del
primer período infantil. Esta clase de fijación aparece, en la fa-
se edípica, como el padre "todo bueno" y la madre "todo
buena". Estamos familiarizados, desde luego, con los desplaza-
mientos normales de la valencia positiva y negativa dentro de
la tríada edípica; pero lo que aquí intento destacar es la índo-
le de las relaciones con objetos parciales, decididamente ca-
racterísticas de la primera etapa infantil de las relaciones objé-
tales. Un resultado de la etapa cuasi-edípica, tal como fue
descrita, puede observarse en la estructuración anómala o in-
completa del superyó al final de la fase fálica. El caso del ado-
lescente sobre el cual informamos aquí ofrece un ejemplo clíni-
co de mis propuestas teóricas. Podría añadir que los permanen-
tes empeños del paciente por avanzar hacia una etapa edípica
no contaminada eran derrotados una y otra vez por los restos
preedípicos. Por último, inició un renovado y resuelto esfuerzo
en la misma dirección durante la adolescencia, a través del uso
del medio autoplástico dentro de la matriz social de las rela-
ciones con sus pares.
En la interacción social de la adolescencia, se reviven las
imagos parentales despreciadas e idealizadas frente a sus
"dobles" respectivos, creados en el ambiente de los pares, con
miras a su unificación. En la liza social de las relaciones con sus
pares, el muchacho actuaba de manera activa y pasiva las ima-
gos parentales "buena" y "mala". Ideó, dentro de las cama-
rillas de sus pares, los "objetos grupales" representativos que
guardaban correspondencia, merced a una analogía espuria,
con las primitivas dicotomías parentales del pasado. Estas ana-
. logias suelen fundarse en caracteres abstractos, como los valo-
res, patrones de conducta, intereses, gustos mundanos y princi-
pios morales. La cuasi-relación es un rasgo evidente del com-
portamiento entre pares, y a través de él este muchacho paro-
diaba sus dicotomías residuales de objeto escindido y self es-
cindido.
Esta lucha emocional guarda notable semejanza con la sub-
íase de acercamiento a que hacen referencia Mahler, Pine y
Bergman (1975). Esa semejanza se aprecia en el uso particular'
que hace el adolescente de su grupo de pares, provocando
aquellos tipos de respuestas que facilitan su cambio interior, en
especial dentro del sistema de representaciones del self y del
objeto.
La autonomía yoica lograda en los años trascurridos ha de
dar un aspecto novedoso a las soluciones anteriores de la di-
visión interior. En este proceso, el ingenio y la inventiva social
del adolescente son tan esenciales como el "ambiente facilita-
dor" (Winnicott, 1965), sobre el cual se articula el medio
autoplástico.
Daremos otro ejemplo de participación grupal en términos
del medio autoplástico; se trata de uña muchacha en su adoles-
cencia tardía que pertenecía a un grupo feminista. Sus repre-
sentaciones del self escindido y del objeto escindido eran arti-
culadas por ella dentro de las candentes cuestiones del Movi-
miento de Liberación Femenina. El problema inconciente
de la liberación correspondía, en esta paciente, a su liberación
de la madre preedípica. Este hecho no privaba a la cuestión so-
cial, la liberación femenina, de su validez objetiva. La dicoto-
mía de mi paciente se manifestaba en dominar a los demás o
ser dominada por ellos; esto último significaba para ella ser
"buena" y repudiar sus impulsos mezquinos, rapaces y agresi-
vos. Tenía que mantener sobre sí misma una vigilancia perma-
nente, para impedir que sus impulsos hostiles fueran actuados,
y, por ende, que los demás llegaran a conocerla. Sólo podía
concebirse a sí misma como una persona "todo buena" o "todo
mala", y el mismo molde les aplicaba a los otros. (No entrare-
mos a considerar aquí los problemas superyoicos vinculados
con esta constelación.) Cuando en una de las reuniones del gru-
po la paciente se atrevió a expresar abiertamente sus pensa-
mientos y afectos agresivos a un miembro de aquel que le era
particularmente detestable, sintió que su espíritu se libraba de
una opresión. Tras este incidente, el grupo fue perdiendo poco
a poco para ella su razón de ser. El proceso de desvinculación
fue acompañado de una creciente diferenciación social, con el
resultado de que se hizo amiga de una de las chicas, en tanto
que las demás quedaban relegadas a diversos niveles de rela-
ción. El análisis de su pertenencia al grupo puso de relieve su
avasallador apremio por llegar a una conciliación con las
tempranas dicotomías de sus relaciones de objeto. Sus rabietas
en el grupo aportaron al trabajo analítico, con suma claridad,
el problema de las imagos parentales escindidas.
El punto decisivo sé alcanzó cuando la paciente dijo: "Siento
a mi grupo feminista como a una persona única; el único
nombre apropiado que se me ocurre darle es el de «madre»". La
supuesta homología del grupo y la imago materna constituía el
medio autoplástico de esta paciente, dentro del cual se afanaba
por trascender sus dicotomías infantiles. Podría afirmarse, por
lo tanto, que el grupo del medio autoplástico es una combina-
ción organizada de representaciones de objetos parciales (psí-
quicos), vivenciados como cuasi-individuoS en el mundo exte-
rior. Al dar un paso adelante hacia la síntesis y la conciliación,
la paciente elevó sus relaciones de objeto a un nivel de diferen-
ciación superior. Por entonces ya había tomado conciencia de
su avasallador impulso regresivo hacia la madre preedípica.
Cuando este impulso se vuelve extraordinariamente intenso
en la pubertad, da origen (en la mujer) a anhelos homosexuales
y a hostilidad contra el hombre. En la conducta manifiesta ha-
bitualmente observamos lo contrario. En el caso de mi pacien-
te, que se hallaba entre la tendencia ambivalente infantil y la
ambivalencia madura, sólo el nuevo análisis del complejo de
Edipo podía resolver el antagonismo entre masculino y femeni-
no, activo y pasivo, dependencia e independencia, bueno y
malo. En suma, sólo la tolerancia en cuanto a que coexistan en
sujeto y objeto cualidades antitéticas puede atemperar el uni-
verso cruel del "o bien... o bien...", de la perfección contra la
nulidad.

Una digresión lingüística


Ya me referí antes al lenguaje y al modo de hablar como in-
dicadores de los procesos regresivos e integrativos de la adoles-
cencia. Sabemos bien que la función simbólica del lenguaje
ayuda al niño pequeño a dominar la realidad mediante la gra-
dual transición del lenguaje emocional al lenguaje enunciati-
vo. El funcionamiento de la inteligencia se basa en la adquisi-
ción del lenguaje o de un sistema de símbolos. Las propias leyes
gramaticales asisten a la mente del niño para que este ponga or-
den en el mundo que lo rodea. Ernst Cassirer (1944) ha señalado:
"Lá realidad física parece retroceder en forma proporcional al
avance de la actividad simbólica del hombre" (pág. 43). Cuan-
do se aprende una palabra que corresponde a una cosa conoci-
da, no sólo se establece un código simbólico, sino que queda
definida también una nueva cohesión social entre los indivi-
duos que emplean idénticos símbolos. Pienso aquí en los cam-
bios que se producen en el lenguaje de generación en genera-
ción, y en el papel creativo que desempeña la adolescencia en
este proceso. AI crear una palabra o utilizar en una acepción
diferente otra ya conocida, se establece una nueva identidad
entre el nombre y la cosa, emerge un nuevo significado. El vo-
cabulario siempre cambiante del argot adolescente ilustra bien
la originalidad lingüística de cada generación.
El singular lenguaje del adolescente nos ofrece un notable
ejemplo de inventiva lingüística. Nuevos vocablos y una sinta-
xis distinta pasan a formar parte, imperceptiblemente, de la
lengua oral (y aun de la escrita). En contraste con lo que suce-
día anteriormente, en que la jerga de los jóvenes quedaba
restringida a su propio ámbito, en los Estados Unidos contem-
poráneos los adultos tienden a adoptar sus innovaciones —no
sólo en materia idiomática sino en la indumentaria y los hábi-
tos de aseo personal—. Cuando finalizó la guerra de Vietnam y
volvieron a su patria prisioneros de guerra que habían vivido
durante años separados de sus familias, la Fuerza Aérea de Es-
tados Unidos publicó un glosario de términos propios de los
adolescentes, a fin de posibilitar que los soldados que retorna-
ban pudieran conversar con sus hijos adolescentes y con la co-
munidad joven en general (New York Times, 8 de marzo de
1973). Es impresionante observar la gran cantidad de nuevos
vocablos y modismos populares que surgieron durante los años
de la guerra.
La inventiva de los adolescentes en materia lingüística no só-
lo se aplica a las palabras sino también a la sintaxis. En gran
parte esta es tomada (en especial por los jóvenes norteamerica-
nos de clase media) del lenguaje usual de otros grupos étnicos de
clase baja. Ese lenguaje peculiar confirma que existe, entre los
coetáneos de pareja maduración sexual, una nueva cohesión
social; todos desdeñan en parte el lenguaje que les fuera ense-
ñado cuando eran niños. Esta situación es particularmente vá-
lida en el caso del adolescente culto, cuyo uso de un argot es-
tablece una distancia lingüística respecto del mundo de la ni-
ñez. En algún momento, el lenguaje torpe del niño pequeño da
paso a un lenguaje correcto; pero al comienzo "las proferencias
humanas elementales no se refieren a las cosas materiales [...]
Ellas son expresión involuntaria de sentimientos, interjecciones
y exclamaciones humanas" (Cassirer, 1944, págs. 148-49).
El lenguaje peculiar del adolescente recupera algo de la
cualidad emocional que poseían las palabras del bebé, y que
en verdad nunca perdieron. Lo novedoso de ese lenguaje —al
que los jóvenes suelen referirse diciendo que hablan con las
"tripas", o con el "alma"— radica en que crea un vínculo co-
munitario entre los coetáneos. Si los adultos lo adoptasen (y
sobre todo si lo hicieran los padres de clase media y alta), los
adolescentes lo escucharían (suponiendo que lo escuchasen) con
divertida indulgencia o con desdén. El rechazo pars pro toto
del lenguaje tradicional disminuye con la edad, como lo hace
la necesidad de amoldarse al obligatorio argot adolescente. Su
uso pasa a ser facultativo y queda reservado a determinadas si-
tuaciones sociales; y, en parte, es incorporado ai lenguaje
corriente.

Individuo y ambiente
La materialización del medio autoplástico trae consigo su
propia destrucción; dicho de otro modo, se elimina a sí mismo
a través del proceso de consolidación de la adolescencia tardía.
No obstante, el resultado de este proceso no depende por entero
de la historia del individuo, sino que, en alguna medida intrín-
seca, está codeterminado por las circunstancias externas, como
las oportunidades, costumbres y expectativas prevalecientes en
el ambiente social. No hay duda alguna de qüe los patrones de
conducta interiorizados inmunizan al niño contra el comporta-
miento antisocial y autodestructivo, pero la experiencia nos en-
seña que el umbral de atractivo y contagio puede ser peligrosa-
mente rebajado por las influencias sociales.
Redi (1956) ha descrito en forma amplia la dinámica del
"contagio" en el comportamiento de niños y adolescentes. Le
Bon (1895) ya había hecho uso del término en su estudio sobre
la conducta de las multitudes. Nadie discute, en principio, que
los niños deben ser protegidos contra las influencias dañinas
para su desarrollo. Lo que se debate es hasta qué punto de la
adolescencia ha de mantenerse esta tutela personal e institu-
cional (de la escuela, la Iglesia, los tribunales, etc.). Aquí sur-
gen dos cuestiones: una de ellas se refiere a la oportunidad y el
grado en que los padres o instituciones deben renunciar a su
presencia protectora y reguladora; la otra, a la elección de los
hábitos de crianza que mejor aseguren la conservación autóno-
ma de la integridad personal en momentos de stress.
Durante los últimos años hemos comprobado en un número
impresionante de adolescentes con cuánta frecuencia se elude
el arduo proceso de la individuación sustituyendo el cambio in-
terior (vale decir, psíquico) por la acción y el pensamiento
concreto. En esta sustitución podemos ver un reflejo grotesco
de las características predominantes en la llamada "generación
mayor", que ha conferido un valor supremo a la superioridad
competitiva y al éxito material, como elementos de los que de-
pende básicamente el sentido de dignidad personal. La discre-
pancia generacional con estos ideales puede observarse en su
periódica inversión de contenido y valencia. Así nació el an-
tihéroe adolescente, que en modo alguno pertenece a la misma
especie que los antihéroes de Sartre, Beckett o Pinter. El acto
heroico del antihéroe adolescente consiste en vilipendiar la tra-
dición y desentronizar los valores absolutos. La atención con-
suetudinariamente prestada al aseo y el embellecimiento per-
sonal, la pulcritud en el vestir, la instrucción, la fidelidad se-
xual (por mencionar tan sólo unos pocos valores), se convierte
en la preocupación por los valores contrarios, a los que se
adhiere con un riguroso conformismo, que cimenta los diversos
grupos juveniles en cónclaves "antiheroicos" o contracultura-
les. Bajo la influencia de esta inversión de valores, ser expulsa-
do de la universidad o vivir desenfrenadas experiencias se-
xuales —hacer "lo de uno", en suma— se ha convertido para
muchos jóvenes en el símbolo de status de la madurez. Helene
Deutsch (1967) ha dedicado a este tema una monografía en que
investiga la influencia y presión social de la cultura de los pares
sobre el comportamiento sexual de las muchachas universita-
rias. Destaca el peligro de infantilización emocional que en-
gendra esta clase de acatamiento al código moral del grupo. El
abandono provisional y episódico que hace el individuo de su
sistema de valores en aras de la aceptación del grupo se paga
con un sentimiento de alienación y de difusión de la identidad
(Erikson, 1956).

El cuadro de la nueva moralidad sería incompleto si no hi-


ciéramos referencia a sus logros positivos. Mucha crítica social,
política y moral constructiva se ha expresado con auxilio de las
cambiantes costumbres sociales de la juventud. Basta men-
cionar la fortaleza moral de los que se resistieron a párticipar
en la guerra de Vietnam, o el hecho de que fueran los jóvenes
quienes escucharon a Rachel Carson (1962) y su grito en el de-
sierto de la "callada primavera", y los que iniciaran con él una
cruzada contra la devastación ecológica. En el momento de
escribir esto, la protección ambiental se ha convertido en un
respetable problema público. Por desgracia, muchos de los que
participan en estas batallas resultan ser individuos que viven
de idéologías prestadas, atrapados en la causa egoísta de dar
descanso a los fantasmas de su pasado personal. Habiendo per-
dido vigencia para ellos las vastas cuestiones a las que declara-
ban servir, enarbolan su volubilidad como una virtud y, carac-
terísticamente, arrastran tras de sí a aquellos que, por su inde-
cisión crónica, han sido llevados a un callejón sin salida en la
encrucijada de la adolescencia tardía.
Podría preguntarse, en términos simples, si las llamadas
"malas compañías" pueden hacer descarrilar el desarrollo indi-
vidual llevándolo por vías regresivas, o en general, hacia for-
mas anómalas de adaptación. Nos inclinamos a pensar que la
respuesta del individuo al ambiente está sólo determinada por
la complementariedad de lo "interior" y lo "exterior", de lo in-
dividual y lo social, o, en otras palabras, por la presencia pro-
tectora y reguladora del yo y el superyó. Sigue siendo un in-
terrogante hasta qué punto estas estructuras psíquicas necesi-
tan de la complementariedad o apoyo constantes del ambiente
personal e institucional. Sea como fuere, la psicología indivi-
dual por sí sola no logrará hacer inteligible en su totalidad este
fenómeno social. Tal vez debamos tomar en cuenta ciertos de-
terminantes del comportamiento humano que son de un orden
distinto que aquellos hacia los cuales acostumbramos volvernos
en busca de referencias causales y explicativas.

El Zeitgeist como ambiente


Quiero ahora presentar las ideas de Michael Polanyi (1974),
el fisicoquímico e historiador de la ciencia que ha indagado la
cambiante cosmovisión humana del mundo físico y ha inquiri-
do de qué manera ella gravitó en la mentalidad moderna y, por
ende, en el comportamiento del hombre actual. Su indagación
se halla, por así decir, más allá de la economía de Marx y el psi-
coanálisis de Freud. Sobre estas dos disciplinas estamos bastan-
te bien informados. Si queremos dirigir nuestros pensamientos
hacia lo que constituye el centro del interés de Polanyi, debe-
mos recordar la revolución copernicana y la alteración subsi-
guiente en la relación del hombre con el universo físico. El im-
pacto que tiene sobre la mentalidad contemporánea la cam-
biante visión del mundo físico como consecuencia de los des-
cubrimientos científicos contribuye en grado significativo a
plasmar el Zeitgeist, ese elusivo y penetrante espíritu intelec-
tual y mental de una época, que nos rodea a todos como una
atmósfera.
La creciente fe en las leyes de la física y la química, por
ejemplo, hizo que lo tangible y lo mensurable pasaran al pri-
mer plano de la conciencia del hombre, como los medios más
confiables y controlables de asegurar el mejoramiento del indi-
viduo y de la sociedad. La ilimitada potencialidad de la má-
quina y la combinación infinita de nuevas sustancias brindaron
la esperanza y la seguridad de haber hallado medios fidedignos
gracias a los cuales se libraría a la condición humana de sus im-
perfecciones. El incremento de las investigaciones en las cien-
cias físico-naturales hizo creer que el perfeccionamiento de la
condición del hombre y de su moral era cosa cierta. Afirma Po-
lanyi que al recurrir a leyes naturales, no gobernadas por el
principio moral, y confiar en ellas, el hombre fue presa de una
dicotomía: la del escepticismo positivista y el perfeccionismo
moral. La búsqueda del conocimiento como fin en sí remplazó
gradualmente a los valores morales, o, al menos, hizo que se los
cultivase aislados del saber y de la acción. Por consiguiente, el
acto amoral pudo coexistir, en una armonía sin conflicto, con
la pretensión de sustentar los más altos principios morales. 2 Es-
ta dicotomía de actitudes mentales ya había sido anunciada en
la literatura moderna; pienso aquí en los crímenes gratuitos del
Raskolnikov de Dostoievski, del Lafcadio de Gide, del Mer-
sault de Camus (El extranjero), y en muchos otros. A esas acti-
tudes Polanyi se refiere cono "nihilismo moral cargado de furia
moral". La fe en el principio de la máquina y en los descubri-
mientos e inventos científicos como guardianes de la seguridad
exterior e interior del hombre ejerció, pues, una influencia pe-
netrante en el espíritu de cada individuo.
El escepticismo total priva a la vida de su significado, y sólo
un acto sin sentido, desprovisto de todo motivo moral, restaura
en el hombre su sentimiento de autenticidad. He oído a los
adolescentes hablar con orgullo de esos actos inmotivados de
violencia o depravación; utilizan frases tales como estas: "Lo hi-
ce por divertirme"; "Es tan sólo una experiencia"; "Eso no sig-
nifica nada". Aparte de la historia familiar, el Zeitgeist repre-
senta una matriz social en que los adolescentes tienen que en-
contrar su rumbo, a menudo con una afirmación extrema de su
integridad moral. Uno no tiene que ser literato para que lo
afecte este espíritu predominante de la época, ni tampoco tiene
que estar personalmente envuelto en los problemas o tenden-
cias que él encarna; su influjo alcanza, como por vía de ósmo-
sis, a todos los que se encuentran dentro de su órbita, a través
de los medios de comunicación de masas cuyo eco nos circunda
y de las instituciones sociales en que vivimos. Aquí concebimos
a Zeitgeist e individuo como una unidad funcional, un proceso
dialéctico, un sistema.

Observaciones finales
Una psicología social psicoanalítica de la adolescencia deberá
aclarar algún día cuál es el ambiente "suficientemente bueno"
para esa etapa de la vida o, al menos, delinear las categorías
con las cuales puede describirse y estudiarse este problema. En
forma análoga a las investigaciones sobre la infancia y la niñez
temprana, en que el sujeto y su entorno son concebidos como

2 La era de Nixon nos ofrece una convincente demostración de este estado


mental.
un sistema y 110 meramente como entidades discontinuas, tam-
bién para la adolescencia el uso recíproco que hacen de sí el in-
dividuo y su ambiente deben examinarse en relación con las ta-
reas de desarrollo específicas de esta etapa de maduración se-
xual. He abordado, particularmente, uno de los muchos usos
mutuos del individuo adolescente y su grupo de pares tomado
como objeto, e intenté demostrar que esta cuestión es un ele-
mento componente, clínicamente identificable, de la psicolo-
gía grupal adolescente.
Si la contraposición de la psicología individual y la psicolo-
gía social cede lugar con el tiempo a su integración, es muy
probable que esto contribuya poco o nada al tratamiento de las
neurosis, ya que la existencia de estas se halla confinada al li-
mitado campo de los conflictos interiores, donde sólo el insight
puede quebrar la perpetuidad de las pautas inadaptadas infan-
tiles. En cambio, la influencia de una psicología social psico-
analítica en la esfera de la prevención puede ser considerable,
y su utilidad se hará por cierto manifiesta en el tratamiento
de esa multitud de trastornos en los que el psicoanálisis pro-
piamente dicho no logra incidir. Pienso, en especial, en los
adolescentes perturbados y desorientados cuya contagiosa
influencia sobre sus pares se ha vuelto creciente por el mero pe-
so de su número. ¿Acaso este fenómeno social se debe al
anacronismo de instituciones sociales disfuncionales, o, en ge-
neral, a las críticas deficiencias de un ambiente que no sumi-
nistra algunos de los nutrientes sociales fundamentales para el
proceso de adaptación de la adolescencia? Con toda probabili-
dad, estos son los factores cardinales que operan.

Epílogo
En la década de 1920 llegó a conocimiento de Freud un "sis-
tema caracterológico multidimensional" en el cual se habían
embarcado algunos colegas más jóvenes. Esto ocurrió, según
nos narra Robert Waelder (1958), en una de las habituales
reuniones celebradas en la sala de espera de Freud; este abrió
la sesión diciendo que se sentía "como el capitán de una barca-
za que siempre había navegado cerca de la costa, y ahora se en-
teraba de que otros, más aventurados que él, se habían lanzado
al mar abierto. Les deseaba la mejor suerte, pero ya no podía
participar en su aventura". Y cerró su comentario con estas pa-
labras: "No obstante, soy un viejo marinero de la ruta costera y
seguiré fiel a mis rías azules" (pág. 243).
Siento que aquí me he aventurado lejos en el mar abierto,
con un navio que tal vez no tenga el calado requerido; pero no
emprendí el viaje sin antes instalar, precavidamente, aparatos
que me mantienen en comunicación —vía satélite— con el fir-
me tráfico costero que se desplaza por canales de navegación
probados y seguros. Hasta ahora, las olas marinas no me han
provocado pánico, pues el contacto con algunos de los con-
fiables capitanes de las aguas conocidas se ha preservado no-
tablemente bien.
Segunda parte. Las etapas
normativas de la adolescencia
en el hombre y la mujer
Habitualmente se utiliza la palabra "adolescencia" como si
un conjunto de características unitarias definiera ese tramo de
la vida, que abarca aproximadamente la segunda década; no
obstante, todo el mundo sabe que no es así. Con demasiada fre-
cuencia el énfasis recae en lo que es típico, a grandes rasgos, de
los adolescentes de ambos sexos, en tanto que los amplios
contrastes en los estadios evolutivos de uno y otro, así como las
diferencias que su sexo determina, se dan por sentado sin más
examen. Los comienzos de la pubertad en el varón y la niña no
son sincrónicos, su respectiva maduración y desarrollo no
avanzan a ritmo parejo ni tampoco son de naturaleza total-
mente comparable. Sea cual fuere la posición psicosexual y
yoica en que se hallen temporariamente situados la muchacha
o el muchacho adolescentes —ya se trate, verbigracia, de una
chiquilla marimacho o de un joven misógino—, ello siempre es
un preámbulo a la formación definitiva de su yo y su identidad
sexual. Cualesquiera que sean los acomodamientos sociales en
que durante un tiempo se empeñe el adolescente, siempre
representan el preludio de la formación de una identidad so-
cial. Ambas cosas determinan, en última instancia, el sentido
adulto del self.
La contribución que ha hecho el psicoanálisis, con su parti-
cular metodología de indagación, a este problema ha consisti-
do en establecer las etapas evolutivas y normativas, fijando así
una pauta epigenética de progresión ordenada desde la infan-
cia hasta la adultez que incluye a la adolescencia. Estudiando
las similitudes y diferencias en el desarrollo de los adolescentes
de ambos sexos yo me he empeñado, con mi labor, en tornar a
éste esquema más comprehensivo y completo. Los puntos de
vistá genético y evolutivo, como conceptos rectores, han regi-
do mis investigaciones sobre los orígenes, integraciones y tras-
formaciones que tienen lugar a lo largo del proceso adolescente.
Mi estudio de las secuencias evolutivas se organizó finalmente
merced a la delineación y definición de fases (preadolescencia,
adolescencia temprana, adolescencia propiamente dicha, ado-
lescencia tardía, posadolescencia) y sus características en cuan-
to al desarrollo. La utilidad de estas diferenciaciones se hizo
sumamente evidente en la patología, pues no sólo contribuye-
ron a aclarar la etiología y la dinámica sino también a localizar
aquellos puntos del proceso en que tuvo lugar, en un caso de-
terminado, un crítico "descarrilamiento" respecto del de-
sarrollo corriente. En este sentido he hablado de "puntos de fi-
jación" adolescentes.
En la construcción de secuencias evolutivas ha resultado de
máximo provecho el estudio de la regresión que, de una mane-
Ta u otra, siempre se produce durante el desarrollo adolescen-
te. Su función como fenómeno no defensivo ha conferido a este
proceso en apariencia infantilizador el carácter de un suceso
normativo. La regresión adolescente hace que puedan aplicar-
se las facultades avanzadas del yo a aquellas vicisitudes infanti-
les que sólo podían ser abordadas de manera inadecuada e in-
completa durante los primeros años dé vida. Este aspecto típi-
co de la adolescencia me permite afirmar que el progreso evo-
lutivo de esta depende de la capacidad de regresión. A esta for-
ma normativa, no defensiva, de la regresión adolescente la he
llamado "regresión al servicio del desarrollo".
Sólo puede darse con éxito este peligroso paso adelante en la
evolución —que aparentemente es un retroceso— cuando el
ambiente brinda apoyo y facilitaciones; estas últimas incluyen,
en este contexto, no sólo aquello que reduce la tensión, ofrece
gratificación o apacigua los estados disfóricos, sino igualmente
lo que expone a los conflictos y frustraciones específicos de la
edad, a la angustia y la culpa como retos para los ajustes adap-
tativos y la resolución de las dificultades. Como cualquier otra
etapa del desarrollo, la adolescencia está signada por conflictos
típicos, externos e internos, que por su propia índole pro-
mueven el avance progresivo. Por consiguiente, no se atiende a
los mejores intereses del desarrollo si se elude el conflicto entre
las generaciones o entre el" adolescente y su ambiente. A la ge-
neración de los padres y a los planificadores sociales les incum-
be mantener las consecuentes constelaciones tensionales dentro
de los límites de la tolerancia y la capacidad de adaptación de
los adolescentes.
La regresión adolescente es el tema central de mi ensayo "El
segundo proceso de individuación de la adolescencia" (ca-
pítulo 8). Los peligros potenciales de esta regresión obligatoria
torna a los adolescentes sumamente propensos al estallido de la
enfermedad emocional. En los dos extremos, la evitación de la
regresión (huida a roles adultomorfos) y la perseverancia en el
nivel regresivo (psicosis) representan estados patológicos bien
conocidos. En ambos casos, se ha descarriado la función de la
regresión específica del adolescente.
Para lograr desvincularse de los objetos infantiles interiori-
zados es menester completar, merced a la regresión, la re-
estructuración psíquica. He resumido esto diciendo que la for-
mación de la personalidad posadolescente depende de que se
llegue a la adultez mediante un rodeo regresivo. Las trasfor-
maciones psíquicas siempre incompletas —aunque viables—
que tienen lugar desde la niñez hasta la adultez encuentran en
las estabilizaciones caracterológicas una estructura que las
apuntala. He formulado la opinión de que la formación del ca-
rácter recibe su impulso decisivo y su perdurabilidad durante
el período adolescente.
6. Organización pulsional
preadolescente*

Uno de los principios básicos del psicoanálisis ha sido


siempre comprender el comportamiento humano, en cualquier
estadio, en relación con los acontecimientos precedentes, con-
temporáneos y previstos, o concebirlo como un momento
dentro de un continuo de experiencia psíquica. Este concepto
evolutivo ha echado luz sobre aquellos complejos procesos de la
adolescencia que, en un pasado no demasiado remoto, única-
mente eran vinculados con el advenimiento de la maduración
sexual. El enfoque genético de las investigaciones en este cam-
po ha hecho que el comportamiento adolescente revelara algo
de su naturaleza sacando a luz algo de su historia.
Los "Tres ensayos de teoría sexual" (Freud, 19056) estable-
cieron las pautas de la secuencia de desarrollo psicosexual; ade-
más, pusieron de relieve que una característica del desarrollo
sexual del ser humano es su acometida en dos tiempos. Se exa-
minó en detalle las primeras fases de desarrollo de las pulsiones
y de organización de las zonas erógenas, y en los últimos tiem-
pos se estableció con mayor precisión su coordinación con la
formación de la estructura psíquica. Es un hecho notable que
aunque el segundo gran estadio del desarrollo psicosexual, la
pubertad, ha sido explorado en sus aspectos más generales, to-
davía se carece al respecto de una teoría comprehensiva y de
una elaboración de sus pautas de secuencia. En lo que sigue
trataré de integrar la observación y la teoría correspondientes a
un pequeño sector de la psicología adolescente: el de la preado-
lescencia.
La conocida afirmación de que la adolescencia es una "re-
edición" o "recapitulación" de la niñez temprana sólo tiene
sentido en cuanto destaca el hecho de que la adolescencia
incluye elementos de las fases de desarrollo previas, del mismo
modo que cualquier otra fase anterior del desarrollo psicose-
xual es influida en grado significativo por el desarrollo pul-
sional y yoico precedente. El requisito para ingresar en la fase
adolescente de organización pulsional y yoica reside en la con-
solidación del período de latencia; si ella no se produce, el pú-
ber no vivencia sino una intensificación de las características
previas a la latencia, y exhibe un comportamiento infantil que
* Publicado originalmente en Journal of the American Psychoanalytic Asso-
ciation, vol. 6, págs. 47-56, 1958.
tiene el carácter de una detención más que el de una regresión.
Sería interesante delinear los logros fundamentales de la laten-
cia que son condición previa para un avance exitoso hacia la
adolescencia. En nuestro trabajo analítico prestamos de hecho
particular atención —principalmente cuando tratamos a pa-
cientes que se hallan en los comienzos de la adolescencia— a
aquellos déficit de la latencia que impiden que sobrevengan los
conflictos propios del adolescente. Cuando la latencia no ha si-
do establecida de manera satisfactoria y el paciente muestra
sustanciales retrasos en su desarrollo, complementamos o pro-
longamos el análisis con empeños educativos tendientes a que
se alcancen algunos de esos logros fundamentales. En verdad,
esto se pone en práctica con más frecuencia de lo que suele ad-
mitirse; el gran número de niños atendidos que presentan re-
tardos o desviaciones en su desarrollo yoico ha otorgado legiti-
midad, a lo largo de los años, a "la ampliación de los alcances
del psicoanálisis" en lo tocante al trabajo con niños y adoles-
centes.

Ejemplo

Un niño de diez años, bien desarrollado, presentaba dificul-


tades para el aprendizaje, inadaptación social e ideas extrava-
gantes; repentinamente manifestó el deseo de dormir en la ca-
ma de su madre y de que su padre se abstuviera de acercarse a
ella. Pretendía que la madre lo abrazara y besara, o, en otros
momentos, que lo cogiera en brazos como si él fuera un niño
pequeño o lo sentara en su regazo. La madre tendía a avenirse
a sus deseos. Pareció esencial que, desde el comienzo del análi-
sis del niño, la madre desarrollara una resistencia a sus tanteos
sexuales y aprendiera a frustrarlo al par que le ofrecía gratifi-
caciones sucedáneas compatibles con su edad. Que fuera la
madre y no el padre quien pusiera activamente límites a la
concreción de sus deseos edípicos obró de manera decisiva
sobre la reacción del niño.
Frente a las prohibiciones de la madre, el chico reaccionó
reprimiendo sus deseos edípicos y evidenciando una triste resig-
nación. Comenzó a ocuparse compulsivamente de las tareas es-
colares: llenaba un cuaderno de ejercicios tras otro, controlan-
do sin cesar sus respuestas. Esta conducta compulsiva servía de
defensa contra fantasías de represalia anales, dirigidas contra
la madre frustradora; esas fantasías eran actuadas en relación
con las madres de sus compañeros de colegio. Sólo después de
haber reelaborado en el análisis esta regresión y desplazamien-
to, apareció el material edípico: la angustia de castración pasó
a primer plano a través de la desmentida, la proyección y el
pensamiento confuso. El niño encaminó su interés hacia temas
vinculados con la castración, que en su mayoría procedían de
la Biblia: el sacrificio de un cordero en la Pascua, el Señor que
"destruirá al primogénito en la tierra de Egipto", la matanza
de niños ordenada por Herodes en Belén, el temor a la presen-
cia de un toro salvaje en las cercanías de su casa de campo.
Creo que sin el agregado de una injerencia educativa (la re-
nuencia de la madre a satisfacer sus deseos sexuales infantiles),
el análisis de este niño no habría sido posible.

Diferencias en el desarrollo del niño y la niña


preadolescentes
Abordemos ahora el estado de la preadolescencia, cuya apa-
rición marca, en el caso típico, el final del período de latencia.
Es un hecho bien conocido que a comienzos de la pubertad 1 se
observa un desarrollo psicológico muy distinto en el varón y la
mujer. La desemejanza entre los sexos es notable; la psicología
descriptiva ha dedicado amplia atención a este período y se ha
enriquecido con un cúmulo de datos de observación significati-
vos. En el varón, nos sorprende el camino indirecto que
emprende, a través de la investidura pulsional pregenital, ha-
cia una orientación genital; la niña se vuelca hacia el otro sexo
mucho más pronta y enérgicamente. Decir que el aumento
cuantitativo de las mociones pulsionales durante la preadoles-
cencia conduce a una investidura indiscriminada de la pregeni-
talidad sólo es correcto con referencia al varón; en este, el re-
surgimiento de la pregenitalidad marca, en efecto, el final del
período de latencia. En la niña suele observarse que ese resur-
gimiento es mucho más moderado, hecho que revela, por su
propia índole de táctica diversiva (la exteriorización de las pul-
siones es indirecta), que esta coyuntura del desarrollo constitu-
ye una crisis más compleja para ella que para el varón.
En este particular estadio de ia adolescencia masculina ob-
servamos un aumento de la motilidad difusa (agitación, impa-
ciencia, desasosiego), así como de la voracidad oral, las activi-
dades sádicas, las anales expresadas en placeres coprofílicos, y
el lenguaje "sucio". Hay una desidia en materia de limpieza,

1E1 término "pubertad" se usa aquí para designar la manifestación física de


la maduración sexual; vale decir, la "prepubertad" es el período que precede in-
mediatamente al desarrollo de las características sexuales primarias y secunda-
rias. El término "adolescencia" denota los procesos psicológicos de adaptación
al estado púber; o sea que la preadolescencia puede continuar durante un tiem-
po excesivamente largo y no resultar afectada por el progreso de la maduración
física.
una fascinación por los olores y una hábil producción de ruidos
onomatopéyicos. Un muchacho de catorce años que había ini-
ciado su análisis a los diez lo expresó muy bien al decir, retros-
pectivamente: "A los once mi mente estaba puesta en la mugre,
ahora está puesta en el sexo; esto es muy diferente".
Ya hemos adelantado que la niña preadolescente no muestra
las mismas características que el muchacho; o es un mari-
macho, o es una pequeña dama. El niño preadolescente se es-
capará tímidamente de esta joven Diana que despliega su en-
canto y seducción mientras recorre el bosque con una jauría de
sabuesos. Se utiliza la referencia mitológica para apuntar el as-
pecto defensivo de la investidura pulsional pregenital del va-
rón, a saber, su evitación de la mujer castradora, de la madre
arcaica. A partir de las fantasías, juegos, sueños y conducta
sintomática de los varones preadolescentes, he llegado a la
conclusión de que la angustia de castración vinculada con la
mujer fálica no sólo es un hecho universal de la preadolescencia
masculina sino que puede considerarse su leit motiv. Esta ob-
servación recurrente, ¿se debe acaso a que vemos en el análisis
a tantos varones adolescentes con impulsos pasivos, provenien-
tes de familias en las que hay una madre fuerte resuelta a mo-
delar a sus hijos en consonancia con sus fantasías de toda la vi-
da? Esas posibilidades merecen nuestro cuidadoso examen.

Ejemplo

En los sueños de un chico de once años obeso, sumiso, inhibi-


do y compulsivo aparecía una y otra vez una mujer desnuda.
El no recordaba muy bien las partes inferiores de su cuerpo,
apenas entrevistas; el seno ocupaba el lugar del pene, ya sea co-
mo órgano eréctil o excretorio. Los sueños de este chico eran
incitados siempre por sus experiencias en una escuela mixta
donde la competencia entre varones y mujeres le daba intermi-
nables pruebas de la malicia de estas últimas, su "juego sucio"
y su viciosa rapacidad. Interpretada dentro de este contexto, su
compulsiva reafirmación mediante la actividad masturbatoria
dio origen en él a un trastorno del dormir, con la idea predomi-
nante de que durante la noche su madre podría matarlo.
La angustia de castración, que había llevado a la fase edípi-
ca de este muchacho hacia su declinación, volvió a alzar su
horrible rostro con el comienzo de la pubertad. En la fase pre-
adolescente de la pubertad masculina podemos comprobar que
la angustia de castración se vincula con la madre fálica, aun-
que se la vivencie en relación con las mujeres en general. Los
impulsos pasivos son hipercompensados y la defensa contra la
pasividad, en líneas generales, recibe poderoso auxilio de la
propia maduración sexual (A. Freud, 1936). Sin embargo, an-
tes de que se produzca un vuelco exitoso hacia la masculinidad,
es característico que se recurra a la defensa homosexual contra
la angustia de castración. Precisamente a esta particular y
transitoria resolución del conflicto asistimos en el niño que se
halla en los comienzos de la adolescencia. La psieología
descriptiva ha titulado "la etapa de la pandilla" a este típico
comportamiento de grupo, y la psicología dinámica se refiere a
él como "la etapa homosexual" de la preadolescencia.
Nada igual o semejante aparece en la vida de la niña. La di-
similitud en el comportamiento preadolescente de varones y
mujeres es prefigurada por la masiva represión de la pregenita-
lidad que la niña tiene que efectuar antes de poder pasar a la
fase edípica; de hecho, esta represión es el requisito previo para
el desarrollo normal de la feminidad. Al apartarse de su madre
debido a la desilusión narcisista vivenciada en sí misma y en la
mujer castrada, la niña reprime las mociones pulsionales ínti-
mamente ligadas a sus cuidados maternales y la atención que
aquella prestaba a su cuerpo —vale decir, a todo el ámbito de
la pregenitalidad—. En su trabajo clásico sobre "La fase pre-
edípica del desarrollo de la libido", Ruth Mack Brunswick
(1940) afirma: "Una de las mayores diferencias entre los sexos
es la enorme magnitud de la represión de la sexualidad infantil
en la niña. Salvo en estados neuróticos profundos, ningún
hombre apela a una represión similar de su sexualidad infantil"
(pág. 246).
La niña que no puede mantener la represión de su pregenita-
lidad se topará con dificultades en su desarrollo progresivo.
Consecuentemente, en los comienzos de la adolescencia suele
exagerar sus deseos heterosexuales y se apega a los varones, a
menudo en frenética sucesión. Helene Deutsch (1944) apunta:
"Para las muchachas prepúberes, el vínculo con la madre
representa un peligro mayor que el vínculo con el padre. La
madre es el mayor obstáculo que se opone al deseo de la niña de
crecer, y sabemos que el «infantilismo psíquico» que encontra-
mos en muchas mujeres adultas es el resultado de un vínculo
irresuelto con la madre durante la pubertad" (pág. 8).
Al examinar las desemejanzas entre la preadolescencia del
varón y la mujer, es preciso recordar que el conflicto edípico no
llega a su fin de manera tan abrupta y fatal en esta como en
aquel. Afirma Freud (1933): "La niña permanece dentro de él
por un tiempo indefinido; sólo después lo derrumba, y aun así,
lo hace de manera incompleta" (pág. 129). Por consiguiente, la
niña se debate contra las relaciones objetales de manera más
intensa durante su adolescencia; de hecho, las prolongadas y'
penosas acciones que lleva a cabo para romper vínculos con su
madre constituyen la principal tarea en este período.
Ya hemos señalado que el varón preadolescente lucha con la
angustia de castración (temor y deseo) en relación con la madre
arcaica, y, en consecuencia, se aparta del sexo opuesto; en
contraste con ello, la niña se defiende del impulso regresivo ha-
cia la madre preedípica mediante un vuelco vigoroso y decisivo
a la heterosexualidad. No puede decirse que en este rol la pre-
adolescente sea "femenina", ya que en el juégo del seudoamor
ella es, palpablemente la agresora y la seductora; en verdad,
el carácter fálico de su sexualidad cobra prominencia en esta
etapa y durante un breve período le otorga un inusual senti-
miento de suficiencia y compleción. El hecho de que entre los
once y los trece años las niñas sean, en promedio, más altas que
los varones no hace sino acentuar esta situación. Benedek
(1956) menciona los descubrimientos realizados en materia en-
docrinológica: "Antes de que madure la función procreadora y
se instale la ovulación con relativa regularidad, domina la fase
del estrógeno, como para facilitar las tareas propias del de-
sarrollo adolescente, vale decir, para establecer relaciones
emocionales con el sexo masculino" (pág. 411). Helene Deutsch
(1944) se ha referido a la "prepubertad" de las niñas como "el
período de mayor libertad respecto de la sexualidad infantil".
Este estado va acompañado normalmente de un vigoroso
"vuelco a la realidad" (Deutsch) que, a mi juicio, contrarresta
el resurgimiento de la organización pulsional infantil.
El conflicto específico de la fase de la preadolescencia en la
mujer revela particularmente bien su naturaleza defensiva en
aquellos casos en que no se ha mantenido un desarrollo progre-
sivo. Las mujeres delincuentes, por ejemplo, ofrecen una ins-
tructiva oportunidad para estudiar la organización pulsional
preadolescente de la niña. Ya he citado la puntualización de
Deutsch en cuanto a que "para las muchachas prepúberes, el
vínculo con la madre representa un peligro mayor que el vín-
culo con el padre". En el comportamiento delictivo femenino,
que en líneas generales constituye un acting out sexual, la fija-
ción a la madre preedípica desempeña un papel decisivo (véase
el capítulo 11). De hecho, los actos delictivos son a menudo
precipitados por el fuerte impulso regresivo hacia la madre
preedípica y el pánico que crea esa capitulación. En mi opi-
nión, el vuelco de la niña hacia la actuación heterosexual, que
a primera vista parece representar el recrudecimiento de de-
seos edípicos, ante un examen atento muestra estar relaciona-
do con puntos de fijación anteriores, pertenecientes a las fases
pregenitales del desarrollo libidinal: se vivenció una frustra-
ción excesiva, una estimulación excesiva, o ambas cosas. La
seudoheterosexualidad de la muchacha delincuente actúa co-
mo defensa frente al impulso regresivo hacia la madre preedí-
pica Y si se resiste tan desesperadamente a este impulso, es
porque en caso de ceder a él, ello produciría una ruptura fatal
en el desarrollo de su feminidad, al recaer en una elección ho-
mosexual de objeto. Al preguntársele a una chica de catorce
años por qué necesitaba tener diez novios al mismo tiempo, res-
pondió con un gesto de virtuosa indignación: "Tengo que obrar
así. Si no tuviera tantos novios, ellos dirían que soy una les-
biana". El "ellos" de esta declaración incluye la proyección de
las mociones pulsionales que la muchacha se empeña tan vehe-
mentemente en contradecir mediante su efusiva y provocativa
conducta.
La quiebra producida en el desarrollo emocional progresivo
de la niña por el advenimiento de la pubertad constituye una
amenaza más seria a la integración de la personalidad en su ca-
so que en el del varón. El siguiente fragmento de un historial
clínico ilustra el típico colapso de la organización pulsional de
la muchacha preadolescente mediante el comportamiento de-
lictivo, y pone de relieve la crucial tarea emocional que la ni-
ña debe cumplir normalmente en esta etapa para poder avan-
zar hacia la adolescencia propiamente dicha.

Otro ejemplo
Nancy, una chica de trece años, era una "delincuente
sexual"". Mantenía relaciones sexuales en forma indiscrimina-
da con muchachos adolescentes, y atormentaba a su madre con
el relato de sus hazañas. Culpaba a esta última de su infelici-
dad; desde la infancia había experimentado sentimientos de so-
ledad. Nancy creía que su madre nunca la había querido tener
como hija, y que las incesantes exigencias que le planteaba
eran ilógicas. Nancy estaba obsesionada por su deseo de tener
un bebé; todas sus fantasías sexuales apuntaban al tema de la
"madre-bebé" y, básicamente, a una abrumadora voracidad
oral. En uno de sus sueños, mantenía relaciones sexuales con
varios adolescentes, y luego concebía 365 hijos, uno por cada
día del año, de uno de ellos, a quien mataba de un tiro tras
lograrlo.
Su actuación sexual cesó por completo tan pronto se hizo
amiga de una joven y promiscua mujer casada de 22 años, que
tenía tres hijos y estaba nuevamente embarazada. En la amis-
tad con esta novia-madre, Nancy encontró gratificación para
sus necesidades orales y maternales, al par que era protegida
contra su capitulación homosexual. Hacía el papel de madre de
los hijos de su amiga, los cuidaba con devoción mientras esta
callejeaba. A los quince años, Nancy emergió de esta amistad
convertida en una persona narcisista, bastante pundonorosa; le

2 Se informa con mayor extensión sobre este caso en el capítulo 11.


interesaba la actuación teatral y asistía a una escuela de teatro.
No consiguió avanzar hasta el hallazgo de objeto heterosexual.
En el desarrollo normal de la mujer, la fase de la organiza-
ción pulsional preadolescente está dominada por la defensa
contra la madre preedípica; esto se refleja en los numerosos
conflictos que surgen en este período entre madre e hija. El
progreso hasta la adolescencia propiamente dicha está signado
por el surgimiento de impulsos edípicos que al comienzo son
desplazados, y por último extinguidos, mediante un "Droceso
irreversible de desplazamiento" al que Anny Katan (1951) con
mucha propiedad denominó "remoción del objeto". Esta fase
del desarrollo adolescente queda fuera de los alcances de la
presente comunicación.

El caso de "Dora"3

Una vez definida la organización pulsional preadolescente


en términos de posiciones preedípicas, quiero ahora vincular
mis puntualizaciones con el primer análisis de una muchacha
adolescente, el de "Dora" (Freud, 1905a). Esta tenía dieciséis
años cuando acudió por primera vez al consultorio de Freud, y
dieciocho cuando inició el tratamiento con él. Una vez trazado
en su libro el cuadro clínico, Freud introduce un elemento que,
según él mismo confiesa, "no podrá menos que enturbiar y
borrar la belleza y la poesía del conflicto que podemos suponer
en Dora. [...] Tras el itinerario de pensamientos hipervalentes
que la hacían ocuparse de la relación de su padre con la señora
K. se escondía, en efecto, una moción de celos cuyo objeto era
esa mujer; vale decir, una moción que sólo podía basarse en
una inclinación hacia el mismo sexo" (págs. 59-60). Podríamos
parafrasear la última parte diciendo: "que sólo podía basarse
en una inclinación de la niña hacia su madre". Leemos fascina-
dos el relato que hace Freúd de la relación de Dora con su go-
bernanta, con su prima y con la señora K. Apunta Freud que
esta última relación tuvo "mayor efecto patógeno" que la si-
tuación edípica, que ella "trató de usar como pantalla" para
ocultar un trauma más profundo vinculado con su amiga ínti-
ma, la señora K., quien "la había sacrificado sin reparos a fin
de no verse perturbada en su relación con el padre de Dora"
(pág. 62). En sus conclusiones finales, Freud continúa señalan-
do que "el hipervalente itinerario de pensamientos de Dora,
que la hacía ocuparse de las relaciones de su padre con la seño-
ra K., no estaba destinado sólo a sofocar el amor por el señor

3 Se hallará un examen más amplio del caso de "Dora" en el capítulo 19.


K., amor que antes fue conciente, sino que también debía ocul-
tar el amor por la señora K., inconciente en un sentido más
profundo" (pág. 62).
Es corriente observar que en la adolescencia los impulsos
edípicos se hacen notar más que las fijaciones preedípicas, las
cuales son a menudo, en verdad, de más profundo alcance pa-
tógeno. En el caso de Dora, se puso término al análisis "antes
de que se pudiera arrojar luz alguna sobre este aspecto de su vi-
da anímica". El adolescente nos hace saber una y otra vez que
necesita en forma desesperada asentarse en el nivel edípico
—tener una orientación apropiada a su sexq— antes de que las
fijaciones previas puedan tornarse accesibles a la investigación
analítica. Parece pertinente^ en este sentido, la referencia a un
paciente que se hallaba en los comienzos de la adolescencia, un
muchacho pasivo que durante tres años de análisis (entre sus
once y trece años) mantuvo pertinazmente la fantasía de que su
padre, un hombre tímido y apocado, era la figura fuerte e im-
portante dentro de la familia. El "padre poderoso", imagen
ilusoria de su imaginación, le servía como defensa contra la an-
gustia de castración preedípica. Este chico nunca se permitía
criticar al analista, cuestionar o poner en duda lo que este de-
cía: su analista siempre tenía razón. Ni siquiera se atrevía a mi-
rar la hora por temor a que se ofendiera. A la postre, el análisis
de la trasferencia sacó a la luz su temor a las represalias del
analista y al daño que este podría causarle. El análisis de la an-
gustia de castración abrió el camino finalmente a las angustias,
mucho más perturbadoras, vinculadas con la madre preedípi-
ca. La reelaboración de estas tempranas fijaciones dio por re-
sultado una evaluación realista —aunque decepcionante— del
padre. El mantenimiento de una "situación edípica ilusoria"
parece enmascarar una fuerte fijación preedípica.

Conclusiones
En esta breve comunicación me he centrado en la organiza-
ción pulsional de la preadolescencia, a partir de la cual el
derrotero conduce a alteraciones en dicha organización que
arraigan cada vez más firmemente en la innovación biológica
de la pubertad: el establecimiento del placer del orgasmo. Esta
innovación biológica requiere un ordenamiento jerárquico de
las numerosas posiciones infantiles residuales que, por razones
individuales, han permanecido investidas y presionan para su
continua expresión y gratificación. Tal ordenamiento da por
resultado, en definitiva, una pauta sumamente personal de
placer previo. El concomitante desarrollo yoico parte, como
siempre, de la organización pulsional existente y de su interac-
ción con el ambiente. En consecuencia, podemos observar que
en la adolescencia priva asimismo la tendencia hacia un orde-
namiento jerárquico de la organización yoica; en verdad, si es-
te no se produce, sobrevendrá en el individuo una carencia ge-
neral de propósitos y de recursos propios, que en muchos casos
impide adaptarse a un trabajo estable. Es mi experiencia que
en estos casos hay que prestar cuidadosa atención a la patología
de la organización pulsional, lo cual puede requerir un largo
período de indagación clínica y de trabajo analítico.
Abandonaré aquí esta idea, antes de que me haga desbordar
los límites del presente capítulo. Si he enfocado un pequeño as-
pecto dél problema total de la psicología adolescente, ha sido
en la creencia de que, a su turno, las grandes cuestiones y aspi-
raciones de la adolescencia serán mejor comprendidas. Desde
la época de los "Tres ensayos" (Freud, 1905¿»), la intelección
psicoanalítica de esta etapa de la vida creció en forma sosteni-
da. No obstante, aún merecen repetirse las palabras de Freud
en la sección de ese trabajo titulada "Las metamorfosis de la
pubertad": "Vemos con toda claridad el punto de partida y la
meta final del curso de desarrollo que acabamos de describir.
Las transiciones mediadoras nos resultan todavía oscuras en
muchos aspectos; tendremos que dejar subsistir en ellas más de
un enigma" (pág. 208). Hoy, con la misma urgencia que enton-
ces, lo que clama por nuestra atención es el problema de las
"transiciones mediadoras".
7. La etapa inicial de la
adolescencia en el varón*

Antes de abordar el tema de este capítulo, delimitaré las di-


mensiones conceptuales dentro de las cuales formularé mis ob-
servaciones. Esta introducción parece conveniente, porque ella
me librará de tener que hacer referencia constante a nociones
moderadoras de los problemas que habré de examinar, y en-
cuadrará a estos desde el vamos dentro del contexto de una
perspectiva amplia. Debo declarar desde ya que concibo a "in-
dividuo" y "ambiente" como abstracciones operativas comple-
mentarias, cuya influencia recíproca constituye un proceso
continuo (véase el capítulo 5). Por lo general se describe, en
puntos de intersección decisivos, uno u otro sector del proceso
total, o sea, ora el "hombre social", ora el "hombre instintivo".
La mejor forma de estudiar el proceso total es hacerlo en térmi-
nos de sistemas de interacción o de procesos proyectivos-
introyectivos documentables, por decirlo así, dentro del yo, o,
más concretamente, dentro del mundo yoico de representa-
ciones del objeto y del self.
En su acepción más amplia, considero la adolescencia como
un segundo proceso de individuación (véase el capítulo 8); el
primero se ha completado hacia el final del tercer año de vi-
da con el logro de la constancia objetal. Lo que Mahler (1963)
denomina, para la infancia, el proceso psicológico de "salir del
cascarón" pasa a ser, en la adolescencia, el emerger desde la fa-
milia hacia el mundo adulto, hacia la sociedad global. Hasta el
término de la adolescencia las representaciones del self y del
objeto no adquieren límites definidos. En ese punto, se tornan
resistentes a los desplazamientos de investiduras, con lo cual
logra establecerse la constancia de la autoestima, así como me-
canismos reguladores internos de control para su manteni-
miento o recuperación (Jacobson, 1964). La individuación ado-
lescente puede describirse, asimismo, como un desasimiento
progresivo de los objetos de amor primarios, o sea, de las figu-
ras parentales infantiles o sus sustitutos (A. Freud, 1958). La
individuación adolescente abre el camino a las relaciones obje-
tales adultas. No obstante, este avance sólo es una victoria
pírrica si no se lo complementa mediante el surgimiento de un

* Publicado originalmente en The Psychoanalytic Study of the Child, vol. 20,


págs. 145-64, Nueva York: International Universities Press, 1965.
rol social peculiar, un sentido de finalidad y adecuación, que
en su conjunto aseguran un firme arraigo en la comunidad
humana.
El hallazgo de nuevas identificaciones, lealtades y relaciones
íntimas fuera de los habituales vínculos de dependencia fami-
liares impregna todo el curso progresivo del desarrollo adoles-
cente, pero es más apremiante en la etapa final de la adolescen-
cia —que, en verdad, es definida por esos logros piecisamen-
te—. Asistimos a una extraordinaria gama de acomodamientos
idiosincrásicos dentro de los ámbitos de la maduración, la
estructuración y la adaptación. El enfoque intercultural del es-
tudio de la adolescencia, así como las investigaciones sobre su
morfología histórica, nos han aleccionado acerca de la enorme
plasticidad de las organizaciones pulsionales y yoicas en esta
etapa, junto con la formación y apuntalamiento de los roles e
instituciones sociales.
Como puntualización final de esta introducción, quiero se-
ñalar que la adolescencia se compone de fases de desarrollo de-
finidas que no están tan estrictamente determinadas, en cuan-
to al tiempo, como las de la niñez temprana; no obstante, am-
bos períodos de desarrollo tienen en común una pauta secuen-
cial de fases distintas entre sí. Cada una de las fases de la ado-
lescencia puede describirse según tres parámetros: 1) las modi-
ficaciones pulsionales y yoicas típicas; 2) un conflicto integral
que debe ser resuelto, y 3) una tarea de desarrollo que debe
cumplirse (Blos, 1962; Deutsch, 1944). En otras palabras, cada
fase debe hacer su singular aporte al desarrollo de la personali-
dad; en caso contrario, el proceso adolescente se descarría. La
desviación así iniciada en el curso del desarrollo puede com-
prenderse en función de los puntos de fijación adolescentes.
La orientación bisexual, tolerada dentro de ciertos límites
durante la niñez, llega a su fin con el advenimiento de la pu-
bertad, o sea, con la maduración sexual. Sería más exacto decir
que es tarea de la adolescencia tornar inocuas las proclivida-
des bisexuales a través de los acomodamientos pulsionales y
yoicos, que alcanzan su forma definitiva en el período de con-
solidación de la fase terminal de la adolescencia —la adoles-
cencia tardía—. El desarrollo progresivo del varón y el de la
niña adolescentes no son idénticos ni paralelos, pero ambos
implican la aguda diferenciación de las cualidades que aso-
ciamos con "ser un hombre" o "ser una mujer". Aun cuando
ciertos roles sociales contribuyen al sentido del self y trascien-
den el sexo, todo análisis revela que el fundamento del sentido
de identidad se encuentra en la claridad con que se refleja en el
self la identidad sexual. Durante la adolescencia se hace un
aporte primordial para esta conformación —en verdad, el
aporte final y decisivo— (Blos, 1962; Greenacre, 1958).
Antes de presentar el material básico sobre la adolescencia
masculina, debo adelantar una vislumbre. Si bien las manifes-
taciones agresivas constituyen uno de los aspectos más destaca-
dos y eminentes del comportamiento del varón adolescente,
ellas no han sido satisfactoriamente situadas en relación con el
proceso adolescente o con la reestructuración psíquica. El estu-
dio de la fa;e inicial de la adolescencia masculina echa luz
sobre los destinos de la pulsión de agresión elucidando un par-
ticular componente de esta. Dicho componente, la agresión fá-
lica o sadismo fálico, se recorta con gran claridad en la preado-
lescencia, cuando la fase genital vuelve a afirmarse tras su tem-
poraria declinación durante el período intermedio, el de la la-
tencia. Tal declinación es más aparente que real, pues obedece
al influjo de la expansión del yo, que torna comparativamente
menos prominentes y dominantes las influenpias del ello en
esta edad.

Preadolescencia en el varón
Partamos de los comienzos de la adolescencia y dirijamos
nuestra atención a la fase de la preadolescencia en el varón. Lo
más notable que se observa en él es su decidido apartamiento
del sexo opuesto tan pronto como los primeros impulsos pube-
rales incrementan la presión pulsional y trastruecan el
equilibrio entre yo y ello prevaleciente durante el período de
latencia. Las gratificaciones de la libido de objeto parecen blo-
queadas, y, de hecho, a menudo son resistidas con violencia.
La pulsión agresiva se vuelve predominante y halla expresión
ya sea en la fantasía, la actividad lúdica, el acting out o la con-
ducta delictiva.
Ustedes reconocerán de inmediato a esta clase de chico si les
recuerdo las numerosas sesiones en cuyo trascurso él dibujaba
o personificaba batallas y bombardeos, acompañando sus ata-
ques con un cañoneo de ruidos onomatopéyicos repetidos hasta
el infinito. Es el niño que ama los dispositivos y artefactos me-
cánicos; inquieto y saltarín, suele estar ansioso por expresar su
queja respecto de lo injusta que es su maestra, quien se ha pro-
puesto —nos asegura— acabar con él. En su conducta, len-
guaje y fantasías es fácil comprobar el resurgimiento de la pre-
genitalidad. Un chico de once años que había iniciado su análi-
sis a los diez ilustró muy bien este proceso al decir: "Ahora mi
palabra favorita es «mierda». Cuanto más crezco, más sucio
me vuelvo".
La conducta descrita apenas logra ocultar el permanente te-
mor a la pasividad. Objeto de este temor es la madre arcaica,
la activa (domesticadora) y preedípica madre que ha servido
de arquetipo a las brujas del folklore. El temor gira en torno al
sometimiento a esa madre arcaica, y los salvajes impulsos agre-
sivos apuntan a la avasalladora y ominosa mujer gigante. En el
nivel genital de la prepubertad, esta constelación se vivencia
como angustia de castración en relación con la mujer, la madre
preedípica. El pene erecto investido de impulsos agresivos evo-
ca, en esta etapa, el temor de que la destrucción alcance una
intensidad incontrolable. En el papel contrafóbico de los acci-
dentes y acciones físicas temerarias suele verse un claro esfuer-
zo de apaciguar el temor a la castración: "Nada me acontecerá,
saldré ileso". Es sorprendente notar cuán poco de este temor se
vincula en esta fase con el padre; de hecho, la relación del niño
con él suele ser llamativamente huena y positiva. Aunque no
haya entre ambos gran intimidad ni afinidad, por lo común
tampoco hay temor, competitividad ni hostilidad.
En 1963, en una clínica psiquiátrica infantil de Suecia, me
mostraron —en términos descriptivos (o sea, estadísticos) y en
modo alguno dinámicos— que los chicos de once a trece años
presentan predominantemente problemas de agresión contra
su madre, en tanto que en los de catorce a diecisiete esa agre-
sión se desplaza al padre. Esta observación concuerda bien con
mis formulaciones teóricas, basadas en una muestra compara-
tivamente pequeña de varones adolescentes. El niño preadoles-
cente percibe a su padre (a quien a menudo ha engrandecido) o
a otros hombres como aliados más que como rivales. Suele ha-
ber una llamativa discrepancia entre la flaqueza del padre y la
imagen que el hijo tiene de él. Sólo después de que esa idealiza-
ción defensiva del padre se ha desmoronado llegamos a adver-
tir que el hijo extraía un enorme confortamiento, frente a la
angustia de castración, de un padre en apariencia fuerte al que
nadie había debilitado, degradado o dominado —o sea, que no
había sido castrado por la madre "bruja"—.
El varón preadolescente no tiene cabida para los sentimenta-
lismos femeninos; preferiría rporir antes que someter sus senti-
mientos (y por ende su self corporal) a las trampas y tretas del
cariño, la ternura y la amatividad de las mujeres. El es un
hombre entre los hombres. Lincoln Steffens (1931) nos ha deja-
do un delicioso relato de esta etapa de la vida de un niño:

"Uno de los males que sufren los varones es que son amados
antes de amar. Reciben tan temprana y generosamente el afec-
to y la devoción de sus madres, hermanas y maestras que no
aprenden a amar; y así es que cuando crecen y se convierten en
amantes y en maridos se vengan en sus novias y esposas. Como
nunca tuvieron que amar, no pueden hacerlo: no saben cómo
se hace. Yo, por ejemplo, fui criado en una atmósfera de amor;
mis padres me querían mucho. Por supuesto. Pero cuando des-
perté a la vida conciente ya me habían amado durante tanto
tiempo que mi amor recién nacido no tenía ya posibilidades.
Comenzó, pero nunca pudo ponerse a la par. Vinieron más tar-
de mis hermanas, una tras otra. También a ellas se las amó des-
de que nacieron, y lo lógico sería que se hubieran quedado a la
zaga como yo, pero las chicas son diferentes; mis hermanas pa-
recen haber nacido amando, y no sólo amadas. Sea como
fuere, lo cierto es que mi primera hermana, aunque era menor
que yo, me amó (por lo que recuerdo) mucho antes de que yo
siquiera advirtiese su presencia; y nunca olvidaré la perpleji-
dad y humillación que me produjo descubrir sus sentimientos
hacia mí. Se había ido cierta vez a Stockton, a visitar a la fami-
lia del coronel Cárter, y a la semana sentía tanta nostalgia de
mí que mi padre y mi madre tuvieron que tomarme consigo e
ir a buscarla. Ese era el propósito de ellos; el mío era ver al
gran conductor de la caravana en que mi padre había cruzado
las praderas, y hablar con él sobre cuestiones de ganado.
Pueden ustedes imaginar cómo me sentí cuando, al subir los
peldaños que conducían a la casa, se abrió la puerta principal y
mi pequeña hermana salió corriendo, me arrojó los brazos al
cuello y gritó —de verdad, gritó— mientras las lágrimas le
caían por las mejillas: «¡Mi Len, mi Len!».
"Yo no tuve más remedio que aguantarlo, pero, ¿qué pensa-
rían el coronej Cárter y sus hijos?" [pág. 77],

Las abundantes acciones y fantasías sádicas de la preadoles-


cencia son elocuentes ecos de las luchas sadomasoquistas infan-
tiles en que normalmente se traban la madre y el hijo durante
las fases pregenitales del aprendizaje del control corporal.
Cuando el niño entra en la preadolescencia, por lo común asis-
timos a una regresión a la pregenitalidad y a la efectivización
de sus modalidades en el nivel genital.' Es en virtud de este
hecho que en esta fase la delincuencia amenaza con tornarse
virulenta; que ello sea una desviación pasajera o permanente
depende, ante todo, de la proclividad al acting out. La condi-
ción previa para el acting out no ha de hallarse en la adoles-
cencia; ella está ligada a una separación incompleta entre el
niño y el objeto que satisface su necesidad, el cual es posterior-
mente remplazado, en el comportamiento delictivo, por el
siempre accesible ambiente como objeto parcial que alivia
tensiones.
De manera conciente o inconciente, la niña se le aparece al
varón preadolescente como la encarnación del mal; a sus ojos,
ella es maliciosa, perversa, traicionera, posesiva, o directa-
mente de naturaleza criminal. En los relatos de los niños de es-
ta edad, el tema de la mujer ruin y peligrosa está entramado
con tal realismo a la recapitulación de los hechos cotidianos
que a menudo es difícil discernir la verdad de la ficción. 1 La
tendencia del varón preadolescente a dar crédito á su vivencia!
interior soldándola a su percepción no puede ser relegada, me-
ramente, a una defensa proyectiva. Desde luego, no hay duda
alguna de que la índole con frecuencia delirante de su percep-
ción da testimonio de este mecanismo. Al mismo tiempo, hay
que reconocer un empeño adaptativo por llegar a una conci-
liación con las angustias o fantasías infantiles manteniéndolas
ligadas a la realidad, para que sea posible verificarlas y domi-
narlas. En sí mismo, este hecho presenta un obstáculo para el
tratamiento, porque obra en contra de la posibilidad de acce-
der a las fantasías, así como de la toma de conciencia de los
afectos (sobre todo si estos son de naturaleza infantil, depen-
diente o pasiva). Esta situación ha llevado a muchos terapeutas
a asumir un rol directo y activo en el tratamiento, apartándose
por necesidad del modelo psicoanalítico de terapia. Hemos lle-
gado a aceptar que las modificaciones de la técnica terapéutica
para el caso de los adolescentes se basan en "las condiciones de
trabajo disponibles", dictadas a su vez por la constelación di-
námica de esta etapa del desarrollo.
Un niño reveló en momentos sucesivos de su análisis una bien
oculta fantasía,, que guardaba más o menos desde los cinco
años y a los once volvió a utilizar para despertar su excitación
genital. No declaró la concomitante excitación sexual sino dos
años más tarde, cuando corrigió de manera espontánea su an-
terior desmentida. La fantasía era esta: "Siempre pensé que a
las chicas se les daba cuerda con una llave que llevaban adheri-
da al costado de sus muslos. Cuando les daban cuerda se vol-
vían muy altas; en proporción, los chicos eran de unos dos cen-
tímetros apenas. Estos chicuelos trepaban por las piernas de es-
tas chicas altas, se metían por debajo de su pollera y se introdu-
cían en su ropa interior. Allí colgaban hamacas, no se veía de
dónde. Los chicos subían a las hamacas. A esto yo siempre lo
llamaba para mí mismo «montar a la chica»". Reconocemos en
esta fantasía el abrumador grandor de la hembra, la madre fá-
lica, que ha despojado al niño de su masculmidad: él no tiene
ninguna llave que lo haga alto. Vemos también la pasiva dicha
con que se apoya en ella como su apéndice. Una fijación en este
1 El varón preadolescente que se precipita a la actividad heterosexual no refu-
ta esta formulación. En verdad, el análisis de niños preadolescentes (y, más a
menudo aún, la reconstrucción de esta fase en casos de adolescentes varones de
mayor edad) revela el aspecto contrafóbico de tales relaciones heterosexuales
precoces, así como una sobrecompensación de tendencias pasivas. (Esta nota fue
agregada a mediados de la década de 1970, cuando las costumbres de la época
alentaban las tempranas relaciones sexuales y muchos observadores estimaban
que se había producido un cambio revolucionario en la cronología del desarrollo
psicosexual adolescente.)
nivel hará que las posteriores relaciones objetales del niño con
la mujer sean pasivas, inmaduras y frustrantes.
Hay en esta fantasía elementos típicos, que en el análisis de
adolescentes mayores a menudo he llegado a discernir como
una fijación a la fase preadolescente. En un caso de esta índole,
un estudiante universitario relató dos fantasías que había teni-
do alternadamente desde su temprana pubertad: 1) ser golpe-
ado en los genitales por una mujer mayor, que permanece ves-
tida mientras que él está desnudo, y se sienta a su lado en tanto
que él yace acostado; 2) ser amado, admirado y engrandecido
por una chica muy hermosa e inteligente, de firmes y protube-
rantes senos. La idea de hallarse en compañía de una diosa así
(la madre arcaica) lo hacía sentirse débil y pequeño ("una na-
da"); literalmente temblaba de miedo. Compartiendo el gran-
dor de una muchacha inalcanzable, el paciente esperaba res-
taurar el sentimiento infantil de compleción, poder y seguri-
dad que había tenido antaño cuando era parte de su madre. En
estos casos, la angustia de castración en relación con la madre
arcaica se vuelve absorbente en un grado tal que impide toda
disolución del complejo de Edipo. 2 El resultado de este impase,
que yo designo como una fijación preadolescente, se torna evi-
dente en una orientación homosexual (latente o manifiesta)
que habitualmente se afianza en la etapa terminal de la adoles-
cencia y se vuelve más o menos conciente. La patología pul-
sional impregna poco a poco las funciones yoicas, y prevalece
una situación de fracaso o insatisfacción. Este resultado hace
que muchos de estos casos nos sean traídos a consulta. No obs-
tante, como una advertencia contra generalizaciones dema-
siado amplias, debe tenerse presente el hecho real de que la
terapia psicoanalítica atrae, en número preponderante, a
muchachos de tendencias pasivas. Por lo general, en tales casos
la pulsión agresiva es inhibida, relegada a la fantasía, o desti-
nada a la formación de síntoma.
Como siempre sucede en las crisis madurativas, cuando los
peligros alertan al yo para que tome medidas extraordinarias a
fin de asegurar continuidad a la integridad del organismo psí-
quico, el yo a su vez avanza en su dominio de la angustia y ad-
quiere una mayor independencia respecto de su desvalimiento
primitivo. Así pues, tras esta prolongada descripción de la or-
ganización pulsional regresiva en la preadolescencia del varón,
debo destacar que normalmente el yo emerge fortalecido de su
lucha con la madre arcaica. El crecimiento del yo se vuelve

2 A pesar de la importancia y persistencia del papel del estadio preedípieo. el


progreso hacia la fase edípica siempre seguirá su curso. En todos los casos obser-
vados hemos podido comprobar hasta qué punto está entretejida la relación
diádica infantil con 1", constelaciones edípicas, debilitando v quitando vigor
conflictivo al complejo de Edipo.

r
105
^¿JUÉLU •SR
/|\ particularmente notorio en el ámbito de la idoneidad social, en
las hazañas físicas en contiendas de equipo, en una competen-
cia de meta inhibida entre varones, en la conciencia de proba-
das destrezas corporales que otorgan libertad de acción e in-
ventiva e instan a practicar osados juegos; en suma: en la
emancipación del cuerpo respecto del control, cuidado y pro-'
tección de los padres, en especial de la madre. A partir de estas
diversas fuentes el niño va adquiriendo el sentido de una total
potestad sobre su cuerpo, que nunca había experimentado en
igual grado —salvo, quizá, cuando comenzó a caminar—.
A fin de abordar un aspecto elusivo de la preadolescencia,
me embarcaré ahora en un tour de forcé. No es menester exten-
derse en cuanto a que la actividad delictiva durante la puber-
tad suele evidenciar una detención del desarrollo emocional o
una fijación en el nivel preadolescente. Esto es igualmente váli-
do para varones y mujeres. Ahora quisiera llamar la atención
de los lectores sobre un hecho clínico bien conocido por todos
los que trabajan con adolescentes: la observación de que entre
los varones la delincuencia se manifiesta primordialmente en
una lucha agresiva con el mundo objetal y sus figuras de auto-
ridad representativas, en tanto que entre las mujeres suele
incluir el acting out sexual (véase el capítulo 11).3 La universa-
lidad de este hecho clínico es notable; en un viaje de estudios
realizado en 1963, me fue corroborada por todos los observa-
dores interesados en el fenómeno de la delincuencia desde
Oslo, a través de todo el continente europeo, hasta Jerusalén.
La explicación que más comúnmente se da afirma simplemente
que este hecho clínico es resultado del doble patrón de conduc-
ta, o que se debe a la ausencia de toda protección jurídica de la
virginidad del varón; ambos argumentos constituyen una peti-
ción de principio. Por cierto, no puede aducirse un razona-
miento análogo para tornar más inteligible otro hecho clínico
conexo, a saber, la relativa frecuencia, durante la adolescen-
cia, del incesto entre padre e hija por contraste con la casi ine-
xistencia del incesto entre madre e hijo.
La observación nos fuerza a concluir que el varón delincuen-
te posee mayor capacidad qué la mujer delincuente para la ela-
boración psicológica de su pulsión sexual. Por ende, en el caso
del primero asistimos al remplazo de la exteriorización genital
directa por acciones simbólicas como comportamiento regula-
dor de la tensión. Atribuyo este repertorio mucho más diversi-
tificado de conducta delectiva en el varón a su mejor acceso a
la pregenitalidad, o a su investidura regresiva de esta. En
3 Los cambios habidos en los últimos veinticinco años en la conducta sexual,
las costumbres y la moral han conferido un valor diagnóstico y pronóstico total-
mente distinto al comportamiento sexual adolescente. Me he ocupado de esta
cuestión en mi "Posfacio" de 1976 al capítulo 11.
contraste con ello, la muchacha resiste con mucho mayor de-
terminación el impulso regresivo hacia la madre preedípica.
Huye del sometimiento a la pasividad primordial volcándose a
un acting out heterosexual, que en está etapa debería ser lla-
mado, con más propiedad, "mimoseo". Parecería que en el ca-
so del varón la regresión a la pregenitalidad no es tan peligrosa
para el desarrollo propio de su sexo, ni tan violentamente resis-
tida, como lo es en la mujer. La conducta regresiva del varón
preadolescente es expuesta por él a la vista de todos; la niña, en
cambio, la mantiene envuelta en el secreto (p. ej., sus raterías
en-negocios), detrás de bien guardadas puertas.
En el varón púber, la excitación sexual se manifiesta en la
activación de los genitales, la erección y el orgasmo con eyacu-
lación. En esta etapa, el orgasmo contiene la amenaza de un
estado de excitación psicomotriz incontrolada e incontrolable,
y enfrenta al yo con el peligro de que irrumpan impulsos agre-
sivos primitivos. Hay indicios de una desmezcla de pulsiones.
Sea como fuere, observamos que el niño busca, con ingenio y
persistencia, canales de descarga para su pulsión agresiva me-
diante el desplazamiento o la sustitución. No existe una si-
tuación análoga en la muchacha delincuente, quien nunca ex-
perimenta el orgasmo en sus relaciones sexuales regresivas (o
sea, en su "mimoseo"). Ella encuentra amplia salida para sus
impulsos agresivos en la conducta provocadora, seductora, vo-
luble y exigenjte que la caracteriza en general, y especialmente
en su relación de pareja.
Para el varón, no hay ninguna modalidad pasiva de descar-
ga somática de las pulsiones que concuerde con el funciona-
miento masculino adecuado a su sexo. En los albores de la ado-
lescencia, el falo sirve como órgano inespecífico de descarga de
la tensión proveniente de cualquier fuente, y es investido en es-
ta fase con una energía agresiva que se refleja en fantasías sádi-
cas salvajemente agresivas. En los comienzos de la pubertad,
las sensaciones genitales y la excitación sexual, incluido el or-
gasmo, pueden provenir de cualquier estado afectivo (temor,
conmoción, ira, etc.) o ruda actividad motora (luchar cuerpo a
cuerpo, correr detrás de otros niños, trepar a la cuerda, etc.);
con frecuencia las producen una combinación de ambas cosas.
La pulsión agresiva o, más bien, sádica asociada al falo puede
inhibir su empleo heterosexual al suscitar una angustia por la
represalia. Debe recordarse que en esta etapa del desarrollo
adolescente el genital masculino aún no se ha convertido en el
portador de las sensaciones específicas que forman parte de las
emociones interpersonales posambivalentes. Sólo a través de la
participación gradual en una relación afectuosa y erótica (real
o imaginaria) podrá domesticarse el componente agresivo
de la pulsión sexual. Sólo entonces la meta libidinal, la preser-
vación y protección del objeto de amor, apartará a la pulsión
agresiva de la persecución directa de su meta primitiva, y se
obtendrá una gratificación mutua. Antes de alcanzar esta eta-
pa, empero, normalmente el varón elabora representaciones
simbólicas de su pulsión sexual que de hecho envuelven expre-
siones tanto activas como pasivas de la gratificación instintiva.
No es preciso que nos detengamos en el prominente papel que
cumple el sadismo en esta edad; el comportamiento del varón
preadolescente, así como el del joven delincuente, hacen que
aquel sea bien conocido.
Los varones en los comienzos de su adolescencia revelan de
continuo en las sesiones terapéuticas la proximidad emocional
de sus impulsos libidinales y agresivos, y pasan rápidamente
de unos a otros. Relataremos un incidente típico, que ilustrará
brevemente el pasaje abrupto de la preocupación sexual a la
activación de fantasías agresivas destructivas. Chris, un niño
de trece años que se hallaba en psicoterapia por su conducta
exhibicionista y su inmadurez social, le estaba describiendo al
terapeuta sus "sueños de mojadura" y sus teorías sexuales in-
fantiles —que habían sobrevivido por detrás de una fachada de
conocimiento de los hechos reales—. Para él, en el coito "el
hombre orina dentro de la vagina", y se aventuró a preguntar
si las mujeres tenían ert verdad testículos y un pene. En este
punto, su creciente excitación quedó de pronto'envuelta en el
silencio, hasta que estalló en una vivida descripción de una
nueva arma de fuego "que no desintegraría a la persona, pero
quemaría sus ropas, su cuerpo y aun la dejaría ciega". Frenan-
do sus fantasías agresivas, de manera abrupta pasó a sugerir
que los científicos deberían encaminar sus esfuerzos hacia obje-
tivos pacíficos, como la invención de un aparato de rayos X que
predijera inmediatamente después de la concepción si el bebé
sería varón o mujer.
La violencia desenfrenada de los impulsos fálicos sádicos de
esta fase puede investigarse mejor en adolescentes mayores que
están fijados al nivel preadolescente y continúan librando una
implacable batalla contra la madre (arcaica) preedípica. Por lo
común, descubrimos en tales casos fantasías de ira que elabo-
ran la agresión destructiva y mutiladora contra el cuerpo de la
mujer cuya protección se desea y cuya dominación se teme.
Desde el punto de vista diagnóstico, es importante que el clíni-
co determine hasta qué grado esos afectos, fantasías y actitudes
derivan de las imagos maternales escindidas infantiles —la
madre "buena" y la madre "mala"—, y por ende pertenecen a
la etapa preambivalente de las relaciones objetales. Por otro la-
do, hay que cerciorarse de la medida en que esa cólera es gené-
ticamente un resto de sadismo oral y anal, que en la fase geni-
tal de la preadolescencia y bajo el impacto de la maduración
sexual se presenta en la modalidad del sadismo fálico. Este
tiene un aspecto positivo; reconocemos en él un empeño qué
nos es familiar desde etapas anteriores y que a menudo sólo ha
sido consumado de manera parcial: el empeño de lograr auto-
nomía con respecto a la zona erógena que ha adquirido predo-
minio en una etapa particular del desarrollo psicosexual.
Cuando esta fase se atraviesa sin tropiezos, los conflictos, pro-
pensiones pulsionales y empeños yoicos de la preadolescencia
apenas se evidencian borrosamente, pero toda vez que en la
etapa inicial de la adolescencia del varón hay una falla en el
desarrollo reconocemos ep todo ello fuentes de angustia especí-
ficas de la fase.

El caso de Ralph
Antes de pasar a la próxima fase del desarrollo adolescente,
será útil quizás ejemplificar con datos clínicos nuestra concep-
tualización de la preadolescencia. Además de ilustrar la teoría,
la casuística sirve también como un conveniente puente de
enlace con la fase posterior a la preadolescencia que aún forma
parte de la etapa inicial de la adolescencia en el varón.
Ralph, de doce años de edad, es un pendenciero crónico.
"Los líos me siguen a todas partes como una sombra", dice de
sí. Se siente víctima: el mundo entero es injusto con él, todos se
abusan de su benevolencia y lo ponen en dificultades acusán-
dolo indebidamente de fechorías que jamás ha cometido. Es ún
niño sensible que no puede tolerar la mínima crítica. Intimida
con sus bravatas a sus compañeros y controla a sus padres con
histriónicas exhibiciones de su talento. Tiene una sed insa-
ciable de reconocimiento y de obtener poder sobre la gente. A
lo largo de los años, se ha perfeccionado en dos roles sociales: el
bromista fastidioso y el tramposo embustero. Recurre a ambos
de manera compulsiva e indiscriminada para lograr dominar a
los demás y atraer sobre él* las candilejas. En la escuela consti-
tuye un grave problema de conducta; es por entero indiferente
a los castigos o a la amabilidad con que lo traten. Sus tretas ex-
citan la ira de sus compañeros cuando se vuelven francamente
sádicas. En una ocasión, sintió que el chico que estaba sentado
al lado suyo en el ómnibus no hacía caso de él, absorto en la
lectura de un periódico; entonces, para llamar su atención,
Ralph sacó un fósforo y prendió fuego a este último. Las bro-
mas que les gasta a los maestros, en cambio, suelen contar con
la entusiasta aprobación de sus camaradas; por ejemplo, cierta
vez, para evitar que el maestro les tomara una prueba que les
había anticipado, Ralph comenzó a hablar de un tema que, se-
gún sabía, a aquel le interesaba en forma personal, y mediante
este ardid consiguió que pasara la hora.
A Ralph lo fascinan el fuego, los petardos y los sangrientos
accidentes de tránsito en que alguna víctima queda destripada
o mutilada. Nunca —protesta— haría él la broma de "poner
petardos en la boca de una rana o de quemarle la cola a un ga-
to". En las chanzas y bromas de Ralph es evidente su sadismo,
como lo es su temor de ser atacado, de sufrir un daño corporal,
de ser dominado o subyugado. Estos temores son especialmente
intensos en relación con su madre y sus maestras. Fantasea ven-
garse de las mujeres mediante torturas sádicas como arran-
carles el cuero cabelludo o hacerlas sangrar punzándoles las
manos. En su presente combate por eliminar a la madre ar-
caica castradora a través de sus figuras sustitutivas, Ralph ha
convertido a su padre en un aliado insistiendo en que es un
hombre fuerte e inteligente —lo cual, en verdad, no es cierto, y
de seguro no lo es a ojos de su esposa—. Ralph justifica las os-
curas maniobras comerciales de su padre (p. ej., la compra y
venta de artículos robados) diciendo que se trata de notables
muestras de astucia y de coraje. La identificación con él ha
hecho de Ralph un delincuente que, verbigracia, fabricó con
extraordinaria habilidad un pase de ómnibus que no le corres-
pondía. Este niño fue incapaz de contemplar en forma realista
o crítica a su padre hasta que pudo resolver el conflicto con su
madre preedípica; entonces, y sólo entonces, la delincuencia
de Ralph pasó a ser prescindible y desapareció.
El abordaje terapéutico de este problema se centró en las
quejas de Ralph acerca de la integridad física de su cuerpo. La
angustia de castración y la ambivalencia hacia la madre se ha-
bían organizado en torno de un trauma de la niñez temprana.
Ralph introdujo el trauma del daño corporal al referirse a una
gran cicatriz que tenía en su bajo abdomen y sus muslos como
consecuencia de una quemadura de tercer grado que había
sufrido cuando, contando él quince meses de edad, lo habían
dejado sobre un aparato de calefacción. Más tarde se compro-
bó que su relato de los hechos era correcto, aunque la madre no
recordaba todos los detalles. Ralph lo concluyó diciendo que
tenía "un agujero en la pierna" causado por la quemadura, y
asegurando al terapeuta que "habían dejado que su piel se cha-
muscara sobre el calefactor". Ahora continuamente se cortaba
los dedos por accidente, o se arrancaba las costras de sus heri-
das cicatrizadas y las hacía sangrar de nuevo. En un arranque
de furia impotente increpó al terapeuta: "¿Dónde estaba mi
madre cuando yo me quemé?". Cuando finalmente reveló que
durante su infancia ella le había prohibido comer azúcar para
que no se convirtiera en diabético, ya estaba preparada la esce-
na para familiarizar a Ralph con el hecho de que su madre te-
nía ideas extravagantes, ideas que habían pasado a formar par-
te de la realidad del niño; y él se defendía contra su avasallado-
ra influencia, sus distorsiones de la realidad y sus temores mór-
bidos. Llegó a ver a su madre como la extraña, mentalmente
enferma, persona que en verdad era. El desenmascaramiento
de la madre-bruja facilitó la indagación de las distorsiones de
la realidad en que el propio niño incurría, así como de los pe-
ligros catastróficos por los que se sentía rodeado en un mundo
hostil —el mundo de una imago materna destructiva, que no le
ofrecía protección—
Dos cambios se manifestaron en la terapia luego de recondu-
cir a su núcleo central el temor a la mujer (temor y deseo de
castración): se volvió crítico respecto de su padre delincuente,
y se trasformó en un consumado mago profesional, llegando
incluso a imprimir y distribuir tarjetas de propaganda y ac-
tuando en reuniones sociales a cambio de una remuneración.
El bromista y tramposo se había socializado. El uso de sus ma-
nos cobró relieve, asimismo, al interesarse por la fabricación de
joyas, en lo cual llegó a adquirir gran habilidad —ante el des-
dén de su padre, que quería que él "trabajase con el cerebro y
no con las manos"—. Venció este mandato paterno (que en su
inconciente equivalía a la prohibición de masturbarse), pero
no logró éxito como artesano ni una verdadera satisfacción por
sus realizaciones. Ralph condenó la corrupción moral de su
padre y los valores vulgares a que este adhería enfrentándolo
airadamente en el pensamiento y la acción, y se sintió comple-
tamente derrotado cuando aquel se mostró renuente a refor-
marse y a vivir de acuerdo con el ideal de su hijo. A causa de
ello, Ralph comenzó a tener frecuentes depresiones y a viven-
ciar el rechazo de sus deseos por parte del padre como una he-
rida deliberada que este le infligía, y que le dejaba la sensa-
ción de que lo menospreciaba, hacía caso omiso de él,- no lo
amaba.
Luego de cuatro años de terapia se hizo evidente que se ha-
bía conseguido evitar una carrera delictiva y perversa, res-
taurando en el niño su sentido de integridad corporal, redu-
ciendo en grado apreciable su temor a la mujer y manteniendo
vigente su desarrollo adolescente progresivo. No obstante, la
desilusión respecto del padre seguía siendo para él una fuente
de disforia y desaliento; el Intento del hijo por convertir al
padre a su modo de vida era un deseo inútil pero al que nunca
renunció, confiriendo así limitadas probabilidades a la pers-
pectiva de alcanzar la madurez emocional, o predestinándola
al fracaso.
Adolescencia temprana
Si se repasa este caso atendiendo a la secuencia de manifesta-
ciones clínicas y a sus cambios, quedan pocas dudas de que la
investidura de la imago del "padre bueno" —el engrandeci-
miento del padre y el concomitante reflujo de la marea, la
lucha conflictiva con él— representa una típica operación de-
fensiva del varón preadolescente. El engrandecimiento del /f\
padre atenúa la angústia de castración del niño en relación con
la madre arcaica, y por ende apenas guarda semejanza con el
complejo de Edipo positivo. En este contexto, puede hablarse
de una defensa edípica, o, si se prefiere, de una formación
seudoedípica. La defensa edípica del niño se observa clínica-
mente de dos maneras. Una está dada por la obstinada perseve-
rancia de la posición edípica negativa, que, por su propia índo-
le, entraña una idealización exagerada del padre y una genera-
lizada actitud pasiva-femenina. La otra se manifiesta en la ex-
cesiva preocupación del adolescente por su virilidad, su posesi-
vidad tierna o sensual de la madre (o de las mujeres en
general), que él verbaliza con demasiada locuacidad y a la que
se aferra como defensa contra la regresión a la pregenitalidad y
a la imago materna arcaica y castradora. Sin embargo, he lle-
gado a darme cuenta de que el contenido sustancial de este
conflicto no es ta constelación edípica, pese a su similitud con
ese cuadro clínico. La confusión proviene de la conducta mani-
fiesta del muchacho: su admiración y envidia del padre y el
aparente freno que pone a su amor posesivo por la madre edípi-
ca. Toda vez que la terapia yerra la esencia de este conflicto se
encuentra en un callejón sin salida. En el caso de Ralph vimos
que, con la resolución del conflicto vinculado a la madre ar-
caica, se hizo evidente un progreso en dirección al padre edípi-
co. Este avance en el desarrollo psicosexual está signado por el
abandono de la madre fálica y el ascendiente que cobra la
madre femenina. La envidia de esta y la identificación con ella
son típicas de una etapa de transición, al final de la preadoles-
cencia. Es muy probable que este aspecto del desarrollo pre-
adolescente precipite en esta fase la elaboración conflictiva del
complejo de Edipo negativo. El derrotero de la constelación
pulsional pasiva conduce al conllicto central de la adolescen-
cia temprana en el varón, basaremos a ocuparnos ahora dé los
destinos de las pulsiones y del yo característicos de esta fase.
En el punto de viraje hacia la adolescencia temprana, el de-
sarrollo progresivo de Ralph llegó a un impase, a causa de su
imposibilidad de mantener la discordia con el padre y su extra
ñamiento respecto de este en el plano de un método de vida y
de acción que abarcase las ideas, la moral, las actitudes y la vo-
cación. Era incapaz de forjarse un ideal del yo que pudiera
existir y funcionar independientemente de un objeto amoroso
en el mundo exterior. Ralph procuró modelar a su padre para
hacer de este su compañero ideal en la vida real. Dicho de otro
modo: no logró extraer suficiente libido narcisista de objeto del
padre edípico, que le permitiera, a su vez, mantener un ideal
del yo impersonal. En consecuencia, el ideal del yo jamás
quedó consolidado como institución psíquica (véase el capítulo
15). Los ecos de este fracaso eran claramente visibles en todos
sus empeños de reestructuración psíquica. Una fijación en la
adolescencia temprana es la causante del aspecto psicopatoló-
gico específico que quedó irresuelto en el caso de Ralph.
El progreso terapéutico descrito es a menudo todo cuanto la
terapia puede conseguir en esta etapa de la adolescencia.
Cabría preguntar si es nuestro conocimiento de la teoría y de la
técnica el que nos enfrenta con limitaciones similares a las evi-
denciadas por el análisis de niños, o si estas limitaciones no for-
marán acaso parte inherente del tratamiento cuando este se lle-
va a cabo durante una fase de activo desarrollo. La experiencia
nos dice que una gran proporción de niños pone fin a sus aná-
lisis luego de haber alcanzado considerables beneficios, pero
deben retomarlo en una edad más avanzada (por lo común en
la adolescencia tardía o la posadolescencia), cuando una nueva
oleada de insuperables dificultades emocionales amenaza otra
vez sumir sus vidas. En los casos de adolescencia prolongada,
la terapia misma se convierte en. una actividad de holding,
pues representa la promesa de que las fantasías narcisistas
pueden tornarse realidad merced a la acción mágica del trata-
miento, vale decir, merced a la benévola voluntad de los pro-
genitores (véase el capítulo 3). El estancamiento a que llegó el
desarrollo adolescente de Ralph requerirá, sin duda alguna,
que retome el tratamiento más adelante. A mi juicio, ese mo-
mento llegará cuando sus fracasos en la relación con ambos se-
xos, así como las frustraciones y la vacuidad de su vida profe-
sional y social, movilicen una crisis de gravedad mayor que la
usual en la adolescencia tardía o poco después de esta. La tera-
pia realizada en la fase inicial de la adolescencia de Ralph evi-
tará que este recaiga en el acting out; además, se ha establecido
una condición para la interiorización que, por así decir, ha
sentado un promisorio fundamento para la continuación futu-
ra de la labor terapéutica.
Ya estamos en condiciones de ocuparnos de la adolescencia
temprana, que se inicia en el plano pulsional por ciertos cam-
bios característicos (Blos, 1962). Uno de ellos consiste en que
del acrecentamiento pulsional meramente cuantitativo propio
de la preadolescencia se pasa al surgimiento de una nueva vida
pulsional, cualitativamente distinta. Se torna evidente un
abandono de la posición regresiva preadolescente. La pregeni-
talidad pierde cada vez más, con frecuencia de manera lenta y
sólo gradual, su función saciadora; al quedar relegada —men-
tal y físicamente— a un papel subordinado o preliminar, da
origen a una nueva modalidad pulsional: el plácer previo. Esta
mudanza de la organización pulsional eleva a la genitalidad, a
la postre, hasta un lugar preponderante. Tanto la organización
jerárquica de las pulsiones como su carácter definitivo e irre-
versible constituyen una innovación que influye de manera de-
cisiva en el desarrollo yoico. El yo toma como señal indicativa,
digamos así, las alteraciones en la organización pulsional y ela-
bora dentro de su propia estructura una organización jerár-
quica de funciones yoicas y de pautas defensivas. Volveré luego
sobre esto.
En la adolescencia temprana se inicia la prolongada tentati-
va de aflojar los primeros lazos objetales. No es sorprendente,
entonces, ver que surgen una serie de difíciles situaciones vin-
culadas a las relaciones objetales, y, en verdad, una concentra-
ción cada vez menor en estas transacciones. Suponemos que este
proceso ha de seguir las líneas ontogenéticas de relaciones obje-
tales con que ya nos encontramos en la preadolescencia, cuan-
do la ambivalencia del niño respecto de la madre preedípica
era fuente de angustia y constituía el principal conflicto que
había que dominar.
Por lo corriente, la maduración puberal fuerza al niño a
abandonar su autosuficiencia defensiva preadolescente y su in-
vestidura pulsional pregenital. Advertimos que el avance de la
libido de objeto conduce, en su forma inicial, a una elección de
objeto acorde con el modelo narcisista. La historia de las rela-
ciones objetales en cada individuo trae a la mente de inmediato
aquel aspecto de la constelación edípi,ca que sufre la más pode-
rosa represión en el varón, a saber, su apego pasivo al padre, el
complejo de Edipo negativo. La posición edípica del niño
puede parafrasearse así: "Amo a aquel que es como yo quiero
ser"; esta posición es remplazada de manera gradual, y rara
vez completa, por esta otra alternativa: "Me convertiré en una
persona igual a aquella que envidio y admiro". Este paso de-
semboca en la disolución del complejo de Edipo positivo y con-
solida a los precursores del superyó en la formación de este últi-
mo como institución psíquica. Una vez que esta estructura ha
sido completada, o al menos está en vías de serlo, el niño ingre-
sa en el período de latencia, sólo para volver a enfrentar, en las
diversas fases de la adolescencia, la temática preedípica y edí-
pica. Unicamente entonces, y de acuerdo con una cierta se-
cuencia de reestructuración psíquica, se lleva a su disolución
definitiva el complejo de Edipo.
Según mi experiencia, el desarrollo pulsional de la adoles-
cencia temprana refleja el empeño del niño por llegar a una
conciliación con el padre como su objeto de amor edípico. En
mi labor analítica con varones adolescentes he hallado en esta
temática una permanente fuente de conflicto, que exige los
mayores esfuerzos a fin de' hacerla accesible al proceso tera-
péutico. Me inclino a opinar que el despliegue de la libido de
objeto en el varón adolescente se topa con su primer (y a menu-
do fatal) impase cuando la escena emocional está dominada
por el recrudecimiento del apego pasivo al padre edípico. Des-
de luego, reconocemos de inmediato en la exacerbación excesi-
va de esta difícil situación la resolución incompleta de la pre-
adolescencia, que culmina en la resistencia contra la regresión
a la pasividad original. Si se siguiera la tendencia regresiva, se
agravarían profundamente los conflictos y trabas que son as-
pectos normales del desarrollo en la adolescencia temprana.
El estudio de la adolescencia prueba con suma claridad que
el dominio o resolución del complejo de Edipo positivo y nega-
tivo no se logra por completo en la niñez temprana, sino que es
tarea de la adolescencia, o sea, de la fase genital. El período de
latencia intermedio desempeña un importante papel económi-
co, que es decisivo para el resultado. El enorme aumento de su
expansión y autonomía que obtiene el yo durante ese período
proporciona los recursos estructurales esenciales para hacer
frente a la pubertad. Un período de latencia abortado impide
el despliegue de la adolescencia y conlleva una reactivación
violenta de la sexualidad infantil (perversiones). Es obvio que
estas tempranas modalidades pulsionales se manifiestan én el
plano de la maduración puberal y buscan gratificación bajo la
égida de esos recursos yoicos adquiridos durante los años inter-
medios del desarrollo.
Para sintetizar: Luego de la posición regresiva de la preado-
lescencia en el varón, el avance de la libido de objeto lleva, en
su primer paso, a la elección narcisista de objeto. No ha de
sorprender que esta elección quede dentro de los límites del
mismo sexo. La adolescencia temprana es la época de las amis-
tades teñidas de inequívocos matices eróticos, ora atenuados,
ora vivenciados más o menos concientemente. La masturba-
ción mutua, la práctica temporaria de la homosexualidad, las
recíprocas gratificaciones voyeurísticas, las trasgresiones o de-
litos compartidos, las idealizaciones, el arrobamiento y la exal-
tación en presencia del amigo: he ahí experiencias en que se po-
ne de manifiesto la elección narcisista de objeto. Por lo demás,
ellas suelen provocar una terminación súbita de la amistad to-
da vez que la intensidad de la moción pulsional genera el páni-
co homosexual o, más concretamente, moviliza deseos pasivos.
La fijación en esta fase nos es conocida por el análisis de varo-
nes adolescentes mayores cuyas relaciones objetales se hallan
perturbadas, y que se "enamoran" (a menudo, sólo en una efí-
mera fantasía) de cada uno de sus compañeros o de cada
hombre adulto cuyas facultades mentales o físicas envidian en
ese momento. Lo que aquí nos interesa es el curso que sigue es-
te desarrollo, o sea, los acomodamientos pulsionales y yoicos
que facilitan o impiden el desarrollo progresivo.
Sostengo que la fase de elección narcisista de objeto es fini-
quitada mediante un proceso de interiorización, dando lugar
al surgimiento dentro del yo de una nueva institución: el ideal
del yo. Tal como aquí lo concebimos, este es heredero del
complejo de Edipo negativo. Las identificaciones transitorias
de la adolescencia cumplen un papel primordial en conferirle
nuevo contenido y una dirección determinada. Desde luego, el
ideal del yo puede reconocerse en estadios previos que se re-
montan a la niñez temprana, pero su primer avance resuelto
hacia la consolidación como institución psíquica coincide con
la adolescencia temprana, o, más concretamente, con el fin de
esta fase. Mientras ella se va diluyendo, la libido de objeto
narcisista y homosexual es absorbida y ligada (neutralizada)
en la formación del ideal del yo. De esta fuente deriva su ina-
gotable vitalidad y fortaleza. El sometimiento al ideal del yo
—o más bien la afirmación de este— convierte a cualquier pa-
decimiento, aun la muerte voluntaria, en una opción inelu-
dible. El establecimiento de dicha instancia atenúa el predomi-
nio del superyó, haciendo que el individuo confíe en un princi-
pio orientador tácitamente acorde con el yo, sin el cual la vida
pierde dirección, continuidad y significado. Las trasgresiones
contra una y otra institución son seguidas ora de culpa (super-
yó), ora de vergüenza (ideal del yo). Cualquier discrepancia
entre el ideal del yo y la representación del self se siente como
un menoscabo de la autoestima o provoca vergüenza, contra lo
cual el sujeto se resguarda mediante defensas "paranoides", tí-
picas de los adolescentes en esta etapa (Jacobson, 1964). El
hecho de que el ideal del yo incluya no sólo un elemento indivi-
dual sino también un componente social, según señaló Freud
(1914&), hace de él una instancia de control particularmente
apropiada para el proceso adolescente de desvinculación res-
pecto de las dependencias familiares.
En mi estudio de la formación del ideal del yo durante la
adolescencia temprana en el varón, y, en especial, de la patolo-
gía del ideal del yo, comprobé que la formulación que con refe-
rencia a esto hace Freud en el trabajo citado es fundamental
para una comprensión de la adolescencia. Tengo presentes los
siguientes pasajes: "Grandes montos de una libido en esencia
homosexual fueron así convocados para la formación del ideal
narcisista del yo, y en su conservación encuentran drenaje y sa-
tisfacción" (pág. 96). "Donde no se ha desarrollado un ideal
así, la aspiración sexual correspondiente ingresa inmodificada
en la personalidad como perversión" (pág. 100). En otras pa-
labras, la perseverancia en la temprana posición adolescente
impide el avance de la libido hacia el hallazgo de objeto hete-
rosexual. En tales circunstancias, nunca se alcanza la fase si-
guiente, la adolescencia propiamente dicha, aunque puedan
imitarse, siquiera por un tiempo, las formas sociales de una
conducta propia de una posición más madura.
En la adolescencia temprana, la patología del ideal del yo
—prefigurada, sin duda, por condiciones antecedentes— llega
a un estadio de especificidad dinámica. El caso de Ralph nos
ofreció una vislumbre. Dentro del cuadro clínico total, no
siempre se pone claramente de manifiesto el aspecto específico
que procede del fracaso de la consolidación de esta instancia.
De hecho, según mi experiencia, es a menudo empañado y
apartado de la vista por una maniobra seudoedípica, una pre-
ocupación defensiva con la heterosexualidad, o la declarada
impaciencia por crecer y hacer cosas importantes en la vida.
Puestas a prueba, esas aspiraciones con frecuencia se vienen al
suelo como un castillo de naipes, según lo demuestra el caso de
Ralph. Atrapado en este impase, el adolescente busca en forma
desesperada un sentido a la vida, o al menos intenta (mental-
mente o a través del acting out) mantener el resultado de este
impase dentro de los confines de sus propias capacidades, su
decisión y su arbitrio. Mi experiencia con casos de adolescencia
prolongada me ha enseñado que la crisis a que asistimos con
tanta frecuencia en la adolescencia tardía del varón enraiza en
postergaciones o resoluciones incompletas de las tareas evoluti-
vas que corresponden a la fase inicial de la adolescencia.
Con esto llego al final de mi empeño por esbozar, dentro de
esa fase, los conflictos, tareas, así como fracasos en términos de
organización pulsional y yoica, que le son inherentes. Si consi-
deramos estos fracasos y su catastrófico influjo en el desarrollo
como puntos de fijación, sus ecos se observan en la psicopatolo-
gía de muchos varones en su adolescencia tardía o de muchos
jóvenes incapaces de poner fin al proceso adolescente. En la
mayoría de los casos, advertimos la lucha que se ha librado en
esa etapa inicial y comprobamos que ella contenía obstáculos
que probaron ser insuperables, constituyendo así una barrera
permanente contra el desarrollo progresivo. Por consiguiente,
el estudio de esta etapa permite comprender mejor los fracasos
evolutivos del varón adolescente, al par que arroja luz sobre un
problema más vasto: el de los destinos de la pulsión agresiva,
que por lo común cumple un prominente papel en el cuadro
clínico del varón adolescente.
8. El segundo proceso de
individuación de la adolescencia*

