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Jaime Epstein

Notas para pensar las relaciones entre psicoanálisis y neurociencias

Neurociencias: Borramiento fallido del psicoanálisis de la memoria científica.

Desde sus orígenes el psicoanálisis tuvo una relación controvertida con la medicina, y en particular con la neurología. Hoy las
neurociencias, la neurobiología y el cognitivismo son como el escenario principal de esa difícil relación.
Las neurociencias se han expandido desde hace pocas décadas de manera casi geométrica en el mundo de las ciencias de la vida.
Sus avances en el conocimiento del cerebro y la búsqueda de la confirmación de antiguas ideas acerca de su casi entera incidencia
y determinación de los fenómenos cognitivos y emocionales, de las aptitudes y limitaciones mentales, están maravillando al
mundo de su propio campo como a los legos.
La cada vez más sofisticada superabundancia de aparatos tecnocientíficos para la realización de mediciones y experimentos
controlables respecto de las funciones del cerebro y del sistema nervioso en general, producen, también entre los mismos
profesionales de la salud, la certeza sugestiva (y el espejismo) de que el estudio exhaustivo del cerebro, -e in extenso del cuerpo
humano orgánicamente considerado- dará finalmente las explicaciones que ‘faltan’ en el corpus científico-médico acerca de la
‘mente’ (entendida solamente como un producto causado totalmente por los mecanismos más sofisticados del funcionamiento
del sistema nervioso y del cerebro en particular).
La tradición médico-científica estudió desde siempre los efectos que del cuerpo a la mente y del cuerpo al cuerpo producían los
fenómenos fisicoquímicos más diversos. (S. Freud, 1999). Desconoció o rechazó por ‘metafísicos’ los fenómenos no pasibles de
ser contrastados y controlados en y por la experiencia sensible y cercados por el lecho de Procusto del diseño experimental. Nunca
consideró la vía de los efectos producidos desde la mente hacia la mente misma, ni sobre el cuerpo.
El psicoanálisis vino a producir una revolución científica y la introducción de una perspectiva completamente nueva tanto en el
terreno de la comprensión del ser humano en la conciencia social y cultural, en el saber prestigioso de las ciencias como en la
práctica misma de los tratamientos de las llamadas enfermedades mentales.
Sin embargo la insistencia de la irrupción del inconsciente en la clínica con pacientes con problemas del desarrollo confrontó cada
vez con mayor asiduidad a los presupuestos de las investigaciones neurocientíficas como a algunos investigadores de ese terreno a
la consideración de una causación diversa y de diferente dirección a la única atendida hasta entonces. Pero el programa
epistemológico y metafísico del que parten les hace imposible pensar en dicha causación y hasta en la naturaleza de los fenómenos
en juego en estos pacientes.
En este sentido el intento por establecer puentes, cruces, e investigaciones que se complementen o enriquezcan mutuamente, “…
potenciar investigaciones, generar prácticas de frontera que multiplique la eficacia de cada una y que acorten los tiempos
de tratamiento…” (Sergio Rodriguez: Cruces entre psicoanálisis y neurobiología. Lugar Editorial, pág. 17. Bs. As. 2011) si
bien tiene intenciones promisorias y aparentemente de ‘progreso’ es infructuosa. Y lo es en la medida que ambas prácticas y
discursividades construyen objetos diferentes, no comparten el mismo lenguaje, y aun cuando usen los mismos términos
(memoria, subjetividad, trauma, etc.) sus significados son diferentes porque supone cada una, el aparejo teórico que les da sentido.

El juego, el niño, la memoria simbólica y el trauma.

En el libro “La vida secreta de la mente. Nuestro cerebro cuando decidimos, sentimos y pensamos”, de Mariano Sigman,
prestigioso neurocientífico argentino, asistimos a ejemplos de casos clínicos y de experiencias observables en las que quiere
probar la amplitud y supremacía de la comprensión neurocientífica acerca del juego y el lenguaje en los niños, así como de ciertos
fenómenos de evocación y selección cognitivas. “Al jugar, un chico hace intervenciones que le permiten develar los misterios
y descubrir las reglas de este universo. Jugar es descubrir. De hecho, la intensidad de juego de un chico depende de la
incertidumbre que tiene respecto de las reglas que lo gobiernan”. A partir de esta premisa lee diferentes juegos armados por
investigadores como una prueba de lo anterior. Intenta mostrar que la ficción tiene un origen ligado a los estímulos pre verbales
que recibe del entorno y que el jugar responde de manera estrictamente necesaria no a la imitación de los adultos sino a una
inteligencia lógica que ya tendría en su haber razonamientos sofisticados y teorías de cómo funcionan las cosas y las personas.
“Esta capacidad de teorizar (en niños de uno y tres años), de convertir datos en fábulas, es la semilla de toda ficción” (Pág.
44-46).
En este trabajo hay muchos y suficientes ejemplos de los presupuestos diferentes de los que parten los neurocientíficos respecto
del psicoanálisis, para pensar y conocer el mundo humano. Afirma también como progreso novedoso de sus estudios que “lo
biológico y lo cultural (…) están intrínsecamente relacionados”, y que “la trama social afecta a la biología misma del
cerebro”. Esto es efectivamente una apertura teórica de las neurociencias a un universo en el que usualmente no tienen
competencia según su formación. Ven en ciertas conductas sociales, como las llaman, (“contención afectiva, educativa y