Los procesos biológicos del crecimiento y la diferenciación


en el curso de la pubertad producen cambios en la estructura y
funcionamiento del organismo. Estos cambios tienen lugar se-
gún un orden de secuencia típico, llamado "maduración".
También los cambios psicológicos de la adolescencia siguen
una pauta evolutiva, pero de distinto orden, ya que ellos ex-
traen su contenido, estimulación, meta y dirección de una
compleja interacción de choques internos y externos. A la
postre, lo que se observa son nuevos procesos de estabilización
y modificaciones de las estructuras psíquicas, resultados ambos
de los acomodamientos adolescentes.
Los tramos críticos del desarrollo adolescente se hallan en
aquellos puntos en que la maduración puberal y el acomoda-
miento adolescente se intersectan para integrarse. Desde una
perspectiva clínica y teórica, he denominado a estos tramos
"las fases adolescentes" (Blos, 1962). Ellas son los hitos del de-
sarrollo progresivo, y cada una está signada por un conflicto
específico, una tarea madurativa y una resolución que es con-
dición previa para pasar a niveles más altos de diferenciación.
Más allá de estos aspectos típicos de las fases adolescentes, po-
demos reconocer en la reestructuración psíquica un hilo común
que recorre la trama íntegra de la adolescencia. Este infaltable
componente se manifiesta con igual pertinacia en la preado-
lescencia y en la adolescencia tardía. Aquí lo conceptualizare-
mos como "el segundo proceso de individuación de la ado-
lescencia". En mis estudios anteriores he destacado repetidas
veces lá heterogeneidad de las fases en lo tocante a posiciones y
movimientos pulsionales y yoicos; ahora vuelvo mi atención a
un proceso de orden más general,'que con igual dirección y me-
ta se extiende, sin solución de continuidad, a lo largo de todo el
período de la adolescencia.
Si el primer proceso de individuación es el que se consuma
hacia el tercer año de vida con el logro de la constancia del self
y del objeto, propongo que se considere la adolescencia en su
conjunto como segundo proceso de individuación.! Ambos pe-
* Publicado originalmente en The Psijchoanalytic Study oj the Child. vol. 22.
págs. 162-86, Nueva York: International Universities Press. 1967.
1. Al hablar de un segundo proceso de individuación en la adolescencia, se en-
ríodos comparten la mayor vulnerabilidad de la organización
de la personalidad, así como la urgencia de que sobrevengan
en la estructura psíquica cambios acordes con el impulso ma-
durativo. Por último, aunque-esto no es menos importante que
lo anterior, cualquiera de ellos que se malogre da lugar a una
determinada anomalía en el desarrollo (psicopatología) que
corporiza los respectivos fracasos en la individuación. Lo que
en la infancia significa "salir del cascarón de la membrana sim-
biótica para convertirse en un ser individual que camina por sí
solo" (Mahler, 1963), en la adolescencia implica desprenderse
de los lazos de dependencia familiares, aflojar los vínculos ob-
jétales infantiles para pasar a integrar la sociedad global, o,
simplemente, el mundo de los adultos. En términos metapsico-
lógicos, diríamos que hasta el fin de la adolescencia las repre-
sentaciones del self y del objeto no adquieren estabilidad y lí-
mites firmes, o sea, no se tornan resistentes a los desplazamien-
tos de investiduras. Él superyó edípico —en contraste con el su-
peryó arcaico— pierde en este proceso algo de su rigidez y de
su poder, en tanto que la institución narcisista del ideal del yo
cobra mayor prominencia e influencia. Así, se interioriza más
el mantenimiento del equilibrio narcisista. Estos cambios
estructurales hacen que la constancia de la autoestima y del ta-
lante sea cada vez más independiente de las fuentes exteriores,
o, en el mejor de los casos, más dependiente de fuentes exte-
riores que el ptopio sujeto escoge.
La desvinculación respecto de los objetos —de amor y de
odio— interiorizados abre el camino en la adolescencia al
hallazgo de objetos de amor y de odio ajenos a la familia. Esto
es lo inverso de lo acontecido en la niñez temprana, durante la
fase de separación-individuación; en ella, el niño pudo sepa-
rarse psicológicamente de un objeto concreto, la madre, mer-
ced a un proceso de interiorización que poco a poco facilitó su
creciente independencia respecto de la presencia de aquella, de
sus socorros y de su suministro emocional como principales re-
guladores (si no los únicos) de la homeostasis psicofisiológica.
El pasaje de la unidad simbiótica de madre e hijo al estado de
separación respecto de ella está signado por la formación de fa-
cultades reguladoras internas, promovidas y asistidas por
avances madurativos —en especial motores, perceptuales, ver-
bales y cognitivos—. En el mejor de los casos, el proceso es pen-

tíende que la fase de separación de la infancia (en el sentido de Margaret


Mahler) no está involucrada en este proceso de diferenciación psíquica, de más
alto nivel. La experiencia primordial del "yo" y el "no-yo", del self y el objeto,
no tiene una resonancia comparable en el desarrollo adolescente normal. Es tí-
pica del adolescente psicótico la regresión a esta última etapa; se la puede obser-
var en la síntomatología de la fusión y en fenómenos pasajeros de despersonali-
zación durante la adolescencia.
dular, como volvemos a observar en el segundo proceso de in-
dividuación: los movimientos regresivos y progresivos se alter-
nan, en intervalos más cortos o más largos, dando al observa-
dor casual del niño la impresión de una maduración despro-
porcionada. Sólo si esa observación se practica a lo largo de
cierto período está uno en condiciones de juzgar el comporta-
miento corriente del niño que empieza a caminar o del adoles-
cente típicos, a fin de evaluar si es normal o anómalo.
La individuación adolescente es un reflejo de los cambios
estructurales que acompañan la desvinculación emocional de
los objetos infantiles interiorizados. Este complejo proceso ha
ocupado durante un lapso el centro del interés analítico. Hoy
ya resulta axiomático que si esa desvinculación no se logra con
éxito, el hallazgo de nuevos objetos amorosos fuera de la fami-
lia queda impedido, obstaculizado o limitado a una simple
réplica o sustitución. En este proceso está intrínsecamente en-
vuelto el yo. Hasta la adolescencia, el niño tenía a su alcance,
según su voluntad, el yo de los padres como una legítima exten-
sión de su propio yo; esta condición forma parte inherente de la
dependencia infantil al servicio del control de la angustia y de
la regulación de la autoestima. Al desligarse, en la adolescen-
cia, de los vínculos libidinales de dependencia, se rechazan asi-
mismo los consuetudinarios lazos de dependencia del yo en el
período de latencia. Por ende, en la adolescencia observamos
una cierta debilidad relativa del yo, a causa de la intensifica-
ción de las pulsiones, así como una debilidad absoluta por el
rechazo adolescente del apoyo yoico de los padres. Estos dos ti-
pos de debilidades yoicas se entremezclan en nuestras observa-
ciones clínicas. El reconocimiento de estos elementos dispares
en la debilidad del yo adolescente no sólo reviste interés teórico
sino utilidad práctica en nuestra labor analítica. Lo ilustrare-
mos con un ejemplo.
Un muchacho en los comienzos de la adolescencia, atormen-
tado por la angustia de castración, tomó en préstamo de su
madre la siguiente defensa mágica: "Nada malo te pasará ja-
más mientras no pienses en ello". La forma en que el mu-
chacho utilizaba el control del pensamiento al servicio del
manéjo de la angustia reveló estar constituida por dos compo-
nentes inextricablemente unidos: el componente pulsional, que
residía en el sometimiento masoquista del niño a la voluntad y
al consejo de su madre, y el componente yoico, reconocible en
la adopción de ese recurso mágico para mitigar su angustia. El
yo del niño se había identificado con el sistema de control de
angustia de la madre. Al llegar a la pubertad, el empleo reno-
vado y en verdad frenético de ese recurso mágico no hizo sino
aumentar su dependencia de ella, señalando así cuál era la úni-
ca vía que podía seguir su pulsión sexual: el sometimiento sa-
domasoquista infantil. Al apelar a los procédimientos mágicos
de su madre, él se convertía en la víctima de la omnipotencia
de esta, compartiendo su falsificación de la realidad. La libidi-
nización del sometimiento obstruía el desarrollo progresivo. El
recurso mágico sólo podía llegar a ser algo ajeno al yo cuando
este hubiera ganado en autoobservación crítica y en su examen,
de realidad. Dicho de otro modo: sólo después de reconocer la
angustia de castración vinculada con la madre arcaica podía
afirmarse la modalidad fálica y contrarrestar la tendencia al
sometimiento pasivo. En este caso, la creciente aptitud para el
examen de realidad corrió pareja con el repudio de las posi-
ciones yoicas infantiles, ampliando así los alcances del yo autó-
nomo.
La desvinculación del objeto infantil es siempre concomitan-
te con la maduración yoica. También lo inverso es cierto: la in-
suficiencia o menoscabo de las funciones yoicas en la adoles-
cencia es un hecho sintomático de fijaciones pulsionales y de la-
zos de dependencia infantiles con los objetos. El cúmulo de al-
teraciones yoicas que marchan paralelas a la progresión pul-
sional en cada fase adolescente desembocan en una innovación
estructural, resultado último de la segunda individuación.
Sin duda alguna, durante la adolescencia surgen nuevas y
peculiares capacidades o facultades yoicas, como los espectacu-
lares avances en la esfera cognitiva (Inhelder y Piaget, 1958).
Sin embargo, ha observación nos deja en la incógnita en cuanto
a su autonomía primaria, y, además s su independencia de la
maduración pulsional. La experiencia dice que cuando el de-
sarrollo pulsional queda críticamente rezagado respecto de la
diferenciación yoica, las funciones yoicas recién adquiridas pa-
san a ser utilizadas infaliblemente en forma defensiva y pier-
den su carácter autónomo. A la inversa, un avance en la madu-
ración pulsional favorece la diferenciación y el funcionamiento
yoicos. La mutua estimulación entre las pulsiones y el yo obra
con máximo vigor y eficacia si ambos actúan y progresan
dentro de una recíproca proximidad optativa. El aflojamiento
de los lazos objetales infantiles no sólo cede paso a relaciones
más maduras o más adecuadas para la edad, sino que al mismo
tiempo el yo se opone de manera creciente a que se restablez-
can los perimidos, y en parte abandonados, estados yoicos y
gratificaciones pulsionales de la niñez.
Los psicoanalistas que trabajan con adolescentes siempre
han sido impresionados por esta preocupación central por las
relaciones. No obstante, la intensidad y magnitud de las mani-
festaciones o inhibiciones pulsionales dirigidas hacia los objetos
no deben hacer olvidar las radicales alteraciones que se produ-
cen en esta época en la estructura yoica. La sumatoria de estos
cambios estructurales sobrevive a la adolescencia, como atri-
butos permanentes de la personalidad.
Lo que estoy tratando de trasmitir es el carácter particular
de la reestructuración psíquica en la adolescencia, cuando los
desplazamientos de la libido de objeto originan alteraciones
yoicas que, a su vez, dan al proceso de pérdida y hallazgo de
objeto (la alternancia de movimientos regresivos y progresivos)
no sólo mayor urgencia sino también más amplios alcances en
materia de adaptación. Esta reacción circular ha disminuido,
por lo general, al cierre de la adolescencia, con el resultado de
que el yo lia obtenido una organización diferenciada y definiti-
va. Dentro de esta organización, hay amplio margen para las
elaboraciones de la vida adulta, sobre las cuales influye en gra-
do decisivo el ideal del yo.
Pasemos ahora al curso que sigue la individuación durante la
adolescencia. En él estudio de este proceso, hemos aprendido
mucho de aquellos adolescentes que eluden la trasformación de
la estructura psíquica y remplazan la desvinculación respecto
de los objetos interiores por su polarización; en tales casos, el
rol social y la conducta, los valores y la moral, están determi-
nados por el deseo de ser manifiestamente distinto a la imago
interiorizada, o simplemente lo opuesto de esta. Las perturba-
ciones yoicas, evidentes en el acting out, en las dificultades pa-
ra el aprendizaje, en la falta de objetivos, en la conducta dila-
toria, temperamental y negativista, son con frecuencia los sig-
nos sintomáticos de un fracaso en la desvinculación respecto de
los objetos infantiles, y, en consecuencia, representan un des-
carrilamiento del proceso de individuación en sí. Como clíni-
cos, percibimos en el rechazo total que hace el adolescente de
su familia y de su pasado el rodeo que da para eludir el penoso
proceso de desvinculación. Por lo común, tales evitaciones son
transitorias y las demoras se eliminan por sí mismas; no obstan-
te, pueden asumir formas ominosas. Nos es bien conocido el
adolescente que se escapa de su casa en un coche robado, deja
la escuela, vagabundea sin rumbo fijo, se vuelve promiscuo y
adicto a las drogas. En todos estos casos el carácter concreto de
la acción^suple al logro de una tarea evolutiva —p. ej., el irse
lejos de la casa suple al distanciamiento psicológico de los vín-
culos de dependencia infantiles—. De un modo u otro, por lo
general estos adolescentes se han alejado de sus familias en for-
ma drástica y concluyente, convencidos de que no hay comuni-
cación posible entre las distintas generaciones. Al evaluar estos
casos, uno a menudo llega a la conclusión de que el adolescente
"procede mal llevado por buenos motivos". Uno no puede de-
jar de reconocer en las medidas de emergencia de una ruptura
violenta con el pasado infantil y familiar la huida frente a un
avasallador impulso regresivo hacia las dependencias, gran-
diosidades, seguridades y gratificaciones de la infancia. En sí,
el empeño por separarse de los lazos de dependencia infantiles
concuerda con la tarea adolescente, pero los medios empleados
suelen abortar el empuje madurativo.
Para muchos adolescentes, esta ruptura violenta constituye
un momento de respiro, una posición de holding, hasta que se
reaviva el desarrollo progresivo; pero para muchos se convierte
en un modo de vida que a la corta o a la larga los lleva de vuel-
ta a aquello que desde el principio se quiso evitar: la regresión.
Al obligarse a tomar distancia física, geográfica, moral e ide-
ológica con relación a su familia o al lugar donde trascurrió su
niñez, este tipo de ¿dolescente hace que la separación interior
se vuelva prescindible. En su separación e independencia
concretas experimenta una exultante sensación de triunfo sobre
su pasado, y poco a poco se aficiona a este estado de aparente
liberación. Las contrainvestiduras aplicadas al mantenimiento
de dicho estado dan cuenta de la llamativa ineficacia práctica,
superficialidad emocional, actitud dilatoria y espera expectan-
te que caracterizan a las diversas formas de evitar la indivi-
duación. Es cierto que, en alguna etapa crítica del proceso de
individuación, la separación física de los padres o la polariza-
ción del pasado merced al cambio de rol social, a la nueva ma-
nera de vestir y acicalarse, a los intereses especiales o preferen-
cias morales que se han adquirido, son el único medio con que
cuenta el adolescente para conservar su integridad psicológica.
Sin embargo, el grado de madurez que en definitiva se alcance
dependerá de hasta dónde haya avanzado el proceso de indivi-
duación, o de que en algún punto haya llegado a un impase y
permanezca incompleto. De lo anterior se desprende que el
concepto de "segunda individuación" es relativo; por un lado,
depende de la maduración pulsional; por el otro, de la perdu-
rabilidad que ha adquirido la estructura yoica. Con esa expre-
sión se designan, pues, los cambios que acompañan la desvin-
culación adolescente respecto de los objetos infantiles y son
consecuencia de esta.
La individuación implica que la persona en crecimiento asu-
ma cada vez más responsabilidad por lo que es y por lo que ha-
ce, en lugar de depositarla en los hombros de aquellos bajo cu-
ya influencia y tutela ha crecido. En nuestra época hay una ac-
titud muy generalizada entre los adolescentes más "refinados",
que consiste en culpar a sus padres o a la sociedad ("la
cultura") por las deficiencias y desilusiones de su juventud; o
bien, en una escala trascendental, la tendencia a ver en los po-
deres incontrolables de la naturaleza, el instinto, el destino y
otras generalidades por el estilo las fuerzas absolutas y últimas
que gobiernan la vida. Al adolescente que ha adoptado dicha
postura le parece vano oponerse a tales fuerzas; declara, más
bien, que el verdadero rasgo distintivo de la madurez es la re-
signación ante la falta de objetivos. Asume la actitud displicen-
te de Mersault en El extranjero, de Camus. La incapacidad de
separarse de los objetos interiores salvo mediante un distan-
ciamiento físico acompañado de repudio y menosprecio se vi-
vencia subjetivamente como un sentimiento de alienación. Ad-
vertimos que tal es el estado de ánimo endémico en un sector
considerable de los adolescentes actuales, chicos y chicas de
promisorias dotes criados en hogares ambiciosos aunque indul-
gentes, por lo común de clase media, y en el seno de familias
progresistas y liberales.
Al estudiar la morfología de la individuación adolescente
con perspectiva histórica, notamos que en cada época surgen
roles y estilos predominantes a través de los cuales se instru-
menta y socializa esta tarea de la adolescencia. Tales epifenó-
menos del proceso de individuación siempre se hallan, de un mo-
do u otro, en oposición al orden establecido. 2 La diferencia
crucial sigue siendo que este nuevo modo de vida se convierta
en un desplazado campo de batalla donde el muchacho se libe-
re de sus lazos de dependencia infantiles, y pueda así llegar a la
individuación, o, por el contrario, que las nuevas formas pasen
a ser sustitutos permanentes de los estados infantiles, impidien-
do así el desarrollo progresivo. La valencia patognomónica de
una separación física tal como el abandono del hogar o de la es-
cuela, o el entregarse a modos de vida adultomorfos (especial-
mente en lo sexual), sólo puede determinarse si se la considera
en relación con el ethos contemporáneo (el Zeitgeist o espíritu
de la época), el medio total y sus sanciones tradicionales de las
formas de conducta que dan expresión a las necesidades pube-
rales. La intensificación de las pulsiones en la pubertad reacti-
va relaciones objetales primarias dentro del contexto de ciertas
modalidades pulsionales pregenitales a las que se acuerda prefe-
rencia. Sin embargo, durante la adolescencia la libido y la
agresión no pasan simplemente, en un giro de ciento ochenta
grados, de los objetos de amor primarios a otros no incestuosos.
El yo está intrínsecamente envuelto en todos estos desplaza-
mientos de investiduras, y en ese proceso adquiere la estructura
por la cual puede ser definida la personalidad posadolescente.

2 Un ejemplo sería la indumentaria cómoda y ostentosamente simple introdu-


cida por un sector de muchachos alemanes cultos durante la segunda mitad del
siglo X V I I I , como reacción frente al refinamiento y delicadeza franceses en ma-
teria de vestimenta masculina. Al par que se arrancaban las finas cintas de las
camisas, los jóvenes desplegaban de modo abierto y exuberante sus emociones
(llantos, abrazos). Análogamente, la peluca fue remplazada por largas cabelle-
ras naturales. Estos jóvenes, en quienes se combinaba la influencia de Rousseau
con una reacción ante "la hipocresía del orden establecido", crearon su propia
moda anticonvencional y espontánea, y, más allá de esta, agregaron su cuota de
fermento político a la época.
Así pues, la individuación adolescente es reflejo de un proceso
y de un logro, y ambos constituyen elementos inherentes al
proceso total de la adolescencia.
Dejaré ahora la descripción de conocidos ajustes adolescen-
tes y pasaré a examinar sus implicaciones teóricas. En la des-
vinculación de los objetos infantiles, tan esencial para el de-
sarrollo progresivo, se renueva el contacto del yo con posi-
ciones pulsionales y yoicas infantiles. El yo de la poslatencia es-
tá, por decir así, preparado para este combate regresivo, y es
capaz de dar soluciones distintas, más perdurables y apro-
piadas para la edad, a las predilecciones infantiles. La reins-
tauración de las posiciones pulsionales y yoicas infantiles es un
elemento esencial del proceso de desvinculación adolescente.
Las funciones yoicas comparativamente estables (v. gr., la me-
moria o el control motor) y, además, las instituciones psíquicas
comparativamente estables (v. gr., el superyó o la imagen cor-
poral) sufrirán notables fluctuaciones y cambios en sus opera-
ciones ejecutivas. El observador experto puede reconocer, en el
colapso pasajero y reconstitución final de estas funciones e ins-
tituciones, su historia ontogenética. Uno estaría tentado de de-
cir, mecanísticamente, que en la adolescencia se produce un
reacomodamiento de los elementos que componen la psique,
dentro del marco total de un aparato psíquico que se man-
tiene fijo.
En el superyó, considerado otrora una institución posedípica
inflexible, sobreviene durante la adolescencia una reorganiza-
ción considerable (A. Freud, 1952a). La observación analítica
de los cambios del superyó en este período ha sido sumamente
instructiva para estudiar la variabilidad de las estructuras psí-
quicas protoadolescentes. Echaremos ahora una mirada más
de cerca a la mutabilidad de esta institución posedípica. En el
análisis de adolescentes aparece con gran claridad la personifi-
cación regresiva del superyó. Esto nos permite vislumbrar su
origen en las relaciones objetales. Desenvolver el proceso que
dio lugar a la formación del superyó es como pasar hacia atrás
una película cinematográfica. Lo ilustraremos con el análisis
de dos adolescentes, ambos incapaces de adecuarse a los re-
quisitos rutinarios de la vida cotidiana, ambos fracasados en
materia de trabajo, cualquiera que fuese la índole de este, y
también en materia de amor, cualquiera que fuese su índole.
A un muchacho posadolescente lo desconcertaba el hecho de
que mostraba igual indiferencia ante lo*que le gustaba hacer y
ante lo que no le gustaba; esto último lo entendía bien, pero lo
primero le parecía sin sentido. Advirtió que cada vez que reali-
zaba una actividad o la escogía, lo acompañaba esta pregunta
preconciente: "A juicio de mi madre, ¿sería bueno lo que yo
hago? ¿Querría que yo lo hiciese?". La respuesta afirmativa
automáticamente desacreditaba la actividad en cuestión, aun
cuando esta fuera de naturaleza placentera. En este impase, el
muchacho llegó a una inactividad total, procurando ignorar la
constante presencia de la madre en su mente y la influencia
que ella tenía en sus elecciones y acciones. Cuando retomó el
relato de su dilema, dijo: "Si compruebo que mi madre quiere
lo que yo quiero, o sea, si ambos queremos lo mismo, me turbo
y, haga lo que hiciere en ese instante, dejo de hacerlo".
Una muchacha posadolescente había orientado su proceder,
a lo largo de toda su niñez, por el deseo de ganarse el elogio y
admiración de sus allegados; empero, en su adolescencia tardía
se embarcó en una modalidad de vida que se alzaba en franca
oposición a la de su familia: dejó de ser lo que los demás, Según
ella pensaba, querían que fuese. Para su pesar, esta indepen-
dencia elegida por ella no le garantizó en absoluto su autode-
terminación, pues a cada momento se interponía la idea de la
aprobación o la desaprobación de sus padres. Sentía que sus
decisiones no le pertenecían, porque estaban guiadas por el de-
seo de hacer lo opuesto de aquello que hubiera complacido a
sus progenitores. Como consecuencia de ello, llegó a un
completo callejón sin salida en materia de acción y decisión.
Marchaba a la deriva, llevada por la caprichosa brisa de las
circunstancias. Todo cuanto podía hacer era delegar la orien-
tación parental en sus amigos de ambos sexos, viviendo vica-
riamente a través de las expectativas y gratificaciones de estos,
al par que la atormentaba el constante temor de sucumbir a su
influencia o bien, en un plano más profundo, de fundirse con
ellos perdiendo su sentido de sí misma.
En ambos casos, el enredo del superyó con las relaciones ob-
jetales infantiles dio por resultado un impase evolutivo. No se
había logrado lo que normalmente se obtiene durante la laten-
cia: la reducción de la dependencia objetal infantil merced a la
identificación y a la organización del superyó. En lugar de
ello, las identificaciones primitivas yacentes en el superyó ar-
caico y en los estadios precursores del superyó habían dejado su
poderosa impronta en estos dos adolescentes. Fantasías con res-
pecto a la propia originalidad y expectativas grandiosas acer-
ca de sí mismos, una vez materializadas por vía de la identifi-
cación con la madre omnipotente, convertían a toda acción do-
tada de un propósito en algo penosamente nimio y decep-
cionante. La tarea de reorganización del superyó, propia de la
adolescencia, sumió de nuevo a estos dos jóvenes en el plano ar-
caico de las identificaciones primitivas (A. Reich, 1954). El
hecho de que el superyó tenga su origen en relaciones objetales
edípicas y preedípicas hace que dicha institución psíquica sea
sometida a una revisión radical en la adolescencia. No es de
sorprender que las perturbaciones superyoicas constituyan una
anomalía peculiar de los adolescentes. Cuando durante la ni-
ñez sólo se obtuvo tenuemente la autonomía secundaria de las
funciones yoicas, la libido de objeto continúa extrayendo grati-
ficación de su ejercicio. Con el avance de la maduración pube-
ral, esta herencia arrojará a las funciones superyoicas en un es-
pantoso desorden. Si al adolescente su comportamiento le es
dictado, en forma general y duradera, por una defensa contra
la gratificación objetal infantil, queda vedada la reorganiza-
ción del superyó, o, dicho de otro modo, la individuación ado-
lescente resulta inconclusa.
La labor analítica con adolescentes pone de manifiesto, casi
invariablemente, que las funciones yoicas y superyoicas vuel-
ven a estar involucradas con las relaciones objetales infantiles.
El estudio de este tema me ha llevado al convencimiento de
que el peligro que amenaza a la integridad del yo no emana
únicamente de la fuerza de las pulsiones puberales, sino, en
igual medida, de la fuerza del impulso regresivo. Descartando
el supuesto de una enemistad fundamental entre el yo y el ello,
he llegado a la conclusión de que la reestructuración psíquica
por regresión representa la más formidable tarea anímica de la
adolescencia. Así como Hamlet anhela el placer que conlleva el
dormir pero teme a los sueños que este ha de traerle, así tam-
bién el adolescente anhela la gratificación pulsional y yoica pe-
ro teme volver a quedar involucrado en relaciones objetales in-
fantiles. Paradójicamente, esa tarea adolescente sólo puede
cumplirse a través de la regresión pulsional y yoica. Sólo a tra-
vés de la regresión pueden ser modificados los restos de
traumas, conflictos y fijaciones infantiles, haciendo obrar
sobre ellos los ampliados recursos del yo, apuntalados en esta
edad por el empuje evolutivo que propende al crecimiento y la
maduración. Torna factible este avance la diferenciación o
maduración del yo, legado normal del período de latencia. Du-
rante los movimientos regresivos de la adolescencia, la parte
del yo autoobservadora y ligada a la realidad se mantiene por
lo común intacta, al menos marginalmente. Quedan así redu-
cidos o controlados los peligros que entraña la regresión —la
pérdida catastrófica del self, el retorno al estadio de indiferen-
ciación, o la fusión—.
Geleerd (1961) ha sugerido que "en la adolescencia tiene lu-
gar una regresión parcial a la fase indiferenciada de relaciones
objetales". En un trabajo posterior, basado en su estudio pre-
vio, Geleerd (1964) amplía su concepción y enuncia que "el in-
dividuo que crece pasa a través de muchas etapas regresivas, en
las que participan las tres estructuras". Esta última formula-
ción ha sido confirmada por la práctica clínica y hoy forma
parte integrante de la teoría psicoanalítica de la adolescencia.
Hartmann (1939) fue quien sentó las bases para estas considera-
ciones sobre el desarrollo con su formulación de la "adaptación
regresiva". Esta modalidad adaptativa desempeña un papel, a
lo largo de la vida, en toda suerte de situaciones críticas.
Lo que aquí quiero destacar es que la adolescencia es el úni-
co período de la vida humana en que la regresión yoica y pul-
sional constituye un componente, obligatorio del desarrollo
normal. La regresión normativa adolescente opera al servicio
del desarrollo; la regresión como mecanismo de defensa actúa
junto a la regresión al servicio del desarrollo. No es fácil dife-
renciar en la clínica estas dos formas de regresión; de hecho, a
menudo es imposible hacerlo, y queda como un punto discu-
tible, al menos durante cierto lapso. En un sentido estricto, el
tema de mi investigación es la influencia mutua entre la regre-
sión yoica y la pulsional (o la interacción de ambas) a medida
que producen cambios en la estructura psíquica. Conceptuali-
zamos aquí como "individuación adolescente" el proceso de
cambio estructural y su logro, subrayando el prominente papel
de la desinvestidura de representaciones objetales infantiles en
la reestructuración psíquica de la adolescencia. La regresión
específica de la fase inaugura transitorias vicisitudes de ina-
daptación y mantiene en la juventud un estado de grán volubi-
lidad psíquica (véase el capítulo 12). Esta condición explica
gran parte de la desconcertante conducta y singular turbulen-
cia emocional de esta edad.
A fin de exponer mejor la función que cumple la regresión
adolescente, será útil compararla con los movimientos regresi-
vos de la niñez temprana. En esta, a los estados de stress que
sobrecargan la capacidad adaptativa del niño se responde nor-
malmente mediante la regresión pulsional y yoica, pero las
regresiones de esta naturaleza no constituyen pasos evolutivos
previos a la maduración pulsional y yoica. Por el contrario, la
regresión adolescente, que no es de índole defensiva, forma
parte inherente del desarrollo puberal. Pese a ello, esta regre-
sión provoca con suma frecuencia angustia; si esta angustia se
torna ingobernable, se movilizan, secundariamente, medidas
defensivas. La regresión de la adolescencia no es, en y por sí
misma, una defensa, pero constituye un proceso psíquico esen-
cial, que, pese a la angustia que engendra, debe seguir su cur-
so. Sólo entonces puede consumarse la tarea implícita en el de-
sarrollo adolescente. Nunca se destacará lo suficiente que
aquello que, al comienzo, cumple en este proceso una función
defensiva o restitutiva, pasa luego a cumplir normalmente una
función adaptativa y contribuye en grado decisivo a la singula-
ridad de una determinada personalidad.
En la reestructuración psíquica adolescente no sólo observa-
mos una regresión pulsional sino también una regresión yoica.
Esta última connota la revivenciación de estados yoicos aban-
donados total o parcialmente, los cuales o bien fueron ciudade-
las de protección y seguridad, o constituyeron otrora formas es-
peciales de hacer frente al stress. La regresión yoica siempre se
evidencia en el proceso adolescente, pero únicamente opera en
contra de la segunda individuación cuando actúa de manera
puramente defensiva. Viendo las cosas en retrospectiva, no po-
demos dejar de admitir, ante muchas de las extravagancias de
los adolescentes, que una retirada estratégica era el mejor ca-
mino hacia la victoria: Reculer pour mieux sauter. El de-
sarrollo progresivo se estanca sólo cuando la regresión pul-
sional y yoica alcanza la inmovilidad de una fijación adoles-
cente.
La regresión yoica se hallará, por ejemplo, en la reviven-
ciación de estados traumáticos, que no faltan en la niñez de na-
die. En enfrentamientos que él mismo inventa con reproduc-
ciones en miniatura o representaciones vicarias del trauma ori-
ginal en situaciones de la vida real, el yo adquiere poco a poco
dominio sobre situaciones peligrosas arquetípicas. La dramati-
zación y experimentación de los adolescentes, así como gran
parte de su patología delictiva (véase el capítulo 13), corres-
ponden a esta actividad yoica, a menudo inadaptada. Por lo
común, sin embargo, de la lucha contra los restos de traumas
infantiles surge una mayor autonomía yoica. Desde este punto
de vista, puede decirse que la adolescencia ofreice una segunda
oportunidad para hacer las paces con situaciones de peligro
abrumadoras (én relación con el ello, el superyó y la realidad)
que sobrevivieron a la infancia y la niñez.
Los estados yoicos adolescentes de naturaleza regresiva
pueden reconocerse, asimismo, en un retorno al "lenguaje de la
acción", a diferencia de la comunicación verbal simbólica, y,
además, en un retorno al "lenguaje corporal", a la somatiza-
ción de los afectos, conflictos y pulsiones. Este último fenóme-
no es el responsable de las numerosas afecciones y dolencias fí-
sicas típicas de la adolescencia, ejemplificadas por la anorexia
nerviosa y la obesidad psicógena. Dicha somatización es más
evidente en las niñas que en los varones; forma parte de esa di-
fusión de la libido que en la mujer normalmente produce la
erotización del cuerpo, en especial de su superficie. La libido
de objeto, desviada hacia diversas partes del cuerpo o sistemas
de órgano, facilita la formación de "sensaciones hipocon-
dríacas y de cambios corporales que son bien conocidos clíni-
camente a partir de los estadios iniciales de la psicosis" (A.
Freud, 1958, pág. 272). Durante la adolescencia podemos to-
parnos con estos mismos fenómenos, pero sin que se presenten
secuelas psicóticas.
Contemplando el "lenguaje de la acción" de los adolescen-
tes, uno no puede dejar de reconocer en él el problema de la ac-
tividad versus la pasividad, la antítesis más antigua de la vida
del individuo. No cabe sorprenderse de que con el estallido de
la pubertad, con el pasmoso crescendo de la tensión pulsional y
el crecimiento físico, el adolescente recaiga en viejas y conoci-
das modalidades de reducción de la tensión. La regresión pul-
sional, en busca de una de estas modalidades, conduce en últi-
ma instancia a la pasividad primordial, que se alza en fatal
oposición frente al cuerpo que madura, sus incipientes capaci-
dades físicas y sus aptitudes mentales recientemente desplega-
das. El desarrollo progresivo apunta a un gradó creciente de
confianza en sí mismo, a un dominio cada vez mayor del am-
biente y, en verdad, a la trasformación de este último por obra
de la voluntad, que aproxime más la concreción de los deseos y
aspiraciones.
Los estados yoicos regresivos se disciernen, asimismo, en la
conocida idolatría y adoración de hombres y mujeres célebres
por parte del adolescente. En nuestro mundo actual, estas figu-
ras son escogidas predominantemente en el ámbito de los es-
pectáculos y los deportes: son "los grandes astros del público".
Nos recuerdan a los padres idealizados por el niño en sus más
tiernos años. Sus imágenes glorificadas constituyen un regula-
dor indispensable del equilibrio narcisista del niño. No ha de
llamar nuestra atención que las paredes de su cuarto, cubiertas
con posters de los ídolos populares, queden desiertas tan pronto
la libido de objeto se compromete en relaciones personales ge-
nuinas. Entonces, esa pasajera bandada figurativa de dioses y
diosas efímeros se vuelve prescindible de la noche a la mañana.
Los estados yoicos infantiles son también reconocibles en es-
tados emocionales próximos a la fusión, y que con frecuencia se
vivencian en conexión con abstracciones como la Verdad, la
Naturaleza, la Belleza, o en la brega por ideas o ideales de ín-
dole política, filosófica, estética o religiosa. Estos estados de
cuasi-fusión en el ámbito de las representaciones simbólicas se
buscan como un respiro temporario, y sirven como salvaguar-
dias contra la fusión total con los objetos infantiles interioriza-
dos. A esta esfera de la regresión yoica pertenecen las conver-
siones religiosas o los estados de fusión provocados por drogas.
La regresión yoica limitada que es característica (y obligato-
ria) en la adolescencia sólo puede tener lugar dentro de un yo
comparativamente intacto. Por lo general, el aspecto del yo al
que designamos como "el yo crítico y observador" continúa
ejerciendo su función, aunque esta haya disminuido en forma
notoria, e impide así que la regresión yoica se deteriore y con-
vierta en un estado infantil de fusión. Sin duda alguna, esta
regresión adolescente impone una severa prueba"al yo. Ya se-
ñalamos que, antes de la adolescencia, el yo parental se vuelve
asequible al niño y brinda estructura y organización al yo de
este último como entidad funcional. La adolescencia perturba
esta alianza, y la regresión yoica deja al desnudo la integridad
o las falencias de la temprana organización yoica, que extrajo
decisivas cualidades positivas o negativas de su tránsito a través
de la primera fase de separación-individuación, en el segundo
y tercer años de vida. La regresión yoica adolescente en una
estructura yoica fallida sume al yo regresivo en su primitiva
condición anormal. La distinción entre una regresión yoica
normal o patológica radica, precisamente, en que ella se apro-
xime al estado indiferenciado o lo alcance en forma consuma-
da. Esta distinción es análoga a la que existe entre un sueño y
una alucinación. La regresión al yo seriamente defectuoso de
la niñez temprana trasforma el típico impase evolutivo de la
adolescencia en una psicosis pasajera o permanente. El grado
de insuficiencia del yo temprano a menudo sólo se pone de ma-
nifiesto en la adolescencia, cuando la regresión deja de estar al
servicio del desarrollo progresivo, impide la segunda indivi-
duación y cierra el camino a la maduración pulsional y yoica.
Siguiendo el desarrollo de niños esquizofrénicos a quienes
traté con éxito en el comienzo y en el período intermedio de su
niñez, comprobé que en su adolescencia tardía volvía a reinci-
dir, con más o menos gravedad, su patología primitiva. Esta
recaída por lo común se producía cuando abandonaban el ho-
gar para cursar sus estudios universitarios, luego de haber
hecho, en los años intermedios, notables avances en su de-
sarrollo psicológico (v. gr., en materia de aprendizaje y comu-
nicación) así como en su adaptación social. La función evoluti-
va de la regresión yoica adolescente quedaba reducida a cero
cuando los estadios yoicos tempranos, de los que debe extraer
su fuerza el segundo proceso de individuación, eran reacti-
vados y demostraban poseer falencias críticas. La patología
nuclear volvió una vez más a fulgurar. Su imposibilidad de
desvincularse emocionalmente de su familia durante la adoles-
cencia puso de relieve hasta qué punto estos niños habían vivi-
do, en el lapso intermedio, tomando en préstamo la fuerza
yoica. La terapia les permitió derivar nutrimento emocional
del ambiente. Esta capacidad les fue útil, por cierto, durante
su segundo episodio agudo; ella hizo que lo atravesaran y pu-
dieran recuperarse. Cuando, en la adolescencia, debe cortarse
el cordón umbilical psicológico, los niños con temprano daño
yoico recaen en una estructura psíquica fallida que resulta
completamente inadecuada para la tarea del proceso de indivi-
duación. Estos casos arrojan luz sobre los problemas estructu-
rales de cierta psicopatología adolescente, y a la vez insinúan
un continuum de tratamiento de la psicosis o esquizofrenia in-
fantil, que llega a la adolescencia (por lo común la adolescen-
cia tardía) o debe ser retomado en ese período.
Un rasgo de la adolescencia que no escapa a nuestra atención
reside en el frenético empeño por mantenerse ligado a la reali-
dad —moviéndose de un lado a otro, mostrándose activo, ha-
ciendo cosas—. Se revela además en la necesidad de tener expe-
riencias grupales o relaciones personales en que haya una vivi-
da e intensa participación y afectividad. Los cambios frecuen-
tes y repentinos en estas relaciones con cualquiera de los dos se-
xos pone de relieve su carácter espurio. Lo que se busca no es
un lazo personal sino el aguzado afecto y la agitación emo-
cional que él provoca. Pertenece a este dominio la urgente ne-
cesidad de hacer cosas "por divertirse", para escapar a la sole-
dad afectiva, la apatía y el tedio. Este cuadro sería incompleto
si no mencionáramos al adolescente que busca estar a solas en
un "espléndido aislamiento" a fin de conjurar en su mente esta-
dos afectivos de extraordinaria intensidad; para estas inclina-
ciones, no hay mejor rótulo que el de "hambre de objeto y de
afecto". Lo que todos estos adolescentes tienen en común es la
necesidad de penetrantes e intensos estados afectivos, ya sea
que estos se distingan por su exuberante exaltación o bien por
el dolor y la angustia. Podemos concebir esta situación afec-
tiva como un fenómeno restitutivo que es secuela de la pér-
dida del objeto interno y el concomitante empobrecimiento
del yo. 3
La experiencia subjetiva del adolescente —expresada en el
dilema: "¿Quién soy yo?"— contiene múltiples enigmas. Refle-
ja lo que conceptualizamos como pérdida o empobrecimiento
del yo. La pérdida del yo es, a lo largo de la adolescencia, una
amenaza constante a la integridad psíquica y da origen a for-
mas de conducta que aparecen anómalas, pero que hay que
evaluar como empeños por mantener en marcha el proceso
adolescente mediante un vuelco frenético (aunque inadaptado)
hacia la realidad. El cuadro clínico de muchos delincuentes,
visto desde esta perspectiva, suele revelar más componentes sa-
nos de los que por lo general se le acreditan (véanse ejemplos,
clínicos de esto en el capítulo 12).

3 A primera vista, parecería una contradicción hablar de "empobrecimiento


del yo" cuando la libido dé objeto es desviada hacia el self, pero un yo sano no to-
lera bien durante mucho tiempo que se lo cercene de las relaciones objétales. La
inundación del self con libido narcisista sólo se torna acorde con el yo en el ado-
lescente psicótico, para quien el mundo real es opaco e incoloro. El adolescente
"normal" tiene una sensación de aterradora irrealidad ante un creciente aisla-
miento narcisista respecto del mundo de los objetos. Por consiguiente, la mas-
turbación no le proporciona jamás una forma de gratificación permanente, ya
que a la postre reduce su autoestima. Si bien es cierto que las fantasías mastur-
batorias pueden despertar sentimientos de culpa a través de la prohibición su-
peryoica, no podemos ignorar el hecho de que la merma de la autoestima deri-
va, en gran medida, del debilitamiento del vínculo con el mundo de los objetos,
o sea, en otras palabras, de un crítico desequilibrio narcisista.
Quisiera reconsiderar aquí el "hambre de objeto" del adoles-
cente y su empobrecimiento yoico. Estas dos pasajeras si-
tuaciones evolutivas encuentran compensatorio alivio en el
grupo, la pandilla, el círculo de amigos, los coetáneos en gene-
ral. El grupo de pares sustituye (a menudo literalmente) a la
familia del adolescente (véase el capítulo 5). En la compañía
de sus contemporáneos el muchacho o la chica hallan estímulo,
sentido de pertenencia, lealtad, devoción, empatia y resonan-
cia. Recuerdo aquí al saludable niño del estudio de Mahler
(1963), un caminador novel, quien durante la crisis de
separación-individuación reveló una sorprendente capacidad
para "extraer de la madre suministros de contacto y participa-
ción". En la adolescencia, estos suministros de contacto son
proporcionados por el grupo de pares. El niño que empieza a
caminar requiere del auxilio de la madre para alcanzar la auto-
nomía; el adolescente se vuelve hacia la "horda" de sus con-
temporáneos, de cualquier tipo que ella sea, para obtener esos
suministros sin los cuales no es posible materializar la segunda
individuación. El grupo permite las identificaciones y los ensa-
yos de rol sin demandar un compromiso permanente. También
da lugar a la experimentación interactiva como actividad de
corte con los lazos de dependencia infantiles, más que como
preludio a una nueva, duradera relación íntima. Por añadidu-
ra, el grupo comparte —y así, alivia— los sentimientos indivi-
duales de culpa que acompañan la emancipación de las depen-
dencias, prohibiciones y lealtades infantiles. Resumiendo, cabe
afirmar que, en líneas generales, los contemporáneos allanan
el camino para pasar a integrar la nueva generación, dentro de
la cual el adolescente debe establecer su identidad social, per-
sonal y sexual en cuanto adulto. Si la relación con los pares no
hace más que sustituir los lazos de dependencia infantiles, el
grupo no ha cumplido su función. En tales casos, el proceso
adolescente ha sufrido un cortocircuito, con el resultado de que
las dependencias emocionales irresueltas se convierten en atri-
butos permanentes de la personalidad. En esas circunstancias,
la vida en el seno de la nueva generación se desenvuelve, extra-
ñamente, como sombras chinescas del pasado del individuo: lo
que más debía evitarse se repite con fatídica exactitud.
Una adolescente mayor, estancada en una rígida postura an-
ticonformista que le servía como protección contra un impulso
regresivo inusualmente intenso, expresó tan bien lo que yo me
he empeñado en decir que le cederé .la palabra. Reflexionando
sobre un caso de inconformismo, acotó: "Si uno actúa en oposi-
ción a lo previsto, se da de porrazos a diestra y siniestra con las
reglas y normas. Hoy, el hacer caso omiso de la escuela
—simplemente no fui— me hizo sentir muy bien. Hizo que me
sintiera una persona y no un autómata. Si uno continúa rebe-
lándose y choca lo suficientemente a menudo con el mundo que
lo rodea, en su mente comienza a esbozarse un bosquejo de sí
mismo. Eso es indispensable. Tal vez, cuando uno sabe quién
es, no necesita ser distinto de aquellos que saben (o creen que
saben) cómo debería ser uno". Una declaración como esta re-
afirma el hecho de que para la conformación de la personali-
dad adolescente es condición necesaria una firme estructura
social.
Abordaré ahora las vastas consecuencias que tiene el hecho
de que la regresión de la adolescencia sea la condición previa
para un desarrollo progresivo. La observación clínica me llevó
a inferir que el adolescente tiene que entablar contacto emo-
cional con las pasiones de su infancia y de su niñez temprana a
fin de que estas depongan sus investiduras originales. Sólo en-
tonces podrá el pasado desvanecerse en los recuerdos concien-
tes e inconcientes, y el avance de la libido conferir a la juven-
tud su singular intensidad emocional y firmeza de propósitos.
El rasgo más profundo y peculiar de la adolescencia reside
en la capacidad de pasar de la conciencia regresiva a la progre-
siva con una facilidad que no tiene parangón en ningún otro
período de la vida humana. Esta fluidez da cuenta, quizá, de
los notables logros creadores —y decepcionadas expectativas—
de esta particular edad. La experimentación del adolescente
con el self y la realidad, con los sentimientos y pensamientos,
otorgará, en caso de que todo vaya bien, contenido y forma du-
raderos y precisos a la individuación, en términos de su realiza-
ción en el ambiente. Una de esas formas decisivas de realiza-
ción es, por ejemplo, la elección vocacional.
En el proceso de desvinculación de los objetos de amor y odio
primarios, una cualidad de las tempranas relaciones objetales
se manifiesta bajo la forma de ambivalencia. El cuadro clínico
de la adolescencia pone de relieve la desmezcla de las mociones
pulsionales. Actos y fantasías de agresión pura son típicos de la
adolescencia en general, y de la masculina en especial. No
quiero decir con ello que todos los adolescentes sean manifies-
tamente agresivos, sino que la pulsión agresiva afecta el
equilibrio pulsional existente antes de la adolescencia y exige
nuevas medidas de adaptación. En este punto de mi indaga-
ción no me interesa la forma que puedan adoptar esas medidas
—desplazamiento, sublimación, represión o trastorno hacia lo
contrario—. El análisis de la agresión manifiesta conduce, en
última instancia, a elementos de furia y sadismo infantiles; en
esencia, a la ambivalencia infantil. Revividas en la adolescen-
cia, las relaciones objetales infantiles habrán de presentarse en
su forma original, vale decir, en un estado ambivalente. De
hecho, la tarea suprema de la adolescencia es fortalecer las
relaciones objetales posambivalentes. La inestabilidad emo-
cional en las relaciones personales, y, por encima de ello, la
inundación de las funciones yoicas autónomas por la ambiva-
lencia en general, crea en el adolescente un estado de precaria
labilidad y de contradicciones incomprensibles en cuanto a los
afectos, pulsiones, pensamientos y conducta. La fluctuación
entre los extremos del amor y el odio, la actividad y la pasivi-
dad, la fascinación y la indiferencia, es una característica tan
conocida de la adolescencia que no tenemos que detenernos
aquí en ella. Sin embargo, el fenómeno merece ser explorado en
relación con el tema de este estudio, a saber, la individuación.
Un estado de ambivalencia enfrenta al yo con una situación
que, a causa de su relativa madurez, el yo siente como intole-
rable, no obstante lo cual el manejo constructivo de esa si-
tuación desborda, al menos temporariamente, su capacidad de
síntesis. Muchas aparentes operaciones defensivas, como el ne-
gativismo, la conducta opositora o la indiferencia, no son sino
exteriorizaciones de un estado ambivalente que ha penetrado
en la personalidad total.
Antes de proseguir con estas ideas, las ilustraré con un frag-
mento tomado del análisis de un muchacho de diecisiete años.
En lo que sigue me centraré en aquellos aspectos del material
analítico que reflejan la desvinculación respecto de la madre
arcaica y que tienen relación directa con el tema de la ambiva-
lencia y la individuación. Este muchacho, capaz e inteligente,
se vinculaba con los demás en un plano de intelectualización, y
mejor con los adultos que con sus pares. Todas sus relaciones
personales, en especial dentro de su familia, estaban impregna-
das de una actitud pasivo-agresiva. Uno advertía en él una tu-
multuosa vida interior que no había hallado expresión en la
conducta afectiva. Era dado al malhumor y a la reserva sigilo-
sa; su desempeño escolar era irregular; se volvía por períodos
terco y negativista, y fríamente exigente en el hogar. Dentro de
este cuadro fluctuante era posible discernir una generalizada
e impenetrable altanería, rayana en la arrogancia. Esta anor-
malidad se hallaba bien fortificada por defensas obsesivo-
compulsivas. En sí misma, la elección de este mecanismo de
defensa insinúa el papel predominante que desempeñaba la
ambivalencia en la patogénesis de este caso.
Hasta que no se logró acceso a las fantasías del muchacho no
se pudo apreciar su necesidad de una rígida, inatacable organi-
zación defensiva. Cada uno de sus actos y pensamientos iba
acompañado de una involucración (hasta entonces inconcien-
te) con la madre y de su fantaseada complicidad, para bien o
para mal, en su vida cotidiana. Tenía una insaciable necesidad
de sentirse próximo a la madre, quien desde sus primeros años
lo había dejado al cuidado de una parienta bienintencionada.
De niño siempre había admirado, envidiado y alabado a su
madre; el análisis lo ayudó a vivenciar el odio, desprecio y te-
mor que sentía hacia ella cada vez que eran frustrados sus in-
tensos deseos de ser objeto de la generosidad material de ella.
Se volvió claro que sus procederes y talantes estaban determi-
nados por el flujo y reflujo del amor y odio que experimentaba
hacia su madre, o que él imaginaba que ella sentía hacia él.
Así, por ejemplo, no hacía sus tareas escolares cuando privaba
en él la idea de que su buen rendimiento en los estudios
complacería a la madre. En otros momentos sucedía lo inverso.
En cierta oportunidad en que se le otorgó un premio en el cole-
gio, lo mantuvo en secreto para que su madre no se enterara y
utilizara su logro como "una pluma de su propio sombrero"
—o sea, se lo robara—. Salía a caminar a escondidas, pues su
madre prefería a los muchachos que hacían vida al aire libre,
y, para ponerla a ella en una situación censurable, él se dejaría
regañar por no tomar aire fresco. Si él disfrutaba de un espec-
táculo o invitaba a un amigo a la casa, todo el placer del acon-
tecimiento se le estropeaba si su madre se sentía encantada por
ello y mostraba su aprobación. A modo de venganza, tocaba el
piano, tal como quería su madre, pero lo hacía con un perma-
nente fortissimo, sabiendo muy bien que la intensidad del soni-
do a ella le crispaba los nervios. Tocar el piano fuerte era una
acción sustitutiva de gritarle. Cuando tomó conocimiento de
esta agresividad suya, se llenó de angustia.
En este punto, el análisis de la ambivalencia del muchacho
quedó bloqueado por una defensa narcisista: se sentía como un
espectador ajeno al drama de la vida, no comprometido en los
sucesos cotidianos, y veía su entorno en trazos borrosos e indis-
tintos. Para hacer frente a esta emergencia no vino en su ayuda
la usual defensa obsesivo-compulsiva (catalogar, archivar, re-
mendar o reparar). Este estado de despersonalización le resultó
sumamente incómodo y desconcertante. La labor analítica pu-
do seguir adelante cuando él tomó conciencia del aspecto sádi-
co de su ambivalencia; lo abandonó entonces el extraño estado
yoico. Vivenció y expresó verbalmente su violento impulso de
golpear y herir físicamente a su madre cada vez que esta lo
frustraba. El sentimiento de frustración dependía, más que de
las acciones objetivas de ella, de la marea de sus propias necesi-
dades interiores. La réplica de la ambivalencia infantil era evi-
dente. Ahora, él estaba en condiciones de diferenciar entre la
madre del período infantil y la de la situación presente. Este
avance permitió rastrear hasta qué punto estaban involucradas
sus funciones yoicas en su conflicto de ambivalencia adolescen-
te, y restaurarles su autonomía.
Fue interesante observar que en la resolución del conflicto
de ambivalencia ciertos atributos de la personalidad de la
madre pasaron a serlo del yo del hijo; por ejemplo, la capaci-
dad de trabajo que ella tenía, el uso que daba a su inteligencia
y su idoneidad social, todo lo cual había sido objeto de la envi-
dia del muchacho. En cambio, otros de sus valores, criterios y
rasgos de carácter eran rechazados por él considerándolos in-
deseables o repulsivos. Ya no se los percibía como la arbitraria
renuencia de la madre a ser todo aqu'ello que pudiera agradar o
confortar a su hijo. Quedó establecida una constancia de obje-
to secundaria en relación con la madre del período adolescen-
te. La madre omnipotente del período infantil fue relevada al
comprobar el hijo sus falencias y virtudes, en suma, al hacer de
ella un ser humano. Unicamente a través de la regresión pudo
el muchacho revivenciar la imagen materna e instituir las en-
miendas y diferenciaciones que neutralizaron su relación obje-
tal ambivalente preedípica. La reorganización psíquica que
aquí describimos fue subjetivamente vivenciada por él como
un aguzado sentido del self, esa toma de conciencia y ese
convencimiento que la frase "Este soy yo" sintetiza mejor que
cualquier otra. Tal estado de conciencia y sentimiento subjeti-
vo reflejan la incipiente diferenciación en el interior del yo que
aquí conceptualizamos como el segundo proceso de indivi-
duación.
El alborozo que produce el sentirse independiente del proge-
nitor interiorizado, o, más exactamente, de la representación
de ese progenitor como objeto, es complementado por un afec-
to depresivo que acompaña y sigue la pérdida del objeto inte-
rior. El afecto concomitante de esta pérdida de objeto ha sido
comparado con el trabajo de duelo. Normalmente, luego de re-
nunciar al carácter infantil de la relación con el progenitor, la
continuidad de esta no se interrumpe. La tarea de la indivi-
duación adolescente está vinculada con ambas representa-
ciones objetales de los progenitores, la infantil y la contempo-
ránea; estos dos aspectos derivan de la misma persona pero en
distintos estadios de desarrollo. Esta constelación tiende a con-
fundir al adolescente en la relación con su progenitor, ya que lo
vivencia, parcial o totalmente, como aquel del período infan-
til. Dicha confusión se agrava cuando el progenitor participa
en las cambiantes posiciones del adolescente y demuestra ser
incapaz de mantener una posición fija como adulto frente al
niño que madura.
La desvinculación del adolescente respecto de los objetos in-
fantiles exige, ante todo, que estos sean desinvestidos, a fin de
que la libido pueda otra vez ser vuelta hacia el exterior en bus-
ca de gratificaciones objetales específicas de la fase dentro del
ambiente social global. En la adolescencia observamos que la
libido de objeto es desasida (por cierto, en grado diverso) de los
objetos externos e internos y, desviándola hacia el self, se la
convierte en libido narcisista. Este viraje del objeto al self da
por resultado la proverbial egolatría y ensimismamiento del
adolescente, que fantasea ser independiente de los objetos de
amor y odio de su niñez. Al ser inundado el self con libido nar-
cisista, se produce un autoengrandecimiento y una sobresti-
mación del poder del cuerpo y la mente propios. Esto tiene un
efecto adverso en el examen de realidad. Recordaré, para men-
cionar una consecuencia bien conocida de este estado, los fre-
cuentes accidentes de tránsito que tienen los adolescentes pese
a ser hábiles conductores y conocer la técnica del manejo del
automóvil. Si el proceso de individuación se detuviera en esta
etapa, nos encontraríamos con toda clase de patologías narci-
sistas, dentro de las cuales el retraimiento respecto del mundo
de los objetos, el trastorno psicótico, representa el impase más
grave.
Los cambios internos que acompañan a la individuación
pueden describirse, desde el lado del yo, como una reestructu-
ración psíquica en cuyo trascurso la desinvestidura de la repre-
sentación objetal del progenitor en el yo ocasiona una inestabi-
lidad general, una sensación de insuficiencia y de extrañamien-
to. En el empeño por proteger la integridad de la organización
yoica, se pone en marcha una conocida gama de maniobras de-
fensivas, restitutivas, adaptativas e inadaptativas, antes de que
se establezca un nuevo equilibrio psíquico. El logra de este últi-
mo se reconoce por el estilo de vida autónomo e idiosincrásico.
En el momento en que el proceso de individuación adoles-
cente se halla en pleno vigor, cobra prominencia la conducta
desviada —o sea, irracional, voluble, turbulenta—. El adoles-
cente recurre a esas medidas extremas para poner su estructura
psíquica a salvo de la disolución regresiva. En este estado, plan-
tea al clínico una muy delicada tarea de discriminación en
cuanto a la transitoriedad o permanencia, o, más simplemen-
te, la naturaleza patológica o normal de los respectivos fenó-
menos regresivos. La desconcertante ambigüedad a que debe
hacer frente la evaluación clínica deriva de que una resistencia
contra la regresión puede ser signo de un desarrollo tanto nor-
mal como anormal. Es signo de un desarrollo anormal si impi-
de la cuota de regresión indispensable para desvincularse de
las tempranas relaciones objetales y estados yoicos infantiles
—condición previa para la reorganización de la estructura psí-
quica—. El problema de la regresión, tanto yoica como pul-
sional, reverbera ruidosa o calladamente a lo largo de toda la
adolescencia; la fenomenología es multiforme, pero el proceso
es siempre el mismo. Estos movimientos regresivos posibilitan
alcanzar la adultez, y así debe entendérselos. Representan
también los núcleos o puntos de fijación en torno de los cuales
se organizan las fallas del proceso adolescente. Las perturba-
ciones de la adolescencia han atraído nuestra atención, de ma-
ñera casi exclusiva, hacia la sintomatología regresiva dentro
del contexto de la gratificación pulsional, o hacia las opera-
ciones defensivas y sus secuelas; sostengo que la resistencia
contra la regresión es, en igual medida, motivo de inquietud,
pues puede oponer una tenaz e insuperable barrera en el curso
del desarrollo progresivo.
La resistencia contra la regresión puede adoptar muchas for-
mas. Un ejemplo es el enérgico vuelco del adolescente hacia el
mundo exterior, hacia el movimiento corporal y la acción. Pa-
radójicamente, la independencia y autodeterminación en la
acción y el pensamiento se tornan más resueltas y violentas
cuando el impulso regresivo posee una fuerza fuera de lo co-
mún. He observado que niños apegados y sometidos en extremo
a uh progenitor pasan en la adolescencia a la actitud inversa,
vale decir, se apartan a toda costa de ese progenitor y su código
de conducta. Al hacerlo, obtienen una victoria aparente, sólo
ilusoria. En tales casos, lo que determina la acción y el pensa-
miento del joven es simplemente que representen lo opuesto de
las expectativas, opiniones y deseos de los padres o sustitutos y
sucedáneos sociales, como los maestros, policías y adultos en
general, o, en términos más abstractos, la ley, la tradición, la
convención y el orden en cualquier lugar y forma en que estos
se presenten, y con independencia de todo propósito o finali-
dad social. También en este caso, los disturbios transitorios en
la interacción.entre el adolescente y su ambiente son cualitati-
vamente distintos de aquellos que adquieren una permanencia
prematura al moldear, de manera definitiva, la relación del yo
con el mundo exterior, haciendo que el proceso adolescente se
detenga antes de su debido tiempo, en lugar de alcanzar su fi-
nal normativo.
Basándonos en nuestra experiencia con los niños y adultos
neuróticos, nos hemos habituado a centrarnos en las defensas
como principales obstáculos en el camino del desarrollo nor-
mal Además, tendemos a concebir la regresión como un proce-
so psíquico opuesto al desarrollo progresivo, a la maduración
pulsional y a la diferenciación yoica. La adolescencia puede
enseñarnos que estas connotaciones son a la vez limitadas y li-
mitativas. Es verdad que no estamos bien preparados para re-
conocer lo que en un estado regresivo de la adolescencia es me-
ra resurrección estática del pasado y lo que anuncia una re-
estructuración psíquica. Es razonable suponer que el adoles-
cente que se rodea en su cuarto de láminas de sus ídolos no sólo
repite una pauta infantil de gratificación de necesidades narcí-
sistas, sino que a la vez toma parte en una experiencia colectiva
que lo convierte en un miembro empático de su grupo de pares.
Compartir los mismos ídolos equivale a integrar la misma fa-
milia; pero hay una diferencia crucial que no puede escapárse-
nos: en esta etapa de la vida, la nueva matriz social promueve
el proceso adolescente merced a la participación en un ritual
tribal simbólico, con estilo propio y exclusivo. Bajo estos auspi-
cios, la regresión no procura simplemente reinstaurar el pasado
sino alcanzar lo nuevo, el futuro, dando un rodeo que pasa por
los senderos ya conocidos. Viene a mi memoria aquí una frase
de John Dewey: "El presente no es sólo algo que viene después
del pasado. [...] Es aquello que la vida es cuando deja el pasa-
do atrás".

Las ideas aquí reunidas han confluido hacia una meta con-
vergente porque tienen el común objetivo de elucidar los cam-
bios que la maduración pulsional produce en la organización
yoica. Las investigaciones clínicas del proceso adolescente han
puesto convincentemente en claro que tanto la desvinculación
de los objetos primarios como el abandono de los estados yoicos
infantiles exige un retorno a fases tempranas del desarrollo.
Esa desvinculación sólo puede lograrse merced a la reanima-
ción de los compromisos emocionales infantiles y las concomi-
tantes posiciones yoicas (fantasías, pautas de confrontación,
organización defensiva). Este logro gira, pues, en torno de la
regresión pulsional y yoica; ambas introducen en su decurso
una multitud de medidas que, en términos pragmáticos, son
inadaptadas. De un modo paradójico, podría decirse que el de-
sarrollo progresivo se vé impedido si la regresión no sigue su
curso apropiado en el momento apropiado, dentro de la se-
cuencia del proceso adolescente.
Al definir la individuación como el aspecto yoico de la tarea
regresiva de la adolescencia, se torna evidente que el proceso
adolescente instituye, en esencia, una tensión dialéctica entre
la primitivización y la diferenciación, entre las posiciones
regresivas y progresivas; cada uno de estos elementos extrae su
ímpetu del otro, a la vez que lo torna viable y factible. La con-
secuente tensión que implica esta dialéctica somete a un esfuer-
zo extraordinario a las organizaciones yoica y pulsional —o
más bien a su interacción—. A este esfuerzo le debemos las nu-
merosas y variadas distorsiones y fracasos —clínicos y subclíni-
cos— que sufre la individuación en esta edad. Gran parte de lo
que a primera vista parece defensivo en la adolescencia debería
designarse, más correctamente, como una condición previa pa-
ra que el desarrollo progresivo se ponga en marcha y prosiga su
curso.
9. Formación del carácter
en la adolescencia*

El problema de la formación del carácter es de tan vastos al-


cances que casi cualquier aspecto de la teoría psicoanalítica se
vincula con él. Este hecho nos está diciendo, desde el comien-
zo, que abordamos un concepto de enorme complejidad o pro-
cesos integrativos del más alto orden. Es una sensata y bienve-
nida limitación la de centrarse en el período adolescente e -in-
dagar, dentro de este dominio circunscrito, si este estadio par-
ticular del desarrollo nos permite inteligir el proceso formativo
del carácter, y, por ende, arrojar luz sobre el concepto de ca-
rácter en general. No sería la primera vez en la historia del psi-
coanálisis que la naturaleza de un fenómeno psíquico es escla-
recida mediante el estudio de su formación.
Quienquiera que haya estudiado la adolescencia, indepen-
dientemente de cuáles sean sus antecedentes teóricos, habrá
advertido los cambios en la personalidad que madura común-
mente identificados con la formación del carácter. Aun el
adulto que, sin una capacitación especial, observa la conducta
de los jóvenes, o el que contempla de manera retrospectiva su
propia adolescencia, no puede dejar de notar que al terminar
esta se pone de manifiesto una nueva manera de manejar las
necesidades objetivas de la vida. El comportamiento, actitudes
e intereses del individuo, así como sus relaciones personales, re-
sultan más predecibles, muestran mayor estabilidad y tienden
a tornarse irreversibles, incluso en situaciones de stress.
El observador psicoanalítico de la adolescencia da testimo-
nio de todo esto, pero se pregunta qué mecanismos psíquicos o
procesos evolutivos operan en la formación del carácter. El
proceso formativo, de hecho, plantea las preguntas: "¿Qué es
lo que toma forma?" y "¿Qué es lo que da forma?". Además,
¿cuáles son las precondiciones de la formación del carácter,
por qué se produce en la etapa de la adolescencia y en qué me-
dida se produce en esta etapa? Pueden discernirse abundantes
precursores del carácter en la niñez; pero a estas maneras bas-
tante habituales con que el yo se relaciona con el ello, el super-
yó y la realidad no las designaríamos como "carácter", pues
aún falta en ellas una pauta integrada y más o menos fija que

* Publicado originalmente en The Psychoanalytic Study oj the Child, vol.


23, págs. 245-63, Nueva York: International Universities Press, 1968.
una a sus dispares componentes. Debido a que en la adolescen-
cia se da un paso adelante en la organización de los rasgos del
carácter, Gitelson (1948) ha dicho que la tarea terapéutica
esencial de este período es la "síntesis del carácter". Todos he-
mos llegado empíricamente a idénticas conclusiones, y con-
templamos la formación del carácter en la adolescencia como
el resultado de la reestructuración psíquica; en otras palabras,
es el signo manifiesto de haber completado el tránsito a través
de la adolescencia —aunque ese tránsito no esté necesariamen-
te completo—. Todos hemos tenido ocasión de observar cómo
el análisis de un adolescente, en especial mayorcito, avanza ha-
cia su culminación mediante el callado surgimiento del carác-
ter. ¿Qué significa, sin embargo, este "algo" que surge con to-
da evidencia? Esta pregunta nos obliga a considerar ciertos as-
pectos pertinentes de la caracterología psicoanalítica.

Rasgos de carácter y carácter


Etimológicamente, la palabra "carácter" proviene de una
raíz griega que tiene el significado de "grabar", "dejar una
impronta"; esa etimología siempre ha estado presente en el
concepto de carácter en cuanto a la permanencia y fijeza de su
pauta o trazado. En términos de la personalidad, este elemento
de permanencia está representado por rasgos o cualidades dis-
tintivos y por maneras típicas o idiosincrásicas de conducirse.
Aun el estilo de vida y las actitudes del temperamento han sido
esporádicamente incorporados dentro de la amplia esfera del
carácter.
En la bibliografía psicoanalítica sobre el carácter, nos en-
contramos con un uso impreciso e incongruente de los vo-
cablos. En particular, es confuso el empleo de "carácter", "tipo
de carácter" y "rasgo de carácter" como expresiones equivalen-
tes. A grandes trazos, es posible distinguir en la caracterología
psicoanalítica clásica cuatro enfoques. Según el primero de
ellos (Freud, 1908; Abraham, 1921, 1924a, 1924&; Jones,
1918; Glover, 1924), el rasgo de carácter se reconduce a un ni-
vel específico de desarrollo o de fijación pulsionales (p. ej., ras-
gos de carácter orales); para el segundo (W. Reich, 1928,
1930), el factor decisivo es el aspecto defensivo del yo (v. gr.,
carácter reactivo, coraza del carácter); para el tercer enfoque
(Freud, 1939), lo que determina el carácter es el destino de la
libido de objeto (v. gr., carácter narcisista o anaclítico); para
el cuarto (Erikson, 1946), la influencia del ambiente, la cultu-
ra y la historia es lo que imprime en la gente un estilo de vida
pautado y preferente (definición psicosocial del carácter). Por
supuesto, estos cuatro elementos determinantes de los rasgos de
carácter y del carácter no son mutuamente excluyentes; por el
contrario, ellos se presentan en variadas mezclas y combina-
ciones. Lo que distingue a cada formación caracterológica es
que hay en ella implícitamente una concordancia con el yo y
una ausencia de conflicto —a diferencia de los síntomas neuró-
ticos—, así como una fijeza pautada de la organización carac-
terológica.
He aquí dos definiciones del carácter que gozan de amplia
aceptación: ".. .el modo típico de reacción del yo frente al ello
y al mundo externo" (W. Reich, 1929, pág. 125); "... el modo
habitual de armonizar las tareas propuestas por las demandas
interiores y por el mundo externo es necesariamente una fun-
ción [...] del yo" (Fenichel, 1945, pág. 467).
El carácter tiene su origen en el conflicto, pero, a causa de su
propia naturaleza, impide el surgimiento déla angustia-señal a
través de la codificación de las soluciones al conflicto. La auto-
matización del manejo de situaciones de peligro características
representa un notable paso adelante en la integración y fun-
cionamiento de la personalidad. En verdad, la formación del
carácter puede conceptualizarse desde un punto de vista adap-
tativo, y es fácil obtener pruebas clínicas que abonan dicha te-
sis. La ganancia económica inherente a la formación del carác-
ter reside en la liberación de energía psíquica para la expansión
de la inventiva puesta al servicio de la adaptación y para la
efectivización de las potencialidades humanas. Esta ganancia
económica fue claramente enunciada por Freud (1913a) al de-
cir que en la formación del carácter "la represión no entra en
acción, o bien alcanza sin tropiezos su meta de remplazar lo
reprimido por unas formaciones reactivas y sublimaciones"
(pág. 323). Habiendo observado estas sustituciones en el análi-
sis de adolescentes, me pregunto si la contrainvestidura del ca-
rácter reactivo (defensivo) no restringe, en vez de ampliar, el
ámbito adaptativo de la autorrealización. Volveré a ocuparme
de este interrogante luego.
La trasformación de las fijaciones pulsionales en rasgos de
carácter es tan universal y está tan bien documentada que no
exige mayores comentarios. Tal vez no sea superfluo, sin em-
bargo, acotar que las predilecciones instintivas en combinación
con sensibilidades especiales constituyen aspectos inherentes al
desarrollo humano. Cuando las fijaciones pulsionales se traspo-
nen en rasgos de carácter, los factores cualitativos y cuantitati-
vos que proceden de la dotación innata confieren a cada carác-
ter una fisonomía sumamente individualizada.
Conocemos bien la serie de rasgos de carácter que tienen su
origen, separada o combinadamente, en los diversos niveles de
desarrollo psicosexual. Secundariamente, el yo hace uso de ta-
les proclividades incorporándolas a su propio ámbito y emple-
ándolas para sus propios fines. Hablamos entonces del tipo de
carácter sublimatorio. Si la predilección instintiva provoca un
conflicto, la automatización de las defensas marca al carácter
en forma decisiva, como lo ejemplifica el carácter reactivo. Ve-
mos que una actitud fija del yo en su manejo del peligro (p. ej.,
la "evitación") tiene mayores alcances y es más inclusiva que
un rasgo de carácter derivado de las trasposiciones de la pul-
sión (p. ej., la "terquedad"). No obstante, en los niños no es po-
sible discernir esas reacciones yoicas circunscritas, permanen-
tes y fijadas, pues el yo del niño está en parte, pero significati-
vamente, entreverado con los lazos de dependencia objetales
que lo unen a sus padres y al ambiente, hasta la pubertad.
Cierto es que podemos discernir netos rasgos de carácter en el
niño, pero lo que en la niñez se nos aparece como carácter es
fundamentalmente una pauta de actitudes yoicas, estabiliza-
das mediante identificaciones, que, como bien sabemos,
pueden sufrir una revisión radical durante la adolescencia. He
aquí otra razón para enunciar que formación del carácter y
adolescencia son sinónimos. Una consolidación precoz del ca-
rácter antes de la pubertad debe considerarse una anormalidad
del desarrollo, ya que impide esa esencial elasticidad y flexibi-
lidad de la estructura psíquica sin la cual el proceso adolescen-
te no puede seguir su curso normal.
La distinción entre rasgos de carácter y carácter se corres-
ponde con la línea demárcatoria que constituye, en el de-
sarrollo, la adolescencia. Los rasgos de carácter, pues, no son
idénticos al carácter per se, ni este es simplemente la suma total
de aquellos. Desde luego, en cada individuo podemos rastrear
características o rasgos de carácter orales, anales, uretrales y
fálico-genitales, pero ninguno de ellos explica el carácter de ese
individuo ni le hace justicia a este carácter como estructura
monolítica. Si en una persona reconocemos un cierto grado de
terquedad, frugalidad y orden, sin duda estamos ante rasgos de
carácter anales; pero vacilaremos en llamar a esa persona un
"carácter anal" a menos que conozcamos mejor los factores
económicos, estructurales y dinámicos —el grado en que estos
rasgos son todavía investidos de erotismo anal y el grado en que
se han emancipado de su servidumbre infantil y han adquiri-
do, con el correr del tiempo, funciones muy distantes de su
fuente genética—.
Recordamos aquí lo dicho por Hartmann (1952): las fun-
ciones yoicas defensivas pueden con el tiempo perder su nato-
raleza defensiva y convertirse en valiosas partes integrantes del
patrimonio del yo, cuya función es más amplia que la defensiva
original. De manera análoga, puede afirmarse que "la forma-
ción del carácter reactivo, que tiene su origen en la defensa
contra las pulsiones, puede tomar poco a poco sobre sí una serie
de otras funciones, dentro del marco del yo" (Hartmann, ibid.,
pág. 25); o sea, puede seguir siendo una parte de la personali-
dad pese a haber desaparecido su primitiva raison d'étre. El
punto de vista de Hartmann abre dos amplios caminos al pen-
samiento: o bien la naturaleza defensiva del rasgo de carácter
se altera porque este es vaciado d,e su contrainvestidura, o bien
al componente del ello se le brinda una gratificación no
conflictiva en el ejercicio y el mantenimiento del carácter. El
logro de la genitalidad en la maduración pulsional de la adoles-
cencia, ¿no facilitará acaso uno u otro de estos resultados? ¿Y
no podría suponerse que estas transiciones o estas alteraciones
de los rasgos de carácter en su pasaje a la formación del carác-
ter son el logro fundamental de la adolescencia? Sin duda reco-
nocemos en la formación del carácter procesos integrativos,
estructuraciones y pautamientos que pertenecen a un orden
distinto que el del mero conglomerado de rasgos, actitudes, há-
bitos y peculiaridades. Lampl-de Groot (1963), guiándose por
ideas similares, ha modificado las definiciones anteriores del
carácter (W. Reich, 1929; Fenichel, 1945) diciendo que "el ca-
rácter es la manera habitual en que se alcanza la integración".

La función del carácter


Las puntualizaciones que hasta ahora he hecho acerca de la
formación del carácter llevaban implícito un supuesto que ya
es preciso enunciar de manera directa y positiva. Ha de tenerse
presente, sin embargo, que hacemos estas propuestas aquí sólo
para allanar el camino hacia el tema central de esta investiga-
ción: el vínculo entre el proceso adolescente y la formación del
carácter.
Se ha dicho que el carácter, como componente definitivo de
la estructura psíquica adulta, cumple una función esencial, en
el organismo psíquico maduro. Esa función se manifiesta en el
mantenimiento de la homeostasis psicosomática, en la regula-
ción pautada de la autoestima (A. Reich, 1958), en la estabili-
zación de la identidad yoica (Erikson, 1956) y en la automati-
zación de los umbrales y barreras, cambiantes ambos de acuer-
do con la intensidad de los estímulos interiores y exteriores. Es-
ta función reguladora abarca el mantenimiento de las fluc-
tuaciones afectivas (incluida la depresión) dentro de un mar-
gen tolerable como principal determinante de la formación del
carácter (Zetzel, 1964).
Cuanto más compleja es una formación psíquica, más evasi-
va se torna para el observador la configuración u organización
total. El concepto de carácter es un oportuno ejemplo de ello.
Debemos contentarnos con el estudio de sus componentes, o,
más exactamente, con la descripción de la totalidad en térmi-
nos de la función de sus constituyentes. A partir de estas apre-
hensiones fragmentarias puede luego armarse la totalidad
como entidad psíquica (Lichtenstein, 1965). Se nos abren así
dos caminos para la indagación: 1) estudiar las funciones ob-
servables a fin de atribuirles una estructura (principio dinámi-
co, económico), y 2) rastrear el crecimiento de una formación
psíquica y ver cómo llega a ser lo que es (principio genético).
Estos caminos no son el fruto de una elección arbitraria, sino
que nos son impuestos por la naturaleza de nuestra materia.
Hablando en términos generales, la formación del carácter es
un proceso integrativo, y como tal propende a la eliminación
del conflicto y del surgimiento de angustia. Recordemos lo que
afirmaba Anna Freud (1936): no puede estudiarse al yo cuando
se encuentra en armonía con el ello, el superyó y el mundo ex-
terior; sólo revela su naturaleza cuando prevalece la desarmo-
nía entre las instituciones psíquicas. En el estudio del carácter
enfrentamos un dilema similar: podemos describir con clari-
dad la formación del carácter patológico, en tanto que el pro-
ceso típico normal se nos escapa. En el análisis de adolescentes
no podemos dejar de observar de qué callada manera cobra
forma el carácter, cómo se consolida proporcionalmente al
rompimiento con los lazos infantiles y la disolución de estos,
del mismo modo que un ave fénix que surge de las. cenizas.
Retomemos esta pregunta: ¿Por qué la formación del carác-
ter se produce en el período de la adolescencia, o, más bien, a
su término? En general, reconocemos el progreso evolutivo por
la aparición de nuevas formaciones psíquicas como consecuen-
cia de procesos diferenciadores. La maduración pulsional y
yoica conduce siempre a una nueva y más compleja organiza-
ción de la personalidad. El avance pulsional del adolescente
hasta el nivel de la genitalidad adulta presupone un ordena-
miento jerárquico de las pulsiones, tal como se refleja en la or-
ganización del placer previo. La maduración yoica, netamente
influida (aunque no totalmente determinada) por el progreso
pulsional, se traduce en avances cualitativos de la cognición,
según han descrito Inhelder y Piaget (1958). Si contemplamos
el desarrollo y la maduración como procesos diferenciadores e
integrativos, cabe preguntar: ¿Cuáles de estos procesos son
condición previa, en la adolescencia, de la formación del ca-
rácter?
Abordaré este problema indagando ciertos aspectos de los
progresos pulsionales y yoicos típicos del adolescente, que tor-
nan no sólo posible sino imperativa la formación del carácter
para estabilizar la nueva organización de la personalidad al-
canzada en la adultez. Sise pudiera describir el carácter en tér-
minos de funciones observables, y la formación del carácter en
términos de las condiciones previas, o de secuencias epigenéti-
cas, o de etapas de desarrollo que quedaron atrás, la meta de
esta indagación estaría más próxima. Zetzel (1964) ha subraya-
do el aspecto evolutivo de la formación del carácter y se refiere
a una tarea evolutiva que, a mi juicio, corresponde a la fase de
la adolescencia tardía. Es notable la forma en que Zetzel
amplía la definición de la formación del carácter; dice así: "La
formación del carácter [...] abarca toda la gama de soluciones,
adaptadas ó inadaptadas, frente a demandas evolutivas reco-
nocidas" (pág. 153).

El proceso adolescente y la formación del carácter


He escogido cuatro de esas demandas evolutivas, que creo
estrechamente relacionadas a la formación del carácter. En
verdad, si no se hace frente a tales demandas con razonable
idoneidad, la formación del carácter se atrofia o asume un ses-
go anormal. Huelga decir que yo contemplo la formación del
carácter desde una perspectiva evolutiva y veo en ella un pro-
ceso normativo, que refleja el resultado del desarrollo pul-
sional y yoico de la adolescencia. Podría comparárselo con el
surgimiento del período de latencia como resultado de la diso-
lución del complejo de Edipo. Toda vez que el estadio edípico
se prolonga más allá del momento apropiado, la latencia resul-
ta incompleta o fallida. Estamos habituados a considerar la
declinación del complejo de Edipo como prerrequisito para
que la latencia se haga valer; con una perspectiva análoga,
propongo aquí cuatro condiciones previas evolutivas sin las
cuales la formación del carácter adolescente no puede seguir su
curso y el logro de la adultez queda trunco.

La segunda individuación
La primera de esas condiciones previas abarca lo que se ha
dado en llamar "el aflojamiento de los lazos objetales infanti-
les" (A. Freud, 1958), proceso que, en sus más vastos alcances,
he conceptualizado como el "segundo proceso de individuación
de la adolescencia" (véase el capítulo 8). La tarea del de-
sarrollo radica aquí en el desasimiento de las investiduras libi-
dinales y agresivas respecto de los objetos de amor y odio infan-
tiles interiorizados. Sabemos que las relaciones objetales infan-
tiles están íntimamente entramadas con la formación de la
estructura psíquica, según lo demuestra, verbigracia, la tras-
lormación del amor de objeto en identificación. No necesito re-
cordar que las relaciones objetales activan y conforman nú-
cieos yoicos en torno de los cuales se aglutinan las experien-
cias posteriores, ni que inducen y agudizan sensibilizaciones
idiosincrásicas, incluidas las preferencias y evitaciones indivi-
duales. La formación más dramáticamente decisiva que deriva
de las relaciones objetales es el superyó. Los conflictos de la in-
fancia y la niñez dan origen a los numerosos rasgos de carácter
y actitudes que, en esta etapa, es fácil observar in statu nas-
cendi.
En el desasimiento de los lazos objetales infantiles vemos la
contraparte psicológica del logro de la madurez somática, pro-
ducida por el proceso biológico de la pubertad. Las forma-
ciones psíquicas que no sólo derivaron de las relaciones objeta-
les sino que mantienen, en mayor o menor medida, firmes la-
zos instintivos con las representaciones de objeto infantiles son
afectadas, a menudo de manera catastrófica, por la segunda
individuación adolescente. El superyó vuelve a poner de mani-
fiesto, por el grado de su desorganización o desintegración en
la adolescencia, la afinidad afectiva de esta estructura con los
vínculos de objeto infantiles. Aquí sólo puedo insinuar que
muchas funciones de adaptación y control pasan del superyó al
ideal del yo, o sea, a una formación narcisista. El amor del be-
bé por sus progenitores es sustituido, al menos en parte, por el
amor a sí mismo o a su perfección corporal. 1
La reestructuración psíquica, implícita en lo anterior, no
puede alcanzarse sin regresión. El impulso irresistible hacia
una creciente autonomía por vía de la regresión nos obliga a
considerar que esta regresión de la adolescencra está al servicio
del desarrollo más que al servicio de la defensa. De hecho, el
análisis demuestra a carta cabal no sólo que el adolescente se
defiende contra la regresión específica de la fase, sino también
que la tarea del análisis es facilitar dicha regresión.
La regresión adolescente es, además de inevitable, obligato-
ria —o sea, es específica de la fase—. La regresión adolescente
al servicio del desarrollo pone en contacto a un yo más evolu-
cionado con posiciones pulsionales infantiles, con antiguas
constelaciones conflictivas y sus soluciones, con las tempranas
relaciones objetales y formaciones narcisistas. Podría afirmarse
que el funcionamiento de la personalidad que resultaba ade-
cuado para el niño protoadolescente sufre una revisión selecti-
va. Y a esta tarea se vuelcan los mayores recursos del yo.
En el curso de la reestructuración psíquica adolescente el yo
trae hacia su propia jurisdicción las propensiones pulsionales y
las influencias superyoicas, integrando estos elementos dispares
en una pauta adaptativa. La segunda individuación procede

1 En el capítulo 15 se abordan las conexiones entre las relaciones objeta-


les infantiles, él superyó y el ideal del yo.
por vía de una reinvestidura regresiva de posiciones pregenita-
les y preedípicas. Se vuelve a recorrerlas, per así decir, sé las
revive, pero con la diferencia de que el yo adolescente, que se
halla en un estado muchísimo más maduro frente a las pul-
siones y conflictos infantiles, es capaz de modificar el
equilibrio entre el yo y el ello. Nuevas identificaciones ("el
amigo", "el grupo", etc.) toman sobre si, de modo episódico o
duradero, funciones superyoicas. El retraimiento emocional y
físico del adolescente respecto del mundo de sus lazos de depen-
dencia y protección infantiles, así como su enfrentamiento con
ese mundo, hacen que busque durante un tiempo una coraza
protectora en apasionadas (pero por lo común pasajeras) rela-
ciones con sus pares. Se observan entonces cambiantes identifi-
caciones, con connotaciones imitativas y reparatorias, expresa-
das en la postura, la manera de caminar y gesticular, el atuen-
do, el lenguaje, las opiniones y sistemas de valores, etc. Su ín-
dole mudable y experimental es una señal de que el carácter
aún no se ha formado, pero indica asimismo que la adaptación
social ha trascendido los confines de la familia, su medio y su
tradición. Por significativas que sean estas estaciones de paso
de la vida social, dejan de ser útiles cuando se desenvuelve e
instrumenta un plan de vida, cuando el individuo es capaz de
entablar relaciones objetales adultas y proyectar de manera re-
alista su self hacia el futuro. Sabemos entonces que se ha llega-
do a una consolidación de la personalidad, que se ha dado un
nuevo paso adelante en la interiorización, que las congruencias
y uniformidades interiores se han estabilizado, y que la con-
ducta y las actitudes han adquirido una fisonomía casi prede-
cible, confiable y armónica,

Traumas residuales

Abordaré ahora el segundo prerrequisito de la formación del


carácter adolescente, que echará luz sobre la función del ca-
rácter. Confío en poder demostrar que este asume funciones
homeostáticas tomadas de otras instancias reguladoras de la ni-
ñez. En este sentido, tenemos que examinar el efecto del
trauma en la formación del carácter adolescente (véase Blos,
1962, págs. 132-40). En este artículo empleamos el término
"trauma" de acuerdo con la definición de Greenacre (1967):
"En mi propia obra —escribe esta autora—, no he limitado mi
concepción del trauma a acontecimientos traumáticos sexuales
(genitales) ni a episodios circunscritos, sino que he incluido las
condiciones traumáticas, o sea, cualquier condición que parez-
ca definidamente desfavorable, nociva o sumamente dañina
para el desarrollo del individuo joven" (pág. 277).
La formulación teórica que sigue es fruto de mis observa-
ciones clínicas a lo largo de los años. El análisis de adolescentes
mayores me ha demostrado que la resolución del conflicto
neurótico, la emancipación respecto de las fantasías infantiles,
lltevará a buen término la labor analítica sin que se hayan eli-
minado, empero, todos los restos del cimiento patógeno sobre
el cual descansaba la enfermedad. Estos restos se vuelven reco-
nocibles en la especial sensibilidad a ciertos estímulos externos
o internos, en la atracción por (o evitación de) ciertas vivencias
o fantasías, o en tendencias somáticas, pese a que todos estos
aspectos pueden haber sido tratados exhaustivamente en el
análisis. Cuando este llega a su fin, tales residuos han perdido
su valencia nociva, a causa de lá maduración pulsional y yoica,
pero continúan requiriendo una contención constante; o sea,
hay que seguir teniéndolos en cuenta en el mantenimiento de la
homeostasis psíquica. Sostengo que la automatización de este
proceso de contención es idéntica a la función del carácter —o,
más exactamente, a una parte de esta función—. Tales sensibi-
lizaciones permanentes a situaciones especiales de peligro de
valencia traumática se encuentran, por ejemplo, en la expe-
riencia de la pérdida de objeto, de la dependencia pasiva, de la
pérdida de control, de la merma de la autoestima, así como
también de otras situaciones estructural y afectivamente perju-
diciales.
Suponemos aquí que el trauma es una situación humana uni-
versal durante la infancia y la niñez temprana, y que aun en
las circunstancias más favorables deja un residuo permanente.
El proceso adolescente, incapaz de superar el efecto dese-
quilibrador de este residuo, lo asimila a través de la estabiliza-
ción caracterológica, o sea, volviéndolo acorde con el yo. Me
apoyo aquí en el distingo trazado por Freud (1939) entre el
efecto positivo y el negativo del trauma. La reacción negativa
tiende a remover todo recuerdo o repetición de aquel, y, por la
vía de las evitaciones, fobias, compulsiones e inhibiciones, lleva
a la formación del carácter reactivo. Los efectos positivos "son
tentativas de devolver al trauma su vigencia, vale decir, de re-
cordar la vivencia olvidada [...], de hacerla real, de vivenciar
de nuevo una repetición de ella. [Los efectos] pueden ser acogi-
dos en el yo llamado «normal» y, como tendencias suyas, pres-
tarle unos rasgos de carácter inmutables" (pág. 75).
El apogeo de este logro integrativo se halla en el período fi-
nal de la adolescencia, cuando la enorme inestabilidad de las
funciones psíquicas y somáticas cede sitio poco a poco a una
modalidad de funcionamiento organizado e integrado. Una
vez que se ha vuelto parte integral del yo, el trauma residual
deja de alertarlo una y otra vez mediante la angustia-señal: ha
pasado a ser un organizador en el proceso de la formación del
carácter. Esta ha contrarrestado una situación de impotencia
vigilante. El carácter es, pues, equivalente a respuestas pauta-
das frente a situaciones de peligro arquetípicas o a la angustia-
señal; en otras palabras: equivale a la conquista del trauma re-
sidual, no merced a su desaparición o su evitación, sino a su
continuidad dentro de una formación adaptativa. En el tras-
torno de carácter este proceso se ha descarriado: la estabiliza-
ción caracterológica se ha vuelto inadaptada.
Del trauma residual emana, digámoslo así, un tenaz y per-
sistente impulso a la efectivización de esa formación interna de
la personalidad que llamamos "carácter". Debido a su origen,
el carácter contiene siempre urí elemento compulsivo: está más
allá del libre arbitrio y la contemplación, es evidente por sí
mismo y forzoso. La energía requerida para que cobre forma
deriva, en parte, de la investidura que el trauma residual po-
see. Los adolescentes que eluden la trasposición del trauma re-
sidual en formación del carácter proyectan la situación de pe-
ligro al mundo externo, y así evitan enfrentarse interiormente
con ella. Al no interiorizar la situación de peligro, pierden la
oportunidad de llegar a una conciliación; su proyección al
mundo externo da por resultado un estado de temor de conver-
tirse en víctima; a ello siguen la indecisión y el azoramiento.
Erikson (1956) ha denominado a este impase "la moratoria
psicosocial del adolescente". La experiencia nos dice que ella
conduce a una, formación tardía del carácter o a una afección
patológica. Tenemos la impresión de que la formación del ca-
rácter es más abarcadora que las influencias, identificaciones y
defensas del superyó., y estamos en condiciones de enunciar que
opera en ella un principio integrativo que une los diversos
aportes y elementos confluyentes con vistas a una ampliación
de la autonomía secundaria del yo. Dentro de esta esfera de
impresiones clínicas se halla el concepto de identidad del yo, de
Erikson (1956).
En el análisis de adolescentes mayorés podemos observar
que, con la consolidación del carácter, se va marchitando su
exuberante vida de fantasía. Comenta Greenacre (1967) que
toda vez que una vivencia traumática ha estado asociada a una
fantasía subyacente, la fijación al trauma es más persistente
que en aquellos casos en que este era más moderado y circuns-
tancial. ¿Podría ser que en la formación del carácter adoles-
cente no sólo el aspecto vivencial del trauma residual, sino
también la fantasía preexistente a él asociada, fuera absorbida
por la organización yoica? A menudo se ha dicho que las mo-
ciones pulsionales se exteriorizan en el ejercicio del llamado
"carácter sano". Sea como fuere, ahora quisiéramos sostener
que la estabilización caracterológica del trauma residual pro-
mueve la independencia del individuo respecto de su ambien-
te, del cual emanó originalmente el daño traumático en una
época en que el dolor equivalía a lo exterior al self, o bien al
no-self.

Continuidad yoica

Paso ahora a la tercera condición previa para la formación


del carácter adolescente. También en este caso la observación
clínica ha mostrado el rumbo y aclarado el camino para una
formulación conceptual. Ya me he referido a ciertos casos de
acting out adolescente en que el comportamiento inadaptado
representa un esfuerzo por contradecir, a través del lenguaje
de la acción, una desfiguración de la historia familiar impuesta
al niño de manera coactiva. A esa distorsión la he llamado el
"mito familiar" (véase el capítulo 12). Difiere de la clásica "no-
vela familiar" en que la distorsión le es impuesta al niño desde
afuera, poniendo en tela de juicio la validez de su propia per-
cepción. El estudio de un número considerable de tales casos
me ha llevado al convencimiento de que el desarrollo adoles-
cente sólo puede seguir adelante si el yo logra establecer una
continuidad histórica en este ámbito. Vemos operar este empe-
ño en la generalizada reevaluación crítica de los progenitores,
o, por desplazamiento, de sus representantes en la sociedad.
Sabemos muy bien que gran parte de lo que el niño percibe está
determinada por lo que los demás suponen que él debe perci-
bir. La enmienda introducida en la adolescencia restaura la in-
tegridad de los sentidos, al menos en cierta medida. Cuando es-
te empeño falla, a elló sigue una parcial caducidad del de-
sarrollo adolescente, y la reestructuración psíquica queda in-
completa. Desde este ángulo pueden entenderse no sólo la con-
ducta delictiva de los adolescentes, sino también gran parte.de
los apuros por los que pasan y la vida riesgosa que llevan, así
como sus producciones creativas, en especial literarias.
Desde luego, en todo análisis surge la instauración de la con-
tinuidad histórica del yo, pero en el de adolescentes ella tiene
un efecto integrador y estimulante del crecimiento, que va más
allá de la. resolución del conflicto. Hablaba en nombre de
muchos aquel adolescente que dijo que no es posible tener un
futuro si no se tiene un pasado. Observamos, nuevamente, una
tendencia a la interiorización, o bien, a la inversa, a una des-
vinculación (en el plano yoico) del ambiente protector de los
adultos, que ha actuado como custodio y guardián del yo in-
maduro del niño. Parecería que la maduración yoica, según los
lincamientos descritos, da origen en la adolescencia, cuando la
envoltura familiar ha dejado de prestar su antigua utilidad, a
un sentimiento subjetivo de integridad y de inviolabilidad.
Desde luego, este sentimiento tiene mucho en común con las
cualidades psicológicas que atribuimos al reflejo del carácter
en los estados de sentimiento subjetivos.

Identidad sexual
A fin de completar el conjunto de prerrequisitos que pro-
mueven la formación del carácter adolescente, hay que men-
cionar, en cuarto lugar, el surgimiento de la identidad sexual.
Si bien la condición de varón o mujer es establecida a tempra-
na edad, he sostenido que la identidad sexual con sus límites
definitivos (o sea, irreversibles) sólo aparece en fecha tardía,
como proceso colateral a la maduración sexual de la pubertad.
Antes de alcanzar la madurez física en el plano sexual, los lími-
tes de la identidad sexual son fluidos. En verdad, una identi-
dad sexual cambiante o ambigua, dentro de ciertos límites, es
la regla más que la excepción. Y esto es más evidente en la niña
que en el varón. Basta recordar el grado de aceptación social e
individual de que goza la "etapa varonera" de la niña, y la pro-
funda represión de la envidia del pecho en el varón preadoles-
cente. De todos modos, la pubertad establece una línea demar-
catoria, más allá de la cual las adiciones bisexuales a la identi-
dad de sexo se tornan incompatibles con el desarrollo progresi-
vo. Clínicamente, es fácil observar esto en la creciente capaci-
dad del adolescente para el hallazgo de objeto heterosexual y
en la merma de la masturbación, hechos ambos que avanzan
de manera paralela a la formación de la identidad sexual.
No es mi propósito rastrear aquí el origen o la resolución de
la bisexualidad, pero hay que señalar que en la medida en que
perdura la ambigüedad —o ambivalencia— de la identifica-
ción sexual, el yo no puede dejar de ser afectado por la ambi-
güedad de las pulsiones. Las exigencias madurativas de la pu-
bertad estimulan, por lo general, procesos integrativos de
complejidad cada vez mayor, pero en tanto y en cuanto preva-
lece la ambigüedad sexual estos procesos pierden empuje, di-
rección y foco; o sea: la maduración es derrotada en toda la lí-
nea. El adolescente vivencia esto subjetivamente como una cri-
sis o difusión de su identidad, para emplear la terminología de
Erikson (1956). En la prosecución de nuestro tema, concluire-
mos diciendo que la formación del carácter presupone que la
identidad sexual ha avanzado a lo largo de un sendero que se
va estrechando, y que conduce a la identidad masculina o fe-
menina.
En esta coyuntura observamos, en la adolescencia tardía y la
posadolescencia, con qué persistencia han sido excluidos de la
expresión genital y absorbidos en la formación del carácter los
más exactamente, con la descripción de la totalidad en térmi-
nos de la función de sus constituyentes. A partir de estas apre-
hensiones fragmentarias puede luego armarse la totalidad
como entidad psíquica (Lichtenstein, 1965) . Se nos abren así
dos caminos para la indagación: 1) estudiar las funciones ob-
servables a fin de atribuirles una estructura (principio dinámi-
co, económico), y 2) rastrear el crecimiento de una formación
psíquica y ver cómo llega a ser lo que es (principio genético).
Estos caminos no son el fruto de una elección arbitraria, sino
que nos son impuestos por la naturaleza de nuestra materia.
Hablando en términos generales, la formación del carácter es
un proceso integrativo, y como tal propende a la eliminación
del conflicto y del surgimiento de angustia. Recordemos lo que
afirmaba Anna Freud (1936): no puede estudiarse al yo cuando
se encuentra en armonía con el ello, el superyó y el mundo ex-
terior; sólo revela su naturaleza cuando prevalece la desarmo-
nía entre las instituciones psíquicas. En el estudio del carácter
enfrentamos un dilema similar: podemos describir con clari-
dad la formación del carácter patológico, en tanto que el pro-
ceso típico normal se nos escapa. En el análisis de adolescentes
no podemos dejar de observar de qué callada manera cobra
forma el carácter, cómo se consolida proporcionalmente al
rompimiento con los lazos infantiles y la disolución de estos,
del mismo modo que un ave fénix que surge de las. cenizas.
Retomemos esta pregunta: ¿Por qué la formación del carác-
ter se produce en el período de la adolescencia, o, más bien, a
su término? En general, reconocemos el progreso evolutivo por
la aparición de nuevas formaciones psíquicas como consecuen-
cia de procesos diferenciadores. La maduración pulsional y
yoica conduce siempre a una nueva y más compleja organiza-
ción de la personalidad. El avance pulsional del adolescente
hasta el nivel de la genitalidad adulta presupone un ordena-
miento jerárquico de las pulsiones, tal como se refleja en la or-
ganización del placer previo. La maduración yoica, netamente
influida (aunque no totalmente determinada) por el progreso
pulsional, se traduce en avances cualitativos de la cognición,
según han descrito Inhelder y Piaget (1958). Si contemplamos
el desarrollo y la maduración como procesos diferenciadores e
integrativos, cabe preguntar: ¿Cuáles de estos procesos son
condición previa, en la adolescencia, de la formación del ca-
rácter?
Abordaré este problema indagando ciertos aspectos de los
progresos pulsionales y yoicos típicos del adolescente, que tor-
nan no sólo posible sino imperativa la formación del carácter
para estabilizar la nueva organización de la personalidad al-
canzada en la adultez. Sise pudiera describir el carácter en tér-
minos de funciones observables, y la formación del carácter en
términos de las condiciones previas, o de secuencias epigenéti-
cas, o de etapas de desarrollo que quedaron atrás, la meta de
esta indagación estaría más próxima. Zetzel (1964) ha subraya-
do el aspecto evolutivo de la formación del carácter y se refiere
a una tarea evolutiva que, a mi juicio, corresponde a la fase de
la adolescencia tardía. Es notable la forma en que Zetzel
amplía la definición de la formación del carácter; dice así: "La
formación del carácter [...] abarca toda la gama de soluciones,
adaptadas ó inadaptadas, frente a demandas evolutivas reco-
nocidas" (pág. 153).

El proceso adolescente y la formación del carácter


He escogido cuatro de esas demandas evolutivas, que creo
estrechamente relacionadas a la formación del carácter. En
verdad, si no se hace frente a tales demandas con razonable
idoneidad, la formación del carácter se atrofia o asume un ses-
go anormal. Huelga decir que yo contemplo la formación del
carácter desde una perspectiva evolutiva y veo en ella un pro-
ceso normativo, que refleja el resultado del desarrollo pul-
sional y yoico de la adolescencia. Podría comparárselo con el
surgimiento del período de latencia como resultado de la diso-
lución del complejo de Edipo. Toda vez que el estadio edípico
se prolonga más allá del momento apropiado, la latencia resul-
ta incompleta o fallida. Estamos habituados a considerar la
declinación del complejo de Edipo como prerrequisito para
que la latencia se haga valer; con una perspectiva análoga,
propongo aquí cuatro condiciones previas evolutivas sin las
cuales la formación del carácter adolescente no puede seguir su
curso y el logro de la adultez queda trunco.

La segunda individuación
La primera de esas condiciones previas abarca lo que se ha
dado en llamar "el aflojamiento de los lazos objetales infanti-
les" (A. Freud, 1958), proceso que, en sus más vastos alcances,
he conceptualizado como el "segundo proceso de individuación
de la adolescencia" (véase el capítulo 8). La tarea del de-
sarrollo radica aquí en el desasimiento de las investiduras libi-
dinales y agresivas respecto de los objetos de amor y odio infan-
tiles interiorizados. Sabemos que las relaciones objetales infan-
tiles están íntimamente entramadas con la formación de la
estructura psíquica, según lo demuestra, verbigracia, la tras-
formación del amor de objeto en identificación. No necesito re-
cordar que las relaciones objetales activan y conforman nú-
cieos yoicos en torno de los cuales se aglutinan las experien-
cias posteriores, ni que inducen y agudizan sensibilizaciones
idiosincrásicas, incluidas las preferencias y evitaciones indivi-
duales. La formación más dramáticamente decisiva que deriva
de las relaciones objetales es el superyó. Los conflictos de la in-
. fancia y la niñez dan origen a los numerosos rasgos de carácter
\ y actitudes que, en esta etapa, es fácil observar in statu nas-
cendi.
En el desasimiento de los lazos objetales infantiles vemos la
contraparte psicológica del logro de la madurez somática, pro-
ducida por el proceso biológico de la pubertad. Las forma-
ciones psíquicas que no sólo derivaron de las relaciones objeta-
les sino que mantienen, en mayor o menor medida, firmes la-
zos instintivos con las representaciones de objeto infantiles son
afectadas, a menudo de manera catastrófica, por la segunda
individuación adolescente. El superyó vuelve a poner de mani-
fiesto, por el grado de su desorganización o desintegración en
la adolescencia, la afinidad afectiva de esta estructura con los
vínculos de objeto infantiles. Aquí sólo puedo insinuar que
muchas funciones de adaptación y control pasan del superyó al
ideal del yo, o sea, a una formación narcisista. El amor del be-
bé por sus progenitores es sustituido, al menos en parte, por el
amor a sí mismo o a su perfección corporal. 1
La reestructuración psíquica, implícita en lo anterior, no
puede alcanzarse sin regresión. El impulso irresistible hacia
una creciente autonomía por vía de la regresión nos obliga a
considerar que esta regresión de la adolescencia está al servicio
del desarrollo más que al servicio de la defensa. De hecho, el
análisis demuestra a carta cabal no sólo que el adolescente se
defiende contra la regresión específica de la fase, sino también
que la tarea del análisis es facilitar dicha regresión.
La regresión adolescente es, además de inevitable, obligato-
ria —o sea, es específica de la fase—. La regresión adolescente
al servicio del desarrollo pone en contacto a un yo más evolu-
cionado con posiciones pulsionales infantiles, con antiguas
constelaciones conflictivas y sus soluciones, con las tempranas
relaciones objetales y formaciones narcisistas. Podría afirmarse
que el funcionamiento de la personalidad que resultaba ade-
cuado para el niño protoadolescente sufre una revisión selecti-
va. Y a esta tarea se vuelcan los mayores recursos del yo.
En el curso de la reestructuración psíquica adolescente el yo
trae hacia su propia jurisdicción las propensiones pulsionales y
las influencias superyoicas, integrando estos elementos dispares
en una pauta adaptativa. La segunda individuación procede

1 En el capítulo 15 se abordan las conexiones entre las relaciones objeta-


les infantiles, él superyó y el ideal del yo.
por vía de una reinvestidura regresiva de posiciones pregenita-
les y preedípicas. Se vuelve a recorrerlas, por así decir, se las
revive, pero con la diferencia de que el yo adolescente, que se
halla en un estado muchísimo más maduro frente a las pul-
siones y conflictos infantiles, es capaz de modificar el
equilibrio entre el yo y el ello. Nuevas identificaciones ("el
amigo", "el grupo", etc.) toman sobre si, de modo episódico o
duradero, funciones superyoicas. El retraimiento emocional y
físico del adolescente respecto del mundo de sus lazos de depen-
dencia y protección infantiles, así como su enfrentamiento con
ese mundo, hacen que busque durante un tiempo una coraza
protectora en apasionadas (pero por lo común pasajeras) rela-
ciones con sus pares. Se observan entonces cambiantes identifi-
caciones, con connotaciones imitativas y reparatorias, expresa-
das en la postura, la manera de caminar y gesticular, el atuen-
do, el lenguaje, las opiniones y sistemas de valores, etc. Su ín-
dole mudable y experimental es una señal de que el carácter
aún no se ha formado, pero indica asimismo que la adaptación
social ha trascendido los confines de la familia, su medio y su
tradición. Por significativas que sean estas estaciones de paso
de la vida social, dejan de ser útiles cuando se desenvuelve e
instrumenta un plan de vida, cuando el individuo es capaz de
entablar relaciones objetales adultas y proyectar de manera re-
alista su self hacia el futuro. Sabemos entonces que se ha llega-
do a una consolidación de la personalidad, que se ha dado un
nuevo paso adelante en la interiorización, que las congruencias
y uniformidades interiores se han estabilizado, y que la con-
ducta y las actitudes han adquirido una fisonomía casi prede-
cible, confiable y armónica,

Traumas residuales

Abordaré ahora el segundo prerrequisito de la formación del


carácter adolescente, que echará luz sobre la función del ca-
rácter. Confío en poder demostrar que este asume funciones
homeostáticas tomadas de otras instancias reguladoras de la ni-
ñez. En este sentido, tenemos que examinar el efecto del
trauma en la formación del carácter adolescente (véase Blos,
1962, págs. 132-40). En este artículo empleamos el término
"trauma" de acuerdo con la definición de Greenacre (1967):
"En mi propia obra —escribe esta autora—, no he limitado mi
concepción del trauma a acontecimientos traumáticos sexuales
(genitales) ni a episodios circunscritos, sino que he incluido las
condiciones traumáticas, o sea, cualquier condición que parez-
ca definidamente desfavorable, nociva o sumamente dañina
para el desarrollo del individuo joven" (pág. 277).
La formulación teórica que sigue es fruto de mis observa-
ciones clínicas a lo largo de los años. El análisis de adolescentes
mayores me ha demostrado que la resolución del conflicto
neurótico, la emancipación respecto de las fantasías infantiles,
llfevará a buen término la labor analítica sin que se hayan eli-
minado, empero, todos los restos del cimiento patógeno sobre
el cual descansaba la enfermedad. Estos restos se vuelven reco-
nocibles en la especial sensibilidad a ciertos estímulos externos
o internos, en la atracción por (o evitación de) ciertas vivencias
o fantasías, o en tendencias somáticas, pese a que todos estos
aspectos pueden haber sido tratados exhaustivamente en el
análisis. Cuando este llega a su fin, tales residuos han perdido
su valencia nociva, a causa de lá maduración pulsional y yoica,
pero continúan requiriendo una contención constante; o sea,
hay que seguir teniéndolos en cuenta en el mantenimiento de la
homeostasis psíquica. Sostengo que la automatización de este
proceso de contención es idéntica a la función del carácter —o,
más exactamente, a una parte de esta función—. Tales sensibi-
lizaciones permanentes a situaciones especiales de peligro de
valencia traumática se encuentran, por ejemplo, en la expe-
riencia de la pérdida de objeto, de la dependencia pasiva, de la
pérdida de control, de la merma de la autoestima, así como
también de otras situaciones estructural y afectivamente perju-
diciales.
Suponemos aquí que el trauma es una situación humana uni-
versal durante la infancia y la niñez temprana, y que aun en
las circunstancias más favorables deja un residuo permanente.
El proceso adolescente, incapaz de superar el efecto dese-
quilibrador de este residuo, lo asimila a través de la estabiliza-
ción caracterológica, o sea, volviéndolo acorde con el yo. Me
apoyo aquí en el distingo trazado por Freud (1939) entre el
efecto positivo y el negativo del trauma. La reacción negativa
tiende a remover todo recuerdo o repetición de aquel, y, por la
vía de las evitaciones, fobias, compulsiones e inhibiciones, lleva
a la formación del carácter reactivo. Los efectos positivos "son
tentativas de devolver al trauma su vigencia, vale decir, de re-
cordar la vivencia olvidada [...], de hacerla real, de vivenciar
de nuevo una repetición de ella. [Los efectos] pueden ser acogi-
dos en el yo llamado «normal» y, como tendencias suyas, pres-
tarle unos rasgos de carácter inmutables" (pág. 75).
El apogeo de este logro integrativo se halla en el período fi-
nal de la adolescencia, cuando la enorme inestabilidad de las
funciones psíquicas y somáticas cede sitio poco a poco a una
modalidad de funcionamiento organizado e integrado. Una
vez que se ha vuelto parte integral del yo, el trauma residual
deja de alertarlo una y otra vez mediante la angustia-señal: ha
pasado a ser un organizador en el proceso de la formación del
carácter. Esta ha contrarrestado una situación de impotencia
vigilante. El carácter es, pues, equivalente a respuestas pauta-
das frente a situaciones de peligro arquetípicas o a la angustia-
señal; en otras palabras: equivale a la conquista del trauma re-
sidual, no merced a su desaparición o su evitación, sino a su
continuidad dentro de una formación adaptativa. En el tras-
torno de carácter este proceso se ha descarriado: la estabiliza-
ción caracterológica se ha vuelto inadaptada.
Del trauma residual emana, digámoslo así, un tenaz y per-
sistente impulso a la efectivización de esa formación interna de
la personalidad que llamamos "carácter". Debido a su origen,
el carácter contiene siempre un elemento compulsivo: está más
allá del libre arbitrio y la contemplación, es evidente por sí
mismo y forzoso. La energía requerida para que cobre forma
deriva, en parte, de la investidura que el trauma residual po-
see. Los adolescentes que eluden la trasposición del trauma re-
sidual en formación del carácter proyectan la situación de pe-
ligro al mundo externo, y así evitan enfrentarse interiormente
con ella. Al no interiorizar la situación de peligro, pierden la
oportunidad de llegar a una conciliación; su proyección al
mundo externo da por resultado un estado de temor de conver-
tirse en víctima; a ello siguen la indecisión y el azoramiento.
Erikson (1956) ha denominado a este impase "la moratoria
psicosocial del adolescente". La experiencia nos dice que ella
conduce a una. formación tardía del carácter o a una afección
patológica. Tenemos la impresión de que la formación del ca-
rácter es más abarcadora que las influencias, identificaciones y
defensas del superyó., y estamos en condiciones de enunciar que
opera en ella un principio integrativo que une los diversos
aportes y elementos confluyentes con vistas a una ampliación
de la autonomía secundaria del yo. Dentro de esta esfera de
impresiones clínicas se halla el concepto de identidad del yo, de
Erikson (1956).
En el análisis de adolescentes mayores podemos observar
que, con la consolidación del carácter, se va marchitando su
exuberante vida de fantasía. Comenta Greenacre (1967) que
toda vez que una vivencia traumática ha estado asociada a una
fantasía subyacente, la fijación al trauma es más persistente
que en aquellos casos en que este era más moderado y circuns-
tancial. ¿Podría ser que en la formación del carácter adoles-
cente no sólo el aspecto vivencial del trauma residual, sino
también la fantasía preexistente a él asociada, fuera absorbida
por la organización yoica? A menudo se ha dicho que las mo-
ciones pulsionales se exteriorizan en el ejercicio del llamado
"carácter sano". Sea como fuere, ahora quisiéramos sostener
que la estabilización caracterológica del trauma residual pro-
mueve la independencia del individuo respecto de su ambien-
te, del cual emanó originalmente el daño traumático en una
época en que el dolor equivalía a lo exterior al self, o bien al
no-self.

Continuidad yoica

Paso ahora a la tercera condición previa para la formación


del carácter adolescente. También en este caso la observación
clínica ha mostrado el rumbo y aclarado el camino para una
formulación conceptual. Ya me he referido a ciertos casos de
acting out adolescente en que el comportamiento inadaptado
representa un esfuerzo por contradecir, a través del lenguaje
de la acción, una desfiguración de la historia familiar impuesta
al niño de manera coactiva. A esa distorsión la he llamado el
"mito familiar" (véase si capítulo 12). Difiere de la clásica "no-
vela familiar" en que ia distorsión le es impuesta al niño desde
afuera, poniendo en tela de juicio la validez de su propia per-
cepción. El estudio de un número considerable de tales casos
me ha llevado al convencimiento de que el desarrollo adoles-
cente sólo puede seguir adelante si el yo logra establecer una
continuidad histórica en este ámbito. Vemos operar este empe-
ño en la generalizada reevaluación crítica de los progenitores,
o, por desplazamiento, de sus representantes en la sociedad.
Sabemos muy bien que gran parte de lo que el niño percibe está
determinada por lo que los demás suponen que él debe perci-
bir. La enmienda introducida en la adolescencia restaura la in-
tegridad de los sentidos, al menos en cierta medida. Cuando es-
te empeño falla, a elló sigue una parcial caducidad del de-
sarrollo adolescente, y la reestructuración psíquica queda in-
completa. Desde este ángulo pueden entenderse no sólo la con-
ducta delictiva de los adolescentes, sino también gran parte.de
los apuros por los que pasan y la vida riesgosa que llevan, así
como sus producciones creativas, en especial literarias.
Desde luego, en todo análisis surge la instauración de la con-
tinuidad histórica del yo, pero en el de adolescentes ella tiene
un efecto integrador y estimulante del crecimiento, que va más
allá de la. resolución del conflicto. Hablaba en nombre de
muchos aquel adolescente que dijo que no es posible tener un
futuro si no se tiene un pasado. Observamos, nuevamente, una
tendencia a la interiorización, o bien, a la inversa, a una des-
vinculación (en el plano yoico) del ambiente protector de los
adultos, que ha actuado como custodio y guardián del yo in-
maduro del niño. Parecería que la maduración yoica, según los
lineamientos descritos, da origen en la adolescencia, cuando la
envoltura familiar ha dejado de prestar su antigua utilidad, a
un sentimiento subjetivo de integridad y de inviolabilidad.
Desde luego, este sentimiento tiene mucho en común con las
cualidades psicológicas que atribuimos al reflejo del carácter
en los estados de sentimiento subjetivos.

Identidad sexual
A fin de completar el conjunto de prerrequisitos que pro-
mueven la formación del carácter adolescente, hay que men-
cionar, en cuarto lugar, el surgimiento de la identidad sexual.
Si bien la condición de varón o mujer es establecida a tempra-
na edad, he sostenido que la identidad sexual con sus límites
definitivos (o sea, irreversibles) sólo aparece en fecha tardía,
como proceso colateral a la maduración sexual de la pubertad.
Antes de alcanzar la madurez física en el plano sexual, los lími-
tes de la identidad sexual son fluidos. En verdad, una identi-
dad sexual cambiante o ambigua, dentro de ciertos límites, es
la regla más que la excepción. Y esto es más evidente en la niña
que en el varón. Basta recordar el grado de aceptación social e
individual de que goza la "etapa varonera" de la niña, y la pro-
funda represión de la envidia del pecho en el varón preadoles-
cente. De todos modos, la pubertad establece una línea demar-
catoria, más allá de la cual las adiciones bisexuales a la identi-
dad de sexo se tornan incompatibles con el desarrollo progresi-
vo. Clínicamente, es fácil observar esto en la creciente capaci-
dad del adolescente para el hallazgo de objeto heterosexual y
en la merma de la masturbación, hechos ambos que avanzan
de manera paralela a la formación de la identidad sexual.
No es mi propósito rastrear aquí el origen o la resolución de
la bisexualidad, pero hay que señalar que en la medida en que
perdura la ambigüedad —o ambivalencia— de la identifica-
ción sexual, el yo no puede dejar de ser afectado por la ambi-
güedad de las pulsiones. Las exigencias madurativas de la pu-
bertad estimulan, por lo general, procesos integrativos de
complejidad cada vez mayor, pero en tanto y en cuanto preva-
lece la ambigüedad sexual estos procesos pierden empuje, di-
rección y foco; o sea: la maduración es derrotada en toda la lí-
nea. El adolescente vivencia esto subjetivamente como una cri-
sis o difusión de su identidad, para emplear la terminología de
Erikson (1956). En la prosecución de nuestro tema, concluire-
mos diciendo que la formación del carácter presupone que la
identidad sexual ha avanzado a lo largo de un sendero que se
va estrechando, y que conduce a la identidad masculina o fe-
menina.
En esta coyuntura observamos, en la adolescencia tardía y la
posadolescencia, con qué persistencia han sido excluidos de la
expresión genital y absorbidos en la formación del carácter los
remanentes de la orientación bisexual. El importante, decisivo,
papel que cumple el ideal del yo, heredero del complejo de
Edipo negativo, en este punto de viraje de la adolescencia tar-
día sólo puede ser mencionado aquí al pasar (para una exposi-
ción completa sobre esto, véase el capítulo 15).

La genealogía del carácter


Los cuatro prerrequisitos que he esbozado reposan en ante-
cedentes que se remontan al período más antiguo de la historia
del individuo. Tenemos buenos motivos para suponer que, más
allá dé los aspectos vivenciales, hay insertos en la estructura del
carácter componentes que provienen de elementos biológicos
innatos. De esto se desprende que la formación del carácter
adolescente es afectada, favorable o adversamente, por condi-
ciones constitucionales así como por los antecedentes infantiles
y su perdurable efecto en la estructura y el conflicto psíquicos.
No obstante, la estabilización caracterológica de los destinos
pulsionales y yoicos no es sinónimo de carácter. Los cuatro re-
quisitos mencionados deben ser trascendidos de alguna manera
antes de que se regule la función homeostática de esta neoforma-
ción a la que llamamos "carácter". Las credenciales del carácter
han de hallarse en el nivel de desarrollo posadolescente, el
cual, en caso de alcanzárselo, torna posible la formación' del
carácter; dicho de otro modo, la formación del carácter refleja
los acomodamientos estructurales que han llevado a su término
al proceso adolescente. El grado en que han sido cumplidos los
cuatro requisitos (o en que se han satisfecho las cuatro deman-
das evolutivas) determinará que el carácter consecuentemente
tenga una naturaleza autónoma o defensiva. Al llegar a su fin
la niñez en la pubertad, se alcanza la estructura somática y el
funcionamiento adultos; esto tiene su contraparte psicológica
en la consolidación de la personalidad o en la formación del ca-
rácter.
Mi exposición debe de haber puesto en claro que, al hablar
del carácter, uno se ve tentado continuamente a referirse a una
sana o patológica formación del carácter. No he incorporado
explícitamente en mi esquema los llamados "trastornos del ca-
rácter" o "perturbaciones del carácter", ni tampoco el vasto es-
pectro de las caracteropatías. He llegado a las conclusiones y
formulaciones expuestas a partir de la observación clínica de
adolescentes y sobre la base de datos analíticos. A ellas hay que
armonizarlas con observaciones de esencia similar aunque deriva-
das de otros fenómenos caracterológicos y de otros períodos de
la vida. Pero esta es una tarea que desborda los límites de mi
presente indagación.
El aspecto evolucionista del carácter
Compruebo con recelo que no he prestado suficiente aten-
ción a mi admonición inicial, y he cargado esta exposición con
una vasta serie de inquietudes teóricas. Tal es el riesgo que se
corre al examinar la formación del carácter. Pero todavía me
queda por hacer un comentario adicional con respecto a este
tema.
He enfocado la formación del carácter como un corolario de
la maduración pulsional y yoica en el estadio de la pubertad.
Al obrar así, la he desprendido de su matriz ontogenética y le
he asignado una función conmensurable con la maduración
biológica (o sea, sexual) concomitante y con el logro morfológi-
co del estado adulto. Cada etapa de maduración aumenta la
complejidad de la organización psíquica. El carácter refleja,
en el plano del desarrollo de la personalidad, el logro de la for-
ma más alta de estructura y funcionamiento psíquicos.
En la bibliografía analítica pueden encontrarse, con diversas
designaciones, referencias explícitas o implícitas a la compleja
estructura y función del carácter, que atribuyen a este un prin-
cipio totalizador, integrativo: la función sintetizadora del yo,
el ajuste mutuo de las partes (Hartmann), la formación de la
identidad, el principio organizador, el proceso de consolida-
ción, el self, la persona total, etc. Todas estas expresiones con-
notan la vivencia subjetiva de que el carácter propio es idénti-
co al self; sin él la vida anímica es inconcebible, como lo es la
vida física sin el cuerpo. Uno se siente respecto de su propio ca-
rácter como en su casa, o bien, mutatis mutandis, el carácter
de uno es como su propia casa y, en verdad, ofrece una confiable
y segura protección al self. Se aceptan las fallas del propio ca-
rácter como se aceptan los defectos físicos que uno tiene: a uno
no le gustan, pero allí están. Cuando se le preguntó a Lawren-
ce Durrell (1961) si tenía conciencia de alguna particular falla
suya como escritor, dio la siguiente respuesta: "Mis grandes
fallas provienen de mi carácter, no de mi falta de talento; soy
apresurado, atropellado, impulsivo en momentos en que debe-
ría ser tímido, reservado y objetivo, y viceversa. En mi prosa y
mi poesía esta falla se nota bien a las claras". No se nos escapa,
en esta declaración, una pizca de orgullo por tener el coraje de
aceptar las propias flaquezas. Resulta pertinente un comenta-
rio de Lichtenstein (1965): "En la medida en que percibimos
una constante de esa índole como característica de nuestro pro-
pio mundo interior (Hartmann), tendemos a referirnos a ella
como la vivencia (Erlebnis) de nuestro self' (pág. 119). La for-
mación del carácter instaura nuevas constantes en la vida psí-
quica, realzando y estabilizando así la vivencia del self. Esta

155 f
vivencia, esencialmente idéntica, ha sido derivada en la ni-
ñez de las constantes del ambiente: su confiabilidad y su in-
mutabilidad.

La estructura del carácter torna al organismo psíquico me-


nos vulnerable que antes, y el mantenimiento de dicha estruc-
tura es préservado contra cualquier interferencia interna o ex-
terna, venga de donde viniere. Si es preciso, uno muere por ella
antes de dejar que ella muera. La sobrevaloración del propio
carácter vuelve evidente que la formación del carácter es inves-
tida con libido narcisista y que la gratificación narcisista es una
legítima ganancia extraída del ejercicio del carácter.
Soy conciente de que en lo anterior he hablado con metáfo-
ras antropomórficas en vez de hacerlo con conceptos psicológi-
cos. Corregiré esta digresión señalando que los cuatro requisi-
tos son fundamentalmente un paso adelante en la interioriza-
ción, y, por ende, promueven una mayor independencia res-
pecto del ambiente. Se alcanza así un nivel más alto de integra-
ción, que contiene nuevas posibilidades de homeostasis. En es-
te sentido cabe afirmar, aplicando el punto de vista genético,
que la total dependencia en que se encuentra la pequeña
criatura humana con relación a la estabilidad protectora del
ambiente tiene su contrapartida en la formación del carácter:
la interiorización de un ambiente protector estable. El conteni-
do y la pauta del carácter están socialmente determinados, pe-
ro sólo la interiorización torna al organismo psíquico indepen-
diente en gran medida de las fuerzas que lo trajeron a la vida.
Si bien la estructura del carácter es de índole perdurable e irre-
versible, sólo un cierto grado de apertura y flexibilidad podrá
asegurar su enriquecimiento y modulación a lo largo de la vi-
da adulta.
El aspecto evolucionista de la formación del carácter radica
en la interiorización de los lazos de dependencia y en la crea-
ción de una estructura psíquica cada vez más compleja. La
función del carácter consiste en el mantenimiento de esta
estructura psíquica, que se autorregula (o sea, está automatiza-
da) y por consiguiente reduce al mínimo la incidencia del daño
psíquico. Huelga decir que el nivel de organización psíquica
así alcanzado facilita el despliegue de las ilimitadas potenciali-
dades humanas.
En la formación del carácter observamos, dentro del plano
ontogenético de desarrollo de la personalidad, un principio
evolucionista que tiene su analogía, en el plano filogenético, en
la creciente independencia del organismo respecto de las con-
diciones del ambiente. Esta evolución ha llegado en el hombre
a su punto culminante. Claude Bernard (1865) expresó este
principio al decir que "la constancia del medio interior es la
condición de la vida libre". 2 En este sentido, podemos con-
templar la formación del carácter desde una perspectiva evolu-
cionista y concebirla como un sistema cerrado gracias a cuya
operación se mantiene la función adaptativa y se facilita el uso
creador de la potencialidad humana. Los procesos de interiori-
zación y automatización en la formación del carácter estable-
cen y estabilizan el medio psíquico interno, permitiendo así al
hombre plasmar su ambiente, en forma individual y colectiva,
imponiéndole aquellas condiciones que guardan una corres-
pondencia más favorable con la inviolabilidad e integridad de
su persona.

2 Aunque Claude Beinard desarrolló su obra en el campo de la fisiología y la


bioquímica, el principio organísmico por él formulado es igualmente aplicable
al medio psicológico exterior e interior.
10. El analista de niños contempla
los comienzos de la adolescencia*

La literatura sobre la adolescencia muestra en los últimos


tiempos una tendencia netamente nueva: un número creciente
de artículos y libros han comenzado (si bien en forma paulati-
na) a ocuparse de los primeros años de la adolescencia. La ten-
dencia es notoria porque hasta hace poco la mayoría de los es-
tudios sobre la adolescencia se dedicaban de manera exclusiva
a los adolescentes de mayor edad. La singular atención presta-
da durante un período tan amplio a estos últimos —los jóvenes
espectaculares y tumultuosos— se nos aparece, en retrospecti-
va, como el fruto de una visión miope. ¿No habría sido lógico
traer primero la luz al alborear del proceso adolescente, en vez
de estudiarlo aislado en su alto mediodía?
Dos factores dan cuenta de este creciente interés por los co-
mienzos de la adolescencia. En primer lugar, por su estilo de
vida, el preadolescente se parece cada vez más a los muchachos
y chicas mayores; todo lo típico de la adolescencia media está
aconteciendo a una edad cada vez más temprana. Este cambio
tuvo lugar en forma bastante llamativa en la década de 1960,
en cuyo trascurso el preadolescente se apropió, de modo más
y más agresivo, de la posición que era propia del adolescente
medio. Así, fue cortando amarras a edad cada vez menor con
la conducta y el rol social de la latencia. El quebrantamiento
de las expectativas tradicionales alteró rápidamente la presen-
cia social del preadolescente en la familia y la escuela, la calle y
el patio de juegos. El nuevo balance entre conducta y edad no
sólo alertó al especialista, sino que la inquietud pública lo ur-
gió a echar luz sobre este fenómeno.
En segundo lugar, debemos recordar que las investigaciones
sobre la adolescencia, en especial en el campo de la psicología
psicoanalítica, hicieron que el proceso adolescente en su con-
junto fuera'diferenciado desde el punto de vista del desarrollo.
Dichas investigaciones concedieron al estadio inicial (la pre-
adolescencia) la jerarquía de una fase del desarrollo. En mi
propia obra, he procurado delinear las cinco fases del de-
sarrollo adolescente, cada una de las cuales está definida en
términos de las posiciones pulsionales y yoicas, la maduración
somática y el entorno., así como los conflictos específicos de la

* Publicado originalmente en Daedalus, otoño de 1971, págs. 961-78.

!' ..ti L.^


fase y su resolución. Durante algún tiempo subrayé el hecho de
que la etapa inicial de la adolescencia es un período crucial
dentro del proceso adolescente en su totalidad. i Todo lo que ha
de sobrevenir luego, por ejemplo, en cuanto a la creación de la
identidad, la consolidación de la personalidad, la formación
del carácter o la segunda individuación tiene augurios favo-
rables o desfavorables según cómo sean resueltos los particula-
res desafíos evolutivos que preceden al desencadenamiento, en
años posteriores, de la turbulencia adolescente.
Nuestra familiaridad con el temprano desarrollo del niño
nos ha habituado a pensar que la edad, la maduración y el de-
sarrollo se hallan bastante próximos entre sí. Este estrecho pa-
ralelismo no es válido en el caso de la adolescencia. La menar-
ca y la primera eyaculación no se producen dentro de un
estrecho intervalo de edades cronológicas, como ocurre con la
primera sonrisa, la adopción de la posición sedente y la denti-
ción. Esta diferencia se torna comprensible si advertimos que
durante la primera década de vida ha ido aumentando progre-
sivamente la desvinculación entre el niño y la persona que lo
cuida, y ha disminuido toda correlación simple entre los siste-
mas somático y psíquico. Por ejemplo, las expectativas de de-
sempeño que emanan del ambiente social rivalizan cada vez
más con las desencadenadas por la sola maduración física. Es
cierto que la maduración puberal es la iniciadora biológica de
la adolescencia, pero el avanzado estado en que se encuentra la
formación de la personalidad permite que actúen sobre la pul-
sión sexual toda suerte de influencias trasformadoras. La mono-
lítica cohesión entre pulsión y conducta, tan característica de
los primeros años de vida, ya no es tan nítida en la pubertad.
Teniendo presentes estas reservas, podemos decir, sin embar-
go, que la adolescencia es la sumatoria de los acomodamientos a
la condición de la pubertad. La forma que adopten estos ajus-
tes depende en gran medida de injerencias normativas extrínse-
cas, provenientes del ambiente.
Ya hemos dicho que el estudio de la adolescencia en su con-
junto abarca diversas etapas de maduración y desarrollo. Estas
etapas se presentan, obviamente, en una secuencia ordenada,
pero el momento en que comienzan, así como su duración, son
variables. En mi calidad de analista de niños me centraré en el
desarrollo psicológico, o sea, en el proceso de reestructuración
psíquica al que llamamos "adolescencia". La fenomenología de
este proceso está determinada por las características sobresa-
lientes de una cierta época histórica y de una tendencia y estilo
1 He descrito la preadolescencia en el capítulo 6. Las cinco fases de la adoles-
cencia se examinan en On adolescence: a psychoanalytic interpretation (Blos,
1062). He ilustrado la fase preadolescente con el historial clínico de un mu-
chacho y una chica en The young adolescent: clinical studies (Blos, 1970).
imperantes en el ambiente. Por consiguiente, puede asumir mil
formas distintas, cuyo aspecto cambia de continuo. No obstan-
te, presumimos que la forma y contenido psicológicos del logro
de la maduración sexual y de la plena estatura física están da-
dos por exigencias sociales predominantes: las expectativas y
tabúes sociales imponen al varón y a la niña púberes, en cualquier
momento y lugar, requisitos similares, si no idénticos, en cuan-
to a las modificaciones y reorganizaciones psicológicas.

Preparación para la adolescencia


Es fácil observar que, entre los diez y los doce años, el niño
deja de avenirse a los controles que le fijan los adultos, a los ho-
rarios y rutinas, a las imposiciones en materia de conciencia
moral. Asistimos a una disolución de la alianza entre el niño y
el adulto, alianza que en la época intermedia de la niñez (pe-
ríodo de latencia) había neutralizado, por vía de identifica-
ción, los conflictos de años anteriores. Con los primeros signos
fisiológicos de la pubertad (cambios hormonales), la conten-
ción emocional rompe sus límites relativamente estrechos, y es-
to conlleva reacciones emocionales cada vez más intensas,
impredecibles e incontrolables. Colectiva o individualmente,
las influencias ambientales tornan a estas potencialidades ora
en rebeldía, ora en inhibición, según cuáles sean las cos-
tumbres y eihos prevalecientes. Las demoras y, restricciones no
son, de ninguna manera, impedimentos intrínsecos para el
completamiento exitoso del proceso adolescente. No obstante,
todo retardo o aceleración de la adolescencia provocado por el
medio social alcanza fatalmente un punto crítico más allá del
cual se genera daño estructural y desarrollo anómalo. Y ese da-
ño deriva tanto de un "exceso" como de un "defecto", tanto de
lo que sobreviene "demasiado pronto" como de lo que sobre-
viene "demasiado tarde".
Otra fuente de descarrilamiento evolutivo proviene de una
falta de completamiento esencial de la etapa que precede a la
adolescencia. En consecuencia, para un ingreso idóneo en esta
será conveniente que promovamos, como condición previa, el
más pleno desarrollo del período de latencia. El dominio psico-
lógico de las pulsiones (libidinales o agresivas) intensificadas en
la pubertad está determinado por el nivel de diferenciación y
autonomía del yo, y ambas se alcanzan en amplia medida du-
rante la latencia. Entre estos logros, el más significativo es pro-
bablemente el distánciamiento del yo respecto del ello. Este
avance de la autonomía yoica da por resultado la expansión y
firme arraigo de funciones tales como la cognición, la memo-
ría, la previsión, la tolerancia a la tensión, la conciencia de sí y
la capacidad de distinguir entre realidad y fantasía, o entre ac-
ción y pensamiento. Cuando estas capacidades están infrade-
sarrolladas en grado crítico, estamos ante una latencia in-
completa o abortada. Muchos trastornos de la adolescencia
temprana se deben a tales déficit evolutivos. Buscamos en vano
los signos de una transición hacia la adolescencia y nos topa-
mos con un reavivamiento de la expresión y manejo infantiles
de las pulsiones. No se trata de una regresión, puesto que nin-
guna posición de avanzada se alcanzó aún.
La transición hacia la adolescencia sólo puede producirse si
las tensiones pulsionales de la pubertad llevan a la creación de
conflictos específicos de la fase, y a su resolución. Dar este paso
presupone tener capacidad de interiorización, en contraste con
la descarga inmoderada de las pulsiones o la prolongada de-
pendencia de las respuestas ambientales a sus necesidades en
que vive el niño. En este último caso el conflicto es externo; se
libra entre el niño y el ambiente, y aquel alienta la expectativa
—y aun la exigencia— de que este cambie. El niño no tiene a
su alcance ningún otro medio de gobernar su malestar y su an-
gustia, procedentes de su sensación de desvalimiento por la fal-
ta de aptitudes de confrontación propias de la fase.
Erik Erikson ha caracterizado muy bien la crisis del período
de latencia con su oposición de "industriosidad versus inferiori-
dad", ya que.estos son los focos antagónicos en torno de los
cuales se consolida el período intermedio de la niñez. El domi-
nio concreto, simbólico y conceptual del mundo comienza a
actuar como fuente autárquica de autoestima (en lugar de la
anterior dependencia del amor de objeto), y, más allá de eso,
eleva las peculiares vivencias infantiles al plano de formas de
expresión comunicables y comunitarias. Al decir esto ya hemos
puesto pie en el puente que conduce al mundo de los comienzos
de la adolescencia.

Los comienzos de la adolescencia


Es bien sabido que como secuela de la maduración puberal
aumentan las tensiones pulsionales. Ante esto, el niño que aca-
ba de ingresar en la adolescencia tiene una reacción inicial de
desconcierto, pues la reactivación de las modalidades infantiles
de las posiciones pulsionales y yoicas le hace sentir que marcha
hacia atrás en lugar de ir hacia adelante.
Se ha observado a menudo que con la acometida de la pu-
bertad el logro del varón durante la latencia —la domestica-
ción y trasposición de las pulsiones infantiles— se hace trizas.
Asistimos a una regresión al servicio del desarrollo, que se ma-
nifiesta en voracidad oral, conducta rapaz y obscena, suciedad
y malos olores corporales, descuido total por la pulcritud y el
aseo, intranquilidad motora, experimentación con acciones y
sensaciones de toda índole (especialmente conductas riesgosas,
deseos de probar todo tipo de bebidas y comidas). Las fun-
ciones yoicas ya implantadas sufren con esta turbulencia regre-
siva, como lo evidencia la declinación de la concentración y el
cuidado con que trabaja el niño en la escuela. La niña parece
poseer una mayor capacidad sublimatoria —o bien se le acre-
ditari virtudes simplemente porque saben ocultar con sumo do-
naire sus rasgos no tan virtuosos—. Muchos chicos de esta edad
toman esta aparente capacidad de las niñas como prueba de su
superioridad; de ahí que las ridiculicen y se burlen implacable-
mente de ellas, a manera defensiva.
El desarrollo adolescente avanza por vía de una regresión.
Renovando su contacto con las posiciones infantiles, el niño ya
mayorcito tiene una oportunidad de someter a revisión gene-
ral, por así decir, los defectos, flaquezas e irracionalidades de
la infancia, enfrentando estas mismas condiciones con un yo
más competente. Este "trabajo" reviste máxima importancia y
determina por entero el curso que ha de seguir la adolescencia.
Cumplir con esta tarea de desarrollo exige tiempo y facilita-
ción. En general, puede afirmarse que la intensidad del impul-
so regresivo es proporcional a la intensidad con que se persi-
guen "la independencia y la libertad", o, a la inversa, a la seve-
ridad de las inhibiciones y el sometimiento rechazados.
Hemos llegado a un punto de nuestra descripción en que ce-
sa la similitud entre la adolescencia del varón y la de la mujer.
La regresión preádolescente del primero es más global que la
de la segunda, más orientada hacia la acción y más concreta.
Ante la primera embestida puberal, el niño se aparta, con des-
dén y menosprecio, del sexo opuesto. La niña, en cambio, em-
puja hasta un primer plano las ideas y fantasías románticas o
directamente sexuales vinculadas con el otro sexo, al par que
las tendencias regresivas se afirman en ella de modo periférico
y más secreto.
Un hecho notable es que el varón, al acercarse la pubertad (y
durante varios años más), mantiene una buena relación con su
padre, en la que están ausentes los conflictos. No hay eviden-
cias del abrumador complejo de Edipo; por el contrario, el chi-
co de esta edad tiene poco o ningún trato con su madre y her-
manas —en realidad, con el sexo femenino en general—, y es
un trato sujeto a ciertas condiciones. Recordemos que la inten-
sificación puberal de las pulsiones, junto con las extrañas y des-
conocidas sensaciones corporales y estados afectivos del niño,
exigen regulaciones a lo largo del continuo cuerpo-mente que
re remontan al período del aprendizaje infantil. He aquí el
trascendental inicio del sentido de posesión del propio cuerpo y
el éxtasis derivado del "sí-mismo". Un éxtasis similar, aunque
más complejo aún, revivencia el adolescente que, al alborear
la pubertad, entra en su segundo proceso de individuación.
La fatídica lucha de la temprana regulación del organismo
queda permanentemente asociada a la madre de la niñez
temprana. Cuando esta renueva su afirmación de poder al asu-
mir la tutela del cuerpo en crecimiento del niño, pasa a ser pa-
ra él una persona anatematizada. Se resiste hasta tal punto
contra la madre de su infancia que, con fácil irracionalidad, le
atribuye facultades "diabólicas", que muy pronto imputa a to-
do el mundo femenino.
La tarea psicológica del niño de esta edad consiste en abando-
nar las gratificaciones y evitaciones de la niñez temprana, pre-
parándose para adquirir la potencia última de un hombre. Si
esta tarea específica de la fase es eludida, surge la posibilidad
de desarrollos sexuales anómalos de toda clase y grado. Al
aumentar el autocontrol y la emancipación emocional del ni-
ño, declina proporcionalmente su temor irracional a la mujer,
con lo cual se promueve su ingreso a la fase de la adolescencia
propiamente dicha. No obstante, antes de que se produzca este
decurso, la relación del chico con su padre experimenta un
cambio: su intimidad afectiva con él se diluye, al par que el
ideal del yo cobra ascendiente, adquiriendo cualidades neta-
mente distintas de las que son propias del ideal del yo de la ni-
ñez témprana (véase el capítulo 15).
El ideal del yo constituye el requisito previo para la elección
y prosecución de una meta vocacional, y para la estabilidad en
materia de ideas. Cuando su formación sufre un impedimento
crítico, sobreviene una sensación deincertidumbre, indecisión,
desasosiego; el individuo anda a los tumbos y su autoestima
disminuye. En tales circunstancias, cualquier puerta que se
abra repentinamente ante el adolescente prometiéndole arran-
carlo de este impase le da, durante un breve lapso, la sensación
de avanzar con una dirección y un propósito.
De lo dicho se desprende que en la adolescencia temprana el
conflicto emocional del varón se centra primordialmente en la
madre. En este contexto, la "madre" es la interiorizada de la
infancia, la preedípica, no la madre real del presente. A ello se
debe gran parte de la conducta irracional y las desinteligencias
que se suscitan entre la madre y el adolescente. Superar esta
irracionalidad constituye el desafío de esta edad. La vulnerabi-
lidad emocional del muchacho en los comienzos de su adoles-
cencia tiene dos aspectos; a ambos puede designárselos como fi-
jaciones adolescentes. Un aspecto consiste en su desvinculación
incompleta de la madre preedípica, con la consecuencia de una
marcada ambivalencia en sus relaciones posteriores y de una
extraordinaria necesidad de ser nutrido (fijación preadolescen-
te) . El otro aspecto es la perseverancia de su apego al padre (fi-
jación de la adolescencia temprana), que da por resultado una
dividida fidelidad hacia los dos sexos y persistentes dudas en
torno a su masculinidad.
Una constelación semejante rige para la rtiujer, aunque su
resolución es diferente. La chica busca, de manera regresiva,
intimidad emocional con la madre protectora y nutriente de la
niñez temprana. A menudo se crea entre ambas un vínculo
muy especial; la madre se vuelve confidente de la muchacha
("No veía el momento de llegar a casa para contárselo a
mamá") y su consejera en el desconcertante tumulto emocional
de esta edad. Esta asociación tiene una influencia decidida-
mente positiva en la incipiente feminidad de la niña, y ade-
más la protege contra su.precoz independencia afectiva y
contra relaciones sexuales prematuras. Hay una concepción
falsa muy difundida que interpreta las necesidades emociona-
les de la niña en los comienzos de su adolescencia como una in-
volucración edípica con el padre. En realidad, este a menudo
se siente obligado a flirtear con su hija para aumentar la con-
fianza de esta en su feminidad. La constelación edípica, no
obstante, corresponde a una etapa superior. La concepción a la
que aludimos encuentra aparente apoyo en el hecho de que,
cuando el impulso regresivo hacia la madre de la niñez tempra-
na se vuelve demasiado intenso, predominan sentimientos de
oposición, aversión o extrañamiento hacia la madre, que tor-
nan muy ambivalente la relación con esta; en una huida defen-
siva, la muchacha se vuelca hacia el padre o se vuelve "loca por
los varones". Si ya existe en ella una proclividad al acting out,
no es raro que escape en dirección al sexo opuesto para
contrarrestar un impulso regresivo indebidamente severo ("de-
lincuencia sexual femenina"). 2 Aquí importa señalar que nor-
malmente tanto los varones como las chicas en los comienzos de
su adolescencia parecen, durante breves lapsos, comparativa-
mente liberados de su dependencia de relaciones infantiles, de
su búsqueda o reanimación. Sin embargo, esa sensación subje-
tiva de libertad respecto de los lazos de la niñez se ve interrum-
pida de continuo por luchas apasionadas y ambivalentes con
los progenitores, hermanos y maestros, con quienes se busca a
la vez intimidad y distancia.
Desde los inicios de su adolescencia, la chica está mucho más
preocupada que el varón con las vicisitudes de sus relaciones de
objeto. Las energías del varón se dirigen hacia afuera, tendien-

2 La heterosexualidad defensiva de las jóvenes es examinada desde un punto


de vista clínico en el capítulo 11.
do al control y dominio del mundo material; la niña, en cam-
bio, se vuelca —en la realidad o en la fantasía— al varón con
una afectividad profunda, mezclada con ternura romántica,
posesividad y envidia. Mientras el muchacho se lanza a enseño-
rearse del mundo material, la mujer intenta abordar las rela-
ciones personales. Algunas chicas se juntan en camarillas com-
petitivas, compartiendo secretos y pesquisas (quiénes son las
compañeras que ya han menstruado, o qué nuevo polvo facial o
peinado usa la profesora, y con motivo de quién), sin cansarse
nunca de proseguir durante mucho tiempo sus flirts. Otras
niegan o posponen la aceptación de su feminidad actuando
como varoneras o convirtiéndose en alumnas muy estudiosas.
La estrategia de postergación que la muchacha emplea a esta
edad apuntala el desarrollo femenino normal. Sus escapadas
regresivas siempre son contrabalanceadas por su vuelco al otro
sexo. Rara vez se abandona tan completa y persistentemente
como el varón a la conducta regresiva. De hecho, a esta edad
las niñas son mejores estudiantes que los varones y tienen ma-
yor capacidad de introspección. Desde luego, lo que han ad-
quirido no es una auténtica feminidad; una mirada más pe-
netrante nos convence de que en su vínculo con el otro sexo pre-
dominan la agresión y la posesividad. Estos modos de relación
objetal insinúan el aspecto narcisista de sus anhelos: la necesi-
dad de sentirse completas merced a la posesión del objeto.
He comprobado que la vulnerabilidad emocional de la niña
en los comienzos de su adolescencia presenta un doble aspecto;
en ambos casos, el motivo es la perseverancia ("quedarse atas-
cado") en una posición evolutiva normalmente transitoria. Un
aspecto consiste en su incapacidad para resistir y superar el im-
pulso regresivo hacia la madre preedípica (preadolescencia),
reinstaurando así, tal vez en forma permanente, la ambivalen-
cia primitiva de las tempranas relaciones objetales en las fi-
liaciones íntimas de su vida. El otro aspecto reside en su inca-
pacidad de abandonar la típica identidad bisexual de la adoles-
cencia temprana. Si la posición de "chica varonera", en lugar
de ser transitoria, deviene permanente, el avance de la niña
hacia la feminidad correrá serio peligro. Ya debe ser evidente
que el desafío evolutivo que enfrenta la niña en esta fase consis-
te en resistir con éxito el impulso regresivo hacia la madre pre-
edípica, renunciar a las gratificaciones pregenitales de la pul-
sión, a los lazos de dependencia infantiles o al hambre de con-
tacto físico en una u otra forma, y, last but not least, aceptar su
feminidad. Gran parte de la conducta inadaptada que irrum-
pe durante la adolescencia propiamente dicha y la adolescen-
cia tardía muestra bien a las claras que esa renuncia se ha prac-
ticado en grado insuficiente, y que se ha fracasado, parcial o
totalmente, en la resolución de esas tareas y desafíos.
En circunstancias normales, la niña en los comienzos de la
adolescencia tramita intrapsíquicamente las vicisitudes de su
desapego emocional de la madre, y se toma tiempo para armo-
nizar sus necesidades emocionales y físicas. Pero no podrá
cumplir con esta tarea sin la ayuda y la protección de la ma-
dre. No es que esa interferencia le guste forzosamente a la
muchacha o la desee a conciencia, pero es prerrogativa y deber
de la madre hacer oír sus juicios y opiniones en cuestiones de
importancia para el desarrollo.

Deliberadamente me explayé con amplitud acerca de la eta-


pa inicial del proceso adolescente, porque la trascendencia de
esta etapa no suele ser apreciada lo bastante en la bibliografía,
ni su complejidad definida en forma suficientemente sucinta.
Cuando esa etapa inicial ya ha declinado, se despliega otra
completamente nueva, la adolescencia propiamente dicha, la
proverbial y típica. En ella predomina, en términos de pro-
greso pulsional. el renacimiento de los conflictos edípicos;
concomitantemente, el yo elabora este avance en niveles más
altos de diferenciación. El proceso de la segunda individuación
(véase el capítulo 8) recibe vigoroso impulso, con el resultado
de que la formación del carácter (véase el capítulo 9) confiere
estructuras duraderas e irreversibles a la personalidad adoles-
cente. Debo limitarme, en la descripción de esta etapa, a estos
pocos comentarios generales, pues una exposición detallada de
su decurso excedería las dimensiones de este ensayo. Abordaré,
en cambio, el análisis de ciertos vastos problemas que gravitan
en el desarrollo adolescente aproximadamente entre los doce y
los dieciséis años de edad.

Factores actuales del desarrollo adolescente

El adelanto de la pubertad

Estamos en condiciones de afirmar —después de cinco dé-


cadas de observaciones— que la pubertad se adelanta cuatro
meses cada diez años, aproximadamente. 3 Se ha dicho que esta
mudanza cronológica es la causante de que ciertas conductas
adolescentes —como el reclamo de independencia y el vuelco
hacia la sexualidad genital— acontezcan antes que en el pasa-
do. Como es imposible refutar a la biología, se ha arribado a la
3 Es lógico esperar que la tendencia biológica se nivele con el tiempo, aunque
no sepamos exactamente dónde se encuentra ese nivel.
conclusión simplista de que la familia y la escuela, por
ejemplo, deben amoldarse a este más temprano despertar de
las necesidades púber ales.
Procuro seguir una línea de razonamiento diferente, para lo
cual comenzaré por señalar que la pulsión sexual es un "instin-
to" extraordinariamente maleable y modificable en cuanto a su
objeto y su meta. Cuando se inicia el funcionamiento sexual
(alrededor de los trece años), la complejidad que ha adquirido
la personalidad le permite acomodarse bien a la postergación,
represión o trasposición (sublimación) de la pulsión sin poner
en peligro con ello el proceso adolescente sino, por el contrario,
auxiliándolo y consolidándolo. No debemos olvidar que la ado-
lescencia es un período de transición, culturalmente determi-
nado, entre la niñez y la adultez; si bien parte de cambios cor-
porales (la pubertad), pone al servicio de sus propios fines so-
ciales el subsiguiente aumento de la tensión pulsional.
En la sociedad actual, el tiempo requerido para preparar al
púber a fin de que actúe como adulto (su vocación, sus deberes
y obligaciones como ciudadano, su condición de padre o
madre, etc.) se ha obtenido mediante la prolongación de la
adolescencia. La capacidad de destinar a este proceso energía,
dedicación y constancia deriva de una parcial inhibición de las
pulsiones (sublimación), o, al menos, de su postergada gratifi-
cación y su mantenimiento en un estado móvil en cuanto a su
objeto y su meta. A fin de que sociedad y adolescencia se aco-
moden una a otra, se ha interferido drásticamente el plan
biológico en beneficio de ambas. En este sentido, decimos que
en una sociedad industrial la adolescencia prolongada es una
condición necesaria. Más aún: una sociedad abierta, democrá-
tica, debe, para sobrevivir, fomentar la movilidad ascendente
de sus miembros gracias a la educación, y por ende debe acep-
tar los riesgos inherentes a tales ajustes y las inevitables ten-
siones psicológicas de una adolescencia dilatada por motivos
culturales. En tal aspecto, debemos reconocer que sin un alto
nivel de diferenciación psicológica el adolescente no es capaz ni
idóneo para enfrentar el mayor aprendizaje que se exige de él.
A todos aquellos que desean ingresar en las complejas profe-
siones de una sociedad industrial o tecnotrónica se les plantea
la creciente demanda de un avanzado dominio cognitivo.
Tenemos amplias pruebas de que aceptar que el preadoles-
cente es una "personita" autónoma y sexualmente activa obsta-
culiza en grave medida las funciones preparatorias que cumple
2sta etapa. Podemos afirmar que, en ella, la construcción del
/o ofrece augurios más promisorios para el logro de la madurez
que el empeño de tener, en los comienzos de la adolescencia,
una vida sexual plena. Si se adelantase el inicio de la adolesceh-
cia se privaría a las chicas y muchachos de las propiedades psí-
quicas que los habilitan para soportar ese complejo proceso de
adaptación y de prolongada dependencia (el costo de los estu-
dios y algún tipo de ayuda económica) que la sociedad contem-
poránea demanda a un sector cada vez mayor de su juventud.
Sostengo que conviene —o más bien, es imperativa— una
prolongación de la niñez, y no su abreviación. Quien a los trece
años ingresa en la adolescencia es todavía, psicológicamente,
un niño, con independencia de sus características sexuales pri-
marias o secundarias. Tanto la familia como la escuela y la so-
ciedad en general deberían reconocer este hecho. Estas institu-
ciones tienen que continuar ofreciendo sus roles de contención
y protección, en vez de empujar al preadolescente hacia ade-
lante bajo la engañosa insignia de que "cuanto más temprano y
rápido, más grande y mejor".
Propongo, pues, que se prolongue el estadio de la niñez, en
lugar de institucionalizar un adelanto de la adolescencia por
seguir ciegamente una tendencia biológica. En conexión con
esta tesis digo, además, que la separación de los muchachos y
chicas en la escuela durante estos años iniciales de la adolescen-
cia (no dürante todo el período adolescente) es, desde el punto
de vista psicológico y biológico, conveniente. No es menester
que recapitulemos aquí las conocidas discrepancias intelec-
tuales, físicas, sociales y psicológicas que hacen del varón y la
niña de esta edad muy malos compañeros en el trabajo y el
juego. Con esa separación no privamos a ambos sexos de su de-
sarrollo normal, sino todo lo contrario. El varón que muestra
una precoz predilección por las chicas como compañeras dé
juégo es aquel cuya rnasculinidad se revela, en años posteriores
(la adolescencia tardía o los comienzos de la adultez), tambale-
ante, en tanto que aquel que prefiere la compañía de los varo-
nes tiende luego a establecerse más firme y perdurablemente en
su identidad masculina.

Los comienzos de la adolescencia, la clase social


y la filosofía educativa
Puede demostrarse que el esquema general de reestructura-
ción psíquica durante los comienzos de la adolescencia que an-
tes hemos esbozado prevalece en la más heterogénea fenome-
nología adolescente. Deben discernirse por separado el proceso
y el contenido antes de ponerlos en relación funcional con el
contexto social en que se expresan. No es una idea novedosa
que entre los factores que operan en la adolescencia se halla la
clase social. En la década del treinta se estudió a adolescentes
europeos de la clase obrera, y hoy se da por descontado que su
"proveniencia social" (gueto, clase media urbana, medio rural
o regional, trabajadores migratorios, etc.) es una influencia
que moldea en grado decisivo el curso de la adolescencia. Por
desgracia, carecemos de datos suficientes para evaluar con pre-
cisión las diversas formas y cursos de evolución de la adolescen-
cia en relación con el logro de la madurez social y emocional.
La experiencia me ha impuesto la convicción de que la pro-
longación de la adolescencia (en especial de la adolescencia
temprana) incrementa la aptitud para las funciones cognitivas
complejas (la "etapa de las operaciones formales" de Piaget).
La prolongación de la niñez (la "etapa de las operaciones
concretas" de Piaget) brinda un tiempo adicional para adquirir
ese gran conjunto de conocimientos fácticos (ya se trate de las
ciencias naturales, la matemática, el lenguaje, la geografía o la
historia) a los que más tarde se da un uso integrado, cuando la
significatividad y pertinencia del saber y el aprendizaje pasan
al primer plano de la experiencia educativa.
Es axiomático que la filosofía educativa prevaleciente ejer-
ce una influencia decisiva en la forma que habrá de adoptar h
maduración. Las filosofías educativas reflejan los valores e ide-
ologías que la generación de los progenitores sustenta y proyec-
ta en los jóvenes. Las clases instruidas son más propensas a ser
influidas por los tratados de sofisticados especialistas cuyos pos-
tulados y teorías han dado origen a toda suerte de equívocos.
Uno de ellos puede parafrasearse así: Puesto que en toda neuro-
sis hay implícito un desarrollo sexual deficitario, y este es consi-
derado (popularmente) como "una prueba del fracaso de los
padres", de ello se desprende que si se acepta —más aún: si se
promueve— la exteriorización heterosexual en la adolescencia
temprana se ha de asegurar la salud emocional. He observado,
por añadidura, que un difundido temor se adueña de muchas
madres en la época en que su hijo varón arriba a la adolescen-
cia temprana: advierten los típicos "rollos" prepuberales en
torno de las caderas, notan su desinterés por las chicas y su pre-
ferencia por compañeros varones, y deducen que todo ello pre-
sagia la homosexualidad. Al impedir que el niño haga ese rodeo
evolutivo de máxima importancia, se lo arranca violentamente
de su sendero normal. Este ejemplo debería convencer a los es-
pecialistas (incluyéndome a mí) de que mucho es aún lo que
debe remediarse por vía del esclarecimiento de la población...
lo cual me lleva al próximo punto.

Medios de comunicación de masas, propaganda comercial


y brecha generacional
La gradual, pero radical, caducidad de la tradición en la vi-
da familiar —según se refleja en la crianza y alimentación de
los niños, sus hábitos y los preceptos morales que se les impar-
ten— ha hecho que tanto los padres como los hijos tiendan a
confiar cada vez más en la plétora de consejos públicos que los
medios de comunicación de masas introducen en el hogar. La
tradición ha sido sustituida por el experto que brinda respues-
tas para todos los problemas de la vida. Así, la familia se ha
convertido poco a poco en un laboratorio de experimentación
para toda suerte de asesoramientos, que ora se combinan con
las pautas tradicionales, ora las contradicen o sustituyen. Los
padres que, con renuencia o con entusiasmo, ponen en práctica
esa desconcertante mescolanza de consejos pronto abdican su
responsabilidad personal en favor de las decisiones que toma el
experto; en lugar de juzgar lo que les es ofrecido, renuncian a
sus propias convicciones. Este sometimiento al especialista ha
quitado congruencia, integración e integridad a grupos cada
vez mayores de actividades o actitudes parentales. Frente a esa
orientación sintética, el niño queda impasible y confundido.
La crianza "científica" de los niños ha probado ser mucho más
problemática de lo que al principio parecía; en verdad,
muchas gloriosas expectativas han pasado a ser decepciones
desconsoladoras.
Desde luego, tenemos que aceptar el hecho de que los medios
de comunicación de masas están entre nosotros para siempre, y
continuarán modelando la mente de padres e hijos. La propa-
ganda comercial convierte a los artículos en bienes deseables
para los niños, y estos, a su turno, fastidian a sus padres para
que se los compren. Una chalanería particularmente disgus-
tante se produce cuando las espontáneas innovaciones de los jó-
venes (sobre todo en materia de vestimenta) son explotadas co-
mercialmente, vale decir, se las pone de moda y glorifica para
su consumo masivo. Esta imagen sintética, llena de expectati-
vas y promesas, tiene especial gravitación en el niño que se
halla en los comienzos de la adolescencia. A esta edad empieza
a afirmarse la oposición a los valores y pautas familiares, y los
progenitores, particularmente en las zonas urbanas, se ven en
figurillas cada vez que ponen en práctica sus privilegios paren-
tales imponiendo límites y ratificando sus valores personales.
Muy pronto el ejercicio de la autoridad parental es condenado
por el joven como autoritarismo y anticuada intolerancia.
La oposición —callada o exteriorizada— a la orientación de
los padres corresponde a la etapa inicial de la adolescencia; lo
nuevo son las dudas que el adulto abriga sobre sí mismo. Se
pregunta si debe concederle al niño-adolescente todos sus de-
seos y su pedido de libertad, apurando así su "madura" inde-
pendencia, pero haciendo caso omiso de que la tensión y el an-
tagonismo representan conflictos esenciales de este período. Eli-
minar los conflictos por principio obstaculiza el avance evolu-
tivo en vez de contribuir a él. Los padres incapaces de tolerar
esta tensión dejan librado al niño a sus propios recursos, o bien
apoyan, explícita y esperanzadamente, su reclamo de adultez.
En uno y otro caso queda abortada la tarea específica de la fase
(que antes hemos esbozado). Las secuelas se harán evidentes en
una época en que las influencias normativas de los progenitores
o de la escuela han perdido su gravitación y rigor. Un trastor-
nado sentido de la cronología del desarrollo ha hecho que, en
tales circunstancias, se maneje el incipiente conflicto entre
las generaciones empujando precozmente a la adolescencia ha-
cia adelante. Como consecuencia de ello, emergerá más tarde
el síndrome de la brecha generacional, a manera de ruptura
autoprotectora mediante la cual los irresueltos lazos de depen-
dencia y animosidades familiares son removidos de cuajo y fija-
dos en las polaridades de los jóvenes contra los viejos, los de
menos de treinta años contra los de más de treinta, "nosotros"
contra "ellos". En mi opinión* la vivencia subjetiva de la lla-
mada brecha generacional es un índice de un déficit evolutivo,
o sea, una evitación defensiva del doloroso y tortuoso conflicto
entre las generaciones. 4
Este particular aspecto de la juventud moderna se aplica, en
forma casi exclusiva, a las familias de clase media. Un examen
atento nos revela allí que la unidad familiar del progenitor y el
niño ha prolongado un vínculo emocional desusadamente
estrecho, que ninguno de ellos es capaz de abandonar (o está
dispuesto a hacerlo) cuando llega la pubertad. A fin de no des-
caminar al lector, he de añadir que esa proximidad no es forzo-
samente un vínculo idílico y bendito; con mayor frecuencia, es
un lazo rasgado por tiranteces francas o calladas. Sea como
fuere, esa situación se ve agravada por la exposición consuetu-
dinaria a incesantes estímulos sensoriales (televisión, radio,
aparatos estereofónicos, drogas). La permanente necesidad de
estimulación externa reduce la capacidad de estar á solas consi-
go mismo, o, dicho en términos psicológicos, de prestar aten-
ción a las incitaciones y afanes interiores y, en general, al mun-
do de la fantasía autóctono de cada cual. El proceso de inte-
riorización traza una clara línea demarcatoria entre el mundo
interior y el exterior, con el resultado de que en años poste-
riores de la adolescencia se puede prescindir del acting out co-
mo medio para resolver problemas.
El fenómeno de "representar tener más edad" suele- conver-
tirse en una adaptación mimética que se inicia en la adolescen-
cia temprana, cuando el ambiente se ha vuelto insensible a las
necesidades evolutivas de los jóvenes. Estas necesidades deben

4 La vivencia de la "brecha generacional" por parte de los jóvenes pertenece


a su proceso normal de desasimiento del pasado. En lo anterior me he referido a
un tipo particular de esa vivencia, que en el capítulo 1 estudiamos como fenó-
meno trascendental de la década de 1960.
ser tanto estimuladas como restringidas. Pese a la madurez se-
xual que ha adquirido el muchacho o la chica en los comienzos
de su adolescencia, siguen siendo niños, o, más bien, se hallan
en un umbral a partir del cual lentamente irán dejando su ni-
ñez para siempre atrás. Este tránsito no se completa hasta el fin
de la adolescencia. La estatura y la capacidad de procrear son,
al menos en nuestra sociedad, los indicadores menos confiables
de madurez emocional, o sea, del proceder independiente res-
pecto de la generación de los progenitores.
La tendencia de los muchachos y chicas en esta etapa a
querer trascender su edad, a querer ser más grandes represen-
tando mayor edad, tiene como contrapartida el deseo del adul-
to de pretender ser más joven de lo que es. El temor a enveje-
cer ha convertido a muchos adultos en nostálgicos exiliados de la
juventud, que no ahorran ingenio ni gastos para hacer frente a
la marea del envejecimiento. El violento rechazo, por parte de
quienes están en los comienzos de la adolescencia, de su parcial
condición de niños tiene su complemento en el terror del adulto
a dejar su juventud atrás. En este sentido, los adolescentes están
en lo cierto cuando sostienen que los adultos quieren apropiar-
se de "sus cosas".

Estructura psíquica y estructura social

La adolescencia nunca ocurre en un vacío social. La so-


ciedad siempre estampa en la generación adolescente un sello úni-
co y decisivo, que, al parecer, puede anular muchas influencias
formativas de la familia. La integración colectiva que hacen
los jóvenes del trascendente impacto de la sociedad (ya sea
mediante el conformismo o el oposicionalismo) está compren-
dida en los conceptos de "cultura de los jóvenes", "cultura de
los pares" o "subcultura adolescente". Para entender bien este
fenómeno, debemos concebir la tarea evolutiva adolescente co-
mo una desvinculación psicológica de la familia y una vincula-
ción simultánea con el contexto global de la sociedad.
Los lazos personales e íntimos de amor y odio que eran el
pulso de la matriz social del niño son poco a poco remplazados
por la inmersión en el anonimato de la sociedad, representada
por sus instituciones.
La intimidad personal y los lazos emocionales pasan a ser
una cuestión privada que depende del arbitrio de cada quien,
complementando así las impersonales (aunque significativas y
esenciales) afiliaciones e identificaciones, desafiliaciones y
contraidentificaciones, con las instituciones sociales y sus fun-
ciones ejecutivas.
Durante la adolescencia el niño pasa, en forma gradual pero
persistente, de la muy personal eñvoltura familiar a la eminen-
temente impersonal envoltura social. En esta transición, asisti-
mos a un continuo despertar de respuestas afectivas frente a los
problemas sociales, morales e ideológicos. Sólo cuando estas
respuestas son un directo desplazamiento de las idealizaciones
o padecimientos infantiles podemos decir que la reestructura-
ción psíquica adolescente se ha descarriado. En tal caso, cabe
afirmar que han caído sobre el ambiente las sombras de las re-
novadas culpa y cólera infantiles.
Sobre la base de estas observaciones y principios, quiero pro-
poner que ningún adolescente, en ninguna estación de su viaje,
puede desarrollarse de manera óptima si las estructuras sociales
no se muestran prontas a recibirlo y a ofrecerle la auténtica
credibilidad con lá cual él puede identificarse o contra la cual
pueda oponerse polarmente.
Toda vez que la sociedad carezca en grado crítico de una
estructura integrada y razonablemente estable, el niño que
madura se ha de volver en forma exclusiva a sus contemporá-
neos, a sus pares, a fin de crear por y para sí mismo esa estruc-
tura social extrafamiliar sin la cual le es imposible mantener su
integridad psíquica. Como ocurre con la mayoría de las "medi-
das de emergencia" y "acciones de salvamento" del niño (según
él las denomina), también el adolescente se protege de las noci-
vas influencias ambientales al precio de cierto grado de autoli-
mitación. No obstante, el extremismo ("totalismo") de las acti-
tudes y conductas adolescentes no está determinado en modo
alguno exclusivamente por la historia del individuo; la si-
tuación contemporánea de la sociedad, cualquiera que sea su
carácter, es un factor que contribuye en forma decisiva. Según
cuál sea la índole de los traumas infantiles, la fatal yuxtaposi-
ción de las urgencias propias del desarrollo adolescente y los re-
cursos y facilitaciones propios de la sociedad se convertirá en la
experiencia organizadora a partir de la cual los universales
complejos infantiles (lo que los chicos llaman "lo que quedó
colgado") tomarán su forma y expresión finales. 5
La observación y estudio de los jóvenes nos permite afirmar
que la estructura psíquica del individuo es sumamente afecta-
da, para bien o para mal, por la estructura de la sociedad. Esta
idea no es de ninguna manera novedosa. Lo que aquí quiero
destacar es que el éxito del tránsito adolescente depende intrín-
secamente del grado de integridad y cohesión de las institu-
ciones sociales. No es necesario que nos detengamos aquí en el
estado fragmentado, trastocado, anticuado, cínico y corrompi-
do en que se hallan muchas instituciones sociales en el momen-
to de escribir esto. Permítaseme concluir diciendo que el inteli-

5 En otro lugar he examinado la función del trauma en el proceso de consoli-


dación de la adolescencia tardía (Blos, 1962, págs. 132-40).
gente chico de "Las nuevas ropas del emperador" puede en-
contrarse hoy casi por doquier, y que su débil vocecilla ha cre-
cido hasta trasformarse en un coro potente.
El incremento del comportamiento inadaptado de los jóve-
nes no puede atribuirse únicamente a su crianza, a la laxitud,
severidad o descuido de la familia, la escuela, la comunidad o
la Iglesia.
El determinante decisivo es la anomia. Tildar de "enfermo"
al adolescente "inconformista" es ponerle un rótulo sin sentido;
la esperanza de enfrentar esta fuerte tormenta mediante el ase-
soramiento psicológico individual o en grupo, mediante en-
cuentros o sesiones psicoterapéuticas, resulta —a la luz de todo
lo dicho— otra tarea de Sísifo.
Por supuesto, siempre ha habido y sigue habiendo adolescen-
tes que requieren diversos tipos de intervencipnes terapéuticas;
empero, aquí me refiero al epidémico "meterse en líos", y al
alarmante aumento de los colapsos psíquicos (psicosis). La
estrategia normalizadora se encuentra, en gran medida, fuera
de la rehabilitación individual. Ha de hallársela más bien en
la reestructuración del ambiente (p.ej., de las escuelas y de los
tribunales de menores) y, por encima y más allá de eso, en la
reforma de las funciones legislativa y ejecutiva del Estado en
todos sus ñiveles. Esto influiría de manera constructiva en la
actitud de los jóvenes hacia el mundo de los adultos.

Resumen
Al ocuparme del niño que se halla en los comienzos de su
adolescencia, he descrito su desarrollo psicológico en términos
de reorganización psíquica. He mostrado los acomodamientos
de las pulsiones al estado de la pubertad e indicado el surgi-
miento de aptitudes yoicas que corren paralelas a la madura-
ción física y al cambio de status social.
Hemos extraído la conclusión de que la etapa inicial de la
adolescencia decide de manera crítica el curso que seguirá esta.
Se han expuesto los motivos que abonan una prolongación,
más que una abreviación, de la adolescencia temprana, pese al
hecho de que la maduración física se va produciendo a edades
cada vez menores. Hemos aducido que en la transición de los
lazos de dependencia familiares a la condición de miembro de
la sociedad cumplen un prominente papel las estructuras so-
ciales y su relación con las estructuras psíquicas individuales.
En todo este artículo, mi propósito ha sido explicitar los
principios del desarrollo y la localización de las situaciones cru-
ciales que promueven o impiden el proceso adolescente. Esto
me ha exigido prestar atención expresa al estadio del cual pro-
viene el preadolescente, así como a aquel al cual tiende. No he
dedicado parejas consideraciones al adolescente que se en-
cuentra en la mitad del tránsito, el adolescente por antonoma-
sia de catorce a dieciséis años de edad (la adolescencia pro-
piamente dicha). Preferí centrarme en la preadolescencia y en
la adolescencia temprana porque estas etapas son las más deci-
sivas y menos comprendidas de todas las que abarca el proceso
adolescente. En esencia, mi objetivo ha sido exponer un pun-
to de vista evolutivo que ofreciera marcos de referencia pa-
r a l a coordinación del progreso adolescente normativo, así co-
mo para las medidas de apoyo y criterios que debe adoptar el
ambiente.
Tercera parte. Actíng out
y delincuencia
Al abordar el problema de la delincuencia, nos enfrentamos
con una de las situaciones de "impase" en el desarrollo adoles-
cente que nos indican que el proceso ha fracasado o está por
fracasar. La conducta delictiva puede ser una señal de zo-
zobra o bien un particular estilo de adaptación —de inadapta-
ción, a ojos del observador— en el cual es sintomática la exte-
riorización del conflicto.
Ya en otros lugares de este libro (especialmente en la primera
parte) me he ocupado del adolescente y su entorno, apuntando
de qué manera ambos se modelan uno al otro en una acción
circular. Me empeñé en establecer que las dos órbitas tienen
influencias recíprocas y están inextricablemente entrelazadas;
en el caso del niño preedípico, describí estas órbitas como la de
la autonomía individual, por un lado, y la de la matriz social,
por el otro. Cualquier referencia a estas órbitas coexistentes co-
mo entidades cuasi-aisladas es un artificio conceptual. Tenien-
do presentes estas salvedades, el estudio de los procesos indivi-
duales y socioculturales por separado se justifica y, en verdad,
es provechoso a los fines del examen y la clarificación.
La exploración de la delincuencia plantea problemas muy
distintos de los que dieron origen a los interrogantes preceden-
tes. Aquí estamos frente a los usos especiales que el individuo
hace de su entorno. En este sentido, atrae nuestra atención el
sistema de acción, su significado y función dentro del proceso
adolescente. La conducta delictiva pasajera durante la adoles-
cencia está indicando una crisis psicológica, pero en sí misma
no es un suceso patológico. Es siempre esencial evaluar de ma-
nera diferente cada comportamiento delictivo. Descubriremos
que algunos de los usos inadaptados que hace el adolescente de
su ambiente representan frenéticos esfuerzos por superar obstá-
culos que interfieren la maduración, la socialización o, funda-
mentalmente, el segundo proceso de individuación. Esos es-
fuerzos frenéticos se ponen de manifiesto en la conducta ina-
daptada en general, y en particular en la formación aloplástica
de síntomas. La conducta delictiva promueve una detención en
el desarrollo, que, aun cuando sólo sea transitoria, puede im-
pedir seriamente y hasta abortar el proceso adolescente y ad-
quirir la inflexibilidad de un síntoma.
Cualquier observador, profesional o lego, de la conducta
adolescente conoce bien los extremos del desarrollo inadapta-
do, que sus manifestaciones polares revelan con máxima clari-
dad. Por un lado, tenemos la falta de respuesta emocional del
adolescente y su desapego estático respecto del mundo que lo
rodea; en contraste con ello, asistimos por otro lado a su parti-
cipación incontenible, indiscriminada, explotadora y ego-
céntrica en el mundo de lps objetos y de las personas. El pri-
mero es el estado de retraimiento emocional; el segundo, el
del acting out o actuación. Este último es el que ahora nos
interesa.
En las tendencias asocíales preexistentes juegan dos compo-
nentes del desarrollo normal: la desmezcla de las pulsiones bá-
sicas, libido y agresión, y la intensificación madurativa del sis-
tema de acción. A la luz de la desmezcla de las pulsiones bási-
cas en la adolescencia, comprobamos que la mezcla de las pul-
siones en la niñez temprana representa uno de los pasos más
notables y decisivos hacia la humanización y la socialización.
En el varón, por ejemplo, observamos durante su preadoles-
cencia —la etapa en que suelen aparecer las conductas delicti-
vas— cómo irrumpen ciertas manifestaciones típicas de la pul-
sión agresiva. Me he referido a ellas denominándolas "sadismo
fálico" y considerando que su surgimiento es resultado de la
regresión y la desmezcla pulsional. Sólo la "re-mezcla" de las
pulsiones reintegrará esos afectos primitivos preambivalentes
dentro de relaciones objetales maduras. Pese a las primitivi-
zaciones regresivas, no debemos perder de vista que la intensi-
ficación del sistema de acción apuntala el avance hacia la auto-
nomía y el distanciamiento afectivo del self respecto de los ob-
jetos de su dependencia.
Por desgracia, el término "acting out" insinúa toda suerte de
connotaciones peyorativas, con la consecuencia de que a me-
nudo se pasa por alto su aspecto potencialmente positivo. Este
estrecho punto de vista tiene sus raíces en la historia del con-
cepto, por lo cual me he empeñado en rastrearla y actualizarla.
A partir de mi propia labor clínica, emergió una nueva y más
compleja conceptualización de dicho término, que da cabida a
fenómenos de acting out radicalmente distintos de la formula-
ción corriente. Lo tradicional es que se considere el acting out
una descarga impulsiva que obedece a una fallida estructu-
ra superyoica y a un defectuoso sistema de control de los impul-
sos. Lo que me pareció significativo, dentro del cuadro total
del acting out, fueron las distintas formas en que se manifiesta
la intensificación del sistema de acción en la delincuencia mas-
culina y en la femenina. Aquí intentamos conceptualizar estas
diferencias, observadas en la clínica y documentadas en la ca-
suística.
Con el propósito de ampliar y enmendar el concepto vigente
de acting out, algunos de los estudios que siguen se centran en
la conducta de acting out como una forma altamente organiza-
da de comunicación por la vía del sistema de acción. De-
mostraremos que, en los casos en consideración, el adolescente
ha perdido parcialmente el sistema simbólico del lenguaje y el
pensamiento como instrumento expresivo de sus ideas y senti-
mientos, empleando por lo tanto una modalidad particular de
comunicación codificada, a través de la acción. Ciertos casos
de delincuencia y de adicción inadaptada a la acción en gene-
ral se someten a una investigación detallada como casos de "ac-
ting out al servicio del desarrollo". Se examinarán algunos
ejemplos en que la presunta delincuencia o acting out —que en
parte no entra en colisión con la ley— se presenta como un re-
suelto y deliberado esfuerzo por resistir a la regresión y detener
una inminente pérdida de la identidad (desintegración yoica).
Indicaré de qué manera el desciframiento del lenguaje de la ac-
ción logró elevar la conducta inadaptada, destructiva del self y
del objeto, hasta un nivel más alto de funcionamiento psí-
quico, tornándola así gradualmente innecesaria. Recordamos
aquí las enigmáticas palabras de Hipócrates, acerca de las
cuales se han interrogado a través de las épocas los practicantes
del arte de curar: "La enfermedad es la cura". Ciertas varian-
tes de acting out que describiré en detalle dan nueva significa-
ción a estas palabras. En estos casos de delincuencia, el tera-
peuta presta oídos (e imaginación) al lenguaje de la acción a fin
de resolver, allí donde se presenta, la paradoja de hacer lo in-
correcto por el motivo c^recto.
11. Factores preedípicos
en la etiología de la delincuencia
femenina*

En el estudio de la delincuencia, cabe distinguir dos frentes


de indagación; los denomino los "determinantes sociológicos",
por una parte, y el "proceso psicológico individual", por la
otra. Estos dos frentes son en esencia distintos, pero por el
hecho mismo de estudiar idénticos fenómenos fácilmente se los
confunde, en detrimento de la claridad y del avance de la in-
vestigación. Ambos aspectos están intrínseca y fundamental-
mente entrelazados en cada caso individual; no obstante,
nuestra comprensión de este será incompleta si no logramos di-
ferenciar los "tempranos factores predisponentes inconcientes
(llamados factores «endopsíquicos»)" de los "factores constitu-
cionales y precipitantes" (Glover, 1956). Esta diferenciación
nos ha llevado a hablar de una delincuencia latente y de otra
manifiesta. En este capítulo me limitaré a examinar algunos
factores psicodinámicos predisponentes, tal como puede re-
construírselos a partir de la conducta delictiva manifiesta y
sustentarlos con los datos de la anamnesis.
Por definición, la delincuencia está referida a un trastorno
de la personalidad que se exterioriza en un conflicto franco con
la sociedad. Este hecho, por sí solo, ha empujado al primer pla-
no el aspecto social del problema y ha estimulado investiga-
ciones sociológicas que, a su vez, echaron luz sobre las condi-
ciones ambientales que guardan una relación significativa con
el comportamiento delictivo. Aquí mi foco lo constituye el pro-
ceso individual; espero que no se interprete esto como expre-
sión de mi descuido del aporte que han hecho en este campo las
investigaciones sociológicas. El estudio de la delincuencia ha
sido siempre por fuerza multidisciplinario, y ninguna discipli-
na puede reclamarlo como su dominio exclusivo.
Las estadísticas sobre delincuencia nos dicen que el compor-
tamiento antisocial ha ido en aumento en los últimos tiempos;
esto va aparejado con un aumento general de colapsos en la
conducta adaptativa de la población en su conjunto. Así pues,
el aumento de la delincuencia no puede considerarse un fenó-
meno aislado, sino que debe concebírselo como parte de una
tendencia general. Punto de vista este que se vuelve aún más

* Publicado originalmente en The Psychoanalytic Study of the Child, vol. 12,


págs. 229-49, Nueva York: International Univeráties Press, 1957.

183 !
convincente si aceptamos la opinión sustentada por Healy,
Aichhorn, Alexander, Friedlander y otros, de que "las diferen-
cias en la conformación psicológica del delincuente y del no de-
lincuente son de índole cuantitativa más que cualitativa"
(Friedlander, 1947).
En los últimos tiempos hemos asistido también a un cambio
en el cuadro sintomatológico de las neurosis; la clásica histeria
de conversión predomina menos en la actualidad, cediendo su
lugar a otras formas de trastornos de la personalidad, que
pueden sintetizarse como patologías del yo. La ansiosa "pronti-
tud para la gratificación" de sus hijos que muestran los padres,
y aun su gratificación anticipada de las necesidades instintivas
de estos cuando ya han dejado atrás la etapa infantil, parece
ser el motivo de muchos casos de escasa tolerancia a la frustra-
ción y alto grado de dependencia presentes en muchos niños.
Contribuye a esta confusión el hecho de que los progenitores
renuncien a su propio saber práctico intuitivo entregándose a
lós consejos publicitarios y pronunciamientos de los especialis-
tas. En tales circunstancias, el yo del niño queda expuesto a
una estimulación insuficiente e incongruente (positiva y nega-
tiva), con el resultado de que sobrevienen defectos yoicos más o
menos permanentes; estos se tornan más evidentes en la mal-
formación de las funciones de postergación y de inhibición. El
fuerte impulso a la descarga inmediata de la tensión es típico
del delincuente, y la edad en que se incrementa la tensión ins-
tintiva es la pubertad. En esta época el individuo por lo general
vuelve a representar su drama personal en el escenario más
amplio de la sociedad, y es desde luego en esta coyuntura del
stress madurativo que se torna notoria la insuficiencia yoica.
Si comparo los casos de delincuencia que acuden hoy a
nuestras clínicas con los que recuerdo de mi labor conjunta con
Aichhorn en Viena en la década del veinte, me sorprende la di-
ferencia que existe —el predominio actual de fallas en la in-
tegración yoica y de trastornos de los impulsos—. El consejo
clásico de Aichhorn (1925) de que se convirtiera primero al de-
lincuente en un neurótico para hacerlo accesible al tratamiento
parece aplicarse en nuestros días sólo a un pequeño sector de la
población delincuente.
El estudio de la psicodinámica de la delincuencia ha tenido
siempre propensión a quedar envuelto en una maraña de for-
mulaciones generales y totalizadoras. Las ideas prevalecientes
en el ámbito de la conducta y la motivación humanas tienden a
proporcionar el "plan magistral" para su solución. De hecho,
los determinantes etiológicos cambian según cuál sea la inda-
gación psicoanalítica que predomine: la teoría de la gratifica-
ción de los instintos, así como la del superyó faltante, han
quedado atrás, pasando a primer plano las consideraciones re-
r
lativas a la patología del yo. No pongo en tela de juicio que la
opinión de Kaufman y Makkay (1956), para quienes un "tipo
infantil de depresión" que obedece a una "defección efectiva o
emocional" es un "elemento predisponente y necesario de la
delincuencia", es correcta, pero igualmente correcto es afirmar
que en todos los tipos de trastornos emocionales infantiles hay
elementos depresivos. Lo que más nos intriga en el delincuente
es su incapacidad para interiorizar el conflicto, o más bien su
ingeniosa evitación de la formación de síntomas mediante la
vivencia de la tensión endopsíquica como un conflicto con el
mundo exterior. El uso exclusivo de soluciones antisociales
aloplásticas es una característica de la delincuencia que la
aparta de otras formas de fracasos adaptativos. Contrasta cla-
ramente con las soluciones psiconeurótica o psicótica, la prime-
ra de las cuales representa una adaptación autoplástica, y la se-
gunda, una adaptación autista.
Hasta cierto punto, todos los casos de delincuencia exhiben si-
militudes psicodinámicas, pero me parece más redituable estu-
diar sus diferencias, único método para penetrar en los aspec-
tos más oscuros del problema. Al formular esta advertencia,
Glover (1956) se refiere a "clisés etiológicos" tales como el "ho-
gar quebrado" o la "angustia de separación", y continúa di-
ciendo: "No exige gran esfuerzo mental suponer que la separa-
ción en los primeros años de la infancia debe ejercer un efecto
traumático, ppro convertir este factor ambiental en un deter-
minante directo de la delincuencia es soslayar la propuesta
central del psicoanálisis, según la cual estos elementos predis-
ponentes adquieren fuerza y forma patológicas de acuerdo
con el efecto que tiene su tránsito por las diversas fases de la.si-
tuación edípica inconciente" (págs. 315-16). Mis puntualiza-
ciones clínicas y teóricas parten de este punto, sobre todo en la
medida en que las fijaciones preedípicas impiden que se conso-
lide la etapa edípica y, por lo tanto, impiden la maduración
emocional.

Algunas ponsideraciones teóricas


relativas a la delincuencia femenina
Siempre he opinado que la delincuencia masculina y la fe-
menina siguen caminos diferentes, y en verdad son en esencia
distintas. Conocemos bien las variadas manifestaciones de am-
bas, pero quisiéramos estar mejor informados acerca del origen
de tales divergencias. Nuestro pensamiento se vuelve de inme-
diato a las diferencias en el desarrollo psicosexual del varón y la
niña en la niñez temprana. Por añadidura, parece pertinente
destacar en este contexto que la estructura del yo depende en
grado significativo de la organización pulsional vigente, que
sufre distintas vicisitudes en el varón y en la mujer. El estudio
de las identificaciones y de las representaciones del self a que
conducen en uno y otro caso permite explicar algunas disimili-
tudes del desarrollo yoico en los dos sexos.
Si repasamos los casos de delincuencia mascdlina y femenina
que hemos llegado a conocer íntimamente, obtenemos la
impresión de que la delincuencia femenina se halla muy próxi-
ma a las perversiones, mientras que no puede aseverarse lo mis-
mo respecto del varón. El repertorio delictivo de la chica es
mucho más limitado, en su variedad y alcances, que el del va-
rón; además, faltan en él, significativamente, los actos agresi-
vos y destructivos contra las personas y la propiedad, y el rico
campo de las aventuras impostoras es patrimonio del varón. El
comportamiento descarriado de la muchacha se restringe a los
robos de tipo cleptomaníaco, a la vagancia, a los actos impúdi-
cos y provocativos en público y a los francos extravíos sexuales.
Por supuesto, estas trasgresiones son atribuibles también al
muchacho que participa en ellas, pero sólo constituyen una
fracción de todas las que comete. En la mujer, la delincuencia
parecería ser un franco acto sexual, o, para decirlo más correc-
tamente, un acting out sexual. 1
Veamos en qué forma se produce esta disparidad. En la de-
lincuencia femenina, la organización pulsional infantil, que
nunca fue abandonada, irrumpe con la pubertad y encuentra
salida corporal en la actividad genital. Las metas pulsionales
pregenitales que predominan en la conducta delictiva de la
mujer vinculan esa conducta con las perversiones. Un varón
adolescente atrapado, digamos así, en un conflicto de ambiva-
lencia con su padre puede defenderse tanto de su temor a la
castración como de su deseo de castración emborrachándose,
destruyendo la propiedad ajena o robando un coche y desmán-
telándolo; aun cuando resulten- abortados, sus actos son empe-
ro un intento de mantener el desarrollo progresivo (Neavles y
Winokur, 1957). El típico proceder delictivo del varón con-
tiene elementos de un agudo interés por la realidad; además,
reconocemos en ese proceder su fascinación por la lucha que se
libra entre él y la gente, las instituciones sociales y el mundo de
la naturaleza. Por el contrario, una chica adolescente con igual
propensión al acting out se vengará, por ejemplo, de su madre,
por quien se siente rechazada, procurándose relaciones se-
xuales. Las chicas de este tipo me han relatado las persistentes
fantasías que tienen durante el juego sexual o el coito,- ver-

1 Los cambios habidos, luego de este estudio, en el comportamiento sexual


adolescente han puesto en tela de juicio la validez general de esta formulación.
Para una reevaluación, véase mi "Posfacio" de 1976 (infra, págs. 203-08).
bigracia: "Si mamá lo supiera, se moriría", o bien: "Ya ves,
[mamá], yo también tengo a alguien". En un trabajo sobre las
delincuentes sexuales, Aichhorn (1949) estima que la condición
predisponente pesa más que cualquier factor ambiental. Ha-
ciendo referencia a la desenfrenada prostitución juvenil en
Viena luego de la Segunda Guerra Mundial, sostiene que sus
observaciones lo llevaron a pensar que "una constelación ins-
tintiva específica debe ser uno de los factores determinantes,
pero el ambiente y la constitución sólo pueden ser factores con-
comitantes" (pág. 440). Tal vez los casos de muchachas delin-
cuentes que han sido clasificadas como psicópatas deberían
considerarse casos de perversión.
En época más reciente, Schmideberg (1956) ha seguido una
tendencia de pensamiento similar. Esta autora contrasta la re-
acción o síntoma neuróticos con la perversa, destacando que la
primera representa una adaptación autoplástica y la segunda
una adaptación aloplástica. Continúa diciendo: "En cierto
sentido, el síntoma neurótico es de índole más social, en tanto
que el síntoma perverso es más antisocial. Hay así una estrecha
conexión entre las perversiones sexuales y el comportamiento
delictivo, que es por definición antisocial" (pág. 423). La im-
pulsividad, igualmente intensa en la conducta de acting out y
en las perversiones, es un rasgo bien conocido. Vacilo en gene-
ralizar tanto como lo hace Schmideberg, pero quisiera subra-
yar que la identidad de delincuencia y perversión se correspon-
de notablemenfe con el cuadro clínico de la delincuencia feme-
nina, al par que constituye sólo una variante especial en la di-
versa, mucho más heterogénea, etiología de la delincuencia
masculina.
Es justificable que se nos pida aquí que explicitemos por qué
razón afirmamos que la delincuencia masculina y la femenina
están diversamente estructuradas. A tal fin, debemos volcar
nuestra atención a lo que distingue el desarrollo psicosexual del
niño varón y de la niña. No pretendo repetir aquí una serie de
hechos muy conocidos, sino que pondré de relieve algunos pun-
tos significativos de diferencias entre los sexos centrándome en
las estaciones selectivas que se suceden en el desarrollo de la ni-
ñez temprana. En lo que sigue, los focos evolutivos represen-
tan, asimismo, puntos potenciales de fijación que llevan al va-
rón y la niña adolescentes a situaciones de crisis en esencia dis-
tintas.

1. Todos los bebés perciben a la madre como la "madre acti-


va". La antítesis característica de este período de la vida es la
de "actividad versus pasividad" (Brunswick, 1940). La madre
arcaica es siempre activa; con respecto a ella el niño es pasivo y
receptivo. Normalmente, la identificación con la madre activa

187 l
pone fin a la temprana fase de la pasividad primordial. Apun-
temos que ya en esta coyuntura se prefigura una bifurcación en
el desarrollo psicosexual del varón y la niña. Esta se vuelca po-
co a poco hacia la pasividad, en tanto que el vuelco primero
del varón hacia la actividad es absorbido más tarde por la iden-
tificación que habitualmente establece con su padre. De ello
no debe inferirse que feminidad y pasividad, o masculinidad y
actividad, son términos sinónimos. Lo que se destaca es una
tendencia —que por lo tanto no es de orden dualista absoluto
sino de orden potencial y cualitativo— intrínseca a ambos se-
xos y característica de ellos.
La temprana identificación con la madre activa llena a la ni-
ña, por vía de la fase fálica, a una posición edípica inicial acti-
va (negativa) como paso típico de su evolución. Cuando luego
vuelca sus necesidades de amor hacia el padre, existe siempre el
peligro de que sus impulsos pasivos hacia él vuelvan a activar la
primitiva dependencia oral; el retorno a esta pasividad pri-
mordial impedirá el avance exitoso hacia la feminidad. Toda
vez que un apego excesivo al padre signe la situación edípica de
la niña, podemos sospechar que por detrás de eso hay un exce-
sivo apego, profundo y duradero, a la madre preedípica. Sólo
si la niña logra abandonar el lazo pasivo con la madre y avanza
hasta una posición edípica pasiva (positiva) podrá ahorrársele
la regresión adolescente a la madre preedípica.

2. El primer objeto de amor de todo niño es su madre. En de-


terminado momento, la niña abandona a este objeto de amor,
y busca su completamiento y consumación en su feminidad
volcándose al padre; este vuelco sucede siempre a una decep-
ción respecto de la madre. Como para el varón el sexo de su ob-
jeto de amor no cambia nunca, su desarrollo es más directo y
menos complicado que el de la niña.
La situación edípica de esta, a diferencia de la del varón, no
alcanza nunca una declinación abrupta. Son pertinentes aquí
las siguientes palabras de Freud (1933): "Las niñas permane-
cen en ella [la situación edípica] por un lapso indeterminado;
la disuelven en forma tardía, y aun así, de manera incompleta"
(pág. 129). La constelación edípica de la niña continúa for-
mando parte de su vida emocional a lo largo del período de la-
tencia. Sea como fuere, en la adolescencia femenina observa-
mos un impulso regresivo que apunta en la dirección de un re-
torno hacia la madre preedípica. Frente a este impulso regresi-
vo, cuya fuerza está determinada por la fijación existente, a
menudo se reacciona mediante el ejercicio de una independen-
cia excesiva, hiperactividad y un vigoroso acercamiento al otro
sexo. Este impase se despliega dramáticamente en la adolescen-
cia con el frenético apego de la niña a los varones en su tentati-
va de resistir la regresión. Tanto en el varón como en la niña, la
regresión adolescente se presenta como una dependencia pasi-
va, sumada a una sobrevaloración irracional de la madre, o
bien, manifiestamente, de un sustituto de esta.
3. Se ha preguntado con frecuencia por qué la preadolescen-
cia del varón y la de la mujer son tan marcadamente distintas.^
Cuando la pubertad introduce al niño en la heterosexualidad,
se aproxima a ella a través de una prolongada perseveración en
la preadolescencia, con un público y desinhibido despliegue
(o, a menudo, una reeláborada recapitulación) de sus modali-
des pulsionales pregenitales, evidentes en rasgos tales como su
obscenidad, su descuido del aseo corporal, su glotonería y su
excitabilidad motora. Nada comparable en sus alcances se ob-
serva en la niña preadolescente, o, para expresarnos con más
precisión, ella mantiene su reavivamiento pregenital más ocul-
to de la mirada de su entorno.
Si la niña se acerca más directa y prontamente que el varón a
la heterosexualidad, ello está determinado en medida significa-
tiva por su temor a la regresión. La fase preadolescente se dis-
tingue por las distintas metas libidinales del varón y la niña, y
da origen a una marcada tensión en los chicos de esta edad.
Esa diferencia en la conducta preadolescente está prefigura-
da por la masiva represión de la pregenitalidad establecida por
la niña antes de avanzar hasta la fase edípica; ya he dicho que
esta represión-es requisito previo al desarrollo normal de la fe-
minidad. La niña se aparta de la madre, o, dicho en términos
más exactos, le sustrae la libido narcisista que había servido de
base para su reconfortante sobrevaloración, y trasfiere esta
sobrevaloración al padre. Todo esto es bien conocido. Me apre-
suro, pues, a destacar que, al apartarse de la madre, la niña
reprime las mociones pulsionales íntimamente ligadas a los
auxilios y cuidados corporales que esta le brindaba, o sea, todo
el ámbito de la pregenitalidad. La correlación entre delincuen-
cia femenina y perversión se basa en el retorno a estas modali-
dades de gratificación en el período de la pubertad; la regre-
sión y la fijación se presentan como condiciones necesarias y
complementarias.
Podría suponerse, pues, que la niña que en su adolescencia
no consigue mantener la represión de su pregenitalidad en-
contrará dificultades en su desarrollo progresivo. La fijación a
la madre preedípica y el retorno a las gratificaciones de este pe-
ríodo suelen dar por resultado una conducta de acting out que

2 No hay duda alguna de que el medio social actúa sobre el desarrollo adoles-
cente acelerándolo o retardándolo. Por lo tanto, sólo es posible establecer una
comparación significativa de pautas evolutivas entre varones y mujeres de un
medio similar.
tiene como tema central "el bebé y la madre", la recreación de
una unión en que ambos estaban confundidos. Las actitudes
que exhiben hacia sus hijos las adolescentes que, siendo solte-
ras, devienen madres ofrecen amplia oportunidad para estu-
diar este problema. Una chica de diecisiete años me dijo, des-
pués de haber tenido un aborto, que hacía cosas extrañas en la
casa cuando se encontraba sola; caminaba por todas partes di-
ciendo "Mamita" con angustiada voz de bebé apenas audible.
Y añadió: "Debo de estar loca". Huelga decir que en su vida
emocional predominaba un agitado conflicto con la madre.
En contraste con la condición prevaleciente en la mujer,
quiero apuntar brevemente cuál es la muy otra situación del
varón. Puesto que este preserva a lo largo de toda su niñez el
mismo objeto de amor, no se ve enfrentado a una necesidad de
reprimir la pregenitalidad que iguale en aproximación sumaria
a la de la niña. Ruth Maclc Brunswick (1940), en su trabajo clá-
sico sobre "La fase preedípica del desarrollo de la libido", dice:
"Una de las mayores diferencias entre los sexos es el enorme
grado en que se reprime en la niña la sexualidad infantil. Salvo
en estados neuróticos profundos, ningún hombre recurre a una
represión similar de su sexualidad infantil" (pág. 246).
El varón adolescente que regresa, episódicamente, a gratifi-
caciones pulsionales pregenitales aún se halla en relativa armo-
nía con el desarrollo progresivo propio de su sexo, y en todo ca-
so no está en una oposición fatal a este, por cierto. Los trastor-
nos de conducta provenientes de estos movimientos regresivos
ño son por fuerza tan dañinos para su desarrollo emocional co-
mo lo son, a mi juicio, en el caso de las niñas. "Paradójicamen-
te, la relación de la niña con su madre es más persistente, y a
menudo más intensa y peligrosa, que la del varón. La inhibi-
ción que ella enfrenta al volcarse hacia la realidad la retrae a
su madre durante un lapso signado por mayores y más infanti-
les demandas de amor" (Deutsch, 1944).
4. De lo anterior se desprende que hay básicamente dos tipos
de delincuentes femeninas: las que han regresado a la madre
preedípica y las que tratan en forma desesperada de aferrarse a
la etapa edípica. En ambos casós, él principal problema vincu-
lar es la madre. Estos dos tipos de muchachas delincuentes co-
meterán trasgresiones que parecen idénticas, y de hecho lo son
ante la ley, pero que son esencialmente diferentes en cuanto a
su dinámica y estructura. En un caso tenemos una solución
regresiva, en tanto que en el otro prevalece una lucha edípica
que, por cierto, no alcanzó jamás ningún grado de interioriza-
ción o resolución.
Consideraciones teóricas tienden a abonar la tesis de que la
delincuencia femenina es precipitada a menudo por el fuerte
impulso regresivo hacia la madre preedípica y el pánico que tal
sometimiento infunde. Es fácil ver que para la chica que
enfrenta uh fracaso o desilusión edípicos que ella es incapaz de
superar, hay dos soluciones posibles: o regresar en su relación
objetal a la madre, o mantener una situación edípica ilusoria
con el solo propósito de resistir la regresión. Esta lucha defensi-
va se manifiesta en la necesidad compulsiva de crear en la re-
alidad un vínculo en que ella sea necesitada y querida por su
pareja sexual. Estas constelaciones constituyen las condiciones
previas paradigmáticas de la delincuencia femenina.

5. Digamos ante todo unas pocas palabras más sobre el últi-


mo de los tipos mencionados. Mi impresión es que esta clase de
chica delincuente no sólo ha vivenciado una derrota edípica a
manos de un padre —literal o metafóricamente— distante,
cruel o ausente, sino que ha visto con qué insatisfacción llena
de menosprecio trataba la madre a su propio esposo: madre.e
hija compartían, así, su decepción. Un fuerte y muy ambiva-
lente vínculo continuaba existiendo entre ambas. En tales cir-
cunstancias, la hija no podía lograr una identificación satisfac-
toria con la madre; en lugar de ello, su identificación hostil o
negativa forjaba entre ambas una relación destructiva e in-
destructible. Las preadolescentes de este tipo fantasean con
plena conciencia que, si tan sólo pudieran ocupar el lugar de su
madre, el padre revelaría su auténtica personalidad, vale de-
cir, gracias al amor de ellas se trasfiguraría en el hombre de su
idealización edípica. En la vida real, estas chicas delincuentes
eligen de manera promiscua parejas sexuales que poseen
flagrantes defectos de personalidad, que ellas niegan o sopor-
tan con sumisión masoquista.
En términos más generales, podríamos decir que el compor-
tamiento delictivo es motivado por la necesidad de la niña de
poseer permanentemente una pareja que le permita superar en
la fantasía un impase edípico y, lo que es más importante, ven-
garse de la madre que odiaba, rechazaba o ridiculizaba al padre.
Por añadidura, observamos su deseo de ser requerida, busca-
da y utilizada sexualmente. Son frecuentes las fantasías de
desdén y revancha hacia la madre; el propio acto sexual está
dominado por tales fantasías, con el resultado de que jamás se al-
canza el placer sexual. Buscamos en vano en estas chicas el de-
seo de tener un bebé; si quedan embarazadas, ello es por un ac-
to de venganza o rivalidad, que se refleja en la actitud que
adoptan hacia su hijo: "Me da lo mismo tenerlo que no
tenerlo".
6. En el caso de la delincuencia femenina basada en la regre-
sión hacia la madre preedípica, asistimos a un cuadro dinámi-
co por entero distinto. Helene Deutsch (1944) ha llamado
nuestra atención sobre el hecho de que la condición previa pa-
ra el desarrollo normal de la feminidad es la disolución del vín-
culo pasivo que la chica tiene con su madre. Estas "acciones de
rompimiento" son típicas de la adolescencia temprana. Conti-
núa diciendo Deutsch: "Un intento fracasado o demasiado dé-
bil por liberarse de la madre en la prepubertad puede inhibir el
futuro crecimiento psicológico y deja un sello definidamente
infantil en toda la personalidad de la mujer" (pág. 21).
La delincuente que ha fracasado en este intento de libera-
ción se protege de la regresión mediante un desenfrenado
despliegue de seudoheterosexualidad. No mantiene ningún
vínculo personal con su pareja sexual ni le interesa esta; su hos-
tilidad hacia el hombre es a menudo intensa (véase más ade-
lante, en pág. 195, el sueño de los 365 bebés de Nancy). El
hombre le sirve para gratificar su insaciable voracidad oral.
Puede estar concientemente obsesionada por el- deseo de tener
un bebé, deseo que, en su ficticio infantilismo, recuerda el de-
seo de la niña pequeña de tener una muñeca para jugar.
De este modo, una conducta que a primera vista parecía
representar el recrudecimiento de deseos edípicos demuestra,
luego de un examen más atento, estar vinculada a puntos de fi-
jación anteriores, que pertenecen a las fases pregenitales de de-
sarrollo de la libido. En esa época se experimentó una grave
privación, una estimulación excesiva, o ambas cosas.
La seudoheterosexualidad de estas muchachas les sirve como
defensa contra el impulso regresivo hacia la madre preedípica,
y, por ende, hacia la homosexualidad. Como apuntamos en el
capítulo 6 (pág. 95), al preguntársele a una chica de ca-
torce años por qué necesitaba tener diez novios al mismo tiem-
po, respondió con pundonorosa indignación: "tengo que obrar
así; si no tuviera tantos novios, ellos dirían que soy una les-
biana". A esta misma chica la preocupaba la idea de casarse.
Relató sus fantasías al respecto a su terapeuta, a fin de conse-
guir su cuidado protector. Cuando la terapeuta mostró indife-
rencia ante sus planes matrimoniales, echó a llorar, acusándola
de esta manera: "¡Es usted la que me empuja! Yo no quiero ca-
sarme". Aquí podemos ver claramente cómo la urgencia o el
"empuje" decisivo para el acting out proviene de la necesidad
frustrada de ser amada por la madre. La preocupación de esta
muchacha por el matrimonio enmascaraba su anhelo de la
madre preedípica y encontró una gratificación sustitutiva bajo
la forma de un seudoamor heterosexual.
Es un hecho bien conocido que una aguda desilusión con res-
pecto a la madre es con frecuencia el factor decisivo que preci-
pita un matrimonio ilegítimo. Vicariamente se restablece la
unidad madre-niño, pero con los peores augurios para el niño
vicario. A esas mujeres, el hecho de ser madres sólo les puede
brindar satisfacción en la medida en que el bebé dependa de
ellas; se vuelven contra el niño tan pronto como este empieza a
afirmar su afán de independencia. El manido resultado es una
infantilización de la criatura.

7. A la niña fijada a la madre preedípica se le abre una posi-


bilidad más: la identificación con el padre. Esta resolución del
conflicto edípico se debe a menudo a un rechazo del padre que
se siente como penoso. La chica que asume así el rol masculino
vigila celosamente a la madre y desafía a todo hombre que pro-
cura poseerla. Solemos referirnos a esta constelación como en-
vidia del pene; este factor no merece que se le conceda, en la
etiología de la delincuencia femenina, la abrumadora impor-
tancia que antaño se le daba. Su papel en la cleptomanía es,
desde luego, innegable, y la preponderancia de este síntoma en
las mujeres atestigua su-significación etiológica. No obstante,
el factor dinámico de la envidia del pene no puede aislarse de
la acusación que está en la base de él: lo que impidió al niño su-
perar su voracidad oral fue que la madre, en forma aparente-
mente voluntaria, le denegara la gratificación prevista.