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social”) y en la influencia efectiva de la ‘vida social’, (“Una caricia, una palabra, una imagen, cada experiencia de la vida
deja una traza en el cerebro”) ciertas modificaciones en el cerebro anatómico y funcional.
En la comparación de los cerebros de dos niños de tres años cuyas estimulaciones socio-afectivas divergieron en estos aspectos
“Uno crece con afecto y educación normal y el otro, sin contención afectiva, educativa y social” se verifica que el cerebro de
este último “no solo es anormalmente pequeño, sino que además sus ventrículos, las cavidades por donde fluye el líquido
cefalorraquídeo, tienen un tamaño anormal. Con un poco de atención también pueden verse fracturas a lo largo de la
materia gris, que denotan una atrofia cortical”. (Pág. 59). Estas afirmaciones, aunque más amplias que la de muchos
investigadores de su campo, siguen manteniendo la primacía del cerebro y su carácter determinante sobre los fenómenos de la
vida mental.

Memoria y trauma para el psicoanálisis

En la clínica de niños que sufren quemaduras nos encontramos con trastornos del juego, de la memoria, del sueño, de la
alimentación y de la respuesta social.
La efracción sufrida en el cuerpo, por la que son atendidos en el hospital y muchas veces internados, es a la vez causa de efectos
anímicos imprevisibles e inclasificables, así como consecuencia de una indefinida serie de acontecimientos azarosos y entramados
desde y en el lugar donde fue recibido y constituido como sujeto. La compleja trama real, simbólica e imaginaria que constituye
su posición de sujeto, alienado en el discurso del Otro, va tomando cuerpo en los dichos –cuando hablan- y en los juegos. El juego
no siempre es posible en las primeras entrevistas según las condiciones en las que ingresan a la internación algunos niños. Sin
embargo, por más impedidos que se encuentren estos niños, la dimensión lúdica y el escenario de la fantasía pueden construirse
(relatos de fragmentos clínicos como “las monerías” -citados en el trabajo clínico de Alfredo Jerusalinsky- y construcciones
lúdicas, que con prescindencia de un trabajo con “juguetes” implican lo mimético, lo verbal y lo sonoro como elementos de la
facilitación de la fantasía, testimonio de un sentido que la perspectiva neurobiológica no puede explicar).
El trauma para el psicoanálisis no consiste en la herida, el choque o el daño padecido en el cuerpo. Es un acontecimiento psíquico,
que parte la temporalidad en un antes y un después, que trastoca la dimensión del tiempo cronológico, que intensifica o despierta
las significaciones de objetos y experiencias vividas, hace caer otras significaciones de ciertos objetos y genera respuestas
sintomáticas particulares en cada caso que reclaman ser atendidas y elaboradas para hacer posible la continuidad de la vía
deseante del sujeto. El trabajo de elaboración psíquica en el que consiste fundamentalmente el camino de un tratamiento
psicoanalítico nos muestra en una abrumadora cantidad de casos, que la experiencia vivida se diferencia del recuerdo de esa
experiencia, y a la vez de no coincide con el relato de dicha experiencia, que intenta hacer coherente un sentido a dicho recuerdo
por y para el mismo sujeto.
La respuesta a la situación que la medicina y el sentido común llaman traumática, es decir, la efracción o el daño corporal
padecido, es lo que podría constituirse en lo que llamamos trauma en psicoanálisis para un sujeto, si la inscripción de ese hecho no
fuera posible por haber excedido o arrasado con los recursos que cuenta, o si la negación, como mecanismo protector del retorno
de lo vivido, disfraza mal la dimensión emocional y afectiva. El acontecimiento exterior se liga por alguna marca a una traza
psíquica, pulsional, es decir sin el recorrido simbólico que pudiera situar ese acontecimiento en la trama psíquica. Altera el ritmo
regular de la vida psíquica, escapa a la significación compartida y ocasiona los más diversos efectos sintomáticos.
Una perturbación de la memoria que se presenta como un hecho abrupto e inexplicable es el efecto sintomático que estudiamos en
un caso del hospital de quemados. Se trata de un niño de 9 años que no puede recordar el nombre del amigo (de toda su vida) con
el que jugaba cuando se quemó con fuego. Y el relato de su recuerdo de ese accidente estaba cargado de significaciones singulares
que contradecían la descripción de los adultos testigos del hecho. Esa perturbación de la memoria estaba asociada a lo que de su
historia familiar desató la escena en la que resultó quemado. Fue desde siempre situado en el lugar del ‘amigo’ del padre (un padre
gracioso, débil, extremadamente bueno, sumiso ante su esposa), pero que cada vez que jugaba con él tenía que ayudarlo. Su amigo
tenía algunas características de su padre; se comportaba como un subordinado, como alguien muy bueno y un poco torpe al que
había que cuidar e instruir. El accidente ocurre el día del cumpleaños del padre. Cuando le pregunté al niño el nombre de su
amigo, se quedó en silencio unos largos segundos dudando, y le salió ‘sin pensar’ un nombre: el de su padre. Un nombre parecido
al de su amigo.
Los traumas de las guerras, pueden ocasionar la imposibilidad de olvidar, o la fijación transgeneracional de un sentido congelado
e incomprensible y como por fuera del tiempo, como efectos psíquicos característicos. Anestesias en las relaciones sociales,
zonas catastróficas borradas del pasado, del relato mudo del pasado en el discurso familiar, remiten en la transferencia a una
devastación, “se actualizan de inmediato en el trabajo transferencial. Es la guerra en el análisis, sin metáfora.” (F. Davoine,
J. M. Gaudillière: “Historia y Trauma. La locura de las guerras”. Pág. 30/31. Editorial Fondo de cultura económica, Bs As,
2011).
Un estudio autobiográfico y conmovedor de Boris Cyrulnik, “Sálvate, la vida te espera” (Editorial Debate, Bs. As. 2014),
testimonia los efectos que ocasiona una pérdida precoz, “cuando una pérdida ulterior desencadena un aislamiento sensorial,
en el que nada es estimulado, ni su cerebro, ni su memoria ni su historia. Y si el aislamiento dura demasiado tiempo, el
cerebro se seca, la memoria se apaga, la personalidad ya no puede desarrollarse.” (Pág. 90).
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El aislamiento sensorial, el estímulo, afectan no solamente al organismo -el cerebro- sino también a la memoria, a la personalidad
(es decir al sujeto, a la mente, al psiquismo).
Estas referencias de trabajos psicoanalíticos dan testimonio de la insuficiencia de la perspectiva neurocientífica para dar cuenta de
los fenómenos clínicos expuestos, para explicar, comprender en su dimensión propia la naturaleza singular de estas experiencias.
Una breve y sencilla analogía -con lo falibles y en general precarias que son- ilustra un poco esta insuficiencia:
Una sinfonía de Beethoven, o la melodía más sencilla, no pueden reducirse a la escritura que el lenguaje musical inscribe en la
partitura para su interpretación. Ni la guitarra o el instrumento de ejecución se podrían identificar con esas obras. Hay entonces en
la obra misma una autonomía que le impide identificarla o reducirla a esas instancias que, aunque necesarias para su existencia
material, no coinciden con ella.