Ejemplo clínico
Las consideraciones teóricas que han ocupado nuestra aten-
ción hasta el momento deben ser ahora reintegradas al caso in-
dividual en que se las estudió originalmente. El resumen que
sigue corresponde al historial de Nancy, una chica en los co-
mienzos de su adolescencia. 3 No registraremos aquí los aspectos
terapéuticos, sino que prestaremos oídos al lenguaje de la con-
ducta.
Cuando Nancy tenía trece años de edad, su familia y las
autoridades de la escuela a la que asistía se vieron ante un
problema de delincuencia sexual que fue llevado a los tribuna-
les; los hurtos de la niña sólo eran conocidos por su madre. En
el hogar, Nancy era una chica incontrolable y suelta de lengua:
empleaba un lenguaje obsceno, maldecía a sus padres y hacía
lo que le venía en gana sin tomar en cuenta para nada cual-
quier interferencia de un adulto. "¡Los insultos que Nancy me
dirige son tan sexuales... 1", se lamentaba repetidamente la
madre. Pese a su aparente independencia, Nancy no dejaba
nunca de contarle a esta sus proezas sexuales, o al menos se las
dejaba entrever lo suficiente como para despertar su curiosi-
dad, ira, culpa y solicitud maternal. Le mostraba con regocijo
3 Tuve a mi cargo la supervisión de la terapeuta de Nancy.
historias que había escrito y que consistían en su mayoría en
frases obscenas. Nancy era ávida lectora de "sucios libros se-
xuales", para comprar los cuales le robaba dinero a la madre.
Esta se hallaba dispuesta a dárselo, pero, como Nancy le expli-
có a su terapeuta, "Yo quería tomar ese dinero y no que me
fuera dado".
Nancy culpaba agriamente a su madre por no haber sido fir-
me con ella cuando era pequeña: "Mamá debió saber que yo
actuaba con el fin de llamar su atención y para que los adultos
se ocupasen de mí". Jamás se casaría —afirmaba Nancy— con
un hombre que sólo supiera decir "querida, querida"; prefería
a alguien que la abofeteara cuando cometiese algún error. Co-
mo es obvio, la crítica implícita en esta observación iba dirigi-
da al padre, un hombre débil a quien ella no reprochaba care-
cer de instrucción ni ganar un sueldo modesto, sino su indife-
rencia y el ineficaz papel que cumplía en la familia.
Nancy creció en un pequeño departamento situado en un po-
puloso barrio urbano. Su familia quería que ella tuviese "las
mejores cosas en la vida", y encontró la manera y los medios
para pagárselas; así, Nancy recibió lecciones de acrobacia,
ballet y declamación. Al llegar a la pubertad, todos estos refi-
namientos terminaron.
A Nancy le interesaba el sexo hasta el punto de excluir cual-
quier otra inquietud. Ese interés alcanzó proporciones anor-
males poco después de su menarca, a los once años. Se jactaba
de salir con muchos muchachos y mantener relaciones sexuales.
Pidió a sus compañeras de colegio que se sumaran a su "club se-
xual". Sólo le gustaban los "muchachos malos", aquellos que
robaban, mentían, tenían antecedentes criminales y "sabían
cómo conseguirse una chica". También ella quería fumar y ro-
bar, pero no acompañaba a sus amigos en sus incursiones delic-
tivas porque "podía ser atrapada". Una cosa que la intrigaba
era que siempre podía conquistar a un muchacho si otra chica
andaba tras él, pero no en caso contrario. Se había hecho res-
petar entre las demás chicas porque enseguida las desafiaba a
una pelea a golpes de puño: "Tengo que mostrarles que no les
temo", decía.
Nancy admitió ante la terapeuta que deseaba mantener rela-
ciones sexuales, pero negó haber cedido jamás a su deseo; dijo
que únicamente usaba su cuerpo para atraer a los muchachos.
Sin embargo, en una oportunidad la encontraron "atontada,
desgreñada y mojada" tras haber estado en intimidad con va-
rios muchachos sobre el techo de una casa. Fue entonces que el
caso se llevó a los tribunales; se le concedió la libertad bajo
fianza a condición de que se pusiera bajo tratamiento. Ante la
evidencia, ya no pudo negar a la terapeuta que había tenido
relaciones sexuales. En ellas no experimentó ninguna sensación
genital ni placer sexual. Expresó su esperanza de tener un bebé
y manifestó que lo que pretendía con esas relaciones era ven-
garse de su madre. Sostuvo que si naciera una criatura, se
quedaría con ella y se casaría con el muchacho. Estaba conven-
cida de que su madre no había querido que ella, Nancy, na-
ciera, y que en verdad nunca había querido tenerla junto a sí.
Por esta época tuvo un sueño en el que mantenía relaciones con
adolescentes y nacían 365 bebés, uno por cada día del año, hi-
jos de un muchacho a quien ella abandonaba luego de conse-
guir esto.
Nancy pasaba mucho tiempo en ensoñaciones; sus fantasías
se vinculaban con el matrimonio, y la consumía el deseo de te-
ner un bebé. Temía no resultar atractiva a los muchachos y no
poder casarse. Nancy tenía un buen desarrollo físico para su
edad, pero estaba insatisfecha con su cuerpo, en especial con su
piel, cabello, estatura, ojos (usaba anteojos) y orejas (tenía los
lóbulos pegados al rostro). En'su hogar era extremadamente
púdica; nunca permitía que su madre la viese desnuda. Según
ella, sólo existía una razón para todas sus tribulaciones, decep-
ciones y angustias: su madre; ella era la "culpable de todo
cuanto la hacía infeliz". La acusaba de quitarle sus amigos
(muchachos y chicas), de retacearle la alegría que ella sentía al
encontrarse con sus amistades, de ponerle una traba al teléfono
para aislarla del mundo. Nancy decía que necesitaba amigas
íntimas que fueran sus hermanas de sangre; ella y otra chica
llamada Sally se grabaron mutuamente sus iniciales en el brazo
con una navaja- como prueba de amistad eterna. Cuando
Nancy mostró las cicatrices a la madre, esta la regañó, lo cual
para aquella fue otra prueba de que la madre no quería que tu-
viese amigas íntimas. Desilusionada, intentó huir de la casa,
pero, como siempre, el lazo con la madre probó ser demasiado
fuerte, y al poco tiempo retornó.
Pese a su vehemente rechazo de la madre, Nancy necesitaba
su presencia a cada instante. Insistió, por ejemplo, en que la
acompañara a sus sesiones terapéuticas. Como le resultó muy
difícil encontrar un trabajo para la temporada de verano, pen-
só que la madre podría emplearse como asesora de un campa-
mento y ella trabajaría en calidad de asistente suya. Nancy no
se daba cuenta en absoluto de que su madre no era idónea para
esa tarea, ni tampoco podía evaluar razonablemente su propia
capacidad.
Continuando con sus acusaciones, aseguraba que si la madre
hubiera tenido, no un solo hijo (¡y para colmo mujerl), sino va-
rios, la vida de ella (de Nancy) habría tomado un curso dife-
rente. En la primera entrevista con la terapeuta, al inquirirle
esta en tono amistoso qué propósito perseguía al venir a verla,
Nancy mantuvo al principio un largo y hosco silencio, y de

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pronto empezó a llorar. Sus primeras palabras fueron para ma-
nifestar su abrumadora necesidad de ser amada: "Como hija
única, siempre estuve tan sola...". Siempre había querido tener
un hermanito o hermanita, y se lo había pedido a la mamá. En
uno de sus sueños, estaba cuidando bebés, que eran en realidad
los hijos de su amiga (véase más adelante), y su madre decía:
"Es una vergüenza que chicos tan monos no tengan una madre
como la gente que los cuide. ¿Por qué no los adoptamos?".
Nancy estaba llena de júbilo en el sueño, y corría a lo de su te-
rapeuta para contarle que estaban por adoptar unos bebés. Co-
mo la terapeuta le replicase que eso les iba a costar mucho di-
nero, Nancy le espetó: "¿Pero usted no sabe que estamos podri-
dos en plata?". Al despertar, Nancy pidió a su madre que adop-
tase un chico. "Tendrá que ser un varón", le dijo, "porque sólo
sé poner pañales a los varones". Se imaginó a sí misma cuidan-
do chicos de una familia campesina durante el verano. Poco
más tarde, cuando tuvo catorce años, realmente trabajó un ve-
rano como ayudante en el jardín de infantes de una comuni-
dad. Fue allí una niña más entre los niños, una hermana mayor
que enseñaba a jugar a los más pequeños. Siempre le gustó
cuidar criaturas, en especial si eran muy pequeñas; le encanta-
ba sostenerlas en brazos. En cierta ocasión en que su prima
quedó embarazada, comenzó a hacer planes para atender al
bebé, pero añadiendo: "Lo cuidaré gratis durante tres meses;
eso es macanudo, pero después tendrán que pagarme".
En estos años de preocupaciones sexuales, Nancy se vinculó
con una mujer de veinte años que se había casado a los dieci-
séis, había tenido tres hijos, y, en ausencia del marido, vivía de
manera vagabunda y promiscua. Cuando Nancy la conoció,
ella estaba embarazada. Nancy compartió vicariamente la vi-
da sexual y la maternidad de esta mujer, haciéndose cargo de
los niños cuando ella estaba fuera de casa. En casos en que no
regresaba durante uno o dos días, ello le exigía quedarse a dor-
mir en casa de ella, con lo cual Nancy comenzó a faltar a la es-
cuela. En una de las escapadas de su amiga, que duró tres días,
Nancy llevó consigo a los tres niños a su propio hogar. En las ri-
ñas entre su amiga y el marido —de quien, según ella decía,
había estado una vez enamorada—, tomaba partido ardorosa-
mente por su amiga. También rechazaba con violencia las acu-
saciones que le hacía la madre respecto de la amiga, comentan-
do a la terapeuta: "Mi madre tiene la mente como una cloaca".
Nancy se sabía comprensiva con su amiga; sabía que esta era
desdichada porque su padre había muerto cuando ella era chi-
ca, y jamás había amado a su madre. "Discutir con mamá no
lleva a nada", decía Nancy, y sintetizaba la situación diciendo:
"Mi madre y yo simplemente no nos entendemos". Después de
esas disputas, de pronto Nancy sentía miedo de haber agravado
la enfermedad de su madre (quien sufría de alta presión arte-
rial) y de causarle tal vez la muerte.
En el hogar de su amiga casada, Nancy había encontrado un
refugio temporario, aunque peligroso. Se sentía segura en la
intimidad de esta madre embarazada que conocía el modo de
atraer a los hombres y tener muchos bebés. También le causa-
ba placer provocar la celosa ira de su madre, que desaprobaba
dicha relación. "Ahora —pensaba Nancy—, tengo una amiga-
madre con quien puedo compartirlo todo". En esta época co-
menzó a apartarse de las chicas de su edad, sintiendo que ya no
tenía más nada en común con ellas. Embarazoso testimonio del
hecho de que hubiera dejado atrás a sus compañeras fue la res-
puesta que dio a un grupo de ellas que estaban conversando
sobre ropa; cuando alguien le preguntó: "¿Cuál es la ropa que
más te gusta?", Nancy le espetó: "La de las mujeres embaraza-
das". Incidentes como estos la unían más profundamente aún a
la vida familiar ficticia que había construido con su amiga, a
quien amaba y de quien en una oportunidad dijo a la tera-
peuta: "No puedo sacármela de la cabeza".
En su relación con la terapeuta, Nancy fluctuaba entre la
proximidad y la distancia; esta inestabilidad está bien expresa-
da en estas palabras suyas: "Cuando pienso que debo venir al
consultorio, no quiero hacerlo; pero cuando estoy aquí me
siento contenta y tengo ganas de hablar". Admitió finalmente
que le agradaría ser confidente con ella, pero la puso sobre
alerta confesándole que era en realidad "una mentirosa com-
pulsiva". Le sugirió que se revelasen mutuamente sus secretos,
así podrían aprender una de otra. La necesidad de intimidad,
que era el impulso emocional que la llevaba a la terapeuta,
resultaba, por oposición, la responsable de sus repetidas hui-
das de esta.
A la postre llegó a repudiar a los "burdos, groseros adoles-
centes" y su fantasía se encaminó hacia la actuación teatral,
apoyándose en intereses y actividades lúdicas de sus años de la-
tencia. Al principio tenía infantiles y extravagantes ensueños:
se encontraba con actores de cine, se desmayaba y descubrían
en ella a una nueva estrella; más tarde, esto cedió lugar a la
idea más sensata de estudiar teatro. Pensaba que el teatro la
"convertiría en una dama", con lo cual quería significar que
tendría buenos modales y su conversación y conducta serían
delicados; estaba segura de que entonces la gente la querría.
Cuando había comenzado a menstruar su madre le explicó:
"Ahora serás una dama".
Nancy se aferró al teatro durante toda su adolescencia, y a
los dieciséis años obtuvo en realidad un modesto reconocimien-
to al participar en una obra en la temporada veraniega. La es-
cena $e volvió el legítimo territorio en que se permitió a su im-
pulsividad expresarse en todas direcciones y donde sus impulsos
exhibicionistas fueron poco a poco domeñados por el propio có-
digo de la actuación. A la sazón, Nancy se había vuelto algo
mojigata, era sociable con sus pares, pero al solo fin de promo-
ver su propio interés en las producciones teatrales. Tan buena
manipuladora como su madre, se vinculó ahora de manera
narcisista con su ambiente y aprendió a sacar provecho de los
demás. El interés por el teatro pasó a ser el foco de su identi-
dad, en torno del cual cobró forma la integración de su perso-
nalidad. El núcleo de esa identidad tenía su origen en "las me-
jores cosas de la vida" que la madre siempre había querido pa-
ra ella. En la adolescencia Nancy retornó a estas aspiraciones,
que le habían sido instiladas por las lecciones de declamación y
expresión corporal que recibiera durante sus años de latencia.
Este empeño artístico fue precisamente el que en la adolescen-
cia le sirvió como camino para sublimar la irresuelta fijación a
la madre. La identidad vocacional la rescató de la regresión y
de la delincuencia, pero también le impidió avanzar hacia re-
laciones objetales maduras; después de todo, seguía siendo el
deseo de la madre el que ella continuaba satisfaciendo median-
te su actividad artística. Cuando en una oportunidad, contan-
do ella dieciséis años, se le recordó su anhelo de tener bebés,
respondió bruscamente, disgustada: "Los bebés son cosa de
chicos".
Es apenas necesario destacar aquellos aspectos del caso que
ilustran la importancia etiológica de la fijación a la madre pre-
edípica en el comportamiento delictivo de Nancy. Su seudohe-
terosexualidad aparece claramente como una defensa contra el
retorno hacia la madre preedípica y contra la homosexualidad.
La única relación segura que encontró fue una folie á deux con
una amiga-madre embarazada; este vínculo y esta identifica-
ción transitoria tornaron prescindible por un tiempo el acting
out sexual. No obstante, no pudo avanzar en su desarrollo emo-
cional hasta que hubo arraigado firmemente en ella el vuelco
hacia un empeño sublimado: el de convertirse en aotriz. Este
ideal del yo —adolescente, y probablemente pasajero— dio
por resultado una representación del self relativamente más es-
table, y abrió el camino para la experimentación adolescente y
para los procesos integradores del yo.
La conducta delictiva de Nancy sólo puede entenderse en
conjunción con el trastorno de personalidad de la madre. Una
inspección más atenta de la patología familiar nos permite re-
conocer —citando a Johnson y Szurek (1952)— "el involunta-
rio empleo del niño por parte del progenitor para que actúe
sus propios impulsos prohibidos y deficientemente integrados
en lugar de él". El diagnóstico y tratamiento de este tipo de
acting out antisocial se ha vuelto consabido para aquellos clíni-
eos cuyo entendimiento se ha aguzado gracias a las investiga-
ciones que vienen realizando en los últimos quince años John-
son y Szurek. En el caso de Nancy, el "tratamiento en colabo-
ración" siguió el esquema trazado por ellos.
Otra serie de hechos despiertan mi curiosidad. Por el análisis
de padres adultos conocemos sus fantasías delictivas, perversas
y desviadas inconcientes, y también sabemos con qué frecuen-
cia el progenitor está identificado con el niño y la vida pul-
sional de este a determinada edad. Sin embargo, muchos hijos
de tales progenitores no muestran tendencia alguna al acting
out de los impulsos delictivos, perversos y desviados de sus
padres; más aún, muchos revelan en este aspecto una resistivi-
dad que en el caso de Nancy faltaba por completo. Normal-
mente los niños buscan en su ambiente experiencias que les
compensen hasta cierto punto las deficiencias de la vida emo-
cional de su familia; esto es particularmente válido para los ni-;
ños que se encuentran en el período de latencia, pero también
lo es para niños más pequeños, que establecen significativas re-
laciones con sus hermanos mayores, vecinos, parientes, amigos
de la familia, maestros, etc. En contraste con ello, niños como
Nancy son por entero incapaces de suplementar sus experien-
cias emocionales en el ambiente que los rodea, y continúan de-
sarrollando una pobre vida social dentro de los estrechos confi-
nes de la familia.
Parecería, pues, que debe operar una clase especial de inte-
racción entre el progenitor y el niño a fin de impedir que este
desarrolle progresivamente una vida más o menos indepen-
diente. Este particular carácter del vínculo progenitor-hijo re-
posa en un esquema sadomasoquista, que no sólo ha impregna-
do la vida pulsional del niño sino que además ha afectado de
manera adversa su desarrollo yoico. La ambivalencia primor-
dial que deriva de la etapa del mordisco de la fase oral consti-
tuye un núcleo a partir del cual surge una pauta duradera de
interacción entre la madre y el niño, pauta que recorre como
leit motiv todos los estadios del desarrollo psicosexual. Las po-
laridades de amor-odio, dar-tomar, sumisión-dominación per-
duran en una ambivalente dependencia recíproca de madre e
hijo. Esta modalidad sadomasoquista desborda poco a poco
hacia todas las interacciones del niño con su ambiente, y a la
postre influye en el desarrollo yoico por vía de la introyección
de un objeto ambivalente. Como consecuencia de ello, las fun-
ciones inhibitorias se desarrollan en grado insuficiente y la to-
lerancia a la tensión es baja. El hambre de estímulos de estos
niños representa la expresión más perdurable de su voracidad
oral. Acaso la impulsividad que observamos en el acting out de
Nancy constituya un carácter esencial de una organización
pulsional sadomasoquista que lo ha impregnado todo. Recor-
demos aquí lo señalado por Szurek (1954): "Ambos tactores, las
fijaciones libidinales y la interiorización de las actitudes de los
padres, determinan qué impulsos del niño se han vuelto acor-
des con el yo y cuáles han sido reprimidos. En la medida en que
estos factores interfieren la vivencia de satisfacción del niño en
cualquiera de las fases del desarrollo, las actitudes interioriza-
das son vengativamente (o sea, sádicamente) caricaturizadas y
los impulsos libidinosos son masoquísticamente distorsionados;
vale decir, la energía libidinal tanto del ello como del superyó
se funde con la cólera y la angustia derivadas de la repetida
frustración" (pág. 377).
El caso de Nancy resulta de interés a la luz de estas conside-
raciones. Abordaremos ahora, por consiguiente, sus primeros
años de vida en busca de las experiencias que cumplieron un
papel primario y predisponente en términos de la fijación sado-
masoquista a la madre preedípica y el eventual fracaso adapta-
tivo en la pubertad. El significado transaccional de la conduc-
ta delictiva no carece de implicaciones para la técnica tera-
péutica, pero esto constituye un problema que no podemos de-
sarrollar aquí.
Nancy era hija única y había nacido dos años después de
contraer matrimonio sus padres. La madre, que deseaba tener
muchos hijos, había querido tenerla. El padre pretendía espe-
rar diez años; incapaz de soportar esta postergación, su mujer
había hecho los trámites para obtener un hijo adoptivo, pero su
solicitud fue denegada. Al poco tiempo quedó encinta.
Nancy tomó el pecho durante seis meses; a los cuatro comen-
zó a morder el pezón, causando considerable dolor a su madre.
Pese a las protestas de esta, el médico insistió en que siguiera
amamantándola; dos meses más tarde, cuando el amamanta-
miento se había convertido ya en una experiencia penosísima,
le permitieron destetarla. Así pues, durante dos meses madre e
hija estuvieron empeñadas en una batalla de chupar y morder;
de ofrecer y retirar el pezón. Puede advertirse el perdurable
efecto de este período en el persistente rechazo de Nancy a be-
ber leche. A los tres años comenzó a chuparse el pulgar, lo cual
le fue violentamente sofocado mediante el uso de guantes. Ca-
be presumir que la lactancia temprana brindó a Nancy sufi-
ciente estimulación y gratificación. Comenzó a hablar alrede-
dor del año y caminaba bien a los dieciseis meses.
Interesan especialmente algunos sucesos de la vida de esta
niña. Cuando ingresó al jardín de infantes, vomitaba todos los
días antes de entrar, síntoma que desapareció tras varias sema-
nas de asistencia forzada. La maestra observó entonces que
Nancy hacía caso omiso de su presencia, de un modo que suge-
ría audición defectuosa; no obstante, las pruebas audio-
métricas demostraron que esta suposición era incorrecta. Al
iniciar el primer grado escolar, Nancy tuvo pataletas y trató de
escapar de la escuela. La madre se quedaba en las proximida-
des para espiar lo que sucedía y la obligaba a volver al aula;
después de unas semanas sus escapadas cesaron para siempre.
A partir de ese momento su comportamiento en la escuela fue
causa de continuas quejas. Durante todo su período de latencia
Nancy fue una chica "terca, irritable, gruñona y quejosa".
Durmió en la habitación de sus padres hasta los ocho años,
momento en que le dieron un cuarto propio. Comenzó entonces a
tener pesadillas y a trasladarse al cuarto de aquellos. Ninguna
medida disciplinaria logró impedir que perturbara el sueño de
sus padres, hasta que una vez la madre la hizo sentarse y per-
manecer en una silla toda la noche en el dormitorio de ellos.
Luego de esta severa prueba la niña se rindió, quedándose en
su propia habitación, y nunca más volvió a quejarse de tener
pesadillas.
Nancy conocía muy pocos chicos y rara vez jugaba con ellos;
prefería estar en compañía de su madre. Durante toda su niñez
temprana, y probablemente durante la latencia, tuvo "compa-
ñeros imaginarios"; en su adolescencia temprana todavía solía
hablarles cuando estaba en la cama, prohibiéndole a su madre
que la escuchase. La madre tenía tanta curiosidad por conocer
la vida íntima de Nancy como esta la tenía de conocer la suya.
Con referencia a su falta de amigos, la madre señaló: "Nancy
pretende demasiado amor".
Dos factores complementarios de la temprana interacción
madre-hija parecen haber predispuesto a Nancy y a su madre
para su duradero vínculo ambivalente. La madre quería tener
hijos para gratificar sus propias necesidades infantiles, en tanto
que Nancy —tal vez dotada de una pulsión oral inusualmente
intensa— le exigía a la madre cosas que ella, a su vez, no era
capaz de cumplir. Esta batalla por los intereses respectivos que
ninguna de ellas toleraba en la otra estaba destinada a conti-
nuar ininterrumpidamente y sin solución hasta la pubertad de
Nancy. Su sumisión a la cruel disciplina materna, su renuncia
a los impulsos orales a cambio de gratificaciones masoquistas,
revela la integración progresiva de una relación objetal sado-
masoquista que impidió el despliegue exitoso de la indivi-
duación; por el contrario, desembocó en un estrecho enredo
simbiótico de la niña con la madre arcaica.
Las tentativas de separación de Nancy en su niñez temprana
y pubertad son evidentes en su creación de "compañeros imagi-
narios" y en su vinculación con la amiga-madre a los trece
años. Estos intentos de liberación fueron infructuosos; la
seudoheterosexualidad era el único camino abierto a esta niña
impulsiva para satisfacer su voracidad oral, vengarse de la
madre "egoísta" y protegerse de la homosexualidad.
Habiendo reconducido la conducta delictiva de Nancy a los
antecedentes predisponentes de la segunda fase oral (sádica), el
círculo parece completo. Materia de esta indagación genética
fue una configuración típica de personalidad que conduce a
una conducta delictiva en la pubertad. El examen teórico pre-
cedente aludió a otras configuraciones que no fueron ilustra-
das, empero, con material clínico. El caso de Nancy tiene que
considerarse representativo de un solo tipo de delincuencia
femenina.
Posfacio (1976)
Siempre es un sensato ejercicio rever un artículo que uno ha
escrito una veintena de años atrás y examinarlo a la luz de la
realidad contemporánea. Esta segunda mirada es particular-
mente útil si el artículo proponía formulaciones teóricas acerca
de un determinado tipo de conducta asocial femenina, con el
propósito expreso de dar un abordaje significativo —o sea, clí-
nicamente eficaz— a la terapia de esas adolescentes. Una reva-
loración de las ideas relacionadas con la delincuencia sexual fe-
menina parece revestir especial urgencia en la actualidad,
cuando la escena social de la adolescencia ha sufrido cambios
tan radicales en cuanto a costumbres, valores y expresiones en
la conducta —todo aquello a lo que se suele llamar "modo de
vida"—.
La delincuencia siempre tiene un marco de referencia social
y, por ende, tiene que ver con la desviación respecto de las nor-
mas sociales o las expectativas predominantes en materia de
comportamiento. El sistema individual de motivaciones (o la
configuración dinámica) de la delincuencia siempre es influido
por la tradición y el cambio social. Al decir esto no hacemos si-
no repetir las primeras oraciones de mi artículo original, donde
afirmábamos que al ocuparnos de la conducta delictiva tene-
mos que tomar en cuenta los factores predisponentes y psicodi-
namicos en correspondencia con las normas sociales del medio
en cuestión.
Es obvio que lo que denominamos "acting out sexual" en la
década del cincuenta no es igualmente aplicable al comporta-
miento sexual del adolescente en 1976. En la década actual, la
actividad sexual (genital) se ha vuelto la forma legítima de con-
ducta de los jóvenes desde la preadolescencia hasta la adoles-
cencia tardía. Hemos asistido en el curso de estos años a la de-
saparición casi total de la privacidad o intimidad en materia
sexual. Al observador de los adolescentes, la franqueza de sus
relaciones heterosexuales le suena a una declarada insistencia
en que la generación de los progenitores participe, de manera
positiva o negativa, de la conducta sexual de los jóvenes.
Observamos, además, que la tradicional ritualización de la
conducta según el sexo se ha extinguido en gran medida, o ha
sido decididamente arrasada, con planeado celo, por la joven-
cita. Como resültado de ello, la franca y resuelta iniciativa de
las chicas en materia de seducción —sobre todo de las que se
hallan en los comienzos de la adolescencia— suele superar hoy
a la proverbial iniciativa sexual que antaño le correspondía al
varón. El rótulo "acting out sexual" ha perdido gran parte de
su significado debido a que en buena medida esta conducta de-
jó de estar "en abierto conflicto con la sociedad". Toda vez que
una variedad de comportamiento considerada anómala o des-
viada gana aceptación dentro de un sector importante de la
población, el estigma de la anomalía se esfuma, y la exteriori-
zación en la conducta —en nuestro caso, la actividad genital
de la joven— se vuelve un indicador cada vez más falible de
desarrollo anormal.
Se ha inquirido con frecuencia de qué manera y hasta qué
punto el comportamiento sexual de la adolescente ha sido
influido por la pildora anticonceptiva y el Movimiento de Li-
beración Femenina. En mi opinión, estas dos innovaciones
—tecnológica la una, ideológica la otra— tienen muchas más
consecuencias entre las adolescentes mayores, en especial entre
la población universitaria, pero su gravitación en las preado-
lescentes, o, en términos generales, entre las alumnas del cole-
gio secundario, es insignificante. Ser sexualmente activa y ha-
cérselo saber a los pares y a los adultos se ha convertido en un
símbolo de status a lo largo de la escala de maduración. En el
caso extremo —y este extremo ha cobrado los rasgos de un mo-
vimiento social— la sexualidad ha sido equiparada a la mera
acción o experiencia, dejando de vinculársela con una relación
personal significativa en el plano emocional (o sea, con una re-
lación íntima) que trasciende el acto sexual y la dependencia
gratificatoria. La soltura y libertad, en apariencia carente de
conflictos, con que la adolescente consuma el acto sexual está
diciendo a viva voz que para ella el juicio reprobador de los
padres —con más frecuencia de la madre— no hace sino
mostrar su anticuada y total ignorancia respecto de la impor-
tancia de la experiencia sexual.
Las madres cultas de clase media, sintiéndose impotentes
frente a la revolución sexual, vuelcan sus cuidados en la pre-
vención del embarazo y le sugieren a sus hijas que tomen la pil-
dora o practiquen algún otro procedimiento anticonceptivo.
De este modo, la pildora ha sustituido a la anticuada "moral";
una buena y segura preparación anticonceptiva ha tornado
prescindibles "el buen juicio y la inhibición" en lo tocante a las
relaciones sexuales. Desde tiempos inmemoriales, los adoles-
centes se han dejado arrastrar por los experimentos sexuales ca-
rentes de toda participación personal o romántica; lo que hoy
contemplamos es la práctica de tales experimentos como un fin
en sí mismos, y la extensión de esta etapa de la conducta sexual
hasta la adolescencia tardía bajo la protección de la pildora.
¿No deberíamos extrapolar, en este punto, teniendo en cuenta
los estudios sobre el desarrollo en general, y recordar que la
perseveración en una etapa cualquiera del desarrollo más allá
de las edades en que es normativa incita potencialmente a un
progreso evolutivo anómalo o unilateral? Volveremos más ade-
lante a esta cuestión.
Hay un rasgo peculiar de la pildora que pertenece por entero
a la psicología: ella permite una temporaria disociación entre
el acto de tragarla y el acto sexual mismo. Todos los otros mé-
todos anticonceptivos exigen la manipulación de los genitales,
en tanto que la pildora es tan inocua como una cápsula de vita-
minas. El hecho de que sea administrada por vía oral ha gravi-
tado sutilmente en la actitud, no sólo de los padres, sino tam-
bién del público en general, hacia la conducta sexual de la ado-
lescente.
Con la pildora a su alcance, muchachos y chicas están en un
pie de igualdad en el libre y desembarazado camino hacia el
logro de la experiencia sexual y el particular placer a ella vin-
culado. Lo que en un pasado no muy distante se decía acerca
de la masturbación del adolescente, a saber, que representa (en
especial para el varón) un método voluntario no específico de
regulación de la tensión en general, puede hoy aplicarse
ampliamente a la función que cumple el coito en esa edad. El
tema del sexo, difundido por los carteles publicitarios, el cine-
matógrafo y las obras impresas, se ha convertido en una suer-
te de panacea, y su ejercicio equivale per se a la madurez
emocional.
El grupo de pares llama "maduros" a los muchachos y chi-
cas que son sexualmente activos; en otras palabras: con su ca-
racterístico auspicio del conformismo, equipara el comporta-
miento heterosexual adolescente con la independencia, el indi-
vidualismo y la adultez. Este precepto ha remplazado casi por
completo a los ritos de iniciación de antaño, y en la actualidad
es impuesto por los propios adolescentes o por la llamada "cul-
tura de los pares" sin la participación de los adultos ni los ri-
tuales tradicionales. Como en toda conducta estandarizada, no
es sólo el deseo personal el que mueve a la elección y decide la
forma de expresión emocional o sexual, sino que la persuasión
del medio social significativo es un determinante igualmente
notorio.
Sometidas a los apremios de la pubertad, los medios de co-
municación de masas y las presiones del código de los pares,
muchas adolescentes "dan los pasos" conducentes a "hacer el
amor" en consonancia con las expectativas sociales, pero sin
participar emocionalmenté. En su búsqueda desesperada de fe-
licidad a través de la promiscuidad, el acto sexual, como medio
de alcanzar un sentimiento de realización y de pertenencia al
grupo, lleva a muchas de ellas a la frustración y la decepción.
Podemos llamar a esto la dicotomización psicosocial del acto
sexual. Esta postura es bastante normal como transición tem-
poraria y experimental, pero si se la practica como "modo de
vida" durante toda la adolescencia, arroja sombras sobre la fu-
tura vida sexual del adulto. Esto se torna evidente en la persis-
tente dificultad o imposibilidad para integrar el acto sexual fí-
sico con respuestas emocionales maduras. Pretender abreviar el
desarrollo emocional adolescente apoyándose en la actividad
genital o dependiendo de ella, o, dicho de otro modo, preten-
der eludir la reestructuración psíquica recurriendo habitual-
mente a la satisfacción sexual como sustituto de la resolución
de los conflictos internos, deja su huella en el desarrollo psico-
sexual. La frigidez y el infantilismo emocional, esbozados am-
bos en un momento anterior de la vida, suelen alcanzar su ina-
movilidad definitiva con la dicotomización psicosocial adoles-
cente. El carácter incompleto de la experiencia sexual es, tal
vez, lo que ha otorgado a las "técnicas sexuales" un lugar tan
influyente y destacado en la conducta sexual contemporánea
de adolescentes y adultos.
De todo esto se desprende que las actuales tendencias del
comportamiento sexual adolescente han hecho que carezca de
sentido hablar de "delincuencia sexual". Se ha vuelto en extre-
mo difícil para el clínico evaluar la "normalidad" de la con-
ducta heterosexual de la joven cuando el coito es de rigueur en
un sector cada vez mayor de la población adolescente femeni-
na, desde la adolescencia temprana hasta la tardía. En tales
circunstancias, tenemos que reorientarnos dentro de un nuevo
contexto, en cambio permanente, de tecnología biológica (mé-
todos anticonceptivos), costumbres adolescentes, elecciones
personales, etapas del desarrollo y elementos madurativos in-
natos.
Al dejar de lado las perimidas expresiones "delincuencia se-
xual femenina" y "acting out sexual", propondré a conti-
nuación una serie de distinciones que permitan evaluar si la
conducta sexual de la adolescente actual es adecuada a la fase.
Describiré tres categorías o tipos, que en realidad se mezclan
en variadas proporciones, pero que permiten contar con un
marco de referencia a los fines de la evaluación.

1. El acto sexual de la adolescente es, predominantemente,


expresión de su "conflicto de rompimiento" respecto de los la-
zos de dependencia infantiles. Cabe percibir que ella tiene con-
ciencia (vaga o aguda) de que su conducta sexual es ajena a su
yo, en cuyo caso la expresión de sus impulsos a través del coito
suele declinar o es espontáneamente abandonada. Merced al
proceso de interiorización, que constituye un aspecto intrínse-
co del segundo proceso de individuación de la adolescencia,
logra dar poco a poco una resolución psíquica a ese conflicto de
rompimiento. A fin de que estos cambios internos sigan su cur-
so, la muchacha debe tener cierta capacidad para tolerar la
frustración o la tensión. En la jerga psicoanalítica, a estos me-
canismos psíquicos se los denomina represión, desplazamiento
y sublimación. Las muchachas que procuran esta clase de reso-
lución del problema tienen que conseguir un equilibrio entre la
autonomía personal y la intensa presión social proveniente de
la persuasión y el dogmatismo de sus pares. Atrapadas en esta
disyuntiva, muchas resuelven representar un papel y simulan
públicamente tener una activa vida sexual, hasta cobrar la su-
ficiente fuerza interior como para declarar su preferencia per-
sonal en cuestiones íntimas y su estilo peculiar de conducta se-
xual, independientemente de la censura de los pares.
2. El coito es practicado en conformidad con la influencia
social del grupo de pares y de los medios de comunicación de
masas. En su condición de ritual colectivo de rompimiento, es-
taría destinado a establecer los límites entre las generaciones y
tendría que llevar al abandono del conformismo sexual de los
adolescentes; no obstante, en el caso típico, esta forma (a me-
nudo promiscua) de conducta sexual pierde su justificación
evolutiva y adquiere la permanencia de un modo de vida. Co-
mo tal se extiende, en esencia inmodificada, a lo largo de toda
la adolescencia hasta los comienzos de la adultez.
3. La muchacha practica el coito (con frecuencia desde la
temprana pubertad): a) como defensa contra la regresión hacia
la madre preedípica; b) para satisfacer su hambre infantil de
contacto ("mimoseo") con anestesia genital; c) como una ma-
nera de cuidar activamente a su pareja cediendo a sus necesi-
dades físicas, en identificación con la madre idealizada del pa-
sado preedípico. La participación emocional de la muchacha
es equivalente al juego de las niñas pequeñas con las muñecas
—que por lo general o no lo tuvo, o lo tuvo sólo escasamente en
sus primeros años—.

Las adolescentes representativas de estas tres categorías


muestran la misma conducta sexual; incumbe al clínico discer-
nir los factores etiológicos y dinámicos de esta. Evaluar esa
conducta se ha vuelto complicado a causa de que la sociedad
acepta cada vez más y considera normal que se tengan rela-
ciones sexuales desde los comienzos de la pubertad. No obstan-
te, importa establecer diferenciaciones en ella, si tenemos en
cuenta las consecuencias que el desarrollo psicosexual adoles-
cente tiene para la vida sexual de la mujer adulta y su ido-
neidad futura como madre.
Creo que la muchacha cuya conducta sexual está determina-
da principalmente por las influencias descritas en las dos pri-
meras categorías no ha abandonado su evolución psicosocial y
psicosexual progresiva, aunque en muchos casos formas induci-
das o impuestas de conducta sexual pueden poner en peligro el
logro de la madurez emocional. La tercera categoría represen-
ta, a todas luces, una catastrófica detención del desarrollo
emocional. En mi labor clínica de los últimos años he en-
contrado la misma constelación esbozada en mi artículo de
1957. Debido a la tolerancia pública del coito temprano, la pa-
tología de la conducta sexual de algunas de estas chicas suele
permanecer oscura. Hay, empero, en el cuadro clínico general,
indicios que apuntan a una anormalidad en la actividad sexual
de la preadolescente; tengo presentes signos de depresión, los
llamados "rasgos fronterizos", un malhumor extremo y una
exuberante vida de fantasía infantil.
Sólo mediante una evaluación cuidadosa puede separarse a
estas muchachas de las que corresponden a las otras dos catego-
rías. Su conducta sexual es una tentativa de mantenerse ligadas a
la madre preedípica, utilizando el ambiente como continente
de su posición emocional infantil ("holding", en el sentido de
Winnicott). Es bien sabido que con la maduración sexual, la
expresión genital de las pulsiones libidinales y agresivas cobra
primacía y, durante un lapso, se convierte también en el cami-
no principal para la efectivización de la pregenitalidad. Si una
detención en el desarrollo, exacerbada por tendencias regresi-
vas, se consolida hasta trasformarse en una posición permanen-
te, nos encontramos con el tipo de chica que se destaca neta-
mente respecto de las otras dos categorías, pese a que todas
comparten una idéntica conducta sexual. Carece por completo
de sentido llamarlas a todas "delincuentes sexuales"; pero tene-
mos que discernir a la muchacha regresiva e inmadura, por su
necesidad de ayuda y protección. Ella corre serio peligro, a
despecho del reclamo universal de libertad sexual como la ruta
que lleva infaliblemente hacia la madurez emocional.
Debemos advertir que, para la adolescente detenida en su
desarrollo emocional, el coito no guarda una relación directa
con el placer genital, estrictamente hablando. El placer que
ella busca y vivencia es de índole infantil, y pertenece al conti-
nuo de la saciedad visceral y del confortamiento proveniente
del contacto físico; está, por ende, disociado de la realidad
biológica de las funciones sexuales, una de las cuales es la
procreación. En este sentido, la pildora anticonceptiva ha mo-
dificado poco o nada su comportamiento sexual o su compren-
sión del acto sexual. Si anhela tener un bebé, este deseo en apa-
riencia maternal es expresión del deseo infantil de reinstaurar
la unidad madre-hija (fusión); o bien simplemente busca sola-
zarse con el contacto corporal sin ninguna sensación o excita-
ción genital. Dentro del marco de estas asociaciones infantiles
o de estas necesidades físicas y emocionales inmaduras, no es de
sorprender que los métodos anticonceptivos sean un conjunto
de informaciones irrelevantes e inútiles, que nada tienen que
ver con ella.
/

12. El concepto de actuación '1

(acting out) en relación con


el proceso adolescente*

En los informes clínicos sobre adolescentes, el término "ac-


tuación" (acting out) suele ocupar un lugar prominente. De
hecho, basándose en la experiencia uno ha llegado a pensar que
la actuación es tan específica de la fase adolescente como el
juego lo es de la niñez, o como la comunicación directa a través
del lenguaje lo es de la etapa adulta. Hemos llegado a ver en la
actuación un típico fenómeno adolescente, al punto que "ado-
lescencia" y "actuación" se han vuelto casi sinónimos.
No obstante, un examen más atento revela que el amplio uso
que se hace de este término en relación con la adolescencia obe-
dece a imprecisas generalizaciones y a un uso descuidado del
concepto. No hay duda alguna de que, en nuestra cultura, los
adolescentes normales muestran una proclividad a menudo tan
intensa y compulsiva a la acción, que uno está tentado de
hablar de su "adicción a la acción". En este capítulo nos ocu-
paremos de averiguar si las especiales condiciones de la adoles-
cencia favorecen el acting out, o si simplemente dan rienda
suelta a una disposición preexistente para esa actuación.
No nos detendremos, en este punto, en la distinción teórica
entre "acción" y "actuación"; las diferencias esenciales entre
una y otra se irán haciendo más claras a medida que deline-
emos la actuación dentro de la fenomenología total de la ac-
ción e indaguemos qué función particular cumple aquella du-
rante el período adolescente. Admitamos que en la labor clíni-
ca estas delineaciones no siempre son tan sencillas como uno lo
desea. Suele suceder que nuestros infructuosos empeños por
manejar una escenificación [play acting] o una descarga en ac-
ción desinhibida nos enseñan que estamos ante un fenómeno de
acting out; la situación inversa es igualmente instructiva. Exa-
minaremos en este capítulo aquello que diferencia entre sí a
manifestaciones conducíales de similar apariencia pero de dis-
tinta estructura. Esto nos llevará a indagar las razones por las
cuales el proceso adolescente tiende a promover y favorecer el
mecanismo de la actuación como recurso homeostático. Conse-
cuencia de tales exploraciones será que nos preguntaremos, fi-
nalmente, si la formulación tradicional del concepto de ac-

* Publicado originalmente en Journal of the American Academy of Child


Psychiatry, vol. 2, págs. 118-36, 1963.
tuación es demasiado estrecha para dar cabida a los fenómenos
adolescentes correspondientes, y si es menester ampliar el con-
cepto usual a fin de volverlo más útil en la clínica.

Reseña histórica del concepto de actuación


Debemos distinguir en este concepto tres aspectos: uno es la
predisposición a la actuación; otro, su manifestación en la con-
ducta; un tercero, la función que cumple dicho mecanismo.
Entre estos aspectos no hay en absoluto una relación incondi-
cional. Por ejemplo, la actuación puede producirse sin que
exista una predisposición particularmente intensa, como queda
ilustrado de manera notoria durante la adolescencia. Este tipo
de comportamiento puede obedecer, entonces, a una caracte-
rística estructural del yo, o bien ser estimulado y precipitado
por una circunstancia vital aguda —una experiencia terapéuti-
ca o un fenómeno madurativo como la pubertad o la adoles-
cencia—. Es posible hablar de un aspecto latente y de un as-
pecto manifiesto de la actuación, y, además, de una actuación
transitoria o consuetudinaria.
La predisposición a la actuación fue formulada por Fenichel
(1945), quien se refiere a la "disposición aloplástica" que se
presenta como una vinculación singular de la persona actuante
con el mundo exterior. El individuo vivencia como externos
tanto a su adversario en el conflicto como a la fuente de su po-
der estabilizador; a su vez, esta percepción hace que se man-
tenga en un estado de permanente y excesiva dependencia res-
pecto del mundo exterior. Fenichel alude, además, a la moda-
lidad oral de impetuosidad y urgencia, las intensas necesida-
des narcisistas concomitantes y la intolerancia a la tensión.
Menciona, asimismo, algo no menos importante: los traumas
tempranos como requisitos genéticos previos de la actuación.
No hay duda de que los traumas tempranos son un prerre-
quisito de la actuación, pero esta sólo adquiere su singular ca-:
rácter merced a la superposición de este factor con otros ele-
mentos predisponentes específicos. Uno recibe la impresión de
que el acting out se parece poco a esos particulares empeños
por dominar tardíamente un trauma en pequeñas dosis me-
diante la repetición. Por su propia naturaleza, la actuación ha
anulado la capacidad de dominio convirtiéndola en un acto de
evitación. Un aspecto privativo de la actuación la distingue de
la compulsión de repetición propia de la neurosis, a saber: en
ella es defectuosa la formación de símbolos mediante la cual,
normalmente, la acción es remplazada o postergada a través
del ensayo en el pensamiento y en la fantasía. Si la memoria no
logra estructurarse firme y claramente gracias a la adquisición
de símbolos léxicos, se carecerá de una organización viable del
recuerdo para evaluar la realidad presente con fines adaptati-
vos. En tales condiciones, las modalidades preverbales de reso-
lución de problemas y de comunicación (la fantasía y la acción)
serán los únicos instrumentos disponibles para llegar a un
arreglo con un pasado que sigue siendo apremiante, o sea, que
no ha sido asimilado. Fenichel afirma, en este sentido, que la
actuación es una forma especial del recuerdo; podemos referir-
nos a esto como la fuiición de la actuación.
Greenacre (1950), entre otros, ha investigado más concreta-
mente los factores predisponentes que tornan a la actuación el
mecanismo preferido para reducir la tensión. Alude a tres fac-
tores que tienen un vínculo genético específico con la ac-
tuación: 1) "una especial insistencia en la sensibilización vi-
sual, que genera una inclinación por la dramatización"; 2)
"una creencia, en gran medida inconciente, en el efecto mági-
co de la acción"; 3) "una distorsión en el nexo de la acción con
el lenguaje y con el pensamiento verbalizado" (pág. 227). Esta
última perturbación tiene lugar en el segundo año de vida,, y
debe entendérsela como una fusión defectuosa, en el uso lin-
güístico, entre la cosa denotada y la emoción que se asocia a
ella. En esas circunstancias, la función del lenguaje se ha des-
carriado, y junto a él sigue operando, como forma de comuni-
cación y de resolución de problemas, el lenguaje de la acción
propio de etapas anteriores. Al contemplar la actuación con es-
ta perspectiva, vemos que esta forma de expresión es un meca-
nismo estructurado de un alto grado de organización. Esto
contrasta con el proceso de descarga, más primitivo, que ca-
racteriza a la conducta impulsiva, a la cual volveremos a refe-
rirnos en nuestro subsiguiente examen.
Del resumen precedente se infiere que en el individuo actuante
el sentido de realidad es escaso e impreciso; fácilmente forja
identificaciones transitorias y cumple roles. Con frecuencia,
esta facilidad para modificar su self resulta llamativa; Carroll
(1954) atribuye esta disposición a una rica vida de fantasía,
autónoma y aislada, que no concede transacción alguna con la
realidad. Los adolescentes de este tipo afirman que sus fanta-
sías son más reales que cualquier cosa del mundo exterior. En
consecuencia, aceptan a este último sólo en la medida en que
da crédito a su realidad interna, y lo atacan o se apartan de él
tan pronto como la indispensable gratificación que les ofrece
deja de estar en inmediata y perfecta armonía con la tensión de
necesidad que ellos vivencian. Esta condición es típica del dro-
gadicto adolescente.
Aclaremos el distingo entre los factores predisponentes de la
actuación y la función de la actuación examinando esta última
por separado. Freud empleó originalmente el término "actuar"
en su historial del caso de "Dora", la primera adolescente so-
metida a un psicoanálisis. En el "Epílogo", al referirse al aban-
dono que ella hizo del tratamiento, dice: "De tal modo, actuó
un fragmento esencial de sus recuerdos y fantasías, en lugar de
reproducirlo en la cura" (Freud, 1905a, pág. 119). Así se vengó
del hombre que, según ella, la había engañado y abandonado.
Vemos en esta actuación la satisfacción de un deseo hostil de
venganza. El mecanismo de defensa operante en esta actuación
que puso prematuro término al tratamiento de Dora fue el
desplazamiento.
Más adelante, Freud utilizó el término "actuación" en un
trabajo sobre técnica psicoanalítica (1914a), aplicándolo a la
situación analítica, en especial a la trasferencia y la resistencia:
"Hemos aprendido que el analizado repite en vez de recordar,
y repite bajo las condiciones de la resistencia [...] mientras ma-
yor sea esta, tanto más será sustituido el recordar por el actuar
(repetir). [...] Pronto advertimos que la trasferencia misma es
sólo un fragmento de repetición, y que la repetición es una
trasferencia del pasado olvidado, no sólo sobre el médico, sino
sobre todos los restantes aspectos de la situación presente"
(Pág. 151).
Estas inquietudes y formulaciones tienen como propósito
esclarecer la situación analítica, y por ende deben ser tratadas
por separado de la actuación en calidad de "síntoma", según se
la llama —más bien sería un equivalente sintomático—, que
trae a consulta a muchos adolescentes.
En la situación terapéutica, es preciso mantener constante
vigilancia para saber hasta qué punto puede y debe permitirse
que la actuación siga su curso, o bien cuándo hay que frenarla
urgentemente so pena de que afecte de manera adversa la vida
del adolescente y eche por tierra la terapia. En general, puede
enunciarse que la actuación trasferencial o al servicio de la re-
sistencia debe ser interpretada, o tornarla inocua de algún otro
modo. No obstante, existen, como veremos, otras clases de ac-
tuación que no requieren interponer las mismas medidas, pues
están al servicio de funciones diversas y no plantean peligro al-
guno para la alianza terapéutica.
Jacobson (1957) ha mencionado una de esas otras funciones
de la actuación. La resistencia contra el recuerdo materializa-
da en la actuación constituye una forma de desmentida. "La
actuación —dice Jacobson— parece estar regularmente vincu-
lada a una inclinación por la desmentida" (pág. 91). Los pa-
cientes de esta clase muestran de manera convincente que esta
persistente desmentida conlleva una desfiguración de la reali-
dad. La función de la actuación es la desmentida a través de la
acción; en tales casos se aprecia con gran claridad el poder má-
gico de la acción y de los gestos. Tocamos aquí una característi-
ca central del adolescente; este necesita desmentir su desvali-
miento por medio de la acción, reafirmar con exageración su
independencia de la madre arcaica omnipotente, contrarrestar
el impulso regresivo hacia la pasividad recusando su dependen-
cia de la realidad misma. Asistimos aquí a la megalomanía del
adolescente que sostiene: "Nadie puede decirme a mí lo que
tengo que hacer", confiando en la magia de la acción, a través
de la cuál espera gobernar su destino. Si logramos penetrar tras
la fachada reparatoria de esa actitud desafiante, descubrire-
mos fantasías que apenas se distinguen de la realidad, pues no
hay entre aquellas y esta ninguna línea limítrofe estable. Los
sujetos en quienes predominan estas condiciones "equiparan la
realidad de pensamiento con la realidad externa efectiva, y sus
deseos con el cumplimiento de esos deseos. [...] De ahí la difi-
cultad de distinguir las fantasías inconcientes de los recuerdos
que se han vuelto inconcientes" (Freud, 1911, pág. 225).
En todos los individuos actuantes el sentido de la realidad se
halla perturbado, pero lo que llama nuestra atención es el ca-
rácter de esa perturbación. Pronto descubrimos que nunca han
renunciado a la realidad externa como fuente de satisfacción
directa de sus necesidades. La observación de que para estos in-
dividuos la persona con relación a la cual se materializa su ac-
tuación cumple un papel escaso o nulo, de que cualquier perso-
na es a tal efecto intercambiable por otra, no es sino una
prueba más de'que la actuación arraiga en una organización
psíquica primitiva. Vemos en ella un uso autoerótico del mun-
do externo, que está siempre disponible para una gratificación
momentánea e inmediata. Esta condición es opuesta a la grati-
ficación orientada hacia el objeto. Una verdadera relación ob-
jetal exige reconocer y aceptar que la otra persona tiene intere-
ses propios, y sólo puede darse dentro de los límites de la tran-
sacción y la empatia. El individuo actuante, en cambio, se
vuelca hacia el mundo externo como hacia un objeto parcial
que alivia su tensión. Concebida en estos términos, la ac-
tuación es equivalente al autoerotismo. Anna Freud (1949)
aludió a ello al sostener que "la actuación de fantasías [...] es,
por ende, un retoño de la masturbación fálica [...] su sustituto
y representante" (pág. 203).
El mecanismo de la proyección desempeña un prominente
papel en la actuación y puede fácilmente encubrir un proceso
psíquico del tipo de un estado paranoide incipiente; esto es
particularmente válido para las actuaciones adolescentes. Si-
guiendo una argumentación similar, Kanzer (1957&) afirma:
"Esta necesidad regresiva de una posesión inmediata del objeto
es probablemente más primaria que la actividad motora que
está a su servicio, aliviando por un lado la angustia de castra-
ción y permitiendo recobrar, en un nivel más primitivo, el
temprano sentimiento de dominio resultante de la posesión del
pecho" (pág. 667). En este sentido, la actuación tiene entonces
una función reparatoria, ya que desmiente las frustrantes limi-
taciones de la realidad, declara que objeto y self son intrínseca-
mente una misma cosa, y demuestra su carácter concreto me-
diante la reafirmación repetida a través de la acción. En conse-
cuencia, la actuación es siempre acorde con el yo. De hecho,
cuando se aviene a reconocer un aspecto ajeno al yo, ya ha pa-
sado al ámbito de la formación de síntoma o se ha convertido
en un acto sintomático. Este cambio va acompañado de una
declinación de las necesidades narcisistas y del surgimiento de
relaciones objetales diferenciadas.
Debemos mencionar aquí otra función más de la actuación,
que tiene un importante cometido en la adolescencia. Me re-
fiero a la necesidad del adolescente de establecer en el interior
de su yo una continuidad temporal, continuidad que ya no
puede mantenerse por delegación apelando a un argumento
simple de esta índole: "Aun cuando yo no comprendo, o no re-
cuerdo, o no conozco lo que aconteció realmente en el pasado,
mis padres sí lo saben; por lo tanto, nada habrá desaparecido
ni se habrá perdido en la medida en que yo continúe siendo
parte de ellos". Sabemos que toda vez que los padres falsean,
con sus palabras o sus acciones, la realidad de aquellos hechos
de los que uno de los sentidos del niño fue testigo idóneo, este
experimenta una perturbación de su sentido de la realidad que
puede llevarlo, en la adolescencia, a un impase crítico. Asisti-
remos entonces a actuaciones de toda índole, con frecuencia de
naturaleza asocial o antisocial, en su tentativa de restaurar su
sentido de la realidad. Tales casos suelen corresponderse muy
bien con un descubrimiento del pasado despojado de distor-
siones. Me inclino a otorgar a este hecho poderosa significa-
ción; afirmo que la actuación al servicio del restablecimiento
de la continuidad temporal del yo, o, más brevemente, al servi-
cio del yo, no debe confundirse con la actuación en que privan
las demandas instintivas y en que se procura restablecer la uni-
dad con el objeto merced al control mágico del mundo externo.
Esta última propensión a la postre se consolidará en la perso-
nalidad impulsiva o narcisista, en tanto que la actuación al ser-
vicio del yo tiende a estabilizarse en el carácter compulsivo. En
la práctica clínica con adolescentes, a menudo es difícil distin-
guir estos dos casos; esa diferenciación sólo puede hacerse, con
el correr del tiempo, gracias al uso sistemático de la situación
terpéutica.
La actuación como mecanismo específico de la fase
durante la adolescencia
Hemos examinado los diversos aspectos del concepto de ac-
tuación —su predisposición, manifestación y función— y he-
mos explicitado su complejidad. Ahora nos haremos esta pre-
gunta: ¿Cuáles son las características peculiares del proceso
adolescente que facilitan la actuación? Dicho de otro modo,
¿la actuación adolescente está determinada sólo- por factores
predisponentes, o puede sostenerse que es, en el proceso adoles-
cente, un mecanismo específico de la fase? ¿Podemos hablar de
una "solicitación adolescente", en el sentido de una tendencia
evolutiva a encontrar a mitad de camino ciertas predisposi-
ciones que, en otros períodos del desarrollo, permanecían dor-
midas o eran menos notorias? En todo caso, la experiencia nos
dice que la incidencia de la conducta de actuación aumenta
agudamente cuando se aproxima la pubertad, y este hecho clí-
nico reclama por sí solo una explicación.
Como un camino hacia la comprensión de la proclividad
adolescente a la actuación, exploraré aquellas características del
desarrollo adolescente que acompañan la reestructuración psí-
quica y que, por definición, tienen un vínculo especial con la
actuación. Este empeño no exige que volvamos a recorrer en
nuestra exposición los largos e intrincados senderos de la ado-
lescencia; ya be narrado esta historia con gran detalle en otro
lugar (1962). En vez de ello, escogeré ciertas características
de la adolescencia que tienen directa conexión con el tema de
la actuación.
En líneas generales, podemos decir que el proceso adolescen-
te se inicia con una desinvestidura de los objetos de amor pri-
marios, recorre luego una fase de aumento del narcisismo y el
autoerotisino, y alcanza por último la etapa del hallazgo de
objeto heterosexual. Estos cambios en la organización pul-
sional son paralelos a otras variaciones en los intereses y actitu-
des del yo, que alcanzan estabilidad estructural en el período
de consolidación de la adolescencia tardía. La desvinculación
de las instituciones psíquicas respecto de la influencia de los
progenitores, que las generó, constituye un esfuerzo funda-
mental del yo adolescente; a la inversa, este logro facilita la
formación definitiva del self.
Esta desvinculación de los objetos de amor y odio interiori-
zados va acompañada de un profundo sentimiento de pérdida
y de aislamiento, de un grave empobrecimiento del yo, que
explica el frenético vuelco del adolescente hacia el mundo ex-
terno, la estimulación sensorial y la acción. Si se vuelve tan
vehementemente hacia la realidad, es porque corre el peligro
constante de perderla. El extendido proceso de desplazamiento
objetal abre el camino a la repetición de facetas esenciales del
pasado en relación con la situación actual o el ambiente inme-
diato. Mientras duran estas acciones de rompimiento, se evi-
dencia un sorprendente deterioro del examen de realidad —a
menudo sólo selectivo—. El mun^o externo se le aparece al
adolescente, al menos en ciertos aspectos, como la imagen es-
pecular de su realidad interna, con sus conflictos, amenazas y
reconfortantes seguridades; por consiguiente, vivencia suma-
riamente su mundo interno como externo. Todo adolescente es
recorrido, aunque sea tan sólo por breves momentos, por ide-
aciones paranoides. El examen de realidad, tan francamente
defectuoso durante este proceso, se restaurará una vez que se
produzca el vuelco hacia los objetos de amor no incestuosos y se
haya concedido un lugar a la pregenitalidad como placer pre-
vio. junto a esta diferenciación de las pulsiones hay un reorde-
namiento de la jerarquía de intereses y actitudes yoicos.
La proclividad a la acción es uno de los rasgos más notables
de la adolescencia; en este fenómeno se reconoce la confluencia
de diversas tendencias. Una es la antítesis de actividad y pasivi-
dad ("hacer a los demás" y "que los demás le hagan a uno"),
que tiene un papel predominante en la adolescencia temprana,
cuando el impulso regresivo hacia la madre fálica (preedípica)
activa y la identificación con ella confieren una especial fisono-
mía a la organización pulsional del varón y la niña. La acción
y el movimiento son valorados en sí mismos, no necesariamente
como conductas dirigidas hacia una meta sino más bien como
un medio de resistir el impulso regresivo hacia la madre cuida-
dora activa, y de escapar al sometimiento a la pasividad pri-
mordial. En esta constelación, la acción asume, pues, el carác-
ter de un ademán mágico: evita el mal (la castración), des-
miente los deseos pasivos y reafirma el control delirante de la
realidad. Esta tendencia, sumada al aislamiento narcisista,
compone la conocida inclinación megalomaníaca del adoles-
cente, quien usa al mundo externo para su engrandecimiento
de igual modo que el niño usa al progenitor para la gratificación
de sus necesidades narcisistas. En ambos casos, parece haber
afuera una provisión de inagotable riqueza —aunque sólo sea
imaginaria, vale decir, deseada— y todo lo que resta hacer es
mantener el aflujo permanente al self de estos suministros nar-
cisistas.
El cuadro del proceso adolescente no estaría completo si no
prestáramos atención a otra tendencia general. Dicho proceso
evoluciona, desde luego, a partir de los estadios precedentes de
desarrollo, que nunca se atraviesan sin que queden huellas de
los traumas y sin que haya detenciones por fijación, sensibiliza-
ción hacia modalidades escogidas de gratificación y lagunas en
la continuidad del yo. Sólo se consuma el proceso adolescente
cuando se llega a una síntesis del pasado, el presente y el entre-
visto futuro. La piedra de toque de esta síntesis es la integra-
ción de las organizaciones yoica y pulsional. Desde el punto de
vista psicológico, entonces, el proceso constituye un permanen-
te afán por armonizar el pasado con el estadio final de la niñéz,
o sea, con la adolescencia. ¿Es acaso sorprendente que la ac-
tuación sea una de las formas del recuerdo? En un sentido muy
real, ella puede estar al servicio del desarrollo progresivo. Nos
referimos a la experimentación adolescente que domina la es-
cena antes de que el ensayo en el pensamiento y la escenifica-
ción en la fantasía la tornen prescindible.
Al hacer esta enumeración selectiva de características de la
adolescencia, ha sido mi propósito destacar que el proceso ado-
lescente contiene condiciones psicológicas que hemos llegado
a considerar típicas para que se produzca la actuación. No ha
de llamarnos la atención, pues, comprobar que en la adoles-
cencia esta es un fenómeno casi universal. Esta conducta típica
de acting out es habitualmente pasajera, benigna, y está al ser-
vicio del desarrollo progresivo; no obstante, cualquiera de los
aspectos del proceso que hemos enumerado pueden conducir a
un impase, un fracaso, una detención. En tal caso el mecanis-
mo de la actuación, propio de la fase, ha pasado a ser una con-
dición patológica permanente; dependerá de los factores pre-
disponentes que ella esté signada por un acting out continuo o
que se trasforme en una neurosis o alguna otra enfermedad.
El universal y transitorio predominio de la actuación en la
adolescencia no puede nunca, por sí solo, convertirse en una
conducta de actuación permanente.
Creo que la adolescencia brinda una buena oportunidad pa-
ra el tratamiento de las propensiones a la actuación, que hasta
cierto punto representan siempre medidas específicas de la fase
en el empeño por hacer frente a las realidades efectivas del cre-
cimiento. Estas realidades efectivas giran en torno de la pérdi-
da y el hallazgo de objeto, que se entremezclan en el proceso de
establecer relaciones objetales maduras, y en torno del recuer-
do —no necesariamente conciente— y el olvido, que se entre-
mezclan en el proceso de síntesis del yo. La tensión dialéctica
entre estos opuestos se resuelve, en la adolescencia tardía, por
la consolidación definitiva del self. A esta situación humana re-
sumida en la adolescencia el escritor James Baldwin (1956) la
ha descrito con las siguientes palabras: "O bien esto, o bien
aquello: se necesita fuerza para recordar y otro tipo de fuerza
para olvidar, y se necesita ser un héroe para hacer ambas cosas.
Las personas que recuerdan se exponen a la locura por el do-
lor de la perpetuada muerte de su inocencia; las que olvidan,
se exponen a otra clase de locura, la de la negación del dolor y
el odio de la inocencia; y el mundo se divide en su mayor parte
entre locos que recuerdan y locos que olvidan. Los héroes son
infrecuentes" (pág. 37).

Material clínico
La presentación de material clínico relativo a ciertos adoles-
centes actuantes cumple dos finalidades. Por un lado, ese ma-
terial ofrece evidencias concretas de acting out, al par que de-
muestra la dificultad intrínseca de subordinar cómodamente
los datos al concepto corriente de actuación. Nos vemos ante
un dilema: o ampliamos el concepto, o adscribimos ciertos
hechos clínicos a otras categorías. Hay una tercera posibilidad:
considerar la actuación como un mecanismo transitorio típico
del proceso adolescente, que debe su prominencia al pasajero
debilitamiento de las fuerzas inhibidoras y represivas, y, por
añadidura, al predominio de las posiciones libidinales y yoicas
regresivas.
Los casos de actuación adolescente al servicio de la gratifica-
ción pulsional son bien conocidos; típica de esta clase es la
seudoheterosexualidad de la muchacha, que tanto puede ser un
retorno a la madre preedípica por la vía de una pareja sustitu-
tiva como una acción vengativa y rencorosa dirigida contra la
madre edípica. En el capítulo 11 he descrito ya esta categoría
de actuación que está al servicio de la gratificación pulsional.
Por lo demás, estamos bien familiarizados con aquellos casos
en que el adolescente actúa los deseos inconcientes del progeni-
tor. Por contraposición con esto, he escogido material clínico
que no pertenece a ninguna de estas categorías y al cual se le ha
prestado escasa atención en la bibliografía. Los casos que si-
guen ejemplifican la actuación adolescente al servicio del de-
sarrollo progresivo, o, más concretamente, al servicio de la sín-
tesis del yo.

Frank, el obrero

Frank, un muchacho de diecinueve años que se hallaba en su


adolescencia tardía, no logró aprobar el primer año de estudios
universitarios y una vez que dejó la facultad se sintió perdido,
sin saber qué hacer. Comenzó a andar a la deriva, sumido en un
letargo, con tendencia a entregarse a fantasías sentimentales y
a imaginar historias. Abrumado por la incertidumbre y la con-
fusión, era incapaz de hacer planes para su futuro.
Frank era hijo adoptivo. Sus padres eran intelectuales pro-
minentes y de destacada posición social. Criaron al niño en la
atmósfera de un hogar culto, medio al cual él se adaptó bien. A
lo largo de la escuela primaria y secundaria había sido un buen
alumno, dinámico en los deportes y en las actividades escola-
res, que mantenía con naturalidad buenas relaciones sociales y
era querido por sus maestros y sus compañeros. Teniendo en
cuenta esta historia, su fracaso en el ámbito universitario asu-
mía las características de un giro inexplicable de los aconteci-
mientos.
Al dejar la facultad inició la psicoterapia. Tuvo varios
empleos de oficina hasta que repentinamente decidió conver-
tirse en un obrero. Yo sentí que esta urgencia por realizar un
trabajo manual era tan elemental que compartí con simpatía
este radical apartamiento de sú vida acostumbrada. Decidí es-
perar y ver. Frank se sentía sumamente feliz en su nuevo traba-
jo y se llevaba bien con sus compañeros. Pronto resolvió dejar
el cómodo hogar de su familia y trasladarse a la casa de uno de
ellos en un barrio sórdido de una gran ciudad. Disfrutaba pro-
fundamente de los placeres simples y las poco sofisticadas in-
quietudes de su nuevo medio. En esta conducta era evidente el
rasgo de la actuación.
Durante la época en que residió allí, fue posible penetrar en
su amnesia infantil y traer a la conciencia recuerdos cruciales.
Facilitó este paso su familiaridad realista con el nuevo medio y
los vínculos, asociativos entre su experiencia presente y su pasa-
do. Al cambiar de entorno, siguió el impulso inexorable hacia
el lazo objetal infantil con los padres adoptivos de su niñez
temprana —había vivido en el seno de una familia de clase
obrera hasta ser adoptado, cuando tenía dos años—. La reali-
dad primera de su vida revivió en la adolescencia tardía y,
luego de haber sido desencadenada por el recuerdo en la ac-
ción, se hizo conciente en la terapia. Frank pudo rememorar
hechos de su niñez temprana, así como revivenciar afectos que
había sentido hacia sus padres adoptivos. La actuación, como
forma especial de recuerdo, fue trasladada a la rememoración
verbalizada de su pasado. A esto siguió una gradual desvincu-
lación de sus tempranos objetos amorosos; podía ahora enamo-
rarse y hallar un objeto fuera de su familia, como ocurre en la
adolescencia propiamente dicha. Tan pronto pudo prescindir-
se de esa revivencia del pasado, Frank retornó con sus padres
adoptivos. Liberado del impulso regresivo hacia su medio ori-
ginal, respecto del cual su separación había sido traumática,
retomó los estudios universitarios, llegó a doctorarse y a sobre-
salir tanto como sus padres por su capacidad intelectual.
Este caso nos invita a hacer algunos comentarios. Ante todo,
debe destacarse que ño hubo acting out en la etapa que prece-
dió a su crisis de la adolescencia tardía, ni en los ocho años que
la sucedieron. Si bien él había hablado ya en terapia acerca de
su pasado, conocía sus antecedentes y recordaba algunas cir-
cunstancias de sus primeros años de vida, el componente afec-
tivo de sus recuerdos sólo, vino a la conciencia gracias a la
reproducción de su historia temprana. Parecería que el proceso
de consolidación que tiene lugar en la adolescencia tardía se ve
obstaculizado, demorado o de hecho abortado toda vez que re-
cuerdos decisivos no integrados permanecen disociados en for-
ma permanente y resisten la represión. Esta situación, por sí
sola, impide la creación de una continuidad temporal en el in-
terior del yq. Si esto no se logra en la adolescencia tardía, la se-
paración respecto de las primitivas relaciones objetales resulta
apenas parcial. Si el proceso adolescente —el segundo proceso
de individuación— no tiene un decurso normal, a menudo se lo
simula frenéticamente mediante una reparación en la fantasía
o un decidido retorno a los comienzos propios. Y estos empe-
ños, como en el caso de Frank, llevan con frecuencia el sello de
la actuación. Este adolescente no podía ir hacia adelante sin
antes tomar contacto con su pasado traumático no asimilado,
en un intento desesperado por integrarlo a él. Su acting out es-
taba al servicio del desarrollo progresivo. Esto nos trae a la me-
moria al gigante Anteo, hijo de Poseidón y de Gea, la Tierra;
Anteo era invencible porque cada vez que en el combate sufría
una caída, se levantaba con mayor fuerza aún a causa de haber
tocado a la tierra, su madre. Hércules lo derrotó alzándolo en
vilo y estrangulándolo en el aire. Pudo así quebrar el contacto
del gigante con su origen, la fuente de su poder.

Cari, el criminal

Todos conocemos casos de adolescentes cuyo acting out se re-


laciona con un mito familiar, entendiendo por ello una delibe-
rada desfiguración de los hechos concernientes a la historia de
la familia. Este tipo de casos, en los que se presentan como sín-
tomas fundamentales la confusión de la identidad o la conduc-
ta impostora o delictiva, difieren radicalmente, en cuanto a su
estructura, de aquellos casos de delincuencia en que el mundo
externo es distorsionado por la proyección de conflictos intra-
psíquicos. En ambos casos, un suceso intrapsíquico se vivencia
como externo, pero con la decisiva diferencia de que en el pri-
mero el mundo externo es distorsionado por figuras autoritati-
vas del ambiente —quienes en su carácter de custodios de la re-
alidad tienen la misión de interpretar para el niño el mundo fe-
noménico y causal—, mientras que en el segundo el propio ni-
ño desfigura la realidad para la satisfacción de sus pulsiones o
la evitación de la angustia. En un caso, la desviación adoles-
cente opera al servicio de la rectificación de una mentira o un
mito; en el otro, se crea una mentira o un mito a fin de acomo-
dar la realidad a los propios temores y necesidades.
Para ilustrar estas puntualizaciones, expondré el caso de
Cari, un muchacho de quince años que fue traído a tratamien-
to por un pariente preocupado por sus tendencias delictivas.
Los síntomas presentados eran hurtos, falsificaciones de docu-
mentos, ausencias injustificadas a la escuela, mentiras re-
currentes. Estas cuatro infracciones eran ejecutadas por Cari
de un modo que instaba a que se lo descubriera. La urgencia
pulsional de su conducta, junto con su sentimiento de que la
carrera criminal era su sind, daban a sus actos delictivos la par-
ticular fisonomía de una actuación. La conducta delictiva de
Cari comenzó a partir de su pubertad.
Gracias a la información que me proporcionó el mencionado
pariente, pude conocer el mito familiar. Según su relato, la
madre les había dicho a Cari y a su hermano mayor, que le lle-
vaba tres años, que el padre de ellos había muerto. Se habían
divorciado cuando Cari contaba tres años y medio, y dos años
más tarde, durante los cuales los niños no vieron nunca a su
padre, este fue acusado de malversación de fondos y enviado a
la cárcel. Según la madre, había muerto en prisión dejándola
viuda. Los niños, que a la sazón tenían seis y nueve años, res-
pectivamente, aceptaron tal noticia sin formular preguntas y
de ahí en más se condujeron como si fuera cierta. Nadie habla-
ba del padre muerto en el hogar, salvo para comparar la "pe-
queña mente torcida" de Cari con la de aquel. La verdad es
que el padre no estaba muerto: atacado de una afección psi-
cótica que se tornó crónica y que lo volvió ingobernable, debió
ser trasladado a un hospital carcelario para enfermos mentales
delincuentes. Cuando Cari inició el tratamiento su padre ya
había sido internado allí.
Ante mi indagatoria, el muchacho no pareció extrañarse de
ignorar si su padre tenía personas allegadas, así como la fecha o
causa de su muerte, el lugar en que había sido sepultado, o aun
las circunstancias en que cometió el desfalco o las razones por
las cuales se había divorciado de su madre. No debe sorpren-
dernos que el chicq se lamentara de su llamativa incapacidad
para estudiar historia, porque era incapaz de retener fechas,
nombres y lugares. A fin de desembarazarse de una impe-
netrable confusión, Cari insistía en que su padre había muerto
poco después de nacer él, y que jamás lo había conocido. In-
concientemente, obedecía el mandato tácito de su madre, co-
mo se traslució en un incidente que más tarde recordó durante
el tratamiento: "Un día vino un tío mío a casa, cortó la figura
de mi padre de todas las fotografías de la familia y lo eliminó
del álbum". Luego pudo confirmarse que este recuerdo era
correcto.
La actuación de Cari funcionaba como una tentativa de
mantener viva la memoria de su padre, como una vindicación
del "padre bueno" y una extensión de la continuidad temporal
del yo hacia las oscuras regiones de sus primeros años de vida.
La imagen del padre le era esencial para afianzarse en la reali-
dad y protegerse de talantes depresivos. Además, sólo le era po-
sible mantener su sentido de la realidad desmintiendo con su
acción las imputaciones de irrealidad que la madre hacía a las
percepciones del niño y a las huellas que guardaba de estas en
su memoria. Todo cuanto Cari recordaba de su niñez tempra-
na era prohibido, en especial sus sentimientos positivos y afec-
tuosos hacia el padre. Habían sido extinguidos como recuerdos
concientes por la madre mediante el misino arrebato de ira y
venganza con el que esta había "matado" al padre. La adoles-
cencia de Cari se vio fatalmente amenazada por su someti-
miento a la madre-hechicera arcaica, sometimiento que impli-
caba el abandono de la imagen del padre, con la cual en esa
etapa él tenía que llegar a un arreglo (en lo positivo y en lo ne-
gativo) a través de la identificación y la contraidentificación.
Era obvio que para que amainara el aspecto delictivo de la
actuación era menester desenterrar al padre muerto y révivir y
rectificar el pasado. La proclividad a la actuación probó ser só-
lo en parte reversible; no obstante, la terapia logró evitar que
esta tendencia fuera utilizada para generar el ineludible desti-
no de convertirse en un criminal. Cari visitó a su padre en el
hospital carcelario, y a partir de entonces se interesó apasiona-
damente por él. Quería enviarle dinero para que pudiera ves-
tirse decentemente y para que su vida fuera más fácil. Conjetu-
ró que el mutismo de su padre obedecía a que estaba enojado
porque nadie lo visitó nunca ni se preocupó por él. Poco a poco
fue dándose cuenta de hasta qué punto echaba de menos a su
padre, y de que se conducía con los hombres mayores como si
fuesen padres capaces de interesarse por él. En esos momentos
esperaba imperiosamente que el ambiente reparase la falta que
había cometido con él al negarle la legítima posesión de su pro-
pio padre.
Debe mencionarse un factor que complicaba este caso, ya
que él contribuía a la actuación, en especial a los robos: Cari
tenía un testículo no descendido. Esta afección, antes ignora-
da, fue corregida quirúrgicamente en las primeras épocas del
tratamiento. Por desgracia, la operación sólo cumplió una fi-
nalidad cosmética, ya que el testículo había dejado de fun-
cionar. Cari, quien había hecho sus propias observaciones en
cuanto al tamaño comparativo y las sensaciones provenientes
de sus testículos, fue informado sobre el verdadero estado de
cosas. Antes de que se le esclareciera esta situación genital, sus
hurtos contenían un elemento cleptomaníaco: eran un intento
mágico de restaurar su integridad genital. A través de los hur-
tos —de ropas masculinas, predominantemente—, él recupera-
ba de manera simbólica su masculinidad y, a la inversa, se de-
fendía contra sus impulsos femeninos, o sea, contra la homose-
xualidad.
Como siempre ocurre en los casos en que un mito familiar
cumple un papel patógeno, la rectificación del mito apenas
sorprende al paciente. Así sucedió con Cari: las partes del rom-
pecabezas, que él siempre había conocido en fragmentos diso-
ciados, fueron acomodadas de manera gradual y laboriosa
dentro de una totalidad coherente y significativa. Cari reme-
moró el "departamento de lujo" en que viviera cuando su fami-
lia era rica, y reconoció en su deseo de llevar una vida dispen-
diosa el persistente recuerdo de aquellas épocas. En cierta
oportunidad estuvo a punto de reincidir en sus robos porque
necesitaba dinero para alquilar un Cadillac con chofer a fin de
pasar una velada con su novia; recordó entonces que su padre
había conducido un Cadillac en compañía de entrañas chicas y
mujeres. Después del divorcio, su padre acostumbraba sacarlo
a pasear en un gran automóvil. El invencible deseo de Cari de
vestir ostentosamente lo llevaba con frecuencia a robar dinero
o ropas, hasta que admitió que en su conducta se reflejaba la
imagen del padre, que era un meticuloso petimetre. Tras su-
cumbir a otro episodio de hurtos, explicó al terapeuta que se
sentía inevitablemente compelido a gastar dinero en su novia.
Fragmentos de recuerdos y de conversaciones escuchadas al pa-
sar confluyeron en la rememoración de que su padre era un
derrochador dispendioso y que le gustaba divertirse con coris-
tas. En las caras porcelanas, cristales y antigüedades que había
en su casa comenzó a ver las señales tangibles de un pasado que
revivía y narraba su historia.
En el caso de Cari, la actuación era muy a menudo seguida
de la rememoración y la vivencia de particulares estados afecti-
vos y sensibles. El efecto acumulado de este proceso cíclico se
notó en su novedosa capacidad para recurrir a la acción de en-
sayo en el pensamiento y la fantasía, así como para exteriorizar
verbalmente sus ideas cada vez que surgía el apremio de ac-
tuar. Esta alertada toma de conciencia atestiguaba el imperio
del yo autoobservador (introspectivo), que a su vez fortalecía
tanto el proceso secundario de pensamiento como el examen de
realidad. La actuación, como tentativa inadaptada de estable-
cer la continuidad temporal en su yo, perdió gradualmente su
verdadero carácter y puso al desnudo los puntos de fijación del
desarrollo pulsional y yoico. Pasaron entonces a ocupar el
centro del cuadro clínico la formación de síntomas y la natura-
leza defensiva de la acción. Las tendencias pasivas de Cari, in-
tensificadas por su defecto genital, eran sobrecompensadas me-
diante la acción; esta, per se, había sido equiparada a una re-
afirmación de la masculinidad. Entramos aquí en una segunda
fase de este caso de actuación, que va más allá de lo que en este
momento nos interesa. 1
La actuación y rememoración de Cari evocan la imagen que
nos ha entregado Proust (en su carta a Antoine Bibesco, de no-
viembre de 1912), de su redescubrimiento de "años, jardines,
personas olvidadas, en un sorbo de té donde encontró restos de
un bizcochuelo francés". La actuación establece, pues, esa par-
ticular congruencia vivencial por la cual la realidad presente
ofrece un eslabón hacia el pasado traumático; en este sentido, la
actuación es un proceso reparatorio aloplástico inadaptado. El
hecho de que constituya una operación psíquica organizada la
distingue claramente de la acción impulsiva típica de los tras-
tornos impulsivos. Esta se caracteriza, no por una pauta orga-
nizada, sino por un mecanismo primitivo de descarga de la ten-
sión, al que J.J. Michaels ha denominado "actuación primaria"
(en Kanser, 1957a).

Discusión y conclusiones
Repasemos una vez más la situación del adolescente. Su
proclividad a la acción es obvia; además, en el tratamiento de
algunos adolescentes actuantes se pone de manifiesto que el ac-
ting out no es un elemento integrante de la personalidad, sino
que, una vez superado, no deja ulteriores huellas en el compor-
tamiento del adulto. En otros casos, prueba ser una reacción
habitual frente a la tensión, revelando así su componente de
predisposición. La actuación no puede considerarse en sí mis-
ma un obstáculo insuperable para el tratamiento de adolescen-
tes, ya que su forma auténtica constituye un mecanismo especí-
fico de la fase dentro del proceso adolescente.
Como señalé al comienzo de este capítulo, entiendo que la
proclividad del adolescente a la acción está determinada por

1 Me fue concedido, de manera fortuita, un seguimiento del caso de Cari,


quien vino a vejrme diez años más tarde, cuando ciertos asuntos comerciales y
amorosos lo pusieron frente a "grandes decisiones". Lo vi tres veces en esta épo-
ca. Bastará decir que: 1) No encontré rastro alguno de conducta actuante o de-
lictiva; 2) tras un período de fluctuaciones, se centró en una actividad profe-
sional con espíritu de iniciativa, ambición y un grado apreciable de sensatez;
3) si bien sus relaciones objetales eran superficiales, evidenciaban preocupación
por los demás y responsabilidad; pudo entablar vínculos de cierta duración
(aunque no permanentes) con varias mujeres; 4) se mantuvo en contacto con su
padre a través de las autoridades de la prisión en que estaba internado, y tam-
bién de manera personal; y siguió contribuyendo en lo que, a su juicio, podía
hacer más llevadera la vida de aquel.
dos factores. Primero, tenemos que considerar el hecho de que
con el aumento cuantitativo de la presión instintiva a causa de
la pubertad, se reviven regresivamente posiciones pulsionales
anteriores y sus concomitantes posiciones yoicas. Vuelve a dis-
cernirse en la adolescencia la más antigua antítesis de la vida
del individuo, la que existe entre la actividad y la pasividad.
La posición activa primitiva que surgió por identificación con
la madre fálica (activa) preedípica se constituye, en especial en
las etapas iniciales de la adolescencia, en una fortaleza defensi-
va contra la regresión a la pasividad primordial. Este procedi-
miento de defensa contra la pasividad se torna notorio en la
adolescencia en desinhibidas e inadecuadas actividades de
autoafirmación. En segundo lugar, tanto la deslibidinización
de los objetos de amor infantiles durante la adolescencia pro-
piamente dicha, como el aumento del narcisismo durante la
adolescencia temprana, dan por resultado un empobrecimien-
to del yo. La amenaza de pérdida del yo que este procéso
conlleva es contrarrestada por un enérgico vuelco hacia el
mundo externo. La realidad exterior ofrece un punto de afian-
zamiento reparatorio antes de reestablecer relaciones de objeto
estables.
Las dos fuentes mencionadas contribuyen a la lisa y llana ne-
cesidad de acción tan típica del adolescente. Por supuesto, nos
resultan igualmente familiares sus estados de inercia, de letar-
go y de aversión, a toda actividad, que no hacen sinó realzar el
carácter defensivo que tiene la actividad en la secuencia cíclica
de estos estados. Por contraste con la típica irrupción adoles-
cente de mociones pulsionales sexuales y agresivas, vemos que
la actuación es un mecanismo estructurado y organizado.
La auténtica actuación adolescente implica una fijación a la
fase de la preadolescencia o de la adolescencia temprana. Estas
dos fases se singularizan por un fuerte impulso regresivo, una
reanimación de la pregenitalidad, un incremento del narcisis-
mo y el mantenimiento de una identidad bisexual. Huelga de-
cir que estas condiciones gravitan de manera adversa en la re-
lación del yo con la realidad. Esta predisposición latente asu-
mirá llamativas proporciones bajo el impacto cfe^la pubertad
toda vez que exista antes de la adolescencia un defectuoso sen-
tido de la realidad, así como la necesidad que experimenta el
sujeto de sentirse una misma cosa con el objeto (o sea, con el
mundo externo). El hecho de que los dos casos de actuación al
servicio de la síntesis yoica sobre los cuales he informado ten-
gan en común la pérdida de un objeto significativo de la niñez
temprana sugiere que casos análogos podrían tener una etiolo-
gía similar.
Cuando se evidencia una actuación, suponemos que opera,
no un mero procedimiento de descarga de necesidades instinti-
vas, sino un mecanismo organizado. Esta organización por no-
sotros postulada aparece, en sus manifestaciones clínicas cono-
cidas, bajo tres formas distintas: 1) la repetición por desplaza-
miento de una relación objetal anterior y de su modalidad gra-
tificatoria; 2) la activación de una fantasía y su exterioriza-
cíón en el ambiente, en cuyo caso la actuación es un equivalen-
te del autoerotismo; 3) el empeño por restaurar el sentido de la
realidad reafirmando, a través de la acción, recuerdos desmen-
tidos, prohibidos o distorsionados por el ambiente durante la
infancia del sujeto. A esto último lo denomino "actuación al
servicio de la síntesis del yo".
En su carácter de mecanismo regulador de la tensión, el ac-
ting out protege al organismo psíquico contra la angustia
conflictiva: el conflicto se plantea exclusivamente entre el yo y
el mundo externo. Por otro lado, la actuación al servicio de la
síntesis del yo o de su continuidad temporal lo protege de la an-
gustia proveniente de una estructura fallida o en desintegra-
ción. La angustia estructural surge como consecuencia de las
lagunas del yo, o toda vez que, durante la adolescencia, el sen-
tido de la realidad corre peligro de hacerse trizas. En este pe-
ríodo ya deja de ser conveniente, o siquiera tolerable, la forta-
leza o la reparación yoica derivadas de una dependencia conti-
nua del progenitor; en caso contrario, el desarrollo progresivo
puede ser por completo abandonado, y asistiríamos a una ado-
lescencia abortada.
Si bien la actuación es por lo general aloplástica e inadapta-
da, las distinciones aquí sugeridas parecen esenciales para un
abordaje terapéutico diferencial. En los casos en que ella cons-
tituye un intento de revivir mediante su desplazamiento al
mundo exterior, relaciones objetales o gratificaciones pulsiona-
les parcialmente abandonadas, el tratamiento se ha de centrar
al principio en una creciente tolerancia a la tensión, en la inte-
riorización y en una diferenciación más clara entre yo y reali-
dad, entre self y objeto. Por consiguiente, esta fase de la tera-
pia tiene como objetivo establecer una organización yoica ca-
paz de asimilar la segunda fase, la interpretativa y reconstruc-
tiva. En los casos de actuación al servicio de la síntesis yoica, el
tratamiento comienza por la reconstrucción del pasado
traumático disociado y luego asiste al yo en la tarea de dominar
la angustia y asimilar los afectos subsiguientes a la ola de
enfrentamientos con la verdad histórica. No obstante, rara vez
se pueden clasificar con tanta nitidez como aquí los diversos ti-
pos de acting out-, por lo común vienen mezclados y requieren
que la terapia maniobre haciendo hincapié en uno u otro.
El problema de la actuación adolescente —su nítida diferen-
ciación genética, dinámica y estructural— se ve oscurecido por
diversas tendencias que forman parte del proceso adolescente.
Ya hemos visto que ella es resultado de la confluencia de facto-
res de predisposición, de manifestación evolutiva y de función.
La propia índole del proceso suele empañar la clara demarca-
ción del concepto dentro del cuadro clínico. Esta dificultad
tiene como principal origen cuatro características de la adoles-
cencia: la alternación de movimientos regresivos y progresivos,
el papel del desplazamiento en la desvinculación de los
tempranos objetos de amor, el vuelco frenético hacia el mundo
externo para compensar el empobrecimiento yoico, y los es-
fuerzos de síntesis que constituyen el logro estructural de la
adolescencia tardía. Aquí sólo hemos elucidado en parte la re-
lación de estos factores con la actuación, pero se ha puesto de
relieve s\i relevancia para el problema global. Además, hemos
expuesto la conveniencia de reconsiderar el concepto corriente
de actuación si se quiere dar cabida dentro de un marco con-
ceptual amplio a los diversos fenómenos de la actuación adoles-
cente.
13. La concreción adolescente*
Contribución a la teoría de la delincuencia

"Negar aquello que es, es explicar aquello que no es".


J-J. Rousseau, La X'ouvelle Heloise.

He escogido un tema de indagación que está muy distante


del psicoanálisis como técnica terapéutica, y sin embargo se en-
cuentra al mismo tiempo muy próximo al corazón y la mente
de todos los que lo practican. Si contemplamos a las personas
de toda edad cuyo mal desarrollo emocional les ha provocado
una falta de armonía consigo mismas o con el ambiente que las
rodea —falta de armonía causante, a su vez, de un tipo de pa-
decimiento que inexorablemente sigue su curso en las genera-
ciones sucesivas— y luego contemplamos nuestra especializa-
ción psicoanalítica, no podemos eludir la conclusión de que la
gran mayoría de los afligidos por ese mal desarrollo emocional
son inmunes a los beneficios derivados de la técnica psicoanalí-
tica estándar —aún suponiendo la utopía de que el tratamiento
analítico estuviera al alcance de todos—. No hay necesidad al-
guna de que las cosas permanezcan así, ya que el psicoanálisis,
como psicología general, ha abierto de pronto muchas puertas
nuevas, invitándonos a recorrer territorios que nadie ha pisado
todavía.
El psicoanálisis ha reconocido siempre que la mudabilidad
de la vida pulsional y adaptativa del ser humano tiene limita-
ciones, pero a la vez ha demostrado hasta qué punto los recur-
sos que este posee permiten una trasformación de su personali-
dad. Como analistas, vivimos y trabajamos concientes de los
inalterables límites de la naturaleza humana; de hecho, la in-
dagación de los alcances y flexibilidad de tales límites es la fi-
nalidad de nuestra ciencia. Ella está dedicada a los asuntos hu-
manos y a la facilitación de la autorrealización del individuo.
El psicoanálisis ha adherido siempre con firmeza y pasión a la
tradición humanista. Nada es para nosotros más valioso ni más
merecedor de nuestros afanes que la armonizadora influencia

* Conferencia Hermán Nunberg, pronunciada en la Academia de Medicina


de Nueva York, 1969. Publicada originalmente en I.M. Marcus, ed., Currents
in psychoanalysis, Nueva York: International Universities Press, 1971, págs.
66-88.
que podemos ejercer en la vida del hombre a través de nuestra
ciencia. La historia contemporánea nos urge a buscar medios
racionales de intervención que moderen la destructividad y
brutalidad del hombre para consigo mismo y sus semejantes.
Cualquier aporte, por pequeño que sea, si amplía nuestro co-
nocimiento de estas fuerzas ciegas, sus fuentes ontogenéticas y
sus vías de trasformación, responde a una búsqueda de la co-
munidad.
He elegido para su exploración analítica a un grupo de adb-
lescentes blancos sentenciados por tribunales de menores a
causa de sus actividades delictivas. Los enigmas que estos casos
presentan en cuanto a su evaluación y rehabilitación han des-
pertado hasta un alto grado mi curiosidad durante mucho
tiempo. Luego de dedicarme por décadas al análisis de niños y
de adolescentes, vuelto, por así decir, a mis comienzos psi-
coanalíticos. El ejemplo de August Aichhorn, su obra en rela-
ción con los adolescentes y la formación personal que tuve el
privilegio de recibir de él influyeron mucho en mi elección de
profesión. Cumplo con un legado de esos primeros años de
aprendizaje al explorar ahora ciertos problemas clínicos de la
delincuencia.
Al ampliarse los conceptos explicativos y extendérselos hasta
la etapa preedípica del desarrollo, fue surgiendo un modelo
más complejo de la delincuencia. Hablamos ahora de múltiples
"delincuencias", todas las cuales tienen como denominador co-
mún estas dos cáracterísticas: la participación del sistema de
acción en la resolución de problemas y el uso del ambiente co-
mo regulador de la tensión. Ambos factores operan contra la
interiorización y los cambios dentro del self. El padecimiento
emocional que mueve al neurótico a instrumentar un cambio
interno constituye una experiencia totalmente ajena al delin-
cuente.
He llegado a la conclusión de que la actuación, sello distinti-
vo de este grupo de adolescentes asocíales, es una especie de
conducta con muchas subespecies distintas. Me he empeñado
en estudiar las variedades identificables y en distinguirlas entre
sí. Aquí me limitaré a una particular subespecie de conducta
de acting out. Dentro de este limitado contexto, me centraré en
los procesos de interiorización y de diferenciación yoica, con
especial referencia a la función de la memoria y del lenguaje
simbólico.
Describiré las características de la subespecie de actuación
que es el tema de este capítulo. En primer lugar, en ella el siste-
ma de acción ha asumido, en grado significativo aunque limi-
tado, una función yoica que normalmente corresponde al len-
guaje simbólico. La conducta inadaptada impresiona al obser-
vador como una comunicación gestual cuyo contenido es a to-
das luces ignorado por quien la emite. Soslayando el lenguaje
como canal expresivo, parecería que para la exteriorización de
las ideas, recuerdos, afectos o conflictos el sujeto sólo considera
adecuadas las modalidades concretas de expresión. El princi-
pal vehículo de la comunicación es la acción. No es una mera
acción realizada al azar, pero tampoco es una acción volunta-
ria e intencional. Por analogía con la investidura de la atención
como característica del pensamiento, podría decirse que la ac-
ción, tal como aquí la examinamos, es investida selectivamente
en relación con ciertos afectos e intereses yoicos. La idiosincrá-
sica y limitada ausencia de expresión simbólica por vía del len-
guaje, con referencia a ciertas áreas escogidas y bien delimita-
das de la vida anímica, impide su integración dentro de un
funcionamiento psíquico superior y más complejo. En conse-
cuencia, junto a un uso del lenguaje y a una capacidad de
aprendizaje adecuados a la edad, sobreviven procesos anímicos
prelógicos. Suponemos correctamente que el pensamiento má-
gico de la niñez temprana se continúa en la adolescencia.
De esto se desprende que, siendo (en los casos aquí conside-
rados) una comunicación gestual, la acción no expresa forzosa-
mente enunciados inequívocos, compuestos de elementos sepa-
rados, como puede discernirse en el pensamiento lógico verba-
lizado, sino que es una formación sincrética dotada de una
irracionalidad implícita, que es ajena al uso comunicativo del
lenguaje. Conocemos ese sincretismo a partir de los sueños en
los que un individuo puede ser varias personas al mismo tiem-
po, sin que surja en el soñante un sentimiento de irrealidad.
Greenacre (1950) llamó nuestra atención hace mucho tiempo
sobre un factor predisponente de la actuación, que consiste en
"una distorsión en el vínculo entre la acción y el lenguaje y el
pensamiento verbalizado" (pág. 227).
Como resultado de esta distorsión, cabe distinguir dos for-
mas extremas: el concretismo mediado por la acción y el
concretismo mediado por las imágenes eidéticas; el adolescente
puede describir estas dos formas, siendo ambas inaccesibles a la
interpretación verbal. He comprobado que la imaginación
eidética, en particular la proveniente de sueños diurnos, preva-
lece más entre las niñas, en tanto que los muchachos recurren
más prontamente a la acción. Ambas modalidades pueden
constituir un equivalente del pensamiento verbalizado, del
mismo modo que decimos que el pensamiento es un equivalen-
te de la acción. Una adolescente a la que analicé me decía que
ella tenía una imagen mental de cada uno de sus pensamientos
y sentimientos. Por ejemplo, si tenía que hacer una difícil tarea
escolar, podía evitarlo imaginando que montaba a caballo y
galopaba a través de la pradera. Esta acción imaginaria es la
tarea escolar; se podría decir que está escrita a lo largo de la
fantasía de acción, la cual permite una resolución sincrética
imaginaria sin que sea menester ninguna acción en la realidad.
Las interpretaciones del concretismo de la acción o de las imá-
genes eidéticas es ineficaz porque el pensamiento prelógico pri-
mitivo que está implícito én él revoca la comprensión de los
elementos discontinuos del lenguaje gobernado por el proceso
secundario. Sólo podemos saber si ha intervenido el principio
de realidad cuando la concreción de las imágenes eidéticas se
resuelve en un lenguaje figural o metafórico, o, a la inversa,
cuando el gesto corporal es remplazado por palabras. La irra-
cionalidad de las ideas con las que ciertos delincuentes justifi-
can y defienden su comportamiento asocial posee una fijeza e
inmutabilidad que nos recuerdan a un sistema delirante, aun-
que no aparezca ningún trastorno del pensamiento ni distor-
sión de la realidad derivados de una psicosis o de una causa or-
gánica.
Teniendo en cuenta estos rasgos peculiares de esta subespecie
de conducta actuante, la he llamado "concreción". Este térmi-
no ya ha tenido cabida en la teoría de la psicosis, pero aquí
propongo utilizarlo con un marco de referencia evolutivo. En
este contexto, pensamiento concreto y pensamiento abstracto
son etapas ontogenéticas de la comprensión del mundo externo
y la interacción con él. El carácter concreto de la acción y de
las representaciones de las cosas, y su transición hacia un len-
guaje simbólico y la formación de conceptos, representa un
punto cardinal del desarrollo, en torno del cual gira no sólo la
modalidad individual de comunicación sino su progresiva utili-
dad para el dominio adaptativo del mundo interior y exterior.
Cuando procuro reconstruir un contenido latente coherente
a partir de una acción manifiesta que suele presentarse desarti-
culada, en apariencia irrelevante, extrínseca e incidental, llena
de fútiles detalles que semejan expresiones fortuitas u Ocurren-
cias accidentales, recuerdo a menudo el psicoanálisis de los
sueños y de los actos fallidos. Para este tipo de trabajo, una
avezada experiencia analítica es condición sine que non. Un
ejemplo de concreción én la acción nos ayudará en este punto.
Un adolescente que robó un automóvil desestimó todas las
acusaciones que se le hicieron repitiendo hasta el hartazgo que,
después de todo, el propietario del auto lo tenía asegurado y no
habría de importarle que le fuera robado, siempre y cuando
pudiese recuperar el dinero. El muchacho pensaba que la poli-
cía y los tribunales conspiraban para exonerar a ese propietario
de su codicia pecuniaria tildándolo a él de ladrón y criminal.
En actitud desafiante, "mandó al diablo" a las autoridades ase-
gurando que no sabían de qué estaban hablando. En la entre-
vista de evaluación, el joven volvió a adoptar su típica actitud
de indiferencia y desinterés al discutir sus actos. Me di cuenta
de que sú obstinación no se debía a que no estuviera dispuesto
a decir nada, sino a que no tenía nada más que decir. Con su
acción y el comentario subsiguiente ya lo había dicho todo. Su
idéefixe con referencia al propietario del auto me convenció de
la naturaleza concretadora del robo. De hecho, este demostró
ser una condensación de elementos determinantes percep-
tuales, cognitivos y afectivos. La traducción de la acción mani-
fiesta en la latente se lee así: "Mi padre murió cuando yo tenía
seis años, y todo lo que le preocupó a mi madre fue el cobro del
seguro. No le importó que él estuviera muerto, en la medida en
que ella cobrara por ello. Mi madre nunca lo amó. Yo la odio a
causa de esto. Ahora quiere controlarme y tenerme como un
chico. No confío en ella. Es egoísta. Debería ir a la cárcel. Es
una criminal".
No es menester que nos explayemos sobre el significado del
auto robado y la representación simbólica del padre, pues ya
estamos muy familiarizados con estas cuestiones; no obstante,
su utilidad para la comprensión del robo y la elección de la in-
tervención rehabilitadora apropiada sólo es tangencial. Todo
cuanto aquí puedo decir es que la historia del sujeto y su
conflicto adolescente confluyeron en una forma particular de
comportamiento antisocial. Evidentemente, no estoy diciendo
una metáfora cuando llamo a la concreción un "lenguaje pri-
vado".; la acción ha usurpado una función lingüística que no
tiene, empero, referencias colectivas y que posee un carácter
idiosincrásico comparable al de un dialecto personal. De esta
concepción se desprende que el robo, tal como ha sido descrito,
no constituye simplemente un desplazamiento sino más bien
una interacción comunicativa con el ambiente, una enun-
ciación del recuerdo, un pensamiento y un afecto, junto con re-
capitulaciones evolutivas y, en este caso, soluciones abortadas.
Estos casos siempre me han impresionado por la ausencia de
conflicto y culpa. Sin embargo, no tratamos con un psicópata;
además, el déficit del superyó es muy selectivo y en modo algu-
no general. Cabría hacerse aquí esta simple pregunta: ¿Es
que acaso podría ser de otra manera? Después de todo, el
muchacho exonera a su padre muerto y le arranca a la madre
malévola la exaltada imagen de él. Un héroe que lucha en pro
de una gran causa no se siente culpable por sus actos; por el
contrario, ellos lo alivian de la culpa que le crearía aceptar
pasivamente un crimen del que fue y sigue siendo testigo vivo.
Si destacamos en el cuadro clínico la ausencia de conflicto y de
culpa, y basamos nuestra evaluación en estos hallazgos, po-
dríamos tomar erróneamente la apariencia por la esencia del
sedicente "crimen", o su contenido manifiesto por el latente.
Concibo la concreción como una función no conflictiva del
yo. Esa aparente ausencia de conflicto se debe a que la concre-
ción puede dar cabida en su organización a afanes e ideas anti-
téticos. Expresado en términos de relaciones objetales, la perse-
veración en el nivel de la ambivalencia ha impedido la fusión
del objeto gratificante y del objeto frustrante que genera ten-
sión. Esta perseveración en la vivencia del objeto arcaico
siempre deja su huella en la cognición y en la función del len-
guaje; ñi una ni otra pueden elevarse por sobre la etapa preló-
gica de comunicación, y tienden, en consecuencia, a apoyarse
mucho en los procesos psíquicos eidéticos —"una especial insis-
tencia en la sensibilización visual"— y en comunicaciones ges-
tuales de diversa índole —"una creencia, en gran medida in-
conciente, en el efecto mágico de la acción"—. (Las citas son
de Greenacre, 1950, pág. 227; cf. supra, pág. 211.)
El delincuente concretante da testimonio de una realidad de
su pasado y de recuerdos (preconcientes) aislados y olvidados,
que. permanecen excluidos de la asimilación cognitiva cuando el
ambiente los contradice abiertamente o los ignora con sarcas-
mo. El yo del niño padece así de una discontinuidad a causa de
la patología yoica de las personas significativas que lo tienen a
su cuidado (por lo común sus progenitores), la desmentida
enclavada en esas personas contradice la percepción del niño
privándolo de convalidación consensual. Hallamos aquí un
motivo más para la supervivencia de lo concreto, ya que la sa-
lud gira en torno de la identidad de la percepción y la realidad,
de los recuerdos y los hechos.
El adolescénte concretante no sólo usó el' ambienté para
la gratificación de deseos infantiles sino que, simultáneamente,
procura arrancarse con sus acciones de los lazos de dependen-
cia objetal infantil. Procura, en suma, activar el segundo pro-
ceso de individuación de la adolescencia. A través de la acción
evita o corrige una porción de su realidad histórica. En los ca-
sos que habré de presentar, la desmentida de la realidad es de
una clase peculiar, pues lo que se desmiente es un fragmento de
irrealidad que las figuras autoritativas le impusieron al niño
por comisión u omisión, como realidad positiva o negativa.
La concreción implica, por su propia naturaleza, una conti-
nua y obstinada dependencia del ambiente. En estos casos se
presenta insuficiente y selectivamente desarrollado el callado
dominio de la tensión merced al pensamiento, la fantasía, la
rememoración, la anticipación —en síntesis, merced a procesos
que resultan de la interiorización—. Observamos cómo se pro-
voca de manera persistente la participación del medio; no se
evitan, sino que más bien se buscan, las represalias e injeren-
cias ambientales. Tres instituciones —familia, escuela, tribu-
nales de justicia— son movidas a tomar medidas que confieren
"carácter real" a los gestos que el adolescente concretante efec-
tiviza desvalido pero con resuelta pertinacia.
Antes de presentar otros ejemplos clínicos, deseo aclarar una
cuestión. Acostumbramos referirnos al pensamiento como ac-
ción de ensayo. La economía del pensamiento radica en su me-
nor gasto de energía psíquica; él prevé el desenlace de la ac-
ción, sopesa el placer-displacer, y adopta un curso de acción
que es una formación de compromiso adaptativa. El proceso
conciente (a menudo preconciente) recurre al percatamiento y
al recuerdo, a través de las representaciones de palabra, para
sintetizar una conclusión o decisión. Las tensiones que surgen
en este proceso dialéctico se resuelven por la mediación de al-
ternativas que están dentro de los recursos del yo y el ambiente.
Lo que quiero destacar es que el pensamiento implica una po-
tencial conciencia o percatamiento de la tensión adherida a los
impulsos o afectos desequilibrantes en una situación determi-
nada. El pensamiento desemboca en un acto deliberado, sea
positivo o negativo. En contraste con esto, el adolescente
concretante actúa sin pensar y sin resolver interiormente la
tensión, o sin acomodarse a ella. Está predestinado, pues, a
entrar en conflicto con el ambiente, a ser un delincuente, aun
cuando nunca se vea enfrentado realmente a la justicia. La
economía de la acción radica en el desdibuj amiento de las
contradicciones con respecto a los afectos, pensamientos y re-
cuerdos.
Descansar en la acción como reguladora de la tensión indica
un estado de indiferenciación yoica que se advierte en los vagos
y fluidos límites entre percepción, sentimiento y pensamiento.
Hacia el fin del período de latencia ya tiene que haber desapa-
recido la confusión entre lo interior y lo exterior, o sea, entre lo
subjetivo y lo objetivo (el "adualismo" de Piaget). No ocurre tal
cosa en el adolescente concretante, quien parecería enfrentar
una barrera insuperable en el camino de su desarrollo, y con-
fiar en que el ambiente la superará en lugar de él. Así pues,
cuanto más batalla contra esa barrera, tanto más cae en la im-
potencia y la cólera. No podría ser de otro modo, porque "la
objetivación y la toma de conciencia se excluyen mutuamente"
(Piaget, citado por Odier, 1956, pág. 113). De ello se sigue que
el adolescente concretante es opuesto al insight, que arraiga en
la introspección y depende de la interiorización y del pensa-
miento verbalizado.
En tales circunstancias, la influencia de una institución
autoritativa impersonal, a saber, el tribunal de justicia, obra
como fuerza coactiva que moviliza eficazmente —suponiendo
que su poder sea utilizado con tino— una situación irreme-
diable de otro modo. Para este fin, la psicología psicoanalítica
esclarece el intrincado proceso de la concreción y señala el ca-
mino hacia una intervención constructiva en las extravagan-
cias de estos sujetos recalcitrantes y opositores.
Rubín
Habiendo descrito ya las características evolutivas del ado-
lescente concretante, me referiré ahora a un muchacho delin-
cuente de trece años en cuyo caso fue posible, realmente, "de-
satar un lazo del desarrollo", para aplicar la feliz frase de Win-
nicott.
Rubin pertenecía a un hogar judío ortodoxo. En la festividad
de Yom Kippur, irrumpió en la yeshiva [escuela] del templo y
robó una caja con clavos y algunos lápices. Este hurto, junto
con sus crónicas escapadas de la escuela, hicieron que Rubin
fuera llevado a los tribunales. El juez pidió una evaluación psi-
cológica antes de dictar sentencia. Para que el lector aprecie el
proceso de evaluación y sus conclusiones, debemos narrar cier-
tos hechos de la vida de Rubin.
El chico y su madre habían vivido siempre en Williamsburg,
un sector de Brooklyn; el padre, que se dedicaba a la compra-
venta de trastos viejos, murió cuando Rubin tenía seis años. A
partir de ese momento, Rubin comenzó a asistir a la escuela del
templo, pero a los doce años se negó a continuar recibiendo en-
señanza religiosa y fue trasferido a una escuela estatal, donde
empezaron sus "rabonas". La madre se quejaba del antagonis-
mo de Rubin hacia los preceptos religiosos y de su predilección
por amigos no judíos. A través de estos fue iniciado en pe-
queños hurtos que dieron por resultado una colección de partes
o piezas sueltas de bicicletas; el patio trasero de su casa quedó
convertido en un depósito de chatarra. La desobediencia de
Rubin no hizo sino intensificar en la madre su fervoroso empe-
ño para que su hijo se amoldara a la vida ortodoxa. Estos
fueron los datos recogidos en el historial por la escuela, los or-
ganismos de asistencia social y los tribunales, pero apenas bas-
taban para una adecuada comprensión del comportamiento de
Rubin.
Nuestra labor analítica nos ha ácostumbrado a obtener una
imprevista intelección de un caso gracias a detalles secunda-
rios, rarezas aisladas del pensamiento o la conducta, coinci-
dencias circunstanciales, contempladas dentro del cuadro de
los acontecimientos fundamentales de la historia y dentro de la
situación evolutiva del momento. Me intrigó saber dónde pasa-
ba el chico sus interminables vagabundeos cuando faltaba a
clase. El me contó que solía cruzar el puente Williamsburg y
pasar a Manhattan, donde deambulaba sin rumbo fijo por el
Bowery. El negocio de compraventa de su padre había estado
situado allí, y de niño Rubin había hecho bajo su tutela su pri-
mer trabajo de carpintería. Aún quería ser carpintero. El robo
de los clavos quedó vinculado a la lucha librada por Rubin en
su adolescencia temprana para llegar a un arreglo con el re-
cuerdo de su padre, a quien había perdido en medio de la diso-
lución del complejo de Edipo. El duelo debía ser completado
en la adolescencia.
Ahora bien: ¿por qué había robado la caja con clavos el día
de Yom Kippur, y por qué la había sacado de un lugar sagra-
do? Merced a esta acción, Rubín daba un cariz concreto a la
pugna entre sus progenitores acerca de la observancia religiosa
aliándose con su padre, un agnóstico que nunca había llevado
el apunte al judaismo ortodoxo. La coacción religiosa de la
madre trajo a primer plano, en torno a esta cuestión, los temo-
res preedípicos a la madre castradora arcaica. De hecho, la
madre había tomado la implacable determinación de hacer de
Rubin un mejor judío de lo que jamás fuera su padre, pero el
pequeño Rubin defendía su identidad coleccionando trastos
viejos que recogía en sus andanzas callejeras. La madre trató
en vano de rescatar a su hijo de la influencia del padr^ erradi-
cando al difunto de su memoria o, al menos, con virtiéndolo en
una persona de la que más valía no hablar ni pensar. No pode-
mos dejar de advertir en el proceder del muchacho un esfuerzo
por proteger su sentido de la realidad, basado en una percep-
ción que depende de la continuidad yoica y de la investidura del
recuerdo. Una vez descifrado, el lenguaje delictivo de Rubin
hablaba con elocuencia de su lucha adolescente por salvar la
imago positiva del padre, así como de la angustia engendrada
en él por la madre arcaica.
Rut )in no tenía capacidad alguna de verbalización ni tampo-
co le interesaba obtener una comprensión conceptual de los
hechos. Había buenos motivos para suponer que sabría apro-
vechar un medio que le ofreciera experiencias adecuadas para
promover el crecimiento de un chico de su edad y condición.
Aunque nunca hacía referencia a su padre, estaba ansioso por
identificarse vocacionalmente con él. La realización de este
anhelo podría reducir en grado significativo su temor a la
madre arcaica y su necesidad de concreción delictiva. Se me
ocurrió que la profanación del lugar sagrado unificaba pensa-
mientos antitéticos: por un lado, defendía al padre agnóstico,
por el otro lo acusaba de haber cometido un delito. Rubin sa-
bía distinguir el bien del mal. Para interceptar su carrera como
delincuente, parecía lo más promisorio apartar la fanática in-
jerencia de la madre en su reestructuración psíquica adolescen-
te. Lo que estaba en juego era el completamiento del duelo, la
identificación positiva con el padre y, en general, el proceso de
socialización adolescente.
La madre rechazó la decisión de la corte, que resolvió la de-
volución del caso a un tribunal inferior, y se negó a que su hijo
fuera internado en ün centro asistencial no ortodoxo, pese a
que Rubin lo aceptó. Como era esencial obrar con rapidez, re-
currí a un atajo para instrumentar la mejor estrategia de reha-
bilitación: acudí al rabino, cuya autoridad la madre respeta-
ba, y le pedí que dispensara a Rubín de los preceptos judaicos
vinculados con la alimentación. El rabino lo acordó de inme-
diato, y poco después Rubin dejaba, esperanzado, su hogar.
Supongo que en la severa voz de la autoridad que le ordenaba
hacerlo, Rubin oyó susurrar el mensaje de que su madre era la
que debía ser apartada de él, pues el juez la condenó a causa de
su destrucción del padre edípico.
Una vez instalado como pupilo, Rubin no faltó a clase un so-
lo día; cuando se le pidió escoger un oficio, eligió la carpinte-
ría. Se adaptó muy bien al nuevo ambiente, no volvió a in-
currir en conductas desviadas y entabló buenas relaciones con
sus compañeros y con los adultos. Comprensiblemente, no se
mostró muy interesado en ir de visita a su hogar. Por último,
su integración autónoma del antagonismo religioso de sus
padres se hizo evidente cuando, por propia voluntad, comenzó
a asistir a los servicios religiosos. Ya han pasado dos años desde
que fuera llevado a la justicia, y todo cuanto hoy puede decirse
es que Rubin logró sustraerse a un catastrófico impedimento
evolutivo, gracias a que las condiciones ambientales facilitaron
la diferenciación psíquica, la interiorización y la identidad vo-
cacional. Pero el caso de Rubin es excepcional; yo diría que es
un caso sencillo, que no debe hacernos albergar un optimismo
indebido sobre el tratamiento de los adolescentes concretantes.

Antes de proseguir con un caso más complejo, me detendré


en algunas dudas y objeciones que debe haber planteado, por
cierto, el material precedente. Después de todo, muchos auto-
res psicoanalíticos se han ocupado de manera exhaustiva del
acting out, y no parece oportuno deslindar una categoría sin-
gular de ese concepto ya establecido. ¿Por qué no hablo,
simplemente, de exteriorización de conflictos inconcientes, de
la actuación como modalidad de conducta específica del ado-
lescente, como defensa contra un núcleo depresivo y la pérdida
del objeto, como una forma del recuerdo, como una réplica
simbólica del pasado... (conformémonos con esto por ahora)?
Siempre he sido de la opinión de que el acting out que tiene lu-
gar dentro de la situación analítica merece ocupar una posición
teórica propia, a diferencia del acting out extra-analítico ob-
servado, por ejemplo, en la delincuencia. En un simposio sobre
la actuación llevado a cabo en 1967, Anna Freud (1968) señaló
que "...la revivenciación en la trasferencia se ha dado por
sentada de manera creciente; y cuanto más sucedía esto, más a
menudo se aplicaba el término «actuación», no en absoluto a la
repetición en la trasferencia, sino exclusivamente a la re-
ejecución del pasado fuera del análisis. [... ] Personalmente, la-
mento este cambio en el uso del término, ya que, por un lado,
empaña él distingo entre recordar y repetir, muy tajante al
principio, y, por otro lado, pasa por alto las diferencias entre
las diversas formas de «actuación»" (pág. 108). Con el concepto
de "concreción" me aventuro a comprender una de estas di-
versas formas —lo que he llamado una "subespecie" de la ac-
tuación—. Tal vez el único factor que aparta a esta forma de
las otras, pese a sus muchas similitudes, es el empeño'del sujeto
por mantener su autonomía y su sentido de la realidad cuando
ambos son airtenazados de continuo por el ambiente. La
concreción, que subjetivamente se vivencia como una merma
de la tensión y una restauración de la autoestima, los estabiliza
de manera reactiva.
En el caso de Rubin, las amenazas a su autonomía y sentido
de la realidad provenían de dos fuentes: la distorsión (o des-
mentida) de la realidad que la madre imprimió al yo del niño
dolido, y la ineptitud del yo de este último para hacer frente de
modo integrativo, en tales circunstancias, a los recuerdos selec-
tivos y afectos vinculados con el padre. Siempre hemos recono-
cido que ciertas condiciones previas son características de todas
las formas de actuación. ¿No podría suceder que esta variedad
de formas responda a la preponderancia de una u otra de esas
precondiciones? El caso sobre el cual informaré ahora tornará
más nítida la línea demarcatoria que separa a la concreción de
otras variantes de conducta inadaptada, en general, y de otras
formas de actuación, en particular.

Eddy
Eddy, de quince años de edad, era un ladrón de automóvi-
les, un "rabonero" crónico, un salvaje incontrolable para sus
padres, quienes, desesperados, llevaron el caso a la justicia
cuando Eddy chocó con un auto robado y estuvo a punto de
matarse. (Ya antes había hablado de suicidarse). Al referirse a
su accidente, Eddy adoptó una actitud indiferente y divertida:
le gustaba jugar a cortejar a la muerte. Poco tiempo atrás ha-
bía conseguido una llave maestra de la casa de departamentos
en que vivía, y pensaba usarla con fines de robo.
Con los hilos aislados de información que aportó cada
miembro de su familia (madre, padrastro y hermana mayor)
pudo tejerse arduamente la trama total de la historia de Eddy.
Al entrelazar esos hilos aleatorios surgió un cuadro final que ilu-
minó el comportamiento del muchacho con una imprevista
perspectiva de continuidad histórica.
El padre de Eddy había muerto cuando este tenía dos años y
medio. A lo largo de los años se le dieron muchas versiones
sobre esa muerte, en ninguna de las cuales él pudo creer total-
mente; en otras palabras, el niño sabía inconcientemente que
nunca se le había dicho la verdad. Sólo una certidumbre tenía
Eddy sobre su padre: que estaba muerto. Ignoraba la profesión
de este y sus antecedentes familiares; tampoco conocía a sus
parientes paternos actuales, ni sabía dónde estaba la sepultura
de su padre.
Los hechos pertinentes de la vida del padre de Eddy pueden
resumirse así: Era una ladrón profesional especializado en
violación de domicilios; trabajó en un hotel, donde se procuró
una llave maestra para entrar en las habitaciones. Un día,
mientras conducía mercadería robada en su automóvil, fue ca-
sualmente seguido por un coche policial; le dio pánico, trató de
acelerar el vehículo para huir, perdió control sobre él y se
estrelló contra un muro de piedra, hallando la muerte.
Comparando la carrera criminal del padre con las activida-
des delictivas del hijo, nos sorprende la réplica de detalles deci-
sivos de los que este último, supuestamente, no tenía conoci-
miento. Aunque nunca le fueron relatados los hechos, sin duda
percibió que estos eran el tipo de cosas acerca de las cuales no
se debe hablar ni pensar. Pero aquí debemos recordar que esas
desmentidas o represiones no son nada raras en la vida dé los
niños; ¿por qué, entonces, invadieron con fuerza tan compulsi-
va el sistema dé acción del adolescente Eddy que ningún poder
exterior que se le interpusiera podía afectarlo?
He tenido siempre la impresión que hay dos tipos cualitati-
vamente distintos de secretos que los padres mantienen respec-
to de sus hijos. La diferencia esencial radica en el grado de re-
alidad que el propio progenitor atribuye a los hechos que silen-
cia. Al niño le resulta más fácil vérselas con prohibiciones y ta-
búes, que con contradicciones, confusiones e incoherencias. El
caso de Eddy demuestra hasta qué punto los enclaves de des-
mentida de la madre habían infiltrado el sentido de la realidad
que ella tenía, impidiendo al niño abordar jamás de manera
integrativa la vida y muerte de su padre. La madre no podía
brindar al niño ni una convalidación consensual de las percep-
ciones de este, ni una refutación congruente. Así pues, no ha-
bía modo de ajustar cuentas intrapsíquicas con la catástrofe; el
lenguaje de la acción era la única modalidad comunicativa me-
diante la cual mantenerse en contacto con el recuerdo. Consi-
dero que este empeño del yo fue la fuerza pulsionante de la
conducta inadaptada de Eddy, y, por ende, adjudico en este
caso un papel secundario al proceso identificatorio.
Esto nos lleva a considerar las relaciones objetales de Eddy.
Tan pronto nos encontramos ante este muchacho se ños hizo de
inmediato evidente que estaba apasionadamente ligado a los
miembros de su familia. El sostenía que el comienzo de sus ac-
tividades delictivas había sido coincidente con una de las mis-
teriosas ausencias de su padrastro, que solía irse de la casa du-
rante varios meses; sólo la madre sabía que era un jugador y
que se iba de "gira". El muchacho se quejaba de la ausencia
paterna y acusaba a la madre por perdonarlo. Este endurecido
delincuente afirmaba con ternura: "Yo pensaba que mi padre
[el padrastro] nos dejaba porque no nos quería. ¡Anhelaba
tanto que él fuera mi verdadero padre!". El niño había corteja-
do a este nuevo padre desde que su madre se volvió a casar,
cuando él tenía cuatro años; usaba el apellido de aquel aun
cuando no había sido reconocido legalmente por él. Eddy era
un niño huérfano en busca de padre. Uno de los requisitos de la
adolescencia es hacer las paces con el padre edípico, tarea para
la cual es condición previa que se establezca la continuidad his-
tórica del yo con independencia de las sanciones y complemen-
taciones de los progenitores. He aquí, pues, el punto en que se
puso de manifiesto un temprano y catastrófico obstáculo al de-
sarrollo.
A través de sus actos, el muchacho hizo público que él cono-
cía, aunque fuera de manera inconciente, todos los hechos per-
tinentes en torno de la vida y muerte de su padre. Quedó con-
firmado este conocimiento cuando se lo puso al tanto de la his-
toria de aquel. Reviste particular interés de qué manera afectó
su conducta este compartido conocimiento y la convalidación
implícita desús velados recuerdos. Sus concreciones, sus juegos
suicidas con la muerte y su conducta provocativa declinaron en
forma marcada; también se advirtieron cambios en su vida
afectiva. Mencionaré entre estos el surgimiento en él de senti-
mientos tiernos hacia su padre natural, su pena y compasión
hacia ese hombre que, según él sostenía, no había sido amado
lo suficiente para valorar la vida más que la muerte. Por propia
iniciativa, redescubrió a la familia del padre, supo dónde esta-
ba su sepultura, se empleó en el negocio de un tío paterno, se
mudó al hogar de una tía, y se enamoró de una chica de su
nuevo vecindario. Trató de asimilar, a través de la acción más
que del insight, su pasado no consumado. Con la exuberancia
propia de los adolescentes, se volvió hacia el medio que lo rode-
aba para que apoyara sus empeños adaptativos.
La concreción, por su propia naturaleza, implica una de-
pendencia infantil del ambiente. Parafraseando a Spitz (1965),
podemos decir que las acciones de Eddy constituían un diálogo
permanente entre su self y su entorno. La concreción represen-
ta siempre una forma primitiva de adaptación; en consecuen-
cia, que este impase evolutivo se pueda superar, y llevar ade-
lante el detenido proceso de interiorización, depende de que el
ambiente sea sensible y coopere en el momento de crisis.
Aquellos padres cuya necesidad de recurrir a la desmentida no
está fijada de modo inalterable contribuirán, por lo común de-
cisivamente, al desarrollo progresivo del adolescente; pero en
casos semejantes al de Eddy su participación en un proceso re-
novado de crecimiento nunca será espontánea. La madre, que
en dos oportunidades había escogido un marido con inclina-
ciones asocíales, era incapaz de participar en la socialización
de su hijo. El padrastro mantenía con este una relación sado-
masoquista que entró en crisis cuando la pubertad añadió una
amenaza homosexual a las antiguas inclinaciones perversas la-
tentes de aquel.
Los cambios adaptativos en la vida de Eddy se vieron brus-
camente interrumpidos cuando su novia lo dejó. Sintió enton-
ces que se había equivocado y buscó una reparación; para ello,
se volvió hacia su familia, y tomó como lema su derecho natu-
ral al amor y la aceptación incondicionales. Sucedió entonces
lo inevitable: reincidió en su comportamiento asocial, llaman-
do a sus padres con arrogancia los verdaderos "villanos" y con-
siderándose su víctima. La justicia debió intervenir nuevamen-
te cuando la madre encontró en el bolsillo de su saco unas "pil-
doras" (Metedrina); llamó a la policía, y Eddy, que a la sazón
contaba diecisiete años, fue remitido a la prisión municipal de
la isla de Riker. Me tocó visitarlo allí, luego de dos meses de
cárcel, para determinar si debía recomendarse al tribunal a un
centro de internación terapéutica en Manhattan.
Lo que me resultó llamativo en mi charla con él fue que su
preocupación por su padre muerto y la idealización que de este
había hecho fueron sustituidas por la idealización de sus proge-
nitores actuales. No tenía nada que reprochar a su madre, res-
ponsable directa de que él estuviera en prisión; al menos —de-
cía— se había interesado por él. Recordaba perfectamente
bien el egoísmo de sus padres y la ambigüedad con que se
expresaban, pero me aseguró que todo eso era cosa del pasado,
insistiendo en que mental y emocionalmeñte ambos habían
cambiado. Esta firme creencia realzaba su necesidad de padres
"todo buenos", que lo protegieran de la reanimación de su co-
dicia y su cólera infantiles, las cuales habían terminado por po-
nerlo entre rejas. En este punto su examen de realidad probó
ser defectuoso, a causa de su ambivalencia primitiva y de su
creencia mágica. Es característico del adolescente concretante
que su tensión de necesidad invente la imaginaria correspon-
dencia ambiental que mantendrá dicha tensión dentro de lími-
tes tolerables. La estrategia de rehabilitación proyectada.se
fundó en la compulsiva tendencia a la inadaptación que tan
convincentemente me trasmitió cuando conversé con él en la
cárcel.
Mi labor con delincuentes concretantes y casos de mitos fa-
miliares me llevó a la conclusión de que, allí donde la comuni-
cación verbal no consigue influir en la conducta y la cognición,
una concreción bien escogida, propuesta por el terapeuta,
puede remplazar al lenguaje simbólico. El terapeuta se comu-
nica provocando una acción específica. Debe tenerse presente
que el extravío de la función del lenguaje es en estos casos sólo
selectivo, así como la desinvestidura de la atención, y en modo
alguno constituye una anormalidad generalizada del lenguaje
o un trastorno del pensamiento. Sea como fuere, se me ocurrió
que a través de una concreción inducida podía tenderse un
puente hacia las percepciones y afectos que no habían llegado
hasta las representaciones de palabra, o bien habían sido
excluidas de estas por detención o disociación. Examinaré aho-
ra un caso en que apliqué el principio de la concreción inducir
da o, si se me permite la expresión, de la "actuación orientada".

Mario

Hace unos años fui consultado acerca de un muchacho de


dieciocho años, llamado Mario, que había estado varios años
en tratamiento psicoterapéutico. Sus fracasos escolares, su
conducta incontrolable, su indiferencia y falta de metas, suma-
do todo ello a su extrema intolerancia a la frustración, habían
acabado con la paciencia tanto de los familiares como de los
profesores. Mario no tenía capacidad ninguna para la intelec-
ción, ni podía concebir sus acciones o vivencias dentro de un
continuo temporal. Su única referencia temporal era el presen-
te. Por lo tanto, el tratamiento se había deteriorado hasta caer
en un prolongado estancamiento.
Mario había sido adoptado en Italia por una mujer norte-
americana soltera; tenía casi cinco años cuando dejó el orfana-
to en que viviera desde su nacimiento. Tres hechos me pare-
cieron significativos en la consulta: primero, la impulsiva e in-
saciable búsqueda de placer de Mario, junto con su resignada
aceptación de sus flaquezas y defectos; segundo, su incapaci-
dad para proyectarse hacia su futuro o su madurez, salvo por
la vía de expectativas regresivas de satisfacción de necesidades;
y tercero, su total amnesia de los acontecimientos de su vida
anteriores a la adopción. Su recuerdo más antiguo databa de la
travesía del Atlántico y reflejaba una angustia catastrófica de
aniquilamiento, que describió así: "Grandes olas se estrellaban
contra la escotilla del buque, y yo tenía miedo de que llegaran
hasta mí y me ahogaran". A partir de ese momento, la memo-
ria de Mario era excelente.
Atribuí particular importancia al hecho de que casi cinco
años de su vida temprana estuviesen completamente fuera de
su alcance para la reestructuración psíquica adolescente, y,
además, de que Mario fuese incapaz de utilizar el lenguaje con
el fin de acceder, cognitiva y -afectivamente, a los primeros es-
tadios formativos de su desarrollo. Para todos los fines prácti-
cos, estaban ausentes las peculiares funciones yoicas que nor-
malmente facilitan la reconstrucción. Su conducta inadaptada
era un intento de avanzar a ciegas hasta tocar el basamento de
su vida. No podía ir ni para adelante ni para atrás: se aferraba
de manera frenética, mediante una sucesión interminable de
uniones sexuales carentes de significado, a su vacilante senti-
miento de anhelo objetal anterior al trauma. Su vida estaba
impregnada de un fallido sentido de identidad; en otras pa-
labras, estaba signada por un impase en la diferenciación
yoica.
Pensé que, a través del contacto sensorial con el medio de su
niñez temprana, podría lograrse una continuidad en su yo que
elevara a un nivel de mayor integración el uso preverbal, pri-
mitivo, de la acción. Barajé la posibilidad de que volviera a vi-
sitar los lugares anteriores al trauma. ¿Cómo reaccionaría al
ver una escena que antaño le había sido familiar, al oír los ecos
interiores de la lengua de su infancia, el sonido de las campa-
nas de la iglesia, al incorporar los olores y paisajes de ese medio
provinciano? Esta romántica combinación de sensaciones ates-
tigua mi ignorancia de lo que en verdad podía impactar a Ma-
rio una vez que pisara la tierra en que trascurrió su orfandad.
Como se verá, no pude haber previsto lo que realmente
ocurrió.
Recomendé que el muchacho visitara su aldea natal, en lo alto
de una colina de la Umbría. Mario recibió este consejo con en-
tusiasta alborozo y confesó que ese había sido su deseo secreto
durante mucho tiempo. Viajó en compañía de un estudiante
universitario que hablaba su lengua nativa. Cuando descendió
del ómnibus que lo llevó hasta la piazza de la aldea, fue reco-
nocido por una anciana que gritó su nombre, corrió hacia él y
lo estrechó entre sus brazos. Era la "matrona" que lo había
cuidado en el orfanato. En una iluminación súbita, él supo
quién era ella, así pues, sus primeros pasos en la aldea natal lo
habían llevado en forma directa hacia las profundidades de su
infancia. Seguidamente, indagó acerca de su origen, des-
cubriendo que era hijo ilegítimo de una joven campesina que
fuera seducida por un hombre de avanzada edad. ¿Qué más
natural que buscar a su madre? Supe que intentó hacerlo, pero
también que todo consejo sobre esta cuestión habría carecido
de sentido para él. Mario averiguó quién era su madre y dónde
vivía, pero justo en el momento en que su búsqueda de toda la
vida parecía llegar a su fin, abruptamente volvió su espalda al
pasado.
¿Qué lo hizo retraerse de un encuentro personal con su
madre cuando por fin esta se hallaba a su alcance? Según sus
propias palabras, el darse cuenta de que su aparición habría
destruido su matrimonio y su felicidad. Esta decisión trasunta-
ba una empatia y un sentimiento altruista de protección que
jamás supuse que él pudiera alcanzar. No obstante, el factor
decisivo en términos de desarrollo progresivo radica, a mi
juicio,en su moción deliberada de no ver a su madre, convir-
tiendo así el abandono pasivo en separación y partida activas.
Debo confesar mi asombro al enterarme de que este
muchacho, que nunca había tenido en cuenta antes los senti-
mientos ajenos en la prosecución de sus deseos, practicó la pro-
videncia y la empatia al hallarse en el umbral de una consuma-
ción emocional.
Tras el regreso de Mario de su terruño, poco a poco se pu-
sieron de manifiesto los resultados de la concreción inducida.
Lo más notable fue cómo aumentó su capacidad de introspec-
ción y de transacción. Comenzó a reconocer que las limita-
ciones estaban en su interior, en vez de sentirse constreñido por
la malevolencia del entorno, que antes lo había abandonado y
en cualquier momento Volvería a hacerlo. No es que este viaje a
la Umbría trajera a su memoria sucesos de su infancia, pero su
visión del futuro se tornó más orgánica y realista. La experien-
cia le brindó una mayor fluidez de pensamiento y emoción, co-
mo si se hubiese roto aquello que mantenía herméticamente
guardado a su pasado, volcando toda su experiencia vital en la
corriente del proceso adolescente. La conducta hipomaníaca
desápareció de manera espontánea. Mario pudo ahora (con
ayuda de la psicoterapia) vivenciar y tolerar el afecto depresivo
de su niñez temprana, porque un puente emocional y cognitivo
a la vez había establecido el enlace con su historia anterior a la
adopción, súbitamente perdida en el disloque traumático.
Junto con estas modificaciones afectivas, Mario desarrolló
una relación positiva y relativamente estable con su terapeuta.
Había encontrado ahora en él un modelo identificatorio, tras
haberlo utilizado durante años como blanco de su exigente des-
valimiento o de su cínica vengatividad. Cuando las circunstan-
cias impusieron a la postre una separación geográfica, y, por
ende, el término de la terapia, Mario se dedicó a escribir car-
tas, sin permitir que esta vez los hechos exteriores anularan la
relación. Consecuentemente, no recayó en su monótona con-
ducta anterior de búsqueda de placer, sino que inició una vida
más moderada, afanándose activamente por conseguir un tra-
bajo adecuado, aunque más corriente, que lo hiciera sentirse
satisfecho y realizado. Este paso no implicó, empero, que hu-
biera sido reparado en su totalidad el daño infligido a su perso-
nalidad; lejos de ello. No obstante, dentro de las limitaciones
irreversibles de las relaciones objetales y la diferenciación
yoica, Mario logró una solución de compromiso adaptada, que
le pertenecía exclusivamente a él y que estaba dispuesto a de-
fender.

Una característica significativa del adolescente concretante


es la participación de sus intereses yoicos en su comportamien-
to inadaptado, en contraste con la gratificación puramente
pulsional que se da en otras formas de actuación. Siempre se
trata de un problema de equilibrio o de preponderancia. Aun
cuando es evidente una irrupción de impulsos del ello, el pro-
motor decisivo de la actuación ha de encontrarse, empero, en
un interés yoico. El próximo caso ilustra esto.

Steve
Steve, un muchacho de catorce años, fue llevado a la justicia
por "atacar a una mujer con un arma peligrosa". Había tocado
el timbre de su vecina cubriéndose la cabeza con una funda de
almohada y exhibiendo un cortaplumas abierto en la mano; la
vecina, aterrorizada, quiso apartar la mano que empuñaba el
arma y al hacerlo se tajeó. Steve aseguró que lo único que
quería era darle un susto. Este acto demostró ser la concreción
de un hecho impensable, que esbozaré brevemente.
El abuelo materno de Steve, postrado en cama desde hacía
un tiempo, vivía tres pisos más arriba del departamento de la
mujer elegida como víctima. Lo atendía una enfermera con la
cual el padre de Steve entabló una relación amorosa. Steve y su
padre siempre habían sido camaradas; ambos pertenecían a un
grupo de boy scouts del que el padre era jefe. El cortaplumas
empleado era el que el padre usaba en ese grupo. La infideli-
dad y deslealtad del padre, vagamente percibidas por Steve, lo
afectaron más allá de lo tolerable; la degradación de aquel me-
noscabó la autoestima del muchacho hasta un punto en que es-
talló desesperado, con el propósito de salvar a su ideal del yo
—su padre—, quien corría peligro de ser aniquilado por una
mujer rapaz. Aquí se reafirmó un interés yoico adolescente al
que asigno un alto puesto en la jerarquía de los determinantes.
De todos modos, este muchacho no era un maníaco homicida
que debiera ser aislado de la sociedad, sino un chico que recla-
maba a su amado padre. Una vez que se ayudó a Steve a reco-
nocer lo impensable, salvó con bastante rapidez la brecha entre
la concreción y el pensamiento verbalizado. A causa de ello,
solicité al tribunal qye cerrara el caso por falta de méritos. A
fin de neutralizar la concreción antisocial, la intervención pre-
ferible parecía ser la psicoterapia. Dos años de tratamiento
corroboraron esta expectativa.

Sartre (1952) nos ha dejado una vivida descripción de cómo


se fabrica un delincuente en su biografía de Jean Genet, un hi-
jo ilegítimo criado en un orfanato público. Cuando el pequeño
Jean tenía diez años, sus padres adoptivos lo acusaron de ser un
ladrón porque había sustraído algunas golosinas. Escribe
Sartre:
"El [Genet cuando era niño] considera la existencia de los
adultos más cierta que la suya, y los testimonios de aquellos,
más válidos que los de su conciencia. [...] Por lo tanto, sin per-
catarse claramente de ello, juzga que la apariencia (que él es
para los otros) es la realidad y que la realidad (que él es para sí)
es sólo apariencia. [...] Se niega a escuchar la voz de la refle-
xión. [...] En suma, aprende a pensar lo impensable, a sostener
lo insostenible, a postular como cierto lo que sabe muy bien
que es falso" (págs. 46-47).

Tal vez el hallazgo más interesante de los casos que he ex-


puesto sea que todos estos adolescentes habían sufrido una pér-
dida desastrosa que no les dio descanso ni pudieron sustituir,
no obstante lo cual ninguno de ellos mostraba señales clínicas
de depresión o retraimiento. Por el contrario, se aferraban con
asombrosa pertinacia a la vida y la participación en la so-
ciedad. Parecían pretender algo del entorno del que dependía
su supervivencia.
En general, uno interioriza (para bien o para mal) al objeto
perdido; cuando una conciencia vaga y contradictoria de dicho
objeto obstaculiza el proceso, la ambivalencia original que él
porta consigo permanece incólume. La incapacidad para sinte-
tizar la parte buena y la mala del objeto perdido relega el
complejo de pérdida a un nivel primitivo y prelógico de in-
tegración. En mis casos, este tipo de dominio está caracteriza-
do por la magia de la acción, o, dicho de otro modo, por la
concreción de huellas mnémicas disociadas. Opera invariable-
mente el mecanismo proyectivo, enturbiando los límites entre
el self y el mundo de los objetos. En modo alguno actúa al ser-
vicio de la defensa, sino que representa una forma primitiva de
comercio con el mundo externo en el plano del animismo. Sin
embargo, esta primitivización está ligada a un contenido psí-
quico restringido, a saber, las experiencias no asimiladas. La
concreción adquiere la función de impedir una fusión del self y
el objeto, de evitar que la influencia nociva del entorno se di-
funda por toda la personalidad, y, last but not least, de asimi-
lar una pérdida tornándola real, convalidada por recuerdos
fragmentarios, inferencias y suposiciones. Observamos de qué
modo la conducta concretante trata de eludir el hundimiento
regresivo al par que cede a él. Este vaivén alcanza un desgra-
ciado impase cuando el adolescente concretante es llevado a la
justicia. En este punto se requiere la comprensión psicoanalíti-
ca de ese impase y de sus determinantes históricos para impe-
dir, de ser ello posible, la calamidad extrema de un estanca-
miento o regresión evolutivos, que conducen de modo inelu-
dible al llamado "recidivismo".
Expuse en este capítulo las conclusiones teóricas y prácticas
que he extraído de mi estudio de una forma especial de ac-
tuación, que denominé "concreción". Frente al vasto espectro
actual de conductas inadaptadas de los adolescentes, se espera
del psicoanalista que ofrezca modalidades de intervención
apartadas de las variantes habituales de tratamiento. A esas
modalidades hay que inventarlas. No me sorprendería que, pa-
ra muchos lectores, esas invenciones sean sólo el resultado de
preferencias intuitivas, empáticas o identificatorias, sumamen-
te personales en esencia, que, si bien interesantes, en términos
estrictos están fuera de la ciencia psicoanalítica. Me he empe-
ñado particularmente en mostrar que no poseemos mejor guía
en el campo de la conducta adolescente inadaptada que la apli-
cación rigurosa de la psicología psicoanalítica. Por supuesto,
cualquiera que haya trabajado con adolescentes debió recurrir,
en algún momento, en casos de emergencia, a toda suerte de
medidas "no ortodoxas", como se dice. Algunas de esas medi-
das probaron ser muy eficaces y aun duraderas. Lo que he pro-
puesto es simplemente que se estudie esa aparente eficacia, ya
que los procesos auténticamente restaurativos siempre ponen al
desnudo, para nuestra indagación, la naturaleza de las anoma-
lías evolutivas y madurativas.
14. El niño sobrevalorado*

La esencia del conflicto es que contiene en sí, simultáne-


amente, dos fuerzas inconciliables y contradictorias. En la ni-
ñez temprana, las fuerzas que pugnan en direcciones opuestas
se sitúan, por un lado, en las necesidades y pulsiones que pro-
curan exteriorizarse y ser gratificadas, y, por el otro, en las
restricciones y frustraciones que emanan del mundo externo.
El dinamismo de estas fuerzas antagónicas facilita el desarrollo
en caso de armonizar con la capacidad de integración que el
niño posee en ese momento. En este período, el conflicto de la
división "entre el sí y el no" se plantea, pues, entre el niño y su
entorno. Con su creciente conciencia de su self y del no-self, y
Con su dependencia cada vez mayor del objeto, el niño inte-
rioriza las demandas y expectativas de las personas de su entor-
no que lo tienen a su cuidado. Este proceso de interiorización
pone en marcha una división interna. La formación de esta
nueva clase de conflicto exige un manejo interno, ya no exclusi-
vamente externo. La transición de uno a otro es siempre lenta y
ambas etapas se superponen en cierta medida, hasta que el yo
en maduración ha adquirido suficientes recursos para amol-
darse (mediante su resolución, o mediante defensas y transac-
ciones) al conflicto interno. El sistema de control interior
queda completo en cuanto a su estructura (aunque no en cuan-
to a su eficiencia) cuando la dependencia respecto del objeto es
remplazada por la dependencia respecto del superyó; en este
período, una conducción impersonal dice "sí", "no" o "quizás"
a las propensiones pulsionales y las aspiraciones yoicas. Esta
nueva estructura opera con principios abstractos más bien que
en el contexto del amor concreto de objeto. La amenaza de
pérdida del objeto es sustituida por el sentimiento de culpa.
He presentado este sumario bosquejo del desarrollo del
conflicto a fin de suministrar un distingo conceptual para la
evaluación de ciertos trastornos de la adolescencia. Enfrenta-
dos a la penosa tarea de dejar atrás el mundo de la niñez, algu-

* Este capítulo es un comentario de la Conferencia Semestral Peter Blos (ins-


tituida en 1971 por el Jewish Board of Guardians) que pronunció E. James
Anthony el 4 de diciembre de 1973, bajo el título "Between Yes and No" [Entre
el sí y el no]. Publicado originalmente en Psychosocial Process, vol. 3, n° 2,
págs. 47-54, otoño de 1974.
nos adolescentes regresan a pautas de conducta, modalidades
afectivas y de defensa y relaciones objetales infantiles, ya cono-
cidas por ellos, en tanto que otros se lanzan con denuedo exce-
sivo hacia adelante y demandan que el mundo.los considere
adultos cabales. Si estas tendencias persisten por un lapso de-
masiado extenso o alcanzan una expresión extrema, ambas so-
luciones —la escapada hacia atrás o la escapada hacia adelan-
te— revelan su índole infantil. Aquí tenemos que formularnos
un interrogante que suele dejarnos perplejos: ¿estamos ante
conflictos interiorizados, o asistimos a las consecuencias de una
falla evolutiva que la adolescencia ha traído a primer plano
con la catastrófica gravedad que le es inherente? En este últi-
mo caso, la tarea terapéutica consiste en enmendar una falla o
déficit evolutivo.
A los déficit evolutivos la interpretación no contribuye a sub-
sanarlos ni los remedia; ellos requieren el fortalecimiento del
yo, o, más precisamente, el tardío completamiento de las etapas
deí desarrollo yoico causantes de la debilidad de la estructura
yoica en su conjunto. En ciertos casos, esta reparación sólo
puede efectuarse en la situación terapéutica, mediante la pola-
rización o la colisión deliberada con el paciente. El distingo
entre ambos tipos de trastorno (evolutivo o conflictivo) nunca
es tan nítido en la clínica como en nuestras formulaciones te-
óricas; tampoco el adolescente los vivencia como diferentes.
Sin embargo, creo que estas distinciones teóricas nos ayudan a
poner orden eñ las observaciones clínicas, al delinear alternati-
vas etiológicas.
Un hecho que contribuye a enturbiar el cuadro clínico de la
psicopatología adolescente es que la regresión normativa de este
período revive posiciones infantiles, evidentes en una conducta
actuante que o bien disimula fallas evolutivas o las pone de re-
lieve. La evaluación de este sector de personalidad perturbada
nunca es sencilla, pero en todos los casos resulta cardinal. Todos
los adolescentes buscan nuevos modelos de identificación o pola-
rización; algunos los requieren para una reparación estructural
(falla evolutiva), en tanto que otros recurren a ellos a fin de
lograr una trasformación estructural (conflicto normativo ado-
lescente) .
Mi atención ha sido atraída a lo largo de los años por un gé-
nero especial de perturbación adolescente en los varones, que
en la última década ha adquirido, en mi opinión, la configura-
ción de un tipo (vale decir, es posible describirla por caracterís-
ticas distintivas). Por lo general, estos varones proceden de fa-
milias blancas de clase media o de clase media alta; su tipici-
dad se torna más y más evidente —sobre todo a través de su
conducta asocial— entre los quince y lps veinte años. La expe-
riencia me ha enseñado que este tipo de muchachos demandan
en la terapia una prolongada fase de preparación, durante la
cual el conflicto con el mundo externo es incorporado a la inte-
racción entre el joven y su terapeuta. El denominador común
de todos ellos es la ausencia o la superficialidad de su conflicto
interior; a cambio, tienen un profundo y pundonoroso sentido
de una falta de equidad, de una injusticia cometida con ellos,
rayano en la cólera o la desesperación y dirigido contra el mun-
do que los rodea. Este mundo hostil está poblado por adultos y
regido por entidades públicas que, en la jerga propia de esos jó-
venes, "están todos trastornados".
Si uno se familiariza con la historia de esos pacientes, apare-
ce siempre el cuadro de un niño que, desde su más temprana
edad, fue extraordinariamente alabado y admirado, en tanto
que los progenitores pasaban por alto más allá de lo debido, o
justificaban, sus defectos y fallas. Estos niños desarrollaron
una autoadmiración narcisista carente de críticas, que devino su
fuente predilecta o exclusiva de autoestima y que, con el tiem-
po, los volvió completamente dependientes de una estimación
irreal y exagerada de sus realizaciones y sus méritos. Para man-
tener este alto nivel de autoestima, es preciso que el mundo ex-
terno provea un flujo continuo de suministros narcisistas; si es-
te flujo se corta momentáneamente, un afecto depresivo y un
doloroso sentimiento de inutilidad invaden de inmediato el
self. En caso de no controlársela, esta dependencia asume a la
postre las características de una adicción.
Debemos apuntar otro rasgo típico de la crianza de estos ni-
ños porque él sienta las bases para una característica yoica es-
pecífica de índole infantilista en años posteriores. Desde que el
niño era pequeño se le exigió, en forma prematura, que tuviera
una opinión independiente y fuera dueño de sus propias deci-
siones, antes aún de que hubiese desarrollado los recursos para
poder adoptar tales decisiones. El niño no podía hacer otra co-
sa que elegir sobre la base de sus deseos o anhelos del-momento,
sin tener en cuenta las consecuencias; su evolución todavía no
lo había dotado de la aptitud para prever el futuro. Así pues,
las consecuencias imprevistas y desagradables sólo podían con-
cebirse como una vileza del mundo externo, que permitió que
ellas ocurrieran.
Durante toda la niñez se le hizo creer a este chico que él era
mejor (de algún modo indefinido) de lo que pudieran mostrar
sus desempeños: estuvo desde el vamos "fuera de concurso". A
ese algo invisible que él poseía se lo llamaba su "capacidad po-
tencial"; se hablaba permanentemente de ella, a veces en tér-
minos bastante concretos, como si se tratase de un visitante
retrasado que habría de arribar en cualquier momento. Por
consiguiente, había un Johnnie a quien Johnnie conocía y ha-
bía otro Johnnie, el potencial, a quien sólo los demás conocían.
Confiar en ios demás (al menos en este punto) pasó a ser la se-
gura fuente de una inflada autoestima.
En su adolescencia, estos muchachos se sintieron solos y ate-
morizados, con períodos de extática felicidad y de sentimientos
de grandeza personal. Los años de su crecimiento fueron de
una búsqueda incesante de esos estados de exaltación, sin los
cuales la vida les parecía vacía, opaca y aburrida. Cuando en su
vida posterior el paciente recuerda esta época, la describe co-
mo una etapa oscura y desolada, llena de temores. Esta
descripción traza el síndrome del niño sobrevalorado.
Al encontrarnos con él en la adolescencia, el déficit evolutivo
se torna evidente en la lucha entre el self y el mundo externo,
lucha que suele confundirse con la previsible y corriente rebe-
lión adolescente, de naturaleza transitoria y valencia positiva.
Los pacientes a que nos referimos sólo experimentan conflictos
interiores de índole superficial, vaga y meteórica: agudos en un
instante determinado, un momento después han desaparecido.
La temprana sobrevaloración, sumada a las prematuras ex-
pectativas exageradas (responsables ambas de la falla evoluti-
va), perduran en estos niños como una promesa y la certi-
dumbre de que todo les irá bien cuando crezcan. Ya en la ado-
lescencia tendría que haber llegado el día de la consagración,
pero la promesa no se cumple. Ese día pasa a ser el día de ajus-
tar las cuentas consigo mismos. Sus almas torturadas y desvali-
das se llenan de incredulidad, de rabia y del sentimiento de ha-
ber sido traicionados; anhelan un mundo de objetos idealizado
que les restaure su despedazada armonía interior, construida
sobre el fundamento de la grandiosidad infantil. Sólo pueden
decir que "sí*' a aquello que los hace sentirse bien y decir que
"no" a todo lo que disminuya su autoestima; no existe para
ellos el "quizá", porque viven exclusivamente en el instante
presente.
Los adolescentes de este tipo con que me he encontrado son
por lo común inteligentes, interesantes, atrayentes; pueden te-
ner sentimientos y reacciones conmovedoramente tiernos.
Muchos de ellos poseen esa natural y espontánea inteligencia,
esa franqueza y encanto propios del niño de tres a seis años, tal
como fueron inmortalizadas en el cuento "Las nuevas ropas del
emperador". Sin embargo, esta faceta de su personalidad
puede ser barrida, de manera repentina y sin causa aparente,
por una ira primitiva y por fantasías sádicas de corte infantil y
perverso. Los adolescentes de este tipo son incapaces de matar
a una mosca, pero en la reclusión de su florida vida de fantasía
pueden ser crueles, orgullosos y vengativos, al estilo de la Reina
de Corazones: "¡Fuera con sus cabezas!". Los hostigan, aun-
que sólo por breves lapsos, temores de represalias y el horror
ante su secreta maldad. Más astutos que Orestes, rápidamente
despistan a las Erinias y vuelven a encontrar la felicidad en esa
región escindida de su psique en la que reinan supremas la bon-
dad y la inocencia. Estos respiros se producen con frecuencia y
duración suficiente como para que el adolescente compruebe
las ventajas personales y materiales que puede obtener de esta
pureza de propósitos tan'plenamente convincente —en espe-
cial cuando los adultos le dan crédito sin advertirlo y contribu-
yen a trasformar en realidad su escenificación recíproca—.
Durante la niñez, habían descubierto de modo fortuito las ven-
tajas sociales de esta fingida despreocupación por sí mismos;
con los años, ese descubrimiento fue trabajado hasta hacer de
él un estilo de vida, y perfeccionado en una escala más grande
aún durante la adolescencia.
Indudablemente, el tratamiento de este tipo de adolescentes
está plagado de escollos; si el terapeuta no declara explícita-
mente cuál es su posición, quién es él y qué puede o no puede
hacer, la terapia se pierde en un pantano de interpretaciones
correctas pero inútiles. Si, en cambio, calibra mal la tolerancia
del adolescente a la polarización, el tratamiento puede conver-
tirse en una lucha por el poder. Un positivo contacto emocional
inicial es decisivo para todo lo que sigue. No basta con ser
comprensivo, paciente y tolerante; como este tipo de adoles-
centes tiene hambre de estímulos, el terapeuta debe'ser intere-
sante, estimulante, participante. Su incorruptibilidad, el
hecho de que se muestre insensible a la seducción (tarea nada
simple con estos jóvenes maestros del oficio), despierta al Co-
mienzo en el adolescente un belicoso resentimiento ("Yo pensé
que un terapeuta era alguien que comprendía"); esta reacción
se mezcla poco a poco con el fastidio y la sospecha ("Ya enten-
deré lo que me dice... tendré que esperar"), con el asombro y la
curiosidad ("¿Realmente querrá significar eso que dice?").
Gradualmente, la fascinación inicial toma el cariz de la admi-
ración: la balanza de la ambivalencia se inclina hacia el lado
de los sentimientos positivos. Dentro del marco de esta relación
se procede a reparar los déficit evolutivos a que hice referencia,
con Ocasionales y repentinas excursiones colaterales a las re-
giones de la defensa, la fantasía, la memoria y el afecto, o sea,
en suma, a las regiones de la introspección, si no aún de la inte-
lección.
A fin de ilustrar estas puntualizaciones, describiré breve-
mente los rasgos centrales de la terapia de un muchacho en su
adolescencia tardía, que presentaba de manera vivida el
síndrome del "niño sobrevalorado". El mismo llegó a llamarlo
"el malcriado que llevo adentro". Aunque parezca un caso extre-
mo, lo cierto es que la mayoría de los casos de este tipo lo son.
Este joven vino a verme porque en los últimos tiempos nada
había salido como él quería. Fracasos en sus estudios, falta de
interés por las cosas, un vagar sin rumbo durante mucho tiem-
po con talante depresivo, relaciones sexuales esporádicas pero
superficiales, ingestión prolongada de drogas con el temor de
ser "atrapado" por las drogas "fuertes", conocimiento de los lu-
jos que podía brindarle el comercio de estupefacientes y poste-
rior desencanto de esa vida suntuosa: todos estos aspectos se ha-
bían mezclado en él hasta crearle un atormentador y persisten-
te sentimiento de futilidad. Pronto se estableció el rapport,
porque yo sabía con qué rivales me enfrentaba: las drogas y las
fantasías, y también conocía la intensidad de su anhelo de estí-
mulos. Luego del gambito de apertura para establecer rapport,
lo acepté como paciente con la condición de que nuestra rela-
ción se terminaría si, una vez cerrado el trato, más tarde él lo
quebraba. Yo esperaba que él dejara el "comercio" de estupefa-
cientes (me prometió pagarme honorarios más altos si le permi-
tía seguir con eso) y que me mantuviera informado de su uso de
drogas. Si bien él aceptó estos requisitos, demoré durante un
tiempo mi compromiso de tratarlo porque dudaba de su vera-
cidad. Desde luego, le comenté qué es lo que me hacía reticen-
te y me siigería esperar. Al adoptar esta postura, me hice eco de
la propia división interna de él, explicitándole cuál era mi lu-
gar en nuestro "comercio" mutuo. No le aseguré en absoluto
que el hecho de que pagara sus honorarios y de que tuviera re-
servada una hora de sesión le conferiría el privilegio de
"adueñarse" de mí o de usarme a su antojo. Sobre esta base, re-
alizamos una productiva labor durante un año.
La colaboración del paciente llegó a su apogeo el día que me
confesó que durante un largo período me había mentido, ocul-
tándome su uso continuo (aunque limitado) de drogas, incluso
de drogas "fuertes", que le regalaba un amigo adinerado. Te-
nía yo todos los motivos para pensar que desde que estableci-
mos nuestro contrato, un año atrás, había abandonado el
"comercio". ¿Acaso me aseguraba ahora todo esto (primero,
que ya no comerciaba con las drogas sino que le eran sumi-
nistradas por sus amigos, y segundo, que las ingería de manera
limitada) a modo de circunstancias atenuantes y aun exculpa-
torias? Sea como fuere, con esta confesión me puso ante la
prueba suprema: ¿Revocaría yo mi convencimiento, me aso-
ciaría con su corrompido superyó y demostraría que, en defini-
tiva, su omnipotericia era invencible? Le dije que habíamos lle-
gado al punto en que él debía partir. Aceptó el veredicto casi
con alivio, pero me preguntó si podría retornar en el futuro en
caso de que se nubiera librado de las drogas y hubiera conse-
guido un trabajó de algún tipo. (En la época en que nos vimos,
hizo muchos intentos de conseguir empleo o de dedicarse a "ac-
tividades autónomas creativas"). Le di todas las seguridades de
que mis puertas permanecerían abiertas.
El seguimiento de este caso por un lapso de dos años reviste
especial interés. Nuestra separación fue un punto de viraje de-
cisivo en su vida. En los años siguientes vino a verme en varias
oportunidades. Dejó la casa de sus padres y se mudó a otra
ciudad; donde probó suerte en varios trabajos. Hizo nuevos
amigos de ambos sexos y logró, sin ayuda ajena, dejar las dro-
gas "fuertes". Perdió contacto con su amigo adinerado y con la
vieja pandilla. Por último, se inscribió en un establecimiento
universitario escogido por él, donde lo admitieron teniendo en
cuenta la obra creativa en materia de diseño que había hecho
durante el segunda semestre de tratamiento conmigo. Se em-
barcó así en una carrera profesional para la cual tenía sin duda
talento.
Huelga decir que la estabilización de su personalidad aún se-
rá un proceso arduo. En casos como estos, hay una alta tasa de
recidivas. Pero lo cierto es que ya ha andado lo bastante por un
camino que lo lleva en sentido ascendente como para tener una
visión más optimista de su futuro. A mi entender, en la lenta
reparación de la seria falla evolutiva de este paciente, el punto
crucial se presentó cuando yo le di mi "no" inequívoco, con el
que le expresaba: "No, tú no puedes adueñarte de mí, no
puedes forjarme según tu propia imagen; tu no eres Dios".
Tras la interrupción de la terapia, tuvo lugar una gradual aun-
que tenue transición de la omnipotencia a la identificación pa-
sando por el amor de objeto. En otro plano, vi en su avance la
progresión desde la irresponsabilidad hasta la culpa moral.
Hace poco el paciente volvió a visitarme; estaba considerando
la posibilidad de tomar una nueva serie de sesiones en la ciudad
en que ahora vive. Yo no dudo de que al recomenzar la terapia
esta seguirá un curso distinto, alcanzando el nivel de la intelec-
ción significativa. Pero estas no son más que especulaciones.
No hay mejores palabras, para cerrar estas reflexiones mías,
que las de la sensata y avezada experiencia:

"La vida terapéutica, como la vida real, no es tan nítida ni


tan fragmentaria como aparece en los informes. Como la vida
misma, es esencialmente nebulosa y en modo alguno constituye
un «sistema de acontecimientos». Todo sistema se encuentra,
en gran medida, en nuestras cabezas, y es abstraído del flujo de
la conciencia. Para poder manejarlo y meditar en él, lo dividi-
mos en categorías. Si esto es verdad, ¿qué valor tiene para los
demás un informe en el que se describe la situación terapéuti-
ca? La mayoría de las veces, no es sino una nueva manera de
mirar cosas muy antigua?" (Anthony, 1976, pág. 343).
Cuarta parte. Enfoque evolutivo
de la formación de la estructura
psíquica
En esta parte nos ocuparemos exclusivamente de elabora-
ciones teóricas. El interrogante fundamental es el siguiente:
¿Constituye la adolescencia, un período evolutivo durante el
cual se produce, de modo predominante o únicamente, un re-
ordenamiento de estructuras psíquicas existentes, o bien se tra-
ta de un período evolutivo en el cual tiene lugar la formación
de nuevas estructuras? En otras palabras, ¿es la adolescencia
^ un período que se distingue por la reestructuración o la trasfor-
mación de organizaciones psíquicas protoadolescentes, o es po-
sible identificar nuevas estructuras como resultado de conflic-
tos puberales, específicamente adolescentes, y de su resolu-
ción? Aun cuando la observación clínica nos permite afirmar
que ambos procesos son simultáneos, procederé a considerar
por separado sus respectivas contribuciones a la formación de
la personalidad adulta, con el fin de describir sus diferencias,
identificar sus orígenes y aclarar su interacción. Podemos com-
parar la transición de la adolescencia a la adultez con la transi-
ción de la protolatencia al período de latencia; ambas tienen en
cohjún el hecho de que nuevas estructuras surgen de la resolu-
ción de conflictos que son específicos y típicos del respectivo ni-
vel de maduración. En los dos casos, el avance en la formación
de estructuras se refleja en un progreso hacia la consolidación
de la personalidad.
Para ilustrar la hipótesis de que en la adolescencia aparecen
cambios estructurales, y que estos son, de hecho, típicos del
proceso adolescente, elegí una estructura particular, el ideal
del yo. A partir de mis estudios clínicos sobre la historia de vida
del ideal del yo a lo largo de toda la niñez, desde la niñez
temprana hasta la adolescencia tardía, llegué a conclusiones
definidas con respecto a la formación de estructuras específica-
mente adolescentes. Dichas conclusiones pueden resumirse en
la afirmación de que el idéal del yo adulto tiene su origen en la
disolución del complejo de Edipo negativo, que en la adoles-
t cencía adquiere una predominancia conflictiva. A instancias
de la maduración sexual en la pubertad, la disolución de este
componente edípico se convierte en un punto de urgencia evo-
lutivo en la adolescencia. La bisexualidad de la niñez toca a su
fin: este paso radical es asegurado por la formación de estruc-
turas. Por consiguiente, en nuestro estudio del ideal del yo ado-
lescente discernimos nuevos modos para la regulación de la
autoestima, básicamente distintos de los que cumplieron dicha
función durante el periodo infantil.
A partir de mi trabajo clínico con adolescentes, es mi impre-
sión, incluso mi convicción, que el complejo de Edipo no sólo
resurge en el período de la maduración sexual, sino que nor-
malmente completa el trabajo de disolución durante esa etapa
evolutiva. En otras palabras, al comenzar el período de laten-
cia el complejo de Edipo no se disuelve sino que queda en sus-
penso —para bien o para mal—, y tiene su continuación en la
adolescencia. La nueva problemática edípica adolescente se
centra en el complejo de Edipo negativo, el amor hacia el pro-
genitor del mismo sexo. La resolución de esta problemática
representa un momento fundamental del trabajo edípico de la
adolescencia; la formación de la identidad sexual adulta de-
pende de dicha resolución. La problemática edípica negativa
de la adolescencia no consiste meramente en revivir un conflic-
to infantil; se trata de una realidad que antes nunca había sido
tan imperiosa. En la adolescencia no cabe resolverla mediante
el desplazamiento hacia un objeto no incestuoso sin que un pre-
dominio homosexual se convierta en un aspecto permanente de
las relaciones objetales.
Asimismo, mi trabajo clínico me ha sugerido, convincente-
mente, que la disolución del complejo de Edipo negativo se
logra mediante la elaboración de una nueva estructura, a la
que denomino el "ideal del yo adulto", en contraposición con
el anterior "ideal del yo infantil". Tal vez no sea superfluo
reiterar que hablo aquí de estructuras y no de contenidos: el
santo y el criminal tienen ambos un ideal del yo en cuanto
estructura, pese a que los contenidos de uno y otro son dos
mundos distintos y los niveles evolutivos de los respectivos ide-
ales del yo difieren por completo. Lo que deseo subrayar es que
el ideal del yo adulto se convierte en el heredero del complejo
de Edipo negativo al finalizar la adolescencia. Desde un punto
de vista adaptativo o. psicosocial, el ideal del yo adulto puede
considerarse la socialización del narcisismo. Lo que quiero de-
cir con esto requiere una detallada exposición, que se encontra-
rá en los capítulos subsiguientes.
Por supuesto, el resurgimiento y el desplazamiento del
complejo de Edipo positivo durante el período adolescente
constituye, por lo común, un aspecto central y conflictivo de
las relaciones objetales adolescentes. De hecho, estamos bien
informados acerca de la influencia del complejo de Edipo posi-
tivo sobre el desarrollo adolescente mediante su tumultuosa re-
aparición durante el período adolescente (la adolescencia pro-
píamente dicha). No obstante, debemos admitir que nuestros
conocimientos son menores en lo que respecta al destino de' las
pulsiones vinculadas con el padre del mismo sexo y a la manera
como este lazo libidinal afecta las relaciones objetales adoles-
centes y el sentido del self.
Al reflexionar sobre estas proposiciones nos preguntamos de
qué modó una disolución en dos tiempos (en la niñez y en la
adolescencia) del complejo de Edipo se relaciona con la teoría
de la génesis de las neurosis. Al respecto, subsiste un interro-
gante, que puede dar pie a controversias pero que es significa-
tivo, acerca de la contribución respectiva de cada una de esas
disoluciones edípicas a la formación de la neurosis adulta. La
dicotomía evolutiva a la que nos referimos nos lleva a pensar
que la organización de la neurosis definitiva (adulta) no se
completa antes de terminar la adolescencia, o, en otras pa-
labras, antes de terminar la niñez, hecho signado por la disolu-
ción definitiva —ya sea normal o patológica— del complejo de
Edipo.
Atribuir al proceso adolescente una duración limitada, aun-
que variable, plantea el problema de cómo conceptualizar la
conclusión de la adolescencia. La respuesta a esta pregunta se-
rá formulada en términos de la formación de estructuras y de
tareas evolutivas. Como veremos estas son idénticas al proceso
adolescente mismo. La investigación de este aspecto constituye
la última contribución de esta parte del volumen.
15. La genealogía del ideal del yo*
<974-

El período adolescente se presta particularmente bien para


el estudio de las estructuras psíquicas en relación con su origen,
contenido y función. Si bien en esta etapa avanzada del de-
sarrollo las estructuras psíquicas se hallan en esencia formadas
e integradas, es propio de la adolescencia —o del desarrollo bi-
fásico de la sexualidad en la especie humana— que la madura-
ción puberal suscite un proceso de reestructuración psíquica.
El curso de la consiguiente inestabilidad emocional se halla de-
terminado por procesos más o menos desintegradores de índole
regresiva; no obstante, simultáneamente observamos también
un impulso vigoroso e integrador hacia la formación de la per-
sonalidad. La relativa franqueza y fluidez de la personalidad
durante este período de reestructuración psíquica proporciona
al observador psicoanalítico del desarrollo de la personalidad la
oportunidad de hacer importantes descubrimientos respecto de
la formación y trasformación de estructuras, oportunidad que
ningún otro período de la vida humana ofrece de modo compa-
rable. Las dramáticas repercusiones de este proceso en la exis-
tencia del adolescente no han dejado de ser advertidas y re-
gistradas a lo largo de la historia.
En el curso de mis estudios psicoanalíticos he utilizado este
medio de laboratorio natural que es la reestructuración psí-
quica en la adolescencia para investigar aquellas estructuras
que el proceso adolescente afecta de modo más decisivo. El
presente estudio extiende dicha investigación al ideal del yo.
La observación popular y la psicología académica han señala- (
do siempre la propensión de los jóvenes a los ideales elevados, a j
las idealizaciones e ideologías. Esta tendencia, que suele entrar ¡
en conflicto con los valores, tabúes y costumbres tradicionales,
ha hecho que las nuevas generaciones sean santificadas o de-
nostadas. La vaguedad de la teoría psicológica en relación con
la formación del ideal en la adolescencia, así como la exaltada,
a menudo desesperada búsqueda de ideales de la juventud con-
temporánea, convierten al estudio del ideal del yo dentro del
proceso adolescente en un tema de actualidad. Mis hallazgos

* Publicado originalmente en The Psychoanalytic Study of the ChÜd, vol. 29,


págs. 43-83, New Haven: Yale University Press, 1974.
serán considerados a la luz de los conceptos elaborados durante
años acerca del ideal del yo, los cuales se han integrado a la teo-
ría psicoanalítica.

El punto de partida clínico


Todas mis contribuciones á la teoría psicoanalítica tienen al-
go en común: se han originado en observaciones clínicas. Esto
mismo es válido para mi estudio sobre el ideal del yo. Por con-
siguiente, comenzaré mi exposición refiriendo una serie de ob-
servaciones procedentes del análisis de adolescentes varones, en
especial de jóvenes cuya adolescencia finalizaba.
En varios pacientes varones en su adolescencia tardía se desta-
caba un mismo complejo de síntomas. Todos ellos tenían eleva-
das ambiciones, pero eran incapaces de obrar en consecuencia.
Carecían de propósitos y se mostraban abatidos; eran proclives
a violentos cambios de humor, a esporádicos y fugaces arran-
ques de actividad e iniciativa y a un indefectible retorno a mo-
nótonos sueños de gloria. Nada de esto culminaba nunca en una
búsqueda resuelta, en una experimentación original o en la ex-
citación visionaria de una meta realista. Estos rasgos típica-
mente adolescentes adquirían la especificidad de un complejo
de síntomas únicamente por su índole estática, repetitiva, y
por hallarse fuera del control volitivo. Por consiguiente, perju-
dicaban su capacidad de enfrentar los desafíos propios de la ju-
ventud, tales como el desempeño laboral, los logros académi-
cos y la búsqueda de relaciones objetales gratificadoras, ya sea
con otros muchachos o chicas o personas adultas. Ante la irre-
futable evidencia del fracaso, el presente se mostraba sombrío
y el futuro ominoso. La fuga hacia la rebeldía o las fantasías de
restitución terminaban en la impotencia. El negativismo, en
caso de presentarse, nunca duraba mucho; no obstante, todo
esfuerzo por trascender no lograba sostenerse. Las metas ocu-
pacionales o los objetivos a corto plazo cedían fácilmente ante
la indecisión y la duda; se los abandonaba a menudo y brusca-
mente, a pesar de la motivación al parecer fuerte que los había
originado.
Estos fenómenos, y otros conexos, han sido ampliamente
descritos en la literatura especializada, en particular los que se
refieren al adolescente varón. Entre las diversas explicaciones
dinámicas y genéticas, la más frecuente es la rivalidad del ado-
lescente varón con el padre edípico. Las defensas contra la an-
gustia de castración, parecen haber obstruido el camino hacia
un desarrollo progresivo. No cabe duda de que este tema reper-
cute a lo largo de la lucha adolescente del varón. Hay siempre
abundantes expresiones o asociaciones directas, ideas y afectos
que apuntan en esta dirección. Sin embargo, las interpreta-
ciones que hacen hincapié en este conflicto no resuelven, de
acuerdo con mi experiencia, la sintomatología de las generali-
zadas inhibiciones y detenciones evolutivas que he descrito.
Opino que en estos casos el complejo complementario de la
rivalidad del varón con el padre —su amor hacia él y el deseo
de recibir su afecto— constituye un obstáculo para la forma-
ción de objetivos realistas y su activa consecusión. De hecho,
las metas pasivas emergen a la superficie reiterada e inevitable-
mente, aun cuando dichas metas chocan contra las aspira-
ciones concientes y se hallan sujetas a una severa autocrítica.
Obviamente, su pertinacia se debe a los beneficios secundarios
que aseguran.
La sexualización de las funciones del yo y del superyó duran-
te la adolescencia es algo bien conocido; ella se aplica asimismo
a aquellas formaciones del ideal del yo que preceden a la ado-
lescencia. Como ejemplo, citaré el caso de un joven estudiante
cuyas aspiraciones vocacionales coincidían con lo que su padre
había dispuesto para él. Su éxito tenía que malograrse debido a
un cuádruple conflicto: si triunfaba, ello suponía que se ofrecía
al padre como objeto de amor (deseo de castración), o bien que
lo aniquilaba usurpando su posición (parricidio); por-otra par-
te, si fracasaba renunciaba a sus aspiraciones y por lo tanto in-
ducía al padre a tratarlo como a una mujer despreciable; no
obstante, al fracasar establecía también su autonomía, si bien
de un modo negativo, rechazando la seducción del padre, evi-
tando convertirse en su preferido, en su hijo ideal. La comple-
jidad de esta constelación se debe a que tanto el complejo de
Edipo positivo como el negativo vuelven a desempeñar un pa-
pel en la última fase de la adolescencia. Por supuesto, los pun-
tos de fijación en las relaciones objetales tempranas y la orien-
tación bisexual implícita en la niñez influyen decisivamente en
la disolución definitiva de ambos complejos.
Las observaciones de este tipo me persuadieron de que el
ideal del yo continúa siendo.una instancia inmadura, que sirve
a la idealización del self y a la realización de deseos, y que se
resiste a trasformarse en una fuerza madura, es decir, autóno-
ma, aplicada a fines y capaz de motivar para la acción, en la
medida en que el complejo de Edipo negativo del joven no
pueda examinarse lo suficiente en el trabajo analítico. Tengo la
certidumbre de que los analistas saben por experiencia hasta
qué punto este aspecto de la organización defensiva se man-
tiene impenetrable en el análisis de los adolescentes varones.
La formación de un ideal del yo adecuado a la edad y factible
sólo podrá tomar un curso normal una vez que se haya acome-
tido con éxito el análisis de la fijación en el complejo de Edipo
negativo. Esto me ha llevado a decir que el ideal del yo, tal co-
mo aparece al finalizar la adolescencia, es el heredero del
complejo de Edipo negativo (véase el capítulo 7). Por inferen-
cia, doy por sentado que la reestructuración psíquica adoles-
cente que se desarrolla sin una ayuda terapéutica sigue un cur-
so similar.

Formulaciones teóricas
Antes de proseguir con las implicaciones teóricas de lo que
he afirmado hasta aquí, debo decir algunas palabras sobre la
idealización adolescente en general. Estos comentarios se apli-
can en igual medida a los jóvenes de ambos sexos, aunque sus
idealizaciones difieren en contenido y cualidad. Hay una
buena razón para distinguir entre la idealización del self y el
ideal del yo propiamente dicho. Si bien las idealizaciones
tienen sus raíces en el narcisismo infantil, no podemos ignorar
que al producirse la maduración sexual estas formaciones nar-
cisistas tempranas son absorbidas por el tumulto instintivo de
la adolescencia. Aquí las encontramos ya sea en el área de las
relaciones objetales o en una intensificación regresiva del nar-
cisismo, tal como ocurre en las idealizaciones del self. Estas
formaciones son inestables y se hallan sujetas a rápidas fluc-
tuaciones; son reguladores primitivos de la autoestima. La idea-
lización del self puede proporcionar, al menos tempora-
riamente, una gratificación similar a la de una necesidad in-
fantil. Por el contrario, el ideal del yo sólo proporciona aproxi-
maciones a la realización; implica dilación y un estado de ex-
pectación; es un viaje incesante sin punto de llegada, una lucha
de toda la vida en pos de la perfección. Las exigencias del su-
peryó pueden satisfacerse, con la consiguiente sensación de
bienestar. Las aspiraciones del ideal del yo son imposibles de
cumplir; de hecho, lo que proporciona una sensación de
bienestar es el sostenido esfuerzo en pos de la perfección.!
Las raíces más profundas del ideal del yo se hunden en el
narcisismo primario. No obstante, cada etapa del desarrollo
subsiguiente amplía su alcance en cuanto a su contenido y a su
función. Tanto el ideal del yo como el superyó comienzan a de-
senvolverse en una época temprana de la vida, mucho antes de

1 Hartmann y Loewenstein (1962) han examinado el "cambio de función" en


la evolución del ideal del yo: "El «anhelo de perfección» del ideal del yo se con-
vierte dinámicamente en una función orientadora en parte autónoma, una fun-
ción relativamente independiente de los objetos, así como de los precursores ins-
tintivos. Las metas del ideal del yo no son ya, en medida considerable, similares a
los deseos primitivos que desempeñaron un papel en su formación" (pag. 64).
que asuman la estructura de una instancia psíquica. Ambos'
surgen como respuesta al mundo externo y, por consiguiente,
tienen propensión a reexteriorizarse. Deseo subrayar aquí que
el ideal del yo está sujeto a cambios cualitativos durante el cur-
so del desarrollo. Es decir, el ideal del yo se enreda fácilmente
con nuevas modalidades pulsionales, y con nuevas aptitudes
yoicas, a medida que unas y otras aparecen en diferentes eta-
pas evolutivas. De este modo, no sorprende que el ideal del yo
se vea absorbido por el tumulto de las pulsiones libidinales y
agresivas durante la adolescencia. Por lo tanto, la reinstintiva-
ción adolescente de aquellas estructuras psíquicas que proce-
den de la interiorización de las relaciones objetales abarca tam-
bién al ideal del yo. Su núcleo narcisista se vincula con la libido
objetal narcisista que halla una nueva descarga con el resurgi-
miento del complejo de Edipo negativo. La disolución edípica
da lugar al ideal del yo maduro como superviviente desexuali-
zado, es decir, trasmutado, del complejo de Edipo negativo. Si
bien los primeros pasos, al igual que los últimos, del desarrollo
del ideal del yo son diferentes en el hombre y la mujer, la
estructuración adolescente del ideal del yo determina, para
ambos sexos, la etapa final del proceso adolescente; en otras
palabras, señala la finalización de la niñez psicológica.
En la teoría psicoanalítica es un principio aceptado la reacti-
vación del complejo de Edipo durante la adolescencia. Junto
con la regresión al servicio del desarrollo, dicha reactivación
conduce al aflojamiento de los vínculos objetales infantiles e
inicia el segundo proceso de individuación de la adolescencia.
A medida que progresa la reestructuración psíquica adolescen-
te puede observarse el predominio del yo, así como la estabili-
zación caracterológica de las defensas. Las similitudes de esta
etapa con la transición entre la etapa fálico-edípica y la laten-
cia son notables y han llamado la atención de los observadores
analíticos.
Mi impresión ha sido que la primera declinación del comple-
jo de Edipo en la etapa de la inmadurez sexual obliga a la
represión y a las trasformaciones identificatorias (superyó) del
componente positivo del complejo, y que ello se logra mediante
medidas más absolutas y rigurosas de las que parecen ser nece-
sarias en el caso del componente negativo. Siempre hemos da-
do por sentado que las relaciones objetales del período diádico,
de índole precursora, influyen decisivamente sobre el conflicto
edípico triádico, que arrastra fijaciones que pertenecen a pro-
pensiones pulsionales específicas, modelos de relaciones objeta-
les y afinidades preferenciales con uno u otro de los componen-
tes instintivos. El amor pasivo del niño por el padre y su identi-
ficación con la madre parece tomar un rodeo, que a menudo se
manifiesta en un rasgo de carácter o en una fantasía escindida,
durante la disolución del complejo de Edipo y la solidificación
del superyó. El componente femenino en la vida instintiva del
niño es reprimido, restringido o rechazado de modo mucho
más vigoroso por las imposiciones narcisistas, manifiestas en la
vergüenza o el desprecio, que por las prohibiciones super-
yoicas. Su dominio de la agresión bordea siempre el dilema de
obtener dicho dominio mediante la sumisión pasiva a los prin-
cipios morales (al padre), o mediante la exteriorización del
conflicto por medio de la actuación.
Es un hecho bien conocido que la relación del niño con su
padre nunca es mejor, es decir, menos conflictiva o más positi-
va, que al comenzar la pubescencia. El niño procura la ayuda
del padre para defenderse de la regresión hacia la madre pre-
edípica —fálica, castradora—. Puede observarse cómo esta fa-
se afecta el resurgimiento del complejo de Edipo, a pesar de las
fijaciones más tempranas, y de qué modo complica, de alguna
manera, la disolución adolescente. Sostengo que el adolescente
no sólo se ve enfrentado con el resurgimiento del complejo edí-
pico tal como fue disuelto o abandonado en su primera decli-
nación, sino que la tarea inherente de la adolescencia es la di-
solución definitiva de dicho complejo. Esta tarea implica la re-
nuncia total a los vínculos objetales infantiles con ambas figu-
ras parentales, es decir, con ambos padres como objetos se-
xuales. En muchos casos, una resolución accesoria se relaciona
con un vínculo incestuoso con un hermano o hermana.
Para el niño, la posición bisexual es menos conflictiva y per-
mite una cantidad de transacciones, a diferencia del adolescen-
te, que ha alcanzado la madurez sexual. La disolución del
complejo de Edipo negativo en tanto compromiso objetal de
índole sexual enfrenta al adolescente varón con un conflicto y
una tarea relativamente nuevos. El desplazamiento hacia un
objeto no incestuoso no puede ser nunca una solución satisfacto-
ria puesto que ello sólo proyectaría a la constelación edípica
entera, más allá de su momento específico, hacia las relaciones
objetales bisexuales de la adultez. El único camino para el va-
rón consiste en la desinstintivación del vínculo objetal narcisis-
ta, es decir, homosexual, lo cual conduce a la formación del
ideal del yo adulto. En este proceso, todas las tendencias hacia
el ideal del yo acumuladas a lo largo del tiempo, desde el narci-
sismo primario hasta la omnipotencia simbiótica, y luego, des-
de las identificaciones narcisistas hasta la etapa del amor obje-
tal homosexual, se integran en el ideal del yo permanente, que
se fusiona durante la etapa final de la adolescencia. A partir de
éste punto, el ideal del yo constituye una estructura psíquica
inalterable que extiende su influencia sobre el pensamiento y la
conducta, abarcando un sector de la personalidad más amplio
que antes de la adolescencia. Es preciso considerar que'este
cambio se produce paralelamente con modificaciones concor-
dantes en el superyó adolescente. Desde un punto de vista feno-
menológico, dichas modificaciones se hallan representadas por
la proverbial rebelión adolescente. Desde un punto de vista
metapsicológico, señalan que el yo y el ideal del yo están asu-
miendo algunas de las funciones del superyó, afectando por
consiguiente el alcance de su influencia, así como su papel di-
námico y económico en la vida mental (Blos, 1962). —
Volveré ahora brevemente a la idealización del self y al ideal
del yo en la adolescencia, pues la conceptualización de la for-
mación del ideal del yo adolescente permite distinguir con ma-
yor precisión entre ambos. La adquisición de ideales no es lo
mismo que la estructuración del ideal del yo. No se puede
hablar de ideales del yo, como no se puede hacerlo de superyós
en plural. No obstante, es frecuente hallar el término "ideales
del yo" en la literatura especializada. Tanto el superyó como el
ideal del yo denotan una estructura cohesiva, o, de modo más
correcto, el ideal del yo representa un "aspecto del sistema su-
peryoico" (Hartmann y Loewenstein, 1962, pág. 44).
La idealización del self constituye un aspecto típico de la
adolescencia; revela, de un modo inconfundible, su origen y su
función narcisista como regulador de la autoestima. Al mismo
tiempo, observamos un deterioro más o menos maligno del exa-
men de realidad, la objetivación y las relaciones objetales. En
los casos en que las metas narcisistas de la idealización del self
se exteriorizan, son fácilmente confundidas con las manifesta-
ciones del ideal del yo. Por cierto, los ideales intransigentes del
adolescente, expresados en palabras o en la acción, a menudo
se consideran erróneamente como la prueba de un vigoroso
ideal del yo.
Mis observaciones clínicas respecto de jóvenes rebeldes o ac-
tivistas, todos ellos en la última etapa de la adolescencia y en su
mayoría estudiantes universitarios, quienes buscaban crear
una sociedad perfecta, me persuadieron de que su creencia en
un mundo perfecto arraigaba en una creencia arcaica en la
perfección parental. La "imago parental idealizada" (Kohut,
1971), cuando selíTexterioriza, añade un carácter fanático a l a
lucha por ese mundo perfecto, a la vez que la ira narcisista,
una respuesta a la desilusión parental, encuentra una expresión
tardía en la irracionalidad de la violencia. Un mundo imper-
fecto debe permitir que se lo corrija o ser destruido. Este prin-
cipio del tipo todo o nada se manifestó en la década de 1960
con particular virulencia en las universidades norteamerica-
nas. 2 El Alma Mater, "la madre nutricia", se convirtió en el
2 Una aplicación generalizada de esta tesis al contexto mundial sería engaño-
sa, pues los factores que intervienen en las rebeliones estudiantiles en otros
países son demasiado heterogéneos.

. Mí,
blanco de la ira y las recriminaciones infantiles, como lo pu-
sieron en evidencia los ataques verbales, simbólicos, y concre-
tamente anales. La negativa de aquella a gratificar las necesi-
dades de sus hijos adoptivos se tomó literalmente, sin conside-
rar un momento que ella estaba nutriendo (amamantando) la
mente y que por lo tanto no estaba en condiciones de gratificar
las necesidades de un modo instantáneo. Por supuesto, estas
observaciones se aplican sólo a un sector determinado de los ac-
' tivistas y rebeldes fanáticos de las universidades. Lo que consi-
deraban culpas de los padres se les aparecían magnificadas has-
. ta el punto de configurar ultrajes llenos de vileza o maldad. En
algunos de los jóvenes revolucionarios3 la lógica política o his-
tórica se halla distorsionada por los "absolutos" o directamente
no existe, debido a su imperiosa creencia en la perfección. L e -
jos de originarse en un espejismo, este tipo de conducta y de
pensamiento refleja la exteriorización de la perfección parental
perdida; además, demuestra cuán extraordinariamente dolo-
roso es el esfuerzo para trascender a la pérdida del self o del ob-
jeto idealizados.
La teoría psicoanalítica siempre hizo hincapié en la estrecha
conexión entre el ideal del yo y las pérdidas narcisistas de la in-
fancia. En consonancia con su origen, que también influye
sobre su función, el ideal del yo es básicamente hostil a invo-
lucrar la libido objetaj; como señalamos antes, sus raíces se
"hunden en el narcisismo primario. Perpetúa, por decirlo así,
una eterna aproximación a la perfección narcisista de la infan-
cia. Si seguimos el curso del ideal del yo desde la infancia hasta
la adultez, podemos registrar una permanente adaptación de
su función básica al sistema cada vez más complejo mediante el
cual el self se mide a sí mismo, a medida que progresa a lo largo
de líneas evolutivas. Por lo tanto, el ideal del yo se aleja cada
vez más de aquellos esfuerzos primitivos que aspiran a una res-
titución narcisista absoluta. De hecho, el ideal del yo funciona
como instancia psíquica, al menos en su forma madura, sólo en
I la medida en que su meta se halle fuera de su alcance. Cuales-
quiera sean los logros del hombre, la imperfección continúa
siendo un perpetuo componente de sus esfuerzos; no obstante,
este hecho nunca le ha impedido renovarlos. Mientras que el
superyó es una instancia de prohibición, el ideal del yo es una
instancia de aspiración. "Mientras que el yo se somete al super-
yó por temor al castigo, se somete al ideal del yo por amor"
(Nunberg, 1932, pág. 146). Unas'décadas después leemos

3 Sus antecesores prototípicos pueden hallarse en los estudiantes nihilistas


Arcady y Bazarov, personajes de la novela Padres e hijos (1862), de Turgenev.
Arcady termina casándose y aceptando la vida ancestral, mientras que Ba-
zarov, en un triunfo de la idealización del self sobre un romance frustrado, se
suicida.
nuevamente: "Nuestros ideales son nuestros líderes internos;
los amamos y anhelamos alcanzarlos. [...] Nuestras ambiciones
nos impulsan, [pero] no las amamos" (Kohut, 1966, pág. 251).
Durante el proceso formativo del ideal del yo adulto en la
adolescencia vuelven a instalarse modelos preedípicos y prege-
nitales, y la fuerza de los puntos dé fijación se hace notoria. Es-
to mismo también es válido para los componentes instintivos,
que una vez más desempeñan un papel durante la irrupción de
la vida instintiva en la pubertad, cuando el avance hacia la ge-
njtalidad traza una línea de demarcación cada vez más nítida
entre el placer previo y la excitación genital. En mi análisis de
adolescentes varones, a menudo me impresionó la intensidad
con que cultivaban la idealización del self como ún fin en sí
mismo, sin que de ello se siguiera ningún acto hacia la realiza-
ción o consecusión. La comparación entre esta actitud y una fi-
jación en el placer previo resulta válida, en especial cuando ob-
servamos reiteradamente la declinación de este modo de fun-
cionamiento con el predominio de la genitalidad. Podemos
ahora reformular un pensamiento que ya se encontraba in nuce
en el punto de partida clínico: el ideal del yo emerge de su esta-
do infantil sólo cuando, en la adolescencia tardía, el vínculo
objetal narcisista, al cual se ha unido el ideal del yo infantil,
pierde su investidura homosexual. Esta tarea se logra mediante
la disolución del complejo de Edipo negativo.

El desarrollo del ideal del yo en el hombre


y en la mujer
Si bien consideramos que el ideal del yo forma parte del sis-
tema superyoico, uno y otro no se desarrollan a partir de la
misma matriz conflictiva, ni constituyen entidades que coinci-
den entre sí en el momento de su aparición. Muy por el contra-
rio, su origen es heterogéneo, sus puntos de partida no son
sincrónicos, sus contenidos no son idénticos y sus funciones son
dispares. Lo que tienen en común es su influencia motivacional
sobre la conducta y su función reguladora de la sensación de
bienestar. De acuerdo con sus respectivos orígenes, podemos
"distinguir entre el superyó, una estructura más reciente y
más acorde con la realidad, y el ideal del yo, una estructura
más temprana y más narcisista" (A. Reich, 1954, pág. 209). Sin
embargo, en cuanto a la cronología de la formación definitiva
de dichas estructuras sucede lo contrario: el superyó se estable-
ce más temprano, al declinar la fase fálico-edípica, mientras
que el ideal del yo alcanza su estructura definitiva sólo durante
la etapa final de la adolescencia.
Se ha observado con frecuencia que la índole narcisista del
ideal del yo muy pronto atrae hacia su campo a la imagen cor-
poral. Por consiguiente, no sorprende que el curso de la forma-
ción del ideal del yo no sea idéntico para uno y otro sexo. No
obstante, en ambos casos puede reconocerse la función del ide-
al del yo primitivo por su meta, que consiste en reparar o
borrar una herida narcisista debida a la comparación con otras
personas o al menosprecio de estas. El recurso narcisista a un
estado de perfección ilusoria del self produce una sensación de
bienestar, que sin embargo se adquiere al precio de cierta dis-
torsión de la realidad. Al progresar el desarrollo del yo, esas
distorsiones aisladas extienden una perniciosa influencia sobre
las iniciativas adaptatiyas del niño.

La línea evolutiva del ideal del yo femenino

En la litératura psicoanalítica encontré sólo una descripción


evolutiva sistemática del ideal del yo femenino: un ensayo de
Jacobson (1954). Esta autora sostiene que "en la niña se de-
sarrolla un núcleo del verdadero ideal del yo aun antes que en
el varón y ello ocurre en relación con el surgimiento temprano
de su conflicto de castración". La niña responde al descubri-
miento de hallarse castrada "desmintiendo su supuesta defi-
ciencia". Con el tiempo, esta etapa conflictiva conduce al reco-
nocimiento de su anatomía genital y, en consecuencia, a un in-
tento de recuperar el falo perdido. Durante esta fase, su desilu-
sión con respecto a su madre se manifiesta en el rechazo hostil,
acusatorio, hacia aquella y en el menosprecio de sí misma (su
imagen corporal)'. Este conflicto, preedípico se resuelve me-
diante la recuperación del falo a través de una vuelta al padre
y "muy a menudo [...] una renuncia prematura a las activida-
des genitales, acompañada por la retracción y el desplazamien-
to de la libido narcisista desde los genitales hacia el cuerpo en-
tero" (pág. 118).
Mi experiencia confirma este desplazamiento, que puede re-
conocerse en una etapa posterior en la marimacho, cuando la
ecuación cuerpo-falo adquiere un carácter tan espectacular; es
posible observar esta misma tendencia en la niña mayor, cuan-
do el cuerpo-falo se convierte en un agente que permite exhi-
bir, controlar y estimular la excitación sexual. Una preocupa-
ción persistente respecto del cuerpo-falo tiende a producir en la
joven adolef ente un estado cuasi alucinatorio que le hace per-
cibir a todc-í ¡os varones codiciándola sexualmente. De hecho,
esta percepción es a menudo correcta, pues el "juego" fálico-
narcisista de la frialdad provocadora por parte de la joven tien-
de a despertar en el varón una conducta sexual agresiva y pre-
sumida
Jacobson afirma también lo siguiente:

"A partir de los casos que he tratado no queda duda de que , \


estos graves conflictos y, en particular, los peligros que se origi- t '
nan en el menosprecio de sí misma por parte de la niña y en la
desvalorizáción de la madre y el riesgo de perderla son maneja-
dos mediante el establecimiento de un ideal del yo materno, |
aun cuando tenga un carácter muy prematuro e inmaduro: el
ideal de una niñita carente de agresividad, limpia, prolija y fí-
sicamente atractiva, dispuesta a renunciar a las actividades se-
xuales.
"Por cierto, con frecuencia cabe observar que el ideal del yo
femenino absorbe y remplaza para siempre a la fantasía del
«pene ilusorio»" (págs. 118-19).
Cuando la niña se vuelve hacia el padre edípico, la recupe-
ración del falo continúa siendo un aspecto intrínseco de sus de-
seos sexuales. En los intentos de satisfacer estos deseos podemos
observar que vuelven a instalarse modalidades orales de incor-
poración que constituían mecanismos adecuados a la fase du-
rante la formación prematura del ideal del yo. Cabe agregar
aquí que estas "fantasías arcaicas de incorporación oral y geni-
tal" del falo paterno constituyen un aspecto normal (a menudo
patológicamente fijado) de la lucha de la adolescente tardía en
pos de la perfección, ya sea que adopte esta un carácter sexual,
intelectual, social, moral u otro distintó. Mis observaciones en ' í
cuanto a esta etapa corroboran la afirmación de Jacobson, se-
gún la cual la tendencia de la niña a efectuar una regresión ha- \
cia el estado primitivo de la formación temprana del ideal del
yo complica, retrasa o frena el establecimiento de un yo inde-
pendiente, así como de un ideal del yo de índole despersonifi- ¡
cada, no concretízada y abstracta. En consecuencia, la niña ¡¡
conserva una persistente tendencia a "revincular su ideal del yo
con una persona del exterior" (pág. 119). Para decirlo en otros '
términos, el ideal del yo femenino tiende a seguir enredado, o ,
es propenso a enredarse, en las vicisitudes de las relaciones ob-
jetales.
En este contexto, es preciso tener en cuenta que la bisexuali-
dad de la mujer asume, a lo largo de su vida, un carácter me-
nos polarizado o conflictivo que en el hombre; por consiguien-
te, la bisexualidad no se halla nunca sujeta a una resolución de-
finitiva o a una represión tan rígida o irreversible como ocurre,
normalmente, en el caso del varón. Durante la pubertad
temprana del varón buscaremos en vano una etapa manifiesta
y acorde con el yo similar a la etapa de la marimacho. Sólo el
análisis de adolescentes varones nos proporciona evidencias de
los deseos e identificaciones femeninos profundamente repri-
midos del niño (Blos, 1962; véase también el capítulo 7). Esto
confirma el hecho de que los dos aspectos del complejo de Edi-
po —el primero, fálico; el segundo, adolescente— siguen un
' curso diferente en ambos sexos. En la coyuntura crítica de la
adolescencia tardía, cuando la joven debe lograr la estabiliza-
ción de su femineidad, la incorporación regresiva del falo pa-
terno como regulador narcisista de la sensación de completud y
perfección debe ser superada por una sostenida identificación
con la madre. Un ideal del yo no sexualizado ni concretizado
facilita la trasformación de la envidia infantil del pene en una
lucha por la perfección como mujer, alejada de la envidia, la
i competencia y la rapacidad (la "caza de trofeos" sexual). Este
logro restablece una sensación de bienestar y la confianza con-
comitante en que ciertamente es posible encaminarse hacia la
autorrealización. La fuente inextinguible de una fuerza propul-
sora hacia esta meta constituye el ideal del yo femenino y defi-
ne su función narcisista. No obstante, ciertos vestigios de la
"revinculación del ideal del yo con una persona externa", con
un objeto de amor, siguen siendo, hacia cierto punto, el sine
qua non del ideal del yo femenino.
Todo analista que haya tratado a adolescentes mujeres ha
observado el delicado y doloroso estado de transición entre el
ideal del yo personalizado, dependiente y concretizado, y el
autónomo, impersonal y abstracto. Mientras se dirige hacia es-
te fin, la joven a menudo intenta acomodar su ideal del yo pri-
mitivo a una relación amorosa. Su ganancia de placer consiste
aquí más o menos exclusivamente en el ejercicio de su poder y
la recuperación narcisista del falo; este se obtiene ya sea me-
diante su posesión vicaria durante el acto sexual o por medio de
su incorporación genital (oral). Estas etapas en el camino hacia
la feminidad aparecen a menudo yuxtapuestas con perturba-
ciones alimenticias (v. gr., el comer compulsivoo el ascetismo
dietético), las cuales no dejan dudas acerca de los mecanismos
orales comprometidos. Es un hecho bien conocido que las per-
turbaciones alimenticias de la adolescencia prevalecen entre
las jóvenes, mientras que entre los varones sólo tienen una inci-
dencia insignificante.

La línea evolutiva del ideal del yo masculino

El primer paso en el desarrollo del ideal del yo masculino


conduce del narcisismo primario a la omnipotencia ilusoria
compartida con la madre y, más allá, a las identificaciones
narcisistas con objetos idealizados. Estas identificaciones son
atemperadas progresivamente por el principio de realidad, que
pega un salto hacia adelante en la época en que se recurre a su
ayuda para la disolución del complejo de Edipo. La consolida-
ción del superyó contiene las fugas hacia la omnipotencia y el
autoengrandecimiento. El recurso al estado de omnipotencia
infantil es relegado decididamente al mundo de la fantasía.
El aspecto creativo de la fantasía y sus modalidades expresi-
vas (tales como la imaginación lúdica o verbal) reflejan, en un
plano metafórico, la potencia y el poder de la madre procreati-
va, preedípica, que siempre despierta, en cierta medida, la en-
vidia del niño. Este hecho tal vez explique, en comparación
con lo que hemos dicho acerca de la mujer, la observación de
que los adolescentes varones tan a menudo aspiren a la creati-
vidad, la originalidad y la fama. Por cierto, las jóvenes tienen
aspiraciones similares, pero estas tienden a vincularse más vi-
gorosamente con el anhelo de una relación satisfactoria. Las re-
percusiones del temor y la envidia del varón por la procreación
femenina pueden detectarse en el impulso del adolescente a
crear, ya sea un aparato, una fortuna, una molécula, un po-
ema, una canción o una casa. Tales deseos están muy lejos de
satisfacer las características que atribuimos al ideal del yo;
ellos proporcionan un repertorio de sueños diurnos reiterativos
y por lo común permanecen encadenados a estas regiones infe-
riores por fuertes inhibiciones. A modo de ejemplo, relataré un
episodio del análisis de un adolescente tardío. El joven informó
un día que se había escuchado decir en voz alta, dirigiéndose a
sí mismo: "Vamos, Chris, no seas una mujer". En ese momento
estaba perdido en ensoñaciones, alentando dulces esperanzas
de que todo' habría de salir lo mejor posible. Se sobresaltó al oír
sus propias palabras, que revelaban tanto su deseo como la re-
futación de este deseo —o, más directamente, su conflicto neu-
rótico—.
Si la necesidad infantil de unidad con la madre arcaica es de-
masiado vigorosa, el complejo de Edipo cae bajo la influencia
de esta fijación. Un componente regresivo en la disolución del
complejo de Edipo del varón puede percibirse en la identifica-
ción narcisista con la madre arcaica, omnipotente y fálica. Si
bien hasta cierto punto esta transacción parece ser un aspecto
bastante normal del complejo de Edipo masculino, no debe ol-
vidarse que toda vez que una fijación preedípica en la madre
fálica debilita la afirmación fálica del niño, la afirmación de su
rivalidad, el complejo de Edipo está llamado a quedar in-
completo. Esta condición anormal se torna por cierto evidente
durante la adolescencia, si es que ello ya no ha ocurrido duran-
te el período de latencia. El momento de irrupción de la neurosis
suele tener lugar en el período de la adolescencia tardía (véase el
capítulo 16), pues la fisiología de la pubertad tiende a hacer que
un componente masculino débil adquiera una mayor preponde-
rancia durante esta etapa, en la que "un aumento de la libido
genital produce Una bienvenida disminución de la pregenitali-
dad" (A. Freud, 1958, pág. 266).
Un vestigio característico del componente regresivo, implan-
tado en el complejo de Edipo, se halla universalmente en la an-
gustia de castración del joven adolescente en relación con la
madre fálica, o con las mujeres en general (Blos, 1962; véase
también el capítulo 7). Esta profunda aprensión hace que el jo-
ven idealice al padre y busque su compañerismo protector y re-
asegurador. El hecho de compartir el poder y la superioridad
idealizados del padre se convierte en una fuente transitoria de
engrandecimiento narcisista, que durará hasta que el impulso
sexual amenace con despertar la libido objetal homosexual. En
este punto, podemos observar cómo el ideal del yo se ve enre-
dado de nuevo fatalmente en los impulsos de la libido objetal
ctebido a la disolución relativamente incompleta del complejo
de Edipo. Sólo el análisis de las fijaciones preedípicas y prege-
nitales y de su ominosa integración en la organización edípica
desbroza el camino hacia la estructuración de un ideal del yo
maduro. Esto equivale a decir, o a repetir, que la disolución
del complejo de Edipo negativo desempeña un papel decisivo
en el desarrollo hacia la formación de una personalidad adulta.
La estructuración de un ideal del yo maduro reduce las ide-
alizaciones excesivas del self y del objeto hasta alcanzar un ni-
vel más realista en la valorización del self y del objeto. La ca-
pacidad de objetivación refrena todo inoportuno engrandeci-
miento del self. A partir de este punto, el ideal del yo obtiene
su ímpetu del flujo interminable de la libido homosexual
neutralizada. De este modo, en él se sustenta la inexorable
"lucha por la perfección", que constituye la fuente de sumi-
nistro narcisista, alejada y distante de las vicisitudes de las rela-
ciones objetales. El ideal del yo masculino encierra en sí mis-
mo, por así decirlo; su historia desde el narcisismo primario
hasta la fusión con la omnipotencia materna y, más allá, el
amor edípico por el padre. Esta última etapa es superada por
la estructura del ideal del yo. Sólo en función de este último y
decisivo paso, que integra los diversos momentos de la historia
del ideal del yo en su estructuración madura, podemos hablar
del ideal del yo masculino como heredero del complejo de Edi-
po negativo (véase el capítulo 7). La confirmación de estas con-
ceptualizaciones se verá mejor examinando la patología del
ideal del yo.
La patología del ideal del yo
Llama la atención que el estado de narcisismo adolescente,
normal y con frecuencia generalizado, no haya generado ma-
yores investigaciones acerca de su contenido, su forma y su
trasformación. Es precisamente en este territorio psíquico for-
tuitamente visible donde se centran mis observaciones. Para el
estudio del ideal del yo procuro utilizar el período comprendi-
do entre el comienzo y la declinación del narcisismo adolescen-
te. En este período se ponen de manifiesto sus formas primiti-
vas, así como sus formas maduras, y, además, las distintas eta-
pas por las que atraviesa en su trasformación. El fracaso en la
formación de un ideal del yo maduro ilustra, por así decirlo,
las condiciones de la patología del ideal del yo adolescente, po-
niendo de relieve los pasos obligatorios (tanto los de transición
cuanto los finales) para la estructuración de un ideal del yo
adulto.
El enfoque acostumbrado del problema del narcisismo ado-
lescente relaciona este fenómeno con dos constelaciones diná-
micas principales. Una de ellas tiene que ver con la libido obje-
tal cuando esta se desvía hacia el self. Por lo tanto, se considera
que el estado narcisista de la adolescencia acompaña al segun-
do proceso de individuación (véase el capítulo 8), a la desviñ-,
culación emocional de los objetos de amor y odio interiorizados
de la temprana infancia. Es un hecho bien conocido que estas
relaciones tempranas e incluso primitivas con objetos totales
u objetos parciales poseen recursos extraordinarios que satisfa-
cen —en términos generales— las necesidades narcisistas del ni-
ño inmaduro y dependiente. Estos medios primitivos para regu-
lar la autoestima y la seguridad vuelven a instituirse fácilmente
en períodos de crisis evolutiva, como el de la adolescencia. Basta
con llamar la atención del lector sobre la propensión del adoles-
cente a idealizar personas, ideas, metas y tentativas; esta carac-
terística, junto con la autoafirmación rebelde, tiende a dar a las
idealizaciones adolescentes per se una posición exaltada e incluso
reverenciada. No obstante, si esta tendencia a la idealización se
considera un indicio confiable de un desarrollo progresivo, en-
tonces se ignora el hecho de que constituya un freno potencial
para la maduración. No es tarea fácil discernir en estas manifes-
taciones idealizadoras la medida real de los componentes adap-
tativos, regresivos y defensivos.
La segunda constelación dinámica que produce un aumento
del narcisismo tiene que ver con el aspecto regresivo de la ado-
lescencia. Observamos aquí el resurgimiento del ideal del yo
primitivo como un regulador de Ta autoestima, específico de la
fase pero transitorio. Este aspecto regresivo ha recibido parti-
cular atención toda vez que su llamativa patología, en especial
en la psicosis adolescente, domina el cuadro clínico. Menos
atención ha recibido como concomitante del movimiento
regresivo en el desarrollo normal del ideal del yo durante el pe-'-
ríodo adolescente. Intentaré poner de relieve aquí cómo el ide-
al del yo se ve envuelto temporariamente en la disolución del
complejo de Edipo, en particular de su componente negativo,'
durante la adolescencia tardía.
En el pasado, los autores que escribieron sobre este período
prestaron escasa atención al problema de la estructuración del
ideal del yo adolescente; sólo recientemente se ha reparado este
descuido. No me referiré aquí a las numerosas contribuciones
al concepto del ideal del yo,.pues me ocuparé de ellas más ade-
lante. Dado que mi interés se centra, en este punto, en la pato-
logía del ideal del yo, debo en principio pagar tributo a una
notable psicoanalista que ha contribuido profundamente a di-
lucidar este tema, Ánnie Reich (1953, 1954, 1960). Sus formu-
laciones teóricas se fundan invariablemente en el trabajo clíni-
co y yo utilizaré libremente estos hallazgos a fin de realizar un
estudio comparativo con los míos, derivados del análisis de
adolescentes. Muchos rasgos de la patología del ideal del yo, tal
como los describe Annie Reich a partir de sus pacientes adul-
tos, pueden observarse fácilmente ya sea como síntomas ado-
lescentes transitorios o, en su forma maligna, como un compo-
nente central de la psicosis adolescente. Entre ambos extremos
hay un espectro de fenómenos clínicos intermedios que han lla-
mado mi atención.
Ciertos elementos arcaicos del sistema superyoico, entre los
cuales se incluye el ideal del yo infantil, a menudo se en-
cuentran en estado latente en enclaves de valencia patógena
cuya existencia sólo se pone de manifiesto en la adolescencia.
Aun cuando la personalidad, en muchos aspectos, ha avanzado
en la formación de estructuras a lo largo de las diversas fases
del desarrollo, las fantasías narcisistas de omnipotencia y gran-
diosidad infantiles, más o menos acordes con el yo, con fre-
cuencia concretas, nunca fueron refrenadas lo suficiente por el
principio de realidad. En consecuencia, no han podido armo-
nizarse con las percepciones, la cognición y la memoria del ni-
ño mayor; para decirlo brevemente, han obstruido el de-
, sarrollo del yo hasta un punto catastrófico. En este caso, los
enclaves patógenos continúan sirviendo como los únicos regu-
ladores disponibles y factibles de la autoestima (mediante la rea-
lización imaginaria del deseo) durante Iá desilusión adoles-
cente respecto, del self y del objeto. Estos elementos arcaicos se
hallan fuera del ámbito del amor objetal y permanecen dentro
de la esfera del narcisismo primario.
Tal como lo señalamos, esta condición, de mal presagiosa
menudo pasa inadvertida durante la niñez. "Con frecuencia,
los ideales narcisistas del yo se ponen de relieve sólo en la pu-
bertad" (A. Reich, 1954, pág. 215). No obstante, el cuadro clí-
nico en la adolescencia a menudo deja un margen de duda en
cuanto a la índole patognomónica o transitoriamente regresiva
de estos estados narcisistas (Blos, 1962). Para diferenciar entre
estos dos cuadros o "para comprender los estados narcisistas no
psicóticos es necesario el concepto del ideal del yo" (A. Reich, 1954,
pág. 216). Anular la separación entre el self y el objeto ideali-
zado supone siempre cierta desintegración del examen de reali-
dad. El deseo del niño de ser como la poderosa figura parental
es reemplazado, si no se lo maneja —como ocurre normalmen-
te— mediante procesos identificatorios, por la convicción má-
gica y megalómana de ser lo mismo que aquella, es decir, de
ser su propio objeto ideal (A. Reich, 1953) o, como suele rotu-
lárselo incorrectamente, su propio ideal del yo. Lo que esto sig-
nifica es, más bien, la fusión entre el self y el objeto idealizado,
el estado primitivo de completud y bienestar.
En la naturaleza de la adolescencia se halla implícito el
hecho de que el estado primitivo de idealización del self inclu-
yendo el vasto espectro de magia, omnipotencia y grandiosi-
dad, se vea desafiado como nunca lo ha sido hasta entonces.
Incluso con la percepción edipica de la inmadurez física, el ni-
ño pudo hallar, a esa edad, un mínimo de perfección, aunque
sólo fuera de prestado, simplemente satisfaciendo las expectati-
vas parentales. El niño toma fácilmente como promesas o pre-
dicciones las expresiones de sobreestimación de los padres, a
menudo derivadas de las propias necesidades narcisistas de es-
tos; aquellas nunca dejan de ser cuestionadas durante la ado-
lescencia. Es verdad que la critica superyoica posedípica y el
sentimiento de culpa concomitante equilibran los poderes pri-
mitivos de la idealización del self e impiden que estos eliminen
siempre a la objetivación; no obstante, nunca se los suprime
del todo. El estado normal de un ideal del yo infantil parcial-
mente integrado y, sin embargo, regulado exteriormente sufre
un cambio radical y duradero durante la adolescencia. Una re-
versión, ante los desafíos adolescentes, hacia el ideal del yo in-
fantil es un caso bastante frecuente antes de que una valora-
ción más madura del objeto y del self se torne irreversible. El
segundo proceso de individuación y el proceso de consolidación
de la adolescencia hace que las representaciones del self y del
objeto existentes sean menos rígidas, pero más estables y realis-
tas. Si las decepciones, transacciones y pérdidas concomitantes
no pueden ser toleradas, el proceso adolescente está condenado
al fracaso. "La producción exclusiva de fantasías dirigidas ha-
cia el propio engrandecimiento revela una perturbación grave
del equilibrio narcisista, en particular cuando estas fantasías
persisten después de la pubertad" (A. Reich, 1960, pág. 296).
No es exagerado decir, en este contexto, que la adolescencia es
<-nmpurable con una divisoria de aguas que determina, de una
vez para siempre, la dirección que tomará el ideal del yo a par-
tir de entonces: o bien retornará a su fuente familiar, o buscará
un nuevo curso, no probado y desconocido.
Antes de alcanzar, en el análisis adolescente, el núcleo de la
patología del ideal del yo, es preciso realizar ciertos trabajos
preparatorios en todos los sectores de la personalidad. Men-
cionaré sólo un tema recurrente que pone de manifiesto las
fuentes complejas de la patología del ideal del yo. Lo que apa-
rece como antecedente patógeno es un trauma masivo, es de-
cir, acumulativo, dentro del ámbito narcisista durante el pe-
ríodo preedípico. Este trauma extiende su perniciosa influencia
soBre"eI conflicto edípico, haciendo que quede incompleto, es
decir, trabándolo con fijaciones que proceden del período
diádico. Cuando el complejo de Edipo en estado incompleto
resurge en la adolescencia, se intenta disolverlo mediante la
búsqueda regresiva de una completud narcisista perdida a tra-
vés del objeto materno del período diádico. Estas fijaciones
tempranas a menudo representan un obstáculo invencible para
el desarrollo progresivo en la adolescencia y se actúan median-
te la necesidad, con frecuencia insaciable, de posesión del obje-
to. Esta hambre primitiva de objetos procura su satisfacción en
eTnivel de la madurez física, es decir, sexual. Las relaciones se-
xuales de esta índole están desprovistas de.empatia mutua y la
perfección del desempeño sexual pasa claramente a un primer
plano. 4
En los casos de este tipo, el complejo de Edipo positivo ocu-
pa pronto en el análisis una posición prominente, encubriendo
los estratos más profundos de las fijaciones narcisistas que han
sido integradas en la organizaciónaefensiva. El concomitante
patológico de esta condición se pone de manifiesto en un exa-
men de realidad defectuoso y en el autoengrandecimiento; no
obstante, si el examen de realidad se halla casi intacto, adverti-
mos que las fantasías narcisistas quedan relegadas a un seg-
mento escindido de las representaciones del self y del objeftT,
un segmento que entonces exhibe una florida vida propia, in-
fantil y sexualizada. El paciente preserva tenazmente estos
enclaves patológicos dentro de la personalidad. Todo esfuerzo
analítico para llegar hasta ellos es vivido como una intrusión
agresiva_y hostil o como un desposeimiento narcisista. Sin em-

4 Este modelo de conducta sexual en la adolescencia tardía procede, en gran


medida, de la estereotipia de la denominada "revolución sexual de la juven-
tud". Heíene Deutsch (1967), en sus observaciones sobre las jóvenes estudiantes
universitarias norteamericanas, ha descrito este síndrome como "infantilismo"
sexual. El reflejo de esta condición puede discernirse siempre en un estado inma-
duro del ideal del yo.
bargo, en virtud de esto mismo, el analista-se ve incluido cada
vez más dentro del ámbito de las necesidades narcisistas del pa-
ciente, como alguien que puede proporcionar gratificaciones o
negarlas. Cuando el paciente, por último, advierte que estos
desposeimientos cuasi alucinatorios se originan y operan exclu-
sivamente en su propia mente, se da un paso decisivo hacia una
delimitación más nítida entre lo interno y lo externo. Este paso
hacia la introspección y la objetivación intensifica el trabajo
analítico y suele conducir al adolescente a un período de expe-
rimentación, que abarca toda la gama de las actividades hu-
manas. Cualesquiera que estas sean, a menudo llevan a un
retroceso hacia una nueva búsqueda de perfección narcisista,
en un esfuerzo por superar un sentimiento generalizado de des-
valorización, incompleción e impotencia.
Las relaciones sexuales del tipo antes descrito suelen termi-
nar desastrosamente. Nuevamente, la culpa de este fracaso es
adjudicada al analista, quien lo originó negándose a ampliar su
omnipotencia; ahora, cuando todo se ha perdido, se espera de
él que haga las enmiendas necesarias y repare la pérdida de un
modo mágico. Alternando entre trasferencias hacia la madre y
hacia el padre, el complejo de Edipo incompleto se encamina
gradualmente hacia su constelación triádica normal. Su com-
ponente negativo suscita, en el nivel de la madurez sexual, los
conflictos de la bisexualidad y hace que la "lucha por la perfec-
ción" narcisista sea cada vez más.pasible de un trabajo analíti-
co. En el material analítico se ponen de manifiesto fantasías,
deseos y anhelos de tipo homosexual; ello constituye un indicio
de que el paciente se está dirigiendo hacia una disolución del
vínculo libidinal con el padre del mismo sexo. La representa-
ción del self incompatible con el propio sexo, inherente a esta
lucha, se presenta ubicuamente en el análisis de adolescentes
tardíos y, durante algún tiempo, hace particularmente dificul-
toso el trabajo analítico.
El uso de material clínico para demostrar las afirmaciones
expuestas arriba se halla obstaculizado por dos condiciones. El
primer obstáculo se relaciona con el hecho de que la patología
del ideal del yo tal como es descrita en el adulto puede obser-
varse en la adolescencia tardía como un fenómeno transitorio
de aparente similitud. El proceso de la formación del ideal del
yo adolescente se halla acompañado por estados mentales per-
turbados y perturbadores de distinta gravedad. Ciertos rasgos
concomitantes, de carácter regresivo y narcisista, y en los que
se manifiesta la idealización del self y del objeto, tienden, por
momentos, a debilitar el examen de realidad hasta tal punto
que la percepción del self, del self corporal y del mundo exte-
rior adquiere una cualidad casi alucinatoria. Cuando una,de-
tención en esta etapa obstruye tenazmente el desarrollo progre-
sivo, muchos adolescentes buscan tratamiento psiquiátrico o
analítico. Abrigar fantasías respecto de la fama, la grandeza y
el amor perfecto es un rasgo muy común y normal de la adoles-
cencia. Es solo la generalización y la reiteración monótona de
estas fantasías y su afinidad con estados narcisistas primitivos
lo que las vuelve patológicas. Diferenciar estos aspectos narci-
sistas, normales o patológicos, constituye una tarea no muy fá-
cil para el clínico.
El segundo obstáculo para validar clínicamente mis afirma-
ciones reside en el hecho de que los procesos integradores y sin-
tetizadores son esquivos y tienen lugar en silencio. Las conse-
cuencias de las nuevas formaciones —cualesquiera que ellas
sean— emergen a la superficie y pueden observarse sólo tar-
díamente, mucho después de superado el punto crítico de su
estructuración. Esta es lina observación bastante común du-
rante el análisis. Sea lo que fuere lo que desencadene un nuevo
avance de los procesos integradores, ello se debe al trabajo ana-
lítico previo y se manifiesta en regiones muy diversas de la
mente, a menudo no del todo en consonancia con las expectati-
vas del analista. Este fenómeno es particularmente caracterís-
tico del análisis adolescente, que, en un punto u otro, siempre
reconduce al paciente hacia la angustia de separación, pérdida
y muerte, seguida por una restitución narcisista. El ideal del
yo, anclado en la autosuficiencia narcisista, se convierte, por
así decirlo, en la fuerza triunfante que enfrenta la finitud de la
vida. En su aspecto adaptativo, contrarresta la regresión, da
forma a compromisos adultos y les proporciona continuidad y
constancia.
La medida en que las exigencias o expectativas de la so-
ciedad, en consonancia con la reorganización psíquica adoles-
cente, pueden promover el crecimiento parece dependér de la
formación concurrente del ideal del yo maduro. Por supuesto,
los compromisos cambian con el tiempo, pero para cambiar es
preciso que primero hayan existido. El momento crítico de la
vida en el cual estos asumen una forma y un contenido njadu-
ros es la adolescencia tardía. Pero si el adolescente fracasa en
esta tarea y se convierte en un paciente analítico, entonces uno
siempre descubre la presencia de una patología del ideal del yo
más o menos amplia. Evaluar el funcionamiento anormal de
un paciente sólo desde el punto de vista del ideal del yo restrin-
ge la perspectiva psicológica por la exclusión de otras conside-
raciones. No obstante, escoger el ideal del yo a los fines de un
estudio intensivo es particularmente sugestivo en relación con
la adolescencia tardía, pues no sólo se trata de una formación
estructural normativa, sino que también representa un factor
crítico en la estructura de una neurosis determinada. Trazar el
desarrollo de una instancia psíquica de modo relativamente
exclusivo no constituye un enfoque metodológico infrecuente
en la investigación psicoanalítica. Los antiguos han caracte-
rizado este procedimiento con una frase altisonante: "ex pede
Herculem".