Repetición, tachadura, inscripción

“Nuestra memoria (…) está menos en los textos que en aquello que las tachaduras, los borrones, nos permiten adivinar por
debajo de la escritura considerada “definitiva”. La sociedad de la desmemoria hace desaparecer las tachaduras apretando la
letra delete que limpia la pantalla sin dejar huella, sin cicatrices. Es mucho más que un borramiento o una represión: es lisa y
llanamente una censura, una censura de la que no queda archivo alguno. (…) Que esta invención haya surgido en el siglo de
la Shoah, del Holocausto, abre una perspectiva horrorosa. (…) Qué puede ser una página de escritura sin la memoria de las
tachaduras”.
Sandra Lorenzano

“A propósito de Flac: una experiencia de quiebre”


En: Fractal 23, 2001.

La ‘memoria de las tachaduras’, ‘adivinar por debajo de la escritura considerada “definitiva”’. Tal el caso de nuestro trabajo de
analistas y de la singular urdimbre de la memoria simbólica que, -inasible a la esmerada y precisa cuadriculación del mundo
sensible, operada por la práctica tecnocientífica sometida a los cinco sentidos-, forja la trama de la sustancia misma del mundo
humano.
La tachadura es la inscripción –y como el índice de las inscripciones que encubre y disfraza mal-, inscripción privilegiada de esa
memoria desdeñada por las investigaciones neurocientíficas.
‘Adivinar’, es un verbo que metaforiza para los legos la operación realizada en un análisis con los ‘ borrones’, las tachaduras y las
múltiples maneras bajo las que irrumpe en el decir y en sus intersticios y escrituras, la dimensión inconsciente. Pero dicha
operación no es un proceder mágico ni la acción de algún poder extrasensorial o metafísico. Es una operación de lectura de las
marcas de la borradura, de las huellas de las tachaduras que no pueden ser eliminadas por ninguna tecla, ya que son las cicatrices
de la acción de una censura impotente para hacer desaparecer los archivos de la memoria, que es la historia.
Un fragmento de trabajo psicoanalítico en el trabajo que realizo hace más de treinta años en el Hospital de Quemados de la Ciudad
de Buenos Aires ilustra esta perspectiva:

Un niño de tres años hijo único, es llevado al hospital de quemados por haberse volcado sobre su espalda la olla con comida
recién preparada por su madre. Esta no salía de su asombro acerca del accidente: no podía comprender cómo, a ella que ‘tenía
todo impecable’, le pasara esto. Le tomaba horas enteras del día mantener la casa ‘limpia y brillante’, y al nene, ‘perfecto’ en los
cuidados y en su vestir. El esmero en la impecabilidad, la brillantez y la perfección pueden ser también una tachadura, un
borramiento. Ella jamás jugaba con su hijito, (no sea que se ensucie), y el padre llegaba a casa muy tarde, con lo cual lo veía
muy poco al niño. Los fines de semana iban infaltablemente a ‘lo de mamá’, abuela materna que todavía comandaba las
decisiones y los valores de su hija, -también ‘única’, en más de un sentido-: siempre fue la hija ‘modelo’ y la niña ‘perfecta’. Pero
tras el afán de perfección –ideal imposible e inhumano- puede leerse una crueldad al servicio del control y el sometimiento al
deseo del Otro. Ser la ‘única’ para su madre, configuró la escena con cuyo brillo quedaba cegada. Pero su hijo quería jugar -

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como todo niño necesita del jugar como el elemento esencial para su desarrollo y su crecimiento- y el accidente emerge como un
retorno real de aquello que la perfección y el brillo como borramiento fracasaban en ‘limpiar’.
Borrar las “tachaduras”, las “manchas”, el “alboroto” que su hijo provocaba al intentar jugar, poner en juego su fantasía; esa
parecía ser la imperiosa y muda consigna que guiaba enceguecida a esa madre.
Luego de la breve internación en la sala de pediatría, la madre asedió al equipo tratante con una demanda al mismo tiempo
insistente, imposible e implacable: que le realizaran lo antes posible al hijo una nueva intervención quirúrgica, pero esta vez,
para borrarle completamente las marcas del cuerpo, tanto las producidas por las secuelas de la caída de la comida caliente en su
cuerpo, como las que le dejaron las intervenciones del equipo quirúrgico.
En las dos semanas de internación, intenté abrir el espacio de unos juegos, con elementos de la sala y con papeles, lápices de
colores y juguetes: una jeringa vacía, vendas, armar bollos con papeles, dibujar con él, jugar con autitos, jeeps y motos, con
muñequitos de animales y de personas. La madre estaba a su lado y el niño la miraba permanentemente, como esperando su
aprobación o su censura. Y ella misma le ponía palabras al niño ante cada intento de juego arruinándole cada juego y
manifestando al mismo tiempo una particular impericia y resistencia para jugar. Un logro del niño fue realizar contra su madre
un intento de Fort – da, (que entraña no solamente la sístole-diástole del juego presencia-ausencia constituyente de la trama
psíquica y herramienta que prefigura la capacidad de lograr una incipiente separación de la madre, de estar solo o soportar la
ausencia del otro): cada vez que la madre le alcanzaba un juguete o un pequeño objeto de los que yo había traído para jugar con
él, nombrándoselo literalmente, el nene lo tomaba con fuerza y lo arrojaba lejos, provocando la desesperación de su madre -que
vociferaba un retar moral por esas acciones y la demanda de que yo se lo alcanzara al tiempo que ella misma se lanzara
literalmente a buscarlo y a recogerlo. La reiteración de este acto, le provocaba al niño una particular tensión agresiva e
inequívocamente placentera.

Este material evoca, en la imposibilidad de esa perfección ‘única’, en la imposibilidad de limpiarlo todo, ordenarlo todo,
controlarlo todo, acallarlo todo, esa otra imposibilidad: la de decirlo todo. En el drama del mundo de este nene, se juega una
repetición de lo mismo, sin diferencia, una repetición infinita sin salida que implosiona como accidente en lo real.
La repetición en psicoanálisis se diferencia de la concepción que Kierkegaard desarrolló bajo este nombre. La palabra que usa el
filósofo danés entraña un sentido más próximo a la reintegración, al retomar o recobrar algo perdido, que a una iteración siempre
idéntica, como lo sugiere el término latino repetitio y su correspondiente en castellano.
Pero desde Freud, la repetición es la iteración de una recuperación fracasada. El intento incesante, insensato y fallido de recuperar
y reintegrar un amor perdido, en la acción compulsiva que encubre y repite su pérdida. Las nociones de repetición en Kierkegaard
y en Freud tienen en común que giran en falso en torno a la imposibilidad de decirlo todo, a la emergencia de una verdad que no
puede decirse directamente, sino solo aludirla en las vueltas fallidas del decir. En Kierkegaard se trata más bien de recuperar y
reintegrar un amor originario, para volver a vivirlo como la primera vez. No es la iteración de lo idéntico, es la reedición de lo
bueno y valioso que no se resigna a perder pero que ya está perdido. En el libro La repetición, Kierkegaard se pregunta cómo
lograr una repetición en este sentido. En él, un joven enamorado y correspondido en su amor, se pregunta cómo conservar ese
amor, cómo no perderlo, cuando ya en su sentimiento tiene el dolor amargo y melancólico de haberlo perdido. El tenerla así a su
amada, enamorada cabalmente de él, le presenta la posibilidad de que cada acercamiento a ella implique perderla. Entonces vive
este amor presente como un recuerdo de cada momento pasado, como si ya lo hubiera perdido.

La memoria o rememoración es así una repetición fallida, porque toda repetición es fallida. Cada encuentro es un nuevo
encuentro. Cada encuentro es otro y ya no es más el que fue. La memoria quiere -infructuosamente- conservar la identidad de
percepción y al mismo tiempo, la identidad de percepción crea memoria. El ritual, el juego repetido, el hacerse leer otra vez y cada
vez el mismo cuento, el no querer perder, son las maneras como la repetición kierkegaardiana se da en la infancia. La idea
freudiana de vías facilitadas, que desde el Proyecto da cuenta de los nexos abiertos en los caminos de una repetición que construye
la trama de las identificaciones, ponen en relación la dinámica de la inscripción facilitada por el juego repetido que sostiene y
genera una tensión placentera, y las conexiones neuronales – cuyo estudio según Erik Kandel tiene a Freud como uno de los
adelantados al haber formulado “un principio clave de lo que luego recibiría el nombre de doctrina de la neurona: que las
células nerviosas son las piezas elementales que constituyen el cerebro” (Kandel, En busca de la memoria, p. 77, editorial
Katz)-, conexiones neuronales que miman este mecanismo, crean las condiciones orgánicas de la inscripción de una información -
siempre selectiva en cada caso- que no terminan de explicar.
El problema epistemológico entre los trabajos psicoanalíticos y las investigaciones neurobiológicas, radica en parte en la
preeminencia dada a la comprensión de los procesos empíricos del organismo por sobre los mecanismos simbólicos de los
procesos psíquicos.
El estudio de la memoria, la rememoración y el olvido, no es la excepción.
Erik Kandel lo muestra sin proponérselo cuando escribe: “…desde mi primera conversación con Grunfest –su maestro de
medicina en el laboratorio de la Universidad de Columbia en 1955- tuve motivos para reflexionar. En esa charla le hablé de mi
interés por el psicoanálisis y de mis esperanzas de averiguar en qué lugar del cerebro podían localizarse el yo, el ello y el
superyó.(…) Si bien Freud no tenía la pretensión de representar con su diagrama el mapa anatómico de la mente, ese
esquema –el de la teoría estructural del yo, ello y superyó presentado en las Nuevas conferencias de introducción al
psicoanálisis, de 1933- acicateó mi curiosidad por saber en qué recónditos pliegues del cerebro humano podían alojarse
esas entidades psíquicas” (Kandel, ibídem, p. 75 y 77).
Y así como Antonio Damasio desarrolló lo que llamó “El error de Descartes”, podemos atrevernos a afirmar que “el error de
Kandel” y de gran parte de los representantes de las neurociencias –si puede hablarse de ‘un’ error- radica fundamentalmente en