Las vicisitudes del ideal del yo femenino


a lo largo del análisis de una joven
en su adolescencia tardía

La paciente era una joven de dieciocho años que se vio preci-


sada a abandonar una exitosa carrera universitaria cuando co-
menzó a padecer graves ataques de angustia. Una devoción
afectuosa, apasionada, pero insatisfecha y no correspondida,
hacia una compañera precipitó la súbita crisis.
En el análisis pronto resultó evidente que, para esta joven, el
self ideal y el ideal del yo aún no se hallaban diferenciados; un
rasgo incluso más primitivo era la convicción generalizada de
que todo lo que necesitaba para mantener un self estable pro-
venía de una fuente exterior, por cierto una fuente idealizada
ubicada en un objeto que la rechazaba. Mediante una escenifi-
cación zalamera y suplicante, facilitada por sus considerables
dotes físicas y mentales, la paciente se sentía compartiendo los
poderes y excelencias que otros poseían. La vinculación con el
objeto se basaba siempre en la voracidad y la incorporación
orales. Para estar en perfecta armonía consigo misma, ella te-
nía que incorporar al objeto y por lo tanto destruirlo. La culpa
y el pánico la impulsaban a reparar la pérdida y a recuperar la
fuente de suministro narcisista ofreciéndose a sí misma, de
nuevo mediante la escenificación; para satisfacer las necesida-
des, reales o imaginarias, del objeto idealizado. El estado in-
fantil de sentirse perfecta sólo cuando era amada incondi-
cionalmente se mantuvo sin cambios, mucho más allá de la eta-
pa simbiótica; de hecho, la joven hacía una regresión a esta
etapa ante cualquier decepción y volvió a ella hasta agotarla,
primero a través de la acción y luego en la fantasía, durante
largos períodos de su análisis. Amaba a quienes poseían los
grandes méritos que ella admiraba; ciertas fantasías asociadas
de succionar un pecho o un pene revelábañ la índole primitiva
de tales vínculos. Las excelencias que despertaban su "apetito
voraz" podían residir en la perfección sexual, física, académi-
ca, artística o intelectual. La posesión material desempeñaba
un papel más bien subordinado.
El hambre objetal de esta paciente apuntaba a la apro-
piación oral o al goce vicario, mediante la fusión, de las ri
quezas envidiadas que otros poseían indudablemente. Su senti-
miento generalizado de estar incompleta se hallaba dominado,
al parecer, por su envidia del pene. De acuerdo con una moda-
lidad cognitiva primitiva, la joven atribuía a todas las cosas
que le importaban, positiva o negativamente, una denomina-
ción masculina o femenina. En consonancia con ello, el logro
de la perfección estaba reservado a los varones; cierta vez que
expresó en público un pensamiento inteligente tuvo la convic-
ción casi alucinatoria de poseer un pene. Si, en relación con es-
to, hablamos de un ideal del yo, se trataría por cierto de un
ideal del yo infantil, pues la concreción alucinatoria de la ima-
, gen corporal idealizada refleja una distorsión de la-representa-
ción del self que es ajena al ideal del yo maduro.
El análisis de la envidia del pene fue seguido por una conso-
lidación de la orientación vocacional y de la capacidad intelec-
tual, ciertamente superior. No obstante, la modalidad de la en-
vidia del pene continuaba manifestándose en la necesidad exhi-
bicionista de superioridad intelectual y en el impulso sádico de
aniquilar, es decir, castrar, a sus compañeros varones. La ide-
alización agresiva del self impedía una desinstintivación del
ideal del yo. Los dramatis personae familiares de esta configu-
ración emocional se hallaban presentes: una madre rechazante
que prefería al hermano menor; el trauma de seducción infli-
gido a corta edad por un padre amado, temido y engrandeci-
do; la búsqueda regresiva de la madre buena y nutricia perdi-
da; la resolución restitutoria mediante el procedimiento de
trasformarse en un varón, aunque fuera una marimacho. Estas
características son demasiado conocidas para extendernos
sobre ellas.
Lo que me llamó la atención fue que la envidia del pene era,
parcialmente, una formación secundaria y defensiva. En otras
palabras, la intrusión fálica y la compleción física no sólo eran
un fin en sí mismas, sino que representaban, por encima de to-
do, un esfuerzo para resistir la regresión a la fusión primitiva
con la madre o, más tarde, con cualquier objeto de amor dese-
ado. En este sentido, la detención evolutiva descrita apuntaba
claramente, en mi paciente, no sólo al mantenimiento de su
autonomía (individuación), sino tambiérf a la protección de su
feminidad y a una lucha constante, aunque signada por el fra-
caso, para desembarazarse de la imago materna arcaica. Al
disminuir el predominio de la envidia del pene, la idealización
objetal se desplazó hacia las mujeres, centrada en la gratifica-
ción oral y caracterizada por reacciones depresivas o de ira an-
te la decepción o la frustración-. Entonces un sentimiento de
impotencia se apoderaba de ella; los fragmentos del ideal del
yo, que lentamente habían cobrado forma dentro del self como
algo distinto del objeto, eran barridos por un profundo senti-
miento de inutilidad. La única posibilidad de salvar al objeto
rechazante de la destrucción era considerar al self como indig-
no de recibir; el sentimiento de culpa se trasladaba entonces
desde la destrucción del objeto diádico y su rescate hasta los ce-
los, la competencia y la ambivalencia triádicos.
Se logró un avance decisivo en las relaciones objetales y en la
estabilidad identificatoria cuando en la neurosis de trasfe-
rencia pudo encararse la escisión del objeto en bueno y ma-
lo, presente y ausente, pródigo o rechazante. La representa-
ción del objeto total comenzó a manifestarse confiable y cons-
tante, sin necesitar ya de la idealización para sobrevivir. El
reflejo de esta representación objetal más madura se puso de
relieve en una actitud más tolerante hacia el self. La necesidad
que la joven sentía de sacrificar lo que a ella le interesaba, a fin
de que los otros siguieran amándola o simpatizando con ella,
dio lugar gradualmente a una afirmación de su verdadero self,
de sus auténticas preferencias, opiniones, gustos y aversiones.
Es verdad que dichos fragmentos del ideal del yo mantuvieron,
durante largo tiempo, una estrecha afinidad con las relaciones
objetales, pero su abandono alcanzó una magnitud tal que pro-
porcionó al mantenimiento de la autoestima un margen más
amplio de autonomía. En esta etapa, la fantasía quedó relega-
da a la esfera del juego; el reservorio de su rica imaginación se
abrió, estimulando su talento y su inteligencia; a su vez, ambos
se volvieron más productivos y gratificadores. Otro tanto
ocurrió con las relacioqes y la vida amorosa de la paciente. En
suma, los retoños del anhelo profundo de fusión con el objeto
primario idealizado, la madre, pudieron rastrearse a lo largo
de sus trasformaciones y ser reconocidos en la lucha autónoma
por la perfección, dentro de un esfuerzo constante, autodeter-
minado, aunque compartido, hacia la autorrealización. En es-
ta etapa, el flujo de libido narcisista, derivado del ejercicio del
ideal del yo, se convirtió en el regulador automático de la auto-
estima. La paciente pudo prescindir del usó de la idealización,
ya sea del self o del objeto, y de este modo proteger su sentido
de realidad arduamente ganado.

Las vicisitudes del ideal del yo masculino


a lo largo del análisis de un joven
en su adolescencia tardía
El paciente era un estudiante universitario de dieciocho
años. Su incapacidad de estudiar lo enfrentó con la posibilidad
de ver interrumpida su carrera. Era inteligente, al parecer de
carácter resuelto, bien parecido, fornido y gozaba de buena sa-
lud. Se había fijado una meta definida en la vida; no obstante,

>ÍM . .-.JBÜi
los actos encaminados a alcanzarla eran provisorios,
contraproducentes y errátiles.
El análisis pronto reveló que la representación del self del
paciente era sumamente lábil, oscilando entre la grandiosidad
y la denigración de sí mismo. Sus esfuerzos por agradar a
hombres importantes, incluyendo el analista, se revertían fá-
cilmente toda vez que su servilismo alcanzaba un püntó críti-
co; entonces recurría al negativismo, la rebeldía y la dilación.
Cada vez que intentaba liberarse de su entrega pasiva a los ob-
jetos idealizados podía advertirse su alejamiento emocional;
buscaba entonces refugiarse en la idealización narcisista del
self. El self grandioso de la niñez revivía regresivamente y por
un tiempo servía como regulador de la autoestima. Durante ta-
les episodios, su sentido del tiempo, así como su juicio respecto
de los otros y del self, se hallaban perturbados. Las palabras
—en cuyo uso confía el- análisis— se convertían en máscaras,
escudos o armas.
Durante la adolescencia, cuando la formación de la identi-
dad sexual se encamina hacia su etapa definitiva, es muy co-
mún que la polaridad implícita en la bisexualidad contamine
los ámbitos cognitivo y perceptual. Lo que observamos es una
tendencia, a menudo obsesiva, de asignar a los. opuestos la con-
notación de femenino o masculino. En este paciente dichos
conflictos bisexuales se presentaban en el análisis a través de sus
retoños en el campo intelectual y conductal. Los estudios aca-
démicos exitosos recibían inconscientemente, una designación
masculina, mientras que obrar de acuerdo con las reglas del es-
tudio representaba la contraparte femenina. El temor y la irri-
tación conducían al paciente a todo tipo de distracciones. La
fijación en el complejo de Edipo negativo lo inducía reiterada-
mente al fracaso y, en consecuencia, al deseo y el temor de
castración, con el pánico concomitante. El deseo de ser amado
por el padre perpetuaba la añoranza preedípica de la-madre y
la decepción ante ella; estas habían sentado las bases duraderas
de su miedo a las mujeres y de su creencia en la intención malé-
vola que las animaba. Ciertas exploraciones sexuales realizadas
en su hermanita, en particular respecto de sus incomprensibles
genitales (un estudio que fue interrumpido por el período de la-
tencia), dejaron en el pequeño una imagen confusa, vaga, algo
vertiginosa de la "vagina". Su primera explicación del hecho
de que la niña no tuviera pene fue: "Ella se lo comió". El pene
se había vuelto invisible. El niño esperaba que su investigación
le daría el poder de controlar a la mujer castrada y ominosa, o,
más exactamente, le permitiría obtener el poder que imputaba
a aquella y de este modo dominar sus propios impulsos, deseos,
gratificaciones y temores. Aquí debía buscarse el eslabón que
llevaba a su identificación parcial con la mujer. Cuando esta
investigación temprana, con su resolución no adaptativa, se re-
anudó en la adolescencia tardía, primó sobre toda otra curiosi-
dad intelectual o académica. El hecho de que el complejo de
Edipo se hallaba incompleto quedó de manifiesto, y lo mismo
ocurrió con la reinstintivación adolescente de aquellas directi-
vas internas mediante las cuales identificamos al superyó y al
ideal del yo.
Las oscilaciones entre las posiciones masculina y femenina,
así como los desplazamientos entre las idealizaciones del self y
del objeto, continuaron reiterándose tenazmente bajo distintos
disfraces. De hecho,-su circularidad daba la impresión de que
se alimentaban mutuamente. Los ataques contra la idealiza-
ción narcisista del self debidos a las decepciones propias de la
realidad despertaban, a su vez, la necesidad de la idealización
del objeto; mediante este desplazamiento, la gratificación nar-
cisista se restablecía compartiendo la perfección del objeto y
siendo amado por él. Por ejemplo,-cuando el paciente perdía
algunas sesiones abrigaba la fantasía de que su ausencia pro-
porcionaría al analista tiempo para trabajar en un libro; por lo
tanto, el analista se convertiría más rápidamente en un hombre
famoso y, a su vez, en una fuente más rica de gratificación nar-
cisista para el paciente, que después de todo había sido un pro-
motor silencioso del triunfo.
Cuando el paciente por último superó sus inhibiciones se-
xuales, reformuló con convicción su meta vocacional. No obs-
tante, este progreso de nuevo cayó en un impase debido a la
persistente instintivación del ideal del yo. El trabajo analítico \
reveló una paradoja. Como ya lo señalamos, el vínculo objetal
preedípico con la madre estaba impregnado de decepción,
agresión y miedo; estos afectos, que conservaban toda su fuerza
infantil, buscaban un alivio mediante el vuelco de libido obje- j
tal preedípica sobre el padre y la identificación del paciente j
con la madre sumisa y denigrada, el padre no sólo se convirtió
en el destinatario de la idealización edípica, sino que además
continuó siendo el objeto de las idealizaciones preedípicas de la
madre omnipotente. Todo lo malo y dañino fue escindido de la
representación del objeto idealizado y adjudicado a la mujer,
especialmente a sus genitales. El ideal del yo, en esta etapa,
reflejaba, de modo comparable, dos orientaciones distintas ha-
cia la perfecta autorrealización, es decir, las que correspondían
a los impulsos masculinos y femeninos.
El análisis de la neurosis de trasferencia dio como resultado
que el paciente reconstruyera y volviera a experimentar la am-
bivalencia infantil, que, en el nivel adolescente, tomó la forma
de fantasías homosexuales y heterosexuales. Entre estas, un
sueno tuvo particular importancia porque reveló el deseo y la
repugnancia, por parte del paciente, de que el padre lo acepta-
ra como mujer. Hasta que no se analizó la fijación en el
complejo de Edipo negativo, los principios concientes que
guiaban al paciente, sus ambiciones y metas no adquirieron
una constancia a la cual no afectaran las exigencias emociona-
les o circunstanciales. La necesidad de una idealización del self
instantánea como respuesta a la tensión fue reemplazada por
un esfuerzo sostenido y bastante uniforme hacia una meta que
en ningún momento sería alcanzada, pero que se acercaría a
cada momento. La desexualización del ideal del yo infantil en
la adolescencia tardía hizo posible este cambio en el funciona-
miento del ideal del yo. En el trascurso de este cambio pudo
observarse el surgimiento de una consolidación caracterológica
que tendía, de hecho, a integrar y automatizar la influencia
del ideal del yo maduro sobre el funcionamiento de la perso-
nalidad. El logro de la identidad sexual constituye en este pro-
ceso un requisito previo para la formación de un ideal del yo
maduro.
Es interesante señalar que sólo después de disuelto el
complejo de Edipo negativo el paciente pudo encarar sus con-
fusos vínculos emocionales con la madre de la niñez temprana.
Para sorpresa del analista y, más tarde, del paciente, hasta este
momento aquellos habían desempeñado un papel muy insigni-
ficante en el tratamiento. Por último, aparecieron con toda su
fuerza, por medio de repeticiones e intentos de corrección, en
una relación amorosa. Esta relación fue la primera que no bus-
caba una explotación sexual de la mujer, sino que tenía un ca-
rácter afectuoso y solícito, a pesar de los defectos de la compa-
ñera. Estos defectos eran reconocidos con desazón, pero no
convertían a la mujer en un ser menospreciado y repugnante.
El ideal del yo maduro proporcionaba al joven constancia para
autorrealizarse y, en el ejercicio concomitante de la lucha por la
perfección, había hallado una independencia razonable del
objeto y del self idealizados. La clara distinción entre la reali-
dad y la fantasía había cerrado suavemente la puerta y dejado
atrás el mundo de la infancia.

Observaciones sobre la historia del concepto


de ideal del yo
No cabe duda de que la bibliografía sobre el superyó es volu-
minosa en comparación con las investigaciones sobre el ideal
del yo. No obstante, abundan las referencias superficiales al
ideal del yo, aunque el significado específico del término a me-
nudo puede inferirse sólo según el contexto en que aparece.
Hasta la fecha la imprecisión del término resulta fastidiosa. La
distinción entre el superyó y el ideal del yo ha sido discutida
una y otra vez, y lo mismo ha ocurrido respecto del lugar del
ideal del yo en la organización mental. ¿Es el ideal del yo una
subestructura del yo o del superyó? ¿O es una instancia psí-
quica independiente? ¿Se conecta con aquellos en el curso del
desarrollo y, específicamente, durante la reestructuración psí-
quica adolescente? ¿Se modifica su función original con la ma-
duración del yo y la reorganización adolescente del superyó?
¿En qué sentido, si es que ello ocurre, el ideal del yo es
influido, e incluso determinado, por las vicisitudes de las rela-
ciones objetales? ¿Es la vergüenza, y no la culpa, la respuesta
característica ante los fracasos del ideal del yo? Además, ¿de
dónde extrae el ideal del yo la energía para subsistir? ¿El vigor
del ideal del yo a lo largo de la vida se debe a la necesidad de
preservar un vínculo de auxilio con el narcisismo primario? La
cuestión que se plantea es entonces la siguiente: ¿De qué modo
se modifica el contenido del ideal del yo con el desarrollo
progresivo del yo? ¿Cuáles son las conexiones, si es que existe
alguna, que con el tiempo se establecen entre el ideal del yo y
las tres estructuras psíquicas? Y por último, ¿a qué causa obe-
dece el desarrollo defectuoso que conduce a la patología del
ideal del yo?
Muchos de estos interrogantes fueron considerados en la lite-
ratura especializada de modo marginal y alusivo, mientras que
otros fueron objeto de un examen detallado. Para estudiar de
nuevo el problema del ideal del yo elegí el punto de vista venta-
joso de la crisis evolutiva, pero normativa, de la adolescencia.
Ello me permite sacar partido de la desintegración y la reorga-
nización de la estructura psíquica durante este período. En la \\
bibliografía sobre el concepto del ideal del yo hay numerosas \
referencias que han ejercido una sugestiva influencia sobre mis
propias observaciones y conclusiones. Por consiguiente, pasaré j
ahora revista, con un criterio histórico, aunque "selectivo, a
ciertas contribuciones al tema. 5
Es algo bien conocido que el uso original que Freud (1914&)
daba al término "ideal del yo" se confundía, en cuanto a su de-
finición, con el de superyó, tal como lo definimos hoy. Ambos
términos eran empleados indistintamente hasta que en 1923
Freud reemplazó el de "ideal del yo" por el de "superyó". La
ambigüedad inicial del concepto en los escritos de Freud se de-
bió al parecer a las fuentes y funciones inconciliables de esta
instancia psíquica. La heterogeneidad del origen debe buscarse
en el narcisismo primario y en los procesos identificatorios. En

5 No es mi intención realizar una reseña histórica exhaustiva, ya que esto ha |


sido encarado por diversos autores (Sandler, Holder y Meers, 1963; Hammer- ¡
man, 1965; Hunt, 1967; Bressler, 1969; Steingart, 1969). ¡

MhíÉMki . ,<,; •-»


su ensayo "Introducción del narcisismo" (1914&) Freud definió
el ideal del yo de un modo que trataba de conciliar su origen
narcisista con las vicisitudes de la libido objetal. La distinción
entre el superyó y el ideal del yo se basa progresivamente en el
modo de operación de ambos, es decir, en la índole prohibido-
ra y punitiva del superyó y en el carácter de realización del de-
seo propio del ideal del yo (Lampl-de Groot, 1962). Esta dis-
tinción se logra claramente en "El yo y el ello" (1923a). A par-
tir de este momento, el ideal del yo, como término técnico, de-
saparece casi por completo de los escritos de Freud (Strachey,
1961).
Retomo el uso intermedio por parte de Freud del término
"ideal del yo", en el que se fusionan el narcisismo y la libido
objetal (1914¿) pues esta amalgama se ajusta a mis propias ob-
servaciones en el análisis adolescente. Por supuesto, Freud no
tenía en cuenta el proceso adolescente, sino sus observaciones
sobre adultos y, me atrevo a decir, pacientes varones, cuando
juntó los dos conceptos (narcisisrtio y libido objetal); más tarde
estos se convirtieron en aspectos distintos e independientes de
un mismo sistema, el superyó. En el paciente adulto suele ser
muy difícil descubrir la influencia respectiva de uno u otro
sobre la etapa evolutiva congruente. Esta dificultad, por su-
puesto, no sorprende, pues el desarrollo emocional desviado
que subyace en toda anormalidad psicológica implica ipso fac-
to que el proceso adolescente ha quedado incompleto de un
modo u otro. La importancia que atribuyo a la reestructura-
ción psíquica adolescente en la formación final del ideal del yo
indicaría fijaciones que, hablando estrictamente, preceden a
las del superyó.
La índole narcisista del concepto de "ideal del yo" estaba
implícita en la definición de Freud desde un principio; sólo era
necesario dar un pequeño paso para vincularlo con el modo
narcisista de elección del objeto: "Lo que posee la excelencia de
que el yo carece para convertirlo en un ideal, es amado"
(Freud, 1914¿, pág. 101). Este modo primitivo de elección del
objeto reaparece en la adolescencia y generalmente entrelaza
la formación del ideal con metas de la libido objetal. De hecho,
he observado con regularidad este entrelazamiento en el análi-
sis adolescente; ello renovó mi interés en los hallazgos clínicos
tempranos de Freud, a pesar del estado incompleto de su teoría
en esa época. Las líneas que vienen al caso son las siguientes:
"Grandes montos de una libido en esencia homosexual fueron
así convocados para la formación del ideal narcisista del yo, y
en su conservación encuentran drenaje y satisfacción" (pág.
96). Resulta evidente, en virtud del párrafo siguiente, que
Freud basó su observación en el paciente paranoico que se re-
bela contra la "instancia censuradora" en un esfuerzo por "de-
sasirse de todas esas influencias" y asegurar su independencia
"retirando la libido homosexual" del dominio de los padres.
Esta condición es precisamente lo que se observa con frecuen-
cia en el análisis de adolescentes varones; me atrevo a afirmar
que este proceso es un estado transitorio y normal del de-
sarrollo adolescente o, de modo más preciso, de la disolución
adolescente del complejo de Edipo negativo.
Debe mencionarse en este punto que Freud concibió el con-
tenido del ideal del yo como "impuesto desde afuera" (1914&,
pág. 100). Al hacerlo así, fue más allá del significado indivi-
dualista del término y relacionó el ideal del yo con una función
social, es decir, con un papel dinámico en la psicología grupal
(1921). Debido a que la formación grupal "fusiona libido ho-
mosexual", este aspecto de la conducta social adquiere una
función importante en la economía de la libido: eleva la auto-
estima en virtud de los valores y aspiraciones compartidos y
por lo tanto disminuye el sentimiento de culpa y de angustia so-
cial. Una convincente demonstratio ad oculos de este fenómeno
y de la dinámica esbozada más arriba puede verse en la espon-
tánea e intensa formación grupal de pares en la adolescencia.
Estos grupos son más notorios entre los varones que entre las
mujeres; la necesidad de este tipo de formación grupal decrece
con el avance hacia la adultez o, como me lo han demostrado
mis observaciones analíticas, con la formación del ideal del yo
adulto. La desaprobación por el grupo de pares o su sistema
de valores tiene una enorme influencia sobre sus miembros y
los induce a sacrificar, por lo común transitoriamente, normas
yoicas y superyoicas bien establecidas.
La distinción entre el superyó y el ideal del yo se convirtió en
un aspecto teórico menor para Freud después de que rastreó el
origen del superyó hasta las investiduras objetales más tempra-
nas y su trasformación en identificaciones, es decir, introyec-
ciones (1923a). Consideró que su compromiso conflictivo en la
constelación triádica del complejo de Edipo se disolvía me-
diante la estructuración del superyó, dentro de la cual se arti-
culaban estrechamente los componentes del ideal del yo. Como
consecuencia de esta conceptualización inclusiva el concepto
del ideal del yo se volvió prescindible en la teoría de Freud. Es-
te no volvió a referirse a él hasta 1933, en que retorna a la for-
mulación de 1914 (Strachey, 1961): una "función importante"
atribuida al superyó es actuar como "el vehículo [Tráger] del
ideal del yo mediante el cual el yo se mide a sí mismo, que este
emula y cuya exigencia en pos de una perfección cada vez ma-
yor se esfuerza por satisfacer" (Freud, 1933, págs. 64-65). En
una nota editorial, Strachey señala que en esta etapa de su
construcción teórica Freud incluyó la sustentación de ideales
entre los imperativos morales que constituyen el superyó.
Es interesante advertir que el ideal del yo, según la concep-
tualización de 1914, representa "el sustituto del narcisismo
perdido de su niñez, en el cual él era su propio ideal" (pág. 94).
En contraste, en 1933 Freud hace hincapié en que el "ideal del
yo es el precipitado del antiguo retrato de los padres, la expre-
sión de la admiración por la perfección que el niño entonces les
atribuía" (pág. 65). Esta última formulación presupone un de-
sarrollo yoico mayor que en el caso de la primera, que se refiere
al estado primitivo del narcisismo primario. Ambas se rela-
cionan con el ideal del yo concebido evolutivamente.
Existen buenas razones para suponer que la consolidación
posedípica del superyó ejerce también influencia sobre el ideal
, del yo. Hartmann y Loewenstein (1962) han planteado sucin-
tamente esta cuestión: "Nos parece razonable considerar el ca-
rácter específico del ideal del yo que forma parte del superyó
en estrecha relación con aquellos otros desarrollos que se origi-
nan en los conflictos edípicos y distinguir el «ideal del yo» resul-
tante de idealizaciones más tempranas. Nos encontramos aquí
nuevamente con una cuestión ubicua en psicoanálisis [...] la
distinción entre continuidad genética y caracterización fun-
cional" (págs. 59-60). Es en esencia este tipo de enfoque el que
me ha impulsado a considerar la formación del ideal del yo
adulto en el contexto de la adolescencia, donde tiene lugar el
segundo y último paso hacia la disolución del complejo de
Edipo.
Volviendo al tema histórico, puede observarse que 1923
marca el momento en que el ideal del yo encuentra su ubica-
ción estable como componente narcisista del superyó, dentro
I de la estructura tripartita de la psique. La desaparición del
término en los escritos de Freud, al que se refiere sólo superfi-
cialmente en 1933 y que no menciona en absoluto en el "Es-
quema" (1940), señala una tendencia sumamente notable en la
bibliografía psicoanalítica. La distinción entre los conceptos de
ideal del yo y yo ideal, de self ideal y de idealizaciones del self y
del objeto, a menudo se desdibujó en la práctica, pero el térmi-
no "ideal del yo" siguió connotando una función especializada
del superyó.
El hiato relativo en la investigación sobre el ideal del yo duró
hasta la década de 1950. En esta época advertimos el surgi-
miento de un renovado interés en el concepto del ideal del yo,
su lugar en la organización psíquica, su origen y desarrollo y su
papel específico en la psicopatología. A partir de entonces, el
creciente número de ensayos dedicados al concepto de ideal
del yo en el desarrollo normal y anormal confirman la necesi-
dad de una nueva e intensiva valoración de la instancia psí-
quica denominada ideal del yo. Este mayor interés puede atri-
¡ buirsfi, al menos parcialmente, al desplazamiento de la aten-
ción, con el tiempo, desde la neurosis sintomática hasta las
condiciones de la patología del yo y al predominio de las per-
turbaciones originadas en el sector narcisista de la personali-
dad. Sin duda, los estudios sobre la infancia, la investigación
analítica sobre la niñez y los estudios longitudinales sobre el de-
sarrollo del niño ayudaron a clarificar el ideal del yo. De todos
modos, esta amplia investigación dio como resultado un instru-
mento conceptual más útil para el diagnóstico, la técnica tera-
péutica y el pronóstico. La continuidad del concepto, desde su
primera formulación hasta la actualidad, se refleja en el acuer-
do general de que sus raíces se hallan en la etapa del narcisismo
primario.
Los ensayos clínicos de Annie Reich (1953, 1954, 1960) enca-
bezan el renovado interés por el ideal del yo; esta autora
describió claramente la patología del ideal del yo dentro del
contexto de las perturbaciones narcisistas. Sus estudios clínicos
la llevaron a la conclusión de que el concepto del ideal del yo
era indispensable para definir y comprender los casos que tra-
taba. Al ocuparnos de la patología ya nos hemos referido a sus
principales contribuciones al concepto del ideal del yo, de mo-
do que no es necesario repetirlas aquí. c

En vez de pasar revista a las contribuciones individuales al


concepto del ideal del yo, examinaré la bibliografía especiali-
zada en función de cinco líneas de pensamiento: 1) la ubica-
ción del ideal, del yo dentro de las estructuras psíquicas; 2) el
punto de vista evolutivo tal como se aplica al ideal del yo; 3) la
reinstintivación del ideal del yo en la adolescencia; 4) las dife-
rencias y similitudes entre el ideal del yo infantil y el ideal del
yo maduro; 5) los determinantes sociooulturales del contenido
del ideal del yo.
El problema de la localización dentro de las estructuras psí-
quicas ha sido examinado una y otra vez durante algún tiempo
sin que se haya logrado nunca una opinión concordante. ¿Es el
ideal del yo una subestructura del yo o del superyó? Piers y Sin-
ger (1953) han llamado agudamente nuestra atención sobre es-
te problema de localización. Dichos autores afirman que los
fracasos del superyó o del ideal del yo dan lugar a distintos
afectos. Se refieren al afecto de culpa como característico de la
tensión entre el superyó y el yo, y al de vergüenza como típico
de las violaciones del ideal del yo. Lampl-de Groot (1962) se
extiende en otras diferencias intrínsecas entre ambas instan-
cias. Este autor sostiene que el superyó establece límites ("ins-
tancia prohibidora"), mientras que el ideal del yo establece
metas ("instancia de cumplimiento del deseo"). No obstante, aun-
que Piers y Singer distinguen entre las dos instancias descri-
biendo su naturaleza característica, dejan de lado el problema
de la localización. Se tiene la impresión de que estos autores con-
sideran las dos instancias como estructuras separadas.
Bing, McLaughlin y Marburg (1959) han afirmado que el
"ideal del yo es «anatómicamente» una parte del yo". El hecho
de considerar el superyó y el ideal del yo a lo largo de líneas ge-
néticas, funcionales y estructurales parece dar como resultado
lógico una separación entre ambos. Lampl-de Groot (1962),
sobre la base de consideraciones genéticas y adaptativas,
concluye que el ideal del yo es "una subestructura (o provincia)
establecida dentro del yo" y puede considerarse como "una
función yoica", pero aun en su forma más desarrollada "sigue
siendo en esencia una instancia de cumplimiento del deseo" (pág.
98). Jacobson (1964), manifestando su acuerdo básico con estas
opiniones, sostiene que sería "más correcto considerar al ideal
del yo como una formación yoica y no como una parte del siste-
ma superyoico" (pág. 186). Aun cuando esta cita traduce una
opinión definida, debe señalarse que al seguir examinando este
tema Jacobson reconoce que, con el desarrollo progresivo del
yo, el ideal del yo "conecta gradualmente a los dos siste-
mas y puede a la postre ser reclamado por ambos" (pág. 187).
Las opiniones mencionadas se oponen, más o menos claramen-
te, a la formulación de Hartmann y Loewenstein (1962), que
consideran al ideal del yo como un aspecto del sistema super-,
yoico. Esta controversia de larga data me lleva a la segunda
cuestión.
El hecho de que tantos autores hayan discutido el problema
de la localización sin llegar nunca a un acuerdo es muy pro-
bablemente un indicio de la ambigüedad intrínseca del térmi-
no. El concepto del ideal del yo se ha caracterizado desde un
principio por la imprecisión conceptual en la medida en que,
por un lado, ha sido utilizado para sugerir una instancia psí-
quica, es decir, un componente de la estructura psíquica, y,
por el otro, ha sido definido por su contenido, como resulta evi-
dente en expresiones del tipo de "esto y aquello son sus ideales
del yo". La ambigüedad intrínseca parece originarse en el
hecho de que la afinidad, o la diferencia, del ideal del yo con
los sistemas yoico y superyoico es un mero reflejo de las diversas
etapas en el desarrollo del ideal del yo, a lo largo de un proceso
continuo de formación de estructuras. Por esta misma razón,
Steingart (1969) ha sostenido que el ideal del yo debe ser consi-
derado en función del "desarrollo del aparato psíquico" y
I dentro del marco conceptual de las representaciones del self y
j j del objeto. Por consiguiente, continúa las ideas de Hartmann y
' Loewenstein (1962), quienes encararon el concepto del ideal
del yo con un enfoque evolutivo; estos autores señalaron que el
ideal del yo preedípico refleja deseos (gratificadores de pul-
siones) de engrandecimiento, en contraste con el del período
fálico-edípico, en el que la idealización abarca, cada vez más,
nuevos motivos. Esman (1971) sigue el mismo rumbo al consi-
derar la cambiante función del ideal del yo en relación con las
tareas evolutivas —p.ej., el apoyo que presta a los esfuer-
zos sublimatorios característicos del período de latencia—.
El enfoque evolutivo del concepto de ideal del yo supondría,
entonces, que el ideal del yo asume funciones que durante al-
gún tiempo han estado estrechamente asociadas al superyó, o
que recibe nuevos contenidos procedentes del yo en términos
de valores y metas inculcados o autoelegidos; por supuesto,
dichas elecciones son posibles sólo sobre la base de la experien-
cia, del juicio, o en general de una relativa madurez yoica. El I
ideal del yo, entonces, se convierte en un aspecto o un reflejo j
de la identidad del individuo. En otras palabras, el ideal del yo j
deja de ser, progresivamente, la instancia de la realización del /
deseo ya sea mediante la fantasía o la identificación. En el cur- J
so del desarrollo no sólo el contenido del ideal del yo sino tam-
bién su función sufren cambios. Un estado crucial en la evolu-
ción del ideal del yo puede estudiarse mejor en la adolescencia,
cuando normalmente se produce una reinstintivación tanto del
ideal del yo como del superyó. No obstante, antes de que inves-
tiguemos este aspecto del ideal del yo parece imperativo que
consideremos el problema más amplio de la progresión evoluti-
va y las consecuencias teóricas de tal enfoque.
La distinción entre un ideal del yo primitivo y otro maduro j
es algo ampliamente aceptado. La relación entre adolescencia / Jj
y formación del ideal ha sido por lo común reconocida desde
los tiempos de Aristóteles, pero los antecedentes genéticos de
esta característica adolescente aún deben estudiarse en toda su
complejidad. En la propensión específicamente adolescente a
la idealización distinguimos aspectos heterogéneos e indepen-
dientes entre sí. Estas tendencias van desde la idealización del
self y su exteriorización hasta la naturaleza integrada y subjeti-
vamente evidente del pensamiento y la acción. La automatiza- '?
ción del ideal del yo maduro entrelaza su función dentro del
contexto y la función del carácter. El papel decisivo del ideal ¡'
del yo en el mantenimiento del equilibrio narcisista, experi-
mentado como autoestima, ha sido subrayado muy a menudo <
como para que lo examinemos aquí.
Se ha dicho que "el ideal del yo puede considerarse una ope-
ración de rescate del narcisismo" (Hartmann y Loewenstein,
1962, pág. 61). Esta afirmación expresa, sin duda, una opinión
sobre la que hay general acuerdo, pero deja abierta una cues-
tión más amplia, a saber, la del cambio de contenidos y los me-
dios específicos —aun cuando la meta siga siendo la misma—
por los cuales la "operación de rescate" se mantiene en un cons-
tante estado de alerta. Las palabras citadas más arriba pueden
parafrasearse diciendo que la ganancia de suministros narcisis-
tas es tan esencial para el funcionamiento de la personalidad
como las gratificaciones libidinales y agresivas dirigidas hacia
el objeto. Cuando estas últimas dan lugar a los conocidos
conflictos de la adolescencia, "los impulsos de la libido objetal
son remplazados regresivamente por identificaciones [...] como
las de la temprana infancia" (A. Reich, 1954, pág. 215). Con
frecuencia, sólo en la pubertad, según lo señala Annie Reich, se
revela la fijación en el ideal del yo infantil. Una angustia de
castración intensificada conduce a una investidura regresiva
del narcisismo compensatorio, o bien, agregaría yo, a una
retirada frente al resurgimiento adolescente del Complejo de
Edipo. Bajo estas condiciones no es posible que se configure
un ideal del yo maduro ni que se logren relaciones objetales
maduras.
El hecho de que el ideal del yo se estructure durante la ado-
lescencia hace que se distinga cualitativamente de sus etapas
evolutivas previas, como lo afirma claramente Jacobson (1964,
pág. 187): "De hecho, las etapas finales [adolescencia] en el de-
sarrollo del ideal del yo muestran de modo magnífico la reor-
ganización jerárquica y la integración final de distintos con-
ceptos de valor —anteriores y posteriores—, procedentes de
ambos sistemas [yo y superyó], en una estructura coherente y
una unidad funcional nuevas", es decir, el ideal del yo. Otros
autores también se han referido a la reestructuración psíquica
adolescente en relación con la formación del ideal del yo.
Murray (1964) investiga los caminos que conducen al ideal del
yo maduro; atribuye al estado narcisista temprano del ideal del
yo la actitud de "atribuirse prerrogativas" (pregenitales) y pos-
tula una sublimación del narcisismo y de los afectos vinculados
con los objetos libidinales que forman parte de la organización
del ideal del yo. Es interesante repasar las observaciones clíni-
cas de Murray, que él sintetiza diciendo "que la libido narcisis-
ta, centrada en el ideal del yo, retorna al yo para reinvestir ele-
mentos homosexuales latentes e inconcientes cuando el ideal se
ha perdido o debilitado" (pág, 487). A la vez que Murray
amplía la formulación dél Freud (1914fc), hace hincapié tam-
bién, si lo entiendo correctamente, en los afectos de la libido
objetal que predestinan al ideal del yo a quedar envuelto en el
conflicto adolescente de tener que renunciar a las prerrogativas
pregenitales "en favor de relaciones más orientadas hacia el
ideal, con realizaciones libidinales maduras, metas y relaciones
individuales y sociales" (pág. 500). Murray considera que el
ideal del yó es una instancia psíquica estrechamente vinculada
con los sistemas yoico y superyoico. La peculiaridad del ideal
del yo maduro se halla definida y preservada por sus vínculos
intersistémicos del mismÓ modo que el movimiento regular de
un planeta es reglado por la interacción gravitacional con otros
cuerpos celestes.
Giovacchini (1965) presenta un caso que pone de manifiesto
los determinantes del ideal del yo —entre los cuales se incluye
el talento—, así como su dinámica, en la vida de un científico
creativo. El análisis de este paciente reveló la dependencia nar-
cisista que tuvo de niño respecto de su dominante madre pre-
edípica y el esfuerzo que de joven efectuó para liberarse de esta
relación sofocante, aunque estimuladora, por medio de la
recreación de una imagen paterna idealizada, encarnada en
"los cánones de la ciencia". Sin embargo, los componentes de
la libido objetal reprimidos que operaban dentro de los extra-
ordinarios logros científicos del paciente (subrogantes de su
ideal del yo) no sólo interrumpían su creatividad con períodos
de depresión, sino que además hacían que sus relaciones objé-
tales con hombres y mujeres fueran ambivalentes y no gratifi-
cadoras. Mis afirmaciones respecto de la formación del ideal
del yo masculino hallan una convincente demostración clínica
en el caso de Giovacchini, aunque sus formulaciones no son
idénticas a las que yo he propuesto. ^«
Un creciente consenso puede advertirse en la bibliografía es-1
pecializada sobre el siguiente punto: durante la adolescencia se ;
produce un cambio en el contenido y en la cualidad del ideal
del yo y el superyó, a raíz del cual se reviven los estados infanti-
les del ideal del yo y del superyó (Hammerman, 1965). Ritvo
(1971), por ejemplo,sostiene: "El ideal del yo, en tanto institu-
ción estructurada de la mente, es un desarrollo de la adolescen-
cia" (pág. 255). Kohut (1971), al realizar un comentario más
general, sigue una línea complementaria de pensamiento:
"una importante afirmación y reforzamiento del aparato psí-
quico, en especial en ei área del establecimiento de ideales con-
fiables, tiene lugar durante la latencia y la pubertad, dándose
un último paso decisivo en esta dirección en la adolescencia
tardía" (pág. 43; las bastardillas me pertenecen). Al comparar
las formas primitivas y maduras del ideal del yo y del superyó,
Novey (1955) llega a la-conclusión de que el ideal,del yo madu-
ro es una adquisición posterior a la del superyó edípico. Esta
opinión se halla ampliamente confirmada; ello supone cierta
inflexibilidad del superyó, que sólo se atenúa durante el pe-
ríodo adolescente debido al predominio der ideal del yo y a la
expansión del yo. Estas cuestiones están relacionadas con el tó-
pico de la consolidación de la personalidad y la formación del
carácter en la adolescencia tardía (Blos, 1962; véase también el
capítulo 9). Aunque no son ajenas al tema que estoy examinan-
do, no me extenderé sobre ellas aquí, sino que me mantendré
dentro de los estrechos límites que me he fijado.
Según Aarons (1970), una condición sine qua non para la re-
solución de la crisis adolescente "consiste en la preservación del
ideal del yo, inculcado pero aún no integrado durante la
] niñez" (pág. 309). Además, este autor afirma que el ideal del
yo se halla correlacionado intrínsecamente con el logro de la
constancia objetal, que yo ubicaría entre los dieciocho meses y
los tres años de edad. De acuerdo con esta opinión, la forma-
ción del ideal del yo infantil se produce máá tarde de lo que
suele aceptarse. La condición para la formación del ideal del
í yo maduro es para mí el logro de relaciones objetales posambi-
¡ valentes y no la constancia objetal, como lo sostiene Aarons
í (1970): "La adolescencia es una puesta a prueba de la constan-
cia objetal y de la integración del ideal del yo, Ambas se hallan
relacionadas entre sí" (pág. 327). No obstante, su concepción
de que el avance desde la adolescencia hacia la adultez se basa
intrínsecamente en el desarrollo del ideal del yo, del primitivo
al maduro, así como su opinión de que el ideal del yo en la ado-
lescencia se ve enredado con relaciones objetales infantiles de
j carácter libidinal agresivo revividas regresivamente, está de
I acuerdo con mis propias observaciones.
Siguiendo esta línea de pensamiento, debemos mencionar el
ensayo de Alexander (1970), pues se refiere a una característica
de la adolescencia, a saber, el afán de independeñcia; este
autor asigna al ideal del yo un papel fundamental en el mante-
nimiento de esta tendencia. "Si el ideal del yo contiene de un
modo fuertemente investido el ideal de independencia, enton-
ces el yo consumirá las energías pulsionales de una manera que
le permita alcanzar la habilidad y el dominio que hagan po-
sible la independencia, es decir, mediante el aprendizaje"
(pág. 55). Por supuesto, de lo que se habla aquí es del conteni-
do del ideal del yo y no del ideal del yo como un elemento
estructural o como una instancia psíquica. En mi opinión, la
independencia emocional madura es un subproducto del avan-
ce exitoso hacia la genitalidad; en otras palabras, el ideal del
yo maduro no puede desarrollarse hasta que se hayan superado
j las dependencias objetales infantiles.
Tanto Murray (1964) como Hunt (1967) atribuyen a las fija-
ciones y conflictos libidinales una influencia decisiva en la de-
terminación de las vicisitudes del ideal del yo. Murray, basán-
dose en el ensayo de Freud (1914£>), afirma lo siguiente: "Si la re-
lación entre el ideal del yo y su potencial apropiado para la re-
alización fracasa, la libido regresa a una fuerte intensificación
de los impulsos homosexuales, que a su vez crean culpa y acce-
sos de angustia social" (pág. 502). Grete Bibring (1964) hace
hincapié en que "genéticamente [el yo] deriva su fuerza princi-
palmente de los impulsos libidinales positivos, en contraste con
el superyó, en el que prevalecen las fueNMis agresivas" (pág.
517). Esta concepción se ve confirmada por el hallazgo clínico
de que el ideal del yo mantiene su control de un modo no ambi-j
valente. . '
En el examen de la interrelación entre el ideal del yo y la vi-
da instintiva viene al caso un ensayo de Hunt (1967). Al anali-
zar un caso, basándose en mis propias formulaciones (Blos,
1962) y en las de Annie Reich (1954), entre otros, dicho autor
postula la existencia de una relación intrínseca entre la patolo-
gía del ideal del yo y las tendencias homosexuales insuficiente-
mente atenuadas. "El ideal del yo, tal como lo*hemos examina-
do aquí en conexión con la homosexualidad, implica la persis-
tencia de una forma omnipotente, mágica, con aspiraciones a
crear un estado ideal mediante la formación de identifica-
ciones primarias con objetos" (pág. 242). Siempre que la ho-
mosexualidad, latente o manifiesta, se ha convertido en el re-
gulador principal del equilibrio narcisista, el ideal del yo p e í
manece detenido en un nivel infantil. Esto mismo es válido pa-
ra el criminal reincidente ,(Murray, 1964) y para el impostor
(Deutsch, 1964),r que constituyen ejemplos de lo que Murray
(1964) ha denominado el "ideal del yo fragmentado". Ritvo
(1971) confirma estos hallazgos cuando habla de la "reinstintiva-
ción" del ideal del yo por'la libido predominantemente homose-
xual como un aspecto normativo del proceso adolescente.
Para finalizar con esta revisión histórica me referiré al refi-
namiento progresivo y a la delimitación más clara del concepto
de ideal del yo ante las elaboraciones del concepto del self. Un
examen más detenido a menudo nos lleva a reconocer que lo
que parece constituir un ideal del yo no es sino un autoengran-
decimiento, una imitación, por así decirlo, de una imagen de-
seada del self (Jacobson, 1964). Lo que ha sido descrito como
un falso ideal del yo podría considerarse también como un ide-
al del yo primitivo, infantil o arcaico.
Al examinar la ontogénesis del ideal del yo, Freud (1914fo)
nunca deja de señalar que el contenido del ideal del yo es "im-
puesto desde afuera" (pág. 100). Aquel incluye no sólo uña
propensión personal, sino también el ideal deformaciones so-
ciales tales como la familia, la clase y la nación. Ello equivale a
decir que determinados sistemas de valores prevalecientes, así
como organizaciones e instituciones sociales, siempre están lis-
tos, en toda sociedad, para canalizar las tendencias narcisistas
individuales hacia las metas de un "ideal común". Cuales-
quiera sean las irracionalidades y distorsiones consiguientes,
debidas a las persistentes idealizaciones narcisistas del self y del
objeto, su forma y su contenido proceden siempre del sistema
social en el que el individuo vive.
Tartakoff (1966) ha investigado algunos de estos factores so-
cioculturales. Este autor ha estudiado la influencia mutua
entre el contenido del ideal del yo y las instituciones sociales en
la cultura norteamericana. Su conclusión ha sido que "el narci-
sismo puede verse afectado por un destino especial en nuestra
estructura social" (pág. 226) o que, más directamente, "un
medio sociocultural que hace hincapié en la meta del éxito
puede perpetuar fantasías narcisistas y omnipotentes" (pág.
\ 245). Este componente infantil del ideal del yo, si no es relega-
] do a la fantasía lúdica y a la autoironía correctiva, puede
impregnar la situación analítica, convirtiéndola en otra opor-
tunidad a partir de la cual el "trabajo duro" dará como resulta-
do una excelencia otrora prometida y que siempre espera reali-
zarse, con esa pertinacia tan característica de las "prerrogati-
vas" narcisistas infantiles. Al investigar el contenido del ideal
del yo a lo largo del tiempo, Tartakoff llega a la conclusión de
que mientras las fantasías narcisistas no se modifican, el conte-
nido (valores, metas, normas, medios institucionales) cambia
según las épocas. A esto yo agregaría que la impronta sociocul-
tural también puede detectarse en su forma negativa, poi
ejemplo, en el adolescente que "opta".
Esta consideración me lleva a ciertas ampliaciones del con-
cepto del ideal del yo que, en mi opinión, se oponen a una con-
ceptualización evolutiva del término. Kaplan y Whitman
(1965) han propuesto el concepto de "ideal del yo negativo",
que ellos definen como "los modelos negativos introyectados de
los padres y de la cultura" (pág. 183). Se sugiere que la "figura
parental desvalorizada" conforma el núcleo del ideal del yo ne-
gativo. Esta formulación nos obliga a abandonar la cualidad
idealizadora y la historia genética del ideal del yo tal cual lo
entendemos en la actualidad. El ideal del yo negativo es ajeno
al yo, y 16 mismo ocurre con su contenido denigratorio. Estas
condiciones, según mi parecer, reflejan un vínculo sadomaso-
quista persistente con los padres preedípicos, vínculo que es
traspuesto al nivel de los valores. De acuerdo con mis afirma-
ciones, este solo hecho lo descalifica para formar parte del ám-
bito del ideal del yo maduro y lo relega a un self ideal infantil y
perverso. Schafer (1967) también habla de ideales negativos,
por ejemplo, "ser un timador superior o un bruto" (pág. 165),
pero este autor no los identifica con la estructura psíquica "ide-
al del yo". Es probable que el concepto de ideal del yo negativo
pueda adaptarse mejor al concepto del self.
Al considerar los niveles evolutivos del ideal del yo, debemos
admitir una correspondencia entre la función y el contenido
del ideal del yo, por un lado, y el nivel de desarrollo yoico y de
maduración física específicos de la edad por el otro. El estudio
de las transiciones a lo largo de la formación del ideal del yo,
de su desviación y de su detención, ha llamado cada vez más la
atención. Sandler, Holder y Meers (1963) han elaborado el
concepto del self ideal, distinguiéndolo del ideal del yo; estos
autores señalan las dificultades, teóricas y clínicas, vinculadas
con la diferenciación entre ambos, al clasificar el material ana-
lítico infantil en la Clínica Hampstead. Este hallazgo sólo pone
de relieve la afinidad o la identidad entre el self ideal y el ideal
del yo como antecedente de su diferenciación gradual dentro
del contexto de la progresión evolutiva. —
En el campo del psicoanálisis aplicado, el concepto del ideal
del yo ha sido utilizado para explicar los rasgos característicos
de ciertos personajes literarios. Murray (1964) , por ejemplo, ha
usado este enfoque para analizar el Cyrano de Bergerac de
Rostand y el Dorian Gray de Wilde. Pero la personalidad estu-
diada en profundidad y retratada en función de la consolida-
ción del ideal del yo en la adolescencia tardía es el príncipe
Hal. Este personaje de Shakespeare despliega las enigmáticas
contradicciones de la juventud —corrupción y altos ideales—
de un modo llamativo. A lo largo de sus desconcertantes ac-
ciones, el príncipe Hal nunca deja de luchar en su interior. La
consolidación de su ideal del yo se halla en el centro de su
lucha, en la que primero fracasa, pero en la que por último
logra tener éxito, reconciliando la imago del padre idealizado
que ama con la persona imperfecta, pero no cabalmente malig-
na, del padre que odia. ¿Acaso su padre, el rey, no había asesi-
nado a su propio primo idealizado, Ricardo II, a quien Hal ha-
bía seguido a Irlanda cuando niño y cuyo favor había ganado?
El conflicto, hijo-padre del príncipe Hal ha llamado la aten-
ción de varios psicoanalistas. Ernst Kris (1948) interpretó la
conducta del príncipe Hal dentro del contexto del complejo de
Edipo y del conflicto de ambivalencia que oscila entre la obe-
diencia, la fuga y el parricidio. El papel defensivo y adaptativo
de la formación del ideal, en el esfuerzo de superar el conflicto
infantil, se pone claramente de manifiesto. Los Lichtenberg
(1969) desplazan el centro de atención hacia ese "aspecto del
desarrollo adolescente mediante el cual un adolescente deter-
minado logra la formación de sus ideales" (pág. 874). El prín-
cipe Hal también es objeto de estudio por Aarons (1970), quien
considera el conflicto hijo-padre en relación con las vicisitudes
del ideal del yo. Los dos componentes centrales de este tema
son los del amor objetal [el complejo de Edipo negativo] y la
idealización del objeto, tal como los he descrito en su conexión
intrínseca con la formación del ideal del yo adolescente (Blos,
1962; véase también el capítulo 7). El príncipe Hal, por cierto,
constituye un personaje muy verosímil cuando Aarons lo consi-
dera dentro del contexto del concepto del ideal del yo. El autor
arroja luz sobre la fuga del príncipe Hal de las dignidades re-
ales de la corte hacia la juerga de la taberna señalando que,
mediante la relación con los pares, "se produce la ruptura del
vínculo de dependencia" y se hace posible una "reinvestidura
del ideal del yo representado por el padre". Aarons llama a esto
la "ratificación" del ideal del yo y la define "como el rescate y
la reafirmación del ideal del yo: una sublimación del amorpor
j el padre" (pág. 333). Al pasar revista a los estudios psico-
í analíticos sobre el príncipe Hal, de 1948 hasta 1970, adverti-
mos un desplazamiento gradual del foco de atención desde los
impulsos edípicos hacia la idealización y la decepción, es decir,
hacia el problema de la formación del ideal del yo adolescente.
Fálstaff, una imago escindida del padre, junto con el mundo
de sus pares y compinches bebedores, reconstituye una familia
sustitutiva que —mediante un gran rodeo— asiste al turbulento
joven en la formación del ideal del yo maduro y en la asunción
de su identidad principesca. Estos tumultuosos acontecimien-
tos ilustran el reiterado enredo objetal o la "reinstintivación"
del objeto idealizado, de donde surge el ideal del yo maduro.

Epílogo
Al utilizar la palabra "genealogía" en el título de este ensayo
tuve en cuenta una doble referencia. Un aspecto nos remite a
las fuentes' desde las cuales emerge el ideal del yo maduro du-
rante la adolescencia tardía, y el otro tiene que ver con el
rastreó, en la bibliografía psicoanalítica, de los antecedentes
del concepto tal como hoy lo conocemos. Estas dos explora-
ciones, ontogenética e histórica, no dejan duda en cuanto a la
complejidad tanto de la formación de la estructura psíquica
como del concepto en sí. De hecho, su complejidad desafía to-
do resumen o condensación. No obstante, puedo enunciar cuál
ha sido el objeto de mis esfuerzos, a saber, presentar una con-
cepción evolutiva del ideal del yo tal como puede ser recons-
truido en su forma primitiva y como puede observarse in statu
nascendi en su estructuración madura durante la reorganiza-
* ción psíquica de la adolescencia. Las observaciones clínicas
sobre jóvenes contemporáneos en su adolescencia tardía pro-
porcionan amplias evidencias de que la patología del ideal del
yo constituye, en la mayoría de los casos, un sector conside-
l rabie de cualquier perturbación en esta edad. Erróneamente,
los retoños de la patología del ideal del yo son incluidos, en
muchos casos, entre las desviaciones del yo y del superyó. Si el
concepto "ideal del yo" puede definirse con la suficiente especi-
ficidad para ser útil como indicador e instrumento teórico, es
posible que ello dé como resultado un refinamiento y una pro-
fundización del análisis y la psicoterapia adolescentes; el pro-
pósito de ésta investigación ha sido delinear el concepto hacia
dicho fin.
El estudio del ideal del7 yo me ha despertado pensamientos
especulativos; lo cierto es que nadie que se ocupe del concepto
de ideal del yo podrá evitarlos. El ideal del yo abarca en su ór-
bita desde el narcisismo primario hasta el "imperativo categó-
rico", desde la forma más primitiva de vida psíquica hasta los
logros más elevados del hombre. Cualesquiera sean estos
logros, ellos tienen su origen en la paradoja que consiste en la
imposibilidad de alcanzar la satisfacción o la saciedad codi-
ciadas, por un lado, y su búsqueda incesante, por el otro. Esta
búsqueda se proyecta hacia un futuro ilimitado que se confun-
de con la eternidad. De este modo, el temor por la finitud del
tiempo, el miedo a la muerte mismá, dejan de existir, como
ocurría en el estado del narcisismo primario.
En su forma madura, el ideal del yo debilita el poder puniti-
vo del superyó v_asumiendo algunas de sus funciones; análoga-
mente, ciertos aspectos del yo se colocan a su servicio. La esfera
del ideal del yo se halla, para decirlo con palabras de Nietzs-
che, más allá del bien y del mal. Piers y Singer (1953) se re-
fieren al ideal del yo como una "creencia mágica en la propia
invulnerabilidad o inmortalidad, que induce al coraje físico y
que ayuda a contrarrestar el temor realista al daño físico y a la
muerte" (pág. 26). Potencialmente, el ideal del yo supera a la
angustia de castración, impulsando así al hombre a realizar ac-
tos increíbles de creatividad, heroísmo, sacrificio y desinterés.
Uno muere ppr su ideal del yo antes que dejarlo morir. "Estoy
aquí, y no puedo hacer otra cosa", fueron las palabras de Lute-
ro en la Dieta de Worms, cuando se lo instaba a retractarse de
sus creencias, con gran peligro para su vida si no lo hacía. El
ideal del yo ejerce la influencia más intransigente sobre la
conducta del individuo maduro: su posición es siempre ine-
quívoca.
16. La epigénesis de la neurosis
adulta*

El propósito de eáte estudio es delinear la participación espe-


cífica de la adolescencia en la formación de la neurosis adulta.
Si bien se indagará un único aspecto del tema, su conceptuali-
zación precisa servirá para agudizar el ojo clínico y estimular
la investigación de otros problemas conexos, como por ejemplo
la trasformación de una determinada neurosis de la niñez ** en
otro tipo de neurosis que podría surgir durante la posadoles-
cencia. No es aventurado afirmar que la reestructuración psí-
quica que tiene lugar en la adolescencia ejerce de alguna ma-
nera una influencia decisiva sobre la personalidad adulta, in-
dependientemente de que el desenlace de este proceso sea nor-
mal o patológico.
Comenzaré por ocuparme del concepto de neurosis infantil
desde el punto de vista del desarrollo. En el curso de la discu-
sión me referiré a algunos hechos bien conocidos, vinculados
con la distinción entre neurosis del niño y del adulto, y entre
trasferencia y neurosis trasferencial, para indicar las cone-
xiones entre mi propuesta y el cuerpo de la teoría psicoanalíti-
ca. Al seguir las huellas de la formación de la neurosis adulta,
prestaré preferente atención a la adolescencia, en particular a
la adolescencia tardía. Finalmente, presentaré material clínico
para sustentar mi tesis que, como se verá a lo largo de todo el
trabajo, concierne tanto a la teoría como a la técnica.

La neurosis infantil desde el punto de vista


del desarrollo
El principio psicoanalítico según el cual en el fondo de toda
neurosis adulta existe siempre un trastorno emocional infantil
ha sobrevivido a muchos años de controversias. Este hecho clí-
nico ha llegado a estar tan estrechamente ligado con la defini-
ción de neurosis adulta que muchas veces esta ha sido concep-

* Publicado originalmente en The Psychoanalytic Study of the Child, vol. 27,


págs. 106-35, Nueva York: Quadrangle, 1972.
** Sobre la diferencia entre las expresiones "neurosis de la niñez" ("chíldhood
neurosis") v "neurosis infantil" ("infantile neurosis") véase infra. pág. 325. n
10 .{N.deÍT.}
tuada como una mera repetición o continuación de una enfer-
medad originada en la prelatencia. Sin embargo, la observa-
ción, los estudios longitudinales y el análisis de niños se oponen
a tan simplista formulación y en cambio destacan la naturaleza
difusa y transitoria de la mayoría de los trastornos infantiles
que, en mayor o menor medida, están presentes siempre en el
desarrollo normal del niño. Por otra parte, los desórdenes de la
prelatencia no son indicadores fieles de la futura naturaleza y
gravedad de una enfermedad adulta. Los estudiosos de la niñez
temprana no han hallado una única entidad clínica como ele-
mento constitutivo de la neurosis infantil; inversamente, los
conflictos interiorizados de la niñez temprana tienen siempre
una solución neurótica transaccional. Sin embargo, en todo
análisis de una neurosis adulta —es decir, de una neurosis de
tipo trasferencial— aparece infaliblemente la neurosis infantil.
Sobre la base de estudios longitudinales, A. Freud (1965) di-
ce que "surgió primero el desalentador descubrimiento de una
discrepancia entre neuróticos infantiles y adultos. [...] No exis-
ten pruebas de que un determinado tipo de neurosis infantil sea
el precursor del mismo tipo de neurosis adulta. Por el contra-
rio, existe abundante evidencia clínica que apunta en la direc-
ción opuesta" (págs. 151-52). Una vez admitida la falibilidad
pronóstica de las llamadas neurosis infantiles, nos vemos obli-
gados a descartar la idea de una conexión monocausal directa
entre la naturaleza específica de un trastorno infantil y la natu-
raleza específica de una neurosis adulta. Por ejemplo, la fobia
de un niño bien puede trasformarse, en la adultez, en una
neurosis obsesivo-compulsiva. 1
Otra disparidad existe en lo que respecta al grado de integra-
ción de los síntomas y los rasgos de la personalidad con la
estructura de la personalidad. En los niños, esos síntomas y ras-
gos pueden presentarse en forma aislada, mientras que en el
adulto la neurosis penetra toda la estructura de la personali-
dad, de manera que nos encontramos ante una organización
altamente estructurada y estable. Ya en 1935 Waelder-Hall ob-
servó, en un análisis clásico de un caso de pavor nocturno (An-
tón, siete años de edad), que "lo que realmente falta en este
conflicto es el cuadro de auténtica formación transaccional; en
su lugar tenemos aún el conflicto en sí, la moción pulsional y la
angustia coexistiendo lado a lado. [...] La neurosis adulta pre-
senta siempre una solución del conflicto, bien que una solución
neurótica destinada al fracaso" (pág. 273).

1 No me refiero al caso de-Frankie, presentado por Ritvo (1966) como


ejemplo de la modificación de una neurosis desde la niñez (fobia) hasta la adul-
tez (neurosis obsesiva). En mi opinión, la enfermedad de Frankie corresponde a
un trastorno "fronterizo" y escapa, por lo tanto, a los alcances del presente tra-
bajo, que se refiere a la neurosis propiamente dicha.
El hecho de que tales observaciones analíticas no hayan sido
investigadas en forma exhaustiva puede ser atribuido a la acep-
tación incondicional de la creencia de Freud en la universa-
lidad de la neurosis infantil y a la adhesión literal a su afir-
mación de que aquella constituye "el tipo y el modelo" de
la neurosis adulta (1909, pág. 147). Todo análisis de pacientes
adultos presenta conexiones genéticas de ese tipo, si bien no ha
sido posible demostrar una neurosis infantil como entidad clí-
nica en la niñez temprana. Ningún analista cuestionaría que "en
cada caso la enfermedad neurótica ulterior se vincula con su
preludio de la infancia" (Freud, 1940, pág. 184). Sin embargo,
en la actualidad se acepta unánimemente que la enfermedad
neurótica del adulto no preexistió de manera inmutable desde
los años de la prelatencia hasta el momento en que irrumpe
como neurosis adulta. La maduración yoica en el trascurso
de la latencia y la adolescencia produce modificaciones psi-
cológicas claras, aunque el trauma original o conflicto nu-
clear se conserve bajo las múltiples capas de revisiones acu-
muladas.
De la indagación retrospectiva de la neurosis infantil pasare-
mos ahora al enfoque prospectivo de las posibles secuelas de un
trastorno de la niñez. Sobre la base de observaciones clínicas
podemos decir que ciertos aspectos o componentes de un tras-
torno de la niñez pueden sufrir modificaciones a través del
tiempo hasta perder su valencia neurótica y llegar a soluciones
adaptativas no conflictivas. Por otro lado, también pueden
asociarse con tendencias neuróticas que en el curso del creci-
miento adquirieron una posición hegemónica. En ese sentido,
los factores accidentales tienen un influjo imprevisible. Es bien
sabido que a pesar de la existencia de un potencial neurótico, es
posible prevenir la irrupción de una enfermedad neurótica si el
individuo cuenta con recursos constitucionales, relaciones ob-
jetales y condiciones ambientales que le permitan llegar a una
adaptación apropiada. 3
Tal desenlace favorable se logra muchas veces con la ayuda
de una especial propensión —llámesela dote, talento, "tino" o
"inclinación"— que facilita la resolución de controversias in-

2 "Sabemos que los niños no pueden recorrer bien su camino de desarrollo ha-
cia la cultura sin atravesar por una fase de neurosis más o menos clara [...]. La
mayoría de estas neurosis de la niñez son superadas espontáneamente en el curso
del crecimiento, en especial las neurosis obsesivas" (Freud, 1927, págs. 42-43).
3 "No existen pautas que permitan medir el potencial patógeno de la neurosis
infantil, salvo los estudios del desarrollo a largo plazo. Debemos tener en cuenta
que cada fase de la maduración crea nuevas situaciones de conflicto potencial y
nuevas maneras de encarar esos conflictos; pero hasta cierto punto también trae
aparejada, por principio, la posibilidad de modificar el influjo de la solución de
conflictos anteriores" (Hartmann, en Kris et al., 1954, pág. 35; véase también
Freud, 1927, págs. 42-43).
ternas. No obstante, el potencial neurótico del individuo conti-
núa existiendo durante toda su vida; puede actuar como factor
incentivador y activante o ser un punto especialmente vulne-
rable. Ambas situaciones, empero, orientan las tendencias
adaptativas del individuo y despiertan su inventiva: en tales
circunstancias, el dominio del trauma original, habitualmente
de naturaleza acumulativa, se trasforma en una "tarea vital"
(Blos, 1962, págs. 132-36). En una carta a Ferenczi, Freud
escribió: No deberíamos tratar de erradicar nuestros complejos
sino de llegar a un arreglo con ellos; son auténticas fuerzas
orientadoras del comportamiento propio en el mundo" (Jones,
1955, pág. 452). Loewald plantea una idea similar cuando
habla de "repetición como re-creación" en contraste con la "re-
petición como reproducción" (1971fo, pág. 60).
Las consideraciones precedentes llevan a la conclusión de
que no existe una concatenación causal rígida entre trauma in-
fantil y enfermedad neurótica ulterior. La causalidad se deter-
mina y verifica en forma retrospéctiva, tal como ocurre en el
trabajo de reconstrucción. Sobre la base del estudio de perso-
nalidades creativas, artísticas y carismáticas hemos llegado a
comprender, en gran escala, las complejas vicisitudes del po-
tencial neurótico. Quizás en una escala menor también opera
una similar imaginación adaptativa que, en circunstancias fa-
vorables, sirve para impedir que el potencial neurótico se con-
solide como enfermedad.
Desde esta perspectiva, la génesis de las neurosis aparece co-
mo un ininterrumpido proceso de elaboración que comienza
con un daño incipiente al organismo psíquico y se establece co-
mo potencial neurótico. Este potencial se conserva desde los
comienzos de la vida y recién más tarde llega su período termi-
nal, bajo la forma de neurosis adulta, cuando ha irrumpido la
enfermedad que en circunstancias ordinarias se mantiene inal-
terable e irreversible. Hemos llegado a considerar la neurosis
infantil como un potencial específico que puede o no llevar a
una enfermedad neurótica en la vida adulta. Podría entonces
cuestionarse la utilidad de postular la existencia de una neuro-
sis infantil cuando nunca llega a materializarse una neurosis
adulta. Pero existe un hecho cierto: la neurosis infantil asume
su estructura y contenido definitivos sólo durante la etapa de
formación de la neurosis adulta, cuando tomamos conocimien-
to cabal de su existencia a través de la neurosis trasferencial; es
decir, sólo durante el tratamiento analítico (Tolpin, 1970,
pág. 277).
El período formativo de la neurosis adulta coincide muchas
veces con la adolescencia, específicamente con la adolescencia-
tardía. A partir de entonces, la neurosis adulta puede hacer su
aparición como un ensamble organizado y selectivo de viven-
cias, impresiones y afectos cruciales y lesivos experimentados
en la niñez temprana; en su conjunto, marcan los puntos de fi-
jación —es decir, las características etiológicas de cada neuro-
sis— y se encuentran comprendidos en el concepto de "trauma
infantil". Greenacre habla de "fijación a una pauta, más que
sólo a una fase" (Kris et al., 1954, pág. 22). Si estas primitivas
interferencias en el desarrollo normal continúan en la etapa
fálico-edípica, pueden llegar a determinar en gran medida la
particular constelación del conflicto triádico que se produce
entonces (pág. 18). Si, por el contrario, no continúan con fuer-
za suficiente, es probable que la neurosis ulterior presente ca-
racterísticas de la etapa preverbal con su conflicto diádico o
que se desarrolle una perturbación emocional de tipo fronteri-
zo. Con el fin de mantener la claridad de mi posición, la he li-
mitado a las neurosis trasferenciales, excluyendo los trastornos
infantiles y adultos debidos exclusiva o predominantemente a
falencias del desarrollo —es decir, a una estructura psíquica
deficitaria— y no a un conflicto interno, a su resolución neuró-
tica o a sus derivaciones debilitantes.
Puesto que la estructuración de las neurosis es el resultado de
un desequilibrio o conflicto entre las instancias psíquicas, de-
pende necesariamente del poder madurativo intrínseco y rela-
tivo de tales instancias. Esta postulación es esencial para la
comprensión de las neurosis, tanto infantiles como adultas. Si
nos detenemos por un momento en la enorme diferencia que
existe entre el yo de la latencia y el de la adolescencia tardía,
no nos sorprenderá descubrir soluciones distintas para un mis-
mo conflicto neurótico básico en cada una de esas etapas.
Cualquiera sea el desenlace, en las soluciones respectivas de las
diferentes etapas evolutivas reconoceremos la historia del yo,
que deja su marca en la estructuración de la solución de todo
estado desequilibrante. La salida adaptativa, tanto neurótica
como sana, si es seguida a lo largo de un continuo evolutivo, no
se mantiene idéntica en todo su trascurso y por lo tanto no
puede ser vista como inalterada o inalterable.
Se ha intentado diferenciar la neurosis del niño de la del
adulto en términos de la naturaleza que en cada caso ad-
quieren la trasferencia, la resistencia y la reelaboración. La de-
pendencia emocional del niño junto con su maduración física
incompleta, necesariamente impone límites a la analizabilidad
del potencial patógeno. El análisis infantil está destinado a
ayudar al niño a recobrar el ímpetu evolutivo correspondiente
a su edad. Por supuesto, el logro de este objetivo no significa
necesariamente una protección contra los azares emocionales
inherentes al proceso de crecimiento. Nunca estamos seguros
de la medida en que el tratamiento eliminó el potencial patóge-
no; de ahí que un número relativamente grande de niños trata-
dos recurra al análisis una vez más al llegar a la adolescencia o
los comienzos de la adultez.
El período de la adolescencia tardía marca la terminación de
la niñez. Como proceso integrativo recapitula, en un nivel su-
perior de funcionamiento psíquico, un avance hacia la inde-
pendencia y autonomía que en otro trabajo definí como el "se-
gundo proceso de individuación" de la adolescencia (véase el
capítulo 8). Recién cuando se ha alcanzado la madurez biológi-
ca y cuando la madurez sexual lleva a un rompimiento definiti-
vo con las posiciones infantiles se produce una reorganización
del potencial neurótico —siempre que todavía posea suficiente
valencia patógena—, en un nivel más alto de integración como
neurosis adulta. Este enfoque de la neurosis adulta hace que el
término "epigénesis" resulte especialmente apropiado, por
cuanto nos recuerda la teoría de Harvey según la cual el
embrión se forma mediante la adición gradual de distintas par-
tes en una secuencia ordenada.de complejidad creciente. A ello
se agrega que, en el proceso, algunas de las partes componentes
pueden atrofiarse, perder su función y convertirse en reliquias
atávicas del pasado. La teoría opuesta, que postula la "prefor-
mación" o el "encapsulamiento", * resulta obsoleta desde el
punto de vista biológico, y sus derivaciones son contrarias a la
naturaleza de la genésis de las neurosis.
Un venerable postulado de la teoría analítica distingue los
estados latente y manifiesto de la neurosis: el primero ha sido
conceptuado como neurosis infantil. Freud (1939) vinculó am-
bos estados en el siguiente pasaje: "Recién después [de la lateri-
cia] tiene lugar la modificación con la cual la neurosis definiti-
va se hace manifiesta como un efecto retardado del trauma.
Kilo ocurre al comienzo de la pubertad o algo más tarde" (pág.
77).4 En la obra de Freud existen frecuentes referencias a la
acometida en dos tiempos de la neurosis, regla a la cual esca-
pun las neurosis traumáticas. Cuando la disposición neurótica
se manifiesta en la adolescencia —es decir, cuando el trauma
infantil impide, distorsiona o desbarata catastróficamente la
conducta correspondiente a la edad del individuo por medio de
lu formación de síntomas—, la enfermedad resultante constitu-
ye la "neurosis definitiva". Se deduce, por lo tanto, que esta es
sinónimo de neurosis adulta y que junto con su formación surge
a la vida —por decirlo así— la neurosis infantil, que adquiere

* "Encasement", teoría según la cual la estructura íntegra está contenida en


rl organismo incompleto. [JV. del T.]
•1 Kn 1939, fecha en que Freud escribió este pasaje, no existía en el idioma ale-
mAii una palabra equivalente a "adolescencia"; el término "Adoleszenz" apare-
ció con posterioridad. En esa época, la palabra alemana empleada como sinóni-
mo de adolescencia era "pubertad" ("Pubertüt"), que se refería tanto a la etapa
de maduración física como a las características psicológicas concomitantes.
entonces configuración y estructura. Ambas son formaciones
complementarias: dependen para su estructuración de un alto
grado de desarrollo yoico y surgen simultáneamente forzadas
por las exigencias adaptativas que la maduración física, el de-
sarrollo instintivo y la adecuación social imponen a la persona-
lidad en crecimiento. La regresión normativa al servicio del
desarrollo promueve la reestructuración psíquica adolescente
(Blos, 1962). La regresión de la adolescencia permite enmen-
dar las deficiencias evolutivas anteriores en la etapa terminal
de la niñez —es decir, en la adolescencia tardía— y facilita (si
todo marcha bien) la resolución de anteriores remanentes
conflictivos o desajustes internos que de otro modo obstaculiza-
rían la formación de la personalidad posadolescente. Este es el
proceso que llamo "consolidación". 5
La estructuración de la neurosis aduíta está vinculada inhe-
rentemente con el estadio de la adolescencia tardía. Como se
dijo antes, en ese período el individuo completa su crecimiento
físico y alcanza la madurez sexual. En términos del desarrollo
psicosexual el principal paso hacia la madurez consiste en el
destierro de las modalidades pulsionales pregenitales al domi-
nio del placer previo, subordinándolas así y al mismo tiempo
estableciendo una constelación jerárquica de pulsiones llama-
da genitalidad. El logro de la primacía genital (que no debe
confundirse con la actividad heterosexual) es gradual y por lo
general queda incompleto: sólo en raras ocasiones consigue sa-
tisfacer las pautas ideales.
La teoría y práctica psicoanalíticas demuestran de manera
irrebatible que durante la adolescencia se produce una reacti-
vación del complejo de Edipo y que el individuo lo revive de
nuevo. Lejos de ser una réplica de su primitiva versión, esta
vez es llevado a su disolución final en un nivel más alto de in-
tegración, en tanto que el individuo se acerca a un dominio
más definitivo de los conflictos concomitantes. La relativa ma-
durez del yo lleva a una primera "declinación" del complejo edí-
pico, que inicia el período de latencia; la segunda "declinación",
durante la adolescencia, inicia la adultez. Por lo tanto las res-
pectivas disoluciones serán diferentes, independientemente de
que sean de naturaleza normal o patológica. Al comparar el
desenlace de cada una de estas etapas, surge una diferencia
crucial; la coexistencia del conflicto edípico positivo y negativo

5 Erikson (1968) planteó algo similar al proponer los conceptos de "moratoria


psicosocial" y de "crisis de identidad". La pregunta que se hace el adolescente,
"¿Quién soy?", surge, a mi juicio, de las confrontaciones de las posturas casi-
adultas y aún-infantiles que se asumen en la alternancia de regresión y progre-
sión, típica del período de la adolescencia tardía. Subjetivamente, este flujo y
reflujo es vivido como una disgregación transitoria del self; lo mismo puede de-
cirse del proceso dé consolidación.
tis tolerada en la niñez con mayor ecuanimidad que en la ado-
lesc encia; en este último período surge una decisiva intoleran-
cia debido a las presiones sociales y madurativas que urgen la
formación de una identidad sexual definitiva e irreversible
(véase el capítulo 7). La imposibilidad de evaluar la valencia
del complejo de Edipo negativo en el análisis de niños (en espe-
cial en cuanto a las perspectivas de un resurgimiento durante la
pubertad) hace suponer que en el umbral del período de la-
tencia se llega a una disolución solamente parcial, que trae
consigo una etapa de relativa calma. Las dos ediciones del
conflicto edípico difieren tanto en lo que concierne a su co-
mienzo como a su modo de resolución. La inmadurez física
provoca la primera declinación del complejo original, y la ma-
durez física debe producir su disolución definitiva e irrever-
sible. La fase de la adolescencia tardía se convierte así en el
campo de batalla de la neurosis adulta.
Las modificaciones de la personalidad que marcan la termi-
nación de la adolescencia son la integración y la diferen-
ciación, que se manifiestan en la formación del carácter (véase
el capítulo 9). Todos los cambios psicológicos que se producen
en la personalidad durante la adolescencia tardía se en-
cuentran resumidos en el concepto de consolidación. La
"neurosis definitiva", es decir, la neurosis adulta, es el resulta-
do del proceso de consolidación, que comprende a la totalidad
de la personalidad preadulta y cuyo final determina de manera,
irreversible la división entre niñez y adultez. La función sinté-
tica del yo opera inexorablemente, para bien o para mal, du
rante toda esta etapa, en la que el proceso de consolidación
efectúa la organización de la personalidad, tanto normal como
patológica.
De ahí que el paciente que se encuentra en la adolescencia
tardía plantea al analista una situación paradójica. Desde el
punto de vista del desarrollo, se halla comprometido en la con-
solidación de la neurosis adulta; por otro lado, la falta de una
total integración obstaculiza su participación en el proceso te-
rapéutico, salvo de manera general en lo que concierne a los
malestares agudos y actuales, y a su alivio. Sin duda, el estable-
cimiento de la neurosis adulta favorece la analizabilidad; de
ahí el verdadero dilema que enfrenta el analista: debe optar
entre impedir la formación de la neurosis adulta mediante la
prioridad interpretativa, o acelerarla para poner en marcha la
lubor analítica definitiva. En muchos casos resulta claro que el
udolescente no se resiste al análisis, pero en otros, su limitada
participación hace dudar —a menudo injustamente— de su
analizabilidad. La carga de este "impase" recae sobre todo en
«•1 analista cuando, sin tener en cuenta el proceso evolutivo de
la adolescencia tardía, intenta seguir adelante como si ya se
hubiera instalado la neurosis adulta. La consecuente ineficacia
de sus interpretaciones activa sus propias defensas narcisistas,
que a su vez enturbian, retardan o impiden el análisis. Durante
muchos años se ha discutido acerca de las dificultades y la in-
conveniencia de analizar adolescentes. Sin embargo, gran par-
te de esas dificultades surgen de una concepción errónea del
proceso de la adolescencia, tal como lo demuestra el dilema
técnico que acabo de mencionar.

Ilustración clínica
Un estudiante universitario de dieciocho años comenzó su
análisis después de un total e inexplicable fracaso en sus exáme-
nes: la incapacidad para estudiar había llegado a adquirir la
naturaleza de síntoma; su aparición había sido tan brusca, y
tan grande su gravedad, que se indicó tratamiento analítico.
Una inhibición neurótica del funcionamiento intelectual esta-
ba amenazando arruinar la vida de este inteligente joven. Na-
turalmente, el síntoma inicial sólo encubría las muchas vías in-
ternas a través de las cuales la patología había extendido su
influencia debilitante por toda su personalidad. La inmadurez
emocional se había manifestado en el área que representaba
para el paciente, más que cualquier otra, el logro simbólico de
la madurez y la independencia, es decir, la rivalidad edípica.
Al comenzar el análisis, el joven tenía conciencia de la impo-
sibilidad de encarar por sí mismo el problema del fracaso en los
estudios. Sabía de la evidente irracionalidad de sus posterga-
ciones, de sus permanentes esperanzas de un éxito imposible,
de su despreocupación compulsiva por el paso del tiempo hasta
que ya era demasiado tarde para recuperarlo. Sin quererlo, él
mismo había provocado el fracaso, a pesar de su inconmovible
propósito de estudiar y de la penosa humillación que le acarreó
la expulsión de la facultad. En pocas palabras, comenzó su
análisis con una actitud positiva y un auténtico deseo de resol-
ver un problema agudo. Reconocía la irracionalidad de su con-
ducta y tenía conciencia de su malestar emocional y su deso-
rientación. /
El paciente era lo bastante informado como para aceptar y
obedecer la regla básica. No perdía una sola de las cinco se-
siones semanales; hablaba con facilidad acerca de lo que le
ocurría, de sus fantasías, sueños y recuerdos infantiles; en resu-
men, se comportaba como un buen paciente. Sin embargo, fal-
taba algo, lo cual hacía que el tratamiento se tornara pesado y
vacilante. Si bien es cierto que en el curso del primer año de
análisis se pudo reunir un buen número de recuerdos, fantasías
y datos referentes a su vida cotidiana y su historia personal, no
había surgido aún un "vasto diseño" que otorgara organización
y continuidad —es decir, significado— al flujo de comunica-
ciones del paciente.
Ya en la primera semana se pusieron de manifiesto el área
del conflicto neurótico y la organización defensiva. Un sueño y
una idea obsesiva transitoria servirán de ilustración. El sueño,
aportado en la primera sesión, es el siguiente:

"Estoy en un restaurante con un amigo. El presidente John-


son entra con su comitiva conduciendo un automóvil negro,
modelo convertible de quince años atrás. Se suponía que yo de-
bía seguir al presidente en otro automóvil. No sabía qué pedal
apretar, ni cuál era el freno. Entonces aparecía mi padre; me
daba miedo y huía. [Silencio], Había algo más: una chica se in-
terponía en el camino de mi automóvil; no podía frenarlo. Des-
pués se detuvo solo, cuando estaba a punto de atrepellarla".

Tras relatar el sueño, la mente del paciente quedó "en blan-


co". Era obvio que se encontraba bloqueado cuando "se supo-
nía que debía seguir" las indicaciones del analista —dejar que
su mente "siguiera su camino"—. En lugar de hacerlo, frenó
por temor a perder el control; en otras palabras, "le dio miedo
y huyó". En esta secuencia, la pérdida del control emocional y
el temor al padre parecían estar intrínsecamente vinculados, y
la única manera de eludirlos era la huida. Las inhibiciones y
evitaciones se habían convertido en sus "medidas de seguri-
dad"; ellas representaban la organización defensiva que regía
su vida.
El dato acerca de la antigüedad del automóvil presidencial
que "debía seguir" en el sueño ubica el punto culminante, si no
el comienzo, de su angustia neurótica alrededor de los tres años
de edad, es decir, en la fase fálico-edípica. La iniciación del
sueño ("en un restaurante con un amigo") y la terminación
("una chica se interponía en el camino de mi automóvil") lo
vinculan con la realidad de su vida actual (restos diurnos); en
«Iras palabras, con su ferviente deseo de amistad con
muchachos y de intimidad emocional con chicas. Vivía la im-
posibilidad de materializar ambos deseos como un estrangula-
micnto de su espontaneidad, que durante algún tiempo había
«•Mudo deteriorando sus relaciones sociales, en especial después
de su expulsión de la facultad.
Una idea obsesiva pasajera que expresó en las sesiones terce-
ra y c u a r t a me proporcionó una nueva pauta acerca del origen
rrntral de su angustia. Aunque me había asegurado que tenía
control sobre su mente y que deseaba hablar sólo de "cosas per-
tlurutns", de pronto quedó fascinado por una diminuta grieta
en el techo del consultorio. Su mente quedó "clavada" en la
grieta y todo lo que pudo decir fue: "Me hace pensar en nada"
Los comentarios de Lewin (1948, pág. 525) acerca del pensar
en "nada" me hicieron suponer que tanto el genital femenino
como una preocupación por la castración subyacían en la pa-
sividad e inhibición del paciente. Me abstuve de hacer in-
terpretación alguna.
Es bien sabido en psicoanálisis que el primer sueño o fantasía
que un paciente relata contiene —en versión resumida— el
conflicto central de su neurosis. No obstante, cualquier conclu-
sión que se saque en la etapa inicial del análisis no deja de ser
una conjetura más o menos fundada; su verificación, modifica-
ción o refutación surgirán en el curso del tratamiento. En este
caso la verificación se produjo, pero recién un año y medio más
tarde.
La primera etapa del análisis de este paciente (dieciocho me-
ses) estuvo dedicada, como se dijo, a un disciplinado relato de
sucesos pasados y presentes; pero la inconsistencia de sus aso-
ciaciones impedía que se manifestara una continuidad genéti-
ca. Gran parte de las sesiones estaba ocupada por un minucioso
inventario de su historia personal, incluyendo los recuerdos y
fantasías secretos y los temores y deseos que conservaba en su
memoria conciente. Esto no significa que el analista no haya
hecho uso del material aportado para ayudar al paciente a re-
conocer la fuente psicológica de sus afectos y acciones. Pero es-
te, si bien aceptaba las interpretaciones, las limitaba al proble-
ma particular planteado por él. En consecuencia, el insight no
sobrepasaba el alcance restringido de la realidad actual, impi-
diendo así una más profunda colaboración analítica.
El paciente demostraba un anhelo apremiante de llegar a la
comprensión y el insight y, por supuesto, la actitud del analista
complementaba su deseo. Sin embargo, más que una verdade-
ra alianza terapéutica, lo que había instaurado era un lazo em-
pático ilusorio: "ambos deseamos comprender". Era evidente
que trataba de complacer al analista, a quien había ubicado en
el rol de un padre idealizado que lo "comprendería" en lugar
de juzgarlo sobre la base de sus logros.
Esta trasferencia espóntanea era responsable del rapport
existente entre ambos, pero también lo llevaba a escudriñar su
mente en busca de contenidos que complacieran al analista y
que le permitieran ocupar un lugar privilegiado en su afecto y
respeto. A lo largo de todo este período se mostró cooperador,
jovial y amistoso.
Había muchos indicios de que estaba imitando a personas
admiradas, amigos y familiares, usando sus expresiones y ges-
tos. Recurría a tales imitaciones para realzar lo que él veía co-
mo su propio valor excepcional y atractivo. Cada mensaje te-
nía que ser del más alto interés y significación; de otra manera
no valía la pena mencionarlo. El aspecto trasferencial de esa
selectividad era suficientemente claro; 6 pero aunque el mate-
rial invitaba a hacer interpretaciones dirigidas a la trasferencia
y la resistencia, estas no dieron resultado, y cuando empezaron
a hacerse reiteradas preferí dejar de formularlas. En ese senti-
do, mis puntos de vista teóricos y el hecho de estar empeñado
en su comprobación clínica sirvieron para moderar mi tenden-
cia a repetir, a remachar lo psicológicamente obvio.
Durante los primeros dieciocho meses de tratamiento me es-
forcé por llevar a la conciencia del paciente sus afectos, estados
de ánimo y fantasías; resultó muy provechosa para este proce-
so, dicho sea de paso, la verbalización que hacía de sus conflic-
tos internos ante un interlocutor atento —el analista— y, re-
cíprocamente, el interés con que él escuchaba los comentarios
de este. Las palabras dichas y las reacciones que provocaban
hacían que las elusivas percepciones que él tenía de su vida in-
terna se volvieran más reales y observables (concientes) que an-
tes, cuando existían en las cavernas del silencio contemplativo
(preconciente). Gracias a este trabajoso proceso se produjo
también un cambio dinámico en los datos correspondientes al
nivel conciente, que habiendo modificado su calidad por las
nuevas investiduras, resultaron más útiles para la labor analíti-
ca ulterior.
Las interpretaciones eran dinámicas pero no genéticas; aun
así estaban limitadas, pues eran formuladas fuera de la órbita
de la trasferencia y antes de que se hubiera establecido la alian-
za terapéutica —en contraste con el rapport y la colabora-
ción—. En lugar de vincularse con el analista como persona, el
paciente lo hacía con la imagen de un padre idealizado que re-
cibía con amor los regalos verbales de un hijo obediente. Se
sentía gratificado oada vez que yo demostraba recordar algún
detalle mencionado por él tiempo atrás. 7 La fe en la omnipo-
tencia del padre afectuoso e, inversamente, en la recompensa
que aguardaba a un hijo dócil y obediente eran las convic-

6 No nos detendremos en el hecho de que estos aspectos trasferenciales son


parte de la activación regresiva del "self grandioso" y de la "imagen parental
idealizada" (Kohut, 1971), porque el caso que nos ocupa no corresponde a los
trastornos narcisistas descritos por Kohut. No obstante, es interesante observar
que las formulaciones de este autor resultan especialmente pertinentes para el
caso de aquellos pacientes que están en análisis durante la etapa final de la niñez
-más precisamente, en su adolescencia tardía, o, dicho en términos metapsico-
lógicos, en "el segundo proceso de individuación" de la adolescencia (véase el ca-
pitulo 8)—.
7 Esto me recuerda el caso de un niño de poco menos de dos años que, duran-
te una visita a una granja, fue llevado por su madre a un retrete separado de la
casa principal. Miró con interés el agujero, y volviéndose hacia la madre, le di-
jo: "jAsf que es acá donde lo guardas?".
ciones impenetrables de este joven que, por esa misma creen-
cia, se había detenido en el camino hacia la madurez. Tal con-
fiada creencia es semejante a la desmentida; aparece a menudo
bajo la forma de una irracional confianza en uno mismo que
tiene fundamentos muy precarios, ya que carece de logros rea-
les que la sustenten.
El aspecto regresivo de .la adolescencia —que normalmente
es una regresión al servicio del desarrollo (véase el capítulo
8)— otorga a la conducta del adolescente una apariencia in-
fantil. La tendencia a la idealización es quizá su característica
primordial. La regresión del paciente a la imagen del padre
idealizado impresionaba como un esfuerzo por alcanzar la eta-
pa de consolidación de la adolescencia tardía. De ahí que la
trasferencia no fuera una regresión, en el sentido habitual de
revivir un conflicto patógeno; por consiguiente, no había nada
en ella que tuviera afinidad con una neurosis trasferencial. Los
rasgos infantiles eran el resultado de la fijación a una vida
emocional todavía centrada en la familia, que el paciente tra-
taba en vano de trascender por sustitución.
Sabiendo que la neurosis trasferencial —categoría a la que
pertenecía la enfermedad del sujeto— es el único medió para
revivir las raíces infantiles de un síntoma neurótico y por ende
llegar a estar en buenos términos con ellas, esperé paciente-
mente su aparición. La neurosis trasferencial constituye un
compromiso emocional que no permite escape alguno,
mientras que las manifestaciones de la trasferencia aparecen y
desaparecen. Cada una corresponde a un orden esencialmente
distinto (Loewald, 1971a) y ambas tienen una participación
crucial (aunque también diferente) en la resolución de un
conflicto neurótico tanto en el análisis de niños como de adul-
tos. La distinción entre ambas no es tan precisa como lo sugiere
nuestra terminología, pero tampoco es artificial. Las manifes-
taciones trasferenciales tienen un carácter ad hoc, mientras
que la neurosis trasferencial refleja un revivir continuo y cohe-
rente del pasado patógeno en relación con el analista y con la
situación analítica. Como tal, es el reflejo por excelencia de la
vida, por cuanto selecciona entre los. estímulos disponibles
aquellos que la sustentarán. Para evitar la noción limitada y
acaso limitante de "neurosis trasferencial", Greenacre (1959)
sugirió otra denominación quizá más flexible. Al respecto
escribió: "Yo misma he cuestionado un poco la expresión
«neurosis trasferencial», que abarca demasiado y puede resul-
tar engañosa. Preferiría hablar de manifestaciones trasferen-
ciales neuróticas activas" (págs. 652-53). Por razones de breve-
dad, continúo utilizando el término "neurosis trasferencial",
aunque reconozco que se lo define más por inclusión que por
exclusión.
Volviendo a la historia del paciente, diré que no se presenta-
ron indicios de neurosis trasferencial. Cuando decidí esperar,
también decidí implícitamente no aliviar sus sufrimientos ac-
tuales más allá de lo debido ni ofrecer insights que sólo servi-
rían a sus defensas intelectuales y gratificarían su narcisismo,
apoyando así las fantasías grandiosas con las que trataba de
borrar su devastadora sensación de incompetencia y desvali-
miento.
Me ocuparé ahora de un cambio ocurrido en el análisis que
no fue totalmente atribuible —si es que lo fue en alguna medi-
da— al trabajo análitico realizado hasta entonces. Precisamen-
te lo inexplicable del cambio me dio que pensar. Antes de se-
guir especulando al respecto, presentaré el material clínico
correspondiente al segundo período del análisis.
Después de un año y medio de tratamiento, el paciente co-
menzó a verbalizar las inhibiciones que le impedían hablar
libremente conmigo. Hasta ese momento su principal deseo ha-
bía sido comportarse como un "buen paciente". Sus comunica-
ciones sin destinatario aparente se convirtieron ahora en men-
sajes personalizados. En forma bastante repentina, empezó a
quejarse de las limitaciones que le imponía el horario de las se-
siones y de la dependencia que debía soportar. Sentía que ha-
bía menguado su anterior compromiso con el análisis debido a
la coerción implícita en el contrato analítico. Estas quejas le
parecían "naturales" y que no requerían más "explicación": en
condiciones de coerción y abuso era imposible "hablar con li-
bertad" o "abrirse".
Un día, este nuevo leit motiv de manifiesta resistencia y tras-
ferencia negativa apareció ejecutado en una clave diferente.
Noté que las andanadas de provocaciones y acusaciones negati-
vistas empezaban a dqjar paso a asociaciones espontáneas que,
en su totalidad, consistían en recuerdos con un común elemen-
to de peligro, temor y desastre: cuando tenía seis años su perro
había muerto en el sofá de la sala, una noche la cama se le ha-
bía desplomado, los animales salvajes del jardín zoológico lo
aterrorizaban, había roto una silla, lo paralizaba el temor a su
padre, etc.
Cuando al interpretar señalé su temor al analista (a "hablar
con libertad" o "abrirse"), se excitó bruscamente. En lugar de
rechazar mis comentarios por improcedentes o fingir acep-
tarlos como otras veces, reaccionó con auténtico afecto. Con
una voz que estaba lejos de su habitual tono calmo gritó: "¡Eso
esl Yo no sabía qué estaba diciendo, pero usted sí. Eso nos hace
desiguales y no lo puedo permitir". Sin embargo, consideró mi
observación y admitió que había algo de verdad en cuanto al
temor a la regresión y a su terror a sentirse otra vez inferior,
pequeño y débil, a merced del poder del padre-analista. En.su-
ma, pude mostrarle que su temor a ser dominado, castigado y
sometido estaba siendo revivido en la situación analítica, don-
de quedaba sujeto a la regla y al contrato analíticos, ambos in-
puestos por el analista.
Durante la sesión siguiente, el paciente recordó una historia
infantil en la que un "hombre que nunca hablaba" era golpe-
ado por su exasperado compañero, que había esperado todo el
tiempo tener una buena conversación con él. Fue necesario se-
ñalarle la alusión al analista, pues no la había notado. En lugar
de irritarse y discutir, esta vez recordó que su padre nunca le
hablaba, excepto para estimularlo a ser un buen estudiante. Lo
que buscó trasmitir con el relato fue simplemente que en toda
su vida nunca había tenido una "buena conversación" con el
padre sobre temas importantes para él. ¿Cómo podía atreverse
ahora a hablar conmigo? Había aprendido a ofrecer la apa-
riencia de un hijo obediente y a vivir con su rabia y deseos de
venganza en un solitario confinamiento autoimpuesto.
Después de estas experiencias trasferenciales y de su in-
terpretación, el paciente se volvió caviloso e introvertido.
Comentó que "los recuerdos tienen ahora un sabor distinto.
Hasta este momento yo disfrutaba hablando de ellos. Me gusta-
ba recordar... cualquier cosa; me hacía sentir bien. Ahora es
diferente. Los recuerdos se han vuelto amenazadores. Usted
forma parte de ellos. Ve algo que yo no veo. Supongo que eso es
lo que marca la diferencia".
Comenzó una de las sesiones siguientes diciendo: "Estos últi-
mos días pude visualizar la vagina. Nunca había conseguido
hacerlo hasta ahora". Habló como si se tratara de una ilumina-
ción repentina. Lo asocié con su reiterado pensar en "nada" de
la primera semana de análisis. Esta repentina claridad de pen-
samiento e imaginación fue suficiente para establecer un vín-
culo etiológico entre angustia de castración, agresión edípica
reprimida e inhibición del pensamiento. Este había adquirido,
en especial durante la adolescencia, una función defensiva: se
había trasformado en un frío ejercicio de sofistería con el que
ahogaba las emociones. Al usar victorioso las armas de la inteli-
gencia no daba lugar a ser acusado de intenciones hostiles, pero
la mayoría de las veces estos propósitos inconcientes le habían
impedido el empleo eficaz de esas mismas armas.
Sin duda, la labor analítica había entrado en un plano dife-
rente. La neurosis trasferencial estaba en formación y las ver-
balizaciones iban dirigidas efectivamente al objeto. La apari-
ción de esta nueva calidad afectiva se debió a que la trasferen-
cia había llegado a ser parte integrante de la vida mental del
paciente. El revivir el pasado patógeno constituye la neurosis
trasferencial; otorga "a todos los síntomas de la enfermedad un
nuevo significado trasferencial" y remplaza la "neurosis ha-
bitual del paciente por una «neurosis trasferencial» de la que
puede ser curado mediante el trabajo terapéutico. La trasfe-
rencia crea así una región intermedia entre enfermedad y vida
real por la cual se realiza la transición de una a la otra".
(Freud, 1914a, pág. 154; véase también Loewald, 1971a, pág.
62). Al mismo tiempo que aparece la neurosis trasferencial, la
neurosis infantil adquiere la estructuración y claridad que has-
ta entonces le faltaban. "La neurosis infantil constituye la
principal patología de las neurosis trasferenciales" (Tolpin,
1970, pág. 277). Desde la perspectiva de mi propuesta, la
neurosis infantil constituye la principal patología de la neurosis
adulta del tipo de neurosis trasferencial; sólo durante el trata-
miento psicoanalítico podemos investigar el ámbito de la
neurosis infantil, y sólo en la medida en que se refleja en la
neurosis trasferencial.
La participación del paciente en el análisis ganó, a todas lu-
ces, una nueva dimensión: lo que era un declinante interés se
convirtió en incipiente alianza terapéutica. El material analíti-
co, que por primera vez provenía de todos los niveles de la
mente y de todos los períodos de su vida, adquirió continuidad
y cohesión psicológica. Como consecuencia, las interpreta-
ciones se hicieron significativas, al dejar de ser un fin en ellas
mismas para convertirse en el comienzo de una nueva indaga-
ción de sí, pero conectada con la anterior.
Haciendo una analogía, podría decir que la primera fase del
análisis correspondió a una prolija observación e inspección de
los miles de piedrecitas de colores (recuerdos, problemas y
conflictos aislados), que un día iban a formar un gran mosaico
(neurosis adulta). En la segunda fase (neurosis trasferencial) se
completó el "vasto diseño" del mosaico (neurosis infantil); cada
observación e inspección se hacía ahora en relación con el
cuadro global, que había llegado a tener una nueva coherencia
(la personalidad total o histórica).
Para obviar un malentendido que puede surgir de kf dicho
(acerca de que sólo el advenimiento de la neurosis trasferencial
hace posible el trabajo analítico efectivo), debo señalar que el
análisis realizado durante el primer período fue, a su manera,
incuestionablemente fructífero. Pienso que transitar por los re-
cuerdos de toda la vida, que abarcan fantasías, afectos y viven-
cias, junto con los acontecimientos actuales de la vida laboral,
los estados de ánimo, las relaciones personales y familiares,
etc., fue un paso necesario para facilitar la consolidación de la
etapa de la adolescencia tardía, e incluyendo las tendencias
neuróticas. Fue el primer período el que puso al paciente en
contacto con su vida interna: al mismo tiempo que encaraba
los conflictos agudos como sucesos aislados arrojaba luz sobre
la propagación de sus inhibiciones, evitaciones y temores. En
su totalidad, estos determinaron el alcance y la inmediatez del
proceso de consolidación.
Todo esto constituyó una realización importante; pero si la
labor analítica se hubiera detenido en ese punto no se habría
alcanzado una reorganización duradera de la personalidad.
Ciertos logros reales posibilitados por la primera etapa del aná-
lisis —p.ej., independencia económica y un desempeño res-
ponsable y satisfactorio en el trabajo— fueron importantes en
la medida en que permitieron que el paciente tuviera una sen-
sación de éxito y orgullo, y, en líneas generales, hicieron que se
sintiera mejor. Pero también pudieron servir para justificar la
terminación del análisis, tal como en efecto estuvo a punto de
ocurrir exactamente antes de que se instalara la segunda etapa.
Pude impedirlo por medio de una interpretación trasferencial
que casualmente fue la primera que "dio en el blanco".
Por muchos años he pensado que la adolescencia no puede
permanecer indefinidamente como un proceso inconcluso; de-
be llegar a algún tipo de terminación, aunque sea patológica,
durante la etapa denominada "adolescencia tardía".
Esta, definida por la consolidación de la personalidad, tiene
su propia regulación temporal, tanto desde el punto de vista
biológico- como emocional y social. Sobre la base de mi expe-
riencia con adolescentes de esta edad, pude comprobar que mis
propuestas teóricas encontraban confirmación también en
otros casos, siempre que estos pertenecieran a la categoría de
las neurosis trasferenciales.
Naturalmente, cuando en la patología existe un predominio
marcado de aberraciones y deficiencias yoicas preedípicas, el
tratamiento toma un curso diferente, que escapa a los alcances
de esta investigación. Es frecuente que en este último caso el
diagnóstico no pueda determinarse con certeza al comienzo del
análisis, pero se hará más claro durante la primera fase, es de-
cir, la de consolidación.