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privilegiar de tal manera las bases biológicas y orgánicas de los procesos mentales y de las emociones y sentimientos, que
terminan por reducir avasallantemente la totalidad de la vida psíquica al funcionamiento del sistema nervioso central.
El claro ejemplo de esta apreciación se encuentra en nuestra cita de Kandel, en la cual su pretensión de hallar en el cerebro, el yo,
el ello y el superyó freudianos, de “saber en qué recónditos pliegues del cerebro humano podían alojarse esas entidades
psíquicas” testimonia una ceguera para lo que los mismos epistemólogos denominan objetos teóricos, y una lectura singularmente
sesgada de la obra de Freud.
Esa pretensión peca del error fundamental y fundacional que se encuentra en el corazón de las controversias en las que el
psicoanálisis es acusado de “poco serio” o “no científico”, como lo han proferido en incontables ocasiones tanto algunos
psicólogos y neurólogos como ciertos epistemólogos (como nuestro conocido Mario Bunge). Dicho error consiste en no advertir, -
o advertir y renegar- que dichas entidades freudianas, así como gran parte del edificio psicoanalítico, no tienen una referencia
directa en la experiencia medible y calculable. Esta experiencia (instaurada por la tradición científica desarrollada desde Galileo
y desde el comienzo puesta al servicio del desarrollo técnico, tecnológico y económico que con el progreso de un saber al mismo
tiempo explicativo, predictivo y controlable empíricamente, promete la posibilidad de asegurarles a los grandes inversores en
investigaciones científicas -los estados nacionales y las mega empresas- el control y el dominio ya no solo de la naturaleza,
supuestamente dedicada a mejorar la calidad de vida de todos, sino también, el control y la dominación de los seres humanos),
esta experiencia, si bien es la que preconiza y decide como excluyente en el campo científico la versión oficial de la ciencia, y la
característica preeminente del llamado contexto de justificación, no es en absoluto el tipo de experiencia que se realiza, que se
pone en juego en un psicoanálisis. Esa experiencia –científico natural- ha devenido con el correr de la modernidad, en
experimento, y en el contexto de justificación de teorías e hipótesis, encuentra su utilización frecuentemente bajo los sintagmas
‘control experimental’, ‘contrastación experimental’, solo para nombrar los más usados.
Otro investigador prestigioso en neurociencias, física, neurofisiología y bioingeniería, es el argentino Rodrigo Quian Quiroga. En
su trabajo Borges y la memoria. Un viaje por el cerebro humano, de ‘Funes el memorioso’ a la neurona de Jennifer Aniston
(2011), aborda el tema de la memoria según la guía de una pregunta, precedida de una afirmación general:

…nadie duda de la importancia de los recuerdos a la hora de forjar nuestro yo, la conciencia de nosotros mismos . ¿Dónde
estarán almacenados estos recuerdos? (pág. 80).

Además de referirse al yo, “nuestro yo”, como sinónimo de “la conciencia de nosotros mismos”, sin atender a los desarrollos que
en el campo psicoanalítico se han realizado en relación a estos conceptos y a estas cuestiones, se pregunta: ¿Dónde se localizan los
recuerdos en el cerebro y cómo lo hacen? Es ésta una pregunta que recorre la preocupación, y el interés que comanda la mayoría
de las investigaciones neurocientíficas contemporáneas en el campo de la memoria:

La pregunta de si existe o no una localización de la memoria y, en general, de las distintas funciones cerebrales, ha
fascinado durante siglos a generaciones de pensadores.

Al mismo tiempo constituye un supuesto epistemológico que nuestro autor remonta a su lectura de Aristóteles, que actualizaría
William James en el siglo XIX, oponiéndola al dualismo cartesiano. Quian Quiroga afirma que según Aristóteles existe una
comunión entre el alma y el cuerpo, (uso “mente” en lugar de “cerebro”, aunque no hago distinción alguna entre ambos…
ibídem, pág. 26) cosa que lo diferencia de Platón y lo opone tanto a la Iglesia católica, -por desestimar la existencia de un alma
inmortal separada del cuerpo- como a las concepciones de René Descartes acerca de la diferencia entre el alma, res cogitans –o la
mente, dice nuestro neurocientífico- y el cuerpo, res extensa –o la materia-.

Más allá de que la influencia del dualismo cartesiano se haya extendido hasta bien entrado el siglo XX, creo que en
nuestros días son pocos los que con un mínimo conocimiento científico dudarían que mente y cerebro son lo mismo. (pág.
84).

Y en una nota al pie, se opone explícitamente al psicoanálisis por interpósita persona:

Sin embargo, Diego Golombek, el notable científico y divulgador argentino, argumenta en su libro Cavernas y palacios,
creo que con razón, que la investigación del cerebro en Argentina ha estado dominada durante mucho tiempo por el
psicoanálisis, que casi estoicamente sostiene un dualismo cartesiano y distingue (erróneamente) entre mente y cerebro,
entre enfermedades mentales y corporales, cuando en realidad los procesos mentales –ya sea una depresión, adicción,
esquizofrenia o una crisis epiléptica – son generados por la actividad de neuronas en el cerebro. Como bien dice Diego,
necesitamos “más James y menos Lacan”. (p. 84).

En otro lugar del mismo libro, Quian Quiroga intenta explicar la imposibilidad de concebir como distintos mente -o psiquismo- y
cerebro apelando a un ejemplo tomado de Aristóteles para señalar la íntima relación entre materia y forma:

…consideraba (Aristóteles) absurda la pregunta de si el cuerpo y la psiquis son una misma cosa, ya que para él era como
preguntar si la cera de una vela y su forma son lo mismo. Hablar de la psiquis de una criatura, argumentaba Aristóteles,
es hablar de la criatura misma. (p.82).

Este ejemplo contradice precisamente la idea de Quian Quiroga de que la mente es el cerebro. La cera de una vela es una
substancia que va a ser la materia que compone, gracias a la forma vela, una vela, es decir, una nueva substancia. Comprender la
relación de estos conceptos que se aplican a la realidad de una manera estática, implica al mismo tiempo concebir cómo se
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constituye una substancia, como la vela en el ejemplo. Para ello introduce Aristóteles el par potencia-acto. La forma, que define a
lo que es como lo que es en cada caso, será la actualización, o será en acto lo que potencialmente era: la cera será vela en la
medida que la forma vela se actualice en esa materia. Otro ejemplo es la línea. La materia de la línea es la extensión -informe- y
la forma, la sucesión finita -o infinita- de puntos. De este modo, “la forma puede ser extraída de la materia aun cuando no tenga
nunca existencia separada”. (J. Ferrater Mora, “Forma” en: Diccionario de Filosofía”, Tomo 2, E-J, Alianza Editorial, cuarta
edición, 1982, Madrid.). Pero que no tenga “nunca”, existencia separada, no implica que una dependa enteramente de la otra. Por
otra parte, es preciso cuestionar ese “nunca” ya que la experiencia psicoanalítica da cuenta de la verdad anticipada por la literatura
universal, -Shakespeare, por ejemplo- de que el muerto, sigue vivo en la mente -no en el cerebro- de sus seres queridos, o que el
hijo por venir, en la fantasía de los futuros padres, aun cuando todavía no haya sido concebido en el cuerpo, está con todo su valor
de encarnar ideales, temores, formas corporales, nombres, etc.
Volviendo al ejemplo de Quian Quiroga el especialista en Aristóteles William David Ross, afirma: “La ‘materia’ no es para
Aristóteles una especie de cosa como cuando hablamos de ‘materia’ por oposición al ‘espíritu’. Es un término
absolutamente relativo –relativo a la forma. “La materia –dice el Estagirita en su Física- es algo relativo a algo, pues si es
diferente la forma, será diferente la materia”. (Aristóteles, p. 73).
En esta cita parece que el mismo Aristóteles colocara la forma -el psiquismo- en un lugar privilegiado respecto de la materia -el
cerebro-.
La materia es informe y la forma le imprime a la materia ser lo que en cada caso es. La dinámica que el cambio temporal produce
sobre la sustancia, hace que no sea concebible materia sin forma ni forma sin materia y a su vez el cambio es explicado por las
cuatro causas y el paso del acto a la potencia y de la potencia al acto.
Sin embargo, si bien estos ejemplos eruditos parecieran adecuarse a los problemas planteados por Quian Quiroga, no es el caso, ya
que el cuerpo o cerebro no es equivalente a la cera; ni su forma, la vela, lo es al psiquismo o mente. Dicho de otra manera, la cera
es la materia de la vela y a la vez, tomada como tal, como cera, el producto de la transformación de la vela por la acción del calor
de la llama, pero la mente no es el producto del cerebro ni el cerebro es producto de la mente. Pero sobre todo, la cera de la vela
no es la vela sin la forma de la vela, así como el cerebro no es un sujeto humano, sin su mente. No hay mente sin cerebro, como no
hay cerebro sin mente, salvo un órgano muerto. La forma es la idea que realiza, hace real, a la vela como tal. La materia con la
que se fabrica la vela no es aun la vela hasta que a esa materia se le imprime la idea o forma de vela. Se podría perfectamente,
calentando la materia que se usa para hacer velas, fabricar otros objetos, por ejemplo, formas de animales o de humanos de cera.
Este ejemplo, como casi todos los ejemplos, no es bueno aunque sea claro, ya que la complejidad de la mente y la del cerebro no
pueden traducirse en la relación cera-vela. De este modo, no se pueden hacer otras mentes transformando la materia del
cerebro. Esto último es lo que quieren, creen y afirman las neurociencias. Que los cambios cerebrales, neuroquímicos o
mecánicos (por efecto de lesiones, por ejemplo) generan o tienen por resultado cambios decisivos en la mente, de manera tal, que
ese ser pasaría a ser otro. Manipular -o afectar por algún agente físico- empíricamente la mente modifica el cerebro.
Esta es la tesis que intenta probar el famoso ejemplo del accidente sufrido por Phineas P. Gages, capataz en la construcción de
ferrocarriles en Vermont, Nueva Inglaterra en el verano de 1848; en síntesis, Gages es atravesado desde su mejilla hasta salir con
la violencia y la velocidad de un proyectil, por una barra de hierro que debía ser detonada y protegida con arena para perforar
rocas y su cráneo -y su cerebro- fueron perforados en una zona y un trayecto determinados. Damasio relata lo acontecido
señalando que ese accidente, del que sobrevivió milagrosamente Gages, le produjo un cambio tan notable, tan radical en su moral,
en su conciencia y en su conducta, que es suficiente para ejemplificar la teoría de la determinación del cerebro sobre la mente y
los llamados fenómenos psíquicos, morales y del comportamiento. Este ejemplo admite sin dudas el hecho de que el daño
ocasionado a Phineas Gages está asociado necesariamente a los cambios registrados (pasó de ser un muchacho educado,
respetuoso en el trato social, a conducirse como un amoral, violento y antisocial), pero no piensa en el hecho de que podrían haber
muchos efectos diferentes a ése, ya que sólo se presentó ese caso -o al menos generalmente es el que se presenta en la literatura
específica sin haber encontrado otros significativamente similares- y que las significaciones de esos cambios podrían tener su
causa también en elementos simbólicos no presentes en el cerebro.
La lectura de la relación cerebro - mente por las neurociencias reduce, banaliza, en fin, ignora la trama compleja de las
determinaciones universales y contingentes del universo simbólico de la palabra, el lenguaje, la cultura, la educación, la moral,
etc., trama que incide con la misma fuerza o más que los mecanismos de un organismo, en la constitución del sujeto humano, en la
formación de quiénes somos o creemos que somos.
Y resulta que en lo que atañe a la concepción de la relación mente-cerebro según el psicoanálisis, tanto Aristóteles como
Descartes tienen elementos comunes que se podrían enmarcar en los supuestos científicos, filosóficos y metafísicos de Freud.
Aristóteles no afirma una reducción de la materia a la forma o viceversa. Señala la compleja relación entre estas dos instancias
constitutivas de lo real: hylé y morphé, materia y forma, inseparables pero distintas, podrían utilizarse para pensar lo contrario de
lo que dicen los neurocientíficos. Del mismo modo en Descartes, la separación analítica entre res extensa y res cogitans, no
excluye la relación entre ambas ni conmina a elegir como determinante una sobre la otra. Esta distinción analítica muestra luego,
en el esfuerzo de síntesis que establece su reflexión, que no hay res cogitans sin res extensa en el hombre, ni res extensa sin res
cogitans (La hipótesis de la insuficiencia de la concepción del hombre como “mecanismo de relojería” ilustra esto) lo cual no
implica confundirlas.
Y aun con el rigor racional que caracteriza el pensamiento de Descartes como el pensamiento fundacional de la filosofía y la
ciencia modernas, su definición del ‘yo’, de la res cogitans, la cosa pensante, no responde a la reducción escolar y académica de
una razón abstracta, molde formal del pensamiento matemático, cuya única función y característica definitoria es el cálculo. Nos
dice en la Meditación Segunda de sus Meditaciones Metafísicas;
¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma,
niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente.