Confrontación de observaciones clínicas


y propuestas teóricas
Existen en la literatura psicoanalítica varios relatos acerca
del tratamiento de pacientes en la adolescencia tardía, lo cual
me ha permitido comparar mis propias observaciones clínicas y
supuestos teóricos con los de otros autores. Si bien estos emple-
aron sus respectivos casos para demostrar hipótesis que no son
las expuestas en el presente trabajo, sabían de las dificultades
especificas que ofrece el grupo de pacientes mencionados.
Hay dos autores, en particular, que publicaron material clíni-
co del que pasaré a ocuparme ahora.
Hans Loewald inicia su artículo sobre "La neurosis trasfe-
rencial" (1971a) con el caso de "un joven de diecinueve años,
extraordinariamente dotado y con grandes inhibiciones". No es
necesario adentrarse en su psicopatología más que para señalar
que el cuadro clínico tiene semejanzas sorprendentes con el de
mi paciente. Ambos presentan una constelación bastante típica
de deficiencias adaptativas, que es un frecuente motivo de con-
sulta por parte de jóvenes universitarios. Cito una observación
de Loewald al comienzo del tratamiento:"...su relación [la del
paciente] conmigo [el analista] tendió a ser desde el principio
una reedición del vínculo con el padre, una especie de adora-
ción servil, imitación y amor sumiso, con ciertos indicios de re-
beldía contra tales sentimientos, resentimiento profundo e in-
tentos de liberarse". A primera vista —dice Loewald— parecía
tratarse de una "neurosis trasferencial en rápido desarrollo"
(pág. 54). Se pregunta después "si corresponde hablar de
neurosis trasferencial en un caso como este, donde la trasferen-
cia es tan inmediata y masiva [...] [la trasferencia] poseía un
carácter primitivo, quizá no muy diferente de la de los niños
[...] que si bien era conveniente para mantener el rapport con
un paciente aislado como este [...] funcionaba como una pode-
rosa resistencia" (págs. 55-56). En vista de las manifestaciones
trasferenciales masivas, el analista decidió que "no era oportu-
no realizar el análisis de las resistencias". Por otra parte, como
la trasferencia tendería a ser "una simple repetición, la princi-
pal preocupación del analista era el peligro de un estancamien-
to o interrupción prematuros del análisis" (pág. 57).
Loewald se pregunta luego si el concepto de neurosis trasfe-
rencial implica la repetición de la neurosis infantil. De no ser
así, ¿qué diferencia hay entre las manifestaciones trasferen-
ciales masivas del comienzo del análisis de este paciente y una
neurosis trasferencial? El analista presintió —por decirlo así—
que no eran la misma cosa; por mi parte, me tomaría la liber-
tad de afirmar que la diferencia residía en la inviabilidad de la
trasferencia o, simplemente, en la falta de reacción del pacien-
te ante las interpretaciones trasferenciales. Además, la aparen-
te resistencia siguió siendo inaccesible también a las interpreta-
ciones o, por lo menos, la reiteración de estas tenía un efecto
tan insignificante que hacía pensar en un posible error de
comprensión de la patología del paciente. Loewald llega en-
tonces a la incuestionable conclusión de que "sin una sintoma-
tología bien definida y sin una neurosis infantil asimismo bien
definida, no hay neurosis trasferencial" (pág. 58). Entre pa-
réntesis, podría sugerir <jue la rapidez de la trasferencia del pa-
cíente —su anhelo de trasferencia o compulsión trasferencial,
en verdad— es el reflejo de uñ síntoma en formación dentro del
contexto propicio de la situación analítica.

Dos artículos de Adatto (1958, 1966), en los que describe el


análisis de cinco casos, proporcionan material clínico adi-
cional correspondiente al tratamiento de pacientes en la ado-
lescencia tardía. Dice el autor que "después de la intensa reela-
boración de sus conflictos se presentó una etapa de equilibrio
psíquico y falta de motivación analítica" (1966, pág. 485). Co-
mo consecuencia, se dio por terminado el tratamiento, pero
tres de los cinco pacientes lo retomaron al llegar a los primeros
años de la adultez. La diferencia más llamativa entre el análisis
inicial y el ulterior residió en "la trasferencia y la investidura
emocional en el analista, que en el primer caso había sido frag-
mentaria o incompleta" (ibicL., pág. 486). Los sueños trasfe-
renciales analizables que surgieron en la segunda experiencia
permitieron profundizar el análisis, al "llevar a una situación
en la que, por fin, todo conflicto debe ser enfrentado en la esfe-
ra de la trasferencia" (Freud, 1912fc, pág. 104).
Intentaré ahora una evaluación comparativa de los casos de
Loewald y Adatto a la luz de la tesis propuesta por mí. Hay va-
rios aspectos comunes a todos los casos, que permiten la com-
paración. En primer lugar, los pacientes se Hallaban todos en
la adolescencia tardía, es decir, la etapa del desarrollo en que
la reestructuración psíquica se concreta en la consolidación de
la personalidad. El hecho de que todos los pacientes sean varo-
nes parece a primera vista simple coincidencia; sin embargo, la
observación clínica indicaría que la consolidación de la adoles-
cente mujer sigue una pauta distinta. Loewald llegó a la con-
clusión de que la falta de una sintomatología bien definida (en
otras palabras, la no estructuración del conjunto de desajustes
internos en términos de formaciones transaccionales) excluye
la aparición de una "neurosis infantil bien definida". Tal
conclusión está sustentada por mi propia observación; es decir,
que la consolidación de la personalidad en la adolescencia tar-
día es un requisito imprescindible para la estructuración de la
neurosis trasferencial y la neurosis infantil. Si aún no se ha pro-
ducido el proceso de consolidación buscaremos en vano la
neurosis adulta, que constituye la matriz de la que surgen la
neurosis trasferencial y, concomitantemente, la infantil. Lo-
ewald hizo la misma observación que había despertado mi cu-
riosidad: el excelente rapport del paciente puede ser visto como
presagio de la aparición de la neurosis trasferencial, pero a ve-
ces no lo es. Por otra parte, se suele considerar en forma global
como "resistencia" a la falta de respuesta de ese mismo pacien-
te ante las interpretaciones trasferenciales. Errores de juicio de
este tipo hacen que con frecuencia el análisis se interrumpa o
quede incompleto.
Los casos de Adatto son extremadamente instructivos, por-
que permiten abordar las diferencias entre las dos fases analíti-
cas para hacer su estudio comparativo. En la primera fase, hu-
bo escasa respuesta por parte de los pacientes al análisis de la
trasferencia y la resistencia; sin embargo, obtuvieron un consi-
derable alivio de la angustia mediante la resolución de algunos
de los problemas agudos que habían sido motivo de su consul-
ta. Este primer logro constituye un riesgo típico —como se vio
en los casos presentados por Loewald y por mí—, ya que puede
provocar la terminación prematura del análisis. Adatto (1958)
postula que en el curso del tratamiento de pacientes en la ado-
lescencia tardía tiene lugar una reintegración yoica que en sí
misma constituye un progreso hacia la madurez. Pero, al mis-
mo tiempo, disminuye la necesidad de análisis del paciente, lo
que lo lleva a dar por terminado el tratamiento. Después de to-
do, la "reintegración yoica" resulta menos duradera que lo es-
perado (Adatto, 1966).
Como consecuencia de que Adatto concentró sus esfuerzos
—quizá de manera demasiado exclusiva— en la solución de los
problemas agudos de sus pacientes, estos obtuvieron un alivio
de su angustia suficientemente grande para permitirles estabi-
lizar su organización defensiva. Esto, a su vez, hizo posible que
atravesaran la etapa de consolidación con buenas defensas,
postergando así temporariamente la irrupción de la neurosis
adulta. En este sentido, el primer análisis, aunque incompleto,
les resultó provechoso. Sin embargo, tres de los pacientes nece-
sitaron completar después el tratamiento prematuramente in-
terrumpido, cuando comprobaron que logros tales como una
carrera, matrimonio e hijos no bastan para llegar a una vida
adulta normal.
Tanto Adatto como Loewald observaron que la analizabili-
dad de la resistencia sigue siendo limitada durante la etapa de
las repeticiones trasferenciales estáticas. En mi experiencia, las
fuerzas evolutivas, que a esa altura se oponen a la participa-
ción del paciente en el análisis, pueden ser mantenidas dentro
de límites razonables si el analista logra que aquel obtenga ¿n-
sight, aunque este sólo esté referido al nivel vivencial de
comprender las realidades del determinismo psíquico. Sea co-
mo fuere, Loewald y Adatto coinciden en que al comienzo del
análisis de pacientes en la adolescencia tardía la neurosis tras-
ferencial y la infantil aún no han irrumpido. En este sentido,
constituyen las dos caras de una misma medalla. Naturalmen-
te, también en el análisis de adultos la formación de la neurosis
trasferencial lleva tiempo y está precedida a menudo por una
fase preliminar. La diferencia reside, entre otras cosas, en la
función que tiene esa fase preliminar y la distinta utilización de
la situación analítica inicial por parte del adolescente. Pero la
diferencia esencial es que el adolescente tardío está cumpliendo
con requisitos evolutivos que tienen un efecto adverso sobre la
labor analítica, mientras que en el adulto la reticencia o efusi-
vidad iniciales en el análisis pueden ser totalmente atribuidas a
la resistencia y la defensa.
Sobre la base de lo hasta aquí expuesto podemos decir que la
fase inicial del análisis de pacientes en la adolescencia tardía
hace que el analista deba enfrentar un fenómeno clínico que
corresponde al proceso evolutivo de la consolidación de la per-
sonalidad. Este proceso se desarrolla de manera relativamente
callada, fuera del trabajo analítico, y tiene como desenlace la
neurosis adulta. La situación analítica contribuye al proceso en
la medida en que presenta ante el yo del paciente un cúmulo de
experiencias en todos los niveles del funcionamiento mental,
que son reproducidas por este en forma verbal o callada. Para
impedir que el aparato psíquico sea inundado por estímulos de-
sorganizantes (pensamientos, imágenes y afectos), el yo erige
una "barrera contra los estímulos" constituida por principios
organizadores; llamamos "proceso de consolidación de la ado-
lescencia tardía" a la puesta en práctica del conjunto de tales
principios.
Al contemplar retrospectivamente la interrupción del pri-
mer análisis de sus pacientes, Adatto nos recuerda el caso de
"Dora", la adolescente tardía tratada por Freud (1905a); este
cerró el historial de la paciente escribiendo: "No logré dominar
la trasferencia a tiempo" (pág. 118). Si consideramos la in-
terrupción del análisis de "Dora" en términos de desarrollo,
podríamos decir hoy que la consolidación de su neurosis fue
soslayada porque el tratamiento se llevó a cabo como si ya hu-
biera surgido la neurosis adulta. Como resultado, el yo de la
adolescente se vio abrumado por interpretaciones que no podía
integrar y simplemente optó por huir. Si algo nos ha enseñado
el análisis de adolescentes es que las interpretaciones inoportu-
nas referidas al ello son vividas inconcientemente como una se-
ducción parental, es decir, incestuosa.

Consolidación de la personalidad
y formación de la neurosis adulta

Se desprende de lo dicho hasta ahora que atribuyo a la etapa


de la adolescencia tardía un papel decisivo y específico en la
formación de la neurosis adulta. El proceso integrativo de con-
solidación que marca el final de la niñez es la característica
sobresaliente de esta etapa. Con este proceso se produce una
progresión que hace que las adaptaciones parciales, soluciones
no definitivas de los conflictos, y ajustes emocionales y sociales
reactivos, transitorios y hasta desarticulados, lleguen a su uni-
ficación en términos de un entrelazamiento organizado del
funcionamiento psíquico bajo la égida de un yo evolucionado.
Llamamos a esto, sumariamente, "consolidación de la persona-
lidad". En el campo de la formación del carácter se pone de
manifiesto a través de la automatización de las pautas de reac-
ción (véase el capítulo 9). El proceso de formación de la neuro-
sis adulta recurre a estos progresos evolutivos hacia una organi-
zacón psíquica definitiva, integrada y autónoma.
Esta formulación contradice un punto de vista ampliamente
generalizado, que sostiene que la existencia de una enfermedad
neurótica impide la consolidación de la personalidad erí la ado-
lescencia tardía, y que esta puede tener lugar sólo mediante el
análisis de la neurosis. Tal punto de vista limita el proceso de
consolidación al desarrollo normal y considera su consumación
como el verdadero índice del logro de la madurez; en mi opi-
nión, por el contrario, recién después de la consolidación pro-
pia de la adolescencia tardía el análisis puede abarcar la recti-
ficación o normalización de la personalidad total, incluyendo
aquellos enclaves del potencial neurótico en los que con fre-
cuencia el análisis de niños no consigue penetrar. En esto con-
sisten las limitaciones del proceso de reelaboración en los inten-
tos analíticos previos al análisis de la neurosis adulta (Blos,
1970, págs. 100-09). El proceso de consolidación es siempre
turbulento —sea de manera manifiesta o latente—, sobre todo
cuando existe un potencial neurótico, que ha sobrevivido a las
etapas intermedias de la niñez y la adolescencia.
Independientemente de los estancamientos o demoras que se
produzcan en las esferas del desarrollo pulsional y yoico —o, lo
que es más frecuente, su asincronía o desajuste— la adolescen-
cia tardía lleva al proceso de organización psíquica su decisivo
imperio, tanto en casos normales como patológicos. Es el pro-
pio proceso de consolidación el que estructura la neurosis adul-
ta y constituye, por lo tanto, su período de incubación. El pa-
ciente utiliza la situáción analítica como parte de ese proceso, y
por consiguiente, se encuentra a menudo empeñado en un pro-
pósito distinto del que persigue el analista. El objetivo de este
último es reestructurar un desarrollo imperfecto, mientras que
al paciente lo ocupa la formación de una estructura amplia pe-
ro defectuosa, es decir, la formación de la neurosis adulta.
Tal consolidación lleva tiempo, y durante ese lapso el pa-
ciente continúa —en mayor o menor medida— sin responder a
la técnica habitual. No retacea su cooperación ni el material
analítico; sin embargo, los esfuerzos resultan infructuosos, o
más precisamente las interpretaciones dirigidas a la resistencia
y la trasferencia producen muy escasos efectos. En apariencia,
podría tratarse del resultado de una reacción terapéutica nega-
tiva o una resistencia masiva, pero pienso que no es ninguna de
las dos cosas; constituye más bien una "maniobra de conten-
ción" a fin de reorganizar las fuerzas mientras prosigue el
callado trabajo de consolidación. Sin duda, las defensas parti-
cipan de este cuadro típico y pueden ser abordadas con éxito en
la labor analítica. Empero, desde el punto de vista técnico, du-
rante esta etapa de formación de la estructura psíquica adulta
el analista enfrenta el problema de determinar la exacta medi-
da en que debe aliviar la angustia del paciente, teniendo en
cuenta su estado actual de padecimiento o tensión agudos. Por
consiguiente, la delicada tarea del terapeuta consiste en medir
el nivel óptimo de abstinencia. 8
Considerando el problema desde la perspectiva dinámica,
podemos decir que un excesivo alivio de la angustia servirá pa-
ra alentar una "consolidación" caracterizada por la convicción
defensiva de que "todo anda bien"; como consecuencia, dismi-
nuirá el interés en el trabajo analítico lo cual puede llevar a
una terminación prematura del análisis. Por otro lado, un ali-
vio demasiado escaso puede hacer que el paciente se sienta de-
cepcionado por el análisis o por la aparente falta de habilidad o
disposición del terapeuta para ayudarlo. Todo se reduce enton-
ces al grado exacto de respuesta y estimulación que debe brin-
dar el analista.
Debe recordarse que el proceso de consolidación, aunque re-
gulado por el desarrollo, requiere fuentes de tensión y conflic-
to, así como confianza y seguridad, para cumplir su función in-
tegradora. El objetivo de la labor analítica en la adolescencia
tardía, es, en primer lugar, la transición satisfactoria desde las
turbulencias de la etapa de consolidación al análisis de la
neurosis adulta. En lo concerniente a la técnica durante el sta-
tu nascendi de la neurosis adulta es necesario que el analista in-
tervenga con tacto e imaginación, cualidades firmemente
enraizadas en las conceptualizaciones teóricas v del desarrollo.
La adaptación de la técnica analítica a las características de la
etapa de consolidación psíquica debería ser considerada tan
aceptable como la propiciada alternancia del analista de cali-
dad de objeto trasferencial y de persona real en el análisis de
niños. Dicha adaptación a las condiciones evolutivas no anula
en sí misma el proceso analítico, sino que, por el contrario,
lo perfecciona.

8 El problema de la abstinencia surge, desde luego, en todo análisis y cual-


quiera sea la edad del paciente. En este caso está vinculado con el intento del
analista de promover la consolidación de hi neurosis adulta para impedir la in-
terrupción del análisis.
La idea de que la irrupción de la neurosis definitiva —es de-
cir, la neurosis adulta— coincide con la terminación de la ado-
lescencia parece quedar confirmada cuando tenemos en cuenta
que la declinación o resolución definitiva del complejo de Edi-
po tiene lugar recién en la pubertad, cuando el individuo al-
canza su madurez somática. 9 Lo que en la fase fálico-edípica
fue una realidad emocional con forma de deseo quedó frustra-
do por el principio de realidad, o sea, por la inmadurez fisica,
ese mismo deseo al ser vuelto a la vida en la pubertad, resulta
realizable en virtud de la madurez física, pero es frustrado
nuevamente por el conflicto emocional. A veces parecemos ol-
vidar que el mítico Edipo era un hombre adulto.
Aquello que antes de la adolescencia llamamos "neurosis de
la niñez" es el resultado de conflictos específicos y de sus solu-
ciones adaptativas erróneas, que impiden el desarrollo nor-
mal. 1 0 En la neurosis de la niñez no hay un compromiso de la
personalidad total; como organización global y abarcativa, no
existe antes de la adultez. Este último término no está emple-
ado aquí como sinónimo de madurez emocional sino en rela-
ción con el grado de desarrollo físico y la estructura psíquica.
Es esto lo que diferencia a la neurosis del niño de la del adulto.
Naturalmente, ambas tienen en común la interiorización del
conflicto. En cuanto a sus diferencias, Hartmann comenta:
"Muchas de las neurosis más precoces difieren marcadamente
de lo que solemos llamar neurosis en el adulto. Gran parte de
los problemas que en los niños consideramos neuróticos están
limitados a un único trastorno funcional; además, la distancia
entre conflicto y síntoma a menudo parece ser más corta que en
la neurosis adulta" (en Kris et al., 1954, pág. 33).
La teoría psicoanalítica ha sostenido siempre que la neurosis
infantil es revivida bajo la forma de una neurosis trasferencial.
Sin embargo, la realidad es que la formación de la primera es
concomitante con la estructuración de la segunda. La neurosis
infantil nunca existió como "entidad clínicamente manifiesta"
sino más bien como "configuración inconciente" (Tolpin,
1970, pág. 278) o potencial neurótico, cuya existencia sale a la
luz —es decir, se hace sintomática— durante la adolescencia o,
con mayor seguridad, durante su período final (Freud, 1939,
págs. 77-80; 1940, pág. 191). Coincido con Tolpin en que "la
9 Freud (1940) resumió el origen, el estado latente y la aparición de la neuro-
sis en los siguientes términos: "Al parecer, únicamente en la niñez temprana
(hasta la edad de seis años) pueden adquirirse neurosis, si bien es posible que sus
lintomas sólo mucho más tarde salgan a la luz" (pág. 184).
10 Freud utilizó las expresiones "neurosis infantil", "neurosis de la niñez",
"neurosis de la infancia" como designaciones equivalentes. La expresión usada
nn la bibliografía actual es "neurosis infantil" ["infantile neurosis"]. Con
"neurosis de la niñez" ["childhood neurosis"] se hace referencia a los trastornos
neuróticos que se manifiestan antes de la adolescencia.
expresión «neurosis infantil» debería reservarse para el con-
cepto metapsicológico que designa al conflicto edípico reprimi-
do potencialmente patógeno [...], que es un elemento esencial
de la patología de las neurosis trasferenciales" (1970, pág.
278).

Conclusiones
Partiendo de observaciones de análisis de pacientes en la
adolescencia tardía, he llegado a la conclusión de que la fase de
consolidación que tiene lugar en dicha etapa constituye el pe-
ríodo de formación de la neurosis adulta. Sólo cuando esta se
ha instalado es posible que se desarrolle, dentro de la situación
analítica, la neurosis trasferencial como forma manifiesta de la
neurosis infantil. Estas consideraciones otorgan una nueva y
especial importancia a esa fase de consolidación. Las indaga-
ciones referentes a la etapa terminal de la niñez —es decir, el
período formativo de la personalidad adulta, tanto normal co-
mo patológica— traen a un primer plano ciertos aspectos espe-
cíficos de la técnica y teoría analíticas. Al ofrecer una concep-
tualización del especial papel que cumple la adolescencia tar-
día en la epigénesis de la neurosis adulta, he procurado abrir
el camino para el examen de este particular campo de investi-
gación desde el punto de vista de la clínica, el desarrollo y
la teoría.
17. ¿Cuándo y cómo termina
la adolescencia? *
Criterios estructurales para establecer
la conclusión de la adolescencia

En este capítulo examinaré la cuestión de cómo conceptuali-


zar la finalización del proceso adolescente. Durante demasiado
tiempo esto no ha constituido un problema porque ni siquiera
se lo planteaba. La adolescencia parece una etapa de creci-
miento que uno simplemente debe pasar. Una opinión
ampliamente difundida afirma que aquella puede extenderse
indefinidamente, en cuyo caso se habla de un "eterno adoles-
cente". Esta afirmación carece de toda referencia o significado
biológico o psicológico. Esta crítica es necesaria pues los puntos
de referencia normativos en relación con las etapas evolutivas y
su secuencia constituyen un requisito y un dato esencial para la
evaluación de las condiciones normales o patológicas en cual-
quier nivel de crecimiento. La terapia, la investigación y la
planificación social dependen en igual medida de las defini-
ciones normativas, pues estas son el único medio por el cual las
observaciones o las intervenciones pueden resultar comparati-
vas, evaluativas, significativas y servir como pronósticos.
Estamos familiarizados con los hitos del desarrollo infantil
en los planos somático, conductal y psicológico. Debemos esta
familiaridad a la investigación sobre la niñez y a sus esfuerzos
para delimitar lo que es típico o normativo en una etapa dada
del desarrollo y para definir con la mayor precisión posible to-
do lo que es característico del comienzo o la finalización de una
etapa evolutiva.
Admitamos desde un principio que estamos mucho mejor in-
formados acerca del comienzo de la adolescencia que sobre su
finalización. Ello no debe sorprendernos pues la iniciación de
la adolescencia coincide con hitos somáticos mensurables, tales
como los caracteres sexuales primarios y secundarios, así como
las curvas de crecimiento y los datos psicológicos confiables.
Estamos familiarizados con las secuencias somáticas y con la
variación cronológica y morfológica de la maduración puberal
dentro del orden de sucesión de la maduración somática. La la-
titud de estas variaciones dentro de los límites de la normalidad
se halla bien documentada. Las repercusiones psicológicas de
estas novedades somáticas han sido también ampliamente estu-

* Publicado originalmente en S.C. Feinstein y P. Giovacchini, eds., Adoles-


cent Psychiatry, Nueva York: Jason Aronson, 1976, vol. 5, págs. 5-17.
diadas. Además, sabemos con seguridad cuándo ha terminado
el proceso somático de la pubertad. No tenemos, sin embargo,
una certidumbre comparable cuando se trata de cambios psi-
cológicos — su tiempo de duración, su transítoriedad o su esta-
bilidad —. El sincronismo entre los cambios somáticos y psico-
lógicos, que es muy evidente durante la etapa temprana de la
adolescencia, pierde su nitidez cuando se llega a la fase final de
la adolescencia. Esta disparidad debería ser una razón sufi-
ciente para adecuar nuestra terminología y hablar de pubertad
sólo cuando nos referimos al proceso somático, reservando el tér-
mino "adolescencia" para denotar los cambios psicológicos. Es-
tos últimos cambios reflejan la adaptación o acomodación psí-
quica y social a la pubertad. Si bien esta afirmación es, en tér-
minos generales, válida, no debemos olvidar que el cambio psi-
cológico adolescente no sólo responde al acontecimiento somá-
tico que se está produciendo (la pubertad), sino que igualmen-
te, y quizá con mayor urgencia aún, se recurre a él para in-
tegrar la realidad social inmediata del individuo con su pasado
todavía activo y su futuro anticipado.
De modo sucinto, podría decir que la pubertad es un acto de
la naturaleza y la adolescencia un acto humano. Esta afirma-
ción hace hincapié en que ni la conclusión del crecimiento físi-
co, ni la consecución del funcionamiento sexual, ni el rol social
de la autosuficiencia económica, son, por y en sí mismos, índi-
ces confiables de la finalización del proceso adolescente. En re-
lación con esto, es interesante la historia de la palabra "adoles-
cencia". Literalmente significa "convertirse en un adulto". De
acuerdo con el Shorter Oxford English Dictionary (1967), esta
expresión apareció por primera vez en la lengua inglesa en
1482. Se usaba para aludir al período que se extiende entre
la niñez y la adultez, desde los catorce hasta los veinticinco
años en el varón y desde los doce hasta los veintiún años en
la mujer.
De acuerdo con el uso de la palabra "adolescencia" hace cin-
co siglos resulta obvio que se desconocía todo paralelismo entre
el crecimiento psicológico, psicosocial y físico. El uso de la pa-
labra suponía, al menos en esa época, que la personalidad ado-
lescente alcanza el estado adulto con total independencia cro-
nológica de la madurez sexual. Ciertas observaciones simila-
res, en especial referidas a estudiantes universitarios, han suge-
rido a algunos investigadores la existencia de una etapa evolu-
tiva intermedia denominada "juventud" (Keniston, 1968), o
adolescencia tardía y posadolescencia (Blos, 1962), entre la
adolescencia y la adultez. Erikson (1956) ha sugerido la frase
"moratoria psicosocial" para designar este período. Considero
este lapso de prolongada vida preadulta como la última etapa
de la adolescencia porque el desarrollo psicológico típico de es-
te período, denominado consolidación, es una continuación di-
recta del proceso adolescente. Así como cualquier etapa evolu-
tiva de la niñez, si se extiende más allá de su límite temporal o
normativo, genera un núcleo patológico o una perturbación
manifiesta, así también la adolescencia tiene su momento de
cierre, sea este normal o patológico.
Es preciso que me detenga aún en el problema del continuo
evolutivo y las fases adolescentes que lo constituyen. Tal como
lo señalé antes, la pubertad sigue un modelo claramente deli-
neado de crecimiento físico. Sin embargo, en la esfera del de-
sarrollo emocional, así como en la formación de la personali-
dad y el carácter durante la adolescencia, tenemos que fiarnos
en inferencias a partir de datos clínicos. Estas, en su totalidad,
conforman la teoría de la adolescencia, que toma sus supues-
tos básicos de la psicología psicoanalítica. Entre aquellos datos
estamos familiarizados en particular con el resurgimiento ado-
lescente de las inclinaciones, predilecciones y conflictos de la
protolatencia o de la niñez temprana, que son reelaborados.
Estos conflictos, de los cuales el edípico constituye el conflicto
crucial y predominante, vuelven a emerger con el advenimien-
to de la pubertad. Muy a menudo, esta formulación se entien-
de como la reexperimentación de un conflicto resuelto hace
tiempo mediante la identificación, la represión y la sublima-
ción que señalaron el comienzo del período de latencia. Esta
es, en síntesis, la teoría psicoanalítica de recapitulación de la
adolescencia. Ella postula que el complejo de Edipo fue disuel-
to, para bien o para mal, al finalizar la niñez temprana y que
reaparece sin modificaciones sustanciales en la pubertad,
cuando deben buscarse, encontrarse y obtenerse objetos se-
xuales extrafamiliares.
Como lo he señalado en los capítulos precedentes, se ha per-
filado un cuadro más complejo. Según mi parecer, la disolu-
ción del conflicto edípico hacia el final de la fase fálica es nor-
malmente parcial. En otras palabras, se produce una mera sus-
pensión de algunas cuestiones edípicas, una dátente si se
quiere, aunque se establecen umbrales definitivos de angustia
conflictiva, vulnerabilidades narcisistas y estilos idiosincrásicos
de respuesta. Podemos decir que la resolución del complejo de
Edipo alcanzada de este modo fue la más eficaz y la más capaz
de proteger el crecimiento que al yo del niño le cupo lograr a
esa tierna edad. En mi opinión, en la adolescencia se pone de
manifiesto no sólo una recapitulación del conflicto edípico sino
también una continuación.
Lo que me pareció sumamente revelador al observar el desti-
no de este conflicto infantil en la adolescencia es la resolución
incompleta o la suspensión del conflicto del complejo de Edipo
inverso o negativo: el amor del niño hacia el padre del mismo
sexo (capítulos 15, 19). La teoría psicoanalítica hizo siempre
hincapié en la tendencia dual (normalmente con predominio
de una de las orientaciones) de la sexualidad infantil dirigida
hacia el objeto, que culmina en la constelación edípica. El
conflicto en suspenso de esta vinculación sale siempre a la luz
en la terapia adolescente y constituye un obstáculo formidable
dentro del contexto de las trasferencias edípicas. La pubescen-
cia, por su misma naturaleza, otorga a esta vinculación suma-
mente ambivalente una cualidad sexual, que puede discernirse
en las fantasías o en la actuación durante el tratamiento. Pues-
to que la disolución del complejo de Edipo negativo debe
lograrse durante la última parte de la adolescencia, y puesto
que el logro de la identidad sexual depende de esta disolución,
es de esperar que ciertas cuestiones de índole homosexual cons-
tituyan un aspecto inherente de cualquier psicoaterapia o aná-
lisis adolescente. La maniobra defensiva en relación con el
complejo de Edipo negativo suele adoptar la forma de una ac-
titud hostil o agresiva hacia el padre del mismo sexo y de un
aferrarse obstinado, incluso obsesivo e ingobernable, al compo-
nente positivo o heterosexual del complejo de Edipo. En otras
palabras, la vinculación edípica del niño con el padre del sexo
opuesto es forzada reactivamente a ocupar el primer plano.
Mis observaciones en jel análisis adolescente me han demostra-
do, una y otra vez, que el amor edípico del varón hacia el
padre o de la mujer hacia la madre es inalcanzable o se halla
bien defendido durante largo tiempo. He caraterizado esto co-
mo la defensa edípica adolescente. No es tarea fácil para el te-
rapeuta encarar estas cuestiones duales y manejarlas terapéuti-
camente de acuerdo con sus referencias esenciales. Normal-
mente, el adolescente es asistido en gran medida en la resolu-
ción de estos conflictos internos por su yo en proceso de madu-
ración, por su mayor conciencia social y en particular por el
apoyo psicológico que recibe y proporciona como miembro de
su grupo de pares.
Es debido a la continuación y no meramente a la repetición
de los conflictos infantiles que he propuesto extender la niñez
psicológica hasta la finalización de la adolescencia. Entre pa-
réntesis, podría agregar que en la supervisión he descubierto
que los psiquiatras con formación y experiencia en terapia de
niñps utilizan esta experiencia en provecho de la terapia ado-
lescente, aplicando las técnicas y las intelecciones de la terapia
de niños toda vez que resulta apropiado. La decisión del tera-
peuta respecto de dónde termina esta y comienza aquella suele
ser muy arbitraria y se basa en la técnica del ensayo y el error.
Muy a menudo, el pasaje de una a otra no significa otra cosa
que la introducción por derecho de prioridad de un modelo
adultomorfo de terapia.
Puede parecer que me he apartado mucho de mi asunto. Só-
lo puedo asegurar que todo lo que he dicho hasta aquí se rela-
ciona íntimamente con las ideas que voy a desarrollar. En este
punto será evidente ya que mi intención es formular puntos de
referencia normativos para el desarrollo, o, en otras palabras,
criterios definidos psicológicamente que nos permitan trazar la
línea de demarcación de la finalización de la adolescencia. La
condición física, la condición sexual, la condición social y el ni-
vel cognitivo han probado ser todos índices poco confiables,
aunque constituyen conjeturas válidas en la búsqueda de una
respuesta a nuestra pregunta inicial. La evaluación psicológica
del nivel evolutivo de un individuo es algo sumamente difícil, y
sin embargo es un punto de referencia indispensable en la bús-
queda de una respuesta significativa a la pregunta sobre la fi-
nalización de la adolescencia. El yo, dijo una vez Hartmann, se
define por sus funciones. Con referencia a la presente indaga-
ción, propongo una ampliación del pensamiento de Hart-
mann, a saber, que —en términos evolutivos— es el grado de
coordinación e integración de las funciones yoicas, viejas y
nuevas, lo que determina la conclusión de cualquier etapa evo-
lutiva. El concepto de las tareas o desafíos evolutivos ha de-
mostrado ser de la mayor utilidad para describir y definir las
etapas evolutivas. En lo que sigue, recurriré a este enfoque pa-
ra responder a la pregunta acerca de cómo puede determinarse
la conclusión de la adolescencia.
Existen, sin duda, criterios fenomenológicos que tanto legos
como profesionales han reconocido en sus esfuerzos para defi-
nir el fin de la adolescencia. Llamo la atención sobre la dismi-
nución gradual de los cambios de humor típicos de la adoles-
cencia, hasta que se alcanza, por último, cierto estado de rela-
tiva apacibilidad; en otras palabras, se reduce la amplitud de
los cambios de humor. Las emociones'se ocultan ahora de mo-
do selectivo y discriminativo del mundo público y se privilegia
la comunicación entre amigos y amantes. Esta capacidad para
compartir selectivamente ciertos aspectos del self ya sea con el
sector público o con el privado de la vida sin sentirse dividido o
desgarrado constituye un signo de que la adolescencia está pa-
sando o ha pasado. El intento de entenderse a sí mismo hace
que la necesidad de ser entendido siempre (por determinadas
personas o por el orden social en general) sea menos urgente,
menos incontrolable y menos exaltada. Esta nueva característi-
ca de la fase de consolidación, denominada adolescencia tar-
día, puede describirse también diciendo que la posibilidad de
predecir la conducta y la motivación se vuelve con el tiempo
más regular y exacta, hasta que la estabilización caracterológi-
ca reemplaza las predicciones tentativas y arbitrarias por un
modelo establecido de conducta individual.
Si concebimos el carácter como la automatización de las res-
puestas o la conducta pautada que no permite alternativas, en-
tonces podemos señalar otro aspecto típico de la conclusión de
la adolescencia. La formación del carácter alcanza una condi-
ción de definitiva estabilidad hacia el final de la adolescencia,
cuando la autonomía yoica, en alianza con el ideal del yo, de-
safía parcialmente pero con eficacia el predominio del super-
yó. Esta instancia psíquica, que imperaba sin rival alguno du-
rante la niñez y que daba pie a una lucha interminable entre la
rebeldía y la sumisión, acompañada por sentimientos de omni-
potencia o de impotencia, de culpa o de vergüenza, sufre du-
rante lá adolescencia una revisión crítica dentro del sistema
motivacional. En consonancia con la consolidación de la perso-
nalidad adolescente tardía, la aparición de un plan de vida, de
un estilo de vida, de un esfuerzo orientado hacia una meta po-
sible de alcanzar, se vuelve factible, si se es que no asume, por
cierto, un carácter obligatorio. Es innecesario decir que a la ma-
yoría de los adolescentes las circunstancias de su vida no les
ofrecen elecciones y opciones en abundancia; pero aun en tal ca-
so es indispensable una proyección de sí mismo hacia el futuro.
A estos signos fenomenológicos de la conclusión de la adoles-
cencia puede agregarse el cambió gradual en la naturaleza de
las relaciones, personales o comunitarias, hacia determinados
compromisos discriminatorios y definitivos dentro de las esfe-
ras privada y pública de las necesidades y aspiraciones indivi-
duales. ¿Necesito agregar que las vicisitudes de las relaciones, o
su relativa inestabilidad, constituyen una preocupación que
dura toda la vida, y que provocan interrupciones y corrup-
ciones indefinidas de la vida personal y comunitaria en todos
lados y siempre? Aun cuando la consolidación de la adolescen-
cia tardía haya cumplido su obra, el marco de cualquier
estructura de personalidad puede resistir satisfactoriamente
a lo largo del tiempo sólo si continúan prevaleciendo cir-
cunstancias relativamente benignas. Con este eomentario tal
vez pesimista sobre la condición humana, abandono el examen
de los criterios fenomenológicos que son pertinentes para la de-
terminación de la conclusión de la adolescencia y encaro los
criterios psicológicos, .que son los más confiables y también los
más importantes. Ciertamente, este supuesto parece confir-
marse en nuestros encuentros profesionales con aquellos adoles-
centes que no han logrado llegar a la adolescencia tardía o que
no han logrado atravesar este espacio evolutivo. El impacto de
los mandatos sociales, evolutivos y de la maduración no les deja
a estos adolescentes tardíos otra alternativa que finalizar la
adolescencia mediante algún tipo de acomodación psicopatoló-
gica. Irónicamente, puedo agregar: si son afortunados se con-
vierten en nuestros pacientes.
Anteriormente, cuando mencioné las tareas y los desafíos
evolutivos, era conciente de que dichas entidades sólo pueden
aislarse a los fines de la evaluación y el examen. Me referiré
ahora a cuatro tareas evolutivas que, de un modo conjunto y si-
nérgico, conducen al adolescente hacia la adultez. 1

El segundo proceso de individuación


No estoy diciendo nada nuevo cuando afirmo que el adoles-
cente tiene que liberarse de las dependencias infantiles. Anna
Freud (1958) ha caracterizado esto como el "aflojamiento de
los lazos objetales infantiles". Adoptando la terminología utili-
zada por Margaret Mahler en su investigación sobre la niñez
temprana, he postulado un segundo proceso de individuación
de la adolescencia (véase el capítulo 8). La individuación in-
fantil se produce en relación con la persona que tiene al niño a
su cuidado, la madre. En la fase de separación-individuación, la
existencia de la madre como un objeto independiente surge me-
diante el proceso de interiorización. En otras palabras, la for-
mación de las representaciones del objeto y del self traza los lí-
mites entre el mundo interno y el externo. Los padres interiori-
zados y, a través de ellos, la cultura interiorizada en el sentido
más amplio no son cuestionados, en términos relativos, hasta la
pubertad. Durante la adolescencia, estas viejas y familiares de-
pendencias, así como los objetos infantiles de amor y de odio,
vuelven a ocupar un lugar en la vida emocional. La desvincula-
ción cbjetal mediante la individuación en el nivel adolescente
no ocurre en relación con objetos externos, tal como sucedió en
la niñez temprana; ahora tiene lugar en relación con los objetos
interiorizados de la niñez temprana.
Un desplazamiento característico de investidura que señala
esta liberación puede observarse en la investidura libidinal del
self, que da como resultado el proverbial y transitorio ego-
centrismo y autoengrandecirniento del adolescente. Esta gran-
diosidad narcisista raramente deja de suscitar el sentimiento
contrario, a saber, el de nulidad (el estado de impotencia) y de
desesperación (el estado de pérdida objetal). Estos conocidos
estados afectivos son semejantes a la manía, la depresión y el
duelo. En otras palabras, los cambios de humor de la adoles-
cencia son un corolario del segundo proceso de individuación.
En virtud del tratamiento sabemos de qué modo la vincula-
ción objetal infantil aparece bajo numerosos disfraces; entre

1 Estas cuatro tareas evolutivas fueron examinadas en relación con la forma-


ción del carácter adolescente, en el capítulo 9.
estos, la vinculación con las fantasías y con los estados casi alu-
cínatenos merecen que se le preste una particular atención. La
tenaz resistencia que ofrecen a quedar relegados como un pre-
cio del crecimiento refleja el deseo de mantener para siempre
aquellos vínculos objetales infantiles que han adquirido una
importancia extraordinaria para la supervivencia psicológica.
Debe recordarse que las imagos parentales infantiles perpetúan
la creencia en la profesión. Al llegar la adolescencia, esta no-
ción es desafiada cromo nunca lo ha sido hasta entonces; es ne-
cesaria una desidealización —o humanización, si se quiere—
del orden del mundo infantil. Pero esta decepción tiene un
efecto más o menos devastador sobre el sentido del self del
adolescente. Aun cuando los padres o sus representantes sociales
son percibidos por el adolescente como malos o dañinos, el obje-
to infantil "todo bueno" y nutricio nunca deja de aparecer en el
trasfondo de la mente del adolescente como una alternativa
factible. De este modo, el adolescente se empeña en contrade-
cir a Heráclito, para quien nunca nos sumergimos dos veces en
el mismo río.
La constelación conflictiva del segundo proceso de indivi-
duación puede observarse de modo más drámatico en ciertas
formas de actuación. En los casos de esta índole el conflicto in-
terno es experimentado como un conflicto entre el individuo y
su ambiente: el conflicto es exteriorizado. El carrete evolutivo,
por así decirlo, es rebobinado. Gran parte de lo que considera-
mos rebeliones adolescentes es un vuelco hacia el entorno en
tanto objeto de amor y odio. Las imperfecciones de las institu-
ciones sociales constituyen el blanco general de la agresión; se
convierten en las reificaciones inanimadas, proyectadas, de los
objetos internos rechazantes, insensibles, devoradores, indife-
rentes y egoístas. Como tales, se les atribuye el designio de
frustrar y humillar al adolescente cuando, en su búsqueda de
autorrealización, su necesidad de apoyo alcanza un nivel crítico.
Hablando en términos generales, podemos decir que las imper-
fecciones del mundo, hacia el que el adolescente se vuelve
abandonando las dependencias de su niñez, tienen forzosa-
mente que perturbar su equilibrio narcisista. En la ira narcisis-
ta subsiguiente, el joven se abandona a una resignación derro-
tista y resentida (denominada "agresión pasiva"), a una regre-
sión psicótica, o bien se lanza a crear un mundo perfecto por la
fuerza. Incapaz de resolver el estado interno de dependencia,
recurre al mecanismo de exteriorización con el fin de crear un
mundo nuevo y perfecto, es decir, que gratifique sus necesida-
des; las imperfecciones del viejo tienen que ser erradicadas por
cualquier medio que sirva a este propósito. Tales operaciones
de rescate del narcisismo infantil evitan —al menos transito-
riamente— la desilusión respecto del self y del objeto mediante
la proyección de lo malo sobre las instituciones sociales y los
mandatos concretos y simbólicos de la sociedad. La reciente re-
belión estudiantil ha llamado mi atención sobre esta dinámica
evolutiva por intermedio de algunos estudiantes radicalizados
que fueron pacientes míos. La misma dinámica puede aplicar-
se a otras épocas y a otras confrontaciones sociales en las cuales
de una u otra manera se cumple el segundo proceso de indivi-
duación.
A fin de evitar malentendidos debo hacer la siguiente adver-
tencia: la denominada inadaptación adolescente apunta
siempre a graves defectos, incoherencias, arcaísmos y corrup-
ciones en el orden social. Producir los cambios necesarios re-
quiere astucia histórica y política; sin duda, algunos rebeldes
adolescentes tardíos adquieren estas facultades. Considerar to-
do activismo adolescente radical o reformista, ya sea político o
social, como una mera proyección, exteriorización o desplaza-
miento es un absurdo simplista. La personalidad revoluciona-
ria o activista no puede concebirse per se como una personali-
dad regresiva o detenida en su desarrollo, que recurre a la exte-
riorización de sus desequilibrios emocionales. Repito: la con-
ducta por sí sola no es nunca un índice confiable del nivel evo-
lutivo de un individuo, ni revela el funcionamiento de su siste-
ma motivacional. De hecho, pueden presentarse argumentos
válidos en favor del papel positivo que el inconformismo ado-
lescente desempeña en la reforma de las pautas sociales.

La continuidad yoica
Me referiré ahora a la segunda tarea o desafío que el adoles-
cente tardío debe encarar a fin de concluir el proceso adoles-
cente. El término que he elegido es "continuidad yoica" y
explicaré qué significa. Para que el niño sobreviva en el mundo
en que ha nacido, necesita durante muchos años del apoyo, la
guía y la orientación proporcionados por las personas que lo
tienen bajo su cuidado. En este amplio ecosistema psicológico
los padres funcionan como extensiones del yo del niño; la ado-
lescencia modifica este estado radicalmente. Durante la ado-
lescencia normal, el niño en crecimiento utiliza su facultad
cognitiva y su madurez somática mayores para obtener inde-
pendencia emocional, moral y física. Esta es la época en que se
forma su propia opinión sobre su pasado, presente y futuro. El
pasado se halla sujeto retrospectivamente a una suerte de exa-
men de realidad histórico. En este momento asistimos al adve-
nimiento del hombre conciente de sí que, por primera vez,
se percata de su vida ordinaria y al mismo tiempo única, que se
extiende entre el nacimiento y la muerte. La denominada "an-
gustia existencial" no puede experimentarse antes de la adoles-
cencia; lo mismo ocurre con el sentido de lo trágico.
Las perturbaciones en la formación de la continuidad yoica
o su patología clínica se reflejan con la mayor claridad en los
casos que presentan un tipo especial de distorsión de la reali-
dad. En estos casos se provocó deliberadamente una represen-
tación defectuosa de la realidad en la mente del niño. Como re-
sultado el niño aceptó como real lo que le dijeron que era real,
sacrificando así la veracidad de su propia percepción y cogni-
ción. Este tipo de distorsión de la realidad debe distinguirse de
la alucinación psicótica o de la contaminación debida a una fi-
gura parental psicótica o al trauma de la escena primaria. El
factor patógeno reside más bien en la imposibilidad de que ac-
cedan al nivel conciente circunstancias que el niño una vez
compartió con otros pero a las que luego se le prohibió (me-
diante gestos o insinuaciones) reconocer como reales. En tales
casos, las perturbaciones en el examen de realidad siempre for-
man parte del cuadro clínico. Una breve referencia a un pa-
ciente mío nos aclarará esto. 2
Un joven delincuente de diecisiete años me fue traído por su
tío materno porque ciertos incidentes (ausencia sin permiso,
ratería en tiendas, falsificación de cheques y mentiras) hacían
temer las más serias consecuencias legales. La actitud del cul-
pable era de resignación ante el hecho de que estaba "destina-
do a convertirse en un criminal". No mostraba en absoluto la
indiferencia agresiva y defensiva ni el oposicionismo declarado
que solemos observar siempre que una actuación se basa, al
menos parcialmente, en una simple descarga de impulsos. El
joven me dijo que no recordaba a su padre porque lo había per-
dido cuando aún era un bebé. Nunca lo había conocido; su
madre le había hablado acerca de su muerte. Por el tío, que se
había interesado paternalmente en su sobrino, conocí un frag-
mento de la historia familiar que contradecía aquellos hechos.
En síntesis: el padre había sido enviado a prisión por malversa-
ción cuando el niño tenía seis años. Con anterioridad a este su-
ceso, padre e hijo habían perdido contacto durante algunos
años luego del divorcio de los padres cuando el pequeño tenía
tres años. Según lo que la madre me había dicho, el padre ha-
bía muerto en prisión y ella era viuda. El niño aceptó este
hecho y nunca más preguntó por su padre. Por su cuenta el niño
había ubicado la muerte de su padre en la época en que era un
bebé, eliminando así todo recuerdo posible de imagen o afecto.
Estos eran remplazados por la sensación de estar destinado a

2 También nos hemos referido a este caso en el capítulo 12, en el contexto de


la actuación adolescente y su conceptualización.
convertirse en un criminal —resucitando y rescatando de este
modo la imagen del padre por identificación—. En realidad, el
padre vivía internado en un hospital carcelario para delin-
cuentes con trastornos mentales. El espacio no me permite ex-
tenderme en la búsqueda laberíntica del pasado perdido. Pero
debo señalar que inicié el tratamiento refiriéndole al joven los
hechos sobre la vida de su padre o, a la inversa, la mentira de
su madre. Como ocurre siempre en tales casos, el paciente re-
accionó ante esta información como si le dijeran algo que
siempre había sabido, aunque no de manera conciente. Con la
restauración gradual de su historia personal —a la que me he
referido cómo continuidad yoica— la conducta delictiva per-
dió su carácter compulsivo.
Resulta claro que la actuación delictiva en este caso era un
esfuerzo fracasado y no adaptativo para rescatar la integridad
de su percepción y de su cognición, aun cuando las censuras de
su ambiente lo contradijeran y lo declararan ilusorio. Un
nuevo encuentro después de diez años mostró el siguiente
cuadro: la conducta criminal hacía largo tiempo que se había
convertido en un asunto del pasado; además de haber cons-
truido su vida personal y una carrera satisfactoria, el paciente
había enviado regularmente a su padre ciertos elementos mate-
riales que —según el hijo sentía— harían más tolerable la de-
sesperanzada existencia de aquel. Por otro lado, se había aleja-
do de su madre., si bien mantenía ciertos lazos familiares super-
ficiales. Cabe agregar que el hecho de que yo le refiriera al jo-
ven su historia objetiva se basaba en el supuesto de que una dis-
torsión de la realidad impuesta al niño deliberadamente desde
afuera debe ser rectificada por un ambiente racional o afecto a
!a verdad, del cual el terapeuta es el representante y el guar-
dián. Sólo entonces el tratamiento puede comenzar y encarar las
distorsiones de la realidad iniciadas en el self del niño, así como
sus implicaciones dinámicas y genéticas.

El trauma residual
La tercera tarea o desafío se relaciona con el concepto de
trauma. Considero axiomático que el trauma —usualmenté
de carácter acumulativo— constituye una experiencia dañina
inevitable en el período infantil. Cualquiera que haya sido la
adaptación a estos choques nocivos, o su neutralización, en el
crecimiento psicológico, de todos modos queda al final de la
adolescencia un residuo que desafía los recursos adaptativos de
lá adolescencia tardía. Las vulnerabilidades idiosincrásicas de-
bidas al trauma residual forman parte de la condición huma-
na. Aun los héroes y semidioses tienen que vivir con ellas:
Aquiles tenía su talón vulnerable, por el cual Tetis lo sostuvo
cuando sumergió al niño en el río Estigio para hacerlo inmune
a toda herida mortal. Otro semidiós, Sigurd, más conocido co-
mo Siegfried, tenía un lugar vulnerable en su hombro, donde
había caído una hoja cuando se bañaba en la sangre de Fafnir,
el dragón muerto. La mitología nos informa que esa protección
extraordinaria contra "las piedras y flechas de una fortuna
atroz" se adquiere sólo durante la infancia y la juventud, y que
nunca falta un accidente menor que hace fracasar la pretendi-
da invulnerabilidad absoluta.
Esto me retrotrae al concepto de trauma residual, es decir,
a ese aspecto del trauma que nunca se resuelve y que, de hecho,
nunca puede resolverse. Lejos de ser un impedimento lamen-
table, esta difícil situación universal proporciona un gran im-
pulso para su manejo. Este incentivo persistente empuja al
adolescente tardío hacia un conjunto de compromisos más o
menos definitivos de índole personal así como impersonal. El
dominio de los residuos traumáticos tiene lugar dentro de la
gama de oportunidades que ofrecen las instituciones y alianzas
sociales, tales como las posibilidades de instrucción, las agru-
paciones laborales, las afiliaciones ideológicas y las relaciones
íntimas de distinto tipo. En este sentido, podemos hablar de
una socialización del trauma residual durante la adolescencia
tardía. Este proceso coincide con la declinante intrusión de las
fantasías infantiles en el sistema motivacional y su trasposición
o relegación al mundo del sueño diurno, los juegos y las aso-
ciaciones comunitarias restitutivas —desde la tauromaquia
hasta la recitación de poesías—. En esencia, el trauma residual
sirve como un organizador que promueve la consolidación de
la personalidad adulta y explica su singularidad. La socializa-
ción del trauma residual es anunciada en terapia cuando el jo-
ven paciente asume la responsabilidad de su propia vida, tole-
rando un mínimo de tensión y dejando de hacer el duelo por
sus fantasías:y expectativas infantiles. La complejidad de este
proceso es de tal magnitud que debo abstenerme de referir un
caso para ilustrarlo; en lugar de ello, sugiero al lector que bus-
que en alguno de sus casos los vínculos pertinentes con la tesis
que he presentado.

La identidad sexual
Me referiré ahora al cuarto y último desafío en mi esquema
de criterios evolutivos sobre la conclusión de la adolescencia: la
identidad sexual definitiva. Este concepto se distingue de la
identidad sexual original [gender identity] que se establece
tempranamente en la vida [cf. pág. 153]. La actividad sexual
no constituye por sí misma un indicio de una conclusión nor-
mal de la adolescencia y no ofrece ninguna garantía de que se
haya logrado la identidad definitiva específica de cada sexo.
La formación de la identidad sexual depende de la trasmuta-
ción del componente de la pulsión sexual inadecuado al sexo en
una nueva estructura psíquica, el ideal del yo (véase el capítulo
15). Es una experiencia usual en la terapia de adolescentes que
este paso hacia adelante se traduzca en un proceso extraordina-
riamente difícil y lento; requiere el abandono de las idealiza-
ciones infantiles del self y del objeto. La persistencia del engran-
decimiento infantil impide la formación de relaciones huma-
nas adultas y estables.
La típica regresión adolescente, que llamé "regresión al ser-
vicio del desarrollo", incentiva la dicotomía infantil entre el
objeto "todo bueno" y el objeto "todo malo". Este estado refle-
ja un vínculo objeta! primitivo, preambivalente. Sólo habrá
una relación adulta duradera cuando el estado de ambivalen-
cia madura se estabilice estructuralmente en la adolescencia
tardía. No es exagerado decir que lá experiencia subjetiva más
angustiante y dolorosa en el contexto de la reestructuración
psíquica adolescente se relaciona con el proceso de desidealiza-
ción. Lo que esta trasformación del self refleja es, por cierto,
un purgatorio a través del cual serpentea el camino que lleva
desde la dependencia infantil hasta la humanización adulta.
En otro lugar (capítulo 5) he examinado en detalle este
complejo tema. Lo que ahora deseo es hacer hincapié en un
punto, a saber, la interconexión intrínseca entre la formación
de la identidad sexual y la desidealización del self y del objeto.
Tengo la certidumbre de que si el lector hace una revisión de
sus experiencias con adolescentes mis proposiciones resultarán
casi evidentes por sí mismas.

Conclusiones
Los cuatro criterios estructurales que he esbozado fueron es-
cogidos en mi trabajo con adolescentes porque con el tiempo
me sirvieron para ordenar mis observaciones clínicas. Debe te-
nerse en cuenta, sin embargo, que los cuatro desafíos o tareas
evolutivas que he definido representan componentes integran-
tes de un proceso total. Los cuatro actúan sinérgicamente y al
unísono; sus resoluciones evolutivas son globales; el uno sin el
otro jamás puede conducir a una conclusión normal de la ado-
lescencia. Debido a esta interconexión entre los cuatro desa-
tíos, es posible estimar a partir de la apreciación de un aspecto
componente el progreso relativo hacia la finalización de la
adolescencia en su conjunto. En última instancia, no obstante,
es la integración de los cuatro desafíos (o la intersección nodal
de las cuatro coordenadas, si se prefiere) lo que nos confirma
con un grado razonable de certidumbre que la etapa evolutiva
de la adolescencia ha llegado a su conclusión. Sé muy bien que
esta formulación mía tiene un carácter ideal, que rara vez o
nunca se traduce en la vida real. Debe considerársela como un
esquema. La experiencia nos demuestra que los problemas psi-
cológicos no resueltos necesariamente subsisten; sin embargo,
es su integración estable en la personalidad adulta —el trabajo
de la etapa de consolidación— lo que proporciona a estos
problemas persistentes una estructura pautada e irreversible.
La estabilidad caracterológica obtenida de este modo indica
que la adolescencia ha terminado.
Quinta parte. La imagen corporal:
su relación con el funcionamiento
normal y patológico
La afortunada coincidencia de tener en tratamiento tres ca-
sos de criptorquidia, cada uno de ellos derivado por ún distinto
trastorno psicológico, me permitió hacer un estudio comparati-
vo en cuanto a la particular influencia de la anomalía anatómi-
ca en el desarrollo de cada niño. Pese a las diferencias indivi-
duales en la psicopatología presentada, surgieron ciertas ten-
dencias relativas a la conducta sintomática, el simbolismo, las
fantasía.1 y los mecanismos reparatorios, que, en su conjunto,
me habilitaron a hacer algunas generalizaciones en torno de la
representación psíquica de un defecto corporal y su relación
con un desarrollo anómalo. Por lo demás, el estudio puso en
claro que ciertas ominosas perturbaciones de la conducta y el
pensamiento se vinculaban directamente con perturbaciones
de la imagen corporal. Hasta tal punto este nexo-demostró ser,
en algunos casos, el condicionante, que la corrección del defec-
to físico, espontánea o por vía quirúrgica, daba por resultado,
si no la desaparición del trastorno psicológico, sí decididamen-
te su analizabilidad. Como muestra el material clínico, en este
proceso la ayuda terapéutica fue esencial. No obstante, el tra-
tamiento fue eficaz con mucho menos labor terapéutica que la
prevista a la luz de la perturbación presentada. Aquello que al
clínico le parecía un comportamiento extravagante y el am-
biente del niño consideraba "loco" tomó una valencia patogno-
mónica por entero diferente una vez que se vincularon los sín-
tomas con la distorsión de la imagen corporal.
Debemos aclarar que cada anormalidad corporal tiene que
ser contemplada y estudiada como una entidad singular. Mi in-
vestigación clínica sobre la criptorquidia ofrece un ejemplo
acerca de cómo una anomalía física afecta el funcionamiento
mental, y por vía de qué procesos psíquicos se produce esto. En
el caso de otra anormalidad, debe elaborarse un sistema de re-
ferencia propio.
Una anécdota ilustrará las puntualizaciones anteriores. Un
terapeuta de niños me contó que uno de sus pacientes, un niñc
de once años de edad con un testículo no descendido, manifes-
taba cierta conducta bizarra que a él lo había intrigado, hasta
que discutimos el caso a la luz de mis indagaciones. Lo que se
presentaba como un síntoma compulsivo cuasi-psicótico tomó
el carácter de un acto sintomático cuyas implicaciones diagnós-
ticas eran mucho menos serias cuando lo contemplamos
dentro del marco de referencia de la criptorquidia. Describiré
la conducta de este chico.
Durante un lapso prolongado se había entregado a un
"juego" repetitivo: cada vez que se encontraba con un hombre
(nunca una mujer) a quien él conocía y que sabía las reglas del
juego, con un rápido movimiento le pellizcaba la mejilla y lo
tenía así hasta que la víctima dijera "la palabra correcta". Si él
le había tomado una sola mejilla, esa palabra era "mejilla"; si
le había tomado las dos, como habitualmente hacía, era "me-
jillas". Sólo lo dejaba ir una vez que le contestaba la palabra
correcta. La metáfora del juego residía en la disyuntiva "o
bien... o bien...", en el número singular o plural y en el despla-
zamiento de abajo hacia arriba. El niño estaba comunicando:
"Díganme, ¿tengo uno o dos testículos?". La similitud de las
mejillas y las bolsas de piel daba al desplazamiento la típica li-
teralidad que solemos observar. Este mismo niño se presentó a
su examen médico contorsionando y escondiendo su brazo de-
recho dentro de la manga del saco, con la mano colgándole fo-
fa. Este incidente tuvo Tugar cuando su testículo derecho esta-
ba en el proceso de descenso.
Agreguemos una nota de interés histórico. El autor de la
marcha utilizada por los soldados británicos durante la Segun-
da Guerra Mundial (citada en el capítulo 18, pág. 369) alude a
que Hitler tiene "una sola pelota grande". Fue después de esto
que la autopsia de Hitler hecha por los rusos reveló que, en ver-
dad, tenía un único testículo. "Podría inferirse que debe de ha-
ber sido de tamaño mayor que el normal por una hipertrofia
compensatoria, ya que los rusos nada dicen en cuanto a haber
hallado un segundo testículo intraabdominal". 1
En relación con los "equivalentes de órgano" que se analizan
vinculados a la criptorquidia, debe mencionarse la peculiar
trasposición de una quintilla jocosa por parte de un antólogo
desconocido. La quintilla reza:
"Un mozo muy raro de Devizes
tenía pelotas de muchos tamaños;
una de ellas tan pequeña era
que a nada de nada se redujo,
pero las demás tenían variado precio"

En la recopilación de Louis Untermeyer (1961), Lots of Li-


mericks, leemos:
1 Comunicación personal hecha en 1971 al autor por John K. Lattimer, jefe
del Departamento de Urología de la Escuela Superior de Médicos y Cirujanos,
Universidad de Columbia.
"Una rara chica observadora de Devizes
tenía ojos de dos tamaños diferentes...".

Es obvio que las dos coplas están relacionadas entre sí, y no


es difícil conjeturar cuál es la original. En la variante en-
contramos el desplazamiento del varón a la niña y de los tes-
tículos a los ojos. El mismo desplazamiento de los testículos a
los ojos aparece en el material clínico que exponemos a conti-
nuación; también es conocido a través del mito de Edipo.
18. Comentarios acerca
de las consecuencias psicológicas
de la criptorquidia*
Un estudio clínico

La literatura psicoanalítica contiene sólo escasas referencias


a los testículos y a su papel en la vida psíquica de los niños
varones. Esto, por sí solo, invita a un informe sobre casos con
testículos no descendidos, en los cuales esta parte del cuerpo,
por su estado anormal, asume un rol de específica significación
psicológica. No hay duda de que el niño varón se concentra ca-
si exclusivamente en una parte de sus genitales, esto es, en el
pene, mientras que las otras partes (escroto, testículos) no son
reconocidas por él sino periférica y pasajeramente.
Con referencia a este hecho, Freud (1923fc) comentó: "Es
notable el poco grado de interés que suscita en el niño la otra
parte de los genitales masculinos, la pequeña bolsa con sus con-
tenidos. Por todo lo que uno escucha en análisis, no adivinaría
que los genitales masculinos consisten en algo más que el pene"
(pág. 142n), Sin embargo, el niño varón no ignora totalmente
su región escrotal, y posee un conocimiento táctil y visual de
ella. Esto es ejemplificado por la autoobservación de un niño
de dos años y medio, quien advirtió que el testículo retenido
había bajado a la bolsa escrotal, y estaba perturbado por este
cambio. El padre, pediatra, no había prestado especial aten-
ción a su estado previo, y se sorprendió por la autoobservación
del niño y su reacción negativa: quería que le pusieran el
testículo como lo tenía antes; "no le gustaba" tener testículos.
El cambio y la novedad de esta parte del cuerpo fueron inicial-
mente perturbadores para el chico, pero pronto los asimiló.
La experiencia analítica con pacientes varones, niños y adul-
tos, confirma el hecho de que el pene, como órgano dador de
placer, está más investido con libido y energía agresiva que las
otras partes de los genitales masculinos. Sin embargo, en las
condiciones anormales de un testículo no descendido, los geni-
tales asumen un papel especial. No pretendo inferir que en esa
situación anómala aparece en una dimensión magnificada una
investidura primaria del testículo. Por el contrario, considero
que el rol dominante del testículo, que se evidencia claramen-
te en los siguientes casos, es de orden secundario, o sea, deter-
minado por fuerzas ambientales. La criptorquidia no es, a mi
* Publicado originalmente en The Psychoanalytic Study of the Child, vol. 15,
pógs. 395-429, Nueva York: International Universities Press, 1960.
juicio, patógena en sí misma. Sólo secundariamente, dentro de
la matriz de una relación progenitor-niño perturbada, ad-
quiere esta afección una influencia profundamente perjudicial
para el desarrollo psíquico del niño. La ansiosa —agresiva—
preocupación del medio por el defecto genital del chico final-
mente designa al testículo como foco genital con relación al
cual la formación de la imagen corporal y el desarrollo psicose-
xual, en general, resultan específicamente distorsionados. Por
consiguiénte, el defecto genital actúa en la vida mental del ni-
ño como la "experiencia organizadora" (Greenacre, 1956) y
origina deformaciones del yo que siguen una pauta bastante
prototípica.
La fantasía, los actos reparatorios, las funciones y los me-
canismos defensivos del yo, la imagen del self y del cuerpo, la
identificación sexual, fueron estudiados en una serie de casos
de criptorquidia; en este artículo se informa acerca de tres de
ellos en detalle. Debe tenerse en cuenta que la usual angustia
del niño varón a ser dañado corporalmente' es asociada en estos
niños con el testículo que les falta, es decir, con un hecho ya
consumado, sobre el cual no tienen control. La pérdida corpo-
ral no es más una mera amenaza, pues puede ser verificada me-
diante el tacto. Por otra parte, la restitución de la pérdida
queda siempre dentro de la esfera de las posibilidades, como lo
atestiguan las frecuentes revisiones e intervenciones médicas.
El famoso aforismo de Napoleón, que Freud (1912a) parafra-
seaba diciendo "la anatomía es el destino", cobra en estos casos
un sentido especial, porque aquí la anatomía permanece alte-
rable —esa es la promesa que el ambiente nunca cesa de in-
culcar—. Por ende, la incertidumbre anatómica es el destino.
En los casos presentados se hizo manifiesto cómo la imagen
corporal es conformada por la percepción sensorial en conjun-
ción con las respuestas que da el ambiente al cuerpo y a su de-
fecto. Relacionado con esto, fue particularmente sorprendente
ver que el cambio corporal —descenso espontáneo (caso de
Larry) o exitosa operación correctiva (casos de Steven y de
Joe)— dio por resultado un rápido cambio de actitudes, com-
portamiento, intereses y habilidades. Este cambio no puede ser
acreditado sólo a la resolución de los conflictos endopsíquicos.
La observación clínica de los desplazamientos de investidura
que fueron producidos por la restauración de la integridad cor-
poral tiene implicaciones teóricas y terapéuticas, que tratare-
mos después de presentar estos historiales.
En los tres casos, se excluyó misteriosamente de las historias
clínicas la condición física de la criptorquidia unilateral. En
dos casos ella debió ser qonjeturada a través de los actos sinto-
máticos del niño. Inicialmente los padres no mencionaron la
afección de los niños ni tampoco estos se refirieron a ella. La
representación simbólica del defecto genital era abundante en
el material y el comportamiento lúdicos. En todos los casos se
logró un esclarecimiento médico del estado genital. La terapia
siempre llegaba a un callejón sin salida cuando el plan médico
de intervención restaurativa —inyección u operación— era in-
definidamente pospuesto. El terapeuta había esperado en vano
que el niño, luego de haber reelaborado sus fantasías, revelara
en su momento, espontáneamente, su condición genital. Sólo
bajo la presión de la intervención médica estas fantasías se hi-
cieron accesibles en la terapia, sirviendo así como un vehículo
para interpretar distorsiones y defensas. Se dio un minucioso
esclarecimiento anatómico y sexual, especialmente cuando el
niño debió ser preparado para una operación inminente.
Los tres niños estudiados estaban eri la prepubertad. En Ste-
ven, la orquidopexia fue realizada a la edad de diez años y tres
meses; en Joe, a los doce años y diez meses; el descenso espontá-
neo fue confirmado en el caso de Larry a los diez años y once
meses. Este artículo no es de manera alguna un informe acerca
de la terapia de los tres niños. Sus respectivas categorías diag-
nósticas tenían poco en común; sin embargo, sus .cuadros sinto-
máticos mostraban similitudes significativas, que se debían al
idéntico defecto genital. La presencia de este factor físico en-
torpecía realmente, en gran medida, la evaluación diagnóstica
y pronóstica de los casos.
En el caso en que hubo descenso espontáneo, la duda y la
desconfianza a'cerca de la permanencia de la restauración
fueron mayores que en los casos quirúrgicos. En estos últimos
se aceptó la intervención como definitiva; se depositaba más fe
en el bisturí del cirujano que en un acto de la naturaleza. La
diferencia puede ser atribuida a los deseos masoquistas y
castradores que, contrariamente a todas las expectativas, tor-
naron al.niño defectuoso en un hombre íntegro. El que había
entrado en la celda del león, había salido vivo. Además de cer-
tificar la integridad del cuerpo, la operación también de-
mostraba que este no había sufrido un daño permanente por la
masturbación. Por supuesto, detrás de la euforia masculina
que siguió a la operación podemos detectar una sobrecompen-
sación de impulsos femeninos persistentes.
La mera condición de un testículo no descendido no genera,
por cierto, entidades diagnósticas similares, dado que la crip-
torquidia no puede ser considerada como patógena en sí mis-
ma. Sin embargo, otorga a condiciones distintas ciertos puntos
de semejanza, dado que el defecto genital asume en estos casos
una influencia predominante. Cualquiera que hubiera sido la
categoría diagnóstica, la "experiencia organizadora", o sea, la
criptorquidia, era la misma para todos. En nuestros casos se hi-
zo notoria la existencia de síntomas idénticos, como perturba-
ciones motrices (hiperactividad), dificultades en el aprendi-
zaje y propensión a los accidentes bajo la forma de jugar com-
pulsivamente con el peligro físico. A esta tríada debe agregarse
un estado de falta de adecuación social y de crónica indecisión;
además, una tendencia a exagerar, a mentir y a fantasear. Fue
sorprendente la desaparición o drástica disminución de estos
síntomas una vez que se restableció la integridad del órgano ge-
nital, ya sea espontánea o quirúrgicamente.
El material clínico sugiere que la criptorquidia influye en la
elección de los síntomas, con independencia de la designación
nosológica del caso. Parece ser que los distintos trastornos
representados en el material clínico encontraron en el defecto
genital una realidad palpable y visible, alrededor de la cual se
estructuró la respeetiva patología de cada caso.

Material clínico

El caso de Steven

Steven, un niño delgado y cordial de ocho años, es traído al


tratamiento por la madre bajo la recomendación de la escuela:
aunque está en tercer grado, prácticamente no sabe leer. Da la
impresión de ser un niño atípico (borderline), con pobre coor-
dinación motora (marcha torpe "de borracho", ineptitud para
los juegos, caligrafía ilegible) y comportamiento infantil (no
come, ni se baña, ni se viste solo; mastica su ropa; es desorde-
nado y sucio: tira tinta, harina y comida en el piso, arroja la
tierra de las macetas en su cuarto y sobre su cama). Muestra
una intensa preocupación por la muerte y el tiempo, y parece
angustiado y preocupado.
Steven nació con el testículo izquierdo no descendido. Le ex-
tirparon un tumor del escroto a los cinco meses. La madre sin-
tió que ella había causado el problema "por andar tocando
tanto esas partes". A los siete años se le practicó una amigdalo-
tomía y tuvo subsiguientes hemorragias, por las cuales necesitó
volver al hospital. En el mismo año recibió ocho inyecciones de
hormonas, que no obtuvieron el descenso del testículo pero que
incrementaron el tamaño del pene y estimularon el crecimien-
to del vello púbico. Se consultó a numerosos médicos. Final-
mente, la madre pensó que la fuente de todos los problemas de
Steven era la debilidad de un músculo del ojo izquierdo; pero
el oftalmólogo no confirmó esto.
La madre opinaba que el niño estaba olvidado de su afección
testicular y que no sabía por qué tantos médicos lo habían exa-
minado. Ella creía que, al haberle mostrado una seudoconfian-
zá y falta de preocupación, lo había protegido de toda duda
acerca de su integridad corporal. Esta actitud defensiva suya se
debía a su ligazón narcisista con el niño: desilusionada con su
carrera profesional, con su marido y con su primer hijo, ella
había hecho de Steven el centro de su vida emocional y quería
que él fuera el genio que satisfaciera sus más extravagantes am-
biciones. El papá de Steven era un hombre pasivo y retraído que,
de acuerdo con lo que dice el niño, "no sabe lo que pasa en ca-
sa". Cinco años antes del nacimiento de Steven había sufrido
un episodio psicótico con delirios paranoicos, del cual se recu-
peró. Nunca mostró ningún interés en la terapia de Steven.
Durante la primera entrevista, Steven preguntó al terapeuta
por qué estaba visitando a un médico nuevamente. Su maestra
guía había querido que él fuera a una clínica de ojos, pero el
médico le había dicho que no tenía nada en el ojo. En la segun-
da entrevista afirmó que besó a una chica y tenía dos lastima-
duras en la boca por ello; al menos, eso es lo que la madre le
había dicho, aunque él mismo no estaba convencido: él creía
que sus labios estaban cuarteados de antes.
Luego de esta introducción, entró en una dramatización en
la cual él era el doctor que cuidaba a los muñecos que sufrían
de polio, por haber nacido con un cuchillo que los hacía tiesos.
Se identificaba con el agresor: él era el cirujano en quien se po-
día confiar porque tenía una mano segura. Pero en otros mo-
mentos su angustia vencía. El abuelo de Steven había fallecido
después de una operación cuya naturaleza él ignoraba (de
hecho se trataba de una operación de próstata), pero estaba se-
guro de que "no era en el sistema de las piernas; pudieron ha-
ber sido úlceras sangrantes". En momentos de tan flagrante
desmentida, él no quería que sus muñecos fuesen operados.
Al avanzar el tratamiento, el juego del niño pasó a temas
agresivos tales como tirar y matar con armas de fuego; él y su
terapeuta eran los mejores pistoleros del mundo. La dinamita
—arcilla— debía ser escondida a fin de que los delincuentes no
la encontrasen, porque fácilmente podían hacer estallar el
mundo con ella. Una y otra vez amasaba la arcilla sin darle
nunca forma alguna; siempre quería que la arcilla que había
estado amasando le fuera guardada para la siguiente sesión.
La madre seguía sosteniendo que el chicó" no tenía conoci-
miento de su afección. Pero cuando el médico decidió operarlo,
Steven debió ser informado. La madre reunió coraje para de-
círselo, siendo interrumpida por el niño, quien le dijo que él no
era tonto y que todo el tiempo había sabido por qué la gente
hurgaba en ese lugar. En el tratamiento mostró ahora abierta-
mente su angustia, tan intensa que no pudo comprender un es-
quema anatómico que le dibujó el terapeuta. Su juego durante
esas sesiones se tornó muy infantil.
Steven hizo un último esfuerzo para hacer caso omiso de la
operación. Quería sentarse en la silla del terapeuta: "Yo quiero
ser tú y que tú seas yo". ¿Podían los hombres hacerse mujeres?
Ignoraba totalmente el origen de los bebés y la función de los
testículos: el testículo que crecía "en el estómago" era confun-
dido con el feto. Poco después de haber admitido que siempre
"se había tocado" (masturbado), pudo escuchar los detalles de
la operación, y recapitular su larga historia de intervenciones
médicas. Varios meses después de la exitosa operación, Steven
describió su sensación en los testículos: ya sabía lo que sentía,
ya no estaba confuso.
Ahora, su juego consistía en constituir "el Museo de Stevens-
ville", donde se exhibían dos bolitas de una piedra especial.
Pronto perdió el interés por este tipo dejuego y se orientó hacia
el trabajo escolar, los boy scouts, los amigos, el ajedrez, las lec-
ciones de piano, etc. Su activo interés por el ambiente reflejaba
la aparición de un tardío período de latencia. Las relaciones
con sus pares y la actividad física organizada comenzaron a
cumplir un papel importante en su vida. Su torpeza desapare-
ció en grado notable. Cerca de la finalización de la terapia, un
año después de la operación, había avanzado en la lectura has-
ta el nivel que correspondía a su grado. Su juicio crítico acerca
de los demás y de sí mismo se había incrementado; ya no tenía
necesidad de congraciarse mostrándose encantador y amoroso;
había realizado grandes conquistas dentro del reino de la efi-
ciencia social. En momentos de stress volvía, empero, a reac-
ciones infantiles y desorganizadas. La separación de su madre,
que él llevó a cabo agresivamente, estaba cargada de culpa y
angustia. La fácil comodidad que encontraba en la dependen-
cia ya no le era accesible. En cuanto a la madre, se le acon-
sejó abstenerse de envolver al niño en su mundo de fantasía; su
necesidad de negar las imperfecciones de aquel había decreci-
do significativamente. La creciente adecuación del niño fue re-
conocida por el padre, que se interesaba más por él.

El caso de Larry

Cuando Larry fue remitido a la clínica, a la edad de nueve


años y diez meses, presentaba tal variedad de síntomas que se
temía que sus manifestaciones neuróticas, en conjunción con
los trastornos de su conducta y de sus hábitos, podrían estar en-
mascarando una patología más maligna. Los principales males
eran: defecación incontrolada, enuresis nocturna, dolores de
cabeza psicógenos, propensión a los accidentes; se peleaba con
otros chicos, se negaba a hacer los deberes para el hogar, no se
podía concentrar en el colegio; tenía reacciones de terror frente
al dentista, la sangre y los monstruos que aparecían en sus fan-
tasías y pesadillas; le costaba quedarse dormido, rechazaba
que lo taparan y que lo mantuvieran acostado.
La madre era imprecisa y contradictoria en su descripción
del chico: por una parte, parecía ser indulgente con él cuando
se mostraba "simpático", pero, por la otra, le pegaba con una
correa cuando se portaba mal; estaba llena de un airado me-
nosprecio hacia las figuras masculinas débiles de su familia: su
esposo y sus tres hijos. Larry tenía dos hermanos: uno dos años
mayor y otro cuatro años menor. El padre, cuando por fin pu-
dimos verlo, se presentó como un hombre retraído, temeroso
de la crítica de su mujer y cumplidor obediente de sus órdenes.
En realidad, abrigaba hacia Larry una sincera y cálida simpa-
tía y tenía una gran comprensión afectuosa para con él.
Larry había sido un niño sano. A los dos años y medio se le
detectaron una hernia y un hidrocele, al cual la madre se refe-
ría como "tumor de piel en el testículo izquierdo". Estas afec-
ciones fueron tratadas en un hospital donde el niño permaneció
diez días. Durante este período, él estuvo con miedo, deprimi-
do e incontrolablemente salvaje. Hiperactividad acompañada
por muchos accidentes fueron parte de su pauta de comporta-
miento desde ese momento. La más trágica desgracia ocurrió
mientras jugaba en la plaza, poco después de haber comenzado
el tratamiento en la clínica. Le arrojaron un madero y él se
quedó tieso, paralizado, mientras el proyectil se le acercaba y
lo golpeaba én el ojo. El resultado fue la pérdida de su ojo iz-
quierdo. El niño le expresó al terapeuta la gran ira que sentía
hacia su madre, quien no le había dicho después de la opera-
ción que le habían sacado el globo ocular; él lo notó en un in-
forme del médico cuando todavía usaba venda. Este irrepa-
rable y autoinfligido daño fue subsiguientemente vinculado a
la restricción que le fue impuesta en la operación de su genital
y a la demanda de pasividad de la mamá. Se había establecido
un proceso tortuoso: la gran ira motora se había vuelto contra
él mismo, infligiéndose activamente lo que temía sufrir de
manos de los "monstruos".
Pronto se reveló un ritual que acompañaba sus dolores de ca-
beza; estos siempre se debían a una "fuerte luz" que le pegaba
en los ojos. El tenía entonces que acostarse en la oscuridad con
el rostro tapado, y así se dormía. Los dolores de cabeza sobre-
venían siempre después de un estallido de ira y hostilidad; pa-
recían haber comenzado en la época de la operación del geni-
tal. Este ritual nos permitió comprender el conflicto sadomaso-
quista en Larry.
Desde el momento de la pérdida del ojo, Larry se quejó de
"dolores de panza". Un vínculo dinámico pareció probable:
surgió la sospecha de que el niño tenía un testículo no descendi-
do. Interrogada la madre, la suposición demostró ser correcta.
Sin embargo, se pensó que Larry ignoraba este hecho. Su con-
fusión acerca de las operaciones, las agujas, la hernia, conte-
nía una tácita acusación contra los padres por no haberle
dicho nunca la verdad acerca de sus problemas físicos. Surgió
la pregunta de si el sacrificio del globo ocular no era acaso una
renuncia sustitutiva de una parte del cuerpo para salvaguardar
el globo más preciado enterrado en su panza; o si el acto auto-
castrador fue una renuncia masoquista de su masculinidád,
que le trajo un alivio temporario frente al intolerable pánico de
ser atacado por una mujer-monstruo castradora. Dejó de tener
defecaciones incontroladas después que el temor de ir al baño
fue comprendido como un temor de perder, junto con las he-
ces, el testículo no descendido.
Finalmente, el temor del niño a "otra operación" salió a la
palestra. Oyó mencionar a su papá esa posibilidad en caso de
que "el testículo no se quede abajo". Al niño lo angustió esta
perspectiva, lo que a su vez originó en él sentimientos agresivos
hacia sus padres, que culminaron en un accidente de bicicleta.
Estaba aterrorizado por una posible infección en el ojo bueno
—el cual se hallaba en perfectas condiciones—, que lo dejaría
ciego; pedía que durante la noche se mantuviera una luz en-
cendida en su cuarto, de modo que él pudiera ver a su alrededor
en cualquier momento de la noche en que se despertara. Es-
to le aseguraba que su vista estaba intacta y que su ojo bueno
seguía aún allí. Soñaba que pequeños trozos de vidrio se
le metían en este y lo arruinaban; también que había un "banco
de ojos" donde se podían conseguir ojos nuevos.
Progresivamente, el tratamiento se convirtió en el refugio
del niño. En su casa usaba el nombre del terapeuta para refre-
nar a la madre de interferencias indebidas. En las sesiones dio
vuelta la tortilla jugando el rol del maestro, que por un largo
tiempo había sido un objeto fóbico, y pidiendo al terapeuta
que fuese el alumno. En su casa estaba ganando creciente inde-
pendencia; se bañaba y vestía solo. En el colegio se volvió
más aplicado e interesado en el trabajo; también más compul-
sivo y preocupado por los deberes escolares, etc. Cuando el ni-
ño solicitó con ahínco que el terapeuta viese a su padre, se pu-
do conversar con este acerca del testículo no descendido de
Larry, y el padre concertó para que le hicieran al niño un
examen médico que determinara si era necesaria una opera-
ción. El examen corroboró que el testículo izquierdo había des-
cendido, que estaba permanentemente en el escroto, pero que
era más pequeño que el derecho. Larry, desde luego, lo sabía.
La autoafirmación constructiva y una cautela compulsiva
gradualmente remplazaron las alternantes explosiones de ira
destructiva —tales como "volar a toda la familia" con su juego
de química— y de actividades autoagresivas que antaño ha-
bían amenazado con convertirlo en un inválido. Su real interés
por la ciencia había crecido con firmeza; armó un laboratorio
químico en su casa. Ya no se lanzaba impensadamente a
nuevas experiencias sino que interponía el juicio antes de em-
barcarse en un nuevo curso de acción. Ahora jugaba con niños
de su misma edad en lugar de hacerlo con niños menores. En sus
tareas diarias tomaba la iniciativa y ya no era un pelele en ma-
nos de monstruos terroríficos. Su pulsión agresiva encontró una
expresión sublimada en sus actividades: en el colegio pasó a ser
capitán del escuadrón de seguridad. En su casa se defendía de
la influencia de la madre con obstinada determinación; ya na-
die, salvo ella, pensaba que Larry fuera un chico muy difícil de
manejar o con el cual costaba mucho llevarse bien.

El caso de Joe

Joe, un niño negro pero de tez .clara, alto y grueso, con ras-
gos pubescentes manifiestos, tenía nueve años cuando fue deri-
vado a la clínica por la escuela a causa de su intranquilidad, su
jactancia excesiva, sus dificultades de aprendizaje y'sus ensoña-
ciones diurnas. Se comprobó que era un niño solitario y teme-
roso; sus actividades habían sido restringidas hasta los seis años
por un soplo cardíaco congénito, pero su impulso a la acción
venció y se es'tableció una hipermotilidad incontrolable.
La madre, que quería que su hijo fuera suave y de buenos
modales, hacía lo posible para sofocar todas las expresiones de
autoafirmación masculina que en él surgían. A las dos herma-
nas mayores les habían enseñado cómo cuidar al pequeño "in-
válido". El padre estaba decepcionado por la falta de conduc-
tas e intereses varoniles de Joe, y aunque daba buen sustento a
los suyos no pasaba mucho tiempo en casa y no compartía la vi-
da familiar.
Joe llevaba tres años de tratamiento cuando su madre men-
cionó como al descuido su testículo no descendido. Sus robos
insignificantes, sus "cuentos", su constante referencia a secre-
tos, su compulsivo balanceo en la silla hasta caerse, se hicieron
inteligibles al relacionarlos con su defecto genital. Se decidió
centrarse en dos áreas: la disfunción del yo (esto es, la dificul-
tad para leer) y la angustia ligada a su defecto. También se re-
solvió tratar de conseguir la cooperación del padre, a pesar de
los enérgicos intentos de Joe para excluirlo del tratamiento.
Las entrevistas que el terapeuta mantuvo con el padre
dieron por resultado que este llevara a Joe al médico: el curso
del tratamiento le fue explicado al niño. El período de inyec-
ciones que siguió fue angustiante para él. El hecho de que "no
pasara nada" después de las inyecciones abrió la temida posibi-
lidad de una operación. Joe se negaba a discutir esto, insistía
en que lo había hablado con sus hermanas y que no había nada
más que decir. Su comportamiento se volvió bastante dañino,
casi delictivo, y él estaba lleno de quejas acerca de su instructor
especial, quien, según decía, era incapaz de ayudarlo.
La inminente operación fue vinculada por Joe con su amig-
dalotomía. El médico podría encontrar que su testículo no ser-
vía, cortarlo y tirarlo. Charló con el terapeuta acerca de su
miedo a la esterilidad, en caso de quedar con un solo testículo
bueno. Ahora Joe se sentía libre de hacer preguntas sobre ello;
a la vez, progresaba en la lectura. Asimismo, su instructor notó
en él una creciente habilidad para aprender y períodos de con-
centración más prolongados. En este momento, Joe introdujo
un nuevo tema en su tratamiento, a saber: sus novias. Una re-
pentina oleada de interés lo había llevado al reino de las emo-
ciones de la adolescencia temprana. Se jactó ante el terapeuta
de que lo sabía todo acerca del sexo.
La desconfianza del padre a los médicos y la impotencia de
la madre para planear la operación ("Sólo sé cuidar nenas")
forzaron al terapeuta a asumir la principal responsabilidad en
las tratativas con el cirujano y el hospital. Joe apreció esta ayu-
da. Sin embargo, por primera vez, en cuanto la operación estu-
vo planeada, emergió la agresión del niño contra su madre:
ella no lo ayudaba, estaba procurando hacer una nena de él; él
no iba a tolerar ser tratado de esa manera. Consideró un insul-
to a su masculinidad que en el hospital lo revisara una médica.
Al mismo tiempo, se expresaba su temor a la castración: a me-
nudo se refería a su amigdalotomía recordando cuando "el
cuchillo resbaló y le hizo un agujero en la garganta".
A medida que se acercaba el momento de la operación,
prorrumpió un enorme interés por obtener información sexual.
La creciente competencia con su padre, combinada con el
usual intento de someterse a su madre, precipitó una aguda
lucha en su identificación sexual, que se vio intensificada por la
inminente operación.
Después que la operación culminara con éxito, el proceso
de convalecencia, junto con la restricción impuesta a sus acti-
vidades, puso a Joe angustiado y colérico. Oscilaba entre sus
tendencias pasivo-sumisas y agresivo-masculinas. Durante es-
te tiempo, la opinión del médico sirvió como criterio para eva-
luar de manera realista su condición. Joe ahora quería apren-
der a nadar, a jugar a la pelota y a pelear. Expresó su deseo de
mejorar en general. Una picazón en la zona genital, que él lo-
calizó en los testículos, abrió el debate acerca de la masturba-
ción y de las poluciones nocturnas. Era esencial para el tera-
peuta, una mujer, ir trasfiriendo gradualmente al padre el
esclarecimiento sexual, porque la excitación relacionada con
este diálogo promovía una atracción erótica demasiado inten-
sa. Mientras tanto, el padre había empezado a aceptar mejor a
su ahora "completo" hijo.
El aprendizaje, que había avanzado mucho desde la opera-
ción, siguió mejorando. Joe podía hacer sus deberes, iba a la
biblioteca, pedía ayuda y opinión al padre en tópicos tales co-
mo las contiendas electorales y las huelgas. La lucha por su
masculinidad dominaba ahora su vida; la terapia entró en un
período prolongado de "reelaboración" [working through], en
el cual los afectos liberados debían ser guiados hacia conflictos
propios de la fase adolescente, tratando de evitar los extremos
del sometimiento o el lanzarse ciegamente a una autoafirma-
ción y rebelión frenéticas.

Epicrisis

Criptorquidia e interacción familiar


La preeminencia que tenía el defecto genital en la vida psí-
quica de los tres niños parece ser de orden secundario. Los tres
tenían madres que promovían tendencias femeninas, ya sea
rechazando la masculinidad en el niño que padecía una imper-
fección genital (Steven, Larry), ya mostrando una fuerte prefe-
rencia por la hija y ofreciendo una recompensa afectiva por un
comportamiento pasivo y sumiso (Joe). Los tres dependían de
sus madres en términos de las necesidades narcisistas de ellas.
Estas necesidades se manifestaban en sus extraordinarias ambi-
ciones, que debían ser realizadas por sus hijos varones (Steven,
Larry), o en su desprecio por la sexualidad masculina, conside-
rada destructiva e indeseable, lo cual conducía a la total acep-
tación del defecto genital en el hijo (Joe). En este último caso,
el defecto genital representaba para la madre una ventaja, an-
tes que una calamidad. Ya sea que la madre se centrara en la
imperfección por sus propias ambiciones y esperanzas no reali-
zadas (expectativas sobrecompensadoras), ya sea que recibiera
con júbilo la afección del hijo, en ambos casos su actitud debía
ser considerada como el factor patógeno de primer orden: tenía
un influjo castrador.
Este efecto se complicaba aún más por la lejanía del padre
en la vida de los tres varones. Toda preocupación e iniciativa
había sido delegada en sus esposas. El defecto genital del chico
engendró en cada padre una desilusión e insatisfacción que se
ahondó con el comportamiento temeroso y "poco varonil" del
niño. Los tres padres trataron de desligarse de las dificultades
con las que se topaban sus hijos y fue necesario solicitarles con
firmeza que asistieran a la clínica. El hecho de que el padre se
convirtiera luego en un colaborador y partidario de la terapia
del hijo demostró ser una configuración dinámica esencial en el
tratamiento: representó para el niño la aprobación paterna de
sus tendencias masculinas y, consecuentemente, facilitó su
identificación masculina. En tanto estaba expuesto a la actitud
materna de desvalorización del padre, el niño sentía que su
propia masculinidad sólo era aceptable en los términos en que
la planteaba la madre.
Los padres respondieron con cooperación y un activo interés
al sincero pedido del terapeuta. Huelga decir que sus propias
precarias situaciones conyugales los convirtieron en fervientes
simpatizantes de la causa de sus hijos, y tuvimos la impresión
de que secretamente habían estado esperando una oportunidad
para poder hablar y ser escuchados. Forrer (1959), en un infor-
me sobre un chico defectuoso, hizo la misma observación: el
padre desvalorizado y excluido resultó ser la figura paterna res-
petada y amada por el niño. La descripción que la madre del
niño hizo de su esposo en el estudio de Forrer se asemejaba a las
de nuestro estudio: "Un hombre apagado, no comunicativo,
irrazonable". En una indagación más de cerca este hombre
mostró ser un padre apocado e intimidado, pero idóneo y afec-
tuoso como padre.
La distancia emocional que los padres mantenían en su
matrimonio se extendía a sus hijos, que se sentían abandonados
por ellos y librados a la controladora (castradora) influencia de
sus madres. Una típica maniobra de salvación utilizada por dos
de los niños frente a este dilema consistió en la idealización del
padre o, más bien, en una sumaría desmentida de los senti-
mientos negativos y despreciativos que el padre mostraba por
su hijo. Una ilusoria imagen del padre, inconmovible por la re-
alidad, servía como ancla en la posición masculina del comple-
jo edípico y sólo podía ser sostenida merced a una visión escoto-
mizada del rol del padre en la interacción familiar. Joe, emo-
cionalmente abandonado por su padre y presionado por su
madre a realizar tareas femeninas, exclamaba con desesperada
insistencia: "Mi mente es mi papá". La madre de Larry entró
de hecho en una conspiración con su hijo, permitiéndole nadar
en aguas peligrosas a pesar de la explícita desaprobación del
padre. Consecuentemente, él y su madre compartían un "secre-
to" que originaba culpa edípica y que se hizo notar en el trata-
miento como resistencia.
Si bien todas las madres se ocupaban del defecto genital, ya
sea de manera activa ("hurgando", revisando, yendo de médi-
co en médico) o negativa (ignorándolo, postergando revi-
saciones, no siguiendo los consejos médicos u olvidándolos,
manteniendo ingenuamente la esperanza de un descenso es-
pontáneo del testículo porque "la bolsa está allí para
recibirlo", etc.), era sorprendente notar cómo habían logrado
ocultar la afección genital de entrada o la habían sorteado de
algún modo para impedir un esclarecimiento definitivo. El in-
significante papel que las madres trataban de atribuir a esa
afección fue puesto aún más de manifiesto por el obstinado én-
fasis con que encaraban otros problemas, tales como la dificul-
tad de aprendizaje y la falta de amigos del niño. La consulta
era generalmente solicitada por el colegio, ya que sólo por co-
acción era posible movilizar a las madres a que dieran el paso
que demostraría públicamente su propia deficiencia y su inca-
pacidad de modelar al niño de acuerdo con sus deseos. La am-
bición materna de que el niño fuese un genio, se destacase en
los estudios, fuese perfecto y se comportase bien, reflejaba sus
propios sentimientos de insuficiencia, enérgicamente desmen-
tidos en el niño mediante el desplazamiento de la falla genital
a la esfera de los logros intelectuales y el comportamiento
ejemplar. Estos tres niños frustraron las ambiciones de sus
madres; la escuela debió llamar la atención de la familia con
respecto al fracaso de sus hijos. Las madres conservaron imáge-
nes ilusorias de estos para evitar una derrota narcisista. Ellas
albergaban la fantasía de que su dedicación y determinación
lograrían el cambio del niño (Forrer, 1959). Tenían una ten,-
dencia a reacciones depresivas en las cuales sus deseos agresi-
vos, vengativos y castradores hacia la figura masculina consti-
tuían una parte esencial.
El sofocado sadismo de las madres se hizo manifiesto en las
demoras injustificadas en lo que concernía a las intervenciones
médicas, tales como inyecciones u operaciones. Su temor a que
sucediera una desgracia (p.ej., hemorragias en el caso de Ste-
ven) las disuadía de apreciar objetivamente una recomenda-
ción médica. El deterioro de su capacidad de juicio con relación
al niño aparece por doquier, especialmente en materia de sa-
lud; ejemplifica esto la mamá de Steven, quien le dice que él
tuvo las dos lastimaduras en la boca por besar a una chica; o la
mamá de Larry, quien le asegura que sus dolores de cabeza
obedecen a que no come bien. En relación con esto, desde
luego, merece mencionarse el tratamiento anómalo y engañoso
de la afección genital; para no hacer surgir la autoconciencia
del niño ni despertar sus sospechas, la madre lo examinaba sin
explicaciones o dándole una razón irrelevante; el engaño tam-
bién aparecía en la falsificación de los hechos, como en el caso
de Larry, a quien le dijeron que necesitaba inyecciones para
una hernia que él sabía que le había sido corregida a los dos
años y medio. Tales opiniones parentales son expresadas con
franca y tenaz convicción, dejando al niño en la incertidumbre
acerca de la validez de su propia observación, pensamiento y
experiencia.
La forma especial en que el defecto genital es percibido y vi-
vido por los padres, especialmente por la madre, atestigua la
preocupación del niño por sus testículos. El perpetrador del
daño corporal es identificado en la mente del niño con la
madre. Su posesividad castradora y el pasivo retraimiento del
padre constituyen ambos una matriz de interacción familiar en
la que la criptorquidia da origen a un típico cuadro somático.
La actitud de los padres, en conjunción con la propia observa-
ción del niño de su anormalidad anatómica, llevan a un es-
quema corporal (o imagen corporal) alrededor del cual se ela-
bora cualquier deterioro psíquico existente. Se encontró que la
imagen corporal defectuosa era la responsable de aspectos es-
pecíficos de la patología en cada caso.