En un trabajo de 1890, reeditado y ampliado en 1937, “Tratamiento psíquico (tratamiento del alma)”, Freud dice:
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“Tratamiento psíquico” quiere decir, más bien, tratamiento desde el alma –ya sea de perturbaciones anímicas o
corporales- con recursos que de manera primaria e inmediata influyen sobre lo anímico del hombre.
Un recurso de esa índole es sobre todo la palabra, y las palabras son, en efecto, el instrumento esencial del tratamiento
anímico.
Más adelante afirma:
“…los médicos de formación científica aprendieron sólo recientemente a apreciar el valor del tratamiento anímico. Esto se
explica con facilidad si se repara en la evolución de la medicina durante los últimos cincuenta años. Tras un período
bastante infecundo en que dependió de la “filosofía de la naturaleza”, la medicina, bajo el feliz influjo de las ciencias
naturales, hizo sus máximos progresos (…): ahondó en el edificio del organismo mostrando que se compone de unidades
microscópicas (las células); aprendió a comprender en los términos de la física y de la química cada uno de los desempeños
vitales (…) y a distinguir aquéllas alteraciones visibles y aprehensibles en las partes del cuerpo que son consecuencia de los
diversos procesos patológicos (…). Todos estos progresos y descubrimientos concernían a lo corporal del hombre; y así, a
raíz de una incorrecta (pero comprensible) orientación del juicio, los médicos restringieron su interés a lo corporal y
dejaron que los filósofos, a quienes despreciaban, se ocuparan de lo anímico.
Es verdad que la medicina moderna tuvo ocasión suficiente de estudiar los nexos entre lo corporal y lo anímico, nexos cuya
existencia es innegable; pero en ningún caso dejó de presentar a lo anímico como comandado por lo corporal y
dependiente de él. Destacó, así, que las operaciones mentales suponen un cerebro bien nutrido y de normal desarrollo, de
suerte que resultan perturbadas toda vez que ese órgano enferma; que si se introducían sustancias tóxicas en la circulación
era posible provocar ciertos estados de enfermedad mental, o que, en pequeña escala, los sueños podían variar según
fueran los estímulos que se aportaran al durmiente a modo de experimento.
La relación entre lo corporal y lo anímico (en el animal tanto como en el hombre), es de acción recíproca; pero en el
pasado el otro costado de esta relación, la acción de lo anímico sobre el cuerpo, halló poco favor a los ojos de los médicos.
Parecieron temer que si concedían cierta autonomía a la vida anímica, dejarían de pisar el seguro terreno de la ciencia. (p.
116)