La experiencia prototípica (trauma)

En la vida de los tres niños había tenido lugar una operación


traumática. Este trauma fue subsiguientemente vinculado con
el defecto genital y con cualquier intervención médica que
ocurriera tarde o temprano. Las fantasías y las tendencias pul-
sionales que habían convertido a la primera operación (her-
nioplastia o amigdalotomía) en un hecho traumático quedaron
adheridas, por un proceso de sustitución directa, a la realidad
genital.
En el caso de Steven, podemos reconocer en el complejo tes-
ticular una suma de experiencias que datan de varios períodos
de su vida. Su efecto acumulado aparece en forma condensada
en sus producciones lúdicas. La primera operación (hidrocele)
comprometió el escroto. La culpa que sentía la madre y su con-
vicción de que ella había causado el "tumor" hicieron que estu-
viera especialmente atenta a la región genital de su hijo y a la
marcha torpe presumiblemente asociada a esta.
Esta marcha continuó hasta que se efectuó la operación del
testículo. Otra angustia por daño corporal (temor a la castra-
ción) se vinculó con el defecto genital y encontró expresión en
el juego del doctor, cuando Steven anunció que sus pacientes-
muñecos debían ser operados en razón de su "tiesura". Steven,
el doctor, postergó varias veces la operación; cuando finalmen-
te la ejecutó, varios de sus pacientes murieron.
Con relación a esto, no deben pasarse por alto ni subestimar-
se las consecuencias de las inyecciones de hormonas a los siete
años. El repentino surgimiento de estimulación sexual causó
una inundación de presiones instintivas en el yo, y se manifestó
en sensaciones genitales (erecciones) y en sentimientos eróticos
(besar mujeres). En este preciso momento de aumento de las
urgencias sexuales, se le efectuó una amigdalotomía que dejó
una impresión duradera y terrorífica en el niño, debido a dos
hemorragias posteriores que requirieron hospitalización. El te-
mor a los médicos y operaciones, así como a la muerte, per-
maneció en Steven de ahí en más; los tres temores encontraban
elocuente expresión en el juego del doctor. Además, él atribuía
la muerte del abuelo a la torpeza del cirujano ("el cuchillo res-
baló") o a un sangrar incontrolable, a una hemorragia, a "úl-
ceras sangrantes". Su temor a la castración se vio confirmado
por su negación, expresada en el aserto de que la operación de
su abuelo (prostatotomía) "de ninguna manera había sido en el
sistema de las piernas". Es interesante notar que Steven culpó
de la muerte de sus pacientes-muñecos a la enfermera, que era
torpe. En esta acusación daba voz a lo que ya he mencionado,
esto es, que la madre arcaica era considerada responsable de la
"muerte genital" (castración).
En el caso de Joe, la amigdalotomía a la edad de cuatro años
dejó en él una impresión indeleble; el recuerdo de esta opera-
ción, con las típicas distorsiones infantiles, era para él un mo-
delo de lá inminente orquidopexia. El testículo sería extirpado
como las amígdalas y desechado si se encontraba que no servía.
Joe seguía convencido de que el médico le había "hecho un
agujero en la garganta"; él esperaba que este órgano fantasma,
producto del "deseo de castración", se hiciera realidad con la
orquidopexia; es decir, fantaseaba que la operación lo haría
mujer.
En el caso de Larry, la hernioplastia a los dos años y medio
actuó como experiencia prototípica, en la que el ataque a sus
ojos (luz intensa) se ligó a la angustia por daño corporal como
represalia por sus incontrolables ataques de ira contra su
madre. Su ritual dolor de cabeza preservó este trauma, que él
trataba de dominar a través de la repetición, hasta que final-
mente cedió a los efectos combinados de la intelección de sus
impulsos agresivos, por una parte, y el logro de la integridad
genital, por la otra.
Podemos mencionar aquí el caso de un niño de doce años que
tenía una larga historia de exámenes médicos porque "un tes-
tículo era más chico que el otro". La psicoterapia estuvo estan-
cada por un tiempo extremadamente largo, a causa de la per-
sistente súplica de los padres para que la afección del testículo
no fuera discutida con el niño, dado que esto sólo lo tornaría
"cohibido" y agregaría una afrenta al daño. El comportamien-
to sintomático del niño, tal como caminar "a ciegas" (esto es,
con los ojos cerrados) para comprobar si así podía lastimarse,
señalaba claramente el "síndrome del testículo" aquí descrito.
Esto hizo imperativo que la afección física pasara al foco del
conocimiento y la conciencia, a través de una evaluación médi-
ca. Después de esa revisación médica, pedida y concertada
por la clínica, se estableció que un testículo estaba atrofiado.
Cuando el terapeuta charló sobre el examen médico y sus resul-
tados con el niño, este insistió en que el doctor no piído haberle
encontrado nada. Confrontado con los hechos, admitió tener
conocimiento de su afección testicular, a la cual él le había da-
do un carácter impreciso e irreal por "no haberse tocado (in-
vestigado) durante varios años". Después, significativamente,
cambió de tema y pasó a hablar acerca de su amigdalotomía.
Muy pronto se puso de manifiesto que su conocimiento de los
genitales masculinos y femeninos estaba contenido en un con-
junto de imágenes bisexuales distorsionadas. Sólo después que
su cuerpo hubo logrado, a través del dictamen médico, un esta-
do de estructura definida —en este caso, un deterioro geni-
tal permanente— fue posible hacer frente a las implicaciones
psicológicas de la realidad corporal.
Las diversas comprensiones focales esbozadas representaban
una fusión del trauma de la temprana operación con subsiguien-
tes organizaciones pulsionales. Cualquier amenaza a la integri-
dad corporal reactivaba el trauma original con una modalidad
específica de la fase. Por reproyección, el niño vivenciaba el
peligro actual en términos del suceso traumático del pasado.
Esto podría parafrasearse de la siguiente manera: "Lo que yo
pensé que me ocurrió, ahora seguramente se va a repetir".
Ilustra este razonamiento la equivalencia que establece Joe
entre amígdalas y testículos, su creencia de que el testículo se-
ría desechado como lo fueron las amígdalas, y, por último
(aunque no por eso menos importante), el hecho de haber vivi-
do la primera operación como una castración. Estas connota-
ciones de las intervenciones quirúrgicas efectuadas durante la
niñez son bien conocidas y han sido descritas por Anna Freud
(19526), Jessner et al. (1952) y otros.
En los tres casos, resultó claro que el defecto genital servía
como "experiencia organizadora" que subordinaba el trauma
temprano, así como todas las posteriores angustias por daño
corporal específicas de cada fase, a la persistente deficiencia
genital. Más adelante veremos cómo influyó esta afección en
la formación de la imagen corporal. El hecho de que la
incompleción genital hubiera existido desde que se guardaba
memoria y a la vez su resultado final permaneciera incier-
to, y, más aún, el que la corrección quirúrgica fuese durante
años un proyecto secreto, necesariamente mantuvo vivo el
trauma de la primera operación, en términos de específicas,
primitivas concepciones erróneas y distorsiones. La angustia
por daño corporal se convirtió en un afecto crónico, cuyo domi-
nio se trataba de lograr por varios caminos. Obviamente, el
trauma por una operación temprana no es una experiencia
obligatoria en casos de criptorquidia para que se produzcan
perturbaciones similares a las aquí descritas. Sin embargo, en-
contraremos que la traumática angustia por daño corporal (re-
lacionada con la pérdida de una parte del cuerpo, como en el
aprendizaje esfinteriano o en las fantasías de castración), que
en circunstancias normales es poco a poco dominada, perma-
nece en estado "libre", debido a la persistencia del defecto ge-
nital al cual se halla vinculada. El carácter concreto de este de-
fecto, junto con la incertidumbre en cuanto a su modificación,
no permite la solución radical del problema —ni de problema
alguno—. Por lo tanto, es característico de la criptorquidia
que, por su misma naturaleza, evite una integración psíquica
definida del defecto y, en lugar de ello, favorezca el manteni-
miento de las defensas en estado fluido. Se vio que estas cedían
con bastante facilidad bajo el influjo de una reparación física
definitiva, y eran remplazadas pdr defensás más estables y por
un comportamiento adaptativo.

Imagen corporal y deterioro del yo

Conocemos muy bien el hecho de que la claridad y la estabi-


lidad de la imagen corporal ejercen una influencia esencial en
el desarrollo y la estructura de la autonomía secundaria del yo.
Toda distorsión seria de la imagen corporal se va a manifestar
en algún deterioro específico del yo. La experiencia nos dice
que algunas funciones componentes del yo poseen mayor resis-
tencia al deterioro que otras.
En los casos de defecto corporal, la elección de las medidas
defensivas, así como la elaboración de las fantasías reparato-
rias, es influida por la naturaleza del defecto y por su ubica-
ción física. La distinción entre el interior y el exterior del cuer-
po no se aplica claramente a la criptorquidia. El defecto es pal-
pable y observable, pero no está expuesto a la vista de todos; a
la vez, no es definitivo sino reparable. Estos factores determi-
nan en gran medida el concepto que el niño desarrolla de su
imperfección genital. La afección física, debido a su naturale-
za irresuelta e impredecible, se presta para la absorción de
conflictos emocionales específicos y de la angustia de daño cor-
poral, que cumplen un papel relativamente pasajero en el de-
sarrollo de todo niño varón.
La imperfección genital desempeñó desde muy temprano un
papel prominente en la vida de los tres niños a que nos hemos
referido. Más adelante se convirtió en el foco de comparación
con otros varones, afectando su sentido de la identidad y ge-
nerando incompatibilidad social y mala adaptación. El no te-
ner amigos y el no saber hacerlos era igualmente evidente en
los tres casos. Para gratificar su hambre social; Steven se acercó
a niñas pequeñas, Larry a un niño menor inmaduro y Joe a se-
midelincuentes. El surgimiento de relaciones sociales más ade-
cuadas fue notorio en los tres casos al terminar el tratamiento.
Los deterioros yoicos más marcados en estos tres casos se ma-
nifestaban como perturbaciones en el aprendizaje, la memoria,
el pensamiento y la percepción del espacio y el tiempo; esas
perturbaciones pueden ser ligadas a la incongruente actitud de
la madre, que prohibía tácitamente al niño reconocer con cla-
ridad su defecto físico y pensar de manera racional acerca de
él. Además, estos deterioros se debían a una imagen corporal
defectuosa que había permanecido sin desarrollar, reteniendo
sus cualidades primitivas de vaguedad, indefinición e in-
compleción; en cierto modo, no había sido nunca unificada to-
talmente.
Con respecto a este punto son pertinentes las observaciones
de Peto (1959): "El simbolismo en el sueño y el folklore indica
que el encontrar y evaluar la realidad externa está determina-
do en gran medida por el reencuentro con el propio cuerpo en
el ambiente. De esta manera, la imagen corporal es de impor-
tancia decisiva para «asir» el mundo que nos rodea. Las parti-
cularidades de la propia imagen corporal pueden causar que el
mundo sea concebido de un modo distinto de como lo visuali-
zan los seres humanos corrientes" (pág. 413).
El concepto de tiempo cumplía una función especial en estos
Casos, porque "sólo el tiempo dirá" qué forma asumirá final-
mente el cuerpo, esto es, el genital. La estrecha conexión entre
la percepción espacial, la conceptualización espacial y la ex-
periencia del cuerpo no requiere extensas puntualizaciones.
Siempre que la formación de la imagen corporal se ve estorba-
da, continúa persistiendo un concepto primitivo del espacio,
análogo a la forma del cuerpo, a pesar de que otras funciones
yoicas hayan progresado normalmente. Werner (1940), refi-
riéndose a la formación del concepto del espacio, comenta lo
siguiente: "Los términos primitivos utilizados para las rela-
ciones espaciales sugieren que el cuerpo mismo, con sus «di-
mensiones personales» [Stern] de arriba-abajo, adelante-atrás
y derecha-izquierda, es la fuente de un sistema psicofísico de
coordenadas. Por lo tanto, se puede inferir que el espacio obje-
tivo ha evolucionado gradualmente a partir de esta orientación
primitiva" (págs. 167-68).
La masiva influencia de la disgregación de la imagen corporal
fue bien resumida en la afirmación de Steven: "Ellos [sus
pacientes-muñecos] no pueden ver, oír o pensar hasta que haya
pasado la operación". Podríamos parafrasear esto diciendo que
la confiabilidad de los perceptores de distancia y su utilidad
para los procesos cognitivos sólo puede obtenerse después de al-
canzar el cuerpo su forma completa y definitiva. Las conse-
cuencias de esto en cuanto al examen de realidad y el sentido
de realidad son evidentes. Por él momento, Steven, así como
los demás niños, se refugió en realizaciones ilusorias, engran-
decimientos, fanfarronerías y fantasías de tener poderes mági-
cos. Estas defensas le permitían un continuo reabastecimiento
narcisista. Más adelante me detendré a explicar cómo fueron
superados los deterioros del yo cuando al fin quedó establecida
la integridad genital. Steven, quien se sentía fácilmente afren-
tado por las críticas, hizo uso de todas las antedichas defensas
para evitar un daño narcisista. Se consideraba una "persona
mágica" que podía hacer sonreír a todas las demás sonriéndoles
él. De esta manera quitaba a la gente su peligrosa agresividad
potencial. Consecuentemente, Steven tenía una deficiente
comprensión de las situaciones sociales y era completamente
incapaz de reconocer en otros niños los motivos precisos de sus
respectivas acciones. Aquí podemos ver la influencia de la
madre, quien mantenía un concepto distorsionado e idealizado
de su niño y fácilmente falsificaba la realidad para protegerlo.
En tanto desmentía la imperfección física de Steven, la madre
dedicaba todas sus energías a corregirla a través de la magia.
Abandonó su trabajo y se dedicó por entero al cuidado del ni-
ño. La desmentida de la madre pasó a constituir la imagen
errónea que el niño tuvo de sí mismo.
Notamos qüe Steven, a pesar de su "predisposición a
sonreír", estaba preocupado por el tiempo y por la muerte. En
estos temores reconocemos la atormentadora espera hasta
lograr la certeza genital, así como un temor a la "muerte geni-
tal" enraizado en el aún incierto estado de castración. En sus
primeros dibujos dé figuras, Steven ponía cinco dedos a la
madre y a la nena en cada mano, mientras que dibujaba al va-
rón sin dedos. "El nene —decía— está agarrado de la mano de
su padre". De esta manera, su déficit corporal era anulado,
convirtiéndose a sí mismo en parte de una persona completa y
poderosa.
Tanto Larry como Joe presentaban perturbaciones en el
aprendizaje, seriamente agravadas en Joe por una obstinada
incapacidad para la lectura. Las realizaciones ilusorias y las
mentiras acerca de las calificaciones escolares aparecían de
nuevo como elementos negadores de sus deficiencias en los es-
tudios. Su olvido (es decir, sus perturbaciones de la memoria)
oponían un serio obstáculo para brindarle clases especiales que
solucionasen el problema de la lectura. Se apreció un decisivo
vuelco favorable cuando tanto la atención médica como lapsi-
coterapéutica se centraron en la afección física, su corrección y
la angustia por daño corporal en general.
La reparación y la maduración de las funciones del yo, así
como su evidencia clínica, serán examinadas más adelante. Los
cambios en la imagen corporal se pudieron observar indirecta-
mente a través de los tests psicológicos. La figura masculina
trazada por Steven en el segundo test posterior a la operación
era grande, maciza y tenía cinco dedos. El árbol de Larry, que
primero tenía un agujero en el centro del tronco, más adelante
tuvo un contorno simple y claro, sin rasgos aberrantes. Se
podrían dar múltiples ejemplos del material de test. Baste decir
que el segundo test ofreció abundantes pruebas de un cambio
en la imagen corporal (concepto de sí mismo), permitiendo así
concluir que la distorsionada, vaga e incompleta imagen cor-
poral ejercía una influencia patológica en el desarrollo del yo.
Los deterioros del yo fueron tratados por algún tiempo, de ma-
nera errónea, como si únicamente fuesen el resultado de
conflictos endopsíquicos. Cuando se los abordó a través de la
imagen corporal, su enmienda y completamiento —es decir,
cuando a la realidad física (genital) se le otorgó una estructura
definitiva—, finalmente se logró la deseada modificación en
las funciones yoicas. El material clínico ilustra la estrecha rela-
ción entre la experiencia corporal, la percepción del cuerpo, la
imagen corporal y las funciones yoicas.

Propensión a los accidentes: la renuncia masoquista

En los tres niños era conspicua la hipermotilidad. Su rela-


ción con los daños autoinfligidos pudo comprobarse constante-
mente dentro y fuera del consultorio. En estos casos, la hiper-
motilidad constituía una forma compleja de comportamiento,
en la cual la presión de las mociones pulsionales, la angustia y
los mecanismos de defensa estaban estrechamente organizados.
Su movimiento hiperactivo, sin rumbo y errátil, tenía el carác-
ter de una búsqueda ansiosa y frenética, que a veces invitaba al
peligro y ocasionaba accidentes. La tendencia a dañarse, lla-
mada "propensión a los accidentes", revelaba que el niño con-
cebía el defecto genital como el resultado de un acto de agre-
sión, de un ataque destructivo contra su cuerpo (castración).
La identificación con el agresor, es decir, con la madre, pro-
movía una identificación femenina y tornaba la pasiva sumi-
sión en ejecución activa. De esta manera, el niño se trasforma-
ba en víctima de su propia agresión.
Es difícil decir en qué medida la propensión a los accidentes
o el compulsivo jugar con el peligro físico se debían a pasivos
deseos masoquistas de castración o a la evitación de la mortifi-
cación narcisista. Esta evitación puede ser parafraseada di-
ciendo que es mejor no ser varón en absoluto que ser medio va-
ron. Luego veremos cómo era identificada inconcientemente la
afección física con la feminidad. La sumisión masoquista a la
identidad femenina encontró expresión en muchos actos
castradores, con consecuencias de mayor o menor seriedad. El
sentido de incompleción y castración era visible, palpable y
permanentemente ligado con la condición corporal; por otra
parte, la idea de una operación se había vinculado estrecha-
mente a él. Ambos factores contribuían a la notable concreción
con que eran representados y ejecutados el temor y los deseos
de daño corporal.
El complejo del daño corporal se mantuvo vivo por el desti-
no indeciso del testículo, condición que fomentaba relaciones
ambivalentes, operaba contra la instauración de identifica-
ciones estables y ocasionaba una fluida representación del self,
particularmente en lo relativo a aspectos de la identidad sexual
(fálica versus castrada). La ambivalencia de las tendencias
pulsionales en conjunción con las maniobras defensivas pare-
cían moverse a lo largo de un camino circular cuyas estaciones
nodales estuvieran rotuladas de la siguiente manera: (Concien-
te:) Nada me puede pasar—Tengo a todo el mundo bajo
control—Lo sé todo. (Inconciente:) No soy un varón—Nunca
seré varón—Me voy a hacer nena—Merezco ser castrado—Voy
a atacar a otros—Renunciar a una parte del cuerpo trae alivio
y placer—Quiero la castración.
La propensión a los accidentes, tal como fue observada en
estos casos, ilustra la sustitución del órgano genital, más parti-
cularmente el testículo, por todo el cuerpo. Este principio del
totum pro parte o equiparación del cuerpo con el falo está bien
expresado en el juego de Steven, en el cual los pacientes tienen
que ser sometidos a una operación por su "tiesura". El princi-
pio del totum pro pcrte recibía masivo apoyo de la actitud de
la madre, quien habitualmente consideraba al "niño total" co-
mo representación de su órgano defectuoso y centraba sus es-
fuerzos en la rectificación del defecto genital en términos de
perfecciones sustitutivas, tal como un excelente rendimiento
escolar. También se hizo manifiesto el desplazamiento de aba-
jo hacia arriba; en conexión con esto, es digno de nota el papel
del globo ocular como órgano sustitutivo del testículo. Esta sus-
titución es conocida a partir de la mitología y del análisis. Un
tic de parpadep en un niño de once años, acerca del cual infor-
ma Fraiberg (1960), pudo reconducirse al temor de sufrir un
daño en sus testículos. En la mitología, el rey Edipo se arrancó
los ojos como castración simbólica para expiar su crimen inces-
tuoso. El ojo se vio involucrado en los tres casos, más promi-
nentemente en el de Larry, que se autoinfligió su pérdida.
Tiendo a atribuir el accidente de Larry a una formación de
compromiso, consistente en el sacrificio de una parte del cuer-
po, el ojo, para salvaguardar el testículo faltante y, además,
para llevar a cabo el daño buscado por medio de una sumisión
activa en vez de aguardar el esperado ataque de la "mujer
monstruo". La descripción que hizo el niño del accidente reve-
la claramente la parálisis motora de una excitación masoquista
en el mismo momento en que el palo venía volando hacia el
ojo. El temor por su "ojo bueno" repetía el temor original por
su "testículo bueno". Ambos temores se apaciguaron con la
corrección del defecto genital. Larry fue el niño que más enér-
gicamente luchó contra la renuncia masoquista; es verdad que,
de todos, él fue quien se autoinfligió más daño, pero también el
que mostró, no obstante, la más sorprendente recuperación.
La propensión a los accidentes está íntimamente ligada a las
vicisitudes de la pulsión agresiva, a la erotización del daño y a
la necesidad de castigo físico como un alivio de los sentimientos
de culpa. El genital defectuoso pasó a ser asociado casi auto-
máticamente con culpa sexual, ya que los tres niños habían
progresado hasta alcanzar una posición relativamente firme en
el nivel edípico. La descarga de la pulsión agresiva estaba
restringida a la hiperactividad, las manifestaciones contrafóbi-
cas y el autodaño. En el curso de la terapia se hizo manifiesta la
intensidad y primitivismo de la agresión. Desde luego, el asien-
to de la energía explosiva, destructiva y vengativa fue localiza-
do en el testículo. Reconocemos esto en la dinamita escondida
del juego de Steven, o en los experimentos químicos de Larry
destinados a hacer volar la casa. Tales expresiones de desenfre-
nadas fantasías agresivas dieron lugar con el tiempo a adapta-
ciones aloplásticasy éuando se tuvo acceso a la energía neutrali-
zada. Larry, por ejemplo, superó su propensión a los acciden-
tes asumiendo la tarea de proteger a los otros de los peligros:
pasó a ser capitán del escuadrón de seguridad de su colegio.
Los otros niños no mostraron signos de un jugar compulsivo
con peligros físicos después que el defecto genital hubo sido
corregido. La compulsión de repetición sufrió un cortocircuito
por un cambio anatómico que facilitó alteraciones yoicas de
una especie más compleja. Ellas se hicieron reconocibles en
modificaciones caracterológicas y en el desarrollo de especiales
intereses e inclinaciones realistas.

Acciones sintomáticas y símbolos orgánicos


El defecto anatómico de un testículo no descendido favorece
la expresión de la afección a través de comportamientos susti-
tuti\os o de objetos simbólicos, en un esfuerzo por dominar la
angustia. La naturaleza concreta, directa y simbólica del juego
y del comportamiento es puesta notablemente de manifiesto
en la casuística. El carácter primitivo del pensamiento im-
plícito en este tipo de dominio no deja lugar a dudas en cuanto
a que la provisoriedad inferida y vagamente conciente del de-
fecto genital impedía una integración a través de procesos psí-
quicos más complejos, de los cuales los tres niños eran incues-
tionablemente capaces.
Werner (1940) señaló que "la estructura del pensamiento
primitivo está determinada concretamente, por cuanto tiene
una tendencia a la configuración figural, y está determinada
emocionalmente, por cuanto reúne lo que está afectivamente
relacionado" (pág. 302). La casuística indica que los aspectos
de "cantidad" y "tamaño" estaban equiparados a todas luces
con el poder, la potencia y la masculinidad. Así lo expresó otro
niño: "Si tengo dos testículos, puedo tener el doble de hijos".
Los frecuentes accidentes representaban acciones sintomáticas,
para las cuales cada niño daba una explicación circunstancial,
pero que obviamente constituían conductas de reaseguramien-
to merced a la repetida confirmación de que no se había produ-
cido ningún daño fatal.
Ya ha sido mencionado que el testículo se constituye en el
asiento de las fuerzas agresivas y destructivas. Además, pode-
mos reconocer esta idea en la desvalorización defensiva de los
testículos, cuyos portadores son hombres que provocan miedo.
Este intento de atenuar la angustia de castración está bien
expresado en la marcha que cantaban los soldados británicos
que cayeron prisioneros de los japoneses, durante la Segunda
Guerra Mundial, en la jungla de Birmania: "Hitler tiene una
sola pelota grande, Goering tiene dos que son chicas, Himmler
las tiene parecidas, pero el pequeño Goebbels no tiene nada" 1
El insaciable interés de Joe por averiguar el contenido de los
cajones, su correr por los pasillos de la clínica para ver si al-
guien lo podía detener; la curiosidad de Steven acerca de los
secretos y su uso del número tres (genital masculino) en los
juegos agresivos: todos estos incidentes ilustran en forma
desplazada la naturaleza común de su preocupación.
La representación concreta de los testículos por medio de ob-
jetos es digna de atención, en la medida en que es algo desacor-
de con la edad y la inteligencia de los tres niños. Resulta casi ri-
dicula por su simplicidad y franqueza la representación simbó-
lica de Joe, quien roba una pelota del consultorio sólo para de-
volverla una vez que ha pasado con éxito la operación. Lo mis-
mo vale para el museo de Steven, donde exhibía a todo el mun-
do dos preciosas bolitas después que una operación exitosa hu-

1 La melodía de esta marcha se puede escuchar en la banda de sonido de la


película El puente sobre el río Kwai, aunque, por supuesto, la letra fue modifi-
cada para la presentación de la escena histórica ante el público.
bo colocado su testículo en una posición en que por fin era vi-
sible para todos. También formó dos bolitas con arcilla duran-
te la sesión siguiente a la operación; dijo que haría dos pelotas
más cada semana y que quería que el terapeuta se las guardase.
Nos viene a la memoria el "banco de ojos" (de bolas) al que alu-
dió Larry.
El testículo es, además, identificado con otros órganos por
desplazamiento. Consecuentemente, estos asumen atributos y
significados que los convierten en sustitutos adecuados de los
testículos. En conexión con esto, podemos hablar de símbolos
orgánicos. Los más destacados órganos sustitutivos de los tes-
tículos son los siguientes: ojos, amígdalas, pecho materno y feto.
(Véase más abajo su relación con la bisexualidad.) La ade-
cuación de estos órganos para cumplir esa función sustitutiva
se debe tanto a su ubicación simétrica como a la historia de sus
operaciones y a la relación con las pulsiones parciales.
Uno obtiene la impresión de que la imperfección genital se
presta a su expresión directa, concreta, simbólica (sustitutiva)
a través de objetos del mundo exterior y, además, al uso de to-
do el cuerpo o de partes de él para el dominio de la angustia
que genera el defecto anatómico.

La identidad bisexual
Su defectuosa condición genital era percibida por los tres ni-
ños como castración, esto es, como feminidad. En estos casos
de criptorquidia no observamos una genuina identificación fe-
menina; más bien, reconocemos en la imagen de sí un acomo-
damiento de tendencias pasivas femeninas a una realidad fí-
sica genital. Las tendencias pasivas recibieron un poderoso
auxilio del trauma operatorio y una inctesante estimulación por
la criptorquidia misma. En este sentido son pertinentes las ob-
servaciones de Anna Freud (1952&): "Al estudiar los efectos
posteriores de operaciones de la infancia en el análisis de pa-
cientes adultos, encontramos que no es el temor a la castración
sino el femenino deseo de castración en el niño varón el princi-
pal responsable de los serios trastornos o los permanentes cam-
bios de carácter posoperatorios" (pág. 75). A esto cabe añadir
el hallazgo de que en el caso de la criptorquidia, por la realidad
misma del defecto genital, el deseo femenino de castración no
avanzó hacia un estado de representación integrada del self, si-
no que permaneció vinculado al órgano genital en su realidad
física. Por lo tanto, las tendencias femeninas se fueron organi-
zando alrededor del defecto orgánico y quedaron en una si-
tuación de inestabilidad dada la implícita reversibilidad de la
afección. La resultante identidad bisexual se hizo manifiesta en
las producciones lúdicas, las fantasías, la conducta trasferen-
cial y los tests proyectivos.
La confusión de la identidad sexual impedía el desarrollo de
cualquier concepto claro acerca del genital masculino o feme-
nino. Una imagen egomórfica de naturaleza hermafrodita pasó
a ser el esquema corporal universal. Joe expresó esta confusión
diciendo: "¿Quiere decir que yo tengo algo que otros niños no
tienen, o no tengo algo que otros niños sí tienen?".
Se encontró que tener un testículo era idéntico a ser medio
hombre y medio mujer, a la esterilidad o a la feminidad en ge-
neral. Steven le mostró al terapeuta sus muñecos-pacientes con
estas palabras: "Míralos, no parecen nada". Esto expresa mejor
que cualquier otra cosa el sentido del self con el cual Steven te-
nía que lidiar. En tal dilema, una operación era querida y te-
mida; para recuperar el perdido tesoro (el testículo), otro órga-
no (es decir, el pene) tal vez debería ser sacrificado. En la
sobrevalorización de la parte corporal faltante reconocemos un
desbordamiento de investiduras del pene al testículo.
La angustia por la operación fue evitada mediante identifi-
cación, asumiendo un rol activo frente al terapeuta. Larry pi-
dió a su terapeuta varón que fuera su alumno mientras él mis-
mo era la maestra. La misma inversión de roles notamos en
Steven, quien era el cirujano mientras su terapeuta era su en-
fermera. Cuando la operación era inminente, él se sentó en la
silla de su terapeuta mujer y dijo: "Yo quiero ser tú y que tú
seas yo". "Si no es posible que los hombres se hagan mujeres,
¿por qué no hay sólo hombres?", inquiría Steven. Entonces,
podemos agregar, la castración sería eliminada de una vez por
todas. Con su lógica propia, Steven concluía que en ese caso los
hombres tenían que hacer los bebés para que el mundo siguiera
andando. No había, después de todo, una manera de librarse
de la existencia de dos sexos.
Esto nos lleva a equiparar la liberación del testículo (la or-
quidopexia) y el dar a luz. El testículo en el abdomen era
igualado al feto. Steven pensaba que le llevaba veintiún días al
bebé crecer en la panza, exactamente el tiempo que él tenía
que esperar para que lo operaran. La figura de una mujer di-
bujada por Joe mostraba dos pelotas en la región abdominal;
cuando, por sugerencia del examinador, este dibujo fue repeti-
do, las pelotas se fueron desplazando hacia arriba en cada di-
bujo consecutivo hasta alcanzar la ubicación exacta de los
pechos. La asociación del testículo faltante con el órgano feme-
nino, el pecho, sólo sirve para destacar, una vez más, la identi-
dad bisexual que hemos encontrado como característica de los
casos de criptorquidia.
No fue una sorpresa, entonces, comprobar que la orquidope-
xia provocaba un estado de expectativa dual: o lograr la mas-
culinidad o enfrentarse con una castración total. En verdad,
existía una cierta confusión con respecto a la realización si-
multánea de ambas. Esto se manifiesta, por ejemplo, en la idea
de Steven de que el testículo sería empujado desde el "estóma-
go" al pene; el haber logrado dos testículos externos habría
anulado así el uso del pene para orinar, necesitándose otro ori-
ficio para esta función. Tales perturbadoras admisiones eran rá-
pidamente extinguidas por medio.de fantasías de engrandeci-
miento, hasta que el recurso a la castración pasaba otra vez a
primer plano. Estos cambios dieron por resultado un crónico
estado de indecisión y de fluctuante identidad sexual. Fineman
(1959) informó acerca de observaciones similares en un niño de
cinco años y medio con ufl defecto genitourinario congénito:
"El primer intento de presentarle su real afección [atrofia de la
vejiga], a pesar de ser suavizado por la afirmación adicional de
que podía hacer todo lo que hacían los otros varones, fue
enfrentado por él con considerable angustia, que espontánea-
mente puso bajo control jugando a ser la mamá y a cocinar"
(pág. 116). La aceptación de ser un varón tomó primero una
forma exagerada, a saber, "fantasías de ser un cazador podero-
so que mataba leones y tigres con la escopeta del padre o del
abuelo".
El sentido bisexual de la identidad que observamos en los
tres casos presenta algunos problemas teóricos con respecto a la
identificación y a la fijación de las pulsiones. Ninguno de los
tres niños se comportaba, estrictamente hablando, de manera
afeminada o como "nena". Sin embargo, carecían de afirma-
ción masculina y de empeños activos, y huían de la competen-
cia con sus pares del mismo sexo. Todos respondieron positiva-
mente a un cambio de actitud en el padre, cuando este se
mostró más interesado en ellos y reconoció que su propia
influencia era muy importante para encaminar al hijo hacia
una posición más masculina. Después que el padre hubo res-
catado al hijo de la madre castradora, después que se hubo
enorgullecido por las tendencias masculinas de su hijo, surgió
una competencia edípica que fue resuelta mediante la identifi-
cación con el padre. Ninguno de los tres niños se ofrecía como"
un objeto de amor pasivo, según se habría podido esperar de
las tendencias emocionales prevalecientes. La huida hacia una
posición femenina, es decir, castrada, no se apoyaba en una fi-
jación pulsional ni en una identificación femenina estable. Sin
duda, estas tendencias existían, como existen generalmente en
todo niño varón, pero nunca evolucionaron hacia una orienta-
ción homosexual pasiva.
La defensa que consiste en creerse castrado es análoga a la
desmentida, en cuanto el niño niega el defecto genital median-
te una remoción radical de los últimos vestigios de masculini-
dad que dieron origen a la angustia y alteraron su equilibrio
narcisista. "Ser una niña" nunca fue lo suficientemente apoya-
do por una fijación pregenital pulsional o yoica como para evi-
tar un movimiento de progreso de la libido; sin embargo, la in-
tolerable afección genital, junto con la dependencia de una
madre castradora, proveía tendencias femeninas en un flujo
incesante. La perseverancia de la imagen corporal femenina y
la defensa de creerse castrado (renuncia a una parte del cuer-
po) estaban directamente relacionadas con una realidad corpo-
ral más que con una organización pulsional y yoica psicológi-
camente integrada. La identidad bisexual reflejaba una reali-
dad física; consecuentemente, un cambio en la realidad física
llevó a su término el provisional estado de seudobisexualidad.
La restauración de la integridad genital dio a la sexualidad
masculina un empuje decisivo. La dominante cualidad de esta
inequívoca masculinidad recientemente adquirida generaba
empero dudas respecto de un resultado totalmente victorioso.
Volveremos sobre este asunto más adelante.

La ubicación de los testículos en el escroto


y su influencia en los procesos de integración
Seguimos con interés y sorpresa los efectos de la compleción
genital que acababa de adquirirse. Ante todo, la rapidez y el
alcance de la maduración yoica que acompañó a la nueva
realidad corporal nos hizo recapacitar en el siguiente hecho:
el cambio anatómico debe ser considerado el promotor de
un ímpetu específico para el cambio yoico. La influencia de la
nueva realidad corporal fue tan contundente e inmediata que
planteó interrogantes con respecto a los correspondientes pro-
cesos psicológicos iniciados por la terapia, de una parte, y por
la trasformación anatómica, de la otra. No cabe la menor duda
de que la psicoterapia preparó el campo anímico para que la in-
tegridad genital hundiera raíces o provocara un nuevo sentido
de realidad, pero debe concederse que el cambio físico fue una
contribución igualmente importante hacia la mejora del fun-
cionamiento psíquico. Los cambios más notables ocurrieron en
las áreas del aprendizaje, los procesos cognitivos, la elabora-
ción de intereses adecuados a la edad, la adaptación social y la
formación de la identidad masculina. Ya .han sido descritos los
deterioros yoicos que afectaban todas estas áreas.
En primer lugar, recordemos que existía, en los tres casos,
una tácita prohibición parental con respecto al reconocimiento
de la afección genital y a la reflexión en torno de ella. En el ca-
so de Steven, el desinterés de la madre, su desmentida, fue pro-
yectada al niño ("No se preocupa:, no sabe nada"), e impidió su
desarrollo yoico, especialmente el de su examen de realidad.
Consecuentemente, el niño vivía en un estado de confusión, sin
saber qué era lo real; le resultaba imposible decir si lo real era
lo que él percibía, o lo que su madre quería que supiese. Esta
global confusión perceptúal fue neutralizada en el tratamiento
cuando se le levantó el "velo de la visión crepuscular" y se le
restauró un sentido de realidad. En el test psicológico este cam-
bio apareció como una "diferente visión del mundo". Steven ya
había predicho en su juego que después de la operación, si esta
tenía éxito, sus pacientes "serían otra vez ellos mismos; todo
depende de la operación".
Es interesante notar que tanto él como los otros niños espera-
ban una vuelta a un estado genital que debió de haber existido
alguna vez, por así decir, en la prehistoria. Esperaban recibir
lo que siempre había sido de ellos. Steven investigaba afanosa-
mente su recién adquirido testículo y describía con claridad sus
sensaciones físicas relacionadas con la ubicación de aquel en el
escroto. Antes de la intervención dijo que siempre se había sen-
tido confuso. Decididamente, el estado interino había llegado
a su fin: "Una vez que pasó, pasó". Después de la restauración,
la maduración emocional e intelectual de Steven pegó un salto
considerable hacia adelante. El niño de rasgos infantiles, re-
concentrado en sí mismo, se dedicó cada vez más a las tareas es-
colares, la lectura, los boy scouts, los amigos, las lecciones de
piano, el ajedrez, etc. Tomando en consideración todos los es-
fuerzos psicoterapéuticos, extrajo un singular provecho del
cambio corporal mismo. Antes de ese cambio, nada había sido
definitivo ni completo.
Larry y Joe estaban ambos retrasados en la lectura y, por
consiguiente, tenían serias desventajas en la escuela. Por aña-
didura, Steven casi no leía cuando empezó el tratamiento.
Ésta situación mejoró notablemente al poco tiempo de la res-
tauración genital y aun muy pronto después de la operación.
En Larry fue notorio también un progreso en su percepción es-
pacial. El divagar mentalmente sin rumbo por las películas de
terror y el uso destructivo de la química cedieron el lugar a un
genuino interés por la ciencia. Su búsqueda de accidentes se
tornó en prevención de accidentes. Su segunda serie de tests
psicológicos mostró increíbles cambios: el grave deterioro del
yo, que había originado la sospecha de un funcionamiento bor-
derline, ya no aparecía. Su imagen corporal había cambiado
de manera radical: la figura masculina, antes dibujada con
trazos borroneados y formas vagas, fue hecha ahora con firmes
contornos y formas precisas. La sumisión pasiva había dejado
sitio al dominio activo del ambiente. El mejoramiento en los
procesos de integración se destaca como el hallazgo más no-
table de esta segunda serie de tests.
Joe mostró muchos de los cambios descritos en relación con
los otros niños. En su caso, el brote de maduración yoica fue
también notable: mejoró su capacidad de aprender y su ca-
ligrafía, apareció un interés por conocer la realidad, aumentó
su período de concentración, y, lo que es más, pudo por primera
vez pensar en el futuro en términos de vocación, en llegar a ser
un hombre cuando creciera.
Después de establecida la integridad corporal los tres niños
parecían mentalmente más despiertos y más capaces de apren-
der procesos psíquicos de mayor complejidad. En la segunda
serie de tests se vio un nivel más alto de diferenciación e in-
tegración. En el plano de la conducta, esto se manifestó a tra-
vés de la demora en la acción y de la interposición del pensa-
miento entre el estímulo y la descarga. Junto con esto disminu-
yó la hipermotilidad que había sido característica en los tres
niños. Se supone que el cambio anatómico afectó la imagen
corporal en términos de una definitiva identidad masculina.
La influencia de la realidad anatómica en el yo por vía de la
imagen corporal generó un más firme sentido de realidad, y,
por consiguiente, una mayor claridad de pensamiento y la ins-
tauración de defensas más eficaces —o sea, más adaptativas—.
A pesar de estos logros, no pasaremos por alto el hecho de
que la integridad.genital fue inicialmente considerada la salva-
dora que mantendría a raya las tendencias femeninas. Los es-
fuerzos de represión o la absorción caracterológica de estas
tendencias todavía potentes fueron precedidos, inmediatamen-
te después de los cambios físicos, por imperiosas muestras de
masculinidad.2
El empuje hacia la autoafirmación que siguió a la integridad
corporal tuvo dos fases. La primera se caracterizó por un des-
borde de sexualidad masculina y un despliegue de energía y de
seguridad absoluta. Se notó un casi eufórico sentimiento de po-
der, que podría ser parafraseado así: "Ahora que soy todo un
varón, el cielo es el único límite frente a lo que yo puedo
hacer". La excitación heterosexual (las fotos de mujeres des-
nudas de Joe) fue reprimida —quizá demasiado rápida y total-
mente—, y tomó su lugar una tendencia a la compulsividad y a
la constricción afectiva. El hecho de que no surgiera ningún
material sobre la masturbación en los tres niños dejó una la-
mentable laguna en la comprensión de su desarrollo sexual. 3

2 La ubicación del testículo en el escroto no afecta (vale decir, no incrementa)


la actividad hormonal de este órgano. El súbito cambio de conducta es, por lo
tanto, un fenómeno puramente psicológico.
3 Debo a la doctora Mary O'Neil Hawkins la idea de que el examen continuo
de la bolsa escrotal puede sensibilizar accidentalmente, por decir así, esta área
genital, que pasa entonces a ser sede de sensaciones eróticas. En consecuencia, la
investigación manual de este defecto por parte del niño puede convertirse en
No hay duda de que la exhibición de masculinidad fálica te-
nía carácter defensivo. Sin embargo, su efecto final en la sín-
tesis del carácter no puede ser evaluado con certeza antes de
la adolescencia tardía.
Por el momento, el tratamiento en conjunción con la res-
tauración genital había posibilitado un funcionamiento psí-
quico de mayor nivel. De esta manera, facilitó los procesos de
adaptación y el uso de defensas estables menos dañinas y de-
bilitadoras que las empleadas originalmente. Podríamos decir
que se evitó que Joe entrara en una carrera delictiva, que Ste-
ven fue salvado de caer en un estado de autismo infantil y que
Larry fue rescatado de la autodestrucción física. Como el de-
sarrollo defectuoso del yo estaba firmemente ligado a la afec-
ción física, se impidió que los retrasos y las distorsiones pato-
lógicos inundaran, por decirlo así, la vida psíquica del niño y
causaran alteraciones yoicas irreversibles. Se me ocurrió pen-
sar que estos niños habrían sido más seriamente afectados por
su medio, en especial por la madre, si no hubieran sufrido un
daño genital reparable. El carácter concreto del temor al da-
ño corporal no había sido totalmente interiorizado y unifica-
do con la angustia pulsional y conflictiva. Esto puede explicar
la reversibilidad de síntomas que de ordinario habrían indica-
do un trastorno muy grave. Gran parte de lo que en la eva-
luación diagnóstica parecía ser al principio una patología ne-
fasta cambió de modo radical bajo el impacto de la restaura-
ción genital. Difícilmente se pueda adjudicar sólo a la psico-
terapia la mejoría global. Se impone al observador la idea de
que la afección física representaba en sí misma una realidad
de acuerdo con la cual era modelado y remodelado el yo; ade-
más, aquello que parecía inicialmente un conflicto endopsí-
quico constituía de hecho una confusión de la realidad corpo-
ral, agravada por un temor a la realidad. En la medida en
que la realidad corporal fuera interiorizada, la psicoterapia
era la ayuda apropiada; en la medida en que pudiera ser
corregida, es decir, llevada a un estado definitivo, se requería
la ayuda del cirujano. Ambos especialistas deben sincronizar
sus aportes para cumplir con sus respectivas funciones en un
enfoque coordinado. Los casos de Steven y Joe ilustran este
puntó.

una actividad masturbatoria, estando focalizada la sensación en la región


escrotal. Por otro lado, la angustia de castración puede llevar a una completa
desensibilización del genital. De nuestro material clínico no hemos podido
extraer datos concluyentes en cuanto a las prácticas masturbatorias en los ca-
sos de criptorquidia, hecho este que exige mayor indagación analítica.
Resumen
Se expusieron tres casos de criptorquidia prepuberal, exami-
nándose los efectos complementarios de la psicoterapia, la
corrección física del defecto genital (dos mediante operación
quirúrgica, una espontánea) y el tratamiento de los padres, es-
pecialmente de la madre. Basándose en los datos clínicos, se
llegó a las siguientes conclusiones:

1. La criptorquidia no es un factor patógeno primario. La


peculiar manera en que el defecto genital es vivido por los
padres, en especial por la madre, explica la preocupación del
niño por los testículos. El perpetrador del daño corporal es
identificado en la mente del niño con la madre. Su posesividad
castradora y el pasivo retraimiento del padre constituyen una
matriz de interacción familiar en la cual la criptorquidia da
origen a síntomas típicos, pese a que los tres casos pertenecen a
categorías nosológicas heterogéneas.
2. En los tres casos había habido una temprana operación
traumática que actuaba como el modelo prototípico del temor
al daño corporal (castración). El defecto genital sirvió como la
"experiencia organizadora" (Greenacre) que subordinaba el
trauma temprano, así como toda subsiguiente angustia por da-
ño corporal específica de la fase, a la persistente incompleción
genital. Un trauma operatorio per se no se considera una expe-
riencia obligatoria.
3. La imagen corporal distorsionada, vaga e incompleta
ejercía una influencia patológica en el desarrollo del yo. Los
resultantes deterioros del yo se manifestaban en el funciona-
miento defectuoso en materia de aprendizaje, memoria, pensa-
miento, orientación espacio-temporal y motílidad. Estos dete-
rioros podrían además ser vinculados con la incongruente acti-
tud de la madre, quien tácitamente prohibía al niño que reco-
nociera con claridad su defecto físico o que pensara de manera
racional acerca de él.
4. La tendencia al daño autoinfligido (propensión a los acci-
dentes), presente en los tres casos, fue comprendida como la
idea del niño de que el defecto genital era el resultado de un ac-
to de agresión —castración—. A través de la identificación con
el agresor, el niño tornó la sumisión pasiva en ejecución activa
y se hizo víctima de su propia agresión. Los deseos de castra-
ción eran muy evidentes.
5. La criptorquidia promueve expresiones directas, concre-
tas, simbólicas (sustitutivas) a través de objetos del mundo ex-
terior y del uso de todo el cuerpo o de partes de él, para el do-
minio de la angustia que genera el defecto anatómico. Pudo
comprobarse aquí que los órganos sustitutivos —símbolos orgá-
nicos— del testículo eran: el ojo, las amígdalas, el pecho ma-
terno y el feto.
6. Un sentido bisexual de la identidad reflejaba la realidad
física de la indecisión anatómica. La perseverancia de la ima-
gen corporal femenina y la defensa de creerse castrado —re-
nuncia a una parte del cuerpo— estaban vinculadas en forma
directa con una realidad corporal más que con una organiza-
ción pulsional y yoica psicológicamente integrada. Esto se hizo
evidente a través de la reversibilidad de la confusión de la ima-
gen corporal una vez que se instauró la integridad genital.
7. Los esfuerzos coordinados del cirujano y del terapeuta
dieron por resultado una sorprendente mejora del deterioro
yoico. La cambiada imagen corporal ejerció una influencia in-
mediata y directa en las funciones del yo. Aquello que en un
comienzo pareció un conflicto endopsíquico representaba, de
hecho, una confusión acerca de la realidad corporal, agravada
por un temor a la realidad. Teniendo en cuenta la influencia
de la corrección anatómica en los procesos psíquicos de dife-
renciación o integración, se llegó a la conclusión de que el ca-
rácter concreto del temor al daño corporal obstaculizaba la
completa interiorización de la realidad corporal y su amalgama
con la angustia conflictiva. El retraso en la interiorización fue
mantenido por el reparable defecto genital y por la siempre vi-
va expectativa de un cambio en la realidad corporal. Esta par-
ticular configuración de los hechos en presencia de un defecto
corporal puede explicar la reversibilidad de una condición
emocional con graves deterioros del yo, que en-otros niños ge-
neralmente indicaría una patología nefasta.

Los hallazgos de que se da cuenta en este artículo están


restringidos a la criptorquidia. Parece ser que el particular va-
lor de supervivencia, la interferencia con la percepción, con la
prensión física de los objetos, con las gratificaciones específicas
de cada fase, así como otros factores relacionados con la exis-
tencia de un defecto corporal, introducen elementos que están
ausentes en la criptorquidia per se. El examen de las similitudes
y diferencias respecto de estos otros casos está fuera del alcance
de esta exposición. El estudio clínico de tres casos de criptor-
quidia apuntó a investigar la influencia mutua de la realidad
corporal, la imagen corporal, el desarrollo del yo y la interiori-
zación dentro de una matriz de interacción familiar que sigue
una pauta específica.
Sexta parte. Resumen:
Contribuciones a la teoría
psicoanalítica de la adolescencia
Mis contribuciones a la teoría psicoanalítica de la adolescen-
cia están dispersas a lo largo de este volumen, cada uno de cu-
yos capítulos explora un problema teórico o técnico particular.
Todos ellos tienen en común un enfoque evolutivo del estudio
del proceso adolescente, característica que confiere coherencia
y unidad al conjunto de mis investigaciones. Dentro de esta
unidad es posible distinguir, empero, dos categorías de aportes
a la psicología del adolescente. Una de esas categorías incluye
nuevos puntos de vista acerca de viejos y bien conocidos
problemas, que llevan a sugerir enfoques terapéuticos distintos
de los habituales; como ejemplo puedo citar los capítulos sobre
actuación y delincuencia. La otra categoría comprende formu-
laciones conceptuales, basadas en inferencias extraídas de la
observación clínica, que afectan la teoría psicoanalítica básica
de desarrollo; ejemplos de esto son los capítulos acerca de la ge-
nealogía del yo ideal, el segundo proceso de individuación y la
epigénesis de la neurosis adulta.
En diversas oportunidades se me solicitó que reuniera las
propuestas circunstanciales que elaboré a lo largo de los años
en estudios aislados y publiqué en lugares dispersos. A fin de
describir de manera convincente el persistente punto de vista
evolutivo y la coherencia teórica interna que recorren mi obra,
y de mostrar, además, que ellos arraigan firmemente en la his-
toria del pensamiento psicoanalítico, tenía la necesidad de pre-
sentar mis ideas básicas en una exposición comprehensiva. El
siguiente capítulo tiene el propósito de cumplir esa tarea.
19. Modificaciones en el
modelo psicoanalítico clásico
de la adolescencia*

Durante décadas me dediqué a la investigación clínica de la


adolescencia, y esto me ha permitido recoger como cosecha
muchos hallazgos. Ellos abarcan un conjunto de conocimientos
teóricos y prácticos que esbozaré aquí en forma exhaustiva y
sistemática. Mi intención es aclarar, en especial, los descubri-
mientos que se apartan de las concepciones conocidas y
ampliamente aceptadas acerca del proceso adolescente. Mis in-
dagaciones psicoanalíticas han emanado siempre de observa-
ciones clínicas que, a causa de su índole particularmente des-
concertante, me enfrentaban con fascinantes problemas de te-
oría y de técnica. Sean cuales fueren en ese momento mis ob-
servaciones clínicas, ellas continuaban impulsándome a pres-
tar sostenida atención a la comparación con otros casos, si-
guiendo lincamientos similares. Un enfoque de esta natura-
leza conduce a la verificación, la revisión o el rechazo de
cualesquiera inferencias teóricas se hayan hecho antes. En al-
gunas circunstancias, la observación clínica dio lugar a cons-
trucciones teóricas y, finalmente, a proposiciones que, ratifica-
das a lo largo de los años, pasaron a formar parte de mi pensa-
miento psicoanalítico sobre la adolescencia. Soy bien conciente
de que gran parte de lo que aquí voy a exponer sigue siendo dis-
cutible y controvertible para muchos colegas; esto no me di-
suade de presentar mis hallazgos, sino que más bien me estimu-
la, porque entiendo que la controversia es deseable y fructífera
en la medida en que tenga por raíz la singular metodología de
la observación psicoanalítica.
Antes de proseguir, quiero hacer una advertencia: temo que
trasmitiré la impresión de no apreciar en grado suficiente el in-
menso número de investigaciones psicoanalíticas que han enri-
quecido nuestro conocimiento del proceso adolescente. En
muchos casos desborda mis posibilidades clasificar autores y
fuentes y acordar crédito a las numerosas sugerencias e ideas
germinales que, como por un salto cuantitativo, confluyen en
un nuevo teorema. Por más que escarbe diligentemente en mi
memoria, es posible que no pueda reconocer todo cuanto debo
a mis lecturas y a lo que he escuchado a lo largo del tiempo.

* Conferencia en memoria de Sophia Merviss, pronunciada en San Francis-


co, California, el 24 de abril de 1978.
Por ello, he omitido totalmente las referencias bibliográficas.
En una exposición como esta, en la que sintetizo mis propias
ideas, debo dejar en manos del lector gran parte de las aso-
ciaciones en materia de referencias. El valor con que acometo
la presentación de un ensayo exclusivamente teórico proviene
de mi convencimiento de que, en el campo de los trastornós
psicológicos, emocionales y evolutivos, los avances terapéuticos
se fundan en una vigorosa y a menudo temeraria construcción
teórica. La historia del psicoanálisis ofrece la prueba más con-
vincente de ello.
Mi exposición tiene otro defecto, que anunciaré antes de que
el lector lo descubra por sí mismo y se sienta desilusionado. De-
riva de la naturaleza del tema de que me ocupo. Los vastos al-
cances teóricos de este ensayo me han hecho renunciar a mi ha-
bitual inclusión de material clínico ilustrativo; podrá en-
contrárselo en los restantes capítulos del volumen, cuyo conte-
nido esencial reformulo aquí para tejer con ello la trama de la
teoría actual de la adolescencia. Sugiero al lector que, mientras
sigue mi exposición, pase revista por sí mismo a los casos que él
ha conocido.
Ante todo, me ocuparé de la teoría psicQanalítica de la reca-
pitulación adolescente, según la cual el hecho biológico de la
pubertad reaviva la sexualidad infantil y las vicisitudes de las
tempranas relaciones objetales. En su aspecto clásico, lá teoría
sostiene que la reanimación y la renovada disolución o trasfor-
mación del complejo de Edipo representa un aspecto esencial
del proceso adolescente —si no el principal de todos—. Es in-
discutible que en la adolescencia emergen regularmente
problemas edípicos, pero debemos tener en cuenta que desde
mediados de la niñez (o sea, desde la latencia) se ha producido
una decisiva expansión del yo que ha alterado, cualitativa y
cuantitativamente, la revivenciación del conflicto edípico en el
nivel adolescente. Los recursos con que cuenta el yo adolescen-
te lo habilitan para hacer frente a la reanimación de las rela-
ciones objetales infantiles en consonancia con la maduración
corporal, poniendo término así a los lazos de dependencia infan-
tiles. Por lo general, si no siempre, este logro incluye la rectifi-
cación o resolución de conflictos e inmadureces que se
arrastran desde el período infantil hasta la adolescencia. En es-
te sentido decimos que la adolescencia es una "segunda oportu-
nidad". Este progreso evolutivo normativo queda abolido
cuando el niño no alcanza la apropiada diferenciación o supre-
macía yoicas en el período de latencia.
Al hablar de un desarrollo yoico impedido durante la laten-
cia, pienso principalmente en las fijaciones pulsionales en el ni-
vel del narcisismo infantil, como consecuencia de las cuales las
pasiones edípicas .resultan tibias, la resolución del correspon-
diente conflicto es incompleta, y el superyó jamás logra el im-
perio autónomo sobre la idealización infantil del self que es
condición previa para la entrada en el período de latencia.
Contemplando esta constelación desde el lado del yo, diríamos
que no se ha establecido una clara o estable línea demarcatoria
entre la fantasía y la realidad como parte de la estructura yoica
de la latencia; queda así frenada la capacidad del yo para eva-
luar críticamente al self y al objeto. "Soy lo que hago" es
remplazado con ligereza por "Soy lo que quiero ser" o por "Soy
lo que los demás piensan que soy". En estas condiciones, es na-
tural que la voz del yo autoobservador sea débil o contradicto-
ria, o que permanezca en silencio. La repercusión de este esta-
do en el examen de realidad, en especial en el mundo de las re-
laciones objetales, nunca deja de alertar al clínico en cuanto a
la existencia de una anomalía evolutiva. No obstante, no pode-
mos ignorar el hecho de que, independientemente de la fija-
ción pulsional y de la inmadurez yoica, durante el período de
latencia ciertos niños son capaces de notables logros cognitivos
y creativos, cuya naturaleza defensiva no se revela hasta la
adolescencia.
La consecuencia de ese desfasaje evolutivo es una adolescen-
cia abortada o una imposibilidad de obtener el dominio autó-
nomo de las tensiones internas desequilibrantes y de utilizar de
manera selectiva el entorno social en términos de adaptaciones
sublimatorias e identificatorias. En tales circunstancia ,
campo social deja de tener una vigencia relevante para la edad
del individuo, sobre cuya base este pueda articular su incipiente
necesidad de nuevas relaciones objetales que se hallen más allá
de la matriz familiar; por tanto, las nuevas relaciones entabla-
das dentro del grupo de pares muestran las características de
simples sustituciones de objetos, en lugar de ser relevamientos
elaborados. En otras palabras: el desarrollo adolescente sigue
un curso normativo sólo si el yo de la latencia ha progresado a
lo largo de líneas evolutivas adecuadas a la edad. Con respecto
a la terapia del adolescente, de ello se desprende que a menudo
los déficit yoicos de la latencia demandan nuestra atención por
encima de todo lo demás, aun cuando el proscenio de la con-
ducta y la vida psíquica esté ocupado*por conflictos sexuales y
de dependencia. Cierto es que esos conflictos son reales, pero
debe examinarse sus propósitos defensivos, que hacen que estas
pugnas típicas de la adolescencia pasen al primer plano de la
conciencia del paciente.
Proseguiré ahora con otro aspecto de la teoría de la recapitu-
lación, el referido a la afirmación de que la disolución del
complejo de Edipo ha clausurado la fase fálica, estructurando
con ello el superyó e inaugurando el período de latencia. El ad-
venimiento de la adolescencia resucita los conflictos de la fase
fálica a causa de la condición biológica de la maduración física
y del tabú del incesto, propio de los seres humanos. Mi trabajo
con adolescentes de ambos sexos me ha dejado la impresión de
que la decadencia del complejo de Edipo al final de la fase fáli-
ca representa una suspensión de una constelación conflictiva, y
no una disolución definitiva, ya que podemos verificar su con-
tinuación en el nivel adolescente. Dicho de otro modo: la diso-
lución del complejo de Edipo es completada —no meramente
repetida— durante la adolescencia. Cuando hablo del comple-
jo de Edipo en general, me refiero tanto al componente, positi-
vo cuanto al negativo. Para mayor claridad, permítaseme aña-
dir que el complejo de Edipo negativo se refiere al amor que se
establece entre el niño y su progenitor del mismo sexo —el ad-
jetivo "negativo" no entraña ninguna connotación negativa del
complejo en sí—.
Mi atención se vio atraída a las consideraciones anteriores
por el hecho clínico de que el complejo de Edipo negativo pre-
senta, en el tratamiento del adolescente, un muy difícil proble-
ma terapéutico. No he observado un estado de similar grave-
dad —signado por una contumaz represión y desmentida— en
el análisis de la mayoría de los niños. En la adolescencia se in-
tensifica siempre el amor por el progenitor del sexo opuesto,
aunque en este punto es preciso hacer una distinción, por más
que sea obvia: la frase "amor edípico" alude implícitamente al
componente sexual de las relaciones objetales infantiles, en
contraste con los sentimientos de ternura, admiración y lealtad
que nunca dejan de fluir —de manera ambivalente y recípro-
ca— entre el niño y sus dos progenitores. Mis observaciones clí-
nicas vinculadas con el complejo de Edipo negativo me han lle-
vado a la conclusión de que el amor edípico, tanto hacia la
madre como hacia el padre, no impone al niño pequeño
contradicciones o exclusiones mutuas inherentes a esa relación,
como es el caso en la adolescencia, cuando reinan soberanas las
polaridades de lo masculino y lo femenino. El individuo que
madura sexualmente no puede tolerar su coexistencia. O sea, el
niño de la prelatencia soporta la bisexualidad sin el catastrófico
desajuste que se produce en la pubertad. El complejo de Edipo
positivo es el que cae bajo la represión o es disuelto, mediante
la identificación y la influencia reguladora del superyó, al final
de la fase fálica. Será misión de la disolución edípica adoles-
cente trasmutar el complejo de Edipo negativo, el amor sexual
por el progenitor del mismo sexo.
Desde el punto de vista clínico, esta faceta de la constelación
edípica se presenta en la adolescencia bajo una apariencia pa-
radójica, que se pone de manifiesto toda vez que una fijación
pulsional a la posición edípica negativa se entrelaza con la for-
mación de síntoma o las defensas caracterológicas. A menudo
es difícil reconocer a primera vista tal evolución patológica,
sobre todo si el adolescente coloca en el centro de sus sesiones
terapéuticas, o de su vida en general, su comportamiento y
fantasías heterosexuales. Todos conocemos la apremiante pre-
ocupación de los adolescentes por sus afectos y deseos sexuales;
de hecho, gran parte de nuestra labor interpretativa atañe a los
consecuentes conflictos, angustias y defensas. Según mi expe-
riencia, junto al empeño del adolescente por alcanzar su iden-
tidad heterosexual, debemos, tener en cuenta un elemento de-
fensivo intrínseco que procura mantener en la represión el
conflicto del amor edípico negativo. A esta maniobra del ado-
lescente la he llamado la "defensa edípica".
Si el lector repasa por un momento su labor terapéutica con
el varón en la adolescencia media o tardía, creo que concorda-
rá conmigo en que, en términos relativos, es menos arduo abor-
dar las defensas contra las fantasías y sentimientos sexuales y
eróticos dirigidos a la madre o a la hermana, y más laborioso
hacerlo en el caso de los dirigidos al padre o hermanos. Los pri-
meros están dentro del ámbito de una posición adecuada al se-
xo y son acordes con el yo. En contraste, al dejar al descubierto
la fijación edípica negativa se cae inexorablemente en el ámbi-
to de la homosexualidad, latente o manifiesta, y en el foco de
los problemas de identidad sexuales. Si el proceso adolescente
no modifica a estos, podemos hablar de una fijación adolescen-
te secundaria. En tal caso, la elección de defensa que haga el
adolescente determinará la consolidación de su carácter adul-
to, y, a causa de la inalterada posición libidinal infantil, esta
fijación engendrará en la vida amorosa adulta afectos y talantes
disarmónicos. Con frecuencia, el varón o la chica adolescentes
manifiestan abiertamente el horror que les produce la homose-
xualidad o la perversión, su naturaleza desacorde con el yo, y
esto constituye en muchos casos el primer abordaje fructífero
del problema de la identidad sexual.
Cabe enunciar ahora lo siguiente: si la disolución del
complejo de Edipo negativo es la tarea de la adolescencia,
queda implícito que otra tarea evolutiva de este período es la
de llegar a un arreglo con el componente homosexual de la pu-
bertad. De hecho, podríamos decir que la formación de la
identidad sexual se funda en el completamiento de este proce-
so. Nuestros pacientes adolescentes despliegan siempre su doble
afán edípico porque la incompatibilidad de sus objetos y metas
heterogéneos ha colocado al individuo que madura frente a
una concluyente disyuntiva.
Quisiera recordar aquí una queja común entre los adolescen-
tes, a saber, su sentimiento de indecisión o indiferencia en ma-
teria vocacional, sus fracasos o avances a los tumbos en los es-
tudios. Estos problemas suelen añadirse con frecuencia a un
complejo sintomático que estamos consagrados a revelar. A
primera vista, derrotas de esta clase parecen inhibiciones edí-
picas, en especial cuando el varón se dispone a seguir los pasos
vocacionales de su padre o, en general, cuando el joven se sien-
te llamado a colmar las ambiciones que uno o ambos progeni-
tores abrigan para su vástago. El factor edípico cumple, sin
duda, un papel decisivo; pero a él se le suma (como vemos en
tantos casos de varones dotados) la tendencia infantil a renun-
ciar a la competencia y a la envidia edípicas a cambio de la sa-
tisfacción regresiva derivada de recibir el resplandor de la ful-
gurante grandiosidad que irradia de la imago del padre edípi-
co. De este modo, el pequeño vivenció antaño los placeres
—penetrantes, aunque rara vez reconocidos— de su pasiva po-
sición de sometimiento. En este sentido, debemos recordar que
todo niño se identificó alguna vez, de manera fluctuante o más
duradera, con el rol de la envidiada y admirada mujer procre-
adora: la madre. He observado cómo se agravan patológica-
mente estas tendencias del niño cuando el padre, desilusionado
con su vida conyugal, desplaza de su esposa a su hijo su necesi-
dad de satisfacción emocional. Siempre que escucho a un
padre decir, en la entrevista previa al tratamiento: "Al único a
quien quiero en este mundo es a mi hijo", me pongo en guardia
con respecto al complejo central del paciente. Durante el trata-
miento, en repetidas oportunidades me ha impresionado el sur-
gimiento de las pasiones edípicas que tienen, como Jano, un
doble rostro, así como los conflictos alternantes que inexo-
rablemente ellas contienen. Si los conflictos vinculados con el
tabú del incesto y la bisexualidad quedan sin resolver, el ado-
lescente se protege merced a una recalcitrante desmentida de
toda autolimitación —esa grave afrenta al narcisismo—. Vemos
aquí, una vez más, cómo la maduración yoica se apoya en la
maduración pulsional. Es harto evidente que las facilitaciones
sociales inherentes forman parte de este proceso; no obstante,
hay que recalcar que el uso que da el individuo a tales facilita-
ciones depende de su maduración pulsional y yoica, o, en otros
términos, de un avance sin obstáculos del proceso adolescente.
Hemos alcanzado el punto en que nos incumbe considerar
ciertos enigmas que plantean las anteriores proposiciones. For-
mularé una pregunta que yo mismo me he hecho. La teoría psi-
coanalítica ha mostrado con gran claridad el curso que sigue
desde la niñez temprana hasta la adultez, pasando por la ado-
lescencia, el vínculo edípico positivo. A todo lo largo de ese
curso hay una característica que permanece inalterable: su tá-
cita adecuación al sexo del individuo; el objeto es siempre uno
del sexo opuesto. Hemos llegado a concebir como un axioma
evolutivo la polaridad de los sexos en ese tránsito de la sexuali-
dad infantil a la adulta. No obstante, cuando seguimos el
derrotero evolutivo del componente edípico negativo se vuel-
ven admisibles o se imponen ciertas enmiendas. Su inade-
cuación sexual está destinada a llegar a un impase en la puber-
tad, cuando la maduración sexual ya no es capaz de dar cabi-
da a los impulsos edípicos negativos infantiles. Obviamente, no
hay un desplazamiento de estas pulsiones parciales dirigidas al
objeto del que disponga ia identidad sexual, cuya estructura
definitiva se adquiere durante la adolescencia. Uno podría re-
legar por entero la trasposición de la pulsión parcial en cues-
tión a actitudes emocionales neutralizadas (o sea, desexualiza-
das), a rasgos del carácter y a empeños sublimatorios. La teoría
psicoanalítica clásica explícita la disolución del complejo de
Edipo negativo guiada por esta lógica; en la actualidad, la di-
námica implícita en estas trasposiciones se considera evidente a
la luz de la experiencia clínica.
Sólo en parte he podido conservar el esquema propuesto en
mi labor analítica con adolescentes; me vi obligado a postular
un paso intermedio en el proceso. Aplicaremos aquí al proceso
adolescente las ideas de Freud (1914&) sobre el narcisismo y el
yo ideal. Presentaré, en versión condensada, la propuesta que
me ha sido sugerida y confirmada a lo largo de los años por mis
observaciones clínicas.
El vínculo edípico negativo es una relación narcisista de ob-
jeto ("Amo lo que quiero ser"); en la adolescencia, la libido in-
vestida en este vínculo se desexualiza e inicia así la estructura
narcisista del ideal del yo adulto. Desde un punto de vista
adaptativo o psicosocial, podríamos denominar a este proceso
la socialización del narcisismo edípico. En la coyuntura adoles-
cente a la que aludo, el ideal del yo infantil de autoengrandeci-
miento, como mecanismo regulador de la gratificación y de la
autoestima que está siempre a mano, se trasforma en el ideal del
yo adulto, que constituye un impulso hacia el perfeccionamien-
to. La creencia infantil en la factibilidad de la perfección es re-
levada, en la adolescencia tardía, por el impulso a aproximárse-
le. Se convierte así en un viaje sin destino final. Su intención y
dirección son acordes con el yo e inequívocas; no hay lugar pa-
ra la duda ni para el pensamiento. Sea cual fuere el edicto que
emana del ideal del yo adulto, tanto la mente racional como el
ser emocional lo aceptan como indiscutibles. En caso de no su-
ceder así, muy probablemente estambs ante problemas super-
yoicos, que tan a menudo se asemejan a los del ideal del yo. Es-
ta dudosa procedencia es una razón más para esbozar criterios
diferenciadores que vayan más allá de las conocidas reacciones
de culpa o de vergüenza como indicadores del desdén del su-
peryó o del ideal del yo.
Las ideas precedentes derivan de observaciones clínicas que
me han demostrado que la disolución del conflicto de Edipo
negativo en el análisis de adolescentes produce un cambio de
personalidad de particular naturaleza; reconocemos dicho
cambio en una incipiente autodeterminación, en una proyec-
ción del self hacia una vida adulta realista y, last but not least,
en una tolerancia de las propias limitaciones. La condición
previa intrínseca de este avance evolutivo hacia la adultez ra-
dica en la desidealización del self y del objeto, o, en términos
más generales, en la aceptación de las imperfecciones existen-
ciales de la vida. El afloramiento de estas características, que
se alzan en tan marcado contraste con la vida preanalítica del
paciente, se ha tornado para mí un indicador fiel del ideal del
yo adulto in statu nascendi. Atribuyo la declinación o em-
palidecimiento del ideal del yo infantil, o, a la inversa, el sur-
gimiento y estructuración del ideal del yo adulto, a la labor
analítica que ha consumado la disolución del complejo de Edi-
po negativo. La dinámica de esta innovación estructural de la
adolescencia me lleva a afirmar que el ideal del yo adulto es el
heredero del complejo de Edipo negativo.
Hay un problema de suprema importancia en el caso del
adolescente: el que gira en torno de la alternancia de movi-
mientos progresivos y regresivos que se extienden a lo largo de
un lapso considerable de ese período del crecimiento. Estamos
acostumbrados a concebir los fenómenos regresivos como una
característica normativa de la adolescencia; sin embargo, se ha
advertido un cambio de énfasis desde que las investigaciones
realizadas con bebés han ampliado tan vastamente nuestro sa-
ber sobre el niño preedípico. El reflejo, en el proceso adoles-
cente, de la formación de estructura anterior se ha convertido
en un aspecto integrante de la psicología adolescente. La capa-
cidad nociva potencial de las vicisitudes de las relaciones obje-
tales preedípicas y los variados traumas de la niñez normal es,
en gran medida, compensada por el desarrollo subsiguiente y
las estabilizaciones estructurales; pero nunca se puede prescin-
dir de su efecto en la formación del complejo de Edipo, su
conflictiva y su- disolución. Los elementos preedípicos han
atraído, por cierto, cada vez más nuestra atención en el trata-
miento del adolescente.
Contemplando este desarrollo desde la perspectiva de la
adolescencia, lo he denominado el "segundo proceso de indivi-
duación". Un paso decisivo que debe darse en la adolescencia
se vincula con el abandono, por parte del self, de sus lazos de
dependencia infantiles. Como es obvio, estos lazos de depen-
dencia están, en esta avanzada etapa, interiorizados; nos refe-
rimos a ellos comp representaciones o imagos objetales. Si du-
rante la adolescencia se los exterioriza o proyecta persistente-
mente al mundo exterior, la desvinculación de los lazos infanti-
les se ye frustrada o impedida. Esta clase de patología adoles-
cente nos es bien conocida. En la primera etapa de indivi-
duación, la infantil, el pequeño adquiere una relativa indepen-
dencia respecto de la presencia física de la madre merced a la
interiorización; una vez que aquel ha logrado imágenes-
representaciones de su entorno físico y emocional, su potencial
madurativo —tanto motor cuanto sensorial y cognitivo— se
lanza hacia adelante en un estallido de nuevas facultades y
maestrías.
Si me referí expresamente al proceso de individuación de la
infancia es porque resulta pertinente para comprender la indi-
viduación adolescente. En el paso dado en la infancia se consi-
gue una relativa independencia de los objetos exteriores, en
tanto que el segundo, la individuación adolescente, procura la
independencia respecto de los objetos infantiles interiorizados.
Sólo cuando se consuma este segundo proceso puede trascen-
derse la niñez y alcanzarse la adultez. Y este cambio interior se
produce a través de la regresión normativa de la adolescencia,
que es ¡de naturaleza no defensiva, motivo por el cual la he lla-
mado "regresión al servicio del desarrollo". En ningún otro pe-
ríodo del desarrollo —excepto, quizás, en la subíase de acerca-
miento de Mahler (Mahler, Pine y Bergman, 1975, págs. 76-
108)— la regresión es condición obligatoria del crecimiento.
Por vía de esta regresión no defensiva el adolescente entra en
contacto con dependencias, angustias y necesidades infantiles
pendientes. Ahora vuelve a ellas con una dotación yoica infini-
tamente más provista de recursos, más polifacética y estable que
aquella de que disponía el niño pequeño. Por lo demás, el yo de
esta etapa avanzada está, como regla, suficientemente ligado a
la realidad como para prevenir un hundimiento regresivo en la
etapa indiferenciada, o sea, en un estado de pérdida del yo o
psicosis. Es bien sabido que el proceso adolescente y la psicosis
están relacionados por un riesgo evolutivo que, en mi opinión,
radica en la capacidad del individuo para mantener dentro de
ciertos límites la regresión no defensiva propia de esta edad
(vale decir, para quedarse del lado del progreso, más allá de la
etapa indiferenciada). Sólo gracias a una regresión bien deli-
mitada pueden superarse los lazos de dependencia objetal in-
fantiles. Un problema permanente del terapeuta es saber dife-
renciar en el cuadro clínico entre la regresión defensiva, que
causa la detención evolutiva y la formación de síntoma, y la
regresión al servicio del desarrollo, que es para nosotros un re-
quisito para que el desarrollo progresivo siga su curso y conser-
ve su impulso. Sé que la conducta caótica e incongruente del
adolescente desafía a menudo nuestra intención de establecer
claras diferenciaciones, pero sé también que si la paciencia y
atención del clínico no cejan, aparecerán ante él indicadores
relevantes.
Estas reflexiones me permiten sostener que la etapa preedípi-
ca de relaciones objetales rivaliza con la edípica en cuanto a sus
respectivos aportes a la formación de la personalidad adoles-
cente. Hay, no obstante, buenos motivos para designar a la
etapa edípica como primus ínter pares, ya que en esa particu-
lar coyuntura se dio un paso adelante en la organización psí-
quica que trasunta una constelación enteramente nueva y más
compleja (a saber, una constelación triádica) de las relaciones
objetales conflictivas. El recuerdo de su disolución queda graba-
do para siempre en la estructura definitiva del superyó. Dentro
de este contexto evolutivo, hablamos de la neurosis infantil es-
pecífica de la fase, que se autoelimína en el curso de desarrollo
normal. Toda vez que prevalezca en la niñez o en la adolescen-
cia una psicopatología neurótica, podemos estar seguros de que
remanentes traumáticos preedípicos se han abierto camino
hasta las formaciones edípicas.
Como ejemplo común mencionaré la "enfermedad de aban-
dono" del adolescente, quien, en interminables variaciones,
nos confiesa su convicción de que "nada saldrá nunca bien" en
su relación amorosa, o de que él "nunca logrará nada de todo
lo importante que el mundo necesita, ama y admira". Los
alentadores comienzos siempre se hacen añicos. Esos talantes
disfóricos tienen siempre raíces preedípicas, aunque normal-
mente los hallamos amalgamados con angustia, culpa e inhibi-
ciones edípicas. Autoindulgencias excesivas, como el comer su-
perabundante de la adolescente o el consumo de drogas en am-
bos sexos, apuntan a fijaciones preedípicas, si bien con frecuen-
cia se despliega, de manera vigorosa y frenética, una postura
seudoedípica.
La labor clínica nos ha enseñado que los persistentes e
irreprimibles irritantes psíquicos de naturaleza preedípica ha-
cen su aparición en el tratamiento exigiendo intervenciones te-
rapéuticas capaces de alcanzar las emociones primitivas y las
necesidades infantiles que surgen bajo toda suerte de disfraces.
En la práctica, la estrategia del tratamiento oscila constante-
mente entre los ámbitos preedípico y edípico, mientras el tera-
peuta trata de relacionarse con la situación actual del adoles-
cente, o al revés. Los vehículos de estos empeños son, respecti
vamente, en niveles de abstracción cada vez mayores, el conse
jo, el juicio, la explicación, la interpretación y la reconstruc-
ción. En la terapia de adolescentes, los componentes preedípi-
cos suelen permanecer ocultos detrás de la actitud cautelosa,
crítica y suspicaz del paciente, o detrás de su inconmovible ex-
pectativa de que el terapeuta le brindará la "buena vida". Un
precioso sentimiento de seguridad deriva del sentirse parte de
un objeto idealizado, la madre preedípica, cosificado en la per-
sona del terapeuta. Entre paréntesis, digamos que los padres
de los pacientes adolescentes de la actualidad aparecen,
con mucho más frecuencia que en el pasado, como imagos ma-
ternas idealizadas, ya que en los últimos tiempos son muchos
más los progenitores que comparten el cuidado de sus pe-
queños. Sea como fuere, la reanimación de la imago parental
idealizada en la persona del terapeuta (hombre o mujer) de-
manda una tarea sumamente delicada de desidealización del
objeto. Al desenlace de este proceso en el mejor de los casos lo
llamamos "confianza", base de la alianza terapéutica.
El paciente adolescente necesita ser expuesto, en forma gra-
dual y repetida, a una desilusión con respecto al self y al obje-
to. Esto, con el correr del tiempo, lo lleva a tolerar la imperfec-
ción, proceso que se cumple primero con relación al objeto y
que luego se hace extensivo al self. Nunca deja de impresionar-
me lo difícil y penoso que resultá este proceso de desidealiza-
ción para el adolescente. En verdad, me siento inclinado a de-
cir que constituye el más afligente y tormentoso aspecto del
crecimiento —si es posible hacer una generalización de esa ín-
dole—. La magnitud de este paso que se debe dar en la adoles-
cencia es comparable a la revolución copernicana que privó al
hombre de su lugar como centro del universo —una toma de
conciencia existencial verdaderamente desembriagante—.
Hecha esta analogía cósmica, mencionaré al pasar que recién
en la adolescencia surge un auténtico sentimiento de lo trágico,
implícito en .la aceptación de la condición humana. En
contraste, el niño pequeño tiende a adscribir la culpa a las per-
sonas que lo tienen a su cuidado, vivenciando así sentimientos
de tristeza, terror, ira o abandono. El duelo sigue un camino
diferente antes y después de la segunda individuación y de la
desidealización del self y el objeto, ambas completadas durante
la adolescencia. Para que el trabajo de duelo pueda de-
sarrollarse, es esencial lo que llamaré "ambivalencia madura";
de otro modo, tiene lugar una escisión en el yo de la personali-
dad posadolescente. Esta situación preservará una disociación
entre la aceptación del carácter irrevocable de la muerte y la
creencia en que esta no existe. La inconciliabilidad de estas posi-
ciones amenaza la cohesión del organismo psíquico y lesiona la
función integrativa del yo en todos los aspectos de la vida.
Llegamos al momento oportuno para relatar un trozo perti-
nente de la historia del psicoanálisis. El "Fragmento de análisis
de un caso de histeria", de Freud (1905a), es un consagrado
ejemplo de patología edípica en una adolescente tardía llama-
da "Dora". El mismo diagnóstico de histeria resume un
conflicto sexual característico de esta neurosis. Los síntomas de
esta paciente —de conversión, en este caso— reflejan las tra-
mitaciones patológicas en la adolescencia de un irresuelto y vi-
rulento complejo de Edipo. El historial muestra con suma cla-
ridad de qué modo los conflictos afectivos y sexuales que origi-
naba en Dora —a la sazón en sus dieciséis años— el amor por
su padre se entremezclaron con la vida de un matrimonio, el
señor y la señora K., amigos de la familia. El padre de Dora
inició un amorío con la señora K., cuyo marido estaba enamo-
rado de Dora. Cuando esta tenía dieciocho años inició trata-
miento con Freud. Demasiado conocido como para exigir aquí
ningún comentario es el ingenio con que este vinculó entre sí
los hechos reales y fantaseados, concientes e inconcientes, en el
curso del tratamiento.
Cuando Dora abandonó repentinamente el análisis luego de
tres meses, Freud se preguntó cuáles habían sido las corrientes
emocionales que la movieron a dejarse llevar por ese impulso.
Además, lo intrigaba que, pese a que las elucidaciones e in-
terpretaciones que había brindado a la paciente eran sin duda
correctas, no se había logrado un alivio satisfactorio de los sín-
tomas. ¿Qué faltó en este trabajo para que, en dos aspectos,
quedara incompleto? "No logré dominar a tiempo la trasferen-
cia" (pág. 118), fue la conclusión a que arribó Freud para
explicar la interrupción del tratamiento. Bien pudo suceder
que esta histérica de dieciocho años reaccionara frente al exa-
men detallado y objetivo de cuestiones sexuales muy delicadas
como ya lo había hecho una vez frente a la seductora intimidad
buscada por el señor K., de quien huyó en medio del pánico,
llena de sentimientos de venganza.
Sea como fuere, lo cierto es que ahora quiero poner a consi-
deración del lector otros aspectos del historial clínico. Concier-
ne a la fijación preedípica en la relación diádica, que, en el ni-
vel edípico, conduce a una reanimación y subsiguiente repre-
sión del vínculo edípico negativo. Cuando esta fijación a un
vínculo preedípico es resucitada en la adolescencia, suele ser si-
lenciada —en la vida así como en el tratamiento— por el
despliegue, a modo diversivo, de deseos, actividades, conflictos
y preocupaciones heterosexuales. Ya he aludido a estos dos
problemas en mi anterior examen del conflicto normativo ado-
lescente en relación con la formación de la identidad sexual, y,
además, he denominado "defensa edípica" a una reacción ado-
lescente específica. Por referencia al caso de Dora, pretendo
demostrar que Freud era plenamente conciente de estas dos
cuestiones, pero se limitó a mencionarlas en su comentario
sobre el caso, sin aludir nunca a ellas en el tratamiento, donde
con unilateral pertinacia persiguió el vínculo edípico positivo
—o sea, la actuación por parte de Dora del deseo que sentía
hacia el señor K. y su rechazo de su intento de seducción (pág.
25)—. De hecho, este historial ha sido —y aún es— leído sin
atribuir a las cuestiones preedípicas la validez general que
tienen, desde el punto de vista evolutivo, para el desarrollo de
la psicopatología adolescente.
Mientras Freud trabajaba en el historial de Dora, escribió a
Fliess (carta del 14 de octubre de 1900) que, en el caso que te-
nía entre manos, "la cuestión principal, en lo atinente a los pro-
cesos psíquicos conflictivos, es la oposición entre una inclina-
ción por los hombres y una inclinación por las mujeres" (1887-
1902, pág. 327) en una muchacha adolescente. Luego de que
su conflicto fuera cabalmente analizado, Dora declaró que no
podía perdonar al padre su vinculación amorosa con la señora
K. "No puedo pensar en otra cosa", se quejaba muchas veces
(1905a, pág. 54). Freud postuló que "este itinerario hiperin-
tenso de pensamiento debe su refuerzo a lo inconciente" (págs/
54-55), aclarando esto más adelante de la siguiente manera:
"Tras el itinerario de pensamientos hipervalentes que la hacían
ocuparse de la relación de su padre con la señora K. se escon-
día, en efecto, una moción de celos cuyo objeto era esa mujer;
vale decir, una moción que sólo podía basarse en una inclina-
ción hacia el mismo sexo" (pág. 60). Freud concluyó que la
muchacha estaba celosa, no de su padre, sino de la amada de
este; en otras palabras, la joven quería ser objeto del amor de
esta mujer.
Freud veía esto dentro del contexto de los vínculos afectivos
de los varones y chicas adolescentes, quienes muestran, "aún en
casos normales,' claros indicios de la existencia de una inclina-
ción hacia el mismo sexo" (pág. 60). En el "Epílogo" del caso
retorna una vez más a este complejo decisivo y central en la pa-
tología de Dora; allí leemos: "No atiné a colegir en el momento
oportuno, y comunicárselo a la enferma, que la moción de
amor homosexual (ginecófila) hacia la señora K. era la más
fuerte de las corrientes inconcientes de su vida anímica" (pág.
120 n.). Así pues, los dos sueños de Dora, y en especial el segun-
do, en el cual figura tan prominentemente la Madonna Sixtina
como asociación (pág. 96), deben entenderse de otro modo en
función de esa, "la más fuerte de las corrientes inconcientes de
su vida anímica".
Las dos mujeres a quienes Dora había amado la traicionaron
a la postre; descubrió, con respecto a la gobernanta que tuvo
de niña, "que no la apreciaba ni la trataba bien por su propia
persona sino por la del padre" (pág. 61). Como repetición de
esto, la señora K., con quien "la niña apenas adolescente había
vivido durante años en la mayor confianza" (pág. 61), "tampo-
co la había amado por su propia persona sino por la del padre"
(pág. 62). Podemos suponer con certidumbre que tras el senti-
miento de haber sido abandonada yacía un sentimiento def
abandono emocional por la madre —aun cuando el historial

\
clínico nada nos dice sobre hechos reales o reconstruidos acerca
de ello—.
El frustrado amor de Dora por esas dos mujeres fue enérgica-
mente desalojado de su vida afectiva conciente, en tanto que la
pulsión heterosexual fue histriónicamente empujada al primer
plano de su psique. Freud se refiere a esto diciendo que Dora
"hacía ver ruidosamente que no dejaría que ella [la señora K.]
poseyera al papá, y de ese modo se ocultaba lo contrario: que
no dejaría al papá poseer el amor de esa mujer, que no le per-
donaba a la mujer amada el desengaño que le causó con su
traición" (pág. 63). Con científica objetividad, Freud declara:
"No seguiré tratando aquí este importante tema [...] porque el
análisis de Dora terminó antes que pudiera echar luz sobre esas
circunstancias" (pág. 60). En una opinión final sobre este caso
—que durante tanto tiempo fue el arquetipo de la psicopatolo-
gía de la libido sexual reprimida—, Freud establece que la
mortificación sufrida por la traición de las dos mujeres cuyo
amor maternal ella anhelaba fue una afrenta que "quizá la to-
có más de cerca, tuvo mayor eficacia patógena, que la otra con
que pretendió encubrirla, a saber, que el padre la había sacri-
ficado" (pág. 62). Estas comprobaciones fueron muy tardías y
demasiado pospuestas como para beneficiar a la paciente.
Debo confesar que yo mismo no releí el historial de Dora
desde la presente perspectiva hasta que, gracias a mi propia la-
bor clínica, me percaté de los conceptos anteriormente expues-
tos. Pese a las incidentales observaciones y conclusiones es-
tablecidas por Freud en el caso de Dora, y que yo he intentado
destacar, estas no fueron jamás incorporadas de manera siste-
mática a la teoría psicoanalítica clásica de la adolescencia.
Aquí he expuesto mis propias conceptualizaciones acerca del
desarrollo adolescente, pero también quiero mostrar que algu-
nas de ellas ya estaban contenidas in nuce en el historial de Do-
ra. Para rendir homenaje a Freud he presentado este aspecto
soslayado en él, con la esperanza de estimular a que se lo relea
enfocándolo desde un ángulo distinto, más amplio.
La "nueva visita" al caso de Dora se presta para introducir
un tema que he indágado durante muchos años. Me refiero a
mi empeño de rastrear las líneas evolutivas divergentes en la
adolescencia del varón y la mujer, discerniendo sus similitudes
y diferencias intrínsecas. No me extenderé sobre la constelación
edípica en uno y otro caso, aspecto este bien conocido y es-
tablecido, y que no exige mayores comentarios. Pero sí creo
oportuno agregar algunas palabras sobre el período preedípico
en ambos, dado que las reverberaciones de estas tempranas re-
laciones objetales determinan en muy alto grado los vínculos
concretos que el adolescente entabla con hombres y mujeres,
con sus semejantes en general, así como con el mundo que lo
rodea, el pensamiento abstracto y su propio self.
La labor terapéutica con muchachas adolescentes y mujeres
jóvenes nos ha anoticiado acerca del poderoso impulso regresi-
vo hacia la madre preedípica, que origina la formación de sín-
toma y la actuación. El comer en exceso o a deshora son hábi-
tos muy comunes en la adolescente. Cuando la niña atraviesa
la fase preadolescente, reconocemos en sus relaciones de objeto
las imagos, regresivamente revividas, de la madre buena y la
madre mala. Ecos de esta fase aparecen en las fantasías de fu-
sión y en conductas de violento apartamiento. Su mezcla con
problemas edípicos siempre forma parte del cuadro clínico. El
lazo infantil con la madre constituye, empero, para la niña una
fuente permanente de ambivalencia y ambigüedad, pues por
su propia índole contiene elementos homosexuales, que la pu-
bertad ha de reforzar. Comprobamos en todos los casos que la
actuación heterosexual de la adolescente (sobre todo de la niña
que se encuentra en los comienzos de la adolescencia) persigue
un doble propósito: por un lado, la gratificación del anhelo in-
fantil de contacto táctil; por el otro, el robustecimiento de su
todavía endeble identidad sexual. Estos dos propósitos se
hallan enmarañadamente mezclados en el apego —en un co-
mienzo defensivo— de la preadolescente por el sexo opuesto.
Su avance hacia la genitalidad adulta es gradual y a menudo
permanece incompleto, sin que por ello corra peligro forzosa-
mente la integración sana de la personalidad de la mujer. La
futura capacidad y placer que esta ha de obtener de su condi-
ción de madre se ve en gran medida facilitada si tiene libre
acceso, sin conflictos, a las imagos integradas de la madre
buena-mala. El desarrollo emocional adolescente determina en
grado decisivo este desenlace. En mi opinión, en todo trata-
miento de una adolescente reviste cardinal importancia el im-
pulso regresivo y la lucha ambivalente con la madre de los pri-
meros años. Siempre es posible detectar, en las relaciones de
una mujer con otras, los residuos de ese amor primordial. El
hecho de que la niña, a diferencia del varón, deba mudar en su
vida posterior el sexo de su primer objeto de amor y odio, la
madre, vuelve su desarrollo psicológico más complejo que el
del varón.
En contraste con esto, el lazo infantil del varón con la madre
temprana permanece sexualmente polarizado durante la fase
de la regresión adolescente, y, en consecuencia, da origen a
conflictos en esencia distintos de los de la muchacha. Esta tien-
de a desembarazarse del impulso regresivo que la lleva hacia la
fusión mediante un impetuoso avance hacia el estado edípico.
El varón, en cambio, normalmente atraviesa una etapa en la
que el temor a la madre arcaica castradora —su cuidadora ori-
ginál y la organizadora de todas sus funciones corporales infan-
tiles— constituye el núcleo de su aprensión frente a la mujer.
Esta formación queda convincentemente manifestada en la
preadolescencia, cuando observamos dicha aprensión ya sea en
la evitación del sexo opuesto y la hostilidad hacia las mujeres
en general, o bien en las bravatas sexuales del machismo juve-
nil. Estos conflictos de la niñez temprana y de la adolescencia,
universales como son, nunca cesan de afectar las relaciones
entre los sexos a lo largo de toda la vida. Entre paréntesis, lla-
mo la atención del lector hacia los datos estadísticos *bien cono-
cidos sobre el incesto de adolescentes. Dejando de lado los com-
ponentes edípicos, en el caso de la niña el incesto es una defen-
sa contra la fusión maternal, en tanto que en el caso del varón
representa fusión y disolución yoica dentro de un estadio indi-
ferenciado, ó sea, psicosis. He ahí uno de los motivos de que el
incesto sea más frecuente entre las much'achas que entre los va-
rones adolescentes. Para aquellas, no se vincula necesariamen-
te a la desintegración de la personalidad, mientras que en los
raros casos de incesto de varones adolescentes se comprueba de
manera invariable que esos varones son psicóticos.
Los elementos preedípicos del caso de Dora, que yo he entre-
sacado del contexto más amplio de las reconstrucciones de
Freud, han reunido en la actualidad suficientes pruebas clíni-
cas como para ser considerados un típico paradigma regresivo
adolescente. Por consiguiente, debemos adjudicar un carácter
normativo a la reelaboración, durante la adolescencia, de las
etapas preedípica y edípica del desarrollo. Junto con el crecien-
te reconocimiento de que la labor analítica abarca, legítima-
mente, el contenido psíquico preverbal, debe reconsiderarse
también el papel que le corresponde por propio derecho a la
etapa preedípica en la terapia de adolescentes o en el proceso
normativo de la adolescencia. Esto equivale a afirmar que en
toda patología edípica descubriremos elementos precursores
provenientes del estadio preedípico, y que estos elementos de-
ben ser identificados y abordados terapéuticamente. Por lo ge-
neral, se los aborda junto con los problemas edípicos y yoicos
porque, cuando llega la adolescencia, todos ellos se han entre-
mezclado en una formación patológica abarcativa. Si damos
por sentado que la regresión preedípica es normativa en la ado-
lescencia, este hecho plantea al clínico que trabaja con adoles-
centes un problema particular.
Las fijaciones preedípicas han sido equiparadas a los estados
fronterizos, categoría diagnóstica de validez establecida. No
obstante, en la evaluación de la regresión preedípica adoles-
cente debe hacerse, a mi juicio, una diferenciación esencial.
Dentro del marco de la regresión adolescente podemos recono-
cer un tardío impulso evolutivo hacia el nivel triádico o edípi-
co, o, por el contrario, la regresión puede revelar un impulso
patógeno retrógrado hacia la etapa diádica de la primera in-
fancia. El campo de prueba de estas relatividades, de tan críti-
ca consecuencia para el desenlace del proceso adolescente o pa-
ra la terapia en general, se halla en el ámbito de la trasferen-
cia. Sin entrar en detalles, podemos decir que la necesidad pre-
edípica de dependencia de algunos adolescentes puede ser de
índole tan elemental que durante el tratamiento sólo sea po-
sible alcanzar un limitado progreso evolutivo, y ello principal-
mente a través de la identificación. Una modificación tan favo-
rable de un introyecto arcaico no es un logro de poca monta.
En contraste, el adolescente que gracias a la confianza deposi-
tada en el analista y a sus intelecciones se ha vuelto capaz de to-
lerar las frustraciones y el derrumbe de sus expectativas en la
situación terapéutica (con sus concomitantes afectos de agre-
sión y culpa) nos está diciendo, por eso mismo, que ha alcan-
zado el nivel del conflicto edípico. La diferencia entre la deten-
ción del desarrollo y el conflicto evolutivo es, con suma fre-
cuencia, mucho menos discernible a primera vista, en la eva-
luación y el comienzo de la terapia, de lo que nosotros quisiéra-
mos. Esta ambigüedad define una zona en la cual las investiga-
ciones de la adolescencia pueden avanzar con provecho.
En un momento anterior de esta exposición desplegué los ar-
gumentos clínicos para sostener que el complejo de Edipo posi-
tivo experimenta una disolución, normal o anormal, antes de
que pueda instalarse el período de latencia, mientras que el
complejo de Edipo negativo no llega a una crisis conflictiva ni
experimenta esa disolución normal o anormal hasta la adoles-
cencia. Así pues, podemos hablar de una disolución edípica en
dos tiempos: una en la niñez temprana, la otra en la adolescen-
cia. Desde luego, las influencias .de una y otra sobre la conse-
cuente naturaleza de las relaciones objetales adultas se entrela-
zan siempre y no puede aislárselas claramente; todo cuanto se
puede hacer es decir qué, en relación con los respectivos restos
de las disoluciones preedípica y edípica, hay preponderancias,
predominios y urgencias idiosincrásicas. Este problema merece
nuestra más ponderada atención, ya que la normalidad de las
relaciones objetales adultas gira, fatalmente, en torno de am-
bas disoluciones —la del complejo de Edipo positivo y la del
negativo—, y los elementos básicos de la personalidad, como el
sentimiento adulto del self, la identidad sexual y el ideal del yo
adulto, están determinados por ambas.
Sugerir que la crisis edípica no trascurre en su totalidad has-
ta que se ha completado el proceso adolescente lleva a la
conclusión de que el final de la niñez coincide con el término
de la adolescencia, tras el cual se instaura la etapa de la adul-
tez. Y esta no fes una mera cuestión de palabras. Permítaseme
continuar con una línea de argumentación que descansa en es-
ta propuesta y gravita en nuestra labor clínica.
Si la disolución del complejo de Edipo en su totalidad se pro-
duce en dos tiempos, como he postulado, debemos inferir de
ello que la neurosis infantil constituye una formación psíquica
que excluye, obviamente, el conflicto edípico (específico de la
adolescencia) con el progenitor del mismo sexo, así como su di-
solución. Esto me lleva a afirmar que la "neurosis definitiva"
—para emplear la frase de Freud (1939)— es una formación
psíquica que sólo puede alcanzar su estructura final permanen-
te en la última etapa de la niñez, o sea, en el período de conso-
lidación de la adolescencia tardía. De manera que en este pe-
ríodo se consolida la neurosis adulta o "definitiva" como aspec-
to integral de la estructuración psíquica, anunciando el térmi-
no de la adolescencia.
Estas conclusiones teóricas derivan de observaciones clínicas
de pacientes en su adolescencia tardía cuyos síntomas obede-
cían a conflictos interiorizados, constituyendo así, por defini-
ción, una neurosis. En el análisis de estos adolescentes me en-
contré con tenaces resistencias que no cedían ante ninguna cla-
se de intervención terapéutica, hasta que se desvanecían sin
que yo pudiera atribuirme motivo alguno para ello. Luego de
observar este fenómeno durante cierto tiempo, llegué a la
conclusión de que el aparente desinterés del paciente respecto
del empeño terapéutico, o su retraimiento, revelaba un tipo
particular de psicodinámica que se aparta de la definición
corriente de resistencia. Si esta clase de distanciamiento psico-
lógico o autoincomunicación se trata como una resistencia, los
resultados son nulos. En otras palabras, si las interpretaciones
recurrentes referidas a los llamados "peligros internos" —uno
de ellos, la reacción trasferencial— no logran su cometido,
será conveniente que busquemos otros factores determinantes.
Pienso que la "distracción" del paciente es atribuible a procesos
de organización internos que están estructurando o consolidan-
do la neurosis definitiva. A veces, parecería inevitable que pa-
ciente y terapeuta no lleguen a un entendimiento, porque el
primero está inmerso en la estructuración de sus complejos
neuróticos, en tanto que el segundo procura curarlo de la per-
turbación que motivó su consulta. Paradójicamente, la cura
analítica puede consumarse mejor si hay formaciones neuróti-
cas; no obstante, su período de incubación impide al terapeuta
—en diversos grados, a decir verdad— seguir realizando una
buena labor. Para superar esas situaciones de estancamiento,
es común recurrir a las interpretaciones de la resistencia. Desde
luego, nunca dejan de aparecer resistencias dinámicas o autén-
ticas junto a aquellas que he deslindado como típicas del pe-
ríodo de consolidación de la adolescencia tardía. Estoy lejos de
sugerir que estos fenómenos evoliltivos constituyen una
contraindicación para el análisis de adolescentes; independien-
temente de la silenciosa génesis de la neurosis en ese período, la
terapia sigue abriéndose camino, como de costumbre, desde la
superficie hacia las profundidades. "Lo que aquí propongo es
una modificación en la comprensión de la dinámica de la resis-
tencia dentro del tratamiento analítico, especialmente en la
adolescencia tardía,
Los problemas terapéuticos esbozados, típicos de la adoles-
cencia, ya nos son bien conocidos por el análisis de niños. Debi-
do a la conformación física del adolescente (en particular del
de mayor edad), a sus deseos, ambiciones y roles sociales, ten-
demos a considerarlo un adulto —un adulto al que le falta al-
go—. Puedo asegurar, después de varias décadas de supervisar
a terapeutas, que aquellos que se sienten a sus anchas en el tra-
tamiento de niños suelen orientarse mejor en el mundo del ado-
lescente que aquellos que han trabajado preponderantemente
con adultos.
Un pensamiento más, implícito en las consideraciones ante-
notes sobre el desarrollo, debo hacer explícito en este punto.
Cuando hablo del período de consolidación de la adolescencia
tardía, debe entenderse que las estructuras psíquicas adquieren
en él un alto grado de irreversibilidad. Pierden, por así decir,
la singular fluidez o flexibilidad de la niñez, que facilita, aun
en la adolescencia, las modificaciones adaptativas del pasado.
La estabilización estructural al término de la adolescencia está
sintetizada en la formación definitiva del carácter. Esta ad-
quisición de la personalidad en la adolescencia tardía marca
que la niñez —o sea, en el lenguaje usual, la adolescencia— ya
ha pasado. Pienso, pues, sobre la base de todo lo dicho, que la
adolescencia no puede constituir una etapa evolutiva inconclu-
sa. Su final responde a la ley epigenética del desarrollo; como
todos los otros períodos de la niñez, también la adolescencia
pierde su impulso evolutivo, independientemente de que ha-
yan sido cumplidas o no las tareas o desafíos propios de ella. El
término de la adolescencia se produce en un momento biológi-
ca y culturalmente determinado, sea .de manera normal o
anormal. Parece ser una ley del desarrollo que los puntos de fi-
jación de una etapa cualquiera sean trasladados a la siguiente,
manteniendo vivo de ese modo el empeño del yo por armonizar
las sensibilidades, vulnerabilidades e idealizaciones que con-
forman la esencia del self de cada individuo. En este sentido po-
demos decir, citando a Wordsworth, que "el niño es el padre
del hombre".
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