En este mismo trabajo sigue Freud mostrando la cantidad y la variedad de síntomas que presentan cierto tipo de enfermos, en los
que las afecciones corporales mas variadas no encuentran en el registro empírico del organismo la más mínima causa, y son al
mismo tiempo afecciones que perturban los estados anímicos, sin hallar en los estudios del cerebro y el sistema nervioso en
general, ninguna alteración visible.
Pero volviendo a nuestros neurocientíficos, y considerando la fijeza señalada por Freud respecto de esos presupuestos y prejuicios
empiristas y positivistas acerca de los procesos psíquicos, podemos ver claramente cómo el estudio del cerebro abarca y reduce la
totalidad de los fenómenos mentales o psíquicos a perturbaciones funcionales del cerebro.
Y respecto a la memoria, concebida como una función –aunque esencial para la constitución de la identidad del yo- parecen haber
avanzado en las preguntas acerca de la mencionada cuestión inaugural del interés por ¿dónde se localizan los recuerdos en el
cerebro y cómo lo hacen?
Pero parecieran dejar de lado la interrogación acerca de cómo se forja una memoria, de cómo es que fijamos o inscribimos con un
determinado sentido ciertos recuerdos, de cómo seleccionamos los recuerdos, los transformamos (como lo prueba Freud en
muchos ejemplos y también en el ensayo “Sobre los recuerdos encubridores” de 1899) y no los controlamos sino que ellos
pueden surgir en las ocasiones más variadas de nuestras experiencias.
En nuestro trabajo clínico y en el examen de los testimonios clínicos sobre el juego y el jugar en la infancia, se nos presenta el
hecho según el cual, la iteración de ciertos juegos en las edades más tempranas, así como la presencia de al menos un padre que
esté dispuesto a jugar y a valorar el juego como experiencia central en el desarrollo infantil, le otorga a esos niños más recursos
que aquéllos que no han tenido las condiciones para desplegar el jugar.
Uno de esos recursos, esenciales para el desarrollo y los procesos de identificación, es la memoria simbólica, es decir una
memoria del sentido y del sinsentido, del deseo, del placer y del dolor. Y de esta manera constatamos la incidencia decisiva del
jugar y el juego como experiencias inaugurales y fundacionales de la inscripción de ese recurso psíquico: la memoria como
dinámica del sentido, de las cosas, del deseo, del placer, del dolor y de la falta.
Trabajamos sobre la memoria en el acto de la evocación, del olvido, del borramiento, de la sustitución sintomática o de la
memoria insabida del acto.
La relativa autonomía de la mente respecto del cuerpo (no solo del cerebro) es algo que se ilustra quizás en el hecho de que la obra
musical no es el instrumento con el que se la ejecuta. El Concierto de Aranjuez no es la guitarra que lo ejecuta. No solo otro tipo
de instrumento también puede ejecutarlo. El concierto como tal es independiente de ellos. Tampoco coincide con la partitura o su
escritura en el lenguaje técnico musical. Muchos pueden reproducirlo sin saber leer música.
Nuestra mente no es una substancia espiritual, metafísica, una entidad que se introduce en un cuerpo para darle vida. Y tampoco
es el efecto de la substancia material llamada cerebro, aunque arguyamos que sin cerebro no hay mente, ni vida. Porque sin el
corazón o el hígado, tampoco hay mente ni vida.
¿Por qué si dos cerebros son iguales en sus pesos, su morfología, sus circunvoluciones y casi idénticos en el número de neuronas y
de sinapsis, sus portadores suelen ser tan distintos?
El hombre es un ‘animal gregario’, un ser social. Nace con una vulnerabilidad tal que le impide sostenerse vivo sin otro. Pero lo
que lo ‘humaniza’, lo que lo extirpa del mundo natural, del mundo animal, es la palabra. El modo como se da a sí mismo un
mundo. Como se las ingenia para vivir. Pero sólo puede darse a sí mismo un mundo, su mundo, si fue recibido humanamente, es
decir, en la trama simbólica del mundo humano, en el universo simbólico.
No tomamos cabal noción de la medida en que este universo, el de la palabra y el lenguaje, el de las formas simbólicas, construye
el mundo que nos ampara y le da sentido, lo transforma o se lo quita.

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Las neurosis y las perturbaciones y patologías psíquicas en general son una prueba de eso. No pueden reducirse a trastornos
orgánicos que sin la valoración y la enseñanza del psicoanálisis no serían inteligibles ni transformadas.
La angustia, el dolor psíquico, el duelo patológico, la falta absoluta de sentido, los síntomas e inhibiciones sin localizaciones
orgánicas posibles solo se modifican en el curso de un psicoanálisis.
En la antigüedad se registra cómo la palabra se desamarra de la tutela de los dioses, de la magia y de los mitos en la interrogación
filosófica. Pero el devenir de la filosofía la encierra en la trampa de su propia estructura simbólica: la deriva incesante de un
sentido que se abroquela en sistema con cada pensador y cae como resto con el siguiente.
Sin embargo podríamos conjeturar que así y todo constituye el antecedente fundacional del psicoanálisis, con todas las diferencias
que a poco de revisarlos los separan. La historia como memoria compartida, como el medio en el que la vida humana se
desarrolla, es el efecto de la identidad entre identidad y diferencia.

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